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Spanish; Castilian Pages 345 [337] Year 2021
Nicolas Licata, Rahel Teicher y Kristine Vanden Berghe (eds.)
La invasión de los alter egos Estudios sobre la autoficción y lo fantástico
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Ediciones de Iberoamericana 119 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
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La invasión de los alter egos Estudios sobre la autoficción y lo fantástico
Nicolas Licata Rahel Teicher Kristine Vanden Berghe (eds.)
Iberoamericana - Vervuert - 2021
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Publicado con el apoyo financiero del Fondo de Investigación Científica - FNRS, la Fundación Universitaria de Bélgica y la Unidad de Investigación Traverses de la Universidad de Lieja.
Derechos reservados © Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-198-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-126-8 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-127-5 (e-Book) Depósito Legal: M-5968-2021 Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación Ilustración de la cubierta: Alex Gallo Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
Introducción Kristine Vanden Berghe Jugar con Fernando Vallejo, Nellie Campobello y el Subcomandante Marcos ...........................................................................................................
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Reflexiones teóricas Teresa López-Pellisa ¿Autoficción en la ciencia ficción? Autoficción especulativa en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) de Pablo Martín Sánchez ..................
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Javier Ignacio Alarcón La autoficción y lo espeluznante: Un vampiro en Maracaibo, de Norberto José Olivar..................................................................................
63
Sabine Schlickers La auto(r)ficción perturbadora .......................................................................
79
Nicolas Licata Sin ambigüedades. El pacto lúdico de la autoficción fantástica .......................
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Antecedentes y precursores Álvaro Ceballos Viro La autoficción satírica y festiva en la Restauración española ............................ 121 Rafael Olea Franco Borges: entre la autobiografía y la autoficción ................................................. 137 Julia Erika Negrete Sandoval El autor como personaje autoficcional fantástico en Abaddón el exterminador de Ernesto Sábato ................................................................... 161
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Nicolas Licata Robbe-Grillet en el ropero del señor Bellatin. Autoficción fantástica, nouveau roman y nouvelle autobiographie ......................................................... 179 Autoficciones contemporáneas Lieve Behiels Espacio, multiplicación y fantástico en las autoficciones de Manuel Vilas ....... 207 Pedro Pujante Simulacro y yo delirante en La serpiente de César Aira. La autoficción fantástica como espectáculo del absurdo ......................................................... 225 Marco Kunz Correcto y abyecto: el autor desdoblado en Diario íntimo de un guacarróquer de Armando Vega-Gil ................................................................ 239 Bieke Willem Animales domésticos y la experiencia de extranjería en Pajarito de Claudia Ulloa Donoso ............................................................................... 261 Memoria histórica y cine Rahel Teicher Sueños y delirios en los relatos de los ‘hijos’: “Sueño con medusas” de Félix Bruzzone y Diario de una princesa montonera, 110% verdad de Mariana Eva Perez ..................................................................................... 279 Mario de la Torre-Espinosa Posmemoria, autoficción y tramas inverosímiles en el cine documental de los nietos ..................................................................................................... 297 Julio Prieto Autoficción y derivas fantásticas: la estrategia de la inverosimilitud en el cine argentino de los 2000 ..................................................................... 317 Sobre los autores............................................................................................. 339
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Introducción JUGAR CON FERNANDO VALLEJO, NELLIE CAMPOBELLO Y EL SUBCOMANDANTE MARCOS Kristine Vanden Berghe Université de Liège1
Es poco probable que el futuro historiador de la literatura, cuando quiera hacer una revisión crítica de la autoficción, se fije en lo que pasó a mediados de los noventa o en el año 1994. Hay otras fechas mucho más significativas, como 1977, cuando Serge Doubrovsky acuñó en Francia la etiqueta de autoficción, o también 2007, exactamente tres décadas después, cuando Manuel Alberca publicó su primer libro sobre el género en el ámbito hispano. Sin embargo, 1994 podría marcarse con una señal modesta entre estos hitos: ese año salió en edición bolsillo el emblemático libro de Doubrovsky, Fils, lo cual ilustra la progresiva popularización de una modalidad genérica que su autor definió en 1977 como “Fiction, d’événements et de faits strictement réels”. Pero, en 1994, también se publicaron textos autoficticios que no se conforman con esta definición de Doubrovsky por cuanto las historias de vida que cuentan no son nada “reales”. Al contrario, son ejemplos de un tipo de autoficción que Vincent Colonna calificó de “fantástica” en los siguientes términos: “El escritor está en el centro del texto como en una autobiografía (es el protagonista), pero transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal, indiferente a lo verosímil” (“Cuatro propuestas” 85). Me refiero a La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo, y a los relatos
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Agradezco a Ana Estrada Arráez, Nicolas Licata y Rahel Teicher su relectura crítica de este texto.
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del Subcomandante Marcos, una novela y una serie de cuentos que relatan acontecimientos que difícilmente pueden haberles ocurrido a sus autores. Al contrario, instauran una incoherencia insólita al establecer una relación entre dos universos desconectados gracias a alguna situación que permite el pasaje de uno a otro, lo que Patrick Charaudeau, en sus trabajos acerca del humor, ha llamado un trans-sentido (33). Pasando del uno al otro nos detendremos también en la escritora mexicana Nellie Campobello, cuya obra es anterior, pero se “redescubrió” por las mismas fechas. Al comentar brevemente estas tres figuras autoriales, queremos introducir algunos aspectos de la llamada autoficción fantástica que son estudiados desde distintos enfoques y de manera más profunda a lo largo de los ensayos que integran el presente libro. Pero antes precisamos acotar el alcance de este. Hemos decidido no imponer una definición previa de la “autoficción fantástica”, sino partir de la definición de Colonna con el propósito de ponerla a prueba y de reflexionar sobre la diversidad de sus manifestaciones y sobre sus posibilidades y límites epistemológicos y políticos. Por lo tanto, el presente volumen incluye una discusión amplia al respecto a la que contribuyen, en la primera parte, Teresa López-Pellisa, Javier Ignacio Alarcón, Sabine Schlickers y Nicolas Licata (a las contribuciones de estos dos últimos me referiré más en adelante). López-Pellisa revisa críticamente los distintos términos constitutivos de la definición propuesta por Colonna y problematiza el concepto que maneja de lo fantástico y lo verosímil desde una perspectiva poco común en la crítica sobre la narrativa autoficcional: enfocando la cuestión desde el género de la ciencia ficción a partir del análisis de Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), una novela reciente del escritor peninsular Pablo Martín Sánchez. Ofrece así una revisión sistemática del concepto que nos convoca y de algunos presupuestos suyos al mismo tiempo que defiende la idea de que se puede hablar de autoficción especulativa, y por tanto de autoficción en el género de la ciencia ficción. La segunda contribución, de Javier Ignacio Alarcón, también revisa la teoría a partir de un texto concreto, Un vampiro en Maracaibo (2008) del escritor venezolano Norberto José Olivar, una novela con una alta dosis de metaficción. A diferencia de López-Pellisa, que discute principalmente con Colonna, Alarcón reflexiona ante todo a partir de las ideas de Ana Casas. De esta manera ambas contribuciones entran también en diálogo con buena
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parte de las contribuciones del volumen, que parten de la investigación de Colonna y Casas, aceptándola o refutándola a su vez. En un artículo que publicó en 2015 Casas cuestiona la capacidad que tiene una novela de autoficción que haga palpable su artificialidad para producir el tipo de compromiso necesario en una obra fantástica. Pero Alarcón, que se basa en Émilie Guyard, según quien la metaficción genera consciencia en torno a su propia artificialidad y al mismo tiempo es capaz de provocar una inmersión mimética, defiende la idea de que la particular mímesis que produce un texto metaficcional y autoficticio provoca una recepción vacilante en el lector haciéndolo dudar de sus convicciones de lo real. Por lo tanto, a su manera produce el “miedo metafísico” que caracteriza a lo fantástico. Mientras la reflexión teórica está en el meollo de estas contribuciones, también da una orientación particular a otras: al analizar Pajarito (2015), de la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso, Bieke Willem defiende la idea de que lo cotidiano puede funcionar como un nexo entre la literatura fantástica y la autoficción contemporánea; según Lieve Behiels las autoficciones del español Manuel Vilas son como aquellos cuadros señalados por Colonna donde el doble del pintor se distingue por su mirada extraída del espacio del cuadro, orientada hacia el observador, y Julio Prieto nos invita a abordar la autoficción en función de su productividad ético-política y epistemológica. Estos y otros ensayos ilustran que, aparte de proponer un balance teórico de las posibilidades y límites del concepto de “autoficción fantástica”, este libro ofrece una serie de análisis concretos de autoficciones que se alejan del polo más autobiográfico, en las que el autor se inventa una vida alejada de la suya propia o en la que le ocurren acontecimientos difíciles de creer. LA VIRGEN DE LOS SICARIOS (1994) Enfrentada a la topografía creada por Fernando Vallejo, la brújula que permite distinguir entre autobiografía y novela, fact y fiction, parece enloquecer, consiguiendo que incluso el lector más avezado pierda el norte. Con palabras de Manuel Alberca, a Vallejo “los géneros se le quedan chicos, como trajes estrechos que se rompen por las costuras” (“Fernando Vallejo” 89). En sus novelas los narradores remiten al autor, también cuando son anónimos,
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ya que su identidad autobiográfica la sugieren otros datos. Comparten además el escepticismo del autor en cuanto a la pertinencia de practicar el género novelístico. En Entre fantasmas, el narrador se dirige a su abuela: —Abuela, dejá de leer novelas que ése es un género manido, muerto. ¿Qué chiste es cambiarles los nombres a las ciudades y a las personas para que digan después que uno está creando, inventando, que tiene una imaginación prodigiosa? Uno no inventa nada, no crea nada, todo está enfrente llamando a gritos. —Abuela, dejá esas novelas pendejas y mejor leéme a Heidegger (185).
Las críticas contra la novela corren parejas con ataques contra el uso de la tercera persona, por ser mentirosa: ¿cómo podemos conocer a los otros, decir lo que piensan, lo que sienten, si ya es difícil entendernos a nosotros mismos? De ahí que Vallejo haya escrito prácticamente todos sus libros en primera persona, o como ha dicho William Ospina, sus libros son “libros del Yo”. A pesar de esto, es difícil mantener una lectura autobiográfica. En Los caminos a Roma el narrador mata posiblemente a dos personas, en Entre fantasmas se describe a sí mismo en términos que no coinciden con el físico de Vallejo y en cuanto a La Virgen de los Sicarios, es poco probable que el lector piense que lo ocurrido puede haberle pasado al autor: en esta novela Fernando moviliza a un par de sicarios para que maten por él. Ello no obsta que muchos lectores de esta novela hayan confundido al autor con el narrador, lo cual le ha granjeado a Vallejo odios y anatemas, especialmente en Colombia, porque su narrador denigra al país y sus habitantes. Si no solo los lectores menos precavidos han confundido ambas instancias, incluso en una novela tan anti-mimética como La Virgen de los Sicarios, es porque las coincidencias entre ellas son masivas. No atañen a los acontecimientos, sino al tono y a los recursos estilísticos que son parecidos en la ficción y en los ensayos de Vallejo, lo cual hace que la invención y el diagnóstico socio-histórico convivan en un mismo registro. Además, Vallejo no pocas veces defiende opiniones polémicas que hacen pensar en las de Fernando. Es comprensible, entonces, que el lector sucumba ante la tentación de confundir las distintas instancias que toman a cargo el discurso, confusión que Vallejo no siempre intenta evitar, sino todo lo contrario. Cuando el lector trata
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de determinar hasta qué punto se le puede atribuir lo dicho por Fernando, en qué medida comparte su cinismo y su crítica contra la humanidad, Vallejo propone una pista para luego embrollarla o sugerir otra, contraria. La voz y el lenguaje corporal que se pueden inferir de sus entrevistas hacen pensar en un autor que se complace en jugar al gato y al ratón, que se divierte observando a sus lectores perdidos ante su complicado juego de escondite. En realidad, entre la autoficción y el juego se tejen múltiples y variadas relaciones, como queda ilustrado por distintas contribuciones en este volumen en las que se usa un léxico relativo a lo lúdico. Esto se entiende en primer lugar en la medida en que las autoficciones, sea cual fuese su modalidad más o menos autobiográfica, se construyen a partir de una metalepsia del autor que entra en el mundo intradiegético: en la literatura crítica sobre este tipo de transgresión es común encontrar referencias al juego, juego con los lectores, juego con los niveles diegéticos. Así leemos, en la contracubierta del libro que Genette dedicara a la metalepsia (La métalepse), lo siguiente: “l’on tente ici d’en évoquer quelques effets, désinvoltes ou inquiétants, qu’on trouve à l’œuvre [...], partout en somme où la représentation du monde, d’Homère à Woody Allen, se met elle-même en scène, en jeu, et parfois en péril” (el subrayado es mío).2 A menudo se trata de expresiones fijas, de juegos de palabras, lo cual, por otra parte, no significa que carezcan automáticamente de significación. En efecto, la recurrencia de las referencias al juego en la literatura crítica sobre la autoficción, pero también en el discurso de los mismos autoficcionalistas, suscita la pregunta de si sería pertinente hablar de un pacto lúdico y de cómo se definiría este pacto en relación con el pacto ambiguo tal y como ha sido definido por Alberca. En sentido estricto, el pacto autoficcional es ambiguo cuando el lector duda realmente si debe leer el texto en clave ficcional o, al contrario, referencial. La etiqueta es válida, así, para aquellas autoficciones que Alberca sitúa en el centro de su mapa conceptual, entre las más autobiográficas y las más ficticias. En realidad, como también ha observado Arnaud Schmitt (Je réel 63), no son muy numerosas las novelas
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“Se intenta aquí evocar algunos efectos, desenvueltos o inquietantes, que se encuentran evocados [...], dondequiera en suma donde la representación del mundo, de Homero a Woody Allen, se pone en escena a sí misma, en juego, a veces en peligro” (traducción mía).
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cuya hibridez provoque desconcierto y por tanto nos hagan dudar sobre su estatuto de enunciado de realidad o, al contrario, de ficción. Ya que en las autoficciones más “inverosímiles” o “fantásticas” (Colonna) no hay verdadera ambigüedad, puede ser más adecuado designarlas de una forma alternativa, por ejemplo, con la expresión “pacto lúdico”. La noción de juego apuntaría entonces a cierta forma de entretenimiento, disfrutada por los autores, pero también por los lectores, que pueden pasar continuamente de lo más a lo menos creíble en este espectáculo público en el que se exhibe el autor. Hemos aquí, en la frase anterior, una amalgama de las definiciones propuestas por el DRAE para la palabra “juego”. Entre las acepciones de este diccionario también figura la de “actividad intranscendente”, que conecta con lo gratuito y lo ligero, en fin, la idea de la falta de seriedad, muchas veces atribuida a la autoficción, según piensa Sabine Schlickers. En su contribución, Schlickers estudia varios textos argentinos a partir del concepto de auto(r)ficción perturbadora. Reflexionando sobre lo que diferencia este tipo de autoficción de otros, descarta la idea de que el género implique siempre ausencia de seriedad, lo cual no le impide, por otra parte, definirlo en función de un “pacto lúdico”: el disfraz del autor como personaje ficticio se puede comparar con el efecto de una representación teatral mimética en vivo, y el disfraz literario sería entonces “una sublimación del juego imitatorio real”, un juego también practicado por César Aira, según la lectura que hace Pedro Pujante de su novela La serpiente (1997), y por Manuel Vilas en varias novelas suyas, según Lieve Behiels. Schlickers además apunta a la importancia que tienen en la autoficción la dimensión estética y el efecto perturbador, ambos implicados en el juego. En apoyo de estas ideas podrían aducirse las definiciones del juego que han propuesto Johan Huizinga (1938) y Roger Caillois (1958), que subrayan que el juego va en serio, el primero habiendo incluso defendido la idea de que la cultura humana brota del juego. Por lo tanto, la idea de un “pacto lúdico” surge como una alternativa a la de “pacto ambiguo”, sobre todo en referencia a aquellas autoficciones cuya ambigüedad es reducida porque el lector no duda mucho sobre su índole ficcional. Tomando en cuenta varias teorías del juego, en su contribución, Nicolas Licata argumenta a favor de la concepción de la autoficción no mimética como una actividad que recurre a un pacto lúdico.
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Volvamos a La Virgen de los Sicarios. Esta novela integra un vasto corpus de autoficciones, sobre todo mexicanas y colombianas, que tratan del narcotráfico, y que Marco Kunz (69) ha bautizado como narcoautoficciones. La asociación no debe sorprender por cuanto en México y Colombia la autoficción y las ficciones del narco han conocido un auge simultáneo. Tampoco sorprende que hayan sido objeto de severas críticas hasta cierto punto parecidas: la narcoficción ha sido acusada de ser políticamente débil y literariamente deficiente, mientras que la autoficción ha sido criticada por ser narcisista y poco seria. Dentro de este corpus, la novela de Vallejo destaca por su espléndido trabajo estilístico. Al mismo tiempo, sin embargo, al igual que otras muchas narcoautoficciones, da pie a lecturas que desmienten las ideas de ligereza y ausencia de visión política. Al situar al gramático Fernando en medio de la violencia de Medellín, Vallejo da a entender que nadie escapa de esta, ni siquiera los que más desvinculados parecen estar, por preferir las letras sobre las armas. Pero, sobre todo, al sugerir una identidad entre autor, narrador y protagonista, y siendo este el autor intelectual de los crímenes perpetrados por los sicarios, apunta a la responsabilidad de los intelectuales en la violencia, sugiere la culpabilidad de los habitantes de la ciudad letrada y, por lo tanto, se autocritica. Según esta lectura que desarrollé en otra ocasión (Narcos y sicarios), la autoficción, que suele ser vista como un género enfocado en la individualidad de un autor, cobra una dimensión colectiva (dimensión también sacada a la luz por Julio Prieto con respecto al cine argentino de los “hijos”): Fernando no solo representa un individuo, sino también una clase social —holgada— y un grupo profesional —los gramáticos, los escritores—. Mediante su autoficción no mimética, Vallejo señala cómo estos grupos perpetran una violencia simbólica y sistémica (Žižek) que precede a la más subjetiva de los sicarios. De esta forma, se crea un ethos autorial muy distinto del ethos de su narrador: al cinismo y al antihumanismo de este se corresponde el discurso crítico y responsabilizante de aquel. Vallejo también se construye el ethos de una personalidad fuerte: al identificarse con su narrador demuestra que no le importa el qué dirán.
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CARTUCHO (1931) El ejemplo de La Virgen de los Sicarios demuestra lo intrincadas que son las relaciones entre autor y narrador en la autoficción, incluso en la más inverosímil. Por otra parte, las críticas que le han llovido ilustran cuán delicado puede ser sugerir una coincidencia entre ambas instancias, y cómo esta coincidencia arriesga afectar la vida de un autor. Que también pueda incidir en las otras personas que aparecen como personajes en las novelas autoficticias no miméticas se deduce de las reacciones que, desde Oxford, han llovido sobre Javier Marías por los retratos que hizo del cuerpo profesoral en Todas las almas (1989). Mucho más triste es el impacto que La tía Julia y el escribidor (1977) tuvo en la persona de Julia Urquidi, como lo da a entender su réplica amarga a Vargas Llosa en Lo que Varguitas no dijo (1983). La figura de Nellie Campobello aún permite descubrir otras aristas de la cuestión. Esta escritora mexicana (1900-1986) fue una de las pocas mujeres que escribieron sobre la Revolución en el norte de su país y lo hizo, entre otros, en un libro de breves estampas titulado Cartucho (1931). En él la narradora es una niña de corta edad (anónima en la primera edición y llamada Nellie en la edición definitiva de 1960), que se parece a la autora real. En un lenguaje literario simple solo en apariencia suscitado por el punto de vista infantil, comenta escenas guerreras a veces de gran crueldad. Lo hace desde una perspectiva amoral, pues para ella la guerra es un juego que forma parte de su vida cotidiana.3 Hecha la salvedad de que la narradora no siempre aparece como protagonista de sus relatos, se puede calificar el libro como una forma de autoficción. Las estampas tienen además el atractivo doble del que habla Alberca (El pacto 295) y que reside en la exigente y satisfactoria construcción y, al mismo tiempo, en la fuerte ilusión referencial que generan en el lector. Puede que este atractivo doble y la ambigüedad genérica hayan contribuido a la revalorización reciente del libro, ya que nuestra época aprecia la desaparición de las categorías claras y nítidas. De la misma manera, pero al revés, es legítimo suponer que el estatuto poco claro de su enunciación contribuye a explicar por qué no alcanzó en su tiempo el prestigio que merece. Recordemos al respecto 3
Sobre la perspectiva lúdica en la obra de Campobello, remito a mi libro Homo ludens en la Revolución. Una lectura de Nellie Campobello (2013).
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que en su libro Est-il je? Roman autobiographique et autofiction (2004), Philippe Gasparini opina que la débil inserción de las novelas del yo en el sistema literario se debe tanto a razones literarias como morales: su mixtura e indefinición no han complacido a los preceptistas; su recurso al camuflaje se ha entendido como señal de inmoralidad o bastardía estética (10). En Cartucho, a esta inmoralidad de la indefinición genérica se añade, además, la inmoralidad o amoralidad de los comentarios de una niña tan pequeña que habla de la violencia con abierto entusiasmo y muestra una atracción espontánea hacia lo abyecto. Cabe poca duda de que fuera otra la razón que explique por qué durante décadas la obra de Campobello fue más bien silenciada. Algunas críticas hacen pensar que esta atracción por la violencia chocaba doblemente por asociarse con un personaje femenino que, para colmo de males, coincidía con la escritora.4 Así, Campobello parece compartir el carácter fuerte de la personalidad de Fernando Vallejo, ya que al asumir el punto de vista amoral de su protagonista narradora usando el modo autoficcional se muestra intrépida e indiferente a los comentarios críticos que podía prever. Sin embargo, hay razones para pensar que ha terminado por arrepentirse. Las escenas históricas de las que Campobello habla en sus relatos se sitúan entre 1916 y 1920. Por lo tanto, la escritora tenía 16 años cuando se produjeron los primeros acontecimientos que relata en Cartucho, donde se describe como una niña mucho más pequeña: en la primera estampa la encontramos jugando debajo de una mesa. Por consiguiente, el conocimiento de su biografía nos lleva a concluir que estamos ante una autoficción bastante menos autobiográfica de lo que parece a primera vista. Al mismo tiempo,
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En la literatura crítica sobre Cartucho surge la confusión entre narrador y autor de la que es ilustrativo un comentario de Manuel Pedro González en el que comienza refiriéndose a la autora para, a continuación, hablar en términos parecidos de la narradora: “La nota más sobresaliente y desconcertante de estas historias de Nellie Campobello, es la insensibilidad —real o fingida— de la autora frente a los horrores que pinta. Es este un aspecto poco menos que repugnante por lo inhumano y terrible. Ni por un momento se conmueve la narradora ante las atrocidades que con morbosa delectación y pertinacia nos refiere. ¿Cómo explicar esa fría indiferencia en una mujer y esa sostenida persistencia en pintarnos escenas de barbarie en las que ella parece experimentar un deleite de oscuro origen sádico, sin que jamás percibamos un estremecimiento de horror ni la más ligera vibración cordial?” (288-289).
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la adaptación de la experiencia vital en el libro se entiende en aras de la coherencia poética y del proyecto literario de Campobello, que quería evocar la infancia en la guerra. Ahora bien, en cierto momento la autora comenzó a mentir sobre su fecha de nacimiento diciendo entonces que había nacido en 1909 (a veces en 1912 o 1913). Algunos han explicado la mentira por cuestiones relativas a su carrera profesional (como le habría podido pasar también a Borges, como sugiere Rafael Olea Franco): siendo más conocida en el ámbito de la danza, habría querido seguir siendo competitiva en él, cosa para la cual ayudaba ser más joven. Pero la mentira también cobra sentido cuando se la explica en función de su obra: al quitarse nueve años en el relato de su vida, podía haber sido la niña que juega debajo de la mesa en su libro. De esta manera aumentó el carácter autobiográfico del texto, lo cual concuerda con su constante reclamo de que se trata de un testimonio verdadero. Además, así también pudo hacerse perdonar la perspectiva amoral a partir de la cual comenta la violencia, pues ¿cómo culpar de esto a una niña tan pequeña? Por motivos relacionados con su persona y su época, Campobello disponía de pocos foros para rectificar el ethos que se construye en Cartucho. Por lo tanto, convierte el relato de su vida, que en principio es un pre-texto para la autoficción, en un post-texto, o un paratexto que pudo echar otra luz sobre el texto. Reescribe el relato de su vida para reorientar la lectura de su libro en un sentido más autobiográfico. Su ejemplo nos invita a ser sensibles a la cuestión ética relativa al impacto que un texto autoficcional puede llegar a tener en la vida real de un autor y su entorno. Es un aspecto que quizás merezca que se le preste una mayor atención, sobre todo en relación con las autoficciones del pasado, cuando las libertades que los autores y, sobre todo, las autoras podían tomarse eran más limitadas y cuyas autoficciones, en ese marco, eran bastante osadas. Sin embargo, en el presente libro es sobre todo la muerte de un escritor contemporáneo, Armando Vega-Gil, la que suscita intensas reflexiones al respecto. Marco Kunz demuestra que este artista mexicano se construyó dos personajes muy distintos, procurando así dar cuenta de su personalidad contradictoria, a la vez correcta y abyecta. En un epitafio al final de su texto, Kunz rinde homenaje a Vega-Gil, cuyo suicidio en 2018 relaciona con la imagen que se le empezó a construir en los medios sociales y que lo destrozó como persona
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civil. De una forma implícita plantea la pregunta delicada de las relaciones que se tejen entre la construcción social de una figura de autor y la imagen que el mismo autor se construye en su autoficción. Si hemos hecho este rodeo por la persona y la obra de Nellie Campobello, también es por otras dos razones. Al evocar un libro publicado a principios de los años treinta (Cartucho) queremos apoyar el argumento de Álvaro Ceballos Viro en su contribución sobre la autoficción festiva española de la llamada Edad de Plata de que la autoficción es una opción narratológica y una modalidad que no son nada nuevas ni responden a una sola lógica sociocultural. Ceballos Viro comienza planteando así un marco teórico que, además, lo lleva a problematizar el calificativo de “fantástico” para hablar del tipo de autoficción que nos interesa aquí. Basándose en las distinciones sugeridas por Todorov, propone remplazarlo, al menos para los textos que analiza, por el de “maravilloso”: confrontados a hechos inexplicables o sobrenaturales, sus protagonistas no traslucen sorpresa o, si la traslucen, es por motivos que en nuestro mundo serían atípicos. De tal forma esta contribución continúa el debate teórico que se inicia en la primera sección del libro. Las otras tres contribuciones de la segunda parte demuestran, a su vez, que la autoficción no verídica tiene practicantes importantes en el mundo hispánico ya antes del boom que surge en los años noventa. La figura seminal de Borges, estudiada por Rafael Olea Franco, no podía faltar en este panorama, y volveremos sobre ella más adelante. El análisis que hace Julia Erika Negrete Sandoval de Abaddón el exterminador (1974), de Ernesto Sábato, ilustra además cómo, en algunas autoficciones, la trama evoluciona hacia un territorio donde lo que empieza a leerse como autobiográfico se abandona a favor de una invención que se aparta de cualquier referente. La novela de Sábato es, así, un buen ejemplo de lo que Arnaud Schmitt ha llamado la mixtura (mixité) de la autoficción (Je réel). Por su parte, Nicolas Licata parte del mundo hispano para luego franquear sus fronteras: demuestra, a partir de la obra de Mario Bellatin, las coincidencias entre el discurso contemporáneo sobre la autoficción no mimética y aquel relativo al nouveau roman francés en las décadas 1950 y 1960 Volver a Nellie Campobello también es valioso por otra razón, ya que permite plantear una cuestión de género. Como se verá, en el presente libro las mujeres escritoras y cineastas ocupan un lugar modesto. Bieke Willem
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lee la novela Pajarito, de la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso, a la luz de la vida privada de su autora, pues ve proyectado en ella un hondo sentimiento de extranjería. Los estudios de Rahel Teicher sobre Diario de una princesa montonera, 110% verdad (2012) de Mariana Eva Perez, de Mario de la Torre-Espinosa sobre la película Nadar (2008) de Carla Subirana y de Julio Prieto respecto a Los rubios (2003) de Albertina Carri se centran en el involucramiento de una mujer artista en la reconstrucción de la memoria histórica y familiar. Los demás autores estudiados son de género masculino, lo cual provoca un desequilibrio reproductor de la relación de fuerzas que se encuentra en la lista de autoficciones en el mundo hispano elaborada por Manuel Alberca en El pacto ambiguo (2007) y en otros estudios dedicados al género, como su libro posterior, La máscara o la vida (2017), o los volúmenes editados por Ana Casas, El yo fabulado (2014) y El autor a escena (2017), donde las mujeres comentadas son una minoría. Pero ni en estos volúmenes ni en las contribuciones que analizan creaciones de mujeres artistas en el presente libro, el enfoque de género es central.5 Algunas lecturas críticas sobre Cartucho permiten pensar, sin embargo, que posiblemente tengan rasgos distintivos. Al respecto, lo dicho por Theresa M. Hurley (38-39) podría tomarse como hipótesis de partida. Hurley argumenta que Cartucho representa una tendencia compartida por muchas obras de autoras, sobre todo latinoamericanas, que subliman la experiencia personal bajo el disfraz de la ficción (es decir, que recurren de forma bastante sistemática al modo autoficcional) por su inestabilidad como sujetos. Según Hurley, esta inestabilidad se debe a su vez a su condición histórica de objetos o de sujetos con una autoconciencia negativa. Como consecuencia suplementaria, las escritoras serían incapaces de situarse en el centro del texto de un modo consistente. En Cartucho lo ilustra el hecho de que el libro comience con un relato titulado “Él” (deíctico que apunta a un muchacho apodado Cartucho) y que la voz de la narradora autoficcional aparezca desde debajo
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Al contrario, tal enfoque lo presenta con mucha cautela Annie Richard en relación con la literatura francesa. Piensa que las escritoras son quizás más propensas a distanciarse de producciones imaginarias arcaicas porque siempre han debido llevar máscaras. La autoficción las permite escarbar en la brecha de las determinaciones identitarias de los géneros masculino/ femenino (12 y 28).
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de una mesa. Es una hipótesis de trabajo para quienes, en el futuro, quieran estudiar la autoficción desde una perspectiva de género. Los relatos del Subcomandante Marcos (1994-) En el libro de Campobello los acontecimientos relatados parecen haberle pasado realmente a la autora cuando era niña, aunque no es así. En La Virgen de los Sicarios es evidente que los asesinatos no corren a cuenta de su autor, aunque podría haber sido el caso. Al contrario, los relatos publicados por el Subcomandante Marcos, portavoz principal del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) incluyen pasajes y personajes que, en función de nuestra percepción actual del mundo, son imposibles. Por lo tanto, de los tres, es Marcos quien escribe la autoficción más fácil de calificar de “fantástica”, aunque en sentido estricto y siguiendo los criterios de Amaryll Chanady y Erik Camayd-Freixas, sería más correcto hablar de cierta forma de realismo mágico, ya que el focalizador no problematiza la dimensión inusual del mundo literario creado y ya que este mundo incluye una cosmovisión arcaica y colectiva que se suele asociar con las culturas indígenas. Desde el primero de enero de 1994, cuando el EZLN salió de la selva Lacandona en el sureste mexicano, Marcos se dio a conocer como su portavoz principal. En lo físico, y como los demás zapatistas, enmascara su identidad al vestir un pasamontañas, pero la esconde también al usar un pseudónimo en los centenares de comunicados que ha publicado y que sigue publicando en la prensa. Los comunicados de Marcos se construyen como cajas chinas y dentro de ellos aparecen incluidos textos de diversa índole, desde proclamas políticas hasta relatos de ficción. Comparten así un primer rasgo con gran cantidad de autoficciones que, según Raymond Federman, se caracterizan por la colusión de géneros (40). Uno de los protagonistas de los relatos que aparecen en los comunicados se llama Don Durito de la Lacandona. Es un escarabajo parlante que, como un genuino Don Quijote redivivo, quiere ayudar a los necesitados y luchar contra el neoliberalismo. En sus aventuras en la selva, lo vemos en situaciones a menudo fantasiosas e inverosímiles y en la compañía de un yo anónimo que es el narrador principal y un sosia de Marcos.
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En sus relatos, Marcos convoca repetidamente el nombre de Jorge Luis Borges, lo cual llama la atención sobre las coincidencias que existen entre la obra borgeana y la suya. De la misma manera que Borges, el guerrillero se crea un personaje detrás del cual se disimula; con él comparte un gusto por lo clandestino y la mistificación; como los autorretratos de Borges, los suyos sugieren que considera que el escritor es un humilde redactor y como él practica la escritura como una lucha contra los géneros establecidos, como reivindicación de la parodia y transgresión del canon. Como Borges, Marcos cuestiona la noción de sujeto desde una multiplicidad de ángulos. Reconocido lector de la obra borgeana, Rafael Olea Franco ofrece aquí un recorrido a la vez amplio y profundizado de aquellos textos donde Borges se escenifica a sí mismo partiendo de la idea (que parafrasea otra de Borges), de que no hay “Ningún problema tan consustancial con las representaciones literarias del yo como el que proponen los textos de Borges”. Su contribución ilustra que, una vez más y también en relación con el tema que nos convoca, la práctica de Borges precede a la teoría, ya que transgredió repetidamente los límites fijados por la tradición para los géneros literarios antes de que se acuñara la etiqueta de autoficción. Aparte de jugar con numerosos intertextos, los escritos de Marcos exhiben un grado bastante alto de metatextualidad. La abundante intertextualidad y metatextualidad que caracterizan buena parte de la autoficción contemporánea (estudiada la última sobre todo en las contribuciones de Alarcón, Negrete Sandoval y Prieto), en el caso de Marcos —que en principio se dedica a la lucha política— le ayudan a construirse un perfil de escritor. A ello contribuye igualmente el que sus autorretratos sean anti-heroicos, hechos a partir de rasgos que lo empequeñecen moralmente y lo ponen en situaciones ridículas. En los cuentos sobre Durito lo salvan las iniciativas del escarabajo, que debe recordarle las fechas límite que le imponen los periódicos para publicar sus contribuciones, y cuando lo encontramos sentado en una ceiba en compañía de Durito dando pases que le enseñó Federico García Lorca, se exaspera porque no logran bajarse del árbol. Según Bernat Castany Prado la autoderrisión es una de las tendencias dominantes en las narrativas actuales del yo, cuyos autores suelen rebajarse y reírse de sí mismos, y por su parte Philippe Gasparini ha dicho que los escritores se presentan como “pequeños” porque quieren suscitar la empatía del lector (Est-il je? 245). Por otra parte,
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nos parece que los autorretratos de los escritores también se entienden a partir de las reflexiones desarrolladas por Dominique Maingueneau sobre la paratopía. Al intentar determinar la especificidad de los discursos religiosos, filosóficos y literarios, Maingueneau sugiere que una de sus características es ser paratópicos, es decir, que se enuncian desde un lugar basado en una doble imposibilidad: la de cerrarse sobre sí mismos y la de confundirse con la sociedad ordinaria del común de los mortales. Los medios literarios están hechos de fronteras, ya que se sitúan en el límite entre la inscripción en los funcionamientos de la sociedad general y la sumisión a fuerzas que superan toda economía humana. Por consiguiente, el escritor tiene un estatuto paradójico: Celui qui énonce à l’intérieur d’un discours constituant ne peut se placer ni à l’extérieur ni à l’intérieur de la société: il est voué à nourrir son œuvre du caractère radicalement problématique de sa propre appartenance à cette société. Son énonciation se constitue à travers cette impossibilité même de s’assigner une véritable ‘place’. Localité paradoxale, paratopie, qui n’est pas l’absence de tout lieu, mais une difficile négociation entre le lieu et le non-lieu, une localisation parasitaire, qui vit de l’impossibilité même de se stabiliser. Sans localisation, il n’y a pas d’institutions permettant de légitimer et de gérer la production et la consommation des œuvres, mais sans dé-localisation, il n’y a pas de constituance véritable (72).6
El escritor se convierte en creador literario precisamente porque asume de forma singular su ubicación en la frontera que separa la sociedad común de su afuera. Las modalidades de la paratopía varían según las épocas, ya que el escritor siempre explora las brechas que se abren en la sociedad. El verdadero escritor 6
“Quien enuncia dentro de un discurso constituyente no puede ubicarse ni en el exterior ni en el interior de la sociedad: está condenado a alimentar su obra del carácter radicalmente problemático de su propia pertenencia a dicha sociedad. Su enunciación se constituye mediante esa imposibilidad misma de asignarse un verdadero ‘lugar’. Ubicación paradójica, paratopía, que no es la ausencia de lugar, sino una difícil negociación entre el lugar y el no-lugar, una ubicación parasitaria, que vive de la imposibilidad misma de estabilizarse. Sin ubicación, no hay instituciones que permitan legitimar y gestionar la producción y el consumo de las obras, pero sin desubicación, no hay una constitución verdadera” (traducción mía).
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será el poeta errante en la Antigüedad, el parásito protegido por las grandes figuras en el siglo xvii, el plebeyo que rechaza el papel que se le asigna en un mundo dominado por la nobleza en el siglo xviii, o los bohemios que se oponen a los burgueses en el siglo xix. Cuando la producción literaria se basa en el cumplimiento de cánones estéticos, son las comunidades de artistas más o menos marginales las que son paratópicas, y cuando la creación es asunto más personal, la paratopía se elabora en la singularidad de un desvío biográfico. Los autorretratos de escritores que se estudian en este libro, como el de Marcos, incluyen claros desvíos frente a la sociedad común o son autodenigratorios: los de Ulloa Donoso destacan la extranjería y en el de Sábato resalta la convivencia con fuerzas oscuras; en Aira y en Vega-Gil, la degeneración y lo abyecto; en Perez, la pertenencia incómoda al grupo de los “hijos” y en Bellatin, la dilución. Sobre Borges, Olea Franco recuerda que incluso solía asignar leves rasgos suyos a personajes con una intencionalidad última peyorativa. Siguiendo el razonamiento de Maingueneau, cuando parecen empequeñecerse, los autores en realidad aspiran a alcanzar el estatuto de verdaderos escritores.7 Desde nuestro punto de vista hasta podría pensarse que es una de las diferencias que permiten distinguir entre autoficción y autobiografía: en este género es menos usual el tono autoderrisorio. No se trataría entonces solo de una diferencia entre un género que trata de personalidades importantes (la autobiografía) y otro practicado por personas menos destacadas (la autoficción), como ha sugerido Doubrovsky, sino también de distintas formas de representación, situadas en una escala que va de las más a las menos halagadoras y (para)tópicas. Otro rasgo específico de la autoficción: a la paratopía del autorretrato del escritor se añade la paratopía enunciativa y genérica. La hibridez, la ambigüedad y la índole lúdica de la autoficción son factores determinantes de su carácter paratópico y, por lo tanto, también contribuyen a confirmar su carácter literario. En los relatos de Marcos, el personaje que le corresponde, además de ser “pequeño”, es contradictorio. En algunos cuentos se presenta como un gran
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Julio Premat subraya esta representación que llama “contradictoria” o “oximorónica” (15) en la literatura argentina moderna y la contrasta con las autofiguraciones de los autores anteriores, mucho más heroicas.
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feminista, mientras que en otros es un macho insoportable. En uno de sus primeros textos Don Durito lo llama Sancho Sup, mientras que en otras ocasiones se presenta como Don Quijote. Las contradicciones en su retrato funcionan para desarmar a sus adversarios, que insisten en todo lo que lo distingue de los indígenas para negarle la legitimidad de representarlos, pues al crearse una identidad múltiple, Marcos rechaza las categorías identitarias que esencializan y que permiten atacarle. También está claro que, al hacerse una imagen proteica, está buscando maneras de conectar con simpatizantes de diversos horizontes que tienen ideales distintos y a veces difíciles de conciliar. Sus cuentos desmienten la idea de Régine Robin de que la identidad, aunque sea una noción en gran medida imaginaria, no se puede extender en todas las direcciones, tomar todas las formas. En cambio, ilustran lo dicho por Arnaud Schmitt de que “autobiógrafos y autoficcionalistas se sitúan continuamente en un proceso de autopoiesis, de producción de su propia identidad en interacción con su entorno” (59). Es de suponer que estas autopoiesis, en la medida en que incluyen contradicciones deliberadas, también tienen implicaciones filosóficas. Al respecto, es relevante que Marcos haya hecho su tesis de maestría en Filosofía sobre Michel Foucault, al menos cuando nos centramos en el nexo establecido por Lionel Souquet entre la figura de Foucault y el objeto de la máscara: Por más paradójico que pueda parecer, llevar una máscara es una actitud intrínsecamente filosófica. El filósofo es un hombre enmascarado porque la máscara libera de la fijación de la identidad, de la esclavitud de la identidad. Revelar la propia identidad es someterse a la autoridad, a la ley, a un poder represivo similar al de las prisiones, donde los individuos son inscritos en un registro y reducidos a meros números, a una definición factual de sus vidas y sus identidades. Precisamente, para escapar a este examen institucional, a esta voluntad ‘molar’ de encuadre e identificación, para no tener que identificarse, Foucault refuta toda identidad y se resiste a ser clasificado en cualquier categoría. Por turnos, y al mismo tiempo, es filósofo, psicólogo, historiador, analista de la locura y de la mirada médicas, crítico literario... (256).
De la misma manera que Foucault, en sus relatos autoficcionales, Marcos es contradictorio y múltiple, machista y feminista, indígena y mestizo, Don Quijote y Sancho Panza. Son desdoblamientos que encontramos en numerosas
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autoficciones fantásticas en las que el autor se multiplica en una serie de figuras no solo imposibles, sino también incompatibles. Vistas en función de la colectividad indígena que Marcos dice representar, su huida de la identidad fija y sus sucesivas máscaras también remiten a las reflexiones de Doris Sommer (No secrets) sobre la figura del subalterno que esconde su identidad y embrolla las pistas que llevan a ella con la esperanza de protegerse mejor. El libro que Marcos publicó en 2007, titulado Noches de fuego y desvelo, intensifica los rasgos de sus cuentos que acabamos de comentar. Es un texto híbrido, entre la poesía y el relato, e ilustrado por Antonio Ramírez, en el que el narrador es un antihéroe anónimo: “Soy sin rostro, sin nombre soy” (3) y un doble de Marcos. Llamado Sombra, se presenta sucesivamente como pirata y guerrero, marinero, pobre caballo viejo y mago. Los guiños a la obra de Cortázar —incluye, por ejemplo, una serie de consejos que aluden a las instrucciones de Historias de cronopios y de famas (1962)— dan una mayor visibilidad a la filiación fantástica y lúdica. Es asimismo significativo el contenido erótico de este libro, en el que el narrador enamoradizo aspira a seducir a su dama, una cosa que el “yo” ya hacía en los cuentos. Según el mismo Marcos ha dicho, las alusiones eróticas le han valido la crítica de los indígenas a los que pretende representar y a los que este tono no les parecía para nada apropiado. Pero se entienden en función de lo que Gasparini diagnosticó respecto a la aparición del género autoficcional, que sitúa en un contexto posterior a los sesenta, cuando se liberaron la palabra y las costumbres. Gasparini concibe la autoficción como un producto derivado de la doble aspiración por la expresión individual y la libertad sexual (Autofiction 323324); serían inseparables para esa generación para la cual la reapropiación del lenguaje se hace a través de la verbalización y mediante la sexualidad, un tema que entre las novelas y películas estudiadas en el presente libro es sobre todo prominente en la obra de Armando Vega-Gil. Globalización y resistencia El hecho de que un guerrillero que escribe desde un lugar de enunciación alejadísimo de los centros políticos y culturales y que se presenta como un defensor de un pueblo indígena silenciado recurra a la autoficción, y además a su modalidad menos autobiográfica, demuestra cuán difundida
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había llegado a ser a mediados de los noventa en todo el mundo hispano. Marcos participa en el movimiento de invasión de los alter egos, en el boom de la autoficción que precede inmediatamente al auge en la crítica sobre el género en lengua castellana que Ana Casas sitúa a finales de esa década (“La autoficción” 9). Pero entonces surge la pregunta de saber qué tiene este tipo de autoficción menos verídica para que se la practique hasta en las zonas más alejadas de los centros del mapa literario mundial. ¿Qué circunstancias políticas o sociales y qué dinámicas del campo literario empujan hacia ella? Son preguntas aún más apremiantes en el caso de Marcos por la posición ideológica desde donde escribe. Porque, en efecto, ¿cómo podemos entender esta práctica que se suele asociar con la problematización de un referente estable, objetivo y real, dentro de cierta doxa postmoderna, por parte de un guerrillero armado del que se puede suponer que rechaza cualquier relativización de la historia? Estas preguntas suscitan distintas respuestas e hipótesis. Alberca sitúa el auge de la autoficción en el marco del capitalismo globalizado y neoliberal: ya que uniformiza a las personas, estas pensaban que “con un suplemento de ficción, cualquiera podía diseñarse a la carta una nueva y narcisista identidad” (“De la autoficción” 152). Por su parte, Gasparini propone que dejemos de situar la autonarración en el contexto de la posmodernidad para entenderla a partir de la globalización o mundialización (Autofiction 218-221, 326). Marcos es una de las caras más conocidas de la lucha antiglobalizadora y, sin embargo, usa un género que se tiende a asociar con una tendencia al individualismo gregario, la era del consumo y la pérdida de ideales e ideologías. No sorprende entonces que haya sido criticado por su estilo por otros movimientos de izquierda. Es legítimo pensar además que el hecho de recurrir a la autoficción fantástica, que, como hemos comentado, a veces es considerada ligera y poco seria, ha contribuido a exacerbar esta crítica: como también ha dicho Gasparini, los discursos del yo siempre son leídos en función del compromiso del autor con respecto a su enunciado. Pero los escritos del Subcomandante se pueden leer igualmente, al contrario, como un discurso subversivo. Entonces, ejemplificarían una táctica que los indígenas han practicado desde la conquista y que consiste en emplear estrategias hegemónicas en función de una lucha contra la hegemonía. Esta idea conecta con una pista sugerida por varios lectores de autoficción de que, más bien que leerla en sintonía con los modelos de conducta hegemónicos
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en la sociedad, habría que verla en su vertiente subversiva. La autoficción se construiría sobre el individualismo gregario y la majestad del simulacro, pero, al exagerarlos, los parodiaría en una actitud subversiva.8 Cuando la consideramos en estos términos, la práctica de Marcos es reminiscente de la de Pedro Lemebel, quien, dicho sea de paso, dedicó una bonita crónica al Subcomandante (en Loco afán). Según Lionel Souquet, para Lemebel “la invisibilidad y la hipervisibilidad espectacular son las dos caras de una misma política de reivindicación identitaria: no tener rostro ni identidad significa asumir la identidad del pueblo dominado, invisible y anónimo. ‘Dar el espectáculo’ significa hablar en nombre de la gente menor” (257).9 Este razonamiento vuelve a sugerir una relación estrecha entre autoficción, colectividad y compromiso político, relación a la que en el presente volumen prestan atención sobre todo Mario de la Torre-Espinosa y Julio Prieto. Mario de la Torre-Espinosa destaca que los cineastas “nietos” usan la autoficción esperando así que el público tome posición ante los hechos que le están siendo narrados referentes a la Guerra Civil española y a la época franquista. Opina que la autoficción es idónea para construir una memoria histórica en una época caracterizada por el duelo y el trauma. Por su parte, la lectura que nos ofrece Julio Prieto de dos películas argentinas cuestiona cierta idea de la autoficción como práctica apolítica ligada a la cultura posmoderna o a la sociabilidad digital del capitalismo globalizado. Su acercamiento a la modalidad genérica que estudiamos inaugura una nueva vía de exploración que toma en cuenta no tanto la dimensión individual como la colectiva, menos la ombliguista que la solidaria: según Prieto, la autoficción puede ser políticamente productiva por el hecho básico, señalado por el filósofo Roberto Espósito, de que lo que hace posible cualquier forma de comunidad es cierta quiebra de la ficción del sujeto. Su análisis implica una invitación a que, como críticos, enfoquemos la cuestión desde perspectivas innovadoras, y augura un futuro prometedor para la autoficción no mimética.
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Entre otros, Alberca y Gasparini consideran que la autoficción puede ser una forma de resistencia, una respuesta literaria a la desubjetivización engendrada por la dictadura de la economía. 9 Souquet también analiza a Fernando Vallejo bajo la misma luz, lo cual es más sorprendente (260).
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Los ensayos que integran este libro profundizan en las cuestiones que acabamos de mencionar mediante análisis de novelas y películas. En la primera sección se han reunido aquellos cuyo punto de partida consiste en una reflexión crítica sobre el concepto de autoficción fantástica. Teresa López-Pellisa rebate la denominación de Vincent Colonna y argumenta a favor de la compatibilidad entre autoficción y ciencia ficción analizando una novela del escritor peninsular Pablo Martín Sánchez. En su estudio de la obra del escritor venezolano Norberto José Olivar, Javier Ignacio Alarcón dialoga con Ana Casas y arguye a favor de una compatibilidad entre modo autoficcional y modo fantástico. Sabine Schlickers propone el concepto de auto(r)ficción para designar las autoficciones menos verosímiles y lo aplica a un corpus de autoficciones argentinas, y Nicolas Licata reúne argumentos a favor de la idea de un pacto lúdico. La sección siguiente agrupa textos que contribuyen a relativizar la supuesta novedad de la autoficción fantástica situándola históricamente. Álvaro Ceballos Viro recuerda que tiene numerosos antecedentes en la literatura española, tomando como objeto de análisis la autoficción satírica del cambio de siglo. Un antecedente importantísimo es Borges y Rafael Olea Franco acepta el desafío de volver a leer su obra desde el paradigma crítico de la autoficción. Después de esbozar algunos rasgos generales de su escritura autobiográfica, los contrasta con otra práctica del autor: la codificación de datos personales dentro de varios textos suyos cuyo eje estructural no es el género autobiográfico. Menos conocido como autoficcionalista y siéndolo de una manera bastante sui generis, Ernesto Sábato también merece ser estudiado como tal, como lo demuestra Julia Negrete Sandoval con el análisis que dedica a Abaddón el exterminador. Nicolas Licata, por su parte, saca de la sombra una relación significativa al comparar el discurso sobre la autoficción no mimética con aquel sobre el nouveau roman francés y poniendo en relación a Robbe-Grillet con Mario Bellatin. Estos antecedentes y precursores contribuyeron a preparar el camino hacia el boom de la autoficción de finales de milenio y principios del nuevo a algunos de cuyos representantes se dedica la tercera parte. Las obras de Manuel Vilas y César Aira, un escritor español y otro argentino, son analizadas respectivamente por Lieve Behiels y Pedro Pujante. En La serpiente, la novela de Aira analizada por Pujante, la autofabulación fantástica supone
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escenarios en los que el yo ficticio del autor desarrolla su existencia con total “normalidad”, ateniéndose sin embargo tan solo a las leyes impuestas por su imaginación y mutando constantemente de identidad. También hay muchas máscaras de Vilas en la obra de Manuel Vilas estudiada por Lieve Behiels, que constata en ella una clara evolución de un pacto más ficticio a otro más autobiográfico. Menos estudiada, la obra del mexicano Armando Vega-Gil es analizada por Marco Kunz, quien se interesa por el desdoblamiento de este autor en un personaje al mismo tiempo correcto y abyecto. En cuanto a Pajarito, de Ulloa Donoso, según Bieke Willem, lo autobiográfico reside ante todo en la transmisión de experiencias y afectos más que en los eventos que la escritora ha vivido. Esa crítica también señala que los animales domésticos, evocadores de la “extranjería”, aparecen únicamente en los sueños de los narradores, y no en el mundo “real”, lo cual ilustra que los temas del fantástico moderno ya no son testimonios directos de la existencia de lo sobrenatural. Algo parecido sugiere Rahel Teicher al estudiar las medusas en los sueños del alter ego de Félix Bruzzone. En la última parte seguimos con los análisis de autoficciones contemporáneas que, sin embargo, se diferencian por cuanto en ellas el individuo que se inventa una vida o un suplemento de identidad se representa en función de un grupo o de un proyecto histórico. Aquí lo que importa es la reescritura de la memoria histórica y familiar, eventualmente con la esperanza de lidiar con los traumas del pasado. En este sentido, el juego va muy en serio en la novela de Mariana Eva Perez y el cuento de Félix Bruzzone estudiados por Rahel Teicher, quien se interesa por las maneras en que estos autores “hijos” procuran dar cuenta de la tarea de reconstruir un pasado familiar y por cómo contribuyen a esto los sueños. El propósito de Mario de la Torre-Espinosa es semejante: como Teicher, parte del concepto de posmemoria (Hirsch) para abordar la reconstrucción de la historia de España por parte de los “nietos”, con la diferencia de que estos se distancian de la generación de sus padres a la que acusan de haber optado por la desmemoria. Para revertir esta situación, emprenden la labor que sus progenitores no llevaron a cabo, enfrentándose así con los problemas de transmisión de la memoria y del trauma, que intentan resolver recurriendo a la fabulación. Este ensayo, como el siguiente, trata de cine, y ambos invitan así a derrumbar los muros entre la autoficción tal y como se manifiesta en la literatura y en otras formas artísticas.
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Con Julio Prieto volvemos a la Argentina y a la cuestión de la posmemoria desde varias propuestas teóricas, sin embargo, novedosas. Argumenta que la autoficción no mimética puede ser una categoría clave para pensar un “tenue nosotros” (Butler) y contribuir a repensar el “reparto de lo sensible” (Rancière) en la época del “nublado” de los grandes relatos. La dimensión individual deja paso a otra, colectiva, con nuevas posibilidades políticas. Por lo tanto, Prieto sugiere que las autoficciones no verosímiles van más allá del retrato de egos. Su artículo coincide con una idea señera propuesta por Annie Richard en su estudio sobre autoficciones francesas femeninas, donde opina que la incertidumbre relativa a la identidad propia es un medio vital para escapar a la cárcel narcisista para el narrador y a la ilusión identificadora por parte del lector. Asimismo, a partir de allí se puede dar un paso hacia un universo común. En sus formas más nuevas, la autoficción iría hacia la plena integración de su dimensión interlocutoria, resaltando en el relato de sí un lazo vital con los otros: la búsqueda de la verdad solo puede llegar a buen puerto en la reciprocidad (108, 157-158). Las consideraciones de Richard y Prieto abren caminos prometedores para una autoficción que, entonces, abandonará el interés exclusivo hacia los alter egos del autor, sus avatares o Doppelgängers, para dirigirlo también hacia los egos que se vuelven altruistamente hacia los otros. Referencias bibliográficas Alberca, Manuel. El pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva (Estudios Críticos de Literatura, 30), 2007. — “Fernando Vallejo, autobiógrafo heterodoxo”. Cuadernos Hispanoamericanos, nº 51, 2013. — “De la autoficción a la antificción. Una reflexión sobre la autobiografía española actual”. Ed. Ana Casas, El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2014, pp. 149-168. — La máscara o la vida. De la autoficcion a la antificcion. Málaga: Pálido Fuego, 2017. Butler, Judith. “Violencia, luto y política”. Iconos. Revista de Ciencias Sociales, 17, septiembre, 2003, pp. 82-99.
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Kristine Vanden Berghe
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¿AUTOFICCIÓN EN LA CIENCIA FICCIÓN? AUTOFICCIÓN ESPECULATIVA EN DIARIO DE UN VIEJO CABEZOTA (REUS, 2066) DE PABLO MARTÍN SÁNCHEZ Teresa López-Pellisa Universidad de Alcalá
“Los poetas son mentirosos”, Platón “En los tribunales, en efecto, la gente no se inquieta lo más mínimo por decir la verdad, sino por persuadir, y la persuasión depende de la verosimilitud”, Platón
¿Cómo abordar el título de este trabajo cuando en ninguno de los textos teóricos sobre la autoficción que he leído se menciona el caso específico del género de ciencia ficción? Este ha sido el primer reto. Y el segundo ha sido abordar un campo teórico que hasta ahora nunca había explorado, por lo que ruego me disculpen por las carencias que puedan encontrar. El término autoficción lo acuñó Serge Doubrovsky en 1977 para hacer alusión a novelas en las que se narran hechos reales vividos por un autor que se identifica con el narrador y protagonista de la historia, y en el siglo xxi este concepto se continúa debatiendo en el campo literario y académico por los problemas que genera la combinación de términos como autobiografía y ficción para hablar de novelas en las que se narran “hechos reales”. Esta modalidad narrativa parece tener como referente lo mimético y lo factual, elementos relacionados con una noción de “verdad” y de “realidad” que se ve cuestionada cuando la autoficción se adentra en géneros como lo fantástico, lo maravilloso y la ciencia ficción. El oxímoron que plantea el casamiento entre el concepto de la autobiografía (verdad) y de la ficción (mentira-invención), hace que el pacto
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autobiográfico (Lejeune) se vea cuestionado, y que se hable de un pacto ambiguo (Alberca, “Umbral”) en el que predomina la vacilación entre creer o no creer lo que se narra, sabiendo que no podemos conocer el porcentaje exacto de “verdad” y “ficción” que conforma la autoficción. Pero ¿qué porcentaje de verdad puede existir en un mundo imposible?, ¿qué sucede cuando la autoficción aparece en las narraciones no miméticas? Autoficción ¿fantástica? Varios autores han reflexionado sobre las relaciones entre la autoficción y lo fantástico (Colonna; Alberca, “Umbral” y Casas, “Fantástico”). Vincent Colonna establece diferentes tipologías dentro de la autoficción, y denomina “autoficción fantástica” o “autofabulación fantástica” todas aquellas modalidades no realistas en las que existe una identificación entre el autor, el narrador y/o el personaje protagonista, sin reparar en las diferencias existentes dentro de las propias narraciones no miméticas: no tiene en cuenta, por ejemplo, las teorías de lo fantástico: El escritor está en el centro del texto como en una autobiografía (es el protagonista), pero transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal, indiferente a lo verosímil. El doble proyectado se convierte en un personaje extraordinario, en puro héroe de ficción, del que a nadie se le ocurrirá extraer una imagen del autor. A diferencia de la propuesta biográfica, esta no se limita a adaptar la existencia real, sino que la inventa; la distancia entre la vida y la escritura es irreductible, la confusión es imposible, la ficción del yo es total (85, subrayado mío).
Considero que esta definición de la autoficción fantástica es problemática por tres cuestiones que comentaré a continuación: 1) por el concepto que maneja de lo fantástico, 2) por el concepto que maneja de lo verosímil y 3) por el problema que se establece en relación al pacto de ficción que requiere la narrativa no mimética.
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Lo fantástico no es ciencia ficción En primer lugar, tal y como apunta Ana Casas (“Fantástico”), el concepto de lo fantástico que maneja el teórico francés es muy laxo y entraría en contradicción con algunas de las propuestas contemporáneas de la teoría de lo fantástico (véase Roas o Campra).1 Entre sus ejemplos, Colonna cita “El Aleph” (1949) de Borges, Aurora (1946) de Michel Leiris o La divina comedia (siglo xiv) de Dante Alighieri,2 por lo que estaría situando en el mismo plano diferentes categorías de los géneros no realistas, como serían lo fantástico, lo surrealista o lo maravilloso, que a su vez se caracterizan por 1
El género fantástico, la fantasía épica o fantasy, el realismo mágico, el terror sobrenatural, lo maravilloso (incluyendo todas sus categorías) y la ciencia ficción, son diferentes modalidades de afrontar la ficción no mimética, con funciones y características particulares. David Roas explica que lo fantástico recrea nuestra realidad para destruirla y quebrarla a partir de la inclusión de un fenómeno imposible. De este modo, el lector y el personaje del texto se sienten amenazados por los fenómenos extraordinarios de un relato camuflado en el modelo realista. Lo fantástico se caracteriza por la inclusión de un elemento imposible que transgrede las leyes que organizan el mundo real (Roas, Teorías 8), y esa transgresión es lo que caracteriza la narrativa de lo fantástico, a lo que debemos sumar “la presencia de un conflicto que debe ser evaluado tanto en el interior del texto como en relación al mundo extratextual” (Roas, “Lo fantástico” 107): los personajes y el lector deben sentir la amenaza (Unheimliche) de lo sobrenatural. Por otro lado, la ciencia ficción se caracteriza por narrar hechos imposibles, pero no por ello sobrenaturales, ya que todos los acontecimientos extraordinarios tienen una explicación racional basada en la ciencia y la tecnología o las ciencias sociales, sin que se genere ninguna amenaza intra o extratextual hacia lo real. Esta posibilidad deja de lado cualquier resolución en la que la magia tenga cabida (como ocurre en la fantasía épica o en lo maravilloso). Los relatos maravillosos no plantean ninguna confrontación entre lo natural y lo sobrenatural, pues “cuando lo sobrenatural se convierte en natural, lo fantástico deja paso a lo maravilloso” (Roas, Teorías 10), como sucede en los cuentos de hadas. Por lo tanto, la ciencia ficción nos propone una narrativa basada en la especulación imaginativa, ya sea a partir del ámbito de la ciencia y la tecnología o de las ciencias sociales y humanas (por lo que no es imprescindible encontrar elementos tecnológicos para catalogar un texto como perteneciente al género de la ciencia ficción). 2 Considero excesivo incluir esta obra dentro de la categoría de la autoficción, pero la pongo como ejemplo por ser una de las obras citadas por Colonna. Creo que para que podamos hablar de autoficción, además de aparecer el nombre del autor como personaje protagonista, debe desarrollarse la construcción especular del Yo del autor en la obra, y en este caso no se produce.
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elementos muy diferentes a los del género de la ciencia ficción (del que Colonna no incluye ningún ejemplo). El término “autoficción fantástica” resulta, pues, poco operativo, ya que debido a la larga tradición teórica en torno al concepto de lo fantástico se tendría que utilizar única y exclusivamente para hacer alusión a aquellos textos realmente fantásticos, y no debería servir como marbete para todo lo no realista. Frente a esta problemática, Manuel Alberca habla de “autoficción imaginaria” para hacer referencia a una modalidad que define como “el pacto por el que un autor anuncia un relato de cuya historia él es el héroe, pero que nunca le ha sucedido, y sin embargo termina por establecer un compromiso de carácter simbólico al que le obliga la identificación nominal de autor y narrador” (apud. Casas, “Fantástico” 88). Por un lado, sería importante analizar cada caso para ver si en el relato existen elementos biográficos, ya que, tal y como afirma Kurt Spang, “hasta la imaginación más desbordante arranca de realidades reales; y ello por la simple razón de que no disponemos de otro mundo, tanto el autor como el lector de la obra literaria” (153), por lo que nos sorprendería la cantidad de elementos factuales que podemos encontrar en un texto no realista. Por otro lado, el adjetivo “imaginaria” aplicado a la autoficción puede resultar conflictivo por pleonástico, ya que toda ficción supone un ejercicio de la imaginación, y esa es precisamente la esencia de la autoficción, por lo que tampoco resuelve del todo la dificultad terminológica. José María Pozuelo Yvancos se refiere a la poética antinaturalista como el conjunto de manifestaciones que surgen frente “al realismo ingenuo de la narrativa del siglo xix” (Poética 230). La ficción literaria, dice Pozuelo, “comenzará a ser comprendida cuando sospechemos de cualquier teoría que presente lo ‘real’ (opuesto a lo ficticio o ficcional) en términos de sustancia, de primer grado” (15): la ficción no tiene relación con la “realidad”, sino con la representación y lo imaginado, por lo que “las frases de la novela realista no tienen más realidad —ni menos—, ni por tanto más ficción, ni menos, que las frases de la novela más fantástica imaginable” (24). Tal y como sostiene David Roas: Lo fantástico depende de lo real tanto como la literatura mimética: en la construcción del espacio ficcional, las narraciones fantásticas emplean los mismos
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recursos que los textos realistas, lo que invalida esa idea común de situar dichas historias en el terreno de lo ilógico o de lo onírico, es decir, en el polo opuesto a la literatura mimética (Tras los límites 112).
Por todo esto, propongo el término de “autoficción no mimética” para hacer referencia al hiperónimo que podría englobar todas las modalidades de los géneros autoficcionales no realistas, pudiendo hablar así de autoficción fantástica (en el caso de “El diablo”, de David Roas), autoficción especulativa (en el caso de Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), de Pablo Martín Sánchez, y La verdad sobre Dios y JBA, de José B. Adolph), autoficción maravillosa (en el caso de Dafne y ensueños, de Gonzalo Torrente Ballester) y así sucesivamente según las características genéricas de cada texto no mimético que tengamos que analizar. Tal y como apunta Ana Casas (“El simulacro” 28), la autoficción no sería un género, sino una estrategia de ficción de la que se puede servir cualquier género narrativo, como, por ejemplo, el de la ciencia ficción. La verosimilitud En segundo lugar, Colonna, en su definición sobre la “autoficción fantástica”, nos dice que el autor “transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal, indiferente a lo verosímil”, utilizando el término “verosímil” como sinónimo de realismo o realidad, cuando lo verosímil es aquello que tiene apariencia de verdadero y que es creíble, pero no tiene nada que ver con la “verdad”, de ahí mi interés por reivindicar que lo verosímil es una función del texto y que hay tantas formas de verosimilitud como géneros literarios, por lo que también existe la verosimilitud en la narrativa de lo fantástico, de lo maravilloso y en la ciencia ficción, porque lo importante es “la verosimilitud del texto y no la verdad del mundo evocado” (Todorov, 177). Aunque esta afirmación puede suponer una obviedad dentro del ámbito de la teoría de la literatura, tras encontrarme varios artículos en los que se hace alusión a lo fantástico y la ciencia ficción como lo inverosímil, me siento en la obligación de argumentarlo. El concepto de verosimilitud es dinámico y depende del contexto sociocultural en el que se produce. En el caso de la literatura implica pensar en el
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problema de la referencialidad y de las relaciones entre literatura y realidad, ya que Aristóteles en su Poética estableció los parámetros de lo que conocemos como verosimilitud a partir de su concepto de mímesis como imitación y creación de realidad. Pensar en la literatura como una reproducción de lo real o del campo referencial extraliterario, de “la Naturaleza” o “lo natural” sería un error, ya que la verosimilitud del texto no tiene relación con la referencialidad del texto o su mimetismo, sino con la dimensión semántica y la dimensión sintáctica del discurso que construye el texto literario (Kristeva)3, pues la verosimilitud se construye a partir del lenguaje y es puro discurso. Francisco Javier Rodríguez Pequeño deshace la equivalencia entre mimético y verosímil y entre no mimético e inverosímil a partir de las propias teorías de Aristóteles aprovechando afirmaciones del filósofo en las que dice que “Es verosímil que también sucedan cosas al margen de lo verosímil” (apud. Rodríguez Pequeño, “Lo verosímil” 139), o en las que sostiene que “es preferible lo imposible pero creíble a lo posible increíble, con tal de que se mantenga la ilusión del espectador y se consiga el efecto artístico deseado” (apud. Spang, 158). De este modo, Rodríguez Pequeño defiende la existencia de construcciones ficcionales no miméticas pero verosímiles, donde los conceptos de verdad o realidad se ven desplazados por los conceptos de necesidad y utilidad, por muy irracionales que sean los elementos que dotan al texto de coherencia interna y por muy alejados que puedan estar de nuestro concepto de realidad (el mundo extratextual): “En ningún momento Aristóteles se refiere a la ficción no mimética verosímil ni, consecuentemente, a los mecanismos que el autor ha de mover para que ella resulte convincente, simplemente dice que a veces es útil o necesaria” (“Lo verosímil” 141). Por ello, tal y como sostiene Rosalba Campra, el género fantástico está sujeto más que cualquier otro género a las leyes de la verosimilitud, “que son, naturalmente, las de la verosimilitud fantástica” (“Lo fantástico” 174). 3
De este modo, lo verosímil no tiene relación con la verdad, sino con la posibilidad de crear la ilusión de que el texto “es verdad” a partir de la persuasión de lo que resulta creíble en la construcción del discurso, porque “el sentido de lo verosímil no tiene objeto fuera del discurso, la conexión objeto-lenguaje no le concierne, la problemática de lo verdadero y lo falso no le atañe”, simula preocuparse de la verdad objetiva pero lo que realmente le preocupa es su relación con “un discurso en el que el ‘simular-ser-una-verdad-objetiva’ es reconocido, admitido, institucionalizado” (Kristeva, 65).
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La verosimilitud es un concepto mutable, una convención, que no responde “a lo real de la vida, sino a lo real de los textos: es un hecho del discurso de ficción” (Campra, “Lo fantástico” 174) y depende de convenciones socio-históricas. En un texto, lo fantástico se configura como una de las posibilidades de lo real en ese texto, y de ahí que deba resultar verosímil para que la ficción funcione. Para Campra, en el texto fantástico, lo que se explota es la idea del “efecto de realidad” de Roland Barthes: crear la ilusión de lo real —y esto debe producirse en cualquier texto literario independientemente del género al que pertenezca—. Tal y como sostiene Pozuelo Yvancos, “la literatura —y también la Poética de Aristóteles— nos ha enseñado que los hechos más increíbles pueden resultar verosímiles, y los más ciertos, sin embargo, inverosímiles” (Poética 15), ya que si la historia no tuviera una construcción realista y verosímil “el receptor rechazaría la posibilidad de lo imposible que caracteriza a toda historia fantástica” (Roas, Tras los límites 112), por lo que todo texto fantástico está guiado por una “motivación realista” (ibid.). La ciencia ficción nos permite asomarnos a mundos regidos por fenómenos extraordinarios e imposibles que pueden existir, según las reglas internas del texto, porque tienen una base racional que los dota de existencia. En estos casos, lo imposible está racionalizado (al contrario de lo que sucede en los textos fantásticos o maravillosos), y son ficciones verosímiles con unas claras reglas internas en su lógica discursiva, en cuyas modalidades y nuevas expresiones ahora está encontrando acomodo la autoficción. El pacto En tercer lugar, y siguiendo con el análisis de la definición de la “autoficción fantástica”, Colonna dice que “A diferencia de la propuesta biográfica, esta no se limita a adaptar la existencia real, sino que la inventa; [...] la confusión es imposible, la ficción del yo es total”. Toda ficción presenta hechos imaginarios como si fueran reales, y de ahí la importancia de la suspensión de la incredulidad (Coleridge) para que el lector pueda adentrarse en la historia. Umberto Eco nos advierte de que el autor finge decir la verdad, y “nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad” (Seis paseos 85), mientras Manuel Alberca sostiene que
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frente a la autobiografía y su pacto de lectura, la autoficción propone una particular pragmática lectora, que se caracteriza por moverse entre el pacto novelesco y el autobiográfico [...]. Las autoficciones establecen con sus lectores un pacto ambiguo de lectura, que es también una declaración de no-responsabilidad, prevención o temor, que les lleva a ocultarse tras el disfraz o jugar al escondite, antes que a aceptar el compromiso y riesgo que conlleva el pacto de veracidad (“Umbral” 11).
Tal y como afirman Manuel Alberca y Ana Casas (“Fantástico”), a priori, la autoficción en los géneros no miméticos no admitiría ninguna duda o vacilación respecto a su ficcionalidad, ya que los paratextos nos indicarían que se trata de una obra de ciencia ficción —en el caso del género que nos ocupa— y se diluiría la apariencia autobiográfica del texto, por lo que rápidamente prevalecería el pacto novelesco (frente al ambiguo). Las narraciones no miméticas, dice Casas, incluirían elementos que desharían la ambigüedad de la autoficción biográfica —la forma más extendida y sobre la que mayormente se ha teorizado—, según la cual el lector no sería capaz —y en ello residiría el juego— de discernir lo inventado de lo real. En cambio, la llamada autoficción fantástica no admitiría ninguna duda con respecto a su ficcionalidad (“Fantástico” 87).
Pero quizás lo que sucede con la autoficción no mimética sea el efecto contrario. En estos casos, debido a la apariencia extraordinaria e imposible del texto (por tratarse de un texto fantástico o de ciencia ficción), el lector tenderá a considerar los hechos y los datos como algo ajeno a la vida real del autor, pero de pronto se puede encontrar con signos que le harán dudar sobre lo imposible del texto, y la sorpresa llegará cuando el lector empiece a detectar elementos factuales en los que el narrador se puede identificar con el autor empírico. En este caso asistimos a un cambio de paradigma, y el proceso de incertidumbre puede funcionar a la inversa (según el caso que analicemos). Con la autoficción no mimética el lector se sorprenderá al descubrir que hay elementos de lo narrado que no son imposibles (a pesar del ambiente, la atmósfera y las peripecias recreadas en un entorno extraordinario e imposible), y se recuperará la vacilación y el pacto ambiguo al encontrar referencias autobiográficas contrastables. Además, si la autoficción asume de manera voluntaria la imposibilidad del sujeto de ser sincero y objetivo, tal y
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como afirma Marie Darrieussecq, no veo por qué no pueda existir la autoficción en las narraciones de ciencia ficción. La diferencia entre un texto autoficcional mimético o no mimético radicaría en que al lector puede parecerle menos creíble encontrar elementos factuales o referenciales sobre la vida del autor en un texto de ciencia ficción que en una novela realista. Y en este caso, tras los ejemplos encontrados, debo confesar que quizás este prejuicio sea engañoso, ya que el lector puede encontrar menos “verdad” en algunas novelas autoficcionales de Vila-Matas (París no se acaba nunca) que en la novela policíaca humorística (rozando el absurdo) No voy a pedirle a nadie que me crea de Juan Pablo Villalobos o en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) de Pablo Martín Sánchez. Por lo tanto, y por continuar analizando la definición de Colonna, incluso en los relatos no miméticos no todos los elementos descritos en el texto son una ficción del yo total. La autoficción especulativa requiere de un lector sabueso, de un lector que se esfuerce en discernir el trigo (lo posible) de la paja (lo imposible), convirtiendo el propio ejercicio de lectura en un texto policíaco4 que le permita desvelar los elementos autobiográficos que hay en la novela que está leyendo (¿y acaso no sucede esto, de algún modo, en todas las modalidades de la autoficción?). Un lector modelo, como diría Umberto Eco (Seis paseos), que se adentra en el bosque textual y convive entre los árboles hasta construirse una cabaña. Un lector que coopera, juega, interactúa, reconstruye, encuentra las pistas y sigue las instrucciones del autor modelo. La autoficción especulativa requiere de un lector modelo de segundo nivel, de un lector modelo sabueso que establezca una suerte de pacto policíaco con el texto que le permita mantener el pacto de ambigüedad hasta el final, ya que debe averiguar quién es realmente el autor modelo. Un lector que conoce los paratextos y los peritextos, que sabe que hay verdad en la ciencia ficción del texto que está leyendo, y que debe poner a prueba las estrategias narrativas del autor para entrar en su juego y ganar la partida.
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Paul de Man considera que en la autobiografía “el lector se convierte en juez, en poder policial encargado de verificar la autenticidad de la firma y la consistencia del comportamiento del firmante, el punto hasta el que respeta o deja de respetar el acuerdo contractual que ha firmado” (4). El lector se convierte en “juez del autobiografiado”.
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La autoficción especulativa muestra de una manera mucho más clara y transparente el juego ficcional que se llevará a cabo con los elementos biográficos del autor; y el lector, frente a este escenario plagado de elementos imposibles, deberá interpretar aquello que pueda ser biográfico de lo que ha sido totalmente inventado (por su naturaleza extraordinaria). En esta misma línea, considero que la autoficción especulativa (y en general la autoficción no mimética) se acerca más al concepto de autoficción del teórico Gérard Genette, cuyo presupuesto parte de la afirmación: “Yo, autor, voy a contaros una historia cuyo protagonista soy yo, pero que nunca me ha sucedido” (Metalepsis 70). En este sentido, el autor crea un personaje (con el que se identifica, pero que no tiene que ser una personalidad auténtica) que narra una experiencia vivida (A = N = P). Genette sostiene que Dante no creía haber bajado al infierno, ni Borges creía haber visto el Aleph, y considera que estas son las verdaderas autoficciones, aquellas en las que realmente se inventa y ficcionaliza una historia a partir del juego con la identidad del autor: Hablo aquí de verdaderas autoficciones —cuyo contenido narrativo es, por así decir, auténticamente ficcional, como (supongo) el de La divina comedia— y no de las falsas autoficciones, que no son ‘ficciones’ sino para la aduana: dicho de otro modo, autobiografías vergonzosas. De éstas, el paratexto original es, evidentemente, autoficcional, pero tengamos paciencia: lo propio del paratexto es evolucionar y la historia literaria está sobre aviso (Metalepsis 70-71).
La trilogía de Pablo Martín Sánchez y la autoficción especulativa en DIARIO DE UN VIEJO CABEZOTA (REUS, 2066) Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), de Pablo Martín Sánchez, es la tercera novela de una trilogía de tendencias autoficcionales que toma como punto de partida los tres aspectos de la biografía mínima de una persona: nombre —de ahí la publicación de El anarquista que se llamaba como yo (2012)5—,
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En la novela El anarquista que se llamaba como yo (2012), el autor incluye un prólogo que siembra la duda en el lector, ya que explica cómo se inicia la escritura e indagación de la historia real que nos va a contar (la del anarquista Pablo Martín Sánchez, condenado a garrote vil durante la dictadura de Primo de Rivera) a partir del momento en que tecleó su nombre
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fecha de nacimiento —Tuyo es el mañana (2016)6, que transcurre durante las 24 horas del día en que nació el autor— y el lugar de nacimiento, al que le correspondería esta tercera novela distópica con tintes posapocalípticos ambientada en la ciudad de Reus. Serge Doubrovsky afirma que la autoficción es una estrategia narrativa en relación con la noción de “verdad”, y piensa en la modalidad de la confesión que utilizaron Rousseau o Montaigne. Curiosamente, en Diario de un viejo cabezota, el narrador inicia su diario el jueves 24 de junio de 2066 con una declaración de intenciones: nos dice que no tomará como modelo las Confesiones de Rousseau sino el Diario de un loco de Gógol, por lo que no se propone escribir unas memorias, sino un diario, a partir de la máxima de Plinio el Viejo de escribir al menos una línea cada día. Pero también dice que la memoria es engañosa y que quizá no siempre cuente fielmente lo que aconteció, por lo que desde el principio advierte al lector de que es un narrador poco fiable. También cuenta que escribe este diario para dejar constancia de su realidad vivida durante esos días del año 2066, por si les puede servir de algo a las futuras generaciones: de algún modo, este diario íntimo de recuerdos y experiencias se convierte en un testimonio de época y de supervivencia. La novela está ambientada en un futuro distópico en el que se vive una situación histórico-política trágica para la península ibérica porque la Mancomunidad Europea, tras el llamado “pacto de la vergüenza”, ha decidido convertir todo el territorio en una base militar internacional, obligando a la población a emigrar a otras zonas. Algunas personas no quieren abandonar el país y deciden resistir a pesar de que ya no disponen de electricidad,
en Google: “escribí ‘Pablo Martín Sánchez’” (9). A partir de este momento el lector identifica rápidamente al autor con el personaje narrador y cree que lo explicado le ha sucedido de verdad, una estrategia similar a la utilizada por Javier Cercas en Soldados de Salamina (2001). 6 Tuyo es el mañana es una novela polifónica, ambientada principalmente en la ciudad de Barcelona, que transcurre durante las 24 horas del día en que nació Pablo Martín Sánchez, el 18 de marzo de 1977. En esta novela se retrata el ambiente sociopolítico de la transición española, a partir del nacimiento de un bebé que podría funcionar como alter ego del autor, pero también de cualquiera de los lectores que nacieron en aquel entonces: “Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer. No deberías porque el infierno está ahí afuera. Hay manifestaciones día sí y día también. La gente habla de elecciones. De atentados. De amnistías” (9), por lo que es difícil afirmar que podamos hablar de una identificación clara entre el autor y el personaje-feto que nace en la novela.
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ni de suministros, ni de gobierno. El narrador, al que identificamos con el autor que firma la portada del libro, nos narra lo acontecido a sus 89 años. Curiosamente, los más viejos son los que más rápido se han adaptado a la situación, ya que son los únicos que conocieron el mundo predigital y saben escribir con lápices y vivir en una era que de nuevo es analógica. Toda la narración transcurre en el antiguo centro de salud mental Pere Mata de Reus (un lugar real que actualmente está abierto y en pleno rendimiento), del que el autor-narrador nos incluye un mapa dibujado a mano. Al tratarse de un espacio real, el lector puede acceder a las coordenadas espaciales y comprobar la veracidad extratextual del relato que se le está contando, acudir a Google Maps y verificar que el mapa incluido en la novela, dibujado supuestamente por el personaje-narrador, responde a una realidad extraliteraria:
1. Mapa realizado por el narrador incluido en la novela.
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2. Vista del Pere Mata desde Google Earth.
El diario Philippe Lejeune considera que “el diario no es en principio un género literario, sino una práctica” (170), y lo cierto es que se trata de una práctica habitual en la ciencia ficción. 1984 (1949) de George Orwell o El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood también son distopías que han escogido el formato del diario o del testimonio en primera persona como estrategia narrativa, pero en estos casos los autores no se identifican con el narrador y personaje protagonista como sí sucede en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) de Pablo Martín Sánchez: Si he decidido escribir este diario es, sencillamente, porque siento que el mundo que he conocido llega a su fin, y me gustaría dejar constancia de su existencia antes de que sea demasiado tarde y ya no quede nadie para contarlo [...]. Si
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pensara de verdad que estas notas serán leídas algún día, haría como los verdaderos diaristas: camuflar los nombres de las personas que menciono bajo unas discretas iniciales (100).
Si la autoficción muestra una novela con nombres auténticos, en los que el autor se identifica con el personaje protagonista, en el caso de Pablo Martín Sánchez se cumple el precepto que apunta Doubrovsky (58). El escritor de este diario lee otros diarios, tanto de personajes ilustres como de los locos que vivían en el Pere Mata, y pone a prueba constantemente al lector: primero dice que “el pacto que hice al empezar este diario fue el de los viejos films americanos: decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” (70), para mostrarse luego como un narrador poco fiable (ya que tras presentarnos a las personas que conviven con él en el Pere Mata, a modo de dramatis personae, nos confiesa que se ha inventado las edades) y terminar citando a Sartre cuando afirma que “hay que desconfiar de la literatura” y que “el gran peligro cuando uno escribe un diario íntimo es ese: exagerarlo todo, estar al acecho, forzar continuamente la verdad” (259). El autor del diario nos ofrece también un autorretrato, un inventario de sí mismo, igual que hace la narradora de El cuento de la criada de Margaret Atwood, una instantánea sobre cómo se imagina y se proyecta Pablo Martín Sánchez en el futuro: Tengo 89 años. Mido 1,81 metros (lo cual demuestra que es cierto que con la edad menguamos, pues en algún momento llegué a medir 1,83). Peso 72 kilos (antes del Pacto de la Vergüenza pesaba 80). Calzo un 43. Tengo los ojos verdosos, aunque a medida que el iris se acerca a la pupila se vuelven pardos. Llevo gafas para la presbicia, pues las lentes intraoculares que me pusieron hace cuarenta años han dejado de funcionar. El poco pelo que me queda en la cabeza (especifico el sitio porque en otras partes del cuerpo prolifera que da gusto: orejas, fosas nasales, hombros, espalda) es del color de la ceniza [...]. Tengo la nariz larga y afilada, las mejillas hundidas y la piel del cuello flácida, formando un doble pliegue. Tengo dos agujeros en la oreja izquierda, seguramente ya cerrados, pues hace muchos años que no me pongo pendientes. Llevo prótesis dental fija, superior e inferior. Me han operado del menisco, del frenillo, de la próstata, de presbicia y de varices. Me estoy dejando crecer la barba. Hace ocho años que soy viudo. Tengo una hija adoptada llamada Leire, que vive en Shanghái, y una
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nieta llamada Mei. Tuve un hijo, Otto, que murió en la guerra de independencia. También tengo una hermana, Raquel, y una sobrina, Olga, que viven en Buenos Aires; dos sobrinos políticos, Néstor e Íngrid; y dos ahijados: Mar, que será de la edad de Audrey, y Nil, que es de la edad de Leire. [...] Bastará leer este diario para conocer mi carácter, pero no tengo reparos en admitir que soy cabezota, gruñón y maniático (no soporto ver un cuadro torcido, procuro no pisar las líneas de las baldosas, me seco con la cara de la toalla que no tiene etiqueta) (48).
Esta descripción, o inventario de sí mismo, que lleva a cabo Pablo Martín Sánchez nos permite identificar elementos que responden a la realidad, ya que conocemos la imagen real del autor, por mucho que el autorretrato responda a una proyección, a cómo se imagina que será a los 89 años. A pesar de que la novela se publica en 2020, cuando el autor tiene 43 años de edad, “al mismo tiempo que le presta su nombre, su historia, los rasgos más singulares de su rostro, el autor difiere radicalmente del personaje que lo representa en el seno del espacio literario” (217), como sostiene Philippe Forest, pues la relación no es de orden ético, ni sincero, sino de orden estético, por lo que tampoco tendría que ser relevante que el autor-narrador-personaje-protagonista tenga 89 años y no 43 para que podamos llevar a cabo esta identificación onomástica. La verdad se manifiesta bajo la forma de la ficción, pues “quien narra su vida la transforma en novela y solo puede encarnarse a sí mismo en la falsa apariencia de un personaje” (217). Doubrovsky sostenía que en la autoficción “la parte de invención novelesca se reduce a proporcionar el marco y las circunstancias” (53), y en el caso de Pablo Martín Sánchez el marco y las circunstancias están ambientados en un escenario posapocalíptico en el año 2066. En esta novela el género de ciencia ficción funcionaría como un ardid del relato para “captar al lector reacio, endosarle su vida real bajo la imagen más prestigiosa de una existencia imaginaria” (Doubrovsky, 53). Para que sea equiparable la identidad autor-narrador, el autor debe asumir la veracidad del texto y eso es lo que hace Pablo Martín Sánchez en su diario de ciencia ficción. Pero lo cierto es que Doubrovsky piensa en la narrativa mimética cuando teoriza sobre la autoficción, y sostiene que la misma se basa en la ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales, por lo que con la realidad hemos topado de nuevo, amigo Sancho. Cuando la realidad se introduce en la ficción le pasa
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lo mismo que a una aspirina al meterse en el agua: la sustancia continúa existiendo, pero su forma se desintegra y se convierte en otra cosa. Tal y como sostiene Philippe Forest, “las definiciones más habituales de la autoficción insisten en la identidad entre autor y narrador [...]. Pero la mayor enseñanza de la ‘Novela-del-yo’ consiste precisamente en demostrar que, sea cual sea la forma de relato considerada, tal semejanza no existe” (216). José María Pozuelo Yvancos prefiere el uso del concepto figuraciones del yo para hacer referencia al yo fabulado que aparece en este tipo de narraciones e insiste en que la autoficción puede inventar una personalidad. Para Pozuelo Yvancos, la fabulación del yo permite convertir la voz narrativa en una “voz fantaseada, figurada, intrínsecamente ficcionalizada, literaria en suma” (“Figuraciones” 168), donde se marca la distancia con respecto a quien escribe, como un acto del lenguaje ficticio vehiculado por sus narradores, “el yo personal figurado como voz narrativa en las novelas, que son ficcionalizaciones o figuraciones de un yo necesariamente imaginario” (173). Esto es lo que se propone el escritor de ciencia ficción peruano José B. Adolph en La verdad sobre Dios y JBA, una novela donde se juega con la identidad del autor que firma la portada (y cuyas iniciales aparecen en el título de la novela) y la identidad del narrador-personaje, Carlos Mayer, que se atribuye la autoría del texto. En estos casos se puede percibir un juego ficcional, plenamente consciente, en el que los autores trasladan al texto, en “un juego de mise en abyme, su condición profesional de escritores” (Gasparini, 188), reflexionando sobre el propio proceso de escritura y su identidad como autores en la obra. En el caso de Pablo Martín Sánchez, podríamos afirmar que los juegos autoficcionales le sirven para reflexionar sobre la crisis de la escritura y del proceso creativo a partir de la puesta en cuestión del concepto de ficción, del género del diario, de la autoficción y la autobiografía, así como de su propia profesión y de las estrategias de la narración. La especularidad del yo narrador le permite hablar de su biografía literaria para decirnos: “Me convertí en un escritor del no, por utilizar la fórmula popularizada por Enrique Vila-Matas, que llegó a decir de mí (sin sospechar que no tardaría en convertirme en un Bartleby de las letras) que era un digno sucesor de Sterne y de Perec” (166).7 7
Estas palabras de Vila-Matas aparecen en la faja de la segunda edición de la novela Tuyo es el mañana y constituyen otro elemento factual contrastable por el lector: “Si tuviera ahora
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Paul de Man (1991) considera que la autobiografía es un género difícil de definir cuyas obras suelen solaparse con géneros vecinos o incluso incompatibles, por lo que es fundamental entender esta modalidad narrativa en el contexto de la posmodernidad, del psicoanálisis, de la crisis del personaje y de la crisis del sujeto cartesiano como identidad normativa (véase Pozuelo Yvancos, “Figuraciones”). El diario de ciencia ficción que nos presenta Pablo Martín Sánchez muestra tener plena consciencia de la ficcionalidad y la convención que tiene cualquier diario o autobiografía como género textual, al convertir en discurso la identidad del sujeto enunciador. Paul de Man se pregunta si realmente hay diferencias entre la ficción y la autobiografía: “¿Estamos seguros de que la autobiografía depende de un referente, como una fotografía depende de su tema o un cuadro (realista) depende de su modelo?” (2). Considera que el autorretrato que muestra la autobiografía es una ilusión referencial creada a partir del discurso (la ficción), por lo que la “distinción entre ficción y autobiografía no es una polaridad, sino que es indecible” (3) y nos deja atrapados en “una puerta giratoria” de estructura especular, demostrándonos “de manera sorprendente la imposibilidad de totalización (es decir, de llegar a ser) de todo sistema textual conformado por sustituciones tropológicas” (4). En la novela de Pablo Martín Sánchez, el escritor y autor que firma la portada se presenta como el narrador y protagonista de su diario. El lector puede identificar al narrador con el autor empírico cuando nos confiesa haber abandonado la escritura tras la publicación de Tuyo es el mañana (cuya novela sabemos que fue publicada en el año 2016 por la editorial Acantilado), pero más adelante confiesa: “Siempre he pensado que dejé de escribir para poder ser un buen padre. Ahora me doy cuenta de que lo hice porque había dejado de creer en la ficción” (155). Los elementos metaliterarios se hilvanan a partir de la proyección de su vida como escritor, rememorando un pasado literario que ya no le pertenece a este Pablo Martín Sánchez del futuro.
que nacer, estaría tan atemorizado que me negaría. No sólo el mundo en general es extraño, sino también nuestro mundo más íntimo, allí donde se habla la lengua del terror. Este libro de Pablo Martín Sánchez no sólo es buenísimo por su maestría en el estilo, sino por su estructura tan inteligente como perfecta. Un extraordinario sucesor de Sterne y de Perec”.
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El formato del diario le permite al autor incluir recuerdos e historias de su intimidad, y son numerosas las referencias autobiográficas que podemos rastrear en el texto: su infancia y adolescencia en la ciudad de Reus, por lo que aparecen citados su colegio (Joan Rebull) y su instituto (Gabriel Ferrater), así como el centro deportivo Reus Ploms donde hacía atletismo y las competiciones en las que coincidió con el célebre atleta Reyes Estévez; también menciona que estudió en el Institut del Teatre de Barcelona (por lo que aparecen alusiones a compañeros de promoción y profesores reales), que trabajó en el Teatro Poliorama como acomodador o que estuvo viviendo en Madrid; cita las publicaciones de su cuñado argentino Pablo Nacach y alude a la librería española La Rayuela (que regentó su prima Margarita Ruby en Berlín entre 2005 y 2017), al III Curso Superior de Filología para Jóvenes Hispanistas en el que participó en la UIMP durante el verano de 2005 o a la traducción de la biografía novelada de Bob Marley que hizo junto a María Oliver (Trench Town Reggae. En las calles de Bob Marley, de Hélène Lee), etcétera. La intertextualidad y lo extraliterario en la autoficción especulativa La autoficción se basa en la posibilidad de desvelar intimidades del autor a partir de un ejercicio novelado de extimidad. Manuel Alberca insiste en la importancia de tener en cuenta los elementos extratextuales y biográficos que nos permitan analizar la figura del personaje-autor en la autoficción para mantener la inestabilidad entre el pacto autobiográfico y el novelesco (y pueda darse así el pacto ambiguo): “El conocimiento de los hechos biográficos del autor permite apreciar las coincidencias y divergencias, las lagunas del relato, las fantasías e imaginarios que aquel deposita en su personaje” (“Las novelas” 125), pero también insiste en que el lector debe tener en cuenta que estas alusiones (factuales) se insertan en un discurso de ficción (aunque no pierdan del todo su referencialidad o factualidad externa), algo a mi juicio perfectamente aplicable a cualquier modalidad de autoficción, incluyendo la autoficción especulativa, pues, como afirma Lejeune, “una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice” (apud. Alberca, “Las novelas” 129).
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Raymond Federman acuñó el término surficción en 1973 “para definir un tipo de obra experimental que, entroncando con las vanguardias, se proclama antirrealista, antimimética, y se caracteriza por reivindicar el artificio y disolver las tradicionales distinciones entre lo real y lo imaginario porque entiende que no hay verdad exterior a la ficción (incluso cuando el autor finge contar su propia vida)” (Casas, “El simulacro” 27),8 por lo que la autoficción especulativa entraría de lleno en esta categoría de la surficción que tiene plena conciencia del valor estético de la literatura a partir de la modalidad egoliteraria que implica la autoficción. Raymond Federman, en la línea sostenida por Genette, Pozuelo Yvancos y Paul de Man, confirma que no es necesaria esa obsesión por la realidad, lo factual y lo referencial. Pero lo que también me gustaría demostrar aquí es que incluso en la ficción especulativa podemos hablar de referencialidad extraliteraria y de factualidad (por lo menos en algunos casos). Manuel Alberca dice que en la autoficción los “elementos biográficos del autor, conocidos y desconocidos, irrumpen en la historia como material narrativo en bruto, coexistiendo abierta o sutilmente junto a otros que son o parecen ficticios” (“Las novelas” 147), y en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) se pueden localizar varios elementos biográficos y reales que favorecen el acuerdo del pacto ambiguo con esta narración. Los elementos metatextuales e intertextuales nos permiten situar la lectura para pensar cómo se imita o subvierte la narración referencial mezclando elementos de la autobiografía y de la narración (Gasparini), por lo que al detectarlos el lector se aleja un poco más del pacto novelesco y se acerca al pacto autobiográfico, pero permaneciendo en la cuerda floja del pacto ambiguo. El autor-narrador de este diario nos habla de los libros que publicó en el pasado, a partir de un ejercicio de intertextualidad restringida que al mismo tiempo nos remite al mundo extratextual: No he podido evitar recordar a Clara y a Solitario VI, dos de los personajes de mi última novela: una niña que hace novillos y un galgo de carreras que se escapa del canódromo. Se supone que debía ser la segunda parte de una trilogía dedicada a los tres elementos que componen la biografía mínima de cualquier persona: el
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Quizás una traducción posible del término, que entroncaría de lleno con el significado propuesto por Federman, sería sobreficción (en el sentido de ‘por encima de la ficción’).
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nombre, la fecha y el lugar de nacimiento. La primera novela estaba protagonizada por un anarquista que se llamaba como yo; la segunda sucedía el día de mi nacimiento; la tercera debía transcurrir íntegramente en Reus, pero nunca llegué a terminarla [...] ¿y si este diario fuese la tercera parte de aquella trilogía que nunca terminé? (153).
Me centraré en los elementos factuales relacionados con la vida literaria del autor, ya que aparecen referidos libros y publicaciones en las que ha participado y pueden verificarse. En el fragmento citado anteriormente, Clara y Solitario VI son dos personajes de la novela Tuyo es el mañana (2016), y también se hace referencia a su primera novela, El anarquista que se llamaba como yo (2011). Los elementos epitextuales (como entrevistas y reseñas) nos pueden ayudar a identificar la figura del autor con el personaje, y en este caso, podemos contrastar cómo en numerosas entrevistas el autor ha explicado que se disponía a escribir una trilogía del yo con las características que aparecen en la cita extraída, por lo que a partir de un juego metaliterario nos está indicando que este diario es la tercera novela de la trilogía (aunque asegura que nunca llegó a terminarla). Podemos encontrar esta información sobre la trilogía del yo en la entrevista que le hizo el periodista Salvador Carnicero para el diario InfoLibre el 11 de agosto de 2017;9 o en las declaraciones recogidas por la Agencia EFE para el diario La Vanguardia el 15 de noviembre de 2016, donde podemos leer: “El autor reusense, al que no le gusta repetirse, ha señalado hoy que la nueva novela forma parte de una trilogía sui generis, una suerte de ‘biografía mínima’, en la que el detonante para empezar
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En la entrevista se menciona lo siguiente: “El artista es él y sus circunstancias. Es lo que defiende el escritor Pablo Martín Sánchez (Reus, Tarragona, 1977). Tuyo es el mañana (Acantilado, 2016) es la segunda parte de la que este narrador catalán llama su ‘trilogía del yo’. Mientras que la primera entrega, titulada El anarquista que se llamaba como yo (Acantilado, 2012), cuenta la historia de otro Pablo Martín Sánchez —un revolucionario que intentó un golpe en Vera de Bidasoa (Navarra) en 1924 contra la dictadura de Primo de Rivera—, Tuyo es el mañana se desarrolla durante el conflictivo año en el que nació su autor, 1977. La segunda entrega expone problemas sociales que eran nuevos hace 40 años y que aún están por resolver, como el robo de bebés, el bullying o el maltrato animal”, disponible en , consultado el 1 de abril de 2019.
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a escribir las obras ha sido el nombre propio, la fecha de nacimiento, y en la tercera que ha empezado a pensar será el lugar donde nació”.10 En Diario de un viejo cabezota se introducen elementos de la juventud del narrador-autor (cuando todavía escribía novelas), pues recordemos que el diario lo redacta a los 89 años. Entre los episodios evocados nos cuenta que conoció a Javier Cercas porque participó junto al escritor en una mesa redonda organizada por las Bodegas Torres, cuya información es contrastable por la grabación que se hizo del encuentro en abril de 2017.11 Y también podemos comprobar que, tal y como comenta en la novela-diario, el escritor Màrius Serra presentó uno de sus libros (la novela Tuyo es el mañana) en la librería Laie de Barcelona el 16 de diciembre de 2016. Así pues, son numerosas las referencias al autor empírico que nos permiten llevar a cabo la identificación del autor-narrador-personaje-protagonista. En un momento trágico en el que se suceden varias muertes en la vida del narrador-protagonista, Pablo Martín Sánchez introduce otro recuerdo de sus memorias que nos remite a su biografía literaria: Recuerdo que en el primer libro que escribí había varios relatos que trataban de la muerte. En uno de ellos, el protagonista se despertaba oliendo a cadáver y no tardaba en descubrir que se encontraba dentro de un ataúd, sin saber muy bien si lo habían enterrado vivo o si se podía seguir pensando después de muerto. En otro, la parca se presentaba en casa del personaje principal vestida con una camiseta del Pato Donald, pero le perdonaba la vida porque el hombre la recibía con un pijama del Tío Gilito. Solo puede escribir así, con semejante frivolidad, quien no ha conocido de cerca la muerte (242).
En esta cita, el autor-narrador-personaje-protagonista hace referencia a su primer libro de cuentos, Fricciones (2011), donde los elementos peritextuales (la firma y la portada) nos indican que su autor es Pablo Martín Sánchez y
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Nota redactada por la Agencia EFE, disponible en , consultado el 1 de abril de 2019. 11 Se puede consultar la grabación con la participación de los escritores que estuvieron en este encuentro junto a Cercas y Martín Sánchez en el siguiente enlace: .
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nos permiten identificarlo con el autor-narrador-protagonista del Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066). Si el lector acude a la publicación de Fricciones comprobará que los dos relatos a los que hace alusión el narrador de este diario de ciencia ficción son “Mirando las flores del lado de las raíces” y “Rigor Mortis”. Los elementos peritextuales del Diario de un viejo cabezota nos permiten aclarar que estamos ante una novela en forma de diario, cuya temática es de ciencia ficción, por lo que podemos deducir que en este texto primarán los elementos ficcionales frente a los autobiográficos. A pesar de que estas marcas puedan influir en la interpretación del lector, John Searle afirma que para distinguir una obra de ficción de una de no ficción es fundamental conocer la intención del autor y que “no hay propiedad textual, sintáctica o semántica que permita identificar un texto como una obra de ficción. Lo que hace que una obra sea de ficción, por decirlo así, es la actitud ilocucionaria que el autor asume con respecto a ésta” (168). Para Searle son fundamentales los paratextos y peritextos, y en este caso sabemos que el diario pertenece a una trilogía de gesto autoficcional que toma como punto de partida la biografía mínima del autor. En este diario de ciencia ficción también se incluye un prefacio (“Nota de los editores”), a modo de falso paratexto (fechado en octubre de 2108), en el que un editor explica a partir de la modalidad del manuscrito encontrado por qué ha decidido publicar un diario escrito en 2066, cuarenta y dos años después de haber sido redactado. Se trata de un recurso similar al de las “Notas históricas sobre El cuento de la criada” de Margaret Atwood, que aparecen como un epílogo en forma de ponencia leída en el año 2195 (unos dos siglos después de las grabaciones de su testimonio); o al del posfacio “Principios de nuevalengua”, fechado en el año 2050 y empleado por George Orwell en 1984 (sesenta y seis años después de los acontecimientos narrados). De esta manera, el prefacio enmarca y justifica la publicación de ese testimonio varios años después, cuando el mundo narrado quizás ya ha dejado de existir. El editor confirma que el diario “fue escrito por Pablo Martín Sánchez, autor menor de principios del siglo pasado” (8). El editor también confiesa haber completado abreviaturas y descifrado las frases ilegibles, por lo que el testimonio ahora se ve modificado por la visión del editor que actúa como intérprete, corrector o censor de las palabras escritas en 2066. De este modo,
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se añade otra instancia narrativa que desfigura la autoría del texto y la configuración del Yo enunciador. Quizás el diario de autoficción especulativa propuesto por Pablo Martín Sánchez se ajuste al concepto propuesto por Philippe Forest de “novela-del-yo”, cuya esencia se basa en la conciencia del yo como ficción. Tal y como afirma Ana Casas, esta propuesta culminaría el “proceso de despersonalización que, según Forest, va desde lo que él llama la ego-literatura (narrativa de corte naturalista donde el yo se presenta como una realidad), pasa por la autoficción (en la que se pone en evidencia la imposible unidad del yo) y llega a la novela-del-yo o heterografía (donde el yo se concibe plenamente como otro)” (Casas, “El simulacro” 29-30). En este caso, tendríamos que hablar de novela de ciencia ficción-del-yo en la que el autor pone en tela de juicio su identidad como escritor literario y la posibilidad de seguir escribiendo. El tiempo (real y especulativo): las marcas autobiográficas y ficcionales Una de las características que apuntaba Doubrovsky era que la autoficción ficcionalizaba la experiencia del pasado: “el escritor se imagina otro pasado, reelabora sus recuerdos y bosqueja distintas posibilidades vitales, permitiendo plasmar una identidad elástica” (Casas, “El simulacro” 13). Y Lejeune definía la autobiografía como “el relato retrospectivo en prosa que alguien hace de su propia existencia, cuando pone el acento principal sobre su vida individual, en particular sobre la historia de su personalidad” (160), por lo que tanto en la autobiografía como en la autoficción parece que se hace hincapié en el modelo rousseauniano de la narración de los recuerdos del autor y en la idea del relato retrospectivo, pero cuando hablamos de narraciones de ciencia ficción, el tiempo de la trama se proyecta hacia el futuro. En la autoficción especulativa no podemos hablar de retrospección desde el punto de vista del tiempo real del lector (ya que habitualmente se trata de un tiempo proyectado en el futuro), pero sí que podemos hablar de retrospección desde el punto de vista de la narración, por lo que la inserción de recuerdos y memorias de manera retrospectiva se puede llevar a cabo a partir de la misma estrategia narrativa. A continuación, facilitamos una línea del tiempo de la cronología que abarca la novela de Pablo Martín Sánchez:
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1977 Nacimiento del autor
2020 Publicación de la novela
2066 Escritura del diario en la ficción
2108 Publicación del diario en la ficción
La línea temporal de la narración se iniciaría en 1977, cuando nace el autor, por lo que todas referencias anteriores al año 2020 (fecha de publicación de la novela, que marcaría la frontera del tiempo histórico real) pueden contener elementos factuales, como cualquier otra modalidad de la autoficción mimética. Los acontecimientos posteriores a 2020 (y hasta la escritura del diario en 2066) forman parte de la ficción especulativa y son elementos que formarían parte de lo imposible, a lo que habría que añadir el paratexto (prólogo) fechado en 2108, que nos aclara la naturaleza del texto que el editor está publicando. Por lo general, en el diario no se narran episodios históricos importantes, con detalles que podría haber reseñado un historiador o un cronista, ya que se trata de un diario íntimo en el que el autor deja constancia de lo infraordinario. Pablo Martín Sánchez fue cooptado por el grupo Oulipo (Ouvroir de Littérature Potentielle) en el año 2014 (dato biográfico que también aparece en la novela), por lo que las referencias intertextuales al concepto perequiano de lo infraordinario, recordemos Lo infraordinario (1989) de George Perec, miembro del Oulipo, son evidentes. El diario especulativo de Pablo Martín Sánchez entronca con esta tradición oulipiana, y en uno de sus capítulos elabora una lista de recuerdos a partir del ejercicio perequiano del Je me souviens: Me acuerdo de las rebanadas de pan con mantequilla y Cola-Cao. Me acuerdo cuando las latas de foi-gras La Piara costaban 69 pesetas. [...] Me acuerdo de los cromos de los Bollycaos. [...] Me acuerdo del Tetris. [...] Me acuerdo de los walkie-talkies. [...] Me acuerdo de los radiocasetes de los coches que solo podían pasar la cinta hacia delante, pero no hacia atrás, por lo que había que darles la vuelta dos veces si querías volver a escuchar la misma canción. [...] Me acuerdo del primer partido de Johan Cruyff como entrenador del Barça. [...] Me acuerdo del 11-S, del 11-M y del 11J. [...] Me acuerdo de los cajeros automáticos que daban monedas de 500 pesetas. [...] Me acuerdo de E. T., de Los Goonies y de Regreso al futuro (141-144).
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Cualquier lector nacido a finales de los años 70 y 80 puede reconocer los elementos evocados en estos recuerdos, pero también se incluyen referencias al mundo posterior al año 2020 en el que se ambienta este diario distópico apocalíptico.12 Gérard Genette (Metalepsis), se propone descubrir si hay diferencias entre el relato factual (verdadero) y el relato ficcional (inventado) desde la perspectiva de la narratología. Tras analizar cómo funcionan las categorías del análisis narrativo en ambos relatos considera que las categorías de orden, velocidad y frecuencia funcionan del mismo modo en ambas modalidades, y concluye que quizás sean las categorías de modo y voz las que difieran más. La categoría más compleja es la de la voz, sobre todo cuando A = N = P (61-76). En estos relatos es fundamental saber quién habla, y descifrar cuál es la relación entre narrador y autor se convierte en un elemento crucial para discernir entre los relatos factuales y los relatos ficcionales. Como dije más arriba, para Genette las verdaderas autoficciones son aquellas cuyo contenido narrativo es auténticamente ficcional, por lo que en este caso la autoficción especulativa de Pablo Martín Sánchez podría acercarse a la categoría conceptualizada por el teórico francés. A pesar de la identificación del autor con el narrador y personaje protagonista, tal como sucede en Borges o en Dante, en esta autoficción especulativa el autor empírico no vive en el año 2066: la Real Academia Española no se ha disuelto (como se dice en el diario), no existen los útex ni la reproducción fuera del útero materno (o concepción exógena), ni el alephone, ni ha tenido lugar la crisis de 2044, ni ha estallado la Tercera Guerra Mundial. El Oulipo tampoco se ha disuelto en el año 2060, ni los coches vuelan. La introducción de elementos reales, inserción de fotografías (artículos y portadas de libros), dibujos realizados por el autor, listas e inventarios interrumpen la linealidad del relato con citas y metadiscursos que en ocasiones se dirigen al lector (véase Gasparini, 189), lo que permite un mayor uso de las estrategias narrativas de la ficción en los
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Como los “óvalos Centurión, el alimento de la nueva generación”, los primeros petbots, el autodrive, el gol de Kevin Llorens en la final de la Champions, las manifestaciones pronatalistas, Min Ho Yang (el primer bebé exógeno), el primer sensicine de Barcelona. El diario también incluye una lista de las cicatrices del narrador, una lista de las enfermedades que ha padecido y otra de los coches que ha tenido (tanto anteriores como posteriores a 2020, evidentemente).
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textos autoficcionales, y Pablo Martín Sánchez es plenamente consciente de la existencia de estas herramientas y las pone en práctica. Para Castilla Pino estos recursos le permiten al autor novelar la vida y experimentar literariamente a partir de su propia experiencia (ya sea en un relato naturalista o de ciencia ficción): “Gracias a subvertir las formas y los pactos de lectura habituales, la autoficción propone, entre otras cosas, instaurar una relación nueva del escritor con la verdad [...]. Lo que importa, pues, no es tanto el relato histórico o factual de los hechos, sino la manera (novelesca) de narrar esos hechos” (Castilla Pino citada por Casas, “El simulacro” 17), y en este caso Pablo Martín Sánchez ha escogido la “manera” de la ciencia ficción. Conclusiones El Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066) es una distopía posapocalíptica, novela de aventuras, un diario íntimo de elementos infraordinarios, memorias y recuerdos del autor Pablo Martín Sánchez, una novela de ciencia ficción, una novela de época (de la pasada y de la que vendrá), un texto metaliterario, un juego de identidades y formas narrativas que tan solo la modalidad de la novela permite y la posmodernidad puede comprender. Si como dice Ana Casas, “el propio término autoficción alude, pues, a un hibridismo que admite todas las tradiciones y, por ello, resulta extremadamente lábil como concepto” (“El simulacro” 11), creo que podemos hablar sin problemas de autoficción especulativa, y por tanto de autoficción en el género de la ciencia ficción. Si la autoficción funciona como un texto especular para el autor, ya que tiene la posibilidad de reflejar, deformar y reconstituir su identidad en él, es importante remarcar que ese espejo está configurado a través de un discurso, es puro texto, y por lo tanto cualquier reflejo de la realidad o la verdad en su superficie no será más que una sombra, puro engaño, una imagen lingüística del autorretrato del autor que éste puede diseñar en cualquier tipo de narrativa, ya sea mimética o no mimética. Porque en el fondo hemos sabido siempre, como decía Platón, que los poetas mienten.
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LA AUTOFICCIÓN Y LO ESPELUZNANTE: UN VAMPIRO EN MARACAIBO, DE NORBERTO JOSÉ OLIVAR Javier Ignacio Alarcón Universidad de Alcalá
La obra de Norberto José Olivar se caracteriza por conjugar elementos dispares. Varios de sus protagonistas son referencias explícitas al autor, pero, al mismo tiempo, no suelen mostrar una coincidencia exacta. Asimismo, sus novelas se sustentan en la historia de Venezuela, más específicamente del estado Zulia, donde reside el escritor. Sin embargo, este sustrato verídico que subyace bajo la ficción parece quedar contradicho por los hechos fantásticos e imposibles que aparecen en los textos. Estas paradojas, y otras que saldrán a relucir más adelante, son esenciales para comprender el proyecto literario de Olivar. Es una de estas aporías la que exploraremos en las páginas que siguen: la que surge en una autoficción que parece pertenecer, al menos en una primera lectura, al género fantástico. La noción de una “autoficción fantástica”, como la podemos denominar siguiendo la terminología de Vincent Colonna (Autofiction), plantea, cuando menos, importantes e ineludibles preguntas. Estas cuestiones van desde un problema terminológico —¿qué significado se da al término “fantástico” dentro de la tesis del teórico francés?— hasta la posibilidad misma de dicho texto autoficticio —¿puede una obra marcadamente autorreferencial producir el efecto propio del género en cuestión?—. Si bien buena parte del corpus del escritor zuliano permite explorar estos problemas, este análisis se centrará en una obra concreta: Un vampiro en Maracaibo (2008). Ernesto Navarro, protagonista de la novela que será estudiada a continuación, aparece por primera vez en Morirse es una fiesta (2005). El personaje, como Olivar, es profesor universitario y escritor. En esta línea, las obras que
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ha escrito son obvias referencias a la bibliografía del novelista zuliano. A estos guiños biográficos debemos agregar que el texto en el que Navarro aparece es altamente autorreflexivo. La estructura metaficticia se construye a través de un metatexto, una mise en abyme que de forma explícita duplica la diégesis. Por tanto, el personaje es un dispositivo especular, un espejo que refleja la figura del autor en la diégesis. En resumen, la identificación, por lo menos parcial, de Ernesto con su creador es inevitable. Este efecto se amplifica con la segunda novela protagonizada por el personaje, El fantasma de la Caballero (2006). Por otro lado, esta introduce una estructura que se repetirá en las siguientes publicaciones: Ernesto es historiador —como Olivar— y realiza investigaciones historiográficas, casi siempre de hechos sobrenaturales, para escribir sus ficciones. En tanto que las novelas que él protagoniza se centran, a partir de este punto, en historias populares del estado Zulia, es posible inferir que esta estructura narrativa es abiertamente especular y metaficcional. Es, siguiendo la teoría de Linda Hutcheon (Narcissistic Narrative), una ficción que reflexiona sobre sus propias estructuras narrativas y que, al hacerlo, subraya su propia artificialidad. Este es el caso de Un cuento de piratas (2007). A los puntos enumerados —el protagonista que refleja al autor en su obra, la estructura metaficticia, el diálogo con la historia y las leyendas de Maracaibo—, se debe sumar la aparición de personajes “reales”, representaciones intradiegéticas de individuos que pertenecen al campo literario (real) de Venezuela. En consecuencia, en el momento en que se publica Un vampiro en Maracaibo, el lector conoce al protagonista y puede prever la autorreferencialidad del texto, lo que permite hablar de autoficción. Es importante tomar en cuenta, antes de continuar, que la serie de obras protagonizadas por Ernesto Navarro se distancia de algunas conceptualizaciones de la autoficción que exigen una coincidencia nominal entre el autor y el personaje/narrador. Como se puede inferir de lo dicho arriba, a pesar de que no existe un gesto onomástico evidente, hay una clara coincidencia entre el protagonista de Un vampiro en Maracaibo y su creador. Como afirma Philippe Gasparini en Est-il je? Roman autobiographique et autofiction (2004), la identificación entre el autor y el personaje se construye de forma dinámica y se logra a través de distintos elementos paratextuales (46), de los cuales la firma autorial es solo uno. También es imperioso considerar otros epitextos y peritextos, así como elementos metadiscursivos, de mayor relevancia en el
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caso que nos ocupa. Sobre los procedimientos específicos utilizados por Olivar volveremos más adelante, en la sección dedicada, de manera específica, a la novela. La autoficción “fantástica” como problema Para iniciar el análisis de Un vampiro en Maracaibo, resulta necesario trazar algunas coordenadas teóricas. De forma concreta, se debe comprender por qué la idea de un texto autoficticio que pertenezca al género fantástico resulta problemática. Solo así se podrá entender el desafío que plantea la novela en cuestión. Como ha sido señalado, el concepto de “autoficción fantástica” es propuesto por Vincent Colonna. Según afirma el estudioso francés en su tesis doctoral, L’Autofiction. Essai sur la fictionalisation de soi en littérature (1989), un texto autoficticio es: “une œuvre littéraire par laquelle un écrivain s’invente une personnalité et une existence, tout en conservant son identité réelle” (30). En otras palabras, una obra autoficcional es una forma de ficción en la cual se ficcionaliza la figura del autor. Partiendo de este concepto, Colonna explora distintos procedimientos a través de los cuales el escritor deviene en personaje ficticio, y define, en un libro publicado en 2004, Autofiction & autres mythomanies littéraires, cuatro posturas: la fantástica, la biográfica, la especular y la intrusiva o autorial. Dedicamos estas páginas a la primera de estas posturas que muestra, sin duda, un interés particular.1 Se aleja de otras definiciones, que dan relevancia al carácter parcialmente veraz y/o autobiográfico de lo narrado, y abre la posibilidad de un texto autoficticio que sea, a todas luces, una ficción. A pesar de esto, plantea un problema en su uso del término “fantástico”.2 No todos los ejemplos citados
1
Cf. la contribución de Teresa López-Pellisa en este libro (nota de los editores). No se debe perder de vista que Serge Doubrovsky, al proponer el neologismo, lo define en su relación con lo real: “Fiction, d’événements et de faits strictement réels” (10). Encontramos un acercamiento similar, por lo menos en lo que respecta a este punto, en la conceptualización de Marie Darrieussecq recogida en la revista Poétique, “La autoficción: un género poco serio” (1996), que considera que este tipo de textos es una interpelación a los relatos identitarios (79). Incluso, vemos posicionamientos análogos en propuestas más recientes 2
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por Colonna al definir esta categoría entran dentro de dicho género. El teórico apunta ampliamente a relatos que poseen algún grado de irrealidad. Como advierten los teóricos de lo fantástico —véanse, por ejemplo, Reisz y Roas—, la presencia de elementos imposibles no es condición sine qua non para incluir una narración en esta categoría. Lo esencial sería, en cambio, el choque de estos elementos con la idea que el lector tiene de lo real y que, necesariamente, debe reflejarse en el texto. En un primer momento, el problema puede parecer específicamente terminológico. Si bien se puede objetar el uso del término “fantástico” en la postura definida por Colonna, esto no evita que existan autoficciones que presentan hechos de corte imposible o que pueden ser clasificadas dentro de géneros no miméticos. Aun así, existe una cuestión más profunda. La autoficción posee, en todo momento, una carga autorreferencial, pero al presentar a un personaje que espejea al autor en la diégesis, al mismo tiempo posee consciencia en torno al artífice de la narración. Es este principio el que hace que Vera Toro proponga que “la etiqueta de autoficción debería reservarse a aquellos textos literarios que ‘refuerzan’ su ficcionalidad” (13) e, incluso, que la “autoficción es metaficcional” (108). Colonna es un claro precedente para este tipo de posicionamientos teóricos, ya que afirma que todo texto autoficticio es, en algún grado, especular (Autofiction et autres mythomanies littéraires 132). La pregunta que debemos formular es, por tanto, si una obra puede ser considerada fantástica al tiempo que manifiesta una clara autoconsciencia narrativa que hace al lector partícipe de la artificialidad de la ficción. Ana Casas aborda esta pregunta y cuestiona la capacidad de un texto paródico y autoconsciente, de una novela que haga palpable su artificialidad, para generar el tipo de compromiso necesario en una obra fantástica. Siguiendo a Roas, este género debe producir un “miedo metafísico”: “[el que] se produce cuando nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar” (95-
hechas en el mundo hispánico, como la del español Manuel Alberca, para quien un texto autoficcional “se presenta como una novela, pero una novela que simula o aparenta ser una historia autobiográfica con tanta transparencia y claridad que el lector puede sospechar que se trata de una pseudo-autobiografía” (128).
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96). Para esto, resulta clave el compromiso del lector con la narración, solo así es posible que este interpele su propia realidad a partir de la irrupción de lo imposible en la diégesis. En palabras de Roas, “los diversos recursos formales empleados para construir el mundo del texto [fantástico] orientan la cooperación interpretativa del lector/espectador para que asuma que la realidad intratextual es semejante a la suya” (32). Una novela que subraya su artificialidad a través de una estructura autorreferencial, que refuerza su “ficcionalidad”, para decirlo con Toro, permite al lector distanciarse de la historia, lo cual acaba por anular el efecto fantástico. En resumen, la autoconsciencia metaficcional obstaculiza el “miedo metafísico”. UN VAMPIRO EN MARACAIBO, una autoficción “fantástica” La mayor parte de las obras de Olivar que citamos previamente pueden ser estudiadas desde esta perspectiva. Primero, construyen una historia que confronta lo real con lo imposible: la diégesis contiene una realidad análoga a la del lector, en la que irrumpe lo imposible. Segundo, como hemos explicado, los textos del escritor zuliano poseen una estructura que subraya su artificialidad. A pesar de presentar elementos propios del fantástico —seres y situaciones imposibles—, parece difícil defender que producen el miedo metafísico que caracteriza al género según Roas. Ahora bien, el problema no se resuelve de una manera tan sencilla, por lo menos en el caso que estudiamos aquí. En Un vampiro en Maracaibo, la metaficcionalidad dialoga con el carácter inquietante de la historia y con su desarrollo, lo que abre un camino de interpretación diferente. La novela sigue la investigación de Ernesto Navarro, que, como se ha remarcado, protagoniza otras obras de Olivar. En este caso se lo retrata como un escritor recientemente divorciado. En medio de una crisis personal, y que busca centrarse en lo único que sabe hacer, escribir, decide componer una novela sobre vampiros. Lo primero que hace es revisar unos documentos que utilizó en la escritura de otra obra, en los cuales recuerda una mención a un caso de vampirismo en Maracaibo. El nombre del “chupasangre” era Ramón Pérez Brenes (26) y su historia está contenida en un informe de la policía.
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Tras encontrar esta primera pista, Ernesto se topa con la historia de Zacarías Ortega, “el Vampiro del lago” (49). Para indagar, acude al oficial de la Policía Técnica Judicial, ya jubilado, que estuvo encargado del caso, Jeremías Morales. El “expetejota” —como lo llama el narrador por las siglas del órgano gubernamental al que perteneció, PTJ— narra su experiencia: tuvo que perseguir y matar dos veces al mismo vampiro, y ejecutar un complicado ritual para asegurar que no se volviera a levantar de la tumba. Ortega —que, descubrimos, es el mismo Pérez Brenes— es retratado como un personaje ambiguo, un ente que cuestiona la moral de quienes lo rodean y que acaba agotado de su inmortalidad. En la segunda confrontación entre el monstruo y su perseguidor, el primero no solo se rinde, sino que explica al policía cómo poner fin a su existencia de no muerto. En el último capítulo, nos enteramos de que el ritual fracasó y que el vampiro sigue vivo. La información llega a las manos de Navarro a través de una carta que deja Morales tras suicidarse. En un intento por encontrar al vampiro, Ernesto va a Los Mayales, una zona marginal de Maracaibo donde, supuestamente, aparece un monstruo que coincide con las características de un vampiro. Los rumores quedan sin confirmar. En última instancia, es imposible saber si efectivamente existe dicho monstruo o si es un vampiro, menos todavía si es Zacarías Ortega. Al sintetizar la anécdota, y tomando en cuenta que no hay coincidencia nominal entre el autor y el personaje, puede parecer forzado hablar de autoficción en Un vampiro en Maracaibo. Pero, tal como señalamos en la introducción, existen ciertos rasgos que identifican a Norberto José Olivar con Ernesto Navarro: ambos son novelistas y profesores universitarios, hecho que se puede confrontar con la biografía del autor que se halla en la solapa del libro; los dos son historiadores y fundan sus obras en la historia de Venezuela. Estos vínculos que unen al escritor y al personaje son evidentes, tanto para el lector familiarizado con la bibliografía del zuliano y los demás textos protagonizados por Navarro, como para el que solo conozca la novela en cuestión. Por tanto, el carácter especular del texto y, sobre todo, de su narrador, es ineludible. Además, en este caso se subraya la presencia de lo “real” en la narración, su carácter parcialmente veraz, a través de dos paratextos. Primero, encontramos una “Nota al lector” en la cual se advierte que el contenido del texto es producto de una investigación:
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Existe, al margen de eso que llamamos realidad, un mundo oscuro —y al mismo tiempo invisible para las mayorías—, que al ser develado es capaz de devorar nuestra tranquilidad y revertir nuestros principios y creencias más elementales. Todo lo dicho aquí es producto de una investigación histórica muy singular en la que jamás me habría imaginado. Éste es el relato de lo que encontré (11).
No es necesario subrayar el carácter autorreflexivo de esta advertencia inicial, especialmente si tomamos en cuenta que está firmada por “el Autor”. A esto debemos sumar otro paratexto, que cierra el libro: “En memoria del comisario Jeremías Morales” (257). Morales es, como pudimos ver, uno de los personajes centrales de la novela. La dedicatoria hace pensar que el ente ficticio es una referencia a una persona real, aunque no podamos precisar el grado de fidelidad de la representación. Estos peritextos terminan de construir el vínculo que conecta a Norberto José Olivar con el protagonista de la diégesis, a pesar de que no exista homonimia entre ambos. Es posible argumentar, incluso, que esta falta de coincidencia nominal es un gesto onomástico en sí mismo. La autoficción que se despliega en Un vampiro en Maracaibo no identifica de forma precisa lo ficticio con lo real. Tampoco niega la relación que existe entre ambas instancias. Dicha aporía es el centro de la estructura autoficticia de la novela, que funciona de forma semejante al “significado irónico” descrito por Linda Hutcheon. Según la teórica, la ironía no funciona de forma estática, sino como una relación entre distintos significados: “Put in structuralist terms, the ironic sign would thus be made up of one signifier but two different, but not necessarily opposite, signifieds” (Irony’s Edge 64).3 Aunque un enunciado irónico apunte a significados contradictorios, ninguno tiene prioridad sobre el otro. Los dos conviven, sin negarse. La autoficción, en la novela que estudiamos, funciona de forma análoga: se muestra como un espejo de lo extradiegético y, simultáneamente, afirma su artificialidad. Se aprecia el mismo procedimiento en la figura de Navarro, quien, a pesar de ser una clara referencia a Olivar, no lleva su mismo nombre, recordando así la insalvable
3
“En términos estructuralistas, el signo irónico está formado, por tanto, por un significante, pero con dos significados distintos, no necesariamente opuestos” (traducción de los editores).
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distancia que existe entre personaje y persona. La estructura metaficticia, en resumen, es aporética e irónica. En este sentido, es otra de las posturas de Colonna la que puede dar luces sobre el tipo de autoficción que encontramos en la obra de Olivar: la especular. En esta, explica el teórico, no es necesario que el autor sea protagonista, solo que su reflejo aparezca dentro de la diégesis.4 Un vampiro en Maracaibo muestra una de las posibilidades de esta modalidad autoficticia: el autor es espejeado por un narrador que lo reproduce, al menos parcialmente, dentro de la historia. Mas, coherente con la estructura metaficticia de la obra, dicho dispositivo especular no produce un reflejo exacto y acentúa, al mismo tiempo, la brecha que separa lo real de lo ficticio. Esta consciencia en torno al carácter artificial de la ficción es señalada por otros elementos. Por ejemplo, la presencia de algunos nombres recurrentes en las novelas de Olivar. Este es el caso de Pérez Brenes, que es personaje en otros textos del autor: de “El misterioso caso de Agustín Baralt”, parte del volumen del mismo título (2000); y de El hombre de la Atlántida (2003). Es más, en Morirse es una fiesta se afirma que Pérez Brenes es, de hecho, un personaje recurrente en los textos de Navarro. Dicho de otro modo, mientras que en algunas obras Navarro se enfrenta al personaje como si fuera un ser “real”, en otras reconoce su carácter ficticio. Esta consciencia metaficcional, 4
En palabras de Colonna, según afirma en su libro de 2004: “Reposant sur un reflet de l’auteur ou du livre dans le livre, cette orientation de la fabulation de soi n’est pas sans rappeler la métaphore du miroir. Le réalisme du texte, sa vraisemblance, y deviennent un élément secondaire, et l’auteur ne se trouve plus forcément au centre du livre; ce peut n’être qu’une silhouette; l’important est qu’il vienne se placer dans un coin de son œuvre, qui réfléchit alors sa présence comme le ferait un miroir. Jusqu’à l’âge des ordinateurs, le miroir fut une image de l’écriture au travail, de sa machinerie et de ses émotions, de son vertige aussi: le terme spéculaire paraît donc indiqué pour désigner cette posture réfléchissante” (119) [“Basada en un reflejo del autor o del libro dentro del libro, esta orientación de la fabulación de sí no deja de recordar la metáfora del espejo. El realismo del texto, su verosimilitud, se convierten en un elemento secundario, y el autor ya no necesariamente se encuentra en el centro del libro; puede ser tan solo una silueta; lo importante es que se coloca en un rincón de su obra, que refleja entonces su presencia como lo haría un espejo. Hasta la era de los ordenadores, el espejo fue una imagen de la escritura en curso, de su maquinaria y de sus emociones, de su vértigo también: de modo que el término especular parece indicado para designar esta postura reflectante” (traducción de los editores)].
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paradójica en el contexto de la bibliografía del zuliano, remarca el carácter especular. Esta no es la única forma de autorreflexividad que encontramos en el texto. Otra relevante para el problema que estamos abordando, la posibilidad de una autoficción auténticamente fantástica, es el carácter marcadamente paródico de la novela. Un vampiro en Maracaibo invoca una tradición específica, la literatura sobre vampiros y, en general, de terror fantástico, pero establece un distanciamiento irónico frente a esta. Tal como señala Linda Hutcheon, este es el funcionamiento de una parodia.5 El mecanismo toma distintas formas en la obra de Olivar. Para empezar, el protagonista conoce la literatura y el cine pertenecientes al género fantástico, en distintas ocasiones cita obras de esta tradición y reflexiona en torno a ellas. Por ejemplo, hay menciones a la película El exorcista (162), al Drácula interpretado por Bella Lugosi (148) y a la novela The Historian (2005), de Elizabeth Kostova. Navarro también comenta cómo la novela que planea escribir se sumaría a esta tradición literaria. Reconoce que los hechos relativos al vampiro de Maracaibo resultan difíciles de creer y considera que es mejor omitir ciertos detalles en la redacción, pues resultan “demasiado novelescos” (103). Confiesa, finalmente, que ese tipo de irrealidades quedan bien en las narraciones de autores de la talla de Edgar Allan Poe, Howard Phillips Lovecraft o Stephen King, pero que él es incapaz de lograr ese nivel (104). El carácter auto-paródico no necesita ser subrayado, entre otras razones, porque los detalles “demasiado novelescos” que Navarro considera omitir en su texto sí están contenidos en la obra de Olivar. No debemos limitarnos a estos comentarios metaficcionales. La autorreflexividad es incorporada a la estructura narrativa y apunta principal, aunque no exclusivamente, a dos hipotextos: Drácula (1897), de Bram Stoker, obra clave de la literatura sobre vampiros; y The Historian, de Elizabeth Kostova, publicada en 2005. La relación con esta última se evidencia en el título: los personajes del bestseller de la escritora estadounidense sustentan su aventura en una indagación historiográfica, de la misma manera que Un vampiro en Maracaibo relata la investigación que hace Navarro de la historia del estado 5
Partimos de la definición de Hutcheon, que afirma, en A Theory of Parody. The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, que la parodia es repetición con distanciamiento irónico (37).
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Zulia. El texto de Olivar hace tangible este vínculo: Ernesto conoce la novela de Kostova y su carácter pseudo-histórico. En cierto episodio, la encuentra en una librería y la compra. Hasta cita un fragmento en la diégesis, que se refiere a la importancia de la “imaginación” en el trabajo del historiador (2425). Es más, Antonio Isea, amigo del protagonista, afirma haber conocido a Kostova durante una estancia en una universidad norteamericana y refiere su misteriosa —y ficticia— desaparición (33). Pero la potencia del mecanismo paródico se encuentra en la relación con Drácula, pues la estructura de Un vampiro en Maracaibo señala a la obra de Bram Stoker. Al igual que su antecesora, la novela venezolana abre con una aclaratoria sobre el origen de la historia: una serie de documentos que son incluidos en la diégesis. Lo que diferencia las dos obras es la presentación de estos metatextos. Drácula es una colección de registros ficticios que se presentan sin intermediarios. Los documentos son la diégesis y el procesamiento de estos depende del lector. En contraste, el texto de Olivar posee la figura intermediaria de Ernesto, que interpreta la historia del vampiro maracucho, los documentos y testimonios que recibe. La autorreflexividad se hace más específica cuando el narrador revisa el informe policial del inspector Carmelo Guanipa y no duda en señalar la cualidad literaria del mismo: Lo único interesante de esta montaña de papeles eran las partes policiales que había escrito el jefe de la Oficina de Investigaciones, el inspector Carmelo Guanipa que, por lo que pude leer, así por encimita, tenía grillos de escritor, lo digo por la serie de detalles, descripciones y excesos de omnipresencia en los que incurre a lo largo de sus informes, en plural, pues, como ya dije, son varios, pero en verdad pueden leerse como uno solo (106).
Las razones extradiegéticas para que este registro se acerque más a un texto literario que a un informe policial son obvias: fue redactado por un escritor y no por un policía. En la ficción, en cambio, el carácter literario del informe resulta paradójico. Lo normal sería disimular este hecho, como ocurre en The Historian. La novela de Kostova contiene un importante número de cartas ficticias que relatan parte de la historia. En consecuencia, muestran cohesión estructural y estilística. Esto es un elemento más de la ficción y el autor espera que el lector lo acepte junto con el pacto ficcional. En contraste,
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el protagonista de Un vampiro en Maracaibo señala la artificialidad de esta estructura narrativa. El comentario del narrador apunta a Drácula. Al tomar en cuenta que la novela de Stoker se construye como una recolección de documentos, resulta sorprendente que los diarios de los personajes, las cartas, los periódicos y los demás textos que conforman el archivo, contribuyan a la narración de manera tan efectiva, sin mencionar su calidad literaria. No se pretende cuestionar aquí la maestría con la que Stoker estructura su obra. Sin embargo, la coherencia interna que poseen los textos que constituyen la diégesis, así como su efectividad narrativa, muestran cierta artificialidad que un lector suspicaz no ignorará. La novela de Olivar, en su relación paródica con Drácula, subraya esta artificialidad a través del comentario de los informes policiales de Guanipa. Navarro no solo es un intermediario que interpreta los documentos sobre el vampiro zuliano, es también un dispositivo de autoconsciencia que subraya el carácter ficticio del archivo que construye la historia.6 La contradicción con la advertencia inicial es evidente y es parte de la estructura irónica de la novela. Esta relación paródica con la obra de Bram Stoker parece reforzar la idea de que Un vampiro en Maracaibo no es capaz de producir el “miedo metafísico” descrito por Roas, rasgo clave del género fantástico. No solo construye una especularidad autoficticia, cuya estructura irónica acentúa la distancia que separa lo real de lo ficticio, también genera consciencia en torno a la 6
Esta estructura narrativa, común a las novelas protagonizadas por Olivar, lleva a pensar en lo que Hutcheon denominó “metaficción historiográfica”: una forma de ficción autorreflexiva que cuestiona su relación con el discurso histórico, y, al mismo tiempo, pone en entredicho la validez de este discurso. En palabras de la teórica: “What historiographic metafiction challenges is both any naïve realist concept of representation but also any equally naïve textualist or formalist assertion of the total separation of art from the world” (Irony’s Edge 125) [“Lo que la metaficción historiográfica cuestiona es tanto el concepto ingenuo de representación realista como la afirmación igualmente ingenua, sea textualista o formalista, de la separación total del arte y del mundo” (traducción de los editores)]. Los textos de Olivar formulan este cuestionamiento al escenificar investigaciones históricas de hechos sobrenaturales que contradicen la razón. Además, llevan esta autorreflexividad al extremo, pues el protagonista explicita tanto el carácter marginal de las historias que estudia como el papel que desempeña la ficción en la reconstrucción de estas. Un vampiro en Maracaibo es un claro ejemplo de este procedimiento metaficcional.
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tradición de literatura de terror y de vampiros. En resumen, en este punto del análisis, todo apunta a que el texto de Olivar es un ejemplo claro de la difícil compatibilidad entre la autoficción y el género fantástico señalada por Casas. Pero no debemos perder de vista que la “Nota al lector”, citada previamente, no solo vincula la figura del autor al protagonista. La advertencia inicial también sugiere que lo narrado está sostenido por cierta veracidad. En otras palabras, si lo dicho en la narración es producto de una “investigación histórica muy singular en la que jamás [el autor firmante se] habría imaginado” (11), es posible inferir que lo narrado posee, por lo menos, cierto grado de veracidad. Es evidente cómo esta premisa, sugerida en la primera página, colisiona con la estructura metaficcional que acentúa el carácter artificioso de la novela. Esta incertidumbre en torno a los límites de la ficción no anula el efecto de la advertencia, por el contrario, lo potencia. ¿Qué tanto de la investigación de Ernesto refleja fielmente la de Olivar? ¿Existen historias de vampirismo en Maracaibo? No hay una respuesta en la novela. Por tanto, cabe preguntar si la autoficción, en este caso, contribuye a generar el “miedo metafísico” del que habla Roas. Esta “Nota al lector”, que de forma imprecisa sugiere cierta veracidad en la historia, ¿no hace que el lector interpele, al menos en cierto grado, sus convicciones en torno a lo real? Quizá el concepto de lo “espeluznante” (eerie), propuesto por Mark Fisher, abre una salida para este atasco teórico. Esta noción se refiere a “la falta de ausencia”, un grito en un lugar que debería ser silencioso, y a “la falta de presencia”, propia de ruinas antiguas, lugares abandonados donde alguna vez hubo vida (75-76). Lo espeluznante está en lo que permanece oculto, en lo que se esconde detrás de ese grito o de esas ruinas. Este es el efecto producido por la “Nota al lector” de Un vampiro en Maracaibo: sugiere que hay algo real detrás de la novela, algo que no debería existir pues el monstruo protagonista es un ser imposible. La promesa de veracidad en una historia que debería ser irreal, y que posee consciencia de su propia artificialidad, es como ese grito donde debería haber silencio. El texto aprovecha una característica concreta de la metaficción y la autoficción: su capacidad de interpelar las fronteras de lo ficticio. El cuestionamiento de Casas al concepto de autoficción fantástica tiene como premisa que un texto metaficticio acentúa la ficcionalidad de la narración. Recordemos que la metaficción, en las palabras de Hutcheon, es: “Fiction that
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includes within itself a commentary on its own narrative and/or linguistic identity” (Narcissistic Narrative 1).7 Sin embargo, existe otro efecto producto de esta modalidad autorreflexiva de la ficción. Como señala Emilie Guyard: “los teóricos de la metaficción insisten en el hecho —indudable, por otra parte— de que el texto metaficcional cuestiona los límites entre lo real y lo ficticio” (59-60). Según la teórica, este cuestionamiento se funda en la doble capacidad de la metaficción: genera consciencia en torno a su propia artificialidad y, simultáneamente, es capaz de provocar una inmersión mimética (62). Específicamente, el análisis de Guyard argumenta que los enunciados metaficticios contenidos en una ficción no anulan el carácter mimético de una obra narrativa, sino que lo desplazan a un segundo nivel. Son, en última instancia, la imitación de una imitación (63). En la novela que estudiamos, esto resulta indudable: la metaficcionalidad de Un vampiro en Maracaibo representa —o imita—, en la diégesis, la forma en que un autor recrea su realidad a través de la escritura. Desde esta óptica, lo esencial es que, incluso cuando un texto subraya su artificialidad, siempre “guarda una relación de semejanza estructural con el mundo” (65). Luego, “la representabilidad [de una novela] puede perfectamente admitir la presencia de enunciados metaficcionales [...] en la medida en que éstos, si no remiten al mundo, remiten a una manera social y culturalmente aceptada de representarlo” (65). Esto posibilita, finalmente, que el lector realice una inmersión en universo ficticio, incluso si este es autorreferencial. Si bien el análisis de Casas acierta al señalar que este tipo de relación con el texto puede anular el efecto propio de la literatura fantástica, Un vampiro en Maracaibo explora una vía diferente: aprovecha la recepción vacilante del lector, generada por la particular mímesis que produce un texto metaficcional y autoficticio, para hacerlo dudar de sus convicciones de lo real y producir, de esta manera, el “miedo metafísico” que caracteriza al género fantástico.
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“Ficción que incluye en su interior un comentario sobre su propia narración y/o identidad lingüística” (traducción de los editores).
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Conclusiones La obra que hemos estudiado puede ser interpretada, desde este punto de vista, como una autoficción auténticamente fantástica, que logra producir el “miedo metafísico” a través de su cualidad espeluznante. En este sentido, los dos elementos que señalamos previamente, la presencia de hechos inquietantes que interpelan la idea de realidad del lector y la autoconsciencia metaficcional, se sostienen. La autorreflexividad no anula el efecto fantástico. Por el contrario, en este caso, las dos características del discurso dialogan. La contradicción entre la ilusión novelesca, que posibilita el “miedo metafísico” definido por Roas, y la afirmación de la índole ficcional de lo narrado, funciona de forma análoga al significado irónico descrito por Hutcheon, los distintos significados conviven y fluctúan. Esta dialéctica posibilita la aparición de lo espeluznante. En Un vampiro en Maracaibo, la autorreferencialidad subraya la cualidad ficticia y artificial de la obra, pero, al mismo tiempo, la autoficción mantiene al lector vacilante sobre la posible veracidad de la historia. En última instancia, no se puede evitar preguntar si el ser ficticio no ha saltado, de alguna manera, a la realidad. O si, quizá, siempre fue parte de esta. Referencias bibliográficas Alberca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. Casas, Ana. “Lo fantástico y la autoficción: un binomio casi imposible”. Eds. Natalia Álvarez Méndez y Ana Abello Verano, Espejismos de la realidad. Percepciones de lo insólito en la literatura española (siglos XIX-XXI). León: Universidad de León, 2015, pp. 85-94. Colonna, Vincent. L’Autofiction. Essai sur la fictionalisation de soi en littérature. Tesis de doctorado. École des hautes Études en Sciences Sociales, 1989, . Consultado el 11 de octubre de 2019. — Autofiction & autres mythomanies littéraires. Auch: Tristram, 2004. Darrieussecq, Marie. “La autoficción, un género poco serio”. Comp. Ana Casas, La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco/Libro, 2012, pp. 45-64. Doubrovsky, Serge. Fils. Saint-Amand: Galilée, 2001.
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Fisher, Mark. Lo raro y lo espeluznante. Trad. Nuria Mólines. Barcelona: Alpha Decay, 2018. Guyard, Emilie. “Para un acercamiento a la recepción de los textos de metaficción”. Eds. Álvarez, Marta, Antonio Gil González y Marco Kunz, Metanarrativas hispánicas. Zürich: Lit, 2012, pp. 55-71. Hutcheon, Linda. A Theory of Parody: The Teachings of Twentieth Century Literature. New York: Methuen, 2000. — Irony’s Edge. New York: Routledge, 2005. — Narcissistic Narrative: The Metafictional Paradox. New York: Methuen, 2013. Kostova, Elizabeth. The Historian. London: Hachette Digital, 2009. Olivar, Norberto José. La conserva negra. Maracaibo: Rojo y Negro Taller de Editores, 2004. — Morirse es una fiesta. Maracaibo: Rojo y Negro Taller de Editores, 2005. — El fantasma de la Caballero. Maracaibo: Rojo y Negro Taller de Editores, 2006. — Un vampiro en Maracaibo. Caracas: Alfaguara, 2009. — El príncipe negro. Caracas: Lugar Común, 2011. — “El hombre de la Atlántida”. El hombre de la Atlántida seguido de Un cuento de piratas. Caracas: Pila 21, 2018, pp. 7-78. — “Un cuento de piratas”. El hombre de la Atlántida seguido de Un cuento de piratas. Caracas: Pila 21, 2018, pp. 79-134. Reisz, Susana. “Las ficciones fantásticas y sus relaciones con otros tipos de ficciones”. Comp. David Roas. Teorías de lo fantástico, Madrid: Arco Libro, 2001, pp. 193-221. Roas, David. Tras los límites de lo real: Una definición de lo fantástico. Madrid: Páginas de Espuma, 2011. Stocker, Bram. Drácula. Barcelona: MDS Books/Mediasat, 2003. Toro, Vera. “Soy simultáneo”. El concepto poetológico de la autoficción en la narrativa hispánica. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2017.
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En la siguiente contribución se presenta una nueva variante autoficcional que combina la auto(r)ficción —neologismo que combina la autoficción con la autorficción por medio de la r entre paréntesis—, con el concepto transmedial de la narración perturbadora.1 Esta ‘auto(r)ficción perturbadora’ se presenta primero teóricamente y se ilustra después con algunos textos literarios. De la auto(r)ficción fantástica a la auto(r)ficción perturbadora Parto de un concepto de la auto(r)ficción que se basa en algunas reflexiones desarrolladas en mis estudios anteriores sobre la misma: según su extensión particular, se trata o de un subgénero o de un modo narrativo paradójico y (meta)ficcional en vez de un texto híbrido que oscila ambiguamente entre lo factual (la autobiografía, la memoria, el testimonio) y lo ficcional. El supuesto problema autobiográfico no se limita a la auto(r)ficción: what is usually overlooked is that literary texts that are not conceived as autofictions, or are maybe not even narrated in the first person, (can) also contain autobiographical references [...]. It is neither possible nor necessary to clarify the extent to which the supposedly autobiographical material is interwoven with the plot, or can be distinguished from the markedly or unmarkedly fictional content of the narration in autofictions. This aspect relates to the more general
1
Consúltese Schlickers, La narración perturbadora, y ver infra.
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problem area of the discursive and referential distinction between fictional and factual texts and is not a specific problem of autofiction. On the contrary, [...] the fictum-status is para- and/or intertextually clearly marked in autofictions and playfully staged [...] (Schlickers, “Auto- and author-fiction” 159).
De ahí que distingo tajantemente lo ficcional de lo factual, y considero que la autoficción se basa en un pacto lúdico y no en un pacto ambiguo (Alberca) entre el autor (implícito) y el lector (implícito).2 Muchas autoficciones son autorficciones en el sentido de que el narrador-personaje es un autor, sea escritor, artista o fotógrafo. Con el término ‘autorficción’ [sin paréntesis] designo una ficción en la que el autor ficcionalizado no pretende ser idéntico a su narrador y personaje, como en el caso de la autoficción. Ejemplos serían el autor ficcionalizado Roberto Bolaño en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas, o Mario Vargas Llosa en Memorias de una dama (2009) de Santiago Roncagliolo. Reservo la noción de ‘modo auto(r)ficcional’, con la r entre paréntesis, a la inscripción puntual metaléptica del autor in corpore y/o in verbis (“El escritor ficcionalizado” 59). En “Hombre de la esquina rosada” (1935, en Narraciones) y en “La forma de la espada” (1944, en Ficciones), el autor se ficcionaliza, por ejemplo, al final del cuento como un narratario llamado Borges. En La potra (1973) de Juan Filloy, el autor aparece al final de la novela brevemente como abogado de su protagonista (profesión que Filloy ejerció, de hecho, en su vida extra artística). En mi estudio titulado “Variaciones de la auto(r)ficción en la narrativa argentina” introduje varios tipos nuevos de la auto(r)ficción: la reescritura
2
La noción del pacto lúdico apunta hacia el juego que el autor implícito inicia con el lector implícito y descarta la noción de la ‘no seriedad’, muchas veces atribuida a la autoficción, pero que excluiría muchas auto(r)ficciones. Como dicen Toro et al.: “Además, la seriedad del contenido de un texto no tiene nada que ver con su factualidad o ficcionalidad, y tampoco con la comicidad: Una película como La vita è bella (Roberto Benigni 1997) demuestra que se pueden presentar acontecimientos terribles en clave cómica. De ahí que sustituyéramos la supuesta característica de lo ‘no serio’ por lo ‘lúdico’, que indica cierta dimensión estética —llamando así la atención sobre la forma de la representacion, más que sobre lo representado [...]. Lo lúdico no se debe confundir con lo cómico” (16; véase, asimismo, Schlickers, “Variaciones”, donde la narración perturbadora se considera como estrategia narrativa lúdica).
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autorficcional (“Historia para un tal Gaido” de Abelardo Castillo se basa en “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar), la auto(r)ficción (El secreto y las voces, de Carlos Gamerro), la auto(r)ficción fingida (Una muchacha muy bella, de Julián López), la auto(r)ficción heterodiegética (La otra playa, de Gustavo Nielsen, que se estudia aquí más detalladamente), la auto(r)ficción redoblada o de segundo grado (No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, de Patricio Pron) y la auto(r)ficción fantástica-paradójica (“El otro”, de Jorge Luis Borges). Este último tipo es asimismo el más relevante en la siguiente contribución. Añado aquí otra variación, el ‘modo autoficcional’, sin r entre paréntesis, que presento más adelante como variación autoficcional en tercera persona. *** La clave de estas nuevas variantes auto(r)ficcionales se encuentra en el juego con la autoría y con la autotextualidad, es decir, en una figuración paradójica del yo que Genette resumió hace mucho en un famoso aforismo: “C’est moi et ce n’est pas moi” (161) que traduce gráficamente en el siguiente triángulo en el que solo cambiamos el autor de Genette por el autor implícito (Toro, Schlickers y Luengo 19):
Ai # N
= =
P
Aunque el autor implícito (Ai) pretende ser idéntico al narrador (N), no lo es (AI # N), porque la auto(r)ficción es un texto ficcional que ofrece por definición un desdoblamiento de la situación de enunciación, lo que lo distingue de un texto factual (Ai = N). Al igual que en cualquier otra narración homodiegética, el narrador es idéntico al personaje (N = P). La presunta relación de identidad entre el personaje y el autor implícito (P =
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Ai) constituye el rasgo peculiar de la auto(r)ficción y determina su carácter paradójico.3 Muchas auto(r)ficciones son concebidas como fantásticas, pero, de hecho, lo ‘fantástico’ debe concebirse casi siempre como una metalepsis descendente del enunciado, también conocida como metalepsis del autor (Schlickers La narración perturbadora 111 s.). A través de este recurso paradójico, el autor, en su función de narrador, se ficcionaliza y entra corporal o verbalmente en su propio mundo narrado. Esta técnica no es moderna, como lo demuestra un ejemplo del siglo xvi: en La Lozana Andaluza (¿1528?) de Francisco Delicado, el autor pide a su personaje femenino que engendre un hijo con él.4 Esta transgresión ontológico-narrativa corresponde al efecto típico de la metalepsis, la bizarrerie (Genette 243 s.), y va mucho más allá que la definición de lo fantástico de Colonna (2004), según el cual el autor ficcionalizado se ubica en una historia inverosímil, refutando así cualquier interpretación autobiográfica. Vera Toro, basándose en Antonsen (Poetik; “Das Ereignis”), concibe la narración fantástica como forma específica de ‘indeterminación’ que recurre a una poética de ‘lo imposible’: Una narración fantástica pone en escena [...] un vacío indeterminado que finalmente posibilita la aparición y el efecto del elemento incoherente de lo fantástico. [...] Es esta imposibilidad de la fundamentación causal la que induce a la hésitation descrita por Todorov. Se crea un hiato dentro del contexto de sentido que no se cierra y no se deja explicar racionalmente. El juego consiste en que el texto cambia repentinamente sus reglas poetológicas, lo que produce un efecto perturbador. [...] lo que se enigmatiza en lo fantástico es la posibilidad de lo imposible (300 ss.).
Toro concluye con Antonsen que “la mayoría de las narraciones fantásticas carecen de explicaciones de lo fantástico; es más, la carencia de explicaciones y su imposibilidad constituyen lo fantástico” (302). Ahora bien, me parece que esta modelización es perfectamente compatible con la de la mayoría de los teóricos que se basan en el estudio clásico de Todorov (1970). 3 4
Véase Schlickers “Variaciones” 130. Véase Schlickers “El escritor ficcionalizado” 53 s.
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Conciben la narración fantástica como estructura narrativa ambigua que abarca dos órdenes divergentes e incompatibles de la realidad narrativa, un orden realista y otro maravilloso, sin que se aclare cuál de esos dos órdenes es vigente (véase, por ejemplo, Durst, o Pinkas para el cine).5 Puesto que mi tema no es la narración fantástica, quisiera señalar solamente que el modo fantástico pertenece a la estrategia enigmatizante, que es una de las tres estrategias que constituyen una narración perturbadora. Con este concepto narratológico y principio narrativo transmedial me refiero a estrategias narrativas complejas y lúdicas que producen intencionalmente efectos desconcertantes como la sorpresa, la duda o el desengaño. En la narración perturbadora se combinan recursos narrativos que pertenecen a tres estrategias narrativas: la estrategia engañosa, la paradójica y la enigmatizante: NARRACIÓN PERTURBADORA La estrategia engañosa
La estrategia paradójica
La estrategia enigmatizante
narración no fiable: giro
metalepsis
indeterminación y/o
pistas falsas
pseudodiégesis
ambigüedad (temporal o mentiras
respecto a: realidad, espacio, meta-morfosis6
paralipsis paralepsis
causalidad recursos de omisión
cintas de Möbius
ocularización falsa auricularización falsa
temporalidad,
bucle infinito bucle extraño
focalización falsa
permanente) con
modo fantástico mise en abyme aporétique mise en abyme à l’infini
5
Descartamos la noción de lo insólito (Roas y Casas) porque “carece (todavía) de una nitidez conceptual mayor [e] incluye (aún) significados más diversos que el término de lo fantástico” (Toro 300). 6 La meta-morfosis es un neologismo narratológico que concibo como una superposición paradójica de distintos estados ontológicos, tiempos o espacios, por ejemplo, la estructura pseudodiegética y meta-mórfica del Quijote, su “estructura de cajas chinas que no posibilita
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Para que un texto literario o fílmico pueda concebirse como narración perturbadora debe combinar recursos narrativos de dos o tres de estas estrategias lúdicas. Cualquier tipo de combinación es posible, es decir, pueden combinarse recursos engañosos con paradójicos y/o con enigmatizantes, recursos paradójicos con enigmatizantes y/o engañosos, etc. El análisis de muchos casos de estudio de la literatura hispana de los siglos xx y xxi, y del cine hispanoamericano demuestran el funcionamiento combinatorio de la narración perturbadora. Basándome en este concepto narratológico transmedial, quisiera demostrar en esta contribución mi nueva hipótesis de que muchas presuntas auto(r)ficciones fantásticas son narraciones perturbadoras. Puesto que el modo fantástico pertenece a la estrategia enigmatizante, cualquier auto(r)ficción fantástica que usa además recursos de la estrategia engañosa y/o paradójica sería, entonces, una auto(r)ficción perturbadora. Los siguientes análisis ofrecen ejemplos de varias auto(r)ficciones perturbadoras —“Distante espejo”, de Julio Cortázar; “La forma de la espada”, de Jorge Luis Borges; La otra playa, de Gustavo Nielsen; “Picasso”, de César Aira, y la historieta “El eternauta”— para demostrar esta hipótesis. *** El relato fantástico-paradójico “Distante espejo” (1943), de Julio Cortázar, puede vincularse con un relato posterior de Borges, “El otro” (1975) (véase Schlickers, “Variaciones” 132 s.), porque ambos textos tratan de un desdoblamiento fantástico del personaje-autor sin que haya una referencia intertextual explícita en el hipertexto de Borges al hipotexto de Cortázar.7
la separación de las cajas contenedoras de las contenidas” (Fine 135) o el relato “Borges y yo”, que está modelado como una meta-morfosis horizontal en la que se superponen dos estados ontológicos, lo que hace imposible distinguir entre los dos Borges, incluso para el narrador-personaje Borges mismo. Al igual que en una ilusión óptica, la meta-morfosis presenta, entonces, dos perspectivas incompatibles. 7 Rafael Olea Franco comentó en un coloquio organizado en la Universidad de Lieja sobre la autoficción (24-25 de abril de 2019) que Borges no leyó más a Cortázar después de “Casa tomada” (en Bestiario, 1951), fecha que coincide con su emigración a Francia, pero no
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En el caso de Cortázar, el narrador autodiegético está desestabilizado, toma whisky y bromuros, y lleva una vida retirada en una pensión en Chivilcoy. Dedica su tiempo libre a estudios y lecturas diversas entre las que llaman particularmente la atención Freud, Carroll y Kafka. A diferencia del cuento autoficcional “El otro”, el narrador-personaje de “Distante espejo” queda anónimo. No obstante, si cotejamos la biografía de Cortázar, es evidente que el relato contiene referencias a la vida del autor, ya que residió entre 1939 y 1944 en Chivilcoy, una pequeña ciudad situada en la provincia de Buenos Aires. Al igual que su personaje, Cortázar ejerció allí la enseñanza y vivió en una pensión.8 Un día, el narrador-personaje interrumpe sus costumbres, sale a la calle y entra en la casa de una amiga en la que nunca había estado antes, y la reconoce pronto como “su” casa, con él mismo dentro. Y piensa: “por Dios, esto es Le Horla” (84) —efectivamente, el intertexto de “Distante espejo” es la narración fantástica Le Horla (1887), de Guy de Maupassant, que trata de un personaje que se hunde en la locura porque cree que una criatura invisible está viviendo en su casa e influyéndolo. No logra deshacerse de ella y finalmente se quita la vida. Le Horla está escrito asimismo en primera persona, pero en forma de un diario. Después del pensamiento “por Dios, esto es Le Horla”, el personaje de Cortázar se desdobla en dos yos narrados, un personaje activo y otro pasivo, que se observa a sí mismo: “De pronto me vi abandonar el libro, encender el receptor de radio; crucé al lado mío” (84). Este desdoblamiento fantástico puede concebirse asimismo como metalepsis horizontal ontológica y a la vez espacial que funciona fantásticamente (véase supra). El narrador, turbado, vuelve a su cuarto en la pensión y graba con un cortaplumas sus iniciales sobre el escritorio de madera. Mi lectura autoficcional se trunca ahora porque las iniciales no son “JC”, Julio Cortázar, sino “GM”. Si volvemos al intertexto Le Horla estas iniciales podrían descifrarse como las del famoso autor francés, Guy de Maupassant. La identidad del
estoy segura si esto está comprobado. De todos modos, “Distante espejo” es anterior, por lo que es muy probable que Borges lo haya leído. 8 .
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narrador-personaje queda indeterminable, pero este no es el único enigma que no se descifra: al día siguiente, el personaje vuelve a la casa de su amiga, y constata con alivio que esta casa no se parece más a su cuarto y que el doble tampoco está allí. Cuando está a punto de irse, la amiga descubre de repente unas grabaciones en “la hermosa mesa escritorio” y les echa la culpa a los chicos. El personaje las mira de cerca, y reconoce una G y una M —que resultan ser las iniciales que el narrador-protagonista había grabado la noche anterior en su propia casa—. Con ello se introduce una segunda metalepsis horizontal espacial que funciona fantásticamente. Al igual que en Le Horla, el enigma no se descifra. *** En el cuento “La forma de la espada” (1944, Borges 1989) coincide el modo auto(r)ficcional con la narración no fiable en la anagnórisis final: un narrador homointradiegético anónimo se dirige a un narratario no individualizado y le habla de un hombre misterioso apodado “el Inglés”. Este tiene una “cicatriz rencorosa” en la cara, había vivido en Brasil y había comprado algunos campos en Uruguay. El narrador cuenta luego cómo el inglés —que en realidad era irlandés— le había contado la historia de su cicatriz, citando en discurso directo regido lo que este hombre, que alternaba “el inglés con el español, y aun con el portugués” (135), le había contado. Se abre un nuevo nivel narrativo, el hipodiegético, en el que el inglés dice haber conocido en la lucha de independencia en Irlanda, a un tal John Vincent Moon, un joven cobarde con el que había huido a una quinta abandonada. El primer indicio del final sorprendente se encuentra en la frase: “Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde” (138). Cuando se enteró de que Moon lo traicionaba, el inglés lo persiguió y lo hirió con un alfanje, dejándole para siempre una cicatriz en forma de media luna en la cara. De repente, el narrador salta del relato hipodiegético para dirigirse a su narratario intradiegético: “Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio” (139). El autor Borges se ficcionaliza entonces doblemente por medio de una metalepsis descendente del enunciado: primero de forma explícita en su papel de
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narratario intradiegético y segundo implícitamente en su papel de narrador extradiegético del relato marco. Lo irónico es que el narratario Borges no ha entendido que el Inglés le había contado su propia historia en tercera persona, recurriendo tanto a nivel de la enunciación como del enunciado al engaño.9 Este engaño del autor-narratario por su propio personaje constituye una mise en abyme del engaño experimentado simultáneamente por el narratario extradiegético y, a través de este, del lector implícito. Pero ojo, el narrador intrahomodiegético Borges tampoco es un narrador fiable: esconde su identidad y dice que el “nombre verdadero” del Inglés no es importante (133), pero resulta ser fundamental, puesto que da la clave del engaño en el que se basa la intriga. *** La otra playa (2010), del escritor argentino Gustavo Nielsen, es una novela perturbadora que recurre a la auto(r)ficción heterodiegética, a la estrategia enigmatizante y, aunque en menor medida, a una estrategia paradójica, la mise en abyme aporética.10 Trata de un fotógrafo casado, Antonio, que tiene una hija de unos 25 años, y que se topa en la calle con una chica de la misma edad hacia la que siente una atracción inexplicable. Le saca muchas fotos y la llama para sí mismo Lorena. Su hija y su esposa se ponen celosas cuando se dan cuenta de que ha sacado muchísimas fotos a esta chica, y Antonio se vuelve tan obsesivo y ensimismado que su esposa habla con una pareja de amigos para alejarlo por un par de días. Antonio se va entonces con su amigo Zopi a una casa de playa. Por la noche, mientras toman vino, se confiesan cosas íntimas, y más tarde Antonio sueña con una mujer —Paula (74)— que
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En la segunda lectura se detectan más incongruencias: cuando el narrador pasó la noche con el Inglés, los dos tomaron mucho alcohol, así que el narrador ya “estaba borracho” (133) cuando escuchaba el relato del otro. Y una leve pista indica que el narrador no reproduce literalmente la historia del otro: al introducirla, indicó una mezcolanza lingüística —“Esta es la historia que contó [el Inglés], alternando el inglés con el español, y aun con el portugués” (135)— de la que el relato transcrito carece. 10 Estudié esta novela antes desde otro punto de vista (La narración perturbadora 374376).
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posteriormente resulta ser la ex novia de Gustavo, quien es el novio de Lorena (161). Por esos detalles mínimos los dos hilos argumentales de Antonio (con su familia y amigos) y el hilo de Lorena (con su novio Gustavo y su madre Inés) se vinculan y enredan cada vez más. En la playa, Antonio y Zopi hablan con un pescador que está acompañado por una niña de unos tres años que a Antonio le resulta tan fascinante como Lorena. Cuando descubre “el lunar debajo del mentón”, “las manos le comenzaron a temblar” (81, cursiva mía), porque es el mismo lunar en el mismo lugar que el que tiene Lorena, y cuando Antonio, ya en casa, revela las fotos, su hija le dice que la nena tiene los mismos ojos que él (112). Lorena se dedica asimismo a la fotografía, tal como su padre, que había muerto en un accidente de coche. Su novio, Gustavo, es un escritor de novelas de horror que les tiene miedo a sus propias historias. Con este guiño humorístico, el autor Gustavo Nielsen se inscribe autoficcionalmente en su relato. Gustavo se instala en una casa de playa para escribir una nueva novela y se lleva un gran susto cuando se le aparece allí un fantasma que no logra ver, pero sí oír y sentir. Llama a Lorena, quien tiene cierta experiencia con fantasmas debido a un juego telepático que jugaba cuando era chica (96 ss.), y en esta curiosa llamada alguien se entremete en la línea telefónica de ella sin decir nada, pero dándole a Lorena la posibilidad de dejar un mensaje en el contestador. “Sin saber por qué, grabó: —Te extraño. Quiero volver a sacarte fotos. Me corté el pelo como a vos te gustaba” (105). Este mensaje de Lorena, dirigido a su padre muerto, aparece en el contestador del fotógrafo Antonio, y es su esposa Marta la que lo escucha, segundo enredo de los dos hilos ficcionales que ya es bastante llamativo y misterioso, puesto que Antonio y Lorena no habían intercambiado sus teléfonos. Gustavo se recupera en casa de Lorena del susto que había experimentado en la casa de la playa con el fantasma y Lorena le cuenta cómo su padre había muerto dos días después de un accidente en el que había tratado de salvarle la vida a un amigo que lo había acompañado. Lorena tuvo la suerte de poder despedirse todavía de él en un hospital destartalado, y le propuso un pacto: “—Le dije que podía volver... le pedí que volviera” (132). Después, Lorena se dirige a solas a la casa de playa, y este mismo día Antonio se dirige a la misma casa cuando ella está por regresar de un paseo (139). Antonio espera encontrarse allí con Lorena, aunque no hay ningún motivo para ello, y descubre
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al lado de su cama una foto de sí mismo en blanco y negro y con más pelo, tercer enredo entre los dos hilos absolutamente inexplicable, tanto para el personaje como para el narratario/lector implícito. Cuando Antonio se pone delante de un espejo y se da cuenta de que no se refleja, la sospecha de ser un fantasma se convierte en certeza. Ahora se resuelven los enigmas: Antonio (el fantasma) es el papá de Lorena, tiene en el mundo de los muertos una familia postiza (su esposa Marta y su hija Victoria) y amigos postizos (Zopi y Sara). Zopi es el compañero que había muerto junto a él tres años atrás en el accidente. Por esta razón Antonio sueña siempre con fuego. Además, hay elementos que conectan el mundo de los vivos y el de los muertos, como el coche, un Valiant gris, y la profesión de fotógrafo. La otra playa ofrece entonces una clara estructura de rompecabezas que se completa poco a poco. La novela termina con una mise en abyme aporética imperfecta y con otro guiño autoficcional: Gustavo convirtió esta historia en una novela, cambiando levemente el final, añadiendo un toque gore con el que logra un best-seller.11 En su versión, “el padre se encontraba con la hija, tenían una conversación emocionante, pagaba así su deuda y después, al final, le devoraba la cabeza de un tarascón” (176). El autor implícito se mofa aquí del mundillo de las letras, tanto de los editores y lectores como de los autores, porque Gustavo, después del éxito, “sentía angustia, algo existencial. Lorena supuso que un escritor sería siempre insaciable en sus fobias” (178). *** “Picasso” de César Aira es un cuento autoficcional-fantástico que arranca así: “Todo empezó el día en que el genio salido de una botella de leche mágica me preguntó qué prefería: tener un Picasso, o ser Picasso”. El narrador reflexiona sobre este hecho insólito no solo por el hecho en sí, sino porque se aparta del formato convencional de los tres deseos que se encuentra en los cuentos, donde, empero, “siempre hay trampa”. Con esta clave metaliteraria de lectura, el autor implícito le hace ya un guiño de ojo a su lector implícito. 11
Primero se menciona el capítulo añadido en la novela de Gustavo que falta en la novela de Nielsen, pero después hay una vuelta de tuerca, según la cual los editores de Gustavo quitaron este capítulo con el final gore.
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Y pone la trampa ya en el segundo párrafo, sin que el lector implícito se haya dado cuenta de ello en la primera lectura del cuento —vuelvo más adelante a ello—: “Yo salía del Museo Picasso”, dice el narrador, y precisa casi inmediatamente: “De hecho, todavía no había salido. Estaba en el jardín del museo”. Se sienta en una mesa al aire libre: “Era (es) una tarde perfecta de otoño [...]. Había sacado del bolsillo mi libreta y la lapicera, para tomar algunas notas”. En la primera frase de esta cita encontramos una silepsis, es decir una pseudosimultaneazicación, que forma parte de la narración paradójica (Schlickers La narración perturbadora 113 s.). En la segunda frase se encuentra una alusión autobiográfica, porque César Aira suele llevar siempre una libreta en la que toma notas que convierte después en cuentos o novelas. El narrador reflexiona arduamente sobre cuál de las dos opciones es mejor: ser Picasso o tener un Picasso, lo que lo lleva a una larga digresión sobre el hombre y sobre el artista Picasso. Finalmente lo convence el altísimo valor de los cuadros de Picasso en la actualidad y se decide por un solo cuadro que, ni bien lo hubo pensado, aparece mágicamente sobre la mesa sin que nadie se dé cuenta de ello. Sigue un largo écfrasis de este óleo de los años treinta de tamaño mediano, evidentemente apócrifo. Familiarizándose con las formas —“a primera vista era un caos de figuras dislocadas, en una superposición de líneas y colores salvajes”— logra reconstruir paulatinamente “una escena de corte” con una “reina monstruosa”. Y de repente capta el argumento: “Estaba ante la ilustración de una historia tradicional española [...]. Se trataba de una reina coja, que no sabía que lo era, y a la que los súbditos no se atrevían a decírselo”. Lo que sigue es la adaptación de una anécdota que circula sobre Quevedo, quien apostó a que era capaz de decirle a la reina Isabel (esposa de Felipe IV) que era coja. Cuando fue al palacio, llevó “dos flores, una en cada mano, una rosa y un clavel. Al llegar a la altura de la reina Isabel, le entregó las flores diciéndol[e]: —‘Entre el clavel y la rosa, Su Majestad es-coja’”.12 Aira cambia el clavel por un jazmín, pero repite el calambur: “Su Majestad, escoja”, sin guión. El hecho de que se trate de un cuadro apócrifo de Picasso que tematiza una anécdota sobre Quevedo le otorga otra vuelta de tuerca al 12
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cuento de Aira. Además, el juego de palabras puede adaptarse al título del cuento, ya que Picasso refiere tanto al artista español como en sentido metonímico a sus cuadros, y el narrador tiene que escoger entre ser Picasso o tener un Picasso. En este sentido, el cuento intercalado sobre el cuadro de Picasso forma una mise en abyme de la poética. El narrador sigue reflexionando sobre el cuadro, que acaba de entender finalmente, y es ahora cuando nota algo autobiográfico en el mismo, cuya clave consta en un chiste en castellano —lo que le sorprende, porque sabe que Picasso ya vivía por aquel entonces desde hacía unos treinta años en Francia, “completamente asimilado”—. Desarrolla entonces varias hipótesis para explicarse este hecho insólito, y no carece de ironía aquella acerca de que “la Guerra Civil española había reactivado en él una célula nacional, y este cuadro era una suerte de homenaje secreto a su patria desgarrada”. Picasso, que quedó impactado por la Guerra Civil, había apoyado desde 1936 al gobierno republicano español desde París, y un año después había concebido Guernika, que es también una obra algo críptica, pero clara en su mensaje de representar los horrores de la guerra. Otra hipótesis del narrador relaciona “la procedencia sobrenatural del cuadro” con el surrealismo, y resulta ser también irónica y maliciosa: “Nadie había sabido de [este cuadro] (hasta hoy) y su naturaleza de enigma y secreto se había mantenido intacta hasta materializarse ante mí, un hispanoparlante, escritor argentino adicto a Duchamp y Roussel”. El narrador se introduce como aficionado de Marcel Duchamp, el creador de ready-mades. Duchamp competía en cierto sentido con Picasso porque se oponía al ‘arte retiniano’, esto es, el arte visual, y transgredía constantemente los límites del arte. Raymond Roussel, por su parte, era un precursor de la écriture automatique, una forma de escribir que trata de hacer aflorar el subconsciente. El “escritor argentino” se identifica entonces con dos representantes franceses de la vanguardia tan famosos como Picasso, pero más intelectuales, e indirectamente alude con esta preferencia a una larga tradición de dependencia cultural que se remonta al siglo xix en Argentina y muchas otras ex colonias hispanoamericanas. Acto seguido, el narrador descarta las reflexiones meta-artísticas para concentrarse en el “precio récord” al que aspira con la venta del cuadro. Una peripecia decepcionante termina el cuento: el narrador-protagonista experimenta justo en este momento, cuando reconoce el paralelismo entre sí mismo y la reina, una iluminación que le congela la sonrisa complaciente —se
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da cuenta que está todavía dentro del Museo Picasso y que no puede salir con un Picasso bajo el brazo—. Con ello, el narrador ha caído en la trampa que suelen tender los cuentos, como él mismo advirtió al principio de su relato (mise en abyme del enunciado), y junto con él el narratario/lector implícito, quien ahora, en una segunda lectura, se da cuenta de que este final estaba preparado ya desde el segundo párrafo (“Estaba en el jardín del museo”). En resumidas cuentas, “Picasso” no es solo una autoficción fantástica, sino una narración perturbadora: el narrador autodiegético anónimo inserta muchas reflexiones metaficcionales y trampas en su relato, combinando la estrategia engañosa con la estrategia paradójica (la metaficción) y, a través del hecho sobrenatural-fantástico, añade un recurso de la estrategia enigmatizante. *** La combinación perturbadora de recursos paradójicos y enigmatizantes puede encontrarse asimismo en historietas, como demostraré a continuación con la más famosa de Argentina, El eternauta (1957-1959). El relato marco (nivel intradiegético) tiñe la historieta de auto(r)ficcional: un guionista de historietas, quien no revela su nombre —que ejerce, pues, la misma profesión que el autor real, Oesterheld—, recibe en medio de la noche una visita fantástica de un hombre que aparece como un fantasma en su estudio de trabajo. Se trata del eternauta Juan Salvo, quien le cuenta durante toda la noche sus aventuras terribles (hipodiégesis) que consisten en varias invasiones de enemigos poderosos extraterrestres que los héroes colectivos logran vencer, es decir, todo lo que el narratario leerá y verá a continuación dibujado magistralmente por Francisco Solano López en esta historieta que se publicaba por entregas semanales entre 1957 y 1959. El final llamativo y perturbador del último episodio reanuda el relato marco con otro elemento fantástico: Juan Salvo está todavía en casa del guionista, terminando el relato de sus aventuras con la separación violenta de su esposa e hija. El guionista le pregunta cuándo había sucedido todo eso que acababa de contar, y Juan Salvo contesta que en 1963, preguntando a su vez en qué año están en este momento: “A mediados de 1959”, le contesta el guionista. Este uso fantástico del tiempo
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diegético no es, empero, tan sorprendente si se consideran los subtítulos paradójicos que lo indicaban desde la primera entrega: Una cita con el futuro y Memorias de un navegante del porvenir. El guionista se pregunta naturalmente si puede evitar que tanto horror ocurra en el futuro publicando todo lo que el eternauta le ha contado, pregunta abierta con la que termina la historieta y que conduce a una mise en abyme aporética. Juan Salvo, en cambio, se reencuentra con su familia y no se acuerda de su futuro, lo que suena paradójico, aunque sea lógico, tanto fuera como dentro de la ficción. Espero haber podido demostrar con los análisis de “Distante espejo”, “La forma de la espada”, La otra playa, “Picasso” y “El eternauta” que estos textos literarios no son ‘solo’ auto(r)ficciones fantásticas, sino que pueden concebirse más exactamente como auto(r)ficciones perturbadoras porque no recurren únicamente a lo fantástico (en este caso serían auto(r)ficciones enigmatizantes o fantásticas). Con ello la hipótesis de que muchas presuntas auto(r) ficciones fantásticas son narraciones perturbadoras no ha sido todavía confirmada, ya que el corpus es demasiado restringido. Pero tal vez inspire más estudios de casos que revelarán si hay que refutarla, modificarla o confirmarla. Referencias bibliográficas Textos literarios Aira, César. “Picasso”. Relatos reunidos. Barcelona: Mondadori, 2013. Impreso. Citado por Lectulandia, . Consultado el 13 de mayo de 2019. Borges, Jorge Luis. Narraciones. Madrid: Cátedra, 1984 (1974-1975). Transcripción de la edición OC de J. L. B. Buenos Aires: Emecé. Castillo, Abelardo. “Historia para un tal Gaido”. Las otras puertas. Buenos Aires: Emecé, 1993, pp. 95-102. Cortázar, Julio. Cuentos completos. Madrid: Alfaguara, 1998. 2 vols. Delicado, Francisco. La Lozana Andaluza. Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 212), 1994 (1528). Gamerro, Carlos. El secreto y las voces. Buenos Aires: Norma, 2008. Oesterheld, H. G. y Francisco Solano López. El eternauta. Barcelona: RM, 2013 (1957-159).
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— (con la colaboración de Vera Toro). La narración perturbadora: un nuevo concepto narratológico transmedial. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2017. — “Variaciones de la auto(r)ficción en la narrativa argentina”. Ed. José Manuel González Álvarez, La impronta autoficcional. (Re)fracciones del yo en la narrativa argentina contemporánea. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2018, pp. 129-140. Todorov, Tzvetan. Introduction à la littérature fantastique. Paris: Seuil, 2006 (1970). Toro, Vera. “Soy simultáneo”. El concepto poetológico de la autoficción en la narrativa hispánica. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2017. Toro, Vera; Sabine Schlickers y Ana Luengo. La obsesión del yo. Auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/ Vervuert, 2012.
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SIN AMBIGÜEDADES: EL PACTO LÚDICO DE LA AUTOFICCIÓN FANTÁSTICA Nicolas Licata Université de Liège
Un escritor asesino, un escarabajo parlante, un genio salido de una botella y un vampiro, estas son algunas de las rarezas que las lectoras y los lectores de este libro habrán podido encontrar en las páginas precedentes. Incluso habrán tenido, de pasada, el privilegio poco común de proyectarse en el futuro, más precisamente el futuro no tan lejano de la pequeña ciudad de Reus, en el noreste de España. Muchas más rarezas los esperan todavía en las páginas siguientes, y su presencia es igualmente intrigante en un relato cuyo narrador-protagonista es el mismo autor: viajes debajo del agua, en el espacio sideral y en el más allá, extraterrestres y seres proteiformes, fantasmas y brujas, dobles y dioses, y otras cosas que no desvelaremos para preservar el efecto de sorpresa. Estos fenómenos, muy diversos, responden a diferentes grados de irrealidad, pues algunos son estrictamente imposibles y otros no, algunos aparecen como el fruto de una alucinación mientras que otros se presentan como hechos auténticos, pero todos convergen hacia un mismo resultado, a saber, la construcción de un mundo ficticio en contraste resuelto con la esfera de la vida corriente, de donde los fenómenos y las criaturas sobrenaturales fueron descartados conforme se cristalizaban en las mentes la lógica y las leyes científicas. En un reciente número titulado Réel et fiction, la revista de estudio de las literaturas gráficas Hors cadre[s] pregonaba con humor las virtudes de un aparato revolucionario, el “ficciómetro”, producto de los últimos avances tecnológicos que por fin permitiría a todos los lectores, tanto profesionales como ocasionales, discernir lo verdadero de lo falso e incluso determinar
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con precisión el porcentaje exacto de imaginación contenido en una obra literaria (34). Si realmente existiera semejante aparato, no cabe duda de que al acercarse a las autoficciones estudiadas aquí sus sensores revelarían una proporción altísima de ficción. Brindarían así la prueba material de que debe matizarse la tesis de la filósofa y crítica literaria alemana Käte Hamburger, según la cual por su misma naturaleza cualquier narración en primera persona se presentaría a sí misma como un documento histórico, automáticamente ajeno a toda ficción (209). De acuerdo con Manuel Alberca, la característica más destacada del contrato de lectura planteado por la autoficción sería su ambigüedad, alimentada por la equidistancia simétrica que mantiene esta modalidad ficcional con respecto al pacto novelesco y al pacto autobiográfico (130). Así entendida, la autoficción se definiría como un ir y venir constante, a la vez equilibrado y contradictorio entre ficción y realidad, que induciría al lector a preguntarse si el relato que tiene bajo los ojos tiene un correlato real o no. Ahora bien, hay recurrentes debates concernientes a la adecuación de este pacto regido por la ambigüedad, o sea, la pertenencia incierta al ámbito de lo real o al ámbito de lo irreal, a las autoficciones más resueltamente ficticias, las que, en la continuidad de Vincent Colonna, Alberca llama “fantásticas” —un calificativo que también suscita el debate y contribuye a animar vivamente algunas de las contribuciones a este libro—. En su artículo “Fantástico y autoficción: un binomio (casi) imposible”, Ana Casas ya había observado al respecto que los textos convocados por Colonna y Alberca no admiten ninguna duda con respecto a su ficcionalidad, y que, por consiguiente, desharían la ambigüedad propia de las autoficciones que ofrecen una justa mezcla de novela y de autobiografía sin jamás deslizarse enteramente hacia uno de los dos pactos (87). Estas reservas emitidas por Ana Casas en cuanto a la ambigüedad efectiva del registro más irrealista de la autoficción, al igual que las dudas expresadas sobre el mismo tema en la presente antología, apoyan una hipótesis de Arnaud Schmitt, especialista en literatura posmoderna, que defiende en Je réel / Je fictif que “l’autofiction est très rarement de l’autofiction stricto sensu, sorte d’hybridité déconcertante, mais le plus souvent un roman fortement autobiographique ou une autobiographie hautement fictionnelle” (63). A juicio de Schmitt, las autoficciones verdaderamente ambiguas no serían las más comunes; antes bien, en la mayoría de los casos la balanza se inclinaría según
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él claramente hacia una lectura en clave novelesca o hacia una interpretación autobiográfica. En El pacto ambiguo, el mismo Manuel Alberca reconoce que la vacilación o tensión interpretativa es en realidad más bien rara. “Pese a que su rasgo más destacado debería ser la incertidumbre interpretativa”, escribe Alberca, “sólo algunas novelas [autoficticias] la consiguen y la mantienen, pues unas tienden hacia su frontera izquierda, donde se encuentra la autobiografía, y otras hacia su margen derecho, hacia la ficción novelesca” (181). En cierta medida parece paradójico que el teórico español argumente en su ensayo a favor de la aplicación de un pacto “ambiguo” a la autoficción en sus diversos registros, del más realista y creíble al más imaginativo e inverosímil, y admita al mismo tiempo que esta misma autoficción termine lo más a menudo venciéndose hacia el lado de la autobiografía o hacia el lado de la novela. A raíz de estas dudas y paradojas, cabe empezar a evaluar las ventajas epistemológicas de una modulación del pacto ambiguo a favor de un “pacto lúdico” para la llamada autoficción fantástica. Esta idea, nacida antes del presente volumen, se ha hecho cada vez más pertinente durante el proceso de edición de sus distintas contribuciones, en las que se materializan una serie de referencias conscientes e inconscientes al ámbito del juego tanto de parte de los escritores y cineastas estudiados como de parte de los críticos que analizan su producción autoficcional (véanse, en particular, las contribuciones de Teresa López-Pellisa, Javier Ignacio Alarcón, Lieve Behiels y Julio Prieto). Es esta posibilidad la que nos proponemos estudiar más detenidamente en este ensayo, confrontándola ahora de manera sistemática al punto de vista de algunos ilustres estudiosos del juego. *** En El pacto ambiguo, Manuel Alberca declara que varias veces ha tenido la ocasión de escuchar al novelista barcelonés Juan Marsé explicar que la parte autoficcional de su obra no sería sino una reelaboración literaria de un juego predilecto de su infancia, las “aventis”. Sobre el particular, Alberca cuenta lo siguiente:
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Para jugar a las “aventis”, el grupo de amigos se sentaba en corro y, por riguroso orden, cada uno iba tomando la palabra para contar su “aventi” o cuento que improvisaba en ese momento. Las aventis eran por lo general historias de aventuras, como la palabra abreviada indica, en que cada narrador, cada niño en el uso de su turno de palabra, se convertía en protagonista con su nombre propio e incorporaba al relato a otros niños del grupo, repartiéndoles papeles, entre los que siempre había unos más agradecidos y otros menos (como en la vida misma) (127).
Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo ven en este juego de las aventis una perfecta ilustración de las raíces lúdicas de la autoficción. En su introducción a La obsesión del yo sugieren, a partir de un artículo de Miriam Di Gerónimo, que la autoficción establece con el lector un “pacto lúdico”, y justifican principalmente la elección de esta expresión por la afinidad de la autoficción con los juegos imitatorios del actor de teatro así como por su dimensión estética, que definen como una atención centrada en la forma de la representación más que en lo representado (16). Vera Toro dedica a la cuestión un capítulo sugestivo de su libro ulterior “Soy simultáneo”. El concepto poetológico de la autoficción en la narrativa hispánica, en el que precisa al respecto: “La poética lúdica de una autoficción se basa en una contradicción: se establece entre la creación, por un lado, de la ilusión referencial (puntual y/o recurrentemente) y el destacar la no-referencialidad del enunciado (el aspecto fictum) de la ficción, por el otro lado” (184). Estos estudios tienen el mérito de proponer una alternativa estimulante al pacto ambiguo, pero los elementos que enumeran para motivarla son difusos y su definición puede parecer arbitraria, en el sentido de que sus autoras no se refieren a ninguna conceptualización teórica del juego. Por otra parte, la tensión entre mimetismo y anti-mimetismo es ciertamente un rasgo esencial de la autoficción, como lo demuestran también algunos artículos de este volumen en los cuales esta cuestión ocupa un lugar importante. Pero si se limita el pacto lúdico a este único aspecto contradictorio, como hace Vera Toro, este corre el riesgo de solaparse y de confundirse con el pacto ambiguo de Alberca, que reposa igualmente sobre una contradicción, la que se da entre elementos textuales novelescos y autobiográficos. El pacto lúdico ganaría en ser precisado y distinguido más nítidamente del pacto ambiguo, y estos dos pactos, en lugar
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de sobreponerse, podrían entonces quizás aplicarse a distintas partes del abanico autoficcional. Contribuirían así a una mayor comprensión de este fenómeno, cuyas numerosas y ricas manifestaciones sin duda no responden todas a la intención unívoca y principal de hacer contradecirse la ficción y la realidad. Como se ha indicado un poco más arriba, ni en la introducción a La obsesión del yo, ni en “Soy simultáneo”, las autoras previamente citadas aluden a las teorías del juego. La lectura de estas debería permitir identificar los rasgos que comparten la autoficción y el juego, y se puede pensar razonablemente que se trata asimismo de un buen punto de partida para definir la especificidad de un pacto lúdico y determinar cómo o en qué el mismo podría eventualmente desmarcarse del pacto ambiguo. En 1938 apareció Homo ludens, un ensayo intenso en el que el historiador neerlandés Johan Huizinga estudiaba el juego no como una actividad insignificante de entretenimiento, sino, al contrario, como una forma de actividad provista de función social y creadora de cultura. Huizinga proponía entonces la definición siguiente del juego, algunos aspectos de la cual han sido contestados, pero cuyo valor fundamental ha sido reconocido por la mayoría de los estudiosos que teorizaron posteriormente sobre el tema: Resumiendo, podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual (27).
Después de asentar esta definición, Johan Huizinga se interroga en su ensayo sobre la presencia del juego en el nacimiento y el desarrollo de varias grandes formas de la vida colectiva, como la justicia, la guerra, la ciencia y las artes. En lo que atañe a estas últimas el historiador muestra un interés particular por la poesía, que considera como una función lúdica por su localización en un universo propio creado por la mente, donde las cosas revisten otro aspecto que en la vida corriente y están unidas entre sí por vínculos distintos de los de la lógica (153). A partir de ejemplos procedentes de
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numerosas culturas arcaicas intenta demostrar que la poesía nació durante el juego, como un juego, y que esta impulsión lúdica destaca en numerosas formas literarias, de las leyendas primitivas hasta los relatos de ficción contemporáneos. Esta relación estrecha entre juego y ficción ha sido reafirmada y estudiada luego desde otras perspectivas por Michel Picard y Jean-Marie Schaeffer, respectivamente en La lecture comme jeu (1986) y en Pourquoi la fiction? (1999). Si, como sugiere Huizinga, y como sostienen igualmente Picard y Schaeffer después de él, todo relato de ficción puede considerarse como un juego en virtud de su separación y de su libertad respecto a la esfera de la realidad, de ello se deriva que la autoficción, que mezcla realidad y ficción, es al menos en parte un juego, pero no la autobiografía. Tal vez entonces la primera hipótesis que deberíamos examinar sea la siguiente: la autoficción es la versión lúdica de la autobiografía. La autobiografía, al igual que los demás textos referenciales, está orientada hacia lo real. Como la biografía, el discurso científico y el discurso histórico, pretende aportar una información sobre una “realidad” exterior al texto y puede someterse a una prueba de verificación: para el autor, el ejercicio consiste en reproducir su propia existencia o una parte de la misma sin modificarla, según un principio de exactitud y de verdad y utilizando la misma inteligencia lógica que la que emplea en su día a día, una serie de condiciones que Philippe Lejeune reagrupa en lo que llama el “pacto referencial” (36). Explícita o implícitamente, el autobiógrafo se compromete mediante este pacto a decir la verdad sobre su recorrido de vida, lo cual no necesariamente implica, como precisa Lejeune, que el resultado sea totalmente fiel a los hechos, dado que el autobiógrafo solo puede contar la verdad tal como le aparece, en la medida en que puede conocerla, y con inevitables olvidos, errores, deformaciones involuntarias, etc. No es necesario que el resultado sea del orden de la estricta verdad, pero es indispensable en cambio que en la autobiografía el pacto referencial sea establecido y que se mantenga de un extremo a otro del relato (37). La autoficción se distingue de la autobiografía por su apropiación creativa del yo. Altamente biográfico, verdaderamente ambiguo o abiertamente irrealista, cualquiera que sea el registro autoficcional que elija cultivar, un autor se sirve de su capacidad imaginativa para reinventar algunos aspectos de su historia individual y de su personalidad y/o para transmitirlos al lector
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bajo una forma intencionalmente estética, cercana a la de novela. Así, en Fils (1977), Serge Doubrovsky anunciaba a su lector una “Fiction, d’évènements et de faits strictement réels”, pero rompía voluntariamente con la sintaxis y la cronología de la autobiografía tradicional al ofrecer un flujo de conciencia de 24 horas de su existencia. En la medida en que la calidad estética de un escrito es en parte una cuestión de gusto personal, no puede excluirse que a ojos de algunos lectores las páginas de una autobiografía cualquiera (por ejemplo Becoming de Michelle Obama, verdadero best seller de 2018) tengan una calidad estética mayor que las de la autoficción de Doubrovsky; la diferencia, como recuerda Gérard Genette, es que el carácter estético de una autobiografía no suele ser su objetivo principal, y es posible incluso que su autor no lo haya concebido adrede, ni siquiera percibido, mientras que la índole estética de la autoficción siempre es intencional, independiente de la apreciación subjetiva de sus lectores (117). Tal vez esta apropiación creativa de la narración personal, que puede ser temática, formal, o ambas cosas a la vez, contribuya a explicar el paralelismo a menudo intuido por la crítica literaria entre la autoficción y el ámbito del juego. Parafraseando a Freud, Michel Picard afirma que el juego no se opone a lo serio sino a lo real (44), es decir, el juego puede ser serio, incluso es un asunto muy serio —desde el punto de vista de la psicología es indispensable a la estructuración de la personalidad (Winnicott, Picard), desde el punto de vista de la sociología y de la historia es un factor de cultura (Huizinga, Caillois)—, pero siempre es un universo paralelo, creado por el espíritu, con reglas y convenciones distintas de las que rigen la vida cotidiana. En la realidad efectuamos continuamente elecciones que determinan nuestra identidad y nuestra trayectoria de vida, y cuanto más determinada es nuestra autorrealización, menos numerosas son las posibilidades alternativas de autorrealización que se ofrecen a nosotros, o, al menos, tenemos cada vez menos tiempo para concretarlas. Es una ley inexorable: al envejecer, el campo de los futuros posibles se reduce. El paréntesis creativo que abre el juego en la realidad permite suavizar esta pérdida de las posibilidades que nos acompaña a lo largo de la vida. Una cita del filósofo alemán Eugen Fink es especialmente esclarecedora a este respecto:1 1
Referimos la traducción francesa de este ensayo de Eugen Fink, originalmente publicado en alemán en 1960 bajo el título Das Spiel als Weltsymbol, porque según nuestro
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Par le jeu, notre vie fait l’expérience d’une création particulière, du bonheur de créer; nous pouvons tout être, toutes les possibilités s’offrent à nous, nous avons l’illusion d’un commencement, sans entraves. En dehors du jeu nous sommes déterminés par l’histoire de notre vie, nous nous trouvons dans une situation qui n’est plus l’objet d’un choix; nous sommes le produit de nos actions et de nos abstentions antérieures; nous avons choisi un grand nombre de fois et avons perdu par là d’innombrables possibilités. Le chemin de la vie est pour ainsi dire déterminé par un inquiétant rétrécissement de nos possibilités, qui ne le quitte pas. [...] L’enfant est potentiellement : cela ne veut pas dire qu’il ne soit pas encore ceci ou cela, mais qu’il est “tout”, mille possibilités restent ouvertes devant lui, toute la vie avant toute détermination vibre encore en lui. [...] Dans le jeu nous jouissons de la possibilité de récupérer les possibilités perdues et même de parvenir par delà celles-ci jusqu’à l’étendue ouverte d’un mode de vie que rien ne lie. Nous pouvons rejeter le fardeau de l’histoire de notre vie, nous pouvons “choisir” ce que nous voulons, nous pouvons nous glisser dans n’importe quel rôle de l’existence (79-80).
El juego permite suspender momentáneamente la determinación de la vida real. En el modo de la irrealidad el jugador puede empezar de cero, como si no tuviera historia, e incluso recomenzar varias veces. La posibilidad de repetición es, en efecto, otra de las características que separa el juego de la existencia real, en la que insiste particularmente Huizinga en Homo ludens (23). Si el hombre vive y muere una vez, puede, en cambio, recomenzar un conocimiento no se ha traducido al castellano. Proponemos esta posible traducción del extracto citado: “Mediante el juego, nuestra vida experimenta una creación particular, la felicidad de crear; podemos serlo todo, todas las posibilidades se ofrecen a nosotros, tenemos la ilusión de un comienzo, sin trabas. Fuera del juego estamos determinados por la historia de nuestra vida, estamos en una situación que ya no es objeto de una elección; somos el producto de nuestras acciones y de nuestras abstenciones anteriores; hemos elegido un gran número de veces y hemos perdido en este proceso innumerables posibilidades. El camino de la vida está por así decirlo determinado por un inquietante estrechamiento de nuestras posibilidades, que es ineludible. [...] El niño es potencialmente: esto no significa que todavía no sea esto o aquello, sino que lo es ‘todo’, mil posibilidades quedan abiertas ante él, toda la vida antes de toda determinación vibra aún en él. [...] En el juego gozamos de la posibilidad de recuperar las posibilidades perdidas e incluso de ir más allá de ellas, a la gran área despejada de un modo de vida sin ataduras. Podemos rechazar la carga de la historia de nuestra vida, podemos ‘elegir’ lo que queramos, podemos introducirnos en cualquier papel de la existencia” (traducción mía).
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juego en todo momento, inmediatamente o bien después de un largo intervalo. En el espacio y en el tiempo determinados del juego el jugador goza del poder de adornar la realidad que es la suya o de trocar la función y las responsabilidades que le corresponden en la vida corriente por otras, nuevas y posiblemente antagónicas con estas, a veces incluso francamente imaginarias. En síntesis, la autoficción se presenta como una actividad cercana a la autobiografía, que, como esta última, designa el relato que una persona real hace de su propia existencia, pero que contrariamente a ella se aleja de las decisiones y de los gestos de la vida ordinaria por rasgos que le son propios y que invitan a pensarla a través del prisma del juego, en particular los rasgos que acabamos de comentar: la libertad creativa que proporciona al autor (una forma de suavizar la determinación del tiempo que pasa), su dimensión estética, su índole ficticia y la posibilidad de repetición. Existen desde luego autobiografías publicadas en varios volúmenes, pero no es menos verdad que la vida que transcriben es única, mientras que a través de la autoficción un autor puede darse el lujo de vivir un abanico virtualmente ilimitado de vidas alternativas, cuyo resultado es cada vez incierto. Notemos todavía que esta incertidumbre del resultado final constituye otro punto común entre el juego y la autoficción, y al mismo tiempo una diferencia suplementaria entre la autoficción y la autobiografía, que puede contener naturalmente elementos inesperados, pero cuyo contenido se puede anticipar a grandes rasgos: de la misma manera que el espectador de un partido de fútbol no puede conocer de antemano su marcador final, el lector de una autoficción no tiene a priori forma alguna de saber cómo terminará la misma. Esta hipótesis primera, que propone considerar la autoficción como la vertiente lúdica de la autobiografía, puede sintetizarse bajo la forma de la tabla siguiente: Autoficción Juego creatividad ficción estética deliberada posibilidad de repetición resultado incierto
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Autobiografía Realidad inteligencia lógica exactitud y verdad estética condicional única previsibilidad
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*** Si la autoficción presenta varios puntos comunes con el juego, parece difícil seguir de manera coherente con la analogía si la comparamos, digamos, para retomar un ejemplo ya citado más arriba, con un partido de fútbol. ¿En qué consistiría entonces la especificidad del juego autoficcional? ¿En qué categoría lúdica convendría situarlo? La autoficción es, al igual que toda ficción, un juego basado en una representación (Schaeffer 329), salvo que, para el autor de una autoficción, el juego consiste más particularmente todavía en convertirse a sí mismo en un personaje ilusorio y en actuar como tal en la representación en cuestión. Esto es moneda corriente en la actividad lúdica en general, pero más raro en literatura. A menudo, en la autoficción, el escritor incluso se pone en escena en el acto de representación, en el proceso de escritura del relato que el lector tiene entre las manos, y de manera igualmente frecuente pero tal vez más paradójica representa el bloqueo creativo al que se enfrenta, la imposibilidad de escribir en la que se encuentra. Esto invita a situar la autoficción en la categoría que Roger Caillois llama, en la tipología que propone en Les jeux et les hommes (1958), la “mimicry”, que puede traducirse en español por “simulacro”. Este término remite a los juegos centrados en el placer de ser otro o de hacerse pasar por otro, disfrazándose, travistiéndose, llevando una máscara, apropiándose de un personaje: On se trouve en face d’une série variée de manifestations qui ont pour caractère commun de reposer sur le fait que le sujet joue à croire, à se faire croire ou à faire croire aux autres qu’il est un autre que lui-même. Il oublie, déguise, dépouille passagèrement sa personnalité pour en feindre une autre. Je choisis de désigner ces manifestations par le terme de mimicry, qui nomme en anglais le mimétisme, notamment des insectes, afin de souligner la nature fondamentale et élémentaire, quasi organique, de l’impulsion qui les suscite (Caillois 61).2
2
“Nos encontramos entonces frente a una serie variada de manifestaciones que tienen como característica común apoyarse en el hecho de que el sujeto juega a creer, a hacerse creer o a hacer creer a los demás que es distinto de sí mismo. El sujeto olvida, disfraza, despoja pasajeramente su personalidad para fingir otra. He decidido designar esas manifestaciones mediante el término mimicry, que da nombre en inglés al mimetismo, sobre todo de los insectos, a fin
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Para Roger Caillois los juegos de la mimicry comienzan desde la infancia, en la imitación de los comportamientos adultos y gracias a una gran variedad de juguetes miniaturizados que reproducen las herramientas, las máquinas e incluso las armas de las que se sirven los mayores.3 Luego, las conductas de la mimicry se prolongan en la vida adulta, donde se manifiestan en numerosas actividades en las cuales el sujeto busca sustraerse de su persona para volverse otro diferente de sí mismo. Estas toman formas muy diversas, que van de la elaboración de modelos a escala al carnaval y al teatro, pasando por la identificación con el campeón deportivo y la estrella de cine, o la del lector que se reconoce en un personaje de novela. Pero no hay solamente varios tipos de juegos. Existen igualmente diversas maneras de jugar. Dentro de cada categoría que esboza, Roger Caillois propone ordenar los juegos repartiéndolos en una escala que mide su grado de convencionalidad, con, en un extremo, un principio de fantasía descontrolada que designa bajo el nombre de paidia, y en el otro extremo la tendencia a disciplinar esta misma fantasía mediante la imposición de reglas, que llama ludus (48). La paidia abarca las manifestaciones más primarias del instinto de juego, traduce una necesidad de libertad y de improvisación y se complace en el exceso; el ludus aparece como el complemento controlado de la paidia, cuya principal razón de ser es el placer de resolver una dificultad creada adrede y definida arbitrariamente.4 Así, dentro de la categoría de la mimicry, de la de subrayar la naturaleza fundamental y elemental, casi orgánica, del impulso que las suscita” (traducción de Jorge Ferreiro). 3 Caillois repara en una diferencia interesante al respecto, que debe resituarse en el contexto de la década de 1950, pero que sin duda tampoco es completamente ajena a nuestra época, a saber, que los juguetes destinados a las niñas tienden a mimar conductas cercanas y realistas (pensemos en las casitas, panoplias domésticas y bebés que permiten jugar a la mamá, o en las muñecas que inician en el mundo de la moda) mientras que los juguetes de los niños evocan más bien actividades lejanas, novelescas, e incluso resueltamente irreales (vaqueros e indios, ladrones y policías, monstruos y superhéroes, etc.) (64). Quizá estas dos orientaciones distintas de la imaginación infantil constituyan una base útil para comenzar a examinar la cuestión autoficcional desde la perspectiva del género, que está generalmente ausente en los estudios sobre el tema, como señala Kristine Vanden Berghe en su introducción a este volumen. 4 Prolongando las reflexiones alimentadas por Jean-Bertrand Pontalis en su prefacio entusiasta a la traducción francesa de Playing and Reality, el ensayo de Winnicott sobre el juego,
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que forman parte los juegos de imitación infantil y la representación teatral, esta última introduce orden y rigor en aquellos para convertirlos en un arte provisto de técnicas complejas y de convenciones sutiles. La escala en la que Caillois sitúa los juegos en función de su grado de convencionalidad incita a proponer una segunda hipótesis, que supone admitir la primera según la cual la autoficción constituiría la versión lúdica de la autobiografía, y que podría enunciarse así: la autoficción inverosímil, la que Vincent Colonna ha calificado de “fantástica”, sería la más fundamental o instintivamente lúdica por cuanto en ella parece dominar el elemento paidia, es decir, la creatividad insumisa a reglas inalterables. La principal característica mediante la cual Vincent Colonna (75) y Manuel Alberca (190) definen la autoficción fantástica es, en efecto, la libre invención —Ana Casas habla incluso a este respecto de “antimimetismo” (“Fantástico y autoficción”)—. A diferencia de las autoficciones más realistas y biográficas, esta no acomoda los hechos a las leyes del mundo empírico, ni a las reglas y convenciones de la poética realista; su esencia consiste en inventar su propio mundo idiosincrático o, como formula Colonna, en explorar la cara escondida del nuestro: Pareille à la religion ou à la magie, mais sous la forme d’un jeu ou d’une simulation, la littérature fantastique dans son acception la plus large représente une tentative pour entrer en contact avec l’au-delà, les esprits ou l’Invisible. Pour établir cette communication, nombreuses ont été les formes utilisées, la fabulation de soi est l’une d’elles; certainement la plus impressionnante car elle reproduit la posture du chamanisme, la plus ancienne forme de religion, par laquelle un individu mime sa transmutation en esprit pour passer de l’autre côté du monde (33).5 François Degrande observa que el castellano no dispone de dos términos diferentes para distinguir los juegos que conllevan reglas de aquellos que no las tienen, exactamente como el francés y contrariamente al inglés, que hace la distinción entre game —equivalente al ludus de Caillois— y playing —correspondiente a la paidia— (42). 5 “Semejante a la religión o a la magia, pero bajo la forma de un juego o de una simulación, la literatura fantástica en su acepción más amplia representa una tentativa de entrar en contacto con el más allá, los espíritus o lo Invisible. Para establecer esta comunicación, numerosas han sido las formas utilizadas, la fabulación de sí es una de ellas; ciertamente la más impresionante porque reproduce la postura del chamanismo, la más antigua forma de religión, por la cual un individuo mima su transmutación en espíritu para pasar del otro lado del mundo” (traducción mía).
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Empero, a la lectura de esta segunda hipótesis varias objeciones vienen a la mente. Por una parte, no porque un texto literario nos parezca inverosímil deja de poseer sus propias reglas particulares (Teresa López-Pellisa recuerda precisamente en su contribución a este libro colectivo que la verosimilitud es un concepto muy relativo). Por otra parte, la ficción literaria es por naturaleza un juego fuertemente codificado, regido por numerosas reglas y convenciones lingüísticas, retóricas y narratológicas de las que no somos conscientes generalmente mientras leemos, pero que no por ello son menos necesarias para la buena comprensión del texto, pues algunas de ellas no podrían romperse sin que se rompa también la comunicación. La significación solo puede producirse mediante las técnicas del relato, y esta es la razón por la cual un escritor puede jugar con algunos principios formales, e incluso contra ellos, pero únicamente dentro de ciertos límites, respetando una serie de otras normas que garantizan al texto un mínimo de legibilidad (por revolucionarias que sean sus pretensiones un escritor siempre debe poder ser leído por sus receptores, o de lo contrario su mensaje caería en el vacío). Por consiguiente, conviene rectificar nuestra segunda hipótesis: contrariamente a lo que proponíamos, la autoficción inicialmente definida por Colonna y Alberca como “fantástica” no sería un juego de tipo paidia, sino de tipo ludus, es decir, un juego reglado, pero un juego reglado engañoso que adoptaría una apariencia en la que parece reinar la paidia, la ficción sin límites y sin control. Esta se presentaría entonces como un mantenimiento de la paidia en el ludus, como una persistencia de la necesidad de libertad y de aparente improvisación en el juego reglado de la autoficción. Esta segunda hipótesis podría resumirse así:6
6
Usamos aquí la terminología de Manuel Alberca, que en El pacto ambiguo llama “autobioficciones” y “autoficciones biográficas” respectivamente las autoficciones que hacen de las dudas e indecisiones interpretativas su argumento central (194-204) y las autoficciones en las cuales la invención es reducida al mínimo (182-190). En cuanto al calificativo “descontrolada” (incontrôlée), se trata del término que emplea el mismo Caillois en su definición de la paidia (48). Por eso hemos decidido mantenerlo en esta tabla comparativa, aun teniendo en cuenta que resulta menos adecuado cuando se aplica a la ficción literaria, aunque solo sea porque esta es por definición un juego reglado.
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Autoficción Juego ludus Autof. fantástica Autobioficción Autof. biográfica apariencia: paidia apariencia: ludus creatividad descontrolada creatividad controlada - leyes, convenciones y reglas + leyes, convenciones y reglas
Autobiografía Realidad exactitud y verdad ++ leyes, convenciones y reglas
Vista desde esta perspectiva, la vena más fabuladora de la autoficción reconciliaría esta modalidad ficcional con sus orígenes lúdicos infantiles. Se podría ver en ella, en efecto, un prolongamiento en la vida adulta de los juegos infantiles de imitación y de encarnación que desde muy pronto están naturalmente llenos de imaginación, como remarca Huizinga (28). Desde temprana edad los niños disimulan la realidad circundante para simular y sumergirse en una realidad segunda, en la que se representan más bellos, más nobles o más peligrosos de lo que son de ordinario: súbitamente se convierten en reina o príncipe, bruja o tigre, fantasma o vampiro, coche o avión, y pueden transitar fluidamente de una autorrepresentación a otra sin que esto les cause extrañeza o incomodidad. Y si estas sublimaciones del yo, que parecen rocambolescas desde la perspectiva convencional del adulto occidental, no constituyen ningún problema desde la perspectiva del niño, es porque este vive todavía en un mundo ampliamente desestructurado y que por consiguiente, para él o para ella, todo es posible aún.7 7
Debe notarse que es el caso también del hombre arcaico. En diálogo sostenido con el ensayo Realismo mágico y primitivismo (1998), del crítico literario Erik Camayd-Freixas, Kristine Vanden Berghe emite la hipótesis de que podría existir un vínculo privilegiado entre la imaginación infantil y la ideología llamada “primitiva” en el sentido de que estas dos perspectivas tienen varias características en común, como la ausencia de una frontera nítida entre la vida y la muerte y la fluidez ontológica —expresión que remite a la creencia del hombre primitivo que en cualquier momento puede transformarse en otro y adoptar una forma animal o vegetal, debido al hecho de que vive en profunda solidaridad con el cosmos entero— (134-140). En Les jeux et les hommes, Roger Caillois también identifica por su parte varios parecidos entre los juegos infantiles de simulacro y los que juegan los adultos en las sociedades primitivas (188). No obstante, si la perspectiva primitiva es cercana a la de la infancia, también son distintas porque la mirada de la infancia supone una perspectiva individual (al menos a partir del período moderno) mientras que el hombre primitivo forma parte de un tejido de correspondencias con su comunidad. Si, en la conciencia moderna, el individuo representa el peldaño más alto del desarrollo de la personalidad, en la comunidad arcaica en cambio el
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En el capítulo inicial de Playing and Reality, el psicoanalista británico Donald Woods Winnicott explica que el niño no nace con un “yo” ya estructurado, capaz de reconocerse como distinto de su entorno. El recién nacido solo ve en el mundo circundante, e incluso en las personas que lo cuidan, un prolongamiento ilimitado de sí mismo. No diferencia entre la realidad interior subjetiva y la realidad objetiva, entre lo que crea su mente y lo que se le presenta desde el exterior.8 El establecimiento de una frontera entre el yo y el mundo, entre lo que forma parte de nuestra interioridad y lo que forma parte del afuera, es una empresa lenta y extremadamente compleja cuyo carácter frustrante no se podría sobrestimar, subraya Jean-Marie Schaeffer en sus trabajos más recientes sobre la cuestión (167), puesto que el niño pierde en este proceso su sentimiento original de omnipotencia y experimenta su dependencia de lo real. Para el niño, primero, todo es posible, los límites de la realidad corresponden a los de su imaginación; al crecer debe luego aceptar poco a poco la realidad, aunque esta tarea no terminaría nunca
individualismo representa una violación de la armonía colectiva. De ahí que, a diferencia de la perspectiva infantil, la primitiva no se pueda aplicar a la autoficción. La perspectiva que adopta sobre el mundo la autoficción que Colonna califica de fantástica coincide en algunos puntos con la perspectiva primitiva y, de hecho, él mismo afirma en Autofiction et autres mythomanies littéraires que “l’autofiction fantastique s’est construite à l’aide d’un imaginaire archaïque” (81), pero en sentido estricto la idea misma de autoficción, de un relato centrado en el yo, es incompatible con la ideología primitiva, donde el yo se funde en la comunidad y es todavía hasta cierto un concepto inexistente. Atención: no porque la práctica autoficcional requiera una emancipación previa de la colectividad, las problemáticas colectivas se excluyen de oficio de la práctica autoficcional. Según nosotros, la formación de una conciencia del yo no necesariamente es incompatible con el mantenimiento de un interés por la causa social. Esta es la hipótesis que formulamos al final de este artículo, y que va a contracorriente de las opiniones del filósofo Gilles Lipovestky (L’ère du vide) —en cuyos trabajos se basa Alberca para construir el marco cultural en el que sitúa la autoficción— y de los sociólogos Anthony Giddens (Modernity and Self-Identity) y Zygmunt Bauman (Liquid Modernity), quienes diagnostican para nuestra época un desmoronamiento de las instituciones sociales y una indiferencia general respecto a las grandes cuestiones públicas. 8 Winnicott ilustra este punto con el ejemplo del seno materno: el recién nacido no percibe el seno de la madre como un elemento de la realidad exterior, sino como un objeto que ha podido ser creado por él exactamente aquí y ahora, en el momento preciso en que le aparece; psicológicamente, toma de un seno que forma parte integrante de sí mismo (12).
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realmente, según Winnicott, que estima que la aceptación de la realidad nunca es completa (13). La autoficción en su versión más libremente creativa parecería recuperar esta visión original del mundo propia de la infancia, que desconoce aún el límite que separa la realidad de la ficción y por lo tanto ignora también la diferencia entre modelización homóloga —como en los relatos factuales— y modelización ficcional (Schaeffer 169). Durante la infancia, los límites de la realidad son definidos por la imaginación, de suerte que la realidad es intrínsecamente ficticia y viceversa, a estas alturas la distinción entre estas dos cosas es irrelevante todavía. Estamos tocando aquí una diferencia esencial entre los puntos de vista ideológicos (las maneras de percibir el mundo) que informan las autoficciones de estatuto narrativo realmente incierto, que de acuerdo con Manuel Alberca establecen con su lector un pacto “ambiguo” al hibridar sutilmente elementos autobiográficos y novelescos creíbles sin dar los medios de determinar cuáles son cuáles, y las autoficciones que relegan al segundo plano la realidad de los hechos referidos para desenvolverse fuera de las limitaciones del mundo extraliterario, y así no dejar lugar a ninguna ambigüedad respecto a su estatuto de ficción. En estas últimas, la representación no obedece primordialmente al principio de imitación o de fingimiento de lo real, sino que explora las vías abiertas por la capacidad creativa del autor, y en consecuencia el juego de la identidad y de la diferencia con la realidad circundante pierde en parte su consistencia. Esto, hay que precisarlo, no obsta para la presencia de elementos de realidad susceptibles de sorprender al lector incluso en la rama más imaginativa de la autoficción, pues, como precisa Schaeffer, cuando un novelista crea un universo ficticio no se sirve exclusivamente —ni siquiera quizás mayoritariamente— de materiales representacionales inventados ad hoc, sino que reutiliza materiales depositados en su memoria de largo plazo, ligados a experiencias perceptivas, situaciones vividas, una investigación en biblioteca, etc. (222-223). Sugerimos simplemente que la apariencia de realidad del relato no parece ser, en las autoficciones que nos ocupan aquí, la prioridad del autor, que crea un universo imaginario y lleva al receptor a sumergirse en ese universo, sin inducirlo a creer que ese universo imaginario es el universo real, o al menos no con la misma fuerza que en la autoficción verdaderamente ambigua, tal como la concibe Alberca.
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En este sentido, la autoficción llamada “fantástica” sería más lúdica que ambigua, y una definición del pacto de lectura que ofrece podría ser la siguiente: el autor se aparta libre y abiertamente de su realidad cotidiana volviéndose otro y/o volviéndola otra por medio de la adopción de un punto de vista ideológico análogo al de la infancia, en el que el entorno no está determinado por leyes externas e inmutables sino por la imaginación personal y donde se manifiesta un gusto pronunciado por el exceso. En este pacto lúdico, la exageración, la inverosimilitud y la formulación hiperbólica se encargan de poner en evidencia la separación del relato respecto de la esfera de la vida corriente, a pesar de la identidad onomástica o biográfica del autor y del narrador-protagonista. El lector de este tipo de texto no se mantiene en la cuerda floja entre la interpretación autobiográfica y la interpretación novelesca, como propone Alberca (172); los indicios (para)textuales que recibe son suficientes para permitirle considerar como imposible la autoficción que lee e interpretar así la misma como un relato de ficción. La evocación de la vida propia no puede ser sino una construcción de la realidad tal como la percibe uno, tributaria del lenguaje y de los recuerdos que uno tiene a su disposición. La libertad que toma la autoficción fabuladora respecto de los hechos referidos simplemente lleva a su extremo la parte interpretativa e imaginaria que implica todo relato autobiográfico (que no deja de señalar Lejeune), y allí podría residir el placer que encuentra en ella el lector, para quien suaviza la determinación de la vida real al devolver a la imaginación un lugar destacado en la narración del yo y de la existencia personal. Sería erróneo asociar exclusivamente este pacto lúdico al registro no mimético de la autoficción. Aquel no se identifica exclusivamente con este, ni siquiera con la autoficción en general. Todo relato de ficción tiene por definición algo de juego en virtud de su limitación, de su aislamiento respecto al curso de la vida cotidiana. La llamada “autoficción fantástica” ofrecería sin embargo el ejemplo más señero de pacto lúdico en cuanto, en primer lugar, instaura y resalta mediante diversos medios cierta distancia frente a los hechos de la realidad extraliteraria, y, en segundo lugar, ficcionaliza directamente la figura del autor, reconectando de esta manera con las autofabulaciones lúdicas cultivadas sin reservas durante la infancia. Ya hemos estipulado antes que según sus principales teóricos el juego reviste un carácter profundamente serio. Nunca se insistirá demasiado en la
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cuestión. En la conciencia colectiva la idea de juego se opone a menudo a la idea de seriedad, lo cual se refleja a su vez en la lengua corriente, donde la palabra suele emplearse como sinónimo de ejercicio recreativo o de actividad intrascendente. No obstante, escribe Huizinga desde las primeras páginas de Homo ludens, “los niños, los jugadores de fútbol y los de ajedrez, juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación a reír” (17). A pesar de su aislamiento del mundo acelerado y productivo del trabajo, el juego no carece per se de seriedad, y lo lúdico no debería entenderse sistemáticamente como una simple retirada del mundo desprovista de todo interés, muy al contrario. En las autoficciones que aborda este volumen, el autor se crea un alter ego que a veces no le es funcionalmente idéntico. De hecho los desdoblamientos, los afantasmamientos, las mutaciones, y en general la localización en espacios y escenarios poco realistas, pueden hacer aparecer estos mismos alter egos como versiones desrealizadas del autor, como débiles copias que poco o nada tienen que ver con él —Vincent Colonna califica este fenómeno de chosification de l’auteur (77-78)—. Pero por más fantasioso que se presente un relato del yo, esto no impide que el escritor pueda adherirse seriamente al mismo e incluso tratar de vehicular un mensaje significativo a propósito de una experiencia personal (física o psicológica) o de un acontecimiento de envergadura social, histórica y cultural. Proponer sobre la historia individual y colectiva una perspectiva alternativa a la de la lógica racional también puede ser una actitud constructiva, en particular cuando esa misma lógica alcanza sus límites o muestra su cara más cruel. El presente volumen ofrece varios ejemplos en los que el autor adopta explícitamente un punto de vista lúdico infantil para tratar de tristes acontecimientos de su propia historia y de la Historia mayúscula: en Cartucho (1931) la escritora mexicana Nellie Campobello hace la elección de contar la Revolución que agitó el norte de su país durante la década de 1910 a través de los ojos de una niña de corta edad, al igual que la cineasta argentina Albertina Carri, quien en su película Los rubios (2003) recurre a figuritas de Playmobil para reproducir el secuestro real de sus padres. Lo lúdico no siempre es tan ostensible como en estos dos ejemplos, pero estos demuestran que el juego no equivale necesariamente a una falta de compromiso. Trasladarse a la esfera conceptual apartada del juego puede ser una manera de adoptar y de proponer otra mirada sobre la vida corriente, una mirada diferente,
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pero igualmente susceptible de resultar en una interrogación crítica de los más diversos asuntos. Michel Picard, que estudia el juego desde un enfoque psicológico, afirma que su función sería esencialmente paliativa, es decir, que el juego serviría para compensar y corregir las pérdidas, las frustraciones y las mutilaciones que la vida multiplica (56). De ser cierta esta hipótesis, si una de las razones de ser elementales del juego fuera reconstruir el yo frente a las múltiples agresiones de la vida, se entendería mejor este interés que parecen mostrar los escritores que cultivan la autoficción no mimética no solo por el trabajo de reconstrucción de la memoria familiar e histórica, sino también por temas tales y como el envejecimiento, la enfermedad, la medicina, la muerte, el duelo o la experiencia de la migración. *** Analizar la autoficción desde el paradigma del juego permite ver bajo otra luz algunas de las problemáticas que han ocupado la atención de la crítica literaria durante los últimos años. Sugerir, como hemos hecho en este ensayo, que el ser humano jugaría instintivamente a hacerse pasar por otro y a transformarse en todas las épocas de su vida (los teóricos del juego suelen recordar que incluso el adulto se complace en identificarse con las estrellas, disfrazarse, encarnar a otros personajes en el teatro, crear avatares a su gusto y medida en los videojuegos y en internet, etc.) da un mayor peso a la tesis de quienes relativizan la novedad de la autoficción, sea cual sea la forma que adopta. El presente libro propone varios antecedentes y predecesores, en una línea análoga a la que sigue Vincent Colonna en Autofiction et autres mythomanies littéraires, donde enuncia que la práctica autoficcional encontraría sus orígenes en la Antigüedad, tomando como ejemplo la obra de Luciano de Samósata. Si, como incita a pensar nuestra lectura de los estudiosos del juego, la autoficción es efectivamente un juego al que se dedica el ser humano de manera espontánea y continua a lo largo de su existencia, entonces parece natural que su manifestación en las artes pueda encontrarse bajo diferentes formas en distintas épocas e incluso en otras civilizaciones que la nuestra, y es de suponer que los expertos en la materia tendrán todavía numerosas ocasiones de sorprenderse al sacar a la luz otros nombres y nuevas filiaciones inesperadas.
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Luego, en lo concierne más específicamente al pacto lúdico del que han hablado Ana Luengo, Sabine Schlickers y Vera Toro, este aparece como una valiosa herramienta crítica pero parece funcionar más adecuadamente como un complemento que como una alternativa al pacto ambiguo de Manuel Alberca. Se lo encontraría en las autoficciones cuyo autor se aleja del punto de vista racional del adulto occidental para acercarse al de la infancia. El juego puede ser tematizado, pero esto no es obligatorio para que se establezca un “pacto lúdico”; la expresión no se motiva tanto por la presencia explícita del juego en el relato como por una serie de rasgos fundamentales compartidos con el juego, en particular en sus manifestaciones más tempranas: la intención estética, la posibilidad de repetición (la creación de múltiples alter egos), la incertidumbre del resultado y, sobre todo —este es el rasgo más propiamente lúdico de la autoficción no mimética—, la ficción manifiesta de los hechos referidos, que acentúan por su inverosimilitud su distancia respecto a la esfera de la vida corriente. El lector, por su parte, reconoce la índole ficticia del relato que se le somete, lo acepta como tal, y puede disfrutar de estas historias que contribuyen a contrarrestar mediante una generosa dosis de imaginación la determinación del yo por las leyes de la realidad objetiva y el tiempo que pasa. Enunciar que las autoficciones más fabuladoras ofrecen un “pacto lúdico” no es una forma de insinuar una ligereza de tono ni una falta de compromiso de sus autores. Juego y seriedad no son antitéticos en absoluto, como se recalca en los trabajos sobre la cuestión. En su último libro, titulado La máscara o la vida (2017), Alberca opone la “juvenil y juguetona autoficción” a la “antigua y seria autobiografía”, antes de calificar la autoficción de “enfermedad pasajera de la autobiografía” (313). A nuestro juicio la metáfora de la enfermedad es aquí poco prudente, pues, como concluye Susan Sontag en Illness as Metaphor (1978), el empleo de la misma fomenta un peligroso fatalismo (86), y por otro lado si la asociación de la autoficción al juego resulta de una justa intuición, su oposición a la “seriedad” de la autobiografía es en cambio menos acertada, puesto que el juego puede muy bien ser serio igualmente, como parecen demostrar, entre otros, los ejemplos de Nellie Campobello y Albertina Carri. Esta relativización de la falta de seriedad y de compromiso social a menudo imputada a la autoficción es, según nosotros, un pensamiento alentador, que abre una nueva vía en la que no deberían dejar de lanzarse las futuras investigaciones sobre esta práctica ficcional.
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Referencias bibliográficas Alberca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. — La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción. Málaga: Pálido Fuego, 2017. Bauman, Zygmunt. Liquid Modernity. Cambridge: Polity Press, 2000. Caillois, Roger. Les jeux et les hommes. Le masque et le vertige. Paris: Gallimard, 1967 (1958). Casas, Ana. “Fantástico y autoficción: un binomio (casi) imposible”. Eds. Natalia Álvarez Méndez y Ana Abello Verano, Espejismos de la realidad: Percepciones de lo insólito en la literatura española (siglos XIX-XXI). León: Universidad de León, 2015, pp. 85-94. Colonna, Vincent. Autofiction et autres mythomanies littéraires. Auch: Éditions Tristram, 2004. Degrande, François. La poética del juego en las cinco primeras novelas de Juan José Saer. Tesis de doctorado. Université Catholique de Louvain, 2010. Fink, Eugen. Le jeu comme symbole du monde. Trads. Hans Hildenbrand y Alex Lindenberg. Paris: Les Éditions de Minuit, 1966. Genette, Gérard. Fiction et diction, précédé de Introduction à l’architexte. Paris: Éditions du Seuil, 2004 (1991). Giddens, Anthony. Modernity and Self-Identity. Self and Society in the Late Modern Age. Cambridge: Polity Press, 1991. Hamburger, Käte. La lógica de la literatura. Madrid: Visor, 1995 (1957). “Hors cadre[s] a testé pour vous le fictiomètre”. Hors cadre[s]. Observatoire de l’album et des littératures graphiques, nº 23, 2018-2019, pp. 34-35. Huizinga, Johan. Homo ludens. Trad. Eugenio Imaz. Madrid: Alianza Editorial, 2007 (1938). Lejeune, Philippe. Le pacte autobiographique. Paris: Éditions du Seuil, 1996 (1975). Lipovetsky, Gilles. L’ère du vide. Essais sur l’individualisme contemporain. Paris: Gallimard, 1983. Picard, Michel. La lecture comme jeu. Paris: Éditions de Minuit, 1986. Schaeffer, Jean-Marie. Pourquoi la fiction? Paris: Éditions du Seuil (col. “Poétique”), 1999. Schmitt, Arnaud. Je réel / Je fictif. Au-delà d’une confusion postmoderne. Toulouse: Presses Universitaires du Mirail, 2010. Sontag, Susan. Illness as Metaphor. New York: Penguin Books, 1978.
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Toro, Vera. “Soy simultáneo”. El concepto poetológico de la autoficción en la narrativa hispánica. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2017. Toro, Vera; Sabine Schlickers y Ana Luengo. “La auto(r)ficción: modelizaciones, problemas, estado de la investigación”. Eds. Toro, Vera, Sabine Schlickers y Ana Luengo, La obsesión del yo. La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2010, pp. 7-29. Vanden Berghe, Kristine. “Guerre primitive, primitivisme esthétique et regard d’enfant”. Eds. Achim Küpper y Kristine Vanden Berghe, Guerre et jeu : Cultures d’un paradoxe à l’ère moderne. Tours: Presses Universitaires François-Rabelais, 2014, pp. 123-140. Winnicott, Donald Woods. Playing and Reality. New York: Basic Books, 1971.
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LA AUTOFICCIÓN SATÍRICA Y FESTIVA EN LA RESTAURACIÓN ESPAÑOLA Álvaro Ceballos Viro Université de Liège
En estas páginas abordaré brevemente un espacio cultural que fue fértil en autoficciones, y en el que, a mi ver, no se ha reparado aún: el de la literatura satírica y festiva del 1900 en España, esa larga Belle Époque que a veces identificamos como Edad de Plata, no solo por el brillo de algunas de las obras que entonces se publicaron —las de Galdós, Unamuno, Baroja, Luisa Carnés, García Lorca, etc.—, sino porque en ese periodo se configuró un espacio singular de creación literaria con nuevas modalidades de difusión y de socialización. Subrayar la normalidad de la autoficción maravillosa en la literatura de la Edad de Plata supone una aportación epistemológica en la medida en que contribuye a la relativización de la autoficción como tendencia histórica significativa. Los textos que convocaré en las páginas siguientes sustentan la tesis de que la autoficción es una opción narratológica más, aunque la etiqueta haya prosperado y, en particular desde el cambio de milenio, la identificación de la autoficción como moda literaria haya devenido una moda académica (Alberca, La máscara 313). Mi argumentación reposa sobre una hipótesis, y es la de que la autoficción no responde a una única lógica sociocultural, y no puede inferirse de ella una sola función. La interpretación que haré al final de mi intervención no deberá entenderse, por lo tanto, como una propuesta limitadora, y mucho menos como una afirmación sobre las intenciones conscientes de los autores.
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Ficción y autoficción Antes de nada, querría salir al paso de posibles reparos haciendo explícito mi marco teórico. Muchos de los textos que leemos a diario están sujetos a una lectura factual o literal, en el sentido de que generan significado en un contexto muy preciso: nadie hace interpretaciones traslaticias ni figuradas de, por ejemplo, los prospectos de los medicamentos, las noticias de los periódicos o los códigos jurídicos. Otros textos, en cambio, han demostrado su capacidad de generar significado en contextos de recepción muy diferentes; no están vinculados a un contexto de referencia concreto, y podemos atribuirles un sentido en nuestra propia circunstancia, mediante diferentes estrategias hermenéuticas. A esos últimos textos los llamamos desde hace dos siglos escasos “literatura”. La diferencia entre los textos factuales y los textos literarios es, en última instancia, convencional y pragmática, y no, como se creyó comúnmente hasta la década de 1980, de tipo formal (Eagleton 33 y 86; Jannidis, Lauer y Winko 20-21). Ahora bien, esa adscripción pragmática se sustenta casi siempre —subrayo el casi— en ciertos rasgos o indicios presentes en los textos. En la época contemporánea, si hay una marca clara de no referencialidad de un texto es la ficción: apenas hay textos ficticios —afirman Fotis Jannidis y sus colaboradores— que no sean considerados literarios; el criterio de la ficcionalidad, por consiguiente, sería “hinreichend, aber nicht notwendig”: suficiente, pero no necesario (11-12). Debería precisarse, con Tomás Albaladejo, que “[l]a ficcionalidad es fundamental para la literariedad de las obras del género [sic] narrativo e importante para las de las obras dramáticas”, pero no tanto para las obras líricas (65). El carácter ficticio de un texto se manifiesta textualmente como tal de dos maneras. En primer lugar, mediante los indicios lingüísticos de ficcionalidad: la focalización interna, la psiconarración, una peculiar gestión de los tiempos verbales, las anáforas sin antecedentes y otros artificios narrativos que, en principio, infringen el protocolo heurístico propio de los textos factuales, si bien pueden hallarse ocasionalmente en algunos reportajes, como los del new journalism (Hamburger; Beltrán Almería; Genette, Fiction 165). En segundo lugar, la ficcionalidad depende de si la materia del relato entra en contradicción flagrante con la enciclopedia del mundo empírico (Eco; Darrieussecq 81).
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Subrayemos, entre paréntesis, que la ficcionalidad no depende del grado de precisión con el que se dé cuenta del mundo. La idea de un texto que recoja fielmente la realidad es una aporía conceptual, en la medida en que la realidad no es textual; lo único que un texto puede reproducir con completa exactitud es otro texto: en el resto de los casos, lo que un texto hace es dar una forma conceptual y discreta a algo que es material y continuo. Escribir sobre el mundo real no es sustancialmente distinto de hablar en el mundo real: a veces contamos las cosas de manera harto sucinta, o transmitimos los enunciados ajenos adecuándolos a otros registros, pero es así como se codifican socialmente esos actos de habla. Como señala Jean-Marie Schaeffer (266-267), incluso la focalización interna puede admitirse en un texto factual en la medida en que nuestra experiencia del mundo incluye suposiciones o inferencias sobre los estados anímicos de los demás; ello ha llevado a Genette a considerar que también una focalización externa radical podría ser considerada un indicio de ficción (Fiction 152). De todos modos, el concepto contemporáneo de literatura no tiene la ficción como requisito imprescindible. Pensemos en la poesía lírica, por ejemplo, que puede pasar por el arquetipo de texto literario y, sin embargo, carece casi generalmente de las marcas lingüísticas de la ficción mencionadas más arriba. La poesía lírica —escribió Samuel R. Levin (340)— se halla en un limbo referencial y muestra que, en última instancia, la no referencialidad de un texto procede de su envoltorio pragmático, de eso que la lingüística del texto ha llamado frame. Umberto Eco (99-104) y Jean-Louis Dufays (96) emplean el término frame para referirse a estereotipos situacionales dentro de la economía del texto. No es ese sentido el que aquí interesa, sino otro ligeramente más amplio, que atañe al contexto de recepción en su globalidad. Esta segunda acepción de frame es la defendida por Gregory Bateson, que los psicólogos y pragmáticos hispanohablantes suelen traducir como “marco de referencia”: se trataría de un esquema metacomunicativo “que clasifica la situación de habla y el papel de los participantes [...]. Los marcos generan expectativas y presuposiciones sin las cuales sería imposible el trabajo de producir e interpretar lenguaje” (Reyes 20). A ese marco pragmático alude Marie Darrieussecq cuando define la autoficción como “una narración en primera persona, que se presenta como ficticia (a menudo, se hallará la palabra novela en la cubierta) [...]”
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(66); también Manuel Alberca postula que “una autoficción es una novela o relato que se presenta como ficticio” (El pacto 158, subrayado mío), más allá de sus propiedades textuales. Lo literario, entonces, no radicaría en el texto mismo, sino en aquellos dispositivos formales, editoriales y paratextuales que invitan a interpretar el sentido global del texto de manera no literal (Genette, Fiction 163). Y digo “sentido global” porque obviamente a escala local muchos textos no literarios comprenden secuencias narrativas alegóricas, o bien pasajes irónicos, hiperbólicos... no literales, en definitiva (Schaeffer 224). Habría que insistir, junto a esto, en que cualquier tipo de texto (e incluso algunas agrupaciones de palabras a las que la lingüística textual no daría consideración de texto) es susceptible de ser literaturizado, como demuestran, entre muchos otros ejemplos posibles (Marghescou 58), los divertidos Poemas plagiados del argentino Esteban Peicovich, la alineación del club de fútbol de Núremberg que Peter Handke incluyó en un volumen de poesía (Jannidis, Lauer y Winko 30) o el famoso experimento en el que los alumnos de Stanley Fish hacían una interpretación literaria de las palabras sueltas que encontraron anotadas en la pizarra al entrar en clase (322-337). Terry Eagleton admite que incluso un texto sobre la piscicultura puede ser considerado literario “by being treated ‘non-pragmatically’, used as an occasion for reflections which range beyond their evident functions” (71; véase también 114). Pero regresemos a la ficción, antes de abordar la autoficción maravillosa. José Ángel García Landa (231-236), Jean-Marie Schaeffer y Arnaud Schmitt recuerdan que la ficción y la mentira son, pragmáticamente, muy distintas. Schaeffer define aquella como una “feintise partagée” (146, 162), en virtud de lo cual la prueba de la falsabilidad resulta ociosa. En la ficción, escribe Schaeffer, “le principe de cohérence interne remplace le principe de relation vérifonctionnelle” (219-220). Afirmar en una conferencia académica que uno ha sido profesor invitado en la Universidad Pompeu Fabra, sin haber estado allí, equivale a falsear el currículo y podría tener consecuencias enojosas; hacerlo en una novela autobiográfica, desde el momento en que textual o pragmáticamente se define como literatura, resulta irrelevante, o no más relevante que la recreación fantasiosa de la vida de cualquier otro personaje histórico.
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La autoficción maravillosa de la Restauración Reduciéndola a sus formas elementales, la ficción puede ser maravillosa, realista o fantástica. En el relato fantástico se rompe la coherencia de un mundo que, en lo fundamental, se rige por las mismas leyes que el mundo empírico y responde a su misma enciclopedia (Eco; Caillois 17-19 y 27); en cambio, como expuso canónicamente Tzvetan Todorov, en el relato maravilloso los acontecimientos sobrenaturales no producen ninguna sorpresa (59). En la ficción realista, por supuesto, se da una continuidad aparente entre el mundo empírico de los lectores y el de los personajes (Albaladejo 104106, 127-131), admitiendo que puedan habitar en tiempos distintos de ese mundo. Evito conscientemente el adjetivo “inverosímil” debido a las poco intuitivas acepciones que le ha superpuesto en ocasiones la teoría literaria; por ejemplo, el decoro o la necesidad de causalidad (apud Albaladejo 87). El propio Todorov no está libre de culpa, pues entiende la verosimilitud como una coherencia interna de la obra literaria, o como su adecuación a los moldes del género en cuestión (51). Es cierto que, dentro de las convenciones de la space opera, resulta más esperable, a priori, batirse contra escolopendras gigantes procedentes de otra dimensión que sentarse a hacer la declaración de la renta, pero no creo que se gane gran cosa recurriendo al adjetivo “verosímil” para comparar ambas situaciones. Por otro lado, cabría preguntarse si cuando un texto literario es reputado incoherente nos hallamos ante un defecto del propio texto o ante una capitulación del lector ante lo esencial de su tarea. Sea como fuere, verosímiles o no verosímiles, los textos autoficcionales que convocaré en las próximas páginas se sitúan mucho más cerca de la literatura maravillosa que de la fantástica, en el sentido de que, confrontados a hechos inexplicables o sobrenaturales, sus protagonistas no traslucen sorpresa, o apenas la traslucen, o la traslucen pero por motivos que en nuestro mundo serían atípicos. De todas las autoficciones, la autoficción maravillosa es la que menos problemática resulta, y ello por dos motivos. En primer lugar, porque esa crasa discordancia entre su enciclopedia y la del mundo empírico, esa naturalización del prodigio que justifica su calificación de maravillosa, impide cualquier confusión posible con un texto factual, y por lo tanto desactiva la eventual identificación del autor con el personaje homónimo. Y, en segundo
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lugar, porque la contaminación de la ficción con nombres propios reales es, por supuesto, frecuentísima: tanto es así que, por poner un ejemplo, la ficcionalización de personajes históricos constituye un rasgo casi inevitable del género de la novela histórica, cuando no inherente a él (Schaeffer 141142): pensemos en el Simón Bolívar de Las lanzas coloradas, en el Cristóbal Colón de Vigilia del almirante, en el Felipe IV de Crónica del rey pasmado, etc. Cabría argumentar, incluso, que el autor autoficcional no es sino un caso particular del personaje literario histórico (François y Ceballos 22). Con un planteamiento terminológico afín al de Serge Doubrovsky, Marie Darrieussecq se muestra renuente a hablar de “autoficción maravillosa”, considerando que el sintagma tiene algo de oxímoron y que solo hay autoficción en la medida en que existe ambigüedad respecto del estatuto pragmático del texto en cuestión (79-80). Sin embargo, no todas las definiciones de la autoficción son tan estrictas, y no lo es, en particular, la igualmente canónica acepción de Vincent Colonna. Sin necesidad de quitarle a nadie su cuota de razón, podría asumirse que existe un taxón narratológico en el que, de manera genérica y no sin discusiones, se incluyen aquellas ficciones en las cuales interviene un personaje que comparte con el autor el nombre propio y, frecuentemente, alguna otra característica. Autoridades indiscutidas en la literatura del yo como Ana Casas han propuesto una explicación sociocultural al aparente predicamento de que gozó la autoficción entre los autores hispánicos de finales del siglo xx: aquella les habría ofrecido “un cauce de libertad a través del cual comunicar los deseos, las frustraciones y los anhelos individuales” después de haber salido de experiencias colectivas traumatizantes como las dictaduras española y argentina (10). Ahora bien, ese momento de entusiasmo autoficcional en la literatura hispánica halla un precedente claro en la literatura del 1900, pero no solo en las fascinantes novelas autobiográficas de los Baroja, Unamuno y Azorín (Alberca, La máscara), sino también en la menos conocida literatura satírica. Esta última desciende, en toda lógica, de la sátira clásica en primera persona, que gozó de exponentes españoles tan augustos como los Sueños de Francisco de Quevedo o el Libro de buen amor —que ha sido estudiado desde ese prisma por Sabine Schlickers—; estos son asimismo algunos de los precursores castellanos citados por Manuel Alberca (El pacto 143-144). Muchas de esas sátiras fusionaban tipos sociales o personajes históricos con marcos
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alegóricos, y por lo tanto se ambientaban en un mundo posible abiertamente distinto del mundo natural. Esto era algo sólito en la caricatura política de la Restauración, en la que hallamos con frecuencia animales mitológicos, deformaciones monstruosas, dioses, gigantes, tarascas, etc., junto a las representaciones reconocibles de algunos de los protagonistas reales de la política del día. En la caricatura, la identidad se mantiene a través de una representación deliberadamente inexacta; en este sentido, se trata de otra de esas artes en las que la operatividad de la autoficción, como sentaba la propia Casas, ha sido “muy poco explorad[a] hasta ahora” (15). Así pues, querría detenerme en varios ejemplos de esa autoficción de la Edad de Plata española, que no pocas veces era abiertamente maravillosa, a fin de argumentar que esta modalidad estaba perfectamente naturalizada dentro del ámbito de creación cómica y satírica, si bien esta serie documental no suele tener en la historiografía literaria una presencia acorde a su importancia cuantitativa. Comencemos por un relato noticiero en verso al que fueron contribuyendo del 11 al 18 de septiembre de 1906 varios autores de literatura festiva a los que los lectores de la prensa semanal conocían bien: Carlos Luis de Cuenca, Juan Pérez Zúñiga, Sinesio Delgado, Roberto de Palacio, Luis de Tapia, Antonio Casero, Antonio Palomero y Rómulo Muro. Se trataba de una falsa noticia periodística alimentada día tras día en las páginas del periódico ABC, bajo el título de “Suceso misterioso”. Cada uno de los colaboradores que asumía la narración terminaba sufriendo invariablemente alguna desventura y delegaba en otro de sus compañeros la obligación de continuar el relato. En la primera entrega se daba cuenta de un drama familiar tan enrevesado que, en números sucesivos, los redactores se veían obligados a tratar con brujas que volaban en escobas, a sobornar a enanos que eran almas en pena y a desenterrar un pergamino oculto entre las raíces de un castaño que crecía en el segundo piso de un edificio de apartamentos. Pero todo terminaba revelándose como una serie de excusas que habían puesto los periodistas para esquivar obligaciones enojosas, por lo que la lectura maravillosa quedó desactivada al publicarse la entrega final. En la crónica de ese “Suceso misterioso” intervino Juan Pérez Zúñiga, uno de los autores festivos más prolíficos y célebres de aquel tiempo. Hoy es sobre todo recordado como el autor de los Viajes morrocotudos en busca
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del “trifinus melancólicus” (1901), reescritura bufa de la vuelta al mundo de Phileas Fogg que disfrutó ya de bastantes reediciones en vida de su autor. Los protagonistas de ese disparatado viaje no eran otros que el propio Juan Pérez Zúñiga y el ilustrador del volumen, el magnífico dibujante Joaquín Xaudaró. Nos hallamos, por consiguiente, ante un nuevo ejemplo de autoficción, y de autoficción maravillosa, a la vista de los rocambolescos episodios que allí se exponen. Podría convocar el pasaje en el que Xaudaró y Pérez Zúñiga navegan el Nilo arrastrados por un cocodrilo, o cuando se salvan de un naufragio flotando sobre un chino inflado, o cuando sobrevuelan Asia en un globo aerostático construido con documentos de papel pegados unos con otros; me limitaré a reproducir, sin embargo, el pasaje en el que descarrila el tren transcarpiano, en Turkmenistán, con los dos protagonistas a bordo: Como comprenderán nuestros lectores, en el fondo del río [Xaudaró y yo] no estábamos a gusto, y procuramos salir por entre unas tablas del vagón, que se había hecho trizas. [...] Sobre nuestras cabezas, el soberbio puente roto y maltrecho; debajo, el tren sumergido, dejando ver el ténder en posición vertical, y apoyado en el tope el topo del maquinista, al cual tan pronto como pudimos le preguntamos, sobrecogidos aún por la emoción: —¿Qué ha sido esto? —¡Que hemos descarrilado! —Ya lo sabemos. Pero ¿cuál ha sido la causa? —¡Un merengue en la vía! Estas fueron las últimas palabras del infeliz. [...] El pobre tenía una herida de bastante gravedad causada por una palanca, la cual le interesó el encéfalo, la pleura y la hiel, que derramada inconscientemente sobre el fogonero, le puso verde, amargándole la vida para siempre (280-281).
Se observará, por cierto, que este diálogo tiene lugar debajo del agua, y que el tren descarrila debido a la presencia sobre los raíles del dulce más blando e inocuo que pueda producir la repostería. Pérez Zúñiga y Xaudaró llegaron aún más lejos en la novela Seis días fuera del mundo, parodia de The First Men in the Moon, de Herbert George Wells. El novelista británico no era desconocido en España: en 1902 se había publicado ya La guerra de los mundos —traducida, como es bien sabido, por Ramiro de Maeztu, y aparecida en el folletín de El Imparcial—, y en 1904
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Cuando el dormido despierte y La visita maravillosa. Si Los primeros hombres en la Luna salió a plaza en 1905, la reescritura de Zúñiga haría lo propio tan solo unos meses después y conocería una segunda vida en 1917, pero entonces ya en el circuito de novela de kiosco (Pérez Zúñiga 161 y 183). La fórmula era la misma: la aventura llama a la puerta de sus autores, y los saca del Madrid de la Restauración para llevarlos esta vez nada más y nada menos que a los espacios siderales, en un viaje completamente fabuloso: el viaje se realiza en un armario; en la Luna avistan rebaños de banquetas, y en Venus se baten contra una civilización que ha llenado la superficie del planeta de bandas transportadoras y quiere encerrarlos en un zoológico. Es interesante detenerse a considerar la dimensión gráfica de estas dos obras. Hallamos en ella identidad fisionómica, reconocemos a Pérez Zúñiga y a Xaudaró (cf. ilustraciones), con una representación poco saturada. Resulta atípico, sin embargo, que se recurra a caricaturas en la ilustración de una novela. En el estilo, en la factura de los dibujos puede verse un indicio gráfico de no factualidad más propio, quizá, de la literatura infantil —que era un mercado entonces en plena eclosión—. La Divina comedia de Dante es otro de los precedentes de la autoficción citados por Manuel Alberca (El pacto 151), y sobre ella calcó en 1888 Manuel Curros Enríquez O divino sainete. No es Virgilio quien guía aquí al poeta gallego, sino su difunto amigo Francisco Añón, también poeta. Juntos viajan al palacio pontifical de Roma en un fantasmagórico tren, cada uno de cuyos vagones está poseído por uno de los pecados capitales. En el curso de tan abracadabrante periplo, Curros repasa, de coche en coche, los vicios del clero católico, y lanza de pasada algún dardo envenenado contra camaradas suyos de las letras, como Emilia Pardo Bazán. Leamos un pasaje del tercer vagón, el de la Gula:
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Entréi n’o vagon, e diante de min presentóuse a escena máis atroz e repunante.
Entré en el vagón, y delante de mí presentose la escena más atroz y repugnante.
Monton de frades noxentes ouscenos, crasos, cebados, de longas uñas e dentes,
Un montón de frailes asquerosos, obscenos, crasos, cebados, de largas uñas y dientes,
con rudo ranxer de moas botan a parva, engullendo cal torpes serpentes boas.
con rudo rechinar de muelas se desayunan, engullendo cual torpes serpientes boas.
Chocóume d’a xente aquela a feroz voracidade qu’érgue o estómago de vel-a
Me chocó de la gente aquella la feroz voracidad, que revuelve el estómago verla,
y-espricarm-a non sabía cando oín que un d-os viaxeiros convidándome decía:
y explicármela no sabía cuando oí que uno de los viajeros, convidándome, decía:
—¿Quérme acompañar? Sin gana cómesell’esto. —¿E qué é eso? —Un pouco de carne humana
—¿Me quiere acompañar? Sin gana se come esto. —¿Y qué es eso? —Un poco de carne humana,
mesmo de xunt’a rileira; nunca sayo sin un tôro de Murguía na fiambreira.
precisamente de junto a los riñones; nunca salgo sin un trozo de Murguía en la fiambrera (estr. 126-144).
Este último verso se refiere, claro está, al historiador gallego Manuel Martínez Murguía, marido de Rosalía de Castro. En una escena que parece escapada de los Caprichos de Goya, los frailes del vagón le ofrecen pedazos de otros eruditos, que Curros Enríquez rechaza con horror, y el canto concluye cuando Añón le advierte al autor protagonista que tenga cuidado, pues no ha advertido que otro de los frailes ya le había empezado a roer los huesos. Se intuye que O divino sainete no solo está calcado sobre la catábasis dantesca, sino que también es tributario del Deutschland de Heinrich Heine, otra autoficción maravillosa (maravillosa en todos los sentidos) que planta una carga de profundidad en los cimientos del antiguo régimen prusiano. Huelga decir que el viaje fabuloso, por vía hipnagógica, contaba con una rica y luenga tradición (Gómez Trueba) que no se interrumpe durante el
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costumbrismo: recuérdese lo que ve en sueños el Pobrecito Hablador de la mano de Asmodeo (en “El mundo todo es máscaras”) o la disparatada visión del futuro que presenta Louis-Sébastien Mercier en L’An 2440. Sabiendo esto, sorprenderá menos que José Gutiérrez Solana, al alumbrar la espléndida colección de escenas costumbristas que tituló —al igual que su admirado Regoyos— La España negra, escoja como texto preliminar el relato de su propio entierro: [...] Yo me he muerto, lector, creo que me he muerto; este libro quedará sin prólogo. Aquel maldito dolor de cabeza, aquel resonar de huesos, aquella distensión de los tendones que parecía arrancar la carne, tenía que terminar en tragedia, y así ha sucedido. ¿Era yo el que estaba metido en un ataúd muy estrecho, con unos galones amarillos y unas asas y cerraduras que tenían puestas las llaves pintadas de negro como los baúles del Rastro, y la tapa que iba a encerrarme para siempre, arrimada a la pared, con una larga cruz amarilla y con mis iniciales J.G.-S. en tachuelas tiradas a cordel, y una ventana encima de estas letras con un cristal? (11-12)
El narrador confirma esa suposición y prosigue explicando cómo se halla amortajado y, aunque tiene los ojos cerrados, puede ver todo lo que hay a su alrededor. Estaban a punto de llevarlo al cementerio cuando un enano hizo irrupción en el velatorio y lo zarandeó, reprochándole que no se hubiera presentado a la hora convenida para el viaje que tenían apalabrado. Tras una breve convalecencia consiguen meterlo en el tren que lo llevará a Santander, objeto de la primera escena de ese volumen. La literatura satírica y festiva de la Edad de Plata conoce un terreno fértil en el teatro por horas, en el que efectivamente abundan las tramas maravillosas. No tanto, empero, la autoficción, cuyas manifestaciones teatrales presentan problemas de definición propios. Habría que preguntarse, para empezar, quién es el autor de un espectáculo colectivo, en cuya realización intervienen casi siempre numerosas personas. José Luis García Barrientos y Vera Toro le han dedicado artículos a este asunto. Es posible, a pesar de todo, identificar el dispositivo autoficcional en alguna obra del género chico, como A vuela pluma. La pieza se estrenó el 25 de agosto de 1892, con libreto de Julio Ruiz y Enrique Gómez Marín, y música de Ángel Ruiz. Su preludio sinfónico se
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ve interrumpido por una trifulca: dos individuos de la primera fila discuten a gritos y llegan a las manos; unos guardias los separan y los suben al proscenio. Es entonces cuando se abre el telón descubriendo el decorado, que representa la prevención de la policía. Allí, un inspector les pide explicaciones. Uno de ellos dice: ¡Pues yo soy uno de los autores de la obra que debe estrenarse en aquel teatro, ó mejor dicho, que se estará representando a estas horas. Se me ocurrió salir al público, con objeto de ver las caras de los expectadores [sic], cuando apenas terminada la introducción, este caballerito se permitió lanzar un horroroso silbido. [¡]Yo le llamé al orden y el señor me llamó canalla, y en esto vinieron los del Orden! (12)
Representaba al autor Julio Ruiz, que era efectivamente uno de los autores y que intervenía en la pieza dando cuerpo a otros personajes, varios de ellos —subrayémoslo— alegóricos, porque lo que seguía era una revista teatral en la que intervenían las horas del reloj, las estatuas de Cibeles y Neptuno, las farolas de la calle de Alcalá, etc. Al final el inspector regresa a buscar al autor, al que ha dejado en el calabozo, para que asista al desenlace de la representación. Conclusión ¿Revelan estas autoficciones festivas o satíricas la espectacularización o el vedetismo literario que se ha vislumbrado en ocasiones en las autoficciones del siglo xxi? No me lo parece. La explicación que yo propondría es doble. Por una parte, en las obras más claramente satíricas, el dispositivo autoficcional pone en evidencia el carácter no literal que distingue la sátira del infundio: aquello que Paul Simpson ha llamado “claim of insincerity”. Dicho de otro modo: la presencia del autor en un texto con atributos ficcionales es una de las varias maneras en las que se opera el distanciamiento enunciativo definitorio de la sátira, que presenta la particularidad de relacionarse con la realidad tanto de modo referencial como —simultánea y paradójicamente— figurado. Por otra parte, tanto en esos textos (los satíricos) como en los que no parecen condenar un referente extratextual (los no satíricos, que durante la
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Restauración fueron conocidos como “festivos”), el dispositivo autoficcional bien podría encontrar su función dentro de la economía del humor descrita por la teoría de la relevancia y de los marcos comunicacionales (los frames susodichos). El encuentro entre el carácter prosaico del mundo empírico y los prodigios del mundo maravilloso produciría un choque de expectativas, una ruptura de los escenarios de la comunicación cotidiana comparables a los que se producen en la mayoría de los chistes. Ha de considerarse, además, que muchas de estas obras pueden ser leídas fácilmente como parodias. El hecho de que el protagonista de estos viajes maravillosos sea un simple escritorzuelo de la España finisecular constituye una radical transposición, la culminación de la lógica degradativa de lo que Genette ha denominado travestissement burlesque (Palimpsestes 40 y 77-96), tan frecuente en eso que el resto del mundo llama “parodias”. (Recordemos, no obstante, que, por lo que respecta a El divino sainete, la identidad nominal de autor y personaje se hallaba presente ya en el hipotexto dantesco.) Estas autoficciones maravillosas de la Edad de Plata resultarían más insólitas de lo que son si no hundieran sus raíces en el rico humus de un género importantísimo y abundantísimo en el siglo xix: el costumbrismo. El sujeto enunciativo de las escenas de costumbres y de las fisiologías es simultáneamente narrador y testigo; dicho sujeto se identifica con un nombre que a menudo también da título a la publicación unipersonal en la que vieron la luz esos textos, y con no menos frecuencia se acaba superponiendo a la identidad del autor empírico fuera de la ficción. Tanto es así que nos referimos comúnmente a estos nombres como “pseudónimos costumbristas”. Efectivamente, Mariano José de Larra era para sus contemporáneos —y sigue siendo para nosotros— Fígaro; Ramón Mesonero Romanos, el Curioso Parlante; Serafín Estébanez Calderón, el Solitario; Modesto Lafuente, Fray Gerundio, etc. Y, desde luego, en la España finisecular, Leopoldo Alas fue Clarín, cuyos “paliques” están salpicados de diálogos con personajes hipotéticos. Podríamos hablar, por consiguiente, del carácter pseudoautoficcional de los artículos de costumbres, cuyo planteamiento responde a un nuevo tipo de mímesis —la realista—, la cual a su vez precisa de una metaléptica continuidad entre el mundo de los lectores y el mundo de la ficción (Escobar; Ceballos 105-108). Pero no olvidemos que un contemporáneo de Clarín, el normando Alphonse Allais, había dinamitado las medias tintas del costumbrismo y de la crónica,
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practicando desembozado una autoficción exuberante, disparatada, inconcebible... como si fuera lo más normal del mundo.
Fuente: Viajes morrocotudos en busca del “trifinus melancólicus”. Madrid: Hijos de M. G. Hernández, 1901.
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BORGES: ENTRE LA AUTOBIOGRAFÍA Y LA AUTOFICCIÓN Rafael Olea Franco El Colegio de México
In memoriam Arturo Echavarría
En el arranque de su ensayo de 1932 “Las versiones homéricas”, Borges propone una relación consustancial (ese es el término que usa) entre la traducción y la literatura; confieso que me siento tentado a afirmar algo semejante respecto del tema que nos convoca, por lo cual parafrasearía: “Ningún problema tan consustancial con las representaciones literarias del yo como el que proponen los textos de Borges”. En efecto, en visión retrospectiva se puede distinguir con claridad que, a lo largo de toda su obra, el autor incursionó en este campo mediante diversas modalidades, ubicadas, grosso modo, entre la autobiografía y lo que ahora llamamos autoficción. Sé que esta propuesta es insuficiente, porque por lo general resulta difícil ubicar el género o subgénero de la mayoría de sus textos. Por ejemplo, no encuentro dónde colocar su primigenia poesía de la década de 1920, en la que el sujeto lírico construyó una imagen de sí mismo que se identifica con relativa facilidad con el hombre histórico que, en la portada de ese modesto libro de 1923 que fue Fervor de Buenos Aires, firma con el nombre de Jorge Luis Borges. En varios poemas, esa voz elabora la idea de que, ante su imposibilidad de convertirse en un héroe militar, tal como, según él, habían sido sus antepasados, su función será precisamente cantar sus hazañas; así se ganará el reposo final en el prestigioso cementerio de sus antepasados: el de La Recoleta (hasta para la muerte hay clases sociales). Sin embargo, dentro de esos poemas, el sujeto no se identifica con el nombre de Borges; la coincidencia surge pues del conocimiento probable, por parte del lector, de las circunstancias vitales del autor (en ese momento inmediato, hoy quizá un tanto difuso).
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Ahora bien, el primer y nítido contacto de Borges con un género de autorrepresentación data de 1927, cuando a solicitud de la revista Martín Fierro, varios jóvenes vanguardistas redactaron breves notas descriptivas sobre ellos mismos. Con su barroco y a veces poco eficaz estilo del período, el autor escribió entonces: Los íntimos quehaceres y quesoñares de mi vida, supongo haberlos publicado ya en prosa o en verso. Faltan los pormenores de fechas y de nombres propios (hojas de almanaque y mayúsculas) que paso a registrar, sin darles mayor importancia. Soy porteño: he nacido en mil novecientos en la parroquia de San Nicolás, la más antigua de la capital, al menos para mí. La época de la guerra la pasé en Ginebra, época sin salida, apretada, hecha de garúas y que recordaré siempre con algún odio. El dieciocho fui a España. Allí colaboré en los comienzos del ultraísmo. El veintiuno regresé a la patria y arriesgué, con González Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah Lange, con mi primo Guillermo Juan, la publicación mural Prisma, cartelón que ni las paredes leyeron y que fue una disconformidad hermosa y chambona (Textos recobrados 301).
Si bien esta nota deriva de una solicitud expresa de la revista Martín Fierro y no de una decisión individual, relativamente autónoma, conviene destacar tres puntos de su síntesis de rasgos autobiográficos. En primer lugar, el propósito de forjar lo que, según cierta terminología crítica, podría denominarse como una “autobiografía intelectual”, pues de entrada él enfatiza que los aspectos sustanciales de su vida residen más bien en sus poemas y ensayos. En segundo lugar, el hecho de que los datos verificables proporcionados por el autobiógrafo, es decir, lo que él llama “fechas y nombres propios”, sean mínimos, pues casi brinca sobre ellos para enlistar de inmediato sus labores literarias, tal vez desconocidas para los receptores de la revista argentina, como su militancia previa en el ultraísmo español y su participación en una poco conocida y efímera revista: en diciembre de 1921, él fundó, junto con Guillermo Juan Borges, Guillermo de Torre y Eduardo González Lanuza, Prisma. Revista Mural, la cual, según indica su nombre, era un cartel que se pegaba en las paredes de Buenos Aires. Por último, debe notarse un deliberado anacronismo en los mínimos detalles sobre los antecedentes de su vida, pues en vez de 1899, fecha verdadera de su nacimiento, afirma haber nacido en 1900, dato incluso reproducido por algunos de sus primeros críticos.
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Quizá él pensaba que ese año de diferencia evitaría que se le considerara “decimonónico”, lo cual de seguro le parecía anquilosado (es lógico que un joven escritor de menos de treinta años tenga esas muy humanas debilidades). La única incursión relativamente “completa” de Borges en la autobiografía no se produjo hasta 1970, con “An Autobiographical Essay”, texto de cerca de sesenta páginas, derivado de una conferencia, que apareció primero en la prestigiosa revista The New Yorker y luego cerró el libro The Aleph and Other Stories, colección de algunas de sus narraciones de la década de 1940 (a la cual, en gran medida, debe su inicial y amplia divulgación en la cultura anglosajona). He entrecomillado la palabra “completa” porque el texto fue redactado y firmado al alimón junto con su traductor Norman Thomas Di Giovanni, quien años después recordó con agrado esa experiencia de trabajo, en la cual brillaron la ironía y el humor con que el autor asumía sus habituales labores creativas. Al ámbito de la cultura anglosajona se dirigía el ensayo autobiográfico, el cual fue una especie de carta de presentación de los textos del autor incluidos en la antología, en cuya selección se privilegió la vertiente “cosmopolita” de su obra en detrimento de la tradición criollo-gauchesca, por las mismas razones de idoneidad para su recepción: era más probable que el público anglosajón entendiera los textos para cuya lectura no se requería familiaridad con la literatura gauchesca (esta variante resulta incluso ardua para los lectores hispanoamericanos ajenos a la cultura del Río de la Plata). Es curioso que Borges, quien solía identificar el pudor como parte de la idiosincrasia argentina, haya sido más efusivo sobre su intimidad en un texto redactado en inglés, y no en los que ya había difundido en español; más todavía si se piensa que ese ensayo autobiográfico se preparó a sugerencia de la propia editorial Dutton, la cual deseaba promover la obra acompañada por la mayor cantidad posible de información personal sobre él (bajo el clásico esquema de “vida y obra”). En el incipit de su autobiografía, que cito por su versión traducida al español, la habilidad retórica del autor funciona para evitar aludir a su infancia con sentimentalismo, pues en las primeras frases prima un tono neutro y dubitativo: “No puedo decir si mis primeros recuerdos se vuelven hacia la orilla oriental u occidental del barroso y lento Río de la Plata” (Un ensayo autobiográfico 13). Luego de la enumeración de algunos rasgos “circunstanciales” (por ejemplo, fecha y lugar de nacimiento), Borges cierra su primer párrafo
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con una proyección hacia su futura e inexistente obra: “Había también un Palermo de delincuentes, llamados compadritos, que eran famosos por sus peleas a cuchillo, pero ese Palermo sólo habría de capturar después mi imaginación, porque hicimos cuanto pudimos —con éxito— para ignorarlo, a diferencia de nuestro vecino Evaristo Carriego, quien fue el primer poeta argentino que exploró las posibilidades literarias que tenía a su alcance” (13). Como ha dicho de forma certera Sylvia Molloy, en la escritura autobiográfica: “La evocación del pasado está condicionada por la autofiguración del sujeto en el presente: la imagen que el autobiógrafo tiene de sí, la que desea proyectar o la que el público exige” (19). Esta condición es fundamental en el texto de Borges, donde se entremezclan la imagen que él mismo desea proyectar y la que él prevé, con la ayuda de Di Giovanni, que podría seducir a su público anglosajón. Como originalmente el texto se escribió en inglés y para lectores de esa cultura, Borges, quien era un maestro de la captatio benevolentiae, lanza guiños de complicidad a su público; por ejemplo, al describir su primer viaje a Europa en 1914, explica así el nulo encanto que sintió al visitar París: “Quizás, sin saberlo, yo era ya un poco británico; de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria” (Un ensayo autobiográfico 39). Si bien una de las ramas familiares del autor es británica, para aquilatar esta afirmación (poco criolla, por cierto) cabe citar lo que él había escrito en 1926 en el ensayo “El tamaño de mi esperanza”, que otorgó su nombre al libro homónimo; ahí, al enumerar las hazañas históricas de los argentinos, había empezado con esta, de 1806: “El arrojamiento de los ingleses de Buenos Aires fue la primer hazaña criolla...” (6), aunque de inmediato atenuaba esta efusión con su típica frase adverbial “tal vez”. Como el género autobiográfico se escribe desde las inestables coordenadas de un “yo” que, ubicado en el presente de la enunciación, construye su autofiguración, la trascendencia de cualquier incidente vital es producto de su probable proyección en el futuro, es decir, de qué supuesto efecto tenga en la posteridad y de cómo se codifique respecto de ella. En síntesis, una autobiografía se concibe desde el presente de un “yo” que construye una imagen de sí mismo a cuyas aristas busca ajustar cualquier referencia proveniente del pasado, como se percibe en numerosos pasajes del Ensayo autobiográfico; se trata de un proceso consciente de escritura, en el cual, no obstante, el autor no puede ejercer un control preciso, porque la lengua siempre delata a su usuario.
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*** He querido esbozar primero algunos rasgos generales de la escritura autobiográfica de Borges porque me servirán como contraste de otra práctica del autor: la codificación de datos personales dentro de varios de sus textos cuyo eje estructural no es el género autobiográfico. En este punto, conviene precaverse de incurrir, como acontece con el biografismo ingenuo, en identificaciones mecánicas entre el mundo de ficción y el contexto histórico, ya que Borges incluso solía asignar leves rasgos suyos a personajes cuya intencionalidad última era peyorativa. Esto se percibe, por ejemplo, en Carlos Argentino Daneri, el memorable “escritor” de “El Aleph”, cuya imagen Borges forjó, según declaró crípticamente en una entrevista, a partir de un amigo suyo que había sido incapaz de percibir la punzante broma en su contra. Aunque si se analiza en detalle el relato, se verá que en el personaje de Daneri se cifra más de un referente; por ejemplo, la retahíla de adjetivos mediante los cuales este pretende multiplicar las denominaciones para el color azul con absurdas variantes (“azulado”, “azulino”, “azulenco”, “azulillo”) es una clara alusión a Leopoldo Lugones, no a ningún amigo suyo.1 Asimismo, gracias a una fina y sana autoironía, un aspecto definitorio de Daneri, su trabajo en un cargo “subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur” (OC I 618), es una directa alusión a las labores del propio Borges durante la década de 1930 en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, “localizada en una parte monótona y triste de la ciudad, hacia el sur-suroeste”, como años después confesó en su Ensayo autobiográfico (76). Por cierto: que yo sepa, el estatuto de la autoironía no ha sido suficientemente elucidado por la teoría literaria. A diferencia de la ironía, cuya naturaleza implica, según Linda Hutcheon, un ethos peyorativo y una evaluación del objeto contra el que se aplica, la 1
La prueba es contundente. En su libro sobre Lugones, en cuya elaboración lo ayudó Betina Edelberg, Borges dictamina: “Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azulado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis” (Borges 1997b: 506).
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autoironía funciona con base en una clara intención de defensa por parte del enunciador, quien de esa manera se adelanta a sus posibles detractores para buscar desarmarlos. En varios textos, el autor decide crear una entidad de ficción que comparte su nombre (curiosamente, tan solo el apellido, mediante el cual pedía que la gente cercana se dirigiera a él). Ya en un temprano ensayo, Mijaíl Bajtín había expresado penetrantes ideas sobre este probable fenómeno literario: Cuando un autor-persona vive el proceso de autoobjetivación hasta llegar a ser un personaje, no debe tener lugar el regreso hacia el “yo”: la totalidad del personaje debe permanecer como tal para el autor que se convierte en otro. Hay que separar al autor del personaje autobiográfico de un modo contundente, hay que determinarse a sí mismo dentro de los valores del otro, o, más exactamente, hay que ver en sí mismo a otro... (23).
Este proceso de “autoobjetivación”, como lo llama Bajtín, no creo que se cumpla a cabalidad en ningún escritor, porque no es posible “ver en sí mismo a otro”. En los textos borgeanos a los que me refiero, el autor real no se escinde del personaje. No se trata, claro está, de escritos autobiográficos en el sentido clásico del término, porque el principio estructural que los rige no opera con esa intención central. Además, habría que asumir la cauta actitud enunciada por Robin Lefere: “Con la salvedad de que [en esos textos] nunca se produce una verdadera tematización de la vida del autor, sino que ésta se asoma en la medida en que sirve a un procedimiento que desempeña varias funciones” (154). Más bien son textos de una ambigüedad extrema, a los que apenas desde hace pocos años la crítica se ha acercado con un nuevo bagaje teórico: el de la “autoficción”, cuyo estatuto genérico todavía se discute en la teoría literaria.2 Como se sabe, el término empezó a usarse en la cultura francesa a partir de 1977, luego de la aparición de la novela Fils, de Serge Doubrovsky, donde de hecho se respondió a una de las posibilidades enunciadas por Philippe Lejeune, quien, en su esquema de El pacto autobiográfico, obra difundida en
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Una buena síntesis de las discusiones teóricas sobre el punto, y de su historia, se encuentra en Reisz.
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1975, se refirió a lo que denominó como “casillas ciegas”, las cuales remitían a casos en los que solo de modo parcial se presenta la identidad entre autor, personaje y narrador. Al respecto, se pregunta: “El héroe de una novela ¿puede tener el mismo nombre que el autor? Nada impide que así sea y es tal vez una contradicción interna de la que podríamos deducir efectos interesantes. Pero, en la práctica, no se me ocurre ningún ejemplo” (70). Lejeune no alude a Borges porque él está pensando en una novela, no en textos de carácter narrativo más o menos breves. Sin embargo, es obvio que sí había antecedentes cercanos en la literatura hispanoamericana, donde se producía esa identidad entre el nombre del autor y el del personaje de una novela. En un reciente libro, titulado Autor y autoficción en “Abaddón el exterminador”, Julia Erika Negrete muestra cómo en realidad el argentino Ernesto Sábato, cuya novela es de 1974, antecede en esa práctica al escritor francés; por esa razón, algunos críticos literarios hispanoamericanos han enfatizado, con ánimo reivindicativo, que el “creador” de esa forma literaria (no solo de su denominación) fue Sábato y no Doubrovsky, cuya novela Fils es de 1977. Incluso se podría añadir que Sábato había hecho lo mismo desde 1961 en su novela Sobre héroes y tumbas. En fin, la historia nos ha mostrado que en la cultura no hay paternidades absolutas, sino más bien influencias o coincidencias. Ahora bien, en la contraportada de su libro, Doubrovsky se interroga por la denominación más conveniente para la modalidad que ejercita; luego de descartar con ironía el término “autobiografía” (porque dice que se trata de un privilegio para las personas importantes, que usan un estilo grandilocuente), propone el de “autoficción”, que asocia con la ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales.3 En poco tiempo, el término, al cual se han
3
En varios productivos trabajos críticos, Alfonso de Toro ha discutido este punto, con ejemplos en lengua española o francesa, provenientes de diversas tradiciones culturales (en el caso del segundo idioma, lo mismo los franceses Doubrovsky y Robbe-Grillet que el marroquí Abdelkebir Khatibi). Algunos de estos trabajos están en alemán (lengua que desconozco a plenitud) y otros en francés; en español, véase De Toro, “‘Meta-autobiografía’/‘autobiografía transversal’ postmoderna o la imposibilidad de una historia en primera persona: A. Robbe-Grillet, S. Doubrovsky, A. Djebar, A. Khatibi, N. Brossard y M. Mateo”. A Doubrovsky y a Robbe-Grillet atribuye De Toro la función de haber transformado el paradigma de la anterior autobiografía para proponer un nuevo discurso autobiográfico, que él denomina como nouvelle autobiographie.
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sumado variantes, tuvo un éxito apabullante, pese a las inconsistencias de origen señaladas por José Amícola: La ironía del asunto radica, con todo, en que fue Doubrovsky el menos coherente de los teóricos, puesto que en sus reflexiones posteriores (de 1980 y 1988), asombrado por el éxito de su neologismo, quiso limitar el uso a su propia práctica, una práctica que puede resumirse en lo que él llamó una “novela autobiográfica nominal”: el personaje principal lleva el nombre del autor y en la obra reina el verosímil biográfico. Lo cierto es que el término venía a llenar un formidable vacío, llamando la atención sobre el ingrediente ficcional de algunas obras que parecían cumplir el pacto autobiográfico (192).
Desde una perspectiva histórica, es claro que el fenómeno literario que fundamenta la llamada “autoficción” es de antiquísima raigambre, como lo demuestra Vincent Colonna, primero, en su tesis doctoral, de 1989, y después en su libro, de 2004. En ambas obras, él ofrece una amplia lista de autores que, desde la Antigüedad, ejercitaron procedimientos que hoy podríamos denominar como autoficcionales. Por las páginas de este teórico y crítico circulan numerosos autores, entre los cuales no podía faltar el nombre de Borges. A mi entender, el término autoficción resulta útil porque ofrece la posibilidad de identificar un elemento presente en la literatura desde hace siglos, pero que en las últimas décadas ha alcanzado una presencia reiterada y notable en varias literaturas nacionales de Occidente. En cada caso sería imprescindible diferenciar cuándo un escritor usa la autoficción como procedimiento estructural dominante y cuándo acude a ella como un elemento parcial de una obra. Asimismo, considero que la utilidad del término no debe hacernos olvidar, para el caso del escritor argentino, lo que afirma Susana Reisz, con un sutil tono irónico que juzgo muy sano: “Borges, quien parece haberlo probado todo antes de que los teóricos acuñaran términos técnicos para designar sus invenciones, transgredió repetidamente los límites fijados por la tradición para los géneros literarios” (79). Manuel Alberca, quien define la autoficción como un pacto ambiguo ubicado en un terreno indefinido entre el pacto autobiográfico y el pacto ficcional, elabora una extensa lista de probables autoficciones (301-307). En su inventario hispanoamericano incluye varios textos del escritor argentino: “Hombre de la esquina rosada”, de Historia universal de la infamia (1935);
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“El Aleph”, del libro homónimo (1949); “Borges y yo”, de El hacedor (1960), y “El otro”, de El libro de arena (1975). En todos ellos aparece una entidad ficticia que responde al nombre de Borges, a veces aludido por un tercero, como en el caso del narrador de “Hombre de la esquina rosada”, y en otras por la propia voz enunciadora que se identifica como “Borges”, como sucede en “El Aleph”, uno de cuyos pasajes ofrece una de las más personales, memorables y emotivas frases de su literatura: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges” (OC I 623). *** Me parece que, a la lista de Manuel Alberca, parcialmente estudiada por la crítica, podrían agregarse otros textos, en los que quizá no se ha reparado porque no contienen el nombre “Borges” como tal. Pese a esta ausencia, se construye en ellos una entidad ficticia asociada con el autor. Por cuestiones de espacio, me centraré en uno solo de ellos: “Historia de Rosendo Juárez”, de El informe de Brodie (1970). Este relato pertenece a la intratextualidad borgeana, pues es la continuación explícita del primer cuento de autoría plena del escritor: “Hombre de la esquina rosada”, difundido por vez primera en 1933, en la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica, con el título “Hombres pelearon”, y sumado a Historia universal de la infamia en 1935, bajo el título definitivo con que lo conocemos. Al final de este relato, el cuchillero que está contando un crimen sin nombrar al ejecutor, dice: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre” (OC I 336). En la trama de ese texto, Rosendo Juárez actúa como un cobarde que rehúsa el desafío lanzado por el bravucón e invasor nombrado el Corralero, a quien finalmente asesina el anónimo narrador, con lo cual reivindica el honor de su barra; en el momento de los sucesos, nadie conoce la identidad del justiciero, la cual solo se revela al final del relato, cuando el narrador confiesa a su interlocutor su participación, mientras se dirige a él con el nombre de “Borges”.
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En “Historia de Rosendo Juárez”, el personaje homónimo, quien había sido humillado en “Hombre de la esquina rosada”, ofrece su propia versión de los hechos. A diferencia del narrador anónimo de “Hombre de la esquina rosada”, quien desde el principio asume la voz de manera directa, en una especie de relato oral en primera persona, Rosendo Juárez está mediado por el narrador principal, cuya función consiste, primero, en describirlo y, luego, en cederle la voz. En su intervención inicial, Rosendo explica por qué ha hecho señas a su interlocutor para que se acerque: —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí [...] Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto lo sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios (OC II 410).
En “Historia de Rosendo Juárez” no aparece una sola vez el nombre de Borges, por lo cual cabría preguntarse si en realidad se trata de un caso de autoficción. Sospecho que este ejemplo excede una simple discusión sobre los términos teóricos aplicados, pues el fenómeno literario que se construye es complejo. Como la lectura apropiada de “Historia de Rosendo Juárez” presupone, para su completa descodificación, el conocimiento previo de “Hombre de la esquina rosada”, considero que el nombre de Borges está implícito en el primero. Esto se deduce de la relación entre ambos textos, la cual se podría sintetizar así: en “Hombre de la esquina rosada”, un narrador anónimo cuenta a un destinatario al que llama “Borges” cómo Rosendo Juárez se acobardó al recibir el desafío del Corralero, a quien él mismo finalmente asesinó; en “Historia de Rosendo Juárez”, otro narrador anónimo relata cómo Rosendo Juárez se acercó a él para darle su versión de los hechos, mediante la cual busca desmentir lo que su interlocutor puso en una “novela”. A mi entender, la clave reside en la función de escritor de “Borges”, enunciada con inocencia por Rosendo Juárez, cuya falta de familiaridad con los artificios literarios no le permite distinguir entre una novela y un cuento, pero sí adjudicar a su interlocutor la autoría del relato donde se le presentó como un cobarde. Obviamente, este juego literario se beneficia de la herencia de Cervantes, en
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particular de su construcción de los nexos entre la primera y la segunda parte de El Quijote. De manera semejante al genio de Lepanto, el escritor y personaje histórico Borges construyó un delicado entramado donde su personaje Rosendo Juárez ya sabe que “Borges”, el personaje de ficción que es además escritor, ha contado en una obra literaria cuál fue la supuesta reacción de Juárez (“supuesta” porque él la niega). Ambos niveles se contaminan mutuamente de ficción y realidad. Además, no obstante su distancia respecto de la cultura letrada, en su relato oral Rosendo es capaz de describir al personaje que, por instrucciones del caudillo Nicolás Paredes, redacta una carta de recomendación para él: “La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés de un público ilustrado” (OC II 412). Ese mocito vestido de negro remite a Evaristo Carriego, cuyo nombre está ausente, pero no así su caracterización, elaborada mediante rasgos provenientes de la falsa biografía sobre él escrita por Borges bajo el simple título de Evaristo Carriego. En cuanto a la incipiente crítica literaria practicada por Rosendo, se trata de un rasgo autoirónico, porque, en efecto, en el medio al que pertenecía Borges, es decir, el “público ilustrado”, no debería haber interés por los asuntos de las orillas y los cuchilleros. *** Ahora bien, me pregunto ¿qué ofrece a un autor esa variante de escritura que se ha denominado autoficción? A mi entender, un abanico más amplio de opciones que las que posibilita la autobiografía en sí. El componente ficcional de este último género siempre tiene restricciones precisas, marcadas por elementos extratextuales. En el caso de Borges, el contrato de lectura del libro Evaristo Carriego, basado en la intención biográfica, suscita dudas sobre la pretendida familiaridad del autor con personajes marginales como Nicolás Paredes, a quien declara haber tratado con cierta confianza, aunque es un personaje histórico perteneciente a un círculo social lejano a la familia del escritor. En cambio, “Hombre de la esquina rosada” o “Historia de Rosendo Juárez” plantean otro modelo, pese a sus alusiones al Borges histórico, directas en el primer texto y derivadas en el segundo; es decir, cuando el
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lector entiende que la ficción es el componente estructural básico (aunque no exclusivo) de esos dos relatos, interpreta que los personajes son entidades ficticias, cuyos rasgos pueden coincidir parcialmente con algunos del autor real (reitero: la descodificación de esto último depende también de las capacidades del receptor). Como adelanté, algunos de los textos de Borges afiliados a la autoficción han sido ya analizados por la crítica. Aquí, me interesa ahora examinar un texto narrativo suyo donde él construye una ficción autobiográfica próxima a lo fantástico: “El otro”. Este relato abre la breve y tardía colección de textos narrativos de 1975 titulada El libro de arena, obra que, junto con El informe de Brodie (1970), representó el regreso del autor a la narrativa en esa década. Su incipit es representativo del desarrollo del texto: “El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí” (OC III 11). Después de que el narrador precisa las circunstancias temporales y espaciales, eran las diez de la mañana y él estaba instalado en un banco del río Charles, enuncia un indicio del relato: “Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya ese momento” (OC III 11). Desde 1928, en su texto ensayístico “Sentirse en muerte”, del libro El idioma de los argentinos, Borges había mencionado la posibilidad de que un solo instante repetido pudiera implicar la anulación del tiempo, en cuanto devenir diferenciado, ya que amenazaría con un tiempo cíclico. En “El otro”, esta percepción especial preludia un acontecimiento extraordinario, pues el narrador describe que no se encuentra solo en la banca, donde también está sentada otra persona, cuya denominación indefinida proporciona el título del cuento: “El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera, de Elías Regules” (11). Según la lógica elemental, el “yo” debería diferenciarse de cualquier “otro”; sin embargo, aquí ese “yo” se reconoce de inmediato también como un “otro”; gramaticalmente, es como si expresara “yo soy otro”.
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En una práctica paratextual recurrente en su escritura, Borges proveyó a la mayoría de sus libros de prólogos o epílogos, mediante los cuales intentó dirigir la lectura de sus receptores. El libro de arena está acompañado de un epílogo mínimo, de apenas dos páginas, donde el espacio dedicado a su relato “El otro” es el más amplio de todos. Allí empieza diciendo sobre su texto: “El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre afortunada pluma de Stevenson” (OC III 72). Sin duda, uno de los textos aludidos es la novela de Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de 1886. Pero si se reflexiona un poco en la estructura de esta obra, se recordará que la igualdad entre los dos personajes anunciados en el título se revela al lector de manera gradual; al principio, los nexos entre el respetable doctor Jekyll y el crápula señor Hyde son un enigma. Este solo se devela de manera paulatina, cuando, ya avanzado el texto, el lector descubre que esos dos personajes, tan disímiles en su apariencia y conducta, son uno mismo. Este rasgo singular fue percibido por Borges en su reseña de la versión cinematográfica de la novela, donde él contrasta el desarrollo de la trama en la novela con el de la película, protagonizada por Spencer Tracy en 1941. De la primera dice: “En el libro, la identidad de Jekyll y de Hyde es una sorpresa: el autor la reserva para el final del noveno capítulo. El relato alegórico finge ser un cuento policial; no hay lector que adivine que Hyde y Jekyll son la misma persona; el propio título nos hace postular que son dos” (OC I 285). Según Borges, trasladar este procedimiento al cinematógrafo era sencillo: bastaba con usar dos actores diferentes, en quienes confluyeran algunos rasgos que finalmente justificaran su identidad coincidente. Sin embargo, el director de la película procedió de otra manera, según indica Borges con la sutil ironía que ya desde entonces manejaba: “Más civilizado que yo, Victor Fleming elude todo asombro y todo misterio: en las escenas iniciales del film, Spencer Tracy apura sin miedo el versátil brebaje y se transforma en Spencer Tracy con distinta peluca y rasgos negroides” (OC I 285). No en balde su reseña se tituló, hábilmente, “El Dr. Jekyll y Edward Hyde, transformados”; no se refería a la transformación de los personajes visible en la novela, sino a la película, cuya adaptación no había captado el sentido profundo del texto literario. La comparación entre la novela de Stevenson y el relato de Borges revela una diferencia sustancial entre estos textos respecto del argumento, porque
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en el caso del argentino se anuncia desde el principio que el yo de la narración y el supuesto otro son uno mismo, gracias a la primera persona de singular usada en la frase entre paréntesis, donde al significado de la oración “el otro silbaba”, se yuxtapone una frase en principio contradictoria: “yo mismo era quien silbaba”. De este modo, el autor renuncia a construir un contrato de lectura de carácter mimético realista, el cual es típico en la literatura fantástica clásica. Después, “El otro” desarrolla esa identidad y a la vez otredad entre los dos interlocutores. El viejo sentado en la banca pregunta al joven: “—Señor, ¿usted es oriental o argentino?” (OC III 11). Luego de que el interlocutor responde, previsiblemente, que es argentino y que desde el año catorce vive en Ginebra, el anciano emite una pregunta que es más bien una afirmación: “—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?” (11). La respuesta positiva genera una deducción contundente: “—En tal caso— le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge” (11). Sin embargo, el otro no concuerda: “—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana” (11). De nuevo, la identidad entre ambos se plantea con una irrupción gramatical: el otro es capaz de responder con la propia voz de su interlocutor. Pese a esta ligera coincidencia, el segundo de los actores del diálogo fantástico considera que se encuentra en otro espacio y tiempo, si bien también señala semejanzas: “—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris” (12). Después, el relato se centra en el diálogo mediante el cual el Borges viejo intenta convencer al Borges joven de que ese suceso insólito es verdadero, es decir, que son dos y uno mismo, anclados en dos tiempos y espacios diferentes pero coincidentes. En la conclusión de su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, de Otras inquisiciones, el escritor argentino afirma que negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son “desesperaciones aparentes y consuelos secretos” (OC II 148). Estas tres categorías —el yo, el tiempo y el espacio— son también el fundamento de nuestro conocimiento del mundo, cuya ruptura es recurrente en la literatura fantástica clásica. La ciencia racional y empírica con la cual entendemos el mundo se basa en una lógica de la disyunción, donde las categorías son excluyentes, de acuerdo con pares dicotómicos: yo-tú, vivo-muerto, aquí-allá, etcétera. En cambio, la postulación
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fantástica acude a una lógica de la conjunción, donde estas categorías coexisten: por ejemplo, un personaje puede pertenecer al mundo de los vivos y de los muertos al mismo tiempo, o estar en dos tiempos o espacios distintos.4 En suma, casi desde su arranque, el relato “El otro” plantea la conjunción de los opuestos: un yo que es un tú, una ciudad de Cambridge que es también Ginebra (como el río Charles es el Ródano) y una temporalidad fijada tanto en 1918 como en 1969. Sin embargo, todo ello no se produce mediante los mecanismos retóricos propios de la literatura fantástica, pues, para empezar, no hay una mímesis realista inicial, que propicie la construcción de un mundo familiar y cognoscible para los personajes, en el cual irrumpiría un único hecho insólito que transgreda la confiada cosmovisión de los personajes y los desestabilice. Si acaso, el narrador y protagonista sufre una especie de asombro, o sea, una extrañeza de carácter intelectual, no emotiva ni física. Asimismo, tampoco se presenta la famosa “vacilación” fantástica de Todorov; o, si acaso, esta duraría apenas unos segundos. A mi parecer, Roger Caillois sintetizó muy bien qué sucede en un texto de esta naturaleza cuando dijo que lo fantástico implicaba una “irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana...” (35). Sería pertinente reiterar que, por lo general, esa irrupción se produce dentro de un mundo ficcional de carácter realista, el cual solo en segunda instancia se identifica con el mundo real y concreto del lector mismo. Ahora bien, en “El otro”, el diálogo entre el anciano y el joven es planteado por el primero como un recurso para probar a su interlocutor que ellos dos son uno mismo; mediante una deducción lógica, aduce que, como son la misma persona, él le podrá decir cosas íntimas que solo el propio Borges sabría. Sin embargo, el joven no está del todo convencido, porque asegura que, si él es quien está soñando, resulta lógico que la entidad soñada sepa lo mismo que él sabe. Entonces el Borges anciano le contesta: “—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no” (OC III 12). Luego, el joven pregunta con ansiedad: “—¿Y si el sueño durara? (12). La respuesta es directa: “—Mi sueño ha durado ya setenta años” (12). Si no me equivoco, 4
Véase la noción de literatura fantástica que manejo en “El concepto de literatura fantástica”.
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de manera sutil Borges introduce aquí una reflexión filosófica de tendencia idealista, con ecos de Hume y Schopenhauer; por ejemplo, a él le gustaba recordar que el segundo filósofo aseguraba que la diferencia entre los sueños y la realidad es que en esta última hay continuidad; por eso el Borges anciano declara que su sueño ha durado ya setenta años (en consonancia con la edad verdadera del escritor en el momento en que se difundió el texto). En su relato “El otro”, el autor también juega con un elemento presente en muchos textos fantásticos clásicos: el objeto testimonial, cuya función, en general, consiste en confirmar que sucedió algo extraordinario, aunque no sea posible saber con certeza cómo (la explicación implicaría la sustitución del paradigma realista por otro). Al final del diálogo entre el Borges anciano y el Borges joven, el primero solicita de regalo unas monedas, mientras él entrega “uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño” (OC III 15). Después de examinarlo con avidez, el otro exclama, asombrado: “—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro” (15).5 Luego, el narrador aclara entre paréntesis, de nuevo mediante la recurrente escritura oblicua de Borges: “(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha)” (16). Se entiende que el Borges anciano es ciego —rasgo ineluctable que también ha augurado para el futuro del joven—, por lo cual en ese momento no podría ver en detalle un billete. Sin embargo, el contrato de lectura propuesto al 5
Aunque parezca increíble, tratándose de un escritor con el estatuto ya clásico de Borges, las ediciones de su obra no coinciden en la fecha impresa en el billete. En la que uso, dice claramente, incluso con letra, “mil novecientos sesenta y cuatro”. Sin embargo, en otras se indica, con número, “1974” (de seguro esa errata se coló en la revisión de pruebas de imprenta). Este último dato posibilita otra interpretación crítica: “Para el lector implícito, empero, la fecha 1974 resulta igualmente futurista, ya que la diégesis está situada en el año 1969...” (Schlickers 309). Borges había ejercitado un juego literario todavía más arriesgado en 1940, pues las dos primeras ediciones de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (en la revista Sur y en la Antología de la literatura fantástica) tenían ya la posdata (entonces imposible) que conocemos, fechada en “1947”. Con el paso de los años, en las posteriores ediciones se diluyó este recurso (por ejemplo, un lector de la década de 1950 ya no se sorprendía con esa fecha, menos aún si consultaba una edición de ese decenio). Por si esto fuera poco, la posdata también había jugado, en ambos casos, con la idea de que se había reproducido el artículo tal como había aparecido en ese mismo espacio tipográfico (de Sur o de la Antología, respectivamente); es decir, un juego tautológico que rompía con cualquier categoría espacio-temporal.
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confiado receptor se disloca si acaso este dispone de un billete bancario de los Estados Unidos, donde, al contrario de lo que asegura el texto, sí se indica el año en el cual fue emitido. Además de ilustrar los sorprendentes recursos de Borges, quien suele jugar con sus lectores de maneras sutiles, este detalle, nimio en principio, mina nuestra confianza en el narrador, aspecto sustancial en cualquier relato, ya sea realista o fantástico. En el inmediato nivel de la diégesis, el narrador desmiente a su interlocutor enunciando un hecho contundente: los billetes estadounidenses no tienen fecha (aunque esto se dilucida tan solo para el lector, porque sería un conocimiento posterior al encuentro fantástico). Esta circunstancia parece todavía más objetiva porque él, un ciego, se auxilia después de un tercero, quien le indica que esos billetes de banco carecen de fecha. Se trata de un elemento determinante para la probable caracterización fantástica del texto, ya que remite al clásico objeto testimonial de ese género literario, según intentaré explicar en detalle. *** En su famoso ensayo “La flor de Coleridge”, del libro Otras inquisiciones, Borges recuerda una inconclusa novela del “triste y laberíntico” (OC II 18) Henry James: The Sense of the Past (El sentido del pasado), cuyo protagonista viaja increíblemente al pasado, acicateado por un retrato suyo que alguien pintó en el siglo xviii. En principio, ese pintor pretérito se rehúsa a retratar al viajero del futuro, aunque finalmente, con “temor y aversión” (18), cede ante la extraña insistencia (generada a sabiendas de que ese cuadro ya preexiste en el futuro). Así, “La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje” (18); se crea pues un incomparable y paradójico regressus in infinitum: el protagonista viaja al pasado porque lo fascina un antiguo retrato suyo, pero este requiere, para existir, que él se traslade al siglo xviii. Deseo mencionar que, en 1980, la industria cinematográfica de Hollywood realizó, bajo el título Somewhere in Time (en español: Pide al tiempo que vuelva o En algún lugar del tiempo), una interesante adaptación de la novela de Richard Mateson Bid Time Return (1975), que a su vez está inspirada en la obra de James, aunque cambiando el motivo central por otro de éxito comercial casi infalible: una historia de
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amor. En la escena inicial, una anciana se acerca al joven protagonista para insinuarle: come back to me (“regresa a mí”), mientras le entrega un reloj antiguo; luego de investigar que esa extraña mujer fue una actriz de teatro, él viaja al pasado de un modo mágico, con la finalidad de buscarla. El amor que se desarrolla entre ellos termina de manera abrupta, porque el hombre, ya felizmente instalado en el pasado, encuentra por casualidad entre su ropa una moneda del futuro del cual proviene, cuya visión lo regresa a la situación inicial. Pero como al retornar al presente posee ya esa memoria de un amor maravilloso, intenta con desesperación volver de nuevo al pasado. Este melodrama hollywoodiense concluye trágicamente, pues el protagonista muere de inanición en el intento. He aludido a este film no como una mera digresión, sino porque, además de basarse indirectamente en una obra citada por Borges, también contiene el motivo de la moneda o del billete de banco, aunque con un sentido negativo, porque el protagonista no puede permanecer en el feliz pasado precisamente porque encuentra un objeto con la marca temporal de su propio presente inicial (o futuro, dependiendo desde dónde se considere). Las fechas son incompatibles; o, para decirlo en términos borgeanos, un solo objeto puede contaminar de irrealidad todo lo demás. Por supuesto que el juego de Borges es mucho más complejo, en todos los niveles, que bordean la paradoja y, literalmente, el engaño: por ejemplo, cuando refiere, falazmente, que meses después alguien le indicó que los billetes de banco no tienen fecha, lo cual podría engañar a muchos lectores reales, si estos no poseen un billete de Estados Unidos. Por cierto: la complejidad y riqueza de su literatura es tal que considero pertinentes las nuevas aproximaciones críticas, como la que ensaya Schlickers desde el concepto de narración perturbadora, que define, de manera general, como “una combinación de recursos que se ubican en tres categorías narrativas: la estrategia engañosa, la paradójica y la enigmática” (11). En el relato de Borges, el objeto testimonial no tiene una mínima función transgresora. El motivo del “billete imposible”, como se podría denominar, solo produce entre los interlocutores un ligero asombro, por su conciencia de estar testimoniando algo supuestamente imposible. De hecho, así se percibe en las palabras pronunciadas por el joven al ver la fecha improbable del billete: “—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado
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horrorizados” (16). El texto remite aquí tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento; se trata de lo que el autor deduce que sintió Moisés en su encuentro con la zarza ardiente, y que Borges denominó, en uno de los versos de su “Poema de los dones”, como el “vago horror sagrado” (OC II 188). La alusión bíblica introduce un elemento más: la posibilidad de calificar algo como milagroso, con lo cual el texto se acercaría a una línea ajena a lo fantástico. Según una concepción histórica del género fantástico, este habría surgido cuando se rechazaron las explicaciones milagrosas para los sucesos extraordinarios; si algo insólito se justificaba por medio de un milagro, entraba más bien en el terreno de las explicaciones religiosas, no de lo fantástico. Por si esto fuera poco, el objeto testimonial desaparece de inmediato. Así, el narrador describe cuál fue la contrastante actitud asumida por ambos al recibir el intercambio de objetos: mientras el otro “hizo pedazos el billete”, él “guardó la moneda” (16), la cual poco después tiró al río. A la lucubración del joven de que el suceso es un milagro, el anciano reacciona: “Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios” (16). En la primera frase resuena una de las ideas sobre la concepción de lo fantástico enunciadas por Borges (1967) en un folleto, el cual, me parece, no fue recopilado en ninguno de los volúmenes de sus obras completas. Ahí, él indicaba que lo fantástico resulta más eficiente cuando se funda en un solo acontecimiento extraordinario. Conviene advertir que, en su relato “El otro”, él usa más bien el término tradicional de “sobrenatural”. En efecto, la repetición reiterada de un hecho extraordinario lo convertiría en familiar. Por ello, previsiblemente, el anciano no asiste a la cita del día siguiente, y presupone que el otro tampoco lo habrá hecho. Al final del texto, el escritor anuda dos aspectos esenciales del relato: la concepción idealista de la realidad y el objeto testimonial de la literatura fantástica: He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo. El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la fecha imposible en el dólar (16).
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¿Qué significa soñar a alguien “rigurosamente”? Creo que la clave está en “Las ruinas circulares”, cuyo protagonista, el mago: “Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad” (OC I 451). A semejanza de la conclusión de ese texto, donde el hombre que anhela crear a su hijo soñándolo se percata de que él mismo es una entidad soñada, en “El otro” el joven Borges no puede soñar “rigurosamente” al Borges anciano. Por ello le queda, apenas, la fecha imposible y efímera del billete. Las estrategias visibles en “El otro” son recurrentes en el escritor, quien las empleó en su narrativa clásica de la década de 1940, cuando construyó relatos que bordean los límites de lo fantástico: desde “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” hasta “El Aleph”. En este último, por ejemplo, el narrador convence a su lector de que ha percibido el Aleph, ese pequeño objeto mágico que contiene el universo; sin embargo, en la posdata añade que tal vez ha visto un falso Aleph; y, en el último párrafo, incluso se pregunta si existe el Aleph; todo ello desestabiliza totalmente al receptor. Estrategias semejantes usa en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, difundido por partida doble en 1940, primero en la revista Sur y después en la Antología de la literatura fantástica, compilada por él mismo, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Solo me detengo en su final, donde el narrador anuncia la paulatina intromisión del mundo de “Tlön” en el nuestro: “Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne” (OC I 443). Si no me equivoco, este final delata la influencia de la novela de H. G. Wells The Croquet Player (1936), que Borges reseñó en 1937, apenas un año después de su aparición en Londres. En esa obra, Wells elabora una parábola donde un personaje cuenta a otro una serie de malignos sucesos extraordinarios que anuncian el Apocalipsis del mundo. Sin embargo, su interlocutor reacciona de manera indolente, pues, en la frase con la que concluye la novela, le dice que, en ese momento, no lo puede atender porque tiene otros compromisos: “I don’t care. The world MAY be going to pieces. The Stone Age may be returning. This may, as you say, be the sunset of civilization. I’m sorry, but I can’t help it this morning. I have other engagements [...] I am going to
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play croquet with my aunt at half-past twelve today” (Wells 1936).6 Como sabemos, a Borges no le gustaban los juegos o deportes; creo que ello influyó en su invención de un final más intelectualizado para “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuyo narrador se distrae en una traducción quevediana de Browne, sin preocuparse por el hecho de que el mundo esté siendo invadido paulatinamente por el universo alterno de Tlön. En general, la crítica académica se divide al momento de calificar este tipo de textos. Para algunos, se trata de la tendencia fantástica permanente en su obra. Para otros, en cambio, falta en ellos el contrato de carácter realista mimético propio de la literatura fantástica clásica. Más cauto, en “El otro”, el autor hace que el Borges anciano, al enlistar las futuras actividades literarias del joven Borges, le diga que en su destino estará escribir “cuentos de índole fantástica” (13), entre los cuales se encontraría, claro está, el propio texto de “El otro”. He mencionado estos antecedentes de los textos de Borges ligados con lo fantástico, los de “El Aleph” y “Tlön”, porque me parece que preludian el tono del relato “El otro”, donde el encuentro entre el Borges anciano y el Borges joven apenas produce una reacción recíproca de incertidumbre y escepticismo. Ignoro si una autoficción pudiera alcanzar los límites de un texto fantástico clásico, es decir, la desestabilización plena del receptor, pero sus textos suelen rondar por otros caminos. Nunca le interesó provocar terror o miedo en los lectores. Incluso su cuento “There Are More Things”, de El libro de arena, que él calificó lapidariamente como una lamentable parodia de Lovecraft, se detiene en el momento en que el narrador está a punto de percibir a una entidad viva proveniente de otro planeta; así, de forma tácita, él rechaza la afirmación hiperbólica de Lovecraft de que la esencia de lo fantástico reside en el miedo que genere entre sus lectores (12). Reitero que “El otro” y toda la literatura de Borges que bordea lo fantástico nunca se plantea como propósito generar miedo en el lector, pues este es afectivo; más bien, él busca provocar una incertidumbre de carácter intelectual. En otras palabras: no quiere generar miedo, sino asombro y dudas.
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En español: “No me importa. El mundo puede estarse cayendo en pedazos. La Era de Piedra podría regresar. Esto podría ser, como usted dice, el ocaso de la civilización. Lo siento, pero no puedo remediarlo esta mañana. Tengo otros compromisos [...] Voy a jugar croquet con mi tía hoy, a las doce y media” (la traducción es mía).
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*** He realizado este largo recorrido por un texto autoficcional de Borges para mostrar cómo, en su obra, la clasificación genérica suele ser un mero punto de partida. En “El otro”, él forja una autoficción al mismo tiempo que imprime un giro diferente a su larga relación con la literatura fantástica. Ahora bien, como interrogante final, me pregunto si en sus textos de autoficción se produce esa “autoobjetivación” de la que hablaba Bajtín, citada páginas arriba; es decir, la posibilidad de que el autor-persona se convierta en alguien más, realmente distinto del personaje de ficción de sí mismo que elabora. No aventuro una respuesta, sino una simple reflexión general, a partir de un breve comentario sobre su poema en prosa “Borges y yo”, el cual quizá sea su autoficción más famosa. Ahí, desde el incipit, se plantea una dualidad: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (OC II 186). Grosso modo, parecería que hay un Borges público y otro privado; el primero escribe, el segundo no. Sin embargo, la última línea, separada del resto del texto y que constituye un solo párrafo, revela una paradoja, porque el yo que habla confiesa: “No sé cuál de los dos escribe esta página” (186). Paradoja porque se supone que el otro es quien ejerce la profesión de escritor, aunque los lectores han asistido a la creación de una espléndida página por parte del Borges que, supuestamente, no está capacitado para escribir. Así, el texto “Borges y yo” plantearía, al menos, la existencia de tres entidades, las cuales en ningún momento se escinden, ni tienen autonomía. En los textos en que Borges prolifera en numerosos Borges, el escritor ficcionalizó múltiples facetas de sí mismo, inventadas o históricas. Respecto de la deficiente realización cinematográfica de la novela de Stevenson, él dijo que sería posible concebir un film de otra naturaleza: “Más allá de la parábola dualista de Stevenson y cerca de la Asamblea de los pájaros que compuso (en el siglo xii de nuestra era) Farid udnin Attar, podemos concebir un film panteísta cuyos cuantiosos personajes, al fin, se resuelven en Uno, que es perdurable” (OC I 285). Del mismo modo, quizá sea posible concluir, precariamente, que Borges es Uno, múltiple y siempre perdurable.
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Olea Franco, Rafael. “El concepto de literatura fantástica”. En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárcena, Fuentes y Pacheco. Ciudad de México/Monterrey: El Colegio de México/Conarte de Nuevo León, 2004, pp. 23-73. Reisz, Susana. “Formas de la autoficción y su lectura”. Lexis, vol. 40, nº 1, 2016, pp. 73-98. Schlickers, Sabine y Vera Toro. La narración perturbadora: Un nuevo concepto narratológico transmedial. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2017. Toro, Alfonso de. “‘Meta-autobiografía’/‘autobiografía transversal’ postmoderna o la imposibilidad de una historia en primera persona: A. Robbe-Grillet, S. Doubrovsky, A. Djebar, A. Khatibi, N. Brossard y M. Mateo”. Estudios Públicos, nº 107, 2007, pp. 213-308. Wells, Herbert George. The Croquet Player. London: Chatto and Windus, 1936, , Consultado el 04 de octubre de 2019.
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EL AUTOR COMO PERSONAJE AUTOFICCIONAL FANTÁSTICO EN ABADDÓN EL EXTERMINADOR DE ERNESTO SÁBATO Julia Erika Negrete Sandoval Universidad de Guanajuato
Cuando publica Abaddón el exterminador en 1974, Ernesto Sábato ya había mostrado un interés abierto por los asuntos sobrenaturales, fenómenos ajenos a toda comprobación y explicación racional. Desertor de la ciencia, buscó mediante la literatura las respuestas a las preguntas sobre la existencia humana, que las leyes y los cálculos científicos no pudieron darle. Tanto en sus ensayos como en sus novelas, el escritor argentino deja ver cómo sus preocupaciones metafísicas desembocan muchas veces en la aceptación de la influencia de lo demoníaco en las acciones humanas y del mal como la manifestación de fuerzas oscuras misteriosas e irracionales. En El túnel (1948) lleva a cabo la primera aproximación a sus obsesiones mediante el detallado examen de la psique de Juan Pablo Castel para encontrar los motivos que lo llevaron a terminar con la vida de su amada María Iribarne. Que los actos de Castel son excesivos y su comportamiento, inexplicable e injustificado muestra que la conducta humana se rige muchas veces por fuerzas misteriosas que escapan a nuestra comprensión y control. El descenso al subsuelo que realiza Fernando Vidal en Sobre héroes y tumbas (1961) y la obsesiva investigación para dar con la Secta de los Ciegos serán la segunda tentativa de demostrar el alcance de las potencias sobrenaturales y su terrible influencia en los actos de este personaje. Abaddón viene a ampliar el sentido de El túnel y Sobre héroes y tumbas al revelar la procedencia de sus personajes centrales y confirmar la conexión de las tres historias con las fuerzas malignas representadas por la Secta de los Ciegos.
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El motivo del recorrido a través de pasajes subterráneos habitados por la oscuridad, por criaturas de la noche y seres que representan la encarnación del mal se desarrolla en las tres novelas; sin embargo, es en Abaddón donde el elemento sobrenatural se convierte en el pan de cada día de los personajes y el aspecto simbólico amplía su significación. Por eso, esta novela es, sobre todo, una muestra clara de que la ficción es el lugar de lo imposible, el espacio donde las tramas inverosímiles cobran vida. Un universo donde el escritor puede transformarse, desdoblarse, existir como Otro que sin ser él, o no del todo él, usurpa su imagen y acaba, muchas veces, por suplantarlo en el otro universo, el real. En esta novela asistimos al desarrollo de una trama que parece ir in crescendo hacia un territorio donde lo que se había leído como autobiográfico se abandona por completo a una invención que se aparta de cualquier referente. En este punto se producen ciertos fenómenos que sobrepasan toda explicación convencional y se ubican en un plano próximo a lo fantástico; sucesos totalmente subjetivos que, sin embargo, pueden ser descritos en términos de su carácter terrible y de la forma en que alteran el orden de la realidad del personaje. De ahí que estas páginas tengan como propósito explorar esa zona donde el yo autoral ficcionalizado se enfrenta con lo fantástico para intentar resolver su crisis de identidad. ABADDÓN entre la autoficción y lo fantástico En Abaddón, el protagonismo de la figura del autor se revela de múltiples maneras: desde la reflexión metaliteraria hasta los desdoblamientos y transformaciones que lo ubican en un plano desde el cual accede a una especie de autofiguración simbólica; es decir, aquella que representa al escritor como alquimista de la palabra, como visionario y ser inmortal. Mediante la exploración de su identidad a partir de las dimensiones “irreales”, Sábato apuesta a crear una imagen mucho más real y “total”, para usar uno de sus términos predilectos, no solo del artista, sino también del hombre que lo encarna: un ser dominado por fuerzas oscuras cuyo mejor medio de liberación es la escritura. Siempre en persecución de sí mismo, el Sabato de Abaddón termina por disgregarse y reconocer que para reconstruir su identidad necesita transfigurarse en otro.
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El autor como personaje autoficcional
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Para describir la participación del autor en su mundo de ficción sigo el concepto de autoficción, a sabiendas de su indeterminación genérica y de la permeabilidad de sus fronteras, pues algunos de los elementos que la caracterizan proporcionan herramientas para interpretar el protagonismo del autor dentro de una narración ficcional. En Abaddón no son totales la narración homodiegética ni la identidad nominal entre autor, narrador y personaje que algunos teóricos (Colonna, Alberca) consideran requisito en las autoficciones. Hay un narrador en tercera persona que enuncia más de la mitad de la narración, mientras que el resto está narrado en primera persona por el personaje llamado unas veces Sabato, otras S. y otras cuantas Ernesto Sabato.1 La prominencia del autor, el peso autobiográfico tanto de su caracterización como de los contenidos de la novela, el diálogo intertextual con el resto de la obra de Sábato y el autocomentario, son algunos de los índices que la acercan a la autoficción si atendemos al sentido architextual que Vera Toro atribuye al término: La autoficción literaria se manifiesta en un texto narrativo y ficcional y se basa en una constelación paradójica de sus instancias textuales: la persona del autor real se ficcionaliza mediante referencias biográficas y/u otras características claramente reconocibles, sea el personaje del narrador homo o autodiegético o en otros personajes. Al mismo tiempo, la ficcionalidad del texto se ostenta claramente, es decir, la autoficción siempre es metaficcional. Su enfoque temático no se restringe a lo autobiográfico sino abarca explícita o implícitamente el campo amplio de la procesualidad de la escritura y la ficción literaria misma (108).
Descripción que, como anillo al dedo, enuncia los rasgos autoficcionales de Abaddón. Y si a lo anterior añadimos el ingrediente de cierta inverosimilitud contenida en los momentos de crisis que acompañan al personaje en la forma de transformaciones insólitas, los lindes de Abaddón con lo fantástico intensifican la condición paradójica que caracteriza las autoficciones y nos enfrentan a una figuración construida sobre la base de la otredad. 1
A fin de distinguir entre el personaje de la novela y el autor, utilizo la forma castellanizada con el acento ortográfico (Sábato) cuando me refiera a este último, y la forma no acentuada para el personaje, tal como aparece en la novela, aunque es bien sabido que en los últimos años de su vida el escritor argentino decidió usar el apellido en su forma original no acentuada proveniente del italiano.
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Ya Pablo Sánchez López ha hecho notar que en Abaddón lo sobrenatural se vuelve normal y consigue la aceptación del lector gracias a dos factores decisivos: la crítica de Sábato al racionalismo y su poética “basada en el concepto romántico y simbolista del poder visionario del escritor y en la convicción de que la novela tiene una mayor capacidad epistemológica con respecto al conocimiento racional, porque recupera el pensamiento mítico” (90). En efecto, Abaddón está escrita a partir de la veta romántica y metafísica que no solo destaca el poder visionario del artista, sino también el reconocimiento de la intervención de fuerzas sobrenaturales venidas de la realidad interior del ser humano y no de un afuera extraordinario. El mal, desde la perspectiva sabatiana, se aloja en las regiones oscuras del alma o la conciencia, y por eso el demonio convive con nosotros hasta en los actos más cotidianos. Lo maligno, manifestado en formas distintas, es uno de los mecanismos que hacen funcionar la novela, por mucho que en ciertos momentos esa férrea convicción de Sábato en la existencia de fuerzas oscuras no se sustente más que en su propia fe y, en última instancia, en la producción de situaciones inverosímiles que, en cambio, sí explican la angustia del escritor, su crisis creativa y su pretendido fracaso: visiones, desdoblamientos, metamorfosis y sueños son, entre otras, las situaciones límite mediante las cuales asistimos también al diálogo intertextual y al rescate de la tradición literaria de donde el autor abreva su credo estético. Abaddón no es precisamente una novela fantástica ni una autoficción fantástica en el sentido propuesto por Vincent Colonna, porque no hay una transfiguración total de la existencia y la identidad del protagonista; este no se convierte, como asegura Colonna, “en un personaje extraordinario, en puro héroe de ficción, del que a nadie se le ocurriría extraer una imagen del autor” (85). Abaddón es, como lo he destacado en otro lugar (Autor y autoficción), un rizoma (Deleuze y Guattari) que crece en todas direcciones y se nutre de sustancias muy diversas. Lo fantástico es solo una de ellas. Además de determinar su carácter autoficcional, la presencia del autor como personaje desempeña un papel importante en el desenvolvimiento de situaciones extraordinarias y en la reflexión a propósito de ellas. A Sabato no le basta con introducir sesiones espiritistas, exorcismos y personajes siniestros que lo persiguen, sino que arma todo un juego de argumentación para explicar dichos fenómenos, probar su existencia y preparar así al lector para aceptar
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la verdad, si bien simbólica, de los sucesos extraños a los que será sometido. De este modo, la novela nos coloca frente a lo fantástico, cuyo antecedente se encuentra, como la misma obra sabatiana, en el romanticismo, de donde rescata la interioridad como origen de lo “Otro”, de eso que irrumpe y trastorna el orden natural del mundo habitado por los personajes. Lo fantástico aquí se debe entender en su acepción más general, ya sea como “categoría estética, literaria o descriptiva” (Morales 48), o como estrategia textual o sistema (Nieto 54), descrito en términos de la “transgresión” (Campra, Bravo) y la “irrupción” (García Sánchez) de un orden de realidad (el de lo sobrenatural, lo misterioso o lo insólito) en otro (el de la cotidianidad de los personajes). O en todo caso, como un territorio fronterizo “en el que conviven dos órdenes que, al ponerse en contacto, propician una franja conflictiva dentro de cuyos estrechos límites es posible hablar de fantástico” (Morales 48), esa zona donde tiene lugar “una irrupción de lo sobrenatural en el orden de lo natural, su inversión o la relativización de esa regla” (Nieto 65). David Roas recoge en su definición los aspectos señalados por otros teóricos y hace de su propuesta una herramienta útil para interpretar la literatura fantástica contemporánea desde presupuestos más flexibles que el canónico estudio de Todorov. Roas insiste en que el efecto fantástico se produce a partir de la desestabilización de lo cotidiano que desfamiliariza al personaje (y de paso al lector) de su realidad habitual; introduce además otro elemento fundamental para entender la naturaleza de textos en los que, como Abaddón, lo perturbador es algo más que lo sobrenatural: La desestabilización de nuestra idea de lo real —como eje de lo fantástico— suele ir acompañada de otro de los temas centrales de la literatura contemporánea: la crisis de la identidad. Las narraciones fantásticas ofrecen un retrato del individuo actual como un ser perdido, aislado, desarraigado, incapaz de adaptarse a su mundo, tan descentrado como la realidad en la que le ha tocado vivir (eso conduce también a explorar patologías oscuras y comportamientos excéntricos o ridículos que, en ocasiones, bordean lo kafkiano y humorístico). Son seres que buscan una identidad que no se puede alcanzar, pues se hace evidente que ésta es siempre cambiante, provisional. Personajes que, perdidos en ese mar de signos indescifrables que es la realidad, tratan infructuosamente de acomodarla a sus ideas y deseos, de instaurar una apariencia de orden donde poder habitar con cierta tranquilidad. Por eso, en casos extremos, se llega incluso a la disolución
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del yo, ya sea mediante la transformación en otro ser o bien debido a la pérdida de su entidad física, a su desaparición (“Lo fantástico en la narrativa” 19-20, subrayado mío).
Una de las modalidades genéricas que mejor da cuenta de la crisis de la identidad a que se refiere Roas es la autoficción. Los textos autoficcionales cuestionan, analizan, desfiguran y figuran la identidad de un personaje de doble faz: una que se orienta del lado de su ficcionalidad y otra que reclama la realidad “real” (o factual) del autor. En las narraciones donde esa crisis se manifiesta de maneras extremas el personaje experimenta vivencias rayanas en lo extraordinario y hasta inverosímil, que rompen su cotidianidad y no pueden explicarse en términos de la lógica convencional, sino de una lógica que bien podría considerarse, por su irracionalidad, como simbólica. Casos como el de Abaddón ejemplifican las dimensiones que puede alcanzar la crisis identitaria del personaje, hasta el punto de que su intervención en otros órdenes de realidad más que disolverlo lo convierten en un ser especial cuyas peripecias le atribuyen un halo de heroicidad. A todo esto, la perspectiva de Vera Toro resulta por demás atractiva, ya que se apoya en planteamientos que comprenden la literatura fantástica como “una literatura que escenifica un dilema metafísico” (197, cursivas de la autora) y pone en juego nuestro concepto de realidad. Quiero pensar, con Toro, que “una de las intenciones de sentido en las narraciones fantásticas es la de asegurarse del límite entre lo posible y lo imposible, y de celebrar la libertad de imaginarse cosas imposibles y verbalizar pedazos de historias con ellas —sin tener que explicar su imposibilidad en nuestro mundo—” (198, cursivas de la autora). En su estudio sobre la literatura fantástica española de los años 80 y 90, David Roas y Ana Casas aluden a Borges y a Cortázar como dos influencias fundamentales en esta generación de escritores, además, claro está, de autores como Poe, Maupassant y, por supuesto, Kafka. Si bien es cierto que la obra de Sábato no se cuenta precisamente dentro de la categoría de esta literatura fantástica, tampoco es ajena a los paradigmas que impusieron una concepción distinta de lo real, influida por “[l]os avances de la física einsteinniana y de la mecánica cuántica, la neurobiología, la filosofía constructivista y las nuevas tecnologías” (Voces 17), de los cuales Sábato estuvo muy al tanto e, incluso, renegó, como deja ver su abandono de la física, al punto de convertir
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en su credo lo irracional, lo subjetivo y la naturaleza caótica e inestable de lo que concebimos como realidad. Sábato comparte con Borges y Cortázar la preocupación por eso que este último denomina “el sentimiento de lo fantástico” y que no es otra cosa que el reconocimiento de un cierto “extrañamiento” ante la sacudida brusca que de pronto conmueve o cambia “las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizador” (Cortázar s/p), porque hay misterios, como nuestra propia interioridad, que ni la filosofía ni la ciencia han podido explicar. Sin embargo, Sábato se aparta de ellos en su actitud radical ante lo sobrenatural, es decir, en su obsesión en vincularlo con las fuerzas oscuras del mal e intentar probar su existencia valiéndose del ocultismo y lo paranormal. Esta actitud abierta se lee también en sus ensayos, donde además de hacer explícitas sus predilecciones literarias, artísticas y filosóficas, no duda en defender, y hasta teorizar, sus creencias en los fenómenos paranormales, como se lee en su artículo “Sobre la existencia del infierno” (1966) donde, entre otras cosas, intenta demostrar la ocurrencia de las premoniciones apoyándose en experiencias ajenas y personales, anécdotas que ya había relatado en Sobre héroes y tumbas y luego recogería en Abaddón, y que le sirven para argumentar supersticiones, pero sobre todo para convencer al lector de que las travesías de sus personajes son más reales cuanto más fantásticas o imposibles. Para dar un ejemplo de sus frecuentes disertaciones, basta con mencionar el apartado “Seguía su mala suerte, era evidente”, donde se desarrolla una conversación entre Beba, S. y el doctor Arrambide, quien se encarga de refutar, a toda costa, los argumentos en apariencia débiles de Beba y S. para probar la existencia de la videncia, la separación del alma y el cuerpo durante los sueños, la cuarta dimensión, el infierno, etc. La teoría de S. defiende la capacidad de “los videntes, los locos, los artistas y los místicos” de entrar en estados de trance en los que pueden experimentar aquello que los simples mortales solo atisban en sueños y pesadillas. Sobre el infierno dice: “Los teólogos han razonado sobre el infierno, y a veces han probado su existencia como se demuestra un teorema. Pero sólo los grandes poetas nos han revelado la verdad, dijeron lo que han visto. ¿Entendés? Lo que han visto de verdad. Pensá: Blake, Milton, Dante, Rimbaud, Lautréamont, Sade,
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Strindberg, Dostoievsky, Hölderlin, Kafka. ¿Quién es el arrogante que puede poner en duda el testimonio de esos mártires?” (636). Sábato es uno de los escritores hispanoamericanos que con mayor fortuna han explorado literariamente el tema del mal, también en cavilaciones ensayísticas que esclarecen en parte el origen de esta obsesión. Como anoté arriba, el escritor argentino recoge del romanticismo muchas de las ideas que moldean su obra: desde la reconciliación entre lo objetivo y lo subjetivo, el rescate de las emociones y lo irracional frente al encumbramiento de la razón y la ciencia, hasta la reconsideración de la realidad interior, oscura y misteriosa, fuente de la imaginación que nutre el arte. En esta asimilación de los contrarios se revela un elemento clave que da a lo fantástico contemporáneo su tesitura particular: la presencia de lo “Otro”, de una alteridad proveniente del interior mismo del ser humano, de sus sueños, de sus estados inconscientes y hasta de sus neurosis. Como señala Víctor Bravo: [l]a poética del sueño o de la noche, la valoración de la locura y del Mal, se constituyen para la ficción, en ámbitos ‘otros’ donde le es posible, como universo representativo, alcanzar su relativa autonomía. Esta relativa autonomía sólo existe en su compleja relación con lo real, poniendo en escena la alteridad ‘realidad/ficción’, o sus correlatos posibles (‘vigilia/sueño’; ‘razón/locura’; ‘yo/otro’; etc.) (39).
Con el psicoanálisis, la perspectiva de que la otredad era externa y ajena al ser humano se desplaza hacia la interioridad, espacio donde, según sugiere Nieto, la literatura fantástica moderna ubica todos los fantasmas (134). No es gratuito, entonces, que el texto sabatiano haga de la “otredad” su modus operandi: por un lado, su hechura narrativa acoge elementos disímiles de distintos registros discursivos (novela y ensayo, reportaje y poesía); por el otro, construye un personaje en quien se da la conjugación máxima que instaura la ambigüedad, otra característica de la autoficción y de lo fantástico moderno.2 El Sabato de Abaddón es a todas luces una transmutación, una 2
Según Nieto, el término “ambigüedad” cobra importancia en estudios más recientes sobre lo fantástico moderno, paradigma que “se construye a partir de concebir la ambigüedad como un recurso textual más que como un elemento extraliterario o del lector”; y puntualiza: “La ambigüedad es el vestido con el que aparece lo fantástico moderno. Todo el texto fantástico moderno está construido con esta premisa, ocultando el elemento insólito, hasta en
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figuración del autor, que da santo y seña de quien en la portada del libro utiliza su nombre, y es el único también que en la trama de la novela padece otro tipo de transformaciones, mediante las cuales transita de lo inverosímil a lo simbólico y, de ahí, a la inmortalidad. En su propuesta, Roas señala que lo fantástico en la narrativa actual se caracteriza por los siguientes aspectos: “1) la yuxtaposición conflictiva de órdenes de realidad; 2) las alteraciones de la identidad; 3) el recurso de darle voz al Otro, de convertir en narrador al ser que está al otro lado de lo real; y 4) la combinación de lo fantástico y el humor” (“Lo fantástico en la narrativa” 222). Si nos atenemos a esta caracterización, los dos primeros factores señalan en Abadón una afortunada coincidencia entre la autoficción y lo fantástico.3 En la intromisión del autor en su mundo de ficción presenciamos un evento extraordinario que, si bien no es de orden sobrenatural, introduce una situación insólita manifestada en la transgresión de los límites que separan la ficción de la realidad extratextual y provoca el efecto desestabilizante en el plano ontológico de la ficción donde los sucesos contados deberían ser producto de la imaginación y no un espacio de verificación factual. Como advierte el teórico (“Lo fantástico como desestabilización” 114), a diferencia de otras narraciones posmodernas que se definen por su autorreferencialidad y la exclusión de toda representación de la realidad, la autoficción coincide con lo fantástico en el reconocimiento de la referencialidad extraliteraria —que en la autoficción se da en la inclusión de elementos “reales” de la biografía del autor—, lo que supondría la problematización y el cuestionamiento de nuestra idea de la realidad o, en el caso de la autoficción, de los límites entre realidad y ficción; problematización que se deja ver en la transgresión de los dos órdenes de realidad que acarrea la intromisión del autor en su mundo de ficción, así como el hecho de asumir la posibilidad de lo imposible propia del relato fantástico. Al destacar al yo y delatar la fragilidad de la identidad autoral, la autoficción también coincide con lo fantástico contemporáneo en ver la subjetividad
un momento hacerlo aparecer (como una epifanía) y provocar así la ‘irrupción insólita, casi insoportable’ condición sine qua non del sistema de lo fantástico” (140). 3 Para un análisis detallado de la cercanía entre la autoficción y la literatura fantástica remito a la propuesta de Pedro Pujante en su tesis doctoral.
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como el contenedor no solo de las grandes cuestiones existenciales sino también de fantasmas terribles capaces de los actos más atroces. Desde la perspectiva sabatiana, el yo es, por su inexplicabilidad e ininteligibilidad, una especie de monstruo en cautiverio, un demonio disfrazado de ángel, que en cualquier momento y, gracias a los poderes de la ficción, puede mostrar su faz más siniestra. Es verdad que la autoficción se define en primera instancia por su ficcionalidad (Alberca, Colonna); sin embargo, es cierto también que no ignora que al incorporar elementos factuales desestabiliza y cuestiona las fronteras que separan ambos órdenes de realidad, y abre, por lo tanto, la puerta a posibilidades interpretativas mucho más flexibles. Es precisamente en esta perturbación donde reside el carácter paradójico de la autoficción, pero también en la licencia que se concede el autor de ser y no ser él de manera simultánea. Este choque inicial que se da en Abaddón puede leerse como un dispositivo que desestabiliza la percepción del lector y lo obliga a enfrentar las argucias metaficcionales que abisman el texto. El efecto metaléptico que produce la intervención del autor tiene consecuencias que bien pueden verse desde la perspectiva de la transgresión que supone lo fantástico, pues, como sostiene Toro, “[l]a irrupción del autor in corpore en su propio mundo ficticio creado por él es un acto ontológicamente imposible —se podría incluso decir un recurso fantástico” (96)—. Si estos malabares metalépticos del autor para entrar en su creación son de por sí un recurso fantástico, en Abaddón el efecto se multiplica cuando el personaje se aventura por rutas que lo alejan poco a poco de lo considerado “real”, “normal” o “cotidiano” y lo introducen en otro plano de realidad, en un estado de alienación, producto de sus miedos. Formas de lo fantástico en ABADDÓN No es difícil verificar que el clímax de Abaddón coincide con el acaecimiento de situaciones que transgreden la realidad ordinaria en que se desenvuelve la crisis del escritor que al escribir que no puede escribir está creando su obra. La narración va preparando el terreno con la repetida mención de la intervención de las fuerzas malignas que atizan la improductividad de Sabato. Son numerosas las instancias en que Sabato alude a personajes siniestros
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(R., Schneider) que han aparecido en momentos importantes en su vida: en su infancia, después de la publicación de Sobre héroes y tumbas, y ahora que intenta escribir Abaddón el exterminador de nueva cuenta hacen acto de presencia para obstaculizar su creatividad y advertirle de los peligros en que incurre al aventurarse en la exploración de las zonas oscuras de su interioridad. No faltan las sesiones espiritistas organizadas por sus amigos para ayudarlo a enfrentar a esas entidades y encontrar alguna respuesta, alguna solución, a su estancamiento. Todo lo anterior apunta hacia la conspiración de la Secta de los Ciegos, encarnación pura del mal, cuya existencia Sabato se empeña en comprobar con el relato de episodios relacionados con algún invidente o con accidentes que desembocaron en el enceguecer de alguien, además de referencias a personajes habitantes de algún tipo de oscuridad. En Abaddón, como sugiere Sánchez López, lo sobrenatural está “normalizado”; es decir, se asume su existencia como parte de la realidad. Casi toda la novela es un intento de racionalizar lo irracional; lo fantástico se presenta no solo como una irrupción desestabilizante, sino como reflexión para allanar el terreno y justificar los acontecimientos ahora sí fantásticos que vendrán hacia el final. De alguna manera, la novela se propone ser un tratado acerca de la existencia de lo sobrenatural y, de este modo, revela también la faceta metaficcional de su construcción narrativa. En este sentido destacan las numerosas alusiones a escritores y textos vinculados con las ideas que Sábato defiende y cuya validez intenta demostrar: escritores románticos como Achim von Arnim —conocido, entre otras cosas, por sus cuentos y novelas de temas fantásticos (e incluso esotéricos)— e intertextos explícitos como Dostoievski, Kafka y Borges. A este respecto es notable la observación de Sánchez López sobre la posible influencia en Abaddón de la lectura que Sábato hace de El retorno de los brujos de Louis Pauwels y Jacques Bergier [Le matin des magiciens (1960)], una especie de compendio de citas para argumentar los aspectos fantásticos de la realidad: “alquimia, hechicería, mitología, sociedades secretas de sabios, mutaciones de la especie humana, incluso civilizaciones extraterrestres” y hasta citas de Borges (97-98). Aparece además la referencia explícita a De Praestigiis (fechado en la novela en 1568), de Jean Wier, médico, ocultista y demonólogo holandés del siglo xviii, de quien Sábato toma el listado de ciertas legiones de demonios y el nombre de algunos como “Leonardo, el gran maestre [sic] de las orgías sabáticas y de la magia negra;
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y Astaroth, que conoce el pasado y el porvenir, es uno de los Siete Príncipes Infernales” (Abaddón 725), aunque el libro sea principalmente una condena de la cacería de brujas encabezada por las autoridades cristianas. Además de los efectos metaficcionales, la presencia de Sábato en la novela tendrá otras consecuencias; una de ellas es el castigo recibido por su atrevimiento de cruzar esa frontera, sagrada para el realismo, entre realidad y ficción e indagar en los resquicios de su identidad para revelar el origen de sus ficciones. El desarrollo de los sucesos que representan este castigo cabe, como apuntábamos, en la segunda categoría señalada por Roas: “las alteraciones de la identidad”. Abaddón gira en torno a un asunto principal: la crisis identitaria de Sabato, una crisis que se manifiesta particularmente en su parálisis creativa. La trama es todo un encadenamiento de circunstancias adversas que le impiden llevar a cabo el proyecto de una novela que llevaría el título de Abaddón el exterminador. Uno de los primeros signos de la serie de alteraciones de la identidad que sufrirá el personaje es el uso alternativo de dos formas del nombre: Sabato y S. Se trata de un recurso nominal que no puede menos que remitir a la veta kafkiana que alimenta los contenidos de la novela. Destaca además el simbolismo recuperado, en principio, en la semántica del nombre propio, con el cual instituye el aura oscura que rodea el destino del personaje: el autor hereda el nombre de su hermano Ernesto que había muerto poco tiempo antes de que él (el segundo Ernesto) naciera; está además el apellido Sabato, proveniente del italiano, que remite al Sabath de los hechiceros; y, último detalle, su fecha de nacimiento, el 24 de junio, día de San Juan, es también, según ciertas creencias, el día del año en que las brujas se reúnen. Si ya esta suerte de desdoblamiento nominal da las pautas para leer la puesta en crisis de la identidad del personaje-autor, característica de la autoficción, no es sino gracias a la recuperación de ciertos tópicos de la literatura fantástica (el doble y la metamorfosis) que esta crisis alcanza su máxima expresión. Al acercarse el final de la novela, lo que había comenzado como mera superstición se intensifica en un estado de alucinación que acabará por trastornar al escritor hasta llevarlo de nueva cuenta a las cloacas de Buenos Aires para adentrarse en un rito similar al que realizara Fernando Vidal en Sobre héroes y tumbas. Sin embargo, este recorrido es por demás ambiguo, es una mezcolanza de recuerdos e imaginaciones que se confunden con los
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acontecimientos ocurridos en el primer plano. Si se lee con detenimiento, la travesía comienza con la visión del rostro de R. en una mancha de la pared en el café Boston, rostro que, de pronto se triplica para mostrar al propio Fernando y a Soledad, esa misteriosa figura femenina, antiguo amor de Sabato. Como si la mancha fuera un pasaje de entrada al pasado, a una “especie de hipogeo en que se desarrollaba la ceremonia”, Sabato vuelve sobre los pasos de Fernando en el recuerdo de un “grave ritual que a él le parecía haber vivido en alguna existencia anterior” (838). En el ritual Sabato se ve obligado a penetrar, en un acto carnal, el ojo omnisciente que desde el sexo abierto de Soledad lo mira con “sombría expectativa, con dura ansiedad” (846). Con esta visión retrospectiva comienza el otro descenso, “su entrada en otra caverna, aún más misteriosa que la que presenciaba el sangriento rito, la monstruosa ceguera” (846); esta visión es el lanzamiento en picada hacia la consumación del castigo, la disgregación de su identidad. No queda claro en qué momento el recuerdo se materializa en la entrada efectiva de Sabato al subsuelo, lo que sí es seguro es que el encadenamiento de experiencias extrañas lo conduce inevitablemente a la consumación del castigo venido de las fuerzas oscuras, castigo que es también el más grande de sus miedos: la oscuridad absoluta encarnada en la ceguera. A riesgo de que la relación intertextual con Borges resulte desviada, no deja de llamar la atención que en la descripción de esta escena, el sexo abierto de Soledad, como un gran ojo donde el universo queda contenido, recuerde al misterioso Aleph borgiano, ese espacio cósmico que contiene todos los puntos del universo. Al salir del subsuelo (o del ensueño), de vuelta a las calles de la ciudad, Sabato se encamina exhausto hacia su casa. La llegada al espacio familiar será contradictoriamente el primer anuncio de su disolución, pues al entrar en su estudio se encuentra con el suplantador que, dueño de la misma apariencia, el mismo cuerpo, el mismo ensimismado semblante, ocupa el espacio de trabajo del otro Sabato e ignora su llamado: “Soy yo”, dice, y ante el silencio de aquél, replica “Soy vos”. Aunque la distancia entre ambos es ya insalvable, queda un leve signo de unidad: “De pronto observó que de los ojos del Sabato sentado habían comenzado a caer algunas lágrimas. Con estupor sintió entonces que también por sus mejillas corrían los característicos hilillos fríos de las lágrimas” (850). Con este gesto se confirman las paradojas de la identidad, pues, aunque la disolución es irrefutable, también se destaca la
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trascendencia de la otredad implicada en los procesos de su conformación: “yo soy tú” o “soy yo y tú al mismo tiempo”, parece decir. Y es que el problema del doble, según sugiere Juan Bargalló Carreté: quizás no suponga más que una metáfora de esa antítesis o de esa oposición de contrarios, cada uno de los cuales encuentra en el otro su propio complemento; de lo que resultaría que el desdoblamiento (la aparición del Otro) no sería más que la propia indigencia, del vacío que experimenta el ser en el fondo de sí mismo y de la búsqueda del Otro para intentar llenarlo (11).
En efecto, este desdoblamiento es la antesala de otro suceso aún más extraordinario: la metamorfosis final de Sabato, que ocurre después de dos de los acontecimientos centrales anunciados al comienzo de la novela: la muerte y tortura del joven Marcelo Carranza y las profecías del Loco Barragán sobre sucesos de muerte y destrucción en Buenos Aires. Como si no hubiera sido suficiente la angustia que padeciera frente a su escritorio al verse escindido, su miedo más grande lo posee al fin cuando, de pronto, su cuerpo comienza a tomar la forma de un murciélago: Sin que atinara a nada (¿para qué gritar? ¿para que la gente al llegar lo matara a palos, asqueada?), Sabato observó cómo sus pies se iban transformando en patas de murciélago. No sentía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a causa del encogimiento y resecamiento de la piel, pero sí una repugnancia que se fue acentuando a medida que la transformación progresaba: primero los pies, luego las piernas, poco a poco el torso. Su asco se hizo más intenso cuando se le formaron alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plumas. Por fin, la cabeza [...] Pero cuando el proceso alcanzó la cabeza y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad (870).
Esta transformación, reminiscencia clara de la metamorfosis del Gregorio Samsa de Kafka, representa el clímax, la consumación de una travesía existencial, la culminación del horror ante la encarnación misma de la oscuridad y, en última instancia, ante el encumbramiento victorioso de la Secta de los Ciegos, porque al concluir el cambio, Sabato sucumbe a la “absoluta negrura”, a la “ceguera total”. El peor de los finales para un escritor que,
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desobediente a las advertencias, se atrevió a dejar escapar los demonios que azuzaron la escritura de sus ficciones. Un escritor que dejó la ciencia para perseguir fantasmas. De este modo, Sabato queda atrapado para siempre en un cuerpo que le resulta detestable, aunque nadie más se percate de su nueva condición. Si sumamos esta escena al desdoblamiento aludido por el uso de la S. como nombre alternativo del protagonista, queda claro el homenaje que Sábato rinde a Kafka, uno de los escritores más mencionados en los estudios sobre la literatura fantástica moderna, de quien retoma esos personajes que son como “transparentes individuos a veces designados por misteriosas iniciales, que sólo parecen ser portadores de ciertas ideas o estados psicológicos” (Sábato, El escritor 326), seres de aspecto fantasmal. Un último acontecimiento viene a sumarse a estos dos momentos de angustia existencial. Si, como afirma Bargalló Carreté, “la aparición del Doble, sería en último término, la materialización del ansia de sobrevivir frente a la amenaza de la muerte” (11), en Abaddón el ansia de sobrevivir rebasa la duplicación y la metamorfosis cuando Sabato proyecta su propia muerte. Bruno —personaje de Sobre héroes y tumbas, amigo y confidente de Sabato en Abaddón— atisba la última transmutación de Sabato al toparse con la tumba del escritor en el cementerio de Capitán Olmos —pueblo también de Sobre héroes y tumbas— y una lápida que reza: Ernesto Sabato Quiso ser enterrado en esta tierra con una sola palabra en su tumba PAZ
Este final confirma la necesidad de Sábato de encontrar paz por fin, así sea en el panteón de sus ficciones, entre sus criaturas, y de este modo salir victorioso de su lucha contra las fuerzas oscuras que toda su vida lo habían agobiado. Con esta muerte simbólica, Sábato se enfrenta finalmente a ese Otro que, gracias a la escritura, se vuelve inmortal. La consecuencia última es la figuración textual de un Ernesto Sabato que concede la trascendencia y la inmortalidad a aquel que le prestó el nombre y sus atributos. Diría, con Sánchez López (91), que mediante este gesto el Sabato de Abaddón se convierte en un héroe fantástico capaz de conceder al autor ganar las batallas
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monumentales contra sí mismo y crear, como mago, alquimista, o poeta, una obra que prueba que lo sobrenatural —léase el mal— existe para aquellos que creen. Lo fantástico quizás sea, después de todo, una fuerza que se hace presente e irrumpe cuando en el inmaculado mundo de lo familiar algo nos obliga a creer —aunque no se tenga explicación a la mano o, precisamente, porque no la hay— que lo Otro existe, que lo imposible es, por qué no, otra posibilidad. Conclusiones Sin duda, en Abaddón lo fantástico tiene distintas manifestaciones. La atmósfera tensa y agobiante es una invitación a creer en la existencia de lo Otro desconocido, es la antesala de los momentos críticos que conmueven las bases de lo considerado real; esta atmósfera transmite al lector cierta inquietud y lo convence a ratos de la existencia de fuerzas sobrenaturales que dominan a la humanidad, lo persuade de que esas fuerzas del mal están representadas por una supuesta Secta de los Ciegos, y más aún de que el escritor, como todo artista, es una especie de poseído, un visionario capaz de internarse en las profundidades de su conciencia y su alma para revelar su lado siniestro. A esta ambientación poblada de personajes misteriosos, representantes del mal —que persiguen a Sabato, le envían advertencias y le impiden llevar a cabo su proyecto de escritura—, se suma la cantidad de reflexiones y datos a propósito de los mismos tópicos, argumentos para asegurar la creencia del lector sobre la existencia de ese submundo. Asistimos aquí al desenvolvimiento de una de las caras metaficcionales de Abaddón, que bien podríamos denominar metafantástica por su carácter autorreflexivo y por la relación intertextual con Kafka, Borges, Dostoievski, entre otros. Sin embargo, el elemento explícitamente fantástico se da en el momento crucial de la crisis identitaria del escritor manifestada en sucesos de naturaleza extraordinaria que irrumpen en un momento dado para consumar el encuentro definitivo de Sabato con el mal, aunque ese encuentro se traduzca en el castigo que recibe por su osadía al investigar los reductos de la oscuridad, recinto de lo sobrenatural, de lo racionalmente inexplicable, y por dejar escapar sus propios demonios mediante la escritura. El castigo es asestado en la forma de
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experiencias extremas (el desdoblamiento y la metamorfosis) que representan la ruptura del personaje con la realidad pero también el clímax de una crisis existencial que se resolverá en su muerte insinuada, el anhelado descanso, pese a que la muerte sea (quién sabe) también oscuridad. Con esta muerte simbólica, no obstante, Sabato trasciende, alcanza la inmortalidad y, por lo tanto, escapa de las tinieblas. Al internarse en su ficción, Sábato asimila las experiencias más valiosas del relato fantástico y se apropia de la herencia de escritores paradigmáticos para ver si así consigue explicarse el misterio de la creación. Abaddón deglute tramas, secuencias, motivos venidos de otros lugares, y desde este entramado intra e intertextual cuestiona los límites entre realidad y ficción, y confirma su propia hechura de retazos que, como un Frankenstein contemporáneo, la convierten en un monstruo exterminador. Referencias bibliográficas Alberca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. Bargalló Carreté, Juan. “Hacia una tipología del Doble: el doble por fusión, por fisión y por metamorfosis”. Ed. Juan Bargalló Carreté, Identidad y alteridad: aproximación al tema del doble. Sevilla: Alfar, 1994, pp. 11-26. Bravo, Víctor. Los poderes de la ficción. Caracas: Monte Ávila Editores, 1987. Campra, Rosalba. Territorios de la ficción. Lo fantástico. Sevilla: Iluminaciones, 2008. Cortázar, Julio. “El sentimiento de lo fantástico”, . Consultado el 12 de septiembre de 2019. Colonna, Vincent. “Cuatro propuestas y tres deserciones (tipologías de la autoficción)”. Comp. Ana Casas. La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco Libros, 2012, pp. 85-122. Deleuze, Gilles y Felix Guattari. “Introducción. Rizoma”. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. 5ª ed. Traducción de José Vázquez Pérez. Valencia: Pre-Textos, 2002, pp. 9-32. García Sánchez, Franklin. “Orígenes de lo fantástico en la literatura hispánica”. Eds. Antonio Risco, Ignacio Soldevila Durante y Arcadio López-Casanova, El relato fantástico: historia y sistema. Salamanca: Ediciones Colegio de España, 1998, pp. 85-114.
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ROBBE-GRILLET EN EL ROPERO DEL SEÑOR BELLATIN. AUTOFICCIÓN FANTÁSTICA, NOUVEAU ROMAN Y NOUVELLE AUTOBIOGRAPHIE Nicolas Licata Université de Liège
Como muchas otras autoficciones fantásticas (Colonna), las de Mario Bellatin conceden al cuerpo de su creador una posición absolutamente central. Al hilo de las publicaciones este escritor nacido en México (1960) y educado en Perú ha logrado construirse un personaje literario extraordinario cuyos cortocircuitos identitarios, físicos, onomásticos y patológicos son reconocibles entre todos. Este ensayo consiste en el análisis de un fenómeno observable en varias de sus autoficciones, que proponemos calificar como “dilución” del personaje, haciendo nuestra la metáfora líquida de Zygmunt Bauman. A diferencia de los sólidos, recuerda Bauman, los líquidos no conservan una forma durante mucho tiempo y son constantemente susceptibles de cambiarla (2). Esta metáfora resume de forma particularmente adecuada la constitución de los alter egos literarios que elabora Mario Bellatin. Para entender mejor a qué motivos responde esta dilución, la relacionamos con un procedimiento similar empleado en Francia en el siglo pasado por los autores del nouveau roman, movimiento literario con el que conecta Bellatin mediante la figura de Alain Robbe-Grillet en su texto titulado “En el ropero del señor Bernard falta el traje que más detesta” (2013). Al mismo tiempo, la aparición de Robbe-Grillet en este relato largo anima a ver una relación de continuidad entre el concepto de “autoficción fantástica” y la nouvelle autobiographie, expresión acuñada por el mismo Robbe-Grillet en 1986 para designar la extensión al ámbito de la autobiografía de las reivindicaciones formuladas por los nouveaux romanciers.
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Dilución Uno de los rasgos recurrentes de Mario Bellatin tal como figura en sus autoficciones fantásticas es la dilución.1 Por “dilución”, se entiende que el escritor disuelve la unidad sólida de identidad, cuerpo y nombre de su propio personaje. Un personaje posee tradicionalmente una personalidad, un cuerpo y un nombre únicos, que le pertenecen y le son propios. En el universo literario que construye Bellatin, esta idea deviene baladí. El cuerpo de su personaje literario puede albergar de dos a tres identidades dispares, es decir, que dentro de un solo y mismo cuerpo la identidad de “Mario Bellatin” alterna con las de otros individuos cuyas características son a veces radicalmente diferentes en términos de edad, e incluso de género. Esta plasticidad identitaria va pareja con una plasticidad material y onomástica, dado que, amén de cambiar de identidad, el personaje de Bellatin cambia igualmente de contextura y de nombre: puede, durante la narración, transfigurarse hasta el punto de convertirse en una masa de vida indescriptible, sin contornos determinados, y recibir hasta tres denominaciones distintas. En la praxis difícilmente se podría separar el cuerpo y el nombre propio de la identidad de un individuo. Diferenciamos aquí entre la dilución identitaria, la dilución corporal y la dilución onomástica porque remiten a tres procedimientos narrativos distintos, que son respectivamente la mezcla de identidades diferentes en un cuerpo único (varios seres en un mismo organismo), la metamorfosis (varias apariencias para un mismo ser) y la atribución de nombres diferentes a un solo sujeto (varios nombres para un mismo ser). El narrador de “Un personaje en apariencia moderno”, relato incluido en El gran vidrio (2007), alterna entre tres identidades. Por orden de aparición, se trata de: el propio Mario Bellatin, que acude a una cita con el revendedor de un coche “Renault 5” en compañía de su novia alemana; una niña que busca conjurar la amenaza de desalojo que pesa sobre su familia ejecutando enigmáticas danzas folklóricas, a la manera de una marioneta o de una muñeca; y un adolescente que lleva gafas de montura cuadrada y que desearía
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Esta sección relativa a la dilución del personaje autoficticio de Mario Bellatin es en parte tributaria del artículo “Retrato del escritor como sujeto posmoderno y escritor autoficcional en Cómo me hice monja de César Aira” de Kristine Vanden Berghe.
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dejarse crecer el cabello, pero que, en esta última empresa, se tropieza con la interdicción del padre. En aras de la claridad, procedemos a una distinción neta de estas tres identidades, pero hace falta insistir en el carácter superficial de esta distinción ya que dentro del texto las identidades en cuestión se dan constantemente entrelazadas. Dejan así aparecer une serie de inevitables contradicciones textuales. Las más evidentes tienen que ver con la edad y el sexo del narrador-protagonista. Desde el segundo párrafo, declara: Mi padre es un simple técnico —en realidad un agrimensor—, mi madre una ama de casa, y yo soy la hija menor de la familia. Desde niña me han dicho que parezco una pequeña muñeca [...]. Tengo dos hermanos. Uno trabaja para una compañía de aviación, que realiza vuelos nacionales solamente. El otro es constructor de casas y padre de tres hijos. Es curioso que con mi edad —cuento con 46 años— y con mi figura —como señalé, parezco una muñeca— pueda ser considerada tía de alguien. (Obra reunida 2 144).2
El narrador de “Un personaje...” empieza su relato hablando de su novia alemana y de su búsqueda obstinada de un Renault 5, y a continuación, se presenta como una “niña de 46 años”. Un poco más lejos, explica: “Debo decir, en este momento, que era importante que me viera en estas circunstancias un periodista cultural. Iba a descubrir que no se encontraba ante la presencia de una pequeña marioneta acompañada de su novia alemana, sino del escritor Mario Bellatin” (OR2 146). O bien, en los últimos instantes del relato, al término de una anécdota de infancia, precisa lo siguiente: “Yo en ese tiempo ya era una niña obediente. No era, ni por asomo, el joven de lentes cuadrados ni la mujer desastrosa en la que luego me convertí” (163). Extractos como estos, donde se multiplican y se contradicen rasgos tan básicos para un personaje literario como su edad y su sexo, pululan en “Un personaje...”. La identidad del Yo narrador no es ni única, ni estable; en esta primera persona se mezclan continuamente el perfil de “Mario Bellatin”, el del adolescente de gafas y el de la niña-marioneta.
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De aquí en adelante nos referiremos a la Obra reunida 2 con la abreviación OR2.
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Cuando se aíslan estas tres identidades es posible constatar que, en realidad, tampoco resultan coherentes en su individualidad. Independientemente de las contradicciones que resultan de la asociación en un mismo personaje de tres personalidades tan divergentes, presentan en sí mismas fallas internas. “Mario Bellatin”, que dice primero tener 46 años, pasa luego a tener 45 (OR2 158). La niña, que se describe como una grácil marioneta, afirma simultáneamente verse más gorda cada día (160-161). Es complicado deshacer el nudo de las identidades del narrador y establecer cuál, de las tres, sería la identidad más “verdadera” u “original”. Pero esto parece vano de todas formas ya que estas mismas identidades son inconsistentes, a su vez, en su singularidad, sea en términos de edad o de complexión. Cinco años después de la publicación de “Un personaje...”, Mario Bellatin escenifica una dilución identitaria similar en El libro uruguayo de los muertos. Ya no hay en El libro uruguayo... ni niña-marioneta ni adolescente de gafas. En esta novela se asiste a la sorprendente transferencia de identidad entre Mario Bellatin y el escritor peruano Iván Thays Vélez. El narrador se identifica como Mario Bellatin. Se llama como él, ha publicado los mismos libros, y se mueve en el mismo círculo de escritores; imprevistamente, sin embargo, en el momento en que cuenta una anécdota relativa a Iván Thays y un científico llamado “Doctor James”, el narrador se pone a hablar como si fuera el mismo Iván Thays: “El Doctor James, a quien yo —Iván Thays—, llegué a asistir durante algún tiempo [...]” (OR2 446). A continuación, tan repentinamente como se había convertido en Iván Thays, el narrador recupera su identidad primera, la de Mario Bellatin, y recomienza a hablar de Iván Thays en tercera persona como si nada anómalo hubiera ocurrido: “Lo que hacía el agrimensor Iván Thays esos días en la universidad de Princeton era [...]” (447). Una dilución análoga es observable en “En el ropero del señor Bernard falta el traje que más detesta” (2013). Otro texto, mismo principio: en este relato largo, la identidad de Mario Bellatin se va confundiendo progresivamente con la de un tal señor Bernard. Poco después del encuentro fortuito del narrador con el señor Bernard, este último fallece. Tras enterarse de la triste noticia, el narrador se encamina hacia el domicilio de su difunto amigo. Allí se sienta en la terraza frente al mar y descubre a unas mujeres vestidas de negro sacando del ropero del señor Bernard un traje, que resulta ser el que
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más detestaba, para la ceremonia de entierro. Después de que se hayan ido las mujeres en cuestión, el narrador se queda solo, sentado en la terraza de un señor Bernard ya muerto, y su monólogo interior toma entonces un giro inesperado. Repentinamente, se apropia de la identidad del difunto y de sus ideas sobre la literatura: Sobre todo en los libros de un Movimiento Literario Sumamente Innovador, suceso literario del que me considero prácticamente su creador, particularmente en los míos —como se sabe, ahora soy el señor Bernard escribiendo muerto desde la terraza donde sirvió, serví, en alguna ocasión un plato de sopa [...]—, hay algo de peligro. Es obvio que mis textos nos introducen a fondo en una problemática sin dar ninguna explicación (OR2 593, subrayado mío).
¿Cuál puede ser esta problemática? Al revelar, mediante diversos indicios (para)textuales que mencionamos más adelante, en qué escritor real se inspira el personaje del señor Bernard, a saber, Alain Robbe-Grillet, Mario Bellatin parece indicar al lector crítico la pista a seguir para encontrar la respuesta a esta pregunta. Por ello, esta referencia merece ser estudiada con una mayor atención que la que le ha sido dedicada hasta ahora por la crítica en trabajos que se limitan a señalar el encuentro público que tuvo lugar entre Bellatin y Robbe-Grillet en 2008 en el Tecnológico de Monterrey. Más específicamente, cabe indagar sobre los rasgos que las obras de estos dos escritores tienen en común, y que igualmente encontramos en “Un personaje...” y El libro uruguayo de los muertos. La coincidencia de Bernard y Robbe-Grillet se afirma desde el peritexto. En la contraportada de Gallinas de madera, volumen que incluye los relatos “En las playas de Montauk las moscas crecen más de la cuenta” y “En el ropero...”, puede leerse después de un breve resumen del primero: “Sigue ‘En el ropero del señor Bernard falta el traje que más detesta’, donde Bellatin narra sus paseos con el señor Bernard —trasunto de Robbe-Grillet—, con quien Mario Bellatin sostuvo uno de sus últimos diálogos públicos antes de su muerte”.3 Múltiples indicios textuales permiten corroborar que el señor Bernard es un trasunto de Alain Robbe-Grillet. Como Robbe-Grillet, el señor
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La edición referida es la de Sexto Piso, aparecida en 2013.
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Bernard nació en Brest y trabajó durante varios años como ingeniero agrónomo especializado en las enfermedades del plátano antes de iniciar una carrera literaria (OR2 603). La bibliografía del personaje coincide igualmente con la de Robbe-Grillet, en el sentido de que, al igual que este, es el autor de una novela que se publicó como un soporte para el aprendizaje del francés (594), así como de una “pseudo-autobiografía” articulada en torno a las peripecias del conde Henri de Corinthe (600).4 Cuando se sabe quién se esconde detrás del señor Bernard, resulta menos difícil determinar a qué se refiere el “Movimiento Literario Sumamente Innovador” del que habla Mario Bellatin en el fragmento anteriormente citado, y del que el señor Bernard se considera “prácticamente su creador” (OR2 593). Se trata del nouveau roman, una de cuyas figuras de proa es Alain Robbe-Grillet y que se impuso al final de los años cincuenta en Francia para designar, no una escuela literaria, sino más bien una “constelación sin coordinación concreta” (Grawez 521) que reunía a escritores como Michel Butor, Claude Ollier, Robert Pinget, Jean Ricardou, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Claude Simon, Marguerite Duras y Samuel Beckett. Pese a que todos estos escritores cultivaban un estilo diferente, los unía una misma voluntad de impugnar las categorías novelescas tradicionales tal y como la intriga, el desarrollo y —hecho que nos interesa aquí— el personaje. En un ensayo aparecido en 1956, titulado L’ère du soupçon, Nathalie Sarraute diagnosticaba una degradación de los atributos del personaje literario. Mientras que los escritores realistas del siglo xx describían sus personajes con lujo de detalles, paulatinamente, decía Sarraute, el personaje estaba perdiendo todos los atributos de los cuales solía estar dotado: sus ancestros, su casa, su ropa, su cuerpo, su cara, su carácter, hasta su nombre. La escritora francesa observaba en las novelas más intrigantes de su tiempo una proliferación de 4
La novela de Robbe-Grillet que sirvió para la enseñanza del francés es Djinn (1981). Djinn fue escrita a petición de Yvonne Lenard, profesora en una universidad estadounidense y especialista de libros escolares para el aprendizaje del francés. La señora Lenard había encomendado a Robbe-Grillet la redacción de una novela en la que se respetara, de capítulo en capítulo, la progresión normal de las dificultades gramaticales de la lengua (Allemand y Goulet 52). En cuanto a la “pseudo-autobiografía” mencionada por el señor Bernard, corresponde a la trilogía autobiográfica a la que Robbe-Grillet dio el nombre paradójico de Romanesques, que comentamos en la segunda parte de este ensayo.
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seres indefinibles, inasibles e invisibles (61), de magmas sin contornos (76), sin mamparos estancos para separarlos unos de otros (67). Siete años más tarde, Alain Robbe-Grillet profundiza en las reflexiones de Sarraute sobre este mismo fenómeno. En Pour un Nouveau Roman (1963), una agrupación de ensayos en los que expone las grandes líneas y principales metas del movimiento, declara caduca la noción de “personaje”. “Nous en a-t-on assez parlé, du ‘personnage’!”, clama Robbe-Grillet. Antes de continuar: Un personnage, tout le monde sait ce que le mot signifie. Ce n’est pas un il quelconque, anonyme et transparent, simple sujet de l’action exprimée par le verbe. Un personnage doit avoir un nom propre, double si possible: nom de famille et prénom. Il doit avoir des parents, une hérédité. Il doit avoir une profession. S’il a des biens, cela n’en vaudra que mieux. Enfin il doit posséder un «caractère», un visage qui le reflète, un passé qui a modelé celui-ci et celui-là. Son caractère dicte ses actions, le fait réagir de façon déterminée à chaque événement (31-32).5
Esta concepción del personaje literario como un individuo coherente, provisto de una identidad completa, fuerte y estable que lo haga único (el Papá Goriot de Balzac constituye un ejemplo paradigmático), es precisamente la que refuta Alain Robbe-Grillet. Este último elogia, como Sarraute antes de él, la forma en que Beckett modifica el nombre y la forma de sus héroes en el curso de un mismo relato, la atribución por Faulkner del mismo nombre a dos personajes diferentes en The Sound and the Fury (1929), la concesión por Kafka de una inicial, nada más, al protagonista de El castillo (1926) (3233). En su propia producción literaria Robbe-Grillet despliega, al igual que los demás nouveaux romanciers, personajes cuya identidad puede variar sustancialmente de un extremo a otro del libro. Su nombre, su función social, su nacionalidad, su edad, su apariencia, se mueven perpetuamente. Veamos,
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“¡Se ha hablado bastante ya del ‘personaje’! Un personaje, todo el mundo sabe lo que la palabra significa. No es un él cualquiera, anónimo y transparente, mero sujeto de la acción expresada por el verbo. Un personaje debe tener un nombre propio, y, de ser posible, doble: apellido y nombre de pila. Debe tener padres, una herencia. Debe tener una profesión. Si tiene bienes, tanto mejor. Por último debe poseer un ‘carácter’, una cara que lo refleje, un pasado que modeló aquel y aquella. Su carácter dicta sus acciones, lo hace reaccionar de forma determinada a cada acontecimiento” (traducción mía).
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por ejemplo, cómo Jean Ricardou describe al personaje de Ralph Johnson en el análisis que propone de La Maison de rendez-vous (1965), sexta novela de Robbe-Grillet: R. Joneston, Jonston, «celui qu’on appelle Johnson ou même souvent l’Américain bien qu’il soit de nationalité anglaise et baron», Sir Ralph, «cet Américain fraîchement débarqué» dont l’air d’indifférence «probablement lui a valu son surnom britannique», et qui, Portugais de Macao ailleurs, exerce les activités de planteur, de peintre, de trafiquant de mineures et de drogues, d’agent politique et qui en arrive même à jouer, le cas échéant, un rôle de médecin (“Existe-t-il ?” 17).6
Podemos citar igualmente el caso de Lady Ava, otro personaje de La Maison de rendez-vous, que se transforma primero en Eva Bergman, luego en una tal Jacqueline, cambiando también en el mismo proceso su origen geográfico. Esta deterioración del personaje (entendida como la desaparición de su identidad detallada y cerrada) es considerada por los nouveaux romanciers como uno de los procedimientos más innovadores y singulares de su movimiento. Durante el coloquio “Nouveau Roman: Hier, aujourd’hui”, organizado en julio de 1971 en Cerisy-la-Salle, Jean Ricardou concluye después de analizar la constitución de los personajes de Robbe-Grillet, Sarraute, Butor, Ollier, Simon y Pinget: “Ainsi la détérioration du personnage fonctionne-t-elle d’une part comme marque différentielle du Nouveau Roman par rapport à l’Ancien; d’autre part comme démarche commune aux Nouveaux Romanciers” (13).7 A nuestro juicio, la crítica no ha reparado suficientemente en la relación entre esta crisis del personaje literario detectada y alentada por los integrantes 6
“R. Joneston, Jonston, ‘el que llaman Johnson o a menudo incluso el americano aunque sea de nacionalidad inglesa y barón’, Sir Ralph, ‘ese americano recién desembarcado’ cuyo aire de indiferencia ‘probablemente le valió su apodo británico’, y que, portugués de Macao en otra parte, ejerce las actividades de plantador, de pintor, de traficante de menores y de drogas, de agente político y que llega incluso a desempeñar, cuando sea necesario, una función de médico” (traducción mía). 7 “Así la deterioración del personaje funciona por una parte como marca diferencial de la Nueva Novela con respecto a la Antigua; por otra parte como planteamiento común a los Nuevos Novelistas” (traducción mía).
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del nouveau roman y los narradores-protagonistas en general poco detallados (son a menudo anónimos) y poco confiables de la autoficción. Esta relación resulta aún más clara cuando se toman en consideración los personajes deformes, travestis, dobles, espectrales y metamorfoseados, que protagonizan algunas autoficciones fantásticas. Así, hay una afinidad evidente entre este procedimiento que los nouveaux romanciers erigen en marca de fábrica, y al que se refieren indistintamente en sus trabajos mediante los términos de “deterioración”, “degradación”, “desaparición”, “desmaterialización” o “liquidación”, y lo que hemos llamado la dilución del personaje en las autoficciones fantásticas de Mario Bellatin. En ambos casos los atributos definitorios de los personajes no son fijos; son sometidos a un movimiento activo que los conduce a variar constantemente. En cierto modo podría decirse que el movimiento, como valor en sí, se convierte en su atributo definitorio. Esto es lo que ocurre en “Un personaje en apariencia moderno”, donde el personaje que lleva el nombre de Bellatin es también al mismo tiempo una niña-marioneta y un adolescente de gafas cuadradas, así como en El libro uruguayo de los muertos, donde su homónimo trueca momentáneamente su propia identidad por la de Iván Thays. Y esta misma idea es la que se vuelve a encontrar en el corazón del fragmento de “En el ropero...” transcrito más arriba, en el que el narrador afirma: “ahora soy el señor Bernard escribiendo muerto desde la terraza donde sirvió, serví, en alguna ocasión un plato de sopa” (OR2 593). Este último caso, el de “En el ropero...”, es tanto más significativo cuanto que Bellatin elige asimilar en carne propia la identidad de Alain Robbe-Grillet, que precisamente arremetía en sus ensayos contra el personaje literario íntegro y estable.8 A partir del momento en que declara “ahora soy el señor
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Podría objetarse aquí que no es la identidad de Robbe-Grillet la que Bellatin asimila directamente en carne propia en “En el ropero...”, sino la del “señor Bernard”. Hemos demostrado la relación de correspondencia que existe entre estas dos instancias, Bernard y Robbe-Grillet, pero con razón se puede preguntar por qué, en efecto, el personaje no lleva el mismo nombre que el escritor de carne y hueso en el que se inspira. En realidad, la atribución de un nombre cifrado es coherente con la estética del nouveau roman, a la que remite Bellatin mediante la figura de Bernard. Es tanto más coherente cuanto que el personaje de Bellatin recibe únicamente un nombre, está desprovisto de apellido, exactamente como varios protagonistas de Robbe-Grillet —por ejemplo “Wallas” en Les Gommes (1954) y “Matthias” en Le Voyeur (1955)—. “Señor Bernard” podría encubrir además un juego anagramático,
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Bernard”, el Bellatin narrador de “En el ropero...” no deja de alternar entre su propia identidad y la de su amigo fallecido. Amén de colocar varias identidades dentro de un mismo cuerpo, Mario Bellatin tampoco atribuye al cuerpo en cuestión una forma clásica y fija. En la novela titulada Disecado (2011), por ejemplo, la constitución de su personaje literario es voluble. El narrador tiene una alucinación: ve aparecer al borde de su cama a su propio doble, que no es otro que el escritor Mario Bellatin, ya muerto. Obsérvese en primer lugar que el escritor aparece como un ser desdoblado, esto es, disperso. No es uno e indivisible; es doble. Luego la dilución física de este personaje se ve reforzada a lo largo del relato por las transformaciones sucesivas de la masa de su cuerpo. Al principio, el narrador dice encontrarse frente a “un ¿Mi Yo? bastante anciano” que muestra a los dos lados de la cabeza “largos y tersos mechones de pelo” (OR2 211). Sin razón aparente, sin embargo, la corporalidad del doble que se presenta ante el narrador se difumina: “La especie de no vida presente en la cama”, observa el narrador, “desvanecía casi completamente sus contornos” (229). Acto seguido, el rostro de ¿Mi Yo? (Mario Bellatin) vuelve a ser el del principio, “aquel que lucía largos mechones de cabello y una barba descuidada” (232), antes de desvanecerse nuevamente en la última escena de la novela, en la que se transforma súbitamente en una enigmática hoja de papel, vieja y arrugada. En el mismo orden de ideas, la dilución física del personaje “Mario Bellatin” va acompañada por una dilución onomástica. Primero, el narrador procedimiento frecuentemente empleado por los nouveaux romanciers (Van Rossum-Guyon 403). Las dos últimas letras de “señor” y las dos primeras de “Bernard” son el anagrama de “Robe”, y hay por otra parte una repetición de los sonidos “n” y “r”, las iniciales del nouveau roman, en el medio y al final tanto del sustantivo “señor” como del nombre “Bernard”. La denominación del alter ego de Robbe-Grillet también podría derivarse del sustantivo “bernardina”, que el Diccionario de la Real Academia define como un sinónimo de “mentira”. La mentira, el derecho de mentir, es precisamente lo que reivindica el señor Bernard en un pasaje sabroso donde expone su concepción particular de la autobiografía (OR2 596). Por último, pese al inconfundible vínculo que une al personaje a Robbe-Grillet, no se puede ignorar el hecho de que su nombre haga pensar en el de otro vanguardista, el novelista y dramaturgo austríaco Thomas Bernhard. Si el nombre de “señor Bernard” realmente constituyera un guiño al escritor Bernhard, estaríamos entonces ante una suerte de dilución elevada al cuadrado: Mario Bellatin diluiría su propia identidad en la de Robbe-Grillet, a su vez diluida en la de Thomas Bernhard.
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llama sin vacilar “Mario Bellatin” al doble que descubre sentado en el borde de su cama; se refiere luego al mismo como “¿Mi Yo?”; después de abordar la conversión al sufismo de ¿Mi Yo?, “¿Mi Yo?” se sustituye en el texto por un símbolo, una media luna, que corresponde al nombre que recibe el personaje dentro de su nueva orden religiosa; a continuación la media luna cede el paso a “¿Mi Yo?”, que a su vez se reemplaza finalmente por “Mario Bellatin”. Así se cierra el círculo de los nombres que el autor asigna a su personaje en Disecado: Mario Bellatin-¿Mi Yo?- -¿Mi Yo?-Mario Bellatin. Se pasa de un nombre propio a dos pronombres, que se reducen luego a un mero símbolo gráfico, y seguidamente resurgen los pronombres, que vuelven a mutar en nombre propio. Estos cambios onomásticos hacen pensar en las fases de la luna, símbolo central en el presente encadenamiento de denominaciones. La luna es un astro que crece, decrece y recrece continuamente, y que por esta misma razón funge como un importante símbolo de transformación en numerosos mitos, leyendas y cultos (Chevalier y Gheerbrant 474). Su utilización por Mario Bellatin no es fruto del azar: este símbolo concentra en su seno el movimiento constitutivo de los personajes bellatinianos, la fluidez de sus atributos definitorios. Autonomización Uno de los motivos generalmente evocados por los integrantes del nouveau roman para justificar la necesidad de una renovación del género es la revelación de las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial.9 9
Sobre el particular, Robbe-Grillet declara en una conferencia pronunciada en Londres en 1994: “Je crois que j’ai été très fortement marqué [...] par l’impression, en 1945, d’une ruine généralisée de la civilisation dans laquelle j’avais grandi [...]. On voyait tout à coup l’horreur la plus sanglante et la plus démente qu’on ait pu imaginer depuis fort longtemps [...]. Cet anéantissement, cette découverte de la réalité de ces régimes prétendus d’ordre, et cette liberté soudaine, euphorique, donnaient l’impression que, sur ces ruines, quelque chose allait pouvoir se faire [...]. Je crois ainsi qu’il est vrai de dire (comme on l’a dit à plusieurs reprises) que le Nouveau Roman est typiquement un roman postérieur au génocide” (Le Voyageur 294) [“Creo que me marcó mucho [...] la impresión, en 1945, de una ruina generalizada de la civilización en la que había crecido [...]. De pronto se veía el horror más sangriento y demente que se hubiera podido imaginar desde hacía mucho tiempo [...]. Esta aniquilación, este descubrimiento de la realidad
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“La réalité a-t-elle un sens?”, se pregunta Alain Robbe-Grillet en Pour un Nouveau Roman. Contesta: “L’artiste contemporain ne peut répondre à cette question: il n’en sait rien” (151-152).10 A mediados del siglo xx, en un mundo que perdió su coherencia, que parece ya no tener sentido, el estatuto del novelista debe redefinirse. Ya no se trata de erigir en la ficción un universo estable, donde todo puede ser descrito y explicado hasta en los más mínimos detalles, en la estela de algunas novelas de Balzac. Los nouveaux romanciers renuncian a la pretensión del escritor realista de producir una copia fiel e instructiva del mundo circundante; optan por construir a través del trabajo de la escritura sus propios universos autónomos. Como formula Magdalena Silvia Mancas: “Avec le Nouveau Roman, la manière d’envisager le rapport entre le référent et le monde du texte change. L’écriture se soustrait aux lois traditionnelles de la mimésis et si référent il y a, ce n’est qu’un outil du récit. Le lecteur se voit donc confronté à un autre réalisme. Le réel n’a pas d’existence en dehors du texte, mais il est construit par lui” (98).11 En Pour un Nouveau Roman Robbe-Grillet enuncia de hecho: “Je ne transcris pas, je construis” (177). Rechaza la visión del escritor como un transcriptor de la realidad, y afirma explícitamente que esta debe ser construida por el escritor en el trabajo de la escritura. Esta realidad alternativa, construida por el texto, es percibida por Robbe-Grillet y el conjunto de los nouveaux romanciers como un concepto eminentemente artificial, y es así como la representan.12 Al mismo tiempo que instauran una ficción, sus de esos supuestos regímenes de orden, y esta libertad repentina, eufórica, daban la impresión de que, sobre esas ruinas, algo iba a poder hacerse [...]. Por lo tanto creo que es cierto decir (como se ha dicho en varias ocasiones) que el Nouveau Roman es típicamente una novela posterior al genocidio” (traducción mía)]. Se trata de otro punto común entre el nouveau roman y la autoficción, en la medida en que se ha alegado que esta encontraría igualmente su origen en el genocidio de la Segunda Guerra Mundial (Molkou 165-166). 10 “¿Tiene sentido la realidad? El artista contemporáneo no puede contestar a esta pregunta: no sabe nada al respecto” (traducción mía). 11 “Con el Nouveau Roman, la manera de contemplar la relación entre el referente y el mundo del texto cambia. La escritura se sustrae a las leyes tradicionales de la mímesis y si hay un referente, solo es una herramienta del relato. Por lo tanto el lector se ve confrontado a otro realismo. Lo real no existe fuera del texto, sino que es construido por el mismo” (traducción mía). 12 Durante su intervención en Cerisy, Robbe-Grillet asevera que “Il n’y a pas d’ordre naturel, ni moral ni politique ni narratif, il n’existe que des ordres humains créés par l’homme,
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narraciones contienen una serie de infracciones al principio de la ilusión novelesca cuya finalidad es hacer evidente la condición de producto intelectual, de artefacto, de sus novelas. Se trata de desnudar la estructura de la enunciación, resume Françoise van Rossum-Guyon durante las conclusiones del coloquio de Cerisy (403), al desplazar el interés desde la historia contada hacia el funcionamiento global del texto. Esto corresponde a un ingrediente importante en la definición del concepto de “metaficción” que propondrá más tarde Patricia Waugh: la metaficción crea una ficción y simultáneamente hace evidente la convencionalidad de esa misma ficción (6). Las transformaciones múltiples y a priori incoherentes de los personajes forman parte de la estrategia metaficticia desarrollada por los nouveaux romanciers. Son el signo de una firme voluntad de desengaño, ligada a cierta concepción de la literatura autonomizada, que se desatiende de las obligaciones de representar y de interferir con una realidad cuyas significaciones aparecen entonces, de todas formas, como parciales y cambiantes. El campo de aplicación de la renovación propuesta por los nouveaux romanciers no se limita a la novela. Al igual que Sarraute, Duras y Simon, Alain Robbe-Grillet transpuso sus experimentaciones novelísticas al dominio de la autobiografía. Le miroir qui revient (1986), Angélique ou l’enchantement (1987) y Les derniers jours de Corinthe (1994) forman una trilogía autobiográfica a la que atribuyó el título de Romanesques para acentuar la ambigüedad del pacto de lectura propuesto. Si, anteriormente, había abogado a favor de un cambio radical del género novelesco, defiende a partir de los años ochenta una revisión profunda de la práctica autobiográfica: “S’il existe un ‘nouveau roman’, il doit exister quelque chose comme une ‘nouvelle autobiographie’ qui fixerait en somme son attention sur le travail même, opéré à partir de fragments et de manques, plutôt que sur la description exhaustive et véridique de tel ou tel élément du passé, qu’il s’agirait seulement de traduire” (Le Voyageur 285).13 Para Robbe-Grillet el hombre, el Yo, es tan fragmentario
avec tout ce que cela suppose de provisoire ou d’arbitraire” (“Sur le choix” 160) [“No hay orden natural, ni moral ni político ni narrativo, solo existen órdenes humanos creados por el hombre, con todo lo que esto supone de provisorio o de arbitrario” (traducción mía)]. 13 “Si existe una ‘nueva novela’, debe de existir algo así como una ‘nueva autobiografía’ que en suma fijaría su atención en el trabajo mismo, operado a partir de fragmentos y de
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e ininteligible como la realidad en la que se encuentra sumergido. Está hecho de huecos, de pedazos que no pueden encontrar un ensamblaje coherente, definitivo, estable (296). Por consiguiente el autobiógrafo no debería contentarse con transcribir; como un novelista, debería construir su propia historia, sin dejar de llamar la atención sobre este trabajo de construcción, o sea, sobre el carácter artificial de su relato y de su personaje autobiográficos. En diversas conferencias y entrevistas Alain Robbe-Grillet toma expresamente partido contra el pacto autobiográfico de Philippe Lejeune, porque dos elementos del pacto en cuestión le parecen erróneos.14 El primero concierne a la exigencia del sentido. Según la interpretación particular de Robbe-Grillet, Lejeune estima que el autobiógrafo debería haber entendido el sentido de su vida para poder empezar su relato. Robbe-Grillet opina lo contrario, esto es, que el autobiógrafo escribe precisamente porque no sabe quién es; concibe en suma la escritura autobiográfica como una exploración más que como una exposición. El segundo elemento es el esfuerzo de sinceridad. Para Lejeune, afirma Robbe-Grillet, el autobiógrafo podría equivocarse, pero no mentir adrede. El autor de las Romanesques reivindica su libertad de mentir, el derecho de pasar libremente de la relación a la imaginación en todo momento para introducir elementos de ficción en sus relatos autobiográficos.15 El sentido que Alain Robbe-Grillet atribuye a su concepto de “nueva autobiografía” —un relato que combina referencialidad y ficción y cuyo narrador-protagonista es el mismo autor— es, como podemos carencias, antes que en la descripción exhaustiva y verídica de tal o cual elemento del pasado, que solo se trataría de traducir” (traducción mía). 14 Cf. Lejeune, Philippe. Le pacte autobiographique (1975). A propósito de la crítica que Robbe-Grillet hace del pacto propuesto por Lejeune se pueden consultar, entre otras referencias, “La ‘Nouvelle Autobiographie’: entretien d’Alain Robbe-Grillet avec Roger-Michel Allemand” (1992) y la conferencia “Du Nouveau Roman à la Nouvelle Autobiographie” (1994). 15 En L’autofiction: Une aventure du langage (2008), Philippe Gasparini acusa a Alain Robbe-Grillet de haber leído demasiado rápidamente los ensayos de Philippe Lejeune. Alega que, contrariamente a lo que pretende Robbe-Grillet, la definición del “pacto autobiográfico” precisa simplemente que el autor ponga el acento en su vida individual, sin fijar el nivel de comprensión requerido en lo que concierne al sentido de la vida; en cuanto al esfuerzo de autenticidad, Gasparini considera que se trata de un criterio puramente pragmático establecido por Lejeune (un contrato de lectura) para distinguir el discurso autobiográfico del relato ficticio, no de una instigación a decir la verdad (136-137).
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constatar, similar al de la autoficción. Robbe-Grillet tenía consciencia de este solapamiento conceptual, como autorizan a deducir las siguientes declaraciones extraídas de una entrevista de 1992 en las que reduce la diferencia entre la nueva autobiografía y la autoficción a una cuestión terminológica: “Je voulais parler de ‘Nouvelle Autobiographie’ avec d’autant plus de conviction qu’il me semblait retrouver dans un certain nombre de livres modernes [...] le flottement des souvenirs et non pas la volonté de les rassembler en une image cohérente. Et le mot a pris, assez vite, alors que les autres mots qui avaient été lancés —l’autofiction de Serge Doubrovsky par exemple— ont du mal à le faire” (“La ‘Nouvelle Autobiographie’” 214).16 Lo que ocurrió después es conocido: la posteridad invertirá esta situación para hacer pasar a la historia el neologismo de Doubrovsky. Si Alain Robbe-Grillet consideraba la “autoficción” de Serge Doubrovsky como un sinónimo de su concepto de “nueva autobiografía”, es importante precisar que en realidad estas dos expresiones encubrían maneras diferentes de revolucionar la escritura autobiográfica. La autoficción tal como la define inicialmente Doubrovsky se basa en un material auténticamente biográfico y su componente ficticio se reduce a la puesta en forma literaria del texto, que no respeta ni la cronología ni la sintaxis del género autobiográfico, mientras que en la nouvelle autobiographie el autor se pone en escena en una trama fabulada sin reservas.17 El teórico Jacques Lecarme escribe a propósito de sendos proyectos: Serge Doubrovsky, en dépit de sa revendication romancière, reste rivé au geste autobiographique; Alain Robbe-Grillet, lui, fuit par tous les moyens, et les plus rusés, le réalisme référentiel. Dans toute la saga doubrovskyenne, il n’y a pas un seul personnage fictif; la trilogie robbe-grilletienne, elle, s’organise structurellement
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“Quería hablar de ‘Nueva Autobiografía’ con convicción, tanto más porque me parecía encontrar en cierto número de libros modernos [...] la incertidumbre de los recuerdos y no la voluntad de reunirlos en una imagen coherente. Y la palabra ha echado raíces, bastante rápido, mientras que otras palabras que habían sido lanzadas —la autoficción de Serge Doubrovsky por ejemplo— tienen dificultades para hacerlo” (traducción mía). 17 Serge Doubrovsky introdujo su concepto de autoficción con la publicación de su novela Fils (1977), en cuyo peritexto figuraba esta definición bien conocida: “Fiction, d’évènements et de faits strictement réels”.
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autour de l’ostensiblement fictif Henri de Corinthe. [...] Ici compte le seul projet, qui était de fictionnaliser jusqu’à son état civil et d’exclure toute information d’ordre historique ou génétique. Si Doubrovsky-le-vrai ne parvient pas à devenir un Doubrovsky fictif, la personne réelle de Robbe-Grillet se dissout et se métamorphose dans la fausseté corinthienne (párr. 11).18
Philippe Gasparini no dice otra cosa cuando estipula que “le mot autofiction nomme un genre référentiel, tandis que l’expression nouvelle autobiographie désigne une stratégie de fictionnalisation ‘volontaire’ de l’écriture mémorielle” (Autofiction 145-146).19 Así, la nouvelle autobiographie no es equivalente a la autoficción en su acepción original; corresponde más exactamente a lo que se llama desde 2004, no sin conflictos semánticos, la “autoficción fantástica”, que Vincent Colonna asocia a un tipo de escritura del Yo por la cual el autor “transfigure son existence et son identité, dans une histoire irréelle, indifférente à la vraisemblance” (75).20 Dado que en su ensayo Colonna no hace mención a Alain Robbe-Grillet, y que en la literatura secundaria ulterior no se llegó a relacionar la nouvelle autobiographie con la “autoficción fantástica”, se perdió el estrecho nexo existente entre estos dos conceptos. Conscientemente o no, Mario Bellatin hace resurgir esta relación de parentesco al convertir a Robbe-Grillet en protagonista de una de sus autoficciones abiertamente inverosímiles. En “En el ropero...”, el narrador de Bellatin se reapropia casi palabra por palabra, pero con un tono afectivamente mucho más marcado, de las 18
“Serge Doubrovsky, pese a su reivindicación novelesca, se queda atascado en el gesto autobiográfico; Alain Robbe-Grillet, por su parte, huye por todos los medios, y los más astutos, del realismo referencial. En toda la saga doubrovskyana, no hay un solo personaje ficticio; la trilogía robbe-grilletiana, en cambio, se organiza estructuralmente en torno al ostensiblemente ficticio Henri de Corinthe. [...] Aquí solo cuenta el proyecto, que consistía en ficcionalizar hasta su estado civil y excluir toda información de orden histórico o genético. Si Doubrovsky-el-verdadero no logra convertirse en un Doubrovsky ficticio, la persona real de Robbe-Grillet se disuelve y se metamorfosea en la falsedad corintiana” (traducción mía). 19 “La palabra autoficción alude a un género referencial, mientras que la expresión nueva autobiografía designa una estrategia de ficcionalización ‘voluntaria’ de la escritura memorial” (traducción mía). 20 “Transfigura su existencia y su identidad, en una historia irreal, indiferente a la verosimilitud” (traducción mía).
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dos objeciones que Robbe-Grillet emitía contra el pacto autobiográfico de Philippe Lejeune: Había dos reglas que ese tarado enunciaba en el famoso pacto: uno sólo puede empezar su autobiografía cuando haya comprendido el sentido de su existencia. Bueno, lo siento mucho pero yo empiezo mi autobiografía precisamente porque no entiendo el sentido de mi existencia. La segunda regla era que el escritor tenía derecho a equivocarse, pero no derecho a mentir. Esto es muy curioso porque más adelante ese mismo badulaque [...] hace alusión a un libro admirable que es un increíble tejido de mentiras [...]. Creo que esa obra es un gran libro justamente por sus mentiras. La impostura es mucho más interesante que la verdad porque es mucho más vasta. La veracidad, en cambio, es un poco limitante (OR2 595-596).21
Mario Bellatin adopta una posición clara cuando pone estas palabras en boca del narrador de “En el ropero...”, que fusiona la identidad de Robbe-Grillet con la suya: se sitúa del lado de Robbe-Grillet contra Lejeune, del lado de la exploración y de la invención, contra la descripción exhaustiva y verídica que Robbe-Grillet asocia a la autobiografía tradicional. A través de la persona de Robbe-Grillet, y más específicamente aun, a través de la crítica que Robbe-Grillet propone de la autobiografía, Bellatin parece encontrar una manera de poner en valor su propia práctica de la autoficción. En efecto, de acuerdo con Gasparini, la crítica explícita de la autobiografía es el recurso mediante el cual la autoficción se constituye en tanto que discurso literario. En “Autofiction vs autobiographie” (2011), el estudioso escribe: “L’autofiction ne peut se définir qu’à travers une critique de l’autobiographie. Elle se constitue comme genre littéraire en s’opposant au genre dont elle dérive et avec lequel on risque de la confondre. Et, pour s’en distinguer, elle le construit comme un mauvais objet, immoral et prosaïque, dont elle doit éviter la contamination” (24).22 El hecho de que Mario Bellatin reproduzca en una de sus autoficciones los
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El “increíble tejido de mentiras” al que se alude en este extracto es Mémoires d’outre-tombe (1848) de Chateaubriand, que cita Robbe-Grillet en la entrevista de 1992 con Roger-Michel Allemand (283). 22 “La autoficción solo puede definirse a través de una crítica de la autobiografía. Se constituye como género literario oponiéndose al género del que se deriva y con el cual se corre el
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reproches que Robbe-Grillet hace al pacto autobiográfico de Lejeune no es banal: se trata de legitimar su propia enunciación distinguiéndola del mero relato de vida retrospectivo, considerado como poco literario. Conviene señalar que antes de “En el ropero...” Bellatin había dado a conocer su visión particular de la autobiografía en El gran vidrio (2007). El subtítulo que el escritor dio a esta novela es al menos tan provocador como la etiqueta Romanesques empleada por Robbe-Grillet: “Tres autobiografías”. ¿Cómo podrían existir tres autobiografías, o sea, tres relatos de vida de una misma persona? Lo lógico sería una persona, una autobiografía. Pero si se considera, como hace Bellatin en la continuidad de Robbe-Grillet, que la “persona” no preexiste a la autobiografía, sino que a la inversa la autobiografía “inventa” a la persona, entonces el número de estas autobiografías puede virtualmente multiplicarse hasta el infinito (López Alfonso 61). Debe subrayarse, como hace Laura Brignoli, que el sobretítulo dado por el escritor francés a su trilogía era más que un simple gesto de desafío: para Robbe-Grillet lo “novelesco” era susceptible de revelar más cosas a propósito de un autor que la sinceridad de sus confesiones, no solo porque la invención narrativa otorga una mayor libertad de expresión, sino también porque solamente una aventura novelesca es capaz de representar la variedad y la ambivalencia infinitas de toda existencia humana (551). Mediante la referencia a Robbe-Grillet, Mario Bellatin hace lo que hace, en suma, cualquier escritor según Dominique Maingueneau: se inscribe en una tribu de su elección, la de los autores que sitúa en su panteón personal, y cuyas reivindicaciones estéticas coinciden con las suyas (75). Esta referencia tiene un doble efecto: permite a Bellatin crearse una genealogía de “precursores”, y simultáneamente actúa sobre el presente al contribuir a definir su poética personal. Para los nouveaux romanciers, que generaron en su tiempo animados debates en el escenario crítico, la escritura no tenía como función representar una realidad que existiera, o que hubiera existido, sino crear una estructura puramente artificial. Esta voluntad de formas, que se ejerce en detrimento de la verosimilitud de la anécdota, es lo que conduce a Robbe-Grillet a especificar en Pour un Nouveau Roman: “Ne pourrait-on pas avancer riesgo de confundirla. Y, para distinguirse de él, lo construye como un objeto malo, inmoral y prosaico, cuya contaminación debe evitar” (trad. mía).
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que le véritable écrivain n’a rien à dire? Il a seulement une manière de dire. Il doit créer un monde, mais c’est à partir de rien” (51).23 Mario Bellatin mantiene una postura crítica similar, que hace explícita en varias entrevistas, verbigracia, en este diálogo con Daniel Gigena: La intención es que quede una escritura y no una anécdota. A mí me importa escribir, no decir algo. [...] Se piensa que el escritor tiene que contar y que tiene un aval y una oficialidad en su voz. No me sorprende que les pregunten cosas a los escritores y les pidan opiniones, lo que me sorprende es que contesten y que se animen a opinar de todo. ¿Qué piensan del calentamiento global, la política, las migraciones? Y salen las respuestas. No tengo ganas de contar nada, pero sí de escribir (párr. 4).
La “manera de decir”, en esta entrevista se llama la “escritura”, y en la línea de los nouveaux romanciers Bellatin le da prioridad sobre el “decir”, la anécdota. Como apunta Diana Palaversich en su prólogo a la primera edición de la Obra reunida (14), el único compromiso que reivindica el escritor mexicano es de orden estético, y no político o social. No considera la literatura como el medio para exponer e imponer un punto de vista sobre cosas que existen fuera de ella; la escritura, el acto de creación, se convierte en un fin en sí. Varios de los nouveaux romanciers extendieron esta exigencia a la escritura autobiográfica, que concebían como el proceso de invención de ese personaje particular que es el propio autor. Se trata de otra coincidencia entre su práctica poética y la de Mario Bellatin, que permite explicar la dilución que hemos analizado en la primera parte de este ensayo. Esta ilustra el deseo del autor de anteponer el “escribir” al “decir”, la forma a la anécdota. Los vaivenes identitarios, las transformaciones físicas y onomásticas de su personaje, se derivan de una concepción autonomizada de la literatura y llaman la atención de manera consciente y sistemática sobre el proceso de creación del relato y del personaje autobiográficos. Se inscriben en el marco más global de una estrategia metaficticia que Bellatin concreta en los textos de nuestro 23
“¿Acaso no podría enunciarse que el verdadero escritor no tiene nada que decir? Solo tiene una manera de decir. Debe crear un mundo, pero debe hacerlo partiendo de la nada” (traducción mía).
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corpus empleando diferentes técnicas, como la metalepsis o la inclusión de apuntes personales, que tienen en común el efecto de exhibir la artificialidad de la ficción, en lugar de disimularla.24 El cuerpo “líquido” del escritor aclara que el texto que el lector tiene bajo la mirada es una invención, una forma artificial y no una relación fiel de la realidad, y lo que cuestiona de modo implícito es la posibilidad de describir lo que sea, incluso uno mismo, sin inevitablemente caer en la elaboración. Hemos comentado ampliamente la corporalidad del personaje autoficticio de Mario Bellatin, sin decir nada todavía sobre el ethos físico del autor de carne y hueso. Como la mayoría de los escritores, Bellatin cuida su imagen. Su iconografía actual está formada por fotos en las cuales se presenta con las prótesis más variadas (suple su antebrazo derecho por prótesis que van desde garfios y pinzas elementales a aparatos de diseño menos funcional y más artístico), largas túnicas negras y el cráneo rapado. Si bien a veces luce una fina barba de varios días, la mayor parte del tiempo aparece meticulosamente afeitado. Ningún ethos físico parece ser más lejano del de Alain Robbe-Grillet, reconocible por sus camisas y pulóveres clásicos, su cabello semi-largo peinado hacia atrás y su barba larga y cuidada (cf. figura 1). Mario Bellatin conoce, en particular, la importancia de esta barba en la complexión de Robbe-Grillet, como sugiere este apartado de “En el ropero...”, donde el narrador asume la identidad del señor Bernard: Una asociación de profesores de Estados Unidos decidió invitarme a dar cursos de literatura. Cursos sobre mí. Rápidamente me convertí en profesor de mí 24
Estos apuntes que incluye Mario Bellatin al final de sus textos no tienen la apariencia de un cuaderno de bitácora en el que el escritor habría redactado comentarios sobre los avances del texto en curso; antes bien, toman la forma de listas de tipo brainstorming, elaboradas de antemano para recordar al autor la estructura que debería seguir el texto. Bellatin procede así en Disecado, “En el ropero...” y El libro uruguayo de los muertos. No se puede excluir la posibilidad de que estos apuntes insertados al final de los textos de ficción sean, en realidad, tan ficticios como los textos en cuestión. En efecto, no se puede descartar que Mario Bellatin haya redactado estos apuntes no de antemano, sino a posteriori, una vez terminada la composición del texto, para simular una lista que habría servido como referencia durante el proceso de escritura. En cualquier caso, sean reales o simuladas, el efecto producido por estas listas es el mismo: ponen al desnudo la naturaleza de construcción intelectual del relato al que ponen fin, patentizan su carácter “libresco”.
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mismo [...]. Eso es una gran suerte. Aunque algunos dicen que ese trabajo lo obtuve por haberme dejado crecer una gran barba. Un día, algunos otros profesores me dijeron que tenía una cara fea y fofa, y que de esa forma nunca me hubieran dejado predicar. Esto era en parte broma, quizá solo en parte. Tal vez deba algo a esta barba. Además, uno debe imaginar que a fin de cuentas en la literatura no hay azar (OR2 605).
Al principio de su carrera literaria, Mario Bellatin ofrecía a la crítica un look radicalmente diferente del que propone hoy, y la semejanza con Alain Robbe-Grillet era entonces llamativa. El periódico limeño El Comercio publicó en noviembre de 1986 una reseña de la primera novela de Bellatin, Las mujeres de sal, junto con un retrato de este último (cf. figura 2) que articula los tres rasgos de la iconografía robbe-grilletiana previamente referidos: la vestimenta formal, el cabello semi-largo, así como una barba poblada y pulcra. Sin duda, estas características no son exclusivas de Robbe-Grillet, pero en vista de la continuidad que existe entre su proyecto poético y el de Bellatin, el parecido físico que los une difícilmente podría ser fortuito. Durante algún tiempo el joven artista Mario Bellatin parece haber encontrado en el vanguardista francés, además de una inspiración literaria estimulante, una apariencia a emular. Conclusiones En el relato titulado Bola negra (2017), Bellatin cuenta la extraña historia de un pequeño insecto africano capaz de devorarse a sí mismo. No es autofagia lo que el escritor practica en sus autoficciones fantásticas, pero casi. Disuelve la materia sólida de su cuerpo, consume su espesor, engulle su propia consistencia. Este personaje “diluido”, cuyos atributos se contradicen y se redefinen incesantemente, revela a través de su propio cuerpo el interés del autor en hacer consciente el carácter de construcción de la ficción, y la poca importancia que concede a la verosimilitud del contenido. Esta elección narrativa es reafirmada por la fusión identitaria ejecutada en “En el ropero...” con Alain Robbe-Grillet, figura de referencia del nouveau roman, un movimiento literario caracterizado por personajes “deteriorados” cuyas infracciones al principio de mímesis se explican por la autorreferencialidad
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absoluta de los universos que los contiene. Mediante la disolución de su propio personaje Bellatin prolonga la ruptura instaurada por los nouveaux romanciers con la tradición realista, y de esta forma parece confirmarse la idea de Octavio Paz, el cual afirmaba en Los hijos del limo (1974) que, más que un motor de innovación, la vanguardia siempre se presentaría en realidad como una continuación de las rupturas introducidas por las generaciones precedentes (524). La nueva novela francesa se constituye como una anti-novela, es decir, como un rechazo de la novela precedente. Los atributos degradados de sus personajes señalan una ruptura con la tradición realista en literatura, que dominaba en la Europa del siglo xix. Tal vez la conexión con este movimiento literario a su vez autorice a ver en el alter ego diluido de Mario Bellatin, y en el conjunto de los personajes desmaterializados (metamorfoseados, desdoblados, espectrales, etc.) de la autoficción fantástica hispanoamericana, el signo de un distanciamiento de la tradición inmediata, más específicamente respecto de las narrativas densas, sólidas y totalizadoras del boom, cuyos autores a menudo se distanciaban del nouveau roman (Vanden Berghe 22-23). En una entrevista reciente, Mario Bellatin asocia precisamente las mismas con la literatura del siglo xix: “El boom latinoamericano, a mi parecer, retrocedió hacia la literatura decimonónica [...]. Volvieron a existir historias tradicionales y la literatura más mediática asumió un rol social e ilustrativo” (Pérez y Valenzuela, párr. 16). Este tipo de literatura, que pretende reflejar e interactuar con la realidad, es exactamente la que Mario Bellatin se rehúsa a producir. Recordemos su fórmula “a mí me interesa escribir, no decir algo”. En la narrativa realista los personajes son ampliamente descritos y perfectamente definidos porque son el principal medio de transmitir ideas y mensajes claros sobre el mundo. En contraste, la consistencia del personaje de Bellatin es reducida al mínimo. Es como todas las significaciones del mundo en su fase posmoderna: inestable, disipada, sujeta a revisión. El objetivo de este ensayo era demostrar la existencia de una relación subyacente entre el nouveau roman, la nouvelle autobiographie y la autoficción fantástica haciendo hincapié en algunos parentescos entre la práctica poética de Mario Bellatin y la de Alain Robbe-Grillet, lo cual implicaba casi ineludiblemente el riesgo de no hacer justicia a la originalidad de cada una. Pero de ninguna manera estas coincidencias que hemos indicado suponen la
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inexistencia de diferencias. El trabajo particular que Bellatin efectúa sobre el tema de la enfermedad, por ejemplo, lo distingue de todos los autores citados en este trabajo. La mayoría de sus personajes —el suyo incluido— sufren perturbaciones físicas y mentales cuya denominación no se suele precisar y, en lugar de constituir un acontecimiento excepcional, una situación concreta y delimitada en el tiempo, estas transcurren sin principio ni fin, como un flujo. Si se admite que todo texto literario es como un cuerpo que para funcionar bien debe pasar desapercibido, o sea, que del mismo modo que la salud de un cuerpo se mide por el silencio de sus órganos, la ilusión que produce un texto literario está en función de la discreción de su estructura material; si se admite esta analogía, entonces por desplazamiento metonímico podría considerarse que los personajes sistemáticamente enfermos de Bellatin son una extensión en el plano semántico, en el interior de los textos, de las infracciones que comete el autor a nivel formal. O, visto desde otra perspectiva, que esas infracciones formales —los cortocircuitos identitarios, las mutaciones somáticas y onomásticas— son “enfermedades” de la materia novelesca.
Fig. 1. Alain Robbe-Grillet. Fuente: Babelio, . Consultado el 05 de septiembre de 2019.
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Fig. 2. Mario Bellatin. Fuente: “Las mujeres de Bellatin”. El Comercio, 2 de noviembre de 1986. Consultado el 14 de agosto de 2019 en el “Archivo Mario Bellatin”, constituido y administrado por Graciela Goldchluk en la Universidad Nacional de La Plata (a quien agradecemos su disponibilidad y sus consejos).
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ESPACIO, MULTIPLICACIÓN Y FANTÁSTICO EN LAS AUTOFICCIONES DE MANUEL VILAS Lieve Behiels KU Leuven
Manuel Vilas (Barbastro, 1962) es un poeta y novelista español que suele asociarse a la llamada Generación Nocilla o Afterpop (Barker, Naval) y se incluye en la nómina de los autores autoficcionales españoles (Casas 11). Sus novelas más importantes son España (2008), Aire Nuestro (2009), Los inmortales (2012) y Ordesa (2018). Aunque la obra más indicada para hablar de autoficción parece ser esta última, en la que el autor narra la relación con su padre fallecido, nos proponemos en primer lugar centrarnos en las tres primeras porque nos parece que se prestan a un análisis de una forma tal vez marginal pero a nuestro juicio interesante de la autoficción fantástica. Para nuestro análisis, partimos de la definición de la autoficción fantástica de Vincent Colonna.1 Es evidente que en su propuesta el adjetivo “fantástico” corresponde a la definición tradicional tal como nos la propone el Diccionario de la RAE: “Quimérico, fingido, que no tiene realidad y que consiste solo en la imaginación”. En este sentido, se adecúa a la propuesta novelesca de Manuel Vilas, cuyos relatos se pueden calificar de fantásticos en este sentido primario y no corresponden a la definición que da, por ejemplo, Todorov de lo fantástico: “Le fantastique, c’est l’hésitation éprouvée par un être qui ne connaît que les lois naturelles face à un événement en apparence surnaturel” (29)2.
1
Véase la contribución de Teresa López-Pellisa en este volumen (nota de los editores). “Lo fantástico es la vacilación que experimenta un ser que solo conoce las leyes naturales frente a un evento en apariencia sobrenatural” (29) (traducción de los editores). 2
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La autoficcionalidad de los textos de Vilas comprende varios rasgos de la definición de Colonna: la irrealidad, la ausencia de verosimilitud, la invención de la existencia, pero falta el primero y a primera vista el más importante: el escritor al centro del texto como en una autobiografía, el héroe. Ni en España, ni en Aire Nuestro ni en Los inmortales hay un personaje que podría pretender a la (anti-)heroicidad o la centralidad. ¿Nos hemos lanzado, pues, en una vía muerta? La salvación puede provenir de la referencia artística que formula Colonna a continuación de la primera cita: Le rapprochement avec la peinture est éclairant. À la Renaissance, il existe un type de portrait appelé in figura par lequel le peintre se glisse dans la toile en prêtant ses traits à une figure religieuse ou historique. La doublure du peintre se distingue souvent par son regard extrait de l’espace du tableau, orienté vers l’observateur. Dürer s’est peint ainsi sous la figure du Sauveur, dans un Christ aux outrages de 1493, que l’on peut comparer avec un autoportrait de la même année. Filippino Lippi et Masaccio se sont présentés, dans les fresques de la chapelle Brancacci, comme des spectateurs assistant aux actes de Saint Pierre. Selon la tradition, dans son tableau David tenant la tête de Goliath, Caravage aurait dessiné ses propres traits pour animer le visage décapité de Goliath (75).3
Ahora bien, no todos estos autorretratos ficticios ocupan el centro de la representación: Lippi se autorrepresenta en el lado extremo derecho del fresco, desde el cual dirige una mirada de invitación al espectador, del mismo modo en que Botticelli se representa entre un grupo de nobles que rinden homenaje al Niño Jesús en La Adoración de los Magos de 1475. Esta posición marginal con respecto al centro permite al mismo tiempo jugar al escondite 3
“El acercamiento con la pintura es esclarecedor. En el Renacimiento, existe un tipo de retrato llamado in figura en el que el pintor se introduce en el cuadro prestándole sus rasgos a una figura religiosa o histórica. El doble del pintor se distingue a menudo por su mirada extraída del espacio del cuadro, orientada hacia el observador. Durero se pintó así bajo la figura del Salvador, en un Cristo de Dolores de 1493, que se puede comparar con un autorretrato del mismo año. Filippino Lippi y Masaccio se presentaron, en los frescos de la capilla Brancacci, como espectadores asistiendo a los actos de San Pedro. Según la tradición, en su cuadro David con la cabeza de Goliat, Caravaggio habría dibujado sus propios rasgos para animar la cara decapitada de Goliat” (75) (traducción de los editores).
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Espacio, multiplicación y fantástico
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con el espectador, que debe ser capaz de detectar la presencia del artista entre un gran número de personajes, así como multiplicar las identidades: este joven de mirada penetrante representa al mismo tiempo a un personaje de una escena del Nuevo Testamento y al propio artista. Para el espectador contemporáneo de Lippi y Botticelli era como si estuvieran abolidos el tiempo y el espacio: contemplaba un acontecimiento de hace siglos situado lejos de su entorno en el cual se había inmiscuido un contemporáneo. Espacio e identidades Tanto España como Aire Nuestro y Los inmortales pueden describirse más cómodamente como obras de arte espacial —algo como polípticos, retablos o panoramas o, para utilizar un término artístico del siglo xx, collages— que como obras de arte temporal, lo cual sería de esperar tratándose de novelas, puesto que tradicionalmente las novelas cuentan historias.4 En el nivel de su macroestructura, estos libros no proponen un desarrollo temporal. El narrador del primer relato de España se presenta elaborando, desde una especie de instantaneidad permanente, un programa informático “indecente (indecente aquí quiere decir antiguo, y antiguo quiere decir inexistente, porque todo aquello que fue carece de sentido o de realidad si no está siendo ahora) que se llama España” (España 16). La abolición del tiempo histórico y su relación con la identidad, aspecto fundamental de la autoficción, queda puesta de relieve en un paratexto publicitario para España firmado por Vilas: España es una novela que habla de un país crepuscular. Creo que la Historia es un género de ficción muy bien documentada. Creo que la Historia es la ficción suprema. Heródoto —con la ayuda inestimable de Tucídides— fundó el gran dogma de la Historia. Conforme cumplo años, me acerco a una verdad
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En un paratexto publicitario que figura en la web de la editorial, Vilas describe su libro explícitamente como una novela: “Recuerdo que titulé así esta novela, con título tan temerario, porque me parecía que la palabra más incómoda y casi maldita que existe en mi país es precisamente el nombre de mi país. Me parecía que ya solo ese hecho objetivo merecía un libro” ().
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inapelable: nada existe, ni siquiera el espacio histórico y geográfico en donde tu vida aconteció. Por eso rompo el tiempo histórico en España. Y también mi identidad. Manuel Vilas.5
El estiramiento de lo instantáneo resulta particularmente claro en Aire Nuestro. En una especie de prólogo leemos: “Nos es muy grato presentar a continuación la programación que los guionistas de la multicadena de televisión hiperrealista Aire Nuestro han diseñado para este fin de semana [...]” (4) y los capítulos del libro son los programas que emiten las varias cadenas de esta empresa mediática. Es como si tuviéramos delante una parrilla de televisión que permite una primera visión de conjunto que el espectador podrá ir detallando. El prologuista de Los inmortales, a su vez, se dirige a una serie de “profesionales del estudio de la Tierra” (3) para compartir con ellos un manuscrito encontrado que contiene historias de diferentes personajes unidos por “el fantasma de la inmortalidad” (5). Aquí también nos encontramos más bien ante un catálogo que ante una narración. Firma el prólogo Aristo Willas, un nombre que nos remite a la problemática identidad autor-narrador-héroe ya aludida. El nombre Aristo parece derivar del adjetivo griego que significa “el mejor” o puede leerse como una abreviatura de Aristóteles; de todos modos permite una lectura paródica. En el caso de Los inmortales, se le podría asignar la función de instancia organizativa de la macroestructura novelística. Ahora bien, estas macroestructuras se componen de textos de tamaño reducido, que pueden pertenecer a distintos géneros, como el discurso, la carta o el cuento; estos relatos sí que pueden ostentar en ocasiones una estructura narrativa “tradicional” con personajes de lo más variopintos. Algunos de estos personajes llevan el apellido Vilas. Entran en el escenario narrativo con disfraces varios, como Lippi y Botticelli en sus cuadros. Algunos se llaman Manuel Vilas, como el autor cuyo nombre figura en la cubierta de los libros, otros llevan otros nombres. Así, un Manuel Vilas aparece como poeta, amigo del también poeta aragonés Luciano Gracia, en el capítulo de España titulado “Rarezas del reino de Dios: historia de la poesía española contemporánea” (55). En el relato “Poker”, del capítulo “Documentos secretos para una
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historia panhispánica del siglo xx”, aparece un joven Manuel Vilas víctima de unos terroristas (69); en los apartados siguientes del mismo capítulo, “2. Fidel. Último discurso. ‘Sobre la movilidad de la Historia’” y “3. Comandante Vilas” aparece un comandante Vilas que le escribe a Fidel Castro y le entrevista.6 En el relato titulado “Guillotina”, sale de su casa Manuel Vilas, un escritor que “había publicado un libro de relatos titulado [...] Zeta” (81). Este nostálgico de la guillotina, deseoso de la muerte del poder, resulta ser policía municipal en Zaragoza. El capítulo séptimo contiene un apartado titulado “He turned water into wine”, en el que las discusiones sobre el eurocomunismo y las alusiones al Nuevo Testamento van de la mano; el relato empieza así: “Un mediodía del mes de agosto del año 2002, los escritores más o menos españoles José María Pérez Álvarez y Manuel Vilas pasean por el casco viejo de Santiago de Compostela” (114). El último capítulo contiene una “Breve historia del tiempo” en la que un vampiro-resucitador resucita a un tipo llamado “Manuel Vilas (1962-2049), el cual, al verse de nuevo vivo, no entendía nada, no quiso comprender su enorme fortuna” (162). Aire Nuestro también contiene varios Manuel Vilas. El relato “Return to Sender” ubica a “los cantantes españoles de pop de última generación Gregorio Morán y Azucena Carrillo [...] en el coche de un escritor español, que se llama Manuel Vilas” (83). Juan Carlos I, en las últimas, hablando con su hijo, le pregunta: “¿Te acuerdas de aquel escritor español que se llama o llamaba, no sé si vive todavía, Manuel Vilas?” (101). También en Los inmortales aparece el escritor —“Es el año 2040 y el escritor Manuel Vilas tiene setenta y ocho años” (24)— ya en el cénit de la gloria literaria, puesto que van a mandar a la luna a los siete mejores poetas de la tierra, y él forma parte de los elegidos. “La lección de anatomía”, otro relato de la misma novela, se inicia del siguiente modo: “A sus cuarenta y siete años de edad, el escritor Manuel Vilas le ha cogido un miedo tan paralizante como debilitante a la muerte” (77). Ha tenido una sesión de resonancia magnética de la región lumbar y reproduce el documento. Luego empieza un diálogo con sus huesos que terminan desfilando delante de él. En el último relato de Los inmortales, “Arcan”, el arcángel Gabriel, vuelve a la tierra, donde solo unos pocos son 6
Los inmortales contiene un guiño intertextual a este relato cuando Ponti (el papa) ve a un tal Manuel Vilas hablar con Fidel Castro sobre la victoria final (Inmortales 127).
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elegidos para encontrarse con él. Uno es Max Vilas, “descendiente del escritor español Manuel Vilas (1962-2051)10”. La nota 10 que se puede consultar al final del volumen contiene los supuestos datos biográficos del autor: Manuel Vilas fue un escritor español muy representativo de las hoy completamente olvidadas corrientes literarias de principios del siglo xxi. Destacan sus novelas Los arcángeles tecnológicos (2003), Soldados de Nueva York (2006), Aire Nuestro (2009), España (2018). Su obra maestra fue el best-seller titulado Los inmortales (2012). También escribió libros de poesía como El juramento de la pista de frontón (2005), Calor (2014), Corona de flores (2021) y Canto general (2034), y obras de teatro como Residencia en la tierra (2015) y series para televisión como El Aleph (2019) (155-156).
Las referencias intertextuales lúdicas no necesitan comentario. A continuación de las notas finales se encuentra el paratexto “Sobre el autor”, que ofrece la biobibliografía “auténtica” del escritor. La “identificación” con el autor puede llevarse a cabo no solo a través de la combinación nombre y apellido, sino también gracias a la del apellido y de una foto, como en el relato “Suenan ruidos contra el capitalismo”. Tres activistas de la Nueva Derecha Popular Española quieren incorporar a Vilas basándose en una reseña negativa que escribió sobre un concierto de Bob Dylan. Sacan de la maleta “tres fotocopias plastificadas” (Aire 147) y, a continuación, en la novela, se reproduce un artículo titulado “A Pizza Hut”, precedida de una foto del autor. Estos “Manuel Vilas” que van exhibiéndose y escondiéndose a lo largo de las novelas, llevan al lector a conectar con estos fragmentos de la identidad medio “realista” medio “fantástica” del autor a otros personajes —¿pero otros hasta qué punto?— que comparten con él solo el apellido Vilas. Así aparece una Manuela Vilas, directora del Instituto Cervantes de Nueva York en Aire Nuestro (26). En el mismo libro, uno de los novios de Olimpia Reyes, la militante ecologista asesinada del relato “Golfo de St. Lawrence”, es un tal Bobby Vilas (57), y el apartado siguiente es una “Entrevista con Bobby Wilaz, nuevo líder del Movimiento Obrero Norteamericano” (59). También aparecen un Richard Vilas, agente de la CIA, “un negrata guapísimo, con una verga descomunal” (124) y “el poeta católico, socialdemócrata, posmoderno y comunista César Villas” (129). Un colombiano va a un concierto de
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Patti Smith en la Expo de Zaragoza y se topa allí con un periodista que se llama Vilas (143). El juego del escondite al que queda arrastrado el lector le lleva tal vez a encontrar avatares del autor donde no los haya. Hay personajes que se apellidan Vidal, el segundo apellido del escritor. En el primer relato de España aparece un fotógrafo llamado Siemens Vidal (8). “El primer viaje a la fotosfera del Sol lo realizó el comandante John Vidal en el año 2962”, descendiente de españoles y que “hablaba el antiguo y clásico español perfectamente” (78). El narrador de “El último motorista. A la memoria de Max Brod” empieza el relato diciendo “Me llamo Art Garfunkel Vidal, y soy escritor. Me acaban de llamar de Babelia, el célebre suplemento literario de El País” (87). En Aire Nuestro, figura un John Vidal, periodista freelance, especializado en arte (78). Estas máscaras sucesivas se relacionan obviamente con la teatralidad. Fernando Cabo Aseguinolaza relaciona autoficciones y teatralidad “por lo que tienen de figura, de retoricismo y también por lo que la autonominación implica de quiebra del ensimismamiento antiteatral, de modo que el lector ‘is being shown’ la figura del autor en poses varias. La autoficción no es ajena al valor de exhibición [...]” (33). Es como si el lector estuviera asistiendo a un espectáculo en el que varios papeles estarían asignados a un mismo actor que aparece una y otra vez cambiando de disfraz, siempre diferente y siempre el mismo, aunque de esto último no puede estar seguro. Los relatos en primera persona estimulan al lector a identificar al narrador con el autor, como en “La expeluquera nonagenaria”. El narrador coge el primer volumen de las Obras completas de Kafka, un regalo de su padre, cuya cubierta queda reproducida en el libro: “A veces mi padre se me aparece, viene de entre los muertos, y me pregunta por esas Obras completas, que él nunca leyó conscientemente, porque sabía que era yo quien debía leerlas” (España 203). Esto no obsta a que haya narradores homodiegéticos en los que no hay que buscar a primera vista huellas del Manuel Vilas de carne y hueso. El narrador del relato “Vacaciones” (España 33-40) cuenta un viaje de ida y vuelta que él y su pareja emprenden a La Habana. Mientras desfilan los tópicos turísticos habaneros (el Museo de la Revolución, Hemingway, La Floridita, etc.) también desfilan las parejas: primero Mónica, luego Julia, Paloma, Teresa, Silvia, Belén, Isabel, Genoveva, Marta y finalmente Gerardo. Al final del relato la inestabilidad de la(s) pareja(s) se contagia al mismo
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narrador que declara que él y Genoveva “llevamos juntos seis años y diez meses, pero no hemos querido casarnos ni tener hijos”, para empezar el párrafo siguiente declarando: “Nuestros dos hijos son mayores, ya podemos dejarlos solos en España”, tratándose ahora de su matrimonio con Marta (España 40). Más que un relato de vacaciones, el lector ha estado mirando un caleidoscopio de identidades. Hasta ahora hemos comentado ejemplos de las pistas dejadas explícitamente en el texto, pero los conocimientos previos del lector o su curiosidad pueden contribuir a fortalecer la identificación de estos personajes con el autor. Así, el lector puede saber o enterarse de que Manuel Vilas nació en Barbastro en 1962, es autor de un libro de relatos titulado Zeta (2002), que hubo un poeta aragonés llamado Luciano Gracia (1917-1986), y que Vilas escribió una crónica sobre un concierto de Patti Smith en Zaragoza en julio de 2008.7 La fuente de datos más abundante en este sentido es el blog del autor, que contiene centenares de entradas entre 2007 y 2013. Es evidente que este blog es también una construcción literaria que conviene manejar con la debida prudencia. De todos modos, como comenta Susana Arroyo Redondo: Los elementos paratextuales de la autoficción (desde los más tangibles a los más abstractos) contribuyen en este sentido a romper los límites de la personalidad autorial e invitan a los lectores a seguir informándose sobre la vida del escritor para poder acercarse mejor a sus textos, estableciendo así un proceso de comunicación literaria (un diálogo cultural) potencialmente infinito (76).
A lo largo de nuestro análisis vemos cómo la identidad ‘auténtica’ del autor se ha fragmentado y multiplicado por fisión, dando lugar a múltiples ‘Manuel Vilas’ con más o menos rasgos en común, dispersados en los espacios yuxtapuestos que constituyen los relatos que componen la macroestructura de las novelas y que corresponden con la abolición del tiempo histórico programado por el autor: “rompo el tiempo histórico en España. Y también mi identidad”.8 7
Tanto el poeta como la cantante aparecen en sendas entradas del blog de Vilas, fechadas el 18 y el 22 de julio de 2008: . 8 .
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Lo fantástico Hasta ahora hemos intentado quitar peso a la identificación entre autor, narrador y héroe, necesaria para poder hablar de una autoficción reglada, y hemos propuesto en su lugar una multiplicación de personajes y narradores que pueden relacionarse con el autor gracias a determinados rasgos como el nombre, el apellido, la foto, el dato biográfico o la conexión intertextual al blog. Ahora conviene adentrarnos en el adjetivo que en nuestro caso califica la autoficción: lo fantástico. Ya hemos advertido que no hay que buscar en las tres novelas consideradas algo que se asemeje a lo fantástico tal como fue definido por una serie de investigadores en la línea de Todorov. En las situaciones más inverosímiles creadas en las novelas, los personajes se mueven como Pedro por su casa, la angustia —factor fundamental para poder hablar de lo fantástico según David Roas (112)— brilla por su ausencia. Los relatos se sitúan en un tiempo sin precisar o con fecha muy concreta pero lejana, como hemos visto en algunos de los ejemplos anteriores. Muchos relatos se podrían asociar a la ciencia ficción, pero una ciencia ficción de tipo light. Según la definición proporcionada por Masseron, la ciencia ficción crea mundos nuevos a partir de una hipótesis racional (científica, lógica o filosófica) y con fines a menudo satíricos. La verdad del mundo creado o su posibilidad es función de la hipótesis expuesta, de su corrección demostrativa. Según esta autora, la pregunta de “cómo es posible” es omnipresente en la ciencia ficción, del mismo modo que las respuestas seudocientíficas (43). Esta definición se puede aplicar a la ciencia ficción que se toma en serio. Pero no resulta evidente leer los relatos de Vilas según el pacto de la ciencia ficción seria, ya que el entramado tecnológico suele ser flojo y minarse desde dentro. Por ejemplo, resulta difícil dar fe a un procedimiento llamado Noevi, abreviatura de “Negativo Objetivable de Experiencia Vital”, “un procedimiento de ‘resurrección de la verdad a partir de lo que pensaron los otros’” (España 5) explicado en un relato que parodia el estilo borgiano. Estos múltiples futuros desde los cuales se contemplan las ruinas de la sociedad neoliberal de hiperconsumo no bañan necesariamente en una atmósfera apocalíptica de destrucción y terror.9 Se 9
Creemos que cabe matizar en este sentido lo que declara María Ángeles Naval: “Los inmortales (2012) de Manuel Vilas así como sus novelas anteriores Aire Nuestro (2009) y España
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distinguen más bien por su carácter lúdico y paradójico, aunque la risa puede ser cargada de violencia “tarantiniana”, como en el relato “Los nuevos mártires” (España 139-143), en el que una joven es torturada y asesinada por el ex mejor amigo de su novio. Por otro lado, nada más alegremente loco, por ejemplo, que las excursiones a las que se lanzan los “inmortales” Pablo (Picasso) y Vin(cent van Gogh), Vírgil(io) y Fede(rico). Más que de ciencia ficción valdría hablar, en palabras de Teresa Gómez Trueba, de “ambientación futurista, tecnológica y apocalíptica” (28), aunque en el caso de Vilas el apocalipsis se toma a risa. El blanco privilegiado de la sátira es el campo literario y, por extensión, cultural. Pongamos como ejemplo el relato “Ya nadie ama a Jesucristo: historia de la narrativa española contemporánea. Volumen I: Editorial Cátedra Veloz”, en el que un crítico literario consigue que se ningunee a un autor a pesar de su excelencia. Después de la muerte del escritor se intenta una reedición de sus obras, pero incluso esta iniciativa queda frenada por el crítico. El personaje se expresa así: Claro que yo vi el talento de ese hombre, y claro que podía haberlo dicho, haberlo escrito, haber escrito sobre él, sobre ese desdichado, que no ganaba al mes ni una décima parte del dinero que yo ganaba entonces, y claro que no lo hice, y claro que siento una satisfacción grandiosa en haberme comportado así (España 49).
He aquí un autorretrato mordaz de un crítico que abusa de su poder. En el relato siguiente, el poeta Luciano Gracia, un casi perfecto desconocido, es condenado a trabajos forzados en el purgatorio: tiene que dirigir una revista literaria. Su secretario personal es Jorge Luis Borges; su jefe de prensa, Dámaso Alonso. Todos los poetas importantes de la segunda mitad del siglo xx quieren participar y le llenan de elogios. La revancha le llega post mortem. La conclusión es un comentario acerca del cainismo hispánico: (2008) se sirven de un marco futurista y de algunos ingenios técnicos de la ciencia-ficción para facilitar la perplejidad paradójica y el asombro metafísico de sus narraciones” (217). Nos parece que, aplicados a los relatos concretos, el término “metafísico” tiene demasiado peso filosófico. En cuanto a la macroestructura, se podría argumentar a favor del futurismo: el organizador de España es un programador que desde un futuro vuelve a España, la parrilla de la programación de Aire Nuestro se sitúa a mediados del siglo xxi, y el prologuista de Los inmortales firma su texto en el año 22011.
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Tal vez esto sea lo más perturbador, me refiero a que aquí, en este reino, se modifique, se metamorfosee de tal modo la vida que viví; es decir, que desaparezca esa vida ya pasada en beneficio de esta maravillosa vida presente, pero imagino que es una de las magníficas prerrogativas de las que gozamos aquellos en donde el Poder Celestial ha querido celebrar hasta la náusea el viejo e hispánico lema de ‘los últimos serán los primeros’ (España 62).
Los “inmortales” Dante, Neruda, Virgilio, Picasso, Cervantes y otros que figuran en la novela con este título son objeto, no tanto de sátira, sino de alegre burla y el prologuista, desde su lejano año 22011, pone en duda hasta su existencia: Parece ser que otros entes de ficción de Los inmortales existieron en alguna realidad remota, eso pensamos de los llamados Jerry, Dante, Nefta, Virgil, Ponti, Pablo, Vin, Corman y Fede; puede que fueran escritores contemporáneos del autor —algunos tal vez fueran pintores—. Imaginamos que serían artistas fracasados (Inmortales 5).
Aquí el efecto absurdo se consigue gracias a la activación de los conocimientos enciclopédicos compartidos entre autor y lector. Lo fantástico y lo absurdo se localizan hasta en las notas al pie. El relato titulado “El esplendor en la hierba”, con un narrador homodiegético, empieza proporcionando las coordenadas de tiempo y lugar: “En el pueblo en que nací (SMALL TOWN16), a finales de los años setenta los jóvenes comenzaron a pasarse con el alcohol y las drogas y el sexo, había quien tenía coche y eso le convertía en el rey de la fiesta”. La nota 16 reza así: “When you’re growing up in a small town/You say no one famous ever came from here”. Es una canción de Lou Reed en la que habla del nacimiento de Andy Warhol en Pittsburgh. Pero en este caso, en el caso de España, el pueblo al que se alude es Barbastro, pueblo situado a 50 kilómetros de Huesca. Por si España se traduce: Huesca, provincia de Zaragoza, que es provincia de Toledo. Son ciudades vascas, del siglo xv. Ciudades que dieron origen al Reino de Murcia. El Reino de Murcia fundó España, con la coronación del rey Benicarló VI, conocido con el sobrenombre de “el portugués”. Bueno, todo son antiguas ciudades-estado de España (España 181).
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Aquí también se cuenta con la cultura general del lector para conseguir el efecto irónico. El espíritu de estas tres novelas queda perfectamente resumido en un collage fotográfico en el que el autor se presenta como ‘Ironyman’.10 No todo es fantástico Pero Manuel Vilas no solo opta por la modalidad fantástica para autoficcionalizarse. El primer apartado del capítulo sexto de España, “Deficiencias en piso 9°1ª, del portal 10” es una carta del propietario, Manuel Vilas Vidal, quien señala problemas en su vivienda que la administradora del edificio debería subsanar. Encima del nombre impreso, allí donde en una carta en papel esperaríamos una firma manuscrita, aparece una foto del autor. El cuarto apartado del mismo capítulo lleva como título la dirección web del blog del autor (), ya que esta es la fuente del relato. Se nos presenta una foto del padre de Vilas y sigue un muy breve texto en el que el autor explica que la compañía Endesa no lo busca a él, sino al “otro” Manuel Vilas, el padre (España 101). En Aire Nuestro se instala un diálogo intertextual con la novela anterior: en el relato “Carta al hijo”, “habla” el padre de Manuel Vilas que hace referencia explícita al fragmento en el que Endesa buscaba al “otro” Vilas. Pero tampoco aquí puede faltar la ironía. El personaje del padre termina escribiendo: “Recuérdales que eres un revolucionario y que eres un comunista y que vas a matarlos a todos. Buenas noches, amor mío” (184). La relación padre-hijo, igualmente presente en el relato “Los sastres” (España 41-42), está en el centro del mayor éxito literario del autor hasta el presente, Ordesa. Esta novela constituye un vuelco en la manera en que el autor integra su vida en su obra literaria. Si las autoficciones se sitúan en “la ‘tierra de nadie’ entre el pacto autobiográfico y el novelesco” (Alberca 64), en España, Aire Nuestro y Los inmortales la balanza se inclina claramente hacia el novelesco, o mejor dicho el pacto lúdico. Mientras que el pacto autobiográfico es el compromiso que adopta un autor de contar su vida en un espíritu
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de verdad (Lejeune), el pacto lúdico constituye un contrato de lectura en el que verdad y mentira coexisten. Lo lúdico no tiene que ver tanto con la comicidad, sino con una concepción estética en la que prima la forma de representación sobre lo representado (Toro, Schlickers y Luengo 8, 16). En Ordesa ocurre lo contrario. El mismo autor se ha expresado sobre el particular. En una crónica literaria publicada el 14 de abril de 2018, Manuel Vilas escribe sobre varios novelistas que exponen “la vida personal a los ojos del público”: Karl Ove Knausgård, Philip Roth, Joan Didion (“Destape”). Hace hincapié en la importancia para estos libros de lo que de verdad ha ocurrido: Tal vez este deseo de verdad fuese una de las últimas exploraciones que la literatura ofrecía a los escritores: la aventura de narrar la propia vida, y hacerlo desde ese lugar complejo al que podríamos llamar el sentimiento de lo que tuvo lugar, algo que conserva una iluminación especial y que los lectores detectan (“Destape”).
Según el autor, la designación genérica ‘autoficción’ no resulta adecuada: El nombre que la crítica viene usando para este tipo de libros es autoficción, nombre que a mí no me convence, porque contiene un carácter lúdico y fantasioso que no casa con los libros que vengo citando. La autoficción no incluye entre sus objetivos la autenticidad y la veracidad. La autoficción no tiene problemas con el pudor, porque se sigue basando en lo imaginario. Tal vez los tiempos que vivimos inclinan la literatura actual hacia un reclamo de los espacios autobiográficos. En la literatura española no son pocos los libros últimos que buscan la narración confesional, privada, la exposición de la vida tal como la afronta un ser humano que no tiene otra aspiración que la de resolver su existencia (“Destape”).
La definición que Vilas propone del concepto es perfectamente adecuada para describir sus novelas anteriores, pero no Ordesa. Refiriéndose a novelas recientes de Marcos Giralt, Soledad Puértolas, Juan José Millas, Fernando Marías, Fernando Aramburu y Héctor Abad Faciolince, observa que “la narrativa española se acercaba y se acerca sin pudor a los padres reales de los escritores. [...] Lo que la literatura española reciente viene a decir es que es más revolucionario, más cool y más interesante amar a tu padre y a tu madre que odiarlos” (“Destape”). En cuanto a su propia obra, declara que
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en Ordesa quise reflejar la belleza y la poesía que hubo en las vidas de la generación de hombres y mujeres nacidos en los años treinta, la edad de mis padres. Hombres y mujeres que no tuvieron acceso a la cultura. Pero que sí estuvieron vivos. Porque sus vidas fueron buenas, eso quise hacer yo en Ordesa: mostrar la impúdica poesía de los desfavorecidos de la historia de España (“Destape”).
Las declaraciones del autor no dejan lugar a dudas: Ordesa ofrece al lector un pacto autobiográfico. Este pacto ha llegado a permear hasta tal punto en lo escrito por Vilas sobre su padre, que el autor ha introducido modificaciones en la novela España a la hora de preparar la reedición de 2019. El relato que llevaba como título la dirección del blog del autor (), se titula ahora “Dos años de tu muerte”, la foto ha desaparecido y el texto se ha modificado notablemente: Como los dos nos llamamos Manuel Vilas (él se llamaba Manuel Vilas), hoy me han telefoneado de Endesa ofreciéndome un descuento en la factura del gas. Pero no me buscaban a mí. Buscaban al de la foto.
Como los dos nos llamamos Manuel Vilas (él se llamaba Manuel Vilas y era mi padre, que siempre me amó, que siempre me quiso), hoy me han telefoneado de Endesa ofreciéndome un descuento en la factura del gas. Pero no me buscaban a mí. No buscaban al hijo, que soy yo.
—Realmente no sé dónde puede estar el hombre que busca —le he dicho a Esmeralda, la comercial de Endesa que me ha telefoneado.
Buscaban al hombre que me trajo aquí, a este mundo. —Realmente no sé dónde puede estar el hombre que busca —le he dicho a Esmeralda, la comercial de Endesa que me ha telefoneado.
—¿Estará luego? —pregunta Esmeralda. Es un buen descuento, se trata de un diez por ciento sobre la factura de la luz, y sería una pena que se lo perdiera. Entonces, ¿estará luego?
—¿Estará luego? —pregunta Esmeralda. Es un buen descuento, se trata de un diez por ciento sobre la factura de la luz, y sería una pena que se lo perdiera. Entonces, ¿estará luego? ¿Estará luego?, ha preguntado Esmeralda. Y me ha hecho bien esa pregunta. Me ha dado paz esa pregunta. Me ha devuelto la esperanza. Como si me la mandara él mismo, esa pregunta.
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—Seguro que no. El próximo mes de diciembre hará dos años que no le veo. De todas formas, tampoco me parece un descuento tan importante como para ir a buscarlo, a llamarlo.
—Seguro que no. El próximo mes de diciembre hará dos años que no le veo. De todas formas, tampoco me parece un descuento tan importante como para ir a buscarlo, a llamarlo.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está?
—Está por ahí.
—Está por ahí.
—Ah (España 101).
—Ah (España rev. 88).
Aunque la situación y el diálogo en discurso directo no hayan cambiado, el tono de las intervenciones del narrador homodiegético ha sufrido una modificación fundamental. En la primera versión, se cuenta con la perspicacia del lector para deducir del uso del imperfecto —“el otro se llamaba Manuel Vilas”— que se trata de una persona fallecida. Como ya no figura la foto, hace falta explicitar la relación entre las dos personas. El desparpajo de la versión inicial deja paso a una declaración de cariño filial. La pregunta de la comercial de Endesa da lugar a unas reflexiones expresivas de profundos sentimientos —que no de sentimentalidad— y de comunicación con el más allá. El final del diálogo no ha sufrido ningún cambio textual, pero descarga sobre el lector una responsabilidad interpretativa más abierta y exigente. Conclusión En las novelas España, Aire Nuestro y Los inmortales, Manuel Vilas practica una forma lateral de la autoficción fantástica. Aunque la necesaria identificación entre autor, narrador y personaje no siempre se produce, abundan las sugerencias para que el lector busque y encuentre a Manuel Vilas a través de las numerosas máscaras de narradores y personajes. La multiplicación de escenarios y de tiempos futuros forma el marco de relatos fantásticos en el sentido tradicional de la palabra: reina lo inverosímil, lo absurdo y también la ironía. Esto es lo que el autor entiende por autoficción. Para la novela Ordesa rechaza esta designación genérica. La teatralidad ha dejado paso a la intimidad; la ironía, a la melancolía.
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SIMULACRO Y YO DELIRANTE EN LA SERPIENTE DE CÉSAR AIRA. LA AUTOFICCIÓN FANTÁSTICA COMO ESPECTÁCULO DEL ABSURDO Pedro Pujante Universidad de Murcia
El objetivo del presente trabajo consiste en analizar, desde el marco teórico de la autoficción, la novela La serpiente (1997), del autor argentino César Aira, asumiendo sus vínculos con las tramas inverosímiles y lo fantástico o no mimético. Desde esta perspectiva queremos examinar en La serpiente tres aspectos que resultan relevantes para comprender la poética aireana: cómo el autor deforma su identidad, construyendo un doble de sí mismo desfigurado; la estrategia mediante la cual el autor relativiza la realidad, recurriendo a situaciones y personajes inverosímiles; y, por último, cómo Aira inserta la diégesis dentro de la narración, en una puesta en abismo, transformando el relato en una suerte de experiencia teatral compartida por personajes y lectores. La autoficción, como sabemos, consiste en un “relato cuyo autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad nominal y cuyo intitulado genérico indica que se trata de una novela” (Lecarme 227). Aunque esta definición es bastante restrictiva (existen también otros tipos de narración, como películas, cuentos u obras teatrales) la hemos traído aquí porque nos parece de las más nítidas para entender el fenómeno. Además, muchas de las autoficciones aireanas pertenecen al marbete de “autoficciones fantásticas”, según la terminología de Vincent Colonna, que más adelante desarrollaremos. Para ello resulta necesario establecer una aclaración preliminar respecto a lo “fantástico aireano”. Lo fantástico en Aira es uno de los muchos resortes que animan su escritura polisémica; nunca es la nota predominante. Las ficciones de
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Aira, como aquí expondremos, participan del absurdo y relativizan de forma continuada toda noción de “fantástico”. No obstante, de forma análoga a los relatos clásicos del género, parten de una situación enclavada en la realidad más trivial para degenerar en situaciones irrealistas, en las que lo racional es abolido por su propia lógica interna, que se articula desde un discurso seudocientífico, absurdo y delirante, y siempre antagónico a la representación mimética del mundo, “porque su realidad no tiene otro ordenamiento que la fuerza de lo imposible que es lo literario puro” (Estrin 13). Poco interesa en las ficciones de Aira la realidad, como ha expresado por escrito y expuesto en más de una entrevista o conferencia él mismo, refiriéndose a la libertad que el hecho literario le proporciona: El poder hacer lo que uno quiera, lo que no puede hacer en la vida real, porque evidentemente hay límites. Cierta literatura que se llama realista y que se quiere realista y que no sale de ese realismo un poco machacón, ¿para qué eso? Si eso es la vida, eso tenemos que sufrirlo todos los días, ¿por qué no abrirse a algo distinto, teniendo la posibilidad? (Montoya, “Entrevista” 163).
La obra ficcional de Aira está marcada además por un tono irónico que provoca que el efecto fantástico se diluya en gran medida y, si bien se perciben atmósferas delirantes y oníricas, la vulneración de la realidad que genera su fantástico no llega a ser una de las marcas más definidoras en la narrativa aireana. Como explica Aída Nadi Gambetta Chuk: A diferencia de la archiconocida propuesta de la doble lectura del relato fantástico, según Tzvetan Todorov (la lectura literal o fantástica versus la lectura alegórica o interpretativa), los textos de Aira fluctúan coherentemente entre lo fantástico y lo paródico, denegando la propuesta dicotómica de Todorov (citada en Ríos Baeza 21).
Esto no impide que, en ocasiones, se produzca el efecto fantástico o que la novela se comprometa con una lectura principalmente realista. Como ha señalado Jesús Montoya, Aira logra a través de una arquitectura realista la simbiosis de un espacio temática y formalmente realista “con otro espacio, ora fantástico, ora surrealista, que interfiere en el primero, bien a su término, bien en iluminaciones o pasajes de mayor intensidad ecfrástica ubicados a lo
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largo de las novelas” (“La televisión” 140). Es decir, los textos de ficción de Aira son inestables y volátiles, y resulta complicado, en general, establecer una taxonomía para catalogarlos. En las ficciones aireanas también se perciben analogías con algunas literaturas del absurdo, género que tiene mucho en común con el fantástico (Campra 133), en tanto ambos funcionan como transgresores de la realidad y problematizadores del lenguaje, entendido este (el lenguaje) como instrumento para designar el mundo. La similitud de lo absurdo con lo fantástico es percibida también en la medida en que en ambos géneros “se produce la supresión o alteración de la ley causa-efecto” (Roas y Casas 120-121) que rige nuestra realidad. Gerard Torres Rabasa ha explicado cómo lo fantástico y lo absurdo confluyen en las obras de autores como Kafka, Cortázar o Vian (y, añadimos, Aira). Para Torres Rabasa: Lo fantástico presupone empíricamente la noción de realidad. Y lo mismo sucede con la literatura del absurdo, la cual solo puede configurarse como confrontación y en oposición a este orden de la realidad. Fantástico y absurdo dependen de lo real en la medida en que descubren su inconsistencia y se proponen impugnarlo estéticamente (189).
En muchas de las novelas de Aira, y de forma determinante en La serpiente, lo fantástico y lo absurdo no se excluyen, sino que sirven para problematizar el estatuto de la realidad y llamar la atención sobre la falibilidad de la razón. Con sus novelas, Aira pone en práctica un procedimiento que afecta al relato (de hecho él siempre privilegia el procedimiento a los resultados) y lo transforma en una simulación de la realidad para que el verosímil de la historia pueda avanzar “más allá de la frontera del realismo, hacia lo fantástico, lo grotesco, lo onírico, lo misterioso y la ciencia ficción” (Decock 160), desplazando lo real a un segundo plano; o, más bien, suplantando la realidad por un exceso de realidad, por su propio simulacro, en el que la representación mimética de la realidad es sustituida por una imagen dinámica y caleidoscópica de la misma (Decock 165). Aira es consciente de que sus ficciones propenden al disparate, a la dispersión, lo que deviene en una multiplicidad y superposición de niveles de significación, desde lo literal a lo alegórico (Aira, Conversaciones 23).
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Por otra parte, César Aira se utiliza a sí mismo como personaje y narrador en muchas de sus novelas, construyendo así autoficciones, aunque de signo no mimético. Ficciones del Yo en las que los bordes autobiográficos se emborronan, se expanden hacia lo irreal y lo paradójico. Aira es un personaje (que se llama César Aira) creado por sí mismo, pero “degenerado”, como lo son muchas de sus criaturas. El propio autor confiesa cómo, a modo de estrategia autoficcional, empezó a incluir en sus novelas “a un personaje que se llama César Aira, al que describo con mis rasgos personales, pero que es mucho peor que los otros personajes, ya que es un degenerado, en fin, tiene todas las anti-cualidades posibles” (citado en Brito Villalobos). Personaje travestido, mutante e inestable cuya identidad fluctúa de obra en obra, y que previsiblemente nunca es exactamente el mismo. Nuestro autor “se introduce en sus ficciones, participando en una suerte de ‘eternas aventuras de Aira’, mutando, viajando en el tiempo, fragmentando su biografía ficcional en los límites más extremos de su cartografía novelesca” (Mbaye 326). En la obra de César Aira se extiende una autorrepresentación imprecisa, el autor se mueve en la línea vertiginosa que separa realidad y ficción, fantasía y vida, juega al escondite y pone de manifiesto la afirmación de Manuel Alberca cuando advierte de ese efecto autoficcional de ser y no ser al mismo tiempo: “¿No es la ficción un territorio donde lo imposible se hace posible y lo ambiguo es un rasgo distintivo e incluso un valor frente a otro tipo de discursos?” (Pacto ambiguo 240). La ambigüedad que define el pacto autoficcional, ese intersticio entre el pacto ficcional y el pacto autobiográfico, es intensa en la obra de Aira, y dificulta la identificación total del autor con sus alter egos. En un movimiento de alejamiento máximo a su persona, Aira “llega a burlarse de sí mismo y de su propio pasado y termina por confluir en una identidad imaginaria” (Mbaye 304). Los mecanismos de identificación se violentan y “al ficcionalizarse la identidad nominal del autor, se subvierte el principio de distanciamiento y no identificación novelístico de autor y narrador” (Alberca, “Autoficción hispanoamericana” 332). Gérard Genette ya había incidido en esta problemática intrínseca a los juegos de la identidad en la autoficción, cuando el autor, de un modo más o menos explícito, nos advierte: “Yo, autor, voy a contar una historia cuyo protagonista soy yo, pero que no me ha ocurrido” (70). Reformulando el término “desidentidad” de Evelyne Grossman, Pablo
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Decock pone de manifiesto la credibilidad dudosa de la “figura de autor patética” en las novelas de Aira, dirimiendo que este proceso paradójico de autofiguración consiste en la puesta en escena de “una identidad no resuelta del todo que balancea entre el reflejo narcisista y la disolución” (237), es decir, la impostura de un Yo vanidoso que al mismo tiempo no se muestra realmente. El doble aireano que ha saltado al texto es un ente estratégico con el que Aira va más allá de la simple referencia irónica a su persona. El doble, la proyección del Uno fuera de sí mismo, en el espacio textual, provoca un juego, una crisis de identidad; con el doble se produce una negación pero también una afirmación de la personalidad (Sabsay 288). Aira en el teatro de LA SERPIENTE De entre la amplia producción literaria de César Aira se cuenta un gran número de obras de carácter autoficcional, como El tilo (2003) o Cumpleaños (2000). Y de entre estos textos autoficcionales —que se mueven, en ocasiones, entre el relato, el ensayo o una mezcla de ambos—, algunos pueden ser catalogados como autoficciones fantásticas, en el sentido en que lo entiende Colonna.1 En líneas generales, La serpiente es la historia de un autor de libros de autoayuda, llamado César Aira, que tras haber cosechado fama y riqueza gracias a inteligentes operaciones bursátiles, viaja de vacaciones con su familia a Dinosaur City, una urbe donde “hay volcanes, géiseres y fuentes de sulfuro hirviendo”, además de “una capa de tres kilómetros de espesor de un medio óptico llamado humo negro” (27). Allí se desarrolla la trama de esta novela, con episodios cada vez más disparatados y absurdos que culminan en una revelación de la artificialidad del relato. El narrador conocerá un culto dedicado al Cristo Serpiente, en el que un grupo de fieles reza y canta en busca de una cura milagrosa. Allí se congregan serpientes aladas, con las que nuestro protagonista tomará el té, recordando la unbirthday party de Alicia en el País de las Maravillas. Los actos perpetrados en la iglesia del culto al Cristo Serpiente, con los payasos emulando un
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Véase la p. 36 de este volumen (nota de los editores).
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exorcismo esperpéntico y los enfermos revestidos de actores beckettianos, resultan actuaciones “malas”, representaciones carnavalescas que reflectan la propia poética aireana de la “escritura mala”, en la que se pone en valor el desatino, el error, el desliz. Todos los personajes, el propio Aira incluido, están revestidos de cierta ambigüedad andrógina y quedan sujetos a una segunda identidad, es decir, son seres dicotómicos, imprecisos, de identidad borrosa. Como parte del elenco de esta bufonada encontraremos, por ejemplo, a un viejo con barba que resulta ser su amigo y viejo conocido Daniel Molina, pero “cuando fuera viejo”; también unas extrañas serpientes que “asomaban del suelo, como tallos animados” (38); el séquito de la sacerdotisa del culto de la Serpiente, Mâe Gonçalva, está formado por “clones en tamaño reducido de ella misma” que parecen ser “travestis” (42); y Óscar, el joven con el que Aira escapa de las serpientes y que resultará ser un cíborg, “un androide producto de la más moderna tecnología” (142). Pero al morir, nuestro Aira-protagonista constata perplejo que Óscar, en realidad, es él mismo de joven, su Doppelgänger: “Óscar era yo cuando joven. Lo certifiqué por un lunar que tengo en la parte interna del muslo izquierdo” (145). También el propio Aira narrador se ve a sí mismo como una deformidad, una aberración, con “La fisiognómica de un monstruo. La expresión que puede tener alguien que además de no ser lindo, casi no sea humano” (82). Vincent Colonna, en su estudio sobre la autoficción alude a lo monstruoso y consigna esa función de la autoficción fantástica consistente en tratar lo inhumano, lo monstruoso (Autofiction 77). El monstruo es tematizado por Aira en un gran número de novelas: La costurera y el viento, La mendiga, El bautismo, El mármol, entre otras. Lo normal deja de tener vigencia en el universo aireano y las paradojas, las torsiones de la naturaleza y las contradicciones que deforman lo estándar, lo bello o lo habitual trazan una cartografía, una ruta de lectura hacia lo raro. Se trata de una querencia por la rareza que hace de las autoficciones aireanas, relatos del Yo fantásticos. La “inejemplaridad”, como ha señalado Sandra Contreras, es lo esperable y ser un monstruo no deja de ser una de las probabilidades que el universo nos ofrece. En algún momento el narrador de La serpiente llega a considerar que: “que la gente sea humana es algo que damos por sentado con ligereza quizás excesiva” (144), funcionando esta opinión como un acto de fe en la otredad,
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en la autofabulación fantástica como procedimiento no solo ficcional sino también como cuestionamiento ontológico. Finalmente, para sorpresa de los lectores, todo resulta ser una actuación, consignándose toda la trama de la novela como una obra de teatro improvisada. Recordemos que existen ciertas analogías entre el autor/protagonista de autoficciones y el actor/personaje teatral, ya que ambos son y no son al mismo tiempo personajes de ficción, que comparten identidad con un hombre o mujer reales. Esta dualidad teatro/ficción la ha explotado también Aira en el relato “El espía” que comienza con la frase “Si yo fuera un personaje de una obra teatral” (“El espía” 200), situándose a sí mismo y situando al lector ante la posibilidad de una imposible narración de carácter dramático, y convirtiendo el texto en un “escenario”. Además, como ocurre en La serpiente, el narrador protagonista es consciente en todo momento de la artificialidad de su relato y de sí mismo como personaje. El narrador protagonista llamado Aira en el cuento autoficcional “El espía” confiesa que teme que una de las cuatro paredes de la realidad se derrumbe y al otro lado esté el público observándolo. Experiencia y ficción, teatro y realidad, actuación y vida se imbrican. “Fundido a mí hay un actor. [...] Es una estatua de miedo, un autómata de la aprensión, que coincide conmigo en cada fibra. El autor lo ha tematizado en la pieza, de lo que resulta el doppelgänger” (202). La potencia de la fabulación traspasa al individuo para emanar en dobles, personalidades divergentes que se disgregan en el texto: “el yo es un amplificador natural” (203). Es entonces cuando el escritor César Aira nos revela que abandonó su antigua vida y se convirtió en espía, en agente doble: “Rompí con mi pasado. Cuando sube el telón, yo soy el Doble del que fui, soy mi propio sosias, mi otro auténtico” (203). En este sentido parece indiscutible que El disfraz de lo auto(r)ficcional de un personaje ficticio como autor, o el disfraz del autor como personaje ficticio se puede comparar con el efecto de una representación teatral mimética en vivo y el placer de la encarnación y del disfraz que le es inherente (Toro, Schlickers y Luengo 16).
El ritmo de La serpiente es acelerado y una acción encadena la siguiente a un paso vertiginoso. Empero, como ocurre en todos los relatos aireanos, las reflexiones sobre una infinidad de asuntos triviales abundan y construyen
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una digresión constante. El narrador elabora paralelamente al relato una metarreflexión sobre el proceso de escribir, que funciona como hilo conductor de la propia historia mental y literaria del narrador-autor. Más que una reflexión metaliteraria resulta una reflexión sobre los clichés que caracterizan su proceso de escritura: finales abruptos, ideas disparatas o la famosa “huida hacia adelante” aireana, basada en escribir sin corregir. Por ejemplo, el ritual desopilante en el que pasan una cruz y los fieles besan los labios de la serpiente constituye para el narrador una analogía con la inspiración del escritor: “atracciones simultáneas, el bombardeo sensorial... Cada cosa de las que sucedían en el templo podía considerarse una idea para escribir” (41). La incesante huida hacia delante escritural queda metaforizada cuando exclama: “Tengo que hacer algo que no me agrada: volver un paso atrás” (114); el viaje aventurero como paradigma de la pulsión escritural: “Viajando todo el tiempo, se lograría la novela infinita” (50); y por supuesto, también los finales apresurados tan comunes en Aira: “Yo al desenlace me precipito” (114). Deformación de la identidad e inverosimilitud Aira deforma su identidad a través de la elaboración de avatares irónicos y lúdicos que enmascaran al propio autor. Desde el comienzo, un narrador autodiegético se identifica como el autor César Aira, cumpliéndose el pacto nominal que caracteriza la autoficción, según la mayoría de sus definiciones. El travestismo identitario, no obstante, es parcial: aunque conserva su estatus de escritor (vive en Buenos Aires, su mujer es Liliana, ha escrito una novela que “anduvo bien” titulada La liebre), también se desdobla en un afamado psicólogo, autor de libros de autoayuda. El libro que trata de escribir el protagonista de esta novela se titula Cómo salir bien en las fotos, lo que nos remite al selfi como postura de autoafirmación social, pero también al narcisismo de escritor latente en las autoficciones contemporáneas: la función ególatra de la literatura del Yo basada en destacar una figura de autor enaltecida o, en palabras de Manuel Alberca, “neo-narcisista”, en la que el sujeto en crisis se convierte en un ser ficcionalizado (El pacto ambiguo 42). Sin perder de vista el tema que nos ocupa, parece apropiado señalar cómo hoy día vivimos un momento caracterizado por
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la “espectacularización de la intimidad”, en el que las autoficciones se han convertido en uno de tantos instrumentos para que el escritor, como sujeto público, pueda auto-exhibirse, valiéndose de sus ficciones como herramienta de marketing y autopromoción. Aunque en el caso de Aira tenemos la impresión de que ocurre todo lo contrario: el autor desfigura su identidad y, al leer sus autoficciones, asistimos a la invención de una vida fantaseada, sin apenas referencias a su propia autobiografía. Por otro lado, en la actualidad, con la proliferación de fake news, reality shows y un creciente número de publicaciones de relatos autoficcionales o autobiográficos, es cada vez más palpable la disolución de los límites entre lo real y lo irreal. Como señala Paula Sibilia, en una sociedad tan espectacularizada como la nuestra “no sorprende que las fronteras siempre confusas entre lo real y lo ficcional se hayan desvanecido aún más” (223). Además del personaje Aira, encontraremos otros desdoblamientos del autor, a través de diversas suplantaciones de Aira por “el Otro”. En esta novela disparatada, el propio Aira de ficción se enfrenta a su Doppelgänger, que adopta la forma de un niño-androide muerto. El niño Aira no solo ha dejado de existir, sino que ha resultado ser un simulacro robótico: no es de carne y hueso, representa a un Aira del pasado (es un niño) y, sobre todo, carece de vida (es un ser artificial). Así, somos testigos de una constante reformulación del Yo aireano, de una mutación de identidades. Del “Yo”, Aira muta al “Otro”. Esta novela se presenta, por tanto, como un entramado de identidades, de mutaciones de personalidades caleidoscópicas: La serpiente lo tiene todo de una auténtica y definitiva conmoción: una conmoción de la identidad. El ingreso casual del narrador-escritor César Aira [...] es el ingreso a un espacio de inquietantes metamorfosis —identidades segundas, parecidos asombrosos, máscaras, mutaciones y desdoblamientos— [...] que obligarán a su vez, continuamente, a las más variadas formas de la transfiguración —representación, mentira y simulacro— (Contreras 221).
Lo inverosímil vertebra toda la poética de Aira, como también queda de manifiesto en el relato que aquí estamos examinando. Desde las primeras páginas de La serpiente, hay una tensión entre la realidad y la ficción, que parece encontrar su sostén en el aparato textual: “¡Basta de metáforas! Ataquemos la
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realidad, fuera todo juego de lenguaje, la ‘real realidad’, la poesía de la vida” (10). Esta insistencia constante en mostrar la artificialidad de la “realidad” puede ser leída como un intento frustrado de escapar del estatuto ficcional. La ficción contamina la realidad dentro de la propia diégesis de La serpiente. Los límites que nos separan de lo ficticio son débiles, permeables. Esta disolución se ejemplifica mediante la autoconsciencia por parte de los personajes; el mismo protagonista llega a exclamar: “¡Qué fácil es que la ficción se haga realidad!” (128). Además, el narrador aborrece la memoria, según declara, lo que se convierte en una vindicación de la irrealidad, de la memoria inventiva, de la negación de toda historia que condicione una lectura verificable de los hechos. El narrador asegura que siempre dice la verdad, a pesar de ser un mentiroso compulsivo. En esta aporía, actualización de la paradoja de Epiménides, la verdad y la mentira son una misma cosa. Es sabido que el escritor autoficcional se declara en ocasiones un mentiroso como parte de su juego de falsificación de realidades y como método para sembrar la ambigüedad. El personaje-autor de las autoficciones participa de este juego de ambigüedades en el que todo lo que se cuenta es real y falso al mismo tiempo. El simulacro: el relato como teatro o videojuego La trama de La serpiente tiene lugar en un parque de atracciones. Es un relato cuya diégesis funciona como la instalación urbana Disneylandia, como un simulacro. Explica Baudrillard que “Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados. En principio es un juego de ilusiones y de fantasmas” (25). La reflexión de Baudrillard sobre Disneylandia como simulacro puede ser extrapolada tanto al parque temático que es el espacio narrativo de esta novela como a casi todos los espacios narrativos en la obra de Aira, que de una manera menos explícita, funcionan como escenarios ilusorios donde la realidad es falseada por ese juego de ilusiones al que alude el filósofo francés. En La serpiente el extraño parque temático Dinosaur City sirve, como Disneylandia, para hacernos creer en la ilusión de que sus exteriores son “reales”, en contraste con la artificialidad del parque. Como sostiene Baudrillard “Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real” (26). Víctima
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de la ilusión de estos parques temáticos, el lector poco experimentado podría olvidar que todas las demás áreas del relato pertenecen en realidad al orden del simulacro. Cuando el personaje Aira sale del teatro fantástico creemos que ha accedido a la realidad, mientras que sigue siendo un personaje ficcional dentro de una novela. Leemos las aventuras de Aira, y es como si al mismo tiempo fuésemos telespectadores de un show en directo. A esta sensación de lectura de narraciones como si fuesen “espectáculos de realidad” se ha referido Reinaldo Laddaga, quien habla de experiencias de espectáculo, que pueden ser entendidas como emisiones o entregas, según los códigos televisivos (10). Estos escenarios son espacios en los que el Yo ficticio del autor desarrolla su existencia con total “normalidad”, ateniéndose tan solo a las leyes impuestas por su imaginación. Todo lo que se puede esperar de una zona así es inverosímil de entrada, está reñido por el azar de la imaginación del autor y su carácter meramente lúdico. En esta urbe de La serpiente ha querido ver Mariano García una especie de “interzona” burroughsiana en la que se eliminan las fronteras físicas y lingüísticas y la lógica (139). Este desbordamiento de límites deviene en caos, un caos en el que se suceden acciones sin lógica ni orden y donde la novela-actuación tiene más de performance que de narración propiamente literaria. Ciertamente, la acumulación de imágenes (escenas, acciones, situaciones) conforma un simulacro, entendido desde la óptica de Baudrillard, esto es, una suplantación de la realidad. El relato, teñido por la incertidumbre y por cambios de opinión constantes del narrador (influido por la sustancia sospechosa que le han hecho ingerir), remite además a la estética de los videojuegos. El propio narrador Aira admite que tiene la sensación de estar dentro de un entorno virtual: “Me hacía sentir invencible. Porque se transformaba en una especie de video game” (141). La consciencia de estar dentro de un mundo virtual desvela la naturaleza igualmente virtual del narrador. Al término de esta aventura se nos revela que la historia que hemos estado leyendo es una fabulación: “Mi pequeña comedia entonces se volvía un complejo de poesía y realidad, una especie de happening, aunque eso quizá yo era el único que lo podía notar” (157). El templo al culto religioso es parte del teatro al que el protagonista parecía no haber entrado al comienzo de la novela. Aira ha “actuado” en una performance, la comedia ha resultado ser
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una representación como regalo de bodas para Liliana, su esposa, también convertida en personaje de la novela. Lo que los lectores reciben como una actuación novelesca resulta ser una actuación teatral que se ha llevado a cabo dentro de la novela misma, doblándose así los niveles de ficcionalidad. Se levanta el telón “y al mismo tiempo se hacía real en mis fabulaciones... ¡Era el triunfo de la realidad!” (158). No podemos dejar de percibir este regreso a la realidad como falso igualmente, ya que nos instala en la sospecha por ese vértigo que produce saber que una ficción tiene lugar dentro de otra, como enuncia Borges en su ensayo “Magias parciales del Quijote”. Todo ha sido una actuación, el texto era un escenario, y el personaje-narrador, un actor que se interpretó a sí mismo (y al mismo tiempo es otro, como establecen los códigos de la autoficción) frente a un público/lector. La historia se cierra con este final inesperado formulado como un “regreso al mundo” en el que, paradójicamente, los acontecimientos más absurdos parecen tener explicación. Conclusiones Aira se sirve de todos los tópicos para autorrepresentarse en clave irónica y lúdica. Incluso desde los presupuestos de la ciencia ficción, como también sucede en otras obras como El juego de los mundos o El congreso de literatura, en las que, reciclando materiales de la ciencia ficción y de otros tantos géneros, ha planteado relatos sobre sí mismo y sobre su propia escritura que coadyuvan a aumentar el efecto inverosímil. Sus relatos, en especial La serpiente, funcionan como teatros en los que los personajes son marionetas que representan una función disparatada. Además, este juego de cajas chinas, en el que la ficción está subsumida dentro de otra ficción, redobla el carácter paradójico de la obra e incrementa de paso su artificialidad. Aira es un autor que se usa a sí mismo como personaje, que construye con cada una de sus autoficciones fantásticas una parte de su identidad imaginaria, confeccionando una máscara proteica cuyo rostro se parece al suyo propio, porque de algún modo, en la literatura fantástica del Yo, el autor se puede permitir ser y no ser al mismo tiempo.
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CORRECTO Y ABYECTO: EL AUTOR DESDOBLADO EN DIARIO ÍNTIMO DE UN GUACARRÓQUER DE ARMANDO VEGA-GIL Marco Kunz Université de Lausanne
Si aceptamos como definición de la autoficción que se trata de un texto en el que el autor se ficcionaliza a sí mismo para contar, mediante un narrador y/o personaje que lleva su nombre real (auto-) y distorsionando en menor o mayor grado la realidad factual (-ficción), episodios de su propia vida (auto-) sazonados con elementos y a veces episodios enteros de pura invención (-ficción), entonces es legítimo leer Diario íntimo de un guacarróquer (2008; 2a ed. 2013) del mexicano Armando Vega-Gil como un ejemplo de esta práctica de escritura. Vega-Gil, bajista de Botellita de Jerez, una de las bandas más emblemáticas del rock mexicano (activa, con interrupciones, alguna variante de nombre y miembros diferentes, entre 1983 y 2019), fue incluido por José Agustín (123) en la lista de los protagonistas de la contracultura del fin de milenio en su país, papel que desempeñaba principalmente bajo el sobrenombre de El Cucurrucucú, su identidad histriónica en el escenario. Al mismo tiempo, este intelectual culto, que estudió Antropología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), desarrolló actividades más “respetables” en diversos ámbitos culturales, como las de guionista y fotógrafo, y en particular una intensa creatividad literaria —publicó una buena treintena de libros, entre novelas, cuentos, poesía y relatos para niños— por la que recibió varios premios, pero poco reconocimiento de los críticos e investigadores de la literatura que, en su mayoría, lo han ninguneado por completo, en parte seguramente debido a su fama poco ‘seria’ de músico de rock y en parte a causa del escaso prestigio de sus preferencias estéticas y
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temáticas (el horror, lo pulp, lo gore y otras tendencias menospreciadas de la cultura de masas). En Diario íntimo de un guacarróquer, la personalidad compleja y contradictoria del autor real se divide en dos extremos opuestos, ambos inspirados en biografemas auténticos, que presentan versiones ficticias de lo que Armando Vega-Gil habría podido ser si su vida se hubiera inclinado excesivamente hacia uno u otro de los polos, el “correcto” o el “abyecto”: el yo-narrador de primer nivel es un periodista cultural, tocayo perfecto del autor, que entrevista, en una serie de encuentros a lo largo de siete años, al alter ego paródico del rockero Vega-Gil, Armiados Güeva Vil, el verdadero protagonista y narrador autodiegético de la mayoría de las páginas de esta novela compuesta de recuerdos personales y anécdotas de la historia de Botellita de Jerez (que en la ficción se llama Maquinita de Pachuca) y sus integrantes (entre los que destacan los otros dos fundadores de la banda, el guitarrista Sergio Arau a.k.a. El Uyuyuy alias El Ayayay, y el baterista Francisco Barrios a.k.a. El Mastuerzo alias El Mastique o El Mastodonte), relatos que por su contenido íntimo y privado son imposibles de verificar —¿cómo podríamos averiguar (¿y para qué?), por ejemplo, si realmente Vega-Gil se inició en la masturbación con las bragas robadas a la hermana de un amigo, tal como lo cuenta en el capítulo “Nuestra primera canción de amor?”—, pero cuya veracidad afirmó el autor en una entrevista: el noventa por ciento de las historias ocurrieron, dijo, y calificó el libro de autocrítica y de “revisión descarada de la gente que me rodeaba y de las cosas que ocurrían en aquel momento” (Grande), repasando su biografía desde la adolescencia hasta la época del mayor éxito comercial de Botellita de Jerez. Para hablar en términos de algunos de los teóricos más destacados de la autoficción, estamos sin duda ante una “fictionnalisation de soi” (Colonna 1989), “una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre que el autor” (Alberca 158), un “récit dont la matière est [...] autobiographique, la manière [...] fictionnelle” (Doubrovsky 24) —suprimí dos veces el adverbio entièrement porque no se aplica al libro de Vega-Gil—, que “met en cause la pratique ‘naïve’ de l’autobiographie, en avertissant que l’écriture factuelle à la première personne ne saurait
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se garder de la fiction” 1 (Darrieussecq 376), y que “ne se donne pas pour une histoire vraie, mais pour un roman qui démultiplie les récits possibles de soi”2 (Gasparini 180). En contra del habitual pacto autobiográfico, el autor de Diario íntimo de un guacarróquer no se compromete a revelar sinceramente la verdad sobre su pasado, sino que se permite todo tipo de licencias y exageraciones respecto a su biografía, como también en el plano moral e higiénico (son frecuentísimas las referencias desvergonzadas a la sexualidad y a los aspectos más repugnantes de la digestión: las flatulencias, los vómitos, la orina, los excrementos, etc.) y la expresión lingüística (en el uso pródigo de neologismos, palabras malsonantes y expresiones jergales, procedimientos inspirados en una larga tradición que va de Rabelais a la literatura de la Onda mexicana y que se refleja también en las canciones de Botellita de Jerez) para así carnavalizar su yo con mucho humor políticamente incorrecto. Aparte de la falta de seriedad de la indagación en su pasado, lo que más lo distingue de muchas otras autoficciones es el desdoblamiento del autor en dos yos textuales, uno homónimo y “correcto”, relacionado con los aspectos “respetables” del escritor Vega-Gil, y otro “abyecto” y de nombre paródico, personificación de los rasgos frívolos, feos y hasta perversos del rockero Cucurrucucú. El desdoblamiento autoficcional: Vega-Gil vs Güeva Vil Como ya señala la deformación ridiculizadora de nombre y apellidos, el personaje de Güeva Vil no pretende ser un reflejo fiel del autor, sino que se trata más bien de su ficticio alter ego contracultural que, a diferencia de la persona real, es soez, grosero, sucio, pornográfico y escatológico y cuya imagen chocante de guacarróquer no se limita a la auto-escenificación en su actuación en los conciertos y las apariciones en los mass media, sino que lo caracteriza en todas las situaciones de su existencia y contribuye a desmitificar numerosos clichés e ilusiones de su mundillo de sex and drugs and rock’n roll. “Armiados Güeva Vil es un yo conjetural, un yo que podría haber existido 1
“que pone en cuestión la práctica ‘ingenua’ de la autobiografía, advirtiendo que la escritura factual en primera persona no podrá evitar la ficción” (traducción de los editores). 2 “no se presenta como una historia verdadera, sino como una novela que multiplica los relatos posibles de sí” (traducción de los editores).
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en un viaje alcohólico y que hubiera terminado con la posibilidad de ser un teporocho”, explicó Vega-Gil; es “un personaje que no estaba diseñado para novela”, pero que le da unidad al libro ya que funciona como el “yo-conductor de la historia” (Grande). De hecho, Güeva Vil fue creado para las columnas que, durante varios años, Vega-Gil escribió para la revista La Mosca en la Pared: “En un principio [Diario íntimo de un guacarróquer] no fue concebido como novela, pero con la existencia del personaje y alrededor del cual gravita toda la historia como no oficial, más bien la más vicial de Botellita de Jerez, la historia porno, violenta y divertidísima” (Grande). De ahí vienen la falta de un plot coherente y nuestra impresión de sucesión aleatoria de las secuencias narrativas de esta novela fabricada a posteriori juntando materiales heterogéneos y permutables casi ad libitum (como demuestra la añadidura, en la segunda y definitiva edición de 2013, de un capítulo nuevo sobre un concierto que la banda dio en la cárcel de alta seguridad de Almoloya).3 Hay, sin embargo, algunos capítulos que no pueden ser suprimidos ni cambiados del lugar que ocupan en el libro ya que en ellos se narran el comienzo y el final de la relación entre los dos dobles ficticios de Vega-Gil. En las páginas iniciales, el yo-periodista piensa con una nostalgia postiza en los antros del D.F. de antaño donde, en una época de la que solo escuchó hablar, se podían ver espectáculos pornográficos genuinamente infames en un ambiente social de extrema depravación que lo atrae y fascina, pero intimida y repugna al mismo tiempo: “Yo era uno de esos intelectuales de cajetillas que, por andar en la superpendeja (más bien por culero zacatón), me había perdido de las maravillas de ese inframundo gore triple x” (12, cursivas del original).4 Esta sensación de haber llegado tarde a la fiesta caracteriza, como veremos, también la postura del autor Vega-Gil ante la música rock y la contracultura en las que se inició en un momento en que estas ya habían 3
El proceso de creación, primero del personaje Güeva Vil y después de la novela, fue largo y discontinuo: “Viví con él diez años y el libro se tardó otros diez años en armarse y en publicarse; he vivido muchos años con él, pero ya murió y estará en el cielo con Saramago, con Montemayor y con Monsiváis. ¡Qué loco que se hayan ido tan cerquita estos hombres tan generosos, tan brillantes y tan inteligentes!” (Sifuentes Cañas). 4 Para todas las citas del Diario íntimo de un guacarróquer, que se han tomado de la segunda edición de la novela, indicaremos a partir de ahora, entre paréntesis, solamente el número de la página citada.
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traicionado su pureza contestataria y perdido casi toda su fuerza transgresora. Con cinismo mercantil, su personaje homónimo está en busca de un tema apto para entretener a sus lectores clasemedieros que disfrutan de leer sobre las perversiones y aberraciones morales de los bajos fondos de la sociedad sin exponerse personalmente a los riesgos que lleva consigo el descenso a aquellos avernos de sexo y crimen: —¡Nel, güey! —me autodije esquizotímico, acicateado por la máxima baudelaireana de épater la bourgeoisie, espantar a las viejitas—. Tú necesitas material choncho, de ese que te hace vomitar y te pone los pliegues del culo más fruncidos que la jeta del procurador al recibir la amenaza de un narco corta-cabezas con quien no se ha puesto a mano. ¡Quiero ver sangreeee!, escribir un texto escandaloso que me dé éxito y fama como escritor de Realismo Sucio (13).
Vega-Gil señala así que todo lo chocante, escandaloso, transgresor que podría tener su Diario íntimo de un guacarróquer no es más que una pose, un enmascaramiento, un juego con simulacros de transgresiones que ya no indignan a nadie, excepto a los puritanos inveterados que nunca lo leerán (la “bourgeoisie” archiconservadora y las “viejitas” puritanas) y a esos nuevos inquisidores que quizás sí lo hagan, aunque solo para declararlo anatema en el nombre de los valores sacrosantos de la corrección política. También denuncia la hipocresía tanto de comercializar el morbo bajo etiquetas culturales lucrativas (el “Realismo Sucio”) como de la incomprensión de los que critican toda infracción literaria o artística de sus tabúes con el argumento anti-vanguardista y anti-underground más trillado según el cual la “provocación”, hueca y superficial, no merecería respeto ni reflexión seria, ya que quienes la usan solo quieren “llamar la atención” a fin de rentabilizar el escándalo. A los que lo leemos libres de tales anteojeras ideológicas y moralistas, lo único que provoca la prosa irreverente de Vega-Gil es risa. Ante los peligros que lo acechan, el yo-periodista está a punto de renunciar a su investigación en el inframundo capitalino, al que se ha acercado “[c] on las piernas enflojecidas por el miedito y el asco (ese asco morboso que entre más nos repugna más nos atrae)” (13), y de retirarse a su cómoda y segura vida burguesa cuando se produce el encuentro con Güeva Vil que se le antoja ser la gran oportunidad que esperaba para triunfar:
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Nel, mejor me regreso a mi lindo depa de clasemediocre en la Nalgarte y, a resguardo de la Vida Real, me pongo a escribir sesudos artículos sobre los diez mejores cedes de mi discoteca, me dije, cuando ocurrió el milagro que todo periodista cultural (?) busca al menos una vez en su vida. [...] Un teporocho muy jediondo y lastimero, entre las costras pulverizadas de su propia mugre, con una congalera y roja luz leprosa vibrándole tras las espaldas, salió volando por la puerta de un club nocturno [...] El volador de Papantla inalámbrico rodó por el piso encharcado como cadáver en una película de los Almada hasta quedar jetarriba, con el hocico lovecraftiano abierto en un rictus de patética maravillación y tufo a jugos gástricos (14).
El contraste entre los dos resulta patente desde esta primera descripción de Güeva Vil que reúne ya los rasgos abyectos de alcoholismo, suciedad, enfermedad y humillación que a continuación se convertirán en sus características idiosincrásicas más repetidas, más aún que la asociación del personaje con referentes de la cultura pop y popular (como aquí los acróbatas indígenas, los filmes de serie B, la literatura pulp). El periodista no tarda mucho en reconocer a Armiados Güeva Vil, “bajista y miembro deshonorario de una banda que en los ochenta pasara del oscuro anonimato a una de las más sonoras degradaciones de la historia” (16), con lo que califica Maquinita de Pachuca como una conjunto de rock del pasado mientras que Botellita de Jerez seguía dando conciertos y grabando discos en la época en que Vega-Gil redactaba sus columnas mensuales para La Mosca. Esta aparente contradicción se explica porque el guacarróquer repudia, como lo hicieron muchos fans de Botellita de Jerez a partir de los años 90, una parte de la historia de la banda, la de la “traición” de los ideales contraculturales originales en su época más comercial, de la que fue promotor, cómplice y beneficiario, pese a sus reparos y remordimientos, el mismo Vega-Gil. También el yo-periodista había sido un aficionado del guacarrock —así “se llamaba su pastiche (con la clara raíz etimológica de guaca, por el guacamole, dicen unos; por la guácara, afirman otros)” (17)—, que con su diletantismo punk le gustaba por la mexicanidad y el humor de sus canciones —“Al principio yo había admirado a morir a los maquinitos: tocaban de la chingada, pero eran cagadísimos y cantaban en español cuando todo el mundo berreaba en quesque inglés” (16)—, pero
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dejó de seguirlos cuando empezaron a hacer demasiadas concesiones a las demandas del mercado y al main stream del pop latinoamericano. Las primeras frases que dice Güeva Vil en la novela están plagadas de alusiones a esa caída en las fauces de la industria del entertainment. Así, cuando, al ver las luces del alumbrado público, el teporocho empieza a cantar “Maaaás que alcanzar una estre-e-ella/ mi universo eres tú/ y si tu luz te...” (14), recuerda la participación de la banda en la película Más que alcanzar una estrella con, entre otros, Ricky Martin, Biby Gaytan (“Babis Butthead Gayetán”, 16) y Lalo Capetillo (“Eduardo Capapitillo”, 16). Ante un viejo anuncio de un espectáculo titulado “Todo lo que digas será usado en tu contra” de La Maquinita de Pachuca con Veroniquita Mevales, el borracho emite un larguísimo aullido de indignación y terror (“¡Nooooooooooóooo ooooooooooooó!”, 15): se trata de una reminiscencia de la colaboración de los botellos con la actriz Angélica Vale en la obra teatral Todo lo que digas será al revés, título que se relaciona con el origen del nombre de la banda en el refrán popular “Botellita de Jerez, todo lo que digas será al revés”. También le causan vergüenza los contratos que firmaron los rockeros con Televisa y su excursión alevosa, por cierto bastante lucrativa, a los ritmos de la cumbia-rock (v. gr. su canción “Abuelita de Batman”): ¡La Maquinita de Pachuca en una obra de tiatro con Veroniquita Mevales! ¡Vale veeeeeersh! ¡Te pinche das cuenta de la quemada que me voy a dar en el lomo como res enfierrada! ¡De esta no salgo vivo! ¡Inmersión en alberca de caca y chis! Ahora los santos inquisidores del rock nos van a señalar con un dedo flamígero y, cuando nos vean por la calle, la banda va a gritar: ¡Pinches burgueses televisos hijos de su pinche madreeeeé! Seremos festín de críticos e intelectuales, el hazmerreír de los roqueros de las nuevas generaciones, de los emos y los pops, la vergüenza de la clase obrera, los traidores de la contracultura. Todos nos van a dar la espalda y escupirán sobre nuestras tumbadoras. ¡Puta mi agüela y parió otra vez! ¡Santas ladillas voladoras, Batman! (15-16).
Asqueado de tanta traición, el periodista maltrata a patadas a Güeva Vil “por vender su alma al oro de Televisa” (16), pero este solo se ríe de él —“Yo a ti te conozco. Tú eres un [sic] de esos pinches intelectualitos de cagada que siempre se limpiaron el culo con mi desgracia. ¡Ja!, ‘periodista cultural’ te has de hacer llamar” (19)— y le hace una propuesta seductora: “yo te cuento uno
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que otro pasaje escabronso [sic] de mi vida loca. Vas a ver que de ahí sacas materia chida para un best séler” (20), pero bajo la condición de abastecerlo de bebidas alcohólicas: “Tú tenme lejos de la cruda y yo te dicto las páginas de oro del Diario Íntimo de un Guacarróquer” (20). En la mayor parte de los capítulos siguientes, Güeva Vil le cuenta, en largos monólogos retrospectivos, anécdotas de su vida y de la banda. Además, cuando interrumpe la primera entrevista para ir al baño, deja caer un cuadernito que el periodista se apropia con un comentario involuntariamente autoirónico sobre las veleidades literarias del borrachón (“¡Ajá!, ¿con que quieres darte aires de literato?”, 29): el librito contiene “recortes de periódicos con críticas diablos, flores apachurradas y decenas de páginas delirantes salpicadas de sebo, encartadas todas ellas en una especie de diario donde Armiados narraba dos tres episodios de su vida en un estilo muy distinto al que borboteaba por su boca” (29). Fragmentos de estos apuntes se intercalarán, alternando con el discurso directo del teporocho, entre los capítulos del “Libro primero” de la novela (11-195): juntos constituyen lo que el periodista llama la “novela autibiográfica” (sic, 231) de Güeva Vil, al que sirve de amanuense o ghost writer, con la intención de usurpar póstumamente todos los derechos de autor. De esta manera, la relación y las diferencias entre los dos quedan claramente establecidas, pero mientras que Güeva Vil se llama así desde su aparición en el texto, el yo-periodista, que funciona como su entrevistador y también como autor de su biografía, no tendrá nombre hasta la página 287, donde por primera vez el guacarróquer lo llama por su apellido (“¡Chales, Vega-Gil, aguanta vara!”, 287) que repetirá varias veces en capítulos posteriores (318, 399), y, ya en la agonía, usará su nombre de pila (“Agárrame, pinche Armando”, 418). Finalmente, el narrador mismo se identifica de manera explícita (“apenas soy Armando Vega-Gil”, 422), aunque no de forma inequívoca (¿por qué dice “apenas”?). Si, por un lado, esta omisión de sus señas de identidad en buena parte de la novela puede verse como un indicio de separación entre el autor real y su homónimo ficticio, tal efecto no podía resultar tan claro en la publicación original del texto en columnas de pocas páginas en la revista La Mosca, artículos que llevaban la firma de Vega-Gil, por lo que los lectores, aunque reconociendo las obvias marcas de ficcionalización, podían reconocer al autor en el yo-narrador sin necesidad de que se mencionasen su nombre y apellido en los textos mismos. No obstante,
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también es evidente que, de los dos, el que comparte más biografemas con el autor real y, por consiguiente, el que parece el “menos inventado” es Güeva Vil, el alter ego paródico, mientras que casi todo lo que se refiere al personaje Vega-Gil es indudablemente ficticio, puesto que nunca pueden haber tenido lugar sus encuentros con Güeva Vil en la realidad extraficcional: la homonimia, en este caso, es menos una afirmación de identidad biográfica que una referencia a la función autorial (Vega-Gil se llaman al unísono quien escribe la historia de Güeva Vil en la diégesis de la novela y quien redactó el Diario íntimo de un guacarróquer). La división del autor en dos dobles textuales se refleja en las dificultades de conciliar sus identidades opuestas, la histriónica y la íntima, que el guacarróquer sufre como una “esquizofrenia que abisma y separa al que eras en el escenario del que de veras eres” (48), y también en sus conflictos interiores que ilustra con un ejemplo de los dibujos animados: “Se me aparecieron, igualito que en las caricaturas de Élmer, el Gruñón, del lado de la izquierda de la cabeza un Diablito colorado con sus cuernos y cola con atrás pico, y del lado derecho mi pinche Angelito de la Guardia” (337). La complementariedad de los dos yos se impone a todas las diferencias cuando Vega-Gil empieza a comprender que Güeva Vil se está muriendo y que lo dejará amputado de una mitad irremplazable (su alter ego, su gemelo siamés, su reflejo especular) sin la cual se quedará despojado de la fuente de inspiración más importante de su obra creativa (su musa): ¡Ahhhhh, con una atroz chingada, ¡no, ¡no te mueras profundo gargajo de mi biografía!!! ¡Te hablo, pinche Güeva Viloso! ¡No te mueras! ¡Qué no ves, pendejo, cagajo infame, que soy yo tu alter ego enfermo, tu miedoso-mierdoso y acomplejado gemelo, el siamés conectado a tus panópticos pánicos por un intestino grueso, gruexxxxo! ¡Guacha, idiota, que yo soy tu in-fiel reflejo, y no me salgas con que ahora se rompe el espejito-espejito-dime-quién-es-el-más-ominosito! ¡Y ahora de qué coños granientos voy a escribir, ¿eh?, carajito de burrajo, musa infecta! (421).
Vega-Gil, el “correcto”, necesita que siga coexistiendo con él su doble “abyecto” para que su público vea que realmente se trata de dos y no de uno solo: ha llegado a ser tan próximo al otro, al personaje de sus columnas, que sus lectores lo confunden a menudo con Güeva Vil, y teme que con la
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muerte del guacarróquer desaparezca también la prueba material de la diferencia que los distingue: No te largues, que todo el mundo piensa que soy tú, y cuando me saludan en la calle me pican la cola, y me pendejean, y me dicen qué pedo pinche Armiados, y yo les tengo que responder que no, que apenas soy Armando Vega-Gil, que jamás llegaré a tus alturas de ignominia y corrupción (421-422).
Desea detener la muerte, impedirla con su poder de autor satisfaciendo la demanda, más imaginada que manifiesta, de los fans —“Yo deseaba [...] que sobre mi pendeja cabeza de chorlito lloviera un aguacero de e-mails, cartitas y ex-votos donde millones de seres suplicaran que la muerte del Guacarróquer se suspendiera ad aeternum” (422)—, pero solo es un simple escriba, no un demiurgo omnipotente. Finalmente, cuando los samaritanos se llevan al moribundo, no tiene el valor de confesar el vínculo tan íntimo que lo ligaba a él: —Oiga —me dijo al tiro un camillero prieto y esmirriado—, ¿conocía usted al enfermito? [...] —Sí, era mi amigo —expliqué cuando en realidad quise decir: Soy su doble (427).
Grados de irrealidad El afán de conocerse a sí mismo y la exhibición pública de su “verdad” más íntima, ambiciones que suelen tener las escrituras del yo como la autoficción y la autobiografía, podrían ser lo que motiva la escisión del autor Vega-Gil en sus dos dobles literarios, una autoimagen mansa (el yo-periodista) y otra salvaje (el yo-teporocho) a modo de Doppelgänger medio bufón, medio siniestro. El doble, sin embargo, no aparece en Diario íntimo de un guacarróquer como el motivo ominoso por excelencia que comenta Freud en su famoso ensayo “Das Unheimliche”, ya que Vega-Gil no utiliza el término para referirse a una visión autoscópica que infunde miedo porque recuerda un estado psíquico arcaico que se creía superado (Freud 248); al contrario, lo presenta como el resultado de un proceso de aproximación durante el cual
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el yo-periodista se siente cada vez más cercano y semejante al otro, hasta querer ser tan desinhibido, excesivo y libre de tabúes como él, pero viéndolo siempre como una persona claramente diferente, no como una paradoja de su propia identidad: no es un doble fantástico, sino puramente metafórico que no tiene nada de irreal. No obstante, en otros casos la metáfora funciona en la novela de Vega-Gil como un primer grado de irrealidad en el que no se afirma la existencia de lo irreal, sino que se lo usa como término comparativo: por ejemplo, cuando Güeva Vil se saca de la nariz una gigantesca bola de mocos y Vega-Gil exclama “¡¡¡La pelota esa era un cacho de sesos!!! ¡¡¡¡Se había arrancado vía fosas nasales un cuarto de masa cefálica!!!!” (323), no se trata de un hecho corroborado, sino de una semejanza expresada en forma hiperbólica (o, por lo menos, se deja al lector la libertad de entenderlo así), por lo que revela ser infundado el miedo del periodista de que “Güeva Vil estaba dispuesto a la amnesia total, a autoborrarse el dvd, a infectar su disco duro con un virus antinorton y dejarme sin más material para escribir” (323). Si lo fantástico, en términos de Susana Reisz, no se puede reducir a un “posible según lo relativamente verosímil” (196), es lógico que la irrealidad, entendida como lo que en una determinada cultura se considera como empíricamente imposible, no sea muy frecuente en un tipo de literatura que a menudo se define por su compromiso con la realidad y la veracidad, como lo es la autoficción en sus formas más “serias”. Por otro lado, empero, lo irreal puede servir como señal clara de ficcionalidad precisamente en textos en que resulta difícil o imposible distinguir los biografemas auténticos de los elementos inventados, lo que también es típico de los relatos autoficcionales. Tratándose de escrituras del yo, lo esperable sería que prevalecieran formas de lo irreal dependientes de la percepción subjetiva, lo que podríamos definir como el segundo grado de la irrealidad en Diario íntimo de un guacarróquer: es decir, las visiones de Güeva Vil que pueden explicarse como efectos de su estado mental alterado por el alcohol, la locura o la agonía y que, por consiguiente, pertenecerían a lo que Todorov (51 ss.) llama lo extraño (l’étrange). Todos los ejemplos de este tipo de irrealidad se encuentran en el último capítulo del “Libro segundo”, titulado “¿Cómo rasgarme los güevos si ya me arranqué las uñas?” (321-428), y se relacionan con dos experiencias iniciáticas y con la muerte del personaje.
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Cuenta Güeva Vil que, en una noche de borrachera poco antes del primer concierto de Maquinita de Pachuca, cayó en el camino a casa en una especie de delirium tremens (343) que se manifestaba en extrañas sensaciones psicosomáticas, como ver (¿o imaginar?) su cuerpo invadido por insectos: Lo que seguía era ver cómo un ejército de cucarachotas guerrerenses se me subían por debajo de los pantalones y me picaban las verijas y se comían mis almorranas y me hacían cosquillas en las chichis y me empollaban sus lárvas [sic] en los hoyos de los oídos, para después escuchar sus vocecitas de ¡chiqui chiqui ñññi ñññi! (343).
En esa época, Güeva Vil era un joven periodista cultural ocasional, “hundido en la cagada del desempleo, la desesperación, el alcoholismo y la imbecilidad” (361). O sea, empezó su carrera de manera semejante que el personaje Vega-Gil, pero tuvo en aquella noche un encuentro que quizás explique su posterior deriva hacia el desenfrenado genio creativo y la autodestrucción: se topó en la calle con una extraña “persona” de sexo indefinido a la que, en un ataque de altruismo irresponsable, llevó a su casa, preguntándose todo el tiempo si era mujer u hombre u otra cosa. Al igual que muchas apariciones horrorosas de la literatura fantástica —pero con la diferencia de que el borracho nunca duda de su realidad material—, este ser grotescamente desmesurado y desproporcionado se resiste a la descripción mimética y a la comprensión racional, por lo que Güeva Vil se refiere a él (¿o ella?) con diversos nombres de monstruos literarios y cinematográficos y con otras denominaciones hiperbólicas que se relacionan con su fealdad inhumana y su género indeterminado, como “la Cosa” (345), “The Thing” (354), “Lo Otro” (348), “el Objeto Merodeador No Identificado” (344), “la Masa Infame” (345), “la Mole-Con-Patas” (346), el “Casi Humanodonte” (347), “el Mutante” (348), “el Bloque de Carne Humana” (349), “El Gólem asexoso” (340), “El Troglodita Unisex” (355), “la Plasta-sin-sexo-explícito” (345), “el Espantapájaros” (343), “la Bola Hulkeana” (352), “Frankenstein” (355), “La Giganta Spinhead” (355), el “E-T” (356), etc. Algunos de estos nombres se asocian con piedras, rocas, peñas, como “el Menhir” (347), “el Monolito” (348), “el Acantilado con Patas” (356), “el Peñón Infrasex-Oal” (352), en particular con estatuas prehispánicas como “el Atlante de Tula”
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(350) y “el Megalito-Tlazolteotl” (349), una deidad mexica de ambos sexos,5 y con la “diosa del Mictlán” (327), el lugar de los muertos en la cosmovisión azteca. También adquiere rasgos de la Virgen María (355) y de la Llorona (360). Finalmente descubre su sexo y ve confirmado lo que ya sospechaba: “¡Mujer, mujer! ¡Aquello era una mujer monstruosa que me prolongaba a la vida dándome leche de chiche con chichones” (357). Ella misma dice que se llama Divina, subrayando así su parentesco con las mencionadas deidades femeninas (358), y cuando el guacarróquer le canta “Alármala de tos” se convierte en la primera fan de Maquinita de Pachuca (“Divina estaba tocada en el alma por mi interpretación”, 359) y en la pareja y musa pasajera del joven Güeva Vil (“Divina, mi novia del momento”, 374). Todas estas circunscripciones de lo indecible concuerdan y se resumen en uno de los muchos nombres que Güeva Vil le da a su esperpéntica amante: Coatlicue (343). En el panteón de las deidades mexicas, Coatlicue, madre de los dioses celestes (Báez-Jorge 132), es una de las advocaciones de la diosa madre telúrica, pero también tiene vínculos con el Mictlán como “mujer del dios del infierno” (Báez-Jorge 120) que iba a recoger las almas de los difuntos en las guerras y los sacrificios. Su representación más conocida es una estatua monumental que desde 1964 se puede admirar en el Museo Nacional de Antropología, en Chapultepec. Este monolito de 24 toneladas, excavado en 1790, es “una figura que en líneas generales recuerda la humana” (Fernández 49), con elementos de varios animales (águila, serpiente, tortuga, conejo) y una rodela bordeada de plumas sobre el pecho, que lleva las partes pudendas cubiertas por un maxtle, de modo que “deja la posibilidad de que la imagen sea varón o hembra, o bien ambos” (Fernández 50). Debido a su aspecto monstruoso, tradicionalmente ha sido asociada por los cristianos mexicanos con el carácter “diabólico” de las culturas 5
El nombre de Tlazolteotl se compone de tlazolli ‘basura’ y teotl ‘dios’; es “la única divinidad del panteón azteca que implicaba una significación moral en tanto consumía los pecados de los humanos. Su campo numinoso comprendía la esfera del placer sexual, el parto, identificándose como deidad agraria y selénica” (Báez-Jorge 99). Vega-Gil la menciona ya en un capítulo anterior, en estrecha relación con Coatlicue, al contar la muerte de Rockdrigo González en el terremoto del 19 de septiembre de 1985: “La ciudad de México ha sido devorada por la furia de Coatlicue, la de las faldas de serpientes desplumadas, Tlazolteotl devoradora de nuestras heces” (120).
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prehispánicas: “mientras que la Piedra del Sol materializaba el profundo conocimiento geométrico, calendárico y astronómico de los mexicas, la Coatlicue mostraba su lado oscuro, idolátrico y sanguinario” (López Luján 216). Esto no impidió que el monolito diera origen a una variopinta descendencia literaria que incluye, entre otros, el poema “Petrificada petrificante” y otros textos de Octavio Paz, que la llama “‘La deshollada’, ‘la desenterrada’, ‘la divinidad terrible’, ‘encarnación del horror sagrado’, ‘diosa-demonio-obra maestra’” (cit. en Solares 392), el cuento “Coatlicue” de Elena Poniatowska (2003), cuya narradora apoda Coatlicue a su jardinera y se la imagina como un ser siniestro asociado con la tierra y la sangre, y las reflexiones heterodoxas de la chicana Gloria Anzaldúa (63-73) quien la reinterpretó como un torbellino interior, como símbolo de los aspectos subterráneos de la psique y encarnación de la dualidad, y definió el estado de Coatlicue como una etapa de parálisis y depresión que hay que superar para lograr la concienciación necesaria para liberar la energía vital y creativa reprimida (lo que, en cierto sentido, le pasó a Güeva Vil después del encuentro con Divina: inició su carrera de rockstar). Vega-Gil añadió en Diario íntimo de un guacarróquer una suerte de alucinación bukowskiana que estrella a la diosa de piedra en un caleidoscopio de avatares grotescos. Esta Coatlicue es la musa ambigua, protectora y peligrosa, que inspira a Güeva Vil, pero que también lo puede empujar hacia la ruina ya que “the Aztec maternal goddess’s powers of creation are only actualized through destruction, by creating ruin” (Petersen 105). Ahora bien, no excluimos la posibilidad de que todos los nombres que le da el teporocho no fueran más que una inmensa alegoría humorística para referirse a una novia cien por ciento humana, pero extremadamente fea. El encuentro con Divina se sitúa pues, según la interpretación que preferimos, en una zona indeterminada entre la irrealidad metafórica, lo extraño y, tal vez, lo maravilloso (le merveilleux de Todorov 59 ss.), en el caso de tratarse “realmente” de la diosa Coatlicue. Después del episodio de Divina, la narración de Güeva Vil continúa su “viaje interior” dando un salto atrás en el tiempo para contar otra experiencia iniciática, que de por sí no tiene nada de irreal: su lectura juvenil de Parménides García Saldaña, al que venera como su “cabrón maestro inalcanzable, inimitable” (403) desde la primera vez que leyó un artículo de este escritor extravagante de la Onda y crítico implacable del rock de los años 60 y 70:
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“Y ahí me tienes que de pronto yo quería escribir igual que él” (389), “soñando con ser un día estrella de rock pa que Parménides me entrevistara” (399). Ahora bien, empezar su vida de rockero haciendo el “papel del Chavo Maldito” (García Saldaña 8) después de leer el libro En la ruta de la onda significaba partir desde el desencanto: desilusionado por la comercialización del rock e indignado por el asesinato de un negro por los Hell’s Angels en un concierto de los Rolling Stones en Altamont (1969), García Saldaña constató con amargura que “los festivales de música pop eran sólo el último refugio para contener la paranoia y la esquizofrenia en que había terminado la Flower Generation” (9-10) y que el “Rockanrolero como Rebelde” había caído en “imagen caricaturesca” (11). Así aprendió el joven Güeva Vil, mucho antes de su primer concierto, que los “jóvenes roqueros de hoy serán los viejos amargados del futuro” (408) y que la presunta revolución del rock había sido un “business que, al final de cuentas, lo que buscaba era domesticar a una gigantesca punta de cabrones rebeldes sin causa...” (407). Tenía pues ya una visión desilusionada del rock cuando fundó con dos amigos Maquinita de Pachuca, y este desengaño repercutió en un rock irónico y paródico, con músicos cuya actuación histriónica en el escenario desmontaba y subvertía los mitos y las poses de los rockstars al igual que lo hace el Diario íntimo de un guacarróquer, pero con la secreta convicción de que “no es que el rock se haya prostituido, el rock nació puta y sólo por vía de algunos genios chidos se reivindicó, se dignificó, se volvió arte” (400). García Saldaña, el “novelista maldito, el visionario incómodo que muere antes de tiempo, el suicidado de la sociedad” (406-407), seguía siendo un ídolo incuestionable hasta que cometió el sacrilegio de criticar a John Lennon poco después de su asesinato. Aquel artículo severo de su “Héroe inalcanzable” (412) dejó perplejo al admirador: Parménides había realizado su primer suicidio ritual ante mis ojos asustados, rehaciendo radicalmente su modo de escribir, mandando a la gaverga todo lo que le precedía, y yo sin acabar de darle la razón. Porque, entonces, ¿todo lo que he aprendido de ti, maestro mío Parménides, es un espejismo? ¿Ya no debo pretender ser un escritor como tú? (403).
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El viejo Güeva Vil recuerda esa decepción que le deparó su idolatrado Parménides también como una especie de liberación, pues le permitió aprovechar la oportunidad para intentar superar al “padre” intelectual y desarrollar su propia escritura, aunque sin lograr nunca independizarse por completo; pero también se siente avergonzado por haber cometido con Maquinita de Pachuca la misma traición del rock que denunció García Saldaña en En la ruta de la onda. Al acercarse el desenlace de la novela, se destaca la importancia que tuvieron los dos (des)encuentros con García Saldaña y la Coatlicue no solo para la vida del músico y escritor, sino también para la narración misma: “¿Quieres saber qué pasó con Parme, quieres saber en qué termina mi historia con Divina?” (381), le pregunta al periodista Vega-Gil, y anuncia que el final del relato coincidirá con el de su vida: “en cuanto llegue en mi relato a la muerte de Parménides, ¡groarrrr!, puedes ir hablándole a la patrulla para que se deshagan de la jalea de linfa y mole de olla que me brota de por los tuétanos” (394-395). En plena agonía del personaje, García Saldaña se convierte en un motivo de irrealidad, ya que se le aparece al moribundo: ¡Ay, mamita, mamita santa! Su pinche fantasma, ¡míralo, Vega-Gil, míralo! ¡Tiene los ojos negros y las manos de hilachos y hueso pelón! Ahí está su ánima peluda que viene por mí y me jala de las patas. ¡Ayyyyyy! ¡Puta madre! ¡Tengo miedo, cabrón! ¡Tengo miedo tanto miedo! No me quiero morir. Agárrame, pinche Armando. ¡Ahí está Parménides y su ejército de espectros! (418).
Si aquí parece tratarse todavía de una alucinación subjetiva de Güeva Vil que el yo-periodista no comparte, con el relato de la muerte del guacarróquer se alcanza el tercer grado de irrealidad, lo maravilloso asumido como real, porque ahora será el personaje Vega-Gil quien, pese a no poder alegar alcoholismo, trastorno mental ni agonía para explicar sus percepciones anómalas, atestigua una serie de fenómenos empíricamente imposibles, como el hecho de que, ante la muerte inminente, los ácaros del vello púbico abandonan el cuerpo parasitado, invirtiendo, en cierto sentido, el movimiento de las cucarachas que lo invadieron en la noche en que conoció a Divina: “estas bestezuelas que forman un frikiante tapete cinético que rodea el cuerpo de Güeva Vil y de pronto se perfilan en una silueta con brazos y piernas y
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comienzan a correr cual pedo achicharrado por la banqueta, igual a la sombra de un vampiro chafa de un filme de El Santo” (406). El éxodo de las alimañas es una señal que anuncia el regreso de Coatlicue, la diosa madre, esta vez no para parir simbólicamente al artista, sino para llevarlo al Mictlán al final de la “batalla” perdida contra las tentaciones del dinero, las drogas y la fama, esa falsa promesa de inmortalidad: Y de pronto una sombra gigantesca nos cobija de pelusa grasosa a ambos dos. A contraluz miro de frente el cuerpo monstruoso de un ser mitad mujer, mitad bestia mitológica que me dice con la voz entrecortada por el llanto: —Deja que Divina se encadgue de a su bebito. Ella e madre de su bebito muerdto. Ella lo cuida, ¿ti, ti? (419).
En esta “sombra gorda y monstruosa” (423) que de repente se proyecta sobre la banqueta, Vega-Gil reconoce al ser informe que trató de describir Güeva Vil en el relato de aquella noche iniciática y se esfuerza igualmente por plasmar en palabras lo inefable de esta aparición (desde su descubrimiento, el monolito de Coatlicue ha desafiado a sus hermeneutas con su inclasificable heterogeneidad formal y su semiótica indescifrable): ¡En la puta madre de Calcuta! Al volverme a guachar al (o la) causante de tan espantosa visión chemesca, me encontré bajo el cobijo de un cuerpo enorme, con su back luminoso a cincuenta mil guats de potencia, construido a base de pliegues blandos sobre panzas duras sobre sebo envolvente de piel granienta y minada por encañonaduras hirsutas, con unas voluminosas chiches caídas como costal de yute con cacao y maíz dentro, chuza de chichis de pezón velludo que le llegaban hasta las rodillas a aquella mujer que, con el torso desnudo, iba descalza con los pieses más masudos que un tamal yucateco con espinazo de puerco, con la cabeza rapada en tortones de llagas sarnosas, vestida con una falda muy ampona, blanca, increíblemente limpia, como de seda brillosita chorreada de bordados de flores rojotas y serpientes enchiladas. ¡Divina! ¡Ella era la Divina que se le había escurrido a Armiados una noche a su buhardilla y le había salvado la vida tres veces, asesinándolo otras tantas! ¡Ufo! Aquello era una tehuana estrambótica vista desde un balcón de pseudofedrina rebajado con tinta china (423-424).
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Acompañan a Divina los parias de la metrópoli cual fantasmas o zombis del video “Thriller” de Michael Jackson y repiten su grito lastimero que hace eco al ¡No! extendido que vociferó el guacarróquer ante el anuncio del espectáculo de Veroniquita Mevale en las páginas iniciales de la novela. Con la ayuda de los “mugrientos clochards, los sedentes homeless” (426), Divina desviste, lava y amortaja al moribundo (426), en un grotesco velatorio ante mortem que culmina en un derroche de referencias cultas (versos de César Vallejo, La Pietà de Miguel Ángel, alguna Pasión de Bach, etc.), prehispánicas (Huehuetéotl, Coyolxauqui) y populares (Pinocho, el Subcomandante Marcos, el gato Silvestre, etc.). Con sus últimas palabras, Güeva Vil se despide de la banda (“Busca a los supervivientes de La Maquinita de Pachuca y diles que los amo. Diles que a la mera hora la muerte es a toda madre”, 427) y de la vida (“Ya me voy a la verga de donde nunca debí haber salido”, 427). A modo de efecto especial, de repente todo se hace oscuro: “las luces mercuriales del alumbrado público estallaron con un remolino apendejador y todo se fue a un black out radical” (427). Solo cuando la ambulancia se lleva al difunto, se disipa el lúgubre espectáculo maravilloso al mismo tiempo que se corrobora definitivamente la identificación de Divina con Coatlicue: Pero cuando la carroza arrancó zumbando su ulular, pude ver por la ventanita trasera, al fondo de la calle, a la Coatlicue monstruosa que alzaba los brazos en cruz, exultante, hacia el cielo que de pronto comenzó a llorar gotas de lluvia negra y blanca, translúcida y roja. La falda de seda blanquísima de la diosa mutilada comenzó a agitarse como un faldellín de serpientes emplumadas. Y volteó a verme a través de la angosta ventila, y me punzó la niña de los ojos con una aguja tristísima, y agitó la manita diciéndome adiós. Ella y yo jamás nos volveríamos a encontrar. Apreté la mano del guacarróquer (así, con g minúscula). Estaba muerto (428).
No hay en las observaciones del personaje Vega-Gil señales de vacilación respecto a la realidad de lo percibido que, según la teoría de Todorov (46), nos autorizarían a calificar su relato de fantástico: al contrario, el yo-periodista es testigo presencial de la muerte del yo-guacarróquer, su amigo y alter ego, en una puesta en escena espectacular diseñada por el autor real para poner un punto final a una larga historia común —“Con la edición de esta
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saga del guacarróquer cierro el ciclo de Armiados” (429), se dice en el epílogo— y quizás para separarse de una manera irreversible de esa autoimagen abyecta que, en un juego de disfraces escénicos y mediáticos, se había creado a lo largo de su vida pública, pero que no correspondía a su verdad íntima ni tampoco a las actividades culturales que, con la madurez, habían poco a poco empezado a prevalecer sobre su rol, cada vez más nostálgico, de rockero contracultural. Y solo el recurso a la irrealidad le permitió contar su propia muerte en una novela tan claramente autoficcional. Coda a modo de epitafio Al final de la novela, los fans que asisten al entierro de Güeva Vil cantan los grandes éxitos de Maquinita de Pachuca (o sea, los de Botellita de Jerez) como “El guacarrock del Santo”, “De tripas, cuajo y corazón”, “Charrocanrol”, y los dos supervivientes de la formación original, el Ayayay y el Mastique, entonan el himno inoficial del grupo, “El guacarrock de la Malinche”, con los famosos versos: “Si lo mexicano es naco,/ y lo mexicano es chido,/ entonces, verdad de Dios,/ todo lo naco es chido” (435, cursivas del original). El 1 de abril de 2019, un día antes de que empezara a escribir este artículo, Armando Vega-Gil se suicidó en una reacción desesperada a unas calumnias anónimas, publicadas en el hashtag de Twitter #MeTooMusicosMexicanos, que lo denunciaron por haber acosado, con miradas lascivas y mensajes obscenos, a una menor hace unos diez años. En su carta de despedida, Vega-Gil rechazó categóricamente esas acusaciones, pero creía que no podría impedir que la imagen difamatoria promovida por los medios sociales destruyera su vida artística (en los últimos años se había dedicado mucho a trabajar con niños y adolescentes) y familiar. Al sepelio en el Panteón de los Cipreses en Naucalpan acudieron los co-fundadores de Botellita de Jerez, Sergio Arau y Francisco Barrios, y otros miembros de la banda que, reunidos con familiares y amigos del difunto en torno al féretro, cantaron “El guacarrock de la Malinche” en homenaje a Armando Vega-Gil. R.I.P.
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ANIMALES DOMÉSTICOS Y LA EXPERIENCIA DE EXTRANJERÍA EN PAJARITO DE CLAUDIA ULLOA DONOSO Bieke Willem Universität zu Köln
Lo cotidiano entre lo fantástico y lo autoficcional En su antología de cuentos fantásticos del siglo xix (1983), Italo Calvino distingue entre “lo fantástico visionario” y “lo fantástico cotidiano”, admitiendo que la frontera entre estas categorías es borrosa y que un solo cuento podría pertenecer a ambas. La distinción le permite, sin embargo, detectar una evolución, desde el cuento en el que predomina la percepción visual como prueba de la existencia de fenómenos sobrenaturales (la cuestión de confiar o no en los ojos), hacia el cuento en el que lo sobrenatural ya no es visible, sino interiorizado; en palabras de Calvino: “psicológico” y “cotidiano” (Calvino xiii). Unos años antes de la publicación de la antología de Calvino en italiano, Julio Cortázar hace una bipartición similar, esta vez del cuento fantástico del siglo xx, y se ubica decididamente en la segunda categoría, la de lo fantástico que “puede suceder en plena realidad cotidiana” (Cortázar en 1978, citado en Alazraki 27). Esta afirmación lleva a Jaime Alazraki a proponer la denominación “neofantástico” para el tipo de relatos que escribe Cortázar. La nueva modalidad de lo fantástico difiere, según él, de la antigua en cuanto a tres elementos. Primero, cambia la relación entre lo fantástico y la realidad. En los relatos neofantásticos, el mundo real ya no es una superficie lisa e inmutable en la que lo fantástico abre una fisura, sino que es un “queso gruyere” (29) con incontables accesos a esa otra realidad. Segundo, la intención del escritor
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neofantástico ya no es provocar miedo en el lector. Tercero, el modus operandi de las narraciones neofantásticas difiere, ya que carecen de “progresión gradual”, “utilería” y “pathos” (Alazraki 31). David Roas se centra en el primer elemento mencionado por Alazraki y confirma que nuevas perspectivas sobre lo real, inspiradas por la física cuántica, la neurobiología y la cibercultura, han afectado a lo fantástico contemporáneo (posmoderno). Observa, sin embargo, que la definición de Alazraki es problemática porque no permite distinguir entre lo (neo)fantástico y otras modalidades literarias que se basan en una ampliación de lo real, como, por ejemplo, la surrealista. Para Roas, las narraciones fantásticas siguen definiéndose por el efecto inquietante que generan en el lector. Este efecto particular nace del “conflicto entre lo narrado y la (idea de) realidad extratextual” (“Lo fantástico” 115). El objetivo esencial de la literatura fantástica, afirma Roas, consiste en cuestionar dicha idea.1 Para que el conflicto tenga lugar dentro del texto, el mundo construido debe ser “siempre un reflejo de la realidad en la que habita el lector” (104). Lo que entiende por “la (idea de) realidad extratextual” coincide entonces en gran medida con lo cotidiano, es decir, todo aquello que rodea inmediatamente al lector en sus actividades y costumbres diarias y que pasa casi desapercibido. Justamente por ser trivial contiene la esencia de la experiencia del mundo —“notre vérité”, según Georges Perec (13)——. Así, los términos “lo real” y “lo cotidiano” son con frecuencia intercambiables y Roas recurre a menudo al segundo para evitar repetir sus aclaraciones acerca de la relatividad de la realidad contemporánea. En los estudios de la literatura fantástica del siglo xxi, el adjetivo “cotidiano” complementa también las calificaciones “normal” y “familiar”. Véase, por ejemplo, el siguiente fragmento en el que Roas nos vuelve a recordar la esencia de la literatura fantástica: Porque el relato fantástico sustituye la familiaridad por lo extraño, nos sitúa inicialmente en un mundo cotidiano, normal (el nuestro), que inmediatamente es asaltado por un fenómeno imposible —y, como tal, incomprensible— que 1
El conflicto entre lo real y lo imposible debe presentarse entonces como un verdadero problema, contrariamente a lo que ocurre en la literatura posmoderna no fantástica, que, según Roas, “no requiere la confirmación de un mundo exterior (‘real’) para existir y funcionar” (“Lo fantástico” 102).
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Animales domésticos y la experiencia de extranjería
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subvierte los códigos —las certezas— que hemos diseñado para percibir y comprender la realidad. En definitiva, destruye nuestra concepción de lo real y nos instala en la inestabilidad y, por ello, en la absoluta inquietud (Tras los límites 14).
La cita muestra una semejanza entre el “efecto fantástico”, conditio sine qua non del relato fantástico, según Roas (“Lo fantástico” 103) y Casas (“Fantástico” 92), y lo que Sigmund Freud denominó das Unheimliche en su ensayo de 1919. En base a la etimología del término, además de la definición de Schelling que postula que “Unheimliche es todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y, sin embargo, ha salido a la luz” (Freud 302, traducción mía)2, y del cuento fantástico “Der Sandmann” (1816) de E. T. A. Hoffmann, Freud llega a definirlo de la siguiente manera: “das Unheimliche es aquello que alguna vez fue familiar. El prefijo un- es el signo de la represión” (318, trad. mía)3. El núcleo de das Unheimliche no reside, entonces, en una ausencia del hogar (un-heim), sino en la presencia de lo un-heim dentro del ámbito de lo familiar, lo propio, lo cotidiano. Es precisamente esta proximidad con lo radicalmente “otro”, con aquello que parece caer fuera de los límites de lo cotidiano, la que provoca el estremecimiento propio de das Unheimliche, la sensación de malestar y de angustia que permite traducir el término al español como “lo siniestro”.4 Queda claro, entonces, que lo cotidiano es un elemento esencial para entender el funcionamiento de lo fantástico. Sin abandonar el marco al que tanto el lector como los protagonistas del cuento están acostumbrados, lo fantástico se genera cuando se produce una suspensión provisional de las leyes que rigen lo cotidiano o como lo formula Pampa O. Arán: La principal estrategia del fantástico consiste en espectacularizar la fragilidad del orden conocido para permitir que lo cotidiano deje de ser indiferente o banal.
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“Unheimlich sei alles, was ein Geheimnis, im Verborgenen bleiben sollte und hervorgetreten ist” (302). 3 “Das Unheimliche ist [...] das ehemals Heimische, Altvertraute. Die Vorsilbe un an diesem Worte ist aber die Marke der Verdrängung” (318). 4 Es una de las palabras que menciona Freud para demostrar que en español, como en otras lenguas, se tiene más que una sola palabra para designar esta forma particular del susto: “Spanish: (Tollhausen, 1889). Sospechoso, de mal agüero, lúgubre, siniestro” (299).
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Para poner en escena ese espectáculo, urde una intriga que adquiere consistencia enigmática debido al choque, coexistencia, superposición o suplantación de fenómenos con diferentes grados de espesor semántico y de reconocimiento empírico (52).
Intentar definir lo cotidiano, sin embargo, resulta casi tan difícil (e inútil) como separar lo real de lo irreal en un cuento o una novela contemporánea. En la introducción a un número especial de Interférences Littéraires dedicado al espacio cotidiano, Liesbeth François y María Paz Oliver aclaran: A pesar de su incuestionable evidencia, lo cotidiano escapa a toda definición. Es esa misma inmediatez que rodea la idea de lo cotidiano, lo que de algún modo explica la absoluta imprecisión de este concepto al momento de aludir a aquellas actividades diarias que, por su mismo carácter común y habitual, suelen quedar fuera de todo análisis (7).
A pesar del problema de delimitación, es productivo pensar lo cotidiano como un nexo entre la literatura fantástica y la autoficción contemporánea. Este enfoque puede oxigenar los debates en torno a ambas modalidades literarias, en los que sigue predominando una dimensión referencial. En cuanto a la autoficción hispánica, Casas considera este tipo de aproximaciones poco fructíferas: “determinar hasta qué punto una obra es más o menos fiel con respecto a una vida, o hasta qué punto la proyección ficcional del autor hace justicia a la persona real, no aclara demasiado sobre el funcionamiento de un texto” (“La autoficción” 11). Desviar la mirada de la referencialidad hacia la categoría de lo cotidiano permite, en cambio, una mejor comprensión del funcionamiento de las obras que combinan elementos fantásticos con estrategias autoficcionales. El presente trabajo analiza una de estas obras, Pajarito (2018) de Claudia Ulloa Donoso, para examinar la manera en la que la experiencia de extranjería de la autora, peruana que reside en Noruega, se filtra a través de los cuentos reunidos en su libro. Después de un breve repaso de los elementos autoficcionales y fantásticos en la obra de Ulloa Donoso y en Pajarito, el artículo se detendrá en la presencia de animales domésticos como portadores de extranjería y su capacidad de crear fisuras en la cotidianidad.
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“Yo misma reflejada en los pedazos de un espejo roto” Publicado en 2015 por la editorial chilena Laurel, y tres años más tarde por Pepitas de Calabaza en España, Pajarito recopila algunos cuentos que aparecieron anteriormente en el blog de la autora, Séptima Madrugada5. Ulloa Donoso comenzó el blog para lidiar con el insomnio que sufría cuando llegó a Noruega (Meyer s. p.) y lo abandonó poco después de la publicación de su segundo libro, titulado también Séptima Madrugada (2007). Fue “el primer texto en Perú que dio el salto del ciberespacio al libro tradicional” (Chávez Vaca 36). Séptima Madrugada generó algunos debates en el ciberespacio y un artículo académico sobre el aspecto autoficcional de los cuentos de Ulloa Donoso. Según Chávez Vaca, el autor de este artículo, la escritora insiste en tomar distancia con respecto a Madrugada, la narradora de su libro. Ulloa Donoso se considera “menos dramática, menos astuta, más vieja y no tan ‘cool’” (39) como su personaje. A pesar de estas diferencias de carácter, las entrevistas con la autora nos permiten relacionar algunos datos autobiográficos —ser peruana, vivir en Noruega, dar clases de español y poseer un gato— con las entradas del blog, donde de vez en cuando aparece una foto como prueba de su anclaje en la realidad. Las fotos, que muestran la cara de la autora, medio escondida detrás de la cubierta de un libro cuando está viajando en autobús, su gato en el sofá, la pizzería de su barrio en la nieve, su cocina, su habitación, o la aurora boreal, fenómeno común en el país nórdico durante el invierno, no son solo signos de referencialidad y elementos esenciales de lo que Paula Sibilia llamaría “diario éxtimo”, que “expone [...] la propia intimidad en las vitrinas globales de la red” (16). También indican un deseo de registrar la vida cotidiana. Visto que “la bitácora es espacio de producción de presencias” (Escandell Montiel 36), la inserción de las fotos en los textos digitales de Ulloa Donoso parece ser un intento de suspender provisionalmente el aspecto fantasmal de lo cotidiano, su calidad de presencia desapercibida. Así, la autora se pliega ante las leyes de “esta sociedad del espectáculo, en la que sólo es lo que se ve” (Sibilia 31).
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Desde luego, las fotos que aparecen en el blog no constituyen una garantía de que todo lo que se cuenta sea verdad. Tras haber admitido que escribe ficción, la narradora de Séptima Madrugada se detiene en el frágil equilibrio entre invención y realidad que caracteriza su escritura: Mis personajes, existen todos, trabajan, van a clase, viven, respiran, hablan mi idioma y otros idiomas inventados, tienen pasaporte, nombre y apellido, tienen ojos azules, a algunos les he estrechado la mano, con otros he dormido y a otros solo los he mirado a través del agujero diminuto de una cerradura sin que ellos se enteren y desde ahí he cogido la fibra para escribir algo. Los he ido destejiendo y tejiendo, los he dejado suspendidos en enredaderas de tinta. Pero también algunos son otros y tantos cuando en realidad son yo misma reflejada en los pedazos de un espejo roto (Ulloa Donoso s. p.).
Además de confirmar el hecho de que cada personaje contiene algo de su creador, la imagen del espejo roto al final de esta cita evoca la idea de la fragmentación del sujeto posmoderno según la cual una persona se compone de una variedad de identidades o subjetividades. Esta fragmentación se ha intensificado a partir del momento en que internet empezó a integrarse en nuestras vidas cotidianas, que a su vez empezaron a formar parte de internet. Se ha repetido innumerables veces que los “diarios éxtimos” en Youtube, Facebook, Instagram, o todo tipo de weblog, fotolog o videolog, aunque estén compuestos de material auténtico, no revelan necesariamente la identidad de su creador(a). Las identidades cibernéticas son identidades construidas, parciales, fragmentadas o completamente inventadas, avatares que vuelven irrelevante la distinción entre lo real y lo irreal. La problemática de la identidad cibernética, un tema tratado con exhaustividad en los estudios sobre la escritura personal en la blogósfera, también es visible en las autoficciones contemporáneas. Sobre todo, pero no exclusivamente, aquellas que nacieron en el ámbito digital exploran, tematizan y explotan a fondo esa confusión entre realidad e irrealidad y entre lo propio y lo ajeno, y arrastran al lector en su juego de espejos rotos. En su obra precursora en el estudio de la autoficción hispana, El pacto ambiguo, Manuel Alberca afirma que las obras autoficcionales, en línea con la literatura posmoderna, cuestionan la totalidad del sujeto y, a partir de allí, la idea que el sujeto tiene
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de la realidad, ya que son “imágenes ficcionalizadas de ese imaginario de nuestra época que concibe el fragmentado e inestable sujeto moderno como un hervidero de múltiples yos” (20). Incluso mucho antes de la existencia de internet y de la noción de posmodernismo, la literatura fantástica se había resistido a la unidad e indivisibilidad de la conciencia subjetiva (Arán 20, 44). Al lado de la importancia de lo cotidiano, entonces, la fragmentación de la conciencia subjetiva es otro rasgo que une la autoficción con lo fantástico. PAJARITO: cuentos fantásticos y autoficcionales Contrariamente al blog Séptima Madrugada, Pajarito carece de reflexiones explícitas acerca del estatuto ficcional (o no) del texto y acerca de la relación entre los personajes y la autora. Tampoco contiene fotos que aseguren una conexión con la realidad extratextual. Sin embargo, el libro contiene todos los rasgos mencionados aquí arriba. Cada relato en la colección de cuentos tiene, por supuesto, un grado diferente de “autoficcionalidad”, pero se podría considerar el libro en su totalidad como una autoficción. Todos los cuentos reunidos en Pajarito tienen un narrador en primera persona, salvo en el caso de tres breves fragmentos sin título e impresos en otra tipografía. En un solo cuento aparece el nombre de la narradora, Claudia (52), que coincide con el nombre de la autora. Algunos de los yo-narradores comparten además otras características con Ulloa Donoso, a saber, ser profesora de español, ser peruana y residir en Noruega. Esta situación específica genera algunas experiencias y sensaciones particulares que se tematizan a través del libro entero, como, por ejemplo, la soledad, la nostalgia, la depresión, el insomnio, la alegría descomunal cuando llega la primavera, y una atención intensificada por cuestiones lingüísticas y detalles de la vida cotidiana, que difieren de un país a otro. Al igual que en su blog, la cotidianidad forma la base de todos los cuentos y estructura también el libro. En una entrevista para el podcast chileno “Libros a la cancha”, la autora repite varias veces que solo puede escribir sobre lo que conoce. Sus cuentos tratan de “todas esas cosas que [uno] arrastra”, es decir, parten de la experiencia personal y cotidiana. Por lo tanto, Pajarito se divide en seis partes que remiten a diferentes aspectos de la vida cotidiana:
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ganarse la vida (“Labores”), compartirla con otra persona o no (“Cosa de dos”), cuidar el propio cuerpo o no (“Sangre y agua” y “Placebo”), habitar una nueva casa, ciudad y país y acordarse de los otros lugares donde uno ha vivido (“Aquí y allí”) y, finalmente, esperar (“Å håpe”). Ulloa Donoso se detiene sobre todo en los residuos que rodean estas actividades: pensar en escribir durante el trabajo monótono en un aserradero, seguir con la mirada una mosca mientras uno está tramitando la inscripción en la universidad, observar con vergüenza cómo una planta no regada se marchita. En este sentido, lo cotidiano en Pajarito se aproxima a lo que Henri Lefebvre, en Critique de la vie quotidienne (1947), consideró como un efecto alienante de la sociedad capitalista: “La vida cotidiana se define como una totalidad, en un sentido residual, determinado por ‘lo que queda’ cuando son eliminadas a través del análisis todas las actividades especializadas, superiores y estructuradas. Considerando su especialización y experiencia técnica, las actividades dejan un ‘vacío técnico’ que es llenado por la vida cotidiana” (97, citado y traducido por François y Oliver 9). La insistencia en estos residuos, a primera vista banales, refuerza la verosimilitud y, por consiguiente, el famoso pacto autobiográfico. Pero, siguiendo el modelo de la literatura fantástica, es también en estos aspectos que la realidad se muestra más frágil. “Hacerse cargo”, por ejemplo, gira en torno a una frase que se repite en la mente de la narradora: “Alguien se tiene que hacer cargo del alma” (101). La frase extraña aparece de repente en la lista de compras entre el jamón y el detergente. La oye también en las conversaciones en la cola del supermercado. Y al final, la frase la atrapa en un ensueño —que tiene una trama claramente inverosímil— cuando la narradora está esperando luz verde. Así, otra manera de formular las cosas, una manera más poética, más espiritual, asedia la cotidianidad. El choque entre fenómenos de diferentes grados de realidad que tiene que producirse al interior del cuento para que podamos hablar de un cuento fantástico se sitúa en Pajarito entonces a menudo a nivel del lenguaje. En otros casos, este choque concierne más bien a la trama. “Lo primero que encontré hoy al llegar a casa fue la mirada de un extraño que estaba en mi comedor de diario” (47), la primera frase de “Línea”, sigue al pie de la letra las reglas genéricas del cuento (neo)fantástico, ya que confronta de entrada al protagonista y al lector con el choque entre lo conocido (la casa, el comedor
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de diario) y lo extraño. La frecuente aparición de motivos clásicos, como, por ejemplo, el vampiro, el fantasma y la metamorfosis, junto con la obsesión con la sangre y la muerte que caracteriza a los personajes de Pajarito, sitúan gran parte de los cuentos dentro de la vertiente de la literatura gótica. Otros cuentos tienen ya desde el inicio una trama tan inverosímil que se aproximan más a lo absurdo que a lo verdaderamente fantástico.6 Es el caso del último cuento del libro, titulado “Viaje”, en el que la narradora-protagonista va de vacaciones al estómago de su gato. Otros son aún más surrealistas, como el cuento en que la narradora febril imagina que es un país poblado de gente que quiere ir a la playa, o el en que una narradora insomne ve cómo la hierba del parque se transforma en “una multitud de humanos verdes e insomnes, todos de pie esperando el sueño” (77). Queda claro que cada cuento en Pajarito difiere de los otros en cuanto a su grado de “autoficcionalidad”, así como también cada uno dialoga de otra manera con la tradición de lo fantástico. Se podría considerar el libro en su totalidad como una autoficción fantástica, pero si se analiza cada cuento por separado, hay que darle la razón a Casas (“Fantástico” 93), quien sostiene que “fantástico y autoficción [es] un binomio (casi) imposible” porque la autoficción —contrariamente a lo fantástico— no pone en crisis nuestro concepto de la realidad. Por un lado, los cuentos más claramente autobiográficos en Pajarito, los que tratan de los recuerdos de Lima y Valencia (“Olor a pescado”, “Recuerdo”, “No recuerdo”), no contienen elementos fantásticos. Por otro lado, en los más fantásticos, no siempre se puede identificar con seguridad al yo narrador con la autora. Sin embargo, todos estos cuentos son de alguna manera “extraños” y vehiculan la experiencia de extranjería que la propia autora ha conocido, y las emociones (nostalgia, melancolía, soledad, pérdida y asombro) que la acompañan. Así, lo autobiográfico no reside tanto en la narración de eventos que uno ha vivido, sino en la transmisión de afectos. 6
Rosalba Campra, quien observa que la literatura fantástica contemporánea tiene muchos puntos en común con el absurdo, explica la diferencia entre ambas tipologías de la siguiente manera: “Mientras en el absurdo la carencia de causalidad y finalidad es una condición intrínseca de lo real, en el fantástico deriva de una rotura imprevista de las leyes que gobiernan la realidad. En el absurdo no hay alternativa para nadie; se trata de una desoladora certidumbre que no implica solo al protagonista de la historia, sino a todo ser humano” (citada por Arán 85-86).
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Gatos negrísimos Como ya indica el título del libro, los animales desempeñan un papel primordial en la transmisión de estos afectos. Hay aves, de migración o de otros tipos, ranas, ovejas, peces, luciérnagas, una mosca, un perro y ocho gatos. Animales más exóticos, como un armadillo, una tortuga y un puercoespín sirven de metáforas para describir ciertas características humanas. Se mencionan también animales “genuinamente fantásticos”, como dragones, dinosaurios y caballos de dos cabezas. El hecho de que estos animales aparezcan únicamente en los sueños de los narradores, y no en el mundo “real”, ilustra bien que los temas del fantástico moderno ya no son “testimonio[s] [directos] de la existencia de lo sobrenatural” (Arán 20). Los dragones, sirenas y serpientes monstruosas de la mitología griega y la literatura medieval y los lobos hablantes de los cuentos de hadas, externalizaciones de miedos y deseos, se han internalizado o han sido reemplazados por animales mucho más cercanos a los hombres. No es una casualidad, por lo tanto, que los gatos abunden en Pajarito. Como ya se ha mencionado, la propia autora tiene un gato. La presencia de estos animales en el libro refuerza entonces la dimensión autobiográfica de la obra y subraya su carácter íntimo. Contrario a ese otro animal doméstico, el perro, que solo es mencionado una vez, un gato no suele aparecer en la calle acompañando a su dueño. No es un animal público, sino que en muchos casos está confinado al espacio íntimo de la casa. De hecho, Bastet, la diosa egipcia de forma felina era protectora del hogar, lo que, según Rogers (11), anticipa la aparición en el arte europeo del gato como símbolo del bienestar doméstico y burgués. El gato no solo pertenece al ámbito de lo familiar e íntimo, sino que, a pesar de ser un animal doméstico, también parece guardar una relación con lo radicalmente otro. Por eso es el animal siniestro por excelencia. Sus capacidades de ver en la oscuridad, y de aparecer y desaparecer sin que uno se dé cuenta, su mirada penetrante y sus “siete vidas” constituyen características que solemos atribuir a seres mágicos o demoníacos. Pertenecen al ámbito de lo sobrenatural. A causa de esta apariencia fantasmal, el gato, y sobre todo su variante negra, se mueve con habilidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
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Según el Diccionario de símbolos de Cirlot, “el gato negro se asocia a las tinieblas y a la muerte” (219), y Chevalier y Gheerbrant observan que muchas culturas los consideran como sirvientes del infierno (162). No es sorprendente, entonces, que los autores de la tradición fantástica hayan explorado a fondo el aspecto demoníaco del animal. “The Black Cat” de Edgar Allan Poe ofrece un ejemplo clásico. En el cuento, un hombre alcohólico mata primero a su gato negro y luego a su mujer, cuyo cuerpo esconde detrás de una pared en el sótano de la casa. Alarmado por un maullido desgarrador, la policía destruye la pared y descubre el cadáver en descomposición. El gato negro, vivo, está sentado sobre la cabeza de la mujer. Los cuentos en Pajarito no son tan explícitamente truculentos, pero los gatos sí desempeñan a menudo el papel de mensajero de la muerte. En el primer cuento de la colección, titulado “Pajarito”, el gato Kokorito, “de pelo negrísimo” (9), trae un pájaro agonizante a casa: Kokorito, con sus siete vidas en América y nueve en la península escandinava, me regala la muerte, pero yo ya le he visto la cara varias veces y me basta por ahora. Sin embargo, a veces creo que mi gato insiste en que debería ver aún más de cerca a la muerte para que no me pese tanto (9).
Contrariamente a lo que sucede en el cuento de Poe, donde el gato figura como un signo claro de culpabilidad, aquí tiene más bien una función terapéutica. La muerte tampoco se presenta como algo que inspira miedo, sino que forma una parte esencial de las vidas cotidianas de los personajes. En algunos cuentos de la tradición fantástica, el gato no sirve de intermediario entre la vida y la muerte, sino entre la vida humana y la no humana. “El gato” de H. A. Murena, por ejemplo, que aparece en la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Ocampo, cuenta cómo un hombre se transforma paulatinamente en el gato del hombre que ha asesinado. Como todos los cuentos fantásticos de metamorfosis, se borran aquí las demarcaciones rígidas de especie y de esta manera se desafían las categorías con las que solemos concebir la realidad. Pajarito contiene, asimismo, algunos fragmentos que aluden a la metamorfosis. En “Eloísa”, uno de los cuentos más fantásticos (y menos autoficcionales) del volumen, una plaga de luciérnagas invade el apartamento de la novia del narrador-protagonista.
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Allí, los insectos empiezan a transformarse en hombres. La narración sigue la estructura del cuento fantástico clásico, con una preparación gradual hacia la revelación del secreto de la “exótica” Eloísa, quien desplaza los objetos en la casa de su novio “como si estuviera jugando a la ouija” (57) y vive en un barrio pobre en “la penumbra” y lleno de “vapor de fritangas” (58). La insistencia sobre “lo extraño del lugar” (58) es una estrategia típica, utilizada por autores como Poe o Borges, para avisar con claridad al lector que lo que está leyendo es un cuento fantástico.7 Junto con estos recursos y motivos tradicionales de lo fantástico, por debajo del argumento de “Eloísa” sigue latiendo la posibilidad de alguna enfermedad mental que impide a la protagonista poner orden en su vida cotidiana: “El apartamento de Eloísa era lo más parecido a un basural que yo hubiese visto” (59). La (falta de) salud mental es un tema que está presente en el libro entero. Se manifiesta, por ejemplo, en una información (pseudo) científica, narrada con frialdad y humor, sobre ratas deprimidas (119), o en personajes recién salidos de un hospital mental o que van a la piscina para “dejar de existir” (121). Desde esta perspectiva, la siguiente alusión a la animalización de la protagonista de “Madera” no se lee únicamente como un guiño al género fantástico, sino (y sobre todo) como una manifestación de la incomodidad que sienten los personajes con respecto a lo que los rodea y que deberían considerar propio: Había días en que me lamía la cola y maullaba después del almuerzo, abría las alas como un pajarito, apurándome para no perder el bus, o ladraba cuando alguien se me acercaba (19).
En estas líneas, no hay un enigma por resolver, o un sentimiento de culpa que busque una vía de escape como en los casos de metamorfosis de los cuentos de Murena o Poe. La presencia de los animales —y de los seres humanos animalizados— parece indicar sobre todo que los personajes en Pajarito no encajan del todo en su propio cuerpo, su propia casa, su propio idioma o ciudad.
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Pensemos, por ejemplo, en “Final para un cuento fantástico” del enigmático I. A. Ireland, una minificción incluida en Antología de la literatura fantástica de Bioy Casares, Borges y Ocampo que comienza con la exclamación “¡qué extraño!” (Borges 237).
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Conclusiones Los personajes en Pajarito siempre se mueven como extranjeros en su alrededor cotidiano. Su mirada es distanciada, lo que tiene a veces un efecto agradable porque permite convertir eventos banales en espectáculos, como, por ejemplo, el de un hombre cortando césped en un parque público en “Pensamientos plastilina”. En la mayoría de los casos, sin embargo, la extranjería significa también desarraigo y desemboca en situaciones de distanciación extrema. En “Ahogado”, un hombre observa desde la orilla a otro hombre ahogándose en el mar, sin ser capaz de salvarlo. Las mascotas, que no pertenecen totalmente al reino de los hombres ni totalmente al reino de los animales, sino que son extranjeros en ambos mundos, duplican esta mirada distanciada de los personajes. Con su presencia casi invisible y, sin embargo, fundamental, los animales forman una parte esencial de la cotidianidad que está en la base de los cuentos de Ulloa Donoso. Como en los textos de la escritora argentina Hebe Uhart, a la que Ulloa Donoso admira, no cobran protagonismo, sino que acompañan a los protagonistas y observan o padecen sus acciones. En algunas ocasiones, como en el primer cuento de la colección, son los instigadores de la acción. A pesar de su pertenencia al mundo cotidiano, también ofrecen una vía de escape de la cotidianidad, como se demostró en el apartado anterior. “Viaje” es el ejemplo más llamativo de la colección: “Me metí a la panza de mi gato para pasar las vacaciones. Es que últimamente los aeropuertos me dan miedo, y de todos modos siempre es más barato y seguro vacacionar en el estómago de un conocido” (148). Los animales domésticos sirven —literalmente— de conductos entre lo posible y lo imposible, lo familiar y lo extraño, la vida cotidiana y las vacaciones. El hecho de que el viaje se realice en “el estómago de un conocido” parece ilustrar con humor lo propuesto al inicio de este artículo, de que lo fantástico se produce cuando se suspenden provisionalmente las leyes de banalidad que rigen lo cotidiano, sin abandonar necesariamente los límites de lo conocido. Contrariamente a lo que afirma Roas respecto de una de las funciones principales del género, Ulloa Donoso no busca subvertir las leyes de lo real, lo verdadero, lo natural o lo normal, sino que parece aceptar que la confusión respecto de estas categorías forma una parte intrínseca de la vida cotidiana.
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Como ya hemos observado en relación al carácter autoficcional de los cuentos, más que la subversión (o no) de lo real, importan los afectos que se vinculan con la extranjería, de los cuales el más prominente es la soledad. En “Oppfölgingstjenesten”, se lee: “En realidad, creo que no necesito que nadie me siga ni me cuide. Me cuida mi gato [...]” (105). Los gatos no solo cuidan, sino que al mismo tiempo parecen reforzar la soledad de sus amos. Un cuento, “Pasatiempos de escritor”, relaciona el animal con la soledad que se necesita para escribir. La imagen estereotipada del escritor solo y soltero vuelve por ejemplo en el siguiente fragmento: “Llego a casa y me encuentro con la consecuencia de mi carrera literaria: soledad y desorden. El gato se ha quedado dormido sobre el lomo cálido del televisor que nunca apago” (28). El retrato del escritor que se esboza aquí es, desde luego, una caricatura, pero está en línea con la sensación de pérdida y desamparo que atraviesa el libro entero y que radica en la condición de extranjero de los personajes. El estatuto ambiguo de los animales domésticos, que no pertenecen ni al mundo de los humanos, ni al mundo de los animales, metaforiza la existencia de una peruana en un país nórdico: formar parte de la sociedad, ser un conocido, pasar incluso desapercibido, y, sin embargo, ser otro. Referencias bibliográficas Alazraki, Jaime. “¿Qué es lo neofantástico?” Mester, vol. 19. nº 2, 1990, pp. 21-33. Alberca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. Arán, Pampa O. El fantástico literario. Aportes teóricos. Madrid: Tauro Ediciones, 1999. Borges, Jorge Luis; Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Antología de la literatura fantástica. Barcelona: Edhasa, 2008. Calvino, Italo. Fantastic Tales. London: Penguin Classics, 2002 (1983). Casas, Ana. “Fantástico y autoficción: un binomio (casi) imposible”. Eds. Natalia Álvarez Méndez y Ana Abella Verano. Espejismos de la realidad: percepciones de lo insólito en la literatura española (siglos XIX-XXI). León: Universidad de León, 2015, pp. 85-94. — “La autoficción en los estudios hispánicos: perspectivas actuales”. Ed. Ana Casas. El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2014, pp. 7-21.
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SUEÑOS Y DELIRIOS EN LOS RELATOS DE LOS ‘HIJOS’: “SUEÑO CON MEDUSAS” DE FÉLIX BRUZZONE Y DIARIO DE UNA PRINCESA MONTONERA, 110% VERDAD DE MARIANA EVA PEREZ Rahel Teicher Université de Liège
Como bien se sabe, el contexto histórico de la posdictadura en Argentina favoreció, en las últimas décadas, la emergencia de un corpus de novelas y relatos escritos por los hijos de las víctimas del terrorismo de Estado. Entre ellas encontramos la novela titulada Diario de una princesa montonera, 110% verdad de Mariana Eva Perez (2012) y la colección de cuentos titulada 76 de Félix Bruzzone (2007), que nos proponemos estudiar en el marco de este ensayo.1 En la crítica y en la investigación académica apareció la etiqueta “literatura de los hijos” para referirse a estos textos de índole autoficcional en los que los narradores intentan relatar esta experiencia familiar e íntima (que también es colectiva y social), así como sus consecuencias sobre la propia vida. El uso del verbo “intentar” no es anodino: en efecto, para estos autores nacidos justo antes o durante los años de la dictadura (1976-1983) y que tuvieron que crecer sin sus padres y sin entender lo que sucedía en su país en aquel entonces, contar el pasado no es en absoluto evidente. Por esta razón se ha utilizado en la crítica el concepto de “posmemoria” para analizar los proyectos literarios de los autores de este corpus.2 Marianne Hirsch propone la noción en su análisis de la cultura visual y escrita de los miembros de la 1
A continuación, se utilizará la abreviación Diario para referirse a la primera obra. El análisis de los relatos de sueño se centra en uno de los cuentos de 76, titulado “Sueño con medusas”. 2 Véanse, por ejemplo, los análisis de Ilse Logie e Ilse Logie y Bieke Willem.
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segunda generación después del Holocausto para señalar la situación particular en la que se encuentran todos los que recibieron, a modo de herencia, las consecuencias de los genocidios y de los distintos acontecimientos horrorosos del último siglo (2). La definición que formula la investigadora permite entender el vínculo entre la situación problemática en la que se encuentran los hijos de los desaparecidos argentinos y la presencia de la modalidad autoficcional en sus relatos: ‘Postmemory’ describes the relationship that the ‘generation after’ bears to the personal, collective, and cultural trauma of those who came before — to experiences they ‘remember’ only by means of the stories, images, and behaviors among which they grew up. But these experiences were transmitted to them so deeply and affectively as to seem to constitute memories in their own right. Postmemory’s connection to the past is thus actually mediated not by recall but by imaginative investment, projection, and creation (Hirsch 5).
Esta última frase es de peculiar relevancia para entender las apuestas de las obras publicadas por la generación de los hijos de desaparecidos: es gracias al juego con la ficción que ofrece la modalidad autoficcional como los autores-narradores extraen de su imaginario las posibilidades creativas que les permiten darle forma a la memoria a partir de lo heredado. En contextos tan problemáticos y traumáticos como son los años posteriores al Holocausto y a la última dictadura en Argentina, se entiende la necesidad de recurrir a la imaginación para llenar los vacíos del recuerdo o subsanar su ausencia. Intentar relatar la historia de los familiares y las consecuencias del pasado sobre la propia vida a pesar de los obstáculos se convierte en un motivo recurrente de estos relatos, pues como destaca Claude Burgelin: “L’autofiction est née de l’Histoire. Du besoin qu’ont eu tant d’écrivains [...] de donner trace, sens, cadre, parfois sépulture à l’histoire des leurs —et d’eux-mêmes mis en pièces ou en porte-à-faux par cette histoire”.3
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“La autoficción nació de la Historia. De la necesidad que tuvieron tantos escritores [...] de darle un rastro, un sentido, límites, a veces sepultura a la historia de los suyos —y de ellos mismos hechos pedazos o puestos en una situación incómoda por esta historia” (traducción mía).
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Relato de filiación y memoria familiar Ya que el pasado parental es el misterio principal, el nudo temático de esta narrativa, la podemos acercar a la forma del “relato de filiación” identificada en 1996 por Dominique Viart para analizar un corpus francés en plena expansión (Le récit de filiation 200-202). En este tipo de relatos, marcados por la presencia de los temas de la filiación, el legado y la transmisión, el narrador intenta reconstruir la historia de sus antepasados para llegar a un mejor conocimiento de su propia persona, pero la ausencia o el silencio de estas figuras fundamentales provocó una ruptura en la transmisión intergeneracional y los hijos, para llevar a cabo tal tarea, tienen que emprender una verdadera investigación detectivesca (Le silence des pères 95-97). El papel del detective caracteriza efectivamente a los narradores de los relatos que nos ocupan. En el primer cuento de 76, titulado “En una casa en la playa”, la abuela del narrador le dice que “averiguar lo que les pasó [a sus padres] es muy difícil pero que hay que hacerlo” (19) y ese mandato se repercute en los otros relatos que ponen en escena a un narrador obsesionado por esta búsqueda y que intenta conseguir datos sobre sus padres y lo que sucedió cuando era niño. La figura del detective se vuelve aún más explícita en la obra de Perez: hablando de sus amigos, también hijos de desaparecidos, la narradora del Diario declara: “Ellos también son detectives y hay entre nosotros como un acuerdo tácito acerca de cómo se investiga que si me pongo a pensarlo no sé de dónde viene. Quizás sea sólo sentido común” (109). La investigación del heredero se desarrolla a partir de su presente y, como subraya Viart, se inicia generalmente después de la desaparición de una figura familiar como la madre o el padre (Le récit de filiation 207). Por la importancia que cobra la descripción de los archivos de distintas índoles que el narrador recoge a lo largo de su relato (objetos, recuerdos, relatos de otros, etc.), el crítico francés propone inscribir el relato de filiación en otra forma, más amplia, que llama “arqueológica” (idem). En el estudio titulado Individu et mémoire familiale, la socióloga Anne Muxel explica que, como cualquier tipo de memoria, la familiar relaciona entre ellos los tiempos del pasado, del presente y del futuro: se trata para el sujeto de reapropiarse del pasado para permitir que este se inscriba de nuevo en su presente y en su porvenir (7). Entre las funciones de la memoria
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familiar que analiza, cabe destacar la necesidad de la transmisión a partir de la cual una parte de la identidad del sujeto se construye (14). Esta función coincide con el componente arqueológico del relato de filiación mencionado arriba y nos parece adecuada para entender el objetivo perseguido por los narradores aquí estudiados. Muxel utiliza el mismo adjetivo que Viart al hablar de una memoria “arqueológica” que le permite al individuo contestar a la pregunta “¿de dónde vengo?” y que se refiere a un tiempo anterior al de la propia vida (15). Para tratar de justificar su existencia e inscribirse dentro de un destino colectivo, el sujeto busca en el pasado de sus ascendientes a través de recuerdos, objetos y fotos (17). Los protagonistas de los textos que nos ocupan trabajan efectivamente con fotos y objetos personales para intentar armar un retrato de sus padres y de la historia familiar, pues estos les ofrecen, gracias a su materialidad, un acceso directo al pasado (Muxel 149). Los objetos permiten establecer intercambios entre el mundo de los vivos y el de los muertos y por esta razón Muxel los llama “passeurs de mémoire” (153). En el Diario, la narradora conserva cuidadosamente algunos objetos que pertenecieron a su padre, pero, aunque deberían funcionar como mediadores y brindarle la posibilidad de un diálogo con el pasado (Muxel 156), solo le ofrecen a la narradora una falta de sentido desesperante: No quiero revolver una vez más los cuadernos, los boletines, el misal, el trajecito de comunión, las botitas de flamenco, las castañuelitas, el silbato de scout, [...]. Todas estas cosas que a fuerza de querer hacerles decir algo, ya no me dicen nada (65).
En este caso, solo sirven como objetos “animistas” porque siguen conservando algo de la persona perdida y recuerdan su presencia (162). Según Muxel, “les conserver, c’est tenter de conjurer la mort”4 (idem). Las fotografías también proporcionan una vía de acceso al pasado. De ellas, Anne Muxel dice que: “elles permettent la visualisation du déroulement dans le temps de l’existence de la famille et offrent la certitude d’une antériorité”5 (167). Por esta razón están presentes en los relatos de los hijos
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“conservarlos, es intentar conjurar la muerte” (traducción mía). “permiten la visualización del desarrollo en el tiempo de la existencia de la familia y ofrecen la certitud de una anterioridad” (traducción mía). 5
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de desaparecidos. Así, la fotografía familiar es el elemento central del cuento de Bruzzone que se titula “Otras fotos de mamá” y en el que el narrador se empeña en conseguir imágenes nuevas de su madre que le podría proporcionar un ex novio de esta.6 Asimismo, la narradora del Diario introduce en su relato fotografías de sus padres y comentarios o écfrasis de las imágenes del pasado que ha conservado. No obstante, estos textos autoficcionales también demuestran los límites del material utilizado para recuperar la memoria. Como señala Muxel, aunque permite probar la existencia del pasado, no siempre basta para establecer y fijar la memoria (169). Para que la foto no se quede como “foto-muerta”, tiene que ser interpretada y apropiada por el heredero que la utiliza en la reconstrucción de su memoria familiar (idem). La ruptura en la transmisión generacional que caracteriza el relato de filiación impide a veces que el material utilizado sea realmente significativo. El relato de Bruzzone es, al respecto, ilustrativo: el narrador nunca consigue las imágenes anheladas y tampoco logra conseguir datos válidos sobre el pasado de su madre por parte del ex novio. Después de una búsqueda infructuosa y decepcionante, termina por emborracharse como “cada vez que averigu[a] algo sobre [su] mamá” (41). En el Diario, la narradora utiliza las fotografías de distintas maneras. A veces, le sirven simplemente para dar a ver o a leer el retrato de sus padres y funcionan entonces para confirmar el arraigamiento en una filiación, una genealogía (Muxel 167). Otras veces, son modificadas e interpretadas a través del collage, técnica que le permite a la narradora apropiarse de este material “ajeno” e insuficiente para darle un sentido personal gracias a la imaginación. A este respecto, Dominique Viart ha señalado que en los relatos de filiación la escritura podía nacer tanto del encuentro con el archivo como de las carencias que este presenta, pues en tal caso, es la ignorancia del heredero la que estimula la escritura y la invención (Le silence des pères 109). Aunque una parte significativa de los relatos aquí estudiados se dedique a rastrear el pasado a partir de las fuentes materiales dejadas por los antepasados, veremos a continuación que los protagonistas se apartan muy a menudo del relato fiel de los avances de su pesquisa para entrar en un mundo algo más fantasioso en el que los hechos se mezclan con lo soñado.
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Véase al respecto el análisis de Logie ya mencionado.
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Un corpus autoficcional Antes de entrar en el análisis de los relatos de sueño que nos interesan en el marco de este ensayo, cabe demostrar brevemente la pertenencia del corpus al género de la autoficción y justificar su presencia en una monografía que trata de las interacciones entre esta narrativa y el paradigma de lo fantástico. No hay identidad onomástica en los cuentos que conforman el volumen de Bruzzone pero la analogía entre autor y narrador se puede establecer de otra manera.7 Así, el número “76”, que da su título a la obra, aparece también en la pequeña presentación biográfica que se encuentra al final del libro: “Félix Bruzzone, 1976, Buenos Aires” así como en la primera página del relato “Fumar abajo del agua”, en boca del narrador: “En marzo del 76’ desapareció papá. En agosto nací yo, el 23” (127). Estas cifras, además de aludir a la dictadura argentina, conectan la vida del narrador con la del autor. Además, la contraportada proporciona informaciones suplementarias significativas: “esta reedición de 76 de Félix Bruzzone vuelve a instalar preguntas y desafíos a la hora de contar cómo se experimentan los efectos de la última dictadura militar argentina en los cuerpos y en los afectos. Bruzzone se desdobla, y su dolor perplejo es un virus [...]” (subrayado mío). En cuanto a la narradora del Diario, sin expresar claramente su nombre, ofrece indicios que llevan al establecimiento de la identidad onomástica entre ella y la autora. Por un lado, afirma que “Las princesas guerrilleras nos llamamos todas igual [...]” (18) y, en la enumeración de nombres femeninos que sigue se encuentra el de la autora: “Mariana”. Por otro lado, firma las cartas que envía (y que transcribe dentro de su relato) con sus iniciales “P M” (33). La breve presentación de la autora en el peritexto también brinda valiosos datos biográficos parecidos a los que la narradora se atribuye en su diario. De esta manera, el lector se entera de que Mariana Eva Perez hizo la carrera de Ciencia Política 7
Como subraya Gasparini, la identidad de una persona no se resume a su nombre, sino que incluye la profesión, la edad, los orígenes, etc. (45). Ilse Logie, en su análisis de “Otras fotos de mamá”, uno de los cuentos de 76, subraya esta ausencia clara de identidad onomástica dentro del texto, pero establece el vínculo entre autor y narrador mediante un estudio del peritexto de la primera edición de 76 de 2007 (82). En este trabajo utilizamos la última edición, aumentada, de esta obra, así que nuestro análisis del peritexto difiere sensiblemente del de Logie.
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y, al leer su obra, descubre que la narradora, “previsible y aburrida, estudi[ó] ciencia política para encontrar a [sus] papis” (73). Comparten además una experiencia en el marco del teatro así como el trabajo de investigación en el ámbito de un proyecto alemán que estudia narrativas vinculadas con la situación argentina de la postdictadura y, más precisamente, con las figuras de los desaparecidos.8 Estas líneas hacen más evidente el paralelo entre las historias contadas por los narradores y el destino de los autores, su implicación y representación dentro del texto. Enfrentar el trauma: entre sueños y delirios Ocurre a menudo que la narración de las anécdotas y los sucesos que ritman la vida diaria de los protagonistas es interrumpida por relatos de sueño y pasajes delirantes que rompen con el realismo o la verosimilitud aparente de lo narrado. Las imágenes que aparecen durante el sueño forman una historia y, al contarla, los narradores introducen un relato secundario o, según la terminología de Gérard Genette, “metadiegético”.9 Como dice el teórico francés: “lorsqu’un récit de rêve figure dans un récit de vie, le lecteur ne manque pas de percevoir celui-là comme second par rapport à celui-ci, et donc son ‘action’ comme métadiégétique par rapport à la diégèse constituée par l’existence diurne du personnage” (116).10 Los niveles intradiegético y metadiegético están estrechamente conectados ya que las experiencias soñadas dialogan con la vida cotidiana de los narradores y con el pasado que intentan recobrar. En cierto modo, el relato de sueño pone en abyme la realidad de los soñadores (Dällenbach 18) y presenta bajo otra luz los eventos traumáticos vividos por sus familias y sus consecuencias sobre los herederos. Pero en los sueños también aparecen elementos fantásticos y tramas extrañas que llaman
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El proyecto se titula “Narrativas del Terror y la Desaparición”. Aunque el sueño aparezca ante todo como un elemento visual, constituido por la imagen, Christian Vandendorpe explica que, por la temporalidad que contiene, llega a acceder al estatus de historia (2). 10 “cuando un relato de sueño aparece en un relato de vida, el lector no deja de percibir el primero como secundario con respecto al segundo y, entonces, su ‘acción’ como metadiegética con respecto a la diégesis constituida por la existencia diurna del personaje” (traducción mía). 9
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la atención del lector. No hay metalepsis puesto que los narradores dejan claro que, al contar sus sueños, pasan de un nivel diegético a otro y entran en un mundo onírico (Genette 116-117). El relato que hacen de sus experiencias nocturnas los proyecta en escenas que podemos analizar como breves “autoficciones fantásticas” en las que, según la definición de V. Colonna: “El escritor está en el centro del texto como en una autobiografía (es el protagonista), pero transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal, indiferente a lo verosímil” (“Cuatro propuestas” 85). Cabe interrogarnos sobre el sentido de la palabra “fantástica” en relación con los relatos de sueño que nos ocupan aquí. Ya sabemos que lo fantástico designa un género que, en función de los críticos que han examinado la cuestión, abarca distintas características. Sin embargo, en cierto momento, la mayoría parece estar de acuerdo al considerar que un relato es fantástico si pone en escena acontecimientos que rompen con la realidad en la que vivimos y provocan terror o miedo en el lector.11 No obstante, también se sabe que Alazraki apunta, después de Todorov, que existen relatos de clara influencia fantástica que no provocan miedo ni horror (En busca del unicornio 23). Esta conclusión lleva al teórico a cuestionar este género e intentar formular otra definición, más adaptada a textos como los de Kafka y Cortázar que son fantásticos sin cumplir con los criterios mencionados. Por esta razón, Alazraki propone el término “neofantástico” para aludir a un relato que “no busca sacudir al lector con sus miedos, no se propone estremecerlo al transgredir un orden inviolable. La transgresión es aquí parte de un orden nuevo que el autor se propone revelar o comprender [...]” (35). Y, en estos relatos neofantásticos, es a través de metáforas como “se intenta aprehender [este] orden que escapa a nuestra lógica racional con la cual habitualmente medimos la realidad o irrealidad de las cosas” (idem). En los relatos de sueño aquí analizados, la ausencia de metalepsis impide que los hechos fantásticos aparezcan como una ruptura inesperada y terrorífica de la realidad: sabemos que nos encontramos dentro de un sueño y que, por consiguiente, cualquier cosa puede ocurrir. Sin embargo, la inmersión del lector en los relatos que los autores-narradores hacen de estas experiencias 11
Según las teorías de Roger Caillois y Louis Vax, entre otras (Alazraki, En busca del unicornio 18-20).
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nocturnas puede provocar los mismos interrogantes que un relato neofantástico. Si las situaciones no dan miedo como en el fantástico “tradicional”, sí pueden causar “una perplejidad o inquietud” (“¿Qué es lo neofantástico?” 29) en el lector aunque, como bien precisa Alazraki, no sea su primer objetivo. En efecto, las obras neofantásticas son más bien “esfuerzos orientados a intuir [la realidad] y a conocerla más allá de esa fachada racionalmente construida” (28). Nos interrogaremos entonces sobre el sentido de los hechos contados en estas anécdotas oníricas y sobre la significación que se puede dar a los elementos fantásticos que las pueblan en relación con el objetivo perseguido por estos relatos de filiación. En los límites de este trabajo, nos centraremos en dos motivos en particular que aparecen en los sueños de los narradores y se desarrollan en tramas cuyo aspecto extraño puede relacionarse con el pasado traumático de los hijos de desaparecidos: en primer lugar, la aparición fantasmal de los padres bajo forma humana o animal y, en segundo lugar, los embarazos o partos que escenifican figuras desviadas de madres y bebés. En su estudio, Alazraki dice que prefiere la palabra “metáforas” a la de “símbolos” para designar a los “signos abiertos a la indefinición y que en la literatura de lo neofantástico adquieren la forma de desbordes de la imaginación, donde lo natural y lo sobrenatural se mezclan y se confunden para convivir en un mismo territorio” (En busca del unicornio 38). Sin embargo, a partir del momento en que la imagen se repite varias veces, “como presentación a la vez que como representación, se convierte en símbolo [...]” (Warren y Wellek citado por Alazraki en En busca del unicornio 39). Es el caso de las medusas que aparecen varias veces en los sueños del protagonista de “Sueño con medusas”. El soñador aventura una conjetura para explicar el sentido de este símbolo onírico: Igual, eso de las medusas siempre fue algo importante. Ellas me acompañan en pesadillas persecutorias y en fantasías de liberación. A veces son negras, bañadas en salsa de calamar, y otras brillantes: médanos al mediodía, paredes recién pintadas, lentes de sol al sol. Y siempre, de una forma o de otra, pican, irritan, adormecen; tanto que a veces me dan ganas de que se vayan, pero como siempre vuelven, debe ser mejor así, un recuerdo necesario de mi abuela, y de papá, y de mamá (69).
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Según el propio narrador, el animal representaría a sus padres desaparecidos. La función de este símbolo es ambivalente: las medusas acompañan al narrador desde hace mucho y le parecen “necesarias” pero, al mismo tiempo, querría que desaparecieran y que dejaran de molestarlo. La mayoría de los relatos reunidos bajo el título 76 tienen que ver con el tema de la desaparición de los padres y de la pesquisa que emprende el hijo para comprender lo que les pasó. El narrador se obsesiona con este tema pero su investigación siempre fracasa, no lo lleva a ningún lado, lo que no le impide, sin embargo, seguir empeñándose en su búsqueda. La persecución de las medusas que “siempre vuelven” a pesar del narrador refleja este círculo de la investigación que no llega a cerrarse nunca. La ambigüedad de este símbolo se podría relacionar con la ambigüedad sustancial de Medusa, la reina de las gorgonas del mito grecolatino, que fue concebida según las versiones como un monstruo semihumano y semianimal, horroroso y malo o como una mujer joven bella y atractiva, una figura mucho más humana (Le Run 44). Según Mathilde Roussigné, esta doble imagen permitió la fusión de las representaciones (lo abominable y lo seductor) y la fusión del horror de la muerte y de la atracción por este horror (82). Aunque esta figura mitológica tomó significaciones muy variadas en función de los trabajos que se hicieron sobre ella, parece representar, en el caso que nos ocupa, esta obsesión del narrador por la muerte, así como la ambivalencia de sus reacciones frente al trauma vivido. Se notan, en efecto, dos aspiraciones antagonistas: la de buscar la verdad sobre el pasado de sus padres y descifrar el misterio de su desaparición, y la de vivir su vida con su novia Romina y deshacerse de las medusas que lo acechan. La narradora del Diario también se topa en sueños con fantasmas de su madre y la ambivalencia de su reacción se asemeja a la del narrador de “Sueño con medusas”. Por una parte, la mera aparición de su madre en sueños le permite conocerla y descubrir su voz, algo totalmente imposible en la realidad: “En el sueño pienso: ahora que escuché la voz, cuando deje de aparecer, voy a poder recordarla. Me parece una idea maravillosa” (111). Pero, por otra parte, este fantasma la molesta: “Me hace feliz haberla visto, pero creo que ya no quiero que se me aparezca más. Me deleito en el recuerdo anticipado, pero no sé qué hacer con ella cuando aparece en el momento menos esperado y empieza a hablar” (ibid.). El trauma de la desaparición de los padres y sus
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consecuencias en la vida de la hija que no pudo conocerlos se repercute en sueños ambiguos en los que se disputan, por un lado, el deseo de la narradora de ver a sus padres, de investigar su pasado y de honrar su lucha y, por otro, su temor a decepcionarlos y su necesidad de apartarse de esta herencia política. Así, en un sueño, la Princesa Montonera se imagina militando “porque [sus] padres desaparecidos militaban” (116); en otro episodio imaginario charla con el fantasma de una embarazada desaparecida —que con toda probabilidad es el de su madre que fue detenida mientras estaba embarazada y cuyo hijo fue robado por los militares— que les dice, a ella y sus amigas que “ojalá mis hijos, [es decir la narradora y su hermano], no [tengan] miedo para continuar con la lucha, o algo así, algo del orden del sacrificio y la demagogia” (124). Pero también sueña con una conversación perturbadora entre sus padres que hace explícito su miedo a desilusionarlos: Paty y Jose estaban sentados uno al lado del otro ante una mesa, como en las fotos, tres cuartos de perfil, él estaba invertido, así que se miraban. Hablaban mal de mí, pero no conmigo, sino entre ellos. Yo era adulta y estaba ahí. Me alegraba escuchar sus voces, pero no entendía por qué desperdiciaban esa oportunidad única para hablar conmigo. No registraba el hecho de que me estaban criticando (184-185).
Estos relatos de sueño permiten a la narradora expresar su lucha interior y la posición algo incómoda del heredero que debe cargar con una herencia no elegida y dolorosa pero que desea también deshacerse de ella para poder continuar con su vida. A este conflicto la narradora puede encontrar una solución en la elaboración de un combate propio que narra en el apartado titulado “Mi batalla personal”: En el baño, sola, pienso por primera vez que seguramente Paty y Jose vieron, cada uno por su lado porque entonces no se conocían, la peli La batalla de Argel. Que se emocionaron, que se inflamaron de ardor anticolonialista. Hoy la hija que tuvieron está en Argel. Me detengo al borde de la catarata de pensamientos capciosos que conozco bien: que estoy acá porque ellos no, que estarían orgullosos de mí, toda esa mierda teleológica. Cierro la puerta con un golpe que resuena por los pasillos y vuelvo a mi trinchera (130-131).
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La narradora rechaza el vínculo que une su lucha a la de sus padres: el hecho de cerrar la puerta con violencia y ruido, esta vuelta a su trinchera que interrumpe este soliloquio interior que presenta a su pesar acentos patéticos es una forma de anular o desplazar la herencia hacia otra cosa, algo propio que solo le pertenece a ella. El trauma del pasado también se plasma de manera fantástica en sueños que representan embarazos o partos raros, lo cual problematiza la imagen que los narradores transmiten de la familia y de la filiación. En el Diario, la narradora cuenta un sueño en el que se encuentra en la piel de su madre encarcelada: Soy Paty. Me traen de vuelta a la RIBA desde la Esma. Todavía embarazada, pero sin panza. Me busco la panza y veo un globo transparente ahí donde debería estar, un globo que no existe materialmente, pero que indica el lugar donde está o debería estar la panza (200-201).
En esta pesadilla, la narradora vive en su propio cuerpo el calvario de su madre. El globo transparente funciona aquí como metáfora del útero vacío en el que debería estar el hijo, robado después del parto por los militares como muchos otros niños nacidos en cautiverio durante la dictadura. En esta transparencia de la panza se figura la desaparición del hermano, pero en el sueño no hay ningún parto, no aparece ningún bebé: solo una mera ausencia, como si este nunca hubiera existido. Esta visión inquietante del embarazo se encuentra también en el texto de Bruzzone. En sus sueños, el narrador de “Sueño con medusas” asiste a varias versiones del futuro parto de su novia Romina: Esa noche, en los pocos ratos que me quedé dormido, soñé con distintas versiones del parto. En uno, la panza se abría como un girasol de zinc y de adentro salían pedazos de vidrio o piedra partida que, según cómo les daba la luz que venía de una claraboya invisible —o de un reflector— parecían espejos o gotas de agua. En otro, las piedras eran huecas y volaban de un lado a otro hasta apoyarse, livianas, sobre cada uno de los pasteles que yo tenía listo para entregar. Medusas había en dos o tres, pero siempre aplastadas por la panza de Romina, que era enorme y que seguía creciendo incluso después del parto. El único que era normal —de la panza salía un bebé— era muy lindo, tibio, lleno de plantas
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aromáticas y música de xilofones en medio de una nube de humo celeste —el bebé, cuando salía, era varón—; pero igual todo terminaba mal —mal para mí— cuando a la cama de Romina se acercaba un tipo joven —y canoso— a quién el bebé le estiraba los brazos y, con toda claridad, le decía hola papá (77).
Los partos, inverosímiles, están impregnados de violencia y acaban en fracaso. Si el niño está sustituido por la nada en el sueño de la narradora del Diario, aparece aquí bajo diversas formas, extrañas, que de una manera u otra aluden al dolor y quiebran todo atisbo de identidad: cuando, después de los pedazos de vidrio y las piedras partidas, surge un verdadero bebé de carne y hueso, la representación del nacimiento está marcada por la exageración y el kitsch y la relación entre niño y narrador que debería ser filial se desvanece ante la presencia de otro hombre: el padre del bebé que este reconoce como tal. Además, la filiación representada en el sueño es doble: vuelve el símbolo de las medusas en una suerte de lucha contra la panza de Romina, como si hubiera en el narrador un conflicto entre su necesidad por recordar a sus padres y resolver el enigma de su muerte, y su deseo por tener hijos y continuar con su vida. Al lado de relatos de sueño claramente identificados como tales, los narradores cuentan por momentos sucesos abracadabrantes que no pertenecen al mundo onírico, pero que el lector reconoce como delirios imaginarios. Se pueden leer como casos de metalepsis, ya que el pasaje de un plano de la diégesis (el de la vida diaria) a otro plano (el del delirio) es ocultado o subvertido: no queda claro que pasamos de uno a otro (Genette 116-117), aunque la duda se resuelva rápidamente. En estos delirios, como en los sueños, se cristalizan las obsesiones de los narradores relacionadas con el trauma. Así, antes de asistir a juicios de la ESMA y después de ver pasar delante de ella a Astiz, uno de los verdugos juzgados ese día, la narradora del Diario propone “un posible giro en la narración”: La joven hija de desaparecidos, a la que a esta altura del relato el lector intuye a pasitos del brote, pasa al acto: antes de que la puerta del juzgado se cierre tras Astiz, se abalanza sobre él enarbolando la aguja de crochet de su abuela y se la clava en la yugular, a él, al penitenciario, al empleado del juzgado que no la dejó entrar, a uno, dos, mil policías, a los botones de civil de la puerta, [...] Llegan refuerzos del Edificio Libertador, viene Prefectura, Gendarmería [...]. A todos
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los despacha armada sólo con su aguja de crochet y su furia justiciera. La escena final es con ella en la ventana del café del noveno piso, medio cuerpo y la cabeza afuera, mientras a su alrededor vuelan ensordecedores los helicópteros. Ella está toda bañada de sangre, de fondo se ve el río sepia y atardece en naranja (81).
Aunque no sea necesario, la narradora aclara, en la página siguiente, que “no mat[ó] a nadie antes, durante ni después del testimonio de B.” (82) y confirma así la índole quimérica de lo contado. La trama es irreal y el lector no puede creer en la posibilidad de que la narradora se haya convertido en la protagonista de esta matanza. Pero este pasaje horroroso, en forma de delirio escrito, se asemeja a una válvula de escape gracias a la cual la Princesa Montonera logra hacer justicia por sus propias manos a través de una venganza descabellada que refleja (y evacúa) el remolino de emociones que la invaden en ese momento de tensión máxima. A mitad de camino entre el sueño y el delirio puro, está la fantasía o rêverie éveillée, que según Roger Caillois “désigne, non plus l’imagerie nocturne que le dormeur n’a pas pouvoir de modifier, mais le monde idéal que, dans la veille, l’imagination façonne à son gré, sans restriction aucune, en vertu d’une sorte de pouvoir discrétionnaire”12 (Caillois citado por Wolkenstein 9). Al final de “Sueño con medusas”, el narrador se entera de que es posible que Romina no haya abortado y, después de tener pesadillas llenas de “medusas, algas, montañas de animales acuáticos” (78), vuelve de su viaje por América Latina a Argentina para buscar a su ex novia y su hijo. En la carrera que emprende para encontrarlos, el narrador imagina que logra deshacerse de estas medusas que tanto lo acosan en una fantasía que se confunde posteriormente con el sueño, pero un sueño que se parece mucho a una rêverie, un deseo imaginado en estado de vigilia: Cruzar el océano, sí, hundirse y flotar, miles de medusas intentan pegarse al casco recién pintado pero no pueden, el espejo negro y brillante las ahuyenta y quedan atrás, mareadas por la velocidad y los remolinos de las hélices. Antes de quedarme dormido —o desmayarme, no sé— yo también me mareo. Después, 12
“se refiere ya no a la imaginería nocturna que la persona dormida no puede modificar, sino al mundo ideal que, durante la vigilia, la imaginación modela a su discreción, sin ninguna restricción, en virtud de una especie de poder discrecional” (traducción mía).
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soñé con cosas que no [sic] todavía no pasaron pero que van a pasar, seguro. Romina es mesera en un restorán que da al mar [...], compro el restorán, y nos quedamos a vivir ahí, una familia de tres, de cuatro, de cinco, de seis, todo siempre crece, todo siempre puede crecer (79-80).
De la misma manera, la narradora del Diario invoca a los fantasmas de sus padres el día de su boda. El penúltimo apartado del texto se titula: “Y entonces, el día de la boda, los padres vuelven”: Pasaron treinta y dos años, pero siguen siendo padres jóvenes. Casi no tienen arrugas. Él tiene el pelo entrecano y un poco largo, lo que le da un aire bohemio, y apenas algo de panza disimulada por la altura y la elegancia. Ella se tiñe pero de su color y está un poco más gordita. [...] Vuelven y no dan demasiadas explicaciones. No es momento. Lo importante es que están vivos, que volvieron y que aún se aman. Y no se traicionaron; eso también es importante. [...] El padre va a entregarla en la jupá. [...] Ella aprieta nerviosa el brazo de su padre y avanzan (204-205).
Parece que la autoficción, en estos casos, presenta también una función de reparación: esta narrativa, al ser un espacio en el que se puede “transfigurar la existencia”, les proporciona a los autores una vía de escape, la posibilidad de imaginar otro final, un final que, aunque sea inverosímil y literario, brinda esperanzas y fe en el futuro. Conclusiones Los relatos de sueño, delirios y fantasías aquí analizados dejan entender la importancia que cobra el imaginario en las obras de los hijos de desaparecidos. Aunque los textos analizados se presentan como búsquedas auténticas, investigaciones cuyo avance puede seguir el lector en función de la información colectada, de la descripción de los documentos y de las fotos o de los testimonios ajenos, también dejan constancia de sus límites. Al misterio que constituye el pasado se suma el dolor del trauma del que dan cuenta en gran medida las incursiones en el mundo onírico de los narradores. La aparición repetida de fantasmas —sea bajo forma “humana” o bajo la forma
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más simbólica de las medusas— atestigua la omnipresencia paradójica de los padres en la vida de sus hijos. Asimismo, el motivo de los cuerpos de madres y bebés deformados o maltratados, al tiempo que alude al horror de la dictadura, ofrece una visión crítica y desviada de la filiación, del vínculo entre hijos y padres y, de forma más general, de la noción de familia que queda problematizada en ambas obras. Estos hechos inverosímiles permiten al lector entender la transmisión a las generaciones siguientes del trauma de la muerte violenta que invade el núcleo familiar y problematiza las relaciones familiares. Sin embargo, la autoficción también les proporciona a los autores la posibilidad de inventar la vida, de imaginarla “mejor de lo que es” mediante la fantasía escrita o el delirio asumido. Referencias bibliográficas Alazraki, Jaime. En busca del unicornio: Los cuentos de Julio Cortázar. Elementos para una poética de lo neofantástico. Madrid: Gredos ( “Biblioteca Románica Hispánica), 1983. — “¿Qué es lo neofantástico?”. Mester, vol. 19, nº 2, 1990, pp. 21-33. Bruzzone, Félix. 76. Buenos Aires: Momofuku, 2015 (2007). Burgelin, Claude. “Pour l’autofiction”. Dirs. Burgelin Claude, Isabelle Grell y Roger-Yves Roche. Autofiction(s). Colloque de Cerisy 2008. Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 2010, pp. 5-21. Colonna, Vincent. Autofiction et autres mythomanies littéraires. Auch: Tristram, 2004. — “Cuatro propuestas y tres deserciones (tipologías de la autoficción)”. Comp. Ana Casas. La autoficción: Reflexiones teóricas. Madrid: Arco libros, 2012, pp. 85-122. Dällenbach, Lucien. Le récit spéculaire, essai sur la mise en abyme. Paris: Seuil (Col. “Poétique”), 1997. Gasparini, Philippe. Est-il je? Roman autobiographique et autofiction. Paris: Seuil, 2004. Genette, Gérard. Métalepse. Paris: Seuil, (Col. “Poétique”), 2004. Hirsch, Marianne. The Generation of Postmemory. Writing and Visual Culture after the Holocaust. New York: Columbia University Press, 2012. Le Run, Jean-Louis. “D’un millénaire à l’autre, Méduse”. Enfances & Psy, vol. 26, nº 1, 2005, pp. 43-54, . Consultado el 23 de octubre de 2019.
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El cine documental español tuvo un importante desarrollo a finales del siglo pasado con la irrupción de una serie de realizadores que adoptaron novedosas formas narrativas para llevar a cabo sus proyectos, entre ellas la autoficción. Realizadores como Joaquim Jordà o José Luis Guerín se convirtieron en la punta de lanza de una nueva forma de entender el lenguaje documental, e impulsaron a una generación de cineastas a través de su magisterio en el Máster en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra. Como producto de su labor, las óperas primas de sus alumnos Juan Barrero (La jungla interior), Mercedes Álvarez (El cielo gira), Carla Subirana (Nadar) o Lupe Pérez García (Diario argentino) se constituyen en una buena muestra de trabajos autoficcionales y a la vez exitosos. Estos proyectos, nacidos al amparo de dicho Máster, lograrían tanto el reconocimiento por parte de la crítica como numerosos galardones en citas internacionales como el Festival de Cine Europeo de Sevilla, el Cinéma du Réel o el Festival de Róterdam. A la hora de asumir los presupuestos de la autoficción, mientras algunos cineastas mostraban cierto conservadurismo al no apartarse del modelo cinematográfico hegemónico, el que tiene en la verosimilitud su rasgo principal y al cine clásico como referente —tomando la noción de Modo de Representación Institucional de Noël Burch—, otros lograron experimentar con el modo autoficcional, aproximándose a lo que Vincent Colonna (85-94) denominó como autoficción fantástica, transgrediendo precisamente esa verosimilitud que se había convertido en principio rector para el séptimo arte, especialmente el de corte documental.
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Esto resulta especialmente llamativo cuando hablamos de una tipología cinematográfica, la documental, donde se presupone que el efecto de realidad debe ser total. De hecho, la indiscutible indexicalidad de las imágenes emanadas de estas películas dificulta que, sin contravenir su propia naturaleza realista, se pueda romper con el efecto de realismo. Pero no podemos olvidar que el debate en torno a los conceptos de factualidad y ficcionalidad ha sido una constante desde los primeros planteamientos teóricos en torno al cine documental, cuya discusión además ha propiciado el desarrollo del género (piénsese en el fake, por ejemplo). Como resultado de estas discusiones se puede entender el nacimiento del concepto de no ficción (Weinrichter), categoría de una mayor operatividad teórica para el ejercicio crítico y donde se puede incardinar una serie de propuestas que exceden los límites clásicos de lo verificable e, incluso, lo verosímil. Es en relación a este fenómeno autorreflexivo sobre la propia naturaleza del medio, y las capacidades expresivas que se mantienen a pesar de que las propuestas se inmiscuyan con más o menos timidez en el campo de la ficción, desde donde debemos entender el auge de la autoficción como modalidad narrativa. Tal y como comenta Colonna en su ya célebre distinción de las diferentes tipologías de la autoficción, la presencia de lo ficcional en la narración se puede efectuar con diferentes gradaciones, siendo la autoficción fantástica, marco de nuestro trabajo, una categoría donde el texto “no se limita a adaptar la existencia real, sino que la inventa; la distancia entre la vida y la escritura es irreductible, la confusión es imposible, la ficción del yo es total” (85). Evidentemente, tomando esta definición, hablar de cine documental y autoficción fantástica sería una aporía, en cuanto parece excluir cualquier posibilidad de entrada de lo real (aunque el yo autoral que genera lo autoficcional siempre tendrá base factual para que podamos hablar de autoficción). Es por ello que, para abordar esta noción definida por Colonna, nos centraremos en propuestas documentales donde solo parte de su contenido haya sido claramente ficcionalizado, ya que el yo narrador no se problematiza en profundidad, solo ciertas tramas que además se construyen en torno a la posmemoria.
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El franquismo en el cine y la autoficción Tal y como advirtió Gonzalo Navajas acerca de la evolución de la cultura española, “La historia política y cultural del ámbito nacional es una de las orientaciones de la narración contemporánea” (44). Es así porque, tanto en el cine como en la literatura se muestra un interés creciente “en los episodios controvertidos del pasado cultural con el objetivo de discutirlos sin los impedimentos que con anterioridad imposibilitaban considerarlos en toda su complejidad” (44). Esto en el cine se debe, sobre todo, a la irrupción de un nuevo grupo de realizadores nacidos ya en democracia y que no sienten el peso que el pacto de silencio de la Transición impuso sobre la sociedad española en pos de una convivencia pacífica. Estamos ante una generación que se sorprende por la falta de reflexión en torno a temas del pasado reciente español, y pretende actuar en consecuencia desde un punto de vista contemporáneo para cuestionar su presente sociopolítico, fruto de un pasado cuyo desarrollo además consideran anómalo. Lo interesante para nuestro trabajo es que dicho cuestionamiento se ha efectuado desde un cine del yo. En su objetivo se halla el intento de clausurar relatos que quedaron incompletos, o que fueron directamente censurados, por la irrupción del fascismo franquista, su victoria en la Guerra Civil y el periodo dictatorial siguiente. Desde esta óptica hay que entender trabajos como Haciendo memoria, de Sandra Ruesga, donde la autora revisa videos domésticos en los que aparece visitando, de niña y con sus padres, monumentos franquistas; mientras, la escuchamos realizar preguntas a sus progenitores para entender el porqué de esas visitas y para discutir su carácter aparentemente desideologizado. Otro trabajo muy significativo a este respecto es el documental Muchos hijos, un mono y un castillo, de Gustavo Salmerón, donde la desaparecida vértebra de su bisabuela, asesinada durante la Guerra Civil, se convierte en un MacGuffin para hablar de la sociedad española actual, con la crisis económica como epicentro. La Guerra Civil se ha constituido en un episodio histórico retratado en democracia por el cine con cierta asiduidad, hasta el punto de que ha sido identificado como un estereotipo del cine español.1 La voluntad de proceder 1
Este estereotipo ha sido refutado en diversos estudios. Un ejemplo lo constituye la investigación de Carlota Coronado en el ámbito del cortometraje: de los 3345 cortos de
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a la reescritura de este pasaje de la historia se debe sobre todo a la necesidad de resarcir a los perdedores de la contienda, que reclamaban una nueva visión del bando republicano tras décadas de un discurso hegemónico franquista que, cuanto menos, los demonizaba. Y, por otro lado, con estas revisiones históricas se buscaba superar el dolor del conflicto al restaurarse la dignidad de los perseguidos. A este respecto, en Haciendo memoria se releían imágenes del pasado desde una posición crítica, la correspondiente a Sandra Ruesga, frente a la visión de una generación, la de sus padres, que había nacido y vivido en el franquismo sin cuestionarlo. En el caso de Muchos hijos, un mono y un castillo, con la búsqueda de la vértebra de la bisabuela, Gustavo Salmerón intenta reparar parte del dolor de su muerte. Estamos ante un caso de recuperación de la memoria histórica, donde la vértebra perdida acaba convirtiéndose en metáfora de la búsqueda llevada a cabo por los familiares de las víctimas del franquismo que aún quedan enterradas en las cunetas de las carreteras españolas. Se produce en estas historias, por tanto, el paso de la memoria familiar a la historia nacional. No hay que olvidar que este auge de la memoria histórica en el documental no es aislado, sino que está directamente vinculado con una serie de fenómenos acontecidos en España. Entre ellos, la creación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en el 2000 —responsable de la recopilación de los testimonios de los republicanos—, así como la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de 2007. Gracias a estas iniciativas se propiciaba la instauración de un nuevo orden que, sin dejar de soliviantar al sector más reaccionario de la población española, legitimaba ciertos discursos que habían sido desplazados de la actualidad nacional, y en cuya recuperación el género documental tendría mucho que decir, porque “los documentales que, desde esta distancia generacional, apelan a la memoria de las vencidas de la Guerra Civil y resistentes del franquismo se erigen, desde los bordes, como un contrapoder” (Araüna y Quílez 22).
nacionalidad española producidos entre 2000 y 2015 (según datos del ICAA) solo 34 están ambientados en la Guerra Civil.
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La autoficción fantástica como consecuencia de la posmemoria Lo que queda claro es que, ante esta nueva promoción de cineastas, y en relación a la historia de España, estaríamos frente a un cine documental de los nietos, según la definición de Santos Juliá para diferenciar a esta generación de la de los niños de la guerra. Aquellos, nacidos ya en democracia, solo pueden conocer los avatares de la Guerra Civil y del franquismo a través de los testimonios de otras personas, con lo cual nos hallamos, en lugar del territorio de la vivencia y la rememoración, ante casos de transmisión de la memoria y del trauma, en concreto tanto de la contienda bélica como de la dictadura posterior. Dada la imposibilidad de acceder a recuerdos propios sobre el pasado, los nietos emprenden auténticos ejercicios de posmemoria, siguiendo la definición de Marianne Hirsch sobre este concepto.2 La fuente de información sobre el pasado será ahora la transmisión oral: de abuelos que vivieron la Guerra Civil, la posguerra y el franquismo, a padres, nacidos en el franquismo, y de estos a hijos, nacidos ya en democracia. De esta manera, en estos filmes documentales autoficcionales la memoria personal e íntima se configura mediante la exposición pública de una memoria histórica en conjunción con otra de corte familiar y privada. Es importante señalar cómo los nietos “arrojan una sospecha sobre la generación de sus padres, a la que acusan de haber optado por la amnesia y la desmemoria antes de enfrentarse abiertamente con su pasado” (Juliá 23). Para revertir esta situación, emprenden la labor que sus progenitores no llevaron a cabo. Ahora, la distancia temporal que media respecto a los hechos históricos les permite abordar cuestiones que habían sido vetadas de alguna forma, ya sea por intereses políticos, económicos o bien meramente de autocensura. ¿Pero qué ocurre cuando no es posible tratar estas cuestiones de forma directa porque no existe ni el testimonio directo ni documentos que ayuden a reconstruir la historia? En este caso, la memoria se instituye como único discurso legítimo o, al menos, el único viable. Y, además, no se debe olvidar 2
Véase la contribución de Rahel Teicher en las pp. 279-280 de este volumen (nota de los editores).
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que estos ejercicios se convierten en acciones restauradoras de cierta dignidad perdida. Pero como comenta Juliá, estos actos reparativos se producen de una manera concreta: “la memoria pretende legitimar, rehabilitar, honrar, condenar y actúa siempre de manera selectiva y subjetiva” (17). Olvidar, por tanto, la forma subjetivada en la que se procede con estos recuerdos delegados de la posmemoria significa negar la verdadera naturaleza de los procesos creativos que se generan en torno a ellos. En el cine documental se actúa de forma idéntica a este respecto. Como hemos señalado, al apelar a la memoria, la objetividad en la búsqueda de la verdad queda desplazada por el acercamiento a los hechos a través de relatos personales, y donde predomina la emocionalidad como elemento más destacable (Torre-Espinosa 574). Como expone Ana Casas, estas narraciones de la posmemoria, poniendo el acento en lo individual, actúan “reelaborando los recuerdos —los propios y los heredados— aun de manera precaria; reconstruyendo el pasado desde posiciones más emocionales que intelectivas” (145). Y estando en el terreno de los sentimientos, está claro que estas narraciones de la posmemoria se constituyen en una realidad claramente irrebatible, permitiendo en consecuencia matizar, o incluso reconstruir, la Historia a través de relatos diversos, algunos de los cuales pueden llegar a ser contradictorios, aunque todos legítimos. Pero debemos tener en cuenta que esta memoria es parcial, incompleta, horadada (Raczymow). Y en este proceso memorístico, ante la falta de información completa sobre lo acontecido, es donde la ficción irrumpe en el discurso documental dado su potencial, porque como señaló Paul Ricœur, entre otras cuestiones, “gracias a su mayor libertad respecto a los acontecimientos ocurridos en el pasado, la ficción despliega, respecto a la temporalidad, recursos de investigación prohibidos al historiador” (372). Este modus operandi no solo afecta a lo temporal, sino también a otros aspectos del relato. Sobre todo, permite la reelaboración de los hechos desde formas novedosas y con consecuencias muy productivas a la hora de llevar a cabo la narración, dada la libertad que se otorga a sí mismo el autor en este proceso creativo al recurrir además a la autoficción. La cuestión es que, como decíamos, estos documentales sobre la posmemoria están llenos de vacíos. Frente al aquí y ahora propios del cine, ante la imposibilidad de concretizar esos huecos de la historia, parece normal que
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se busquen alternativas de diferente tipo para completar el relato. Desde este punto de vista, parece que la autoficción, y en concreto la modalidad fantástica, muestra una utilidad evidente para ello. Y, lo más importante, sin que por ello la naturaleza documental del proyecto se vea menoscabada, siempre entendiéndolo desde la amplitud de propuestas que pueden enmarcarse dentro del marchamo no ficción. Vemos pues cómo esta alternancia entre “lo real” y “lo ficcional” se muestra muy enriquecedora para el lenguaje documental, dando lugar a la posibilidad de la irrupción de la autoficción fantástica como recurso creativo de una gran operatividad. Al fin y al cabo, este tipo de propuesta sigue el modo de operar propio de este género cinematográfico a la hora de flirtear con la ficción en pos de un enriquecimiento expresivo, especialmente cuando las limitaciones que el documental impone a los creadores a la hora de inventar a partir de lo real se vuelven demasiado restrictivas para contar su “verdad”: Al bosquejar alguna acción inventada, los documentalistas se sujetan a una dura limitación. Algunos artistas pasan del documental a la ficción porque sienten que esto los acerca más a la verdad, a su propia verdad. Algunos, se vuelven al documental porque éste puede hacer más plausible la ilusión (Barnouw 313).
Para ejemplificar estas ideas, en este trabajo presentamos dos casos autoficcionales que optaron en parte del relato por el desarrollo de tramas inverosímiles (por su evidente ficcionalidad y separación de lo real), actuando además con la libertad suficiente para modificar no solo su historia personal y la de sus allegados, sino también el contexto histórico en el que se desarrollaban. Nadar, de Carla Subirana, y La jungla interior, de Juan Barrero, son dos obras que aúnan la autoficción con la memoria familiar y la memoria histórica, recurriendo de forma desprejuiciada a la fabulación para rellenar los huecos que una narración objetiva no podía completar, y donde está presente también el deseo de “iniciar una búsqueda identitaria de unos orígenes sesgados por el terror totalitario” (Quílez 395).
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Reconstruyendo lazos filiativos: NADAR (2008), de Carla Subirana La primera de estas propuestas es Nadar, de Carla Subirana, un documental en el que la narradora-personaje-autora habla de su familia, formada por su madre y su abuela, y emprende una investigación para conocer qué pasó realmente con Juan Arróniz, su abuelo, fusilado tras el fin de la Guerra Civil por un supuesto atraco a un banco, “las sombras de cuya biografía la documentalista trata, a menudo infructuosamente, de esclarecer en la película” (Araüna y Quílez 27). Estaríamos ante una investigación de autor, en términos de José Martínez Rubio, entendida esta en el ámbito de la novela hispánica —aunque aplicable al cine— “como vehículo idóneo de conocimiento de unos hechos en términos ontológicos y [...] eficaz y accesible en términos epistemológicos y pragmáticos” (75). En el caso de la película que analizamos, lo ontológico es descartado, puesto que la realidad es ciertamente inaccesible al ser esta un relato de posmemoria. En cambio, sí es una vía de conocimiento, en la que se involucra al espectador como cómplice, puesto que el proceso de investigación es mostrado siguiendo una tensión narrativa en continuo ascenso. Para narrar la investigación que Subirana lleva a cabo se emplean dos tipos de materiales visuales. Por un lado, articula la narración a través de una serie de videos domésticos grabados a lo largo de años en los que se la ve con su madre y su abuela Leonor. Y, por otro lado, se planifica una serie de escenas ex profeso de encuentros con familiares y amistades, entrevistas a testigos, su búsqueda de documentación en archivos o escenas en solitario mientras reflexiona en voz en off. Entre todas estas secuencias, llaman especialmente la atención aquellas en las que se visibiliza el trauma familiar que Subirana ha heredado. Un ejemplo de ello lo encontramos en la escena en la que visita, junto a su abuela, el lugar donde se erigieron monumentos para homenajear a las víctimas del franquismo. Frente a los monolitos que recuerdan a los represaliados, y tras descubrir dónde está inscrito el nombre de su abuelo, la directora graba a Leonor mientras la interroga acerca de la identidad de Juan Arróniz. La anciana se muestra seria y pensativa, y le dice, acerca de los datos que le puede ofrecer sobre él: “Pues ya no tengo más... Está muerto pues está muerto”. Muestra así una clara reticencia a compartir más información acerca tanto
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de la identidad de su pareja asesinada como de su relación con él. Y es aquí cuando el documental se muestra especialmente lúcido a la hora de construir su relato, gracias a la inserción de un par de planos verdaderamente significativos y que se centran en la corporalidad de la abuela. Marianne Hirsch reflexionó sobre las formas de transferencia del trauma y negó el hecho de que la oralidad se constituyera en el único vehículo posible. Para ella, el trauma también podía ser traspasado a través del lenguaje no verbal, especialmente en aquellos casos de mujeres a las que se les había negado la capacidad de construir relatos por su posición subordinada en las sociedades patriarcales. Ante este panorama, el cuerpo se constituye en un elemento de transmisión de la posmemoria de importancia capital (La generación 117). Subirana, y los miembros de la posgeneración, también pueden por tanto asumir por otra vía, la corporal, lo vivido por sus padres o, en el caso que tratamos, por sus abuelos. A este respecto, en Nadar, en la escena narrada anteriormente y ante la negativa de la abuela de Subirana de contar más acerca de Arróniz, la directora filma un plano detalle de las manos de la anciana. Vemos cómo se las frota mientras tiemblan, con un nerviosismo que evidencia que la visita a ese lugar y el recuerdo de su ex pareja la aflige, algo que es apoyado por el gesto apesadumbrado de Leonor que nos es mostrado en un primer plano. El trauma que vive su abuela es evidente, pero resulta aún más llamativa la forma en la que se exponen la transferencia y asunción firme por parte de Subirana de ese doloroso pasado familiar. Acto seguido a los dos planos comentados, y sobre la imagen congelada del rostro de su abuela, la voz en off de la directora confesará: “Aquel día me di cuenta que era como si ella me dijese: A mí no me preguntes, si quieres saber, ahora te toca a ti”. En el plano siguiente, vemos a Subirana apoyada en el borde de la piscina, con un gesto pensativo, y se introduce en el agua con decisión. Demuestra así que no solo se ha producido la transmisión del trauma, sino también la adopción de la responsabilidad de resolver el enigma de la desaparición de su abuelo. Su objetivo será ahora proceder a la restitución de la dignidad de su familiar. Como ya hemos señalado, los intentos de Subirana de encontrar información útil durante su investigación se ven frustrados, tanto por la ausencia de testimonios como por lo incompleto o la poca fiabilidad de la documentación archivística. Un ejemplo de las dificultades que encuentra en su
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búsqueda lo constituye la imposibilidad de hallar imágenes de su abuelo. Puesto que el acceso a una fotografía suya se convierte en una necesidad, y ante la falta de documentos fotográficos, plantea una estrategia muy llamativa: opta por imaginar esas escenas y recrearlas para el espectador con el fin de completar los huecos de la historia. Para ello utiliza el cine negro hollywoodiense como modelo iconográfico, generando unas imágenes de gran pregnancia visual. Por lo tanto, “Lo que en el informe policial se describe de manera nítida y fría, se reconstruye a nivel visual a través de secuencias de cine negro, que corresponden a la imaginación de la directora implícita” (Hatzmann 305). Así, crea una serie de flashbacks de episodios pasados, inexistentes e imaginados, para intentar reconstruir la personalidad de Arróniz, los encuentros con la abuela de Subirana y los avatares que llevarían al abuelo a ser ejecutado por las autoridades judiciales franquistas. La directora usa la posmemoria como único material constituyente en su proceso creativo. Para ello, deberá partir de las emociones que le han sido transmitidas por su madre y abuela para fabular tanto en torno a la figura de su abuelo como acerca de las vicisitudes que sufrió hasta ser detenido y condenado a pena de muerte. Es importante señalar, como dice Cuevas, que “Subirana no busca realmente con estas escenas una inmersión del espectador en la trama de intriga [...] Su inclusión responde más bien a su necesidad de hacerse cargo de aquel pasado, de compartir con el espectador su viaje imaginario a aquellos tiempos” (120).
Nadar (Carla Subirana, 2008).
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En Nadar se puede advertir un curioso fenómeno de afiliación y de filiación. La naturaleza de las relaciones filiativas queda bien clara, sobre todo desde el momento que constatamos que la autora se encuentra en un momento de crisis personal ante la pérdida de la memoria por parte de su abuela y la de su madre por Alzheimer. Dada esta situación, siente una gran urgencia por reconstruir su pasado familiar recurriendo a la figura de su abuelo ausente. Ante el miedo de que el recuerdo de Arróniz se desvanezca, emprende la tarea de intentar descubrir qué pasó con él. Se sigue así una tendencia habitual en los relatos de posmemoria: “a medida que los portadores de esta memoria van envejeciendo, su deseo es cada vez más el de institucionalizar esa memoria, ya sea en archivos o libros convencionales o mediante rituales, conmemoraciones o performances” (Hirsch, La generación 56). Si en el caso de Subirana es su vinculación familiar lo que la impulsa a llevar a cabo su búsqueda, el público, por otro lado, se siente interpelado por lo que está siendo narrado desde la pantalla, identificándose con lo que le va sucediendo a la protagonista de la historia. Estaríamos, según la terminología de Sebastiaan Faber, ante un ejemplo de establecimiento de relaciones afiliativas, “esto es, sujetas a un acto de asociación consciente, basada menos en la genética que en la solidaridad, la compasión y la identificación” (102-103). Y se logra gracias a la identificación del espectador con la autora. El hecho de que ese yo sea autoficcionado no es baladí a este respecto, puesto que esto le permite usar diferentes técnicas narrativas que terminan por lograr que el público se solidarice con los hechos que le están siendo narrados. Lo que queda claro es que en estos ejemplos de posmemoria, donde Subirana reconstruye los encuentros de sus abuelos, se parte de lo ficcional para recrear una realidad a la que no es posible acceder, llegando a apartarse de la realidad vivida en cuanto el espectador advierte desde el primer instante que se trata de una fabulación, algo que es apoyado por el propio audio de la directora. El espectador es consciente de que esas escenas del pasado de su abuelo se corresponden con la imaginación de la autora, y desde ese convencimiento asume la diégesis fílmica sin cuestionar los hechos narrados. Las marcas formales son muy explícitas al respecto de que estamos asistiendo a una fabulación. No solo la imagen cambia al blanco y negro, sino que incluso hacia el final de la película asistimos a una mise en abyme cuando vemos el set de rodaje de esas recreaciones, con el equipo de dirección y
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de producción trabajando. Y, sobre todo, vemos al actor que encarna a su abuelo como el intérprete que es. El efecto de extrañamiento se incrementa, pero al mismo tiempo refuerza el sentido de todo lo que acabamos de ver: es una ficcionalización de la posmemoria de la autora. Y, a este respecto, no se puede negar que la película actúa con una gran honestidad. La explicación alegórica de la naturaleza: LA JUNGLA INTERIOR (2013), de Juan Barrero En La jungla interior, de Juan Barrero, se alternan dos voces narrativas: la del propio Barrero, que actúa como narrador-autor-personaje, y la de un narrador danés, que aparece solo en el prólogo y hacia la recta final de la película. En dicho prefacio, y con imágenes de la selva que da nombre al documental, relata que Juan se embarcó en una expedición de National Geographic a una isla tropical para estudiar el mosquito polinizador de una extraña orquídea. Una vez acabada la expedición, nos revela que Juan no quiere regresar a España, porque se siente aún desconcertado ante lo que le ocurrió hace cinco meses con Gala, su pareja. A partir de aquí se desarrolla una analepsis que ocupa el grueso del metraje, partiendo de un primerísimo primer plano de Juan que nos indica que a partir de ese momento nos sumergimos en su propia psique. El comienzo es bastante elocuente acerca de cuáles serán las estrategias narrativas del filme. El personaje danés citado es un narrador omnisciente que además introduce un toque de exotismo al hablar en danés. Si este elemento genera un efecto ficcionalizador de lo real, la película lo alterna con una narración autodiegética, claramente diferenciada por las marcas de enunciación del propio director y que remiten al lenguaje documental. Esta alternancia de voces narrativas genera, de esta manera y desde el principio, que se problematice la representación de la realidad. En consecuencia provoca un alto grado de ambigüedad en lo narrado, obligando al espectador a decidir el grado de factualidad de lo que está viendo y escuchando. Tras este arranque, vemos cómo meses antes Juan lleva a su novia Gala a la localidad de Béjar, en la provincia de Salamanca, para visitar la casa abandonada de su fallecida tía abuela Enriqueta. Gala va descubriendo la historia
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personal de esta mujer mientras Juan le va revelando nuevas informaciones. Entre los datos que más le llaman la atención se encuentra el hecho de que viviera reprimiendo su homosexualidad durante el franquismo. A este respecto será especialmente relevante el hallazgo de la foto de una banda de música donde aparece una mujer, Ángela, caracterizada como un varón, quien nos será desvelada como la pareja de Enriqueta, la tía abuela. Se insinúa que gracias a este travestismo pudieron sobrevivir temporalmente a la dureza de la dictadura franquista. Desde un punto de vista formal, en esta parte se emplea una cámara subjetiva que es manejada por el director. A partir de este momento, su presencia en la diégesis se manifiesta de diferentes formas. Por una parte, es ocularizado (Gaudreault y Jost) al reflejarse en espejos o al grabarse directamente a sí mismo. Y, por otro lado, Barrero es auricularizado (ibid.) en los diálogos que entabla con Gala a lo largo del metraje. Como resultado, la propuesta queda enmarcada en esta parte dentro de los límites de la categoría de cine participativo (Nichols 207-221), siendo el efecto de verosimilitud total dado el tono naturalista que impregna estas escenas. En este bloque narrativo, Juan relata a Gala que su tía, al final de su vida, hablaba acerca de una novia que tenía escondida en el sótano, sobreentendiéndose que con el objetivo de huir de la opresión franquista por su condición homosexual. A pesar de que nunca nadie de la familia la creyó, pensando que la historia era una fabulación fruto de su demencia, Juan y Gala descubren en la casa de Béjar un sótano tapiado. Para asegurar la credibilidad de esta peripecia poco verosímil, Barrero opta en ese momento por insertar en el metraje un fragmento de video en el que aparece sentado junto a su tía abuela, ya en edad muy provecta y con signos claros de que sus facultades mentales se hallan mermadas, y donde esta le cuenta lo mismo que Juan le había contado antes a Gala: la ocultación de una novia durante el franquismo, presuntamente Ángela. Gracias a la inserción de este video doméstico, vemos que, al igual que en el caso de la película de Carla Subirana, la represión del franquismo se hace presente para ser vivenciada a través del testimonio de los que vivieron ese hostigamiento en primera persona, en este caso mediante la tía Enriqueta. Al igual que en la película Nadar, es un nieto el que se encarga de transmitirlo y completarlo.
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Pero a pesar de que estos elementos tienen una carga de factualidad evidente, lo inverosímil y lo fantástico, en el sentido dado por Colonna, irrumpen de manera brusca para dar explicación, alegóricamente, a la forma en la que Gala se quedó embarazada. Mientras la pareja protagonista se halla en casa de la tía abuela, en Béjar, comienza a escucharse música proveniente de la calle. Descubrimos que la acción que contemplábamos transcurre en el día de la festividad del Corpus Christi, una celebración muy llamativa de esta población salmantina por la combinación de lo religioso con lo pagano. En la procesión de este día, junto a la custodia del Santísimo, desfila un grupo de vecinos ataviados con musgo. La película abandona la narración autodiegética y comienza a mostrar imágenes observacionales de Béjar en ese día. Tras mostrarnos planos de los hombres musgos en la procesión, algo inesperado ocurre en la casa. La música y el sonido ambiente se anulan y todo queda en silencio. Y, en lo visual, la imagen comienza a moverse a cámara lenta, mientras se muestran lugares vacíos de la casa. Todos estos recursos contribuyen a generar un efecto de gran extrañamiento. Acto seguido, Gala aparece en el salón vestida al modo de los Hombres de Musgo. Juan termina de ataviarla, colocando correctamente algunas piezas de esta vegetación. En ese momento, ella dirige su mano hacia sus genitales y le masturba hasta que Juan eyacula. Gala toma el semen y se lo introduce en la vagina, entre las capas de musgo.
La jungla interior (Juan Barrero, 2013).
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A continuación, aparecen imágenes de la jungla del inicio. Han pasado dos meses de la visita a Béjar, y Juan recibe la noticia de que Gala está embarazada. Decide regresar a España, y a partir de su llegada volvemos a una narración autodiegética, con el director observando y analizando a su pareja mientras el embarazo avanza. Juan la grabará compulsivamente hasta en el mismo momento del parto. Es importante resaltar que toda esta parte está impregnada de un gran realismo, con momentos de una factualidad irreductible. Y, además, accedemos a lo íntimo de la pareja, con declaraciones crueles y violentas, como cuando Juan le pregunta a Gala, con tono recriminatorio, por qué no abortó. En el hospital, en un descanso de los dolores por las contracciones, el narrador danés vuelve a irrumpir por última vez en el relato para contar que la joven está teniendo un sueño. Este momento es visualizado con un aura de ensoñación que impregna toda la escena, y que vuelve a convocar lo inverosímil. En el sueño, la joven regresa a la casa de Béjar y comienza a hurgar entre los objetos de la casa. Toma unas fotografías y observa en ellas los rostros de Enriqueta y de Ángela, mientras el narrador dice que incluso “Las escucha... Y durante unos instantes confunde su vida y su rostro con los de ella”. Gala se siente en este momento identificada con esas dos mujeres, dos seres extraños en el franquismo, tan raros como ella se percibe en este momento previo al parto. Se produce así una conexión, artificiosa pero efectiva, entre la memoria de estas dos mujeres y la realidad del momento que están viviendo Juan y Gala. Dicha relación se efectúa con las fotografías, que sirven para apoyar el testimonio que Juan le ha ofrecido a su pareja, y que actúan como “instrumentos y emblemas del proceso de transmisión del pasado” (Hirsch, La generación 92). A pesar de las limitaciones de las fotografías a la hora de expresar la realidad histórica —puesto que no dejan de responder al punto de vista del fotógrafo, con su carga subjetiva—, no hay que olvidar que “pueden funcionar como potentes ‘puntos de memoria’ y que al señalar nuestra conexión visceral, material y afectiva con el pasado complementan los juicios de los historiadores y las palabras de los testigos” (ibid.). Estamos ante un filme que muestra, siguiendo la definición de la autoficción de Manuel Alberca, una consciencia plena del “carácter ficticio del yo y, por tanto, aunque allí se habla de la propia existencia del autor, en
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principio no es prioritario ni representa una exigencia delimitar la veracidad autobiográfica ya que el texto se propone simultáneamente como ficticio y real” (33). Mientras que las tramas narradas por la voice over danesa, la escena de Gala transmutada en hombre musgo o su sueño resultan irreales, por el contrario son indiscutibles ciertos elementos cuya naturaleza real es evidente: la eyaculación, los cambios en el cuerpo de Gala por su embarazo, el parto... El resto permanece en un estado ambiguo, donde es difícil discernir la naturaleza real o ficticia de las imágenes. Conclusiones Para concluir, en estos dos documentales se parte de la memoria individual para realizar una lectura sobre la realidad que transciende lo privado para alcanzar lo público, desde la memoria a la historia. Se sigue así una tendencia habitual en los documentales, que “usualmente contienen una tensión entre lo específico y lo general, entre momentos históricamente únicos y generalizaciones. Sin generalización, los documentales serían poco más que registros de sucesos y experiencias específicos” (Nichols 124). Nadar y La jungla interior se configuran así en dos trabajos que rompen con el objetivismo histórico y que usan la Historia como contexto narrativo para dotar a sus propuestas documentales de un mayor nivel de persuasión, ubicando al espectador ante una experiencia ambigua debido a la naturaleza de los materiales constituyentes, y que sirven para hablar del pasado desde una perspectiva crítica al cuestionar el sistema franquista que condenó al abuelo de Subirana o bien estigmatizó y reprimió la libertad sexual de la tía abuela de Barrero. Porque, “Si una película puede activar nuestras predisposiciones y aprovechar las emociones que ya tenemos respecto a ciertos valores y creencias, puede también incrementar el poder afectivo de éstos” (Nichols 121). Y, a pesar de ser películas que tratan sobre el ámbito de la familia, no dejan de efectuar una lectura de la sociedad de la que los directores forman parte. En ese intento de dar sentido a la historia, de clausurar el relato, dada la falta de información para ello, la recurrencia a elementos inventados se presenta como práctica legítima. En ocasiones, reparando el daño mediante la
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memoria, en el sentido proporcionado por Giorgio Agamben, un trauma que ha sido heredado constituyéndose en posmemoria (Hirsch, The Generation) llegando a afectar a toda una posgeneración, en estos casos la de los nietos. Por ello, intentan resolver los problemas heredados de diferentes formas, porque “Las maneras de mostrar al lector el carácter inverosímil de una historia son innumerables” (Colonna 89), pero con objetivos nobles: Subirana provoca la aparición de su abuelo de alguna forma a través de la materialización de su historia; en el caso de Barrero, este trata de recuperar la dignidad de su tía abuela, que se sentía amenazada por su condición sexual. El cine documental español, con la evolución que ha conocido en las dos últimas décadas en sus formas narrativas, puede dar buena cuenta de la capacidad de estos discursos de ejercer un pensamiento crítico con el pasado, y donde la autoficción se muestra como una modalidad especialmente efectiva para establecer nuevos tipos de vínculos con la realidad que nos es narrada, aunque los cauces de lo verosímil queden ampliamente desbordados. Referencias bibliográficas Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia: Pretextos, 2005. Alberca, Manuel. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. Araüna, Núria y Laia Quílez. “Género y (pos)memoria en el cine documental sobre la Guerra Civil y el franquismo”. Eds. Laia Quílez Esteve y José Carlos Rueda Laffond. Posmemoria de la Guerra Civil y el franquismo: narrativas audiovisuales y producciones culturales en el siglo XXI. Granada: Comares, 2017, pp. 21-37. Barnouw, Erik. El documental: historia y estilo. Barcelona: Gedisa, 2011. Burch, Noël. El tragaluz del infinito: contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico. Madrid: Cátedra, 1999. Casas, Ana. “Narrativas de las (pos)memorias: autoficción, subjetividad y emociones”. Letras Hispanas, vol. 12, nº 1, 2016, pp. 140-153. Colonna, Vincent. “Cuatro propuestas y tres deserciones (tipologías de la autoficción)”. Comp. Ana Casas. La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco libros, 2012, pp. 85-122. Coronado, Carlota (2017). “La Guerra Civil en corto: posmemoria de los nietos de la guerra”. Eds. Laia Quílez Esteve y José Carlos Rueda Laffond. Posmemoria de
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AUTOFICCIÓN Y DERIVAS FANTÁSTICAS: LA ESTRATEGIA DE LA INVEROSIMILITUD EN EL CINE ARGENTINO DE LOS 2000 Julio Prieto Universität Potsdam
Este ensayo examina las prácticas autoficcionales en el cine de la generación de los “hijos” en Argentina,1 y en particular un aspecto de esas prácticas: la dimensión ética y política de lo que podríamos llamar la estrategia de la inverosimilitud, vinculable a las modalidades “fantásticas” de la autoficción.2 El análisis se concentra en dos películas: Los rubios (2003) de Albertina Carri y Estrellas (2007) de Federico León y Marcos Martínez, si bien el enfoque propuesto podría extenderse a un amplio espectro de prácticas autoficcionales en el cine, la literatura y las artes plásticas y performativas de los 2000 —a la instalación fotográfica de Lucila Quieto Arqueología de la ausencia (20002001), a la obra teatral de Lola Arias Mi vida después (2010-2011), a la novela de Mariana Eva Perez Diario de una princesa montonera, 110% verdad (2012), entre otras—. Mi lectura se orienta a cuestionar cierta idea de la autoficción
1
Utilizo el término en sentido amplio para referirme no solo a los hijos de desaparecidos durante la última dictadura militar (1976-1983) —como es el caso de una de las cineastas aquí consideradas—, sino en general a autores nacidos durante o poco antes de dicha dictadura, que comparten una sensibilidad epocal marcada por la experiencia del terrorismo de Estado durante la infancia o la adolescencia. Sobre la producción literaria de los “hijos”, véase Basile, Logie/De Wilde y Drucaroff 373-378. 2 Sigo aquí a grandes rasgos la propuesta de Colonna, que entiende en sentido lato ambas categorías. Véase, no obstante, Casas, quien destaca la dificultad de conciliar la autoficción con las definiciones restringidas de lo “fantástico” que proponen varios críticos (Todorov, Bessière, Roas, etc.).
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como práctica narcisista y apolítica ligada a la cultura posmoderna o a la sociabilidad digital del capitalismo globalizado (Alberca 307-308; Sibilia). Por el contrario, y sin negar que ciertas formas de autoficción “de baja intensidad” (Mora 124) puedan corresponder a tales descripciones, me propongo explorar la productividad ético-política y epistemológica del concepto de autoficción que ponen en juego determinadas prácticas artísticas, en la línea desarrollada en recientes trabajos enfocados en el ámbito de la literatura, el performance art y la cultura digital (Prieto, “Figuras”; “Apuntes”; “Todo”). *** Los rubios, segundo largometraje de Albertina Carri, es un documental “performativo” (Nichols 130-138) que pone en primer plano la figura de la directora y el trabajo del recuerdo de sus padres desaparecidos: los militantes montoneros Roberto Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos por el aparato represivo de la dictadura cívico-militar cuando Albertina apenas tenía cuatro años. Uno de los aspectos más notables de la película es su carácter autorreflexivo: el objetivo de “exponer la memoria en su propio mecanismo”, según lo expresa la directora en una escena donde aparece planificando la película, implica también una continua exposición del aparato cinematográfico, ya desde uno de los planos iniciales en que la actriz Analía Couceyro se presenta así: “Mi nombre es Analía Couceyro, soy actriz, y en esta película represento a Albertina Carri”. De hecho, en la escena mencionada es esta actriz en su papel de “directora” la que aparece planificando el film. Así, desde un comienzo se disemina y ficcionaliza la función autorial. Lo primero es en gran medida inherente al medio cinematográfico, en el que además del director intervienen otras instancias creativas susceptibles de adquirir rango autorial (desde los guionistas a los actores, el director de fotografía, el compositor de la banda sonora etc.); lo segundo se ve subrayado por el hecho de que en numerosos planos coexisten ambas figuras: la de la directora Albertina Carri y la de la actriz que hace de Albertina Carri. Son planos en los que vemos a la directora situando la cámara o dándole instrucciones a la actriz sobre cómo interpretar el rol de Albertina Carri, en tanto que en muchos otros vemos a aquella actuando directamente como si
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fuera Albertina Carri. De manera que, además de la diseminación de la función autorial inherente al cine, en Los rubios tenemos una figura autorial que continuamente está entrando y saliendo de la ficción —una directora representada por una actriz que continuamente está entrando y saliendo del rol de “Albertina Carri” o, de manera más general, una autora que continuamente entra y sale del rol de “sí misma”—. Este trabajo de “exposición de los mecanismos” de la memoria y del aparato fílmico propone una dialéctica negativa cuya operación central es una sustracción del yo complementaria a la pérdida traumática de los padres desaparecidos. La película de Albertina Carri es admirable por la manera en que consigue plasmar en términos cinematográficos una imposibilidad de ver que es consustancial al recuerdo: no “vemos” aquí recuerdos, más bien se nos expone a lo inimaginable del acto de recordar, al continuo diferimiento de la visión que pone en marcha el mecanismo laberíntico de la memoria. Es sintomático el hecho de que a lo largo del film sólo veamos imágenes fragmentarias de los padres desaparecidos: fotografías tapadas por otras, en revoltijo o fuera de foco, que apenas permiten atisbar otra cosa que figuras incompletas, mutiladas. Esa imposibilidad de ver se tematiza desde la primera frase de la película: “¡Checá que no esté yo en cuadro, Alber!” —frase pronunciada en off (presumiblemente por una operadora del equipo de rodaje) sobre el extraño plano con el que se inicia la película: una secuencia animada con figuritas de Playmobil que representa una casa de campo, lo que introduce uno de los espacios centrales del film: el campo en el que se crió la directora, al quedar a cargo de sus tíos tras el secuestro y desaparición de sus padres—. Ese “yo” dicho pero no visto —un yo al que se interpela, pero cuya visibilidad es esquiva y problemática— podría ser un emblema de lo que entendemos por autoficción. Es precisamente esa visibilidad problemática del yo que queda “fuera de cuadro” en el trabajo del recuerdo, pero también en el trabajo colectivo orientado a sacar adelante un proyecto común (en este caso, el rodaje de una película), lo que hace posible la aparición de lo que con Judith Butler llamaríamos un “tenue nosotros” (“Violencia” 82). Tal sería el modo de enunciación de lo político propio de la época de la “post-hegemonía” y la “post-soberanía” (Beasley-Murray; Ariel Cabezas): una época de “nublado” de los relatos hegemónicos y las formas modernas de la política, para evocar la imagen que sugiere la propia Carri en el cortometraje experimental Restos
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(2010), cuya voz narrativa contrapone el “nosotros” del cine militante de los años 60 y 70 al desamparado “yo” del cine de los 2000 —el yo de los “hijos”, de quienes perdieron los grandes relatos de la modernidad—:3 ¿Acumular imágenes es resistir? ¿Es posible devolverles ahora el gesto desafiante? [Arden negativos y negativos, acumulados, apilados.] Durante las décadas del 60 y el 70 el cine también fue un arma política. Una cantidad indeterminada de películas desafiaron la censura y la represión. [...] La mayoría quedaron perdidas, desaparecidas ellas también. [Latas guardadas.] Curiosamente las películas que sobrevivieron ahora tienen dueños particulares, raramente se exhibieron, recuperaron la firma de autor, aunque así no fueron pensadas. Lo primero que se perdía era el nombre, detrás de un bautismo guerrero fundido en el grupo se ganaba otro, anónimo, una identidad colectiva para empuñar la cámara. [...] Decir nosotros tenía la fuerza del agua que busca la pendiente. Desde esta orfandad que sólo puede decir yo me dejo encandilar por las imágenes perdidas. Buscarlas es resistir a esta intemperie sin sueños, enhebrar secuencias para empujar los flashes sueltos de la memoria. [...] ¿Podrán todavía mellar la trama que cubre el cielo de los rebeldes? (Vallina/Gómez 384)
Significativamente, en Restos, la voz narrativa en over no es la de la directora sino la de Analía Couceyro, la misma actriz que interpreta el papel de Albertina Carri en Los rubios, lo que crea un vínculo intertextual autoficcional entre ambos filmes: el largometraje que interroga la desaparición de los padres y el cortometraje que explora la cuestión de los “filmes desaparecidos” (la destrucción o extravío de películas concretas de los años 60 y 70, y en cierto modo la pérdida de una manera de hacer cine y de hacer política). En los dos filmes de Carri es tan central la construcción de la subjetividad a partir de sus pérdidas y ausencias como la reflexión sobre las consecuencias éticas, estéticas y políticas de esa “orfandad del yo”. Una de las más notorias, quisiera sugerir, es la oportunidad de repensar, a partir de esos restos y esas pérdidas, la relación con el “tú” y con los “otros”, en el sentido que propone Butler: “La pérdida ha formado un tenue nosotros” (“Violencia” 82).
3
En una entrevista, Carri define su generación a partir de esa pérdida y en particular del fracaso del proyecto revolucionario: “Somos los hijos del fracaso y esto no es una cosa menor” (Carri 115).
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En diálogo con la teoría del sujeto post-soberano de Butler, podemos considerar la autoficción como categoría productiva para pensar lo político en la época del ocaso de los grandes relatos de la modernidad. El reto en ese sentido sería pensar la autoficción como estrategia de representación en sentido amplio y como una categoría clave para analizar el vínculo entre individuo y comunidad desde nuevos parámetros de “reparto de lo sensible” (Rancière, Malaise 38-39).4 No tanto, así pues, como “género” fílmico o literario, o como una forma de “espectacularización de la personalidad” (Sibilia 133), sino más bien como táctica productiva para reimaginar lo común y reinventar los modos de intervención política en la era del capitalismo global. Para tomar prestada una noción desarrollada por Foucault en su reflexión sobre la “inquietud de sí”, se trataría de pensar la “función eto-poética” de la autoficción (“Introducción” 15), de examinar cómo el “cuidado de sí” (Historia 51) se relaciona con la cuestión del “cómo vivir juntos”, para ponerlo en términos de Roland Barthes. Con esas mismas figuritas de Playmobil con que se introduce el “yo” esfumado de la directora —un yo que continuamente aparece y desaparece en el entrejuego con su avatar fílmico— se representa más adelante el secuestro de los padres en clave de juego infantil, como la abducción por extraterrestres de una pareja que viaja en auto por una carretera nocturna. En esta escena el horror del hecho real evocado —el secuestro en 1977 de los padres de la directora, a los que nunca volverá a ver— solo parecería accesible a través del fantaseo del juego infantil. Podríamos suponer que el velo distanciador de la fantasía funcionaría aquí como una especie de pantalla protectora, haciendo tolerable un recuerdo traumático, pero de hecho la eficacia de la escena radica en que ese velo es inmediatamente rasgado. La ilusión fílmica que sostendría esa fantasía es desmentida desde un principio por el plano inicial que expone el dispositivo cinematográfico, así como por el énfasis en lo inverosímil a lo largo de esta secuencia, que acentúa su condición de ficción insuficiente: una ficción precaria, que se sostiene inestablemente en los movimientos desincronizados de las figuritas de Playmobil y en la estereotipada
4
Aquí y en lo sucesivo todas las traducciones de las fuentes citadas son mías, salvo indicación en sentido contrario.
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música “de miedo”.5 Ficción desmentida, también, por el hecho de que unos planos antes vemos a la directora (o más exactamente, a la actriz que hace el papel de directora) recortando el decorado y preparando las figuritas para el rodaje de esta escena La estrategia de representación inverosímil puesta en juego en la escena del secuestro de los padres, y la apelación a la fantasía infantil y a la ciencia-ficción como formas de “ficción insostenible”, nos permiten pensar el tipo de intervención política que propone la película, no solo por su distanciamiento de las políticas de la memoria de la post-dictadura y en particular del kirchnerismo, sino por lo que propone como proyecto de futuro –como indagación del “futuro del pasado”: “un tiempo dislocado en el que el pasado se proyecta finalmente en el futuro en cuanto memoria creativa” (Nouzeilles 275). Se trata de una intervención relevante en cuanto a la mirada al pasado y a las formas de repensar la memoria colectiva, pero también y de manera crucial en cuanto a la mirada al presente y al futuro, es decir, en cuanto a la reimaginación de las formas de subjetividad, comunidad y convivencia en la época del “nublado” de los grandes relatos.6 En ese sentido hay una íntima conexión entre las escenas rodadas con figuritas de Playmobil y el plano final del film. Esa conexión tiene que ver con la dimensión ético-política de la ficción inverosímil, y podemos elucidarla a partir de la noción de “política performativa” que plantean Judith Butler y la filósofa griega Athena Athanasiou, para quienes “la poiesis del yo, así como la ética en cierto modo, es una 5
De hecho la música está tomada de un clásico de la ciencia-ficción hollywoodense, el film The Day the Earth Stood Still (1951), cuya banda sonora fue compuesta por Bernard Herrmann. 6 En esta lectura me aparto de cierta recepción crítica del filme de Carri, que en un primer momento tendió a reprocharle su abandono del relato revolucionario sesentista por el que dieron la vida sus padres (Kohan; Sarlo 147-152). Si por un lado el distanciamiento de ese relato forma parte de un cambio epocal en los modos de concepción de lo político, lo que en modo alguno equivale a un abandono de la voluntad de intervención política y disenso crítico, por otro lado cabe señalar una importante dimensión de identificación con la generación de los padres revolucionarios que se produce en el nivel de la política de la forma, no en el del discurso ideológico, toda vez que la película de Carri reactiva en su estrategia formal brechtiana lo mejor del cine político latinoamericano de los 60. En ese sentido, Los rubios dialoga directamente con películas como Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) o Tierra en trance (Glauber Rocha, 1967).
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posibilidad por la que el yo es desposeído de su posición soberana a través de la apertura de una relación con la alteridad. Si nos hacemos, deshacemos y rehacemos a nosotros mismos, esos haceres sólo suceden con y a través de los otros” (Dispossession 69). El reto de la política performativa sería entonces pasar del “narcisismo (herido) de la identidad del yo soberano y autónomo, que está en la base de la ontología individualista de la modernidad, a una ética y una política de las subjetividades post-identitarias, que están consignadas y expuestas al abandono, la precariedad y la vulnerabilidad de otros” (Dispossession 136). En términos de “política performativa”, diríamos que la ficción precaria del relato de extraterrestres como manera fantástica o infantil de representar el secuestro de los padres está directamente relacionada con el tema autoficcional de la “actuación” que recorre la película, y en particular con el motivo de las pelucas que le da título y culmina en el plano final. En todas estas escenas, y a lo largo del film, la autoficción está directamente ligada a la metaficción —rasgo destacado por los principales teóricos y estudiosos del concepto (Colonna 127-32; Gasparini 309-11)—.7 En todo momento estamos ante ficciones que no nos dejan olvidar su condición de ficciones, y que ponen en primer término la dimensión de la performatividad y la actuación —de ahí su notoria cualidad de ficciones precarias o inverosímiles—. En términos lacanianos diríamos que se trata de ficciones “atravesadas” —ficciones en las que continuamente estamos “atravesando el fantasma” de la ficción (Lacan, El seminario)—. El plano final de Los rubios muestra a la directora y al equipo de realización del film, ataviados con pelucas rubias, avanzando por un camino rural que se pierde en el horizonte (fig. 1). Imagen que desplaza y resemantiza el símbolo de la identidad familiar y de la otredad sociopolítica que identificara a los padres de la directora como “subversivos” a la vez que como víctimas del terrorismo de Estado —los padres desaparecidos por el aparato represor de la dictadura, que al igual que su hija Albertina (la futura directora del film) y sus hermanas Paula y Andrea son percibidos como “rubios” en el barrio obrero al que se mudaron poco antes de su secuestro y desaparición—. De hecho, ni la directora de la película ni la actriz que la representa son aparentemente 7
Sobre este aspecto de la autoficción véase también García y Toro 57-75.
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“rubias” (más bien tienen el pelo negro o castaño), lo que subraya la valencia de “rubios” en el sentido de “forasteros”. Ser “rubios” es una marca de clase social que define a los Carri sobre todo en función de lo que no son (no son “cabecitas negras”, no son de clase obrera) en la misma medida en que apunta indirectamente a lo que son: intelectuales universitarios revolucionarios. Así, si por un lado —por el lado de la mirada al pasado— la película muestra el fracaso del proyecto revolucionario sesentista en esa brecha entre la clase letrada y las clases populares (de hecho se sugiere que los padres de Carri fueron delatados por una vecina del barrio), el plano final propone por otro lado una suerte de identidad alternativa que no se basaría en la herencia familiar o en la condición biopolítica de “víctimas”, sino en la comunidad potencial integrada por esa futura “familia” que formaría la directora junto con el equipo de realización del film: la familia de los cineastas, de una nueva generación de ciudadanos argentinos y, de algún modo, de todos aquellos que quieran sumarse, de todos aquellos que estén dispuestos en algún momento a “ponerse la peluca”.8 En ese sentido es significativo que la secuencia final se inicie con un plano en el que vemos una sola figura (la de la actriz que hace de directora) seguido de otros en los que vemos un grupo (que incluye tanto a Albertina Carri como a la actriz que la representa, junto a otros miembros del equipo de rodaje), y que la imagen del plano final se sostenga hasta que las figuras alejándose en la distancia se funden en una única silueta. El plano final de Los rubios propone la imagen de una comunidad alternativa cuya potencia política residiría justamente en su carácter contingente y performativo, y en su condición de ficción precaria, que continuamente hace presente su condición de ficción. En términos de la “política performativa” de Butler y Athanasiou, la comunidad que aquí se esboza no sería una comunidad basada en criterios identitarios: no es una comunidad basada en lo que se “es” o se “tiene” en común (en términos de clase, género, etnia, nación, etc.) sino que más bien se define en términos performativos de un “querer ser” y un “querer hacer” algo en común. Se trata de una comunidad que produce lo que con Butler llamaríamos un “tenue nosotros”, un “nosotros” que se forma a partir de una “relacionalidad precaria” (Disposession 8
En las anotaciones que incluye en la versión publicada del guión de Los rubios, Carri sintetiza así este plano: “Un futuro lleno de pelucas soleadas, una película sin fin” (60).
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117) y que permite pensar la comunidad sin erradicar la diferencia, en la línea del concepto de “comunidad inoperante” [communauté désoeuvrée] de Jean-Luc Nancy: no una comunidad “orgánica”, basada en lo que se tiene en común, sino una comunidad cuyos miembros comparten justamente una cierta imposibilidad de “ser-en-común” (72) —una “comunidad de los que no tienen comunidad” (117), como diría Blanchot—. En otras palabras: una comunidad inverosímil, cuya formación demanda un salto imaginativo que se sostiene en una continua conciencia de su “ficción”. *** La segunda película que quiero comentar es Estrellas (2007), documental codirigido por el dramaturgo vanguardista Federico León y el cineasta experimental Marcos Martínez. Este film gira en torno a un grupo de desempleados de una villa miseria de Buenos Aires —la villa 21 de Barracas— que se proponen salir de su situación deviniendo actores y actrices que se ofrecen para representar el papel de sí mismos en cine o televisión en tanto que pobres reales —es decir, que se definen como “portadores de cara”, ideales para “hacer de lo que son”—. En el planteamiento y desarrollo de este tema, Estrellas dialoga con la primera película de la historia, La salida de los obreros de la fábrica (1895) de los hermanos Lumière: los villeros “portadores de cara” vendrían a ser como los obreros de la fábrica en el film de los Lumière, trabajadores reales que al ser filmados devienen actores que “hacen de lo que son”. De hecho, el primer plano de la película invierte la perspectiva del plano de 46 segundos con que se inicia la historia del cine. En ese breve plano vemos a un grupo de obreros saliendo de una fábrica, en una toma rodada desde la perspectiva de los cineastas y propietarios del aparato cinematográfico —la fábrica de la que salen es la fábrica Lumière donde esos obreros manufacturaron las cámaras con las que luego serían filmados (fig. 2)—. En el plano inicial de Estrellas vemos a un grupo de villeros saliendo de un galpón, desde la perspectiva de los “trabajadores”: los vemos desde atrás, dirigiéndose hacia un equipo de rodaje con una cámara, es decir, hacia el lugar donde en La salida de los obreros de la fábrica estarían los hermanos Lumière operando la primera cámara de cine de la historia. En esta salida a escena de los villeros, y
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en general a lo largo de la película, se diría que los trabajadores se encaminan a apropiarse del aparato cinematográfico, pasando de su condición pasiva de objetos etnográficos o de obreros alienados o desempleados a convertirse en sujetos activos que se adueñan de su destino —sujetos que pasan a la acción al asumir el trabajo de actores—. Esto se subraya por el hecho de que, a diferencia de la disciplinada salida de la fábrica que filman los hermanos Lumière, lo que aquí vemos es una salida “revolucionaria” que remite al imaginario del levantamiento popular: los actores-villeros literalmente escenifican un ataque, dirigiéndose a voz en grito hacia la cámara que los está filmando. Más adelante sabremos que el objeto del ataque es otro: en realidad es un ataque ficticio dirigido contra un enemigo fantástico —los “extraterrestres” que invaden la villa en la película de ciencia-ficción que están rodando—. Pero a efectos simbólicos esta salida “revolucionaria” tiene una larga resonancia y se diría que vertebra el argumento político de la película. De hecho, uno de los aspectos más interesantes de esta es cómo resignifica el imaginario del levantamiento popular, distanciándolo del discurso revolucionario sesentista y resituándolo en el contexto del capitalismo global de los 2000, según una lógica post-hegemónica que hace productivas las nociones de autoficción y de ficción precaria.9 Al igual que Los rubios, el filme de Federico León y Marcos Martínez propone una articulación ético-política de la autoficción que podemos analizar en la línea de la reflexión de Judith Butler y Athena Athanasiou en su propuesta de una concepción performativa de la política que responde a la “política de la precariedad” imperante en el contexto del capitalismo post-industrial y el neoliberalismo contemporáneo (Dispossession 102). En términos de Butler y Athanasiou diríamos que los villeros que se ofrecen como “actores de sí mismos” dispuestos a representar su verdadera pobreza están poniendo en juego una “performatividad que opera desde dentro de la precariedad y contra su imposición diferencial” (Dispossession 101). La autoficción funciona
9
La superación de la lógica política hegemónica está subrayada por el pasado peronista de Julio Arrieta ––el impulsor del grupo de teatro villero––, cuya ineficacia y abandono a favor de la iniciativa del grupo teatral describe así: “Milité quince años en política con el propósito de armar un centro cultural y no lo conseguí, a nadie le interesa esa propuesta. Les interesaba que yo lleve gente a votar, que lleve a todos los negros que tengo a tocar el bombo”.
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aquí como una estrategia de representación clave en el sentido de una “política performativa”: la condición de “desposesión” impuesta por la precariedad socioeconómica, que los villeros a la vez viven y actúan, abre la dimensión ontológica de la “des-posesión” del yo —lo que Butler y Athanasiou llaman “self-othering” o “devenir otro del yo” (Dispossession 106)— así como hace emerger el horizonte ético-político de “la responsividad y la responsabilidad hacia los otros” (104-105). La productividad de la autoficción como categoría política radicaría en el hecho básico señalado por el filósofo Roberto Esposito de que lo que hace posible cualquier forma de comunidad es una cierta quiebra —una alteración— de la ficción del sujeto. Como observa Esposito, “la comunidad no es un modo de ser, mucho menos una ‘obra’ del sujeto individual. No es la expansión o multiplicación del sujeto sino su exposición a lo que interrumpe el cierre y lo vuelve del revés: un desmayo, un síncope, un espasmo en la continuidad del sujeto” (7). La estrategia de representación autoficcional de Estrellas propone un continuo deslizamiento entre la realidad y la ficción que tiende a desarticular la oposición binaria entre ambas categorías, mostrando más bien cómo se interrelacionan y enlazan en un infinito bucle. Ese continuo bucle real-ficcional es patente en el relato que hace Julio Arrieta de cómo surgió la idea de hacer una película de extraterrestres en la villa. En ese relato, que ocupa el tramo central del film (casi una tercera parte del metraje), continuamente pasamos de la película “contada” a la película “actuada”, sin que esté del todo claro dónde empieza y termina cada una. La narración de Arrieta alterna los planos estáticos convencionales del entrevistado en un documental (Arrieta como “busto parlante”) con su continuación en off sobre planos de preparación del rodaje de la película. Lo interesante es que el relato se inicia con un breve primer plano de Arrieta enfrascado en lo que parece ser una acalorada discusión “real” con otro villero, pero que al final del plano se revela como parte de la película de ciencia-ficción de la que habla en el plano siguiente. Lo agitado del diálogo hace que no se entienda bien lo que dicen, pero el grito con que Arrieta zanja la discusión (“¡Extraterrestres!”) da la clave para pasar a verla como una escena de ficción —como una escena de la película de “extraterrestres” en la que está actuando como personaje, lo que a su vez plantea en qué medida se mezclan lo real y lo ficticio en su actuación como “informante” en la película que estamos viendo y que contiene a aquélla—.
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Esta estrategia de deslizamiento entre lo factual y lo ficcional (Schaeffer) se repite a lo largo del film, ya desde el plano inicial: lo que en principio parece ser una escena de la vida cotidiana en la villa se revela como escena de ficción “actuada”, lo que cuestiona la idea de una “realidad” original, enteramente desprovista de ficción o actuación. La recurrencia a lo largo de la película de estos deslizamientos metalépticos producidos a través del montaje y la puesta en escena plantea la cuestión del entrar y salir del rol: ¿cuándo se está viviendo y cuándo se está “actuando”? Cuestión que trae consigo una serie de preguntas relacionadas con la dimensión sociopolítica de esas entradas y salidas de la ficción: ¿quién tiene el derecho de actuar?, ¿quién tiene el derecho de trabajar como actor (y de ser reconocido y remunerado por ello)?, ¿quién tiene, simplemente, el derecho de trabajar?, ¿quién tiene derecho a la ficción? La película de ciencia-ficción villera —realizada e interpretada por villeros con naves espaciales hechas de basura— sería una especie de autoficción colectiva, donde quien se auto-imagina y auto-produce en un continuo oscilar entre lo real y lo ficticio no es solo un “yo” —el yo de Julio Arrieta, el impulsor del grupo de teatro vocacional, así como director y protagonista central del film de extraterrestres—, sino sobre todo un “tenue nosotros” (Butler, “Violencia” 82): el “nosotros” de los actores villeros que continuamente son y hacen de lo que son o de lo que querrían ser. En la articulación de ese precario “nosotros” se esboza una comunidad potencial que se produce performativamente, como la familia alternativa de los cineastas en el plano final de Los rubios (la familia de los que están dispuestos a “ponerse la peluca”), y que como esta se presenta como una suerte de “comunidad inoperante” en el sentido de Nancy —una comunidad que se forma no tanto a partir de lo que se “es” sino a partir de un “querer ser”, un querer hacer o actuar en común (en este caso, un querer ser o “hacer de” extraterrestres)—. En cuanto autoficción colectiva, la película de ciencia-ficción villera es una creación comunitaria en la que el deslizamiento entre lo real y lo ficticio —así como el continuo trueque de las categorías de autor, narrador y personaje— se articula en la primera persona del plural —o más exactamente, en la intermitencia entre la primera persona del singular y la primera del plural, en los continuos pasajes entre “yo” y “nosotros”—. Cuando habla del proyecto, el organizador del grupo teatral villero explica que el origen de la película está en un deseo de traer la ficción a la villa. Igualmente podríamos
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decir que se trata de un deseo de llevar la villa a la ficción, de llevarla a una ficción alternativa, a un relato de vida diferente, y ese deseo se expresa en la primera persona del plural, es el deseo de un “nosotros”: Queremos contar la visión de un villero que cree en extraterrestres, si existen o no existen no lo estamos poniendo en juego acá, lo que sí estamos poniendo en juego es la visión que tiene el villero [...] ¿Acaso los villeros no tenemos derecho a tener marcianos? [...] La premisa es querer hacer algo en la villa diferente, querer contar una historia no contada. Es muy fácil rodar una imagen de un chico con el moco colgando, una mujer con las patas sucias, eso se ve todos los días... historias de drogadictos y ladrones, de bandas de prostitutas, de mujeres golpeadas, de pobrezas, de miserias humanas... pero nunca se mostró al villero desde el punto de vista de la ficción.
Entre las escenas del rodaje de la película de ciencia-ficción villera hay un notable plano que invierte la perspectiva de la escena inicial. En ese plano vemos a los villeros salir en tromba del galpón, como si se abalanzaran hacia nosotros (fig. 3). A diferencia de la escena inicial —un plano subjetivo colectivo, donde vemos esa salida desde la perspectiva de los villeros— aquí vemos la misma escena desde la perspectiva “objetiva” del director/espectador, al igual que en La salida de los obreros de la fábrica.10 Lo significativo aquí es la identificación implícita de los “extraterrestres” con los espectadores-propietarios, algo que también se sugiere a lo largo de la película, por ejemplo cuando Arrieta razona que si los extraterrestres nunca antes entraron en la villa sería porque tendrían miedo de que les robaran, y concluye: “hasta los marcianos tienen plata”. El discurso de Arrieta propone varias veces la idea de la invasión de la villa por extraterrestres como metáfora de los dos “bandos” en que está dividida la sociedad: el bando de los ricos y el bando de los pobres —el bando de los propietarios y el bando de “la parte de los que no tienen parte” (Rancière, El desacuerdo 45), una división sedimentada en prejuicios deshumanizantes y visiones estereotípicas del “otro” que la película se dedica a subvertir, y propone empezar a superar a partir de lo que en términos de 10
En las puertas del galpón, un instante antes de abrirse, se lee el letrero: “Video Club”, lo que reenvía a la película de los Lumière, subrayando la analogía con la “fábrica” de la que salen los obreros en cuanto espacio de producción fílmica.
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Derrida (1997) llamaríamos una “política de la amistad”—.11 Como dice Arrieta: “De repente necesitamos amigarnos. Necesitamos amigos extraterrestres” (fig. 4). Tal sería el propósito de la película de ciencia-ficción villera —que no en vano se titula El nexo—,12 según lo explica Arrieta en uno de los descansos del rodaje, en una escena en que aparece caracterizado como una suerte de imposible híbrido de astronauta villero y presidente argentino (su rudimentario traje de astronauta está adornado con una cinta albiceleste en bandolera y lleva bordado un escudo donde se lee: “Villa 21”): Igual sigue siendo El nexo no sé hasta qué tiempo, capaz que hasta siempre y por siempre. Pero no El nexo de la película de ficción, el nexo entre la gente de la villa, de mi barrio, mis vecinos y la gente que venga a filmar. Hay que tratar de hacer un puente entre los dos bandos, porque yo sé que nos necesitamos, nos necesitamos mutuamente, tanto los que viven dentro de la villa como los que viven fuera. Nosotros necesitamos que nos traigan la tecnología que tienen los que viven fuera de la villa, que nos traigan el trabajo y que crean en nuestras 11
Aunque no puedo desarrollar aquí este punto, sería interesante relacionar este “relato de extraterrestres” con los usos de lo fantástico y la ciencia-ficción como alegoría política en la tradición argentina, y en concreto con el motivo de la “abducción por marcianos” en el contexto de las narrativas de la post-memoria, donde los militares represores se figuran como extraterrestres en una suerte de nueva “invasión de los ladrones de cuerpos”, como en el film de Carri o en la novela Historia del llanto de Alan Pauls (2007) (quien por cierto colaboró como coguionista en Los rubios), así como en modelos anteriores a la última dictadura, como la historieta de culto El eternauta (1959) de Francisco Solano y Héctor Oesterfeld, que podemos leer como un ominoso relato de anticipación que anuncia la brutal represión militar de los años 70 (de la que acabaría siendo víctima el propio Oesterfeld, desaparecido por dicha dictadura), o el film Invasión (1969) de Hugo Santiago, basado en un guión de Borges y Bioy Casares —por no mencionar relatos muy conocidos de invasión “fantástica” como “Tlön, Uqbar, Orbis tertius” o “Casa tomada”—. 12 El nexo (2007, 88’) es un largometraje dirigido por Sebastián Antico (a quien se menciona al principio de Estrellas como quien regaló a Arrieta la computadora con la cual este gestiona la base de datos y el sitio web del grupo teatral villero), con guión de Antico y de Arrieta, y protagonizado por este, Esther Oviedo (su esposa) y el grupo teatral de la Villa 21 de Barracas. El rodaje y posproducción del film se terminó en 2007 si bien su estreno se demoró por problemas financieros hasta 2014 (Arrieta no llegó a verlo, puesto que falleció en 2011). Además de este largometraje, existe un corto de idéntico título de 15 minutos, también dirigido por Sebastián Antico, que viene a ser una suerte de making of de El nexo, una de cuyas escenas —que comento más abajo— se incluye en el tramo final de Estrellas.
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posibilidades. Y ellos siempre precisaron que haya gente con este tipo de características [se señala a sí mismo], que no es ofensivo. Lo que tenemos que aprender es que no es ofensivo ser villero: es un acontecimiento, un hecho.
La lógica hegemónica del antagonismo destructivo es parodiada y reducida a caricatura grotesca en el trailer de El nexo —un corto de dos minutos que vemos poco después—, donde Arrieta aparece como héroe exterminador de extraterrestres y “salvador” del planeta en una suerte de apoteosis siniestra de la ideología individualista del neoliberalismo. En una especie de argumento a contrario, esta película dentro de una película dentro de una película propone una política performativa del “nexo” dialógico entre las subjetividades y los bandos sociales como alternativa a la lógica necropolítica del neoliberalismo (Mbembe) y a la lógica hegemónica moderna. Así, El nexo concluye con una “comida de la paz” entre los villeros y los extraterrestres (sus “dobles” ultramundanos) donde brindan “en son de amistad” por la “paz en la galaxia” (fig. 5). El rechazo de una representación realista y miserabilista de la villa —es decir, la imagen estereotipada de la villa que (re)produce el discurso neoliberal y que podemos vincular con la crítica de lo que Mark Fisher (2009) llama “realismo capitalista”— tiene una irónica continuidad en la secuencia que cierra Estrellas, donde se recrea cinematográficamente el sitio web del grupo teatral villero. El menú de entrada ofrece entre sus opciones una sección de “películas”, y al cliquear en el icono vemos varios cortos que parodian esa visión estereotipada de la villa. Uno de ellos es una supuesta escena de la vida cotidiana de Arrieta —de hecho, es una de las escenas del making of de El nexo— en la que se reiteran y exageran todos los clichés del realismo miserabilista (así, cuando Arrieta le muestra a su esposa la tela metálica que ha comprado para los trajes de astronauta, la mujer se lamenta amargamente: “¿qué le voy a dar a los chicos para comer, tela les voy a dar?”). Aquí Julio Arrieta y Esther Oviedo “hacen de sí mismos” parodiando la mirada neoliberal que reduce al villero al significante melodramático de la abyección y la pobreza. Lo que plantean tanto el grupo teatral como la película de ciencia-ficción villera, en cuanto proyectos de autoficción colectiva, es precisamente la necesidad y el deseo de imaginar otras maneras de “hacer de sí mismos” —otras maneras de construir el vínculo entre la persona y el personaje, entre el “yo” y el “nosotros”, entre subjetividad y comunidad—.
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La estrategia de la inverosimilitud que pone en juego esta autoficción colectiva sería así pues una estrategia de “des-narrativización del paradigma cultural de la hegemonía neoliberal” (Ariel Cabezas 229). En ese sentido es significativo que el sitio web, además de una sección de “locaciones” y “personajes típicos” (“preso”, “ladrón”, “barrabrava”, “guardaespaldas”; “callejón para peleas”, “casa tipo secuestro”, etc.), incluya también una sección de personajes “atípicos” que se saldrían del relato normativo impuesto al villero —“nuevo rico”, “turistas extranjeros”, “hippies”, etc.—. De hecho, la puesta en escena tanto de los roles estereotípicos como de los “atípicos” es altamente irónica y sobreactuada, empezando por el que un mismo actor aparezca encarnando los roles opuestos de “ladrón” y “policía”. En cierto modo, lo que estaría aquí en juego es la formación de una comunidad desde lo que Deleuze llamara en su teoría fílmica la “potencia de lo falso” (177) —y en ese sentido, otra manera de definir la autoficción sería lo que Deleuze denomina una “narración falsificante”, que plantea alternativas indecidibles entre lo verdadero y lo falso (178)—. En consonancia con la parodia del realismo miserabilista, y como contrapunto irónico a las ficciones normativas del neoliberalismo, el plano final de la película muestra a Arrieta como una especie de desprolijo James Bond, luciendo la misma inverosímil peluca de rockero metalero que ostenta en su papel de “astronauta” en la película de extraterrestres, al volante de un flamante auto y flanqueado por una villera en el papel de “chica Bond” (papel que interpreta Esther Oviedo, la compañera de Arrieta en la vida real, que en la galería de “personajes” del sitio web hacía tanto de “mucama” como de “turista”, de manera igualmente sobreactuada, y a quien en el making of de El nexo veíamos en el rol miserabilista de “esposa villera” harta del delirio lunático de Arrieta, obsesionado con la idea de hacer una película de extraterrestres). Así, Estrellas recorre en cierto modo toda la historia del cine: un arco de géneros y modos de representación realista y fantástica que iría de La salida de los obreros de la fábrica Lumière (que se cita en el plano inicial y en varias escenas a lo largo de la película) a la ciencia-ficción y a las películas de aventuras de James Bond (a las que remite el plano final). En ese plano hay un momento memorable con el que quiero concluir: el momento en que, en un gesto de humor surrealista que multiplica la inverosimilitud, la “chica Bond” villera le pasa la bombilla del mate al agente secreto-extraterrestre-
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activista villero e improvisado cineasta Arrieta (pues en esta escena es todo eso a la vez). Es un momento de comicidad sublime, que a la vez que en términos de autoficción comunitaria podemos ver como un modo de “hilaritas colectiva”, en el sentido de la alegría de una potencia de actuación en común a la que se refiere el filósofo argentino Diego Tatián en su reflexión spinoziana sobre el concepto de democracia. De acuerdo con Tatián, la filosofía política de Spinoza puede ser pensada como “la alegría común de un sujeto complejo que se experimenta como causa inmanente de sus propios efectos emancipatorios; una determinación social del deseo en tanto deseo de otros y no ya deseo de soledad” (126). A las prácticas autofigurativas del individualismo neoliberal, en una sociedad globalmente conectada de individuos melancólicos hiper-informados, movidos por lo que en términos spinozianos llamaríamos “pasiones tristes” —y ninguna pasión más triste que la melancolía en cuanto “pasión de soledad”—, se opondría la autoficción colectiva como potencia de actuar en común y como horizonte de emergencia de una comunidad movida por “pasiones alegres”. La hilaridad estaría en ese sentido ligada a la autoficción en cuanto modo de hacer comunidad a partir de una “ficción inverosímil”. O bien, como diría Toni Negri, en cuanto modo de producir una “beatitud cívica” y de poner en práctica una “política del amor” (113) que se opondría a la “necropolítica”, la “aporofobia” (Cortina) y las fantasías de exterminio del neoliberalismo. En una época en que los discursos de exclusión y deshumanización del otro están en alza y las fantasías de exterminio vuelven a ser cada vez más verosímiles —por no remontarnos a tiempos no demasiado lejanos en que llegaron a ser terriblemente reales (en el caso de Argentina apenas hay que remontarse tres décadas)—, la estrategia de la inverosimilitud propone una figura alternativa, una forma de resistencia “biocultural” (Valenzuela, “El cruising”): una resistencia que se niega a reducir el valor de estas vidas al significante estereotipado o “necropolítico” de la pobreza en que los encasilla el discurso neoliberal. En esa resistencia —en esa negación de lo dado que es el principio de toda ficción—, emerge lo que en términos de Spinoza llamaríamos el horizonte emancipatorio de una potencia de actuación: la posibilidad de otra vida, de imaginar, a través del cine como apuesta por una nueva poiesis del yo y del nosotros, otras formas de acción, subjetividad y convivencia.
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Fig. 1. Plano final de Los rubios (2003).
Fig. 2. La salida de los obreros de la fábrica Lumière (1895).
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Fig. 3. La salida de los villeros del galpón / El alzamiento contra los extraterrestres (Estrellas, 2007).
Fig. 4. La amistad de los villeros y los extraterrestres (Estrellas, 2007).
Fig. 5. La “comida de la paz” entre los villeros y los extraterrestres (El nexo, 2007).
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SOBRE LOS AUTORES
Javier Ignacio Alarcón es doctor en Estudios Lingüísticos, Literarios y Teatrales de la Universidad de Alcalá, con una tesis sobre la autoficción especular en la literatura venezolana. Es licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Andrés Bello, de Caracas, y realizó un máster en Literatura Comparada: Estudios Literarios y Culturales en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha sido profesor de Filosofía, Literatura y Pensamiento Político en distintas instituciones. Formó parte de “La autoficción hispánica. Perspectivas interdisciplinarias y transmediales (1980-2013)” y, actualmente, trabaja en “Pensar lo real: autoficción y discurso crítico”, proyectos dirigidos por la Dra. Ana Casas Janices. Ha publicado en revistas especializadas, como Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos y Mitologías Hoy, así como en los libros El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción (2014) y El autor a escena. Intermedialidad y autoficción (2015). En este momento, trabaja en el comité de redacción de Contrapunto. Revista de Crítica e Información Cultural, donde es el encargado de la sección “Diálogo con las artes”. Lieve Behiels es profesora emérita de Traducción, Interpretación y Cultura Hispánica de la Facultad de Letras de la KU Leuven (Campus de Amberes). Sus campos de investigación son la literatura española de los siglos xix y xx, los estudios históricos de traducción y la imagología, más concretamente la imagen de los españoles y de lo español en el ámbito de la lengua neerlandesa, fruto del contacto de culturas en los siglos xvi y xvii. Cuenta con numerosas contribuciones en estos terrenos. Entre sus publicaciones se destacan el estudio La cuarta serie de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós. Una aproximación temática y narratológica (2001) y la edición crítica, junto a Kathleen V. Kish, de la primera traducción al neerlandés de La Celestina (Celestina. An annotated edition of the first Dutch translation (Antwerp, 1550)
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(2005). Ha traducido al español la monografía de René Vermeir titulada En estado de guerra: Felipe IV y Flandes, 1629-1648 (2006) y De los tiempos turbulentos en los Países Bajos y sobre todo en Gante de Marcus van Vaernewijck. Es miembro correspondiente de la Real Academia Española desde 2016. Álvaro Ceballos Viro es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Filología Románica por la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania). En 2009 obtuvo el premio Werner Krauss a la mejor tesis del hispanismo alemán del bienio anterior. Desde 2008 es profesor de literatura española en la Universidad de Lieja, en Bélgica (en calidad de titular desde 2011). Durante el curso 2016-2017 ha sido visiting scholar en la University of Wisconsin-Madison. Es autor de las monografías Ediciones alemanas en español (1850-1900) (2009) y Las letras de la República. Luis de Tapia y los usos políticos de la literatura en la Edad de Plata (en prensa). Ha editado varios volúmenes colectivos y ha realizado ediciones críticas de obras de dos escritores populares de la Edad de Plata: Luis de Tapia (Poemas periodísticos. Antología comentada, 2013) y Juan Pérez Zúñiga (Seis días fuera del mundo, 2011). Por lo demás, ha escrito artículos en prensa especializada sobre temas como la historia editorial, la ciencia ficción o el género chico, generalmente desde prismas de análisis próximos al materialismo histórico o a la recepción empírica. Mario de la Torre-Espinosa es doctor en Teoría de la Literatura y del Arte y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. Ha sido asistente honorario del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla, y ha trabajado como profesor en la Universidad Rey Juan Carlos, la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad de Cádiz. Actualmente es profesor del área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Granada. Entre sus publicaciones se encuentran Generación Cinexin (2015), galardonado con el premio ASECAN al mejor libro de cine del año, y la monografía Almodóvar en la cultura: del tardofranquismo a la movida (2020), además de diversos artículos y capítulos de libros. Sus líneas de investigación se centran en la literatura comparada, el teatro español y los estudios fílmicos, con la autoficción y la transmedialidad como objeto principal de estudio. Es, asimismo, miembro del
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Sobre los autores
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equipo de investigación I+D “Pensar lo real: (auto)ficción y discurso crítico”, dirigido por Ana Casas Janices. Marco Kunz es doctor en Literatura Iberorrománica por la Universidad de Basilea. De 2005 a 2009 fue profesor titular de literaturas románicas en la Universidad de Bamberg, Alemania. Desde otoño de 2009 es catedrático de Literatura Hispánica en la Universidad de Lausana, Suiza. Es autor de numerosos artículos sobre narrativa española e hispanoamericana contemporánea y de los libros Trópicos y tópicos. La novelística de Manuel Puig (1994), El final de la novela. Teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española (1997) y Juan Goytisolo. Metáforas de la migración (2003), entre otros. Además, es director de la revista Boletín Hispánico Helvético. Nicolas Licata es doctor en Lenguas y Letras hispánicas por la Universidad de Lieja (2020). Su tesis doctoral, titulada Autofabuladores fabulosos, se centra en las autoficciones fantásticas de Mario Bellatin, Alan Pauls, Valeria Luiselli y César Aira. Ha contribuido a diferentes libros y revistas académicas con artículos sobre estas últimas, en los cuales aborda problemáticas como la relación entre la autoficción y la ciencia, la autoficción femenina o la imagen social construida por el autoficcionalista. Es miembro del comité de redacción de COnTEXTES. Revue de Sociologie de la Littérature. Teresa López-Pellisa es profesora de Literatura en la Universidad de Alcalá, doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona y licenciada en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid. Es miembro del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y del grupo de investigación Cuerpo y Textualidad de la UAB, así como del Instituto de Cultura y Tecnología de la Universidad Carlos III de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos y jefa de redacción de Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico. Sus líneas de investigación se centran en la literatura de ciencia ficción, la cibercultura, los estudios del futuro y los estudios de género. Entre sus publicaciones cabe destacar Historia de la ciencia ficción latinoamericana vol. 1. Desde los orígenes hasta la modernidad (2020), Historia de la ciencia
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ficción en la cultura española (2018), Patologías de la realidad virtual. Ciencia Ficción y Cibercultura (2015), y la coedición de Ciberfeminismo: De Venus Matrix a Laboria Cubonik (2019), Visiones de lo fantástico en la cultura española (1970-2012) (2014) y Ensayos sobre ciencia ficción y literatura fantástica (2009), además de las antologías Las otras. Antología de mujeres artificiales (2018), Poshumanas y Distópicas. Antología de escritoras españolas de ciencia ficción (2019), Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España (2019) y Fantastic Short Stories by Women Authors from Spain and Latin America (2019). Julia Erika Negrete Sandoval es doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Su investigación se ha centrado en la autoficción hispanoamericana de la segunda mitad del siglo xx, tema sobre el que ha publicado varios artículos y el libro Autor y autoficción. Un estudio de Abaddón el exterminador de Ernesto Sábato (2016). Actualmente colabora en un proyecto de investigación sobre la autobiografía mexicana del siglo xx en la Universidad de Guanajuato, México, y desarrolla de manera independiente un proyecto sobre los estudios autoriales en la literatura hispanoamericana contemporánea. Rafael Olea Franco es profesor-investigador de tiempo completo del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, donde se especializa en la obra de Jorge Luis Borges y en la narrativa mexicana e hispanoamericana de los siglos xix y xx. Se doctoró en Lenguas Romances por Princeton University y en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Recibió el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes 2003. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Un pulque literario (2020), La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (2019), Los dones literarios de Borges (2006), En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárcena, Fuentes y Pacheco (2004), El otro Borges. El primer Borges (1993) y La búsqueda perpetua: lo propio y lo universal de la cultura latinoamericana (en coautoría con J. Ortega y L. Weinberg). Coordinó la edición crítica de La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán (ALLCA XX, Colección Archivos, París). Asimismo, ha editado más de una docena de libros y ha publicado más de ochenta capítulos de libro o artículos en revistas especializadas. Ha sido
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Sobre los autores
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profesor visitante y conferenciante invitado en numerosas universidades en México y en el extranjero. Julio Prieto es profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Potsdam. Es autor de varios libros de poesía y numerosos ensayos de crítica literaria y cultural. Entre sus publicaciones recientes cabe destacar: Marruecos (2018, poesía), el volumen Poéticas del presente: perspectivas críticas sobre poesía hispánica contemporánea (2016, coeditado con Ottmar Ette), y el ensayo La escritura errante: ilegibilidad y políticas del estilo en Latinoamérica (2016, Premio Iberoamericano LASA 2017). Pedro Pujante es docente, profesor de escritura creativa y doctor en Literatura con una tesis sobre la autoficción fantástica. Es autor de las novelas El absurdo fin de la realidad (2013), Los huéspedes (2016) y Las suplantaciones (2019). También es autor de cuatro libros de cuentos: Espejos y otras orillas (2011); Déjà-vu (2012); Hijos de un dios extraño (2012) y Las regiones inferiores de la muerte (2018). Muchos de sus relatos están recogidos en antologías: Antología Z (2012); 2099. Antología de Ciencia Ficción (2011); 2099-b. La Mejor Ciencia Ficción en Español (2012); Kafka (2016); 2099-c. Rusia y la URSS en la ciencia ficción (2016); Londres. Antología (2017). Es autor también del ensayo crítico Mircea Cărtărescu. La rescritura de lo fantástico (2019). También ha sido editor literario y prologuista de la antología de relatos de ciencia ficción Sexo robótico (2019). Ha publicado artículos académicos en diversas revistas como Pasavento, Quimera o Trasvases. Mantiene una columna en el diario La Opinión de Murcia. Sus mejores artículos literarios han sido recogidos en el volumen La invención de la realidad (2020). Sabine Schlickers es catedrática de Literaturas Iberorrománicas en la Universidad de Bremen (Alemania), es autora de un estudio narratológico-comparativo sobre adaptaciones cinematográficas (Verfilmtes Erzählen..., 1997), una monografía sobre la novela naturalista hispanoamericana (El lado oscuro de la modernización... 2003), otra sobre la literatura gauchesca rioplatense y brasileña (“Que yo también soy pueta”... 2007) y sobre la apropiación de la Conquista en crónicas, literatura y cine (La conquista imaginaria... 2015). La más reciente es un trabajo narratológico sobre un nuevo concepto
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narratológico transmedial llamado narración perturbadora (2017), que se basa en la combinación lúdica de la narración engañosa, paradójica y/o enigmatizante. Es coeditora de estudios sobre la novela picaresca, la auto(r)ficción, la Reinvención de Latinoamérica y Estéticas de autenticidad. En 2021 se publicará su nuevo libro De Auschwitz a Argentina: Representaciones del nazismo en literatura y cine. Rahel Teicher estudió la carrera de Lenguas y Literaturas Románicas en la Universidad de Lieja e hizo una tesis de máster sobre las estrategias literarias de reconstrucción de la memoria familiar en tres obras autoficcionales de autores argentinos que nacieron o crecieron durante la última dictadura militar. Actualmente trabaja como asistente en el Departamento de Lenguas y Literaturas Españolas e Hispanoamericanas de la Universidad de Lieja y está haciendo una tesis doctoral sobre la figura del padre muerto en la narrativa contemporánea en lengua española. El 24 de febrero de 2018 recibió en Bruselas el premio de los Duques de Soria de Hispanismo a la mejor tesis de máster en literatura hispana de Bélgica. Kristine Vanden Berghe es maestra en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México y se doctoró en la KULeuven. Desde 2013 se desempeña como catedrática en la Universidad de Lieja, donde da clases sobre literatura y cultura hispanoamericanas. Ha publicado en relación con narrativa latinoamericana moderna y contemporánea y sobre los textos autoficcionales de César Aira, Alan Pauls, Valeria Luiselli y Fernando Vallejo. Es autora de los libros Intelectuales y anticomunismo. La revista Cadernos Brasileiros (1997), Narrativa de la rebelión zapatista. Los relatos del Subcomandante Marcos (2005), Homo ludens en la revolución. Una lectura de Nellie Campobello (2013) y Narcos y sicarios en la ciudad letrada (2019), entre otros. Coeditó libros sobre la relación entre guerra y juego (con Achim Küpper), la literatura mexicana (con Maarten van Delden), la Revolución mexicana (con Marie Vandermeulen) y la obra de Héctor Abad Faciolince (con Catalina Quesada).
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Sobre los autores
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Bieke Willem es profesora de literatura en la Universidad de Colonia (Alemania). Es doctora en Literatura por la Universidad de Gante (2014) y ha trabajado como investigadora postdoctoral en la UC Berkeley (2015-2016). Ha contribuido a libros y revistas académicas con artículos sobre temas relacionados con las memorias de la (post)dictadura, la representación literaria del espacio y la intimidad en la literatura y el cine. Es autora de El espacio narrativo en la novela chilena postdictatorial. Casas habitadas (2016). Actualmente investiga la relación entre paisajes no-urbanos y lo fantástico en la literatura latinoamericana contemporánea.
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