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Spanish Pages [413] Year 2019
Dr. Enrique Luis Graue Wiechers Rector
Los sentidos del cuerpo: un giro sensorial en la investigación social y los estudios de género
Dra. Amneris Chaparro Martínez Secretaria Académica
La publicación de Los sentidos del cuerpo se podría interpretar como un signo de “madurez” o consolidación del giro sensorial en las humanidades y las ciencias sociales. Da fe del hecho de que el campo de los estudios sensoriales —un término que abarca la investigación de la historia, la antropología y la sociología de los sentidos— se ha convertido en un tema con un alcance no solo internacional, sino intergeneracional. Además, el alto nivel de sofisticación teórico y metodológico del trabajo de las y los jóvenes sociólogas y sociólogos con el que [aquí dentro] nos encontraremos es un buen presagio para el futuro de este campo.
Mtra. Claudia Itzel Figueroa Vite Secretaria Técnica
David Howes, Centro de Estudios Sensoriales, Montreal Canadá
Dr. Leonardo Lomelí Vanegas Secretario General Dr. Alberto Vital Díaz Coordinador de Humanidades
CENTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS DE GÉNERO Dra. Ana Buquet Corleto Directora
Lic. Rubén Hernández Duarte Secretario de Igualdad de Género
Los sentidos del cuerpo x Olga Sabido Ramos | Coordinadora
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Los sentidos del cuerpo: un giro sensorial en la investigación social y los estudios de género
Mtra. Sheila Flores Pérez Secretaria Administrativa Cecilia Olivares Mansuy Jefa del Departamento de Publicaciones
Diseño de portada: Julio Salgado
(by Jules Sallop)
Olga Sabido Ramos
Fotografía de portada: © Kylli Sparre / Trevillion Images
Coordinadora
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Los sentidos del cuerpo: el giro sensorial en la investigación social y los estudios de género
Olga Sabido Ramos Coordinadora
Universidad Nacional Autónoma de México Centro de Investigaciones y Estudios de Género México, 2019
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Catalogación en la publicación unam. Dirección General de Bibliotecas Nombres: Sabido Ramos, Olga, coordinadora. Título: Los sentidos del cuerpo : el giro sensorial en la investigación social y los estudios de género / Olga Sabido Ramos, coordinadora. Descripción: Primera edición. | México : Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Investigaciones y Estudios de Género, 2019. Identificadores: librunam 2058757 | ISBN 9786073025058. Temas: Sentidos - Aspectos sociales. | Percepción - Aspectos sociales. | Cuerpo humano - Aspectos sociales. | Mente y cuerpo. | Sexo (Psicología). | Fenomenología. Clasificación: LCC BF233.S474 2019 | DDC 152.1—dc23
Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por parte de académicas externas al Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México, de acuerdo con las normas establecidas por el Comité Editorial del cieg. d.r. © 2019, Universidad Nacional Autónoma de México Centro de Investigaciones y Estudios de Género Torre II de Humanidades piso 7, Circuito Interior Ciudad Universitaria, 04510, Ciudad de México Diseño de la colección: Estudio Sagahón / Leonel Sagahón y Marcela Morales Cuidado de la edición: Cecilia Olivares Mansuy Corrección de estilo y de pruebas: Alejandra Tapia, Cecilia Olivares, Araceli Puente, Janaina Maciel Imagen de portada: © Kylli Sparre / Trevillion Images Diseño de portada: Julio Salgado Formación y captura: F1 Servicios Editoriales Primera edición: 2019 isbn: 978-607-30-2505-8 Esta edición y sus características son propiedad de la unam. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México
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Índice
9 Prólogo David Howes / Traducción de Alejandra Tapia 17
Introducción: el sentido de los sentidos del cuerpo Olga Sabido Ramos
I. Reflexiones, niveles y categorías analíticas para la investigación corpóreo-sensorial
47
Capítulo 1. Percepción sensible y expectativas sociales genéricamente diferenciadas. Cruces analíticos entre Niklas Luhmann, Erving Goffman y Asia Friedman Carolina López Pérez
67 85
Capítulo 2. El género en clave sensorio-afectiva. Aportes de la sociología disposicional y los estudios sobre percepción Priscila Cedillo
Capítulo 3. El amor corporeizado y el giro sensorial. Espacios, sonidos y artefactos en la percepción sensorial del cuerpo amado Olga Sabido Ramos y Adriana García Andrade
II. Estudios de género en clave sensorial
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Capítulo 4. Navegar entre los saberes del oficio de la pesca: un acercamiento desde las emociones y el ámbito corpóreo-sensible Carolina Peláez González
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Capítulo 5. Incorporando el mariachismo: una fenomenología del gesto musical José R. Torres-Ramos
Capítulo 6. Experiencias corporales, emociones e identidad de género. Un estudio con mujeres de distintas generaciones de la Ciudad de México Marta Rizo García
III. Sexualidades, erotismos y sentidos corporales
181
Capítulo 7. La dimensión sensorial del riesgo sexual en la experiencia de la serodiscordancia en la Ciudad de México César Torres Cruz
203 227
Capítulo 8. Entre cuerpos, normas y placer: modulación sensorial en una comunidad bdsm Daniela Sánchez
Capítulo 9. Los sentires “equivocados”: legitimidad del cuerpo y de las emociones en la experimentación de relaciones no monogámicas consensuadas Roberta Granelli
IV. La ciudad como experiencia sensorial
245
Capítulo 10. Las miradas en el último vagón del metro: sociología del cuerpo y los sentidos en la interacción homoerótica Carlos Viscaya
267
Capítulo 11. Sentir la ciudad: el habitus de la ceguera y la debilidad visual en la construcción no visual del espacio urbano de la Ciudad de México Erick Serna Luna
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7 v. La sensorialidad y los artefactos 295
313
Capítulo 12. Repensar la implementación de tecnologías alternativas en clave corpóreo-sensorial: el caso del sanitario ecológico seco Diana Inés Ramírez García
Capítulo 13. Nuevas prótesis virtuales: la “emancipación sexual” de los grupos de diversidad sexual a través de la mediación de las tic Abraham Martin Ledezma Vargas
VI. Sensaciones, sentimientos y estética
333
Capítulo 14. Implicaciones simbólicas del desollamiento de mujeres en la zona conurbada de la Ciudad de México Paola Thompson
351
Capítulo 15. Aula universitaria y experiencia estética: narrativas del gozo César Ricardo Azamar Cruz
VII. Experiencias sensoriales, enfermedad y dolor
369
Capítulo 16. Sentidos y sinsentidos de una enfermedad crónica: la experiencia corporal de pacientes diabéticos en tratamiento de hemodiálisis Cynthia Méndez Lara
385
Capítulo 17. Cuando el cuerpo duele: una autoetnografía del proceso de morir Velvet Romero García
405 Semblanzas
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Prólogo
Para mí es un honor que la doctora Olga Sabido Ramos me haya invitado a escribir el prefacio para esta colección de ensayos tan estimulantes sobre la sociología de los sentidos. Leer su recuento —en la introducción— acerca de la manera en que estos trabajos surgieron del Seminario de Investigación y de las subsecuentes Jornadas de Investigación en torno al tema del giro sensorial en la sociología, a los que la doctora convocó durante 2017-2018, tocó una fibra sensible en mí. Me recordó la época, hace más de treinta años, cuando formé un equipo con mi colega, el sociólogo Anthony Synnott, para crear el Equipo de Investigación Concordia Sensoria (consert). Nuestro primer proyecto se llamó Las variedades de la experiencia sensorial; su objetivo era explorar la vida social de los sentidos a través de las culturas, y resultó en un libro muy parecido a este (Howes 1991). Durante los dos años que duró el proyecto, se nos unió, entre otras personas, la historiadora cultural Constance Classen, quien en aquel entonces estaba terminando su tesis doctoral sobre la “Cosmología inca y el cuerpo humano”. Constance ha sido autora de muchos textos fundamentales en la historia —y antropología— de los sentidos (Classen 1993, 1998, 2012, 2014). Conocí la obra de la doctora Sabido Ramos gracias a una de las participantes del seminario del giro sensorial, Daniela Sánchez, quien también colabora en este volumen. Daniela hizo una pasantía en el Centro de Estudios Sensoriales de Concordia durante la primavera de 2018, mientras nos preparábamos para ser anfitriones de las conferencias Uncommon Senses II: Art, Technology, Education, Law — and Sensory Diversity.1 Daniela desempeñó un papel muy importante en la organización del evento y además presentó una ponencia sobre su trabajo: “Modulating Sexual and Sensual Desire in a bdsm Community in Mexico”.
1
Para mayor información sobre este proyecto, se puede consultar el sitio .
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David Howes
La publicación de Los sentidos del cuerpo se podría interpretar como un signo de “madurez” o consolidación del giro sensorial en las humanidades y las ciencias sociales. Da fe del hecho de que el campo de los estudios sensoriales —un término que abarca la investigación de la historia, la antropología y la sociología de los sentidos— se ha convertido en un tema con un alcance no solo internacional, sino intergeneracional. Además, el alto nivel de sofisticación teórico y metodológico del trabajo de las y los jóvenes sociólogas y sociólogos con el que más adelante nos encontraremos es un buen presagio para el futuro de este campo. Como lo he afirmado en otras ocasiones, el crecimiento constante de los estudios sensoriales ha terminado con el monopolio que la psicología solía ejercer sobre el estudio de los sentidos y la percepción sensorial. En vista de la creciente evidencia sobre la socialidad de la sensación y la contingencia cultural de la percepción sensorial podemos ver con claridad hoy en día que el sensorium es una formación social y no una especie de cavidad privada en nuestra cabeza: “Los sentidos median la relación entre la idea y el objeto, la mente y el cuerpo, el yo y el medio ambiente” (Bull et al. 2006: 5). Los sentidos literalmente están “ahí afuera”, mezclándose con el mundo y con otras personas, no solo “ahí dentro”, aunque el cerebro puede ser una suerte de “terminal” de la percepción. A continuación, me gustaría revisar algunos de los giros y términos clave que nos han guiado a este punto de inflexión en nuestro entendimiento de la construcción social de los sentidos y “la construcción sensorial de la realidad” (Friedman 2015), empezando con la noción de “preformación social” de los sentidos. He aquí una cita de Max Horkheimer que David Michael Levin usa en Modernity and the Hegemony of Vision, donde se introduce la noción de “preformación social” (social preformation) de los sentidos: Los objetos que percibimos en nuestro entorno —ciudades, pueblos, campos y bosques— tienen la impronta del trabajo del ser humano. El ser humano es producto de la historia no solo en relación con la vestimenta y apariencia, la forma exterior y la constitución emocional. Hasta la manera en que ve y escucha es inseparable del proceso vital y social […] Los hechos que nuestros sentidos nos presentan están preformados socialmente de dos maneras: mediante el carácter histórico del objeto percibido y a través del carácter histórico del órgano que percibe (Levin 1997: 63 n. 1).
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prólogo
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Esta idea de preformación social de los sentidos es una de las piedras angulares de los estudios sensoriales. En pocas palabras, esta disciplina implica un enfoque cultural hacia el estudio de los sentidos y una aproximación sensorial al estudio de la cultura; es decir, los sentidos se abordan como objeto de estudio y como medio de indagación. En su artículo programático sobre el tema, titulado “Foundations for an Anthropology of the Senses”, Constance Classen hace hincapié tanto en la multiplicidad de la experiencia sensorial a través de (y en) las culturas, como en el imperativo de aproximarse a cada cultura en sus propios términos sensoriales: La vista se podría vincular con la razón o la brujería; el gusto se podría usar como una metáfora de la discriminación estética o de la experiencia sexual; un olor podría significar santidad o pecado, poder político o exclusión social. En conjunto, estos significados y valores sensoriales conforman el modelo sensorial que adopta una sociedad, con base en el cual los integrantes de esa sociedad “le dan sentido” al mundo […] Es posible que este modelo se vea cuestionado dentro de la sociedad, por parte de personas o grupos cuya opinión difiere en relación con ciertos valores sensoriales; sin embargo, ese modelo habrá de proporcionar el paradigma perceptual básico a seguir o resistir (1997: 402).
Classen continúa con la revisión de las contribuciones de una serie de antropólogos (i.e. Taussig 1993; Feld 1996) de este campo de estudio y concluye proponiendo que “El amplio rango de aplicación del análisis sensorial de la cultura indica que no es necesario que la antropología de los sentidos sea solo un ‘subdisciplina’ de la antropología, sino que puede proporcionar una perspectiva fructífera desde la cual es posible examinar diferentes inquietudes antropológicas”. Sus palabras anticiparon el surgimiento del “trabajo de campo sensorial” (Robben y Slukka 2007: parte viii) o la “etnografía sensorial” (Pink 2009), como también se le conoce. François Laplantine capturó la esencia de este enfoque en The Life of the Senses: Introduction to a Modal Anthropology: “La experiencia del trabajo de campo es la práctica de compartir en el ámbito de lo sensible [partage du sensible]. Observamos, escuchamos, hablamos con los demás, compartimos su gastronomía, tratamos de sentir con ellos lo que experimentan” ([2005] 2015: 2). La formulación de Laplantine representa una divergencia significativa del método
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David Howes
antropológico convencional de observación participante. Renuncia al estatus del observador, a favor de la práctica de la sensación participante o el sentir —y hacer sentido— junto con los demás. Sentir se conceptualiza como un proceso activo social, no pasivo ni puramente psicofísico. El libro de Kathryn Linn Geurts Culture and the Senses: Bodily Ways of Knowing in an African Community (2003) es un clásico de la etnografía sensorial. En esta monografía, la autora explora los modos somáticos de atención —conocimiento y acción— que conforman el modelo sensorial de los anlo-ewe de Ghana. El análisis sensorial que Geurts hace de la cultura anlo-ewe abarca muchos ámbitos, incluyendo el lenguaje de los sentidos, las prácticas de crianza, los rituales, la mitología, la cosmología y la cultura material, en un esfuerzo por hacer más sustancioso el significado de seselelame, la categoría indígena que hace referencia a “sentir en el cuerpo” (percepción). Ella encontró que se le da gran importancia al equilibrio y la kinestesia, lo que ilustra con la manera en que los anlo-ewe imaginan al feto sentado en una suerte de “taburete” (la placenta) en el vientre, donde ya practica el arte del equilibrio, así como las más de cincuenta palabras, cada una con una valencia moral diferente, que han acuñado para distinguir entre las diferentes maneras de caminar (o estilos kinéticos). El punto culminante de la etnografía de Geurts llega con su recuento de la forma en que se encontró encorvando su cuerpo, replegándose en la misma postura que los otros integrantes de la audiencia, en el momento del relato del mito migratorio anlo-ewe en que un ancestro fundador colapsó a causa del cansancio y se “enroscó” o se puso en posición fetal (con este gesto emblemático atribuyó la posesión del territorio que los anlo-ewe habitan hasta hoy en día). El comportamiento de Geurts en ese momento también desencadenó la revelación de que esta postura hace eco del nombre mismo de los anlo-ewe, que se pronuncia AHNG-lo (Geurts 2003: 114-20); si se dice la palabra AHNG-lo en voz alta, puede sentirse —en la manera en que se mueve la boca— lo que Geurts quiere decir. Uno de los mejores ejemplos recientes de la etnografía sensorial es el libro The Art of Life and Death: Radical Aesthetics and Ethnographic Practice (2017) de Andrew Irving. Este libro obtuvo una mención honorífica en el premio Senior Book Award, 2018, que patrocinó la Sociedad Etnológica Americana. Cito una parte del discurso de una integrante del jurado, Jacqueline Solway:
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prólogo
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Con base en décadas de investigación con individuos seropositivos, especialmente artistas de Nueva York, Irving intenta tener acceso y conocer las luchas existenciales de estos individuos, que encaran la vida con una profunda inseguridad y sufrimiento al verse confrontados con la posibilidad de la muerte (una muerte segura al inicio de su trabajo de campo), e inevitable debilitamiento. Espera entender las experiencias internas de sus sujetos; su subjetividad e interioridad. Irving reconoce la imposibilidad última de su tarea; lo que él llama “los límites de la alteridad”, así como la incapacidad “de mirar dentro de la cabeza de alguien más”, aunque cultiva ciertas prácticas para intentarlo (Solway s.f.).
Estas prácticas incluían hacer caminatas con los individuos (a quienes él llamaba coinvestigadores en vez de “informantes”). Durante estas caminatas, los individuos hablaban en asociación libre y, junto con Irving, “analizaban y ‘sentían’ mutuamente sus vidas, su condición y su mundo” (Solway s.f.). Irving también se volcaba en la obra de estos artistas junto con ellos, generando más conocimiento de su interioridad. Evidentemente, Irving fue capaz de lograr un grado extraordinario de empatía con estos individuos, y sus descripciones de los lugares por los que caminaron son muy evocadoras. De hecho, su análisis y escritura están tan finamente matizados y tan cargados a nivel emocional que nos encontramos sintiendo junto a él mientras leemos. Las y los participantes en esta colección de ensayos sobre la sociología de los sentidos son entusiastas practicantes de la etnografía sensorial. Como podrán constatar durante la lectura del libro, aportan un alto grado de empatía a la práctica de su investigación. También contribuyen con un alto grado de sofisticación teórica. Además de referenciar obras prominentes de la sociología sensorial contemporánea, como las de Asia Friedman, David Le Breton y Phillip Vannini et al., recuperan la obra de teóricos sociales anteriores, como Michel Foucault y Erving Goffman. También hay guiños a la teoría del performance, con el capítulo sobre el machismo en la interpretación del mariachi, así como a la teoría de la afectividad. De hecho, en lo relacionado con los afectos, la forma en que muchos de los capítulos incorporan el análisis de los sentidos al análisis de los afectos es especialmente idónea, porque la manera en que los dos giros —el sensorial y el afectivo— se entrecruzan no ha recibido la atención que merece, o al menos no hasta ahora. También es notable la atención que las y los participantes ponen en la documentación y teorización de la diferencia. El género y la orientación
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sexual figuran de manera prominente como temas, y se lleva a cabo un esfuerzo conjunto para explorar la forma en que el modelo sensorial de la sociedad dominante a menudo se ve desafiado por grupos y personas marginales, que difieren del grupo predominante en ciertos valores sensoriales. Algunos ejemplos son la manera en que el dolor se transmuta de una sensación negativa a una placentera en la comunidad bdsm en México, y la forma en que las relaciones consensuadas no monógamas (también conocidas como poliamorosas) crean un espacio para cultivar “sentimientos” alternativos en torno a las relaciones. Otros ejemplos incluyen aquel fascinante capítulo sobre la forma en que las personas con debilidad visual movilizan sus sentidos no visuales para construir estrategias alternativas y navegar por el espacio urbano, así como etnografía de la atmósfera cargada de homo erotismo del último vagón del metro. Los capítulos también abarcan la gama completa de sensaciones, desde el deleite estético y el amor encarnado, hasta el sufrimiento de los pacientes de hemodiálisis y de las personas que están al borde de la muerte. Al indagar en un amplio rango de sensorialidades alternativas, y las socialidades que las respaldan, este volumen hace una contribución capital a nuestro entendimiento de las variedades de la experiencia sensorial dentro de una misma sociedad. David Howes Centro de Estudios Sensoriales, Montreal, Canadá Traducción de Alejandra Tapia
Bibliografía Bull, M., P. Gilroy, D. Howes y D. Kahn. 2006. “Introducing Sensory Studies”, Senses and Society, vol. 1, núm. 1, abril, pp. 5-7. Classen, C. 1993. Worlds of Sense: Exploring the Senses in History and Across Cultures, Londres, Routledge. . 1997. “Foundations for an Anthropology of the Senses”, International Social Science Journal, vol. 49, núm. 153, pp. 401-412 (Existe una versión en español: “Fundamentos de una antropología de los sentidos” en Revista Internacional de Ciencias Sociales (rics), núm. 153, 1997, disponible en ).
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. 1998. The Color of Angels: Cosmology, Gender and the Aesthetic Imagination. Londres, Routledge. . 2012. The Deepest Sense: A Cultural History of Touch, Champaign, University of Illinois Press. . 2014. A Cultural History of the Senses, 6 vols., Londres, Bloomsbury. Feld, S. 1996. “Waterfalls of Song: An Acoustemology of Place Resounding in Bosavi, Papua New Guinea”, en S. Feld y K. Basso (eds.), Senses of Place, Santa Fe, NM, School of American Research Press, pp. 91-135. Friedman, A. 2015. “Perceptual Construction: Rereading The Social Construction of Reality through the Sociology of the Senses”, Cultural Sociology, vol. 10, núm. 1, pp. 77-92 Geurts, K. 2003. Culture and the Senses: Bodily Ways of Knowing in an African Community, Berkeley, Los Ángeles, University of California Press. Howes, D. 1991. The Varieties of Sensory Experience, Toronto, University of Toronto Press. . 2014. “El creciente campo de los Estudios Sensoriales”, en Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, núm. 15, pp. 10-26. . 2018. Senses and Sensation: Critical and Primary Sources, Londres, Bloomsbury. Irving, A. 2016. The Art of Life and Death: Radical Aesthetics and Ethnographic Practice, Chicago, Hau Books. Laplantine, F. 2015. The Life of the Senses: Introduction to a Modal Anthropology, Londres, Bloomsbury. Levin, D. M. 2007. Modernity and the Hegemony of Vision, Berkeley, CA, University of California Press. Pink, S. 2009. Doing Sensory Ethnography, Londres, Sage. Robben, A., J. Sluka (eds). 2007. Ethnographic Fieldwork, Oxford, Blackwell. Solway, J. s.f. Citation for The Art of Life and Death by Andrew Irving (personal communication). Taussig, M. 1993. Mimesis and Alterity: A Particular History of the Senses, Londres, Routledge.
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Introducción: el sentido de los sentidos del cuerpo
Olga Sabido Ramos
Los cuerpos sienten y ese sentir da sentido al mundo. No obstante, los cuerpos no son idénticos, están diferenciados por diversos marcos de pertenencia, adscripción, condición corporal o transformación y reinvención de sí mismos, es decir, son cuerpos diferenciados. Esas son las premisas de las que parte este libro. Los trabajos que aquí presentamos se adscriben al giro sensorial en las ciencias sociales y hacen inflexión en las diferencias genéricas, sexuales y de clase, principalmente, dado que dichas condiciones y posiciones suponen registros y elaboraciones corporales en un cuerpo que siente y aprende a sentir. El giro sensorial recupera analógicamente el sentido del giro lingüístico (linguistic turn) de la década de 1970, el cual indicaba que la conciencia tiene un acceso a la realidad, pero no se trata de un acceso directo sino mediado por categorías del lenguaje. David Howes señala que el giro sensorial retoma y al mismo tiempo rivaliza con esta idea: “Tuvo que reconocerse que le damos sentido al mundo no solo a través del lenguaje, no solo por hablar del mundo, sino a través de todos nuestros sentidos y sus extensiones en formas de diversos medios” (Howes 2014: 12). Es decir, comprendemos y coproducimos la realidad por medio del lenguaje, pero también por medio del cuerpo y sus movimientos, su experiencia y sentidos, en suma, por su materialidad. Diversas disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades han contribuido al análisis sensorial. Dichos abordajes recuperan una idea central:
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Olga Sabido Ramos
“La percepción sensorial, de hecho, no es simplemente un aspecto de la experiencia corporal, sino la base para la experiencia corporal. Experimentamos nuestros cuerpos —y el mundo— a través de los sentidos” (Classen 1997: 402). Así, la presencia de Merleau-Ponty en el giro sensorial ha sido un referente fundamental gracias a La fenomenología de la percepción (1945). Ahí el filósofo francés sentó las bases para comprender que la experiencia es corporal e intercorporal, pues la cultura está en el mismo acto de percibir (Merleau-Ponty 1957). Es decir, el punto de partida del giro sensorial no es una noción del cuerpo-objeto, sino de la corporalidad en el sentido de Merleau-Ponty, en tanto que esta noción pone atención a un cuerpo que siente y percibe a través de los sentidos corporales. Del mismo modo, en el marco del giro sensorial se asume que el cuerpo es multisensual y que la experiencia a partir de los sentidos no puede separarse órgano por órgano, sino implica lo que podríamos denominar un “intercambio de efectos” (Wechselwirkung) sensible.1 Por ejemplo, cuando hablamos frente a otra persona: “la piel funciona también como un tercer oído que posiblemente ayuda a comprender el lenguaje, pues las corrientes de aire que creamos al hablar son captadas por la piel de nuestro interlocutor aunque su oído no sea consciente de ellas” (Morgado 2012: 71). Es decir, la mutua comprensión implica un intercambio de efectos que no solo convoca a un sentido (oído), sino que entrelaza la multisensorialidad del cuerpo y la palabra. Los cuerpos del giro sensorial son cuerpos sensuales (sensual bodies) que experimentan sensaciones y les dan sentido (Vannini et al. 2012). La percepción sensorial, entonces, implica sensaciones, significados y sentimientos, ya que percibir sensorialmente es tener una “experiencia significativa” de la realidad (Rodaway 1994; Vannini et al. 2012: 9; Crossley 1995: 45) y por lo tanto, la percepción sensorial es invariablemente social. En ese sentido, no es de extrañar que en este libro se aluda a cuerpos de distintas generaciones y condiciones que aprenden formas de hacer género (doing gender), cuerpos amados y que aman bajo formas hegemónicas o a contracorriente de las mismas y tienen que desaprender para reaprender otras formas de sentir. Cuerpos sensuales que reinventan las formas eróticas y 1
Recupero la noción que utiliza Georg Simmel, intercambio de efectos (Wechselwirkung), la cual subyace a su llamado para la habilitación de un pensamiento relacional.
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Introducción: el sentido de los sentidos del cuerpo
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transgreden los espacios y referentes hegemónicos para el ejercicio del placer. Cuerpos que tocan con la mirada o miran con el tacto. Cuerpos que experimentan el “ser como cosa” de Merleau-Ponty con objetos o instrumentos a partir del aprendizaje corpóreo sensorial de un oficio. Cuerpos relacionados con los artefactos para la realización de prácticas cotidianas, como ir al baño o nuevas prácticas sexuales mediadas tecnológicamente a partir de las cuales sienten y hacen sentir. Cuerpos que aprecian lo estético y lo gozan, o cuerpos de mujeres desolladas que nos llevan al borde de la sensibilidad y apelan a la mirada ética. Cuerpos que sienten dolor, sufren y son sufridos por otros. En suma, cuerpos sensibles en relación. Si tenemos en cuenta que los cuerpos sienten, afectan y se ven afectados tanto por otros seres humanos (Simmel 2002) como por entidades no humanas (Latour 2008), no es casual que el giro sensorial se entrelace con el giro afectivo. Comprender y rastrear qué significa sentir, dar sentido, coproducir sentido, reproducirlo o transgredirlo, implica articular analíticamente corporalidad, sentidos, afectos y emociones. Las posibilidades analíticas para establecer puentes y conexiones entre sensorialidad y afectividad son diversas y obedecen a lógicas y supuestos epistemológicos y metodológicos que varían de acuerdo con las disciplinas o incluso con las tradiciones de pensamiento. Las y los autores de este libro retoman diferentes perspectivas analíticas y categorías para lograr lo anterior; no obstante esta pluralidad, coinciden en que los cuerpos sienten en relación con otros y ese sentir implica sensaciones, significados, afectos y emociones. Así pues, el giro sensorial se inscribe en esta vuelta de tuerca donde se intersecta lo corpóreo y afectivo. En este contexto se establecen diversos préstamos interdisciplinares, horizontes analíticos, categorías y conceptos que permiten el registro del vínculo entre las sensaciones, afectos y emociones. En esta obra, los estudios sensoriales (sensory studies) (Howes 2014: 11) o campo de “investigación sensual” (sensous scholarship) (Vannini et al. 2012: 61) se entrelazan con diversas subdisciplinas específicas en las ciencias sociales para lograr la articulación entre el ámbito sensorial y el afectivo, como, por ejemplo, la sociología de los sentidos, la sociología cognitiva y la sociología de las emociones; la etnomusicología y la fenomenología; o bien, la antropología de los sentidos y ciertas perspectivas teóricas feministas, tal como se verá en los capítulos del libro.
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Como en casi en todas las ciencias, disciplinas y subdisciplinas, la institucionalización de los estudios sensoriales inicia en Occidente. En 2006 se fundó la revista The Senses and Society por Michael Bull, Paul Gilroy, Douglas Kahn y David Howes (Bull et al. 2006: 5-7). Entre sus principales cometidos está ser una revista internacional, interdisciplinaria e intersensorial.2 No obstante, como detrás de todas las revistas científicas de cualquier disciplina, a The Senses and Society le antecedió una historia de grupos y centros de investigación previamente consolidados. Así, por ejemplo, Ana Lidia Domínguez y Antonio Zirión señalan cómo el Centre de recherche sur l’espace sonore et l’ambiance urbain (cresson) perteneciente a la Escue la Nacional Superior de Arquitectura de Grenoble, Francia, fue uno de los primeros centros dedicados a los estudios sonoros, fundado a finales de la década de 1970 por Jean-François Augoyard. Desde la última década del siglo xx dicho centro ha ampliado su espectro de investigación extendiéndose al análisis de la experiencia urbana y sus paisajes sonoros, olfativos, táctiles y cinestésicos. En tiempos recientes dicho centro labora con proyectos multidisciplinarios que van de la arquitectura y la ingeniería hasta las ciencias sociales y humanidades (Domínguez y Zirión 2017: 19). En 2011, en la Universidad de Concordia, Canadá, se formalizó el Centre for Sensory Studies que previamente había iniciado en 1988 como el grupo Concordia Sensoria Research Team (consert) cofundado por David Howes y Anthony Synnott. Sus principales líneas de investigación se adscriben a una colaboración interdisciplinaria para la investigación de la vida social y la historia de los sentidos, la estética multisensorial, la práctica de la percepción y el “márketing sensorial”.3 Entre las disciplinas que ahí participan está la antropología de los sentidos, sociología de los sentidos, historia de los sentidos, márketing sensorial, ingeniería sensorial, diseño sensorial, estética sensorial, cultura visual, cultura del gusto, estudios sonoros, estudios de la discapacidad e investigación sobre tecnologías que amplían las capacidades sensoriales, entre otras. 2
Resulta sumamente interesante que los editores señalen que el contenido de la misma se basará en diversas disciplinas como la antropología, arqueología, estética, arquitectura, comunicación, geografía, estudios de medios, literatura, filosofía, estudios culturales, pero sobre todo sociología (Bull et.al. 2006: 6).
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David Howes y Constance Classen han escrito cómo el orden capitalista se instala en el sentir (Howes 2003; Howes y Classen 2014a y b).
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A diferencia de la antropología y la historia, el proceso de institucionalización de la sociología de los sentidos es relativamente reciente (Vannini et al. 2012: 13). Apenas en 2011 se formó el grupo temático Sentidos y sociedad en la Asociación Internacional de Sociología (isa), que actualmente trabaja en la profundización de tal línea de investigación en la sociología. Sin embargo, el grado de consolidación a nivel regional varía conforme a la trayectoria y entrecruces de la historia disciplinar. En el libro The Senses in Self, Society and Culture. A Sociology of the Senses se señala cómo la sociología de los sentidos se ha desarrollado más en el Reino Unido que en Norteamérica, en gran medida porque en el primero, las fronteras disciplinares entre la antropología y la sociología están menos cerradas (Vannini et. al. 2012: 13). A pesar del significado que tiene la conformación del grupo Sentidos y sociedad en la isa es necesario retomar el señalamiento de Vannini, Waskul y Gottschalk, para quienes no habría que olvidar que el reconocimiento de un nuevo campo de conocimiento, por el mero hecho de destacar en las asociaciones internacionales de una disciplina, tiende a desdibujar los elementos menos formales que han contribuido a su constitución, como redes pequeñas de investigación y reuniones periódicas sobre dichos ámbitos (2012: 13) que varían tanto regional como nacionalmente. A ello habría que añadir el carácter lingüístico y el predominio anglófono en la ciencia mundial. De modo que este recorte sobre algunos referentes significativos del giro sensorial posee un “punto ciego” relacionado con grupos, redes y centros que no han tenido la misma visibilidad que los otrora enunciados. A diferencia de otros contextos, en el caso de México un número menor de contribuciones colectivas han enfatizado explícitamente una revisión del ámbito sensible. Entre estas destaca el libro colectivo Los rostros del otro. Reconocimiento, invención y borramiento de la alteridad, coordinado por Emma León Vega. Dicha obra fue fruto del seminario de investigación El Universo Sensible y el Problema del Otro, realizado en 2006 en la unam y dirigido por León Vega, quien desde hace más de una década ha encabezado una propuesta de antropología filosófica interesada en reflexionar sobre la dimensión sensible de lo social (León 2005). Si como señalan Vannini et al., los cruces disciplinares entre antropología y sociología favorecen el surgimiento de la investigación sensorial, este sería un claro ejemplo de cómo la propuesta de Emma León —basada en una antropología filosófica
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y sociológica sobre el ámbito sensible— constituye uno de los trabajos pioneros en nuestro país que incursiona en los sentidos y además en su vínculo con la alteridad. Por otro lado, en 2014, Miguel Ángel Aguilar y Paula Soto Villagrán publicaron el libro colectivo Cuerpos, espacios y emociones. Aproximaciones desde las ciencias sociales del Departamento de Antropología de la uam-Iztapalapa, en el que aparecen varios guiños dirigidos al estudio del espacio urbano en clave sensorial, así como los vínculos con las emociones y la afectividad. En ese mismo año, en el Departamento de Sociología de la uam-Aztcapotzalco, se publicó el libro Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea. Algunas rutas del amor y la experiencia sensible en ciencias sociales, coordinado por Adriana García Andrade y quien escribe, en el cual se delinea la necesidad de encarnar las emociones y articular cuerpo y sentidos. Más recientemente, en 2017 apareció el libro La dimensión sensorial de la cultura. Diez contribuciones al estudio de los sentidos en México coordinado por Ana Lidia M. Domínguez y Antonio Zirión del Departamento de Antropología de la uam-Iztapalapa, derivado de la mesa sobre Antropología de los sentidos celebrada en 2015 en el Congreso de la Asociación Latinoamericana de Antropología (ala) en la Ciudad de México. Esta última obra se enmarca explícitamente en el campo de los estudios sensoriales en nuestro país. Tales antecedentes, entre otros, contribuyeron para que en 2017 convocara al seminario de investigación Giro Sensorial en la Sociología: Cuerpo, Sentidos y Género bajo el cobijo institucional del Centro de Investigaciones y Estudios de Género-unam de agosto a diciembre. A esta experiencia de estímulo intelectual se sumó un marcaje somático que nos afectó a todas en mayor o menor medida: el sismo del 19 de septiembre en la Ciudad de México. Pese a las circunstancias, retomamos y concluimos nuestro temario, no sin llevar a flor de piel las implicaciones corpóreo-afectivas grabadas en la memoria sensorial de dicho acontecimiento. La conclusión del seminario y la “efervesencia colectiva” que este sucitó nos impulsaron a convocar a unas jornadas de investigación sobre giro sensorial en mayo del 2018, que llevaron el título de este libro. En las jornadas presentamos los trabajos elaborados en el marco del seminario. Ese espacio nos permitió compartir nuestros escritos con un público interesado quien con sus inquietudes, preguntas y reflexiones, enrique-
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ció lo que ahora presentamos. Por otro lado, escucharnos entre nosotras mismas contribuyó a lograr lo que pensamos se aprecia en cada uno de los capítulos y en el libro en su conjunto, a saber, un hilo conductor que engarza desde diferentes ángulos el carácter sensible de cuerpos diversos y sus múltiples maneras de dar sentido al mundo.
Ejes y problemas vinculantes del(los) sentido(s) del cuerpo El seminario se estructuró y organizó a partir de cinco ejes temáticos que permitieron trazar líneas comunes y un acervo de lecturas compartido, a pesar de la diversidad de intereses e, incluso, formaciones disciplinares. Además de exponer el sentido de cada sección temática y su contenido capitular más adelante, en esta primera exposición se plantearán los ejes que organizaron este proyecto. En esta presentación, podrá apreciarse la interconexión transversal de los capítulos del libro, más allá del campo temático en el que se agruparon. Si como lectora o lector prefiere evitar el backstage o cocina sensorial en la que las y los autores de este libro aplicamos y reinventamos algunas recetas, puede ir directamente al siguiente apartado de temas para apreciar el contenido del libro. El primer eje que articuló el seminario nos permitió trazar un mínimo horizonte interdisciplinar de los estudios sensoriales y algunos de sus supuestos. En ese tenor teníamos que precisar cómo íbamos a entender el problema de la percepción sensorial. Cabe señalar que un primer acercamiento a la conceptualización de la percepción sensorial nos remite más que a una definición, a una característica, a saber, que la percepción es un acontecimiento cerebral: “el cerebro no registra todo lo que hay fuera de nosotros, pues al representar ese mundo lo que hace es seleccionar especialmente todo aquello que es importante para la supervivencia y la reproducción” (Morgado 2012: 79). Sabemos que el ser humano no percibe rayos ultravioleta ni infrarrojos (Tuan 2007: 16) como tampoco el magnetismo terrestre. En los seres humanos no hay órganos de los sentidos ni cerebro capaz de procesar dicha información (Morgado 2012: 19), aunque sí existe tecnología que puede hacerlo, lo cual pone en evidencia un primer resquebrajamiento de las fronteras que separan cultura y naturaleza o tecnología y naturaleza (Haraway 1995).
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A pesar de las limitantes materiales de nuestros órganos de los sentidos, habría que considerar la extensión de la percepción sensorial a través de otras materialidades, como el uso de la tecnología, el escáner térmico, los sensores acústicos y hasta la realidad virtual. Ahora bien, como especie, los seres humanos poseemos similares órganos de la percepción, es decir, contamos con un mismo “equipamiento sensible” (Tuan 2007: 16) que nos hace percibir sensorialmente de una y no de otra manera: “todos los seres humanos compartimos percepciones comunes, todo un mundo en común en razón de que poseemos similares órganos de percepción” (Tuan 2007: 13). Lo anterior es ya de suyo una condición material para la intersubjetividad fenomenológica. Sin embargo, es un hecho que no percibimos sensorialmente de la misma manera a lo largo de nuestra vida, puesto que la percepción sensorial implica aprendizaje.4 Pero incluso antes de considerar los largos procesos de aprendizaje que moldean nuestra percepción sensorial, esta depende de nuestra propia constitución y condición corporal. Una ilustración espléndida de dicha variabilidad perceptiva es la que nos presenta Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (2002) donde se aprecian las narrativas de historiales médicos de pacientes aquejados por una diversidad inimaginable de formas de percepción, ocasionadas por alteraciones neurológicas, como una agudeza olfativa fuera de lo común o la incapacidad de distinguir rostros familiares y objetos cotidianos, entre otros. Es decir, percibimos de formas diferentes según nuestra propia condición, ya sea que seamos, por ejemplo, videntes, invidentes o débiles visuales. Incluso sin considerar casos extremos, sabemos que no tenemos la misma percepción gustativa de un alimento cuando estamos enfermas o tomando algún medicamento. Los mareos, sudoraciones, alteración súbita del peso y la talla nos hacen percibir el mundo de una manera muy distinta, no solo en relación con otros que no padecen nuestra condición, sino en relación con nosotros mismos, si nos comparamos con un estado de salud 4
Así, por ejemplo, la visión binocular es una capacidad innata (Tuan 2007: 17), pero desarrollar la visión tridimensional requiere “tiempo y experiencia” (Vannini et al. 2012: 17). Los bebés no ven de la misma manera que un niño de cuatro años. Incluso, las personas que han nacido con ceguera y logran recuperar la vista, tienen que aprender a ver: “Para lograrlo, deben primero aprender a percibir la importancia que tiene la distribución de luces y sombras en el reconocimiento de sólidos, curvas y relieves” (Tuan 2007: 17).
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que consideremos más favorable. Así pues, experimentamos otras formas de percibir sensorialmente si nuestra salud está afectada, estamos debilitadas por una enfermedad, consumiendo fármacos o recibiendo intervenciones médicas o bien si somos sordas o sinestésicas. No obstante, es necesario advertir que “Mucho de lo que percibimos tiene valor para nosotros, tanto para nuestra supervivencia biológica como para brindarnos ciertas satisfacciones que están enraizadas en la cultura” (Tuan 2007: 13). Por ello, aunque en teoría tenemos la capacidad biológica para percibir un mundo común, en realidad esto no siempre es así. Como señala Edward T. Hall, “la gente de diferentes culturas no solo habla diferentes lenguajes sino, cosa posiblemente más importante, habita diferentes mundos sensorios” (Hall 2001: 8). En este sentido algunos antropólogos de los sentidos han destacado cómo la “sensibilidad cromática” depende de muchos factores que no se ciñen exclusivamente a la fisiología. Por ejemplo, “Los inuits, un grupo de esquimales que habitan algunas regiones de Canadá y Alaska, son sensibles a una multitud de matices de blanco, ello no es porque dispongan fisiológicamente de un mejor sentido de la observación, sino que su entorno, su registro cultural y sus prácticas les permiten este refinamiento” (Le Breton 2007). Es decir, la percepción es un acontecimiento cerebral, pero el cerebro habita un cuerpo que está anclado en un ambiente que invariablemente es social (Damasio 2009). Es por ello que, más allá de los estudios neurobiológicos y psicológicos de la percepción, optamos por concentrarnos en uno de los intereses principales del giro sensorial, a saber: “resaltar la sociabilidad de la sensación” (Howes 2014: 11) ya que la percepción sensorial está mediada culturalmente, depende de nuestra trayectoria biográfica así como de nuestras posiciones sociales.5 Para arribar a una concepción operativa de la percepción sensorial como punto de partida es menester destacar que en el marco del desdibujamiento de las oposiciones binarias cuerpo-mente, razón-emoción, naturaleza-cultura, el giro sensorial cuestiona una dupla más, a saber, percepción-sensación (Vannini et al. 2012: 43). Generalmente, la sensación se asocia con una capacidad física y la percepción con una facultad intelectual. Vannini, Waskul y Gottschalk (2012) 5
Sin que lo anterior suponga un constructivismo ingenuo, pues sin cerebro plástico anclado en un cuerpo que habita el mundo y se impregna de él, no es posible la percepción sensible (Damasio 2006).
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toman distancia de dicha división y recuperan el debate planteado por el geógrafo Paul Rodaway en Sensous Geographies. Body, Sense and Place (1994) para quien el término percepción involucra tanto un sentido asociado a recibir información a través de los sentidos, como una visión mental y conciencia de esa impresión; pues la percepción implica sentir, reconocer, asociar y recordar al mismo tiempo (Rodaway 1994). Entonces, la percepción sensorial depende de nuestro cerebro, cuerpo, órganos de los sentidos y al mismo tiempo de preconcepciones mentales y condicionamientos culturales. Es decir, la percepción sensorial involucra tanto el cuerpo y la mente, como la cultura y el ambiente e incluso la tecnología que posibilita extender nuestra percepción (Rodaway 1994). Considerando dichos presupuestos, en nuestro seminario también pusimos sobre la mesa de discusión el ocularcentrismo moderno y el cuestionamiento respecto a la numeración clásica de los cinco sentidos. En ese sentido, otro de los consensos en el marco de algunas orientaciones del giro sensorial consiste en que la percepción sensorial abarca lo que percibimos del exterior e interior de nuestro cuerpo a partir de nuestra química y red neuronal (Damasio 2010: 105). No solo habría que considerar la vista, el oído, el tacto (toda la piel), el gusto y el olfato, sino también los denominados “sentidos internos”, como el sentido vestibular que permite percibir la dirección, aceleración y movimiento en el espacio; el sentido de la nocicepción relacionado con el de dolor, sed y hambre; el sentido de la propiocepción vinculado con la percepción de nuestros músculos y órganos; la kinestesia, o sentido del movimiento, y el sentido de la termocepción asociado a la temperatura (Vannini et al. 2012: 6, 25). Varios de los trabajos que presentamos en este libro se inscriben en esta novedosa línea de estudio de los sentidos corporales que trascienden la clasificación clásica (vista, oído, olfato, gusto y tacto) de los sentidos. En el segundo eje nos concentramos en coordenadas sociológicas que nos permitieran la exploración de algunos debates centrales en la disciplina para indagar el ámbito de la percepción sensorial. Sin duda muchos debates, autoras y temas quedaron fuera. En algunos casos esta ausencia se vio compensada en los propios capítulos, que incorporaron a pensadoras feministas relevantes como Sara Ahmed, Judith Butler y Donna Haraway, entre otras, que si bien no formaron parte del temario del seminario, constantemente aparecían en nuestras discusiones. A pesar de la participación colectiva en
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estos debates, fue fundamental el enriquecimiento que nos proporcionaron César Torres y Roberta Granelli respecto a las miradas feministas y necesaria intersección con la sociología. Así pues, operamos a partir de dos niveles analíticos que pudieron orientarnos en términos de algunos problemas sociológicos asociados al problema de la percepción sensorial en clave relacional: interactivo y disposicional (Sabido 2016). El primer nivel analítico nos permitió discutir el carácter relacional y situacional de los sentidos, así como las características de la “mutua percepción” (Simmel 2014) de los cuerpos, en lo que Goffman denominó orden de la interacción (Goffman 1991). El segundo nivel analítico nos abrió un panorama para indagar los mecanismos de aprendizaje por los que seleccionamos consciente o inconscientemente aspectos del mundo que nos rodea, sea en forma de objetos, personas o la propia autopercepción. Este orden analítico se orientó a partir de lo que Pierre Bourdieu, entre otros autores, denomina disposiciones (Bourdieu 1991), donde la noción de habitus es una categoría vinculante. La intención de esta distinción analítica —que no ontológica— entre ambos niveles nos permitió establecer rutas para pensar en sus mutuas implicaciones y estrategias metodológicas para la investigación empírica. Respecto al primer nivel analítico, partimos del plan programático que arranca con Georg Simmel para una sociología de los sentidos y la “mutua percepción” de los cuerpos, así como el intercambio afectivo-emocional que ello implica. Subrayamos el potencial heurístico de esta propuesta y el plus de la misma al insistir tanto en el carácter relacional y situacional de los sentidos, como en las condiciones materiales (arquitectura, transportes, características físicas del lugar) que orientan la percepción sensorial (Sabido 2017). Se establecieron los guiños de este enfoque con Erving Goffman y autores más recientes como Anthony Synnott y David Le Breton, así como con la sociología de los sentidos contemporánea que proponen Vannini, Waskul y Gottschalk quienes bajo el legado del interaccionismo simbólico y el pragmatismo de George Herbert Mead, John Dewey y William James, plantean el papel de los sentidos en la interacción.6 Sin que se reduzcan 6
También nos concentramos en algunas investigaciones empíricas como la de Brenda Bustos (2014) sobre mujeres invidentes, y la de Carolina Peláez (2016) a propósito de los procesos de estigmatizacion que vive un grupo de mujeres trabajadoras debido a su mal olor.
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solamente a esta dimensión, algunos capítulos visibilizan la relevancia que tiene el orden interactivo en el abordaje de la investigación sensorial. En el tercer eje se estableció un cruce entre la propuesta de Pierre Bourdieu y la sociología cognitiva de Asia Friedman. A pesar de que ninguno de estos autores tiene una adscripción formal al giro sensorial, su contribución al problema de la percepción sensorial resulta fundamental en dos temas nodales, a saber, a) que la percepción siempre está mediada socialmente y b) que, además, siempre media un aprendizaje de las formas, esquemas o filtros de percepción que se aplican a los cuerpos genéricamente diferenciados (Sabido 2016). Las nociones habitus y filtro trabajaron orquestadamente en este eje. La dimensión del aprendizaje de la percepción sensible o cómo se educan los sentidos (y por ende, las formas de sentir) atravesó varios capítulos. Como he señalado, una de las categorías transversales fue la de habitus de Pierre Bourdieu. Otro de los problemas más reiterados se relacionó con la manera de problematizar los procesos de aprendizaje corpóreo-sensorial asociados a procesos reflexivos. En ese sentido, la categoría de trabajo somático (somatic work) propuesta por Vannini, Waskul y Gottschalk fungió como otra de las categorías vinculantes en varios capítulos. Esta es una categoría que permite comprender cómo se da sentido al mundo que se percibe sensorialmente (Vannini et al. 2012: 15). De tal modo que el trabajo somático supone inyectar una dosis de reflexividad a la naturalización con la que estamos acostumbrados a sentir: mediante el trabajo somático, las personas dan sentido a lo que sienten y organizan las sensaciones en el marco de ciertas experiencias. El cuarto eje colocó sobre la mesa de discusión la relación entre la percepción sensorial, la cultura material y el problema de la práctica. Con Richard Sennett y Howard Becker pudimos ver de qué modo la conciencia de un oficio se lleva en el cuerpo así como el moldeamiento de la percepción sensorial, a partir del carácter recurrente de las prácticas. Es decir, además del aprendizaje constante que implica la percepción sensible, existen conocimientos especializados relacionados con ciertas habilidades del cuerpo que implican aprendizajes específicos en relación con un mundo material (Sennett 2012). Así, por ejemplo, para quien trabaja con textiles: “[la] sensibilidad [táctil] mejora con la práctica: el profesional que palpa paños en la industria textil es capaz de discernir, con asombrosa exactitud, las más
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sutiles diferencias en la calidad de las telas. Ni siquiera necesita usar los dedos, le basta con pasar una vara sobre el paño” (Tuan 2007: 18). A ese proceso es lo que Alejandro Payá ha denominado “impregnarse de la vida práctica” (2016: 70).7 Esos conocimientos, habilidades y saberes especializados se hacen cuerpo. Tal grado de “impregnación” (Payá 2016) es lo que posibilita que, por ejemplo, los boxeadores puedan dar un golpe segundos después de haber perdido la conciencia en una pelea (Wacquant 2006) o que los músicos puedan seguir tocando si están medio dormidos (Becker 2008: 29). Algunos de los trabajos presentados en este libro siguen dicha línea pero añaden un ingrediente específico, el aprendizaje de los oficios está generizado y ello supone diferentes maneras de aprender a sentir y saber sintiendo, es decir, saber-hacer y sentir un oficio son también maneras de hacer género. El quinto eje lo dedicamos a discutir las estrategias metodológicas para el análisis de ámbito sensorial. Hicimos énfasis en los retos metodológicos implicados en la investigación de los sentidos, pero también en la propia investigación como experiencia sensorial. Por consiguiente no existe una fórmula para acercarse a la investigación del ámbito sensible. Así pues, David Howes señala cómo la propia escritura de la investigación puede “evocar imágenes multisensoriales de los acontecimientos de la vida cotidiana” (Howes 2014: 13). De modo que no es el dato en sí mismo, sino la forma de interpretarlo lo que puede otorgar rendimientos para esta línea de investigación. Sin embargo, existen algunas estrategias que habilitan condiciones para el registro de los múltiples significados que se atribuyen, construyen y transgreden en el ámbito sensorial. Así, por ejemplo, existe una apuesta por las etnografías sensoriales, dado que en ellas se hace hincapié en poner atención al cuerpo perceptivo 7
En México, el proyecto de investigación socioantropológico de Víctor Alejandro Payá ha articulado teórica y metodológicamente la posibilidad de pensar diversos fenómenos a la luz de algunos de los problemas señalados. Revisamos una de sus investigaciones recientes, en donde muestra cómo, cuando se ejerce un oficio, el dominio se lleva en el cuerpo; desde la relación motriz sincronizada que puede tenerse con la maquinaria o instrumentos, las anticipaciones corporales a la propia materia, hasta el uso de la ropa, los sonidos y el olor en las manos, pues “Cada taller es una fuente de olores propia de los materiales que utiliza” (Payá 2016: 71). En esa medida, para el sociólogo mexicano “Es importante reflexionar sobre la diversidad de planos de realidad que intervienen cuando se aprende una destreza. Si le preguntamos a un médico cirujano, a una deportista, cómo llegó a ser lo que es, diría que simplemente practicando” (2016: 86).
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de quien investiga y cómo las y los investigadores “podrían utilizar su propio cuerpo y sus sentidos como medios del análisis etnográfico, y luego escribir sobre su experiencia” (Howes 2014: 12). En esa línea se inscribe el trabajo de Loïc Wacquant sobre una etnografía carnal ya que dicha investigación “Pretende ser una demostración empírica de la fecundidad de un enfoque que toma en serio, tanto en el plano teórico como en el metodológico y retórico, el hecho de que el agente social es, ante todo, un ser de carne, nervio y sentidos (en el doble sentido de sensual y significado)” (Wacquant 2006: 15). Por otro lado, a partir del enfoque sensorial de Sarah Pink, se puso énfasis en cómo una entrevista es en sí misma un encuentro social y como cualquier otro encuentro tiene componentes materiales y sensoriales (Pink 2015: 74). En una situación de entrevista, los cuerpos y su performance, así como los objetos y el lugar contribuyen para que tanto entrevistado/a como entrevistador/a construyan significados e incluso construyan un lugar y una experiencia sensorial (2015: 73-95). Este viraje al carácter sensorial del trabajo de campo es el que también ha puesto énfasis en las emociones implicadas. Desde esta perspectiva, cuerpo, emociones y sentidos no habrán de verse como entidades separadas. También se enfatizó en cómo a veces la sensorialidad no es accesible si consideramos solo la parte verbal y escrita (y transcrita) de la entrevista. Hay ciertas actividades que el informante no puede explicar, sino solamente hacer, de ahí las estrategias para la realización en conjunto de actividades kinestésicas, el uso de imágenes o producción de imágenes, así como la generación de condiciones para el registro de paisajes sonoros, gustativos, olfativos y táctiles que acompañen al corpus de datos. Es por ello que este libro incorpora diversas formas de leer los datos en clave sensorial, desde los datos de una encuesta, testimonios de entrevista, diarios de campo, hasta fotografías, imágenes, diarios, cartas y notas musicales. Finalmente, la insistencia en las implicaciones éticas de la investigación no quedó fuera. Algunos trabajos nos proporcionan elementos significativos para incorporar este criterio al ámbito de la investigación. Bajo esta orquestación analítica obtuvimos como resultado una expansión temática según los intereses y formaciones disciplinares de quienes integramos el seminario. Así pues, el libro se divide en siete apartados y consta de diecisiete capítulos que expondremos a continuación.
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Secciones y capítulos La primera sección “Reflexiones, niveles y categorías analíticas para la inves tigación corpóreo-sensorial” reúne una serie de trabajos que discuten niveles analíticos y categorías para el estudio de las diferencias genéricas en clave sensorial. El capítulo “Percepción sensible y expectativas sociales genéricamen te diferenciadas. Cruces analíticos entre Niklas Luhmann, Erving Goffman y Asia Friedman” de Carolina López Pérez plantea cómo a partir del arsenal analítico de estos autores puede explicarse cómo acontecen las diferencias corporales y sensoriales de los géneros. La autora incorpora a Niklas Luhmann en este debate a partir de la noción percepción reflexiva que ocurre en la percepción recíproca de los cuerpos en los sistemas interactivos. La autora señala los alcances de Luhmann para el problema de la percepción social de los cuerpos y, al mismo tiempo, establece la necesidad de radicalizar la vía corporal comunicativa con y más allá de este autor. Para la autora, la propuesta de la socióloga Asia Friedman resulta relevante en tanto permite articular cómo el orden de la interacción supone mecanismos perceptuales para llevar a cabo el reconocimiento de los cuerpos genéricamente diferenciados. De esta manera, la noción de filtros cognitivos basados en sexpectativas de Friedman permite reforzar la relevancia comunicativa del cuerpo a través de Luhmann y la intercación como sede de actualización de dichos procesos, donde las expectativas sociales se vinculan a procesos cognitivo-perceptuales. El capítulo “El género en clave sensorio-afectiva. Aportes de la sociología disposicional y los estudios sobre percepción”, de Priscila Cedillo, recupera tres perspectivas analíticas para pensar el género en clave sensorio-afectiva: la sociología disposicional de Bourdieu, Wacquant y Lahire; la sociología de los sentidos propuesta por Vannini, Waskul y Gottschalk y la sociología cognitiva de Asia Friedman. La autora desarrolla la noción identidades de género a partir del rendimiento analítico de la categoría habitus sexuado y los procesos de socialización sensorio-afectivos, que permiten el registro corporal de referentes genéricos, así como el trabajo somático que interviene en dichos procesos. Frente al modelo de transmisión pedagógica o pedagogía visual y mimética (Wacquant) que contribuye a la adquisión de un habitus sexuado, la autora incorpora el trabajo reflexivo que interviene en los procesos de
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aprendizaje genéricos. Para ello, recupera las nociones filtro y polarización de Asia Friedman y trabajo somático de Vannini, Waskul y Gottschalk. De modo que para la autora, los procesos de socialización genérica suponen expectativas genéricamente diferenciadas que se corresponden con prácticas de polarización en cuanto a la exhibición de los cuerpos, así como trabajo somático, que en conjunto contribuyen a la formación de mecanismos sensibles en la conformación de las identidades de género. El capítulo “El amor corporeizado y el giro sensorial. Espacios, sonidos y artefactos en la percepción sensorial del cuerpo amado”, que Adriana García Andrade y yo escribimos, presenta una propuesta analítica para el análisis material de los vínculos amorosos en clave sensorial. Recuperamos a Constance Classen, Georg Simmel y Asia Friedman para el análisis del amor de pareja desde una perspectiva sensorial. Planteamos que el amor romántico —como referente hegemónico y heteronormativo del amor en Occidente en el sentido de Sara Ahmed— supone un modelo sensorial que reproduce los “binarios de género” en términos sensibles. Dichos binarios y su jerarquía se organizan en un orden sensorial de género (Classen) que establece no solo expectativas corpóreo-sensoriales, sino lugares y artefactos genéricamente diferenciados. Para las autoras dichos procesos se habilitan en la mutua percepción (Simmel) a partir de filtros perceptivos que se aplican no solo a los cuerpos, sino también a los objetos y artefactos, que fungen como medios indirectos para la percepción de los cuerpos generizados. A partir de una investigación empírica, se muestra que dichos filtros pueden ser aplicados sin cuestionamiento de los “binarios de género” que subyacen a los mismos (p.e. qué ruidos corporales, ronquidos, risas o gemidos se espera que deba emitir una mujer o un hombre). Pero al mismo tiempo, los filtros se modifican en situación, distanciándose de dicho modelo sensorial o contradiciéndolo. De modo que esta propuesta constituye una vía analítica para el estudio de las tensiones y asimetrías que se reproducen en el amor de pareja, vía la dimensión sensorial. La segunda sección “Estudios de género en clave sensorial” se compone de tres capítulos que se concentran en “identidades de género” y cómo estas suponen incorporar saberes y sentires asociados a su condición generizada. El capítulo “Navegar entre los saberes del oficio de la pesca: un acercamiento desde las emociones y el ámbito corpóreo-sensible”, de Caro-
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lina Peláez González, establece una relación entre el aprendizaje de un oficio generizado como la pesca y las prácticas corporales y sensoriales en las que se aprende con otros, sean personas (compañeros de trabajo), artefactos (redes, barcos) o entidades no humanas (fauna marina, altamar, mal tiempo). La autora recupera a Richard Sennett, Donna Haraway y Bruno Latour, entre otros, para marcar el carácter material de dichos procesos. Peláez González da cuenta de cómo en el caso de sus informantes, los procesos de aprendizaje para convertirse en marinos y pescadores de mar implican el dominio de prácticas corporales, sensoriales y emocionales. Por ello, la autora destaca cómo las formas de organización del trabajo son también formas de hacer género, en la medida en que este proceso no es un atributo ni un rol, sino una práctica. Esta inflexión analítica engarza con el siguiente capítulo titulado “Incorporando el mariachismo: una fenomenolo gía del gesto musical” de José R. Torres-Ramos. A partir de un estudio etnomusicológico y fenomenológico, el autor indaga los significados de la música como práctica encarnada y multisensorial, en el caso de los mariachis modernos. Torres-Ramos relaciona la noción de habitus de Pierre Bourdieu y la performatividad del género de Judith Butler para señalar que los mariachis al hacerse músicos también hacen género. En ese sentido, para el autor, el mariachismo es un “machismo estético”, ya que en este “la dominación y la agresión se transforman en afecciones romantizadas”. Por otro lado, la investigación deja ver cómo la práctica musical de los mariachis implica una aprendizaje kinestésico, la encarnación de gestos sonoros y una unidad del músico con sus instrumentos a partir del carácter reiterado y constante de la práctica con otros. Hacerse mariachi supone la educación de los sentidos de modo extenso y al mismo tiempo el ejercicio de un oficio generizado. El capítulo “Experiencias corporales, emociones e identidad de género. Un estudio con mujeres de distintas generaciones de la Ciudad de México”, de Marta Rizo, se coloca en términos de la autopercepción de un grupo de mujeres, pero siempre a través de el(los) otro(s). La autora presenta algunos resultados de investigación con mujeres de distintas generaciones para ver cómo entretejen su concepción de cuerpo, género, sexualidad y emociones, principalmente. Rizo señala que sus informantes no muestran mucha reflexividad en cuanto a su propio cuerpo asociado a la identidad. Sin embargo, existe una precupación por no enfermarse así como el miedo de
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padecer algunas enfermedades y sentir dolor. De igual manera, el planteamiento de la autoestima se asocia con la belleza. Al mismo tiempo en sus informantes aparece un binario de género marcado respecto a qué se espera de un cuerpo masculino y otro femenino. La tercera sección “Sexualidades, erotismos y sentires corporales” se concentra en cómo se articula el sentir del cuerpo con la sexualidad, el placer, los erotismos y vínculos erótico-afectivos. César Torres Cruz analiza en “La dimensión sensorial del riesgo sexual en la experiencia de la serodiscordancia en la Ciudad de México” desde una perspectiva feminista y sociológica, la relevancia que adquiere el tacto y el significado del contacto con fluidos corporales asociados a prácticas sexuales y cómo, el discurso biomédico y los mandatos de género complejizan el carácter de los vínculos erótico-afectivos en parejas serodiscordantes. Lo anterior permite indagar cómo se articulan sentidos, emociones y afectos que no están disociados de los mandatos normativos de género ni de la relación saber-poder de la medicina, ni tampoco de los marcajes de la clase social. Siguiendo a Erving Goffman y Georg Simmel —a partir de una extensa investigación etnográfica— el autor nos presenta tres escenarios interactivos donde intervienen sentidos, emociones y afectos: el espacio biomédico, el espacio doméstico y el espacio de la intimidad. En dichos contextos interactivos se aprecia la manera en que el temor al contagio por el contacto físico de los cuerpos aparece en el personal médico y los familiares, que utilizan barreras simbólicas o físicas para establecer una distancia no solo física sino afectiva. Para el autor el análisis simbólico del tacto da cuenta de cómo a partir de este se hace presente el “pánico sexual que está asociado con la sexualidad”. En el capítulo “Entre cuerpos, normas y placer: modulación sensorial en una comunidad bdsm”, Daniela Sánchez presenta un análisis sociológico en clave sensorial sobre la práctica sadomasoquista (Bondage, Dominación, Sadismo, Masoquismo) y sus practicantes. La autora muestra cómo dicha práctica está colectivamente orquestada y depende tanto de significados creados culturalmente como de procesos de aprendizaje a través de un arduo y constante trabajo reflexivo corporal por parte de sus practicantes. Para lograr lo anterior, la autora recupera diversos autores que van de Norbert Elias y Howard Becker, a la propuesta de la sociología de los sentidos de Vannini, Waskul y Gottschalk.
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A partir de una investigación empírica, Daniela Sánchez muestra cómo la práctica sadomasoquista tiene en el cuerpo su principal “lugar de acción”, de modo que las sensaciones y la interpretación de las mismas son nodales, particularmente los estímulos sensoriales relacionados con el dolor. En ese terreno, la autora advierte que la carrera que sigue un o una practicante del bdsm es fundamentalmente sensorial e implica un proceso de aprendizaje reflexivo mediado por la socialización con los pares, donde también intervienen lugares y objetos que se incorporan a la práctica. La autora también destaca los condicionantes de género y de clase social que subyacen a la misma. El capítulo “Los sentires ‘equivocados’: legitimidad del cuerpo y de las emociones en la experimentación de relaciones no monogámicas consensuadas” de Roberta Granelli plantea desde una epistemología feminista una propuesta metodológica para el análisis del cuerpo como lugar donde se materializan afectos que circulan en las relaciones no monogámicas consensuadas entre mujeres de la Ciudad de México, la cual también establece cruces con la sociología de los sentidos de Vannini, Waskul y Gottschalk. La autora acuña la categoría sentires equivocados para establecer cómo existe una dimensión de experiencias corpóreo afectivas que resulta difícil explicitar en el marco de dichos vínculos, dado el temor de reproducir con ello comportamientos que se consideran “heteronormativos”. La autora explora el modo en que los vínculos no monogámicos consensuados suponen un constante ejercicio de “desaprendizaje” que implica “aprender a percibir de otras maneras los mismos estímulos” para dar lugar a nuevos sentires. Además, establece cómo los procesos del sentir suponen no solo un doing gender, sino también —como aporta la teoría queer— un doing heteronormativity que muchas veces pasa desapercibido en los análisis. En ese sentido la autora propone que a ello habría que sumar cómo en el establecimiento de vínculos también “estamos haciendo/produciendo mononormatividad”. Por ello estos procesos implican “desaprender la monogamia” instalada en nuestros sentires, para aprender, reinventar y sostener otras formas de sentir. La cuarta sección, “La ciudad como experiencia sensorial”, presenta dos capítulos que ponen en duda la univocidad de la mirada y la perspectiva ocularcentrista del modelo sensorial en Occidente. El capítulo “Las miradas en el último vagón del metro: sociología del cuerpo y los sentidos en la in-
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teracción homoerótica” de Carlos Viscaya muestra el análisis de algunos hallazgos de investigación en clave sensorial, basada en los encuentros homoeróticos llevados a cabo en el último vagón del metro en la Ciudad de México. El autor muestra cómo dichos encuentros suponen una forma específica de interacción con un alto grado de componentes sensoriales. Como cualquier otra interacción, esta se regula por códigos, usos y significados atribuidos al cuerpo. De manera específica, en este tipo de encuentro el intercambio de miradas está altamente regulado. De modo que para Viscaya, las técnicas corporales en el sentido de Mauss son también técnicas sensoriales, que indican en ese caso cómo en ciertos momentos y contextos interactivos se debe mirar o dejarse mirar. En ese sentido, la mirada se convierte en un sentido vinculante para los practicantes del metreo. No obstante, no se trata de una mirada congelada, sino una mirada que interactúa con las posiciones, los gestos, los movimientos y el lugar. Es decir, una mirada sensual que es aprendida y sostenida en dicho contexto, la cual permite un encuentro fugaz y momentáneo con otro cuerpo anónimo y la experiencia del placer en un lugar que no forma parte de los lugares hegemónicos que se atribuyen al encuentro sexual. Para Viscaya esto consituye un erotismo disidente, dado que contraviene los dispositivos de la sexualidad en el sentido de Michel Foucault. El capítulo “Sentir la ciudad: el habitus de la ceguera y de la debilidad visual y la construcción no visual del espacio urbano de la Ciudad de México” de Erick Serna Luna nos coloca en otro lugar de la experiencia urbana. El autor muestra las experiencias, técnicas y conocimientos generados por las personas desde una “percepción de la ceguera” que permiten la constitución de un “habitus de la ceguera y/o debilidad visual”, el cual construye el espacio urbano desde otra percepción no hegemónica de la ciudad que se aleja de lo “normovisual”. A partir de una investigación y los testimonios de sus informantes, nos lleva de la mano para poner en evidencia el amplio espectro de la percepción sensorial en el espacio urbano que no se reduce a la mirada. A partir de Pierre Bourdieu y Sigfred Saerberg el autor muestra cómo se organiza “un conjunto de saberes corporales, sociales, afectivos y espaciales” que, en relación con otros, aprenden las personas invidentes o con debilidad visual y que constituyen un tipo particular de habitus que no solo los orienta en el espacio urbano, sino constituye otra forma de hacer ciudad.
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Para el autor, “la percepción de la ceguera” es “una forma de percibir y construir el espacio a partir del uso de los demás sentidos” con los que se van incorporando mapas sensoriales. El trabajo también apela a la necesidad de considerar la corporalidad y habilidades perceptivas de dicha población en el diseño urbano, que les permita una forma comprensiva e incluyente de vivir en la ciudad. La quinta sección “La sensorialidad y los artefactos” nos invita a reflexionar cómo la percepción sensorial es relacional con los otros y también con el mundo material. El capítulo “Repensar la implementación de tecnologías alternativas en clave corpóreo-sensorial: el caso del sanitario ecológico seco” de Diana Inés Ramírez plantea cómo la exposición familiar con ciertos artefactos en nuestra vida diaria supone un aprendizaje corporal que a fuerza de costumbre tendemos a naturalizar. A partir de una investigación previa, la autora plantea qué significa cambiar del inodoro a un “sanitario ecológico seco”. Con ello pone al descubierto cómo las valoraciones que atribuimos a lo que consideramos agradable o desagradable se anclan en modelos sensoriales que nos hacen sentir de una manera y no otra. Para la autora, la implementación de cualquier dispositivo tecnológico que reproduzca en su diseño la dupla cartesiana mente/cuerpo estará condenada al fracaso al no considerar los aspectos sensoriales que han sido transmitidos y aprendidos en el uso cotidiano de los artefactos. En el caso de el “sanitario ecológico seco” no es conciencia ecológica lo que habría que promover, sino incorporar una perspectiva en el diseño que tome en cuenta que las técnicas corporales del cuidado del cuerpo (Marcel Mauss), como ir al baño, están reguladas socialmente por modelos sensoriales (Constance Classen) que no se modifican de la noche a la mañana. En este trabajo se abre una línea de colaboración con disciplinas como la ingeniería o el diseño, para que estas incorporen la mirada sociológica adscrita al giro sensorial. El capítulo “Nuevas prótesis virtuales: la ‘emancipación sexual’ de los grupos de diversidad sexual a través de la mediación de las tic”, de Abraham Martín Ledezma Vargas, plantea cómo la percepción sensorial se extiende a partir de “prótesis tecnológicas” que implican la exploración de otras formas de sentir. Para el autor “la práctica sexual siempre ha estado mediada por artefactos” que se invisten de significados y que influyen en las formas “en que sentimos y hacemos sentir al otro”. A partir de una investigación, Ledezma Vargas plantea la forma en que el uso de las tecnologías digitales
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posibilitan a la comunidad lgbtttiq el ejercicio de diferentes prácticas, que en entornos copresenciales conllevan ciertos riesgos de agresión a sus cuerpos. Por otra parte, el dispositivo de cibersexualidad en línea posibilita nuevas formas de proximidad y por ello de sentir, pues para el autor deslocalizar los cuerpos no implica insensibilidad sino reconfiguración de la sensibilidad. Este trabajo da cuenta de algunos de los “órganos perceptivos protésicos” que tocan al cuerpo y hacen que este se sienta tocado en las nuevas condiciones de contacto. Muestra cómo a partir de dichos medios tecnológicos circulan sensaciones, emociones, sentimientos e ideas que constituyen experiencias sensuales, sexuales y organizativas que posibilitan a quienes integran esta comunidad identificarse, intercambiar vivencias y afirmar sus derechos con cierta contención emocional que las interacciones cara a cara no les proporcionan. La sexta sección “Sensaciones, sentimientos y estética” presenta dos trabajos que se inscriben en una concepción extensa de la estética, a saber, su inscripción en la dimensión sensible. El capítulo “Implicaciones simbólicas del desollamiento de mujeres en la zona conurbada de la Ciudad de México”, de Paola Thompson, plantea una serie de aproximaciones sucesivas al fenómeno del desollamiento de mujeres, partiendo del seguimiento y sistematización de notas periodísticas que dan cuenta de tales hechos. La autora establece la relevancia de colocar el desollamiento como un tipo específico de feminicidio. Desde la perspectiva fenomenológica de Maurice Merleau-Ponty y la sociología del cuerpo de David Le Breton, Thompson muestra el significado simbólico del desollamiento como una transgresión corporal y de desposesión de uno de los principales órganos de nuestros mecanismos sensibles: la piel; así como de un referente corporal al que atribuimos identidad: el rostro. La autora pone sobre la mesa de discusión la necesidad de visibilización del desollamiento dentro de un espectro de actos feminicidas, poniendo de manifiesto los aspectos simbólicos y sensibles involucrados en esta forma extrema de maltrato al cuerpo de la mujer, y que ha de ser objeto de análisis en el plexo de la experiencia sensible. Con contundencia, la autora señala cómo “El desollamiento refleja que la violencia no se detiene en el acto de matar”. Igualmente, debate con el significado que tiene la información a través de imágenes y nuestra posición como espectadores, pues detrás del
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borramiento de esas identidades hubo una existencia encarnada con su propia singularidad que no habría que invisibilizar. ¿Por dónde podría iniciarse esta tarea de sensibilización? En “Aula universitaria y experiencia estética: narrativas del gozo”, César Ricardo Azamar Cruz reflexiona sobre su experiencia como docente universitario de estética, la que realiza con la premisa de que una asignatura escolar que verse sobre el encuentro con objetos estéticos debe centrarse en la reflexión acerca del sentir suscitado por dicho encuentro. Para el autor no es la enseñanza de un corpus teórico lo que habrá de sucitar condiciones de sensibilidad, ni la presentación de contenidos objetivos, sino la consideración de cuerpos perceptivos que experimentan el mundo y sienten. Así, las percepciones, las narrativas y los cuerpos de sus estudiantes fueron el núcleo en que el autor focalizó su labor para asumir a sus estudiantes como agentes históricos capaces de reinventarse a sí mismos. La séptima sección “Experiencias sensoriales, enfermedad y dolor” presenta dos trabajos que intersectan dimensiones relacionadas con la percepción sensorial y el dolor, así como su alcance relacional y los mecanismos poder-saber que lo atraviesan a partir de la medicina y la práctica médica. El capítulo “Sentidos y sin sentidos de una enfermedad crónica: la experiencia corporal de pacientes diabéticos en tratamiento de hemodiálisis” de Cynthia Méndez Lara muestra las posibilidades de encuentro entre la sociología de los sentidos contemporánea y los estudios de la corporalidad en clave de la fenomenología de Mearleau-Ponty. La autora presenta la experiencia sensorial de un cuerpo enfermo al que atraviesan estructuras de poder y conocimiento tanto de los discursos como de las tecnologías médicas. Mediante entrevistas a pacientes realizadas en el hospital, la autora recoge testimonios respecto a cómo estos se “situán en el mundo como pacientes renales”. Méndez incorpora la percepción en un sentido extenso, al considerar cómo se ven afectados no solo los sentidos de la vista, gusto, tacto y olfato, sino el sentido de la propiocepción como sentido que informa al organismo sobre la posición del cuerpo, y el de la nocicepción que remite a la experiencia del dolor. El cierre de este tema así como del libro corresponde al capítulo “Cuando el cuerpo duele: una autoetnografía del proceso de morir” de Velvet Romero García. Más que capítulo conclusivo es una invitación e interpelación que pone sobre la mesa del debate varias cuestiones centrales. En primer
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lugar, cómo los sentimientos más profundos asociados al dolor de un cuerpo enfermo al que se ama —cuyo dolor nos afecta y hace cosufrir— están asociados tanto a un régimen de género como al discurso biomédico. Es decir, como señala Romero, el dolor está atravesado por relaciones de poder. En segundo lugar, este trabajo ofrece un acercamiento metodológico a la experiencia sensible al plantear la autoetnografía como estrategia de investigación sensorial. Sin duda este capítulo pone de relieve que pensar es sentir y, como decía Simmel, pensar duele. Pero también nos interpela, pues nos coloca en posibilidades de asumir un compromiso ético con los cuerpos dolientes. Considero, además, que como comunidad de interesadas e interesados en esta línea de investigación e incluso fuera de ella, este trabajo constituye un aporte entrañable en tanto coloca el cuerpo sensible de quien investiga como recurso de sentido en la investigación sensorial que también nos toca y afecta.
Agradecimientos Como toda obra colectiva esta debe mucho a personas, instituciones y toda la red de pensamiento y sentimiento que la conforman. En primer lugar quisiera agradecer al Centro de Investigaciones y Estudios de Género (cieg) de la Universidad Nacional Autónoma de México por ser la sede del Semina rio de Investigación y las Jornadas de Investigación que precedieron al mate rial que presentamos. A Ana Buquet por todo el apoyo, a Hortensia Moreno y Helena López por su soporte intelectual e impulso constante. A Phenelope Guevara por su enorme contribución en la gestión de ambos encuentros. En especial, por todos los trámites realizados para que las Jornadas de Investigación: Los sentidos del cuerpo estén hoy disponibles en la red vía la plataforma de bibliocieg unam. A Cecilia Olivares Mansuy por su paciencia, cuidado y profesionalismo en la edición de este libro. A Daniela Sánchez por enlazarnos con David Howes, uno de los referentes más significativos del giro sensorial a nivel internacional. Y sin duda mi agradecimiento a David Howes por aceptar prologar nuestro trabajo. A Alejandra Tapia por la traducción del prólogo de Howes y a Cecilia Olivares por la revisión del mismo. A los dictaminadores o dictaminadoras que con sus comentarios y sugerencias inteligentes constribuyeron a mejorar cada uno de los trabajos que
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presentamos. A todas y todos quienes participaron en este proyecto, gracias por su compromiso, entusiasmo y por compartir sus líneas de investigación con énfasis en el giro sensorial.
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I. Reflexiones, niveles y categorías analíticas para la investigación corpóreo-sensorial
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Capítulo 1. Percepción sensible y expectativas sociales genéricamente diferenciadas. Cruces analíticos entre Niklas Luhmann, Erving Goffman y Asia Friedman
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Introducción En el contexto reciente del estudio social de los sentidos y el cuerpo, el propósito de esta participación persigue dos fines particulares. El primero apunta a la puesta en circulación de algunos razonamientos teóricos, escasamente recuperados, a propósito de las discusiones sociológicas en torno al ámbito sensorio-corporal. Específicamente me refiero a algunas categorías desarrolladas por el sociólogo alemán Niklas Luhmann, quien en su análisis acerca de las interacciones reparó en la importancia sociológica del cuerpo y los sentidos, elaborando trazos generales para inteligirlos desde un ángulo sistémico constructivista. El segundo consiste en perfilar algunas posibles vinculaciones entre dichos razonamientos y otros formulados por Erving Goffman y Asia Friedman, quienes desde sus propias perspectivas sociológicas también han examinado la cuestión. Desde un punto de vista global, este ejercicio intenta mostrar la pertinencia de identificar y problematizar, a partir de determinados problemas de interés, nodos vinculantes entre teorías que permitan elaborar conceptualizaciones más generales y nítidas. Específicamente, lo que interesa aquí es inteligir cómo tiene lugar la modelación social de la percepción y de qué manera influye en las interacciones cuando las personas se advierten mutuamente por medio de los sentidos. En esa frecuencia, de la multiplicidad
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de manifestaciones en que puede acaecer dicho fenómeno, sin duda, la percepción que posibilita distinguir cuerpos femeninos y/o masculinos destaca como una forma primaria de reconocimiento presente en cualquier encuentro cara a cara. En atención a esa condición, este capítulo se circunscribe al análisis de esa particular expresión perceptual, aunque es oportuno puntualizar que el potencial heurístico de los razonamientos presentados no se restringe ni agota en ella.1 Así bien, en lo que sigue expongo y entrelazo los recursos analíticos de Luhmann, Goffman y Friedman que resultan útiles para comprender cómo acontece la percepción, de qué modo es habilitada socialmente y cómo opera en el caso de la diferenciación genérica. Para ello he dividido el capítulo en tres apartados. En el primero, abordo los elementos teóricos luhmannianos que sirven como marco analítico general. En el segundo, recupero algunos conceptos y razonamientos clave de Goffman y Friedman; mientras que en el tercero delineo a grandes trazos las concurrencias analíticas que advierto entre estas tres perspectivas, haciendo énfasis en sus potenciales aplicaciones para el caso de la percepción mediada por expectativas genéricas simples y reflexivas. Finalmente, en el apartado conclusivo presento algunos desafíos pendientes en la consecución de un análisis como el propuesto.
Percepción y comunicación en la interacción Dos son las categorías luhmannianas que específicamente me interesa retomar, a saber, la percepción y la comunicación que tienen lugar cuando las personas interactúan copresencialmente. Para Luhmann las interacciones son sistemas sociales que se caracterizan por contar con la presencia física de las personas a quienes se atribuyen comunicaciones. Este comparecer es indispensable para que operen los sistemas interactivos ya que constituye “el presupuesto para la formación de los límites de la interacción y para la selección de lo que se ha admitido en ella como comunicación” (Baraldi 1996: 96). Más específicamente, la percepción recíproca de las personas que se encuentran cara a cara constituye la condición de posibilidad para que pueda 1
En las reflexiones finales se esbozan brevemente otras aplicaciones posibles.
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llevarse a cabo la comunicación interactiva. En ese contexto, es necesario examinar con mayor detalle el planteamiento luhmanniano respecto a qué implica percibir y comunicar, así como la importancia que otorga a ambos procesos en el orden de la interacción. Para Luhmann la percepción se relaciona con información de corte sensorial y debe ser entendida como una aptitud o capacidad de la conciencia a la que frecuente y desafortunadamente se le ha asignado “un rango inferior al de las funciones del entendimiento y la razón” (Luhmann 2005: 17). Desde su punto de vista, sin embargo, la percepción es la competencia por excelencia de la conciencia o, dicho de otro modo, constituye su más importante función. Percibir implica ante todo el “procesamiento simultáneo de una pluralidad de impresiones con la posibilidad de que la atención se concentre en puntos centrales sin ‘que queden totalmente fuera’ los demás” (Luhmann 2005: 21). Este procesamiento integral de una variedad de estímulos implica que “percibiendo se pueda destacar algo y atender a ello sin excluir el resto” (Lewkow 2017: 86). Es decir, la atención se concentra en puntos centrales o cúmulos de impresiones sensoriales específicas, sin que las demás se pierdan por completo. Esta focalización de la atención por lo general produce un tipo de percepción que es irreflexiva y “busca información dentro de un mundo conocido, sin que tenga que decidirse expresa y excepcionalmente sobre ello” (Luhmann 2005: 31). De ese modo, la percepción está sujeta a un proceso de habituación que involucra una modelación social acaecida siempre y exclusivamente por medio de la comunicación. Este acostumbramiento constituye la base para la conformación y operación de ciertos hábitos aprendidos de percepción y al mismo tiempo, para la inhabilitación o cancelación de otros. Como lo señala Luhmann: La conciencia confía, como es usual, en sí misma, en sus hábitos; o, con más exactitud, en su memoria actualmente operante, en pruebas de consistencia efectuadas rápida e inconscientemente y sobre todo ahorrando capacidades de atención cuando hace caso omiso: ver es no-ver (2005: 46).
Es por eso que percibir implica un complejo y simultáneo proceso de recepción y exclusión de información, la cual una vez que es advertida se procesa de manera unitaria y concurrente con un reducido rango de análisis y
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negación (cf. Luhmann 1998: 369). Así, por ejemplo, ver es al mismo tiempo no ver, u oír también simultáneamente es no oír. La atención hacia lo percibido se concentra en ciertos puntos o plexos de estímulos, mientras que otros se desatienden, de conformidad con los hábitos perceptuales del observador. Precisamente por ello en la mayoría de las ocasiones la percepción no se pone en duda ni tampoco se relativiza, ya que eso que “es percibido se especifica como esto y no aquello (mujer y no hombre, joven y no vieja, fea y no bella, etc.)” (Luhmann 2015: 132), es decir, se define como algo en particular a lo que se le atribuyen propiedades específicas. En consecuencia, “la función de la percepción consiste en poner un ladrillo fundante en la arquitectura sobre la que se erige la construcción de la realidad” (Lewkow 2014: 36), que por lo regular siempre permanece incuestionada. Dicho con otras palabras, percibir comporta advertir un mundo concebido como externo e independiente a la conciencia, específicamente, a las formas o hábitos particulares de percepción que solamente de manera excepcional pueden llegar a ser puestos entre paréntesis. Por otra parte, desde la perspectiva luhmanniana la comunicación no se concibe como algo que sucede en la conciencia —aunque sí la presupone—, sino como un acontecimiento que tiene lugar únicamente en la sociedad y que justo por ello representa su operación constitutiva y unidad mínima. De manera más precisa, la comunicación desde esta óptica se compone de (o sintetiza en) tres elementos clave: emisión, información y comprensión de la diferencia entre esas dos, es decir, la comprensión social que distingue claramente entre emisión e información. En la interacción, la emisión se relaciona con la acción de dar a conocer una información, el comportamiento expresivo y los motivos de la persona para manifestar algo en particular. La información está asociada con el contenido de lo que se expresa y que no posee valor informativo en razón de quien lo manifiesta, sino del horizonte de expectativas sociales en el que se inscribe lo expresado. La comprensión social de la diferencia entre estas dos selecciones versa en su plena diferenciación, es decir: “aferra [sic] una distinción entre el valor de la información y su contenido y lo separa de las razones que se han seleccionado para participar dicha información” (Luhmann 1995: 306), provocando que el sistema social en cuestión genere su propio entendimiento. Para ilustrar tomemos el siguiente caso: Ego dice a Alter “la sopa está lista”. Esta expresión por sí misma no constituye una comunicación sino una
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emisión o, mejor dicho, la participación de una información. En este caso a Ego se atribuye la responsabilidad de haber hablado por motivos particulares, probablemente quiere hacer saber a Alter que la sopa ya puede comerse. Sin embargo, la locución “la sopa está lista” constituye información con independencia de la expresión y los motivos de Ego para hablar, ya que su contenido cobra sentido en un contexto social que actualiza ciertas posibilidades informativas y simultáneamente excluye otras. Por ejemplo, resulta claro que con el uso de esta frase se alude al hecho de que la sopa ha terminado de cocinarse y no a que la sopa sea inteligente o astuta. Como puede observarse, emisión e información son componentes autónomos y distinguibles entre sí. Entonces, en un sistema interactivo como este, Alter tiene diversas alternativas: podría tomar una cuchara y comer la sopa, o esperar y dejarla reposar, o responder a Ego que no le gusta la sopa, o incluso, podría guardar silencio y no decir ni hacer nada. En cualquier caso, Alter reacciona ante la información debido al contenido de la sentencia y no porque Ego haya dicho lo que dijo, aunque invariablemente su comportamiento expresivo influirá mucho en la respuesta de Alter. En ese sentido, para Luhmann la interacción alude de manera recurrente a la comunicación en su variante oral, no obstante, la arquitectura del concepto que propone no se circunscribe exclusivamente a los actos del habla sino que apuesta por una intelección mucho más abstracta del fenómeno comunicativo. En concreto, cuando las personas se encuentran cara a cara, la comunicación también es posible sin hacer uso del habla, de hecho es por lo menos igualmente frecuente que la comprensión del sistema diferencie la emisión de la información a través de expresiones corporales mediadas por un sinfín de impresiones sensoriales. La particularidad de este proceso radica en que la participación de informaciones no se realiza con palabras, sino a través del cuerpo que, a partir de la sola presencia, ofrece información, ya sea de manera intencional o no, sin cesar. Las manifestaciones corporales, al igual que las verbales, entrañan valor informativo con independencia de los motivos o intenciones que los interactuantes tengan para expresarlas. Luhmann advirtió el potencial comunicativo que los gestos estandarizados poseen cuando acompañan a las emisiones orales —como cuando se sonríe o lanzan miradas interrogantes, o se encogen los hombros en una charla—, argumentando que en estos casos se trata de comunicaciones indirectas en las que “no hay en principio ninguna
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diferencia con la comunicación lingüística: hay tan solo ampliación del repertorio de sus signos” (Luhmann 2005: 39). Aun así, aunque la comunicación generada a partir de comportamientos corporales no pasó desapercibida para el sociólogo alemán, el lugar que le otorgó fue subsidiario al de la comunicación oral; justamente por eso le atribuyó un carácter indirecto. No obstante, con independencia del papel preponderante que otorgó al lenguaje hablado, soy de la idea de que es posible y deseable reconocer en mayor cuantía el potencial comunicativo del cuerpo en clave luhmanniana. Concretamente, mi propuesta versa en emplazar en un mismo rango analítico tanto a la comunicación oral como a la corporal, dejando de considerar a esta última como indirecta, ya que en ambas es posible distinguir el valor informativo del acto de comunicar, en razón de un horizonte de expectativas sociales que generalizan el sentido y son comprensibles a partir de un contexto interactivo determinado. En esta frecuencia, si bien en la mayoría de las ocasiones lo oral y lo corporal ocurren a la vez, también es posible concebir escenarios en los que el cuerpo comunique sin palabras o bien aluda a aquello que no puede expresarse a cabalidad mediante ellas. Precisamente en este punto es donde de nuevo cobra relevancia la percepción que tiene lugar entre las personas que interactúan de manera copresencial. Para abordar esta arista del problema, Luhmann desarrolló la noción percepción reflexiva, referida a aquellos procesos perceptivos inscritos en la doble contingencia cuando los interactuantes perciben que se perciben recíprocamente. Bajo esa condición, percibir constituye “una ganancia de información psíquica que se transforma en un fenómeno social” (Luhmann 1998: 369), ya que la comunicación depende de y al mismo tiempo se incorpora al contexto reflexivo (recíproco) de la percepción. Como puede suponerse, aquí “el cuerpo de los participantes cobra significancia estratégica para la distribución de las relevancias y los motivos de la comunicación” (Luhmann 1998: 370). Las personas se perciben unas a otras a través de un amplio campo de impresiones sensoriales que, aunque no se comunican de manera verbal, contribuyen sustantivamente a definir la situación social, con base en los cuerpos y sentidos mutuamente orientados. En este contexto, la comunicación en su variante corporal es fundamental, ya que con la pura presencia, los cuerpos invariable e ininterrumpidamente comunican, ya sea por medio de la vestimenta, gestos, olores, marcas, porte, movimientos, sonidos, contactos. Es decir, mediante el ex-
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tensísimo espectro de componentes corpóreo-sensoriales que se tematizan en la interacción, los cuerpos siempre comunican. Ello implica que “en los sistemas de interacción es imposible no comunicar; si se quiere evitar la comunicación ha de escogerse la ausencia” (Luhmann 1998: 370). De esa manera, este tipo de sistemas se encuentran doblemente fundados, por un lado en la percepción reflexiva y, por el otro, en la comunicación tanto oral como corporal, siendo que ambas se encuentran relacionadas entre sí de modo inextricable. Como señaló el propio Luhmann: “no existen situaciones donde se percibe sin comunicar o viceversa. Ninguna situación social se produce sin comunicación y siempre, cuando otros están presentes, se los percibe” (Luhmann 2015: 132-133). Sin embargo, desde una lógica luhmanniana estricta, la operación específica que se produce y reproduce en la interacción no es la mutua percepción entre personas, sino la comunicación que se origina en el sistema que las involucra. Con la percepción reflexiva “la empresa de la comunicación se posibilita, se alimenta, y en dado caso, se corrige” (Luhmann 1998: 371), funcionando de ese modo como una especie de requisito presocial que opera en la frontera que divide lo que es de lo que no es comunicación. Esta, por su parte, siempre es incapaz de expresar la percepción y menos aún la reflexiva. Sobre este punto Luhmann explica que la comunicación solo “puede hacer mención de las percepciones, pero aquello que designan permanece operativamente inaccesible” (Luhmann 2005: 25). Es decir, se puede comunicar oralmente acerca del percibir, como cuando ante una mirada de Ego, Alter le pregunta “¿por qué me ves así?”, pero es imposible comunicar lo que ambas miradas perciben entre sí. La percepción es incomunicable en razón de que la información que aprehende se asocia con una “vida sensorial que no se deja comunicar” (Luhmann 1985: 133), porque se compone de cúmulos de estímulos que acontecen de modo muy veloz y que son procesados simultánea y unitariamente en la conciencia. Dicho de manera más técnica, la incomunicabilidad de la percepción radica en que cuando se percibe, no es posible distinguir entre emisión e información. Precisamente por eso considero que la percepción recíproca opera como condición habilitante de la comunicación sobre todo cuando esta se genera a través de los cuerpos sin la mediación del lenguaje oral. En estos casos la distinción entre emisión e información se realiza con base en expectativas sociales evocadas más difusa o ambiguamente que en las comunicaciones
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orales. Ello se debe a que la univocidad del sentido asociado al comportamiento corporal disminuye de forma significativa en comparación con aquel que se condensa en torno a las palabras (dichas o escritas), por lo que las comunicaciones corporales siempre están ligadas “en gran medida al contexto: son comprensibles tan solo a partir de la situación” (Luhmann 2005: 40). Sin embargo, lo anterior no implica que la comunicación que emiten los cuerpos esté sujeta a la completa imprevisibilidad interactiva, sino más bien, que las expectativas sociales referidas a lo corporal pueden llegar a ser más difusas. Pese a ello, también existen ciertas expectativas corporales que han sido altamente generalizadas en la sociedad por lo que en lo regular se evocan de manera unívoca. Tal es el caso de las denominadas “sexpectativas” (sexpectatives) (Friedman 2011) que abordaré con más detalle en el siguiente apartado. Justamente, la importancia que la percepción recíproca adquiere en este contexto versa en que contribuye a tematizar informaciones referidas a los cuerpos de los interactuantes que nunca podrían alcanzarse a través de la comunicación lingüística. Así, si bien la comunicación en general depende invariablemente de la percepción, cuando se trata de aquella mediada por comportamientos expresivos de los cuerpos, esa dependencia aumenta. De ese modo sostengo que la plena inclusión de la dimensión corporal en la comunicación entre interactuantes posibilita trasladar la percepción reflexiva desde el lugar liminal que ocupa como socialidad precomunicativa hacia un terreno completamente social. Es decir, propongo que es necesario concebir la percepción reflexiva como un componente de la operación de los sistemas sociales interactivos y no como un requisito presocial. Mi intención en estos términos es destacar la capacidad que posee la percepción recíprocamente orientada para definir la situación en enclaves interactivos particulares, con base en expectativas sociales corporales y sensoriales, de las cuales sin duda destacan las genéricamente diferenciadas. Es decir, aquellas asociadas a la percepción y distinción entre los cuerpos de mujeres y hombres. Desde este punto considero sumamente enriquecedor vincular los razonamientos de Luhmann con los producidos por Erving Goffman y Asia Friedman a fin de comprender cómo acontece la habilitación social de la percepción, mediante la operación de estructuras de expectatibilidad social abocadas a los cuerpos, en este caso, genéricamente diferenciados.
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Cuerpos, convencionalidad genérica y sensorialidad socializada Para Erving Goffman el objeto de estudio en el orden de la interacción es “esa clase de sucesos que se producen durante la copresencia y en virtud de ella. Los materiales conductuales básicos son las miradas, los gestos, las posturas y las afirmaciones verbales que las personas introducen continuamente en la situación, con intención o sin ella” (Goffman 1970: 11). A diferencia del enfoque luhmanniano, desde la perspectiva goffmaniana los cuerpos de las personas y sus respuestas físicas mutuamente orientadas constituyen una materia sociológica de primer orden ubicada en el mismo rango de importancia que las expresiones verbales. A fin de distinguir analíticamente este componente en la interacción, Goffman acuñó el término glosa corporal referido “al proceso mediante el cual una persona utiliza claramente los gestos corporales generales para que se puedan deducir otros aspectos, no apreciables de otro modo, de su situación” (Goffman 1979: 30). Recordemos que para este sociólogo cualquier encuentro social conlleva que las personas definan su situación interactiva y actúen en consecuencia, de conformidad con ciertos marcos sociales que delinean cuáles son los comportamientos permisibles y cuáles son reprobables, según el tipo de interacción de que se trate. La glosa corporal contribuye sobremanera a este proceso ya que, como el propio Goffman apunta, solo mediante ella es posible deducir ciertos aspectos de la situación de los actores que de otra forma se vuelven inasibles. Este tipo de glosa funciona, específicamente, como un despliegue de intenciones en la interacción, es decir, se trata de exhibir o desplegar gestos corporales que proyecten información sobre las intenciones o fines que, reflexiva o irreflexivamente, orientan a las personas en el encuentro. “Al brindar esta prefiguración gestual y comprometerse a hacer lo que esta predice, el individuo se convierte en algo que los demás pueden interpretar y predecir” (Goffman 1979: 30), dicho con otras palabras, gracias a este tipo de lenguaje los individuos pueden descifrarse entre sí y de ese modo también anticipar, en cierta medida, sus respectivos comportamientos expresivos modulándolos recíprocamente. En este sentido, sin lugar a dudas ni reparos, para Goffman la glosa corporal cumple una función comunicativa primordial y decisiva en los encuentros cara a cara.
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A pesar de ello, es muy importante subrayar que estos despliegues expresivos no se circunscriben a la individualidad, es decir, no se restringen a los modos gestuales de personas en particular. Antes bien, como señala Goffman: “El comportamiento de que se trata es algo que los cuerpos se limitan a interpretar; se genera en momentos determinados y corresponde o se aplica a todos los que se hallen en ese momento en el nicho pertinente” (Goffman 1979: 147). A decir verdad, se trata de formas corporales altamente convencionalizadas y estandarizadas, mediante la evocación social reiterada de manera diacrónica, que se encuentran asociadas a contextos de interacción específicos en los que se tematizan determinados tipos de información. La glosa corporal es el resultado del predominio de los idiomas rituales: “disposiciones de comportamiento que comprenden actos interpretados como procedentes de una persona y a tomas de posiciones ecológicas en que intervienen dos o más personas” (Goffman 1979: 228). Sociológicamente, el componente primario que subyace a la operación de estas formas rituales, eso que podemos denominar su condición de posibilidad, son las expectativas sociales articuladas en torno al cuerpo, sobre todo a las prescripciones y proscripciones sobre su empleo en la interacción. De ese modo, al igual que Luhmann (1998), Goffman considera que las expectativas constituyen el elemento estructurador de los sistemas interactivos ya que orientan recíprocamente los comportamientos de las personas y a partir de ello permiten definir la situación: Durante la interacción se espera que el individuo posea ciertos atributos, capacidades e información que, tomados en su conjunto, encajen con un yo que sea a la vez coherentemente unificado y apropiado para la ocasión. A través de las implicaciones expresivas de este flujo de conducta, a través de la propia participación, el individuo proyecta efectivamente este yo aceptable en la interacción, aunque puede no ser consciente de ello, y los otros pueden no ser conscientes de haber interpretado su conducta en ese sentido. A la vez, debe aceptar y respetar los yoes proyectados por los otros participantes. De manera que los elementos de un encuentro social consisten en afirmaciones de un yo aceptable efectivamente proyectadas y en la confirmación de afirmaciones similares por parte de los otros. Las contribuciones de todos se orientan hacia estas afirmaciones y se construyen sobre ellas (Goffman 2000: 50-51).
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En ese sentido, la tematización de expectativas sociales en la interacción inicia con la sola presencia corporal y se expande de manera progresiva hacia el desempeño de la persona en situación, quien para cubrir aquello que socialmente se espera, necesita evocar un yo pertinente al contexto donde se inscribe. El trabajo de la cara constituye una de las aportaciones más sugerentes de Goffman al respecto; sobre todo cuando señala que, durante la interacción, los actores reclaman para sí, consciente o inadvertidamente, una serie de atributos sociales que los (cara)cterizan frente a otros, desplegando múltiples recursos expresivos (corporales y verbales) para adquirir y mantener un yo social en particular (cf. Goffman 1970: 13). Por lo regular, las personas tienden a participar en el mantenimiento de sus respectivas caras cuando se perciben entre sí y aceptan sus despliegues expresivos construyendo a partir de ellos reacciones ulteriores, de acuerdo con las convenciones sociales pertinentes para cada ocasión. Así, como señala Galindo: “esta definición de la situación implica mucha más reflexividad (es decir, mucha más percepción de la percepción de la percepción) de la que, en primera instancia, hubiéramos podido imaginar” (2015: 18). La percepción reflexiva que tiene lugar aquí se encuentra inextricablemente asociada a los marcos de expectatibilidad social que indican cómo deben interpretarse los comportamientos expresivos y cuáles son las reacciones pertinentes que permiten mantener el sistema interactivo en cuestión. Como el propio Goffman señala: “son las situaciones sociales las que aportan el escenario natural en el que se encarna y se da lectura a todas las manifestaciones corporales” (Goffman 1991: 177). En ese contexto, de la multiplicidad de expectativas socialmente constituidas en torno al cuerpo y su percepción sensible en la interacción, sin duda sobresalen aquellas que se refieren a los rasgos distintivos de la feminidad y la masculinidad, es decir, los visajes, ademanes, apariencias, aromas, tonos, sonidos, etc., altamente convencionalizados y asociados de manera diferenciada a mujeres u hombres. Generismo (genderism) fue el término que Goffman (1977) creó para inteligir esta particular área de expresiones y comportamientos rituales asociados a la exhibición del género y a la filiación a una determinada clase sexual. Se trata de exhibiciones expresivas socialmente diferenciadas para hombres y mujeres que se inscriben o tematizan en interacciones altamente ritualizadas. Por ejemplo, cuando se espera que los varones cedan los asientos a las mujeres o que aguarden a que ellas pasen primero por una puerta, mientras que
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estas a su vez aceptan caminar por delante y sentarse primero, todo ello en razón del predominio de la asociación entre fuerza masculina y fragilidad femenina que se expresa en los sistemas de cortesía. En este punto resulta oportuno retomar algunos de los razonamientos desarrollados por Asia Friedman (2011, 2013, 2016) en torno al reconocimiento perceptual de los cuerpos genéricamente diferenciados. Basándose en una perspectiva sociológica cognitiva, la socióloga sostiene que las personas aprenden a ver, oír, sentir y oler de acuerdo con el contexto social donde se inscriben, es decir, refiere la existencia de una socialización sensorial que atiende al cumplimiento de normas y valores culturales. Así, por ejemplo, señala que en muchas sociedades hay un marcado predominio de la vista por encima de otros sentidos, es decir, que prevalece un valor senso rial cultural ocularcentrista (cf. Friedman 2016: 82). Distingue además que la socialización sensorial no solo incluye el aprendizaje de valores sensoriales sino también “cómo usar y evaluar de manera apropiada nuestra información sensorial” (2016: 82) para percibir al mundo y a las personas. Fundamentalmente, este tipo de socialización se basa en un proceso de selectividad de estímulos cuando se aprende irreflexivamente cuáles son aquellos que deben atenderse y cuáles otros desatender (cf. Friedman 2016: 83). En esos términos, esta atención sensorial selectiva constituye la base para percibir algo como un tipo particular de cosa. Por ejemplo, aprehender al otro como “un hombre”, “un europeo”, “un comprador”, [...] o cualquier otra experiencia similar de “ver como” implica seleccionar detalles sensoriales relevantes (ya sea detalles de apariencia, voz, u otros, todos involucran percepción sensorial) que apoyan la tipificación, y probablemente también pasar por alto cualquier información sensorial ambigua o contradictoria (Friedman 2016: 86. Traducción propia).
De ese modo, Friedman subraya que la percepción es un proceso culturalmente construido y que por tanto es posible identificar ciertas convenciones, normas, tradiciones y procesos de enculturación perceptivos, asociados con la pertenencia a diferentes comunidades (cf. Friedman 2011: 188). En ese marco analítico, la autora se concentra en observar la construcción perceptual en torno a cuerpos genéricamente diferenciados. Los componentes habilitadores y articuladores de esta específica modelación perceptual son las expectativas que a través de la socialización sensorial preparan a los
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actores para reconocer señales corporales (especialmente por medio de la visión) y considerarlas relevantes, al tiempo que desatienden otras desestimándolas, para definir lo masculino y femenino en términos corporales. De modo más específico, estas expectativas organizan la atención de manera selectiva, buscando y registrando informaciones consistentes con aquello que establecen y, a su vez, pasando por alto otros detalles que son considerados socialmente intrascendentes (Friedman 2011: 191). Derivado de este razonamiento, la tesis sustancial de Friedman se refiere a que cuando vemos cuerpos masculinos o femeninos, lo que en realidad observamos son cuerpos filtrados, es decir, tamizados perceptualmente a partir de la atención selectiva de un pequeño número de características sexuadas y de la desatención o desinterés en las similitudes físicas (Friedman 2016: 80). A fin de pormenorizar aún más cómo acontece dicho proceso, Friedman desarrolla la noción de filtros mentales explicando que operan como una especie de criba de estímulos sensoriales que hacen posible la percepción corporal. Los filtros en general funcionan para permitir que los elementos seleccionados pasen a través de un conjunto de agujeros mientras bloquean otros. Aunque el tamaño, la forma y la cantidad de aberturas varían, todos los filtros funcionan para tamizar. Pensar en términos de filtros por lo tanto es útil para dirigir nuestro enfoque analítico a preguntas respecto a qué características o detalles pasan y son atendidos y, quizás más importante aún, cuáles son bloqueados por el filtro y por lo tanto, permanecen desapercibidos (Friedman 2011: 192. Traducción propia).
El análisis de filtros contribuye así a comprender en qué consisten las normas sociales de atención y desatención perceptual, que para el caso de la diferenciación genérica arrojan luz sobre cuáles son los elementos que deben ser advertidos e ignorados en la distinción corporal socialmente establecida entre mujeres y hombres. En esa frecuencia, “ver cuerpos ‘masculinos’ y ‘femeninos’ depende de un filtro socio-óptico a través del cual atendemos selectivamente aquellas partes del cuerpo que son informativas de la categoría sexual” (Friedman 2011: 198). Las expectativas sociales sobre las que se asienta este proceso de atención selectiva y que posibilitan la percepción genéricamente diferenciada son denominadas por Friedman sexpectativas. Estas destacan el papel desempeñado por las normas de género en la
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conformación de las percepciones de los cuerpos sexuados, centrándose en observar las diferencias entre mujeres y hombres y al mismo tiempo empeñándose en ignorar o incluso negar sus similitudes corporales (Friedman 2013: 36). Así, por ejemplo, el cabello o la estatura son indicadores corporales sumamente convencionalizados en los que, por lo general, se concentra la atención que permite distinguir mediante la vista a hombres de mujeres y viceversa. Melenas largas y estaturas bajas o medias se asocian a la feminidad, mientras que tallas altas y cabelleras cortas son socialmente representativas de la masculinidad. Por supuesto “este proceso no solo incluye apariencia, sino movimientos, rituales y en general el performance” (Sabido 2016: 71). Asimismo, este filtrado “permite entender por qué aquello que no coincide con las expectativas perceptivas irrumpe en el esquema clasificatorio y, la mayoría de las veces, lleva a la exclusión” (2016: 71) cuando algún estímulo sensorial resulta disruptivo o inconsistente (como podrían serlo unas manos grandes en una mujer o unas muy pequeñas en un hombre).
Expectativas genéricas simples y reflexivas Retornando al planteamiento inicial, soy de la opinión de que tanto las nociones glosa corporal y trabajo de la cara desarrolladas por Goffman como los razonamientos expuestos por Friedman acerca de la modelación de la percepción a través de formas de socialización sensorial, atención selectiva y filtros, son susceptibles de reinterpretarse desde un ángulo de lectura luhmanniano. Como delineé en la introducción, la conveniencia que advierto en dicho ejercicio se refiere a la inscripción de estos componentes analíticos en un plano de corte más general que, al tiempo que expande el perímetro de sus posibles aplicaciones, refina sustantivamente los gruesos análisis de Luhmann acerca de la percepción. Específicamente, las convergencias que identifico y a partir de las cuales considero posible esa subsunción se despliegan en dos vertientes: 1) la afinidad del análisis perceptual que ofrece Friedman con el expuesto por Luhmann, concretamente respecto al procesamiento de estímulos, la especificación y la habituación perceptiva producto de la socialización sensorial y 2) la complementariedad de los desarrollos goffmanianos sobre el empleo de los gestos corporales con intención comunicativa, y las reflexiones
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luhmannianas en torno a la comunicación corporal en el contexto de la doble contingencia mediada por percepción reflexiva. En cuanto a la confluencia entre los análisis perceptuales de Luhmann y Friedman, la clave reside en que para ambas propuestas la percepción involucra una concentración o focalización de la atención hacia ciertos estímulos sensoriales y la simultánea evasión de otros inadvertidos que no se excluyen del todo. De manera concreta, la noción de atención sensorial selectiva de Friedman puede inscribirse en los razonamientos luhmannianos sobre el procesamiento complejo, simultáneo y unitario de estímulos sensoriales. Como consecuencia, desde sus respectivos ángulos de observación coinciden en destacar el hecho de que la percepción nunca es neutral ni mucho menos objetiva, sino que siempre está socialmente modelada y aprehende informaciones compatibles con un mundo conocido (resultado de un particular tipo de habituación o acostumbramiento perceptual que pocas veces llega a ponerse en duda). A partir de ese común denominador, la noción de socialización sensorial de Friedman afina con mucho el análisis general que Luhmann ofrece sobre la percepción, particularmente en cuanto a la valoración y uso de las impresiones sensibles para especificar de modo discriminatorio (es decir, como “esto y no aquello”) lo percibido y atribuirle propiedades distintivas. El análisis de filtros sensoriales constituye en esos términos una posible vía de acceso para la identificación de la información que se retiene y aquella que se tamiza al percibir algo o alguien en particular. Respecto a la segunda convergencia, el punto nodal que permite vincular las reflexiones de Luhmann y Goffman versa en que para ambos las expresiones corporales entrañan valor informativo con independencia de los motivos o pretensiones individuales de los interactuantes, es decir, los dos reconocen el potencial comunicativo del cuerpo en la interacción. Es importante señalar que ello no implica la negación de la existencia de intenciones o propósitos subjetivos en el empleo que se hace del propio cuerpo durante los encuentros cara a cara, sino más bien que en el mantenimiento del orden de la interacción, los cuerpos incesantemente comparten informaciones que permiten a las personas definir la situación y reproducir al sistema interactivo en cuestión. Ello se logra mediante la coordinación de sus respectivos despliegues corporales (con frecuencia acompañados de locuciones verbales), que deriva de su percepción recíproca.
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Así, la multiplicidad de expresiones que componen la glosa corporal comprendida en sentido amplio (incluyendo ademanes, posturas, muecas, atuendos pero también olores, tonos de voz, con-tactos, sonidos corporales, etc.) no solo representan participaciones emitidas por individuos específicos, sino que al mismo tiempo constituyen informaciones que cobran sentido gracias a umbrales de significados socialmente constituidos, altamente generalizados y sedimentados que son aplicables a determinados contextos de interacción. Dicho de otra forma, el idioma ritual del cuerpo también posibilita plenamente la comprensión sistémica de la diferencia entre emisión e información, tal y como lo hace el lenguaje hablado. El trabajo de la cara exhibe claramente esa comprensión en la interacción cuando otorga estabilidad al sistema y permite la producción y reproducción de operaciones comunicativas. Tomemos el caso de los generismos que con frecuencia pueden apreciarse en los sistemas de cortejo heterosexuales, cuando hombres y mujeres reproducen diferenciadamente las normas de la atracción sexual (Goffman 1977: 310), por ejemplo, en cuanto a la convención de que es el varón quien debe tomar la iniciativa siempre y cuando ella le haya dado señales de interés. En este tipo de interacción los comportamientos y exhibiciones corporales desempeñan un papel igual o incluso más importante que las expresiones verbales para definir la situación. Así bien, por considerar solo una posibilidad entre múltiples, existe una diferencia sumamente significativa en el hecho de que ella le sonría mirándolo a los ojos y él responda haciendo lo mismo, a que ella le sonría, él la note pero mantenga una expresión adusta y luego vire la mirada. El punto a destacar se refiere a lo que socialmente implica mirar a los ojos y sonreír o bien mantener una actitud esquiva en un contexto de cortejo. En casos como este, la percepción reflexiva propuesta por Luhmann constituye un recurso analítico sumamente pertinente porque complejiza el problema al inscribirlo en el contexto de la doble contingencia, resignificándolo a partir de la atribución y coordinación de comunicaciones estrictamente corporales que solo pueden comprenderse a través de este particular tipo de percepción. En este sentido no solo se trata de reparar en el hecho de que al percibir se filtran estímulos y establecen cuadros perceptivos particulares, sino también en cómo ello se produce doblemente por los interactuantes que perciben que se perciben mutua y simultáneamente. De
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ese modo, quizá cabría explorar la posibilidad de identificar filtros sensoriales reflexivos que operan no al nivel individual sino interaccional, donde la focalización, selectividad y filtraje de información corresponde al sistema y da lugar a la coordinación de comportamientos expresivos que posibilitan la producción y reproducción de comunicaciones. Así el problema transita de la cuestión sobre ¿cómo tamizo a otros en una situación específica? al ¿cómo percibo que ellos simultáneamente me filtran a mí? y ¿cuál entonces debería ser nuestro actuar en consecuencia? Para el caso de la diferenciación genérica, esas interrogantes llevan a preguntarse sobre ¿cuáles son y cómo se procesan, recíprocamente, aquellos estímulos sensoriales asociados a la feminidad y la masculinidad en una interacción determinada? y ¿cuáles son las líneas de actuación que con mayor probabilidad se asocian a esa percepción reflexiva generizada? En razón de ello, es necesario reparar un poco más en la condición de posibilidad de este proceso, es decir, en la operación de expectativas sociales2 tanto simples (individuales) como reflexivas (recíprocas). En este nivel se trata de analizar “cómo es que existe una mutua percepción de los cuerpos, basada y sostenida por expectativas genéricas” (Sabido 2016: 65), o dicho de otra forma, cómo es posible que “las personas percib[an], apreci[en] (es decir, valor[en]) y actú[en], desde y frente a cuerpos diferenciados genéricamente” (2016: 65). En el caso de las expectativas genéricas simples o individuales, la socialización sensorial que va sucediendo a lo largo de las trayectorias de los sujetos y que progresivamente les habitúa o acostumbra a distinguir entre mujeres y hombres de una determinada manera y no de otra, constituye un componente obligado a diseccionar. Una parte del trabajo de Friedman (2013) ilustra bien cómo hacerlo, cuando indaga las sexpectativas que ponen en marcha personas transgénero o ciegas, advirtiendo que en la mayoría de los casos también expresan una fuerte influencia de las normas de género hegemónicas. Por ejemplo, encontró que para los individuos ciegos, la voz (grave o aguda) y el sonido de las pisadas al caminar (que denota un tipo de zapato: bota o de tacón) funcionan como potentes estímulos sensoriales
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Agradezco a uno de los dictámenes externos señalarme la necesidad de insistir sobre la importancia de las expectativas sociales en este contexto de discusión.
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que frecuentemente les indican si se hallan ante un hombre o una mujer (Friedman 2013: 64-65). Por otro lado, si las expectativas sociales se observan como expectativas de expectativas, el problema de la reflexividad aparece en escena cuando los individuos conocen lo que cada uno espera del otro y, generalmente, ajustan sus comportamientos en razón de esa previsibilidad. Así se hace indispensable reparar más en la operación de los sistemas interactivos que en las personas, tal y como Goffman (1977) lo perfila en sus minuciosas observaciones sobre los idiomas rituales femeninos y masculinos que tienen lugar en los generismos, producidos y reproducidos a través de intercambios complementarios. En este caso, soy de la opinión de que resulta más pertinente distinguir expectativas genéricas reflexivas o recíprocas, altamente sujetas a la particularidad de los contextos interactivos en que suceden; por ejemplo: doméstico-familiares, escolares, laborales, deportivos, de cortejo, religiosos, etc. Aquí los elementos clave a identificar y analizar son las anticipaciones coordinadas que estructuran al sistema en cuestión, orientando el vaivén de intercambios expresivos y comportamentales mediados por la percepción recíproca.
Reflexiones finales Los rendimientos analíticos derivados del entrecruzamiento de algunos razonamientos de Luhmann, Goffman y Friedman son fructíferos en la medida en que a) permiten comprender cómo ocurre la percepción sensible, b) de qué forma es modelada por las expectativas sociales y c) cómo influye en el despliegue de la interacción. Para el caso específico de la percepción que posibilita la diferenciación de los géneros, esta convergencia analítica resulta útil para enfatizar aquellos procesos de filtrado asociados a la definición de cuerpos femeninos y/o masculinos, así como a las líneas de actuación o comportamiento que convencionalmente se atribuyen recíprocamente. En ese registro, los desafíos metodológicos de un análisis de género en los términos propuestos son diversos. Por ejemplo, resulta deseable la combinación de observaciones diacrónicas y sincrónicas, tanto sobre los individuos como sobre los sistemas interactivos, tarea que de suyo no resulta siempre sencilla. Asimismo, si bien
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el foco de las pesquisas es el género, su asociación con otros “marcadores sociales” yuxtapuestos como la clase o la raza, aparece como una tarea sumamente pertinente aunque también compleja. Precisamente, parte de la conveniencia de un esquema analítico “hibrido” como el presentado radica en que así como posibilita observar sociológicamente la percepción generizada, puede contribuir a inteligir cómo funciona la percepción racializada3 y/o clasista. Es decir, con este andamiaje conceptual no solo es posible comprender cómo se tamizan los cuerpos de mujeres u hombres, sino también los cuerpos de “indios”, “güeros”, “ricos”, “pobres”, etc.; así como identificar sus intercambios expresivos y comportamentales mutuamente orientados. Quizá, una sugerente vía de contrastación para la teoría consistiría en la selección de un sistema interactivo altamente generizado, racializado y clasista o estratificado, en el que fuese posible observar la interseccionalidad de estos “vectores de la diferencia”. Sin duda, para ello se requieren desarrollos conceptuales y empíricos ulteriores. El ejercicio presentado en esta participación no pretende ser más que un primer movimiento en esa dirección.
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De hecho Friedman (2016) ha destacado este punto respecto a la diferenciación entre “negros” y “asiáticos”.
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Capítulo 2. El género en clave sensorio-afectiva. Aportes de la sociología disposicional y los estudios sobre percepción
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A modo de introducción Hoy en día, las identidades de género constituyen un enigma sociológico. Si bien las teorías feministas y los estudios en ciencias sociales y de género han insistido en el carácter socialmente construido de las identidades sexuadas, estas encuentran en la experiencia sensorio-afectiva un último bastión de resistencia, pues el género —entendido como una organización social y simbólica con efectos subjetivos (Scott 2008)— tiende a arraigarse en los cuerpos como disposiciones sensibles, cuyo efecto inmediato es la naturalización de tales identidades. Así, a pesar de los innegables cambios que ha habido en torno de las relaciones entre hombres y mujeres —e incluso la aparición de nuevas formas identitarias de género—, aún puede constatarse dicho efecto: desde la apariencia externa hasta lo más íntimo de los sujetos, sus sentires y afectos, pasando por las actitudes y gestos, contribuyen a producir un tipo de sensibilidad a la que se le adjudica un carácter natural que amplifica las diferencias entre hombres y mujeres. Esto acarrea algunos desafíos analíticos, puesto que no basta entonces con afirmar que se trata de una construcción social, como ya se ha hecho, sino de averiguar cómo se constituye tal efecto naturalizante. En el capítulo que sigue avanzo sobre este problema a partir de las claves analíticas que nos ofrece la sociología disposicional de Pierre Bourdieu,
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Loïc Wacquant y Bernard Lahire, por una parte, y los estudios recientes sobre percepción en ciencias sociales, por la otra. Esto, en la medida en que tanto la sociología disposicional como los estudios sobre percepción se ocupan de la dimensión sensible y sintiente de los cuerpos en el marco de lógicas sociales concretas. La primera parte de un modelo de acción corporal pretende desanudar dicotomías caras al pensamiento occidental como cuerpo/mente; emoción/razón e incluso naturaleza/cultura; sin perder de vista que el tipo de disposiciones sensibles adquiridas depende de la posición ocupada en el espacio social (Bourdieu 1999; Wacquant 2013, 2016). De este modo contribuye a comprender la lógica que subyace al efecto naturalizante que adquieren ciertas formas y relaciones sociales como las de género. Mientras que los estudios recientes sobre percepción no solo convergen con la desarticulación de tales duplas, sino que enfocan sus esfuerzos en comprender tanto las dimensiones sensibles y cognitivas que conforman el acto de percibir como la doble raigambre de dicho acto: fisiológico y social a la vez, afinando, entonces, nuestra mirada sobre la naturalización de lo social (cf. Friedman 2011; Howes 2014; Vannini et al., 2012; Sabido 2016). De ahí que el capítulo está articulado a partir de tres ejes: la redefinición de las identidades de género en clave sensorio-afectiva como un habitus sexuado (primer apartado); el tipo de socialización que presupone esta categoría, basado en la imitación cuerpo a cuerpo (segundo apartado), y las pistas que nos ofrecen los estudios recientes sobre percepción para repensar el habitus sexuado y los procesos de socialización que lo acompañan en términos sensoriales y afectivos, tal como el análisis de filtro/polarización y la categoría trabajo somático propuestos por Asia Friedman y Phillip Vannini, Dennis Waskul y Simon Gottschalk, respectivamente. La elección de estos tres ejes obedece a consideraciones epistemológicas y teórico-metodológicas en tanto se trata de ofrecer un marco analítico pertinente a propósito de las identidades sexuadas.
Las identidades de género como habitus sexuados Como dije arriba, el género es un elemento constitutivo de las sociedades que acarrea consecuencias identitarias, en cuanto los individuos se posicionan
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frente a él (Scott 2008).1 Sin embargo, el término identidad resulta problemático teóricamente hablando: se trata de una noción que, desde el sentido común, hace hincapié en la unidad del yo y oscurece la lógica colectiva y relacional que le subyace. De ahí que, en vez de hablar de identidades de género, opte por hablar de habitus sexuado. Se trata, principalmente, de una ruptura de corte epistemológico y teórico. Epistemológico porque pretende desmarcarse del uso común del término identidad para utilizar un concepto —el habitus sexuado— que ha sido acuñado para captar la dialéctica de los dos momentos —objetivo y subjetivo— que constituyen lo social. De tal modo, no las considero categorías equivalentes en términos teóricos ni metodológicos. Asimismo, coincido con Bourdieu cuando señala que la aprehensión sociológica de dicho momento subjetivo solo puede darse mediante la reconstrucción de las relaciones objetivas que, en última instancia, configuran modos de percibir, sentir y actuar en el mundo, y no solo mediante la invocación de la experiencia individual (Bourdieu 2011). Es una ruptura de corte teórico, primero porque la categoría habitus se adscribe a una perspectiva sociológica que gira en torno a un modelo de subjetivación anclado en el cuerpo y lo sensible, y, segundo, el carácter sexuado de dicha noción permite hacer hincapié en la lógica social que hay detrás de la configuración de un habitus, así como en los efectos naturalizantes de un principio de dominación simbólica, en este caso, masculina. En este apartado presento los recursos teóricos que la sociología disposicional nos ofrece para entender las preocupaciones que ya he enunciado: a saber, el mecanismo social que causa el efecto naturalizante de las identidades. Pero antes debo hacer una advertencia. Dicha sociología agrupa la obra de Bourdieu, Wacquant y Lahire, sin embargo, no se trata de un 1
Sigo la definición de género acuñada por Joan Scott. Para esta autora, el género es “un elemento cons titutivo de las relaciones sociales, las cuales se basan en las diferencias percibidas entre los sexos [así como] una forma primaria de las relaciones simbólicas de poder” (Scott 2008: 65). Recupero dicha definición, entre otras razones, porque implica un doble movimiento analítico: por una parte, cuestiona que los estudios de género se aboquen solo a las mujeres, lo privado o lo doméstico, y expande, entonces, este campo de investigación hacia el conjunto del mundo social, en tanto se pregunta por cómo el género es producto de y produce, a la vez, relaciones sociales; y, por la otra, establece las distintas dimensiones donde opera el género y sitúa el estudio de las identidades como un nivel analítico entre otros (simbólico, normativo, e institucional), aunque relacionado con ellos.
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equipo de investigación común. Aun así, es posible identificar en la obra del primero el inicio de una sociología disposicional a la que los otros dos han dado continuidad. Esta perspectiva se articula a partir de una categoría: el habitus, entendido como una matriz que configura pensamientos, sentimientos y acciones (Bourdieu 2005) de unos agentes en relación con ciertos principios objetivos (principalmente de clase, aunque también de oficio, étnico, religioso y, por supuesto, de género) que definen la posición que ocupan tales agentes dentro del espacio social. El habitus, nos dice Bourdieu, opera entonces como un sentido práctico, en tanto nos habilita para actuar sin que nos detengamos a pensar en ello, como resultado de lo que él llama la doble realización de la historia: en las instituciones y las cosas, pero también en los cerebros y en los cuerpos. De ahí que para este autor la posición de un agente en el espacio social implique la exposición a ciertas regularidades objetivas que se incorporan como disposiciones (Bourdieu 1999). El cuerpo y el ámbito de lo sensible desempeñan un papel fundamental en este proceso. En Meditaciones pascalianas, Bourdieu afirma que: el cuerpo al tener la propiedad (biológica) de estar abierto al mundo y, por lo tanto, expuesto al mundo y, en consecuencia susceptible de ser condicionado por el mundo, moldeado por las condiciones materiales y culturales de existencia en las que está colocado desde el origen, se halla sometido a un proceso de socialización cuyo fruto es la propia individualización ya que la singularidad del “yo” se forja en las relaciones sociales y por medio de ellas (Bourdieu 1999: 177-178).
De tal forma el sociólogo francés plantea un modelo de subjetivación que toma al cuerpo como un punto de partida de la acción a la vez que da cuenta de su uso social, develando con ello su efecto naturalizante. El habitus —categoría que abreva tanto de Aristóteles como de Merleau-Ponty, pasando por Aquino, Weber, Durkheim, Mauss, Veblen, Elias, Heidegger, Husserl y Schutz (Martínez 2007; Wacquant 2016)— es un estado corporal que ha sido adquirido y deviene segunda naturaleza; en suma, es un estar dispuesto a percibir, actuar y sentir de una forma específica y no de otra, como producto de la in-corporación de la historia como estructura subjetiva. Con ello, Bourdieu busca desanudar algunas dicotomías caras al pensamiento occidental: cultura/naturaleza, mente/cuerpo y razón/emoción, así como
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otras que han estructurado al pensamiento sociológico, como individuo/ sociedad. De ahí que las dimensiones que conforman al habitus, a saber, cognitiva, conativa y afectiva —como clarifica Wacquant (2016)— vinculan aspectos tradicionalmente vistos como separados. Pues un habitus involucra el aprendizaje tanto de categorías de percepción y habilidades y técnicas corporales, como de una libido socializada en relación con la posición que un grupo y sus miembros ocupan en el espacio social. Dicho razonamiento quedaría expuesto, según los fines de este capítulo, en el análisis de las relaciones entre los sexos —que Bourdieu desarrolló en El sentido práctico (1980), primero, y que después reformularía en La dominación masculina (1998). En esta última obra, Bourdieu recurrió a sus análisis sobre la Cabilia como un inconsciente androcéntrico que arrojaría luz sobre el estado de las relaciones entre hombres y mujeres en el Occidente de la década de 1990: se preguntó por las categorías que aplicamos a los cuerpos sexuados; el tipo de hexis (apariencia, postura y cuidados del cuerpo) que contribuye a distinguir a los hombres de las mujeres y las diferentes inversiones afectivas que cada género realiza. Su argumento principal consiste en mostrar la existencia de dos habitus sexuados, estructurados en torno a un principio de dominación simbólica que privilegia lo masculino en detrimento de lo femenino y que coadyuva a amplificar las diferencias entre hombres y mujeres. En suma, muestra como se adquiere un tipo de sensibilidad generizada que contribuye a dar cuenta del efecto “naturalizante” que esta entraña en términos identitarios (2005). Como puede apreciarse, se trata de una categoría que enfatiza la experiencia sensorio-afectiva de los individuos como resultado de la incorporación de la historia en un conjunto de disposiciones cognitivas, conativas y afectivas — en suma, sensibles2— que involucran a los individuos con distintos ordenamientos sociales, entre ellos, el de género. Todo ello, como resultado 2
El giro sensorial en ciencias sociales ha ampliado este término para destacar cómo el ámbito de lo sensible no solo involucra el sentir sino también la producción de sentido (Howes 2014). De ahí que Vannini et al. señalen cómo las sensaciones solo emergen a través de actos de sentido, pues sentir y dar sentido están mutuamente condicionados (Vannini et al. 2012: 18), por lo que lo sensible involucraría también aspectos cognitivos y conativos, además de implicaciones afectivas. Uno de los trabajos más sugerentes a este respecto es el de Olga Sabido quien ha mostrado cómo el cuerpo funge como un recurso de Sentido en la producción de extraños, toda vez que la operación cognitiva a partir de la cual se identifica a estos y se les atribuye un significado, en particular en el marco de relaciones sociales asimétricas, es inseparable del ámbito del sentir
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de una socialización dual de género, cuyo efecto inmediato es la naturalización de las identidades sexuadas, en las que se “legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada” (Bourdieu 2005: 37). Así, las formas, olores y texturas del cuerpo; la atención prestada al adorno e indumentaria, la modulación y el tono de voz e, incluso, hasta el modo en que una persona se apropia del espacio se vuelven criterios de pertenencia a un género y exclusión del otro, que aparecen a nuestros ojos como si fueran naturales. Pero veamos ahora qué tipo de socialización está detrás del habitus sexuado, según esta sociología.
El habitus sexuado como producto de una socialización cuerpo a cuerpo Para la sociología disposicional, la adquisición de un habitus ocurre, fundamentalmente, a partir de la exposición de los cuerpos a las regularidades del mundo social. Como ya he dicho, Bourdieu insiste en que la posición ocupada en el espacio social implica la exposición a principios objetivos que se arraigan en el cuerpo como disposiciones sensibles (de género, pero también de clase, etnia, etc.). Además, Bourdieu hace hincapié en que este proceso de subjetivación se realiza de forma permanente, desde múltiples frentes y a partir de una socialización silenciosa, basada más en la imitación cuerpo a cuerpo que en la reflexión sobre una(o) misma(o), pues “las conminaciones sociales más serias no van dirigidas al intelecto, sino al cuerpo, tratado como un recordatorio” (1999: 187). Y, de hecho, a propósito de las relaciones entre mujeres y hombres, afirma que “lo esencial de la masculinidad y la feminidad tiende a inscribir la diferencia entre los sexos en los cuerpos (en particular mediante la ropa) en forma de maneras de andar, hablar, comportarse, mirar, sentarse, etcétera” (1999: 187). Como ilustración de dicho argumento, Bourdieu rememora el testimonio de una chica a quien su madre “jamás le dijo que no abriera las piernas; y, sin embargo, ella ya sabía que ‘para una joven’ no era conveniente hacerlo” (1998), con lo cual esta chica habría ac(Sabido 2011). La misma autora ha discutido las implicaciones teóricas del giro sensorial para el campo de los estudios de género en Sabido 2016.
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tualizado una disposición corporal “femenina” que confina a las mujeres a su cuerpo sin que mediara ningún tipo de aprendizaje dirigido conscientemente por la madre. Por otra parte, en Entre las cuerdas. Notas de un aprendiz de boxeador, Wacquant reconstruye el proceso mediante el cual se adquiere un habitus pugilístico. Destaca la pedagogía implícita que “se efectúa colectivamente, por imitación, emulación y estímulos difusos y recíprocos y en la que la función del entrenador consiste en coordinar y estimular una actividad rutinaria” (2006: 100). De este modo, convertirse en boxeador en su doble sentido, como deportista y como ser masculino —pues aprender a boxear conlleva adoptar un tipo de masculinidad concreto (2007)—, pasa por un aprendizaje fundamentalmente visual y mimético (2006: 112-117), que habrá de reconfigurar toda la relación que los boxeadores mantienen con su cuerpo, a fin de inculcar en ellos los esquemas corporales, emocionales, mentales y visuales que requieren para practicar su oficio. Este tipo de socialización pone de relieve tanto las relaciones socioafectivas con las que se adquieren tales disposiciones (“lo social se incorporará en forma de afectos”, dirá Bourdieu [1999: 186]), como los recursos visuales y miméticos a partir de los cuales nos identificamos con ciertas figuras y prácticas corporales, en tanto imitamos aquello que ha estado ahí de manera reiterada y que resulta prestigioso a nuestros ojos sin que se trate de un saber explicito u objetivado, tal y como ocurría con los boxeadores de Wac quant.3 O como el propio Lahire menciona en el caso de la adquisición de un oficio: “Cuando los saberes y los saberes-hacer no son objetivados sino, al contrario, indisociables de los hombres (de los cuerpos) que los ponen en acción, el aprendizaje se hace únicamente por mimetismo (ver-hacer/hacer-como) y en relación interpersonal” (2006: 140).
3
El modelo de socialización propuesto por la sociología disposicional recupera una idea clave del antropólogo Marcel Mauss, a saber, la de mimesis. En su ya clásico texto sobre los usos y técnicas del cuerpo, Mauss propone que dichas técnicas se transmiten a través de la imitación prestigiosa; es decir, de la imitación de quien no solo ejecuta bien la técnica, sino que además es un referente de autoridad para quien lo imita (Mauss 1979). Hay que decir, además, que la noción de autoridad es una clara alusión al legado durkheimiano contenido en su sociología de la moral (Vázquez 2002). De hecho, Wacquant menciona también la efervescencia colectiva que provocan los entrenamientos en el gimnasio de box al que acude (2006). En cuanto a este tema, la sociología disposicional traza una línea de continuidad frente a la obra durkheimiana.
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Sin embargo, y a pesar de sus rendimientos analíticos, este modo de socialización resulta cuestionable si solo se considera un problema de transmisión. Como señala Lahire en Tableaux de familles. Heurs et malheurs scolaires en milieux populaires, la socialización no puede ser comprendida como una mera reproducción idéntica a aquello que se imita (1995: 405). Para este autor, un enfoque de tal tipo implica tres obstáculos a resolver teóricamente. El primero de ellos tiene que ver con que la idea de transmisión implica una acción pedagógica unilateral; es decir, se transmiten un conjunto de disposiciones que habrían de ser imitadas de manera idéntica por quienes las aprenden o, al menos, ese es el presupuesto inicial. El segundo obstáculo está relacionado con el anterior, ya que se asume que los modos de socialización cuentan con una intención pedagógica —aunque no esté objetivada— como es el caso de las prácticas deportivas profesionales o los oficios, que se enmarcan en una relación experto/aprendiz. Para Lahire, en cambio, existen también multitud de situaciones que carecen de cualquier tipo de intención pedagógica y, sin embargo, se construyen disposiciones en virtud de los marcos socialmente organizados que operan en la vida cotidiana, tal y como ocurre en las familias.4 Por último, el modelo de imitación cuerpo a cuerpo tiende a oscurecer el tipo de apropiación que los individuos realizan de las disposiciones que les son transmitidas tanto en términos del esfuerzo de los agentes por construir disposiciones específicas, como del trabajo reflexivo que los individuos hacen sobre sí mismos. Frente a esto, Lahire se ha preguntado por las condiciones en que efectivamente se transmite algo y aquellas en las que no, es decir, en las que se toma distancia respecto a los agentes de socialización a quienes se puede imitar prestigiosamente, así como por la apropiación y reelaboración que los sujetos hacen de sí mismos, en función del interés y posibilidades objetivas que tengan para hacerlo (1995). En lo que toca a la socialización de género, la obra de Lahire sienta un precedente frente al problema que nos ocupa: la adquisición de un habitus sexuado. Nos advierte sobre los riesgos de un enfoque unilateral respecto a la socialización de género, así como de la construcción de disposiciones en el 4
Vale la pena mencionar que Lahire discute este tema como parte de sus investigaciones sobre el fracaso y el éxito escolar, pero visto a partir de la transmisión efectiva y/o construcción de disposiciones escolásticas en el seno familiar (1995).
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marco de situaciones sociales que no han sido organizadas como espacios de aprendizaje,5 pero sobre todo nos obliga a preguntarnos tanto por los procesos de identificación y desidentificación que hay detrás de la socialización dual de género, como por el esfuerzo de apropiación y trabajo sobre sí mismos que realizan los agentes. Si bien la socialización de género se ha caracterizado hasta hoy por ser dual, es decir, por contar con normativas distintas que contribuyen a distinguir entre hombres y mujeres, habría que cuestionarse, tal y como hace Lahire, por qué aun cuando todos estamos expuestos a los mismos referentes de género, se producen procesos de subjetivación distintos y distintivos (Lahire 2001). Por otra parte, también habría que considerar los elementos reflexivos respecto a qué se aprende y cómo se forja toda una relación con el cuerpo en función de ciertos contenidos generizados, en marcos de actuación específicos. Esto resulta novedoso si se piensa a la luz de la adquisición de disposiciones sensibles, que colocan a los sentidos corporales en un primer plano y cuya utilización pareciera “natural”. Ahora bien, aunque Lahire sienta este precedente, resulta insuficiente. Serán los estudios sobre la percepción los que aporten claves analíticas frente a estos problemas.
La sociología disposicional de cara a los estudios sobre percepción Si bien la sociología disposicional permite comprender las identidades de género en términos sensoriales y afectivos al plantear la existencia de dos habitus genéricamente diferenciados, como producto de la exposición de los cuerpos al mundo a partir de un principio binario y asimétrico de género —en suma, como producto de una socialización dual de género—, los estudios recientes sobre percepción no solo son afines al modelo de acción corporal que subyace al habitus, en tanto buscan recuperar el carácter sensible y sintiente del cuerpo así como desanudar las duplas a las que ya he 5
En ese sentido, no es casual que Lahire recupere el trabajo de la sociología goffmaniana para destacar el peso de la situación frente a posibles lecturas mecánicas o deterministas de su sociología disposicional (Lahire 2004). En otro trabajo, y bajo ese mismo espíritu, propongo que las disposiciones son aprendidas durante las interacciones cotidianas (Cedillo 2011) aun cuando ambos niveles sean distinguibles analíticamente como bien lo menciona Sabido (2013).
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aludido (cuerpo/mente; razón/emoción, y cultura/naturaleza),6 sino que aportan interesantes claves analíticas respecto a las dinámicas bajo las cuales opera la puesta en práctica de categorías, técnicas y habilidades corporales así como de inversiones afectivas (en suma, de un habitus sexuado, en este caso), por una parte, y resuelve algunas de las tensiones presentes en la socialización cuerpo a cuerpo pero ahora en clave sensorio-afectiva, por la otra. Me refiero sobre todo a los trabajos de Asia Friedman respecto al análisis de filtros y la polarización (Friedman 2011; 2013a; 2013b) así como al de Phillip Vannini, Dennis Waskul y Simon Gottschalk quienes acuñan la categoría trabajo somático para dar cuenta del esfuerzo de los agentes en la adquisición de prácticas corporales (Vannini et al. 2012), pues, aunque provienen de tradiciones distintas a la sociología disposicional, contribuyen a resolver problemas propios de esta.
Análisis de filtro y polarización. La propuesta de Asia Friedman Desde las trincheras de la sociología del conocimiento, Asia Friedman converge con los estudios recientes sobre percepción para mostrar que esta es una experiencia sensual total.7 Su trabajo sobre la identificación del sexo en personas ciegas y transgénero hizo evidente, primero, el tipo de operación cognitiva de la que nos valemos para percibir los cuerpos sexuados; segundo, que la percepción no solo involucra indicadores visuales sino también de otro tipo, como los auditivos y olfativos; tercero, la pertinencia del contexto en la selección de indicadores perceptivos, y, cuarto, que la lógica binaria que estructuran nuestros marcos de percepción encuentra un sopor te fundamental en las prácticas que amplifican las diferencias entre hombres y mujeres. Veamos en qué consiste su argumento. Para Friedman, la percepción está mediada por expectativas culturales. Sin embargo, este argumento —clave de los estudios sobre percepción, como ya dije— resulta insuficiente si se desconoce la operación cognitiva que hay 6
Véase la nota 3.
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El término es de Vannini, Waskul y Gottschalk quienes lo utilizan para dar cuenta de que la percepción no es solo un proceso cognitivo que involucra exclusivamente la vista, sino que se vale del resto de los sentidos: el tacto, el oído, el gusto, etc. (Vannini et al. 2012; Sabido 2016).
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detrás de ella. Friedman se centra entonces en lo que denomina análisis de filtro. La percepción, nos dice, opera como un filtro —cuya porosidad impide la aprehensión total de cualquier objeto, pues solo se accede a una cierta parte de él. De ahí que la percepción implique selectividad; es decir, procesos de atención, pero también de desatención, que amplifican ciertos rasgos y tienden a olvidar otros. Tales procesos están mediados por nuestras expec tativas culturales, pues estas definen nuestro horizonte perceptual y, al mismo tiempo, sus puntos ciegos. A propósito de los cuerpos sexuados, Friedman muestra cómo la percepción de un cuerpo femenino o masculino depende de prestar atención a ciertos rasgos como el vello facial y corporal, la manzana de Adán, la estatura, los senos y los genitales, y, en cambio, dejar fuera todas aquellas similitudes entre ambos cuerpos: cabello, cejas, pestañas, ojos, narices, labios, orejas, axilas, codos, rodillas, tobillos, dedos, frente, clavículas, muñecas, palmas, uñas de los dedos y pies, nalgas, etc. Con ello Friedman muestra que la percepción de los cuerpos sexuados amplifica las diferencias en detrimento de las semejanzas;8 da cuenta así, de las expectativas culturales (sexpectativas [sexpectations], como ella dice) que encontramos alrededor de los cuerpos sexuados: Utilizo el término sexpectativas para extender la idea general de que las expectativas sociales crean un estado intersubjetivo de presteza perceptual para reconocer rápidamente las señales socialmente esperadas de nuestras percepciones de los cuerpos y específicamente de la percepción de las diferencias sexuales. Conceptualmente, las sexpectativas resaltan el papel desempeñado por las normas de género en la formación de las percepciones de los cuerpos sexuados. Más específicamente, llama la atención sobre la considerable presión social para enfocarse en las diferencias sexuales e ignorar, evitar y negar las similitudes sexuales (Friedman 2013a: 36. Traducción propia).
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Para Friedman, la percepción selectiva de los cuerpos sexuados arroja luz sobre un debate propio de las preocupaciones feministas: aquel que opone las perspectivas biologicistas frente a las construccionistas sobre el cuerpo. Pues las primeras apelan a la materialidad de la diferencia sexual —argumento que corre el riesgo de esencializar los roles de género—, mientras que las segundas encuentran en la construcción social del cuerpo un argumento que si bien desencializa dichos roles, resulta insuficiente frente al peso de la diferencia corporal. Al insistir en que la percepción de los cuerpos sexuados se lleva a cabo bajo una lógica que visibiliza las diferencias y olvida las similitudes, Friedman, como ella misma indica, nos ofrece un argumento que sin desconocer la materialidad del cuerpo hace hincapié en el proceso social de amplificación de las diferencias sexuales, y, por ende, de la elaboración cultural de una realidad biológica (Friedman 2011: 200).
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Por otra parte, Friedman nos recuerda que los indicadores visuales no son los únicos involucrados en el acto de percibir. Al estudiar el proceso de atribución sexual en un grupo de personas ciegas, la investigadora muestra que la atribución sexual también pasa por indicadores auditivos y olfativos: el tono de voz, el sonido producido al caminar, un estornudo o el aroma pueden convertirse en fuentes de información valiosa que ayudan a identificar el sexo de una persona. Asimismo, el trabajo de Friedman hace hincapié en la importancia del contexto para percibir o no ciertos indicadores. Si bien las sexpectativas fungen como un marco general que tiende a amplificar las diferencias y omitir las semejanzas de los cuerpos sexuados, lo que se considera como indicador varía según el contexto. Por ejemplo, la autora recupera el caso de una persona transexual (mujer-a-hombre) que es percibida como hombre en ciudades pequeñas, pero como marimacha (butch) en ciudades grandes. En palabras de Friedman esto se explica porque: [l]a diferencia radica no en el performance de género de los individuos, sino en la forma, estructura y cantidad de agujeros del filtro contextual. En el primer contexto, usar ropas de hombre y tener el cabello corto bastan como significantes de masculinidad, y otras características como la estatura o el tamaño de las manos son irrelevantes y pasan desapercibidas, mientras que en el último contexto, estos aspectos de la apariencia son señales consideradas importantes, en cuanto el vestido y el cabello pueden ser irrelevantes para la atribución del sexo (pues allí hay una expectativa de que tanto hombres como mujeres pueden usar ropa masculina) (Friedman 2011: 196. Traducción propia).
Así, Friedman combina elementos rígidos y flexibles. Dentro de los primeros, operan filtros fundacionales:9 la obsesiva búsqueda de la diferencia sexual, mientras que los segundos son filtros contextuales cuya principal característica es la variabilidad de los indicadores según su pertinencia situacional, lo que dota de dinamicidad a su propuesta. 9
Habrá que mencionar que los filtros fundacionales no son ahistóricos. La propia autora refiere, siguiendo a Thomas Laqueur, cómo los cuerpos sexuados han sido percibidos en una relación de semejanza, como ocurría bajo el paradigma unisexual imperante hasta el siglo xvii (Friedman 2011). Aquí, en vez de omitir las similitudes, estas se amplificaban al punto de hablar, por ejemplo, de testículos femeninos, para referirse a los ovarios, o de dibujar una vagina como un pene vuelto hacia dentro (Laqueur 1994).
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Por último, los filtros cognitivos que aplicamos a los cuerpos sexuados se corresponden con un trabajo de polarización. Si bien los filtros están centrados en quien percibe, la polarización apunta al trabajo realizado por quien es percibido. Así, se establece un condicionamiento mutuo entre ambos: quien percibe busca señales acordes a las sexpectativas imperantes, a la vez que quien es percibido actúa igualmente bajo estas. Con ello, se asegura la eliminación de la ambigüedad y, por ende, se contribuye a amplificar las diferencias, no solo en términos perceptivos sino también conductuales. Entonces, la cognición se relaciona con ciertas técnicas y usos del cuerpo cuyo efecto es la naturalización de las conductas que distinguen a hombres y mujeres:10 Al aplicar la “ley del medio excluido”, se promueve la exageración de diferencias naturales entre los sexos, lo que lleva a las mujeres a afeitarse las piernas y cultivar una voz algo chillona y a los hombres a inflar sus músculos y crecer sus barbas… Eliminar cualquier traslape entre la masculinidad y la feminidad ciertamente facilita su percepción como entidades discretas separadas entre sí por una división real (Zeruvabel, citado por Friedman 2011: 199).
Podemos preguntarnos en qué coinciden y difieren la sociología disposicional y esta propuesta y, en esa medida, distinguir los aportes de Friedman respecto a la primera. En cuanto a las coincidencias, como incluso Friedman señala, la categoría habitus opera como un principio de visión y división; en ese sentido, se asemeja a su propuesta en tanto cuenta con una dimensión perceptiva (cognitiva, si seguimos a Wacquant) y otra práctica (o conativa). Respecto a la primera, el habitus implica un esquema perceptivo que distingue entre los cuerpos sexuados según un principio simbólico que opone lo masculino a lo femenino (principio de visión). Pero también es un esquema práctico que traza modos de conducta apropiados para cada sexo (principio de división). De ahí que tanto la sociología disposicional como la propuesta de Friedman captan analíticamente el doble movimiento que asegura la amplificación de las diferencias entre los sexos y produce un efecto naturalizante, 10 El término polarización encuentra una afinidad intelectual con el término hacer género de Candace West y Don Zimmerman, quienes desde un enfoque etnometodológico dan cuenta del empeño continuo por actuar el género en la vida cotidiana (West y Zimmerman 1999).
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a saber: las expectativas sociales que configuran los esquemas que aplicamos a los cuerpos sexuados, así como el trabajo social invertido en los cuerpos, que tienden a eliminar la ambigüedad y omitir las similitudes entre ellos. Sin embargo, difieren respecto a tres aspectos cruciales. Primero, el análisis de filtro/polarización teje más fino sobre la operación cognitiva que se halla detrás de nuestros esquemas de percepción y la actuación de los cuerpos sexuados. Es decir, Friedman evidencia aquello que permanece implícito en Bourdieu y sus seguidores: la percepción implica procesos de atención y desatención, pues no solo se seleccionan rasgos según ciertas expectativas culturales, sino que también se omiten otros. Por otro lado, cuando Friedman introduce la distinción entre filtros fundacionales y filtros contextuales elimina el riesgo determinista que pende sobre el enfoque disposicional y del cual Bourdieu, en particular, ha sido acusado en múltiples ocasiones.11 Finalmente, al acudir al término polarización, Friedman nos permite dar cuenta del esfuerzo cotidiano de los agentes en la construcción de disposiciones corporales que asegura la complicidad de estas respecto a los esquemas perceptivos, problema que ya había mencionado cuando señalé los límites de la socialización cuerpo a cuerpo. En ese sentido, Friedman aporta a la sociología disposicional claves analíticas para aprehender las dinámicas bajo las cuales opera un habitus sexuado, en tanto da cuenta de las operaciones cognitivas y conductuales que amplifican las diferencias entre hombres y mujeres y omiten sus semejanzas, produciendo así un efecto naturalizante. Ahora bien, habrá que mencionar los límites de la propuesta de Friedman, puesto que carece de una perspectiva sobre el poder y la dominación. Su propuesta destaca la operación cognitiva, pero olvida que la percepción no es neutra. En ese aspecto, la sociología disposicional puede enriquecer dicha perspectiva si se considera que la percepción es al mismo tiempo apreciación y evaluación.12 11 Friedman coincidiría entonces con Lahire respecto al peso de las situaciones (Lahire 2004). 12 Esto es fundamental en la obra bourdiana, tanto por la lógica de distinción entre grupos, como por la de dominación entre ellos. Por ejemplo, en La dominación masculina la percepción de los cuerpos sexuados implica una connotación positiva si se asocian a lo masculino y una negativa si se asocian a lo femenino (Bourdieu 2005). El propio Laqueur cuando refiere el paradigma unisexual que destaca las semejanzas entre los cuerpos (véase la nota 9) señala que los cuerpos femeninos eran vistos como versiones imperfectas de los masculinos (Laqueur 1994). Entonces, resulta notable que Friedman omita que la percepción supone también la emisión de un juicio.
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El trabajo somático de Phillip Vannini, Dennis Waskul y Simon Gottschalk El término trabajo somático de Vannini et al. aporta otra clave analítica para repensar los procesos de socialización en los que se adquieren disposiciones sensibles. Pero veamos a qué se refieren estos autores con dicho término y cómo se relaciona con la sociología disposicional de la que ya hemos hablado. Provenientes de una tradición interaccionista y pragmática, los autores definen el trabajo somático como aquel que: refiere al rango de experiencias y actividades reflexivas lingüísticas y alingüísticas mediante las cuales los individuos interpretan creativamente, extinguen, mantienen, interrumpen y/o comunican sensaciones somáticas que son congruentes con sus nociones personales, interpersonales y/o culturales sobre la moral, la estética y/o deseabilidad lógica (2012: 19).
Dicho trabajo viene acompañado por el de reglas somáticas que tienen que ver con las expectativas culturales con las cuales interpretamos las experiencias sensoriales. Así, la dupla trabajo/reglas somáticas implica considerar la participación de los individuos en el aprendizaje e interpretación de prácticas corporales producidas en el marco de ciertas relaciones sociales; en suma, permite dar cuenta del esfuerzo que los agentes invierten en la relación que mantienen con su cuerpo. En el caso de los entrenamientos deportivos, los autores hacen hincapié en que: En su estudio sobre bailarines de ballet, Kleiner explora cómo, a través de interacciones altamente autoconscientes entre el yo y otros, los bailarines aprenden cómo se siente encarnar aquello que las audiencias ven; y en el proceso de entrenar sus cuerpos, cómo esforzarse para lograr una estética institucionalizada. Esta encarnación de la técnica facilita una experiencia reflexiva, mientras que su ejecución evoca y suprime la mente en una absorción sensual estudiada y entrenada en el movimiento y la música (2012: 28).
Es así como su trabajo puede ser leído en el marco de una teoría de la socialización sensible o cuerpo a cuerpo. Por una parte, recupera el trabajo social invertido en los cuerpos por parte de unos agentes inclinados a adquirir unas ciertas disposiciones corporales, pero también nos permite
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incorporar el papel que la reflexividad desempeña en ese proceso; es decir, en la planificación y continua corrección sobre una misma, de la que hablaba Lahire. De tal forma que si pensamos esta categoría en relación con la adquisición de un habitus sexuado, estamos en condiciones de profundizar aquello que ha sido enunciado por Lahire pero ahora en clave sensorio-afectiva, cuya consecuencia inmediata, la naturalización, ya ha sido advertida. Por poner solo un ejemplo que cierre este apartado, no basta con saber que las mujeres hemos sido asociadas culturalmente a los aromas florales ni desear oler de esa manera —o ser evaluadas/percibidas desde esa manera—, las mujeres llevamos a cabo un cierto trabajo somático: una gestión de los olores corporales en el día a día que introduce una carga reflexiva respecto a prácticas corporales concretas, pero que igualmente tiende a actualizar ciertas disposiciones sensibles “femeninas” sobre todo en ciertos contextos como los de la clase media (Bourdieu 2005). Esto coincide con la idea de polarización de Friedman pero tiene la ventaja adicional de destacar el proceso de aprendizaje que los individuos realizan y que sostiene las disposiciones a largo plazo. De este modo podemos reajustar analíticamente nuestra comprensión de los procesos de socialización sensible al visibilizar un tipo de trabajo —que permanecía oscurecido dentro de los trabajos de la sociología disposicional— en aras de destacar sus aspectos miméticos e irreflexivos.
Conclusiones Este capítulo buscó dar cuenta del efecto naturalizante que rodea a las identidades sexuadas desde los aportes analíticos de la sociología disposicional y los estudios de percepción recientes en ciencias sociales. De tal suerte, se redefinieron las identidades de género como habitus sexuados y se dio cuenta del enfoque socializador que prevalece en torno a la adquisición de disposiciones sensibles. Todo ello, a partir de la sociología disposicional de Bourdieu, Wacquant y Lahire. Asimismo, se hizo hincapié en las limitaciones de esta perspectiva y los aportes de los trabajos de Friedman y Vannini et al., tanto mediante el análisis de filtro y polarización como el de trabajo somático.
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Capítulo 3. El amor corporeizado y el giro sensorial. Espacios, sonidos y artefactos en la percepción sensorial del cuerpo amado
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Introducción El objetivo de este capítulo es presentar un análisis sociológico del vínculo amoroso destacando su dimensión material desde algunos presupuestos del denominado giro sensorial. De manera específica, analizamos cómo se significa la percepción sensorial del cuerpo de la pareja, considerando no solo al cuerpo y sus sentidos, sino también el ámbito material en el que los cuerpos genéricamente diferenciados se desenvuelven, en concreto espacios y lugares significativos, así como algunos artefactos que entran en juego en el vínculo amoroso. Mostraremos la tensión entre un modelo sensorial hegemónico del amor romántico y la resignificación que hacen las parejas a partir de la particularidad de su vínculo. Partimos del supuesto de que dicho modelo sensorial se habilita en filtros perceptivos o maneras de percibir, los cuales en ciertas circunstancias son aplicados sin cuestionamiento; pero, por otra parte, veremos cómo dichos filtros también se modifican en situación, contradiciendo o distanciándose de dicho modelo sensorial. A partir de los hallazgos en una investigación expondremos a modo de ilustración, la resignificación o resistencias realizadas por las parejas a partir de la par ticularidad de su vínculo y los significados sensoriales específicos que atribuyen a dicha relación.
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En este capítulo partimos de la propuesta del amor corporeizado1 mediante la cual nos posicionamos frente a perspectivas que abordan los significados ideacionales o representaciones culturales del amor romántico y que no consideran los significados sensoriales que se atribuyen a cuerpos genéricamente diferenciados en la vida cotidiana. Igualmente queremos dar cuenta de cómo los vínculos amorosos suponen condiciones materiales que implican tanto al cuerpo y sus diferencias genéricas, como espacios y experiencias corporales relacionadas con artefactos.2 Consideramos que esta perspectiva pone al descubierto las tensiones, desequilibrios, asimetrías y negociaciones entre los géneros en situación, ya que toma en cuenta las mediaciones culturales, posibilidades de estrategia o imposibilidades de agencia en los cuerpos y su hacer cotidiano. En esta ocasión la propuesta del amor corporeizado se inscribe en el giro sensorial y algunos supuestos mínimos que lo identifican. A saber, que “la percepción sensorial es un acto no solo físico, sino también cultural y político” (Classen 1997a: 401). Este último adjetivo hace referencia a que la percepción sensorial se relaciona con equilibrios y desequilibrios de poder entre las personas, a partir de las formas en que es posible experimentar sensiblemente el mundo y la relación con los otros. Por otro lado, desde una perspectiva sociológica, seguimos a Georg Simmel para quien todo vínculo social tiene una dimensión sensorial que se relaciona tanto con un espacio compartido con otros (Simmel 2014; Vannini et al. 2012), como con las condiciones materiales que hacen posible la percepción (Simmel 2014; Sabido 2017). Desde una perspectiva disciplinar como la sociología, podemos decir que la percepción es relacional no solo porque percibimos el mundo desde un cuerpo situado en el espacio en relación con otros cuerpos (Merleau-Ponty 1957; Simmel 2014) sino, además, porque nos percibimos mutuamente (Simmel 2014) a partir de la mediación cultural y los filtros (Friedman 2011, 2013) que habilitan dicha mediación cultural en la percepción de los cuerpos a partir de procesos cognitivo-afectivos. En dicho sentido, podemos decir 1
Para un desarrollo más extenso de nuestra propuesta puede consultarse Sabido y García 2015, 2017, 2018; García y Sabido 2016, 2017, 2018.
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En otros trabajos hemos expuesto el significado de las condiciones de posibilidad económicas: Sabido y García 2018.
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que la percepción sensorial está informada tanto por significados y valores sociales como por experiencias asociadas tanto a la biografía como a los vínculos sociales en los que participamos, así como a los filtros que han sido aprendidos. En este capítulo daremos cuenta del vínculo amoroso desde una perspectiva sensorial, destacando puntualmente el significado atribuido a ciertos espacios, sonidos y artefactos que forman parte del entorno y las condiciones en las que se lleva a cabo la percepción de la pareja.
Horizonte analítico En nuestra propuesta de análisis sobre el amor corporeizado hemos identificado tres niveles analíticos siguiendo a diversos autores y autoras: semántica, situación y enminded bodies.3 En este capítulo solo desarrollaremos los dos primeros: semántica y situación, mismos que serán retomados en clave sensorial, tal y como mostraremos en los siguientes apartados. La semántica sensorial del amor romántico El amor romántico ha sido un referente hegemónico en la historia de la pareja concebida en Occidente (Simmel 2002; Giddens 2000; Elias 1996; Luhmann 2008; Ahmed 2015). Cuando hacemos referencia a la semántica del amor romántico, retomamos la noción de Niklas Luhmann (2008) para referirnos a los significados socialmente creados en torno a las relaciones de pareja y que se establecen históricamente más allá de las interacciones entre las personas. La semántica del amor romántico hace referencia a la pareja heterosexual, monógama, con una asimetría de género en detrimento de las mujeres y donde se tiene la expectativa de que la duración del vínculo sea prolongado. En el caso del amor romántico, la norma heterosexual no solo es regula dora de la conducta sexual y las restricciones respecto a quien debe amarse, sino también viene acompañada de una idealización de la monogamia (Ahmed 2015: 230). E igualmente se asocia a ideales regulativos respecto a con quien se puede “hacer buena pareja”, cuestión que generalmente se vincula con “afinidades electivas” en términos de clase y raza (Ahmed 2015; 3
Véase nota 1.
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Bourdieu 2002: 238-241). Del mismo modo, el amor romántico equipara la intimidad con la posesión del otro (Ahmed 2015: 230) y establece una serie de códigos y rituales asociados no solo a la memoria del vínculo, sino también al consumo capitalista en el que este se enmarca (Hochschild 2008; Illouz 2009). Actualmente, dicha semántica entra en tensión con lo que algunas autoras y autores han denominado amor posromántico (Beck y Beck 1998; Illouz 2009; Rodríguez 2015), término con el cual se hace referencia a un cuestionamiento sobre la noción de una pareja exclusivamente heterosexual, monógama, de larga duración, y se plantea el supuesto de una constante negociación por el equilibrio entre los sexos. También existen investigaciones acerca de las transformaciones de los nuevos vínculos amorosos así como sus resignificaciones y resistencias en términos de la orientación sexual, la no monogamia, la corta duración, la expectativa de equilibro entre los sexos (Klesse 2014; Seebach 2017) y los diversos enfoques feministas frente al vínculo amoroso (Sempruch 2018; Gunnarson et al. 2018: 1-12). Sin embargo, en nuestro contexto nacional diversas investigaciones corroboran que existe una mezcla de significados sobre el amor y que, incluso, en algunos casos se mantiene la prevalencia de los significados asociados al amor romántico en los vínculos de pareja actuales, especialmente en la población que estamos estudiando (Collignon y Rodríguez 2010: 305; Rodríguez y Rodríguez 2016: 17). Ahora bien, en esta propuesta consideramos que la semántica del amor romántico implica un modelo sensorial específico que se diversifica según los contextos. Resulta de utilidad recuperar la noción de modelo sensorial de Constance Classen, el cual hace referencia a cómo las sociedades otorgan significados, valores y jerarquías a determinados sentidos corporales e incluso definen su misma clasificación y numeración (Classen 1997a). Por ejemplo, existen sociedades ocularcentristas (Jay 2007: 12) en las que la vista es el sentido más valorado, en cuanto la visión ocupa un lugar dominante en la jerarquía sensorial. Para Classen, los modelos sensoriales no son estables y se transforman con el tiempo e incluso existen resistencias a los valores hegemónicos de dichas jerarquías sensoriales. Classen señala cómo cada modelo sensorial se asocia a un orden sensorial generizado (gendered sensory order) que reproduce un binario de género (1997b) desigual y asimétrico en detrimento de las mujeres. Es decir, dicho orden establece cómo determinados sentidos, usos y valores se vinculan a
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un orden de género o, como hemos señalado en otro lado, a cuerpos genéricamente diferenciados (Sabido 2016). Por ejemplo, en Occidente es común identificar que la mirada y el oído se asocian a lo masculino, y el tacto, gusto y el olor, a lo femenino (Classen 1997b). Para David Howes dichas asociaciones establecen jerarquías, pues existe una valoración positiva sobre la vista y el oído asociados a la razón (masculina), mientras que el resto de los sentidos se asocian al cuerpo (femenino) (Howes 2014: 18). En ese sentido, en sociedades ocularcentristas como la nuestra no es casual que exista, a la par de un énfasis y consumo de imágenes visuales, una exigencia y presión social respecto a la apariencia del cuerpo femenino (Bustos 2014: 75). Así pues, la semántica del amor romántico supone un modelo sensorial compuesto por un particular orden sensorial de género.4 Por ejemplo, oler el cuerpo del amante es un signo corporal asociado a la intimidad (Simmel 2014); sin embargo, la olfacción se organiza en términos de un orden sensorial generizado pues los olores y las expectativas olfatorias se distinguen genéricamente en términos de cómo debe o se espera que deban oler la mujer y el hombre amado (Synnott 2003; Low 2009). Del mismo modo, como veremos más adelante, también existen expectativas auditivas respecto a cómo debe escucharse la voz de un hombre o de una mujer o qué ruidos o sonidos se asocian a las expectativas hegemónicas de género. Desde nuestra perspectiva, el orden sensorial de género que subyace al amor romántico también se constituye por la expectativa de ciertos objetos asociados a un binario de género. Así por ejemplo, algunos se atribuyen al uso femenino (la falda, el maquillaje, las toallas sanitarias) y otros al masculino (los condones, las navajas de afeitar). Igualmente a partir de los artefactos puede apreciarse ciertas expectativas respecto a cómo debe ser el cuerpo masculino (grande, fuerte) y el femenino (pequeño, débil) (Goffman 1991; Bourdieu 2005; Connell 2016). En ese sentido, la semántica del amor romántico y su orden sensorial de género no solo se aplican a la materialidad del 4
Ahora bien, estos modelos sensoriales pueden observarse a nivel meso. Por ejemplo, Héctor Carrillo (2014) investiga cómo algunos inmigrantes gays en Estados Unidos tienen problemas en sus relaciones con otros hombres estadounidenses, ya que tienen una expectativa sensorial en sus encuentros sexuales que no coincide con la de estos últimos. Ellos quieren “besos, abrazos, interacción de todo el cuerpo…”, sin embargo, sus pares evitan este tipo de intercambio sensorial. Esto es importante ya que lo que presentamos aquí no es un modelo sensorial de los jóvenes mexicanos, sino mediaciones sensoriales creadas en espacios específicos y con temporalidad limitada.
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cuerpo sino a los objetos que se asocian a este y a las expectativas hegemónicas del binario de género masculino/femenino. Finalmente, la semántica del amor romántico también supone un modelo sensorial asociado al movimiento de los cuerpos o la preferencia de estos por determinados espacios. En ese sentido, el amor romántico ha hecho de ciertos espacios referentes significativos a lo largo de la historia. La alcoba es uno de estos (Elias 1998: 364; Dibie 1999: 64-78; Perrot 2011). La recámara se asocia con un espacio de intimidad en tanto se convierte en un lugar privilegiado para compartir saberes comunes corporales y sensoriales entre la pareja.5 Es decir, la alcoba es un referente espacial significativo del modelo sensorial del amor romántico, y además está asociada con la burguesía como portadora de esta semántica (García y Sabido 2017, 2018).6 En suma, podemos decir que el amor romántico entendido como ideolo gía dominante heteronormativa del amor de pareja (Ahmed 2015) preconiza un modelo sensorial estableciendo espacios, artefactos, sentidos y expectativas sensoriales genéricamente diferenciadas que reproducen un orden sensorial de género. Este orden condiciona qué sentidos o comportamientos sensoriales se atribuyen a lo femenino y lo masculino. Sin embargo, si bien el nivel de la semántica permite llevar a cabo un registro de las expectativas culturales asociadas al vínculo amoroso y los significados sensoriales que se atribuyen a este, el nivel analítico de la situación nos permite indagar cómo los integrantes específicos de una pareja retoman, negocian, resignifican o rechazan los contenidos de dicha semántica. La situación y los significados sensoriales a partir de los filtros perceptivos Cuando nos referimos al nivel analítico de la situación queremos enfatizar cómo, a pesar de que existen expectativas asociadas a la semántica del amor romántico, las parejas en situación significan y resignifican su vínculo amoroso 5
Como señala la historiadora Michelle Perrot, la recámara se considera el “Íntimo receptáculo del cuerpo, el lecho guarda sus secretos. Se le confía el cuerpo desnudo entre los pliegues de las sábanas, esos indiscretos lienzos cuyas manchas revelan tantas cosas, testigos de las poluciones nocturnas, de la sangre de las primeras reglas o de su ausencia” (2011: 81).
6
Modelo sensorial que solo pudo ser posible mediante la materialidad de un espacio cerrado que solo comparte la pareja.
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de acuerdo con su especificidad espacio-temporal. Es decir, construyen su propia narrativa orientadas por esa semántica pero no necesariamente determinadas por ella. Si bien pueden retomarla, también existen procesos de tensiones, negociaciones, transgresiones e incluso abierto rechazo a dicha semántica. La categoría analítica de proximidad sensible de Georg Simmel (2014) nos ha permitido adentrarnos en el significado del encuentro constante y reiterado de las parejas en determinadas “situaciones de intimidad” y cómo significan sus propios umbrales de sensibilidad en relación con el cuerpo del otro. En ese sentido, para nosotras, más allá del terreno erótico “la intimidad conlleva la configuración de un mundo de sensibilidad relacionado con la familiaridad del cuerpo del otro” (Sabido y García 2015: 48), lo cual implica una negociación constante frente a los olores, humores, excreciones, ruidos e incluso fluidos corporales que no necesariamente se inscriben en una situación erótico-sexual (Sabido y García 2017: 252). En ese sentido entendemos por proximidad sensible los significados atribuidos al cuerpo de los otros a partir de la mutua percepción en un espacio específico (Simmel 2014). En esta ocasión incorporamos la noción filtro (Friedman 2011, 2013) para dar cuenta de los marcos perceptivos que orientan la mutua percepción sensorial en la proximidad sensible. Dichos filtros son los que clasifican qué es lo que se ve y no se ve, lo que se escucha o no escucha, lo que se huele o saborea; en suma, los filtros “cuelan” qué es lo que se siente (Friedman 2013: 33) y lo que se deja fuera. Si seguimos a Asia Friedman podemos decir que los filtros posibilitan ciertas formas de sentir el cuerpo del otro e incluso, el propio cuerpo. Para nosotras, la noción filtro de Friedman también resulta útil porque nos permite entender la dinámica entre atención/desatención (2011: 192) de aquello que percibimos sensorialmente del cuerpo del(la) amante.7 Y es que tales filtros se convierten en expectativas que se aplican a los cuerpos 7
O lo que Thomas Csordas también denomina la atención somática del cuerpo del otro (Csordas 2011). Csordas ha acuñado la categoría de modo somático de atención que resulta útil para iluminar aquello que sucede en el marco de la copresencia situacional en general y que nos ha servido para pensar en la interacción de pareja en particular. Para el autor, la atención somática es la que se dirige de una conciencia corporeizada y culturalmente configurada hacia otras personas: “Los modos somáticos de atención son modos culturalmente elaborados para prestar atención a, y con, el propio cuerpo, en entornos que incluyen la presencia corporizada de otros” (Csordas 2011: 87).
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genéricamente diferenciados (Friedman 2013: 36). Es decir, un orden sensorial generizado supone habilidades perceptivas individuales incorporadas a manera de filtros que indican qué cuestiones se perciben de los cuerpos y no solo ello, sino la posible relación con estos. En suma, la mutua percepción de los cuerpos entre la pareja a través de los sentidos supone la aplicación de esquemas cognitivos o filtros y genera estados afectivos a partir del significado que se atribuye a aquello que se percibe sensorialmente. Es decir, si para Simmel la mutua percepción de los cuerpos nos lleva a ciertos estados afectivos que van del agrado al desagrado según los códigos culturales, retomando a Friedman queremos agregar cómo ello también se relaciona con los filtros del sexo-género (Friedman 2013) y las diferencias genéricas que se solidifican en un orden sensorial generizado y que orientan, mas no necesariamente determinan, la mutua percepción. Ahora bien, otro aspecto significativo de la noción de filtro es que para Friedman estos no solamente son visuales, sino que están presentes en otras capacidades perceptivas. Así, por ejemplo, Friedman señala cómo las personas invidentes aplican el filtro de la voz del sexo (tono y timbre de la voz) y ciertos sonidos (aretes, pulseras, roce de la falda) para identificar si el otro es un hombre o una mujer en una interacción (Friedman 2013).8 Es decir, los filtros también se aplican a los sonidos y la voz del cuerpo del otro, como veremos más adelante. En este trabajo también analizamos cómo la percepción del cuerpo amado en situación se observa indirectamente a través de los artefactos,9 estos, a su vez, presentan de manera indirecta los filtros utilizados en la percepción sensorial del cuerpo del(a) otro(a). En ese sentido, los artefactos nos plantean el problema no solo de cómo se puede percibir al otro a través de los objetos y atribuirles significados afectivos, sino también quiénes y cómo pueden hacer uso de qué artefactos, y si ello reproduce o pone en entredicho un orden sensorial generizado. 8
En un sentido similar, Harold Garfinkel plantea cómo también existen expectativas auditivas. En el caso de Ágnes, señala cómo ella se esforzaba no solo por presentar una apariencia y performance “convincentemente femenino”, sino también una “voz, afinada a tono alto” (Garfinkel 2005: 138).
9
Los objetos aparecen como provocadores de experiencias sensoriales (elicitors, Pink 2015), pero también como actantes en el sentido de Latour (2008: 106). No se puede hacer cualquier cosa con ellos, tienen límites. En ese sentido también nos ayudan a ver la materialidad percibida del otre (no solo en términos de lo permitido —los filtros— sino de lo posible —lo material).
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Es decir, además de una semántica amorosa acerca de cómo se espera que sea la pareja heterosexual, opera un modelo sensorial que indica que el hombre debe acercarse al prototipo del cuerpo masculino hegemónico para oponerse/contrastar con el cuerpo femenino hegemónico (Goffman 1991; Connell 2016). Esto en teoría, pero en la práctica veremos cómo aparecen algunas tensiones, resignificaciones e incluso resistencias a un binario de género rígido, en este sector específico de población, a saber, jóvenes urbanos de clase media que se encuentran realizando sus estudios universitarios.
Estrategia metodológica Con base en ese horizonte analítico, interpretamos algunos datos de una encuesta aplicada en 2015 a 105 estudiantes universitarios urbanos de la carrera de sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco. El principal objetivo, tal y como se presentó en la ficha del instrumento consistió en “conocer las formas en que conciben los jóvenes las relaciones amorosas en términos de la sensibilidad”. La encuesta se propuso obtener el perfil sociodemográfico de las y los informantes, el perfil de la pareja (dónde se conocieron, duración, orientación y sentimientos asociados a esta) y los espacios, sentidos, fluidos corporales y objetos que asocian al vínculo amoroso, entre otros tópicos. La encuesta aplicada se estructuró en seis secciones y constó de 115 preguntas abiertas, cerradas y categorizadas. Las últimas ofrecían una serie de opciones de respuesta que las y los jóvenes tenían que jerarquizar, por ejemplo: “Enumera el orden de preocupación en un primer viaje con tu pareja”, entre otras. Si bien la pretensión del ejercicio no ha sido obtener una muestra representativa del universo de dicha población, sí podemos decir que hemos logrado identificar algunas constantes asociadas a los significados que las y los jóvenes urbanos pertenecientes a este sector y perfil sociodemográfico atribuyen al vínculo amoroso, en específico, cómo se significa la percepción sensorial del cuerpo de la pareja, así como la prevalencia de la semántica del amor romántico, los ajustes, negociaciones y, en ocasiones, resistencias frente a este.10 10 Hemos presentado análisis de dicha información en otros trabajos. Véase Sabido y García 2017, 2018.
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Uno de los principales retos que sorteamos en esta investigación estuvo relacionado con adentrarnos en un ámbito sensible, íntimo, y que trastocaba esquemas de sensibilidad asociados a los umbrales de vergüenza y desagrado, por ejemplo, referencias a las excreciones y fluidos corporales, el mal aliento, sonidos desagradables del cuerpo de la pareja, la menstruación, entre otros. Es decir, al igual que en las investigaciones que se inscriben en el giro sensorial, el gran reto consistió en encontrar la manera de que las personas verbalizaran la experiencia sensorial. Sobre todo aquella que tiene que ver con el ámbito íntimo y exclusivo de una pareja y que como investigadoras no podíamos observar directamente. Para encarar este desafío, resultó pertinente la encuesta bajo la figura del anonimato, no para conocer la experiencia sensorial, sino para saber los significados que se atribuyen a la misma. Por otro lado, para sensibilizar en estos temas utilizamos dos caricaturas que nos permitieran habilitar eso que Sarah Pink ha denominado provocación sensorial (sensory elicitation) (Pink 2015). Mediante la risa que generaron dichas imágenes, las y los jóvenes accedieron a contestar preguntas asociadas con esquemas de sensibilidad sin sentirse intimidados. Un informante declaró: “No fue incómodo, solo es inusual que te pregunten ciertas cosas tan íntimas y personales, pero se quita la pena” La encuesta permitió, además, la realización de un trabajo somático (somatic work) (Vannini et al. 2012: 15) entendido como la reflexividad mediante la cual las personas dan sentido y comunican el significado que tienen ciertas experiencias sensoriales. Incluso algunos comentarios sobre la encuesta fueron: “Está chido hablar de mi corporalidad”; “De alguna manera siento que son preguntas que no muy a menudo contestarías, y está padre la dinámica de […] confesar cosas privadas”; “Se me hizo una forma interesante este tipo de tema ya que a mí nunca se me hubiera ocurrido este tema que es tan actual en las parejas”. En total fueron encuestados 105 informantes. La población se distribu yó de la siguiente manera: 66 mujeres (62.85%) y 39 hombres (37.14%). Si bien la distribución entre hombres y mujeres no es equivalente en esta muestra, es necesario considerar que a nivel nacional la composición de la matrícula por sexo en ciencias sociales indica que más del 50% son mujeres (Garay et al. 2016: 99). En 2015, cuando se aplicó la encuesta, el alumnado activo de la carrera era de 733 mujeres y 590 hombres, 1,322 en total (uam
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2015: 108). La muestra del estudio fue estratificada por avance en la carrera, de ahí que la composición de mujeres sea ligeramente mayor que la proporción total.11 La edad de los estudiantes oscila entre 18 y 32 años, en promedio 22.5 años de edad. En su mayoría se trata de jóvenes urbanos, 84.76% señaló que ha vivido en una ciudad la mayor parte del tiempo.12 La gran mayoría proviene de escuela pública. Se declararon de orientación heterosexual 91.42% de los encuestados, homosexual 1.9% y bisexual 5.7%. Resulta interesante y significativo en una sociedad conservadora que, pese a que el referente de orientación heterosexual es el que prevalece, se expresan otras formas de orientación y son cinco mujeres las que se declararon bisexuales (7.5%).
Espacios y lugares significativos de la pareja Como hemos señalado más arriba, en la semántica del amor romántico la recámara ha sido el espacio significativo asociado al amor en pareja. En nuestra investigación dicha semántica se replica en los lugares que las y los encuestados perciben como espacios privados asociados al amor y la sexualidad. La casa y la habitación son señalados por 91 de las y los jóvenes (86.6%) como los espacios que se asocian al amor. En el caso de la sexualidad, 81 (77%) también señala la casa y la habitación como los espacios privilegiados para desarrollarla. Igualmente, cuando se les preguntó por el lugar específico que disfrutaban compartir con su pareja, 70% replican la semántica y señalan la casa, habitación o recámara, como puede verse en el cuadro 1. Si bien la gran mayoría responde en términos generales replicando el modelo sensorial del amor romántico, 30% personaliza más el espacio 11 En la Universidad Autónoma Metropolitana las licenciaturas están divididas en tres niveles: Tronco general de asignaturas, Tronco básico y Área de concentración. Las encuestas se aplicaron en materias de los distintos niveles. Que los estudiantes estén activos no significa que estén cursando materias en el trimestre lectivo, por lo que se puede dar el caso de que haya más proporción de mujeres que las registradas en la matrícula total. 12 Con base en La encuesta nacional de violencia de jóvenes en el noviazgo (INEGI 2007: 2) se preguntó a encuestadas y encuestados en dónde han vivido desde niños (hasta cumplir los doce años) la mayor parte del tiempo.
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Cuadro 1. Espacio que las personas ecuestadas disfrutan con su pareja Total
Porcentaje
Habitación
41
39.0
Casa
33
31.4
Sala
8
7.6
Cine
4
3.8
Parque
3
2.9
Hotel
2
1.9
Automóvil
2
1.9
Otros
12
11.4
TOTAL
105
100
Fuente: Elaboración propia
privado asociado a la experiencia amorosa. De estos, 11.4% (11 casos) refleja en sus respuestas parte de la significación específica de su relación de pareja. Por ejemplo, un informante enunció el sillón como el espacio que más disfruta en pareja. Otra informante señaló los mensajes digitales, lo cual habla de una significación particular del espacio asociada a las nuevas formas de comunicación tecnológica. Una mujer reportó la ducha; mientras que otra señaló las piernas, como una forma de significar el espacio íntimo y el cuerpo de su pareja. Un hombre más escribió: “La noche, nuestras cosas, el coche o a cualquier sitio siempre y cuando esté ella”. Como se aprecia, las y los jóvenes replican una semántica asociada al amor romántico, pero al mismo tiempo, en relación con su propia pareja pueden resignificarla e incluso ponerla en duda; como la joven que compartió: “Cualquier lugar mientras esté con mi pareja”. Es decir, a pesar de que la idea de amor romántico remite a un tipo de contacto corporal en espacios determinados, las parejas reelaboran dicha semántica según la especificidad de su relación e incluso sus condiciones materiales, como aquellas informantes que aluden al coche, o las y los que no hacen referencia a un hotel, por falta de recursos económicos para pagarlo (y que, por ello, aunque sea parte del modelo sensorial no es una opción posible).
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Percepción sensorial selectiva del cuerpo de la pareja Cuando se preguntó sobre los sonidos corporales que a las y los encuestados les gustaban de sus parejas, 24% de las mujeres se refirió a sonidos como “mmm…”, “grr…”, gemidos o tronidos de besos; 22% se refirió a la voz y 13% a la risa. De los hombres 29% señaló que la risa, 20% indicó que la voz de su pareja, 15% se refirió a sonidos asociados a los besos y solo dos casos mencionaron gemidos de sus parejas mujeres. Llama la atención que las mujeres se expresen más acerca de los gemidos que realizan sus parejas, mientras que solo dos hombres hacen referencia a estos. Aquí los filtros están aplicados a lo que es posible percibir y decir que se percibe de una mujer. En el binario de los sexos y la doble moral, las mujeres no son sexuales y si lo son, no son idóneas para ser pareja en un sentido legítimo del amor romántico (Jones 2010). Por ello consideramos que el relato de los hombres se enfoca en la percepción de la risa y la voz, o bien, en declarar solo estos aspectos de su pareja. Cuadro 2. Sonidos corporales que a las personas encuestadas les gustan de sus parejas Mujeres sobre hombres
60 casos
Porcentaje
Besos/Ronroneo/Gemidos
14
23.3
Voz
13
21.7
Risa
8
13.3
Otros
25
41.7
TOTAL
60
100
35 casos
Porcentaje
Risa
10
28.6
Voz
7
20.0
Gemido/Besos/Ronroneo
6
17.1
Otros
12
34.3
TOTAL
35
100
Hombres sobre mujeres
Fuente: Elaboración propia
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Por otro lado, cuando preguntamos qué sonidos o ruidos les disgustaban de su pareja, también encontramos información significativa y diferenciada genéricamente. De los hombres 17% señalan que nada, es decir ningún ruido de sus parejas mujeres les resulta desagradable, 14% mencionó gritos y llanto, y el mismo porcentaje los ronquidos (cuadro 3). Mientras que 25% de las mujeres señalaron que las flatulencias y otro 20% aludió a los eructos (cuadro 4). Cuadro 3. Ruido corporal que a los hombres no les gusta de sus parejas (mujeres) Ruido
Casos
Porcentaje
Ninguno/nada
6
17.1
Ronquidos
5
14.3
Gritos/llanto
5
14.3
Eructo
4
11.4
Flatulencia
3
8.6
Estornuda, masca chicle, camina y arrastra los pies, tronido de huesos
7
20.0
Todo
1
2.9
No contestó
4
11.4
TOTAL
35
100%
Fuente: Elaboración propia
Cuadro 4. Ruido corporal que a las mujeres no les gusta de sus parejas (hombres)* Ruido
Casos
Porcentaje
Flatulencias
15
25
Eructo
12
20
6
10
12
20
Ronquidos Respiración por la boca, expresiones, habla dormido, risa, bosteza, chiflidos, mastica, tos Nada
5
8.3
Gritos
2
3.3
No contestó
8
13.3
TOTAL
60
100
Fuente: Elaboración propia *Solo aparecen 60 de los 66 casos, ya que seis casos no se adscribieron a una relación heterosexual
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Estos datos llaman la atención en la medida en que dos interpretaciones son posibles. La primera es que los hombres no perciben ni un sonido molesto del cuerpo de sus mujeres, pues aplican filtros que desatienden todo aquello que no coincide con la expectativa perceptual de un “cuerpo femenino”, en el sentido de Friedman; es decir, pareciera que hay un filtro que desatiende tal posibilidad. En este caso, lo que apreciamos es la posible aplicación de un filtro respecto al sonido del género en términos de las expectativas sonoras de lo que deben producir los cuerpos genéricamente diferenciados. Pero, por otro lado, podemos estar frente a un autocontrol de las mujeres respecto a ciertos sonidos y olores que no deben escapar de sus cuerpos. Sobre todo si consideramos que se trata de una población en la que la cohabitación no es o no ha sido prolongada. Es decir, el posible autocontrol corporal de los ruidos considerados desagradables en el cuerpo de una mujer genera un despliegue de ocultamiento ante el oído del otro. Sin duda esto varía culturalmente, como el caso de Japón donde los baños de mujeres tienen botones para simular el sonido del inodoro y evitar que las otras perci ban sus ruidos. En este caso, lo que llama la atención es la diferencia genéri ca entre los sonidos que gustan o disgustan del otro cuerpo y que nos habla de un modelo sensorial de la relación amorosa genéricamente diferenciada.
Los artefactos y la percepción del cuerpo de la pareja Los objetos asociados a la pareja y al vínculo amoroso en clave sensorial son una fuente interesante de significados y una manera indirecta de observar la percepción del cuerpo del(a) amado(a). En alguna ocasión una colega que recién había perdido a su pareja nos comentó que no quería guardar su sombrero porque todavía tenía su olor, por ello no nos resultó ajeno cuando el 91% de las y los encuestados nos señalaron que reconocen el olor de sus parejas en la ropa y sus objetos personales. El 92% de las mujeres (61 casos) dijo reconocer el olor de su pareja en la ropa. Solo un caso mencionó la mochila y otro la casa en general. El 94% de los hombres (37 casos) igualmente mencionó la ropa. Dos casos especificaron, uno mencionó “el cabello de mi pareja” y otro la almohada.
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Cuando preguntamos por el objeto personal que compartirían con su pareja aparecieron los siguientes datos. 63% de las mujeres sí compartirían con su pareja ropa (chamarras, sudaderas, playeras) u otros accesorios (pulseras, reloj, cadenas, lentes, bufandas, sandalias y perfumes). Por otro lado, 62% de los hombres sí compartiría ropa, accesorios, chamarras, suéter, bufanda, aretes, reloj. Es decir, a pesar de que los objetos están marcados genéricamente (Garfinkel 2005) y del mismo modo lo están la ropa y los accesorios, encontramos una resignificación de los mismos en aras de romper un binarismo de género rígido en el modelo sensorial de la relación amorosa. Cuadro 5. Objetos que las mujeres prestarían a sus parejas (relación heterosexual)* Casos
Porcenaje
Gafas/Reloj/Gorra/Bufanda
9
15.0
Cepillo cabello
9
15.0
Zapatos/Tenis
8
13.3
Cremas/Perfume/Desodorante
7
11.7
Playera/Sudadera/Suéter
7
11.7
Pulseras/Cadenas
4
6.7
Utensilios relacionados con la comida
4
6.7
Artículos electrónicos: ipad/audífonos
2
3.3
Pantalones
2
3.3
Plancha para el cabello
1
1.7
Maleta
1
1.7
Calcetines
1
1.7
Lo que le quede
1
1.7
No contestó
4
6.7
60
100.0
TOTAL
Fuente: Elaboración propia. *Solo aparecen 60 de 66 casos, ya que seis casos no se adscribieron a una relación heterosexual.
Como señala Friedman, la percepción sensorial de cuerpos masculinos y femeninos se orienta por los filtros que adquieren sentido según el contexto.
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La autora señala las diferencias entre contextos urbanos y rurales. En un ámbito rural quizá un hombre trans pase desapercibido por el solo hecho de llevar el pelo corto, pues es poco probable que las personas dirijan su atención al grosor de sus muñecas o la ausencia de la llamada manzana de Adán, a diferencia de lo que sucedería en una metrópoli (Friedman 2011: 195). Por otro lado, para Friedman hay una relación entre el perceptor que se orienta por dichos filtros y el cuerpo percibido que exagera el despliegue de presentación a partir de prácticas polarizadas sexo-genéricamente diferenciadas, relacionadas con el vestir, el adorno, el aseo, el perfume, el maquillaje, la depilación, la gestualidad, la complexión, entre otros (2011: 199). Prestar ciertos objetos en una relación heterosexual nos permite plantear algunas interpretaciones. En primer lugar, da cuenta de lo permitido o prohibido entre los sexos en este ámbito específico. Igualmente, consideramos que tal probabilidad refleja las condiciones materiales de posibilidad: puede estar permitido prestar cierta vestimenta entre sexos, pero si un cuerpo es muy pequeño y el otro muy grande, las posibilidades de este intercambio están limitadas. Finalmente, nos habla de la percepción que se tiene del cuerpo amado: como similar o distinto al propio (mediado por los objetos). Uno de los primeros hallazgos es que hay diferencias entre hombres y mujeres respecto a lo que se percibe como prohibido/permitido y respecto a la materialidad percibida del(a) otro(a). Por un lado, las mujeres perciben como posible prestar sus accesorios (gafas, reloj, bufanda, pulseras, cadenas), cepillo de cabello, zapatos, desodorante, pantalones y plancha para el cabello. Si esto lo interpretamos desde la perspectiva de Friedman podemos decir que para estas mujeres la masculinidad de sus parejas no pasa por estos objetos. Como afirma la autora, la clasificación también es contextual y producto de una evaluación que no necesariamente responde al binarismo. Respecto a lo prohibido, la mayoría de las mujeres (35%) se refiere a ropa interior, zapatos13 y objetos preclasificados (toallas íntimas, shampoo íntimo, bolso, maquillaje, blusa) como objetos de la mujer. En las respuestas llama la atención la presencia del rastrillo, cuya alusión muestra que las mujeres lo usan y que no lo comparten. Otra cuestión interesante es que entre lo prohibido
13 En los hallazgos de Friedman, los zapatos (talla y sonido al caminar) son elementos importantes para la distinción entre hombres y mujeres.
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hay cuestiones que se podrían asociar más a las normas de higiene (p.e. rastrillo) que a las normas de género (cuestión que se repite en los hombres). Respecto a la materialidad percibida podemos decir que las mujeres perciben los cuerpos de sus parejas como similares: pueden compartir olor, ropa, calzado, accesorios. O, desde otra lectura, han elegido parejas similares en talla. Esto nos hablaría indirectamente de que sus disposiciones (a elegir pareja) no son las del estereotipo (selección de pareja más alta, fornida, de olor fuerte) y sería interesante ver si esto está relacionado con un contexto sensorial relacionado con la edad, la educación, su condición urbana o una nueva socialización de género.14 Cuadro 6. Objetos que las mujeres no prestarían a sus parejas (relación heterosexual)* Casos
Porcentaje
9
15.0
Zapatos
7
11.7
Cortaúñas/Cepillo dientes/Hisopo
5
8.3
Ropa interior
Cepillo cabello
4
6.7
Rastrillo
3
5.0
Guarda bucal/Gotas de ojos/Lentes
3
5.0
Celular
3
5.0
Blusa/Bolso/Maquillaje
3
5.0
Shampoo íntimo/Toalla femenina
2
3.3
Desodorante
2
3.3
Calcetines
2
3.3
Jeans
1
1.7
Mi ropa No contestó
1
1.7
14
23.3
No sé
1
1.7
TOTAL
60
100.0
Fuente: Elaboración propia *Solo aparecen 60 de 66 casos, ya que seis casos no se adscribieron a una relación heterosexual.
14 Esto coincide con el análisis que realizó Pierre Bourdieu respecto a cómo las mujeres campesinas que migran a la ciudad adquieren “esquemas de percepción” que evalúan de manera negativa la hexis corporal del hombre campesino, tosco y rudo y favorecen la del “señorito” delicado y sensible (2004).
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Los hombres perciben posible prestar determinado tipo de ropa (suéter, chamarra, playeras), así como accesorios específicos (gorras, bufandas, reloj, pipa) (43%). Algunos conciben prestar zapatos, tenis, aretes y desodorante (14%). Llama la atención que 20% de los informantes incluyan aparatos electrónicos, lo que muestra que se les da una importancia especial como objeto personal. Respecto a lo que no prestarían, 51% incluye zapatos, desodorante y ropa interior. En ese sentido, y siguiendo nuevamente a Friedman, diríamos que a diferencia de las mujeres, para los hombres la feminidad de la pareja continúa estando determinada por olores y ropa específica asignada a las mujeres. Indirectamente vemos también que el contraste con el cuerpo de la pareja está asociado a los zapatos, los olores y la ropa interior. Cuadro 7. Objetos que los hombres prestarían a sus parejas (relación heterosexual)* Casos
Porcentaje
Suéter/Chamarra/Pijama/Playera
9
25.7
Aparatos electrónicos: celular, computadora, videojuegos
7
20.0
Gorra/Bufanda/Reloj
5
14.3
Zapatos/Tenis/Sandalia
3
8.6
Cepillo cabello
2
5.7
Aretes
1
2.9
Desodorante
1
2.9
Pipa
1
2.9
Vaso
1
2.9
Cortaúñas
1
2.9
No contestó
3
8.6
No sé
1
2.9
Casos
35
100.0
Fuente: Elaboración propia *Solo aparecen 35 de 39 casos, ya que cuatro no se adscriben a una relación heterosexual.
En el caso de los informantes hombres, la materialidad de la pareja se percibe como distinta en proporciones: no se mencionan los pantalones; explícitamente se dice que no se prestarían zapatos (en un caso el informante aclara: “porque no le quedan”) y los olores esperados y posibles son
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distintos al propio (no se menciona que se pueda prestar la loción, como sí se afirma en el caso de las mujeres el préstamo del perfume), solo un caso prestaría el desodorante y cinco afirman que no lo prestarían a la pareja. Cuadro 8. Objetos que los hombres no prestarían a sus parejas (relación heterosexual)*
Zapatos/Tenis
Casos
Porcentaje
9
25.7
Desodorante
5
14.3
Ropa interior
4
11.4
Aparatos electrónicos: celular/ videojuegos
2
5.7
Cuchara
1
2.9
Calcetines
1
2.9
Cepillo cabello
1
2.9
Rastrillo
1
2.9
Cepillo dental
1
2.9
Toallas sanitarias
1
2.9
Nada
1
2.9
No contestó
6
17.1
No sé
2
5.7
Casos
35
100.0
Fuente: Elaboración propia *Solo aparecen 35 de 39 casos, ya que cuatro no se adscriben a una relación heterosexual.
Reflexiones finales El giro sensorial en la sociología nos permite poner en evidencia que las formas de sentir se orientan socialmente y, en ese sentido, otras formas de sentir son posibles pues no están ancladas a una corporeidad inamovible. No obstante, resulta pertinente tener en cuenta las condiciones sociales de posibilidad de sentir de una manera y no de otra. En este caso, nuestra pretensión ha sido destacar algunas regularidades asociadas al vínculo de pareja como una experiencia sensible, destacando la materialidad del amor y la percepción sensible del cuerpo al que se ama. Consideramos que dicho énfasis coloca el estudio del amor en otro espacio, donde habrán de considerarse los obstáculos, tensiones y resignificaciones que no solo atraviesan el discurso, sino la experiencia sensible y los
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sentidos atribuidos a la experiencia corporal en un espacio y tiempo específico. En la propuesta del amor corporeizado, el cuerpo no se reduce a la experiencia sexual, sino se amplía en términos eróticos y, al mismo tiempo, considera las experiencias corporales y significados que se atribuyen a los cuerpos en relación en la vida cotidiana. A lo largo de esta investigación y sus resultados se enfatizan situaciones interactivas de intimidad, que suponen contactos y roces de piel (olores, ruidos, gemidos, ronquidos), espacios (recámara, sala, sillón, la ducha) e igualmente, artefactos (rastrillos, cepillos de dientes, plancha para el cabello, audífonos) propios de la vida cotidiana y de lo que se permite o no compartir con la pareja. El énfasis del ámbito íntimo en esta clave nos ha permitido indagar cómo se construyen los saberes comunes corporales y sensoriales en la pareja, así como las negociaciones, equilibrios y desequilibrios entre mujeres y hombres. Respecto a los hallazgos presentados en este escrito podemos decir que en la semántica del amor romántico existe un modelo sensorial en clave heterosexual en el que los espacios, los cuerpos y los artefactos se perciben desde ciertos filtros, desde expectativas de cómo debe ser el amor de pareja y cómo debe sentirse. Según los hallazgos, este modelo sensorial se mantiene en los espacios que se perfilan como específicos para el amor, dejando fuera (filtrando) otros espacios posibles. También los cuerpos se perciben en tanto se definen como hombre o mujer y sus ruidos, fluidos, olores se filtran genéricamente. Por último, ciertos artefactos se asocian al cuerpo genéricamente diferenciado y otros quedan excluidos de la percepción. Aunque esto es así, podemos ver que en la situación (en la materialización del nosotros amoroso), algunas de estas cuestiones se modifican, se resignifican: los espacios se vuelven aquellos que la pareja construye, lo que se puede prestar y la presentación de la pareja se modifica en la relación. A pesar de que la materialidad espacial compartida en pareja sigue en gran medida la semántica del amor romántico —casa, recámara, cama—, también es posible observar que las parejas generan sus propios espacios de intimidad sin que necesariamente se asocien a un espacio físico o ámbito de consumo: noche, sus piernas, o “cualquier lugar mientras esté con ella”. Por otro lado, en sintonía con el giro sensorial, identificamos cómo la percepción sensorial del cuerpo del otro está filtrada cultural y genéricamente. Los sonidos y ruidos que se perciben, así como el posible autocontrol
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corporal por parte de las mujeres, coinciden con expectativas respecto a cómo deben ser y comportarse los cuerpos femeninos y masculinos. Es decir, en el caso del ámbito sonoro pareciera que persiste un orden sensorial de género que sigue siendo binario. Igualmente, considerar los artefactos nos ha permitido analizar de manera indirecta la percepción material del cuerpo de la persona amada. En este sector poblacional, algunas mujeres parecen percibir el cuerpo del amado como semejante o, por lo menos, la clasificación del amado como masculino no está asociada a los artefactos típicos (olor, zapatos, accesorios, pantalones). En el caso de los hombres, en su mayoría, los artefactos prohibidos y permitidos parecen cumplir con el estereotipo de feminidad como opuesta a lo masculino.
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II. Estudios de género en clave sensorial
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Capítulo 4. Navegar entre los saberes del oficio de la pesca: un acercamiento desde las emociones y el ámbito corpóreo-sensible
Carolina Peláez González
Introducción Este capítulo tiene como objetivo mostrar el potencial analítico del estudio de las percepciones y prácticas en la configuración de los sistemas de aprendizaje necesarios para ejercer una ocupación u oficio. La pregunta que guía el texto es cómo el ámbito corpóreo-sensible y emotivo constituye una dimensión importante en la formación de saberes y enseñanzas que posibilitan el ejercicio de un trabajo. En otras palabras, cómo el individuo se incorpora y contribuye en la producción de conocimiento dentro del mundo laboral en el que se encuentra. El principal supuesto en este texto es que la triada relacional cuerpo-sentidos-emociones es constitutiva de la forma en que percibimos el mundo y, por tanto, un elemento fundamental para comprender los sistemas de aprendizaje y las formas de adquisición del conocimiento. Nuestros cuerpos se articulan y entrelazan con individuos o agentes en espacios y tiempos determinados. En esta asociación temporal y ontológica emerge una serie de significaciones a través de nuestros sentidos, respondemos a la confluencia politemporal de diversos seres y entidades en momentos o situaciones desde y con el cuerpo. Le otorgamos sentido al mundo y a nuestra propia existencia en relación con los otros, en cuanto que la dimensión emotiva/afectiva permite enlazarnos con el entorno que nos rodea. Las emociones
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conectan al individuo con una red de relaciones, son propiedad de la interacción y práctica social y resultan indispensables en el desarrollo y mantenimiento de los procesos de percepción. Para dar cuenta de lo anterior se requiere un estudio empírico que permita mostrar y desarrollar la manera en que las percepciones y las prácticas son elementos centrales en la configuración de los sistemas de conocimiento y enseñanza. Por ello, en las siguientes páginas se expondrá cómo la triada analítica cuerpo-sentido-emociones abre las puertas para comprender la forma en que se desarrolla la adquisición de ciertos conocimientos necesarios para aprender y realizar con éxito un trabajo colectivo en un oficio como la pesca. Se describen las experiencias de pescadores de camarón en su primer viaje en altamar, así como el proceso de aprendizaje y las relaciones que establecen los individuos dentro de la embarcación. Los oficios son principalmente actividades de tipo práctico que permiten observar y analizar el papel del cuerpo en la producción de conocimiento. En este sentido, concuerdo con Sennett, quien señala que “todas las habilidades, incluso las más abstractas, empiezan con prácticas corporales” (2009: 22). Este tipo de ocupaciones permite primeramente conectar mediante un análisis empírico la relación entre aprendizaje y experiencia y, en segundo lugar, desdibujar las fronteras entre lo corporal-cognitivo dentro del mundo laboral. Un segundo supuesto es que nuestras percepciones y prácticas sobre cómo adquirimos ciertos saberes están mediadas por el género, en cuanto que las formas del sentir y percibir el cuerpo y experimentar emociones responden también a un orden de género. La pesca es un oficio que desempeñan principalmente los varones, donde el barco se convierte en un espacio homosocial. Por ello, el género es un aspecto crucial en el ordenamiento de las prácticas e interacciones de los pescadores, pues como categoría analítica permite observar la manera en que el ser varón y seguir ciertas normas asociadas a la masculinidad estructuran las relaciones laborales y la forma de experimentar y aprender el trabajo. Sentimos, percibimos y suscitamos emociones en función de las diferencias genéricas. Como se desarrollará más adelante, el cuerpo generizado de los pescadores tiene un papel central en la reproducción del aprendizaje del oficio. Un tercer supuesto es que lo material —técnicas, artefactos e instrumentos— u otras entidades no humanas —mar, huracanes, animales marinos—
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también intervienen en la conformación y coproducción de las percepciones en las que el género y el trabajo están estrechamente vinculados. En las siguientes páginas se mostrará cómo diversas entidades y artefactos, como el mar y el barco, producen condiciones particulares a las cuales se tiene que adaptar el pescador, a fin de adquirir las habilidades que le permitan pescar. El proceso de aprendizaje se produce mediante sus interacciones con ciertos objetos, como las redes de pesca o el contacto con el camarón. Indagar la forma en que el individuo se enlaza al sistema es un camino para exponer los elementos que constituyen el aprendizaje, como resultado de la manera en que se relaciona un conjunto de prácticas, objetos, materiales, seres, normas e interacciones entre individuos y agentes. Esta mirada posibilita que nos acerquemos a los procesos de enseñanza-aprendizaje desde un ángulo diferente, ya que muestra la importancia de incorporar e interconectar elementos de diverso orden que confluyen en un espacio-tiempo determinado. El capítulo está dividido en dos secciones: en la primera se despliegan las reflexiones teóricas en relación con la triada cuerpo-sentidos-emociones como un elemento constitutivo de todo proceso de aprendizaje y adquisición de conocimiento; el papel de lo material y lo no humano en este proceso, y el género como una categoría central para comprender las formas de adquirir el conocimiento y la enseñanza en una ocupación particular. En la segunda sección se desarrolla el proceso de aprendizaje de los pescadores en altamar: las primeras habilidades corporales que aprenden, la participación de los sentidos y las reglas emocionales que deben incorporarse al conjunto de técnicas corporales (Mauss 1979).
Primera sección Un acercamiento al aprendizaje desde el cuerpo, los sentidos y las emociones Los sistemas de aprendizaje son colectivos de individuos que generan sus propios esquemas de percepción y sus referentes en relación con una actividad, como es la adquisición del aprendizaje y la transmisión de saberes en los oficios. Así, el papel que desempeñan los individuos y sus relaciones, como
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productores en la conformación y ejercicio de una actividad laboral es de vital importancia para el análisis: sus formas de vida, actividades cotidianas, representaciones, significados y visiones del mundo social en el cual participan y configuran sus mundos ocupacionales. El rastreo de las maneras en que se aprende una ocupación demanda observar cómo en la enseñanza de aspectos técnicos o habilidades requeridas se involucra también otro tipo de elementos, como la experiencia corpó rea-sensible y emotiva. La constitución de un sistema de aprendizaje requiere tomar en cuenta las diversas formas de relacionarse que sustentan y movilizan el aprendizaje para su transferencia. Se considera que las prácticas y los modos de interacción permiten el desempeño del trabajo, y ahí es posible observar la percepción y experiencia del individuo como una dimensión importante en la reproducción social. En estas situaciones y acciones se observa la manera en que coadyuvan los diversos elementos que posibilitan el ejercicio de una actividad laboral, la asociación de las prácticas corpóreo-sensibles y emocionales con la cultura material. Sennett (2009) señala que en el encuentro entre el cuerpo y lo material las prácticas se convierten en saberes y, a su vez, logran su transmisión en el tiempo a partir de su repetición. El individuo tiene que aprender a orquestar diversos movimientos corporales para lograr una actividad. El cuerpo no es solamente una representación de lo social, sino también es productor y reproductor: el aprendizaje se aprehende desde y con el cuerpo. Nos relacionamos con el mundo mediante nuestros sentidos, y las emociones juegan un papel central en la forma en que se significa la experiencia e internalizan diversos procesos de socialización. En relación con las prácticas, estas se pueden comprender como las actividades cotidianas y los métodos que los individuos usan para organizar su vida (Garfinkel 2006); es decir, posibilitan no solo la existencia de patrones respecto a las acciones que se ejercen, sino también estructuran la vida misma a partir de su recurrencia. El carácter recursivo de las prácticas sociales hace necesaria su focalización ordenada en un espacio y tiempo (Giddens 2011). La institucionalización de las actividades (Merton 1968), es decir, su potencial de continuidad y permanencia en el tiempo, adquiere centralidad para el estudio de las actividades concretas y ordinarias que realizan las personas (Garfinkel 2006). De esta manera, las prácticas sociales permiten la reproducción de la vida social, mediante la circulación y (re)
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producción de los saberes que se intercambian entre los diversos actores. De acuerdo con Hutchins (1995), en las prácticas podemos observar las conexiones entre la historia y el futuro y entre estructura cultural y estructura social. Respecto a las prácticas corporales, Sabido argumenta que “la percepción puede entenderse como una serie de disposiciones perceptivas que se evidencian en prácticas” (2016: 76); es decir, nuestras experiencias en relación con la cultura, los símbolos, ciertos códigos normativos y las diferentes interacciones sociales que establecemos, contribuyen a lo que es tener un cuerpo (Peláez 2016). El análisis de las prácticas corporales, y por tanto su aprendizaje, deviene central para comprender cómo la experiencia de un grupo de trabajadores es fundamental para coordinar y desempeñar una actividad. Esto implica entender que los individuos experimentan el trabajo y desarrollan un proceso de aprendizaje desde el cuerpo y los sentidos; por ejemplo, cómo mantenerse erguido, cómo adaptarse a ciertos olores, cómo desarrollar el tacto, cómo sentir dentro de un espacio laboral o cómo contener e incitar emociones. Estas son transformaciones corporales que posibilitan el acto exploratorio para la ejecución de actividades (Sennett 2009). El ejercicio de cualquier actividad laboral requiere la existencia de convenciones, es decir, acuerdos compartidos entre las personas, que les permiten cooperar y ejecutar el trabajo (Becker 1966: 47). Estos acuerdos pueden involucrar técnicas corporales (Mauss 1979) sobre las formas de orientación y modificaciones al cuerpo que involucran los sentidos y las emociones. Esto implica que para toda coordinación laboral es necesaria también una coordinación corpórea-sensible y emocional, que va desde cómo levantar una red de pesca, sostener un pedazo de madera o un martillo, a la existencia de acuerdos sobre cómo sentir o comportarse frente a determinadas situaciones. En caso de desconocerse la información anterior, se integra como parte del aprendizaje inicial del individuo que recién se incorpora al trabajo. Otro resultado que arroja el análisis de las prácticas son los modos de interacción que posibilitan el flujo de conocimiento y las formas de aprendizaje, que emergen de las interacciones entre los actores y eventos que influyen en el desempeño de las actividades. En los encuentros y escenarios que dan lugar a los modos de interacción se reproduce un saber mutuo que
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es de carácter práctico y forma parte de las rutinas de la vida social (Giddens 2011). Al respecto, conviene señalar que en este saber mutuo también se construye un conocimiento en torno a la regulación y normatividad de los cuerpos. Este aspecto es evidente cuando pensamos en la forma en que las diferencias de género y clase ordenan y clasifican los cuerpos, y permiten la construcción de estereotipos en torno a ciertos grupos sociales. La reproducción de conocimiento involucra convenciones en torno al cuerpo, las cuales se gestionan y fluyen en el tiempo a partir de su recursión en los actos de interacción. Sabido (2016) recupera la propuesta simmeliana que señala que toda interacción es también un acto de mutua percepción, como un elemento más mediante el cual nos comunicamos con el otro y, por tanto, emergen las relaciones sociales. Los modos de interacción involucran entonces formas de ver al otro, de olerlo, escucharlo; en resumen, de percibir su presencia. En este sentido, en los espacios laborales la percepción del otro es un acto constante y repetitivo que adquiere un cierto orden social. Generalmente, no se está alerta todo el tiempo al cuerpo del otro, en este caso de los compañeros de trabajo; la mutua percepción se convierte en parte de la cotidianidad, bajo la configuración de cierta normatividad social. Por ello, cuando un nuevo miembro se integra a un entorno laboral rompe con la cotidianidad y su cuerpo se hace visible: recibe miradas, comentarios y, en ocasiones, se asocia un olor particular con la persona recién llegada, hasta que la repetición de los encuentros convierta el tránsito del cuerpo del otro en un acto cotidiano. Asimismo, los actores producen un conocimiento que, desde su perspectiva, consideran que es válido y útil transmitir a los recién llegados para la ejecución de las actividades necesarias para el trabajo. Este tipo de conocimientos conlleva educar al cuerpo, acostumbrarse a una rutina social que es necesaria para el desempeño de un trabajo. En otras palabras, las formas de experimentar el trabajo están íntimamente relacionadas con el cuerpo, los sentidos y las emociones. Son propiedad de las relaciones laborales. Los sujetos le encuentran sentido a sus acciones y al tipo de conocimientos que los orientan por medio del cuerpo. Esto apunta también al carácter ontológico que conlleva la constitución de todo sistema de aprendizaje y conocimiento.
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Lo material y no humano como mediadores del trabajo En este apartado se aborda el papel que desempeñan los elementos materiales y no humanos1 en la adquisición de conocimiento y aprendizaje, para señalar la importancia de su intervención en las formas de percibir y experimentar el trabajo. Al hablar de entidades no humanas se hace referencia a los objetos, artefactos, instrumentos u otras entidades que involucran una amplia gama de seres, como pueden ser animales, elementos naturales como el mar o entes mágicos, monstruos, etc.; la diversidad es infinita y la investigación particular siempre depende de la presencia de estos elementos. La interacción de los individuos con estas entidades da origen a aspectos de orden social que sustentan las relaciones de trabajo de los sujetos. En el caso del oficio de la pesca permiten la supervivencia de los pescadores en el trabajo y los valores que configuran las identidades individuales. Así, por ejemplo, el riesgo propio del oficio de la pesca, al enfrentar un mar con frecuencia hostil, lleva a la conformación de una identidad en que la solidaridad y el valor se convierten en cualidades que se desarrollan de forma colectiva. De este modo, los artefactos u objetos en el trabajo dejan de ser solo herramientas o intermediarios de las acciones humanas —o simples representaciones de lo social—, para convertirse en mediadores, es decir, agentes con capacidad de modificar un curso de acción más allá de la intencionalidad de los actores. En palabras de Latour, los objetos y otro tipo de entidades se convierten en “actores dotados de la capacidad de traducir lo que transportan, de redefinirlo, de redesplegarlo, y también de traicionarlo” (2007). Permiten por tanto la producción de diversos modos de existencia, al tener el potencial para llevar de un lugar a otro, de un espacio a otro, de un individuo a otro, conocimientos y formas de aprehender el mundo. No se trata de entidades materiales que participen con voluntad propia o de forma independiente de los individuos, sino que la materialidad se considera el sustento de las relaciones sociales y el mecanismo de su estabilización. 1
El replanteamiento epistemológico del papel que desempeñan los aspectos no humanos en la producción de los fenómenos y procesos sociales, así como el cuestionamiento de la división sociedad-naturaleza, ha sido señalado por autores como Bruno Latour, Michel Callon, John Law, Isabelle Stengers, Donna Haraway, entre otros, cuyos trabajos se han realizado desde el campo de la sociología y filosofía de la ciencia.
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En este sentido, Haraway (2008) invita a deconstruir las dicotomías establecidas entre naturaleza/cultura o sujeto/objeto y dar un giro epistemológico en el reconocimiento de la naturalezacultura (natureculture) como el resultado de un acoplamiento de diversos seres y materialidades en interacción, que permiten la reproducción de la práctica social. Para Haraway, el cuerpo siempre está en proceso de creación, es un entramado de temporalidades y heterogeneidad de seres y artefactos. El cuerpo no siempre implica carnalidad, sino la mezcla de la carne con otros muchos elementos que lo componen. Pensar nuestras herramientas de trabajo ayuda a borrar la frontera entre el cuerpo y lo técnico: la computadora, el gps, los guantes, el cuchillo, la pluma, etc. Objetos que se desdibujan con las manos a partir de la interacción. Las personas pueden dejar huella de su trabajo en un objeto (Sennett 2009), y este último también guía el conocimiento sobre su uso para lograr la actividad. En esta red de conexiones, el sistema sensorial es conocimiento sobre la organización del mundo laboral, como el conducto mediante el cual significamos lo que vemos, oímos, tocamos y olemos, pero también evidencia la manera en que dicho sistema está enraizado en funciones técnicas, sociales y psíquicas (Haraway 1995). De este modo, las entidades no humanas tienen además un papel activo en las prácticas, es decir, intervienen en ellas y en ocasiones pueden modificar el curso y sentido de las actividades sociales. Se parte entonces de que la experiencia laboral incluye no solamente la esfera humana de lo social, sino de las relaciones humanas y no humanas en todo tipo de ámbitos de la existencia, así como el reconocimiento de múltiples conexiones que permiten una producción en constante movimiento de diversos modos de conocimientos y un aprendizaje que posibilita explorar cómo se asocian los objetos y personas en formas específicas de organización del trabajo (Mondragón 2015; Stengers 2008). El género como una categoría analítica central en el aprendizaje de un oficio Algunas actividades laborales consideradas “propias” de los varones involucran el uso de la fuerza, el riesgo y la inseguridad en la zona de trabajo. Se trata de ocupaciones u oficios en los que el cuerpo es el principal referente para su realización, en cuanto que se asocian ciertas habilidades corporales
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y sensoriales como conocimientos genéricamente diferenciados y percibidos como necesarios para ejercer la actividad. A través del cuerpo podemos rastrear también la impronta de los procesos de estructuración de los mercados de trabajo que se imprime con base en las diferencias de género. Sabido señala que es posible identificar la manera en que los sentidos están también atravesados por el género y señala tres formas de diferenciación: a) representaciones de los sentidos asociadas al género, b) usos de los sentidos diferenciados genéricamente, y c) percepciones sensibles genéricamente diferenciadas (2016: 66), al cual agregaría un cuarto, d) el uso de los sentidos para diferenciar genéricamente, lo que coadyuva a la reproducción de ciertas formas de desigualdad social. Como veremos, estos criterios analíticos operan en múltiples direcciones en la realidad social, lo que permite recordar la utilidad y centralidad del concepto de género propuesto por Joan Scott (2008), definido como un elemento constitutivo de las relaciones sociales basado en la diferencia entre los sexos y una forma primaria de relaciones significantes de poder. En este sentido, las formas de organización del trabajo son también formas de organización social en las que el género opera en múltiples niveles. Reflexionando en torno a la propuesta de Scott, es posible señalar algunos puntos respecto al trabajo: a) la institucionalización de ciertas prácticas de género en el trabajo y la organización interna de una ocupación, lo que permite comprender la configuración de la estructura ocupacional en cada sociedad; b) símbolos, pueden ser imágenes de hombres y mujeres que realizan cierto tipo de ocupaciones; c) representaciones y normas asociadas con las diferencias de género, como el significado de las partes del cuerpo que se vinculan a habilidades/técnicas masculinas/femeninas, así como estados afectivos o emocionales que demandan cierto comportamiento vinculado al género en los espacios laborales. A partir de lo anterior, nos parece útil recuperar la propuesta de West y Zimmerman (1987), en la que el género se hace2 a partir de la interacción social y no se utiliza como un atributo, variable o rol, es decir, hacemos género a partir de la práctica social. Hacer el género —doing gender— im2
Hacer el género es la traducción del inglés doing gender, el gerundio en inglés implica también una acción continua, lo que permite pensar en la reproducción constante de las diferencias de género en la interacción y práctica sociales.
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plica producir, mediante la interacción, configuraciones de comportamiento que serían vistas por los demás como un comportamiento normativo y adecuado de género. En espacios laborales caracterizados por una marcada homosocialidad, la propuesta de estos autores permite observar la forma en que se reproduce el género en interacción y a través de las prácticas laborales, lo que posibilita la vinculación y observación de la relación entre género y trabajo. En la segunda sección se muestra cómo, a partir de los ejes analíticos expuestos, es posible describir y comprender el proceso de aprendizaje de una ocupación. El objetivo principal es generar un conjunto de inferencias a partir de la articulación conceptual que se ha propuesto en el análisis de un estudio de caso: el conjunto de experiencias y prácticas sobre la manera en que un grupo de pescadores aprendió su oficio. La intención es dar cuenta sobre cómo la dimensión corpórea-sensible y afectiva es un elemento trascedente en la configuración de un sistema de conocimientos. No obstante, dicha construcción está mediada por un orden de género, la intervención constante de elementos materiales es necesaria para su reproducción. Por tal razón, se navegará en el proceso de aprendizaje y la adquisición de conocimiento de los pescadores para observar la forma en que los dominios operan no de manera separada, sino articulada y en interconexión con cada etapa del proceso de aprendizaje sobre cómo realizar el trabajo.
Segunda sección Trabajar como pescador, carpintero, zapatero, soplador de vidrio, costurera, entre muchos otros oficios, son actividades ocupacionales de tipo práctico que responden, la mayoría de las veces, a una fuerte segregación ocupacional; además, dentro de una actividad laboral puede haber tareas internas (a dicha ocupación) diferenciadas por sexo. Este tipo de ocupaciones demanda actividades prácticas que permiten observar la manera en que los cuerpos, los sentidos y las emociones se someten a un aprendizaje y son parte del conocimiento adquirido para desempeñar el trabajo, donde el género es uno de los principales ordenadores, lo que hace sumamente interesante su abordaje y análisis empírico.
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El oficio de la pesca del camarón en altamar es un trabajo que se realiza durante seis meses al año. Durante este periodo los pescadores viajan lejos de la costa por un lapso de 20 a 30 días, y regresan a tierra a descansar unos pocos días, en lo que preparan el buque para su siguiente salida. Este tipo de pesca se considera una de las más importantes, debido a la generación de empleos a lo largo de las costas mexicanas, su valor comercial y las problemáticas sociales y administrativas que le atañen (Aguilar et al. 2010). Estos factores hacen aún más relevante el conocimiento de los saberes y el aprendizaje de los individuos que permiten el sostenimiento de un sector industrial. Las páginas posteriores se construyeron con la identificación de patrones narrativos en 86 entrevistas a pescadores de diferentes generaciones3 y experiencia laboral, tomando en cuenta las jerarquías del barco4 en el momento de la aplicación de la guía semiestructurada. Las entrevistas se realizaron en el Parque Industrial Bonfil, en la ciudad de Mazatlán, Sinaloa. Este municipio, ubicado al norte del país, concentra la mayor cantidad de embarcaciones camaroneras. 3
Este capítulo se desprende de mi tesis Vivir entre mar y tierra: cambio social y continuidad en el oficio de la pesca industrial del camarón en Sinaloa, para obtener en 2017 el grado como doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México. Para llevar a cabo la selección de la muestra se construyeron tres cohortes de tipo cualitativo, identificando los momentos de cambio más importantes en la estructura y organización del sector pesquero. A lo anterior se sumó la selección de los entrevistados, buscando la diversidad en la jerarquía ocupada dentro del barco en el momento de la entrevista, lo que otorgó una variabilidad interna y externa al estudio.
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Las jerarquías en un barco camaronero son las siguientes: Patrón o capitán. Es la jerarquía más alta dentro del barco; es el responsable de elegir las zonas de pesca, así como de mantener la seguridad y vida de los tripulantes. Es su responsabilidad llevar la mayor cantidad de producto. Motorista. Es el responsable de la máquina del barco, el sistema eléctrico del barco y la refrigeración del camarón. Cocinero. Es el encargado de preparar las tres comidas al día para alimentar a la tripulación y ayuda a descabezar y limpiar el camarón. Marinero. Generalmente son dos y manejan las redes y los equipos de pesca necesarios para tirar el lance; hacen guardias, ayudan a manejar la embarcación, y a descabezar, limpiar y acomodar en una tina el camarón. Ayudante de motorista. Es el encargado de ayudar al motorista y cuidar el producto cuando el barco llega al muelle. Pavo. Se trata del aprendiz que recibe órdenes del resto de los tripulantes. Debe realizar actividades como tirar el chango, que, como se señaló antes, es una red de prueba de camarón que se echa antes de tirar las redes; debe tener limpia la cubierta y ayudar al cocinero en caso necesario, etcétera.
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Navegar en el aprendizaje del oficio de pescador de altamar Con la finalidad de mostrar el potencial de análisis de las percepciones y prácticas en la conformación de los sistemas de aprendizaje en una ocupación, a continuación se recurre a una descripción de las prácticas corporales y sensoriales que los varones tienen que aprender o modificar para convertirse en pescadores de camarón en altamar. Este tipo de oficio demanda también un aprendizaje emocional, especialmente porque el aislamiento social de navegar durante alrededor de un mes conlleva que la vida cotidiana se realice en el mismo lugar. La relación analítica cuerpo-sentidos-emociones cobra sentido cuando situamos las prácticas en los entornos laborales, devela la experiencia y percepción de los sujetos que ejercen un oficio y permite indagar cómo está relacionada dicha experiencia con la configuración de ciertas formas de ser varón. El estudio de las prácticas y percepciones de los pescadores de altamar tiene que ver con el interés de indagar la manera en que los individuos son agentes partícipes en la construcción de un sistema de aprendizaje y circulación de los saberes. Esto implica pensar el aprendizaje lejos de las barreras que impone la relación entre lo abstracto y lo práctico, para preguntarse por la diversidad de elementos que lo conforman. Para lograrlo, se rastreó el inicio de la transferencia de conocimientos entre los integrantes cuando comenzaban el trabajo en el mar, especialmente porque en esta situación los pescadores comienzan a interactuar con el conjunto de individuos y agentes no humanos propios de la pesca del camarón. Lo anterior abre la posibilidad de analizar en acción la forma en que se asocia un conjunto de elementos que se interconectan en un espacio y tiempo. Como se verá, el aprendizaje de ciertos movimientos corporales, la modificación de algunos sentidos y el mantenimiento de un clima emocional considerado estable son centrales para realizar el trabajo de pescar y sobrevivir en altamar. El viaje en altamar El primer viaje es cuando el pescador sale a pescar camarón en altamar, ocupando la posición de pavo. Esta experiencia constituye un rito de iniciación que pone a prueba a los pescadores; su primer enfrentamiento con el mar, los artefactos y sus compañeros de trabajo. El barco en altamar no es
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el mismo artefacto que está anclado en el muelle, sin la interacción de las corrientes marinas o vientos, donde apenas se siente el ligero vaivén de las olas. Al zarpar, el desplazamiento del buque se intensifica y hace que la experiencia a bordo sea distinta a cuando está anclado. En tierra, el pescador está acostumbrado a caminar sobre una base firme; en su primer viaje el piso comienza a moverse constantemente. Ser el pavo es una experiencia que coloca al cuerpo en una situación extrema, desde sus movimientos hasta los sentidos y las emociones del pescador. En pocas palabras, cuando el pescador comienza a trabajar en el barco se hace consciente de sus propias limitaciones corporales. Este proceso de adaptación corporal se hace evidente a partir de algunas manifestaciones, la más importante es el mareo. Marearse en el primer viaje es una experiencia que todos los pescadores mencionan haber tenido, pues los sentidos se ponen a prueba y preparan al cuerpo para saber cómo moverse en el barco. Convertirse en pescador implica entonces transformar el cuerpo en un elemento más que, a su vez, se incorpora a los saberes necesarios que permiten la realización del oficio. A lo anterior se suma otro tipo de adaptaciones corporales, como acostumbrarse al olor del diésel y al ruido de la máquina del barco. Son olores y sonidos a los que las narices y oídos de los pescadores no están habituados. Los componentes químicos del diésel ocasionan que algunos pescadores se mareen al aspirarlo. Algo similar sucede con el ruido estruendoso de la máquina del barco, que tiene que estar encendida durante casi toda la travesía para poder navegar y encontrar camarones. Los sentidos se adaptan al entorno y modifican el cuerpo, es decir, los pescadores desarrollan el conjunto de capacidades de tolerancia al medio ambiente y coordinación corporal necesarias para mantenerse erguidos en el barco. Iniciar con mareos el primer viaje no exime a los pescadores de tener que aprender a manejar los objetos que componen el barco y permiten capturar el camarón. El pescador novato tiene que controlar su mareo y simultáneamente cumplir con las actividades que los otros tripulantes le ordenan. Así, el pavo aprende, mientras intenta mantener el equilibrio y tirar al mar una pequeña red para probar si hay camarones en la zona de pesca seleccionada por el capitán. El pescador aprende que el camarón desprende un ácido que quema sus manos si no utiliza guantes, y que en combinación con la arena puede ocasionar lesiones que requieren atención médica.
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Ilustración 1. Pescador en equilibrio sobre el barco en altamar
Ilustración 2. Manos quemadas de un pescador
Fuente: Barcos Camaroneros del Pacífico 5
Fuente: Barcos Camaroneros del Pacífico 5
Estos sufrimientos corporales forman parte de los ritos de iniciación; los marineros son indiferentes hacia los pavos en el primer acercamiento con los objetos y animales marinos, al no advertirles ni proveerlos de ciertos insumos, como guantes de hule o talco. Por lo general, los pescadores se niegan a reconocer el dolor porque eso implica también poner en duda su capacidad de adaptación en el primer viaje y confiesan sentir vergüenza por experimentar dolor o no lograr el trabajo asignado. Soportar el dolor o situaciones que se consideren difíciles es un elemento valorado por parte de la tripulación, para convertirse en pescador y continuar navegando. Estas son algunas de las reglas y normas establecidas que el pavo aprende como principiante. El barco es el espacio donde el pescador pasa gran parte de su vida, no solo trabajando sino también socializando con sus compañeros. A partir de 5
Barcos Camaroneros del Pacífico es una página en la red social Facebook creada para que los pescadores compartan fotos y opiniones.
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su tamaño, diseño y distribución espacial, el buque camaronero delimita el espacio y las formas de interacción de los pescadores. El aislamiento social forma parte de las características del oficio. La restricción espacial es un aspecto de la vivencia del trabajo, en que abona la distancia familiar y pérdida de relaciones sociales con amigos durante varios meses al año lejos de tierra. Convivir en armonía dentro del barco es la habilidad más importante que debe tener un individuo para convertirse y mantenerse como pescador. Una de las principales responsabilidades que tiene el capitán no solo es encontrar el camarón, sino lo que podríamos llamar la búsqueda de una estabilidad emocional entre los tripulantes. Esto quiere decir que es el encargado de generar un ambiente en el que las emociones permitan la convivencia sin conflictos. Cuando el aspecto emotivo se altera entre los tripulantes, se desequilibra también el trabajo de los otros y amenaza el objetivo común, que es pescar. Una de las emociones que emergen en las narraciones de los pescadores es la amargura, advierten que la gente en el barco se amarga, se siente frustrada, de mal humor y les es difícil estar tantos días en altamar. Los pescadores reconocen la manifestación de esta emoción en altamar como un aspecto negativo para la división social del trabajo dentro del barco. La amargura es una emoción compuesta por otras emociones como la tristeza y la ira, así como un sentimiento de disgusto, que hace evidente el deseo de no seguir trabajando en el barco. Esta emoción nos habla de la configuración de ciertos códigos y normas culturales que dictan el comportamiento esperado del oficio. Lo interesante de las narraciones de los pescadores es que señalan que la amargura tiene también una capacidad de contagio, en el sentido de que su expresión emocional puede ocasionar también amargura en los demás. El pasar de los días en el barco hace más difícil la convivencia en altamar; entre los extenuantes ritmos de trabajo y la distancia familiar se convierte en todo un reto ignorar la amargura de los otros. En este sentido, la amargura permite recordar la conexión entre el pescador y las normas que rigen su trabajo. La contención de la amargura es algo valorado, mientras que su expresión se percibe como algo negativo, dado que no es el comportamiento socialmente esperado dentro del barco. El encierro trae efectos en las relaciones sociales, esta es una condición laboral del oficio de la pesca, que interfiere tanto en el yo como en las interacciones que establece el pescador.
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Esta demanda de manejo emocional cobra sentido cuando los pescadores narran sus experiencias frente a huracanes y ciclones. La fuerza de estas entidades naturales puede provocar que su trabajo se convierta en una lucha de sobrevivencia frente al fenómeno que encaran, donde en ocasiones la batalla es ganada por las entidades naturales, lo que muestra su potencial para modificar el curso de una temporada o la vida misma de los pescadores. Estos elementos forman parte de las relaciones que establecen los pescadores en altamar e imprimen peculiaridad al oficio de la pesca industrial del camarón. Para mantener el barco a flote es necesario poner en acción los conocimientos y, sobre todo, compartirlos con los demás. La experiencia de quienes tienen más tiempo, como los capitanes, no solo transmite la confianza de los años de trabajo, sino también desempeña un papel central en el manejo emocional para mantener la calma. Para llegar a ser capitán es necesario haber sido, mínimamente, pavo y marinero. De quien ocupe el máximo puesto en el barco se espera un conocimiento de los contratiempos en el océano, adquirido con la experiencia laboral. Se considera primordial mantener la calma frente a lo que ellos llaman un mal tiempo, pues en este contexto el miedo es la principal emoción que debe enfrentarse para saber cómo dirigir los movimientos necesarios para que el buque no vaya a pique. Para mantener la calma y controlar el miedo es indispensable un control corporal y un despliegue del aprendizaje sensorial. Enfrentarse al mal tiempo implica que el desplazamiento del barco se mueva a tal punto de no poder sostenerse. La supervivencia conlleva que en el cuerpo de los pescadores se haya introyectado un acervo de conocimientos: manejo de redes, control del motor y el movimiento de las tablas para pescar, pues estas pueden matar con un golpe a un pescador. En tales situaciones, es imprescindible, el conocimiento de la embarcación a través del tacto pues el agua impide ver adecuadamente por dónde moverse dentro del barco, y, al mismo tiempo, es necesario direccionarlo de forma que no se hunda. Se requiere entonces del manejo colectivo de los objetos que componen este artefacto y la habilidad de cada tripulante para realizar con destreza la actividad asignada. Por ejemplo, el capitán debe conocer la dirección del viento y el movimiento de las olas que pegan sobre el barco. Debe saber ubicarse en la inmensidad del océano; es decir, apren-
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der a ubicarse por medio del conocimiento adquirido a lo largo de los años y del uso de un navegador, aunque el funcionamiento de este último es complicado cuando los vientos golpean con toda su fuerza. Por las razones anteriores, los pescadores perciben el oficio como un trabajo sacrificado. El aislamiento social y el peligro que acarrea la práctica del oficio forman parte de la experiencia laboral y la significación que los pescadores le otorgan a su trabajo. La mayoría de los pescadores entrevistados encuentran en este oficio una alternativa laboral para mantenerse a ellos mismos y a sus familias, la distancia se sobrelleva con el sentimiento de responsabilidad de proveer. En ocasiones, la angustia de no lograr una buena temporada de pesca pesa más que la posibilidad de encontrarse con un mal tiempo. La frase que utiliza un capitán entrevistado permite captar este sentimiento: “nosotros los capitanes no somos responsables de alimentar a siete trabajadores, sino de alimentar a siete familias”. El principal significado que los llamados hombres del mar le dan a su trabajo es el reconocimiento de proveer. El riesgo, la incertidumbre y el aislamiento social se resignifican mediante un sentimiento de orgullo, sacrificio y responsabilidad de cumplir un mandato central de la masculinidad: el varón como principal proveedor del hogar.
Despedidas familiares momentos antes de partir a altamar Ilustración 3. El beso
Ilustración 4. La despedida
Fotografías de Carolina Peláez González
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Ilustración 5. La bendición
Ilustración 6. Despedida familiar
Ilustración 7. El abrazo
Ilustración 8. Adiós, papá
Fotografías de Carolina Peláez González
Conclusiones En este trabajo se buscó mostrar la manera en que el sistema de aprendizaje y adquisición de conocimiento de un oficio involucra también un sistema corpóreo-sensible-emotivo. Una primera reflexión analítica es que las formas de experimentar y percibir el trabajo, por parte de los pescadores, son también un elemento importante en el flujo de conocimiento que permite la regularidad en el tiempo de una ocupación a través de la repetición de las prácticas sociales. Como se describió, el rastreo de estas prácticas puede aprehenderse a través de las prácticas y técnicas con las que el cuerpo es el principal director que orquesta la ejecución de las actividades en el momento de pescar.
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Tomar en cuenta las condiciones materiales y agentes no humanos que posibilitan y demandan transformaciones y la concientización sobre el manejo del cuerpo, como el mareo o el desarrollo del tacto, permite pensar el concepto de espacialidad no como espacio físico inerte, sino como un medio físico perfomativo. Es decir, puede ser cambiante y tener la capacidad para transformar las condiciones de la pesca en términos de posibilidad o imposibilidad, tal es el caso del mar como espacio laboral, que por momentos puede ser un ente hostil o la fuente principal de trabajo. La segunda reflexión es que una ocupación, como el oficio aquí presentado, puede demandar una coordinación corpórea como un elemento indispensable de la organización laboral. Dejar de sentirse mareado involucra un proceso de adaptación y socialización para poder acostumbrarse al trabajo. Por ejemplo, la equilibriocepción, esto es, el sentido del equilibrio y la capacidad de permanecer erguido, se ve trastocada y demanda una transformación de diversa información sensorial. Según Shannon Hoffman (2010), mantener el equilibrio depende de la interdependencia de diversos órganos del cuerpo, como la vista, el oído, el olfato, el tronco cefálico, las articulaciones y los tendones. Sacar al cuerpo de una base fija e introducirlo en un entorno de inestabilidad es un proceso de aprendizaje que implica una transformación corpórea-sensorial que resulta indispensable para pescar. Sin este aspecto el trabajo no se podría realizar. Asimismo, la capacidad de sobrevivir en altamar dependerá del aprendizaje de nuevas técnicas y de la interacción con agentes humanos y no humanos, pues aquí el cuerpo es el principal referente de saberes y enseñanzas. El primer viaje es una experiencia que el individuo tiene que vivir para hacer una vida laboral en la pesca, pues de la adquisición de nuevas habilidades corporales y emocionales dependerá su conversión en gente de mar o su regreso a ser gente de tierra. Una tercera y última reflexión consiste en señalar que las diferencias de género en espacios laborales son un elemento indisociable de la manera en que se perciben y demandan cierto tipo de conocimientos y transformaciones corporales y emocionales asociadas a características de masculinidad. Lo anterior se puede observar en dos aspectos: el primero es que el riesgo y la inseguridad se asocian con características masculinas; retar con la vida misma y, por tanto, con el cuerpo son posturas de peligro que se perciben propias de los varones. El riesgo de caerse al mar, golpearse con un algún objeto pesado o morir a causa de algún huracán posibilitan la reproducción de la
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configuración de esquemas de percepción asociados con la masculinidad de los pescadores. De esta manera, la experiencia corpórea-sensible-emotiva de los pescadores está vinculada con representaciones e imágenes asociadas a formas de masculinidad que permiten entender parte de la segregación ocupacional en este oficio: tolerar el dolor y el maltrato cuando se es pavo, contener la amargura y el llanto, no permitirse sentir miedo y arriesgar la vida son en su conjunto habilidades emocionales y corporales valoradas en esta actividad laboral y por el gremio pesquero. El trabajo de la pesca demanda un conjunto de prácticas corporales y emocionales a propósito de una normatividad de género. Esto significa entender que los procesos de construcción de la masculinidad se ordenan desde el cuerpo y su interconexión con materialidades y entes diversos. El pavo configura su masculinidad desde la interacción con otros miembros de la tripulación: no mostrarse débil frente a los otros, tener contacto con las herramientas y técnicas de pesca, enfrentarse con los primeros vientos, con animales marinos o bien con el ácido del camarón. Por ello, la experiencia del sacrificio de ser pescador adquiere significado y valor cuando soportar el aislamiento social y la distancia familiar trae como resultado el cumplimiento de un mandato de género central para los varones: el desempeño del rol de proveedor como un aspecto trascendente de la experiencia y significación atribuida a la actividad laboral. A partir de lo anterior es posible concluir con una generalización analítica que tiene la finalidad de provocar e invitar futuras investigaciones: todo sistema de aprendizaje se articula a partir de un sistema sensorial que permite adquirir y producir conocimiento. Lo anterior hace posible entender la centralidad que tiene la dimensión corporal y emotiva para toda forma de organización laboral, al ser un elemento que configura las formas de percepción de las personas. Este proceso de elaboración perceptual en torno a la ocupación, en que las diferencias de género se reproducen y pueden aprehenderse a partir del análisis de las prácticas y modos de interacción, abre una ventana más para observar el vínculo entre el género y el trabajo.
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Capítulo 5. Incorporando el mariachismo: una fenomenología del gesto musical
José R. Torres-Ramos
Introducción En este capítulo, exploro la performatividad de género desde una perspectiva etnomusicológica y utilizo una lente fenomenológica para ilustrar la manera en que los músicos y aficionados del mariachi moderno recurren a construcciones socializadas de machismo y mexicanidad para experimentar percepciones de auténtica musicalidad encarnada. Mediante metáforas descriptivas extraídas de relatos etnográficos con músicos y miembros del público, llego a la conclusión de que el afectar1 del machismo se percibe intersubjetivamente tanto a través de gestos del sonido —incorporado mediante el instrumento musical— como del movimiento corporal, que se convierte en un signo que indica un auténtico performance musical de la mexicanidad. Si bien algunos aspectos del estudio de la performatividad de género se han basado en la forma en que se presenta el cuerpo a través de su corporalidad, extiendo este enfoque para mostrar cómo el sonido musical se expresa y percibe de manera performativa con la incorpo-
1
Según Cedillo, Garcia y Sabido (2016: 15), "la palabra affect se ha traducido como afección ya que no es equivalente a afectividad ni afecto, sino que se relaciona con la manera en que el cuerpo es afectado por los otros y puede afectar emocionalmente". Siguiendo sus consideraciones, se usa el término afección y el verbo afectar en este texto.
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ración de los instrumentos musicales en los movimientos del cuerpo culturalmente aprendidos. Las ideas sobre el género están profundamente arraigadas dentro del mundo discursivo del mariachi moderno en México.2 Desde las letras de las canciones hasta la técnica instrumental, incluyendo los gestos encarnados, el mariachi moderno mantiene una práctica simbólica de machismo estético, andamio de una percepción de auténtica mexicanidad musical. Chlöe Alaghband-Zadeh (2011) sostiene que la capacidad de la música para interpretar el género depende del hecho de que la mayoría de los músicos y oyentes entienden que las interpretaciones exitosas son expresiones auténticas de la vida interior del intérprete —y yo añadiría la del oyente. Para la autora, tales actuaciones son lo que Butler llama la “suplantación persistente que pasa como lo real” (1999: xxviii). Esta sensación perceptual de naturalidad se ve reforzada por la cualidad potente y de afección que tiene la música. Escuchar o interpretar música involucra a los individuos en una experiencia intersubjetiva íntima, aparentemente directa, un mundo experiencial y musical que disfraza las capas del encuadre discursivo y las convenciones culturales aprendidas que refuerzan este imaginario. Debido a que la música está poderosamente encarnada, una consecuencia de ello es que, cuando los cuerpos practican y actúan la música, las técnicas trabajan para producir subjetividades particulares —de género, clase, encarnadas. De modo que es posible “vincular los movimientos corporales y las sensibilidades de una forma de arte con los tipos de subjetividad que producen” (Weidman 2012: 215). Por lo tanto, la música es un espacio invaluable para considerar la manera en que el género y las percepciones sensoriales se entrecruzan con la experiencia intersubjetiva. En este capítulo, exploro el machismo como percepción estética de la autenticidad musical experimentada en el performance del mariachi moderno, un proceso al que me refiero como mariachismo. Como ocurre con muchas formas de cultura —es decir, comida, ropa, arte—, la autenticidad3 es una construcción poderosa que expresa un valor estético apegado a una experiencia sensorial por parte de un perceptor, 2
El mariachi moderno del siglo xx es una versión comercialmente apropiada del mariachi tradicio nal, un conjunto campesino de cuerdas, música y danza que data de mediados del siglo xix.
3
En este estudio, la autenticidad designa una percepción intersubjetiva compartida de una actuación musical genuina, basada por imaginario estético del machismo.
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que generalmente está impregnado de afección emocional. En las tradiciones folclóricas o populares, a menudo, las características de un grupo social particular se reflejan y/o reproducen, generando una noción de identidad colectiva experimentada como auténtica expresión musical. Sugiero que el proceso de experimentar autenticidad musical puede incorporar percepciones de género naturalizadas de la masculinidad y la feminidad. En este caso, los gestos del machismo construyen un imaginario musical de performatividad sónica-somática experimentada intersubjetivamente por los intérpretes y el público (Butler 1999). En el campo de los estudios sensoriales, esto es relevante en cuanto que la música es un proceso multisensorial tanto para los intérpretes como para los perceptores, en el que todos los sentidos y movimientos del cuerpo participan en un performance. La música se concibe típicamente como una experiencia auditiva única y, como tal, el sonido toma un papel importante en la percepción de la autenticidad. Sin embargo, en un contexto de performance en vivo —o incluso a través de medios visuales—, el cuerpo de un músico mantiene el mismo potencial afectivo mediante gestos performativos que puedan expresar una noción de autenticidad estética. Un ejemplo de esto serían los guitarristas de heavy metal, que a menudo mueven sus torsos superiores —incluida su cabeza—, con los brazos extendidos mientras tocan el instrumento, en un movimiento de atrás para adelante. Este gesto de head banging significa una afección auténtica musical a menudo correspondida por el público. Si en una actuación el sonido es un producto de los instrumentos musicales incorporados en el movimiento del músico, entonces el gesto sonoro se puede considerar parte del reino somático del espacio gestual. Los gestos corporales y sonoros realizados por los mariachis modernos mantienen un “acento masculino pesado” (Gutmann 2007: 224), afectando los imaginarios simbólicos del machismo y la mexicanidad. Reconociendo la amplia variabilidad de las masculinidades en México, entiendo el machismo como un tipo de “masculinidad hegemónica” y aquí destaco su papel de afectar la expresión musical (Connell 2005). Aunque no prevalece ningún modelo de género, los hombres mexicanos a menudo han sido caracterizados uniformemente como machistas en la literatura (Gutmann 2007; Limón 1990; Mendoza 1962; Paredes 1971; Peña 1991 y 2006). Gutmann sostiene que la antropología ha sido históricamente cómplice en la creación de estereotipos como el del macho mexicano para describir
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el carácter nacional y la mexicanidad (2007: 248). La literatura antropológica reciente ha postulado la ineficacia de tratar de diferenciar una forma omnipresente de masculinidad en México o América Latina. Sin embargo, históricamente, dentro del imaginario cultural popular del cual el mariachi es una iteración, “México ha llegado a significar el machismo y el machismo ha llegado a significar a México” (2007: 224). En realidad, el machismo no es reductible a un conjunto coherente de ideas sexistas ni es simplemente una forma de “conciencia” o “ideología” en la comprensión clásica del concepto, sino que es “un campo de relaciones productivas” (Lancaster 1992: 19) que refleja ciertas formas hegemónicas de masculinidad, encarnadas en ciertos cuerpos y en ciertas prácticas que, dentro del performance, se ritualizan a través de la reiteración constante. Para los propósitos de esta investigación, el machismo se interpreta como un afectar estético designado por un compuesto de rasgos hipermasculinos de comportamiento, manifestados mediante una praxis corporal que constituye una dicotomía simbólica entre las características masculinas y femeninas ideales. El gesto se define como la acción visible intencional y corporal utilizada como —o como parte de— la emisión, que a su vez se define como el acto de dar información (Kendon 2004). Comenzando con un movimiento de la muñeca en un ataque inclinado, hasta el rebote de un antebrazo mientras se rasguea la vihuela, el mariachismo se representa por gestos performativos generados por la postura de las piernas, mediante movimientos contundentes de los apéndices que extienden timbres sonoros a lo largo del instrumento, convirtiéndose en una completa encarnación de la performatividad musical masculina. Aunque típicamente analizado a través del movimiento corporal y en particular la acción manual, propongo un estudio etnomusicológico del gesto musical sónico-somático desde una perspectiva fenomenológica, que incluye la incorporación absoluta de la postura corporal, la ejecución instrumental y lo que Chloe Alaghband-Zadeh (2015) llama “performatividad sónica”. El juego perceptivo y estético de los gestos masculinos personificado por el mariachi está, en parte, arraigado en el habitus, lo que Bourdieu describe como “los esquemas o estructuras de percepción, concepción y acción duraderas”, una encarnación física de lo cultural capital (2005: 43). Estos hábitos arraigados, habilidades y disposiciones se basan en nuestras experiencias de vida y se extienden a nuestras sensibilidades estéticas, es decir, nuestro “gusto” por los objetos culturales. El habitus entrena
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el cuerpo a su estilo y los gestos son el “rastro kinestésico” visible de ese aprendizaje (Young 2011). Bourdieu (2001) conceptualiza una somatización del género dentro del habitus que se graba en los cuerpos y opera para naturalizar el orden social, volviéndolo ahistórico y deshistorizado (véase también Butler 1993). Aunque existe la posibilidad de numerosas performatividades de género, el hecho de que el gesto sea un movimiento perceptual basado en una experiencia intersubjetiva necesaria para la comprensión refuerza el papel significativo que desempeña el habitus en las percepciones del cuerpo vivido. Un mariachi puede asumir una identidad lésbica u homosexual en su vida personal y aun así mantener el potencial para asumir un papel musical del charro macho, realizado a través de gestos educados en el habitus. El cuerpo mariachero es tanto producto como símbolo de un ser del género creado socioculturalmente. Cuando se realizan, los patrones culturales de comportamiento moldeados por el habitus —incluidas las expectativas, creencias y normas— expresan lo musicalmente verdadero o auténtico para esta realidad intercorporal. En una actuación del mariachi, el gesto musical ejemplifica una sensibilidad estética del machismo dentro de los músicos y artistas que engendran autenticidad mediante los “modos somáticos de atención” (Csordas 1993).
Mariachismo: la auténtica mexicanidad musical Como subproductos culturalmente apropiados por el proyecto nacional para la modernización y construcción del Estado durante el periodo posrevolucionario de México, el mariachi moderno, junto con el tequila y la charrería, comprenden una trinidad simbólica de la mexicanidad, alternativamente conocida como “lo mexicano”. Estas tradiciones estaban muy arraigadas, tenían características idealizadas de machismo y se fusionaron como íconos inseparables dentro del discurso de la identidad cultural nacional mexicana (Toxqui 2015). Para los intérpretes y aficionados del mariachi moderno, esto se transmite mediante el mariachismo, un término que asigno a una fenomenología del machismo estético, experimentado intersubjetivamente a través de gestos musicales de sonido, lírica y corporalidad. De esta manera, se crea un mundo experiencial que hace resonancia de las normas tradicio-
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nales del género y sexualidad. La eficacia performativa del mariachismo extrae una sustancial energía experiencial del machismo y, cuando se enreda con el discurso amplio de la mexicanidad, se convierte en un componente esencial de la autenticidad musical. Bourdieu (2001) propone que el habitus produce esquemas de percepción del género, diferencialmente valorados y generados normativamente, legitimando una relación de dominación masculina —machismo, mi énfasis— que está incrustada en la naturaleza biológica, que en sí misma es una construcción social naturalizada. Estos esquemas impregnan todas las formas de expresión cultural que significan una experiencia compartida, y permiten que el machismo se transforme en afección estética a un nivel inconsciente. En el mundo experiencial del mariachismo, la dominación y la agresión se transforman en afecciones romantizadas, expresados musicalmente como emoción, sentimiento, fuerza, ponche, sabor y estilo —todas las percepciones performativas de la musicalidad del mariachi experimentada a través de presentaciones ritualizadas del ser mexicano auténtico. Para Mulholland, el mariachi se une con otras narrativas nostálgicas de los “mitos mexicanos” (ver Bartra 2002; Florescano 1994 y 1995; LomnitzAdler 1992; Monsiváis 1997; Paz 1998) en un proceso que es parte de “las estrategias más grandes de las imaginaciones, performances y producciones de la mexicanidad” (2007: 251). Ella sostiene que estos mitos circulan a través de imágenes icónicas, creando un imaginario cultural de México mediante el discurso de canciones, películas, telenovelas, textos escolares, revistas, arte público y en la moneda. Sin embargo, esta conclusión no toma en cuenta la potencia experiencial del mariachi para afectar musicalmente un modo de ser. El mundo experiencial del mariachismo revela una historia amplia de la construcción del género y el nacionalismo en México. Después de la Revolución mexicana, el género se convirtió en una herramienta discursiva para construir la mexicanidad. Aunque la Revolución pretendía generar una reforma liberal, un “proyecto nacional moderno centrado en el hombre” (De la Mora 2009: 2), marcó el comienzo de una concepción paternalista conservadora del gobierno que incluía una ideología del machismo “moldeada por la misoginia y homofobia” (Domínguez-Ruvalcalba 2007: 4). El machismo se convirtió en una ontología esencial dentro del discurso de la mexicanidad. Estaba fuertemente asociada a la virilidad y promovía una identidad colectiva que abarcaba instituciones patriarcales
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tradicionales como la familia, la homosocialidad y la heterosexualidad (2007: 4). El discurso de género ligado con la mexicanidad se convirtió en lo que Mulholland (siguiendo a Geertz 1973) refiere: “una historia significativa e importante que los mexicanos cuentan sobre sí mismos”, una narrativa inmortalizada por películas y grabaciones (2007: 250). Los géneros cinematográficos, como la comedia ranchera, inventaron el imaginario romántico del charro cantor como un hacendado paternalista, que conquista los corazones de las mujeres mientras bebe tequila, usa una pistola para enfrentarse a los rivales, y canta acompañado del mariachi moderno. Al emplear el arquetipo del macho charro, la comedia ranchera unió charrería, tequila y mariachi, y afirmó así la mexicanidad dentro de un orden social de género, respetando la familia y la iglesia —los dos pilares de la autoridad moral—; sin embargo, fue sobre todo un homenaje al paternalismo y al machismo (Doremus 2001: 97). Como acompañamiento principal y musical del charro del cine, el mariachi moderno contribuyó a fabricar un imaginario cultural de la mexicanidad en un proceso que llegó más allá de las actuaciones cinemáticas: a presentaciones en vivo y grabaciones comerciales, esencializando las construcciones simbólicas del machismo como el ideal nacional. De forma análoga a sus actuaciones cinemáticas, la difusión se logró musicalmente mediante “la ejecución de acciones y la observación de preceptos que transmiten una idea del macho” (Domínguez-Ruvalcalba 2007: 85). Se asumieron posturas y gestos performativos similares a los del charro del cine que también influyeron en la técnica instrumental. Los rasgos característicos del machismo —agresión, dominio y fuerza decretados por vía de la disociación estoica de los atributos femeninos—, fueron prefabricados como afecciones sónicas-somáticas y encarnados dentro de la práctica musical del mariachi moderno. Si, como Butler (1990) sugiere, el género es performativo, un aura aparentemente naturalizada e inevitable se produce en virtud de una serie de actuaciones reiterativas. En este sentido, un performance del mariachi se realiza según lo que Connell llama “el comportamiento masculino de la masculinidad”, un producto histórico de “hacer el género de una manera culturalmente específica” que, como práctica social, organiza la conducta de la vida cotidiana (2005: 68). Gutmann discute que “las identidades masculinas mexicanas en el siglo xx han sido consistentemente asociadas con el prestigio y la política de la
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nación emergente [...] una expresión concentrada de las conexiones históricas, sistémicas y corporales entre la mexicanidad y los hombres mexicanos” (2007: 244). Refiriéndose a Marx, reitera que el género y las identidades nacionales son abstracciones; sin embargo, incluso las categorías más abstractas son históricamente determinadas —y yo agregaría que, mediante el habitus, culturalmente también. El mariachi presenta el machismo como una afección estética “no ejercida en la lógica pura de conocer las conciencias sino a través de los esquemas de percepción, apreciación y acción que son constitutivos del habitus y que, por debajo del nivel de las decisiones de la conciencia y los controles de la voluntad, establece una relación cognitiva que es profundamente oscura para sí misma” (Bourdieu 2001: 37). Teorizo que los gestos que señalan el mariachismo son, por una parte, consecuencia del habitus, al operar a un nivel de inconciencia, ser aprendidos intercorpóreamente y ser expresiones naturalizadas de un tipo de masculinidad hegemónica. La presencia del cuerpo masculino en primer plano vestido con traje de charro, bebiendo tequila, cantando un hedonismo de sufrimiento por las letras de las canciones, usando una técnica de fuerza musical, se funden en una actuación que afecta un imaginario del ser mexicano auténtico. Más que una consciente deliberación, el gesto musical es un despliegue dinámico de una relación entre cuerpos y cosas.
La fenomenología del gesto musical Al definir el gesto, Adam Kendon (2004) recurre a una formulación de Goffman que señala que cada vez que las personas están presentes emiten información incorporada a través de “mensajes expresivos” (1963: 13). Mientras que Kendon enfatiza la “expresividad deliberada” del gesto (2004: 15), Goffman en realidad hace hincapié en los mensajes expresivos que preservan “la ficción de que son incalculables, espontáneos e involuntarios” (1963: 14). Las acciones gestuales que realiza un cuerpo pueden considerarse intencionales, pero desde una perspectiva fenomenológica, están fuera de la conciencia. Katharine Young, refiriéndose a Drew Leder (1990), describe que en la acción de levantar un cuchillo y cortar una rebanada de pastel la mano desaparece de la autoconciencia cuando “el cuerpo continúa con su
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compromiso con las cosas” (2011: 60). Antes de cumplir con la acción de recoger, la mano se adapta al mango del cuchillo; es lo que Martín Heidegger llama el utensilio de una herramienta que ya habita el cuerpo como parte de su enfoque anticipatorio hacia el mundo (Heidegger 1996: 5). Aunque existe la intención de comer la rebanada de pastel, la forma en que funciona la mano es lo que Merleau-Ponty llama la significación motriz, el proceso de un cuerpo que opera sin pensar (1993: 127). Young propone que todos los gestos muestran significación motriz, de modo que, cuando actúan, el cuerpo desaparece y reaparece en el pensamiento sobre dicha actuación, lo que Merleau-Ponty llama significación intelectual (1993: 127). Cuando pensamos, nuestros cuerpos aparecen como un objeto de nuestra conciencia, en términos de lo que representan para nosotros. En el habitus, la educación cultural del cuerpo ocurre a través de una intercorporalidad encarnada, un concepto que destaca el papel de la interacción social en la construcción de los comportamientos corporales. La encarnación nunca es independiente, al estar siempre mediada por nuestras interacciones continuas con otros cuerpos humanos (Weiss 1999: 5). Nuestra intersubjetividad con los demás es tangible y corporal, y se logra al centrarse en la relación entre el propio cuerpo y el del Otro. Al percibir los gestos corporales del Otro, y llevar a cabo la misma acción a través de la intencionalidad fenomenológica, se comprende su significado perceptual, sensoriomotriz y no conceptual. Un mariachi toca el violín con gestos musicales performativos, representando la significación motriz. Así, los movimientos invisibles del cuerpo son consecuencia de la práctica reiterada y la ejecución del instrumento. También representa la significación intelectual en cuanto a la manera que el músico desea presentar su cuerpo al público. En ambos casos, el cuerpo actúa en relación con el habitus en el que los valores normativos del género y sexualidad se constituyen e incorporan. En el habitus, los diversos actos, posturas y gestos realizados constituyen la identidad que se expresa o revela. El papel del machismo como significante de la mexicanidad permite a quienes están endoculturados en este ámbito experimentar su afectación, aceptándolo como una expresión auténtica de la identidad cultural. Se reúne la intersubjetividad de los cuerpos culturalmente educados que habitan en un mundo de significados que afectan las percepciones de actos como expresión auténtica. Mi análisis fenomenológico se extiende más allá
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de la corporalidad, incluyendo la incorporación de los instrumentos que, al momento de tocar, forman el sonido bajo una gestualidad musical.
El gesto musical del mariachismo Según los músicos y aficionados, el mariachismo se expresa tanto a través de gestos corporales como de los sonidos que se gesticulan musicalmente por la incorporación de instrumentos y la técnica musical. Ninguno de los dos es necesariamente más potente, pero a menudo ambos trabajan en conjunto para expresar una noción de musicalidad auténtica. Al formar parte de una investigación más amplia para mi tesis doctoral, este trabajo de campo se realizó en la Ciudad de México, específicamente entre los mariachis que trabajan en la Plaza Garibaldi y los aficionados a quienes conocí mientras asistía a varios eventos musicales. Utilizando un enfoque etnográfico, combino entrevistas informales, conversaciones personales, transcripciones musicales y análisis de videograbaciones del performance, incluidas mis propias observaciones de participantes de una amplia experiencia en el trabajo con músicos de mariachi en Garibaldi. A partir de los datos etnográficos recopilados hasta el momento, he utilizado el análisis fenomenológico para examinar las descripciones metafóricas de la musicalidad del mariachi moderno para observar la manera en que las nociones socializadas del machismo desempeñan un papel en las percepciones de la autenticidad musical. Como estudio de la experiencia, la fenomenología proporciona un enfoque extremadamente útil para examinar tanto la experiencia intersubjetiva como la corporeidad dentro de la interpretación musical. Un sábado temprano, visito a don Víctor Lemus, director del Mariachi Emperadores, uno de los grupos profesionales más conocidos en la Ciudad de México. Platicamos la verdad de que los mariachis de México suenan de manera distinta a los de los Estados Unidos u otros países en América Latina. Él dice que es cierto y le pregunto si puede describir las cualidades de musicalidad auténtica del mariachi: responde que se trata de un estilo distinto, una forma de ejecución que involucra tanto la presentación del cuerpo —incluido el vestuario— a través del movimiento como el fraseo musical ejecutado en el instrumento, que se distingue al escucharlo. Don Víctor
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menciona a Juan Ortiz, un trompetista de Los Emperadores, como un ejemplo de sonido auténtico. Cuando Juan toca, su sonido se escucha “fuerte” y “muy pastoso”. La metáfora me parece interesante ya que la masa es gruesa y maleable, lo cual se traduce en la flexibilidad de la forma y en su expansión cuando se llena de aire. Esta caracterización describe una noción del estilo auténtico musical contingente de aspectos materiales del sonido musical. Chloë Alaghband-Zadeh (2015) analiza los aspectos sociales del sonido musical y da sentido a sus características, las cuales desempeñan un papel en los amplios procesos sociales a la luz de la performatividad del género. Invocando a Butler, Alaghband-Zadeh abstrae la performatividad sónica como una forma en que las cualidades sónicas de la música actúan el género (Alaghband-Zadeh 2015). La performatividad sónica de un trompetista mariachero expresa fuerza y dominio mediante un acento “masculino” del sonido gesticulado. Desde mi experiencia como trompetista mariachero, la interpretación estilística se basa en la forma en que se expresa el flujo de aire, utilizando un timbre pesado articulado con vibrado rápido. Esto incluye estirar y jalar las notas individuales para hacer que la frase sea más emotiva al imitar el estilo de canto del mariachi. Cuando se tocan los sones, las notas suenan con más fuerza y menos vibrato, pero están acentuadas con giros que embellecen una frase completa. Este proceso de gesto sónico no es el mismo para todos los músicos ya que existen variaciones sutiles entre la velocidad del vibrato, la forma de los giros y la manera en que los respectivos trompetistas del mariachi “cantan” una frase. A partir de mis observaciones, tanto en vivo como en video, los trompetistas de mariachi en México juegan con un sonido penetrante muy fuerte. La metáfora descriptiva de don Víctor, de la ejecución de Juan, ilustra un sonido denso que llena el espacio. Aunque es contundente, no es rígido, pero sí flexible para el fraseo musical; es un gesto sonoro performativo comparable con una postura de piernas abiertas utilizada por algunos hombres que sugiere dominio. En este caso, el sonido tiene un significado simbólico de dominación a través de la expansión del aire que se expresa como un gesto musical. Le pregunto a don Víctor si estas ideas se transfieren a la guitarra y la vihuela y él afirma que sí, pero le resulta difícil describirlo en palabras. Mientras trato de obtener detalles más específicos, me dice “déjame mostrarte” al tiempo que busca su estuche de guitarra. Al sacar la guitarra, dice,
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“por ejemplo, en los sones como ‘La Negra’, hay cierta manera de golpear”, y luego procede a golpear, con púa en la mano derecha, un patrón de cuatro tiempos usando notas corcheas sobre el acorde de sol, usando trazos hacia arriba y hacia abajo, en un estilo métrico muy recto y equilibrado (véase la figura 1). “Esto es muy blandito, sin estilo o ponche”, a continuación, reproduce el patrón de nuevo con trazos más fuertes, ligeramente irregulares, de modo que el golpe para abajo es más pesado que el golpe para arriba (véase la figura 2). Abre los tres dedos inferiores de su mano derecha mientras maniquea4 cada acorde (efecto llamado abanico), y mueve muy rápido el trazo de arriba hacia abajo, haciendo que las notas suenen desiguales o forzadas. “Este tiene más estilo y ponche”,5 dice mientras mueve la cabeza al ritmo de la música que toca. Le pregunto “¿Es como un gesto musical?”, y él responde: “Sí, exactamente, es un gesto musical”. El significado codificado en los gestos sonoros corporales es descifrable al observar las metáforas utilizadas para describirlo, como “ponche” y “estilo”. Hay dos aspectos que deseo destacar. El primero es el reconocimiento de don Víctor de la ejecución estilística como un gesto, la acción visible transmitida por el músico (corporalmente) a través del instrumento y decodificado por una persona (receptor) a través de la percepción sensorial. El segundo es la manera en que el instrumento musical desempeña un papel importante en el proceso de transmisión. Para ayudar a entender los ejemplos de don Víctor, he esbozado, en la figura 1, un patrón de cuatro tiempos de notas corcheas, usando flechas para indicar los manicos hacia abajo y hacia arriba de la mano derecha. En la figura 2, utilizo un patrón de corcheas punteado con semicorcheas, que se asemeja más a lo que se está tocando aunque, en la mayoría de la música escrita, el patrón se escribiría usando solo notas corcheas, como en la figura 1. También he esbozado los acentos (>) y los efectos del abanico (≈), ambos reproducidos en los trazos hacia abajo.
4
El “manico” es el patrón de movimiento del trazo de la mano derecha. “Maniquear” es tocar los manicos.
5
Anglicismo que viene de la palabra punch, es decir, se trata de un golpe de puño, y en este contexto significa fuerza, tanto en sonido como en la ejecución musical.
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Incorporando Incorporandoel elmariachismo marIachIsmo Incorporando el marIachIsmo
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Figura 1. Patrón de cuatro tiempos Figura Figura 1. 1. Patrón Patrón de de cuatro cuatro tiempos tiempos
Deliberadamente he separado los trazos hacia abajo otra vez, ya que Deliberadamente Deliberadamente he he separado separado los los trazos trazos hacia hacia abajo abajo otra otra vez, vez, ya ya que que esta es una representación visual más cercana de lo que está tocando don esta es una representación visual más cercana de lo que está tocando don esta es una representación visual más cercana de lo que está tocando don Víctor. En las partituras escritas, el músico de mariachi “de colmillo” y Víctor. Víctor. En En las las partituras partituras escritas, escritas, el el músico músico de de mariachi mariachi “de “de colmillo” colmillo” yy conocimiento tiene lalaexpectativa de poder leer un compás de música como conocimiento conocimiento tiene tiene la expectativa expectativa de de poder poder leer leer un un compás compás de de música música como como en la figura 1, pero con la esperanza de que sepa reproducir los gestos transen la figura 1, pero con la esperanza de que sepa reproducir los gestos transen la figura 1, pero con la esperanza de que sepa reproducir los gestos transcritos en lalafigura 2. critos critos en en la figura figura 2. 2. Figura 2. Patrón de cuatro tiempos con acentos Figura Figura 2. 2. Patrón Patrón de de cuatro cuatro tiempos tiempos con con acentos acentos
Uno podría preguntarse ¿cómo esesesto diferente de un músico de jazz Uno Uno podría podría preguntarse preguntarse ¿cómo ¿cómo es esto esto diferente diferente de de un un músico músico de de jazz jazz que toca swing? Las notas también infieren una interpretación estilística que toca swing? Las notas también infieren una interpretación estilística que toca swing? Las notas también infieren una interpretación estilística de leer una partitura. No es diferente, tanto los mariachis como los múside de leer leer una una partitura. partitura. No No es es diferente, diferente, tanto tanto los los mariachis mariachis como como los los músimúsicos de jazz “gesticulan” musicalmente; sin embargo, para los mariachis, el cos de jazz “gesticulan” musicalmente; sin embargo, para los mariachis, cos de jazz “gesticulan” musicalmente; sin embargo, para los mariachis, el el gesto sesepuede reconocer como una noción simbólica del machismo musigesto puede reconocer como una noción simbólica del machismo musigesto se puede reconocer como una noción simbólica del machismo musical revelada mediante el análisis de descripciones verbales yymetafóricas cal cal revelada revelada mediante mediante el el análisis análisis de de descripciones descripciones verbales verbales y metafóricas metafóricas del performance. del performance. del performance. Para los violinistas del mariachi, la técnica auténtica implica tocar elel Para Para los los violinistas violinistas del del mariachi, mariachi, la la técnica técnica auténtica auténtica implica implica tocar tocar el instrumento de una manera “no femenina”, esesdecir, con rasgos de fuerza instrumento de una manera “no femenina”, decir, con rasgos de instrumento de una manera “no femenina”, es decir, con rasgos de fuerza fuerza percibidos como masculinos. Al hablar con elelentonces director de la Escuepercibidos percibidos como como masculinos. masculinos. Al Al hablar hablar con con el entonces entonces director director de de la la EscueEscuelalade Mariachi Ollin Yolitzli, Álvaro Mora —violinista de 46 años que ha la de de Mariachi Mariachi Ollin Ollin Yolitzli, Yolitzli, Álvaro Álvaro Mora Mora —violinista —violinista de de 46 46 años años que que ha ha tocado mariachi en la Plaza Garibaldi desde su niñez—, le pregunté la difetocado mariachi en la Plaza Garibaldi desde su niñez—, le pregunté la difetocado mariachi en la Plaza Garibaldi desde su niñez—, le pregunté la diferencia entre un violinista clásico y un mariachero, y al principio dijo, los rencia rencia entre entre un un violinista violinista clásico clásico yy un un mariachero, mariachero, yy al al principio principio dijo, dijo, los los “mariachis usan más arco con un ataque más fuerte”. Luego continuó dicien“mariachis usan más arco con un ataque más fuerte”. Luego continuó “mariachis usan más arco con un ataque más fuerte”. Luego continuó diciendiciendo con una leve sonrisa: “perdón que te lolodiga así, pero tienes que tocar con do do con con una una leve leve sonrisa: sonrisa: “perdón “perdón que que te te lo diga diga así, así, pero pero tienes tienes que que tocar tocar con con huevos”. Esta metáfora sexual explícitamente conceptualiza que la musicalihuevos”. Esta metáfora sexual explícitamente conceptualiza que la musicalihuevos”. Esta metáfora sexual explícitamente conceptualiza que la musicali-
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dad mariachera está vinculada a una noción masculina y esta expresión, en estos términos, la he escuchado antes en otros músicos. Durante una entrevista, Gregorio Ruiz, un lutier de instrumentos y mariachi de Garibaldi, describió que los músicos clásicos tocan el violín con mucha delicadeza y, al explicarlo, hace gestos físicos que sugieren una acción corporal “afeminada”. Ruiz sostiene que cuando los violinistas entrenados clásicamente tocan música de mariachi, usan muy poca inclinación y su respuesta a esto es decirles “mejor te doy un lápiz para tocar”. En este ejemplo, el punto focal de la musicalidad es lo largo del arco, y la comparación con un lápiz podría indicar una metáfora fálica. Si bien no se aborda directamente el sonido del violín en un performance de mariachi, la caracterización del ataque del arco en estos ejemplos sugiere de manera indirecta la manera en que la performatividad sónica afecta una sonoridad musical agresiva y penetrante. Esta caracterización es compartida por los demás elementos del ensamble musical. En una ocasión en la que me tocó observar un ensayo del Mariachi Emperadores, el grupo estudiaba la música y voces de un popurrí de canciones de Veracruz. Durante una sección que repasaban, los muchachos sintieron que el impacto musical no era suficiente. En uno de los momentos, David Vásquez, quien tocaba el guitarrón, se dirigió a los otros elementos diciendo: “hay que tocarle como si estuvieras dando un putazo” [sic.]. Los otros músicos asintieron y mientras se preparaban para repasarlo de nuevo, Camello, uno de los violinistas, comentó: “Como si fueras a dar un madrazo”. El uso de los términos “putazo” y “madrazo” refiere actos simbólicos de violencia y agresión, así como a la sexualidad y la superioridad masculinas. Las frases indican que los mariachis deben interpretar con agresión musical para mostrar su musicalidad auténtica. Los gestos visibles del cuerpo de un mariachi también impactan la percepción de una musicalidad genuina. Una noche, mientras cenaba en casa de Julio Martínez, un exintegrante del Mariachi Vargas de Tecalitlán, hablé de mis ideas del machismo y el mariachi, con él y su esposa Angelina. Platicamos sobre un concierto reciente del Mariachi Vargas que organizó Julio, pero en el que no se presentó al no pertenecer al grupo. Mencioné que, en mi opinión, el grupo no sonó musicalmente tan fuerte como en otros conciertos a los que he asistido. Tanto Julio como su esposa parecieron estar de acuerdo, y así comenzó un discurso sobre los motivos de esta percepción. Angelina no es música, pero
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como esposa de un mariachi profesional ha sido una espectadora informada durante más de 25 años. Ella habló sobre la manera en que un mariachi tenía que ser vibrante al momento de presentarse y estuvo de acuerdo con que el machismo proporciona la energía que mueve un performance de mariachi. En cierto punto, ella levantó sus brazos y los sacudió en el aire con los puños apretados, haciendo una mueca intensa mientras decía: “El mariachi tiene que tocar con fuerza y tienen que pararse bien y tocar sus instrumentos y cantar con mucha seguridad”. La idea de pararse con seguridad e incorporar ciertos movimientos sugiere que el mariachi auténtico conlleva una gestualidad de autoridad y potencia. Desde la perspectiva de un músico desentrenado, los comentarios de Angelina indican que los gestos encarnados del mariachi son tan importantes como el sonido en sí mismo, para la musicalidad auténtica. Tabla 1. Resumen de las descripciones metafóricas del mariachismo
Percepción sensorial
Descripción metafórica
Significación del mariachismo
gesto sonoro de la trompeta
“se escucha fuerte y pastoso”
fuerza y penetración
gesto sonoro de la guitarra
“se escucha con ponche”
fuerza
gesto corporal del violín
“tocar con huevos”
sexo masculino
gesto corporal y sonoro del ensamble
“tocar como si estuvieras dando un putazo o un madrazo”
agresión, dominación, sexo y sexo masculino
gesto corporal
“pararse bien y tocar con fuerza y seguridad”
fuerza y dominación
gesto corporal
no estar riendo/más estoico
dominio
Con Mario Moreno, vihuelista del Mariachi Emperadores, conversé sobre los elementos actuales del Mariachi Vargas. Mario criticó a Gil, quien toca la vihuela, a propósito de que su ejecución instrumental era demasiado “blandita” y “carente de potencia”. Además, señaló sarcásticamente que “Él no toca, solo sonríe en el escenario”. Según Mario, el comportamiento más estoico en el escenario representa dominio, lo que sugiere que el esquema del cuerpo encarna la musicalidad. Mario considera que Gil es un músico no tan potente como el que tocaba la vihuela con el grupo anteriormente. Víctor Cárdenas, más conocido por su apodo de El Pato, “era un chingón para la vihuela y su estilo de tocar es muy distinto”. Mientras decía esto, imitó tocar la vihuela
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con sus brazos y manos, moviéndose en el aire forzadamente y con una cara seria. Las analogías descriptivas usadas en estos relatos etnográficos indican los esquemas corporales mediante los cuales se valoran los gestos en una actuación de mariachi; es decir, se explican la fuerza, el dominio, el estoicismo, entre otros rasgos ideológicos del machismo, como un auténtico espectáculo musical. En la tabla 1 se observa la incorporación de los instrumentos musicales como extensiones de los movimientos del cuerpo, en cuanto que la manera en que se tocan también adquiere sentido en términos de la forma en que un mariachi gesticula la autenticidad. Merleau-Ponty discute la forma en que se extienden nuestras capacidades sensorio-motrices, usando el ejemplo de un hombre ciego que usa un bastón que no percibe como un objeto, sino como una parte integrada y extendida de su cuerpo vivido (1993: 160). Así, el utensilio del bastón se incorpora, abriendo nuevas posibilidades para que él pueda ver el mundo con él o a través de él. El esquema de su cuerpo gradualmente se transforma y, mediante la repetición, aprende a caminar, hasta que ya no necesita prestar atención a su movimiento ni al bastón. Gustavo Santiago, reconocido arreglista profesional que escribió música para Javier Solís, me comentó que aprendió a tocar mariachi escuchando grabaciones e imitando el estilo instrumental, así como trabajando con su padre en una relación de maestro-aprendiz. En México, varios músicos tradicionales, en su mayoría hombres, son entrenados informal o empíricamente y a menudo aprenden su oficio gracias a las relaciones familiares, desde las generaciones de varones mayores hasta las más jóvenes. Este estilo de aprendizaje es uno de los procesos del habitus musical, que no solo educa el cuerpo, sino que también encarna una relación especial donde el utensilio-instrumento se incorpora al músico. Si bien esto ocurre comúnmente entre la mayoría de los músicos, más allá del tipo de instrucción recibida, sugiero que los mariachis aprenden sin la ayuda de libros de método musical y sin mediación de materias escritas. Con esto se fomenta una relación sensorial instrumento-humano que representa un tipo de conocimiento especial e incorporado del habitus musical. En virtud de la iconicidad del mariachi como símbolo de la mexicanidad, los instrumentos se revelan como objetos con el potencial de significar el machismo, extendido reflexivamente por medio de una relación con el músico. Este simbolismo afecta no solo las percepciones de los gestos y el sonido musical, además concede un valor estético de autenticidad. Dentro de los
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gestos performativos y ritualizados, los músicos “traen al ser” el mundo experiencial del mariachismo y a la vez establecen un estándar musical dominante frente al cual se definen otras percepciones performativas, incluyendo las de la mujer mariachi. Mulholland (2007) sostiene que el mariachi incorpora las nociones de género y nacionalidad con base en una práctica musical que refleja la heteronormatividad hegemónica de México, pero ¿cómo afecta esto a las mujeres mariachis? Aunque históricamente las mujeres siempre han mantenido su presencia dentro del mariachi moderno como músicas, tanto su visibilidad como su participación han sido limitadas. Las mujeres con la mayor presencia han sido cantantes y han reclamado su espacio como vocalistas y actrices del cine nacional. Estas mujeres icónicas también asumen gestos simbólicos del mariachismo, contribuyen a su popularidad e influyen en la gestualidad de las mujeres mariachis. Si bien no se explica a fondo la presencia de las mujeres en este capítulo, sus contribuciones, sin embargo, son muy valiosas para comprender la manera en que el género se presenta e impugna dentro del performance del mariachi moderno. En mis investigaciones actuales exploro con profundidad cómo las mujeres encarnan el mundo experiencial del mariachismo.
Conclusión La música mantiene el poder experiencial para afectar las percepciones sensoriales de género y performatividad (Butler 1990). En un performance musical, el cuerpo es el sitio central para generar el significado del género, a través del gesto incorporado que da forma a la técnica instrumental y consecuentemente a la performatividad sónica. Para los músicos y aficionados del mariachi moderno, el machismo es un “espíritu estético”, que impregna ideas no solo sobre la manera en que se reproduce la música, sino también sobre la forma en que se escucha. Un imaginario musical intersubjetivo “trae al estar” el mundo experiencial del mariachismo, personificado por un tipo específico de masculinidad hegemónica e ideal que simboliza una serie de características masculinas y femeninas binarias, pero complementarias. Los gestos del mariachismo reflejan los modos de encarnación social y musical aprendidos en el habitus.
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Gutmann (2007) sostiene que las identidades de género no son producto de un enfoque nacional atemporal, sino consecuencia de relaciones históricas particulares y a menudo hegemónicas que no pueden entenderse fuera de los contextos de poder en que han surgido. Sin embargo, las performatividades de género, al operar a un nivel de inconsciencia, mantienen atributos corporales similares (aunque con diversos grados de diferencia) pertenecientes a un medio cultural específico. Así, establezco una distinción entre la subjetividad individual y aquella expresada musicalmente, y sugiero que, dentro del mundo del mariachismo, el poder de la música para afectar una noción colectiva de subjetividad masculina es transcendente, mas contiene residuos del habitus. Dentro del mundo experiencial del mariachismo, el ser musical auténtico y su significado estético se basan en los rasgos sociales del machismo, es decir, gestos simbólicos cuyos medios son el cuerpo, el instrumento musical y el sonido musical, que expresan un efecto de machismo que el público y los músicos perciben como auténtico. Las expresiones descriptivas como “ponche” o “tocar con huevos” revelan una percepción auditiva del sonido gesticulado como performatividad sónica. Esta percepción auditiva se potencia y vincula con la acción visible de los gestos corporales y musicales que transmiten estoicismo y agresión. La asociación histórica del mariachi moderno con la mexicanidad permite que la gesticulación musical desencadene una noción estética del “auténtico ser mexicano”, lo cual repercute en el mundo experiencial del mariachismo.
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Capítulo 6. Experiencias corporales, emociones e identidad de género. Un estudio con mujeres de distintas generaciones de la Ciudad de México
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Introducción. La construcción social del cuerpo Hablar del cuerpo como una construcción social y cultural nos remite, sin duda, a las aportaciones de David Le Breton, quien concibe al cuerpo como un dispositivo que logra explicar muchos aspectos de las culturas y sociedades contemporáneas. El cuerpo “está en el corazón de la acción individual y colectiva, en el corazón del simbolismo social” (Le Breton 2001: 7-8). El cuerpo habla de la sociedad en la que habita, y la manera en que este se entiende en una sociedad es indicador de los modos en que se concibe a la persona, a la identidad: “Las representaciones del cuerpo nos hablan de las construcciones culturales y la vinculación social de la persona y el cuerpo, nos revelan cosmologías y la forma en que una sociedad concibe qué es una persona” (Le Breton 2001: 13). Analizar el cuerpo es, por tanto, analizar la sociedad y la cultura en que este se encuentra inmerso y permite acercarnos, además, a los modos en los que se piensa a hombres y mujeres en dichos entornos. Aunque pareciera que el cuerpo es visto, entonces, como representación de la cultura y sociedad en la que se encuentra, estamos de acuerdo con Aguilar-Ros cuando afirma que “no podemos separar por un lado sus representaciones y por otro cómo es vivido el cuerpo, no pueden ser separadas como si fueran distintas perspectivas, o como si fueran antagonistas”
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(Aguilar-Ros 2004: 51). Así, en el cuerpo “se hallan unidas, reunidas y fundidas naturaleza y cultura, condición biológica y aprendizajes sociales, aspectos fisiológicos y sociabilidades incorporadas” (Vergara 2009: 35). Lo individual y lo colectivo son aspectos indisolubles, lo biológico y lo sociocultural se vinculan de forma absoluta cuando se habla de los cuerpos. Somos cuerpos individuales y sociales simultáneamente, pues el cuerpo habla de nosotras y de nuestro entorno social y cultural. En un sentido similar a la propuesta de Le Breton, la antropóloga Mary Douglas (1970) habla del cuerpo como una metáfora fundamental, de orden político y social, a partir de la cual se puede entender la cultura. Para Douglas, el cuerpo es un sistema de clasificación, un medio a través del cual se representan los conceptos de orden y desorden social. Por su parte, Marcel Mauss (1979: 70) habla de las técnicas del cuerpo para referirse al “modo en que de sociedad en sociedad los seres humanos saben cómo usar sus cuerpos”. Estas técnicas se convierten en un importante medio para la socialización de los individuos en los contextos culturales en los que se hallan inmersos. Por medio del cuerpo los individuos conocen una cultura y logran moverse en ella con relativa facilidad. Es tal la relevancia del cuerpo para comprender la cultura y la sociedad que parece extraño que las ciencias sociales lo hayan tenido olvidado durante tanto tiempo. De hecho, hace unas décadas el cuerpo era tratado como un fenómeno biológico y natural, y, como tal, era atendido por disciplinas médicas y biológicas. Muy ocasionalmente se le consideraba desde una mirada social y cultural, de ahí que no fuera concebido como un objeto de estudio propio de la investigación social. Afortunadamente, décadas después el cuerpo ha ido adquiriendo legitimidad en la sociología, antropología e historia, tres de las disciplinas que más lo han abordado. La filosofía merecería un apunte aparte, pero no es objeto de este texto ofrecer un repaso de los aportes disciplinarios en los estudios del cuerpo. Queda claro entonces que el cuerpo varía según las culturas, de ahí que se conciba como una construcción simbólica. El cuerpo se encuentra altamente ritualizado y “las lógicas culturales se inscriben en los cuerpos” (Le Breton 2002). Para el sujeto, su cuerpo es lo más inmediato del mundo. Pero el cuerpo, como decíamos, no pertenece solo al orden de lo individual: “El cuerpo es social, socializado y socializable, tanto como lo social es corporal, corporalizado y corporalizable” (Varela 2009: 97).
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Somos cuerpo, vemos y vivimos o percibimos —sensorial, emocional y racionalmente— el mundo a través de él. Es lo primero que nos hace conscientes de nuestro ser y estar en el mundo; nos sabemos vivos porque nos sabemos portadores de un cuerpo. Este ocupa un lugar privilegiado tanto en el proceso de construcción de la persona como de la sociedad: “Frente a la ambigüedad y la indefinición, el cuerpo de los sujetos es su ‘verdad’ palpable, la única certeza en momentos inciertos” (Muñiz y List 2007: 7). Todo lo dicho hasta el momento justifica la importancia de acercarnos a discursos y narraciones en torno a las experiencias corporales que relatan las personas. En este caso, nos acercamos a los relatos de mujeres mexicanas de distintas generaciones. La recuperación de estas experiencias constituye el centro de estas páginas. “Existimos por el cuerpo en tanto evidencia carnal que, más allá de la biología y la fisiología, está modelado por el contexto sociocultural en donde habita el individuo que lo contiene. El proceso de socialización, eminentemente corporal, conforma al habitus que da cuenta de lo social y de una historia incorporada” (Koury et al. 2013). Tratamos de tener acceso a estas historias al conversar con ocho mujeres mexicanas, de edades distintas y, pese a compartir nacionalidad y ciudad de residencia, también de contextos distintos, determinados por aspectos como la clase social, el tipo de núcleo familiar, las relaciones sociales y el nivel educativo, entre otros elementos. Nos pareció pertinente trabajar con mujeres de distintas generaciones, puesto que ello permitió observar cambios y continuidades en los modos de percibir el cuerpo —y la relación entre este y las emociones— a lo largo del tiempo. En un primer momento presentamos las nociones centrales en las que se sustenta la investigación: cuerpo, emociones y género. Posteriormente, nos adentramos en las narraciones de las mujeres entrevistadas, destacando su autopercepción y la relación entre sus emociones y experiencias corporales. El capítulo cierra con algunas reflexiones sobre la centralidad de la mirada afectiva y sensorial en el abordaje del cuerpo y la subjetividad.
Cuerpo, emociones y género Toda vez que nos interesa adentrarnos en las experiencias de las mujeres, que no pueden ser sino subjetivas y narradas desde un orden emocional-afectivo,
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nos parece pertinente preguntarnos: ¿Qué relación guardan el cuerpo y las emociones? Tal y como apunta Scribano, lo que sabemos del mundo lo sabemos por y a través de nuestros cuerpos, lo que hacemos es lo que vemos, lo que vemos es cómo dividimos el mundo. En este “ahí-ahora” se instalan los dispositivos de regulación de las sensaciones, mediante los cuales el mundo social es aprehendido y narrado desde la expropiación que le dio origen a la situación de dominación (2009: 144-145).
Los sujetos sociales conocen el mundo mediante sus cuerpos y ese conocimiento se da con base en percepciones, sensaciones y emociones, sentidas y experimentadas por los cuerpos. En ese sentido, es notable que el ámbito temático de las emociones haya sido excluido durante tanto tiempo de los análisis sociales y culturales. Esta exclusión se relaciona no solo con el predominio de los abordajes macrosociales, sino también —y he aquí lo relevante— con la visión androcéntrica que predomina en la sociedad y el mundo del conocimiento académico. A decir de Fabbri, esta exclusión está estructurada a partir de eso que denominamos punto de vista androcéntrico, por el cual el varón y lo masculino son considerados lo correcto, lo justo, lo apropiado, y la mujer y lo femenino como lo incompleto, lo carente, lo desviado. Lo masculino se vuelve así, la medida de todas las cosas, el punto de vista universal (2011: 4).
La sociología de las emociones tiene apenas 25 años de existencia en el terreno sociológico. Ello no significa que previamente no hubiera aproximaciones a la emoción y a la dimensión afectiva de lo social, pero, sin duda, la presencia de la dimensión emocional-afectiva era algo residual, al menos en comparación con otros temas de corte más macrosocial. Algunas publicaciones pioneras en el área, que se consideran punto de referencia al inicio de esta tradición, son The Sociology of Feelings and Emotions de Arlie Russell Hochschild (1975), A Social Interactional Theory of Emotions de Theodore D. Kemper (1978), Catharsis in Healing, Ritual and Drama de Thomas J. Scheff (1979), y la obra de David R. Heise (1979), Understanding Events. Affect and the Construction of Social Action. Uno de los principales logros de la sociología de las emociones, pese a su aún residual presencia en la comunidad académica sociológica, es que “abre un importante horizonte de estudio social, necesario también para el
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desarrollo de metateorías sociológicas que subsanen el sesgo racionalista que afecta a casi todas ellas” (Bericat 2000: 149). Según este mismo autor, en sentido estricto, la sociología de la emoción tiene como fin el estudio de las emociones, haciendo uso del aparato conceptual y teórico de la sociología. Es decir, se trata de una sociología aplicada a la amplísima variedad de afectos, emociones, sentimientos o pasiones presentes en la realidad social (2000: 150). Todas las propuestas emanadas de la sociología de las emociones tienen su fundamento en la consideración de que la mayor parte de las emociones humanas se nutren y cobran sentido en el marco de nuestras relaciones sociales: la naturaleza de las emociones está condicionada por la naturaleza de la situación social en la que sienten los seres humanos. Son expresión, en el cuerpo de los individuos, del riquísimo abanico de formas de relación social. Soledad, envidia, odio, miedo, vergüenza, orgullo, resentimiento, venganza, nostalgia, tristeza, satisfacción, alegría, rabia, frustración y un sinfín de emociones corresponden a situaciones sociales específicas (Bericat 2000: 150). Como puede observarse, no es nueva la investigación sobre las emociones en el campo de las ciencias sociales. Sin embargo, en el ámbito latinoamericano tardaría unos años más la proliferación de trabajos sobre las emociones y la afectividad, incorporándose a fines de la década de 1990 y ya iniciado el siglo xxi (Sabido 2011). Una de las líneas de reflexión que mayor interés ha despertado recupera el cuerpo y la afectividad como elementos centrales que afectan y son afectados. Esta corriente se inscribe en el denominado giro afectivo (Lara y Enciso 2013), que según los autores es sobre todo un viraje hacia el cuerpo y en contra del privilegio del estudio del significado y el discurso (Lara y Enciso 2013). La mirada se pone, entonces, en los cuerpos y los sentidos y no en los discursos. Aunque comprendemos la centralidad del cuerpo y los sentidos, nos parece, sin embargo, que finalmente cualquier aproximación a estos elementos pasará por un relato de la persona sintiente. Es más, el cuerpo es en sí mismo un discurso cargado de significado, de ahí que el giro sensorial no pueda desechar una aproximación discursiva. En este contexto, pese al creciente interés por la relación cuerpo-afectividad, existe una enorme separación entre los estudios del cuerpo, por un lado, y los estudios de las emociones, por el otro, algo que preocupa a varios autores destacados en este subcampo de estudios (Scribano 2013; Sabido 2011). La investigación que sustenta el presente texto parte de considerar
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ambos elementos, cuerpo y emociones, como dos caras de la misma moneda, que no pueden entenderse de forma independiente. Al respecto, coincidimos con Denzin (1985) cuando afirma que “la emoción y la emocionalidad no se encuentran en el sujeto o en su cuerpo, sino en la relación del sujeto con su cuerpo vivido en un contexto social dado” (Denzin 1985; cit. en Ariza 2016: 17). De ahí que nuestro interés no sean los cuerpos de las mujeres, o las mujeres en toda su complejidad, sino lo que ellas dicen sentir en relación con sus cuerpos vividos y, por lo tanto, respecto a sí mismas. Acercarnos a las experiencias de las mujeres implica acercarnos a su sentir, a su emocionalidad y a su afectividad. Y es que no hay que perder de vista que “los sentidos están en todas partes” (Bull et al. 2006: 5). Ellos median en la relación entre la idea y el objeto, la mente y el cuerpo, el yo y la sociedad, la cultura y el medio ambiente (Howes 2014: 21). Como mencionábamos páginas atrás al hablar del cuerpo, las emociones están situadas, pues aunque se expresan individualmente están siempre moldeadas por la cultura que las rodea. Esta idea fue desarrollada ya hace un siglo; de hecho, “en las primeras décadas del siglo xx, los trabajos del sociólogo y antropólogo francés Marcel Mauss (1872-1950) y del sociólogo alemán Norbert Elias (1887-1990) fueron pioneros al proponer el estudio de la forma en que una sociedad históricamente localizada impone al individuo un uso riguroso de sus emociones, sus afectos, y su cuerpo” (Bolaños 2016: 181). La relación entre las emociones y el cuerpo se puede abordar desde las denominadas disposiciones corporales. Las emociones se muestran en estas disposiciones corporales y todas se relacionan con discursos social y culturalmente construidos. Estas ideas son fundamentales en la propuesta de Le Breton (1992; 1999; 2002) de quien ya recuperamos aportes previamente. Bolaños interpreta a Le Breton y afirma que “el cuerpo es el vehículo de significaciones de la cultura y espacio en el que caben las emociones, los sentimientos y las elaboraciones sensoriales” (Bolaños 2016: 184). El género es el tercer pilar conceptual en el que se sustenta la investigación: “El género no debe interpretarse como una identidad estable o un lugar donde se asiente la capacidad de acción y desde donde resulten diversos actos, sino más bien como una identidad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio exterior mediante una repetición estilizada de actos” (Butler 2001: 171). Queda claro, entonces, que el género es una cons-
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trucción y no algo inamovible ni permanente, está en constante cambio pese a que socialmente responda a estereotipos que pretenden anquilosar esta categoría en modos de ser y hacer definidos y poco cuestionados. Siguiendo con Butler, “el efecto del género se produce mediante la estilización del cuerpo y, por lo tanto, debe entenderse como la manera mundana en que los diversos tipos de gestos, movimientos y estilos corporales constituyen la ilusión de un yo con género constante” (2001: 171-172). La cuestión del género es vital para el abordaje del cuerpo. De hecho, muchas feministas objetan la explicación del cuerpo propuesta por Michel Foucault, precisamente por no incorporar la cuestión del género, “que es vital para cualquier explicación del cuerpo y sobre cómo este se ve manipulado por el poder” (Martínez 2004: 133). Para McNay (1992), no solo el género es la diferencia más fundamental entre los cuerpos, sino que el poder no es equitativo respecto a los cuerpos femeninos y los masculinos, a causa de la dominación patriarcal del cuerpo de la mujer (1992: 133). Existen experiencias de corporeidad diferenciadas entre hombres y mujeres, así como modos distintos de hablar sobre nuestros cuerpos. En estas páginas recuperamos la voz de mujeres de distintas generaciones, pero somos conscientes de que será interesante que dicho material sea, en un futuro, puesto en diálogo con las narraciones de las experiencias de los hombres.1
Las mujeres y su autopercepción corporal La investigación de la que da cuenta este trabajo pretende describir la autopercepción corporal de las mujeres, identificar las relaciones entre el cuerpo y las emociones a partir de los discursos de las mujeres, así como explorar las experiencias corporales de la sexualidad y el género en las mujeres. Se trata de una pesquisa de corte cualitativo basada en la aplicación 1
En el momento en que se escribe este texto se están interpretando los relatos de los hombres entrevistados, que también fueron ocho, de la Ciudad de México y de distintas generaciones. Algo que en estos momentos nos llama la atención es que los hombres, en contra de lo que pudiera parecer, pues socialmente existe mayor atención hacia el cuerpo de la mujer, son más abiertos a la hora de compartir sus experiencias corporales, sus prácticas de cuidado, su sexualidad, etc. Ello, sin duda alguna, abre una interesante veta de reflexión en torno a la dificultad de las mujeres para hablar de sí mismas y de sus cuerpos.
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de historias orales temáticas:2 no se busca una muestra representativa ni extrapolable, se busca un acercamiento a los relatos que sobre el cuerpo (y por tanto, sobre sí mismas) narran las mujeres. En total se trabajó con ocho mujeres de la Ciudad de México, agrupadas en cuatro grupos de edad: de 18 a 30 años, de 31 a 50 años, de 51 a 65 años y de más de 65 años. El género y la generación son, por tanto, dos elementos básicos para desentrañar los discursos que obtuvimos a lo largo de la experiencia de campo que relatamos, en parte, en este texto. Partimos de una idea que ya mencionamos anteriormente en otras palabras, al hablar de la relación entre cuerpo, cultura e identidad, “el cuerpo forma parte del proyecto identitario de una persona” (Muñiz y List 2007: 7). Las experiencias de vida de las personas, por lo tanto, están siempre corporeizadas: “El cuerpo no solo es una representación, sino también acción y corporeización de nuestras representaciones y acciones. Nuestro cuerpo es la realidad radical desde donde vivimos el mundo, sin cuerpo no hay persona” (Aguilar y Morfín 2007: 30). Analíticamente, se distingue entre el cuerpo-subjetivo, el cuerpo-individuo y el cuerpo-social (Scribano 2007, cit. en Vergara 2009: 36). Aunque esta clasificación es útil, en los discursos estas visiones del cuerpo aparecen inevitablemente unidas. Así, cuando las mujeres hablan del cuerpo, hablan de su cuerpo —cuerpo individual—, desde su propia subjetividad —cuerpo subjetivo—, pero a la vez están hablando en un contexto cultural que ha marcado lo que sobre su propio cuerpo dicen, experimentan y sienten —cuerpo social. Por más que queramos pensar que hablamos del cuerpo solo desde nuestra subjetividad, no podemos obviar que lo que decimos de él lo hemos aprendido en nuestros contextos específicos; ha sido nuestra socialización la que nos ha indicado qué debemos pensar de nuestro cuerpo, qué debemos hacer con él, cómo debemos portarlo y usarlo, etc. Es decir, lo individual y lo social no pueden separarse. Como diría décadas antes el fenomenólogo francés Merleau-Ponty, “nuestros cuerpos no son solo el lugar desde el cual llegamos a experimentar el mundo, sino que a través de ellos logramos ser vistos en él” (1976: 5). Experi2
Modo de historia oral enfocado a un tema o evento particular. En este caso, el enfoque biográfico nos interesa no para tener acceso a todas las dimensiones de la vida de las mujeres con las que se trabajó, sino específicamente a lo relacionado con el cuerpo a lo largo de su trayectoria vital.
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mentamos el mundo a través de nuestros cuerpos. Y al percibir nuestros cuerpos los demás nos perciben en el mundo, nos dan entidad como personas. Metodológicamente nos interesó retomar el concepto itinerario corporal propuesto por Mariluz Esteban, que nos parece muy operativo para tener acceso a las experiencias-vivencias que las mujeres relatan sobre el cuerpo. La autora define los itinerarios corporales como los “procesos vitales vividos, pero que nos remiten siempre a un colectivo, que ocurren dentro de estructuras sociales concretas, y en los que damos toda la centralidad a las acciones sociales de los sujetos, entendidas éstas como prácticas corporales” (Esteban 2004: 54). Nuevamente aparece la imposibilidad de ver lo individual y colectivo como dos ámbitos separados cuando del cuerpo se trata. Siguiendo a Esteban, “la idea de itinerario sirve sobre todo para mostrar las vidas, los cuerpos, en movimiento, como procesos absolutamente dinámicos, abiertos y en continua transformación y, por tanto, singulares, contradictorios, inacabados” (2008: 144). Hablar del cuerpo a lo largo de nuestra trayectoria vital implica reconstruir momentos, acciones, eventos, afectos, sensaciones y vivencias que, en algunos casos, se hallaban escondidas o sobre las cuales pocas veces nos habíamos atrevido a hablar. La manera en que representamos y vivimos nuestro cuerpo en la vida cotidiana es central en cuanto a la identidad, la manera en que nos vemos y percibimos que nos ven los y las demás. Si trasladamos esta idea a los discursos de las mujeres con las que trabajamos, sus referencias al cuerpo son alusiones a su propio ser, a su identidad, a lo que ellas son o creen ser y a lo que los demás les atribuyen, puesto que el yo se constituye a partir del otro u otra que nos interpela. El cuerpo es el territorio, tanto íntimo como público, de configuración de la identidad. Es un escenario cultural muy privilegiado para expresar las nociones de persona, individuo y sociedad: “constituye nuestro frente de identidad e inscripción más inmediato” (Ayús y Eroza 2007: 3). Por ello es cuando menos curioso que nos cueste tanto hablar de nuestro cuerpo. Las ocho mujeres entrevistadas son, en mayor o menor medida, conscientes de su cuerpo. Hablan de él, en muchas ocasiones, no tanto como una marca de identidad, sino sobre todo como un elemento natural, instrumental, funcional, que les sirve para estar en el mundo y hacer cosas en él, al que pocas veces cuestionan o ponen en duda. Por medio del cuerpo podemos expresar elementos o rasgos de nuestra personalidad; el cuerpo nos sirve
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para establecer contacto con el exterior, para compararnos con otros cuerpos y objetos (Martínez 2004). Por ello, se puede hablar del cuerpo objeto, “es decir, de la representación aislada que nos hacemos de nuestro cuerpo en sí mismo, y del cuerpo vivido, que se refiere a la forma en que nuestra corporalidad se manifiesta en nuestras relaciones humanas y en la socialización” (Martínez 2004: 135). Cabe mencionar que, en la mayoría de entrevistas, las mujeres tienen más claridad al hablar del cuerpo objeto y resulta más arduo acceder a los relatos sobre el cuerpo vivido. No hay que perder de vista que las mujeres de quienes recuperamos la voz en este trabajo pertenecen a generaciones distintas. Esta diferenciación es importante y confirma la idea de que el cuerpo habla del contexto cultural en el que se halla inmerso. Por ello, mujeres de distintas edades, socializadas en un mismo lugar, pero en tiempos distintos, tienen percepciones bastante diferentes sobre el cuerpo. No solo sobre su cuerpo sino sobre los cuerpos en general, y en relación con los temas relacionados con él, como lo afectivo-emocional, la belleza, los estereotipos, las diferencias de género, la autoestima, la sexualidad, la salud, entre otros elementos que aparecen en los discursos de las mujeres. Coincidimos con Fernández cuando afirma que “han cambiado las significaciones imaginarias que cada época ha construido en relación con los cuerpos. Diferentes han sido los discursos y las prácticas, los mitos y los regímenes de verdad en relación con éstos” (2013: 16). De ahí que sea importante remarcar las diferencias generacionales entre nuestras informantes. ¿Qué elementos sobresalen de los discursos de las mujeres? A continuación, destacamos algunas de las ideas más relevantes,3 sobre todo las que nos permiten seguir discutiendo en términos teóricos y empíricos cómo se van tejiendo las relaciones entre el cuerpo, las experiencias de vida, el género, la sexualidad y las emociones y afectos. a) Identidades: ser y hacer, vernos y ser vistas En las narraciones de las mujeres entrevistadas la pregunta por la identidad —quiénes son y cómo se definen— dio lugar a respuestas que apuntaron a 3
Indicamos entre paréntesis el código de la entrevistada, conformado por la letra M (mujer) y un número (la edad de la informante).
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rasgos del carácter, acciones, estudios y elementos que poco tienen que ver con lo subjetivo, lo afectivo y lo corporal. En casi ningún caso, el quién soy se asocia a cómo soy físicamente, cómo es mi cuerpo, cómo me veo o cómo creo que me ven, etc. También está prácticamente ausente la reflexión en torno a la persona como ser emocional. Los rasgos de carácter que más se repiten tienen que ver con la responsabilidad, la amabilidad y la tolerancia; mientras que las acciones que más se nombran se relacionan con los estudios, el trabajo y las aficiones. Las narraciones parecen asociar el ser con el hacer y, en mucha menor medida, con el sentir: “Me gusta ayudar a la gente. Bueno, estudio pedagogía. Voy bien en la escuela, me gusta mucho jugar futbol” (M18); “Mira, pues soy, soy muy humilde, soy muy buena onda y todo, tengo un carácter fuerte, soy muy enojona, ahorita me dedico a estudiar” (M20); “Me defino como una persona amable, creo que sí soy amable, tolerante y hasta ahí” (M25); “Yo creo que soy una persona leal, me considero una persona seria, seria en una cuestión que no soy extrovertida” (M27); “Me considero buena persona, trato de no hacerle daño a nadie” (M37); “Soy una persona responsable, ya he tratado de cultivarlo, porque de naturaleza yo soy bastante dispersa, pero he tratado de concentrarme” (M49). Cuando se solicitó a las mujeres que se describieran físicamente, no expresaron mucho al respecto. En algunos casos hicieron referencia al vestuario que suelen usar, “no me gusta enseñar mucho, soy una persona respetuosa conmigo misma, sí, me gusta la moda” (M18). En otros casos las mujeres expresan su agrado y desagrado por algunas partes de su cuerpo: “físicamente me gustan mis pestañitas, porque me ha costado mucho cultivarlas” (M49), pero poco más. Aquí ya encontramos una limitación —que puede leerse en clave de escasa educación emocional— importante: parece que las mujeres no están acostumbradas a hablar mucho acerca de sus cuerpos. Sí, son capaces de definirse en términos del carácter y la personalidad, pero es casi nula la reflexión que comparten en torno a sus cuerpos y la relación de estos con sus identidades. Lo anterior no significa que las mujeres no sean conscientes de su cuerpo, sino más bien que no están muy acostumbradas a nombrarlo, a hablar de él. La relación entre cuerpo e identidad ha generado muchas reflexiones desde hace varias décadas. Estamos de acuerdo con Sáez cuando afirma que
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“se trata de pensar el cuerpo, no ya como determinado por el contexto normativo dado, sino a la vez como contexto y como norma para la (re)creación de la identidad” (Sáez 2007: 48-49). En el caso de nuestras informantes, vemos que no es mucha la reflexividad mostrada en lo que a la relación cuerpo e identidad se refiere. Algo que puede parecer tan obvio como mirarse al espejo encierra en ocasiones emociones muy fuertes que marcan la vida de las mujeres. ¿Las mujeres se miran? ¿Qué ven cuando se observan a sí mismas? ¿Piensan en cómo son vistas por los demás? En la mayoría de narraciones encontramos un equilibrio —que en ocasiones puede ser contradictorio— entre el arreglo personal para una misma y el arreglo personal para los demás, dada la importancia que se otorga a la forma en que los demás ven a las mujeres. Desde la voz de la mujer más joven, que afirma con contundencia y sin reparos “Me visto para verme bien” (M18), hasta la voz de la de mayor edad, que expresa “Me gusta cómo me veo, no soy vanidosa, por supuesto no lo soy, pero sí me agrada la imagen que veo en el espejo” (M52), encontramos un amplio abanico de emociones ancladas a la idea del verse y el ser vistas. Veamos, por ejemplo, qué opina la informante de 37 años: “Entonces, me gusta cuidarme porque me gusta verme bien, me gusta que me vean bien, me gusta que me digan ‘Oye, qué bien te ves’. Sí, me gusta que me lo digan, me gusta que mi marido me lo diga” (M37); o la de 51, “No soy muy de pensar en el qué dirán y en el qué opinarán de mí, a veces me vale, y yo hago, y me visto, y me pongo lo que se me da la gana, pero como decía, respetando” (M51). Aparece aquí el tema de los cambios de los cuerpos. Ante la pregunta ¿qué cambiarían de sus cuerpos para verse mejor?, hubo respuestas muy variadas. En muchos casos los cambios apuntan hacia la imagen corporal y, concretamente, hacia cuestiones relacionadas con el peso: “Así como soy, bueno tampoco no me pondría tan gorda, pero si subo un poquito de peso no me afectaría tanto” (M18); “Pues en ocasiones, por vanidad, puedes decir ‘Ay, es que estoy pasada de peso’ […] Pues quizá un poquito, bueno, y de hecho lo logro cuando me pongo a un régimen alimenticio: si quiero bajar de peso, bajo de peso” (M52). Recordemos aquí que la imagen corporal suele asociarse con la representación (siempre simbólica y subjetiva) que las personas hacen de su propio cuerpo. Se trata del modo en que cada persona, en este caso cada mujer, se ve a sí misma.
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b) El miedo a la enfermedad y el cuidado de sí Aquí aparecen nuevamente discursos un tanto contradictorios. Existe una gran conciencia de la necesidad de cuidar el cuerpo; no obstante, las mujeres reconocen no cuidarlo o al menos no lo suficiente. A la vez, expresan sentir miedo ante la posibilidad de padecer enfermedades. El cuidado del cuerpo se expresa en términos del deber ser socialmente aceptado (o impuesto): “También debo comer bien, hacer ejercicio” (M18); “No lo cuido, creo que soy como, bueno, pues por eso estoy así, no, no lo cuido. Me gusta comer chatarra, chocolates, me gusta comer todo eso, y eso no es nada sano, entonces, sí creo que no le hace bien a mi cuerpo, y obviamente no lo cuido, no, no soy una persona que tenga hábitos de cuidar mi piel, cuidar como esas cosas, no, no lo tengo, pero lo debería hacer” (M25); “Fíjate que el cuerpo dice que está cansado, que está adolorido, que no le he puesto la atención necesaria, pues sí, en general es eso, que no se le ha cuidado como se debe, ahora creo que ya lo entiendo mejor y lo trato de ayudar, pero finalmente lo que hicimos en tiempos anteriores tiene una consecuencia y repercute en algún momento, y ahorita repercute en varias cosas que no cuidaste antes, entonces, es cuando empiezan los malestares” (M51). El tema del cuidado del cuerpo en este caso parece asociarse más al anhelo de tener un cuerpo sano y en menor medida a la manera en que son vistas y al concepto de belleza que puedan o deseen alcanzar: “Más que nada ya ahora mi concepto de belleza también no es tanto el ‘quiero gustarle a alguien’, no, sino que ya es por salud, porque yo quiero seguir siendo funcional, ser una persona grande, pero que mis hijos no estén batallando conmigo” (M37). Las mujeres entrevistadas expresan su sentir respecto a la enfermedad. Un sentir mediado por el miedo a la enfermedad, a la muerte y a sentir dolor: “Por ejemplo, dolores fuertes que pueden llegar al grado de llevarte al hospital, algo así sí, o a las cirugías” (M18). El sufrimiento asociado al dolor y a la enfermedad aparece como algo a lo que se teme: “Sí, a alguna enfermedad que sea muy grave, o que, por ejemplo, que me duela la cabeza y que me quede ahí, y es que luego salen coágulos o tumores, entonces me da mucho miedo” (M20); “Vengo de una familia en la que hemos visto mucho cáncer. De parte de la familia de mi papá dos de sus hermanos fallecieron de cáncer, y a mí me tocó ver a mi papá fallecer de cáncer, estar a su lado. Entonces
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siempre como que me da miedo… A lo mejor por eso soy tan quisquillosa en esos aspectos de que me duele el pie y voy corriendo al doctor, porque me ha tocado vivir muy de cerca una enfermedad así tan fea” (M27). Incluso es manifiesto el miedo a morir: “Sí, sí, me dan mucho miedo los infartos, o sea, si de repente así si siento que me cuesta jalar aire, e inmediatamente se me prende la luz de alerta, empiezo a buscar síntomas” (M49). Como puede observarse, por un lado, las mujeres saben que el cuerpo hay que cuidarlo, que hay que comer de forma saludable, que hay que ejercitar el cuerpo, etc. Pero no son pocas las que afirman que llevan una vida más bien sedentaria y que no cuidan su alimentación. Hay otras que tampoco ejercitan su cuerpo, pero sí tratan de balancear este “descuido” con el comer saludable: “Bueno, indudablemente no estoy haciéndolo de la mejor manera, llevo una vida totalmente sedentaria y estoy consciente de que me hace falta hacer ejercicio, pero eso lo… de alguna manera lo compenso con tratar de cuidar mi alimentación, si no estoy ayudando a mi cuerpo con ejercicio físico, pues sí trato de ayudarlo comiendo bien” (M52). c) Emociones y autoestima La imagen que tenemos de nuestro cuerpo determina, en gran medida, el que tengamos una autoestima alta o baja. Al menos eso parecen indicar las experiencias de nuestras entrevistadas. La pregunta sobre la autoestima pasa inevitablemente por una reflexión en torno a la belleza, a qué es un cuerpo bello y qué no lo es. Para la informante más joven, un cuerpo bello implica “mantener como una figura o más bien que te quieras tal y como eres, no importa si estés gorda o flaca, pues es tu cuerpo y debes de quererlo, y si lo quieres cambiar ya es depende de ti” (M18). Una de las informantes de mayor edad parece dar más importancia a otras características y asocia el cuerpo bello a un cuerpo ejercitado, sin exceso de peso: “Pues un cuerpo estético, o sea, sin adiposidades, estético, o sea, un cuerpo, pues hasta de ejercicio, o sea, no excesivamente marcado porque eso también ya es grotesco. Un cuerpo bello es un cuerpo así con sus músculos definidos, sin llantitas, sin lonjitas, sin adiposidad pues, pero no marcado, nada más definido” (M49). En este rubro aparece nuevamente el tema de los cambios, del anhelo por modificar alguna parte del cuerpo que no es del agrado de las mujeres. Aunque también hubo expresiones relacionadas con cambios en lo emocional
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y no solo en lo físico. Veamos algunas de las expresiones de las mujeres respecto de lo que cambiarían de su físico y, en menor medida, de su persona lidad: “Yo creo que mi estatura; me gustaría ser un poco más bajita, y luego que sea más segura en decidir, porque luego cuando decido algo… O sea, ser firme en lo que hago, porque luego soy como que muy… no soy tan firme” (M20); “Nada más que me gustaría ser un poquito más delgada, pero no es un trauma, no quiero estar muy flaca, no” (M20); “Físicamente cambiaría la panza y creo que nada más. Y emocionalmente, es que de repente soy atrabancada, nada más” (M27); “Yo me pondría más pompis, para estar parejita de todo, porque tengo muchas bubis, entonces me gustaría tener más pompis” (M37). El tema de los cambios no solo se relaciona con lo que recuperamos en el párrafo anterior —el deseo de modificar algo—, sino que también aparece como la conciencia de estar cambiando con el paso de los años. La informante M20 dice lo siguiente cuando se le pregunta acerca de qué ve cuando se mira al espejo: “Veo el cambio que cada vez voy teniendo, o sea, de cómo cada vez se me está quitando la cara de niña, el cuerpo cómo está cambiando más, o sea, luego veo otros cuerpos a mi edad y digo ‘son muy diferentes’ porque todavía son como de niña y yo ya no tanto” (M20). Prácticamente todas las informantes son conscientes de los cambios corporales que van experimentando con el tiempo. En algunas de las narraciones se observa que muchas veces esos cambios no fueron muy bien recibidos, o al menos no fue fácil para las mujeres asumirlos, ya fuera en términos de su propia aceptación o por la externa, lo que muchas veces implicaba burlas: “Sí, el crecimiento de mis bubis, eso me afectó, es que crecieron mucho, y aparte me desarrollé cuando todavía iba en la primaria, entonces, fue algo difícil, las burlas de los niños, de las niñas, me afectó un poquito; creo que sí fue difícil esa etapa” (M25). El cuerpo expresa estados de ánimo y comunica sentimientos, sensaciones; da cuenta del bienestar o malestar de quien lo porta. Estas ideas se ven reflejadas en algunas de las narraciones de las mujeres. Veamos un ejemplo: “Pues cuando te sientes mal, yo creo que hasta tú misma, como que tu cuerpo no tiene ganas ni de pararse, o cuando estás feliz, estás ahí casi brincando” (M20). La autoestima se relaciona con el cuerpo, con la manera en que se ven las mujeres a sí mismas y, sobre todo, con la forma en que son vistas. Al
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respecto, algunas de las informantes afirman no verse al espejo si no van maquilladas o si están desnudas: “No, y tampoco que me vean sin ropa, todo por debajo de las cobijas… Dicen que es la autoestima, no sé y que a lo mejor me arreglo mucho por eso, por la autoestima, que a lo mejor está baja, pero no lo sé, no quiero pensar en eso, pero no me gusta… No me gusta verme al espejo” (M37). La misma mujer afirma no sentirse tan mal cuando se arregla: “Bueno, sí, ya cuando me arreglo, cuando traigo ropita y acá, la pinturita, la pestaña postiza y todo, digo, no pues no me veo tan mal” (M37). d) Cuerpo y estereotipos de masculinidad y feminidad Al hablar de masculinidad y feminidad, las mujeres inmediatamente asocian una y otra con los rasgos corporales que se espera tengan un hombre y una mujer. Los estereotipos aparecen muy marcados. Aunque en casi todos los discursos parece haber mucha claridad en torno a lo que es masculino y lo que es femenino (algo que generó pocas dudas en las informantes, lo cual ya habla de la fuerza que tienen estas ideas de lo femenino y lo masculino en la sociedad), prácticamente todas las mujeres son conscientes de que la sociedad impone modelos y conceptos de belleza. “Sí, porque, pues, o sea, respecto a tu cuerpo sacan ya diferentes cosas para que te mantengas delgada y todo, y a veces la sociedad para pensar que es un cuerpo bello debe de tener figura, tiene que ser delgada, no debe de comer ni grasas, solo ensaladas, como que llevar una dieta” (M18); “Nos dicen desde niñas ‘tienes que ser delgada, tienes que maquillarte, tienes que tener bonita figura’. Lo vemos en los medios de comunicación, el típico comercial de la mujer rubia con pechos grandes, nalgas grandes, peinadita, pintadita, ojo grande, obviamente te marcan un estándar de belleza” (M27). Algunas de las informantes afirman que los estereotipos de género ya parecen estar cambiando, aunque sea muy lentamente. Este hecho es, sin duda, positivo, pues habla de una conciencia cada vez mayor acerca de una realidad —los estereotipos de género— que necesariamente debe cambiar: “En todo momento, o sea, desde el momento en que uno nace, bueno, ahorita ya no está tan marcado, pero yo, cuando era niña, yo recuerdo que lo de las niñas rosita, lo de los niños azulito, y las niñas juegan con su muñeca, y los niños juegan con su cochecito. Como que actualmente ya hay más apertura, igual y por eso, pues también hay más confusión, pero por no ser
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prejuicioso ya dejas que la niña juegue con cochecitos y que el niño traiga un muñeco ahí jalando por todos lados” (M49). Lo femenino aparece vinculado a las mujeres, lo masculino a los hombres. Parece no haber debate ni discusión. Recuperemos la voz de algunas de las mujeres entrevistadas: “Pues yo así lo siento, o sea, físicamente soy femenina, porque me comporto como una mujer femenina y porque me gusta todo lo que es de mujer. O sea, soy mujer, y como que me gusten las cosas de hombre, pues no. Y ves que hay mujeres que les gustan las cosas de hombre, pero a mí no” (M20). Aquí vemos cómo aparecen referencias a “lo que es de mujer” o a “las cosas de hombre” y, en este sentido, muchas de las informantes relacionaron el ser femenina con cierto tipo de atuendos y una imagen corporal específica: “Pues igual bien coqueta, sí desde chiquita mi mamá me compraba mis botas de cierre de lado y mi faldita, digo, no eran falditas porque todavía no se usaban, pero eran vestidos con holanes. Siempre mi mamá me trajo vestidita de dos bolitas, mi vestidito de holán nuevo […] Siempre me traía como muñequita” (M37); “También es eso, usar tacones no es cualquier cosa, también tienes que saber usar los tacones, porque, si no, te ves fea. Entonces creo que también eso es una buena cosa que aprendí, que también me enseñó mi mamá, a caminar con tacón” (M37). Esta misma informante no titubea al afirmar que su cuerpo es, sin duda, femenino: “Porque tiene unas bubis grandes, soy muy fogosa y me gusta verme con faldas, minifaldas, o sea, a mí no me gusta casi andar de pantalón, y si es de pantalón que sea apretadito, que se vea la forma de una mujer, o sea, las bubis, las pompis, enseñar el chamorro, andar con zapatillas […] andar así con mi prendedor, mis aretitos, mi collar, mi pulserita. Eso creo que define ser mujer” (M37). La ausencia de ciertos atributos considerados femeninos implica, incluso, problemas y conflictos identitarios en algunas mujeres: “era tan delgada que no tenía pechos ni pompas, y eso sí causó en algún momento como conflicto en mi persona, porque yo me veía y decía ‘parezco niño’” (M27). Es tal la presión a la que se ven sometidas las mujeres para parecer y, en consecuencia, ser femeninas, que incluso la familia suele hacer burla y comentarios misóginos acerca del tema: “Mi mamá nos decía ‘coman, si no de dónde las van a agarrar los hombres’” (M27). Los estereotipos no aluden únicamente a las mujeres y a lo supuestamente femenino que ellas deben cumplir. Encontramos que hay alusiones a
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lo que hace que los hombres sean masculinos, que no es otra cosa que la fuerza física y el ejercicio de ciertos oficios o actividades “de hombres”: “Es que hay unas profesiones que sí, como que requieren esa fuerza física de los hombres. Yo por ejemplo no me puedo imaginar una mujer trabajando de albañil, cargando los botes de mezcla para subirlos a un andamio, o sea, eso se me haría un trabajo definitivamente masculino” (M49). Como se puede observar, no existe mucha problematización respecto a los estereotipos de lo masculino y lo femenino en las narraciones de las mujeres. Salvo alguna alusión a que es la sociedad la que impone estos estereotipos y actualmente parece que se están superando algunos de ellos, nos encontramos con discursos que los naturalizan e incorporan como normales.
Cierre. El giro sensorial en el abordaje del cuerpo y la subjetividad La percepción que tenemos de nuestro propio cuerpo es a través del conjunto de significados que éste encierra, el cual se ha formado a lo largo de la historia de cada quien. Lo que vemos en el espejo cuando nos paramos frente a él, son las miradas de todos los que nos han visto hasta ahora, quienes a través de su palabra y actitudes nos han dicho lo que significamos para ellos. Somos cuerpo, entendiendo por tal esa realidad donde se conjuga lo privado y lo público, lo íntimo y lo expuesto. Cada rasgo de nuestro cuerpo habla de cómo es nuestro paso por la vida. Corres 2007: 212.
Es importante, entonces, reconocer que lo que decimos de nuestro cuerpo no incluye únicamente la mirada que construimos en torno a nosotras mismas, sino también las otras miradas, que constituyen parte de nuestro proyecto identitario, en cuanto que es imposible construirnos como sujetos sin tomar en cuenta nuestra interacción con otras personas. Hemos visto la importancia dada a la mirada externa por parte de las mujeres entrevistadas. La mayoría asume que, sin ser lo que las rige en la vida, sí les importa la forma en que las ven los y las demás. De hecho, el peso emocional de los discursos de varias de las mujeres con quienes conversamos recae en lo que sienten ante la mirada de las demás mujeres sobre ellas. Las experiencias corporales de las mujeres están entonces mediadas no solo por los modos de sentirse consigo, sino sobre todo por la forma en que las demás miradas las hacen sentir. Es necesario transitar, afirma Sabido, “del estudio del cuerpo al estudio de la experiencia corporal, destacando la dimensión sensible” (2016: 66).
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Somos conscientes de las limitaciones que presentan, en este sentido, las narrativas a las que tuvimos acceso a través de las historias orales que compartimos con nuestras ocho informantes. No obstante, consideramos que hemos aportado algunas reflexiones teóricas y empíricas que permiten entender al cuerpo no solo como un “nudo de significaciones vivientes” (Esteban 2004), sino también como un cuerpo perceptivo, que es precisamente lo que reivindica el viraje de la sociología de los sentidos a la sociología de la percepción (Sabido 2016). “El uso que se hace del cuerpo depende de las culturas” (Noguez 2009: 68), y en el caso específico de las mujeres, estos usos distintivos son aún más específicos. No es lo mismo ser mujer en el continente africano que en Europa o Sudamérica, así como tampoco hay usos comunes en el interior de los países, pues por ejemplo no es lo mismo ser mujer en el contexto rural que en el urbano, en uno más liberal o en otro más conservador, en uno ateo o en otro católico, etc. Difícilmente pueden homogeneizarse los usos del cuerpo, de ahí que sea interesante habernos aproximado a los relatos de ocho mujeres de distintas edades y contextos, pese a ser todas habitantes de la Ciudad de México. Es claro, entonces, que hay que pensar que “el cuerpo siempre está inserto en la trama del sentido y que las interpretaciones que hacemos sobre él son contingentes en lo histórico y lo social y siempre están enmarcadas en procesos sociales, culturales y políticos” (Sosa et al. 2012: 256). Existe una “experiencia corporal reflexiva” (Connell 1995). Pese a que, como hemos visto, sea complicado acceder a las experiencias subjetivas de los cuerpos, sí existe cierta conciencia del propio cuerpo y, aunque se da de modo poco espontáneo, se logra que las mujeres narren sus experiencias y vivencias corporales, expliquen lo que su cuerpo siente, lo que ellas sienten. Estas experiencias no pretenden caer ni en el biologicismo ni en el constructivismo, sino que han de tomar en cuenta tanto la interacción social como la reflexividad. Como afirma Le Bretón, “el cuerpo no existe en estado natural, se encuentra aferrado a la trama de sentido” (1992: 37). En este caso, a través de los itinerarios corporales a los que tuvimos acceso en nuestras conversaciones con las ocho mujeres, nos interesó comprender los sentidos y significados que otorgan a sus cuerpos, cómo se sienten con ellos y cómo relatan este sentir, desde qué lugares hablan y en qué medida estos contextos determinan los discursos expresados.
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Así, las narraciones individuales de las que hemos dado cuenta en estas páginas son también colectivas. Aunque cada mujer es representativa únicamente de sí misma, su voz hace eco en las voces de su entorno, en los vínculos tejidos en la familia y fuera de ella, en las relaciones establecidas con los distintos ámbitos de su vida, y es que “los cuerpos están revestidos por nuestras historias individuales y colectivas” (Weeks 1998: 177). Como afirma Esteban, de quien retomamos la propuesta de los itinerarios corporales, “dar forma textual al cuerpo sería una forma, entre otras, de intentar hacer consciente lo que no siempre lo es en la acción humana (siempre desde la interpretación de la vida, claro está), lo cual posibilita a su vez que se establezcan nuevos bucles y retroalimentaciones en dicha reflexividad” (2008: 145). Los itinerarios permiten una indagación sobre lo vivido y sentido, sobre las trayectorias vitales de las ocho mujeres. Pero estas narraciones “no hay que entenderlas como proyectos definidos intencionalmente” (Esteban 2008: 149). Las entrevistas, de algún modo, permiten a las personas hacerse conscientes, pues conforman relatos en los que se van “identificando escenas, momentos, situaciones significativas” (Esteban 2008: 149). “Lo corporal es un lenguaje de lo social; lo individual es representante de lo colectivo y lo híbrido es condición de un mundo que puede ser des-generizado y transformado” (Esteban 2008: 154). Esta es la síntesis de la propuesta de la autora, que compartimos ampliamente, y de ello dan cuenta los relatos recuperados. Las voces de las mujeres trascienden lo individual y conforman relatos que hilvanan, articulan lo individual con lo colectivo; tejen relaciones entre el ser y el sentir, entre el sentir y el hacer. Como vemos, no puede hablarse del cuerpo fuera de la vivencia del mismo. Hablamos de nuestro cuerpo vivido y sentido, no hay otra forma de hacerlo: El cuerpo no puede ser comprendido más que en la vivencia de él mismo, que se realiza a lo largo de todo el proceso y que necesita del mundo como correlato de su acción. En otras palabras, el cuerpo humano es la condición de la conciencia, al ser un sujeto en diálogo con el mundo. El mundo y el cuerpo se hallan ligados por una relación recíproca, las cosas son prolongación del cuerpo y el cuerpo es la prolongación del mundo que lo rodea (Noguez 2009: 51).
Para De Certeau (1996: 131), la subjetividad es el recorrido y el cuerpo es el mapa. Y es que el cuerpo no se reduce a su forma, todo cuerpo es y se sig-
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nifica en el contexto de un espacio y un tiempo determinados: “Los cuerpos y las subjetividades son construcciones sociales enmarcadas en condiciones específicas de realización. Se ubican en coordenadas de espacio y tiempo” (Cachorro 2008). Concluimos afirmando que las narraciones de las ocho mujeres entrevistadas constatan que puede estudiarse el cuerpo “no solo como representación u objeto que puede moldearse, sino también como cuerpo perceptivo” (Sabido 2016: 7), como cuerpo sentido.
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III. Sexualidades, erotismos y sentidos corporales
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Capítulo 7. La dimensión sensorial del riesgo sexual en la experiencia de la serodiscordancia en la Ciudad de México
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Introducción El vih/sida, a más de tres décadas de su aparición, ha experimentado cambios en las implicaciones socioculturales relacionadas con los significados y prácticas que se le atribuyen. Actualmente, de acuerdo con varias investigaciones, el virus ha dejado de ser visto por muchas personas como mortal, pues el avance en el tratamiento antirretroviral contribuye a ver el padecimiento como uno crónico que permite vivir muchos años (Folch et al. 2005; Reis y Gir 2010). En este nuevo contexto de la pandemia, la probabilidad de socialización y conformación de vínculos entre personas con estado serológico diferente se eleva. Las experiencias de la serodiscordancia (es decir, los vínculos erótico-afectivos en los que una persona vive con vih y la otra no) se convierten en un ámbito privilegiado de estudio para comprender, desde ambas perspectivas, cómo se incorpora y configura la vivencia del padecimiento y su relación con las prácticas de la vida cotidiana. México es considerado un país en el que la pandemia del vih/sida se mantiene con una prevalencia estable, 0.3%. Asimismo, el riesgo de transmisión vía perinatal puede reducirse hasta en 95% si la madre está bajo tratamiento antirretroviral. Desde 2003, el acceso a estos fármacos es gratuito en México (Uribe y Hernández 2015: 97). El lugar donde hay más casos
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y la prevalencia más antigua es la zona metropolitana de la Ciudad de México (censida 2012; Programa de vih/sida de la Clínica Especializada Condesa 2012). El objetivo de este texto es problematizar la dimensión sensorial del riesgo —mayoritariamente sexual—, a partir de diferencias de género y clase social en vínculos homo y hetero erótico-afectivos serodiscordantes en la Ciudad de México. A partir de fragmentos de una extensa etnografía que inició en 2011 y culminó en 2017, donde analicé algunas de las vicisitudes sociales de la serodiscordancia, resalto el papel del tacto en cuanto que es un canal de acercamiento y lejanía corporal con la persona con la que se forma un vínculo y, en menor medida, con otras. Particularmente, el contacto con los fluidos corporales vinculados a las prácticas sexuales se vuelve un espacio de placer y cercanía emocional, pero al mismo tiempo de conflicto. Al existir la diferencia en el estado serológico de vih, la biomedicina y los discursos del riesgo están imbricados en la socialización en este tipo de vinculaciones. Además, como veremos a lo largo del texto, algunos mandatos de la feminidad y masculinidad complejizan todavía más estos casos.1 Desde posturas teóricas sociológicas y feministas daré cuenta de estas complejidades socioculturales en las que el cuerpo, el género, la sexualidad, el riesgo y la afectividad se entrecruzan a partir de la relevancia del tacto, y en menor medida de otros sentidos corporales, en la configuración de prácticas de la vida cotidiana en las sociedades actuales, donde el temor al contagio nos produce como sujetos y experimentamos diversas sensaciones a través de tecnologías biomédicas. Desde las prácticas corporales sensoriales podremos comprender la manera en que los cuerpos construyen significados en el orden de la interacción (Goffman 1967; Sabido 2007) y la forma en que se (re)significa la sexualidad que ha sido afectada por el dispositivo biomédico. Metodológicamente hablando, llevé a cabo las investigaciones que sustentan este texto desde una etnografía feminista, en la que enfatizo los procesos corpóreo-afectivos en los encuentros que he mantenido por más de seis años con personas en vínculos serodiscordantes. Esta propuesta metodológica parte de los saberes localizados (Haraway 1995: 324-326) que posicionan al cuerpo y a las emociones como canales de contacto y co-construcción 1
Para ver en detalle algunos resultados, véase Torres 2013, 2017.
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del relato etnográfico (Fabian 2014), con las personas que fungieron como mis interlocutoras.2 La etnografía tuvo dos fases: en la primera (2011-2013) se aplicaron tres entrevistas en profundidad a varones en diez vínculos serodiscordantes homoeróticos que viven en la Ciudad de México y algunos en los municipios aledaños del Estado de México, cuya edad osciló entre los 21 y 57 años. Indagué, de manera retrospectiva, cómo construyeron sus vínculos. En la segunda fase (2013-2017) di seguimiento a la vida cotidiana de algunas personas entre los 21 y 60 años en seis vínculos homo y cuatro vínculos hetero, así como a dos mujeres sin pareja al momento de la investigación, pero con experiencias previas de serodiscordancia. También realicé observación participante de las actividades que lleva a cabo el personal de servicios de salud con quienes se diagnostica con vih en la Clínica Especializada Condesa. Todas las entrevistas, cuya duración osciló entre 1:30 y 2:45 horas cada una, fueron audiograbadas y posteriormente transcritas para facilitar su análisis. Algunas se hicieron con ambos integrantes del vínculo; otras, de manera individual. Cada una de las personas entrevistadas posee una copia del consentimiento informado. En mi diario de campo registré notas que derivan de la observación, fragmentos de cientos de pláticas informales, así como reflexiones sobre el tema o algunos aspectos relevantes de las conversaciones con interlocutoras/es, colegas universitarias/os y personas que prestan servicios de salud en la clínica. En total, realicé 69 entrevistas en profundidad: en la primera fase 30 y en la segunda 39. Este texto está dividido en dos partes: en la primera, problematizo el papel de la biomedicina y el cuerpo en la construcción de significados atribuidos al riesgo sexual; en la segunda, resalto el papel del tacto en la vivencia de la serodiscordancia y la sexualidad.
Riesgo, biomedicina y cuerpo El riesgo ha sido una categoría sociológica de amplio espectro. Su análisis nos permite reflexionar sobre eventos que pueden atentar, en algún sentido, contra 2
Para acercarse a los matices conceptuales y la aplicación de esta propuesta metodológica véase Torres (2017: 133-178).
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nuestras vidas, “Hablar de riesgo implica, pues, hablar de contingencia. Al referir a un evento que todavía no acontece (una catástrofe que todavía no tiene lugar), el concepto de riesgo apunta a algo que no es ni necesario, ni imposible […] Así, adentrarnos en la semántica del riesgo implica confrontarse con la construcción de futuros” (Galindo 2015: 143-144). Han sido varias las teorías sociológicas (Beck 1998, 2002; Luhmman 2006) que resaltan cómo en nuestros días pensar en diversos riesgos que nos puedan acontecer forma parte de nuestra cotidianidad o hasta de un nuevo tipo de modernidad. Aunque hay diversas posturas sociológicas respecto al tratamiento de las dimensiones sociales del riesgo,3 en este texto suscribo, como punto de partida, la perspectiva de Michel Foucault (2002; 2006), donde este se entiende como una tecnología gubernamental. Desde esta perspectiva teórica, “estar en riesgo es convertirse en objeto de vigilancia y en un sitio de intervención […] Adoptadas como prácticas por los individuos, las tecnologías del riesgo son una forma de regulación más sofisticada, en tanto mecanismo de automonitoreo, conciencia y cálculo del riesgo que construyen a los sujetos” (Crawford 2004: 514). Dado que las miradas foucaultianas pueden dejar de lado el papel de los sujetos en las relaciones con discursos sociales sobre el riesgo, también rescato de Ulrich Beck (1998; 2002) la manera en que el riesgo se distribuye de manera diferencial entre las personas y la forma en que este evoca reflexividad entre ellas para su manejo e incorporación. El análisis de la gubernamentalidad (Foucault 2002; 2006) me permitirá ver cómo la biomedicina administra mediante sus tecnologías los discursos sobre el riesgo sexual en vínculos serodiscordantes. El énfasis reflexivo impulsado por Beck (1998; 2002) me será útil para analizar la manera en que se construye la vivencia del tal riesgo al nivel interpersonal. Biomedicina y riesgo Para el tema que aquí nos ocupa, debemos tomar en cuenta que la administración del riesgo sexual está mediada por la biomedicina; además, al estar la sexualidad atravesada por una comprensión moral, la complejidad aumenta. El saber biomédico tiene mucho que ver al respecto, pues la biomedicina 3
Para un recuento interesante sobre ellas, véase Lupton (1999) y Zinn (2008).
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ha gobernado, cada vez de manera más presente, la vida de las personas. Como indica Nikolas Rose, “el manejo médico de la sexualidad ha remoldeado regímenes de placer, prácticas de penetración, continencia e incontinencia” (2007a: 701). La injerencia de la biología ha tenido gran relevancia en esto; la biomedicina, entendida como campo (Bourdieu 1991; Castro y Erviti 2015: 35-76), también alude a su componente científico, que se relaciona con la creciente producción, a partir de la Segunda Guerra Mundial, de esquemas biotecnológicos que inciden en las nociones de salud/enfermedad (Löwy 2011: 116). Al referirme a la biomedicina suscribo la llamada de atención de posturas sociológicas y de los sts (estudios de la ciencia y la tecnología, por sus siglas en inglés) que destacan que en nuestros días experimentamos el auge de la medicina para controlar el cuerpo y preservar la vida (Haraway 1995; Clarke et al. 2003; Rabinow y Rose 2006; Rose 2007b; Löwy 2011; Foucault 2011). En este nuevo desplazamiento cultural y epistémico se hace hincapié en vigilar los riesgos de padecimientos que pudieran aparecer en nuestras vidas. Muestra de lo anterior lo podemos encontrar si pensamos que, a partir de la década de 1990, la comprensión de los padecimientos, la salud y la enfermedad está regida, en una medida importante, por las industrias farmacéuticas (Rose 2007b; Preciado 2008; Dumit 2012). El vih/sida ha mantenido una relación tensa con la biomedicina y sus avances tecnológicos. A partir de 2008, varios estudios han corroborado la eficacia de los fármacos antirretrovirales, a tal punto que su ingesta no solo incide en la extensión de la vida de quienes viven con el virus —pues al reducir las copias del vih en el organismo, se incrementan las defensas cd4—, sino también contribuye a disminuir la probabilidad de transmitirlo de manera significativa, hasta en menos de 2% en prácticas sexuales sin condón (Vernazza et al. 2008; Jin et al. 2010; The Lancet 2011). Estos hallazgos cambiaron algunas estrategias de atención biomédica del padecimiento y emergió un nuevo paradigma basado en el tratamiento antirretroviral como alternativa de cuidado y prevención. La cultura sexual en nuestros días está marcada por el riesgo de manera más enfática. El miedo al vih/sida y otras infecciones de transmisión sexual son parte de las preocupaciones de quien decide tener prácticas sexuales, y el placer corporal está atravesado por esta dimensión que lo complejiza. También aparece la tecnología del condón como una de las estrategias para
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disminuir el contagio; este se convierte en una extensión momentánea de los genitales que forman parte de los actos sexuales. Con el uso de condones, píldoras, inyecciones y otra serie de tecnologías de prevención sexual, atestiguamos la influencia de la biomedicina en nociones relacionadas con este tipo de riesgo (cf. Hernández 2016). Para analizar la injerencia de la biomedicina en la administración del riesgo sexual en la serodiscordancia rescato la noción de biomedicalización, acuñada por Adele E. Clarke y colaboradoras, la cual pone de relieve cómo la medicina hace de su jurisdicción problemas sociales a partir de las tecnologías y la expansión del [bio]capitalismo.4 Esta vertiente teórica describe el proceso de medicalización que se reconstituye mediante “nuevas formas y prácticas sociales de biomedicina altamente tecnocientíficas” (Clarke et al. 2003: 162). Este proceso se manifiesta a través de procesos centrales: 1) desplazamientos mayores político-económicos; 2) un nuevo enfoque en la salud, en el riesgo y la vigilancia biomédica; 3) la tecnocientificación de la biomedicina; 4) las transformaciones de la producción, distribución y consumo de conocimientos biomédicos, y 5) la transformación de cuerpos e identidades (Clarke y Shim 2011: 177). Vemos, pues, cómo en nuestros días el riesgo sexual está medicalizado como “resultado de la sofisticación de los procedimientos expertos para objetivar los factores asociados a diversas patologías” (Hernández 2016: 66). Para el caso de la serodiscordancia, esto resulta crucial, pues además del uso del condón, el uso del tratamiento antirretroviral contribuye en la percepción de las personas afectadas por el vih/sida, incidiendo en la dimensión que le dan a la probabilidad de contagio. Con estos nuevos desplazamientos de la biomedicalización aplicados a la sexualidad y al vih, podemos ver la forma en que opera la dimensión gubernamental del biopoder (cf. Rosengarten 2004; Rabinow y Rose 2006; Rose 2007b; Preciado 2008; Dumit 2012). Esta retórica, que forma parte del neoliberalismo mediante la concentración en el individualismo, hace que, en padecimientos como el vih y el manejo de otras posibles infecciones de
4
Al mismo tiempo, con esta propuesta de investigación me interesa resaltar que hay problemas, como el vih/sida, que forman parte de la salud orgánica de los cuerpos y también son biomedicalizados.
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transmisión sexual, se traslade la obligación del cuidado de manera relevante al espacio de la vida privada.5 Como podemos apreciar, las tecnologías son cruciales y las entiendo desde dos vertientes teórico/analíticas: a) como ensamblajes de conocimientos científicos y prácticas socioculturales que sitúan la biomedicina como la disciplina encargada de administrar los discursos, las prácticas y los saberes sobre el vih/sida de manera performativa (cf. Barad 1999; 2003; Rose 2007b; Butler 2007, 2008), y b) como tecnologías del yo (Foucault 2010), o formas de autogobernanza que aplicamos a nosotras mismas. En esta era del biopoder (Rabinow y Rose 2006), la gubernamentalidad se hace presente a partir de las tecnologías del cuerpo, en las que, como revela la noción de biomedicalización, las personas transforman rasgos identitarios y su corporalidad mediante la ingesta de fármacos, el uso de otras medidas de protección sexual y las dinámicas propias del espacio biomédico traducidas en cuidado y monitoreo del vih, y la diferencia del estado serológico en particular y del control de la sexualidad en general. El uso de estas tecnologías nos da cuenta de la manera en que se generan procesos de sujeción en que los sujetos formamos parte de regímenes preventivos mediante complejas relaciones de poder/saber. Aunque las teorías sociales del riesgo han sido sumamente estimulantes, como agrega Judith Green (2009), es necesario acudir a situaciones empíricas que nutran las teorizaciones sociológicas sobre el riesgo, para así comprender cómo lo conciben, asimilan, incorporan y enfrentan las personas en espacios microsociales. Además, como bien indica Jens O. Zinn, muchas de las teorías sociológicas del riesgo dejaron de lado la dimensión afectiva (2006). Incluso la dimensión sensorial ha permanecido desdibujada del análisis social. Veamos cuál es la relevancia de tomar en cuenta el cuerpo y los sentidos.
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De acuerdo con Joseph Dumit (2012), la industria farmacéutica logró posicionarse dentro de la configuración de los padecimientos, gracias al aumento en el uso de la estadística epidemiológica. Los números contribuyeron a delinear cuántas personas están en riesgo; eliminarlo o disminuirlo se relaciona con el incremento en la creación e ingesta de los medicamentos, pues estas investigaciones apuntan a crear, probar y administrar nuevos fármacos. No es raro que exista(n) alguna(s) píldora(s) para (casi) cualquier dolencia y que ingerir cada vez más dosis para mantener al cuerpo “saludable” forme parte de nuestra vida cotidiana.
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Tacto, afectividad, sexualidad y género: entre el placer y el temor en las relaciones corporales Como pudimos ver con el apartado anterior y el debate sobre riesgo y gubernamentalidad, el saber biomédico y sus intervenciones involucran a los cuerpos disciplinados en términos de monitoreo sanitario. Además, Annemarie Mol (2002) nos recuerda que los cuerpos que la biomedicina administra también sienten y significan sus mandatos. Son cuerpos múltiples en procesos complejos de producción y resignificación. El estudio del cuerpo ha sido crucial para los feminismos, pues se han encargado de demostrar cómo hay condiciones políticas asociadas con lo femenino y lo masculino que repercuten en vectores de dominación en las personas; es decir, que el cuerpo es el reducto de las normas de género que dan como efecto cuerpos generizados (Butler 2007, 2008; Ahmed 2014). La sociología también ha generado interesantes aportes conceptuales para comprender el papel del cuerpo en la conformación de las sociedades contemporáneas. Ha reflexionado sobre la forma en que la sociedad se conforma a partir del contacto entre los cuerpos y cómo estos generan estados afectivos. En este sentido, Randall Collins agrega que “la sociedad es ante todo y por encima de todo, una actividad corporal” (2009: 56). Desde hace más de tres décadas, las emociones, los sentimientos y la afectividad en sus manifestaciones corporales han formado parte de las principales preocupaciones sociológicas que han puesto el énfasis en: a) los procesos de interacción que generan emociones y sentimientos, y b) los vínculos, entendidos como procesos y construcciones sociohistóricas, donde la afectividad y el cuerpo están de por medio (Sabido 2011; Bericat 2012; García y Sabido 2014). Si bien existen diferentes matices en los enfoques sociológicos que han analizado el papel de la afectividad y las emociones, estas autoras y autores concuerdan en que la vida social está atravesada por procesos emotivos, que son construcciones socioculturales y significados asignados a gestos, prácticas, glosas y sensaciones corporales. Entender el cuerpo desde la sociología ha servido para “marcar sus trazos sociales y permite destacar un ámbito particular de las personas, a saber, su carácter sintiente y sensible, así como los recursos interpretativos para sentir de un modo y no de otro” (Sabido 2011: 38).
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En los últimos años, principalmente la sociología y la antropología han tomado en serio el estudio del cuerpo y sus manifestaciones sensibles, tanto así que sobresale el análisis de los sentidos y su relación con la memoria, la categorización de las cosas y la percepción (véase Classen 1997; Synnott 2003; Howes 2014; Simmel 2014; Sabido 2016). En términos generales, los estudios de los sentidos, desde su vertiente social, han mostrado que su análisis nos puede dar ideas sobre procesos socioculturales más amplios en los que se destacan ciertos elementos del cuerpo a partir de complejas jerarquías sociales. Por ejemplo, sobresale en culturas occidentalizadas el papel preponderante que se ha dado a la vista. Estos estudios nos muestran cómo las personas significan la cultura en la que viven y crean visiones específicas del mundo (Classen 1997). Es decir, este tipo de estudios nos permiten observar que las relaciones sensoriales son sociales (Howes 2014). En términos de clasificación genérica, podemos ver la forma en que la tradicional asociación que en Occidente se hace del sexo masculino con los “mejores” sentidos —la vista y el oído— apoyó la idea de que los hombres están naturalmente mejor equipados para actividades como explorar, juzgar, estudiar o escribir; mientras que la asociación del sexo femenino con los sentidos del olfato, el gusto y el tacto, relegó a las mujeres al hogar, haciéndolas señoras de la cocina, del cuarto de los niños y del dormitorio (Classen 1997: 8).
Para este texto parto de una comprensión de los sentidos como interactivos, tanto con el mundo como entre las personas (Classen 1997; Simmel 2014; Sabido 2016). Sobre todo, me interesa proporcionar una interpretación sociológica/feminista sobre la experiencia de la serodiscordancia en la Ciudad de México en clave sensorial y genérica. La biomedicina crea cierto tipo de sujetos de riesgo serodiscordantes a partir de esquemas de género rígidos en los que afloran visiones de la feminidad y la masculinidad (Torres 2017).6 Los sentidos evidencian la compleja interacción entre la percepción del ser amado con estado serológico distinto y la asimilación de los mandatos biomédicos y de género, en la creación de sentido en torno a las experiencias que 6
Básicamente, el vih genera marcas de exclusión en las personas afectadas por él, pues se suele atribuir a personas con “muchas” prácticas sexuales, sobre todo no heteronormativas (contextos homoeróticos, fuera del matrimonio, mediante el trabajo sexual, etcétera).
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viven estas personas y la resignificación de normas, sensaciones y vivencias, en las que también participan las/os otras/os mediante relaciones afectivas. Como agrega Sabido: “los alcances del nivel analítico interaccional radican en que permite observar cómo las personas se perciben mutuamente en la interacción y se orientan a partir de ciertas expectativas construidas socialmente, entre otras las de género” (2016: 74). Enfatizaré el papel del tacto. Este es sumamente relevante, pues da cuenta de relaciones sociales de proximidad o lejanía. Aunque el énfasis está en el riesgo sexual que experimentaron las parejas serodiscordantes que entrevisté, veremos cómo este trasciende este tipo de prácticas y, en algunos casos, hasta el contacto corporal íntimo. Utilizaré como metáfora el papel de los escenarios de interacción (Goffman 1989; 1991) para enmarcar el contexto del riesgo en el que apareció el tacto como relación de proximidad corporal en las personas involucradas en la serodiscordancia. Este tipo de contactos interactivos permitió no solo encuadrar la situación, también conocer a la otra persona y producir socialmente respuestas afectivas (Simmel 2014; Sabido 2016). Primer escenario: el espacio biomédico En el ámbito biomédico, por ejemplo, todas las personas que han sido mis interlocutoras en mis investigaciones sobre la serodiscordancia han destacado cómo algún participante del personal de salud ha manifestado temor o hasta rechazo al entablar contacto corporal con ellas/os. Sobresale este testimonio de Josefina, una mujer que se dedica al hogar y al cuidado de su familia. Mora en la periferia de la Ciudad de México con su esposo, quien vive con vih desde hace algunos años, y sus hijas. Asimilar la diferencia de estado serológico para ella no ha sido fácil, pues en la socialización hetero, el virus no formó parte de ella. En una plática que tuvimos sobre el trato del personal médico, ella me dijo: Anduvimos en puros hospitales, no lo querían ver hasta que llegamos adonde sí lo atendieron, pero te digo, la enfermera, ¡la estúpida!, para tomarle signos vitales se pone guantes, pues no, yo acepto sí para inyectarlo o sacarle sangre, pero para tomarle signos vitales, para tomarle la temperatura, ponerle el termómetro y tomarle la presión se puso guantes y cubrebocas, pues no. Entonces,
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en este proceso ha habido que pelearse con los médicos, con las enfermeras y con quien se tenga uno que pelear (Josefina no vive con vih, se asume como heterosexual, tiene más de 50 años, está casada con Óscar, proviene de un contexto socioeconómico bajo).
En casos como este, pude ver la forma en que el tacto fue crucial para manifestar proximidad corporal con personas que viven con vih. El análisis del tacto nos muestra cómo se hace presente un tipo de pánico moral que está asociado con la sexualidad y, sobre todo, con padecimientos que pueden ocurrir en este tipo de prácticas. Asimilar información etiológica de este padecimiento no ha sido fácil, ni siquiera para algunas enfermeras. El componente tecnocientífico que rodea al virus en nuestros días es difícil de comprender para muchas personas. El temor al contagio por el mero contacto físico todavía aparece en algunas/os. Al mismo tiempo, el espacio biomédico configuró, en cierta medida, los encuentros entre los cuerpos afectados por la serodiscordancia como legos con los del personal médico como objetivos, poseedores del saber que les cuidará y preservará. Aunque Josefina y otras personas entrevistadas se sintieron incómodas, enojadas y hasta tristes en este tipo de espacios, no pudieron hacer mucho, pues su condición de pacientes frenó la exigencia de una atención sanitaria libre de estigma y discriminación. Hubo pues, una barrera sensorial/corporal que se materializó con el tacto desde su dimensión proxémica. Segundo escenario: el ámbito doméstico En el ámbito doméstico, un espacio donde la desinformación desempeña un papel crucial, varias personas manifestaron cierta distancia corporal. El contacto físico se convierte en una especie de marcador corporal para evitar la sensación de contagio o incluso contaminación. Una vez más Josefina me relató en otra entrevista cómo Óscar evitaba el contacto físico con otras personas: Cuando le dieron el diagnóstico fue, una, el desgaste físico pero el desgaste emocional fue más por verlo que no quería ni contacto físico. Se cortaba y no quería que lo agarráramos. El miedo en ese tiempo era también por la hija de mi hijo, estaba bebecita, no quería que mi nuera se enterara porque temía que no lo dejara tocar a la bebé.
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En otros casos, los familiares intentaron reducir la sensación de riesgo de contagio, utilizando barreras. En una entrevista que tuve con Juan y Diana, una pareja en la que él vive con vih y ella no, en un municipio aledaño a la Ciudad de México, tocamos este tema. Para ella y él, asimilar la serodiscordancia ha sido muy complejo. Juan omitió su diagnóstico por varios meses por miedo a que ella lo rechazara. En sus primeras prácticas sexuales no utilizaron condón para experimentar “más cercanía”. Cuando vino la revelación del estado serológico de él surgieron algunos problemas que repercutieron en el contacto corporal cotidiano: Mi hermana tiene miedo a que se contagie y separa mis trastes en una bandeja con cloro (Juan vive con vih, se asume como heterosexual, tiene más de 30 años, vive en unión libre con Diana, proviene de un contexto socioeconómico bajo). También pasa con el baño, o sea, sí lo usamos, pero está una botella ahí llena de cloro de tres o dos litros y medio y nos dicen que si vamos al baño echemos cloro alrededor de la taza para prevenir, más que nada. Y siempre está la botella; digo, no se contagia así, sino a través de relaciones sexuales. Cuando se corta él, su mamá me dice: “no lo cures tú, que se cure él solo porque te vayas a contagiar”. Y ahorita el psicólogo me comentó que no se contagia así. Se contagia a través de una jeringa, así no (Diana no vive con vih, se asume como heterosexual, pareja de Juan, proviene de un contexto socioeconómico bajo).
Estos lamentables casos de segregación los vi en varias personas. La clase social juega un papel importante en la asimilación de la información tecnocientífica que forma parte del virus. Para algunas/os informantes asimilar que la adherencia a los antirretrovirales repercute en la muy baja probabilidad de transmitir el virus en prácticas sexuales sin condón, fue visto como “un acto de magia”; es decir, no comprendían cómo o por qué estos medicamentos pueden hacer eso. En el contacto cotidiano, para varias personas de contextos socioeconómicos bajos, esto fue todavía más complejo. No lograron asimilar que el virus se transmite solo si entra en contacto con el torrente sanguíneo de otra persona. Las medidas de protección del supuesto riesgo sexual que experimentó la hermana de Juan tuvieron efectos discriminatorios para él y para Diana, quien, por ser su pareja, automáticamente se convirtió también en sujeto de riesgo. Vemos pues el papel que desempeña la reflexividad (Beck 2002) en esta fase gubernamental (Foucault 2002, 2006), donde el monitoreo de las situaciones de riesgo reside en los sujetos.
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La clase social interfiere en estas prácticas sociales y sensoriales de asimilación, otorgamiento de sentido y percepción del riesgo. El papel de la configuración social del espacio doméstico también fue relevante. En todas las entrevistas fue crucial: en algunos se convirtió en una especie de refugio donde las personas pudieron resguardarse de eventos de segregación por estar en un vínculo serodiscordante. Sin embargo, en otros fue donde más se experimentó discriminación y rechazo. Si las personas afectadas por estos actos alquilaban o vivían en el hogar de alguien más experimentaron con más frecuencia estas sensaciones. Incluso en algunos vínculos hetero, donde el compañero era el dueño de la casa, las mujeres se sentían limitadas en cierto sentido para hacer lo que quisieran. Cuidar a sus esposos con un nuevo diagnóstico reactivo a vih significó también una especie de agradecimiento por tener un lugar donde vivir. Varias de mis interlocutoras me dijeron incluso que, aunque se sentían emocionalmente heridas por el diagnóstico de su marido, en cuanto que significó la materialización de la ruptura de su acuerdo de monogamia, no pensaban en el divorcio porque eso las expondría a quedarse sin un lugar donde vivir. Tercer escenario: el espacio de la intimidad y las prácticas sexuales serodiscordantes El espacio íntimo es todavía más complejo al respecto. Mis interlocutoras/ es han buscado estrategias para lidiar con el riesgo sexual que pudiera presentarse en el contacto corporal. Al mismo tiempo, para mantener su vínculo erótico-afectivo, es crucial sentir el cuerpo de la otra persona y sus fluidos corporales: “es muy importante tener relaciones sexuales con él, cuando ya falta eso, hay desunión como pareja”, me dijo en varias entrevistas Sebastián, un informante que no vive con vih y se asume como homosexual. La unión corporal y el tacto son necesarios para estas personas. Veamos primero cómo se entrelazan la percepción y el tacto, a partir de visiones de género. En los vínculos homo-erótico-afectivos, el papel de lo sexual es crucial para muchos de mis interlocutores, las alternativas de penetrar y/o ser penetrado no solo tienen valoraciones que relacionan, por ejemplo, cierta condición varonil para quien funge como insertivo, también da cuenta de fuertes intensidades afectivas donde el tacto es sumamente relevante.
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Adán es como una mujer, él quiere estar lleno de caricias que no debe ser interrumpido, él es muy sensible a grado tal que él se viene [eyacula] cuando yo me vengo, siempre (Roberto no vive con vih, se asume como gay, tiene más de 30 años, proviene de un contexto socioeconómico alto). [Decidí tener relaciones sexuales sin condón] las primeras veces porque tenía miedo de que me llegaran a decir que no si se los pedía. Ya después fue como una cuestión de placer, de satisfacción. El condón en algunos momentos de mi vida sí fue como una barrera, recuerdo que como que le quitaba intimidad o como calor; el hecho de que tu piel esté con mi piel le daba muchas cosas buenas, era una parte de mí que decía eso. Entonces yo dije “yo no quiero coger con todo mundo sin condón”, quería que fuera más chido con algunos (Raúl vive con vih, se asume como homosexual, tiene más de 20 años, proviene de un contexto socioeconómico medio).
En las prácticas sexuales homoeróticas sobresalen distintas valoraciones de los sentidos relacionadas con el género. Como pudimos ver con el testimonio de Roberto, la sensibilidad corporal de Adán, supuestamente “femenina” y alta, da cuenta de que también existen atribuciones de sentido que remiten a la manera en que las personas perciben de forma diferente, y aquí sobresale la comunicación diferenciada a través del tacto y la percepción táctil diferenciada (Vannini et al. 2012). Sentimos por vía de la percepción, agrega Simmel (2014), para enfatizar el papel de los sentidos como formas sociales de significación corporal. En el caso de Raúl, vemos cómo hay una alta significación sensorial y afectiva en las prácticas sexuales penetrativas sin condón. Vemos en ambos casos cómo hay visiones de género que romantizan, desde parámetros binarios (Butler 2007), los cuerpos y las prácticas de mis interlocutores. En vínculos hetero-erótico-afectivos, aunque no hay una diversificación de roles sexuales de manera tan marcada como en muchos vínculos homo, el placer también se relaciona con el contacto corporal y la cercanía de los fluidos, lo que equivale a prescindir del condón en muchos casos. Dado que el vih no formó parte relevante de la mayoría en su socialización sobre la sexualidad, la mayor preocupación se centró en evitar un embarazo no deseado. Cuando se experimentó el vih, también en estas personas la sensación de temor repercutió en prácticas que antes solían ser más placenteras:
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Un ex me dice que el condón solamente lo utilizan las prostitutas, que con quién más me acostaba, me quedé de: “me acuesto contigo, no soy prostituta, tienes razón, soy bien pendeja”, tampoco utilicé preservativo con los demás. Era horrible cuidarse, que si las inyecciones, que el dispositivo, fue muy tedioso, muy molesto, hoy soy feliz con el condón […] De hecho cuando nos dieron el diagnóstico a mi marido y a mí era muy traumante que llegara el día de mi periodo, era sangre, decía “ahí va el virus, por Dios, ¿qué hago con esto?”, no quería que me tocara, él quería coger y le decía que no, mi miedo era que ahí hay más virus y lo reinfectara, para él era excitante tener relaciones en esos días, yo me escondía debajo de las sábanas (Virginia vive con vih, se asume como heterosexual, tiene más de 30 años, proviene de un contexto socioeconómico bajo).
El miedo también formó parte de muchas personas que viven con vih, ya sea para no crear otro vínculo erótico-afectivo, o en el rechazo a ser queridas o tocadas por otras. Tenía miedo que terminara la relación, porque me recalcaba [cuando platicamos sobre el diagnóstico] mucho: “estoy contigo, no te voy a soltar la mano”, más bien era como de: “ya no me vas a ver igual, ya no me vas a querer tocar, ya no me vas a querer igual”. Se puso de espaldas cuando le dije y en ese momento me puse en automático, ya me estaba haciendo a la idea de terminar y empezamos a hablar un buen de cosas (Mauricio tiene más de 20 años, vive con vih, se asume como homosexual, proviene de contexto socioeconómico bajo). Claro, yo dije: “bueno, ¿qué es tan grave, me quiere decir que tiene un hijo?”; después fue de “es vih”; fue de “bueno, cálmate, no te pongas a llorar”; tenía muchísimas ganas de llorar yo también en ese momento, te repito, yo no estaba muy informado (Alejandro tiene más de 20 años, no vive con vih, se asume como homosexual, proviene de contexto socioeconómico bajo).
Con estos testimonios vemos la manera en que en la copresencia física que forma parte del orden de la interacción se crean interpretaciones sobre el otro y también se construyen respuestas afectivas (Goffman 1991; Simmel 2014; Sabido 2012, 2016) en las que el tacto tiene crucial relevancia para hacer sentido de la serodiscordancia. Si pensamos en quienes no viven con vih, veremos que el [con]tacto sexual está atravesado por sensaciones de temor. Para algunos, incluso, fue muy relevante la manera en la que la sexualidad está marcada en nuestros días por discursos del riesgo a padecer varias enfermedades, algunas de ellas incurables. El siguiente testimonio es esclarecedor al respecto:
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Es latente el miedo en la sexualidad. Yo soy muy, muy aprensivo para las cosas. Inclusive me enfermo psicológicamente, me sale un fuego [labial] o un afta al año, las tengo contadas, y esta vez me salieron dos y pensé que era vih y empie zo a sugestionarme, de tal manera que empiezo a manifestar cosas hasta que hablo con un psicólogo y me dice que no pasa nada por hacer sexo oral, que en mi caso no hubo situaciones de riesgo; siempre que tengo sexo con alguien siento que me contagiaron de algo. Yo soy muy caliente, cabrón, busco el sexo, el goce del nuevo descubrimiento, de sentir la primera vez, de besar por primera vez, de fajar por primera vez, de tocar una verga por primera vez, de que te cojan o cojas por primera vez, pero pues me beso con alguien más y “me da vih cada ocho días”, salpullidos. Entonces, por una parte, dentro de mí necesito sexo, pero por otra me siento mal, porque tengo un precedente de que a mí me dio y estoy curado, pero tengo el trauma de la sífilis y la gonorrea (Bernardo no vive con vih, se asume como gay, tiene más de 30 años, proviene de un contexto socioeconómico alto).
Este relato me parece muy revelador en cuanto al cruce de las dinámicas de la gubernamentalidad del riesgo, la sexualidad y el tacto. Además, vemos que, en este caso, la clase social no mantiene relación directa con la asimilación de la información relacionada con el vih ni otras infecciones de transmisión sexual (its). El riesgo y el miedo se imbrican y tienen manifestaciones corporales somáticas. Las experiencias previas de Bernardo también se convierten en un canal de información sobre el riesgo sexual que forma parte de él. En este tipo de casos, cierta socialización homoerótica muestra que sí ha mantenido una relación de cercanía con las its y el vih. En todos los casos podemos apreciar cómo existe una mutua percepción de los cuerpos, basada y sostenida por expectativas genéricas a nivel interaccional (Sabido 2016). El papel del espacio público y privado ha sido crucial para construir el ámbito erótico-afectivo de los vínculos. Por un lado, en el privado se vive de manera más cercana el contacto con quien se ama. Por el otro, la orientación sexual contribuyó, por ejemplo, a resignificar los espacios públicos y tener prácticas sexuales homo en algunos contextos de clandestinidad y anonimato. Sensaciones de placer, excitación, miedo, cariño y hasta adrenalina acercan a los cuerpos mediante el tacto en la intimidad. La clase social fue relevante para la asimilación de información tecnocientífica relacionada con el vih y el efecto de los antirretrovirales en la baja probabilidad de transmitir el virus. Este fue el canal que permitió la resiginificación de las sensaciones afectivas relacionadas con el temor en
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muchas/os interlocutoras/es, y permitió disfrutar de la cercanía corporal de las prácticas sexuales. En muy pocos casos se mantuvo el temor ante un posible contagio. O sea, al momento que me lo pongo [el condón] se baja [la erección del pene]; a lo mejor es algo de acá [se toca la cabeza] adentro, pero se baja, nada más por el simple hecho que me lo tengo que poner se baja. Además, sabemos que no pasa nada, leímos un artículo que decía que si la carga viral es baja, no pasa nada, yo estoy indetectable y sabemos que vamos a estar bien (Ramiro vive con vih, se asume como homosexual, tiene más de 20 años de edad, proviene de un contexto socioeconómico medio). Pues yo le comenté a él [su pareja] lo de mi diagnóstico y sí cambió mucho: antes era muy diferente, disfrutaba [de las prácticas sexuales], era muy satisfactorio. Después de que se lo comenté sentía que lo debía cuidar más. Yo lo veía con un poco de miedo, entonces sentía como que eso cambió; antes hacíamos sexo oral sin condón y cuando se lo comenté me dijo que ya no. Yo lo respeté y fue que eso cambió, como que a veces lo veía muy temeroso también a unas cosas, me decía que no hiciera eso o lo otro, pues luego cuando tengo fogazos en la boca, no le doy besos, entonces también ha cambiado mucho (Guillermo informante que vive con vih, se asume como homosexual, tiene más de 20 años de edad, proviene de un contexto socioeconómico bajo).
Conclusiones Con este breve acercamiento a las dinámicas interactivas del tacto corporal en la configuración de la experiencia del riesgo en la serodiscordancia, pudimos ver que la sociología y los feminismos presentan insumos conceptuales sumamente interesantes para comprender la manera en que las sociedades contemporáneas están atravesadas por nociones relacionadas con el riesgo. Respecto a los procesos de salud/enfermedad/atención, la noción de biomedicalización da cuenta de procesos muy complejos en los que la tecnociencia aplicada a la biomedicina crea cierto tipo de sujetos en los que ciertas tecnologías —biomédicas y corporales— nos dotan de nuevos rasgos identitarios. El género y la clase social complejizan la experiencia de las personas con esquemas que biomedicalizan el riesgo sexual: comprender información científica no es fácil. Aunque el nivel adquisitivo contribuye a tener más elementos para asimilar aspectos técnicos de padecimientos relacionados
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con la sexualidad, también hay otros factores, como los mandatos de género, que influyen en el tipo, la frecuencia y los escenarios en los que mantenemos prácticas sexuales. Los mandatos biomédicos se unen a los de género y confieren ciertos atributos a ciertos sujetos (sobre todo los feminizados), que les hacen proclives a los estragos de la abyección y el estigma moral que el riesgo sexual conlleva. Al mismo tiempo, las diferencias que generan los tres escenarios analizados producen distintos acercamientos y los cuerpos múltiples se expresan de manera específica en cada uno de ellos. El análisis de los sentidos puede servir para tener una mirada más amplia del proceso de la creación de sentido en diversas situaciones sociales. Uno de los aciertos de este texto tiene que ver con posicionar el papel del cuerpo y sus manifestaciones sensibles en los debates sociológicos y feministas en torno al riesgo. Desde la sociología se suele asociar, analíticamente hablando, el manejo del riesgo con una dimensión racional de los sujetos en la que las personas pensamos y decidimos de manera consciente cómo lidiamos con situaciones arriesgadas. Pensar en el papel del tacto y otros sentidos nos permite retroalimentar las teorías macrosociales sobre el riesgo, donde el contexto microsocial también es sumamente relevante. Así, cuando hablamos de riesgo, el cuerpo, no solo desde su producción discursiva, sino desde su dimensión perceptiva y sensorial, da cuenta de relaciones de proximidad corporal que mantenemos con incertidumbres y riesgos que forman parte de nuestras vidas. Quedan pendientes otros temas como aquellos que se relacionan con las estrategias metodológicas para comprender la relevancia de los sentidos en la experiencia afectiva. Que este texto sirva como punto de partida para seguir reflexionado al respecto.
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Capítulo 8. Entre cuerpos, normas y placer: modulación sensorial en una comunidad bdsm
Daniela Sánchez
Introducción El sadomasoquismo ha sido comúnmente estudiado desde disciplinas que buscan entenderlo como una manifestación individual de fantasías y deseos. La práctica fue nombrada por el psiquiatra Richard von Krafft-Ebing en Psychopathia Sexualis (1890) y desde entonces ha estado ligada a manuales de trastornos mentales que, entre otras cosas, buscan pormenorizar el estudio de la “desviación sexual”. Mi objetivo en este capítulo, al contrario, es analizar esta práctica como un fenómeno social más que individual, que depende de significados creados culturalmente y aprendidos por medio de un trabajo corporal arduo y reflexivo. Este artículo es un análisis sociológico en clave sensorial en torno a la práctica sadomasoquista y sus practicantes, resultado de una investigación empírica en una comunidad bdsm1 de la Ciudad de México, a partir de observación participante y cinco entrevistas semiestructuradas a dos mujeres, dos hombres y una persona queer. En un primer apartado analizaré el horizonte temporal de larga duración, donde el bdsm, como práctica colectiva, se hace posible a partir de la teoría del proceso de civilización de Norbert Elias. A partir de esto, en el segundo apartado desmenuzaré la trayectoria o carrera erótica para convertirse en practicantes, retomando a Howard Becker 1
Bondage, dominación, sadismo y masoquismo.
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en relación con la carrera del desviado y el concepto de trabajo somático propuesto por Phillip Vannini, Dennis Waskul y Simon Gottschalk. En el último apartado examinaré la relación poco convencional entre placer y dolor dentro del bdsm, desde la óptica de rituales de interacción propuesta por Randall Collins. Asimismo, a lo largo del texto destacaré los matices particulares de la experiencia de las mujeres practicantes. A partir de lo anterior propongo que el bdsm es más profuso en significados si se analiza desde una perspectiva sociológica, más que una psiquiátrica o psicológica. Más aún, propongo que la complejidad colectiva, ritual y generadora de solidaridad y lazos íntimos de la práctica solo se puede comprender desde este enfoque. Por último, centrar el análisis en los cuerpos que interactúan, sienten, reflexionan e interpretan sus sensaciones en relación con significados colectivos es útil para entender la práctica desde un criterio no patologizante y dejar patente la relevancia de la sociología respecto a este tema.
Normatividad: Elias, Wouters y las reglas del bdsm La antropóloga estadounidense Gayle Rubin plantea, en su célebre ensayo “Thinking Sex: Notes for a Radical Theory of Sexual Politics” (1984), una división entre sexo normativo y no normativo. Con no normativo se refiere a las formas sexuales que se encuentran condenadas, estigmatizadas e incluso patologizadas. Es decir, el sexo homosexual, promiscuo, no procreador, comercial, individual o en grupos, intergeneracional, en público, con objetos manufacturados o sadomasoquista. La división de la autora remarca que la coerción social e institucional de regulación está cargada hacia la supresión de estas expresiones sexuales. Más aún, esta coerción busca encasillar a las personas en la heteronormatividad monógama e intrageneracional. Es por esto que Rubin utiliza el concepto normativo. No obstante, el uso de no normativo puede connotar que no hay ningún tipo de regulación dentro de estas prácticas sexuales. En realidad, muchas de ellas se encuentran profunda y explícitamente normadas. Esta idea se relaciona con los postulados de los sociólogos Norbert Elias y Cas Wouters, en cuanto a que algunas de estas prácticas, especialmente en su manifestación colectiva, se hacen posibles gracias a un proceso
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de larga duración de autorregulación y control de las emociones, deseos e impulsos. En este sentido, prácticas como el bdsm, el intercambio sexual de parejas o la poligamia se pueden entender como expresiones sexuales paradigmáticamente civilizadas, pues suponen una capacidad de autocontrol de los impulsos de las y los participantes y una racionalización de las pulsiones sexuales que no ve el deseo como algo incontenible, sino como algo sujeto a reglas y acuerdos entre quienes interactúan. Elias propuso, en 1939, la teoría del proceso de civilización. En esta plantea que “hay cambios de larga duración de las estructuras emotivas y de control de los seres humanos que mantienen una única dirección a lo largo de una serie de generaciones” (2016: 30). Esta dirección es la de autodominio, coacción o contención de los afectos y regulación más estricta de los impulsos (552). Desde un primer nivel de análisis, la historia de la sexualidad parece contradecir el proceso de civilización, pues puede verse un relajamiento de la coerción hacia la heteronormatividad, la visibilización de distintas expresiones sexuales y una mayor libertad en el ejercicio de las mismas. Así, parece haber una aparente contradicción entre el proceso de civilización y lo que sucede en el ámbito de la sexualidad, “Muchas cosas que antaño estaban prohibidas, están hoy permitidas. Visto de cerca, el conjunto del movimiento parece orientarse en una dirección contraria a la que ahí he mostrado; parece orientarse en el sentido de una remisión de las coacciones a que la vida social somete al individuo” (277). No obstante, desde un nivel de análisis más amplio se puede ver que dicho relajamiento o flexibilidad es aparente y no contradice la teoría, sino que la refuerza. En realidad, menciona Elias, “lo que hay son liberaciones de una forma de la sujeción que oprime de un modo intenso o insoportable para pasar a otras que se consideran como menos opresivas” (275). Tomando como ejemplo los bikinis, menciona que su uso tiene como prerrequisito previo un alto grado de represión de los impulsos. Es decir, es posible usar bikini solo donde hombres y mujeres den por sentado una autocoacción intensa (278). Sobre la misma línea, Cas Wouters, sociólogo holandés, propuso el concepto de informalización (1977), el cual se refiere a la creciente permisividad en ciertos ámbitos, como en la relación entre adultos y menores o en la sexualidad. Wouters argumenta que, en efecto, ha habido un proceso de informalización de las reglas de comportamiento, pero que esto solo ha sido posible gracias a una profundización en la autocoacción, lo cual ha permi-
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tido que la coacción externa deje de ser tan explícita y formal. Este sociólogo se interesó en particular por los comportamientos sexuales, pues son ejemplo paradigmático de su concepto: Un ejemplo sobresaliente de informalización es la reducción de constreñimientos sociales, particularmente en las clases medias, impuestos sobre comportamientos sexuales y esferas de conducta relacionadas. Las maneras altamente formales en las cuales la sexualidad estaba regulada, de acuerdo con estándares previos de conducta, se han vuelto claramente más informales. El rango de experiencias sexuales permitidas por el estándar que regula estos comportamientos se ha extendido considerablemente (Wouters 1977: 439. Traducción propia).
Lo que Wouters argumenta es que, en realidad, no se ha pasado de la regulación a la libertad. Simplemente, el estándar de comportamiento está en un proceso constante de transformación y se regula de una manera más informal, dado el mayor grado de autocoacción de las personas. Es decir, si bien es visible una expresión más abierta de la sexualidad, esta conlleva una demanda de autorrestricciones mucho mayor (1977: 443). En este sentido, algunas prácticas etiquetadas como no normativas, como el bestialismo, la coprofilia o necrofilia, podrían leerse, en términos eliasianos, como prácticas no civilizadas, pues evidencian una incapacidad de regulación de los impulsos.2 No obstante, como ya mencioné, prácticas como el sadomasoquismo, el intercambio sexual de parejas o la poligamia, las cuales se etiquetan como no normativas, son el epítome de sexualidades “civilizadas”, en cuanto que el deseo sexual se ha dejado de ver como algo incontenible. Al contrario, se aspira a racionalizarlo en relación con un fuerte énfasis en el consenso, las reglas establecidas y los límites acordados. En el bdsm hay un llamado explícito a la autocoacción. El deseo no se ve como una pulsión irrefrenable, y se asume que quienes participan son capaces de autocontrolarse con base en reglas consensuadas y el placer mutuo. Una sesión comienza con la aceptación explícita de que las y los participantes quieren “jugar”, sean conocidos o no. Después se habla de lo 2
El enfoque del artículo excede el análisis de estas prácticas en términos de la teoría de la civilización. No obstante, sería interesante abordarlas desde este nivel de análisis y ver si en realidad entrarían como prácticas paradigmáticas de un proceso de descivilización —por ejemplo, la coprofilia por ir en contra de pautas de higiene— o cuáles serían los matices necesarios.
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que sucederá en la sesión: qué tipo de juegos les gustan —por lo general se sesiona en pareja—, cuáles son sus límites blandos y duros3 y qué rol4 tienen. Esto puede condensarse en un contrato escrito o hacerse de forma oral. Comúnmente, las y los practicantes recurrentes tienen un playlist, el cual es una minuciosa lista de lo que les gusta y lo que no. Por otro lado, durante la sesión, el rol sumiso utiliza palabras de seguridad (safe words)5 para expresar cómo se siente, decirle a la persona dominante si desea continuar, bajar o subir la intensidad o detener la interacción. Es decir, hay una constante comunicación y explicitación de los gustos y límites de quienes participan. Estas reglas son altamente rígidas, pues es lo que, a los ojos de la comunidad, diferencia al bdsm de actos realmente violentos. Asimismo, en algunas fiestas o reuniones hay códigos de vestimenta estrictos, obligatorios para entrar al evento. Por ejemplo, para la fiesta de aniversario a la que asistí consistió en: “fetish o negro formal: vinil, piel, látex, uniformes, lencería. No tenis y no mezclilla” (página del evento 2017). Otros autores han notado la prevalencia e importancia de las reglas en la práctica, “Es sorprendente y casi cómico lo rígidas que son las reglas y los roles de la escena spanking para mantenerlas dentro de las normas del grupo” (Kleinplatz 2008: 8. Traducción propia). Dentro de la fiesta, el código de vestimenta fue acatado por todas y todos. Las mujeres portaron vestimenta más descubierta; por ejemplo, arneses que delineaban el busto, corsés y ligueros. Los hombres, en general, vistieron más convencionalmente, en su mayoría con pantalones y camisa. Varios tenían algún adorno como un collar de sumiso y un par estaba en ropa interior con accesorios parecidos a los arneses, máscaras y cadenas de mascota al cuello. La fiesta misma estuvo estructurada con base en una serie de reglas explícitas. Cada asistente firmaba un formato de consentimiento que exponía las actividades prohibidas y las restringidas, la aceptación del riesgo de participar y el deslinde de responsabilidades del staff. La concurrencia en3
Los límites blandos son prácticas en las que una persona no está interesada, pero que podría intentar en ciertas circunstancias. Los límites duros son aquellos que la persona marca como intraspasables, y no respetarlos se consideraría altamente abusivo.
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En el bdsm hay, por lo general, tres roles: dominante, sumiso o switch (cambia entre los dos anteriores).
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Utilizo o refiero a las palabras en inglés puesto que la comunidad suele utilizarlas así.
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tregaba el formato en la entrada del lugar y daba su celular a las y los organizadores para evitar fotografías. Estas prohibiciones se justifican en función de factores que van desde la dificultad de limpiar el lugar por juegos escatológicos, con fuego o sangre, hasta la prohibición de juegos en los que el consenso se borra, como los de sexo forzado (aunque sea consensual), y resulte difícil para el staff diferenciar una sesión de una situación abusiva. Por otra parte, en las sesiones hay estímulos sexuales o eróticos sin que necesariamente se consumen en un orgasmo, lo cual también implica un control y contención del deseo sexual a partir de los límites de la sesión. En la fiesta de aniversario, el lugar era un bar de dos pisos. En el piso inferior transcurrió la fiesta en ciertos sentidos más convencional, mientras que el piso de arriba estaba acondicionado con camillas, estructuras de madera en forma de x, una jaula y otros arreglos para amarrar a la gente. Al final del pasillo había un “cuarto oscuro”, único lugar donde la gente podía tener sexo penetrativo. En las reuniones, una terraza se acondiciona con un par de estructuras de juego. Algunas personas sesionan, mientras otras conviven sentadas en las mesas ahí dispuestas. Las personas que sesionan se mantienen vestidas. Ocasionalmente, las mujeres se descubren un poco el pecho o se suben la falda para hacer spanking. La única atención genital la hace una pareja, cuando el hombre mete la mano en los pantalones de la mujer. Después de 10 o 15 minutos, las personas que sesionan se desatan y se integran a la convivencia. Estas descripciones ilustran que, si bien hay estímulos corporales eróticos y sexuales, la mayoría de las sesiones en las reuniones no son “consumadas” en orgasmos o sexo penetrativo.6 Es decir, hay una modulación y restricción constante de deseos e impulsos. En las reuniones, los estímulos podrían pensarse como más eróticos que sexuales, pues la atención genital era mínima y se concentraban más en áreas como la espalda. Las pautas corporales también suponen una amplia autorregulación que tome en cuenta los límites de la otra persona. En relación con estas pautas, una informante me relató un intento de hacer una fiesta con practicantes bdsm y swingers. El primer conflicto surgió respecto al papel del sexo en 6
Me refiero a la consumación de un encuentro sexual en términos de sexo penetrativo porque la mayoría de las parejas que sesionan son heterosexuales. En mi trabajo de campo solo una vez vi una sesión de una mujer con otra y una demostración de uso de flogger de un hombre con otro.
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estas dos comunidades. Mientras que para los swingers el sexo es central, para el bdsm es tangencial. Es decir, la actividad primordial de los swingers es un intercambio sexual, mientras que en el bdsm el sexo se puede dar o no, tal y como señala la informante: La forma de abordar, de proponer y todo esto es muy diferente. En el swinger, por lo menos desde mi experiencia, cuando se te quieren acercar te tocan. Onda de que te ponen la mano en la espalda o en la pierna y es su forma de ver si estás receptivo. En bdsm si tú haces eso es abusivo, porque no estás dando permiso para eso (Alejandra).7
Lo que este extracto refleja es que, en ambas comunidades, etiquetadas como no normativas, en realidad hay normas y pautas corporales establecidas, a las cuales los integrantes se tienen que acoplar. En este sentido, la libertad sexual, la expresión abierta de gustos y deseos, la no represión de las emociones, la experimentación sexual y la importancia del consenso, por mencionar algunos ejemplos, no son un reflejo de un relajamiento o destrucción de las normas o coerción social para una mayor libertad al individuo. Son consecuencia de una transición de ciertas normas conservadoras, consideradas más opresoras, a otras, que igualmente marcan pautas de comportamiento normativas, pero que son vistas como menos opresivas. Sobre esto, Cas Wouters expone que: Hoy en día, muchas personas han aprendido, en mayor medida, a expresar estos impulsos y emociones de manera controlada y socialmente aceptada. El estándar contemporáneo de comportamiento sexual no permite que las y los jóvenes experimenten su sexualidad de manera totalmente desinhibida; se espera que se rindan ante sus impulsos y emociones solo en maneras y situaciones que no excedan dicho estándar. Por lo tanto, el autocontrol de estas y estos jóvenes, al menos en lo que se refiere a la sexualidad, ha aumentado tanto que hoy en día son capaces, en mayor medida, de pensar en expresar o reprimir sus impulsos y emociones sexuales (Wouters 1977: 448. Traducción propia).
Así, esta regulación ha pasado por un filtro de racionalización de deseos que antes se veían como irrefrenables. En este sentido, se han vuelto expresiones
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Los nombres han sido modificados para resguardar la privacidad de las y los informantes.
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que, lejos de volverse más individualistas, han incorporado al otro como parte de su propio placer. Entonces, el bdsm surge a partir de este horizonte conceptual, como posibilidad y resultado de una creciente autorregulación de emociones, impulsos y deseos, como consecuencia de una transición de ciertas normas conservadoras a otras consideradas menos coercitivas. Por medio de esta perspectiva de regulación corporal y autocoacción llevé a cabo un acercamiento a campo y a las experiencias de las y los participantes. Mi enfoque se centra en comprender, primero, la curva de aprendizaje de quienes participan con el propósito de convertirse en practicantes diestros y, segundo, el significado que le dan a su experiencia corporal en relación con la aparente contradicción entre el placer y el dolor.
Volverse bdsmera/o: carrera erótica, membresía y la política del clóset En torno a los conceptos carrera moral del sociólogo Erving Goffman, y carrera del desviado, de Howard Becker, analizaré la curva de aprendizaje y trayectoria de las y los practicantes bdsm en consonancia con la carrera erótica. El concepto de Goffman se refiere a la trayectoria social por la que una persona pasa durante el curso de su vida (Goffman 1959: 123). Becker habla de la carrera del desviado para dar cuenta de “una secuencia de etapas, cambios en el comportamiento del individuo y en su punto de vista sobre su propio accionar”, sobre todo en comportamientos etiquetados como divergentes, como el consumo de marihuana (Becker 1997: 44). La carrera erótica será útil para comprender el proceso de aprendizaje y obtención de membresía simbólica para convertirse en practicantes recurrentes, con distintos niveles de prestigio y estatus. El término carrera da cuenta del carácter procesual y por lo tanto temporal de la curva de aprendizaje, al mismo tiempo que remite a la puesta en juego de ciertos recursos y esfuerzo. Pensar el bdsm como una actividad de ocio serio, como propone la socióloga estadounidense Staci Newmahr (2010), tiene una estrecha relación con la carrera erótica. El ocio serio supone una curva de aprendizaje y un proceso continuo de maestría de las habilidades necesarias para la práctica
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(Newmahr 2010a: 325; Weiss 2006: 237). En este sentido se puede compren der la práctica en su complejidad social, lejos de analizarla como una actividad individual. Al hablar del carácter social de la práctica me refiero a la dependencia que tiene del conocimiento colectivo y simbólico, necesariamente aprendido y que, por consiguiente, presupone la socialización ritualizada de dicho conocimiento8 a través de una comunidad. La carrera erótica es una progresión a lo largo del tiempo dirigida hacia la obtención de recompensas y prestigio a través de la aprehensión paulatina de los códigos relevantes de la práctica. Newmahr, en su observación etnográfica notó que “la carrera sm implica la obtención de nuevas habilidades y vocabulario, competencia en el discurso de la comunidad y una progresión experimental de actividades ‘leves’ a otras más ‘fuertes’” (Newmahr 2010a: 325. Traducción propia). La carrera erótica observable en las y los practicantes con quienes tuve contacto refleja la misma trayectoria. Las recompensas se refieren a la autopercepción de progreso que van adquiriendo como consecuencia de la inversión de tiempo, dinero y esfuerzo. El prestigio es en términos del reconocimiento de la comunidad, otorgado por sus habilidades, su umbral de dolor o conocimiento diestro del lenguaje bdsm. Como menciona Collins, el proceso de inserción en una escena erótica requiere una “inversión en habilidades, técnicas eróticas, así como también en una autopresentación seductora” (2009: 338). La carrera comienza con un acercamiento hacia la práctica, que suele ser virtual, después de haber escuchado sobre el tema. Las personas interesadas comienzan a conocer el lenguaje de la práctica y a interactuar a distancia con gente más o menos experimentada, con quienes se intercambia conocimiento sobre el bdsm y sus protocolos. Es notable la importancia del internet para la difusión del conocimiento y el mantenimiento de la cohesión de las comunidades mediante grupos de Facebook, chats, blogs y foros: “Había uno [blog] que se llamaba ‘Un rincón del paraíso’. Ese blog era como la biblia para todos, porque era lo único que había y estaba súper bien estructurado. Venían las ceremonias y cómo debías de comportarte” (Alejandra). 8
Este énfasis no quiere decir que en otro tipo de prácticas sexuales más convencionales no haya una transmisión de conocimiento. En el bdsm, simplemente la transmisión adquiere características particulares y se hace de manera explícita.
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Cuerpos que aprenden a sentir placer: sensorialidad y trabajo somático Después del primer acercamiento a la comunidad es necesario comprender el proceso de familiarización con el bdsm, en términos más palpables. Para esto es útil el concepto trabajo somático, propuesto por los sociólogos estadounidenses Phillip Vannini, Dennis Waskul y Simon Gottschalk en The Senses and Self, Society and Culture (2012), en el marco de un llamado hacia una sociología de los sentidos. El interés primordial del presente artículo, respecto a la sociología de los sentidos, es la problematización del binomio sensación/percepción, especialmente en relación con la percepción del dolor. El trabajo somático es el proceso de interpretación y significación reflexiva —lingüística o no— de las sensaciones somáticas en relación con lógicas personales o culturales (Vannini et al. 2012: 19). Si bien las experiencias corporales del bdsm pueden no entrar en una lógica de deseabilidad social fuera de una comunidad, dentro de esta el trabajo somático es congruente con la lógica de la práctica, respecto a sus nociones estéticas y morales; es decir, de acuerdo con las reglas somáticas establecidas dentro del bdsm. Vannini et al. (2012) utilizan una metáfora idónea para el trabajo somático, al cual se refieren como una forma carnal de bricolaje, que implica un autodescubrimiento en la intersección de lo corporal y lo simbólico (2012: 21). Específicamente en relación con el sexo, o lo que los autores llaman sexual embodiment (encarnación sexual), el trabajo somático es “el medio por el cual la persona y el cuerpo conocen y cultivan la excitación sexual a través de la experiencia sensual carnal” (Vannini et al. 2012: 34. Traducción propia). Es decir, se trata del proceso de incorporación y significación de ciertos estímulos sensoriales como sexualmente excitantes. En este sentido, la excitación no es un producto pasivo de estímulos corporales externos a los cuales el cuerpo responde, sino un proceso reflexivo y aprendido, relacionado con pautas culturales, que interpreta y significa dichos estímulos como excitantes. Lo anterior pone en el mismo nivel el placer convencional y el placer en el bdsm, en cuanto que ambos requieren trabajo somático para su disfrute. Según el rol que se asuma, el bdsm implica un trabajo corporal y reflexivo de aprender a encontrar placer en el dolor, en la privación sensorial o la estimulación no enfocada a los genitales; o bien, aprender a infligir dolor de forma segura y hasta los límites del común acuerdo (Rubin 1982: 118).
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Esto involucra pericia en el uso corporal y en la lectura del cuerpo del otro, para medir la fuerza con la que se inflige dolor o interpretar la reacción de la persona y poder actuar en consecuencia. Similar a otras prácticas, como la meditación, la respiración tiene un papel importante en el aprendizaje, pues ayuda a la concentración, a la administración y soporte del dolor y a la relajación: “Me estuvo todo el tiempo diciendo cómo hacerlo: ‘respira, canaliza, de qué te sirve el dolor si no lo disfrutas’. Le digo que me arruinó porque a partir de ahí mi resistencia se fue como de aquí hasta acá [señala los niveles con sus manos]” (Alondra).
Espacios ritualizados de aprendizaje colectivo Para realizar este trabajo somático, la adquisición de conocimiento es esencial, por lo que la carrera erótica implica la inversión de tiempo, esfuerzo y dinero por parte de las personas interesadas en asistir a conferencias y talleres. Estos suelen ser bastante convencionales. Por lo general, son en un espacio distribuido como un salón, con un proyector para diapositivas. Suele ir el mismo grupo de gente que ya forma parte de la comunidad. Si hay gente nueva, comúnmente son hombres que asisten solos o parejas. Las pláticas versan sobre los protocolos, los contratos, las distintas prácticas y la importancia del consenso. Como menciona Collins, “la solidaridad y los demás efectos de los rituales son perecederos: si no se reproducen, acaban por extinguirse” (2009: 317). Por ello, la asistencia cotidiana a las reuniones es fundamental en la carrera erótica de las y los practicantes, así como el mantenimiento tanto de la comunidad como de las parejas de juego. Aunque Collins (2009: 310) menciona que la presencia de observadores puede invadir la interacción sexual, en el caso de la interacción bdsm, considero que esto tiene sus reservas. Parece que el espectáculo es parte importante de la efervescencia colectiva y es un factor que aumenta la excitación en lugar de disminuirla. Como apunta el autor, “buena parte del atractivo de esta exposición proviene del morbo de la transgresión” (2009: 311). Es decir, en estas situaciones el voyerismo es atractivo porque se sabe que se está transgrediendo la norma de la privacidad, pero de forma consensuada. La fiesta bdsm es el evento que más público atrae. Como menciona Weinberg (2008), la importancia de las fiestas radica en que tienen una
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función de integración y socialización. Las personas conocen a otras similares, lo que les permite normalizar sus intereses (2008: 29). En la fiesta por el día mundial del bdsm, las personas llegaban vestidas de forma elegante, con su maletín lleno de juguetes. La primera actividad fue un casino, en donde había varias mesas de juego para poder ganar “sadopesos”, los cuales se usarían posteriormente en la subasta de sumisas y sumisos. Después de una hora acabó el casino y comenzó la subasta. Se subastaron cuatro hombres y seis mujeres. Quienes más caro se vendieron fueron las mujeres, superando por mucho la cantidad de “sadopesos” que se dio por los hombres. Quien comprara a la sumisa podía sesionar con él o ella. La edad promedio en la fiesta parecía ser de 25 a 35 años. De pronto se podía ver personas paseando a una mascota humana con cadena, juegos con látigos u otros objetos en el patio y entre la gente una femdom9 con un dildo puesto, mientras su sumiso le hacía sexo oral y ella lo ignoraba como parte del juego. Al convivir en la fiesta me percaté de la importancia que tiene el lenguaje para la membresía simbólica dentro de la comunidad. Términos como masoca para referirse a las personas masoquistas indican familiaridad con el lenguaje y la comunidad. Aunado al conocimiento del lenguaje, una parte importante de la carrera erótica es saber diferenciar entre los llamados “pseudo” y los participantes serios. Flor, una chica con rol sumiso a quien entrevisté, me relató una historia de abuso que sufrió con un hombre que disfrazaba su violencia de bdsm: “Me decía: ‘Yo soy dominante y tú vas a hacer lo que yo te diga’ y yo en mi tontera de bueno, estoy aprendiendo, y él me va a enseñar, ahí seguía. No me dejaba tener límites: ‘tú no me vas a decir que no, yo soy el que va a decir cuándo paro’”. Más adelante, un par de amigas la llevaron a la comunidad, donde asumió la importancia de los límites y el consenso. La situación vivida por Flor refleja que sí pueden darse relaciones de asimetría y violencia dentro del bdsm, pues la práctica está sujeta a estructuras sociales más amplias de las cuales no escapa. La práctica, por su parafernalia y alusiones al dolor y la dominación/sumisión, puede incluso brindar un escenario idóneo para que personas violentas justifiquen sus acciones argumentando practicar bdsm. Es por eso que dentro de la práctica hay un marcado énfasis en el consenso y el respeto a los límites. Así, situaciones de violencia como la que plantea Flor parecen ser sintomáticas 9
Término con el que se les conoce a las mujeres con rol dominante. También se utiliza dómina.
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de un problema más grande de asimetrías de poder entre hombres y mujeres, que pueden manifestarse entre quienes encuentran en el bdsm una práctica idónea para ejercerlas; sin embargo, la mayor parte de las y los practicantes se deslindan de las práticas violentas y excluyen a quienes no lo hacen. Asimismo, hay un periodo de asimilación por el que pasan las y los participantes. Transitan de una etapa de búsqueda y cuestionamiento de sus gustos, hacia la aceptación del bdsm como una preferencia más, sin necesariamente buscarle un origen:10 Simplemente [es] otra forma de expresar, sentir o de vivir, o de sentir placer y que mientras no intervenga con mis actividades diarias o me haga sentir mal no tengo por qué estarle buscando tres pies al gato (Alejandra). Estoy disfrutándolo, ¿por qué lo voy a etiquetar? Si estoy siendo cuidadosa con mi persona y con la otra persona, por qué voy a buscarle un origen. La gente o la sociedad te obliga a hacerlo porque te pregunta: ¿ay, por qué serás así? Yo no le buscaría un origen. No busco por qué me gusta la comida o por qué prefiero el helado de chocolate y no el de vainilla (Alondra).
En este sentido, también hay un proceso de conciliación con los propios principios, pensamientos o posturas. Hay un esfuerzo por generar espacios que sean congruentes con sus posturas y encontrar elementos que consideran valiosos sobre el bdsm. Por ejemplo, la administradora, quien se considera feminista, busca constantemente generar contenido para mujeres desde las mismas mujeres, fomentar formas de practicar bdsm diferentes así como espacios seguros para que estas puedan reflexionar sobre su práctica desde otra perspectiva. Sobre la misma línea de la reproducción de actitudes machistas en el bdsm, Gabriel menciona que “sí existe esta onda de perpetuar roles muy similares a los sistemas heteropatriarcales, pero creo que se ve más cuando estamos hablando de vieja escuela. Cuando estás hablando de un cierto tiempo para acá creo que hay una decisión mucho más consciente de las personas”. Rescata que el bdsm “también te enseña muchas herramientas valiosas, como aprender a hacer acuerdos, poner límites y en qué momento decir no”. 10 Estas etapas son categorías analíticas propias que construí a partir de lo observado en mi trabajo de campo.
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Dicha conciliación está relacionada con el clóset bdsm y la forma en que las y los participantes muestran u ocultan su práctica con base en su edad, situación familiar o posición política. En cierto sentido, “salir del clóset es una forma de autorreconocimiento. Otro significado de salir del clóset es la declaración pública, una disposición de hacerle saber a otras personas” (Rubin 1982: 129. Traducción propia). En otro sentido, salir del clóset implica eliminar las posibilidades de chantaje. No obstante, para quienes mantienen su práctica oculta, dicho secreto es resultado de dos posiciones: algunas personas consideran que revelarlo es innecesario o se ven obligadas a guardar silencio por miedo a que los y las demás no comprendan. El estar o no dentro del clóset bdsm intersecta factores generacionales, de ocupación o de nivel de involucramiento con la comunidad. Por ejemplo, la administradora menciona que está “totalmente desclosetada, según yo. Mis papás saben que ando metida en algo extraño de sexualidad, pero no preguntan nada”. Ella es abiertamente bdsmera, pues escribe en blogs, ha participado en la radio y es un personaje bastante conocido dentro de la escena. No obstante, uno de sus sumisos, un hombre de alrededor de 50 años, mantiene su práctica oculta. “Es una cuestión generacional”, comenta. La familia suele ser el espacio más difícil para salir del clóset. Un sumiso de alrededor de 25 años, por ejemplo, menciona que cuando su mamá se enteró, le preguntó: “¿Te gusta que te peguen? Yo te doy tus chingadazos”. Gabriel, quien menciona que ha pasado por muchos clósets a lo largo de su vida me cuenta que: “En mi caso no existe. En mi caso hasta mi mamá sabe. Además, yo soy muy enemigo de los clósets a menos de que sean por supervivencia completa. Con mi mamá fue inevitable, porque me encontró las marcas que me hizo [el administrador] y me pidió una explicación”. Para Flor es más difícil ser abierta sobre su práctica con su familia: Yo sí tengo que partir mi vida en dos, porque en mi casa, a pesar de que saben que tengo fetiches, se siguen frikeando mucho cuando les digo que voy, dice mi mamá: ‘¿vas a tu grupo de ayuda, a tu grupo de apoyo? Ah bueno, no me digas nada más’. Tengo dos perfiles, uno que es el de la vida en la escuela, el trabajo y la familia, y otro que es meramente bdsm.
Alicia, una dómina de alrededor de 40 años comenta que mantiene en secreto su práctica porque “el papá de mi hija lo usaría en mi contra”. La rele-
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vancia de salir del clóset parece ser más personal que política para las y los participantes, salvo para Gabriel: Hablando de poliamor, de disidencias sexoafectivas, creo que el único fin de que no haya clóset y la importancia de que haya personas tan públicas como [los administradores] es la normalización y despatologización. Sí son bien necesarios para que justamente luego podamos estar hablando normalmente y no sean “grupos de apoyo” o no pase como con mi mamá, que, si bien lo entiende, me dice: que no te dejen marcas donde se vea, por favor.
En suma, la carrera erótica de los y las participantes suele pasar por una etapa de acercamiento, en la que el internet desempeña un papel fundamental; una etapa de exploración y aprendizaje, en la que la asistencia a los talleres, pláticas, reuniones y fiestas es esencial, y una etapa de aceptación, en la que los y las participantes concilian su práctica como una preferencia más. Una vez asumida como parte de su ser, toman la decisión de ser o no abiertas/os con ella según factores etarios, situaciones familiares o posturas políticas. La etapa de exploración y aprendizaje se puede entender como un continuum, en el que se requiere un constante trabajo somático y la inversión de recursos monetarios, y de tiempo y esfuerzo para la obtención de recompensas. Me interesa específicamente profundizar en el trabajo somático, en relación con el dolor y el placer, así como comprender las formas de interpretar la relación entre estos estímulos aparentemente contradictorios. Por esto, a continuación, exploraré el placer, el dolor y la intimidad desde los cuerpos y sus formas de significar estos estímulos sensoriales.
Corporalidad en el bdsm: placer, dolor e intimidad Humans sense as well as make sense11 Vannini et al. 2012: 15
Si bien en el bdsm las relaciones de dominación/sumisión y los juegos de intercambio de poder resaltan como el elemento distintivo, de acuerdo con mi trabajo en campo, los estímulos sensoriales, usualmente relacionados 11 Los seres humanos sienten a la vez que producen sentido (traducción propia)..
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con el dolor, son fundamentales. Asimismo, el bdsm es una actividad en la que el cuerpo es el lugar de acción, por lo que las sensaciones desempeñan un papel fundamental para su comprensión. Además, las pautas corporales dentro de la práctica tienen especificidades relevantes a analizar. Es por esto que hago un acercamiento final a la práctica desde los cuerpos que participan, sienten y significan estas sensaciones como placenteras. Esta aproximación asume las experiencias sensoriales como un proceso de aprendizaje reflexivo, mediado por la socialización. Suele pensarse la sensación separada de la percepción. Como menciona la socióloga mexicana Olga Sabido, “mientras que la percepción se asocia con lo meramente cognitivo, la sensación se asocia con la dimensión corporal comprendida en un sentido fisiológico. El propósito de una sociología de los sentidos es disolver dichas duplas” (2016: 66). Es decir, argumentar que la sensación no puede comprenderse sin pasar por un filtro cognitivo, puesto que “los seres humanos sienten y asignan sentido a eso que sienten, de modo que la percepción no es solo cognición ni solo sensación” (66). Asimismo, las circunstancias personales, contextuales, sociales, culturales, materiales y geográficas del trabajo somático y las reglas somáticas son “tan simbólicas como corporales, tan culturales como físicas, tan ritualizadas como creativamente improvisadas” (Vannini et al. 2012: 19. Traducción propia). Esto apunta hacia una comprensión de la percepción del dolor que va más allá de la recepción fisiológica pasiva de un estímulo. Esta conceptualización ayuda a analizar la aparente contradicción entre el placer y el dolor y la manera en que las y los practicantes generan una experiencia significativa a partir de un estímulo fisiológico que simbolizan como placentero. Collins (2009) plantea que hay distintas formas de tocar otro cuerpo, definidas situacionalmente. Las personas tienen un conocimiento diestro de las pautas de interacción corporal en cada situación, dependiendo de su posición social o del papel que desempeñen en la interacción. En el bdsm las pautas de tocamiento no son convencionales. Es común, al sesionar con alguien que apenas se conoce, que haya formas de tocar comúnmente restringidas a personas con quienes se tiene una relación íntima. En la situación de una sesión, los tocamientos son intensos y bajo una óptica convencional podrían considerarse agresivos, dolorosos y generarían alejamiento. Sin embargo, las y los practicantes no lo conceptualizan así. Al contrario, es notable que, en lugar de generar aversión, generan intimidad.
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Asimismo, se transgreden las reglas convencionales de la intimidad sexual, pues las sesiones bdsm no son privadas con una sola persona ni quienes participan se tienen que conocer profundamente para tocarse de forma íntima. En este sentido, las formas de utilizar el cuerpo, interactuar con otros y darle sentido a esas interacciones no son puramente fisiológicas. Se aprenden e incorporan a través de un trabajo somático y se definen situacionalmente, con base en pautas sociales y lógicas comunitarias. De esto se deriva que el placer es simbólico, cultural y basado en la interacción situacional.12 En el bdsm, una transgresión importante es la desterritorialización del cuerpo erótico. Las zonas erógenas ya no son solo las genitales o las típicamente erotizadas; otras partes, incluso productos del cuerpo, cobran sentido erótico. La espalda es una zona particularmente erotizada, espacio corporal en donde se realiza una serie de prácticas como la aplicación de agujas o cera y donde se reciben la mayoría de los azotes. Sobre los productos del cuerpo, fluidos comúnmente recibidos con asco bajo las pautas de higiene actuales, como la orina, la sangre o el excremento, son erotizados bajo las prácticas de water sports. Por otra parte, al no concentrarse la actividad únicamente en estímulos genitales e interpretar estímulos fuertes en otras partes del cuerpo como placenteros, se genera lo que Foucault llama la desexualización del placer: La creencia de que el placer corporal procede siempre del placer sexual como la raíz de cualquier placer posible —considero que eso es algo completamente falso. Esas prácticas [como el bdsm] insisten en que podemos producir placer a partir de objetos raros, de partes desconocidas de nuestro cuerpo, en circunstancias nada habituales (Foucault en entrevista con Gallagher 1984: 165).
En este sentido, el bdsm desexualiza el placer en tanto que se lo entiende más allá de su confinamiento a lo genital. Como menciona el académico estadounidense David Halperin: “El sm separa el placer sexual de la especificidad genital, de la localización o dependencia de los genitales. Por lo tanto, el sm representa un remapeo de los sitios eróticos del cuerpo, una
12 Esta concepción del placer contribuye a comprender el placer sexual sexuado. Es decir, en cuanto que es cultural, las formas de experimentar el placer sexual están genéricamente diferenciadas y las posibilidades sensoriales culturalmente están restringidas por concepciones de lo que es el sexo: a saber, penetrativo, con un énfasis en la eyaculación masculina.
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redistribución de las llamadas zonas erógenas y una ruptura del monopolio erótico sostenido por los genitales” (Halperin 1995: 88. Traducción propia). Esta desexualización del placer se relaciona con difuminar la importancia de la atracción sexual para poder tener experiencias placenteras. En este sentido, el bdsm no reduce el placer al placer sexual: “Sí debe haber una atracción. Sin embargo, no siempre es sexual”, me comenta Alejandra, “A mí lo que me atrae de ellos es la obediencia y sumisión que me dan y eso a mí me da placer, pero no es un placer sexual”. Lo anterior tiene que ver con que hay practicantes para quienes el bdsm es una actividad que es un fin en sí misma y para otros es un preámbulo del sexo: En mi caso no es nada más sexual, es una onda mucho más amplia. Él [el dominante] es alguien que te hace notar mucho las cosas cuando las estás haciendo bien o cuando él las hace bien, entonces en parte también es esa satisfacción de que estás haciéndolo bien y estás haciéndolo bien para él también (Gabriel).
El comentario de Gabriel señala que el placer derivado del bdsm no se reduce a lo sexual y que la interacción es parte fundamental de interpretar la actividad como placentera. Sobre esto, Alondra y Alejandra comentan: Es sumamente placentero que la gente haga lo que tú quieres sabiendo que quieren hacerlo (Alejandra, el énfasis es mío). Me gusta generar placer, ver cómo mi pareja distruta. Ver sus caras, escucharlos, sus expresiones, me produce a mí también placer. Me gusta generarles placer para que a mí me genere placer (Alondra).
Resalta en sus comentarios la importancia del consenso y la comprensión del placer como producto de un ritual de interacción exitoso en cuanto que hay una sincronización y preocupación por el disfrute mutuo.
Dolor positivo, situado y reflexivo El placer es una sensación no solo fisiológica, sino aprendida, producto de un trabajo somático y de la interacción, y se puede comenzar a comprender en relación con el dolor. Asimismo, en tanto que es una sensación —media-
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da por lo cognitivo y a su vez, por la socialización—, el dolor y su reducción a un estímulo repulsivo puede problematizarse. Se asume que el dolor es una experiencia inherentemente negativa, cuya reacción sana y esperada es el alejamiento o la búsqueda de su reducción. No obstante, el dolor es susceptible de ser estudiado mediante una perspectiva construccionista. La concepción hegemónica del dolor como sensación aversiva borra la posibilidad de conceptualizarlo de forma positiva. Además, suprime la importancia del contexto como mediador de la percepción. Como expone Sabido (2016), “la percepción del mundo es una percepción en situación, lo que implica no solo un cuerpo que siente, sino un cuerpo en relación con los demás y con la dimensión material del espacio” (2016: 69). Asimismo, la percepción no es pasiva, sino reflexiva (Vannini et al. 2012: 21). Es así una experiencia significativa, “ya que se le atribuyen significados en el momento de percibir” (Sabido 2016: 70). Respecto a la excitación sexual, el sexual embodiment (encarnación sexual), requiere lo que Vannini et al. (2012) llaman reflexividad carnal: “una conciencia sensorial de que uno está excitado —lo que algunos han llamado ‘excitación sexual subjetiva’” (Mosher, Barton-Henry y Green 1988, cit. Vanni ni et al. 2012: 35. Traducción propia). Es decir, tanto la experiencia del dolor como la de excitación sexual pasan por un filtro reflexivo, en el que se pone atención al cuerpo con el cuerpo (2012: 35). La excitación sexual responde a interacciones que definimos como sensaciones carnales sexuales y por consiguiente experimentamos como placenteras (35). La excitación sexual viene a cuento en tanto que, al igual que el dolor, son sensaciones que focalizan la atención en el cuerpo (34). Es decir, ambas sensaciones tienen un escenario que siente, interpreta y significa, sin ser un mero receptor pasivo de estímulos externos. Dolor y placer, entonces, ya no parecen estar tan disociados. Por otro lado, entender la percepción como un proceso reflexivo implica relacionarla con las emociones. “Percibimos a través de una lente teñida afectivamente: con cariño, miedo, odio o lo que sea” (Crossley 2011, cit. Ramos 2016: 70). Así, los estímulos sensoriales en las sesiones bdsm, que a primera vista podrían parecer dolorosos, pueden no percibirse como tales gracias a que se les dota de afectividad en situación. Newmahr hace una revisión bibliográfica del análisis del dolor como una emoción construida socialmente. No obstante, nota que, en la mayoría de estos debates, el dolor continúa bajo una óptica de sensación que gene-
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ra aversión. La autora argumenta que experimentamos el dolor en la medida en que lo interpretamos. Siguiendo esta línea, se vuelve posible que los practicantes se pregunten: ¿por cuánto tiempo puedo hacer esto? O ¿por qué no les gusta a otras personas?, en lugar de ¿por qué no se detiene el dolor? (Newmahr 2010b: 390). La exploración académica del dolor ha asumido a priori su negatividad, se ha centrado en el dolor y la enfermedad y, recientemente, desde la sociología del deporte, en los procesos de significación de dicha sensación y su intersección con el género. Por ejemplo, en el deporte, el dolor es algo espera do e incluso deseado, en tanto que simboliza el esfuerzo, la resistencia y el avance de los y las deportistas hacia una meta (2010b: 391). Estos discursos suelen estar hipermasculinizados, como lo revelan frases como no pain, no gain (sin dolor no hay beneficio). En este sentido, el dolor solo se puede justificar cuando se identifica como un sacrificio para un bien mayor: El dolor es una experiencia subjetiva. […] La gente elige soportar dolor o incomodidad si el objetivo que quieren alcanzar vale la pena. […] El hecho de que el masoquismo sea malmirado y la actividad atlética o el martirio religioso no, es un ejemplo interesante de cómo se hace del sexo un caso especial en nuestra sociedad (Califia 1981: 33. Traducción propia).
Por otro lado, pensar el dolor bajo la suposición de que por sí mismo no ofrece nada más que una forma de alertar sobre algún peligro, deriva en el etiquetaje de interpretaciones positivas del dolor como irracionales o patológicas (1981: 389, 392). Tal es el caso del sadomasoquismo o de la modificación corporal. Así, Newmahr y Califia abogan por conceptualizar el dolor como constituido situacional y contextualmente, a partir de un proceso reflexivo de interpretación, lo cual permite entenderlo más allá de su concepción negativa. Newmahr (2010b) habla, entre otros tipos de dolor, del dolor transformado y el autotélico. El primero se refiere inicialmente a una sensación dolorosa que se transforma en placentera, el segundo es dolor como fin en sí mismo y una sensación que no genera aversión, sino que es deseable (398404). En mi trabajo de campo, el discurso de dolor transformado fue el que más resaltó. Esto es relevante en tanto que subraya que la concepción del dolor está encarnada como algo negativo, lo que genera que las y los practi-
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cantes pongan en marcha un proceso de significación de su experiencia acorde con esta concepción para evitar ser patologizados (407). Toda esa adrenalina que sacas, después la conviertes en placer y son unas sesiones muy satisfactorias (Saúl). Si sabes llevarlo con la respiración adecuada, puedes aguantar mucho, transportarte y transformarlo en puro placer (Gabriel). Un estímulo [de impacto] no me genera dolor, me genera placer (Alondra).
Uno de los aspectos discursivos más presentes en las y los informantes fue la formulación de justificaciones fisiológicas ante su gusto por el dolor. De acuerdo con ellas, sentir placer ante un estímulo doloroso es una respuesta corporal natural, debido a la secreción de hormonas. Independientemente de la realidad biológica del dolor, usar este tipo de discurso para justificar su práctica refleja una búsqueda por normalizar su preferencia a partir de un argumento fisiológico. Otro discurso identificable fue el de la importancia del contexto para diferenciar entre los dolores buscados y los no buscados. Alondra y Alicia rescatan el carácter reflexivo y deliberado del disfrute del dolor, solo en ciertos contextos: Obviamente si ahorita me pego con esto no me voy a excitar porque no estoy en el contexto, no estoy buscando esa excitación (Alondra). Lleva un contexto, porque no es lo mismo ir caminando en tu cuarto y de repente pegarte en la orilla de la cama. Te duele y es un dolor que no esperabas, a un dolor que sabes que te va a causar una reacción del placer y es mucho el contexto del juego (Alicia).
Estos discursos resaltan la necesidad que tienen las y los practicantes de justificar sus preferencias según conceptualizaciones que se alineen con visiones predominantes sobre el dolor como negativo e inherentemente generador de aversión. Lo anterior tiene como finalidad evitar que se patologicen sus gustos ante la imposibilidad de entender visiones positivas del dolor o la búsqueda de este, por sí mismo, como algo “sano”. A pesar de la puesta en marcha de estos discursos por parte de la comunidad, es impor-
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tante recalcar que, en el bdsm, lastimar no es el objetivo. De hecho, una de las bases discursivas en las que se basan la mayoría de las comunidades bdsm es la minimización del daño: “pegar bien” o de forma que no se lastime, que sea seguro y, sobre todo, sensato. Es así como se hace relevante comprender el dolor como una sensación que, en cierta medida, se construye socialmente y se interpreta según la situación y el contexto. Esta visión ayuda a analizar actividades dolorosas-positivas desde un lugar no patologizante. Asimismo, dentro del bdsm, es posible entender, por ejemplo, el papel del dolor en la creación de intimidad y confianza en una relación afectiva, ya sea amistosa o amorosa.
Conclusiones Visto desde un nivel amplio y de larga duración, el bdsm es posible como una práctica colectiva gracias a un proceso generalizado y creciente de autocoacción, lo que permite que el deseo, los impulsos y los afectos dejen de verse como algo irrefrenable y se conceptualicen mediante un filtro que resalte el consenso y los límites mutuos. Solo en una situación así puede surgir y mantenerse separada de actos violentos y abusivos una práctica como el bdsm, con todos sus protocolos y reglas. En el bdsm, las pautas corporales no son las convencionales. Las formas de hablar, tocar, acercarse e interactuar son, en ciertos sentidos, distintas. Dichas formas no están a merced de la libertad individual, sino que se encuentran amplia y profunda mente reglamentadas según protocolos que destacan la cordialidad, el consen so y la apertura temprana para transgredir barreras corporales y de comunicación que fuera del bdsm suelen requerir más tiempo para derribarse. Comprender e incorporar dichas normas de interacción implica una carrera erótica de aprendizaje y trabajo corporal reflexivo: trabajo somático. La carrera erótica comprende un proceso de acercamiento, aprehensión y aceptación de la práctica como parte de las preferencias de la persona. En este proceso resalta la inversión de recursos, tiempo y esfuerzo para la adquisición de habilidades y conocimientos en espacios colectivos y, por último, la aceptación de sus preferencias; la decisión de hacerlas públicas o no y la conciliación de estas como un gusto más. Respecto al trabajo somático necesario para aprender a disfrutar la práctica, resulta interesante la relación
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entre placer y dolor, la cual permite entender el dolor como una sensación que no es esencialmente negativa, cuya interpretación es construida, en parte, por la interacción y el contexto. Así, el bdsm se revela como un fenómeno con una complejidad social vasta, que no se agota bajo su reducción a una preferencia patológica individual.
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Capítulo 9. Los sentires “equivocados”: legitimidad del cuerpo y de las emociones en la experimentación de relaciones no monogámicas consensuadas*
Roberta Granelli
Introducción Este trabajo se propone estructurar un estado de la cuestión acerca de los sentires y las emociones implicadas en las relaciones no monogámicas consensuadas. La transición desde la monogamia a las relaciones no monogámicas consensuadas se basa en el cuestionamiento del sistema hetero y mononormativo. Esta “interrupción” de la normatividad es algo que Ahmed (2010) y Halberstam (2011) destacan cuando se refieren a la ruptura epistemológica causada por la desviación de las ideas socialmente reconocidas de felicidad y fracaso. La interrupción de la normatividad se materializa en la constitución de nuevas prácticas afectivas, las cuales pueden generar nuevas emociones y, por lo tanto, nuevos sentires. Así, investigar este tema a partir del giro sensorial permite ubicar en el cuerpo sintiente estas nuevas emociones y estos sentires aunque, en algunos casos, se carezca de términos para nombrarlos. Desde mi punto de vista, en estos términos el enlace entre la sociología sensorial y la epistemología feminista, que retoma las emociones como lugar de producción de conocimiento, puede enmarcar este trabajo cuya propues-
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Quisiera agradecer a la doctora Beatrice Gusmano, del Centre for Social Studies of the University of Coimbra, Portugal, por brindarme sus opiniones y reflexiones constantes y puntuales para este capítulo, al maestro Jorge Badillo de la Facultad de Filosofia y Letras de la unam y a la doctora Tatiana Motterle del Centre for Social Studies of the University of Coimbra, Portugal, por sus revisiones y apoyo.
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ta es relegitimar el cuerpo como lugar donde se registran los acontecimientos afectivos. Acceder, descubrir, visibilizar y legitimar los afectos que se producen en el cuerpo son problemáticas que surgieron desde el inicio de este trabajo académico que forma parte del segundo año de mi investigación doctoral. Con el término sentires equivocados quiero evidenciar una normatividad (y el juicio que implica) hacia ciertas emociones o incluso percepciones corporales/sentires, que encontré al participar en algunos debates sobre poliamor y relaciones no monogámicas que se organizaron en la Ciudad de México.1 Respecto a esa misma normatividad, encontré un testimonio en las palabras de la investigadora mexicana Adriana Fuentes Ponce, quien en su tesis sobre el movimiento lésbico en México dedica un capítulo entero a las relaciones abiertas. En el análisis que lleva a cabo, con base en entrevistas a activistas mexicanas, Fuentes evidencia la forma en que la experimentación de las relaciones abiertas en parejas de lesbianas a veces conlleva sentimientos: que no se pueden identificar, al menos, en primera instancia, porque hay una autocensura al solo hecho de sentirlos; además, porque al mostrarlos, el nombre que les será dado tendrá relación con la misoginia [...] o porque la idea de que el amor es de dos impera tanto como el pensamiento preconstruido a partir del reglamento de género (2015: 376-377).
Un miedo parecido se revela en otros trabajos, académicos y no, en los que se habla abiertamente de que hay personas que no pueden denunciar sus dificultades ante el manejo de los celos (Mogrovejo 2016). Al interior de las comunidades de activistas poliamorosas se sienten presiones sobre lo que es legítimo contar y lo que no, y esto da la falsa impresión de que todo es sencillo. En este sentido, Kenney y Craig (cit. en Deri 2015) llaman illegitimate pain a ciertos tipos de duelos que se mantienen ocultos por la posibilidad de que haya consecuencias, como el estigma o la vergüenza dentro de la misma comunidad poliamorosa. Por ello, decidí traducir como sentires equivocados la expresión, “hay algo que está mal conmigo misma”, de una participante en los debates antes mencionados. 1
Nota del diario de campo 15 de febrero de 2017. Grupo de debate acerca de las no monogamias en la Seminaria sobre Feminismos del Abya Yala, “Hacia una teoría del pensamiento amoroso: una propuesta política del contra-amor” de la uacm.
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Hay, entonces, sentires y emociones que se experimentan con el cuerpo, pero no se logran explicitar verbalmente por varias razones. En estos casos, varias autoras destacan que una posible causa es el miedo a reproducir comportamientos considerados “heteronormativos” o asociados con la violencia (Ritchie y Barker 2006; Fuentes 2015). Esta es la razón principal por la cual es útil analizar este tema con ayuda de la sociología sensorial. Finalmente, la pregunta que guía la reflexión de este trabajo es ¿puede ser el cuerpo sintiente una herramienta para dar cuenta de la “interrupción normativa” que se produce al mantener relaciones no monogámicas consensuadas?
Horizonte analítico El horizonte analítico de este trabajo se compone de varias herramientas teóricas que considero útiles para analizar la deconstrucción del dualismo mente/cuerpo que ha interesado a las ciencias sociales, y para dar cuenta de las estructuras dentro de las cuales nos socializamos y funcionan como marcos o esquemas para aprender a percibir. A continuación, abordaré el tema de la construcción del saber según la epistemología feminista que precisamente trata de deconstruir la dicotomía mente/cuerpo, tema abordado también por las disciplinas que tratan lo sensorial y lo legitiman como condición para la construcción del saber. Finalmente, este horizonte analítico incluirá una reflexión sobre las estructuras que determinan las relaciones de poder en el ámbito de las relaciones sexoafectivas y pueden ser consideradas también esquemas de percepción debido a su carácter estructural. Una epistemología feminista Al recorrer la historia del conocimiento occidental es posible afirmar que se ha asociado la adquisición de este con la racionalidad, la cual se ha opuesto a la emocionalidad y reproduce, también en este caso, los fundamentos de un saber dicotómico que además ordena otras dualidades (masculino/ femenino, público/privado, mental/físico, racional/irracional, etc.). El conocimiento racional da acceso a una forma de entendimiento que se distancia del objeto conocido y, por lo tanto, se valida mediante la objetividad (Haraway 1995). La objetividad se aleja de la emocionalidad, y las emociones se definen
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como impulsos no racionales y a menudo irracionales que se propagan regularmente por el cuerpo, y el ser humano parece pasivo ante su acontecer. El conocimiento se valida mediante datos empíricos o brutos que en automático otorgan cientificidad a través de la metodología positivista que basa la objetividad en la ausencia de valores y emociones, haciendo del conocimiento algo verificable intersubjetivamente y universal (Haraway 1995). Así, la epistemología feminista rehabilita lo personal y experiencial al igual que la emoción, que típicamente habían sido objeto de sospechas e incluso la tradición occidental los había descartado como fuente confiable de conocimiento (Jaggar 1989; Sabido 2016). Poner en duda esta objetividad ha conllevado la voluntad de emplear las emociones en la construcción de nuevo conocimiento (Jaggar 1989). Entonces, las emociones se pueden tener como evidencias corporales y los estudios sensoriales pueden dar cuenta de la experiencia corporal de las emociones. Las emociones se pueden considerar construcciones culturales o una invención histórica (Jaggar 1989: 153). La antropóloga Catherine Lutz argumenta que las “categorías dicotómicas de ‘cognición’ y ‘afecto’ son en sí mismas construcciones culturales euroamericanas, símbolos maestros que participan en la organización fundamental de nuestras maneras de vernos a nosotros mismos y a los demás, tanto dentro como fuera de las ciencias sociales” (Lutz, cit. en Jaggar 1989: 158). Si esto es cierto, tenemos aún más razones para preguntarnos sobre la idoneidad de las formas occidentales ordinarias para hablar de las emociones. Sin embargo, no tenemos acceso a nuestras propias emociones o a las de otras personas, o al menos no de maneras independientes. El acceso a las emociones se da a través de una forma mediada por el discurso de nuestra cultura. La dimensión sensible Retomo aquí una de las preguntas que guía el trabajo de Vannini, Gottschalk y Waskul (2012) y que también es importante para mi análisis: ¿estamos real mente seguras de que las sensaciones se pueden separar claramente de las emociones o del estímulo material que es el objeto de las mismas sensaciones? Las maneras de sentir son tan imprecisas en sus límites, tan difuminadas, que se mezclan entre sí, y lo que debería importarnos es la ecología de las relaciones afectivas.
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Para mi investigación es relevante subrayar que muchas mujeres han coincidido y señalado ya una dificultad para expresar sus sentires corporales (que pueden ser tanto sensaciones como emociones) hasta llegar a una falta de vocabulario para nombrar sus prácticas afectivas. Los sentires corporales son necesariamente lugares de producción de saber; no se posicionan en contra de lo discursivo en un sentido posestructuralista, sino como una manera de complejizar y ampliar las posibilidades de reflexividad en una in vestigación. La experiencia sensorial está cultural y físicamente estructurada, y no es posible prescindir de este aspecto (Jaggar 1989; Sabido 2016). La percepción y las emociones también son culturales y políticas y ambas median las relaciones entre la mente y el cuerpo, el yo y la sociedad (Bull et al. cit. en Howes 2014); son producto y práctica, acción e interacción (Jaggar 1989; Vannini et al. 2012). Incluir lo sensorial es también deconstruir el paradigma occidental de la división cuerpo-mente y ampliarlo (Jaggar 1989), en contra de los dualismos, y siempre, como afirma Howes, en favor del reconocimiento y la estructuración de las investigaciones, en este caso, a partir de todas aquellas culturas que no separan el entendimiento racional del entendimiento emocional (2014: 17). De acuerdo con Vannini, Gottschalk y Waskul (2012), quizá podemos definir una operación de colonización sobre los sentires corporales que también implica una colonización de las emociones, respecto a lo que tienen que ser las relaciones afectivas, las formas en las que se pueden vivir, las narrativas que circulan acerca de ellas. Si las sensaciones nunca son tabula rasa, es decir, si nunca son grabaciones neutras de estímu los a la espera de una definición, la sociología y antropología de los sentidos realmente ofrecen una comprensión del mundo que difere de los enfoques fisiológicos y neurobiológicos sobre la percepción. Para este trabajo es interesante considerar la reflexión de Sabido, la cual se enfoca en las aportaciones del sociólogo francés Pierre Bourdieu, para explicar el problema de la percepción en un nivel analítico disposicional, que es el que se tratará a continuación. El nivel analítico es el individual disposicional y permite observar la manera en que se construyen y aprenden formas de percepción a través de “esquemas”. Sabido afirma que en la medida en que nos movemos en diferentes escenarios, la percepción puede modificarse, pero para ello se requiere tiempo, porque finalmente conlleva aprendizaje (2016). Parte de esta reflexión se enfocará precisa-
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mente en el ejercicio de aprender a percibir de otras maneras los mismos estímulos, hacer un ejercicio de “desaprendizaje” en torno a ciertos sentires, para aprender a sentir de otra forma dentro de otros esquemas de percepción. Heteronormatividad, mononormatividad y el desafío de las no monogamias consensuadas Eleonor Wilkinson es una autora inglesa que ha trabajado las no monogamias y afirma que hay una necesidad de dar cuenta de los procesos de creación de estas relaciones consensuadas. Al actualizar el discurso de Foucault, Wilkinson afirma que a pesar de que las elecciones no monogámicas sean elegidas de manera cotidiana por un número creciente de personas, estas no se socializan, así como tampoco se socializan las prácticas realizadas ni las motivaciones que las llevaron a experimentarlas: [L]as formas actuales de hablar sobre el sexo y el amor están demasiado circunscritas e individualizadas. Esto limita los impactos potenciales de la no-monogamia como una crítica a las relaciones. Repolitizar las relaciones poliamorosas abre la posibilidad de que se cuenten diferentes historias y se hagan alianzas alternativas (Wilkinson 2010: 243. Traducción propia).
La normatividad relacional, por tanto, le designa un lugar subalterno a las formas no heterosexuales y no monogámicas. La heterosexualidad que se hace norma, basándose en la institucionalización de una práctica reproductiva (Rich 1980) es heteronormatividad (Warner 1991); es decir, una expresión que refuerza un conjunto de presunciones aceptadas en relación con el sexo y el género. Así, a las reflexiones desarrolladas tanto por Sabido (2016) como por Cedillo (2011) acerca del género como una construcción que se formula a partir de una estructura binaria para definir el sexo biológico, hay que sumar la reflexión que aporta la teoría queer, y esto no solo se relaciona con el doing gender, sino también con el doing heteronormativity, en cuanto que se afirma que la matriz heterosexual mantiene la dicotomía entre los sexos y su complementariedad (Warner 1991; Schilt y Westborook 2009). Dentro del conjunto heteronormativo existen presunciones, que más bien son asunciones, de que solo hay dos sexos, que es normal o natural que las personas de diferentes sexos se atraigan entre sí,
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que estas atracciones pueden ser públicamente exhibidas y celebradas, que las instituciones sociales como el matrimonio y la familia están organizadas en torno a parejas de individuos de diferentes sexos, que las parejas del mismo sexo son, si no desviadas, una variación o una alternativa cualitativamente diferente respecto de la pareja heterosexual. De esta manera, la heteronormatividad se refiere a la miríada de maneras en que se produce y reproduce la heterosexualidad como algo natural, como un fenómeno común que se da por sentado (Kitzinger 2005). La normalización y reglamentación de la heterosexualidad quedan reflejadas también en la producción de teorías sociales que al asumir solo la heterosexualidad normativa no la toman en cuenta en sus análisis (Warner 1991). Para complejizar el estudio de las formas de vincularse sexoafectivamente, las del parentesco y consecuentemente las de hacer familia se ha mostrado como evidencia que, en el contexto occidental, hay una normatividad en la pareja (a estas alturas, sea heterosexual o no) que implica una jerarquización afectiva de determinados vínculos frente a otros. La monogamia es el principio de las relaciones sociales, el fundamento esencial de la existencia humana y el patrón elemental y casi natural de la convivencia, que establece formas correctas de relacionarse y de estructurar las relaciones para validar los vínculos afectivos en el contexto sociocultural. La monogamia institucionalizada se convierte, entonces, en mononormatividad (Pieper y Bauer 2005). El marco del pensamiento monogámico, tal como cualquier otro sistema de opresión, es invisible porque se ha naturalizado, es mayoritario y se descubre como el marco de referencia mediante el cual se estudian los “objetos” no monogámicos. Según Vasallo, la monogamia es el marco a partir del cual se construyen todas las otredades (cualquier otredad, no simplemente en relación con el amor, sino también, por ejemplo, con las migraciones o las alianzas políticas). El sexismo y el racismo refuerzan la perspectiva monogámica (Vasallo 2016), y si asumimos que doing gender es también doing heteronormativity, es posible afirmar que estamos haciendo/produciendo mononormatividad, y que esta, al igual que el género y la heteronormatividad, produce formas/esquemas de percepción que se pueden aprender y desaprender, como se verá en los diferentes estudios que analizo. Las relaciones no monogámicas, por definición, desafían la mononormatividad (y en consecuencia la heteronormatividad entendida como siste-
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ma). Nombro estas relaciones no monogámicas consensuadas; con el término consensuadas quiero especificar las relaciones que han decidido serlo a partir de un acuerdo explícito de sus integrantes al respecto: “Consensually non-monogamous relationships —cnm— are those in which all partners explicitly agree that each partner may have romantic or sexual relationships with others”2 (Conley et al. 2013, cit. en Rubel y Bogaert 2015: 1). El hecho de utilizar el calificativo consensuado en relación con las no monogamias no significa que todos los arreglos formulados en consecuencia sean productos de un consenso, en cuanto que no es algo que se pueda establecer de manera apriorística. Esto se debe a que uno de los objetivos de mi investigación doctoral es precisamente indagar en el proceso relacional que permite la experimentación no monogámica. Sin embargo, no se tomarán en consideración las relaciones que no hayan establecido un acuerdo al respecto. Algunos autores las definirían no monogamias éticas pero, como subraya Jingshu Zhu (2017) en su discurso, tanto la ética como la honestidad son conceptos situados culturalmente.
Los acercamientos teórico-metodológicos de las investigaciones sobre no monogamias consensuadas Las investigaciones que abordan los sentires y las emociones en las relaciones no monogámicas consensuadas son varias, sin embargo, la mayoría se aproximan desde la perspectiva de la psicología evolutiva, la cual valida la necesidad de diferenciar los vínculos afectivos (para funcionalizar la adaptación social y la genética), así como desde investigaciones que comparan el bienestar relacional monogámico con el no monogámico, entre otros (Rubel y Bogaert 2015). Por mi parte, he decidido distanciarme de estas perspectivas y, en cambio, enfocarme en las investigaciones que emplean diferentes marcos teóricos y metodológicos y no indagan en un sentido meramente psicológico o terapéutico, sino que buscan politizar las elecciones que se toman a partir 2
Las relaciones no monogámicas consensuadas son aquellas en las que todas las personas implicadas (partners) están de acuerdo explícitamente con que cada persona pueda tener una relación romántica o sexual con otros.
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de ciertos sentires, sin dejar la construcción de las realidades solamente al lenguaje y su racionalidad (Enciso 2015). Annie Ritchie y Meg-John Barker son de las primeras investigadoras que tratan el tema de las no monogamias consensuadas y preliminarmente lo hacen utilizando el enfoque psicológico constructivista en un marco feminista. En sus investigaciones, desarrolladas en el Reino Unido, emplean la autoetnografía y grupos focales en los que participan y analizan las redes sociales para indagar las formas de construcción identitarias a partir de las prácticas no monogámicas (2005, 2006). Sus investigaciones son fundamentales para dar cuenta de la necesidad de crear realidades posibles en términos lingüísticos y la manera en que este proceso es simultáneo a la experimentación. Con su investigación etnográfica situada en Catalunya, Giazú Enciso Domínguez trata de dar materialidad al afecto mediante las palabras (que ella denomina palabras carnales), como una “forma de analizar las palabras en relación con la carne” (2015: 131). Localiza el afecto y gracias a ello da visibilidad a un proceso afectivo. A partir de las palabras carnales, Enciso plantea que en las prácticas poliamorosas hay una domesticación del afecto y que este sufre un proceso biomediado. Afirmar la existencia de un proceso biomediado significa afirmar que un cuerpo se modifica a partir de la información que recibe, es decir, de una voluntad política de cambiar la forma de sentir y experimentar las emociones. Afirma que es necesario implementar un proceso para desaprender la monogamia y aprender nuevas formas de establecer y sostener relaciones. La investigación de Jillian Deri (2015) también abre el espacio a otros sentires y emociones y los toma en cuenta como indicador en el cambio de las prácticas relacionales. La autora investigó una comunidad poliamorosa de mujeres queer residentes en Vancouver, Canadá, y se enfocó en el manejo de varias emociones en sus relaciones. Retomó el concepto reglas de los sentimientos —feeling rules— de Hochschild (cit. en Deri 2015) para identificar la normatividad que existe al experimentar sentimientos. También considera la voluntad, en estas relaciones poliamorosas, de querer transformar las emociones relacionadas con los celos en algo que no sea negativo. Por medio de las narrativas de las participantes, profundiza en una conexión constitutiva entre el yo y la reconstrucción, experimentación y expresión social de las emociones, pues reimaginar el amor y los celos cambia el afecto encarnado: embodied affect. A diferencia de Enciso, que
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se sitúa en la tradición del giro afectivo de Brian Massumi, el cual propone que los afectos son algo presocial y una instancia auténtica con potencialidad de cambio (Macón 2014; Enciso 2015), Deri utiliza la política cultural de las emociones de Sara Ahmed y decide examinar la forma en que las experiencias afectivas en torno a los celos de las mujeres poliamorosas son entendidas, reinterpretadas y reimaginadas a través de sus narrativas y comprendidas mediante la verbalización (2015: 19). En esta investigación, el enfoque en los celos —interpretados como el gran obstáculo de la intimidad relacional— posibilita el análisis de las ideas sociales del amor, la monogamia, el poliamor y los celos como sensaciones corporales que se interpretan y “resisten” mediante un entendimiento consciente de dicho sentimiento.
Los sentires corporales Como afirmé, la bibliografía sobre las relaciones no monogámicas consensuadas destaca la imposibilidad de verbalizar ciertos sentires, una censura o falta de palabras para describir la complejidad de las relaciones (Ritchie y Barker 2006) y la expresión de ciertos conceptos mediante metáforas sensibles. Las no monogamias, como subraya Giazú Enciso (2015) y Barker y Langdridge (2010), no solo cuestionan los parámetros relacionales de la monogamia, sino que invitan a sentir de una manera diferente o, como afirma Jillian Deri, a reconocer que ya se siente diferente (2015). Según mi análisis de la bibliografía encontrada, los sentires más presentes son los que están asociados con los celos. Este hincapié, como lo define Vasallo, es el producto de una atención mononormativa sobre las relaciones no monogamicas (2016). Por mi parte, la voluntad de este ensayo es precisamente retomar varios sentires a partir de narraciones que se ubican en el cuerpo y se relatan a través de sensaciones físicas específicas: Recuerdo los primeros tiempos, recuerdo mis crisis de miedo, recuerdo por ejemplo, cuando él había pasado el día con alguien y luego por la noche había quedado conmigo y se retrasaba […] La sensación física se situaba primero en el estómago: una mezcla de frustración y tristeza que al rato incorporaba los ingredientes de la moral heredada (participante) (Enciso 2015: 132).
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Como afirma Giazú Enciso, la mujer habla desde el cuerpo y sitúa sus sentires en un lugar preciso, trazando una correspondencia con emociones también precisas que incorpora al relato. Lo mismo sucede en la narración de la participante de Jillian Deri: “Se siente [como algo] irracional. Y enojo, y tengo muchos síntomas físicos, como que mi corazón late rápido y me pongo temblorosa y me mareo un poco y no tiendo a tener ese tipo de explosión de sentimientos con muchas otras cosas más” (2015: 41). Gran parte de la literatura anglófona reporta nuevas palabras para hablar de sentires inéditos que, contrariamente a lo que afirma Enciso, no están tan estructurados. Se trata de sensaciones corporales que a veces se asocian a emociones, mientras que otras veces solo son formas descriptivas: wibble o wibbly para describir la sensación de incomodidad o la inseguridad de una persona en relación con la(s) otra(s) relación(es) de su pareja. El verbo wibbling nos remite al movimiento de la mandíbula al mascar algo y aquí se convierte en un sinónimo de ansiedad. Wobble o shaky, literalmente tambalearse y temblorosa, son otros sinónimos para expresar todas esas sensaciones confusas que se expresan en momentos de inseguridad relacional. Algunos textos las resumen con la etiqueta jelly moments —momentos gelatinosos—, que expresa visualmente la sensación que el cuerpo experimenta (Ritchie y Barker 2006): “Si no me siento bien acerca de las otras relaciones de mi pareja, verles expresar ternura puede hacerme sentir ansiosa […], si digo que me siento insegura por algo, [mi pareja] me dará abrazos extra” (Ritchie y Barker 2006: 14). Otro aspecto en torno al cual hay mucha disputa interpretativa y que también es relevante para esta investigación es el análisis de la compersión,3 traducido del inglés compersion. Según Giazú Enciso, esta es la domesticación del afecto mediante la cual la persona logra cambiar la forma y capacidad de sentir del cuerpo, de verse afectada (2015: 133). Arrancar la monogamia enraizada en la carne y tomar la decisión político-afectiva de practicar el poliamor conlleva que las participantes logren que su cuerpo responda de 3
El término compersión fue acuñado en la comunidad kerista de Estados Unidos en la que se practicaba la polifidelidad. El término se recuperó por primera en el texto de Deborah Anapol Polyamory: The New Love Without Limits (1997), donde ella lo define de esta manera: “significa sentir alegría y deleite cuando el amado ama o es amado por otro” (2010). La primera traducción del término se debe a Miguel Vagalume, traductor del libro de Tristan Taormino Opening Up (2015), donde también se explica la expresión.
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otra forma a la misma información, sin generar esos sentires que se asocian con los celos de manera tan intensa. En su investigación, Jillian Deri afirma que “la compersión es un acto creativo de resistencia que posiciona al cuerpo, al placer y al amor al centro del escenario” (2015). Las prácticas poliamorosas cambian la construcción emocional normativa de los celos, y, quizá, la creación de la palabra compersión ha contribuido a la posibilidad de experimentarla. Cuando una experiencia está limitada por algunas reglas sentimentales (es decir, socioculturales), puede ser difícil experimentar otras posibilidades “fuera de la caja”. La experiencia poliamorosa contradice las creencias convencionales sobre la naturalidad e inevitabilidad de los celos, así como las supuestas formas generizadas en que los celos están encarnados. Estar en una polirrelación no significa que te parezca bien que tu pareja esté con otras personas. Significa que realmente apoyas que tu pareja esté con otras personas y que eres parte de lo que posibilita que eso suceda... ¿Cómo podría no estar feliz si ella está feliz y se está divirtiendo? (participante) (Deri 2015: 32).
La investigación de Jillian Deri complejiza el proceso de experimentación sensible, al dar legitimidad a la experimentación de la compersión como una experiencia sensible y nueva en el panorama de las emociones. Esto se da a partir del espacio cognitivo creado por el lenguaje que nombra la posibilidad de desaprender los celos. La investigación de Deri se puede emplear para ejemplificar una manera de aprender otro esquema de percepción (no monogámico) y desaprender la mononormatividad. Al mismo tiempo, Ritchie y Barker (2006), al igual que Vannini, Gottschalk y Waskul (2012), han demostrado que la falta de un lenguaje específico no impide la experimentación corporal de sensaciones y emociones que no se saben denominar y a las cuales se atribuyen nombres, a partir de los cuales se crean nuevos conceptos. Ritchie y Barker evidencian, además, la forma en que la producción de nuevos términos, frente al uso hegemónico del lenguaje, se puede considerar una práctica política de resistencia (2006). Estos son algunos ejemplos de una vastedad de testimonios sobre los sentires que se experimentan en las relaciones no monogámicas consensuadas. Como afirmé antes, los testimonios en este caso se quedan en el nivel analítico disposicional individual
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para dar cuenta de la experiencia sensible. Las metodologías que tratan de visibilizar estas experiencias sensibles son variadas y no abordan únicamente las emociones, los sentimientos o los sentires corporales. Es debido a estos sentires, emociones y sentimientos, o a pesar de ellos, que las personas deciden consensuar límites relacionales y prácticas afectivas (Wetherell 2012) y su estudio se puede considerar una investigación en torno a las evidencias corporales o materiales de los procesos sociales (Esteban 2008).
Reflexiones finales En este capítulo he tratado de justificar la necesidad de partir del cuerpo como lugar y condición de posibilidad, para producir un conocimiento que deconstruya las estructuras hegemónicas hetero y mononormativas. Mediante una revisión de la literatura existente tanto sobre los sentires incorrectos, equivocados, ilegítimos, como las posibilidades de desaprender esos sentires y experimentar algunos positivos, quise visibilizar la necesidad de retomar el cuerpo como lugar de los acontecimientos sensoriales, emocionales y más genéricamente afectivos. Brigitte Vasallo (2016) hace una sólida crítica a los estudios que se enfocan en las emociones y los sentires, ejemplo de ello son los celos en las relaciones no monogámicas consensuadas. Su crítica plantea que la voluntad de un marco teórico monogámico es investigar la Otredad de los Otros. Esta voluntad es la que se pregunta cómo se hace con las relaciones no monógamas y lo hace desde una perspectiva colonial y hegemónica de las relaciones sexoafectivas. Como marco teórico, el pensamiento monogámico se establece como objetivo una jerarquización de varias estructuras —en este caso las relaciones—, con una consecuente exclusión. Esto podemos verlo reflejado en la producción de orientación psicológica, la cual formula incluso escalas de medición del bienestar relacional (Rubel y Bogaert 2015). Este pensamiento monogámico deja de lado un enfoque más político del pensamiento y las relaciones no monogámicas en general, sus voluntades decoloniales y deconstrucción del sistema de opresión. Solo dentro de un marco no monogámico (o mononormativo como se explicó anteriormente) se pueden retomar las palabras de Eleonor Wilkinson (2010) y las afirmaciones de Adriana Fuentes Ponce (2015): es necesario legitimar las prácticas afec-
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tivas, el cuerpo y sus sentires —tanto los considerados “positivos” como los “negativos”—, para así poder sentar las bases de narrativas que hablen de lo posible y no construyan nuevas normatividades relacionales inalcanzables ni generen autocensura. A manera de reflexiones finales, mi propuesta es tanto metodológica como epistemológica, como auspicaba Jaggar (1989) y con ella muchas teóricas feministas. La voluntad que se expresa a través de la vivencia de las relaciones no monogámicas consensuadas puede tener una motivación política o no, pero, independientemente de ello, las relaciones no monogámicas consensuadas son una opción relacional que permite reflexionar sobre las estructuras de poder que desde la sociedad se reflejan en los vínculos afectivos. Uno de los objetivos de esta investigación es no recrear una normatividad, sino visibilizar lugares posibles de experimentación. Para ello, es necesario repolitizar las elecciones que se toman a partir de los sentires emocionales y sensoriales. Finalmente, se puede afirmar que las palabras no abarcan todas las complejidades que se generan en las experiencias emocionales y sensoriales, y por ello es necesario emplear también metodologías sensibles que visibilicen el cuerpo.
Bibliografía Ahmed, S. 2010. “Happy objects”, en M. Greggy y G. J. Seigworth (coords.), The Affect Theory Reader, Londres, Duke University Press, pp. 29-51. Anapol, D. 2010. Polyamory in the Twenty-first Century. Love and Intimacy with Multiple Partners, Washington, Rowman & Littlefield Publishers. Barker, M. 2005. “This is my Partner and this is my … Partner’s Partner: Constructing a Polyamorous Identity in a Monogamous World”, Journal of Constructivist Psychology, vol. 18, núm. 1, pp. 75-88. Barker, M. y D. Langdridge. 2010. “Whatever Happened to Non-Monogamies? Critical Reflections on Recent Research and Theory”, Sexualities, vol. 13, núm. 6, pp. 748772. Bauer, R. 2010. “Non-Monogamy in Queer bdsm Communities. Putting the Sex Back into Alternative Relationship Practices and Discourse”, en M.-J. Barker y D. Landridge (coords.), Understanding Non-Monogamies, Nueva York, Oxon, Routledge, pp. 142-153. Cedillo, P. 2011. “Cuerpo y género, una aproximación sociológica”, tesis de licenciatura, México, fcpys-unam.
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Roberta Granelli
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IV. L a ciudad como experiencia sensorial
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Capítulo 10. Las miradas en el último vagón del metro: sociología del cuerpo y los sentidos en la interacción homoerótica
A Cristina Vega Fuentes, in memoriam
Carlos Viscaya
Introducción El 2 de febrero de 2011 el Sistema de Transporte Colectivo Metro (stcm) decidió cerrar los tres últimos vagones del metro a partir de las 10 de la noche en las líneas 1, 2, 3, 8 y B. Esta decisión generó un nutrido debate, ya que dicha medida se asociaba con una dinámica llevada a cabo en el “último vagón”, que para entonces era conocida por el dominio público o, en otras palabras, era un secreto “a voces”. Los encabezados de distintos medios, así como el análisis crítico por parte de algunos de estos, relacionaron la acción de la institución como parte de una prohibición implícita al intercambio erótico entre hombres que se realizada en el último vagón del metro. En ese entonces, la respuesta a esta medida institucional se canalizó a través de distintas denuncias presentadas ante la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (cdhdf). Días más tarde, uno de los denunciantes presentó en sus argumentos de queja que la decisión del cierre de los vagones, al trascender a la opinión pública, había legitimado, desde la institución, significados negativos en torno a la comunidad lgbttti, ya que se argumentaba que los últimos vagones del metro habían sido apropiados por esta comunidad para encuentros sexuales. Con esto se fomentaba la discriminación, homofobia y estigma y se contribuía a la construcción de una imagen de la homosexualidad como “insalubre” e “insana” en el paisaje urbano (cdhdf 2012: 3). Posteriormente,
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la cdhdf emitió la recomendación 12/20121 para reabrir los últimos vagones del metro e implementar distintas medidas de sensibilización con los trabajadores del sct para evitar actos de discriminación hacia dicha comunidad.2 El hecho dejó entrever la manera en que en el espacio público urbano se tejían imaginarios negativos y discriminatorios hacia la comunidad lgbttti asociados con un espacio y medio de transporte específico como el metro, concretamente “el último vagón”. Los discursos sobre la sexualidad hegemónica arraigados institucional y socialmente encasillaron a los hombres participantes en dicha dinámica bajo el binomio homosexual/heterosexual. Desde esa mirilla, los practicantes eran simplemente homosexuales que transgredían el uso del espacio público y específicamente el transporte colectivo del metro. La medida ponía en evidencia la negación de otras formas de identidad y orientación sexuales, eróticas y afectivas, así como los procesos de estigmatización hacia estas a partir de calificativos negativos y discriminatorios basados en el argumento de que la práctica se llevaba a cabo en la clandestinidad. En otras palabras, a esta medida subyacía la condena a las sexualidades no heterosexuales y a los ejercicios no hegemónicos del placer sexual. Así, dicha medida contribuía a la violencia, discriminación y negación de la población lgbttti, sus prácticas asociadas al placer y lugares significativos. La visibilidad y el alcance que llegó a tener dicha medida, así como los debates y reacciones que generó, dan cuenta de la importancia del fenómeno. Del mismo modo, la necesidad de ahondar en el análisis desde las ciencias sociales constituía un reto. En ese sentido, mi investigación, iniciada en 2011 y concluida en 2016, planteó desentrañar los significados de dicho fenómeno desde la sociología (Viscaya 2016). Desde los seguimientos hemerográficos y etnográficos, diario de campo, hasta la aplicación de encuestas y entrevistas a profundidad,3 me propuse dar cuenta del significado que 1
Pese a que el sct Metro aceptó la recomendación de la comisión, hasta la fecha (agosto de 2018) sigue sujeta a seguimiento. Esto quiere decir que no se han cumplimentado las sugerencias para evitar la discriminación hacia la comunidad lgbttti.
2
Lo anterior a partir de la acreditación de distintas violaciones a derechos humanos previamente presentadas.
3
Para esta investigación se usaron cuatro instrumentos: 1) diario de campo, cuyo registro inicia en abril de 2011, termina en abril de 2012 y consta de 30 registros; 2) análisis de contenido y etnografía: registro de notas periodísticas, contenidos digitales (foros y blogs), relatos, libros e investigaciones; 3) encuestas de opinión: se aplicaron 108 encuestas, compuestas por 24 preguntas (abiertas y
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adquiría este tipo de encuentro desde la óptica de los practicantes y no desde la mirada mediática que tanto había circulado. Las posibilidades de análisis y algunos antecedentes de investigación en México sobre espacios de encuentro sexual considerados clandestinos son diversos (Prieur 2014; Álvarez 2010; Córdova y Pretelín 2017). En este capítulo expondré lo relacionado con el análisis sensorial de este tipo de encuentros, para responder a algunas preguntas clave: ¿qué significa sociológicamente esta dinámica? ¿De qué tipo de encuentros se trata? ¿Qué significa que se lleve a cabo en ese lugar y no en otro? ¿Cómo intervienen el cuerpo y los sentidos en esta interacción? Particularmente ¿cómo interviene la mirada? ¿Cómo se aprende a mirar y dejarse mirar en este contexto? ¿Cómo se relaciona la mirada con un tipo de comunicación erótica? ¿Cómo entender esta otra forma de experimentar la ciudad y el placer en la misma? Estas son solo algunas de las preguntas que surgen y guían este capítulo a fin de profundizar en el marco de una sociología del cuerpo y los sentidos. Para lograr lo anterior, el capítulo se estructura de la siguiente manera: en un primer momento doy cuenta de la relación que existe entre las sexualidades y los erotismos no heterosexuales y la dinámica del último vagón. Para ello, haré uso de la categoría foucaultiana dispositivo de sexualidad, que vincula los discursos normativos sobre las sexualidades y establece cómo operan los modelos que niegan otras formas de sexualidad y erotismos que no sean heterosexuales. Este razonamiento permite explicar la manera en que se establecen lugares y momentos particulares para el ejercicio legítimo de la sexualidad, que dejan al margen y condenan los espacios considerados clandestinos. En un segundo momento, dirijo la discusión a la sociología del cuerpo, lo que significa pensar las corporalidades desde las ciencias sociales. Para ello recupero el concepto base técnicas corporales de Marcel Mauss, que destaca la forma en que los sujetos, con el uso de de procesos de socialización, aprenden formas específicas de llevar su cuerpo, a ver y dejarse ver por otros, según determinadas situaciones y momentos interactivos. Esto será primordial para ser partícipe de la dinámica del último vagón, ya que para intecerradas), a través de la plataforma de Google para formularios, esto debido a la especificidad de la población objetivo; 4) entrevistas semiestructuradas a cinco informantes que participan o han participado en la dinámica del último vagón.
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grarse a la misma, el cuerpo ha adquirido y aprendido una serie de códigos que tienen sentido para los participantes y posibilitan la interacción. Con y más allá de Mauss, podemos hablar de las técnicas corporales de la mirada que adquieren sentido en dichos contextos interactivos. En un tercer momento, hago énfasis en el carácter sensorial de los intercambios erótico-afectivos entre hombres en el último vagón. Para ello, retomo una perspectiva en clave sensorial que da cuenta de la manera en que las formas particulares de ver y verse son procesos aprendidos que posibilitan la atribución de significados socialmente configurados en las interacciones sociales. A partir del análisis sociológico y sensorial de los encuentros, desde el punto de vista de los practicantes, planteo cómo la mirada adquiere distinciones de interacción particulares, cuyos significados están configurados en relación con la sexualidad y el erotismo en el encuentro homoerótico.
El dispositivo de sexualidad: regulaciones y resistencias Respecto de las sexualidades disidentes y la dinámica del último vagón, he señalado la forma en que la hegemonía heterosexual obliga a sujetos socializados en el sistema heterocentrista a buscar espacios clandestinos para el ejercicio de su sexualidad y erotismo (Viscaya 2016). Para entender cómo los hombres han encontrado un espacio al final del andén para el ejercicio de su erotismo es necesario revisar una categoría importante: el dispositivo de sexualidad. Esta categoría, del filósofo francés Michel Foucault, permite confrontar la construcción de una sexualidad hegemónica y las diversas tensiones y resistencias frente a la misma. Los informantes coinciden en que este dispositivo los ha obligado a ser partícipes de la dinámica del último vagón, en cuanto que se trata de un recurso para disfrutar su sexualidad y erotismo, sin que esto implique necesariamente asumir una identidad y orien tación sexuales en alguna categoría fija como la que preconiza la dupla heterosexual/homosexual. Michel Foucault utiliza la categoría dispositivo de sexualidad para dar cuenta del modo en que los discursos, sean estos médicos, religiosos, morales, jurídicos o pedagógicos, también tienen manifestaciones institucionales y espaciales, y a partir de una complicada red regulan prácticas y modos
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de ejercer la sexualidad. En el tomo uno de Historia de la sexualidad, el eje de análisis sigue dos líneas importantes que permiten comprender el sentido y uso de dicha categoría. El autor aborda la forma en que, a partir del siglo xvii en Occidente, se establecen ciertos tabús, castigos y reglas en torno a quién y cómo se habla del sexo: “como si para dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el campo del lenguaje, controlar su libre circulación en el discurso, expulsarlo de lo que se dice y apagar las palabras que lo hacen presente con demasiado vigor” (Foucault 2011: 17). Por otro lado, dicho razonamiento también se enfoca en el surgimiento de una dinámica en la que el deseo y la sexualidad crecen exponencialmente en cuanto que se da una multiplicidad de discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del poder mismo: incitación institucional a hablar de sexo, y cada vez más obstinación de las instancias del poder en oír hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la articulación explícita y el detalle infinitamente acumulado (Foucault 2011: 18).
Es decir, los discursos sobre la sexualidad en las sociedades modernas occidentales han regulado las formas, los lugares, las personas y los momentos en que se habla del sexo, lo que obliga a conocer más de la sexualidad. De modo que la confesionalidad aparece como herramienta para hacerla objeto de censura, desde el saber y el poder. En suma, en esta relación sujeto-sexualidad, tanto el placer como la disidencia, el género, el sexo, las patologías y la regulación convergen a través de la confesionalidad de la carne. Así se generan una serie de disposiciones que configuran los sujetos y sus cuerpos, disposiciones que devienen mecanismos discursivos que regirán las formas en que nos percibimos como sujetos sexuales y de placer. En palabras de Foucault: “se trata de determinar, en su funcionamiento y razones de ser, el régimen de poder-saber-placer que sostiene en nosotros al discurso sobre la sexualidad humana” (2011: 15). La forma en que hablamos, sentimos, expresamos y ejercemos nuestra sexualidad, placeres y el uso de nuestros cuerpos se encuentra dentro de marcos en los que el saber y el poder se hilan para establecer validaciones discursivas. De este recorrido histórico y como resultado de la articulación de tales elementos surge la categoría dispositivo de sexualidad. Esta se entiende como la red de relaciones que mezclan las estrategias confesionales,
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punitivas y patologizantes en torno a la sexualidad. Hablamos de un dispositivo que funciona según técnicas móviles, polimorfas y coyunturales del poder […] el dispositivo de sexualidad no tiene como razón de ser el hecho de reproducir, sino el de proliferar, innovar, anexar, inventar, penetrar los cuerpos de manera cada vez más detallada y controlar las poblaciones de manera cada vez más global (Foucault 2011: 100-101).
Para Foucault, vivimos en una sociedad de corte occidental que busca la difusión de un dispositivo sexual —constituido a partir de las tradiciones médicas, jurídicas y estatista confesionarias— que regula las formas en que entendemos y atendemos nuestros cuerpos y placeres. Vivimos un dispositivo que nace en el juego del saber sobre el placer, placer en saber sobre el placer y en la díada placer-saber. Como si ese peregrino animal que alojamos tuviese por su parte orejas lo bastante curiosas, ojos lo bastante atentos y una lengua y un espíritu lo bastante bien construidos como para saber muchísimo sobre ello y ser completamente capaz de decirlo, si realmente uno se lo solicita con un poco de maña. Entre cada uno de nosotros y nuestro sexo, Occidente tendió una incesante exigencia de verdad: nos toca arrancarle la suya, puesto que la ignora; a él, decirnos la nuestra, puesto que la posee en la sombra (Foucault 2011: 73). Este dispositivo es el que ha determinado y excluido las orientaciones sexuales no heteronormativas, relegando su ejercicio a la clandestinidad, como el caso del último vagón del metro de la Ciudad de México. Este funcionará como lugar de encuentros para el ejercicio de la sexualidad entre personas que no encuentran espacios de disposición libres de violencia y de confesión obligada sobre el uso de sus placeres y el control sobre los cuerpos. Así, esta clandestinidad, entendida en clave foucaultiana, se explica como estrategia desde la resistencia y reivindicación de modos de placer no hegemónicos, lo cual nos permite entender una sociedad en la que los sujetos no están cerrados ni dados de manera inamovible, al no ser naturales ni fijos y estar en movimiento, ofrecer respuestas, resistirse y experimentar placer en un amplio espectro de posibilidades. La sociedad se constituye por sujetos que emergen desde las periferias, las prácticas, los placeres y las transiciones marginadas históricamente, como señala el mismo Foucault:
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donde hay poder hay resistencia y, no obstante (precisamente por esto), esta nunca está en posición de exterioridad respecto del poder […] no puede existir más que en función de una multiplicidad de puntos de resistencia: estos desempeñan, en las relaciones de poder el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente en el que sujetarse (2011: 89-90).
Esta resistencia dentro de la red de poder, que produce el dispositivo de sexualidad, nos permite entender que al lado del erotismo moral y normativo coexiste uno contestatario, en el que los sujetos responden a la regulación, generando otro tipo de discursos, espacios y momentos donde ejercer y validarse como sujetos sexuales y de deseo, tal y como sucede en la dinámica del último vagón del metro. En este contexto se han reivindicado diversas identidades que se relacionan con el género, orientaciones sexuales, intersexualidades, transexualidades, afectos y erotismos que resisten un discurso y luchan contra la restricción histórica del dispositivo de sexualidad. Al respecto, Butler señala que las normas no ejercen un control definitivo o fatalista, al menos no siempre. El hecho de que el deseo no esté totalmente determinado se corresponde con la idea psicoanalítica de que la sexualidad no puede llegar a ser nunca totalmente capturada por ninguna regla. Más bien se caracteriza por su desplazamiento, puede exceder la regulación, tomar nuevas formas en respuesta a su regulación, incluso darle la vuelta y convertirla en sexy. En este sentido la sexualidad nunca puede reducirse totalmente a un “efecto” de esta o aquella operación de poder. Esto no es lo mismo que decir que la sexualidad es, por naturaleza, libre y salvaje. Al contrario, precisamente emerge como una posibilidad improvisatoria dentro de un campo de restricciones. Pero la sexualidad no se encuentra “en” aquellas restricciones como algo que puede estar “en” un contenedor: se extingue por las restricciones, pero también es movilizada e incitada por las restricciones, incluso a veces requiere que estas sean producidas una y otra vez (2012: 33).
A estas otras formas de expresión y vivencia de la sexualidad y placer podemos denominarlas erotismos disidentes, entendidos como todas aquellas expresiones y ejercicios del placer que confrontan el dispositivo de sexualidad y que históricamente han sido castigados, anulados y condenados. Será en estos erotismos disidentes, en estos placeres que no se han alineado con la regulación, en los que podemos encontrar una forma de entender e inter-
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pretar la sexualidad desde otros referentes no hegemónicos. Atender estas disidencias eróticas implica conocer e investigar discursos alternos al dispositivo de sexualidad. En otras palabras, dar espacio para el conocimiento y la reflexión en torno a diversos y variados erotismos, los placeres fetichistas, sexos intermedios, géneros transitorios y fluidos. Desde mi perspectiva, un análisis sociológico de la sexualidad que no incluya las disidencias erógenas y a los sujetos que se alejan del patriarcado heterosexual se condena a una repetición sistémica de las problemáticas sociales que están atravesadas por el sexo, el género y la sexualidad. Quien ignora las periferias cargadas de una efervescencia censurada, ignora procesos sociales que también configuran la realidad o, al menos, su realidad. Referirnos a las resistencias del dispositivo de sexualidad, de cara al poder, nos lleva a un análisis más amplio de los cuerpos y erotismos disciplinados, ya que —esta clave de lectura— nos permite dimensionar la pluralidad de respuestas, resistencias y transgresiones ante la confesión y la censura, tal y como sucede en el último vagón del metro.
Sociología del cuerpo: las técnicas corporales El metro, además de ser un medio de transporte por excelencia en las grandes ciudades, es un espacio de encuentros e interacciones. Es un lugar que concentra cuerpos y prácticas que se generan a partir de la especificidad de la acción de los usuarios. En él se reúnen vendedores ambulantes, cantantes, malabaristas, faquires, poetas, payasos, actores, religiosos y un largo etcétera; funge a veces como lugar de negocios, juntas, citas amorosas, microteatro y, al mismo tiempo, como transporte público. Cada dinámica refleja la forma en la que usuarios, espacio y ciudad se acoplan para generar formas específicas de interacción. El último vagón del metro, conocido coloquialmente como la “cajita feliz”, encierra una forma específica de interacción social. Para adentrarme en el análisis de esta, el diseño de mi investigación se inscribió en una metodología de corte cualitativo, partiendo de que dicho enfoque considera la realidad “como un cúmulo de significados, símbolos e interpretaciones que se construye socialmente” (Hernández 2008: 18). La recolección de información, el análisis, la sistematización y generación de herramientas que se
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utilizaron en esta investigación, así como la aplicación de las mismas, parten de las premisas básicas de este tipo de métodos, en la que “en lugar de iniciar con una teoría particular y luego ‘voltear’ al mundo empírico para confirmar si esta es apoyada por los hechos, el investigador comienza examinando el mundo social y en este proceso desarrolla una teoría coherente con lo que observa que ocurre” (Hernández 2006: 8). A partir de dichos supuestos y los significados recuperados a lo largo de la investigación es posible afirmar que lo que sucede en el último vagón del metro es, en primer lugar, un encuentro entre cuerpos que buscan algún tipo de contacto sexual, erótico o afectivo. A esta dinámica se le conoce como metreo, y en ella los hombres participantes establecen intercambios erótico-afectivos diversos que pueden ir desde el roce de sus cuerpos hasta la penetración. La dinámica cambia por horas y líneas, pero está presente todo el tiempo, en todas las líneas. Dicho encuentro está sometido a reglas y códigos, a usos y significados atribuidos al cuerpo, por lo que tomar como objeto de estudio la dinámica del último vagón del metro de la Ciudad de México y problematizarlo, desde los aportes de la sociología del cuerpo y los sentidos, supone problematizar el papel que tiene el cuerpo en la interacción, sus significados y el carácter negociado que supone dicho nivel de análisis. Podemos hablar del cuerpo desde su composición biológica, desde el cúmulo de órganos putrescibles y las partes que nos dan soporte, comunican los sistemas y generan respuesta a los estímulos externos; podemos hablar también del cuerpo desde los procesos químicos que nos erizan la piel, trituran la comida y nos hacen sudar. Pero también podemos hablar del cuerpo desde lo social, es decir, desde de las normas y regulaciones sociales hechas cuerpo, adheridas a la piel. Un ejemplo es el significado que tiene la norma de las piernas cruzadas para las mujeres o los codos fuera de la mesa a la hora de la comida; hablamos de un cuerpo que se aprende a llevar de formas específicas, con el que recorremos nuestra realidad, que existe y está determinado por estructuras específicas, construidas histórica y socialmente; nos referimos a la acción corpórea modulada por los manuales sociales formales e informales. Hablar del cuerpo desde la sociología es pensarlo como el resultado histórico de patrones socialmente establecidos, de las maneras en que se debe llevar el cuerpo, actuar con él y relacionarnos con los demás desde él.
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Es decir, hacemos referencia a un enfoque “cuyo campo de estudio es la corporeidad humana como fenómeno social y cultural, materia simbólica, objeto de representaciones y de imaginarios” (Le Breton 2002b: 7). Esta aproximación busca en el cuerpo el análisis de la estructura social y las formas en que este habla por medio de sus gestos, dirige su cotidiano mediante actos seleccionados para cada momento y se mira e interpreta el mundo a través de estas conexiones. Este cuerpo cargado de significados, que entiende, interpreta y actúa su realidad, mediará su relación con los otros e interpretará y dará significados al mundo: “hacemos que el cuerpo hable, usándolo como un modo de expresión de una realidad extracorporal” (Guiraud 2013: 10). Somos carne, órganos y terminales nerviosas, somos la herencia de la genética evolutiva, pero también un cúmulo vivo de historia y sociedad, andamos en el mundo mediante la mecánica ósea y muscular, pero interpretamos y somos en él; somos gestos, modos, lenguaje y sensaciones, accionamos y socializamos. Inicialmente, Marcel Mauss denominó a esto técnicas “la forma en que los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional” (Mauss 1979: 337). Este sociólogo francés vio en el cuerpo el receptor social de cierta tradición corporal, entendida como la forma en que los sujetos usan su cuerpo de formas determinadas. El punto central del autor es hacer un análisis descriptivo de la forma en que el cuerpo aprende técnicas de comportamiento y comunicación, de la forma en que se leen los cuerpos que actuan en el día a día, de cuerpos que se adecuan para lograr objetivos específicos y adaptarse al ambiente inmediato: “[e]l cuerpo es el primer instrumento del hombre y el más natural, o más concretamente, sin hablar de instrumentos diremos que el objeto y medio técnico más normal del hombre es su cuerpo” (Mauss 1979: 342). Mauss fue el primero en hablar, desde lo social, de las técnicas del cuerpo puestas en acción diariamente. Después, Le Breton retomó este concepto para ampliarlo y definió las técnicas corporales como los “gestos codificados para obtener una eficacia práctica o simbólica [...] modalidades de acción, de sincronías musculares que se suceden para obtener una finalidad precisa” (2002b: 41). Las técnicas corporales desde este enfoque permiten analizar la forma en que el sujeto aprende, elige y ejecuta su cuerpo ante determinadas situaciones: mover el cuerpo ya no es solo la acción física, sino
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la acción física cargada con significados, motivos y objetivos; desde la función social de un saludo efusivo hasta los gritos en una manifestación, el sujeto es con su cuerpo social.
De la mirada acusadora a la mirada vinculante El carácter social del cuerpo no solo se aprecia en sus movimientos y gestos, sino incluso en la propia sensorialidad y constitución social de los sentidos corporales. De acuerdo con distintos análisis (Classen 1997; Howes 2014; Sabido 2016, 2017), el interés por los sentidos en las ciencias sociales no es nuevo y ha sido problematizado desde los estudios antropológicos, culturales e históricos. Sin embargo, su auge en términos de una línea de investigación institucionalmente reconoci da en ciencias sociales es relativamente un nuevo giro conceptual en las ciencias sociales […] La sociología de los sentidos se inscribe en esta apertura hacia el estudio social del ámbito sensorial del cuerpo (Sabido 2016: 64-65).
Para Sabido, el giro sensorial en la sociología plantea pensar en los sentidos desde la interrelación y la construcción social de la percepción (2016). Por una parte, dicho análisis nos permite visibilizar el papel de los sentidos en el plano de la interacción, en cuanto que “la percepción no solo es una experiencia corporal, sino significativa y afectiva. De manera que percibimos sintiendo, y lo que se percibe hace sentir” (2016: 78). Por otro lado, el análisis sociológico de la percepción también permite indagar qué configura y condiciona las formas en que percibimos o, en otras palabras: “cómo se aprende a percibir de una manera y no de otra” (2016: 78). En esta discusión recupero el papel de la mirada como sentido atribuido con significados en la interacción erótica en el último vagón del metro, ya que posibilita profundizar el análisis respecto a la manera en que un sentido como la vista, a través del intercambio de miradas, permite la interacción y la vinculación de los participantes para hacerles parte de la dinámica. Por otro lado, también me interesa indagar cómo esa mirada se construye y constituye para los fines del intercambio erótico; cómo se aprende a mirar y dejarse mirar de una forma y no de otra; cómo se aprende a mirar entre pares, para resistir la mirada enjuiciante del día a día.
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Miramos, nos miran y miramos a los demás y al mundo de formas específicas; usamos la mirada para ahuyentar, aparentar, comunicar o enjuiciar a alguien: “dirigir los ojos hacia otros nunca es un hecho anodino; la mirada, en efecto, de pábulo, se apodera de algo para bien o para mal, es sin duda inmaterial pero actúa simbólicamente” (Le Breton 1999: 195). Esta especificidad simbólica radica en la intencionalidad de mirar, es decir, de la manera en que miramos y nos miran. La mirada como experiencia afectiva, sensitiva y relacional, entre el mundo y nosotros, y entre nosotros y los otros, es específica, pues no miramos de igual forma en el transporte público, donde la normatividad del espacio privado nos hace ir deprisa, sin mirar a detalle al otro: “es de rigor la reprobación contra quien desprecia la regla y mira de hito en hito al otro sin vergüenza” (Le Breton 1999: 196). Tampoco miramos de la misma forma en nuestro espacio laboral, la iglesia, un hospital o una fiesta. No es lo mismo mirar de forma lasciva que de forma corrosiva o con enojo. No miramos igual cuando queremos interactuar que cuando no queremos participar ni integrarnos. Esta distinción en las formas de mirar(nos) es también una forma específica de llevar el cuerpo, una técnica corporal de hacer de los sentidos una experiencia socializada y cargada de significados: la mirada que un desconocido posa inapropiadamente sobre uno sorprende; genera un cuestionamiento que procura comprender el motivo de semejante atención. Aumenta la tensión emocional. La mayoría de las veces, el otro desvía entonces la mirada y con su indiferencia afectada da testimonio de su sometimiento a una regla que había desatendido hasta un punto límite (Le Breton 1999: 199).
Desde la sociología, los sentidos problematizados suponen dar cuenta, al menos para este trabajo, del carácter simbólico atribuido a la vista y a las formas de mirar que, colocadas en la interacción, presumen un giro sensorial en la investigación social. Igualmente, una sociología de los sentidos nos permite entender cómo estos cuerpos se han negado a ser vistos por una mirada que los enjuicia y condena constantemente en el espacio público. Así pues, los resultados de esta investigación, arrojados por las entrevistas semiestructuradas y las encuestas, nos dejan ver que los sujetos reconocen la dificultad de establecer una categoría respecto a su sexualidad, porque los cierra, los limita y, principalmente, no les permite identificarse en términos
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de su propia experiencia. Por ejemplo, uno de ellos dice sobre el ejercicio de su erotismo que: Yo no me considero ni gay ni bisexual, no me atraen los hombres, pero el tener sexo en lugares públicos es algo que me gusta mucho, en realidad solo recibo oral o manual por parte de hombres, no me importa que sean hombres mientras satisfagan mi deseo sexual (Informante A 2014). La mayoría de la gente que practica esto (el metreo) son hombres, si hubiera más mujeres, lo haría con ellas, mientras tanto quien guste ayudarme lo dejo. Es la actividad y no tanto la persona en mi caso (Informante B 2014).
Los informantes reiteran en sus discursos la forma en que el deseo, placer y sexualidad no son fijos ni dicotómicos. Sin embargo, esta apertura del discurso sexual sigue siendo periférica, inclusive se considera como algo que tendría que ocultarse de la mirada de los y las demás, dado que transgrede la heterosexualidad normativa. Es decir, los sujetos cuya identidad de género, orientación sexual o deseo erótico está al margen de la centralidad heteronormativa, eligen otras formas de expresión o dejarse mirar que pueden ser clandestinas o estar resguardadas por el anonimato de ciertas prácticas o lugares, como en el caso del metro. Uno de los informantes reconoce estas características de los imaginarios, al expresar que, aunque no se quiera, siempre existirán etiquetas en torno a la manera en que los sujetos deciden ejercer su sexualidad y erotismo o expresar su identidad. Sin embargo, por lo que he llegado a ver, es posible que la mayoría de los que practican el cruising en el metro no quieren que se sepa que tienen gusto por tener sexo con hombres, no quieren que los etiqueten de gays lo sean o no, ya sea porque son casados o solo manejan esa imagen de macho heterosexual. Pero de nuevo, no quieren esa etiqueta y aun así se exponen a que se las pongan. Entonces no, la sexualidad no necesita etiquetas, pero inevitablemente creo que siempre existirán (Informante C 2014).
En el caso de estos encuentros homoeróticos, nos referimos a una vivencia erótica que crece al margen de los patrones de una sexualidad normal, a la que los sujetos a partir de sus múltiples contextos se ven alineados. Al respecto, otro de los entrevistados dirá sobre la vivencia de su sexualidad y sus compañeros de juego que:
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Primero pensaba que el juego [erótico] con mis amigos iba a ser pasajero y que en algún momento iba a tener certeza de que las chicas me agradaban; me agradan, pero en otro contexto diferente, al principio no lo veía sino como placer [los juegos eróticos con sus amigos], no pensaba que me quisiesen o fuera algo sentimental, sino porque simplemente nos gustaba y no sé si ese gusto era por placer o por deseo o alguna otra variable, pero emocional no era, porque yo no quería a mi vecino, solo veíamos la oportunidad y jugábamos, pero yo no identifiqué alguna carga emocional. De hecho, mis compañeros de juego no se declararon como homosexual o bisexual, hasta se han casado y han tenido hijos, entonces hay también esa parte en la que ellos juegan y tienen esa experiencia homoerótica, pero no trasciende más allá de cambiar su orientación, de hecho se han casado y he visto que mi vecino el que jugaba muchos años a eso, pues ahora ya tiene un hijo, y se me hace raro que no le haya afectado como a mí sí me afectó esos juegos, entonces… somos de la misma edad, no tiene el mismo nivel educativo, pero sí son plenamente heterosexuales (Informante B 2014).
Vemos entonces, desde la vivencia de los sujetos, que el ejercicio erótico no tiene relación con la forma en que se etiquetan a sí mismos. Por otro lado, en sus discursos, los informantes manifiestan cómo, pese a estas otras formas de vivir la sexualidad y tener experiencias eróticas que no encajan en el modelo heterosexual, sí existen formas de controlar la sexualidad y sus expresiones, a través de un dispositivo que genera etiquetas, fija identidades y ejerce violencia y marginación hacia quienes experimentan placer fuera de este dispositivo sexual. Recordemos que, para Foucault, un dispositivo de sexualidad es todo aquel conjunto de sujetos, discursos, instituciones y tecnologías que controlan y disponen el correcto ejercicio de la sexualidad, alineando las prácticas a un consenso social general de lo “normal”, “correcto, “sano” y “santo”, y es en este punto donde también damos cuenta de los distintos niveles de resistencia en prácticas específicas. Mediante estas resistencias y erotismos disidentes es posible comprender lo que pasa en el último vagón de la Ciudad de México. Es decir, ante ciertos discursos hegemónicos sobre la sexualidad, los sujetos pueden o no resistir, es decir, pueden o no responder al determinismo sobre la sexualidad que históricamente ha formado y conformado un “idóneo hombre blanco heterosexual” de placeres controlados. Pero cuando lo hacen —como en el caso que investigamos—, se colocan desde una posición que resiste estos
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dispositivos, la cual los lleva a saberse sujetos de un erotismo disidente de placer no regulado, que llevan a cabo una resistencia para validarse a sí mismos desde su capacidad erótica no heterosexual. Estas formas de interacción homoerótica surgen como una resistencia que los lleva a buscar el placer en una dinámica establecida dentro del último vagón del metro. Así, lo que sucede no es algo espontáneo ni azaroso, sino que, desde esta revisión sociológica, es el resultado histórico de la resistencia hacia un dispositivo de sexualidad que ha arrojado a las periferias los erotismos no heterosexuales. Esta interacción es ejecutada por sujetos que se resisten a los marcos específicos del placer, buscando el goce en el contacto casual con otros. Esos otros que, también desde sus periferias y resistencias se validan como sujetos sexuales, de piel erógena y cuerpos contrasexuales. De estación a estación, entre apretujones, debajo de la gran urbe que es la Ciudad de México y contra un gran dispositivo de sexualidad, en el último vagón se encuentra una resistencia específica a la censura homoerótica. En ese sentido, la interacción erótica en el metro supone una armonía con el cuerpo del otro que comunica la intención de participar. Por ello se generan códigos que permitan leer a los participantes y saber su intencionalidad. Es decir, se busca un sentido vinculante a través de la mirada. Por ejemplo, uno de los entrevistados también hace referencia a estas formas específicas de usar el cuerpo, de las técnicas que ha visto y usado: Pues lo que te decía, la banda, pues, casual te acomodas el cinturón cada tres minutos nada más para acrecentar la entrepierna o casual que te levantas la mochila para dejar ver las nalgas inmensas que Dios te dio, para ver a quién se le antojan, esta cuestión de las miradas, porque cuando el metro va superlleno es inevitable quedar de frente con alguien más, entonces uno intenta por discreción quererse voltear, pero no se puede, entonces esta cuestión de “te miro, me miras, nos miramos, nos volvemos a mirar, aprovechamos que sube más gente en un espacio donde ya no entra nadie más, y nos aproximamos”, entonces va el roce de la mano y la caricia, e híjole, mejor me paso la mochila para acá porque esto se está poniendo intenso, es un show cómico, mágico y musical, es un caleidoscopio de emociones, porque todo se va haciendo una trama hasta el momento en que llegas al trasbordo y la otra persona se baja (Informante E 2014).
El cuerpo actúa a partir de la intención para permitir la interacción. Una lectura en clave sensorial permite, además, analizar la manera en que la
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mirada y las formas de ver y ser visto son parte importante de este encuentro social. Uno de los entrevistados comenta los usos del cuerpo y su relación con las atribuciones de significado a la mirada, como elemento fundamental para ser parte de la dinámica del último vagón del metro: Es muy divertido, porque es superinteresante ver cómo se va manejando todo, ahí no hay amor, ahí vas, llegas, te paras, todo el mundo te ve, ves a todo el mundo, es como un exhibicionismo soft, porque vas a que te vean, a ver qué provocas en otros y lo que te puedan provocar los otros a ti, desde el que va en una puerta y van dos manos y curiosamente se le van resbalando las manos y hay contacto, o se frena el metro y el arrimón, o sea, es muy divertido, además es sumamente entretenido. Te vas contando la historia, pero es todo tan sutil, ahí es donde yo creo que radica la maravilla del metro, porque es hasta cierto punto encantador esta parte de seducir a otro, lo seduces, lo incitas a que se acerque a ti, o te incitan y caes, entonces al principio era la miradita coqueta, la miradita insistente, te vuelves a voltear, te levantas y te bajas a ver si te sigue la persona, en mi caso yo no lo he llevado como a tanto tan extremo, o sea, sí ha habido contactos, sí el arrimón, sí la caricia, sí el guiño, pero me ha tocado ver personas que se van masturbando la una a la otra en pleno vagón, en alguna ocasión me tocó ver a un tipo dándole a otro y el otro gimiendo (Informante B 2014).
Al ver y mirar, observar y ser observado, los sentidos se configuran y el intercambio de miradas da el sentido de correspondencia que permite la interacción. Otro informante más reflexiona sobre la mirada y hace hincapié en sus usos particulares, así como en las intenciones que refleja en la interacción sensorial: Fue en la estación Miguel Ángel de Quevedo, precisamente esperando el metro en los andenes, en esa estación comúnmente se ubica como estación para ligar, entonces hay varios chavos dirección Universidad esperando el metro, entonces siempre pasan personas que se te quedan viendo de los pies a la cabeza, y así, se detienen enfrente de ti y te miran y si tú les rechazas la mirada, se siguen, pero en ese momento vi a un chico que según esto venía del gimnasio y lo vi y me atrajo, entonces yo fui con la idea de querer conocer a alguien y tener algo de actividad sexual, lo vi y entonces sí, fueron como diez minutos de intercambio de miradas que ya me pude acercar y le dije hola, que qué esperaba y todo eso, entonces él me dijo: “’¿Ya nos subimos al metro? ¿Para dónde vas?” y le dije: “Yo voy para CU” y me dijo: “Ah, bueno, te acompaño y me regreso”, eran como las nueve y media o diez de la noche (Informante D 2014).
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Para él, es clara la forma en que se participa: la mirada es lo que los conecta con el deseo erótico. También tiene claro que el ritual termina cuando se bajan del último vagón al irse con el recién conocido o seguir solo su trayecto a casa. Para otros, la experiencia les ha permitido dar cuenta de que mirar profunda y sostenidamente indica que se quiere participar, que quien aparta la mirada no tiene o perdió el interés. Es decir, la dinámica ha configurado significados específicos atribuidos a la mirada. El sentido se ha construido socialmente basado en la interacción y, en esta clave, los informantes resaltan la importancia visual dentro del ritual, la relevancia de cómo se mira, la correspondencia entre la búsqueda, la intención y las ganas de participar: Creo que se empieza con la mirada, es muy visual, visual, te da la posibilidad de, primera, identificar el cuerpo, si te agrada, si tiene panza, si es grande, si es joven, si es más o menos guapo, y también lo visual te da la posibilidad de imaginar, de tener el erotismo de cómo será su miembro, de qué tan grande lo tiene o cómo lo tiene, pero no lo ves, no ves tanto la cara, si no ves más el miembro, y dices “Ah, pues, posiblemente me lo imagino así”, y es otro detonante, algo plus que buscas, te lo imaginas, pero ahora lo quieres conocer, es primero visual (Informante A 2014). Verbal al menos casi no me ha tocado ni yo lo he usado, es más física, como movimientos, el hecho de que te tocas la entrepierna, alguno sujetos ya están erectos, entonces es como muy visible, eso, miradas, si te tocas la entrepierna y volteas a ver al sujeto y voltea a verte, es como la interacción que yo he notado y que he aplicado (Informante B 2014). Desde la selección de la ubicación al interior del vagón. La colocación de la mano a la altura del pene de los demás, miradas que demuestran que quieres ver o participar (Cuestionario 75 2014). Creo que todo empieza con miradas fijas, de ahí pasan al acercamiento, lo que conlleva al contacto físico (Cuestionario 90 2014 ). Pasar la lengua sobre los labios, miradas que indican acciones y sonrisas son técnicas corporales que indican tal vez, la posibilidad de algo más que un viaje juntos: es un coqueteo (Informante C 2014). Se empieza por las miradas, de ahí a las caricias, movimientos en las manos (Informante D 2014).
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Los ojos: las miradas constantes o persistentes a los genitales del otro (Cuestionario 95 2014). Creo que todo empieza con miradas, sonrisas y lo que comúnmente se llama “agarrada de paquete” lo demás depende de la respuesta (Informante D 2014). Todo comienza con una mirada, al abordar el vagón, miras el entorno, buscas coincidencias en las miradas ajenas. Si ves alguien que te gusta haces lo que sea por llamar su atención. Sacas un libro, el celular, un chicle, lo que sea para lucir interesante. Las miradas coinciden una y otra vez, no solo entre los principales protagonistas de este “tango”, hay espectadores cuyo morbo los hace partícipes curiosos de saber dónde terminará (Informante E 2014).
Como se aprecia, las miradas y el intercambio de ellas coordinan, guían y conectan a los participantes. La mirada dirigida al cuerpo del otro también es sugestiva y despierta el deseo, así como la fantasía. Igualmente, la mirada interpreta las múltiples capacidades expresivas de los gestos, las poses y los movimientos, que en ese contexto significan posibilidad de contacto. La mirada se vincula entonces a un cuerpo en movimiento, que elige posiciones y guiños de acercamiento para, posiblemente, tornarse en caricias y tocamientos. Este uso específico del cuerpo es, entonces, un elemento importante para comprender la dinámica y dar cuenta de la manera en que ciertas interacciones y situaciones hacen que los sujetos creen, recreen o ajusten sus sentidos y su cuerpo acorde a la dinámica de la interacción y se interrelacionen a partir de estos ajustes corporales y sensoriales. Con ello, también se niegan a ser vistos solo desde una mirada enjuiciante o condenatoria de sí mismos, sus deseos, prácticas y placeres.
Conclusiones Los encuentros en el último vagón del metro constituyen una dinámica de interacción que puede observarse desde perspectivas llenas de mitos, noticias incompletas, reportajes sesgados y una condena generalizada a las prácticas ahí contenidas. En este espacio, el erotismo entre hombres —condenado históricamente— y sujetos de distintas identidades sexuales y de género es asfixiado por la persecución confesionaria; el último vagón,
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donde los sujetos rozan sus cuerpos, sienten placer, se persiguen con la mirada y ejercen su sexualidad desde la clandestinidad, es un escenario de representación, donde los sentidos y el cuerpo adquieren significados específicos. Se trata de una dinámica que se genera a partir de la lógica del dispositivo de sexualidad que orienta los placeres y regula los fluidos desde la heterosexualidad hegemónica. En este sentido, tomamos la mirada y la pusimos en operación para reconocer las técnicas específicas que funcionan para vincular a los participantes en el último vagón del metro de la Ciudad de México. El objetivo era responder las principales siguientes preguntas guía: ¿cómo intervienen el cuerpo y los sentidos en esta interacción? y ¿qué significa sociológicamente esta dinámica? Las preguntas fueron respondidas a partir del tejido de una teoría social microinteraccionista, un enfoque sociológico del cuerpo que destaca el carácter sensorial de las corporalidades en su dimensión social, así como los relatos de informantes, que, en sus prácticas particulares, lograron apuntalar la mirada como el elemento vinculante de la interacción. La mirada, entendida sociológicamente como un elemento sensorial que adquiere significados de acuerdo con contextos e interacciones particulares, puede leerse e interpretarse de distintas formas y adquiere significados especiales de acuerdo con ciertos lugares y personas. Además, nos permitió puntualizar que detrás de la dinámica del último vagón del metro hay formas específicas de participar, que tienen su génesis en el uso intencional de la mirada para establecer la interacción. De ahí que, como recuperamos de las experiencias de los participantes, la mirada directa a la entrepierna, a las nalgas o a los ojos de otro dé cuenta de una intención y permita vincular a dos hombres y hacerlos subir al último vagón para el encuentro erótico. La mirada también se lee; para unos ha significado deseo, mientras que a otros les permite saber si les gusta o no la otra persona. Específicamente, la mirada se localiza como el elemento inicial, como el detonante de la interacción en el último vagón. El cuerpo adquiere técnicas específicas de participación, los sentidos se ponen en operación acotados por contextos sociales e históricos, determinados y adecuados según las situaciones. En el último vagón, el cuerpo, desde la mirada, renuncia a sus binomios y aprende a manejarse ante la posibilidad de un encuentro erótico que le permita el ejercicio de su sexualidad.
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El último vagón es depositario de los erotismos y sexualidades disidentes tanto de quienes tienen un discurso de apertura sobre su identidad, como de quienes buscan el anonimato. El intercambio de miradas acerca de manera física a los participantes, los sentidos se ponen en movimiento y esta situación les permite interactuar de manera más directa e incluso llegar a tener sexo oral o coital. Así, hablamos ya de la acción específica de los sujetos, de una interacción social que genera una situación, misma que los sujetos reproducen cada vez que son partícipes en la dinámica y hasta el siguiente “Próximo arribo a la estación”.
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Capítulo 11. Sentir la ciudad: el habitus de la ceguera y la debilidad visual en la construcción no visual del espacio urbano de la Ciudad de México
Erick Serna Luna
Presentación En el marco de las discusiones teóricas y metodológicas que se llevaron a cabo a lo largo del seminario “Giro sensorial en la sociología: cuerpo, sentidos y género”,1 este capítulo analiza la manera en que, a partir de un conjunto de saberes corpóreos y socioespaciales, las personas que padecen algún grado de disminución del sentido de la vista construyen el espacio urbano de la Ciudad de México. Estos saberes constituyen lo que entiendo como un habitus de la ceguera o debilidad visual, según sea el caso. Este trabajo partede una reflexión posicional y situada (Mullings 1999; Gold 2002) de mi experiencia como una persona que ha vivido con un agudo problema de visión disminuida, en combinación con la experiencia etnográfica y las charlas que realicé, entre 2006 y 2015, con personas con ceguera y debilidad visual de la Asociación Mexicana por el Trato Humano, Social, Material, Cultural de los Invidentes y Débiles Visuales (asocive).2 El objetivo del trabajo es describir las experiencias, técnicas y conocimientos que construyen las personas desde una percepción de la ceguera y 1
El seminario fue dirigido por la Dra. Olga Sabido Ramos y se efectuó durante los meses de agosto a diciembre del 2017 en las instalaciones del Centro de Investigaciones y Estudios de Género, cieg-unam.
2 La asocive fue constituida el 5 de mayo de 2005 como un grupo de defensa del trabajo de las personas con discapacidad visual en el stc Metro. Se registró formalmente como una asociación civil el 6 de agosto de 2005.
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debilidad visual, para generar un conjunto de conocimientos corporales, sociales y espaciales que constituyen un habitus de la ceguera y la debilidad visual. A partir de este conglomerado de conocimientos, se construye el espacio urbano desde una percepción no visual. Así, gracias a la experiencia de las personas con ceguera y debilidad visual es posible conocer otras experiencias perceptuales y la construcción del espacio urbano desde una perspectiva de la diferencia. Con esto, podemos reflexionar sobre las desi gualdades y exclusiones que pesan sobre las personas que poseen otras maneras de percibir la realidad urbana. En la primera sección describo la posicionalidad y reflexividad que me brindó mi condición de aguda disminución visual, así como la forma en que esta me permitió construir una perspectiva metodológica para comprender la percepción desde la ceguera. En segunda instancia, relato mi experiencia etnográfica de trabajo con personas con ceguera y debilidad visual, desde la perspectiva de la intersubjetividad entre contactos mixtos3 (Goffman 1970). Posteriormente, entablo una discusión teórica con los fundamentos ocularcentristas (Bustos 2014) de las teorías del constructivismo social y la sociología de los sentidos. La cuarta sección presenta el constructo teórico del habitus de la ceguera y la debilidad visual como una propuesta para comprender la percepción de la ceguera y su construcción del espacio urbano. Finalmente, ofrezco algunas reflexiones en torno a la posibilidad de construir un espacio urbano más inclusivo para las diferentes formas de percibir y habitar la ciudad.
Entre la luz y la oscuridad: la perspectiva etnográfica de crecer entre borrascas ¿Alguna vez has pensado tu vida sin el sentido de la vista? Despertar un día y no volver a ver nada de lo que tus ojos han visto. Mirar solo sombras o, en el mejor de los casos, borrascas del horizonte. Más que una novela de Saramago (2001), vivir sin el sentido de la vista es una dura y angustiante realidad. Una realidad que he experimentado, en los bordes de las borrascas, desde 3 Por contactos mixtos el autor se refiere a “los momentos en que estigmatizados y normales se hallan en una misma ‘situación social’, vale decir, cuando existe una presencia física inmediata de ambos, ya sea en el transcurso de una conversación o en la simple copresencia de una reunión informal” (Goffman 1970: 23).
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que tenía ocho años. Quienes padezcan algún grado de afección en su vista, ya se deba a la miopía o el astigmatismo,4 entenderán el sentimiento de angustia que surge al querer mirar algo y no poder hacerlo porque no encuentras tus anteojos; o la imposibilidad de distinguir con precisión, por más que se entrecierren los ojos, lo que aparece en el horizonte. Desde niño, gradual y crónicamente, mi visión se ha visto afectada por la miopía y el astigmatismo. Hoy día tengo que usar anteojos o lentes de contacto, con una graduación superior a las diez dioptrías para la miopía y con tres punto cinco para el astigmatismo. En resumen, sin mis anteojos, según los estándares de la oms, soy una persona con “discapacidad visual moderada”. La experiencia corporal de crecer con una visión disminuida influyó en la formulación de mi primera inquietud sociológica cuando estudiaba los primeros semestres de la licenciatura en sociología: las personas con discapacidad visual y “La construcción de la vida y la realidad en la oscuridad” era el título de mi primera propuesta de investigación.5 La novel inquietud tenía como eje de investigación la siguiente cuestión: ¿Cómo construían su vida y realidad cotidiana las personas que carecen del sentido de la vista? De algún modo, esta inquietud se fundaba en una problematización de la lectura del constructivismo social de Peter Berger y Thomas Luckmann (1968). Aunque nunca llevé a cabo esa investigación como la había pensado, esa primera inquietud está presente en este trabajo. Sin embargo, ahora me apoyo en las discusiones de la sociología de los sentidos y las emociones (Sabido 2017), y en los debates sobre posicionalidad y reflexividad en las ciencias sociales (Mullings 1999; Gold 2001). Con base en estos referentes teóricos y metodológicos busco construir un posicionamiento reflexivo, desde la experiencia de una persona que creció entre nubarrones por causa de una acusada miopía, sobre el tema de la “percepción de la ceguera” (Saerberg 2010, 2015) y la construcción del habitus de la ceguera y debilidad visual. Al poseer una visión disminuida sin proponérmelo, mi condición sensorial 4
La miopía es un padecimiento crónico y degenerativo que deforma el cristalino del aparato ocular, ocasionando que la visión sea borrosa e incapaz de distinguir con precisión los objetos a larga distancia. Por su parte, el astigmatismo es un padecimiento ocular que ocasiona una visión borrosa de las cosas, provocado por la curvatura de la córnea.
5
Esto sucedió durante el tercer semestre de la licenciatura en sociología de la fcpys-unam, en la clase de Metodología de la investigación, dirigida por el maestro Antonio Blanco Lérin, quien nos pidió realizar un protocolo de investigación como parte de un primer ejercicio sociológico de investigación.
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me posibilitó tener una posición de betweenness6 entre la visión y la ceguera, lo cual fue una importante condición metodológica que me permitió desarrollar mis trabajos etnográficos con las personas con ceguera y debilidad visual de la asocive. Así, busco recuperar la reflexión de Herod (1999: 320), en torno a “la noción de ‘posicionalidad’ por sí misma y el intento de la academia por problematizar el proceso de investigación, la posición [...] ha sido tomada en gran medida para referirse a las características físicas o sociales personales del entrevistador (clase, raza, sexo, nacionalidad, edad, etc.)”. Al respecto, Saerberg (2015: 581), en su crítica a la sociología y fenomenología, añade que los factores que influyen en la construcción de la perspectiva subjetiva de la persona que investiga también deben incluir la manera en que se ve, oye, toca, siente y percibe el mundo. De este modo, desde un punto de vista político y comprometido con las causas de las personas con ceguera y debilidad visual, tanto de justicia urbana como de equidad laboral, me reconozco como un investigador que, más allá de los ejercicios académicos, también ha generado un lazo afectivo y de coincidencia política con las luchas sociales de las personas con ceguera y debilidad visual, especialmente con las personas que integran la asocive. En gran medida porque, como persona con una visión disminuida, era sensible a los problemas espaciales y sociales que día con día afrontan las personas con deficiencias visuales. Por otra parte, por mi extracción social, también tenía una sensibilidad respecto a las luchas que emprendían por defender su derecho al trabajo en los espacios del stc Metro. Esto me llevó a establecer una relación de social advocacy, que en la tradición feminista de la geografía radical (Gold 2002) se discute como un elemento que abona a la reflexividad del ejercicio científico y a los compromisos éticos de las investigaciones (Guillemin y Gillam 2004). Producto de ello, me relacioné con las personas de la asocive en diferentes periodos y momentos de trabajo: los conocí entre 2006-2007, trabajé con ellos para elaborar mi tesis de maestría (Serna 2013) de 2012-2013 y trabajamos en conjunto por la defensa de sus derechos labo6
Sobre la discusión metodológica en torno al posicionamiento de investigación betweenness, insider y outsider, sugiero consultar: Guillemin y Gillam (2004: 262); Gold (2002: 229-230), Urvashi (2008: 518). Sobre la discusión, concuerdo con la perspectiva que destaca el carácter ambivalente y dinámico de la posición de la persona que investiga, que va de lo insider a lo outsider, según los momentos y las situaciones de investigación.
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rales durante 2014-2015. Actualmente, aunque sin la cercanía de antes, sigo manteniendo contacto con las personas de la asociación. Este contexto vivencial y sensorial me permitió adentrarme en el “mundo de la oscuridad” y cuestionar el imaginario social que se ha construido alrededor de la condición de la ceguera y la debilidad visual como una condición que inspira la construcción de ficciones distópicas sobre la existencia humana.7 Así, la persona que vive con deficiencia visual aparece rodeada de un romanticismo del que, también, ha sido parte de la propia teoría sociológica. Por ejemplo, Simmel refiere la existencia de la persona con ceguera de la siguiente manera: para el ciego, el otro solo existe propiamente en la sucesión temporal de sus expresiones. El ciego no percibe la simultaneidad inquieta e inquietante de todos los rasgos esenciales, de las huellas de todos los pasados, que se dilatan en el rosto del hombre; y este quizá sea el fundamento del humor apacible y sereno con que el ciego considera amistosamente cuanto le rodea (Simmel 1987: 264).
Este estilo de percepciones, sobre la condición sensorial de la ceguera y la debilidad visual, son las que busco cuestionar a partir de una reflexión que emana de la propia experiencia vital de las personas que hemos vivido con algún tipo de padecimiento visual, especialmente de aquellas que viven en la más completa oscuridad y habitan en la ciudad.
Informe sobre ciegos. Etnografía desde las borrascas sobre la percepción de la ceguera Pese a las inverosímiles coincidencias,8 mi “informe sobre ciegos” es contrario al relato novelístico de Sabato (2008). Aquel consiste en la narración 7
Durante mis primeras indagaciones sobre las personas con deficiencias visuales, a mis manos llegaron referencias literarias como El huésped de Guadalupe Nettel (2006) la cual reproduce con gran maestría la relación entre la ceguera y el metro, así como la obra de Ernesto Sabato Sobre héroes y tumbas (2009), en la que se encuentra una historia independiente que lleva por título “Informe de ciegos”. Otras obras relacionadas son las de Gary Jennings, Azteca y Otoño Azteca y Shogun, así como el Obsceno pájaro de la noche de José Donoso.
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Por ejemplo, la pesquisa de Fernando Vidal Olmos sobre las personas con ceguera lo lleva a adentrarse en la “Sociedad anónima no videntes”. Aunque sin la ficción novelística, existe un guiño,
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de la forma en que logré adentrarme al mundo de la ceguera, al construir una sociabilidad entre “contactos mixtos”, entre mis borrascas y su oscuridad. Además de mi historia corporal, el tema de investigación surgió, como muchas otras problemáticas que moran en la imaginación sociológica9 (Mills 1961), de un investigador, por medio de la problematización de su experiencia personal y su identificación en relación con las estructuras sociales.10 En aquellos tiempos, vivía con mis padres en los límites de la delegación Azcapotzalco y estudiaba la carrera de sociología en Ciudad Universitaria. Tenía que recorrer la ciudad todos los días de norte a sur y de sur a norte. Pasaba más de tres horas en los vagones del metro y así fue como, además de ser mi principal medio de transporte, se convirtió en mi “cama”, “sala de lectura”, “comedor” y laboratorio de observación sociológica. En aquellos años, entre 2005 y 2007, había notado un incremento en la presencia de personas con discapacidad visual que vendían discos piratas en los vagones del metro. Aunque ya había formulado una inquietud teórica sobre el tema, me mantenía como un interesado espectador de esa realidad y trataba de descifrar el misterio de la “vida en la oscuridad” con ayuda de los libros y las novelas. Sabía que había llegado a ese punto en el que era inevitable acercarme a esa realidad fantástica y desconocida que para mí era la vida de las personas con ceguera que comerciaban en los vagones del metro. En mi cabeza tenía grabado el precepto práctico del “oficio” con el que Bourdieu encaminaba al sociólogo a adentrarse en la realidad: el científico social tiene que cuestionar de frente a las personas que habitan y construyen la realidad.11 pues, curiosamente, también terminé relacionándome con una asociación, la asocive, que es la encargada de ordenar el trabajo comercial de la mayoría de las personas con deficiencia visual en las instalaciones del stc Metro. 9 Como siempre, retumba en mi cabeza aquella frase contenida en una epístola de abril de 1956 con la que Mills le respondió a su amigo y colega Hans Gerth: “Tenemos que aprender a usar nuestros problemas personales para propósitos intelectuales. Ese es nuestro sacrilegio” (Mills 2004: 248-249). 10 Retomo el sabio consejo de Wright Mills (1961), en cuanto que la imaginación sociológica se nutre, crea y recrea a partir de la dialéctica entre la vida del investigador y el ejercicio de su profesión: “el trabajador intelectual forma su propio yo a medida que trabaja por perfeccionarse en su oficio; para realizar sus propias potencialidades y aprovechar las oportunidades que se ofrezcan en su camino” (Mills 1961: 206). 11 Bien diría Pierre Bourdieu (1997: 68) que “El sociólogo es aquel que va por la calle e interroga al primero que pasa; que lo escucha y aprende de él. Es lo que hacía Sócrates”.
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Aunque, honestamente, no sabía cómo abordar a una persona con ceguera, pues de hecho, nadie te enseña a relacionarte con una persona invidente.12 Hasta que un día, movido por un impulso, me animé a bajarme del tren en el que viajaba y charlar con el hombre con ceguera que recién había terminado de vender discos en el vagón. Estábamos en el andén de la estación Cuitláhuac. Recuerdo mi angustia, provocada por la falta de conocimiento social para entablar ese primer diálogo con una persona con ceguera. Tenía miedo de que me rechazara o se sintiera incómodo. Recuerdo esa adrenalina de lanzarme a la aventura de la investigación. El alivio y la sorpresa vino después de hablar con el señor, quien me saludó con cortesía y agradecimiento, por mi interés en su situación y la de sus compañeros. Sin lugar a dudas, era verdadero el precepto en el que insistía el maestro Antonio Blanco: “Partan del principio de que la gente quiere hablar, que busca quien la escuche”. Ese hombre con ceguera me daría la primera pista de trabajo: “Revillagigedo número 62”. Me dijo que allí se encontraba la asociación que manejaba a todos los ciegos que trabajan en el metro. En la dirección se encontraba un edificio envejecido que estaba a escasos pasos de la estación Balderas. Un estruendoso taller que estaba en la planta baja me dio la bienvenida. Un fuerte aroma inundaba toda la atmosfera y mi primera impresión fue asociar ese aroma con el taller. Subí las escaleras hasta el tercer piso, toqué un par de ocasiones, pero nadie abría la puerta del apartamento. Pensé que, tal vez, aquel hombre me había mentido. Bajé cabizbajo las escaleras del edificio. Lo intentaría otro día que el trabajo y la escuela me lo permitieran. Volví el viernes de esa semana y, para mi sorpresa, el apartamento estaba lleno de personas con ceguera. Estaban festejando algún evento y bridaban con refresco y cerveza. Pregunté por el presidente de la asociación. Un hombre con ceguera, de tez clara, salió a atenderme. Me saludo con cortesía y me pidió que regresará la tarde del martes de la siguiente semana. Evidentemente, no me podía atender en ese momento.13 Al siguiente martes estaba allí puntual para la cita. Me recibió el mismo hombre que se presentó como el presidente de la asociación, Pedro. Me 12 Justamente el tema de la ignorancia social de la interacción entre personas videntes e invidentes es uno de los temas principales de la reflexión de Sigfried Saerberg (2015). 13 No dejaré oculta mi sorpresa al ver a las personas con ceguera bebiendo cerveza. O sea que ¿también toman y festejan? Me preguntaba con sorpresa desde los muros de mi prejuicio e ignorancia.
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invitó a pasar y me pidió una disculpa por no tener más asientos. Me ofreció como asiento un costal de yute que estaba tendido en el suelo y me preguntó ¿por qué estudiaba a las personas con ceguera? ¿Qué buscaba? En el fondo, aunque no lo dijo, intuía una pregunta: ¿Nosotros qué ganamos?14 Me presenté como un estudiante de la licenciatura en sociología interesado en conocer cómo vivían las personas con discapacidad visual. Por un lado, porque yo también tenía que usar gafas para ver y, por otro, porque ignoraba cómo lograban realizar todas sus tareas sin usar la vista. Pedro dijo que estaba bien, que le gustaba mi interés, y comencé a hacerle las preguntas de rutina sobre la asociación que todo investigador —supuse— haría: motivos de creación de la asociación y población a la que atendía, actividades y demás informaciones generales. Gracias a esa primera charla supe que uno de los grandes problemas de las personas que padecen alguna deficiencia visual se relaciona con el trabajo. En concreto, la gente que integraba la asocive se había organizado en 2006 para defender su derecho al trabajo dentro del metro, en contra de los demás comerciantes “normovisuales” —así los llamaban ellos—, las autoridades del metro y la falta de oportunidades laborales del gobierno. De hecho, aquel aroma que había percibido días atrás no correspondía al taller que estaba en la parte inferior del edificio, sino al concentrado aroma que producían las torretas de quemadores de discos compactos que estaban sobre uno de los escritorios de la sala. Allí mismo se producían los discos que vendían en los vagones del metro.15 Pedro me invitó a que conversara con otros de sus compañeros que estaban en la sala, pues él tenía que arreglar otros asuntos de la asociación. Así conocí a Mariano y a Javier. Ambos, desde muy temprana edad, habían perdido la vista. Mariano platicaba sobre la manera en la que comenzó a adaptarse a su vida sin la visión. Javier complementaba la narración. Justamente una de las primeras lecciones que me compartieron fue cómo acercarme a una persona con ceguera. Mariano me dijo: “Mira, lo primero que 14 En retrospectiva, después de algunos estudios, caigo en la cuenta de que el interrogatorio que le realizan las personas al investigador cuando se presenta con la intención de trabajar con la población es siempre del mismo estilo. 15 Las personas con discapacidad visual tenían la libertad de vender los discos que allí se quemaban o bien, sí así convenía a sus intereses, comprarlos por mayoreo en las calles de Tepito, o con otro distribuidor.
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debes de hacer es preguntarle si necesita ayuda y presentarte. Si accede a que lo ayudes, ofrécele tu hombro o pon su mano en tu brazo y guíalo hacia donde se quiera dirigir”. Estas pautas de acercamiento y establecimiento de contactos mixtos entre personas con ceguera y personas “normovisuales” contrasta con una práctica habitual para evitar el contacto mixto entre personas que ven y personas que no ven: ignorar a la persona con deficiencia visual. ¿Cuántos de nosotros no hemos evitado cruzarnos en el camino de un bastón blanco que se arrastra por el suelo? ¿Cuántas de nosotras no hemos contenido la respiración, guardado silencio, para pasar desapercibidas ante el paso cansino de una persona que no puede vernos? Ese gesto de querer pasar inadvertidos, la incomodidad de una presencia diferente, ese querer hacernos invisibles ante esa humanidad, paradójicamente, los invisibiliza. Al no querer establecer ningún contacto social con la diferencia, se les cancela la existencia.16 La cuestión resulta aún más compleja que la mera escenificación del estigma, pues, debe reconocerse que los contactos mixtos no se establecen en igualdad de condiciones, sino que parten de una profunda desigualdad que, siguiendo la crítica de Ferrante y Ferreira (2010), perpetúa la conceptualización médica sobre la llamada “discapacidad”, que atenderé más adelante. En este sentido, como lo apunta Saerberg (2015: 292), para el caso de las personas con ceguera no necesariamente es la condición de la carencia sensorial lo que provoca la discapacidad, sino, las violencias institucionales y estructurales que genera la sociedad. Estas se constituyen en los mecanismos de la sociabilización que invisibilizan a las personas con ceguera e ignoran la construcción de un espacio urbano desde la no visión. Este conocimiento sobre la relación de la persona con ceguera con el espacio urbano solo se aprende cuando se camina a su lado, durante la convivencia. Cuando las reuniones en la oficina se extendían más allá de las seis de la tarde o cuando los acompañaba a una reunión política en al16 Al respecto, considero atinado y profundo el análisis de Simmel respecto a la relación que existe entre la mirada y la existencia, que expresa en relación con el sentimiento de vergüenza: “Se comprende, pues, por qué la vergüenza nos hace bajar los ojos al suelo, evitar al otro. No solo porque de esta manera prescindimos de comprobar que el otro nos mira en situación tan penosa y desconcertante, sino por un motivo más profundo, y es que al bajar la vista privamos al otro de una posibilidad de conocernos. La mirada a los ojos del otro no solo me sirve para conocerle yo a él, sino que le sirve a él para conocerme a mí” (Simmel 1987: 262).
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guna dependencia del gobierno, me correspondía el papel de “guía”.17 Entonces, encabezaba la hilera y Pedro, Javier, Memo, y anexos a nuestro destino, se formaban detrás de mí,18 cada uno sujetaba el hombro del compañero de adelante. Yo tenía que andar por las calles librando baches, obstáculos, banquetas, escaleras y personas que se cruzaban en nuestro camino. Un último aspecto de este breve informe etnográfico tiene que ver con el uso de la tecnología en la vida cotidiana. Muchas veces se parte de la idea de que, al carecer de la visión, la persona con ceguera se encuentra recluida en un mundo de oscuridad ajeno a lo que sucede en el resto de la realidad (Bustos 2014: 75). Pero gracias a las nuevas funciones de reconocimiento de voz y dictado que tienen los celulares, computadoras y otros dispositivos digitales, las personas con problemas de visión se han integrado de manera activa al uso de los dispositivos móviles, tanto para el uso de llamadas como para la comunicación textual e internet.19
La percepción de la ceguera: cuerpo, espacio y realidad, más allá de la mirada ¿Cuál será la experiencia de ser como un murciélago? Fue la duda filosófica que se planteó Tomas Nagel (1974) sobre las posibilidades y limitaciones de la experiencia como principio de conocimiento de la realidad. El propósito del filósofo era preguntar ¿cómo podemos construir la intersubjetividad humana y transhumana? Al mismo tiempo, su digresión es una buena entrada para continuar con la crítica reflexiva en torno a las posibilidades de 17 Uno de los principales riesgos y temores de las personas con ceguera cuando caminan por las calles es caer en una zanja, golpearse con alguna cortina o extensión de algún comercio en vía pública o ser arrollado por un automóvil. En el 2015, Memo fue atropellado por un auto en avenida Tlalpan cuando se dirigía a su trabajo en una tarima de la estación Taxqueña. 18 Recuerdo que una tarde, Pedro sujetado de mi hombro, logró adivinar, casi con precisión, mi altura y mis actividades deportivas. Me dijo “Oye, Erick, estás alto. Mides 1.80 cm, más o menos, ¿no? Ah y eres delgado, pero estás fuerte. Haces ejercicio, ¿verdad?”. 19 En el caso de Amaury, él ha logrado aprender conocimientos básicos para reparar computadoras y celulares. Alguna vez cuando hablábamos sobre las oportunidades laborales, me dijo: “Claro que podemos hacer muchas cosas. Obviamente, no con la misma velocidad de las personas que sí ven. Pero si nos tienen paciencia, logramos hacer las mismas cosas que ellos. Solo que el problema es ese, que no confían en que podamos hacerlo y que no están dispuestos a ser pacientes con nosotros” (Conversación con Amaury, 11 de noviembre de 2012).
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la intersubjetividad sensorial entre las personas con deficiencias visuales y las llamadas “normovisuales”. En este sentido, reformulo la pregunta de Nagel: ¿cómo podemos entender la experiencia vital de las personas que viven con ceguera u otra deficiencia visual? En mis notas etnográficas podría encontrarse una respuesta tentativa a la pregunta con la que Nagel tituló su ensayo. Una tarde, después de muchos años, volví a encontrarme con Mariano, ahora acompañado por Jaime. Esta vez les pregunté sobre la manera en que se adaptaban sus sentidos para percibir lo que sucedía a su derredor cuando estaban en la ciudad. Mariano tomó la palabra: Yo: ¿Cómo percibes, por ejemplo, un poste en la calle? ¿Qué es lo que te hace percibirlo? Mariano: Umm, pues desarrollamos algo así como el radar auditivo que tienen los murciélagos en una escala muy baja, no tenemos el aparato que tienen los murciélagos […] no tenemos el aparato desarrollado, más sin embargo [sic] desarrollamos la percepción más que alguien que perdió la vista grande. Los ruidos van, con el ruido de mi bastón o mis pisadas, detecto el eco en las cosas y es la forma en la que se perciben.20 Jaime: Es que las cosas se perciben, a lo mejor no sabemos explicarte al cien por ciento cómo, pero se siente, o sea a través de la piel tú sientes la aproximación de otro cuerpo o la presencia, o el cambio de luz a sombra, no lo sé, pero hay algo que te hace estar cierto de que hay un poste, que hay algo que está próximo a ti… Mariano: Más que nada es el eco, porque si fuera cambio por algo de sombra y luz, las cosas… eh… como postes de luz, etcétera, se perciben más de noche cuando no hay tanto ruido de tráfico, es más fácil percibirlos de noche, en el día es más complicado percibirlos, por el bullicio (entrevista a un grupo de masajistas, 11 de febrero de 2013).
La descripción que hacen Mariano y Jaime de esa percepción la confirmé hace muchos años cuando sus oficinas estaban en la calle de Revillagigedo, 20 En su digresión filosófica, Nagel (1974: 438) menciona que “Ahora sabemos que la mayoría de los murciélagos (la microchiroptera para ser precisos) fundamentalmente perciben el mundo externo por el sonar, o ecolocación, detectando las refracciones producidas por los objetos con el rango de su propia rapidez sobremodulada, con una alta frecuencia de sonidos”.
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número 62. En esa ocasión nos quedamos charlando más allá de las seis de la tarde y tuve que “guiar” a Pedro, Javier y otras dos personas con ceguera hacia la entrada de la estación Balderas. En mi afán por dirigir de la mejor manera al grupo que iba prendido de mi hombro, los previne sobre la presencia de un obstáculo que se encontraba a la diestra de nuestro camino: “Cuidado a la derecha que hay un obstáculo (una cabina telefónica)”. Javier, quien en esa ocasión iba justo detrás de mí, respondió con naturalidad: “Ah sí, es un teléfono”. Azorado por la certeza de su respuesta le pregunté, “Sí, justo eso era, ¿cómo lo supiste?” Con tono pedagógico, me respondió: “Lo que pasa es que los objetos impiden el paso del aire y el sonido, entonces nosotros medimos el espacio en razón del lapso en el que dejamos de oír el sonido de la calle y de sentir el viento, así sabemos de qué objeto se trata”. Esta anécdota pudiera resultar inverosímil para las personas que contamos con el sentido de la vista.21 Es en este sentido que Siegfried Saerberg (2010, 2015) critíca la perspectiva de la “discapacidad” para referirse a las personas que viven con deficiencias visuales, pues él parte de la idea de que “La ceguera es conceptualizada como un estilo propio de percepción: no es una forma de deficiencia, sólo es una forma igual a la de caminar con visión” (Saerberg 2015: 582).22 Así, cuestiona las definiciones médicas que piensan al cuerpo de las personas con deficiencias visuales como cuerpos impedidos o incompletos (Ferrante y Ferreira 2010). Siguiendo la propuesta de Saerberg,
21 A estas anécdotas bien podría añadir aquella que me relató una connotada doctora en sociología urbana. Al saber de mis intereses me contó que ella, como hija de personas con ceguera, había visto cómo su madre acertaba el color de las prendas con tan solo tocarlas. 22 Incluso, uno de los primeros aspectos críticos de mis contactos mixtos con las personas con deficiencia visual de la asocive era cómo debía referirme a ellos: ¿personas con discapacidad, personas con capacidades distintas o invidentes? Mi incertidumbre se debía a que quería evitar sentirme irrespetuoso. Un día no pude más y le pregunté a Pedro, a bocajarro, cómo era mejor dirigirme a ellos. Pedro, quien ese día estaba con Javier, me dijo: “Llámanos ciegos. Vaya, eso es lo que somos, así nos decimos entre nosotros y no tenemos problemas con ello. De qué sirve que nos diga de una manera más ‘educada’ con tantos términos que, según respetan nuestros derechos humanos, si seguimos viviendo igual, sin trabajo y sin que nos hagan caso”. Desde ese día, convine que cuando estábamos “tras las bambalinas” de la oficina o nuestras charlas en grupo podía decirles “ciegos”. Pero en las reuniones oficiales con las autoridades, para seguir las maneras “políticamente correctas”, me refería a ellos como “personas con discapacidad visual”. Era como entender a Goffman en la práctica, pues la “presentación de la persona”, el estigma, era efectivamente relacional y conforme a la manera en la que se desarrollaba la situación social.
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la forma de la percepción de la ceguera: se desarrolla como un espacio multimodal de percepción sensorial en unidad con la percepción del mundo dentro del alcance olfativo, táctil, acústico y de los aromas. Mientras se navega, los esquemas acústicos de lugar, los contenidos perceptivos, tales como sonidos básicos o de tierra y paisajes sonoros típicos, ecos altamente característicos e incluso únicos, posiciones acústicas de objetos individuales, cursos de flujos acústicos, cualidades topográficas, olores, sensaciones táctiles y corrientes de aire constituyen la forma de percepción de la ceguera (2015: 583).
Es así como Saerberg, desde su experiencia como una persona con ceguera (2010: 371), describe lo que él denomina el espacio ciego. Con ello confronta los esquemas teóricos de los sentidos como del tratamiento de las “personas con discapacidad”, para decir que la carencia de la visión es una manera de construir el conocimiento del mundo a partir de otras percepciones del espacio. El autor describe la construcción sensorial de este espacio a partir de su experiencia y relata que: “Como una persona ciega, obtengo orientación y genero movimiento al crear un espacio multimodal de percepción sensorial relacionada en una unidad percibida del mundo dentro de mi alcance olfativo, táctil, acústico y olfativo” (2010: 371). Saerberg (2015: 584) apoya su concepto percepción de la ceguera en los principios fenomenológicos de la tradición schutziana: punto de partida, sistema de orientación, alcance y esquemas de interpretación. A partir de estas categorías, añade cuatro elementos que permiten la construcción del “espacio ciego”: 1) la referencia corporal como centro de orientación espacial, la materialidad sensorial del cuerpo, especialmente localizada en el tacto y la sensibilidad de ciertas partes del cuerpo (como la boca, la nariz y la piel); 2) los estándares del conocimiento corporal rutinizado, esas constantes del bagaje del conocimiento y de la “incierta” inmutabilidad de las rutinas diarias; 3) la materialidad propia de los objetos y el uso de los instrumentos de la percepción, las características de los objetos con los que se relaciona la persona y la extensión sensorial que brindan artefactos como el “bastón blanco” y 4) las características materiales del medio ambiente que rodea a la persona con ceguera: olores, sonidos, disposiciones y composiciones del espacio (Saerberg 2015: 587-589). La propuesta de la percepción de la ceguera de Saerberg fortalece la crítica que se ha planteado en contra del llamado “ocularcentrismo” en los estudios de la sociología y la antropología de los sentidos (Bustos 2014;
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Howes 2014; Sabido 2017). Esta perspectiva, fundamentada en la visión, deja fuera otras maneras de percibir y construir el mundo. En este sentido, la crítica también tiene un sentido político. A lo largo del ensayo me he referido a las personas con padecimientos visuales con las que trabajé como personas con ceguera o debilidad visual, y no, como se ha estilado políticamente, como “personas con discapacidad visual”. El concepto médico de la discapacidad23 (Ferreira 2010: 49) que ha sido adoptado y reproducido por el propio Estado24 entiende por “personas con discapacidad” un conjunto de población que tiene dificultad o limitación para realizar al menos una de las siete actividades consideradas básicas de acuerdo con el Censo 2010: caminar o moverse, ver, hablar o comunicarse, escuchar, atender el cuidado personal, poner atención o aprender y limitación mental (inegi 2013: 43).25
Habitar la ciudad en la oscuridad: ¿cómo se construye el habitus de la persona con discapacidad visual? A pesar del gran aporte que ha hecho Saerberg con su crítica al estudio de la sociología, la antropología de los sentidos y el constructivismo social, considero que su elaboración sobre la percepción de la ceguera tiene un “punto ciego” que conviene explorar con el propósito de que la propuesta de 23 Para Ferreira, la discapacidad tiene que ver con una violencia simbólica y estructural que se objetiva a través del cuerpo y los parámetros médicos de la corporeidad normativa y legítima. Así: “Cualquier persona con discapacidad, bien desde su nacimiento, bien desde el momento en que adquiere la condición de tal, experimenta la clara evidencia de que su condición de tal supone una limitación en sus posibilidades de desenvolvimiento porque su cuerpo es imperfecto, inadecuado para lo que se considera habitual. Esto le es mostrado como una condición natural de la existencia, de su existencia, como la evidencia incuestionable de una corporalidad, objetivamente, imperfecta” (Ferreira 2010: 49). 24 Para Bourdieu (1997: 105-108), “el Estado moldea las estructuras mentales e impone principios de visión y división comunes, formas de pensamiento […] favorece a la vez la monopolización de lo universal por unos pocos y la desposesión de todos los demás así mutilados, en cierto modo, en su humanidad […] el Estado […] es la sede por antonomasia de la concentración del ejercicio del poder simbólico” (cit. en Ferreira 2010: 49). 25 La nomenclatura que adopto al hablar de personas con ceguera, y no de personas con discapacidad visual, en ningún momento busca desconocer los incesantes debates sobre la reivindicación de los derechos humanos de las personas que padecen alguna afectación a su percepción visual, sino retomar y respetar la propia voz y el sentir de las personas que padecen dichas afecciones visuales.
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un marco teórico metodológico de la percepción no visual pueda ser mucho más inclusivo. Desde la perspectiva de un betweenness que ha vivido en las “borrascas”, Saerberg cometió dos omisiones. La primera concierne a los diferentes tipos de percepciones no visuales, que van desde la ceguera hasta la debilidad visual, y la segunda se relaciona con el proceso cognitivo que desarrollan las personas para construir esta “percepción de la ceguera”. Según Mariano: Mariano: Yo no tuve que adaptarme porque yo nací así, entons [sic] para mí, mi vida no ha sufrido cambios prácticamente, yo este… una capacidad que tenemos los ciegos de nacimiento es de que percibimos puestos, postes, paredes, cosas que una persona que pierde la vista grande no lo logra desarrollar. Nosotros tenemos el desarrollo del tacto en la piel y el oído más sensibles que aquellos que pierden la vista a los 20 o 30 años, etc. Ellos tienen otro tipo de readaptación, siempre ha sido igual (entrevista a un grupo de masajistas, 11 de febrero de 2013).
Esta diferenciación respecto al grado de padecimiento visual y la edad en la que se perdió o disminuyó la visión es importante como punto de partida para la generación de conocimientos que conforman la forma de percepción de la ceguera (Saerberg 2015). Pues, como señala Mariano, no es lo mismo haber crecido con ceguera que haber perdido la visión a causa de un accidente o como consecuencia de una enfermedad crónico-degenerativa. A ello tendríamos que sumar elementos como el género y el contexto socioeconómico en el que creció o se adaptó la persona con deficiencia visual. En este sentido, valdría la pena pensar lo que Saerberg llama percepción de la ceguera, como el producto de un proceso cognitivo de aprendizaje social, es decir, como la conformación de un habitus, el habitus de la ceguera o el de la debilidad visual, según sea el caso. Cuando hablo de habitus de la ceguera o de la debilidad visual me refiero al conjunto de saberes corporales, sociales, afectivos y espaciales que aprenden las personas con deficiencia visual para crear lo que Saerberg llama percepción de la ceguera y espacio ciego. Un habitus que, como todo conjunto de saberes sociocorporales y espaciales, se aprende a partir de la ex periencia social, corporal y espacial de las personas en relación con su ambiente. Para incorporarse, este depende de un conjunto diferenciado de situaciones sociales de aprendizaje, según diversos factores como el tipo de
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afección visual, la edad en la que se adquiere, el motivo por el que se afecta la vista, el sexo de quien la padece y las particularidades de su contexto económico, social y cultural. Al hablar de un habitus de la ceguera o de la debilidad visual mi intención no es establecer categorías universales, sino que, por el contrario, busco delimitar algunos marcos situacionales generales a partir de los cuales las personas construyen conocimiento sobre su cuerpo y relación socioespacial. Una propuesta interpretativa que bien podría encuadrarse en la diferencia que plantea Saerberg (2015: 582), respecto de una nueva dirección en los estudios sociológicos sobre los sentidos, es aquella que construye una diferencia entre el conocimiento del cuerpo (Wissen des Körpers) y el conocimiento sobre el cuerpo (Wissen vom Körper).26 Por mi parte, me distancio con este concepto de la propuesta planteada por Ferrante y Ferreira (2010), quienes conceptualizan el habitus de la discapacidad como estructura estructurada, es un producto histórico a través del cual el Estado inculca la concepción del cuerpo no legitimo definida por el campo médico; y como estructura estructurante determina el límite de lo pensable y lo no pensable y genera unas prácticas y unos juicios sistemáticos. Sobre esa imposición, el colectivo queda marcado con las señas de la “exclusión social” (2010: 90).
La distancia que establezco respecto de la concepción de los autores se refie re a la interpretación que hacen del concepto habitus,27 el cual da un gran peso a las estructuras que condicionan la vida social de las personas que padecen una deficiencia sensorial, en este caso, visual. En este sentido, la persona “discapacitada” se ve limitada desde el inicio, no solo por su ubicación en el 26 Considero que mi interpretación del habitus corresponde al tipo del conocimiento del cuerpo, pues busca identificar el conocimiento que generan las personas con ceguera o debilidad visual para adaptarse a sus condiciones estructurales y situacionales. Una concepción estructural del habitus, como la propuesta por Ferrante y Ferreira (2010), se ubicaría en el plano del conocimiento sobre los cuerpos, es decir, en cómo las condiciones estructurales coaccionan y estructuran a los cuerpos de las personas con discapacidad 27 Esta interpretación se refiere a la incesante polémica que recientemente se ha librado entre la concepción estructuralista del habitus de Bourdieu y la reinterpretación más situacional del concepto que ha hecho Lahire. Para un resumen crítico que confronta ambas perspectivas, sugiero leer el trabajo de Priscila Cedillo (2016: 210-216) quien, a partir del caso concreto de la pluralidad interna de la construcción de género, debate las posturas entre Lahire y Bourdieu. Por su parte, los diversos usos metodológicos del habitus se discuten en Cedillo, Sabido y Galindo 2017.
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espacio social, sino también por poseer un cuerpo limitado físicamente frente a un cuerpo “normal”. De tal modo, pareciera que no tiene mucho campo de acción para salir de las determinaciones y la posición de dominación a la que lo remite su habitus.28 En primera instancia, partiré de una distinción inicial entre ceguera y debilidad visual.29 En términos de la construcción de un habitus, va más allá de una mera distinción de afecciones sensoriales. Contrario al dicho “en tierra de ciegos, el tuerto es rey”, la realidad es que las personas con debilidad visual cuentan con diferentes capacidades adaptativas a la situación de afección visual. En opinión de Javier, una persona con ceguera congénita causada por glaucoma, las personas con debilidad visual no alcanzan a desarrollar la percepción de los ciegos, porque, sabes, siguen pegados a ese hilo de vista que les queda. No desarrollan el oído, el olfato y la ubicación que tenemos quienes nacimos o crecimos ciegos. En mi opinión, sí están un poco más vulnerables ellos que nosotros (charla con Javier, 18 de noviembre de 2011).
Por el contrario, Joaquín diría que perder la visión de manera gradual, “te permite guardar imágenes de cuando veías y, entonces, puedes darte una idea de los lugares y las ubicaciones, porque las ubicaste cuando veías” (charla con Joaquín, 28 de enero de 2011). Un segundo aspecto que se debe considerar, en el contexto de la generación del habitus de la ceguera, es el momento en el que se adquiere la discapacidad y la forma en que disminuye o se pierde la visión. En la última etapa de mi trabajo con las personas de la asocive hicimos un cuestionario para conocer mejor sus condiciones sociodemográficas 28 No obstante, los autores, siguiendo a Bourdieu hasta el final, en términos de la posesión de los tres estados del capital, apuestan a decir que, dentro de la evolución histórica y particular de cada campo en el que se desarrolle el habitus del “discapacitado”, existen ciertos factores que potenciaran o cambiarán el “dispositivo de potenciales destinos: las variaciones en un habitus de grupo podrían ser explicadas como variaciones en las trayectorias de clase; es por esto que los modos de vivir la discapacidad variarán de acuerdo a las singularidades de la biografía de cada agente en particular” (Ferrante y Ferreira 2010: 91). 29 En un curioso guiño literario, en su “informe de ciegos”, el personaje Fernando Vidal Olmos acierta al mencionar que existe una diferencia entre las personas que nacen ciegas y quienes adquieren la condición de ceguera a lo largo de su vida (Sabato 2008: 246-249).
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y algunos de los resultados se muestran a continuación.30 Según la opinión de las personas con las que charlé y conviví, y que perdieron la visión a una edad más temprana, ellas tienen mayores posibilidades de adaptarse a esta condición de vida que quienes pierden la vista a una edad mayor, especialmente quienes pierden la visión a causa de una enfermedad degenerativa como la diabetes. En el caso de la pérdida de visión por un accidente o de manera gradual a una edad adulta, además de la pérdida del sentido sensorial, las personas se enfrentan a lo que, en términos fenomenológicos, llamo choque de realidad.31 Tabla 1. Personas asociadas a la asocive según sexo y grupo de edad Edad
Hombre
Porcentaje
Mujer
Porcentaje
Total
Porcentaje
17-22
3
3
2
4
5
3
23-28
7
7
1
2
8
6
29-34
4
4
2
4
6
4
35-40
14
15
11
22
25
17
41-46
18
19
15
31
33
23
47-52
19
20
9
18
28
20
53-58
19
20
2
4
21
15
59-64
8
9
7
14
15
10
65 o más
1
1
0
0
1
1
No respondió
1
1
0
0
1
1
94
100
49
100
143
100
Total
Fuente: elaboración propia, con base en los datos recolectados entre los meses de enero y marzo de 2013
30 El cuestionario se aplicó entre julio y agosto de 2015. La participación era voluntaria y logramos que cerca del 50% de la población de la asocive respondiera el cuestionario que fue aplicado por personas de la administración de la asociación en los lugares de trabajo de las personas. El propósito del cuestionario era construir insumos estadísticos para promover, junto con las autoridades del gobierno de la Ciudad de México, un programa de empleo integral para las personas con discapacidad visual que trabajan en el metro de la Ciudad de México. Hasta el momento el programa no se ha llevado a cabo. 31 Esta es una de esas categorías que permanecen desde mis noveles reflexiones sobre el tema de la construcción de la vida y la realidad en la oscuridad.
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Es decir, se aprecia un cambio abrupto e imprevisto en la ruta normal de la vida cotidiana de los individuos. Con base en la teoría constructivista de Berger y Luckmann (1976), el conocimiento se genera a partir de las situaciones problemáticas que interrumpen el cauce normal de la cotidianidad. Sin embargo, en este caso, la pérdida del sentido de la vista implica una disrupción brutal en el curso de la cotidianidad, como un derrumbe de las estructuras que soportaban el conocimiento de vida de las personas que pierden la vista abruptamente. Esto implica una situación traumática que requiere que, para sobreponerse al choque de realidad, las personas que pierden la vista aprendan a desarrollar controles afectivos y emocionales, además de los conocimientos corpóreo, social y espacial de adaptación. Jazmín, una mujer de 46 años, quien perdió la vista a los 18 años por una operación fallida de cataratas, me brindó esta respuesta: Yo: ¿Cómo se da el proceso en el que te adaptas a esta nueva forma de vida sin la vista? Jazmín: Pues es difícil porque, pues cuando uno ve y se queda sin ver, pues es bastante costoso adaptarse, pues es la costumbre de ver. Entonces cuando ya no se ve, pues uno no quiere saber nada. A mí me avisaban que tenía que utilizar un bastón para guiarme y yo dije, “no pues cómo”. Hasta la cabeza me dolía de saber que yo tenía que usar un bastón y pues yo no aceptaba, yo prefería agarrarme de alguien para poder caminar y no estar usando el bastón. Pero como los seres tenemos que ser individuales, pues si uno no se puede comprar una persona para que nos lleven y nos traigan para todos lados, pues, entonces tenemos que adaptarnos y orientarnos en escuelas de ciegos, con gente que pudiera conocer. Y, pues, ya de ahí aprendí que tenía que usar un bastón y tenía que guiarme por ruidos, por olfato o por referencias que están para mayor ubicación (charla con Jazmín, 14 de abril de 2013).
El relato de Jazmín no nos permite observar que existe una última diferencia que se refiere a la cuestión del género. Como sucede a nivel estructural, en el caso de los espacios de las personas con deficiencias visuales, también existe desigualdad entre hombres y mujeres, como muestro en la tabla 2. Por ejemplo, la propia asocive no tiene a ninguna mujer integrada en su mesa directiva. El número de mujeres en esta asociación es menor al número de hombres. Esto se debe a que, en el espacio privado, a las mujeres que padecen una deficiencia visual, cuando la economía familiar lo permite, se les recluye en el espacio del hogar. Las mujeres que integran la asocive y laboran
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en el metro no tienen esa posibilidad.32 Por el contrario, la mayor parte de ellas contribuyen de manera importante a la economía familiar, en ocasiones como jefas del hogar. Por su parte, en un espacio masculinizado, también se debe señalar que son objeto de engaños y vejaciones, incluso por parte de sus pares con deficiencia visual (Serna 2013b). Tabla 2. Personas asociadas a la asocive según sexo y tipo de discapacidad Tipo
Porcentaje
Mujeres
Porcentaje
106
46
40
18
146
64
Ceguera parcial
14
6
10
4
24
11
Debilidad visual
38
17
20
9
58
25
158
69
70
31
228
100
Ceguera total
Total
Hombres
Total
Porcentaje
Fuente: elaboración propia, con base en los datos recolectados entre los meses de enero y marzo de 2013
Por otro lado, Jazmín nos abre la puerta para adentrarnos en dos aspectos cruciales para adquirir los conocimientos que forman el habitus de la cegue ra. El primero de ellos tiene que ver con las instituciones que permiten adquirir los primeros conocimientos para la adaptación a la nueva condición sensorial: las escuelas para ciegos y ciegas. Todas las personas que integran la asocive fueron rehabilitadas en alguna escuela, de Coyoacán, de Santa María la Ribera, de Donceles o en otra instancia, donde, entre otros conocimientos, se les imparte la formación de “movilidad y orientación”.33 En algunas, junto con un guía, se les enseña a manipular el “bastón blanco” y a 32 Verónica, una mujer de más de 30 años, ciega de nacimiento debido a una lesión en el nervio óptico, es un claro ejemplo de la diferencia de adaptación entre hombres y mujeres. Después de 20 años de vivir en casa con sus padres, Verónica cuenta que comenzó a vender en el metro porque un día sus padres hablaron con ella “‘Sí’, me dijeron, ‘no siempre vas a depender de nosotros, llegará algún día que faltaremos nosotros y ¿tú qué harás?’ y pues mis hermanos, pues, un rato te ayudan, y luego ya no, pus [sic] cada quién hace sus cosas” (charla con Verónica, 24 de marzo de 2013). 33 Amaury relata que “en la escuela te empiezan a enseñar la técnica del bastón. En esta materia de movilidad y rehabilitación, te empiezan a enseñar la técnica del bastón a cómo poderte orientar a cómo dar giros de noventa grados, setenta, así, te enseñan por grados; y pues básicamente es orientándote con el oído, o sea oigas a la persona o lo que quieres buscar y con el oído te ubicas. Un ejemplo, en la calle, que nos llega a fallar, no, pero todo eso se da con la práctica y ahora sí que con... ya estando en ese sentido, en ese lugar, en esa situación, porque no, pues no, así de primeras a primeras, pues no” (charla con Amaury, 24 de marzo de 2013).
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caminar por la ciudad. Pues uno de los primeros rasgos que permiten la independencia y adaptación de las personas con ceguera o debilidad visual es la libre movilidad urbana. Pese a la crítica a las escuelas en la conformación del habitus de la discapacidad (Ferreira y Ferrante 2010: 93), es necesario reconocer su papel en la introducción a la adaptación de las personas con afecciones visuales. Como señala Goffman (1970) en su estudio sobre los grupos estigmatizados, un gran componente de conocimiento se genera al interior de los grupos sociales de pares. En este sentido, buena parte de los recursos cognitivos y laborales de las personas con deficiencia visual se adquiere a partir de los contactos sociales al interior del grupo.34 Es a partir de estas instituciones formales e informales que se comienza a construir socialmente el conocimiento sensorial y espacial del espacio urbano, en el que, como ya Saerberg ha mencionado, se emplea el uso de los sentidos restantes. Jazmín brinda un ejemplo sobre esta manipulación de los sentidos cuando relata cómo reconoce los espacios urbanos. Erick: ¿Cómo se da esto en la ubicación con base en ruidos, en olfato, cómo…? Jazmín: Por decir, si yo voy a ir a un lugar, a una dirección, si ya me llevaron una vez, sé si por ejemplo hay una fábrica y el ruido que está sucediendo en ese lugar o si hay un este, un taller de soldar, por ejemplo, uno graba ese ruido, para decir “ahí cuando yo pasé esto que están trabajando, ya sé que llegué a un lugar donde voy a ir”. Pues no me paso, porque está ahí una lavandería o es porque está ahí un, algún trabajo ruidoso, o está un carro estacionado, pero eso es una clave nomás, porque hay horarios en los que mueven el carro. Bueno y eso es con el ruido. La otra es este… por ejemplo, para el olfato, es que si por ejemplo al lugar al que voy a ir hay una panadería, o digo si es que también está la lavandería, que huele a Suavitel o que huele a pan, o cuando hay verdulería, o algo cerca así que tenga aroma y uno se tiene que grabar eso, para decir, para decir “bueno, voy en esta calle y cuando llegue al lugar que huele a pan, es que ya llegué” o 34 Como Amaury relata, “me acerqué con uno de ellos que tocaba guitarra y este compañero fue el que me fue ahí jalando a los demás grupos ciegos, bueno a los demás ambientes de los ciegos, pero de otras áreas, ya no de escuela, sino de músicos, y él me llevó con los grupos de Allende y ahí conocí a los ciegos de Allende, que poco a poco me fui integrando con ellos y ahí ya entré al proceso laboral, de hecho mi trabajo, se puede decir, fue de músico, estando ciego (charla con Amaury, 24 de marzo del 2013).
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que paso por ahí o que es… O llego a lo mejor y hasta me regreso un poquito, para ubicar el lugar que estoy buscando. Por tacto es que nos grabamos por ejemplo si hay un tope, si hay dos topes, si vamos en un taxi o una combi, por decir, tenemos que decir que para llegar a lo mejor hay tres topes cercanos que hay que pasar o por decir que hay una vuelta, hay una curva, la curva es a la derecha o a la izquierda. Uno, cuando siente el tope, que ya lo pasó o lo vamos contando es que “ah ya, me falta uno y ya llego”35 (charla con Jazmín, 14 de abril de 2013).
Con base en el relato de Jazmín se pueden corroborar ciertos aspectos que ya Saerberg mencionaba en torno a la percepción de la ceguera como una forma de construir el espacio, a partir del uso de los demás sentidos y formular lo que se podría denominar mapas sensoriales que se construyen según las características constantes de los espacios, que pueden ser auditivas, olfativas o de ordenación espacial. De hecho, estas constantes, la materialidad de los ambientes que menciona Saerberg, además de la gran derrama económica que produce el Metro como espacio comercial, son una de las razones por las que, a falta de oportunidades laborales y de una inclusión sensorial de la no visión en la planeación urbana, el metro de la Ciudad de México se convirtió en uno de los espacios sociales preferenciales de las personas con ceguera y deficiencia visual. Como menciona Jazmín: Jazmín: En el metro, nos aprendemos las estaciones, algunos preguntamos en cuál vamos y ya sabemos cuántas nos faltan para llegar a la estación que vamos. O también en otras, las curvas que da el metro y si hay una curva, sé que ya voy, por decir que, sí estaba en Allende, la que sigue es Zócalo o así, grabarnos lo que sentimos en el trayecto, ese es el de sentir. Erick: ¿En el metro también se da esta parte de lo que sería el oído en relación con el oído, el olfato cómo se expresa en el metro la parte del ruido, por ejemplo? Jazmín: Bueno, por el ruido sabemos que ya llegó el metro, cuando lo estamos esperando. A veces nos confundimos porque el ruido se escucha y viene el metro de un lado o del otro, algunos se han caído porque piensan que viene 35 Una experiencia similar viví cuando acompañé en el mismo microbús a Gilberto, un hombre que perdió la vista por un accidente con químicos. Al sentir un tope que estaba próximo a nuestro destino común, me dijo “Ya faltan dos cuadras, ¿verdad? Es que este tope me va diciendo que ya mero llego a la casa”.
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el metro del lado que estamos y es el lado contrario. Pero, pues, ahí nosotros tenemos que ubicarnos por el aire, el sentir para dónde está aventando el aire, para saber de qué lado viene el metro o si, igual el ruido, para saber de dónde se escucha (charla con Jazmín, 14 de abril de 2013).36
El último aspecto general que caracteriza al habitus de la ceguera o de la debilidad visual es que, como todo esquema de conocimiento, es abierto y se encuentra en constante transformación con base en las distintas experiencias y situaciones que viven las personas. Por ejemplo, a pesar de las incertidumbres que esto les genera, en el caso de los espacios privados un simple cambio en el ordenamiento de los muebles del hogar puede significar para las personas con ceguera o debilidad visual la obligación de reaprender el espacio. Si extrapolamos este ejemplo al espacio urbano, siempre en constante movilidad y mutabilidad, el habitus de la ceguera o de la debilidad visual se ve enriquecido y ensanchado a partir de las múltiples situaciones problemáticas que viven las personas con ceguera o debilidad visual en la Ciudad de México.
Sentir la ciudad: reflexiones sobre la heterogeneidad sensorial y la planeación inclusiva del espacio urbano Este trabajo ha buscado contribuir al reconocimiento de otras sensibilidades y formas de crear el espacio urbano, con el propósito de construir una ciudad mucho más inclusiva respecto a las personas que padecen alguna discapacidad física, mental o intelectual. Estas otras formas de sentir la ciudad, de ser en la ciudad, nos invitan a reflexionar en la heterogeneidad de maneras que existen y conviven en el mismo espacio y en el hecho de que esta convivencia se da en términos de desigualdad social. La mayoría de las veces, como mostré en este artículo, las personas con alguna discapacidad tienen que desarrollar sus propios mecanismos de adaptación ante las adversidades
36 Una ocasión, al platicar con Pedro sobre las razones por las que los ciegos insistían en permanecer en el Metro, me contó: “Es que en el metro estamos más seguros que afuera, en la calle. En el metro ya sé cuántos pasos mide el andén de ancho y de largo, y no hay pierde. En la calle, no sé bien a qué hora me va a venir a pegar el carro” (charla con Pedro, 18 de enero de 2013).
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planteadas por el espacio urbano, a través de lo que he denominado el habitus de la ceguera y la debilidad visual. En este sentido, en aras de una mayor sensibilidad social que incite la construcción de un espacio urbano más amigable para las personas con distintos tipos de formas de percibir y ser en la ciudad, sería conveniente promover espacios o actividades sociales que brinden la experiencia de vida cotidiana que tienen que afrontar las personas con ceguera o debilidad visual para vivir en la ciudad.37 Más allá del romanticismo de la sensibilización en torno a los cuerpos diferenciados y sus distintas formas de vivir el espacio, la promoción de estas actividades también tiene un profundo ánimo de prevención en materia de salud social, pues, como lo muestran las cifras del informe Las personas con discapacidad en México: una visión al 2010 (inegi 2013), existe una mayor prevalencia de las discapacidades en las personas adultas y adultas mayores, que en las personas jóvenes.38 Esto significa que la causa de la discapacidad en la población mexicana se asocia con las cuestiones crónico-degenerativas.39 Considero que estas aproximaciones al posible futuro poblacional de la sociedad mexicana en materia de grupos etarios y en riesgo de padecer alguna afección visual, producto del proceso crónico degenerativo, nos pueden ayudar a construir una sensibilidad mucho más comprensiva e incluyente respecto de las distintas formas de ser y vivir en la Ciudad de México. 37 El mismo Sigfried Saerberg promueve actividades de sensibilización sobre la percepción de la ceguera. 38 Puntualmente, el informe señala que: “La población con discapacidad está conformada principalmente por adultos mayores (60 años y más) y adultos (de 30 a 59 años); es decir, se trata de una población demográficamente envejecida: 81 de cada 100 personas que reportan discapacidad tienen 30 o más años, mientras que solo 19 de cada 100 son menores de 30 años. Como se muestra […], dicha estructura etaria es contraria a la de las personas sin discapacidad, que se caracteriza por tener una mayor proporción de niños (de 0 a 14 años) y jóvenes (de 15 a 29 años); es decir, es una población más joven: 58 de cada 100 tiene menos de 30 años y 42 de cada 100, más de 30 años. De hecho, mientras que el promedio de edad de la población sin discapacidad es de aproximadamente 28 años, en la con discapacidad es 55 años” (inegi 2013: 41). 39 En el informe del inegi (2013: 44-45), con base en las cifras analizadas del Censo de 2010, se identificó enfáticamente que “la mayor presencia de adultos y adultos mayores es efecto de que la población con discapacidad está conformada principalmente por personas de 60 años y más. De igual forma, también se observan aquellos tipos de dificultad donde estos grupos de edad no tienen un peso demográfico tan importante (escuchar, atender el cuidado personal y poner atención)”. Así, podemos deducir que el mayor factor que causa la discapacidad en la población de México es el deterioro crónico degenerativo causado por el avance de la edad.
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v. L a sensorialidad y los artefactos
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Capítulo 12. Repensar la implementación de tecnologías alternativas en clave corpóreo-sensorial: el caso del sanitario ecológico seco
Diana Inés Ramírez García
1. Introducción Además de cumplir con el propósito para el cual fueron creados, los objetos del mundo material tienen la cualidad de ser expresiones de costumbres, discursos y prácticas que operan en contextos sociales y culturales específicos (Martín 2002). Existen artefactos que, al estar presentes de manera regular en la vida cotidiana de los individuos, van formando parte de una serie de prácticas en apariencia naturales, que en realidad se construyen, aprenden y transmiten socialmente en un contexto cultural determinado. Este es el caso de objetos propios de sistemas de saneamiento convencionales, como el inodoro, o tecnologías alternativas,1 como el sanitario ecológico seco. Más allá de sus características físicas o funcionamiento, el uso de estos artefactos requiere un aprendizaje de técnicas corporales particulares que posibilitan su empleo cotidiano y se encuentran ligadas a sensaciones corporales condicionadas por la sociedad de la cual forman parte. El objetivo del presente capítulo es destacar el papel del cuerpo en la incorporación de prácticas, valores y significados, así como señalar la relevancia de incluir ángulos de lectura provenientes de los estudios sensoriales en el análisis de la promoción, construcción y uso de tecnologías alternativas 1 Por tecnologías alternativas se entiende “innovaciones tecnológicas promovidas para mitigar el impacto de la actividad humana sobre el ambiente” (Vignau 2009: 7).
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como el sanitario ecológico seco. De este modo, se presentan algunos elementos conceptuales que permiten responder a la pregunta ¿cómo pensar la implementación de tecnologías alternativas en clave corpóreo-sensorial? Esto significa examinar, de forma breve y acotada, la función del cuerpo como mediador del mundo material a través de los sentidos corporales. Contexto de un problema social en escalada En la actualidad, el tema de la crisis del agua y el agotamiento de los recursos naturales ha ganado relevancia en la agenda pública y académica. Cada día encontramos una amplia gama de investigaciones orientadas a la forma de mejorar las condiciones tecnológicas y sociales para la preservación y gestión eficiente de los recursos hídricos a nivel local o regional. En la gama de soluciones para responder a este tipo de problemas encontramos alternativas de saneamiento como el sanitario ecológico seco (ses). Dicho sistema ha sido empleado sobre todo en medios rurales, en respuesta a la falta de servicios de agua entubada domiciliaria y drenaje. Los sanitarios ecológicos secos buscan sustituir las letrinas de pozo negro que no solo dañan al medio ambiente, sino también la salud de la población en general.2 De esta manera, a lo largo de varios años, algunas organizaciones de la sociedad civil, como Espacios de Innovación Tecnológica, han buscado generar un impacto positivo en la promoción, empleo, construcción, capacitación y seguimiento al uso y funcionamiento de esta tecnología alternativa.3 Sin embargo, las expectativas del uso a largo plazo del sanitario ecológico seco, así como su posible instalación en las ciudades, se enfrentan con un problema mayúsculo de aceptación social, debido al aparente estatus civilizatorio que posee el inodoro, no solo en el imaginario citadino 2
Las letrinas, además de emanar malos olores son, sobre todo, fuentes de contaminación del suelo y el agua subterráneos, así como de dispersión de enfermedades gastrointestinales, por lo que no se deberían considerar una alternativa adecuada a largo plazo para el servicio sanitario (Vignau 2010).
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La promoción del uso y construcción de dichos sanitarios (cuyo funcionamiento, como su nombre lo indica, no necesita agua) ha sido una actividad constante durante más de 15 años para Enrique Vignau Esteva, representante de dicha asociación. Esto lo ha llevado a buscar un acercamiento a instituciones gubernamentales y educativas, entre ellas la Facultad de Ingeniería de la unam, para llevar a cabo una promoción de mayor alcance mediante el diseño y la construcción de un sanitario ecológico seco pensado para implementarlo en la ciudad.
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(lugar en el que toma más fuerza por la habitualidad y constancia en la experiencia del individuo), sino también en los medios rurales, donde los gobiernos locales en campaña electoral utilizan un discurso modernizador en el que prometen a la población el acceso a drenaje y con ello a un “baño normal” o inodoro. Por otro lado, es importante señalar que, como parte de las estrategias de seguimiento de la asociación civil mencionada, se ha realizado trabajo de campo para conocer las experiencias de las familias que han utilizado los sanitarios ecológicos secos. Sin embargo, los instrumentos empleados hasta el momento no han incluido la dimensión de la experiencia corporal que su uso implica. Ante este panorama, que muestra un fenómeno más orientado a lo técnico, administrativo, gubernamental o ambiental, ¿cómo se puede pensar la implementación de tecnologías alternativas como el sanitario ecológico seco en clave corpóreo-sensorial? Considero que la respuesta se encuentra en la lectura en clave corporal y sensorial de autores como Pierre Bourdieu, Marcel Mauss, Norbert Elias, Constance Classen y David Howes, entre otros. Esto, con la finalidad de hacer hincapié en la centralidad del cuerpo al observar este tipo de fenómenos a través del lente de los estudios sensoriales.
Horizonte analítico El cuerpo como instrumento de una peculiar técnica corporal: “ir al baño” Actos tan cotidianos y aparentemente naturales, como “ir al baño”, tienen como base un tipo de conocimiento práctico que no es reflexivo. Es decir, se trata de un automatismo del cuerpo que se percibe como dado, ya que involucra diversos mecanismos sociales basados en significados, valores y creencias compartidas, así como en procesos históricos de larga data. Aquí, el papel del cuerpo es crucial debido a que “a través de su corporeidad, el hombre hace que el mundo sea la medida de su experiencia” (Le Bretón 2002: 8). En esa misma vía, otros autores como Marcel Mauss subrayan la función del cuerpo como el primer instrumento del ser humano y el más natural, o
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más concretamente “es el objeto y medio técnico más normal al hombre” (Mauss 1979: 342). Esto quiere decir que los individuos utilizan su cuerpo como medio y reproductor de un tipo de conocimiento específico, considerado práctico, el cual se transmite de generación en generación y tiene, como una de sus más importantes características, encarnarse en los individuos. Una de las formas más reveladoras en que la sociedad se hace cuerpo es mediante el aprendizaje de diversas técnicas corporales, las cuales se definen como las “formas en que los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional” (Mauss 1979: 37). Según este antropólogo y sociólogo francés, las técnicas corporales pueden enumerarse biográficamente. Es decir, siguiendo más o menos las edades del ser humano y su biografía normal pueden ordenarse aquellas técnicas corporales que le son propias y las que se le enseñan (Mauss 1979: 347).4 Dichas técnicas corporales son tan variadas como la actividad humana misma y son resultado de procesos de aprendizaje en los cuales el cuerpo se adapta a ciertos usos. La educación y, por tanto, la sociedad tienen un papel sumamente importante en el aprendizaje de dichas técnicas, siendo la infancia el periodo más razonable para aprender ciertos comportamientos y actos. Ello implica que los individuos no nacen con el conocimiento de la manera de actuar en sociedad; es la sociedad la que, por medio de las instituciones y una suerte de autoridad, les brinda ese conocimiento para la realización eficaz de los actos que se espera que lleven a cabo. De este modo, en el ejercicio de enseñar a un infante la forma de “ir al baño”, más allá de la biografía e interacción, se constituye un conocimiento social sobre cómo debe comportarse nuestro cuerpo, un conocimiento práctico transmitido por los predecesores que se inscribe en el propio cuerpo (Sabido 2012: 151), hasta volverse una suerte de automatismo sobre el cual, con el paso de los
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Mauss enumera las técnicas corporales de la siguiente manera: 1) técnicas del nacimiento y de la obstetricia; 2) técnicas de la infancia, crianza y alimentación del niño (que engloban el destete y al niño después del destete); 3) técnicas de la adolescencia, y 4) técnicas del adulto que se subdividen en técnicas del sueño, estado de vigilia, técnica del reposo, técnicas de la habilidad y el movimiento —correr, bailar, saltar, trepar, descender, nadar, hacer movimientos de fuerza—, técnicas de cuidado del cuerpo como frotar, lavar, enjabonar —incluye cuidados de la boca, la técnica de toser o escupir— y de higiene de las necesidades naturales, técnica de consumición, comer, beber; técnicas de la reproducción y, por último, técnicas del cuidado, de lo anormal.
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años y como resultado de la regularidad con la que aparece, ya no se reflexiona y hasta aparece como natural. Para entender las técnicas corporales del cuidado del cuerpo empleadas por el individuo para “ir al baño” conviene analizar las lógicas sociales que se encuentran detrás de este tipo de prácticas. Esto, con el objetivo de dar cuenta de la manera en que lo aparentemente más privado y natural es en realidad arbitrario y está permeado por concepciones sociales relacionadas con la higiene corporal, la limpieza, el pudor y la vergüenza inclusive. Además de hacer énfasis en la centralidad del cuerpo y en la importancia de la educación para adaptarlo a ciertos usos, Marcel Mauss (1979), Norbert Elias (2009) y Pierre Bourdieu (1999) reconocen el peso que el cuerpo posee en la interiorización de valores aceptados socialmente. En particular, Bourdieu distingue la forma en que lo social se torna una segunda naturaleza en los individuos, cuando señala que: El mundo es comprensible, está inmediatamente dotado de sentido, porque el cuerpo, que, gracias a sus sentidos y su cerebro, tiene la capacidad de estar presente fuera de sí, en el mundo, y de ser impresionado y modificado de modo duradero por él, ha estado expuesto por largo tiempo (desde su origen) a sus regularidades. Al haber adquirido por ello un sistema de disposiciones sintonizado con esas regularidades, tiende a anticiparlas y está capacitado para ello de modo práctico mediante comportamientos que implican un conocimiento por el cuerpo que garantiza una comprensión práctica del mundo absolutamente diferente del acto intencional de desciframiento consciente que suele introducirse en la idea de comprensión (1999: 180).
Asimismo, para dar cuenta de esta complicidad entre el cuerpo y las condiciones de existencia, el sociólogo francés plantea que los agentes sociales están dotados de habitus, mismos que se incorporan en los cuerpos mediante las experiencias acumuladas. Siguiendo a Bourdieu, el habitus opera como principio generador y organizador de prácticas y se inscribe en los cuerpos, imprimiendo en ellos una historia naturalizada y, por tanto, olvidada. Por tal razón, hablar de habitus es hablar de subjetividad socializada (Bourdieu 2009). En este trabajo, el uso de tal categoría sirve para dar cuenta de este sistema de disposiciones, adaptado a ciertas regularidades que los individuos adquieren de las condiciones sociales y materiales (como el acceso a sistemas
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de drenaje o agua potable,5 por ejemplo), lo que les permite anticipar sus acciones de un modo práctico mediante comportamientos que implican un conocimiento por cuerpo (Bourdieu 1999). Con base en esas disposiciones los actores se mueven y evalúan el mundo en el que se desenvuelven, así como las posibilidades de utilizar ciertos objetos o instrumentos para llevar a cabo actos de conocimiento práctico. Lo anterior también significa que las regularidades objetivas materiales del mundo social van moldeando el cuerpo y los sentidos corporales de los individuos. Este sistema de disposiciones al que hace referencia Bourdieu, entendido como esquemas de percepción y apreciación, encierra la dimensión social en una actividad aparentemente privada e individual. De igual forma, dichos esquemas son los que median las sensaciones corporales relacionadas con ciertas imágenes y símbolos culturales. En el trabajo titulado “Fundamentos de una antropología de los sentidos”, Constance Classen señala que “los sentidos corporales no solo son medios para captar fenómenos físicos, sino también son vías de transmisión de valores culturales” (Classen 1997: 401). Asimismo, la autora hace referencia a que toda sociedad se encuentra adherida a ciertos modelos sensoriales, los cuales son un “conjunto de significados y valores […] según el cual los miembros de dicha sociedad ‘interpretan’ el mundo o traducen las percepciones y los conceptos sensoriales en una ‘visión del mundo’ particular” (Classen 1997: 402). Esto, en el caso del sanitario ecológico seco, supone que las ideas y prácticas que tengan los individuos en relación con el uso de este tipo de sistemas de saneamiento alternativo son un reflejo de la estructura de la sociedad de la que forman parte y de sus modelos sensoriales, los cuales incluyen discur5
En parte, gracias a la constitución de una maquinaria hidráulica en las ciudades (sistemas de drenaje con múltiples cañerías que van por dentro de las calles y las casas), el individuo tiene mayores posibilidades de tener acceso al agua y de servirse de esta como herramienta cotidiana que posibilita el uso de una serie de objetos y espacios para cuidar de sí mismo y satisfacer sus necesidades biológicas, como defecar y orinar. La implementación del drenaje, particularmente en los domicilios, permite la constitución de espacios de índole privada como el cuarto de baño y, aunado a ello, el surgimiento de dispositivos de saneamiento como el wc (o inodoro, escusado o retrete), cuyo objetivo no es solo ser recipiente de los productos derivados de dicha necesidad biológica y su desecho en pro del mantenimiento de la salud de la población, sino también el mantener limpio el espacio y al propio individuo, al deshacerse, alejar y desaparecer de la vista, el tacto y el olfato lo evacuado (también como respuesta a una necesidad social producto de un cambio en la estructura sensible del individuo).
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sos e imaginarios que atribuyen a ciertos objetos valoraciones positivas (limpieza, seguridad, agrado) o negativas (suciedad, peligro o desagrado). Las sensaciones que se presentan en el momento mismo de la experiencia corporal son construcciones sociales que se derivan de un largo proceso de aprendizaje. La sociedad atribuye significados y valoraciones a los elementos que constituyen el mundo, por tanto, se puede decir, junto con Classen, que “los modelos sensoriales no son estáticos, sino que evolucionan y se transforman con el tiempo” (Classen 1997: 411). Por ejemplo, lo que en un periodo de la historia se valoraba como agradable para los sentidos, en otro momento puede representar lo opuesto. Un ejemplo de ello se encuentra en la obra del historiador Georg Vigarello, particularmente en su libro Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media.6 En esta obra, Vigarello hace un recorrido histórico por los imaginarios del agua, el cuerpo y su relación con las ideas de limpieza y suciedad. Siguiendo con este ejemplo, rescato el señalamiento que hace la antropóloga Mary Douglas, quien sostiene que “nuestras ideas de suciedad expresan […] sistemas simbólicos y que la diferencia entre el comportamiento de contaminación en una y otra parte del mundo es solo cuestión de detalle” (Douglas 2007: 53). En el momento en que calificamos como “sucio” algún objeto, práctica o persona, lo hacemos porque este contradice nuestro sistema de clasificaciones. De esta forma, “la suciedad tal y como la conocemos consiste esen-
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Este texto del historiador francés muestra claramente la manera en que la limpieza se alía necesariamente con las imágenes del cuerpo, en una determinada época, con aquellas imágenes más o menos oscuras de las envolturas corporales; con aquellas también más o menos opacas del medio físico (Vigarello 1985: 15). Un ejemplo claro que ilustra lo anterior se encuentra en los años posteriores a la peste que azotó Europa occidental, en los cuales se radicaliza el miedo al contagio producto de una imagen temible: el cuerpo está compuesto de envolturas permeables y está amenazado continuamente por la presencia de vapores apestados (Vigarello 1985). La imagen del cuerpo abierto hace que exista, además del temor al contacto con otros pueblos o individuos infectados, un miedo quizá mayor: el que proviene de la idea de la debilidad de las envolturas corporales producto de la porosidad de la piel. Esto es, se impone una imagen muy específica del cuerpo en la cual el calor y el agua solo engendran fisuras y la peste (Vigarello 1985: 21). Este temor deriva en la prohibición y el cierre de lugares propicios para el contagio, como los baños públicos y el ascenso de la limpieza en seco. En este sentido, puede verse que la limpieza se encuentra en función de los saberes sobre el cuerpo de una sociedad y de una época determinada, por lo que no es de extrañar que, vistas a la luz del tiempo, ciertas prácticas resulten “ineficaces” o “insuficientes” para la preservación de la salud cuando en su momento se consideraban como “eficaces” y hasta “razonables” (Vigarello 1985).
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cialmente en el desorden. No hay suciedad absoluta: solo existe en el ojo de espectador […] la suciedad atenta contra el orden” (Douglas 2007: 20). Para la autora, la idea de suciedad es relacional, es decir, no es nunca un acontecimiento aislado ni una cualidad inherente a los objetos o a las personas, sino que se encuentra interconectada con sistemas simbólicos. La suciedad es producto “secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados” (Douglas 2007: 53). Por tanto, en un escenario donde se acostumbra que los desechos corporales sean acarreados por un flujo de agua cristalina, la confrontación con un sistema ajeno a esa lógica puede producir experiencias desagradables que condenen “cualquier objeto, práctica o idea que tienda a confundir o contradecir nuestras más preciadas clasificaciones” (Douglas 2007: 54). Este tipo de concepciones —entre muchas otras— son incorporadas por el individuo a lo largo de su trayectoria biográfica, de acuerdo con sus condiciones materiales de existencia. De este modo, la relación que cada persona tiene con los objetos, con el cuerpo y con los desechos corporales responde a un modelo de higiene corporal hegemónica, el cual es incorporado por los individuos desde las etapas más tempranas de socialización, mediante diferentes instituciones como la familia, la escuela, la clínica, etc. Puede decirse que este modelo de higiene también moldea la estructura sensible de los individuos, ya que “la percepción sensorial no solo es un acto físico, sino también cultural” (Classen 1997: 401). Así, desde la infancia aprendemos a normalizar ciertas prácticas y a valorar de forma positiva ciertos objetos de acuerdo con sensaciones adquiridas dentro de un entorno social específico. Con base en este argumento es importante señalar que la “naturalización” de ciertas experiencias, como en este caso las relacionadas con la satisfacción de necesidades corporales como orinar o defecar, en ocasiones no solo oculta esta dimensión corpórea-sensitiva, sino que continúa reproduciendo asimetrías (sobre todo aquellas relacionadas con la dicotomía campo/ ciudad), como si en verdad existieran soluciones de primera para individuos de élite y de segunda para individuos que no entran dentro de ese parámetro. Considero que indagar en este tipo de lógicas sociales permitirá abrir nuevas rutas para lograr una promoción más efectiva de este tipo de sistemas de saneamiento alternativo, dado que la responsabilidad de cuidar el agua es un asunto de todas las personas.
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Estrategia metodológica y el abordaje empírico La relevancia del cuerpo y los sentidos como medios de conocimiento Pensar en el uso del sanitario ecológico seco desde un enfoque corpóreo-sensorial es un reto en términos metodológicos, ya que se trata de indagar en uno de los ámbitos más privados del ser humano. Sin embargo, el esfuerzo por examinar este tipo de experiencias corporales permitirá comprender el sentir de los individuos que ya han incorporado esta tecnología a su vida cotidiana. Reparar en esta dimensión corpóreo-sensorial es un ejercicio urgente debido a que “los sentidos están en todas partes […] ellos median en la relación entre la idea y el objeto, la mente y el cuerpo, el yo y la sociedad, la cultura y el medio ambiente” (Howes 2014: 21). Las estrategias metodológicas empleadas hasta el momento para conocer la experiencia de las familias que han utilizado un sanitario ecológico seco han consistido en el levantamiento de cuestionarios diseñados desde un nivel “técnico”, es decir, con el objetivo de introducir mejoras en la construcción de los dispositivos y —de paso— obtener información que pudiera ser útil para incorporar aspectos sociales relevantes en su estrategia de promoción y difusión. Sin embargo, en su momento, el esquema de dichos instrumentos no contempló preguntas relacionadas con el uso corporal que el individuo hace del sanitario. Cuando los promotores mencionan la presencia de los desechos corporales lo hacen solo en el contexto de la operación técnica del sanitario: se limitan a indagar cuánto tiempo tardan en llenarse las cámaras que contienen las excretas o lo que se hace con este material cuando se ha convertido en abono. No se habla de las dificultades que el usuario enfrenta en la actividad propiamente dicha de “ir al baño”, particularmente, en relación con el esfuerzo de contención extra que implica lograr que la orina no se vierta en la cámara de las excretas y que estas no se evacuen en el separador de orina. Esto deriva en un “uso incorrecto” del sanitario ecológico seco que frena el proceso de compostaje y genera malos olores. Esta suerte de “censura” se puede leer a la luz de la obra de Norbert Elias El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, como consecuencia de un cambio paulatino respecto a la mención de las necesidades corporales, como el orinar o defecar. Durante la Edad Media
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era frecuente que dichas actividades se hicieran en espacios donde las personas quedaban “visibles” ante los y las demás, por lo que fue necesario prescribir un cambio desde los manuales de comportamiento. Al respecto, Elias apunta que el “anatema del silencio” poco a poco va alcanzando la mención de estas necesidades, ya que el mero recuerdo de que se tienen que realizar tales funciones naturales resulta desagradable a las personas que se encuentran en presencia de otras con las que no tienen una relación íntima; y en sociedad, se evita hacer mención de cualquier cosa que tenga algo que ver, aunque sea lejanamente, con tales necesidades naturales (Elias 2009: 222).
El uso del sanitario seco implica la adquisición de conocimiento nuevo, no solo en relación con su construcción, funcionamiento y mantenimiento, sino también con la manera en que una persona utiliza y moldea su cuerpo y sus sentidos para emplearlo. El individuo debe llevar a cabo una serie de movimientos corporales que garanticen que las heces fecales y la orina no se mezclen entre sí para que cada materia entre en un proceso de compostaje por separado. Se trata de un proceso de aprendizaje —o reaprendizaje— de una “nueva” técnica corporal que contribuya al “buen uso” o “uso correcto” del sanitario ecológico seco. Así, en términos sociológicos se puede decir que la implementación de esta ecotecnia involucra la enseñanza de una nueva técnica corporal que supone la promoción de un tipo de conocimiento con miras a convertirse en conocimiento práctico; es decir, un conocimiento que los individuos que introducen el uso del sanitario ecológico a su cotidianidad deben interiorizar e incorporar (Ramírez 2017). Por esta razón, para abordar las impresiones sensoriales que tienen lugar en el uso del sanitario ecológico seco, considero importante dar voz a las personas que lo utilizan regularmente y a aquellas que lo usaron por lo menos una vez y no lo utilizan más. Explorar las experiencias corpóreo-sensoriales es resaltar el papel del cuerpo y los sentidos corporales en la interiorización de valores y prácticas aceptadas socialmente, que influyen en la aceptación o el rechazo del uso de este tipo de dispositivos de saneamiento alternativo. Respecto a la recuperación de dimensión corporal de los individuos, Pierre Bourdieu menciona que nos domina una larga tradición teórica que está lejos de ver el cuerpo como instrumento para la construcción de conocimiento. Esta tradición tiende a ignorar la especificidad del conocimien-
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to práctico, “tratado ahora como un mero obstáculo para el conocimiento, ora como una ciencia que todavía está en mantillas” (Bourdieu 1999: 182). En el caso de la implementación de tecnologías alternativas, al ser el cuerpo el centro de su actividad, debe tomarse en cuenta su papel como medio de conocimiento, esto es, pensar en individuos encarnados y no como entes abstractos sin sentidos ni emociones. Al igual que Classen, autores como David Howes refieren la importancia de la aproximación sensorial al estudio de la cultura en las últimas décadas, resaltando trabajos de investigación en los que destaca la idea de la sensibilidad como una formación histórica y la relación entre el mundo social y el mundo sensorial (Howes 2014: 15). De este modo, considero que, en el caso del sanitario ecológico seco, una de las estrategias metodológicas a seguir debe ser la conexión de ambos mundos en el análisis de las experiencias y la percepción de los individuos que usan o han usado este tipo de tecnologías. Howes y Sabido coinciden en señalar que la percepción como experiencia corporal implica la recepción de información mediante los sentidos y por medio de canales sociales que organizan y dan un significado compartido cultualmente (Howes 2014; Sabido, 2017). Por lo tanto, considero que el estudio de la aceptación o el rechazo a este tipo de artefactos debería incluir ambos canales y no solo buscar soluciones a nivel técnico o material. Por otra parte, como mencionan las autoras Olga Sabido y Priscila Cedillo, el giro corpóreo por el que han atravesado las ciencias sociales “ha consistido no solo en poner atención al carácter histórico-social del cuerpo, su sensibilidad, gestualidad y moldeamiento; [sino que] también apunta a trascender el dualismo mente/cuerpo, que se traduce en duplas como sentido/cuerpo, conciencia/organismo, y/o cultura/naturaleza, entre otras” (Sabido y Cedillo, 2014: 348). Continuando con este razonamiento, observo que hasta el momento las estrategias que han seguido ciertas instituciones y asociaciones civiles, para promover el uso del sanitario ecológico seco no han logrado trascender este dualismo mente/cuerpo y, con él, duplas como conciencia/organismo. Como ejemplo de ello, algunos promotores de la asociación civil Espacios de Innovación Tecnológica han mencionado la imperiosa necesidad de desarrollar una conciencia ecológica en las comunidades y, sobre todo, en las ciudades, con el fin de que la población utilice este tipo de tecnologías alternativas por convicción y evite la contaminación de ríos y lagos con aguas
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negras generadas por el uso del inodoro. Esta predominancia de la dicotomía mente/cuerpo descarta la dimensión corporal del individuo, ya que este no solo posee un cuerpo, sino que es cuerpo; percibe, brinda significados y organiza prácticas a partir de este. Esto significa que, además de una “concientización” de la urgencia de tomar medidas a favor del cuidado del medio ambiente, así como de asimilar las ventajas de utilizar este dispositivo de saneamiento alternativo, lo que pone en juego la aceptación o el rechazo a utilizar un sanitario ecológico seco son las impresiones sensoriales del individuo, las cuales son consecuencias prácticas de un proceso histórico complejo. Siguiendo a Bourdieu, lo anterior implica considerar el conjunto de disposiciones que constituyen el habitus de los individuos. No solo se trata de personas con la capacidad de racionalizar sus acciones y racionar sus escasos recursos naturales —como el agua—, sino que hablamos de individuos con cuerpos socializados que se encuentran inscritos en lógicas sociales específicas y han sido moldeados de acuerdo con experiencias sociales situadas y fechadas. El habitus de los individuos es un poder que clasifica la realidad social en términos prácticos, que aunque se muestre como individual y permanente es, en el fondo, social y propenso al cambio (Ramírez 2017).
Reflexión conclusiva Concuerdo con Bryan S. Turner cuando señala que la sociología “debería preocuparse por la actividad práctica sensual de los agentes, pues para desarrollar una sociología de la acción social requerimos una nueva teoría de la experiencia vivida en el mundo práctico y sensual de lo cotidiano” (Turner 1989: 20). Es por ello que para realizar acciones contundentes a favor del cuidado del medio ambiente, en general, y de los recursos naturales como el agua, en particular, se debe partir de un análisis corporal de las prácticas de los individuos en relación con el mundo material del que forman parte. Como señalan Foucault y el mismo Turner, puede observarse que el gobierno de la sociedad se lleva a cabo a través del gobierno del cuerpo —desde sus necesidades más básicas y aparentemente más privadas. Específicamente, en el caso de los sistemas de saneamiento, se vislumbra la manera en que su uso garantiza una organización racionalizada a favor del desarrollo de
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mecanismos de control del cuerpo y la naturaleza. La importancia que, por ejemplo, el inodoro ha adquirido a lo largo del tiempo en la vida cotidiana de los individuos es algo que pudiera resultar evidente, tanto para las personas que tienen acceso a los servicios de agua potable, drenaje y alcantarillado, como para aquellas que no cuentan con ninguno de ellos. Sin embargo, habría que cuestionarse por qué esto se percibe así; sobre todo si se toma en cuenta que el cuerpo y, especialmente, los sentidos, “no son simplemente receptores pasivos. Ellos son interactivos, tanto con el mundo como con las otras personas” (Howes 2014: 20). Las técnicas corporales del cuidado del cuerpo que se perciben como privadas y naturales están reguladas socialmente por modelos sensoriales y sistemas clasificatorios. De modo que la incorporación del conocimiento práctico asociado con los usos de este tipo de tecnologías alternativas está mediado por los sentidos y significados atribuidos socialmente a los objetos y espacios destinados para llevarlos a cabo. Ahora bien, otro aspecto que queda en el tintero, para analizarlo en relación con el diseño de los espacios donde se colocan los sanitarios, tiene que ver con la implementación de mingitorios, aspecto que en sí mismo ya nos habla de una diferenciación genérica de los objetos. En este sentido, Candace West y Don H. Zimmerman mencionan la existencia de recursos en el espacio físico que se utilizan para hacer género, lo que significa que existen medios utilizados “para crear diferencias entre niñas y niños, mujeres y hombres, diferencias que no son naturales, esenciales o biológicas” (West y Zimmerman 1999: 128). Así, nos dicen estos autores, lugares como los baños públicos están dotados de equipamiento dimórfico (orinales para hombres o instalaciones para el acicalamiento en el caso de las mujeres), aun cuando ambos sexos pueden obtener los mismos fines a través de los mismos medios —y aparentemente así lo hacen en la privacidad de sus propias casas (West y Zimmerman, 1999: 128).
De ese modo, puede verse de nueva cuenta que los objetos y los espacios están construidos y organizados socialmente en función de las experiencias, valores culturales y actitudes de una sociedad determinada. Sin embargo, esta tendencia no es exclusiva de las cosas o los lugares. Siguiendo a estos autores, la práctica misma de “ir al baño” y las técnicas corporales involucradas en ella
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pueden satisfacerse con los mismos medios, pero existe un predominio de ciertos objetos socialmente aceptados, en este caso, los mingitorios, para la solución de necesidades que biológicamente ambos sexos comparten. Así, la implementación de tecnologías alternativas como el sanitario ecológico seco pone en evidencia un proceso histórico complejo y la relevancia del cuerpo en la construcción e incorporación del mundo material y social, así como la relevancia de los sentidos corporales en el significado que se le atribuye a las experiencias aparentemente individuales y subjetivas. Retomando la idea de Bourdieu sobre la función del habitus como una categoría que rescata “el aspecto activo” del conocimiento práctico, al restituir al agente, observo que el aprendizaje de una nueva técnica corporal supone un proceso de instrucción lento y de corte social. Es decir, las formas de llevar el cuerpo en determinada situación o actividad se imprimen en este gracias a su constante repetición a lo largo del tiempo y de acuerdo con un espacio designado. Por esta razón, la regularidad tanto de las condiciones materiales como de los actos es sumamente importante para la incorporación de un nuevo tipo de saber o, lo que es lo mismo, para la práctica de una nueva técnica corporal (Ramírez 2017). Colocar al cuerpo como centro de formas específicas de aprendizaje, en la implementación de este tipo de ecotecnias, hace necesario preguntarse a su vez por la influencia de los sentidos corporales en su aceptación o rechazo a largo plazo. El caso del sanitario ecológico seco permite reflexionar sociológicamente sobre la importancia de entender en clave corpóreo-sensorial el proceso en el que se ve inmerso el usuario de este tipo de sistemas de saneamiento, para no basar el éxito o fracaso de su implementación solamente en el diseño técnico o material, ya que es el individuo mediante su cuerpo y sus sentidos quien otorga un significado al uso de esta clase de dispositivos. Es la sociedad hecha cuerpo la que influye en nuestra percepción del mundo material y social, ya que, como dice Elias todas aquellas particularidades que atribuimos a la civilización, esto es, máquinas, descubrimientos científicos, formas estatales, etc., etc., son testimonios de una cierta estructura de las relaciones humanas, de la sociedad y de un cierto modo de organizar los comportamientos humanos (Elias 2009: 137).
De igual forma, en nuestro comportamiento ante la contaminación, lo que en realidad sucede es que “al expulsar la suciedad, empapelar, decorar, asear,
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no nos domina la ansiedad de escapar a la enfermedad, sino que estamos reordenando positivamente nuestro entorno, conforme a una idea” (Douglas 2007: 20), en este caso, de aquella que liga el uso del agua con nuestra concepción de limpieza y suciedad, contaminación y peligro. Siguiendo el razonamiento de la autora, el significado que adquieren los desechos del cuerpo responde a sistemas clasificatorios construidos socialmente e impacta en el uso de ciertos objetos y espacios relacionados con la actividad de orinar, defecar e inclusive menstruar. En este sentido, otra posibilidad es que al conocer la relación que establecemos con nuestros desechos corporales, sobre todo con aquellos que son fuente de contaminación ambiental, pueden encontrarse ciertos aspectos que nos guíen a tomar medidas más afectivas para la preservación de los recursos naturales medante el uso de tecnologías alternativas. En conclusión, se trata de la puesta en práctica de otra forma de llevar el cuerpo al orinar y defecar con todas las sensaciones corporales que este acto conlleva. Por lo tanto, si se lleva a cabo un examen de “los significados asociados a las diversas sensaciones y facultades sensoriales” (Classen 1997), las sensaciones asociadas a las concepciones sociales que vinculan el agua con la limpieza en nuestra sociedad podrían replantearse a favor de la adquisición de modelos más acordes a las necesidades ambientales actuales.
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Capítulo 13. Nuevas prótesis virtuales: la “emancipación sexual” de los grupos de diversidad sexual a través de la mediación de las tic
Abraham Martín Ledezma Vargas
Introducción En la actualidad, nos vemos rodeados e involucrados por vertiginosas trasformaciones e innovaciones estructurales en los campos de la informática y la comunicación, lo cual ha posibilitado novedosos modos de vinculación entre grupos de actores que antes se encontraban desconectados o aislados. Estas distintas y nuevas configuraciones de interacción han dado como resultado el surgimiento de diversas formas de la acción colectiva, así como las modificaciones de algunas pautas de conducta y formas de expresión políticas, culturales, sociales y particularmente sexuales. Las redes sociales digitales, como Facebook, Twitter, Youtube e Instagram específicamente, y otros espacios virtuales en internet, en general, han demostrado, aunque no en su totalidad, algunos de sus alcances, en cuanto que hacen posibles expresiones y prácticas individuales y grupales antes insospechadas en los campos de la sexualidad. Internet y sus soportes materiales han abierto una brecha espacio-temporal para las diversas formas y tipos de práctica y expresión sexuales para la mayoría de los sectores sociales que lo requieren y pueden acceder mediante dispositivos electrónicos. Al mismo tiempo, y debido a los múltiples mecanismos de represión respecto a la práctica y expresión sexual aún prevalecientes en nuestros días, se ha comenzado a cristalizar de forma digital, a través de internet, el enojo y sentir de la sociedad que hace frente a las posturas dogmáticas y de exclu-
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sión que norman la sexualidad y otros aspectos de la vida cotidiana. De este modo, y a causa de las condiciones en las que se desarrolla la interacción mediada computacionalmente, algunos de los usuarios de internet han llegado a percibir e incluso a considerar este medio tecnológico de comunicación como “libre” y “democrático”, ya que les brinda la oportunidad de aprender, incrementar y expresar de forma “segura” su sexualidad. Actualmente, algunos de los grupos, comunidades e individuos que más suelen recurrir a estas tecnologías para promover su identidad, reivindicar sus derechos e interactuar con quienes pueden compartir su mismo tipo de ideología o conducta sexual logran evadir de cierta manera algunas miradas represoras, conservadoras y censoras, o de otra índole, que los pudieran afectar o incluso forzar a inhibir su expresión. Se trata de aquellos individuos que se circunscriben o identifican con la comunidad lgbtttiq1 en México; comunidades, grupos e individuos asociados a la diversidad sexual (ds);2 hombres, mujeres e intersexuales que buscan, a través de su interacción virtual digital, integrarse con el mundo y encontrar a otros y otras con quienes compartir intereses en común. Buscan asociarse y escapar de la realidad copresencial “cara a cara” que los ha lastimado y discriminado, logrando reconfigurar significativamente el uso de las redes sociales digitales para fomentar, reforzar y reconceptualizar las diversas heterogeneidades sexuales e idear un trato digno. Este capítulo es resultado de la vinculación particular de dos trabajos académicos. El primero se compone de algunas conclusiones, entrevistas y elementos resultantes de una investigación de posgrado titulada “Escapando al estigma y desplegando la expresión sexual mediada computacionalmente: el caso de la práctica sexual virtual online de la comunidad lgbtttiq en México”. El segundo se ancla en una serie de jornadas de investigación realizadas en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la unam, las cuales tuvieron por nombre “Giro sensorial en la sociología: cuerpo, sentidos y género”. En adición a ello también se encuentra mi interés por abordar analíticamente las interacciones entre cuerpo, máquina, emociones, sexualidad y política de forma simétrica.
1
Lésbico, Gay, Bisexual, Travesti, Transexual, Transgénero, Intersexual y Queer.
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Se utilizará esta abreviación para hacer referencia a todas las siglas lgbtttiq.
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Los elementos que se invocan en este trabajo, y que parten de mi investigación de posgrado, son algunas de las estrategias sociotécnicas empleadas por medio de las tic.3 Mediante estas, los individuos ds han logrado constituir en términos foucaultianos un dispositivo de cibersexualidad en internet, que permite deconstruir parcialmente lo que se entiende hoy en día como diversidad sexual —identidades, prácticas y expresiones sexuales. La manifestación de puntos de vista propios y colectivos y de prácticas sexuales digitales, que a su vez potencian la visibilidad de los individuos ds en la web, refuerzan de forma simultánea su presencia en el mundo “copresencial”. A ello se integra el viraje sensual desde la sociología, para analizar las emociones y los esquemas perceptuales como mediadores de algunas situaciones o momentos específicos de la interacción sexual. Parto principalmente del reconocimiento, por parte de los estudios sensoriales, de que el sentido que damos al mundo no solo se lleva a cabo mediante las técnicas lingüísticas comunicativas —decir o comunicar enunciados y legitimarlos—, sino que también lo hacemos a través los sentidos, es decir, mediante la sensibilidad corporal y sus extensiones protésicas tecnológicas que permiten un aprendizaje apreciativo, perceptivo, interactivo y significativo. De manera implícita, problematizo las técnicas y estrategias sociotécnicas complejas que los integrantes y simpatizantes de las comunidades e individuos ds utilizan con el propósito de mitigar los discursos y acciones que estigmatizan las disidencias sexuales, a través de la mediación artefactual de las tic, las cuales en parte desempeñan un papel administrativo de los cuerpos y prácticas, en los órdenes sexuales imperativos. A ello se añade un esfuerzo por mediar y gestionar las emociones y formas sensitivas con las que se percibe al otro, la otra y los objetos en las prácticas sexuales digitales, buscando evitar el peligro y actuar en relación con el riesgo controlado, la prevención de la agresión, la protección del cuerpo y la mente en contra de amenazas o ataques físicos y simbólicos. La discusión se divide principalmente en tres apartados. El primero, titulado “La sexualidad como dispositivo foucaultiano”, es una síntesis de los elementos estructurales, materiales e inmateriales que rodean la maquinaria productora de discursos respecto al sexo, que ha ido funcionando y es3
Tecnologías de la Información y de la Comunicación.
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tigmatizando hasta nuestros días las distintas diversidades no heterosexuales o no monógamas. Con ello se intenta mostrar que los elementos cognitivos, sensitivos y materiales tecnológicos han coexistido y evolucionado a la par, mediando las interacciones y expresiones sexuales. En la segunda parte, titulada “La comunicación de experiencias sensoriales”, se discute la percepción sensual sexual mediada por las tic y la manera en que esta comienza a revalorizar y criticar no solo los discursos hegemónicos heteronormativos4 monogámicos5 respecto a la homosexualidad y las diferencias sexo-genéricas, sino también a resignificar los esquemas perceptuales y las expectativas sobre los y las demás, incentivando una búsqueda constante para emular sensaciones corporales mediante la artefactualidad de la tecnológica digital. Como reflexión final, en el tercer apartado se plantea una breve crítica a la forma en que pensamos los sentidos y a las maneras en las que, en ocasiones, se discriminan las prácticas cibersexuales por no representar o emular completamente las prácticas sexuales copresenciales. En este sentido, se realizó un esfuerzo por analizar la forma en la que se mitiga el miedo y se fortalece el ciberactivismo político que encara los dogmas que han definido las distintas diversidades sexuales y sus respectivas prácticas. En suma, el propósito principal de este capítulo es abordar la siguiente cuestión: ¿de qué manera es posible pasar del miedo a la emancipación, respecto de las prácticas y expresiones sexuales estigmatizadas por parte de las disidencias sexuales, a través de la mediación de las tic? Considero pertinente ahondar en algunas de las formas en que se comunican las experiencias sensoriales mediante acciones dialógicas en las redes sociales digitales. La materialidad del dispositivo cibersexual podría pensarse como el lugar por donde fluyen la técnica ritual, la percepción e impresiones que son parte de esquemas perceptuales aprendidos, que influyen en la forma en la que sentimos a través del hardware y software. Lo que fluye de la interacción entre 4
Termino creado por Michael Warner que se refiere al régimen social, político y económico que presenta a la heterosexualidad “como natural y necesaria para el funcionamiento de la sociedad y como el único modelo válido de relación sexo afectiva y de parentesco. [Este régimen se] sostiene y reproduce a partir de instituciones que legitiman y privilegian la heterosexualidad en conjunción con variados mecanismos sociales que incluyen la invisibilización, exclusión y/o persecución de todas las manifestaciones que se adecuen a él” (inadi s.f.: 11-12).
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Es una categoría que hace referencia a la posibilidad de relacionarse erótica o afectivamente con un solo sexo o exclusivamente con una sola entidad (persona).
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cuerpo-máquina en las interacciones cibersexuales son estados afectivos y emociones, dotados de sentido, que pueden propiciar la generación de sentimientos como el de solidaridad y apego por el otro o la otra a distancia.
La sexualidad como dispositivo foucaultiano Como bien menciona Foucault (2011), la sexualidad, como forma de expresión y acción política, cultural y social ha sido, hasta nuestros días, más que un relato de represión y liberación de las diversas y muy distintas prácticas sexuales. Es una maquinaria narrativa productora de verdades y discursos —en cuanto que son discursos y prácticas— sobre el sexo y las distintas formas de expresión de la sexualidad. Estas, lejos de estar constituidas por un orden natural que ha esperado a ser develado o liberado, son resultado de un orden constituido por estrategias sociotécnicas de los distintos actores involucrados, quienes han administrado históricamente las actividades que están permitidas y las que no, en los campos de la interacción sexual. Partiendo de ello, en una entrevista realizada a Foucault, él explica de forma más clara lo que entiende como dispositivo, definiéndolo como “un conjunto resueltamente heterogéneo integrado de discursos, instituciones, arreglos arquitectónicos, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas, brevemente dicho: de lo dicho así como de lo no dicho, he aquí los elementos del dispositivo” (Arellano 2007: 27). Toda esta red en operación es lo que ha hecho y hace funcionar las distintas formas de represión, mecanismos de control y administración en relación con las distintas prácticas y expresiones sexo genéricas, “por ello Foucault afirma que se trataba de tecnologías de biopoder; es decir, de un poder que apunta directamente a la vida, administrándola y modelándola para adecuarla a la normalidad” (Sibilia 2010: 26). En torno a la sexualidad, Foucault argumenta que entre los elementos que la componen se encuentran técnicas, estrategias, estructuras, instituciones, objetos y formas de regir la conducta. Ello establece un orden sociotécnico sexual mediante la constitución de discursos sobre la verdad de lo que es el sexo y las diferencias de género, que en ocasiones legitiman técnicas como la tortura y el diseño de mecanismos de reordenamiento. Por tal
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razón, podemos contemplar la sexualidad como un artefacto tecnológico productor de discursos sobre el sexo, que rige las pautas para la conducta sexual; en sí, el dispositivo per se denota “una función estratégica dominante”(Arellano 2007: 28) para sus detentores. De esta forma, por medio de la noción “estrategia” también se puede explicar la existencia de formas de resistencia y lucha contra tal maquinaria y el orden heterosexual imperativo que se realiza con movimientos y activismo homosexual, bisexual, de género y otros. El discurso y el sexo se contectan a través del dispositivo complejo de la sexualidad con sus respectivos efectos. En referencia al dispositivo, algunos autores, como Anthony Giddens (2008) y Jeffrey Weeks (1998), argumentan que la construcción de este artefacto tecnológico productor de discursos sobre el sexo es lo que ha originado no una, sino distintas historias6 sobre lo que en la actualidad entendemos por sexualidad. Esto es lo que marca, a partir de cada contexto, las distintas innovaciones en cuanto a artefactos o técnicas que han administrado la expresión sexual. Parafraseando a Giddens, los Estados y las organizaciones modernos dependen del control meticuloso de las poblaciones en el espacio y el tiempo. El control se desarrolló a partir de la generación de una anatomía política del cuerpo. Las tecnologías de la gestión del cuerpo pretendían regular y optimizar las capacidades del cuerpo. La anatomía política es a su vez un foco de un reino basado más ampliamente en el biopoder (Giddens 2008: 30). Si se retoma el concepto sexualidad plástica de este autor, podemos referirnos a la sexualidad como un proyecto reflexivo y un atributo histórico de los sujetos, y de su cultura y sociedad. La sexualidad es un campo de confrontación y lucha política entre los diversos actores que en ella se desenvuelven, forma parte del individuo y de los grupos, asociaciones y comunidades a los que pertenece. Hoy en día no se puede hablar del sexo, la sociedad y la tecnología por separado, ya que la sexualidad es a su vez producto de múltiples influencias e intervenciones sociotécnicas de los distintos actores que han estado involucrados en su definición. 6
“La sexualidad tiene una historia o, de manera más realista, muchas historias, cada una de las cuales debe comprenderse en su singularidad y como parte de un esquema intrincado […] debemos abandonar la idea de que podemos comprender fructíferamente la historia de la sexualidad como una dicotomía entre presión y desahogo, represión y liberación” (Weeks 1998: 31).
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La red del dispositivo sexual ha detonado una creciente complejidad en la redefinición de las prácticas sexuales previas y emergentes, puesto que “las entidades de las que se compone, sean estas naturales o sociales, pueden en cualquier momento redefinir sus identidades y relaciones mutuas y traer nuevos elementos a la red” (Callon 1998: 155156). Es decir, la incorporación de nuevos dispositivos —sociales, naturales y tecnológicos— para producir placer, por ejemplo, las técnicas o posiciones sexuales, algunos vibradores de batería, condones que proporcionan mayor sensibilidad o las tic, por sí mismos pueden modificar todos los elementos del dispositivo sexual, reordenando la administración del imaginario y los soportes materiales y simbólicos de lo que se entiende por sexualidad. Todo ello, desde antiguos manuscritos, libros, manuales, políticas, creencias religiosas, instrumentos de tortura, terapias, recomendaciones médicas, técnicas, medicamentos, el cuerpo y la cultura que lo rodea, discursos sobre el placer, el sentir, y demás elementos heterogéneos conforman parte del dispositivo, al producir esquemas perceptivos7 que filtran las formas en las que se interactúa con el mundo y con el otro o la otra, así como las maneras en las que recibimos la información, comprendemos y clasificamos.
Dispositivo cibersexual y esquemas tecnológicos perceptuales La sexualidad como red, dispositivo y/o máquina ha comenzado a vincular, a partir del siglo xx y lo que va del xxi, novedosos elementos informáticos, mismos que han logrado producir nuevos tipos de prácticas sexuales digitales y comienza a reconfigurar otras como el “ligue” y el “flirteo”. Además, enlaza concepciones recientes respecto a lo que entendemos por sexualidad, en cuanto que son prácticas generales que 7
Podemos recordar “tan solo que durante la época victoriana (siglos xviii y xix), la frigidez se entendió, y aun hoy en día en algunos lugares se sigue entendiendo, como la falta de goce sexual de la mujer, siendo asimiladas por ellas e influidas culturalmente [sic] para asumirlo con dolor y resignación […] el sexo se practicaba como una embestida vaginal, lo que obligaba a las mujeres a fingir el orgasmo y no desear el placer sexual” (Ledezma 2016: 19).
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pueden aprenderse mediante distintas vías como la interacción textual a través de un blog, post, un muro, memes y noticias en internet. Esta red sociotécnica emergente ha reunido e hibridado, en un mismo dispositivo, elementos de la sexualidad previa junto con los avances tecnológicos de la informática actual. El establecimiento de este “nuevo” orden propio de la sexualidad, no sustitutivo pero sí alternativo, ha generado distintas redefiniciones por medio de críticas y discusiones en línea de lo que es el ser homosexual, bisexual, heterosexual, lo que es ser mujer, hombre, intersexual, etc. La administración de la cibersexualidad, que ahora recae en el usuario de las tic, ha sido un fuerte detonador de la divulgación y visibilización de lo que significa y la manera en que debe ejercerse “sanamente” la sexualidad, impulsada por nuevos actores “alternos” al Estado, a algunas religiones y a ciertos grupos científicos quienes, por cierto, también continúan emitiendo sus discursos propios en redes sociales digitales y sitios web ex profeso. Es necesario mencionar que la capacidad discursiva de lo que son la sexualidad y las diversidades sexuales aún depende, en gran medida, de los antiguos administradores del dispositivo sexual previo, como la iglesia, el Estado y algunas esferas científicas y políticas. Sin embargo, se ha venido gestando la idea de que el dispositivo cibersexual ha comenzado a implantar las pautas para una posible y futura democratización de la vida íntima y la identidad sexual, al someter en igualdad de condiciones la emisión de los discursos y expresiones mediados informáticamente. El dispositivo integrado de sexualidad virtual digital se organiza mediante aparatos tecnológicos recientes, pero también con nuevos modos de sentir, expresar ciertas emociones y, en general, de interpretar el cuerpo y su interacción sexual con el otro o la otra. La cibersexualidad se puede entender como la forma en que cada persona se construye, vive y expresa como ser sexual; las maneras en que pensamos, entendemos y expresamos el cuerpo humano con la mediación artefactual del dispositivo virtual digital. El dispositivo cibersexual enlaza los discursos y mecanismos que rigen las prácticas sexuales dentro y fuera del ciberespacio; coloca diversos actores heterogéneos —tanto humanos como no humanos— en interacción funcional, propiciando, a partir de la tecnicidad y conocimiento de la red cibersexual —conocimientos técnicos y sociales sobre el funcionamiento de algunas redes digitales en línea, de aparatos de comunicación electrónica así como de la forma de “ligar”, usar y compartir información personal que se proporciona o sube a la web—, estrategias
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que colocan distintas verdades respecto a la constitución identitaria, así como sus diversas prácticas y manifestaciones correspondientes. De esta manera, la cibersexualidad también comprende prácticas comerciales de consumo, autoerotismo y confrontaciones políticas y sociales entre los usuarios del ciberespacio. De la cibersexualidad se desprenden múltiples expresiones y prácticas que los usuarios ds llevan a cabo. Entre ellas se encuentran la búsqueda de pornografía, de pareja afectiva, de relación amistosa o únicamente sexual. También se comparte o busca información sobre salud sexual, se ayuda a personas que pudieran compartir las mismas condiciones de discriminación o dificultad para “salir del closet”; se busca pertenecer o crear una comunidad o grupo virtual para contactar a otros y otras, hasta finalmente realizar alguna práctica cibersexual; se la entiende a esta última “como a una conducta en la que, mediante una computadora, las personas establecen un vínculo erótico-afectivo, por el cual pueden alcanzar niveles de respuesta sexual como el deseo, la excitación, el autoerotismo, el orgasmo, etcétera”(Ulloa 2005: 18). Dicho lo anterior, y haciendo referencia a Donna Haraway, podríamos decir que somos una especie de cyborg, un híbrido entre cuerpo y máquina; esta última como el dispositivo que administra las acciones corporales mediante la técnica y las restricciones de los deseos adquiridos por la experiencia, desarrollados por las innovaciones y discursos tecnocientíficos vigentes. Ser un cyborg implica tener implantado un sentido del deber y elementos valorativos; nuestro cuerpo es educado para sentir y catalogar, por ejemplo, por medio de técnicas como el habla y la taquigrafía frente a un teclado y/o un monitor, otras tecnologías como el lenguaje informático digital y formas socialmente permitidas de interactuar con el mundo.
Prótesis digitales El individuo y su corporalidad nunca han estado aislados de los artefactos e innovaciones tecnológicas, como elementos protésicos para la realización de sus múltiples actividades. Por ejemplo, el cerebro ha necesitado de dispositivos como el ábaco o la calculadora y sus respectivas técnicas de uso, para llevar a cabo operaciones complejas. Estos, con el tiempo y uso coti-
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diano, modifican incluso la estructura y el funcionamiento del órgano cerebral: “los cuerpos adoptan justo la forma del contacto que tienen con los objetos y los otros” (Ahmed 2017: 19). En este sentido, la práctica cibersexual requiere el sistema ocular y la memoria para reproducir apoyos visuales-mentales que contribuyan a la estimulación, mismos que pueden estar conectados interactivamente a un monitor o pantalla de alta o baja calidad de imagen, de intensidad luminosa variable, conectado a la web y con acceso a páginas o alguna aplicación que permita —o no— la interactividad con el otro en tiempo real. Sin pretensión de caer en un determinismo tecnológico o social, hago énfasis en que la práctica sexual siempre ha estado mediada por artefactos tecnológicos, humanos y sociales, cargados de símbolos y significados que influyen en la forma en la que sentimos y hacemos sentir al otro. Cualquier mediación, o inclusión en esta red de elementos que interactúan entre sí, tiene la capacidad de modificar el funcionamiento y la administración de todo el dispositivo sexual. Así, no solo la tecnología sino también “las emociones funcionan para moldear las superficies de los cuerpos individuales y colectivos” (Ahmed 2017: 19); es decir, lo que cambia realmente es la materialidad y/o las nuevas concepciones simbólicas discursivas respecto al sexo. El cyborg se encuentra en una lucha constante con el dispositivo sexual y cibersexual y busca gobernarse; además, tenemos que considerar que: Los cuerpos son mapas de poder e identidad […] un cuerpo cyborg no es inocen te, no nació en un jardín […] la máquina no es una cosa que deba ser animada, trabajada y dominada […] la máquina somos nosotros, y nuestros procesos, un aspecto de nuestra encarnación. Podemos ser responsables de máquinas, ellas no nos dominan, no nos amenazan. Somos responsables de los limites, somos ellas (Haraway 1991: 180).
La comunicación de experiencias sensoriales y la contención de emociones Al tener en cuenta la hibridación cuerpo-máquina es relevante interrogarnos ¿por qué existe un uso masificado de internet para la práctica y expresión sexual por parte de los usuarios ds? La respuesta generalizada de los jóvenes usuarios que entrevisté hace alusión al miedo, concepto que en apariencia
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es sencillo de dilucidar, pero no del todo, ya que denota múltiples características y formas de sentir por demás complejas y diferenciadas. Para los usuarios ds entrevistados, el miedo percibido alude a la posibilidad de ser agredido física o verbalmente. Algunos informantes mencionaron haber sido agredidos físicamente por sus preferencias sexuales, mientras que otros aprendieron a experimentarlo durante sus conversaciones8 en internet. En general, el miedo referido tiene que ver con un temor a ser rechazados y/o tocados. Pues aunque la agresión solo sea verbal, funge como un ataque físico además de simbólico, al involucrar soportes materiales9 como el tono de voz, la frecuencia y los significados atribuidos a los sonidos que se emiten para lastimar o herir al cuerpo y al individuo per se. El estigma que conlleva ser parte o identificarse con la comunidad ds tiende a generar cierta incertidumbre10 que puede traducirse en un incremento de la complejidad11 en la manera de interactuar con los otros (¿me aceptará si les digo que soy gay?),12 o en la forma en que los demás interactúan con la persona portadora de tal estigma (¿se molestará si le pregunto que si es gay?). Además, existe la sensación de riesgo latente de ser discriminado, reprimido, acusado, castigado, apaleado o señalado, lo que provoca que el acceso a una práctica sexual, afectiva o inclusive únicamente amistosa entre individuos ds (y entre individuos ds con personas heterosexuales) sea arduo
8 “El lenguaje del dolor opera a través de signos que relatan historias que incluyen heridas a los cuerpos” (Ahmed 2017: 48); la gesticulación o la proyección de cierta imagen facial en una foto, cuando se narra o evidencia una historia de agresión, puede generar, empáticamente, reacciones incluso similares al dolor que el otro recibió. “El lenguaje del miedo involucra la intensificación de ‘amenazas’, lo que funciona para crear una distinción entre aquellos que están ‘amenazados’ y aquellos que ‘amenazan’” (Ahmed 2017: 120). 9 Elementos que en ocasiones no se consideran en los análisis perceptuales de las interacciones cibernéticas. 10 “La incertidumbre del estigmatizado surge no solo porque ignora en qué categoría será ubicado, sino también, si la ubicación lo favorece, porque en su fuero interno sabe que los demás pueden definirlo en función de su estigma” (Goffman 2010: 28). 11 La complejidad es “un numero de posibilidades que se hacen accesibles a través de la formación del sistema” (Luhmann 2005: 10); en este caso, del dispositivo. 12 Esto difiere entre algunas personas usuarias entrevistadas que se definen a sí mismas como heterosexuales. No hicieron referencia alguna al miedo al rechazo, a ser agredidas por sus preferencias u orientación sexual o a “ser descubierto o expuesto”. En cierta medida, lo anterior se ve reflejado en un uso y percepción diferenciada entre usuarios ds y heterosexuales, en relación con las tic para la práctica y expresión sexuales.
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sobre todo si se trata de lugares donde no existe aún una proliferación de la escena gay. El cuerpo de los individuos ds, como “contenedor” del sujeto y como máquina, siempre ha estado inmerso en una red sexual heteronormada en la que se inscriben obligaciones, reglas, límites y prohibiciones identitarias que lo han inhibido; en consecuencia, la transgresión al orden sexual imperante toma la forma de agresiones hacia ellos, como si fuera un castigo. Se ha construido todo un discurso generador de miedo respaldado por ataques físicos, cargados de componentes afectivos como el sentimiento de odio, rencor o también de miedo, que alteran y afectan al cuerpo del individuo; los electrochoques, baños con agua fría a presión, puñetazos o patadas son algunos ejemplos de las posibles afectaciones que se dirigen hacia un cuerpo capaz de percibir el dolor de manera multisensuada. Un ejemplo relevante de construcción discursiva que continuamente amenaza, hasta nuestros días, y reprime aún más a los individuos ds y media la percepción y proximidad del otro, es la pandemia del sida,13 que comenzó en la década de 1980. La enfermedad se atribuyó en parte a las prácticas homoeróticas por ser este uno de los sectores en los que se descubrió en sus inicios, y donde más casos se concentraban; “era urgente luchar contra la enfermedad y, de manera destacada, contra el estigma que implicaba” (Torres 2009: 170). Esta situación en parte masificó el uso de las tic para tener encuentros cibersexuales y para gestionar otros encuentros de orden sexual en el mundo offline; el contacto físico con el otro estaba embebido de miedo a ser contagiado: lo padre de las relaciones en internet es eso ¿no?, que no te puede tocar […] bueno en el ciberespacio no te puedes contagiar de absolutamente nada, no te puedes embarazar (Violeta 2015). Es una práctica segura, ¿no? A lo mejor no involucro enfermedades [...] por ejemplo, de las aplicaciones, hay una que se llama Hornet, donde aparece cuál es tu status de vih y puedes saber si es positivo o negativo, y de hecho ahí
13 Si bien no hay datos estadísticos en México, según Richard Miskolci, en Brasil el uso comercial de internet se dio a la par de los primeros consumos de cocteles antirretrovirales: “el uso de los medios digitales se expandió y fue incluso impulsado por el pánico sexual estimulado con el sida” (Misckolci 2013: 55).
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aparece un link, donde aparece tu última prueba de vih, eso puede ser como una ventaja y ya sabes si accedes o no a esa interacción sexual (Mauricio 2015).
Gestión del miedo, mediación artefactual y sensitiva de las emociones e interacción cibersexual A la fecha, algunos usuarios ds continúan percibiéndose como desprotegidos. Sin embargo, y respecto de quienes son portadores de alguna enfermedad de transmisión sexual, tienen ahora la oportunidad14 de realizar prácticas sexuales con la posibilidad de no contagiar al otro, o de gestionar deslinde de responsabilidades respecto a una posible interacción erótica en el mundo offline, porque la enfermedad queda contenida y se liberan otras formas sensoriales para ser estimulado y erotizado sin el roce corporal directo. Internet permite a su vez una especie de transexualismo digital, al posibilitar, en otras palabras, un “re-entrenamiento del cuerpo […] hasta adecuarse a las expectativas depositadas en el rol de género elegido frente a la adscripción” (Cedillo 2011: 110). En síntesis, internet permite mediar el contacto físico sexual deslocalizando los cuerpos, al ubicarlos en zonas de “seguridad” detrás del monitor o pantalla. Sin embargo, también se reproducen diferencias sexo-genéricas, no meramente como un reflejo de la sociedad copresencial, sino como esquemas perceptuales que van y se arrojan al ciberespacio. Al carecer de la necesidad de la mutua presencia espacial y la convergencia temporal, estas diferencias se pueden cuestionar y reconfigurar de forma dialógica, por medio del anonimato o la protección física causada por el distanciamiento de los cuerpos. El uso de las tic permite la búsqueda de cualquier indicio que denote peligro, además de que la presentación del yo por lo común se edita, pues se puede añadir un collar, un arete, una diadema, un perfume, y cualquier otro adorno que en general modifique la imagen de sí en los espacios copresenciales. Internet también posibilita el uso de filtros: sepia, blanco y negro, degradado, entre otros. Es posible recortar o sombrear alguna parte que no sea del agrado del editor; es decir, se gestiona la impresión visual, pero 14 Le Breton incluso argumenta que “en el ciberespacio se da a las personas minusválidas o gravemente enfermas una oportunidad de moverse a su antojo sin preocuparse por obstáculos físicos, sin temor a la estigmatización […] El peso del cuerpo se disipa, los internautas se ubican en un plan de igualdad justamente porque hacen a un lado el cuerpo” (Le Breton 2007: 192).
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ello requiere técnicas tanto sociales, para conocer los atributos estéticos esperados, como informáticas, para saber utilizar Photoshop o cualquier otra aplicación móvil de edición de imagen. Se hace uso del cuerpo, pero también de las tecnologías para transmutarlo. Así, los usuarios ds comienzan a explotar los órganos perceptivos protésicos, antes mal o tímidamente vistos como vibradores con conexión usb, ropa con sensores vibratorios, lentes de realidad virtual, entre otros dispositivos que moldean las técnicas y formas de presentación hacia los otros. La práctica sexual en el ciberespacio se puede ver como un pasatiempo, juego o adición erótica de una práctica sexual cara a cara, y también como una forma de romper la monotonía de las prácticas sexuales ordinarias realizadas con la pareja. Sin embargo, para los integrantes de la comunidad ds, es más que eso, para ellos es una forma de aprendizaje, adquisición de experiencias y conocimiento sexual. Para ejemplificar esto, pensemos por un momento en una de las prácticas más populares entre los individuos ds, el cruising, término en inglés que denota la actividad de buscar sexo en lugares públicos con personas incluso desconocidas, práctica que a través de la experiencia enseña a los individuos ds los múltiples patrones y formas de negociar y acceder a una práctica sexual cara a cara. No obstante, con la llegada de los medios digitales de comunicación electrónica, esta práctica se convirtió en algo mucho más complicado, agobiante y peligroso, puesto que conseguir experiencias sexuales en lugares públicos es más sencillo y seguro a partir de algunas aplicaciones para celular como Tinder, Grindr, Hornet, GuySpy, Gaybox, Brenda, etcétera. La cantidad de energía emocional y tiempo utilizados para esta y otras prácticas disminuyó, además de que el cruising llevado a cabo en lugares públicos, cara a cara, implica mayores riesgos por la preocupación de ser visto por la red de familiares, amistades, compañeros de trabajo o simplemente conocidos; asimismo, implica el peligro de ser extorsionado por algún socio o ser víctima de cualquier tipo de violencia: “los nuevos medios de comunicación permiten a las personas participar en búsquedas desde su hogar o lugar de trabajo y también permiten una mayor objetividad y eficacia en los encuentros cara a cara” (Miskolci 2015: 77. Traducción propia). La complejidad de las tic, en relación con las prácticas sexuales ds, se reduce en el sentido de que se amplían las capacidades de conocimiento y acción (sobre todo en cuanto a lo que el otro puede hacer). El conocimiento
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sociotécnico mínimo de las tic reduce la incertidumbre y transforma el peligro (es decir, la respuesta incierta del otro) en riesgo (sobre el cual se tiene margen de maniobra). La confianza en internet, en el dispositivo cibersexual, por consiguiente, amplía y motiva las posibilidades de acción.
Reflexión final En síntesis, hay dos características relevantes que incentivan el uso masificado de las tecnologías informáticas, por parte de la comunidad ds y otros grupos disidentes. La primera es el anonimato, que “bien puede ser un operador simbólico que permite crear o instituir un lugar vacío, desde este punto de vista permite eludir el exceso institucional y, si las condiciones son buenas, propicia el surgimiento de un nuevo actor colectivo” (Sánchez 2010: 47). Es decir, al no mostrarse como sujeto ante un grupo o lugar, el cibernauta puede llegar a sentir una especie de libertad de movimiento, “libre porque te puedes expresar y decir lo que tú quieres” (Violeta 2015), ya que “el miedo […] involucra la restricción de la movilidad corporal en el espacio social” (Ahmed 2017: 108). La segunda característica es la deslocalización espacio-temporal de la que he hablado previamente. Ambas características tienen que ver con la protección del cuerpo, el desdibujamiento de este y el alejamiento del peligro. Se sustituye el roce genital y el de los cuerpos, las impresiones aromáticas, las percepciones auditivas por otros órganos protésicos, que modulan la forma de recepción y envío de estímulos eróticos. Sin embargo, estos objetos quedan cargados de estados afectivos y también los transmiten, de la misma forma en que se comunican experiencias sensoriales mediante el habla, el lenguaje, los sonidos emitidos y las imágenes impregnadas de significados. Igualmente, las tic vehiculan estados emocionales (algunos caricaturizados como los emoticonos) a través del cableado, el ratón, el teclado, el lenguaje vía texto, videos e imágenes codificados para su transmisión. Sin embargo, “no se siente lo mismo” (Diana 2016); se busca y se sigue teniendo la nostalgia del cuerpo del otro, pues no desaparece aunque esté a la distancia. En general, pese a que los ingenieros informáticos, médicos, tecnólogos y la industria sexual estén constantemente realizando grandes esfuerzos para emular la sensibilidad corporal, “esta difícilmente llegará
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a asimilarse” (Diana 2016), porque incluso las formas en las que se perciben los estímulos externos son diferentes en distintos lugares y culturas. Tal vez haya similitudes, pero los filtros contextuales intervienen en la mediación de los placeres y las distintas prácticas sexuales. La fantasía y la imaginación siempre han proporcionado los elementos faltantes, por lo que un video, una foto o un mensaje puede decir mucho más y hacer sentir más excitación que la copresencia, y más si de por medio hay alguna sensación de temor.15 Parafraseando a Sara Ahmed, el dolor se vuelve político mediante el habla y las demandas de compensación. No se desdibuja el estigma de ser gay o lesbiana, pero se evita el peligro, se acepta el riesgo a interactuar, con base en el conocimiento obtenido en las redes sociales digitales del otro, su perfil, fotografía y de otros elementos virtuales disponibles, de manera que el error no resulta tan costoso físicamente. Aquellos que eran controlados y estigmatizados por el dispositivo sexual previo se encontraban, por decirlo de alguna forma, mutilados, ya que estos atributos estigmatizadores mediaban cualquier interacción, especialmente la sexual. Las nuevas tecnologías informáticas, así como las trasformaciones y emulaciones sensitivas, lograron complementar al cyborg, que ahora se arriesga atinadamente a vincularse con otros y establecer contactos y códigos de identidad, apoyando a quienes lo solicitan y gestionando estrategias para luchar en contra de aquello que los ha lastimado: “Internet, más que cualquier otra cosa […] nos ha empoderado al darnos la información, los análisis, la sensación de solidaridad, la experiencia de logros compartidos, el aliento y el apoyo moral que surgen de ser parte de una red de relaciones” (Harcourt 2009: 147).
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VI. Sensaciones, sentimientos y estética
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Capítulo 14. Implicaciones simbólicas del desollamiento de mujeres en la zona conurbada de la Ciudad de México
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Preámbulo al estudio del desollamiento de mujeres Se dará inicio con un hecho perpetrado en la Ciudad de México. El 21 de julio de 2014 fue hallado el cuerpo de una mujer de 25 años en el bosque de Tláhuac. Las particularidades de este caso recaían en la manera en que se encontró el cuerpo, el cual presentaba desprendimientos de piel en diferentes partes, como cuello, senos, abdomen, espalda, clavícula y nariz, además de excoriaciones en tórax, piernas y un glúteo. La mujer en cuestión había sido secuestrada por su exmarido en alianza con su última pareja, quienes además de pedir por su rescate, la violaron, asesinaron, desollaron y abandonaron su cuerpo en un espacio público (Animal Político 2014). Desde las autoridades responsables, el caso se planteó como un homicidio y no como feminicidio; es decir, no hubo una perspectiva de género para la investigación del crimen. Aunado a ello, la referencia para tratar el caso de desollamiento fue el término lesiones, el cual señala cualquier tipo de transgresión recibida por el cuerpo de la víctima antes o después de ser privada de la vida. Lo anterior refleja la nula diferenciación entre los daños que se pueden perpetrar contra alguien, como puede ser un rasguño, un golpe, una mutilación, un desollamiento, entre otros. Considerar esto resulta importante, ya que nos muestra el grado de violencia con el que se efectuó el crimen. Con el ejemplo citado se puede concebir que el modo en que se ejecuta un feminicidio es relevante, dado que evidencia mecanismos, ima-
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ginarios, mensajes y posibilidades relacionados con el modo en que el cuerpo de la mujer se puede violentar. Por lo tanto, considerar la forma en que se halla un cuerpo es indispensable, no solo desde un ámbito jurídico, sino también desde la mirada de las ciencias sociales y las diferentes disciplinas que se coadyuvan en la investigación de fenómenos como los feminicidios. A partir de la problemática planteada, el objetivo de este capítulo es hacer una lectura del desollamiento a mujeres relacionándolo con el ámbito de la sensibilidad y que, por ende, pertenece al plexo de la estética, donde hay un cuerpo que recibe y procesa la violencia que se vuelca contra él. También se encuentra la figura de un sujeto que mira el resultado del acto violento, quien a su vez puede generar una percepción a partir de la realidad vivida en su contexto. La investigación se aborda en tres fases. La primera, hecha a partir del seguimiento de notas periodísticas de corte nacional acerca de casos de desollamiento tanto de hombres como de mujeres. Con estas se ha podido hacer un estudio comparativo que se centra en los casos de mujeres, por tener especificidades convenientes para su consideración y análisis, y que a continuación se desarrollarán con mayor amplitud. De esta manera, se pretende tener una aproximación, aún de carácter exploratorio, al tema de desollamiento ya que no existen datos oficiales ni definiciones que contribuyan a entender este fenómeno. En la segunda fase se encuentra el tratamiento conceptual del tema del desollamiento de mujeres, que, como ya se ha señalado, aún no tiene definiciones precisas. Además, se recurre a otros términos como feminicidio para contribuir, en cierta medida, a pensar en las causas, el impacto y el nivel de violencia que se ejerce sobre ciertos cuerpos de mujeres. Aunado a esto, se propone una definición que ayude a dilucidar lo que se entiende por desollamiento de mujeres, y, así, continuar con el análisis y la lectura simbólica de este fenómeno. La tercera fase gira en torno al análisis de este fenómeno en resonancia con la teoría del fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, cuyo trabajo nos ayuda a tratar conceptos como el cuerpo, la carne, lo sintiente y lo sensible, los cuales dan pauta para pensar en la figura de la víctima de este crimen. Por otro lado, con el trabajo de David Le Breton podemos recurrir a la idea de la percepción y la mirada del otro hacia la víctima, esto con el
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objetivo de abordar al receptor de las imágenes de desollamiento, quien puede construir una idea de su contexto, mediante las imágenes de la violencia gestada en el país.
La cifra negra del feminicidio y el desollamiento En los últimos diez años se ha presentado un incremento en el número de feminicidios, reflejado en las cifras absolutas de diferentes organismos, como onu Mujeres (2017). En 2007 hubo 1,089 defunciones de mujeres con presunción de homicidio relacionadas con el delito de feminicidio, las cuales no se trataron con esa perspectiva. En 2016 se registraron 2,746 asesinatos a mujeres. Lo anterior muestra que hubo un aumento significativo de más del doble en los homicidios de mujeres, en un lapso de nueve años según los datos oficiales, con lo cual se estima que en México se asesina a siete mujeres cada día (onu Mujeres 2017). Aunado a ello, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (Conacyt 2018) indica que en tan solo dos años, de 2015 a 2017, hubo un incremento de 72.4% en los feminicidios en diferentes estados de la República Mexicana. Aquellos que tienen un alto índice de este delito son Sinaloa, Estado de México, Ciudad de México, Puebla, Morelos, Sonora, Chiapas, Jalisco, Veracruz, Nuevo León, Tabasco y Oaxaca. Por otra parte, las cifras no constituyen los únicos ejes que revelan la situación del problema, también es notable la manera en que se ejerce la violencia en este tipo de crimen. Esto se refleja en las causas de muerte más comunes que, según el inegi (2017), son el estrangulamiento, la sofocación, el ahorcamiento, las quemaduras, los golpes y las heridas con objetos punzocortantes. También hay formas de violencia posteriores a la privación de la vida, como el descuartizamiento, la mutilación, el intento de desaparición del cuerpo y el desollamiento, que a continuación se abordará. En lo referente a este último fenómeno, el presente estudio se centra en los últimos diez años en la zona conurbada de la Ciudad de México,1 a partir 1
Se hace la acotación de que en otros estados de la República también existe el fenómeno del desollamiento, que puede presentar diferencias en poblaciones, frecuencias y porcentajes; sin embargo,
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de un seguimiento a notas periodísticas de circulación local y nacional. Con base en los datos recabados, en primer lugar se observó que el número absoluto de los casos de desollamiento es pequeño, un total de treinta hasta la fecha. Sin embargo, pese a que el aumento en ambos sexos es significativo, existen más casos de mujeres. Los siguientes señalamientos pueden observarse en la gráfica 1. Durante los siete primeros años, en el caso de los hombres hay una constante que va de cero a un caso por año, pero desde 2016 se ha incrementado de 2 a 5 casos; más del 60% de sucesos se presentó en los últimos tres años. En cuanto a las mujeres, en los primeros siete años no se registran datos salvo en 2014. Sin embargo, a partir de 20162 y hasta la fecha, se registran 85% de casos, lo cual puede interpretarse como un aumento exponencial mayor para mujeres que para hombres. Gráfica 1. Tendencia de los desollamientos 7 6 5 4 3 2 1 0 2009 2010 2011
2012
2013
2014
Mujeres
2015
2016
2017
2018
2019
Hombres
Fuente: Elaboración propia con datos recabados de notas periodísticas.
A partir de esta observación surge la pregunta ¿por qué la población femenina, que no presentaba datos de desollamiento, durante los últimos tres por cuestiones de acercamiento y manejo de datos, se seleccionó para este estudio a la Ciudad de México y la zona conurbada, que comprende también al Estado de México. 2
Es indispensable mencionar que 2019 no ha concluido y pueden presentarse más casos durante los siguientes meses.
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años, comienza a tener registro y un fuerte incremento en la Ciudad de México y la zona conurbada, en comparación con la población masculina que, a pesar de tener un aumento en los últimos años, siempre tuvo una mayor constante durante todo el periodo estudiado? Esta fue la forma en que se elaboró el objeto de estudio, en torno al desollamiento a mujeres, en el espacio y tiempo que ya se han señalado. Los datos recabados arrojan información para analizar el perfil de las víctimas, las razones que dan los feminicidas para realizar este tipo de transgresión y los indicios que permitan entender el porqué de esta violencia perpetrada en el cuerpo de ellas. Lo anterior servirá para hacer la lectura a partir de las aportaciones tanto de Merleau-Ponty como de Le Breton, para pensar en el cuerpo y la mirada hacia la víctima del desollamiento. El primer objetivo del estudio es concebir el tema de la visibilidad de las mujeres desolladas y preguntar quiénes son las víctimas. Al tratar el tema de la identidad, se observa que las mujeres tenían una edad que oscila entre los 22 y los 45 años, con una moda y media de 30 años. La totalidad de las mujeres fueron encontradas en espacios públicos, en su mayoría en la carretera o en zonas boscosas. Se presenta una mayor concentración en el oriente, tanto en el noreste —Estado de México—, como en el sureste —en la zona de Tláhuac. La mayoría de las mujeres transitaba por la zona o residía cerca del área donde fueron encontradas. La mayor parte de los casos investigados (97.1%) son de tipo expresivo, es decir, se hicieron sin una finalidad comercial ni beneficio económico que obtener, y tan solo 2.9% es instrumental, en cuanto que el objetivo era la venta ilegal de órganos (véase la gráfica 2). Asimismo, las laceraciones en el cuerpo se concentran generalmente en el rostro, cuello y cuero cabelludo, aunque existen casos en que el desollamiento se realizó en piernas, tórax y huellas dactilares. Este punto es fundamental puesto que se relaciona con las partes corporales que sirven para identificar a la fallecida. Al haber cortes que no permiten reconocer a la víctima y dejar el cuerpo sin identificación o pertenencia alguna, las autoridades tardan en tener un registro con datos precisos, lo que implica un proceso más complicado para que los familiares encuentren a la víctima. De igual manera, solo 18.7% de los cuerpos de mujeres son identificados en la carpeta de investigación, mientras que el 81.3% quedan registradas como “sin identificación”.
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Gráfica 2. Tipo de desollamiento 2.90%
Expresivo Instrumental
Fuente: Elaboración propia con datos recabados de notas periodísticas.
El delito que se relaciona con el desollamiento de mujeres es, en primer lugar, el de feminicidio, ya que en todos los casos las víctimas fueron privadas de la vida previamente. Además, corresponden con la condición necesaria para considerarlo feminicidio: todas las víctimas son expuestas en lugares públicos y se les infligen lesiones degradantes (Código Penal para el Distrito Federal 2016). Por otra parte, está ligado con el crimen de la violación sexual, ya sea que lo cometan personas desconocidas o con las que mantenían alguna relación emocional. Este último dato se subraya, ya que es un diferenciador con el desollamiento en hombres, el cual en su mayoría se relaciona con problemas del crimen organizado, bandas delictivas o conflictos con personas que tienen alguna injerencia política. Únicamente se encontró el caso de un hombre que había sido violado sexualmente por una problemática de homofobia. En cuanto al seguimiento a la investigación y los resultados de esta, solo se registró un caso en el que existían sospechosos y hubo procesados por el crimen. Para los demás casos, que corresponden al 97.1%, no existen datos de que se procesara a los responsables del feminicidio y desollamiento (véase gráfica 3). Finalmente, es necesario señalar que, en el procesamiento de datos y en la búsqueda de datos oficiales de organismos públicos o instituciones gubernamentales, no existen registros de este fenómeno por su especificidad, dado que cualquier acto perpetrado al cuerpo, ya sea estrangulación, des-
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cuartizamiento, desollamiento, entre otros, se engloban en la categoría de lesiones. Esto dificulta la clasificación de las lesiones que pertenecen al concepto de desollamiento, pues se tendría que especificar puntualmente el tipo de corte a la piel para considerarlo como tal.
Gráfica 3. Total de procesados 2.9%
No procesados Procesados
97.1%
Fuente: Elaboración propia con datos recabados de notas periodísticas.
Una aproximación al concepto de desollamiento Dar un tratamiento conceptual al tema de desollamiento presentó dificultades, pero a la vez permitió hacer una exploración para proponer entonces una definición que delimitara lo que se entiende en cuanto a este problema. En primer lugar, se recurrió a la base teórica desde las ciencias sociales, en la que el término desollamiento no tiene un tratamiento especial; sin embargo, en ocasiones se le recoge junto a conceptos como el de tortura y transgresión corporal, los cuales reúnen otras formas de afectación del cuerpo de la otra con diferentes finalidades. El primer teórico al que se recurre es Michel Foucault, quien en su libro Vigilar y castigar menciona que la función de la exposición de un cuerpo torturado a la comunidad en el siglo xviii era dar una enseñanza en cuanto a la manera en que se ejercía la penalidad; es decir, que sirviera de ejemplo para los demás (2009). Esto
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puede servir de referencia, dado que el cuerpo de una mujer desollada en un espacio público podría leerse a manera de una posible enseñanza de quien lo perpetra hacia la sociedad, o bien hacia las mujeres, como un mensaje que nos dice que este acto se llevó a cabo porque nuestra sociedad lo ha posibilitado, al ser misógina y violenta contra ellas. Esto se muestra tanto en las cifras como en la vida cotidiana de una mujer, quien es objeto de acoso constante, en un contexto en el que no se han implementado medidas para tratar y evitar estos problemas con eficacia. En cuanto al fundamento jurídico que podría sentar la base de lo que se considera desollamiento, se encontró que el marco legal es nulo: el término no existe como tal en ningún código penal del país y no se penaliza. Por lo tanto, se consideró necesario recurrir al concepto feminicidio, debido a que existen ciertas características que se describen y coinciden con el del fenómeno del desollamiento. En la definición de feminicidio que dan los códigos penales del Distrito Federal y del Estado de México, se encuentran tres puntos que ocurren en el desollamiento y que resulta indispensable analizar: “i. La víctima presenta signos de violencia sexual de cualquier tipo; ii. A la víctima se le ha infligido lesiones infamantes, degradantes o mutilaciones, previas o posteriores de la vida; […] y iv. El cuerpo de la víctima es expuesto, depositado o arrojado en un lugar público” (Código Penal para el Distrito Federal 2016; Código Penal del Estado de México 2000). El primer punto corresponde con la característica relacionada con el desollamiento, en lo general. El segundo, es el que más nos interesa para fines de este trabajo, dado que dichas “lesiones” marcan la manera en que el cuerpo de la mujer se abandona. Ya no importa solamente el “qué”, sino el “cómo”, y es aquí donde entra el fenómeno del desollamiento. El cuarto punto coincide con el hecho de que los cuerpos desollados quedan expuestos en las vías, carreteras y espacios públicos. Siguiendo con el tema de la exposición del cuerpo transgredido, se encuentra que la mayoría de quienes cometen el delito de feminicidio consideran que lo hicieron para castigar a la mujer ejecutada, puesto que presumen que anteriormente se había comportado de manera incorrecta: posibles infidelidades o terminación de la relación amorosa, por mencionar algunos ejemplos. Lo anterior destaca una teoría que en criminología se llama técnica de neutralización, en la que el criminal desconoce a la víctima,
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es decir, no considera que haya sido víctima en cuanto que la castigó por haber cometido algo indebido, lo que implica que el feminicida no se reconoce como un delincuente, sino como un impartidor de justicia (M’Cready y Matza 2008). Respecto al desollamiento, los criminales sostienen la idea de que por una cuestión de impartir justicia asientan la saña en el delito que cometen. En lo que refiere al término feminicidio desde las ciencias sociales, hay una mayor consistencia en la trayectoria de su definición. Para fines de este trabajo se utilizarán dos definiciones que se consideran pertinentes para el objeto de estudio. En primer lugar, se encuentra Rita Segato, quien nos dice que el feminicidio es “una forma de dominio territorial desde una lógica patriarcal” (2013: 40). Esta idea se recupera al considerar el cuerpo como un espacio que debe ser peleado e impugnado para dominarlo, y el feminicida pareciera marcar ese cuerpo ajeno también como suyo, y hacer con él lo que se guste, incluso transgredirlo y dejar asentado eso. Un ejemplo pueden ser los casos en que los feminicidas, además de desollar el rostro de la víctima, firman su cuerpo. La segunda definición es de Mariana Berlanga, quien señala que el feminicidio no implica placer sexual, sino poder, dominio y control del hombre sobre la mujer. Asimismo, se relaciona con el sistema de valores de una sociedad que posibilita este tipo de actos (2018: 108). La segunda parte de su definición se retoma para señalar la omisión, el cual se refleja en la falta de definición, punición e investigación sobre el desollamiento y otro tipo de transgresiones de manera focalizada, que permite que se perpetúen estas formas de violencia hacia las mujeres. Debido a la problemática en la conceptualización de desollamiento, para los fines de este trabajo se construyó una definición general del término, que se puede ampliar posteriormente con la interpretación generada en torno al cuerpo y la mirada de Merleau-Ponty y Le Breton. En primera instancia, se entiende el desollamiento como la transgresión corporal que se realiza mediante el corte y desprendimiento de pedazos de piel específicos, que abarcan zonas como rostro, cuello y huellas dactilares, todas relacionadas con la identidad de la víctima. Este último punto es crucial, porque el problema de la identidad nos permite focalizar elementos que no son considerados desde el marco legal, y un análisis desde las ciencias sociales podría dar pauta para hacer una reflexión en torno a este.
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El desollamiento señala que la violencia no se detiene con el acto de matar, en cuanto que además se puede traducir en el acto de borrar la identidad. Esto significa quitar parte de lo característico y singularizador del físico de la víctima, pues el rostro queda degradado y su condición humana desacralizada, con un cuerpo en partes, sin un rostro que reconocer. Por lo tanto, se puede afirmar que al desaparecer la singularidad ontológica de la víctima queda por hacer una búsqueda para saber quién es la mujer sin rostro, de dónde proviene, si tiene familia, entre muchas más preguntas que se pueden plantear al respecto.
Una mirada estética al cuerpo desollado desde Merleau-Ponty y Le Breton Una vez establecidos los criterios conceptuales con los que se trabajará, para efectos de este ejercicio de análisis, se dará lugar a la lectura de lo que un cuerpo desollado puede implicar en un contexto violento como el presente, con el fin de fortalecer las definiciones y la propia problemática que se estudia. Por otro lado, se pensará al cuerpo desde la estética, esto es, se abordará desde lo sensible, en relación con el cuerpo que fue violentado y el espectador que mira el resultado de dicha transgresión. Se comenzará con la base en que sucede el desollamiento, el cuerpo, punto de análisis dotado de valor socialmente a lo largo de la historia (Butler 2010: 3), y al que también se puede entender desde lo político, lo subversivo, lo privado, lo artístico y lo público. Puesto que el giro sensorial puede hacer aportaciones a la problemática de los desollamientos de mujeres se recupera en primer lugar la teoría de Merleau-Ponty, quien asevera que vivimos y estamos en el mundo a través de nuestro cuerpo y, por lo tanto, la vida puede entenderse como corporalidad (1993). Ahora bien, en este caso, en que el cuerpo en cuestión es el de la mujer, se puede debatir sobre la posibilidad de la movilidad de su cuerpo en su vida diaria y si en realidad está restringida, en cuanto que el espacio público se vuelve un área donde el hombre y su cuerpo pueden desenvolverse con mayor facilidad, pudiendo ejecutar todo tipo de actos, incluso los que atentan contra la integridad y vida de una mujer. La importancia del cuerpo radica en que puede mostrar el ejercicio del poder en diferentes ámbitos, en términos de su desplazamiento, del libre
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ejercicio de las decisiones sobre él y de poder desarrollar su propia vida. En resumen, mediante el cuerpo se realizan las diferentes actividades que posibilitan pensar en la libertad del sujeto; a saber, cualquier persona a través de su cuerpo materializa los actos que desea y necesita llevar a cabo en su día a día. En el caso del cuerpo de una mujer desollada, cabría destacar la pregunta de la libertad, para, a su vez, imaginar quién podría frenar ese derecho del que toda persona debería gozar. Por otro lado, surge la pregunta sobre los componentes que dotan de singularidad a un cuerpo y cierta relación con el mundo, a pesar de su condición de desollado. Esto, con el fin de concebir que los cuerpos contienen singularidades que permiten materializar a una persona en concreto y, por tanto, la hacen sujeto. Para abordar este punto es necesario pensar que el cuerpo tiene la característica de ser sintiente, pues la sensación, que antecede a la parte reflexiva, recae directamente sobre él; a su vez, es sensible, en tanto que genera un logos sobre sus sensaciones y es portador y órgano de la sensibilidad (Merleau-Ponty 1993). Habría que preguntarnos sobre la sensibilidad en un cuerpo desollado, en el que la epidermis, la capa más sensible, fue desprendida, y también sobre el logos que se puede concebir ante un acto como este. La estética nos brinda un apoyo para pensar el cuerpo, ya que se le puede concebir como el aspecto básico para sentir, producir y reflexionar en sus sensaciones. Para el filósofo francés, el cuerpo sirve de puente en nuestra relación con la realidad y el mundo externo, y esto se hace a través del sentir, que es una producción generada por nuestro cuerpo ante los estímulos que nos presenta el mundo, que además está inacabado, porque todo el tiempo está en constante desarrollo y acción. Así, el cuerpo puede entenderse como la base de la experiencia vivida, por ser la condición de posibilidad para toda experiencia que tengamos, además de ser un horizonte de sentido. El cuerpo propio llamado Leib es la unidad de percepción y movimiento, de espacio y tiempo, de la pasividad y actividad. La experiencia que tenemos (Erfahrung) se da gracias a la relación que nuestro cuerpo guarda con el mundo. Ligándolo con el tema de este trabajo, al ser el cuerpo un asentamiento de la experiencia, queda por cuestionar la vivencia de un desollamiento, cómo el cuerpo mismo refleja una situación de violencia, violación, degradación que no solo es reflejo del caso específico de una mujer, sino del ambiente que se vive socialmente en nuestro país.
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En línea con la teoría de Merleau-Ponty, el cuerpo implica la construcción de una filosofía de la carne (chair), la cual concibe como la matriz universal de la relación, mientras que el cuerpo vendrá a ser un acontecimiento. Cuerpo y mundo provienen de la chair, pero el primero es sintiente y el segundo es gestación de posibles. La carne viene a ser el elemento de trasfondo que dota de vida al cuerpo. Si se piensa desde el desollamiento, al quitar la piel lo que se revela es la carne, la materia que no se ve por estar recubierta, pero que en este caso ha sido expuesta. El desollamiento nos muestra el componente central de nuestro cuerpo para decirnos que alguien ha quedado sin vida, como queda reflejado en su máxima expresión, al tiempo que nos recuerda cómo estamos compuestos internamente. El cuerpo, como ya se señaló, es una expresión de la vida misma, pero ¿qué sucede cuando lo que se produce es una transgresión al cuerpo de la otra? En este caso el acto no cesa con la muerte del cuerpo, considerado el punto básico de la vida, sino que además se interviene desollándolo y marcándolo, con la intención de que pierda su identidad; además, se vuelve un espacio de escritura donde el autor del crimen deja asentado su poder y delimita su territorio. Una nueva manera de tratar ese cuerpo transgredido es mediante la mirada del otro o la otra. De esta forma puede seguir siendo sintiente, es decir, puede ser observado, imaginado o percibido por alguien más. Esto se lleva a cabo al dotarlo con la identidad que tuvo, ya que seguramente esa persona tendría una familia, una casa, diversos proyectos e incluso pudo ser objeto de un duelo familiar. Al pensar en su vida personal se genera un espacio específico para la víctima que no se consume en una simple cifra de la violencia del país. Al pensar este tema desde la estética, en el ámbito social, se puede plantear la pregunta: ¿por qué es importante la mirada del otro o la otra en casos de extrema violencia como el de desollamiento de mujeres? Recuperando a Le Breton se puede afirmar que “la mirada […] es un elemento permanente de la existencia y, en especial, de la relación con los otros” (1999: 195). Cuando una persona mira a otra, la dota existencia. La mirada llega a ser un acto que contiene sensibilidad, que recupera información de la otra, interviniendo con el cuerpo y no solo con los ojos; no hay una comunicación como tal, puesto que se lleva a cabo mediante una imagen que circula por la prensa, además de que el cuerpo de la asesinada no puede regresar la mirada. Sin embargo, sí podría haber un reconocimiento por parte de quien
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la mira, para dar un lugar a la persona que ya no se encuentra. Recordemos que sigue existiendo un cuerpo, aunque esté sin vida, y se pueden dar múltiples formas de remembrar a la víctima. Asimismo, es importante resaltar que los medios de comunicación manejan de manera reiterativa la información sobre crímenes con alto grado de violencia, como el desollamiento, haciendo circular imágenes abyectas que generan horror y espanto (Ovalle 2010), aunque posteriormente pasan al olvido o tienen un efecto petrificante que no es posible abordar con el otro o la otra. En resumen, la circulación de imágenes no es neutral, en cuanto que tiene un peso cultural, político y social sobre la manera en que se forman miradas y acciones frente a lo que está sucediendo en un contexto como el mexicano. La mirada pasa del morbo a lo inadvertido, y al no mirar se borra del mapa de manera simbólica a la víctima. Por lo anterior, es importante preguntarnos por la forma en que se percibe este tipo de crímenes y cómo es posible posicionarse frente a estos. Se puede concebir, entonces, que la imagen de una desollada no solo hace referencia a un acto sanguinario que a su vez es un objeto de la prensa, sino que habla de una vida que fue interrumpida con gran violencia, lo cual se refleja en su carencia de piel. Pero ¿qué podría reflejar un cuerpo inerte y desollado en los ojos de la persona espectadora? No solo se trata de una vida segada, pues también hay un cuestionamiento en torno a la identidad de la víctima, y no únicamente en términos singulares, sino en conjunto, para poder pensar el porqué las mujeres son asesinadas de esta manera y sus cuerpos abandonados en tales circunstancias. ¿Qué es lo que permite que este tipo de fenómenos sociales ocurran y que su imagen circule, sin que se tomen medidas contra el feminicidio? De esta forma, se puede constatar que es posible formular un número ilimitado de preguntas al hablar con la imagen de una mujer desollada, y quizás esa sea otra forma de relacionarnos con el suceso, más que como mera información que circula. De esta forma, es necesario destacar el problema de la recepción de la imagen del desollamiento de mujeres. Este gira en torno a la concepción del control sobre el imaginario social, lleva a preguntarse quiénes detentan ese poder, qué hacen con los cuerpos de quienes no tienen dicho poder, quiénes circulan esta idea y cuáles son los marcos de visibilidad en los que las mujeres se vuelven cifras y no son tan visibles como se podría pensar, a pesar de que circula su imagen transgredida y sin rostro noticia tras noticia. A
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partir de esta noción, al cuestionarse sobre este problema desde su propia experiencia estética en un ámbito social violento como el presente, la persona receptora puede plantearse otra forma de mirar, que no tenga que ver con lo burdo y lo grotesco, sino con la capacidad de comprender un fenómeno que sucede en su contexto y que no le es ajeno, dado que es parte de los problemas a los que se enfrenta el país y sus consecuencias, como la naturalización de la violencia que se ha venido desarrollando a lo largo de los últimos dos sexenios. Asimismo, queda hacer hincapié en la importancia que tiene la mirada para construir la realidad, puesto que a partir de la manera en que se perciben los fenómenos se formula un discurso que enuncia una explicación u ordenamiento de su razón de ser. Lo anterior, aplicado al feminicidio y a los casos de violencia extrema, podría pasar de la lógica del crimen pasional específico a la de un acontecimiento que proviene del contexto violento actual, que permita pensar en la razón por la que estos sucesos se afincan en una cuestión de género. El desollamiento tiene la característica de hacer explícita la saña con que se comete el delito: quien mira un cuerpo desollado no pone en duda la crueldad con que se perpetró el crimen sobre el cuerpo de la víctima, y quizás de ahí se pueda mirar de una manera en la que no se normalice el delito.
Una nueva mirada hacia la violencia Para concluir este trabajo, queda señalar que se plantean más puntos de análisis que ejes concluyentes; sin embargo, cabe resaltar la labor conceptual que se ha llevado a cabo para definir el desollamiento, la cual implica pensar en la degradación de la integridad del cuerpo de la mujer. Esto nos permite reconocer el problema de la identidad de la víctima y tomar conciencia de la manera en que miramos este tipo de crímenes. Al remitirnos a las aportaciones que Merleau-Ponty hace en torno al cuerpo alimentamos el aspecto conceptual del desollamiento, en el que no solo el cuerpo se transgrede. Puesto que el cuerpo es un elemento vital, hay una pérdida directa, pero, por otro lado, se denota que lo que se expone es la carne, ese elemento que por lo general está recubierto y del que todas las personas estamos compuestas.
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La identidad fue otro de los aspectos que me llevó a pensar en el cuerpo de las desolladas, al preguntarnos por qué se arrancan ciertas partes del cuerpo relacionadas con su singularidad y se obstaculiza su reconocimiento como víctimas. De esta forma, es necesario considerar que no solo el análisis de los feminicidios es importante en nuestro contexto, en cuanto que es indispensable atender la manera en la que se realizan, al reflejar saña y desdibujar la identificación de la víctima. Habrá que empezar a leer los feminicidios no solo en términos de cifras, sino en la manera en que son llevados a cabo, para así poder entender el nivel de violencia que se suscita tanto en las mujeres como en nuestro contexto. Preguntarnos sobre la libertad y autonomía que tiene el cuerpo de la mujer permite pensar que los actos violentos y transgresores en su contra no se deben normalizar, puesto que esto posibilita relaciones de poder que se reflejan en el día a día, desde imágenes proyectadas hasta actos como el desollamiento que intentan desdibujar la identidad de quien ha sufrido la violencia. Habrá que cuestionar los marcos de representación que permiten construir una idea sobre la violencia que no singulariza, sino que generaliza y convierte en cifras a las víctimas. Por otro lado, es importante hacer hincapié en que es posible cuestionar la manera en que la información se recibe a través de las imágenes; preguntarse el objetivo de la fotografía de una mujer sin piel en el rostro, expuesta en una vía pública sin que se sepa su identidad. Cabe recalcar nuestra posición como personas espectadoras, tomar conciencia del lugar desde el que miramos y de los marcos de visibilidad de estas imágenes que bombardean nuestra cotidianidad, para darles otro estatuto que no nos pierda en el flujo constante de la visibilidad. A partir de este trabajo es posible considerar la importancia de ahondar en problemáticas como esta desde la estética, dado que nos permite preguntarnos por la mirada y la manera en que se está recibiendo la imagen. Si bien los sentidos se pueden concebir como un vehículo que posibilita una relación más reflexiva en torno al fenómeno del desollamiento, habrá que cuestionarse lo que sucede, desde distintas aristas, y el contexto en el que se genera. Una vez que se propone una reflexión en relación con el desollamiento y la mirada que posibilite conceder la existencia al cuerpo de una mujer desollada, se podría pensar en otra forma de representar la violencia, a manera de remembranza y resistencia, no de derrota ni de sublimación de los
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actos perpetrados contra ella, para de esta forma generar una postura de respeto por las mujeres que han sido víctimas y por su imagen en circulación. Una manera de hacerlo es generando una memoria colectiva que nos indique que estos crímenes tienen fecha, identidad y producen una tendencia que es posible verbalizar; es decir, tomar conciencia de nuestro entorno. Con ello se puede visibilizar a quienes han sido mantenidas en lo invisible.
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Capítulo 15. Aula universitaria y experiencia estética: narrativas del gozo
Debemos crear espacios donde sea posible el deseo de florecer. Queer Ultraviolence
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Liminar Si bien el presente texto no da cuenta de un trabajo de investigación, está entretejido con los conocimientos y saberes adquiridos en el doctorado, tanto en las clases recibidas en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género (cieg), como en las experiencias vividas en los intercambios académicos que llevé a cabo. Sin duda, también, se basa en el recorrido cotidiano por el aula de educación superior, el campo y el laboratorio diarios al mirarlos y resignificarlos con un enfoque que considera aspectos teórico-metodológicos de la perspectiva de género, el giro sensorial, la pedagogía crítica y, por supuesto, una sensibilidad para vivir el salón de clases desde su contingencia. En este sentido, este texto es una reflexión resultado de impartir, con una metodología sensorial, la experiencia educativa (ee) y la “Experiencia estética”, en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana, durante el periodo de agosto de 2017 a enero de 2018, a 35 estudiantes de nuevo ingreso, 26 mujeres y nueve hombres, de la licenciatura de Lengua y Literatura Hispánicas, en la ciudad de Xalapa, Veracruz. Partí de la premisa de que la experiencia estética no se puede enseñar solo desde la teoría ni aprenderse únicamente mediante prácticas y estrategias pedagógicas “objetivas”, sino a través de la vivencia estética. Esto último está en consonancia con el aspecto nuclear del curso, la reflexión en torno al sentir: la experiencia producida por el encuentro entre el espectador y el
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objeto estético. Además, mi asistencia al seminario “Los sentidos del cuerpo: el giro sensorial en la investigación social y los estudios de género”1 favoreció que pudiera establecer un diálogo entre los contenidos teóricos discutidos en las aulas del cieg y el desarrollo de la ee en el salón de clases universitario. De suerte que impartí la ee con estrategias que consideran los presupuestos de una etnografía sensorial en que los conceptos clave son “la percepción, el lugar, el conocimiento, la memoria y la imaginación” (Pink 2009, 48. Traducción propia). Estos me permitieron focalizar la dinámica escolar en la percepción, el cuerpo y las narrativas del estudiantado para desarrollar la ee, la cual, asimismo, quedó enmarcada en una pedagogía crítica que busca “enseñar a dar poder” al alumnado: Necesitamos recordar que nuestros estudiantes no son espectros incorpóreos para hacerlos volar por los corredores de la retórica y la sofistería pedagógicas; más bien los estudiantes son agentes históricos complejos y necesitan poder leer los múltiples textos de su propia vida. Es decir, necesitan leer los lenguajes y los discursos en los que se encuentran para reinventarse a sí mismos (McLaren 2011: 386).
Finalmente, el curso quedó articulado a partir de las siguientes preguntas: ¿Qué supone reconocer que sentimos? ¿De qué da cuenta una experiencia estética narrada mediante estrategias de una etnografía sensorial? ¿Qué supone reconocer y narrar? ¿Qué se siente en un orden sensorial que es, a su vez, un orden social? ¿Cómo contribuye la etnografía sensorial a dar cuenta de una experiencia estética en el aula universitaria?
La experiencia estética como vivencia estético-sensual El carácter sublime de la experiencia estética nos enfrenta al problema de la comprensión cartesiana, ya que nos permite expresar aquello que reconocemos y aprehendemos mediante la percepción sensorial como una singularidad estética de la cotidianidad. Dicho de otro modo, la vivencia estética es una suer1
Coordinado por la doctora Olga Sabido Ramos e impartido en el periodo agosto-diciembre de 2017, en las instalaciones del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (cieg) de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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Aula universitaria y experiencia estética
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te “de ‘inmediatez vital’ precedente a la reflexión racional” (Torres 2016: 105). Por lo que podría afirmarse acertadamente: percibo, luego —a veces— pienso. Sin embargo, la inercia de lo racional y la pretensión de objetividad como únicas vías para acceder, generar y reproducir el conocimiento, que se promueven en los espacios universitarios, terminan por desdibujar los efectos de esa “inmediatez”. En consecuencia, el olvido contribuye al desconocimiento de lo que en términos epistemológicos obra la percepción y lo que “enseña” una experiencia estética. Esto solamente se reconoce a posteriori, pues dicho suceso no se puede entender en el momento mismo de la vivencia, más bien se percibe y comprende —a veces— no —solo— desde lo racional, sino, sobre todo, desde lo emotivo. La experiencia estética es la forma que los seres humanos tenemos de aprender y relacionarnos con el mundo a través de nuestros sentidos. Podemos experimentarla con objetos naturales y artísticos, de forma activa o pasiva, provocadora de distintas emociones: fascinación, euforia, emoción, ilusión, etcétera (García 2017, s/p; subrayado en el original).
No obstante, aun cuando la vivencia estética anula o suspende momentáneamente la continuidad racional, sí es posible dar cuenta de ella. Esto se debe a que la experiencia estética es, ante todo, una experiencia corporal que puede registrarse mediante el uso de instrumentos propios de una etnografía sensorial que “experimenta con múltiples medios para el registro y la comunicación de hechos y teorías culturales” (Howes 2014: 12), y cuya perspectiva propone “tomar en cuenta los sentidos” (Howes 2014: 13). Con este enfoque se abordaron los contenidos, las dinámicas y la evaluación del curso referido: el énfasis de esta metodología se situó en la producción de narrativas de imágenes —con imágenes— contadas desde y con el cuerpo. Puesto que la finalidad de la experiencia educativa era recuperar la importancia del gozo experimentado ante el objeto artístico, si queríamos ser congruentes no era posible referir las experiencias estéticas del alumnado con los instrumentos académicos tradicionales (examen, ensayo, exposición). Antes bien, se promovió considerar alternativas reapropiadas para darle un giro a aquella sentencia común: “Lo que puede decirse no vale la pena y lo que vale la pena, no puede ser dicho” (Mazzotti y Alcaraz 2006: 36), y, de ese modo, expresar las experiencias estético-sensuales mediante lo que denomino “narrativas del gozo”.
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El salón de clases: espacio sin alma La práctica docente de cualquier nivel educativo en México se caracteriza, principalmente, por la serie de yerros que la conforman casi de manera consustancial: el ejercicio vesánico del poder; la evidente mas no criticable asimetría entre quienes enseñan y quienes aprenden; el silenciamiento de la voz del estudiantado; las dinámicas de invisibilización, negación y exclusión de las diferencias, y, en general, el constante borramiento del otro y la otra, y de todo aquello que no se integre dócilmente a la orquestación puntual de la enseñanza-aprendizaje tradicionales. Asimismo, la institución escolar contribuye, mediante sus dinámicas acríticas, con la reproducción de los estereotipos de género, toda vez que promueve formas de organización y uso de los espacios físicos de manera desigual, al reservar el ámbito público a los varones, sobre todo, y los espacios cerrados a las mujeres. Esto también se observa en las maneras de expresar o callar las inconformidades, así como en el ejercicio de prácticas y saberes sesgados cuando se plantean conductas específicas para las chicas y otras concretas para los chicos.2 De este modo, el común denominador de los testimonios de quienes hemos sobrevivido al sistema educativo mexicano evidencia una suerte de cansancio, resignación y triunfo propios, de quien arribó a la otra orilla a pesar de los obstáculos. Al desagradable recuerdo de haber cursado la enseñanza obligatoria se suma el reconfortante discurso del “lo logré”. Por ello, entre otras situaciones, la memoria encarnada de los años de educación formal de la escuela —pública o privada— suele estar plagada de sinsabores y frustraciones varias.
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El día a día de las y los jóvenes en la escuela obedece a patrones concretos de conducción e inacción. Al respecto, Levinson, en su experiencia de investigación en la escuela secundaria en México expone: “La masculinidad hegemónica premiaba a los muchachos capaces de resistir el dolor y dispuestos a pelear para proteger su reputación y honor. Se valoraba altamente la expresión visible de su atracción sexual por las muchachas, tanto como su interés en los deportes agresivos como el boxeo y el futbol. [En tanto que a las jóvenes se las] obligaba a controlar las implicaciones de expresar cualidades masculinas de liderazgo. Mientras que muchos alumnos reconocían la habilidad que ellas tenían para lograr sus intereses comunes y mantener la disciplina del grupo, en la práctica las más enérgicas eran tildadas de marimachas” (Levinson 1999: 24-25).
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En el salón de clases, en particular, y en la escuela, por lo general, se premia la voluntad de aprender, lo que en la práctica se identifica como la disposición por parte del estudiantado para someterse a las reglas no siempre claras de las dinámicas del aula, cuya manifestación más evidente es la obediencia a la jerarquía escolar. Este llamado al cumplimiento —a la sujeción— supone poseer la capacidad racional para formar parte de la institución escolar como estudiante modelo, es decir, desarrollarse como un sujeto que (solo) piensa —acríticamente— y, al hacerlo, descarta todo aquello que no contribuye al mantenimiento de las dinámicas educativas e institucionales. Es así que, aunque en la escuela no se prohíbe expresamente sentir, es preferible no visibilizar los sentimientos ni las emociones del alumnado y profesorado; no dar cabida al deseo ni voz a sus manifestaciones afectivas; mantener a raya cualquier gesto o acción que revele una debilidad o suponga un quiebre del entramado racional; ni objetar, por supuesto, el orden natural de la dinámica escolar. Tal es el reclamo, a tiempo completo, que impone la institución escolar dentro y fuera del salón de clases a todas y todos.3 Sin embargo, en respuesta a las exigencias actuales, la cuestión de los afectos y las emociones ha entrado en el discurso institucional, como cuando se apostó por la formación en temas relacionados con el medio ambiente, la igualdad de género y la educación para la ciudadanía (sep 2017). Al respecto, la Secretaría de Educación Pública define las habilidades socioemocionales (hse) como “herramientas que permiten a las personas entender y regular sus emociones, sentir y mostrar empatía por los demás, establecer y desarrollar relaciones positivas, tomar decisiones responsables, y definir y alcanzar metas personales”. (Construye T 2018b; las cursivas son mías). Es decir, la institución no propone la percepción sensorial como una manera de aprehender y aprender de la realidad para integrarla al proceso de enseñanza-aprendizaje ni para considerarla en las estrategias didácticas 3
Actualmente, el plan de estudios de referencia del componente básico del marco curricular común de la educación media superior 2017-2018 considera la importancia de las emociones del estudiantado en el proceso formativo. Al respecto, la institución refiere: “Por primera vez en México la educación socioemocional se ha incorporado como parte integral del currículo formal de la educación obligatoria. En el Modelo Educativo se incluye el ámbito de ‘las habilidades socioemocionales y proyecto de vida’, como parte esencial del perfil de egreso del estudiante de educación media superior” (Construye T 2018a).
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cotidianas, antes bien, plantea que las emociones se deben entender y regular, es decir, reconocer —identificar—, pero solamente para ponerlas al servicio de la racionalidad, en cuanto que se deben controlar y dirigir para conformar relaciones positivas en el aula. Por lo tanto, puede entenderse, de manera implícita, que la rabia, la tristeza y el enojo, por citar algunas reacciones, no son bienvenidas en el lenguaje emocional de la escuela. Vigilar y controlar las emociones sigue siendo la consigna. No obstante, son muchas las propuestas pedagógicas y estrategias didácticas que evidencian lo pernicioso que es decantarse por un estudiantado —pretendidamente— racional y objetivo, mismas que apuestan por la conformación de un salón de clases abierto, libre, afectivo, crítico y sensorial. Desde la pedagogía crítica autores como Peter McLaren (2011), Henry A. Giroux (2006) y Paulo Freire (1985), hasta los planteamientos de bell hooks (1994), Megan Boler (1999), Andy Hargreaves (2001), Deborah Britzman (2005), Sara Ahmed (2006),4 entre otras, se trabaja por construir un aula habitada por sujetos cognoscentes que, antes que pensar, perciben, sienten y desean, lo cual les permite reconocer —y situar— el lugar desde el que conocen. Así, pasamos del imperio de lo racional, que afortunadamente tiene fisuras y que ha ocasionado mucho daño a la práctica docente, al proceso enseñanza-aprendizaje y al estudiantado y el profesorado; a otras perspectivas que consideran el ser, estar y hacer emocional de los sujetos de manera reivindicativa.
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Para bell hooks —como se autorrenombra Gloria Jean Watkins—, la práctica docente, entendida como una acción transgresora, debe contribuir al empoderamiento del estudiantado a partir de la identificación de su posición como sujetos atravesados por múltiples variables como la clase y la raza. Por su parte, Boler indaga el lugar que no han ocupado las emociones en los procesos de enseñanza-aprendizaje, refiere que lo afectivo y lo emotivo han quedado excluidos porque reconocer las emociones es incómodo. Por otro lado, Hargreaves reconoce que la práctica docente está atravesada por una carga emocional, por parte de los docentes, que influye directamente en la respuesta del estudiantado, y plantea que “toda enseñanza es, por lo tanto, intrínsecamente emocional, sea esta deliberadamente o por default” (Hargreaves 2001: 1057. Traducción propia). Asimismo, Britzman, desde los presupuestos de la teoría queer, cuestiona los efectos que ha tenido el binomio conocimiento-ignorancia en la constitución de los sujetos, por lo cual desde la resistencia misma a esta acción se conforma un sujeto que en el proceso mismo de lucha reconoce que conoce. Finalmente, Ahmed muestra la diversidad como un término en el ámbito educativo que permite reconocer la manera en que contribuye positivamente en la formación integral en los espacios universitarios.
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Siento, luego des/aprendo: una etnografía sensorial Reconocer que sentimos y qué es lo que sentimos puede ser el punto de partida para replantearnos qué aprendemos cuando aprendemos en un salón de clases. Asumir que sentimos presupone, a su vez, caer en la cuenta de que sentir es una acción social aprendida, dirigida y condicionada por el entorno cultural en el cual nos desarrollamos. Al mismo tiempo, permite, en este caso particular, evidenciar algunas de las intenciones del programa de una asignatura. En el caso de los contenidos de la ee “Experiencia estética”, por ejemplo, significó demostrar que la relación existente entre lo que valoramos como bello, aceptable o repudiable, y la escala social con que se emite tal juicio está construida con base en aquello que en determinado sistema se considera digno de apreciar y reconocer como estético o, en su defecto, feo; esto es, se consiguió evidenciar que “en cada cultura, los órdenes sensoriales están entrelazados con los ordenamientos sociales” (Howes 2014: 19). Aceptar lo anterior suele generar resistencias o despertar recelos; una parte del estudiantado planteó de viva voz que podía sentir libremente y que nadie condicionaba sus sentimientos. Por ello, uno de los primeros pasos a seguir, cuando se desarrolla una metodología sensorial, es advertir al alumnado que los modos de percepción y los significados que configuramos con base en lo percibido determinan nuestro juicio estético —que muchas veces es una valoración moral. Esta es ante todo, una crítica social que ha sido aprendida en el marco de una escala de valores que reconocemos como tales y, por lo tanto, consideramos deseables, reproducibles y expresables en voz alta en manifestaciones artísticas validadas socialmente. Otra cuestión es su conciencia de este encuadre estético-social. El desconcierto puede ser significado como un primer paso para desnaturalizar lo obvio. Después de todo, el recorrido escolar del sistema educativo plantea un largo camino de adquisición de obviedades, imposición de saberes pocas veces comprendidos y cuestionados, silenciamientos enquistados por la hegemonía de un pensamiento pretendidamente racional y objetivo. Identificar otras maneras de percibir y de re/des/significar lo percibido supone abrirse a otras formas de re-conocer o desconocer. De este modo, la percepción —lo que (no) se puede sentir— se nos revela no solamente como una construcción —imposición— social, sino
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además como una manera conveniente de estar con el otro y la otra; ya que el sentir mismo “da lugar a ‘formas sociales’ o ‘formas de relación’” (Sabido 2017: 380) y también a formas de expresión —otras narrativas—; esto es, maneras de decir desde otros lugares de sí. Por ejemplo: Pensar en la escritura como dadora de un cuerpo es también aceptar que tomar conciencia del mundo no es simplemente un acto de conocimiento sino una experiencia íntima que implica la identificación de un cuerpo viviente en relación con otros cuerpos, otros seres (Gargallo 2006: 89).
La percepción, entonces, nos aproxima como sujetos a una intimidad con nosotros mismos, que a la vez nos arroja al encuentro con los y las demás, en una comunidad afectiva de reconocimiento mutuo como sujetos con dignidad, afectos y emociones: la experiencia sensorial de sí supone el descubrimiento afectivo del otro y la otra. De esta manera, la experiencia estética, entendida como “el modo de nombrar el momento en que quien atestigua ‘algo’ se conmueve, esto es, que toca el nivel en el que comprende que no hay diferencia alguna entre él y lo que observa” (Mazzotti y Alcaraz 2006: 37), se resignifica como una vivencia que convierte al sujeto en lo experienciado o en parte de ello —“el hombre se convierte en lo percibido”, en palabras de Lord Chandos— y lo sitúa en algún lugar desde el cual percibe y enuncia, puesto que “siempre existe una posición afectiva en el acto de percibir” (Sabido, 2017: 378), expresable mediante narrativas aprendidas; algunas desde los conceptos y otras desde la experiencia per se, que concluyen en un juicio estético. Cuando esta valoración estética surge del acto de experienciar, es decir, de “dar cuenta de las experiencias no deliberadas ni planeadas” (Najmanovich 2016: 264), cabe la posibilidad de que el estudiantado universitario des/ aprenda que el juicio —la crítica artística— que surge de la vivencia estética no es inmediato, objetivo ni libre, sino que es producto de un proceso que abarca la percepción de un objeto —sujeto o situación— que identifica como bello. La experiencia estético-sensual que lo anonada, el reconocimiento —posterior— de la vivencia, la organización del gozo y su posterior nombramiento, en este caso, mediante narrativas que describen imágenes que culminan en la emisión de un juicio estético están situados en un contexto social específico que prima determinadas experiencias estéticas.
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De suerte que la experiencia estética expresada mediante estrategias de una metodología sensorial no es una valoración ingenua o el mero fruto de un “sentir bonito”, sino, paradójicamente, de un percibir y conocer crítico, puesto que el reconocimiento de la escala social de determinadas expresiones afectivas permite la emisión de un juicio estético que es, ante todo, ético. Y en algunos contextos es, además, una crítica valiente y subversiva. En consecuencia, la experiencia estética que se aborda en el aula no se limita a señalar las características que la definen, en función de lo que un espectador o una espectadora percibe ante al objeto estético; va más allá al situarse en el proceso que desencadena la percepción de lo que el sujeto reconoce como bello —“una cosa no es bella porque te gusta, te gusta porque es bella” Hiriart (1990) dixit—, en la desestabilización frente a la obra de arte —la experiencia estética en sí—, la pérdida de los asideros a los que se aferra el sujeto, el reconocimiento — paradójicamente fruto de un desconocimiento— de las emociones generadas por la experiencia y las formas en que da cuenta de esta vivencia estético-sensual; en este caso, mediante narrativas del yo y del gozo que surgen de la experiencia misma, como ya se ha mencionado. Así, la experiencia estética es artística a la vez que política: se trata de un sentir crítico que no por ser reflexivo deja de ser —más o menos— emotivo. Sin embargo, es, sobre todo, una vivencia liberadora, puesto que nos dota de una “dimensión estética de la percepción en la vida cotidiana” (Sabido 2017: 391) y articula otras dimensiones de la condición humana. De este modo, la experiencia estética nos “salva” del “amorfo existir de la costumbre” (Mazzotti y Alcaraz 2006: 31), de “la mirada simplificadora de la costumbre” (Von Hofmannsthal 2001: 6) y puede revelarnos que “en lo extraño también se encuentra lo deseado” (Goldstein 2005: 18).
Narrativas del gozo: experiencias estéticas en el aula universitaria Néstor Perlongher afirma que podemos hablar del dolor pero no del gozo (2008: 31), lo que evidencia que en nuestra escala de valoración sensorialsocial está “bien visto” dar cuenta de nuestras penas antes que nombrar nuestras alegrías. Las razones históricas de esta preeminencia escapan a los objetivos de este texto, sin embargo, no deja de ser significativo que haya una mayor permisividad cultural para exponer, en determinados contextos
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por supuesto, los sufrimientos y lamentarse por ellos, mientras que el reconocimiento de la vivencia de los placeres apenas se reserva para otros espacios, incluso, clandestinos. En este sentido, entiendo por gozo, lo que Julio Casares refiere en el Diccionario ideológico de la lengua española: “movimiento agradable del ánimo, producido por la posesión o esperanza de bienes o cosas halagüeñas y apetecibles” (1990: 425). Supone también lo que Cicerón denominó gaudiis exultare: “estar desbordante de alegría” (Soca 2018). Gozo, entonces, es un movimiento de alegría que rebosa y rebasa a quien lo experimenta. Así, al considerar el abordaje de la ee desde una metodología sensorial perseguía desplazamientos y desbordes, es decir, que el estudiantado diera cuenta de sus alegrías, producto de sus experiencias estéticas, por medio de una producción material que, en lo posible, escapara a los registros tradicionales fomentados por la escuela. Por ello, desde la primera sesión, al estudiantado se le hizo conocer, además de los objetivos de la ee, las actividades a realizar —siempre con la posibilidad de adaptarlas a las necesidades de la clase—, el enfoque con el cual se abordarían los contenidos, en este caso, una etnografía sensorial que les eximía de los habituales “controles de lectura” y los exámenes, pero se les demandaba la corresponsabilidad de reapropiarse de otras maneras de dar cuenta —videos, audios, paisajes sonoros, collage, fotografías— de sus vivencias estéticas a lo largo del curso. Con una duración de sesenta horas distribuidas a lo largo de 15 semanas —según el programa—, además de los textos clave de la asignatura —algunas poéticas, sobre todo—, leímos y comentamos otros que nos permitieron abordar la experiencia estética precisamente desde la percepción: “Amor” de Clarice Lispector, “Desquite” de José Saramago, unos fragmentos de El cuento de la criada de Margaret Atwood, “El último verano de Pascal” de Cristina Rivera Garza y “Cuerpo presente” de Eduardo Antonio Parra. Este conjunto de lecturas les permitió conocer estrategias sensoriales —desde dónde contar— para dar cuenta de sus experiencias estéticas; esto es, de aquellas vivencias atravesadas por la experiencia en sí, ante la percepción de un objeto devenido estético para producir sus propias narrativas. Finalmente, cabe señalar que, a modo de leitmotiv, el curso se desarrolló acompañado de una pregunta central: ¿qué supone reconocer que sentimos? Decidí dar por hecho que al estudiantado le consta que siente, aunque no siempre suele darle importancia a aquello que percibe, registra y signifi-
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ca —y a la manera en que lo hace. Por ello, a esta interrogante sumé otras tres: ¿de qué da cuenta una experiencia estética narrada mediante una etnografía sensorial? ¿Qué supone reconocer y narrar que se siente y lo que se siente en un orden sensorial que es un orden social? y ¿cómo contribuye la etnografía sensorial a las maneras de contar una experiencia estética en el aula universitaria? Dichas preguntas estructuraron la dinámica del curso. Las estrategias didácticas — la selección de materiales, las actividades y el tipo de evaluación— influyeron en la conformación de un clima escolar favorable para el diálogo, la escucha y la toma de la palabra por parte del alumnado. Algunas de las conclusiones de la experiencia educativa las remito en la voz de cinco estudiantes —tres chicas y dos chicos, cuyas edades comprenden entre los 18 y los 20 años—que respondieron un cuestionario de cuatro preguntas elaborado expresamente para este ensayo y las cuales están en consonancia con las que articularon el curso. Así respondieron a la pregunta ¿qué es lo que más recuerdas de la experiencia estética?5 Me agradaba mucho la soltura con la que se entraba a la clase. No había el “miedo” de decir algo incorrecto o de seguir un método. Eso era lo que más me gustaba de la clase, la libertad de opinar (M1, 20 años). Que sentir es no solo una forma de experimentar, sino también de vivir y aprehender el mundo. Que hay cosas que no podemos apreciar con la razón, y que incluso es mejor simplemente sentir; posteriormente podemos racionalizarlo (H1, 18 años).
La libertad de opinar y sentir como una forma de vivir (en) el mundo son las respuestas que destacan dos estudiantes; cuestiones significativas si consideramos que la dinámica escolar se sostiene en el mandato de obedecer, reproducir sin cuestionar y callar. En este caso, la percepción de que no habría una sanción por hacer uso de la voz consolidó un ambiente para decir lo que se quería expresar y se sentía en ese momento. La segunda cuestión, ¿qué supuso para ti reconocer que sentimos y lo que sentimos en una escala sensorial que es ante todo un orden social?, arrojó las siguientes respuestas: 5
Se conservó el anonimato de los y las participantes.
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No reprimir mis sentimientos ante una situación que me provoque algún sentimiento (M2, 18 años). Que debemos intentar dar prioridad a otros sentidos menos desarrollados o menos usados para romper con esa imposición social y disfrutar de la vida desde lo no mediado (M3, 19 años). La experiencia estética funcionó en mi caso como una forma de ver todas estas limitantes en el momento de sentir (en el acto en curso de la experiencia) (H2, 18 años).
Los matices de estas respuestas revelan las diferentes maneras en que cada sujeto percibe y significa lo experienciado, así como la valoración que cada estudiante otorgó al reconocimiento que supone asumir lo que siente y cómo lo siente, a partir de una mayor conciencia de sus percepciones en contextos específicos. La tendencia a reprimir lo percibido es una constante cotidiana en el salón de clases por temor a devenir objeto de una sanción, señalamiento o burla; o para dar cumplimiento a lo que demanda la institución: regular y controlar las emociones. Para identificar la manera en que asumieron sus experiencias estéticas, al trabajar desde una perspectiva sensorial, se les planteó la pregunta: ¿de qué pudiste darte cuenta mediante las narrativas propuestas? De las diversas maneras de manifestar el arte, de la sensibilidad del cuerpo para disfrutar del arte no tan solo a través de la vista, y de que a través de este arte se puede lograr transmitir lo que el autor/creador desea hacer sentir al lector/espectador (M3, 19 años). El cuerpo siente, y no tiene nada que ver con lo que decidamos aceptar dentro de los parámetros de lo correcto o lo incorrecto (H1, 18 años). Los desbordamientos de sentimientos/sensaciones provocan reacciones contradictorias. Te muestran una verdad (M1, 20 años).
En las respuestas, el cuerpo se revela como lugar de enunciación de lo percibido y sede de desbordamientos que revelan certezas o, como refiere M1, una verdad. No una verdad dictada desde la teoría o desde la institución escolar, sino surgida de la experiencia estética gozosa vivida; el cuerpo como experiencia misma.
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Finalmente, a los estudiantes se les solicitó que refirieran, como quisieran, una experiencia estética. Sus respuestas traslucen la novedad que reviste aquello que fue producto de una vivencia estética. Un espejo roto (H2, 18 años). Encuentras mucha paz con el simple hecho de mirar el cielo tan despejado en este atardecer, cerrar los ojos y respirar profundo, puedes escuchar el ruido del lugar donde te encuentres pero te concentras solo en una cosa: en el silencio interior. No es un silencio incómodo o triste, sino uno que purifica, limpia, reconforta… (M2, 18 años). Cuando me mudé a Xalapa, pude contemplar desde la ventana todas las casas y edificios a lo lejos. Esas pequeñas lucecitas a las seis de la mañana eran familias preparándose para ir a la escuela y a trabajar. Decidí abrir la ventana empañada y dejar que entrara el aire. El silencio de la mañana dejó que escuchara el aire silbar y pude sentir un frío envolvente, uno de aquellos que te hacen sentir realmente vivo y te abrazan para decirte que todo lo malo ya pasó. Ese viento me brindó un motivo más para seguir (M3, 19 años). Visité una galería de arte para un trabajo escolar. En ella se exponía el trabajo de José García Ocejo, y dentro de su obra se encontraba esta pintura titulada El Atleta. No fue solo la belleza de su rostro, que en ese momento y para mí, quedaba relegada en un segundísimo plano; era su torso, delineado de una forma que, creí, estaba hecha solo para mí. Era un conjunto de cuerpo y de hombre irresistible. Sus piernas gruesas. Su pecho, que recuerdo haber descrito en una libreta que llevaba conmigo como “un mar grisáceo”, porque sentí que en él me podía hundir infinitamente y ahogarme sin perder el aliento. No tenía sentido, y eso no me importaba mientras lo admiraba (H1, 18 años).
La experiencia estética, significada como un gozo por parte de este grupo de estudiantes, se registra de modo parecido a un desborde, una vivencia inexpresable en términos lingüísticos —de ahí los dibujos de la joven M1, véanse las figuras 1 y 2—, un acontecimiento que linda en las fronteras de lo sensorial y lo racional, en cuanto que resulta imposible consignarle un nombre propio, que sin embargo, revela algo para sí. Lo anterior, expresado en palabras de Mazzotti y Alcaraz (2006), significa:
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Figura 1
Figura 2
El placer como experiencia produce un saber con “reverberaciones en el cuerpo y en el alma” y así se constituye un saber que debe permanecer en secreto, no por la sospecha de la infamia sino porque es un tipo de saber que es imposible transmitir lingüísticamente. Un saber que habita en los puntos suspensivos que hay entre una frase y otra, un saber que es el reconocimiento de una identidad o conexión que hasta el momento en que se expresa no había sido vislumbrada y trastoca el orden con que el que se había comprendido el mundo, un saber que no requiere ser ratificado ser, un saber que sabe que lo es (Mazzotti y Alcaraz 2006: 38).
Algunas notas para re/sentir Abordar la experiencia estética con un enfoque teórico-metodológico sensorial permitió reconocer que la experiencia estética es, ante todo, una experiencia estético-sensual: se percibe mediante los sentidos —más allá de los cinco tradicionales—, se re/significa en el cuerpo, se relaciona con otras experiencias y dota de significado al conjunto de situaciones cotidianas en las que vivimos, es decir, genera “caídas de veinte”. Además, esta perspectiva contribuyó a desvelar lo obvio: reconocer que todos somos sujetos de experiencias estéticas, puesto que poseemos la capacidad de percibir y significar vivencias rutinarias con un “toque estético”.
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De ahí la importancia de reconocer qué —no— se nos permite sentir, quién dicta lo que —no— se debe sentir, dónde es posible sentir qué, según quién y a quién beneficia nuestro —no— sentir que, a su vez, se expresa en un no decir, un callar. Por último, reivindicamos el derecho a producir nuestros propios objetos estéticos, a nombrar nuestros deseos en las múltiples manifestaciones de vivencias estéticas y la traducción de estas en narrativas desde la experiencia y el gozo.
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VII. E xperiencias sensoriales, enfermedad y dolor
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Capítulo 16. Sentidos y sinsentidos de una enfermedad crónica: la experiencia corporal de pacientes diabéticos en tratamiento de hemodiálisis
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Introducción El análisis de lo sensorial nos permite abordar problemas que habían sido soslayados en las ciencias sociales y abona a la comprensión de la experiencia subjetiva. Dicha experiencia, entendida como encarnada, ubica al cuerpo —o más propiamente a la corporalidad— como eje de los estudios acerca de la percepción sensible y del género. Así, teniendo como fundamentos tanto los estudios sobre corporalidad como la sociología de los sentidos, el presente trabajo tiene como objetivo explorar, a la luz de dichas vertientes teóricas, la experiencia de pacientes diabéticos que se encuentran en tratamiento de hemodiálisis. De modo que, en este caso particular, la experiencia sensorial está atravesada por la condición de un cuerpo enfermo constantemente intervenido por el discurso y las tecnologías médicas. La experiencia sensorial del cuerpo enfermo imprime un carácter especial porque en la vida cotidiana el cuerpo se da por sentado mientras “funciona bien”. Recordemos la definición clásica de René Leriche de la salud como el silencio de los órganos. De modo que en las siguientes líneas se pondrá énfasis en la manera en que un padecimiento crónico, como la insuficiencia renal crónica terminal (irct), determina una sensibilidad específica, en que los sentidos se ven modificados por los límites impuestos por la propia materialidad corporal.
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Este trabajo es resultado de una investigación1 en la que se llevó a cabo un trabajo etnográfico entre 2014 y 2015. Para construir las narrativas de los sujetos se incluyó la observación participante, así como la aplicación de entrevistas situacionales y 12 entrevistas semiestructuradas a pacientes derechohabientes del Instituto Mexicano del Seguro Social (imss). El trabajo se ubicó en un contexto hospitalario, en la Unidad Guadalupe del Centro de Diagnóstico Ángeles que atiende a pacientes del imss mediante el servicio de subrogación. Dicha unidad está ubicada en la delegación Gustavo A. Madero y recibe a pacientes de los hospitales Generales de Zona 24, 25, 27 y 29, principalmente, es decir, de la zona norte de la Ciudad de México.
Los sentidos, el cuerpo y la enfermedad Durante siglos, el estudio de los sentidos quedó relegado —del análisis filosófico en un primer momento y posteriormente del sociológico— a aquello referente al sentido común, a lo no científico. Si bien ya Descartes daría un estatus relevante al papel de lo sensorial en Pasiones del alma, y más tarde Kant también retomaría este análisis, los sentidos —que, dicho sea de paso, se encontraban jerarquizados— siempre estuvieron subordinados al régimen de la razón. En el siglo xx, la fenomenología y los aportes de autores como Maurice Merleau-Ponty, específicamente, darían un impulso al estudio de la percepción sensible desde el ámbito corporal, al poner énfasis en la existencia y experiencia vivida como una cuestión encarnada. Por otro lado, en el ámbito sociológico, los estudios sobre el cuerpo estuvieron divorciados del análisis de los sentidos, enfocándose en el aspecto del poder o de las dimensiones estructurales. Así, el giro sensorial en la sociología ha permitido relacionar ámbitos tanto micro como macro, ya que por una parte remite a la experiencia subjetiva encarnada, mientras que por otra enmarca la construcción de los sentidos en contextos históricos y socioculturales. Este giro epistemológico ha permitido explorar la experiencia de los enfermos crónicos desde una 1
Se trata de la tesis para obtener el grado de maestra en Estudios Políticos y Sociales de la unam titulada “Cuerpos intervenidos, sujetos rotos: Narrativas desde la supervivencia en pacientes diabéticos con tratamiento de hemodiálisis”.
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perspectiva corporal y propiamente sensorial, ya que siguiendo a David Le Breton, “La condición humana es corporal. El mundo solo se da bajo la forma de lo sensible” (2009: 21). Desde una perspectiva fenomenológica, la experiencia remite al cuerpo, pero ya no a aquel diseccionado por la biología o la medicina, sino al cuerpo que es uno mismo con el sujeto; es decir, es la forma de ser-en-el-mundo y, podríamos agregar, de hacer el mundo; es entonces un cuerpo vivido más que un cuerpo viviente. De esta forma, la corporalidad implica una manera de sentir y ser sentido, ya que la percepción sensible no es una experiencia meramente pasiva, sino, siguiendo a Merleau-Ponty (1964), intencional. La intencionalidad se refiere a que siempre se actúa respecto a algo o alguien y, en este sentido, la percepción siempre es una cuestión relacional y corpórea. Merleau-Ponty se centrará en la llamada intencionalidad operante: una intencionalidad motriz como forma de ser en el mundo, que va más allá de una intencionalidad teórica. En suma, al hablar de lo sensorial, desde una perspectiva fenomenológica, se hace referencia a la percepción sensible. Esta última, además de que se vive subjetivamente, se construye socialmente, pues funciona, según Friedman (2011), por medio de filtros. Es decir, los sentidos no son neutros, en cuanto se conforman mediante pautas socioculturales que permiten ver y advertir la existencia de algo o hacerlo relevante. De acuerdo con Le Breton: “La percepción no es la huella de un objeto en un órgano sensorial pasivo, sino una actividad de conocimiento diluida en la evidencia o fruto de una reflexión. Lo que los hombres perciben no es real, sino ya un mundo de significados” (2009: 22). Entonces, a partir de dicha percepción, el sujeto sintiente construye una relación de sentido y significado, ya que sentir no se limita a una serie de impulsos eléctricos que interpreta el cerebro. Dichas sensaciones están delimitadas por marcos de interpretación que determinan aquello que percibimos de acuerdo con una cultura y una forma de socialización específicas, lo que se podría interpretar, en términos bourdianos, como disposiciones. Sin embargo, hablar de percepción sensible en el caso particular del cuerpo enfermo tiene otras implicaciones. Por una parte, muchas de las funciones corporales que se dan por sentadas en un estado de salud dejan de asumirse como tales, ya que la vida misma se ve puesta en cuestión desde el momento en que el cuerpo se presenta como una limitante para el desa-
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rrollo cotidiano y, en el caso de la insuficiencia renal crónica terminal, la “falla” de un órgano vital representa una experiencia límite que pone en riesgo la sobrevivencia del sujeto. A partir de lo anterior, una de las primeras preguntas al iniciar este trabajo era ¿cómo acercarse a la experiencia sensible de pacientes diabéticos hemodializados? La sociología de los sentidos permite vislumbrar nuevos enfoques desde el momento en que muestra un panorama más amplio, al no ceñirse a la concepción y clasificación clásica aristotélica de los sentidos —como los cinco sentidos, donde la vista ocupaba el papel preponderante. Retomar a Howes nos permite incorporar otros sentidos como la propiocepción que remiten directamente a ser y estar en el mundo como un sujeto en situación: “De acuerdo con las últimas estimaciones científicas, hay por los menos diez sentidos y posiblemente hasta 33” (Howes 2014: 17). En el caso específico de las enfermedades crónicas, la percepción háptica —referente a la experiencia táctil— se ve atravesada por la experiencia dolorosa —que la biomedicina clasifica a partir de la nocicepción—, permitiéndonos explorar elementos que antes eran soslayados. Todo lo anterior se encuentra, además, influido por el aspecto del género, como veremos más adelante.
Ver y ser visto, el trabajo etnográfico desde una perspectiva de lo sensorial Como decía Merleau-Ponty, lo sensible es una cuestión reversible, ya que al ver somos vistos y al tocar somos tocados, esto no solo en estricto sentido físico, sino también metafórico. El trabajo etnográfico siempre toca y transforma a quien investiga. Hacer “trabajo de campo” es una experiencia que involucra la interacción en escenarios determinados llenos de olores, sabores y colores que no pueden pasar inadvertidos. El caso específico de este trabajo desarrollado en un hospital involucró tanto la asepsia propia del entorno médico como los olores de la comida en la sala de espera. Además, dicha experiencia sensorial implicó seguir todos los rituales del entorno médico (por ejemplo, el uso y el tacto de gorros quirúrgicos, el olor del gel desinfectante, etc.). Antes de abordar los resultados de las entrevistas con los pacientes, considero necesario hablar de la experiencia sensorial en el proceso de la investigación, en cuanto que quien investiga también percibe, siente y vive
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el espacio. Se trabajó con pacientes diabéticos por ser esta la principal causa de insuficiencia renal crónica terminal, cuya incidencia en México se ha incrementado de manera alarmante en los últimos años (Méndez-Durán et al. 2016). Los pacientes reciben tratamiento de hemodiálisis de manera definitiva, por lo tanto, no se encuentran en protocolo de trasplante, además de haber sido diagnosticados en edad productiva, es decir, antes de los 65 años. Se realizaron 12 entrevistas semiestructuradas a siete mujeres y cinco hombres, según la disponibilidad de los pacientes para responder las preguntas. Se seleccionaron pacientes de diversos turnos y salas para lograr mayor diversidad en la muestra. Para conservar la confidencialidad se asignaron pseudónimos, debido a que era necesario dotarlos de un nombre y no caer en la misma práctica habitual de los centros hospitalarios que asignan números o se refieren a sus pacientes por sus patologías. Las edades de las personas entrevistadas van de los 54 a los 66 años, con un promedio de 60.9 años, por lo que la mayoría de ellos todavía se encuentran en edad productiva aunque pocos pueden realizar alguna actividad de este tipo. Esto queda de manifiesto cuando se refieren a la ocupación actual, ya que mientras los hombres mencionan que ya no se dedican a “nada” o que se encuentran pensionados, las mujeres señalan como principal ocupación “el hogar”, de manera que puede verse una diferenciación clara con base en el género. La insuficiencia renal crónica terminal es una condición médica en la que los riñones pierden la capacidad de filtrar desechos orgánicos y se determina que el paciente no puede vivir sin un tratamiento sustitutivo como la diálisis o la hemodiálisis. En México, la diabetes mellitus tipo II es la principal causa de insuficiencia renal, seguida de la hipertensión arterial. El tratamiento de hemodiálisis consiste en conectar al paciente a una máquina o riñón artificial que mediante un filtro depura toxinas y líquido de la sangre que el riñón no es capaz de desechar. Para 2016, la diabetes se ubicó como la segunda causa de muerte tanto a nivel nacional como en la Ciudad de México, mientras que la insuficiencia renal se ubicó en el décimo lugar en ambas entidades (inegi 2018). La insuficiencia renal se considera una enfermedad catastrófica por los altos costos que representa: el acceso al tratamiento es casi imposible si no se cuenta con algún servicio de seguridad social, además, en el caso del Seguro Popular esta enfermedad no está cubierta (cnpss 2018).
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La totalidad de los y las pacientes que se entrevistaron son derechohabientes del imss, sin embargo, pocos tienen derecho a recibir una pensión debido a que son beneficiarios; es decir, algún familiar los asegura, pues cuando eran económicamente activos, la mayoría se desarrollaba en el ámbito informal. Es decir, la situación de precariedad en la que se encontraban previa a la enfermedad, solo se ve incrementada con esta. Dado que el tratamiento de hemodiálisis tiene que llevarse a cabo tres veces por semana, los pacientes deben cambiar sus rutinas y adaptarse a las nuevas, tanto en su domicilio como en el hospital. En un primer momento, los pacientes deben ser intervenidos para que les coloquen un acceso vascular mediante el cual se realiza el tratamiento, puede ser un catéter o una fístula arteriovenosa, dependiendo de las condiciones del paciente. Las sesiones se realizan en horarios determinados que se dividen en cuatro turnos: 6:00 a. m., 10:00 a. m., 2:00 p. m. y 6:00 p. m. Pueden ser los lunes, miércoles y viernes o martes, jueves y sábado. Los pacientes deben llegar por lo menos 15 minutos antes de la hora de entrada, firmar su asistencia y registrar su hora de llegada. En cada sesión, los pacientes deben pesarse antes y después de iniciarla, para saber cuánto líquido acumulado se deberá extraer, ya que las personas pierden la capacidad de desechar líquidos, y finalmente dejan de orinar, fenó meno denominado anuria. Para ello, se determina un peso en que el pacien te no tiene edema, la presión arterial está controlada y no presenta malestares como calambres; a este peso se le conoce como “peso seco”. Antes de entrar a la sala donde reciben el tratamiento, deben usar gorro quirúrgico y cubrebocas —anteriormente se daban batas, pero se eliminaron—, además de lavarse las manos. Cada sesión dura en promedio tres horas, pero dependiendo de las necesidades del paciente puede llegar a durar hasta cuatro horas. Realizar trabajo etnográfico en un contexto hospitalario implica no solo hacer preguntas u observar, sino respetar tiempos y espacios, así como adaptarse a la rutina intrahospitalaria. Mientras que en el aspecto sensorial, significa ver, oler y escuchar los sonidos del contexto. Ya que no significa lo mismo oler una gordita de chicharrón en una sala de espera, lugar que debería ser aséptico —sobre todo si es un paciente quien la consume—, que en un mercado o escuchar el sonido de las máquinas de hemodiálisis indicando un contratiempo o el fin de la sesión. Por ello mencionaba al inicio del apartado que el trabajo etnográfico cambia también al investigador,
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porque ya no se percibe de la misma manera un piquete de aguja, más cuando se es testigo de la conexión de un paciente con una fístula o del flujo continuo de la sangre al exterior de su cuerpo.
Situarse en el mundo como paciente renal, propiocepción y percepción háptica Vivir con una enfermedad crónica implica vivir de otra forma, ya sea porque es necesario cambiar de hábitos, restringir actividades o padecer molestias, dolores e incomodidades. Por ello, “cuando el cuerpo funciona equilibradamente, lo damos por descontado y vivimos centrando nuestra atención en el mundo; la enfermedad, por el contrario, perturba la armonía corporal, que es también intencionalidad hacia el mundo y nos aleja de la cotidianidad. Perdemos entonces la libertad y quedamos atados a nuestro cuerpo” (López 2006: 390). Entender al sujeto como un ser encarnado permite ver que las dimensiones como espacio y tiempo no son esencias externas en las que el sujeto se instala, sino que son constitutivas del sujeto en situación, de modo que al ser intencionales cambian a partir de la limitación en la potencialidad, es decir, en el yo puedo. Así, el espacio de acción, la manera en que percibo mi cuerpo y el espacio mismo se modifica en el momento en que ya no hay fuerzas para caminar, cuando una extremidad es amputada, al ir al baño o de un lugar a otro, etcétera. En este caso la propiocepción, entendida como el sentido que informa al organismo de la posición de los músculos, es la capacidad de sentir la posición relativa de partes corporales contiguas. De modo que es el sentido que nos permite comprender la manera en que el espacio y tiempo se viven al padecer una enfermedad crónica terminal. La propiocepción se encargará de regular el movimiento y, como diría Merleau-Ponty, la motricidad será la intencionalidad originaria no mediada por la razón. La experiencia de la propiocepción se ve expresada cuando los pacientes manifestan molestias durante o después de la sesión de hemodiálisis, como mareo o cansancio: “Pues yo a ratos sí me siento fuertecito, pero no sé en qué momento me vaya a sentir así —débil— también, yo le llamo: todo guango” (Jesús, 54 años y ceguera secundaria a diabetes). Dicha percepción se cuestiona en el momento en que se encuentra en constante incertidumbre, los pacientes no saben en qué momento se senti-
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rán fuertes o “todos guangos”, expresión que se refiere principalmente a sentir debilidad o incluso mareo, por lo que el cuerpo pierde por momentos el control de la motricidad. Otro ejemplo es la experiencia del cuerpo en situación, como lo ilustra la referencia “distancias que se alargan”: Camino poquito, haz de cuenta una cuadra y ya me canso, entons me paro en un carro, me recargo y descanso un poco, y luego ya otra cuadra, trato de no… solamente que sea muy necesario voy a la tienda a comprar y es cuando compro los domingos, la carne, la verdura, la fruta, ya namás agarro para guisar porque ya no es lo mismo, por ejemplo yo era mucho de ir al centro a surtirme, a andar de vaga y ahora ya no puedo porque pa’ todo es taxi, porque no puedo subirme en camión, en metro me cuesta mucho trabajo bajar, subir. Entons, por ejemplo me invitaron el sábado a un baby, dije voy a comprar un detallito pero está muy caro todo, y me fui al centro, pero ¡ay no! Agarré taxi, pero pus para comprar, ver y caminar, y caminé dos, tres cuadras y se me hizo eterno, se me hizo que había caminado pero kilómetros, y ya no aguantaba las piernas, me dolían mucho, las piernas y la espalda era el que me dolía (Guadalupe, 55 años).
La propiocepción también remite a lo que Thomas Csordas llama modos somáticos de atención, procesos en los cuales prestamos atención y objetivamos nuestros cuerpos, que son modos culturalmente elaborados de prestar atención a, y con el propio cuerpo, en entornos que incluyen la presencia corporizada de otros” (Csordas 2010: 87). En el caso de los pacientes hemodializados, podemos hacer referencia al momento en que son sujetos de intervención médica. Por ejemplo, con la instalación de accesos vasculares, los pacientes deben poner atención a las posturas corporales ya sea dentro o fuera de la sesión; con la instalación del catéter, el baño diario, la postura al dormir y otras actividades cotidianas se deben monitorear constantemente. En el momento de la sesión, y principalmente los pacientes con fístula deben mantener el brazo inmóvil durante tres horas, lo que los lleva a experimentar entumecimiento; por ejemplo, José así lo expresa: “Lo único que no puede uno es doblar su mano. Esa no se puede doblar. Puede bajarla, subirla, pero no la puede usted doblar” (José, 59 años). Otro concepto importante para comprender la experiencia sensorial, en relación con una enfermedad crónica, es el de la percepción háptica, que se refiere a la combinación de componentes táctiles y kinestésicos para proporcionar al perceptor información válida acerca de los objetos del mun-
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do (Ballesteros 1993: 313), además, una de sus principales características es que implica un uso activo, y no solo es receptivo. Al hablar de la percepción háptica se hace referencia a lo que siente la piel y los músculos. Por ello es necesario retomar el concepto nocicepción. Este es el sentido que se refiere a la experiencia del dolor y mediante este se procesan los estímulos dañinos para el organismo. Como dice Le Breton “Una incisión es entonces una manera de sentir por fin los límites de uno mismo, de vivir por un momento esa unión del yo y de la imagen de cuerpo” (2009: 150). Por otro lado, la nocicepión se encuentra determinada por el llamado umbral del dolor, que lejos de ser un término neutro se encuentra atravesado por expectativas corporales de género; en otras palabras, las expectativas en cuanto a la tolerancia al dolor de un hombre o una mujer. Por ejemplo, los pacientes hemodializados son sometidos constantemente a la intervención médica ya sea con la instalación y uso de accesos vasculares o a causa de las complicaciones de la misma diabetes. En casos como este, es muy común que tanto el personal de enfermería como el médico hagan referencia a que “las mujeres aguantan más porque están preparadas para eso” o a usar expresiones como “aguántese como los machos” o “pareces nena”, aludiendo a dichas expectativas de género respecto al dolor. Así, Jesús, un paciente que ha perdido la vista, narra su experiencia durante la instalación del catéter: “¿Cuándo me lo pusieron? Es lógico que normal, un poco de dolor y eso, pero pues ya”. Mientras Jesús aparenta fortaleza al momento de narrar la experiencia dolorosa, Marta, de 66 años, no tiene reparos en manifestar su sufrimiento al narrar el momento en que el médico le retira el cojinete del catéter de diálisis peritoneal: Ya me revisó y todo, y me dijo, “ah sí, ¡pues te lo vamos a quitar, para que ya no lo traigas atravesado!”. Te lo juro que me acordé hasta de la mamá del doctor, ¡me lo jaló! Pero dice, “a ver, ¡los mexicanos no chillan!” Me dio tres jalones, yo pensé que me iba a reventar toditas las tripas. ¡Me dolió, que yo creo que ni teniendo a mi hijo de los dolores me dolió así! Hasta dije ¡ay no!, “sí mijita, los mexicanos no nos rajamos” ¿Cómo no me voy a rajar, si me lo está jalando todavía de hasta adentro?
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De modo que dicha experiencia dolorosa se encuentra atravesada por marcos sociales que determinan lo que cada género debe sentir. Por otro lado, respecto a la experiencia táctil, podemos decir que en el caso de los diabéticos la principal alusión es la neuropatía, en la que los receptores nerviosos quedan dañados a causa de la diabetes y los pacientes refieren dolores constantes principalmente en los pies, o la sensación de tener los pies “acartonados” o con dolores punzantes; en algunos casos, no se soporta el roce de la ropa. Aunado a ello, algunos pacientes reportan mucha comezón durante la sesión de hemodiálisis, que los puede llevar a sangrar o tener heridas en la piel, que por su condición de diabéticos son más difíciles de sanar. Del mismo modo, la propia intervención médica, así como el hecho de vivir con un acceso vascular como lo es un catéter, implica ciertas molestias al contacto. En este caso, el catéter siempre debe estar cubierto con un parche, el pegamento con el que se sujeta puede causar comezón e incomodidad y, a largo plazo, resequedad y heridas en la piel. Por ejemplo, Carmen (60 años) menciona: Se me hizo una de este lado, una herida, bueno una bolita. Pero no estaba mi enfermero que me tocaba y le dije, ve cómo tengo, y me dice, es una verruguita, pero no, fue como una como ampollita y me imagino, porque yo me sentía y me tocaba, y se me puso negro, ya después ya se me reventó, se me quitó.
Y respecto a la comezón, menciona: mucha… hay días. Hay días en que todo el día ando tratando de rascarme, le decía al enfermero me dan ganas de levantarmelo, rascarme y luego pegármelo con saliva. Me dice que ni se me ocurra. ¿Cómo voy a hacer eso?
La experiencia táctil del uso de dispositivos e intervenciones médicas marca una ruptura en el día a día, ya que para mantenerse con vida es necesario sufrir algunos efectos adversos y molestias constantes, que pueden abarcar picazón, irritación, dolor constante, infecciones e incluso pérdida de extremidades. Un ejemplo es el uso del gorro quirúrgico; los pacientes se quejan de este porque les produce comezón, también les resulta incómodo el uso
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constante del cubrebocas. Son rutinas que los pacientes deben aceptar, pero que trastocan la vida cotidiana. Mención aparte merece la punción para conectar a los pacientes con fístula, que en la mayoría de los casos es una experiencia dolorosa. En suma, la percepción háptica define en gran medida la experiencia sensorial del cuerpo enfermo al determinar la manera en que la carne es vivida.
Sentir el mundo exterior, los límites del cuerpo enfermo La exterocepción hace referencia a los sentidos entendidos de manera clásica: la vista, el olfato, el gusto, el tacto y el oído. Debido a que el tacto se abordó en la sección anterior, aquí se hará referencia a los otros cuatro sentidos. La vista En el caso de los pacientes diabéticos, una de las complicaciones más comunes es la retinopatía diabética que en muchos casos puede ocasionar la ceguera. En una sociedad oculocentrista como la nuestra, perder la vista significa quedar marginado, lo cual, en el caso de los pacientes renales diabéticos, incrementa el aislamiento. Por ejemplo, las personas que han perdido la vista son mucho más dependientes que aquellas que se encuentran en hemodiálisis pero aún ven. Ese es el caso de José, quien narra haber abandonado su trabajo como albañil al perder la vista, lo cual sucedió antes del daño renal, o el caso de Jesús, quien fue operado dos veces de la vista a causa del glaucoma que le causó la diabetes, pero ambas cirugías fueron fallidas. Él narra su experiencia en los siguientes términos: Pues sí es como te digo, a veces sales bien, a veces no. Yo no tengo ningún problema de que me sienta mal, lo único que no veo, ¡pero sí le luché! Yo por mis ojos, o sea, de este me operaron dos veces, de este una, y ahorita me está molestando… y no veo nada, solo oscuridad. De todos modos tienes que continuar, de una u otra forma.
En estos casos, al perder el sentido de la vista, la experiencia del espacio cambia, ya que ahora se guían a través de los sonidos, los olores y el tacto,
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además de la memoria visual. Como ninguno de ellos es ciego de nacimiento, queda de manifiesto el hecho de que el espacio es intencional, es decir, que está relacionado con quien lo vive: Aquí en… todo alrededor de… le conozco por Atizapán, por Neza, por… todos lados yo le conozco, aunque soy ciego, pero sé por dónde… por dónde ir porque se me quedó todo eso en mi mente. Sí yo por todos lados ando. Todas las colonias: Tlalnepantla, Neza, Tecámac, Atizapán… mmh… por todos lados que usted me diga, yo le conozco (José, 59 años).
Esta narrativa pone de manifiesto la manera en que la memoria espacial y visual siguen determinando la forma de ser y estar en el mundo, aunque la vista se haya perdido. El gusto Si bien no todos los pacientes pierden el gusto, la mayoría de ellos refieren una experiencia gustativa desagradable a partir de la enfermedad renal. Uno de los principales síntomas de falla renal es el llamado síndrome urémico, que se caracteriza, entre otras cosas, por la pérdida de apetito, náuseas, vómito y aliento urémico —que los médicos caracterizan como sabor metálico, pero ninguno de los pacientes logra definir. De acuerdo con José: Pues no, no, no, no, no… no le puedo… describir, pero es algo… mh, no siempre. Come uno el alimento y no lo… no lo saborea uno. No define uno bien qué… Porque yo cuando estoy bien, a mí lo que, usted me da algo y yo le digo “es esto, es lo otro”. Y… pero hay veces sí me llega, de vez en cuando, a pasar eso.
Mientras Ana narra los primeros síntomas de la enfermedad: “Toda la comida me daba asco, este… no, no, no, tomaba agua, pero la comida me daba asco…. Namás lo único que aceptaba mi estómago era el melón” (Ana, 62 años). En este sentido puede verse la forma en que el gusto por la comida marca una ruptura en la vida cotidiana, y eso se asume como un primer signo de que algo “no anda bien”. Pero el tema del gusto no solo se refiere a las manifestaciones de la enfermedad, sino a las restricciones dietéticas,
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como son la reducción de sodio, la supervisión de líquidos o de azúcares y carbohidratos para controlar la diabetes. Así se manifiesta Ana: Fue cuando empezaron la dichosa dieta, ¡qué voy a estar haciendo la dieta! Que nada más tienes que comer verduras cocidas sin sal, y que luego que arroz sin sal namás con agua, y luego que… entons yo me acuerdo que yo salí, yo no le comía en el hospital, no me pasan las manzanas hervidas, todo me lo daban sin sal y luego el dichoso té que le llevaban, pura agua hervida, yo no me lo comía, y ya cuando llegamos a la casa, mi hija me hace mi dieta “¿no va a comer?”, “No, no quiero”, “Tiene que comer”, “Sí pero no quiero, esas chingaderas a mí no me gustan… ¡cómetelas tú!”
En los relatos anteriores se puede observar cómo el gusto se encuentra social y culturalmente moldeado, ya que en la actualidad, con la proliferación de alimentos procesados, pareciera que la comida sin sodio o azúcares añadidos “no tiene sabor”. Además de que podemos ver la manera en que el alimento también lleva implícita cierta afectividad, de modo que la comida del hospital suele ir acompañada de una carga negativa. En este sentido, durante la entrevista, Antonio relaciona su estado anímico con el apetito: “No… bueno sí como bien pero a veces no se me antoja nada. Ni el pollo ni la carne, nada. No, es que luego me da asco, no lo apetezco. Y a veces, al contrario, sí se me antoja pues que una quesadilla, un sándwich, pero sí” (Antonio, 61 años). El olfato En ocasiones, el olfato es un sentido que puede pasar inadvertido, pero cuando se hace referencia al cuerpo enfermo y a los contextos hospitalarios, no es posible pasarlo por alto. El olor que emite un cuerpo sano es diferente al de un cuerpo enfermo, y en el caso de los pacientes renales, el olor urémico es característico de intoxicación. En otros casos, por ejemplo, el pie diabético puede terminar en necrosis, por lo que la piel se pudre y genera un olor desagradable. Así lo menciona una enfermera al narrar la experiencia con un paciente: Por ejemplo, un paciente que nos llevaron a Polanco era joven, en su carnet se veía bien guapo, pero iba con la pierna podrida y olía muy mal. Nadie aguantaba el olor y él decía que no tenía nada. Nadie aguantaba el olor, pedíamos los
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ventiladores y los otros pacientes hasta pedían que los desconectaran antes… ya no supe qué pasó con él.
En este sentido, podemos constatar la forma en que el olfato también es un sentido que excluye, como señala Le Breton: El olfato es simultáneamente un sentido del contacto y de la distancia, sumerge al individuo en una situación olfaltiva sin darle opción, seduciéndolo o atrayéndolo, pero a veces provoca el rechazo y la voluntad de alejarse lo antes posible de un lugar que agrede la nariz. El olor no deja indiferente, es recibido de buen o mal grado (Le Breton 2009: 208).
Además hay que tener en cuenta que existe una estrecha relación entre gusto y olfato y, en el caso de padecimientos como la insuficiencia renal y la diabetes, se encuentran determinados por las restricciones médicas y la adherencia al tratamiento. De manera sintética, estas son algunas vetas que nos permiten explorar la sociología de los sentidos respecto a la experiencia corporal, en el caso de una enfermedad crónica terminal como la insuficiencia renal, donde la percepción corporal y los sentidos pueden verse como producto y productores de relaciones sociales, entramados y significados.
A manera de conclusión El presente trabajo es un primer acercamiento al problema del cuerpo enfermo desde un análisis de lo sensorial. Dicha perspectiva ha permitido abordar la experiencia del sujeto encarnado que retoma el cuerpo vivido, la carne desde la sensación misma y los usos del cuerpo, antes que el cuerpo inerte de la medicina. A diferencia de un cuerpo sano, la percepción sensorial en el cuerpo enfermo generalmente implica sensaciones poco placenteras e incluso dolorosas, que llevan al límite la propia existencia. De modo que vivir con una enfermedad crónica como la diabetes y en este caso la insuficiencia renal crónica implica formas diferentes de sentir y al mismo tiempo de ser-en-el-mundo. Así, la percepción sensorial también permite dotar de sentido a la existencia misma, puesto que estos significados se comparten y construyen socialmente. Los aportes de la sociología de
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los sentidos nos ayudan a pensar la enfermedad y, en consecuencia, los tratamientos como fenómenos que deben comprenderse desde una perspectiva multidisciplinaria y no estrictamente desde la biomedicina.
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Capítulo 17. Cuando el cuerpo duele: una autoetnografía del proceso de morir
Ahora amor, ahora y siempre; bajo el dolor, bajo la alegría te espero, te esperamos mi corazón y yo. Guadalupe García, mi mamá
Velvet Romero García
Su cuerpo doliente, mi corazón adolorido A manera de introducción Mi mamá murió un sábado lluvioso de junio, cuando comenzaba a anochecer. Exactamente cuatro meses después de haber caído en cama por una metástasis de cáncer que había convertido su cuerpo en el origen de su dolor. Murió como quería: dormida, ayudada por sedantes que la durmieron sus últimos momentos y que, por fin, le permitieron no percatarse del dolor. La tradición marcaba que debía ser embalsamada para ser velada ese día y el siguiente. No lo permití. Su cuerpo había sido la causa de su dolor y yo no podía soportar la idea de que la lastimaran más. Fue mi último acto de defensa. Su cuerpo me dolía, o tal vez su sufrimiento me lastimaba. Su dolor no solo provenía de su cuerpo, sino de todo un régimen de insensibilidad que estuvo asociado con el género, por un lado, y con la práctica médica, por el otro. La percepción sensorial es tanto un fenómeno físico y psicológico como cultural (Classen 1997). La experiencia sensorial, al ser cultural, está permeada por un tiempo y un orden social, y está ligada a la raza, al género, la clase o la edad (Howes 2014). El análisis del dolor permite comprender la compleja intersección entre las sensaciones más íntimas y las normas, las jerarquías y los órdenes sociales. Al parecer, el dolor corporal puede percibirse de dos maneras: cuando un elemento extraño al cuerpo presiona la superficie sensible y lo lastima.
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Pero a veces, también es el propio cuerpo la fuente de ese dolor. Este es el caso de las enfermedades terminales como el cáncer. El presente trabajo tiene la intención de analizar el cuerpo doliente, no solo como “sintiente”, sino como aquel cuyo sufrimiento está ligado a los órdenes de género. Por medio del análisis autoetnográfico, que incorpora mi propia experiencia del proceso de morir, así como el diario que mi mamá llevó durante toda esta etapa, se intenta analizar la forma en que “el dolor está involucrado con relaciones complejas de poder” (Ahmed 2015: 49). Los discursos relacionados con que las mujeres “aguantan” más el dolor tienden a retrasar los cuidados médicos dentro y fuera de los hospitales. El dolor está incorporado a los sistemas religiosos; a veces está asociado al pecado y otras más se trata de una prueba del espíritu. En cualquier caso, no es cuestionable ni objetable, simplemente se debe aceptar. Desde esta perspectiva, disminuir el dolor puede verse como una falta de “voluntad” y “temple”. Intentar adelantar la muerte por métodos no naturales es un pecado y a veces también un delito. Pero ¿se puede decidir cómo y cuándo se puede o se debe morir? Finalmente, se plantea que el proceso de morir requiere de una “ética del dolor” (Ahmed 2015), es decir, un reconocimiento del sufrimiento ajeno que implica ser reconocido como sujeto. Permitirle a quienes sufren y agonizan narrar su dolor, tomar decisiones sobre su cuerpo, su vida y también sobre su muerte representa, como señala Ahmed (2015: 63), una “ética de respuesta al dolor (que) involucra estar abierta, a verse afectada por aquello que una no puede conocer o sentir”.
Una aproximación teórica a la sensación dolorosa La percepción sensorial es tanto un acto físico y psicológico como social y cultural (Classen 1997). Como fenómeno físico representa una impresión en los sentidos, mientras que la interpretación de lo sentido depende de modelos sensoriales diversos que han sido organizados por una sociedad, para “construir un comportamiento sensorial aceptable” (1997: 402). De esta manera, se puede decir que la “experiencia sensorial es socialmente mediada y elaborada” (Vannini et al. 2012: 8).
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Al ser sociales, las sensaciones son relacionales, no solo por la manera en que el grupo las construye y significa, sino porque están permeadas por jerarquías y relaciones de poder que determinan quién está autorizado para sentir y expresar algo y qué manifestaciones emocionales es adecuado exteriorizar. Howes considera que, por esta razón, se puede percibir a través del estudio de la sensibilidad, que “cada orden de los sentidos es al mismo tiempo un orden social” (2014: 18). Cada sociedad construye modelos sensoriales distintos y jerarquizados (Vannini et al. 2012), que funcionan como sistemas clasificatorios de sujetos, asignándoles una posición diferencial en la estructura sociosensorial. Al mismo tiempo, tales clasificaciones operan como regímenes complejos de inclusión y exclusión que incluso pueden operar en la construcción de la moralidad.1 El modelo sensorial dominante exige que todos los sujetos pertenecientes a determinadas “comunidades sensoriales” (Vannini et al. 2012) se adhieran al orden sensorial imperante, lo que supone toda una gama de relaciones de poder en torno a lo sensorial. Aprehender los órdenes sensibles implica todo un proceso de disciplinamiento corporal y sensorial que se encuentra ligado “con la clasificación de los grupos sociales, ya sea teniendo como base: la raza, el género, la clase o la edad” (Howes 2014: 18). De esta manera, se aprende que las personas “negras” se ven “malas”, las “ricas” escuchan música “culta”, las manos “pobres” se sienten “rasposas” y la vagina huele a “pescado”. Por lo tanto, las dinámicas del sexismo, el clasismo o el racismo utilizan claves sensoriales para operar. Dada la naturaleza de este trabajo, me centraré en el orden de género, cuya dinámica gira en torno a lo sensible. En su artículo sobre los cuerpos y los sentidos, Sabido (2016) lleva a cabo un “análisis sociológico de la percepción” y señala que al menos se pueden encontrar tres implicaciones sensoriales en el orden de género: “a) representaciones de los sentidos aso1
En un trabajo sobre la sociología del olor, Anthony Synott (2003: 440) argumentó que la olfacción, al ser eminentemente social, está ligada a la construcción de la moralidad, “la hipótesis fundamental es sencilla: lo que huele bien es bueno. Por lo contrario, lo que huele mal es malo”. De esta manera, a través del olor, las personas suelen atribuir cualidades morales como la bondad, la honradez, la decencia e incluso la inteligencia a los sujetos “portadores” de ciertos olores. Mientras que otras personas, cuyos olores son socialmente “desagradables”, son concebidas como “marginales”, “delincuentes”, “ociosas” o “vagas”.
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ciadas al género, b) usos de los sentidos diferenciados genéricamente, y c) percepciones sensibles genéricamente diferenciadas”. La primera se refiere a que “existen expectativas culturales que asocian los cuerpos femeninos/ masculinos a determinados sentidos corporales […] dichas diferencias establecen jerarquías” (Sabido 2016: 66). De esta manera, se asocian los sentidos “superiores” de la vista y el oído con lo masculino y los “inferiores”, el tacto, el olfato y el gusto, con lo femenino.2 El segundo punto considera que las personas llevan a cabo determinadas prácticas corporales, haciendo énfasis en ciertos sentidos, lo que implica diferencias de género (Sabido 2016). Tal argumento se puede ejemplificar con el acoso sexual, los hombres consideran que “mirar” es una prerrogativa masculina, mientras que ser miradas es un imperativo femenino. De esta manera, la violencia sexual se transforma en un acto legítimo. Finalmente, los hombres y las mujeres tienen “percepciones sensibles genéricamente diferenciadas” (Sabido 2016) no a causa de una suerte de esencialismo ontológico, sino porque existe todo un proceso de construcción social que asigna esquemas sensoriales distintos, los cuales tienden a reforzar los estereotipos asignados para la masculinidad y la feminidad. Por lo tanto, a las mujeres se les inculca “ser” intuitivas y sensitivas, mientras que a los hombres se les enseña que deben mostrar su rabia y coraje. El orden sensible de género “se sostiene a partir del trabajo corporal” (Cedillo 2016: 222). Este trabajo somático, como Vannini, Gottschalk y Waskul lo llaman, se refiere a prácticas ritualizadas que, mantenidas y repetidas, le otorgan congruencia tanto a las nociones de género culturalmente exigidas, como a los órdenes sensibles relacionados con él (2012: 15). De esta manera, por ejemplo, se exige a la madre dulzura y ternura constantes, para que la representación de la maternidad sea congruente con los parámetros socialmente construidos. Sin embargo, también es posible que este 2
Classen (1997) menciona que, en la jerarquía sensorial occidental, la vista es el sentido que ocupa un lugar privilegiado; de allí que, por ejemplo, el método científico tenga como premisa observar, y el oído seguiría a esta lista de importancia. Los sentidos “bajos” serían aquellos relacionados con lo “incivilizado”, lo “primitivo”: el olfato, el gusto y el tacto. Synott (2003) señala, además, que estos sentidos “bajos” se asocian con lo “instintivo” y eso implica no solo una jerarquización sensorial, sino toda una serie de prácticas políticas de discriminación y dominación; del Occidente “civilizado” y “superior” al no occidental y “primitivo” (Classen 1997); lo masculino está mejor dotado para explorar y juzgar, mientras que lo femenino estaría mejor preparado para acariciar y consolar (Howes 2014).
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trabajo somático pueda variar “dependiendo de circunstancias personales, interpersonales, contextuales, sociales, culturales, materiales, geográficas e históricas” (Vannini et al. 2012: 19). Si bien el trabajo somático puede estar sujeto a variaciones dependiendo de las circunstancias antes mencionadas, esto no significa que no reciba sanciones, en caso de ser discordante con los órdenes sensibles de género. Siguiendo con el ejemplo de la madre, el hecho de que alguna vez se muestre “fría” con sus hijas, supone un castigo social, por muy justificado que esté su desinterés en ellas. Lo que remite a pensar que, para ciertas personas, mantener una congruencia en el orden sensible es más bien un imperativo.
El dolor y el proceso de morir como experiencias sensibles El dolor es una experiencia personal construida de manera social y cultural, que adquiere sentido “solo en relación con determinada construcción sociohistórica” (Ortega en Aguilar y Suárez 2011: 347). Es tan profundamente íntimo y subjetivo como relacional, pues “no escapa al vínculo social” (Le Breton 1999: 10); además, tiene la capacidad de convertir al propio cuerpo en algo extraño y ajeno. Se trata, como señala Le Breton, de una “experiencia forzosa […] que inaugura un modo de vida, un encarcelamiento dentro de sí” (1999: 33). Aunque al dolor se le han atribuido algunas bondades defensivas del cuerpo, lo cierto es que casi nunca es un benefactor.3 Cuando el dolor se apropia de todo el cuerpo, él mismo se transforma en el origen del sufrimiento. Se trata de un dolor que “se instala, lacera cada instante de la existencia” (Le Breton 1999: 32). De esta manera, el dolor se vuelve la vida misma. Aunque las personas pueden sufrir por enfermedades similares, en realidad el reparto del sufrimiento es socialmente diferencial, pues se da en función de una intersección entre la clase, el género, la etnia, la edad y muchas otras características más (Aguilar y Suárez 2011). Así, por ejemplo, las 3
Le Breton (1999: 16) menciona que el dolor tiene manifestaciones “caprichosas” ya que, en ocasiones, puede revelar la presencia de enfermedades, pero es mucho más frecuente que aquellos padecimientos que son lacerantes no tengan ninguna manifestación de dolor, salvo cuando son irremediables. Entonces sí, el dolor se instaura en el cuerpo para nunca más irse. En ese caso, el dolor abandona su carácter dudosamente utilitario y tan solo vuelve “más penosa y triste una situación desde hace tiempo perdida”.
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personas más favorecidas pueden tener cáncer, pero con certeza podrán pagar los medicamentos necesarios que las harán padecer menos. Desde esta perspectiva, el padecimiento de dolor puede concebirse como un marcador más de la desigualdad social, étnica o de género. Al estar atravesado por relaciones de poder, el dolor estará delineado por un marco socialmente aceptable, en cuanto a expresiones dolorosas y formas en que habrá que lidiar con él. Esto implica que los parámetros según los cuales el sufrimiento puede expresarse deben pasar por filtros de clase, género o etnia, para que ese cuerpo doliente sea autorizado a expresar su dolor y pueda buscar formas para mitigarlo. Los gritos de dolor de una mujer parturienta, por ejemplo, se pueden concebir como exagerados e irracionales si el marco de sentido que los interpreta los conceptualiza como parte intrínseca del proceso de parir, como un castigo que se merecen las mujeres por consentir el acto sexual que llevó al embarazo, o bien, como que el cuerpo femenino está naturalmente dotado para soportar los dolores de parto. Como es posible apreciar, con base en toda esta serie de esquemas de percepción, el dolor se transforma en legítimo o ilegítimo y en esa medida será atendido, ignorado o incluso castigado. El dolor, además, es una experiencia inenarrable o, como expresa Le Breton de manera más contundente, “el dolor es un fracaso del lenguaje” (1999: 43). Hay aspectos del dolor que se pueden comunicar a través de gritos, quejidos o gestos corporales; sin embargo, en gran medida, “el dolor expresado nunca es el dolor vivido” (Le Breton 1999: 48). Esta imposibilidad de decirlo todo sobre el dolor crea, según ese autor, una distancia entre quien sufre y quien atestigua el sufrimiento, pero presenciar el dolor, legitimarlo, le otorga “una vida fuera de las fronteras frágiles de su vulnerable y muy amado cuerpo” (Ahmed 2015: 15). Este acompañamiento representa para Ahmed (2015) una “respuesta ética al dolor”, que implica no solo atestiguar el dolor ajeno sino verse afectada por él y, de esta manera, convalidar su existencia. Representa también reconocer a esa persona sufriente como un sujeto y, como tal, perfectamente capaz de decidir lo que desea hacer con su cuerpo y su dolor. Una “respuesta ética” también significa estar con la persona doliente de la manera en que esta quiera ser acompañada, hasta que finalmente su cuerpo deje de sufrir. En el caso de las enfermedades terminales, el dolor se va apropiando de la existencia y trasforma el cuerpo en dolor. Se piensa en la muerte, se anhela,
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se la desea como la única posibilidad de darle fin al sufrimiento. La muerte en este tipo de circunstancias no es un evento: es un proceso, se va muriendo un poco todos los días, cada uno de ellos acompañado de más dolor. Por lo tanto, aquí se plantea que “dejar partir” también se puede ver como una “respuesta ética al dolor”, lo que implica no intentar hacer algo que retenga a la persona dentro de su cuerpo doliente. La muerte de la persona amada, como menciona Ahmed (2015), implica la pérdida de un “nosotros”, de un mundo compartido, experiencias cotidianas, recuerdos acumulados, tristezas y sonrisas que no se pueden evocar como justificación para retener a alguien en su sufrimiento.
Un acercamiento metodológico a la experiencia sensible: la autoetnografía como estrategia de investigación sensorial Yo busqué una forma de escritura que promulgara una metodología del corazón, una forma de escuchar desde el corazón […] Escribiendo desde el corazón, aprendemos cómo amar, cómo perdonar, cómo sanar y cómo continuar. Denzin 2006: 423
El estudio de lo sensible plantea un desafío no solo en las formas en las que se aprehende el conocimiento, sino en el objeto mismo de estudio. El giro sensorial en la historia es reciente, data de la década de 1980 cuando Alain Corbain propuso escribir una historia de la sensibilidad (Howes 2014). Hasta ese entonces lo sensible había sido un tema casi exclusivo de la psicología, que concebía lo sensorial como un asunto de índole individual. Este giro sensorial fue recibido con recelo por la academia, ya que justamente desafiaba los temas de estudio considerados hasta ese momento como “legítimos”. Este “reciente” objeto de estudio planteó entonces nuevas interrogantes en relación con la forma de estudiar lo sensible en términos metodológicos. Se comenzaron a hacer etnografías sensoriales, evocando imágenes multisensoriales (Vannini et al. 2012) que expandían el uso de la etnografía clásica y ofrecían formas innovadoras de aprehender el conocimiento. No obstante, ciertos objetos de estudio seguían siendo inaprensibles, sin importar cuánta creatividad hubiese en las nuevas modalidades de hacer etnografía. La autoetnografía aparece en escena justo para intentar expandir los horizontes de la etnografía sensorial hasta entonces empleada. Por un lado,
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la autoetnografía implica abordar un objeto de estudio que, mediante otras estrategias metodológicas, resulta complicado o incluso inaccesible; por el otro, “pone atención al cuerpo perceptivo de quien investiga” (Ellis et al. 2011: 275). La autoetnografía es “una aproximación de investigación y escritura que busca describir y analizar sistemáticamente la experiencia personal para comprender la experiencia cultural” (2011: 273). Incorpora el análisis de los referentes históricos, culturales y sociales como en cualquier etnografía, al mismo tiempo que se pone en escena “la propia biografía del investigador” (Guerrero 2014: 238). La autoetnografía ha sido duramente criticada por su carácter “subjetivo” y “parcial”, puesto que contempla los sentimientos de quien investiga. Sin embargo, como señala Denzin, “la etnografía no es una práctica inocente. Nuestras prácticas de investigación son performativas, pedagógicas y políticas. A través de nuestros escritos y nuestras charlas, promulgamos las palabras que estudiamos” (2006: 422). De hecho, se puede decir que ninguna investigación es neutral, objetiva o impersonal (Ellis et al. 2011), pues elegir un tema, tomar decisiones metodológicas, enfatizar ciertos datos y elegir una forma de escritura son aspectos que implican un proceso de selección profundamente político. Esto no significa entonces que la investigación sea inválida o poco confiable: la autoetnografía pasa por los mismos procesos de triangulación de la información que se requieren en cualquier investigación, solo que, a diferencia de otras, reconoce y explicita que existe la influencia de quien investiga y no intenta ocultarla aludiendo a una supuesta e incalcanzable objetividad.4 El empleo de la autoetnografía requiere una adecuada vigilancia epistemológica. Tal como menciona Guerrero (2014), es necesario describir las condiciones en las que se realizó la investigación, así como todas aquellas variables que estuvieron relacionadas con los sentimientos de quien investiga. De la misma manera, resulta imprescindible dejar en claro la manera en que se obtuvieron las fuentes de información y la forma en que se triangularon con otras no asociadas directamente con la experiencia personal de la investigadora o el investigador. El reto metodológico, como señala 4
Al respecto, Ellis, Adams y Bochner señalan que este enfoque de investigación, además de desafiar las formas tradicionales en las que se aprehende el conocimiento, “reta a la investigación como un acto político, socialmente justo y socialmente consciente” (2011: 273).
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Gould (2015), por un lado consistirá en desnaturalizar el sentido común que otorga la experiencia cotidiana en relación con el objeto de estudio y, por el otro, en considerar las emociones como una invitación a cuestionarnos constantemente sobre lo acontecido, más que considerarlas como fuente de verdad absoluta. Siguiendo el consejo de Diamela Eltit (2013) sobre la escritura autoetnográfica, empezaré a escribir en primera persona y narraré desde un lugar sensible esos dolores de mi mamá que siguen siendo míos.
Poner mi cuerpo Nunca fue mi intención hacer un artículo sobre el dolor y el sufrimiento mientras mi mamá estaba pasando por ese proceso. La idea surgió un año después de su muerte, cuando cursaba el seminario de investigación que dio origen a este libro. Este texto representa un gran desafío personal porque escribir sobre el dolor es en sí mismo doloroso. Debo confesar que abandoné el escrito muchas veces y también me pregunté en diversas ocasiones si estaba haciendo lo correcto. Me enfrenté a un dilema ético que me llevó a cuestionarme si era adecuado develar experiencias dolorosas de alguien que ya no podía dar su consentimiento. Pensé muchas veces qué hubiera opinado mi mamá y creo que por eso este escrito se encuentra aquí. En muchas ocasiones, una investigación cuya base es la autoetnografía se hace a partir de una epifanía,5 o un evento sumamente emotivo y tras cendental para la persona que investiga. Eso fue lo que me pasó. En mayo de 2013, a mi mamá le diagnosticaron un angiosarcoma de mama, un tipo de cáncer muy raro que ataca el recubrimiento de los vasos sanguíneos y linfáticos; al estar siempre presente en el torrente sanguíneo es sumamente agresivo. A veces, como en el caso de mi mamá, se desarrollan tumores en los tejidos blandos que se pueden retirar; otras más, los tumores comienzan a crecer en los órganos vitales. Sin embargo, ya sea de una u otra ma5
Ellis, Adams y Bochner describen las epifanías como aquellos “momentos percibidos como significativamente impactantes en la trayectoria de vida de las personas” (2011: 275). Estas epifanías suelen representar puntos de inflexión o turning points, en cuanto que tales acontecimientos pueden cambiar de manera drástica el curso de la vida o, en su defecto, redefinirla, reorientarla o resignificarla (Clausen 1998).
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nera, el pronóstico es muy desfavorable, pues aunque se cristalice en un tumor, el angiosarcoma sigue circulando por el torrente sanguíneo ocasionando metástasis muy rápidamente. No hay quimioterapias ni radioterapias que ayuden a sanarlo; es incurable. Un año y medio después, la metástasis abrazó su columna, aunque todavía no lo sabíamos. Pensábamos que esa fractura que había tenido en la primera vértebra lumbar había sido ocasionada por un pequeño accidente automovilístico y que se recuperaría con una cirugía. Después ocurrieron una serie de sucesos dolorosos que la recluyeron en la cama durante cuatro meses, hasta que finalmente murió. Mi mamá solía escribir mucho, sus estudios en letras le habían dejado el hábito de narrar sus alegrías, sus tristezas y, con la muerte rondando, también sus dolores, miedos y preocupaciones. Mientras su cuerpo se volvía cada vez más doloroso, ella iba describiendo lo que sentía. Ese pequeño diario fue su herencia para mí, no me permitió verlo mientras aún estaba con vida. Unos días después de morir me lo entregó Lily, su enfermera. Para construir este texto uso fragmentos de ese diario y comparto algunas líneas de una carta de despedida que me escribió y otras cosas extraídas de un sobre de “tesoros” que construyó para mí, con todas las cartas, mensajes y notitas que yo le había escrito desde que era niña y que ella consideraba lo más preciado que tenía de mí. Busqué algunas fotografías que me hacían pensar en mi mamá antes de su enfermedad porque, como se verá más adelante, el dolor tiene como cualidad fragmentar a los sujetos y también los recuerdos. Uso algunos trocitos de sus poemas —como en el epígrafe— y el diario personal que comencé a escribir un poco después de que ella muriera como una forma de hacer algo con mi dolor. También narro algunas escenas de mi tiempo con ella en el transcurso de su enfermedad. Tengo que decir que no lo compartí todo; lo más íntimo, lo más querido, eso lo guardé para mí. El análisis autoetnográfico está dividido en tres apartados, ordenados por temas. El primero es una reflexión sobre el dolor y el discurso médico, el segundo aborda el orden sensorial como un orden de género y el tercero analiza el proceso de morir. Finalmente, a modo de conclusión, se hablará sobre la muerte como un proceso de fragmentación y la narrativa como una forma de resistencia ante el dolor.
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Una autoetnografía sensorial a) Del discurso médico o de la ausencia emocional Llevé mi resonancia magnética al Dr. Serrano para que verificara el diagnóstico “sarcoma metastásico en la columna vertebral”, del sacro hasta una de las vértebras cervicales. Nuevos estudios para ver que no estén invadidos otros huesos ni mis órganos internos. (Diario de mi mamá, sin fecha).
Pasaba del medio día cuando por fin nos hicieron pasar. Había muchas personas que padecían enfermedades similares, todas esperando en la sala. Algunas aguardaban en silencio, mirando hacia el suelo, quizá nerviosas; otras platicaban de su enfermedad, su tratamiento y sus dolores. A veces se alcanzaban a escuchar recomendaciones para no sentir náuseas o para tener más ánimo, se hablaba de tratamientos alternativos, de milagros que ocurrían en otros lugares, o se invitaba a no perder la fe: “Dios dirá”. Yo no recuerdo de qué platicábamos, solo me acuerdo de esa espera larga y miedosa. Una señora salió llorando a abrazar a su familiar, le habían confirmado que tenía cáncer. Yo también tenía ganas de llorar. Alguien gritó el nombre de mi mamá y desapareció entre los pasillos. Tuve que correr a ver en dónde se había metido y avisar que tardaríamos algunos minutos en llegar. Mi mamá ya caminaba con dificultad y se ayudaba con una andadera. No era su doctor, creo que a él nunca lo conocí, siempre nos atendía alguien diferente. Enfrente de nosotras estaba una doctora que nos invitó a sentarnos y mientras mi mamá lo intentaba, ella estaba atenta a su celular. Casi ni nos miró cuando nos dijo que, efectivamente, el cáncer ya había llegado a la columna y que lo único que había que hacer era recibir quimioterapias para que no ascendiera tan rápidamente al cerebro. Entre lágrimas vi que mi mamá estaba serena y tan solo preguntó que si no había alguna otra cosa que pudiera hacerse. Fría, la doctora respondió que no. Sacó unos papeles del escritorio y nos los dio para que los firmáramos: era el consentimiento para la quimioterapia. El consultorio médico es un sitio donde no se permite la emocionalidad, aunque, paradójicamente, es un espacio en el que confluye una gran gama de emociones. En la consulta médica se pone en marcha toda una dinámica de racionalidad-emocionalidad en la que, evidentemente, lo emocional solo es potestad del paciente. “El saber médico abreva del cuerpo doliente del
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otro” (Payá 2017: 84), creando no solo una distancia afectiva, sino marcando posiciones jerárquicas a partir de la contención emocional. El paciente es solo un cuerpo y esta fragmentación corporal realizada a partir del discurso médico dificulta el reconocimiento del dolor (Le Breton 1999):6 “Después de los estudios de rutina y la consulta con el Dr. Serrano acabé agotada, detesto esas calles congestionadas, la ansiedad que se respira afuera y las incomodidades que paso son muchas: radiografía torax-mastografía-ultrasonido” (Diario de mi mamá, octubre 2015). Más que una completa ausencia emocional por parte del cuerpo médico, quizá lo que ocurrió fue la presencia de dos modelos sensoriales distintos que han sido organizados con base en lógicas desiguales y jerárquicas que, como indican Vannini, Gottschalk y Waskul (2012), significan y organizan los sentidos de manera distinta. Sin embargo, considerar que un modelo sensorial debe imperar sobre el otro puede conllevar serias implicaciones, ¿qué hacer por una paciente por la que no se puede hacer nada? Después de ese diagnóstico fuimos a buscar la opinión de otro médico a un hospital particular. Mi mamá ya no podía viajar, así que mi papá y yo llevamos sus estudios más recientes para pedir su opinión. Después de unos veinte minutos, el doctor nos pasó al consultorio y nos dijo lo que ya sabíamos: mi mamá iba a morir muy pronto. No obstante, algo fue diferente: puso el dolor de mi mamá en el centro de la conversación. Hasta entonces, mi papá había estado renuente a aceptar que mi mamá no quisiera quimioterapias que, en realidad, solo la iban a hacer sufrir más. El doctor fue claro: “a veces no hacer ‘nada’ es mucho mejor que intentar hacerlo todo”. Lo que había que hacer era evitar el dolor, ya que “cada avance del dolor es una pérdida de la soberanía del individuo” (Le Breton 1999: 36).
6
Payá menciona que el ethos médico hace que, al ser transmitidos los conocimientos, el dolor se deje de lado. De esta manera, los médicos y las médicas deben aprender a considerarlo como parte del síntoma, “todo ello en aras del control, la eficacia y la objetividad en el aprendizaje médico” (2017: 84). Aunque quizá esto puede ser parcialmente cierto, como ya se vio en el abordaje teórico, reconocer las sensaciones que el dolor del Otro provoca representa reconocer al otro como sujeto y, en ese sentido, se estaría hablando de una intervención ética ante el dolor. Aunque cabe también la posibilidad de que, como argumentan Aguilar y Suárez (2011), el distanciamiento médico ante el dolor ajeno provenga de su carencia de herramientas para enfrentarlo, más que de la supuesta objetividad a la que tanto se apela.
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Nuevamente clínica del dolor, más analgésicos que al parecer no necesito, el dolor es tolerable y no quiero empezar a envenenar mi cuerpo tan pronto, ya bastante he tenido con tantas radiaciones (Diario de mi mamá, 30 de diciembre de 2015). Ilustración 1. Mi mamá y yo de vacaciones, jugando pelota (archivo personal)
Justamente porque la percepción es política (Vannini et al. 2012), intentar disminuir el dolor también puede ser un terreno en el que las relaciones de poder se manifiesten. Aunque el área hospitalaria donde recibió la mejor atención fue la clínica del dolor, aun ahí se estableció una relación de poder-saber, donde la médica sabía más del dolor de mi mamá que ella misma. Mi mamá creía que las dosis eran muy altas y que envenenarían su cuerpo demasiado rápido, de manera que solo consintió tomarse la mitad de la dosis recetada. La forma de actuar de mi mamá también debe comprenderse en el marco de su propia biografía sensorial, en cuanto que ella solía ser una persona muy sana que se curaba las enfermedades con tés, infusiones y cataplasmas, de tal manera que cualquier intento por medicarla resultaba fútil la mayoría de las veces. La biografía sensorial, concepto desarrollado por Vannini, Gottschalk y Waskul (2012), es una suerte de trayectoria personal a partir de lo sensible; permite comprender, desde el proceso biográfico, las pautas sensibles que
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han delineado la vida de una persona. Conocer un poco sobre la biografía sensible de alguien resulta muy útil para comprender la forma en que se relaciona con el dolor, cómo le otorga sentido y qué estrategias utiliza para enfrentarlo. Mi mamá siempre fue una persona muy fuerte anímicamente, siempre sonreía y casi nunca la vi quejarse por nada. Por supuesto que también su condición de madre y mujer —como se verá más adelante— favoreció ese tipo de comportamiento: así es que recibió el dolor como algo que podía sobrellevar. Solo hasta que este se hizo insoportable fue que empezó a pensar en la muerte. Quiero continuar animosa, no quiero darme por vencida, por eso voy a rechazar tratamientos agresivos e incapacitantes que en mi caso son inútiles y experimentales. El tratamiento de Querétaro tiene la virtud de mantenerme alegre (Diario de mi mamá, 1 de diciembre de 2015).
b) El orden sensorial como un orden de género Después de leer su diario me di cuenta de que mucho de lo que le causaba dolor estaba relacionado conmigo y con mi hermano. No quería decirnos que estaba muriendo, no quería “alterar” nuestras vidas, no quería vernos sufrir. Hoy recibí una noticia catastrófica, el sarcoma ha invadido mis huesos empezando por mi columna, veía esto tan lejano y ya está aquí ¿qué hacer? […] ¿Cómo se los diré a mis hijos? (Diario de mi mamá, 3 de noviembre de 2015). Pronto tendré que decírselos. ¡Qué dolor! (Diario de mi mamá, 15 de diciembre de 15). Pronto tendré que hablar, la Nena va a regresar de Brasil y va a preguntar, ya no podré callarme más, cómo van a transcurrir los días después, no quiero alterar su vida, ni la de nadie, eso sí que me causa sufrimiento (Diario de mi mamá, sin fecha).7
Fueron sus esquemas de percepción, que incorporaron la maternidad como eje central de su vida, los que ocasionaron que su sufrimiento estuviera centrado en evitar develar una enfermedad sin cura. Fueron esos mismos 7
Todas las cursivas son mías.
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esquemas los que la presionaron para que no se quejara, pues en el discurso estereotípico de género “las madres están para cuidar, no para ser cuidadas”; “las madres consuelan los dolores de otros, ellas nunca deben ser consoladas”. Las prácticas corporales que llevó a cabo para seguir siendo una buena madre, a pesar de estar gravemente enferma, la pusieron muchas veces en riesgo,8 así de grave es el discurso de género. El género no solo operó en ella, sino en toda la dinámica que se desarrolló durante el curso de su enfermedad. Se estableció una división sexual de los cuidados que no estuvo exenta de conflictos: las mujeres cuidábamos y lo hacíamos todo, los hombres iban de visita y a veces proveían.9 Cuidar de mi mamá representó un impacto emocional muy significativo en mi propia trayectoria sensible, no tanto por cuidar de ella sino porque cada cuidado, cada vez más minucioso, era indicador de que su salud estaba empeorando día con día. Creo que lo más doloroso fue aprender a no tocarla. Su cuerpo le dolía tanto que la enfermedad me quitó la posibilidad de abrazarla.10 Yo no estaba preparada para verte sufrir así, para cambiarte, bañarte, darte de comer, curarte. Yo no estaba preparada para que te fueras […] Yo no estaba preparada para aprender a moverte, a no tocarte, a leerte mientras agonizabas, yo no estaba lista para despedirme, sigo sin estar lista para despedirme, no te vayas… (Diario personal, sin fecha).
8
Yo me enteré, de manera indirecta, que se había fracturado la columna en un accidente automovilístico, ella nunca me lo dijo. Siempre mantuvo la versión de que había levantado unas cajas, y antes de saber que había sido una fractura nos hizo pensar que se trataba de un dolor muscular. Tratando de buscar alivio, conseguí una terapeuta física que iba a la casa a darle masajes; después comprendí que probablemente los masajes habían sido inapropiados para esa fractura que nos había dicho era un simple dolor de músculos.
9
La excepción fue mi pareja, quien muchas veces participó en los cuidados que necesitaba mi mamá. Se quedaba con ella cuando yo no podía, se pasaban horas platicando, iba por algo que se le antojaba, la hacía reír, a veces la inyectaba, se quedaba a dormir conmigo cuando yo la cuidaba por las noches. Mi papá también cuidó de ella algunas veces, pero casi nunca se encontraba en casa. Mi hermano solo estaba los fines de semana e iba de “visita” algunos días entre semana.
10 Unos meses después de que mi mamá muriera logré reunir el valor suficiente para abrir el “sobre de tesoros” que tan amorosamente había construido para mí. Entre las muchas cartitas que le había hecho a lo largo de estos años encontré una (véase ilustración 2): un pequeño “poema” escrito a lápiz en un pedacito de papel que mostraba la manera en que yo misma, a esa edad, ya había incorporado la idea del cuidado como parte de mis deberes “femeninos”.
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Ilustración 2. “Poema” que yo le escribí a mi mamá más o menos a los ocho años (archivo personal)
c) El proceso de morir: fragmentación y duelo No es tan malo estarse muriendo, puede uno decir lo que no dijo, hacer lo que no se atrevió, dejar su vida sin pendientes, cosa que no puede hacer aquella persona que muere de pronto y ni siquiera puede despedirse de los que ama, ni dar gracias, por lo que recibió, ni hacer una valoración de su existencia (Diario de mi mamá, sin fecha).
Parece que el proceso de morir y la forma en la que se encara la muerte tam bién tiene que ver con esa biografía sensible que se mencionó anteriormente. Para ella, la forma en que asumió su muerte no representó una ruptura con la forma en que había vivido. Siempre había sido muy previsora y esta etapa no iba a ser la excepción. Escribió para no olvidar —como siempre lo hacía—; escribió para dejarnos dicho cuánto nos quería, como muchas veces lo hizo; escribió para dejar dicho cuál iba a ser el destino de sus pertenencias. Se tomó su tiempo para despedirse de las personas a quienes quería, me dejó un sobre con los papeles que iba a necesitar para su entierro y una lista detallada de instrucciones de lo que quería que hiciera después de su muerte. Lo más importante para mí —y supongo que también para mi hermano— fue que nos dejó a cada uno un sobre de “tesoros”, pues tampoco estaba dispuesta a dejar de ser madre.
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Ilustración 3. Fragmento de la carta de despedida que mi mamá escribió para mí y que colocó dentro del “sobre de tesoros” (archivo personal)
Parte de esa “ética del dolor” de la que tanto habla Ahmed (2015) es buscar formas para que la persona pueda sentirse tranquila antes de morir. Yo no había pensado en la asistencia espiritual hasta que uno de mis primos lo propuso. Al no ser religiosa, nunca pasó por mi mente que mi mamá pudiera necesitarla, a pesar de que yo sabía lo católica que era. El dolor necesita ser comprendido para ser más soportable. Otorgarle al sufrimiento un significado es herencia de los sistemas religiosos que, como indica Le Breton (1999: 99), “integraron el sufrimiento humano en sus explicaciones del universo”. Para las tradiciones cristianas, el dolor está asociado con el pecado, por lo tanto, impele a los sujetos a aceptar su sufrimiento. Se trata de una “prueba del espíritu del creyente y le ofrece la oportunidad de demostrar sus méritos” (Le Breton 1999: 114). Sin embargo, a pesar de que el dolor en la tradición cristiana no es objetable y simplemente debe aceptarse (Le Breton 1999), mi mamá se preguntó muchas veces qué había hecho para “merecer” ese sufrimiento.11 Con el paso de los días comenzó a añorar la muerte, la llamaba, la pedía. El dolor era ya tan grande, que había reemplazado sus ganas de seguir viviendo. Y yo, por un lado, no quería que muriera, pero por el otro, ya no quería verla sufrir. Hoy estoy experimentando mucho dolor, yo veo a Héctor triste, pero ánimo, ya llegó la hora, tengo que morir. Al principio de mi enfermedad creía que era una oportunidad para hacer una reseña de mi vida, con el tiempo vi y sé que duele mucho y que solo pocas personas la han tenido, así es que me di por 11 Le Breton (1999: 132) menciona que “la búsqueda de significado ante el dolor va más allá del sufrimiento inmediato, concierne más profundamente al significado de la existencia […] Comprender el sentido de la pena es otra manera de comprender el sentido de la vida”.
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vencida y ahora solo quiero dormir, [no] sin antes darles las gracias a mis hijos que tanto amo, a mi esposo y a mi hermana Mar que tanto molesto (Diario de mi mamá, 25 de mayo de 2016).
Aunque no es un tema que vaya a ser tratado aquí, es necesario preguntarse si parte de esa “ética del dolor” no es también ayudar a morir. Llegar a esa discusión irremediablemente remite a un orden sensorial en una cultura determinada que, como señala Le Breton (1999: 134), “indica simbólicamente los límites de lo lícito, y al hacerlo rechaza los posibles excesos”. Mi mamá deseaba morir dormida, pero la tanatóloga nos había dicho que era probable que muriera estando consciente de todo. Nos enteramos de un procedimiento médico llamado “sedación clínica” que, como su nombre lo indica, induce al sueño para que la persona no sienta más dolor; ella dio su consentimiento para que la durmieran.12 Un viernes por la noche llegó un equipo médico a realizarle el procedimiento, nos despedimos largamente de ella y al día siguiente murió como quería: dormida. Ya descubrí el verdadero sentido de morir. No duele irse de este mundo, lo que duele es dejar de ver a los que quieres (Diario de mi mamá, sin fecha).
A manera de conclusión, el cuerpo fragmentado Dependiendo de la causa de la muerte, el cuerpo se puede percibir como “fragmentado” o “desintegrado”, y así me pasó a mí. Durante mucho tiempo yo no podía recordar a mi mamá como ella había sido, solo la recordaba en la cama inerte, dolorida y cansada. Los ritos mortuorios que acompañan el proceso de duelo también se pueden concebir como órdenes sensoriales que tienen la pretensión de “reintegrar” el cuerpo de la persona amada, pero mi familia y yo tenemos órdenes sensoriales distintos y cada rito católico me parecía de lo más deprimente. Así es que creo que mi propia forma de tra bajar mi duelo ha sido esta: narrar, como una práctica de resistencia ante el 12 La sedación clínica no es lo mismo que la eutanasia. Se induce al sueño durante algunos días para que la persona en fase terminal no sienta más dolor. Después de ese lapso se dejan de administrar los medicamentos para que la persona despierte y pueda realizar peticiones, o arreglar sus asuntos y vuelva a ser inducida al sueño, si así lo desea. Sin embargo, es probable que pacientes en fase agónica como mi mamá mueran mientras están durmiendo.
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dolor, así como ella narró su dolor en su diario y se negó a asumir que el sufrimiento tenía que ser silencioso. Decir amor es… Ver una esperanza. Estoy entre tu alma, estás entre la mía. Soy el frágil fluir de su vida; soy el sollozo, tu lágrima; soy de tu risa, alegría. Ahora amor soy tu lecho, seré tu tumba mortecina, tú eres mi más febril ilusión yo seré para ti el amor… Guadalupe García
Ilustración 4. Guadalupe García, mi mamá (archivo personal)
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Bibliografía Aguilar, M. y M. E. Suárez. 2011. “Narrativas y experiencias acerca del sentido de la vida y la muerte: etnografías del dolor y tramas familiares”, Sociología y Cultura, vol. 14, núm. 2, pp. 345-355. Ahmed, S. 2015. La política cultural de las emociones, México, pueg-unam. Cedillo, P. 2016. “El género como disposición a propósito de la pluralidad interna del habitus sexuado”, en M. Pozas y M. A. Estrada (eds.), Disonancias y resonancias conceptuales: investigaciones en teoría social y su función en la observación empírica, México, El Colegio de México, pp. 205-242. Classen, C. 1997. “Foundations for an Anthropology of the Senses”, International Social Science Journal, vol. 49, núm. 153, pp. 401-412. Clausen, J. 1998. “Life Reviews and Life Stories”, en J. Giele y G. Elder (eds.), Methods of Life Course Research. Qualitative and Quantitative Approaches, Londres, Sage Publications, pp. 189-212. Denzin, N. 2006. “Analytic Autoethnography or Déja Vu All Over Again”, Journal of Contemporary Ethnography, vol. 35, núm. 4, pp. 419-429. Ellis, C., T. Adams, y A. Bochner. 2011. “Autoethnography: An Overview”, Historical Social Research, vol. 36, núm. 4, pp. 273-290. Eltit, D. 2013. “Género y dolor”, Taller de letras, núm. 53, pp. 131-138. Gould, D. 2015. “When your Data Make you Cry”, en H. Flam y J. Kleres (eds.), Methods of exploring emotions, Nueva York, Routledge, pp. 163-171. Guerrero, J. 2014. “El valor de la auto-etnografía como fuente para la investigación social: del método a la narrativa”, Revista Internacional de Trabajo Social y Bienestar, núm. 3, pp. 237-242. Howes, D. 2014. “El creciente campo de los estudios sensoriales”, Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, año. 6, núm. 15, pp. 10-26. Le Breton, D. 1999. Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral. Payá, V. 2017. “A propósito del conocimiento médico y el lenguaje del cuerpo: apuntes desde la sociología de Richard Sennett”, en M. Núñez (coord.), Richard Sennett. Cuerpo, trabajo artesanal y crítica del nuevo capitalismo, México, Juan Pablos Editores, Facultad de Estudios Superiores Acatlán-unam, pp. 65-90. Sabido Ramos, O. 2016. “Cuerpos y sentidos: el análisis sociológico de la percepción”, Debate Feminista, vol. 51, pp. 63-80. Synott, A. 2003. “Sociología del olor”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 65, núm. 2, pp. 431-464 Vannini, P., S. Gottschalk y D. Waskul. 2012. “Toward a Sociology of Senses”, en The Senses in Self, Society and Culture. A Sociology of the Senses, Nueva York, Londres, Routledge, pp. 3-22.
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César Ricardo Azamar Cruz. Doctor en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Docente en la Universidad Veracruzana. Ha publicado artículos relacionados con la literacidad, los espacios formativos, la práctica docente en instituciones de educación superior y los estudios de género. Actualmente, investiga desde la pedagogía crítica, y a través de los nuevos estudios de la literacidad, el potencial que tiene la experiencia estética en el aula universitaria como estrategia pedagógica. Su objetivo es contribuir al conocimiento de sí y el reconocimiento del otro, mediante el empleo de una metodología sensorial que favorezca la producción de narrativas de imágenes (con imágenes) contadas desde el cuerpo. Priscila Cedillo Hernández. Profesora-investigadora del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Es socióloga y maestra en Estudios Políticos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus líneas de investigación son sociología disposicional, sociología del cuerpo y estudios de género. Sus publicaciones más recientes son, en coautoría con Olga Sabido Ramos y Jorge Galindo, “Habitus: una estrategia teórico-metodológica para la investigación del cuerpo y la afectividad”, en V. Payá y J. Rivera (coords.), Sociología etnográfica; Sobre el uso critico de la teoría y los métodos de investigación, México, Juan Pablos Editor, 2017, pp. 115-139, y “El género como disposición: a propósito de la pluralidad interna del habitus sexuado”, en M. Estrada y M. Pozas (eds.), Disonancias y resonancias conceptuales: investigaciones en teoría social y su función en la observación empírica, México, El Colegio de México, 2016, pp. 205-243. Adriana García Andrade. Es profesora-investigadora en el Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Es doctora en humanidades, en la línea de Historia y Filosofía de la Ciencia, por la Universidad Autónoma Metropolitana-Izatapalapa. Se especializa en filosofía de la ciencia, sociología del amor, teorías sociológicas contemporáneas
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y, recientemente, en la relación de la neurociencia-sociología con las emociones. Es vicepresidenta del comité de investigación Logic and Methodology, en la International Sociological Association, integrante del grupo Love and Feminist Theory del International Collegium Gexcel, y corresponsable de la red Feminist Love Studies. An International Network. Sus últimas publicaciones incluyen “Una lectura del amor desde la sociología: algunas dimensiones de análisis social”, Revista Sociológica, 2013; “El amor como problema sociológico”, Acta sociológica, 2015; y, en coautoría con Olga Sabido, Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea, 2014, y “Los amantes y su mundo, una propuesta teórico metodológica”, en M. Pozas y M. A. Estrada (eds.), Disonancias y resonancias: investigaciones en teoría social y su función en la observación empírica, México, El Colegio de México, pp. 179-203, 2016. Roberta Granelli. Doctorante en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, con un proyecto sobre las no monogamias consensuadas entre mujeres en la Ciudad de México. Es maestra en Estudios de las Mujeres y Género por la Universidad de Bolonia y la Universidad de Granada. Ha trabajado varios años con el grupo de investigación sobre los feminicidios en Italia, como integrante del directivo de la organización “intersexioni” y es redactora de la Sección lgbti de Walking On the South Magazine. Sus líneas de investigación actuales son emociones y afectividades, derechos sexuales y reproductivos, integridad corporal e intersexualidad, estudios feministas y lgbti, en especial en torno a las no monogamias. Abraham Martín Ledezma Vargas. Maestro en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, con el trabajo titulado “Escapando al estigma y desplegando la expresión sexual mediada computacionalmente, el caso de la práctica sexual virtual online de la comunidad lgbtttiq en México”. Actualmente, forma parte del Grupo de Investigación Sociedad y Nuevas Tecnologías en la misma universidad, donde trabaja el tema: “La interacción sexual mediada comunicativamente a través de las tics y las nuevas formas de organización y reconstrucción online de la diversidad sexual por parte de la comunidad lgbtttiq en México”. Sus líneas de trabajo son cuerpo y tecnologías informáticas como elementos protésicos, cibersexualidad, dispositivos tecnológicos sexuales, identidades virtuales online, sexualidad y diversidad sexual en México, participa-
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ción e inclusión sociotécnica mediadas computacionalmente y acciones comunicativas habermasianas. Carolina López Pérez. Licenciada en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Obtuvo una mención honorífica por su tesis, titulada “La distinción analítica entre sociedad y sentimiento. Una aproximación sociológica desde el constructivismo sistémico”. Es maestranda en Estudios Políticos y Sociales por esa misma universidad. Fue integrante del Servicio Profesional en Derechos Humanos de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y actualmente es profesora de asignatura en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Sus intereses de investigación se inscriben en la teoría sociológica clásica y contemporánea, los derechos humanos y los estudios de género. Entre sus últimas publicaciones destaca el artículo “Comunicación y sentimientos desde la Teoría de Sistemas Sociales de Niklas Luhmann”, Sociológica, vol. 33, núm. 93, pp. 53-86. Cynthia Méndez Lara. Licenciada en Sociología y maestra en Estudios Políticos y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, cursa estudios de doctorado en el posgrado en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en Sociología, en esta misma universidad. Sus líneas de investigación son sociología médica, estudios del cuerpo y fenomenología. Ha impartido cursos en la unam y en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, además de colaborar en proyectos en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Carolina Peláez González. Profesora-investigadora en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología y Maestra en Estudios de Género por El Colegio de México. Su interés es el estudio de las desigualdades y el género, con un análisis sociológico desde los sentidos y las emociones como elementos relevantes, para estudiar la reproducción de las desigualdades que se viven en el mundo laboral. También ha investigado el estudio de la continuidad de ciertas ocupaciones u oficios. Entre sus últimas publicaciones se encuentra el articulo “Un mar de vergüenza y asco: experiencias laborales de limpiadoras de pescado”, en M. Ariza (coord.), Emociones, afectos y sociología, iis-unam, México, 2016.
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Diana Inés Ramírez García. Estudiante del Programa de posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Licenciada en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Ha participado en diversos trabajos de investigación adscritos al Programa de Apoyo a Proyectos para la Innovación y Mejoramiento de la Enseñanza y al Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica, además de colaborar en otros proyectos de investigación y desarrollo tecnológico de la Facultad de Ingeniería de la unam. Marta Rizo García. Doctora en Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesora-investigadora de la Academia de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y profesora del posgrado de Estudios sobre la Ciudad de la misma institución. Coordinadora del grupo de investigación “Comunicación intersubjetiva” de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación. Ha publicado más de diez libros, cerca de cien artículos en revistas nacionales e internacionales, y alrededor de cincuenta capítulos en libros impresos. Ha participado en congresos en México, España, Portugal, Alemania, Francia, Cuba, Panamá, Costa Rica, Perú, Argentina, Bolivia, Uruguay, Brasil y Colombia, entre otros países. Ha sido docente invitada en más de 15 universidades mexicanas y extranjeras. Integra el comité editorial de varias publicaciones de México, España y América Latina. Sus líneas de investigación son: teoría de la comunicación, comunicación intersubjetiva e interpersonal, cuerpo y comunicación. Velvet Romero García. Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México, maestra en Estudios de Género y Cultura, con mención Ciencias Sociales, por la Universidad de Chile. Investigadora asociada en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la Universidad Nacional Autónoma de México y docente de asignatura en la Facultad de Ciencias de la Conducta de la Universidad Autónoma del Estado de México. Entre sus publicaciones destacan “Hasta que los beneficios se nos acaben: cotidianidad, territorialización y violencia en la cárcel de Ecatepec”, en G. Tenenbaum y N. Viscardi (coords.), Juventudes y violencias en América Latina. Sobre los dispositivos de coacción en el siglo xxi, Univer-
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sidad de la República, Montevideo, 2018; “Fracturar las fronteras carcelarias. Notas en torno a una investigación sobre la sexualidad en situación de reclusión”, Revista de Estudios Sociológicos, vol. 35, núm. 103, 2017. Olga Sabido Ramos. Profesora-investigadora titular C del Departamento de Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Doctora en Ciencias Sociales con orientación en Sociología. Pertenece al área de investigación de Pensamiento Sociológico de la uam Azcapotzalco. Sus principales líneas de investigación son teorías sociológicas con enfoque relacional, cuerpos generizados, percepción sensible, sentidos y materialidad y giro afectivo: emociones, género y vínculos afectivos. Es autora del libro El cuerpo como recurso de sentido en la construcción del extraño (2012) y diversos artículos y capítulos de libro relacionados con dichas líneas de investigación. Entre sus publicaciones recientes destacan: “El análisis sociológico de la vergüenza en Georg Simmel. Una propuesta para pensar el carácter performativo y relacional de las emociones”, Digithum, núm. 23, 2019; “The Senses as a Resource of Meaning in the Construction of the Stranger: An Approach from Georg Simmel’s Relational Sociology”, Simmel Studies, vol. 21, 2017; “Cuerpo y sentidos: el análisis sociológico de la percepción”, Debate feminista, vol. 51, 2016. Pertenece a la International Simmelian Association of Relational Analysis and Creation, a la Red Latinoamericana de Estudios sobre Georg Simmel, The Feminist Love Studies Network y renisce, entre otras redes de investigación. Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2. Daniela Sánchez. Licenciada en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma México y licenciada en Comunicación y Medios Digitales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Ciudad de México. Estudiante de la maestría en Estudios de Género de El Colegio de México. Recientemente realizó una estancia de investigación en la Universidad de Concordia, Canadá, donde presentó una ponencia y colaboró en la organización del congreso sobre estudios sensoriales Uncommon Senses II. Sus intereses de investigación son la construcción social de la desviación sexual, el aprendizaje corporeizado, la sociología de las emociones y la percepción y la intersección de estos temas con el género.
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Erick Serna Luna. Licenciado en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México, maestro en Estudios Urbanos y candidato a doctor en Estudios Urbanos por El Colegio de México. Presidente y cofundador de asiicso Habitus A.C. Ha llevado a cabo sus investigaciones y trabajos de desarrollo social, colectivos e individuales, con poblaciones en situación de vulnerabilidad de la Ciudad de México, como la juventud devota a San Judas Tadeo, las poblaciones marginadas del barrio de La Merced, las personas con ceguera y debilidad visual que trabajan en el metro de la Ciudad de México, los vagoneros del metro y los estudios sociohistóricos sobre la capoeira. Su producción académica se puede consultar en https://colmex.academia.edu/ ErickSernaLuna. Paola Thompson. Estudió la carrera de sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y la maestría en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Obtuvo una beca para asistir a la Reunión Anual de la Asociación Americana de Museos en Minnesota, en 2012. Participó en el segundo encuentro ibérico de Estética en la Universidad de Minho, Portugal, en 2015. Durante 2016, realizó una estancia de investigación en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia en Madrid, España. Actualmente labora en el Centro de Investigaciones y Docencia Económicas, donde realiza una investigación sobre el delito de desollamiento en la Ciudad de México. César Torres Cruz. Maestro en Ciencias Sociales y Humanidades, con especialización en sociología y estudios de género por la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Cuajimalpa. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con especialidad en sociología, por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha sido profesor de asignatura de la licenciatura en comunicación y cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, plantel Cuautepec, y colaborador externo del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (cieg) de la unam, desde enero de 2015. Actualmente, coordina el Estudio de las representaciones de género y violencia contra las mujeres en los medios digitales y de entretenimiento, investigación que realiza el cieg a petición de la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres de la Secretaría de Gobernación. Sus intereses de investigación son biomedicalización, género y sexualidad, feminismos,
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estudios de género y estudios queer/cuir, cuerpo y afectividad en la teoría sociológica y la teoría feminista. Ha publicado varios artículos en revistas indexadas y capítulos de libro sobre estos temas. José R. Torres Ramos. Estudiante del doctorado en Etnomusicología en la Universidad del Norte de Texas, con un proyecto de investigación reconocido con el Premio Presser de Posgrado, en 2016. Sus intereses académicos abarcan la investigación, enseñanza y ejecución musical enfocadas en la tradición del mariachi. Asimismo, se desempeña como director del Mariachi Águilas de la mencionada universidad. Carlos Viscaya. Licenciado en Sociología y maestrando en Estudios Políticos y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Promotor de los derechos humanos y encargado del área de comunicación y prensa en el Observatorio de Violencia Social y de Género de Aguascalientes.
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Los sentidos del cuerpo: un giro sensorial en la investigación social y los estudios de género -editado por el Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México- se terminó de imprimir el 14 de noviembre de 2019, en Gráfica Premier S.A. de C.V. con domicilio en 5 de Febrero 2309, Col. San Jerónimo Chicahualco, 52070, Metepec, Edo. de México. Se utilizó la tipografía de la familia Warnock, en su versión Pro, diseñada por Robert Slimbach; así como la Univers, diseñada por Adrian Frutiger. La edición consta de 500 ejemplares.
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