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Spanish; Castilian Pages [269] Year 2010
David Le Breton
ROSTROS Ensayo antropológico
11
INSTITUTO DELA MASCARA
Le Breton, David Rostros: Ensayo de antropologla
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1° ed.
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Buenos Aires
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Letra Viva,2010.
269 p. ;23 x 16 cm. ISBN 978-950-649-281-6 l. Antropologla. I. Consigli, Estela, trad. II. Titulo CDD301
Edición al cuidado de LEANDRO SALGADO
Traducción del francés: ESTELA CONSIGLI Revisión de pruebas: BRENDA DVOSKIN
Imagen de tapa: Máscara ·�cuario" realizada por KIKE MAYER Fotografia de tapa; FRANCESCA LINDER
Diseño de tapa y tratamiento digital de la imagen: ESTUDIO LETRA V1vA
Por todas las ediciones en castellano: © 2010, Letra Vi va, Librería y Editorial
Av. Coronel D!az 1837,
(1425) C. A. de Buenos Aires, Argentina
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Uriarte 2322
2010, Instituto de la Máscara (1425) C. A. de Buenos Aires, Argentina
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Por las ediciones en francés: © Mitions Métailié
5, rue de Savoie, 75006, París, Francia Primera edición en castellano: Abril de 2010
Impreso en Argentina -
Printed in Argentina 11.723
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Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme di\ide a la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de Culturesfrance, opérateur du Ministere Franfais des Affaires Etrangeres et Européennes, du Ministere Franfais de la Culture et de la Communication et du Service de Coopération et di\ction Cul ture/le de li\mbassade de France en Argentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Culturesfrance, operador del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos, del Ministerio Francés de la Cultura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.
A mis padres A Hnina
«El rostro humano es realmente como el de un dios de alguna teogonía oriental, un racimo de rostros yuxtapuestos en planos distintos y que nunca se ven a la vez». MARCEL PROUST
Índice
11
PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLANA INTRODUCCIÓN
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. . . . .
l. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO •
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15
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El rostro de Dios ...............
De la individualización del cuerpo a la del rostro . Celebración social del rostro: el retrato El espejo .............. La fotografía: la democracia del rostro. Antropometría ....
La invención del rostro . .... ..
2. DEL ROSTRO A LA •
FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMÍA
El rostro y su interior ...
•
La pasión por las tipologías .
•
Los estigmas del «criminal innato»
. 78 . 82
.
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓLICO
El rostro sin el Otro .. ...
Rostro autista .... . .. •
Significación social del rostro
.51
. 69
La cara del Otro .... ..
•
. 44
. 48
. 67
Tripartición del rostro . •
La botánica de las emociones
. 41
. 65
¿Una ciencia de los rostros?.
El efecto Koulechov .
. 39
. 60
La impresión fisiognómica .
•
. 27
. 32
. 52
Los tratados de fisiognomía
Simbología del rostro ....
. 21
. 51
El mediodecir del rostro ..
Bajo la figura, el rostro .....
.21
. 83
. 87
.91
. 91 . 94
-106
108
114 118
4.
121
FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA •
Cara a cara.
•
De la cara al hombre
•
Interacción y mirada .
•
Intercambio de miradas .
•
Escudriñar.
•
«Mal de ojo» .
•
«Medusar».
121
124
128
132
136
138
140
143
5. EL ROSTRO ES OTRO •
Ambivalencia del rostro .
•
El rostro es Otro .
•
El rostro de referencia .
•
Las proyecciones del rostro
143
146 148
153
158
•
El rostro oculto.
•
El doble .
•
Disimetría del rostro .
•
El reconocimiento de los rostros
•
Semejanza.
•
La gemelidad.
179
6. ÜCULTANDO EL ROSTRO
183
•
Gesticular .
•
Caracterizar .
•
Maquillar .
•
Velar .
•
Enmascarar
•
Anonimato
•
Modificar .
•
De la impasibilidad a la "caracrimen" .
162 168 170 174
183
186
189
195 201
207 211 217
7. ROSTRO Y VALOR. •
Poder de atracción .
•
Las paradojas del predominio del rostro .
•
Belleza-fealdad .
. 221 221
225 230
8. Lo SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ
237
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALÍA DE APARIENCIA
247
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA SOBRE EL ROSTRO . . .
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26 1
Prólogo a la versión castellana
Quedéme y olvidémr. el rostro recliné sobrt· el amado; cesó todo, y dejé.me dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. SAN JUAN DE LA CRUZ
estas páginas el autor rastrea el rostro humano, no sólo como los rasgos que sP. cl0stacan en la identidad de cada ser, sino que va detrás de sns marcas a lo largo de la historia de la humanidad. Como el historiador, el psicoanalista o el arqueólogo que anda levantando (el hueso) para develar el misterio de la carne viva. O porque no pensa1 que David Le Breton es uno de los detectives de la escuela de Sherlock Holmes que de cada rastro va sacando un rostro y de cada rostro un sendero que lo lleva a otro y así, con esa rigurosidad científica y didáctica que lo caracteriza va demostrando que el rostro es la construcción simbólica donde cada cultura dejó su marca. Los rostros son enigmas que esconden pasiones y emociones, vertJades y mentiras que a veces lava una sonrisa. Son el poder de la mirada fija en la mira da del otro que es su doble, su cómplice o enemigo. Lo:: temas que desarrolla; como la invención del rostro, o la pasión por las tip olo gías, o el rostro es Otro o el "cara a cara" entre otros, hilvanan un texto que juega con los enmascaramientos y des enmascaramientos que se suceden en cada acto como un despliegue de máscaras, que resultan el "mediodecir" de la cultura . Cita. el autor: "El rostro encama una ética, exige responder por sus propios actos, de allí que la máscara no es una simple herramienta para asegurarse el in c ógnito, sino que revela incógnitas, sorpresas. Querer escurrirse a hurtadillas En
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de los propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro es cambiar de existencia. [ . . . ] El rostro es una cifra, en el sentido hermético del término, un llamado a resol ver el enigma. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orien taciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas': ¿Por qué su libro comenta sobre el rostro de Dios en las diversas religiones monoteístas? Porque el rostro, en la tradición judeo - cristiana funda la unici dad, es decir la invisibilidad en las tradiciones religiosas que generan el imagi nario del rostro. Se refiere a Moisés y a Jesús y va construyendo o deconstru yendo el modo en que el rostro se constituye en el orden de la cultura en rela ción al cuerpo y a los otros. Es que ia mirada del rostro del otro sobrepasa los prejuicios fisiognomistas, más allá de las.características anatómicas, para poder encontrarse con la inten sidad del rostro y con el otro que tiene que ver con el uno. Es aquello que Le vinas mencion·a en su libro como "Ética e infinito': la libertad de encontrarse con el otro sin trabas, abre el ser a lo infinito; al desocultar el rostro deja apare cer máscaras de vida y de muerte. El ocultamiento del rostro ¿sería homólogo al ocultamiento del ser por el ente del que hablaba Heidegger y la filosofía con temporánea? . No podemos dejar de mencionar, el capitulo de la Shoá y las exclusiones y dis criminaciones raciales que siguen marcando este nuevo siglo. ''.Así como el racis mo- dice Le Breton- es la manifestación de la negación del rostro en el otro': Es imposible ignorar al arte, especialmente a la pintura, cuando va dejando los testimonios en los retratos, este período es una revolución dentro de las con sideraciones de lo humano, "ya que el cosmos es expulsado del cuerpo humano. La carne que el escalpelo revela es la única posesión de un hombre integrado y separado del mundo por su cuerpo. É ste se volvió el límite de su persona [ . . . ] Se desacraliza la naturaleza, se la percibe como radicalmente diferente al hom bre': La individuación renacentista y en las capas sociales sobre todo burguesas este proceso se desarrolla paralelamente a una desilusión con respecto a la na turaleza. Es el retrato, una unidad de medida, quien pertenece a una clase social o quien es excluido carece de rostro en los atriles, es un corte entre una huma nidad y otra que aflora con potencia y que reina en todo su esplendor y destruc ción en la sociedad contemporánea. De allí que el autor se plantee la importancia de las paradojas del rostro. Be lleza-fealdad. Maquillar. Ocultar el rostro, poder transitar de la impasibilidad de la "caracrimen" y enfrentarse al poder o la atracción y seducción de rostros máscaras-objetos. 12
PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLA.iVA
Rostro-máscara es un tema clave a lo largo del libro, ya que su búsqueda antro p ológica social le permite ahondar en distintas culturas y etapas históricas don de el ocultar y develar propio de la máscara hace al rastreo de la rostriedad, de la exp resión y configuración de los rostros, desde la relevancia y magnificencia que adquieren hasta el desdibujamiento o borramiento que expresan, como másca ras cuya vigencia o derrumbe se enlaza con la comunidad de pertenencia. Cada autor a medida que investiga, las raíces y ramificaciones de la lengua en que la que trasmite su obra enfrenta interrogantes, que sin duda, quedan im presos en sus palabras. La etimología de "visage" es "rostro� cara, faz, semblan te. Expresión del rostro. Apariencia. De origen latino; video, es, ere, visum. Vi sus, participio pasivo de videre" lo que es visto" hace referencia a la facultad de ver, así como "visitar, objeto puesto a la vista", y vis a vis: "cara a cara" y dévisa ger": puede traducirse como "desfigurar': "romper la cara': David Le Breton logra en este libro romper algunos paradigmas, desfigurar los, poner cara a cara, rostros y máscaras, para adentrarse en la problemática de lo humano a través de Des visages. Lic. Elina Matoso 1 Dr. Mario J. Buchbinder DIRECTORES DEL INSTITUTO DE LA MÁSCARA
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Introducción
«Desde que los rostros de los hombres se volvit'ron hacia fuera, éstos se tornaron incapaces de verse a sí mismos. Y esa es nuestra gran debilidad. Al no poder vernos, nos imaginamos. Y cada uno, al soñarse a sí mismo y ante los demás, queda sólo detrás de su rostro». RENÉDAUMAL
En un comienzo, surge la emoción ante ciertos rostros y la sensación de un enigma contenido allí, al alcance de la mano y de la mirada, y sin embargo, in asible: toda la fragilidad y la fuerza de la condición humana. Rostros del entor no, de ciertos transeúntes, el rostro de Gelsomina en La Strada, de Falconetti en la Juana de Arco de C. Dreyer, rostros pintados por Rembrandt o fotografiados por Lewis W Hine. Rostro del o de la amante con la revelación de un misterio intuido que siempre queda pendiente para más tarde, a menos que el amor de cline o caiga en la banalidad de una figura despojada ya de todo carácter sagra do. Cada uno de nosotros lleva en secreto su mitología, su tesoro de emociones que depara una prodigalidad de rostros. La investigación presentada aquí es un intento por descubrir las significa ciones, los valores, los imaginarios asociados al rostro, un modo de responder a la fascinación que éste ejerce, no para violar su secreto, sino para aproximar se más a él, caminar a su lado para descubrir hasta qué punto se sustrae. Con trariamente a eso en las fisiognomías que renacen regularmente de sus cenizas para enunciar finalmente una pretendida verdad del rostro a través del discuti ble arte de la suposición, la antropología logra antes bien comprobar el medio decir, el susurro de la identidad personal. El rostro revela tanto como esconde. Si no se quiere disolver ese «no sé qué y e s e casi nada» que hace a la diferencia 15
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
entre un rostro y otro, conviene moverse con un «espíritu refinado» antes que con un «espíritu de geometría». La sensibilidad de aproximación demanda una antropología atenta, curiosa de lo único más que de lo repetitivo, pero que no excluye la evidencia. Desde el rostro del niño hasta el del anciano, hay una con tinuidad inquietante, una semejanza jamás desmentida. Y sin embargo, cuán tos rostros se suceden a lo largo de las estaciones, de las pruebas de la vida, o in cluso simplemente a lo largo de la vida cotidiana. La continua metamorfosis de un rostro permanece fiel a un «aire», a una forma evanescente que nada puede captar pero que habla de la singularidad de un hombre. La palabra francesa visage (rostro) viene del latín visus, participio pasado sus tantivado de videre: «lo que es visto». Etimológicamente, la mayoría de los tér minos que han designado al rostro en las lenguas del antiguo mundo occiden tal hacían alusión al aspecto visible del rostro, a su forma, a su posición privile giada en el cuerpo humano. 1 El rostro (y las manos) se dejan ver desnudos, sin el telón de las vestiduras. A partir de un puñado de referencias como ojos, na riz, frente, se ofrecen al mundo miles de millones de rasgos a través del espa cio y del tiempo. Los rostros son variaciones al infinito sobre un mismo esque ma simple. Asombra tal diversidad de formas y expresiones cuando los mate riales que las modelan son tan reducidos en número. La estrechez del escenario del rostro no impide en nada la multitud de combinaciones. El decorado sigue siendo el mismo, pero permite innumerables figurantes. Todo hombre lleva su rostro, pero nunca el mismo. La ínfima variación de uno de los elementos que le dan forma deshace su orden y significación. El rostro traduce en forma viva y enigmática lo absoluto de una diferencia individual, aunque ínfima. Es una cifra, en el sentido hermético del término, un llamado a resolver el enigma. Es el lugar originario donde la existencia del hom bre adquiere sentido. En él, cada hombre se identifica, se encuentra nombrado e inscripto en un sexo. La mínima diferencia que lo distingue de otro es un suple mento de significación que da a cada actor la sensación de soberanía de su pro pia identidad. El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventu ra personal. No obstante, lo social y lo cultural modelan su forma y sus movi mientos. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orienta ciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas. Las mímicas y las emociones que lo atraviesan, las puestas en escena de su aparien cia (peinado, maquillaje, etc.) revelan una simbología social de la que el actor se sirve con su estilo particular. 1.
16
Renscn. Jean. Les dénnminations du visage en franryais et dans les autres tangues romaines, 2 vol., París, Les Bclks Lettres, 1 962.
INTRODUCCIÓN
El hombre no es el único que habita sus rasgos, también está allí el rostro de lo s otros, en transparencia. Pero el niño salvaje, el autista o el ciego de nacimien to dan cuenta de un rostro mudo que sólo la intervención de un entorno atento p uede socializar. El rostro es pues el lugar del otro, nace en el corazón del lazo so cial, cl•:sde el cara a cara original del niño y de su madre (el primet.rostro), y durante los innumerables contactos que la vida cotidiana entabla y desentabla. El rostro es materia de símbolo. Pero para el propio hombre, a menudo es un lugar problemático, ambiguo. En ese sentido, podría decirse que el «yo es otro» de Rimbaud encuentra su expresión corporal más sorprendente en el hecho de que el rostro es Otro. En él nace la pregunta: ¿por qué estos rasgos? ¿qué rela ción tienen conmigo? Y son pocos los individuos que aceptan sin resistencia ser filmados o captados en video. Algunas sociedades erigen tabúes ante cualquier retrato, rechazan las fotografías. Temen que la imagen sea el propio hombre y o torgue al que se lo apropia un poder mortal o malintencionado sobre el inge nuo que se deja atrapar por el ojo del objetivo. También hay una relación problemática con el tiempo que pasa y deja sus huellas en un rostro notoriamente vulnerable. Aunque en �ie1tas sociedades, el envejecimiento que marca los rasgos y blanquea los cabellos aumenta el presti gio y la dignidad, no es el caso en nuestras sociedades occidentales marcadas por un imperativo de juventud, vitalidad, salud y seducción, donde la vejez es casi siempre objeto de una poderosa negación. Envejecer, para muchos occidentales, es perder poco a poco su rostro, y verse un día con rasgos extraños y la sensa ción de haber sido desposeído de lo esencial. «Morimos con una máscara», dice el príncipe Salina, de Lampedusa. Y sin embargo, palpita el recuerdo de un ros _tro perdido, el rostro de referencia. Aquel al cual el actor se aferra con más fuer za, el que en el pasado conoció el amor. El rostro interior que atiza la nostalgia y muestra sin ambigüedades la precariedad de cualquier vida. Quizás es el mis mo que el maquillaje o la cirugía estética buscan embellecer, incluso restaurar, fij ar en una eterna juventud. ¿Y qué sucede cuando provisoriamente el hombre se despoja de su rostro a través de la máscara o de la caracterización? ¿A qué metamorfosis se pres ta «cambiando de cara»? El rostro encarna una ética, exige responder por los propios actos. El hecho de ya no temer «mirarse de frente» porque se han mo dificado los rasgos abre un gran abanico de perspectivas. No obstante, la más cara no es una simple herramienta para asegurarse el incógnito, sino que reve la recursos secretos, sorpresas. Suele tomar las riendas, apoderarse del hombre, quien creía dominar, orientar su acción. Querer escurrirse a hurtadillas de los propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro impli17
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ca cambiar de existencia, librarse o tomar una distancia provisoria, no sin peli gros, del sentimiento de identidad que hasta ese momento regía la propia rela ción con el mundo. ¿No es acaso el rostro una medida de precaución a través de la cual se dominan todos los impulsos, las tentaciones que pondrían en peligro el orden del lazo social? Al menos, conjurar la ambivalencia, lo inasible del otro, reducirlo a algunos rasgos simples, a una característica, saber lo qué se puede esperar de él, tal es la fantasía de control que desarrolla la fisiognomía. Estudiar el cuerpo, y sobre todo el rostro, para construir, en función de las formas observadas, una caracterolo gía del hombre que permita asegurarse mejor acerca de lo que es (o mejor di cho, presume ser). Desde la antigüedad, los tratados de fisiognomía se han su cedido y tuvieron un asombroso éxito durante la transición de los siglos XVIII y XIX gracias a Lavater, quien influyó en muchos de sus contemporáneos y en una posteridad no menos importante. Hoy, la fisiognomía renace con un segun do impulso a través de la morfopsicología, aunque siga siendo tan cuestionada. Si bien el rostro revela al hombre, lo disimula otro tanto. «La fisonomía -dice La Bruyere- no es una regla que nos ha sido dada para juzgar a los hombres, pero puede servirnos de conjetura». 2 Y el imaginario de leer un rostro como un mapa geográfico que informa sobre orientaciones psicológicas o como el lugar del cri men, sembrado de indicios, es un arte dudoso que difícilmente puede defender se de la voluntad de ingerencia que supone sobre el otro. D el mismo modo que el nombre que lo designa, todo individuo, incluso el más humilde, lleva su rostro como el mayor signo de su diferencia. Así como el rostro es el hogar secreto del ser, en cierto modo la «capital» (capita) de la sen sación de identidad del hombre, la desfiguración se vive como una privación del ser, una experiencia del desmantelamiento de uno mismo. Eso explica el dra ma que atraviesan los accidentados o quemados en el rostro. Esas heridas afec tan las raíces de su identidad al mismo tiempo que su carne. Además, de quien tiene el rostro arruinado por una enfermedad o accidente, se murmura que ya no tiene aspecto humano. Una de las características de la violencia simbólica que ejerce el racista con siste en la negación del rostro en el otro. Al tratarse del signo del hombre, el más alto valor que éste encarna, el desprecio del rostro ajeno pasa por su animali zación o degradación: el otro tiene jeta, trompa, cara de culo, es descarado, un «cabeza». El odio conlleva la desfiguración del otro odiado; le niega la dignidad de su rostro. 2. La Bruyere, Les caracteres ou les maurs du siécle, Folio, pág. 283. [En español: Los caracteres o las costumbres de este siglo, Barcelona, Edhassa, 2004, 1 2:3 1 ] . 18
INERODUCCJÓN
Los campos de la muerte que organizaron de manera sistemática la destruc ci ón del hombre se esforzaron en eliminar su rostro, en erradicar esa infinitesi m al diferencia que hace a cada hombre único, para unificar a todos los deteni dos bajo una figura idéntica, hecha de insignificancia a los ojos de los verdugos: «Muy pocas veces los percibí como individuos -dijo F. Stangl. comandante del campo de Sobibor y luego del de Treblinka-, siempre era una enorme masa». En los campos, hay que ser sin rostro, sin mirada, uniforme bajo la delgadez. Hay que combatir en uno cualquier detalle llamativo del rostro, toda señal que instaure un suplemento de sentido en el que se pueda percibir una individuali dad. Borrar el propio rostro, empañar los rasgos, eliminar la condición de hom bre singular, fundirse en la masa anónima de los otros, sin el rdieve de un ser, disuelto en la misma ausencia. «Hay que ser plano -sigue escribiendo Robert Antelme, ya inerte- Cada uno lleva sus ojos como una amenaza».3 Pero ante un trozo de espejo recogido en el camino o recuperado de las ruinas, los deporta dos van desfilando y se maravillan. Se instala una liturgia a pesar de la impa ciencia. El fragmento de espejo pasa de mano en mano, hace vivir al deportado el iecuerdo de una identidad que, de pronto, descubre que toclavía está allí. La inquina con el rostro no puede contra él cuando todavía se lo puede mirar de frente. El rostro es el lugar más humano del hombre. Quizás el lugar de donde nace el sentimiento de lo sagrado.
3.
Antelme, Robert. Léspece humaine, París, Gallimard, 1 957, pág. 57.
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l. La invención del rostro
«Hay en el rostro humano una complejidad
infinita de rodeos y evasivas».
GEORGES BATAILLE, El culpable
El rostro de Dios
El rostro es el privilegio del hombre. Dios, que está más allá del hombre, está más allá del rostro. Son numerosas las tradiciones religiosas que seña lan la imposibilidad del hombre de sostener la mirada de Dios y de discernir su improbable rostro. De él emana una luz resplandeciente que hace imposible toda percepción. Incluso los serafines se velan el rostro cuando están cerca de esa glo ria y su cuerpo se adapta curiosamente a tal efecto, pues tienen «seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban». (Isaías, 6-2). Cuando Jehová aparece por primera vez ante Moisés, lo hace «en una llama de fuego en medio de una zarza . . . -y dice-: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Ab raham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, p orque tuvo miedo de mirar a Dios» (Éxodo, 3-6). En el momento de concluir la alianza, Moisés asciende a la montaña para estar con Dios. «Y la gloria de Je hová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jeho vá era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel». (Éxodo, 24-16/17). Dios no posee la forma del rostro, la luz que irradia de esa imposibilidad re bota en los rasgos de Moisés como señal evidente del enc11entro del hombre con lo divino. « . . al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro también
.
resp landecía, después de que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos
21
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
de Israel miraron a Moisés, y he aquí que la piel de su rostro era resplandecien te; y tuvieron miedo de acercarse a él. [ . . . ] Y cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando venía Moisés delante de Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía; y saliendo, decía a los hijos de Israel lo que le era mandado. Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente; y volvía Moisés a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Dios». (Éxodo, 34-29/34). Poco antes de aparecer ante Moisés para entregarle las tablas de la ley, Jeho vá le recuerda lo inefable de su rostro: «No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá. Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú es tarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro». ( Éxodo, 33-20 /23). Fra se singul ar, si no sopesamos su contenido con la mirada de la fe, pero lógica si recordamos que la única manera de identificar reside en la configuración de los rasgos. Darle un rostro a Dios implica suprimir su divinidad, hacer de él un hombre superlativo, reconocible, que comparte con el hombre la forma del ros tro. Sin embargo, el antropomorfismo del texto bíblico tiende a limitar curiosa mente el poder divino de Dios al atribuirle manos, espaldas, etcétera. La tradi ción del Antiguo Testamento nos dice que no se puede ver a Dios y seguir vivo. Dios protege la infinitud de su rostro. Ante el pedido de Moisés de revelárselo, Jehová responde por la negativa, le muestra solamente la luz que irradia, pero sí le da su nombre. Más adelante, como en resonancia, el Apocalipsis anuncia que en el Jerusalén celeste, los elegidos « . . . verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes». (Apocalipsis, 22-4). La experiencia de Moisés es similar al encuentro de Daniel con el ángel. «Y el día veinticuatro del mes primero estaba yo a la orilla del gran río Hidek.el. Y alcé mis ojos y miré, y he aquí un varón vestido de lino, y ceñidos sus lomos de oro de Ufaz. Su cuerpo era como de berilo, y su rostro parecía un relámpa go, y sus ojos como antorchas de fuego, y sus brazos y sus pies como de color de bronce bruñido, ... Y sólo yo, Daniel, vi aquella visión, y no la vieron los hombres que estaban conmigo, sino que se apoderó de ellos un gran temor, y huyeron y se escondieron. Quedé, pues, yo solo, y vi esta gran visión, y no quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno. Pero oí el sonido de sus palabras; y al oír el sonido de sus palabras, caí sobre mi ros tro en un profundo sueño, con mi rostro en tierra». (Daniel, 10/4-9). Participar de la gloria de Dios, como lo hizo Moisés en el monte Sinaí, da otra significación al rostro del testigo. El cara a cara con Dios es impensable. El rostro de Dios es 22
1.
LA INVENCIÓN DEL RO�TRO 1 El rostro de Dios
una luz enceguecedora. Daniel no dispone de ojos susceptibles de participar de la esencia divina, ya no existe como hombre, es proyectado de frente contra el suelo, anulando así provisoriamente su rostro. Del mismo modo, Jesús lleva a Pedro, a Juan y a José a la cima de una alta m ontaña: «y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz». (Mateo, 17-2). La hagiogra fía cristiana está llena de momentos en los que el rostro de un santo se ilumina de pronto, de un modo imposible de sostener con la mirada, señal de la pérdida de individualidad y manifestación ejemplar de su pertenencia a otro reino. En vida, ya participa de la gloria de la divinidad. El hombre no tiene otro rostro que el que Dios le otorga. Dios tiene todos los rostros y está prohibido ver cualquiera de ellos. El rostro es signo de separación, de limitación, mientras que su naturaleza es irreductible a la del hombre. Su rostro sin contorno, incandescente, infinitamente trascendente a la condición humana, es inconcebible, no puede ser representado, captado en un retrato. La tradición bíblica, retomada más tarde por el Islam, se opone a la producción de imágenes. Dios es voz y luz para Israel. Y Moisés nos relata la revelación del Horeb: «y ha bló Jehová con vosotros de en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis». (Deuteronomio, 4-12). «Guar dad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, fi gura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra. No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsa do, y te inclines a ellos y les sirvas . . . » (Deuteronomio, 4-15/19). La adoración de imágent$ Q objetos sería una idolatría; a través del mundo, el hombre debe sentir el soplo invisible de lo divino y no confundirlo con el culto de u n objeto. Al hablar de las imágenes esculpidas o de las imitaciones de la na turaleza, la Biblia dicta: «No te inclinarás a ellas, ni las honrarás» (Éxodo, 20-5). Lo prohibido de la representación abarca simultáneamente a Dios y a sus cria turas. No le es posible al hombre duplicar en la imagen una creación que le es capa por ser obra de Dios. Es terrible el castigo prometido por Alá al artista en uno de los hadices de la tradición del Islam: « . . . los artistas, los realizadores de imágenes serán castigados el día del juicio al imponerles Dios la tarea imposible
de res ucitar sus obras». Aunque el rostro de Dios es impensable, sobre todo su figuración, ya que resultaría en una lastimosa representación, aunque sus criatu-
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ras también son objeto del mismo cuidado pues esconden un fragmento de di vinidad, para los cristianos que admiten la divinidad de Cristo, la encarnación modifica al Antiguo Testamento y vuelve lícita la imagen, incluso la de Cristo, bajo las formas canónicas dadas por la tradición para los ortodoxos y bajo una forma más libre para los católicos. Nos detendremos un poco más sobre la figuración ortodoxa donde el ros tro de Dios es oración.1 Según la tradición, el rey Agbar de Edessa era leproso y buscaba en vano la cura. Un día, escuchó hablar de Jesús y de los milagros que el enviado de Dios sembraba a su paso. El rey Agbar delegó un emisario ante él con una carta en la que le rogaba venir a su reino. Temiendo que la multitud fuera demasiado densa alrededor de Jesús y que se hiciera imposible el contac to, recomendó al hombre hacer un retrato fiel del mesías y traérselo. En efecto, demasiada gente se apiñaba alrededor de Jesús y solicitaba su atención, por lo que el emisario no pudo acercársele. Montó entonces sobre una protuberancia y comenzó el retrato de Jesús. Éste, al percibirlo, pidió agua, se lavó y secó su ros tro con un género en el cual sus rasgos quedaron milagrosamente plasmados. Llamó al emisario y le tendió el paño preguntándole la razón de su presencia. El hombre transmitió a Jesús el mensaje del rey Agbar. Después de haber escu chado su pedido, le prometió enviar un discípulo al soberano para curar su en fermedad, lo cual sucedió más tarde. De ese modo, el primer retrato que la me moria conservó más allá de él fue sin duda el de Jesús. Tal es, al menos, el senti do de la tradición ortodoxa de la «Imagen de Edessa», «la imagen que no hizo la mano del hombre», una de las fuentes de legitimidad de su liturgia para la im portancia que le otorga al ícono. Si Dios se hizo hombre, ofreció a la vista de to dos un rostro discernible a través del cual podían dirigirse las oraciones. La en carnación suspende en la tradición cristiana la prohibición de representar. Al hacerse hombre, Jesús se encarna también en un rostro. Es la «imagen de Dios invisible», según la fórmula de San Pablo. El precedente de la Imagen de Edessa abría la posibilidad de la representación.2 El original de la Imagen de Edessa se habría perdido en medio de un primer milenio agitado por incontables peripecias. Pero se realizaron numerosos íconos a partir de ella que nutrieron la tradición ortodoxa. Incluso durante la vida de Je sús, se admite que se hizo cierto número de retratos que sirvieron luego de mo1. Nos basamos en la obra de Ouspensky, L. ., Essais sur la théologíe de l'icdne Dans l'Eglise or thodoxe, París, Cerf, 1980; también en Evdokimov, Paul, I.árt de l'icdne, París, Desclée de Brouwer, 1 9 72. 2. La tradición ortodoxa atribuye a San Lucas los primeros íconos de la Virgen, cf. Ouspensky L., op. cit., págs. 7 1 y sqq.
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l.A INVENCIÓN DEL ROSTRO
1 El rostro de Dios
delos. Las catacumbas de Roma contienen, supuestamente, frescos que ofrecen i m ágenes de Jesús tomadas durante su vida. Lo paradójico es que unos lo mues tran con rasgos de un hombre maduro, otros como un joven imberbe. La misma incertidumbre persiste acerca de su aspecto físico. En su obra, Ouspensky hace referencia a una querella entre los integrantes del Consejo de Ancianos sobre el tema: ¿Jesús era bello o feo? Ciertos autores, como Clemente de Alejandría, Ter tul iano, San Justino el filósofo, San Ireneo, se basan en la palabra de Isaías: « . . . no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le desee mos» (Isaías, 53-2) y afirman la fealdad de Jesús. Toman también las palabras de San Pablo hablando de Jesús: «Se despojó tomando la forma de un esclavo». A la inversa, Gregorio de Nisa, San Juan Crisósotomo, San Jerónimo u Orígenes, por ejemplo, no pueden decidirse por esta hipótesis y afirman la belleza de Jesús, apo yándose en otras profecías, especialmente en ciertos pasajes de los Salmos. De ese modo, la tradición ortodoxa hace del misterio la base de su liturgia en materia de íconos. Aunque al representar a Jesús deja ver el rostro humano de Dios, no ofrece en absoluto su retrato, ni siquiera una aproximación. Contra los iconoclastas que reprochan con justicia a la imagen de profanar lo inasible, limi tar el fulgor divino, circunscribirlo a algunos rCJ.sgos, «los Padres afirmaron que no es la naturaleza divina ni humana, sino la hipóstasis de Cristo la que apare ce en los íconos», dice P. Evdokimov.3 El ícono es una oración, una celebración, en él resplandece el espíritu de Dios. Continúa la transfiguración del cuerpo de Jesús después del sacrificio de la Cruz. Así como la tradición católica ha dejado expresar la creatividad del artista, haciendo de la imagen un medio de transmisión o de conocimiento menos pri vilegiado que la palabra, la tradición ortodoxa hace del ícono una de las vías de su liturgia. Y para el pintor que la suscita, la creación es, más que un acto indivi dual, participar de una revelación de la cual es importante imbuirse a fin de de purar la obra de lo accesorio para mostrar sólo lo esencial: otra forma de la ora ción. El pintor de íconos se inscribe en la fidelidad a las palabras de San Pablo «Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo». (Cor., 11/1). No se trata de una imitación formal de la tradición de los antiguos iconógrafos, sino de un acto es piritual. L. Ouspensky comenta las palabras de San Pablo recordando que éste «no imitaba a Cristo copiando sus gestos o sus palabras, sino integrándose a su vida, dejándolo vivir en él. Del mimo modo, pintar íconos como los antiguos ic on ógrafos no quiere decir copiar las formas antiguas, pues cada época tiene 3.
Los iconoclastas asimilan la imagen a una imitación de lo divino, por lo tanto, a una irrisoria limitación de la trascendencia. Por eso piensan que la oración, en este caso, no se dirige a Dios sino a la propia imagen a modo de idolatría. 25
ROSTROS. EnJayo antropal6gico 1 David Le Breton
sus propias formas. Eso implica seguir la Tradición sagrada en la que vivimos ya no separados, individualmente, sino en el cuerpo de Cristo». En la tradición or todoxa, Dios está en el ícono, como está en el corazón de la piedra o de la Igle sia, sin que se confunda con la materia pintada, con el sonido o con la piedra. El rostro de Dios que representa Jesús en el ícono es la señal espiritual de su pre sencia, conmemora su misterio, no la materialidad de un rostro. La relación del hombre que ora ante el ícono no reside en la visibilidad de éste, sino en el viaje en que el hombre de fe se embarca a través de él. De un modo similar, la tradición católica del Santo Sudario, conservado en San Pedro de Roma afirma también la posibilidad de un grabado del rostro de Cristo que atravesó los siglos. Santa Verónica está asociada a la leyenda. La iden tidad de esta santa no está claramente elucidada por la hagiografía. Pero la histo ria cuenta que, de entre la multitud que acompaña a la Pasión, emocionada por los sufrimientos de Cristo, se abre camino hacia él y seca su rostro manchado de sudor y sangre con un paño. De tal modo, los rasgos de Jesús quedan grabados en el sudario. Ligado tardíamente a la leyenda del Santo Sudario, el nombre de la santa, cuyo culto nace hacia el siglo XV, vendría de la contracción de « Vera Iko n a», la «Verdadera imagen». El sudario conservado en San Pedro hoy ya no reve la la menor huella de un rostro. Pero esa evanescencia revela mucho más que una presencia trivial y sin ambigüedad, y en la cual podría reconocerse la precisión de los rasgos. El rostro de Jesús, rostro humanizado de Dios, resplandece más allá del ícono. Está en el imaginario del católico confrontado a las innumerables imágenes de Jesús o de la Virgen que la historia de la pintura ha diseminado a través de los siglos. El rostro se capta a través de la imagen «con los ojos del corazón». R. Callois relató la historia singular de Hakim Al-Moqanna, el profeta con velo de Korasan que mantuvo a raya al ejército del Califa del año 160 al 163 de la Hégira. Su rostro permanecía cubierto por un velo de color verde o por una máscara de oro. Pretendía ser Dios y afirmaba que ningún hombre podía verlo sin volverse ciego. Pero los cronistas de la época propusieron una versión más profana de la leyenda. Calvo, tuerto y de una fealdad extrema, Hakim Al-Mo quanna actuaría de ese modo para sublimar su personaje y salvar las aparien cias. Inquietos por la propagación de tales rumores, sus discípulos le rogaron que probara su divinidad, a pesar de los peligros que corrían si el profeta era un impostor. Un día, cincuenta mil soldados de sus tropas se reunieron en la puer ta del castillo y exigieron verlo. Él les dijo: «Moisés me pidió ver mi rostro, pero no pude aceptar presentarme ante él, pues no hubiera podido soportar verme. Y si alguien me ve, morirá al instante». Pero los soldados, luego de un momen to de temor, no se dejaron intimidar por ese argumento y Moqanna debió ceder. 26
i.
LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la i11dividualizaci611 del cuerpo a la del rostro
Les pidió venir al día siguiente. Con las cien mujeres y el servidor que vivían con él en su castillo, el profeta montó una estratagema: «Ordenó a cada una tomar un espejo y subir al techo del castillo . . . sostener el espejo de modo que estuvie ran unos frente a otros. Y esto fue en el momento en que los rayos del sol que m an . . . Es así que los hombres se reunieron, y cuando el sol se reflejó en los es p ejos, los alrededores del lugar, por efecto de tal reflejo, se bañaron de luz». Los soldados aterrorizados vieron emanar la luz y se prosternaron. La divinidad del profeta estaba probada. Más tarde, cuando su ejército fue derrotado, Moqanna quiso desaparecer sin dejar rastro. Mató a su servidor y a sus cien mujeres y se tiró desnudo a una fosa de cal viva.4 Del mismo modo, otras tradiciones religiosas colocan el rostro de Dios en el centro de una luz enceguecedora.5 El sol es, sin duda, la imagen más simple del infinito al alcance de la mano. Ni la carne ni los ojos pueden alcanzarla sin que marse o volverse ciegos. Así como el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, como dice la Biblia, la diferencia es la imposibilidad para los ojos hu manos de percibir los rasgos de Dios. Sólo existe rostro, enfrente, cara a cara, para los hombres de igual condición, para quienes no hay disparidad de poder que los separe. Está en la naturaleza de Dios o de los dioses prescindir de la li mitación del rostro, propio del hombre. De la
individualización del cuerpo a la del rostro
Conviene interrogarse sobre la evidencia engañosa de la familiaridad de la mirada que posamos en nosotros mismos y en los otros. Los hombres no han contemplado su rostro desde siempre ni bajo todas las condiciones climáticas con el mismo estremecimiento ni con los mismos temores. Es necesario estable cer la genealogía del sentimiento acerca del rostro a lo largo de las peripecias de la historia occidental. Tal sentimiento es el objeto de una construcción cultural, está determinado por el estatus social otorgado a la persona. 4. Cf. Callois, Roger, Les jeux et les hommes, París, Gallirnard, 1967, págs 205 y sqq. [En espa ñol: Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica, 5.
1986].
Acerca de las teofanías luminosas que superan aquí nuestro propósito, remitimos al estudio de Eliade, Mircea, «Lexpérience de la lumiere mystique» en Méphistophéles et lándrogyne, Pa rís, Gallimard, 1962, págs. 21-1 1 O. [En español: «Experiencias de la ll!z mística» en Mefistófe les y el andrógino, Barcelona, Editorial Kairós, 2001]; Véase también ·oavy, M. M.; Abecassis, A.; Mokin , M, y Renneteau, J.-P., Le theme de la lumiere dans le Judai'sme, le Chrithianisme et l'Islam, París, Berg International, 1 976. 27
·
ROSrims. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Las civilizaciones medievales y renacentistas de Europa occidental mezclan confusamente las tradiciones locales y las referencias cristianas. Van dando las formas heteróclitas de un «cristianismo folklorizado». (Jean Delumeau) . Las re laciones del hombre con el mundo son regidas por una antropología cósmica. El hombre no se siente diferente a los otros en el seno de la comunidad social y del cosmos que lo rodea. Se confunde en la multitud de sus semejantes sin que su singularidad haga de él un individuo en el sentido moderno de la palabra. La vida medieval es siempre gregaria, implica la presencia permanente de los otros. El espacio no prevé la intimidad, los hombres sólo pueden vivir juntos. «La socie dad medieval -escribe Georges Duby- tenía una estructura tan granulada, for mada por grumos tan compactos, que cualquier individuo que quisiera desligar se de la estrecha y muy abundante sociabilidad que entonces constituía la priva cy; aislarse, erigir a su alrededor su propio cerco, encerrarse en su propio jardín, era inmediatamente objeto de sospechas o de admiración, considerado contes tatario o un héroe, en todo caso, lo relegaban al ámbito de lo «extraño».6 El sentimiento de ser uno mismo no es contradictorio con el de pertenecer a un todo. El hombre toma conciencia de su identidad y de su arraigo al seno del mundo a través de una estrecha red de correspondencias. La carne del hombre y la carne del mundo todavía no tienen la frontera común de la piel. El principio de la fisiología humana es del orden de una cosmología, incluso de una teología. El cuerpo humano es el signo de una inclusión del hombre en el mundo y no el motivo de una ruptura, de una diferencia (en el sentido de que el cuerpo va a cir cunscribir al individuo y separarlo de los otros, pero también del mundo: tal será el precio a pagar por la libertad) que se desprende del naciente individualismo. La persona está subordinada a una totalidad social y cósmica que la supera. Es, por el grosor de su carne, una condensación del mundo, un microcosmos cuya existencia se rige por el movimiento de los astros, la posición de la luna, su acti tud ante el mundo que lo rodea. El cuerpo, lejos de aislar al hombre de sus seme jantes o de la naturaleza, es poroso, está en contacto con el mundo. Durante si glos, fue imposible desnudar esa carne desmembrándola para ver qué órganos la componen y qué vida alberga. Fueron pocos los anatomistas que osaron infringir el tabú. El saber sobre el cuerpo humano se estableció durante mucho tiempo por cotejo con la anatomía animal, especialmente la porcina. Abrir la piel del hombre equivale a desgarrar el mundo que la compone y a rivalizar con Dios pues la piel 6. Duby, Georges, «Lemergence de l'individu», en Aries, P.; Duby, G. (bajo la dirección de), His toire de la vie privée, t. 2, París, Seuil, 1985, pág. 504. [En español: Historia de la vida privada, Tomo 11: De la Europa Feudal al Renacimiento, dirigido por Duby, Georges. Madrid, Taurus,
1 987 y 1 988) .
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1.
LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro
es la obra de su creación. Un filósofo como Marsilio Ficino (1443-1499) llega a preguntarse si el mundo es un ser animado en el que cada componente (hombre, animal, vegetal, etc). sería un órgano necesario para el conjunto. Las tradiciones populares del carnaval, de la cencerrada o de la mascarada no son sino las mani festaciones salientes de una visión del mundo que reúne pues la totalidad en un m ismo imaginario colectivo. «A diferencia de los cánones modernos -comprue ba Mijaíl Bajtín- el cuerpo grotesco no se separa del resto del mundo, no está en cerrado, acabado, ni completo, sino que se sobrepasa a sí mismo, franquea sus propios límites. El acento está puesto en la partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior, es decir, por donde el mundo penetra o sale de él, y por don de también él mismo sale al mundo, es decir, los orificios, las protuberancias, to das las ramificaciones y excrecencias: boca abierta, órganos genitales, senos, falo, vientre prominente, nariZ».7 La cultura popular de la Edad Media y del Renaci miento rechaza el principio de individuación, la separación del hombre de los elementos, la disociación del hombre de su cuerpo. Afirma permanentemente el contacto físico con los otros. En ese contexto, aunque sea útil para reconocer más fácilmente al otro, el rostro no es objeto de un valor específico. No retomaremos aquí los análisis anteriores8 que muestran el estrecho lazo de la invención moderna del cuerpo con el aumento del individualismo en las capas sociales privilegiadas. Recordemos solamente la importancia del trabajo de los anatomistas, simbolizada por la publicación en 1545 de la obra de Vesa lio: De humani corporis fábrica, quienes disecan el cuerpo humano sin pregun tarse sobre el hombre que éste encarnaba ni sobre lo sagrado de la carne. Con los anatomistas, el cosmos es expulsado del cuerpo humano. La carne que el escal pelo revela es la única posesión de un hombre, integrado y separado del mundo por su cuerpo. Éste se volvió el límite de su persona. Unas décadas más tarde, la filosofía mecanicista, especialmente la de Descartes, confirma la disociación del cuerpo de sus lazos simbólicos con el cosmos para hacer de él el lugar inequívo co de la individuación, es decir, del hombre separado de los otros. El modelo de la «m áquina» promovido por este pensamiento gana adhesión. A fines del Re nac imiento, se considera cada vez más al cuerpo humano como eA.terior al mun do que lo rodea, ya no 'tejido con la misma materia que da consistencia al mun do y al cosmos, sino como estructura de carne y hueso marcador de la presen ci a de un individuo del cual traza los límites de la soberanía. Ba kh tine , Mikhai1, I..áuvre de Franfois Rabelais et la culture pnpulaire au Moyen áge et sous la rennaissance, París, Gallimard, 1970, pág. 35. 8 . Le Breton, David, Antropologie du corps et modemité, París, PUF, 1990. [En español: Antropo logía del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visióñ, 2004].
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
El individualismo, por largo tiempo confinado a ciertas capas sociales privi legiadas, a ciertas zonas geográficas, a las ciudades, amplía poco a poco sus ba ses para abarcar el conjunto de las sociedades occidentales en el transcurso de los siglos siguientes. La valorización de la biografía, el nacimiento de la gloria ligada a ciertos hombres, la aparición de un arte de la ironía y de la broma son indicios de la importancia que adquiere el individuo, acentuada por el desarro llo económico y social a través de las figuras del comerciante y del banquero so bre todo. Por otra parte, las formas colectivas aíslan, bajo la mirada de sus con temporáneos, a los príncipes, condottieri o artistas, especialmente a partir del quattrocento italiano.9 El individuo es una persona que percibe más su unicidad, su diferencia, que su inclusión en el seno de una comunidad. La afirmación del «yo» se vuelve una forma superior a la del «nos otros». El individuo ya no está en una fórmula de vasallaje al grupo, afirma su singularidad, su independencia de pensamiento. Se siente el responsable de su historia. De modo simultáneo, el retroceso y el poste rior abandono de la visión teológica y cristiana de la naturaleza lo llevan a con siderar al mundo que lo rodea como una forma ontológicamente vacía que sólo la mano del hombre tiene en adelante la autoridad de modelar. Se desacraliza la naturaleza, se la percibe como radicalmente diferente del hombre: la noción del hombre como microcosmos pierde su arraigo social. Permanece de manera ve lada en la cultura popular, no alcanzada por el individualismo, y en las tradicio� nes herméticas, formas eruditas de conocimiento, replegadas sobre sí mismas en un estatus cultural particular. La individuación del hombre en las capas sociales sobre todo burguesas se desarrolla paralelamente a una desilusión con respecto a la naturaleza. Ésta ya no es el hogar de genios o de manifestaciones de un Dios creador. Es un mun do objetivo, disponible para la empresa del hombre de volverse su «amo y po seedor». En ese mundo de cisura, donde la sensación de individualidad impe ra, el cuerpo se convierte en la frontera objetiva entre un hombre y otro. Al dis tinguirse de la comunidad, al recortarse del cosmos, el hombre de las capas cul tivadas del Renacimiento comienza a considerar su encarnación como el lugar de su propia soberanía. El cuerpo es, de cierto modo, un interruptor. Permite la afirmación de la diferencia individual coronada por el rostro. En ese sentido, la banalización de emprender la investigación anatómica en el cuerpo humano se vuelve pues admisible. Abrir la carne ya no es cortar en una parcela de univer so ni en una naturaleza nacida de las manos de Dios y que se debe sólo a Él. A la inversa, en las sociedades tradicionales de estructura gregaria o comunitaria, 9. 30
Cf. Burckardt, Jacob, La
civilisation de la Rennaissance en ltalie, París, Gonthier, 1 958.
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LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro
el cuerpo es relieur, 10 alía al hombre con el cosmos, con el grupo y con Dios (o con el mundo invisible de los espíritus y los dioses), a través de una red de co rrespondencias. Esto es justamente lo que abandonan las capas privilegiadas de la sociedad que comienzan a prestar al cuerpo y a sus manifestaciones una aten ci ón minuciosa. 1 1 El individuo ya no es el miembro de una comunidad en el sen tido en que podía entenderlo el hombre medieval, se volvió solamente un cuer p o. El cuerpo es «factor de individuación» (Durkheim). La definición moderna del cuerpo implica una triple retracción: el hombre se separa de los otros (es tr uctura individualista), de sí mismo (dualismo hombre-cuerpo), y del cosmos ( que se convierte simplemente en «medioambiente» del hombre). El cuerpo es un resto. Pero ese resto da rostro al individuo. El mismo período histórico ve apagarse la «espiritualización» (Jean Renson) del rostro. El siglo XVI y, sobre todo, el XVII completan el proceso que ya había comenzado en el siglo XIII. La historia de las palabras ilustra cuánta importan cia adquiere socialmente el individuo. El rostro, percibido al comienzo esencial mente «como una simple parte del cuerpo, muy a menudo descripto sin embargo por su belleza», a lo largo del tiempo se vuelve cada vez más «el espejo de los mo vimientos del alma». 12 Los cada vez más numerosos adjetivos implican a nivel de la lengua la psicologización que afecta al individuo y define su rostro otorgándo le una supremacía especial. J. Renson cita el vocabulario ya premoderno de Mar garita de Navarra, que puede ver el rostro «Bueno, extraño, pálido y rancio, con tento, enfadado, alegre y tranquilo, constante, gracioso, vergonzoso, furioso, frío». Montaigne, por su parte, asocia los epítetos «infantil, sereno, franco, taciturno y afligido, burlón y risueño, impúdico, afectado, inflamado de ira y de crueldad, bo nachón, severo . . . » El rostro cobra vida gracias a una conciencia individual. En la misma época, esta palabra adquiere en su sentido figurado cada vez más acepcio nes. En este aspecto, Montaigne juega un papel preponderante y otorga un rostro a la muerte, al mal, al discurso, a la fortuna, a las costumbres, al mundo, etc. La geografía del rostro se transforma. La boca deja de estar abierta, glotona, lu gar del apetito insaciable o de la exclamación de gritos en la plaza pública, tal como la describe Mijaíl Bajtín. Se vuelve entonces tributaria de significaciones psicoló gicas, expresiva, del mismo modo que las otras partes del rostro. De modo sig nificativo, a partir del siglo XVI, la fisiognomía renace con vigor y multiplica los
1 0 . N. de T.: (Las itálicas son del autor) . Relieur, en francés, significa encuadernador, persona que 1 1. 1 2.
encuaderna, que une las hojas de un libro o cuaderno. El autor utiliza las itálicas para destacar el juego de palabras con relier (unir, enlazar). Las itálicas son del autor. Cf. Elias, Norbert, La civilisation des maurs, París, Pluriel. Renson, Jean, op. cit., págs. 1 88 y sqq. 31
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
tratados. Se esfuerza por encontrar en la suma infinita de rostros algunos princi pios secretos de clasificación por los cuales el enigma individual se resolvería en tipos de caracteres. Se trata quizá de una transición lógica entre una sociedad de estructura más bien comunitaria que no hace del rostro un principio esencial de identidad y una sociedad que alberga en su seno una estructura individualista que se desarrolla poco a poco. El rostro se convierte, en el plano social, en la verdad única de un hombre único; epifanía del sujeto a través del ego cogito que Descar tes no tarda en formular. El cuerpo deja de privilegiar la boca, órgano de avidez, de contacto con los otros a través de la palabra, el grito o el canto que la atraviesa, de la bebida o el alimento que ingiere. La incandescencia social del carnaval y de las fiestas populares que mezclan a los hombres nutridos por la sensación de vivir en un mundo donde todo existe, obra de la creación de Dios, se vuelve poco fre cuente, combatida además por la institución religiosa y la burguesía, que se sien ten compuestas de individuos y se avergüenzan de los excesos carnavalescos. La axiología corporal se modifica. Los ojos son los órganos beneficiarios de la creciente influencia de la cultura científica y burguesa. Todo el interés del ros tro se concentra en ellos. La mirada, sentido de la distancia, de menor impor tancia para los hombres del Medioevo e incluso del Renacimiento, es llamada al éxito en el transcurso de los siglos venideros, en detrimento de lo otros sen tidos, como el del oído o del tacto, sentido del contacto y de la proximidad. La dignidad del individuo lleva consigo la del rostro. Por esa razón, la creación ar tística otorga al retrato una importancia considerable al no limitarse a algunas figuras de excepción sino ofreciendo sus favores al hombre común que tenga el tiempo libre de posar y los medios para financiar al artista. La historia del retra to, de la que nos contentaremos con observar las primeras fases, acompaña fiel mente. el desarrollo del individualismo. Celebración social del rostro: el retrato La tradición judía y, luego, la tradición islámica prohíben toda representación surgida de la realidad y, sobre todo, referida al hombre. En el Egipto antiguo o en el imperio romano, el retrato, el busto o la máscara funeraria tenían sobre todo la intención de perennizar la existencia de un fallecido notable, alimentar la me moria en los sobrevivientes y prefigurarlo en su vida del más allá. Muy estiliza das, esas efigies no llegan a personalizar los rasgos, son monumentos funerarios destinados a combatir el olvido, mantienen el recuerdo en los que quedan y se vuelven símbolos a los ojos de los que vienen más tarde sin haber llegado a co32
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LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del roslTo: el retrato
00 cer al difunto. En la tradición cristiana que se impone en los primeros siglos d e nuestra era, el hombre es miembro del cuerpo místico de la iglesia, llamado a la resurrección de la carne el día del juicio final. El retrato abandona parte de la significación que lo revestía entonces. Desaparece poco a poco para conver t irse en el privilegio del papa, sobre todo, y de lo reyes. Privilegio de hombres colo cados más allá de sus contemporáneos por su función, y cuyas efigies (aun que muy mesuradas) recuerdan su autoridad, o de quienes los monjes celebran la pe rsona con ilustraciones al margen de los manuscritos. El temor a que captar la imagen humana sea en realidad captar al hombre en s í mismo para favorecer las acciones hostiles hacia él (maldiciones, mala suerte, etc.) también contribuye sin duda a la extinción del género, a pesar de que los retratos de entonces eran muy estilizados y sin marcas reales de individuación. Tal abstracción de los rasgos no impide en absoluto la eficacia simbólica del re conocimiento posible del hombre así representado. Ese signo puede valer para el hombre y capturar su persona. Pero, independientemente de esos temores, la falta de solidez de la individualidad propia en la conformación gregaria de esos conjuntos sociales no suscita en sus contemporáneos el interés por el rostro. La diferencia personal compite con la trama colectiva, aquella sólo es una singu laridad en un tejido común, no es valorizada ni suscita la sensación de autono m í a, de libertad, asociada a la definición social del individuo. En la alta Edad Media, sólo los altos dignatarios de la Iglesia o del Reino de jaban retratos, pero protegidos de maleficios por la consonancia religiosa de las escenas donde figuraban, rodeados de personajes celestes.13 El ejemplo del papa lleva a ricos donantes a desear la inserción de su imagen en las obras religiosas (frescos, manuscritos, más tarde retablos) para cuya realización contribuyen ge nerosamente. La donación con la excusa de un santo patrocinio autoriza al me cenas a asegurar su propia perennidad simbólica adjuntando su figura a la de alt os p ersonajes de la historia cristiana. Así, por ejemplo, en el fresco de Giotto t itulado Juicio final, Enrico Scravegni (de quien Dante descubre al padre entre lo s usu reros del séptimo círculo del Infierno) está de rodillas y ofrece su capi ll a a la Virgen como prueba de redención por una fortuna mal adquirida. Pero es tá perdido entre la multitud de figuras representadas, ninguna de las cuales se i n dividualiza realmente. Esas creaciones siguen siendo profundamente cristia n as , ponen en primer plano las grandes figuras de la tradición religiosa y casi no p restan atención a la personalización de los rasgos. 1 3· Véase acerca de los retratos de papas (en vidrierías doradas, mosaicos o frescos) Ladner, Ghe
rardo B., l. ritrati dei papi nell'antichita en el medioevo. Citta del vaticano, Pontificio Istituto di Archeologia Christiana, 1 94 1 . 33
ROSTROS. Ensayo antr'opol6gico 1 David Le Breton
En el siglo XIV, aparecen otros soportes para los retratos: retablos, frentes de altares y las primeras pinturas de caballete. En ellos, el donante está representa do a menudo en compañía de santos, pero a veces, y especialmente en los pane les exteriores, suele estar pintado aisladamente como en la Adoración del corde ro ( 1425-1432) de Van Eyck, donde el donante y su mujer ocupan, cada uno, un panel exterior del políptico. Luego, la figura del donante adquiere importancia creciente en el soporte, lo que se ilustra claramente en La Virgen del canciller Ro lin (1435) de J. Van Eyck que pone frente a frente, a modo de una conversación tranquila entre esposos, a la Virgen con su niño en brazos y al donante. Como fondo, una ciudad atravesada por un río. La topografía de la tela no distingue con ningún realce a la Virgen ni al niño Jesús. Los personajes están en un plano de igualdad. «El cuadro -observa Galienne Francastel- tal como es concebido, sólo puede querer decir lo siguiente: hice hacer un cuadro que me representa a mí y a mi ciudad, y tengo sobre esta ciudad un poder que iguala al de la Reina de los cielos». 14 Poco a poco, la celebración religiosa se atenúa ante las crecien tes prerrogativas que se adjudican quienes encargan cuadros. Hacia 1380, Girard d'Orléans inicia el camino firmando uno de los prime ros cuadros de caballete donde, sin otro pretexto, aparece solamente la figura de perfil de Juan el Bueno. En el siglo XV, el retrato individual se vuelve de modo significativo una de las primeras fuentes de inspiración de la pintura. Como ci fra de la perso n a, el rostro es objeto de una celebración dirigida, a través de él, al individuo que encarna ante los ojos del mundo. Un símbolo de esos tiempos: en la segunda edición de sus Vite de piu eccellen ti pittori, scultori et architettori . . . {1568), Giorgio Vasari inaugura cada una de sus biografías de pintores, escultores o arquitectos con un retrato o, preferente mente, un autorretrato. Tarea difícil pues el grabador de Venecia de quien con trató los servicios está demasiado lejos como para que su trabajo pueda ser con trolado. «Si estos retratos representativos que incluí en la obra, -escribe- ( . . . ) no sie!11pre son muy fieles ni poseen el don del parecido más que con la vivaci dad que aporta el color, también es cierto que el dibujo de los rasgos fue toma do del modelo y no carece de naturalidad. El alejamiento del artista también tra jo aparejado inconvenientes; si no, llegado el caso, se podría haber puesto más cuidado».15 Algunos errores y transposiciones afectan el propósito y Vasari se siente obligado a justificarse nuevamente. Explica que a pesar de sus esfuerzos, ciertos retratos no logran su cometido. «Si alguien no encontrara estos retratos 14. Francastel, Galienne; Francastel, Pierre, Le portrait, Hachette, 1 969, pág. 68. 1 5. Vasari, Giorgio, Les vies des meilleurs peintres, sculpteurs et architectes (edición comentada bajo la dirección de André Chastel), t. l , París, berger-Levrault, 1 98 1 , pág. 44. 34
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LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del rostro: el retrato
exactamente parecidos a los que pudiera ver en otra parte, quisiera que conside re que un retrato hecho a los dieciocho o veinte años siempre es diferente de un re trato ejecutado quince o veinte años después. Agregaría que los retratos dibu ja dos nunca son tan parecidos como los pintados. El dibujo inferior de los gra ba dos siempre quita algo a las figuras. No pueden ni saben reflejar minuciosa mente los refinamientos que le dan calidad». 16 Tales propósitos son reveladores de un interés muy ajeno a los artistas de los siglos precedentes, para quienes la estilización del rostro es una necesidad evidente que no merece comentario. En un mundo unificado en el cuerpo místico de la Iglesia, donde las diferencias so ciales se perciben como parte de un orden de las cosas del que nadie soñaría sa lir, la individualidad del hombre queda culturalmente insignificante en el senti do de que es absorbida por el conjunto. La semejanza del retrato con el modelo es contemporánea de una toma de conciencia más aguda de la individualidad del hombre. Para Vasari, ese recurso al retrato es esencial, traduce su voluntad de captar fielmente la singularidad del modelo, y tal actitud exige pasar por el rostro, que hace de aquel un individuo tributario de un nombre y de una histo ria propia. Más allá de su obra, el rostro de cada artista es su atributo más per sonal, y el retrato, la huella más resistente al tiempo para conservar su memoria de hombre. Vasari encuentra así una de las virtudes antropológicas de la efigie antigua, incluso estilizada: la de legar a la posteridad el recuerdo de un hombre a través de la reproducción de sus rasgos. «A fines de reavivar mejor el recuer do de quienes honro tanto -escribe- no escatimé ningún esfuerzo, dificultad ni gasto para encontrar y colocar su retrato a la cabeza de su obra». Vasari hace entrar sus biografías en los tiempos modernos. El interés por el retrato y por la biografía, dos signos espectaculares del nacimiento del indivi dualism o. A los ojos de Vasari, el surgimiento del retrato es el indicio de la apa ri ción d e una mirada inédita sobre el mundo. No es in�iferente que haga de Gio tto es símbolo de un renacimiento del arte, y sobre todo, de la moderna e buo n a ar te della pittura, al señalar los retratos realizados por el pintor, especial m ente el de Dante en la capilla del Palacio Podestá de Florencia. Es cierto que l a ob ra de Giotto está impregnada de un espíritu religioso, aún permanece bajo l a mi rada de Dios, y la restitución fiel de los rasgos del hombre no es una nece s i da d para el pintor. Pero Giotto suele insertar retratos en sus frescos: Bonifacio VI II , Ca rlos, hijo del duque de Calabria arrodillado ante la virgen, o él mismo. Esto s retratos no contienen más que un indicio de individualización, pero son de cis ivos por el cambio de mentalidad que anuncian. Giotto es también un pin t o r fl o re ntino a menudo itinerante que realiza obras «en Roma, Nápoles, Avig-
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Ibídem, pág. 234.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
non, Florencia, Padua y en muchas otras partes del mundo» según las palabras de Dante retomadas por Vasari. 17 A imagen de Dante, Giotto es un uommo uni versale, desprovisto del estricto sentimiento de pertenencia a una comunidad, y consciente de su individualidad de artista y de hombre. El hecho de que intro duzca en la historia del arte los primeros retratos impregnados de una sensibi lidad «moderna» no tiene nada de sorprendente. En La Trinidad de Masaccio ( 1 401 -1428) de Santa María Novella, las figuras de los dos donantes arrodillados al pie de bellas columnas tienen el rostro mar cado por un individualismo preciso, totalmente independiente de la influencia flamenca. Aunque Masaccio pinta pocos retratos, los que aparecen en sus fres cos suscitan admiración y ejercen su fascinación sobre los pintores que buscan personalizar los rasgos de sus modelos. En la Capilla Branacci, Masaccio conti núa una Vida de San Pedro comenzada por Masolino: «En uno de los apóstoles, el último, se reconoce el retrato de Masaccio hecho con ayuda de un espejo, tan logrado que parece vivo» escribe Vasari. Luego de las medallas o los bustos, el rostro tiene un lugar de honor en la pin tura. Desde la primera mitad del Quattrocento, los más grandes pintores floren tinos van a hacer retratos: Paolo Uccello, Andrea del Castagno, Piero della Fran cesca, Pisanello, etcétera. La estilización desaparece en beneficio del interés por la semejanza. Los rasgos de los contemporáneos invaden los frescos murales de las iglesias o capillas. Filippo Lippi, Ghirlandajo, Botticelli, por ejemplo, pueblan sus frescos con grandes figuras de su tiempo. Ese entusiasmo por el rostro tam bién favorece, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XV, al retrato de caballete, más propicio para captar la individualidad del modelo: Antonello da Messina, Ghirlandajo, Pollaiuolo, etcétera. A partir de Botticelli y de Leonardo Da Vinci, penetra además una preocupación por la verdad psicológica en la res titución pictórica del modelo. En el Trattato di pintura, Leonardo escribe: «Harás rostros de tal modo que su espíritu se revele a través de ellos. Si no, tu arte es in digno de elogio». Entre los retratos de Leonardo, la que fascina sobre todo a sus contemporáneos es Mona Lisa del Giocondo. Vasari da una descripción embelesa da: «Ante ese rostro, quien quiera saber lo que puede hacer la imitación de la na turaleza lo comprenderá fácilmente; los mínimos detalles que permitía la sutile za de la pintura estaban allí representados. Sus ojos límpidos tenían el brillo de la vida; con ojeras rojizas y párpados pesados, estaban bordeados de pestañas cuyo dibujo supone la mayor delicadeza. Las cejas, con implantaciones más espesas o más escasas según la disposición de los poros, no podían ser más verdaderas . . . El modelado de la boca con el pasaje fundido de pintura de labios al encarnado 17. Sobre la importancia de Giotto para Vasari, véase Vasari, G., op. cit, t. 2 págs. 99- 125. ,
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LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebraáón social del rostro: el retrato
del ro stro no estaba hecho de color sino de carne . . . Había [en ese retrato] una son risa tan atrayente que daba al espectador la sensación de algo divino más que humano, se lo consideraba una maravilla pues era la vida misma».18 En el siglo XV, el retrato individual, desprovisto de toda referencia religio , sa to ma impulso en la pintura, tanto en Florencia y Venecia como en Flandes, Alem ania, España y Francia. En Flandes, sobre todo, hay que evocar la pintura de un tal Jan Van Eyck: Retrato del Cardenal Albergati ( 1430), Retrato del orfebre Leeu w ( 1436), y muchas otras telas igualmente famosas. Por sí solo, el retrato, es de cir, la celebración inequívoca del hombre a través de su rostro, se convierte en u n cuadro, sin otra justificación que la de poner en evidencia la efigie de un in dividuo que puede pagar el talento de un pintor para representarlo. El tema del retrato es uno de los capítulos más ricos en la historia del arte. No abordaremos aquí todas sus inflexiones pues nuestro propósito es otro. Sólo importa aquí el valor simbólico de una puesta en evidencia del rostro que señala el camino ha cia el individualismo. 19 En el siglo XVI se observa el uso corriente de «crayones» en los pintores que retrataban las clases privilegiadas. Catalina de Médicis escribe en junio de 1552 a Mme. d'Humieres: «Nefauldrez pas defaire peindre au vifpar le painctre que vous a urez par dela, tous mes dicts enfants, tantfils que filles avec la roine d'Écosse, ain si qu 'ils sont sans ríen oublier dans leurs visaiges; mais il suffit que ce soit au créon pour avoir plus tostfaict». 20 Enrique 11 dice, por su parte: «A ce que j'ai vu par leurs pourtraictures mes enfants sont en tres bonne estat, Dieu mercy».21 El retrato eje cutado rápidamente con crayón sobre un soporte liviano vale como certificado de salud, como ayuda para la memoria; a menudo, acompaña un pedido oficial de matri monio. Le sirve al pintor para fijar algunos rasgos en vistas de un futu ro cuadro. Los crayones tienen la ventaja de no demandar demasiado tiempo a lo s co rte sanos avaros de esos tiempos y poco afectos a mantener mucho la pose a n te el maestro. «Los "cayers':2 2 tan a la moda bajo los Valois -escribe F. Cour1 8.
Vas ari, G., op. cit., t. 5, págs. 43-44. So bre la historia del rostro, véase Francastel, G.; Francastel, P., op. cit.; Alazard, Jean, Le por trait florentin de Botticelli a Bronzino, París, 195 1. 2º· N. de T.: (Las itálicas son mías). Le Breton transcribe este texto respetando el francés original de la época. Se traduciría del siguiente modo al español actual: «No dejéis de hac�ros pintar en vivo por el pintor que vos tengáis allá. Todos mis hijos, tanto niños como niñas, con la rei na de Escocia, están pintados de tal modo que nada se olvida en sus rostros; pero debe ser al crayón, para que sea más rápido» . 2 1 N de T.: ldem.: «Por l o que h e visto e n sus retratos, mis hijos están e n muy buen estado, a Dios gracias». 2 2. N. de T.: ldem: «cuadernos». 1 9·
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Ensayo antropológico 1 David Le Breton
boin- corresponden a lo que llamamos álbumes de celebridades contemporá neas, y el pintor conservaba en su taller prototipos extremadamente cuidados, capaces de determinar un pedido, del mismo modo en que un editor, hoy en día, conserva ejemplares estereotipados». 23 Nacen incluso juegos de sociedad en tor no a rostros «crayonnés» cuyos nombres escondidos hay que encontrar. «Colec ciones de copias, también en crayón, hacían llegar a lugares alejados de la corte los rostros de los familiares del rey -comprueba G. Francastel- como hoy en día las fotos y revistas al público en general distribuyen los rasgos de las estrellas de cine».24 De modo paralelo, desde fines del siglo XVI, a través de frontispicios de algunas obras y hasta de páginas de almanaques, el grabado aporta su contribu ción a la promoción histórica del individuo y del rostro. El interés por el rostro continúa tomando forma. La pintura y el pastel toman la posta del crayón. Las fisonomías se representan con la máxima precisión documental. En 1668, el pintor Charles Le Brun pronuncia una conferencia sobre la ex presión de las pasiones ante la Academia real de pintura y escultura. En la Hnea del Tratado de las pasiones de Descartes, pero de manera infinitamente menos virtuosa y refinada, Le Brun propone distinguir seis pasiones simples (admira ción, amor, odio, deseo, alegría, tristeza) y diecisiete pasiones compuestas (te mor, esperanza, desesperación, coraje, furia, espanto, etcétera). En total, veinti trés figuras susceptibles de modelar el rostro del hombre. Según Le Brun, la pa sión impulsada por los «movimientos del alma» se inscribe en los músculos por el ingenio instintivo de los nervios, comandados a su vez por el cerebro ligado al corazón a través de la circulación de la sangre. La pasión, aunque nace de lo «movimientos del alma», es esencialmente un fenómeno físico activador de la maquinaria del cuerpo que no deja nada librado al azar. «Pero si es cierto que hay una parte donde el alma ejerce inmediatamente sus funciones y que es el ce rebro, podemos decir también que el rostro es la parte del cuerpo donde aque lla deja ver más especialmente lo que siente».25 El rostro alberga la transparen cia del alma: lo cual, en el pensamiento de Le Brun, no excluye la posibilidad de fingir una pasión sin sentir absolutamente nada. Le Brun asocia sesenta y tres dibujos a su conferencia, ilustra así las diferen tes pasiones que conforman su inventario. Ese proceso manifiesta ya las debili dades que complican los trabajos de la mayoría de los investigadores contempo23 . . Courboin, F., en Bibliotheque nationale, Exposition de portraits peints et dessinés du XIII au XVIII siecle, París, 1 907, págs. 8 1 -82. 24. Francastel, G., op. cit. , pág. 1 29. 2 5 . Le Brun, Charles, «Conférence sur lexpression de passions ( 1 668)», en Nouvelle Revue de Ps ychanalyse, nº 2 1 , 1 980, págs. 93 - 1 2 1 . 38
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LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 El espejo
rá neos que consagran su sagacidad en este tema. Le Brun describe y dibuja una s erie de emociones como una serie de estados inequívocos, independientes de to da situación vivida realmente por actores individuales, fuera de contexto, uni versales, pues son causados por el alma y ésta no puede prestar la menor atención a la posible diferencia de culturas. Para el autor, el inventario de las pasiones no cuenta con excepciones ni matices. Se trata de redactar un diccionario indiscu tib l e, tanto menos confiable cuanto que una serie de figuras dibujadas con preci sión duplica cada una de las pasiones identificadas. Le Brun elabora, como quie nes lo siguen hoy en el mismo terreno, una anatomía de las pasiones. Así como existe una arquitectura de huesos para componer la materia del cuerpo huma no , las pasiones se inscriben físicamente con la misma necesidad en términos de gestos que las identifican inequívocamente. Pero para darle sustento a esta pers pectiva, Le Brun se ve obligado a alejarse al extremo de las ambivalencias y am b igüedades de la vida corriente, y a plantear las pasiones como objetos separables de los hombres que las experimentan. Esta hipóstasis de las emociones crea una ab stracción que no compensa en nada la exageración que conviene dar en con secuencia a las expresiones dibujadas para que sean mínimamente identificables. Al comentar esas figuras, H. Damisch ve en ellas «máscaras de la pasión», «falsos rostros» donde se imprimen, como en máscaras de teatro, representaciones de las emociones humanas.26 Son figuras cuyo carácter reconocible se paga con la ma yor esquematización. Sus trazos revelan un trabajo de caricaturista. Es un imagi n a rio dualista, muy presente en los estudios contemporáneos, donde la emoción se « expresa» (viene de otra parte) en un cuerpo y un rostro disociados de ella. El ho mbre es exterior a la emoción que lo posee, pues ésta lo reviste de atributos más o menos inmutables. Darwin, más tarde, amplía enormemente estas teorías en l as q ue no se trata de comprender a un hombre sonriente en una situación dada, si n o de describir la Alegría, por ejemplo, como entidad separada.27 El
e spej o
Du rante mucho tiempo, realizarse un retrato es un acto de confirmación de sí mi smo, un legado a la posteridad de los miembros de las clases sociales privilegia d as, cu idadosas de su persona y de la perpetuación de su recuerdo. Signo de una 2 6· 2 7·
Hu bert Damisch, «Thlphabet des masques», en op. cit, págs. 1 23 y 1 30. S e observa aquí una herencia del pensamiento dualista que impregna el pensamiento occi dental cuando se trata de comprender el cuerpo. Cf. Le Breton, David, Antropologie du corps et
modernité, op. cit. [En español: Antropología del cuerpo y modernidad, op. cit.] .
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Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
posición social sobresaliente y de la filiación por lazos de sangre. La aristocracia atesora una galería de ancestros donde se exhibe una genealogía prestigiosa. Señal del éxito social para una burguesía que contrata lo servicios del pintor para entrar con una posición ventajosa al menos en la memoria familiar. El retrato en minia tura también vive un impulso notable solamente refutado en el siglo XIX por el advenimiento de la fotografía. Los pintores miniaturistas adornan tapas de cajas y colgantes con los rostros más apreciados de quien los encarga. El retrato, relativa mente costoso, pues moviliza al artista varios días al mes, aparece preferiblemente en ambientes aristocráticos, pero rápidamente es adoptado por los burgueses que juegan simbólicamente con un signo de distinción al realzar su propia individua lidad. El interés por el rostro adquiere importancia creciente a través del tiempo. En la cristalización del individualismo occidental, el espejo, en tanto restitu ye una imagen fiel del rostro, es un vector privilegiado de la aparición del sen timiento de sí mismo. Los primeros espejos son de materiales dispares: bronce, estaño, oro, acero y, por supuesto, agua. Permiten, según las sociedades y sus tec nologías, captar un reflejo de la persona, pero en condiciones todavía rudimen tarias, de acuerdo con sociedades donde la persona existe primero en su asimi lación al grupo y a las costumbres, en las que el sentimiento de sí está ligado so bre todo a la sensación de pertenencia. Los espejos de soportes metálicos de la Edad Media son de pequeñas dimen siones, conviene limpiarlos a menudo y protegerlos de la oxidación con paneles. No acompañan muy estrictamente los momentos cotidianos de la vida de las cla ses privilegiadas. La mirada de los otros prima por sobre la propia. La posesión de espejo es señal de riqueza como lo comprueban los inventarios post mortem de la época. Está a mitad de camino entre la joya preciosa y el utensilio de higie ne o de arreglo personal. Los mercaderes ambulantes venden pequeños espejos de estaño de fabricación imperfecta, con reflejo incierto, entre las clases popu lares. En la Edad Media nacen también los espejos combos, convexos o cónca vos, que permiten al actor jugar con su reflejo y burlarse de las apariencias, es pecialmente de su rostro, a través de una serie de metamorfosis producidas por el mínimo movimiento. Esos espejos entran en la composición de los cuadros de la época, especialmente en el Retrato de Arnolfini, de Jean Van Eyck, El jar dín de las delicias de Jerónimo Bosch, El cambista y su mujer, de Quentin Met sys y otras numerosas telas .. En esa época, en que el género del retrato comienza a producir sus primeras obras maestras, el espejo es el maestro absoluto del pintor. El propio Leonardo Da Vinci se indina ante él: «Cuando quieras ver si tu pintura corresponde completa mente al objeto natural -escribe- toma un espejo, haz reflejar en él el modelo vivo 40
1.
LA INVENCIÓN DEL ROS1'RO 1 La fotografía: la democracia del rostro
y compara ese reflejo con tu obra y mira bien si el original corresponde a la copia». El espejo favorece al autorretrato y se considera símbolo de fidelidad al realizar el
retrato de un rostro. «Ustedes, pintores -continúa Leonardo- reconozcan en la su perficie del espejo al maestro que enseña lo claro y lo oscuro, y la síntesis de cada objeto . . . Entonces, pintor, haz las pinturas semejantes a las de los espejos». Tam b ién el espejo es a menudo utilizado por los pintores como alegoría de la vanidad p ara recordar la precariedad de la existencia de quien hoy se jacta y mañana será estragado por la vejez. Se hace memento mori, el rostro no es más que un reflejo sobre el río del tiempo y su contemplación debe recordar la muerte que acecha. Hacia mediados del siglo XVI, los talleres de Murano inventan la técnica del espejo moderno por la compresión de una capa de mercurio entre una de vi d r i o y una de metal. El descubrimiento del vidrio revoluciona la historia del es p ejo y la relación del hombre con su rostro. En toda Europa se crean cristalerías. Lentamente, el espejo se difunde en la trama social privilegiando las clases más acomodadas. De instrumento de uso íntimo y de prestigio, se transforma gra cias a la extensión de la superficie de reflejo que permite el vidrio. Puede apo yarse contra un muro o encastrarse en las boiseries, como un cuadro, y acompa ñar la vida cotidiana. En las viviendas aristocráticas, los espejos anulan a veces la opacidad de los muros. Las galerías o gabinetes de espejos viven un gran im pulso en los siglos XVII y XVIII.28 En las clases populares, la penetración del espejo en la intimidad de la vida co tidiana se produce a un ritmo mucho más lento. El único que suele poseer uno es el barbero, para afeitar o peinar a los hombres. Ningún espejo adorna los muros antes de fines del siglo XIX o comienzos del XX. El descubrimiento del propio ros t ro en la vida cotidiana en los medios populares es contemporáneo de la democra tización del rostro que la fotografía permite. Los hombres comienzan a vivir en un univers o con reproducciones de su propia imagen, que se le hace familiar. 29
L a fotografía: la democracia del rostro La foto grafía es inventada por Niepce en 1824 y perfeccionada por Daguerre. Lle ga al dominio público en 1839. En unas décadas, destrona a la pintura de su mo nopolio por la facilidad de su uso y su costo moderado. Da a casi todos la po-
28. 29 .
Cf. Roche, Serge, Miroirs, galeries et cabinets de glaces, París, Hartmann, 1956. Sob re l as incidencia de la banalización del espejo en la relación estética con uno mismo, véa se Nahoum,Véronique, «La Belle femme ou le stade du miroir en histoire», Communications, n º 3 1 , 1979. 41
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Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
sibilidad de dejar una huella de su existencia en las diferentes edades de la vida. La invención de la fotografía coincide con una revolución industrial que modifi ca en profundidad las pertenencias locales, provoca el éxodo rural, acentúa la ur banización y suscita en numerosos actores la sensación de su propia individua lidad. La explosión social del retrato fotográfico corresponde a la conjunción de una técnica de uso cada vez más cómodo y el acceso de una población creciente a la conciencia de su singularidad.30 Los procesos sociales llevan a una individua lización siempre en aumento, en tanto que la mejora de las técnicas de reproduc ción trastoca la relación del hombre consigo mismo. El rostro entra socialmente en su fase democrática; llegará el día en que cada ciudadano posea uno, único, su bien más humilde y más preciado que encarna a su nombre. Incluso las personas comunes acceden a ese antiguo privilegio, el de cualquier individuo, es decir, de todo hombre separado y consciente de su diferencia, exento de toda pertenencia al «nos otros». La fotografía, al personalizar al hombre, al distinguir su cuerpo y sobre todo su rostro, aporta su contribución a la celebración del individuo. La fotografía está entonces en condiciones de proponer sus retratos a la ma yoría de los ciudadanos. En un primer tiempo costosa y difícil de usar, se demo cratiza poco a poco a mediados del siglo XIX. La dignidad del rostro, en una so ciedad donde el individuo se hace prioritario ante lo colectivo, se vuelve lo pro pio del ciudadano y ya no de una elite. En las ciudades, los talleres se multipli can. La profesión de fotógrafo se desarrolla enormemente. Según Gisele Freund, en 1981, sólo en Francia «existen más de mil talleres y la fotografía ocupa a más de medio millón de personas». Hay fotógrafos itinerantes que recorren la cam piña. Un pintor de entonces se queja de no poder tropezar con una casilla de pe rro sin provocar a un retratista callejero. La pasión por el rostro invade sin me dida el paisaje mental de fines de siglo. Ese éxito del retrato fotográfico, que da a cada uno sin discernimiento la opor tunidad de un rostro, irrita a Beaudelaire. «La sociedad inmunda se abalanzó como un solo Narciso para contemplar su trivial imagen en el metal -escribe en 1859-. El amor por la obscenidad que está tan vivo en el corazón del hom bre como el amor a sí mismo, no dejó escapar una ocasión tan especial de satis facerse». Melville también se siente chocado por lo que le parece una profana ción. En Pierre o las ambigüedades, su héroe «reflexionaba sobre la infinita faci lidad con la cual se podía desde entonces extraer el retrato de cualquiera gracias al daguerrotipo, mientras que en otras épocas, sólo la aristocracia del dinero o la del espíritu podían ofrecerse ese lujo». Naturalmente, deducía de eso que «el retrato, en lugar de inmortalizar un genio, como lo hacía antes, pronto no ha30. Cf. Freund, Gisele,
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Photographie et societé, París, Seuil, 1 974.
l.
LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 La fotografía: la democracia del rostro
r ía más que imponer un tonto en el gusto de la moda. Y cuando todo el mundo di spusie ra de su propio retrato, la verdadera distinción sería sin duda la de no tenerl o». Reflexión premonitoria para una obra publicada en 1850. A mediados de del siglo XIX, aparecen leyes para el establecimiento de do cu me ntos de identidad acompañados por una fotografía del rostro. Los organi zadores de la exposición universal de 1867 utilizan carnets de acceso que mues tran el estado civil y la fotografía de su propietario. Por esos años, Disderi regis tra una patente para la explotación comercial de un nuevo método fotográfico, a ncestro del fotomatón: el retrato « ca rte de visite».31 Sobre el mismo negativo, ap are cen varias poses, lo que disminuye el costo de su fabricación. El interés en el ro stro es también una preocupación de las autoridades que no dejan pasar la oca sión para un mejor control de la buena ciudadanía. Agregar la fotografía al estado civil, con el fin de favorecer el reconocimien to del individuo y mantener el orden social, encuentra su punto culminante en la fotografía del rostro que certifica el nombre del hombre. A partir de entonces, se hace difícil escapar a la propia identidad por el modo en que las autoridades la co n finan y la «controlan». La ausencia de semejanza entre el rostro reproducido y el hombre que se presenta ante un policía es una prueba de usurpación de estado civil o una fuerte presunción al respecto. Pobre del que con paciencia se cortó la barba o el bigote o, a la inversa, los dejó crecer en contradicción con la fotografía que adorna su documento de «identidad». El mismo riesgo corre aquél que cam bió su peinado o deja una fotografía vieja en su documento. Forzar el talento de «fisonomista» de los policías o de los aduaneros no siempre es tan fácil para quien cría impu nemente que podía jugar con los signos de su identidad e ingenuamen te imaginaba que, en materia de rostro, no tenía que rendir cuentas a nadie más que a sí mismo. A la unicidad de un individuo debe corresponder la unicidad de un nombre y un rostro. En ese aspecto, la administración no admit� réplica. A fines del siglo, se desarrolla la fotografía de aficionado y hoy podemos apre c ia r la amplitud de su creciente éxito. El cine32 y el video entran a su vez en el jue3 1 . N . de
T.: La carte de visite cumplía las funciones de nuestra actual tarjeta personal o de presen tació n. 3 2· El cin ematógrafo sublimó el rostro y revolucionó a los primeros espectadores. Mostraba gran des planos del rostro, y de ese modo lo sacralizó. Roland Barthes nota, por ejemplo, que «Gar bo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturba enor memente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de valentino producía sui cidios . » . Barthes, Roland, Mythologies, París, Seuil, 1 957, pág . 70. [En español: Mitologías, México, Siglo veintiuno editores, 1 980, pág. 40] . . .
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
go. La cámara de video está hoy en la mayoría de los hogares y las parejas o las familias se acostumbraron a filmar los momentos significativos de su intimidad. El valor otorgado al rostro por nuestras sociedades está bien ilustrado por la foto de identidad incluida en los documentos que hoy en día llevamos con nosotros para probar a los ojos de la ley nuestro buen comportamiento ciudadano. El ros tro y el nombre reunidos: los dos polos de la identidad social e íntima. Foto del rostro, por supuesto, no de otra parte del cuerpo ni del hombre entero. Sólo el rostro basta para certificar la identidad. «Quizás -dice Simmel con su habitual perspicacia-, los cuerpos se distinguen tan bien como los rostros por ojos entre nados, pero no explican la diferencia como lo hace un rostro».33 Ben Maddow, en su historia del retrato fotográfico, lo comprueba a su ma nera: «Estoy seguro de que la mayoría de las fotografías ya tomadas o que se to marán son y seguirán siendo los retratos. Esto no sólo es una verdad, sino tam bién una necesidad. No somos mamíferos solitarios como el lobo o el tigre, so mos seres fundamentalmente sociales, como el elefante, la ballena o el mono. Lo que sentimos profundamente unos por otros, lo queramos o no, reaparece en nuestros retratos».34 Rodeados por espejos, estamos hoy en día en el centro de una exuberancia de rostros. También confrontados casi permanentemente con el propio, porque somos una sociedad de individuos, es decir, de hombres conscientes de su valor personal y relativamente autónomos en sus acciones y relaciones mutuas. Antropometría Pero la celebración personal no carece de la contrapartida de un choque casi predestinado entre la fotografía y la policía. Ésta, especialmente en base al «ber tillonaje», sabrá hacer un arma temible de control social. El reconocimiento de los rostros no es sólo un hecho fundador de la vida social, también es un impe rativo para quien hace el trabajo policial. C. Dickens cuenta en sus Pickwick's Pa pers que en el siglo XIX, los guardias de las prisiones, cuando recibían un nue vo prisionero, lo hacían sentar en una sill a y desfilaban uno por uno ante él para memorizar los rasgos de su rostro y así poder reconocerlo en lo sucesivo. Cuan33. Simmel, Georg, «La signification esthétique du visage, en La Tragédie de la culture et autres es sais, París, Rivages, 1 988, pág. 40. «Lo que llamamos rostro -dice E. Levinas- es precisamen te esa excepcional presentación de uno por uno mismo», Levinas, Emmanuel, Totalité et infi ni: essai sur l'extériorité, La Haye, Martinus Nijhoff, 1 96 1 , pág. 1 77. 34. Madoww, Ben, Visages. Le portrait dans /'histoire de la fotograpie, París, Denoel, 1 982, pág. 1 8 . 44
1.
LA
lN Vl:lNUUN Ul!.L l («desrostrar», descubrir), despojar a la vícti ma del goce de su rostro haciendo de él un objeto de investigación. 20
1 9. Georg Simmel, op. cit., pág. 227. 20. N. de T.: « Visage » significa en español «rostro». Las itálicas son mías.
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
«Mal de ojo» La mirada es una de las funciones por excelencia del rostro. Pone a la luz la desnudez de las fisonomías e informa acerca del otro. Los ojos hacen al rostro, sin duda más que la boca, las orejas, la frente o la nariz, claramente menos di ferenciadas en la gestalt de los rasgos, menos reveladoras, dignas de menor in vestidura. En la axiología de los componentes del rostro, donde todo es esencial para el sentimiento de identidad del actor, los ojos son soberanos. Independientes del rostro que los envuelve y les da una significación, los ojos son causa de inquietud. «Los ojos vivos del comediante que nos mira a través de la máscara producen espanto, no forman parte del comediante ni de la másca ra . . . »21 El carácter insólito de los ojos y la potencia que mueve a la mirada deben desvanecerse en parte por la familiaridad de un rostro cuyas mímicas y movi mientos son reconocibles. Al ignorar el rostro, los ojos queman con una fuerza que produce miedo, su humanidad está como a la espera, peligrosamente ame nazada. El cine de terror usó y abusó de eso. Es necesario poder devolver la mi rada para que la del otro, fijada sobre sí, pierda parte de su carga perturbado ra. Y la mirada sólo puede intercambiarse con un rostro. «Vendajes que cubrían capa por capa una cabeza, asta no dejar ver más que un ojo que no pertenecía a nadie»22 -observa Rilke. La imposibilidad de captar en el otro los movimientos de su rostro, la irrealización que lo rodea a causa de sus rasgos ahogados bajo la máscara o el vendaje, hace difícil el encuentro, lo priva de las referencias más elementales. Por la dificultad de percibir en él el ir y venir de las emociones, la interacción está desprovista de su sencilla evidencia, se hace más aproximativa y provoca malentendidos. Y, a veces, angustia. El hecho de que los ojos no tengan brillo ni rostro suscita terror. Numerosas tradiciones hacen de ellos la ventana del alma. Pero el surgimiento del alma en los ojos implica la humanidad del rostro en su conjunto. Si no, la mirada (en el cine de terror, por ejemplo), separada de los rasgos que la insertan en su expre sividad, se asocia al mal, incluso a lo diabólico. La fuerza emanada de los ojos se atenúa por el rostro que los rodea; éste recuerda los límites de la condición hu mana de quien la lleva en sí. Sin embargo, ciertos individuos no pueden neutra lizar la violencia que brota de sus ojos. Su comunidad les imputa el poder de ha cer el mal simplemente por mirar a su víctima. El mal de ojo puede ser el atri buto involuntario de un hombre con el cual el contacto, incluso ocular, es funes2 1 . Krejca, Otomar. «Le regard du masque», en Le masque: du rite au théátre, París, �clitions du CNRS, 1 985, pág. 206. 22. Rilke, Rainer Maria. Les cahiers de Malthe Laurids Brigge, París, Seuil, 1 966, pág. 5 5. 1 38
4. FIGURACIONF.S SOCIALES: EL CARA A
CARA 1 «Mal de ojo»
to. La influencia se ejerce a pesar de la voluntad de quien le toca poseerla. Se le atribuye a ciertas categorías sociales, generalemente estigmatizadas: gitanas, an cianas, enfermos, tuertos, ciegos. El hecho de que sus ojos se detengan un poco más sobre la pretendida víctima o que ésta sienta sobre sí el peso de una mirada inesperada, puede ser suficiente para desencadenar la creencia y para explicar luego un infortunio que nada hacía presagiar. La mirada conlleva la desgracia, «la guigne» (la mala suerte), (palabra que viene de guiñar: cerrar parcialmente los ojos, mirando de reojo). Los ojos tocan lo que perciben y se comprometen con el mundo. Así, la mi rada dirigida al otro nunca es indiferente. Es un atentado a su integridad, con tiene la amenaza del desborde. No sorprende, en ese sentido, que la Iglesia haya combatido las miradas «concupiscentes» o supuestas como tales. Ver ya es dar otra medida, y ser visto da de sí mismo una posibilidad que el otro puede apro vechar: «ver -dice Jean Starobinsky- es un acto peligroso. Es la pasión de Lin ceo, pero las esposas de Barbaroja mueren por eso. Al respecto, las mitologías o leyendas son singularmente unánimes. Orfeo, Narciso, Edipo, Psique, Medu sa, nos enseñan que a fuerza de querer extender el alcance de la mirada, el alma se condena a la ceguera y a la noche».23 Pero, ser visto, en los ejemplos citados, revela la misma virulencia. Hay en el germen, en la movilidd de los ojos y en el poder de apropiarse de las cosas a pesar de la distancia, una pelgrosidad que se despliega en el encuentro con aquel cuyo rostro recibe de frente esa mirada no civa. Pues el mal de ojo es una acción que fuerza la vulnerabilidad del individuo en su propio rostro. Implica un cara a cara, aunque sea distante y rápido, y el ve neno de una mirada que no pudo ser esquivado y alcanzó su blanco con gran pesar de la víctima. El mal de ojo es también el arma de los que quieren perjudi car intencionalmente, de aquellos a quienes las representaciones comunes con fieren tal poder: brujos, adivinos, etcétera. A través de la eficacia simbólica movilizada, una mirada de reconocimeinto, co mo hemos visto, puede restaurar el sentimiento de identidad de un actor en di ficultades. Lo demuestra también la mirada mutua de los amantes. Pero ese desplazameinto de energía puede también producirse en detrimento del pro p io actor. Una situación como esa se encuentra en las creencias relativas al «mal de ojo», al «aojamiento», a la «mirada dañina». Esta vez, la mirada del otro da m ala suerte. La potencia táctil de los ojos, acompañada por la intención nefas ta de quien mira, produce un efecto de metamorfosis que quita a la víctima par te de su soberanía. El «mal de ojo» afecta a la madre demasiado confiada que se ab andona sin defensas a la mirada envidiosa de una madre quizá celosa o que 23. Starobisnki, Jean. &il vivant, París, Gallimard, 1 962, pág.
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ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
deja al niño en sus manos. Golpea al hombre que tiene demasiado éxito en la caza o en la pesca provocando la envidia de los otros miembros de su comuni dad. Enferma al ingenuo que no tomó precauciones y atrajo la ira de quien goza de la reputación de tener «mirada dañina». La envidia es el móvil del contacto malintencionado que establecen los ojos en el punto más expuesto y más vulne rable de la víctima, su rostro. El mal de ojo puede matar, enfermar o volver es téril, debilitar a la víctima, apropiarse de su alma o arruinarla. Envidia, con una etimología semejante a la de guiño, viene del latín invidere, que significa mirar con ojos malintencionados. Por la energía malsana que emana, la envidia tie ne el poder de desestabilizar la existencia del hombre envidiado si puede atacar uno de sus atributos. Los ojos de los otros tocan el rostro y, de modo metonímico, alcanzan al indi viduo completo. En esas circunstancias, la virulencia posible de una mirada sólo puede ser disminuida por un velo u otro objeto que haga de pantalla escondien do los rasgos del individuo. La condición del rostro es estar sin defensas, a me nos que se borre como tal. Simultáneamente, se establece en él el reconocimien to más absoluto del otro. El hombre está en el mundo por sus rasgos, su mirada, la piel desnuda de su rostro, y también por eso mismo, su legitimidad de existir puede serle disputada por otros. Otra coincidentia oppositorum encarnada por el rostro es esa mezcla siempre precaria de fuerza y vulnerabilidad. «Medusar» La fuerza de choque de la mirada y su nocividad posible encontraron su ex presión social más significativa en la mitología griega con la Medusa Gorgo, cuyos ojos contienen un fuego tan intenso que convierten en piedra a quien la mire. El propio rostro de la gorgona es el del espanto, mezcla hipnótica de hu manidad y animalidad, de belleza (no deja indiferente a Poseidón) y de fealdad, de masculino y de femenino. Está más bien ante el reino del caos, donde todo reconocimiento posible se desfigura. «La cabeza -dice J.-P. Vernant- alargada, redondeada, evoca una figura leonina, sus ojos están muy abiertos, la mirada fija y penetrante, el cabello como una melena de animal o erizado de sepientes, las orejas grandes, deformadas, a veces parecidas a las del buey. El cráneo pue de llevar cuernos, la boca, abierta en un rictus, se alarga hasta cortar todo el an cho del rostro, descubriendo las filas de dientes, con colmillos bestiales de jaba lí, la lengua proyectada hacia adelante y saliente hacia afuera, el mentón es ve lludo o barbudo, la piel a veces marcada por profundas arrugas. Esa cara se pre1 40
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL
CARA A CARA 1 «Medusar»
senta, más que como un rostro, como una mueca».24 Como figura de pesadilla, el espanto que reina en la cara de Gorgo golpea en el infortunado que cruza su mirada, pues queda inmediatamente petrificado. Medusa es criatura de muerte, posiblemente porque el caos de sus rasgos, esa desfiguración que no es una sola, pues su naturaleza es ser tal, sólo puede sig nificar lo obsoluto de la alteridad, el umbral de lo innombrable: la muerte. Pero sólo su umbral, pues la locura que convulsiona sus rasgos aún contiene elemen tos reconocibles cuyo orden sólo está confundido. En efecto, Gorgo reina en el país de los muertos y prohíbe la entrada de los vivos. Ella es el lugar del límite extremo, del que no se regresa, allí donde ver es morir inmediatamente. La cara de Medusa anuncia las disoluciones a las que no escapa el hombre atrapado en el fuego de su mirada. Donde ella habita, desaparecen las referencias que sepa ran el rostro del desorden que lo invade en la muerte. Ella representa la fronte ra entre lo vivo y la nada. Recordemos las grandes líneas del mito: Perseo prometió al rey Polidectes traerle la cabeza de Medusa. Atenas lo ayuda en su búsqueda y le ofrece un es cudo de bronce para protegerlo. Como observa J.-P. Vernant, el mito está cons truido sobre un tema: el de la «mirada, de la reciprocidad de ver y de ser visto». ¿Cómo escapar a la virulencia de la mirada? La pregunta se plantea ya desde el enfrentamiento con las Grayas, las hermanas de las Gorgonas, tres ancianas que sólo poseen, entre las tres, un diente y un ojo que utilizan por tumo. Perseo se apropia del ojo en el momento en que él lo pasa de una a otra y pregunta a las Grayas cuál es el camino a seguir para encontrar a las Ninfas, pues sólo ellas lo pueden informar. Cuando sabe dónde buscarlas, tira el ojo al lago Tritonis redu ciendo a las Grayas a la ceguera para impedirles que prevengan a sus hermanas. Las Ninfas ayudan a su vez a Perseo y le dan tres objetos necesarios para cumplir su tarea: el casco de Hades que provee invisibilidad al esconder los rasgos del ser vivo ante los muertos, las sandalias aladas que lo liberan de su peso, de la distan cia, y finalmente, la bolsa donde colocar inmediamtamente la cabeza de la Gor gona luego de haberla cortado, pues los ojos de ésta continuarán produciendo su poder de muerte. Perseo sabrá más tarde usarla para deshacerse de sus ene migos. Hermes agrega, por iniciativa propia, una espada de hoja curva. Aunque invisible, Perseo no debe dejar perder su mirada en la de Medusa pues la muer te lo atraparía al instante. Con la ayuda de Atenas y muchas precauciones, ha ciendo uso de su escudo de bronce como un espejo para neutralizar la muerte 24.
Vernant, Jean-Pierre. La mort dans les yeux, París, Hachette, 1 985, pág. 32; sobre Gorgo, del mismo autor, véase L'individu, la mort, lamour: soi-meme et lautre en Grece andenne, París, Gallimard, 1 989, págs. 1 1 7- 1 29.
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ROSTROS. Etuayo antropológico 1 David Le Breton
susceptible de brotar de los ojos de Gorgo, Perseo se aproxima a ella sin mirarla, la decapita con la espada de Hermes y huye inmediatamente con la cabeza en la bolsa. Se la ofrece luego a Atenas, quien la fija en el centro de su escudo donde conserva el terrible privilegio de petrificar a quien lo mira. La cabeza de Medu sa o Gorgoneion sirve como motivo en vasijas, monedas, esculturas monumen tales. Está dibujada en el escudo de Aquiles. Figura de ambivalencia, protege a quien la posee y golpea mortalmente a quienes se le oponen. Fuertemente arraigado en el imaginario colectivo, el tema de Medusa reco rre todo el arte occidental25 e ilustra el poder de la mirada. Recuerda la ambiva lencia del hombre ante su propio rostro, siempre apenas vislumbrado, inasible en su verdad donde se anuncia la lenta progresión de una muerte ineluctable y en la que se encarna su precariedad y su poder. . . Perséfone convierte a Medu sa en la guardiana del Hades, pues ser despojado del propio rostro es signo de muerte. Y ante Gorgo, ningún rostro es posible.
25. Caravaggio, El parmesano, Rubens, Bernin, Lorrain, Klimt, etcétera. Sobre este tema, cf. Clair,
Jean. Méduse, París, Gallimard, 1 989. 1 42
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El rostro es otro
"Conozco tan poco de mi rostro que si me mostraran a uno del mismo tipo, no sabría decir cuál es la diferencia (salvo, quizás, desde que hice mi estudio sobre los rostros) . Más de una vez, en una esquina de la calle, al encontrarme con un espejo de un negocio que quiere sorprender con él, tomo por mí al primero que pasa, siempre que tenga el mismo impermeable o el mismo sombrero. Sin embargo, siento algún malestar hasta que, al pasar a mi vez por el reflejo del cristal, me rectifique, un poco molesto. He vuelto a perder mi rostro un poco más lejos. Hace veinte años que dejé de conservar mis rasgos. Ya no habito ese lugar. Por eso miro fácilmente un rostro como si fuera el mío. Lo adopto, descanso en él». Henri Michaux, Pasajes
Ambivalencia del rostro La evidencia del rostro disimula cuánto escapa, en todo sentido, al inten to de definirlo, captrlo, fijar de modo definitivo la fugacidad familiar que a ve ces deja entrever. El rostro es probablemente para el hombre, para el occidental al menos, el primer motivo de asombro, ya que se vea a sí mismo en un espejo o en una fotografía, o que, por ejemplo en el amor, busque comprender los ras gos y la mirada del otro. Reflexionar sobre la significación del rostro desde una perspectiva antropo l ógica implica abordar el misterio del cuerpo desde su ángulo más insólito. Del mi s mo modo que la ambigüedad del cuerpo humano es la de ofrecerse simul táne amente como ser y tener, esencia y atributo, el rostro es el hombre, al mis mo tie mpo que éste tiene un rostro. El hombre es su cuerpo, es su rostro. En tanto, no deja de sentirse otra cosa. El dualismo que opone el espíritu al cuer p o nace de esa ambigüedad, hace del cuerpo un tener, un atributo del hombre ..
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Así como el rostro se desliza con comodidad hacia el registro de la posesión. Si, para el hombre que se interroga por su identidad, su arraigo al cuerpo se le apa rece como un misterio, más aún se le escapa el rostro que contempla en el espejo y del cual ve la fragilidad, las metamorfosis a lo largo del tiempo. Y de esa sepa ración entre una imagen de sí, en parte inconsciente, estable durante el trascur so de la vida, y la apariencia que se ofrece a la vista, sometida a las circunstan cias, nace la sensación de hacer difícilmente uno, de estar dividido entre el ser y el tener del rostro y del cuerpo; desgarrado entre la evidencia de la carne y el re chazo a la fragilidad, al envejecimiento y al camino progresivo hacia la muerte. La relación con el rostro y con el cuerpo se juega en esa ambivalencia, que nun ca se da sin equívocos. El rostro es para el hombre el signo de su soberanía y allí donde puede cap tar de antemano con la mayor fuerza su no coincidencia consigo mismo, su im posibilidad de existir sin estar dividido. Por la alquimia de una relación con el mundo que le modela un rostro del cual es el único poseedor, y por el uso per sonal que hace de los signos que lo destacan socialmente con respecto a las nor mas del grupo, el rostro es para el hombre el lugar de su soberanía: maquillaje, cirugía ritual o estética, tratamiento del cabello, del sistema piloso. Y por la alqui mia de una relación con el mundo, de un estilo propio, que modela un rostro del cual él es el único poseedor. Pero, simultáneamente, encarna su desposeimiento. El hombre que contempla detenidamente su rostro, a veces, se siente perturba do, como el actor de un lapsus repentino confrontado con una significación te mida. La inquietud perfora, algo de uno mismo permanece inasible. «En el co razón de la evidencia está el vacío», dice E. Jabes. Sobre todo en la del rostro, en cuanto la mirada se hace más atenta y busca identifcar el enigma contenido allí. El rostro es siempre, por sí mismo, el lugar del Otro más próximo. El lugar de las significaciones ocultas, allí donde la sensación de transparencia del sujeto para sí, tal como lo formula Descartes en el cogito, encuentra su primera desmenti da y tropieza con la intuición de un mundo escondido en su propio centro, a la vez próximo e inaccesible. «No me parezco», piensa el hombre que se detiene sin complacencias ante el espejo. Su rostro lo interroga; y la turbación que siente no es de carácter estético (encontrarse feo o algo por el estilo), sino que está más profundamente en la extrañeza de tener ese rostro en lugar de otro. Al observar su rostro en un espejo o en una pantalla, por ejemplo a través de un experimento de autoscopía con ayuda de una cámara de video, o incluso en una fotografía, el actor siente pocas veces la satisfacción narcisista de encontrarse plenamente. Son raros los actores, en nuestras sociedades occidentales, que gus tan de su rostro sin ambigüedades y se reconocen de entrada en él, sin turbarse. 1 44
5. EL ROSTRO ES OTRO
1 Ambivalencia del rostro
A menudo, los invade el malestar y la decepción, basados en la sensación con fusa de la no coincidencia con sí mismo. Paradoja sorprendente: el actor expe rimenta frecuentemente ese rostro único que deja librado al reconocimiento de los otros, incluso al amor del otro, con una sensación de alteridad que lo lleva a una especie de reticencia ante sus propios rasgos. El hecho de contemplarse en una proyección exterior de sí es perturbador para la mayoría de los actores. El rostro es a la vez demasiado simple para contener la existencia, significar la a los ojos de los otros, librarla a su reconocimiento, y sin embargo, demasiado abierto a pesar de todo para no dejar presentir lo esencial. Esa distancia es pro picia a la ambivalencia que marca la relación del hombre con su propio rostro. La sensación de una confidencia que dice demasiado, o no lo suficiente y deja la duda. El rostro está en el umbral de una revelación. Formula una promesa que nunca está en condiciones de mantener, pero que hace creer a cada instante que finalmente ha llegado el momento. Es conocida la disimetría que divide sagital mente las dos partes del rostro en partes asimétricas. Otra disimetría se revela allí entre el sentimiento de sí y el sentimiento de su rostro. La disimetría también está presente de modo radical por el hecho de que el rostro siempre se percibe desde afuera. Esa es otra fuente, no menos insupera ble, del sentimiento de estrañeza para el hombre que percibe sus rasgos en el es pejo. El lugar más íntimo, el momento del cuerpo donde se arraiga la identidad, es también el más escondido. El hombre es despojado del rostro que ofrece a los demás con prodigalidad. Él es el único que no deja de ignorarse, sólo tiene acceso a su rostro a través de un objeto separado de él: el espejo, la fotografía, la panta lla de video, el cine o el reflejo de las vidrieras. En ese sentido, el rostro es coinci dentia oppositorum. Encarna la paradoja de ser el lugar (y el tiempo) del cuerpo mejor conocido y el más investido, a tal punto que identifica al individuo a la vez que sigue siendo el más extraño, aquel que se mira con asombro, aquel cuya pér dida (la desfiguración) conlleva a menudo la destrucción de la identidad perso nal, la desaparición radical del placer de vivir. Ya sea reflejo del cristal o fotogra fía, retrato o pantalla de video, el rostro es siempre el del Otro. El único que uno no vera jamás es el propio, siempre ofrecido por el desvío de la imagen, nunca en su realidad viviente (salvo al tocarlo, pero para el hombre occidental, el tac to está lejos de valer lo mismo que la mirada). El hombre interroga atentamente sus rasgos, su mirada, allí se reconoce, y sin embargo, allí se descubre extraño. Confrontado a su rostro, el hombre entra en relación íntima con el Otro. Rembrandt, el hombre de los innumerables autorretratos, sin duda estaba más obsesionado que otros por esa ambivalencia, esa dificultad para captar lo, para parecerse a sí mismo. Su pasión por el rostro atraviesa por completo su 1 45
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
obra. Culmina en las telas de 1629. Una hace de él un hombre firme, con ros tro enérgico, refinado, digno representante de una burguesía opulenta y seguro del porvenir. Otra nos lo muestra con una figura claramente distinta, la de un holgazán, habituado a las tabernas y a la bebida, con rasgos toscos, iluminados con una sonrisa grosera que descubre una boca con dientes rotos. Una luz ama rillenta acentúa aún más tanto la vulgaridad de los rasgos como su vulnerabili dad. Con unos meses de intervalo nacen en la tela esos dos rostros de Rembran dt, los dos polos de su existencia unidos por una proximidad vaga y perturba dora; la imposibilidad para sus ojos de reconocerse en una sola figura. El mis mo año, Rembrandt pinta tres autorretratos más, con una expresión más gra ve, soñadora. De una tela a otra, el pintor es el mismo y el otro, se enfrenta sin descanso al enigma del rostro. Busca parecerse y hacer de la pintura un espejo del rostro interior. Declara a voz en cuello una íntima inquietud que todos los hombres sufren en nuestras sociedades, para quienes el rostro es el signo de su soberanía y fragilidad. El rostro es Otro Nuestro rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nues tro. Nos posee en el sentido de que nos engaña, se burla de nosotros de alguna manera. Nos encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a él. Tiene un peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, inclu so la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un hecho en sí, sino un juicio) inscriben con total evidencia una huella que el hombre oc cidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de nuestras socie dades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte. En lo que nos iden tifica, el rostro también nos limita, produce destellos en negativo de todos los rostros que no somos. Eso explica la atracción del disfraz, la máscara, y la ten dencia que lleva a numeroos actores a cierta denigración de su rostro. El «yo es otro» toma con facilidad los aspectos de la reticencia ante el propio rostro, col mado de una perturbadora extrañeza. La figura humana alberga lo inasible del Otro en el centro del yo.1 1 . Una experiencia mostró, por otra parte, que puestos ante una imagen distorsionada de su pro pio rostro, a los actores les cuesta reconocerse, y cometen a veces errores de apreciación. En las mismas condiciones, identifican mejor el rostro de un extraño percibido unas horas antes. Socialmente reveladoras de la influencia de las representaciones colectivas más valoradas, las
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5.
EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro es Otro
Michel Tournier, novelista del rostro si los hay, y Élouard Boubat, el fotógra fo, se libraron a una experiencia de gran alcance antropológico. En 1 973, soli citaron a un centenar de escritores que escribieran lo que experimentaban ante sus retratos fotográficos realizados por Élouard Boubat. De antemano, muchos de ellos se negaron a prestarse al juego. Unos criticando la firvolidad de la pro puesta, otros porque se consideraban demasiado ancianos y lamentaban a la vez no haber participado de una experiencia tal veinte años antes. Actitudes revela doras. Otros, por el contrario, se prestan al juego con deleite y ceden generosa mente ante el narcisismo inherente a la tarea. Pero un clima general emana del comentario de estos escritores, el asombro entristecido de reconocerse en ese rostro. La sensación de que el Otro tiene más importancia que el yo, y las reti cencias que el rostro de ese Otro inspira. «La impresión que no dejaba de obse sionar a E. Boubat -dice Michel Toumier- era la de fotografiar rostros detesta dos. "Pero, ¡no se gustan a sí mismos!" "¡No se soportan!" exclamaba poniendo los negativos sobre mi mesa. Y es cierto que no hay sólo pose en el antinarcisis mo, también está el pensamiento oscuro ante esa máscara inmerecida que en sombrece el libro en varias páginas».2 El hombre es ambivalente ante el rostro que ofrece al mundo. He aquí algu nas reflexiones de esos escritores al respecto, no exhaustivas, pero significativas de una actitud común: «A decir verdad, no me gusto tanto, no me encuentro bo nito, me evito en los espejos, paso ante ellos como un soplo ... no me quedo ho ras mirando mi reflejo» (Alphonse Boubard). «Siempre rompí las fotos que me representaban e hice un principio inmutable de la desconfianza en cualquier re trato ... Ese doble de mí, ¿seguro es yo? Lo dudo mucho» (Rachid Boujedra). «Si por azar... un espejo me devuelve mi rostro, esa mirada sorprendida, me face fal ta un tiempo para admitir que es la mía ... No me parezco a lo que soy» (Michel Butor). «La totalidad de esa mezcla hirsuta, no puedo captarla sin esforzarme. Entonces, aparece el impacto. Busco mis ojos, y me río de mí mismo. No puedo tomar eso en serio -¡Eso, yo! - menos aún en las fotos» (J. -P. Chabrol). «Mirar me nunca fue un placer para mí. Huyo de los espejos y no me gustan las foto grafías ... Sin duda es porque mi rostro me recuerda lo que soy y lo que no pude ser» (B. Clavel). «Con esa facha... , me digo suspirando. No hay tiempo de mo delar otro, ni de atacar a mis padres por daños y perjuicios» (René Fallet). «Ese mujeres tienden a identificarse más con un rostro esbelto y delgado, y los hombres, con uno robusto y ancho, cf. Schneiderman, L. «The estimation of one's body traits», /ournal of social psychology, 1 956, nº 44, págs. 88-89. 2. Tournier, Michel. en Miroirs: Autoportraits (fotografías de �louard Boubat), Denoel, 1 973, pág. 8. Tomamos de esa obra los comentarios que siguen, hechos por los escritores a propósito de las fotografías que los representan. 1 47
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
rostro... ¿Mi rostro? No, oh no, absolutamente no. La foto me tira a la cara una especie de señor gordo paternal, satisfecho de sí mismo, tranquilo, un buen abue lo ... ¿Yo, eso? ¡Ni cerca!. .. y sin embargo, algo me hace volver a mi pesar hacia ese rostro que no es el mío y que es el mío ... » (Roger Ikor). «Un rostro medio cre, sin señas particulares, con asperezas limadas por una cordialidad bien ac tuada» (Michel Tournier). La arquitectura infinitamente obligada del rostro, con la sensibilidad a flor de piel que se lee en ella, es una manera de afirmación inequívoca e inmedia ta de la fragilidad de la condición humana. El rostro es la parte negativa para el hombre a quien se le pide pronunciarse. Muy pocos quieren reconocerse en él. Se diría que es una máscara desafortunada que oculta a cada uno el rostro inte rior infinitamente más seductor, del cual uno se asombra que nunca aparezca. La ambivalencia reina y suscita esa mirada decepcionada o amarga, cada uno parece decir que merecía algo mejor.3 Michel Leiris escribía de la misma mane ra: «Me horroriza verme de improviso en un espejo pues, si no me he prepara do, me encuentro siempre de una fealdad humillante».4 Cualquier fotografía es memento morí, como observa Susan Sontag. Sobre todo si se trata de la de un rostro. También es, de modo irónico, lo que le permi te al modelo escapar del olvido. La imagen perdura en el retrato o la fotografía, continúa atizando los recuerdos y las emociones mucho más allá de la muerte de quien dejó su efigie. Pero, a medida que envejece, el hombre añora más esa imagen. Y luego, no queda más que ella. El rostro de referencia Parece que cada hombre lleva en él un rostro de referencia con el cual com para su rostro presente. El primero es el único «envisageable» (digno de ser con siderado). Un rostro interior que ya no reproduce la realidad actual de los ras gos. El rostro de referencia aparece en la juventud. Innumerables frases lo reve lan. Mantiene una especie de existencia fantasmal en la memoria del actor. Mar ca una imposible coincidencia consigo mismo para quien contempla su retrato 3 . Una de las pocas reflexiones positivas, la de René Barjavel: «Hubiera querido ser su hijo». Un ejemplo de mirada positiva sobre uno mismo, la de Jacques Lacarriere: «Cuanto más miro mi rostro, más encuentro que se me parece ... sobre todo porque esa adecuación se ha hecho fa talmente con los años ... Él ama la luz, el aire, el viento, el sol, la noche estrellada, el horizonte. Tengo un rostro de aire libre, no de ratón de biblioteca». Lacarriere, J. Sourates, Albin Michel, 1 990, págs. 1 44 - 1 45. 4. Leiris, Michel. Lage de l'homme, Gallimard, 1 939, pág. 26. 1 48
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EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia
en una fotografía o se mira en un espejo. La nostalgia experimentada es la que mide la diferencia efectuada por el envejecimiento. Al comentar su rostro, al re producir de modo atenuado las frases dolorosas de Fran�ois Villo n (Los lamentos de la bella Armera), el testigo dirá: mis ojos se han undido en sus órbitas, ya no tienen el brill o de antes, mi frente está marcada con arrugas, y su volumen creció en detrimento del cabello, mi mentón está surcado por líneas. Como si el rostro de hoy no valiera sino en el espejo del de ayer. El envejecimiento se parece a un mal que corroe el rostro de referencia (también el ser completo), el único verda dero, el original de alguna manera, el de una joven madurez, se podría decir, el que conoció el amor, el despertar al mundo, la facilidad de los contactos con los otros. 5 Poco a poco los rasgos se alteran, las arrugas aparecen y se cruzan, el cabe llo se vuelve blanco o se cae, la mirada de los otros se vuelve más indiferente, se escapa con facilidad, desapareciendo así -o presumiendo que desaparece- toda seducción. Envejecer es retirarse lentamente del propio rostro. Y perder poco a poco el beneficio de la atención de los otros. También en la historia del autorre trato ese borramiento es evidente. Sólo evoquemos dos imágenes fuertes a guisa de símbolos. En 1650, Poussin se pinta tocado con su peluca aparatosa. Un ros tro orgulloso, mirada firme, deja ver la energía de un hombre en el apogeo de su edad. En 1665, otro retrato lo muestra con el cabello descuidado, aspecto enfa dado, un gesto de amargura que le corta los labios, una rabia melancólica ape nas contenida, los ojos al límite de la súplica. Un rostro desorientado que con tradice aquél que pintó unos quince años atrás. Poussin está en los últimos años de su vida. También Rembrandt, en 1665, unos años antes de su muerte, mues tra uno de sus rotros de hombre viejo encorvado por los años y los sufrimien tos, con una sonrisa amarga dibujada en la piel arrugada. En el ángulo izquierdo de la tela, un perfil de anciano apenas esbozado, aún más envejecido, acechan do a ese otro hombre que se prepara para despedirse. En sus últimos años, Rem brand sigue pintándose como lo hizo siempre, reproduce los rostros desencan tados del mismo hombre al que la existencia no pasó por alto. "Yo miraba -dice Oskar Kokoschka- el último autorretrato de Rembrandt: ajado y feo, desespe rado y horrible; y tan maravillosamente pintado. Y de pronto, comprendí: la caS.
En Miroirs, numerosos escritores evalúan su rostro actual con la mirada del de antaño. Se des cubren víctimas de una catástrofe íntima, infinitamente lenta, donde poco a poco su «verda dero» rostro, el único concebible a sus ojos, habría sido aniquilado. P. Gaspar lo dice de ma nera ejemplar: «De algún modo, no dejamos de tener diecinueve o veinte años, aunque no se pueda encerrar en una cifra la edad que asumimos plenamente. El resto: las arrugas, el cabe llo blanco, la redondez, la rigidez de la artrosis, no es más que teatro, adaptación a las conven ciones» (pág. 94) .
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
pacidad de mirarse desaparecer en el espejo -hasta no ver nada más- y pintarse como la «nada», la negación del hombre. ¡Qué limagro y qué simbolo!»6 El envejecimiento occidental se vive a modo de un afeamiento y de un despo seimiento. Tiene todas las apriencias de la desfiguración. Enfermedad venenosa cuyo avance no se puede detener y ante la cual el actor comprueba su impotencia a pesar de todos sus esfuerzos. El rostro de referencia se aleja poco a poco. Algo de sagrado y de íntimo se deshace en el trascurso del tiempo y parece no querer cesar nunca el proceso de transformación. El rostro es la juventud en el imagina rio social del mundo occidental. Son pocos los hombres, y menos aún las muje res, que se miran de frente en el espejo o en su retrato fotográfico y se reconocen sin nostalgia, aceptando la inscripción del paso del tiempo en sus rasgos. La per cepción del rostro del hombre anciano no depende de la naturaleza, sino de una evaluación social y cultural a la cual cada uno adhiere a su manera. Se toma del intercambio mutuo de los valores de una época. El rostro de referencia traduce, en ese sentido, la resistencia interior del actor ante un envejecimiento ineluctable que los valores occidentales le enseñaron a temer. Veremos infra que el recurso a la cirugía estética es un modo voluntario de rehacer el rostro de referencia o lo que todavía queda de él, el último intento de oponer una voluntad de control en un rostro que amenaza cada vez más con escapar a los valores sociales y no po der sostener de manera satisfactoria el sentimiento de identidad. «Simplemente, me rehúso a reconocerme allí -dice Manes Sperber. Segura mente, no pertenece a nadie más que a mí, pero tampoco es el mío, aquel en el cual durante tantos años, estaba acostumbrado a reconocerme».7 El sentimiento de la desaparición del rostro de referencia marca para el actor el momento difícil en que la alteridad se impone sobre la familiaridad. La ambivalencia se deshace entonces en beneficio del Otro. Antes, el individuo se reconocía en su rostro con una sensación de ambigüedad, quizás, pero finalmente se aceptaba y amaba esa figura que mostraba a los otros. Hoy, desdoblado, ese mismo rostro es a la vez un recuerdo que lentamente se borra en el trascurso de la existencia y una reali dad nueva que aparece poco a poco, pero ante la cual se siente extraño. El Otro penetró en sus rasgos. El lento trabajo de la muerte se ha vuelto evidente para la conciencia y el individuo se rehúsa a reconocerlo. Por lo tanto, el rostro es des poseimiento; recurre fácilmente a la imagen de la caracterización, de la másca ra. No de la máscara voluntaria que multiplica las posibilidades del rostro, por ejemplo en el carnaval, sino en el sentido del empobrecimiento, del vacío. «La vejez -dice Marcel Jouhandeau- es una máscara detrás de la cual uno se escon6. Citado en Bonafoux, Pascal. Rembrandt, autoportrait, Skira, Ginebra, 1 985, pág. 1 27. 7. Sperber, Manes. Porteurs d�au, Calmann-Levy, 1 976, pág. 9. 1 50
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EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia
de poco a poco, antes de borrarse por completo». Una forma lenta y natural de desfiguración. El Príncipe Salina, El gatopardo de Lampedusa, anciano, desen cantado, abandonado ya a la atracción de la muerte, se mira en un espejo con una melancolía surgida de la falta de compasión de la existencia con respecto al hombre: «Don Fabrizio se miró en el espejo del armario: reconoció más su ves tido que a sí mismo: altísimo, flaco, con las mejillas hundidas, la barba larga de tres días: parecía uno de esos ingleses maniacos que deambulan por las viñetas de los libros de Julio Veme [ . . . ] Un Gatopardo en pésima forma. ¿Por qué que ría Dios que nadie se muriese con su propia cara? Porque a todos les pasa así: se muere con una máscara en la cara».8 En su artículo sobre «Lo ominoso» { 1 9 1 9), Freud evoca un momento difícil de su existencia, que él asocia a la irrupción del doble en el imaginario, pero que traduce otro tanto la aparición inesperada e indeseable, sin que ninguna defen sa haya podido interponerse, de su propio rostro afectado por la alteración de la que hablamos. «Me encontraba en mi camarote cuando un sacudón algo más violento del tren hizo que se abriera la puerta de comuniación al toilette, y apa reció ante mí un anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro de viaje. Supuse que al salir del baño, situado entre dos camarotes, había equio cado la dirección y por error se había introducido en el mío; me puse de pie para advertirlo, pero me quedé atónito al darme cuenta de que el intruso esa mi pro pia imagen proyectada en el espejo de la puerta de comunicación. Aún recuer do el profundo disgusto que la aparición me produjo».9 El desajuste con el rostro de referencia puede ser experimentado como una conmoción, incluso una destrucción del sentimiento de identidad. Son revela doras al respecto las primeras líneas del relato autobiográfico de Manes Sper ber, en las cuales éste cuenta su sorpresa al encontrarse de pronto ante un ros tro que ya no reconoce: «Acababa de entrar en mis sesenta años cuando el ros tro que encuentro al menos una vez por día en el espejo se me apareció brusca mente como extraño».1º Así comienza una larga búsqueda de la memoria de la que M. Sperberg confiesa con cuánta reticencia había rechazado hasta entonces la tentación. En el mismo momento, una breve pérdida de conciencia lo confron ta a la intuición de su muerte. Las páginas de esa larga autobiografía parecen te ner la función, casi explícita, de llenar el espacio entre el rostro de antaño -en el 8. De Lampedusa, Giuseppe Tomasi. Le Guépard, Livre de poche, pág. 336. [En español, El Gato pardo, Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1 980] . 9. Freud, Sigmund. «I.:inquiétante étrangeté», en Essais de psychanalyse appliquée, Gallimard, 1 933, pág. 204. [En español: «Lo ominoso», De la historia de una neurosis infantil (Caso del Hombre de los lobos) y otras obras, op. cit.) , Volumen XVII. 1 0. Sperber, Manes. op. cit., pág. 9. 151
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cual diferencias sucesivas que lo marcaron, desde la juventud hasta la madurez, nunca modificaron el sentimiento de identidad que M. Sperber tomaba de él-, y el rostro de hoy, ya irreconocible, extraño, máscara. El relato de M. Sperber se construye de manera original sobre un movimiento pendular entre el pasado re constituido y el presente del escritor, de la plenitud del rostro a su borramiento. El capital de sentido que procura ese retorno a sí mismo, la búsqueda de una fi delidad entre la existencia de antaño y la de ahora, construyen un puente entre dos períodos de la vida así reconciliados. Una búsqueda de identidad se con centra en la tarea secreta de recomponer el rostro perdido a través de la escritu ra y la anamnesia de los acontecimientos que le dieron su mayor relieve, cuan do ese rostro que encarna la identidad vivida con más plenitud, era captado ac tivamente por la mirada de los otros, los significant others (que, sin querer, pa san a ser los lectores). «La idea de escribir mis memorias, se la debo en primer lugar a esa desidentificación parcial, a ese alejameinto sorprendentemente sere no y casi insensible de mi propio rostro, que me hacía creer que quizás llegaría a alejarme de mi pasado con serenidad».1 1 La escritura se d a claramente en Sperber como el duelo del rostro y, más allá de eso, de la historia personal. Es una conjuración de la pérdida. Se trata de en caminarse hacia la desaparición, de prepararse a morir reuniendo por última vez los mayores hitos de la memoria, todos los momentos en que una llamarada de significación iluminó la existencia. Despertar una última vez el rostro de re ferencia. Manes Sperber presiente que la escritura es un esfuerzo por familiari zarse con lo desconocido que se instala en él, deshace los rasgos del hombre para dejar allí su huella. Lo desconocido que también nace de la mirada cada vez más extraña y distante de los otros, comenzando por la propia. Poco a poco, aban donando su rostro, el hombre aprende a desaparecer. La escritura o la memoria evocada ante un tercero son los últimos medios de retener o de revivir un ros tro que se disuelve y se prepara para el olvido. Nos hemos detenido en Manes Sperber pues en él se encarna de modo ejem plar una actitud común en formas más banales. Dentro de ritos sociales a ve ces puramente fáticos, la palabra cumple cumple a menudo la obra de resurrec ción de un rostro desaparecido. Eso sucede con el intento repetido de ancianos que enuncian un discurso sin interlocutor real, y machacan un recuerdo lejano, donde el rostro estaba intacto y suscitaba de parte de los otros un interés hoy ne gado. Una evocación, en el hombre de edad avanzada, de proezas, de recuerdos amorosos o deportivos, y en la mujer, el recuerdo del tiempo en que era «bella»: «Yo era bonita, ¿sabe? Hoy no es lo mismo»; «uno envejece, ¿que va a hacer? Es 1 1 . Ibídem, pág. 10. 1 52
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el tiempo . . . » Recuerdos de una sedución desaparecida que hace eco, en el hom bre, en los de sus conquistas. A pesar de la desigualdad social del rostro, sobre el cual Simone Signoret notaba que, si se trata de un hombre anciano, se murmu ra: «es interesante» y de una mujer: «es una vieja». Se trata de hacer renacer por un instante el rostro de referencia, el que co incide con el sentimiento de identidad que haya respondido mejor a las expec tativas del individuo: intentos irrisorios, a menudo condenados al fracaso o a la indiferencia general, pero a tal punto esenciales que el individuo se aferra a ellos y no le importa pasar por un «viejo chocho». Recuerdos de momentos en que el rostro de referencia reinaba a pleno, y sustentaba una sensación de exis tir que podía no ser tan feliz como lo deja entender el relato. Pero al menos, en ese momento, el rostro intacto estaba allí, ofreciendo una plenitud que sólo iba a volverse tal más tarde, a medida que aquel se alejara. El individuo ignoraba que un día su rostro sería aniquilado y no tendría más que la existencia fantas mal de una memoria cuya evocación suscitaría el aburrimiento o la indiferen cia de los interlocutores. El rostro de referencia no desaparece realmente, está diseminado entre las mi radas innumerables de amigos o conocidos de entonces. Los encuentros de anti guos compañeros encuentran su sentido en el compartir recuerdos algo ideali zados. En esas circunstancias, poco valorizadas por los demás (se habla con un desprecio implícito de las reuniones de «antiguos camaradas»), recurrir al pa sado entre personas de la misma edad conjura los efectos del tiempo sobre los rostros. La igualdad de condiciones anula los efectos devastadores de la compa ración. Evocar así los tiempos fuertes de la existencia, convertidos de pronto en peripecias de una epopeya, es una revancha contra la indiferencia social. Pero el sentimiento de la pérdida del rostro de referencia es aún más fuerte puesto que los otros, afectivamente investidos, depositarios de la memoria común, despa recen poco a poco. La mirada de los otros, sobre todo, es la que produce la pér dida del rostro. O su reminiscencia. Las proyecciones del rostro Toda proyección fuera de sí del rostro suscita la ambigüedad de reconocer se en él más o menos fielmente y de encontrarse ante sí mismo, separado, en la necesidad de defenderse de un sentimiento de extrañeza, y aún más si la ima gen escapa a cualquier control y se impone a la mirada. La confrontación con la propia imagen en una pantalla de video lo demuestra de modo ejemplar. Los formadores que utilizan el video en los cursos que dictan conocen bien las reti1 53
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cencias de los principiantes a ser filmados, la reacción de molestia o de oculta miento ante la cámara, el cambio de humor o la risa que traducen el desampa ro ante una investigación que de pronto desdobla lo real en su reflejo. El miedo es a veces tan grande que ciertos estudiantes dejan la sala rechazando absoluta mente las indiscreciones de la cámara. La mirada extraña que esta manifiesta se percibe como como una amenaza para la integridad de sí, suscita el temor di fuso de que la identidad vacile, sustentada por un imaginario que rechaza una imagen de video cruda, brutal, pero que se confunde con la mirada de los otros, y que conlleva en ese sentido un indicio de realidad que el actor no puede eli minar encogiéndose de hombros. Lo ominoso de verse a sí mismo, el rostro al desnudo, como lo ven los demás, imagen y realidad de pronto confundidas. No es anodino que Freud, en su artículo sobre el unheimliche, se apoye justamente en la demostración de ese recuerdo penoso antes evocado. La aceptación del hecho de ser filmado no siempre prejuzga el deseo del actor de ver posteriormente las secuencias rodadas. Allí también predominan la fuga, la incomodidad, la decepción. Las risas que se manifistan a propósito de todo cuando un grupo de alumnos mira en diferido las imágenes registradas, mientras que los acontecimientos filmados estaban lejos de producir la misma hilaridad, ilustran con claridad las reacciones de defensa que se movilizan. La confronta ción con la imagen exterior de sí nunca deja indiferente. «No se puede descontar que el recurso a la imagen de video -dicen M. Linard e l. Prax- se reduzca a un único efecto simple e igualmente positivo para todo el mundo, que es la ayuda para la autopercepción. Se observó, por el contrario, que esa imagen tendía más bien a despertar, en algunos, una angustia o un verdadero malestar, y en todos, a reactivar mecanismos de defensa ligados en gran parte a la personalidad. Por lo tanto, son diferentes efectos unos y otros, por no decir contradictorios». 12 Es lo que comprueban dos formadoras, psicólogas, que han reflexionado profun damente sobre el uso de la autoscopía en los grupos de formación. Las relaciones entre la propia imagen y la del video están cargadas de ambi valencia. Sobre todo en una primera experiencia. Traducen el desfase inevita ble entre, por una parte, la propia imagen, íntima, anclada profundamente en el inconsciente, sustentada por un ideal del que procede un sentimiento de iden tidad siempre más o menos precario, jamás totalmente acabado, pero que, sin embargo, proporciona la materia prima de la conducta de la vida individual, y por otra, una imagen exterior, independiente de sí, desalentadora, pero tal como la perciben los otros. Ésta expone el rostro y las expresiones del actor como una 1 2. Linard, Monique y Prax, Irene. Images vidéo, images de soi ou Narcisse au travail, Dunod, 1 984, págs. 96-97.
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hoja en blanco, lo despoja sin indulgencia de todo el imaginario que lo prote gía. Y esas imágenes se imponen como aún más indiscutibles porque tienen los atributos de la técnica, es decir, de la objetividad. Administran una prueba, no son un espejo. El video se distingue especialmente por el hecho de que la visión diferida (e incluso simultánea) de la imagen que propone escapa a la soberanía del indivi duo. Éste se encuentra prisionero en una mímica, una palabra, unos gestos. Un rostro imposible de modificar se impone a él con una especie de arrogancia, sin que pueda defenderse. A la inversa, ante el espejo, sigue siendo el dueño de sus posturas, de su mirada, del tiempo de la exposición. Incluso ante la fotografía, el indicio más alejado de realidad vuelve la confrontación menos aguda. A lo sumo, el actor piensa que no es «fotogénico», manera elegante de salvar la situa ción. Peor todavía, el video es una herrameinta social, expone la propia imagen sin indulgencia a la mirada de los otros, lo hace sin la complacencia del espejo, es decir, fundiendo al individuo en un espacio, en un grupo, en una duración. La pantalla de video destituye la imagen del espejo de su omnipotencia final mente reconfortante: fuerza la intimidad. No aparece para el actor involucrado como una duplicación pura y simple de lo que cree ser a los ojos de los demás. Nada sutil, la imagen de video muestra las cosas sin compromiso. La autoscopía provoca a menudo la desilusión y acarrea a veces una duda sobre el sentimien to de identidad personal, siempre a merced del juicio de los otros (del propio). Obliga a la evaluación de sí en la desnudez del mediador técnico y sustrae al ac tor sus defensas habituales. Los actores necesitan tiempo para familiarizarse con la fuerza de cuestiona miento suscitada por la confrontación con la imagen de video. El papel del grupo es decisivo al respecto, provee la confianza y la distribuye entre todos los miem bros haciendo posible un trabajo sobre sí libre de amenaza a su identidad. 13 Se impone un clima de confianza mutua e igualdad, lo que hace de la herramien ta de video ya no el ejercicio de un poder, sino el de una concertación. En tales 1 3. Aquí, el papel del moderador es esencial: «Lo que hace a la eficacia de la autoscopía también contribuye a su peligro. No es evidente que para "formar" a un individuo se deba comenzar por la "autoscopía'', librándolo indefenso a experiencias (por no decir experimentos) salvajes y descontrolados. La mínima prudencia exigiría que la cámara no se convierta en el monopo lio de ningún especialista, sino que cada uno en el grupo filme por turnos y que los moderado res, con un entrenamiento previo sobre sí mismos, estén claramente advertidos de los peligros que la imagen de video presenta para la integridad del otro, así como de su responsabilidad en cuanto a las posibles consecuencias de sus observaciones» (pág. 54) . Tales son para M. Linard e l. Prax, las condiciones deontológicas de la práctica de la autoscopía en los grupos de forma ción. 1 55
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condiciones, se vuelve posible un proceso de elucidación sobre sí mismo a tra vés del ir y venir entre la imagen reflejada en la pantalla, la apreciación de los interlocutores acerca de ella (sometidos después a la misma experiencia, y por ello inclinados a manifestar su comprensión), y la mirada del actor que apren de a conocer mejor y a corregir sus errores (en el aprendizaje de una técnica, por ejemplo), a familiarizarse con una imagen de sí percibida desde el princi pio como poco alentadora («¿Eso soy yo?» «¿Por qué gesticulo así?», «No me rejuvenece», «Decididamente, no soy nada fotogénico») A menos, por supues to, que confirme al actor, con el acuerdo del grupo, acerca del sentimiento que él ya tenía de sí. Pero la imagen de video (la del cine o la fotografía) puede también jalonar el camino de una reconciliación con una imagen más feliz de uno mismo y es pecialmente de su rostro. En los años cincuenta, S. Tomkiewicz y J. Finder uti lizaron así el retrato forográfico para favorecer, en los adolescentes obsesiona dos por el «miedo de ser feos», la conquista de una mirada menos despreciati va sobre sí mismos. 14 La sesión de fotodrama reúne a un paciente voluntario y a un terapeuta que maneja la cámara fotográfica para un centenar de fotos. El jo ven decide por sí mismo sus poses, sus actitudes, los lugares donde quiere ser fotografiado. Durante toda la duración de la experiencia, entre una y tres horas, una intensa verbalización lleva al joven a decir sus emociones y expectativas, a nombrar o a mostrar los lugares de su cuerpo que no le gustan, y especialmet ne las particularidades de su rostro. En el diálogo terapéutico que acompaña a las tomas fotográficas, trata de dar un sentido a su miedo, precisar los conflic tos íntimos con respecto a su cuerpo y a su rostro, nombrar su temor a la mira da de los otros. La palabra restaura una confianza en sí mismo, confirmada por la investidura del terapeuta en su tarea y por la visión posterior de las imágenes. Una vez reveladas, se comentan con el terapeuta, algunas se destruyen, otras lla man la atención de todos. El joven se entrega primero con reticiencias a una ex periencia que teme y desea a la vez, aprende a familiarizarse con la imagen, a te ner en cuenta a la fantasía sobre su cuerpo, su rotro, a ser menos vulnerable a la mirada de los otros. Así, rellena las grietas del narcisismo elemental sin el cual la existencia difícilmente se sobrelleva. La adolescencia es un período de fragilidad donde de ambivalencia de la re14. Tomkiewicz,S. y Finder, J «La dysmorphophobie de l'adolescent caractériel», Revue de neu ropsychiatrie infantile, nº 1 5, 1 967; «Problemes de l'image du corps (dysmorphophpobie) en foyer de semi-liberté», Bulletin de psychologie, nº 5-6, 1 970- 1 9 7 1 . Pero, sobre todo, se reco ..
mienda leer Tomkiewicz, S.; Finder, J.; Martín, C.; Zeiler, B.; La prison, cést déhors, Delachaux et Niestle, Neuchatel, París, 1 979.
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lación con el rostro vive sus episodios más críticos: los rasgos se modifican brus camente, el sistema piloso se desarrolla, el cuerpo cambia, al mismo tiempo que el sentimiento de identidad se establece dificultosamente. El adolescente expe rimenta a menudo una crisis personal que se hace sentir en la apreciación de su rostro y le procura el sentimiento de ser feo, de no poder reconocerse en un rostro que desearía distinto. El acné juvenil, la eritrofobia (el miedo a sonrojar se) y muchas otras manifestaciones somáticas centradas en el rostro, que nu tren el malestar experimentado por un joven en búsqueda de identidad, toda vía incompetente para cristalizar un sentimiento más firme de lo que es, de lo que puede esperar de su vida venidera. El miedo a ser feo es un indicio o un sín toma del sentimiento para un joven de no ser integrdo en la sociedad, incluso de ser más o menos excluido. De manera significativa, ese miedo a ser feo es mayor, sin duda, cuando el niño está menos investido por sus padres. En el hogar donde Tomkiewicz y Fin der realizaron sus experiencias con una treintena de adultos, la dismorfofobia es más aguda en los adolescentes que vienen de contextos populares y de hogares disgregados. Más o menos rechazados por sus padres, no han invetido su perso na puesto que nadie les ha prestado atención realmente. La tarea de los terapeu tas consiste, entre otras, en reconciliar a los jóvenes con sus rostros y sus cuer pos, percibidos sólo en el sentimeinto de su imperfección, de su fealdad, de su ausencia de valor. A partir de 1 952, a través de la fotografía, esos terapeutas lle van a los jóvenes a verse bajo otra luz, los impulsan a familiarizarse con su pro pia imagen a través de un apoyo psicológico que los inviste de un valor del que no se creían depositarios.15 Evidentemente, la «imagen de SÍ» dada por la técnica no basta. Si la experien cia se hace en un ambiente hostil, dividido, agresivo, refuerza por el contrario la ambivalencia, confirma la percepción peyorativa de sí. La apropiación favo rable de la «imagen de sí» está ligada a la calidad receptiva del grupo en el seno del cual se desarrolla la experiencia. Depende de la calidad de la mirada de los testigos. La antropología conoce bien la eficacia simbólica que nace de la mira da del otro y cuyo poder, según su orientación, puede tanto matar como liberar de un peso de muerte. 16 En ese contexto delicado en el que un actor con dificultades personales se 1 5. Kimelman, M. realizó una ampliación muy positiva del fotodrama sobre una decena de pa cientes hospitalizados en psiquiatría por trastornos variados que iban del autismo a la depre sión. Cf. Kimelman, M.; Tomkiewicz, S.; Maffioli, B.; «Le photodrame en institution psychia trique. Réflexions sur l'image corporelle», I..evocation Psychiatrique, 1 983, 48, 1, pág. 75 y ssq. 1 6. Cf. Le Breton, David. «Corps et antropologie. De lefficacité symbolique», Diogene, nº 1 54, 1 99 1 . 1 57
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arriesga a exponerse a la mirada de los otros, caulquier palabra enunciada se car ga de un valor existencial. Puede llegar a lo irremediable y anclar a alguien en el sentimiento absoluto de su imperfección o, a la inversa, liberarlo de un comple jo, o de una imagen deteriorada de sí. La tarea de los moderadores o del grupo es la de transformar al instrumento, más o menos indiscreto, en una herrame inta susceptible de inducir al actor involucrado a elaborar una imagen más pro picia de sí. Es poner una significación en el rostro, mostrar su dignidad, las cua lidades ocultas a pesar del juicio de los otros. A partir de allí, lo racional puede imponerse sobre lo social e invertir el poder negativo de una imagen. Pero sólo con esa condición.17
El rostro oculto La ambivalencia del individuo ante su rostro suscita peripecias más perturba doras cuando éste ya no se reconoce ante su espejo o cuando su rostro, alucinado ante él, se vuelve un motivo de persecución, un doble independiente de él que lo acosa sin respiro, o cuando necesita volver al espejo incesantemente para garan tizarse que aún existe, asegurarse de que la vacilación presentida de su identidad no se produjo. La insoportable levedad del ser (Milan Kundera) se pone en evi dencia de modo singular en esos momentos. El inconsciente se apropia del in dividuo a la manera de un daimon y disloca su identidad a tal punto que se ate rroriza con sólo ver sus propios rasgos o disimula todo reconocimiento de ellos. Del mismo modo que el sentimiento de indentidad, el del rostro, que está liga do a aquel, es un dato precario que los avatares de la existencia personal pueden perturbar en profundidad. La clínica ha identificado un síntoma asociado a ciertas formas de psicosis, 1 7. Cf. Una experiencia de videoexploración llevada a cabo durante varias semanas con un gru po de adolescentes «socialmente inadaptados» y que sufrían de trastornos de personalidad, bajo la égida de un educador que conocen y de una psicóloga exterior al establecimiento. El contrato estipulado con ellos destaca que ninguno filmaría, a menos que lo pidieran expresa mente. Los adolescentes disponen de la cámara de video con libertad en un espacio transicio nal donde ninguno es juzgado. Luego del desorden de las primeras sesiones, esos adolescen tes marginalizados, insatisfechos consigo mismos, comienzan a tener en cuenta su apariencia. Aportan sobre sus rostros y sus personas juicios más favorables, cuidan su aspecto (peinado, etc.). Por el contrario, el moderador se quiebra, pierde las defensas habituales de su papel, y se encuentra librado permanentemente a los primeros planos agresivos de los jóvenes. Confron tado a una imagen de sí que busca reprimir (su edad, su cabello entrecano, etc.), ya no puede continuar. Y la experiencia termina allí, mostrando con brutalidad las ambivalencias de la he rramienta video. Cf. Linard, M. y Prax, 1. op. cit., págs. 1 1 0- 1 6 1 . 1 58
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y que a menudo las preceden: el «signo del espejo», durante el cual el individuo examina durante largo tiempo y con mucho detalle su rostro reflejado en el es pejo, al mismo tiempo que lo palpa en todos los sentidos, ensaya diversas mí micas, etcétera. El contacto visual y táctil es frecuente, y puede prolongarse por horas. A menudo, el individuo, consciente de lo insólito de su comportamien to, se aisla de sus allegados y a escondidas se abandona a la conducta que se le impone. Pero apenas es descubierto por su entorno, se libra abiertamente y sin contención a ella, aunque incapaz de darle un significado. P. Abély ve en esa ac titud fascinada el intento de disipar la inquietud que surge de un sentimiento de despersonalización. El individuo en crisis se entrega a una búsqueda de límites, de reaseguro ante una realidad que parece esconderse, y recurre a la señal ma nifiesta que arraiga el sentimiento de identidad: el rostro. Deja de temer al juicio irónico de los otros ante la ruptura de una convención social que realiza poses ante el espejo, en momentos provisorios, sin un fin en sí mismo, y nacen de la necesidad de arreglarse, higienizarse, afeitarse o peinarse. Un esfuerzo irrisorio, a pesar de las prevenciones sociales, por aferrarse a la solidez del rostro cuando el sentimiento de identidad se disgrega. Última defensa presentida por el suje to antes de la catástrofe que lo amenaza. El «signo del espejo» es un elemento de diagnóstico muy preocupante. Uno de los enfermos a cargo de P. Abély declara, para explicar su conducta: «Es para reencontrarme». 18 Otro episodio perturbador surgido de la ambivalencia del rostro: la heauto scopía. Ésta traduce el desdoblamiento del sujeto que ve con angustia su propia imagen despegándose de sí y llevando una vida autónoma junto a él. «La aluci nación heautoscópica -escriben Hecaen y Ajuriaguerra-, se caracteriza en ge neral por la aparición súbita ante los ojos del sujeto de un verdadero doble de sí mismo, como si un espejo hubiera sido colocado bruscamente ante él». 19 Se trata de una visión a menudo efímera que no resiste al esfuerzo del sujeto invo lucrado por comprenderla mejor y que termina por desaparecer. La aparición especular tiene todos los signos vitales: se mueve, es expresiva, autónoma. No concierne sólo al rostro, abarca al sujeto en su totalidad, pero es evidente que éste juega allí un papel fundamental en la medida en que s ólo él puede identifi car sin ambigüedad al hombre con toda precisión y suscitar la angustia más in1 8. Abély, Paul. «Le signe du miroir dans les psychoses et plus spécialement dans la démence pré coce», en Corraze, J. lmages spéculaires du corps, Toulouse, Privat, 1 980, págs. 203 -2 1 3 . Véa se también el texto de J. Corraze sobre este síntoma, pág. 40 y ssq.; Véase asimimsmo Delmas, André. «Le signe du miroir dans la démence précoce», Annales médico-psychologiq ues, 1929, n• l, págs. 227-233. 19. Hécaen, H.; De Ajuriaguerra, J.; Méconnaissances et hallucinations corporelles. lntégration et dé sintegration de la somatognosie, París, Masson, 1 952, págs. 3 1 0-343. 1 59
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sistente: verse observado, independientemente de sí mismo, por su propia mi rada. Las formas de heautoscopía son múltiples, y van desde la alucinación vi sual, en la que el sujeto se ve viviendo fuera de sí como una forma despegada de un espejo, sin que tenga la sensación del doble, hasta la consciencia experimen tada de percibir a unos pasos a un ser idéntico a sí mismo en todos los aspec tos. Incluyendo el desdoblamiento interior que siente el sujeto sin que esté pro yectado hacia afuera. La heautoscopía puede ser vivida también en circunstan cias bastante limitadas, fuera de todo contexto patológico, y quedar en una ex periencia única (sueño, coma, fatiga, fiebre) o estar asociada durante más tiem po a una alteración de la personalidad (esquizofrenia, despersonalización, le siones cerebrales).2º Con una sensación de angustia extrema, luchando contra un adversario in visible que lo obsesiona, el personaje de El Horla, de Maupassant, se encuentra de pronto confrontado a la desapareición de su rostro ante un espejo mudo que no refleja nada: « . . . se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo! ... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arri ba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. [ . . . ] ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se desliza ba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adqui ría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. [ . . . ] Por último, pude distin guirme completamente como todos los días».21 La pérdida del reflejo del propio rostro en el espejo (o su desconocimiento), vivida de modo angustiante pero provisoria, ligada a la despersonalización y 20. En Maupassant se encuentra una serie de novelas cortas que ilustran en un clima de angustia el tema del doble en formas heautoscópicas: Él ( 1 883), El Horla ( 1 886- 1 887), ¿ Un loco? ( 1 884), ¿Quién sabe? ( 1 890). Inspiración ciertamente relacionada con la progresión que sentía Mau passant de la parálisis general que debía acabar con él en 1 893, a los 43 años. P. Sollier evoca al respecto una alucinación heautoscópica vivida por Maupassant y contada a un amigo: «Esta ba en su mesa de trabajo, cuando le pareció escuchar que la puerta se abría. Su criada tenía or den de nunca entrar mientras él escribía. Maupassant se volvió y no fue poca su sorpresa al ver entrar a su propia persona que vino a sentarse frente a él, con la cabeza apoyada en la mano Y se puso a dictarle todo lo que él escribía. Cuando hubo terminado, se levantó, y la alucin ación cesó», Sollier, P. Les phénomenes d'heautoscopie, París, 1 903. 2 1 . De Maupassant, G. El Horla (segunda versión). Se puede encontrar la misma imagen angus tiada en la primera versión del cuento. El miedo al doble que devora al sujeto es un tema re currente en la obra de Maupassant, de quien se conoce el rechazo a dejarse fotografiar o a de jar publicar una imagen suya en los periódicos.
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que acompaña a una psicosis o a un estado fronterizo, puede volverse una rea li dad durable y la mayoría de las veces, definitiva, casi indiferente, en el caso del arribo progresivo de un anciano hacia lo que la psiquiatría llama demencia or gánica. Se han realizado muchas observaciones sobre este tema. En un clima de confianza, Jacques Postel confrontó a su imagen especular a unos cincuenta an cianos afectados de «demencia tardía», después de haberles pedido que reali zaran el dibujo de una persona y de haberles preguntado sobre el conocimien to que tenían de su cuerpo.22 J. Postel distingue diferentes fases en el desconoci miento progresivo de sí. En los dos primeros grupos, los sujetos reconocen sin dificultad su rostro, a menudo con un sentimiento de desvalorización ante los efectos del envejecimiento marcados en sus rasgos. Sólo ligeras amnesias los dis tinguen de sujetos válidos de su edad. En el tercer grupo, los sujetos se recono cen pero demuestran cierta indiferencia ante su reflejo especular, al que consi deran con actitud distante. A menudo, se nombran con su nombre de pila y ha blan de su rostro en tercera persona: «Es Eugenia -dice una mujer (nombrán dose a sí misma)-, veo su retrato». A partir del siguiente grupo, el aspecto ope rador y simbólico de la propia imagen está alterado. Al cuarto grupo pertenecen ancianos que ya no reconocen su reflejo especular ni pueden identificar su foto grafía. A través de la desimbolización de su relación con el mundo, han perdi do la facultad de dar un sentido a su propio rostro reflejado por el espejo, pero aún distinguen vagamente una forma humana. En el grupo siguiente, los ancia nos han perdido no sólo la facultad de reconocer su propio rostro, sino también la de distinguir, aunque sea con dificultad, una forma humana. No obstante, se observa una especie de fascinación por un punto del reflejo, una especie de afe rramiento a la imagen de la cual es imposible precisar el significado. En el últi mo grupo, la alteración es aún más grande pues el lenguaje ha desaparecido, al igual que las funciones instrumentales en sí mismas. Este estadio es el de la «al zhe imerización completa» (J. Ajuriaguerra). En la progresión de la demencia, la identificación del rostro presentado en un espejo es una última forma de resis tencia, la última oportunidad de asignarle una significación, incluso un valor, a u n sentimiento de identidad en decadencia.
22. Poste!, Jacques. «Les troubles de la reconnaissance spéculaire de soi au cours des démences tar dives», en Corraze, J. lmage spéculaire de soi, op. cit., págs. 2 1 5-271 . Véase también De Ajuria guerra, J.; Rego, A.; Tissot, R.; «A propos de quelques conduites devant le rniroir de sujets at teints de syndromes démentienls du grand age», Neuropsychologia, 1 963, nº l, págs. 59-74. 161
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El doble La ambivalencia que surge de la relación con el propio rostro se radicaliza en el imaginario social en la forma del doble. Lo que dicen los relatos transmitidos de generación en generación por vía oral o los consagrados por la literatura o el cine, como si se tratara de un mito, dan testimonio de la inquietud del hombre ante lo inasible de su rostro. Temor ante la proximidad perturbadora de la ima gen y del modelo, del reflejo y del rostro, ambivalencia surgida de las tendencias opuestas del hombre; temor atizado por el miedo a perder los propios límites, a ver flaquear las bases de un sentimiento de identidad que se vive como precario, mientras que, a la inversa, la efigie se anima y una tendencia psicológica hasta entonces reprimida toma impulso y se desprende del hombre por una especie de parto. En efecto, el doble se identifica sobre todo con los rasgos del rostro puesto que éstos singularizan al actor sin ambigüedad, más que con la forma del cuer po o las vestimentas que lleva. La confrontación con el propio rostro alejado de sí y que identifica a otro mientras sigue siendo el mismo es el móvil del miedo. «El doble -escribe M. Guiomar- debe ser físicamente un sosía, condición sin la cual la calidad de doble se pierde en la alucinación anónima».23 En esos relatos, el espejo es el lugar donde más a menudo se revela el doble, se anima un rostro que se desprende de su dueño para existir por su cuenta. En El estudiante de Praga, la película de Ewers, el estudiante Baldwin ejerci ta frente al espejo movimientos de esgrima cuando surge Scapinelli, el hombre que le propone una fortuna con la única condición de que lo deje llevarse de su cuarto lo que le guste. La habitación está vacía y desnuda. El estudiante acepta. Después de haber simulado una búsqueda, Scapinelli se acerca al espejo, seña la el reflejo del estudiante y le pregunta si puede llevárselo. Creyendo que es una broma, el joven acepta, pero ve con horror que su reflejo toma la consistencia de lo viviente, se transmuta en su otro yo y sigue dócilmente al mago. En numerosos relatos relativos al doble, el espejo es el espacio natural don de se objetiva al otro que, de inicial reflejo, se vuelve un ser de carne y hueso. De tal modo que el lugar de generación del doble implica de antemano al ros tro. La similaridad de los rasgos es la única prueba susceptible de autenti ficar el desdoblamiento del individuo y de provocar el terror. En El estudiante de Pra ga, Baldwin es perseguido por su doble, animado por una vida propia. Cuando se encuentra junto a la mujer que ama, ésta descubre que el espejo no devuel ve ningún reflejo del rostro de su acompañante y le pregunta la razón. En tanto que el estudiante avergonzado oculta sus rasgos y no sabe qué responder, el do23. Guiomar, Michel. Príncipes d'une esthétique de la mort, París, José Corti, 1 988. 1 62
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ble muestra su rostro desequilibrado en el marco de la puerta. Rasgos intercam biados, al mismo tiempo que desposeimiento de sí. El doble desaparece inme diatamente. Semejante a Dorian Gray, el estudiante se cree liberado, se apresura a verse en un espejo. Al mismo tiempo, lo atraviesa un dolor lacerante y muere. Como para Dorian Gray, los encuentros con el rostro perdido firman la conde na de muerte. Para uno y otro es imposible mirarse de frente, a causa de las nu merosas condiciones que puntualizaron sus existencias. Sus identidades mora les anulan sus identidades físicas, puesto que el rostro es por excelencia el lugar donde unas y otras se cruzan. En esas condiciones, hacerse robar el rostro (o su reflejo) sólo puede preludiar la desaparición de sí. El rostro no puede perder se un instante sin perderse para siempre. En El estudiante de Praga, encontra mos el paradigma del imaginario del doble: la reproducción a partir del espejo, la persecución que perturba todas las acciones del héroe y especialmente le im pide llegar a seducir a la mujer amada, y la muerte que cree matar al doble para librarse de una opresión devoradora.24 El doble, erigido en el imaginario para preservarse y oponer a la muerte, según O. Rank, una imagen ficticia de sí, se transforma él mismo en rostro de muer te, puesto que es simultáneamente desdoblamiento de sí autorizado sólo por el hecho de haber perdido el anclaje en su propia carne. Éste observa a su otro yo devenido autónomo y toma conciencia de que su realidad es la del aliento so bre el vidrio, es decir, la del reflejo de un rostro que ya no tiene. El tema es co rriente en la literatura. Ver con los propios ojos que su rostro se anima con una vida autónoma o que se despega de sí y viene a contemplar de cerca al hombre aterrorizado: Hoffman, Chamisso, Maupassant, Poe, Dostoyevski lo abordaron. También se encuentra insinuado en obras contemporáneas, especialmente en el cine.25 El espejo es el umbral del más allá. Numerosas creencias lo asocian a la muerte. Es particularmente peligroso el desdoblamiento brutal del rostro en 24. Recordemos que para Otto Rank, «la desgracia del héroe es consecuencia de su naturaleza ego céntrica, de su disposición al narcisismo... En el psicoanálisis, se consideran esas alteraciones como un mecanismo de defensa en que el individuo se separa de una parte de su Yo de la cual se defiende, de la cual querría ecapar». El Yo se escinde y proyecta hacia afuera las pulsiones reprimidas, hasta que éstas se vuelven más fuertes que los mecanismos de defensa e invaden al Yo del sujeto de modo persecutorio. No abordaremos estos puntos, sensatamente analiza dos en Rank, Otto; Don Juan et le double, París, Payot, 1 973, pág. 85. 2 5. Una novela de Thomas Tryon (Le visage de lautre, Livre de poche, 1 973. [En español: El Otro, Madrid, Editorial Ópera Prima, 200 1 ) ), adaptada al cine por Robert Mulligan (El otro, 1 972) reúne toda la temática del doble con la originalidad de inscribirla en la gemelidad. Holland y Niles son dos jóvenes gemelos de una semejanza casi absoluta. Pero uno es todo amor, en tan to que el otro es un criminal. Uno de ellos muere en un accidente, pero ¿cuál? Para el gemelo que sobrevive, su hermano siempre está allí, cerca de él, y adopta su carácter. 1 63
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una zona de influencia de la muerte, en proximidad de un cadáver. Es fácil en tonces contagiarse y el torpe se deja captar en reflejo antes de serlo en su propia existencia. Las precauciones no son menores, pues se trata de un enfermo cuyas emanaciones son susceptibles de alterar el alma y precipitar la muerte del hom bre vulnerable que se acerca a la cabecera de su cama. Proliferan muchas reco mendaciones culturales de velar los espejos de la casa del difunto para favore cer la partida del alma que podría quedar cautiva. El lugar donde por excelen cia se revela el rostro del hombre es aquel donde perdura la muerte, allí donde se anuncia. Es uno de los presuntos albergues del alma y del doble. Otra prueba de ambivalencia que anuda la relación entre el hombre y sus rasgos. Romper un espejo es señal de muerte, o de desgracia, como si el rostro reflejado a menudo permaneciera all í donde el azogue lo ha captado, despedazado en el suelo. Esas precauciones rituales expresan de manera difusa que ver los propios rasgos e in terrogarlos no es natural. Una de las operaciones más simples y corrientes de la vida cotidiana oculta una experiencia temible para quien se detiene en ella. O. Rank y J. Frazer comentan innumerables tradiciones culturales en las cuales es importante desconfiar ante el riesgo de mirarse al espejo cuando las circunstan cias no son propicias. 26 El reflejo del rostro en el agua, metal, espejo u otra su perficie reflectora se percibe, según las características de cada sociedad, como una emanación del alma. Tal identificación suscita la necesidad de protegerse de una confrontación intempestiva. El alma está del lado de la muerte. Y el es pejo es la interfaz donde se hurta la solidez de las referencias, la zona de turbu lencia que envuelve la irrupción posible del peligro. La asimilación del espejo y de la muerte, a través de una alusión a la fragili dad del rostro, es corriente en las tradiciones regionales francesas. Tomemos sim plemente el ejemplo de un recuerdo contado a Anatole Le Braz por su abuelo, marino de la isla de Sein. Luego del naufragio de un navío extranjero que pro dujo numerosos muertos que fueron enterrados cristianamente, los habitantes, según la costumbre, se repartieron los restos flotantes de la nave. Nadie ven dría ya a reclamarlos. El abuelo de Le Braz encontró así un bello espejo que lle vó triunfalmente a su casa. Luego de que el vecindario lo hubo admirado, colga ron el espejo en el muro de una habitación casi siempre vacía donde se hospe daban los huéspedes llegados del continente. Transcurrieron varios meses has ta que una ahijada llegó a la isla para participar del perdón de San Guenolé. Se le hizo el honor de ofrecerle la habitación de huéspedes. La dueña de casa, p or supuesto, le mostró el hermoso espejo que colgaba sobre el muro. Cuál no fue 26. Rank, Otto, op. cit.; Frazar, J.; «Tabou ou les périls de l'ime», en Le rameau dar, París, Lafont, 1 98 1 , págs. 538 y sqq. El mito de Narciso es revelador al respecto. 1 64
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su sorpresa al verlo velado como por una bruma y con gotas que se deslizaban sobre él, semejantes a lágrimas. Conmocionada, anunció la novedad a su ma rido: «El espejo seguramente tiene algo que no es natural, hemos visto que llo raba». El hombre se burló de ella. Pero al día siguiente, al escuchar un grito, la mujer acudió para encontrar a su ahijada aterrorizada ante el espejo: « . . . y fue el turno de la anciana de retroceder espantada, pues un rostro de mujer aparecía en el espejo, que no era el suyo ni el de la joven, ni de nadie que conociera. Era -contaba luego- una figura pálida, con cabellos mojados que chorreaban». En tonces, el espejo fue tirado al mar.27 El imaginario social es igualmente rico en creencias y relatos relativos a la pér dida de substancia a la que se expone el hombre que deja que su rostro se des prenda de él en forma de fotografía o de retrato. Como si el pintor o el fotógra fo sustrajeran así el alma del modelo. Al librar a cualquiera que llega a esa parte esencial de su identidad, éste corre el riesgo de manipulaciones susceptibles de arrancarle la vida. Dar su rostro al otro, más que perder «la face», es arriesgarse a perder la existencia. En El retrato oval, E. A. Poe cuenta la historia de un pintor que pone todo su amor en la ejecución del retrato de su mujer mientras que la abandona, entregado completamente a su arte. En cada avance de la obra, pare ce que una parcela de vida es arrancada a la modelo y que lentamente su rostro s e apaga. La pincelada que termina la pintura signa el último suspiro de la mu jer, en tanto que el retrato se anima extrañamente con lo colores de la vida. Entre Dorian Gray y su retrato, la identidad es absoluta, y ésta sólo puede pa sar, justamente, por la similaridad del rostro. Lo que separa al modelo de su efi gie concierne al desdoblamiento psicológico de Dorian. Él hace un intercambio con su retrato, el que conserva por siempre el rostro juvenil, de modo que ya no tiene que temer al desgaste del tiempo, y proyecta en la tela la ejecución de las tendencias que antes reprimía. Delega en el retrato que lo representa en su rea lid ad viviente el peso de los crímenes que comete con toda inocencia, sin expe rimentar jamás remordimientos ni los deterioros del tiempo. Como concien c ia objetivada de sus conductas, el retrato se altera en cada exacción, envejece, se degrada a través de una especie de aritmética del mal que se traduce en una fe ald ad creciente. Es el «mal», es decir lo que el protagonista puede mirar en el ret rato sólo después de haber proyectado la responsabilidad sobre otro que se le parece en cada rasgo, pero del que se despega. Independiente de la tela, preser vado de lo ultrajes de la vejez, si rostro permanece en su eterna juventud mien tras que sus compañeros envejecen y se asombran de su vitalidad siempre in27. Le Braz, Anatole. La légende de la mort chez les Bretons armoricains, París, Honoré Champion, 1 928, t. 2, pág. 1 72.
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tacta. El retrato, en cambio, se hincha, se desfigura, se vuelve algo indomable, donde Dorian Gray lee su rostro moral. Por un don que mezcla extrañamen te metáfora y metonimia, pero del cual el rostro como señal de identidad es el garante, Dorian Gray se desdobla y se redime de la resonancia moral de sus ac ciones. De la ambivalencia inherente a la condición humana, él hace una dua lidad cuyo contenido controla apoyándose en los dos cuadros a la vez. La con clusión de la novela ve al doble tomar posesión de Dorian. Creyendo apuñalar la tela por el asco que le produce lo que ésta encarna, el protagonista se mata ló gicamente a sí mismo. Sus propios rasgos se descomponen, se pudren y comien zan a parecerse al horrible retrato de la historia, mientras que éste se transfor ma para volver a ser la figura inicial de un Dorian Gray resplandeciente de be lleza, pero criatura pintada. Los retratos o fotografías desencadenan en ciertas comunidades humanas el miedo de ser hechizado, de otorgar al poseedor de la imagen un poder sobre sí necesariamente perjudicial. Los viajeros de principios de siglo, o incluso actuales, hablaron de obstáculos a los que se enfrentan los que buscan fotografiar a cier tos pueblos reticentes. El hombre que deja su rostro en manos extrañas acepta ver que se le sustrae la señal misma de su existencia, y el riesgo de muerte queda así suspendido. Frazer cuenta una anécdota sabrosa que muestra la diferencia de tratamientos del rostro y de la economía para dos sociedades opuestas. Para prevenir los peligros antes mencionados, en Corea, «no se graba la efigie del rey en las monedas, se ponen simplemente algunos caracteres chinos. Sería insultar al rey poner su rostro en objetos que pasan por las manos más vulgares y rue dan a menudo en el polvo y el barro. Cuando los barcos franceses llegaron por primera vez a Corea, el mandarín que fue enviado a bordo para recibirlos esta ba absolutamente escandalizado al ver la liviandad con que esos bárbaros de Oc cidente trataban al rostro de su soberano, reproduciéndolo en las monedas, y la indiferencia con la cual las ponían en las manos del primero que apareciera, sin preocuparse en lo más mínimo por saber si el que las recibía mostraba el respe to debido». La ofensa a la imagen es aquí una ofensa al hombre. En las sociedades mususlmanas rurales, la imagen también es equívoca, es pecialmente en los medios populares. La fotografía de un individuo amenaza con apoderarse de él. Atrae el mal de ojo (el del extraño, cuyo rostro no se pue de identificar y de quien no se sabe qué poderes posee). Despoja de una parte de su alma a quien tuvo el infortunio de ser fotografiado. En el relato de Michel Tournier, La gota de oro, 2 8 el pastor Idriss reali za un 28. Tournier, Michel, La goutte dor, París, Gallimard, 1 986. [En español: La gota de oro, Madrid, Alfaguara, 1 988] .
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EL ROSTRO ES OTRO 1 El doble
viaje impulsado por una pareja de turistas que le tomó una fotografía sin su con sentimiento. Le prometieron enviarle la foto. La espera día tras día, reprendido por su madre: «Una parte tuya ha partido... Si después estás enfermo, ¿cómo te sanaremos?». Los acontecimientos desfavorables que afectan a Idriss serán ad judicados desde entonces a ese poder que permite al otro manipular el alma a través de su reflejo fotográfico. El uso maléfico de la fotografía permite explicar la desgracia. La creencia es banal y exige preservarse de esa vulnerabilidad, para no vivir luego en la permanente angustia de estar bajo amenaza. En esa misma novela, M. Tournier ofrece un bello ejemplo de la obra de crea ción de los actores cuando manipulan las tradiciones, ritos y creencias de su so ciedad, desplazándolas o transformándolas a su manera para dar sentido a los acontecimientos que de otro modo quedarían sin explicación, incluso a veces contradictorios con las ideas más comúnmente compartidas. Así, Idriss conoce a un hombre anciano, ex militar del ejército francés en la segunda guerra mun dial, que considera que en ciertas condiciones, a la inversa, una fotografía pue de proteger de la desgracia. Ese anciano goza del temible privilegio de ser el úni co hombre del oasis que posee una fotografía. Expone al niño un singular mes tizaje de creencias armado a su conveniencia. A la pregunta de Idriss, que quie re saber si una fotografía puede ser nefasta, responde que para no perjudicar al hombre que ésta representa, debe estar bien adherida al muro, vigilada para que no caiga en malas manos. En la foto amarillenta del anciano, se ven tres milita res: él mismo en su juventud con dos amigos del mismo regimiento. Pocos días de spués de tomada la fotografía, el amigo de Idriss se entera de la muerte suce siva de sus dos compañeros. «Pienso que esta foto me dio buena suerte porque la llevaba conmigo. En cuanto a los otros dos, por supuesto, no era su culpa si habían dejado partir su imagen. No hay que hacer esas cosas. No puedo evitar pensar que, si hubiera podido darle su foto a cada uno, quizás nada les hubiese sucedido». En uno y otro caso, propicio o nefasto, el rostro separado del hom bre no se presenta como una realidad indiferente, compromete la existencia y demanda en ese sentido una vigilancia minuciosa. El rostro es demasiado valio s o y vulnerable para dejarlo en otras manos. Ciertos fotógrafos no niegan el vértigo experimentado al captar un rostro a tr avés del objetivo y luego, el de poder contemplarlo a su gusto cuando está en el p apel. Ben Maddow, por ejemplo, confiesa que «cada uno siente, en sus me jores retratos ( ... ) no sólo cierta verdad espiritual, sino también algo más: una e sp ecie de cálida y bienintencionada avidez; la sensación nueva que todo todo fotó grafo experimenta, si es honesto, en el momento en que presiona el botón: la exaltación particular que procura poseer la foto. Uno "ha capturado" al suje-
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to: es de uno para siempre, o al menos hasta que el propio papel se convierta en polvo».29 La fotografía, sobre todo la del rostro, extrae parte de la substancia del hombre así expuesto. Disimetría del rostro El reflejo del espejo, el retrato pintado, la fotografía, la imagen de video son imágenes ambiguas pues, en principio, fijan la identidad, confrontan al indivi duo al sentimiento íntimo que tiene de sí mismo. En ellas también puede trope zarse duramente con las ilusiones o las fantasías. Y el lugar donde deberían afir marse las certezas se vuelve fácilmente aquel donde éstas se detrozan. A veces, la muerte ya está contenida en la imagen tomada fuera del sujeto, como en nu merosas historias de dobles. En el mejor de los casos, el individuo se confronta a la pregunta sobre su identidad, busca por sus propios medios tolerar esa ima gen y, eventualmente, acepta un duelo parcial de sí mismo. A veces, incluso, se obsesiona con alcanzar su imagen ideal por manipulaciones sobre sí (cirugía es tética, maquillaje) con el fin de hacer caducar una imagen insoportable. La lucha se desarrolla sin duda en el marco del imaginario, pero no deja de involucrar la relación del hombre con el mundo, incluso la existencia de aquél. Se hace difícil el acuerdo entre el ideal del yo y la realidad del rostro o del cuer po. Siempre hay una separación que hurta al individuo el sentimiento de su per fección y, por lo tanto, del acabamiento de sí. Esto lo lleva a la deficiencia, y por ende al deseo, a la búsqueda, a la necesidad de la mirada del otro. Pero lo más sorprendente es que físicamente, ningún rostro muestra una perfecta simetría de sus dos partes. Cualquiera puede hacer la experiencia con su propio rostro si la fotografía está tomada de frente y se realiza cuidadosamente la separación vertical que divide por la mitad la frente, la nariz, la boca y el mentón. Si uno duplica la fotografía y le hace el mismo tratamiento, es posible asociar a cada mitad su parte simétri ca, es decir, unir las dos mitades izquierdas para una imagen y las dos mitades derechas para otra. De ese modo, la asimetría se anula y presenta dos rostros ar mónicos, pero profundamente diferentes uno del otro. Se obtienen así tres ros tros que parecen los de tres personas diferentes: el rostro real y los dos rostros de tonos opuestos, rigurosamente simétricos. El imaginario del doble toma cuer po de manera extraña. Los dos rostros obtenidos al poner en correspondencia 29. Maddow, Ben. Visages. Le portrait dans l'histoire de la fotographie, París, Denoel, 1 982, pág. 1 20.
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EL ROSTRO ES OTRO 1 Disimetría del rostro
las dos mitades idénticas son profundamente contradictorios. Pierre Abraham, uno de los primeros que evocó explícitamente esa disimetría, quiso ver allí las dos caras superpuestas del hombre, una que encarna a su rostro interior, secre to, y la otra, su rostro social, el que muestra a los demás. P. Abraham desemboca lamentablemente en una fisiognomía, agravada por una caracterología. Analiza de ese modo a Beaudelaire, al cantante Béranger, a P. Langevin, etcétera.30 Un procedimeinto tan inútil como el de la fisiognomía que postula una equi valencia estricta entre los signos manifiestos del rostro y las cualidades mora les del hombre. Pero esa comprobación de desigualdad entre las dos mitades del rostro es fascinante, pues demuestra que la ambivalencia de la relación del hom bre con su rostro es una cuestión de estructura. La carne en sí misma está divi dida y destinada a una especie de indecisión, encarna de hecho la dialéctica del Mismo y del Otro. El hombre no tiene un único rostro, muestra a cada instan te dos rostros opuestos, mezclados, confundidos estrechamente entre sí y cuyo juego de sobreimpresión le da su expresividad y energía vital. El cogito que creía encontrar en la cara resuelta del filósofo la prueba manifiesta de su soberanía sobre sí y sobre el mundo pierde aquí su último reaseguro. En su impulso en tusiasta, no había percibido la división íntima de un rostro donde habría podi do leer la incitación a un poco más de prudencia. El psicoanálisis encuentra allí una especie de verificación experimental de que el cogito y el Yo que lo afirma no son más que ilusiones necesarias para la relación del hombre con el mundo. Una porción esencial de lo que hace a las elecciones y al transcurso de la exis tencia del individuo escapa a su comprensión y toma su móvil de otra parte. El inconsciente designa precisamente lo que le falta al hombre para poseerse total mente y ser idéntico a su pensamiento. Así como el rostro aparece a primera vis ta como el signo manifiesto de lo que representa al individuo, y todas las fisiog nomías se articulan sobre ese imaginario, el signo más radical de la identidad se esconde en la misma medida. Creyendo ver sus rasgos en el espejo, del mismo modo que imagina ser el dueño de su pensamiento y de su acción, el hombre también ignora que no es un único rostro el que contempla, sino varios.31 Pero esa inasible frontera que burla a la mirada es la condición del rostro. 30. Abraham, Pierre. «Une figure, deux visages», La nouvelle Revue Franfaise, 1 934. 3 1 . En lo concerniente a la esculturas o retratos pintados, la historia del arte retiene períodos di
ferentes donde alternan simetría y disimetría del rostro. Por supuesto, una obra asimétrica de muestra la expresividad que irradia el rostro humano. A la inversa, una obra simétrica se aleja del hombre, le da un aspecto más solemne al personaje representado. Las figuras que se desta can, por ejemplo, en las cúpula de las iglesias ortodoxas, fundadas en una simetría rigurosa y un diseño depurado del rostro, dan a los santos una dimensión hierática, una presencia cuyo magnetismo corresponde a su nivel de abstracción. 169
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
El reconocimiento de los rostros
El reconocimiento del rostro, como elemento primero de identificación de sí y del otro, es una operación que cada uno realiza innumerables veces en una misma jornada y sin la cual la existencia social, sería impensable. Es imposible imaginar una comunidad humana donde, a falta de una memorización suficien te, hubiera que descubrir rasgos cambiantes en uno mismo y renovar a cada ins tante el conocimiento del otro. Es socialmente absurdo concebir hombres sin rostro que se puedan recordar. Por lo tanto, somos capaces de memorizar y discriminar miles de rostros,32 con variaciones individuales que pueden ser importantes, algunos con una me moria casi infalible, mientras que otros son conocidos por su gran distracción al respecto. La posición social del actor, y especialmente la profesión que ejer ce, juega aquí probablemente un papel determinante. La vida profesional impo ne o no una calidad de atención a los rostros de los otros. El docente encuen tra centenas de alumnos en las diferentes clases que dicta y a menudo es lleva do a recordar a los de años anteriores. A veces, muchos años más tarde. El mé dico o la enfermera, el hombre político, el vendedor, por ejemplo, son profesio nales que deben recordar numerosos rostros; su práctica cotidiana los obliga a eso. En su relación con los otros, esa capadidad para memorizar los rasgos es ne cesaria para dar al interlocutor la sensación halagadora de ser reconocido y ja más dejar sospechar la indiferencia. El fisonomista es un hombre cuya memo ria de los rostros es casi perfecta. El mismo término designaba antes una profe sión en las grandes villas de aguas termales, «en la entrada del "privado" donde se juega al baccarat, ese personaje está encargado de recibir a los habitués y de excluir a los indeseables».33 Se trata del filtrado de individuos a través del reco nocimiento visual de su rostro y de los recuerdos de malos pagadores que algu nos dejaron detrás de sí. 32. En neuropsicología o en psicología cognitiva aprecen trabajos sobre los mecanismos del reco
nocimiento de los rostros. Su lectura deja en el antropólogo una sensación dividida. Por una parte, a causa de la subordinación del análisis a modelos biológicos que conducen a la elimina ción pura y simple de todos los aspectos simbólicos y afectivos, aspectos juzgados poco cien tíficos, sin duda, pero sin los cuales el reconocimiento de los rostros no se distingue en nada del aprendizaje de las tablas de multiplicar o de las páginas de un calendario. Por otra, ese de jar de lado lleva a privilegiar experimentos de laboratorio, separados de la existencia real de lo hombres y de sus preocupaciones cotidianas, y termina haciendo desalentadores y abstractos tales trabajos. Expuestas estas reservas, para poner en perspectiva dichos trabajos, remitimos a Bruyer, Raymond. Les mécanismes de reconnaissance des visages, Grenoble, PUG, 1 987. 33. Bruneau, Ch.; citado por Renson, Jean. op. cit, pág. 397. 1 70
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EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros
Imaginemos por un isntante una sociedad donde esté permitido a cada in dividuo cambiar de rostro a su antojo, con ayuda de máscaras cuidadosamen te concebidas. Privados de consistencia y de duración, los rasgos se vuelven va riables, animados por actores graciosos, embriagados por las posibilidades que se les ofrecen. Pero a partir de allí, toda institución se vuelve caduca. Imposible saber quién es quién. No sólo se puede inventar nuevos rostros, sino también copiar los de otros para revestirse provisoriamente de ellos. La imagen se pier de en un dédalo de variaciones sabrosas. Asímismo, se puede ampliar este sue ño en vigilia haciendo desaparecer los relieves del rostro, volviéndolo una su perficie lisa, puramente funcional, no sólo privada de la nariz, como el persona je de Gogol, sino de sus otros atributos. La posibilidad de multiplicar el propio rotro o, a la inversa, de hacerlo desaparecer, lleva a la eliminación del individuo y, en consicuencia, la de toda institución social incripta en la duración. La in tracción se hace difícil de considerar, salvo bajo el imperio de la pulsión. Entre el Mismo y el Otro, ya no hay separación del rostro. La imposibilidad de iden tificar al otro lleva como corolario, a la identificación de sí. Sin un rostro único que le dé cuerpo a un individuo único y siempre el mismo, que envejece y mue re con rasgos idénticos, ninguna relación con otro es pensable, salvo en la esce na de la fantasía. No obstante, en el transcurso de la vida cotidiana, el reconocimiento de los rostros puede prestarse a confusiones, a olvidos, a pesar de las consecuencias desagradables que de ello derivan, tanto para quien cometió ese enojoso error como para quien no ha sido reconocido. Una encuesta llevada a cabo con una veintena de hombres y mujeres durante ocho semanas, que pone el acento pre cisamente en las dificultades que surgen a veces para identificar con precisión un rostro, llega a elaborar un inventario de los malentendidos más frecuentes al respecto: la persona encontrada que por error uno toma por un desconocido, o bien por otro; o aun, ella evoca una sensación de familiaridad pero es imposi ble identificarla con más precisión (en realidad, el individuo no la conoce); o fi nalmente, éste percibe de entrada como conocida a la persona que encuentra, sin que la memoria, débil, logre sostentar esa sensación. 34 Malentendidos inevi tables en nuestras sociedades donde las relaciones sociales se amplían mucho más allá del entorno familiar y abarcan contactos con interlocutores numero sos, cambiantes, que provienen de instituciones indispensables para el ejercicio de la vida cotidiana de cualquier actor (escuela, comercios, hospital, banco, co rreo, médico, dentista) . 3 4. Young, Y.; Hay, D.; Ellis, H.; «The faces that launched a thousand slips: everydeay difficulties and errors in recognizing people», British Journal ofpsychology, 76, págs. 495-523. 171
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Los malentendidos son frecuentes en individuos cuyas profesiones los lle van a interactuar con un gran número de interlocutores de un modo no indife rente, aunque no por ello esencial. El objetivo de esas relaciones puede suscitar una expectativa recíproca, un compromiso afectivo pero provisorio que provoca algo semejante a una familiaridad: contacto entre un enfermo y un equipo mé dico en el hospital, por ejemplo. Generalmente, esas confusiones u olvidos pro ducen una incomodidad mutua, ligada a la herida narcisista que infligen a quien no ha sido reconocido y la sospecha de indiferencia o negligencia, que pesa en adelante sobre el que cometió el error. La importancia narcisista que cada uno otorga al hecho de ser reconocido es una especie de garantía social para la li mitación de errores. Al respecto, una paradoja de nuestras sociedades mediáti cas es volver familiares cientos de rostros (de la televisión o del cine) que siem pre seguirán siendo extraños a la esfera de conocidos directos del actor. Mien tras que los rostros del vecindario pueden permanecer en la sombra, vagamen te identificados, más difíciles de reconocer en un contexto diferente al del ba rrio, por ejemplo. Es cierto que la memoria de los rostros no es un dato que se fija en bloque, como el conocimiento definitivo de un alfabeto. Es susceptibe de ajustes, de modulaciones. Se puede identificar un rostro mucho después del último encuentro, a pesar de los efectos del envejecimiento, de las modificaciones que afectan a su apariencia (corte de cabello, maquillaje, cabello teñido, o en un hombre, una barba, un bigote). En la memoria, la gestalt se impone sobre la variación de los detalles, y ésta no es alterada más que modestamente por el tiempo que pasa. La diferencia ínfima que distingue la gestalt de un rostro de la de otro es percibida inmediatmente por el actor, incluso si es incapaz de precisar la diferencia, evidente para él, entre dos individuos. Los innumerables retratos de Rembrandt ilustran esa vida sutil del rostro, a la vez siempre idéntico y nunca el mismo a lo largo de horas, días o años. Y sin embargo, a lo largo de la existencia, permanece un rostro semejante, una misma configuración sutil de la que sólo se pueden captar los rasgos con un «espíritu de finura». La mínima variación de los rasgos, de su volumen, sus líneas, su intensidad, bastan para diferenciar en profundidad una fisonomía de otra. El rostro no es una colección de rasgos. Humpty Dumpty, el personaje de Lewis Carro}, no quie re comprender el juego sutil de la diferencia ínfima, hace del rostro la suma de una serie de figuras y niega a Alicia la posibilidad de ser reconocida gracias a su rostro. Ésta se rebela, afirma a su interlocutor que el rostro es el lugar donde cada uno se distingue del otro. «De eso es precisamente de lo que me quejo -re zongó Humpty Dumpty. Tu cara es idéntica a la de los demás ... , ahí, un par de 1 72
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EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros
ojos ... (señalando su lugar en el aire con el pulgar), la nariz, en el medio, la boca debajo. Siempre igual. En cambio, si tuvieras los dos ojos del mismo lado de la cara, por ejemplo.. ., o la boca en la frente ... , eso sí que sería diferente».35 Pero el rostro, justamente, es una totalidad, una gestalt, y no un conjunto de fragmen tos o de elementos yuxtapuestos. Existe sin embargo un trastorno de la personalidad: la prosopagnosia, que se traduce por la incapacidad de reconocer los rostros a causa de una alteración de los hemisferios cerebrales. La alteración no afecta solamente la discriminación de los rostros, sino que más bien señala una impotencia para individualizar, iden tificar la singularidad del otro. El sujeto percibe una vaga familiaridad al mirar el rostro de un allegado, o incluso el suyo, aunque sin lograr discernir su origen. Cuando se mira en el espejo, puede preguntarse si el que percibe es él mismo u otro, y frecuentemente busca asegurarse de eso haciendo mímicas. Ese trastorno de la percepción es aislado, no tiene origen en una patología asociada (esquizofrenia, angustia), ni en una alteración de los sentidos, pues el sujeto registra los otros stimuli de su entorno, su sensorialidad no está afectada. Tampoco sufre ningún trastorno intelectual. Ha perdido la significación de su rostro y la de los otros. A lo sumo, haciendo un esfuerzo de síntesis y apoyándose en algunos indicios significativos, puede llegar a identificar un rostro particular, pero lo hace del modo en que se unen los elementos de un rompecabezas para reconstituir una figura. Y sólo reconoce a quienes ostentan un rasgo distintivo: una cicatriz, una forma particular de nariz o de labios, un color de cabello, et cétera. El rostro es para el sujeto afectado una página en blanco, privado de dig nidad y de investidura. Está ubicado en el mismo plano de cualquier objeto del entorno. El sentido de su gestalt se ha perdido, sólo persiste la captura de una suma de detalles que exige un dificultoso esfuerzo de reflexión antes de volver se el indicio posible del reconocimiento. Incluso, la investidura afectiva no bas ta para invertir la situación. El hombre que sufre de ese tipo de agnosia no reco noce a su mujer o a sus hijos más que a sus colegas de trabajo o a su médico. Por otra parte, ninguna de las informaciones que atraviesan el rostro en el transcur so de un intercambio le es accesible. Incapaz de descifrar los signos expresivos sobre los rasgos de sus interlocutores, debe tomar como referencia las modula ciones de la voz o el tacto para llevar adelante una conversación.
35. Carrol. Lewis.
De lautre coté du miroir, París, Aubeir-Flammarion, 1 9 7 1 , págs. 1 67- 1 68. [En español: Alicia a través del espejo y todo lo que ella encontró allí, Buenos Aires, La página, 2005, pág. 9 1 ] . 1 7'.\
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Semejanza Los rostros de los hombres de un mismo grupo dan testimonio de un aire de parentesco que los diferencia, a veces a primera vista, de los de otros grupos vecinos; semejanza perturbadora a ojos de los demás que no pueden distinguir las diferencias: «Son todos parecidos, ¿cómo reconocerlos?» La semejanza es, al principio, la impresión que se impone a la vista del extraño que entra en una co munidad humana alejada de la propia. A un asiático confrontado a occidenta les le resulta difícil diferenciar entre varios rostros. Y a la inversa. En África ne gra, un occidental experimenta la misma dificultad inicial para distinguir a un individuo de otro. Pero el esfuerzo no es menor para el africano que da sus pri meros pasos en Francia. Discernir rostros implica realizar una experiencia del Otro, una atención más sensible al detalle, una aplicación más atenta, más curio sa, que da finalmente al Otro la consistencia surgida del interés que uno le ma nifiesta. Pues en el seno de cada grupo humano, cada rostro es signo y se distin gue de los otros. En el núcleo de cualquier semejanza hay espacio posible para la distancia ínfima que distingue el rostro de cada actor del de sus semejantes y hace de él un hombre reconocible. Tanto más identificable cuanto la investidu ra afectiva de la que es objeto es más fuerte. La semejanza que reúne bajo la misma expresión de familiaridad a dos in dividuos que antes se ignoraban es una de las fuentes de error y de fantasía más frecuentes a las que se presta el rostro. Una creencia común, a menudo evoca da, atribuye a cada hombre un sosía, que vive en alguna parte del mundo. Bella imagen de la ambivalencia de la relación del hombre con su rostro; versión ama ble del imaginario del doble. Vestigio moderno del tema del andrógino o mane ra simbólica de conjurar el asombro de ser uno mismo, de revestir los propios rasgos, compartiendo su condición con un semejante. El sueño de la semejanza es la manera más simple de superar la separación con el otro, por la gracia del imaginario, cuando el amor es fuerte y busca ocul tar la diferencia, realizar la fusión, sin prestar atención en absoluto a las desmen tidas de los hechos. Éstos deben ser los servidores del afecto. El rostro se pres ta fácilmente a esos acercamientos, a ese rito familiar o amoroso que se esfuer za por rechazar !a sombra de la autonomía del otro. Participar de su substan cia, a través de la semejanza, es una manera de exorcizar el riesgo de separación que ya se anuncia en las diferencias mínimas, borrándolas pero olvidando la di ferencia mayor de su singularidad física. A pesar de todo el amor del mundo , el otro es un ser físicamente distante, un hecho que la semejanza busca hacer olvi dar o, a veces en casos extremos, negar. 1 74
5. EL ROSTRO ES OTRO
1 SemejanZ4
Cuando nace un niño, los familiares se inclinan sobre su rostro para distin· guir las señales de semejanza: «El mentón es del padre», «los ojos, exactos a lo: de su madre», «la frente es la de su abuelo, la tiene igual . . . » El imaginario de h sangre, de la herencia, intenta sobre todo probar el lazo, fecunda un imagina· rio de la semejanza entendido como herencia biológica -que la mayoría de la: veces ignora las apariencias. El rostro del niño se convierte en un collage de loi rostros de unos y otros. El amor ya lo envuelve con sus exigencias. Y la cuna de: niño se vuelve un lugar de explicación entre las familias. En El último justo, A Schwarz-Bart reproduce el debate que se desarrolla alrededor de un recién na cido de la familia Levy: «¿A quién se parece? La pregunta no se planteó; era evi dentemente el formato de los Levy, que el pequeño señor Levy padre le habfa transmitido muy a su pesar. Mutter Judith no se detuvo a examinar los ojos, na riz, boca, como lo hubiera hecho si la menor duda hubiera aparecido en cuan to a la "pertenencia" del recién nacido [ . . . ] "Se parece a nosotros': En vano, fa señorita Blumenthal recordó la fuerza natural de su difunta madre, detalló un labio cosido con pequeños puntos sintomáticos, se lamentó acerca de una na riz corta que visiblemente venía del lado Blumenthal: no hubo forma, el niñ(] no era de su sangre».36 Pero las horas de gracia en que el círculo familiar comul ga en torno a la semejanza, a veces, sólo duran un tiempo. «Al crecer, el enig ma viviente puso a las dos partes en conflicto: fue evidente que no era Levy, ni Blumenthal, sino una cruza desconocida de criatura humana con bestia germa na. El recién llegado, Moritz, parecía ante todo deseoso de no sobresalir entre su traviesos compañeros, y lo lograba muy bien, por otra parte, pues lo ayuda ba un físico apropiado». En la tradición popular, la semejanza del niño con sus padres vale como con firmación de la legitimidad de la filiación. Sobre todo la del padre, puesto que la paternidad nunca está tan asegurada como la maternidad. Elimina la sospe cha de bastardía y refuerza el sentimiento de identidad familiar. «QuiP.n se pa rece a padre y madre no es bastardo», «Si el hijo se parece al padre, no hablo mal de la madre», «de tal palo, tal astilla». A la inversa, «gran vergüenza para la ma dre que no se parezca al padre». Y sin embargo, como es característico del sa ber popular el conectar las sinuosidades del mundo y tener una respuesta lista para todas las situaciones, se dice que «podemos tener hermanos aunque no nos parezcamos».37 En este caso, la discordancia es a la vez física y moral. 36. Schwarz-Bart, A. Le demier des justes, París, Seuil, 1 959, pags. 1 1 7- 1 1 8. 37. Hemos elegido estos proverbios de la obra de Loux, F. y de Richard, P.; Sagesses du coprs, op. cit., págs. 330-33 1 . N. de T.: salvo por «de tal palo, tal astill a », no se han encontrado equiva-.lentes en español de los demás proverbios citados .. 1 75
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