¿Quiénes somos?: Cuestiones en torno al ser humano (Astrolabio) (Spanish Edition)
 9788431355968

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¿QUIÉNES SOMOS? Cuestiones en torno al ser humano

Miguel Pérez de Laborda, Francisco José Soler Gil y Claudia E. Vanney (Editores)

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INTRODUCCIÓN

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1. MIGUEL PÉREZ DE LABORDA1 ¿Qué es el hombre? l primer problema que se nos plantea si intentamos responder a la pregunta «¿quiénes somos?», es de quién estamos hablando, quiénes serían esos nosotros sobre los que preguntamos. Hasta mediados del siglo XIX, esta cuestión era en la práctica irrelevante si uno estaba dispuesto a incluir entre los humanos a todas las etnias conocidas. Pero a medida que fue desarrollándose la paleoantropología (el estudio de los fósiles humanos) y el género Homo fue adquiriendo cada vez más miembros (Homo habilis, erectus, neanderthalis, etc.) el asunto se fue complicando. Por ello, cuando ahora preguntamos qué es el hombre, hemos de interrogarnos si nos referimos también a estos lejanos antepasados de los hombres actuales. Como veremos en este libro, no hay motivos para no referirnos también a ellos, pues si de hecho los llamamos homo es porque compartimos con ellos algo que consideramos propio de los humanos: la capacidad de manipular instrumentos que es manifestación de racionalidad. Esta identidad entre homo y hombre no es pacíficamente aceptada por todos. En primer lugar, tenemos los problemas que derivan de las acepciones que el término español «hombre» ha adquirido con el paso del tiempo. La palabra latina homo, -inis, de la que deriva hombre, tiene un significado neutro, englobando al varón y la mujer (como hace también, por ejemplo, el alemán Mensch). Por desgracia, este uso exclusivamente neutro no se ha mantenido en castellano, dando lugar a conflictos derivados de la confusión entre sus dos acepciones: la que se refiere en general a todo ser humano («Ser animado racional, varón o mujer», dice el diccionario de la Academia) y la que se refiere al «varón». La acepción principal sigue siendo –o debería seguir siendo– la neutra, y para eliminar la connotación machista que en muchas ocasiones tiene hoy día hablar de «hombres» la mejor solución probablemente sería eliminar la segunda acepción: «varón (ǁ persona del sexo masculino)», dando a «hombre» siempre un significado neutro. Por otro lado, no es difícil encontrar quienes piensan que, propiamente hablando, somos humanos solo nosotros, los modernos: esos individuos a los que solemos llamar Homo sapiens –aunque ahora se tiende a decir «hombres anatómicamente modernos»–, que aparecen hace unos 200 o 300 mil años. Si se admite esta restricción, quien quiera decir que los Homo anteriores (el habilis, por ejemplo) eran también humanos, tendrá que considerarlos como hombres de segunda categoría. Como veremos, esta restricción tiene poco fundamento en lo que actualmente sabemos acerca de la estirpe humana. La pregunta sobre qué es el hombre está presente en la filosofía desde sus orígenes, pues siempre ha reflexionado sobre quiénes somos, e inseparablemente, sobre de dónde venimos y a dónde vamos. Según cuenta Diógenes Laercio, un filósofo del siglo III d. C., en un tono que no hay que tomar muy en serio, en la academia platónica se discutió un día si animal bípedo implume era una buena definición del hombre. Como los demás animales bípedos conocidos eran aves, y tenían por tanto plumas, esa pareció una descripción útil para distinguir al hombre de las demás realidades vivientes. Cuando

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estaban en plena discusión, Diógenes de Sinope (llamado también el Cínico) metió en medio del grupo de filósofos un gallo desplumado diciendo: «Aquí está el hombre de Platón». A partir de ese momento, según cuenta Laercio, se completó la definición de hombre de la siguiente manera: «animal bípedo implume con uñas largas y planas», para excluir al gallo desplumado. Esta descripción del hombre nos parece tan insatisfactoria porque aspiramos a una respuesta más profunda acerca de qué es el hombre. Como querríamos conocer sus características más esenciales, no nos quedamos satisfechos cuando, aunque se logre distinguir al hombre de todas las demás realidades, se hace por motivos tan circunstanciales y pasajeros. Sucede algo parecido con otras definiciones del hombre que se han propuesto en épocas más recientes. Por ejemplo, en 1997 el zoólogo Desmond Morris publicó su libro El mono desnudo, en el que dio a entender, curiosamente, que lo que nos caracteriza como humanos no es tanto ser implumes como carecer de la piel dura y peluda que tienen los simios. Hoy día sabemos, ciertamente, que aproximadamente un 98% del genoma es común a hombres y chimpancés. Si damos una importancia exclusiva a lo genético habrá que concluir que somos, efectivamente, prácticamente iguales a los chimpancés. Pero, entonces, ¿cómo explicar las grandes diferencias que, de hecho, hay entre nosotros y ellos? Al observar la semejanza entre el genoma humano y el de las especies más cercanas a nosotros, se despierta fácilmente la admiración ante el hecho de que somos los únicos que nos hemos planteado secuenciar el propio genoma. ¿Qué es lo que ha hecho posible esta curiosa ocurrencia de los humanos? Son muchas nuestras semejanzas con otros animales: morfológicas, genéticas, en el modo de conocer (el sentido del oído o de la vista) y de actuar (nuestras actividades vegetativas o instintivas), etc. Pero son también indudables las radicales diferencias. El origen de estas se encuentra en la capacidad humana que, desde el inicio del filosofar, se ha llamado razón (lógos). No resulta extraño, por ello, que haya sido frecuente definir al hombre como animal racional. Algo similar pretendió decir Linneo cuando acuñó la expresión «Homo sapiens». Comprendida superficialmente, parece solo hacer explícito lo que es más propio de los humanos: el ser racionales. Pero no es así, pues esta descripción de Linneo añade una diferencia específica (sapiens) a un género (Homo). Entonces, para que la expresión tenga sentido, tendría que haber otros tipos de Homo que no fuesen sapiens. ¿Quiénes serían estos Homo no racionales? Linneo no podía referirse a esas otras especies de Homo (habilis, neandertal, etc.) que conocemos actualmente, pues en la época en la que escribió (segunda mitad del siglo XVIII) no se habían descubierto todavía los primeros fósiles humanos. Las especies de Homo que Linneo, en las diversas ediciones de su obra Systema naturae, no consideraba sapiens son el Homo troglodytes, el Homo sylvestris, el Homo ferus y el Homo monstrous. En la obra de Linneo, estas expresiones adquieren sentido en el contexto de extrañas historias que habían llegado a sus oídos, en torno a la existencia de individuos de apariencia humana pero de comportamiento salvaje, es decir,

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que no parecían racionales. Podemos concluir, por tanto, que también para Linneo lo más propio de los humanos es la racionalidad. Efectivamente, las demás diferencias que observamos entre nosotros y el resto de los animales derivan de nuestro ser racionales. En primer lugar, son nuestras peculiares capacidades cognitivas las que nos permiten ser libres, pues es nuestra inteligencia la que nos hace capaces de comprender que existen diversas alternativas: solo entonces podemos intentar alcanzar este o aquel fin, y poner este o aquel medio para obtenerlo. Este modo nuestro de ser, racional y libre, es al mismo tiempo un honor y una carga. No nos comportaríamos a la altura de nuestra dignidad si no fuésemos responsables a la hora de utilizar nuestras capacidades. Las podemos aprovechar, en primer lugar, para cuidar nuestra casa común: la Tierra. Es indudable que tenemos un muy peculiar modo de relacionarnos con el mundo: somos capaces de conocer todas las cosas y todo en las cosas, penetrando incluso hasta la profundidad de sus modos de ser (podemos conocer sus esencias, diría un filósofo). Esta capacidad de ver dentro (intus-legere) nos permite descubrir nuevos usos de esas realidades, al comprenderlas con mayor profundidad. Muchas veces utilizamos esos descubrimientos precisamente para cuidar la Tierra. Pero se hace cada vez más evidente que nuestra capacidad de manipulación de la realidad también se puede volver en nuestra contra. Sería triste que un día se nos describiera, si pudiera haber todavía alguien para hablar de ello, como esa especie que, olvidando sus orígenes naturales y animales, utilizó sus grandes capacidades para arruinar el ambiente en el que ella misma vivía. La responsabilidad se ha de manifestar también en nuestra relación con los demás. Es evidente que la razón humana desempeña un papel fundamental en las agrupaciones de los hombres. Encontramos en muchas especies animales una vida social intensa, con una organización compleja e incluso clases sociales: basta recordar la reina de las colmenas o los machos alfa. Pero estas sociedades no se rigen por constituciones y leyes que se hayan dado a sí mismas, sino por mecanismos más instintivos, y de hecho se repiten de un modo más o menos uniforme en los diversos hormigueros, colmenas o manadas. Por ello decía Aristóteles que los humanos no somos solo animales sociales, sino políticos, pues vivimos en ciudades (polis) muy diversamente organizadas. Ahora bien, si la sociedad humana está estructurada de un modo propiamente humano, es porque tiene un lenguaje significativo por convención y es capaz de hablar acerca de lo que habría o no que hacer. Y todo esto es posible porque el hombre es racional. Pero hemos de reconocer asimismo que la racionalidad, que nos permite ser responsables de la organización de nuestras sociedades, también se puede poner al servicio de la destrucción de las personas. Con nuestra inteligencia y libertad podemos intentar construir paraísos en la Tierra; pero también podemos convertir nuestras sociedades en antesalas del infierno. Sería triste que se nos pudiera describir como aquella especie que usó sus descubrimientos –como las armas atómicas– para acabar los unos con los otros, dando la razón a Hobbes cuando decía que el hombre es un lobo para el hombre. Si logramos estar a la altura de nuestro ser humanos, siendo coherentes con lo que somos por naturaleza, estas trágicas posibilidades no sucederán. Pero no podemos hablar 6

ahora del hombre en general: cada uno de nosotros, cada persona, tiene por delante la tarea de escribir la historia de su vida. En ocasiones pensaremos quizá que sería más cómodo dedicarnos, como las vacas, al sencillo quehacer de comer hierba espantando las moscas con el rabo. Pero la vida nos ha puesto delante una aventura mucho más atrayente: escribir nuestra propia biografía. Para hacerlo bien, hemos de utilizar todos los recursos de los que disponemos, conociendo lo mejor posible quiénes somos. Hemos escrito este libro para, en la medida de nuestras capacidades, ayudar a responder a esta pregunta. Para seguir leyendo G. E. M. Anscombe, «La esencia humana», en J. M. Torralba y J. Nubiola (eds.), La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre, EUNSA Pamplona 2005. L. Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid 1991.

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra (Pamplona), y también por la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Hasta 2014, profesor de Metafísica en la Università della Santa Croce. En la actualidad es profesor de Antropología en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra y subdirector del Instituto Core Curriculum.

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2. EDUARDO TERRASA1 ¿Es necesario pensar en lo que vivimos para vivirlo plenamente? «No creo que nadie sea capaz de aprender algo importante en esta vida hasta que no haya comenzado a comprenderse a sí mismo» (Thorton Wilder, El octavo día)

esde la llamada revolución de mayo de 1968, se instaló en la mente de la juventud (y poco a poco fue extendiéndose a edades más adultas) la idea de que lo importante era disfrutar de la vida, sacarle a la existencia todo su jugo. Esto requería vivir de una manera auténtica y espontánea: cada uno debía vivir su vida y vivirla a su manera, según fuera surgiendo de su propio interior, siguiendo sus propios anhelos y deseos. Vida y personalidad debían conjugarse en una síntesis original e indivisa. Esta visión ha traído consigo muchos avances y descubrimientos (en la pedagogía, en la psicología, en el mismo desarrollo personal), porque ha centrado la atención no en las exigencias y obligaciones que la sociedad nos reclama (es decir, ya no se define la personalidad por el papel social que desempeña), sino en la realización personal de cada uno. Pero también ha traído consigo, de una manera más o menos consciente, la idea de que la reflexión sobre lo que cada uno decide o hace resulta innecesaria, e incluso un obstáculo, porque quita espontaneidad y naturalidad a la hora de vivir. Pensar supone plantearse la finalidad de mis acciones (el porqué y el para qué), prever las consecuencias, entender la coherencia de mis actos, valorar los compromisos adquiridos, etc., y todo esto puede entenderse como un freno a la propia libertad, a la espontaneidad de cada momento. En el orden social, esto ha sido corregido en los últimos años por una serie de medidas. Se ha visto la necesidad de respetar unas normas sociales de convivencia (y así ha sido entendido y asumido por las últimas generaciones), y se han desarrollado unos medios de control social (aumento de las reglas, crecimiento de la vigilancia, otorgar más peso a la reputación) que son tan pacíficamente aceptados como necesarios. Hemos entregado muchas libertades para asegurar la tranquilidad y la seguridad social. Por esto, el ámbito privado se ha convertido en el único reducto de libertad que nos queda, y por eso lo defendemos como se defiende la propia independencia personal. Pero la reflexión (pensar las cosas que vivimos) sigue siendo ajena a esa dimensión privada de nuestra existencia, donde parece que solo importa la espontaneidad del propio crecimiento, la naturalidad del flujo de nuestras experiencias. Pero llegados a este punto, cabría hacerse una pregunta: ¿podríamos ser felices sin ser conscientes de lo que nos hace felices? Cuando vivimos algo, ¿lo podríamos sentir plenamente si no somos conscientes de qué estamos viviendo y por qué lo estamos viviendo? Podemos comprobar en qué medida nuestras vivencias reclaman reflexión al considerar nuestra manera de reaccionar ante una experiencia o un momento de felicidad: lo que hacemos precisamente es volver (reflexionar) una y otra vez a esa

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experiencia, darle vueltas en nuestra cabeza. La repasamos en nuestra memoria y en nuestra imaginación, intentando desentrañar todo lo que nos ha pasado ahí. «Sin repetir la vida en la imaginación, no se puede estar del todo vivo; la falta de imaginación impide que las personas existan»2. Es decir, al pensar en nuestras propias experiencias, lo que buscamos es precisamente enterarnos de lo que nos pasa y de lo que hacemos. Esta expresión resulta significativa: enterarse es tener algo por entero. Si nuestra percepción de lo que nos sucede o de lo que sentimos resulta confusa, eso mismo que nos sucede o sentimos lo notamos –lo vivimos– de una manera confusa y parcial. Por eso nuestros sentimientos y nuestras vivencias reclaman una reflexión, alcanzar una claridad significativa: las queremos sentir por entero. Esto nos lleva a la conclusión de que el pensamiento no resulta algo alienante, no es una instancia ajena a mí que reprime mis impulsos para salvaguardar un orden social. Es verdad que muchas teorías psicológicas se mueven en estas coordenadas alienantes (por ejemplo, el mismo Freud, y su teoría psicológica, ha calado mucho en nuestra mentalidad). «Guíate por la razón y no por tus sentimientos», es un consejo muy frecuente, pero un consejo mal planteado. Lo que hace la razón no es medir o reprimir desde fuera nuestras vivencias, sino leer en esas vivencias y en esos sentimientos su significado, aquello que esa experiencia me está diciendo a mí. Porque cada realidad es vivenciada de una manera particular por cada persona, significa algo específico para cada uno. Cada momento, cada situación, trae consigo un mensaje; todo encuentro significativo con una realidad concreta supone un descubrimiento personal. Identificar el contenido de ese mensaje, comprender en qué consiste ese descubrimiento, es lo que le pedimos a la razón. «La razón traslada las cosas del lugar oscuro al lugar iluminado de mi mente»3. Mediante la razón nos aclaramos de aquello que estamos viviendo cada uno. Las vivencias y los sentimientos poseen en sí mismos un significado: me están diciendo (con un lenguaje emocional) qué es esa realidad para mí, qué lugar ocupa en mi vida, qué tipo de respuesta me reclama. El sentimiento o vivencia personal es el punto donde la realidad concreta (con sus cualidades específicas, aquello que la hace ser esta realidad y no otra) conecta con mi intimidad única e irrepetible. Lo que siento y lo que vivo me indican dónde estoy en la existencia, de dónde vengo y adónde voy. Pero para entender ese significado y para conectarlo con toda la realidad de mi vida, necesito pensarlo. Y para pensarlo bien, necesito aprender a pensarlo. Ahora bien, esta reflexión no se da de una manera inmediata. Sentir y vivir sí que constituyen acciones inmediatas: las realizamos sin más, espontáneamente. Pero pensar en la propia vida es algo para lo que se requiere un aprendizaje y una experiencia acumulada: se precisa una referencia externa. Es por esto que muchas veces nos puede parecer que el pensamiento viene de fuera, que es algo ajeno a nuestra intimidad. Pero en realidad es algo tan íntimo a nosotros como nuestros propios sentimientos. ¿Y esto cómo se consigue? Toda reflexión reclama, como vimos, una referencia externa. Pero esa referencia no puede consistir en una serie de conceptos o de normas 9

que expliquen de manera teórica nuestras vivencias. Explicar desde fuera lo que vivimos (como si fuera un caso de…), o pretender simplemente que se ajuste a unas normas (a una moral, a unas costumbres), no deja de parecernos algo alienante. La referencia externa debe ser (para no incurrir en alienación) algo preconceptual y anterior a toda norma o teoría4. Y precisamente esto es lo que encontramos en la cultura y en el arte. La cultura y el arte, en sus diversas manifestaciones, nos presentan un riquísimo bagaje de experiencia acumulada. Al leer un relato o un poema, al visualizar una película, al escuchar una canción, al contemplar un cuadro, o también al observar la vida de las personas que me rodean, voy descubriendo (de una manera más o menos consciente) una serie de referencias para mis propias vivencias: «esto es lo que siento yo, o lo que me está pasando, o al menos se parece». Es decir, la cultura funciona como un espejo en el que podemos vernos más o menos reflejados, donde podemos reconocer el sentido y el alcance de nuestras propias experiencias: nos ofrece un ámbito de reflexión en el que podemos reconocer lo que nos pasa. Sin esta reflexión, nos sería muy difícil entendernos a nosotros mismos. A un ser humano que viviera aislado y que no hubiera visto ningún ejemplo de lo que es un sentimiento de amistad, le costaría mucho descifrar ese sentimiento cuando despertara en él, no podría medir del todo su alcance y sus connotaciones, le resultaría complejo expresarlo, y no lo viviría plenamente. La cultura consiste en una reflexión acumulada, en experiencias interpretadas por la razón, que guían mi propia reflexión. Me permite extender el horizonte de mis propias experiencias. De ahí la importancia de elegir bien esos espejos culturales: acudir a pensadores, artistas y a ejemplos que hayan ahondado en la vida, que aporten algo significativo, y no a aquellos que solo buscan un objetivo comercial o la simple diversión. En definitiva, podríamos afirmar que lo sentido o vivido que no ha sido pensado personalmente no se termina de sentir por completo, permanece oscuro y tosco en nuestra sensibilidad, aislado de otras dimensiones de nuestra existencia: se queda en estado embrionario. Solo el pensamiento (pero un pensamiento que no recurre a un concepto previo o a una norma, sino que mide la experiencia a la luz de otras experiencias, que interpreta la realidad pegado al terreno, midiendo palmo a palmo el campo de esas experiencias) puede alumbrar la vida y darle toda su dimensión y todo su sentido, nos permite desarrollar en plenitud nuestras vivencias. Por otra parte, la reflexión y la cultura nos ayudan a integrar nuestras experiencias y nuestras reacciones en horizontes de sentido más amplios5. Si encuadro la amistad concreta que ahora siento por una persona en un marco más profundo y rico (la historia de grandes amistades, los mayores gestos de amistad, las reflexiones sobre lo que la amistad es), valoraré esa amistad que vivo de otra manera, encontraré posibilidades nuevas de progreso, ahondaré en el sentido que le puedo dar. Es decir, sentiré esa amistad en toda su riqueza. Pararse a pensar en lo que vamos viviendo es una actividad humana imprescindible. Sin esta reflexión, los errores (en las reacciones, en las decisiones, en las valoraciones) 10

serían inevitablemente frecuentes. Y lo peor es que no sabremos muy bien en qué nos hemos equivocado, ni por qué. Enterarse de lo que uno siente y vive nos da seguridad, aumenta nuestra convicción y nos permite vivir creyendo de verdad en lo que vivimos: aporta a nuestra vida la imprescindible capacidad de apasionarnos, es decir, de sentir las cosas por entero. Y esto es lo que permite que se vaya desarrollando plenamente la personalidad de cada uno, que vida y personalidad se integren en una unidad coherente, indivisible y llena de significado. Para seguir leyendo C. S. Lewis, La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 2007. Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994. D. de Rougemont, Pensar con las manos, EMESA, Madrid 1977. L. Polo, Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991.

Notas 1. Licenciado en Periodismo y doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra. Actualmente es profesor de Antropología en la Facultad de Comunicación de esa universidad. 2. I. Dinesen, citado por H. Arendt, Hombres en tiempo de oscuridad, Gedisa, Barcelona 1990, p. 83. 3. C. S. Lewis, The Pilgrim’s regress, Collins, Glasgow 1987, p. 87. 4. Cfr. H. Dreyfus y Ch. Taylor, Recuperar el realismo, Rialp, Madrid 2016, cap. 4. 5. Cfr. Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994, p. 75.

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3. CLAUDIA E. VANNEY1 ¿Cuál es el mejor camino para conocer a la persona humana? Quién es el hombre? La capacidad de reflexionar sobre uno mismo y sobre los demás es un indicio de la unidad existencial que nos da ser personas. ¿Pero qué significa ser persona? Hace unos años que esta pregunta ha dejado de ser solo un interrogante existencial o una inquietud filosófica para convertirse también en objeto de la investigación científica. El desarrollo de las ciencias del cerebro se ha convertido en uno de los fenómenos más importantes de las últimas décadas. Aunque todavía falta un largo camino para lograrlo, las innovaciones en el plano molecular y celular auguran, por ejemplo, una mejora en la prevención y tratamiento de las enfermedades cerebrales, como la enfermedad de Alzheimer. Sin embargo, aunque la neurociencia explica mucho, comprender con profundidad a la persona humana requiere también otros abordajes. Por un lado, no hay un único modo de «leer» los resultados de un escaneo cerebral, porque los datos de las mediciones solo adquieren significado cuando se los interpreta en un marco que les confiere sentido. Pero principalmente, porque no es fácil distinguir la causalidad respecto de una mera correlación, de manera que no es posible vincular directamente una explicación de la persona que apela a causas neurales con otra que busca motivos o razones. Parecería que para comprender al ser humano se requiere la contribución de muchas disciplinas. Pero ¿cómo se relacionan las distintas perspectivas? ¿Se contradicen? ¿Deben unas ser reemplazadas por otras? ¿Corren como por vías paralelas? ¿Es posible que se complementen?

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El conocimiento neurocientífico del hombre Los avances de la neurociencia poseen no solo una potencialidad terapéutica indiscutida, sino que también han permitido ahondar en el conocimiento del ser humano. Se ha avanzado, por ejemplo, en la identificación de la base neural de los estados de conciencia, y se han explorado aspectos no conscientes de la toma de decisiones, así como diversos condicionantes del actuar humano. Pero ¿son los datos neurobiológicos todo lo que podemos saber sobre el hombre? En términos generales, una explicación es considerada científica cuando puede ser comprobada empíricamente por distintos observadores. Las ciencias analizan la realidad con objetividad, separando el objeto bajo estudio del sujeto que lo examina. Los filósofos llaman a esta característica del método científico perspectiva de tercera persona, que es el enfoque propio de la neurociencia. Sin embargo, los procesos mentales son fenómenos de primera persona o fenómenos que solo son accesibles al sujeto en el que se dan. Tanto es así, que cuando un neurobiólogo vincula, por ejemplo, ciertas emociones a determinados circuitos cerebrales, puede hacerlo porque sabe por experiencia qué significan esas emociones. Es 12

decir, en el estudio de los procesos mentales no es posible prescindir del conocimiento por experiencia del yo personal. Pretender pensar sin suponernos como sujeto es sencillamente imposible: el que piensa soy yo. Como el yo personal no es medible en un laboratorio, su conocimiento se escapa o es irreductible a la perspectiva neurocientífica. Es decir, si aceptáramos únicamente las explicaciones de la neurociencia, asumiendo que solo somos nuestro cerebro, no existiría el yo. Por el contrario, si reconocemos la existencia de un yo, debemos asumir que entre lo cerebral biológico y la experiencia vivida por el sujeto no hay una continuidad explicativa. El cerebro y el yo se explican por caminos distintos, aunque cabe estudiar neuralmente la conciencia de la propia identidad, que no se localiza sino que se distribuye en varias áreas y circuitos del cerebro e implica diversos niveles. El estudio del ser humano abre así a una doble perspectiva no exenta de dificultades. En este sentido, las concepciones duales del ser humano (alma-cuerpo) se remontan a la Antigüedad, y surgieron asociadas principalmente a ideas religiosas y a la creencia en una vida después de la muerte. Para enfatizar la unidad del ser humano, la antropología cristiana comenzó a utilizar la noción de persona. En el pensamiento clásico, el elemento distintivo del alma humana era su condición intelectual. Pero en la Edad Contemporánea, la noción de alma fue poco a poco perdiendo importancia, siendo sustituida por la noción de mente. La noción de mente resalta el ámbito de todo aquello vinculado al yo según la propia consciencia, y cuya dimensión más radical es la voluntad. Así, el tradicional problema de la dualidad almacuerpo se suele conceptualizar actualmente en términos de mente-cerebro. Para iluminar la relación entre la mente y el cerebro se han utilizado metáforas diversas, como la del piloto en la nave o la del programa en la computadora. Pero estas metáforas tienen sus limitaciones porque, aunque señalan que la dimensión corporal no es la única relevante del ser humano, no expresan adecuadamente la unidad radical de la persona. El yo personal La persona humana es mucho más que su cuerpo. Tiene una existencia real para sí misma y para los otros seres humanos con los que coexiste. Cada hombre y cada mujer entiende naturalmente que es persona. La existencia humana está marcada por la experiencia de ser persona. Podríamos decir que mientras mi cerebro es algo, yo soy alguien. La persona humana es ese alguien con cerebro, mente, cuerpo, sensaciones, emociones, ideas, etc. La existencia personal se confirma cuando se considera la capacidad del ser humano de autoconciencia, de autorreflexión y la autoorganización de su vida en una biografía individual. La autoconciencia es la advertencia que la persona tiene de sí misma, de sus actos y de sus estados existenciales. Mientras permanecemos despiertos no solo advertimos el mundo que nos rodea, sino que también nos captamos a nosotros mismos, notamos, por ejemplo, que tenemos frío o hambre, si estamos contentos o tristes. Pero un ser inteligente es capaz, además, de autorreflexión. Una persona puede volver sobre sus propios actos psíquicos, profundizar en ellos o analizar sus contenidos. El ser humano es 13

capaz, además, de desplegar el conjunto de acontecimientos que constituyen su vida al abrigo del orden y la unidad de la narración de su biografía individual. Toda persona psíquicamente sana sabe que existe, sabe quién es y qué hace. Pero este conocimiento no se adquiere solo mediante experiencias privadas. La idea que cada uno tiene de sí mismo se enriquece con el conocimiento que surge de la interacción con los demás. Relaciones interpersonales Conocernos como persona es descubrir que el otro también lo es. La percepción de otras personas no se limita a la visión de un cuerpo en su materialidad. Al ver el rostro de los demás advertimos que son otro yo, y que pasan por situaciones, exigencias y problemas similares a los nuestros. Pero el interior de una persona es inaccesible a los demás si no es expresado a través de gestos y palabras. La comunicación personal y social permite conocer a otras personas. La conversación es el acto directo y completo de la comunicación con el otro. Aunque los demás no pueden experimentar nuestros sentimientos, pueden compartirlos cuando los comunicamos. Estar cognitiva y emocionalmente conectado con alguien es experimentar al otro como persona. Las personas en diálogo pueden penetrar de alguna manera en la intimidad ajena. El conocimiento que se adquiere en las relaciones interpersonales se alcanza desde la perspectiva de segunda persona. Esta perspectiva es la propia de la relación entre los estados mentales de un yo y un tú. La perspectiva de segunda persona lleva a reconocer que el yo personal no es un absoluto, porque también hay un tú, que es otro yo distinto al mío. Reduccionismo, idealismo subjetivista e identidad social Como hemos visto, el estudio del ser humano se puede abordar desde las perspectivas de primera, segunda y tercera persona. Siempre que una realidad es susceptible de diversas perspectivas, una mirada que excluya a las otras distorsiona esa realidad. A lo largo de la historia diversas corrientes del pensamiento han enfatizado solo uno de estos enfoques, olvidando los demás. La consideración exclusiva de la perspectiva de tercera persona es propia de la objetivación científica que, cuando se la considera con exclusividad excluyendo otras consideraciones, se vuelve reduccionista. Para estas posiciones solo existen los objetos verificables empíricamente, estudiados por las ciencias naturales. Excluyen así todo lo que sea extraño al ámbito físico, como Dios, los pensamientos y también realidades metafísicas como la esencia de las cosas, o los valores. Por esta razón, proponen reducir a su substrato físico todas las realidades humanas que no parecen ser únicamente materiales, como las ideas, las intenciones, la libertad o el yo. Llaman a esta operación naturalización. Tomar la perspectiva de primera persona como la única válida es una característica de algunas formas de idealismo y de subjetivismo. El idealismo tiende a hacer de la 14

conciencia un principio absoluto. En la filosofía moderna ha habido diversos intentos de hacer de la conciencia el fundamento absoluto del ser. Se la ha considerado, por ejemplo, como el primer principio epistemológico para construir a partir de ella toda la filosofía. Pero si se admite que solo tenemos certeza de la propia conciencia se cae en el solipsismo, que es considerar que solo existo yo con mis pensamientos, de manera que los demás se transforman en hipótesis o en una realidad incorporada a mi subjetividad. Por el contrario, cuando se exalta demasiado la perspectiva de segunda persona se corre el riesgo de olvidar el carácter individual de cada persona. Para algunas corrientes, por ejemplo, la identidad personal es resultado de la sociedad y de la cultura en la que a uno le ha tocado vivir. La identidad social sería así el resultado de definir el yo desde la pertenencia a una determinada categoría social. Cuando la conciencia de grupo (el nosotros) prevalece sobre el individuo, la noción de persona se oscurece. Si esta postura se lleva al extremo, el sujeto se identificaría por completo con sus roles sociales, disolviéndose en la red de relaciones socioculturales. El desafío de la interdisciplinariedad Son muchas las disciplinas que contribuyen actualmente a un mejor conocimiento del ser humano. La neurociencia, la fisiología, la psiquiatría, la psicología son algunas de las disciplinas científicas, hoy en continuo avance. El estudio de la persona humana nos pone así frente al desafío de la interdisciplinariedad, porque hay en la persona tres dimensiones inseparables: la somática o neurofisiológica, la psíquica y la metafísica. Para estudiar al ser humano la investigación científica utiliza diversos métodos, mediante los cuales accede a una multiplicidad de conocimientos específicos neurofisiológicos y psicológicos, con la potencialidad de orientar las distintas terapias y tratamientos médicos. Pero la existencia de una multiplicidad de métodos específicos también revela la finitud y la limitación de la investigación científica. Las ciencias no permiten captar intuitivamente la naturaleza del ser humano, porque aspiran a ahondar en aspectos específicos. Por esta razón, los científicos necesitan realizar un paciente esfuerzo, considerar el saber y la experiencia acumulados a lo largo de siglos, y valorar adecuadamente los avances y retrocesos propios de toda investigación cuando intentan responder quién es el hombre. La mirada pragmática de las ciencias se distingue de la mirada teorética o contemplativa de la filosofía. La mirada pragmática se agota en la utilidad de una determinada cosa, mientras que la filosófica se pregunta directamente por su naturaleza o esencia, por el lugar que ocupa en el universo, por cuál es su sentido y cómo se relaciona con el resto de las cosas que son. La mirada filosófica es examinadora, pero respetuosa de la realidad. No aspira en primera instancia a obtener un beneficio, sino que se satisface dejando ser a la cosa lo que es. Sin embargo, toda ciencia se prolonga naturalmente en una sabiduría. El espíritu humano se define por su apertura a la totalidad. La curiosidad humana es insaciable y tiene como horizonte el infinito mismo. La búsqueda de principios fundamentales y de un sentido responde a una profunda necesidad del corazón humano, manifestando su tendencia hacia la sabiduría. El desarrollo racional y sistemático de las cuestiones 15

sapienciales es el ámbito propio de la filosofía, y alcanza su punto culminante en el estudio del ser humano. Para seguir leyendo J. J. Sanguineti, Neurociencia y filosofía del hombre, Palabra, Madrid 2014, pp. 13-32. J. J. Sanguineti, El conocimiento humano. Una perspectiva filosófica, Palabra, Madrid 2005, pp. 149-176. Contenidos multimedia: Videos «Perspectivas sobre la persona». http://www.austral.edu.ar/cerebroypersona/es/videos/perspectivas-sobre-la-persona/189

Notas 1. Licenciada y Doctora en Física por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra. Desde el 2011 dirige del Instituto de Filosofía de la Universidad Austral, desde donde promueve proyectos de investigación interdisciplinares de ciencias, filosofía y teología.

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I PARTE LA NATURALEZA Y EL HOMBRE

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4. FRANCISCO JOSÉ SOLER GIL1 ¿Hay alguna relación entre el hombre y el cosmos o se trata de realidades desconectadas? a idea de que el hombre en cierto modo es un microcosmos, es muy antigua: la encontramos tanto en pensadores tempranos de la tradición filosófica occidental como en las tradiciones más importantes de pensamiento oriental. (En Occidente, la concepción del hombre como un microcosmos y del cosmos como una especie de macro-organismo viviente se remonta al menos hasta Platón; en China, la acción armónica humana como participación y reflejo de la armonía cósmica aparece, por ejemplo, en obras clásicas del pensamiento confuciano; y también en el pensamiento indio, entre otros, se explicitan enlaces entre los procesos humanos y cósmicos). El carácter de microcosmos del hombre es entendido unas veces en el sentido de que el cuerpo humano reproduce de alguna manera (o hasta cierto punto) en pequeñas dimensiones la complejidad y la estructuración de la totalidad del universo, mientras que en otras ocasiones lo que se quiere es subrayar que hay una especie de conexión entre la actividad cósmica y la actividad humana. Por supuesto, estas ideas son muy generales, y han sido expuestas en numerosas variaciones, más o menos imaginativas. De particular interés para la antropología actual es el hecho de que también en las ciencias naturales se encuentran indicios de una profunda interrelación entre procesos o aspectos en la escala del individuo humano –o más concretamente del cuerpo humano– y procesos o aspectos estructurales de mayor escala en la naturaleza. Un ejemplo, en el campo de la biología, son las conexiones entre aspectos del desarrollo embrionario y etapas en la historia evolutiva. Bien es cierto que la hipótesis extrema en esta línea, la denominada «teoría de la recapitulación», formulada en 1866 por Ernst Haeckel, y según la cual «la ontogenia recapitula la filogenia», se considera hoy por hoy desacreditada. Pero, en cambio, se constata que, por lo común, las estructuras orgánicas que aparecieron antes en la historia evolutiva aparecen también antes en el desarrollo embrionario. Pero quizás más interesantes aún son las ligaduras existentes entre la existencia del hombre y muchos detalles muy particulares de las leyes de la naturaleza (y por tanto, de la estructura general del cosmos). Pues resulta que, a lo largo del siglo XX, pero sobre todo en las últimas décadas, se ha ido poniendo de relieve, cada vez con mayor nitidez, que a poco que la combinación de leyes físicas y constantes de la naturaleza hubiera sido ligeramente diferente a como de hecho es, el cosmos constituiría un sistema físico del todo hostil al desarrollo de la vida. Esta observación se refiere al desarrollo de la vida en general, pero vale muy en particular por lo que toca al desarrollo de formas de vida como la humana, que, debido a su complejidad, requiere un entorno físico mucho más específico aún que el necesario para el desarrollo de formas de vida más simples. Al hecho de que la naturaleza se comporte siguiendo justo una de las (al menos en

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apariencia) escasas combinaciones hospitalarias de leyes y constantes, se le suele denominar el «ajuste fino» del universo. Uno de los más relevantes estudios que ayudaron a establecer el caso del ajuste fino fue, por ejemplo, el de la nucleosíntesis estelar de los elementos, a partir de mediados del siglo XX. En concreto, el análisis del proceso que conduce a la síntesis en las estrellas del carbono y el oxígeno (elementos básicos para la vida). Las peculiaridades de las leyes y las constantes de la naturaleza descubiertas están relacionadas en este caso concreto con el origen de toda forma de vida basada en el carbono. Pero hay que tener en cuenta además que la evolución de estructuras tales como el cerebro humano requiere que los procesos de nucleosíntesis estelar permitan la existencia de estrellas estables durante varios miles de millones de años. Y esa condición reduce aún mucho más el conjunto de estructuras de leyes y constantes de la naturaleza compatibles con la existencia del hombre. Por lo demás, los estudios relacionados con los detalles de la nucleosíntesis estelar de los elementos suponen, como es natural, la existencia de las estrellas. Pero este dato, por su parte, depende de otros aspectos particulares de la física del cosmos, como por ejemplo, el valor de la constante cosmológica, la dimensionalidad de las leyes de la naturaleza, etc. Por tanto, existe una primera conexión clara entre el hombre y el cosmos. A saber: que las estructuras que constituyen el cuerpo humano solo pueden existir gracias a que el conjunto de leyes y constantes de la naturaleza posee unos rasgos muy particulares. Pero hay además una segunda conexión: que el cerebro humano constituye el sistema más complejo que se conoce en todo el cosmos. (No quiere decir esto, por supuesto, que no puedan existir otros sistemas más complejos y que aún no hemos descubierto. Pero en todo caso, aunque haya en algún lugar del universo tales entidades, seguirá siendo cierto que el cerebro humano, y por tanto el cuerpo humano, es uno de los sistemas más complejos). Intuitivamente es fácil hacerse una idea de qué pueda ser eso de la complejidad: se trata de un parámetro con el que expresamos el grado en el que un sistema está constituido por a) más o menos componentes, b) más o menos diversos, c) más o menos relacionados entre sí, y que forman d) una red más o menos capaz de reaccionar a su entorno, adaptándose y autoorganizándose. Cuanto mayores sean estos cuatro factores, mayor será la complejidad estructural de un sistema, y viceversa. Ciertamente, el intento de precisar esta idea intuitiva en una teoría de los sistemas complejos ha resultado una tarea ardua. De manera que no es injusto decir que aún nos hallamos en los comienzos de esta ciencia. Uno de los problemas con los que se enfrentan aquí los especialistas es que, a diferencia de magnitudes físicas como la fuerza o la energía, que se definen unívocamente, pueden ofrecerse formalizaciones distintas de la complejidad, que, respondiendo todas ellas a la intuición general expuesta arriba, difieren en bastantes aspectos importantes. Y así se habla de complejidad algorítmica, complejidad fractal, complejidad de grafos, etc. 19

Sin embargo, parece haber unanimidad en la consideración de que el cerebro humano es el sistema más complejo del universo conocido. Para entender por qué esto es así, puede resultar útil comparar dos sistemas físicos muy diferentes, pero que contienen un número similar de componentes básicos: uno de estos sistemas es el cerebro humano, y el otro una galaxia espiral del tipo de la Vía Láctea. Una galaxia como la nuestra puede estar formada por una cifra del orden de entre los cien mil y los doscientos mil millones de estrellas, más el gran agujero negro central y restos de materia (fundamentalmente hidrógeno y helio) no estelar. Por su parte, un cerebro humano puede estar formado por una cifra del orden de entre los cien mil y los doscientos mil millones de neuronas, más otras células y tejidos auxiliares. Estamos hablando, por tanto, de cifras similares por lo que se refiere a los componentes básicos: estrellas en un caso, neuronas en el otro. Pero aquí acaban las similitudes. ¿Por qué se considera que el cerebro humano es incomparablemente más complejo que una galaxia como la nuestra? Cabe entenderlo si tenemos en cuenta lo siguiente: en el caso de una galaxia, podemos calcular la dinámica de las estrellas en general de un modo bastante sencillo, pues en promedio apenas si interaccionan unas con otras. Por eso, basta con conocer el dato de la densidad media de la galaxia y la distancia de una estrella al centro de la misma para que se pueda calcular aproximadamente su trayectoria media y su velocidad. Además, el sistema así constituido es rígido en el sentido de que no tiene ninguna capacidad de adaptación y autoorganización. Todo lo contrario ocurre en el caso del cerebro. Cada neurona está conectada directamente con muchas otras por medio de conexiones eléctricas y químicas. Los puntos de contacto se denominan sinapsis, y se calcula que cada neurona posee entre 5.000 y 10.000 sinapsis. Es decir, que en el cerebro humano existen del orden de 1015 sinapsis. A través de estos puntos de contacto, tienen lugar complicados procesos de almacenamiento, elaboración y transmisión de información procedente del entorno del cerebro. A lo largo de dichos procesos se generan nuevas sinapsis, de forma que el cerebro se encuentra en un proceso de autoorganización permanente. Más aún, muchas neuronas constituyen redes tales que sus componentes, en determinadas circunstancias, producen descargas simultáneas que se asocian con la realización de determinados tipos de actividad. No podemos detenernos más en los detalles del funcionamiento del cerebro. Pero el resultado es que, mientras que actualmente existen simulaciones de ordenador que pueden describir con gran exactitud la dinámica de las galaxias, e incluso la evolución de todo el universo a gran escala, aún estamos muy lejos de poder simular de un modo realista el funcionamiento del cerebro humano. Y ni siquiera es seguro que vaya a poder conseguirse una simulación del mismo que tenga realmente en cuenta todos los factores relevantes en su dinámica. Por tanto, y resumiendo todo lo anterior, podemos concluir que el hombre y el cosmos son realidades entre las que existen interesantes vinculaciones –más allá de la obvia constatación de que el hombre existe en el cosmos. Por un lado, una realidad como la 20

humana solo puede darse en un universo de características físicas extremadamente peculiares. Y, por otro lado, la realidad humana no es simplemente una más entre las entidades que pueblan el cosmos, sino que se encuentra ocupando un lugar muy particular: el máximo (o al menos un lugar cercano al máximo) en la escala de la complejidad. Para seguir leyendo F. Hoyle, The intelligent universe, Michael Joseph Limited, Londres 1983. J. Leslie, Universes, Routledge, Londres 1996. G. Lewis y L. Barnes, A fortunate universe. Life in a finely tuned cosmos, Cambridge University Press, Cambridge 2016. M. Rees, Our cosmic habitat, Princeton University Press, Princeton 2001. (versión castellana: Nuestro hábitat cósmico, Planeta, Barcelona 2002). F. J. Soler Gil, El universo a debate. Una Introducción a la filosofía de la cosmología, Biblioteca Nueva, Madrid 2016.

Notas 1. Ha cursado estudios de Física y Filosofía. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Bremen. Ha sido miembro del grupo de investigación de Filosofía de la Física de dicha universidad, y posteriormente del grupo de investigación de Astrofísica de Partículas de la Universidad Técnica de Dortmund. En la actualidad es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Ha publicado numerosos libros y artículos sobre filosofía de la física y filosofía de la naturaleza.

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5. JORDI PUIG I BAGUER1 ¿Qué dice la Tierra sobre quiénes somos y sobre cómo vivir? El valor de la Tierra y su relación con el valor del ser humano n la cultura contemporánea prevalece un notable olvido relacionado con la corporalidad humana. Cautivados por la libertad, se ha debilitado mucho, sin embargo, el sentido de vivir integrados en un cosmos. El cuerpo conecta íntimamente a cada ser humano y la Tierra, la cual pone en relación a todos sus habitantes entre sí. Dependemos de una tierra compartida para vivir. Y, según cómo se aproveche, se afecta también a los demás. Los sistemas socioeconómicos se construyen y sustentan sobre bienes que esa tierra ofrece, y que se distribuyen con mayor o menor justicia entre los diversos habitantes, pueblos, culturas o naciones. La reflexión sobre el ser humano, la antropología, descuida con frecuencia reparar en la Tierra. En parte, por no escuchar lo suficiente a las ciencias del medio ambiente. También por olvidar otras sabidurías menos recientes sobre la naturaleza y el lugar que ocupa en ella el ser humano. Como resultado, es poco probable que se nombre a la Tierra para responder a la pregunta: «Y yo, ¿quién soy?». Se deja su alcance fuera de lo que se estima nuclear –definitorio– de la vida humana. Y sin embargo somos tierra, de una manera muy determinante. Beber, comer, crecer, construir, proteger, cuidar, dar y recibir, compartir, imaginar o reír, sufrir… Todos los verbos que pueden expresar algún aspecto del vivir corporal humano requieren no solo tener un cuerpo, sino contar con un ecosistema del que obtener su sustento. No es casualidad que el ser humano comparta de forma integrada con la naturaleza no humana la materialidad de átomos, moléculas y genes, tipos celulares y de tejidos, familias de órganos vitales, funciones metabólicas, relaciones ecológicas, un origen común e incluso no poco de las conductas y sentimientos propios del mundo animal vinculados a la condición corporal. Que el ser humano necesite del aire y del agua para vivir, que la comida acabe siendo integrada en un «yo», que toda artificialidad o cultura elaboradas necesiten emplear una naturaleza preexistente para llegar a constituirse, ¿no debería alcanzar más peso en la antropología? El cuerpo, en suma, depende del medio exterior a él, que le sustenta en la vida y en la cultura. La corporalidad muestra así la presencia del ecosistema en cada ser humano –en cada «yo»– y en cada sociedad, como algo profundamente propio de su ser individual y colectivo. La integración de todo y cada ser humano en el ecosistema terrestre debería ser entonces nuclear en la definición de la identidad humana. El cuerpo, por estar relacionado tan fundamentalmente con la tierra, llama a que cada «yo» y sociedad, inseparablemente corporales y libres, se integren armoniosamente con sus decisiones en la frágil red de relaciones de la naturaleza, sin devaluarla. Para ser coherentes con el modo corporal y ecosistémico de ser, la libertad debería buscar y lograr la armonía al

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relacionarse con el mundo natural, que se expresa en tantos niveles del ser humano. De esa libertad y armonía lo arrancan y separan la falta de ética ambiental y de justicia social. La tendencia a devaluar el medio de pertenencia al actuar es una incoherencia antropológica y, por tanto, una falta de ética. Aldo Leopold, reconocido ambientalista del siglo xx, sostenía en este sentido que una decisión que afecte a la Tierra es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Y que es errónea si tiende a lo contrario. Importa ese «tender» a preservar valores, pues no era Leopold un abogado de la inacción. No olvidaba que la interacción humana con el resto de lo natural –y el cambio que produce– es inherente a su condición corporal. Pero sí tenía en mente que lo moralmente digno no es cualquier cambio producido, sino el que tiende a preservar los valores descubiertos. Con motivo, se puede talar un árbol. O miles. Pero nada justificaría hacerlo sin motivo, o de forma que se tienda al empobrecimiento o a la desaparición de los bosques. Tres valores de la naturaleza, algo olvidados El cuerpo humano enseña o recuerda que pertenecemos a la naturaleza en aspectos que escapan a nuestra capacidad de decidir, y que la biología o la ecología ayudan a conocer. Lo natural y su carácter de ecosistema actúan de por sí, y de forma integrada –todo está conectado– tanto en el entorno como en nosotros, y fuera del alcance de nuestra decisión. No podemos, por ejemplo, dejar de respirar sin dejar de vivir. Así, no elegimos todo cuanto acontece en nuestro ser: en buena medida nos viene dado. Sí tenemos, en cambio, capacidad de elegir en otros ámbitos, como el de contaminar o no el aire que respiramos. En nuestro modo de vivir se ha deteriorado mucho el sentido de pertenecer a una naturaleza dada a todos, recibida y compartida. Este desgaste acarrea tres olvidos que caracterizan con frecuencia a las culturas, en particular en su dimensión consumista contemporánea. Se olvida, en primer lugar, que la naturaleza es un don, recibida: no nos la hemos dado. Todo don pide respeto por su mera existencia, porque no se debe a nosotros. Porque existe, compromete. Y, al ejercer ese respeto en el encuentro material, el don de la naturaleza ofrece al ser humano otro nivel de encuentro con él, intangible. Se le ofrece ir mucho más allá del mero aprovechar la Tierra como recurso material, hasta llegar a descubrir sus rasgos espirituales específicos en el espejo material de la Tierra. Se le ofrece, por ejemplo, agradecerla… o descubrir en ella fuerzas o mensajes personales en su belleza, tema al que se volverá más adelante. Parece, sin embargo, que esas posibilidades y el valor intrínseco de lo natural raramente se perciben y honran como se debiera. La naturaleza queda reducida con frecuencia al uso material y al interés humano, y se pierde así de vista su más hondo valor, significación, sentido y provecho personal y comunitario. En segundo lugar, se olvida que ese don recibido por todos tiene un modo de ser y no otro. Cada ser concreto o ecosistema, cada concreción material del cosmos, expresa una singularidad, un tipo de ser, que encierra otro valor a tener en cuenta y a cuidar con la 23

conducta que escogemos. Un águila no es un gorrión, y ninguno de los dos son árboles o rocas. No es lo mismo un roquedo que un río. Ni el pelo humano que la mano. Al reconocer esas diferencias, se aprende a la vez cómo debe ser el trato y el respeto debido a cada tipología de lo natural: no se trata igual a una roca que a un pájaro. El pelo se corta… pero no las manos. Si se conoce bajo qué condiciones se mantiene la vida en un río se podrán evitar vertidos dañinos. Aunque evitarlo no depende solo del conocimiento, sino de cada elección. Lo natural posee un modo intrínseco de ser y funcionar que, si se estudia, ofrece lecciones al comportamiento que escogemos. Cada realidad conlleva un modo adecuado de relación con ella. Cada ser, con su modo de ser –en su integridad y en su integración en el medio natural, como dos aspectos inseparables–, es precisamente la guía que debe seguirse para respetar lo natural y cuidarlo. En este modo de entender y practicar la pertenencia humana al mundo natural –que estudia cómo es lo dado que no depende de nuestras elecciones, y procura respetarlo al ejercitar la libertad y elegir la conducta– hay mucho en juego. El doble valor de la naturaleza –su misma existencia y su tipo de ser concreto– pide por tanto una actitud: el respeto a ambos valores. Solo desde un absolutismo de lo exclusiva y excluyentemente humano se podría entender ese respeto como enemigo de la libertad. Se trata, más bien, de entenderlo como una condición requerida para avanzar hacia la plenitud humana, que exige la plenitud natural. Por estar todo unido, al hacer daño –aunque sea solo aparentemente un daño material– nos dañamos. Y no solo en lo material tangible, sino también en las dimensiones morales intangibles –reales, como la libertad de conducta– con las que también pertenecemos a la Tierra, para bien o para mal. El tercer olvido y valor hace referencia al vínculo entre sociedad y medio ambiente. De entrada, el medio ambiente es compartido y compartible. El respeto a cada existencia y tipo de ser natural debería practicarse, además de por sí mismo, como condición ineludible de respeto al prójimo humano. Si, por ejemplo, contaminamos la atmósfera, negamos nuestra humanidad al menos tres veces. Para empezar, alteramos un bien natural con valor intrínseco. Al hacerlo, negamos nuestra llamada, como seres naturales que somos, a integrar armónicamente nuestra conducta y cultura en el funcionamiento natural del mundo. Por último, negamos también nuestra integración solidaria en la sociedad a través de lo natural, al negar el derecho de los demás a un aire limpio. Todo aprovechamiento o uso de la naturaleza ambiental requiere ser justificado por un modo de actuar que la respete a ella, al ser humano y a la relación natural e intangible pero real –ética– que los une. Aunque sea práctica habitual sacar riqueza de una tierra restándole valor, no es digno del ser humano enriquecerse empobreciendo, sea al medio natural, sea a otras personas o sociedades –contemporáneas o futuras– a las que afectamos con nuestras elecciones. Y así se opera con frecuencia desde el seno de la cultura en los países desarrollados –en particular a partir del colonialismo y más con el creciente consumismo– sin ni siquiera querer reparar en esos errores y sus tremendas consecuencias. 24

Cómo alimentar el compromiso ambiental y social ¿Se ve hoy el ser humano no solo llamado, sino capaz de cambiar su conducta, cuando así lo exija respetar cada ser y tipo natural, compartir mejor la Tierra con todos, y cultivar su valor natural para que aumente? En ausencia de otras voces humanísticas que se han apagado, las ciencias ambientales y la cultura ecológica aparecen como las que más configuran hoy cómo debe ser el respeto que reclama la constatación del impacto ambiental y social causado colectivamente por nuestro modo de vida. A ellas debemos en gran medida el despertar moral hacia los valores ambientales. Pero estas ciencias no son las únicas capaces de descubrir qué es lo natural y su valor. Quien no sabe de ciencia puede, sin embargo, saber mucho de naturaleza. La naturaleza no es solo lo científicamente experimentable de ella y el saber que así se obtiene; a menos que nos alejemos de la realidad natural y llamemos «naturaleza» solamente al riquísimo pero restringido cuerpo de conocimientos que sobre ella dan estas ciencias. Por esta razón, las ciencias –siendo indispensables– no bastan; en especial, al tratar del ser humano, cuya realidad natural va notablemente más allá de la que comparte con el mundo no humano. Solo respetando enteramente el valor de la naturaleza –su existir, modo de ser y de relacionarse– se obra con humanidad. Pero el reconocimiento de ese valor entero requiere, junto con la ciencia, una apertura a otras dimensiones de lo natural. El asombro ante la belleza –natural y humana–, su experiencia, abre nuevos caminos hacia la profundidad misteriosa y el valor de lo natural y de lo natural humano, que quedan siempre en parte por desvelar. No es extraño que la educación ambiental, si se limita a informar con el saber de la ciencia, no logre en muchos casos desarrollar hábitos. Para profundizar en el compromiso con el valor de lo natural –también, y en especial, en lo natural de cada ser humano– se necesitan enfoques complementarios a los de las ciencias. Los ofrecen el arte, la filosofía o las religiones, junto con tantas aproximaciones del ser humano a lo natural que saben entrar en contacto directo con la realidad natural, y experimentarla de una forma que conduce mejor al respeto que el mero conocimiento abstracto, interpretativo o instrumental. «Prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista. Cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso» (Francisco, Laudato si’, n. 215). Las posibilidades que abren estas consideraciones son tal vez poco cultivadas hoy, debido quizás a que la especialización y desconexión de los saberes –y la disminución de la experiencia y sabiduría de lo natural en nuestra vida crecientemente urbana– nos induce a entendernos «abstractos», separados de aquello que en realidad somos, y de lo que dependemos y a la vez debemos respetar. La cultura, lo artificial, el espacio construido, la ciudad… van apartando de hecho y por elección la presencia o rango de la naturaleza en el vivir humano. Y así nos alejamos de poder encontrar las manifestaciones de la naturaleza en los paisajes del vivir. Con ojos insuficientes, incluso las ciencias parecen excluir de su vocabulario la propia y asombrosa belleza natural que impulsó su nacimiento. Y sin embargo, para asegurar la armonía social y ambiental, acaso sea 25

indispensable recuperar la actitud contemplativa que debería acompañar toda actividad humana, para aprender mejor de la Tierra quiénes somos en ella, y cuál es su verdadero valor. Pues el mayor valor de la naturaleza, el que más puede mover nuestro compromiso de respeto solidario, solo se descubre, posiblemente, al contemplarla en toda su belleza, en el mundo natural y en cada ser humano. Para seguir leyendo J. Puig, «Hacia un desempeño social y ambiental renovado en la Universidad de Navarra», en S. Aulestiarte y R. Duro (eds.), Ecología y desarrollo humano. Conversaciones sobre Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2017, pp.101-125. J. Puig y M. Casas Jericó, «El impacto ambiental: un despertar ético valioso para la educación», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 29 (2017) 101-128. J. Puig y F. Echarri, «Environmentally significant life experiences: the look of a wolf in the lives of Ernest T. Seton, Aldo Leopold and Félix Rodríguez de la Fuente», Environmental Education Research (27/11/2016) 1-16. J. Puig, «Un ambientalista se encuentra con la encíclica Laudato si’. Una llamada (¿inesperada?) a la conversión desde la ecología», en T. Trigo (ed.), Cuidar la creación. Estudios sobre la encíclica Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2016, pp. 113-151. J. Puig, F. Echarri y M. Casas Jericó, «Educación ambiental, inteligencia espiritual y naturaleza», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 26 (2014) 115-140. Página del Programa: http://web.unep.org/geo/

Notas 1. Doctor en Ciencias (ETS de Ingenieros de Montes, UP de Madrid, 1995). Profesor de Evaluación de Impacto (EIA) en la Universidad de Navarra desde 1996. Profesor visitante de la University of California, Berkeley (20022003) y de la University of Manchester (2004).

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6. RUBÉN HERCE1 ¿Cuándo aparecieron los primeros humanos? a pregunta de este capítulo tiene dos cuestiones incluidas: ¿qué entendemos por ser humano?, y ¿a partir de qué fecha se estima su aparición? Responder a la primera pregunta es tarea de este libro, mientras que la segunda la abordaremos en este apartado. Para ello, veremos brevemente lo que la ciencia nos puede decir sobre el origen de los primeros individuos del género Homo y de los humanos anatómicamente modernos (AMH: anatomically modern humans).

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¿Singularidad humana? Lenguaje, cultura, uso de herramientas o encefalización son algunos rasgos humanos con manifestaciones incipientes en otras especies. En los animales se aprecia cierto aprendizaje, cierta comunicación o cierta expresión de emociones. Sin embargo, la distancia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal, o el lenguaje humano y la comunicación animal, es tal que resulta innegable la brecha que nos separa. Los humanos hacemos ciencia o nos preguntamos sobre el sentido de la vida. Aun así, autores como Monod, Dawkins o Dennett han criticado esta radical diferenciación de los humanos con otros animales. Todas las especies serían igual de perfectas, fruto de una cadena de vencedores por selección natural. Cada una estaría ocupando su nicho y los humanos serían un producto más de la evolución. Esta explicación, en sí misma sencilla, quizá resulta insuficiente para dar cuenta de la autoconciencia, de la reflexión o de la libertad humana sobre todo si no se las reduce a meros epifenómenos de la materia, negando su radicalidad. El estudio de los orígenes y sus límites Paleoantropología, biología, etnología y genética contribuyen a la reconstrucción histórica de la aparición y desarrollo de los humanos. El saber proporcionado por dichas ciencias es relativo tanto a su objeto de estudio como a las limitaciones intrínsecas, temporales y estructurales de la metodología empleada. Conocer las limitaciones de las diversas ciencias ayuda a encuadrar el alcance de las afirmaciones que pueden hacer. Pretender una explicación absoluta con métodos y saberes relativos acabaría siendo fuente de errores e incomprensiones. La investigación científica sobre el origen de los humanos tiene una perspectiva extrínseca que pretende buscar y aclarar los hechos externos. Por lo que la perspectiva en primera persona, la autocomprensión (quién soy yo, de dónde vengo), quedaría apartada del debate, por importante que sea. Así, por ejemplo, vista desde fuera, la manifestación de la psique humana es gradual. Mientras que, vista en primera persona, no existe una gradación entre ser consciente de algo o no serlo. La experiencia personal en acto es que somos conscientes, quizá poco conscientes, pero conscientes. Eso no significa que al 27

pensar sobre el pasado quizá no recuerde hasta qué punto era consciente en una situación determinada. La experiencia de autoconciencia y de libertad, de quién soy yo y de que soy responsable de mis acciones, no es explicable desde una perspectiva empírica. Al mismo tiempo semejante novedad tuvo que darse por primera vez en algún momento, aunque se desdibuje en el pasado y no se pueda reconocer desde fuera. Filogenia de los homínidos En 2013, el descubrimiento de Homo naledi suscitó un gran revuelo, que se atenuó al ser datado hace unos 200 o 300.000 años. En 2017, la datación de restos de Homo sapiens en el Magreb parecería dar al traste con lo hasta ahora aceptado por la comunidad científica en relación al origen del Homo sapiens. Y en los últimos años, la constatación de la hibridación entre neandertales y sapiens ha puesto en tela de juicio algunas de las teorías filogenéticas más asentadas. Sin embargo, lejos de ser un problema, cada nuevo dato nos acerca a una reconstrucción más precisa de nuestros orígenes biológicos. Los árboles filogenéticos reconstruidos a partir de los fósiles de homínidos han evolucionado mucho desde sus primeras versiones. A día de hoy nos encontramos con un modelo arbustivo de poblaciones que se separan, que evolucionan por su cuenta y que se acaban extinguiendo o mezclándose de nuevo con mayor o menor prevalencia de unas sobre otras. Cada vez resulta más complicado sostener que existieron distintas especies de humanos salvo que lo que se quiera decir es que hay distintas poblaciones o grupos. La evidencia fósil sugiere que hace unos 5-7 millones de años (Ma) debió de haber una gran variedad de homínidos. El más antiguo de los antecesores comunes entre los humanos y los chimpancés sería el Sahelanthropus tchadensis datado en unos 7 Ma. Un poco posterior, de hace 6 Ma, sería el Orrorin tugenensis, aparentemente bípedo. A este le sucederían los primeros Ardipithecus, de los que hay restos desde hace unos 5,7 Ma hasta hace 4 Ma. Finalmente, hace unos 4,4 Ma, aparecerían los Australopitecinos (Australopitecos y Parántropos) perdurando hasta hace 1 Ma. Ninguna de estas especies está catalogada dentro del género Homo y ninguna de ellas ha sobrevivido hasta nuestros días. Según algunos estudios comparativos de cromosomas, que requieren más contrastación, la separación humano-gorila pudo acontecer hace unos 7,3 Ma y la humano-chimpancé hace unos 5,4 Ma, pudiendo haber perdurado el flujo genético entre los linajes que dieron lugar a los humanos modernos y los que dieron lugar a las especies de primates actuales hasta hace unos 4 Ma. Desde entonces, las muchas adaptaciones ocurridas en los seres humanos ya no son compartidas con ninguna especie viviente. Este dato genético coindice en el registro fósil con la aparición de los australopitecos, cuya versión robusta daría lugar a los Parántropos mientras la versión grácil daría lugar a los Homo. Sin embargo, no hay consenso sobre el modo concreto en que esto pudo acontecer. En cualquier caso, el origen de los Homo se sitúa alrededor de los 3 Ma.

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Las primeras poblaciones del género Homo La cuna de los antepasados de los humanos se sitúa en la Gran Falla oriental de África (Great Rift Valley), al sur de Etiopía, lindando con Kenia, donde existe un registro estratigráfico ininterrumpido que contiene restos fósiles desde hace 4 Ma. En estos yacimientos y en otros se observa que el linaje de los chimpancés produjo varias subespecies en los últimos millones de años, mientras que el linaje humano parece haber tenido lugar como una sucesión de cronoespecies. Los primeros restos de Homo (H. habilis y H. rudolfensis) son de hace 2,5 Ma, quizá a partir de algún tipo de australopiteco. En ellos se aprecian muchas novedades morfológicas junto a algunas de las primeras herramientas líticas. Recientemente se han descubierto herramientas que datan de hace 3,3 Ma, pero que no están asociadas a un fósil concreto. La aparición de industria lítica conllevaría unos cambios anatómicos y de encefalización que permitieron al linaje humano adentrarse en el nicho cultural mediante cronoespecies sucesivas (H. habilis, H. erectus y H. sapiens), hasta llegar a las manifestaciones más elevadas del psiquismo humano en la actualidad. Para dar sentido a los datos morfológicos y culturales observados en los albores de la humanidad, se ha diferenciado entre: a) un proceso somático de hominización, entendido como la secuencia de cambios que conducen a la forma biológica de los humanos y al que se aplican las mismas leyes biológicas que en la aparición de otras especies: diversificación, adaptación y selección; y b) un proceso psíquico-cultural de humanización o enriquecimiento cultural. Los primeros individuos del género Homo, como los niños, ya tendrían todas las potencialidades humanas, aunque no plenamente manifestadas. Además, una vez existente, la humanización (ser ya humano) influiría en la hominización de modo que, por ejemplo, los cambios morfológicos favorables al ejercicio de la racionalidad serían seleccionados porque proporcionan una ventaja adaptativa. Este enfoque, si bien no es el único, ayudaría a explicar la llamativa acumulación de mutaciones y cambios favorables a la expresión de lo propiamente humano. De los primeros Homo a los humanos anatómicamente modernos Al Homo habilis le sucedió hace 1,9 Ma el Homo erectus según su denominación más genérica u Homo ergaster según su denominación africana más ancestral. El H. erectus se extendió por Eurasia e inició la transición hacia los humanos modernos con quienes compartió muchas características morfológicas. Hace 0,6 Ma, durante las últimas fases del H. erectus, emergió en África una estirpe ancestral llamada Homo heidelbergensis por algunos y Homo rhodesiensis por otros. El heidelbergensis permaneció en Africa y evolucionó dando lugar a los primeros humanos anatómicamente modernos, los H. sapiens. Sin embargo, estas no serían las únicas poblaciones humanas. Por ejemplo, ¿de dónde vienen los neandertales? La verdad es que no está claro. Algunos sostienen que sus 29

antecesores son los Homo heidelbergensis mientras que otros hablan de los Homo antecessor. En sentido amplio, se acepta que los neandertales provienen, a través de alguno de los grupos anteriores, de los erectus y que vivieron en Europa hasta hace 28.000 años antes de desaparecer bien debido a cambios climáticos, demográficos y de presión por parte de la expansión de los AMH, o bien por absorción y competencia con el H. sapiens, con el que habrían hibridado durante decenas o incluso centenas de miles de años. En general se sostiene que, a lo largo de los últimos 2 Ma, las diferentes poblaciones de erectus evolucionaron diversamente en las distintas áreas geográficas que ocuparon. A falta de mejores precisiones y de nuevos descubrimientos, en Asia estuvieron los H. erectus y luego los denisovanos. En Europa el H. antecessor y después los neandertales. En África, el H. ergaster, el H. erectus, el H. heidelbergensis y el H. sapiens, sucesivamente. Además, se supone que estas poblaciones habrían tenido intercambios genéticos entre sí, esporádicos o intermitentes. Lo que implicaría que más que hablar de especies distintas, deberíamos entenderlo como una sucesión de poblaciones en continuidad con los habilis. Los humanos anatómicamente modernos A falta de contrastarse mejor algunos datos recientes, como se apuntaba más arriba, los primeros AMH documentados aparecieron en África hace unos 200 o 300.000 años y se expandieron fuera del continente en diferentes oleadas. Históricamente se han presentado cuatro modelos de hipótesis sobre el origen de los AMH, que van desde un «reemplazamiento africano» o «salida desde África» (out of Africa), según el cual las poblaciones humanas modernas se formaron en África hace unos centenares de miles de años y desde allí se extendieron por el resto del mundo reemplazando a las poblaciones indígenas; hasta un modelo de «continuidad regional» que niega un origen africano reciente de los humanos modernos y sostiene que cada región habría dado lugar a sus propios humanos modernos. Entre medias se sitúan los modelos de «hibridación africana y reemplazo» y de «asimilación», según la intensidad de reemplazo o de hibridación que se sostenga en cada caso. Los estudios genéticos recientes han mostrado que el flujo genético se produjo principalmente desde África, pero con una continuidad regional debido a las hibridaciones con poblaciones ya existentes, como los neandertales o los denisovanos. Por lo tanto, un modelo «sobre todo desde África» (mostly out of Africa) sería el mejor candidato para explicar la aparición de los humanos modernos. Consideraciones finales En resumen y sintetizando las interpretaciones más verosímiles, se podría decir que hay una continuidad biológica entre los humanos y los animales, hecha de constantes novedades que expresan poco a poco y con más claridad lo propiamente humano. Nuestra especie se separó hace por lo menos 4 Ma de cualquier otra especie existente 30

sobre la tierra. Desde entonces ha evolucionado con su propio acervo genético hasta dar lugar a los humanos modernos. Las primeras expresiones humanas aparecen ya en los habilis o incluso algo antes. Hace unos 2,5 Ma se observa un cambio a múltiples niveles que da lugar a la aparición de los habilis. Desde entonces parece que hay una continuidad, no estrictamente lineal, hasta la actualidad. Durante estos periodos, las manifestaciones culturales han adquirido cada vez mayor complejidad conforme se sucedían distintos tipos de Homo: uso de herramientas para fabricar utensilios, simbolismo y marcas sobre objetos, dominio intencional del fuego, cacerías en grupo, enterramientos, arte, religiosidad… Los habilis ya se diferenciaban culturalmente de los australopitecos y parántropos, con quienes convivían, y esta tendencia se agudizó con los erectus y sus sucesores. En los erectus se observan características humanas retrotraíbles a los habilis. Mientras que en las poblaciones recientes de neandertales y denisovanos se aprecian muchos aspectos culturales similares a los de los sapiens. Pensar que lo propiamente humano se limita al H. sapiens no es sostenible. El simbolismo y la capacidad de planificar o actuar intencionalmente es clara en neandertales y denisovanos, pero no solo. El acervo genético propio de los humanos modernos tiene su fuente principal con la aparición de los sapiens en África. Sin embargo, hay trazas de hibridación con otras poblaciones existentes en Eurasia y África, por lo que no se pueden considerar especies biológicas distintas. Se piensa que los primeros humanos no debían tener una autoconciencia muy clara tanto de sus obras como de quiénes eran, de modo análogo a como un niño puede hablar, aunque todavía no sea plenamente consciente de sus actos. A esta postura se oponen quienes piensan que tiene que haber algún tipo de novedad o de discontinuidad más radical. Estos últimos, aceptan la evidencia de la continuidad biológica entre humanos y animales, a la vez que indican que hay procesos, como el de encefalización, que rentabilizan los procesos biológicos de manera sorprendente en favor del ser humano. Por último, entender el origen de los humanos (no así su desarrollo) como algo gradual tiene un inconveniente filosófico y de sentido común. Desde el punto de vista conductual hay un momento en que el ser humano tiene que ser protagonista. La perspectiva de la acción humana en primera persona constituye una novedad que escapa a la objetivación científica. Actuar en primera persona es una discontinuidad que queda inexplicada con la versión estándar del origen de la especie humana. Para seguir leyendo D. W. Cameron y C. P. Groves, Bones, stones and molecules: «Out of Africa» and human origins, Elsevier Academic Press, San Diego 2004. R. DeSalle, R. e I. Tattersall, Human origins: What bones and genomes tell us about ourselves, Texas A&M University Press, College Station 2008. R. Herce, «Origen del hombre», en C. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario Interdisciplinar Austral, 2016, URL= http://dia.austral.edu.ar/Origen_del_hombre.

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R. Jordana, «El origen del hombre. Estado actual de la investigación paleoantropológica», Scripta Theologica 20/1 (1988) 65-99. C. A. Marmelada, «Evolución humana: Los orígenes biológicos del ser humano», en C.A. Marmelada, E. Palafox y A. Llano, En busca de nuestros orígenes, Rialp, Pamplona 2017, pp. 43-125. F. Rodriguez Valls, Orígenes del hombre. La singularidad de lo humano, biblioteca Nueva, Madrid 2017. C. B. Stringer, Lone survivors: How we came to be the only humans on Earth, St. Martin’s Griffin, Nueva York 2013. I. Tattersall, Masters of the planet: The search for our human origins, Palgrave Macmillan, Nueva York 2012. D. Turbón, La evolución humana, Ariel, Barcelona 2006.

Notas 1. Ingeniero y doctor en Filosofía. Profesor adjunto de la Universidad de Navarra. Actualmente imparte clases de Filosofía de la Ciencia y de Ética, en las facultades de Medicina y Ciencias de la Universidad de Navarra. Es miembro del grupo de investigación Ciencia, Razón y Fe (CRYF).

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7. JUAN EDUARDO CARREÑO1 ¿Qué problemas filosóficos plantea la (in)existencia de seres vivos extraterrestres? i la interrogante acerca de la existencia de seres vivos en otros mundos distintos del nuestro no ha estado del todo ausente en la Antigüedad y el Medioevo, es con el advenimiento de la Modernidad que se comienza a cimentar una idea del universo compatible con la existencia de seres vivos extraterrestres. Una manifestación concreta de esta apertura es la sensibilidad que muestra la ciencia ficción contemporánea frente a la eventual visita de seres racionales venidos de algún rincón del universo, en ocasiones con intenciones benevolentes, en otras –la mayoría– más bien hostiles. Pero más allá de estas expresiones culturales, cabe preguntarse qué sabemos realmente acerca de la cuestión de la existencia o inexistencia de vivientes extraterrestres. La progresiva e inusitada ampliación del mapa del universo provocada por la observación astronómica sistemática provocó tempranamente una especulación favorable a la idea de que la vida no es un hecho circunscrito a la corteza de nuestro plantea. Los trabajos de autores como Richard Proctor y Camille Flammarion, en el siglo XIX, y Giovanni Sciaparelli, en el XX, plasman tempranamente el cometido de conferir a la búsqueda de vida extraterrestre una validación científica; es, de hecho, desde estos antecedentes que se originará, a partir de la década de los setenta, un programa de investigación conocido inicialmente como exobiología y luego como astrobiología, que actualmente ya cuenta con una institucionalidad madura. En alianza con agencias espaciales y grandes centros astronómicos de todo el mundo, quienes trabajan en esta área han centrado sus esfuerzos en ciertas líneas bien definidas, tales como la búsqueda de estructuras biológicas y/o compuestos orgánicos en cuerpos celestes, el hallazgo de sistemas planetarios aptos para la vida orgánica, el estudio acerca del proceso que subyace al origen y evolución de los vivientes, y la captación de radioseñales de origen inteligente (programa este último conocido como SETI, por sus siglas en inglés: Search for Extraterrestrial Intelligence). Aunque no puede negarse el valor especulativo, técnico y heurístico de estas investigaciones, lo cierto es que a la fecha carecemos de datos fiables que permitan aseverar la existencia de vida extraterrestre, racional o no. Por supuesto, esto no quiere decir que esa vida no exista, pues la ausencia de una demostración no equivale a la demostración de una ausencia. Las décadas que hemos invertido en esta empresa palidecen en comparación con las colosales dimensiones del universo conocido, y para ilustrarlo, bastará con el siguiente cálculo: si hubise un millón de civilizaciones tecnológicamente avanzadas en la Vía Láctea (que es solo una de las 1011 galaxias que componen el universo), ellas estarían separadas unas de otras por una distancia de aproximadamente 100 años luz2. No pocos objetan el auténtico interés filosófico de una cuestión sumergida, de momento, en la pura conjetura. Por nuestra parte, coincidimos en que la filosofía, como ciencia abierta a la universalidad del ente, y por tanto, a la realidad en su conjunto, debe

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ante todo ocuparse de lo que es. Pero esto no le impide atender a ciertas cuestiones que, al menos a título hipotético, pueden servir de apoyo para un ejercicio filosófico de interés. Por eso, creemos que preguntarnos acerca de la existencia y naturaleza de vivientes extraterrestres no es una tarea estéril, sino una valiosa oportunidad para examinar nuestras propias convicciones acerca de asuntos tan relevantes como la vida, la inteligencia y la finalidad del cosmos. A continuación presentamos los que a nuestro juicio son los tres escenarios más factibles en relación con esta cuestión, y las interrogantes filosóficas fundamentales que ellos suscitan. A pesar de su innegable interés, no nos pronunciaremos acerca de las problemáticas formalmente teológicas que dichos escenarios también plantean y que, por su complejidad, ameritan un tratamiento independiente. La vida orgánica como hecho circunscrito a nuestra planeta En otros tiempos la hipótesis de que solo la Tierra alberga vida era abrazada sin grandes resistencias. Hoy el panorama es diferente. Según veíamos, parte de este giro puede explicarse por la progresiva toma de conciencia, por parte de la humanidad, de las proporciones gigantescas del universo. Pero no es solo nuestra idea del cosmos la que ha experimentado un cambio en el transcurso de las últimas centurias, sino también la de la vida. Para constatarlo, basta con someter a escrutinio los presupuestos que nos llevan a concebir la vida como un fenómeno cuasi inevitable. Las dimensiones y antigüedad del universo nos proporcionan, en términos probabilísticos, un número amplísimo de intentos o ensayos, pero para que ello redunde en el efectivo surgimiento de vida, la probabilidad de ocurrencia del fenómeno en cuestión en cada uno de esos ensayos debe ser superior a cero. Dicho en otros términos: si la mera sugerencia de que la vida no haya surgido independientemente en otro lugar del cosmos nos parece tan chocante, no es solo porque el universo sea muy grande, sino también, y ante todo, porque asumimos que la vida habrá de originarse dadas ciertas condiciones materiales mínimas. En principio, este supuesto parece compatible con lo que pudo haber sucedido en nuestro planeta hace unos 3,8 billones de años. Pero la verdad es que nuestro conocimiento respecto del origen de la vida es fragmentario y parcial. En efecto, a la luz de lo que nos informa la biología, parece un hecho cierto que algunas causalidades materiales y eficientes han participado en el proceso que llevó al surgimiento de los primeros vivientes; pero, a partir de los escasos datos disponibles, no podemos concluir que esas causalidades sean necesarias ni menos aún suficientes por sí mismas para explicar dicho surgimiento. Ahora bien, si fuese el caso que además de los factores descritos por la biología, se necesitase del concurso de otra índole de causas para generar seres vivos, el argumento basado en el tamaño del universo y en el número de planetas pierde buena parte de su persuasividad: si en esos planetas solo actúan las causas eficientes y materiales que aisladamente son insuficientes para originar vida, la probalidad de que en cada uno de ellos, o en su conjunto, hayan existido vivientes, es nula.

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Desde un punto de vista lógico estricto el descartar la existencia de vida extraterrestre exigiría un escrutinio completo de todo el universo, lo que, por supuesto, escapa a nuestras posibilidades. Pero para efectos de esta discusión, supongamos que llegamos al punto de desechar con un margen de seguridad razonable esa alternativa. ¿Qué se sigue de eso para nuestra comprensión de la vida? No cabe duda de que se trataría de un resultado asombroso, hasta el punto que no pocos ven en esa eventualidad un indicio de un «diseño» o intervención divina. No deja de ser interesante, empero, la interpretación francamente opuesta que plantean otros autores, como Jacques Monod y Stephen J. Gould, para quienes un cuadro como el descrito parece más bien apoyar la idea de la vida como un mero accidente en un cosmos inerte y desprovisto de propósito y sentido. El origen independiente de la vida orgánica en otros sistemas planetarios Lo dicho nos muestra que la interpretación de un mismo hecho (la singularidad de la vida terrestre), depende en buena medida de nuestras ideas y convicciones acerca de lo que es un viviente, y de las causas involucradas en su surgimiento. Y otro tanto vale para un segundo escenario relevante, esto es, que nuestra búsqueda tenga éxito en algún punto, y que hallemos vida fuera de nuestro planeta. La eventualidad de descubrir otros seres vivos relacionados filogenéticamente con los vivientes terrestres supondría un poderoso apoyo a la hipótesis de la «panespermia» (es decir, a la idea de que la vida ha sido «transportada» de unos planetas a otros). Pero todos los especialistas coinciden en que el suceso verdaderamente relevante consistiría en el hallazgo de vida con un origen independiente de la terrestre, pues si hemos detectado tal fenómeno en una región acotada, la probabilidad de que haya otros casos adicionales a lo largo y ancho del cosmos aumenta considerablemente. La vida, en otros términos, no sería una excepción, sino el producto natural de un universo que, dadas ciertas condiciones mínimas, genera vida corpórea espontáneamente. Christian de Duve ha sostenido que la vida es en efecto un «imperativo cósmico», que él, al igual que otros, interpreta en clave teleológica. Pero aquí nuevamente intervienen los compromisos teóricos y el marco desde el cual llevamos a cabo la exégesis. Para corroborarlo, véase el siguiente pasaje de Ernan McMullin: «El descubrimiento de rastros de vida por doquier en nuestro sistema solar apoyaría la idea agustiniana de que las “semillas” de la vida fueron implantadas en la materia desde su primera aparición. Tales semilllas podrían, presumiblemente, llegar a germinar dondequiera que “el agua y la tierra” provean el ambiente adecuado. Pero por otro lado, tal descubrimiento desafiaría la creencia de que el origen de la vida en la Tierra requirió una intervención milagrosa de parte de Dios... El descubrimiento reforzaría el caso para un origen evolucionario de la primera vida como consecuencia de un proceso ordinario de la naturaleza»3.

La lectura que aquí nos sugiere McMullin no es infrecuente, ni tampoco neutral. A partir del hecho de que la vida se haya generado de modo independiente en y solo en aquellos nichos que proporcionan ciertas condiciones favorables, puede concluirse que esas condiciones son necesarias para el surgimiento de seres vivos orgánicos, pero nada más. Si son o no suficientes, es un asunto que queda abierto. Nótese que esto vale aun en el caso de que siempre que se den esas condiciones, se siga el surgimiento de seres 35

vivos, pues ahí tampoco hemos descartado la concurrencia de otras causalidades, que además podrían no ser empíricamente verificables. A primera vista, este recurso a causas inobservables suena gratuito, pero eso depende, finalmente, de nuestra comprensión filosófica acerca de lo que es un ser vivo. Si, en contraposición a la tradición mecanicista, entendemos al viviente como un ente dotado de una perfección entitativa que rebasa el del orden inanimado, existe la necesidad metafísica de recurrir a una causa proporcionada para explicar su origen (que, por lo demás, no tiene que ser una intervención divina directa). La existencia de vivientes orgánicos racionales extraterrestres Según un viejo chiste teológico, si los cerdos hablaran, lo más seguro sería bautizarlos. Por cierto, el lenguaje presupone el pensamiento, y este, a su vez, debe tener por raíz próxima una facultad racional que a su vez nos remite a un alma espiritual. Esto tiene directa relevancia para el tercer escenario que nos planteamos, pues si bien la detección de seres vivos microscópicos fuera de nuestro planeta sería por supuesto asombroso, lo que realmente despierta el entusiasmo de legos y expertos es la posibilidad de hallar vivientes con los que podamos conversar. El mencionado programa SETI existe, sin ir más lejos, para establecer esa comunicación. Lo dicho en relación con la posibilidad de que la vida sea un fenómeno extendido vale también aquí. No se puede negar, a priori, la plausibilidad de que otros seres corpóreos inteligentes se hayan originado de modo independiente en la historia del universo. Pero ese mero hecho no nos autoriza a colegir que la racionalidad sea un mero epifenómeno de la materia. Por el contrario, una correcta comprensión de la índole específica de una facultad racional –y del alma espiritual correspondiente– nos lleva a concluir que ella no puede ser el efecto proporcionado de puras fuerzas materiales, entre otros motivos, porque de lo menos no se sigue lo más. Una dificultad que en ocasiones se presenta frente a esta hipótesis tiene que ver con el tipo de unidad que existiría entre estos seres inteligentes extraterrestres y los seres humanos. A nuestro juicio, y asumiendo los criterios de la filosofía clásica, caben dos posibilidades. Por una parte, podría tratarse de seres animados por una forma substancial de índole racional, pero específicamente diferente de la que vivifica al hombre; si este fuese el caso, estos seres inteligentes extraterrestres constituirían una especie distinta de la humana, y ambas quedarían a su vez contenidas en el género «animal racional». Otra posibilidad es que la forma substancial que actualiza a estos seres extraterrestres sea específicamente idéntica a la forma substancial humana, de lo que se seguiría que el compuesto resultante –el extraterrestre– pertenecería a la misma especie que el hombre. Si así fuese, podríamos decir que hay hombres terrestres y extraterrestres, y que «animal racional» no es un género, sino una especie.4 Mientras carezcamos de una base fáctica, no podemos pronunciarnos a favor de una u otra posibilidad. Lo que sí nos importa subrayar es que, al menos en principio, ninguna de estas hipótesis repugna a la razón, y que, tanto en uno como en otro caso, esos presuntos seres extraterrestres racionales merecerían a justo título el estatus ontológico 36

de personas. El trato que pudiera establecerse entre esos seres y los hombres, por lo tanto, quedaría sujeto a los principios fundamentales de la ética y el derecho, y no está de más recordarlo, tras décadas de ciencia ficción que nos muestra dicha relación en términos de guerras de extinción. Aquí en nuestro humilde planeta, o en el otro extremo del universo, el primer principio de la vida moral no puede sino ser el mismo: haz el bien y evita el mal. Para seguir leyendo A. Longstaff, Astrobiology: An Introduction, CRC Press, Boca Raton FL 2014. H. Cottin, J. M. Kotler, K. Bartik et al. «Astrobiology and the possibility of life on Earth and elsewhere», Space Science Reviews 209/1-4 (2017) 1-42. C. de Duve, Vital dust: Life as a cosmic imperative, Basic Books, Nueva York 1995. P. Davies, Are we alone? Philosophical implications of the discovery of extraterrestrial life, Penguin, Harmondsworth 1995.

Notas 1. Licenciado en Medicina. Magíster en Filosofía por la Universidad de los Andes. Doctorado en Ciencias Médicas por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y en Filosofía por la Universidad de Navarra. Profesorinvestigador del Instituto de Filosofía y de la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes, (Santiago de Chile). 2. Cfr. G. Tanzella-Nitti, «Vida extraterrestre»», en C. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario interdisciplinar Austral, 2017, URL=http://dia.austral.edu.ar/Vida_extraterrestre. 3. E. McMullin, «Life and intelligence far from earth: formulating theological issues», en S. J. Dick (ed.), Many worlds: The new universe, extraterrestrial life, and the theological implications, Templeton Foundation Press, Filadelfia 2000, pp. 151-176. 4. Nótese que la comunidad en la especie no exige la interfecundidad. Cfr. J. E. Carreño, «La diversidad de especies de vivientes corpóreos a la luz de la filosofía de Santo Tomás de Aquino», en C. Casanova y I. Serrano (eds.), Cognoscens in actu est ipsum cognitum in actu, Ril Editores, Santiago de Chile 2017, pp. 493-515.

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8. MIGUEL GARCÍA-VALDECASAS1 ¿Puede la racionalidad ser resultado de la evolución? a teoría darwiniana de la evolución se ha convertido en una de las teorías científicas más exitosas y consolidadas de la historia de la ciencia. Su incuestionable éxito explicativo ha hecho que podamos responder a preguntas fundamentales sobre la aparición de formas complejas y especializadas de vida a partir de formas de vida más simples y menos especializadas. De modo singular, la teoría darwiniana ha permitido construir un marco teórico para explicar la aparición de los primeros homínidos y su desarrollo hasta llegar al Homo sapiens. La teoría nos ofrece una poderosa interpretación de algunos de los rasgos biológicos que diferencian a los Homo sapiens, como el bipedismo, la habilidad manual, el tamaño del cerebro, su alta sociabilidad, y otros más difíciles de esclarecer como el lenguaje, la tecnología y la cultura. De todos estos rasgos, el más importante, y desde luego el más sorprendente desde todos los puntos de vista, es la racionalidad. De los dos millones de especies biológicas descubiertas a las que quedan por descubrirse, solo los seres humanos exhibimos racionalidad, es decir, somos capaces de pensar, concebir ideas, articular sus razones y obrar con arreglo a ellas. A pesar del grado de afinidad genética entre algunos primates y el ser humano, ningún otro animal ha desarrollado esta capacidad, ni parece plausible que vaya a desarrollarla en el futuro. Gracias a ella los humanos nos planteamos problemas teóricos de toda índole, y hemos alcanzado cotas inimaginables en el conocimiento y dominio de la naturaleza. ¿Puede la racionalidad ser resultado de la evolución? ¿Podría haber surgido como un rasgo evolutivo más, comparable por ejemplo al bipedismo, la disminución del tamaño de la mandíbula o el aumento de la capacidad craneal? Algunos autores creen que sí, y que, dado el tiempo y la energía suficiente, en un planeta con condiciones favorables surgirán inexorablemente vida e inteligencia (Churchland 1988: 174). Dada la amplitud de la pregunta, una estrategia destinada a tener éxito debería concentrarse en alguna característica concreta de la racionalidad, como, por ejemplo, las creencias o proposiciones que expresan ideas, y examinar su posible origen evolutivo. Parece innegable que el éxito de nuestra especie ha descansado sobre la precisión y el acierto de nuestras percepciones y creencias sobre la realidad. En tiempos pretéritos, una percepción o creencia falsa sobre la distancia de una rama antes de saltar podrían haber sido letales para la pervivencia de una especie animal que hubiera desarrollado percepciones y creencias falsas (Riedl 1983: 214). Algunos consideran que, en la historia de la especie humana, los mecanismos de formación de creencias han maximizado las verdaderas y minimizado las falsas. En la clásica definición de A. Goldman (1986), el conocimiento es una capacidad de formar creencias verdaderas sobre la base de procesos naturales y mecanismos confiables, y no hay inconveniente en pensar que estos mecanismos evolucionaron adaptativamente para representar el medio externo.

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Se llama «epistemología evolucionista» a la teoría que sostiene que el conocimiento humano procede de mecanismos selectivos, y que ha evolucionado para dar lugar a creencias verdaderas. Según su versión más estricta, existe un paralelismo observable entre la evolución biológica de rasgos morfobiológicos de la especie humana, incluido su cerebro, y la generación de hipótesis y teorías científicas, en el sentido de que ambos procesos han evolucionado paralela, aunque distintamente. Por ejemplo, para Ruse (1986: 149), los mecanismos mentales que nos llevan a adquirir creencias sobre el mundo de forma ordenada y sistemática han sido resultado de la evolución biológica. Ruse cree que la ciencia –supuestamente, el mejor conocimiento que ha producido la humanidad– ha surgido como una ventaja adaptativa sobre principios informados por reglas epigenéticas –es decir, no inscritas en nuestros genes–, que ha demostrado una alta tasa de éxito en la comprensión e identificación de los fenómenos naturales, y que esta comprensión no ha surgido azarosamente, sino que ha sido conducida por la evolución. Salvo en casos contados, la epistemología evolucionista descansa sobre una concepción materialista de la mente. El materialismo en filosofía de la mente subraya que la verdadera explicación de la mente reside en el cerebro como sede del sistema nervioso central, a cuyo desarrollo evolutivo hay que prestar la atención debida. Por ejemplo, en opinión de Edelman, la clave para comprender las capacidades cognitivas de los humanos está en el prominente desarrollo de la corteza prefrontal, la parte del cerebro responsable de la planificación y el juicio. Según Edelman, el cerebro es un sistema selectivo en diversos órdenes, enormemente maleable y adaptativo (2006: 27-28). En un proceso exclusivo del cerebro humano llamado «reingreso», este intercambia señales bidireccionales mediante axones recíprocos que unen dos o más áreas cerebrales (Edelman et al. 2013). Se supone que el reingreso es un mecanismo formado evolutivamente que conecta regiones separadas, entre las que favorece a algunas y relega a otras. Por el reingreso, la memoria, la imaginación y el pensamiento, logran prodigiosas interconexiones por las que el cerebro «habla consigo mismo» (2006: 57). Dada su complejidad, es plausible que el desarrollo epigenético de cada cerebro sea único, en el sentido de que no haya ni pueda haber dos cerebros iguales; incluso aunque sean genéticamente idénticos, cada uno desarrolla su propia historia. No todas las teorías materialistas de la mente se consideran a sí mismas reductivas, pero todas creen que la materia es el origen de la aparición de las propiedades subjetivas de la conciencia biológica. Cuando hablamos de «conciencia biológica», nos referimos a la conciencia que pueden tener ya algunos animales. En este contexto, a diferencia de la secreción de hormonas o del procesamiento paralelo del cerebro –que son características objetivas del cerebro, de bajo nivel–, se cree que la conciencia biológica es una característica del cerebro de alto nivel que exhibe o da lugar a rasgos subjetivos como son las sensaciones. Aunque ni la secreción de hormonas ni el procesamiento paralelo se sienten, el dolor es ante todo y fundamentalmente una sensación subjetiva, lo que impone una barrera importante a la hora de reducirla a características objetivas, o a propiedades de bajo nivel, como las señaladas más arriba. 39

Así pues, la epistemología evolucionista debe hacer frente a importantes dificultades. En la práctica, a pesar de los esfuerzos para mostrar cómo ha surgido la conciencia biológica, es muy difícil explicarla independientemente, es decir, haciendo explícito cómo propiedades en sí mismas inconscientes pueden dar lugar a la conciencia. En su lugar, las explicaciones suelen apelar al incremento de la complejidad y la interacción de áreas o módulos cerebrales que son, fundamentalmente, estructuras de procesamiento. Pero una cosa es procesar información y otra bien distinta, sentirla o comprenderla. El dolor se siente en primera persona en forma de sensación. Aquí reside el principal obstáculo para reconducirlo a otro fenómeno más básico. Consciente de esto, J. Fodor señala que «nadie tiene la menor idea de cómo una cosa material puede ser consciente. Nadie sabe tampoco qué supondría tener la menor idea de saber cómo una cosa material podría ser consciente. Este es el estado actual de la filosofía de la conciencia» (1992: 57). Las dificultades no acaban aquí. Incluso si la conciencia biológica se pudiera explicar como parte del cerebro, aparecen nuevas preguntas relacionadas con la conciencia biológica, no ya de los animales sino de los seres humanos. Como es sabido, los animales y los seres humanos somos conscientes, pero solo los seres humanos usamos la razón para percatarnos de la existencia de un orden de cosas que deciden la verdad o la falsedad de cualquier teoría y son independientes del pensamiento. Podemos formar creencias verdaderas o falsas con respecto al mundo que nos rodea, sobre lógica y matemáticas, sobre las acciones que son moralmente correctas (Nagel 2012: 72), y sobre otras muchas cosas. Pensamos que tales creencias son verdaderas o falsas en virtud de estados de cosas independientes y completamente ajenos a nuestra mente, que no podemos manipular para adecuarlas al modo de ser de nuestra inteligencia. De hecho, corregimos las creencias que no son suficientemente objetivas por no ajustarse a la naturaleza de los hechos tal y como son; solo con esta premisa podemos comparar teorías entre sí. ¿Pueden estas verdades, que se dan solo en la mente humana, haber surgido de la evolución biológica del cerebro? Una característica central de la selección natural es la mutabilidad de los rasgos evolutivos, es decir, su permanente disposición al cambio. Los seres vivos están sujetos a cambios impuestos desde el exterior, lo que hace que los rasgos evolutivos estén en un continuo desarrollo. Darwin escribió que «uno podría decir que hay una fuerza similar a la de cien mil cuñas obligando a todo tipo de estructuras adaptadas a meterse en los huecos de la economía de la naturaleza» (cfr. Gavin de Beer, 1967: 163). El cerebro muestra singularmente esta necesidad de adaptación. En los últimos decenios, este órgano se ha estudiado como un sistema dinámico complejo, lo que implica que está mucho más abierto que otros al influjo externo. Si la razón hubiera surgido por la adaptación del cerebro al medio circundante, las verdades científicas, que captan propiedades necesarias como la relación necesaria entre el movimiento vibratorio de átomos y moléculas, y el calor, o la que existe entre la presión y el volumen de un gas, serían inherentemente inestables. Los cambios adaptativos, que afectan a nuestro cerebro al igual que al resto de órganos, podrían hacer 40

que, al evolucionar en una determinada dirección, estas teorías perdieran su valor de verdad en momentos, fases o estadios de la evolución, o simplemente dejaran accidentalmente de verse. Si la epistemología tiene como objetivo explicar cómo podemos conocer la verdad, una modificación de las estructuras corticales podría alterar el valor de verdad de la relación de necesidad existente entre, por ejemplo el movimiento de átomos y moléculas, y el calor. Sin embargo, existe un amplio acuerdo en que verdades empíricas necesarias como la relación entre el movimiento y el calor y verdades lógicas como el modus ponens (cuando «si p, entonces q» y «p» son ambas verdaderas, entonces «q» es verdadera) no están sujetas a la variabilidad o el cambio de nuestra percepción: son estables, han sido y serán siempre de la misma manera, con independencia de cómo esté organizada la mente, y los componentes químicos que hacen funcionar el cerebro. La independencia de estas verdades sobre el modo de ser del pensamiento, hace del todo cuestionable que el cerebro las haya originado. El objetivo de la epistemología evolucionista no es explicar cómo los seres humanos hemos ido ganando en complejidad a lo largo del tiempo, sino cómo ha aparecido la razón como un instrumento que permite captar verdades objetivas, es decir, que son independientes del pensamiento (Nagel 2012: 85). De momento, no lo ha logrado. A esta crítica, que defiende la insuficiencia del cerebro para comprender verdades, se podría objetar que estamos ignorando aspectos importantes de la evolución, por ejemplo, el concepto de lo que Millikan llama «función propia» (1984). Según esta autora, el contenido correcto de un estado se identifica con aquello que ese estado tiene la función propia de indicar. Así, por ejemplo, un riñón tiene la función propia de filtrar la sangre porque ha sido seleccionado en el pasado para ese fin. Pero un riñón defectuoso que no filtra la sangre correctamente sigue teniendo la función propia de filtrarla. De esta manera, si, según la epistemología evolucionista, el conocimiento humano ha evolucionado para dar lugar a creencias verdaderas, entonces podría decirse que la función propia del conocimiento humano es la de dar lugar a creencias verdaderas. Los posibles cambios adaptativos del cerebro a lo largo del tiempo podrían no afectar a las verdades empíricas mencionadas, sino que estas verdades ejercerían una presión selectiva en la evolución del cerebro y del conocimiento para conocerse como tales. Si la teoría de Millikan es correcta, la verdad o falsedad de cualquier creencia o proposición debería entenderse como una función propia del cerebro en el mismo sentido en que la filtración de la sangre es una función propia del riñón. Pero si, amparados en esta idea, las verdades pueden ser funciones propias del cerebro, estas no son ya independientes del pensamiento. Muchos piensan que si así fuera, en ese momento dejarían de ser verdades objetivas e independientes, una propiedad sin la cual no podrían existir. De esta forma, la relación entre el movimiento molecular y el calor no sería completamente independiente de la mente de su descubridor; dependería de ella en el mismo sentido en que la buena filtración de la sangre depende del estado del riñón. Pero es realmente extraño y controvertido decir que verdades como el modus ponens, las verdades de la aritmética o todas las verdades empíricas pueden ejercer una presión selectiva sobre el cerebro, y que dependen biológicamente de él. También es interesante 41

que conocemos los mecanismos biológicos del riñón, pero nos faltan datos contrastables de qué hace el cerebro para que podamos comprender verdades de forma comparable a todo lo que sabemos sobre la función renal. Autores como Putnam han apuntado a otros problemas parecidos de esta misma idea (1995:30), que añaden nuevas complicaciones a la epistemología evolutiva y nos hacen cuestionar la idea de que la teoría de la función propia de Millikan pueda tener algo relevante que añadir. Históricamente, la filosofía se ha percatado de que las verdades racionales contrastan con el modo de ser del organismo, y singularmente, del cerebro. Este, como sistema dinámico complejo, está en un incesante cambio adaptativo. El cerebro controla operaciones de vital importancia como la respiración, la temperatura corporal o los ciclos de sueño y vigilia, y presta soporte a funciones cognitivas como la percepción exterior, la memoria, las emociones y el lenguaje. La razón no puede operar debidamente sin ellas, por lo que su correcto funcionamiento es un presupuesto básico del pensamiento. Sin embargo, la naturaleza de las verdades objetivas de la razón hace que nos preguntemos si esta depende exclusivamente del cerebro. El filósofo y teólogo medieval Tomás de Aquino (1950-1956, I, q. 75, a. 5, c) consideró que hay verdades universales – por ejemplo, las que hoy conocemos sobre las propiedades químicas del agua, como su composición atómica–, y verdades particulares, como su transparencia o liquidez –que son accesibles a los sentidos–; las primeras captan propiedades más profundas de la realidad que las segundas, y solo son accesibles a la razón; por eso los animales no las conocen. Para él, el acceso a verdades universales comporta que la razón humana no está compuesta de materia, pues con órganos o capacidades materiales solo se conocerían verdades particulares. Esta consideración abre la posibilidad de que la racionalidad pudiera operar, hipotéticamente, en cerebros estructuralmente distintos al cerebro humano, siempre y cuando garantizasen sus mismas funciones. El filósofo alemán Kant observó que la materia carece por sí misma de poder de representación, es decir, de pensamiento (1970: 682). Por su parte, Wittgenstein apuntó a la posibilidad de que el pensamiento no se pueda encontrar en el cerebro. Para él: «… ninguna suposición me parece más natural que la de que no haya un proceso cerebral correlativo o asociado con el pensamiento (…) Es perfectamente posible que ciertos fenómenos psicológicos no puedan ser investigados fisiológicamente, porque fisiológicamente nada se corresponda con ellos» (1974: §§608-610). Si la capacidad racional no emerge de las capacidades del cerebro, ni tiene un correlato en él, la identidad entre mente y cerebro que plantean algunos epistemólogos evolucionistas está desorientada. Los motivos que avalan la distinción entre mente y cerebro son fundamentalmente dos: «[e]n primer lugar, puede haber cerebros sin mente: un cerebro humano que ha pasado toda su vida en una probeta no podría tener pensamientos, y por tanto, no tendría mente, sin importar cuán parecido pueda ser a un cerebro humano normal, eléctrica y neurológicamente. En segundo lugar, es concebible que haya mentes sin cerebro. Si cuando muera, resulta que en mi cráneo no había nada más que serrín, sería un milagro asombroso.

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Pero si ocurriese, ello no arrojaría la menor duda de que [ahora] tengo mente, lo que está fuera de toda discusión por el hecho de que sé español y lo estoy usando para escribir este libro» (Kenny, 2000: 63).

El origen evolutivo del cerebro y sus funciones vitales es compatible con el origen no evolutivo de la racionalidad. Aunque esta se funde sobre capacidades cerebrales básicas, sin las que no operarían, es lógicamente concebible que el cerebro no sea suficientemente capaz de dar lugar a la razón. Esto explicaría por qué somos la única especie racional del planeta y, hasta donde conocemos, del universo. Aristóteles sugirió por ello que la racionalidad era una capacidad inmaterial que tenía un origen divino, separado, y Tomás de Aquino y otros filósofos medievales y modernos, que surgió de un acto creador de un Dios omnipotente. De la misma forma lo han considerado otras grandes figuras del pensamiento filosófico y teológico a lo largo de los siglos, y parece una solución razonable y justificada a la luz de las difíciles y elusivas relaciones entre la materia y la racionalidad. Bibliografía citada P. M. Churchland, Matter and consciousness, The MIT Press, Cambridge (Massachusetts) 1988. G. M. Edelman, Second nature, Yale University Press, New Haven 2006. G. M. Edelman y J.A. Gally, «Reentry: A key mechanism for integration of brain function», Frontiers in Integrative Neuroscience 7 (2013) 63. J. Fodor, «The big idea: Can there be a science of mind?», Times Literary Supplement (July 1992) 5-7. G. de Beer et al., «Darwin’s notebooks on the transmutation of species», Bulletin of the British Museum (Natural History) Historical Series 3/5 (1967) 129-176. A. Goldman, Epistemology and cognition, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts) 1986. A. Keeny, La metafísica de la mente, Paidós, Barcelona 2000, cap. 2. I. Kant, Gesammelte Schriften, vol. 28, Königlich Preussischen Akademie, Berlin 1970. R. Millikan, R., Language, thought and other biological categories: New foundations for realism, Bradford/MIT Press, Cambridge (Massachusetts) 1984. T. Nagel, Mind and cosmos: Why the materialist neo-Darwinian conception of nature is almost certainly false, Oxford University Press, Oxford 2012. H. Putnam, Renewing Philosophy, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts) 1995. R. Riedl, Biología del conocimiento, Labor, Barcelona 1983. A. Ruse, Taking Darwin seriously, Basil Blackwell, Oxford 1986. Tomás de Aquino, Summa theologiae, editado por P. Caramello, Marietti, Turín 1950-1956. L. Wittgenstein, Zettel, Blackwell, Oxford 1974.

Para seguir leyendo M. Artigas, La mente del universo, EUNSA, Pamplona 1999, cap. 6: I. C. J. M. Blanco, «Epistemologías evolucionistas y organización biosemiótica: en busca del constructivismo contemporáneo», A Parte Rei. Revista de Filosofía 41(2005), URL=http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/blanco41.pdf. T. Nagel, La mente y el cosmos: por qué la concepción neo-darwinista materialista de la naturaleza es, casi con certeza, falsa, Biblioteca Nueva, Madrid 2014.

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Notas 1. Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra y miembro del proyecto «Biología y subjetividad en la filosofía y en la neurociencia contemporáneas» (ICS). Su investigación se centra en la filosofía de la mente y de la acción de Aristóteles y Wittgenstein y su aplicación a la filosofía de la neurociencia. En los últimos años ha estudiado problemas epistemológicos como el fundacionismo, la noción de evidencia, la intencionalidad, y, en el campo de la filosofía de la naturaleza, la teleología y la emergencia en los sistemas dinámicos complejos.

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9. MIGUEL DE ASÚA1 ¿Es el hombre un mono que piensa? os demos cuenta de ello o no, nuestras actuales concepciones acerca del ser humano están profundamente influenciadas por la evolución. Más aún que el universo heliocéntrico de Copérnico (1473-1543), la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin (1809-1882) provocó una revolución cultural que sacudió de raíz nuestras ideas acerca de lo que somos no solo en el plano de las ciencias de la vida, sino también en el de las ciencias sociales, la filosofía y aun la teología. En la actualidad, a más de 150 años de la publicación de El origen de las especies (1859) es imposible hablar de manera informada sobre el ser humano sin tener en cuenta el contenido de dicho libro y del todavía más desafiante El origen del hombre (1871). El tema de la evolución no queda limitado a una interrogación antropológica, antes bien involucra una concepción de toda la vida sobre la Tierra y de nuestras ideas acerca del origen del universo en su totalidad. En particular, confronta cualquier postura filosófica teísta que presuponga las nociones de que el cosmos fue creado y de que el hombre tiene un destino más allá de la finitud de la muerte. En estos párrafos intentaremos poner en claro el alcance de tal desafío y las posibles respuestas. Una cuestión debería quedar en claro desde el primer momento: el hecho de la evolución por selección natural no tiene por qué entrar en conflicto con filosofías que involucren que el hombre tiene una dimensión espiritual o creatural. La incorporación plena y sin atajos del pensamiento evolutivo a la antropología filosófica no tiene por qué resultar necesariamente en antropologías reduccionistas. Por el contrario, el hallazgo de nuestros orígenes evolutivos puede contribuir a una reflexión filosófica más anclada en la realidad que muestre al ser humano como parte integral de un cosmos creado.

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¿Es el ser humano el resultado del azar? Comencemos con lo que podemos denominar el uso ideológico de la evolución. Muchos científicos y filósofos de gran presencia en la escena internacional de los medios de comunicación (el biólogo británico Richard Dawkins o el filósofo estadounidense Daniel Dennett, por ejemplo) promulgan con énfasis la idea de que la evolución por selección natural sería la bala de plata que dio por tierra con toda ilusión de poder defender de manera racional una filosofía teísta. Su argumento, en síntesis, es que la selección natural es totalmente incompatible con el llamado «argumento del diseño». En sus versiones originales de los siglos XVII y XVIII, dicho argumento establecía una analogía entre una máquina complicada como un reloj y los aún más complejos organismos vivos. Si cuando vemos un reloj somos llevados a postular un relojero, análogamente cuando estudiamos las increíbles estructura y función de los seres vivos y sus exquisitas adaptaciones al ambiente, nos veríamos llevados a pensar que fueron «diseñados» por alguien. ¿Por qué la evolución será incompatible con este argumento? Porque la selección natural, el mecanismo específicamente postulado por Darwin y hoy 45

en día aceptado por todos los científicos (aunque haya margen para la discusión de sus alcances), implica el azar. Y cualquier proceso al cual subyace el azar y la contingencia no podría ser orientado o planeado. Por ende, pensar en un diseñador, afirman aquellos que niegan el argumento del diseño, sería absurdo. Lo primero que hay que tener en cuenta aquí es lo siguiente. Aceptemos, ya que suena razonable, que la selección natural invalida el argumento del diseño. Esto de ninguna manera invalida una postura filosófica teísta, por la razón de que dicha postura no descansa exclusivamente en la noción de diseño. Existen muchos otros tipos de argumento para defender racionalmente posiciones teístas (este es un campo que compete a la filosofía de la religión, la filosofía de la teología, o la vieja teodicea, según se lo vea). El motivo por el cual los autores que defienden filosofías racionalistas (no teístas) consideran que el argumento del diseño es la única base de las posiciones teístas, podría encontrarse en el enorme peso cultural que este tuvo en la Europa protestante y en particular en Inglaterra, la patria de Darwin y su teoría, en el contexto de lo que se denominó la teología natural (natural theology). En cualquier caso, aun cuando se acepte que la selección natural desactiva el argumento del diseño, esto no lleva necesariamente a concluir que cualquier postulación de un creador sea irracional. Hay otros caminos racionales de argumentación, más allá del diseño. Por poner un ejemplo, la filosofía de la religión analítica además del argumento del diseño considera el argumento cosmológico y el ontológico.2 Pero de todas maneras, como veremos en lo que sigue, también este esquema argumental (el de que la selección natural es incompatible con toda noción de propósito) es cuestionable. ¿Qué es la selección natural? La evolución opera seleccionando las variaciones del material genético. Aquella variación que permite que, por uno u otro motivo, un cierto organismo se reproduzca más, por esa misma razón va a ser transmitida a mayor número de individuos y con el tiempo va a imponerse en la población. Se acepta que estos cambios microevolutivos a la larga conducen a cambios macroevolutivos, es decir, la aparición de nuevas especies (y nuevos géneros, familia, órdenes, y así). El resultado de la evolución son individuos mejor adaptados a su medio ambiente. Hay que tener muy en cuenta que las variaciones genéticas son debidas a los mecanismos reproductivos (la reproducción mediante sexos separados es uno de ellos) y, en última instancia, a transformaciones de las unidades de material genético denominadas mutaciones. Las mutaciones son al azar, es decir, no son causadas en función de alguna necesidad. Por ejemplo, cuando en un caldo de cultivo con una especie de bacterias al que agregamos un antibiótico (atb) aparece una cepa resistente al mismo, esto no es un fenómeno inducido por el atb. Las mutaciones ocurren siempre, al azar; continuamente se están produciendo mutaciones de todo tipo debido a causas químicas, físicas, etc. Lo que el atb hace es seleccionar o «revelar» la cepa resistente, toda vez que elimina a las bacterias sensibles al mismo y genera así un medio favorable para que prosperen aquellas que toleran dicho atb. Los biólogos evolucionistas discuten el grado en el que el azar interviene en la evolución. Para algunos de ellos, es casi absoluto; para otros, hay otros

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factores que limitan su papel. Pero unos y otros aceptan que la contingencia es un elemento crucial de la selección natural. ¿Cómo entender el dilema de la inescapable contingencia evolutiva en un marco teísta, que habilite dimensiones no necesariamente materiales en el ser humano y que involucre una voluntad creadora y por ende un propósito? En primer lugar, hay que tener claro que tal como lo postulan la mayoría de las filosofías teístas, el creador está fuera del tiempo, en la eternidad. Y la eternidad no es un tiempo indefinidamente largo, sino una simultaneidad instantánea –al menos, esta fue la concepción del filósofo Boecio (480524). Desde la eternidad el tiempo está, como diríamos, «colapsado» en un instante. Como afirma el filósofo de la ciencia Ernan McMullin, «el efecto de la contingencia queda embotado, pues el creador ya no dependería del conocimiento del presente para una anticipación del futuro»3. La creación se desenvuelve en el tiempo (en este caso, evoluciona) desde el punto de vista de las criaturas; desde el punto de vista del creador, tanto las leyes naturales que actúan regularmente como el azar y lo radicalmente contingente son obra suya. En una filosofía teísta tradicional como la de Tomás de Aquino (siglo XIII), el creador aparece como conocedor de los futuros contingentes en un escenario en el cual la contingencia, el azar, no pierde su condición de tal. El indeterminismo y la providencia no serían incompatibles4. Con lo cual no hay diferencia si Homo sapiens apareció como resultado inevitable de un proceso que se extendió a lo largo de miles de millones de años o si, al contrario, acaece como una serie de coincidencias que lo hubieran hecho totalmente impredecible desde el punto de vista humano5. Es sobre este tipo de líneas de reflexión que sería posible incorporar la dimensión evolutiva (del universo, de la vida en la Tierra, del ser humano) a una filosofía teísta. ¿Grandes monos? Cada vez más las investigaciones en los campos de la conducta y la psicología cognitiva de los grandes simios (gorila, orangután, chimpancé, bonobo) muestran que estos exhiben comportamientos tales que la brecha entre los simpáticos primates y los muchas veces poco simpáticos humanos se va cerrando hasta el punto de ponerse en cuestión si dicha grieta tiene algún sentido. Con lo cual, seríamos «nada más que» una especie de la familia de los homínidos (Hominidae). El escándalo generado por La descendencia del hombre se debió a que Darwin planteaba que la conciencia moral y el sentimiento religioso habrían tenido una base biológica; en lo que respecta a estas dos dimensiones, no habría existido una solución de continuidad entre los monos superiores y los hombres, que solo se diferenciarían por el nivel evolutivo. Aquí hay que tener en cuenta que, tal como afirma Celia Deane-Drummond, de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EE. UU.), las explicaciones evolutivas del comportamiento religioso como algo natural no deberían escandalizar a nadie, «porque simplemente dan cuenta de dicho comportamiento en términos naturales, antes que decir que tal comportamiento es imposible o es una ficción. La religión deviene un resultado natural de la manera en que los seres humanos han evolucionado a través de la selección natural»6. Algo equivalente 47

vale para los comportamientos morales: explicar que haya en ellos un origen evolutivo no quiere decir que no sean otra cosa que un patrón de conducta biológico: las condiciones necesarias de un fenómeno no son sus condiciones suficientes. Por otro lado, hay aquí el tema de lo que los eticistas denominan «falacia naturalista». Esta consiste en inferir lo que debe ser a partir de lo que es. No hay ninguna justificación para esta inferencia. El nivel deontológico (de lo que debe ser, la ética) no es reducible al nivel ontológico (lo que es). Considerar que lo es, es justamente caer en la mencionada falacia, que es la dificultad que se impone a cualquier intento de ética naturalista, es decir, los intentos de fundamentar una ética (lo que debe ser) en la naturaleza biológica (lo que es). Muy asociado a esta cuestión está el problema de la existencia o no de una dimensión espiritual en el ser humano. Si existe, ¿cuál es su relación con el sustrato biológico? Más precisamente para nuestra cuestión: si el hombre es producto de una evolución que involucra el surgimiento (y la extinción) de diferentes especies de homínidos ¿cuándo podemos decir que «apareció» el hombre? ¿En cuál de los estadios evolutivos? El filósofo de la ciencia Jósef M. Życiński (que fue arzobispo de Lublin, Polonia) advierte que es un error creer que para explicar el comportamiento de Homo erectus u Homo neanderthalensis «uno se tenga que referir necesariamente a un componente inmaterial en su ser».7 En referencia a la famosa sociobiología, el ambicioso proyecto del biólogo Edward O. Wilson inaugurado con su libro Sociobiology (1975) (en el cual el autor buscaba explicar evolutivamente conductas animales como la agresión, la alimentación de las crías y el altruismo), Życiński no ve contradicción entre las explicaciones sociobiológicas de conductas humanas morales y una concepción trascendente del ser humano: «No hay razones sustantivas para colocar la sociobiología y la visión cristiana del mundo en oposición. Nuestras creencias religiosas y nuestro altruismo podrían tener un fundamento genético sin que por eso dejaran de expresar verdades genuinas y elecciones morales libres»8. La constatación de la animalidad del hombre, en términos evolutivos, pone de relieve nuestra pertenencia al cosmos material desarrollado en el tiempo. Las sonatas para flauta dulce de Telemann, la capacidad de escribir El origen de las especies y la interrogación por la trascendencia sugieren que esa no es toda la historia. ¿Somos grandes monos que piensan? Sí, pero no solo. Para seguir leyendo M. Artigas, T. Glick y R. Martínez, Negotiating Darwin. The Vatican confronts evolution 1877-1902, Johns Hopkins University Press, Baltimore 2006. M. de Asúa, La evolución de la vida en la Tierra. Ciencia, filosofía y religión, Logos-Universidad Austral, Buenos Aires 2015. F. J. Ayala, Darwin’s gift to science and religion, Joseph Henry Press, Washington D.C. 2007. N. Murphy, «Supervenience and nonreducibility of ethic to biology», en R. Russell, W. R. Stoeger S. J. y F. Ayala (eds.), Evolutionary and molecular biology, Vatican Observatory Publications/ Center for Theology and the Natural Sciences, Ciudad del Vaticano/ Berkeley (California) 1998, pp. 463-489.

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K. Rahner (S.J.) y P. Overhage, El problema de la hominización. Sobre el origen biológico del hombre, 3ª ed., traducido al castellano por V. Fernández Peregrina y J. M. Bravo Navalpotro, Cristiandad, Madrid 1965 (ver la sección de Rahner, la biológica está desactualizada). E. Sober, «Evolutionary theory, causal completeness and theism: The case of ‘guided mutations’», en P. Thompson y D. Walsh (eds.) Evolutionary biology. Conceptual, ethical and religious Issues, Cambridge University Press, Cambridge 2014, pp. 31-44.

Notas 1. Doctor en Medicina (Universidad de Buenos Aires), licenciado en Teología (Universidad Católica Argentina), máster en Historia y Filosofía de la Ciencia y doctor en Historia (University of Notre Dame). Se desempeña como Investigador Principal del CONICET y es miembro titular de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Nacional de Historia. 2. W. L. Rowe, Philosophy of Religion. An Introduction, 3a ed., Wadsworth/Thomson Learning, Belmont 2001. 3. E. McMullin, «Cosmic purpose and the contingency of evolution», Theology Today 55/3 (1998) 389-414. 4. Cfr. I. Silva, «Indeterminismo y providencia divina», Anuario Filosófico 46/2 (2013) 405-422. 5. Cfr. E. McMullin, «Cosmic Purpose», cit., 410. 6. C. Deane-Drummond, Christ and evolution. Wonder and wisdom, Fortress Press, Minneapolis 2009, p. 90. 7. J. Życiński, «Christian theism and the philosophical meaning of cosmic evolution», Revista Portuguesa de Filosofía 61/1 (2005) 211-223. 8. Ídem, God and evolution. Fundamental questions of christian evolutionism, traducido al inglés por Kenneth W. Kemp y Z. Maslanka, CUA Press, Washington D.C. 2006, p. 224.

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10. JORDI PUIG I BAGUER1 ¿Qué atención y compromiso merecen las cuestiones ambientales? La cuestión ambiental es más humana de lo aparente, en causas y efectos l medio ambiente y la sociedad que nos rodean son dos aspectos inseparables de la realidad, en la que todo está conectado. Formamos parte de un mundo originariamente bello, rico e interdependiente, en el que vive una sola familia humana. Aunque el modo de vida urbano pueda ocultarlo a los ojos, de la tierra nace el sustento de la vida que en ella misma se originó. Necesitamos de ella alimento, energía, materiales… y su belleza educativa, inspiradora para vivir plenamente. La Tierra es, por tanto, hermana y madre de cada ser humano, y de toda sociedad y cultura. La naturaleza y la vida humana particular y en sociedad invitan a contemplarlas y a encarar sus evidentes y entrelazados problemas con esperanza y compromiso, como algo propio. Porque algo serio no anda bien en la relaciones entre el ser humano y la Tierra a la que pertenece. Lo natural es entendido a lo largo de la historia, en parte, como mero recurso a explotar. Y también como peligro del que defenderse, lo cual tiende a olvidar el mundo rico urbano, mucho más aislado y protegido de lo natural que en épocas pasadas, gracias a la estabilidad de los asentamientos y abastecimientos que goza. Se tiende a olvidar también el carácter interconectado del mundo, y su estrecho vínculo con el ser y las decisiones humanas. Al combinarse todas estas actitudes ocurre que lo artificial, el mundo construido por el ser humano, crece con frecuencia extrañamente separado, agresivo e incluso hostil a lo natural; también a lo natural del ser humano. Las nociones de lo artificial y lo natural devienen incluso opuestas en el hablar cotidiano, cuando se pregunta por sus respectivas definiciones. El modo de plasmar el dominio del ser humano sobre la naturaleza cambia significativamente en los dos o tres últimos siglos. Ha ido mostrando caras negativas en las que antes no se reparaba, de alcance incluso global, que invitan a preguntarse qué las causa y qué se está perdiendo por la vía concreta escogida históricamente para lograr el bienestar de estilo y origen occidental que todo el mundo ansía. A la vista de los impactos ambientales y la desigualdad social generada, ese dominio sobre la naturaleza que antaño era motivo de acción y causa de orgullo se ha cargado de un contenido negativo, que obliga a revisar la idea contemporánea de progreso. Múltiples indicadores sugieren que la humanidad se encamina incluso hacia un colapso, más o menos discutible, cercano o alejado, parcial o global, violento o irreversible. A escala global, lo testifica el programa de evaluación ambiental integrada de Naciones Unidas «Perspectivas del Medio Ambiente Mundial (GEO)», que desde 1995 ofrece sucesivos informes sobre la preocupante situación ambiental y sus tendencias, que no se detallarán aquí.

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La presencia creciente de los temas ambientales en el debate público es evidente desde hace décadas, aunque no siempre con toda su dimensión moral o social. El ambientalismo ha mejorado la percepción contemporánea del valor del medio en el que vivimos, aunque en ocasiones sea todavía indebidamente pasado por alto, cuando no menospreciado. Esta mejoría es una expresión y un testimonio esperanzadores de la moralidad humana. Se ha comenzado a remarcar –de la mano de las ciencias ambientales– que estamos causando un daño gravísimo con nuestra conducta colectiva, y que, además, lo malo que acontece al medio ambiente –o en él– afecta a todos, pero más a los más pobres. Esta doble desigualdad llama a no dejar espacio a la indiferencia moral que contribuye a mantenerla. Una llamada que no siempre percibe con facilidad –o no ve necesario atender– ni un ciudadano acomodado en su riqueza o en la de su país, ni quien vive en la pobreza o la miseria y está acuciado por urgentes necesidades de subsistencia. Pero el daño –ambiental y social– no se queda circunscrito al medio ambiente físico, pues su causa es más profunda que su apariencia material. La gravedad del daño apunta al corazón del comportamiento presente, que queda más escondido a la consciencia y a la conciencia moral que las consecuencias de sus elecciones. Se tiende a externalizar la responsabilidad apuntando a causas segundas del daño, de orden material o técnico, que no reclamen cambiar la raíz equivocada de la conducta, que es la causa originaria que es necesario examinar. La raíz del problema El ambientalismo se junta a otras voces que reclaman que tenemos que cambiar de modo de vida, tanto de forma individual como corporativa, social y culturalmente. Urge crecer en compromiso por bienes colectivos desatendidos, ambientales y sociales, que están por encima de los intereses individuales. Las ciencias ambientales descubren cómo se entretejen la conducta humana escogida, el medio ambiente y la sociedad. Desvelan así bienes a proteger y deberes ineludibles a asumir para vivir humanamente. Porque la realidad natural y la condición humana merecen respeto, por el valor que va descubriendo su conocimiento. Dejar sin reflexión moral y compromiso a la creatividad científica y tecnológica, y su expansión a través del mercado, conduce a un modo de vivir insostenible. El impacto social y ambiental revela que no estamos a la altura moral del saber adquirido o del poder tecnológico desarrollado. Por esta razón, la propia ciencia y la tecnología acaban fácilmente siendo usadas contra la naturaleza, sea esta ambiental o específicamente humana. Lo atestigua de forma eminente la tecnología de la guerra. Urge descubrir y honrar los indicadores éticos de la realidad, que señalan el camino a seguir para que las posibilidades técnicas no se vuelvan contra la naturaleza y el propio ser humano. Hoy resultan muy preocupantes, por ejemplo, los intentos de responsabilizar principalmente de la crisis ambiental a los números poblacionales de sociedades, naciones e incluso continentes menos desarrollados. Estos intentos tal vez olvidan, significativamente, que esos números lo son de personas: un valor singular siempre positivo, insustituible. Acaso haya que apuntar más, mucho más, al estilo de vida 51

contemporáneo de los países ricos, impactante del medio e insolidario con las personas. El estilo de vida y las decisiones de quienes viven en las sociedades ricas determina en mayor medida lo que pasa en el mundo, la impresionante dimensión del problema de insostenibilidad y desigualdad que se está causando o manteniendo, por acción u omisión. No parece honesto esconder esa responsabilidad y trasladar su negatividad al número de seres humanos desfavorecidos. Es la conducta personal y colectiva de muchos privilegiados la que debe cambiar, pero esto se oculta si no se está muy dispuesto a ese cambio, incómodo. El impacto ambiental, además de mostrar el daño causado en el medio o en los demás, desvela otro más radical y escondido: el daño moral que engendra la persona responsable culpablemente de él. Impactar pudiendo evitarlo nos hace peores, suframos o no directa o inmediatamente un daño en la dimensión material. Este efecto moral personal, paralelo al material, parece estar también descuidado o menospreciado. Su olvido puede ser el responsable principal de que se actúe, de hecho, como si mereciera la pena o no importara dañar al medio ambiente cuando se obtienen los beneficios materiales deseados. Conseguimos cierto bienestar no solo a costa de daño ambiental y desigualdad social, sino también perdiendo nuestra riqueza moral individual, intangible pero real. Tal vez habría que retomar la sabiduría que encierra el concepto de mal moral para entender algo mejor qué es lo que está pasando y ser más eficaces en ponerle remedio. Se trata de reconocer con honestidad que el daño se puede causar no solo por error o involuntariamente –que no es poco–, sino incluso por una suerte de muerte moral, cuando cada corazón humano escoge a sabiendas un beneficio prescindible que tiene consecuencias adversas en la realidad, primando el propio bienestar. Estas elecciones personales, sumadas, pasan a ser un mal ya no solo moral y personal, sino también colectivamente ejercido y sufrido desde el corazón moral de la realidad humana, hasta expresarse en sus dimensiones materiales. Se contagia así el egoísmo, en suma, al conjunto del planeta y de su población actual y futura. La indiferencia o crueldad entre los seres humanos y el mal uso de la naturaleza que expresa el impacto ambiental atestiguan incesantemente a lo largo de la historia la fuerza, actualidad y dimensión de ese mal moral, a cuya percepción parece que no acabamos de querer despertar todo lo deprisa que convendría, a la vista de las dimensiones planetarias de los efectos que causamos. El impacto ambiental negativo o la distribución injusta de los bienes materiales señalan la miseria moral que la cultura está llamada a revertir. Atendiendo a la raíz moral personal vista, la cuestión ambiental interpela moralmente, en primer lugar, a la conciencia y conducta particulares de cada ciudadano. Pero reclama trabajar para un cambio cultural. Requiere los esfuerzos de cada persona y disciplina del saber para lograr, cada uno desde su vida y actividad específica, un compromiso ético socioambiental eficaz, que mejore la propia conducta en lo posible, y que acabe alumbrando en consecuencia una nueva cultura del respeto. No es fácil ponerse de acuerdo en cómo respetar lo natural y lo natural humano, y menos cuando se forma parte de una cultura acostumbrada a que las consecuencias negativas del propio bienestar las 52

paguen más otros o la Tierra que uno mismo. Pero la percepción creciente de estos impactos e injusticias es ya un primer rasgo iluminador del compromiso que requieren. Posibles concreciones para una respuesta adecuada El saber de las ciencias ambientales es imprescindible para vivir una vida digna de ser llamada humana. Recuerdan e invitan a que el conocimiento del mundo no esté orientado solo a la obtención de sus beneficios. Las ciencias ambientales, como todo conocimiento, deben ser un principio transformador de la persona y de la cultura hacia mejores conductas, adaptadas al valor en sí del mundo y sus habitantes, respetándolos. Hay más carácter humano en frenarse para pensar las consecuencias ambientales y sociales de las propias actuaciones, como las de consumo, que en apresurarse a celebrarlas por el beneficio inmediato personal que reportan. En los países más consumistas y –a la vez– más responsables del devenir del planeta, parece hoy imposible reducir el consumo. Debería, en cambio, promoverse la capacidad de renunciar al consumo superfluo, al consumismo esclavo, compulsivo. Se trataría de descubrir –por la riqueza que concede a quien la practica, no por la renuncia en sí misma– una sencillez de vida que, en el futuro y solo si arraiga voluntariamente en numerosos individuos, pueda transformar y caracterizar al fin a una cultura a favor de la sostenibilidad. Hoy la globalización obliga moralmente a tener en cuenta toda inequidad social e impacto ambiental que pueda estar encadenados a las conductas de consumo particular. Una compra que cause un daño evitable en algún rincón del planeta, o en el futuro, o que deje injustamente de asistir con la propia economía a quienes más lo necesitan, no puede calificarse moralmente como digna del ser humano que no contribuye a revertir esta situación con sus decisiones de compra o de consumo. No es digno del ser humano enriquecerse empobreciendo la Tierra o a sus gentes, cercanas o lejanas, presentes o futuras. Es decir, habría que devolver al medio ambiente y a sus gentes todo valor que se tome prestado de ellos. Hoy no tenemos herramientas para apreciar los valores que se pierden ni para saber cómo restituirlos, lo cual señala lo lejos que está la humanidad, cultural y moralmente, de asumir un principio lógico que abra el camino a una sostenibilidad verdadera. Mientras tanto, los caminos que conducen a ese despertar pasan por hacer propias –mediante el estudio, la convicción y el compromiso– las actitudes tradicionales del ambientalismo en lo que tienen de acierto: reutilizar, reciclar y reducir, es decir, consumir solamente lo justo y necesario, convenciéndose de que menos es más; inclinarse por el consumo de proximidad, de temporada y de producción sostenible; favorecer las iniciativas de comercio justo; optar por productos con la menor huella negativa ambiental y social posible. Todo ello está al alcance de cada persona, y puede lograr una dimensión ética valiosísima: «Si una persona, aunque la propia economía le permita consumir y gastar más, habitualmente se abriga un poco en lugar de encender la calefacción, se supone que ha incorporado convicciones y sentimientos favorables al cuidado del ambiente. Es muy noble asumir el deber de cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas, y es maravilloso que la educación sea capaz de motivarlas hasta conformar un estilo de vida. La educación en

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la responsabilidad ambiental puede alentar diversos comportamientos que tienen una incidencia directa e importante en el cuidado del ambiente, como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar solo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias. Todo esto es parte de una generosa y digna creatividad, que muestra lo mejor del ser humano. El hecho de reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente, a partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de amor que exprese nuestra propia dignidad» (Francisco, Laudato si’, n. 211).

Para seguir leyendo J. Puig, «Hacia un desempeño social y ambiental renovado en la Universidad de Navarra», en S. Aulestiarte y R. Duro (eds.), Ecología y desarrollo humano. Conversaciones sobre Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2017, pp.101-125. J. Puig y M. Casas Jericó, «El impacto ambiental: un despertar ético valioso para la educación», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 29 (2017) 101-128. J. Puig y F. Echarri, «Environmentally significant life experiences: the look of a wolf in the lives of Ernest T. Seton, Aldo Leopold and Félix Rodríguez de la Fuente», Environmental Education Research (27/11/2016) 1-16. J. Puig, «Un ambientalista se encuentra con la encíclica Laudato si’. Una llamada (¿inesperada?) a la conversión desde la ecología», en T. Trigo (ed.), Cuidar la creación. Estudios sobre la encíclica Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2016, pp. 113-151. J. Puig, F. Echarri y M. Casas Jericó, «Educación ambiental, inteligencia espiritual y naturaleza», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 26 (2014) 115-140. Página del Programa: http://web.unep.org/geo/

Notas 1. Ver nota del capítulo 5.

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II PARTE NATURALEZA Y CULTURA

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11. FRANCISCO RODRÍGUEZ VALLS1 ¿Tiene el ser humano naturaleza o todo en él es producto de la cultura? sta es una de las preguntas clave de la antropología filosófica contemporánea. Para responderla de forma adecuada hay que esclarecer muy bien los términos «naturaleza» y «cultura» ya que en los últimos dos siglos se les ha dado varios significados y eso ha repercutido en una gran confusión no solo terminológica, que es lo de menos, sino, sobre todo, conceptual, que ha tenido graves implicaciones ontológicas. Para darle una respuesta adecuada hay que huir tanto del realismo ingenuo («todo es naturaleza») como del constructivismo radical («todo es cultura»). A mi parecer, uno de los mayores nudos de confusión ha sido la afirmación de Sartre en su conferencia, publicada después como libro, El existencialismo es un humanismo, según la cual «la existencia precede a la esencia». El error ha consistido en asimilar «esencia» a «naturaleza» y esta a «consistencia cerrada»; y unir radicalmente «existencia» a «posibilidad» y a «apertura». Si se aplican esas relaciones al ser humano, la conclusión inmediata es que el hombre es fundamental y especialmente lo que hace de sí y, en consecuencia, Sartre estaría en lo cierto: el ser humano determina su posibilidad biográficamente y es a eso a lo que llamamos existir humanamente. Pero esas relaciones no recogen, a mi parecer, de forma suficientemente amplia la riqueza de los términos «naturaleza» y «existencia» tal y como han sido tematizados por otros autores de la historia de la filosofía y, en general, por gran parte de la tradición grecocristiana. Por naturaleza debe entenderse el conjunto de cualidades físicas y psíquicas con las que el ser humano nace (existe una fuerte relación etimológica entre naturaleza y nacimiento) y que le corresponden como humano, es decir, como perteneciente a la especie biológica Homo sapiens. En pocas palabras, pertenecen a la naturaleza del ser humano los elementos que componen la estructura de su subjetividad y que van desde lo que le permite la vida como una totalidad orgánica hasta lo que le permite la relación con el mundo y para lo que se necesitan unas determinadas cualidades psíquicas y de comprensión de la realidad. Esas cualidades comunes a la especie Homo sapiens deben ser articuladas e integradas a lo largo del curso de la existencia. Son como los huesos del cráneo de un recién nacido: están dados pero necesitan madurar y fusionarse. Por eso podríamos entender la existencia como el tiempo biográfico en el que el ser humano conforma su naturaleza a través de su incardinación en un horizonte vital y tomando decisiones morales. Pertenece a la estructura de la subjetividad humana determinarse de acuerdo con un conjunto de valores que pueden ser conscientes o inconscientes. En ambas situaciones la cultura, introducimos ahora el término, está presente influyendo en la donación de consistencia a la naturaleza de la que parte el sujeto humano. El término «cultura» no resulta tan evidente como el de «naturaleza». Los estudiosos – tanto de la antropología sociocultural como de la filosófica, especialmente los de la primera– le han asignado cientos de significados intentando precisarla hasta el extremo.

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Es difícil unificar bajo un vocablo común los cientos de respuestas que el ser humano ha dado colectivamente a las dificultades a las que se ha enfrentado para sobrevivir y a los interrogantes vitales y existenciales que se ha cuestionado y que cotidianamente le asaltan. Ahora bien, se puede decir que toda cultura pretende ser un conjunto de respuestas colectivas eficaces que pueden ayudar y dotar de sentido a la acción individual. Ese conjunto de respuestas es identificable y forma pautas estándares de lo que podríamos llamar «comprensiones del mundo». Una cultura da precisamente eso, una comprensión del mundo que se comparte con otros. El problema que se plantea en el ámbito de la antropología es distinguir lo que de consciente hay en esas respuestas y lo que se debe reducir a aprendizaje inconsciente de un conjunto de valores. Eso es así porque todo ser humano nace dentro de un horizonte vital y se educa en él hasta el punto en que pueden serles indiscernibles las diferencias entre su cultura y la realidad. Y la realidad es siempre más amplia que la cultura propia. La cultura es una forma satisfactoria de responder ante ella. Por ese motivo, mayormente, las costumbres de culturas lejanas y no tan lejanas suenan como algo «raro» y contrario al sentido común a muchos habitantes del planeta. Ese es un tipo de «sentido común» en el que lo cultural aparece como lo obvio y lo espontáneo y que, por tanto, no diferencia entre los valores de su cultura y la realidad, que es mucho más amplia. Es el hábito el que hace eso posible, el estar acostumbrado a actuar y a ver a todo el mundo actuar con parámetros semejantes. Por eso Aristóteles decía que el hábito acaba siendo como una «segunda» naturaleza. Las costumbres propias se ven como aquello que debe ser universal para todo ser humano tanto en el tiempo como en el espacio. Lo anterior es válido para todas las culturas y todos los seres humanos que viven en ellas: aprenden inconscientemente unos valores que acaban resultándoles naturales. Es tarea de lo humano, a través de su aprendizaje formal e informal, darse cuenta de que eso no es así. Aquello que al inconsciente le resulta difícil de aprender –que hay formas diferentes de llegar a un mismo fin– lo debe realizar la conciencia: la experiencia de lo humano de otras culturas acaba rompiendo el sentido común cultural para adecuarlo mejor a la realidad. Y eso quiere decir que someter a crítica los paradigmas culturales implica un mejor acceso a la estructura de la realidad, aunque, como expondré a continuación, tiene indudablemente sus riesgos teóricos y existenciales. El mayor de los riesgos, en el que la antropología ha vivido los dos últimos siglos, es concluir que si todo sistema cultural es válido para sobrevivir bien, entonces todas las culturas son iguales y nada tienen –o deben, por temor a que se corrompan– aportarse unas a otras. Se ha pasado del etnocentrismo más fuerte, en el que (viendo las cosas desde el punto de vista occidental) solo Occidente tenía algo que decir, al relativismo más feroz, en el que nada tenemos que decirnos unos a otros. El relativismo ha supuesto que el valor y referencia últimos es la cultura sin percatarse suficientemente de que defendiendo esa postura se cae en folclorismos innecesarios o, peor, en supeditar a las personas y el sufrimiento de las personas a un sistema de creencias. El problema del relativismo es su escepticismo, no comprende que existe una naturaleza ante la que la cultura debe someterse y, por ello, se encuentra sin armas para criticar un sistema de 57

ideas aunque se manifieste con ritos cruentos y crueldades extremas. La cuestión es que un sistema de ideas, por muy arraigado que esté a nivel de costumbre, puede y debe ser sometido a crítica con el fundamento de una idéntica naturaleza humana que es la que debe tener prioridad: las personas, sujetos singulares, están siempre antes que los constructos culturales y su sufrimiento no puede ser justificado nunca por ninguna teoría. Ante una estructura de la subjetividad que requiere integración no se puede aceptar el criterio de que todo vale, aunque, también es cierto, sea posible aceptar muchas maneras de hacerlo. El encuentro masivo de culturas al que venimos asistiendo durante las últimas decenas de años, como consecuencia de la globalización económica y el nacimiento y consolidación de la era digital, ha hecho posible relativizar al mismo relativismo cultural y hacernos comprender que las culturas que existen pueden entrar en diálogo y acercarse unas a otras, aprender unas de otras y situarse en un nivel que busca una transculturalidad entendida como mestizaje. Pero eso no implica que todas las culturas se conviertan en una sola cultura «mestiza», mezcla de todas sin orden ni concierto, sino que se admita que, a pesar de que el valor es objetivo, puede resultar plural o, dicho de otra forma, que la plenitud humana se puede conseguir por muchos caminos y de múltiples formas. Pondré un ejemplo para aclarar esta idea. Los ideales de excelencia humana han variado mucho de cultura en cultura: desde el héroe homérico hasta el sabio renacentista ofrecen un plexo enorme de formas de alcanzar la plenitud. La idea que quiero transmitir es que, con el paso de la historia, hemos alcanzado una reflexión sobre aquello que es valioso que no tiene necesariamente que negar de forma absoluta formas diversas de realización humana. Ideales humanos pueden ser el héroe, el sabio, el artista, etc. Posiblemente la fuerte división del trabajo de las sociedades hipercomplejas impida que un solo hombre pueda realizarse de todas esas formas o, al menos, de todas esas formas a la vez. Y eso no obsta para que un militar reconozca la labor que realiza un estudioso o un poeta y viceversa. Es decir, no todos podrán realizarse en todo, pero todos pueden reconocer lo bueno que hacen todos. Lo que todos hacen resultará bueno aun reconociendo que no tienen tiempo o capacidad para hacerlo todo. Todos reconocerán como bienes objetivos la tarea de los demás y, sin embargo, el bien que realizan cada uno y a través del cual integran su subjetividad es muy distinto: el bien es objetivo pero plural. Diciéndolo de otra forma: la cultura o las dimensiones que la cultura puede adquirir pueden manifestarse como aptas para integrar la estructura de la subjetividad. Incluso más, las diversas dimensiones de la cultura son formas posibles de integración de la subjetividad. La naturaleza y la cultura se implican en el ser humano y en él adquieren unidad. Otra cuestión relevante, que se deriva de lo expuesto en el párrafo anterior, es la retroalimentación que, de hecho, se ha producido entre naturaleza y cultura y que ha dado lugar a la configuración del Homo sapiens tal y como lo conocemos hoy en día. Es la zona más radical de confluencia entre la naturaleza y la cultura humanas. Se suele hablar como lugar común en antropología de proceso de «hominización» y de proceso de «humanización». El primero vendría a señalar los cambios corporales que convierten a 58

una especie biológica en «humana». El segundo establece los dinamismos por los que la corporalidad humana se abre a su conformación mediante la creación de la cultura hasta dar lugar a seres que se enfrentan creativamente con el medio en el que viven. Hablar de ese doble proceso es analíticamente necesario, pero la realidad es más compleja porque hay que estipular que ambos procesos se influyen y establecen un feed-back positivo entre ellos. La posición erguida tiene como efecto la liberación de las manos, que son el instrumento básico de creación de técnica, técnica que repercute a su vez en facilitar que ciertos cambios corporales sean adaptativos. De la misma manera, una corporalidad que exige una cooperación social estrecha para garantizar la supervivencia de la especie, posibilita –si se da la presencia de autoconciencia– no solo la comunicación, sino la formación de un lenguaje como el humano y la elaboración de unas normas que sean útiles para que todos los miembros de la comunidad puedan crecer moralmente. La estructura de la subjetividad humana es lo suficientemente abierta como para adquirir muchas formas, está abierta a múltiples determinaciones culturales e individuales plurales. Ahora bien, no cabe cualquier determinación: de la misma manera que puede haber defectos congénitos en algunas subjetividades hay que hablar de determinaciones que pueden impedir su correcta articulación e incluso romperla. Eso indica que hay que contar con la naturaleza, aunque sea abierta, y que la cultura no impone exclusivamente su criterio. No debe decirse entonces que todo en el ser humano es cultura sino, más bien, que el ser humano integra y puede llevar a plenitud la estructura de su subjetividad a través de los elementos inconscientes y conscientes que la cultura le proporciona. La plenitud humana está condicionada por elementos naturales y culturales. Ambos pueden contribuir al pleno desarrollo y ambos pueden influir en la crisis que puede provocar la falta de integración o la ruptura de la subjetividad. Para seguir leyendo E. Cassirer, Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, FCE, México 1994. J. Choza, La realización del hombre en la cultura, Rialp, Madrid 1990. M. Harris, El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la cultura, Siglo XXI, Madrid 1999. F. Rodríguez Valls, Orígenes del hombre. La singularidad del ser humano, Biblioteca Nueva, Madrid 2017.

Notas 1. Profesor titular de Filosofía en la Universidad de Sevilla, institución en la que se licenció en Filosofía con premio extraordinario y obtuvo su doctorado. Amplió estudios en las universidades de Oxford, Glasgow, Viena y Múnich. Sus últimos dos libros llevan por título El sujeto emocional (Thémata, 2015) y Orígenes del hombre (Biblioteca Nueva, 2017). Es responsable del grupo de investigación de estudios interdisciplinares «Naturaleza y libertad».

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12. MARÍA GARCÍA AMILBURU1 ¿Existe una vida humana puramente natural? ntes de poder responder a esta pregunta conviene señalar que, en su enunciado, la palabra «natural» se emplea como sinónimo de «lo que no ha sido hecho por el ser humano» –el cosmos, el mundo físico ríos, árboles, etc.– es decir, lo que no es «cultural», que ha sido hecho por el hombre2. ¿Qué es la «cultura»? Etimológicamente, el término «cultura» proviene del verbo latino colere (cultivar), y encierra un triple sentido: físico (cultivar la tierra), ético (cultivarse según el ideal de la humanitas clásica) y religioso (dar culto a Dios). Abarca por tanto las tres grandes líneas de despliegue de la acción humana: la razón técnica, la razón práctica y la razón teórica, que fundamentan el hacer, el obrar y el saber humanos respectivamente3. En su evolución semántica, el término «cultura» ha adquirido distintos matices tanto en el lenguaje ordinario como en el científico: ya en 1952 Kroeber y Kluckhohn recopilaron más de 200 definiciones diferentes4, por lo que es oportuno precisar cómo se va a emplear en este contexto. Las acepciones más usuales de la palabra «cultura» en nuestros días son cuatro: 1. Conjunto de conocimientos básicos que conviene adquirir; se opone la incultura. 2. Participación vital del sujeto en los conocimientos que posee; se opone la erudición pedante. 3. Formas de expresión artística, actividades, etc., que, sin ser necesarias para sobrevivir, confieren a la existencia humana un toque de distinción; se opone la vulgaridad. 4. Productos de la acción humana que no se derivan ni se explican por los procesos embriológicos. Esta acepción subraya el carácter adquirido, aprendido, de la cultura, y engloba el conjunto de artefactos, conocimientos, creencias, leyes, costumbres, técnicas y representaciones simbólicas que caracterizan a un grupo social. Se opone lo congénito o innato. Aquí vamos a referirnos a la cultura en este último sentido. Arnold Gehlen, considerado el padre de la antropobiología, puso de relieve cómo los seres humanos se caracterizan por su «apertura al mundo»: no solo captan las realidades que son relevantes para satisfacer sus necesidades biológicas, sino también otras «inútiles», como la belleza de una noche estrellada; y pueden además obrar de manera altruista, desinteresada o incluso perversa. La conducta humana no está predeterminada por el instinto ni queda encerrada en los límites estrechos del perimundo circundante, como sucede al resto de las especies animales. La biología humana es eminentemente plástica, indeterminada y, debido a esa falta de especialización, el hombre «ha de superar él mismo la deficiencia de los medios orgánicos que se le han negado, y esto acontece cuando transforma el mundo con su actividad en algo que le sirve a la vida»5. El ser humano posee un organismo

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prácticamente inviable atendiendo a criterios exclusivamente biológicos y su supervivencia solo es explicable porque es inteligente: no está adaptado a ningún medio ecológico, puede vivir en el Ecuador y en el Polo, en el desierto y en la selva tropical, al nivel del mar o a 3.000 metros de altitud; pero para sobrevivir se ve en la necesidad de adaptar el medio hasta hacer de él un lugar habitable. Al no disponer de respuestas programadas genéticamente para satisfacer sus necesidades vitales, el hombre debe inventarlas o aprender de lo que otros hicieron. No nace sabiendo qué hacer, y la biología tampoco se lo dice: no hay ningún elemento a nivel genético o bioquímico que determine el estilo de vida individual o social de los seres humanos, ni que fije su comportamiento, en una u otra dirección. Por eso, la plasticidad biológica humana y la inteligencia se reclaman mutuamente y hacen posible y necesaria al mismo tiempo la aparición de la cultura. Esto significa también que, en la práctica, cualquier forma cultural puede ser asumida por cualquier individuo o raza humana. Si el ser humano ha de adaptar el mundo físico para subsistir y «la naturaleza transformada por él en algo útil para la vida se llama cultura, [entonces] el mundo cultural es el mundo humano. Para los seres humanos, no hay posibilidad de existencia en una naturaleza no transformada, en una naturaleza no “desenvenenada”. No hay una “humanidad” natural en el sentido estricto: es decir, no hay una humanidad sin armas, sin fuego, sin alimentos preparados y artificiales, sin techo y sin formas de cooperación elaborada. La cultura es, pues, la “segunda naturaleza”: esto quiere decir que es la naturaleza humana, elaborada por él mismo, y la única en la que puede vivir... En el caso del hombre, a la no especialización de su estructura, corresponde la apertura al mundo; y a la mediocridad de su physis, la “segunda naturaleza” creada por él mismo»6.

Pero, en castellano, el término «naturaleza» no solo designa el mundo físico –en el sentido empleado hasta el momento–, sino que también se emplea en sentido filosófico, para significar la «esencia» –el modo de ser específico de las cosas– considerada como principio de sus operaciones. La naturaleza se predica de manera universal de todos los individuos en los que se realiza; pero conviene advertir que sería un error identificar la naturaleza con «lo que tienen en común» todos los individuos de la especie. Esa interpretación sería particularmente perniciosa si se aplicara al ser humano porque, en la medida en que se afirmase que la esencia humana es «lo común a todos los hombres» se identificaría lo «natural» con lo «biológico», es decir, con lo menos específicamente humano7; y la relación entre la naturaleza humana y la cultura tendería a verse de un modo estratigráfico, en expresión de Clifford Geertz8, pues equivaldría a suponer que existe una base biológica común invariable sobre la que se apoyan, formando capas, las diferencias culturales. Este planteamiento induce a considerar que la materialidad del organismo biológico sería lo esencialmente humano, mientras que las manifestaciones culturales que tienen su origen en la plasticidad del organismo y la espiritualidad de la psique, como son variables, serían algo accidental, poco importante. Esto supondría ignorar que la innovación, la cultura, la historia, etc., solo pueden existir en un organismo viviente penetrado de espíritu: en el animal racional, es decir, el ser humano. Por lo tanto, la naturaleza humana abarca las dimensiones biológica y cultural: ambas son esenciales en el hombre. Para los humanos es tan esencial lo biológicamente 61

invariable como lo cultural históricamente cambiante. Un claro ejemplo de ello es la definición que hace Aristóteles del ser humano como alguien que es, por naturaleza, un ser que habla. Obviamente, la capacidad natural –universal– de hablar solo puede ejercerse en un ámbito cultural particular; porque no se puede hablar sin utilizar una lengua concreta. En el ser humano, «lo natural» –en los dos sentidos, físico y filosófico– no se opone a «lo cultural», sino que ambas dimensiones se reclaman mutuamente. La cultura puede entenderse, siguiendo a Aristóteles, como una «continuación» del mundo físico para hacerlo humanamente habitable9. El hombre está en el mundo cultivándolo, continuándolo, haciendo surgir algo nuevo que no estaba precontenido en el universo material. Esa novedad es precisamente la cultura: una continuación del mundo físico hecha por el hombre, que no consiste exclusivamente en una transformación material – como fabricar instrumentos, u obtener energía eléctrica a partir de un salto de agua–, sino que es también creación de sentido –como convertir un río en frontera, o un sonido en palabra–. Esta actividad puede llamarse propiamente creativa, porque el mundo físico no exige de suyo ser continuado, ni señala en qué dirección ha de orientarse, en el caso de que el ser humano la lleve a cabo. El hombre crea cultura a partir de oportunidades que descubre, de posibilidades que no exigen de suyo ser actualizadas. Por eso no existe una única cultura humana. La diversidad cultural no es síntoma de precariedad sino al contrario: la razón humana y la realidad tienen tanta riqueza que caben distintos puntos de vista y múltiples maneras de obrar. La indeterminación de la conducta humana, la plasticidad biológica, el entendimiento y la libertad, explican que ninguna manifestación cultural agota las posibilidades operativas del hombre que, por lo mismo, puede expresarlas en formas culturales diversas. Aunque la creación cultural es necesaria para la vida humana –y se puede afirmar con Geertz que si bien no hay cultura sin hombres, tampoco habría seres humanos sin cultura–, se debe sostener al mismo tiempo que las diferentes formas que adopta el fenómeno cultural –las culturas– son contingentes. Defender el valor de la pluralidad cultural no implica en modo alguno adoptar una postura relativista. El relativismo sostiene que no existen criterios que permitan comparar el valor de las teorías, manifestaciones o productos culturales, porque no existen parámetros de evaluación externos a cada cultura. Se admite que la realidad y la validez de lo que sabemos y hacemos están culturalmente determinadas, y que toda verdad es relativa a agentes particulares de legitimación, o al ámbito interno de una cultura. Sin embargo, es evidente que existen dimensiones y productos culturales que pueden ser evaluados «objetivamente». Así, por ejemplo, se puede afirmar que la cultura X ha logrado un mayor grado de desarrollo tecnológico, o que sus prácticas médicas son más eficaces para preservar la salud de sus miembros que las de la cultura Y. Aunque otras dimensiones de la cultura –como las cuestiones estéticas, o costumbres familiares, grupales, etc.– sean difícilmente evaluables atendiendo a parámetros cuantitativos.

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Frente al relativismo, el pluralismo cultural que aquí se adopta sostiene que es posible comparar el valor de diferentes manifestaciones culturales y defender al mismo tiempo la diversidad porque se aceptan algunos criterios de valoración que son aplicables a cualquier cultura y a todos los seres humanos: los que se derivan de la naturaleza humana, en sentido filosófico: del modo de ser propio de los humanos. La naturaleza humana es la que corresponde a un ser corpóreo, personal, inteligente y libre. Estas dimensiones constituyen el fundamento de la radical dignidad e igualdad de todos los que la compartimos. De acuerdo con este principio, pueden considerarse naturalmente buenas las manifestaciones culturales que faciliten al hombre alcanzar la perfección a la que ha de tender en cuanto humano. Y así, en la vida ordinaria se formulan con frecuencia juicios a los que se atribuye implícitamente un alcance universal. Por ejemplo, personas con un mínimo de sensibilidad pertenecientes a tradiciones culturales muy diversas condenan el genocidio nazi, la tortura, el apartheid, la destrucción del medio ambiente, la explotación del hombre, el abuso de menores, etc. Este tipo de cuestiones se consideran malas en sí mismas, y en consecuencia, malas siempre, y malas para todos. Ciertamente, la justificación de los juicios éticos de valor universal no es sencilla, y exige una consideración de la naturaleza humana en sentido teleológico, no mecanicista10. Pero si la naturaleza –también la naturaleza humana– es la esencia o modo propio de ser de las cosas en cuanto principio de operaciones, lo «natural» será lo que es acorde y está en armonía con el propio modo de ser; eso es también bueno y conveniente para todos, porque orienta a cada ser a alcanzar la plenitud que corresponde. Para seguir leyendo E. Cassirer, Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, FCE, México 1994. M. G., Amilburu, «Cultura», en F. Fernández Labastida y J. A. Mercado (eds.), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL= http://www.philosophica.info/voces/cultura/Cultura.html. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona 1987.

Notas 1. Doctora en Ciencias de la Educación y doctora en Filosofía. Profesora titular de Filosofía de la Educación en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Profesora visitante de las universidades de Cambridge, Boston y Oxford. Miembro del grupo de investigación «Educación Superior Presencial y a Distancia» (ESPYD). 2. Siempre que se emplea el término «hombre» ha de entenderse como «cualquier individuo de la especie humana». 3. Cfr. J. Choza, Antropologías positivas y antropología filosófica, Cenlit, Tafalla, 1985. 4. A. L. Kroeber y C. Kluckhohn, Culture: A Critical review of concepts and definitions Harvard University Peabody Museum of American Archeology and Ethnology Papers, 47/1, The Museum, Cambridge (Massachusetts) 1952. 5. A. Gehlen, El hombre, Sígueme, Salamanca 1980, p. 42. 6. Ibídem, pp. 42-43.

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7. Cfr. J. Vicente Arregui y J. Choza, Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Rialp, Madrid 1991, pp. 445-457. 8. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona 1987, p. 46. 9. Cfr. L. Polo, ¿Quién es el hombre? Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid 1990. 10. Cfr. R. Spaemann, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1988.

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13. MARIANO ASLA1 Transhumanismo (1): ¿Es posible y deseable una autodirección de la evolución humana? n el ámbito de la naturaleza, el éxito de cualquier especie animal o vegetal depende de su capacidad de adaptación al medio. Con un margen de acción mínimo, el desajuste del cuerpo respecto del ambiente se paga con la muerte o con la merma de las posibilidades reproductivas. Solo el hombre ha logrado, mediante la cultura y la técnica, liberarse en forma parcial de este constreñimiento externo, tanto adaptando el nicho vital a sus necesidades como creando los instrumentos y dispositivos necesarios para enfrentar peligros y para sobrevivir en ambientes para los cuales su cuerpo no está naturalmente preparado. De este modo, la cultura se ha introducido en la lógica de la selección natural, en contrapunto con la dimensión biológica del hombre y con el ambiente, dando lugar a una trayectoria evolutiva e histórica que es en realidad un complejo proceso coevolutivo. Sin embargo, esta situación de excepcionalidad de la naturaleza humana en el concierto de los vivientes reconoce límites que derivan precisamente de su constitución corpórea y que, por lo menos hasta ahora, han resultado infranqueables. De entre estos límites que desafían la potencia y el optimismo de los hombres, la enfermedad, el envejecimiento y la muerte son quizás los ejemplos más conspicuos. Las narrativas transhumanistas contemporáneas contemplan explícitamente la posibilidad de trascender estos límites naturales que damos por sentados. Así, el transhumanismo, aunque es un movimiento en expansión, de fronteras difusas y compuesto por corrientes múltiples y heterogéneas, reconoce un núcleo fundamental que es la intención de aplicar las nuevas tecnologías a la modificación directa y radical de la causa de todos esos límites: la corporeidad humana. Mediante la utilización convergente de la nanotecnología, de la biología (en especial la edición génica), de la informática y de las denominadas ciencias cognitivas y neurales, los transhumanistas confían en que se podría mejorar (enhance) la naturaleza humana no solo a fin de extender significativa o incluso indefinidamente la expectativa de vida, sino también potenciar nuestras capacidades físicas, psicológicas, intelectuales y morales2. Este novedoso programa de autoperfeccionamiento podría analizarse tanto en relación con la evolución biológica de las especies como con las formas más habituales en las que se ha perfilado el progreso humano. Si se atiende a la evolución biológica (en la interpretación adaptacionista clásica), las diferencias se hacen patentes. Quizás la más importante radica en que los cambios no surgirían en el organismo en forma aleatoria, para luego ser cribados por el ambiente o por la selección sexual y sedimentados en un largo proceso de herencia genética. Por el contrario, las modificaciones serían el producto de intervenciones técnicas directas sobre el cuerpo del individuo o sobre el plasma germinal (fuente genética de un organismo).

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Estas intervenciones serían instantáneas o efectivas en el corto plazo, y estarían dotadas de una intencionalidad claramente prefijada. Del lado del progreso humano, la cuestión se torna un poco más compleja puesto que involucra semejanzas y desemejanzas. Por una parte, hay que reconocer con Alfredo Marcos, que el anhelo de ejercer una influencia positiva sobre nuestras potencialidades es inherente a la condición humana, y ha dado lugar a actividades como la terapia, el cultivo y el mejoramiento, de las cuales la técnica ciertamente nunca ha estado ausente3. Así, la técnica ha permitido el desarrollo de la medicina que tiende a conservar o devolver el normal funcionamiento al organismo, pero también ha provisto instrumentos tanto para el cultivo de los hábitos que nos potencian en la línea de lo dado, como para poder desarrollar acciones que están más allá de las posibilidades que tiene el cuerpo por sí mismo. Apoyándose en estos hechos, algunos autores transhumanistas han insistido (y no sin algo de razón) en que su programa continúa o incluso se solapa con algunas formas clásicas de automodificación humana, sobre todo aquellas en las que la técnica ejerce una influencia mayor y más evidente sobre el cuerpo. En esa línea argumental, se señala que en muchos países occidentales la frontera entre lo biológico y lo artificial se ha ido difuminando en el caso del hombre. Este hecho se manifiesta, por ejemplo, en la naturalización del uso terapéutico de las prótesis (mecánicas o electrónicas) y los heterotrasplantes, así como también en la prescripción de fármacos psicotrópicos; sin mencionar las incipientes investigaciones en estimulación magnética transcraneal. En alguna medida, la técnica ya configura, de hecho, la relación con nuestro propio cuerpo, sin que percibamos en ello una amenaza a nuestra condición humana. Sin embargo, el reconocimiento de que en el ámbito humano la dimensión natural y la cultural (técnica) se encuentran esencialmente interpenetradas, y de que en ocasiones hoy resulta difícil establecer los límites entre la terapia y el mejoramiento, no implica que estos límites no existan, ni que el transhumanismo pueda asimilarse sin más a las formas anteriores del progreso humano. Como bien observa Michael Hauskeller, en su afán de superar los límites dados y de intervenir sobre el cuerpo como raíz última de lo que escapa a nuestro control, el transhumanismo representa un menosprecio de la naturaleza y de sus dinámicas propias que no reconoce precedentes históricos significativos4. Tomado en forma completa y en sus versiones más robustas, el programa transhumanista propone una emancipación de lo biológico en casi todas sus aristas relevantes. Consideraré solo cuatro puntos. En primer lugar, el transhumanismo propone desvincular a la reproducción de la unión personal sexual y de la endogénesis (gestación en el útero materno), de forma tal que el desarrollo embrionario esté supeditado a un férreo proceso de selección, control y manipulación. El propósito es eliminar las enfermedades genéticas y congénitas, así como también evitarle a la mujer la carga del embarazo. Como contracara, podría darse un cambio en la actitud parental, por el que el hijo ya no es recibido como un don que se acoge con respeto y agradecimiento, sino como un producto que se elige y compra. 66

En segundo término, algunos transhumanistas sugieren la necesidad de adecuar la inteligencia humana a un entorno vital que es cada vez menos material y geográfico y más informático. Esto podría hacerse mediante el uso de implantes cerebrales de tipo electrónico, que vendrían así a remedar la obsolescencia del cuerpo. Sería el escenario cíborg. En tercer lugar, se ha indicado la necesidad de utilizar las nuevas tecnologías a fin de obtener un mayor dominio sobre las tendencias espontáneas, o de potenciar características prosociales como la empatía. De ese modo, se lograrían seres humanos «moralmente bio-potenciados». Finalmente, el objetivo más ambicioso del transhumanismo sería liberar al hombre del yugo del envejecimiento y de la muerte. Para ello, se ha considerado la posibilidad de operar sobre los factores genéticos del envejecimiento, o de realizar un reemplazo progresivo de los órganos biológicos por prótesis artificiales de mayor duración. Incluso, se ha llegado a especular (a mi juicio sin fundamentos racionales sólidos) sobre la posibilidad de la transferencia mental, que consistiría en la digitalización de la conciencia humana con el fin de «subirla» y «correrla» en un soporte no biológico. Ahora bien, ¿cómo analizar un programa semejante? En primer lugar, hay que discutir seriamente las propuestas transhumanistas, y hacerlo, caso por caso y punto por punto, sin caer en el riesgo de una visión supersimplificadora, que fácilmente conduciría, ya a una aceptación acrítica y pueril, ya a un rechazo cabal e indiscriminado. Luego, este análisis tendría que involucrar, por lo menos, tres ejes distintos pero relacionados: la posibilidad, la licitud moral y la deseabilidad. En el nivel más fundamental, se hace necesario contrapesar la exagerada confianza que el transhumanismo deposita en las posibilidades de la ciencia y de la técnica. Hace falta un minucioso análisis, basado en principios filosóficos y que tome en serio lo que, por lo menos hasta ahora, conocemos acerca de las leyes del universo y de la psicología humana. No todo es posible. Hay nociones que de suyo implican una contradicción como un círculo cuadrado, un soltero casado o la pretensión de mejorar moralmente a alguien «desde afuera», por la fuerza, técnicamente. Un hombre se hace bueno o malo a sí mismo por el ejercicio de su libertad, y en la medida en que obra manipulado (genética o neuralmente) en esa misma medida sus actos son menos susceptibles de una imputación moral. Por otra parte, no basta con decir que algo no es contradictorio para afirmar que es, de hecho, posible. Quizás el mejor ejemplo sea la inteligencia artificial, que siendo casi un dogma para algunos transhumanistas, es una tesis altamente problemática desde un punto de vista teórico y que resulta en la práctica muy debatida incluso entre los especialistas en tecnología de la información5. Un capítulo aparte requeriría la cuestión moral, que se basa en la naturaleza misma de los cambios que propone el transhumanismo. Algunas de estas transformaciones son moralmente inobjetables, mientras que otras son inmorales de suyo o solo resultan accesibles por medio de actos inmorales. Un ejemplo de esto último sería la intención de eliminar las enfermedades genéticas y congénitas que no resulta en sí misma inmoral, pero que sí lo es cuando implica (como en el actual estado de la técnica) el desvincular la 67

reproducción del contexto de una unión personal sexual amorosa. Tampoco pueden estar ausentes de la consideración moral las posibles consecuencias, por ejemplo, de una modificación del plasma germinal. Se ha discutido mucho, en tal sentido, que esta manipulación podría dar lugar a formas injustificables de inequidad social entre los genéticamente potenciados y los «normales». Nuevamente, el análisis tendría que involucrar un descenso al detalle que no es posible en este contexto. Finalmente, no puede darse por sentada la cuestión de si la utopía transhumanista representa realmente un horizonte deseable. En el ámbito de lo humano no toda mejora es siempre digna de ser elegida, sea por los costos que trae aparejados, sea sencillamente, porque a veces es razonable querer a las cosas (pero sobre todo a las personas) por lo que son y no simplemente como portadoras de valores que podrían ser maximizados6. No sería absurdo argumentar, sin renunciar al saludable afán de progreso, que la naturaleza humana es valiosa en sí misma y que en muchos aspectos nos gusta tal como es. Por último, considero que frente a escenarios tan alejados del contexto vital humano como los que propone el transhumanismo, no puede sino surgir cierta reacción de perplejidad razonable. Si el programa transhumanista resultara cabalmente exitoso, el resultado final del proceso sería un ser con escasa o nula incidencia de lo corpóreo y, por lo tanto, alguien con el cual tenemos tan poco en común que sería prácticamente inútil compararnos. En este punto, toda la cuestión de la deseabilidad se torna también un problema irresoluble. Para seguir leyendo N. Bostrom, y R. Roache, «Ethical issues in human enhancement», en J. Ryberg, T. Petersen y C. Wolf (eds.), New waves in applied ethics, Palgrave Macmillan, Nueva York 2008, pp. 120-152. F. Fukuyama, «Transhumanism: The world’s most dangerous idea», Foreign Policy 144 (2004) 42-43. V. C. Müller y N. Bostrom, «Future progress in artificial intelligence: A survey of expert opinion», en Vincent C. Müller (ed.), Fundamental issues of artificial intelligence, Synthese Library, Springer, Berlín 2016, pp. 553-571. V. Rakić y M. M. Ćirković, «Confronting existential risks with voluntary moral bioenhancement», Journal of Evolution and Technology 26/2 (2016) 48-59.

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Profesor de Antropología Filosófica y Ética en el Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral (Buenos Aires). Investigador del Instituto de Filosofía. Vocal del Consejo de Ética en Medicina de la Academia Nacional de Medicina Argentina. Miembro del Grupo de Interés Especial en Dolor de la Asociación Argentina para el Estudio del Dolor. 2. Sigo en este punto las definiciones más usuales de transhumanismo que pertenecen al filósofo sueco de la Universidad de Oxford Nick Bostrom. Cfr. N. Bostrom (2017). «Transhumanist FAQ: v 3.0.» en http://humanityplus.org/philosophy/transhumanist-faq/ (consultado el 4 de octubre de 2017). 3. Cfr. A. Marcos, «Filosofía de la naturaleza humana», Eikasia. Revista de Filosofía 6/35 (2010) 181-208. 4. Cfr. M. Hauskeller, Mythologies of transhumanism, Palgrave Macmillan, Nueva York 2016. 5. Cfr. V.C. Müller y N. Bostrom, «Future progress in artificial intelligence: A survey of expert opinion», en Vincent C. Müller (ed.), Fundamental issues of artificial intelligence, Synthese Library, Springer, Berlín 2016, pp.

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553-571. 6. Gerald Cohen desarrolla una interesante defensa de las posiciones conservadoras, como aquellas dispuestas a renunciar a cierta maximización para conservar la identidad de algo que se considera valioso. Este tipo de argumento puede resultar particularmente relevante frente al transhumanismo. Cfr. G. A. Cohen, «Rescuing conservatism: A defense of existing value», en Finding oneself in the other, Princeton University Press, Princeton (Nueva .Jersey) 2012, pp. 143-174.

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14. HÉCTOR VELÁZQUEZ FERNÁNDEZ1 Transhumanismo (2): ¿Mejora biotecnológica o perfeccionamiento humano? ecientemente Alejandro Llano ha escrito que el Occidente de hoy atraviesa por una desafortunada combinación de tres desencantos de la modernidad junto con la imposición de tres lógicas de acción2. Los desencantos vendrían de que la modernidad prometió que a mayor certeza, alcanzaríamos más y mejor conocimiento; que a mayor democracia, tendríamos mejor convivencia social; y que a mayor ciencia, vendría consigo más progreso para la humanidad. ¿Y qué saldo tenemos hoy? El conocimiento actual es relativista, la desigualdad social alcanza límites jamás vistos, y no pocos desarrollos científicos siguen amenazando nuestra permanencia biológica. Pero a la vez, dice Llano, se imponen hoy tres lógicas de convivencia: la del mercado, por la que para ser alguien debemos buscar ser valorados por los demás; la del Estado, para la que existir es sinónimo de dominar y extender nuestro control; y la de los mass media, según la cual si queremos ser alguien, hemos de impactar, notarnos, no pasar desapercibidos. Notoriedad, poder y provecho individualista; junto con relativismo intelectual, desigualdades sociales extremas y un riesgo de colapso como civilización ante los desarrollos amenazantes de la ciencia, hacen que propuestas como la transhumanista sean recibidas con entusiasmo dentro del mundo contemporáneo. Pues si la razón sigue un criterio de competencia y no de colaboración, de impacto mediático y no de ejemplaridad, de poder y control y no de empatía, y además no es posible alcanzar la verdad sobre prácticamente nada, no es de extrañar una propuesta que pugne por la reconfiguración radical del ser humano mediante la biotecnología, hasta llegar a diseñar on demand el ser humano que satisfaga y compense cualquier propuesta frustrada de progreso. En ese convulso contexto contemporáneo hoy se habla de transhumanismo cultural y transhumanismo tecnocientífico3. El primero defiende la necesaria superación de categorías que nos han llevado a atavismos culturales dicotómicos e irreconciliables, como las oposiciones masculino/femenino, animal/humano, viviente/máquina, natural/artificial, etc.; para cuya superación habríamos de inspirarnos en entidades asexuadas y cambiantes, ajenas a los límites entre lo vivo y lo inerte o lo natural y lo artificial, como los cíborgs. Mientras que el otro transhumanismo, el tecnocientífico, de mayor mercado y convencimiento, apuesta por la urgente necesidad de combinar nanotecnologías, biotecnologías y tecnologías de la información, así como los desarrollos de las ciencias cognitivas y las neurociencias, para avanzar hacia una modificación radical de nuestra condición humana, para eliminar aspectos no deseados y no necesarios de nuestra naturaleza: padecimientos, enfermedad, envejecimiento e incluso la condición mortal. Todo ello mediante el logro biotecnológico de una superinteligencia, un superbienestar y una superlongevidad4.

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La ruta transhumanista para lograr esas tres supercondiciones, pasaría por el desarrollo de la inteligencia artificial y la implementación de la mejora de capacidades (enhancement). La inteligencia artificial buscaría la creación de una megainteligencia o megacomputador en el que las mentes particulares fueran vaciadas con la esperanza de perpetuar nuestros pensamientos, y con ello preservar nuestra persona en un cerebro sintético, para alcanzar así la inmortalidad cibernética. Por su parte, la mejora o enhancement, que considera inútil todo intento de superación humana emprendida por la educación y el cultivo de las artes y las humanidades, exploraría atajos biotecnológicos para lograr un ser humano verdaderamente mejorado. En cualquiera de sus variantes, la propuesta transhumanista presenta importantes desafíos: en primer lugar, la necesidad de distinguir entre biotecnologías ocupadas en disminuir discapacidades o enfermedades, respecto de las biotecnologías emergentes, ocupadas en aumentar exponencialmente capacidades físicas o cognitivas que no son necesariamente disfuncionales. Un segundo desafío radica en definir la naturaleza humana, si acaso como un constitutivo irreductible, plástico y modificable mediante la intervención biotecnológica o más bien como una condición fija e intocable o alguna opción intermedia. Un tercer desafío consiste en aclarar la diferencia entre mejora o enhancement transhumanista y la noción de crecimiento o perfeccionamiento humano, que se debe al ejercicio de los hábitos del conocimiento y de la acción, y no a un mero aumento de capacidades funcionales. Y finalmente, un cuarto desafío, que obliga a plantear en qué medida y con qué fundamento deberíamos o no desear una condición humana diferente a la actual, sin enfermedades corporales o psíquicas, e incluso inmortal. Detengámonos brevemente en el problema de la distinción entre mejora transhumanista (enhancement) y perfeccionamiento o crecimiento humano. La clave del perfeccionamiento o crecimiento humano radica en que nuestra acción está proyectada hacia el futuro; esto es, no intenta completar lo inacabado (en sentido negativo) sino desplegar sin término concreto una facultad o capacidad (en sentido positivo). Esto implica que no estamos fatalmente determinados a cumplir logros concretos completos, sino a buscar resultados abiertos de combinatorias infinitas. En la mejora, en cambio, se sabe con anticipación qué capacidades deberíamos tener y cómo conseguirlas en función de nuestras circunstancias. Por ello, en cierto sentido la mejora es unidireccional y unívoca: tiene un rango, un entorno en el cual lograrse y definirse. Y así, hablamos de mejora en la práctica de un deporte, en la rapidez para leer, en la habilidad para narrar una historia o cocinar un alimento en su punto. En todas esas actividades se conoce y se fija un límite de referencia hasta cierto punto agotable: es altamente improbable que el humano pueda recorrer 100 metros en menos de 7 segundos, que llegue a bucear a una profundidad mayor a 200 metros o memorice más de 500 números telefónicos. Toda ruta paulatina para ir acercándose a esos límites, constituye una mejora medible.

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De tal modo que identificar mejora (a lograr mediante recursos biotecnológicos) con perfección y crecimiento, en el caso del ser humano tiene más sabor a retroceso que a avance; pues fijar un catálogo de adquisición de nuevas capacidades intelectuales, metabólicas o conductuales, quizá dejaría de lado otros ámbitos en los que más que mejora, se trataría de crecimiento. El atleta de alto rendimiento, el plusmarquista, quien practica halterofilia o natación, ha de priorizar, para el aumento de sus capacidades, solo aquellas actividades que estén comprometidas con el logro que busca alcanzar. Por ello dentro de su régimen de entrenamiento sería una completa pérdida de tiempo ocupar el mismo número de horas a aprender un tercer idioma, estudiar el tercer imperativo categórico o practicar el saludo esquimal; aunque todo ello en alguna medida lo hiciera crecer en conocimiento o empatía. La mejora solo tiene sentido en la medida que permite la exitosa consecución de un objetivo, por lo que toda actividad sin rendimiento útil sería ociosa. En contraste, la noción de crecimiento o perfeccionamiento antropológico parece ir por un camino diferente al de las mejoras físicas o cognitivas propuestas por el transhumanismo. El crecimiento o perfeccionamiento humano se parece más a un mar sin orillas: evoca algo originario, y en cierto sentido autofundante, sin más límite que el sujeto mismo. No parece haber en el crecimiento personal un límite predeterminable, un techo, como en la mejora medible. La perfección, el futuro, la esperanza, la verdad, solo parecen tener real sentido respecto de un umbral no topado, en el que las condiciones del aquí y el ahora no sean protagonistas sino contextuales; porque lo más importante en el crecimiento personal es el paso siguiente, no el recuento nostálgico de lo ocurrido hacia atrás, que sería ya mera anécdota. Si la condición humana está enraizada en el crecimiento y no en la mejora, en ningún momento podemos decir que hayamos llegado a nuestro tope como seres humanos. El humano puede ir a más porque nunca acaba por llegar a ser hombre, y por ello cualquier época de nuestra vida es propicia para llegar a ser más. Si el crecimiento no fuera irrestricto, la vida perdería el sentido de ser vivida, porque es dinámica, tendencial, no estática: una conquista reiterada de lo propiamente humano. El crecimiento humano se busca y se logra en el tiempo y la única frontera para ello es la muerte; su pretensión es lograr ser plenamente libre, sorprendentemente generoso, profundamente sabio, insospechadamente feliz5. El crecimiento, así, es personal e intransferible: no puedo crecer por otro, y el otro no puede perfeccionarse en mi lugar. Para los humanos, vivir supone perfeccionarse en la búsqueda de la vida lograda; en contraste con una vida desperdiciada que solo acontece o ha ocurrido anónimamente. En contraparte al crecimiento, la propuesta del enhancement parece plana, mientras que el crecimiento es fecundo, porque genera una suerte de residuo habitual que hace al sujeto más capaz de actuar, amar, admirarse, interesarse; lo cual no parece tener que ver solo con la mejora de destrezas, sino con algo de más empaque: el despliegue, el engrandecimiento como personas.

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Estas distinciones no buscan oponer a la propuesta transhumanista una obsesiva defensa de nuestra condición mortal humana, precaria y enfermiza, sino destacar que la condición humana está profundamente enraizada en el crecimiento, que no tiene tope a superar, ni record a alcanzar; a diferencia de la mejora transhumanista que busca la mera superación biotecnológica de nuestras limitaciones orgánicas o funcionales, para fincar en ello el advenimiento de mejores humanos. Para responder a los desafíos transhumanistas no basta con apelar a códigos deontológicos o a bioéticas confesionales, sino a una fundamentación de la naturaleza humana, una reflexión fuerte sobre la diferencia entre mejora y crecimiento, y una valoración sobre la conveniencia de intentar ser humanos sin dolor ni muerte. Y ello implica replantear el sentido y alcance de nuestra condición humana e identidad finita, pero también de nuestra capacidad de crecer, a la que el transhumanismo parece renunciar en beneficio de una urgencia por aumentar y medir el aumento, más que por crecer y ser más plenos. Para seguir leyendo A. Cortina y M. A. Serra (coords.), Humanidad. Desafíos éticos de las tecnologías emergentes, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2016. A. Diéguez, Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano, Herder, Madrid, 2017. H. Velázquez, «¿Es la naturaleza humana modificable mediante la biotecnología? Transhumanismo: del perfeccionamiento ético al enhancement», en «Humanos e inhumanos. Qué nos asemeja y qué nos diferencia de las restantes especies animales», Naturaleza y Libertad, Revista de Estudios Interdisciplinares 10/1 (2018) 347372.

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, España. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Profesor investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, México. 2. A. Llano, Otro modo de pensar, EUNSA, Pamplona 2016; Maravilla de maravillas: conocemos, EUNSA, Pamplona 2016. 3. Cfr. A. Diéguez, Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano, Herder, Madrid 2017, cap. 1. 4. Cfr. A. Cortina, «Transhumanismo y singularidad tecnológica. Superinteligencia, superlongevidad y superbienestar», en A. Cortina y M. A. Serra (coords.), Humanidad. Desafíos éticos de las tecnologías emergentes, Ediciones Internacionales universitarias, Madrid 2016, pp. 45-86. 5. Cfr. C. Riaza, «Crecimiento irrestricto y libertad en el pensamiento de Leonardo Polo», Anuario Filosófico 29 (1996) 987.

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III PARTE EL CONOCIMIENTO

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15. JAVIER BERNÁCER MARÍA1 ¿Somos nuestro cerebro? egún se enseña en las facultades de Filosofía, esta comenzó ante la admiración que el orden de la naturaleza causaba en los pensadores. Tras unos pocos siglos de búsqueda de los componentes fundamentales del mundo natural, cambió radicalmente el foco de interés gracias al mensaje que un filósofo recibió del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Sócrates se tomó muy en serio este mandato, y comenzó a plantearse los dos términos del mismo: ¿(1) Qué conozco y qué no conozco de (2) mí? Esta pregunta es la que ha marcado las principales corrientes filosóficas hasta el día de hoy, y de hecho los grandes puntos de inflexión en la historia de la filosofía, como el cartesiano o el kantiano, se han dado por replanteamientos de esta pregunta. Aparte de la filosofía, es legítimo que nos hagamos esta pregunta desde otros campos del saber. ¿Quién soy yo? O, mejor dicho, saliendo de nosotros mismos: ¿quién es el ser humano? Precisamente Descartes, al plantearse esta pregunta al abrigo de su estufa, empezó a desbrozar el conocimiento de sí mismo para acabar quedándose con una máxima: «Pienso, luego soy». El filósofo francés identificó lo más propio con el pensamiento. Independientemente de lo acertado de la respuesta, es indudable que cada uno de nosotros acabaríamos relacionando nuestro yo con nuestra actividad mental: pensamientos, deseos, inquietudes, certezas o, probablemente, con el conjunto de ellos. La mente es estudiada por los psicólogos y los filósofos de la mente. Pero, además, hay una disciplina científica que estudia lo que ocurre en el sistema nervioso –cerebro y demás– ante determinados procesos psicológicos: la neurociencia. En dos párrafos hemos visto cuál es la pregunta que ha movido a los filósofos a través de la historia, y que el neurocientífico tiene derecho a sentirse comprometido con ella. Entonces, ¿qué dice el neurocientífico acerca de «quién soy yo»? Lo primero que se encuentra es que en la naturaleza hay animales muy sencillos que tienen respuestas conductuales muy simples: así, un gusano tiene apenas unos cientos de neuronas –las células principales del sistema nervioso– y da para poco más que para acercarse a las cosas beneficiosas y alejarse de las perjudiciales. El ratón, sin embargo, tiene un cerebro bien formado y es capaz de tener conductas más complejas, como defender su territorio de los congéneres rivales y compartirlo con los suyos. Los primates no humanos tienen un cerebro mucho más complejo, y son capaces de elaborar respuestas aún más complicadas, como enfadarse cuando se les está dando un trato desigual con respecto a sus compañeros. En el cerebro humano se dan dos cambios significativos: aparecen más pliegues y más profundos –permitiendo así que quepan más neuronas en menos espacio–, y se desarrolla especialmente la parte prefrontal –la zona del cerebro que queda por encima de los ojos–. Esto se relaciona con todos aquellos «poderes psíquicos» que el ser humano puede ejercer y el resto de animales no, como un complejo lenguaje simbólico, la capacidad de abstracción o, volviendo a Sócrates, conocerse a sí mismo.

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Por lo tanto, lo más evidente que encuentra el neurocientífico es que el cerebro del ser humano es mucho más complejo que el de los animales no humanos. ¿Y cómo estudia el neurocientífico el cerebro humano? Resulta difícil responder a esta pregunta en un párrafo, pero se puede intentar: lo estudia indirectamente. Las técnicas de neuroimagen más consolidadas hoy día, aquellas que muestran fotos de cerebros en blanco y negro con manchas rojas, no muestran zonas activas, sino regiones cerebrales que están significativamente –en términos puramente estadísticos– más bañadas en sangre oxigenada, al hacer una tarea concreta, que cuando hacen una tarea control2. El oxígeno en sangre es una medida indirecta de actividad, porque suponemos –y así se ha comprobado en animales– que las neuronas más activas necesitan un mayor aporte de oxígeno. Hay situaciones excepcionales en que se puede registrar directamente la actividad nerviosa del cerebro humano, introduciendo unos finos receptores en su interior. Obviamente esto se hace en casos muy concretos: pacientes que necesitan una operación intracraneal como terapia, y que dan su consentimiento para participar en proyectos de investigación. Esto tiene la gran ventaja del registro directo de la actividad, pero el gran inconveniente de quedar restringido a muestras muy limitadas de sujetos – pacientes–, que probablemente no sean representativos de la población general. Por lo tanto, lo más frecuente es pedir a nuestros voluntarios que hagan una tarea muy concreta, en unas condiciones altamente determinadas, y observar indirectamente qué está pasando en sus cerebros cuando la llevan a cabo. Estos estudios funcionales se complementan con investigaciones anatómicas en tejido nervioso post mortem, y con experimentos en animales en los que sí podemos tener un registro directo de la actividad nerviosa. Las primeras tienen cada vez un carácter más funcional, y se utilizan para conocer la distribución de determinadas neuronas en ciertos núcleos cerebrales, la abundancia de neurotransmisores3 concretos en diversas áreas del cerebro, o la afectación de todas ellas en diversas patologías. Los segundos permiten analizar con más detalle la actividad nerviosa ante determinadas situaciones, como aprender a encontrar la salida de un laberinto, o ante la inyección de una droga. Además, pueden complementarse con estudios con trazadores, que permiten inyectar una sustancia coloreada en cierto núcleo cerebral, dejar que lo absorban las neuronas de ese núcleo y, con el transcurso de los días, ver a qué otro núcleo se ha transportado. De esta manera puede profundizarse en la densa red de conexiones, masiva y al mismo tiempo selectiva, que configura el cerebro del animal. El objetivo final de los estudios en animales es tratar de transferir los resultados al ser humano; así, si se comprueba que el hipocampo está relacionado con el aprendizaje espacial en el ratón, se asume que en el ser humano el proceso será similar. Estas técnicas más o menos tradicionales –de hasta más de un siglo de antigüedad– se van mejorando por el progreso general de la técnica y la increíble imaginación de los investigadores. Hoy día es posible controlar las neuronas que se desee con luz, gracias a la introducción del gen de un alga en las células nerviosas de un roedor4. O también se puede hacer transparente un trozo de tejido cerebral –¡o incluso un cerebro entero de ratón!–, incluyendo material humano post mortem, para después teñir nuestras neuronas de interés y poder visualizarlas con mayor claridad5. 76

Por lo tanto, el mensaje es que tenemos un acceso limitado al estudio del cerebro humano, a pesar de los prodigiosos avances llevados a cabo en las últimas décadas. Las principales instituciones financiadoras son conscientes de estas limitaciones, por lo que tanto la administración Obama como la Unión Europea fundaron hace unos años la BRAIN Initiative y el Human Brain Project, respectivamente. Estos colosales proyectos, financiados con miles de millones de euros, pretenden dar el impulso definitivo al estudio del cerebro para poder desentrañar los secretos que guardan los 86.000 millones de neuronas que lo pueblan. Una de las grandes pretensiones es poder reproducir un cerebro humano de manera artificial para así, por qué no, implantarle –o que emerja de él– una mente humana. Acabamos de topar con el problema clave de este texto: la relación entre la mente y el cerebro. Aunque la generalización sea injusta, creo que es acertado decir que la visión predominante en neurociencia es que la mente es un producto del cerebro: las neuronas se activan, transmiten sus descargas eléctricas a otras neuronas, músculos y glándulas, y de ahí surgen nuestros pensamientos. Es una postura razonable, teniendo en cuenta que se conocen algunas alteraciones cerebrales asociadas a problemas mentales, y que el consumo de ciertas sustancias, cuyo efecto sobre el sistema nervioso es conocido, conllevan también cambios en la actividad psicológica. La conclusión es que solo existe una cosa, lo físico, y lo mental es un subproducto. Por lo tanto, somos nuestro cerebro. Sin embargo, el neurocientífico tiene que ser crítico con su propia disciplina y con el alcance de sus experimentos. Tiene que ser, ante todo, científico. Si sus experimentos no demuestran con total certeza una relación causal entre la mente y el cerebro –es decir, que la actividad cerebral es la causa de la mente–, no debería dejarse llevar por el entusiasmo y afirmar tal cosa, o pronosticar que burlaremos a la muerte al poder descargar nuestra conciencia en un dispositivo externo y eternizar nuestro yo. La primera reacción crítica ante esta actitud es sencilla, pues se basa en los párrafos leídos anteriormente: no existe una manera adecuada de medir directamente la actividad cerebral humana en circunstancias normales. Hoy por hoy solo podemos hablar de correlatos neurales, es decir, de la actividad cerebral que se asocia o correlaciona con cierta actividad psicológica: podemos decir, por ejemplo, que un aumento en la actividad del núcleo accumbens aparece asociado a la sensación positiva al predecir una recompensa, pero no que dicho núcleo haga que nos sintamos felices. Estas son las reglas del lenguaje científico, basado en las evidencias. Pero hay, además, una segunda crítica algo más profunda y todavía biológica que invita a responder negativamente a la pregunta de si somos nuestro cerebro: nuestro sistema nervioso va más allá de nuestro cerebro. Para empezar, el cerebro está recibiendo la información que procede de los sentidos, y que no envían el estímulo –la imagen, el sonido, la textura, etcétera– tal cual está en el exterior, sino que la están codificando al lenguaje común de las neuronas: el impulso nervioso. Los receptores, por lo tanto, empiezan a dar forma a una información procedente del exterior que terminará por alcanzar el cerebro, y que se asociará con una percepción consciente. Es fundamental tener en cuenta algo: la continuidad entre el cerebro y el resto de nuestro cuerpo. Nuestro 77

organismo tiene un desarrollo común, orquestado, sincrónico y único desde el momento de la concepción hasta que se detiene por completo. No tiene sentido asignar al cerebro el papel de único portador del yo, pues sin su relación con el resto del cuerpo sería un trozo de materia orgánica desorientado y aislado incluso de sí mismo. Somos nuestro cerebro, al igual que somos nuestras manos, nuestro hígado y las yemas de nuestros dedos. ¿Y qué sucede ante un trasplante o una extirpación? Tanto nuestro cuerpo como nuestra mente, que son inseparables, se adaptarán a la nueva situación para intentar seguir siendo funcionales. Pero se puede ir todavía más lejos en esta interpretación holística: hay autores de renombre, tanto filósofos como científicos, que defienden la extended mind theory: nuestra mente no se asocia únicamente a nuestra actividad corporal, sino también a los objetos con los que interactuamos. El ejemplo que suele ponerse es magistral: si resulta convincente asumir que nuestros ojos o nuestras manos participan en la configuración de nuestra actividad mental, al relacionarnos con el medio, ¿por qué no asignar el mismo papel al bastón del ciego? El invidente conoce su entorno por medio de la vibración que le transmite su bastón sobre la superficie; por lo tanto, no es una extravagancia afirmar que la mente del ciego se extiende hasta el bastón. Demos un último paso antes de concluir: si nuestro cerebro nunca está, ha estado ni estará aislado del resto de nuestro cuerpo en ningún momento, cabe decir lo mismo de nosotros mismos con respecto al medio que nos rodea. Tanto nuestros cuerpos como nuestras mentes –que, insisto, son inseparables y tienen una interrelación ineludible– se encuentran embebidas en un entorno de objetos, estímulos y, sobre todo, personas. A la hora de responder a la pregunta de quiénes somos no podemos olvidar que somos seres relacionales, y que nuestro cuerpo-mente tiene también una interrelación ineludible con los otros. Así, el último elemento que participa en la configuración de nuestro yo es, precisamente, el otro. El constante dinamismo de nuestro sustrato orgánico y de su actividad psicológica asociada no deja de alimentarse de nuestra reciprocidad con el entorno, y sobre todo con aquellos semejantes a nosotros: las demás personas. En conclusión: somos nuestro cerebro, de la misma manera que somos el resto de nuestro cuerpo, la actividad mental que se relaciona íntimamente con él, y que nos pone en contacto con nuestro entorno. Por ello, las cuestiones importantes que afectan a nuestro yo –libertad, responsabilidad, dignidad, etc.–. han de ser tratadas de modo global, interdisciplinar y, sobre todo, con humildad, rigor y sentido común. Para seguir leyendo T. Fuchs, «The brain: A mediating organ», Journal of Consciousness Studies 18/7-8 (2011) 196-221. F. Güell y J. Bernacer, «Anatomical constitution of sense organs as a marker of mental disorders», Frontiers in Behavioral Neurosciences 9 (2015) 59. J. A. Lombo y J. M. Giménez-Amaya, La unidad de la persona: aproximación interdisciplinar desde la filosofía y la neurociencia, EUNSA, Pamplona 2013. A. Clark y D. Chalmers, «The extended mind», Analysis 58/1 (1998) 7-19.

Notas 78

1. Licenciado en Biología (2001) y en Bioquímica (2003) por la Universidad de Navarra, doctor en Neurociencias (2006) por la Universidad Autónoma de Madrid, y máster en Filosofía (2015) por la Universidad de Navarra. Investigador en el grupo «Mente-Cerebro» del Instituto Cultura y Sociedad (ICS, Universidad de Navarra), y profesor asociado de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra. 2. Por ejemplo, si estamos interesados en qué regiones cerebrales «están especialmente activas» al ver la foto de un euro (tarea de interés), presentaríamos al sujeto una foto de un euro y, después, una foto de un círculo de las mismas dimensiones y colores, pero que no sea un euro (tarea control). Entonces, compararíamos la señal entre las dos condiciones. 3. Las sustancias químicas a través de las cuales las neuronas transmiten el impulso nervioso a otras neuronas, glándulas o músculos. 4. Esta técnica, introducida en 2006, es conocida como optogenética. 5. De hecho, esta técnica se denomina CLARITY.

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16. JUAN JOSÉ SANGUINETI1 ¿Son lo mismo la conciencia el autoconocimiento y la identidad personal? La conciencia y sus relaciones a palabra «conciencia» tiene dos acepciones populares, una es la conciencia moral, o juicio personal sobre la bondad o maldad de nuestros actos, y otra es la conciencia psicológica, más amplia que la moral, que indica la autopercepción de nuestros actos, ideas, sensaciones, emociones, estados físicos, etc., de tal modo que cuando gozamos de esa situación decimos que estamos despiertos, en estado de vigilia, y cuando no es así estamos dormidos o inconscientes. La conciencia psicológica es una operación cognitiva, aunque puede ser también un estado más o menos habitual, que se mueve entre un contenido intencional y el yo como su raíz o centro. Así, cuando vamos por la calle y vemos cosas, el contenido son esas cosas que vemos, y la conciencia es la percepción de nuestros actos subjetivos de estar viendo, escuchando, etc., cosas externas, mientras que el yo es el centro subjetivo al que se refieren esos actos nuestros, pues reconducimos ese conjunto de elementos al yo que somos nosotros mismos como algo personal y unitario. Estos tres elementos –contenidos, actos, yo– deben tomarse en conjunto dentro de un cuadro perceptivo global. 1. La atención se puede dirigir bien a los contenidos, o a algo que interesa de ellos, como cuando hablamos con alguien nos fijamos en él y de modo colateral oímos los ruidos de la calle, o bien a nuestros actos o pasiones, si queremos advertir mejor cómo son, por ejemplo si notamos un dolor y queremos precisar cómo es y dónde está, o si hemos realizado un acto equivocado y reflexionamos para corregirnos. 2. En la autopercepción de nuestros actos se admite también una amplia gama de aspectos, por ejemplo sensoriales (¿oigo bien?, ¿veo bien?), intelectuales (¿cuáles son mis ideas, mis intenciones?), morales (¿he sido justo?), afectivos (¿estoy triste?, ¿por qué?), aspectos que a su vez admiten subdivisiones. A veces eso que nos sucede o lo que hacemos no se toma como una operación o pasión singular, sino como un conjunto de cosas que experimentamos, a lo que llamamos experiencia, en el sentido psicológico de la palabra (experiencia de la amistad, del trabajo, etc.). 3. La cuestión del yo será tocada en el apartado siguiente. Un punto importante es distinguir entre la conciencia sensitiva y la conciencia intelectual. Los animales tienen sensaciones, percepciones, emociones, por lo que podemos decir que poseen también una conciencia animal o sensitiva (sufren, sienten hambre, se ponen ansiosos, etc.). Sin embargo, les falta la conciencia intelectual, que va unida a un conocimiento conceptual y a una experiencia directa del sujeto como tal, el yo, de modo tal que resulta posible autodirigirse (libre albedrío). La conciencia humana asocia sensaciones y autopercepciones –sentimos dolores, gustos, etc., como los animales– al conocer conceptual de lo que nos sucede, un conocer

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conceptual adquirido gracias al lenguaje aprendido en sociedad. Así, no solo recordamos algo, sino que nos damos cuenta de que lo recordamos, sabemos que se trata de recuerdos –personas, objetos, lugares, etc., con la capacidad de distinguir entre estas cosas–, y por eso podemos dirigir nuestros recuerdos en muchas direcciones («ahora deseo recordar lo que hice ayer por la tarde», etc.). En definitiva, la conciencia humana es sensitiva e intelectiva a la vez. Al ser intelectiva, puede expresarse en un lenguaje, con el que podemos narrar a otros lo que sucede en nuestra conciencia. Autoconciencia, yo, identidad La aprehensión de nuestro yo, implícita en todo acto consciente, es intelectual, pero vivida y no abstracta, algo semejante, aunque distinto, a como captamos a otras personas. El yo se aprehende en los actos propios y exige estar despiertos, es decir, con los sentidos externos activados. A la captación de nuestro yo como tal se la suele llamar autoconciencia. Se trata de un conocimiento metafísico vivido, no abstracto, que solo con premisas empiristas puede verse como problemático. Todas las personas, si están sanas de juicio, saben quiénes son, es decir, captan su yo o su identidad personal, así como captan la existencia de las cosas del mundo. Ese yo comprende lo que ellas son, abarca los actos propios con el sentido de agencia («soy yo el responsable de esta acción»), y también el sentido de autopertenencia del cuerpo y sus partes (captar esta mano, este brazo, como míos). Nos percibimos en nuestra propia identidad a lo largo del tiempo, narrativamente, gracias a la memoria de corto y largo plazo. La autopercepción del yo no se desintegra en el tiempo, aunque tenga sus limitaciones. No es una construcción, aunque los límites de nuestra memoria exigen que reconstruyamos nuestros recuerdos alejados. Para esto, como hemos dicho, se necesitan conceptos: no podemos decir lo que nos pasa emocionalmente si no tenemos alguna idea de la emoción que estamos viviendo, y esa idea la hemos aprendido socialmente. Por identidad personal puede entenderse: a) quién es alguien mientras vive; b) la conciencia de quiénes somos, de la que hemos hablado arriba. Lo primero puede darse sin lo segundo. Somos personas, individuos de la especie humana, también mientras dormimos o estamos inconscientes, es decir, aunque no nos percibamos y quizá no podamos percibirnos por un defecto orgánico (por ser embriones, no todavía desarrollados, o por otros motivos neuropsicológicos). La persona, por tanto, no es igual a la conciencia de ser personas, ni al reconocimiento que hacen los otros de que somos personas. Todo lo visto hasta aquí tiene su base neural, aunque en estas páginas no nos detendremos en este punto. Se ha de añadir, además, que la autopercepción, con los detalles vistos, admite grados de claridad, es parcial, es falible, a veces puede ser defectuosa y, por fin, puede distorsionarse en casos patológicos, incluso en un grado muy alto. Esta variedad de posibilidades no quita valor de realidad y verdad a nuestra autoconciencia, lo mismo que las ilusiones perceptivas o los errores de los sentidos no quitan valor epistémico al conocimiento sensible. Por ejemplo, podemos dudar si un recuerdo nuestro fue real o un sueño, o por ciertos trucos podemos engañarnos sobre si 81

realmente hicimos algo, o si movimos realmente una parte del cuerpo, etc. Por otro lado, aunque nos percibimos, no aprehendemos todo lo que somos y nos sucede, y mucho de lo que somos –nuestro carácter, inclinaciones, virtudes, etc.– no es perceptible y no lo conocemos del todo. Existe una dimensión inconsciente muy amplia de nuestro psiquismo, con una parte accesible y otra inaccesible. De la conciencia al autoconocimiento Lo dicho en las últimas líneas nos lleva al tema de la autocognición, que no se limita a la autopercepción consciente, aunque esta es siempre su base. Una persona sabe, por ejemplo, que tiene un nombre, que es un ser humano, que es libre, de tal nacionalidad, que está casada, que es un profesor, que está sana, que es joven, que es varón o mujer, que es miembro de una sociedad. Estos conocimientos sobre uno mismo, que contribuyen al sentido de la propia identidad, no son sin más percibidos como tales, sino que son inteligibles y sabidos, aunque sí pueden suponer cierta experiencia vivida y algunos de ellos, no todos, pueden relacionarse con sensaciones y percepciones, así como reconocemos a una persona anciana viéndola, pero también gracias a la noción de lo que es ser ancianos. ¿Cómo se producen esos conocimientos sabidos y no percibidos acerca de nosotros mismos? Porque hemos aprendido intelectualmente lo que significa, por ejemplo, ser francés, arquitecto, etc., y poseemos cierta experiencia recordada habitualmente, en la trama de las relaciones humanas, que nos permite inducir con suficiente seguridad que somos así y así. De este modo, el recuerdo de los estudios realizados y la posesión de un diploma son la base de experiencia para saber que tenemos un título profesional. Una vez que esto se sabe, queda como un conocimiento intelectual habitual. Sabemos cómo son las demás personas de un modo parecido. Muchas cosas de lo que somos o nos sucedió las conocemos, por otro lado, gracias a lo que nos dicen los demás, o al menos esto sirve como confirmación de nuestros conocimientos propios. El influjo de la sociedad y de los demás sobre nuestra autocognición es evidente, aunque no ha de exagerarse. El modo como los demás nos ven, nos tratan, nos juzgan, influye sobre la imagen que tenemos de nosotros mismos, pero en convergencia con el conocimiento propio de lo que somos. Esto no quita que pueda haber casos de engaño y manipulación. Por ejemplo, alguien puede creer que es hijo de tal persona porque se lo han dicho y le han engañado, o alguno puede creerse inferior a como es, si los demás le subestiman. Lo dicho arriba se refiere a la autopercepción y autoconocimiento «ordinarios» que tiene normalmente cualquier persona acerca de sí misma. Existe además un saber filosófico y científico –psicológico, neuropsicológico– acerca de lo que somos, y también el credo religioso añade elementos al autoconocimiento, por ejemplo, en la fe cristiana, remarcando la conciencia de que somos pecadores, pero también hijos de Dios. Estos conocimientos influyen, como es natural, en la idea y sentimientos que tenemos acerca de nosotros mismos.

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Autoconocimiento, afectividad, autoestima Si todo conocimiento de lo concreto conlleva una valoración y así genera una actitud emotiva, mucho más sucede esto en el autoconocimiento, sobre todo porque todos tienen una natural autoestima o amor natural a sí mismos, y la misma percepción de nuestra existencia personal es gozosa, pues se capta como un valor o un bien, el bien que somos nosotros mismos. Sin embargo, como lo que somos, hacemos, sentimos, etc., posee aspectos buenos y malos –virtudes, éxitos, defectos, fracasos, etc.–, se comprende que el conocimiento de sí vaya siempre acompañado de alegrías, sorpresas, sinsabores, temores, esperanzas, etc., es decir, que en su conjunto la autocognición esté siempre teñida de afectividad. El «yo autocognitivo» es un «yo afectivo». Además, tendemos a mejorar, a estar mejor, y en definitiva a ser felices, por lo que la autocognición comporta, por una parte, la estimación de cómo somos, que puede ser real, pero a la vez poco objetiva a causa del influjo pasional, o de otros factores, tanto en la línea de una supervaloración como de una minusvaloración, y, por otra, el ideal de cómo querríamos ser y estar en el futuro. Las virtudes éticas, sobre todo la humildad y la sinceridad, al poner orden en nuestros afectos y conducta, ayudan al autoconocimiento equilibrado y optimista, con esperanza de mejorar, más todavía que otros medios también valiosos para conocernos, como son los tests, para evaluar ciertas capacidades, o el refrendo del juicio ajeno acerca de cómo somos, sobre todo de los educadores y personas que nos aprecian. El autoconocimiento en la verdad de lo que somos, incluyendo la orientación al bien que necesitamos para completar nuestra existencia, es necesario no como un fin absoluto, sino por un motivo antropológico. Solo autoconociéndonos, con nuestros límites, pero también nuestros ideales, podemos orientarnos en la vida. El autoconocimiento no consiste en encerrarse en sí mismo. Al contrario, supone abrirse, sabiéndolo, a todas las dimensiones de la persona humana. El conocimiento de sí de la persona egoísta es falseado, porque produce opacidad sobre lo que ella es. La persona que sabe abrirse con generosidad a los demás, al bien trascendente que es Dios, se conoce a sí misma en su justa relación con la creación y el mundo de las personas, y así es capaz de corregirse y de orientar su praxis hacia los fines de la vida humana. Para seguir leyendo T. Cory, Aquinas on human Self-knowledge, Cambridge University Press, Cambridge 2014. S. Dehaene, The cognitive neuroscience of consciousness, MIT Press, Cambridge (Massachusetts) 2001. –Consciousness and the brain, Viking, Nueva York 2014. J. J. Sanguineti, «Conciencia», en C. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario interdisciplinar Austral, 2017, URL= http://dia.austral.edu.ar/Conciencia#firstHeading. –El conocimiento humano, Palabra, Madrid 2005, pp. 149-176. R. van Gulick, «Consciousness», en E. Zalta (ed.), The Stanford encyclopedia of philosophy, 2016, URL= https://plato.stanford.edu/archives/win2016/entries/consciousness Ph. D. Zelazo et al. (eds.), The Cambridge handbook of consciousness, Cambridge University Press, Cambridge 2007.

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Notas 1. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra. Catedrático de Filosofía del Conocimiento en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). Miembro ordinario de la Academia Pontificia Academia Romana de Santo Tomás, de la Sociedad Tomista Argentina y del Centro Italiano de Investigación Fenomenológica (Roma). Miembro de la Comisión Directiva de la revista Acta Philosophica y del Consejo Científico de la revista Studia Poliana.

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17. JOSÉ IGNACIO MURILLO1 ¿Existe alguna diferencia entre la inteligencia humana y la inteligencia animal? l término «inteligencia» tiene un uso tan amplio que, antes de responder a esta pregunta, conviene aclararlo. Actualmente aplicamos esta palabra, además de a los seres humanos, a algunos animales y artefactos que, a semejanza de estos, poseen o simulan poseer la capacidad de proponerse y alcanzar un objetivo resolviendo dificultades apoyados en la información que adquieren desde el entorno. En este sentido solemos usar el término cuando decimos de una persona que es muy inteligente. Al aplicar esa propiedad solemos indicar la capacidad de resolver problemas en algún campo con mayor facilidad o rapidez que el resto de sus congéneres. Pero también usamos el término «inteligencia» en un sentido algo distinto para referirnos a la capacidad de innovar o crear; no solo de resolver problemas, sino, o bien de hacerlo de una manera distinta a las habituales, o bien de descubrir algo nuevo que tal vez antes ni siquiera sospechábamos. En este sentido, las personas a las que llamamos inteligentes no solo resuelven problemas, sino que pueden descubrir y plantearse problemas nuevos, aunque este sea solo el precio que hay que pagar por ampliar nuestro mundo y nuestro repertorio de posibilidades. Mientras que el primer sentido del término «inteligencia» suele aplicarse a realidades no humanas, este segundo difícilmente se extiende más allá de los miembros de nuestra especie. De todos modos, esta sencilla enumeración ya nos hace ver que su significado no está siempre claramente definido. Así, por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿existe alguna relación entre el primero y el segundo de los sentidos que hemos señalado?; y también: ¿en el primero de los sentidos, son inteligentes del mismo modo los humanos, otros animales y las máquinas? Para aclarar más las cosas, conviene complicarlas. En realidad, el término «inteligencia» traduce la palabra latina intelligo, con la que se menciona la actividad de comprender, de captar la realidad y el significado de las cosas. Una de sus variantes, intellectus, de la que proviene nuestro intelecto, sirvió para traducir el término griego noûs, con el que los filósofos griegos designaban la capacidad de conocer lo real en cuanto que real –es decir, en cuanto verdadero– como distinto de las meras apariencias. Tomada en este sentido, la inteligencia no es la capacidad de resolver problemas, sino un tipo de conocimiento en el que la naturaleza del conocer se manifiesta plenamente. Por esto no debe extrañar que los antiguos no aplicaran el término inteligencia a los animales ni a las máquinas, aunque no por eso lo consideraban exclusivo de los seres humanos. De hecho, lo atribuían a las divinidades y quizá a otros seres que pudieran mostrar un interés por la verdad y por el saber que no esté subordinado a otros más básicos como el alimento, el bienestar o la mera supervivencia. En cualquiera de los sentidos, inteligencia remite a conocimiento o, como suele decirse ahora, volviendo al término latino primitivo que lo designaba, cognición. Conocer es algo tan evidente como difícil de definir. Para Aristóteles conocer es una

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actividad vital –es decir, que solamente pueden realizar los seres vivos– que consiste en la acción por la que asimilamos una realidad, pero no materialmente, es decir, sin destruirla ni transformarnos en ella. Conocer es, por tanto, una ampliación del horizonte de un ser vivo, que le permite una conducta más adaptable y orientada hacia lo ajeno. Por eso todos los seres vivos que gozan de cognición, aunque sea en sus formas más humildes, están dotados de alguna capacidad de movimiento. El que capta lo que se encuentra fuera de sí es capaz de comportarse de algún modo respecto de aquello. Puede, por ejemplo, huir o acercarse, como consecuencia de las valoraciones que lleve a cabo sobre lo que capta. La forma más básica de cognición se da en la sensación. La sensación depende de la estimulación de unos órganos capaces de separar la información transportada por una determinada causalidad física o química, como la que provocan la luz, el calor, la presión, algunos compuestos químicos, etc. En algunas ocasiones, esos influjos se convierten en estímulos, a los que sigue inmediatamente una respuesta por parte del ser vivo. Pero, en aquellos seres vivos que tienen una mayor capacidad cognitiva, la información sensible puede ser integrada y contrastada entre sí para ofrecer una perspectiva más amplia sobre la realidad externa. Los colores y los sonidos son un modo de poseer cognitivamente la realidad (la realidad aparece, por ejemplo, ante la vista como color y ante el oído, como sonido), pero no son propiamente una representación. A la retención de esa información solemos denominarla imagen, que sí es una representación. Esta retención no es una conservación inerte de lo sentido, sino la formulación de esquemas o reglas que permiten evocar cuando sea preciso el contenido sensible que formaliza. Por eso la imaginación permite formas simples de discriminación y de categorización de lo real. Pero la cognición no termina en la imaginación. Si fuera así, el conocimiento sensible no tendría consecuencias en la conducta y sería inútil para el animal. A las imágenes podemos añadirles otras intenciones, como son la del pasado –«esto ya lo he sentido»–, con la que podemos percibir que algo lo hemos vivido y así adquirir experiencia. Y también podemos añadirles valoraciones que dependen sobre todo de nuestros intereses vitales, que captan en las imágenes posibilidades de futuro, valores, como lo útil y lo nocivo, etc. Los clásicos denominaban a estas capacidades memoria y estimativa, respectivamente. A causa de las diferencias entre nuestras valoraciones sensibles y las de otros animales, a nuestra capacidad estimativa se la denominaba cogitativa. El conocimiento sensible puede ser explicado totalmente en virtud de la actividad vital del cuerpo humano, en particular de los órganos de la sensibilidad y del sistema nervioso central. Nuestro cerebro permite asociaciones altamente complejas y la elaboración de patrones muy sutiles y comprensivos, que permiten reconocer objetos y distinguirlos, es decir, cierto grado de categorización. Algunos denominan a esto pensamiento conceptual, pero, en este caso, también nos encontramos con otra dificultad terminológica. Dejemos de lado, al menos por el momento, el término «pensamiento», para concentrarnos en la noción de concepto. Conceptos, ideas y nociones abstractas son palabras que solían reservarse para la cognición humana. Pero si por concepto 86

entendemos tan solo una forma de categorizar o distinguir entre objetos, no podemos negar esta capacidad a los animales, como algunos experimentos parecen poner de relieve. Aunque estos experimentos resultan muy valiosos para discriminar hasta dónde llegan las capacidades de cada animal, la existencia de cierta inteligencia animal resulta patente a cualquiera que haya tenido trato frecuente con los que a veces se han llamado mamíferos superiores o con algunas aves. Los animales pueden actuar movidos por una intención, reconocer objetos, emitir y comprender signos, etc. Estas conductas pueden resultar especialmente sofisticadas cuando se refieren a la interacción con otros semejantes o con los humanos. En particular, muchos animales muestran una gran capacidad de captar los estados emocionales de quienes interactúan con ellos, especialmente si les temen o experimentan una fuerte motivación para agradarles. En este sentido, preguntarse qué son capaces de hacer los animales y qué no, cuando se ofrecen a priori respuestas restrictivas, suele deparar sorpresas. De todos modos, existe acuerdo en que ninguno de los animales que conocemos posee un lenguaje como el humano. Para muchos filósofos es precisamente el lenguaje la clave de nuestro conocimiento. Saber, desde este presupuesto, no sería otra cosa que la capacidad de expresar lingüísticamente determinados enunciados. Esta tesis ha llevado a concentrarse en el estudio del lenguaje animal y en intentar enseñar a los animales un lenguaje como el nuestro, a base de la manipulación de símbolos. Aunque se ha conseguido, por ejemplo, que un chimpancé manipule cierto número de símbolos para comunicarse con los humanos, su dominio de la sintaxis revela severas limitaciones respecto de la sintaxis humana. Además no se ha observado que emplee con otros animales estos sistemas aprendidos de comunicación. Pero si volvemos a la concepción clásica de la inteligencia, la peculiaridad de la inteligencia humana no debe buscarse en primer lugar en el lenguaje, pues este es solo un vehículo para expresar lo que sabemos, lo que entendemos. Y tampoco podemos considerar que cualquier categorización es un concepto, una idea o una noción abstracta en el sentido que a estos términos les han dado diversas escuelas filosóficas. Para comprender a qué nos referimos, es preciso volver sobre la cognición y sobre su relación con la sensibilidad, es decir, con nuestra corporalidad y nuestro sistema nervioso. Podemos comenzar nuestra reflexión con una pregunta. ¿No tenemos la impresión de que, a pesar de lo mucho que compartimos con otros animales, hay algo que para nosotros es decisivo y de lo que ellos carecen? Quizá no resulta fácil de formular con palabras en qué consiste, pero lo percibimos espontáneamente y determina las expectativas que nos hacemos respecto de su conducta. En concreto, si nos centramos, pues este es nuestro tema, en el conocimiento, llama la atención que ellos carezcan del mismo interés que nosotros, al menos como especie, experimentamos hacia el conocimiento. No solo somos curiosos, como otras especies animales, sino que queremos saber qué es la realidad independientemente de la función que pueda tener para nosotros. Esta es una afirmación que resultará duro aceptar para algunos pragmatistas, pero a ella responde la existencia, universalmente atestada en la especie humana, de cosmovisiones y de lo que actualmente denominamos ciencia, en el más 87

amplio sentido del término. Nosotros no solo buscamos expedientes para resolver problemas, sino que nos interesamos por la naturaleza de las cosas. Esto es, presuponemos que lo que nos rodea tiene una cierta naturaleza o esencia, un modo de ser, que explica por qué se comporta en el modo que lo hace. Por esta razón, para nosotros el agua no es solo eso que nos refresca o que apaga aquel fuego que es un obstáculo para alcanzar nuestro objetivo, sino que es agua y, por serlo, tiene unas propiedades que le corresponden y que siempre podremos esperar de ella. Es más, cuando esas propiedades no se manifiesten en algo que consideramos agua, nos veremos instados a buscar la razón. Y todo este conocimiento es algo que podemos traer a nuestra mente y ante lo que podemos detenernos. Esta capacidad suprapragmática o suprafuncional de referirnos a la realidad es la que se encuentra contenida en expresiones como esencia, idea, noción abstracta. Por otra parte, nuestra cognición no está totalmente condicionada por lo sensible también en otro sentido: no necesitamos impresiones sensibles para que algo se presente como relevante, nuestra inteligencia está abierta a todo lo que existe o puede existir. No tenemos ninguna muestra de que en los otros animales que conviven con nosotros se dé esta apertura absoluta de la cognición. Otro aspecto de nuestra cognición que nos separa del resto de los animales es nuestra capacidad de «escapar» del movimiento, también del movimiento que consiste en el ciclo de la conducta que pasa de los estímulos a las respuestas. Como decíamos, desde el punto de vista de la sensibilidad, el tiempo es el futuro de la expectativa y el pasado de la experiencia, pero ambos forman parte de la secuencia de la acción. Los animales perciben como significativos algunos elementos del entorno y esto, combinado con la experiencia, desencadena emociones y tendencias de acción marcadas por su modo de ser. Pero el animal no se detiene, no parece capaz de salir del tiempo de la sensibilidad. Para hacerlo es preciso captar la presencia, captar lo presente como dado fuera del tiempo sensible. Esta capacidad de salir del tiempo y el movimiento es la que explica que seamos los únicos animales que medimos el tiempo, es más, que vivimos temporalmente. Solo podemos entender nuestra vida como un flujo porque también, de algún modo, por encima de él. La presencia está, como se puede comprender, muy vinculada con las dos capacidades que hemos descrito: se corresponde con nociones estables y constantes que pueden organizar nuestro conocimiento y es el primer paso de esa apertura que hemos señalado que alcanza, al menos, a todo lo que pueda hacerse presente a nuestra mente. Mente es, por cierto, otro término, también tomado del latín, que ha servido para denominar esa capacidad cognitiva especial que parece distinguirnos de otros animales por inteligentes que sean (y cuya etimología tiene que ver precisamente con «medir»). La mente humana es también capaz de conocer más allá de lo inmediatamente dado en presente y esto se manifiesta claramente en la capacidad de negar. No solo tiene sentido para nosotros «agua», sino también «no agua». Esta capacidad de negar explica que tengamos la noción de «no ser» y, por lo tanto, algo tan humano como la preocupación por la muerte. Pues, en efecto, nosotros no solo tememos lo nocivo, sino que podemos 88

concebir la posibilidad de no existir y, dada la experiencia de la muerte, esta nos lleva a preguntar si es posible que también nuestra mente se vierta total y definitivamente en la nada. A todo esto cabe añadir otra capacidad que no podemos atribuir a la sensibilidad. Los sentidos dependen, para conocer, de la inmutación física que reciben y solo pueden captar información dentro del rango que su receptividad alcanza. Pero nunca pueden sentir que sienten: la vista no puede ver que ve, ni el oído puede oír que oye. Por eso la innegable capacidad de notar (sensiblemente) que sentimos la atribuimos a otro sentido, el sensorio común, capaz de sentir los actos de otros sentidos y así compararlos. Pero tampoco él siente su propio acto, cuya existencia tenemos que deducir partiendo de lo que somos capaces de llevar a cabo. Sin embargo, no solo sabemos, sino que sabemos que sabemos. Es tal la apertura de nuestra mente que no escapa a ella tampoco su propia actividad. Es esta una de las explicaciones de que nuestra autoconciencia sea tan peculiar y, a veces, problemática. Estas capacidades abogan por admitir que en el hombre existe una capacidad cognitiva que supera los sentidos y que difícilmente puede reconducirse a lo orgánico. Si es así, efectivamente, nuestra cognición contiene algo radicalmente distinto de la de los animales, que nos hace especiales, y que no nos vuelve menos cognitivos sino que, por el contrario, parece llevar a su máxima expresión la naturaleza de la cognición. ¿Es esta afirmación solo un prejuicio de especie? Pienso que no. Como decíamos, el ser humano ha pensado a menudo que había seres superiores a él capaces de una cognición semejante. Por otro lado, si encontráramos una especie animal, en la Tierra o en otros mundos, que se mostrara capaz de conocer como nosotros, ¿no la consideraríamos más semejante a nosotros que a los chimpancés, por grande que sea nuestra proximidad genética con ellos? Para seguir leyendo J. I. Murillo, «Conocimiento humano y conocimiento animal», Naturaleza y Libertad, 10/3 (2018) 193-209. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, tomo II (Obras completas, vol. V), EUNSA, Pamplona 2016. G. Razran, «Raphael’s “idealess” behavior», Journal of Comparative and Psychological Psychology 54/4 (1961) 366-367. Tomás de Aquino, «Contra quienes sostiene que el intelecto y el sentido son lo mismo», Suma contra los gentiles, libro II, capítulo 66.

Notas 1. Profesor titular de Filosofía en la Universidad de Navarra. Imparte clases de Antropología Filosófica y Antropología Social en esa universidad y dirige el proyecto interdisciplinar «Mente-cerebro: Biología y subjetividad en la neurociencia y en la filosofía contemporáneas».

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18. FRANCISCO JOSÉ SALGUERO LAMILLAR1 ¿Qué distingue el lenguaje natural humano de los sistemas de comunicación animal? a comunicación es un continuo que se da en todas las especies animales. Incluso, desde un punto de vista muy genérico, podríamos considerar que todos los seres vivos se comunican entre sí o con su entorno, siempre que entendamos que los procesos químicos que sustentan la vida, ya sean orgánicos o no, suponen asimismo un intercambio de información entre sistemas. Este es un principio fundamental de la vida en nuestro planeta. Los procedimientos de transmisión de información que podemos observar son múltiples y variados, según el soporte de los significantes utilizados y el tipo de significados transmitidos. Si concretamos en las especies animales, la comunicación se da siempre entre individuos de la misma especie y, ocasionalmente, con individuos de otras especies. En el caso del ser humano, el comportamiento comunicativo no es esencialmente distinto del de los animales, visto de forma global. Sin embargo, cuando analizamos las características propias de los sistemas de signos que utiliza el hombre, comprobamos que existen diferencias de gran calado que hacen de la comunicación humana un fenómeno único y, a la vez, unificado en todo el planeta y para todas las culturas, no asimilable a los sistemas de comunicación que podemos observar en el resto de los seres vivos. Es habitual pensar que lo que separa la comunicación humana de la comunicación animal es el uso de palabras –signos lingüísticos orales en los que la relación entre el significante y el significado es arbitraria. El concepto de palabra, sin embargo, no es más que una elaboración del concepto más amplio de signo, y ofrece una gran variabilidad en las lenguas del mundo, desde la simplicidad estructural de las palabras monomorfemáticas en las lenguas analíticas (por ejemplo, el chino mandarín o el vietnamita), hasta la complejidad quasi-sintáctica de las palabras que componen el vocabulario de las lenguas polisintéticas (las lenguas esquimo-aleutianas, por ejemplo). También los animales utilizan para comunicarse signos en los que podemos distinguir claramente un significante y un significado bien establecido y comprensible para todos los individuos de una determinada especie, como en el caso de los primates, las aves o los cetáceos. Que la relación entre los significantes y sus significados sea más o menos arbitraria o icónica es algo muy discutible. Así, si estudiamos las llamadas de peligro de las aves, observamos una gran variabilidad de significantes, similar a la variabilidad que puede tener la palabra «peligro» de una lengua a otra. En este sentido, a lo más que podemos llegar es a la conclusión de que la variación lingüística humana es cuantitativamente mayor que la animal, y que en las distintas culturas y lenguas se usa un mayor número de signos con una mayor profusión de significados. Aquí reside, quizás, la diferencia más apreciable para el profano entre los lenguajes animales y las lenguas humanas. Pero, entonces, ¿si fuésemos capaces de enseñar el uso de un mayor

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número de signos lingüísticos a un animal –por ejemplo, a un chimpancé– se diluiría esa diferencia? ¿Hay otros aspectos relacionados con el simbolismo lingüístico que hagan que la comunicación humana y la animal difieran de un modo cualitativo más que cuantitativo? El lingüista norteamericano Charles Hockett propuso al comienzo de la década de los sesenta del siglo XX una serie de rasgos de diseño del lenguaje natural humano, algunos de los cuales son compartidos con distintas especies animales, mientras que otros son exclusivos de nuestra especie y, además, universales, pues se dan en todas las lenguas y culturas. Podemos clasificar estos rasgos, así como otros que los completan propuestos por diferentes autores, en tres grupos: Rasgos de economía de la señal Estos rasgos tienen que ver con las limitaciones físicas y psíquicas del ser humano y son compartidos con otros muchos animales: • Uso del canal vocal-auditivo para transmitir las señales. • Transmisión irradiada y recepción direccional de la señal, que permite transmitir el mensaje a un grupo amplio de individuos que reconocen la fuente de emisión. • Desvanecimiento rápido de la señal, que no es permanente y deja el canal abierto para un nuevo mensaje. • Intercambiabilidad de emisores y receptores. • Retroalimentación total, que permite al emisor monitorizar la señal para mejorar la recepción del mensaje. • Especialización de órganos, cuyas funciones originales son diversas, para la emisión de las señales. Rasgos de simbolismo Estos rasgos tienen que ver con las capacidades simbólicas y de abstracción del ser humano. Algunos pueden encontrarse en la comunicación animal, pero siempre de un modo mucho más limitado que en las lenguas humanas: • Semanticidad, las señales específicas se corresponden con significados específicos y bien definidos para evitar la ambigüedad. • Arbitrariedad, no hay una relación icónica o de semejanza entre el significante y el significado de la mayoría de los signos lingüísticos (salvo, quizás, en las onomatopeyas). • Carácter discreto de los signos y doble articulación, lo que significa que en el signo pueden distinguirse aquellos elementos que aportan significado (morfemas en la primera articulación) y los significantes orales mediante los que se realizan (fonemas en la segunda articulación). • Eficiencia en el uso de las expresiones del lenguaje, cuyo significado se adapta máximamente al contexto y la situación (como en el caso del uso de pronombres, expresiones deícticas y sintagmas generalizados o indeterminados).

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Rasgos de cognición Son rasgos propios de la mente humana que se reflejan en el lenguaje al ser este el principal medio de expresión del conocimiento: • Transmisión tradicional, que implica que el sistema lingüístico (la lengua) no es innato en los seres humanos, sino que debe ser adquirido en la infancia por contacto con los usuarios adultos, lo que hace que las lenguas estén sujetas a la variación y al cambio. • Desplazamiento, que se refiere a la habilidad humana de referirse a cosas o ideas que no están presentes espacial o temporalmente o que, incluso, pueden no ser reales. • Prevaricación, en el sentido de la capacidad de usar el lenguaje para emitir mensajes falsos conscientemente. • Reflexividad, que permite usar el sistema lingüístico para describirse a sí mismo. • Productividad, que permite a los seres humanos realizar un número ilimitado de mensajes nunca antes emitidos, de forma abierta y creativa, frente al repertorio finito y limitado de mensajes descrito en los distintos lenguajes animales. • Dualidad de patrones, o habilidad de recombinar un número finito de unidades de la primera y segunda articulaciones para crear un número infinito de palabras que, a su vez, pueden ser recombinadas en un número infinito de expresiones complejas con significado. Estas últimas características, las relacionadas con los rasgos de productividad y dualidad de patrones, son la base del uso gramaticalizado del lenguaje y la más importante diferencia entre la comunicación humana y la comunicación animal. Las grandes capacidades simbólicas del ser humano, evolucionadas a partir del desarrollo de las capacidades perceptivas, de clasificación y abstracción y de la memoria episódica y semántica, han dado lugar al uso de estructuras gramaticales en distintos niveles de complejidad del signo lingüístico, desde la estructura silábica que soporta los morfemas, hasta la estructura morfológica de las palabras y la estructura sintagmática de las oraciones. Desde un punto de vista formal, todas estas estructuras reproducen el mismo esquema de una forma que recuerda a ciertas estructuras fractales que podemos encontrar en la naturaleza. La productividad y creatividad en la comunicación humana apuntan directamente a la propiedad de la infinitud discreta, definida originalmente en el siglo XIX por Wilhelm von Humboldt como la capacidad de generar mediante un número pequeño de unidades y unas pocas reglas de combinación de estas un número infinito de expresiones complejas. Desde el punto de vista de la recepción, esto supone que debe haber una capacidad complementaria para comprender e interpretar cualquier expresión compleja novedosa generada por el emisor. Esta capacidad fue descrita por el matemático alemán Gottlob Frege como una propiedad fundamental de los sistemas complejos de signos, y ha dado lugar al denominado principio de composicionalidad, que establece que el significado de las expresiones complejas se puede inferir a partir del significado de las expresiones más simples que las componen y de las reglas de combinación usadas para generarlas.

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Ambos principios, el de la infinitud discreta y el de composicionalidad, se basan formalmente en la capacidad humana de aplicar recursivamente reglas para construir expresiones complejas a partir de otras expresiones complejas previamente construidas con reglas similares, lo que da lugar al rasgo que hemos denominado «dualidad de patrones». Por ejemplo, las reglas fonomorfológicas de una lengua nos permiten construir palabras con un significado complejo atendiendo a los significados de los morfemas utilizados y su combinación para dar lugar a una categoría semántica que, a su vez, puede entrar en combinación con otras palabras para generar frases o sintagmas de forma recursiva. Estas frases o sintagmas pueden combinarse, asimismo, mediante reglas recursivas sintácticas para dar lugar a oraciones que describen un determinado evento expresado con una determinada modalidad predicativa. Así, a partir de la raíz «pens-» podemos generar todas las formas del verbo «pensar» en español, pero también la palabra «pensador», de categoría nominal, y combinar esta con otras palabras construidas según reglas fonomorfológicas definidas por la gramática de la lengua española, para dar lugar al sintagma «los pensadores griegos». Del mismo modo, se pueden aplicar reglas de formación sintagmática para construir un sintagma aún más complejo como «los pensadores griegos de la época clásica», al que puedo volver a aplicar recursivamente una regla similar para generar «los pensadores griegos de la época clásica en las islas jónicas», y así sucesivamente sin un límite prefijado. Este sintagma, a su vez, puede combinarse con otros sintagmas construidos con idénticas reglas para dar lugar a lo que denominamos en lingüística una oración: «Los pensadores griegos de la época clásica en las islas jónicas no mantenían relaciones con los pensadores de la zona ática». Como hemos dicho, las oraciones describen eventos en las lenguas humanas, de un modo similar a los mensajes que pueden emitir los animales, que también describen eventos. Pero en el caso del lenguaje natural humano, los eventos descritos por las oraciones son estructuralmente más complejos, pues pueden modalizarse y relacionarse con otros eventos mediante las mismas reglas recursivas que sirven para construir oraciones que describen eventos simples, generándose de este modo eventos complejos: «Aunque los pensadores griegos de la época clásica en las islas jónicas no mantenían relaciones con los pensadores de la zona ática, desarrollaron teorías similares sobre el conocimiento y el ser». Los eventos, además, pueden estar modalizados temporal y aspectualmente, así como expresar modalidades lingüísticas distintas como la enunciativa (afirmativa o negativa), la imperativa, la interrogativa, la desiderativa, la epistemológica (dubitativa, certificativa, probabilística…) y otras. Este comportamiento comunicativo es exclusivo de los seres humanos, no se aprecia en los animales, y depende de las características estructurales y funcionales de las lenguas humanas, todas las cuales poseen recursos gramaticales para expresar esta gran variedad de relaciones eventivas basadas en tres esquemas eventivos simples: estados (espacio-temporales o cualitativos), procesos (movimientos o cambios de un estado inicial a un estado final) y acciones (procesos controlados por un agente). Estos esquemas eventivos se basan en un predicado, que describe el evento, y unos argumentos 93

o participantes necesarios o contingentes que interpretan diferentes papeles semánticos atribuidos por el predicado. La estructura básica de estos esquemas eventivos se denomina «estructura predicativa argumental» y es una estructura lógica recursiva que puede definirse de la siguiente manera: MOD{[PRED(arg)]arg}SAT

En esta estructura predicativa argumental, MOD representa los modalizadores del predicado que pueden ser morfemas o palabras que indiquen el tiempo, el modo, el aspecto o la modalidad oracional del evento (por ejemplo, un morfema o un auxiliar de futuro, interrogativo, negativo, de creencia, etc.). SAT representa información no necesaria que se añade a la predicación fundamental, como puede ser información temporal, espacial, comitativa, sobre la finalidad, el modo, la causa… Pero lo esencial son el predicado PRED y sus argumentos, el argumento externo arg y el interno (arg). Este argumento interno puede ser único o doble y también puede ser toda una estructura predicativa, de modo que podemos anidar dentro de un predicado una nueva estructura predicativa de forma ilimitada siguiendo el esquema recursivo: MOD{[PRED1{MOD{[PRED2(arg2)]arg2}SAT]arg1}SAT

La estructura predicativa argumental se traduce sintácticamente en oraciones de cualquier lengua según los recursos gramaticales de cada una de ellas. Por ejemplo, la estructura predicativa argumental simple inicial está tras la estructura sintáctica de la oración «Kepler descubrió las órbitas elípticas de los planetas», donde «Kepler» es el argumento externo del predicado «descubrió» y el sintagma «la órbita elíptica de los planetas» es el argumento interno. Pero podemos sustituir el argumento interno por toda una estructura predicativa –y dentro de esta nueva estructura predicativa hacer lo mismo–, para obtener la oración: «Kepler descubrió que las órbitas elípticas de los planetas barren áreas cuyos radios son proporcionales al tiempo empleado por estos en recorrer el perímetro de dichas áreas». En esta capacidad radica la verdadera especificidad del lenguaje humano, pues todas las lenguas poseen recursos para combinar los signos lingüísticos según estas estructuras, mientras que los animales no manifiestan esta capacidad, ni siquiera bajo adiestramiento específico. Para seguir leyendo W. H. Calvin y D. Bickerton, Lingua ex machina, The MIT Press Cambridge (Massachusetts) 2000 (versión castellana: Lingua ex machina, Gedisa, Barcelona 2001). Ch. Hockett, «The origin of speech», Scientific American 203 (1960) 89-97. S. Pinker, The language instinct. How the mind creates language, William Morrow and Co., Nueva York 1994 (versión castellana: El instinto del lenguaje. Cómo crea el lenguaje la mente, Alianza Editorial, Madrid 1995).

Notas 1. Se doctoró en Filosofía con la tesis «Árboles semánticos para lógica modal con algunos resultados sobre sistemas normales». Actualmente es catedrático de Lingüística General en la Universidad de Sevilla y centra su

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investigación en la teoría del significado y su relación con la conceptualización y la cognición, semántica formal, modelos formales de la gramática y modelos computacionales del diálogo.

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19. MANUEL ALFONSECA1 ¿Es posible construir máquinas más inteligentes que el hombre? esde la más remota antigüedad, el hombre no ha dejado de buscar medios para disminuir el esfuerzo necesario para la realización de su trabajo. El primer paso en esta dirección se dio hace al menos dos millones de años, con la invención de las armas y las herramientas. El segundo, hace al menos setecientos mil años, se plasmó en el dominio del fuego. Otro paso importante (la revolución neolítica) tuvo lugar hace unos diez mil años, con el comienzo de la agricultura y la ganadería. El ganado se utilizó desde el principio como un nuevo tipo de herramienta que permitía a su poseedor realizar más trabajo con menos esfuerzo. El cuarto paso trascendental fue la invención de la escritura, que tuvo lugar hace cosa de cinco mil años y abrió paso al arte literario y a la posibilidad de guardar información fuera de nuestro cerebro y de nuestro cuerpo, en papel, papiro, pergamino, etc. Hace un poco más de doscientos años comenzó una nueva revolución tecnológica, la revolución industrial, cuyas posibilidades aún no se han agotado. En sus primeras fases, los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del XX, esta revolución eliminó a los animalesherramienta que habían dominado la tecnología durante casi diez milenios, sustituyéndolos por máquinas mecánicas propulsadas por fuentes de energía nuevas: térmica, eléctrica, la energía química de los combustibles naturales, y ya en el siglo XX la nuclear, cuya existencia ni se sospechaba a finales del siglo XIX. Hacia la segunda mitad del siglo XX apareció un nuevo tipo de máquinas, las computadoras electrónicas, que ya no tratan de complementar el esfuerzo físico humano y extender el campo de acción de sus miembros, sino que intentan amplificar las actividades mentales del hombre. Estas máquinas realizan cálculos complejos a velocidades muy superiores a las nuestras, aunque suele decirse que son rígidas, que hay que especificarlo todo claramente, porque en caso contrario nos encontraremos con resultados inesperados. Muy pocos programas exhiben un comportamiento que se pueda calificar de inteligente. Sin embargo, casi desde el principio de la historia de la informática ha sido posible programar computadoras para actuar de una forma que suele considerarse inteligente. En 1956, los pioneros de la inteligencia artificial, encabezados por John McCarthy (19272011), se reunieron en un seminario en el Dartmouth College de Hanover (USA). Además de imponer nombre a la nueva disciplina, lanzaron las campanas al vuelo y predijeron que en una década habría programas capaces de traducir perfectamente entre dos lenguas humanas y de jugar al ajedrez mejor que el campeón del mundo. Esto no sería más que el primer paso. Pronto sería posible construir máquinas capaces de comportarse con inteligencia igual o superior a la nuestra, con lo que entraríamos en una nueva vía en la evolución de nuestra sociedad. El viejo sueño de construir hombres artificiales se habría hecho realidad.

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Pero las cosas no sucedieron como aquellos optimistas preveían. En 1997, treinta años después de lo previsto, se cumplió por fin el objetivo de que una máquina programada para jugar al ajedrez venciera al campeón del mundo. El objetivo de generar automáticamente traducciones perfectas entre dos lenguas humanas aún no se ha conseguido. Existen dos tipos de inteligencia artificial: 1. Inteligencia artificial débil, que abarca todas las aplicaciones que sabemos construir, en las que la máquina actúa con apariencia de inteligencia, pero está claro que no piensa. Este campo abarca aplicaciones como el proceso de textos escritos, los sistemas expertos, el reconocimiento de imágenes, los vehículos que se conducen solos, y las redes neuronales artificiales, entre otros. 2. Inteligencia artificial fuerte, máquinas programadas hipotéticas con inteligencia comparable o superior a la humana. Esta rama de la tecnología sigue siendo un objetivo muy lejano, suponiendo que sea alcanzable. Algunos pensadores creen que no lo es. Una de las ramas más prometedoras de la inteligencia artificial es el aprendizaje automático, o aprendizaje por ordenador. Algunos piensan que estas técnicas serán las que permitan pasar de una inteligencia artificial débil, como la que ahora tenemos, a la fuerte, a la de verdad. Actualmente, la forma de aprender de los programas de aprendizaje automático no se parece a la forma de aprender de los seres humanos. Un programa de aprendizaje por ordenador consta de dos partes: 1. Un algoritmo que debe resolver un problema determinado. Este algoritmo está programado por un ser humano, es como cualquier otro programa de ordenador. Pero su funcionamiento depende de cierto número de parámetros o variables (a veces miles) cuyo valor exacto se desconoce. 2. Un segundo algoritmo, llamado de aprendizaje, también programado por un ser humano, que ejecuta el primer algoritmo para una serie de casos concretos de resultado conocido y encuentra los valores óptimos que se debe asignar a cada uno de sus parámetros o variables para que dicho algoritmo obtenga el resultado deseado. Una vez ajustados esos valores, la utilidad del algoritmo de aprendizaje ha terminado, y a partir de entonces el primer algoritmo puede utilizarse por separado. Esta forma del aprendizaje por ordenador se llama aprendizaje supervisado, pues al segundo programa se le proporciona una serie de casos reales preestablecidos, y su objetivo es ajustar los parámetros del primer programa para que su resultado se aproxime lo más posible a la realidad. Es cierto que el primer programa nunca conseguirá un 100% de eficacia, pero sí suelen obtenerse resultados mejores que el 90%. Los algoritmos más utilizados para el aprendizaje supervisado fueron desarrollados durante los años ochenta del siglo pasado, y se emplean por igual en aplicaciones tan aparentemente diferentes como las redes neuronales y los sistemas expertos. En la actualidad se habla mucho de aprendizaje no supervisado, que difiere del anterior porque el propio programa que debe resolver el problema de que se trate sería capaz de aprender por sí mismo, sin necesidad de otro algoritmo independiente, en función de las experiencias a las que se vea sometido. Naturalmente, el aprendizaje no 97

supervisado no puede prescindir de recibir información externa sobre el éxito o el fracaso de su resultado. Así por ejemplo, un programa cuyo objetivo sea jugar a un juego inteligente (por ejemplo, GO) tiene que saber, para poder aprender, si la partida que acaba de jugar terminó en victoria o en derrota. Recientemente, el programa ALFA-GOZERO, desarrollado por Google, ha aprendido a jugar al GO a nivel de campeón, después de realizar millones de partidas contra sí mismo2. Este logro, que ha sido presentado como el primer resultado importante del aprendizaje no supervisado, es valioso, pero todavía estamos muy lejos de conseguir aplicaciones prácticas utilizando estos métodos, en campos más útiles que la realización de juegos tradicionalmente considerados inteligentes. La cuestión de si las máquinas inteligentes son posibles ha fascinado a los pensadores desde el principio de la informática. Así, en 1950 Alan Turing escribió: «Yo creo que en unos cincuenta años será posible programar computadoras, con una capacidad de almacenamiento de alrededor de 109, para que sean capaces de jugar tan bien al juego de la imitación que un interrogador promedio no tendrá más del 70 por ciento de probabilidad de hacer la identificación correcta después de cinco minutos de interrogatorio3.

En una prueba realizada en 2014, la predicción de Turing pareció cumplirse con 14 años de retraso cuando un chatbot (un programa que toma parte en una conversación de chat) llamado Eugene Goostman consiguió convencer al 33% de sus contertulios, tras cinco minutos de conversación, de que era un chico ucraniano de 13 años. Sin embargo, algunos analistas no ven las cosas tan claras: 1. El hecho de que el programa se hiciese pasar por un adolescente extranjero, en lugar de un compatriota adulto, aumentó el nivel de credulidad de sus contertulios en el chat. 2. Comentando este resultado, Evan Ackerman escribió: «La prueba de Turing no demuestra que un programa sea capaz de pensar. Más bien indica si un programa puede engañar a un ser humano. Y los seres humanos somos realmente tontos4». La prueba de Turing hoy se considera insuficiente para determinar si las máquinas son inteligentes o no. Como señaló John Searle en los años ochenta, el criterio fundamental que nos diferencia de todos los demás seres que conocemos es la consciencia. Mientras las máquinas no sean conscientes, no podrán compararse con nosotros. El problema es que, a día de hoy, no sabemos lo que es la consciencia, por lo que difícilmente podremos decidir con seguridad si es posible que las máquinas lleguen a tenerla. La cuestión es más filosófica que científica. A este respecto existen dos teorías filosóficas opuestas: el monismo (basta con una sola componente, a saber, la materia, para explicar el universo) y el dualismo (para explicarlo todo, hacen falta dos componentes: la materia, y el espíritu o la razón). De acuerdo con las teorías monistas, la consciencia solo es una manifestación adicional de la materia, por lo que sería posible en principio infundírsela a las máquinas (aunque podría ser muy difícil conseguirlo). De acuerdo con las teorías dualistas, en cambio, infundir consciencia a una máquina podría ser metafísicamente imposible (aunque hay formas de esta teoría según las cuales sería posible, aunque extremadamente difícil).

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Un problema adicional, relacionado con lo anterior, es si será posible garantizar que las máquinas más inteligentes que los hombres, si fuese posible construirlas, podrán ser controladas para asegurar que no causarán ningún daño a los seres humanos. Pues bien: se puede demostrar matemáticamente que la respuesta es negativa: en principio es imposible controlarlas5. Podríamos preguntarnos por qué los medios lanzan las campanas al vuelo, anunciando como inminente la consecución de un objetivo (la inteligencia artificial fuerte, o de verdad) que incluso en teoría no está claro que sea posible conseguir. Existen varias razones para esto: 1. El objetivo de los medios no es contar la verdad, sino aumentar el número de sus lectores. Para esto, abundan las noticias y los titulares sensacionalistas, porque tienen más gancho. Muchos periodistas parecen apuntarse al viejo dicho que, como suele pasar con casi todas las frases lapidarias, se ha atribuido (probablemente de forma apócrifa) a diversas personalidades, entre ellas William Randolph Hearst: «No dejes que la realidad te estropee un buen titular (o un buen reportaje)». 2. Supuestos expertos, como Ray Kurzweil, no hacen más que publicar libros anunciando la llegada inminente de la inteligencia artificial de verdad. En 1990, la predijo para el año 2000. En 1999, para el 2010. En 2009, para el 2029. Los errores de predicción apenas se divulgan, porque no son tan interesantes como las predicciones futuras. En comparación, los verdaderos expertos en inteligencia artificial son mucho menos optimistas6. La respuesta a la pregunta del título no puede ser más que una: en este momento no sabemos si será posible construir máquinas más inteligentes que los hombres. Podría ser imposible. Y si fuera posible, no está tan cerca como quieren hacernos creer. Para seguir leyendo M. Alfonseca, «Inteligencia artificial», en C. E. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario interdisciplinar Austral, 2016, URL=http://dia.austral.edu.ar/Inteligencia_artificial. C. M. Bishop, Pattern recognition and machine learning, Springer, Nueva York 2006. Sobre los argumentos de John Searle respecto a la consciencia en la máquina, véase https://en.wikipedia.org/wiki/Chinese_room.

Notas 1. Catedrático de Lenguajes y Sistemas Informáticos retirado y profesor honorario, Universidad Autónoma de Madrid. Doctor Ingeniero de Telecomunicación y licenciado en Informática, Universidad Politécnica de Madrid. Trabajó 22 años en IBM, donde alcanzó la categoría profesional de asesor técnico senior. Ha sido profesor en las universidades Politécnica, Complutense y Autónoma de Madrid. Fue director de la Escuela Politécnica Superior de la UAM en 2001-2004. 2. Cfr. D. Silver, J. Schrittwieser et al. (17 autores), «Mastering the game of Go without human knowledge», Nature 550 (2017) 354-359. DOI:10.1038/nature24270. 3. A. Turing, «Computing machinery and intelligence», Mind LIX 236 (1950): 433-460. DOI:10.1093/mind/LIX.236.433.

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4. E. Ackerman, «Can Winograd schemas replace Turing test for defining human-level AI?» IEEE Spectrum, posted 29 Jul 2014, URL: http://spectrum.ieee.org/automaton/robotics/artificial-intelligence/winograd-schemasreplace-turing-test-for-defining-humanlevel-artificial-intelligence. 5. Cfr.M. Alfonseca, M. Cebrián, A. Fernández-Anta, L. Coviello, A. Abeliuk e I. Rahwan, «Superintelligence cannot be contained», 4 Jul 2016, Cornell University, arXiv:1607.00913. 6. K. Grace, J. Salvatier, A. Dafoe, B. Zhang, O. Evans, “When Will AI Exceed Human Performance? Evidence from AI Experts”, 30 May 2017, Cornell University, arXiv:1705.08807.

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20. MIGUEL GARCÍA-VALDECASAS1 ¿Podemos conocer la verdad, o todo el conocimiento es relativo? ¿ Existe verdad? ¿Si existe, se puede conocer? Esta pregunta es, sin duda, una de las más antiguas de la historia de Occidente. A lo largo de los siglos, la mayor parte de los filósofos ha respondido a esta cuestión afirmativamente, aceptando la existencia de una verdad, y de unas capacidades cognitivas que están a su altura, pero una minoría la ha respondido negativamente. Ya en el siglo V a. C. Platón atribuyó a Protágoras, un conocido sofista, la idea de que no es posible conocer la verdad con independencia de lo que cada individuo entiende o se representa como verdadero. Protágoras pensaba que el hombre es la medida de todas cosas, y según Platón, enseñaba que «cada cosa es a mí tal y como se me aparece, al igual que cada cosa es tal y como se te aparece» (Teeteto 152a). Si Platón nos ha transmitido una versión fidedigna del pensamiento de Protágoras, según este autor no existe un estándar más alto con respecto a la verdad o falsedad de una idea que el de la percepción de cada individuo. Con esta afirmación se planteó por primera vez la posición que se conoce con el nombre de «relativismo», y que afirma que todo el conocimiento es inherentemente relativo al tiempo, al espacio, la cultura o la religión de cada época o de cada persona. Nada se puede decir verdadero o falso en sí mismo, sino solo con respecto a un contexto, generalmente particular, en el que se concibe una creencia o se hace una afirmación. Lo que se dice en un contexto vale simplemente para ese contexto, y no se puede aplicar a contextos diferentes a riesgo de desvirtuar la verdad de una afirmación. Así pues, el relativismo corrobora la intuición que subyace al conocido adagio popular que dice: «… nada es verdad, ni mentira, todo depende del color del cristal con que se mira». En términos generales, podemos distinguir dos tipos principales de relativismo: por una parte, el relativismo moral, que señala que no es posible encontrar principios morales que tengan valor universal, es decir, valedero para todo tiempo y lugar. De este modo, una acción es moralmente buena o mala para una persona y solo para ella. Señala también que los principios morales que valen para una cultura o civilización no tienen por qué valer para otra distinta, por lo que es posible defender principios morales contradictorios. Por otra, el relativismo cognoscitivo o epistemológico establece que si la verdad existe, esta debe ser relativa al individuo, su comunidad o su cultura, por lo que debemos renunciar a las verdades absolutas, es decir, a verdades valederas para individuos, comunidades o culturas a las que haya necesariamente que atenerse por su pretendido valor absoluto. En lo que sigue, se examinará el relativismo cognoscitivo o epistemológico. Este tipo de relativismo comparte importantes premisas con el relativismo moral acerca de la verdad y se puede decir sin inconvenientes que está en su base. Sin lugar a dudas, el relativismo cognoscitivo tiene mayor alcance y mayores repercusiones teóricas. De esta forma, si podemos responder adecuada y suficientemente a la pregunta por la verdad cognoscitiva –es decir, si la verdad realmente queda al alcance del conocimiento, y de si 101

existen verdades universales– deberíamos resolver el problema de la validez de las verdades o juicios morales que está en la base del relativismo moral. Para examinar los elementos teóricos que subyacen a esa pregunta, en primer lugar se presentarán las ideas más comunes bajo las que se defiende el relativismo, y que son: la relatividad de la percepción, la relatividad de los valores y la imposibilidad de justificar adecuadamente las creencias. La relatividad de la percepción El relativismo parte de una premisa bastante intuitiva: existen muchos órdenes y dimensiones de la vida en los que difícilmente se puede llegar a una verdad universal u objetiva. Por ejemplo, pocos poddrían negar la existencia de lo que podríamos llamar un «relativismo del gusto», que podría describirse así: el saber si las propiedades picantes del chile mejoran o empeoran el sabor de los alimentos depende de cada persona. De la misma forma, podría hablarse de un «relativismo visual», que se podría describir así: el color de cualquier objeto depende de sus cualidades y de los órganos visuales del sujeto perceptor. Aunque las propiedades reflectantes de un objeto rojo sean siempre las mismas, las circunstancias hacen que distintas personas puedan percibir el rojo de forma diferente, debido a múltiples factores. De esta forma, ¿qué sería propiamente el rojo? Además, podemos suponer que especies animales distintas, con órganos visuales estructuralmente distintos, puedan percibir el rojo de forma significativamente distinta. De ser así, sería imposible llegar a un acuerdo sobre el verdadero color de los objetos. En consecuencia, la percepción de los sentidos parece sujeta a argumentos relativistas que no parecen fáciles de resolver apelando al sentido común, la sensatez o la voluntad de acuerdos. La relatividad de los valores Algunos filósofos han llamado la atención sobre la variedad de convicciones existentes en torno a problemas centrales de la vida humana como la monogamia, la poligamia, las normas morales, los derechos individuales y colectivos, así como las costumbres y tradiciones. Observan que culturas que están bastante separadas en el tiempo o el espacio albergan diferencias muy significativas entre sí en torno a conceptos tan definitorios del individuo y la sociedad en la que vive. Estas diferencias revelan desacuerdos fundamentales sobre el bien, la verdad y la belleza que hacen difícil, si no imposible, la existencia de estándares homogéneos que permitan compararlas, y valorar justamente sistemas de creencias tan distintos. En consecuencia, el relativismo sostiene que las ideas, los objetivos últimos y las acciones de los individuos se insertan en un trasfondo concreto de significado, y que solo se pueden considerar verdaderas o falsas en el peculiar contexto de ese trasfondo. La imposibilidad de justificar adecuadamente las creencias

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El relativismo se ha defendido también sobre la observación de que, en cualquier debate entre dos posiciones contrarias que parecen igualmente convincentes, nunca hay, ni tiene sentido buscar, una buena alternativa. No podemos encontrar una idea superior que permita resolver el desacuerdo entre ellas. Toda justificación que se dé para hacer una u otra posición más defendible debe partir de algún enunciado (Sankey 2010, 2011). Pero como parece obvio, tal enunciado está sujeto a la pregunta: «¿En qué se basa?». A esta pregunta hay que dar una justificación anterior, que estará, a su vez, sujeta a una nueva pregunta. El problema se va así al infinito. De esta forma, algunos autores aprecian que el desacuerdo entre las partes solo se puede resolver si se acepta el relativismo, es decir, la idea de que ambas posiciones son igualmente válidas dentro de su genuino contexto. Siguiendo a Boghossian, podemos caracterizar el relativismo como «la doctrina de la validez igual», esto es, la de que «hay muchos modos de conocer el mundo que son radicalmente diferentes e incompatibles, pero igualmente válidos, incluyendo por supuesto la ciencia» (Boghossian 2006: 2). Su alusión a la ciencia es significativa, ya que en el imaginario colectivo la ciencia es el paradigma de conocimiento. Parece poco convincente decir que los teoremas matemáticos o las leyes de la física son relativos a algo distinto de sí mismos. Sin embargo, es la idea que defienden historiadores de la ciencia como T. Kuhn sobre las modas científicas imperantes, o de filósofos como W. V. O. Quine, quien señala que cada sistema científico emerge en un contexto concreto que le da sentido. Para él, hay sistemas científicos opuestos que explican coherentemente todos los datos de observación disponibles. En estos casos, nunca se podrá decir definidamente cuál de los sistemas científicos refleja genuinamente la verdad de los hechos, pues esta se debe a su contexto. Hasta aquí los argumentos a favor del relativismo. Vayamos ahora a los argumentos en contra. Estos argumentos son tres: la incoherencia del relativismo; la imposibilidad de concebir el concepto de verdad y la universalidad de los objetos de la inteligencia. La incoherencia del relativismo La acusación más fuerte que ha recibido el relativismo es la de que su posición es incoherente, y por la misma razón, insostenible. No se debe pasar por alto la importancia de esta acusación, pues es grave, y señala que el relativismo presupone justamente aquello que niega. La explicación de por qué es sencilla. El relativismo, como toda teoría, tiene una pretensión de verdad, que en su caso se cifra en la tesis de que el conocimiento es relativo al tiempo, al espacio, la cultura o la religión de cada época o de cada persona, de tal forma que –al margen de esos contextos– no podemos ni debemos concebir un concepto de verdad. Si el relativismo es verdad, la idea de que el conocimiento es relativo a una serie de contextos como los citados, también será en sí misma una idea relativa. Consecuentemente, solo hay dos formas de hacer sostenible el relativismo: la primera es plantear que hay verdades no relativizables, es decir, que son verdaderas de forma absoluta, al margen de todo contexto; la segunda, abandonarlo. Por desgracia, las dos opciones significan el fin del relativismo. 103

La imposibilidad de concebir el concepto de verdad La siguiente dificultad está ligada y se desprende de alguna manera de la anterior. Algunos filósofos han advertido nuevas consecuencias autorrefutatorias del relativismo, que en este caso afectan al concepto de verdad. Para estos autores, si se toma seriamente la premisa de que no existen verdades absolutas, seremos incapaces de dar sentido al concepto de verdad. Esta es, por ejemplo, la opinión de J. L. Mackie, quien señala que es autorrefutatorio afirmar que «no hay verdades absolutas» (Mackie 1964: 200). La verdad solo puede negarse mediante un juicio o afirmación que tiene pretensión de verdad, es decir, que tiene intención de establecer un hecho y excluir simultáneamente otro. Si no se puede aseverar con rotundidad la veracidad o falsedad de ninguna afirmación, tampoco se puede afirmar con rotundidad la veracidad o falsedad del relativismo. Y si no hay verdades absolutas, ni tiene sentido creer que una afirmación es verdadera por algo que la hace verdadera –su justificación– ni sabemos tampoco si el relativismo es verdadero. Si queremos ser coherentes, en realidad no sabemos prácticamente nada. De nuevo, por tanto, la situación parece alarmante: cuando se afirma que no hay verdades absolutas, nos vemos obligados a renunciar al relativismo. La universalidad de los objetos de la inteligencia Otras críticas aceptan la relatividad de la percepción sensible tal y como se presentó en el apartado «la relatividad de la percepción». No hay duda de que la percepción está sujeta a muchos factores de lugar y tiempo, tamaño o distancia de los objetos, además de las posibles alteraciones o deficiencias de los órganos sensibles, que hacen que las percepciones sensibles puedan variar entre sí; esto da lugar a posibles errores de percepción, aunque estos errores sean proporcionalmente escasos en la práctica. A eso se añade que especies distintas con órganos muy distintos podrían ver los colores de forma distinta. Se puede hablar así de un relativismo de la percepción. Ahora bien, si el conocimiento está jerarquizado, es decir, tiene diversos niveles, se puede señalar que todas las facultades cognoscitivas no son iguales, y que en cada nivel los objetos se captan de forma distinta. Para empezar, no todos los niveles de conocimiento captan propiedades objetivas de las cosas. Unos pueden captarlas; otros no. Esto parece cierto de lo que los filósofos han llamado «cualidades secundarias», es decir, aquellas que como el gusto o el color están a merced de los órganos de percepción. Sin embargo, el relativismo pasa por alto que los objetos de la inteligencia no son igualmente relativizables. El ejemplo de las verdades matemáticas o de las leyes de la física es suficientemente elocuente al respecto. ¿Es posible decir que la segunda ley de la termodinámica es verdadera para mí, con independencia de cómo lo sea para ti? ¿Es la ley de la gravedad una opinión científica mayoritaria? Evidentemente, la ciencia establece verdades independientes del sujeto, es decir, válidas desde toda perspectiva posible. A pesar de sus limitaciones, como lo son el acceso a la realidad a través de instrumentos de experimentación, de la complejidad de su método, la falibilidad de las hipótesis, el problema de las generalizaciones indebidas y los paradigmas científicos, la 104

ciencia proporciona verdades que podemos llamar «objetivas» (Couvalis 1997: 123), en el sentido de ser justificables más allá de experiencias particulares, que podemos considerar subjetivas, por estar basadas en cualidades secundarias. De esto se desprende que verdades como las de la segunda ley de la termodinámica no se pueden relativizar. Por razones parecidas, la filosofía también se nutre de verdades que son completamente independientes de la percepción. Las afirmaciones de la filosofía, que tienen pretensiones de verdad e universalidad máximas –puesto que tienen por objeto las últimas causas de lo real–, son igualmente objetivas. Sin ellas, no podríamos encontrar un marco de referencia y significación sobre el que hacer afirmaciones filosóficas. Así, si Protágoras estuviera en lo cierto y «cada cosa es a mí tal y como se me aparece», la filosofía no podría afirmar ni negar nada taxativamente, incluyendo, por supuesto, las tesis del relativismo. De esta forma, puesto que la filosofía es una ciencia, la conclusión es clara: es incompatible con el relativismo. Por este motivo, el relativismo se topa siempre con un gran escollo, el de tener que hacer afirmaciones que presuponen la existencia de la verdad objetiva y son así incompatibles con la naturaleza de la filosofía. No podemos, en consecuencia, aceptar la idea de que todas las afirmaciones posibles, también las que son incompatibles entre sí, tienen el mismo valor. En primer lugar, porque tal afirmación conduce a un absurdo. Si el relativismo es cierto, «el hombre que cree de sí mismo que es un huevo cocido, se diferencia de nosotros solo por estar en minoría» (B. Russell). En segundo lugar, porque no permite resolver las discrepancias de opinión, otorgando verdad a una y falsedad a otra. Los desacuerdos entre los individuos, y la existencia de grados distintos de verdad no anulan, sino que más bien prueban la existencia de una realidad independiente de nosotros. Como señalaron los medievales, «veritas supra ens fundatur» (Tomás de Aquino, De ver. q. 10, a. 12, ad 3); la verdad se funda y asienta sobre el ser de las cosas. Sabemos que existe, y que está al alcance del entendimiento humano. «El mismo hecho de dudar, tener la capacidad de plantearse el problema de la verdad, es la constatación de que podemos llegar a ella. No sabríamos qué es la verdad si no la poseyéramos; no podríamos distinguirla del error si nunca supiéramos que la conocemos» (Corazón 2002: 161). Así pues, es importante distinguir dos cosas: nuestra incapacidad para comprender la verdad en todas sus dimensiones o aspectos –es decir, agotarla–, y la imposibilidad absoluta de conocerla. No hay nada de problemático en afirmar lo primero y negar lo segundo; se puede sostener que el entendimiento humano no agota la verdad ni la conoce de manera acabada o exhaustiva, sin que eso haga imposible la existencia de creencias y afirmaciones verdaderas de valor absoluto. La cantidad y vigencia de formas de relativismo que pasan hoy por ser la forma más educada de pensar debería invitarnos a reflexionar. Bibliografía citada P. Boghossian, Fear of knowledge, Oxford University Press, Oxford 2006. R. Corazón, Filosofía del conocimiento, EUNSA, Pamplona 2002. G. Couvalis, The philosophy of science, Sage Publications, Londres 1997.

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J. L. Mackie, «Self-refutation–a formal analysis», Philosophical Quarterly 14/56 (1964) 193-203. Platón, Diálogos, vol. 5, Gredos, Madrid 1992. H. Sankey, «Witchcraft, relativism and the Problem of the criterion», Erkenntnis, 72/1 (2010) 1-16. — «Epistemic relativism and the problem of the criterion», Studies in History and Philosophy of Science Part A, 42/4 (2011) 562-570. Tomás de Aquino, Opera omnia iussu Leonis XIII P. M. edita, t. 22: Quaestiones disputatae de veritate, Ad Sanctae Sabinae/Editori di San Tommaso, Roma 1970-76.

Para seguir leyendo A. Alliota y P. Marrone, «Relativismo», en Enciclopedia filosofica, Bompiani, Milán 2006, pp. 9535-9544. P. Boghossian, Fear of Knowledge, Oxford University Press, Oxford 2006. R. Corazón, Filosofía del conocimiento, EUNSA, Pamplona 2002. J. F. Sellés, «Relativismo», en A. L. González (ed.), Diccionario de filosofía, EUNSA, Pamplona 2010, pp. 981986.

Notas 1. Ver nota del capítulo 8.

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21. LUIS E. ECHARTE1 ¿Cuál es el lugar de la belleza en la ciencia? a pregunta sobre la relación entre ciencia y belleza es muy antigua. En la Grecia clásica, la belleza era considerada esencial al conocer mismo, tanto que guardaba íntima unidad con otros dos grandes trascendentales, el de la verdad y el del bien. Pitágoras utiliza la expresión «filósofo» para denominar al amante de la sabiduría – muchos científicos contemporáneos se sentirán identificados bajo tal descripción. Pero Pitágoras añade además un importante matiz: el filósofo [para el caso, ahora también el científico] es el que se dedica a «la contemplación de lo más bello». Se ama lo que es susceptible de amor, y la realidad parece a menudo, a los ojos de quien la observa, muy hermosa. Tanto que, a lo largo de la historia, muchos han elegido hacer del conocimiento una profesión. Algunos incluso poseen la experiencia estética como principal motivación profesional. El nobel de medicina Santiago Ramón y Cajal expresa, en unas pocas líneas autobiográficas, dicha peculiar experiencia:

L

«Mi tarea comenzaba a las nueve de la mañana y solía prolongarse hasta cerca de la medianoche. Y lo más curioso es que el trabajo me causaba placer. Era una embriaguez deliciosa, un encanto irresistible. Es que, realmente, dejando aparte los halagos del amor propio, el jardín de la neurología brinda al investigador espectáculos cautivadores y emociones artísticas incomparables. En él hallaron, al fin, mis instintos estéticos plena satisfacción»2.

No es casual tampoco que Pitágoras conecte matemáticas y arte –música, escultura… todo guarda cierta misteriosa proporción. Este filósofo asume que el mundo está ordenado, y no de cualquier modo sino con un orden armónico, bello, del que podemos participar gracias a la inteligencia. Conocer la naturaleza aumenta el disfrute de su contemplación y también posibilita la creación artística. Y a la inversa, la belleza es uno de los caminos de acceso a la verdad: entre dos ideas, la más bella suele ser la verdadera. No es una interpretación obsoleta. El alemán Werner Heisenberg, premio nobel de física, también defenderá que la belleza es reflejo y criterio de verdad. De igual modo se expresa Ramón y Cajal cuando recuerda cómo sus primeros dibujos de tejido cerebral causaron la fascinación de Albert Kölliker, reputado anatomista y su más importante mentor en la comunidad científica. Kölliker escribe a Cajal sobre estos: «Los resultados obtenidos por usted son tan bellos que pienso emprender inmediatamente, ajustándome a la técnica de usted, una serie de trabajos de confirmación»3.

Un tercer aspecto sobre el lugar de la belleza en la ciencia está ligado a la responsabilidad moral del científico. Para explicarlo hemos de hablar, primero, de la experiencia de asombro –otro de los rasgos más característicos de la experiencia científica. Rachel Carson dice del asombro que es el antídoto contra el aburrimiento, contra el desencanto típico de la vida adulta y contra las preocupaciones por problemas irreales. Y 107

lo que es más importante, es una puerta de entrada «a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir»4. El conocimiento de la naturaleza alegra al ser humano porque, dice Carson, le proporciona grandes metas a las que aspirar. La afirmación de la existencia es, para Carson, la primera y más importante de todas. Y en efecto, hay una inclinación innata en el hombre, desde muy temprana edad, primero a señalar, y luego a nombrar todo lo hermoso que encuentra en su camino. Es lo que han hecho los biólogos desde siempre –antes incluso de comprender–: poner nombres. Todo nombre es, de suyo, una celebración. El asombro nace en los sentidos, afirma Carson, y se aviva en el intelecto. Destaca, así, la importancia de aprender a ver, a oír, a oler… de forma adecuada. Además, el desarrollo de la sensibilidad nos abre al misterio de la alteridad. Porque, sentir las cosas nos hace partícipes de su belleza. La posición de Carson es, en este punto, la misma que la de Pitágoras: el gozo del asombro tiene que ver con el gozo de eso que hay de bueno en lo otro y que el sujeto hace también suyo, por el simple hecho de conocer –de sentir. Carson sugiere, en definitiva, que contemplar la belleza embellece. ¿Cómo la sensibilidad nos liga con la naturaleza? ¿Qué tipo de unidad es esa? Son dos cuestiones que delimitan lo que hoy algunos enmarcan en la nueva mística de la ciencia. Por ejemplo, Albert Einstein escribe: «Lo más bello de lo que podemos tener experiencia es el misterio. Es la fuente de toda verdad, arte y ciencia. Aquel a quien sea extraña esta emoción, aquel que no pueda detenerse a maravillarse y permanecer absorto de asombro, más le valdría estar muerto –sus ojos están cerrados» 5.

Einstein va más allá, asocia la experiencia científica a la experiencia religiosa en tanto que comparten tres rasgos similares: primero, la experiencia incluye la percepción del misterio; segundo, es una experiencia asociada a un acto contemplativo –la observación tiene mayor protagonismo que la reflexión; y tercero, es una unión inefable del alma con lo otro. En el caso de las religiones, esto otro suele ser lo absoluto o divino, mientras que en el caso de la ciencia, es un otro delimitado. Sin embargo, la experiencia de este otro delimitado no tiene, según Einstein, nada de vulgar pues conduce al científico a la trascendencia –el científico sale de sí y también del objeto observado para toparse con lo que intuye que es una unidad mayor, un sentido, al que parece todo ordenado. El científico puede llegar a la conclusión de que se trata de un mero espejismo. Pero esto es diferente a no tener o a negar la existencia misma de dicha experiencia –que es lo que preocupa a Einstein en la cita de arriba– y sobre lo que Carson advierte como principal motivo de los ataques contra el medioambiente y, finalmente, contra el ser humano. En estas profundidades es donde el científico puede dar el salto de la sensibilidad a la delicadeza –la segunda gran meta que, para Carson, llena de alegría y actividad la vida de los seres humanos. Porque contemplar la naturaleza supone también un percibir las necesidades básicas del otro, una toma de conciencia que mueve al cuidado del otro. Amar es celebrar y favorecer. En el interior de las realidades naturales se asientan los límites identitarios, su esencia, y también de allí emanan los fines que le son propios, su bien, aquello a lo que cada ser tiende por ser lo que es. Es lo que otorga el primer contenido de los valores morales. Es 108

otro modo en el que la naturaleza brilla, siendo la belleza y el bien indistinguibles en dicho momento contemplativo –es un ver y solo luego un entender. Llegamos así a la conexión entre belleza y responsabilidad moral. No es una cuestión trivial pues, como advierte Carson, está en el corazón de toda crisis ecológica –toda crisis de valores: el científico que permanece impasible a la belleza de su trabajo suele delegar en otros la reflexión sobre el valor moral de sus investigaciones y potenciales aplicaciones. Edward Wilson, uno de los grandes entomólogos estadounidenses, resumen el problema con estas palabras: «La ciencia moderna todavía se considera como una actividad de resolución de problemas y como un conjunto de maravillas técnicas, cuya importancia será evaluada en un ethos extraño a la ciencia»6.

Para Wilson, que la nueva ciencia haya relegado la belleza a mero epifenómeno está provocando que la ética profesional se entregue, con completa sumisión, a los comités de expertos, a los líderes políticos, económicos o religiosos o, lo que es peor, a las modas morales imperantes. La labor del científico queda reducida, de esta forma, a puro medio: resolver los problemas que la sociedad demanda y proveer la tecnología que pueda ser comercializada. No son los científicos los que han de decidir sobre el buen o mal uso de un hallazgo, solución o técnica. En el último siglo se ha escrito abundantemente sobre los riesgos de la externalización de la conciencia y la sociedad burocratizada, que es la constituida por ciudadanos que han delegado completamente en sus líderes la responsabilidad moral de sus decisiones, así que no hay necesidad de decir mucho más sobre este asunto. Sin embargo, sí que me parece oportuno señalar, de manera sumaria y para finalizar este trabajo, algunos de los más importantes factores que han colaborado o colaboran en el desplazamiento de la belleza lejos de los intereses de la ciencia. El primer factor tiene que ver con el origen y desarrollo mismo del conocimiento. La ciencia, recuerda José Antonio Marina, nace de la poética puesto que, en los albores de la historia, el hombre trató de comprender realidades muy complejas de un modo muy natural: «sirviéndose de fenómenos comprensibles del mundo perceptivo»7. Con mitos y metáforas expresaban las primeras teorías del mundo y también su belleza. Pero, a medida que el conocimiento avanza sobre un determinado fenómeno, el número de metáforas disminuye y así también el brillo sensual de las imágenes asociadas a dicha teoría. No es el fin de las teorías bellas pues otro brillo de carácter intelectual, más ligado a la realidad sobre la que versa que al lenguaje utilizado en la explicación, va sustituyendo al primero. El problema en esta segunda luz, que puede ser más brillante, es que exige mayor preparación sensible e intelectiva. Otro factor, relacionado con el anterior, tiene que ver con que cada vez más científicos rechazan por completo la utilización de metáforas. Este es, según Max Black, uno de los grandes males traídos por el positivismo y que padecen no solo los científicos: «Destacar las metáforas de un filósofo es menospreciarlo –como lo es alabar a un lógico por su hermosa letra manuscrita. Se considera que la adicción a la metáfora es ilícita, sobre la base de que, si uno solo puede hablar metafóricamente, entonces no debiera hablar en absoluto»8.

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Mitos, metáforas y analogías cumplen, señala Black, una extraordinaria función en la vanguardia del conocimiento. Cuando una teoría científica prospera, es frecuente que se abran nuevos interrogantes e incluso que se descubran nuevos fenómenos. Todo ello requiere la formulación de más teorías que complementen o sustituyan la anterior. El primer paso en estos territorios inexplorados consistiría, para Black, en propiciar las imágenes más bellas –los mejores heraldos de toda nueva teoría. Un tercer factor que ha fomentado la separación entre ciencia y belleza es la influencia que el dualismo cartesiano ha ejercido en el pensamiento moderno. En esta corriente filosófica, el mundo material se concibe como un conjunto de máquinas, esto es, con un movimiento que se explica por causas externas, antecedentes y también materiales. Exceptuando el hombre, en el que se reconoce una sustancia espiritual, no hay fines internos en los seres naturales ni, por tanto, dinámica propia9. En la contemplación sensorial de la naturaleza, por tanto, no es posible encontrar fines en sí mismos, belleza intrínseca, ni nada que merezca dignidad o verdadero cuidado –si acaso, reflejarán la belleza del Creador, el gran relojero y, si merecen cierta protección y mejora, será la que se concede a las máquinas y otros medios dispuestos al servicio del hombre. La belleza cartesiana, como el movimiento, viene de fuera y, en último término, es fuera donde los humanistas y no los científicos, tendrán que dirigir la atención para encontrarla. El dualismo cartesiano terminó siendo sustituido por cosmovisiones de aspiración monista, de tipo materialista o idealista, pero casi todas ellas siguieron arrastrando la interpretación cartesiana de la materia. En ambas cosmovisiones, la belleza queda aún más apartada del quehacer científico. Por ejemplo, en lo que a las primeras se refiere, pensadores de la talla de Francis Bacon, John Locke o Isaac Newton, aunque guardan en sus escritos encomiables elogios sobre la belleza de la ciencia, comparten la idea que los fenómenos naturales solo pueden ser estudiados en términos cuantitativos. Y como la dimensión estética de lo real cae fuera del método, entonces debe ser sistemáticamente ignorada en las discusiones científicas. De modo parecido, en la filosofía de Immanuel Kant, probablemente una de las propuestas idealistas más influyentes de la modernidad, la experiencia estética habla del sujeto y no del objeto ya que, cuando el primero describe la belleza del segundo, lo que hace es expresar cómo le afecta ese algo –«esos hermosos ojos» significa realmente «me gustan tus ojos». La belleza queda, en definitiva, reducida a pura subjetividad. Otro importante fermento de la separación entre ciencia y belleza es la difusión del evolucionismo, esto es, la creencia de que el universo está regido, exclusivamente, por leyes físicas ciegas y por procesos de selección natural. En dicho marco, la inteligencia y la sensibilidad son funciones de adaptación al medio o, utilizando la expresión de Wilson, herramientas para resolver problemas y no para conocer la realidad ni, mucho menos, para entrar en comunión con ella. Por tanto, toda formulación sobre la realidad, ya sea en términos de verdad, bien o belleza, no cumple una función representacional sino pragmática y, como no podía ser de otro modo, subjetiva pues cambia en función de que las circunstancias medioambientales también se vean modificadas.

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En esta vuelta de tuerca que da el evolucionismo en la deriva subjetivista, la afectividad se lleva la peor parte puesto que se concibe como una forma de adaptación menos evolucionada, más animal, que el pensamiento racional. Daniel Dennett, uno de los filósofos que mejor han sabido identificar el alcance y profundidades de los planteamientos evolucionistas, reconoce que las respuestas afectivas siguen teniendo utilidad, pero sus modos y estrategias tienen una lógica distinta que la que ofrecen los niveles superiores de la cognición humana. Una vida feliz depende de la prudente combinación de ciencia y arte pero, defiende Dennett, no hay que confundir ni mezclar sus discursos pues, de otro modo, no será posible aplicar ambas con efectividad y, lo que es peor, su mezcla conducirá a callejones conceptuales que vuelvan al hombre más vulnerable10. En resumen, a la pregunta sobre el lugar de la belleza en la ciencia daremos respuesta en función de la atención y credibilidad que concedamos a las experiencias estéticas. Atención porque los estilos de vida contemporáneos, en los que todo pasa demasiado deprisa, apenas hay oportunidad para la contemplación, es decir, para experimentar el gozo que acompaña un conocimiento pausado de la realidad –no siempre sea posible vivir con lentitud pero lo que marca la diferencia es el nunca. Y credibilidad porque es labor de cada cual reflexionar sobre la naturaleza y los frutos que proporciona la confrontación con lo bello: ¿es una fuente de motivación legítima y poderosa?; ¿las corazonadas sirven de guía en momentos de incertidumbre?; y finalmente, ¿puede la belleza ayudar en el discernimiento del bien y del mal? Para seguir leyendo L. Echarte, «Emociones», en C. E. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario interdisciplinar Austral, URL=http://dia.austral.edu.ar/Emociones. U. Goodenough, The sacred depths of nature, Oxford University Press, Oxford 2015. S. Chandrasekhar, Truth and beauty: Aesthetics and motivations in science, University of Chicago Press, Chicago 2013.

Notas 1. Licenciado en Medicina, con un bachelor en Filosofía, realizó sus estudios de doctorado en Neurociencias, periodo de formación que completó en la Universidad de Berkeley, California. Profesor de Filosofía de la Medicina y Bioética, Universidad de Navarra. 2. S. Ramón y Cajal, Recuerdos de mi vida, vol. 2: Historia de mi labor científica, Moya, Madrid 1917, pp. 155156. 3. Ibídem, p. 147. 4. R. Carson, El sentido del asombro, Encuentro, Madrid 2012, pp. 44-45. 5. A. Einstein, «My Credo», en Albert Einstein-Archives, Hebrew University of Jerusalem, Israel 1932, Call Nr., 28-218.00: 1. 6. E. O. Wilson, El naturalista, Círculo de Lectores, Barcelona 1996, p.10. 7. J. A. Marina, «Poética de la ciencia», El Cultural, 11 de diciembre de 2007. 8. M. Black, Models and metaphors, Cornell University Press, Nueva York 1962, p. 25.

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9. Cfr. G. Bateson, Mind and nature, Bantam Books, Toronto/Nueva York 1980. 10. D. Dennett, Freedom Evolves, Viking Press, London 2003.

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IV PARTE LA AFECTIVIDAD

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22. ANTONIO MALO1 ¿Para qué sirven las emociones y los sentimientos? egún algunos sociólogos y psicólogos, uno de los tópicos de los que más se ha abusado en la postmodernidad es el de la afectividad. En efecto, frente al racionalismo ilustrado y al voluntarismo de la modernidad, nuestra época parece privilegiar la esfera emotiva, pues la razón no tiene hoy buena prensa, salvo cuando se aplica a la tecnología y a las ciencias experimentales. De ahí que, en la existencia de cada uno, junto a una razón instrumental, solo haya lugar para emociones y sentimientos más o menos superficiales, como se aprecia en el fenómeno de la fiebre del sábado noche, según el título de la célebre película de John Travolta. Semanalmente, jóvenes –y menos jóvenes– viven cierto tipo de esquizofrenia en relación con el tiempo: en los días laborables se someten a un orden racional, a la eficacia en el trabajo y a la búsqueda de buenos resultados, mientras que durante el fin de semana se dejan dominar por una diversión desenfrenada con la que a veces tratan de anular la propia conciencia. Hay motivos históricos y culturales que explican esa visión irracional de la afectividad, así como el prestigio de que esta goza. En efecto, nuestra cultura, por ser heredera de un Romanticismo edulcorado, rehúye los acentos heroicos y trágicos de la existencia, mientras cultiva un modo de vivir juguetón, pasota o nihilista. Es verdad que la afectividad no es racional, por lo menos en sus primeras manifestaciones. No ser racional no significa, sin embargo, que sea irracional, sino más bien que surge con anterioridad al desarrollo de la razón.

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Esencia de las emociones y los sentimientos De ahí que el estudio de la afectividad, en vez de partir de clichés –aunque sean aceptados por todos–, deba ser abordado con una actitud fenomenológica, la de ir a las cosas mismas (zur Sache selbst). En este sentido puede ser útil como primera aproximación examinar la definición de emoción que ofrece el diccionario de la Real Academia Española. Allí se lee que la emoción es una «alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática». Es interesante destacar que los dos elementos principales según dicha definición aparecen ya en la descripción que Aristóteles hace de las pasiones en su libro Sobre el alma, más de dos mil años ha. Aristóteles distingue allí dos modos de estudiar las emociones: uno físico, hoy diríamos, neurofisiológico y otro, dialéctico o filosófico. Pues, como demuestra la ciencia actual, las emociones son, por una parte, la causa espontánea de la activación de los sistemas visceral, endocrino, muscular y nervioso con que responder a la situación en que nos encontramos: de peligro, de incertidumbre, de estrés, de satisfacción, de seguridad, de pérdida, etc. Se trata de procesos instintivos, no voluntarios, que movilizan en nosotros la energía necesaria para actuar de acuerdo con lo que sentimos. Por ejemplo, cuando sentimos asco se activa en nosotros una serie de procesos que nos mueven a separarnos de lo que nos causa repugnancia o incluso, en 114

casos extremos, a producirnos el vómito. Por otra parte, el estudio de las emociones tiene mucho que ver con diversas disciplinas filosóficas: antropología, teoría del conocimiento, retórica, pragmática y ética. Por ejemplo, en la ira descubrimos, junto al sentimiento de injusticia, la hostilidad hacia el que se ha comportado injustamente (aspecto cognitivo), el deseo de venganza (aspecto antropológico y retórico) y la agresividad (aspecto conductual y, por tanto, ético). En la emoción y, sobre todo, en los sentimientos, hallamos, pues, una imagen en miniatura de la persona, en tanto que allí se da la unión de una serie de elementos diversos, cuya complejidad asemeja a la que encontramos en la estructura misma de la persona. En efecto, en la afectividad se manifiesta una unidad de composición de aspectos físicos, psíquicos y espirituales, como se observa en los cambios orgánicos, en la conciencia de la emoción, en su interpretación, valoración e integración mediante las virtudes. Así, el miedo, además de caracterizarse por una serie de cambios fisiológicos, hormonales y cerebrales, contiene en sí el juicio espontáneo de una situación como peligrosa y, por tanto, exige que se valore si es realmente tal o si, en cambio, se trata solo de una deformación de la realidad ocasionada por la imaginación o por otras causas, pues, como veremos, el juicio espontáneo de las emociones no tiene en cuenta la totalidad de la persona, sino solo la subjetividad afectada. La educación afectiva debería, por ello, enseñar a valorar las emociones y los sentimientos, ayudando así a integrarlos. De tal forma que la persona, en lugar de dejarse arrastrar por sus emociones, se sirva de ellas para actuar bien, es decir, de acuerdo con la situación real en que se halla. La afectividad humana consiste, pues, en el modo de estar la persona en diversas situaciones existenciales, más que en una pura adaptación a un determinado ambiente o en una respuesta instintiva, como en cambio ocurre con el animal. Por supuesto, en ese estar situacional hay algo semejante a una adaptación natural, debido a la espontaneidad y al ligamen que las emociones tienen con la naturaleza humana. Esta es la causa por la que todos los hombres y mujeres compartimos una serie de emociones originarias, como la sorpresa, el miedo, la ira, el desagrado, la tristeza o la alegría. Y, puesto que nuestra humanidad depende en parte de un largo proceso de hominización, en nuestras emociones podemos también encontrar muchas semejanzas con los animales. Hay que huir, por tanto, de los extremos: considerar nuestras emociones como si fueran idénticas a las de los animales o juzgarlas absolutamente distintas. Pues, como Buber sostiene sabiamente, «lo que distingue al hombre de los demás seres vivos debe entenderse en conexión con lo que el hombre tiene en común con ellos [...] de modo que en lo que hay de común pueda reconocerse la especificidad del hombre» (Buber, El principio dialógico, 1954). Así el placer y el dolor físico, que compartimos con los animales, en nosotros puede ir acompañado de emociones típicamente humanas como son la alegría y tristeza. Lo curioso es que no siempre la alegría acompaña al placer ni la tristeza al dolor físico, como sería de prever, pues alegría y tristeza son sentimientos cuya altura espiritual supera lo puramente físico y psíquico. Por eso, es posible sentir tristeza ante una acción placentera que juzgamos vergonzosa e indigna y alegría ante una acción buena que, sin embargo, cuesta sacrificio. 115

Al comparar la afectividad humana con la animal se descubre también la diferencia entre emociones y sentimientos, como la compasión, los celos, el aprecio, el orgullo, etc., pues estos últimos no se dan en el animal por carecer de espiritualidad, es decir, de conciencia personal y mundo humano. En efecto, mientras que la adecuación espontánea a la situación se presenta en las emociones con un repertorio limitado, en los sentimientos aparece de modo variado, pues el mundo humano –de valores y relaciones– es eminentemente cultural. Debido a la riqueza y complejidad de la relación entre conciencia personal y mundo, los sentimientos generan a menudo una serie de conflictos en la persona. Así, ante una misma realidad pueden establecerse relaciones múltiples y contradictorias, que dan lugar a los sentimientos y motivos para actuar más variopintos. Por ejemplo, ante una obra de arte, un espectador puede gozar de su belleza, otro –sobre todo si es un artista mediocre– sentir envidia, y otro, si es coleccionista, desear poseerla. Pero, esto no solo sucede en personas distintas, sino también en una misma persona, en la que el sentimiento de belleza puede convivir con la envidia y los celos o con el deseo de poseer la persona o el objeto que se juzga hermoso. Funciones de las emociones y los sentimientos Entender la esencia de la afectividad nos ayuda a desbrozar la cuestión central de estas páginas: ¿para qué sirven las emociones y sentimientos? En efecto, de todo lo anterior podemos deducir que su primera y principal función es permitirnos experimentar en primera persona las diversas situaciones de la propia existencia. Lo que significa que la afectividad se halla ligada a la conciencia que tenemos de nuestro vivir en el mundo; una conciencia que es anterior al pensamiento y al lenguaje. Algunos neurocientíficos hablan por ello de una conciencia primaria (Edelman, An universe of consciousness, 2000) o nuclear (Damasio, The feeling of what happens: Body and emotion in the making of consciousness, 1999). En virtud de este tipo de conciencia percibimos el estado afectivo propio o ajeno mediante el lenguaje corporal, los gestos, aunque no seamos conscientes del modo en que lo hacemos. Ocurre algo semejante a cuando dialogamos con otro, su lenguaje gestual, que acompaña la comunicación verbal, nos transmite una serie de informaciones que percibimos, sin percatarnos del todo del canal por donde nos han llegado. La conciencia nuclear humana es semejante a la de los animales, los cuales manifiestan sus emociones mediante este tipo de lenguaje y, sobre todo, mediante un comportamiento determinado. Por eso, en los animales, la función de la afectividad se reduce a la comunicación pre-verbal de lo que sienten. La conciencia de la emoción se halla ligada en ellos, necesariamente, al comportamiento. En la persona, en cambio, la conciencia de la emoción puede alcanzar mayor penetración y, por tanto, una diferente capacidad expresiva. De ahí que la segunda función de las emociones y los sentimientos sea expresiva. En efecto, a través del pensamiento y el lenguaje verbal, se alcanza la conciencia reflexiva o plena de la emoción y de los sentimientos, mediante la cual conocemos lo que nos pasa y lo que sucede a otros. De este modo, por ejemplo, la conciencia primaria de miedo, es decir, de sentirse en una situación peligrosa, llega a ser percepción del propio miedo, que 116

puede ser expresado lingüísticamente mediante una simple exclamación: ¡socorro!, o una acción voluntaria, como la fuga deliberada de ese perro que amenaza con morderme. El animal carece de este tipo de conciencia plena y, por ello, no puede darse cuenta de que tiene miedo, ni comunicarlo lingüísticamente. Se abre así ante nosotros una gama de posibilidades de las que está excluido el animal: podemos expresar las emociones como las sentimos y seguirlas como guía segura, podemos controlarlas, censurarlas, falsearlas, disimularlas, o podemos integrarlas. Esto último es posible cuando intentamos descubrir cuál es el juicio espontáneo de la situación en que nos encontramos, valorando si este corresponde a lo que constituye nuestro querer más profundo, nuestras relaciones más íntimas y proyectos. Por eso, la tercera función de las emociones y sentimientos es relacional. En efecto, no solo percibimos y conocemos lo que nos pasa siendo capaces de expresarlo lingüísticamente, sino que somos capaces de relacionarlo con la situación real en que nos encontramos. Así, la expresión de las emociones, además de darnos a conocer a los demás y a nosotros mismos, nos facilita la interacción con los demás, ya que permite predecir el posible comportamiento nuestro y suyo, asociado con las emociones. Por eso, el compartir las mismas emociones favorece la creación de lazos y relaciones personales. Por ejemplo, cuando nos sentimos amados surge en nosotros el deseo de amar; también la alegría es, como suele decirse, contagiosa. Ya en el recién nacido, los mecanismos de sintonización emotiva con los que lo rodean se hallan activados, si bien no sea aún consciente de ellos ni de las relaciones a que estos dan lugar. Los sentimientos, como la empatía, la simpatía, la compasión, el enamoramiento, etc. sirven para trabar relaciones cada vez más profundas. De ahí la importancia de reconocerlos y evaluarlos, para aceptarlos o rechazarlos libremente. La conciencia plena de la emoción y los sentimientos es fundamental en esta tarea, pues, además de que nos permite trascender la situación en que nos hallamos, nos brinda el acceso a todas las experiencias y conocimientos necesarios para saber cómo hemos de comportarnos en esa situación. En definitiva, la relación de la persona con la realidad, el conocimiento de la misma, su expresión y comunicación a los demás, nos permite establecer relaciones personales, verdaderas y profundas. La cuarta y última función es motivacional, pues hay una relación muy estrecha entre emoción y motivación. En efecto, como hemos visto, la emoción encauza la energía física y psíquica en una dirección, que corresponde a la situación en que nos encontramos; por ejemplo, el padre o la madre que sienten su familia como un bien fundamental poseen un motivo importante para trabajar mejor, con más intensidad y mayor energía. Y, al revés, la falta de motivación produce una acción débil, pues la persona se siente poco involucrada afectivamente. De todas formas, esto no significa que para actuar con intensidad uno deba sentir emociones fuertes, sino, más bien, que ha de contar con buenos motivos. Por otro lado, la persona puede dirigir la fuerza de las emociones en otra dirección, incluso contraria a la que estas conducen. A diferencia de lo que sucede en los animales, en los que los procesos neurofisiológicos de la emoción ponen en marcha un determinado comportamiento como la fuga o la agresividad, en las 117

emociones humanas estos procesos no están conectados directamente con la acción, sino solo indirectamente a través de los motivos. Al final somos nosotros mismos, a través de la razón y voluntad, los que actuamos. Así, la ira hacia alguien que nos ha pisado puede ser un motivo para insultarle o, incluso, agredirle. Los motivos no son, sin embargo, causas eficientes, por lo que es posible actuar de manera distinta a la que indican, sobre todo cuando nos percatamos de que aquella persona nos ha dado un pisotón involuntariamente. En conclusión, en todos los seres humanos existe una tendencia a la integración personal de la afectividad, que habitualmente nace del deseo de ser mejores. La integración suele alcanzarse cuando logramos unificar lo que sentimos, pensamos, decimos, queremos y hacemos. Cuando conseguimos esta unidad, descubrimos la importante función que las emociones y los sentimientos desempeñan en nuestras vidas: darnos a conocer la situación en que nos encontramos y se encuentran los otros, poder expresarla, aprender a juzgarla y valorarla éticamente, para que así nuestras relaciones con los demás sean auténticas, es decir, genuinas, no falsificadas. En definitiva, las emociones y los sentimientos tienen un papel fundamental en el feedback que hay entre conciencia personal y situación real, por una parte, y palabra, acción y relación, por otra. Así se descubre que la realidad personal no corresponde a un ambiente animal sino a un mundo humano. Notas 1. Licenciado en Filología por la Universidad de Navarra y doctor en Filosofía por la Università della Santa Croce, es catedrático de Antropología Filosófica en esa misma institución. Además de formar parte del comité científico del centro para el estudio de las relaciones interpersonales (Universidad Austral, Buenos Aires), es miembro fundador del proyecto ROR (Centro de Investigaciones de Ontología Relacional, Roma).

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23. XAVIER ESCRIBANO1 ¿Sería mejor no sentir dolor? i tuviéramos el encargo de diseñar el Paraíso, de reconstruir el Jardín del Edén para la completa felicidad del ser humano, ¿incluiríamos el dolor entre las realidades plausibles en aquel espléndido lugar? Muy probablemente no, puesto que la experiencia común revela el fenómeno doloroso como una sensación inequívocamente aversiva, ingrata, disruptiva, que genera irritación y rechazo, y que uno desearía cuanto antes alejar de sí, hacer desaparecer. El dolor no solo tiene la capacidad de molestarnos, incomodarnos o agobiarnos momentáneamente, sino que llega hasta el extremo de socavar o de producir una crisis en la experiencia que tenemos de nosotros mismos, del mundo que nos envuelve y de nuestras relaciones con los demás. No pensamos aquí únicamente en el dolor momentáneo, agudo, intenso pero pasajero, sino también en el dolor que persiste crónicamente, pese a todo y contra todo, insidiosamente, sin causa aparente y sin demasiado sentido. En el caso extremo del dolor invasivo, la atención de nuestra conciencia, que habitualmente se dirige a los asuntos que nos interesan o nos preocupan, sufre una torsión radical2 y se ve obligada a retraerse del mundo y volver sobre sí misma, enclaustrada subjetivamente en su propia y desagradable vivencia. En la experiencia dolorosa de cierta intensidad el mundo en torno se desmorona y el propio cuerpo, que antes formaba parte de un trasfondo inatendido desde el cual nos volcábamos centrífugamente hacia la actividad externa, pasa a un primer plano ocupando todo el espacio de nuestra conciencia, imponiéndose como objeto groseramente, grotescamente, indomable y desesperante. En una suerte de extraña hegemonía de las propias sensaciones corporales «ya no vemos, oímos, sentimos el mundo a través de nuestro cuerpo: al contrario, el cuerpo mismo se convierte en aquello que sentimos, llegando a ser el centro y eje de nuestra atención temática»3. La transformación de la experiencia del propio cuerpo modifica, de paso, la experiencia del mundo al que el cuerpo da acceso. En efecto, Drew Leder ha descrito de manera minuciosa la transformación profunda que el dolor inflige a la experiencia espacio-temporal vivida en primera persona: el espacio se constriñe considerablemente, el campo de acción se reduce y, en cambio, el tiempo, incluso el instante, se distiende inexplicablemente, se convierte en un medio denso, difícil de atravesar, y se eterniza el tormento. «El dolor – afirma este autor– revela la posibilidad latente del mundo sensorial de atraparnos en el presente»4. También las relaciones con otras personas se ven modificadas: siendo así que los demás sujetos no pueden, por definición, sentir mi dolor, acceder directamente a él, ni siquiera tener certeza de su existencia real, el doliente se encuentra siempre, a pesar de los gestos de comprensión o de compasión que le acompañen, en una insuperable soledad. Y cuando el dolor no es reconocido por la mirada ajena, o incluso puesto en cuestión y bajo sospecha, el dolor físico se acompaña inevitablemente de un sufrimiento

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anímico, que, a la postre, acrecienta la experiencia misma cargándola de negatividad5. De ese modo, añadimos dolor, por decirlo así, al dolor. El dolor de otro, en fin, no es fácil de presenciar, además de constituir un desagradable recordatorio de nuestra propia vulnerabilidad. Después de todo lo dicho, no parece desacertado concluir el carácter despersonalizador, desintegrador o, incluso, destructivo de la experiencia dolorosa. Saulius Geniusas lo ha expuesto de un modo sistemático. Para el citado autor, el dolor –y muy especialmente el dolor crónico– emerge como una ruptura en el núcleo de nuestra existencia personal al menos en cuatro niveles: a) en primer lugar, se produce una escisión entre el yo y el cuerpo, que aparece en la propia experiencia como un obstáculo, como algo que sin dejar de ser yo mismo, paradójicamente traiciona y resiste al yo; b) en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, queda también afectada la relación de la persona consigo misma, que al no poder realizar las tareas más básicas, pierde la confianza en sus propias capacidades; c) en tercer lugar, se produce una ruptura en la relación con el mundo, puesto que el cuerpo dolorido se convierte en un muro viviente que bloquea nuestro acceso a los otros objetos; d) en último lugar, el dolor dificulta nuestra relación con los otros, porque establece una radical asimetría, colocando a la persona doliente en una situación que no puede compartir y que en muchas ocasiones apenas es capaz de hacer comprender a los demás6. Así las cosas, si el dolor es tan destructivo y sus efectos resultan altamente despersonalizadores, ¿quién daría entrada a tal intruso en un mundo mínimamente bien diseñado? ¿Acaso no excluiríamos la experiencia dolorosa de nuestro Jardín del Edén? Sin embargo, detengámonos unos instantes en la siguiente consideración. En nuestro Paraíso sin dolor quizás cocináramos alguna vez en una placa vitrocerámica. ¿Qué ocurriría si un día por descuido nos olvidáramos una mano apoyada sobre la superficie del fogón incandescente mientras debatimos de política con un amigo invitado a cenar? ¿Qué aspecto presentaría la mano al dirigir de nuevo nuestra atención a las sartenes y las cazuelas? ¿La hallaríamos ya carbonizada, sin haber sentido, por cierto, molestia alguna? Una aproximación meramente naturalista al fenómeno del dolor, nos advierte que las sensaciones desagradables forman parte de un sistema de aviso, de una estrategia de alarma que protege al organismo del foco nocivo, de daños mayores y que impera de algún modo atención y curación. El dolor, en su sentido biológico aquí esbozado, es un mensaje muy útil para que el organismo ponga distancia respecto de un estímulo destructivo. Y una vez puesto sobre aviso y desencadenada la conducta de evitación del daño, el dolor puede persistir para que el organismo ralentice su actividad mientras restaura el equilibrio perdido. Desde esta perspectiva, no sentir dolor puede constituir una peligrosa patología, puesto que el dolor expresa de algún modo que un órgano o una parte del cuerpo pertenece a la integridad somática. San Agustín, que no era biólogo ni médico, ya vio con meridiana claridad que «lo que no duele, ya no se tiene por vivo, sino por muerto» (Sermo, XVII). Visto de este modo, casi hay que agradecer que mi sensibilidad se halle expuesta a experiencias desagradables, como voz de alarma o señal de aviso ante peligros inminentes, que me ayuda a evitar. 120

Sin lugar a dudas, el dolor físico y el sufrimiento anímico van muchas veces de la mano. De hecho, es difícil dar con dolores que no impliquen, casi necesariamente, una resonancia afectiva negativa, sea de mayor o menor envergadura. Si ha quedado fuera de duda que el dolor físico lleva a cabo una importante tarea de advertencia y de prevención que evita un daño mayor, imponiendo movimientos, reacciones, cambios en la conducta orientados a una modificación de la situación nociva, así también el sufrimiento moral o la pena nos indican sabiamente que algo no funciona o ha de cambiar en nuestra existencia personal, o bien en la situación externa que da origen a tal padecimiento. Mientras que el placer no invita a la pregunta ni a la reflexión, puesto que, como decía J. F. F. Buytendijk, «en todas las formas de intenso bienestar, de placer físico y espiritual, el hombre se olvida de sí mismo y de todo su contorno al entrar en su esfera de ilimitada plenitud vital, alegría y beatitud»7, al revés, el dolor y el sufrimiento se presentan con una estructura interrogativa y como una protesta frente a lo que daña, divide o pone en peligro a nuestro ser, sea en un nivel somático-vital, sea en un nivel anímico-espiritual. Es una llamada –a veces en forma de grito exasperado– a realizar un cambio necesario en nuestra vida o en nuestra existencia. El dolor aparece siempre como una pregunta en busca de respuesta, a veces urgente, otras veces a largo plazo, pero siempre provoca una activación del comportamiento y de la reflexión. Por este motivo, aunque resulte paradójico, la inquietud de la experiencia dolorosa puede llegar a estimular el trabajo artístico o el progreso espiritual. Se hace notar con frecuencia que el dolor, incluso intenso, puede acompañar situaciones cruciales benéficas, como el nacimiento físico, al tiempo que también puede hallarse presente en las situaciones de renacimiento espiritual. Es el trance que soporta quien deja un modo de existencia y comienza a vivir en un nuevo estadio. El poder transformativo del dolor, que puede incluir el fortalecimiento del carácter, o la adquisición de una sabiduría más profunda, por ejemplo, ha sido recogido en las más diversas culturas al amparo del ritual. Y tampoco es extraño que en situaciones precarias el individuo redescubra la importancia de la familia y la comunidad, así como crezca en él una mayor simpatía por los que sufren. Es cierto que, como decía Viktor Frankl en Homo patiens, el dolor exacerba o crispa la subjetividad sobre sí misma, conduciendo hacia el ensimismamiento y el retraímiento, pero al centrarnos en nuestro propio ser, puede constituir la puerta de acceso a la propia interioridad y poner al descubierto nuestras más propias limitaciones y posibilidades, así como la propia capacidad de resistencia o de sacrificio. El dolor nos muestra hasta qué punto nos hallamos comprometidos en nuestro cuerpo y en nuestro mundo. Ya se trate del dolor físico o del sufrimiento anímico, el malestar experimentado nos obliga a responder, a reaccionar de algún modo, a modificar la situación que da origen a la vivencia penosa. Recurriendo de nuevo a Geniusas, podría decirse que nuestra manera de responder al dolor co-determina la propia experiencia dolorosa, al tiempo que nos constituye –nos hace crecer, o nos destruye– como personas, forma la persona que llego a ser8.

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Llegados a este punto, ¿qué hacer en la construcción de un mundo feliz? ¿Incluimos o excluimos el dolor? En nuestro análisis, el fenómeno doloroso se nos ha presentado con una naturaleza paradójica y generadora de tensiones: a la vez desagradable y útil, demoledor y constructivo, indeseable y necesario, etc. Pero, una vez advertida la dificultad de análisis y la paradoja que lleva consigo el dolor, su estructura liminal9, quizás sea el momento de poner punto final a la ficción narrativa que ha estructurado la reflexión. Una lectura rápida de la prensa de hoy, 9 de diciembre de 2017, certifica lo lejos que estamos de reeditar una situación edénica: dos muertos y trescientos heridos en las protestas palestinas, conatos de violencia racista en Estados Unidos, catorce cascos azules muertos y cincuenta y tres heridos en el Congo, en nuestro país crece el número de ancianos que sufre violencia en su familia, se intenta esclarecer el caso de una violación múltiple, etc. Muchas de las cosas que vemos, oímos o leemos, y que nos llevan a pensar en un mundo sufriente apuntan a un concepto, latente hasta el momento en nuestra exposición, pero que no ha sido nombrado aún y que solo es posible mencionar fugazmente antes de cerrar el capítulo: es el mal –del cual el dolor es a veces un signo, si no una consecuencia– lo que los arquitectos del Paraíso deberían extirpar del mundo, si estuviera en sus manos hacerlo, y muy especialmente del lugar donde anida con predilección: el corazón del ser humano. Para seguir leyendo F J J. Buytendijk, El dolor, (Revista de Occidente), Madrid 1958. M. García Baró, «El dolor», en Del dolor, la verdad y el bien, Sígueme, Salamanca 2006, pp. 41-64. C. S. Lewis, El problema del dolor, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1991. —, Una pena en observación, Anagrama, Barcelona 2006. A. Serrano de Haro, «A propósito de la fenomenología del dolor», Crítica 980 (julio-agosto 2012), URL=http://www.revista-critica.com/la-revista/monografico/analisis/50-a-proposito-de-la-fenomenologia-deldolor).

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Es profesor de Antropología Filosófica en la Universitat Internacional de Catalunya, impartiendo su docencia transversalmente en diversas facultades, especialmente Salud y Humanidades. 2. Cfr. A. Serrano de Haro, «Pain experience and structures of attention: A phenomenological approach», en S. van Rysewyk (ed.), Meanings of pain, Springer International Publishing, Cham, Suiza 2016, pp. 165-180. 3. D. Leder, «Toward a phenomenology of pain», Review of Existential Psychology and Psychiatry, 19/50-51 (1984), 255-266, p. 255. 4. Ibídem, p. 256. 5. Cfr. E .J. Cassel, «The nature of suffering and the goals of medicine», The New England Journal of Medicine, 306/11 (1982) 639-645. 6. Cfr. S. Geniusas, «Phenomenology of chronic pain: De-personalization and re-personalization», en S. van Rysewyk (ed.), Meanings of pain, Springer International Publishing, Cham, Suiza, 2016, pp. 147-164, esp. pp.153-154.

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7. FJJ. Buytendijk, El dolor, Revista de Occidente, Madrid 1958, p. 31. 8. Cfr. S. Geniusas, «Phenomenology of chronic pain», art. cit., pp. 156-157. 9. Cfr. D. Leder, «The experiential paradoxes of pain», Journal of Medicine and Philosophy 41 (2016) 444-460, p. 459.

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24. FRANCISCO RODRÍGUEZ VALLS1 ¿Se pueden gestionar las propias emociones? e atribuye a Aristóteles la idea de que tener emociones, por poner un ejemplo, la ira, es fácil, pero enfadarse cuando se debe, con quien se debe y por el motivo adecuado no resulta tan fácil. Esa afirmación, que es evidente por sí misma, recoge toda una experiencia de la vida emocional que pone el dedo en la llaga de la función que la afectividad desempeña como componente de la estructura de la subjetividad humana. La afectividad forma parte de esa estructura y es tarea del propio sujeto armonizarla con el resto de las instancias que lo componen para conseguir la madurez como ser humano. Una afectividad madura únicamente es posible dentro de una estructura de la subjetividad bien integrada. Incluso más, podríamos definir la madurez en ese mismo sentido como la adecuada integración de la subjetividad. Esta es la idea que quiero esclarecer y a la que responden los términos «inteligencia emocional». Vayamos por partes para expresar estas ideas de la manera más clara posible. ¿Está el ser humano sometido a las mismas emociones primitivas que cualquier animal? Por ser una entidad biológica hay que decir que sí –sometido no es estar esclavizado sino, en este caso, solo padecerlas necesariamente–; y hay que decirlo en tanto que la función de la afectividad, en su versión más simple, consiste en mantenernos en la existencia a través de los mecanismos que gestionan las acciones de ir tras de lo que procura placer (como afirmación de la unidad del viviente) y de rechazar lo que produce dolor (síntoma de la destrucción y degeneración física del viviente). Dolor y placer son las fuentes originarias de las que se constituye el difícil entramado emocional. Toda emoción genera cierto tipo de placer o de malestar: la alegría y el amor, el odio, el miedo o los celos pueden ser reducidos a eso aunque, evidentemente, sean algo más que eso, ya que las diversas modulaciones del placer y del dolor tienen que ver con cómo se compone la estructura psíquica de los seres vivos. Para comprender cómo lo que resulta tan aparentemente sencillo se va a convertir en un problema hay que tener en cuenta que el animal y el ser humano no viven sin más en el instante presente –el ser humano mucho menos que el animal, hasta el punto de que algunos filósofos han afirmado que su tiempo propio es el futuro– sino que procuran sobrevivir y, por lo tanto, mantenerse todo lo que puedan en la existencia. Y un gran placer ahora puede suponer un gran sufrimiento luego, así como un gran sufrimiento ahora puede procurar una larga y mejor vida. Ingerir demasiado alimento de gran calidad puede proporcionar una indigestión; o someterse a una operación incómoda y de dolorosa recuperación puede prolongar la calidad de vida muchos años. Poseer noción del tiempo supone renegar del placer o del dolor inmediato, aunque solo sea por una mera estrategia o «aritmética» de los placeres. Además, y en segundo lugar, la satisfacción de los deseos no depende absolutamente del sujeto que siente la emoción, sino que tiene que ver con que otros seres consientan o no consientan su satisfacción. Vivir emociones como el enamoramiento implica no solo al sujeto que padece esa emoción, sino a otro del que también se requiere que sienta lo

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mismo. Si se entra en sintonía no hay problemas. El problema surge cuando los deseos de uno y otro no coinciden o solo coinciden en parte y buscan cada uno cosas diferentes. En las relaciones animales el conflicto se soluciona siempre del lado de aquel que es más fuerte o habilidoso, pero en las humanas, en las que existe y se exige respeto mutuo, supone una autorregulación que al individuo puede resultarle significativa: que no te ame y no quiera estar contigo la persona sin la cual uno considera que no puede vivir conlleva una grave contradicción para el sujeto humano. Supone toda una quiebra y un sentimiento de pérdida más o menos justificado que hace que tener emociones no siempre resulte agradable y, es más, que uno se cuestione la utilidad de la emoción en el mundo humano. El sufrimiento que a veces entrañan las emociones hace que nos planteemos si no sería mejor extirparlas de la vida humana y dejarnos guiar tan solo por una «fría» racionalidad. Pero no es función de las emociones «hacernos sentir bien» siempre sino indicarnos a través de mecanismos corporales qué es lo que el sujeto considera mejor o peor para su propia supervivencia como individuo o como miembro de un grupo al que está unido. Por decirlo de una forma gráfica, sin entrar en el juego imposible de la razón que repudia toda afectividad, las emociones son «el cuerpo que habla» al sujeto consciente. Hacen saber a la conciencia lo que siente nuestra condición de seres biológicos ante las diversas situaciones de la existencia. Por eso se ha dicho que las emociones expresan «la intencionalidad del cuerpo». En los animales que no poseen estructuras más allá de la emoción corporal, ellas se convierten en el último mecanismo de toma de decisión. Lo que se siente es el criterio por el que se actúa. Ahora bien, eso no ocurre en el sujeto humano ya que a él se le debe exigir, por los motivos que veremos, que gestione activamente sus emociones y las integre en el sistema que compone su libertad. No es correcto decir que el sujeto debe eliminar su afectividad porque, como organismo biológico animal, siempre se encuentra en un estado emocional y no puede, sencillamente, vivir sin emociones, aunque le causen problemas. Pero sí se le puede pedir que intente armonizarlas con sus objetivos vitales y con los objetivos vitales de aquellos con los que convive con mayor o menor cercanía. Uno no es libre para sentir lo que siente, pero en una personalidad sana sí se puede ser libre para gestionar esa emoción. Paso a formular esta idea tal y como se enunció por primera vez por boca de Aristóteles. La razón no tiene un poder despótico sobre la emoción, sino tan solo un poder político sobre ella. Por mucho que la razón diga «no tengas miedo», si se nos acerca corriendo un toro bravo, no por eso el miedo va a dejar de producirse ni el cuerpo va a dejar de sentir el impulso de huir. Por mucho que la razón diga «deja de estar enamorado», el corazón no va a dejar de seguir sus propias inclinaciones espontáneas. Es algo semejante a pedirle a una herida abierta que deje de doler. La emoción no es el brazo que sube o baja según le dicte la mente. Pero eso no quiere decir que entre razón y emoción exista un abismo insalvable: la razón puede entrar en diálogo con la emoción con el propósito de armonizarse con ella y de evitar la quiebra de la subjetividad. La razón y la emoción pueden intercambiar sus argumentos y entrar en un diálogo más o menos complejo. 125

Hay emociones o manifestaciones de emociones que no son socialmente aceptables y que al individuo como tal tampoco le vienen demasiado bien, porque son especialmente destructivas de la subjetividad. La ira o la envidia pueden resultar emociones naturales, que lo son, en tanto que reacciones espontaneas ante el mal propio o el bien ajeno. Pero la violencia que pueden engendrar –además de para impedir la autodestrucción del sujeto que comporta darles rienda suelta– debe ser evitada para mantener la paz social. De esa forma, la emoción y la manifestación de la emoción deben ser gestionadas para que se mantenga el individuo y su grupo en condiciones favorables. Y es en ese sentido en el que en la primera mitad de la década 2000-2010 se acuñó la expresión «inteligencia emocional». Esos términos inciden esencialmente en que gestionar la emoción es necesario tanto para mantener la integridad de la sociedad como para que la estructura de la subjetividad del individuo no se rompa. No se debe educar a los sujetos en el imposible «no» sentir emociones; ni siquiera educarlos en el «control» de las emociones, porque esa es una expresión negativa de la idea que da sentido a esos términos, sino en la «gestión emocional»: saber cuándo expresarlas y cuándo no, cuándo fomentarlas y cuándo reprimirlas, cómo integrarlas en el diálogo completo de la estructura de la subjetividad. Diciéndolo en terminología más clásica, es posible hablar de cierta «educación emocional», que no significa que se repriman las emociones ni tampoco que se las deje campar a sus anchas, sino encontrarles el lugar adecuado en el entramado que compone al sujeto. Esa educación se realiza generalmente a través del hábito: acostumbrarse a reaccionar de una forma u otra, con un protocolo de actuación directa o indirecta, ante las circunstancias sobrevenidas y las que se espera que advengan. Una de las máximas aspiraciones del ser humano es alcanzar la madurez psicosocial. Eso significa, en términos filosóficos, haber sabido estructurar bien e integrar de forma adecuada los diferentes elementos que componen la subjetividad. La subjetividad es compleja y está compuesta de elementos físicos, psíquicos y espirituales. Saber acompasarlos todos en las diferentes circunstancias de la vida es la tarea constante del existir humano. Una tarea que dura hasta el fin mismo de la vida biológica. De la misma manera que las facultades motoras, intelectuales o volitivas funcionan correcta o incorrectamente, y están sujetas a salud o a enfermedad, a estructuración o a desestructuración, la afectividad está sometida a esa misma dinámica. Un criterio de corrección o de incorrección de la afectividad es que permita la supervivencia del individuo como sujeto sano y el mantenimiento de su grupo. Tiene también múltiples consecuencias en dimensiones sociales. Y, en los últimos tiempos, esta correcta articulación dirige su mirada hacia el cuidado del medio ambiente. Esa ampliación de la afectividad muestra que hay una emotividad propia de la especie humana que procura acoger y cuidar a la totalidad del planeta. Acoger en su integridad a todo ser del mundo y cuidarlo supone poner la naturaleza y la vida como uno de los valores eminentes. Ello implica salir del círculo biológico de la propia especie, de sus intereses biológicos específicos, que se concretan en nacer-crecer-reproducirse y morir, para aspirar a conseguir del planeta un mundo que pueda ser habitado por todos hasta el fin de los tiempos. No se puede aspirar a ello con una inmadurez egoísta o con un altruismo rayano 126

en la fantasía. Ello implica el realismo de una afectividad que no se queda corta en su manifestación interna ni tampoco está sobredimensionada. No hablo de que se sea afectivamente más o menos efusivo, cariñoso, reservado o incluso arisco. Eso se debe a factores tanto culturales como individuales que no recogen la esencia del argumento que se sostiene: la manifestación interna de la que hablo tiene que ver con la gestión de las fuerzas emotivas y no con sus manifestaciones externas, que en buena medida dependen de factores socioculturales. Esa gestión de la emotividad en aras de la madurez sentimental es elemental para conseguir un ser humano individual, una sociedad y un mundo en el que todos aspiren a alcanzar su máximo desarrollo. Para seguir leyendo D. Goleman, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 2005. F. Rodríguez Valls, «Naturaleza, hábito y educación de las pasiones», Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica 67/252 (2011) 321-335. —, El sujeto emocional. La función de las emociones en la vida humana, Thémata, Sevilla 2015. —, Orígenes del hombre. La singularidad del ser humano, Biblioteca Nueva, Madrid 2017. Vid. especialmente el capítulo 4, titulado «Orígenes de la emoción humana. La intencionalidad del cuerpo».

Notas 1. Véase nota en capítulo 11.

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25. CONSUELO MARTÍNEZ PRIEGO1 ¿Es posible la educación de la afectividad? n el siglo XXI, en nuestro entorno cultural, se ha consolidado la idea de que todo lo humano, verdaderamente humano, debe llevar el apellido «emocional». Posiblemente uno de los hitos en ese camino fue la popularización de la expresión «inteligencia emocional». En líneas generales, esta especial «inteligencia», en el bestseller de Goleman, es descrita y, simultáneamente, se propone como objetivo que todos deberían conseguir. De ahí que, desde este punto de vista, pueda afirmarse que el mundo emocional es educable. En todo caso, al existir lo «emocional educable», se necesita una explicación de cómo es esa educación y de la articulación de las distintas instancias interiores –y operativas– de la persona, como su inteligencia y su voluntad, sus deseos e imaginaciones, etc. Junto a la inteligencia emocional, la «autenticidad» se alza como criterio de acierto ético y por tanto de felicidad personal. ¿Qué es lo auténtico en cada uno de nosotros? Realmente está ligado al término «autós» que significa sí mismo, por mí mismo o desde sí mismo. Estas expresiones nos aproximan adecuadamente a «lo auténtico». Visto con cierta radicalidad, es todo aquello que nace de nosotros mismos, sin influencias externas –asunto utópico: hasta la formulación de lo auténtico está condicionada por un idioma aprendido y por los deseos que nuestra cultura permite. Es lo que Kant denominaría ausencia de «heteronomía» –o determinación desde fuera– o moral «autónoma» –yo me doy las normas. En términos de Freud –ámbito psicoanalítico–, se nos propone dejarnos conducir por el «ello», nuestra impulsividad inconsciente que desea todo lo placentero para sí mismo, luchando siempre para no ser vencidos por el «super-yo», es decir, el conjunto de normas morales exteriores a nosotros que nos constriñen, son «represivas» para el sujeto y, si la situación es intensa o prolongada, producirán «neurosis». La clave estaría en lo espontáneo, lo inmediato, lo que «nos brota», que se identificaría con lo auténtico y lo bueno –ahora usando el discurso de Rousseau. Pues bien, todos estos vocablos pueden ser interpretados en sentido emocional. Lo espontáneo, inmediato, auténtico y bueno, en definitiva, nace de las emociones, de los sentimientos –términos no idénticos que aquí no matizaremos. Nuestro mundo afectivo primario debería ser –según esta peculiar visión– la guía de nuestra vida. No es raro encontrar amigos que al contarse sus dificultades, deseos o aspiraciones, sean del carácter que sean y tengan el sentido común que tengan, son respondidos y aconsejados por su interlocutor con palabras como: «si es lo que sientes… es lo mejor; no te sientas presionado…, haz lo que sientas…; te apoyaré en lo que hagas, si es lo que sientes…». En esta común conversación, podemos ver todo lo dicho hasta el momento. Sin embargo, deberíamos preguntarnos qué papel tienen las emociones en la vida humana, y por tanto, cuáles son sus funciones y su dinámica, qué lugar ocupan en la psicología humana. En definitiva, deberíamos saber un poco más qué son para adentrarnos en la pregunta que nos ocupa.

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Comencemos por una evidencia: no «hacemos» nuestras emociones, sino que nos pasan, las tenemos, o son fruto de algo que conocemos, deseamos, presentimos, etc., sea todo esto más o menos consciente. Del mismo modo que no las hacemos, parece difícil que las «controlemos»; más bien podemos gobernarlas actuando sobre ese conocer, desear, capacidad de afrontar, etc. Si reducimos la emoción a «conducta» sí podría decirse que se controlan –como cuando alguien te sujeta fuertemente para que tu ira no termine en violencia. Pero esta última situación, además de simplista, no responde a la experiencia ordinaria. Las emociones son más complejas que la mera conducta. Las emociones nos «pasan» –son padecidas por el sujeto, o nos sentimos afectados por ellas– porque somos capaces de conocer la realidad –no necesariamente de modo consciente ni presente, también la memoria entra en juego–, y esto despierta en nosotros deseos, apetencias. Pero no basta: la emoción –primera motivación de la persona– implica para su desencadenamiento tener en cuenta cómo estamos y somos, y si lo deseable es asequible a nosotros, si podemos afrontarlo con éxito. Entrar en una tienda de bombones para un amante del chocolate con un poco de hambre, lleva inmediatamente a conocerlo como «bueno-para-mí» –no como mero chocolate–, a desearlo y, si caemos en la cuenta de que es caro y no podemos comprarlo, tendremos tristeza o incluso ira. Por eso, puede decirse que son «estados que acompañan a nuestras operaciones cognitivo-valorativas y tendenciales, en conexión con el entorno y nuestro propio estado»; o visto psicológicamente, como un proceso evaluativo-valorativo que es principio de una activación múltiple en la persona: fisiológica (se altera el pulso, o nos sube la presión, etc.); expresiva (aparece el rostro sonriente, tenso o airado, o nuestra postura cambia); de la capacidad de afrontamiento (ligada a lo que haremos, la inclinación a la acción o inacción que la emoción lleva dentro) y de experiencia subjetiva (nuestro «sentir» la emoción que padecemos, y que llamamos «sentimiento»). Es interesante que las emociones permiten saber qué se destaca frente a nosotros, a qué prestamos atención, cómo lo valoramos y deseamos, y los recursos de que disponemos para alcanzarlo –o distanciarnos– de lo valorado-deseado. El mundo emocional es toda una puerta de acceso al conocimiento propio y de los otros. Es evidente que algunas emociones son innatas –todos los niños son capaces de sorpresa, alegría, asco, miedo e ira– sin necesidad de aprenderlas; sin embargo, es obvio que en cualquier persona de más de 10 meses, las emociones están ligadas a lo aprendido –ningún niño del siglo IV se alegraría al ver un smartphone como le ocurre a uno del siglo XXI. Por ese motivo, si bien las emociones nos ayudan a adaptarnos al entorno, facilitan la comunicación social y son el primer elemento motivador, no son respuestas automáticas y acertadas siempre. Lo aprendido desempeña, para bien o para mal, un papel clave. Si no tenemos en cuenta el carácter aprendido de casi todo en nuestra afectividad, aunque haya rasgos temperamentales heredados, deberíamos decir que la afectividad es una ley insalvable, biológica y psicológicamente acertada para cada persona. Lo auténtico sería lo emocional. Pero, volviendo a nuestra cuestión, para ser auténticos y con ello felices, ¿debemos guiarnos por lo que sentimos? Y, yendo por el camino opuesto, si las emociones no son 129

tan fiables, ¿hemos de ignorarlas? ¿Son «distractores» de la decisión racional? En primer lugar, por todo lo expuesto, se puede afirmar que las emociones tienen raíces «prerracionales», pero no a priori «irracionales». Implican valoración, pero no consciente ni ética necesariamente, sino de apetencia o deseo sensible. Exigen cierto juicio sobre sí mismo, si podré o no podré alcanzar o afrontar lo que se me plantea, pero ese juicio sobre sí mismo, como bien sabemos, es de las cosas más árduo que hay. Todo esto coloca el mundo emocional en el difícil terreno de lo que puede o no ajustarse a la realidad por desencadenarse antes del pensamiento consciente, implicar una valoración sensible, un deseo particular y un juicio sobre la capacidad de afrontar también incierto. En segundo lugar, tanto si consideramos las aportaciones del concepto de «inteligencia emocional», como si atendemos a afirmaciones muy consolidadas en el ámbito psicológico, que señalan que en la emoción «casi todo» es aprendido, es claro que las emociones son flexibles, «aprendibles», pero no necesariamente acertadas o proporcionales. La debilidad de sus raíces lo pone de manifiesto. Las emociones pueden hacer que no nos adaptemos al entorno –sin necesidad de llegar a situaciones patológicas–, que no nos relacionemos y comuniquemos bien con los demás, o que potencien comportamientos indeseables. En definitiva, aprender no siempre es crecer; y puesto que el tiempo corre inexorablemente, adecuarnos a nuestra propia realidad implica crecer, pararse es decrecer. Todo esto nos conduce a tener que afirmar que las emociones no solo pueden educarse, sino que deben educarse para acertar y ser feliz en la vida. Pero ¿cómo se hace eso, cómo es posible? ¿Hemos de perder autenticidad? Un pequeño ejemplo puede servirnos: si auténtico es lo más «inmediato e interior», lo más corporalmente evidente, el hambre es lo más auténtico de nuestra vida; pero que el hambre sea el criterio de decisión para forjar nuestra biografía, carece de sentido. Hay que comer para sobrevivir, pero mi vida es más que sobrevivir. Lo más «íntimo», sin embargo, no es lo «sentido», sino lo «sabido» –ya sea evidente, científico o convicción personal. Lo que sabemos es de orden intelectual. De hecho, puedo «sentir» que alguien es mala persona, que me molesta totalmente, que no merece nada; y al mismo tiempo «saber» que en cuanto persona posee dignidad que nadie le puede arrebatar, ni él mismo, y merece por tanto respeto, etc. Después de hacer algo terrible, humillante, etc. podemos «sentir» que somos un sinsentido, o que no somos nada, que nuestro verdadero nombre es «indignidad»; sin embargo, «sé» que mi vida no tiene precio, sino valor, y que ese juicio sobre mí mismo surge de algo que he hecho, no de lo que soy o quién soy. Siento y sé, no se identifican, aunque conviene que, en la medida de lo posible y para bien de la persona, vayan de la mano. Esa es la tarea de la educación de la afectividad. Siguiendo la estructura de tres elementos derivada del proceso emocional, la educación emocional, el crecimiento, debería discurrir al menos por estos tres caminos: 1. Puesto que hay cierto conocimiento prerracional, y por eso puede no ajustarse a lo real, conviene que la inteligencia subsane ese posible déficit. Considerar el chocolate como superdeseable preracionalmente es lógico, pero visto con toda la perspectiva, un

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diabético debería matizar ese juicio valorativo. Verdaderamente el chocolate es bueno, pero «para mí» –en sentido verdadero y objetivo– no lo es. 2. Implica, tras la valoración, que se despierte un deseo –de acercamiento o rechazo. Los deseos precedidos por valoraciones inciertas y que son irrefrenables, más aun si caen fuera del verdadero querer de una persona, son una dificultad para la vida. Conviene que el deseo esté integrado en el querer de las personas en un sentido más amplio. Es decir, que lo que deseo y me mueve esté dentro de lo que de verdad quiero para mi vida, lo que entiendo que es acertado y responde a mi condición personal. Conviene que los deseos puedan integrarse, que no sean irrefrenables. 3. Considerar mis recursos para afrontar los retos que se me plantean tiene algo de primario e inconsciente, pero también depende de nuestra real capacidad de esfuerzo, de resistencia, de «entrenamiento» ante la dificultad. Hay más cosas posibles para el que «puede» habitualmente afrontar lo costoso. También eso conviene educarlo. En definitiva, las emociones son «puntos de partida», son elementos «primarios», acompañamientos necesarios en nuestra vida. Nos ayudan a adaptarnos, a relacionarnos, nos motivan. Pero todas estas funciones imprescindibles en la vida –también en la vida feliz–, no se dan necesariamente, sino que crecen cuando se educan, es decir, cuando se integran en el vivir auténtico –personal. Gracias a la inteligencia nuestros juicios primarios, orientativos, mejoran. Gracias a la voluntad, nuestros deseos se integran en nuestros «quereres», se hacen estables. Podemos retardar el deseo inmediato de satisfacción para aspirar a bienes mayores. También la voluntad perfecciona nuestra fuerza –fortaleza– en el afrontamiento. Las emociones, nuestros afectos, preceden al vivir auténtico. Pero también las emociones hacen de nuestro vivir racional algo auténtico, porque todo nuestro ser se ve integrado. El «saber» que se «siente» es más fácilmente saber vivido: autenticidad. Para seguir leyendo C. Martínez Priego, Emoción, en A. L. González (ed.), Diccionario de filosofía, EUNSA, Pamplona 2010, pp. 337-342. —, Neurociencia y afectividad. La psicología de Juan Rof Carballo, Erasmus, Barcelona 2012. L. Polo, Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación, EUNSA, Pamplona 2006. Especialmente los capítulos: 2, 3, 6 y 7. J. Rof Carballo, Violencia y ternura, Espasa Calpe, Madrid 1998.

Notas 1. Doctora en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid y en Filosofía por la Universidad de Navarra. Es profesora en el Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense de Madrid) y la Universidad Panamericana (Guadalajara, México), enseñando Psicología de la Motivación y de la Emoción y Bases Antropológicas y Sociológicas de la Conducta, en el Grado de Psicología.

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26. CONSUELO MARTÍNEZ PRIEGO1 ¿Qué caracteriza la madurez emocional y de la personalidad? ara hablar de madurez emocional y de la personalidad, hemos de recordar algunas ideas clave que enmarcan la vida lograda –plenitud vital o felicidad–, porque madurez y plenitud vital están relacionadas. En primer lugar, el fin de la vida humana es la felicidad pero no cualquier felicidad –por ejemplo, una felicidad virtual, solitaria o irreal. Cualquier persona corriente desea una vida realmente feliz. La segunda idea es que la felicidad humana es más plena cuando se relaciona con la acción: la actividad más intensa, más radicalmente propia, capaz del mayor logro, da mayor satisfacción que la pasividad y orienta a la persona hacia la plenitud vital. En la pasividad solo cabe un poco de placer, que es la versión más reducida de la felicidad humana. Por último, aunque el estudio de la felicidad suele ir ligado a la ética, porque se refiere al bien del hombre, aquí estudiaremos la madurez como condición para que el obrar y actuar sea lo más ajustado posible a la realidad; es decir, a la propia condición humana y personal, y a la del entorno; de modo que vivamos del modo más real y más intenso. Aproximarnos a la realidad del ser humano supone caer en la cuenta de algunos elementos siempre presentes en su modo de ser y estar en el mundo: el hombre es un ser complejo si miramos su obrar –lo hace de modos y a niveles muy distintos–, y es temporal –más que espacial. Por ser vivientes temporales, nuestra condición exige crecimiento: no está todo dado en el principio. Por ser complejos operativamente – podemos pensar, desear, imaginar o ver–, ese crecimiento requiere atención cuidadosa. Por otro lado, sabemos que crecer es un cambio cualitativamente mejor que otros posibles –a algunos de ellos se les puede llamar con toda precisión decrecimiento. Con todos estos elementos podremos abordar la cuestión que nos ocupa: la madurez de la personalidad, que incluye el mundo emocional. Por tanto, aproximarnos al contenido de las palabras «madurez» y «personalidad» será nuestro primer objetivo. En el lenguaje ordinario se dice, incluso con gran convicción, que tal persona «tiene mucha personalidad», o que «no tiene personalidad». Estas expresiones, comprendidas por todos, no responden, sin embargo, al sentido genuino del término «personalidad». También es común que haya quienes consideran que persona y personalidad son prácticamente lo mismo, e incluso que somos personas distintas porque tenemos personalidades distintas. Tampoco estas expresiones responden al significado y sentido de la realidad persona y personalidad. Comencemos diciendo sencillamente que «todas las personas tienen personalidad», y que la personalidad no crea a las personas. Somos personas –es la índole de nuestro ser– y tenemos esta o aquella personalidad. Podemos decir que, si no hay persona, no hay personalidad; paralelamente, si hay una personalidad real-existente es porque hay una persona que la posee. El sujeto es la persona; el predicado, la personalidad. Persona es nuestro ser, personalidad designa rasgos operativos suficientemente estables, es decir,

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principalmente el obrar. La relación de ambas es clara; sin embargo, la confusión entre persona y personalidad puede conducir a errores de importancia. Por ejemplo, el obrar de alguien, y con ello su personalidad, puede ser incluso defectuoso, patológico o cualquier otro adjetivo que queramos poner. Sin embargo, la persona que tiene una patología no es su patología. Por eso es tan conveniente, respetuoso y ajustado a la realidad hablar de personas con una discapacidad, no de personas discapacitadas. Designamos así un rasgo, una cualidad o una habilidad de la que se carece o que aún no ha desarrollado; pero –y esto es muy importante– en la condición personal todos somos iguales, no existe jerarquía. Por tanto, si la personalidad designa los rasgos operativos de alguien, todo el que puede obrar –o ha podido– tiene personalidad. Cosa distinta es que esos rasgos sean de un tipo o de otro, sean más o menos intensos, más o menos destacados en las relaciones interpersonales, etc. Por eso, todas las personas –puesto que obramos o hemos obrado– tenemos personalidad. Es cierto que «el obrar sigue al ser». Esta frase indica que obrar y ser están muy relacionados, pero también que no son lo mismo. Llevado esto a las relaciones entre persona y personalidad, es lógico que, aunque nuestra personalidad puede ser medida en sus factores y estandarizada –descrita a partir de un constructo científico–, nadie se siente del todo satisfecho o verdaderamente comprendido y descrito con esas medidas. Podríamos decir que, si coincidiéramos en todos los rasgos de la personalidad con otra persona, eso no significaría que fuésemos realmente personas idénticas o la misma persona. La razón es clara, la unicidad –el carácter de único– pertenece a la persona y se muestra en la dimensión operativa –personalidad–, lleva consigo que las medidas estandarizadas no capten bien esa cualidad de único. La personalidad, por otra parte, designa el obrar, pero también los estados y los procesos relacionados con el obrar y, más concretamente, las respuestas o estados emocionales. El mundo afectivo acompaña, precede o sucede a nuestro obrar – entendiéndolo en su sentido más amplio. «Personalidad» es un término eminentemente psicológico, es decir, descriptivo y en gran medida predictivo –dice cómo actúan las personas, su modo de ser, y cómo podrían actuar en determinadas circunstancias, puesto que hablamos de personas libres. Sin embargo, no es una categoría moral o ética. Tener un rasgo de personalidad –ser más o menos activo, ser más o menos emotivo, etc.– no es ni bueno ni malo moralmente. Es un punto de partida que, ciertamente, condiciona nuestro modo de actuar –junto con el contexto–, pero que no determina nuestro obrar. Sencillamente por ser de un modo podemos actuar con mayor o menor facilidad en un sentido o en otro. La personalidad es de alguien temporal, llamado a crecer, no es estática ni está completamente determinada desde que nacemos. Dos cuestiones son de vital importancia y conviene subrayarlas: (a) ese punto de partida no es algo inmóvil –somos temporales y no nacemos terminados–, y (b) ese punto de partida puede facilitar o dificultar nuestro obrar más pleno, aquel que nos conduce al crecimiento. No es lógico por tanto, decir que «yo soy así, que me quieran 133

como soy y que me soporten como soy»: es verdad que en nuestro modo de ser hay elementos no modificables –el temperamento y hasta cierto punto el carácter–, pero la personalidad incluye rasgos aprendidos y desarrollados por nuestro propio vivir y decidir: por nuestra libertad. La personalidad, que debe crecer, también puede estancarse o desarrollarse por caminos que no facilitan el vivir acertado y pleno, es decir, nuestra felicidad. Pues bien, llamamos madurez al nivel de desarrollo armónico de la personalidad en el que existe suficiente correspondencia entre la edad cronológica y psicológica, en íntima conexión con la realidad vital –el entorno real– de la persona. La madurez es el crecimiento alcanzado que permite afrontar verdaderamente la propia vida; implica disponer de los recursos personales necesarios para vivir en las condiciones reales que se presentan. Por todo esto, se es maduro o no en cada fase de la vida. La madurez no es algo alcanzado y de lo que ya podamos desentendernos: si la vida sigue, nuestra edad crece, el entorno cambia, etc., nuestros recursos personales, psicológicos entre otros, deben crecer. No seguir creciendo, puesto que el tiempo corre, es quedarse desfasado, inmaduro. Los retos del entorno real de un niño de 6 años llevan consigo, por ejemplo, que sea capaz de asumir con responsabilidad encargos que pueda entender y hacer por sí mismo, que mantenga sus cosas y las de la familia ordenadamente o que sea capaz compartir sus cosas o tratar cuidadosamente a un hermano más pequeño. Evidentemente, esto no es suficiente para alguien de 30 años que está en pleno desarrollo profesional y tiene su propia familia. Tampoco sería suficiente algo que, siendo adecuado a quien tiene 30 años, ya tiene 70. A esta persona debe acompañarle un modo de ver la vida con mayor profundidad, capacidad proyectiva o comprensión hacia los demás. Es decir, para ser maduro no basta con que pase el tiempo, sino que hay que asimilar realmente las experiencias vitales, asumir la propia edad, aprender de los demás y de la realidad, etc. La madurez viene caracterizada, en primer lugar, por una afectividad armónica en su dinamismo o, más concretamente, por respuestas emocionales proporcionales a los estímulos que las suscitan. Para ello, se hace necesario ser conscientes, en la medida de lo posible, del estímulo y la respuesta. Por eso, la madurez implica cierta capacidad de reflexión en torno a la propia dinámica afectiva, es decir, cierto conocimiento propio. La madurez emocional está a cargo, en un primer momento, de la inteligencia. La persona madura posee además una prefiguración o delineación suficiente de su proyecto vital y tiene criterios capaces de dar continuidad a ese proyecto. Dicho con otras palabras, es constante en su querer y posee una identidad reconocible, narrable, por sí misma y por otros. Pues bien, eso se ve imposibilitado si nuestras emociones determinan las decisiones que tomamos. Es claro que el mundo sentimental es fluctuante, dependiente de estímulos más que de la interior determinación. Por ese motivo, es señal de inmadurez que los estados afectivos impidan el desarrollo del propio proyecto vital. Lo más alto de la afectividad, lo más maduro, lleva consigo que lo que es adecuado a la persona –el bien para la persona– guste, resulte grato, deseable –lo cual no implica que no sea costoso. Es cierto, por ejemplo, que al virtuoso del piano no se le nota el esfuerzo que realiza, pues 134

toca con especial facilidad y disfruta con la interpretación. La madurez afectiva y de la personalidad requiere, indudablemente, esa armonía entre lo que de verdad quiero y lo que me gusta o agrada. Análogamente, lo que no es conveniente, disgusta a la persona madura. Hay sintonía entre su querer y su gustar. Como puede verse, la madurez implica realismo. En sentido contrario la inmadurez implica cierta pérdida del sentido de la realidad. De hecho –sin ser lo mismo– algunas corrientes de psicopatología señalan que la mayor parte de estas enfermedades se caracterizan por una pérdida del sentido de la realidad. Sin llegar al extremo de la patología, es claro que la madurez requiere sentido de la realidad. No significa esto que la persona madura carezca de altas aspiraciones, deseos de mejorar el mundo en el que vive, ayudar a otras personas a crecer o ser capaz de impulsar grandes proyectos. Maduro no significa conformista. La persona madura sabe de cuántos recursos dispone, plantea objetivos que nacen o se destinan a la realidad, e incluso cuenta con la capacidad de crecimiento de él mismo y de los otros. Es propio de la persona madura comenzar proyectos y empeñarse realmente en sacarlos adelante. Ahora bien, la personalidad debe apoyarse, al menos, en cuatro rasgos que, teniendo una raigambre en la filosofía clásica, se ven refrendados por importantes modelos psicológicos. 1. Capacidad de afrontar lo arduo. Imprescindible para desarrollar proyectivamente la vida y para ver animosamente, esperanzadamente, los retos vitales. En psicología se relaciona con la capacidad de afrontamiento, y en antropología, con la fortaleza. 2. Capacidad de retardar el deleite, a fin de no quedar atrapados en la inmediatez del menor bien o del simple placer. Aspirar a algo mejor supone capacidad de retardo en psicología o de templanza. 3. Capacidad de reconocer al otro como otro yo. Sin vinculación social no es posible vivir ajustadamente. La consideración y comprensión de la realidad personal del otro – que es tan personal como la mía– permite la justeza de la relación. El presupuesto emocional es la empatía y, antropológicamente, se relaciona con la justicia. 4. Capacidad de decidir atendiendo a lo real. Es la base de toda decisión madura: el sentido de la realidad. Permite ajustar las repuestas a la realidad, sin convertir la fortaleza en violencia o brutalidad, ni la templanza en rigorismo. Es la prudencia. Podemos concluir que la personalidad de alguien temporal, llamado a crecer, no es estática ni está completamente determinada desde que nacemos. La madurez de la personalidad está en gran medida en nuestra mano; es decir, cada persona puede poner atención y esfuerzo para, por ejemplo, afrontar retos o relacionarse con los demás de modo realista. La madurez afectiva y de la personalidad que hemos descrito, permite o facilita vivir de modo activo, propositivo, y esto nos da acceso a una vida lograda. La madurez abre la puerta a la plenitud y a la alegría –fruto de la esperanza– que acompaña al obrar acertado. De este modo, la felicidad se vuelve más asequible a la persona. Para seguir leyendo

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S. R. Hathaway y J. C. McKinley, Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI), University of Minnesota Press, Minneapolis 1942. C. Martínez Priego, «Personalidad», en A. L. González (ed.), Diccionario de filosofía, EUNSA, Pamplona 2010, pp. 867-871. A. Polaino-Lorente, Madurez personal y amor conyugal. Factores psicológicos y psicopatológicos, Rialp, Madrid 1991.

Notas 1. Véase nota en capítulo 25.

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V PARTE VOLUNTAD, LIBERTAD Y AMOR

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27. JAVIER ARANGUREN1 ¿Tenemos capacidad de amar? El problema de la voluntad esulta curiosa la poca popularidad de la palabra «voluntad». Si preguntas en clase acerca de lo que caracteriza al ser humano es muy habitual que los pocos alumnos que contesten se animen con términos como «Inteligencia», «razón», «sentimientos», menos veces «pasiones», a menudo «instintos»…, pero si el profesor insiste con la cuestión de cuál es la otra facultad superior del ser humano (aquellas que no comparten con él los animales, ni siquiera los delfines) es normal que se produzca el silencio. Quizá alguien especialmente atento diga: «¿La libertad?». Con eso, sin duda, se acerca, pero todavía no ha pronunciado la palabra que nos falta: voluntad. Más complicado todavía resulta definirla. Con frecuencia se confunde con los sentimientos, es decir, con algo que nos pasa, con lo que nos acaece (un estado de ánimo, una pasión encendida o apagada). Pero casi cabría decir que la voluntad es lo contrario a un sentimiento, porque ella no «pasa», sino que su actitud propia es decidir, «tomar cartas en el asunto».

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La voluntad en Grecia Entre los filósofos, la voluntad ha pasado con frecuencia desapercibida. Por ejemplo, para muchos pensadores griegos era una facultad que no gozaba de especial fama. Algunos –pienso en Pitágoras, o en Parménides– se centraban tanto en la perfección del Intelecto y del Ser que no veían ningún interés en estudiar las dimensiones del hombre relacionadas con la búsqueda de perfección o con el deseo. No les interesaba el querer, sino el pensar, al que Parménides identificaba con el ser. Otros, más abiertos a la realidad del cambio, estudiaron la voluntad, pero siempre la vieron como una «pariente pobre» del intelecto que, en el fondo, tiene que ser superada, o para la que no había sitio en el mundo de perfección al que todo ser humano se supone que aspira (el mundo de las Ideas, la felicidad perfecta). Platón y Aristóteles entendían a la voluntad como «deseo» (en griego, órexis), y por lo tanto la relacionaban siempre con una situación de imperfección, de movimiento o –con expresión de Aristóteles– de potencia. Esto es, la voluntad existe solo cuando nos falta algo que sería necesario para que fuéramos plenamente nosotros mismos. El punto de vista de Platón queda claramente expuesto durante la explicación que hace Sócrates del «mito de Eros», tal y como aparece en el diálogo El banquete. Allí narra el viejo Sócrates cómo una sacerdotisa del templo de Delfos (Diotima) le contó que Eros era el hijo que nació de la unión entre el dios de la Abundancia (Poros) y una mujer esclava que representaba a la Pobreza (Penia). Lo que nació, en contra de lo que se suele decir (que el amor es hermoso y suave) tenía tanto las características de su madre como las de su padre. Es decir, era «áspero y sin casa», aunque también «rico en argucias, un hechicero y un sofista». Eros (amor, el deseo, el querer) se caracteriza porque en él hay una nostalgia de la perfección de su padre (el dios) dentro de las características de 138

miseria propias de su madre (la mujer pobre). El amor, al igual que la filosofía, nacería de la necesidad por superar ese hiato, y una vez logrado sería superado por la felicidad serena del sabio, quien pasa a tener las características de los dioses, no de los hombres. A algo parecido parece invitar el estudio de Aristóteles: en la Ética a Nicómaco define al ser humano como «inteligencia deseante y deseo inteligente», pues es un ser que está en camino hacia una posible perfección que consistirá en la teoría, es decir, en la contemplación que no echa nada en falta y que en su plenitud deja de necesitar a la voluntad pues le basta el pensamiento. De hecho, en su magnífico estudio sobre el ser de Dios (Metafísica, libro XII), describe a Dios como «pensamiento que se piensa a sí mismo» que no necesita para nada de voluntad, pues no puede desear nada y posee todo a lo que puede aspirar: él mismo. La aportación del cristianismo Este planteamiento clásico se da la vuelta con la llegada del planteamiento cristiano. Las razones son, por lo menos, tres: Si por el Nuevo Testamento se aprende que «Dios es amor» (1ª Epístola de San Juan), ¿cómo sería posible que no hubiera voluntad en Él? Si Dios es creador, y la creación no puede ser fruto de la necesidad –porque Dios no necesita de nada, ni este mundo le aporta nada a su ser–, sino fruto de un acto de pura donación (un regalo), ¿cómo no va a haber voluntad en Dios, que quiso crear porque «vio que era bueno» (cfr. Génesis 1)? Por último, si Dios ha amado a los hombres y a las mujeres, los ha capacitado para una relación especialmente intensa con Él y con los otros seres humanos (la relación interpersonal, la capacidad de darse a los demás), los ha querido «uno por uno» y por su nombre propio (por su ser personal, irrepetible), hasta el punto de que puede decirse que cada ser humano tiene un valor absoluto porque ha sido querido en sí mismo por el mismo Dios, ¿cómo no va a haber voluntad en Dios? Pero eso significa que la voluntad debe entenderse de un modo más profundo que el mero deseo o el amor de necesidad, pues es un hecho que en Dios no hay ni imperfección, ni potencia, ni nada que deba conseguir para «realizarse». El amor perfecto no es de necesidad, sino de regalo, benevolente. Así lo intuimos nosotros en algunas de nuestras experiencias: la entrega de una madre, la amistad que quiere al amigo por el amigo, la alegría por el bien del otro. Así ocurre en la intimidad de Dios. Y por eso se puede decir que al final no bastará con contemplar las Ideas, sino que consistirá en una co-existencia (existir juntos) en la alegría del amor (del hombre con Dios, de los hombres entre sí) a la que se puede llamar también comunión. De eso trata nuestra experiencia cuando siendo felices pensamos: «¡Estoy en donde debo estar!», y decimos: «¡Instante, detente, eres tan bello!». Así ocurrirá cuando «amada en el amado transformada» nos encontremos en lo que san Agustín llamaba «una finalidad sin fin» (fine sine fine). Esa experiencia se parece a las conversaciones entre los grupos de amigos en las que el tiempo vuela y en las que la plenitud consiste en eso: ser juntos,

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alegrarse juntos… porque todo es hermoso. Y para eso hace falta no solo el conocimiento, sino también el amor: la voluntad. Racionalistas y románticos Si seguimos nuestro paseo histórico en torno a la voluntad, podemos dar un paso hasta el racionalismo, en el que una vez más la fuerza de la voluntad se debilita: si el principio de la filosofía es el «Yo pienso» (Descartes), y todo lo que se buscan son «ideas claras y distintas», parece como si la voluntad fuera un estorbo, pues el querer más que hacia el interior de la mente se dirige hacia las cosas: amar es afirmar el bien del otro, no hacerse un concepto de él. Y el otro existe con independencia de nuestro pensamiento: no basta con «clasificarlo clara y distintamente» para hacerse cargo del bien que es. Como una voz que clama en el desierto se alza la figura genial de Pascal, que escribía en uno de sus Pensamientos que «el corazón tiene razones que la razón no comprende», e insistía en el carácter encarnado del intelecto humano. Pero quizá su visión (centrada en el corazón, es decir, en ese espacio en el que está la intimidad humana), y su relativo pesimismo antropológico, retraiga otra vez a la voluntad hacia el terreno de los griegos. Sin embargo, su fuerte conciencia cristiana, en la que el amor de nuevo es lo primero, quizá solvente ese problema. Quien no lo solventa es el Romanticismo: en Rousseau se da primacía al sentimiento sobre la inteligencia, se quiere volver a un supuesto «buen salvaje» en el que el corazón (y la voluntad) se ha reducido a instinto. Los románticos alemanes buscarán las raíces de lo humano en la naturaleza, con un primer anuncio de ese elemento dionisiaco que tanta fuerza tiene en Nietzsche o en Wagner. Como una reacción frente al intelectualismo de Hegel, en el que la voluntad se confunde con el intelecto en el desenvolvimiento necesario (y ciego) del Absoluto, aparece la imponente figura de Schopenhauer. Su principal obra, El mundo como voluntad y representación, es un monumento al pesimismo, y a una voluntad ciega que domina la realidad del universo. ¿Por qué ciega? Porque no hay un fin que sea el objetivo (el Dios de Aristóteles, el Dios creador cristiano). En el fondo, lo que Schopenhauer afirma es que la voluntad es una necesidad que queda oculta por representaciones, por apariencias como la idea de conocimiento o el presupuesto de que actuamos libremente. Eso, dice, es mentira: en cuanto se retira el velo de la apariencia se descubre que la voluntad es una, universal y necesaria. Que la voluntad nada tiene que ver con la facultad de querer libremente los propios fines, sino que es un dinamismo (movimiento) inconsciente y absurdo que fluye bajo la apariencia de inteligibilidad y sentido que capta la sensibilidad. Y la única tarea que nos queda por realizar es aceptar rendidamente ese destino impersonal que nos domina, absurdo y carente de esperanza. Nietzsche y otros filósofos «de la sospecha» No es este planteamiento muy lejano a los presupuestos de Nietzsche, el filósofo de la voluntad de poder. Para este pensador alemán todo es voluntad, incluso el 140

«conocimiento»: cuando pretendemos conocer la verdad lo que realmente pasa es que queremos dominar sobre los otros. Muchas veces lo hacemos de una forma inconsciente (o hipócrita), pero eso es lo que sucede. Todo ser humano, de forma necesaria, sigue a una voluntad ciega que quiere controlarlo todo. Algunos lo hacen en nombre de la moral, otros imponiéndose como solo lo sabe hacer el superhombre. Quizá sea esta explicación de la voluntad la más extendida en nuestro tiempo: los llamados «filósofos de la sospecha» (Nietzsche, Marx, Freud, Foucault, el darwinismo radical) insisten en que debajo de la apariencia de racionalidad (de conocimiento) hay un dinamismo instintivo (debido a la voluntad ciega, a la lucha de clases, al deseo sexual, al «gen egoísta») que puede entenderse como una especie de «voluntad general» a la que los individuos se someten aunque sea sin darse cuenta. En este caso, la voluntad ya no es una facultad superior, sino un modo elegante de denominar al instinto. Y en ese caso el hombre deja de tener cualquier distinción respecto a los demás animales, porque no es más que eso: un conjunto de impulsos egoístas incapaz de conocer o de querer. Sin embargo, parece imprescindible plantearle un «pero» a la pretensión de encerrar al hombre en su animalidad. Y es que los pensadores que defienden esta idea sostienen que tal posición es la acertada, la verdadera, la objetiva. Pero eso significa que ellos están capacitados para conocer la realidad más allá del dominio ciego del instinto, y por lo tanto contradicen su tesis principal (que no somos más que animales movidos por hilos a nuestras espaldas). O quizá reconozcan que sí dicen eso movidos por su voluntad de poder, su deseo de control, su instinto de clase, su complejo de Edipo, etc. Mas en ese caso se descalificarían como filósofos, científicos o pensadores, pues estarían reconociendo que nada de sus posturas es verdadero, o que no importa que lo sea o no, sino que solamente buscan imponernos medios para controlarnos. A eso se llama sofística. Y el sofista no merece ser atendido desde el punto de vista del conocimiento, sino solo como maestro en el ejercicio del poder. ¿Es el amor de una madre fruto del instinto egoísta de conservación de la especie? ¿Nace toda amistad del afán de poder, del placer, de utilidad? ¿Es siempre nuestra moral un comportamiento propio de esclavos, en el que actuamos movidos por miedo al castigo? ¿O hay seres humanos capaces de una generosidad realmente magnánima? Los héroes (Sócrates, Jesucristo, Martin Luther King, santa Teresa de Calcuta…), que sembraron árboles que dan sombra a las siguientes generaciones, realizan el segundo tipo de acciones. Y como ellos tantos seres humanos corrientes que en distintos aspectos de la vida ponen por delante de sus propias necesidades el servicio a los demás. Voluntad, indeterminación y estadística ¿Por qué decimos que tenemos voluntad? Porque tenemos la capacidad de querer. Queremos nuestro fin, queremos los medios que nos llevan a él. El animal no quiere, sino que ejecuta su instinto: hace lo previsto, lo previsible. Es verdad que nuestras acciones son previsibles (cabe realizar anuncios estadísticos de conducta: el 30% se casará antes de los 30; un 2% pasará por la cárcel; un 80% consume 3 horas de televisión al día). Pero esas previsiones nunca son de los individuos concretos: Sara puede 141

tranquilamente decidir no ver la televisión para centrarse en el estudio, Jaime puede decir que «no» a esa propuesta de corrupción en su actividad profesional aunque «todo el mundo lo haga». En definitiva, somos conscientes de ser la fuente última de nuestros actos. Y por eso somos responsables de lo que hacemos (y de lo que omitimos). En cambio, no somos responsables de los defectos a nivel estrictamente biológico: la depresión, un cáncer en el páncreas, ser miope, son actos del hombre (nos pasan a nosotros), pero no voluntarios (aunque a veces hay conductas que se asocian con situaciones de riesgo, como la relación entre consumo del cannabis y esquizofrenia). La voluntad, la capacidad de tomar decisiones, puede entenderse también como «necesidad de autodeterminarse». Así lo hicieron algunos autores existencialistas, que veían en esta situación de indeterminación una fuente de angustia: «el hombre está condenado a ser libre», etc. El dramatismo de la condición humana puede ser, sin duda, menor: aunque somos seres abiertos (no predeterminados, no cerrados en los instintos) tampoco nadamos en el vacío. Por naturaleza los seres humanos buscan la felicidad. Lo que es necesario que decidamos es dónde ponemos esa felicidad (en el poder, el placer, el dinero, el servicio, el prójimo, en Dios) y los medios para alcanzarla (no se puede servir al prójimo si se acepta ser corrupto o ejerciendo de vago). La voluntad natural: felicidad Buscamos nativamente (de nacimiento, «de fábrica») la mayor felicidad, y por eso nos damos con facilidad cuenta de la condición engañosa de esas pequeñas metas donde a menudo ponemos nuestro horizonte (la felicidad no era ese modelo de móvil, ese plato de comida, esa nota en tal asignatura…, porque en seguida se nos queda pequeña y buscamos más). El hombre es un ser abierto a lo infinito, un ser al que nada limitado sacia: sin restricciones, irrestricto. Su capacidad de querer no termina, siempre puede crecer y perfeccionarse, del mismo modo que el amor a nuestros seres queridos nunca debe alcanzar un «¡basta!»: o aprendemos a quererles siempre más, o nuestro amor está muerto. Debido a la inclinación natural de la voluntad humana a la felicidad plena, en esta vida «todo triunfo resulta prematuro» (es decir, podemos dar más, podemos querer más, no debemos pararnos). También, en consecuencia, cabe afirmar que «la felicidad es imposible en esta vida» (Tomás de Aquino). Pero tal noticia no es pesimista. Se trata más bien de una toma de conciencia de nuestra grandeza a la hora de querer: las cosas de este mundo (finitas, materiales, pasajeras) son demasiado poco para nosotros. Por eso la promesa del amor matrimonial –tan difícil de realizar en la práctica– se expresa diciendo «para siempre», porque la donación de uno mismo a otro tiene por naturaleza vocación de eternidad. «Si no te puedo querer toda de golpe, te amaré toda la vida» (L. Polo). Voluntad y medios A la voluntad se opone la violencia. Pero no lo que es necesario para alcanzar la felicidad que se vislumbra. ¿Estoy obligada a ser fiel a mi marido/a mi esposa/o? Si 142

entiendes que la familia es parte de ese fin que buscas, si entiendes que las promesas forman parte de la integridad, sí. Pero esa obligación (aunque costosa) no será una carga puramente negativa, porque el fin al que aspiras le da sentido al esfuerzo. Si quieres llegar a Melbourne desde España, debes tomar un avión, incluso si no te gusta volar. Si quieres recuperar la salud, debes someterte a esa cirugía. «Quien tiene un buen qué, resiste cualquier cómo». Necesariamente buscamos ser felices, pero no todo en nosotros es fruto de la necesidad. De otro modo, no podría hablarse de responsabilidad: si el hombre solo fuera ese animal lleno de instintos oscuros que describían Nietzsche o Freud, no resultaría adecuada la existencia del derecho penal. A un león no se le castiga por cazar una gacela. Se da por hecho que el animal responde a una llamada externa e inapelable. En cambio, a un maltratador, a un terrorista, a un corrupto, les pedimos que respondan de sus actos. Si nos dicen: «No es mi culpa, sino de las circunstancias», insistimos en que son responsables, a no ser que se trate de un loco. Suponemos que entre nosotros cada uno decide, en último término, quién quiere ser. Intelecto y voluntad ¿Qué es más importante, el intelecto y el conocimiento, o la voluntad y el querer? Para poder querer es necesario conocer. Y conocer bien, pues a las personas (y a las cosas) hay que quererlas como se merecen, siguiendo el orden del amor (el dinero es un medio, no un fin; la persona amada es un fin, no un medio). El orden del amor es el de la realidad: si queremos más al ideal que nos hemos hecho de alguien que a esa persona, nos llevaremos siempre una decepción, y la otra persona también, pues se sabrá querida no por lo que es, sino por realidades ajenas a su persona misma. El pensamiento es de ideas, y las personas (desde Dios hasta aquellos a quienes amamos) no son conceptos, sino gente concreta: hay que ir de las ideas hacia la realidad, y eso no lo hace el intelecto, sino la voluntad. En el fondo, intelecto y voluntad van de la mano: se dan en la persona, que es el sujeto de cualquier acción. Si el intelecto actúa sin corazón, se cae en el racionalismo. Eso puede ser útil de cara a redactar un texto filosófico, o para ejercitarse en matemáticas o contabilidad, pero no es válido para las relaciones humanas. Y si la voluntad actúa sin conocimiento deriva hacia el voluntarismo; por ejemplo, en la acción de un fanático, o de quien actúa en lo moral por puro deber sin atreverse a indagar en la racionalidad de esos mandatos. Intelecto y voluntad, como la razón y la fe, son dos alas con las que el hombre alza el vuelo hacia la existencia armoniosa. Cuando no lo hacen, se pierde la visión unitaria del hombre. De hecho, para amar hay que conocer, pero cuanto más amamos a alguien/algo más empeño ponemos en aumentar nuestro conocimiento sobre él: el que se aficiona a Napoleón no tiene bastante con un par de frases genéricas sobre lo que pasó en Waterloo; quien se enamora de alguien siempre encuentra temas con los que seguir hablando, y así su amor aumenta su conocimiento, y su conocimiento hace más grande su amor: un círculo virtuoso. 143

Hay otro supuesto: cuando la voluntad se inclina hacia una realidad que supera la capacidad de la razón humana, cuando se lanza en brazos del misterio, misterio que es tal no por ser irracional, sino por tener tanta luz en sí que nuestro intelecto queda ciego ante él (la metáfora es de Platón cuando habla del Sol fuera de la caverna, y la aplican los pensadores cristianos al tratar de dar cuenta del encuentro el hombre con Dios). Así, concluye santo Tomás (Suma teológica I, q. 82, a. 3), «es mejor amar a Dios que conocerle, y al revés: es mejor conocer las cosas caducas que amarlas». La contemplación no puede ser meramente intelectual. De otro modo, tal consecución del fin no implicaría a la persona con lo real sino que la dejaría circunscrita en un puesto de observación donde todo lo tendría como ajeno: contemplativos pero desarraigados; contemplativos pero aburridos (R. Alvira). Para seguir leyendo R. Alvira, La razón de ser hombre, Rialp, Madrid 1998. —, Reivindicación de la voluntad, EUNSA, Pamplona 1988. Aristóteles, Ética a Nicómaco. J. Aranguren, «Caracterización de la voluntad nativa», Anuario Filosófico 29 (1996) 347-358. B. Pascal, Pensamientos, Valdemar, Madrid 2001. Platón, El banquete, Gredos, Madrid 2014. L. Polo, Ética: una visión moderna de los temas clásicos, Aedos, Madrid 1995. —, La voluntad y sus actos I y II, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº. 60, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1998. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Alianza Editorial, Madrid 2013. Tomás de Aquino, Suma teológica I, q. 82, q. 19; I-II, qq. 6-21.

Notas 1. Doctor en Filosofía, autor de Antropología filosófica: una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano (McGrawñ-Hill) y, con Ricardo Yepes, de Fundamentos de antropología. Un ideal de la escelencia humana (EUNSA). Ha sido profesor en la Universidad de Navarra y Strathmore University (Nairobi).Trabaja en la Universidad Internacional de La Rioja.

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28. JUAN PABLO ROLDÁN1 ¿Qué significa ser libre? a cuestión de la existencia de la libertad en la vida humana es decisiva. De ella depende la imagen que se tenga de la historia universal y del curso vital de cada persona, que pueden ser entendidos como un proceso explicable por leyes generales y anónimas, o como un devenir jalonado por sucesos imprevisibles, resultado de decisiones íntimas. O «somos vividos»2 o «vivimos». O nuestras vidas están comandadas solo por fuerzas infrahumanas e impersonales o nosotros las dirigimos voluntariamente. Pero las respuestas a esta pregunta acerca de la existencia de la libertad se nutren, en buena medida, de la reflexión previa acerca de su esencia. El interrogante «¿somos libres?» está condicionado por otro anterior: «¿qué significa ser libres?». No pocas discusiones acerca de la existencia de la libertad olvidan esta necesaria dilucidación previa de su esencia, sin la cual con frecuencia se debilitan y terminan en aporías y perplejidades.

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¿Es libre aquel para quien «todo está permitido»? Dos ideas de libertad han convivido a lo largo de la historia. Por épocas, ha predominado una u otra. En ocasiones, se han entrelazado y ha sido complejo distinguirlas. En lo que sigue, se expondrán algunos aspectos e implicancias de cada una de ellas. En los últimos siglos, tal vez haya tenido más presencia la idea de libertad como indeterminación o indiferencia. Conforme a esta perspectiva, la libertad consistiría en un poder neutro, capaz de aplicarse a cualquier acción −buena o mala− sin distinción. Por este motivo toda determinación en cierta dirección atentaría contra ella, porque la haría perder dicha neutralidad. Por ejemplo, la educación −gracias a la cual un niño va adquiriendo hábitos que lo disponen hacia lo bueno y lo alejan de la posibilidad de hacer lo malo− implicaría una disminución de la libertad. Si la libertad fuera indiferencia o indeterminación, en esencia consistiría en «transgresión», porque se alimentaría de la superación de todo lo establecido. Acatar preceptos morales supondría una renuncia a la libertad. «Prohibido prohibir», pintaban los jóvenes franceses en las paredes de París en 1968. Si todo principio de orden se opusiera a la libertad, también le sería ajena la idea de un proyecto previo o de una vocación que debería descubrirse. Si la libertad consistiera en esta indeterminación, Dios –que ha creado al mundo con cierto orden– sería la raíz de todas sus negaciones, por lo que «debería morir», ya que «el hombre no soporta un testigo semejante»3. El filósofo francés Jean-Paul Sartre relata en una obra autobiográfica: «Solo una vez tuve el sentimiento de que Dios existía. Había jugado con unos fósforos y quemado una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí Su mirada en el

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interior de mi cabeza y en las manos; estuve dando vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un blanco vivo. Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan grosera indiscreción, blasfemé, murmuré como mi abuelo: “Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios”. No me volvió a mirar nunca más. Acabo de contar la historia de una vocación fallida: yo necesitaba a Dios, me lo dieron, pero lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder enraizar en mi corazón, vegetó en mí durante algún tiempo y después se murió. Hoy, cuando me hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo que se encuentra con una vieja amiga: “Hace cincuenta años, sin ese malentendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos separó, podría haber habido algo entre nosotros”»4.

Frutos amargos El humor ácido de las líneas de Sartre no puede ocultar el drama que les dio origen, derivado de la tensión entre la libertad entendida como indiferencia y Dios concebido como fundamento último, inteligente y bueno, del mundo. Quien mantenga tal idea de libertad debe, en alguna medida, debilitar la consistencia de la realidad y de su fundamento –para Sartre, la idea de Dios no podía «enraizar en su corazón». Para que la libertad no se vea limitada, el mundo no debe ofrecernos ninguna resistencia derivada de un orden previo. Existe aquí un conflicto entre libertad y ser, resuelto en favor de la primera. En esta línea, el filósofo Kant escribió, en el siglo XVIII, que, para defender la libertad, le fue «preciso suprimir el saber»5. Y Martin Heidegger, filósofo del siglo XX también alemán, llamó a olvidar una idea demasiado fuerte del ser y a debilitarlo hasta hacerlo convertible con la nada. Iván, el famoso personaje de la novela Los hermanos Karamazov, del escritor ruso Fedor Dostoievski, afirmaba que, como Dios no existe, «todo está permitido»6. Sartre adopta esa fórmula como la descripción perfecta de la verdadera libertad, de una libertad absoluta. Sin embargo, el mismo Iván reconoce, con desesperación, el carácter autodestructivo y contradictorio de semejante libertad. Para él, el «todo está permitido» se transforma, inevitablemente, en un «nada está permitido». ¿Por qué? Para que absolutamente todo esté permitido, para que pueda hacerse cualquier cosa con todo lo que nos rodea, todo debe sernos indiferente. Tan pronto como apreciemos algo y, por lo tanto, lo respetemos o, al menos, lo diferenciemos de lo demás, dejaríamos de ser libres. Iván postula esa completa frialdad que se transforma en un «infierno» como el compañero de ruta de la libertad total. Uno de los personajes de Juliette, novela del famoso marqués de Sade, explicaba que estaba convencido de que «las distinciones de cualquier tipo podrían tener influencia perjudicial sobre los placeres» de los hombres7. Podría explicarse esta paradoja de otra forma. Si elegir implica querer esto y no aquello, optar por una posibilidad y no por otra −téngase presente que el verbo «decidir» significa, en latín, «cortar»−; en otras palabras, si elegir requiere determinarse, una libertad consistente en no estar determinado demandaría no elegir nunca. De aquí que nadie viva con gozo este tipo de libertad. Ni siquiera, podría decirse, es vivida como libertad. No poder elegir nada, no poder mantener ninguna decisión a lo largo del tiempo, no poder comprometerse en un camino para la vida, siempre es experimentado como impotencia y soledad. 146

Revolución e indiferencia Se considera a la indiferencia como uno de los rasgos de la actual juventud posmoderna, alejada de los ideales revolucionarios de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. Sus educadores fueron formados en esa época, que emprendió la más reciente aventura del ideal de liberación absoluta. Es sabido que los resultados de ese espíritu rebelde −plasmado en revoluciones culturales, económicas, políticas, sexuales− han sido contradictorios. El desesperanzado escepticismo posmoderno guarda un parentesco profundo con los mitos «modernos» de la libertad entendida como indeterminación. La otra libertad Nuestra tradición nos ofrece otra posible concepción de la libertad que, aunque olvidada en parte, puede brindarnos respuestas de suma actualidad. La libertad es, conforme a ella, una capacidad de autodeterminarse al bien. Esta idea no se opone completamente a la precedente, cuyo error consistiría en tomar una parte por el todo. Si el ser humano puede determinarse a sí mismo, si puede dirigir su propia vida, entonces está dotado de una determinabilidad especial, imposible en un ser no espiritual, que posee una mayor «rigidez». Pero debe distinguirse esa determinabilidad –como capacidad, que puede estar actualizada o no– de la indeterminación –como estado– en la que la postura anterior hacía consistir la esencia completa de la libertad. El estado de indeterminación es habitualmente el primer paso, el más imperfecto, en el camino de la libertad, pero no constituye su esencia. El filósofo francés René Descartes lo explicaba así en el siglo XVII: «Para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos –sea porque conozco con certeza que en él están el bien y la verdad, sea porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento– tanto más libremente lo escojo. Y, ciertamente, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y corroboran. Es en cambio aquella indiferencia, que experimento cuando ninguna razón me dirige a una parte más bien que a otra, el grado ínfimo de la libertad, y más bien arguye imperfección en el conocimiento, que perfección en la voluntad; pues, de conocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero… sería por completo libre, sin ser nunca indiferente»8.

La libertad no es esencialmente indeterminación sino, más bien, capacidad de autodeterminación. No va en contra sino, por el contrario, a favor de nuestra tendencia más profunda. El conocimiento del orden del mundo y la formación moral aumentan la libertad. La gracia de Dios, agrega Descartes, también. Un conocimiento perfecto implicaría ausencia de indiferencia y, por lo tanto, cierta clase de necesidad y, al mismo tiempo, libertad máxima. Santo Tomás de Aquino explica que la libertad se opone a la necesidad «de coacción» pero no a la «de fin». Afirma, por ejemplo, que «no repugna a la libertad de la voluntad la natural necesidad con la que la voluntad quiere algo necesariamente, como la felicidad»9. Cuando alguien sigue libremente lo que más profundamente quiere –por ejemplo, desarrollando su vida conforme a su vocación–, está más determinado y, al mismo tiempo, se siente más libre. 147

Libertad y mal Se dijo que la idea de libertad como indiferencia emparentaba a la libertad con la transgresión. Hacer el mal podría ser entendido como una especie de liberación de las ataduras. Dicha concepción ubicaba a la libertad más allá del ser, más allá de todo parámetro, «más allá del bien y del mal», según la expresión de Nietzsche10. La libertad así entendida entraba en conflicto con el ser. Pero para esta otra concepción, la libertad se basa en el ser. Es la forma de obrar más elevada de la forma de ser más elevada, la vida personal. La persona posee un ser que vale por sí mismo y, por lo tanto, puede actuar por sí misma. Tiene la mayor capacidad de causar, acorde con la dignidad de su ser. La persona «tiene su vida en sus manos», y se desarrolla por sus actos libres. La diferencia entre un acto libre bueno y uno malo no radica, solamente, en el hecho de que uno cumpla con leyes morales y el otro no. Sería esta una visión insuficiente. Esta idea de libertad no supone una realidad debilitada, sino entendida como buena y ordenada. El inocultable mal que la acecha no es otro ser, sino una herida en el ser, una ausencia de un bien debido. Su gravedad se mide por los bienes que quita o impide. De aquí que hacer el mal constituya un «hacer menos», un quedarse a mitad de camino. Solo en el bien el ser humano «lanza su acción sin restos y a plena vela»11. En su Diario, el escritor francés André Gide apunta que, cuando «el mal nos gana para su causa y nos pone a su servicio, ¿quién osaría hablar aquí de una liberación? ¡Como si el vicio no fuera más tiranizante que el deber!»12. Hacer el bien fortalece la libertad, mientras que hacer el mal la debilita. La libertad no es ese poder neutro e indiferente. El mismo Gide afirma, en esta línea, que un «pecado es lo que no se hace libremente»13. Por estos motivos, ser libre supone ir adquiriendo una profunda espontaneidad. Existe aquí una aparente paradoja: la libertad madura y se hace más intensa cuando alguien está atento a lo que verdaderamente es y, por otra parte, esta receptividad le permite desplegarse y vivir con la mayor espontaneidad. La atención a algo que uno no crea, sino que descubre, es lo que le permite ser máximamente espontáneo. La idea de un Dios creador, por lo tanto, no entra en conflicto con la libertad sino que, por el contrario, es requerida por ella. Las dos libertades La consciencia acerca de estas dos ideas referidas hasta aquí aporta coordenadas muy importantes para comprender la historia filosófica del tema de la libertad y su incidencia cultural sobre la vida concreta de las personas. La libertad entendida como indeterminación, por distintos motivos muy difundida en los últimos siglos, supone conflictos insalvables con el orden, con la moral, con Dios y, en definitiva, con el ser y con la libertad misma, que termina siendo negada. La perspectiva –de una tradición tal vez más olvidada– que entiende a la libertad como una capacidad de autodeterminarse al bien comprende el lugar de la anterior como una primera etapa del desarrollo personal, pero no la identifica con la esencia de la libertad. De esta forma, salva las aporías 148

apuntadas y entiende que la plenitud de la libertad en el bien «no es fijeza» ni «endurecimiento de los puntos de vista y de las actitudes; más bien consiste en la convergencia del pensamiento viviente, del sentir y del querer, con el propio núcleo espiritual»14. Para seguir leyendo D. Innerarity, La libertad como pasión, EUNSA, Pamplona 1992. J. Pieper, «Creaturidad», en Creaturidad y tradición, Fades, Buenos Aires 1983, pp. 15-28.

Notas 1. Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Argentina. Profesor en la Universidad Católica Argentina, la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino y la Universidad Católica de La Plata. Ha sido secretario académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina. 2. S. Freud, El «Yo» y el «Ello», en Obras completas. Trad. de Luis López-Ballesteros y de Torres, El Ateneo, Buenos Aires 2003, p. 2707. 3. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, en Obras completas, t. 4., Prestigio, Buenos Aires 1970, p. 582. 4. J. P. Sartre, Las palabras, en Obras: novelas y cuentos, Losada, Buenos Aires 1971, p. 56. 5. E. Kant, Crítica de la razón pura, Losada, Buenos Aires 1981, p. 140. 6. F. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, Bruguera, Barcelona 1974, p. 196. 7. Marqués de Sade, Juliette o El vicio recompensado, Babilonia, Madrid 1991, p. 93. 8 . R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Alfaguara, Madrid 1977, pp. 32-33. 9 . Tomás de Aquino, De potentia, q. 10 a. 2 ad 5 10. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid 2012. 11. J. Pieper, El concepto de pecado, Herder, Barcelona 1979, p. 48. 12. Citado en ibídem, p. 103. 13. Ibídem, p. 95. 14. R. Guardini, «Las edades de la vida», en La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida. Lumen, Buenos Aires 1992, p. 85.

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29. AGUSTINA LOMBARDI1 ¿Prueba la neurociencia que nuestras decisiones están predeterminadas? ay sucesos en nuestra vida que escapan a nuestro control o a nuestra voluntad, como el país en el que nos ha tocado nacer o el color de nuestros ojos. Pero hay otras cosas, como la profesión que ejercemos, o a quién votaremos en las próximas elecciones, que sí están o pueden estar bajo nuestro control, porque las experimentamos como dependiendo de nuestros propios actos y de nuestras decisiones personales. Justamente porque existen cosas que dependen de nosotros y están bajo nuestro control, podemos decir que somos agentes libres, que somos dueños de nuestras obras y responsables del modo en el que vivimos. Sin embargo, si nuestras decisiones estuvieran predeterminadas, ya no podríamos sostener que nuestras acciones son fruto de una elección libre personal. Estas pasarían a estar bajo el control de agentes desconocidos o ajenos a nosotros y, por ende, pondrían en jaque nuestra preciada libertad. Precisamente a esta conclusión llegó el neurocientífico norteamericano Benjamin Libet, pionero en intentar comprobar mediante datos empíricos si efectivamente somos o no dueños de nuestras decisiones y acciones. En 1983, Libet realizó un experimento para demostrar que nuestros actos voluntarios y libres van precedidos de cierta actividad neuronal que antecede a la decisión consciente de llevarlos a cabo. En otras palabras, según los hallazgos de Libet, ya no es la conciencia la que decide ejecutar cierto acto libre, sino que hay una actividad electrofisiológica que la precede y que determina nuestros actos libres sin que nosotros seamos conscientes y sin que, por tanto, tengamos control sobre nuestras decisiones y acciones. Según Libet, la toma de decisiones va precedida de una actividad neural, esto significa que está determinada de antemano por dicha actividad inconsciente, y que, por tanto, la libertad de nuestros actos debe ser puesta en duda. A partir del experimento de Libet se abrió un gran debate en la comunidad científica y filosófica, y mientras muchos neurocientíficos y filósofos han intentado probar que nuestras decisiones están determinadas, muchos otros se han mantenido cautelosos acerca del alcance de este tipo de experimentos. ¿En qué consistió el tan aclamado experimento de Libet de 1983 que causó tanto revuelo en la comunidad académica? El objetivo de Libet era descubrir en qué momento aparece nuestra conciencia de querer realizar un acto motor libre y compararlo con el momento en el que comienza la actividad electrofisiológica que da lugar a, o dispara, dicho acto libre, actividad denominada «potencial de preparación» (PP). Dado que la percepción de la conciencia es un componente propio de la experiencia subjetiva, debía poder transformarlo en un dato numérico para poder compararlo tanto con el momento objetivo en el que se llevaba a cabo el movimiento, que está indicado por el electromiograma (EMG), como con el momento, objetivo también, en que aparece el potencial de preparación, indicado por el electroencefalograma (EEG). Para poder llevar a cabo el experimento, Libet diseñó un reloj osciloscopio que era unas 25 veces más

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rápido que uno normal. Contaba con un rayo de luz que giraba alrededor de la periferia del reloj haciendo las veces de las manecillas de un reloj normal. Cada revolución de la luz se completaba en 2,56 segundos, por lo que cada «segundo» del reloj osciloscopio equivalía a 43 milisegundos de tiempo actual. Libet solicitaba a las personas que se sometían al experimento que mantuvieran la vista fija en el centro del reloj. Luego, cuando sintieran la necesidad caprichosa de hacerlo, debían realizar un movimiento brusco de muñeca. Finalmente, debían indicar la posición en la que se encontraba la luz del reloj en el instante en el que aparecía la conciencia de querer realizar el movimiento, momento al que Libet llamó W. ¿Cuáles fueron los resultados del experimento? Por un lado, Libet estableció el momento en el que comienza el potencial de preparación (PP), es decir, la actividad neuronal que activa el acto motor. Distinguió dos tipos de potenciales de preparación, con formas y tiempos de aparición distintos y correspondientes a actos diferentes. El PP I comenzaba alrededor de 1000 milisegundos antes de la activación del músculo implicado, y estaba asociado a los actos que suponen un preplaneamiento. El PP II, que comenzaba unos 400 a 700 milisegundos antes, estaba asociado al acto espontáneo, originado caprichosamente sin ningún tipo de preplaneamiento previo. Contra lo que pudiera pensarse, el verdadero acto libre para Libet era este último, es decir, no el que implica un preplaneamiento sino el que brota espontáneamente de la nada. Con respecto al momento en el que aparecía la conciencia de querer realizar el movimiento (W), Libet esperaba que esto ocurriera antes de que comenzara el potencial de preparación, es decir, al menos 550 milisegundos antes (valor promedio del PP II), para así liderar y dar comienzo al acto voluntario, pero considera que sería antiintuitivo que apareciera después de esos 550 milisegundos antes del movimiento, ya que traería consecuencias en nuestra concepción de la libertad, que pasaría a depender de procesos inconscientes. Sin embargo, los resultados obtenidos no fueron los que Libet esperaba: con relación al tiempo 0, registrado por el EMG y correspondiente al movimiento de la muñeca, W aparecía tanto para los movimientos que implicaban preplaneamiento como para los que no, a -200 milisegundos, es decir, unos 350 milisegundos después de iniciado el PP II. Estos resultados, que podemos ver reflejados en el siguiente gráfico, sugerían que todo acto voluntario libre se inicia inconscientemente a través de procesos neuronales, antes de que el sujeto sea consciente de haber tomado la decisión de realizarlo.

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Como señalamos al comienzo, el experimento de Libet causó reacciones tanto de rechazo como de adhesión entre sus colegas. Muchos quisieron ajustar o perfeccionar la propuesta de Libet. Dos replicaciones del experimento de Libet que tuvieron gran impacto fueron las de Haggard-Eimer, en 1999, y Haynes-Soon, en 2008. De acuerdo con Haggard-Eimer, el potencial de preparación medido por Libet no era un indicador específico de un acto libre, dado que los sujetos del experimento eran instruidos para realizar siempre el mismo movimiento repetitivo de muñeca. Esto significaba que el potencial de preparación que había medido Libet se correspondía con un estado de conciencia más general, y lo que en realidad había que medir, si se quería ser más específico, era el momento de aparición del potencial de preparación lateralizado (PPL), que refleja la actividad electrofisiológica lateral al movimiento. Este potencial, concluyen, comenzaría a los -800 milisegundos, es decir, precedería a los actos libres y a la conciencia de querer ejecutarlos. El PPL sería, además, causa de ambos eventos. El experimento de Heynes-Soon llega a resultados más sorprendentes, concluyendo que la actividad electrofisiológica que da lugar a los actos libres no se origina en el área motora suplementaria como había sugerido Libet, sino en la corteza parietal y prefrontal hasta 10 segundos antes de que seamos conscientes de querer actuar. Y no solo eso, sino que, en hasta un 60% de los casos, aseguran poder predecir el movimiento que va a realizar el sujeto (de mover ya sea la mano derecha o izquierda). Como puede observarse de los experimentos anteriores, si bien ambos miden cierta actividad neuronal anterior al acto motor, sus resultados no coinciden ni entre sí ni con los de Libet.Es más, en la actualidad no se ha llegado a un consenso acerca de si el potencial de preparación es un indicador válido de los procesos neuronales que subyacen a los actos voluntarios. De acuerdo con Haggard, por ejemplo, el potencial de preparación no sería más que un elemento, entre otros, para explicar el acto voluntario o las tomas de decisiones. En última instancia, los experimentos según el modelo de Libet no dejan de estar llenos de dificultades, errores y limitaciones conceptuales y metodológicos. Filosóficamente también incluyen ciertos problemas. Tomemos, por ejemplo, la definición que da Libet de acto libre. Para este, un acto verdaderamente libre es endógeno, lo que quiere decir que se origina desde el interior del sujeto, y brota caprichosa y espontáneamente de la nada cuando este siente la necesidad de hacerlo. Tal definición no parece acomodarse a lo que los filósofos suelen entender por acto libre,es 152

decir, el que implica una decisión deliberada, premeditada y racional previa, sino que parecería referirse a un mero acto reflejo, a un movimiento sencillo y cotidiano que fue tomado por Libet como paradigma de todo acto libre. En definitiva, Libet parte de una noción errónea de libertad y analiza actos que no son verdaderamente libres. Todavía quedan muchas cuestiones abiertas, como por ejemplo: ¿realmente representan los PP la actividad neuronal que precede a los movimientos voluntarios libres? ¿Están los científicos interpretando los datos correctamente? ¿Por qué llegan a resultados tan diversos? ¿Son los sujetos capaces de reportar con precisión el comienzo de un evento consciente? ¿Es válido el reloj utilizado por Libet como método de medición de la experiencia subjetiva? ¿Es posible medir una experiencia subjetiva? ¿Tiene sentido correlacionar el tiempo de un evento consciente con uno físico? No solo las neurociencias están lejos de probar que nuestras decisiones están predeterminadas, cabe preguntarse también si acaso están capacitadas para demostrarlo algún día. Sin lugar a dudas, la filosofía debe estar agradecida por el estímulo recibido para repensar o afinar nociones conceptuales que atañen al dinamismo de nuestro obrar libre y del funcionamiento de nuestras tomas de decisiones. En efecto, gracias al experimento de Libet, la filosofía puede plantear las siguientes cuestiones: ¿Qué rol cumplen los procesos cerebrales en la toma de decisiones? ¿qué consecuencias trae a una toma de decisión que la actividad neuronal la preceda, que sea simultánea a ella o posterior? ¿Repercute esto en la noción que tenemos de libertad? Que haya actividad neuronal que anteceda a nuestras tomas de decisión, ¿implica que no somos libres, como pretende Libet? Los descubrimientos neurocientíficos en la línea del experimento de Libet y sus replicaciones o reelaboraciones aportan una valiosa información sobre el fenómeno de toma de decisiones ayudando a comprender los procesos neuronales que subyacen a toda toma de decisión. El experimento de Libet, en particular, ha resaltado el papel que desempeñan los procesos inconscientes en las tomas de decisiones. Sin embargo, la activación de áreas motoras suplementarias antes de que los sujetos sean conscientes de querer obrar no debería sorprendernos. Es necesario poseer sistemas que actúen automáticamente ya que no estamos siempre eligiendo conscientemente en cada instante. Tomar una decisión, un acto de amor o de odio, un acto libre, son acciones que involucran a la persona como un todo, es decir, a una persona no reducida a su mera dimensión orgánica, sino comprendida desde su unión orgánica, psíquica y espiritual. Por lo tanto, sea la toma de una decisión, sea un acto libre, no pueden reducirse ni ser explicados en su totalidad por las neurociencias, dado que, además de implicar al ser humano como un todo, son actos que están constituidos por una red compleja de elementos. Un acto libre involucra a toda la persona: su personalidad, su educación, sus metas, su pertenencia a una sociedad y a una cultura, sus valores, deseos, sentimientos, intereses, etc. Estos elementos condicionan, en cierta forma, los actos libres, pero no por eso dejan de ser libres. Las explicaciones que nos aportan los neurocientíficos vienen a sumarse a la complejidad del acto libre, para, lejos de simplificarlo o reducirlo, exaltar la complejidad que implica. 153

En conclusión, podemos afirmar que las neurociencias ayudan a comprender las relaciones que hay entre las activaciones de determinadas áreas cerebrales y las tomas de decisiones, que es un aporte valioso al momento de comprender la libertad humana, si bien no puede concluirse nada taxativo acerca de la naturaleza de la libertad tomando solo como referencia los datos obtenidos mediante los experimentos. Las neurociencias no nos dicen qué es la libertad, pero nos pueden decir de qué estructura neural depende. Para seguir leyendo J. F. Franck y A. Lombardi, «Investigaciones contemporáneas sobre el libre albedrío», en C. E. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.) Diccionario interdisciplinar Austral, 2017, URL=http://dia.austral.edu.ar/Investigaciones_contemporáneas_sobre_el_libre_albedrío. B. Libet, «Do we have free will?», Journal of Consciousness Studies 6/8-9 (1999) 47-57.

Notas 1. Magíster en Teología Moderna por la Universidad de Oxford. Actualmente está cursando los estudios de doctorado en Filosofía con una beca CONICET en la Universidad Católica Argentina, donde egresó de Profesora en Filosofía. Es también profesora en la Facultad de Biomédicas de la Universidad Austral.

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30. GONZALO GÉNOVA1 ¿Puede ser libre un robot? muchas personas, incluyendo científicos destacados, les parece prácticamente inevitable que el progreso de la inteligencia artificial desemboque algún día en la fabricación de robots libres. La literatura y el cine de ciencia ficción están repletos de historias en las que el robot se rebela contra su creador, recogiendo por otra parte un mito que se remonta a la Antigüedad. Los ejemplos son innumerables, y más en tiempos recientes, pero el paradigma sería la película Blade Runner, de Ridley Scott (1984), con su secuela Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Ahora bien, ¿puede ser verdaderamente libre un robot? Responder a esta pregunta es especialmente interesante si la respuesta nos ayuda a entender mejor no solo qué es un robot, sino sobre todo en qué consiste la libertad. Empecemos por clarificar los términos de la cuestión.

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Qué es un robot Generalmente se entiende que un robot es un dispositivo mecánico que está controlado por un programa de ordenador. El aspecto físico es secundario: el robot puede parecerse o no a un ser humano, pero también puede ser simplemente un brazo mecánico, o un electrodoméstico de cocina. También es secundario el hecho de que el robot esté hecho de materiales inorgánicos, materiales orgánicos, o una mezcla de ambos. Lo esencial es que un robot está controlado por un programa que corre en un ordenador. Se diferencia de otras máquinas en que su funcionamiento está codificado en un programa que es relativamente fácil de cambiar, sobre todo si lo comparamos con aquellas máquinas cuyo funcionamiento es invariable. ¿Y qué es un programa? Un programa, o mejor, un algoritmo, es en pocas palabras un procedimiento «mecánico» (es decir, basado en reglas obedecidas ciegamente) que obtiene un determinado resultado en un número finito de pasos. Es como una receta de cocina, pero en la cual todos los pasos están perfectamente detallados y no se deja nada a la interpretación del cocinero. Aunque entre los científicos de la computación no se ha alcanzado un consenso universal sobre la definición de algoritmo, sí se admite que un elemento esencial de la definición es que todo algoritmo debe tener un objetivo bien definido. Un programa no se limita a hacer cosas, sino que las hace con un determinado propósito. Al igual que cualquier otra máquina, un robot (que está controlado por un programa) se define principalmente por su propósito, es decir, la tarea que debe cumplir y para la cual ha sido diseñado. En realidad, rara vez un programa tiene un único propósito: más bien, lo habitual es que tenga varias tareas que cumplir. Por ejemplo, un sistema domótico puede encargarse de controlar la temperatura, humedad e iluminación de una vivienda, así como advertir de posibles situaciones de emergencia (intrusiones, fuego, etc.). Pero todas estas tareas pueden englobarse bajo un único propósito global: mantener el confort y seguridad de los ocupantes de la vivienda. 155

La esencia del robot y de cualquier máquina es, por tanto, obedecer a su propósito, el fin con el que ha sido diseñado. Es más, conocer el propósito de un robot es lo que permite decir si funciona bien o mal: si no sé para qué ha sido diseñado, no puedo someterlo a control de calidad. Y es un propósito que el robot no se ha dado a sí mismo, sino que se lo han impuesto desde fuera. El robot no puede cuestionarse su finalidad, porque dejaría de ser un robot, una máquina. Supongamos un robot que juega al ajedrez contra un humano con el objetivo de ganar la partida. Los programas de ajedrez que se encuentran hoy día en cualquier ordenador doméstico derrotan con facilidad a la mayoría de los jugadores humanos. Un jugador artificial de ajedrez un poco diferente podría autolimitarse en su efectividad a fin de configurar distintos niveles de dificultad, de modo que el jugador humano siga disfrutando con el juego y no tire la toalla demasiado pronto. Estos dos programas de ajedrez tienen dos objetivos bastante diferentes: ganar el juego, o hacer que el jugador humano juegue cada vez mejor y disfrute con el proceso de aprendizaje. En ambos casos el robot tiene un propósito predeterminado que lo define. Lo que no esperamos de un robot del primer tipo, diseñado para ganar, es que decida perder… Puede no lograr su objetivo, pero no puede cambiarlo. En cierto modo, el robot es un esclavo inteligente de su finalidad. Qué es ser libre La mayoría de la gente asume, sin gran reflexión de por medio, que los seres humanos somos libres, es decir, que somos responsables de nuestras decisiones. Y somos responsables, precisamente, porque podemos decidir actuar de una manera u otra; en otras palabras, no estamos completamente determinados por los estímulos que recibimos de nuestro entorno, ni por nuestra educación, ni por nuestra genética. Sin duda todos estos factores nos condicionan, imponen límites a nuestra libertad, pero no determinan completamente nuestra respuesta. No faltan, sin embargo, quienes niegan que la libertad sea una característica humana real. El argumento suele basarse en que, puesto que somos seres materiales, estamos sometidos a las leyes deterministas de la materia, luego no somos libres. Desde esta perspectiva mecanicista, el comportamiento de todos los seres vivos, incluyendo a los humanos, se explicaría mediante las leyes de la naturaleza y el procesamiento de información en el cerebro, de modo análogo a lo que ocurre en un ordenador: el comportamiento está completamente determinado por los estímulos recibidos y su correspondiente procesamiento neurológico, conforme a programas más o menos complejos de origen biológico o cultural. Así pues, sea para afirmar que somos libres, sea para negarlo, podemos asumir que ser libre implica no estar completamente determinado por algo exterior a uno mismo. Pero hay varias formas de no estar determinado. La primera y más evidente es estar indeterminado, lo que significa añadir incertidumbre al comportamiento resultante. Se puede añadir un factor de aleatoriedad en la toma de decisiones (tirar una moneda al aire para elegir si tomo helado de chocolate o de vainilla), o puede ocurrir que por la propia 156

incertidumbre física el comportamiento no se ejecute exactamente como se había ordenado. No obstante, el indeterminismo apenas añade nada a la situación anterior. No nos engañemos, la mecánica cuántica no es el ansiado refugio de la libertad. Desde ambas perspectivas, determinismo e indeterminismo, la libertad es una ilusión del cerebro, es decir, no es algo real que pueda influir en el comportamiento humano. Ser verdaderamente libre, en un humano o en un robot, implica la posibilidad de autodeterminación, es decir, ser dueño de las propias acciones, y por tanto, responsable. Esta autodeterminación puede todavía darse de dos modos distintos. § 1. Autodeterminación hacia un objetivo. En esta versión, el individuo libre persigue cierto objetivo, y puede elegir entre diferentes comportamientos para lograrlo. Pero el objetivo, como tal, está dado. Aquí hay una afirmación bastante modesta de la libertad, que consiste solo en la posibilidad de elegir entre varios medios para alcanzar un fin dado y, como mucho, la posibilidad de aceptar o rechazar ese fin. § 2. Autodeterminación del objetivo. En esta versión, mucho más radical, el individuo libre no solo se determina a sí mismo hacia un objetivo, sino que también determina por sí mismo el objetivo: el objetivo no está dado, hay que inventarlo. Por así decirlo, el ser libre no solo tiene un destino, sino que también se forja su propio destino. No solo elige cómo convertirse en algo, sino también en qué quiere convertirse. Parafraseando a nuestro autor universal, «Yo sé quién soy, y sé quién puedo llegar a ser»2. Y esto es precisamente lo que hace que sea tan difícil tomar ciertas decisiones. Así entendida, la autodeterminación plantea dos difíciles problemas que no vamos a resolver aquí. El primero, de carácter metafísico, es el problema mente-cuerpo, es decir, la relación entre lo inmaterial y lo material3. El segundo es el problema moral de la arbitrariedad en la elección autodeterminada de los fines: ¿importa si uno elige este o aquel fin para su vida? ¿Hay ciertos fines mejores que otros? Entonces, ¿puede ser libre un robot? Con lo que llevamos dicho la respuesta es inmediata. Ser libre es, de modo radical, tener la facultad de autodeterminación, es decir, la capacidad de proponerse uno mismo sus propios planes, objetivos y metas. Puesto que un robot está controlado por un programa de ordenador, que tiene un objetivo que no se ha dado a sí mismo y que no puede cuestionar… no hace falta decir más: un robot no puede ser libre, porque el concepto de libertad es contradictorio con el concepto de robot, y con el concepto más general de máquina. Para ser libre tendría que dejar de ser un robot y adquirir autoconciencia, algo a lo que la ciencia ficción nos tiene muy acostumbrados, pero no por eso es necesariamente factible. La autodeterminación, por su misma definición, queda fuera del paradigma computacional clásico, es decir, de la concepción clásica de robot controlado por programa de ordenador: la libertad no es una función programable. Esto no es una dificultad tecnológica de hoy día que será superada con el tiempo, es una dificultad conceptual para cualquier máquina de cualquier tiempo, porque lo esencial de una máquina no es estar hecha de engranajes y circuitos eléctricos, sino haber sido diseñada con una determinada finalidad. Una máquina no puede decidir qué objetivos 157

quiere perseguir, porque dejaría de ser una máquina. Que es precisamente lo que les pasa a los robots que se hacen humanos en la ciencia ficción: los replicantes de Blade Runner ya no son robots, son humanos, aunque sea en una forma de humanidad que nos desconcierta y no sabemos precisar bien. Atención, no estoy diciendo que sea imposible fabricar seres inteligentes y libres, tan solo que, si algún día lo logramos, no serán propiamente «robots» controlados por un programa de ordenador. Quizás en un futuro indeterminado seamos capaces de producir en el laboratorio un tipo de robots no algorítmicos (no dirigidos hacia un fin dado) que propiamente puedan ser calificados como autoconscientes, capaces de hacer «lo que les dé la gana», de proponerse sus propios objetivos; pero seguramente no sería adecuado seguir llamándolos robots. Serían «humanos» en el sentido de autodeterminados, verdaderamente libres, aunque quizás su estructura física (¿biológica?) fuera muy diferente a la nuestra. Pero ¿de qué serviría esto? ¿Para qué fabricar máquinas que no harán lo que queremos, sino lo que les dé la gana? ¿En qué sentido puede decirse que siguen siendo máquinas? En cierto sentido, la reproducción humana ya trae al mundo seres libres y autodeterminados. Una autodeterminación que a veces resulta incordiante (que se lo pregunten a todos los padres y madres con hijos adolescentes), y que demasiado a menudo tratamos de sustituir por un comportamiento «programado». Y esto puede ocurrir en todos los niveles educativos, desde los niños pequeños hasta los estudiantes universitarios. Lamentablemente, la tentación de sustituir el proceso educativo por un proceso de robotización es grande, especialmente en el caso de los gobernantes totalitarios, para quienes la autodeterminación ya no es solo molesta, sino simplemente inaceptable. ¿La razón es la esclava de las pasiones? Soy consciente de que no he demostrado que los seres humanos son verdaderamente libres, en el sentido de autodeterminados. Tan solo he demostrado que un robot no puede ser libre; por tanto, si los humanos son libres, entonces no pueden ser robots, máquinas algorítmicas. Es decir, la inteligencia libre (que no se ocupa solo de resolver problemas, sino también de elegir los problemas que quiere resolver) no puede ser definida como un proceso algorítmico, y el comportamiento genuinamente libre no puede ser completamente emulado por robots (otra cosa es el comportamiento típico de una gran masa de gente, que sí es susceptible de análisis estadístico, precisamente porque deja de considerarse la individualidad). El filósofo escocés David Hume (1711-1776) escribió que «la razón es la esclava de las pasiones», es decir, está al servicio de unos objetivos predeterminados que no puede cuestionar (entiéndase «pasión» en un sentido general, no solo relativo a lo placentero: pasión por la música, por las matemáticas, por la justicia…). Una concepción que, curiosamente, anticipa el concepto moderno de robot. Si resulta difícil aceptar que un robot no puede ser libre –como imagino que les ocurrirá a algunos, o quizá muchos, lectores– quizás sea porque la concepción humeana de la naturaleza humana ha calado 158

profundamente en nuestra mentalidad occidental. Si para nosotros, en el siglo XXI, es tentador considerarnos complicados robots biológicos, es solo porque previamente hemos aceptado el paradigma de la razón como esclava de las pasiones. Estamos tentados de creer que somos robots, porque primero hemos aceptado que la razón no escoge ni prioriza sus objetivos, sino que está al servicio de un objetivo último no racional, que en definitiva no es otro que la supervivencia de la especie. El antiguo fatalismo griego pretendía que el destino humano estaba controlado por los dioses del Olimpo. Esta tendencia resurge hoy día, atribuyendo el control a los genes: somos, en el fondo, esclavos de nuestra programación biológica. Contra esta tendencia fatalista se rebela la afirmación radical de la libertad humana, la afirmación de que lo característico de los seres humanos es que nos proponemos nuestros propios fines, decidimos lo que queremos ser. Considero que esta capacidad de autoproponerse los fines es lo más característico de la diferencia entre humanos y máquinas. Son precisamente los que no se atreven a afirmar radicalmente la libertad los que más fácilmente caerán en la tentación de considerar que los humanos no son en último término otra cosa que complicados robots biológicos. Para seguir leyendo G. Génova e I. Quintanilla Navarro, «Discovering the principle of finality in computational machines», Foundations of Science. Published online 13 February 2018. —, «Are human beings humean robots?», Journal of Experimental & Theoretical Artificial Intelligence, 30(1):177-186, January 2018. G. Génova y M. R. González, «Educational encounters of the third kind», Science and Engineering Ethics 23/6 (2017) 1791-1800.

Notas 1. Ingeniero de Telecomunicación, licenciado en Filosofía y doctor en Ingeniería Informática. Desde 1999 hasta la actualidad es miembro del Departamento de Informática de la Universidad Carlos III de Madrid. 2. «Yo sé quién soy –respondió don Quijote–, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías». Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, parte I, capítulo V. Curiosamente, el otro genio universal dice algo muy parecido, que solo a primera vista es contradictorio: «Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser», William Shakespeare, Hamlet, Acto cuarto, Escena V (Ofelia a Claudio). Ambos autores ponen de manifiesto la apertura de la naturaleza humana a una plenitud que no está prefijada. 3. En cualquier caso, el dualismo cartesiano no es una solución válida, puesto que un ente inmaterial no puede interaccionar con un ente material. La relación mente-cuerpo debe ser de un tipo radicalmente diferente a la interacción que se da entre los cuerpos materiales.

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31. CARLOS BELTRAMO1 Estoy enamorado: ¿puedo casarme? ucha gente piensa que estar enamorado es la principal condición para casarse, formar una pareja, una familia y ser felices. Pero hay tantos matices que lo más sabio es que una persona que está enamorada no se case… si solo está enamorada. Entonces, ¿qué significa estar enamorado? ¿Se puede decir que es un sinónimo de amar? La respuesta no es tan obvia. El amor es un fenómeno humano complejo que suele involucrar todas las dimensiones de la persona humana: su cuerpo, sus emociones y afectos, su inteligencia y voluntad, su vida social. Se ha escrito mucho sobre el amor, pero a veces se ha tendido a reducirlo a alguna de sus partes: la atracción, la sensualidad, el gusto, el sentimiento. Comprender qué es el amor, qué se puede esperar de él y cómo se puede ser feliz amando es tal vez uno de los desafíos más importantes para cualquier persona. Lo más útil es abordarlo con una actitud libre de prejuicios y, al mismo tiempo, exigente, para llegar al fondo del asunto. Resulta claro que existen diferentes tipos de amor. Amor es lo que vive una madre o un padre por sus hijos. O viceversa, lo que experimentan los hijos por los padres. Se habla de amor fraternal cuando se trata de aquel que une a hermanos, ya sea de sangre o aquellos que lo son por formar parte de algún grupo con una unión especial entre sus miembros. Está también el amor entre amigos, que pueden llevar toda una vida en esa condición. Pero al que se le aplica el concepto de amor con mayor frecuencia es al romántico, al que se vive en la relación de la pareja íntima. Todos los tipos de amor tienen muchas características en común, pero en este escrito nos enfocaremos en el amor romántico. Contrariamente a lo que intentan vender novelas, películas, publicidades y hasta algún libro de autoayuda, al amor no se llega por arte de magia, de manera espontánea o instantánea. Es un principio que también se aplica al amor de pareja: es preciso que dos personas que se conocen pasen por diferentes etapas para que puedan decir que han llegado verdaderamente a amarse. La primera etapa es la atracción. Según el psicólogo Robert Sternberg podríamos entender esta etapa como un estado de deseo intenso de unión con el otro, producido por una excitación mental y física2. En realidad, no se conoce a una persona por la atracción: la única referencia que ofrece es lo que se ve por fuera, es decir, la apariencia corpórea. Se trata de un impulso que no es voluntario y que puede ser tremendamente absorbente: con frecuencia, la persona que se siente atraída disminuye su nivel de atención hacia otras cosas. Es un estado que suele provocar que las personas se comporten con nerviosismo cada vez que el otro les dirige la palabra o una mirada intensa, entre otras muchas situaciones similares.

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Pero la atracción no lo es todo. Pasado el primer influjo de parte de los valores corporales, surgen naturalmente aquellos que tienen que ver más con la conducta, el carácter, el temperamento, los sentimientos. De alguna manera la relación se profundiza un poco más y entonces empieza a involucrar el mundo interior. Todo esto es un proceso que va de «dos cuerpos atraídos» a «dos personas unidas en un nosotros», pasando precisamente por una fase intermedia conocida como enamoramiento. Interviene con más fuerza el dinamismo afectivo, por lo que se dice que es un sentimiento. «El enamorado no se siente ya excitado en su propia corporalidad, sino conmovido en su emotividad afectiva»3. Es cierto que se conoce un poco mejor al otro y ya no se trata solo de la apariencia física, pero se idealiza a la persona. Solo se tienen en cuenta aspectos positivos. La persona se siente muy bien con el otro, pero todavía no se trata de un amor completo y realista. Con el enamoramiento lo que se busca es «algo que tiene la otra persona» y no necesariamente a esa otra persona. Una persona puede estar con alguien del otro sexo porque le hace sentir bien, pero todavía eso no es amor –por más sentimiento que haya–. En el enamoramiento se confunde a la persona con lo que ella hace o lo que «hace sentir». Así, se vuelve demandante: si no hay satisfacción se acaba la sensación y se pone en duda el sentimiento; por tanto, se suele exigir «calidad total» en las sensaciones y cuando estas bajan se cree que ya «el amor se está apagando». Pero también se puede volver miedoso: como uno mismo exige del otro «perfección sin el más mínimo defecto», sufre constantemente el miedo de ser abandonado, porque todos tenemos defectos y todos tenemos días buenos y días malos. Surge una sensación de inseguridad que se va mezclando con el sentimiento de «alegría» que había en un comienzo. El presunto amor se puede volver «presión» (o «autopresión»). Nace una tiranía donde nunca se tiene derecho a estar mal. Es una relación condicionada que se puede deteriorar cuando las «condiciones» ya no se cumplen. Ahora bien, que el sentimiento de estar enamorado no sea todavía el amor completo no implica que no sea importante. El enamoramiento es una etapa fundamental en la maduración de ese fenómeno complejo conocido como amor. Es un momento que casi todos los que lo viven califican de mágico y que toda pareja recuerda con alegría, siendo muchos los terapeutas que aconsejan que sea así. El punto es que el enamoramiento, siendo un ingrediente muy importante en la relación de pareja, no se basta a sí mismo para sostener el vínculo. Queda entonces la tercera etapa, la que se puede llamar como superior, que engloba todo lo anterior: es el amor en sentido pleno. Los ideales, la atracción, todas las sensaciones bonitas y el romanticismo no quedan excluidos, pero el amor verdadero no se basa principalmente en ellos. Al amor se llega por la vía de la amistad, del conocimiento real de la otra persona. En el amor hay respeto, compromiso, ganas de compartir, capacidad de perdonar y pedir perdón. En el amor se está con el otro o la otra en las buenas y en las malas.

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Si dos personas se atraen porque «son muy guapas» o «están buenas», es al tratarse que se van enamorando, y entonces tal vez estén iniciando el camino del amor completo. Puede que empiecen a salir juntos, aunque para hacerlo es mejor que, además de la atracción y del enamoramiento iniciales, compartan un mínimo de principios importantes ante la vida. También es fundamental no perder el contacto con los amigos y seguir haciendo planes con ellos. Cada uno pensará mucho en la otra persona y eso se manifestará en numerosos detalles de atención. Las expresiones de amor, además de verbales como «te quiero» o «me gustaría no perderte», se reflejarán en besos y caricias que expresan anhelos de intimidad y entrega que es necesario guiar por el respeto mutuo. Si después de un tiempo la pareja ve que crece el sentimiento hasta el punto que es más que solo sentir, entonces se estarán acercando al amor, y notarán que aumenta también la necesidad de un compromiso mayor. Habrá llegado el momento de confirmar y sellar ese amor con el matrimonio. La mera satisfacción del impulso sexual produce placer; las relaciones afectivas del enamoramiento causan alegría; el verdadero amor depara al hombre y a la mujer la felicidad, que incluye y asegura el placer y la alegría. Una vez casados, se da una confianza y entrega total y exclusiva que ambos quieren que sea para siempre. Los gestos del amor incluyen la completa unión corporal y espiritual: tanto la ternura de todos los días como la relación sexual tienen su mejor lugar en el matrimonio. El compromiso y la entrega se mantendrán en el tiempo, superando las dificultades inherentes a la vida en común. Con una buena dosis de paciencia, buen humor y sabiendo perdonar y pedir perdón. Es un proceso que trasciende a uno mismo y a la pareja, abriéndose a los demás: hijos, familia, sociedad. En todo este proceso no hay que confundir la atracción inicial con «el amor de mi vida». Todos los expertos recomiendan ser prudente frente a los propios impulsos y sentimientos para poder ofrecer la propia sexualidad cuando se pueda de verdad entregarla a alguien que compartirá la vida entera, tanto en sentido de totalidad como en sentido de tiempo. Por eso se recomienda muchas veces no salir con alguien solamente porque causa atracción. La mejor apuesta es buscar conocer un poco más a esa persona. Quienes tienen paciencia se suelen equivocar menos. Tampoco hay que creer que con quien uno sale ya es «el amor de su vida». Eso se va descubriendo con el paso del tiempo. Se aplica una lógica simple: si él o ella son «el amor de su vida» lo seguirán siendo aunque pase el tiempo; pero si no lo son, tomarse las cosas con calma les ayudará a los dos a no tirarse a una piscina sin agua. ¿Cuáles son las características del amor completo? El amor es un fenómeno que abarca a toda la persona. Esto significa, primero, que no quedan fuera de él ni la atracción ni los sentimientos, pero es mucho más que eso. Sternberg le llama amor consumado o amor completo. Muchos otros lo llaman «verdadero amor», en contraposición a las etapas anteriores, que son parciales y pueden ser espejismos del amor. El propio Sternberg, después de conducir una profunda investigación de campo, afirma que «lealtad, fidelidad, responsabilidad… funcionan, por 162

norma general, como buenos barómetros de la marcha de una relación amorosa»4. Para él este amor es el componente estabilizador de las relaciones cuando se dan los inevitables altibajos de la convivencia. Amar es considerar de manera completa a la otra persona, apreciarla, cuidarla, estar pendiente de ella, alegrarse en sus alegrías y compartir sus tristezas, para disminuirlas. Al que ama le gusta ayudar al otro y recibir ayuda de esa persona. En el amor los afectos encuentran su sitio, su sentido y, en la mayoría de los casos, se potencian, porque amar es conocer de una manera realista a la otra persona sin idealizarla, aceptándola como es y procurando ayudarla a mejorar. Pero amar también es darse a conocer, abrir la propia interioridad y compartirla con toda la sinceridad de la que seamos capaces. La solidaridad es parte del amor, así como la sinceridad, la justicia, el sacrificio, pero también la recompensa, el respeto, el interés mutuo, la paciencia. Perdonar y saber pedir perdón también es parte de saber amar. Como dice Yepes Stork, el amor hace que la vida valga la pena5. Todas las características mencionadas son razones que ayudan a alcanzar un compromiso estable. El compromiso es una decisión madurada en el tiempo, que potencia el amor. La clave para llegar al amor es ejercitar de manera armónica tanto la afectividad como la voluntad, que es una de las facultades más altas del ser humano. En el amor completo el conocimiento, el afecto y la voluntad siempre van juntos. El conocimiento proporciona los elementos de juicio necesarios para distinguir las etapas del amor y tomar las decisiones acertadas en cada momento, evitando ser manipulados o actuar bajo falsas imágenes del amor. Vivir juntos, tener relaciones sexuales, aumentar la intimidad… son esas las grandes decisiones que se deben tomar con calma en una relación. Entre el conocimiento y la voluntad, la afectividad encuentra sus cotas más altas: el cariño y la intimidad son más intensos y gratificantes si están integrados en el todo humano. De ahí que, en el camino del amor, saber esperar sea una de las principales virtudes, la que garantiza los mejores resultados en el presente y en el futuro: esperar para la intimidad sexual, esperar para afrontar el compromiso, esperar para la entrega total y gozosa. Gracias al conocimiento, al afecto y a la voluntad es posible respetar a las personas, su intimidad y su dignidad. También se consolidan los cimientos que permiten alcanzar la madurez necesaria –a nivel físico y psicológico– para amar de verdad. Y entonces sí, esa pareja puede tomar la gran decisión de casarse, de modo que sea realmente un primer paso para la deseada felicidad. Para seguir leyendo J. de Irala, El valor de la espera, 6ª ed., Colección dBolsillo MC, Palabra, Madrid 2014, URL = https://www.palabra.es/el-valor-de-la-espera-0186.html. Webs recomendadas: www.educarhoy.org www.joveneshoy.org

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www.soyamante.org

Notas 1. Licenciado en Filosofía por la UPAEP (México) y doctor en Educación por la Universidad de Navarra. Coordinador del Área «Educación del carácter y de la afectividad» dentro del Proyecto Educación de la Afectividad y la Sexualidad Humana del Instituto Cultura y Sociedad (ICS), en la Universidad de Navarra. 2. Cfr. R. J. Sternberg, El triángulo del amor: intimidad, pasión y compromiso. Paidós Ibérica, Madrid 2000. 3. V. E. Frankl, Psicoanálisis y existencialismo: de la psicoterapia a la logoterapia, FCE, México DF 1978. 4. A. Almeida Eleno, «Las ideas del amor de R. J. Sternberg: La teoría triangular y la teoría narrativa del amor», Familia: Revista de Ciencias y Orientación Familiar, 46 (2013) p. 59. 5. Cfr. R. Yepes Stork, Fundamentos de antropología: un ideal de la excelencia humana, EUNSA, Pamplona 1996.

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32. CRISTIÁN CONEN1 ¿Tiene todavía sentido el matrimonio? magínate la siguiente escena y propuesta: en un día de calor en el que tenés mucha sed, te ofrecen las siguientes opciones para consumir: a) un polvo amarillo que vertido en un vaso de agua te asegura un sabor de naranja delicioso; b) un producto industrial con gusto a naranja muy bien presentado; c) un jugo natural fresco fruto de naranjas recién exprimidas. Si has elegido la opción c) porque priorizas lo ecológico o lo que proviene de la naturaleza, te propongo una visita guiada por las tendencias o invitaciones que el enamoramiento en todo tiempo y cultura ha hecho a los protagonistas de ese sentimiento: los enamorados. En otras palabras, te invito a razonar cuál es la unión de amor sexuado ecológica a la que invita el enamoramiento. (Viladrich, 2004).

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Las invitaciones del enamoramiento Una primera invitación es a la unión, manifestada en la atracción. Si se toman dos imanes que se atraen entre sí y se los deja en sus tendencias espontáneas, puede advertirse que se unen. De igual manera, la atracción entre un hombre y una mujer enamorados es una propuesta a vivir unidos. La segunda invitación del enamoramiento es a una unión exclusiva. En esta no hay lugar para una tercera persona, pues al estar enamorados no existe el interés por conocer íntimamente a nadie más. Los enamorados «exclusivizan» su intimidad afectiva a ellos dos. Surgen los celos si otra persona intima con tu enamorada(o); hasta surge «la favorita» en las culturas poligámicas. Otra invitación es a una unión permanente. Los enamorados desean estar siempre juntos. Es tan fantástico lo que se vive con ese sentimiento, que no se desea que termine. No se quiere estar algún tiempo con la persona amada, sino siempre, que no pase nunca lo que les está ocurriendo en sus vidas. La cuarta invitación del enamoramiento es a una unión comunitaria. La comunidad es un tipo de encuentro interpersonal en el cual sus protagonistas desean afirmarse y ayudar a desarrollarse plenamente en forma recíproca, dando lo mejor de sí mismos y su versión humana óptima en tanto varón y mujer. Finalmente, el enamoramiento también invita a unión fecunda. Los enamorados tienden a «dar vida» o un «sentido de vida nueva» a las cosas o situaciones que se relacionan con su historia amorosa. Por ejemplo, puede adquirir un sentido especial cierto lugar (donde se encontraban cuando se sinceraron en sus sentimientos recíprocos); una canción (la que bailaban el día que se conocieron); un ser vivo (el árbol donde tallaron el corazón con su iniciales). Ese lugar, canción y árbol cobraron vida especial para ellos por relacionarse con su historia de amor. Esa «vida especial» que pueden generar los enamorados es la tendencia a la fecundidad, la que podrá alcanzar su máxima expresión en la procreación de los hijos en el momento oportuno. 165

La unión de amor ecológica Puede concluirse que el enamoramiento invita a una unión exclusiva, permanente, comunitaria y fecunda. Una unión de este tipo entre un hombre y una mujer, que tienen toda la diversidad masculina y femenina para complementarse y enriquecerse con sus diferencias en lo anatómico, fisiológico, afectivo, racional y social, es lo que la humanidad, con matices culturales secundarios, ha denominado matrimonio. Lo ecológico es lo que proviene de la naturaleza y que exige su cuidado y desarrollo. Solo el matrimonio es el tipo de unión que es respuesta ecológica adecuada a lo que propone la naturaleza del enamoramiento a los enamorados. Las propiedades del matrimonio (unidad o exclusividad e indisolubilidad o permanencia) y los fines (generar comunión de amor en la diversidad complementaria masculina y femenina y tender a la procreación y educación de los hijos) no son creación humana del legislador civil o canónico, sino las tendencias o dinámicas ecológicas que el sentimiento de enamoramiento propone a un hombre y a una mujer enamorados y que el compromiso transforma en derechos y deberes Por eso el matrimonio es la unión ecológica. No son ecológicos el poliamor ni la poligamia y la poliandra simultáneas o sucesivas, porque violentan y frustran el «solo con vos» del enamoramiento verdadero. No son ecológicas las relaciones de bolsillo pasajeras, porque frustran y violentan el «siempre con vos» de los enamorados. No son ecológicas las relaciones meramente afectivas o relaciones de hecho, porque no concretan el «siempre con vos» a través del acto de «com (pro) meter» el amor. Pro es un prefijo de futuro. Com (pro) meter, significa meterse en el futuro con otra persona. El acto voluntario que permite proyectarse en el tiempo hacia el futuro desde el instante presente en que se lo realiza, es el compromiso. Por eso el acto voluntario del compromiso conyugal es el que concreta de una manera real (no simbólica) la invitación del enamoramiento al siempre con vos. No es ecológica la unión individualista o egoísta en la que solo se consume el placer que puede proporcionarle la otra persona, porque violenta y frustra «lo mejor de mí para vos» al que invita el enamoramiento auténtico. Si la felicidad humana posible es directamente proporcional al desarrollo de la capacidad de amar, casarse implica realizar un nuevo e inédito acto de amor (no concretado en los otros tipos de unión), que consiste en entregarse o darse libremente a sí mismo con la medida a la que invita el enamoramiento. Esa medida de entrega de sí mismo, en tanto varón y mujer que «casa», «conyuga» o «esposa», es total, porque el enamoramiento pide la totalidad esencial –«solo con vos»– y la totalidad existencial –«siempre con vos». Irse a vivir juntos, o sea, la convivencia meramente afectiva y sin compromiso, implica, en cambio, un acto de amor más precario, una entrega de sí mismo parcial, que no ofrece la misma posibilidad de felicidad, ya que la lógica interna líquida y precaria de esta unión es estar juntos, no hasta que la muerte los separe, sino hasta que la vida los separe, es decir, hasta que ya no deseen estar solo y siempre juntos.

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Amantes son los que simplemente se quieren. Cónyuges son aquellos que además de quererse y precisamente porque se quieren de esa manera (están enamorados), deciden ejercer su libertad en una opción definitiva a través del acto voluntario del compromiso. Si el enamoramiento pide «el siempre con vos», el único acto voluntario que concreta esa invitación, proyectándolos en el tiempo hacia el futuro, es el compromiso. Miedo, ¿al compromiso o a la falta de compromiso? Es precisamente ese acto voluntario de entrega de sí comprometido de un varón y una mujer a «querer quererse para siempre» lo que los casa, esposa o conyuga. No «casa» la ceremonia (que es el contexto social y físico donde tiene lugar el compromiso), no «casa» la autoridad civil o religiosa quienes tan solo son testigos especiales. Es este compromiso interpersonal que hace del matrimonio una unión de derecho y no de hecho. Algunos jóvenes rechazan el matrimonio porque no comprenden que sea compatible una realidad de amor con una realidad de derechos y deberes. No hay incompatibilidad entre amor y derecho. Ambas realidades se conjugan con el mismo verbo «dar» (no exigir). La justicia es «dar» a cada uno lo suyo. El amor conyugal se funda al «darse» un varón y una mujer «totalmente», lo que exige el compromiso. Con ese acto del compromiso surge la realidad jurídica intrínseca conyugal ya que recíprocamente se deben y tienen derecho a lo comprometido. La ley no crea la realidad jurídica conyugal, tan solo la regula extrínsecamente. Muchos jóvenes y adultos tienen miedo al compromiso. En realidad, a lo que hay que temer es a una relación no comprometida, por cuanto es sumamente vulnerable y frágil al depender solo del carácter cíclico y variable de la afectividad. Ninguna convivencia es fácil porque sus protagonistas no son perfectos, pero esa dificultad se acentúa cuando no media entre ellos la entrega comprometida real y sincera sino solo la actitud de estar juntos mientras duren las ganas. ¿Tiene sentido el noviazgo? Una advertencia importante: no basta con estar enamorado, es decir, sentir las invitaciones antes referidas para decidir casarse. Es prudente ser novios antes que esposos, o, dicho con otras palabras, trabajar en el conocimiento real de quien se ama, el entendimiento en las diferencias y la elaboración de un proyecto común de vida con armonía de prioridades vitales. El noviazgo es una etapa ecológica y necesaria en el proceso de maduración del amor entre un hombre y una mujer, que les permite poder conocerse y entenderse, superando la idealización del otro(a), que es fruto del «flechazo» inicial y de la proyección en ella o él de las propias expectativas y deseos con independencia de la posibilidad concreta de vivirlos. Enamorarse de alguien no alcanza para poder decidir responsablemente si se quiere compartir la vida con esa persona. Es necesario vivir un tiempo de trato y conocimiento real recíproco para evaluar si será difícil, imposible, posible u óptimo compartir la vida

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en una inédita manera de ser en uni-dualidad con otra persona: el matrimonio (Conen 2017). Conocerse y entenderse implica ver no solo lo que dice el otro(a) sino cómo vive, cómo trata a los amigos, la familia, los compañeros de trabajo y cómo se maneja en las distintas situaciones de la vida. Este trato interpersonal en lo cotidiano permite advertir, si la persona de quien uno se ha enamorado es la persona de la cual se desea que los futuros hijos tomen ejemplo y con quien se quiere compartir la vida. Conviene ser muy realistas en el noviazgo y no fantasear con la posibilidad futura de cambio de lo que no se acepta o gusta de la novia(o). El «ya va a cambiar» es un error habitual que presagia muchos dramas futuros evitables. Una aclaración relevante: el matrimonio no admite ensayo o prueba; solo se prepara con un buen noviazgo. No puede probarse una entrega de sí «total» con la «entrega parcial» de irse a vivir juntos. Precisamente casarse es realizar un acto de amor fuerte y definitivo que no realizan quienes simplemente conviven. Dicho acto de amor que «esposa» y «casa», ofrece una posibilidad de cuidar, desarrollar, pulir, sanar y restaurar la relación que no tienen quienes se «están probando». Por eso es triste advertir cómo muchos jóvenes «queman» anticipadamente una relación en la que el «solo con vos» y el «siempre con vos» de sus sentimientos iniciales tenía futuro real, si se hubieran atrevido a concretar el pacto, alianza o compromiso en que consiste el matrimonio. Una advertencia clave: si rechazas el matrimonio porque, sin juzgarlos, no quieres repetir la crisis matrimonial de tus padres, debes saber que hoy contamos con herramientas para «saber amar» que no tuvieron las generaciones anteriores: libertad en la elección del cónyuge, el núcleo del amor en la voluntad, conocimiento de los lenguajes afectivos, armonía en los temperamentos y en las prioridades vitales, comunicación asertiva y pacífica, manejo adecuado de desacuerdos y conflictos y rituales de amistad, entre otras La pelota está en tu cancha: una vez que a través del noviazgo hayas analizado que va ser posible estar solo y siempre con la persona que amás, podés elegir una relación líquida meramente afectiva (irte a vivir juntos) o la relación sólida del matrimonio. Si además sos creyente en Dios, tené en cuenta que el único tipo de unión en el que Jesús decidió quedarse ayudando y co-actuando con el hombre y la mujer, es con cada matrimonio. En esto consiste su dimensión sacramental que es un plus valor muy fuerte para amar. ¡Si apuntás alto en la felicidad, apuntá alto en el amor! Bibliografía citada P. J. Viladrich, El amor conyugal entre la vida y la muerte. La cuestión de las tres grandes estancias de la unión (II), EUNSA, Pamplona 2004, p. 52. C. Conen, El amor en tu camino de vida (diálogo con jóvenes de Grupo Sólido acerca del amor sexuado), Dunken, Buenos Aires 2017.

Para seguir leyendo 168

C. Conen, El amor en tu camino de vida (diálogo con jóvenes de Grupo Sólido acerca del amor sexuado), Dunken, Buenos Aires 2017. C. Conen, Ecología de La Familia (herramientas para fundar, cuidar, desarrollar y restaurar las relaciones familiares), Universidad de La Sabana, Chía, Colombia, 2018. A. D´ Avenia, Cosas que nadie sabe, Debolsillo, Barcelona 2014. T. Melendo, ¿Vale la pena casarse?, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2008.

Notas 1. Abogado (Universidad Católica Argentina). Master universitario en Matrimonio y Familia (Universidad de Navarra, España). Doctor en Derecho Matrimonial (Universidad de Navarra, España). Doctor Honoris Causa (Universidad Católica de Santa Fe, Argentina). Diplomado Internacional en Coaching Familiar (Universidad de La Sabana, Colombia). Mediador (Universidad Austral. Argentina). Es profesor e investigador del Instituto para La Familia de la Universidad de La Sabana, Colombia.

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VI PARTE Persona

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33. FRANCISCO GÜELL1 ¿Cuándo comienza la vida humana? a pregunta sobre el comienzo de la vida humana es «universal», y encontramos planteamientos y abordajes distintos dependiendo de las épocas, de las corrientes y de los autores. Todas ellas comparten un dilema común con importantes consecuencias a todos los niveles (por de pronto, en los ámbitos antropológico, ético y jurídico). El dilema puede formularse del siguiente modo:

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Si el embrión no es considerado persona, no se reconocen ni sus derechos, ni las obligaciones de la sociedad ante él. Si, por el contrario, lo fuera, nos encontraríamos ante un sujeto de derechos al que, entre otras cosas, deberíamos proteger.

Es importante apuntar que la pregunta sobre el inicio de la vida humana va de la mano de la cuestión sobre el estatus del embrión, y es conveniente tener presente que el estatus del embrión involucra varios niveles de abordaje. Por un lado, está la pregunta del millón, que va sutilmente mucho más allá de plantearse si el embrión es considerado o no persona: preguntarse si el embrión realmente lo es. Esta cuestión se mueve en el nivel «ontológico», y apunta al estatus ontológico que se interesa por «qué sea» la cosa (en este caso, el embrión). El estatus ético del embrión hace referencia a qué tipo de valores envuelven a la realidad del embrión y qué normas morales se establecen en el comportamiento comportamiento humano (personal e institucional) hacia él. El status jurídico del embrión apunta al tratamiento jurídico que se le otorga, esto es, el conjunto de normas jurídicas que ordenan el comportamiento humano (imponiendo deberes y confiriendo derechos), tratamiento prescrito por una autoridad cuyo incumplimiento puede llevar a una sanción. Todos los niveles están conectados, y existe una jerarquía entre ellos: dependiendo de qué sea el embrión (estatus ontológico), nos encontraremos con una actitud moral que describir y justificar ante él (estatus ético), y un ordenamiento jurídico coherente con esa realidad y actitud (estatus jurídico). Por ese motivo, es fácil, al preguntarnos por el comienzo de la vida humana, entremezclar niveles de análisis, niveles que, por otra parte, están estrechamente interrelacionados. Hecho este apunte y centrándonos ahora en la época reciente, en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado, y siguiendo la estela de las discusiones del ámbito anglosajón en relación, principalmente, con la reproducción humana asistida, el debate con respecto al estatus personal (ontológico) del embrión se extendió a la totalidad de la comunidad científica y académica. Este debate, recién estrenado el siglo XXI, se ha visto avivado por la aparición en escena de la epigenética (esto es, los mecanismos de regulación funcional del material genético, algunos de ellos de origen materno) y de la posibilidad de investigar con células madre embrionarias. Como apuntaba, aunque la discusión es universal, los abordajes filosóficos han tenido sus peculiaridades geográficas. En España, por ejemplo, la noción de suficiencia constitucional acuñada por el filósofo Xavier Zubiri fue central en las discusiones sobre 171

el estatuto del embrión en los años noventa y en la primera década del siglo XXI (años, por cierto, fundamentales para la cristalización de una legislación relativa a la investigación biomédica relacionada con embriones en España). El debate adquirió, en la península, los siguientes términos: afirmar que el embrión no tiene «suficiencia constitucional» implica concluir que el embrión no es persona. Ciertamente, las posturas que abogaban por la falta de suficiencia constitucional del embrión humano entendieron que hay un periodo de tiempo necesario para que este adquiera todo lo suficiente para reconocerlo como persona. Este periodo de tiempo que abarca ese proceso constituyente de la realidad personal varía, según argumentaciones, en horas, días o meses. Lo que quiero apuntar con esta breve síntesis de lo acontecido en España (y, por extensión, en países de habla hispana) es que conocer el significado preciso de «suficiencia constitucional» tuvo un papel central en esta discusión que ha envuelto a multitud de científicos y filósofos durante tres décadas. Y he aquí una de las claves que hay que tener presente cuando aparecen «tecnicismos filosóficos» en las reflexiones sobre el inicio de la vida: no cabe hacerse una idea «general» de los conceptos si lo que se pretende es tener una posición bien formada. Lo mismo ocurre, como veremos a continuación, cuando se aborda el problema del inicio de la vida desde planteamientos que acuden a las nociones de potencia o viabilidad. Con respecto a la noción de «potencia» se pueden distinguir dos posturas generales en el marco del inicio de la vida. Por un lado, algunos consideran que desde la fecundación nos encontramos con un cigoto con carácter personal, que solo requiere tiempo y un ambiente adecuado para que se complete su desarrollo. En esta postura observamos dos matices: aquellos que consideran la aparición de la persona al inicio del proceso de la fecundación (esto es, con la aparición de la célula resultante tras la unión del óvulo y el espermatozoide), y aquellos que relacionan el inicio de la persona con la terminación del proceso de la fecundación, al completarse la primera división celular. En el polo opuesto se encuentran aquellos que, desde la potencialidad, interpretan un salto cualitativo a lo largo del desarrollo embrionario que justifica una consideración ontológica diferenciada, esto es, un paso de «no persona» (o «persona en potencia») a «persona». Este salto cualitativo suele ir acompañado de explicaciones biológicas y/o psicológicas que cuestionan la linealidad del desarrollo embrionario y afectan al momento establecido como punto de partida para la consideración personal. Ese inicio de la persona puede apuntar a la implantación del embrión en el útero (cinco o seis días), a la formación del feto (unas semanas), a la maduración del sistema nervioso que permita referirse a la emergencia de la conciencia (al comienzo del último trimestre del embarazo), al nacimiento, o a la aparición de un agente moral (pocos años después del nacimiento). En la discusión sobre si es ético o moralmente aceptable el uso de embriones humanos para la investigación biomédica (esto es, desde la reflexión sobre el estatus ético del embrión) también se ha apelado directamente a la potencialidad. En aquellas discusiones, y en línea con lo anterior, se ha cuestionado si el embrión tiene o no la 172

capacidad de desarrollar características que normalmente se asocian con el ser persona (como el intelecto y la voluntad). En este argumento, expuesto ahora de manera estándar, se supone que el desarrollo seguirá el curso «natural o normal» de los acontecimientos (es decir, en un entorno adecuado), y la «potencialidad» del embrión para desarrollar las características asociadas con el ser personal puede comprenderse, en este argumento, de tres modos. En el primero de ellos, se va a concluir que una persona no es «algo», sino un «alguien» desde el principio, «alguien» que nunca puede ser propiedad de algo. La potencialidad (o lo que es lo mismo, el potencial del desarrollo de aquellas características) se comprende, desde esta perspectiva, como un dinamismo que se produce dentro de un mismo individuo de la especie humana. Ser un miembro individual de una especie (con, además, ciertas potencialidades dependiendo de la fase en la que se encuentre) es lo que otorga, desde esta posición, el estatus de persona. Desde esta visión el embrión es, como el niño o el adulto, una fase más en el desarrollo personal, y la persona lo es desde el origen. Estos planteamientos comparten una intuición común: que lo actual es «anterior» a lo potencial. Esta importante intuición rechaza de plano la idea de que las cosas, especialmente las más elevadas, se hayan constituido por una evolución de sus elementos materiales. En segundo lugar, encontramos planteamientos donde se concluirá que es persona aquel individuo que haya adquirido ciertas propiedades (propiedades en potencia en estadios anteriores), comprendiendo a la «persona» como la «cualidad» de ser persona. La persona es aquí tratada como una fase o especificación cualitativa de una sustancia más general (por ejemplo, «organismo humano», o «ser humano»), y la persona se identificaría entonces con la «fase personal» del desarrollo de un ser humano. Estaríamos hablando de «personas en potencia» porque el organismo tendría aquellas propiedades que definen la persona «en potencia». Una tercera vía, algo menos popular, entiende que la adquisición de determinadas características otorga el estatus de persona, pero esta adquisición envuelve una transformación de un tipo de cosa a otro tipo de cosa, de manera paralela como un trozo de mármol se transforma en una escultura. Desde esta perspectiva, la noción de «persona» es comprendida como una entidad de otro tipo de la que por transformación fue originada. La nueva entidad con las características que le hacen persona es, con lo dicho, distinta del «ser humano u organismo humano» del que proviene. Vemos, en síntesis, que la primera vía no distingue entre ser humano y persona, o lo que es lo mismo: toda vida humana es personal, y el inicio de la vida humana marca el inicio de la persona. La segunda vía afirma que no toda vida humana es personal, y el inicio de la persona es posterior al inicio de la vida humana, de la que deriva. La tercera vía, algo menos común, pero existente, comparte con la segunda el que establecen que no es lo mismo el inicio de la vida humana y el inicio de la persona, pero rompe una continuidad orgánica: la persona no es una «fase posterior» de la vida humana, sino algo distinto.

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A la hora de determinar el inicio de la vida humana, la viabilidad también ha desempeñado un papel importante, aunque es, probablemente, la argumentación más débil de las que se esgrimen. Y lo es porque la viabilidad es una descripción en orden a la persistencia de algo que ya existe. Porque está siendo, ha de mantenerse, ha de persistir en lo que es pues podría dejar de serlo. La viabilidad no es razón para la existencia de algo; en todo caso, la presupone. Es llamativo que la viabilidad se presente en la mayoría de las legislaciones como clave a la hora de determinar la licitud de acciones como el aborto. La individualidad del embrión humano y las descripciones de los hechos científicos que parecían cuestionarla también han tenido un papel protagonista a la hora de abordar el cuándo del inicio de la vida humana. Ciertamente, en el pasado se esbozaron argumentos biológicos que cuestionaban la individualidad del embrión, principalmente la gemelación (que un embrión temprano se escindiera para dar lugar a dos) y el quimerismo (que dos embriones se fusionaran para originar uno). Por un lado, hay que señalar que recientemente ha quedado mostrada la falsedad de las descripciones biológicas de la literatura científica sobre la gemelación y el quimerismo que apoyaba dicho discurso. Por muy sorprendente que parezca, nadie ha conseguido provocar una gemelación escindiendo una célula de un embrión humano, y se desconoce, a día de hoy, cómo se forman las quimeras en humanos. Dejando de lado que las descripciones biológicas establecidas en la literatura carecen de base factual, hemos de percatarnos que, dependiendo del marco en el que nos encontremos, la «individualidad» podría no ser un problema en estos hipotéticos casos. La noción de individuo no tiene por qué aferrarse a la «individualidad» centrada en la indivisibilidad. Por ejemplo, encontramos enfoques donde lo fundamental es analizar lo que tenemos ante nosotros, y no hipotetizar qué puede o no originar, o cuál ha sido su origen. Para concluir, es relevante tener presente el siguiente apunte atendiendo ahora al estatus jurídico del embrión: los avances en la biología del desarrollo han mostrado que las descripciones biológicas que esgrimían aquellos que negaban la personalidad del embrión de finales del siglo XX estaban erradas. Muchas de aquellas descripciones inclinaron la balanza para que se aprobaran leyes permisivas con la manipulación o muerte del embrión humano. Pues bien: la falsedad de aquellos argumentos biológicos, lejos de reavivar la discusión y cuestionar las legislaciones sostenidas desde aquellos, parecen haber caído en saco roto. ¿Por qué motivo? Porque en la actualidad la mayoría de las leyes permisivas con la manipulación, congelación y destrucción de embriones (así como el aborto) están centradas en leyes de plazos y/o en el primado de la decisión de la madre (por el logro de la corriente generalmente denominada pro-choice). Dicho de otro modo: sorprendentemente ya no parece tener relevancia desde el punto de vista jurídico si lo que tenemos delante desde el inicio de la fecundación sea o pueda ser una persona. El objetivo de estas observaciones ha sido mostrar que en la discusión sobre el estatus ontológico del embrión o, si se prefiere, en la pregunta sobre el inicio de la vida, el «aparato» conceptual filosófico merece un estudio en profundidad si lo que queremos es 174

tener una postura formada y clara al respecto. Hemos de hacer el esfuerzo por estudiar con una actitud crítica y exigente a aquellos autores que, cada uno desde su perspectiva, han abordado esta difícil cuestión. Por otra parte, las explicaciones biológicas donde se apoyaban unos y otros se han demostrado erradas, y, sorprendentemente, los avances en la ciencia no parecen haber detonado aún una revisión de las decisiones políticas y normas jurídicas del ámbito biomédico que, basadas en hechos probadamente falsos, niegan el carácter personal del embrión. Es, con todo lo dicho, crucial pensar cuál fue, es y debe ser el papel de la biología en esta discusión. Y por qué. Para seguir leyendo G. Herranz, El embrión ficticio. Historia crítica de un mito biológico, Palabra, Madrid 2013. F. Güell, El estatuto biológico y ontológico del embrión humano: el paradigma epigenético del siglo XXI desde la teoría de la esencia de Xavier Zubiri, Peter Lang, Berna 2013. M. Ramos-Kuri, M. Santos y J. A. Sánchez (eds.), El embrión humano: Un análisis multifacético desde la antropología, la biología del desarrollo y los derechos humanos, CISAV Editorial & Querétaro, Querétaro 2018 (en prensa).

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra y licenciado en Filosofía y en Ciencias Biológicas., Desde el 2011 es coordinador del «Grupo Mente-cerebro», línea de investigación del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra. Es profesor asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra y profesor del Máster en Investigación Bioética de la Universidad Rey Juan Carlos.

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34. MAURO GALIANA1 ¿Es el hombre radicalmente distinto de los otros animales? ¿ Qué es el hombre? ¿Es radicalmente distinto de los demás seres que habitan la tierra? Por momentos puede parecer una pregunta fácil de responder, ya que de alguna manera el hombre «se experimenta distinto». La respuesta se presenta ante nuestros ojos cuando vemos la imagen de un hombre construyendo un satélite, contemplando una pintura en un museo, componiendo música, cultivando la tierra, desarrollando una aplicación móvil, o simplemente sonriendo. No vemos estas operaciones en ningún otro ser; en el mejor de los casos, otros seres realizan acciones parecidas a las humanas pero mucho más simples y automáticas. Un mono, al igual que el hombre, usa sus extremidades, pero nunca para pintar un autorretrato. Podemos decir que permanentemente el hombre tiene la experiencia de ser distinto. Sin embargo, cuando queremos comprender estas experiencias para captar lo que las hace únicas y distintas a las demás, no resulta tan fácil y da lugar a discusiones interminables, evolucionadas hoy en diversas ciencias, una de ellas la antropología filosófica, en la que pretende moverse esta contribución. El hombre, por el solo hecho de hacerse la pregunta sobre lo que es, «se experimenta distinto» de los demás seres. No tenemos conocimiento de que algún animal se la haya hecho, y menos aún respondido. Sigamos este camino. Que este grupo de seres, al que llamamos hombres, pueda doblarse sobre sí mismo, metafóricamente hablando, para verse, pensarse, recordarse, es decir, para reflexionar, los hace especiales, distintos y aparentemente únicos. La actividad de pensarse, que es «re-flexionar», no aparece en otra criatura distinta del hombre. Por otro lado, no parece ser una actividad puramente sensible, no puede serlo. Debe haber algo más que propiedades sensibles, que posibilite esta actividad. Insistamos en el hecho de la pregunta sobre nosotros mismos, porque este puede ser el camino para encontrar el rasgo principal del hombre que diferencia al ser humano de los demás seres. Cuando reflexiona el hombre se mueve en una dimensión distinta a la de los animales, no porque la reflexión sea una actividad sensible diferente y más compleja, sino porque es una actividad inmaterial, despegada de la sensibilidad. Por eso necesitamos trascender la materia para explicar esta conducta, cosa que no exigen los comportamientos de otros seres. No corresponde aquí hablar sobre el valor que tiene el hombre por gozar de esta cualidad inmaterial, pero es una cuestión que se impone necesariamente a continuación. Tampoco pretenden ser estas consideraciones «una prueba de» lo distintivo del hombre, pero sí quizá estén a la altura de sugerir un camino para pensarlo. De alguna manera, sobre las cualidades distintivas del hombre tratan todas las demás contribuciones de este libro.

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El camino sugerido consiste en seguir el rastro del pensamiento en primer lugar, pero también son conducentes el amor y la elección. La conciencia sobre sí mismo, no es la única operación por la que el hombre se «experimenta distinto», hay otras que solo un humano parece tener: que pueda elegir y que pueda querer, ambas actividades también reflexivas, como la conciencia. Cuando decimos reflexivas queremos expresar particularmente la cualidad que tienen estas operaciones de obrar sobre sí mismas: cuando el hombre piensa el pensamiento, quiere querer y elige elegir. Conocimiento, amor y libertad son capacidades que sitúan al hombre en una dimensión única, distinta de los demás seres. Es cierto que aparentemente un animal conoce sus crías y las prefiere sobre otras, pero basta la sensibilidad para explicar este comportamiento. Estas realidades no son etéreas ni tienen subsistencia en sí mismas, separadas, sino que las encontramos en el hombre, íntimamente unidas a la carne. Esto dificulta identificarlas como una realidad distinta de la sensible o material. Tan es así que no tenemos experiencia de pensamientos puros, totalmente separados de lo sensible, ni de amores puramente espirituales ni de elecciones totalmente insensibles. Cuando nos pensamos a nosotros mismos, estamos pensando un ser carnal; cuando perseguimos la justicia, no podemos separarla de situaciones concretas o de personas y cuando decidimos aceptarnos, nuestro cuerpo forma parte del paquete. Si la sensibilidad no basta para explicar los comportamientos humanos, podemos decir que el hombre puede realizar acciones inmateriales. Esas acciones deben emanar de un principio capaz de realizarlas que sea de la misma naturaleza, es decir, inmaterial. Sin duda es un enorme desafío entender cómo conviven en el hombre dos principios de naturaleza distinta, uno corpóreo y otro incorpóreo, pero no es objeto de nuestra discusión. Por las acciones del hombre percibimos que este principio inmaterial penetra todo, también lo corporal. Hasta el punto de que se puede decir que el hombre es un cuerpo espiritualizado o un espíritu corporeizado. Quizá sea por esta íntima relación entre cuerpo y espíritu que no tenemos experiencia de una realidad puramente inmaterial, de aquí la dificultad de pensarla y de expresarla como tal. No son pocos los que dicen que el hombre no es más que un cuerpo, de los más complejos, pero nada más que un cuerpo. Parece que no es posible separar en la experiencia humana lo corpóreo de lo incorpóreo, y por esto tampoco podemos sostener, como ha ocurrido sobre todo en la modernidad, que el hombre sea pura conciencia, pura libertad indeterminada, ni siquiera como aspiración. Que la existencia del hombre se explique a partir de dos principios, uno corpóreo y otro incorpóreo, que coexisten de tal forma que dan lugar a un único ser, es maravilloso. A tal punto que aún no terminamos de contemplar todas sus potencialidades. Como dijimos arriba, el amor y la libertad también son cualidades que destacan en el hombre y lo hacen radicalmente distinto a lo demás. El hombre puede desear un ideal o 177

amar incondicionalmente a un ser semejante hasta el punto de estar dispuesto a dar su vida si hiciera falta. Por otro lado, el comportamiento en los animales está preestablecido, por lo que no se apartan de cierto patrón de conducta. El hombre, en cambio, está abierto a distintas posibilidades, sobre todo con respecto a su propio ser tiene en sus manos un abanico de miseria y grandeza y puede elegir en cada momento qué carta jugar. Estos comportamientos no se explican desde lo sensible; al igual que el pensamiento, pertenecen a una dimensión inmaterial, como ya vimos. Es esta capacidad de obrar inmaterialmente la que distingue al hombre radicalmente de los demás seres. Para seguir leyendo R. Yepes Stork y, J. Aranguren, Fundamentos de antropología, EUNSA, Pamplona 2003. J. J. Sanguinetti, Neurociencias y filosofía del hombre, Palabra, Madrid 2014.

Notas 1. Doctor en Filosofía y Bachiller en Teología (Università della Santa Croce). Profesor en Filosofía (Universidad Católica Argentina). Actualmente se desempeña como Director de Estudios de la Universidad Austral, Adjunto al Vicerrectorado de Alumnos y Extensión, y Profesor de Antropología y Ética en la misma Universidad.

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35. JUAN F. FRANCK1 ¿Es sustituible la persona? reguntados si queremos a alguien principalmente por sus cualidades (inteligencia, simpatía, belleza, etc.) o por la relación nacida del trato y de innumerables detalles, muchos responderíamos probablemente lo segundo. Pero mediante un experimento mental, el cine contemporáneo nos permitirá comprender si hemos llegado así al núcleo del ser personal. Si tras la muerte de un ser querido, la ciencia hiciera posible reproducir exactamente sus mismas cualidades, recuerdos, actitudes y conducta en un nuevo soporte biológico o virtual, ¿nos daría lo mismo continuar esa relación? ¿No estaríamos anteponiendo esos aspectos a la persona misma? Este experimento nos puede ayudar a ver que la persona es ese quién insustituible, tan inasible como profundamente real, que se revela en sus actos y cualidades. Por otra parte, visto desde la situación inversa, sería lógico sentirse traicionados si una persona prefiriera continuar su relación con alguien totalmente idéntico a nosotros, salvo que no seríamos nosotros mismos.

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La filosofía, el cine y los experimentos mentales La filosofía recurre a menudo a experimentos mentales para ilustrar una idea, establecer una distinción o llamar la atención sobre un problema. Se parece en eso a la ficción literaria o cinematográfica, reduciéndola a lo mínimo indispensable para realizar luego un análisis conceptual. Por ejemplo, el filósofo Frank Jackson hizo famosa a Mary, una brillante científica que ha sido confinada desde pequeña en una habitación donde todos los objetos son en blanco y negro, incluyendo los monitores en los que trabaja. Su especialidad es la neurofisiología de la visión y adquiere todos los conocimientos posibles sobre los órganos de la vista, las longitudes de onda que corresponden a cada color, etc. Pero si Mary fuera liberada y pudiera ver el cielo y los árboles, ¿adquiriría algún nuevo conocimiento del azul o del verde? El experimento mental sirve aquí para mostrar que el conocimiento en primera persona es diferente del conocimiento propio de la ciencia. La ficción tiene, sin embargo, un poder mucho mayor, ya que al resaltar algunos aspectos de la realidad que imita les confiere un muy alto poder evocativo. Genera así impresiones hondas y duraderas que pueden dar lugar a cuestionamientos filosóficos difíciles de alcanzar de otra manera. La increíblemente aguda y provocante serie Black Mirror es un ejemplo descollante. El primer episodio de la segunda temporada –«Be Right Back» («Regresa enseguida»)– cuenta la historia de Martha y Ash, quienes se mudan a la casa de campo donde Ash había crecido. Al día siguiente Ash tiene que hacer un viaje para devolver la camioneta alquilada y calcula regresar a la noche. Pero no responde las llamadas durante el día, se hace de noche y no regresa. Había tenido un accidente fatal. Durante el velorio una amiga de Martha le habla de un servicio mediante el que podría mantener una conversación por correo electrónico que imita las respuestas que daría Ash. El programa procesa toda la información públicamente disponible en la web, los mensajes que 179

efectivamente había escrito, etc., para conocer sus patrones de conducta, las palabras que usaría y su estilo. Aunque al principio le parece una insania, Martha sucumbe al no poder soportar la angustia de la separación. Luego permite al programa acceder a todos los vídeos y audios que conserva de Ash, de modo que comienzan a mantener conversaciones telefónicas, ya que ahora el programa es capaz de imitar la voz. Ella le cuenta todo lo que habían vivido juntos, sus secretos y sus intimidades, recreando de modo cada vez más verosímil la interacción entre ambos. Un paso decisivo se da cuando Martha adquiere un modelo experimental, consistente en un muñeco sintético dotado de todas las características físicas de Ash y capaz de hablar y relacionarse como una persona real físicamente presente. El clímax se alcanza cuando Martha cae en la cuenta de lo fantasmagórico de la situación en la que se metió, y llena de horror y desesperación le dice: «no eres nada […] no tienes historia […] eres una actuación… y no es suficiente». Pero lo más triste es que a pesar de todo no se anima a desprenderse de «Ash» y lo conserva escondido en el ático de su casa. El episodio deja planteadas muchas preguntas, de las cuales las más acuciantes sean tal vez estas dos: ¿qué es lo que queremos en nuestros seres queridos: las cualidades o la persona misma?, y ¿nos daría igual una persona que tuviera exactamente las mismas cualidades, conductas, recuerdos, etc., que otra, o incluso una simulación, sin ninguna persona real? En el fondo de ambas late la cuestión por el carácter único de cada persona, por la posibilidad de sustituir o reemplazar lo propio del ser personal, y si precisamente la imposibilidad de hacerlo no constituiría un rasgo esencial, casi diríamos trascendental, de cada persona. Por supuesto, no es posible entender una persona totalmente al margen de sus cualidades, y sería irrepresentable sin un determinado modo de ser y de actuar, pero la importancia de la distinción se revela precisamente cuando nos hacemos la pregunta por el objeto de nuestros afectos. Martha parece haber pasado de la necesidad de estar con Ash a contentarse con su conducta y sus cualidades, reproducibles de un modo artificial y, en este caso, con total ausencia de persona alguna. ¿Queremos a la persona o a sus cualidades? La ciencia está descubriendo diversos y asombrosos modos de potenciar las facultades humanas, desde la agudeza de los sentidos o cualquier otra destreza física hasta la memoria, distintas funciones de la inteligencia e incluso la capacidad de moderar los estados de ánimo. También se ha avanzado mucho en la posibilidad de realizar inserciones o implantaciones de memoria y puede idealmente concebirse que un sujeto sea dotado artificialmente de todos los recuerdos de otro, aunque indudablemente a partir del momento de la inserción las series de recuerdos comenzarían a divergir. Además conocemos cada vez mejor las bases biológicas y neurales de los rasgos afectivos, morales y conductuales del ser humano, de modo que en un futuro no muy distante podríamos desarrollar la tecnología tanto para modificar estos rasgos en una persona ya nacida como para obtenerlos genéticamente. Y la inteligencia artificial, a pesar de sus idas y vueltas desde hace décadas, está logrando un nivel de imitación de la conducta humana cada vez más asombroso y ya reemplaza al hombre en muchos trabajos, 180

superándolo ampliamente en eficiencia. Aunque exijan políticas activas de parte de los gobiernos para paliar posibles consecuencias sociales y económicas negativas, estos avances son indudablemente benéficos. Los anteriores, sin embargo, plantean graves cuestiones éticas, dado que permiten un nivel de manipulación nunca antes visto. Lo cierto es que hay una cantidad ingente de recursos invertidos para mejorar artificialmente los rasgos humanos o para reproducirlos. Podrán ser aún lejanos escenarios como los planteados por el cine, pero ¿llegará quizás un día en que no podamos distinguir si estamos ante una persona o no, como en Blade Runner? ¿O nos dejará de importar si existe una persona real tras esos rasgos, como en el episodio de Black Mirror? La primera pregunta es verdaderamente inquietante pero debemos acostumbrarnos a la idea de que la respuesta sea muy probablemente afirmativa. Una respuesta afirmativa a la segunda, en cambio, no sería solo inquietante, sino sumamente triste, ya que significaría que hemos dejado de reconocer el valor de la persona y que al mismo tiempo nos habríamos hecho incapaces de romper el cascarón del individualismo y de distinguir la realidad de la ilusión: mientras tengamos lo que nos satisface, nos daría lo mismo que hubiera otras personas con las que relacionarnos o no. Otorgar una excesiva importancia a las cualidades obedece también a una visión instrumentalista o eficientista: lo importante es que la cualidad se cumpla, y en el mayor grado posible. Pero el quién, sujeto y término de la relación, podría no existir o pasar a un segundo plano. Indudablemente, una cualidad más desarrollada es preferible a una que lo está menos, y una presente a una ausente, pero podemos preguntarnos si dicho potenciamiento hace mejor o más querible a la persona cuyas facultades se ven así expandidas. Y también si preferimos la cualidad o «prestación» a la persona misma. La incomunicabilidad de las personas Una característica exclusiva de las personas es lo que la filosofía llama la incomunicabilidad. El término no implica que no pueda comunicarse o relacionarse con otras personas, sino que alude a su carácter individual y único. Podremos encontrar en muchos las mismas cualidades y perfecciones, incluso los mismos conocimientos y hasta los mismos talentos. Pero el quién es intransferible. Ante la duda de si eso no sería propio de todas las cosas, incluso de las más banales: esta hoja de papel no es aquella otra, etc., cabe responder que nada hay en una hoja que no pueda hallarse en otra. El valor de las cosas materiales está dado por las propiedades que poseen o las funciones que cumplen. Lo que importa en un clavo es que tenga buena punta y sea resistente, pero no le agrega nada que sea este clavo o aquel. Lo mismo ocurre con los diversos ejemplares de un libro, y si atribuimos un valor especial a alguno es por su relación particular con una determinada persona: que está firmado por su autor, que fue regalado por Fulano o a Mengano, etc. Hay cosas materiales irrepetibles, como un documento histórico o una reliquia, pero su valor especial se debe también a su relación con alguna persona o conjunto de personas. El ser personal, sin embargo, es valioso por sí mismo y no puede duplicarse sin pasar a ser completamente otro.

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Cambiemos por un momento la perspectiva. ¿Qué pensaríamos si un ser querido se contentara con un doble perfecto de nosotros, con todas las características físicas, mentales y morales, con todos los recuerdos, gustos y costumbres? Si no fuéramos más que un conjunto de cualidades y recuerdos, no debería importarnos que los otros se contentaran con ese mismo conjunto de cualidades y recuerdos. No obstante, difícilmente dejaríamos de sentimos traicionados en esa situación. Dicho sentimiento no sería posible sin suponer que la persona no es la suma de sus cualidades ni de sus actos ni tampoco su biografía completa, sino un ser único, irremplazable, imposible de imitar ni de duplicar. Y lo que reclamamos para nosotros es lo mismo que otorgamos a una persona cuando la queremos realmente. El filósofo francés Gabriel Marcel lo describe con absoluta precisión, al decir que querer a alguien es afirmar: «¡Tú no morirás!». Y en palabras de Josef Pieper, querer es decir a la persona amada: «es bueno que existas, es maravilloso que estés en el mundo». Mientras que el interés se detiene en el qué, el verdadero amor alcanza el quién y ese quién es irremplazable e imposible de imitar. De ahí lo aterrador y fantasmagórico de la situación entre Martha y Ash. La incomunicabilidad es también el fundamento de que podamos relacionarnos auténticamente con otras personas. Un ser que consistiera en el ensamblado de un conjunto de características no podría relacionarse propiamente con nadie. Sus aparentes relaciones se reducirían a simples conexiones mecánicas, eléctricas, químicas, establecidas en virtud de sus propiedades, pero sin subjetividad alguna capaz de establecer un vínculo desde sí misma hacia otra subjetividad. Es imaginable un mundo poblado por máquinas que simularían una «vida» común e incluso una historia en el que cupiera progreso tecnológico, pero sería un mundo sin «habitantes», sin sujetos o personas que entablaran verdaderas relaciones entre sí. Por más física que fuera la realidad de esas máquinas, desde el punto de vista de la persona seguiría siendo un mundo virtual. Paradójicamente entonces, la comunicación requiere la incomunicabilidad. Otra consecuencia importante de la incomunicabilidad de la persona, así entendida, es que asegura la igual dignidad de todas. Si midiéramos el valor de un ser humano por una facultad o una cualidad, esta serviría de término de comparación y así introduciríamos grados, niveles o jerarquías. Sin duda, en cierto sentido las virtudes y la bondad elevan el valor de la persona, y de ahí la obligación de buscar el bien. Pero en otro sentido todas las personas tienen una igual dignidad fundamental, que proviene del hecho de que cada una es un ser único. Y la razón de que esto sea así es el peculiar modo de ser insustituible de cada persona. Desde un punto de vista metafísico-religioso la dignidad está fundada en la relación constitutiva con lo absoluto, revelada por la infinita capacidad de las potencias espirituales, el intelecto y la voluntad. Pero estas potencias, justamente, según su naturaleza solamente pueden realizarse en la individualidad de los seres personales, cuyos actos son incomunicables. No poder tener de ningún modo un sustituto confiere a cada persona un lugar único en el mundo y, por consiguiente, una dignidad incomparable.

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Para seguir leyendo J. F. Crosby, «The twofold source of the dignity of persons», Faith and Philosophy 18/3 (2001) 292-306. —, La interioridad de la persona humana, Encuentro, Madrid 2007. J. Pieper, «El amor», en Tratado sobre las virtudes II. Virtudes teologales, Librería Córdoba, Buenos Aires 2008, pp. 131-270.

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Internationale Akademie für Philosophie (Liechtenstein), realizó estudios postdoctorales en Estados Unidos, Suiza, Italia y España. Entre 2005 y 2010 fue investigador en la Universidad Católica Argentina. Posteriormente se incorporó al Instituto de Filosofía de la Universidad Austral. Es también profesor de Filosofía Moderna en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (Argentina).

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36. ALFREDO MARCOS1 ¿Tienen igual dignidad todos los seres humanos? l concepto de dignidad cobró protagonismo durante el siglo XX, quizá porque en esa época la dignidad humana corrió los mayores peligros. Hablamos del siglo de Auschwitz y del Gulag, pero también del siglo en el que fue promulgada la Declaración Universal de los Derechos Humanos, encabezada por «el reconocimiento de la dignidad intrínseca […] de todos los miembros de la familia humana». Desde entonces, muchos textos legales han buscado apoyo en el concepto de dignidad. La vigente constitución alemana –por citar un ejemplo muy significativo–, en su artículo 1, afirma que «la dignidad del hombre es inviolable» («Die Würde des Menschen ist unantastbar»). No obstante, puede sorprender que la palabra «dignidad» no conecte inmediatamente con la noción de derecho, sino más bien con la de deber. Viene del latín «dignitas», que contiene la raíz indoeuropea «dek», que refiere a la acción de tomar o aceptar, como en «to take». De ahí que una dignidad sea sobre todo una carga que se toma. Es más un deber que cumplir, que un derecho que esgrimir. Más claro aun aparece en la palabra alemana, a saber, «Würde», término obviamente relacionado con el inglés «burden» y quizá con el español «fardo»: carga, en todo caso. Otro tanto sucede con la iconografía: la Allegoria della Dignità, de Giuseppe Cesari (1568-1640), nos muestra a una mujer que carga un peso sobre sus hombros. En el terreno filosófico se ha señalado la cercanía entre el concepto aristotélico de magnanimidad y el de dignidad. Pero el magnánimo es quien echa sobre sus espaldas pesados deberes. De él dice Aristóteles que «ha de ser bueno», porque «solo en verdad el bueno es digno de honor». El magnánimo «es de tal índole que hace beneficios pero se avergüenza de recibirlos»2. Kant también aproxima la dignidad al deber moral. Llega a afirmar que «la moralidad y la humanidad, en cuanto que esta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad»3. Todo ello sugiere que la dignidad se relaciona con los derechos a través de los deberes. Cierta dignidad implica ciertos deberes, y en la medida en que uno tiene ciertos deberes, se hace acreedor a los derechos que permiten dar cumplimiento a dichos deberes. Si el médico debe atender al paciente, adquiere por ello el derecho de acceder a su historia clínica. Y si la palabra «dignidad» también se relaciona en el lenguaje común con otras como «mérito», «honor» o «cargo», lo hace, asimismo, a través de la noción de deber. Los cargos llevan aparejadas cargas, los honores se merecen en función del cumplimiento de un deber. Hasta aquí estamos hablando de dignidad en un sentido gradual o relativo. Una persona puede ser digna o no de desempeñar un cargo, puede serlo más o menos que su vecino… Pero Kant distingue la dignidad del valor relativo o precio. «En el reino de los fines –afirma– todo tiene o un precio o una dignidad […] Aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o

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precio, sino un valor interno, esto es, dignidad»4. Según Kant, hay entidades con valor relativo, son las cosas. Las personas, en cambio, resultan ser cada una de ellas un fin en sí misma. Tienen un valor interno y absoluto, para el cual Kant reserva el término «dignidad». En esta acepción kantiana, la dignidad también se relaciona con los derechos a través de los deberes. «La dignidad de la humanidad –afirma Kant– consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador universal, aun cuando con la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente a esa legislación»5. Si tengo que darme a mí mismo el deber al cual tengo que obedecer, tendré derecho a que sean respetadas mi vida y mi libertad, sin las cuales difícilmente podría hacer honor a semejante carga. La filosofía de Kant constituye un apoyo valiosísimo para la dignidad humana. Puede ser interpretada, además, en un sentido abierto a otras teorizaciones, de modo que se pueda avanzar hacia una fundamentación aun más segura e inclusiva. Una filosofía de la dignidad debería servir como baluarte para todos los seres humanos, incluidos los más vulnerables. Quizá el planteamiento kantiano no alcanza por sí solo este alto nivel de exigencia. Si pensamos que es la autonomía la que hace a la persona, entonces quizá pongamos en riesgo la condición de persona de los más dependientes y, con ello, su dignidad y sus derechos. Sería posible avanzar ahora un paso más gracias a una filosofía que funda el deber en el ser. Este modo de filosofar tiene sus raíces en Aristóteles, e incorpora el concepto de persona cuando confluye con las tradiciones judeocristiana y estoica, muy especialmente en la obra de Tomás de Aquino. Desde esta perspectiva, todo ser tiene un valor inherente (además de su posible valor instrumental). Según lo expone Hans Jonas, solo en lo que es puede haber valor, y esa mera posibilidad de valor constituye ya un valor presente en todo ser. Este valor inherente puede estar presente en mayor o menor grado en cada uno de los seres. Además de personas y cosas, existen otros seres que no son ni lo uno ni lo otro, como las plantas y los animales. Estos seguramente poseen un valor inherente superior al que efectivamente tienen las meras cosas y han de ser tratados en consecuencia. No obstante, en el caso de las personas, el valor inherente alcanza un absoluto. Como aprecia Robert Spaemann, hay seres que tienen valor inherente por ser cada uno «un fin en sí para él mismo». Pero el ser humano, además, resulta ser «un fin en sí absolutamente»6. Es adecuado, pues, que reservemos para este caso el término «dignidad». Podemos ahora apoyar la dignidad en el propio ser. Es la estructura ontológica de cada persona, su ser personal de naturaleza humana, la base de su dignidad. Esta filosofía concreta al sujeto como persona, lo pone en su contexto biológico y social. Nos recuerda que nuestra aspiración a la autonomía es compatible con el reconocimiento de nuestra mutua dependencia. No somos personas por ser autónomos, sino a la inversa, y nunca nuestra autonomía es total, pues precisamente por ser personas, con nuestros aspectos animales y sociales, somos también, en mayor o menor medida, dependientes. El grado de dependencia de un ser humano no mide su dignidad, que ya 185

hemos reconocido como absoluta. Con Spaemann, de nuevo, diremos que la dignidad se encuentra al principio, desde que un ser humano viene al mundo, no es «algo aún por producir», sino «algo que respetar»7. La dignidad no le viene otorgada a la persona por ninguna instancia política. Son las instituciones las que han de respetar la dignidad de las personas si pretenden ser legítimas. ¿Hemos llegado así al reconocimiento de la dignidad de todos los seres humanos?, es decir, ¿todo ser humano es persona? Spaemann responde con claridad: sí. Pero hay quien se cree miembro de un supuesto club selecto, el club de las personas, y se atribuye el poder de admitir o no nuevos socios en función de tal o cual característica. No existe tal club. Existe, eso sí, la familia humana, en la cual no se entra por cooptación, sino por generación. No se es persona por tal o cual característica, sino por haber venido al mundo en el seno de la familia humana. Aquí resulta felizmente exacta esta fórmula, «familia humana», usada en la Declaración universal de los derechos humanos. Es preferible a la expresión «especie humana», pues la especie puede ser un concepto abstracto, mientras que la familia es una entidad concreta, un hecho biológico que genera vínculos afectivos y morales. Desde el principio hasta el fin de su vida, pues, cada ser humano es una y la misma persona, con independencia de las características que presente en cada momento. En consecuencia, posee dignidad desde su generación hasta su muerte. Especifiquemos: ¿un ser humano es persona cuando está dormido o en coma?, ¿lo es durante su fase embrionaria, fetal o infantil?, ¿lo es aunque se presuma, por su discapacidad, que no alcanzará la autonomía plena? De estas cuestiones la más difícil es la última. En el resto de los casos la filosofía del ser responde, junto con el sentido común, apelando a la identidad de una substancia a lo largo de su tiempo de existencia. «La persona –afirma Spaemann– es substancia […] una unidad a través del tiempo […] Las personas son o no son. Pero si son, son siempre actuales […] son como la sustancia aristotélica»8. La vida de cada cual en su conjunto, desde la concepción hasta la muerte, es la unidad que cuenta. Este criterio es suficiente para que, incluso en clave kantiana, podamos reconocer la condición de persona de cualquier ser humano que alguna vez haya sido, sea o será capaz de hacerse cargo de sí. Con esta carga o deber vendrán también su dignidad y sus derechos, así como la exigencia de respeto. Vayamos, por último, al más difícil de los casos, del cual depende, en realidad, el respeto a la dignidad de todos los humanos. Recordemos como empezaron los genocidios del pasado siglo, aplicando a los más discapacitados el perverso concepto de «vida indigna de ser vivida» («Lebensunwertes Leben»). Tras los genocidios, que acabaron violentando la dignidad de tantos millones de seres humanos, llegó la general indignación, y tras ella la apelación vehemente al concepto de dignidad. Bajo su protección se quiso poner a todos los «miembros de la familia humana». Pero hoy asistimos al intento de restringir esta universalidad mediante el expediente de distinguir entre seres humanos y personas, para negar esta condición a algunos de ellos. Precisamente porque ya sabemos a dónde conduce este camino, hoy más que nunca se ha de afirmar la condición de persona de todo ser humano. Incluso los más discapacitados 186

son también miembros de la familia humana. Son personas, tienen igual dignidad que el resto y merecen el mismo respeto. También tienen, por cierto, el más fundamental de los deberes, de un modo objetivo y aunque no lleguen a ser conscientes del mismo, a saber, el de desarrollarse como personas, el de hacer su vida, el de alcanzar en alguna medida, por escasa que sea, su propia autonomía. En realidad, todos dependemos de los demás para llegar a ser autónomos física y moralmente. Es justo, pues, que esta autonomía adquiera su sentido pleno cuando es puesta al servicio de los más dependientes. Cierto es que algunos pueden requerir ayuda en mayor grado y durante más tiempo, hasta el extremo quizá de una total dependencia. Pero eso no les hace menos dignos, tan solo subraya que la dependencia forma parte de la naturaleza humana. El deber de acoger y cuidar a cada ser humano, por otro lado, es un deber incondicional. En palabras de Alasdair MacIntyre: «La clase de cuidado necesario para hacer de nosotros lo que hemos llegado a ser, razonadores prácticos independientes, tuvo que ser, para tener eficacia, un cuidado sin condiciones, del ser humano como tal […] esta es la clase de cuidado que debemos o deberemos a los demás»9. Se trata de un deber que cada uno tiene en mayor medida según sus posibilidades y respecto de los que le son más próximos. Según Hans Jonas, «el arquetipo clásico de toda responsabilidad [es] la de los padres por el hijo»10. Y «un buen cuidado paterno –continúa MacIntyre– se define en parte por referencia a la posibilidad de que los hijos sufran la aflicción de una grave discapacidad»11. Muchas veces, además, un cambio de actitud social hacia las personas más dependientes facilita, gracias a la atención y al cuidado, que alcancen niveles de autonomía muy notables. Recordemos, por último, que incluso los más dependientes hacen aportaciones irremplazables al resto: nos enseñan, según MacIntyre, «algo que no podría aprenderse de ninguna otra manera»12. En resumen, apoyándonos en la tradición kantiana y en la filosofía del ser, así como en nuestra experiencia cotidiana y sentido común, podemos afirmar el valor de todo ser y la gradualidad del mismo. Podemos sostener también que todo ser humano es persona y que, como tal, posee un valor absoluto llamado dignidad. En cuando a la dignidad, por lo tanto, todos somos iguales. Dicha dignidad consiste principalmente en el deber de desarrollar la propia vida en conformidad con la naturaleza humana. De ahí derivan los derechos universales inalienables, entre los que cuentan primordialmente el derecho a la vida y a la libertad. Para seguir leyendo R. Andorno, Bioética y dignidad de la persona, Tecnos, Madrid 2012. Aristóteles, Ética Nicomaquea, Gredos, Madrid 1995 (citado según la numeración estándar de la edición de I. Bekker). A. Cortina, Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos, Taurus, Madrid 2009. H. Jonas, El principio de responsabilidad, Herder, Barcelona 1995.

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I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Calpe, Madrid 1921 [citado según la numeración estándar de edición de la Academia de Berlín]. A. MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona 2001. T. Melendo, Dignidad humana y bioética, EUNSA, Pamplona 1999. R. Spaemann, Personas, EUNSA, Pamplona 2010. —, «Sobre el concepto de dignidad humana», en Límites, Acerca de la dimensión del actuar, Ediciones Internacionales universitarias, Madrid 2003.

Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid. Coordina la sección de filosofía de la ciencia de la revista Investigación y Ciencia. Ha sido director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Valladolid. 2. Aristóteles, Ética Nicomaquea, IV, 3, 1123b-1125b. 3. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres,Calpe, Madrid 1921, 4:435 (Cf. 4:410-411, 4:425). 4. Ibídem, 4:434-435. 5. Ibídem, 4:440. 6. R. Spaemann, Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2003, p. 109. 7. Ibídem, p. 118. 8. R. Spaemann, Personas, EUNSA, Pamplona 2010, p. 234. 9. P. MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Padiós, Barcelona 2001, pp. 120-1. 10. H. Jonás, El principio de responsabilidad, Herder, Barcelona 1995, pp. 215-216. 11. A. MacIntyre, Animales racionales y dependientes, pp. 109-910. 12. Ibídem, pp. 159-160.

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37. JUAN CIANCIARDO1 ¿Qué son los derechos humanos? ace ya más de veinticinco años Carlos Nino abría su Ética y derechos humanos con una afirmación tajante y provocativa: «Es indudable que los derechos humanos son uno de los más grandes inventos de nuestra civilización»2. Con ella, el autor argentino pretendía destacar varias cosas:

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«… en primer lugar, que el reconocimiento efectivo de los derechos humanos podría parangonarse al desarrollo de los modernos recursos tecnológicos aplicados, por ejemplo, a la medicina, a las comunicaciones o a los transportes en cuanto al profundo impacto que produce en el curso de la vida humana en una sociedad; en segundo término, que tales derechos son, en cierto sentido, “artificiales”, o sea que son, como el avión o la computadora, producto del ingenio humano, por más que, como aquellos artefactos, ellos dependan de ciertos hechos “naturales”; en tercer lugar, que, al contrario de lo que generalmente se piensa, la circunstancia de que los derechos humanos consistan en instrumentos creados por el hombre no es incompatible con su trascendencia para la vida social»3.

Late tras estas ideas un juicio de valor cuya aceptación se encuentra muy difundida: el reconocimiento, la tutela y la promoción de los derechos han mejorado al ser humano, han hecho mejor al mundo. Esta constación resulta paradójica a primera vista con otra: la dificultad existente en dar con un concepto de derechos humanos. Es tan grande el disenso al respecto que no han faltado quienes propusieron dejar de lado el asunto, abandonar los desacuerdos en torno a la teoría de los derechos para pasar directamente a su praxis, sobre la que, en cambio, habría un consenso robusto. La propuesta no tuvo el éxito esperado, como consecuencia inevitable de las diferencias importantes que han aparecido en torno a la interpretación de varios de los derechos más importantes: el derecho a la vida en su comienzo y finalización, los derechos sociales en situaciones de crisis económicas, el derecho a la tutela judicial efectiva en los casos de terrorismo, entre otros. El intento de dejar de lado las discusiones teóricas para concentrarse en la práctica no provocó más que su traslación. La expulsión de la teoría por la puerta no impidió su reaparición por la ventana. No podría ser de otro modo: sin un concepto no se puede acceder al fundamento de los derechos, y sin una y otra cosa –en definitiva, sin una teoría de los derechos– no resulta factible una práctica consistente: el operador jurídico se ve obligado a navegar con la sola luz de su intuición en el oscuro océano de la interpretación de los derechos. ¿Por qué hay tantas discusiones con respecto al concepto de derechos? Los desacuerdos en torno a los tres elementos que destaca Nino en el párrafo transcripto pueden servir como respuesta inicial. Su grado de aceptación difiere: es muy amplia en el primero, intermedia en el segundo y baja en el último. No hay acuerdo sobre cómo es posible que una realidad sea artificial y a la vez se base en ciertos «hechos naturales» –ni en qué son ni cómo se conocen esos «hechos»–, ni tampoco en la medida en que un producto o invento cultural basado en una naturaleza trasciende la sociedad que lo vio nacer o lo inventó. Sin respuesta a estas inquietudes teóricas no es factible, repito, una praxis coherente de los derechos. 189

Por otro lado, complicando aún más el horizonte, no es posible la elaboración de un concepto que no dialogue con la práctica. No hay mejor praxis que una buena teoría, pero toda buena teoría se nutre de la praxis. Dicho con otras palabras, para una teoría completa de los derechos la cuestión del concepto es indisociable de otros temas cruciales: el fundamento, la intepretación, el catálogo, los límites, las técnicas de protección. Situados frente a este panorama de dificultades a primera vista tan poco alentador, autores de tendencias muy disímiles han propuesto no ya la concentración en los aspectos puramente prácticos de los derechos humanos, sino lisa y llanamente la renuncia a la posibilidad de elaborar un discurso jurídico sobre ellos (a su teoría y a su praxis jurídicas), aceptando en algunos casos su «reclusión» en la esfera de la ética (para algunos de estos autores, aunque no para todos, de dudosa o nula cientificidad) o en la de la religión. Es, hasta cierto punto, la posición de Eugenio Bulygin, quien luego de reconocer que solo tiene sentido hablar de derechos humanos si se los puede fundamentar en algo más que en el derecho positivo y de afirmar que tal fundamento no existe, criticó la «falsa seguridad» a la que conducen unos derechos que quedan huérfanos de todo soporte4. Se trata de un cuestionamiento en la misma línea del que ya había hecho, muchos años antes, Jeremy Bentham5. Partiendo de otros presupuestos, Michel Villey llegó a una conclusión semejante. En su opinión, el «lastre» moderno que impregna a los derechos humanos frustra todo intento de tratamiento técnico-jurídico riguroso6. En definitiva, desde el positivismo excluyente que representa Bulygin, los derechos humanos «contaminan» la pureza conceptual a la que el derecho debe aspirar; y para un sector del iusnaturalismo clásico (Villey), los derechos imponen una moralización del derecho que impide el correcto enfoque y la resolución de los problemas jurídicos. Sin embargo, antes de resignarnos a la decadencia de los derechos humanos que se derivaría de la aceptación de estas dos propuestas en este punto convergentes, vale la pena analizar si no hay espacio para la resistencia, para una teoría en la que se replanteen los presupuestos filosóficos débiles que tienen los derechos y se los dote de fundamentos más sólidos7. Pensadores de raíces filosóficas muy variadas han emprendido esta tarea. Entre ellos, destacan por su impacto singular Ronald Dworkin, Robert Alexy y John Finnis. Cada una de estas propuestas ha buscado fundamentar su visión de los derechos en una teoría de la justicia; respectivamente, en la de Rawls, Habermas y Tomás de Aquino, en algunos casos con no pocas críticas y enmiendas8. La clave del éxito de la empresa radica en hacer posible una articulación entre naturaleza y razón –entre lo reconocido y lo inventado, entre lo natural y lo artificial– en el conocimiento de dos realidades sin las cuales los derechos humanos no adquieren el sentido que los identifica: la dignidad humana y la naturaleza humana. ¿Cuál es ese sentido? El de constituirse en límites absolutos frente al poder y de alcance universal. «Absolutos» porque con ellos se pretende expresar que existen bienes que nunca es legítimo violar, en ningún tiempo ni lugar, cualquiera que sea la importancia del fin que se persiga, con independenca de las circunstancias. Por eso los 190

estados, los grupos y las personas no pueden «suprimir el goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidos», según se dispone en el artículo 29 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Y «de alcance universal» porque con ellos se pretende que todos los seres humanos los disfruten, y ese disfrute «ha de ser asegurado sin distinción alguna, especialmente por razones de sexo, raza, color, lengua, religión, opiniones políticas u otras, origen nacional o social, pertenencia a una minoría nacional, fortuna, nacimiento o cualquier otra situación», como se expresa en el artículo 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. ¿Por qué hay determinados bienes que nunca es legítimo violar? Porque así lo reclama la dignidad humana. Es decir, porque el ser humano exige ser tratado siempre como un fin y nunca como un medio. La dignidad fundamenta los derechos humanos, puesto que el respeto de la dignidad se traduce, en concreto, en el respeto de un conjunto de bienes que son indispensables para que la vida de un ser humano pueda ser considerada auténticamente humana (digna). De nada valdría reconocer el respeto de la dignidad si se permitiera la violación de la vida, la intimidad, etc. ¿Cuáles son esos bienes? Son bienes cuya determinación o especificación proviene de un diálogo entre naturaleza humana, dignidad y circunstancias históricas. Se asientan en la naturaleza, su respeto es exigido por la dignidad, y su modulación concreta, su alcance o medida, depende en parte de las cicunstancias históricas en las que su reconocimiento, tutela y promoción son exigidos. Son, como señala Javier Hervada, aquellos bienes debidos al hombre en virtud de su naturaleza humana. ¿Puede hacerse un listado más o menos detallado de esos bienes? Hervada propone distinguir entre criterio determinativo y enumeración concreta de los derechos. Lo primero viene establecido de modo directo por la naturaleza humana, y es por ello constante y permanente9. Serán derechos humanos (Hervada habla de «derechos naturales»), así: a) los bienes que forman parte del ser del hombre, sus potencias y tendencias; b) las operaciones que tienden a obtener las finalidades naturales del hombre; c) los bienes que son el objeto de esas operaciones. Lo segundo, la enumeración concreta de los derechos es, en cambio, históricamente variable, cosa que por otra parte –señala– se constata con facilidad. Esta variación obedece a varias causas, de entre las cuales Hervada rescata tres: a) el imperfecto conocimiento de la naturaleza humana y de sus fines; b) la dimensión histórica que es propia de los derechos derivados; c) la existencia de múltiples criterios científicos con vistas a la sistematización de los derechos. Respecto del segundo factor, quizá el más interesante, este autor afirma que los derechos naturales son reales y concretos, y, en consecuencia, «dependen de la existencia histórica de los bienes que los constituyen o de los hechos que –en su caso– son su presupuesto. Es inútil hablar de un derecho natural a la enseñanza en los pueblos primitivos. Donde la cosa no existe no hay derecho natural. Esta variabilidad se da solo en el orden de la perfección de los fines del hombre, no en cuanto a su núcleo primario y esencial»10. Lo dicho conduce a concluir que los derechos humanos tienen una dimensión histórica insoslayable. De allí la necesidad de lograr una articulación eficaz entre naturaleza y cultura, como se mencionó precedentemente. En efecto, de un lado, como son derechos 191

realmente existentes, se tienen en el tiempo, en la historia, no son supratemporales o intemporales, sino temporales e históricos; de otro, como suponen un ajustamiento entre personas o entre personas y cosas, resultan afectados por los cambios que experimentan las personas y las cosas. Esto explica, por ejemplo, que cosas que atentan contra el honor en determinados ambientes, pueden no atentar contra él en otros. Sin embargo, existen materias que escapan a la influencia de este factor histórico: todas aquellas en las cuales la medida es la naturaleza humana como tal. La propuesta precedente impacta sobre el concepto, el catálogo, la interpretación y el fundamento de los derechos, y todo esto conduce a una teoría acerca del modo en el que los casos sobre derechos humanos deben ser definidos y resueltos. Las visiones alternativas (el racionalismo o el particularismo) generan amenazas que incapacitan a los derechos para cumplir su función. Esas amenazas pueden ser expresadas muy sintéticamente del siguiente modo: a) Respecto de la interpretación, la amenaza es el conflictivismo, consistente en entender que los derechos de modo inevitable chocan entre sí, y que ese conflicto es racionalmente irresoluble, solo puede resolverse imponiendo el derecho más «pesado» o «fuerte». b) Con relación al catálogo, el peligro es una inflación de derechos, es decir, que cualquier aspiración por más descabellada que sea se presente como un nuevo derecho. c) El fundamento se enfrenta a dos riesgos: el de reducirlo al binomio autonomíaconsenso, por un lado, o el de la elusión de su planteamiento, por otro. En el primer caso, los derechos perderían el carácter absoluto, puesto que no puede pretenderse su respeto incondicionado, en todos los casos, si se lo fundamenta en una circunstancia contingente (el consenso). En el segundo caso, no sería posible resolver racionalmente conflictos en los cuales inevitablemente el intérprete debe responder la pregunta acerca de si quien o a favor de quien se alega un derecho es o no sujeto de derechos. d) El concepto, por último, se enfrenta a la amenaza de un doble reductivismo: un racionalismo que sepulte las legítimas diferencias y un particularismo que anule la universalidad. Para seguir leyendo R. Alexy, A theory of constitutional rights, transl. J. Rivers, Oxford University Press, Oxford 2002. J. Ballesteros, Sobre el sentido del derecho. Introducción a la filosofía jurídica, Tecnos, Madrid 1984. R. Dworkin, Taking rights seriously, Harvard University Press, Cambridge 1978. J. Finnis, Natural law and natural rights, 2d. ed., OUP, Oxford 2011. J. Hervada, Introducción crítica al derecho natural, Ábaco, Buenos Aires 2008. P. Serna, Positivismo conceptual y fundamentación de los derechos humanos, EUNSA, Pamplona 1990.

Notas 1. Profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Navarra. Profesor invitado en las universidades Austral (Argentina), Panamericana (México), La Sabana (Colombia) y Mayor de San Andrés (Bolivia).

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2. C. S. Nino, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona 1989, p.1. 3. Ibídem. 4. E. Bulygin, «Sobre el estatus ontológico de los derechos humanos», Doxa 4 (1987) 79-84. Cfr. un comentario interesante sobre la posición del profesor Bulygin, contraponiéndola a la de C. Nino, de R. Guibourg, en M. Atienza, «Entrevista a Ricardo Guibourg», Doxa 26 (1989) 5-58. 5. J. Bentham, «Anarchichal fallacies», en J. Bowring (ed.), The works of Jeremy Bentham, 11 vols., Tait, Edimburgo 1843, pp. 489-534. 6. M. Villey, Le droit et les droits de l´homme, Presses Universitaires de France, París 1983, pp. 7-14, 105-130, y Philosophie du droit. I. Définitions et fins du droit, Dalloz, París 1986, 145-151. 7. Cfr. J. Ballesteros, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid 1989. En el ámbito concreto de la teoría de los derechos humanos, Ballesteros sugiere que la clave de la «resistencia» se encuentra en una recuperación de la noción de inalienabilidad. Cfr. ídem, 146-158. 8. En el ámbito hispanoparlante destacan los esfuerzos de Carlos Nino, quien con una creatividad poderosa buscó una teoría de la justicia que conciliara los aportes de Rawls y de Habermas, y de Javier Hervada y Carlos Massini, que buscaron conciliar iusnaturalismo y derechos. 9 . Cfr. J. Hervada, Introducción crítica al derecho natural, 8a.ed., EUNSA, Pamplona 1994, pp. 114-123. 10. Ídem, 116.

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VII PARTE LAS ACTIVIDADES HUMANAS

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38. MARÍA PÍA CHIRINOS1 Después de la aparición de la máquina, ¿es el trabajo una realidad humana y positiva? lo largo de la historia del pensamiento, el trabajo aparece como una noción oscilante: su significado refleja un valor positivo o negativo, según el papel que se le asigne en la sociedad y en la vida humana. El interés de la sociología, la economía, el derecho, etc. por el trabajo manifiesta un primer rasgo, a saber, su carácter transversal. Sin embargo, entre todas las ciencias, la filosofia, en general, y la antropología filosófica, en particular, han sido quizá las que menos atención le han prestado: en el pensamiento clásico, el trabajo se entendía más como un atributo de los esclavos y de las mujeres; mientras que la actividad propia del ser humano se concentraba en la contemplación de la verdad. Esta escasa valoración, con matices importantes, se encuentra también en la Edad Media cristiana, en la que –si bien el trabajo manual deja de ser sinónimo de esclavitud–, al ser expresión de la vida activa, se contrapone y se subordina a la vida contemplativa, propia de quienes se retiran del mundo para dedicarse a Dios. La Edad Moderna romperá con esta contraposición, defendiendo el valor positivo de la vida cotidiana. Esta ruptura desembocará en una circunstancia histórica catalizadora del trabajo: la revolución industrial que lo hará protagonista de los cambios económicos y sociales del siglo XIX. A partir de ahí, su presencia será cada vez mayor: no solo las teorías sobre la evolución del hombre y la división del trabajo le prestan una especial atención, sino que incluso el derecho internacional lo eleva al máximo rango cuando en 1948 la ONU lo incluye en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El trabajo en el siglo XX se consagra como una realidad humana y positiva. Sin embargo, junto con este recorrido aparentemente exitoso, sería erróneo ignorar los peligros con los que el trabajo se enfrenta hoy en día y cuyo origen –paradójicamente– se encuentra también en el hecho histórico que le otorgó protagonismo. En efecto, la revolución industrial permitió hacer realidad por primera vez la dicotomía que aparece en la física de Newton: la fuerza laboral deja de ser entendida en términos estrictamente humanos y se introduce un actor –la máquina– que poco a poco se distancia de su artífice y de su operador: el inventor y el trabajador. Lo que primero fue una simple separación abstracta e inocua, hoy se ha convertido en un divorcio casi antagónico. La robótica inicia su andadura suplantando la producción y poco a poco comienza a sustituir el suministro de servicios, que hasta hace pocos decenios se consideraba un bastión estrictamente humano. ¿Qué hay de positivo y qué de negativo en la coyuntura actual sobre el trabajo? Lo que hay de positivo es de fácil comprensión. La tecnología está eliminando el esfuerzo – muchas veces inhumano– que conllevaba la labor corporal así como la rutina o repetición innecesaria; además, permite un ahorro importante de tiempo y también una altísima y fina precisión en determinados trabajos incluso intelectuales como cálculos

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matemáticos, memoria de datos, intervenciones quirúrgicas, etc. La tecnología ha dejado un camino amplio para delimitar con mayor exactitud el alcance del significado del trabajo estrictamente humano. Lo negativo resulta menos evidente, pero intentaremos mostrarlo. En primer lugar, el progreso tecnológico pacta con una visión mecanicista del hombre y de la mujer, especialmente en su dimensión corpórea. Esto significa, por un lado, que la materia pierde su relación intrínseca con la vida y con el alma racional, para convertirse en el sustrato de la técnica. Para muchos (o quizá más para la gran masa) el trabajo, antes o después, resultará una realidad material fácilmente sustituible por la máquina primero (el trabajo manual) y luego por la inteligencia artificial (el trabajo intelectual). Si aún no se logra, es cuestión de tiempo, pero la suerte ya está echada. Lo que se llama el factor humano cada vez resulta menos relevante: la máquina y más aún el robot parecen capaces de sustituir todo trabajo, incluso aquellos que implican más relacionamiento. Esto conlleva obviamente una segunda amenaza: el avance tecnológico eliminará muchos puestos de trabajo y provocará un aumento del paro. Por último, una visión así del trabajo y del trabajador fomenta una comprensión del hombre centrada en la autonomía y sumamente individualista. El trabajador debe imitar a la máquina y evitar tanto la dependencia como el fracaso y la vulnerabilidad, términos tabús del mundo de la tecnología. No hay necesidad de relaciones, ni de ayudas, ni de sentimientos, que no hacen sino impedir un trabajo centrado en la eficiencia. Y llegamos así a lo que llamo «el paradigma de la producción», a saber, la definición del trabajo en términos cuantitativos, cuya mejor manifestación sea quizá la teoría de Frederick Taylor denominada scientific managment de comienzos del siglo XX. Según esta posición, el trabajo propio de una industria, de una fábrica, debe atenerse a unas reglas muy concretas: mínima complejidad –especialización– para llevar a cabo movimientos certeros y repetitivos que permitan máxima productividad. La conocida cadena de montaje encierra así en sus moldes mecanicistas la realidad del trabajo exaltada en la revolución industrial. No pocos sociólogos vaticinaron que, conforme fuera avanzando la técnica y fuese sustituyendo los diversos trabajos manuales, iría apareciendo la ansiada sociedad de servicios, con trabajadores que pasarían de ser blue collars (obreros o trabajadores manuales) a white collars (empleados). Pero la revolución tecnológica superó este vaticinio y hoy en día nos encontramos con la irrupción nunca imaginada de hablar con robots, capaces de arrinconar –contra toda previsión– al ejército de white collars que habían creído en un futuro laboral seguro. Y este futuro entró en una crisis profunda. La pregunta que surge es obvia: ¿es cierto que la tecnología puede realmente sustituir todo tipo de trabajo? La respuesta exige clarificar algo más quién es el sujeto del trabajo y cuál es su fin. Si el trabajo se define en términos de producción, es evidente que la máquina es quien mejor trabaja. Pero si el trabajo se define atendiendo al aporte que brinda quien trabaja respecto de una situación de necesidad, que exige una respuesta concreta y muchas veces no prevista ni dada, entonces hemos de matizar el monopolio de la técnica. 196

Curiosamente, uno de los principales promotores de la automatización, Theodore Kheel, propuso proféticamente una solución: el único remedio para enfrentar la amenaza de la automatización consiste en que los trabajos no pagados se conviertan en trabajos pagados, o lo que es lo mismo, en reconocer un alto valor a labores como el cuidado del otro. Efectivamente, el descubrimiento de una necesidad –sea corpórea o espiritual– marca el inicio de una respuesta para paliarla, que en el hombre o en la mujer aparece no de modo instintivo ni programado sino libre. Esa respuesta no es una repetición mecánica de una acción ya prevista, sino que implica primero un reconocimiento del déficit y luego una mirada no dominadora sino cuidadora que busca el bienestar del necesitado. Y si se admite esta tesis, la cuestión se dirige a resaltar la diferencia entre la máquina que trabaja y el hombre que trabaja. Quizá las definiciones más extendidas del hombre sean la aristotélicas: «animal con razón» o «animal racional» y «animal político o social». Pero al profundizar en ellas, la filosofía generalmente se ha detenido en la dimensión racional y la social, y ha dejado de lado la condición de animalidad. Alasdair MacIntyre ha denunciado esta omisión que tiene visos de desprecio e intentado recuperar el valor de la corporeidad en todas sus manifestaciones: no solo referido al lenguaje o a la sexualidad, sino también a la corporeidad en nuestra condición de vulnerables, dependientes y de seres necesitados. En pocas palabras, somos racionales pero con una identidad animal que se manifiesta en necesidades básicas y corpóreas, que nos definen como dependientes y vulnerables. Nada más lejos del modelo ilustrado y mecanicista, que defiende una condición autónoma e individualista del ser humano. El trabajador, a diferencia de la máquina, es –con términos de MacIntyre– un animal racional dependiente; un ser que conoce no solo intelectualmente, sino también con una racionalidad práctica y otras formas de conocimiento no necesariamente racionales como los sentidos (entre los que el tacto cumple un papel principal) y la empatía. Que sean modos no racionales no quiere decir que pertenezcan a niveles incomunicados: en el hombre y en la mujer, las principales funciones corporales –los sentidos, las pasiones, nuestras necesidades básicas y la respuesta que hallan– se abren a la racionalidad y esta puede dirigirlas y dar lugar a manifestaciones culturales de primer orden como la gastronomía, la moda, la higiene, la decoración, etc., que se encuentran dentro del amplio mundo del cuidado en la vida cotidiana. Todo trabajo, decíamos, es una respuesta para paliar necesidades y buscar mejorar una situación: todo trabajo promueve bienestar. El bienestar es una noción positiva y progresiva (no oscilante como el trabajo), que se erige como un objetivo porque, una vez alcanzado, siempre cabe mejorarlo: implica poder descubrir una nueva necesidad que se insinúa en forma de malestar. Todo trabajo humano en busca de bienestar se inserta además en una tradición con estándares de excelencia, continuamente superados por los miembros de esa tradición. Por esto, el progreso en el trabajo humano implica relación con el pasado, con el presente y también con el futuro, en la medida en que aporta a la tradición novedades en forma de cultura. Trabajar es aprender. Aprender es no solo estudiar, sino hacer. Solo aprendiendo y haciendo es posible innovar. En el mundo 197

humano del trabajo, la total autonomía o el puro individualismo es una quimera. Todo buen trabajador admite la dependencia. Y esto es algo mucho más radicalmente humano que el «trabajar en equipo». La irrupción de un humanismo que reconoce nuestra condición vulnerable y dependiente es algo totalmente nuevo en la antropología filosófica, y de alguna manera abre las puertas a la propuesta de Kheel: la atención prestada al cuidado bien puede hacer frente al avance de la tecnología y a la supresión de no pocas profesiones en el futuro. Por eso, pensadores como MacIntyre, Richard Sennett o Matthew Crafford abogan por recuperar una actitud propia del mundo laboral previo a la revolución industrial, es decir, propia del ser humano trabajador: la del artesano. No se trata de un regreso porque no pretende eliminar la tecnología. Es más bien una propuesta para recuperar el lado humano de todo trabajo: trabajar bien es cuidar mejor la realidad que nos rodea, los seres humanos que conviven con nosotros, la sociedad, el mundo, la tierra. El artesano –el talante del artesano– implica además el rechazo de otra actitud onmipresente en nuestra sociedad capitalista, a saber, la del consumidor, que busca más la cantidad que la calidad y que carece de medida en sus deseos. El consumidor promueve la productividad y exige eficacia. El artesano, en cambio, se caracteriza por el respeto. El consumidor derrocha. El artesano admira. El consumidor es intolerante con los fallos. El artesano aprende de los errores. El consumidor imita estereotipos. El artesano dialoga con la tradición de su oficio (con sus errores y con sus aciertos) y sigue estándares de excelencia. El consumidor vive su pasión de modo individual. El artesano busca y crea ocasiones para compartir sus resultados y su arte. Una concepción del trabajador como artesano interpela la tecnología porque, a diferencia de ella, convierte el oficio en camino hacia la felicidad; hacia una felicidad que no se identifica ni con el placer, ni con el dinero, ni con la fama. Es una felicidad que entiende el trabajo como una actividad central para adquirir virtudes y para potenciar las relaciones humanas. El trabajo es el medio para la realización personal, para la maduración del carácter, para la estabilidad psicológica. No es el único porque el ser humano vive inmerso en una realidad polifacética. La familia y otras comunidades intermedias propias de la sociedad (como las religiosas) pueden también constituir medios para completar esa felicidad. Pero el trabajo no puede faltar. Todo esto nos lleva a una posición clara, no contraria a la irrupción de la tecnología sino comprensiva. Porque es preciso admitir que el verdadero problema no es el progreso tecnológico, ni que este imite al ser humano o sustituya su trabajo. El auténtico peligro es, más bien, que el hombre y la mujer caigan en el craso error de trabajar como la máquina, es decir, imitar su falsa autonomía o su cómodo individualismo y negar nuestra condición dependiente o vulnerable para aportar lo que solo el ser humano puede dar: el cuidado del otro, en su realidad cotidiana que se dirige a paliar necesidades indistintamente corpóreas e intelectuales. Solo así el trabajo puede entenderse como una realidad propiamente humana y positiva. Para seguir leyendo 198

M. P. Chirinos, Claves para una antropología del trabajo, EUNSA, Pamplona 2006. —, «Trabajo», en F. Fernández Labastida y J. A. Mercado (eds.), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, 2009, URL=http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/trabajo/Trabajo.html. A. MacIntyre, Animales racionales y dependientes: por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, Paidós, Barcelona 2001. R. Sennett y M. A. Galmarini, La cultura del nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona 2006.

Notas 1. Licenciada en Filosofía, obtuvo el doctorado en Filosofía por la Universidad de Navarra. Actualmente es profesora principal ordinaria de la Facultad de Humanidades y directora de Relaciones Institucionales de la Universidad de Piura. Ha sido vicerrectora académica y de investigación en esta universidad.

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39. REYNALDO RIVERA1 ¿Cómo serán los empleos y profesiones del futuro? iempo, espacio y poder son tres dimensiones de la vida y las acciones sobre las que los individuos y sociedades reflexionan continuamente, tal vez desde los inicios de lo que hoy llamamos civilización. La actitud que se adopte en cada uno de esos aspectos influye en sus identidades personales y sociales, porque orientará las decisiones y acciones, en especial las decisiones profesionales y las acciones que definimos como trabajo. Es diferente, por ejemplo, la forma de actuar de un joven que toma la decisión de publicar en una red social un «meme» sobre una compañera de estudios, que la pondrá en una situación difícil, porque así parecerá hoy simpático a sus contactos de Facebook; de aquel que decide voluntariamente no hacerlo, porque reflexiona en el futuro de esa tercera persona con quien comparte un proyecto más grande, como puede ser la búsqueda de la verdad a través de los estudios universitarios. La misma diferencia la observamos entre quien privilegia la ganancia de corto plazo sin cuidar la ética de su trabajo, y quien busca con él servir a las personas más próximas y la sociedad en general. En el primer caso, la persona se focaliza en el poder que hoy conquistará en un reducido círculo social. En el segundo, la prioridad es el cambio positivo futuro de un «otro» (un alter) con quien compartirá la misión de descubrir la verdad y realizar el bien, posibilidades que beneficiarán a las futuras generaciones de toda una comunidad, local o universal. Trabajar significa realizar, en tiempo y espacios definidos (aunque mutables), de manera intencional y voluntaria, una acción personal libre, relacional y solidaria, que es creadora y transformadora de realidades interiores y exteriores (físicas y virtuales), dotada de capacidad de cambio o «agencia», con el propósito de alcanzar, a partir de ciertos objetivos intermedios y una cultura que le antecede, una meta o interés último que contribuye al desarrollo y felicidad personal, familiar y social. Un trabajo así definido es una acción que supone un espacio y tiempo cultural antecedente, que involucra y cambia al sujeto que lo realiza, que es un ser personal (y por lo tanto relacional), dotado de inteligencia, voluntad y afectividad, orientado a un fin último que lo trasciende, que puede alcanzar insertado en comunidades de personas y objetos, a los cuales cambia con su forma de actuar, logrando ciertos objetivos intermedios y trabajando de manera creativa, positiva (sustentable), solidaria y transformadora sobre una realidad (en muchos casos virtual) que no se ha dado a sí mismo sino que ha recibido y que debe mejorar para quienes le sucedan. Como acción personal libre y necesaria para su propia felicidad, trabajar es un derecho. Que, por operar sobre realidades culturales y objetivas recibidas, implica responsabilidades y obligaciones. Reflexionar sobre el futuro de ese tipo de trabajo nos lleva a preguntarnos por la forma y roles concretos que adoptará en espacios y tiempos, personales y relacionales, que solo

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pueden ser proyectados (imaginados) a partir de conocimientos y experiencias con los que contamos en el presente. No se trata de analizar, como se hizo en el capítulo anterior, la acción personal en sí misma considerada. Sino los modos socioculturales que adoptará en un posible contexto espacio-temporal. Esto nos lleva a hacernos una primera pregunta: ¿cómo será nuestra sociedad en el futuro? Es claro que nadie lo puede saber con certeza. Y que en muchos aspectos no se pueden hacer generalizaciones que abarquen contextos diferentes con antecedentes históricos completamente disímiles. Baste pensar por ejemplo en las diferencias culturales que existen entre los pueblos amazónicos y las sociedades avanzadas de la Europa occidental. Pero la evolución de las ciencias sociales permite contar con análisis teóricos basados en evidencia empírica que ofrecen algunas pistas útiles para describir algunas de las características que podrían tener las realidades del futuro en lo que se refiere al empleo y las profesiones. El empleo es un rol y posición social a través del cual la persona realiza un trabajo. Cuando nos preguntan, solemos responder: «mi empleo es de maestro, capataz de una hacienda, médico de hospital, etc.». La profesión es el sistema cultural y valorial en el que ese empleo se inserta socialmente, que se caracteriza por compartir, con un grupo determinado de personas, una serie reconocida de conocimientos y experiencias específicos (somos profesionales de la medicina, la albañilería, el cuidado del hogar, etc.). Lo que sigue es entonces una breve reflexión sobre cómo serán los empleos y profesiones del futuro, considerando tres dimensiones fundamentales: el tiempo, el espacio y su capacidad de cambio o poder. Los estudios científicos señalan un continuo incremento del desempleo juvenil: las nuevas generaciones, incluso de países desarrollados, no encuentran su sitio ni se identifican con los roles que las organizaciones y la sociedad quieren asignarles. Es reconocida una brecha de talentos: muchas empresas no logran encontrar un/a candidato/a que cubra las expectativas del puesto. Crece así el número de quienes ni estudian ni trabajan ni se comprometen socialmente. Pero también el de quienes son inconformistas y deciden emprender por su cuenta apostando a actividades nuevas y creativas, en las cuales puedan invertir su potencial (personal y cultural) en estructuras horizontales, donde no hay «jefes» ni jerarquías, sino principalmente trabajo en equipo en pos de objetivos comunes. Todo ello en un contexto de creciente urbanización, nuevas tecnologías e inteligencia artificial, mayor participación de la mujer y movilidad de los grupos humanos. Diversos autores sostienen que la sociedad del siglo XXI será una «aldea global» caracterizada por una continua aceleración y volatilidad de las situaciones y relaciones interpersonales y organizacionales: todo cambia, a ritmos mayores que en períodos históricos anteriores. Gran parte de esas relaciones tendrán lugar en espacios virtuales, con escasa distinción de tiempos y momentos: la conexión constante está llevando a los individuos y grupos sociales a vivir una especie de «presente eterno», en el que Internet y las exigencias culturales impedirán que hechos y palabras sean olvidados (lo cual hará más difícil remontar un fracaso profesional), y en el que será cada vez más complicado 201

distinguir ciclos temporales y espacios reservados. Un número cada vez más significativo de personas realizan todo tipo de acciones (también trabajar) independientemente de si es de día o de noche, laborable o festivo. También se difuminarán los espacios (en muchos casos desaparecerá el concepto de «mi oficina») que se transformarán en «no-lugares de cristal» (como los espacios de trabajo de Google), esto es, contextos de baja personalidad y privacidad, en los cuales la persona puede estar aislada o completamente conectada. La velocidad de los cambios socioculturales generará incertidumbre (el empleo estable durante años en una misma organización tiende a ser un privilegio de una minoría), y al desaparecer en muchos casos las referencias de valores, esto es, al generarse un contexto de discontinuidad (laboral y organizacional) entre generaciones, aumentarán la complejidad y la ambigüedad. Ya no se es maestro o médico o abogado durante toda la vida. Cambiar de empleo constantemente hará que «mi equipo de trabajo» sea volátil y etéreo, difícilmente generativo de tradiciones y hábitos, e incluso de personalidad definida en un ciclo continuo de adaptación que obstaculizará el desarrollo del sentido de pertenencia a un espacio, una organización, o un grupo determinado de referencia. La brecha entre profesionales y emprendedores que hacen un mismo trabajo no será solo una cuestión de diferencias de recursos o capacidad intelectual, sino de la diversidad de experiencias relacionales que configurarán personalidades y subculturas diferentes. Quien no desarrolle una identidad personal y social estables que trasciendan empleos y profesiones concretos, quien no sea capaz de trazar un proyecto de vida que dé unidad y coherencia a sus decisiones, tendrá cada vez menos capacidad de adaptación: todo cambio será algo distinto a lo anterior y a lo que sigue, implicando un esfuerzo por reinventarse, lo cual conllevará más tiempo y costes, en una época de robots e inteligencia artificial, en la que se busca eficiencia y velocidad de ejecución de tareas. La configuración del empleo del futuro no depende tanto de lo que los sujetos harán, sino de lo que ellos serán y buscarán como aspiraciones últimas. De esta manera la profesión no será un sistema estable de pertenencia, cuanto un proceso dinámico que puede tener dos orientaciones principales: la de la inestabilidad y la heterogeneidad, o la de la estabilidad y la unidad. El estilo inestable de empleo (y de vida) será aquel que tienda a la competencia y al conflicto, al consumo acelerado y la realización de objetivos de corto plazo, al poder entendido como dominio sobre la propia obra y al trabajo como posibilidad de ocupación de espacios vitales y sociales. Es el trabajo de los modelos marxistas y liberales que terminan produciendo alienación, sea por basarse en la lucha entre partes, sea por caer en un consumo que nunca termina y que jamás cumple con su promesa de saciar la sed de realización personal. En cambio, el estilo profesional y vital estable será el orientado a un propósito de largo plazo que dará unidad a las incesantes transformaciones y continuidad al proyecto individual y social. En este paradigma el poder se entiende como un servicio altruista a los demás, aun a costa del propio sacrificio. Esto es posible porque se confía en que el «otro» es también persona, y que, por lo tanto, en la mayor parte de los casos estará 202

dispuesto a dialogar y cooperar. El empleo no es estable porque siempre se hace lo mismo, en el mismo lugar y con las mismas personas. Sino que lo es porque las personas que intervienen en las relaciones tienen identidades definidas que las vuelven previsibles. Al serlo, pueden conocerse y comprenderse, empatizar. Y así colaborar en la construcción de espacios compartidos, también por las futuras generaciones. El primer estilo de empleo lleva a la destrucción individualista. El segundo, a la revolución creativa. El primero implica profesionales que compiten (en clara desventaja) con los robots y la inteligencia artificial. El segundo forma personas que viven un empleo y transforman el sistema, apoyándose en la tecnología, pero generando lo que solo la persona humana puede crear: empatía y relaciones interpersonales profundas. El estilo profesional basado en el altruismo y la confianza mutua no es una utopía (aunque el marxismo y el liberalismo sí que llevan a la distopía). Estudios científicos y casos recientes demuestran que el liderazgo de servicio y el social generan las competencias que buscan las organizaciones, y que las empresas y emprendedores que colaboran abiertamente alcanzan mejores resultados y son sostenibles en el tiempo. ¿Cómo serán los empleos y profesiones del futuro? A diferencia de lo que muchos suponen, la respuesta no depende de la tecnología, sino de las decisiones vitales de las futuras generaciones de profesionales, de sus proyectos personales. Los futuros empleos serán conjuntos de individuos aislados o sistemas integrados o creativos de comunidades de trabajo. Tú eliges. Para seguir leyendo R. Rivera, Translife: Jóvenes y estilos de vida de la sociedad Red, Amazon-Independently published, 2017. R. Rivera y M. Vega (eds.), «Juventud, futuro e innovación social. El futuro del emprendimiento y la participación juvenil», Revista de Estudios de Juventud 107 (2015) (nº monográfico).

Notas 1. Doctorado en Comunicación por la Universidad de Navarra. Máster en Sociología por la Universidad de La Sapienza. Profesor de Sociología de la Comunicación, Marketing y Comunicaciones Integradas. Después de diez años trabajando en el sector financiero fundó en 2005 una consultora con sede en Roma: InterMedia Consulting, dedicada a la investigación, diseño y evaluación de proyectos de innovación y mercadotecnia social. Actualmente es el CEO de la consultora.

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40. RICARDO PIÑERO MORAL1 ¿Es posible la vida buena sin belleza? a pregunta por la belleza, en la actualidad, suele estar asociada a la disputa sobre si su presencia en el arte debe ser o no una condición necesaria para que éste sea realmente lo que es; aunque, en ocasiones, también se plantea la cuestión sobre lo bello, independientemente del arte, a propósito de la naturaleza. Ahora bien, más allá de la distinción entre belleza natural y belleza artística, podemos indagar, desde una perspectiva antropológica, cómo y por qué la belleza, además de ser una cualidad estética, es un valor para la vida del ser humano. La belleza no es algo que afecte exclusivamente a la capacidad sensorial, tampoco puede ser concebida tan solo como un concepto, sino que además puede ser considerada como un factor esencial para la configuración de una vida plena, acorde con la verdadera dignidad de la persona. Por esta razón, para el ser humano es imposible la vida buena sin vivir la belleza. Los movimientos artísticos que conocemos como las vanguardias históricas, hace ya más de cien años (lo que algunos han denominado la «vanguardia intratable»), inauguraban culturalmente el siglo XX y, entre sus muchas y urgentes reivindicaciones, tal vez tenían razón al menos en una cosa: algo puede ser arte y no contener belleza. Ahora bien, ni el arte es un mero «contenedor» ni la belleza un mero accidente en la vida del ser humano. En los albores del siglo XXI, en el otoño de 2000, la Royal Academy of Arts de Londres presentaba Apocalypse, la mayor exposición internacional de arte contemporáneo a propósito de la visión de la belleza y el horror, la complejidad y la diversidad del mundo actual. Las obras presentadas pertenecían a artistas tan destacados como Darren Almond, Maurizio Catelan, Jake y Dinos Chapman, Chris Cunningham, Angus Fairhurst, Mike Kelley, Jeff Koons, Mariko Mori, Tim Noble y Sue Webster, Richard Prince, Gregor Schneider, Wolfgang Tillmans y Luc Tuymans. Todo un intento por mostrar que nuestros tiempos, como cualesquiera otros, son incompresibles sin la experiencia del horror y de la belleza. Esto nos debería hacer pensar que, en realidad, el intento aniquilador de la vanguardia histórica contra la belleza no demostró nada, simplemente dirigió un ataque hacia un determinado concepto de belleza, y presentó –produjo– una serie de objetos que ella misma llamó «arte», los cuales carecían de los rasgos atribuidos a dicho concepto de belleza. Y es que una de las notas de identidad de nuestros tiempos es lo que nos cuesta definir de manera adecuada algunas ideas, algunos ideales, algunos valores, algunos comportamientos. En esta situación de ambigüedad e indefinición, y hasta de relativismo, parece que el mero consenso se impone sobre la lógica, parece que, en muchos temas, prima más un acuerdo de mayorías que un análisis sobre la naturaleza de las cosas. La estética no ha sido inmune a esa falta de precisión, y la belleza es un ejemplo paradigmático de esas dificultades en la definición de lo que es no solo el arte, o la belleza misma, sino hasta el propio ser humano.

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Desde antiguo las definiciones sobre lo bello han sido muy variadas, atendiendo unas veces a aspectos objetivos y otras a matices subjetivos. Lo cierto es que «la belleza puede ser una de entre las muchas modalidades en que los pensamientos se presentan a la sensibilidad humana, puede explicar la importancia del arte para la existencia humana y por qué tenemos que reservarle un espacio en una definición aceptable del arte» (Danto, 2016: 154). Pero puede ser incluso algo más, puede ser uno de los perfiles que definan la realidad, el mundo, y con él, el propio ser humano (por ejemplo, en el cristianismo, como «criatura», hecha a imagen y semejanza de Dios mismo). La belleza no es un accidente, la belleza no es un adorno, la belleza no es un sentimiento, la belleza no es una sensación, la belleza no es un gesto, y, sin embargo, puede ser considerada como cualquiera de esas «cosas», y otras muchas más. En sentido amplio, parece que belleza podría ser casi cualquier cosa que estuviese vinculada a una experiencia agradable o placentera. Desde ese punto de vista, «bello» sería aquello que el individuo decida que lo es, independientemente del objeto mismo del que se afirma. «Belleza» se dice, pues, de muchas maneras, refiere muchos matices, tantos que es imposible reunir todos ellos bajo una única formulación. Este carácter poliédrico se debe fundamentalmente a dos motivos: en primer lugar, al debate inconcluso entre el objetivismo y el subjetivismo que arranca en la Antigüedad clásica y se extiende hasta finales del siglo XIX; y, en segundo lugar, a una especie de dejación de funciones por parte de los filósofos contemporáneos que o bien están orientando la reflexión estética hacia territorios fronterizos con la ciencia (en la neuroestética la belleza ha perdido su interés a favor de las imágenes que generan las nuevas técnicas de investigación cerebral), o bien consideran que la propia categoría «belleza» es algo extinto, sin nada que aportar a nuestra visión del mundo. Sigue llamando la atención la fuerza de algunos planteamientos que ya en la Grecia antigua los sofistas empleaban para mostrar la dificultad de llegar a definir la belleza. El desconcierto contemporáneo recuerda esos antecedentes. En un texto de un sofista antiguo podemos leer: «… creo que, si alguien mandase a todos los hombres reunir en un solo montón lo que cada uno considerara feo, y, de nuevo, del conjunto cogiera lo que cada uno tiene por hermoso, no dejaríamos nada a un lado sino que todos se repartirían todo, pues no todos piensan lo mismo. […] Es así la otra ley de los mortales: nada es totalmente bello ni feo, sino a que una misma cosa la ocasión, si se apodera de ella, la hace fea y, tras cambiarla, hermosa. Para decirlo en una palabra, todo es hermoso en su ocasión y feo fuera de ella» (Dialexeis, II, 18.).

En unos tiempos en los que el instante lo es todo resulta muy fácil optar (cuando no caer) por un relativismo acrítico que nos hace pensar que el individuo es juez único y supremo de la realidad. Cuando Sócrates o Platón hacían frente a Gorgias o a otros «sofistas» lo único que pretendían era llegar a un punto en el que pudiesen fijarse con la mayor claridad posible criterios de actuación para la vida: criterios epistemológicos, morales, estéticos… En el caso de la belleza los sofistas se contentaron con decir lo que la belleza no era. Y es que a veces es más fácil decir lo que algo no es que lo que es. Pero indicar lo que algo no es no siempre aclara lo que es. 205

Entonces, ¿qué podemos decir de la belleza en positivo? En primer lugar, que «la belleza, a diferencia de otras cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un valor» (Danto 2016: 223). Algo realmente valioso de un valor es su carácter de permanencia, de fiabilidad, de constancia, de lucha contra la obsolescencia. Si hacemos de la belleza solo una idea abstracta, una forma inteligible, eso no garantiza por sí mismo una fundamentación firme. Decir belleza es decir un modo de ser, un modo cualificado de ser no solo desde un punto de vista metafísico, sino también humano. Que la belleza además de ser valiosa per se, sea también valiosa para el hombre, es algo muy presente en la Edad Moderna cuando se asienta una fundamentación antropológica de la estética. En este momento lo bello pasa a ser considerado desde la mirada propia del hombre, a la medida humana. Frente a los fundamentos esencialistas o divinos formulados por griegos y medievales (en los que la belleza es considerada como una realidad absolutamente independiente del ser humano), el fundamento inmanente de la belleza (es decir, que la belleza haya de ser considerada necesariamente desde una perspectiva humana) será una de las notas que caracterizan la apertura de una nueva etapa. Enfoques sustancialistas e incluso idealistas (que consideran la belleza como una verdadera sustancia o como una Idea o Forma platónica), como los de Ficino, conviven armónicamente, en el mismo tiempo histórico, con planteamientos específicamente humanistas (más centrados en la experiencia sensible del individuo), como los de León Batista Alberti, Serlio, Leonardo, a los que se les añaden otros cuyas aspiraciones cientificistas (pues consideran que la belleza es un modo de conocimiento de la verdad) son evidentes, como los de fra Luca Pacioli o Palladio, Lomazzo y tantos otros... Toda esta diversidad de sentidos acerca de la belleza hace que ésta se convierta en una explosión de elementos múltiples, de armonías naturales y matemáticas, una especie de talismán que cautiva los sentidos y transmite lo más elevado de la materia, de los cuerpos y de las almas. Tras la magia conceptual del Renacimiento, el Siglo de las Luces de la mano de filósofos, artistas y teóricos del arte como André, Du Bos, Diderot, Mostesquieu, Hutcheson, Adison, Burke, Shaftesbury, Leibniz, Wolf, Sulzer o el propio Baumgarten (la lista sería interminable…) nos mostrará que aún no hay nada «cerrado», que en el ámbito de la belleza hay mucho por hacer, no está todo dicho. El racionalismo hizo de ella una especie de patrón de medida estable de acuerdo a determinada «ratio»; al contrario, el empirismo quiso traer a nuestra consideración su vertiente más sensible, más sensitiva, pero sin desligarla del todo de un paralelismo con el bien (la correspondencia entre el «moral sense» y el «aesthetic sense» fue uno de los temas más degustados…). Las bases para la llegada de la filosofía crítica e idealista estaban puestas. Las Observaciones sobre lo bello y lo sublime eran un hermoso prólogo a la Crítica de la facultad de juzgar en la que la estética de Kant se convertirá en una disciplina imprescindible para entender la Modernidad. Ante un mundo complejo en lo social, en lo político y en lo económico como era el XIX, los jóvenes románticos –en el primer manifiesto del idealismo alemán– abogaban por una nueva «mitología de la belleza» como la única vía de salida para que el ser humano recuperase una vida buena. Después Schiller hará de sus Cartas sobre la 206

educación estética del hombre un programa de formación para la humanidad. Pero lo cierto es que el individuo sentía que una forma de vida se había quebrado: la exclusividad de la vía racionalista ilustrada y sus proyectos de emancipación habían desembocado en un escenario vital en el que temas fundamentales de la vida humana (la libertad, la existencia de Dios…) quedaban al margen o como cuestiones cuyo sentido excedía la pura razón. El ser humano, experimentaba el poder de la esclavitud, la angustia de la falta de libertades, soñaba con un mundo mejor, con un espacio nuevo para poder desplegar una vida nueva. En esas «utopías» la belleza de la mera forma se había vuelto deforme, la belleza de la mera sensibilidad se había tornado insensible, la belleza de lo espiritual se había alejado demasiado del cuerpo, y la belleza del cuerpo se había convertido en algo caduco y finito. Una vida así era humanamente insufrible… Y lo peor estaba por llegar: la Gran Guerra, las invasiones coloniales, el imperialismo, la segunda guerra mundial, el horror de Hiroshima y Nagasaki, y la culminación de la inhumanidad: Auschwitz. Aunque Rilke nos recordaba que lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar, la desaparición de la belleza es uno de los síntomas de deshumanización de la humanidad. Por otra parte, Schelling ya había anunciado que lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado: «lo siniestro constituye condición y límite de lo bello» (Trías 2014: 33). Ni el ser humano ni la belleza son un juguete, no son algo que podamos manipular a nuestro antojo, porque no somos sus dueños. Uno y otra, hombre y belleza son un don, un regalo otorgado para que la vida sea una vida plena, buena. Así pues, si la belleza pierde definitivamente su aroma metafísico y termina por diluirse simplemente como un dato perceptible, estamos muy cerca de comenzar a experimentar la hegemonía de la angustia. Ante la fragilidad de los ideales, ante la pesadumbre de regímenes que aniquilan la libertad, ante la percepción de la existencia como algo frágil e inconsistente, parece que la vida humana pierde sentido, parece que pierde valor. El tiempo de la formalidad, de la canónica, de las armonías y las proporciones da paso a la variación, a la transfiguración, a la desfiguración, a la ruptura de un determinado tipo de relación con la realidad, la relación mimética. Toda esta vorágine da paso a una diversidad ilimitada en los modos de expresión, y también a cierta dificultad por reestablecer relaciones con lo real. Desde luego el paradigma artístico que pretende la imitación formal de la realidad no tiene por qué ser el único en el que sobreviva la belleza. Ésta puede estar presente también en otras formas de expresión en las que las formas configuren una imagen abstracta, incluso en una configuración aparentemente caótica. El verdadero problema es solo la pérdida de sentido, porque convierte al ser humano en náufrago, en un ser perdido y a la deriva. Una de las «grietas» que pueden generar determinadas filosofías – entre las que se encuentran materialismos, nihilismos, existencialismos y relativismos– es la de borrar del corazón del ser humano la esperanza; otra es la de intentar convencerle de que la búsqueda de la felicidad es una tarea inútil. Nuestros tiempos son difíciles, pero no más que cualquier otro tiempo. Lo importante es no bajar la guardia en la búsqueda de la felicidad; no perder la confianza en los demás ni en uno mismo. El 28 207

de octubre de 1816, según consta en su libro de viajes Roma, Nápoles y Florencia, Stendhal concluye sus impresiones sobre una reciente velada junto a un grupo de mujeres italianas con el siguiente epigrama: «La belleza no es nunca otra cosa que una promesa de felicidad»2. Para seguir leyendo V. Bozal (ed.), Historia de las ideas estéticas y teorías artísticas contemporáneas, Visor, Madrid 2010, 2 vols. Z. Bauman, ¿Arte líquido?, Sequitur, Madrid 2007. A. C. Danto, El abuso de la belleza, Paidós, Barcelona 2016. V. Hösle (ed.), The many faces of beauty, University of Notre Dame Press, Notre Dame (Indiana) 2013. R. Scruton, La belleza, Elba, Barcelona 2017. E. Trías, Lo bello y lo siniestro, Penguin Random House, Barcelona 2014.

Notas 1. Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Navarra. Se doctoró en la Universidad de Salamanca en 1994, donde ha desempeñado diferentes puestos docentes y cargos académicos. 2. Stendhal, Roma, Nápoles, Florencia, en Obras completas, tomo I, Aguilar, México 1955, p. 474. La formulación stendhaliana de la belleza como promesa de felicidad también aparece en Historia de la pintura en Italia y Del amor, ambos textos en Obras completas, cit., p. 293 y pp. 724 y 738, respectivamente.

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41. CRISTINA VIÑUELA1 ¿Tiene la literatura algo que enseñar acerca del hombre? Q ue hoy se sigan leyendo textos escritos hace más de tres mil años pone de manifiesto que hay libros que transmiten algo que permanece siempre actual. Se los llama clásicos porque no son ni de ayer ni de hoy: son perennes. El conjunto de esos libros ha ido formando una cultura profunda sobre el hombre y sus valores. Nunca terminan de decir lo que pueden decir. Son libros de relectura, de descubrimiento constante, que ayudan al lector a definirse a sí mismo en relación o en contraste con lo que lee. G. K. Chesterton describió esta cualidad de algunos libros al señalar que el escritor inmortal es el que realiza algo universal bajo una forma particular. Aquel que es capaz de presentar lo que puede interesar a todos los hombres bajo una forma característica de un solo hombre o de un solo país. Las distintas literaturas ofrecen la posibilidad no solo de un conocimiento del ser humano, sino también apreciar la identidad de un pueblo: en la literatura se refleja el espíritu que configura un modo de ser colectivo. En no pocas ocasiones un poema o una novela han sido sostén y luz en difíciles situaciones vitales. Es el caso, entre otros, de Nelson Mandela. Durante su prisión en Robin Island leía, a diario y durante veintisiete años, el poema Invictus que tenía escrito en un trozo de papel. A fuerza de meditarlo logró hacer suya la actitud que contienen los dos versos finales: «soy el artífice de mi destino; soy el amo de mi alma». Sostenido por esta convicción, nunca cayó preso del resentimiento aunque no le faltaran motivos para la venganza. Estaba persuadido de que solo si sabía conquistar su alma y permanecer invencible podría mantenerse íntegro. Esta misma poesía, Invictus, significó una «epifanía» para Joy Davidman, la esposa de C. S. Lewis. Judía y atea manifiesta, en un momento de angustia y soledad, mientras leía esos mismos versos, tuvo una moción interior de conversión hacia el cristianismo. Con esta breve frase, «God came in», resume aquel acontecimiento. Invictus es un breve poema victoriano de William Ernest Henley (1849-1903) compuesto a los veintisiete años, mientras estaba hospitalizado a causa de una tuberculosis. Forma parte de su poemario sobre la vida y la muerte que contiene pensamientos que invitan a la superación y al valor. Pronto, por su mensaje inspirador, se convirtió en un poema muy popular. El enorme caudal humano que contienen muchos textos literarios ha servido a otras disciplinas del saber para avanzar en el conocimiento del hombre. Philipp Lersch en La estructura de la personalidad reconoce el aporte que grandes obras han brindado a la psicología. Afirma: «… queda el camino abierto para que ingrese en la Psicología el saber psicológico que el poeta alcanza como observador e intérprete de la naturaleza humana, aun cuando este saber no se haya obtenido a base de mediciones y de experimentación. Herder dijo en una ocasión que creía que “Homero y Sófocles, Dante y Shakespeare y Klopstock habían aportado a la Psicología mayores conocimientos que los Aristóteles y los Leibnitz de todas las épocas y tiempos”. Aun cuando esta afirmación resulta unilateral y exagerada, está justificada en cuanto la Psicología no puede renunciar al saber psicológico de los poetas, en los que encuentra valiosas enseñanzas»2.

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Lersc supo apreciar esa cualidad que todo buen escritor posee de ser un gran lector de la realidad circundante. En efecto, este, sirviéndose de temas y argumentos diversos, crea a sus personajes en situaciones de crisis donde emerge el núcleo auténtico del alma humana. Albert Camus confesó haberse formado con la obra de Fedor Dostoievski: «Los endemoniados es una de las cuatro o cinco obras que yo pongo por encima de todas las demás. En más de un aspecto, puedo decir que me alimenté de ella y que con ella me he formado… Las criaturas de Dostoievski, lo sabemos bien ahora, no son ni extrañas ni absurdas. Se parecen a nosotros, tenemos el mismo corazón»3. Uno de los personajes icónicos del escritor ruso, Raskolnikov de Crimen y castigo, presenta una gran actualidad porque su problema es el de la libertad absoluta. Un joven estudiante de Derecho, orgulloso y pobre, busca el modo de sobrevivir sin ser una carga a su familia. Mata a una vieja usurera considerando que hacía un bien a la sociedad: «No he matado un ser humano sino un principio. Un piojo inútil y perjudicial». Se siente distinto a los demás, con un destino especial. Hombres como él tienen derecho a no cumplir todas las leyes, porque para ellos no existe una moral superior sino la entera libertad; el crimen no tiene valor de crimen y el castigo es tan solo una palabra sin sentido. Sin embargo, él, que quiso desligarse de toda atadura, comienza a experimentar que el castigo es más que una palabra cuando en su interior se desata un debate torturador. Será Sonia, la prostituta, quien le ayude a recorrer el camino de la humildad, de aprender que la libertad no es orgullosa y que solo Dios es superior. Solo aceptando el sufrimiento podrá tener la redención que busca. Medicina y literatura han estado siempre muy relacionadas. Ambos saberes se ocupan del hombre y sus temas: la muerte, la vida, la enfermedad, el dolor. En las últimas décadas y para hacer frente a la creciente deshumanización de la práctica médica – aspecto que caracteriza igualmente a otras formas de ejercicio profesional– la doctora y filósofa Rita Charon ideó la llamada «medicina narrativa» como complemento necesario a la «medicina basada en la evidencia». Percibía la urgencia de recuperar una relación médico-paciente donde lo humano prevaleciera sobre los informes que la tecnología ofrece. Como gran lectora observó que los buenos libros le brindaban una capacidad de atención distinta, más rica: podía escuchar mejor a sus pacientes, sabía calibrar detalles que parecían sin importancia. Consideró los elementos que todo escritor posee a la hora de crear su obra y pensó que esas mismas herramientas podían contribuir a la formación de los futuros médicos. Quería fortalecer en ellos la capacidad de recibir historias, de saber qué hacer con las historias –muchas veces tan complejas– que el paciente refiere. Algunas se cuentan con palabras, otras con silencios, algunas mediante las expresiones faciales o gestos. Los médicos, receptores de esas historias, deberían estar capacitados para relacionar todo lo que se les transmite y convertirlo en una «narrativa» humana y existencial. Como los médicos, enfermeros o trabajadores sociales no adquirían esas capacidades en sus facultades, no aprendían a ser lectores e intérpretes que pudieran absorber esos signos, sugirió la incorporación de una asignatura llamada Medicina narrativa al plan de estudios de la carrera de medicina. Actualmente y gracias a los 210

resultados obtenidos, esta materia forma parte –con carácter obligatorio– de los currículos, en más de treinta facultades de Medicina de universidades de los Estados Unidos. Con frecuencia también el cine se ha nutrido de la literatura para la producción de films. Frente a la pantalla vivenciamos un momento estético que se expresa en «me gustó» o «no me gustó». Luego, cuando las imágenes y los diálogos decantan, surge la reflexión sobre el mensaje que contiene. Y es que el cine se ha convertido en el espejo del drama humano y muchas veces es algo más que un momento de evasión o entretenimiento. Grandes directores han acudido a la ficción literaria a buscar temas y personajes. Basten algunos ejemplos de novelas –sin mencionar el teatro, sobre todo el inagotable William Shakespeare– llevadas al celuloide no una vez, sino en distintas versiones y épocas, precisamente porque su drama siempre comunica algo nuevo. Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brontë cuyo personaje principal, Heathcliff, es un atormentado ser, quien adoptado en su niñez por el señor Earmshaw, fue despreciado y humillado por el hijo de su protector a causa de su origen social inferior. Al negarle la felicidad de casarse con quien ama, va maquinando su venganza hasta terminar convertido en una persona cruel y brutal. El drama del personaje es el itinerario del resentimiento que lo termina deshumanizando y pervirtiendo. Lo mismo ha sucedido con la novela Jane Eyre (1847) de su hermana Charlotte Brontë. Un drama, que al igual que el anterior, entraña una crítica social a las convenciones de la época. Está considerada la primera novela feminista, donde la injusticia y la fidelidad a las propias convicciones sumerge a los protagonistas en el sufrimiento del amor no correspondido. Jane Eyre y Rochester son personajes descritos con riqueza de sentimientos. En la misma línea podemos citar las novelas de Jane Austen, Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad, La abadía de Northanger, Emma, Persuasión, Mansfield Park permanentemente adaptadas al cine y a series televisivas y que han recibido distintos premios por parte de la BBC y el Óscar de la Academia. Existe un creciente interés por el llamado género distópico. El término fue acuñado en Inglaterra a finales del siglo XIX y proviene del griego dis (mal) y topos (lugar). Las ficciones distópicas suelen describir mundos en los que se advierten tendencias y fenómenos del presente llevados a sus extremos más negativos. Reflejan los miedos y las preocupaciones del momento en que han sido creadas. Una distopía o antiutopía representa un posible e indeseable mundo futuro. Distopías famosas son Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 y Rebelión en la granja de George Orwell, Farenheit 451 de Ray Bradbury. Para cerrar este elenco aleatorio quisiera referirme a una novela distópica llevada al cine y protagonizada por Viggo Mortensen, La carretera (2007) de Cormac McCarthy. Narra el viaje de un padre con su hijo adolescente desde un lugar impreciso de los Estados Unidos hacia un destino no determinado. Acaba de suceder una explosión nuclear que ha desbastado la tierra. El sol no brilla, todo es gris y está destruido a su paso. Llevan sus escasas pertenencias en un carrito de supermercado. Van solos. Cuando se encuentran con alguna otra persona se tienen que esconder y defender: para subsistir, los pocos que quedan, han vuelto a la antropofagia. El frío y la lluvia han causado al 211

padre una enfermedad mortal. Su sentido de paternidad le lleva a superarse. Quiere llegar a donde imagina está la costa y puede estar también el sol. Al padre y al hijo los sostiene una luz interior en el camino: pensar que el bien sigue existiendo a pesar de todo. Después de muchas peripecias, llegan al mar donde parece que el sol empieza a brillar. La situación del padre se agrava y en el momento que muere aparece una familia ante la cual, en una primera instancia, el niño siente temor y quiere disparar con la única arma que tiene para defenderse. Poco a poco comprende que son «los buenos» que él buscaba en su luz interior. La familia lo acoge y todos siguen caminando. Se trata de una novela dura, distópica, que imagina el poder destructivo del ser humano y su capacidad de regresión. La distopía, en su negatividad, termina siendo positiva ya que visualiza un horror que es preciso evitar. Para concluir se impone alguna reflexión sobre el lector. Jorge Luis Borges decía que muchos se ufanaban de los libros que habían escrito. Él, en cambio, de los que había leído. Virginia Woolf cuando imagina el cielo, encuentra a san Pedro dando premios a distintos personajes por las hazañas realizadas. Todos reciben algo. Llama su atención el hecho que saltee a alguien que está en la fila. Y al preguntar por qué no recibe un premio, la respuesta fue sencilla: este ya tuvo el placer y el gozo de la lectura. C. S. Lewis en su libro La experiencia de leer4 propone juzgar la calidad de la literatura a partir de cómo es leída. Los buenos libros serían aquellos que gustan a los «buenos» lectores. Considera distintos modos de leer, describiendo las características del buen lector contraponiéndolas a los vicios del «malo». Ser buen lector es saber captar no solo su contenido, sino también los aspectos formales, ya que el verdadero arte fusiona ambos componentes. No solo lo escrito, sino lo bellamente escrito. Los libros hay que reposarlos. Todo texto exige silencio que permita captar, apreciar, saborear, disfrutar, lo que transmite. El lector debe ser «honrado», capaz de reconocer las virtudes literarias, aunque la visión del mundo y del hombre del autor no coincida con la propia. Es importante cultivar el hábito de acercarse a los libros sin prejuicios. Desde luego esto es compatible con una crítica al «fondo», aun cuando sea encomiable desde el punto de vista artístico. Ser buen lector es dejarse llevar y entrar en la trama e identificarse con las vivencias de los personajes, sin perder la libertad de «saltarse páginas» o de «no terminar un libro». Para seguir leyendo F. Dostoievski, Crimen y castigo, La Nación, Buenos Aires 2007. E. Brontë, Cumbres borrascosas, Alba, Madrid 2001. Traducción Carmen Martín Gaite. Ch. Brontë, Jane Eyre, Alba, Madrid 2007. Traducción Carmen Martín Gaite. C. McCarthy, La carretera, Mondadori, Buenos Aires 2007.

Notas 1. Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo (UNC), Mendoza, Argentina. Doctora en Teología por la Universidad de Navarra. Trabaja en la Universidad Austral desde hace veintitrés años. Desde el año 2000

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coordina el Área de Humanidades de la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral. 2. Ph. Lersch, La estructura de la personalidad, Scientia, Barcelona 1971, p. 68. 3. http://www.jstor.org/stable/3724282. 4. C. S. Lewis, La experiencia de leer, Alba, Barcelona 2000.

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42. REYNALDO RIVERA1 ¿Qué impacto tiene el consumo digital en la conformación de los estilos de vida? n Honduras, en medio de una jungla tropical y a pocos kilómetros de la frontera con Guatemala, Copán es un sitio arqueológico mágico. Capital de un importante imperio maya del período clásico (siglos V al IX d. C.), es uno de los pocos lugares que conserva, además de pirámides y templos, los restos de lo que fuera un antiguo «estadio»: un campo de juego de pelota mesoamericano, construido bajo la supervisión de un rey. Lejanos e ignorantes de las técnicas demagógicas de los emperadores romanos, que ofrecían a su pueblo «pan y circo» a cambio de apoyo popular, los ancestros americanos disfrutaban de lo que parece ser un elemento común a todas las civilizaciones: el juego. Obras de arte y tumbas de antiguas culturas (babilonios, egipcios, etruscos, etc.) muestran la importancia del juego, que llegó a adquirir carácter cultual y constituir un elemento fundamental de la propia identidad, personal y social. Es lo que en cierta forma se revive, por ejemplo, cada vez que se enciende la llama de los juegos olímpicos, o se experimenta cuando se conversa (y discute) sobre el propio equipo del deporte favorito. En muchos países, el padre espera con ansias el momento en que «iniciará» a su hijo en el seguimiento del Barça o del Boca Juniors. O se aguarda con ansiedad ese día de la semana en que se suspenden las obligaciones para ocuparse, con amigos y desconocidos, de una actividad que distrae y transporta a una dimensión que va más allá de lo cotidiano. El juego es una noción transversal a la antropología, y pertenece a lo que Yepes llama «la región de lo lúdico», en la que se trascienden los límites del tiempo y el espacio: «Afirma Schiller que el hombre solo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es enteramente hombre cuando juega». En palabras de otro autor (J. Huizinga) el juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla en un momento y un lugar determinados, siguiendo ciertas reglas, para alcanzar objetivos prefijados, que, teniendo un fin en sí misma, libera y llena de alegría, porque permite a las personas trascender su contexto y situación, y trascenderse a sí mismas. En el juego, las personas libres experimentan el ser de otro modo, vivir otra vida, observar qué se siente en circunstancias históricas, espaciales y de posibilidades distintas a las cotidianas. Por eso se entiende que uno de los mejores libros sobre videojuegos se titule Extralives (Vidas Extras, de Tom Bissell). La experimentación y el juego sirven al hombre para ensayar roles, comprender procesos y consecuencias de los actos, trascender la cotidianidad, jugar con el fin de la propia vida, tratar de ser «uno mismo» con independencia de las situaciones reales. En una serie de entrevistas que conduje entre adolescentes de España e Italia, algunos de ellos expresaban así lo que sentían cada vez que jugaban a videojuegos: «Me siento como si estuviera en los juegos y me enfado en los de fútbol, porque no hacen lo que yo quiero», «Experimento felicidad y rabia a la vez», «… me siento como si fuese yo

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mismo el que lo hace todo, es como si fuese yo el que está en el juego y siento una sensación que me gusta». Estos comentarios y tantos otros muestran la relevancia que puede tener un juego, también virtual, en la formación de la identidad, individual y social, en el proceso de socialización y construcción de nuevas competencias. Por ese motivo las escuelas de negocios y organizaciones internacionales utilizan los juegos y las simulaciones para aprender a tomar decisiones y gestionar equipos y parlamentos. Pero también para observar cómo son las personas, cómo se integran y trabajan con sus pares e instituciones. Jugar requiere acceder a una región «interminable». Por eso cuando se juega se puede perder la noción del tiempo y del espacio. Implica dejar atrás lo serio, para focalizarse, concentrarse, en un único fin que trasciende lo necesario. De allí que, cuando el trabajo no se entiende como una actividad libre, se lo considere como lo opuesto al juego. En realidad, ambas acciones, el trabajo y el juego, permiten al hombre crear y experimentar bien, belleza y orden, para sí y para los demás. Trabajar y jugar son acciones libres cuando no buscan un fin extrínseco, cuando se orientan a la perfección del propio sujeto (trabajador y jugador) y la sociedad de la que es parte. Por eso pueden ser agradables y proporcionar descanso: porque son acciones que permanecen dentro del sujeto y nos remiten a la noción de fin que trasciende la propia individualidad. El trabajo y el juego bien hechos sobreviven a las personas y se convierten en parte de la historia y la tradición, en la cultura. Así se entiende que las sociedades recuerden a los santos, a los patriotas, a los grandes inventores y empresarios, pero también a los artistas y los deportistas. Lo que a veces es llamado «culto a la personalidad» de un gran jugador es, en la mayor parte de los casos, el reconocimiento a una obra bien terminada, virtuosa, y por ello, hermosa de contemplar. Todo lo anterior nos permite comprender por qué el juego es verdadero cuando se trata de una acción que se aleja de lo necesario y lo útil, y se acerca a lo esencial y trascendente. Así comprendemos el impacto que tiene en la comprensión de sí mismo y la sociedad de la que se es parte, en la construcción de la propia identidad e historia, con independencia de los instrumentos que se utilicen para ejecutarlo y vivirlo, y en la formación de hábitos, virtudes o vicios, a partir de la repetición de acciones éticamente buenas o inmorales. Como el trabajo y las profesiones, el juego se ha transformado con el desarrollo de las nuevas tecnologías. Según un estudio del Pew Research Center, en 2017 seis de cada diez jóvenes americanos utilizan espacios virtuales interactivos como los videojuegos de manera cotidiana o frecuente2. Esta realidad es similar a la de muchos países de Occidente: gran parte del tiempo y lugar del juego, en la infancia, la adolescencia y la juventud se han transferido a no-lugares virtuales en los que no es extraño que la región lúdica sea principalmente de carácter individual y aislada, aunque conectada a través de mensajes con comunidades globales de desconocidos jugadores, que comparten un mínimo de identidad social, pero de manera descontextualizada y atemporal. No es extraño que un adolescente italiano sienta la obligación de participar, durante la madrugada de Roma, en una partida de videojuego online, en la que debe colaborar con 215

un equipo de japoneses, rusos y americanos para llevar a término una misión de un videojuego online. Una misión de la que no quedarán más rastros que un historial de «puntos» y posiciones en una clasificación. Ese mundo artístico de los videojuegos apasiona a muchos, pero también ha despertado críticas y sospechas. Virginia Tech es una universidad de Estados Unidos que en dos oportunidades (2007 y 2011) fue escenario de asesinatos perpetrados por jóvenes con armas de fuego. En el primero de los casos perdieron la vida 32 personas, en manos de alguien que, según algunas fuentes periodísticas, había pasado horas y horas entrenándose con Counterstrike, un videojuego de alto nivel de violencia. Si bien la cuestión no es nueva (desde inicios del siglo XX se discute sobre el efecto de los medios de comunicación) ni estrictamente americana (en Europa y Asia se registran casos de violencia interpersonal en las que las tecnologías de la comunicación tienen un papel relevante), la evidencia empírica disponible no permite alcanzar un consenso científico. La influencia de los videojuegos puede ser positiva y educativa: es grande la oferta de plataformas que son utilizadas para adquirir habilidades técnicas, como pilotar un avión o maniobrar un buque en un puerto, y competencias interpersonales, de gestión y negociación. Pero también son numerosos los estudios que muestran que el consumo de videojuegos violentos e inmorales puede incrementar la propensión a la violencia y favorecer toma de decisiones éticas equivocadas. El uso de redes sociales online puede afectar en ciertos casos y situaciones a la autoestima, la reputación personal, la calidad de las relaciones interpersonales y el futuro profesional. Y el consumo de pornografía, también presente en contextos vídeo lúdicos (como el de GTA, Dante’s Inferno y otros), aumenta las probabilidades de cometer acciones violentas, precedidas por una progresiva destrucción de valores y capital sociales. Sin embargo, aun reconociendo que los canales comunicativos, especialmente los interactivos, pueden acelerar y facilitar el cambio social y cultural, son la orientación y la moralidad de las decisiones y acciones virtuales las que influyen de manera decisiva en la identidad de los jugadores. En consecuencia, somos y nos convertimos en lo que jugamos y hacemos online. Pero quizás lo más preocupante es lo que dejamos de ser cuando el juego se transforma en dependencia y obligación, en instrumento para alcanzar poder y estatus ante los demás, cuando en lugar de crear y disfrutar de la belleza de una experiencia artística, nos entretenemos jugando con la violencia, y nos dejamos llevar por una sociedad postmoderna que fomenta solo el consumo y el placer individualista, encerrado en sí mismo, sin más finalidad que la de pasar el tiempo derrotando al adversario. Para seguir leyendo R. Rivera, Translife: Jóvenes y estilos de vida de la sociedad red, Amazon Independently-published, 2017. R. Yepes, La región de lo lúdico. Reflexión sobre el fin y la forma del juego, Cuadernos de Anuario Filosófico nº. 30, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1996, URL = Disponible en: http://hdl.handle.net/10171/9741.

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Notas 1. Ver nota en capítulo 39. 2. A. Brown, «Younger men play video games, but so do a diverse group of other Americans», Fact Tank, 2017. URL= http://www.pewresearch.org/fact-tank/2017/09/11/younger-men-play-video-games-but-so-do-a-diversegroup-of-other-americans/ (31/12/2017).

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43. TERESA BOSCH FRAGUEIRO1 ¿Puede un avatar ayudarme a comprender a los demás? ace más de veinte años se empezaron a desarrollar distintos prototipos de realidad virtual (RV) con el objetivo de hacer vivir al espectador experiencias que parezcan cada vez más reales, como volar como un superhéroe, saltar desde un acantilado o simplemente vivir en una ciudad en medio de una guerra. En la literatura y en el mundo del entretenimiento son abundantes los ejemplos en los que se busca «teletransportarnos». La teletransportación consiste en estar presentes en un lugar y al mismo tiempo poder viajar a otras situaciones: nos gustaría encarnar al héroe, encontrar el tesoro, salvar a la princesa o liberar al pueblo oprimido. La RV permite viajar hacia destinos remotos para conocer otros lugares, nuevas personas y culturas. Todo parece ser posible para los desarrolladores de estas tecnologías. Las diferentes aplicaciones de la RV están en constante crecimiento y van más allá de la industria del entretenimiento, cine y videojuegos. Se utilizan también en áreas como la salud mental, el entrenamiento militar, el periodismo, la arquitectura, los comerciales y otras disciplinas. Sin embargo, como la RV es una tecnología novedosa y muy potente, es necesario considerar cómo afectará a las personas2. Una experiencia de RV se puede definir como una inmersión en un mundo, situación o ambiente distinto al real, de manera tal que el entorno simulado brinda una sensación de presencia real. Este entorno artificial, de apariencia real, lo produce el ser humano con ayuda de tecnologías informáticas. La interacción en un mundo virtual se puede llevar a cabo a través de simuladores (imitación del mundo real en el entorno virtual); mediante la proyección de imágenes reales (que modelan escenarios semejantes a los reales); usando un ordenador (que muestra el mundo virtual en una pantalla); o buscando la inmersión en un entorno virtual utilizando dispositivos como el casco y los guantes de RV (que permiten un estímulo más directo del dispositivo al cerebro). Podemos estar representados en ese mundo virtual a través de un avatar. El avatar es una imagen electrónica, generada por computadora, o mediante una grabación real, que hace presente a una persona ante los demás en el entorno virtual. El usuario «encarna» el avatar y puede vivir una experiencia en otra naturaleza distinta a la suya en un mundo posible, diferente al mundo real. Los tipos de RV se distinguen por el modo en el que se viven las experiencias: de forma inmersiva (con el «casco» y/o guantes de RV) o semiinmersiva (a través de un ordenador), y de forma individual o compartida. Algunas características de la RV hacen que estas experiencias parezcan especialmente reales: a) la inmersividad, el usuario se «sumerge» participando de la experiencia; b) la interactividad, se puede elegir entre opciones predeterminadas; c) El tiempo real, se ejecutan las acciones en el intervalo previsto por el programa, exigiendo al usuario una respuesta inmediata. El límite entre lo real y lo virtual parece difuso porque la tecnología puede transportarnos con fuertes impactos sensoriales a mundos verosímiles. La noción de

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verdad –adecuación ontológica a la realidad– y de verosimilitud –adecuación lógica, similar a la realidad– son esenciales para no confundir un nivel con otro. La realidad es verdadera, mientras que la virtualidad solo es verosímil. Sin embargo, tanto la realidad como la virtualidad se influyen mutuamente modificando las reacciones del usuario de la experiencia virtual. Así, lo vivido en la simulación se expresa en nuestros movimientos y reacciones físicas. Podemos incluso decir que no somos los mismos después de vivir una experiencia de RV. En muchos casos la «máquina» incluso refuerza la experiencia real, porque estimula áreas de nuestro cerebro que por nosotros mismos no podríamos activar. Mediante la RV los usuarios pueden interactuar con un ambiente de maneras inusuales o imposibles en el mundo real. Un flujo muy fuerte de estímulos sensoriales, organizado por nuestros sistemas de percepción y que influyen en nuestra capacidad de sentirnos afectados, nos permite transportarnos a lo que llamamos «otra dimensión». De este «baño» de sensaciones emerge nuestro sentido de estar en este o aquel otro mundo. Es decir, durante la experiencia de RV el individuo se sumerge en otra dimensión porque sus ojos se encuentran cubiertos por el casco; las orejas están cubiertas por los auriculares; y las manos pueden tener los guantes de RV, un elemento crucial capaz de posibilitar la entrada a esta ilusión, porque permite agarrar, señalar, recoger (y soltar) objetos, e incluso tocar el piano con sus propios dedos. Mente, memoria, imaginación, ilusión, son guiados directamente por el contenido de RV. El silencio, la oscuridad y las emociones son elementos esenciales en esta inmersión. Así, el nivel de inmersión de los sentidos que se alcanza durante la experiencia virtual es un importante factor al considerar a un avatar como real: nos hacemos «presentes» a los demás en un mundo virtual a través del avatar. Cuando la presencia subjetiva es muy potente, el usuario puede llegar a creer que realmente se encuentra en el mundo virtual al que accedió por medio del «casco» de RV, aunque intelectualmente sepa que se encuentra en una interfaz. A fin de lograr una experiencia subjetiva lo más intensa posible, la RV promueve el aislamiento social. Los artefactos que permiten entrar al mundo virtual tienen como tarea recluir al individuo para generar la sensación de ausencia en el ambiente real, al mismo tiempo que aumentan su capacidad sensorial en el entorno virtual. Pero ¿es posible romper la frontera entre lo virtual y lo real? ¿Pueden los movimientos del cuerpo de un avatar cambiar la percepción que tiene una persona del bien y el mal? Los vínculos que las personas forman con sus representaciones digitales pueden alterar su forma de comportarse (pensar, sentir y actuar) fuera del entorno virtual. Debido a que la tecnología de RV se ha vuelto increíblemente inmersiva, se ha demostrado que el cerebro procesa las experiencias virtuales de la misma manera que lo hace con las experiencias de la vida real3. Aunque el nivel de la participación en la experiencia es siempre una decisión libre de cada usuario particular, los efectos muchas veces son diferentes a lo esperado y pueden llegar a condicionar las capacidades cognitivas del sujeto de la experiencia y sus reacciones. En uno de los estudios realizados en los Estados Unidos, por ejemplo, pusieron en una mesa un revólver descargado con una bala a su lado (ambos de juguete) 219

delante de los usuarios sentados con el «casco» de RV. Les proyectaron una filmación en el que un avatar que se encontraba en la misma situación que ellos simulaba la acción de tomar el revólver, cargarlo y gatillar en su sien. Casi la todos los participantes de la experiencia realizaron la acción siguiendo cada uno de los pasos del avatar mientras los visualizaban. Se completó además el estudio con un posterior análisis de los sueños de los participantes y resultó alarmante comprobar cómo este estímulo directo en sus mentes los llevó a retener en el inconsciente lo proyectado para luego soñarlo4. Las aplicaciones positivas de la RV también son múltiples. Para muchas personas la posibilidad de viajar a sitios desconocidos es una de las mejores elecciones en lo que respecta al contenido de RV. Esta tecnología permite conocer lugares nuevos con solo unos pocos movimientos. Así, es posible teletransportarse a Nueva York, Ámsterdam, China o el corazón de una jungla sin salir de la propia casa. Capturar el entorno, la gente, los puntos de referencia famosos y cualquier otra cosa que realmente se destaque. Los productores de contenido capturan lo que una persona podría desear ver si viajara físicamente a ese lugar; sin mapas, sin hoteles y sin pasaporte. Los viajes virtuales también permiten acceder a realidades muy diferentes a la propia, para vivir en primera persona la vida de otros. La RV es sin duda uno de los medios tecnológicos de «inmersión social» más poderosos de la historia. Una de las experiencias más emblemáticas de RV fue desarrollada por Nonny de la Peña en el año 2012, llamada Hunger in LA (Hambre en Los Ángeles). Esta experiencia buscó que el espectador viviera la espera de un grupo de personas sin techo para entrar en un comedor comunitario mientras uno de los presentes padecía un coma diabético a la vista de todos. Otro de los proyectos de De la Peña llamado Proyecto Siria colocó a los participantes en Alepo durante un lanzamiento de cohetes y más tarde en un campo de refugiados. Contar historias difíciles de la vida real a espectadores que las viven a través de cascos de RV, genera una profunda empatía. Si los participantes de experiencias como Project Siria pueden «sentir» el poder de los disparos sobre esta ciudad y «sostenerse» hombro con hombro con los afligidos sirios, comprenderán estas tragedias desde el interior, y no las verán únicamente como un titular de periódico5. Cuando «presenciamos» un evento desde dentro también nos involucramos emocionalmente y nos comprometemos más en la búsqueda de soluciones. La recreación total del mundo vivido por otros también puede ayudar a los usuarios de esta tecnología a aprovechar lo vivido virtualmente para luego relacionarse con el mundo de una manera más auténtica. A través de una experiencia de RV la persona puede modificar su propia conducta y ejercer un valor que antes no vivía en la vida real. Por ejemplo, se puede experimentar a través de un avatar las dificultades cotidianas de una persona con una discapacidad o fobia, de manera que el usuario se identifique más profundamente en su vida real con las personas que sufren de esta dificultad, ayudándolo a dar los primeros pasos en una modificación de su conducta, si fuera necesario. Así, cuando estos dejan el «casco» y los auriculares pueden tener una visión más empática del mundo que la que tenían antes de vivir estas experiencias. Por ejemplo, la Escuela de Psiquiatría de la Duke University y la empresa Virtually Better han desarrollado una 220

terapia de realidad virtual para fobias dirigida a personas con trastornos de ansiedad debido al miedo a las alturas, los elevadores, las tormentas eléctricas, hablar en público y volar. También ofrecen entrenamiento utilizando la RV para quienes deben acompañar a los pacientes en sus tratamientos6. A medida que la RV se desarrolla y perfecciona, comprobamos los efectos potentes que tiene este medio sobre las personas; es por eso que los mismos creadores de este fenómeno han acordado un marco ético como núcleo del contenido que están creando, resumido en cinco reglas: la primera, no subestimar el poder potencial de la RV para afectar en gran medida a la realidad real; la segunda, la RV debe estar diseñada para conectar a los humanos con más empatía e intimidad, y no generar distanciamiento; la tercera, la RV es un nuevo paradigma y como tal tiene sus propias reglas diferentes de los medios creados anteriormente; la cuarta, la RV debe ser un espacio seguro para expresar ideas y explorar los límites de la imaginación humana; y la quinta, la RV debe ser un medio de alcance global que llegue a todas las personas, de lo contrario se corre el riesgo de que se convierta en un medio de control global7. La respuesta a la pregunta inicial puede ser más fácil de acertar después de estas reflexiones. Un buen uso de los avatares puede ayudarnos comprender mejor al ser humano. La RV me puede ayudar a vivir de manera «presencial» la vida de otras personas, entender sus padecimientos o circunstancias generando «empatía». Puedo «transportarme» a sus ciudades, lugares de trabajo o campos de batalla. Sin embargo, también puede aislarme mediante un consumo individual que me impida la interacción personal con quienes me rodean, o incluso puede transformarme en un mero espectador de las vidas de los demás, sin involucrarme en ellas de un modo real. El resultado dependerá de lo que busca personalmente el sujeto durante la experiencia de realidad virtual. Para seguir leyendo J. O. Bailey, J. N. Bailenson y D. Casasanto, «When does virtual embodiment change our minds?», Presence: Teleoperators and virtual environments 25/2 (2016) 222-233. Virtual Human Interaction Lab de Stanford, URL= https://vhil.stanford.edu/. «Creating an ethical framework for the new mediums of VR/AR, 5 Laws of VR», URL= https://uploadvr.com/lawnmower-man-brett-leonard/. Emblematic Group, Proyecto Syria: sobre la crisis de refugiados de ese país, URL= http://emblematicgroup.com/experiences/project-syria/. DisasterSim es una herramienta de capacitación basada en juegos y destinada a la ayuda internacional de desastres. Los alumnos asumen el papel de un miembro del equipo de apoyo que coordina los esfuerzos de ayuda humanitaria del Departamento de Defensa de los Estados Unidos (DoD) en un país extranjero después de un desastre natural, URL= http://ict.usc.edu/wp-content/uploads/overviews/DisasterSim_Overview.pdf.

Notas 1. Profesora en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. También es Profesora de Guion Audiovisual en la Universidad de Montevideo y trabaja en la industria del entretenimiento como coordinadora de

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Contenidos en la agencia de talento Mediabiz con sede en Los Ángeles. Realizó una maestría en Guion Audiovisual en la Universidad de Navarra, y cursó el programa de posgrado en Media Arts and Practice de la universidad del Sur de California en Los Ángeles. Forma parte del World Building Media Lab de la misma Universidad. 2. https://news.stanford.edu/2016/06/22/fcc-chairman-visits-stanford-virtual-reality-lesson./ 3. Cfr. J. O. Bailey, J. N. Bailenson y D. Casasanto, «When does virtual embodiment change our minds?», Presence: Teleoperators and virtual environments 25/2 (2016) 222-233. URL=https://vhil.stanford.edu/pubs/2016/when-does-virtual-embodiment-change-our-minds/. 4. Experiencia realizada por Brett Leonard, director de la primera película sobre realidad virtual, «The Lawnmower Man» (1992), en colaboración con la empresa Rogue Initiative. 5. Cfr. http://emblematicgroup.com/experiences/project-syria/. 6. Cfr. https://psychiatry.duke.edu/virtual-reality-therapy-phobias; http://www.virtuallybetter.com/. 7. «Creating an ethical framework for the new mediums of VR/AR, 5 Laws of VR”, https://uploadvr.com/lawnmower-man-brett-leonard/

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VIII PARTE FAMILIA, EDUCACIÓN Y SOCIEDAD

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44. JOAQUÍN MIGLIORE1 ¿Cuánto nos mueve el interés y cuánto la solidaridad? arecería ser un hecho indubitable que los hombres necesitamos los unos de los otros para vivir. Dependemos de los demás desde los primeros años de vida, y aunque podamos apartarnos por períodos de la compañía de los otros, parece evidente que no solo nuestra capacidad de sobrevivir, sino también nuestra visión del mundo y nuestros valores se han formado en el contacto con otras personas. Es por ello que, desde los orígenes de la reflexión filosófica, muchos autores han considerado que existían dos sociedades «naturales»: la familia, por un lado, y una comunidad más amplia, denominada ciudad, estado, polis, etc., por otro. No han coincidido, sin embargo, en la manera de concebir la naturaleza del vínculo que las constituye. En el presente trabajo quisiéramos contraponer dos visiones sobre el tema, de profundas consecuencias a la hora de pensar hoy día nuestras sociedades. Tenemos, en primer lugar, una postura a la que podríamos denominar utilitarista. Ella sostiene que lo que motiva a los hombres a unirse es la búsqueda del propio beneficio. Los hombres, afirma, se mueven a fin de obtener placer y evitar el dolor. Y debido a que placer y dolor son esencialmente relativos (lo que le gusta a una persona puede no gustarle a otra), parece del todo inútil discutir sobre si existen unos placeres mejores que otros. No obstante, es factible reflexionar sobre los posibles efectos de nuestras acciones. Pues si bien respecto del bien y el mal que experimentamos en el presente resulta imposible equivocarse, es un hecho que muchas veces nos arrepentimos de nuestras acciones debido a las consecuencias que de ellas se derivan (tomamos alcohol hoy y nos arrepentimos cuando nos duele la cabeza a la mañana siguiente). Podemos anticiparnos a las consecuencias de nuestros actos. Es por ello que a veces elegimos cosas displacenteras, cuando calculamos que el beneficio futuro es mayor que el dolor presente (a nadie le gusta que le pongan una inyección, pero lo aceptamos cuando ayuda a bajarnos la fiebre) o evitamos un placer presente, con el fin de evitar un dolor ulterior. La razón aparece, de este modo, como la facultad que permite calcular, a largo plazo, las consecuencias de nuestras acciones, al objeto de maximizar los placeres y minimizar los dolores. Y es este cálculo costo-beneficio el que nos lleva, según los filósofos utilitaristas, a la conclusión de que muchas veces resulta más beneficioso asociarnos con otros que enfrentarlos. Adam Smith apeló a este modelo de colaboración para explicar el funcionamiento de los mercados. Si una persona decidiera producir por sí misma todo lo que necesita para vivir, señaló en su conocida obra La riqueza de las naciones, necesariamente estaría condenada a subsistir con muy pocos bienes. Somos mucho más eficientes para producir cuando nos especializamos y conseguimos de los demás lo que no tenemos mediante el intercambio: le damos a otro algo que necesita a fin de obtener

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lo que deseamos. Aunque llevado a cabo por personas que no tienen en mira beneficiarse mutuamente, el mercado se revela como una institución capaz de fundar la colaboración. Hume aplicó el mismo esquema interpretativo para explicar el surgimiento de instituciones como la propiedad privada. Dos circunstancias, señala en el Tratado de la naturaleza humana, han hecho necesario su reconocimiento: la escasez de los bienes, y el egoísmo de los hombres (o, al menos, su generosidad limitada). Cuando existe abundancia de algún bien (como pasa con el aire), o cuando las personas se tienen cariño (como sucede en la familia), se tiende a considerar las cosas como comunes. Pero cuando los bienes no son muchos y las personas se tienen poco afecto comienzan los conflictos. Distinguir con claridad lo que corresponde a cada uno, lo mío de lo tuyo, o, por decirlo en otras palabras, reconocer el derecho de propiedad y ciertas reglas de justicia resulta necesario, con vistas a hacer posible la colaboración. Ahora bien, el motivo que tienen los hombres para respetar estas reglas, para no invadir las propiedades de los otros no es la consideración del interés público sino el cálculo egoísta: calculan que obtienen más beneficios respetando las reglas que violándolas. El debate se ha prolongado hasta nuestros días. Son muchos los autores que, partiendo del individualismo metodológico, han tratado de explorar las consecuencias que se siguen de analizar no solo el fenómeno del mercado, sino tanto las relaciones políticas como las familiares partiendo de la hipótesis de que los individuos actúan buscando optimizar el propio beneficio. Existe otra corriente que ha afirmado, por el contrario, desde los orígenes mismos de la filosofía, que el hombre es un ser social por naturaleza. Ello quiere decir que no puede alcanzar solo su pleno desarrollo. Su felicidad no depende únicamente del disfrute del placer sensible (que siempre es autorreferente), ni tampoco radica en la posesión de los medios que permitan alcanzarlo (el bien útil), sino que el ser humano necesita del encuentro con los otros para alcanzar su plenitud. Dice Vitoria, recogiendo esta tradición clásica: «Aun admitiendo que la vida humana [sola y señera] se bastase a sí misma, desplegada en la soledad no podría menos de ser calificada de triste y seca […)] “Si alguno, dice Cicerón, se subiese a los cielos y estudiase la naturaleza del mundo y la hermosura de los astros, no le sería dulce esa contemplación sin un amigo...”»2.

Este encuentro con el otro incluye también la posibilidad de donación. Afirma por ello san Agustín: «Yo más bien que hombres llamaría bestias a los que dicen que se ha de vivir de tal suerte que no se sirva a nadie de consuelo ni de carga ni de dolor»3. Esta donación no supone la renuncia a la búsqueda de plenitud, por el contrario, nos plenificamos en este compartir las penas y las alegrías de los otros. De allí que, como señala Aristóteles, «el hombre feliz necesita de amigos». Y pueden ser consideradas relaciones de amistad tanto las que se dan en el seno de la familia cuanto las que se desarrollan entre ciudadanos que pueden, en su convivencia, ir más allá de la búsqueda de su bien individual. El debate repercute en la diversa importancia que, a la hora de pensar la colaboración social, asignamos a instituciones como el mercado (entendido como colaboración autointeresada), el estado o la solidaridad. Se ha señalado como un problema de nuestra 225

cultura el que los mecanismos del mercado tienden a expandirse hacia esferas regidas anteriormente por otras reglas, sobre la presunción de que resulta más eficiente el autointerés que el altruismo para organizar la sociedad. Pongamos el ejemplo del reconocimiento de los derechos a la propiedad intelectual en el ámbito de las patentes medicinales. ¿Hasta qué punto es el deseo de percibir una ganancia y no el deseo de curar lo que ha incentivado el desarrollo de la industria farmacológica? Análogamente se ha dicho que resulta más eficaz apelar a incentivos como mejor pago, bonos por rendimiento, etc., para mejorar el funcionamiento de la administración pública y no al sentido de responsabilidad para con la sociedad o, incluso, conseguir que alguien esté dispuesto a luchar para garantizar la seguridad de un país recurriendo a ejércitos profesionales y no al sentimiento de patriotismo o a la leva obligatoria de los ciudadanos. La solicitud del médico para curarme, la diligencia de quien está a cargo de la administración, o el sacrificio de la milicia pasan a ser, de este modo, bienes que pueden ser comprados. La universalización de los mercados comporta, sin embargo, consecuencias muy profundas. Pierden fuerza los otros criterios que regían también como principios para la distribución de bienes en una sociedad: el criterio aristotélico del mérito (por el que se asignan, por ejemplo, los premios y los honores que la sociedad otorga, el acceso a un título universitario, la dirección de una cátedra) y el principio de la necesidad, enunciado en la famosa máxima de Marx en su Crítica al programa de Gotha: «… a cada cual conforme a su necesidad» (el criterio con el que se distribuyen, por ejemplo, los órganos para el caso de trasplante). La riqueza pasa, además, señala Marx, a ocupar un lugar central en este tipo de sociedades. Dado que el dinero tiene la propiedad de comprarlo todo se convierte en el objeto por excelencia. «Lo que existe para mí por mediación del dinero, lo que yo puedo pagar (es decir, lo que el dinero puede comprar), eso soy yo mismo»4. «Soy feo, pero puedo comprarme la más hermosa de las mujeres. En consecuencia, no soy feo puesto que el efecto de la fealdad, su fuerza repelente, queda anulada por el dinero»5.

Marx criticó este tipo de sociedad fundada en el autointerés sosteniendo, a diferencia de los escoceses, que no era propia de la naturaleza humana, sino fruto de determinado tipo de relaciones sociales fundadas en el derecho de propiedad. «La esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo –sostiene en su famosa VI tesis sobre Feuerbach–. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales». De allí que la desaparición de la propiedad privada tendría la virtud, por sí sola, de producir un «hombre nuevo». La visión personalista cuestiona esta interpretación. Existe, sí, la alienación, que comporta la «inversión entre los medios y los fines». Pero ella no deriva de las estructuras económicas, sino que comporta un problema ético-cultural. «Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana»6. Por ello la respuesta a la alienación no se encuentra apelando simplemente a la estatización de los medios de 226

producción, sino que se requiere un compromiso concreto de solidaridad. Ello no significa renegar de la economía de mercado. Como bien señala Walzer: «La moralidad del bazar está bien en el bazar. El mercado es una zona de la ciudad, no la ciudad entera. Y se cae en un gran error, pienso, cuando la gente, preocupada por la tiranía del mercado, pretende su abolición total. Una cosa es desalojar del Templo a los mercaderes, y otra muy distinta desalojarlos de las calles»7.

Pero organizar toda la sociedad desde la lógica del mercado tiende a destruir valores esenciales que fundan la convivencia. Valga un ejemplo para ilustrar lo dicho. En Lo que el dinero no puede comprar Michael Sandel analiza, entre otros casos, un estudio sociológico que compara el sistema para la obtención de sangre en el Reino Unido, basado en la donación, con el que rige en los Estados Unidos, donde parte de la sangre proviene de personas que venden su sangre a cambio de dinero. Y la conclusión a la que llega es que no solo «hacer de la sangre una mercancía socava el sentimiento de deber […] debilita el espíritu altruista y merma el sentido de la gratuidad», sino que incluso había llevado en los Estados Unidos a un descenso en las donaciones voluntarias, pues «una vez que la gente empieza a ver la sangre como una mercancía […] es menos probable que sienta la responsabilidad moral de donarla». El problema atañe, sin duda, a nuestras sociedades capitalistas, pero plantea, a su vez, una pregunta perenne sobre el sentido del hombre; cabe por ello para concluir citar las reflexiones realizadas por Séneca, hace casi dos mil años, respecto de la gratitud: «¿Por qué al médico y al preceptor les soy deudor de algo más? ¿Por qué no cumplo con ellos con el simple salario? Porque el médico y el preceptor se convierten en amigos nuestros y no nos obligan por el oficio que venden sino por su benigna y familiar buena voluntad. Así, el médico que no pasa de tocarme la mano y me pone entre aquellos a quienes apresuradamente visita, prescribiéndoles sin el menor afecto lo que deben hacer y lo que deben evitar, nada más le debo, porque no ve en mí al amigo sino al cliente […]. ¿Por qué, pues, debemos mucho a estos hombres? No porque lo que nos vendieron valga más de lo que les pagamos, sino porque hicieron algo por nosotros mismos. Aquel dio más de lo necesario en un médico: temió por mí, no por el prestigio de su arte; no se contentó con indicarme los remedios, sino que me los administró; se sentó entre los más solícitos para conmigo, y acudió en los momentos de peligro; ningún quehacer le fue oneroso, ninguno enojoso; le conmovían mis gemidos; entre la multitud de los que como enfermos le requerían, fui para él primerísima preocupación; atendió a los otros en cuanto mi salud lo permitió. Para con ese estoy obligado, no tanto porque es médico, como porque es amigo»8.

Para seguir leyendo Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, 1 de mayo de 1991. M. J. Sandel, Lo que el dinero no puede comprar, Debate, Buenos Aires 2013. M. Walzer, Las esferas de la justicia, FCE, México DF 1993.

Notas 1. Profesor Titular Ordinario de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA). Profesor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Instituto Salesiano Don Bosco. Abogado (UBA). Doctor en Ciencias Jurídicas (UCA). Profesor de la Universidad Austral. 2. F. de Vitoria, Derecho natural y de gentes, EMECE, Buenos Aires 1946, p.118. 3. Ibídem, p. 119.

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4. K. Marx, Manuscritos económico-filosóficos, FCE, México DF p.172. 5. Ibídem. 6. Juan Pablo II, Centesimus annus, n° 41. 7. M. Walzer, Las esferas de la justicia, FCE, México DF 1993, p. 120. 8. Séneca, De beneficiis, VI, 16.

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45. BELÉN MESURADO1 Y PAULINA GUERRA2 ¿Es más común el egoísmo en el ser humano que el altruismo? las 3:20 de la mañana del 13 de marzo de 1964, una mujer llamada Kitty Genovese de 28 años regresaba a su casa después de su jornada habitual de trabajo, como gerente de un bar de Nueva York. Al aparcar, advirtió en el garaje la presencia de un hombre que le pareció amenazante, descendió rápidamente del auto e intentó dirigirse hacia una cabina telefónica para llamar a la policía, pero él la apuñaló por la espalda antes que pudiera hacerlo. Los gritos de la mujer despertaron a varios vecinos, convirtiéndolos en testigos oculares del hecho, mientras que otros solo lograron advertir los gritos desesperados de la mujer, sin tener una visión directa de lo que ocurría. El atacante, Winston Moseley, al ser increpado desde la ventana de un apartamento por uno de los vecinos, se alejó de la mujer. Kitty, malherida, logró desplazarse unos metros más pero Winston, probablemente al notar que las luces de los apartamentos se apagaban, atacó a la mujer por segunda vez y al reanudarse los gritos se alejó nuevamente. Sin embargo, diez minutos después el perpetrador volvió hacia Kitty, la apuñaló por tercera vez, la abusó sexualmente y le robó algo de dinero. El hecho transcurrió en aproximadamente 30 minutos. Tras el ataque final uno de los testigos llamó a la policía, que acudió con prontitud. Desafortunadamente, la mujer perdió la vida en la ambulancia camino al hospital. Este triste asesinato fue publicado, unos días después de haber acontecido el hecho, en el New York Times en un artículo titulado «37 Who Saw Murder Didn’t Call the Police». El periodista Martin Gansberg sostuvo que si los testigos hubieran llamado a la policía durante el primer ataque tal vez hoy no lamentaríamos esa muerte. Aunque actualmente está en duda si realmente hubo 38 testigos oculares que pudieran observar los tres ataques consecutivos perpetrados contra Kitty, sí es cierto que este fatídico suceso dio un giro definitivo a la psicología social, convirtiéndose en símbolo de la apatía urbana frente al sufrimiento del otro. A partir de este evento surgió el estudio de lo que se conoce como «efecto espectador», entendido como la baja probabilidad de que una persona intervenga en una situación de emergencia cuando hay otras personas alrededor, dado que la responsabilidad se diluye en el grupo promoviendo la inactividad. Ante estos sucesos, como muchos otros que cada uno puede relatar, surgen inevitablemente preguntas como ¿somos los seres humanos naturalmente egoístas?, ¿puede haber en el ser humano algo más que egoísmo?, ¿es posible que desarrolle conductas de ayuda?, ¿cómo surgen estas conductas?, ¿hay distintos tipos de conductas de ayuda? Estas son algunas de las incógnitas que vamos a abordar en este capítulo. La teoría psicoanalítica desarrollada por Freud sugiere que el hombre se debate continuamente entre dos tendencias contrapuestas. Una es el esfuerzo por buscar su propia felicidad, lo que se denomina tendencia «egoísta», y la otra es el impulso de unirse con otros en comunidad, identificado como tendencia «altruista». Esta teoría sugiere que el hombre nace naturalmente egoísta pero que gracias a la educación que

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recibe de sus padres, de las instituciones educativas y de la sociedad en general, internaliza normas culturales que le permiten mitigar el egoísmo y tener ciertas conductas de ayuda hacia los demás. Según el psicoanálisis, la internalización de las prohibiciones paternas y sociales será un punto clave para el desarrollo de las conductas de ayuda. Otra teoría, que también ganó mucho crédito en la explicación de las conductas de ayuda, es la teoría del aprendizaje social, la cual sostiene que la mayoría de las conductas del hombre son aprendidas, moduladas y conformadas por ciertas circunstancias externas como las recompensas, los castigos y el modelado. La raíz de las conductas de ayuda estaría en el aprendizaje de la conducta por modelado, es decir serían conductas que los niños aprenden fundamentalmente a través del aprendizaje observacional, que implica una concatenación de etapas: la atención, la repetición, la producción motora y la motivación. Las conductas de ayuda se lograrían también por un sistemático reforzamiento positivo a través del otorgamiento de recompensas o la aparición del castigo cuando la conducta sea reprochable. Asimismo sería fruto de la enseñanza inculcada por los padres y los educadores. Bandura, un representante de esta postura, sostiene que el niño no debe ser entendido como un simple espectador pasivo en el proceso de modelado, sino que las experiencias externas, como los premios o castigos, son modulados por sus procesos cognitivos. Para Bandura las intenciones, las interpretaciones y el proceso de autoevaluación tienen un rol fundamental en la autoregulación de las conductas. En los últimos años han surgido evidencias empíricas que contradecirían algunos aspectos de estas teorías. Estudios desarrollados por el doctor Felix Warneken, exprofesor de Harvard University y actual director del Laboratorio de Psicología de la University of Michigan, mostraron que los niños de apenas 14 y 18 meses de edad son capaces de tener conductas de ayuda frente a un adulto totalmente extraño para ellos. Por ejemplo, en diferentes experimentos se observó que cuando un adulto no logra realizar alguna actividad con éxito, como puede ser guardar una pila de libros en un armario que se encuentra cerrado, el niño es capaz de adelantarse a la necesidad del adulto y abrirle el armario para facilitarle la tarea; o cuando un adulto no puede alcanzar un objeto que se le cayó inintencionalmente, el niño se muestra predispuesto a alcanzárselo, incluso ante la presencia de ciertos obstáculos que debe superar para hacerlo. Estos estudios también mostraron que los niños pueden tener estas conductas de ayuda aun en situaciones que no son familiares para ellos o aunque se encuentren haciendo algo divertido, teniendo que dejarlo y poner esfuerzo para ayudar al adulto. Este tipo de conductas de ayuda fueron denominadas «ayuda instrumental», ya que el niño ayuda a otra persona a cumplir con un objetivo que no está pudiendo alcanzar por sus propios medios. Estos resultados se vieron reforzados también por diferentes estudios realizados en primates, que muestran que en los chimpancés aparecen conductas de ayuda instrumental muy parecidas a la de los niños de 2 años. Según el doctor Warneken, la ayuda instrumental sería la primera manifestación rudimentaria de las conductas altruistas en los niños. Sin embargo, para que aparezcan el niño debe contar con ciertas capacidades cognitivas y motivaciones que le permitan comprender la situación en la que se encuentra la otra 230

persona y actuar con el objetivo de beneficiarla. Por otro lado, sus estudios mostraron que el obtener algún tipo de recompensa externa por ayudar a otro socava las conductas de ayudas espontáneas en los niños. Siguiendo el desarrollo evolutivo, estudios de Warneken y Brownell encontraron que entre los 18 y 27 meses aparecen conductas de tipo cooperativos en los niños. El niño va creciendo y desarrollando su entendimiento social, que le permite comenzar a cooperar con otras personas para conseguir objetivos comunes. Esto solo es posible si el niño es capaz de comprender las intenciones del otro para poder ajustarlas a las propias y así realizar la tarea conjuntamente. Posteriormente, en estudios realizados por Svetlova se vio que alrededor de los 30 meses aparecen en el niño conductas de ayuda más elaboradas, como la capacidad de confortar a otros. Es decir, que el desarrollo del entendimiento social le permitiría al niño interpretar cuándo otra persona se encuentra en una situación emocional negativa, y actuar en pos de mejorar el estado emocional de la otra persona. Asimismo, otros estudios desarrollado por Brownell mostraron que en los niños de dos años aparecen conductas de tipo altruistas. Los estudios consistieron en que el niño recibía un tupper con comida mientras que el investigador recibía uno vacío. Cuando el niño advertía la situación era capaz de ceder sus propias raciones de comida al investigador. En síntesis, las conductas de ayuda instrumentales, la cooperación, el confortar a otros y el altruismo son entendidas como diferentes tipos de conductas prosociales. Sin embargo, dentro de las conductas prosociales el altruismo se distingue por ser una conducta desinteresada e intrínsecamente motivada. Consecuentemente, es la conducta prosocial más evolucionada, compleja y difícil de alcanzar, donde el fin último de la persona es incrementar el bienestar del otro, aun si esto implicara cierto sacrificio personal. Los hallazgos científicos de Warneken, Brownell y Svetlova antes expuestos pusieron en duda el paradigma de que las conductas prosociales sean el resultado de un simple proceso de socialización del niño, dado que aparecen evolutivamente antes de que las normas sociales afecten o modulen la conducta del infante. Por otro lado, el hecho de que estas conductas aparezcan en especies no humanas, como en los chimpancés, reafirma la interpretación de estos resultados. Sin embargo, esto no quiere decir que la cultura o la socialización no cumplan un rol fundamental en el surgimiento y el fortalecimiento de las conductas de ayuda, sino, más bien, que el hombre cuenta con una tendencia innata para desarrollarlas que interactuaría con la educación, la cultura y la sociedad a lo largo del desarrollo evolutivo posterior del hombre. Las iniciales investigaciones sobre el desarrollo de la prosocialidad indicaron que a medida que el niño crecía se incrementaban los niveles de conductas de ayuda. Sin embargo, actuales investigaciones longitudinales en las que se siguió a los mismos niños durante varios años no pudieron confirmar estos hallazgos. La evidencia indica que los patrones de conducta prosociales tienden a mantenerse estables a lo largo de la vida de la persona. Por ejemplo, una persona que de niña tiene bajos niveles de prosocialidad es probable que en su adultez se mantenga igual, mientras que otra persona que durante la 231

niñez tiene niveles medios y altos de conductas prosociales tiende a tener una trayectoria similar en el futuro. Sin embargo, esto no debe desanimarnos, ya que se conoce que la conducta prosocial es relativamente maleable, lo que abre la posibilidad de poder estimularlas a través de diferentes procesos de aprendizaje y modelado, como plantea la teoría del aprendizaje social. Actualmente existen diferentes programas de intervención destinados a niños y adolescentes con la intención de promover diferentes tipos de conductas prosociales. Estos programas centran su atención en modificar ciertos patrones de comportamiento y aspectos socioemocionales subyacentes a los mismos promoviendo la sensibilización con los problemas sociales, logrando así mayores niveles de prosocialidad y desalentando conductas disruptivas como pueden ser las agresivas. Los investigadores han identificado varios factores que predisponen el surgimiento de las conductas prosociales en el ser humano, tales como los biológicos, culturales, experiencias de socialización, procesos cognitivos (por ejemplo desarrollo del razonamiento moral), rasgos de personalidad, diferencias individuales tales como el género, variables emocionales, condiciones circunstanciales del hecho, etc. Abordarlos todos excede los objetivos de este capítulo. Sin embargo, nos parece conveniente mencionarlos por si algún lector interesado quiera ahondar en algunos de estos aspectos. En este breve recorrido hemos intentado arrojar luz sobre algunos de los cuestionamientos planteados inicialmente en el texto. Desde nuestro punto de vista y basados en la evidencia empírica nos inclinamos a pensar que los seres humanos no somos solo naturalmente egoístas, sino que hay un principio de altruismo en la naturaleza humana que nos permitiría disponernos a ayudar a otros. Sin embargo, si volviéramos al triste caso de Kitty tal vez surgiría una nueva pregunta: ¿por qué nadie tuvo una conducta altruista ese 13 de marzo? Seguramente las respuestas pueden ser muy variadas, pero el hecho de contar con la capacidad evolutiva para ser prosocial no quiere decir que necesariamente la persona siempre actúe de manera prosocial en todos los acontecimientos de su vida, sino que una persona puede responder prosocialmente ante ciertas circunstancias y no hacerlo ante otras. No obstante, según nuestro parecer esto no nos habilita a definir al hombre como puro egoísmo. Para seguir leyendo C. D. Batson, Altruism in humans, Oxford University Press, Nueva York 2011. N. Eisenberg y P. H. Mussen, The roots of prosocial behavior in children, Cambridge University Press, Cambridge 1989. F. Warneken y M. Tomasello, «The developmental and evolutionary origins of human helping and sharing», en D. A. Schroeder y W. G. Graziano (eds.), The Oxford handbook of prosocial behavior, Oxford University Press, Nueva York 2015, pp. 100-113.

Notas 1. Licenciada en Psicología por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, doctora en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) con sede de trabajo en el Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Psicología

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Matemática y Experimental (CIIPME). Es profesora de Metodología de Investigación en la Escuela de Psicología de la Universidad Austral. 2. Licenciada en Psicología por la Universidad Nacional de Tucumán. Becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) con sede de trabajo en el Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Psicología Matemática y Experimental (CIIPME). Es ayudante de cátedra de la materia Metodología de Investigación en la Escuela de Psicología de la Universidad Austral.

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46. JAVIER ESCRIVÁ1 ¿Cuál es el valor de la familia en la sociedad? ¿Es consciente la sociedad de la radical importancia de la familia como célula básica de la misma? s una constatación universal que la familia desempeña funciones esenciales en la vida de las personas y en el desarrollo de la sociedad. Y que tales funciones se cumplen según modalidades propias de cada cultura, tradición y modelo social. Esta diversidad es una manifestación de la riqueza de las familias y de su versatilidad cultural. Precisamente uno de los motivos por los que la institución familiar ha conseguido acompañar al hombre en el curso de su historia es su flexibilidad y su capacidad de cambiar y adaptarse a las diversas situaciones.

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La familia es mucho más que una unidad jurídica, social y económica Pero la familia es mucho más que una unidad jurídica, social y económica. Hablar de familia es hablar de vida, de educación, de transmisión de valores (culturales, éticos, sociales, espirituales) y también de tradiciones; es hablar de amor, de solidaridad, de acogimiento y compañía; es hablar de estabilidad personal y social; es hablar de una comunidad de generaciones, que comprende no solo a padres e hijos, sino también a los abuelos y a los antepasados. El matrimonio y la familia no son meros productos culturales El matrimonio y la familia no son meros productos culturales, hunden sus raíces en la humanidad del varón y de la mujer. El matrimonio y la familia no son un invento del «cristianismo ideológico». No se trata de una cuestión meramente cultural, ideológica o política. La familia es una comunidad que no encuentra su fundamento y razón de ser en las leyes, ni en la utilidad de y para sus componentes, sino en la capacidad de amar conyugal y familiarmente y en la disposición de fundar sobre este amor una comunidad de vida. La persona y la sociedad se articulan familiarmente La experiencia vivida en nuestras propias familias y las observaciones de las ciencias sociales coinciden hoy en un punto: la persona y la sociedad se articulan familiarmente. A pesar de los importantes cambios que se han producido en las últimas décadas, hay una evidencia que permanece inalterada e inalterable: la familia forma parte del núcleo vital de felicidad de la persona. Es decir, la familia es el contexto donde la persona busca y logra su más radical fuente de felicidad. Ni el trabajo, ni la profesión, ni las metas individuales, ni el deporte, ni las amistades o los conocidos, logran compensar lo que ofrece a un ser humano la unión familiar. 234

La familia es el paradigma de la convivencia del ser humano, porque en ella se acoge, se comprende y se ama, de modo radical e incondicional, a la persona. A diferencia de cualquier otro grupo del que las personas podemos formar parte como miembros (la empresa, el partido político, un club deportivo, una asociación profesional, etc.), solo en familia importamos (o al menos así debiera ser) única y exclusivamente por ser nuestra desnuda mismidad irrepetible, «por ser yo». La familia, verdadero núcleo formador de personas Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y como garante de un patrimonio de tradiciones. La persona se encuentra en la familia con sus antepasados, con un patrimonio de experiencia que es suyo por el simple hecho de nacer en el seno de esa familia en concreto. Más allá de su ser único e irrepetible, la persona nace con algo propio que le trasciende y que le es transmitido por sus padres, quienes a su vez lo recibieron de sus antepasados. Y es un patrimonio generacional que sobrepasa en mucho a los bienes materiales: la memoria de la familia. En la familia se produce la transmisión de valores, de emociones, de afectos, de pensamientos, de creencias, de actitudes, de usos, de costumbres y de tradiciones. Con su paulatina maduración personal, los niños aprenderán a conjugar ese patrimonio familiar con sus propias experiencias vitales. Las funciones personales y sociales estratégicas de la familia Hemos señalado al inicio de estas páginas que la familia desempeña funciones esenciales en la vida de las personas y en el desarrollo de la sociedad. ¿Cuáles son esas funciones personales y sociales? Podríamos agruparlas en cinco aspectos: cinco funciones estratégicas de la familia para cualquier sociedad. No son las únicas, pero sí son importantes: 1. En primer lugar, la generación de la vida. Hoy es necesario decir lo obvio: la familia es el lugar privilegiado de la generación de la vida –aunque no sea el único-, mediante un proceso en el que la familia brinda un servicio integral y con calidad inigualable. Esta función conlleva una participación y una contribución activa principalísima al equilibrio de la estructura de población, a la continuidad y al desarrollo de los pueblos mediante la sucesión de sus generaciones. Sin nuevos seres humanos no hay sociedad. 2. La segunda función es la educación básica de las personas. Las escuelas y otras instituciones educativas son indispensables, claro, pero la educación se da primariamente en la familia. No hay en toda la sociedad otra realidad educativa, en sí y por sí misma, que contenga un poder educativo de efectos tan penetrantes, tan amplios y duraderos como los que tiene la familia, verdadera escuela viviente de colosal trascendencia para la madurez psicológica de las personas y para la calidad humana de los lazos sociales, cuya 235

productividad, rentabilidad y coste económico resultan incalculables. Con relación a esta vertiente, otra dimensión de la educación familiar es la transmisión de valores, de la lengua, de los signos y de las tradiciones de muy diverso tipo, que representan el propio patrimonio cultural, que identifican la historia, las tradiciones y las expectativas hacia el futuro del pueblo y de la nación a los que se pertenece solidariamente junto a muchas otras personas. 3. La tercera es cohesionar solidariamente a las diferentes generaciones en la transmisión de la tradición al futuro. Al articular las tres perspectivas diferentes sobre el hombre, la sociedad y el mundo que son propias de cada una de las tres generaciones, promueve y da fundamento estable a la armonía de la tradición con el cambio. La sociedad no se organiza solo al galope de la juventud, ni se ralentiza al paso de los ancianos. Es en la familia donde se aprende la disciplina que exige la convivencia y el saber estar en el puesto que a cada uno toca; donde se aprenden las primeras formas de responsabilidad, a gestionar las relaciones y a trabajar en equipo. Es allí también donde se vive la solidaridad básica y fundamental, porque en la familia se da el apoyo a los demás solo por ser quienes son, sin otra posible razón de conveniencia. 4. Una cuarta función estratégica es la función mediadora. La familia se encuentra entre el individuo que nace y se educa en ella, y la sociedad que debe recibirlo, donde ese individuo debe actuar. Pero existe una diferencia cualitativa entre el ámbito familiar y el social. Se da, por lo tanto, un salto, en el cual la familia actúa como mediadora. Además, como la sociedad no siempre es benigna con quien sale de su casa, la mediación funciona de manera particular, en caso de individuos débiles o con conflictos. Hablemos de trabajo, ¿qué institución acoge a un individuo cuando pierde el trabajo? Hablemos de agresiones sociales, ¿quién ampara al individuo cuando es víctima de cualquier agresión? Hablemos de enfermedad, ¿quién acoge al individuo cuando está enfermo pero no hospitalizado? ¿Quién acoge al anciano, al discapacitado, etc., en tantos casos en los que no existen los servicios adecuados? Evidentemente es la familia la que realiza esas funciones. Pero la familia no es un ente abstracto. Se trata de personas concretas, una madre, una hermana o hermano, un pariente, etc., que dedica horas de su tiempo, afecto y dinero a cuidar del necesitado. Desde esta perspectiva, podríamos pensar ¿qué sería de nuestra sociedad sin familias? El coste humano y social que libera la función mediadora de la familia es colosal. 5. La quinta función estratégica que se puede señalar es la económica. La familia es la unidad básica de gasto y consumo ordenados, esperables, que facilitan las previsiones económicas. Los consumidores no existen tampoco de manera abstracta; normalmente, son miembros de una unidad familiar, sobre todo si nos referimos a los productos básicos, que forman la mayor parte del mercado. La familia es también la unidad de ahorro básica; sus cuentas corrientes estables componen una parte sustancial de los activos financieros y de los planes de pensiones. La familia es la base de tantas empresas familiares, pero, sobre todo, es la base de la formación del capital humano y, en tantos casos, del capital relacional de las empresas. La familia no es solamente el embrión de la empresa, siendo una empresa en sí, sino el 236

lugar donde las personas aprenden a ser empresarios, en la medida en que aprenden a gestionar sus vidas y su entorno; porque la empresa es mucho más que un hecho económico. En la familia, en definitiva, se aprende a sufrir y se aprende, sobre todo, el arte del don, el donarse a sí mismo. Hemos de entender la parte de don gratuito que se esconde en toda actividad humana, también en la actividad económica. Eso supone salir de la lógica capitalista radical del beneficio exclusivamente económico, de poner precio al tiempo personal. En la economía del don el beneficio económico no es necesariamente el mayor, y buena parte del tiempo personal no tiene precio: estoy aquí porque creo que es bueno para otro que yo esté aquí. Interesa señalar que la familia no es importante porque cumpla estas y otras funciones estratégicas. Es precisamente al revés: estas funciones se pueden cumplir precisamente porque la familia existe y es como es. Se hace difícil pensar en una sociedad en la que la familia no existiera y cómo se realizarían todas esas funciones de manera duradera; qué tipo de personas serían fruto de una sociedad sin familia, porque solamente del núcleo familiar primario, originario, es de donde salen los individuos con la potencialidad y con el apoyo, que son capaces de transformarse en energía social. La familia no es necesario reinventarla: basta descubrirla Por último, hay que enfatizar una vez más que la familia es una comunidad que no encuentra su fundamento y razón de ser en las leyes, ni en la utilidad de y para sus componentes, sino en la capacidad de amar conyugal y familiarmente y en la disposición de fundar sobre este amor una comunidad de vida. Y, en este sentido, la familia es un factor determinante en la vida y en la felicidad de cada persona humana concreta. ¿Qué significa amar familiarmente? El amor en su dimensión familiar es aquel que descubre que es bueno para el marido reconocer a su mujer, que es bueno para la mujer reconocer a su marido, que es bueno para los padres reconocer a sus hijos, y para los hijos reconocer a sus padres; que, finalmente, es bueno reconocer y reconocerse socialmente como tales. Por todo ello, la familia no es necesario reinventarla: basta descubrirla. ¿Es consciente la sociedad de la radical importancia de la familia como célula básica de la misma? ¿Es consciente la sociedad de la radical importancia de la familia como fuente creadora de entretejido social? ¿Es consciente la sociedad de la radical importancia del servicio educador y socializador de la familia en una sociedad democrática y humanizada? Notas 1. Doctor en Derecho y en Derecho canónico, Abogado y Catedrático de Universidad. Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Director del Instituto de Ciencias para la Familia y Director del Master en Matrimonio y Familia de la Universidad de Navarra.

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47. JAIME ARAOS SAN MARTÍN1 ¿Es el hombre un lobo para el hombre? n la comedia De los asnos, de Plauto, el destacado autor romano que vivió entre los siglos III y II a. C, un mercader le pide excusas a su interlocutor por haber desconfiado de él debido a que no lo conocía, explicando que «el hombre es un lobo para el hombre, no un hombre, cuando este es un desconocido»2. La escena resulta irónica, porque el interlocutor es un astuto criado, que se ha hecho pasar por un solvente mayordomo, para robarle su dinero al incauto mercader. Y lo logra, precisamente porque las acciones del mercader no se conformaron a sus palabras. Mediante una graciosa contradicción pragmática, el texto enseña, pues, que el ser humano debe representarse al otro como un lobo, si no lo conoce. En el siglo XVII, el filósofo inglés Thomas Hobbes recoge la frase de Plauto, la saca de su contexto cómico y la emplaza en otro de mucha seriedad. La convierte en el principio central de su filosofía política y fundamento antropológico del Estado moderno, que lo tiene a él como su primer constructor teórico. Para ello, universaliza el sentido de la frase, eliminando la restricción epistemológica del texto original. Ahora, la frase afirma incondicionalmente, «El hombre es un lobo para el hombre»3. Leído desde Plauto, ello supone que todo hombre es, para otro, un desconocido, un extraño y, por tanto, un lobo. Luego, la única actitud prudente frente al otro es la desconfianza, la defensa o el ataque. Pero, entonces, ¿no hay un prójimo, según esta posición, que pueda o deba ser amado, como prescribe el cardinal mandamiento cristiano: «amarás a tu prójimo como a ti mismo»4? Efectivamente, no hay un prójimo amable, o mejor dicho, el verdadero peligro lo constituye justamente el prójimo, o sea, según la etimología del término, «el más cercano», porque es este a fin de cuentas, por su misma cercanía, el que más grave e inminentemente me puede agredir, el lobo del que primero me debo cuidar. Que el otro sea mi prójimo no impide que sea, al mismo tiempo, un desconocido y un extraño: un «extranjero». Esto es lo que acontece, según Hobbes, siempre que la existencia humana se da en el «estado de naturaleza», que define como una disposición de «guerra de todos contra todos, y en la cual todos tienen derecho a todo»5. Esta se produce como resultado factores objetivos y subjetivos. Entre aquellos cabe destacar, primero, la igualdad del poder físico que tienen por naturaleza los seres humanos, como lo prueba la semejante capacidad que tiene cada uno de causar daño y dar muerte al otro6; y la igualdad del poder intelectual, como lo demuestra la pareja opinión que tiene cada uno de ser más sabio que todos, o casi todos, los demás. Segundo, la natural escasez de bienes, que impide que una misma cosa pueda ser disfrutada por todos los que la desean o necesitan7. Tercero, el derecho natural a todo, que consiste en «la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le plazca, para la preservación de […] de su propia vida –o su deleite–; y, consecuentemente, de hacer cualquier cosa que […] conciba como la más apta para alcanzar ese fin»8. Esto incluye el derecho a «disponer del cuerpo de su

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prójimo»9 y «desposeerlo no solo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad»10. En dicho estado, nada puede ser injusto o inmoral, porque «donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia […]; tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del primero que pueda agarrarlo, y durante el tiempo que logre conservarlo»11. Entre los factores subjetivos, sobresalen, primero, la tendencia hacia la competencia, que impulsa a invadir el terreno de los otros y ejercer la violencia con el fin de obtener una ganancia: apropiarse de sus vidas, sus mujeres, sus hijos o sus bienes. Segundo, el sentimiento de desconfianza, que surge de la amenaza actual o potencial que representa cada uno para los demás; ello motiva una violencia defensiva para obtener seguridad. Tercero, el deseo de gloria, que lleva a los hombres a atacarse hasta por los motivos más nimios –una palabra, una sonrisa, una opinión diferente–, si consideran que afecta a su reputación o a la de los suyos12. La convivencia humana en el estado de naturaleza no es causa de placer, sino de gran sufrimiento13. Está expuesta constantemente a la disensión, al peligro, a la inseguridad y al temor del prójimo; impide el desarrollo del trabajo, la agricultura, la navegación, la industria, las artes y las letras. Entonces, la vida de los seres humanos deviene «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta»14. La solución que propone Hobbes está prefigurada en el modo mismo como planteó el problema. Esta consiste en el paso del estado de naturaleza al estado civil, pero no a cualquiera, sino a «Leviatán», el Estado. Hobbes utiliza el nombre del temible monstruo del Antiguo Testamento, cuyo poder en la tierra nadie puede igualar15, para significar un estado civil tan fuerte y poderoso que viene a ser un verdadero «dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y seguridad»16. Este dios mortal se constituye de manera artificial y voluntaria –no natural– mediante un pacto de unión entre la multitud por el cual acuerdan que cada integrante transfiera su derecho a gobernarse a sí mismo, todo su poder y su fuerza, a un tercero, el Estado, que, hecho temible soberano, pueda utilizar los medios y la fuerza particular de los individuos como mejor le parezca, para hacer que la voluntad de cada uno se dirija a lograr la paz y la seguridad de todos17. Dicho pacto es un contrato irrevocable, absoluto e indivisible, para que el poder del Estado no pueda ser resistido por algunos individuos, rompan estos el pacto y derive ello en una guerra civil, que es una regresión al estado de naturaleza18. He aquí el origen conceptual de los modernos Estados. Algunos han mantenido incólume el diseño de Hobbes, que parece conducir a formas de absolutismo, mientras que otros han buscado cierta limitación aplicando fórmulas como la división y la alternancia del poder; la libre competencia por los votos, etc. Pero, hay importantes principios filosófico-políticos hobbesianos que siguen vigentes de manera general: 1. El Estado civil se piensa como oposición y superación de un estado de naturaleza imperfecto. 2. Los seres humanos son concebidos, en el estado de naturaleza, como seres individuales, aislados, libres e iguales entre sí.

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3. Los individuos así concebidos –no las familias ni los cuerpos intermedios– son la célula básica de la que se constituye el Estado. 4. El Estado no llega a existir por naturaleza, sino por convención, más precisamente, por un acto voluntario, que es el pacto o contrato social. 5. El Estado es soberano, el poder más alto que no reconoce a otro superior. Es tiempo de repetir la pregunta inicial: ¿Es verdaderamente el hombre un lobo para el hombre? ¿Son verdaderos los principios y conceptos en los que se basa la teoría del Estado? Desde algunas corrientes de pensamiento contemporáneas, como el pragmatismo, el posmodernismo y otras, se podría objetar que se introduzca la cuestión de la verdad en una pregunta sobre un asunto práctico, como es la política. Y en algún sentido, no dejarían de tener cierta razón, pues ni siquiera Hobbes planteó de modo categórico asertos fundamentales de su teoría19. ¿Quién puede pretender que es verdad, por ejemplo, que el Estado se compone de hombres lobo, que estos son antisociales pero se han hecho sociales por un pacto de no agresión, aunque este pacto no se pueda identificar en un lugar y un tiempo determinados? Toda la información que tenemos de la paleontología y la antropología cultural va justo en el sentido contrario: la sociabilidad y el lenguaje son la clave de la subsistencia de la especie humana, de su éxito biológico y de su dominio sobre la naturaleza y los demás animales, a pesar de su extrema fragilidad. Pero, lo importante –responderán los seguidores de Hobbes–, es que, admitiendo las premisas antedichas como si fueran verdaderas, se logra efectivamente la paz y la seguridad de los ciudadanos. Son premisas útiles y funcionales. En tal caso, cabe preguntar hasta qué punto algunos problemas no menores de la sociedad contemporánea podrían tener raíces en los principios teóricos descritos: la soledad, la violencia, la cultura de masas, el atropello de los derechos humanos por «razones de estado», la confusión de lo público con lo estatal y de la vida en común con el colectivismo. La pregunta no es trivial, no solo porque, como dice Tomás de Aquino, un error pequeño en el principio deviene grande en el fin20, sino también por la enorme influencia que pueden tener sobre el ser humano, debido a su libertad y a su plasticidad ontológica, las convicciones que tiene sobre su propio ser. La naturaleza humana incluye la libertad, que no es indeterminación, pero incluye un grado de indeterminación. Por eso el ser humano no es necesariamente lo que es; puede negar operativamente, existencialmente, lo que es naturalmente, esencialmente. Puede rechazar su ser y convertirse en una creación de sus propias creencias o sentimientos. Al respecto, escribe Epícteto: «Lo que perturba y alarma al hombre no son las cosas, sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas»21. Quizás el hombre no sea un lobo, pero si lo tratan como si lo fuera, y se organiza la sociedad a partir de ese principio, quizás termine creyéndose un lobo y comportándose como tal. Y un lobo sometido por miedo al poder irresistible del Estado, como quiere Hobbes, o inhibido en su agresividad natural por las fuerzas psíquicas antagónicas de la cultura y la civilización, como propone Freud22, no deja por ello de ser un lobo. ¿No es posible pensar la comunidad política, incluso el Estado, desde principios diferentes, más afincados en la realidad y en la historia, alejado de suposiciones 240

ficticias? Un modelo así es el que ofrece Aristóteles, cuya diferencia con el de Hobbes, ayuda a perfilar mejor este. Su principio angular queda formulado en la Política (I, 2): «El ser humano es, por naturaleza, un animal político»23. Ello significa: es un ser vivo que tiende por naturaleza a su realización plena, y no puede alcanzar esta sino en el ámbito de la polis. La polis se define justamente por su capacidad para producir las condiciones de una vida lograda. En esto se distingue de la familia, la comunidad natural primera, que surge para satisfacer las necesidades humanas de cada día, y la integran aquellos que «no pueden existir el uno sin el otro», como el varón y la mujer en orden a la generación, y el que manda y el que obedece en orden a la seguridad. Pero también se distingue de la aldea, una comunidad intermedia, que nace de la unión de muchas familias en orden a satisfacer las necesidades que no son meramente las de cada día. La unión de varias aldeas en una comunidad completa y autosuficiente da nacimiento a la polis. Mientras que la familia y la aldea existen para que la vida sea posible (zên), la polis existe para que la vida pueda ser buena y plena, para la vida feliz (eû zên). El paso de la familia a la aldea, así como el de la aldea a la polis describe un proceso real e histórico, que no se realiza de un modo artificial y voluntarista sino «natural», en el sentido de exigido por la naturaleza misma de las cosas. Luego el estado civil no es la culminación de un movimiento contrario a la naturaleza y de alejamiento de ella, sino de continuidad. Y el ser humano existe siempre en un contexto social, de convivencia con otros. El individuo que no puede vivir en comunidad o que no necesita nada de los demás no es humano, dice Aristóteles, sino «una bestia o un dios»24. Aristóteles no sostiene que el hombre sea el único animal político, sino el más político, porque entiende este término en un sentido rico, que incluye a las diversas formas de asociación no solo humanas, sino también animales. Pero sí afirma que «el hombre es el único animal que tiene palabra»25, lógos, es decir, un lenguaje que permite expresar recíprocamente no solo las sensaciones de dolor y placer, como los demás animales, sino también «la percepción del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y demás cosas semejantes, y la participación en común de estas percepciones constituye la familia y la polis»26. Ahora bien, dado que estas percepciones solo tienen sentido dentro de la vida social, porque se refieren a relaciones intersubjetivas, el hecho de que únicamente el ser humano tenga la facultad de expresarlas es signo de que su sociabilidad natural es única y superior a la de cualquier otro animal. De aquí se sigue una importante consecuencia: el prójimo es un bien para el ser humano, en cierto modo, un bien máximo, puesto que sin su concurso no habría llegado a existir, no sobreviviría ni mucho menos podría desarrollar una vida cumplida. El hombre no es un lobo para el hombre, sino un amigo. La amistad cívica, no la desconfianza ni el miedo, es lo que mantiene unida a la polis27. El cristianismo va todavía más allá e invita a ver al otro como un hermano. Entonces, la fraternidad viene a ser el lazo que une y da forma a la civitas christiana28. Para seguir leyendo 241

Alejandro Llano, La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002. —, Humanismo cívico, Ediciones Cristiandad, Madrid 2015. Norberto Bobbio, Thomas Hobbes, FCE, México1992. Enrico Berti, Incontri con la filosofia contemporanea, Petite Plaisance, Pistoia 2006, pp. 187-274.

Notas 1. Bachiller y Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde también obtuvo el título de Profesor de Filosofía. Ha sido profesor ordinario de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica de Chile, la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y la Universidad de Chile; profesor extraordinario en la Universidad de los Andes, Universidad de Santiago y Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; profesor visitante en las Universidades de Stanford, Aix Marseille, Padova, Complutense de Madrid y Universidad de Chile (Bioética). 2. Asinaria, acto II, escena 4. Traducción propia. 3. Lupus est homo homini: Cf. Hobbes, Thomas, El ciudadano (De Cive), edición bilingüe de Joaquín Rodríguez F., CSIC, Madrid 1993, Dedicatoria al Conde de Devonshire, p. 2. 4. «Todos los demás preceptos se resumen en esta fórmula: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”», Romanos 13, 9. 5 . Hobbes, El ciudadano, Prefacio al lector, p. 9. Traducción de J. Rodríguez F., con modificaciones nuestras. 6 . Cf. Hobbes, Leviatán, traducción, prólogo y notas de Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid 1999, cap. 13, pp. 113-114. 7 . Cf. El ciudadano, cap. 1, §6, p. 18. 8 . Leviatán, cap. 14, p. 119. Cf. El ciudadano, cap. 1, §10, p. 19. 9 . Leviatán, cap. 14, pp. 119-120. 10. Op. cit., p. 114. 11. Op. cit., p. 117. 12. Cf. Leviatán, p. 115; El ciudadano, cap. 1, §5, pp. 17-18. 13. Cf. Leviatán, p. 114. 14. Op. cit., p. 115. 15. Cf. Job 40, 25-41; 26. Vid. Leviatán, cap. 28, p. 272. 16. Leviatán, cap. 17, p. 157. 17. Cf. op. cit., pp. 156-157. 18. Cf. op. cit., p. 116. El estado de naturaleza se ha realizado históricamente, según Hobbes, en: a) las sociedades primitivas; b) las guerras civiles; c) las relaciones internacionales. N. Bobbio las llama, respectivamente, preestatal, anti-estatal e inter-estatal. Vid., Thomas Hobbes, FCE, México 1992, p. 46. 19. Véase, por ejemplo, lo que dice sobre el estado de naturaleza, en Leviatán, 13, p. 116. 20. Tomás de Aquino, Del ente y la esencia, prólogo. 21. Epícteto, Manual, cap. 5. 22. Cf. Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, en Obras completas, vol. 21, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1992, p. 107-108. 23. Aristóteles, Política, I, 2, 1253 a3. Traducción propia. 24. Ibíd., 1253 a 26-29. En 1253 a4 escribe: «El que es insocial por naturaleza y no por azar es un ser superior o inferior al hombre». 25. Ibíd.,1253 a9-10. 26. Ibid. 1253 a16-18. Vid. Araos, Jaime, La filosofía aristotélica del lenguaje, EUNSA, Pamplona 1999, p. 57 ss. 27. Cf. Ética Nicomáquea, 1155a 20-30.

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28. Vid. Ratzinger, Joseph, La fraternidad de los cristianos, Ediciones Sígueme, Salamanca 2004.

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48. FRANCISCO GÜELL1 Y PANIEL REYES CÁRDENAS2 ¿Cuál es el impacto de la amistad en la persona y en la sociedad? os padres/madres y l@s profesores/as o, si prefieren, la casa y los centros educativos se han tomado como los pilares centrales desde los que sostener el crecimiento integral de nuestr@s hij@s. Se perciben esfuerzos por enfatizar el valor de la familia y por defender su integridad como cuna del desarrollo humano. Ciertamente, la familia es objeto de estudio y de defensa de numerosas instituciones y entidades que ven en ella el caldo de cultivo fundamental para el óptimo desarrollo personal y el crecimiento en valores. Las instituciones educativas, por su parte, asumen la difícil responsabilidad de ofrecer a los niños y a los jóvenes los recursos necesarios para favorecer su desarrollo integral, acompañando, del mejor modo posible, la responsabilidad que, de forma natural, nace y recae en el ámbito familiar. Estos énfasis son muy importantes y loables, pero, en nuestra opinión, pierden de vista un importante espacio de desarrollo humano interpersonal. La familia primero y las instituciones educativas después parecen no tener rival en lo que respecta a la educación y desarrollo personal de nuestr@s hij@s. Pues bien, lo que pretendemos aquí es denunciar este contexto dual (familia e instituciones) como insuficiente para el óptimo desarrollo de los jóvenes, y rescatar otro contexto esencial que ha pasado asombrosamente inadvertido: la amistad. En efecto, considerar la esfera de la amistad como un contexto legítimo ayuda a evitar la dicotomía de que nuestras relaciones o bien se desenvuelven en los lazos de sangre o bien en el acuerdo público, pero ¿acaso no es esto una disminución de la capacidad humana de establecer voluntaria, inteligente y libremente lazos en cualquier nivel? La dicotomía de familia o estado parece evocar más una humanidad tribal que una humanidad abierta a la sociedad y a sus semejantes. La primera pregunta que debe esclarecerse antes de entrar en materia es la siguiente: ¿en qué consiste el genuino desarrollo humano? La familia genera un contexto preparatorio para la vida en el que se aprenden los valores fundamentales de amor y protección, contexto donde las necesidades fundamentales quedan cubiertas. Las obligaciones familiares son, sin lugar a dudas, formativas. La obediencia y el amor al padre y/o la madre, herman@s y parientes ofrece un primer espacio de desarrollo fundamental. Las figuras paterna y materna generan, idealmente, arquetipos de comportamiento, pautas de conducta responsable y un ambiente de seguridad y protección. En el contexto educativo el desarrollo promovido y facilitado es de otro tipo, y apunta principalmente al desarrollo intelectual y social fundamental, a la interacción con otros en función de un objetivo y al sentido de formar parte de un equipo o apoyar cierta causa. Sin cuestionar, con lo dicho, la centralidad del ámbito familiar y la importancia de la labor de los centros educativos en el crecimiento personal, pensamos que la madurez efectiva de un genuino desarrollo humano se prueba en la capacidad de asumir libremente compromisos, y vamos a defender que el contexto natural para

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ejercitar esta capacidad es la amistad. Nos referimos, concretamente, a ejercitar la libertad de ofrecerse uno mismo (por ejemplo, su propio tiempo y recursos) a otros, ofrecimiento no supuesto, requerido o implícito por lazos consanguíneos o responsabilidades con respecto a una institución, estado, etc. Lo que queremos apuntar es que muchas son las virtudes y valores importantes para alcanzar la madurez personal. El ejercicio de la sinceridad, la capacidad de sacrificio, el cultivo de la paciencia, la empatía, la generosidad y la tan de moda resiliencia, son algunos de los aspectos sin los cuales no parece posible alcanzar un óptimo desarrollo. Pues bien, de entre todas las actitudes a desarrollar hay una que sobresale por posibilitar relaciones interpersonales fructíferas. Nos referimos a la capacidad de adquirir compromisos y responsabilidad consecuente con estos. ¿Podemos encontrar en las instituciones educativas o en la familia el contexto donde fructifica el compromiso al que estamos aludiendo? El compromiso que ha de adquirir el niño en el marco de instituciones educativas (por ejemplo, el llevar a cabo determinadas tareas o cumplir con determinados horarios en el colegio) es un compromiso que, aun pudiendo ser libremente asumido, tiene una particularidad: quien espera que haga lo que el niño ha de hacer tiene derecho de reclamo sobre él, esto es, el profesor o profesora tiene autoridad sobre el alumn@. Este tipo de exigencia surge en la relación alumn@profesor/a, pero también en la relación padre y/o madre-hij@. El compromiso de cuidar a un hermano, de ayudar en casa o de rendir al máximo en los estudios nace de una exigencia que proviene de una instancia superior cuya superioridad se traduce, entre otras cosas, en el deber de conseguir que la exigencia llegue a ser asumida como propia. Por decirlo de un modo más sencillo y, por ello, menos preciso, tanto en el hogar como en los colegios los compromisos adquiridos por los niños son experimentados con carácter «obligatorio»: no solo se espera que el niño lo haga, son impuestos desde fuera, son un «deber». Sin duda, este tipo de compromiso es central para el desarrollo de la persona, pero, en nuestra opinión, ni en la relación alumn@-profesor/a ni en la relación hij@-familia encontramos el contexto para que fructifique otro tipo de compromiso, a muestro juicio, más importante: el compromiso que denominaremos autoexigente. El compromiso autoexigente, como ahora detallaremos, encuentra su condición de posibilidad en la amistad. Pongamos algunos ejemplos para ilustrarlo. Es común entre amig@s citarse a una hora y en un lugar determinado. En un orden más íntimo, se espera de un@ amig@ la ayuda y los ánimos para, por ejemplo, superar la tristeza resultante de un desenlace amoroso o de una desventura personal. Pues bien, estos son algunos compromisos que se experimentan y van forjando la amistad, compromisos que poseen una peculiaridad nueva frente al compromiso-autoridad señalado previamente: el deber, por ejemplo, de estar ahí a una hora determinada y de acompañar a un@ amig@ triste es una exigencia que solo yo puedo imponerme. Aunque haya un «otro» que espera, ni mi compromiso ni su cumplimiento cabe ser descrito en términos imperativos, de autoridad o de obediencia. El incumplimiento podrá ser reclamado, sí, pero al no haber potestad de una parte sobre otra, no cabe exigir responsabilidades. Paradójicamente, la única 245

exigencia que tiene lugar en la amistad es la autoexigencia personal, esto es, la propia exigencia de cumplir un compromiso explícita o implícitamente adquirido. Los compromisos más significativos requieren este tipo de libertad, y por este motivo la amistad es un espacio privilegiado para el crecimiento personal. Esta nueva dimensión de compromiso tiene lugar cuando se decide de forma íntima y personal el darse libremente a un otro no impuesto. Acompañar a un@ amig@ en un momento difícil es algo que no puede ser objeto de demanda. Se podría pensar que en el contexto familiar, por ejemplo, entre hermanos, podría tener lugar aquella autoexigencia, pero hemos de percatarnos que al hermano no lo elegimos nosotros, y nuestra responsabilidad ante él es una exigencia existente a priori, esto es, dada como una condición independiente a las experiencias posteriores. Cosa distinta será que, con los años, pueda forjarse una relación de auténtica amistad entre hermanos, pero lo que ahora nos interesa es analizar el escenario donde nuestr@s niño@s y jóvenes aprenden a adquirir distintos tipos de compromiso, esto es, en su infancia y adolescencia. El compromiso autoexigente es el caldo de cultivo de la confianza (porque respondemos a los compromisos, vamos confiando el uno en el otro), y la confianza se presenta como la llave de la amistad. Por este motivo, la amistad se despega del mero compañerismo cuando la calidad y la cantidad de compromisos van en aumento, cuando la confianza va apoderándose de la relación. Pues bien, en nuestra opinión, muchos de los problemas de la sociedad actual se derivan de que las personas que la conforman no han experimentado un contexto de amistad personal adecuado desde donde forjar determinados valores que solo allí florecen de forma natural. Fácilmente se confunde la camaradería o el compañerismo con la amistad. Aquellas relaciones, a diferencia de la amistad, no se derivan de un deseo por el bien del otro en sí mismo. Normalmente, la camaradería y el compañerismo surgen de experiencias generadas por un compromiso compartido con una institución o con una causa, aunque nada obsta que en estas circunstancias la verdadera amistad se genere. Más sutileza requiere analizar hasta qué punto se puede hablar de amistad cuando, desde su origen, existe una preocupación por el bien del otro, o, dicho con otras palabras, un interés o motivación por el bien del otro. El deseo genuino por el bien del otro brota en la amistad, y es un deseo por el bien del otro en sí mismo. ¿Qué significa, concretamente, «desear el bien del otro en sí mismo»? Puede ser que el en sí mismo, de facto, se esté predicando del «bien» (más precisamente, un «querer el bien en sí mismo para el otro»). En este caso, el deseo comporta una idea de «bien» que un sujeto quiere compartir con el otro, y nos movemos, siendo así, en un plano con un doble interés: por un lado, compartir una causa, en este caso, la concepción de «bien» que el sujeto posee y, por otro lado, compartirla por el «bien» del otro. En este marco interpersonal subyace como idea central el «cuidado» y, bajo este latido, se crea una relación que, movida por el amor, tendrá carácter asimétrico similar a la relación herman@ mayor - hermano@ pequeñ@. Sin duda, el cuidado se nos presenta como algo importante en la amistad y, como en todo amor en general, en la amistad también se despierta una actitud de cuidado con el otro; pero tener asumido desde el principio el rol de «cuidador» (o de hermano 246

mayor) no parece compatible con un marco natural de amistad donde la simetría es rasgo esencial y distintivo. ¿Qué es, pues, desear «el bien del otro en sí mismo»? Difícil cuestión. De todos modos, sea lo que fuere, parece que el sí mismo predicado del «otro», por un lado ha de apuntar a una predisposición no privilegiada y no susceptible de interés o de preocupación preconcebida y, por otro, exige un carácter genuino de reciprocidad en la comunicación de bienes. No cuestionamos aquí la posibilidad de que el amor impregne las relaciones entre profesor/a-alumn@, padre/madre-hij@ o herman@ mayor - herman@ pequeñ@; tampoco que, con el tiempo, puedan transformarse en relaciones de amistad. Lo que apuntamos es que no se han de confundir aquellas relaciones, ni la responsabilidad y el compromiso que las promueve, con una relación de amistad. Lo dramático de la carencia de experimentar una amistad verdadera es que no suele ser vivida como tal. Prácticamente nadie diría que «no tiene amistades verdaderas», y no es fácil encontrar la manera de abrir los ojos ante tal desventura. Esta dificultad de autodiagnóstico se comprende bien si tenemos presente otra dimensión del «mundo de posibilidades» que nos abre la tecnología: la ininterrumpida sensación de estar comunicados. Las redes sociales, y más concretamente la mensajería instantánea, tienen a las personas anestesiadas. La mensajería a través de la red ha dejado de ser un medio de comunicación alternativo, económico y práctico, y se ha transformado en algo constitucional y omnipresente en el modo de relacionarse (y de comenzar a relacionarse) entre los jóvenes. Una comunicación pensada para afrontar situaciones concretas se ha transformado en vía prioritaria y prácticamente exclusiva. ¿Afecta esto a la consolidación de una amistad profunda? La falta de implicación del emisor que produce la sensación de la solo hipotética recepción del mensaje, y la falta de responsabilidad y desapego del receptor para afrontar in situ lo transmitido convierten a la comunicación en un panorama escurridizo, incierto y, sobre todo, no presencial. Sin duda, es muy práctico y positivo cuando la relación se encuentra consolidada, pero la riqueza (y complejidad) de la intimidad del ser humano que pretende empezar la senda del compartir es mermada, si no amputada, para transformarse en un compartir caracteres, datos y ocurrencias sin rostro. Cuando una llamada telefónica supone un esfuerzo y tomar un café un lujo, cuando no sabemos apenas nada de nuestr@s vecin@s, pero «todo» sobre un nombre sin apellidos y una voz sin aliento, cuando tenemos 571 amigos o anhelamos tener «seguidores», estamos perdidos. La amistad genera un movimiento inverso a lo descrito en esta falta de implicación personal: un@ amig@ disfruta y se goza en la oportunidad de intercambiar tiempo de verdadera calidad con su amig@, en estar presente en aquella ocasión en que su amig@ le necesita en la escucha, en el apoyo, pero también en la risa y en los momentos importantes. Lo que testificamos aquí, entonces, es que la calidad de la verdadera amistad tiene que sobrepasar el «compartir» nuestro tiempo con l@s amig@s. La amistad a la que nos referimos es un «dar» de nuestro tiempo, pero ha de ser también un ofrecer la intimidad

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de nuestro espacio. Las tecnologías de la comunicación no tienen por qué considerarse opuestas o incompatibles a la amistad verdadera, pero es un error confundirlas con ella. En definitiva, y sin querer desmerecer la importancia de la familia y la labor de las instituciones educativas, pensamos que se ha descuidado el contexto de la amistad como algo fundamental para el desarrollo personal y el florecimiento humano. Pareciera que la «amistad» es algo natural que se va abriendo camino entre nuestr@s hij@s y sus compañer@s de colegio y vecin@s, que goza de una salud estupenda en nuestra sociedad, y que no merece mayor atención. Pues bien, la importancia de fomentar contextos adecuados para que l@s niñ@s y adolescentes cultiven de forma progresiva el compromiso autoexigente, y experimenten así determinados valores, no es menos importante que el fomento del contexto familiar como núcleo natural para el desarrollo de la sociedad. Como hemos señalado, la preocupación por las nuevas tecnologías debería apuntar no solo a sus efectos en el núcleo familiar o en el rendimiento escolar. El mundo que estamos construyendo y al que nos estamos acostumbrando está dificultando, particularmente entre nuestr@s niñ@s y adolescentes, la vivencia de lo más valioso y formativo que disponemos: la experiencia de una amistad profunda y verdadera que no es una ocurrencia espontánea, sino el fruto de una búsqueda paciente, como quien busca un tesoro y tiene que estar atento a los signos. Después de todo lo dicho, no es de extrañar el panorama de la sociedad actual. La omnipresencia de las drogas, los noviazgos tormentosos o superficiales, los fracasos de matrimonios, muchos de ellos apenas comenzando su camino y, más en general, la corrupción en el ámbito de la economía, de la empresa o de la política son, en nuestra opinión, efectos del quehacer de individuos sin amistad. Para seguir leyendo Aristóteles, Ética a Nicómaco, editado por M. Araujo y J. Marías, libros VIII y IX., Estudios Políticos, Madrid 1981. R. Casales García y N. Blancas Blancas, La esencia del amor, Tirant Lo Blanch, México DF 2017. M. T. Cicerón, De amicitia, editado por V. García Yebra, Gredos, Madrid 1971. C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991.

Notas 1. Ver nota en capítulo 33. 2. Maestro en Filosofía y doctor en Filosofía por la Universidad de Shefield . Es fundador de la Sociedad Mexicana de Metafísica y Filosofía de la Ciencia. Es miembro activo del ChiPhi (Centre for the History of Philosophy) del consorcio de las universidades White Rose (Shefield, Leeds y York). Después de hacer un postdoctorado en la Universidad de Nottingham, se integró como profesor-investigador a la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP). En 2017 fue nombrado honorary researcher en la Universidad de Sheffield.

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IX PARTE EL FIN DE LA VIDA

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49. LUIS E. ECHARTE1 ¿Cuándo termina la vida humana? n 1968 un grupo de médicos del Massachusetts General Hospital de Boston propició que la Universidad de Harvard nombrase un comité interdisciplinar para preparar una nueva definición de muerte basada en el cese completo e irreversible de las funciones encefálicas, lo que hoy se conoce popularmente como «muerte cerebral». Antes de ese año, el criterio común utilizado era el cardiopulmonar, en el que el médico constataba la muerte del paciente con el cese de la respiración y del latido cardiaco y en ausencia de respuesta a técnicas convencionales de reanimación. Tras la parada cardiorrespiratoria, la familia debía esperar 24 horas para poder enterrar el cuerpo, en estado ya cadavérico. Era la forma de asegurar, con el proceso de corrupción iniciado, que no se había producido un error en el diagnóstico. El cambio de los criterios fue debido principalmente a dos factores: el extraordinario desarrollo en los años sesenta, primero, de las técnicas de monitorización y suministro de soporte vital en pacientes críticos y, segundo, de las técnicas para el trasplante de órganos, pues este progreso trajo dos dificultades prácticas: por un lado, las familias, los hospitales y los seguros asistenciales se enfrentaron a una mayor carga económica por el aumento de pacientes en coma irreversible –en las familias súmese también la carga psicológica; y, por el otro, la demanda de órganos para trasplante creció de manera significativa. Una definición más precisa de muerte clínica serviría para solucionar ambos problemas. Pese a su casi total implantación, la redefinición neurológica de muerte (la llamada muerte cerebral o, mejor, muerte encefálica) sigue suscitando grandes controversias. La primera de ellas está relacionada con las sospechas acerca de la objetividad diagnóstica: ¿no son simplemente un instrumento para la contención del gasto y el incremento de órganos humanos viables para trasplantes? 1. Una primera respuesta a esta pregunta es abiertamente utilitarista: los conceptos de vida o muerte son construcciones sociales, de carácter puramente normativo, y sirven, no para discernir, sino para atribuir estatus moral a los individuos, es decir, para decidir quién goza de plenos derechos sociales y quién no. Son los intereses de las personas y las comunidades, por tanto, los que cargan de contenido dichos términos y no al revés. 2. Otra propuesta funda sus criterios en la dinámica orgánica e integradora del viviente. Esta interpretación rechaza, por tanto, que los criterios de muerte cerebral surjan exclusivamente del marco constructivista del utilitarismo. Por ejemplo, en un informe redactado en 2008 por el President’s Council on Bioethics, el órgano consultor más importante en Estados Unidos. en dicha área, se afirma que la muerte cerebral responde a la «realidad biológica de la muerte»2. Veamos las distintas justificaciones esgrimidas sobre tal afirmación. La defensa más popular de la definición neurológica de muerte parte de la misma base que la definición clásica que pretende sustituir: una concepción de ser vivo como

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realidad poseedora de unidad interna. Esta unidad, de tipo funcional, se distingue de una unidad de tipo estructural porque su ser no viene por la configuración espacio-temporal de los elementos que la integran sino por la peculiar actividad de estos. Lo que distingue un cuerpo de un cadáver es el movimiento coordinado de los órganos y los sistemas biológicos del primero. El cerebro cumple con un sinfín de tareas y, entre las más importantes, es responsable de la integración somática, es decir, de la coordinación de las funciones corporales. Entre otras tareas, el tronco del encéfalo controla la respiración y el latido cardiaco –funciones esenciales para el sostenimiento de la vida. Ahora bien, el cada vez más extendido uso de medidas artificiales de soporte vital –especialmente la ventilación mecánica– puede generar la confusión de que el organismo mantiene por sí mismo una unidad que, en la realidad, ya se ha perdido. «Un ventilador logra que el pecho del paciente se mueva y los pulmones se llenen, y así imita el trabajo auténtico del organismo. De hecho, imita el trabajo tan bien que permite a algunos sistemas del cuerpo seguir funcionando –pero no hace más que eso. La simulación de la “respiración” que el ventilador hace posible no es, por lo tanto, un signo vital»3.

Con el criterio cardiorrespiratorio, este tipo de pacientes seguirían siendo considerados vivos porque no distingue la respiración real, natural u orgánica, de una simulación de respiración, artificial y, más importante aún, externa. En contraste, con los criterios de muerte cerebral sí es posible determinar cuándo la función respiratoria es aparente y, por tanto, también cuándo la unidad del organismo no es funcional, sino verdaderamente interna. Esta justificación basada en las funciones integrativas del cerebro tampoco está exenta de réplicas. Se le achaca, por ejemplo, de caer en falacia mereológica, es decir, de atribuir a las partes propiedades que únicamente son atribuibles al todo. La unidad vital solo se puede atribuir al conjunto vital y no exclusivamente a una de las partes que causan o colaboran en dicha unidad, no importa si de manera esencial o no. Que una máquina supla las tareas del tronco del encéfalo para la función respiratoria no convierte la unidad del cuerpo en ficticia. El error viene al identificar una causa necesaria con un estado orgánico. Decir que el cuerpo muere sin ventilación asistida no es lo mismo que decir que el cuerpo está muerto sin ventilación asistida. Análogamente, decir que saltar desde un avión sin paracaídas causa la muerte no es lo mismo que decir que quien salta sin paracaídas está muerto –al menos literalmente. Otra réplica está dirigida contra la afirmación de que el organismo ya no posee función respiratoria. Como defienden Michael Nair-Collins y Franklin Miller, el cuerpo todavía colabora con el mantenimiento de la barrera alveolo-capilar que permite el intercambio de gases, gracias al cual el oxígeno pasa a la sangre y el dióxido de carbono es expulsado, o con la síntesis de las células rojas, trasportadoras del oxígeno, entre otras muchas cosas. Ninguno de estos procesos es menos complejo y relevante que el que se realiza con la ventilación mecánica. La posesión de la función respiratoria es, en definitiva, menor pero, sin lugar a duda, el cuerpo sigue ejerciendo gran parte de su titularidad. Alan Shewmon completa el argumento con una afirmación aún más decisiva: 251

«Con respecto al nivel de vitalidad del organismo, el papel del cerebro es más modulatorio que constitutivo, mejora la calidad y el potencial de supervivencia del hipotético organismo. La unidad integradora de un organismo complejo es una característica inherente, no localizable, holística que encierra la interacción mutua entre todas la partes, no una coordinación top-down impuesta por una de las partes a una multiplicidad de partes pasivas»4.

La falacia mereológica vuelve a salir a la luz en la cita de Shewmon, aunque ahora para acentuar la fuerte unidad interna que posee un individuo en estado de muerte cerebral. Signo de esa fortaleza es el largo tiempo que un paciente con cese irreversible de las funciones encefálicas puede ser mantenido con ventilación artificial –hay evidencias de que hasta tres años, pero es posible que sean bastantes más. 3. En la tercera propuesta que quiero traer aquí a colación los criterios de muerte cerebral están fundados en la desaparición parcial o total de la conciencia –ya entendida como función o conjunto de funciones, ya como evento fenoménico autorreferencial. Conserva parte de los planteamientos del marco integrativo pero con un importante añadido: la vida biológica es una unidad funcional, pero la vida humana es además un tipo de particular de unidad, definida por específicas funciones –integrativas y no integrativas. La selección de funciones varía según autores: hay quienes defienden una posición muy general, en la que se destacan aquellas funciones involucradas en la recepción de señales del entorno y en la habilidad para procesarlas, a fin de ejecutar acciones que conduzcan a la supervivencia; y hay quienes son muchos más específicos al identificar únicamente aquellas funciones cognitivas que nos distinguen de los animales. Pero esta interpretación de los criterios de muerte cerebral con relación, no a la unidad, sino a la consciencia genera más incógnitas que soluciones. En primer lugar porque resulta más difícil explicar el fenómeno consciente que la unidad biológica. Gran parte del problema tiene que ver con que numerosas teorías atribuyen a la consciencia una dimensión subjetiva y, por tanto, los métodos cuantitativos solo pueden identificar presencia y grados de manera indirecta. En otras teorías se reduce la consciencia a mera función –ahora sí, completamente objetivable. Pero el problema, entonces –además de lo polémico de dicho presupuesto–, es la inevitable deriva utilitarista: si lo más específico del ser humano es su modo de adaptarse al medio, entonces es lógico que acabe siendo definido y valorado en términos de productividad. 4. Siguiendo el hilo de la discusión sobre el factor humano, y para terminar, la muerte cerebral puede ser analizada todavía bajo un cuarto punto de vista, de cariz teleológico y de fuerte inspiración aristotélica. Para el Estagirita, lo que confiere especificidad y valor al ser humano, como en el resto de seres vivientes, es el principio de movimiento –el alma (del latín anima). Lo característico de este movimiento animado es que no viene de fuera ni es azaroso, sino de dentro y además está dirigido a un fin. Así, es por el alma que decimos que algo está en potencia de ser otra cosa, pero no cualquier cosa –la semilla está en potencia de ser árbol y no en potencia de ser pasto del fuego–; también, por el alma atribuimos tendencias e inclinaciones –decimos que el brote de trigo tiende a transformarse en espiga pero no a convertirse en harina–; y es por el alma, en tercer lugar, por lo que asignamos valores inherentes –tratamos de conservar los ricos y bellos ecosistemas que integran la naturaleza y no esquilmarlos. Por último, y no menos 252

importante, el alma confiere un nuevo tipo de unidad, de tipo teleológico, en el que los elementos del cuerpo, ahora agente, comparten y trabajan por un mismo fin. Este tipo de unidad es más fuerte que los dos anteriores ya que no depende completamente de la estructura o función del organismo: un embrión de perro, o un perro cojo o con rabia sigue siendo un perro. De modo análogo, la vida no se identificaría enteramente con el vivir, en tanto que movimiento. Formas latentes de vida, sin metabolismo activo, como las endosporas o los embriones congelados, seguirían siendo seres vivos pues conservan su principio activo, el alma, aun cuando su plenitud solo se alcance con el movimiento. Desde la perspectiva de la unidad teleológica, varias son las cuestiones que hay que resolver para poder afirmar que un paciente en estado de muerte cerebral está realmente muerto. En primer lugar, hay que aclarar cómo tiene lugar la unidad teleológica: ¿es una dimensión intrínseca de la materia que se expresa en determinados estados estructurales o funcionales? ¿Es un fenómeno nuevo e irreducible que emerge en niveles superiores de complejidad orgánica? ¿El origen de este principio vital es externo a la materia? Es difícil señalar el principio y el fin de la unidad teleológica sin responder antes dichas preguntas. Y la ciencia aporta importantes pistas pero no tiene la última palabra porque, al igual que ocurre con la unidad, la finalidad es un presupuesto de la ciencia, es decir, una evidencia que se acepta sin haber sido previamente demostrada –en el universo hay realidades que conforman una unidad (que son) y hay realidades que se dirigen hacia fines. El paciente en estado de muerte cerebral no se comporta, bajo los criterios teleológicos, como un individuo sano en numerosos aspectos importantes y específicos del ser humano. Sin embargo, en su cuerpo siguen teniendo lugar muchas y complejas funciones que interactúan armónicamente formando un todo que parece dirigido a un fin –la supervivencia. ¿Es signo de que el principio de movimiento está todavía presente? Es la tesis del filósofo Robert Spaemann, para quien hay un solo y único principio de movimiento en cada viviente por el que todas las funciones trabajan coordinadamente y para el mismo fin. Pero si esto es así, el principio de movimiento inherente a cada ser humano no depende esencialmente de la función neuronal sino que, más bien, es origen de ella. Por eso también, si Spaemann está en lo correcto, un embrión humano estaría ya en potencia, en el sentido más estricto de la expresión, de llegar a la plenitud humana, racional, es decir, de alcanzar su finalidad específica. Para Spaemann, con los actuales criterios de muerte cerebral se estaría propiciando la extracción de órganos en pacientes todavía vivos. Es una conclusión que despierta numerosos recelos, no solo porque el hecho de que los trasplantes de órganos, al ser muy numerosos, haya provocado una fuerte insensibilidad social a dicha práctica, sino porque gracias a ellos se salvan muchas vidas. Con todo, una vida humana no vale menos que diez vidas humanas y, lo que es más importante, la utilidad de una teoría no debe condicionar el juicio científico sobre su valor de verdad. ¿Cuándo termina la vida humana? La respuesta no depende de cuándo nos convenga que termine. La principal objeción a la propuesta teleológica es bien práctica pues, si es correcta, no parecería legítimo utilizar los órganos de los pacientes en estado de muerte cerebral para 253

salvar otras vidas. Sin embargo, el filósofo y bioeticista Antonio Pardo propone una interesante vía para resolver dicho problema: la donación de órganos en pacientes en estado de muerte cerebral sería éticamente aceptable, no porque estén muertos –él defiende, como Spaemann, que viven– sino porque, aunque la vida humana posee un valor siempre absoluto, esto no implica que haya que alargarla siempre hasta el extremo. Esta idea se manifiesta de forma evidente con la norma médica de evitar el ensañamiento terapéutico. En pacientes que van a dejar de ser ventilados artificialmente (para que el proceso natural de la muerte llegue a su fin) y en un marco de clara donación, de entrega altruista, estaría justificado moralmente que el médico extrajese los órganos. La acción conlleva el acortamiento de la vida del paciente, pero hablamos de un intervalo de tiempo insignificante, de gran beneficio para los receptores de los órganos y en el que la intención directa del médico no es matar. Este argumento se utiliza de manera similar para justificar la sedación paliativa terminal, donde el fin es eliminar dolores refractarios y no acabar con la vida del paciente, aunque, de hecho, este tipo de tratamientos farmacológicos acorten la vida –aun con el mantenimiento adecuado de la alimentación e hidratación5. Pocas muestras de amor hay más grandes que dar la vida por el otro, pero, en el contexto sanitario… ¿debe primar el altruismo del paciente o la prudencia del médico – que se debe al paciente? Porque ¿hasta qué punto un médico que extrae el corazón de un paciente todavía vivo no lo está matando, quiera o no hacerlo? Y por último, ¿qué repercusiones tienen todas estas propuestas sobre el final de la vida humana en la autocomprensión del individuo, en su comportamiento y en el orden social? Son preguntas sobre las que hay que seguir pensando. Para seguir leyendo R. Spaemann, «Is brain death the death of a human person?», Communio: International Catholic Review 38 (2011) 326-340. M. Nair-Collins y F. Miller, «Do the “brain dead” merely appear to be alive?», J Med Ethics 43/11 (2017) 747753. A. Pardo, «¿Muerte cerebral?», Revista de Medicina de la Universidad de Navarra 37/2 (1992) 95-96.

Notas 1. Véase nota en capítulo 21. 2. The President’s Council on Bioethics, Controversies in the determination of death: A white paper by the President’s Council on Bioethics, U.S. Department of Health and Human Services, Washington D.C. 2008, p. 50. 3. Ibídem, pp. 63-64. 4. D. A. Shewmon, «The Brain and somatic integration: Insights into the standard biological rationale for equating ˝brain deathí˝ with death», Journal of Medicine and Philosophy 26 (2001) 457-478. 5. Cfr. R. Germán, «Vulneraciones de la dignidad humana al final de la vida», Cuadernos de Bioética 92/28 (2017) 83-97.

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50. JUAN J. PADIAL1 Un hombre muerto, ¿es un hombre? eneralmente, las preguntas que nos hacemos sobre la muerte, y la contemplación de la muerte –propia o ajena–, son aterradoras. Desde luego, parece que la vida, como decía Nietzsche, quiere vivir más, y exige eternidad2. Algunos filósofos como Kierkegaard han descrito la angustia que produce la muerte a un ser como el hombre que en cada instante debe decidirse, con acciones que pudieran serpara-la-eternidad. No es casual, pues, que uno de los mejores libros sobre la muerte que se han escrito desde una perspectiva filosófica lleve por título El horror de morir3, porque la muerte es la más obvia amenaza a esa exigencia del corazón y la felicidad humanas de ser para siempre. Por eso es extremadamente dolorosa la muerte de las personas amadas, que llega a vivenciarse como el mayor de los males, y por eso como el mayor desgarramiento posible de la felicidad. Quizá solo desde aquí, desde la experiencia del amor auténtico arrebatado y truncado por la muerte sea posible, como pensaba Gabriel Marcel4, enfocar y tratar el hondísimo misterio, tremendo y terrible, de la muerte. Pero hemos de sobreponernos al horror porque preguntarnos por la muerte no solo es importante, también es muy útil. En efecto, hay muchas cosas que dependen de poder contestar adecuadamente a algunos interrogantes sobre la muerte. Y por eso, la medicina, la ciencia política o el derecho, tratan de responder con el mayor rigor y exactitud a esas preguntas. En esta obra se han abordado preguntas como las del momento en que termina la vida humana o hasta qué punto podemos prolongarla. Se trata de preguntas verdaderamente importantes; por ejemplo, para poder realizar trasplantes de órganos, o regular las transmisiones patrimoniales. La medicina trata de responder a estas preguntas sobre la muerte. Una rama de ella, la anatomía patológica, intenta determinar el porqué y desde cuándo ha sucedido un fallecimiento. Otras ramas como la epidemiología y la medicina preventiva tienen un gran interés en responder cómo, cuándo y dónde sucede la muerte. Actualmente, por ejemplo, la mitad de los seres humanos mueren de enfermedades crónicas. Dos terceras partes mueren tras un largo periodo de atención médica y hospitalaria, que lleva en no pocos casos a problemas de ensañamiento terapéutico. Entre el 25 y el 39% de nuestros conciudadanos lo hacen en unidades de cuidados intensivos y con tratamientos bastantes drásticos5. Son preguntas muy importantes para diseñar mejores políticas sanitarias, para la bioética y para la formación del personal de salud; y también para poder atender dignamente las prioridades y valores de las personas que se enfrentan al duro trance de una muerte próxima. Pero estas preguntas por muy útiles, importantes y necesarias que sean, no son fundamentales. No todo el saber que tenemos sobre la muerte proviene de las ciencias psicobiológicas. Es más, las preguntas anteriores no tienen como objeto propiamente la

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muerte, sino la transmisión de los bienes patrimoniales o el diseño de mejores programas de salud. Son saberes útiles porque tratan más que de la muerte, de la vida, y de una mayor calidad de vida. Por eso, la filosofía puede contribuir a esclarecer la realidad de la muerte. Realidad que queda hurtada a las ciencias de las que hemos hablado. A las perspectivas fundamentales sobre un determinado asunto se les ha dado tradicionalmente el nombre de perspectivas filosóficas. Desde ellas podemos aclarar la realidad de aquello sobre lo que nos preguntamos. Con ellas no atendemos meramente a hechos, como el momento del óbito, las condiciones en que se da, o su explicación. En lugar de explicar, la perspectiva fundamental desea comprender esos hechos y explicaciones científicas, es decir, busca saber su realidad, y el sentido que tiene para la persona humana esa realidad. Eso es lo que significa remitir los hechos determinados por las ciencias, y las explicaciones de las teorías científicas al fundamento natural y/o espiritual que tienen. Ese es el cometido de la filosofía. Perseguimos entonces esclarecer su esencia, aquello que hace que esa realidad, por ejemplo, la muerte, sea lo que es. Solo así podemos responder qué diferencia la vida de la muerte, o qué realidad tiene un cadáver. También podríamos preguntarnos desde aquí si una realidad inorgánica o el mismo universo pueden morir. No en vano se habla de la «muerte térmica» del universo. Pero esto no parece que sea algo más que una metáfora para hablar del estado energético final del universo, en el que ya no quedaría ninguna energía para mantener los procesos vitales. Solo podemos intentar averiguar algo de lo que significa la inmortalidad, si sabemos algo de la esencia de la muerte. Y quizá la primera pregunta que podríamos hacernos atañe a lo más conocido por nosotros: el cuerpo del difunto. Ese cuerpo que las diferentes culturas tratan con especial veneración, y que toman como el objeto de ritos sagrados y sumamente importantes para sus familiares y para el mismísimo difunto. Ese cuerpo, que fue el cuerpo de un hombre, ¿sigue siéndolo? O, con otras palabras: un hombre muerto ¿es un hombre? Parece que la muerte implica la extinción del viviente. Los filósofos griegos consideraron que la perspectiva fundamental para saber qué es un ser humano es la de la vida. Los seres humanos son ante todo seres vivos: ζῷον. Aristóteles pensó que un ser humano es aquel animal que «tiene o posee razón –λόγοϛ ἔχων–». Desde ese punto de vista, la muerte entonces supone la extinción del ser humano, la extinción de ese viviente, aunque el intelecto o razón –λόγοϛ– que posee el hombre quizá pudiera ser inmortal. Se trata de una cuestión muy importante para los filósofos, porque se pregunta por lo diferencial o esencial del morir. ¿Qué diferencia un ser vivo de su cadáver? Esta pregunta tiene sentido así planteada. Y es que un ser vivo es esencialmente diferente de un ser artificial. Supongamos por ejemplo que, por razones ecológicas, se prohibiese el uso del motor diésel en un futuro cercano. La desaparición de estos vehículos en las carreteras no implicaría su extinción. Los vehículos que visitáramos en museos seguirían teniendo verdaderos motores. Y esto, aunque no funcionasen o tuvieran los depósitos vacíos. Eso no sucede con los organismos vivos. Los dinosaurios y otras especies extintas que hoy visitamos en los museos de historia natural no existen. Se extinguieron realmente; ya no son. 256

¿Por qué un viviente pierde realmente su ser y su realidad al morir? La respuesta que propusieron Aristóteles o Hegel es que un ser vivo es una unidad, un determinado tipo de totalidad. Ese todo o esa unidad se puede romper. Así disgregado, disperso en una multiplicidad de elementos no controlados unitariamente, esos elementos ya no son esencialmente lo que antes era un organismo. Un ser vivo es una unidad. Y un organismo a diferencia de un mecanismo es esencialmente una unidad viva. La aparición de procesos disgregadores o de procesos de determinadas partes de ese organismo con una actividad autónoma, no controlada desde el todo, es la enfermedad, y si esa actividad se fija, entonces acaece la muerte6, que se puede entender como la aparición de la multiplicidad. En un muerto ya no hay unidad. Así parece que un organismo enferma cuando se debilita su identidad, y muere cuando es incapaz de mantenerla. El sistema inmunológico precisamente tiene como función propia la defensa de la mismidad del organismo frente a ataques de cuerpos extraños. También el dormir tiene un efecto reparador, de reposición de los elementos que el organismo integra y que son constituidos y controlados por el sí mismo del viviente. Si no se puede mantener la mismidad del organismo, entonces el individuo desaparece. La muerte aparece así como un hecho. Somos de condición mortal porque la unidad que somos puede descomponerse. Hay procesos de recomposición y renovación de células y tejidos, pero los seres humanos no podemos mantener nuestra unidad, nuestro ser, indefinidamente. Es una cuestión de hecho. La unidad de una máquina puede ser recompuesta. Sus piezas dañadas pueden ser sustituidas indefinidamente por otras nuevas. Por eso la individualidad de una máquina podría ser recompuesta indefinidamente. Pero eso no significa que pueda morir. Porque para morir esa unidad suya tendría que ser realizada por la misma máquina, y no por mecánicos que la arreglasen. Por eso, cuanto mayor sea la individualidad del viviente, se puede decir que la muerte le afecta más. Este individuo irremplazable ha muerto. Ya no es. Con mayor razón habría que decir eso de un ser humano. En esto radica lo horrible del morir: en que la muerte nos afecta radicalmente. Somos afectados por la muerte, porque nuestro organismo se disgrega. La realidad unitaria que somos es incapaz de mantenerse una. Y por eso, como Tomás de Aquino suele afirmar, «un hombre muerto no es un hombre»7. Morir es algo que nos sucede, que afecta a la unidad de nuestro organismo. La muerte no es una actividad vital, algo que hagamos. Los seres vivos se nutren, crecen o se reproducen. También pueden sentir, imaginar, recordar, entender, amar o trabajar. Pero morir no es una actividad que realicen. No es un acto, algo que realicemos, por ejemplo, los lunes o los miércoles a primera hora de la tarde, sino el término de un organismo biológico. Por eso no podemos asistir jamás al acto de morir, porque no existe ese acto, sino solo un estado: la muerte. La muerte es un hecho que pertenece al plano biológico. Tenemos, como solía decir Ortega y Gasset, una vida biológica y una vida biográfica. La vida biológica es un proceso de autorrealización. Esa vida se desarrolla desde sí misma, desde la fecundación del embrión hasta la constitución y mantenimiento del individuo adulto. Por nuestra vida 257

biográfica tenemos afanes, intereses, amigos, familia. Y también buscamos ahí, con esas cosas y con esas personas, realizarnos. Así pues, la dinámica y las actividades de autorrealización se llevan a cabo en dos planos irreductibles: el biológico y el biográfico. Descartes reparó en esa heterogeneidad de la vida biográfica respecto de la biológica. Para él, la individualidad subjetiva –que permite al ser humano conocer y emocionarse, y que queda atesorada en su memoria como biografía–, tiene un alto grado de autonomía respecto de los procesos corporales. Descartes afirmó rotundamente la completa autonomía del sujeto respecto del cuerpo, al que consideraba una mera máquina. Y por ello, en sus planteamientos, la muerte no supone algo que afecte radicalmente a la persona, sino al cuerpo al que está unido. Pues bien, y frente a Descartes, es preciso sostener que la muerte afecta desde la vida biológica a nuestra vida biográfica. Es algo externo a la vida biográfica, a la que desbarata; y que nos impide seguir realizándonos biográficamente. Y por eso, la muerte puede ser vivenciada como horrible, como la imposibilidad de seguir realizando y dando desde el fondo inagotable de nuestra personalidad, en el tiempo. Nuestra vida biográfica, y con ella nuestras tareas, ilusiones, propósitos, pensamientos y amores–, termina cuando lo hace la vida biológica. Aunque la muerte viene desde fuera a nuestra vida biográfica, viene desde nuestra vida biológica, sin embargo, no solo muere esa vida. Muere el hombre, y se destruye su existencia en el mundo. Es verdad que algunas personas piensan que la muerte es algo deseable. El tedio o la desesperación pueden instalarse en la propia existencia. Y esta se puede valorar como un sinsentido. Otras personas logran llegar al momento final de su vida con plena aceptación, y en plena paz. Teresa de Jesús llegó incluso a exclamar en medio de un éxtasis que «muero porque no muero». Pero la actitud valiente, heroica, asustada, enrabietada, o con plena aceptación, que se tome respecto de la propia muerte son tomas de postura respecto de la propia existencia, que es afectada por la muerte, aniquilándola. Algunos filósofos han negado que la muerte afecte nuestro mismo ser. Esa es la postura de Platón, para quien la muerte es precisamente una liberación de nuestro ser, y la filosofía, una preparación para la muerte. La vivencia amorosa, que analiza en El banquete, hace nacer en el ser humano una aspiración a ser para siempre, creativamente, y a que su obra o la persona amada sean de naturaleza eterna, inmunes a la muerte, permanentes. El amor se afirma como absoluto y afirma lo absoluto. Y al apoderarse de un ser humano lo impulsa a ser máximamente él mismo y a darse del todo a lo que ama. Pero una cosa es que el amor sea un acto absoluto y eterno, y que sea más fuerte que la muerte, como escribió Quevedo, y otra cosa es que la existencia humana lo sea. Como no lo es, los seres humanos vamos entregando poco a poco nuestra vida, día a día, a quienes amamos, o les prometemos nuestra fidelidad para siempre; o enloquecemos de amor, porque a quien queríamos, y en función del cual la vida había cobrado su sentido, murió. Precisamente por eso, Sócrates y Platón concibieron el filosofar como una meditación para la muerte, porque desear un tipo de vida que ya no es finita, sino eterna, implica desear la muerte. Esto nos lleva al sentido existencial de la muerte, por su sentido para un sujeto, que es 258

único, que sabe de sí, y de sí como mortal. El ser humano es el único que es capaz de anticipar su muerte. Al hacerlo nos situamos en nuestro final, y de algún modo nos situamos ante nuestra finitud, y podemos tomar resoluciones respecto del conjunto de nuestra vida. Esta relación de la muerte con la existencia humana hizo que el filósofo alemán Martin Heidegger concibiese al ser humano como un ser-para-la-muerte, porque la muerte puede conferir un sentido, finito y transitorio, a la existencia. Pero aquí ya no estamos tratando de la realidad de la muerte, sino de nuestra vivencia de la muerte y su repercusión sobre el conjunto de nuestra existencia. Para seguir leyendo G. Marcel, Présence et immortalité, Flammarion, Paris 1959. J. Vicente Arregui, El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana, Tibidabo, Barcelona 1992.

Notas 1. Profesor de Filosofía en la Universidad de Málaga. Miembro del Grupo de Investigación sobre el Idealismo alemán de la Universidad de Málaga, de la Sociedad Hispánica de Estudios sobre Hegel y de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica. Director del Servicio de Información Bibliográfica para la Filosofía. Secretario del Instituto Filosófico Reinhard Lauth, y del Instituto de Estudios Filosóficos Leonardo Polo. 2. «Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad! ¡Pues yo te amo, oh eternidad!», en F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, «Los siete sellos (O: la canción “Sí y Amén”)». 3. J. Vicente Arregui, El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana, Tibidabo, Barcelona 1992. 4. Cfr.: Marcel, Présence et immortalité, Flammarion, París 1959. 5. Cfr.: L., Hamel, B., Wu, M., Brodie, «Views and experiences with end-of-life medical care in Japan, Italy, the United States, and Brazil: A cross-country survey», en Henry J. Kaiser Family Foundation, URL= https://www.kff.org/other/report/views-and-experiences-with-end-of-life-medical-care-in-japan-italy-the-unitedstates-and-brazil-a-cross-country-survey/. 6. Cfr. G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 371. 7. Tomás de Aquino, In III Sent. D 22, a. 1.

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51. JUAN JOSÉ SANGUINETI1 ¿Es posible y deseable la inmortalidad biológica? a posibilidad de prolongar la vida humana hasta llegar a la inmortalidad hoy está presente en el horizonte científico. La biología permite pensar en la posibilidad de eliminar el envejecimiento celular, raíz del envejecimiento del organismo, causa principal de la muerte. El problema puede afrontarse desde el punto de vista científico o filosófico. Para la biología es una cuestión abierta y discutible. En un primer sentido se puede entender como el intento de prolongar la longevidad humana, unido a la mejora de calidad de vida de los ancianos. Hoy cada vez más personas en muchos países llegan a los 100 y más años. En otro sentido, la cuestión es el intento de superar el proceso de senectud, lo que permitiría imaginar vidas de duración ilimitada. Esto no significaría eliminar la mortalidad física por accidentes. El eterno joven de 600 o 1000 años sería siempre mortal. Pero muchas de sus eventuales lesiones debidas a causas extrínsecas serían reparables. Se plantean aquí varias preguntas: Por una parte, ¿es concebible una inmortalidad biológica desde el punto de vista científico? La respuesta compete a la biología, pero incluye cuestiones de filosofía de la vida; por otra, si en el futuro se llegara a una inmortalidad biológica humana, ¿sería deseable?; ¿cuáles serían las consecuencias? Aunque el tema puede asociarse al transhumanismo, aquí lo afrontaré fuera de este contexto, como una cuestión biológica y antropológica. 1. La inmortalidad biológica desde el punto de vista científico-filosófico. ¿Es esencial la muerte en los vivientes? No hay una respuesta unívoca a esta pregunta. Las células madre, las bacterias y los fermentos en ciertas condiciones reproductivas (reproducción asexual) pueden considerarse biológicamente «inmortales», pues las células hijas producidas por la división son iguales a las madres. El fenómeno debe interpretarse en el sentido de que las formas primitivas de vida no contemplan la escisión entre reproducción y soma (cosa que implica una gran pobreza genética). La aparición de tal escisión podría ilustrarse como si la especie «hubiera elegido» perdurar «cambiando su cuerpo» (los individuos). Esto es lo que sucede con la reproducción de tantos organismos, incluyendo el nuestro. Las células germinales no envejecen genéticamente, lo que explica por qué los hijos de padres ancianos nacen jóvenes y hacen inmortal a la especie. Las fuentes de la vida son inextinguibles, pero no los individuos. Ciertas formas de vida relativamente simples –pocas– son inmortales, es decir, se mantienen en vida indefinidamente –se autoregeneran– y mueren solo por causas externas. Por ejemplo, la hidra (Hydra), un tipo de medusa (Turritopsis dohrnii), o el bogavante americano (un crustáceo: Homarus americanus). De hecho, sin embargo, en casi todos los vivientes la muerte es un fenómeno natural al servicio del mantenimiento de la especie. Esta de suyo tiende a perpetuarse si las condiciones ambientales lo permiten. La senectud celular consiste en el fenómeno por el que la célula diploide, en un determinado momento, deja de dividirse. Las células del organismo tienen la

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característica de la apoptosis, muerte programada, diversa de la necrosis o muerte celular patológica. La apoptosis es condición necesaria para el desarrollo diferenciado del organismo (así, para que los dedos se diferencien, las células de las membranas interdigitales del embrión mueren por apoptosis). A menudo las células dañadas son eliminadas por apoptosis. De otro modo se harían cancerosas (se reproducirían indiscriminadamente). Existe, sin embargo, el fenómeno de la «línea celular inmortal», en el que una célula sigue reproduciéndose más allá del «límite de Hayflick», según el cual la reproducción de una célula en cierto momento cesa porque los telómeros (extremos de los cromosomas), asociados al ADN, se acortan progresivamente. Es de notar que la telomerasa, una enzima que permite alargar los telómeros, opera en dirección contraria al envejecimiento y se encuentra activa en las células germinales (fue llamada la «enzima de la eterna juventud»). Pero cuando ella actúa en las células somáticas, tiende a producir cáncer, haciéndolas «inmortales» (reproducción indefinida). Un ejemplo de «línea celular inmortal» es la célula humana cancerosa denominada HeLa, extraída de una mujer fallecida por cáncer (1951) (Henrietta Lacks) y mantenida en cultivo. Se descubrió que podía reproducirse de modo indefinido y fue clonada con fines terapéuticos y de investigación. La inmortalidad de las células cancerosas es «antifinalística». Supone un daño mortal porque no forman organismos. Esto indica que la inmortalidad no siempre es un bien en el mundo de la vida y que la muerte de las células y de los organismos tiene una función. La muerte individual está al servicio de la diferenciación y crecimiento de la biodiversidad. El individuo, en el ámbito de la vida física, no es un fin absoluto. Biológicamente existe, pues, un vínculo entre envejecimiento, reproducción, crecimiento y diferenciación, metabolismo, inmortalidad y cáncer. La investigación debe tenerlo en cuenta y no puede realizarse de modo independiente de otras dimensiones, que en definitiva forman parte de la «lógica de la vida». Solo así puede decidirse si la inmortalidad biológica es un bien, un riesgo o un mal. 2. Problemas de una eventual inmortalidad física humana. La realidad de la muerte es problemática para el hombre a causa de su condición personal. Por eso la cuestión de la inmortalidad nos preocupa mucho. El problema no es puramente biológico, sino antropológico, porque con el pensamiento trascendemos el tiempo y así nos interrogamos sobre el más allá y nuestra muerte nos deja perplejos. La muerte personal es siempre un drama existencial. No es de extrañar, entonces, que en los últimos años esté muy activa la investigación biológica dirigida a prolongar la vida humana no solo luchando contra las enfermedades, sino tratando al envejecimiento como una enfermedad. Así tenemos a empresarios, millonarios, investigadores, que promueven con optimismo estos estudios. Menciono algunos nombres consultables en Google: Aubrey de Grey, de la SENS Research Foundation, orientada a vencer las causas de la senectud; igualmente Marios Kyriazis; Ray Kurzweil, para quien pronto llegaríamos a una singularidad tecnológica que desplazaría al hombre; Bill Maris, fundador del proyecto Calico (California Life 261

Company), dedicado a la búsqueda de la eliminación del aging; Dmitry Itskov, cuyo proyecto mira a sustituir nuestro cuerpo por una máquina pensante; Sergey Brin y Peter Thiel, con proyectos semejantes. Diré ante todo que la posibilidad de una inmortalidad informática, con independencia de su viabilidad, no es una verdadera inmortalidad biológica. Aplicada al hombre no sería una inmortalidad personal, sino solo la de una máquina, cosa irrelevante para el tema que aquí nos ocupa. Aunque la humanidad pudiera ser sustituida por robots inteligentes que se autoreplicarían, esta cuestión es distinta de la que aquí consideramos. La verdadera inmortalidad biológica o al menos superlongevidad en un cuadro de perenne juventud sería la consecuencia de lograr una regeneración de células y tejidos del cuerpo humano. La esperanza se pone, entre otras cosas, en la posibilidad de convertir células adultas en células madre pluripotentes (células pluripotentes reprogramadas o inducidas), con el riesgo de que se produzca un cáncer. En esta dirección se mueven algunos investigadores. Algunos ejemplos: a) un grupo de investigadores (Institute of Functional Genomics de la Universidad de Montpellier) consiguió reprogramar células obtenidas de personas de más de 90 años, transformándolas en células madre (2011); b) investigadores del Caltech (California Institute of Technology) y UCLA (University of California, Los Ángeles) consiguieron intervenir en el ADN mitocondrial para eliminar células dañadas por la edad; c) un estudio llevado a cabo por investigadores del Salk Institute for Biological Studies en La Jolla (California, 2016) consiguió aumentar en un 30% la edad de algunas ratas, transformando células adultas en células jóvenes; d) un grupo de investigadores del Dana-Farber Cancer Institute consiguió activar la telomerasis natural en algunas ratas, rejuveneciéndolas y evitando el cáncer (otros grupos lo han conseguido); e) de todos modos, recientemente P. Nelson y I. Masel (Universidad de Arizona, Tucson) elaboraron un modelo matemático según el cual sería imposible eliminar completamente el envejecimiento celular en los organismos pluricelulares, pues llevaría a una proliferación de células tumorales. Prescindiendo de la viabilidad científica de estos proyectos, reflexionemos sobre su posible alcance desde el punto de vista social, humano y ecológico. ¿Qué sucedería si en el futuro comenzaran a aparecer personas de 1000, 2000 o más años, capaces de regenerarse con adecuadas curas, dietas, o con ayuda de la nanotecnología y de la informática? No lo sabemos, pero podemos plantear dos tipos de consecuencias problemáticas: unas sociales y las otras personales. Desde el punto de vista social, el crecimiento de una población de «inmortales» supondría una transformación radical de la situación de la humanidad en el contexto ecológico y biótico en que vivimos. La Tierra no podría soportarlos, a menos que no tuvieran casi hijos. Los mortales comunes irían siendo «descartados». Para superar estas dificultades, habría que acudir a hipótesis cada vez más fanta-científicas: salir de la Tierra, disminuir las necesidades biológicas de alimentación, abandonar la reproducción sexual, cambiar nuestra estructura anatómica, quizá miniaturizada, con un cuerpo que iría siendo cada vez más cyborg. 262

Más interesantes son las consecuencias personales. Señalo dos: Por una parte, la vida personal y social está fundada sobre la limitación del tiempo de la vida. Esto da sentido a los proyectos humanos. Si tenemos a disposición un tiempo infinito, se pierde el sentido selectivo de proyectos y tiempos. Por otra, la inmortalidad biológica es solo física y tecnológica. No implica necesariamente una cualidad ética de la vida. Es compatible con el mal y la injusticia. No resuelve los grandes problemas antropológicos. Esa inmortalidad es meramente temporal: es una prolongación al infinito de las tareas temporales que hacemos habitualmente. ¿Qué sentido tendría una vida temporal mortal infinita? Obviamente, salvo raras excepciones, nadie desea morir y, en general, se suele considerar a la vejez como un mal. Por eso no se trata de oponerse sin más a los proyectos que buscan alargar la vida lo más posible y superar los males de la senectud. Pero hemos de tener presente el sentido de conjunto de la vida. No hay por qué desalentar la investigación biológica que tiende a superar el envejecimiento. Es mejor asumir una actitud de espera prudencial ante los futuros resultados, que todavía no se conocen y no se ven. Ante las dificultades presentadas en este capítulo, mi conclusión no es negativa con relación a la investigación sobre la inmortalidad biológica. Toda investigación científica, si no es contraria a la ética, es bienvenida. A pesar de las dificultades vistas, la sola posibilidad de una vida biológica inmortal demuestra en cierto modo que la muerte no es el destino necesario de la vida. El deseo humano de inmortalidad y el empeño científico por vencer el envejecimiento son además una manifestación de la trascendencia espiritual del hombre sobre la materia. Y esto muestra que la persona humana no se conforma con la muerte, que busca la eternidad. Para seguir leyendo B. Best, Mechanisms of aging, consultado el 6-2-2018, URL= http://www.benbest.com/lifeext/aging.html#senescence. E. Boncinelli y G. Sciarretta, Verso l’immortalità? La scienza e il sogno di vincere il tempo, Cortina, Milán 2005. G. Brown, The living end, MacMillan, Nueva York 2008. R. L. Smith y M. Gomez, Cells are the new cure, BenBella Books, (Texas) 2017.

Notas 1. Véase nota en capítulo 16.

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52. JAVIER ARANGUREN1 ¿Se puede seguir hablando de inmortalidad del alma? Una constante entre los hombres ay temas que tienen que ver con la moda. Dependiendo de las épocas se habla más o menos de ellos. Pero la moda no es un factor que influya en la verdad de los asuntos: se estudiarán más o menos, pero las cosas siguen siendo lo que son. Quizá con la inmortalidad del alma pasa algo así: parece que hablar de esto nos llevaría de vuelta a debates medievales, antiguos, que no deberían tener cabida en nuestra sociedad moderna y tecnológica. Pero este prejuicio no es suficiente respuesta a la pregunta inquietante que planteamos al pensar sobre la inmortalidad: ¿morimos o no?, ¿morimos por completo?, ¿podemos demostrarlo? Y es que hay un factor que destaca: el ser humano es el único animal que sabe que va a morir, que tiene un concepto de muerte, que conoce su propia finitud como finitud. Pero es que además es el único animal que sospecha –al menos sospecha– que no todo se pierde con la muerte. Es un hecho que a la humanidad la han acompañado siempre los ritos funerarios. Y es un hecho que estos no se reducen a despedir al fallecido, sino que señalan una permanencia: conservamos su cuerpo, a menudo se pone su nombre en la lápida, se le guarda un sitio en la memoria y en la casa (las cosas, las fotografías), porque intuimos que no todo está perdido. En la Roma clásica se hablaba de los dioses del hogar: los manes y penates eran los familiares que permanecían en la familia, que cuidaban de ella. El cristianismo recuerda a los difuntos, reza por cada uno de ellos en su individualidad, confía en la intercesión de los santos y en poder ayudar a quienes aguarden en el Purgatorio. Ya Platón, por ejemplo en el relato del final de Gorgias, defiende la necesidad de un juicio final en el que se haga justicia de las obras de los hombres, y tras el cual los buenos irán a la Isla de los Bienaventurados y los malos al Infierno. La intuición de la inmortalidad viene de lejos.

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La propuesta del dualismo ¿A qué se debe? Podríamos pensar, de primeras, que es algo que nace del miedo a la propia muerte. Que surge como una autodefensa frente al vacío que se adivina en el morir. Sobre esto lo primero que habría que aclarar es que, como indica el nombre del capítulo, hablamos de «inmortalidad del alma», no de «inmortalidad del hombre». Que los hombres mueren es un hecho empírico, una experiencia cotidiana. Un cadáver no es un hombre. Ni siquiera es «la mitad de una cosa que no debe estar dividida» (C. S. Lewis): un cadáver fue el cuerpo de un hombre, y ni ese cuerpo ni ese hombre son, pues todo hombre es un cuerpo vivo. Es verdad que desde la perspectiva del dualismo las cosas no parecen tan traumáticas. El dualismo defiende la distinción (además de la diferencia) entre alma y cuerpo. Lo típico es que defienda que el hombre se identifica con su alma, que es un alma que usa 264

de un cuerpo. Esa es la mentalidad que suele aplicarse al platonismo cuando se indica que para Platón «el cuerpo es la cárcel del alma». En tal caso, como defiende Sócrates en su Apología, morir será liberarse de unas cadenas, salir de la caverna, una ganancia. El cuerpo se contempla como un obstáculo, fruto de un castigo, que nos mantiene en este mundo de apariencias. Algo análogo aparece en algunas exposiciones del cristianismo, en las que el desprecio del mundo y de las cosas temporales parece animar a vivir al margen del «siglo», centrado en las cosas incorruptibles, dedicados al cuidado de las almas, que sería lo único que importa. Cuando Descartes identifica al «Yo» con el cógito, con el pensar, realiza un movimiento dualista: reduce el cuerpo y lo corporal (la res extensa, animales y cuerpo humano incluidos) a mecanismos, vacíos de significado. Todo el peso queda en el lado del alma. Ahora bien: ¿responde alguna de estas descripciones a lo que experimentamos ante la muerte de un ser querido?, ¿dan cuenta de nuestro propio horror a morir? Habría que ser muy teórico, muy intelectualista, para decir que sí. Un cadáver nos horroriza no porque sea una carcasa abandonada, no porque veamos en él un vestido vacío, sino porque hace percibir la ausencia del ser que era. Porque un cadáver es un desorden, no la piel de una fruta. En otras ocasiones se identifica al hombre con cuerpo, y se dice que el alma es una noción medieval y religiosa pero que en el ser humano solo hay materia. En ese caso, indudablemente, se sostendrá que no hay inmortalidad, aunque también será muy complicado explicar la diferencia entre lo vivo y lo inerte: el rechazo de la inmortalidad del alma ha llevado a muchos a negar la noción biológica de alma, es decir, a rechazar que la materia sola no se basta a sí misma para explicar el automovimiento o la unidad que caracteriza a lo vivo. La vida, el acto primero del viviente, es el acto (la forma) de una materia, y por lo tanto no es material (lo vivo no es un trozo de mi cuerpo, sino el cuerpo vivo entero). Es verdad que lo que existen son «cuerpos vivos», que no se puede decir con propiedad (sino accidentalmente) que el cadáver es «uno» del modo en que decimos que el cuerpo es «uno» (en el cuerpo hay un principio unificador –el alma, la vida– que no existe en el cadáver). Pero eso no quiere decir que el cuerpo sea una cosa y el alma sea otra cosa. Co-principios Para indicar esta co-pertenencia entre alma y cuerpo se ha acuñado el término coprincipios: el cuerpo no es real por sí (de hecho, el cadáver solo es uno en apariencia, y desde el primer instante está en descomposición), y el alma tampoco. Es lo mismo que ocurre con la dualidad forma-materia: no existe materia sin ningún tipo de actualización (si la materia pura fuera algo actualmente, ya no sería pura capacidad de ser cualquier cosa sino «esto y no esta otra cosa»). Tampoco existen formas sin materia, si exceptuamos en nuestras mentes, y porque somos capaces de abstraer la forma de la cosa. Pero la idea que está en la mente no es una realidad física: la «zapateidad» del zapato solo se da en los zapatos concretos, con su cuero, su goma, sus hilos y sus colores. Del mismo modo, el ser pollo de un pollo, la «gallineidad» de la gallina, existe 265

en cada animal concreto, no anda por ahí flotando a la espera de poder posarse en un ave determinada. E igual pasa con los vegetales. Digámoslo de otra manera: ¿por qué alma y cuerpo, forma y materia, son coprincipios? Lo podemos conducir a otra pregunta: ¿en qué momento un cuerpo vivo empieza a ser cuerpo y está vivo? En ambos casos, solo cuando es ya un «cuerpo vivo»: nunca hay un cuerpo a la espera de un principio vital (una nave que necesita un piloto), sino que hay cuerpo solo si este ya está vivo, es decir, si ya se mueve por sí mismo y desde sí mismo, si desarrolla una interioridad por medio de la expresión de un código genético en forma de multiplicación celular, consumo de energía, necesidad de nutrirse y crecimiento. El cuerpo del viviente es cuerpo solo si está vivo: el alma es la forma (el acto) del cuerpo. Se trata de dos co-principios que si se separan no producen dos cosas, sino la extinción de lo que había. A esa separación se le da el nombre de muerte. La noción de alma como «forma del cuerpo» Como habrá visto cualquier lector atento, en esta explicación se aplica la noción de alma no solo a los seres humanos, sino también a las gallinas, a los pollos…, a los vegetales. Alma es sencillamente el nombre que se da a las formas de aquellos seres que están vivos. Y como está vivo todo ser que se mueve a sí mismo (nutrición, crecimiento…), ocurre que vegetales, animales y humanos caen bajo la categoría de animados (aunque el nombre de animales no se lo demos a las plantas, lo cual puede conducir a confusión). Sin embargo, en este texto no se quiere defender que gallinas, pollos o vegetales sean inmortales. En el momento en el que el compuesto se deshace, en el que el cuerpo pierde ese principio vital que le hacía ser y ser uno (lo que a fin de cuentas son cosas idénticas), no es que desaparezca el alma, o el cuerpo, sino que lo que deja de ser es la gallina, el pollo o el vegetal. ¿Se puede aplicar esto a los seres humanos? El renacentista Pomponazzi creyó ser perfectamente consecuente con santo Tomás cuando reconocía que la explicación de ese filósofo medieval era completamente correcta: el alma es la forma del cuerpo, el mismo hombre que entiende es el hombre que siente. Pero eso, según la peculiar interpretación de Pomponazzi, hacía inevitable la siguiente conclusión: si el alma es forma del cuerpo, al extinguirse el compuesto (el hombre vivo) se extingue también el alma, pues si el alma fuera por sí misma, entonces es el compuesto el que nunca hubiera existido. Pero eso es imposible, pues la persona que piensa es la misma a la que le duele el golpe o le reconforta la caricia. Piensa Pomponazzi que si el alma fuera capaz de ser por sí misma, por definición, sería una sustancia. La sustancia es lo que es por sí mismo, sin necesidad de otro. Este gato, esta mesa, Manuel…, cada individuo. Si algo o alguien es una sustancia, entonces su unión con otros solo puede ser accidental: Manuel puede llevar pantalones vaqueros, pero estos pantalones no son Manuel. El conductor puede conducir el coche, pero el conductor no es parte del coche. Si el alma es sustancia, entonces se uniría con el cuerpo como con otra sustancia (Manuel y su pantalón, el chófer y el coche) o como con un accidente (el que el pantalón sea azul, o Manuel esté estudiando Derecho o Filología). 266

Como conclusión habría que decir que el hombre es un ser accidental (un agregado de cosas sin unidad sustancial, como un montón de ropa), o que el cuerpo es un accidente del alma. En ambos casos solo nos quedaría identificar hombre con alma, y entender esta como una sustancia espiritual ajena al cuerpo. Pero el hombre no es ajeno al cuerpo: yo soy el cuerpo que soy, si alguien me pega, no pega a mi cara sino a mí, si alguien me besa me besa, a mí (en mi cara…). Concluye Pomponazzi: como esto es erróneo, entonces podemos afirmar que según el análisis de la razón el alma humana no es inmortal. Si defendemos la inmortalidad es porque somos cristianos, pero se trata entonces de un tema de fe, de religión, y que no pertenece ni a la filosofía ni a la ciencia. Una respuesta filosófica Es verdad que no pertenece a la ciencia. El alma no es una realidad empírica, como lo son las células. Es el principio de actividad (el acto) de las células. Pero no se ve: lo que cabe es entender el concepto. El alma no es un tema científico, sino un presupuesto de la ciencia. ¿Pero es un tema filosófico? Aquí hay que hilar fino. Santo Tomás no estaría de acuerdo con Pomponazzi, para empezar porque lo primero que no admite es la afirmación de que el alma sea una sustancia. El alma humana no es un ser completo por sí mismo. Y la razón resulta muy clara: si lo fuera, no precisaría para nada del cuerpo, y en ese caso no se podría entender la razón de la existencia del ser humano. ¿Por qué es bueno, racional, positivo, que el alma humana se una al cuerpo? Porque para realizar los actos que le son más propios, la intelección y la voluntad, necesita de las impresiones de la sensibilidad (los frutos de los sentidos externos e internos) precisamente porque el ser humano tiene el intelecto más limitado que pueda pensarse: aquel que para llegar a las ideas tiene que servirse de la abstracción, del ir «paso a paso» de los razonamientos. Nosotros conocemos solo aquello que antes ha pasado por nuestros sentidos, si bien desde ahí superamos el nivel sensible y llegamos a la universalidad general de lo abstracto. Vemos a Manuel, a Pilar, a Luisa, y entendemos «ser humano», «animal racional», «dignidad» etc. Pero sin tales inputs sensibles nuestro intelecto permanecería tanquam tabula rasa, como una pizarra en blanco, vacío y en potencia. Pero la dependencia respecto de lo sensible no implica que el intelecto humano sea un órgano corporal. Es más, ¡no puede serlo! Y la razón es precisamente el hecho (que puede constatar cualquier persona que conoce) de que funciona con universales (esto es, algo que no existe en el mundo físico como tal), de que es capaz de dar lugar a herramientas (el martillo es un «universal práctico», porque «martillea», sirve en general para clavar cualquier clavo), porque es capaz de funcionar con la negación (cuando usamos el «no» es evidente que tratamos con lo que no está en lo físico), porque es reflexivo y de hecho se plantea el problema de su propia muerte, esto es, se pone a sí mismo como problema, se coloca frente a sí, como un objeto, superando la barrera física de la subjetividad, mirándose desde fuera, excéntricamente. ¿Y cómo puede el intelecto tratar sobre lo universal? ¿Cómo es que puede conocer todo en el mundo material? Porque él mismo no es parte de ese mundo material. Si el 267

alma fuera un cuerpo, no conocería todos los cuerpos porque todo cuerpo tiene una naturaleza determinada, como la lentilla roja nos hace ver el mundo entero de ese color: vemos colores porque el ver no tiene color; entendemos los cuerpos porque entender no es corpóreo. Pero si su actividad propia no es material, ella, que es el principio de esa actividad, no debe ser tampoco material (el efecto no puede ser más que la causa). Y eso es lo que se llama espiritual: una forma que subsiste sin formar un compuesto. Para dejar de ser, el alma humana necesitaría corromperse sustancialmente. Pero corromperse significa la separación de la forma y la materia (esa es la definición de muerte), pues la materia adquiere el ser en acto gracias a la forma, de modo que se corrompe cuando la forma desaparece. Si resulta que el alma es una forma subsistente sin materia porque realiza una operación que trasciende la materia y por lo tanto no puede dejar de ser, no puede morir. Alma inmortal, hombre mortal Inmortal significa «no poder morir». Pero lo que no muere es el alma, no el hombre. El hombre sí puede morir, y sí es un compuesto por el que una materia (el cuerpo) es actualizada (formada) por un alma espiritual (y de ahí que el cuerpo humano sea tan singular, tan lleno de simbolismo). ¿Por qué está unida el alma al cuerpo? Para cumplir su misión propia: conocer y querer. ¿Pero cómo podría estar unida sustancialmente al cuerpo (lo que es, es el hombre, no el alma) si el alma fuese por sí misma? La respuesta de santo Tomás dice así: porque el alma separada, aunque sea subsistente, no es una sustancia. Es decir, no es por sí misma. Y no lo es por su radical imperfección, que la incapacita para cumplir con aquello para lo que ha sido hecha, es decir, conocer y amar. Por esa razón la resurrección de los cuerpos es máximamente conveniente: sin ella el alma subsistiría, pero no podría siquiera decir «Yo», y trataría de sí misma en pasado: «Fui un yo que ya no soy». Yo soy estas manos, este rostro, este cuerpo. Es verdad: mi alma es inmortal, «pero mi alma no es yo». Para seguir leyendo Aristóteles, Acerca del alma. Platón, Gorgias. Tomás de Aquino, Suma teológica I, qq. 75 y 76. J. Aranguren, El lugar del hombre en el universo. «Anima forma corporis» en Santo Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona 1996. P. Geach, «What do we think with?», en God and the soul, Routledge and Kegan Paul, Londres 1969, pp. 30-41. C. S. Lewis, Los milagros, Encuentro, Madrid 1992. C. F. J. Martin, «Tomás de Aquino y la identidad personal», Anuario Filosófico, XXVI/2 (1993) 249-260. J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 1992. J. Vicente Arregui, El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana, Tibidabo, Barcelona 1992.

Notas

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1. Véase nota en capítulo 27.

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53. IGNACIO GARAY1 ¿Es posible ser feliz? Las respuestas del ingenuo, del desencantado y del esperanzado El mito de Sísifo u cuerpo tenso levanta la enorme piedra una y otra vez. Por momentos, la hace rodar por el piso con las manos para ayudarse. Luego, la mejilla de su rostro contraído se pega nuevamente a la roca para subir la cuesta mil veces recorrida. Finalmente, con la ayuda de un hombro y la tensión de sus piernas y brazos transpirados esforzándose al límite de sus capacidades, Sísifo deposita la gigantesca roca en la cima de la montaña. La satisfacción de la meta alcanzada le dibuja una sonrisa que dura solo un instante en su rostro fatigado. Porque apenas unos segundos después, ve cómo la piedra desciende rodando rápidamente hacia la base de la montaña donde lo espera para repetir la agotadora tarea. Por siempre. Según la mitología griega, Sísifo, fundador y rey de Éfira, fue condenado por los dioses a cargar con una pesada roca hasta la cima de una montaña. Una vez logrado el objetivo, la piedra caía por su propio peso hasta la base y Sísifo debía volver a subirla repitiendo esta trabajosa rutina indefinidamente. Nuestra vida se parece bastante a la de Sísifo. Nos proponemos un objetivo que pensamos que va a hacernos felices, trabajamos duro para alcanzarlo y, si lo alcanzamos, disfrutamos brevemente de nuestro logro. Pero poco tiempo después nos damos cuenta de que todavía no somos felices. Necesitamos algo más. Entonces, nos proponemos otro objetivo pensando que este sí va a hacernos felices. Pero, en realidad, solo estamos dando comienzo a un nuevo ciclo. Por ejemplo, ahora estás leyendo este texto con el objetivo de aprobar esta materia y de graduarte pensando que así serás feliz. Es cierto que cuando te gradúes, después de mucho esfuerzo, estarás muy contento, pero te darás cuenta de que todavía deseas más cosas: dinero, una casa, un auto, vacaciones, una familia, etc. Esta es la vida de Sísifo. Cada vez que conseguimos uno de estos trabajosos objetivos nos sentimos contentos, alegres o satisfechos parcialmente, pero aún no hemos alcanzado la felicidad, que es lo que realmente deseamos. La prueba está en que, si seguimos deseando algo más es porque no estamos totalmente satisfechos. Y si no estamos totalmente satisfechos es porque aún no somos totalmente felices. Pero entonces, ¿es posible ser feliz?

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La felicidad consiste en el dinero Para saber si es posible ser feliz tenemos que analizar el deseo de felicidad que tenemos en nuestro corazón y tratar de entender hacia qué objeto tiende, de qué tiene sed. Cuando alguien tiene sed, siempre desea el agua y nunca la rechaza. Nosotros siempre tenemos sed de felicidad. Siempre deseamos ser felices. Por lo tanto, el objeto que sacie el deseo de felicidad tiene que ser algo que siempre busquemos y nunca rechacemos. Es natural pensar que esto es el dinero, pues ¿quién no lo desea 270

permanentemente? ¿Quién sería capaz de rechazar una gran suma? ¿Acaso no estudiamos y trabajamos para conseguir dinero? Sin embargo, es falso que la felicidad consiste en el dinero por dos razones. En primer lugar, no es cierto que todos buscamos siempre el dinero. Algunas personas realizan trabajos solidarios sin grandes salarios, como los cooperantes de Médicos sin Fronteras, o incluso sin paga, como los bomberos voluntarios. También hay muchos santos que han renunciado a sus fortunas y las han repartido entre los pobres, como san Francisco de Asís o san Juan Bautista de La Salle. Todos ellos han dejado de lado el dinero para buscar la felicidad en otro sitio. En segundo lugar, el dinero no es algo que se quiere por sí mismo, sino por aquellas cosas que podemos comprar con él. Por ejemplo, a todos nos gustaría tener un millón de euros, pero no por los billetes en sí mismos, sino para comprarnos un buen auto, una buena casa, etc. ¿Qué sentido tendría tener mucho dinero si no lo pudiéramos gastar? El dinero es un medio, no un fin. Pero la felicidad no es un medio, sino un fin en sí mismo. Es decir, no queremos la felicidad para luego obtener otra cosa como queremos el dinero para luego comprarnos algo, sino más bien lo contrario. Hacemos todo lo que hacemos para ser felices. Por lo tanto, la felicidad no consiste en el dinero porque este no es un fin en sí mismo. La felicidad consiste en los bienes materiales De lo anterior se seguiría que la felicidad no consiste en el dinero, sino en las cosas que podemos comprarnos con él. ¿Quién no sería feliz con una casa espectacular, un auto de alta gama, la mejor ropa, el móvil más avanzado, etc.? Por eso, quienes tienen todas estas cosas deberían ser felices, ¿verdad? En realidad, la historia está llena de personas que han vivido rodeadas de riquezas materiales y no han sido felices. Entre otras cosas, esto es porque los bienes materiales son algo que se puede perder. Nos pueden chocar el auto, el móvil se nos puede romper, la ropa puede pasar de moda, etc. Y aunque nada de esto suceda de hecho, la mera posibilidad de que ocurra genera preocupación. En general, los que tienen muchas riquezas están pendientes de ellas, cuidándolas y preocupados por acrecentarlas, porque las pueden perder. Y esto evita que sean felices, porque nadie diría que es feliz si está preocupado por no perder lo que tiene. Por eso, la felicidad tiene que ser un estado que no pueda perderse. Pensemos en lo que solemos sentir los últimos días de las vacaciones o los domingos. Nos damos cuenta de que falta poco para que se termine ese buen momento y, por eso mismo, porque entendemos que se va a terminar, no podemos disfrutar plenamente de lo que queda. Para ser plenamente felices, además de sentirnos felices, tendríamos que saber que ese estado de felicidad que poseemos nunca va a terminarse. Por lo tanto, los bienes materiales no son la felicidad porque pueden perderse. La felicidad consiste en el placer

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Además, a los bienes materiales tampoco los queremos por sí mismos, sino para disfrutarlos, para gozar con ellos. La casa espectacular la queremos porque podríamos hacer una gran fiesta superdivertida. El auto de alta gama, para viajar muy confortablemente y a toda velocidad. El móvil último modelo, para comunicarnos más rápido con nuestros amigos y organizar mejor la fiesta. Y así con todas las cosas. Las queremos en tanto nos den alguna satisfacción. Por eso, pareciera que la felicidad no consiste ni en el dinero ni en lo que podemos comprarnos con el dinero, sino en el placer que nos da gozar de las cosas. El placer es un fin en sí mismo. Nadie quiere gozar por otra cosa más que por el mismo placer de gozar. Gozar de una sabrosa comida, una deliciosa bebida, un baño caliente en invierno o una ducha fría en verano, una siesta cuando estamos cansados, una tarde al sol en una paradisíaca playa, una noche de pasión, etc. La felicidad está en esos pequeños momentos espectaculares en los que quisiéramos que el tiempo se detuviera y duraran para siempre. Pero claro, ese es justamente el problema. Cuanto más placentero es el momento, más rápido se pasa. Por ejemplo, supongamos que estamos comiendo un delicioso chocolate. El placer puede ser muy grande, pero ¿cuánto podemos tardar en comer un chocolate? ¿Un minuto? ¿Cinco? ¿Diez, como mucho? Podemos disfrutarlo mucho, pero brevemente. Y cuanto más intenso es el placer, más rápido se termina y más lo extrañamos cuando se acaba. El placer es muy efímero. No podemos hacerlo durar mucho tiempo así como tampoco podemos comer mucho chocolate seguido. Después de cuatro o cinco barras necesitamos algo más. Un vaso de agua, por ejemplo. Lo mismo pasa con todas las demás cosas placenteras. El baño caliente, la ducha fría, la siesta, la playa y la noche de pasión. Siempre, después de gozarlas, necesitamos algo más. Pero si necesitamos algo más, entonces no somos felices. Porque para ser felices tendríamos que estar totalmente satisfechos y no desear nada más. Por eso, el placer no es la felicidad porque no satisface plenamente, es decir, no colma todos nuestros deseos. La felicidad consiste en el amor humano Esto es porque en el fondo de nuestro corazón no queremos placer, sino amor. Amigos, una pareja, casarnos, tener hijos, una familia. Es evidente que los mejores momentos de nuestras vidas han sido aquellos que compartimos con nuestros seres queridos. En definitiva, para ser felices necesitamos alguien a quien amar. ¿O acaso hay algo mejor que estar enamorado? Depende. Podríamos amar a alguien, pero sin ser correspondidos. Eso no nos haría felices, sino bastante infelices. O podríamos amar a alguien y ser correspondidos, pero que ese alguien no nos hiciera bien, sino mal. Y aunque amáramos a alguien que nos hiciera bien y fuéramos correspondidos, siempre existiría la indeseada posibilidad de que algún mal, como una enfermedad o la muerte, arruinara ese amor o lo destruyera. El amor humano es lo más parecido a la felicidad y por eso es lo mejor que podemos encontrar en nuestra vida. Es un fin en sí mismo y lo deseamos más que al dinero, a los bienes materiales y al placer. Pero no es perfecto. Es algo muy bueno, pero no es absolutamente bueno. Y porque no es absolutamente bueno puede arruinarse o perderse 272

a causa de algún mal. Esto lo hace imperfecto y, por eso, tampoco nos satisface plenamente. Pero nuestro deseo de felicidad necesita un amor perfecto. O mejor dicho, un amante perfecto. Alguien a quien amemos y que nos ame, pero, además, que sea absolutamente bueno, es decir, que excluya todo mal que pueda arruinar o destruir el amor. Por eso, el amor humano no es la felicidad porque no es absolutamente bueno. El ingenuo, el desencantado y el esperanzado En síntesis, la felicidad no consiste ni en el dinero, ni en los bienes materiales, ni en el placer, ni en el amor humano porque, aunque estas cosas son buenas (algunas muy buenas) ninguna de ellas es lo suficientemente buena como para ser aquello que nuestro deseo de felicidad necesita para ser colmado: alguien que sea amable por sí mismo, absolutamente bueno, que nos satisfaga totalmente y cuyo amor nunca podamos perder. Pero entonces, ¿es posible ser feliz? Hay tres respuestas posibles a esta pregunta. La primera es la respuesta del ingenuo que piensa que la felicidad sí se encuentra en alguna de las cosas que descartamos. Si no la encontró aún es porque necesita más dinero, un auto mejor, unas vacaciones más placenteras o la pareja adecuada. Pasa toda su vida pensando que la roca de Sísifo alguna vez se quedará quieta en la cima, sin entender que siempre vuelve a caer rodando hasta al pie de la montaña. La segunda es la respuesta del desencantado que sí se dio cuenta de que ninguna de estas cosas da la felicidad y, por eso, no espera mucho de la vida y trata de reprimir el deseo mismo de felicidad y de conformarse con lo que tiene. Es una respuesta superior a la anterior y sería la mejor si el objeto de nuestro deseo de felicidad no existiera, pues entonces no tendría sentido buscarlo. Es la de aquel que se rinde y se sienta sobre la piedra preguntándose: «¿Para qué cargar con la roca hoy si mañana estará en el mismo lugar?». La tercera es la respuesta del esperanzado que piensa que no habríamos nacido con el deseo de felicidad si el objeto que satisface ese deseo no existiera. Porque para cada deseo del ser humano hay en el mundo un objeto que lo satisface plenamente. Tenemos hambre y existe la comida. Tenemos sed y existe la bebida. Tenemos deseos de tener amigos y una familia, y existen personas que pueden satisfacerlo. Si tenemos el deseo de felicidad, el deseo mismo puede tomarse como un indicio fuerte de que el objeto que lo satisface también existe. Si no lo encontramos en este mundo, no es porque nuestro deseo es vano, sino porque lo encontraremos en otro mundo. El deseo de felicidad que ni el dinero, ni los bienes materiales, ni los placeres, ni nuestros seres queridos pueden satisfacer totalmente, es el fundamento de la esperanza de que seremos felices plenamente después de la muerte en el encuentro eterno con nuestro amante perfecto que muchos llaman Dios. La felicidad consiste en Dios porque él es el único objeto que puede satisfacer nuestro deseo de felicidad, ya que es amable por sí mismo, absolutamente bueno, nos satisface totalmente y nunca podemos perder su amor. Solo él puede librarnos del agobiante yugo de la roca de Sísifo y hacernos verdaderamente felices. Si esto es así, las tres respuestas se reducen a dos opciones: o nacimos para ser felices o para fracasar. O estamos hechos para Dios o para buscar sin éxito la felicidad en las cosas del mundo. Por eso, para saber cuál de estas dos opciones 273

es la verdadera, tendríamos que darnos cuenta de que cuando nos preguntamos: ¿es posible ser feliz?, en realidad, estamos preguntándonos: ¿desearíamos ser felices si no fuera posible serlo? Bibliografía Boecio, La consolación de la filosofía, Aguilar, Buenos Aires 1955. Tomás de Aquino, Suma teológica, Editorial Católica de España, Madrid 1947, I-II, q. 1-5. C. S. Lewis, Mero cristianismo, Rialp, Madrid 2009, pp. 146-149.

Notas 1. Profesor y licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Argentina y doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Actualmente se desempeña como profesor de Antropología y Ética, y de Oratoria en la Universidad Austral y en la UCA y de Filosofía y Música en el Colegio Arrayanes.

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X PARTE DIOS Y EL HOMBRE

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54. IGNACIO SILVA1 ¿Las cuestiones religiosas han quedado superadas por la ciencia? l filósofo francés y padre de la sociología Auguste Comte (1798-1857) propuso en el siglo XIX que la historia de la humanidad avanza según una direccionalidad propia. En un comienzo habría existido una etapa teológica y religiosa, en la que los fenómenos naturales eran explicados por las acciones de deidades sobrenaturales. Esta etapa fue seguida por una fase metafísica, en la que se buscaba comprender a la naturaleza a través de razonamientos y conceptos abstractos, tales como los de la filosofía aristotélica de causas formales y finales. Por último, y de manera triunfante, surgió durante los siglos XVIII y XIX la ciencia positiva, en la que la naturaleza es comprendida siguiendo el método empírico que lleva al establecimiento de hechos y leyes. Existen, sin duda, muchas versiones de esta descripción de la evolución de la historia de la humanidad, en las que desde las ideas religiosas primitivas se llega, pasando por el pensamiento filosófico complejo, al despertar científico, opuesto a las ideas religiosas, que resuelve todas los problemas de la humanidad, si no hoy mismo, en un futuro prometido. ¿No parece, entonces, haber una relación directa entre el avance de la ciencia y la retirada de la religión? Sin embargo, un análisis serio de las relaciones e interacciones entre ciencia y religión, nos muestra una imagen completamente diversa de la de Comte. Ian Barbour por ejemplo, físico y teólogo americano, ofrece una tipología con cuatro posibles relaciones entre ciencia y religión: a) conflicto, donde se ubican el ateísmo y el literalismo bíblico; b) independencia, con el ejemplo paradigmático de los dos magisterios de Stephen J. Gould; c) diálogo, ejemplificado con la idea de cuestiones de frontera de Mariano Artigas; y d) integración, en la que se encuentran las teologías naturales y teologías de la naturaleza. Por otro lado, John H. Brooke, profesor emérito de Ciencia y Religión de la Universidad de Oxford, propone un análisis histórico de profundidad de las relaciones entre ciencia y religión, llegando a la afamada tesis de la complejidad, la cual sugiere que cualquier caracterización unívoca fracasa en describir correctamente el sinuoso camino histórico de las relaciones entre ciencia y religión, sea al decir que la única relación es de conflicto o de armonía. Por último, David Livingstone propone complicar las cosas en las discusiones contemporáneas, considerando no solo la diversidad de las ciencias y las religiones, sino también sus geografías, contextos políticos y sociales, e historias particulares. Comencemos, entonces, con las ideas de Ian Barbour, quien describe sus cuatro modelos de relación entre ciencia y religión, mostrando su preferencia por el de integración. El modelo de conflicto, explica Barbour, contrapone los descubrimientos y el avance científico con las proposiciones de la fe religiosa, asumiendo que no pueden ser puestas de acuerdo ni lograr ningún tipo de entendimiento, por lo cual es necesario tomar partido por una o por otra, intentando desterrar a la no elegida. Así, el «nuevo ateísmo», caraterizado paradigmáticamente por las figuras de Richard Dawkins, Daniel

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Dennett y Sam Harris, por ejemplo, afirma la victoria final de la ciencia sobre la religión, ya que esta no es más que superstición, que es (o será en un futuro próximo) relegada por la verdad objetiva y empírica de la ciencia. Por otro lado, los «fundamentalistas bíblicos», ejemplificados en la figura de Ken Ham, sostienen que la Sagrada Escritura debe ser leída literalmente, por lo que toda afirmación científica que se contraponga con el texto bíblico debe ser simplemente rechazada como falsa y proveniente del pecado del hombre. Quienes quizás hayan hecho más para promover el modelo del conflicto durante el siglo XX han sido dos pensadores del XIX–John Draper y Andrew Dixon White– con sus obras tituladas Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1875) e Historia de la contienda de la ciencia con la teología en el cristianismo (1896) respectivamente. El mayor problema, tal vez, con este modelo son las nociones ingenuas de ciencia y religión que se utilizan en los argumentos, descuidando las complejidades de las mismas. El segundo modelo es el de la independencia, el cual sugiere, según Barbour, que la ciencia y la religión pertenecen a dos esferas completamente ajenas la una a la otra, por la que no puede haber ningún tipo de interacción entre las mismas. Así, el paleontólogo Stephen J. Gould afirmó que tanto la ciencia como la religión poseen cada una un magisterio separado, en el que la ciencia habla de hechos y la religión de valores. El gran problema con este modelo es que ni la ciencia es ajena a los valores, ni la religión a los hechos, por lo que una posición de completa independencia parecería insostenible. El tercer modelo que propone Barbour es el del diálogo, ejemplificado en el mundo hispano-parlante por las ideas de Mariano Artigas, quien proponía, brevemente, que el diálogo entre ciencia y religión debía darse en lo que él llamaba las preguntas de frontera: la ciencia empírica asume que el hombre puede comprender a la naturaleza, que ella es inteligible, pero ¿por qué lo es? La ciencia busca las leyes de la naturaleza que regulan el comportamiento del universo, pero ¿de dónde provienen estas leyes de la naturaleza? Y, en última instancia, ¿por qué existe el universo mismo? Todas estas son preguntas que pueden surgir de la misma actividad científica, pero que requieren de la reflexión filosófica y teológica para ser respondidas plenamente. El último de los modelos de Barbour es el de la integración. Para esto propone, tres vías. Las dos primeras son la teología natural y la teología de la naturaleza. La primera, más clásica, parte de la naturaleza para llegar a la existencia de Dios y a sus atributos, mientras que la segunda realiza su reflexión acerca de la naturaleza desde el dato revelado en la Sagrada Escritura. Barbour termina sugiriendo su tercera, y preferida, alternativa en la que propone intentar lograr un discurso único en el que los descubrimientos científicos sean integrados en la narrativa teológica. Los cuatro modelos de Barbour ayudan a percibir que hay ciertamente más que una posibilidad de relación entre ciencia y religión, yendo más allá del conflicto y la superación. Sin embargo, una lectura un poco más detallada de la historia de las relaciones entre ambas, de la mano de John H. Brooke, muestra que es extremadamente difícil afirmar unívocamente un conjunto cerrado de relaciones entre ciencia y religión, ya que tales relaciones han sido extremadamente complejas. A este respecto Brooke dice: «El punto que debemos considerar es si es apropiado concentrarnos exclusivamente en el impacto de la ciencia en la religión. Los tratamientos estándar del tema suelen preocuparse con esta formulación, como si los flujos de relevancia e implicancia pudiesen fluir tan solo en una dirección. Pero si las creencias religiosas han ofrecido presupuestos,

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sanción, o aun motivación para la ciencia; si han regulado las discusiones de los métodos y jugado un rol selectivo en la evaluación de teorías rivales, se abre la posibilidad de una investigación de mayor alcance. Esto no es negar que los custodios de las religiones institucionalizadas hayan a menudo ofrecido sus mejores esfuerzos para censurar lo que ellos han percibido como conclusiones científicas perjudiciales. Si no que es sugerir que una imagen de conflicto perenne entre ciencia y religión es inapropiado en tanto que principio guía»2.

John Brooke enumera diversos tipos de relaciones de la religión con la ciencia, yendo desde la presuposición, la sanción, y la motivación, hasta la regulación y la selección. La historia de la ciencia, tal como Brooke la muestra, es rica en ejemplos de estas relaciones, en particular el siglo XVII, cuando nació lo que hoy conocemos como la ciencia moderna gracias a grandes pensadores como Galileo Galilei, Isaac Newton, René Descartes y Robert Boyle, quienes se nutrieron del pensamiento teológico de la época, dándole un rol clave, para crear la ciencia moderna. Por ejemplo, de la mano de su filosofía natural atómica, Newton, Boyle y Descartes vieron que sus propuestas científicas le devolvían a Dios su lugar propio en, así como su poder sobre la naturaleza, en el sentido de que Dios podría poseer un dominio real sobre el mundo natural. Al carecer de causas formales, los átomos no poseían poderes causales propios. Simplemente poseían movimiento, que tampoco les era propiamente suyo. Estos átomos, sin embargo, poseían un comportamiento regular: era posible describir sus movimientos con formulaciones matemáticas precisas, a las que Descartes llamó leyes de la naturaleza. Estas leyes eran impuestas por el más perfecto legislador: Dios mismo. Tanto era así, que muchos pensadores del siglo XVII exaltaron el poder y la voluntad divinos en, quizá, modos excesivos. Samuel Clarke, por ejemplo, filósofo inglés que adoptó las posiciones de Newton acerca de la naturaleza, ha expresado en su The evidences of natural and revealed religion de 1705 que «el curso de la naturaleza no puede ser otra cosa que la voluntad arbitraria y placer de Dios siendo ejercida y actuando en la materia continuamente»3. Y Descartes, en Francia, no dudó en afirmar que las leyes de la naturaleza eran dadas e impuestas por la voluntad divina, y que estas leyes matemáticas regulaban, describían y explicaban el comportamiento de las cosas materiales. El argumento de Brooke, en pocas palabras, afirma que la teología cristiana de la modernidad temprana ha desempeñado un papel singular tomando diferentes roles en el nacimiento y la formación de la nueva filosofía natural de la época, que dio lugar a lo que hoy en día llamamos ciencia moderna. Ha motivado, justificado, y aun ayudado a seleccionar diferentes modos de ver y estudiar el mundo natural, cuando Boyle, Descartes y Newton veían a su filosofía mecánica y atómica alinearse mejor con sus ideas acerca del poder y la voluntad de Dios. Con este y otros ejemplos, Brooke nos muestra que las relaciones entre ciencia y religión tal como se han dado en la historia son mucho más complejas e intrincadas que una mera armonía o un simple conflicto. Siguiendo en la misma línea argumentativa, pero refiriéndose al presente, David Livingstone enseña que es necesario complejizar los discursos contemporáneos sobre las relaciones entre ciencia y religión preguntado, sobre todo, de qué ciencia estamos hablando y de qué religión estamos hablando. Así, Livingstone sugiere localizar, pluralizar, hibridizar, y politizar las discusciones sobre tales relaciones, intentando 278

explicitar los contextos locales, políticos y sociales donde se dan, afirmando categóricamente que no existe tal cosa como una relación entre la ciencia y la religión, sino que lo que existe son diversas relaciones entre diversas ciencias y diversas religiones4. Claros ejemplos son cómo el darwinismo ha sido construido de diferentes maneras en múltiples contextos, significando cosas muy distintas en cada uno, o como el atomismo ha sido considerado como aliado del ateísmo o del teísmo más fuerte en diversas épocas del cristianismo europeo. ¿Es posible entonces, teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, afirmar que la ciencia ha superado las cuestiones religiosas, tal como lo hubiese querido Auguste Comte? Parece bastante claro que no, ya que la pregunta misma asume una postura acerca de las relaciones entre ciencia y religión que no es posible sostener: el modelo que Ian Barbour llama del conflicto, y que, tanto en la historia misma de la ciencia y sus relaciones con la religión, como en el presente de tales relaciones, no es verdadero. Es, simplemente, lo que los historiadores de la ciencia gustan llamar el «mito del conflicto», que, aunque es patente que no es más que un mito, sigue persistiendo en la cultura popular, y afirmado por corrientes, desinformadas historicamente hablando, de pensamiento ateo. En última instancia, lo que se puede afirmar es que las relaciones entre ciencia y religión han sido, son, y posiblemente serán, complejas de describir dados los múltiples niveles de interacción existentes entre las mismas. Para seguir leyendo I. Barbour, Religión y ciencia, Trotta, Madrid 2004. J. Brooke, Ciencia y religión: perspectivas históricas, Sal Terrae, Madrid 2016.

Notas 1. Profesor y Licenciado en Filosofía (Universidad Católica Argentina). Master en Ciencia y Religión y Doctor en Teología (University of Oxford). Investigador del Instituto de Filosofía (Universidad Austral, Argentina). 2. J. H. Brooke, Ciencia y religión: perspectivas históricas, Sal Terrae, Madrid 2016 p. 31. 3. S. Clarke, The evidences of natural and revealed religion (1705), prop. XIV. 4. Cfr. D. Livingstone, «Which science? Whose religion», en J. H. Brooke y R. Numbers (eds.), Science and religion around the world, Oxford University Press, Nueva York 2011, p. 279.

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55. MANUEL DE ELÍA1 ¿Por qué la religión es un fenómeno universal? ioran ha escrito: «Es posible que el hombre no tenga otra razón de ser que pensar en Dios». Una afirmación tan rotunda de un agnóstico señala que, tal vez, está perdiendo terreno la convicción de grandes franjas de la cultura, al menos la occidental, que considera irrelevante el problema Dios. El propósito concreto de estas líneas es mostrar un itinerario por el que Dios ha vuelto al pensamiento filosófico, a través de la antropología de las religiones. Podemos iniciar nuestro recorrido con Émil Durkheim (1858-1917), quien ha estudiado las religiones desde la sociología. Propone un modelo explicativo de su lugar en la vida de los hombres. No le interesa hablar de Dios, sino de esa vivencia que proyecta al hombre a un más allá. Lo religioso es una manifestación de la actividad humana y, por lo tanto, puede ser objeto de un estudio positivo. Durkheim dejará en claro que no atiende a conceptos como lo sobrenatural, el misterio o la divinidad porque exceden el orden de lo empírico. Todo estudio ha de detenerse en lo tangible. De los hechos observados, una cuidadosa criba rescata dos elementos: a) un sistema complejo de mitos, creencias y ritos, que se pueden estudiar y b) su dimensión y funcionalidad social, comunitaria. Atendiendo al desarrollo de las religiones propone de ellas una explicación evolutiva. Su forma arcaica se reconoce en el totemismo. La conciencia colectiva de la sociedad, que trasciende la conciencia del individuo, opera una divinización de la sociedad, en la construcción de un sistema de significados, el tótem, constructo social, que funciona como ordenador de la comunidad e instrumento de identidad. En esta forma primitiva, la actividad religiosa del hombre se estructura a partir de una fuerza anónima e impersonal que él llama «mana», fuerza totémica que es a la vez la fuerza del clan, anónima y religiosa, inmanente y trascendente. La religión será el dispositivo que permitirá administrar, gestionar, esa fuerza. Lo sagrado es entonces un constructo social, útil para el orden de la sociedad y la construcción de su identidad. La teoría de Durkheim tiene el valor de explicar los modos en que se manifiesta el fenómeno religioso, el despliegue evolutivo de muchas religiones, el carácter social de dichos comportamientos, la dimensión social de las religiones. Su límite será el espíritu positivista, que pierde dimensiones importantes del fenómeno. Los autores que tomarán este punto de partida para superarlo criticarán la reducción de la religión a fenómeno social, descuidando la atención a la experiencia de los individuos: criticarán la exclusiva atención del sociólogo a las estructuras, descuidando la manera en que las personas viven su dimensión religiosa. Es atendiendo a esta última dimensión, la experiencia, el camino que recorrerán autores que, proviniendo de la filología, de la antropología, de la historia de las religiones, se proponen entender qué lugar tienen Dios y las religiones en lo humano. Su atención se centrará en la experiencia religiosa de los individuos de los más variados pueblos.

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Se reconoce un papel fundante de este estudio a Rudolph Otto (1860-1937) y su obra, mil veces reeditada y aún actual, Lo sagrado (1917). En un ambiente académico donde un Dios invisible e intangible ha sido radiado de la filosofía y de la ciencia, protesta la marginación de una realidad que sigue teniendo una fuerte presencia en la vida de los hombres. Sobre todo, rechazará una explicación exclusivamente sociológica de la religión. Tomando como base la gnoseología kantiana, y en la estela de Schleiermacher, construye una reflexión según tres puntos: a) las ideas necesarias, fundamento racional del conocimiento (Dios, el alma, libertad), de corte kantiano; b) del respeto al misterio como misterio, que no ha de reducirse a racionalización; y c) de la necesidad del símbolo como modo de tomar contacto con lo divino. Partiendo de ahí, realiza una amplia encuesta a la vida religiosa de la humanidad, interrogando a poetas, héroes y profetas, desde la China a Grecia. Surge de su análisis una similitud de formas y una convergencia de elementos religiosos entre tradiciones sin filiación, que considera una prueba de las tendencias más profundas del alma humana. En la vivencia religiosa hay una verdadera experiencia de lo inefable y trascendente. La experiencia de lo sagrado, según Otto, no es reductible a otras dimensiones de la razón o el concepto, y permanece como inefable. Hay, dirá, una forma en la geografía del espíritu humano capaz de aprehender lo numinoso, lo sagrado, lo santo. El hombre va descubriendo en hechos, personas y acontecimientos el despliegue de algo trascendente que acompaña su existencia: lo numinoso. Una referencia trascendente que se manifiesta en la actividad del hombre de todos los tiempos y lugares. Y ese despliegue puede ser observado, estudiado, comprendido. Acaba de nacer la antropología religiosa, trascendiendo la mera sociología. Hay en el hombre una aptitud a captar significados trascendentes en la vida de todos los días, y en torno a ellos construir un universo de significados simbólicos que lo representan, lo recuerdan, lo operan. Esa aptitud, propondrá Otto, es una nunca antes postulada categoría a priori de la razón, capaz de captar lo numinoso. Se abre así un camino nuevo para la consideración de las religiones en la cultura, adquiere ahora, nuevamente, carta de ciudadanía la dimensión religiosa del hombre, que había quedado fuera del ámbito de los diálogos veritativos, reducida al sentimiento, a la opinión y a lo privado. Su propuesta es limitada, incompatible con toda metafísica, pero supuso abrir espacios de reflexión y estudio de una realidad que había sido descuidada si no marginada. Si la pregunta original de estas líneas era si era lógico, lícito, creer, se puede decir con Otto que pertenece a la identidad humana una dimensión que lo proyecta más allá de sí, hacia una trascendencia que se percibe como numinosa, y que se busca comprender. Más que lícito, creer aparece como una constante humana. Tras la segunda guerra mundial, en el clima de la desacralización del mundo y de la muerte de Dios, el trabajo de Otto abrirá camino a un nuevo espíritu antropológico donde despuntarán Georges Dumézil y Mircea Eliade. El trabajo de Dumézil es heredero de autores que sería engorroso explicar ahora, y retoma estudios de la filología, la mitología, la historia de las religiones y las culturas. A partir de allí, examinará las estructuras sociales y las correspondencias de vocabulario de 281

las diversas sociedades indoeuropeas. Saldrá de ese estudio un conjunto de palabras que designan el culto, el sacrificio, la pureza ritual, la exactitud de los ritos, la ofrenda hecha a los dioses y su aceptación por ellos, la protección divina, la prosperidad, la santidad… Un mundo de significados religiosos coherentes y convergentes muestra a Dumézil la comunión de concepciones que lo lleva al descubrimiento de conceptos religiosos idénticos, expresados en una lengua común; se encuentra frente al pensamiento indoeuropeo arcaico: los antiguos pueblos arios, iranios, celtas, italiotas, hablan su religión en una lengua común. Es así como da con lo que considera la clave de lectura de todos esos elementos, capaz de ponerlos en orden: una ideología tripartita que estructura las sociedades en torno a tres funciones vitales: lo sagrado, la fuerza, la fecundidad, representadas en el tejido social por los sacerdotes (y reyes), los soldados y los productores. Hará notar también que los dos últimos dependen del primero de esos grupos. Son las funciones de los dioses que se reflejan en la vida de la sociedad. Con el apoyo de abundante material previo (estudios filológicos, recolección de mitos, datos de ritos…) va comprobando que la arqueología del comportamiento religioso del hombre se torna más clara. Rompiendo las barreras del tiempo, proyecta este esquema tripartito sobre la prehistoria, método que llamará debidamente comparación genética, y que le permitirá fundamentar su hipótesis. La pervivencia de la comunidad gira en torno a las funciones de tres estamentos claros, sacerdotes, guerreros y productores. La dimensión religiosa no es un agregado cultural foráneo, sino una presencia universal y homogénea a lo largo y ancho del mundo y la historia: ha descubierto una dimensión profundamente arraigada en el hombre desde su origen, ha descubierto al homo religiosus. La comparación genética ofrecerá un nuevo descubrimiento: la dimensión religiosa de los pueblos no se despliega en torno al mana, sino al logos. Lo divino no es vivido como una fuerza irracional, sino, por el contrario, puede entenderse como una fuente de sentido que el hombre puede leer. Las religiones, a su vez, no son un agregado de mitos y ritos inconexos, sino que poseen una racionalidad innegable, son sistemas coherentes que no se explican si no es por referencia a la creatividad del espíritu humano y del hombre religioso, observador del universo, hermeneuta del cosmos y creador de la cultura. Después de Dumézil, su amigo y colega Mircea Eliade, retomará el método de la comparación genética para aplicarlo también a las culturas más antiguas, en particular las que no cuentan con escritura. Prestará especial atención a las hierofanías, elementos o fenómenos naturales en los que las culturas han visto manifestaciones de lo Otro (el sol, la tormenta, el árbol, la roca, la lluvia…), y se centrará en el estudio del comportamiento, el pensamiento y la lógica simbólica del universo mental del homo religiosus. Escrutando las formas históricas del comportamiento del hombre, trata de sacar a la luz el aspecto simbólico y espiritual de los fenómenos considerados como experiencias del ser humano en sus tentativas de trascender su condición y tomar contacto con la Realidad última. El hombre religioso asume un modo específico de existencia en el mundo, lo que lleva a Eliade a definir al homo religiosus como alguien que «cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo pero que 282

se manifiesta en él y por ello lo santifica y lo hace real». Así, el homo religiosus se define por una experiencia sui generis, la experiencia religiosa. El rico dosier que elabora Eliade de su presencia en las culturas de todos los tiempos le permite descubrir que cada pueblo expresará su práctica religiosa de modo distinto: la historia y la geografía estarán fuertemente implicadas en ellas, dando a la religión una multiplicidad de rostros, que señalarán una sinfonía de perspectivas armónica y variada. Continuidad y novedad son palabras que se pueden vincular a este fenómeno: junto con elementos comunes, cada cultura asociará su existencia con un universo simbólico propio, que aún mantendrá fuertes analogías con otros. Pero para todas las culturas quedará identificada la dimensión religiosa como algo connatural, y no ya un estadio que ha de abandonarse una vez que se ha superado la ignorancia con la ciencia: todas las culturas de todos los tiempos han mostrado una tensión hacia algo que las trasciende, hacia una Realidad absoluta que les da sentido y enriquece su vida y su autoconocimiento. Eliade dará un tratamiento especial a las grandes religiones monoteístas, en las que la experiencia religiosa se presenta de un modo único. Se trata en este caso de una fe que coloca al creyente frente a un Dios personal que interviene en su vida y en la historia, lo que no sucede en la experiencia de un budista o de un hindú. De modo particular, señala la originalidad de la religión mosaica, que presenta un Dios trascendente y cercano, que se ha elegido un pueblo, con el que sella una alianza y exige una fe monoteísta que deje fuera de su vida otras deidades. El Señor del cosmos y de la historia ofrecerá al homo religiosus de esta tradición una concepción lineal de la historia, abierta a la libertad del hombre y de Dios. Máxima hierofanía, en su novedad y riqueza, es la vivencia cristiana de un Dios hecho hombre, la Encarnación del hijo de Dios, Jesucristo. Aquí la hierofanía se convierte en verdadera teofanía. Al señalar los elementos constitutivos de ese culto, hará notar las importantes rupturas que tiene el cristianismo con las religiones de la historia. El itinerario podría enriquecerse con un número consistente de estudiosos, pero baste este punteo, adecuado a la extensión de lo que se requiere. Se ha querido mostrar cómo al poner sobre el hombre una atención sin prejuicios, se puede dar con elementos que afirman su tensión al absoluto, su necesidad de entender su condición de existente problemático, su necesidad de creer, para entender su compleja realidad. No solo necesitará creer, sino que es impelido a ponerse en contacto con esa realidad a través de un complejo aparato simbólico que desafía la creatividad y la riqueza estética de cada cultura. El comportamiento del hombre dice que su corazón pide fundamento y sentido, que algo dentro de él tiende hacia un absoluto que se le esconde, y que tiene necesidad de hacer cercano a través de un mundo simbólico que le permita superar los límites de los sentidos. No parece casualidad que muchas veces se hayan establecido paralelismos entre la poesía y la teología, caminos distintos hacia una belleza inefable. El homo religiosus se nos manifiesta en toda su riqueza y su pobreza cuando vemos a través de los tiempos y espacios el relato de su experiencia interior.

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Para seguir leyendo J. Ries, Tratado de antropología de lo sagrado, vol. 1: Los orígenes del homo religiosus, Trotta, Madrid 2001. De particular interés es la Primera parte. —, Lo sagrado en la historia de las religiones, Encuentro, Madrid 1989. J. Daniélou, Dios y nosotros, Cristiandad, Madrid 2006. En particular los capítulos: «El Dios de las religiones» y «El Dios de los místicos».

Notas 1. Profesor de la Universidad Austral, donde dicta materias en las facultades de Comunicación y Psicología y es capellán de la Escuela de Negocios (IAE), donde también ha dado clases. Ingeniero civil por la Universidad de Buenos Aires. Licenciado en Filosofía y doctor en Teología por la Università della Santa Croce.

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56. PAOLA DELBOSCO1 Las religiones frente a frente: ¿tienen todas el mismo valor? El derecho a la libertad religiosa uestro tiempo está caracterizado por el continuo encuentro entre culturas distintas, cada una con sus hábitos, sus prioridades, y sus creencias. Hoy es mucho más frecuente que convivan en un mismo lugar personas y grupos de tradiciones heterogéneas, y es por eso indispensable la reflexión sobre el fenómeno religioso y sobre el derecho a la libertad de conciencia con sus implicaciones prácticas. Este tema aparece mencionado explícitamente en la declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos del 10 de diciembre 1948:

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«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia»2.

Es relevante la fecha, dado que el mundo se encontraba en una penosa reconstrucción material y espiritual, después de seis años de guerra, que habían dejado como saldo a cerca de setenta millones de muertos, además de graves divisiones geográficas y políticas. Aunque el tema religioso no había sido el detonante del conflicto mundial, las diferencias entre cristianos, judíos y ateos habían incitado la hostilidad, siendo la diferencia religiosa una síntesis simbólica de otras insalvables diferencias. Sin embargo, a pesar de la contundencia del artículo 18, no han acabado los conflictos originados por la pertenencia a diferentes religiones, sino que, en su versión politizada, constituyen todavía el mayor detonante de toda hostilidad. Algunos proponen, como una solución posible a este problema, la limitación de las manifestaciones religiosas al ámbito privado, frenando así la visibilidad de las identidades religiosas y toda forma de culto público. Es claro que esta aparente solución vulnera el derecho reconocido por el artículo 18 mencionado. Por otra parte, como bien señala Martha Nussbaum en sus estudios sobre libertad religiosa y tolerancia, el laicismo que se halla latente en estas prohibiciones también es una forma de creencia, que se encontraría beneficiada en el ámbito público en desmedro de otras creencias3. Las razones de la religiosidad El fenómeno religioso está ligado a la existencia humana de manera evidente. Quienes estudian las civilizaciones primitivas encuentran, invariablemente, algún vestigio de culto, ni bien los asentamientos pueden ser atribuidos a formas de vida ya humana, lo que implica que son simultáneas a la hominización las creencias en lo sobrenatural, generalmente ligadas a la honra a los muertos. En palabras del neurólogo Michael Gazzaniga: 285

«Las creencias religiosas no son algo nuevo. Desde que los seres humanos vagan por la Tierra se han formado creencias acerca del mundo y de la otra vida»4.

Cuando la ciencia empírica hizo su aparición, revolucionó no solo el mundo de las teorías científicas, sino también el de las explicaciones existenciales, llevando el método científico a todos los ámbitos de la vida humana, incluyendo aquellos aspectos de la existencia de la humanidad que no parecían poderse someter a preguntas de tipo científico. Temas como el origen del universo, el origen de la humanidad, el fundamento de la ética, la vida después de la muerte, el sentido de la vida, parecían poder encontrar respuestas en la evolución de la materia, en la herencia genética, en el funcionamiento del cerebro y en las necesidades sociales. Los ilustrados tenían la certeza de que las creencias religiosas iban a ir desapareciendo cuanto más se propagaran las explicaciones científicas, quedando solo como vestigio de formas más inmaduras del pensamiento humano, destinadas, por ende, a ser superadas. Parecía inevitable que la ciencia como modelo de pensamiento eliminara, con el tiempo, toda referencia a lo sobrenatural. Sin embargo, nos encontramos hoy con una gran vitalidad espiritual y religiosa, aunque asistimos al desmoronamiento de la homogeneidad religiosa de los pueblos, donde conviven hoy –más o menos pacíficamente– creencias religiosas diversas. Esta persistencia de lo religioso en el mundo es puesta en evidencia por la encuesta de World Value Survey, junto con Voices! Señala Marita Carballo5: «Distintas investigaciones de organismos como el World Values Survey o la última encuesta internacional de WIN/Voices!, realizada en 68 países de todas las regiones del mundo, ratifican la importancia de la religión a nivel mundial»6.

Esta evidencia nos obliga a repensar la religión como experiencia humana en modo alternativo al de una forma primitiva de explicación de la realidad. Algunos pensadores ateos o agnósticos de nuestro tiempo atribuyen a la fe religiosa una función importante para ofrecer una explicación del origen de la realidad o de su sentido, o para dar un fundamento firme a las leyes y principios que regulan la vida social, permitiendo así la supervivencia de los seres humanos. En el primer caso, según el neurólogo Michael Gazzaniga las creencias religiosas serían una necesidad innata del cerebro humano en su intento de dar una explicación coherente a la diversidad de las experiencias, análogamente a la función unificadora del hemisferio izquierdo del cerebro que, más allá de las numerosísimas operaciones distintas, permite la conciencia del propio yo: «El cerebro no es una estructura unificada; se compone de varios módulos que hacen sus cálculos por separado, en las llamadas redes neuronales. […] Pero, aunque nuestro cerebro lleva a cabo todas esas funciones en un sistema modular, no nos sentimos como un millón de pequeños robots que realizan actividades inconexas. Nos sentimos como un yo coherente con intenciones y razones que explican lo que concebimos como acciones unificadas»7.

Esta función cerebral que produce la unidad del yo a través de la multiplicidad de las operaciones neuronales es análoga a la función del hemisferio izquierdo que, según 286

Gazzaniga, enlaza según cadenas lógicas la multiplicidad de datos empíricos internos y externos: «[E]l hemisferio izquierdo interpreta de forma lógica los datos entrantes, el cerebro posee una zona especial que interpreta los datos que recibimos en cada momento y elabora con ellos un relato continuo de nuestra propia imagen y nuestras creencias. […] [B]usca explicaciones para los acontecimientos internos y externos y amplía los hechos reales que experimentamos con el fin de comprender, o interpretar, los acontecimientos de la vida»8.

Para el agnóstico Gazzaniga, entonces, la experiencia religiosa tiene su raíz en una función del cerebro, y es, por así decirlo, innata, así como son innatos, siempre según este autor, los razonamientos éticos. Otra explicación funcional de la religiosidad, esta vez como salvaguarda de la cohesión social, es la que propone, a pesar de su fundamental reduccionismo, el biólogo francés Jacques Monod, premio Nobel 1965: «Esta evolución debía no solo facilitar la aceptación de la ley tribal, sino crear la necesidad de la explicación mítica que la cimenta, confiriéndole soberanía. Nosotros somos los descendientes de esos hombres. Es de ellos que hemos heredado la exigencia de una explicación, la angustia que nos constriñe a buscar el sentido de la existencia. Angustia creadora de todos los mitos, de todas las religiones, de todas las filosofías y de la ciencia misma»9.

Estas fuertes afirmaciones marcarían como genéticamente necesaria la búsqueda de explicación de lo primero y de lo último, lo que en general motiva tanto la religión como la filosofía, y tan fuerte es esa necesidad que su incumplimiento deriva en angustia. No importa que el autor no comparta la vivencia religiosa. Es que él tampoco puede sustraerse a la humana inclinación a buscar el fundamento: «Que esta imperiosa necesidad sea innata, inscrita de algún modo en el código genético, que se desarrolle espontáneamente, no lo dudo de mi parte»10. Para completar estas consideraciones acerca de las creencias religiosas y su persistir en nuestro mundo moderno, resultan particularmente sugestivas las palabras de Stephen Hawking, el astrofísico mundialmente conocido tanto por su pensamiento audaz como por su fortaleza frente a la discapacidad que lo afectaba: «Por otra parte, si el universo se está expandiendo, podrían existir razones de carácter físico que expliquen la necesidad de su inicio. Sería ciertamente posible seguir creyendo que Dios haya creado el universo en el instante del big bang. […] En otros términos, el hecho de que el universo esté en expansión no excluye la hipótesis de la existencia de un creador, pero pone precisos límites temporales a su obrar»11.

Encontramos aquí, en el más alto nivel del pensamiento humano, un aval a dar una respuesta compatible con la creencia en un Dios creador para explicar la singularidad del big bang, a pesar de que el autor no la comparta. Se trataría entonces de una cabal rehabilitación de lo religioso en estos tiempos, una rehabilitación que es, además, en cierto sentido externa a la fe. Actitudes frente a las religiones En un estudio sistemático sobre religiones comparadas se puede llegar a la conclusión de que, a pesar de la innata inclinación religiosa, que impulsa al ser humano a ir más allá 287

de su finitud, las formas en que se concreta ese impulso son muy variadas, y algunas resultan más compatibles con la complejidad humana, tanto en el individuo como en su interconexión social. Por esta razón, diremos sucintamente que desde el animismo al personalismo puede verse en las creencias una paulatina superación de lo meramente geográfico o cultural, en una elevación cada vez más universal. Sin embargo, cada creyente sincero, cuando toma sus creencias en serio, como guía de su conducta y fuente de esperanza para la vida más allá de la muerte, no duda de que su religión sea la verdadera. No podría ser de otra manera. Frente a la evidencia de que las personas creen de distinta manera, se abren camino cuatro actitudes fundamentales, alternativas entre sí: exclusivismo, inclusivismo, pluralismo y pluralidad. 1. El exclusivismo. Esta postura se caracteriza no tanto por creer que la propia religión es la única verdadera, sino por considerar a los que no creen en ella como infieles que deben ser o convertidos o tratados como inferiores o eliminados. Es lamentable ver como en cada una de las grandes religiones encontramos ejemplos de esta actitud, tanto en el pasado como en el presente. El exclusivismo marca los privilegios para el credo dominante y no permite el acceso pleno a los derechos de los demás ciudadanos. Es evidente el daño en el tejido social. 2. El inclusivismo. Nos encontramos aquí con una posición que está motivada por el deseo de mantener la certeza en la verdad de la propia creencia, pero a la vez no dejar afuera a todos los que pertenecen a otra religión. El inclusivismo considera que, en realidad, aún el no creyente, sin saberlo, está incluido en la única fe verdadera, solo que de una manera todavía imperfecta. La ventaja de esta postura es que, por lo menos en las intenciones, no hay rechazo de los demás ni privilegios para los ortodoxos, pero no se puede evitar que haya ofensa –preterintencional– hacia las otras religiones. 3. El pluralismo. En la postura del pluralismo se acepta la evidencia de que, por sus limitaciones, ningún ser humano alcanza plenamente la verdad, por lo tanto, todas las formas religiosas son solo parcialmente verdaderas, y de esta manera todas, como sincera búsqueda de Dios, son igualmente válidas. Dios juzgará a cada uno no según la verdad, sino según la conciencia subjetiva. En el actual mundo globalizado es esta probablemente la postura más frecuente, y quizás la más amigable con el deseo de extender a todos los beneficios de la experiencia religiosa, sin imposiciones de creencias foráneas. Sin embargo, no es posible liberar este modo de pensar del implícito relativismo, que ofrece una ventaja de corto alcance. Si no hay verdad o, mejor dicho, si no podemos alcanzar nada de la verdad, no tenemos defensa frente a la prepotencia y la injusticia, y así nada verdaderamente valioso puede construirse entre los seres humanos. La humildad frente a la verdad no significa renunciar a buscarla y a compartirla. 4. La pluralidad religiosa. Con esta expresión se hace referencia a la posición que admite o más bien describe las variadas experiencias religiosas de los seres humanos. Sin embargo, a diferencia de los idiomas que son todos manifestaciones históricogeográficas del lenguaje, entendido como la capacidad humana de comunicación, y por 288

lo tanto de igual valor, la pluralidad religiosa no implicaría el igual valor de cada forma religiosa. Hablar de pluralidad, más que de pluralismo, permite distinguir aspectos específicos de cada religión y valorarlos a la luz de las necesidades humanas más profundas. Se entiende así que tiene más valor el compromiso personal frente a la fe que la simple religiosidad ritualista; que la búsqueda de interioridad es el camino más eficaz para la conexión armoniosa de cada uno consigo mismo; finalmente, que la fe entendida como respuesta a un Dios que nos llama personalmente por amor, y nos propone salir de nosotros mismos para amar a los demás, nos abre el corazón para la construcción de un mundo más justo para todos. En este contexto, cada tradición religiosa puede tener algo que decir, pero el destino de los aspectos verdaderos no es la absorción de una religión por otra, sino la purificación de la experiencia de Dios en una respuesta más atenta a su voluntad para con nosotros y para con los demás seres humanos. Para profundizar D. Lévinas, Difícil libertad, Lilmod, Buenos Aires 2004. M. Nussbaum, La nueva intolerancia religiosa, Paidós, Buenos Aires 2013. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005.

Notas 1. Doctora en Filosofía por la facultad de Filosofía y Letras (Università degli Studi «La Sapienza» di Roma). Actualmente es profesora Adjunta Ordinaria en la Cátedra de Historia de la Filosofía Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la U.C.A. y profesora contratada en el Instituto de Altos Estudios Empresariales (Universidad Austral), donde es miembro del grupo de investigación Empresa-Sociedad-Economía desde 1998. 2. Art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 3. M. Nussbaum: La nueva Intolerancia religiosa, Paidós, Barcelona 2013, cap. 4. 4. M. Gazzaniga: El cerebro ético, Paidós, Barcelona 2006 (1ª ed. en inglés 2005), p. 157. 5. Socióloga, presidenta de la consultora Voices! y vicepresidenta de World Value Survey. 6. La Nación 21/7/17. 7. M. Gazzaniga: El cerebro ético, cit. p. 153. 8. Ibídem, p. 155. 9 . J. Monod, El azar y la necesidad, Hyspamérica, Buenos Aires 1985 (1ª ed. en francés 1970), p. 158. 10. Ibídem, 158 11. S. Hawking, La teoría del todo, Rizzoli, Milán 2003 (1ª ed. en inglés 2002), p. 26.

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57. F. J. CONTRERAS1 ¿En qué sentido hablamos de tolerancia religiosa? l sentido originario de la palabra latina tolerantia, en la Antigüedad, era similar al de «resignación»: «tolerar» era aceptar con entereza sufrimientos y males inevitables. En la Europa de los siglos XVI y XVII, tolerantia llegó a significar la aceptación de la existencia de creencias e ideas ajenas a las tenidas oficialmente por verdaderas en determinado país. Es decir, se sigue considerando que lo ideal es la homogeneidad ideológica (especialmente, en el terreno religioso) de la sociedad, pero se asume con resignación la persistencia de minorías disidentes irreductibles. Se renuncia al uso de la coacción contra ellas. Las ideas que más importaban en la época eran las religiosas: la génesis del concepto de tolerancia se confunde, pues, con el proceso en virtud del cual llegó a aceptarse la heterogeneidad confesional de las sociedades. La cuestión de la tolerancia se planteó con especial dramatismo en el siglo XVI a causa de la escisión de la Europa cristiana producida por la Reforma protestante a partir de 1517. Pero, desde sus orígenes, el pensamiento cristiano había debido afrontar el problema de la herejía: ¿cómo tratar al que se aparta de la verdad? El cristianismo había pedido tolerancia –frente a las persecuciones de los emperadores romanos– en sus tres primeros siglos: el filósofo cristiano Tertuliano (s. III) había escrito: «… por ley natural, cada uno es libre de adorar al dios que quiera [o a ninguno], pues la religión de cada uno no perjudica a nadie más que a él»; y el también cristiano Lactancio (s. IV): «… debe defenderse la religión, no dando la muerte, sino muriendo». El establecimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio –a finales del siglo IV– marca un giro decisivo, dando paso a una simbiosis cada vez mayor entre poder espiritual y poder temporal, e introduciendo la tentación del recurso a este último para la represión de la herejía. San Agustín (354-430) vive justamente ese momento, y su obra se muestra reveladoramente ambigua en lo relativo a la libertad religiosa: de un lado, reconoce que creer no depende de la voluntad (credere non potest homo nisi volens) y por tanto, nadie es culpable de no creer lo correcto; sin embargo, san Agustín pidió a las autoridades civiles que combatieran la herejía donatista e interpretó en clave intolerante la expresión compelle intrare («obligar a entrar») de la parábola de los invitados (Lc 14, 23: «Ve a los caminos e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa»)2: los extraviados pueden ser obligados a aceptar la verdad, por su propio bien. La Reforma protestante y la consiguiente división de la cristiandad inauguraron un periodo de máxima intolerancia, con guerras de religión y persecuciones recíprocas de católicos y protestantes. Algunos principios de la Reforma (la negación de la Tradición como fuente de autoridad, el libre examen de las Escrituras, etc.) parecerían, en abstracto, proclives a una organización religiosa tolerante, en la que grupos que interpretan el texto sagrado en forma diferente se respeten mutuamente. Y, de hecho, Lutero llegó a escribir en Sobre la autoridad secular (1523): «La herejía es algo

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espiritual: no se la puede combatir con hierro ni quemar con fuego». Sin embargo, la conciencia de que la Reforma solo podría sobrevivir si era defendida militarmente por los príncipes alemanes condujo pronto a un modelo de «iglesias territoriales [Landeskirchen]» en las que la colusión del poder temporal y el espiritual era casi total3: los principados ganados por la Reforma fueron, pues, Estados confesionales en los que se discriminó o persiguió a los no luteranos, fueran católicos o anabaptistas. En los países católicos también se erradicaban violentamente los ocasionales brotes protestantes: por ejemplo, los autos de fe de Sevilla y Valladolid contra grupos sospechosos de luteranismo (1559-1562). En la Europa central ensangrentada por las guerras de religión del siglo XVI van a surgir también los primeros alegatos a favor de la tolerancia. Así, ya en 1524, el anabaptista suizo Balthasar Hubmaier (1480-1528) –adversario de Zwinglio– publica De los herejes y quienes los queman [Von Ketzern und ihren Verbrennern], que contiene una reivindicación de la tolerancia que apela a argumentos evangélicos: «Hay que convencer a los herejes con el conocimiento sagrado, no de forma violenta. […] Los inquisidores son los mayores herejes ya que, contra la doctrina y el ejemplo de Cristo, condenan a los herejes al fuego y arrancan el trigo con la cizaña antes del tiempo de la cosecha». Y en 1554 es publicada en Basilea –firmada por un tal Martin Bellius, pseudónimo tras el que se ocultaba Sebastián Castellión (1515-1563)– la obra De haereticis, an sint persequendi [Sobre si hay que perseguir a los herejes]. Es una respuesta a la ejecución de Miguel Servet, que había tenido lugar el año anterior4. Y contiene una pequeña summa de argumentos a favor de la tolerancia: el concepto «herejía» solo aparece una vez en las Escrituras, tratado en términos que no justifican en absoluto la represión violenta («al hereje, después de una y otra amonestación, evítalo, considerando que está pervertido»: Tt. 3, 10-11). Con el recurso a la coacción, añade Castellión, no se consigue la conversión real del hereje, sino solo su adhesión simulada: se le obliga, pues, a incurrir en pecado de hipocresía religiosa, y es imposible que Dios desee tales conversiones falsas; en realidad, la fe es de suyo incoercible, y la conciencia subjetiva no puede ser violentada. Además, los hoy perseguidos aspirarán a vengarse en cuanto tengan ocasión: la persecución engendra así una espiral interminable de acciónreacción. La guerra religiosa intermitente entre católicos y protestantes en Centroeuropa fue detenida mediante la paz de Augsburgo (1555), que conseguirá pacificar la región hasta la guerra de los Treinta Años (1618-1648). La paz de Augsburgo se basó en el principio cuis regio, eius religio: los súbditos de cada principado alemán quedan obligados a profesar la confesión (católica o luterana: los anabaptistas quedan excluidos) que escoja su señor. El tratado comporta, pues, una primera fórmula, aún muy tosca, de tolerancia: cada bando renuncia a la aniquilación del adversario, y se reconoce la libertad religiosa… solo a los príncipes, en tanto que se niega la de los súbditos, que tendrán que seguir la elección del soberano. El epicentro de las guerras de religión se trasladó entonces a Francia, donde los principios de la Reforma habían sido adoptados por una importante minoría hugonote, 291

enfrentada a la mayoría católica en guerra civil (con episodios tristemente célebres, como la Noche de San Bartolomé de 1572). Pronto se elevarán también aquí voces en favor de la tolerancia. Algunas utilizan argumentos religiosos: así, Michel de L’Hospital (1506-1573), canciller de Francia entre 1560 y 1568 y vinculado al humanismo erasmista, dirá a los Estados Generales reunidos en Orleans en 1560: «Si son cristianos quienes quieren implantar la religión con espadas y pistolas, actúan contra su vocación, que es sufrir la violencia y no cometerla. […] La causa de Dios no quiere ser defendida por las armas: Mitte gladium tuum in vaginam. Nuestra religión no empezó por medio de las armas ni se mantuvo ni conservó por las armas»5.

El canciller L’Hospital se distinguirá también por encabezar el llamado partido de los politiques: una facción transversal, que agrupa a católicos y protestantes escandalizados por la guerra de religión, y que, de manera novedosa, apela, no solo a argumentos bíblicos, sino también a razones pragmático-políticas: la discordia religiosa pone en peligro a la sociedad6; el Estado debe, pues, garantizar la libertad confesional para asegurar su propia supervivencia: «… lo que importa [al Estado] no es qué religión sea la verdadera, sino cómo puedan los hombres convivir pacíficamente». Ya en 1561 había dicho L’Hospital a la asamblea de los Estados Generales: «El rey no desea que entréis en discusiones [teológicas] sobre qué postura es la mejor, porque el problema aquí no es de constituenda religione, sino de constituenda republica. […] Pues ni siquiera un excomulgado deja de ser ciudadano»7. Esta visión politique, que apunta ya en la dirección de la neutralidad confesional del Estado, contará entre sus promotores con teóricos de la talla de Juan Bodino, autor del Colloquium heptaplomeres (escrito hacia 1590 y distribuido clandestinamente, no publicado hasta 1841), en el que siete personajes de diferente convicción religiosa discuten, concluyendo que sus diferencias teológicas son insuperables, pero que ello no debe obstar a la paz civil. A lo largo del siglo XVII irán surgiendo otras obras importantes sobre la tolerancia religiosa: por ejemplo, The bloody tenent of persecution for cause of conscience (1642), de Roger Williams (fundador de Providence, después Rhode Island, la primera colonia norteamericana en la que imperó una libertad religiosa casi completa), o el Tratado teológico-político (1670) de Baruch Spinoza. Pero la más influyente de ellas llegará a finales del siglo: la Carta sobre la tolerancia de John Locke (1689). Inglaterra había sufrido en el siglo XVII una serie de conflictos constitucionales que en parte habían sido también religiosos: la guerra civil de 1642-1645; la ejecución del rey Carlos I (1649) y el periodo republicano (en realidad, dictadura de Cromwell) de 1649-1660; la Revolución Gloriosa (1688) que acaba con la monarquía absoluta (pero también con el intento de Jacobo II, convertido al catolicismo, de implantar una verdadera igualdad de derechos entre la mayoría anglicana y las minorías dissenters católica y puritana-ultraprotestante). El Bill of Rights de 1689 sienta las bases del sistema de monarquía parlamentaria que evolucionará hacia la democracia liberal. Ese sistema incluye la libertad religiosa, aunque con serias discriminaciones (hasta 1829, en el caso de los católicos) para los no anglicanos. Locke teoriza en Carta sobre la tolerancia ese sistema de libertad religiosa con ciertas restricciones. 292

Locke afirma –haciéndose eco de lo que antes habían dicho Hubmaier o Castellion– que la persecución religiosa es incompatible con la mansedumbre cristiana: «Si desearan sinceramente el bien de las almas, seguirían el ejemplo de ese Príncipe de la Paz que envió a sus soldados a someter a las naciones […] armados, no con espadas, sino con el Evangelio de la paz y con la santidad ejemplar de su conversación»8. Pero Locke sostiene también que la salvación del alma es una empresa que incumbe exclusivamente a cada individuo, y que el Estado no puede en modo alguno colaborar a ello, especialmente si el instrumento utilizado es la coacción9. Los fines legítimos del Estado –como había argumentado Locke en su Tratado sobre el gobierno civil– son la preservación de la paz social y la garantía de los derechos individuales (la vida, la libertad, la propiedad): «El Estado es una sociedad de hombres constituida solamente para procurar [...] sus propios intereses de índole civil. […] El magistrado se encuentra armado con la fuerza y el apoyo de todos sus súbditos a fin de castigar a aquellos que violan los derechos de los demás. […]. [Su jurisdicción] no puede ni debe extenderse hasta la salvación de las almas»10. No compete al gobernante civil, pues, la tutela de la verdad religiosa o la inculcación de la fe. Pues nada garantiza que los gobernantes sean más lúcidos en materia religiosa que los propios súbditos: «Ni el derecho ni el arte de gobernar llevan necesariamente consigo el conocimiento cierto de otras cosas y, mucho menos, de la verdadera religión. Si ello fuera así, ¿cómo podría ocurrir que los señores de la tierra difieran tan ampliamente entre sí en los asuntos religiosos?»11. La propia discrepancia religiosa entre los gobernantes del mundo demuestra que no son infalibles en asuntos de fe: la mayoría de ellos se equivoca, dado que sus opciones confesionales son variadas, y la verdad solo puede ser una. Pero, incluso si el gobernante resultase poseer la verdad religiosa, sería improcedente que la impusiese coactivamente a los ciudadanos. Pues dicha imposición es –como había dicho el siglo anterior Castellión– de suyo imposible: «El cuidado de las almas no puede pertenecer al magistrado civil, porque su poder consiste solamente en una fuerza exterior, en tanto que la religión verdadera y salvadora consiste en la persuasión interna de la mente, sin la cual nada puede ser aceptable a Dios. Y tal es la naturaleza del entendimiento, que no puede ser obligado a creer algo por una fuerza exterior»12. La coacción estatal solo podrá conseguir la simulación externa de la conversión, no la convicción sincera en que consiste la fe: «Solamente la luz y la evidencia pueden operar un cambio en la opinión de los hombres; dicha luz no puede de ninguna manera proceder de los sufrimientos corporales ni de ningún otro castigo exterior»13. Locke, sin embargo, se las ingenia para exceptuar a los católicos y a los ateos de ese régimen general de libertad religiosa. Respecto de los primeros, arguye que no reconocen la autonomía del poder temporal, ya que el papa se atribuye la facultad de excomulgar príncipes y desligar a sus súbditos del deber de obediencia. También atribuye –sin fundamento– a la Iglesia católica la supuesta enseñanza de que «los hombres no están obligados a cumplir las promesas hechas a infieles»; más fundado es el argumento de que en los países católicos (con la excepción de Francia durante la 293

vigencia del Edicto de Nantes, 1598-1685) imperaba una unidad confesional estricta y no se tenía ninguna tolerancia hacia el protestantismo. Los argumentos usados por Locke contra la tolerabilidad del catolicismo recuerdan a los que hoy día son empleados por algunos contra la admisibilidad del islam en sociedades democráticas (por cierto, el propio Locke usa la comparación, arguyendo que, así como los mahometanos están obligados a obedecer al califa, así los católicos están obligados a un príncipe extranjero, el papa, lo cual socava los fundamentos del orden civil)14. En cuanto a los ateos, Locke los excluye de la tolerancia porque los considera amorales e incapaces de sujetarse fiablemente mediante pactos: «Las promesas, convenios y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener poder sobre un ateo. Prescindir de Dios, aunque solo sea en el pensamiento, disuelve todo»15. Para seguir leyendo F. J. Contreras, «La tolerancia religiosa como origen de los derechos humanos», en F. J. Contreras (ed.), El sentido de la libertad. Historia y vigencia de la idea de ley natural, Stella Maris, Barcelona 2014. I. Fetscher, La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia, Gedisa, Barcelona 1990. G. Jellinek, La declaración de derechos del hombre y del ciudadano, Comares, Granada 2009 [1895]. H. Kamen, Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, Alianza, Madrid 1987. J. Locke, Carta sobre la tolerancia, ed. de Pedro Bravo, Tecnos, Madrid 1985 [1689]. G. Peces-Barba y L. Prieto, «La filosofía de la tolerancia», en G. Peces-Barba y E. Fernández (eds.), Historia de los derechos fundamentales, vol. II, tomo I (Tránsito a la modernidad:.Siglos XVI y XVII), Dykinson, Madrid 1999. R. Vernon, The career of toleration: John Locke, Jonas Proast, and after, McGill-Queen’s University Press, Montréal 1997. M. Walzer, On toleration, Yale University Press, New Haven y Londres 1999.

Notas 1. Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de Derechos sociales. Teoría e ideología; Una defensa del Estado social; La filosofía de la historia de Johann G. Herder; Savigny y el historicismo jurídico; Tribunal de la razón. El pensamiento jurídico de Kant; Kant y la guerra; Nueva izquierda y cristianismo; Liberalismo, catolicismo y ley natural; La filosofía del Derecho en la historia. Editor de libros colectivos como ¿Democracia sin religión?; La batalla por la familia en Europa; El sentido de la libertad. Historia y vigencia de la idea de ley natural. 2. Agustín interpreta el pasaje de esta forma: «A los buenos se les invita y entran; a los malos, se les obliga a entrar: los que se hallan por los caminos y los setos, esto es, en la herejía y cisma, son obligados a entrar por el poder que la Iglesia a su debido tiempo recibió, por el don de Dios, mediante la religión y fe de los reyes» (Epístola 185, 24). 3. En la Europa de la Reforma y la Contrarreforma la confesionalidad estatal «adoptó dos formas principales, aunque para lo que a nosotros nos interesa [intolerancia religiosa] sus consecuencias fueran semejantes: la fórmula católica del Estado confesional, donde éste hace suyos los fines y las reglas de la Iglesia de Roma, pero sin llegar a la confusión entre sociedad política y sociedad religiosa; y la fórmula protestante de la religión del Estado, que alcanza una unión mucho más estrecha, hasta el punto de que son los propios magistrados civiles quienes ostentan la autoridad religiosa» (G. Peces-Barba y L. Prieto, «La filosofía de la tolerancia», en G. Peces-Barba y E.

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Fernández (eds.), Historia de los derechos fundamentales, vol. II, tomo I (Tránsito a la modernidad. Siglos XVI y XVII), p. 269). 4. El antitrinitario Miguel Servet fue quemado en 1553 en Ginebra por instigación de Juan Calvino, que había impuesto en la ciudad una dictadura teocrática. 5. Michel de L`Hospital, Oeuvres, tomo I, Rufey, París 1824, p. 394. 6. Este pragmatismo será despreciado por los fanáticos de uno y otro bando; así, el mariscal Tavannes (católico) se refirió a los politiques como «hombres que prefieren un reino en paz, pero sin Dios, que en guerra por Él». 7. Citado en H. Kamen, Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, Alianza, Madrid 1987, p. 118. 8. J. Locke, Carta sobre la tolerancia, ed. de Pedro Bravo, Tecnos, Madrid 1985, p. 7. 9 . Para un análisis detallado de la argumentación de Locke, vid. R. Vernon, «The argument from belief», en The career of toleration: John Locke, Jonas Proast, and after, pp. 17-34. 10. J. Locke, Carta sobre la tolerancia, cit., pp. 8-9. 11. Ibídem, p. 29. 12. Ibídem, p. 10 13. Ibídem, pp. 11-12. 14. «Es ridículo que alguien pretenda ser un mahometano solamente en la religión y, en las demás cosas, ser un sujeto fiel del magistrado cristiano, mientras al mismo tiempo se reconozca obligado a obedecer ciegamente al mufti de Constantinopla, quien a su vez es totalmente obediente al Emperador otomano y compone los artificiosos oráculos de esa religión de acuerdo con su placer» (J. Locke, Carta sobre la tolerancia, cit., p. 57). 15. Ibídem.

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58. LUIS ROMERA1 ¿Para afirmar al hombre, hay que negar a Dios? a historia universal nos consigna una imagen del ser humano como un ser eminentemente religioso. Para comprenderse y orientarse en la existencia, la humanidad ha buscado y se ha referido a una instancia que la trasciende, en la que ha cifrado el sentido definitivo de la vida. No obstante, durante el siglo XX y en la actualidad se ha desarrollado una cultura en la que se ha difuminado, en sectores no marginales de la sociedad, el significado de lo religioso, hasta situaciones en las que la idea de Dios es rechazada para salvaguardar la propia libertad. El proceso que ha conducido a la «ausencia de Dios», en expresión de Heidegger, hunde sus raíces en la idea de hombre que se elabora progresivamente durante la Modernidad, en ámbitos culturales de evidente relevancia. En las primeras décadas del siglo pasado, la sociología creía que la secularización era un proceso equivalente al de modernización y, por ello, de carácter unidireccional e irreversible. Sin embargo, la sociología de las últimas décadas ha puesto de manifiesto que la religión no ha desaparecido en la sociedad contemporánea; por el contrario, sigue despertando interés en millones de personas. En el fondo, lo que ha movido a nuestros antecesores a buscar a Dios sigue latiendo en la intimidad del ser humano. Hoy como ayer, la persona se percata de que con la sola dimensión empírica no alcanza a comprenderse en su humanidad y que, para llevarse a cabo plenamente como persona, necesita remitirse a una instancia que la trasciende: a Dios. Detengámonos brevemente a esbozar lo aludido. 1. La Modernidad constituye un periodo histórico de enormes transformaciones sociales, en las que han intervenido de modo decisivo la nueva concepción del estado que surge y se afianza en esos siglos, la urbanización, los descubrimientos geográficos, el desarrollo de las ciencias, los avances tecnológicos, la economía de mercado, las revoluciones industriales, el progresivo generalizarse de la información, en las últimas décadas el acontecimiento de la informatización, etc. En el complejo entrelazarse de los dinamismos aludidos subyace, y al mismo tiempo se va configurando, una cultura que sitúa en el centro de su atención al ser humano, precisamente porque lo considera irreducible al resto de realidades que pueblan nuestro mundo. La persona está dotada de inteligencia y libertad, de un mundo interior constituido por ideas, afanes, decisiones, sentimientos y afectos, proyectos y esperanzas, desilusiones y enmiendas, que lo hacen irreductible a un objeto –es decir, a algo que cabe agotar cognoscitivamente a través de la objetivación científica– y que lo distinguen de lo «meramente natural» (lo físico, lo químico, lo biológico). Por encima de formulaciones matemáticas a partir de observaciones empíricas y de los dinamismos que la ciencia moderna identifica en la naturaleza, el ser humano se presenta con su razón, como quien investiga; y con su libertad, como quien es protagonista de su existencia. Cada persona es siempre un yo capaz de expresarse, de dirigirse a un tú explícitamente, de ser creador e introducir en el

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transcurso del tiempo esas novedades intencionales que plasman la cultura y constituyen la historia. Durante la Modernidad se forja un humanismo, de raíces clásicas y cristianas, que conduce a reconocer en el ser humano una dignidad intangible, desde la que se obtienen una serie de consecuencias de índole social, con expresiones políticas y económicas. Sin embargo, a pesar de las raíces cristianas que subyacen en esta visión, el enfoque moderno se decanta progresivamente hacia la perspectiva de una ilustración secularizada. El análisis de este punto requeriría un recorrido histórico y conceptual detallado, en el que no podemos adentrarnos. Dicho en pocas palabras: la comprensión de la persona se desplaza, desde una concepción en la que la interioridad –la razón, la libertad, la intimidad– dice de por sí una apertura a la Trascendencia, a un planteamiento en el que individuo se entiende a la luz de un proyecto de emancipación, en el que paulatinamente reivindica una autonomía radical. Es claro que el humanismo conducía de por sí a un proceso de emancipación, en la medida en que la condición vital de muchas mujeres y hombres en las sociedades premodernas no correspondía, de hecho, a su dignidad ni respetaba sus derechos inalienables. Pensemos en el largo camino que ha necesitado la humanidad para reconocer la igualdad esencial de toda persona y dejarse a la espalda la lacra de la esclavitud, para implantar la democracia, para reconocer el derecho de voto de la mujer, etc. Ahora bien, la emancipación podía ser entendida según dos perspectivas: una, en la que se afirma un humanismo abierto a la Trascendencia; otra, en la que el individuo pretende erigirse en un ser completamente autónomo. El proyecto de emancipación característico de los enfoques ilustrados interpreta la dignidad del hombre en términos de autosuficiencia, al menos como exigencia e ideal. La dignidad del ser humano conlleva, desde esta perspectiva, el requisito de una soberanía exenta de cualquier dependencia, que se manifiesta tanto en la esfera de la razón como en la de la libertad. Emancipación significa no solo erradicar estados que coartan la libertad, sino también la superación de cualquier nexo, indigencia, fragilidad o insuficiencia. El paso sucesivo lo constituye la presunción de que para afirmar al hombre, con su dignidad, se requiera negar a Dios. No han faltado pensadores que han pretendido avanzar hacia esa posición, aunque quizás el fenómeno socialmente más extendido no sea el de un ateísmo consciente y militante, sino más bien el de la actitud práctica de quien prescinde, de hecho, de una referencia religiosa, porque se teme que dirigir la mirada hacia Dios pueda lesionar la reivindicación existencial de la propia libertad. 2. No obstante, el tema de la religión nunca ha dejado de despertar interés en el ser humano. Si las necesidades primarias y más inmediatas han reclamado la atención constante de la humanidad, agudizando su ingenio, los hombres y las mujeres de todas las épocas no han cejado de preguntarse acerca del sentido último de una existencia en la que lo valioso se entrecruza con lo detestable, la felicidad con el sufrimiento, lo bueno con lo malo. ¿Qué sentido tiene el esfuerzo cotidiano si los resultados que alcanzamos son efímeros? ¿Vale la pena comprometerse con lo noble de la vida –tanto en el ámbito 297

de los afectos íntimos como en el de lo social–, y aplicar dedicación y empeño, si la última palabra le compete a la muerte? La pregunta por Dios, a la que orientan las reseñadas, nos sitúa ante una bifurcación: o bien en nuestra vida tenemos que habérnoslas con una existencia clausurada en su inmanencia, sin otro horizonte que lo transitorio y precario, o bien nuestro ser remite a una Trascendencia en la que radica su origen último y en donde reside su sentido definitivo. La opción por la religión o por la irreligiosidad puede estar motivada por diferentes razones de carácter vital o estrictamente intelectual. De todos modos, a la larga nunca es indiferente ni para la existencia ni para la razón. Negar una instancia trascendente o conducirse como si no existiese, lleva antes o después a plantearse cuestiones existencialmente incisivas y de un alcance intelectual considerable. Ante el panorama que nos transmite la historia y constatamos con nuestra experiencia, si la existencia no remite a Dios, acabará por insinuarse el pensamiento de si no estaremos asistiendo a «una historia contada por un idiota», en expresión de Shakespeare; o si no será verdad la sentencia lapidaria de Sartre «el hombre es una pasión inútil». El existencialista francés indica, con una lucidez no exenta de cinismo, las consecuencias de una actitud atea de cara al enfoque la existencia: «Como Dostoievski ha escrito: Si Dios no existe, todo está permitido. ¡He aquí el punto de partida del existencialismo!», en la versión atea que Sartre propugna2. La frialdad de la conclusión citada reaparece cuando Sartre nos enfrenta, con su habitual tono desgarrado, con otra convicción que se deduce de su comprensión de la existencia al margen de Dios: es menester «actuar según la vieja fórmula: no es necesario tener esperanzas para obrar»3. A pesar del título del ensayo traído a colación –El existencialismo es un humanismo–, ¿cabe un modo más deshumano de plantear la vida, que el que prescinde de la conciencia moral y cierra las puertas a la esperanza? En la ausencia de Dios, señala Buber, «permanecemos en la oscuridad, a merced de la muerte»4. Es evidente que la religión se ha tornado en un tema controvertible a lo largo de los dos últimos siglos, con una intensidad hasta ahora inédita en la historia, al menos según los datos que poseemos. La polémica en torno a la religión se observa ante todo en los debates que enfrentan a personas con convicciones religiosas con otras que defienden actitudes laicistas. Pero quizás más significativo todavía sea el hecho mismo de que la religión se haya convertido en una cuestión controvertible, como ha señalado Taylor5. Sin embargo, en las últimas décadas la sociología ha detectado en las sociedades secularizadas un nuevo interés por lo sagrado. El número de publicaciones sobre temas religiosos se ha multiplicado de un modo sorprendente; en las encuestas crece el porcentaje de quienes confiesan profesar algún tipo de creencia religiosa o considerada como tal. El fenómeno del retorno del interés por lo religioso convive con la permanencia del proceso de secularización, lo cual ha conducido a prestar atención a algo que parecía en vías de extinción. 3. La religión corresponde a la comprensión más profunda que todo hombre tiene en lo más hondo de su conciencia acerca de uno mismo, de la realidad que le circunda y de la instancia a la que remite todo lo que constituye el ámbito de su existencia. Dicha 298

comprensión última se traduce existencialmente en una actitud vital de fondo, que constituye la fuente última de la que surgen los actos de cada persona en todos los ámbitos de la existencia. Por eso, la religión concierne a lo radical de la persona, al horizonte último de comprensión de la realidad y a la instancia definitiva de interpretación de los acontecimientos de la existencia. Con otras palabras, la religión constituye el marco de referencia último del significado de la realidad y del sentido de la existencia. Como decíamos, a una conciencia que no se esconde detrás de los subterfugios y máscaras que ella misma se puede crear o que la cultura le ofrece, se le muestra con toda su crudeza que, en último término, las dos alternativas que deja un interrogante radical acerca de la realidad son o la referencia a una trascendencia o el cerrarse en lo inmediato, en lo finito, en lo temporal, en lo precario. Esta alternativa condicionará necesariamente la actitud existencial que todo hombre tiene en su vida, en el ejercicio de la libertad, ante los acontecimientos que le van acaeciendo y las bifurcaciones que se le van presentando. Ante los intentos por generar un individuo totalmente autónomo, no han faltado pensadores que han objetado el carácter inverosímil de la empresa, tanto desde un punto de vista conceptual como existencial. A este respecto, Bauman se ha detenido a considerar los problemas que presenta una emancipación que reivindica para el individuo una libertad completamente autónoma6. El autor citado pretende enfrentar al hombre contemporáneo con la realidad de su situación, si es preciso incluso con crudeza. La emancipación definitiva de una libertad individual consiste tanto en la independencia de lazos externos como en la superación de una instancia que sea fuente «objetiva» de moralidad. Sin lazos y sin ética cabe reclamar y aferrar la posibilidad de una autodeterminación sin vínculos7. Ahora bien, Bauman constata en nuestra sociedad que dicha emancipación no ha conducido a una época de felicidad cumplida. Por el contrario, la disolución de lo humano ha provocado una existencia desengañada, defraudada. El drama del hombre contemporáneo se enraíza en la situación existencial en la que se encuentra arrojado cuando debe enfrentarse con la realidad de la existencia. La facticidad de la vida, con sus resistencias, con sus desafíos y dificultades, con sus sufrimientos, sinsabores y fracasos, nos advierte de lo ilusorio que es reclamar una emancipación que pretenda la realización plena de uno mismo según los dictámenes exclusivos de una libertad individualista. La autonomía de iure, indica Bauman, no corresponde a una autonomía de facto: la finitud del ser humano nos lo recuerda sin cesar. La capacidad de autoafirmación del hombre presuntamente autosuficiente es inferior a los requisitos necesarios para alcanzar su realización. En otros términos, la otra cara de la libertad ilimitada –frente a la vida, tal y como es– consiste en la insuficiencia de las capacidades de esa misma libertad. En esta tesitura se nos presentan dos posibilidades: la primera responde a la actitud de quien toma nota con resignación de la facticidad de la existencia, asume las desilusiones existenciales y convive con la precariedad de una vida y una sociedad que, retomando la imagen de Bauman, se nos presentan constantemente como líquidas, sin consistencia. «La modernidad líquida es la época de la ausencia del compromiso, del eludir, de la 299

evasión fácil y de la búsqueda sin esperanza». La otra posibilidad consiste en la apertura a la trascendencia y a la religión. 4. La experiencia de la finitud es inevitable, como inevitable es nuestra aspiración a la felicidad. El ser humano vive de unos anhelos existenciales que se anuncian en las relaciones interpersonales auténticas y penetrantes, en los deseos de justicia y bien que la persona alberga en su interioridad, en la experiencia de lo bello, en la búsqueda de conocer, etc.; anhelos que le impulsan en el curso de su vida y en la historia a no conformarse con lo alcanzado y aspirar por ir más allá de lo conseguido. La experiencia común nos sitúa ante la distancia que media entre las aspiraciones y el estado en el que nos encontramos. Dicho hiato provoca una tensión entre los anhelos existenciales de cada ser humano y la insuficiencia de los resultados concretos que se obtienen en la vida. Para ilustrar las repercusiones existenciales de la apertura a Dios y, en concreto, de la fe cristiana, Benedicto XVI acude en su encíclica Spe salvi al ejemplo de la santa sudanesa Josefina Bakhita, una esclava que a lo largo de su vida «solo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil» (n. 3). En una vida marcada por el sufrimiento, la humillación y una experiencia de sí como de alguien carente de valor, su encuentro con el cristianismo supuso el descubrimiento de un Señor «por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores» y, con ello, darse cuenta de «que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería» (n. 3). El encuentro con Cristo le lleva a comprender que «… ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba a la derecha de Dios Padre. En este momento tuvo esperanza; no solo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios» (n. 3).

No creo que sea necesario justificar la afirmación de que, de algún modo, cada cristiano acaba reconociéndose en la experiencia vital de la santa recordada, no obstante la diversidad de situaciones en las que de hecho nos encontramos. Todo ser humano es consciente de los anhelos de bien, de felicidad, de vida lograda que anidan en su propio corazón y, al mismo tiempo, todos constatamos las insuficiencias de nuestra existencia real, la precariedad de los resultados, las esclavitudes que nos acechan, los límites con los que nos topamos, las fragilidades con las que tenemos que convivir, los sufrimientos que la vida conlleva… En definitiva, constatamos la presencia desoladora y alienante del mal. El afán de felicidad y libertad se revela entonces como una exigencia de redención, que solo se alcanza en Dios. El papa Francisco se expresaba en los siguientes términos el 17 de marzo de 2013, el primer domingo después de su elección: «El rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de nosotros? Ésa es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros: nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito». La paciencia consiste en el 300

despliegue temporal de una misericordia que llama y espera, que alienta y ayuda, que acoge y cobija, que lleva a plenitud, trascendiendo los avatares de la historia. Por eso, la misericordia abre el espacio de la auténtica libertad. Para seguir leyendo Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 30 de noviembre de 2007. Francisco, Encíclica Lumen fidei, 29 de junio de 2013.

Notas 1. Catedrático de Metafísica en la Pontificia Università della Santa Croce. Fue decano de la Facultad de Filosofía y posteriormente rector de dicha universidad. Durante dos periodos fue elegido presidente de la Asociación de Rectores de la Universidades Pontificias de Roma. 2. J. P. Sartre, L’existentialisme est un humanisme, Gallimard, Saint-Armand 2004, p. 39 (versión castellana: El existencialismo es un humanismo, Losada, Buenos Aires 1998). 3. Ibídem, p. 48. 4. M. Buber, Gottesfinsternis. Betrachtungen zur Beziehung zwischen Religion und Philosophie, Manesse, Zürich 1953, p. 32 (versión castellana: Eclipse de Dios: estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía, FCE, México DF 1993). 5. Cfr. Ch. Taylor, La era secular, tomo I y II, Gedisa, Barcelona 2014. 6. Z. Bauman, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid 2002. 7. La cultura postmoderna, por un lado, reivindica para el ser humano una autonomía de principio, que le conduce a negar su identidad constitutiva, ontológica, orientada teleológicamente y, por ello, fuente de criterios éticos de autenticidad. Por otro lado, ese mismo ser humano se enfrenta con la realidad concreta con la que debe echar cuentas día tras día.

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59. LUIS ROMERA1 ¿Podemos reconocer que Dios existe? ue exista un ser que denominamos Dios –señalaba un conocido pensador–, es un antiquísimo rumor que no cesa2; nunca se ha conseguido acallar. Esta observación constata un hecho del que se tiene experiencia cotidiana, incluso en las sociedades más secularizadas. 1. El rumor acerca de Dios nos llega a través de la historia, en la medida en que lo transmite la cultura, con su mundo de valores y tradiciones, con sus manifestaciones artísticas e instituciones, con el lenguaje en el que se expresa. La evocación de Dios reaparece una y otra vez con el ejemplo de personas cuya vida pone de manifiesto que la existencia no puede recluirse en la estrechez de lo empírico, si es verdaderamente humana. El rumor sobre Dios no enmudece porque encuentra sintonía en la interioridad de la persona. De algún modo, es como si dicho susurro despertase una presunción latente o si respondiese a una pregunta, en ocasiones tácita, que anida en nuestra intimidad. En este sentido, la religión da que pensar porque interpela la propia experiencia y suscita interrogantes que no cabe eludir, indicando la dirección de su respuesta. Esas preguntas se las plantea todo ser humano, antes o después. A ellas vuelve la filosofía, para considerarlas con rigor intelectual. Dicha sintonía proviene del entrecruzarse de dos experiencias, de indudable relevancia intelectual e incidencia existencial, aunque frecuentemente no nos detengamos a considerarlas. Por un lado, la experiencia del prodigio del ser, que se vive en algunos momentos de la vida de un modo más explícito: ante el nacimiento de un hijo, ante la belleza sobrecogedora del cielo estrellado, ante un descubrimiento científico de especial importancia, ante un gesto humano que pone de manifiesto la estatura moral de una persona, ante una obra de arte que conmueve. Por otro lado, la experiencia de la finitud, que se nos presenta por doquier: al percibir la temporalidad de la vida y de cuanto acontece; al enfrentarse con los propios límites; al percatarse de la insuficiencia de lo alcanzado; al constatar la precariedad, la fragilidad y la contingencia de la existencia; al situarse ante el mal y la muerte. La experiencia de la finitud del propio ser y del ser de las realidades que nos circundan está constantemente presente en nuestra conciencia. Podríamos decir que acompaña a toda experiencia humana y crece junto con el incremento de todas ellas. Sin embargo, la experiencia de la finitud es algo inquietante, que pone al hombre, antes o después, ante una disyuntiva intelectual y existencial ineludible: ¿existe solamente lo finito, de tal modo que más allá de sus «confines» solo podamos hablar de la nada? ¿La naturaleza, con toda su belleza y, al mismo tiempo, contingencia y precariedad, es autosuficiente en su ser o remite a una instancia que la trasciende? La finitud delata una falta de autonomía y suficiencia que induce a inquirir sobre la existencia de Dios o, al menos, a prestar atención a su rumor.

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2. «Muy propio del filósofo es el estado de tu alma, la admiración, porque la filosofía no conoce otro origen que este»3. Aristóteles se hacía eco de estas célebres palabras de Platón, para indicar que el pensamiento, hoy como antaño, se despierta ante el estupor que genera la realidad que nos circunda y nosotros mismos, con su maravilla y finitud4. El filósofo, en último término, se limita a suscitar y dar voz a lo que yace en el fondo de toda experiencia humana, como su presupuesto implícito. En este sentido, al conocimiento de Dios se puede llegar a través de una inferencia que parte de la realidad que nos es inmediata, en la medida en que constatamos su finitud y caemos en la cuenta de la pregunta que comporta. Se trata de un acto intelectual que el hombre ha llevado a cabo desde que es hombre y que el filósofo intenta formular con rigor. Esbocémoslo de un modo sintético. La vida humana discurre por derroteros muy diversos, en virtud del contexto en el que se desenvuelve, de las elecciones que se toman, de las circunstancias y estados por los que transita, de las personas con las que se forjan relaciones. De todos modos, cada vez que el hombre actúa, da por descontado una serie de presupuestos en los que habitualmente no repara, pero en los que se asienta tanto su pensamiento como su acción. Por ejemplo, se presupone que el mundo es inteligible y está dotado de cierta identidad. De otro modo, no tendría sentido un proyecto de investigación, no acudiríamos al médico o al mecánico, no seguiríamos una receta de cocina, no cabría comprometerse. ¿Qué significa asumir lo dicho, aunque cotidianamente lo hagamos de un modo implícito? Para percatarse de ello, basta con detenerse a conjeturar cómo sería la vida, si el mundo –y uno mismo, con sus sentimientos, decisiones, aspiraciones, etc.– no fuese inteligible o careciese de identidad. Gregorio Nacianceno, un gran teólogo del siglo IV, describe la reflexión que genera la experiencia del estupor, con una imagen elocuente: «Que Dios sea la causa eficiente y conservadora de todas las cosas nos lo enseñan tanto los ojos como la ley natural: [...] la ley natural deduciendo por medio de las cosas visibles y ordenadas al autor de las mismas. Porque ¿cómo hubiera podido existir y subsistir este universo si Dios no le hubiese dado la substancia y la hubiese mantenido? Si uno ve una cítara ornamentada con extrema belleza, su armonía y buena disposición, u oye el sonido de la misma, no podrá sino pensar en el artesano de la cítara y en el citarista; se remontará hacia ellos con el pensamiento, aunque no les conozca de vista. Así también se nos muestra el artífice de las cosas y el que mueve y conserva lo que ha hecho, aunque no sea comprendido por el entendimiento»5.

3. La ciencia se circunscribe a un ámbito de la realidad (lo físico, lo químico, lo sociológico, lo psicológico, etc.) para desentrañarlo progresivamente gracias a una metodología pertinente. Los resultados alcanzados están ante la vista de todos. Sin embargo, el pensamiento humano no se limita a las investigaciones científicas. Es capaz de una reflexión que vuelve sobre los presupuestos de su mismo ejercicio en cuanto pensamiento, para no limitarse a darlos por descontado, sino indagarlos y considerar las implicaciones que comportan. Anteriormente hemos hecho referencia a una serie de asunciones que presuponen tanto el pensar como el actuar del hombre, en cuanto acciones conscientes y libres. Una de ellas era el orden e inteligibilidad de la realidad sobre la que versa el pensar y el actuar. De otro modo no serían posibles la ciencia y la técnica, decíamos. 303

Detenerse a reflexionar con rigor sobre dichos presupuestos o principios del pensar y del actuar es competencia de la filosofía, pero de algún modo es algo que a lo largo de la historia han llevado a cabo muchos hombres y mujeres de maneras muy diversas. La imagen de Gregorio lo explicitaba. Benedicto XVI, en un penetrante discurso del 19 de octubre del 2006, retomaba la reflexión y ofrecía la síntesis de una vía especulativa de tenor metafísico. La argumentación inicia constatando la importancia de la ciencia en nuestra historia y cultura, con los conocimientos que ha aportado y su utilidad práctica. En segundo lugar, llama la atención sobre su metodología: «Una característica fundamental de estas últimas [las ciencias empírico-matemáticas] es el empleo sistemático de los instrumentos de la matemática para poder actuar con la naturaleza y poner a nuestro servicio sus inmensas energías».

Una inteligencia responsable no desatiende la pregunta que el presupuesto de la inteligibilidad y del orden de lo real conlleva. Un pensamiento serio no deja impensado la base misma sobre la que se sostiene. Nos va en ello lo humano del hombre, a saber, guiarnos en nuestra existencia con la razón y no a merced de impulsos. La inteligibilidad, seguía, «implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador».

Llevar a cabo la inferencia de que Dios existe posee repercusiones existenciales de primer orden. Sostener que la realidad proviene del acto creador de un Dios inteligente sitúa al ser humano en un horizonte antitético al del nihilismo. En efecto, continúa Benedicto XVI, «cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad». Ante la constatación de la finitud y del mal en la existencia, la perspectiva de que la primera y última palabra no competa a una instancia amorfa, irracional, caótica o a la necesidad de un acaso que se impone, sino a un Dios personal, cambia en su raíz la actitud existencial. De la angustia ante lo trágico del nihilismo se pasa a la esperanza de quien confía y se pone a la espera. 4. La metafísica se ha enfrentado, además de con el presupuesto de la inteligibilidad y orden, con otro de mayor radicalidad: con el último presupuesto, con el ser. Las ciencias analizan un sector de la realidad e intentan dilucidar en qué consisten las realidades de dichos campos y expresar los dinamismos causales que tienen vigencia en ellos (los procesos que dan lugar a determinados compuestos bioquímicos o a los fenómenos meteorológicos). En el desarrollo de los proyectos de investigación se dan alcances de importancia evidente; sin embargo, en todos ellos permanece latente e incuestionado qué significa en último término ser y cuál es su origen. En otras palabras, la cuestión no es solo en qué consiste lo físico y cómo se originan las entidades físicas concretas, sino también el último qué y el último por qué de lo físico en cuanto tal, en su ser. En síntesis, lo interrogado por la metafísica no estriba en preguntarse cómo y de dónde se origina un ente en cuanto tal o cual ente determinado (las mareas o los cefalópodos), sino el mismo 304

ser de la naturaleza en su totalidad. La pregunta es incisiva, porque lo que se cuestiona es el origen último, sin presuponer un sustrato prexistente que se da por descontado. Nos enfrentamos con la pregunta sobre el ser, considerándolo desde la perspectiva del no-ser radical, desde su oposición a la nada. La experiencia testimonia constantemente que tanto la causalidad natural como la técnica humana actúan a partir de realidades preexistentes. La planta toma de la tierra, del agua y de la energía solar lo que necesita para su crecimiento y producir una semilla que dé lugar a una nueva planta. El árbol transforma sustancias preexistentes. El carpintero construye un mueble a partir de la madera y el hierro, transformándolos. El pensamiento filosófico repara en lo dicho y lo tematiza. Reconoce que los dinamismos causales naturales y técnicos presuponen siempre algo preexistente. En una palabra, trans-forman. El ser, por el contrario, lo presuponen; no se encuentra a su disposición, excede su capacidad de causar. El ser es indisponible al causar natural y al quehacer técnico, los excede siempre. ¿Dónde se encuentra el origen del ser de realidades finitas, cuya causalidad no alcanza el mismo ser? Al meditar sobre este tema no puede olvidarse la radicalidad de lo preguntado. Como se indicaba, el origen del ser finito se encuentra en una instancia capaz de fundar el ser desde la nada. Para abordar la cuestión, santo Tomás de Aquino observa que, cuando consideramos el origen radical del ser del ente, la pregunta atañe a un «salto ontológico» infinito, como absoluta es la desproporción o distancia entre la nada y el ser. La «distancia» entre la nada y el ser supera el dinamismo de la naturaleza y su causalidad, como muestra la experiencia, ya que su capacidad causal se encuentra limitada por su finitud ontológica6. Lo finito no alcanza el ser; se limita a tras-formar lo que ya existe. El ser tiene su origen allende lo finito7. A la luz de lo dicho, la inteligencia reconoce que lo finito remite a un Ser trascendente, infinito, absoluto, cuya capacidad causal se extiende al mismo ser finito. 5. El itinerario hacia Dios puede discurrir también por una senda de carácter más existencial. El documento del Concilio Vaticano II denominado Gaudium et spes señalaba: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (n. 10).

Ante esta experiencia común a la humanidad, la persona se plantea las grandes cuestiones de la existencia. ¿De dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos? ¿Existe el bien y el mal, es decir, un modo de vivir auténticamente humano que se contrapone a lo inhumano? ¿Estamos abocados a la nada, en una existencia que acaba revelándose fútil? La existencia nos enfrenta con la encrucijada definitiva: o una afirmación de sentido o el nihilismo. 305

En esta tesitura, el hombre llega a la conclusión de la existencia de Dios gracias al rumor acerca de Él, que mencionábamos. En este caso, tiene lugar un acto intelectual peculiar que se puede denominar «hermenéutico». El término griego hermenéutica significa interpretación. Ante un texto oscuro, una poesía por ejemplo, o una obra de arte insólita o un objeto arqueológico desconocido, acudimos a un experto para que nos lo interprete y nos permita dilucidar su sentido. La interpretación tiene por objeto hacer comprensible lo que se presentaba como enigmático y sin sentido. La interpretación conlleva por tanto un rendimiento en términos de comprensión, es decir, una intelección más penetrante de aquello que antes desconcertaba porque aparecía absurdo o ininteligible. Y desde su sentido, cabe orientarse en la existencia. El rumor acerca de Dios actúa en la vida de la mayor parte de las personas de un modo análogo: suscita preguntas, despierta el entendimiento, ayuda a percatarse del misterio del ser y de la existencia, nos revela la clave desde la que penetrar en su inteligibilidad y sentido últimos. La religión permite comprender, como subraya la conocida expresión de san Anselmo: credo ut intelligam (creo para entender). Con Dios la vida se desvela en su inteligibilidad y sentido; sin Dios acontece lo contrario. Ese desvelamiento reclama una respuesta existencial. No estamos ante una mera información, sino ante un acto en el que la persona se sabe interpelada en su intimidad más profunda y en la totalidad de sus dimensiones. Las vías metafísicas y existenciales son susceptibles de múltiples formulaciones y no es extraño que se entrelacen en el entramado de la vida de cada persona. Con ellas, el ser humano reconoce que la primera y última palabra del ser y de su existencia no le compete a una instancia anónima, sino a Dios, que crea por amor y nos conoce. De ahí arranca un camino que conduce a la fe, como fuente de inteligibilidad, como orientación definitiva para llevar a cabo una vida auténticamente humana y como sentido definitivo de nuestro existir. El reconocimiento de Dios suscita la esperanza e impulsa a vivir por algo que realmente valga la pena. Para seguir leyendo R. Spaemann, El rumor inmortal, Rialp, Madrid 2017. L. Romera, El hombre ante el misterio de Dios: curso de teología natural, Palabra, Madrid 2008. M. Pérez de Laborda, Dios a la vista: el conocimiento natural de lo divino, Rialp, Madrid 2015.

Notas 1. Véase nota de capítulo 58. 2. Cfr. R. Spaemann, El rumor inmortal, Rialp, Madrid 2017. 3. Platón, Teeteto, 155 d. 4. Cfr. Aristóteles, I, 2, 982 b, 12-21. 5. Gregorio Nacianceno, Discurso 28, 6. 6. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 45, a. 5, ad 3. 7. Cfr. ibídem, ad 1.

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CRÉDITOS Primera edición: 2018 © 2018. Miguel Pérez de Laborda, Francisco José Soler Gil y Claudia E. Vanney (Editores) Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Campus Universitario • Universidad de Navarra • 31009 Pamplona • España +34 948 25 68 50 • www.eunsa.es • [email protected] ISBN: 978-84-313-5596-8 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

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Cómpralo y empieza a leer Esta edición digital reproduce la edición impresa de la Sagrada Biblia en cinco volúmenes, conocida también popularmente como "Biblia de Navarra". La traducción, comentario y notas de la Biblia realizados por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra —hasta el momento solo accesible en papel— se ofrece ahora a un coste más económico, con posibilidad de mejoras y actualizaciones periódicas*. La edición de esta "Sagrada Biblia" se remonta al encargo que hizo san Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei y primer Gran Canciller de la Universidad de Navarra, a la Facultad de Teología de esta universidad. El deseo del Fundador del Opus Dei era que la Facultad de Teología llevara a cabo una edición de la Biblia que ofreciera el texto sagrado en una cuidada traducción castellana, acompañada de abundantes notas y de oportunas introducciones que explicaran su mensaje espiritual y teológico. La traducción castellana está realizada siguiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II (Dei Verbum, n. 22) a partir de los textos originales. En los libros del Antiguo Testamento que se nos han conservado en hebreo, el texto masorético ha sido traducido atendiendo a las lecturas propuestas por la edición crítica de Stuttgart (Biblia Hebraica Stuttgartensia); para el texto hebreo del Eclesiástico se ha tenido en cuenta la edición de P.C. Beentjes, The Book of Ben Sira in Hebrew. Los textos que no figuran en la Biblia hebrea y que han pasado a la Biblia cristiana a partir de manuscritos griegos han sido traducidos de la edición de Göttingen. Para el Nuevo Testamento se ha utilizado la edición crítica de Nestle-Aland27, Novum Testamentum Graece, Stuttgart 1994. Cuando los manuscritos, tanto hebreos como griegos, presentan diferencias textuales notables hemos seguido preferentemente la opción tomada por la Neovulgata. La presente edición no incluye el texto latino de la Neovulgata que se ofrece a pie de página en los volúmenes en papel.

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Índice ¿QUIÉNES SOMOS?

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Cuestiones en torno al ser humano

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Introducción 1. Miguel Pérez de Laborda

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¿Qué es el hombre?

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2. Eduardo Terrasa

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¿Es necesario pensar en lo que vivimos para vivirlo plenamente?

3. Claudia E. Vanney

8

12

¿Cuál es el mejor camino para conocer a la persona humana? El conocimiento neurocientífico del hombre El yo personal Relaciones interpersonales Reduccionismo, idealismo subjetivista e identidad social El desafío de la interdisciplinariedad

I Parte

12 12 13 14 14 15

17

La Naturaleza y el hombre

17

4. Francisco José Soler Gil

18

¿Hay alguna relación entre el hombre y el cosmos o se trata de realidades desconectadas?

5. Jordi Puig i Baguer

18

22

¿Qué dice la Tierra sobre quiénes somos y sobre cómo vivir? El valor de la Tierra y su relación con el valor del ser humano Tres valores de la naturaleza, algo olvidados Cómo alimentar el compromiso ambiental y social

6. Rubén Herce

22 22 23 25

27

¿Cuándo aparecieron los primeros humanos? ¿Singularidad humana? El estudio de los orígenes y sus límites Filogenia de los homínidos Las primeras poblaciones del género Homo De los primeros Homo a los humanos anatómicamente modernos Los humanos anatómicamente modernos 319

27 27 27 28 29 29 30

Consideraciones finales

30

7. Juan Eduardo Carreño

33

¿Qué problemas filosóficos plantea la (in)existencia de seres vivos extraterrestres? La vida orgánica como hecho circunscrito a nuestra planeta El origen independiente de la vida orgánica en otros sistemas planetarios La existencia de vivientes orgánicos racionales extraterrestres

8. Miguel García-Valdecasas

33 34 35 36

38

¿Puede la racionalidad ser resultado de la evolución?

9. Miguel de Asúa

38

45

¿Es el hombre un mono que piensa? ¿Es el ser humano el resultado del azar? ¿Grandes monos?

10. Jordi Puig i Baguer

45 45 47

50

¿Qué atención y compromiso merecen las cuestiones ambientales? La cuestión ambiental es más humana de lo aparente, en causas y efectos La raíz del problema Posibles concreciones para una respuesta adecuada

II Parte

50 50 51 53

55

Naturaleza y cultura

55

11. Francisco Rodríguez Valls

56

¿Tiene el ser humano naturaleza o todo en él es producto de la cultura?

12. María García Amilburu

56

60

¿Existe una vida humana puramente natural?

13. Mariano Asla

60

65

Transhumanismo (1): ¿Es posible y deseable una autodirección de la evolución humana?

14. Héctor Velázquez Fernández

65

70

Transhumanismo (2): ¿Mejora biotecnológica o perfeccionamiento humano?

III Parte

70

74

El conocimiento

74

15. Javier Bernácer María

75

¿Somos nuestro cerebro?

75

16. Juan José Sanguineti

80 320

¿Son lo mismo la conciencia el autoconocimiento y la identidad personal? La conciencia y sus relaciones Autoconciencia, yo, identidad De la conciencia al autoconocimiento Autoconocimiento, afectividad, autoestima

17. José Ignacio Murillo

80 80 81 82 83

85

¿Existe alguna diferencia entre la inteligencia humana y la inteligencia animal?

18. Francisco José Salguero Lamillar ¿Qué distingue el lenguaje natural humano de los sistemas de comunicación animal? Rasgos de economía de la señal Rasgos de simbolismo Rasgos de cognición

19. Manuel Alfonseca

85

90 90 91 91 92

96

¿Es posible construir máquinas más inteligentes que el hombre?

20. Miguel García-Valdecasas

96

101

¿Podemos conocer la verdad, o todo el conocimiento es relativo? La relatividad de la percepción La relatividad de los valores La imposibilidad de justificar adecuadamente las creencias La incoherencia del relativismo La imposibilidad de concebir el concepto de verdad La universalidad de los objetos de la inteligencia

21. Luis E. Echarte

101 102 102 102 103 104 104

107

¿Cuál es el lugar de la belleza en la ciencia?

IV Parte

107

113

La afectividad

113

22. Antonio Malo

114

¿Para qué sirven las emociones y los sentimientos? Esencia de las emociones y los sentimientos Funciones de las emociones y los sentimientos

23. Xavier Escribano

114 114 116

119

¿Sería mejor no sentir dolor?

119

24. Francisco Rodríguez Valls

124 321

¿Se pueden gestionar las propias emociones?

25. Consuelo Martínez Priego

124

128

¿Es posible la educación de la afectividad?

26. Consuelo Martínez Priego

128

132

¿Qué caracteriza la madurez emocional y de la personalidad?

V Parte

132

137

Voluntad, libertad y amor

137

27. Javier Aranguren

138

¿Tenemos capacidad de amar? El problema de la voluntad La voluntad en Grecia La aportación del cristianismo Racionalistas y románticos Nietzsche y otros filósofos «de la sospecha» Voluntad, indeterminación y estadística La voluntad natural: felicidad Voluntad y medios Intelecto y voluntad

28. Juan Pablo Roldán

138 138 139 140 140 141 142 142 143

145

¿Qué significa ser libre? ¿Es libre aquel para quien «todo está permitido»? Frutos amargos Revolución e indiferencia La otra libertad Libertad y mal Las dos libertades

29. Agustina Lombardi

145 145 146 147 147 148 148

150

¿Prueba la neurociencia que nuestras decisiones están predeterminadas?

30. Gonzalo Génova

150

155

¿Puede ser libre un robot? Qué es un robot Qué es ser libre Entonces, ¿puede ser libre un robot? ¿La razón es la esclava de las pasiones?

31. Carlos Beltramo

155 155 156 157 158

160 322

Estoy enamorado: ¿puedo casarme?

160

32. Cristián Conen

165

¿Tiene todavía sentido el matrimonio? Las invitaciones del enamoramiento La unión de amor ecológica Miedo, ¿al compromiso o a la falta de compromiso? ¿Tiene sentido el noviazgo?

165 165 166 167 167

VI Parte

170

Persona

170

33. Francisco Güell

171

¿Cuándo comienza la vida humana?

171

34. Mauro Galiana

176

¿Es el hombre radicalmente distinto de los otros animales?

35. Juan F. Franck

176

179

¿Es sustituible la persona? La filosofía, el cine y los experimentos mentales ¿Queremos a la persona o a sus cualidades? La incomunicabilidad de las personas

36. Alfredo Marcos

179 179 180 181

184

¿Tienen igual dignidad todos los seres humanos?

37. Juan Cianciardo

184

189

¿Qué son los derechos humanos?

189

VII Parte

194

Las actividades humanas

194

38. María Pía Chirinos

195

Después de la aparición de la máquina, ¿es el trabajo una realidad humana y positiva?

39. Reynaldo Rivera

195

200

¿Cómo serán los empleos y profesiones del futuro?

40. Ricardo Piñero Moral

200

204

¿Es posible la vida buena sin belleza?

204

41. Cristina Viñuela

209

¿Tiene la literatura algo que enseñar acerca del hombre?

42. Reynaldo Rivera

209

214 323

¿Qué impacto tiene el consumo digital en la conformación de los estilos de vida?

43. Teresa Bosch Fragueiro

214

218

¿Puede un avatar ayudarme a comprender a los demás?

VIII Parte

218

223

Familia, educación y sociedad

223

44. Joaquín Migliore

224

¿Cuánto nos mueve el interés y cuánto la solidaridad?

45. Belén Mesurado y Paulina Guerra ¿Es más común el egoísmo en el ser humano que el altruismo?

46. Javier Escrivá

224

229 229

234

¿Cuál es el valor de la familia en la sociedad? ¿Es consciente la sociedad de la radical importancia de la familia como célula básica de la misma? La familia es mucho más que una unidad jurídica, social y económica El matrimonio y la familia no son meros productos culturales La persona y la sociedad se articulan familiarmente La familia, verdadero núcleo formador de personas Las funciones personales y sociales estratégicas de la familia La familia no es necesario reinventarla: basta descubrirla

47. Jaime Araos San Martín

234 234 234 234 234 235 235 237

238

¿Es el hombre un lobo para el hombre?

238

48. Francisco Güell y Paniel Reyes Cárdenas ¿Cuál es el impacto de la amistad en la persona y en la sociedad?

IX Parte

244 244

249

El fin de la vida

249

49. Luis E. Echarte

250

¿Cuándo termina la vida humana?

250

50. Juan J. Padial

255

Un hombre muerto, ¿es un hombre?

255

51. Juan José Sanguineti

260

¿Es posible y deseable la inmortalidad biológica?

52. Javier Aranguren

260

264

¿Se puede seguir hablando de inmortalidad del alma? 324

264

Una constante entre los hombres La propuesta del dualismo Co-principios La noción de alma como «forma del cuerpo» Una respuesta filosófica Alma inmortal, hombre mortal

53. Ignacio Garay

264 264 265 266 267 268

270

¿Es posible ser feliz? Las respuestas del ingenuo, del desencantado y del esperanzado El mito de Sísifo La felicidad consiste en el dinero La felicidad consiste en los bienes materiales La felicidad consiste en el placer La felicidad consiste en el amor humano El ingenuo, el desencantado y el esperanzado

X Parte

270 270 270 271 271 272 273

275

Dios y el hombre

275

54. Ignacio Silva

276

¿Las cuestiones religiosas han quedado superadas por la ciencia?

55. Manuel de Elía

276

280

¿Por qué la religión es un fenómeno universal?

56. Paola Delbosco

280

285

Las religiones frente a frente: ¿tienen todas el mismo valor? El derecho a la libertad religiosa Las razones de la religiosidad Actitudes frente a las religiones

57. F. J. Contreras

285 285 285 287

290

¿En qué sentido hablamos de tolerancia religiosa?

58. Luis Romera

290

296

¿Para afirmar al hombre, hay que negar a Dios?

59. Luis Romera

296

302

¿Podemos reconocer que Dios existe?

302

Créditos

307

325