La naturaleza como artificio: representaciones de lo natural en el modernismo 9783954878734

La naturaleza se presenta como un tema marginal e incluso antitético al movimiento modernista, asociado con las ciudades

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Spanish; Castilian Pages 220 [219] Year 2016

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Table of contents :
ÍNDICE
Introducción. La naturaleza como artificio
Sarmiento, Martí y la idea modernista de la naturaleza
Lucía Jerez: la naturaleza ornamental
El jardín modernista: de «Los jardines de Francia» de Rubén Darío a Los crepúsculos del jardín de Leopoldo Lugones
LEOPOLDO LUGONES: LO SUBLIME MODERNISTA Y LOS FINES DEL ARTE
HORACIO QUIROGA: ANIMALIDAD, LOCURA Y MUERTE
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
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La naturaleza como artificio: representaciones de lo natural en el modernismo
 9783954878734

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Marie Escalante

La naturaleza como artificio Representaciones de lo natural en el modernismo

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Ediciones de Iberoamericana 82 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Marco Thomas Bosshard Europa-Universität Flensburg Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacký University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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La naturaleza como artificio Representaciones de lo natural en el modernismo Marie Escalante

Iberoamericana - Vervuert - 2016

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación

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ÍNDICE

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Introducción. La naturaleza como artificio ..................................................

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Sarmiento, Martí y la idea modernista de la naturaleza ................................

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Lucía Jerez: la naturaleza ornamental ...........................................................

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El jardín modernista: de «Los jardines de Francia» de Rubén Darío a Los crepúsculos del jardín de Leopoldo Lugones..........................................

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Leopoldo Lugones: lo sublime modernista y los fines del arte ......................

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Horacio Quiroga: animalidad, locura y muerte............................................

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Conclusiones ...............................................................................................

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Bibliografía..................................................................................................

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Introducción LA NATURALEZA COMO ARTIFICIO

En los estudios modernistas la pregunta acerca de la modernidad del modernismo parece ser inevitable. Esta pregunta está relacionada con una problemática más grande que es la reflexión acerca de la modernidad de Latinoamérica. Así, la crítica relaciona la modernidad literaria y estética del modernismo con el proceso modernizador que se dio en Latinoamérica a finales del siglo xix. Los análisis más profundos e influyentes sobre el Modernismo establecen que este es uno de los efectos de la modernización en Latinoamérica. Por ejemplo, Ángel Rama sostiene que el modernismo literario surgió como consecuencia del desarrollo del liberalismo económico en Latinoamérica. De modo análogo, Noé Jitrik muestra el vínculo estrecho entre modernidad tecnológica y modernismo. Por su parte, Julio Ramos y Aníbal González muestran cómo la profesionalización del escritor y la autonomía de la esfera literaria hicieron posible el surgimiento de este movimiento literario. A la relación causal entre modernidad y modernismo se agrega un tercer término: la ciudad. En otras palabras, el estudio del modernismo literario se considera inseparable del desarrollo de las grandes ciudades latinoamericanas. Los nuevos estudios transatlánticos y los estudios críticos sobre el viaje en el modernismo, si bien ofrecen nuevos aspectos sobre el modernismo y su relación con Europa, siguen en líneas generales, la relación entre modernidad, ciudades y modernismo que acabamos de plantear. Si pensamos que la modernidad en Latinoamérica fue desigual, heterogénea y que se concentró principalmente en las grandes ciudades, entonces el modernismo latinoamericano solo puede entenderse en un contexto urbano y cosmopolita. Sin embargo, este acercamiento al modernismo como un movimiento literario exclusivamente urbano y cosmopolita tiende a olvidar

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que el modernismo también establece relaciones no solo con la modernidad sino con su opuesto, que a falta de mejor nombre se le puede llamar lo premoderno, el cual incluye el pasado colonial, las culturas prehispánicas y la naturaleza. Al representar lo opuesto de la modernidad, la naturaleza casi no ha sido tratada por la crítica. Precisamente la pregunta que intento responder en este libro es: ¿Cuál es el lugar de la naturaleza en el modernismo? La mayoría de la crítica le ha otorgado un lugar marginal o incluso, la naturaleza parece ser una ausencia en el imaginario modernista. En La ciudad letrada, Ángel Rama sostiene que la naturaleza en el modernismo es solo un reflejo de los diagramas de la ciudad y José Luis Romero en Latinoamérica: las ciudades y las ideas declara enfáticamente que la ciudad es el centro de la cultura en Latinoamérica. Algunos críticos como Cristóbal Pera en Los modernistas en París sostienen que la ciudad es el centro de reflexión de los modernistas y que el agotamiento de la ciudad como motivo literario y de reflexión implica el agotamiento del modernismo como movimiento literario. A partir de esta lectura, la vuelta a la naturaleza y a lo autóctono son signos del ocaso del modernismo y de su reemplazo por el regionalismo o la novela de la tierra. Quiero mostrar, en cambio, que la naturaleza formó parte sustancial del corpus modernista. El modernismo reformuló la concepción y la representación de la naturaleza que habían estado vigentes desde inicios del siglo xix. El argumento principal del libro es que la naturaleza en el modernismo fue tratada principalmente desde un punto de vista estético, siendo una de sus características principales la relativización de la diferencia entre lo natural y lo artificial. Es importante considerar, ante todo, que la naturaleza es un concepto que posee significados ambiguos, variados e incluso contradictorios. En efecto, pocos conceptos tienen tantas definiciones como este, por ello, me baso en los filósofos Hermann Parret, Denis Guénoun y Clement Rosset para proporcionar las definiciones que son más relevantes para mi trabajo. Parret distingue cuatro definiciones principales de la naturaleza: la naturaleza objetual, la naturaleza esencial, la naturaleza subjetiva y la naturaleza psicológica. La naturaleza objetual es la realidad empírica, fenomenal, imitada por la obra de arte; la naturaleza esencial son las verdades necesarias y evidentes sobre las propiedades y las relaciones de las cosas; la naturaleza subjetiva es aquello que es profundamente familiar, íntimo, inmutable y universal en el

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pensamiento y los sentimientos de las personas; la naturaleza psicológica es el atributo de una persona específica, su comportamiento espontáneo, libre de convenciones y de reglas. En estas cuatro definiciones de la naturaleza notamos que esta puede ser sinónimo de verdad inmutable, universal, necesaria pero también puede ser sinónimo de lo libre y lo espontáneo. Así, la naturaleza puede estar relacionada con las verdades necesarias, eternas, pero también con la libertad. Estas dos nociones contrapuestas del significado de la naturaleza están en juego cuando consideramos la naturaleza desde la política y la filosofía y la naturaleza desde un punto de vista estético. Para Kant, la naturaleza es la existencia de las cosas en tanto que determinadas por leyes universales. Kant distingue una naturaleza formal y una material. La naturaleza formal es las leyes universales que hacen posible la experiencia de lo existente, mientras que la naturaleza material es el conjunto de todos los objetos de la experiencia. La idea de la naturaleza como conjunto de leyes está presente en las obras de los románticos latinoamericanos, precisamente el determinismo natural obedece a esta idea. El acercamiento estético a la naturaleza también se dio, prueba de ello son los paisajes en las obras de Domingo F. Sarmiento y José María Heredia que son descritos como manifestaciones de lo bello y lo sublime. Sin embargo, la naturaleza en el Romanticismo latinoamericano se concebía principalmente como un territorio, un espacio y estaba en la base de los discursos de formación de la nación. En los discursos literarios de inicios del siglo xix, la naturaleza adquiría, la mayoría de las veces, la forma de un paisaje que mostraba la belleza estética y la riqueza económica de las jóvenes naciones latinoamericanas. Según Graciela Montaldo, en el siglo xix, se configuran los ejes que van a organizar los discursos políticos sobre el espacio, como el de centro y periferia, metrópoli y colonias y naturaleza productiva y desierta. De hecho el siglo xix puede ser comprendido como un enfrentamiento encarnizado entre campo y ciudad que a finales del siglo se define a favor de la ciudad, provocando la decadencia de su opuesto. Pero si bien el Romanticismo latinoamericano concibe la naturaleza en términos predominantemente espaciales y políticos, en el modernismo el tratamiento de la naturaleza es principalmente estético. Uno de los motivos de este cambio es que la relación entre arte y naturaleza ya no es la misma que aún se daba en el Romanticismo. A fines del siglo xix entra en crisis la

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función mimética, representacional del arte que había estado vigente hasta el Romanticismo. La naturaleza deja de ser un modelo para el arte y este es considerado más perfecto y más bello que la naturaleza. Los modernistas, influenciados por Charles Baudelaire y el simbolismo francés, niegan la naturaleza como un sistema de leyes universales y necesarias y buscan liberarse de ella, considerándola imperfecta, alejada de los ideales del poeta. Sin embargo, este intento de encontrar lo absoluto y lo puro en el arte fracasa. La producción artística, por más elaborada que sea, es tan contingente y azarosa como la realidad de la que buscaba distanciarse. La naturaleza ya no revela ningún orden, ninguna idea o plan establecido, de igual modo que el poeta en su obra solo invoca ideales vacíos, insubstanciales (Rosset, 1973: 105). Así, en el fin de siglo xix, la naturaleza y el arte ya no revelan un mundo ideal o un orden eterno, inmutable, ambos son contingentes, frutos del azar. Esto conduce a una relativización de la diferencia entre lo natural y el arte o lo artificial, la cual es una de las características principales de la estética modernista. El modernismo latinoamericano muestra que la naturaleza puede ser intervenida, modificada por el hombre y por ello, deja de ser ese espacio puro, inaccesible e indomable que postulaba el Romanticismo. Una de las figuras que ilustra mejor esta idea es el jardín, artificial y natural al mismo tiempo, producto del cuidado y la destreza del jardinero, pero también obra de la naturaleza, una imagen también del cosmopolitismo modernista, ya que el jardín reúne plantas de distintas partes del orbe y que por tanto nunca estarían juntas en el ámbito natural. Si en el romanticismo de Domingo F. Sarmiento hay una oposición clara, programática entre civilización y barbarie, en el modernismo, esta oposición es reemplazada por aquella entre lo natural y lo artificial. Esto tiene consecuencias importantes ya que el modernismo plantea una relación distinta entre modernidad y naturaleza de la que sus antecesores románticos, especialmente Domingo F. Sarmiento habían planteado. Mientras que Sarmiento ve la barbarie y la naturaleza como entidades sin historia y sin posibilidad de cambio, el modernismo reconoce la naturaleza determinada por la historia y por la acción del hombre. La naturaleza no solo es lo opuesto a la modernidad, sino que se vuelve evidente que la modernidad se alimenta de ella. Durante este fin de siglo se vuelve evidente que la modernidad alcanza su realización en la intervención, en la modificación de la naturaleza y, en casos

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extremos, en su destrucción. Por ello, en algunos casos, la naturaleza aparece como una ruina que no tiene lugar en la modernidad sino como un vestigio, un residuo de otra época, ya caduca. El fin de siglo latinoamericano tiene una relación violenta con la naturaleza que es conforme a sus postulados estéticos, que ponen en cuestión el postulado tradicional de la naturaleza como modelo del arte. Los modernistas postulan la superioridad del arte frente a la naturaleza, lo cual pone en crisis la función representacional del arte y postulan al mismo tiempo, la autonomía del arte en la sociedad moderna. En mi libro, he analizado la crítica de arte de Charles Baudelaire y la novela «A Rebours» de J. K. Huysmans para mostrar cómo la modernidad del arte de aquella época estaba relacionada con una visión negativa de la naturaleza, la cual hace necesario superar, trascender la naturaleza o corregirla. Por otro lado, desde un punto de vista más filosófico, esta necesidad de alterar lo natural se relaciona con la tragedia de la modernización de la que han hablado Marshall Berman, pero también la Escuela de Frankfurt, sobre todo Theodor Adorno y Max Horkheimer. Esta consiste en la relación destructiva que tiene la modernidad con el mundo tradicional, premoderno, el cual es concebido como un obstáculo para su desarrollo y por tanto debe ser eliminado o desaparecer sin dejar rastro. Para analizar con profundidad los modos en los que la naturaleza era concebida y representada he escogido autores como José Martí, Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Manuel Gutiérrez Nájera y Horacio Quiroga. Con esta selección quiero demostrar que el tema de la naturaleza lejos de ser marginal, ha sido tratado por autores ubicados en el centro del canon modernista. Escogí autores que fuesen de distintas partes de Latinoamérica para demostrar también que el interés por la naturaleza no fue característico de una zona específica de Latinoamérica sino que este interés estuvo difundido en todo el continente. Cada capítulo enseña un modo distinto de mostrar la relativización entre natural y artificial y cómo el modernismo reformula categorías propias de la estética romántica, como es el caso de lo sublime. En mi primer capítulo analizo Lucía Jerez, la única novela de José Martí, la cual puede ser leída como una reflexión acerca de la relación entre arte y vida. Esta se articula en la noción de ornamento, el cual es un elemento estético fundamental y omnipresente en la novela. El ornamento preferido en la novela son las flores; estas decoran los interiores de la casa de Lucía Jerez y

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también sirven de adorno a las mujeres, pero también hay objetos de lujo que tienen la misma función que las flores, que es adornar, decorar, embellecer. La categoría de ornamento relativiza la distinción entre lo natural y lo artificial, ya que tanto flores como objetos de lujo sirven para el mismo propósito. El ornamento también se relaciona con lo decadente, entendido no solo en un sentido estético, sino también, político. El ornamento construye en la novela un mundo autosuficiente e inmanente cuya perfección y armonía terminan por ser cuestionadas por los protagonistas de la novela. La insuficiencia del ornamento y del mundo construido bajo sus principios se revela en el ansia por lo trascendente o sublime de Juan y de Lucía Jerez. Establezco una relación entre las reflexiones políticas y estéticas sobre el ornamento con el contexto cultural de la época. Específicamente muestro las correspondencias entre los escritos de Martí con los del arquitecto vienés Adolf Loos, quien en la misma época hace una crítica feroz al ornamento. Si bien Martí no llegó al radicalismo de Loos, quien está más cercano cronológicamente a la vanguardia, Martí sí muestra una relación ambigua con el ornamento, porque, al mismo tiempo que hace uso extensivo del ornamento en su novela, muestra su insatisfacción frente a él. En el segundo capítulo de mi libro analizo el jardín como espacio y motivo literario en los cuentos de Azul de Rubén Darío, en un cuento de Manuel Gutiérrez Nájera y en el poemario de Leopoldo Lugones, El crepúsculo de los jardines. El jardín es el símbolo de la naturaleza idealizada y subjetiva, pero también es un espacio de sincretismo. El jardín no tiene especies nativas, todos sus especímenes son trasplantados, por tanto es un espacio. En Azul de Darío analizo los distintos modos como Darío describe el jardín y cuál es la relación de este con los personajes y con la trama del relato, ya que los valores y el sentido del jardín cambian en cada uno de estos cuentos. El jardín puede ser un espacio utópico, donde reina el arte y la belleza, como en «La Ninfa» o puede ser también convertirse en una cárcel como sucede en ‹‹El Rey Burgués››. Esto muestra una ambivalencia de Darío con respecto al jardín, lo cual implica que los valores utópicos, sacros del jardín están en crisis, hasta que en El crepúsculo de los jardines de Lugones se muestra un jardín completamente profano, carente de los valores utópicos y de los ideales de pureza y de amor inocente con los que estaba relacionado este espacio. En su ensayo José Enrique Rodó critica a Darío diciendo que su poesía es

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artificial como los jardines. Para Rodó el jardín es la imagen de una poesía de perfección formal pero carente de grandes ideales políticos y culturales. La crítica de Rodó muestra una redefinición de la función de la literatura en el modernismo. Rodó piensa que literatura y política deben estar directamente relacionadas o que la literatura debe implicar un proyecto colectivo como sucedía con sus antecesores, los románticos. En la controversia entre Rodó y Darío hay un conflicto entre la función, el rol del poeta, entre ser una voz individual, particular o, por el contrario, ser el portavoz de un país o un continente. Darío debido a su búsqueda de la singularidad, no es considerado como el poeta de América por Rodó. En mi tercer capítulo analizo lo sublime en Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, usando teorías contemporáneas sobre lo sublime como las de Jean-François Lyotard, Jean Luc Nancy y Gilles Deleuze. El modernismo plantea importantes problemas éticos ya que lo sublime es la frontera entre estética y ética. En este capítulo muestro que hay un sublime modernista que es distinto al sublime romántico. Para ello hago una comparación entre los poemas románticos de José María Heredia y Esteban Echevarría con los cuentos de Lugones. Heredia y Echevarría representaron lo sublime al mostrar a la naturaleza como espectáculo. En los cuentos de Lugones, lo sublime implica la destrucción y aniquilación del sujeto que contempla lo sublime y generalmente está relacionado con un evento apocalíptico que pone en crisis la representación. En este evento catastrófico se abolen las distinciones entre natural y artificial, ya que tanto la ciudad corrupta, Gomorra, es destruida como la naturaleza que la rodea. Otra característica de lo sublime modernista es que está relacionado con el pasado, con una época antigua, casi arcaica. Todos los casos del sublime modernista que he analizado son cuentos ambientados en un pasado bíblico, de la Edad Media o, si no, de una era anterior a la de los hombres, pre-histórica. En los cuentos de Lugones hay una delectación en la descripción minuciosa del acontecimiento funesto que origina lo sublime. En mi cuarto capítulo analizo las representaciones de los animales en los cuentos de Horacio Quiroga. Uno de los temas que estudio es la relación entre locura y animalidad. El interés de Quiroga por los animales se debe a su fascinación por explorar los límites de la experiencia humana, esto lo lleva a relativizar la diferencia entre animalidad y humanidad en sus cuentos

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de la selva y de la distinción entre racionalidad y locura en la primera etapa de su escritura, la de Cuentos de amor, de locura y de muerte. Esto me lleva a relacionar la experiencia de la locura de la primera etapa de su escritura con la experiencia y la descripción de los animales en la selva de Misiones. Sigo a Agamben cuando sostiene que la división entre humanidad y animalidad es una frontera política, por ello sostengo que Quiroga reemplaza la distinción de Sarmiento entre civilización y barbarie con la de animalidad y humanidad. También muestro que los animales no pueden ser tratados de modo exclusivamente estético, los animales rebasan la estética y llegan a ser también un problema ético. He querido mostrar la variedad de conceptos y representaciones de la naturaleza en el fin de siglo, pero también demuestro que hay al menos una idea en común que los unen. Por ejemplo, resulta interesante constatar que la idea de que la naturaleza es modificable y perfectible está relacionada con la idea de su destrucción. Este motivo aparece de modo claro en las obras que he analizado. Por ejemplo, en mi primer capítulo estudio la novela de José Martí, Lucía Jerez donde la muerte de uno de sus personajes principales, Sol del Valle, puede interpretarse como la destrucción de lo natural por lo moderno. Sol del Valle es asesinada por un revólver, siendo así, víctima de la máquina y de la tecnología. En los cuentos de Rubén Darío y Gutiérrez Nájera el jardín como imagen utópica de la unión entre naturaleza y arte y lugar del artista sufre la profanación del vulgo y de los burgueses, indiferentes a sus encantos. En este caso, los cuentos y las poesías que tratan sobre el jardín muestran que el arte es un refugio efímero frente a la sociedad moderna y burguesa y problematiza la idea de la autonomía del arte. En Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, lo sublime se relaciona con relatos apocalípticos donde no solo la naturaleza es destruida, sino el mismo narrador. En los cuentos de Horacio Quiroga el tema de la muerte es recurrente, la muerte del hombre y del animal; estos motivos apocalípticos implican también que la naturaleza ya no solo es un problema político y estético, sino que se abre también a reflexiones éticas. En la obra de Quiroga se da con mayor énfasis el inmanentismo de la naturaleza frente a la obra de un Lugones que aún relacionaba la naturaleza con lo sublime y, por ende, con lo trascendente, con la alteridad por excelencia. Sin embargo, en el fin de siglo, la naturaleza no solo se muestra como vulnerable a la mano del hombre, manipulable, sino que ella constituye también

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el misterio por excelencia, algo que parece contradictorio, pero lo que enseña en realidad es que pese a los avances de la ciencia y la técnica la naturaleza se resiste a ser explicada o a ser descifrada por completo. Por ello, frente a los acercamientos positivistas y científicos a la naturaleza, el fin de siglo también recurre al ocultismo e incluso al espiritismo para explicar los enigmas de la naturaleza y de la existencia. En conclusión, en este trabajo demuestro cómo la relativización entre lo natural y lo artificial es fundamental para comprender las representaciones de la naturaleza en el modernismo y, de modo más amplio, para comprender la estética del modernismo. El modernismo reformula categorías aplicadas a la naturaleza propias del Romanticismo y su influencia abarca a otros movimientos literarios contemporáneos, como el naturalismo. Estas ideas son presentadas y desarrolladas por medio de un estudio de casos. Cada capítulo muestra un modo en el cual la naturaleza fue representada y concebida en el modernismo, lo cual demuestra el eclecticismo y la variedad de representaciones que tenía la naturaleza en este fin de siglo.

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SARMIENTO, MARTÍ Y LA IDEA MODERNISTA DE LA NATURALEZA

La vida íntima febril, no bien enquiciada, pujante, clamorosa, ha venido a ser el asunto principal, y con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna. José Martí, Prólogo al “Poema del Niágara” de Juan A. Pérez Bonalde, 67 He ido a la selva donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida (...) He acariciado a la gran Naturaleza, y he buscado el calor ideal, el verso que está en la perla, en lo profundo del Océano. Rubén Darío, El rey Burgués, 61

El modernismo es un movimiento literario que generalmente ha sido relacionado con la formación de las grandes ciudades latinoamericanas. Numerosos críticos, desde Ángel Rama, y Julio Ramos, hasta Cristóbal Pera y Álvaro Salvador1, entre otros, han tratado acerca de la importancia de la ciudad en el imaginario modernista. Todos estos autores sostienen que es la ciudad la que da al modernismo los temas principales de su reflexión e inspiración estética. Según señala Salvador: «la revolución experimentada por las ciudades hispanoamericanas en el fin de siglo es un elemento determinante para la configuración estética de este movimiento» (Salvador, 2002: 21). Para los autores antes citados, la modernidad del modernismo radicaría justamente en su abandono de la naturaleza como tópico literario. De este modo, se configuraría una relación entre modernidad —artificialidad— decadencia,

1 Ángel Rama: La ciudad letrada, 1984; Julio Ramos: Desencuentros de la Modernidad en América Latina, 1989; Cristóbal Pera: Modernistas en París, 1997; Álvaro Salvador: El impuro amor de las ciudades, 2002.

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que no solo es típica de este movimiento, sino también de los simbolistas y decadentistas franceses (Calinescu, 1987: 172). La patente obsesión de este movimiento por lo artificial supondría que la naturaleza sería negada o suprimida por estos autores finiseculares. La naturaleza, tópico romántico, sería reemplazada en el modernismo por dos nuevos espacios, propios del nuevo modo de vida burgués, la gran ciudad y el interior. Por ello, Pera sostiene que la «geografía del modernismo es, en gran medida, urbana y parisina» (Pera, 1997: 13). En muchos casos, la naturaleza incluso ha sido considerada como una proyección o reflejo de la ciudad. Según Rama, la naturaleza se torna en la obra de Darío y Martí en un «diagrama simbólico» en el cual se pueden leer los problemas de la ciudad «proyectados al nivel de los absolutos» (Rama, 2002: 85). Esto significaría que la naturaleza sería concebida solo en relación con la ciudad y no habría un discurso propio dedicada a ella. En cuanto a la idea o concepto de interior, este sirve de espacio idílico o ideal donde el burgués puede refugiarse de la cambiante y vertiginosa vida en las urbes modernas. Ejemplos del interior burgués serían el gabinete, la biblioteca o el laboratorio, donde el hombre moderno puede expresar sus ansias de conocimiento y poder. Según Aníbal González, el interior era el espacio propio del yo íntimo que, a diferencia del yo grandioso del movimiento romántico, «abandonaba definitivamente su ambición de fundir al hombre y la Naturaleza en un todo armónico, y se contentaba con crear a su alrededor una ‘segunda naturaleza’ de objetos manufacturados en los cuales podía entretener su tiempo de exilio» (González, 1987: 109). La idea del interior marca la renuncia de la estética e ideología románticas de la vuelta a la naturaleza y el reemplazo de los paisajes naturales por un conjunto de productos fabricados, artificiales, que harían las veces de ellos. La naturaleza ya no es, en el modernismo, un espacio ideal o un espacio de evasión, sino que se torna en signo o alegoría de algo que es opuesto a él como la ciudad o sirve de modelo a los nuevos objetos artificiales, fabricados por la tecnología moderna, como en el caso del interior. Pero, si bien el modernismo ya no piensa la naturaleza del mismo modo que los románticos, no significa que su importancia haya disminuido o que ya no sea un tópico fundamental en su reflexión. El modernismo no ignoró el problema de la naturaleza, sino que lo reformuló. Antes que ser un espacio o paisaje como

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en el Romanticismo, es más bien una idea o categoría. Este paso de la naturaleza como paisaje romántico a la naturaleza como idea modernista es análogo al que se daría del símbolo a la alegoría como tropo central en la poesía de fin de siglo. Según Patrick Labarthe, en el caso específico de Baudelaire, la alegoría marcaría una distancia entre significado y significante, a diferencia del símbolo, que los reúne de modo armónico. La alegoría es de índole hermenéutica, revela una multiplicidad de correspondencias o de significados que puede tener cada entidad ideal. La profusión de sentidos en este caso, revela una deficiencia de lo real. La alegoría baudeleriana procedería de una estética «qui renvoie a un au delá du sensible et de l’individuel, a une valeur absolu du relatif, conformément a la theorie du Beau selon Baudelaire» (Labarthe, 1999: 614). Conforme a esto, la naturaleza en el modernismo y el simbolismo francés se caracterizaría por ser una entidad ideal, pero también poseedora de múltiples significados, que pueden ser incluso contradictorios entre sí. Por ejemplo, es posible pensar que si, como señala González, el interior se vuelve una categoría fundamental en el pensamiento modernista, la naturaleza en el modernismo también se vuelve una naturaleza «interiorizada». En otras palabras, la naturaleza se torna principalmente un concepto subjetivo, que no significa solo la naturaleza exterior, física o geográfica, sino que se refiere, sobre todo, a las cualidades psicológicas o espirituales de un individuo. A este respecto habría que señalar que cualquier reflexión acerca de la naturaleza como concepto o categoría debe tomar en cuenta la polisemia o los múltiples significados que el término «naturaleza» posee. Según Herman Parret, la naturaleza, considerada desde el punto de vista estético (el cual privilegiaremos) puede tener al menos cuatro significados: 1. La naturaleza objetiva, a ser imitada o representada en la obra de arte. Puede aludir a la realidad empírica, pero también a una realidad ideal o platónica. Puede ser genérica y excluye a los individuos y especies. Generalmente es antitética al hombre y a sus productos culturales. 2. La naturaleza esencial, como sistema de valores o verdades necesarias, concerniente a las propiedades de los seres, es la «naturaleza» de las cosas. 3. La naturaleza subjetiva, o aquella que alude a lo que es profundamente íntimo de los sujetos e incluso lo que es inmutable o invariante con respecto a su pensamiento y sentimientos.

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4. La naturaleza psicológica, que es atributo de una persona, libre de restricciones, reglas o tradiciones, poseedor de la espontaneidad del hombre primitivo. (Parret, 2005: 68)

Esto demuestra la variedad de significados que el término «naturaleza» posee y sobre todo, muestra que es un tema ineludible y omnipresente. Una de las características principales de la literatura de fin de siglo es su exploración de los límites y diferencias entre lo natural y lo artificial. La naturaleza ideal que los modernistas y simbolistas imaginaban y ansiaban era en muchos casos considerada, por ellos mismos como una «antinaturaleza», es decir, una negación de lo considerado en su época como lo natural2. Graciela Montaldo sostiene que los modernistas y los decadentes del fin de siécle europeo fueron los que llevaron al arte la «capacidad antinatural de la naturaleza (...) con su incansable uso del artificio como crítica de la representación. Paradójicamente había que definir lo que, en teoría no necesitaba definición porque era natural y quizá fue T. W. Adorno quien formuló la paradoja de manera más radical y programática ‘Solo lo que escapa a la naturaleza considerada como fatalidad puede servir para su reconstrucción’» (Montaldo, 1994: 140). La necesidad del decadentismo y de la literatura de fin de siglo de renegar de la naturaleza para demostrar su novedad o modernidad, muestra que para ellos es necesario reformular la relación con la naturaleza para poder crear un nuevo lenguaje o código estético. Como se sabe, la relación entre el arte y la naturaleza es la que funda la autonomía del discurso estético. Baumgarten, en 1750, reivindica un acercamiento estético de la naturaleza, frente a una visión puramente científica que era la norma en el siglo xviii. A su vez las teorías románticas tienen a la naturaleza como paradigma y modelo para la definición del arte. La idea de la naturaleza, considerada como antitética a la idea de cultura, jugó un rol central en la afirmación de la ideología de la autonomía y la soberanía del arte. Durante el Romanticismo, el arte imita 2 Clément Rosset, en L’Anti-Nature, sostiene que Baudelaire y artistas de la época, como Stéphane Mallarmé, Jacques Offenbach y Sören Kierkegaard, cultivan una estética del artificio. El artificio es, para estos artistas, «lo natural mejorado» (91). Por consiguiente, la noción de lo artificial se relaciona con lo ideal y, por tanto, el artificio o el arte, en este caso, se revela como superior a lo natural.

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a la naturaleza en sus modos de operación y producción, es decir, en su aspecto de natura naturans. Asimismo, el arte, como la naturaleza, es visto como el guardián de los valores supremos y eternos, frente a la corrupción y mutabilidad de la cultura y la sociedad (Esquivel, 2004: 253). Los artistas de fin de siglo atacaron a la estética romántica y su culto a la naturaleza. En el caso de Joris Karl Huysmans y de Charles Baudelaire, se trataba de ir en contra de Rousseau y de su visión idílica de la naturaleza. Tanto Baudelaire como Huysmans tienen una visión anti-rousseauniana que pone en cuestión a la naturaleza como modelo estético y ético. Para ellos, la naturaleza no era bella ni buena, sino todo lo contrario, era una fuente de vicios, perversiones y estaba sometida a la degradación y decadencia temporales. La naturaleza, por tanto, no es perfecta y es necesario reformarla o modificarla. Lo artificial sería esta categoría correctora o reformadora aplicada a lo natural. Entonces más que términos antitéticos u opuestos, lo artificial y lo natural son términos que en muchos casos, se complementan. Cuando Julián del Casal escribe en 1892 acerca de Huysmans ofrece unas valiosas observaciones acerca de la relación entre naturaleza y arte para este autor decadentista: Odia la naturaleza juzgándola como una gran artista agotada que no hace más que repetirse en sus obras, cuyas bellezas pueden ser fácilmente, no ya imitadas, sino superadas por el genio del hombre... Plácele, en primer lugar, el Arte, no por la gloria o la riqueza que pueda proporcionar, sino por los goces íntimos que brinda a sus elegidos (...); la Belleza Artificial, de cualquier orden que sea, por ser la única que no cambia; la Naturaleza enferma porque entonces se reviste de cierto encanto melancólico que se armoniza con sus ideas o le endulza los sentimientos... No siente el vértigo del mal, como impropiamente se ha dicho, sino el vértigo del dolor. Así podrá observarse que se complace frecuentemente en la descripción de paisajes crepusculares, ahogados de niebla, alfombrados de lodo, poblados de miserias, saturados de humedad y clareados vagamente por luces amarillentas, inquietas y agonizantes (Del Casal, 2001: 183-184).

Imitar la naturaleza ya no es viable para Huysmans porque la naturaleza es contraria a la innovación y la búsqueda de lo nuevo, que es propia del arte moderno. Asimismo, lo artificial es superior a la naturaleza en cuanto

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que puede sustraerse a lo temporal y permanecer idéntico a sí mismo. Pero también Huysmans admira la naturaleza enferma porque en ella la huella de la decadencia temporal es más clara. De este modo los extremos se tocan, el odio por la temporalidad, el horror y la fascinación frente a ella conviven en un mismo movimiento estético. Según Calinescu, lo artificial para Huysmans es una categoría que depende por completo de lo natural, porque se trata de una imaginación destructiva-negativa, dedicada enteramente a castigar y humillar la naturaleza. «His aestheticism is not an escape but a perpetual violation of nature» (Calinescu, 1987: 172). Lo artificial es, en Huysmans, una revuelta contra la naturaleza antes que una superación. Esto implica que los términos o categorías artificial y natural (que son claves en el discurso de fin de siglo) no están relacionados por una relación de oposición, sino que pueden ser términos intrincados, confundidos uno dentro del otro. La naturaleza sigue manifestándose como término problemático, en algunos casos reprimido o despreciado pero nunca olvidado. Por otro lado, en la obra de Baudelaire coexisten dos impulsos frente a la naturaleza: despreciar la representación tradicional de la naturaleza, compuesta por la vida vegetal y animal, y postular una naturaleza de carácter mineral, hecha de desiertos, ruinas; pero también afirmar la superioridad de la naturaleza interior o subjetividad del artista por encima de la naturaleza. En «Elogio al maquillaje» parte de su obra, El pintor en la vida moderna, Baudelaire hace una crítica profunda a la idea de naturaleza de sus antecesores. Sostiene que en el siglo xviii la naturaleza era considerada fuente de lo bello y lo bueno, es decir, ética y estética tomaban como base el modelo de la naturaleza. Baudelaire sostiene que el mal es natural, es lo que se hace sin esfuerzo, por fatalidad, mientras que la virtud es artificial, sobrenatural, al igual que el arte. La naturaleza no solo es fea, sino que no enseña nada, es corrupta. Los hombres en estado natural se matan entre ellos, matan a sus padres y cometen toda clase de crímenes. Con esto, Baudelaire se opone totalmente a la visión idílica de Rousseau del buen salvaje. Debido a que Baudelaire no cree que la naturaleza sea modelo de lo bello, rechaza también el principio de mímesis. Considera que la doctrina de la imitación es enemiga del arte. Imitar a la naturaleza es insuficiente, es un principio estéril. Baudelaire sostiene que «La nature est laide, et je prefere les

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monstres de ma phantasie»3 (Baudelaire, 1999: 366). En vez del principio de imitación, Baudelaire proclama a la imaginación como la reina de las facultades humanas en Salon de 1859: «L’imagination est la reine du vrai, et le posible est une des provinces du vrai. Elle est positivement apparentée avec l’infini»4 (Baudelaire, 1999: 621). En última instancia, la oposición entre imitación e imaginación está relacionada con el odio o la revuelta de Baudelaire contra el positivismo, el imperio de lo factual y lo objetivo, es decir, es proclamar la supremacía del subjetivismo y de lo ideal en el arte: «Un positiviste dit: “Je veux répresenter les choses telles qu’elles sont, ou bien qu’elles seraient, en supposant que je n’existe pas”. ‘L’univers sans l’homme (...) L’imaginatif dit: “Je veux illuminer les choses avec mon esprit et en projeter le reflet sur les autres esprits”»5 (Baudelaire, 1999: 627). Si bien Baudelaire se muestra muy reacio a la naturaleza romántica o realista, concibe otra naturaleza que sería imagen especular del arte y de sí mismo. La naturaleza en Baudelaire, desaparece como paisaje y se convierte en signo o alegoría del alma humana o del arte. Muchos de estos planteamientos de Baudelaire van a ser seguidos, a menudo de manera consciente, por los modernistas hispanoamericanos. En el caso específico de la naturaleza en el modernismo quiero analizar las distintas facetas o representaciones de la naturaleza que muestran el pluralismo y eclecticismo ideológicos y estéticos de este movimiento y sobre todo, su capacidad de conciliar los discursos cientificistas con los discursos estéticos acerca de la naturaleza. Así, el aspecto o lado sociológico de la literatura no está desvinculado de su aspecto autorreferencial, lo que constituye una de las contradicciones del discurso literario desde el Romanticismo. Según Jacques Rancière, el discurso literario desde el Romanticismo se concibe simultáneamente como la voz del pueblo o de una nación, pero también como expresión personal del poeta. Antes del Romanticismo el discurso poético se regía por convenciones de los géneros literarios, pero luego, con autores 3

«La naturaleza es fea y prefiero los monstruos de mi fantasía». «La imaginación es la reina de lo verdadero y de lo posible, es una de las provincias de lo verdadero». 5 «Un positivista dice: “Quiero representar las cosas tal como son o como serían, suponiendo que yo no exista”. El universo sin hombres (...) El imaginativo dice: “Quiero iluminar las cosas con mi espíritu y proyectar su reflejo en los otros espíritus”». 4

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como Madame de Stael, Vico y Hegel se establece una relación entre espíritu, lenguaje y sociedad (Rancière, 1998: 47). La literatura se torna en la expresión de la sociedad. Literatura y civilización son dos conceptos que se han impuesto en la misma época. La literatura concebida como emanación del genio individual y la literatura como expresión del espíritu y de las costumbres de una sociedad son el resultado del paso del principio representacional del lenguaje al principio de expresión. La noción de genio es la que opera la conversión de lo individual a lo colectivo. Para Rancière, el genio romántico no es el de un individuo sin que sea también el de un lugar, un tiempo, una sociedad, un pueblo y una historia (Rancière, 1998: 51). Por tanto, la oposición entre el artista social y aquel encerrado en su torre de marfil es «frívola». Esta aseveración sirve para apoyar la visión más integral que tenemos de los modernistas en la actualidad. La acusación que se les hace de ser un movimiento preocupado solo por alcanzar la perfección formal y lograr una renovación e innovación poéticas no permitía apreciar la dimensión política o social de sus discursos. Aníbal González y Susana Rotker, entre otros, han mostrado cómo los modernistas reflexionaban sobre su rol de intelectuales en sus novelas y crónicas y cómo su innovación formal iba de la mano con sus inquietudes ideológicas. La noción del artista como genio también es fundamental para los modernistas, sobre todo en Martí y Rodó adquiere una importancia capital para entender no solo sus planteamientos estéticos, sino también políticos. Así como el simbolismo y el decadentismo francés marcaron un quiebre con respecto al Romanticismo, en Hispanoamérica los autores modernistas también se opusieron a la generación anterior, romántica. Para comprender mejor el quiebre realizado por los modernistas con respecto a la visión romántica de la naturaleza es interesante establecer un contraste entre Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento, obra clave del Romanticismo latinoamericano, y los ensayos y poemas modernistas de José Martí, Asunción Silva, Amado Nervo y José Enrique Rodó. Todos estos autores, de un modo deliberado o no, se opusieron a los principales planteamientos de Sarmiento acerca de la naturaleza. Para Sarmiento, la naturaleza podía considerarse al menos de dos modos: de modo estético y de modo «político». Sarmiento creía en el determinismo geográfico; para él, la naturaleza determinaba no solo las costumbres, sino la

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forma de los gobiernos. En el Facundo, Sarmiento declara: «Muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban las vías al despotismo» (Sarmiento, 2005: 61). Por lo tanto, y reduciendo su planteamiento a los términos más básicos, el gaucho era bárbaro porque vivía en la pampa. La naturaleza era, en gran parte, para este autor, la causa del atraso secular de América. Por otro lado, Sarmiento basaba su análisis del hombre de los llanos o gaucho en las teorías organicistas de naturalistas como Georges Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire, quienes se dedicaban a la clasificación de animales y vegetales siguiendo la noción de especie o tipo. El tipo natural determinaba la personalidad, comportamiento y cualidades de un individuo. El gaucho, para Sarmiento, es un tipo acabado de hombre como una especie del reino animal o vegetal. Así, el gaucho se hallaba doblemente determinado por su tipo o especie y por su medio ambiente, es decir, tanto por la naturaleza interior como por la exterior6. Tanto su organización física y mental como su medio geográfico se caracterizan por ser inmutables y el gaucho, al ser un tipo antes que un individuo, carece de singularidad o personalidad propias. Estos planteamientos de Sarmiento tienen algunos puntos en común con los positivistas con los cuales los modernistas también polemizan. En cuanto al aspecto o dimensión estética de la naturaleza vemos que Sarmiento tiene una apreciación completamente distinta. Sarmiento, luego de denostar la vida primitiva, bárbara de los llanos, admite que esta posee su «costado poético» y «faces dignas de la pluma del romantista» (75). El sanjuanino llega a decir incluso que la literatura nacional va a surgir de la descripción de las grandiosas escenas naturales y de la lucha entre civilización europea y barbarie indígena, entre inteligencia y materia (75). 6 «Sarmiento significa a partir de lo exterior, por la descripción de hábitos, los gestos y la vestimenta, la esencial manera de ser (interior y profunda), de los tipos pampeanos que evoca (...) No caben dudas de que para D.F. Sarmiento la ropa, corteza del árbol humano, es plenamente reveladora de su fibra y de su textura internas: esta envoltura señala tal rasgo de carácter y también tal nivel de civilización. Aquí también resulta imposible no pensar en una influencia europea. Cuando Sarmiento escribió Facundo, (...) Balzac había compuesto sus Etudes des mœurs par les gants (1830), donde había expuesto la teoría según la cual el detalle de la vestimenta adquiere la misma importancia que las facciones del rostro (...) para revelar las costumbres (...) La teoría balzaciana (...) ha sido condensada en la fórmula “Dadme el guante y yo reconstruiré el personaje”, directamente inspirada en el célebre axioma del naturalista Cuvier “Dadme la vértebra y reconstruiré el mamut”» (Salomon, 1984: 129-130).

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Desde el punto de vista estético, Sarmiento desarrolla una estética de lo sublime (que también puede prolongarse o aplicarse a los acontecimientos históricos que narra en Facundo). Como señala el autor argentino: La poesía para despertarse (porque la poesía es como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano) necesita del espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, dela extensión, de lo vago, de lo incomprensible; porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal. Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y no ver (...) no ver nada; porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda? ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte! ¡He aquí ya la poesía!... La oscuridad se sucede después a la luz: la muerte está por todas partes; un poder terrible, incontrastable le ha hecho en un momento reconcentrarse en sí mismo, y sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia de sus obras (Sarmiento, 2005: 78).

La relación entre poesía americana-naturaleza americana es clara. La poesía surge espontáneamente ante la contemplación de la naturaleza. Pero es evidente que el sentimiento de lo sublime descrito por Sarmiento se relaciona con el peligro, la muerte y Dios. Lo sublime vuelve nada a quien lo contempla, pero al mismo tiempo lo sublime consiste precisamente en la experiencia del vacío, la experiencia de la nada. La mirada civilizadora de Sarmiento se caracteriza precisamente por el «horror al vacío»; por tanto ante esta experiencia de lo sublime, entra en crisis y llega a comprender sus límites. Solo la poesía puede hacer frente a lo sublime porque, como dijimos, surge de él y por ello, puede decir algo acerca de él. Según Ramos: La amenaza, el peligro que confronta el sujeto (y el Estado nacional) se relaciona, en el Facundo, con la ausencia de límites y estructuras...

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Ante este vacío distintivo del paisaje americano, la mirada “civilizada” y el saber racionalizador necesariamente flaquean. La mirada y la autoridad de la “poesía” comienza donde termina el mundo representable por la disciplina. De ahí que la literatura sea, para Sarmiento, una exploración sobre los límites o los “afueras” de la ley (Ramos, 1989: 46).

El mundo representado o narrado por Sarmiento se caracteriza por ser sublime. Es por ello por lo que no puede ser comprendido por las leyes de la civilización o de la razón, sino que las rebasa e incluso las cuestiona. El arte surge de la exposición del poeta a situaciones límites y, asimismo, tiene la capacidad de representar lo sublime, aquello que se halla fuera de la civilización. De este modo, se producen dos importantes equivalencias o correlaciones: la barbarie es, para Sarmiento, lo sublime por excelencia y la literatura solo surge de la representación de la barbarie, es decir, de lo sublime. Para Sarmiento, el gaucho es sublime, los eventos históricos que cuenta también son sublimes, así como los personajes de su obra, Facundo y Rosas, y pese a que hable de «lo bello» en su descripción del paisaje propio para la poesía, su mención del «poder terrible» de la naturaleza, de la nada, la muerte y de Dios, lo configuran claramente como un paisaje natural perteneciente al ámbito de lo sublime. De este modo, literatura y barbarie están íntimamente relacionadas. En un célebre pasaje de Facundo, Sarmiento sostiene que solo se podrá poseer una literatura nacional si se toma como tema la naturaleza americana. En este pasaje remarca la excepcionalidad del paisaje americano y es solo imitando o representando esa excepcionalidad como el arte americano podrá ser conocido y admirado en los círculos europeos. Cito al sanjuanino: Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre inteligencia y materia: lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes, y originales los caracteres (Sarmiento, 2005: 75-76).

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El motivo por el cual Sarmiento sostiene que la literatura debe basarse en la naturaleza americana se debe a su búsqueda de lo original, lo novedoso con respecto a los modelos estéticos europeos. Lo original se define con respecto a la excentricidad americana, por ello se confunde con lo exótico. Pero esta búsqueda de lo original americano es también la búsqueda de la imposición de un modelo que pueda ser admirado, elevado a norma en Europa. Este paso de lo singular a lo universal se encuentra implícito en la noción de genio romántico porque el genio es justamente aquel que impone su propia norma o ley estética y no sigue los modelos vigentes. Entonces, vemos nuevamente cómo existen dos posiciones opuestas con respecto a la noción de imitación y originalidad. La imitación de modelos europeos era aún válida para Sarmiento, porque, como señala Ramos, muchas veces la crítica sarmentina a estos modelos convivía con «la ideología mimética más radical» (Ramos, 1989: 25). Pero esta imitación solo se daba en el ámbito político, porque en el ámbito estético Sarmiento adopta con mucha convicción la ideología del genio. En conclusión, los dos modos de considerar la naturaleza americana, en lo político y lo estético, explican las actitudes opuestas que Sarmiento tiene con respecto al problema de aplicar o no los modelos europeos en las nuevas naciones latinoamericanas; mientras que para la política Sarmiento cree que deben importarse modelos europeos, en la cuestión estética para Sarmiento la poesía debe inspirarse en la naturaleza americana. En el caso de Martí y Rodó no existe una diferencia de normas entre lo político y lo estético; en ambos casos se trata de abandonar la imitación de modelos y dedicarse más bien a la creación de modelos nuevos. Tanto el político como el poeta han de ser genios, sujetos que no sigan lo establecido, sino que sean capaces de afirmar la singularidad de sus propuestas como norma universal o general. Por ejemplo, esto es lo que sostiene Rodó en Ariel acerca de aquellos que aplican modelos importados a América Latina: Pero no veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos —el genio personal— para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación. Ese irreflexivo traslado de lo que es

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natural y espontáneo en una sociedad al seno de otra donde no tenga raíces ni en la naturaleza ni en la historia, equivalía para Michelet a la tentativa de incorporar, por simple agregación, una cosa muerta a un organismo vivo... Hace pensar en la ilusión de los principiantes candorosos que se imaginan haberse apoderado del genio del maestro cuando han copiado las formas de su estilo o sus procedimientos de composición (Rodó, 1997a: 36).

Es clara la relación que Rodó establece entre el concepto de genialidad y el de la naturaleza. Así como es imposible en el ámbito artístico imitar el estilo de un genio, toda imitación de modelos importados en el ámbito político está abocado al fracaso. La imitación de modelos foráneos significa para Rodó un proceso de «desnaturalización», en el cual los pueblos pierden su originalidad y su identidad. La oposición con las propuestas políticas de Sarmiento no puede ser más clara. Otro punto importante en el cual los modernistas se alejan de Sarmiento es en la relación que existe entre ciudad y campo y entre civilización y barbarie. La frase lapidaria de Sarmiento: «En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas: el siglo xix y el xii viven juntos; el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas» (Sarmiento, 2005: 91) demuestra cómo para el sanjuanino existe un desfase histórico entre ciudad y campo. La modernidad solo puede hallarse en las ciudades, nunca en el campo; por ello, campo y modernidad serían términos antitéticos. Como se sabe, el discurso de Sarmiento se organiza en oposiciones irreconciliables y permanentemente enfrentadas: civilización/barbarie; campo/ciudad, federales/unitarios. Según el análisis político de Sarmiento, campo y ciudad serían dos mundos distintos entre los cuales no hay comunicación, lo cual sería la causa de la guerra civil en la Argentina de su tiempo. Los modernistas propugnan, en cambio, la abolición de antinomias y la armonía de los contrarios, su síntesis, pero también su relativización. Para los románticos, cuyo pensamiento estaba dominado por el dualismo, la síntesis de categorías sería un horizonte ideal, nunca alcanzado; para los modernistas, por el contrario, la síntesis sería antes que un ideal, algo tangible, una realidad. Para ellos, no existen categorías puras, sino la mezcla, la ambigüedad, la contradicción y lo relativo. En el modernismo existe una tensión entre el afán de lograr la unidad o la armonía de las distintas esferas del conocimiento

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con el reconocimiento de la pluralidad o variedad de las mismas. Esto explica la profusión de sincretismos que se dan en el modernismo no solo en el ámbito estético, sino en su concepción sobre la religión o la política. Como bien señala Paz, «la nostalgia de la unidad cósmica es un sentimiento permanente del poeta modernista, pero también lo es su fascinación ante la pluralidad en que se manifiesta. Dispersión del ser en formas, colores, vibraciones; fusión de los sentidos en uno» (Paz, 1969: 28). Los modernistas realizan lo que Rancière sostiene acerca de los simbolistas, violar la distinción o separación entre la exterioridad de la materia y las ideas, una distinción que sus antecesores, los románticos, siempre habían mantenido clara7. En el caso de Martí, tanto la política como la estética deben tomar su inspiración del conocimiento de la naturaleza. Martí reivindica la naturaleza de las acusaciones de Sarmiento y de los positivistas quienes sostienen que los males de América se deben a su entorno natural y a la índole de sus hombres. A diferencia de Sarmiento para quien el conocimiento de la naturaleza no constituía un problema o parecía algo ya resuelto, para Martí se trata de una labor pendiente. Martí propone un conocimiento directo de la naturaleza americana frente al conocimiento libresco. La naturaleza debe analizarse y conocerse en sus elementos primordiales, solo de este modo se podrán crear formas de gobierno adecuadas a las nuevas naciones americanas.

7 «Et le symbolisme est un romanticisme fondamental ou un fondamentalisme romantique. C’est pourquoi il franchit les limites que Schelling maintenait. Car le romantisme historique que celui-ci exprimait restait une doctrine travaillée par la dualité. Il prenait au sérieux cette aliénation de l’esprit dans son séjour hors de lui-meme qu’évoque son texte: séjour inconscient de l’esprit dans la nature (...) «La nature, poursuivait Schelling, n’est plus pour l’artiste telle qu’elle est pour le philosophe, c’est-à-dire rien de plus que le phénomène constamment borné du monde idéal (...) La symbolisme supprime cet écart» («Y el simbolismo es un romanticismo fundamental o un fundamentalismo romántico. Es por ello que rompe con los límites que Schelling mantenía. El romanticismo histórico que éste representaba se mantenía en una doctrina basada en la dualidad. Tomaba en serio esta alienación del espíritu en su estancia fuera de sí mismo que evocaba su texto: inconsciente residencia del espíritu en la naturaleza (...) La naturaleza, decía Schelling, no es más para el artista lo que es para la filosofía, es decir, nada más que el fenómeno constantemente inasible del mundo ideal (...) El simbolismo suprime esta distancia» (Rancière, 1998: 125).

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En esta exhortación de Martí al conocimiento de la naturaleza se manifiesta un importante replanteamiento de las relaciones entre hombre y naturaleza o de modo más preciso, entre naturaleza y naturaleza humana con respecto al discurso de Sarmiento, que pertenece claramente a lo que Foucault llama la «episteme clásica». Según el filósofo francés el paso de la episteme clásica a la moderna marca el advenimiento de lo que llamamos ahora las ciencias humanas. La naturaleza humana, al igual que la naturaleza geográfica o física, se vuelve un objeto de conocimiento. El hombre deja de ser estudiado siguiendo los métodos de las ciencias naturales y surgen disciplinas que se dedican exclusivamente a su estudio. Esto tiene como consecuencia que el hombre no solo es sujeto de conocimiento, sino que también es objeto de estudio: «L’homme apparait avec une position ambigue d’objet pour un savoir et de sujet qui connait: souverain soumis, spectateur regardé»8 (Foucault, 2007: 323). Esto también marca un cambio en el lenguaje y en los discursos, los cuales dejan de ser solo representacionales, sino que también se caracterizan por ser autoreferenciales. En «Nuestra América» (1891) el conocimiento de la naturaleza americana es equivalente al conocimiento de la identidad americana; por ello, el conocimiento de la naturaleza supone un proceso autorreferencial, es decir, un proceso en el cual el autor del discurso está incluido o implicado. Desde el título del ensayo se pone en evidencia que Martí se halla implicado en la búsqueda de la identidad americana, y no solo como observador, es decir, no se halla fuera de la escena, dirigiéndola, construyéndola u ordenándola, sino que forma parte del proceso como actor. A este respecto, conviene ver cómo existe un desdoblamiento entre un yo y un nosotros en este discurso, un yo que toma la palabra como líder y un nosotros que es producto pasivo de la historia. El uso del «nosotros» en este ensayo muestra que Martí se halla comprendido en esta búsqueda de la identidad americana y que esta búsqueda es, a la vez, la de su propia identidad. Quizás en ello radica la diferencia fundamental de Martí con respecto a Sarmiento: para Sarmiento, la naturaleza es un dato exterior, puede explicar el comportamiento o la identidad del gaucho, pero no la suya. A este respecto, parece ser poco lo que hay de autorreferencial en la reflexión 8 «El hombre aparece en una posición ambigua de objeto para un saber y para un sujeto de saber, un soberano sometido, un espectador observado».

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de Sarmiento acerca de la naturaleza. Katra muestra cómo Sarmiento establece una diferencia clara entre las masas rurales, los gauchos y la elite letrada «mientras que las masas rurales tienen un comportamiento previsto por un enfoque materialista, la élite letrada, representante de la civilización, escapa a las leyes inexorables de la historia y dueña de las ideas es capaz de promover el cambio social» (Katra, 1988: 542). En «Nuestra América» el yo del discurso es tanto sujeto histórico como líder letrado e intelectual, es decir, reúne las características que Sarmiento había distribuido en diferentes actores sociales que había creído como opuestos e irreconciliables. Dentro del discurso de Martí el lugar del hablante es esencial y es el que lo hace único y define su identidad. Es conocido cómo Sarmiento puede decir sin ruborizarse que las pampas argentinas se parecen a las llanuras tártaras y los gauchos tienen características orientales. «Ya la vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo del Asia, cuyas llanuras nos imaginamos cubiertas aquí y allá de las tiendas del kalmuko, del cosaco o del árabe» (Sarmiento, 2005: 67). En este pasaje del Facundo se postula una homogeneidad entre geografías y pueblos, es decir, su falta de singularidad, mientras que en Martí se trata, en cambio, de descubrir aquello que hace único, original a América. Se parte del supuesto de la diferencia consubstancial de América con respecto a las otras civilizaciones o pueblos y esta diferencia pasa por el conocimiento de la historia americana. En «Nuestra América» Martí se dedica a desmontar una a una las ideas principales de Sarmiento con respecto a la naturaleza. A la antinomia sarmentina de civilización/barbarie, Martí le opone la dicotomía «falsa erudición/naturaleza». «No hay una batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre falsa erudición y la Naturaleza» (Sarmiento, 2005: 160) Lo que Sarmiento llamaba «barbarie», Martí lo llama «naturaleza y con este cambio de nombres produce una inversión de valores. Para Sarmiento, la «barbarie» era la fuente u origen de los males de su Argentina natal; para Martí, en cambio, esa fuente lo es la «falsa erudición». En otras palabras, Martí pone como fundamental la oposición natural/artificial y se pone del lado de lo natural. Algunos críticos han considerado que la exaltación de lo natural en Martí es un rezago romántico; sin embargo, para Martí lo natural implica ante todo una superación de las convenciones y modelos establecidos. A este respecto

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se trata, como en Baudelaire, de un rechazo de la imitación. Lo natural para Martí está relacionado con la autonomía y la autoctonía, lo «nuestro», lo «propio», es decir, con la identidad americana y con la búsqueda de un modelo de gobierno que no sea imitación de los modelos europeos, es decir, lo natural es también la búsqueda de la originalidad en el ámbito político. Antes que ser un espacio geográfico, es un ideal o en este caso, un objetivo político. Además, si lo natural se relaciona con lo propio, es que Martí sostiene que esta categoría es eminentemente subjetiva; se trataría de una identificación entre subjetividad y naturaleza. Pero así como la naturaleza es, en algunos pasajes de este ensayo, algo ideal, también en otros pasajes lo natural alude a actores sociales específicos. A este respecto lo natural o la naturaleza en «Nuestra América» son los hombres americanos, no el paisaje o la pampa como en el caso de Sarmiento. El bárbaro, considerado como problema para Sarmiento, es para Martí el hombre natural quien se caracteriza por su bondad y su respeto a la «inteligencia superior». La reivindicación de Martí del indio y del negro se da en una época en la cual circulaban discursos, en su mayoría positivistas, que hablaban sobre la degeneración racial de los pueblos americanos y de su pronta y definitiva extinción por obra del progreso y de la modernidad. Martí, por tanto, se opone a estos planteamientos y sostiene más bien que el progreso de América se va a dar cuando ella deje de excluir a sus razas nativas. Para Martí, el caos o la barbarie no se debe a la carencia de modernidad, sino a la exclusión de las culturas tradicionales del espacio de representación político (Ramos, 1989: 237). En vez de una explicación basada en el determinismo geográfico que caracteriza al discurso de Sarmiento, Martí explica el problema de América en términos históricos: el conocimiento de la naturaleza americana se basa, principalmente, en el conocimiento de la historia americana y en la inclusión de la población indígena, negra y mestiza en el proyecto de nación. Según Martí, la generación anterior a la suya se caracterizaba por su absoluta ignorancia de la naturaleza americana; por ello Martí habla de una «falsa erudición», porque basa su sabiduría en los libros importados. Por ende, el conocimiento de la naturaleza americana implica una reforma de la educación. Al respecto, cito a Martí: «La Universidad europea ha de ceder a la Universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia

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es preferible a la Grecia que no es nuestra» (Martí, 2004a: 161). Es por ello por lo que Lamore sostiene que el problema de la naturaleza en «Nuestra América» está relacionado con la historia y la educación (Lamore, 1995: 53). El modo en que se organiza el discurso de «Nuestra América» difiere del de Sarmiento en cuanto que, a pesar de organizarse en dualidades, estas no son oposiciones irreconciliables como las del romántico argentino, sino que las categorías natural/artificial, exótico/autóctono, entre otras forman parte de un proceso dialéctico. Por ejemplo, del enfrentamiento entre hombre natural y letrado artificial se llega al estadista natural, un proceso de evolución dialéctica, donde el término «natural» es de importancia fundamental. En última instancia y en un gesto muy modernista, Martí, luego de establecer la oposición entre falsa erudición y naturaleza y la de criollo exótico y mestizo autóctono, las disuelve al final de su ensayo. A la oposición entre lo autóctono y lo exótico, del libro importado y el conocimiento de lo natural, Martí propone el injerto de lo importado en lo natural; así, natural y artificial llegan a conciliarse o relativizarse y en cuanto al enfrentamiento entre el criollo, el mestizo, el indio, el negro que coexisten en América, Martí proclama que «no hay razas». Este movimiento de disolución de todas las oposiciones esbozadas al inicio del ensayo forma parte de la fuerza argumentativa y de la vigencia de «Nuestra América». Por tanto, el autoctonismo de Martí difiere del postulado por el movimiento posterior, el de la novela de la tierra, porque el de Martí se basa justamente en la abolición de las diferencias de lo autóctono y lo exótico y de lo nacional y lo cosmopolita. La antítesis entre campo y ciudad, entre criollo y mestizo autóctono es, para Martí, una etapa histórica necesaria que antecede la final conciliación de estas oposiciones: Se probó el odio y los países venían cada año a menos. Cansadas del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos y se saludan. «¿Cómo somos? » se preguntan, y unos a otros se van diciendo cómo son (Martí, 2004a: 163).

Esta disolución de las oposiciones se da por obra no solo del proceso histórico, sino también de los «estadistas naturales» o los genios que pueden

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conciliar los elementos heterogéneos de los cuales está compuesta América Latina. Precisamente el modernismo como movimiento estético tiene ese afán de conciliación de lo heterogéneo; por ende, lo que Martí proclama como ideal político va a intentar realizarse en el ámbito estético por el movimiento literario al cual él pertenece. En cuanto al ámbito propiamente estético, Sarmiento veía a la naturaleza como el lugar tanto de la barbarie como del arte. De este modo, arte-barbarie-naturaleza están íntimamente relacionados. Si, como sostiene Sarmiento, el arte se ocupa de pintar o representar la lucha entre civilización y barbarie (o entre inteligencia y materia), ¿qué va a ocurrir cuando la civilización derrote a la barbarie? La derrota de la barbarie, un evento que Sarmiento preveía en su horizonte ideológico, dejaría a la poesía y al arte en general, sin función alguna. Influenciado por Tocqueville, Sarmiento llegó a pensar que una de las características de las sociedades democráticas es su ausencia de poesía9. Esta discusión sobre el porvenir del arte tiene ecos en la disquisición de Hegel sobre el carácter anacrónico del arte y la superación de este por la filosofía. Martí, en contraste con Sarmiento, proclama la vigencia de la literatura en los tiempos modernos, y a la tríada de Sarmiento que relaciona barbariearte-naturaleza, Martí le opone la tríada modernidad, arte y naturaleza. La naturaleza para Martí no es sinónimo de barbarie, ni está situada fuera de la civilización sino que, por el contrario, es imagen de la psique humana y de la modernidad como proceso social. Si la naturaleza era en Sarmiento aquello que escapaba a los límites de la racionalidad y de la imaginación, por ende, lo sublime, en Martí la naturaleza se relaciona con el infinito. La naturaleza, es, para Martí, «un poema infinito». Martí coincide aquí con Hegel, quien abole la idea de sublime kantiano y la reemplaza por el infinito. La naturaleza con Hegel pierde su capacidad de extrañamiento y hace del mundo objetivo una entidad posible de conocer en su totalidad (Soper, 2002: 122). En el «Prólogo al Poema del Niágara de Juan A. Pérez Bonalde» (1882), Martí celebra pero a la vez critica los tiempos modernos, en una mezcla de 9 Sarmiento llegó a dudar del valor en sí de las obras literarias para la sociedad democrática. Es probable que sus lecturas de Tocqueville sean la fuente principal de este nuevo enfoque (...) De acuerdo con Tocqueville, Sarmiento habrá pensado que, a medida que una sociedad asimilara las normas democráticas, lo menos poético sería la producción cultural y la vida literaria en general (Katra, 1988: 548).

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diatriba y alabanza. Este prólogo ha sido considerado como un manifiesto modernista porque proclama el rol de la poesía en la modernidad. El poeta cubano expresa su temor por los cambios vertiginosos y por la ausencia de toda certeza permanente en todos los ámbitos, incluso en el artístico. Debido a la ausencia de certezas y de conocimientos seguros y permanentes, lo único que cabe es volverse a sí mismo, porque el conocimiento de sí mismo ofrece certezas o conocimientos fiables de los que el entorno social, político, carece. La vida psíquica y la naturaleza constituyen un refugio frente a la vida social, histórica, pero al mismo tiempo, tanto la naturaleza como la mente humana se hallan amenazadas por los cambios vertiginosos de la modernidad. Ambas entidades se encuentran en crisis, en proceso de desintegración. Martí establece una relación de analogía entre ambas: «Los ferrocarriles echan abajo la selva; los diarios, la selva humana»; «los árboles de la selva no tienen más hojas que lenguas las ciudades »; «el periódico desflora las ideas grandiosas» (Martí, 2004b: 64). Todos estos paisajes de destrucción de la naturaleza que describe Martí en esta crónica son paisajes alegóricos, que muestran procesos sociales e ideológicos de la modernidad. Martí está inquieto y fascinado por el cambio que la modernidad produce en la difusión del conocimiento. Así dice él: «Todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, esparcimiento» (64). En un pasaje de la crónica, Martí sostiene que los genios son montañas, pero en la modernidad cada vez hay más montañas. La elevación o excelencia en el saber es más común; por ello, la experiencia moderna, de ruptura no es una experiencia de elevación, sino una experiencia del abismo, de la profundidad y de la búsqueda de los orígenes. La modernidad es un paisaje que no es estático, sino que está en perpetuo movimiento. Antes de la modernidad, la subjetividad del hombre se hallaba escondida bajo una capa de convenciones y reglas sociales que lo deformaba y alienaba de sí mismo. El río silencioso y subterráneo como imagen de la existencia verdadera muestra que las convenciones o, en otras palabras, la tradición, no permiten al hombre conocerse a sí mismo; la modernidad, en cambio, libera al hombre de toda convención o tradición; en cierto modo, lo emancipa de cualquier atadura social o ideológica. Cito a Martí:

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Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera, y la verdadera vida viene a ser como corriente silenciosa que se desliza invisible bajo la vida aparente, no sentida a las veces por el mismo en quien hace su obra cauta, a la manera con que el Guadiana misterioso corre luengo camino calladamente por debajo de las tierras andaluzas (Martí, 2004b: 68).

En la modernidad, la vida histórica se halla paralizada. Son tiempos de crisis y cambio permanentes. Martí muestra el carácter ambivalente de la modernidad, si bien la modernidad destruye toda certeza, y se basa en lo incierto y lo efímero; esta también permite a los hombres ser dueños de sí mismos. A este respecto, la ausencia de certezas se relaciona con la posibilidad de los hombres de ser libres, originales y auténticos. La modernidad puede considerarse como un estado casi paradisíaco donde el hombre recobra su inocencia y deja de estar determinado o sujeto a normas sociales y se libera de la historia. Por ello, modernidad y naturaleza intercambian sus atributos: la naturaleza puede formar parte de la modernidad y la modernidad puede ser también considerada como un proceso natural, es decir, inevitable. Hay tonos fatalistas en la descripción de la modernidad por Martí; sobre todo, cuando Martí habla del lado más siniestro, destructivo de ella. En estos pasajes sombríos, la modernidad es descrita como la naturaleza de los positivistas, es decir, una naturaleza regida por leyes deterministas, ineluctable, contra la cual el hombre se muestra impotente. A este respecto la modernidad puede considerarse como una segunda naturaleza, es decir, un proceso social e histórico que es visto y experimentado como natural. La inquietud, la falta de certezas constituye el sentimiento de la modernidad y constituye el estado de los hombres que se buscan a sí mismos. Hurgar dentro de sí mismo supone para Martí adquirir también un conocimiento de la condición moderna. Así, el proceso de autoconocimiento y autorreferencialidad supone también realizar un diagnóstico de la sociedad y un conocimiento de ella. Este conocimiento de sí mismos y de la modernidad constituye un proceso doloroso, se diría incluso, autodestructivo. «Hoy Dante vive en sí, y de sí. Ugolino roía a su hijo; mas él a sí propio; no hay ahora mendrugo más denteado que un alma de poeta: si se ven con los ojos del alma, sus puños mondados y los huesos de sus alas arrancadas manan sangre» (Martí, 2004b: 67).

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La naturaleza y la psique humana son ámbitos de resistencia contra la modernidad, pero también son instancias privilegiadas donde se puede comprender la modernidad como proceso social. De este modo la naturaleza y el yo interior no son espacios de evasión, utópicos, sino espacios donde se puede comprender la totalidad, es decir, participar de la modernidad pero también estar fuera de ella y establecer una distancia crítica. La naturaleza posee atributos contradictorios: es a la vez imagen de la modernidad, pero también el ámbito donde el poeta puede criticarla. Volver a la naturaleza está relacionado con la búsqueda de lo nuevo y con una ruptura con la tradición poética e histórica. De modo análogo, la modernidad constituye una ruptura con la historia, y es un proceso que no pertenece a ninguna nación ni cultura específica, sino que debe ser asumido por los hombres como individuos. Cada hombre debe buscarse a sí mismo, conocerse antes que esperar ser guiado por un líder. A este respecto, la modernidad es un proceso apolítico en Martí y supone más una búsqueda personal. La libertad espiritual que es producto de la modernidad, también es una empresa individual o individualista. Solo si los hombres se conciben como individuos liberados de la tradición y la historia y de la sociedad, pueden lograr la libertad política y estética. A este respecto, Martí concibe la libertad espiritual como anterior a la libertad política y estética. Esto implica que solo los hombres libres hacen un arte libre, pero que el arte no libera a los hombres, como sostiene Rodó, quien cree en el rol emancipador y educador del arte. El hombre o el poeta es naturaleza, pero al mismo tiempo la trasciende. Esta es la posición contradictoria de Martí. Si bien acepta que el hombre es un ser natural, al mismo tiempo sostiene que hay una parte del hombre que no está regida por las leyes naturales. La superioridad del hombre frente a la naturaleza consiste en que el hombre también posee una parte espiritual, que trasciende los designios naturales. «El eco en el alma dice cosa más honda que el eco del torrente. Ni hay torrente como nuestra alma. ¡No! ¡La vida humana no es toda la vida!» (Martí, 2004b: 76). Es por ello por lo que le reprocha a Bonalde su temor frente a la muerte sosteniendo que la muerte es un nuevo comienzo, una «tarea nueva». Si bien la muerte es el final para las criaturas naturales, el hombre, en cambio, es más que un ser natural, es un ser espiritual.

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En el texto de Martí, el Niágara es una alegoría de la naturaleza, de la modernidad y de la poesía moderna. Así al tiempo que canta a la naturaleza, el poema moderno se define por su autorreferencialidad. La naturaleza que concibe Martí (cuya alegoría es el Niágara) reúne características contradictorias de la naturaleza; es a la vez la naturaleza positivista de leyes determinadas, ineluctables, contra las cuales el hombre está desprotegido y es impotente, pero también es imagen de la naturaleza humana interior, subjetiva, que no puede ser aprehendida ni comprendida por leyes científicas, pero sí por la poesía. La naturaleza, considerada en su lado luminoso, como ámbito de la subjetividad, se opone a la tecnología moderna porque es irregular e impredecible, mientras que la tecnología se asemeja más bien al verso académico. La naturaleza es imagen de la revolución poética y es como una instancia de crítica a la estética academicista. Una de las consecuencias de ello es que la perfección formal, vinculada a la técnica, a lo artificial y tecnológico es rechazada porque según Martí, esta solo se logra en detrimento de la perfección de las ideas. Frente a la perfección formal, Martí prefiere la irregularidad que es signo de la fuerza de la poesía. Todas estas características (fuerza, imperfección, irregularidad) hacen a la poesía semejante a la naturaleza. Por ello, el poema de Bonalde no solo es sobre la naturaleza, sino que también es descrito por Martí como si fuese un objeto natural. El poema posee «círculos irregulares y rebeldes no sujetos a forma ni extensión; acá enseñoreándose de la arena y tendiéndose sobre ella como el jazmín cargado de esencias» (Martí, 2004b: 73). Las cualidades formales del poema de Bonalde son semejantes al torrente; a este respecto no representa a la catarata, sino que es semejante a ella. La catarata del Niágara se caracteriza por carecer de forma definida, es una forma en movimiento, en perpetua transformación, y del mismo modo, el poema tiene movimiento como la catarata; a decir de Martí, «se enreda, se empina y se despliega», no está sujeto a forma o extensión definida. Así, el arte no es técnica o mecanismo sino que es una entidad natural. Si para Sarmiento el campo se diferencia de la ciudad porque el campo no tiene acceso o es reacio a la modernidad, los modernistas proclaman que el proceso modernizador también alcanza al campo, la periferia de las ciudades y que en muchos casos este proceso supone la aniquilación o destrucción de

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la naturaleza, entendida como categoría pura, intangible, inaccesible, o paraje idílico. Así lo expresa José Asunción Silva en su poema «Obra Humana»: En lo profundo de la selva añosa Donde una noche, al comenzar de mayo, Tocó en la vieja enredadera hojosa De la pálida luna el primer rayo, Pocos meses después, la luz de aurora Del gas en la estación, iluminaba El paso de la audaz locomotora Que en el carril durísimo cruzaba Y en donde fuera en otro tiempo el nido, Albergue muelle del alado enjambre, Pasó por el espacio un escondido Telegrama de amor, por el alambre (Silva, 1996: 37).

La «profunda selva» del inicio del poema se convierte en el espacio donde se despliega la tecnología, específicamente, el tren. En la última estrofa, los hilos telegráficos reemplazan el nido; el verso «y en donde fuera en otro tiempo el nido» muestra que el carácter idílico de la naturaleza pertenece a un tiempo ya ido, caduco. Esto implica que la naturaleza ya no es el lugar donde las contradicciones de la sociedad están suspendidas o negadas, sino que la naturaleza en el modernismo está sometida a los mismos problemas de la sociedad. La naturaleza no es un reino aparte sometido a otras leyes, sino sufre también el impacto de la modernidad. La única metáfora del poema es la que llama al nido «albergue muelle del alado enjambre», mostrando la relación entre metáfora y naturaleza. La destrucción o desaparición de la naturaleza implica también la desaparición del lenguaje poético tradicional y el uso de nuevos códigos poéticos que pueden representar los cambios producidos por la modernidad. Cantar, por ejemplo, como lo hace Silva, a la locomotora y al telegrama. A este respecto, Silva se diferencia de Martí, quien ve a la naturaleza como el ámbito o lugar privilegiado para comprender la condición moderna y el lugar de lo nuevo y revolucionario en el campo estético. Silva más bien, postula un más allá de la naturaleza, lo cual implica no solo

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que esta desaparece como categoría o espacio, sino que con ella también su opuesto, la ciudad. En este poema, Silva cuestiona la oposición entre ciudad y campo, lo cual demuestra que, si bien el modernismo puede ser considerado un «producto» de las grandes ciudades no significa que su radio de acción y reflexión estuviese reducido solo a ellas. Los modernistas muestran una aguda conciencia del impacto de la modernidad en la periferia, es decir, más allá de las ciudades. Paralelamente a esta reflexión sobre la modernidad en la profunda selva, en su poema, «Resurrecciones», Silva establece una relación de analogía entre naturaleza y alma humana. Como Naturaleza, cuna y sepulcro eterno de las cosas, el alma humana tiene ocultas fuerzas, silencios, luces, músicas y sombras (Silva, 1996: 41).

La naturaleza, antes que ser una presencia, manifestación o apariencia, en resumen, un paisaje, como lo sería en un poema romántico, se torna un principio ordenador y activo del mundo, el origen y fin de las cosas, un devenir cíclico sin fin. La naturaleza ya no sirve para ilustrar ideas más abstractas, como era el caso del paisaje romántico, donde el paisaje era símbolo de las ideas o conceptos que quería comunicar el poeta, sino que en este poema, la naturaleza misma es idea, es una abstracción. Estamos ante la espiritualización de la naturaleza y de la materia sensible. La naturaleza, abstracta, es comparada con el alma humana, la cual es descrita como un campo de fuerzas opuestas, en tensión. Estas fuerzas son un conjunto o conglomerado de sensaciones auditivas y visuales opuestas: silencios y músicas, luces y sombras. Conviene destacar a la música como una de las imágenes del alma humana, porque es el arte anti- representacional por excelencia, un arte que se vuelve a finales del siglo xix el modelo para el resto de disciplinas artísticas. La música es el arte del tiempo, un arte que no traza formas duraderas en el espacio, una idealidad sin imagen ni pensamiento (Rancière, 1998: 133). Resulta significativo que, para hablar del alma humana, Silva recurra justamente a la música, el arte más despojado de todo referente representacional, y establezca además una relación entre naturaleza,

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alma humana y música. Una de las consecuencias de tal comparación o símil es que la naturaleza, al igual que la música se define por estar inmersa en el tiempo, antes que ser un espacio o lugar geográficos. «El modernismo», ensayo de Amado Nervo de 1904, ofrece una demostración adicional de hasta qué punto era central la naturaleza en la estética modernista y cómo la reformulación del concepto romántico de la naturaleza es una de las características fundamentales de este movimiento. Dice Nervo: Pero por lo que a mí respecta, creo que ni hay ni ha habido nunca más que dos tendencias literarias: la de ver hacia fuera y la de ver hacia adentro. Los que ven hacia afuera son los más. Los que ven hacia adentro son los menos... El hombre no ha sabido hasta hace muy pocos años, ver la naturaleza. Ha pasado frente a la montaña sin ocurrírsele otras ideas que los de que era grande y estaba coronada de nieve. Ha pasado frente al mar sin ocurrírsele otras ideas que las de que era inmenso y estaba coronado de espumas. Ha pasado bajo el infinito, bajo el aplastante abismo, sin ocurrírsele sino que era azul y que estaba salpicado de astros... Hemos empezado a ver hacia adentro. Hemos comprendido que las montañas, el mar, los astros no son más que aglomeraciones de materia o grandes equilibrios de fuerza... que lo verdaderamente grande en el Universo, las fuerzas que lo rigen, y la explicación de sus enormes destinos está en lo infinitamente pequeño, lo imperceptible, en lo invisible... Naturalmente para estos latidos íntimos del Universo, así como también las íntimas pulsaciones de los nervios modernos, del alma de ahora, hemos necesitado nuevas palabras... Ahora bien: a esta imperiosa necesidad de expresión, a esta exigencia de la Naturaleza múltiple, misteriosa y divina... ha respondido un grupo de hombres. Se le ha llamado modernistas (Nervo, 1998: 99).

Para Nervo, la novedad de los modernistas consistía en su visión interior de la naturaleza. La visión constituye el asunto principal de la poesía y, por tanto, el poeta se define principalmente como vidente. Se trata de un modo absoluto de ver las cosas, que muestra la pretensión de verlas de modo objetivo, como ideas o conceptos. La «visión interior» de los modernistas no otorga importancia a la materialidad de la naturaleza, sino que posee la capacidad de ver las fuerzas o

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equilibrios que la rigen, una mirada que, antes que ser sensorial, sería intelectual. La visión interior no trataría de representar el aspecto material de la naturaleza, sino de analizarla y explicarla. A este respecto sería una mirada estética que coincidiría o trataría de competir con la mirada del científico, dedicada a explicar el funcionamiento de los fenómenos naturales. Por esto su atención a los detalles, a lo «infinitamente pequeño». Al igual que Gustave Flaubert, quien sostenía en su Dictionnaire des idées recues: «Detail: plus on le déclare négligeable, plus il se revele essentiel»10 (Flaubert, 1978: 19), Nervo señala la importancia de lo pequeño o insignificante en la comprensión o explicación de la naturaleza. Esta visión analítica de la naturaleza implicaría estudiar lo nimio de ella antes que dejarse embargar de admiración por su grandeza. La estética del detalle reemplaza a la de lo sublime porque precisamente lo sublime implica una renuncia o un límite a la percepción y al conocimiento. Para los modernistas, es posible ver y comprender el infinito mediante el estudio o análisis de los detalles. Esto nos muestra un cambio entre el detalle y lo sublime. Durante el clasicismo se había opuesto una estética de lo sublime a una estética del detalle, con la suposición de que la segunda nunca podría dar idea de lo grandioso. Pero a partir del siglo xix, con el realismo, se produce una sublimación del detalle, con lo cual este se vuelve la marca de lo verdadero, lo real y puede dar idea del infinito (Schor, 1994: 197). El detalle siempre tiene su correlato con una forma o conjunto mayor estableciéndose una relación entre lo absoluto y lo relativo que resulta fundamental para los modernistas, quienes sostienen que lo infinitamente pequeño siempre tiene su correlato o correspondencia con lo infinitamente grande. No solo Nervo sostiene esto, al afirmar «que lo verdaderamente grande en el Universo, las fuerzas que lo rigen, y la explicación de sus enormes destinos está en lo infinitamente pequeño» (Nervo, 1998: 100), sino también José Martí, quien en su ensayo sobre Walt Whitman sostiene que «lo infinitésimo colabora para lo infinito» (Martí, 2004c: 131). Nervo cree que para dar una adecuada representación de esta visión interior de la naturaleza es necesaria la creación de un nuevo lenguaje. Este podrá mostrar la «naturaleza múltiple, misteriosa y divina». El modernista mexicano parece anticipar las ideas de Michel Foucault, para quien el corte 10

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«Detalle: más se le declara irrelevante, más se revela esencial».

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principal entre la episteme clásica y la del siglo xix ocurre cuando el lenguaje se vuelve múltiple y se da un corte entre los dominios de lo empírico y lo trascendental. Después de haber tenido tan solo una función representativa, el lenguaje deja de ser un medio transparente como un cristal para adquirir espesor e historicidad, temporalidad histórica. El lenguaje pierde su unidad primordial y se dispersa, se fragmenta11. De modo análogo al lenguaje, la naturaleza se vuelve también múltiple, pasible de ser representada con distintos lenguajes. Al volverse múltiple, la naturaleza también se dispersa y solo puede ser aprehendida, comprendida o explicada mediante el detalle. Al igual que en el poema de Silva, la naturaleza se vuelve misteriosa, hermética. Esto también se relaciona con el carácter hermético de la poesía moderna (piénsese en Mallarmé); naturaleza y lenguaje se encierran en sí mismos, la poesía se vuelve escritura, enmudece, del mismo modo que lo hace la naturaleza (Foucault, 2007: 322). Para los modernistas, se trata de proclamar esta multiplicidad de la naturaleza, pero al mismo tiempo de tener una visión de esta multiplicidad como totalidad, unidad, no como fragmentación o dispersión. La búsqueda y reconocimiento de la multiplicidad de la naturaleza es, al igual que para Nervo, de suma importancia para José Enrique Rodó. Si bien Nervo lo pensaba en términos ante todo artísticos, Rodó lo considera como uno de los objetivos principales de su proyecto ideológico. En Ariel (1900), Rodó propone un programa ideológico que trata de conciliar el idealismo con la doctrina darwiniana de la evolución de las especies; en otras palabras, Rodó trata de aliar idealismo y positivismo. A este respecto, su concepción de la naturaleza es a la vez cientificista y estética. Esta mezcla de idealismo y cientificismo no ha tenido una valoración uniforme por parte de la crítica12. 11 «Le seuil du classicisme à la modernité a été définitivement franchi lorsque les mots ont cessé de s’entrecroiser avec les représentations et de quadriller spontanément la connaissance des choses (...) le langage est apparu selon des modes d’être multiples, dont l’unité, sans doute, ne pouvait pas être restaurée» («El umbral del clasicismo a la modernidad ha sido definitivamente atravesado cuando las palabras cesaron de entrecruzarse con las representaciones y de encuadrar espontáneamente el conocimiento de las cosas (...) el lenguaje apareció de modos variados y su unidad ya no pudo ser restaurada») (Foucault, 2007: 323). 12 Para una parte de la crítica, como José Miguel Oviedo, Rodó es indudablemente idealista y completamente opuesto al positivismo. Para otra parte de la crítica como Zum Felde, Ardao y Hale, Rodó no saldría de los límites del positivismo. Pero Azúa y Van Delden, entre otros consideran que Rodó hace una síntesis de ambas tendencias. Sigo la posición de estos críticos.

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Si bien Rodó usa una terminología darwinista para explicar el funcionamiento de la sociedad moderna y al mismo tiempo, los objetivos de su proyecto ideológico, el uso de términos como «especie», «adaptación», «selección» y «evolución» no tiene el mismo significado que Darwin les había dado en su teoría y son concebidos, más bien como mecanismos estéticos antes que biológicos (Van Delden, 1997: 157). El proyecto educativo de Ariel se conjuga con su noción de la naturaleza. Esta no aparece nunca de modo puro, sino siempre en unión o asociada con otras entidades como la sociedad, la historia y las ideas. La juventud es ese elemento «natural» que debe ser moldeado o formado por la educación. Rodó sostiene que la civilización puede renovarse con la acción de la juventud, así como la renovación cíclica de la naturaleza se opone a la decadencia histórica y la de las civilizaciones. La naturaleza se concibe como una categoría que no es estática, sino que posee un devenir, está sujeta a cambio, transformación y depende de las circunstancias sociales e históricas. Si Sarmiento creía en el determinismo geográfico, Rodó piensa, por el contrario, que son la historia, la sociedad, las circunstancias las que determinan el desarrollo de la naturaleza. Aquí Rodó se hace eco de las teorías críticas de Hyppolite Taine, sobre todo de sus tres aspectos contextuales que afectan a la obra de arte: race, milieu, moment. La juventud en Ariel es el fruto de la armonía entre naturaleza e historia y el desarrollo de las capacidades de la juventud, otorgadas por la naturaleza, depende de la obra del espíritu. Ariel mismo es según Rodó, la culminación de la obra de la naturaleza, el espíritu. Según Torres, Ariel sería la síntesis de lo bello y de lo sublime. «Frente a la dicotomía kantiana, el escritor uruguayo concilia lo bello y lo sublime. ‘Ariel es la razón y el sentimiento superior, Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad’» (Torres, 2004: 131). En cambio, su opuesto, Calibán sería la alegoría de lo material o animal de la naturaleza. A este respecto, cabe señalar que Rodó y Martí poseen una visión muy semejante de la naturaleza. En ambos autores existe un horror o desprecio por lo animal y por todos los procesos naturales que tienen en común los hombres con los animales. En Martí y especialmente en Rodó, lo animal es una metáfora del lado negativo y más siniestro de la modernidad. La democracia es llamada «zoocracia» por Rodó, cuando la considera como el imperio de la cantidad sobre la calidad. El igualitarismo y la masificación

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de la existencia moderna son concebidos como una vuelta al estado animal. Por ello, para Rodó, la barbarie, término sarmentino, no se relaciona con las pampas o el gaucho, sino con la vida en las ciudades y con la modernidad. Al igual que Martí, Rodó invierte las categorías de Sarmiento. La barbarie es la modernidad y la democracia, mientras que la naturaleza está relacionada con lo antiguo y con el arte. Mucha de la oposición de Rodó contra los Estados Unidos se debe a que este país era para él la encarnación de los ideales democráticos de los cuales él era muy crítico. Según Rodó, la sociedad moderna, capitalista, debido a su complejidad creciente limita las aptitudes o facultades de sus individuos. Así las sociedades avanzadas estarían en contra del desarrollo pleno de los individuos y solo las sociedades sencillas o simples como la griega permitirían que sus habitantes desarrollen todas sus capacidades. El proyecto educativo de Rodó estaría en oposición de la sociedad moderna porque trataría de formar individuos tan «plenos» como los de la Grecia Antigua. Por ello es problemático el ideal de la civilización que ofrece Rodó. Si la Grecia clásica es el modelo a seguir, el arte estaría del lado de lo antiguo, incluso lo arcaico. Para Rodó se trata de preservar lo «arcaico» en los tiempos modernos. El arte preserva la multiplicidad de las facultades del hombre frente al atomismo de la modernidad y la democracia. Para Sarmiento se trataba de modificar la naturaleza mediante la educación: lo bárbaro se hace civilizado; lo autóctono toma moldes o modelos de Europa. En otras palabras, la educación sarmentina anula la naturaleza de los hombres. El ideal educativo de Rodó es distinto: si bien cree que el Estado debe ser educador, no piensa que este deba imponer modelos que van a regir para todos, sino que el Estado pone los medios propios para provocar o descubrir las superioridades de ciertos individuos, superioridad que viene como don de la naturaleza. Se trata de un «respeto» a las desigualdades de la naturaleza. La desigualdad de la naturaleza es la que en cierta medida, determina el surgimiento de los genios. En «Nuestra América» también se habla del genio, quien puede crear modelos y sus propias reglas y no seguir los ya establecidos. El genio crea lo nuevo y rechaza el dictado de la tradición, por ello es moderno. La noción de genio que no imita, sino crea sus propias reglas, se aplica tanto en el ámbito político como en el estético y tanto en el plano individual como en el colectivo. Seguir el genio individual es seguir lo auténtico, lo genuino.

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Seguir el genio es respetar la naturaleza, es seguir «el impulso primario de la naturaleza». Entonces la noción de genio está íntimamente relacionada con la de la naturaleza. Habría una relación entre naturaleza-genio y originalidad tanto estética como política. La importancia del arte como instrumento educativo es central en Ariel porque, según Rodó, el arte permite el desarrollo de todas las facultades del alma (Rodó, 1997a: 16). Rodó se apoya en Schiller cuando trata acerca de su ideal educativo y del rol fundamental del arte en la sociedad moderna. Según Abrams: Schiller (...) inaugurates the concept of the cardinal role of art, and of the imaginative faculty which produces art, as the reconciling and unifying agencies in a disintegrating mental and social world of alien and warring fragments (...) Beauty is also a «middle state» which unites the “diametrically opposed” contraries of matter and form, passivity and activity (Abrams, 1953: 214).

Así Rodó ofrece un análisis estético de la sociedad y la política y propone al arte, al juego y al ocio como actividades que permiten el desarrollo integral de la naturaleza humana. Rodó mismo sostiene que su obra es una «estética de la estructura social». El desarrollo integral de las facultades de los hombres tiene una relación de analogía con el desarrollo de las civilizaciones. Rodó llega a la conclusión de que todas las sociedades históricas han coartado o deformado a sus ciudadanos, porque siempre una facultad ha prevalecido sobre las otras. La existencia individual está compuesta o regida por múltiples fuerzas que deben estar en equilibrio, ninguna debe tener la supremacía porque esto provoca la deformidad o el empequeñecimiento de las almas. Se puede observar cómo Rodó aplica términos usados para hablar de defectos corporales al alma. De todo ello se colige una visión negativa o pesimista de las civilizaciones. Para el ensayista uruguayo, las sociedades o las civilizaciones deforman a los individuos y están condenadas a la decadencia. La democracia, a este respecto, aparece como un mal necesario que debe ser contrarrestado por la educación. La educación no sería un instrumento democratizador, sino aristocratizante. El ideal educativo de Rodó, que tiene al arte en su parte central, busca devolver al hombre su naturaleza, alienada y deformada por la civilización.

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Rodó realiza una crítica a «la falsedad de lo artificial» que es, en realidad, una crítica a no pocas de las civilizaciones de la historia universal. La oposición entre natural y artificial en Rodó es equivalente a la oposición entre individuo y sociedad. Existe, por ello, una tensión entre desarrollo individual y desarrollo de las sociedades que no es resuelto en Ariel. Para Rodó, las civilizaciones (exceptuando la griega) son mecanismos opresores y represores de la libertad individual, lo cual explica por qué todas ellas siguen un proceso ineluctable de decadencia y degeneración. La oposición con la ideología de Sarmiento no podría ser más clara. En Rodó, la defensa de la naturaleza adquiere la manifestación de un vitalismo, de una celebración de la energía vital, muy relacionada con la filosofía de Bergson. A este respecto, críticos como Mabel Moraña han remarcado el carácter casi carcelario, cerrado, que caracteriza los espacios descritos en esta obra: «Todo en Rodó es espacio cerrado, perímetro, reino interior, misterioso y callado (...) Pero la ciudad es concebida también en Rodó, como un claustro, como colmena u hormiguero» (Moraña, 2000: 105). Incluso la retórica de Rodó es calificada de «retórica circular y tautológica, cárcel, panóptico» (108). Sin embargo, en un gesto que recuerda a Martí, Rodó —luego de construir su razonamiento en base a antítesis como las de Ariel/Calibán; esteticismo/utilitarismo; Antigüedad griega/modernidad; individuo/civilización; América Latina/Norteamérica— llega a decir en los pasajes finales de Ariel que es posible conciliar estos términos opuestos y del mismo modo que Martí sostiene que es posible injertar lo exótico en lo autóctono, lo artificial en lo natural, Rodó piensa que es posible que el utilitarismo norteamericano pueda servir a los ideales de la cultura latina. Postula así una ley de armonía entre contrarios que tiene, para el autor, sustento histórico: La misma fuerza positiva aparece propiciando las mayores idealidades de la civilización (...) La historia muestra en definitiva una inducción recíproca entre los progresos de la actividad utilitaria y la ideal (...) Esta ley de armonía nos enseña a respetar el brazo que labra el duro terruño de la prosa. La obra del positivismo norteamericano servirá a la causa de Ariel, en último término (Rodó, 1997a: 49).

En Ariel, Rodó también discute acerca de la identidad de los pueblos americanos. Rodó sostiene que los pueblos americanos han de abrazar el

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cosmopolitismo debido a que su identidad aún está en formación y no es del todo clara. Por ello, el cosmopolitismo no es sino un estadio intermedio, imperfecto de la cultura latinoamericana y es más bien un síntoma de la búsqueda de una identidad cultural propia. Ser cosmopolita es «vivir intelectualmente de prestado», como dice Rodó en su ensayo sobre Darío (Rodó, 1997b: 137), titulado, precisamente «Rubén Darío, su personalidad literaria» (1899). El cosmopolitismo para Rodó es una necesidad antes que una virtud, porque es la prueba patente de que América no posee un arte «libre y autónomo» (Rodó, 1997b: 137). La poesía de Darío es la prueba de ello, ya que en ella, Rodó solo ve un americanismo en los accesorios, no un americanismo auténtico u original. Rodó sostiene de modo similar a Sarmiento que lo verdaderamente original en América se encuentra en su naturaleza y en la vida en el campo: Confesémoslo: nuestra América actual es para el Arte, un suelo bien poco generoso. Para obtener poesía, de las formas, cada vez más vagas e inexpresivas de su sociabilidad, es ineficaz el reflejo; sería necesaria la refracción en un cerebro de iluminado, la refracción en el cerebro de Walt Whitman. Quedan, es cierto, nuestra Naturaleza soberbia, y las originalidades que se refugian, progresivamente estrechadas, en la vida de los campos. Fuera de esos dos motivos de inspiración, los poetas que quieran expresar, en forma universalmente inteligible para las almas superiores, modos de pensar y sentir enteramente cultos y «humanos», deben renunciar a un verdadero sello de americanismo original (Rodó, 1997b: 137).

Si bien Rodó comparte con Sarmiento esta idea de que lo auténticamente americano se halla en la naturaleza, lo bárbaro en Rodó no solo es una cualidad estética propia de lo americano, sino que también se halla en la poesía moderna francesa y en los que considera como sus máximos exponentes, Baudelaire y Verlaine. Esto lo explicaremos más adelante; prosigamos primero con lo que Rodó dice acerca de Darío. Rodó reconoce la singularidad de Darío en el panorama de la literatura latinoamericana e incluso de la literatura en lengua española en general. La poesía de Darío es una «vegetación extraña y mimosa que mal podría obtenerse de la explosión vernal de savia salvaje en que ha desbordado hasta ahora la juvenil vitalidad del pensamiento americano» (Rodó, 1997b: 138). Según Rodó, la literatura latinoamericana se caracteriza por ser espontánea,

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apasionada y un tanto improvisada, así como lo son sus instituciones y la organización de sus pueblos. La literatura latinoamericana antes de Darío es un reflejo de la naturaleza latinoamericana porque posee «formas brutales, pero dominadoras » y también porque es salvaje, tosca y robusta (Rodó, 1997b: 138). En la literatura latinoamericana no hay un afán de perfección, sino que hay más bien un deseo de que la literatura sirva para fines que van más allá de ella, es decir, que sea útil a una causa, sea política o de otra clase. La poesía de Darío, en cambio, contradice punto por punto todas las características de la poesía de sus antecesores: es refinada, busca la perfección y es completamente desinteresada. Rodó considera que la poesía de Darío, en comparación con la de sus antecesores románticos, es una poesía original, única, pero que está de espaldas a la sociedad de su época y que no es reflejo de un genio colectivo o del genio de la raza americana, sino que es reflejo de una personalidad aislada del medio en que vive o como dice Rodó: «No cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo» (Rodó, 1997b: 139). Recordemos que Rodó considera que el arte posee una función social, que es la formativa o educativa, así que lo que Rodó le reprocha a Darío es su defensa de la autonomía del arte, pero una autonomía que hace del arte algo gratuito, sin función social. Rodó va más allá al decir, que la búsqueda exclusiva de la belleza y de la perfección formal de Darío hace que su poesía pierda expresividad. El refinamiento de su poesía termina por empequeñecerla si se la compara con las obras de sus pares franceses como Baudelaire y Verlaine: «Todas las selecciones importan una limitación, un ‘empequeñecimiento extensivo; y no hay duda de que el refinamiento de la poesía del autor de Azul la ‘empequeñece’ del punto de vista del contenido humano y de la universalidad» (Rodó, 1997b: 142). La comparación con la poesía de Verlaine es muy significativa porque Rodó sostiene que, a diferencia de Darío, Verlaine posee aún elementos primitivos o bárbaros, algo que lo hace ser considerado un bardo, sagrado y religioso. Darío es un poeta plenamente civilizado y es debido a la carencia de elementos primitivos en su poesía por lo que esta es inferior a la de Verlaine: «En Rubén Darío, artista completamente consciente y dueño de sí, artista por completo y responsable de sus empresas, de sus victorias, de sus derrotas, y en cuyo talento —plenamente “civilizado”— no queda, como en el alma de “Lelian”, ninguna tosca

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reliquia de espontaneidad, ninguna parte primitiva» (Rodó, 1997b: 164). Entonces, para Rodó lo primitivo se convierte en una cualidad estética que no solo es necesaria en el artista americano, sino también en la poesía moderna en general. Verlaine es alabado precisamente por su primitivismo o, más exactamente, por ser una síntesis de civilización y primitivismo, por lograr esa dualidad extrañísima de «barbarie y bizantinismo» lo cual lo hace llegar a ser un bardo, con cualidades sagradas. Lo primitivo, pues, se relaciona para Rodó con lo sagrado, lo religioso y en general con aquello que hace del arte no algo autosuficiente, encerrado en sí mismo sino que conecta al arte con otras esferas del pensamiento y con la sociedad de su época. Este “interés por lo primitivo” como lo llama E.H. Gombrich, es un rasgo que vamos a encontrar no solo en Rodó, sino en los modernistas en general, un rasgo importante que revela en el caso de Rodó una comprensión distinta de la problemática de la autonomía del arte a la de Darío. Para finalizar con esta introducción, recordemos que hasta ahora hemos tratado de la naturaleza en su aspecto únicamente vegetal: lo animal ha estado excluido hasta este momento de nuestra consideración y esto por una buena razón: lo animal no ha sido siempre considerado como parte de la naturaleza. Michel Foucault en su obra Madness and Civilization nos recuerda que lo animal durante la época clásica no fue considerado como parte de la naturaleza, sino que por el contrario, era considerado como fuera del orden natural, es decir, como un desvío de la norma natural; es por ello por lo que la locura y la animalidad tienen en muchos casos un tratamiento y una valoración similar: From the start, Western culture has not considered it evident that animals participate in the plenitude of nature, in its wisdom and its order (...) In fact, upon close examination it becomes evident that the animal belongs rather to an antinature, to a negativity that threatens order and by its frenzy endangers the positive wisdom of nature. It is this frenzy that defined madness in the 17th and 18th centuries: the animality that lends its face to madness in no way stipulates a determinist nature for its phenomena. On the contrary, it locates madness in an area of unforeseeable freedom where frenzy is unchained (Foucault, 1988: 77).

La naturaleza en su aspecto vegetal es en la mayoría de los casos sinónimo de armonía, de renovación y creación permanentes; sin embargo, lo animal

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viene a alterar este cuadro de armonía y se diría de perfección y belleza que se le confiere a la naturaleza vegetal. La exploración de lo animal inevitablemente pone en cuestión no solo esta visión idílica de lo natural e introduce el tema de la violencia y la agresión, sino también con lo animal, la condición y las características de lo humano son puestas en cuestión o analizadas. Por ello, si bien en el Romanticismo y en el modernismo el tema de la animalidad no es tan recurrente, tenemos ejemplos muy iluminadores que nos sirven para comprender cómo estos dos movimientos estéticos concebían lo animal. Hemos escogido la crónica de Julián del Casal «Bocetos sangrientos. El Matadero» (1890), en la cual los animales ocupan un lugar central. La crónica se inicia con el poeta, hastiado tanto de la ciudad como del ensueño y los paraísos artificiales: «Cansado de viajar por los países floridos de las quimeras adonde nadie me quiere seguir» (Casal, 1998a: 179). Casal se dirige a otro espacio que es opuesto tanto a la ciudad como al ensueño. Este espacio es el matadero, un espacio situado en los límites de la ciudad y de la ley. En él, Casal puede satisfacer su deseo de experimentar sensaciones nuevas y tener un tema inédito para su crónica. El matadero se constituye en esta crónica como una visión invertida, e incluso perversa, de la naturaleza utópica del Romanticismo. En vez de presentarnos una naturaleza en un proceso de renovación incesante, lo animal en esta crónica está relacionado con la muerte, la desintegración y lo repugnante. Casal no nos presenta la imagen de la naturaleza floreciente y libre, sino de la naturaleza sometida y su destrucción o matanza sistemática. El matadero es la imagen de un ciclo de destrucción incesante. Lo animal se configura en esta crónica como el envés de la naturaleza vegetal, o mejor, como su versión siniestra. El ambiente es malsano, el olor a sangre y excrementos es lo único que se respira en este lugar y la gente que trabaja allí es una cuadrilla de presidiarios, «el grillete a lo largo de la pierna» (Casal, 1998a: 179). Tanto los animales como los hombres están sometidos, prisioneros y atrapados en este lugar, los animales condenados a ser sacrificados y los presidiarios obligados a matarlos. La masacre de los animales es considerada por Julián del Casal como un «espectáculo» y el matadero mismo tiene forma de anfiteatro. Algunas personas acuden al matadero «extasiándose con el espectáculo» (Casal, 1998a: 180). Así, la contemplación de lo repugnante y abyecto produce un placer intenso, éxtasis. Podría decirse que el matadero posee cualidades estéticas

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aunque estas sean una estética de lo abyecto, que puede ser considerado lo opuesto a una estética de lo sublime, ya que lo sublime supone lo colosal y lo monumental y posee cualidades trascendentes, mientras que lo abyecto es por el contrario, lo fragmentado, o como en este caso, lo descuartizado y lo descompuesto. Estos valores de lo fragmentado constituyen una de las características principales del decadentismo como movimiento estético, el cual fue, por cierto, una de las principales influencias en la obra de Casal. Asimismo, la visita al matadero constituye un paseo por los lugares marginales, ocultos y desconocidos para la mayoría de los habitantes de La Habana «elegante» para la cual iba dirigida esta crónica. Por ende, la búsqueda de lo nuevo e inédito se relaciona con la posibilidad de presentar lo prohibido o lo transgresor. De este modo, lo animal cabe en esta categoría de aquello que permanece en la sombra, reprimido o escondido por la sociedad burguesa de la época, al igual que la vida de los estratos bajos, marginales. En esta crónica se muestra que tanto los animales como los presidiarios están sometidos por la sociedad burguesa a un régimen de exclusión y de encierro. Para comprender mejor las variaciones que existen entre la concepción de lo animal en el Romanticismo y en el modernismo, conviene comparar la crónica de Casal con una obra del Romanticismo que posee una temática y un ambiente similares. Nos referimos a El Matadero de Esteban Echeverría. Habría que remarcar antes que nada que Echeverría concibe las relaciones entre civilización y barbarie de modo distinto a Sarmiento. En efecto, a diferencia de Sarmiento quien establecía una relación de implicación entre ciudad y civilización y entre campo y barbarie, en la obra de Echeverría encontramos que la barbarie puede hallarse tanto en la ciudad como en el campo, como podemos ver en El Matadero y La Cautiva. Ambos espacios son lugares cerrados de los cuales los personajes no pueden escapar sino con la muerte. En El Matadero, la oposición entre hombres y animales es una distinción política: el conflicto entre federales y unitarios es escenificado en un matadero, debido a que este es un lugar límite o de frontera en el cual es posible la conversión de hombre a animal y viceversa. Vemos pues, que en el matadero por ser un lugar fronterizo, las categorías de humanidad y animalidad que generalmente son consideradas como rígidas y bien definidas, se vuelven por el contrario, inestables y ambiguas. En esta obra, se da una estrategia de animalización mutua entre los federales que trabajan en el matadero

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y el joven unitario que cae víctima de ellos. El joven unitario animaliza a la gente del matadero mediante su discurso, comparándolos con jaguares y pumas y diciéndoles que deberían andar en cuatro patas: «Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. ¡El lobo, el tigre, la pantera, también son fuertes como vosotros! Deberíais andar como ellos, en cuatro patas» (Echeverría, 1986: 87). Los trabajadores del matadero, en cambio, lo animalizan mediante sus actos: amarrándolo por la fuerza y desvistiéndolo, pues es en el modo de vestir como el héroe unitario ostenta su adhesión política. Desvestirlo supone desideologizarlo o despolitizarlo y por ende, reducirlo a un estado animal o natural, por lo cual el héroe unitario muere de cólera e indignación. Según Agamben en su obra The Open, el conflicto entre animales y hombres es en realidad un conflicto político y a su vez, este conflicto entre hombres y animales es el conflicto primordial, el sustrato sobre el cual se constituyen todos los conflictos políticos en la cultura occidental: «In our culture the decisive political conflict, which governs every other conflict is that between the animality and the humanity of man. This is to say, in its origin Western politics is also biopolitics» (Agamben, 2004: 80). Por ello, El Matadero constituye no solo una reflexión y una representación del enfrentamiento entre federales y unitarios, sino que también presenta un conflicto mucho más universal y de carácter incluso mítico, que es el conflicto entre hombres y animales. Óscar Montero ha señalado la importancia del cuerpo en la obra de Casal, en especial de los cuerpos enfermos, mancillados o muertos (Montero, 1993: 174). Esta crónica no es una excepción. Casal hace alusión a los cuerpos semidesnudos de los matarifes-prisioneros y sobre todo a los «cuerpos amontonados de bestias agonizantes» (Casal, 1998a: 80), la imagen culminante, central del matadero. No hay una diferencia clara entre los cuerpos de los hombres y los de los animales, ambos se hallan bajo el signo de lo abyecto o grotesco. En la obra de Echeverría sucede algo similar, hombres y bestias del matadero constituyen un conjunto grotesco, solo el joven unitario que aparece de improviso en el matadero y el novillo que trata de escapar de aquel espacio degradante no son descritos de modo grotesco, sino, por el contrario, son idealizados y elevados a la condición de símbolos políticos y religiosos. Por ello, si bien lo animal constituye para Echeverría una degradación a un estado natural, inferior, también puede, en algunos casos, adquirir

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una connotación sagrada. El héroe unitario amarrado como animal es también figura de Cristo crucificado. En otras palabras, lo religioso y lo político entran en juego en la figura del animal. El animal puede servir de metáfora o símbolo de la víctima inocente, sacrificada por un sistema injusto. En el caso de la obra de Echeverría, el sacrificio tiene como marco un régimen de excepción, esto significa que el sacrificio constituye una violación de las leyes democráticas, liberales, que el autor defendía. En cambio, en la crónica de Casal no se hace ninguna mención política o religiosa. Pareciera ser que Casal percibe el matadero en su dimensión estética, sensorial. En otras palabras, el matadero constituye para él un espacio en el cual es posible un conjunto de percepciones y sensaciones distintas a las habituales que merecen ser descritas. Sin embargo, al final de la crónica, el modo distanciado, de objetividad periodística que predomina en la crónica da lugar a la expresión de un sentimiento de intensa culpabilidad. Así, el matadero que era considerado al inicio de la crónica un mero espectáculo, lugar para la distracción o placer, se convierte al final en una escena sacrificial de la cual Casal es cómplice. «Y es tal la sensación que produce el espectáculo, que todavía, al escribir estas líneas me parece hacerlo con sangre, entre sangre y con manos sangrientas» (Casal, 1998a: 181). La crónica de Casal ilustra también ese vaivén en los valores opuestos, contradictorios de lo animal porque son consideradas abyectas, grotescas, pero al mismo tiempo son consideradas también aunque de modo implícito, víctimas inocentes. Gran parte de la crónica describe con detalle el ambiente malsano, repugnante del matadero y el modo como las bestias son degolladas y luego descuartizadas. Casal, de algún modo, mata a las bestias al escribir su crónica porque el acto de escritura se presenta ante los lectores como un ritual sangriento, o dicho de otro modo, la escritura se relaciona con la muerte y con el crimen. Al final de la crónica, se abandona la actitud distanciada, estética, a favor de una actitud más bien ética con respecto al sacrificio de las bestias. Mediante la escritura, se abole la distinción entre espectador y actor o agente de la masacre. La escritura se vuelve sangre y se pasa de una dispersión de sensaciones olfativas, auditivas y visuales a la contemplación alucinada y exclusiva de la sangre. Tanto Echeverría como Casal remarcan la necesidad del sacrificio de los animales para la conservación del orden social. En el caso de Echeverría, se homologa la necesidad del sacrificio de las bestias con la muerte del joven

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unitario para perpetuar la dictadura de Rosas. En la crónica de Julián del Casal, el matadero es un lugar cotidiano, habitual; en otras palabras, no está bajo el signo de lo excepcional o extraordinario. Sin embargo, la crónica muestra lo que sucede en el matadero como una masacre cotidiana, diaria de la cual el narrador se siente culpable o, en cierto modo, implicado. Parecería que en las obras románticas y modernistas que hemos analizado la naturaleza vegetal es proyección del yo o la imagen ideal del yo y es capaz de ser un símbolo de los valores individuales fundamentales como la libertad, la autonomía y la creatividad, entre otros. En el caso del animal en cambio, la relación es distinta porque lo animal pareciera ser o representar la alteridad por excelencia, y por ello, las relaciones con los animales configuran el modo como se conciben las relaciones con otros grupos sociales, diferentes, distintos al yo enunciador del discurso. Esto significa que el animal no implica solo una contemplación estética, sino necesariamente una actitud ética, y consideraciones políticas e incluso religiosas. La necesidad de reflexionar sobre lo animal se revela sobre todo en el posmodernismo, con la obra de Quiroga. A este respecto, la obra de Casal, en su interés por lo corporal en los animales y los hombres anticipa las narraciones de Quiroga las cuales no solo exploran lo corporal sino el aspecto psicológico e instintivo de animales y hombres. Este repaso de la concepción de la naturaleza en el modernismo nos ha ayudado a ver que se trata de una concepción fundamental no solo en la reflexión estética de este movimiento, sino también en sus discursos políticos e ideológicos. La naturaleza también resulta esencial para la comprensión de la modernidad por parte de los modernistas, pues la conciencia que estos tenían de crear una estética y un lenguaje nuevo pasa por la reformulación del concepto y la representación de la naturaleza.

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¿No es un ramo de flores el adorno más sencillo y más elegante que ostentan las mujeres? Julián del Casal, Fuera de la ciudad, un jardín, 314

Una de las características más notorias del modernismo es su gusto por la descripción de espacios interiores, llenos de objetos preciosos, una obsesión por el decorado y lo ornamental. Esta cualidad la comparte con sus pares franceses, simbolistas y decadentistas. Por ejemplo, Pierre Loti decía: «Il n’y a d’urgent que le décor. On peut toujours se passer du nécessaire et du convenu»1 (Jouve, 1996: 4). Según Octavio Paz el gusto del modernismo por el decorado y el lujo revela una estética nihilista, es decir, habría una relación directa entre el ornamento y la nada. El ornamento no solo es insignificante por ser generalmente pequeño e inútil, sino también por carecer de significado. El ornamento es el presente puro, efímero y vacío. Cito a Paz: El modernismo es una pasión abstracta, aunque sus poetas se recrean en la acumulación de toda suerte de objetos raros. Esos objetos son signos, no símbolos: algo intercambiable. Máscaras, sucesión de máscaras que ocultan un rostro tenso y ávido, en perpetua interrogación. Su amor desmedido por las formas redondas y plenas, por los ropajes suntuosos y los mundos abigarrados, delata una obsesión. No es el amor a la vida, sino horror al vacío el que profiere todas esas metáforas brillantes y sonoras. La perpetua búsqueda de lo extraño, a condición de que sea nuevo —y de lo nuevo a condición de que sea único— es avidez de presencia más que de presente. Si el modernismo es apetito de tiempo, sus mejores poetas saben que es un tiempo desencarnado (...) Estética del lujo y de la muerte, el modernismo es una estética nihilista (Paz, 1969: 21-23). 1 «No hay nada más urgente que el decorado. Uno siempre puede prescindir de lo necesario y de lo conveniente».

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Sin embargo, quisiera explorar, por el contrario, y a modo de complemento a las profundas observaciones de Paz, el significado del ornamento. Parece necesario, para ello, hacer una reflexión básica acerca de qué es lo que entendemos por él. Generalmente, lo ornamental es aquello que se encuentra en los márgenes, y que sirve para realzar, embellecer o decorar una cosa, es decir, está subordinado a algo considerado más importante o esencial2. El ornamento también se caracteriza por ser un añadido, es decir, algo que puede ser extraído de una cosa o ente sin que este sufra menoscabo alguno, y por ello un elemento superficial. El ornamento como problema estético supone una reflexión acerca de las relaciones entre lo superfluo y lo esencial y entre margen y centro de la obra artística. Según Denis Mellier, la relación entre centro y margen se basa en la suposición de que el centro posee el sentido y la significación más rica y compleja, mientras que el margen es portador de confusión y de contradicción y finalmente no posee ninguna significación (Mellier, 1999: 249). Para la estética neoclásica el detalle u ornamento tiene que ser evitado o suprimido porque lo ideal supone la ausencia de toda particularidad. Así, Hegel en sus Lecciones de Estética relaciona el ornamento con lo prosaico, lo accidental y con la esfera doméstica y no lo considera, por tanto, como parte del gran arte (Schor, 1994: 58). Sin embargo, a finales del siglo xix, el ornamento, aquel elemento insignificante, situado en los márgenes de la obra artística, cobra una importancia inusitada. Efectivamente, la estética decadentista pone al ornamento en primer plano y derrumba con ello el orden clásico que subordinaba las partes al todo. La conocida frase de Bourget define el decadentismo de este modo: «un style de décadence est celui ou l’unité se décompose pour laisser place a l’indépendance de la page, ou la page se décompose pour laisser place a l’indépendance du mot» (Jouve, 1996: 4). El decadentismo es, pues, una estética desintegradora, que en vez de cohesionar o unificar se dedica a separar, fragmentar y disolver. Confrontant langage et société, (Paul Bourget) démontrait à juste titre que l’état de décadence se caractérisait par une désorganisation délibérée, une inversion de 2 En el Diccionario de la Real Academia el significado de ornamento es: Adorno, compostura, atavío que hace vistosa una cosa. Ciertas piezas que se ponen para acompañar a las obras principales. Adorno: aquello que se pone para la hermosura o mejor parecer de personas y cosas.

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l’ordre logique par laquelle le détail s’affirme au détriment de l’ensemble. C’était mettre le doigt, comme le fera plus tard Vladimir Jankélevitch, sur l’essentiel: plus que comme une simple idéologie, la décadence se comprend comme une manière de traiter les signes sociaux, symboliques, littéraires, ainsi que les rapports qui les régissent et les unissent; une rhétorique en somme, faite de tous ces procédés typiquement fin de siècle que sont l’inversion, le contrepied ou la fragmentation et visant a rompre avec la transparence et la régularité d’une certaine tradition3 (Jouve, 1996: 3).

La revaloración del ornamento durante el siglo xix implica un cambio en las relaciones entre gran arte y arte menor y entre el centro y el margen de la obra de arte, es decir, el ornamento altera las jerarquías instituidas en el arte tradicional y puede decirse incluso que las disuelve. Junto con esta revaloración del ornamento y del detalle, se da un auge de las artes decorativas o utilitarias tales como el diseño de interiores, la moda, la cerámica, la orfebrería, consideradas hasta entonces artes menores. El ornamento es también un tópico ineludible en la reflexión acerca de la relación entre arte y vida. Jacques Rancière sostiene que las reflexiones acerca del ornamento han estado siempre relacionadas con el interés de los artistas y filósofos de acercar el arte a la vida o hacer del arte una forma de la vida: It is no coincidence that in Kant’s Critique of Judgement significant examples of aesthetic apprehension were taken from painted décors that were ‘free beauty’ in so far as they represented no subject, but simply contributed to the enjoyment of a place of sociability. We know how far the transformations of art and its visibility were linked to controversies over the ornament. Polemical programs to reduce all ornamentation to function, in the style of Loos, or to extol its autonomous signifying power, in the manner of Riegl or Worringer, appealed to the

3 «Confrontando lenguaje y sociedad, Paul Bourget demostraba que la decadencia se caracterizaba por una desorganización deliberada, una inversión del orden lógico por el cual el detalle se afirmaba en detrimento del conjunto. Era poner el dedo, como lo haría más tarde Vladimir Jankélevitch, sobre lo esencial: más que una simple ideología, la decadencia se entendía como una maera de tratar los signos sociales, simbólicos, literarios, así como las relaciones que las gobiernan y las reúnen; una retórica en suma, hecha de todos los procedimientos típicos del fin de siglo que son la inversión, la oposición o la fragmentación con el objetivo de romper con la transparencia y la regularidad de una cierta tradición».

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same basic principle: art is first of all a matter of dwelling in a common world. That is why the same discussions about the ornament could support ideas both of abstract painting and of industrial design. The notion of ‘art becoming life’ does not simply foster demiurgic projects of a ‘new life’. It also weaves a common temporality of art which can be summed up in a simple formula: a new life needs a new art (Rancière, 2002: 139-140).

Si seguimos los planteamientos de Rancière, las controversias acerca del significado y del valor del ornamento implican distintos modos de concebir la relación arte y vida. La valoración del ornamento en la estética de fin de siglo tenía como trasfondo su anhelo de hacer de la vida una obra de arte, o de borrar los límites entre el arte y la vida. Es por ello por lo que la poesía y prosa modernistas están llenas de descripciones de lujosos, magníficos salones o recámaras decorados con objetos preciosos; todas estas descripciones son una prueba patente del proyecto modernista de estetización de la vida. En la mayoría de los casos, la exaltación del ornamento por parte de los modernistas se relaciona con su aprecio e interés por la moda, arte de lo efímero, cambiante en cada estación. En una de las crónicas semanales de Julián del Casal, la disquisición sobre la moda lleva inevitablemente a la descripción de ornamentos, en este caso, del encaje en los vestidos. Todo se renueva en esta estación. Si la moda inventada no agrada a la mayoría de las mujeres elegantes, se restaura alguna de los siglos pasados. Casi todas las modas antiguas tenían algo de extravagante, pero eran mucho más artísticas que las de nuestros días. Hasta las telas empleadas debían de ser mejores, porque duraban mucho más tiempo, sin perder belleza y estimación. Hoy todo se falsifica. Hablando de esto con una dama, en noches anteriores, me mostró unos encajes valiosos, amarillados por el tiempo e impregnados de perfumes desvanecidos, que llevaba prendidos a su traje pompadour y que había heredado, según sus cálculos de una de sus bisabuelas. Aquellos encajes valían más que todo lo que contienen las tiendas de ropa de esta capital. Al verlos de cerca, tan ligeros, tan finos y tan olorosos comprendí el amor que les tenía la princesa de Polignac, amor que rayaba, como todos los grandes amores, en la locura, hasta el punto de haberle inspirado el deseo de que le pusieran a la mesa, en vez de manjares acostumbrados para los entremeses una conchas de oro, incrustadas de piedras preciosas, dentro de las cuales se le servían encajes recortados.

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Quien haya visto unos encajes antiguos, comprenderá también la pasión de la princesa de Polignac y lejos de atribuir ese gusto a la neurosis, podrá formar idea de la delicadeza y del refinamiento de aquella mujer excepcional (Casal, 2001: 366-367).

En esta crónica, el encaje es a la vez la manifestación de lo más nuevo y de lo antiguo, o como dice el mismo Del Casal, es una manifestación de renovación y al mismo tiempo, de restauración. El encaje evoca tiempos idos y personajes excepcionales del pasado, pero también revela la precariedad del presente, en el que «todo se falsifica». El encaje (y el ornamento por ende) revela también la valoración ambigua de lo moderno y la sensación de que el arte moderno es repetición del arte antiguo, pero una repetición o copia de inferior calidad. Por ello, el ornamento es considerado, por algunos artistas y filósofos, como síntoma de decadencia y degeneración. Esta valoración negativa del ornamento está ejemplificada en el influyente arquitecto austríaco, Adolf Loos. Efectivamente, en la misma época en la que el decadentismo y el art nouveau eran los movimientos reinantes en las artes y la literatura, Loos escribió su famoso artículo «Ornamento y crimen» («Ornament und Verbrechen», 1908). En esta obra, Loos sostiene que el ornamento es un rezago de épocas pasadas y que debe ser desterrado del gran arte para facilitar el advenimiento de un arte verdaderamente moderno y revolucionario, caracterizado por su despojamiento y simplicidad. La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento del objeto usual (...) El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento, como signo de superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato, en los ornamentos modernos, lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que viva en nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento (...) La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones anteriores y extrañas a su antojo. Su propia invención la concentra en otros objetos.

Loos también estaba en contra del ornamento porque este hacía ambiguos o problemáticas las fronteras entre arte y artefacto (u objeto de uso). Para Loos, las artes aplicadas o utilitarias creaban objetos decorados que no eran funcionales y que no tenían uso práctico en la vida cotidiana. Los objetos de

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uso debían ser diseñados de modo racional y su diseño debía estar determinado por el contexto. La crítica de Loos al ornamento no se limita al plano estético, sino que también abarca el plano moral y político. El ornamento se relaciona para él con la hipocresía y el régimen retrógrado de su Austria imperial. Para Loos, el ornamento se relaciona con lo primitivo, pero en la modernidad cualquier rasgo primitivo se convierte en un síntoma de degeneración, anormalidad, enfermedad e incluso criminalidad. Aquello que es aceptable y normal en un hombre bárbaro o primitivo es un rasgo criminal en un hombre moderno. Cito a Loos: El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80 % de los detenidos presentan tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir que ha muerto unos años antes de cometer un asesinato.

La relación entre ornamento y crimen es clara en Loos. El ornamento es signo de decadencia, primitivismo y de retraso tanto en la esfera política y moral como en la estética. En otras palabras, es el signo de una modernidad incompleta, que no ha alcanzado aún su plenitud. Los comentarios críticos que hace Loos con respecto al arte y la política de su Austria natal tienen bastante similitud con los de José Martí sobre el mismo tema. Efectivamente, Martí establece una conexión semejante entre ornamento y el atraso espiritual y material de Latinoamérica. Además, al igual que para Loos, para Martí el ornamento no solo es un problema estético, sino también cultural y político. En Lucía Jerez, el ornamento es el tema omnipresente de la novela, el trasfondo al resto de los temas que nos ofrece la novela. El crimen con el que finaliza la novela se realiza también teniendo como fondo los hermosos y muy decorados salones de una casa de campo. La relación que establece Martí entre ornamento y crimen no es directa como la de Loos, pero no hay en la obra martiana una exaltación del ornamento y de la moda como la que se da en la obra de Julián del Casal. De hecho hay en la obra de Martí una noción

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negativa del ornamento que es, sin embargo, el principio estético de Lucía Jerez. Este reproche o crítica a lo ornamental se encuentra de modo más explícito en su crónica, «El hombre antiguo de América y sus artes primitivas» (1884). En esta crónica, Martí habla acerca de los rasgos constitutivos del arte primitivo americano y a partir de ellos intenta deducir los rasgos definitorios de los americanos, en contraste con otras naciones de la época. Se trata de la búsqueda de los orígenes, algo muy común en este siglo positivista e historicista. Para Martí, el amor al ornamento es aquello que define a los americanos desde los tiempos primitivos. El deseo de ornamento, y el de perpetuación, ocurren al hombre apenas se da cuenta de que piensa: el arte es la forma del uno: la historia, la del otro (...) El arte, que en épocas posteriores y más complicadas puede ya ser producto de un ardoroso amor a la belleza, en los tiempos primeros no es más que la expresión del deseo de crear y de vencer (Martí, 2004: 130).

Según Martí, el ornamento es más primitivo que el arte porque expresa el deseo más íntimo del hombre de sustituir o de imitar a Dios. Así, el ornamento es una vuelta a los orígenes o fundamentos del arte. No es el ornamento simple decoración o suplemento, sino que es por el contrario lo más esencial, lo que descubre la esencia del arte. La decoración o las artes decorativas antes que ser una degradación del arte o arte menor, suponen una vuelta a los orígenes del arte. De este modo, decadentismo y primitivismo se confunden o se vuelven sinónimos. Martí desarrolla con mayor detalle la relación entre el gusto por el adorno de los americanos y otros rasgos propios de su identidad: «Siempre fue el amor al adorno dote de los hijos de América, y por ello lucen, y por ella pecan el carácter movible, la política prematura y la literatura hojosa de los países americanos» (Martí, 2004: 133). El arte americano se caracteriza por su apego u obsesión por la ornamentación. Este gusto por el ornamento hace que el americano haga las cosas al revés; se ocupa por lo superfluo y descuida lo necesario. Si bien Martí sostiene que el ornamento es lo más esencial, íntimo del arte, luego se convierte también en el sinónimo de lo superfluo. Así, en esta crónica, al igual que en Lucía Jerez, el ornamento posee cualidades ambiguas, contradictorias, porque es esencial y superfluo a la vez. El amor al adorno hace a

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los americanos volubles y explica la mala política americana y la literatura «hojosa». Pero Martí también atribuye las causas de la decadencia americana a la Conquista, la cual no dejó desarrollar en su esplendor a los pueblos americanos sino que los dejó «en bulbo», es decir, a medio desarrollar. Por tanto hay otro punto discutible y ambiguo en la crónica; ¿es el gusto por el lujo y lo innecesario algo natural a los hispanoamericanos o fruto de la educación colonial? Esto no está claro en esta crónica. Lo cierto es que el apego o gusto por el ornamento caracteriza al americano, en otras palabras, es uno de sus rasgos constitutivos. Martí compara a los americanos con otros pueblos: «Unos pueblos buscan, como el germánico; otros construyen, como el sajón; otros entienden como el francés (...) sólo al hombre de América es dable en tanto grado vestir como de ropa natural la idea segura de fácil, brillante y maravillosa pompa» (Martí, 2004: 133). Mientras que los otros pueblos se caracterizan por realizar actividades productivas o intelectuales, los americanos solo se dedican a cultivar su apariencia, a vestir de modo pomposo. Esto implica, pues, que los americanos siguen con una economía basada en el gasto superfluo, o en la «dépense» (como lo llama Bataille4), que es propia de las sociedades anteriores a la consolidación de la burguesía como clase dominante. La crítica de Martí a lo ornamental del arte americano revela, al mismo tiempo, una crítica a un sistema económico que no sigue los criterios de lo útil o productivo, sino que funciona aún basado en el gasto inútil, propio de las sociedades primitivas. A este respecto, el modernismo, atraído por los objetos lujosos, sería, en cierto modo, el ejemplo perfecto de este apego al ornamento, al objeto inútil. Pero el arte modernista justamente está en contra del utilitarismo burgués por ello se identifica y halla su gozo, como sus pares europeos, en el objeto inútil. Para Octavio Paz, el apego al objeto de lujo no constituye una muestra 4 Según Bataille: «Le caractère secondaire de la production et de l’acquisition par rapport à la dépense apparait de la façon la plus claire dans les institutions économiques primitives, du fait que l’échange est encore traité comme une perte somptuaire des objets cèdes: il se présente ainsi, à la base, comme un processus de dépense sur lequel s’est développé un processus d’acquisitions» («El carácter secundario de la producción y de la adquisición en relación al gasto aparece del modo más claro en las instituciones económicas primitivas, en el hecho de que el gasto es todavía tratado como un pérdida de objetos cedidos, se presenta, así a la base de un proceso de gasto sobre el cual se desarrolló un proceso de adquisición») (Bataille, 1967: 38).

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de arcaísmo, sino que, por el contrario, sería uno de los signos de la modernidad del modernismo (20)5. Por ello vemos esta contradicción o conflicto en el pensamiento de Martí, pues si bien condena al ornamento o adorno en sus escritos críticos, en Lucía Jerez en cambio se adhiere a aquello que él mismo critica, a la profusión del detalle y del ornamento. El fracaso o la impotencia de toda la clase intelectual latinoamericana son descritos por Martí mediante el uso de metáforas frutales y florales: «Somos en nuestros propios países a manera de frutos sin mercado, cual las excrecencias de la tierra, que le pesan y estorban, y no como su natural florecimiento» (117). Martí ofrece una explicación histórica a la incompetencia de la clase intelectual latinoamericana: Debido a las viejas tradiciones coloniales se da a los hombres una educación literaria, y aún ésta descosida e incompleta, que no halla luego natural empleo en nuestros países despoblados y rudimentarios, exuberantes, sin embargo, en fuerzas vivas, hoy desaprovechadas o trabajadas apenas, cuando para hacer prósperas a nuestras tierras y dignos a nuestros hombres no habría más que educarlos de manera que pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en que nacen. A manejar la lengua hablada y escrita les enseñan, como único modo de vivir, en pueblos en que las artes delicadas que nacen del cultivo del idioma no tienen el número suficiente, no ya de consumidores, de apreciadores siquiera, que recompensen, con el precio justo de estos trabajos exquisitos, la labor intelectual de nuestros espíritus privilegiados. De modo que, como con el cultivo de la inteligencia vienen los gustos costosos, tan naturales en los hispanoamericanos como el color sonrosado en las mejillas de una niña quinceañera (Martí, 2004: 117).

Los intelectuales hispanoamericanos son decadentes porque van en contra de la naturaleza y las necesidades de sus pueblos. Esto los hace artificiales, 5 «La modernidad no es la industria sino el lujo. No la línea recta: el arabesco de Aubrey Beardsley. Su mitología es la de Gustave Moreau (al que dedica una serie de sonetos Julián del Casal); sus paraísos secretos los del Huysmans de A Rebours; sus infiernos los de Poe y Baudelaire. Un marxista diría, con cierta razón, que se trata de una literatura de clase ociosa, sin quehacer histórico y pronta a extinguirse. Podría replicarse que su negación de la utilidad y su exaltación del arte como bien supremo son algo más que un hedonismo de terrateniente: son una rebelión contra la presión social y una crítica de la abyecta actualidad latinoamericana (..) El amor a la modernidad no es culto a la moda: es voluntad de participación en una plenitud histórica hasta entonces vedada a los hispanoamericanos» (Paz, 1969: 20-21).

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ornamentales y superfluos, seres sin lugar ni utilidad en su sociedad. Para Martí, son «frutos sin mercado», son seres que tienen la cabeza en Europa o Norteamérica y el cuerpo en Hispanoamérica. Del culto a lo ornamental y la producción de lo superfluo es como se explica el mal político de Hispanoamérica. En nuestros países, hay una inversión muy decadente de la jerarquía de lo necesario y lo superfluo. Los hispanoamericanos solo producen lo superfluo y dejan de lado lo necesario o natural y esto se debe a la herencia colonial y a la importación o adopción de ideas de Europa y Norteamérica. Lo excedente, lo superfluo, lo ornamental son términos clave para comprender la posición de Martí con respecto a los intelectuales latinoamericanos y los problemas del continente. Para Martí, las sociedades latinoamericanas son decadentes y forman individuos decadentes: «Aquí todo es pecado contra la naturaleza» (Martí, 2000: 49). Si bien en el plano de la reflexión política la distinción entre superfluo y necesario parece clara, en el ámbito estético, en el mundo narrado de la novela hay una relativización o disolución de las jerarquías de lo ornamental y lo necesario, es decir, no es claro qué es necesario y qué es lo superfluo; además, si todo el mundo narrado de la novela está lleno de objetos ornamentales o decorativos, entonces lo ornamental se convierte en la categoría fundamental, constitutiva de la novela. Para Naomi Schor, es clara la relación de implicación entre ornamento y decadencia. El abuso y la profusión de detalles constituyen uno de los rasgos principales de este estilo estético: «En literature, qu’entend-on par decadence? Une disintegration du tout que constitue le texte, l’autonomie croissante des parties et, pour finir, une synecdoque généralisée. Le style decadent est intrinséquement ornamental. La decadence est une pathologie du detail, qui ou bien se métastase ou bien s’hypertrophie, ou les deux à la fois»6 (Schor, 1994: 69). La importancia de la noción de ornamento en Lucía Jerez es clara: los interiores burgueses de la novela se componen principalmente de objetos

6 «¿Qué es lo que uno entiende por decadencia en la literatura? Una desintegración del todo que constituye el texto, la autonomía creciente de las partes y al final, una sinécdoque generalizada. El estilo decadente es eminentemente ornamental. La decadencia es una patología del detalle, que o bien constituye una metástasis o una hipertrofia o las dos cosas a la vez».

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decorativos. Esto responde a la estética decadentista que tiene un gusto por la profusión o el despliegue de objetos de lujo. El interior burgués en Lucía Jerez se presenta como un mundo utópico en el cual se abolen las distinciones y los conflictos entre natural y artificial y entre arte y vida, pero esto solo es una ilusión, como demuestra el final violento, trágico de la novela. Si el arte puede abolir, relativizar las distinciones y los conflictos, esto no implica que pueda reformar la vida, solo puede huir, evadirse de ella. El interior modernista de Lucía Jerez se define precisamente por ser un intento estético de establecer una unidad, cohesión o una totalidad a una realidad fragmentada o en perpetua disgregación. Sin embargo, esos intentos de cohesión entran en contradicción con la psique fragmentada de los sujetos. Lucía se reconoce como destrozada por dentro: «Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada» (Martí, 2000: 170), Lucía no es idéntica a sí misma, entra en contradicción consigo misma; su torturado comportamiento es el envés de este mundo estético donde se abolen las contradicciones. Juan, Ana, Keleffy son otros ejemplos de estas psiques en conflicto consigo mismas, psiques fragmentadas. Esta contradicción entre los ambientes idílicos donde reina la armonía, la cohesión entre los objetos y el yo fragmentado, desintegrado de los personajes es propia de la estética finisecular. El simbolismo que se da también en la novela es una propuesta estética para solucionar y amortiguar las contradicciones que existen en la sociedad y los sujetos. Según el crítico de arte Jean Clair: The Symbolist Project — the very Word symbolon conveys the idea — is nothing but a desperate attempt to re-establish links between fragmented representations of the subject, to recapture a unity threatened by the dislocating forces that the new psychology was only just beginning to define and remedy. Such forces, of course, included dreams, unconscious drives, and psychic automatism and reflexes, as well as the newly discovered ills of the soul, the neuroses and various forms of hysteria (Clair, 1995: 126).

En los interiores de Lucía Jerez coexisten al menos cuatro clases de objetos: las obras de arte, los objetos utilitarios, los objetos de lujo y las flores. Esta coexistencia permite una redefinición o relativización de la función de estas cuatro clases de objetos. El objeto de arte sirve de decorado para la casa

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burguesa, el objeto utilitario llega a tener simbolismo o significación similar a la obra de arte, del mismo modo que la naturaleza (las flores) sirven de objeto decorativo. En otras palabras, la sobrecarga o abundancia del mobiliario burgués está acompañada por una inestabilidad de sus significados y de su función. La realidad pierde su materialidad y se convierte en símbolo. La naturaleza, el arte e incluso los objetos más triviales se convierten en signos de la subjetividad de los personajes o de sus procesos mentales. La profusión de detalles hace que el artista y los personajes se conviertan en unos hermeneutas, seres que descifran los símbolos de la realidad. Por ejemplo, al inicio de la novela, el narrador parece entretenerse describiendo los sombreros de los personajes femeninos; esta descripción, lejos de ser gratuita, nos permite tener acceso a algunos rasgos de sus personalidades: «Dice mucho, y cosas muy traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una señorita! Se le puede interrogar, seguro de que responde (...) el sombrero de Adela era ligero y un tanto extravagante, como de niña que es capaz de enamorarse de un tenor de ópera; el de Lucía era un sombrero arrogante y amenazador» (Martí, 2000: 113). La profusión de flores es notoria, podría decirse que es una de las características principales de la novela. Aníbal González ha interpretado esta profusión de flores como la relativización de lo natural y lo artificial en la novela. Las flores aparecen como ornamento o decoración y también como símbolo y alegoría de valores morales. La gran magnolia blanca aparece como un leitmotiv dentro de la novela, incluso como testigo de las acciones y los diálogos de los personajes. Pero también hay otro rol de las flores; este consiste en ocultar o disimular lo artificial. Para Jean Baudrillard, el ornamento sirve para «naturalizar lo artificial». En otras palabras, el ornamento sirve para poner una «huella» de lo natural en lo artificial. Sin embargo, ¿cuál es el interés de poner algo natural en el objeto artificial? Según Baudrillard, es el intento de hacerlo único, de volver a conectarlo con lo ideal. Pero Baudrillard sostiene también que esto constituye una mistificación o engaño porque se trata de establecer organicismo ante una situación opuesta, marcada por la fragmentación y la desintegración. Del mismo modo, el arquitecto vienés Adolf Loos en «Ornamento y crimen» sostiene que lo ornamental es un modo de camuflar la producción de los objetos en serie. Loos relaciona la proliferación de detalles ornamentales y la producción en masa.

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A este respecto, en Lucía Jerez, las flores cumplen la función de ornamento y con ello sirven de conexión con lo ideal. Martí enfatiza la función del adorno de naturalizar lo artificial haciendo que precisamente un elemento natural como las flores cumpla esta función. Las flores permiten participar a los objetos que adornan de aquellas cualidades que Martí confiere a lo natural, a saber, libertad, autonomía y espontaneidad. La relativización de las categorías artificial y natural no se da solo en los interiores de la novela, sino también en sus paisajes exteriores. En el capítulo II de la novela, Martí describe el monte donde van a pasear Sol del Valle, Doña Andrea, Adela y Pedro. (...) Y desde él se ve la ciudad, con sus casa bajas, de patios de arbolado, como una gran cesta de esmeraldas y ópalos (...) y de la mejor parte del monte hicieron un jardín que entre los pueblos de América no tiene rival, puesto que no es uno de esos jardinuelos de flores enclenques, y arbustos podados, con trocitos de césped entre verjados de alambre, que más que cosa alguna dan idea de esclavitud y artificio, y de los que con desagrado se aparta la gente buena y discreta; sino uno como bosque de nuestras tierras con nuestras propias y grandes flores (...) dispuestos con tal arte que están allí con gracia y abandono, y en grupos irregulares y como poco cuidados, de tal manera que no parece que aquellos bambúes, plátanos y naranjos han sido llevados allí por las manos del jardinero, ni aquellos lirios de agua, puestos como en montón que bordan el estrecho arroyo cargado de aguas secas, fueron allí trasplantados como en realidad fueron: antes bien, parece que todo floreció allí de suyo y con libre albedrío, de modo que allí el alma se goza y comunica sin temor (Martí, 2000, 170-171)7.

En este pasaje Martí habla de dos clases de jardines, el jardín artificial y el jardín natural. Pero la diferencia es problemática si se piensa que «jardín» es una palabra relacionada por definición con lo artificial. El jardín que es considerado artificial es un jardinuelo, donde la idea de lo pequeño se relaciona con el artificio, la esclavitud y con valores morales negativos, porque la

7 Enrique Anderson Imbert, refiriéndose a Lucía Jerez, sostiene: «La naturaleza tropical está vista como un jardín, como un paisaje cuyos detalles han sido cuidadosamente seleccionados. Las descripciones parecen cuadros de arte y generalmente recurren a metáforas que eleven las cosas a categorías de objetos artísticos» (Anderson Imbert, 1953: 590).

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gente discreta y buena se aleja de tal clase de jardín. Pero lo natural es, en este caso, solo apariencia: el jardín en el monte es bello porque «parece» natural, porque imita la naturaleza y esconde su artificio; en otras palabras, no parece que haya sido tocado o modificado por las manos del jardinero, sino que parece que surgió por sí mismo, sin tener origen en otro agente. Entonces, la diferencia entre artificial y natural se basa solo en la apariencia. Lo natural disimula su artificialidad o, en este caso, ya no hablaríamos de lo natural, sino de un simulacro de lo natural y de lo que esto implica para Martí: una apariencia de libertad y de autonomía. Las características de lo natural como apariencia o como tropo retórico son su irregularidad, su descuido y las ideas de grandeza y libertad que proporciona. El arte para Martí debe esconder su marca de fabricación y de autoría; en este caso, el jardinero, para así parecer autónomo, autosuficiente y, por lo tanto, libre. Pero Martí no rechaza la perfección, sino que aboga por el descuido, la irregularidad y por la ausencia de límites como características de lo bello natural. Lo trasplantado, en este caso, parece propio o autóctono. Esto problematiza también la distinción entre propio y ajeno o entre lo autóctono y lo foráneo. Lo autóctono sería otra simulación o simulacro. Remarcar que lo natural es fruto de un borramiento de huellas de lo artificial, del artificio, hace que lo natural también sea autorreferencial o artificio, es decir, se tiene conciencia de que esto no es naturaleza sino que es simulación de ella, el momento en que se borran las huellas de la producción de la obra de arte para que parezca natural es el momento autorreferencial de la obra. En última instancia, lo natural es un artificio que, por mala conciencia de su creador, tiene escondidas las marcas de su fabricación8. La contraposición de dos modelos de jardín, el jardín artificial y el natural, tiene implicancias no solo estéticas y morales, sino políticas. Podemos 8 Prendergast analiza el modernismo europeo y también habla acerca de la noción de simulacro de libertad y de autonomía del arte durante esta época: «Freedom as the requirement of spirit, is not what is spontaneously on offer from modern life. On the contrary, modern life teaches us that we are caught in the trammels (...) of necessity (...) the function of art is to liberate us from these bewildering toils by giving to the spirit ‘at least an equivalent of the sense of freedom’ (...) So, a simulacrum, a substitution, which may console us for what we lack in the disenchanted world of science, but which cannot be confused with the real thing. It is a mere equivalent, a fiction, an illusion of freedom, or a mechanism» (Prendergast, 2001: 147).

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comparar los jardines con los espacios interiores de la obra donde el artificio predomina. La idea de artificio y, relacionada con esta, la de esclavitud recae tácitamente en tales recintos. Si bien hemos dicho que los interiores serían un intento de rodearse de objetos bellos, para escapar y protegerse de los tiempos oscuros en que se vive, tanto el arte como la naturaleza asumen un tono menor. Ni la naturaleza ni el arte pueden ir en contra de los tiempos oscuros. En el campo, durante los preparativos de la fiesta de Ana, la luz artificial se esconde o camufla en las flores. Ambas, luz y flores, se vuelven complementarias, la luz artificial funciona como un mejoramiento de la naturaleza y las flores sirven para esconder la máquina o tecnología. «Las luces vendrían de donde no se viesen... y estaba en camino Mr. Sherman, el americano de la luz eléctrica, para que la hubiese bien viva y abundante: los globos se esconderían entre cestos de rosa» (Martí, 2000: 203). La relación entre la flor y la tecnología no es gratuita, sino que existe entre ellas una interdependencia que revela la imperfección de ambas categorías. La naturaleza es imperfecta y por tanto debe o puede ser modificada, y la tecnología, lo artificial, no posee la conexión con lo ideal que posee la naturaleza. Existe en la novela una necesidad de ocultar la máquina, de desterrarla del universo representativo y de reemplazarla u ocultarla con flores. La máquina es ese elemento oculto que está por debajo, escondido a lo largo de toda la novela y cuando finalmente aparece en todo su esplendor, se manifiesta como instrumento mortífero: el revólver. Y es precisamente Lucía, la trasgresora, la que muestra la máquina en todo su esplendor mortífero. La relación de Martí con la máquina es problemática. En el «Prólogo al Poema del Niágara», la máquina es el academicismo, lo convencional, la opresión, en contraposición con la naturaleza, que es libertad y autonomía: La perfección de la forma se consigue casi siempre a costa de la perfección de la idea. Pues el rayo ¿obedece a marcha precisa en su camino? ¿Cuándo fue jaca de tiro más hermosa que potro en la dehesa? Una tempestad es más bella que una locomotora. Señálense por sus desbordes y turbulencias las obras que arrancan derechamente de lo profundo de las almas magnas (Martí, 2004: 73).

Sin embargo, la máquina o el revólver en Lucía Jerez se convierte precisamente en aquello que le permite expresar a Lucía su pasión contrariada,

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mientras que lo natural o las flores no logran expresar o simbolizarla. Aquí habría una inversión de las cualidades que Martí da a lo natural y lo artificial: Lucía es perversa porque ella realiza tal inversión; lo natural o las flores se convierten en máscaras, disfraces que no pueden representarla ni expresar lo que ella siente, o se tornan insuficientes para ella y es la máquina la que mejor se acomoda a los deseos de Lucía. Pero ¿qué es la pistola como símbolo o signo? En otras palabras, ¿qué simboliza la máquina? La máquina es el opuesto de todo aquel universo edificado en la analogía y el simbolismo, es más, lo destruye. Para Gilles Deleuze y Guattari, la máquina no representa nada, es inmanencia y actividad pura: «The abstract machine doesn’t represent anything because nothing exists outside its action, it is what it does and its immanence is always active. In the middle of things, the abstract machine is never an end, it’s a means, a vector of creation (...) As a result, abstract machines are neither ideal entities nor categories of being, and remain entirely unaffected by any transcendent ambitions» (Zepke, 2005: 2). La máquina anunciaría otra clase de estética y de arte que no sería representativo ni simbólico, sino abstracto e immanente. Si el lujo se relaciona con la máquina, es claro que el lujo se relaciona también con el crimen (a este respecto el gusto por el ornamento ha sido relacionado con la pulsión de muerte). La novela, al relacionar el crimen con el artificio y la ficción, postula de modo implícito la necesidad del crimen y, al mismo tiempo, la inevitabilidad de la ficción y del artificio. Pero la puesta en cuestión de este mundo analógico y simbolista no se da solo por medio de la máquina, sino por sus personajes principales, Juan y Lucía Jerez quienes son sus principales críticos. Ambos buscan trascender por distintos modos el mundo analógico de la novela. La relación que une a ambos personajes es muy especial: son primos, pero también son prometidos, prontos a casarse. Este incesto simbólico va en contra del principio analógico que estructura la novela, pues en vez de postular la identidad de entidades distintas, relaciona lo mismo con lo mismo, no permite la circulación de la significación sino todo lo contrario, es un intento de retener el flujo simbólico, que en el caso de la analogía puede ser infinito. Pero ambos están representados en la novela por colores opuestos. Juan Jerez, por el blanco y Lucía, por el negro. El blanco es, como se dice en la novela, el ansia de pureza. Lo blanco asume los valores de lo eterno, incontaminado, puro, en otras palabras, valores de lo

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absoluto y eterno. La magnolia es el símbolo de tal idea o Ideal. La búsqueda de un Ideal de pureza está de antemano condenada al fracaso en el universo de la novela, porque esta se construye con el principio opuesto, el de la mezcla y de la relativización de categorías. Aunque Juan Jerez no aparezca relacionada de modo explícito con el blanco, es evidente que él personifica tales valores. Lucía, en cambio, se relaciona con lo negro, que es lo irrepresentable o lo que no es posible simbolizar. Mientras que todos los personajes femeninos tienen su equivalente en el catálogo floral, no hay flor negra para Lucía: «Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, “porque no se conocía aún en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!”» (Martí, 2000: 112). Por ello, Lucía rompe con el círculo de símbolos o el círculo de correspondencias baudelairiano, el cual permite una fuga en lo intemporal. Lucía es el «tiempo negro» que tanto llora o critica Martí y del cual se desea escapar edificando un anti-mundo con objetos bellos. Lucía es la diferencia, lo que abole la semejanza y produce un corto circuito en este mundo edificado sobre la analogía y las correspondencias. Si este sistema de correspondencias se basa principalmente en la huida de lo temporal, Lucía representa precisamente aquello que está fuera de este sistema que es el tiempo. La flor negra constituye, pues, un oxímoron. Si la flor es símbolo de cualidades inmutables, lo negro, lo temporal o lo variable no es simbolizable. Pero la relación entre Lucía y Juan Jerez es más compleja aún; no es que sean completamente contrarios, sino que hay una gran afinidad entre ellos. El ansia de Juan va más allá de lo representable también. Por ello, se explica la atracción que su prima Lucía ejerce sobre él. Ambos están atraídos por lo irrepresentable o por explorar los límites de lo representable. Sin embargo, mientras que Lucía aún se mantiene en lo inmanente, temporal, Juan, en cambio, piensa en la posibilidad de alcanzar lo trascendente. Esto se revela de modo claro cuando ambos tienen su única larga charla. Cuando Juan habla con Lucía luego del concierto de Keleffy (capítulo II), menciona un poema de Longfellow, donde el personaje va escalando una montaña y dice «más alto» (Martí, 2000: 167). El ansia de las alturas, de lo más alto, es lo que le produce la muerte. De modo semejante, Juan desea ir más alto, hacia aquello que no es representable.

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¿Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman «Excelsior»? Un joven, en una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre, montaña arriba, con una bandera en la mano que dice «Excelsior» (...) ¡Más alto! (...) Y el joven la siguió adelante; y los monjes lo hallaron muerto al día siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera, que decía: «¡Más alto!» (Martí, 2000: 166).

Lucía se identifica con lo que Juan busca; significativamente, ella dice «¡Yo soy lo más alto!». La mención al poema del romántico Longfellow es importante porque nos muestra el ansia por lo sublime de Juan Jerez. En efecto, el paisaje que evoca el poema, la tempestad de nieve, es un ejemplo eminente de un ‘paisaje’ sublime. Si Juan Jerez ansía lo sublime, es que desea alcanzar lo que no es representable o simbolizable. En última instancia, Juan también busca trascender ese universo o sistema de símbolos del cual está construida la novela. Juan busca lo inalcanzable, como un lugar en el cielo, alcanzar lo inmutable, el mundo de las ideas. Esta búsqueda supone la soledad, el silencio y, en última instancia, la muerte; todas estas, características de lo sublime. Juan Jerez debe escoger entre la inmanencia del sistema de correspondencias o lo sublime. Sin embargo, es importante señalar que este paisaje sublime que Juan evoca es una cita literaria, no un paisaje experimentado que forme parte del mundo narrado de la novela. Lo sublime a este respecto es más evocado, imaginado que contemplado o experimentado. Se podría decir que incluso lo sublime en Lucía Jerez es provocado no por la contemplación de la naturaleza, sino por su evocación mediatizada por el arte o la literatura. Entonces se pasaría de lo sublime natural de la época romántica a lo sublime artístico, propio de la literatura de fin de siglo. La naturaleza se manifiesta como inferior al arte o subordinada a la representación que el arte hace de ella. Ya no se manifiesta como paisaje exterior, sino como producto de la imaginación de los personajes. La introspección de Lucía está llena de imágenes. Al igual que los interiores de las casas, sus pensamientos poseen el mismo decorado: estos se caracterizan por describir objetos utilitarios, pero decorados con elementos naturales (con lo cual se vuelven ideales). Abundan las imágenes de naturaleza fantástica o naturaleza maltratada, desgarrada (peces con anzuelos, sangrantes; águilas perseguidas), se trata de una flora y fauna modificadas; la modificación es equivalente, en muchos casos, al maltrato y a la tortura. Escuchar las

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«aladas palabras» de su primo Juan provoca en Lucía un conjunto de visiones que representa la fascinación de la protagonista por él; la sala se llena de flores, el espejo se cubre de llamas y su cuerpo reluce, se llena de luz. Esta visión de Lucía Jerez es un conjunto de imágenes sin cohesión alguna, no se trata de un paisaje ordenado o estructurado, sino una profusión de imágenes sin ninguna ligazón la una con la otra y absolutamente inéditas, excéntricas con respecto al repertorio de imágenes tradicionales. Esa visión de una naturaleza inédita, subjetiva, es el resultado del éxtasis visionario de Lucía. La naturaleza en esta obra es más imaginada que realmente experimentada. La naturaleza se evoca para expresar estados de ánimo, pero no es ya la naturaleza la que los provoca, no hay una interacción naturaleza/hombre, sino más bien la naturaleza se convierte en un repertorio de imágenes que se puede modificar. Juan Jerez vacila entre la adoración a la mujer que simboliza lo más excelso, la encarnación de lo bello y lo bueno y la búsqueda de lo más alto, sin intermediario de lo femenino, es decir, lo sublime. «Perfume natural» es la metáfora que Juan Jerez da a la perfección que encarna la mujer. El perfume es un “arte” temporal, se desvanece con el tiempo; del mismo modo, la perfección del espíritu que encarna la mujer se da solo en un momento, está sujeto a las vicisitudes del tiempo y aún más a la imaginación del poeta. La relación entre sumo bien y suma belleza no posee sustento «metafísico», sino que se basa solo en la imaginación e ilusión del poeta. La pérdida de la pureza de la mujer se debe mayormente al capricho o imaginación del poeta, no hay nada «factual», todo pertenece al ámbito de lo subjetivo, emocional. Por ello, este ideal femenino está de antemano condenado al fracaso debido a que no escapa a la temporalidad, está sometido al tiempo y a la subjetividad del poeta. El fracaso del ideal femenino supone, asimismo, la muerte de los poetas de raza y su completo aislamiento del resto de los hombres. El fracaso de la mujer como musa del poeta también supone el fracaso de la naturaleza como sustento del nuevo arte. Es evidente la relación entre entre la naturaleza, la mujer y las flores en la novela. Las mujeres son simbolizadas constantemente como flores, solo Lucía se niega a tal simbolización; sin embargo, Juan la ve como parte de la sociedad que él en el fondo rechaza o critica. Incluso Sol del Valle, que es la encarnación de la belleza, del bien y de la naturaleza, no fascina ni enamora a Juan. Existe una mujer, sin embargo, a la cual Juan

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construye un altar y es la Mignon de Goethe. Pero esta mujer es literatura, es una mujer que no es naturaleza, material, sino arte9. Al respecto, José Olivio Jiménez sostiene que en la obra de Martí operan dos principios opuestos: la analogía y la ironía (Octavio Paz ya había hecho esta observación extensiva a toda la poesía moderna desde el Romanticismo). La analogía es el impulso hacia la armonía, la unidad, la reunión bajo el signo de lo semejante, regido por la imaginación, la fe. Mientras que la ironía es el principio opuesto que remarca lo diferente, fragmentado, disperso, regido por el intelecto y la razón. En este sentido, quizás en la novela de Martí el principio analógico y el irónico se sustentan en estos dos signos: las flores y la máquina. Los personajes principales de la novela, Lucía y Juan Jerez, representan precisamente el principio no analógico. Esto es decisivo porque indica que, para Martí, aquel mundo idílico que edifica en Lucía Jerez no es autosuficiente y lo someten de modo implícito a crítica: Juan Jerez busca trascenderlo, ir más allá de él y Lucía, en última instancia, lo destruye con su crimen pasional. Esta destrucción no sería algo imprevisto, sino que desde el inicio Martí sabe que comete un crimen al escribir esta novela. La posición de Juan Jerez es bastante compleja porque, por un lado, se adhiere a la estética de lo sublime en su evocación del poema de Longfellow

9 Olga Uribe en su artículo «Lucía Jerez de José Martí o la mujer como la invención de lo posible» sostiene que Lucía Jerez es la imagen antitética de Mignon, considerada por Goethe y también por Martí, siguiendo los ideales de su época como la culminación de la más noble femineidad: para los hombres del siglo xix, Goethe representaba la madurez moral. La canonización de Goethe significó un nuevo énfasis en el “eterno femenino”. Para Goethe, “lo femenino” es siempre “el ideal de pureza contemplativa” mientras que “el ideal de acción significativa” es lo masculino. El ejemplo de la culminación de la más noble femineidad para Goethe, como para Martí, lo representa Mignon, el personaje de la última novela de Goethe, Wilhelm Meister’s Travels. En Lucía Jerez, Martí maneja la figura de Mignon en diversos planos de realización: como objeto artístico, como escultura y como lenguaje y símbolo (...) En boca de Juan Jerez, Martí emplea la historia de Mignon como un medio de seducir a su auditorio femenino. Este evangelio, esta “música nueva” canoniza a la mujer como un ser ideal, casi divino. Es tal la fuerza del pensamiento y de las metáforas que la mujer es descorporeizada, transformada en esencia, en el mito de la “Femineidad” única y eterna. Es en este plano en el que Martí transgrede su propio código ético al crear en Lucía Jerez, un personaje que no solo representa la antítesis, sino que encarna la nueva concepción de la mujer que termina destruyendo el ideal femenino simbolizado por Mignon (Uribe, 1989: 27).

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y su atracción hacia lo más alto, pero, por otro, por la veneración que siente por la mujer como símbolo de lo bello, lo bueno y la naturaleza. Juan se halla desgarrado por dos estéticas distintas: la confianza en el signo, en la simbolización y en el lenguaje que le permite reunirse en comunión con su colectividad o sociedad frente al sentimiento de que esta confianza es desde un inicio frágil y efímera temporal y que ella acaba en negación y derrota. Es por ello por lo que la vía del sacrificio, de lo sublime aparece con más fuerza y termina predominando. ¡Yo te querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías más que a mí, que le cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí. (...) no creo que yo sólo soy hermosa: ¡tú dices que yo soy hermosa! Yo sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas bellas y grandes; yo sé que no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y como a ti te caben en el alma todas (...) creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o persona hermosa, te gustaría tanto como yo (...) Quisiera reunir yo en mí misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más que yo tuviera hermosura alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio todo (Martí, 2000: 169).

Pero Lucía es consciente que ella no puede «contener todas las bellezas del mundo». Lucía es consciente o presiente de que ella no es un símbolo, sino un signo, es decir, ella es arbitraria e intercambiable y que solo adquiere sentido en relación con el sistema de objetos del cual forma parte. Hay una desproporción o desequilibrio entre su incapacidad como cuerpo o materia de ser símbolo de todo lo bello y bueno —la incapacidad reside en la falla del material para poder contener todo lo que el alma, los sentimientos, las ideas del sujeto—. Para Juan y Lucía Jerez el lenguaje, la materia falla ante las exigencias del espíritu. El material es limitado, pero el alma se concibe como ilimitada, siempre trasciende las formas. Detrás de la profusión de objetos bellos y del panteísmo y de la confianza en el lenguaje, hay un envés oscuro de la visión del lenguaje y del quehacer poético en los modernistas. Es el lado oscuro o más crítico del modernismo, que se da también en el Darío de «persigo una forma» (Darío, 2006: 163)10. 10 Cito a continuación el primer cuarteto de este célebre poema, «Yo persigo una forma...» que forma parte de Prosas profanas: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo/ botón

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Lucía desea ser el objeto único de Juan, pero al mismo tiempo está consciente de que es un objeto falible y que solo adquiere sentido frente a la multiplicidad de otros objetos que la rodean. Esta conciencia de hallarse inmersa en un universo de objetos bellos, provoca los celos de Lucía. Siempre hay algo más que fascina, que distrae a Juan. Juan y Lucía están inmersos en un sistema basado en la analogía y la correspondencia y desean trascenderlo. Pero para Juan, Lucía es parte esencial de ese mundo de correspondencias, mientras que Lucía desea salir de él. Su salida solo puede significar la destrucción de tal mundo de correspondencias. Así la destrucción sería otro modo de trascendencia. «Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada» (Martí, 2000: 170): el desgarramiento interior de Lucía va en contra del universo de esta novela que, por el contrario, trata de unir, de reunir lo diverso. Dentro del universo «idílico» de la novela, hay otra fuerza contraria, de fragmentación y desintegración que imperan de modo oculto, secreto. Debajo de toda esta parafernalia de símbolos, de la profusión de objetos, las fuerzas dispersivas imperan. Estas fuerzas de fragmentación y dispersión se hallan alojadas en la psique de los sujetos. La psique desgarrada, no idéntica a sí misma de Lucía se manifiesta claramente en su declaración de amor a Juan: Juan, yo no sé qué es, ni para qué te quiero, aunque si sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te quisiera, no viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo, yo creo que no sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo yo, porque sé por qué pueden quererte los demás. (...) ¡ni sé lo que veo, ni sé qué es lo que me posee, pero me da horror, Juan, y te aborrezco entonces, y odio tus mismas cualidades (Martí, 2000: 169).

Las continuas vacilaciones acerca de por qué lo ama y luego su declaración de amor muestra que Lucía no puede expresar lo que siente, el lenguaje falla, es contradictorio. Lo que siente por Juan solo se expresa de modo negativo; el riguroso autoanálisis de Lucía en vez de clarificar sus sentimientos, los complica más y los hace, en última instancia, incomunicables. El lenguaje no puede expresar lo indecible, lo inexpresable, lo incognoscible de sus sentimientos. de pensamiento que busca ser la rosa; / se anuncia con un beso que en mis labios se posa/ al abrazo imposible de la Venus de Milo» (Darío, 2006: 163).

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Juan y Lucía son los únicos que poseen en la novela esta capacidad o facultad de autorreferencialidad que los acerca a la experiencia de los límites y de lo sublime. El conflicto que existe entre el binomio de Lucía /Juan y el mundo o sociedad que los rodea se aplica también a todo el mundo representado. Es una sospecha de que la ansiada conciliación entre arte y vida no es más que algo superficial, sin mayor profundidad. La exploración de los límites del lenguaje y la representación que realizan ambos personajes ponen en crisis el mundo de correspondencias baudelairiano con el cual está construida la novela. Del mismo modo, el giro autorreferencial de la novela revela que ella es solo un simulacro o ficción al mostrar el mecanismo con el cual ella está hecha y dudando de las leyes mismas de su construcción o conformación (Prendergast, 2001: 148)11. La ruptura entre los amantes, al final de la novela, es tácita, pero definitiva. Es solo la imaginación la que sostiene esta relación —la imaginación de Juan de hallar en Lucía lo más bello— y Lucía en su declaración de insuficiencia destruye de algún modo esta ficción o simulacro que Juan construye a partir de ella. Rota esta ficción solo cabe la muerte, y esta ficción vital es la que Lucía se encarga de destruir. En cierto modo, Lucía no solo asesina a Sol del Valle, sino también a su primo y amado Juan. El crimen, con el cual concluye la novela, sirve de revelación a aquello que esconde o disfraza la profusión de ornamentos y decorados; en la furia 11 Son muy sugestivas aquí las palabras de Prendergast: «Freedom as the requirement of the spirit is not what is spontaneously on offer from modern life. On the contrary, modern life teaches us that we are caught in the trammels (“the bewildering toil”) of necessity, not the realm of necessity of pre-modern life, but rather necessity as understood by modern science (...) The function of art is to liberate us from these bewildering toils by giving to the spirit “at least an equivalent of the sense of freedom” (...) this is already a weakening of Schiller’s strong claim (...) So, a simulacrum, a substitution, which may console us for what we lack in the disenchanted world of science, but which cannot be confused with the real thing. It is a mere equivalent, a fiction, an illusion of freedom, or a mechanism (...) Whence Pater’s repeated insistence throughout his critical writings on the ethical demand that literature be made and read reflexively, so as to demonstrate its fabricated character, to reveal the mechanism that underlies the effects its produces (...) But it can be seen, in Pater’s terms, that a grave problem immediately arises: what are the consequences if what is revealed in the reflexive moment is precisely the pure mechanism behind the fiction of freedom? This is modernism’s nightmare» (Prendergast, 2001: 148).

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pasional de Lucía hay también una furia contra el ornamento y el anuncio o la revelación de una nueva estética que prescinde del ornamento como principio estético. La contradicción que habíamos señalado en la novela, de condenar el ornamento pero hacerlo omnipresente, se resuelve en la preferencia hacia la sencillez en muchas de las obras posteriores de Martí. Así, con posteridad a Lucía Jerez (1885), Martí publica en 1891 sus Versos Sencillos y deja entre sus papeles su Diario de Campaña (1895). En estas dos últimas obras, Martí cambia de estilo, deja de lado su estilo encrespado y complicado y la descripción de ambientes llenos de ornamentos y objetos de arte y opta por la sencillez. Ahora bien, la sencillez fue señalada por el Pseudo Longino como uno de los atributos de lo sublime, porque según él el colmo del arte consiste en disimular sus artificios, «le propre serait une figure, la figure deniée, la figure de la denégation de la figure»12 (Deguy, 1988: 33). Así, frente al artificio ornamental, Martí opta al final de su vida por la simplicidad o la sencillez sublime. Lucía Jerez es el anuncio de su elección final.

12 Lo simple, lo puro sería una figura retórica, una figura negada, la figura retórica de la negación de la figura.

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EL JARDÍN MODERNISTA: DE «LOS JARDINES DE FRANCIA» DE RUBÉN DARÍO A LOS CREPÚSCULOS DEL JARDÍN DE LEOPOLDO LUGONES

La autonomía literaria constituye uno de los aportes más importantes del modernismo; esta implica una separación de la literatura del resto de esferas culturales y, por tanto, la constitución de un espacio propio para la literatura. Si bien la autonomía literaria permitió la profesionalización del escritor, la separación entre arte y vida que conlleva puede ser considerada también como una pérdida del papel social que cumplía la literatura durante el Romanticismo. Efectivamente, el escritor modernista es caracterizado como un ser introvertido, egoísta, que se repliega en sí mismo, en contraste con el escritor romántico, altruista y profético. Rubén Darío, en especial, realza el aspecto banal, infantil, impersonal de su poesía para criticar e ironizar el rol de sus predecesores románticos. Sin embargo, no todos sus contemporáneos modernistas compartían su idea de la literatura y su rol dentro de la sociedad. Quiero mostrar en este capítulo que la autonomía literaria en el modernismo es un concepto inestable, ambiguo, que varía de acuerdo a cada escritor modernista y que incluso un mismo escritor, como es el caso de Darío, puede tener más de una interpretación del espacio de la literatura y del valor de la autonomía del arte en la sociedad. Esta ambigüedad del lugar de la literatura en la sociedad y su relación con otras esferas de la sociedad tiene analogías con la figura del jardín, la cual aparece constantemente en la obra de Darío, pero también en otros autores modernistas, como Gutiérrez Nájera, Asunción Silva, Julián del Casal, Juan José Tablada hasta Leopoldo Lugones con su poemario titulado Los crepúsculos del jardín. El jardín es una figura caracterizada por su ambigüedad, se le puede concebir como un lugar de transición, de frontera, una figura de neutralidad que anula las contradicciones y oposiciones entre

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naturaleza y cultura. La cuestión del jardín también se complica debido a la multiplicidad de significados y de funciones que puede cumplir. El jardín puede ser considerado un espacio pero también un símbolo o alegoría. Asimismo, es importante recordar que existe un arte de los jardines, es decir, el jardín constituye un género artístico propio que fue analizado por Kant y por Hegel. El jardín ha sido relacionado por ello con otras artes, como la arquitectura y la pintura. Uno de los ejemplos más ilustrativos del uso del jardín como alegoría de la estética modernista es la que hace José Enrique Rodó en su conocido ensayo Rubén Darío (1899) cuando sostiene que éste «no es el poeta de América». En este ensayo, Rodó pone en duda la importancia de la poesía de Darío o su valor representativo dentro de la poesía latinoamericana. Para hacerlo, utiliza al jardín como alegoría de la poesía de Darío: «Imaginaos un escenario que parezca compuesto con figuras de algún sutil miniaturista del siglo xviii. Una noche de fiesta. Un menudo castillo de Le Notre, en el que lo exquisito de la decoración resalta sobre una Arcadia de parques. Los jardines, celados por estatuas de dioses humanizados y mundanos no son sino salones... gusto de la ornamentación... nota de amaneramiento querido que surge en todas partes en el siglo de la artificialidad. Muerto para la idea, muerto para el sentimiento, ¡el verso quedaría justificado todavía como un jinete de la onda sonora!» (Rodó, 1997: 146)

Según Rodó, el jardín representa la exquisitez, el ocio y la fiesta, y está relacionado con el ornamento, el amaneramiento y la artificialidad. Todas estas características del jardín son propias de la poesía de Darío, una poesía que no representa a América, sino que por el contrario se sustrae a su contexto espacial y temporal. En otras palabras, la poesía de Darío no describe el espacio americano y es deliberadamente apolítica. Rodó dice incluso que adolece de una falta de ideas y de sentimientos. La poesía del Darío de Azul y Prosas profanas tiene a la música como su modelo y por ello aspira a ser sonido puro. Este énfasis en la abstracción de la forma es un ideal que encontramos en escritores franceses de la época como Flaubert y Mallarmé. Sin embargo, para Rodó la poesía de Darío no es innovadora como la de estos escritores franceses, sino que llega a compararla por la perfección de su forma, con el arte neoclásico. Rodó contrasta los versos románticos que son para él selvas

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desordenadas pero robustas con la poesía de Darío, perfecta y pequeña como un jardín. Por medio de estas dos imágenes, Rodó pone en evidencia la relación estrecha entre estética y naturaleza. La oposición entre la selva y el jardín revela la oposición entre dos estéticas distintas: la estética romántica es una selva mientras que la estética modernista es un jardín. Esta observación de Rodó me parece que ilumina no solo la poesía de Darío sino el modernismo como movimiento literario. Con esto quiero decir que el jardín no solo caracteriza a la poesía de Rubén Darío, sino que es una figura que aparece en numerosos autores modernistas, lo cual amerita pensar en qué nos revela el jardín acerca de la estética modernista. El jardín muestra la posición del modernismo con respecto a la política y al poder y su relación con el resto de la sociedad. El espacio del jardín posee otra lógica distinta a la lógica burguesa; la lógica del jardín está basada en la fiesta, el goce, la belleza. Darío rechaza lo político poniéndose al margen del Estado. Por ello, el jardín en el modernismo no solo tiene cualidades utópicas, sino que es también el lugar de la marginalidad. Josefina Ludmer sostiene que el lugar de enunciación de la poesía de José Martí y de los poetas modernistas se encuentra fuera del Estado (Ludmer, 2004: 224). Esto también se aplica a la obra de Darío. El lugar de enunciación de Rubén Darío es también fuera del Estado, se ubica en el margen y por ello puede hacer una crítica del discurso del Estado, algo inédito, ya que antes los románticos formaban parte del Estado, porque trabajaban para él como funcionarios, siendo parte de la burocracia o como diplomáticos. Instalarse en el jardín implica ubicarse en un lugar marginal, un lugar fuera del poder político o social desde el cual se puede criticar a la sociedad. El jardín es el borde o margen; el margen es una posición conflictiva con el centro, porque constituye para Louis Marin otra clase de centro que rivaliza con el centro. El jardín es una de las metáforas de la frontera en la escritura de Darío. Pero la rebelión crítica de Darío desde el jardín implica una defensa de lo que el jardín representa: un lugar donde el goce es posible, donde el arte y la fiesta, el goce y la economía del derroche tienen preeminencia por encima de los determinismos políticos y económicos burgueses, basados en el utilitarismo y mercantilismo. Ubicarse fuera del Estado o al margen de él supone pertenecer a una esfera separada de la política; así, la marginalidad del modernismo es también la declaración de su autonomía con respecto a la política. Esta autonomía del

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modernismo tiene un valor ambiguo, como sostiene Julio Ramos. Uno de los efectos que puede considerarse negativo es el aislamiento, el exilio interior del artista, una indiferencia por el resto de las esferas de la sociedad. Por ello, la autonomía del arte sigue siendo una problemática compleja, que puede ser considerada como un logro del modernismo pero también entenderse como una aceptación de un papel menor de la literatura. En el caso específico de Rodó, Julio Ramos sostiene que Rodó critica la autonomía del arte, pero su actividad literaria no puede entenderse sin ella (Ramos, 1989: 366). El funcionamiento del jardín ilumina los avatares, las complejidades de la autonomía del arte en el modernismo. El jardín posee resonancias utópicas, pues es una figura que reúne la naturaleza y la cultura de modo armónico. Louis Marin sostiene que el jardín es el lugar de la metamorfosis donde cultura se transforma en naturaleza y viceversa. El jardín es un lugar sacro, delimitado, ajeno a cualquier fin utilitario, de ahí su valor de espacio de protesta frente al pragmatismo burgués; por ello es apto para el placer y la contemplación y también es exponente de una unidad espiritual (Martínez, 1995: 97). De este modo la lógica libidinal del jardín, el cual valora el goce, la fiesta y el derroche, no es complementaria sino que es subversiva a la lógica burguesa, basada en el primado de lo utilitario, de lo productivo y del ahorro. El jardín es un desvío del placer, un desvío placentero, no calculado, una especie de digresión discursiva, así como el paseo por el jardín es un acto gratuito. Según Philippe Nys, el jardín se convierte a partir del siglo xviii en un terreno de la experiencia, en un espacio de juego, que no solo sirve de placer para la vista, sino que invita al paseo, a la caminata, es decir, implica un cuerpo sensible moviéndose y mirando. El paseo es una actividad intransitiva e irreflexiva que invita al sueño, un estado casi hipnótico que desarrolla e intensifica la subjetividad. El jardín es un no-lugar, el cual, más que a la evocación de una naturaleza perdida, invita a la introspección. Esta concepción altamente subjetiva, introspectiva del jardín se da en la misma época en que se comienza a concebir y consolidar la autonomía del arte. Nuestro análisis del jardín está regida por dos temas que están interrelacionados: 1) el jardín como reflexión sobre la autonomía de la literatura y 2) la marginalidad del modernismo.

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Nuestra exploración del jardín modernista comienza con Rubén Darío no solo porque nuestras disquisiciones sobre el jardín se dieron a propósito de su obra, sino porque efectivamente, sus poemas y sus cuentos contienen numerosos ejemplos de jardines. En su obra, el jardín aparece a veces como un símbolo del arte y la poesía, en otras ocasiones como lo burgués por excelencia, es decir, sus valores políticos y estéticos son inestables o ambivalentes, precisamente algo de lo cual los modernistas en general son también acusados. La ambivalencia del jardín se debe en parte a que es un lugar liminal o fronterizo; esta se intensifica cuando se tienen en cuenta las diferentes ubicaciones del poeta narrador con respecto al jardín: paseando en el jardín como en «Los jardines de Francia»; perdido en el jardín como en «La ninfa»; en el jardín como lacayo del Rey Burgués en «El rey burgués»; fuera del jardín en «La canción del oro» y el jardín como recuerdo de infancia como en «Garzas blancas y garzas negras». En «La canción del oro» solo se menciona al jardín en una ocasión. Este aparece fuera del alcance del poeta mendigo que solo lo puede ver a través de las rejas de una lujosa mansión burguesa: «Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo» (Darío, 2003: 93). Aquí el jardín aparece como un todo armónico como la música y se relaciona con la opulencia del burgués. En el cuento «La ninfa» por el contrario, el jardín se relaciona con el mundo del arte y conserva por ello sus cualidades utópicas, anti-burguesas. Esto se debe a que el jardín en este cuento pertenece a Lesbia, una artista y todos los personajes de este cuento son artistas. En este cuento, se plantea la posibilidad de un pasado mítico, donde existían criaturas como centauros, sátiros y ninfas. Mientras que el poeta narrador declara su deseo de ver una ninfa, Lesbia declara en cambio, que le gustaría ver sátiros: «Para mí los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces» (Darío, 2003: 74). El deseo de ver criaturas de la mitología griega es al mismo tiempo el deseo de hacer que el arte sea vida, es decir, de anular la oposición entre arte y vida, algo que finalmente ocurre en el jardín. En este espacio utópico, el arte se actualiza, se encarna, así como las criaturas paganas de ser fábula o mitos se vuelven reales o visiones verdaderas. El jardín es por ello descrito como un espacio de ensueño, como un mundo de sensaciones, de perfumes, de estatuas, de bellos detalles, todo esto produce una atmósfera

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de intensa sensualidad. En un momento el narrador dice que pierde la orientación; con ello, el jardín llega a parecerse al laberinto, otro espacio lleno de simbolismo. En este momento de desorientación el poeta tiene una visión, ve una ninfa: «¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma, y oí, entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa que me encendía la sangre» (Darío, 2003: 78). El jardín es un espacio de la sinestesia, donde se produce una simultaneidad de sensaciones. El cuento no aclara si es que el poeta vio a Lesbia disfrazada de ninfa, sin embargo para disfrazarse de ninfa Lesbia no tiene que ponerse ningún traje sino por el contrario, desvestirse, presentarse desnuda al poeta. Su disfraz es su desnudez: una paradoja. El poeta dice que ve en el jardín «una verdadera ninfa» (Darío, 2003: 78) manifestando una fe en lo que se ve más allá de cualquier evidencia o de las burlas de los poetas. El jardín ofrece la posibilidad y al fin la certeza de que el arte sea vida, de que las estatuas tomen vida, como en el mito de Pigmalión, aunque la ironía de Lesbia al final del cuento cuando dice que el poeta ha visto a una ninfa, deja en suspenso la realidad o certeza de esta visión; ¿el poeta ha sido víctima de un engaño? La idealidad de su visión está teñida o matizada por esta ironía, ligereza o falta de seriedad. En su crónica «Jardines de Francia», Darío cuenta su paseo por un jardín parisino en el cual puede soñar con épocas pasadas, tener ensueños literarios y donde tiene un encuentro sorpresivo con un jardinero argentino y con una planta de la pampa argentina, el ombú: He hallado esbeltos plátanos, como los que invitan a soñar allá, en Versalles... Con su idioma de susurros y de gestos lentos me han contado la poesía de sus estaciones. Como en felices tiempos románticos, he encontrado en un tronco de árbol un nombre grabado... la inútil frialdad de los inviernos, pues se siente en el ambiente el imperio de la juventud, el triunfo de la vida. Noto los bustos (Victor Hugo, Verlaine, Lamartine). De la villa oigo brotar un canto de mujer (...) a la entrada de glorietas, vi guijarros marinos y de esos sonoros caracoles que pintaban los pintores de antaño, como trompetas de tritones (...) Luego seguí caminando, caminando hasta que me detuvo la visión de un ombú (...) ¿En París, un ombú? Yo había creído hasta entonces que el ombú era como la mandrágora de la leyenda, fabuloso. Sus ramas decían toda la inmensa pampa y su corazón de árbol aparecía en su ademán vegetal, como traducción del corazón expirante y ya extraño del gaucho (Darío, 1998: 201-202).

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En esta crónica, el jardín invita al poeta al ensueño y a la evocación. El poeta celebra el jardín como un espacio de la eterna primavera y de la eterna juventud, lo cual indica que el jardín suspende el tiempo cotidiano e instaura una especie de atemporalidad. El jardín actualiza tiempos pasados como el rococó del palacio de Versalles y el Romanticismo de Victor Hugo y de Lamartine; también evoca otros espacios, como la pampa argentina cuando el poeta se encuentra sorpresivamente con el ombú. Así, el jardín se configura como un espacio sincrético de mezcla de lo heteróclito, de aquello que normalmente no está reunido como conchas marinas, estatuas de escritores, música, plantas europeas y plantas argentinas. El paseo del poeta por el jardín se convierte por ello en un paseo intelectual y literario. La evocación del pasado literario y cultural hace que el jardín también sirva como un espacio de evasión de los tiempos actuales. El jardín borra las fronteras al uso y llega a ser un espacio de síntesis de culturas. Por ello, tiene mucho en común con el museo o con los gabinetes de coleccionistas, ya que acumula lo diferente y sirve de memoria cultural. En la descripción de Darío, el jardín es un espacio cosmopolita, en el cual no se respetan las fronteras entre naciones o entre tradiciones literarias y culturales. Esta anulación de los bordes de lo estético y lo político es afín a los proyectos panhispanistas de Darío y a su visión más esotérica del mundo y del universo que busca la armonía y conciliación de los opuestos. Su encuentro con el ombú y con el jardinero argentino enfatiza las cualidades cosmopolitas del jardín. Mediante estos dos encuentros el poeta pone en crisis las identidades nacionales en favor de una identidad comunitaria más amplia. El encuentro con el ombú maravilla al poeta porque lo considera una planta de leyenda, mítica. El ombú representa la esencia de lo que se considera la identidad nacional argentina, evoca a la pampa y al gaucho pero dentro del jardín parisino se vuelve una criatura de leyenda, lo que implica que, fuera de su contexto habitual, el ombú funciona como una imagen de un nacionalismo en extinción o en crisis. La alusión que hace Darío acerca de la extinción del gaucho argentino puede leerse como la muerte de lo autóctono americano o de las identidades nacionales bien definidas, ya que su encuentro con el jardinero nos presenta un personaje cuya identidad se define más allá de lo nacional. El jardinero argentino tiene un acento francés y además, cuando ve a Darío, que es nicaragüense, le dice que es medio paisano suyo:

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En un español que no ocultaba el acento francés, me dijo: Me llamo José María Castillo y me parece que es usted medio paisano mío... Está usted en su casa. Soy un argentino, jardinero de Francia... ¡Mire qué rosas!... ¿Quiere usted mate? Opté por el mate. No le encontré gusto muy criollo... mas me supo delicioso —como una cosa nuestra— como el café de José María Heredia (Darío, 1998: 202).

Entre el jardinero argentino y el poeta nicaragüense hay un sentido de comunidad que se da fuera de la Patria, fuera de lo nacional. No se habla de Latinoamérica o Hispanoamérica como la entidad que los reúne, tampoco se dice con certeza qué signo o indicio hace que el jardinero reconozca a Darío como paisano suyo, puede que sea la contemplación del ombú lo que descubre a Darío como perteneciente a una misma comunidad. El mate que toman juntos ya no es el típico mate argentino porque no sabe muy criollo, pero es delicioso. En este comentario parece incluso revelar que el mate o el café de Heredia son deliciosos porque no son muy criollos; esta desviación del estereotipo de lo criollo le da un plus estético que lo relaciona con la estética de lo raro y de lo exquisito. El mate y el café de José María Heredia son buenos porque son raros, porque no son estereotipos de lo nacional, sino que tienen un elemento añadido que además de nacional es individual. Hay una diferencia grande entre el típico café cubano y el café de José María Heredia; en el segundo caso lo singular y lo nacional se reúnen y logran lo raro que en este caso muestra cómo la marca individual afecta o transforma los estereotipos de lo nacional. Si el jardín nos ilumina aspectos de la autonomía literaria podría decirse que en esta crónica nos muestra que la esfera literaria no posee los mismos bordes o fronteras que la esfera política y, por ello, los trasgrede y los pone en duda; la esfera literaria parece una esfera más amplia, de bordes y límites más inciertos que los de la política. Es interesante notar que, al igual que el jardinero, el poeta no tiene acceso a la casa, sino solo al jardín, que es un lugar precario. En otras palabras, el lugar del poeta es el jardín, un espacio liminal, el de la periferia de la sociedad y de la Nación. El poeta no está en el centro, sino que es excéntrico por estar fuera del centro y también en su acepción de raro, singular. El poeta, por ser un personaje excéntrico, no podría ser un prohombre de la patria o un maestro ubicados en el centro de la cultura y de la Nación, como sucedía en el

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Romanticismo. La riqueza o el lujo del jardín ocultan su carácter excéntrico y liminal, contradicción con la que Darío juega constantemente. La posición marginal del jardín es evidente en «El rey burgués», el cuento más conocido de Darío. Al inicio del cuento, se nos presenta al rey burgués, un hombre que todo lo posee, de objetos lujosos a sirvientes, y puede ir a su antojo de la ciudad a la selva, donde se dedica a la caza. Un poeta viene un día a verlo y lo primero que le dice es que no ha comido, es decir, se presenta al rey burgués como un mendigo que depende totalmente de su compasión: —Señor no he comido —Habla y comerás Comenzó: —He ido a la selva donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad. Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del Porvenir (...) He acariciado a la gran Naturaleza y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con u Mesías todos luz. El rey interrumpió: — Ya sabéis. ¿Qué hacer? Y un filósofo al uso: —Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música, podemos colocarle en el jardín; cerca de los cisnes, para cuando os paseéis. —Sí, dijo el rey —Daréis vuelta a un manubrio. Cerraréis la boca... Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas ni de ideales. Id (Darío, 1998: 61-62).

Desde el inicio del cuento, el poeta se presenta como un personaje que no pertenece a la ciudad, un marginal que, sin embargo, posee virtudes proféticas y visionarias, ya que en la selva llegó a contemplar lo ideal. Para Darío, no existe una oposición entre la naturaleza material, el espíritu y las ideas: la selva es una naturaleza espiritualizada que hace del poeta un mensajero del porvenir. El discurso del poeta es revolucionario, es una puesta en duda del orden social, especialmente una protesta de su condición marginal. En este cuento, hay una lucha de poder soterrada entre el rey burgués y el poeta. El rey burgués logra callar al poeta y mantenerlo en el jardín, haciendo una actividad insignificante, inútil. Con ello, logra sofocar el gesto política y estéticamente revolucionario del poeta, ya que en este cuento la

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innovación poética está aunada con la puesta en cuestión del orden social. Cuando el rey burgués asigna al poeta su lugar en el jardín, junto con los cisnes, el jardín se vuelve un lugar de la impotencia y la esterilidad. El poeta se halla en la incómoda situación de vivir en la frontera, de vivir en el borde, como sostiene Balibar. Estar en el borde no es algo eufórico, como en la crónica de los jardines de Francia, sino que es algo agónico, mortal, ya que en «El rey burgués» el jardín ha cambiado de función; el jardín no sirve de lugar de paseo, sino que se convierte en una cárcel. En «Los jardines de Francia» el poeta narrador puede pasear, mientras que en «El rey burgués» el jardín es un espacio de confinamiento del poeta donde queda reducido a la insignificancia y, en última instancia, condenado a muerte. El jardín es propiedad del rey burgués; por ello, está relacionado con la burguesía, con la conservación del orden social no con la revolución por venir. El poeta se siente alienado en el jardín, está lejos de la sociedad de los hombres y está, en cambio, junto a los cisnes; en otras palabras, el poeta es puesto en el lugar de los animales, de lo subhumano. El poeta muere de frío, llorando, y la última frase del narrador remarca la soledad, el aislamiento del poeta en el jardín. El hecho de que el poeta muera en el jardín tiene un significado importante porque nos muestra que las cualidades utópicas del jardín están en crisis, la economía libidinal, del goce y la fiesta, del derroche, que lo diferenciaban del resto de la casa es reemplazada, asimilada por la lógica utilitaria del burgués. En «El rey burgués» llega el invierno, no hay la eterna primavera que se evocaba el poeta de «Los jardines de Francia»; el jardín es un espacio abierto, desprotegido y está sometido al cambio de estaciones, a la temporalidad. Lejos de ser un reino aparte, ideal, el jardín se convierte en un lugar tan hostil al poeta como el resto de la casa y de la ciudad entera; esto indica que ya no hay espacio para la poesía ni en la casa ni en la ciudad del burgués. En este cuento, Darío muestra afinidades con la posición de Rodó, ya que muestra a la selva como superior al jardín. La selva es el espacio de lo sagrado, mientras que el jardín es el espacio desacralizado, irónico, como el tono que domina todo el cuento. La sonrisa de amarga ironía que tiene el poeta al morir indica que se ha rendido a la lógica irónica, satírica del jardín. El espacio liminal del jardín supone la muerte, ya que para el poeta no es posible regresar a la selva, pero tampoco es posible integrarse a la sociedad

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del rey burgués. En este caso, se muestra bajo una luz negativa la autonomía literaria, ya que es un espacio liminal que ha perdido el contacto con el resto de las esferas de la sociedad, dominadas todas por el rey burgués. Así, en este cuento se ve que el escapismo con que se relaciona la autonomía literaria no es voluntad del artista —quien, por el contrario, quiere anunciar tiempos nuevos a la sociedad—, sino que es voluntad del burgués quien encierra al artista y le corta el acceso al resto de la sociedad. Estar en una esfera separada, en un lugar aparte como el jardín, condena al artista a la insignificancia, algo de lo que Rodó ya había acusado a Darío. Sin embargo, Darío demuestra en este cuento que la autonomía literaria es fruto del determinismo social, de las fuerzas sociales antes que decisión del artista. En otras palabras, no es el artista quien decide apartarse, sino que es el burgués quien lo aísla para que su discurso subversivo no altere el orden social. Hay algo que inevitablemente se tiene que constatar con respecto al jardín como espacio considerado por la tradición literaria como utópico, y es la cuestión de su «crepúsculo»: a finales de siglo, el jardín pierde el carácter utópico, ambiguo que tuvo en el Romanticismo y sobre todo en el siglo xviii, en el siglo de los jardines. Es precisamente en este siglo cuando se produce el cambio de estatuto del arte y se comienza a dar mayor autonomía al arte. El jardín es absorbido por la lógica burguesa y mercantil de la ciudad; por ello, el jardín deja de ser sagrado y utópico para comenzar a ser, en cambio, laico y profano. Uno de los elementos que hacía del jardín un espacio utópico es que estaba cerrado, por ello se relacionaba con lo íntimo y lo secreto. Pero en los cuentos de Darío (con excepción de «La Ninfa»), parece que el jardín deja de estar cerrado y así, pierde su secreto o misterio. El cierre del jardín es algo que ya no es posible, por eso la utopía deja de encarnarse en un lugar físico para trasladarse a los sueños, a un lugar más mental que físico. El ocaso, el crepúsculo del jardín significa que la separación entre el arte y la vida ya se hace patente y el jardín ya no tiene ese poder de ambigüedad, de anular los límites entre ellos. En el cuento «El palacio del sol», los sueños cumplen la función utópica y evasiva que antes estaba reservada al jardín. Este cuento es acerca de una jovencita que sufre una enfermedad de origen desconocido; su familia está preocupada y su doctor no puede curarla. Un buen día, ella va al jardín y ve que su hada madrina baja en una carroza. El hada la lleva volando al palacio

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del sol, donde baila con jóvenes hasta quedar exhausta. Luego de este sueño, la jovencita recupera su salud, sin necesidad del doctor. En «El palacio del sol» el jardín es el lugar de encuentro entre la niña y su hada madrina, pero al mismo tiempo se puede observar que el palacio del sol, soñado por la niña, es el lugar utópico. El jardín está relacionado con el mundo de los sueños, pero en última instancia el mundo de los sueños trasciende y se independiza del jardín. El mundo de los sueños de Darío se origina por una interioridad que está desconectada del jardín. Antes era el jardín el que generaba esa utopía, mientras que en «El palacio del sol» es el sueño de la jovencita el que la cura de su enfermedad. Vemos que en este cuento la distinción entre sueño y realidad se abole y el palacio del sol, un simulacro sensual y erótico, un espacio soñado lleno de luz, que por sus cualidades utópicas, reemplaza al jardín. La embriaguez y el éxtasis de los sentidos que este sueño le proporciona a la jovencita hacen que ella se sane de su misteriosa enfermedad. En este cuento, el sueño, el arte y el erotismo están íntimamente relacionados. Con la curación repentina de la jovencita, se demuestra que aquello que es ficcional, que no es real como los sueños es necesario para la vida, para la buena salud y que cumple un rol análogo a la medicina. Los sueños eróticos de la jovencita tienen la capacidad de trasgredir la moral rígida de su familia burguesa y procurarle un éxtasis de los sentidos y una visión trasfigurada de la realidad. Esta noción del arte como visión trascendente tiene mucho en común con lo que los decadentistas franceses pensaban que era el fin del arte. Por ejemplo, para el decadentista Villiers de L’Isle Adam, la música y la poesía tienen como efecto final un éxtasis de los sentidos. Villiers concibe al artista como un visionario, capaz de transfigurar la realidad y de revelar lo trascendente. Por ello, para él no hay poesía sin potencia visionaria, la única que es capaz de crear lo sublime que es el fin de toda obra de arte. La función visionaria del arte permite pasar de lo visible a lo invisible, de lo físico a lo ideal, en otras palabras, hace posible trascender el mundo sensible. Esta capacidad visionaria de la poesía no está separada del trabajo de expresión o creación de la obra de arte, esto implica que el artista no solo tiene que ser visionario, sino también debe de ser capaz de expresar y manifestar estas visiones (Noiray, 2001: 52-53). Las visiones, producto del trabajo de la imaginación y de la psiquis del poeta reemplazan al jardín en su función utópica y evasiva;

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si bien en Azul... el jardín es un motivo constante en la obra de Darío, en sus obras más tardías hay una importancia más marcada de lo onírico, del mundo de los sueños como un lugar mental, intelectual, imaginario, que no necesita la contextualización o la puesta en escena de un jardín. Este mundo de los sueños en muchas ocasiones explora también el lado más tenebroso de la mente del poeta, como ocurre en «El cuento de Pascua», donde se describe un parque lleno de cabezas sangrantes, pertenecientes a cuerpos decapitados, el cual es producto de las alucinaciones de un hombre. En este cuento el jardín es un espacio artificial, soñado por el poeta, donde en vez de ensueños utópicos vemos un escenario de pesadilla, que mezcla anuncios apocalípticos con una visión de la historia como holocausto. Al mismo tiempo que la función visionaria, introspectiva del poeta se enfatiza también una preocupación manifiesta por la política en el Darío más tardío. Ambas tendencias contrapuestas —la introspección profunda y los proyectos políticos— no dan cabida ya a la figura del jardín, que parece un motivo del pasado. Prueba de ello son los versos de Cantos de vida y esperanza donde el poeta se despide del jardín, en un poema dedicado nada menos que a José Enrique Rodó, quien había atacado su poesía de ajardinada: Yo soy aquel que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana. El dueño fui de mi jardín de sueño, lleno de rosas y cisnes vagos; el dueño de las tórtolas, el dueño de góndolas y liras en los lagos; y muy siglo dieciocho y muy antiguo y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y Verlaine ambiguo, una sed de ilusiones infinita (Darío, 2006: 92-93).

En este poema el jardín es una figura del pasado, un lugar que le era propio al poeta y que, sin embargo, ha abandonado. El poeta se ha exiliado del

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jardín; en esta despedida del jardín Darío también le dice adiós a la estética que regía Azul y Prosas profanas. Esta despedida es melancólica, dolorosa; renunciar al jardín implica renunciar a los sueños e ilusiones de armonía, de conciliación de los contrarios, esa ansia por la unidad que atravesaba la poesía más temprana de Darío. La descripción del jardín revela los ideales estéticos que tenía Darío en su juventud: el jardín es al mismo tiempo muy antiguo y muy moderno y además cosmopolita, es decir, una síntesis armoniosa del pasado y de lo actual, y además una síntesis de culturas. Esta armonía y esta capacidad de síntesis aparecen como algo ilusorio, ya que en la poesía última de Darío se manifiesta un desgarramiento existencial; en Cantos de vida y esperanza se reflexiona sobre el paso del tiempo y lo trágico de la vida, que no puede ser trascendido ni sublimado por el arte. La poesía sin jardín en Darío es una poesía de la desilusión, de la zozobra existencial. Estas emociones lo confrontan al «horror de la literatura», es decir, la literatura ya no es el espacio de lo bello y lo armónico, sino de emociones y experiencias más siniestras, oscuras y tristes. En «Canción de otoño en primavera» se vuelve a añorar el jardín, esta vez como un espacio de la juventud y del amor al cual el poeta, envejecido y desilusionado, inútilmente, se acerca: En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesa que cantar! Más a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris, me acerco a los rosales del jardín... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... Y a veces lloro sin querer... ¡Mas es mía el Alba de oro! (Darío, 2006: 116-117).

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Desde Azul... el jardín era un lugar precario; ya en esa obra, Darío mostraba que podía ser asimilado a la lógica burguesa y dejar de ser el lugar de la utopía y del goce. Al final de su vida, Darío nos muestra que el poeta debe abandonar el jardín porque este ya es un vestigio del pasado. Esto implica también una modificación o un cambio profundo de la concepción que tiene del lugar de la literatura y de su relación con respecto al resto de esferas de la sociedad. Quedarse sin jardín es quedarse sin espacio propio y esto supone el resquebrajamiento de la autonomía del arte que, para Darío es una pérdida dolorosa, como lo evidencia el tono melancólico y sufriente de sus últimos poemarios. En la obra de Manuel Gutiérrez Nájera, el jardín puede ser atributo de lo burgués por excelencia, una manifestación acabada de su riqueza, como sucede en el cuento «Mi inglés», donde el jardín es un espacio cosmopolita, una reunión de plantas exóticas, pero carente de los valores artísticos o estéticos que le confería Darío en «Jardines de Francia». Sin embargo, en «Crónica escandalosa: por un baño» (1881), Gutiérrez Nájera nos presenta una variante de jardín que sí conserva los valores utópicos, idílicos, artísticos y eróticos que generalmente le son característicos. «Crónica escandalosa: por un baño» tiene como protagonista a Julia, «la escéptica, la desengañada, aquel Voltaire con faldas, reina del high life, una de las sultanas de la moda», que va a casarse con su primo Octavio, a quien hacía poco odiaba. El cuento nos describe cómo ocurre esta transformación súbita de Julia, quien pasa de ser una joven que no cree en el amor a ser una joven enamorada precisamente del hombre a quien tenía mayor aversión. Este cambio de los sentimientos de Julia tiene como escenario el jardín de su tía que está en las afueras de la ciudad. Nájera describe el jardín como una ruina de tiempos pasados. Así, el jardín se relaciona con la Antigüedad griega, con la naturaleza agreste y con el amor, como nos dice el narrador: «Las piedras de aquella ruina huelen al amor». El jardín ruinoso hace que Julia pueda soñar, deje su escepticismo, su ironía y se enamore de su primo Octavio. En este cuento hay una celebración de la ruina, de aquello que, considerado caduco, se actualiza en el presente y transforma a los que están cerca de ella, en este caso, Julia y Octavio, quienes de ser enemigos pasan a ser novios y esposos. Es interesante que Nájera llame al jardín ruina porque la ruina es según Walter Benjamin uno de los conceptos fundamentales del arte moderno.

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Para Benjamin, la ruina es una figura de la decadencia y de la obsolescencia de la historia, lo cual implica una historia profana, sin trascendencia. La modernidad según Benjamin está marcada por la fatalidad de ser algún día antigüedad, pasado, y las ruinas son una evidencia clara de ello. Por ello, la ruina provoca sentimientos de melancolía porque revela la transitoriedad de la vida, la ausencia de lo trascendente y también porque es los vestigios o fragmentos de una totalidad perdida. De hecho el jardín es un fragmento de una totalidad perdida, de una naturaleza deliciosa e idílica, de tiempos idos que, sin embargo, se actualizan y se recuerdan. Esta estetización de las cosas antiguas caracteriza a varios autores modernistas, tales como Asunción Silva, quien dedica poemas a las cosas cotidianas, sin fama y en vías de decaimiento; estas cosas viejas, deterioradas aluden a un pasado que es imposible de alcanzar, el cual solo se puede imaginar. Según Otto y Hahn «Silva socava la Historia y, en cambio, dota a las cosas de una multitud de narrativas fingidas y parciales. Lo que se instituye de tal manera, son recuerdos virtuales o simulados que resultan muy productivos dentro del carácter procesal lírico, pero ya no restablecen una continuidad histórica» (Otto y Hahn, 2010: 321). La poetización de las cosas viejas implica una idea de la historia marcada por la decadencia y el olvido; asimismo, revela también la discontinuidad o incluso el abismo entre épocas históricas. Pero en la poesía de Asunción Silva las cosas viejas producen una honda melancolía; en cambio, en el cuento de Nájera el jardín ruinoso produce un sentimiento más placentero, genera ensueño pero también ironía. La estatua de Cupido que preside el jardín tiene una sonrisa irónica; la misma Julia es irónica y su primo Octavio tiene también un aire burlón. Si bien la ironía puede relativizar o poner en duda la sacralidad del jardín y el amor de Julia y Octavio, esta ironía también le otorga un aire lúdico, ligero a la historia y se relaciona también con la mezcla de lo puro y lo sensual que se da en el jardín. En este espacio la sensualidad y el erotismo son sacralizados y no son considerados como algo prohibido o tabú, como ocurre en la sociedad burguesa en la que viven Julia y Octavio. Nájera remarca que este jardín está cerrado, es un hortus conclusum, un paraíso perdido, donde el follaje del jardín oculta la mansión del campo, es decir, reina la naturaleza por encima de lo construido. En su conjunto, el jardín ofrece una visión paradisíaca e idealizada de la naturaleza; además, es un lugar que

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no es blanco de las miradas del hombre, de la ley, del orden y la racionalidad, sino que es un lugar oculto y secreto, presidido por el dios del amor. El jardín es un espacio donde se abren posibilidades para lo imaginario, lo fantástico, para el amor y el goce. Las ruinas legendarias que la lluvia y los vientos se encargan de ir desnudando poco a poco bajo los espesos árboles de un bosque perfectamente virgen todavía... La verdad es que casi toda un ala del edificio está en completa ruina; los árboles ya tienen puesto un pie en las escaleras, el musgo reviste con su verde tapiz los muros de la alcoba (...) La enmarañada vegetación del parque, los arbustos no profanados nunca por la hoz del hortelano (Gutiérrez Nájera, 1994: 126).

El narrador dice que siente un «estremecimiento» de inexplicable miedo cuando pasea por el jardín, siente que está profanando este espacio sagrado y que las estatuas van a tomar vida para expulsarlo. En contraste con los jardines de Darío que hemos analizado, este jardín no se caracteriza por su orden y armonía, más bien se admira su carácter agreste, salvaje. El narrador dice que, por voluntad de la tía de Julia, ningún jardinero lo ha arreglado: «Ha dictado las severas órdenes para evitar que los callosos dedos de algún hortelano, poco experto en achaques arqueológicos y artísticos, profane aquel intrincado laberinto, dando, es cierto, mayor orden y simetría a las avenidas, pero a trueque de despojar a aquel palacio del extraño sello que los años como preciosa reliquia, le han dejado» (Gutiérrez Nájera, 1994: 126). En este caso, Nájera relaciona el jardín con la naturaleza más que con la cultura y remarca que este es «perfectamente virgen todavía»; el adverbio todavía implica que su profanación va a ser inminente o que su pureza va a llegar pronto a su fin. El cuento es en efecto la profanación del espacio sagrado del jardín, ya que en él se desarrolla la crónica escandalosa a la que se refiere el título de la obra. Nájera muestra que en el jardín se revela el lado más sensual y salvaje de Julia. En él, Julia puede disfrazarse de hombre y puede bañarse desnuda en su estanque; así, el jardín es un lugar de desahogo de impulsos, de instintos y de excentricidades, donde ella se libera de los tabúes que imperan en la ciudad. Julia se revela en el jardín como una amante de las extravagancias, desinhibida y libre del control social. El jardín es un espacio donde aflora su yo íntimo, lo cual hace posible su encuentro con el

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amor. La escena escandalosa del cuento es cuando Julia encuentra a Octavio bañándose en el lago y los dos están desnudos. Este es un momento de autenticidad y vulnerabilidad, cuando ambos pueden al fin hablar, conocerse mejor y enamorarse. Octavio revela sus verdaderos sentimientos por Julia, no de enemistad, sino de amor. Este encuentro entre Julia y Octavio tiene ecos mitológicos, ya que ellos recuerdan a Adán y Eva en el jardín del Edén, pero también por el modo sorpresivo de este encuentro tiene reminiscencias a la escena de Diana sorprendida en el baño por Acteón. El cuento se acaba con la risa del dios del amor y en la oscuridad, en medio de una escena galante que solo se vuelve decente porque se sabe de antemano que los personajes van a casarse. En efecto, el casamiento se anuncia en el inicio del cuento, lo cual da a la crónica escandalosa un carácter puro o idílico, ya que la sensualidad, el erotismo de la historia termina en un convencional matrimonio. La máxima transgresión de Julia, su falta de decoro, su desnudez, no es castigada sino que, por el contrario, la lleva al matrimonio. El cuento termina en la oscuridad, en la atmósfera sensual del jardín, lo cual refuerza el aspecto sensual y transgresivo del jardín. Si consideramos el jardín como un reflejo del lugar del arte en la sociedad moderna, vemos que en este cuento el jardín es la manifestación más acabada del valor del arte y de la belleza, ya que transforma los sentimientos y las pasiones de las personas, pero a costa de una posición débil, pues está escondido de gran parte de la sociedad. No hay una voluntad de influenciar al resto de esferas de la sociedad, la esfera del arte se mantiene separada, protegida del resto de los hombres. Al mismo tiempo se muestra al arte como ruina, como un fragmento del pasado, de tiempos idos. El arte es ruina porque es implícitamente una crítica a la modernidad, porque no forma parte de los tiempos modernos ya que es parte de un pasado prestigioso, es un espacio sagrado dedicado al amor y al arte. Es importante mantener escondido, apartado, secreto al jardín para que pueda cumplir el rol de crítica a la modernidad y a la secularización. La actualidad del arte solo es posible si el arte se mantiene apartado de la sociedad. El cuento muestra una sacralidad del arte que se funda en ese aislamiento del resto de los hombres, de los profanos. Si bien el arte es una ruina, resultado de su marginación de la sociedad burguesa, tiene sin embargo el poder de transformar los sentimientos, las emociones y las pasiones de las personas, puede transformar sus relaciones

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personales, su subjetividad e intimidad. En este cuento se demuestra que el arte no puede transformar la sociedad, es decir, no es revolucionario. Sin embargo afecta, transforma los corazones de los individuos; por esto, Nájera tiene una marcada propensión al melodrama en su narrativa: los problemas sociales como la pobreza o, la prostitución los convierte en dramas íntimos, les quita su potencial de crítica social, pero de algún modo los hace más vívidos. Nájera acepta este rincón aparte del arte, sin pretensiones de realizar una gran revolución del verbo, del futuro, como decía el poeta en «El rey burgués». De este modo, mantiene el papel menor, más íntimo y privado del arte, casi escondido, pero esto contrasta con la seguridad de que el arte es poderoso e incluso necesario para la expresión de las emociones y las pasiones privadas. En otras palabras, Nájera muestra que el arte y lo bello cumplen un papel significativo en la vida sentimental de las personas. El espacio del arte es, pues, la intimidad y la privacidad de las emociones y de las pasiones, no el gran espacio público de la toma de decisiones políticas. Sin embargo, la propuesta de Nájera no se sostiene, ya que parece que no es posible mantener el arte en una esfera aparte; en otras palabras, no es posible mantener la autonomía del arte, ya que inevitablemente las otras esferas sociales terminan por invadirla. ¿Es posible mantener la autonomía del arte, un reino cerrado sin abertura al exterior? Parece que la respuesta es negativa, ya que autores posteriores a Nájera remarcan la fragilidad de este espacio puro del jardín. En los autores del modernismo tardío y del posmodernismo como Juan José Tablada y Leopoldo Lugones se puede notar un cambio de función del jardín. El jardín comienza a perder sus cualidades de interioridad, de secreto, misterio, descubrimiento del yo y de introspección. El jardín empieza a abrirse cada vez más al exterior, a la sociedad, se abre al urbanismo. Paulatinamente, se produce una transformación en el jardín, el cual pasa a tener una función cada vez más utilitaria; los arquitectos y urbanistas empiezan a concebir el jardín como el lugar de reparación de las agresiones y destrucciones cometidas por el hombre contra la naturaleza. Se empieza a dar mayor importancia al aspecto higiénico, saludable y por tanto útil del jardín en el contexto de una ciudad insalubre. Así, debido a su aspecto utilitario, el jardín comienza a estar dentro de los planos urbanísticos de la ciudad. Se intenta establecer un equilibrio entre las cualidades utópicas del jardín privado y la utilidad urbanística del jardín y de los parques; en otras palabras, se

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busca que estos conserven su capacidad de hacer soñar al paseante pero también que sean beneficiosos para el ornato y la calidad de vida de la ciudad. Este equilibrio, inestable, entre goce y utilidad al final conduce a una tensión y a un conflicto entre estética y racionalidad (Nys, 1999: 142). Se produce una tensión entre el jardín como lugar cerrado, utópico y de ensueño, por un lado, y el jardín como un lugar abierto, utilitario y de valor urbanístico. Cuando se trata de asimilar el jardín al resto de la ciudad, este pierde sus cualidades utópicas y de ensueño. El jardín era una franja, un espacio para la imaginación, pero cuando se le intenta integrar como parte funcional de la ciudad este se banaliza; con esto, ya no hay un lugar en la ciudad reservado a una actividad fuera del tiempo y del espacio, ya no hay un lugar propio para la imaginación, para evocar un paraíso perdido. En la obra de Juan José Tablada se puede ver la fragilidad del jardín como espacio autónomo, privado y secreto. En la crónica de Tablada el jardín conserva las cualidades utópicas que le han otorgado sus antecesores; sin embargo, se subraya su carácter efímero, es decir, que el jardín ya no está cerrado herméticamente del mundo exterior, sino que está constantemente invadido, lo que demuestra también su fragilidad, ya que esta invasión implica, de algún modo, la destrucción de este espacio. La invasión del jardín por intrusos que no respetan el reino del arte implica la profanación del jardín, los intrusos le quitan su pureza, su carácter aislado, apartado que le confería su sacralidad. Una buena muestra de ello es la crónica de Tablada, titulada «Parva Lutecia», donde Tablada describe el Golden Gate Park, el célebre parque de San Francisco: Y llego al parque de Golden Gate, penetrando en una puerta rústica que nada dice de los magnificentes interiores. ¡Ah! El sitio es verdaderamente hermoso! En aquellas inmensas avenidas minuciosamente enarenadas, en aquellos sotos, acercándose a bosquecillos encantadores, de misteriosas profundidades, en todas partes cree uno estar menos en un punto de Norteamérica! Parece que la poesía por todas partes desdeñada y la naturaleza cruelmente expoliada por doquiera, toman ahí su revancha! ¡Y es un triunfante desquite con el que ahí vencen la Naturaleza y la Poesía! Este rincón es de Versalles; por esa callejuela va a desembocar sin duda Madame de Pompadour, es su litera rasa que llevan en peso cuatro negros lacayos! Este pequeño lago lleno de azuladas ninfas y donde empapa sus verticales festone todo un doliente saucedal, es la rústica piscina en que la Dubarry refrescaba su cuerpo flordelisado por ósculos reales...

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Y hay rincones que una lujuriosa vid sombrea y por cuyo césped voy cauteloso, temiendo sorprender al buen viejo Anacreonte que exprime estrofas, besos y racimos en la boca de una ninfa delirante! Y seguía mi marcha... Una ráfaga de frío viento vesperal, saturada de perfumes oceánicos, sopló de pronto envolviendo el lugar en que me hallaba, sacudiendo árboles, arbustos y flores... sobre las páginas de mi libro de versos cayeron las hojas de una rosa moribunda y el polen de los cálices inclinados, Luego tras de mí una invisible banda de música prorrumpió en una marcha que al principio me pareció una tocata cinegética de una real cacería y que o era más que un infame paso doble. Mi ilusión cayó, estrellándose, como una esfera de cristal hecha pedazos... En uno de los costados del parque hay un gran edificio de estilo egipcio, sustentado por grandes columnas de capiteles lotiformes y campanulares. Es un museo y en sus innumerables salas hay verdaderos tesoros, riquísimas colecciones de etnología, historia natural y bellas artes... Sin moverse de aquí, el curioso podía hacer una monografía sobre marfiles japoneses o sobre cerámica coreana (Tablada, 2005: 37-39).

La entrada al jardín se experimenta como la entrada a un reino escondido, lleno de belleza y de poesía. La puerta rústica del parque marca un contraste entre la sencillez de su exterior y la magnificencia de su interior. Tablada contrasta el interior con el exterior del parque, para así enfatizar que el jardín esconde sus tesoros y su belleza del mundo exterior y, por lo tanto, es un lugar secreto, oculto. En el Golden Gate Park, Tablada puede experimentar una subversión de la lógica imperante de la sociedad moderna, ya que, según el poeta mexicano, la modernidad desdeña el arte y la naturaleza, y aquí en el parque ambos tienen un «triunfante desquite». El jardín es la restauración de una pérdida, una especie de compensación ficticia del arte y la naturaleza, amenazados por la sociedad y los tiempos modernos. Así, parece que el jardín no solo tiene afinidades con el museo, sino también con el zoológico, con el acuario ya que, al igual que estos lugares, el jardín tiene como función preservar, conservar seres, objetos amenazados por la sociedad burguesa. El parque no transmite una esencia nacional, sino todo lo contrario, lo llama encantador porque produce el efecto de deslocalización, el parque es un no-lugar en el cual «uno cree estar en cualquier lugar, menos en Norteamérica». En esta crónica, el jardín se relaciona con el secreto y el misterio, pero también con la ilusión y la alucinación; la intimidad o privacidad del parque invita al ensueño, al trabajo de la imaginación. De modo

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similar a Gutiérrez Nájera, en esta crónica de Tablada, el jardín aparece como un signo de épocas pasadas, que han sido olvidados o borrados por la modernidad. Por ello, la actualización de tiempos idos se relaciona con lo fantasioso porque altera la temporalidad normal, actualiza el pasado, lo hace convivir con el presente, parece un tiempo proustiano, que recupera el tiempo perdido. Pero hay que señalar que se trata de una nostalgia de tiempos que el poeta nunca ha vivido, de allí que esta nostalgia sea más bien una recreación de la imaginación de esos tiempos ideales cuando el arte y la naturaleza eran fundamentales en la sociedad. El jardín es un lugar de ilusión y de paseo no solo espacial sino temporal porque ofrece la posibilidad de volver al pasado, de imaginar la Arcadia griega o de soñar con Versalles, de poder ver ninfas, de evocar a Victor Hugo, Edgar Allan Poe, Leopardi, todo al mismo tiempo y en el mismo lugar. En otras palabras, el jardín es una síntesis de lo antiguo y en este proceso de síntesis el modernismo actualiza o revitaliza el pasado, le confiere una nueva vida. Pero a diferencia de Nájera, quien mantiene la atmósfera idílica y utópica del jardín hasta el final de su cuento, en la crónica de Tablada se quiere mostrar más bien la fragilidad de este espacio utópico. Tablada muestra que las ilusiones que proporciona el jardín son efímeras, ya que en su crónica el jardín es invadido fácilmente por unos intrusos que destruyen su atmósfera elegante, refinada. El poeta está leyendo poesía, caen pétalos de una rosa moribunda y siente una «ráfaga de viento frío» que evidencia que el jardín no está cerrado herméticamente, sino que está sometido a las variaciones climáticas del exterior; la mención que hace Tablada a los pétalos de una rosa moribunda se relaciona con esa sensación de final o término; en este caso se trata del fin de una ilusión, la ilusión del jardín. A continuación, una banda de música irrumpe en el parque tocando un pasodoble. Hay una interesante modulación del sonido en este pasaje: al inicio la música parece «tocata cinegética de una real cacería», es decir, una música acorde con las fantasías, alucinaciones e ilusiones de Tablada a la «real cacería» se relaciona con lo versallesco del jardín, para luego descubrir que lo que toca la banda es un pasodoble. El poeta dice que en ese momento, «mi ilusión cayó, estrellándose como una esfera de cristal hecha pedazos». Aquí se acaban los ensueños del poeta que lo apartaban de la realidad. Las ilusiones y los ensueños que produce del jardín son efímeros, frágiles como una esfera de cristal. La ilusión se quiebra con una banda

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musical que interpreta un vulgar pasodoble, en este caso la música popular se convierte en ruido para el poeta, rompe la atmósfera sofisticada, culta que Tablada había construido en su imaginación. La música o el ruido es lo único que puede romper, evocar lo afuera-exterior, ya que Tablada está dentro del jardín, paseando. Está encerrado en el jardín; solo el ruido exterior puede irrumpir en el jardín como una pompa de jabón o esfera de cristal, frágil pero sin aberturas, cerrada. Es la ilusión de lo cerrado, un espacio utópico o una isla encerrada en sí misma. Luego de que su ilusión se rompe como cristal, Tablada recién relaciona el jardín con las colecciones de historia natural y etnología, ve el jardín como una ruina semejante a un museo con obras de arte descontextualizadas y relacionadas de modo arbitrario, mientras que antes, cuando estaba inmerso en su ensueño artístico, su ilusión, el jardín era un mundo autosuficiente, autónomo, utópico y coherente. Tablada asemeja el jardín con una esfera de cristal, hermética al mundo exterior; una esfera perfecta, autosuficiente y autónoma: el quiebre de esta esfera es el quiebre de la autonomía del arte, que solo se da de modo efímero para luego hacerse pedazos y convertirse en algo análogo al museo —como algo muerto, heteróclito y descontextualizado, ya no un espectáculo o experiencia estética— sino como saber académico o curioso. Presenciamos aquí la degradación del arte que en vez de ser una experiencia del aquí y del ahora se convierte en una pieza de saber. El jardín se muestra en su aspecto de restaurador y conservador de la memoria cultural y, por ello, se relaciona con el museo, que conserva objetos provenientes de otras épocas y de otras culturas. Pero así como el museo, el jardín se vuelve un fragmento o una ruina del pasado, algo muerto, sin actualidad ni vigencia, un absoluto pasado. En la crónica de Tablada la dimensión de actualidad del jardín, la posibilidad de anular la diferencia entre arte y vida se termina con la invasión de lo vulgar, de lo cotidiano en este espacio. En uno de sus haikus, Tablada vuelve al tema del jardín. Esta vez el jardín ya no es un espacio lleno de belleza y arte, sino un lugar lleno de hojas secas: El jardín está lleno de hojas secas; nunca vi tantas hojas en los árboles verdes, en primavera. (Tablada, 1919: 81)

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En este haiku, el jardín aparece como un espacio otoñal, crepuscular, sometido al paso del tiempo y, por tanto, a la decadencia y a la muerte. Esto implica una completa inversión de los atributos del jardín, porque en vez de ser el lugar de la eterna primavera, el jardín llega a ser en este poema el lugar de la eterna decadencia, ya que incluso durante la primavera está lleno de hojas secas. Este acontecimiento anómalo produce un sentimiento de perplejidad y de alarma en el poeta; el jardín tampoco produce placer o goce, sino que provoca sentimientos de incomodad y melancolía porque recuerda lo efímero de la existencia. Las hojas secas son la manifestación más acabada de lo efímero, porque ni siquiera pueden llegar a ser ruinas como era el caso del jardín en Nájera. Al mostrar el jardín como un espacio lleno de hojas secas, Tablada lo condena al olvido, a desaparecer sin dejar rastro. En Los crepúsculos del jardín (1905) Leopoldo Lugones muestra la crisis del jardín, su banalización y desacralización; así este poemario puede leerse como una inversión completa de todas las características tradicionales atribuidas al jardín. En el poema «Cisnes negros» hay una atmósfera otoñal, melancólica y morosa, carente del placer y goce que eran propios del jardín tradicional: La tarde en muelle laxitud declina Ligeramente enferma, y el ambiente Está suave como una muselina Habitual, cuyo roce no se siente. Abrúmase el estanque; entre los juncos Una vieja piragua se desfonda, Quizás arrastrando los recuerdos truncos De algún drama de amor sobre la onda... Para que el quiosco en su cristal se marque Con la trivial fidelidad de un calco, Reposa el agua; el nemoroso parque Tiene una majestad de catafalco (Lugones, 1992: 8)

En esta poesía crepuscular Lugones remarca que el jardín ya no está protegido por el paso del tiempo. Además, se ha convertido en un espacio desacralizado, prosaico, que carece de las resonancias sagradas que sus predecesores

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poseían. Desde el título del poemario, ya se anuncia que el jardín está sometido al paso del tiempo, lo cual implica su decadencia, su ocaso. Al igual que en la poesía de Tablada, el jardín en este poemario está lleno de hojas secas y está imbuido por una atmósfera melancólica, decadente. En el primer verso, se describe la laxitud de la tarde y cómo una vieja piragua se desfonda en el estanque porque ya no soporta los recuerdos, se desintegra abrumada por el paso del tiempo. En vez de ser un receptáculo de recuerdos y vencer el paso del tiempo o trascenderlo como la ruina en el cuento de Nájera, esta piragua se hunde en el fondo del lago, lo cual puede interpretarse como la desaparición de los recuerdos, del pasado y de la memoria. Si la piragua se desfonda por los recuerdos, esto implica la desintegración del objeto y junto con ello el olvido eterno de aquellos recuerdos que guardaba. Así, el jardín ya no es un lugar de memoria cultural, no cumple el papel que cumplía en la obra de Darío, de Nájera o incluso en la de Tablada. Aquí los objetos del jardín se desintegran, se hunden, abrumados por los recuerdos, no tienen ya la capacidad de simbolizar o alegorizar, de ser signos, sino que se remarca su fragilidad, su carácter efímero. También se pierde el carácter cosmopolita, universal del objeto, lo cual influye en su capacidad de simbolizar. El uso del término piragua remarca el carácter rústico, no sofisticado, sino vernacular del objeto. De este modo, Lugones le da un tono menor incluso irónico a la decoración del jardín, ya que no es el jardín versallesco, ni el jardín museo de los anteriores escritores modernistas, sino que este jardín parece más convencional, cotidiano y nacional. Y esa fugaz tremulación del agua Fuera la única inquietud acaso Si no surgieran junto a la piragua Tres enlutadas de indolente paso. Casi niñas las tres, sus brazos flojos Con prematuro afán siegan quimeras, Y asombra lo profundo de sus ojos Y la devastación de sus ojeras. Sabrán sufrir y odiar, pero se augura Que ya agobiadas de ancestral flaqueza,

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Su odio es más ironía que amargura Y su mal es esplín más que tristeza (Lugones, 1992: 8-9).

En vez de ser el espacio de lo imaginario, de lo maravilloso, y de invitar al ensueño, el jardín transmite una atmósfera de tedio y de aburrimiento, se relaciona con lo trivial. El agua que refleja los objetos también contribuye a la atmósfera abúlica del jardín ya que su efecto es solo la banalidad del simple calco, no hay desvío de la norma, de lo convencional. Toda la atmósfera de libertad, de capricho y de placer que estaba relacionada con el jardín no aparece en este poema, ya no hay la economía libidinal del jardín, del goce y de la alegría. En cambio, el jardín transmite una atmósfera de ascetismo, castidad y gravedad; tampoco hay ninfas ni sátiros que transmiten la voluptuosidad y lujuria de la antigua Grecia, sino una estatua que comunica frialdad y ensimismamiento. El jardín deja de ser sincretismo de lugares y tiempos, no recuerda a Grecia o a la Francia versallesca como en otras variantes anteriores. Las tres jovencitas que caminan en el jardín de Lugones se sienten agobiadas, abrumadas; el jardín ya no es para ellas un espacio de evasión o de ensueño. La ausencia de intensidad en las emociones confiere al poema una atmósfera de laxitud, tristeza y esplín. En vez de estar relacionado con el amor, el jardín se relaciona con el odio, con la tristeza, con la renuncia al placer y con el ascetismo; los vestidos negros de las tres hermanas dan además una carga mortuoria al jardín. Este poema, como otros de Los crepúsculos del jardín, está invadido por la melancolía y la frustración, ya que los personajes y los paisajes descritos solo son una ruina del pasado, hay una aspiración en ellos de ser algo más que un receptáculo de recuerdos, parece que es imposible hacer del pasado algo vivo, actual, relevante, el pasado parece irremediablemente lejano, ido. La atmósfera átona de los poemas evidencia la falta de destello de lo nuevo y por tanto, la decadencia revela un deseo de amnesia o de olvido para por fin permitir el advenimiento de lo nuevo, ser algo nuevo. El poema «El mal inefable» trata sobre el final del idilio, el desamor y la inminente separación de los amantes. El jardín que suponía ser un lugar de encuentro, de unión espiritual e imaginaria con el otro, se convierte en lo opuesto.

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A la amorosa sugestión del astro La ninfa del jardín sus gracias une, Y su blanca ceguera de alabastro Ampara nuestra soledad impune. La certidumbre de tu amor lejano, Que a fúnebres azares se encomienda, Trocó mi corazón, trivial Fulano, En un excelso prócer de leyenda... El último estribillo de un romance Agranda el bloque de silencio inerte, Y nuestro amor, en desolado trance, Se prepara al olvido y a la muerte (Lugones, 1992: 56).

En el poemario de Lugones se subraya la trivialidad, la banalización del jardín. Este ya no se presta al ensueño ni al goce, ya no es un espacio utópico y tampoco rompe con lo cotidiano, sino que es un espacio desacralizado, como cualquier otro. El jardín no sirve más como un lugar de refugio frente a una realidad opresiva porque ha adquirido la misma lógica utilitaria y productiva del resto de espacios de la casa y de la ciudad. Dicho de otro modo, el jardín se convierte en un espacio como cualquier otro. La cuestión del jardín también problematiza toda la cuestión del interior. ¿Y si el interior no es un lugar de evasión y goce sino cárcel y muerte? Esto es algo que ya hemos visto en «El rey burgués», donde el jardín se vuelve una cárcel para el poeta, y en la crónica de Tablada, en la que se muestra que los ensueños del jardín son insubstanciales, efímeros y, aún más, falsos, en fin, se agotaron los encantos del interior. Pero ¿qué implica este fin? ¿El fin de la autonomía literaria, del lugar secreto, fuera de este mundo para la literatura? Quizás lo que implica es que la autonomía literaria por sí sola no es suficiente porque es muy frágil, no resiste el embate de las otras esferas de la sociedad que buscan dominarla, y por ello es necesario, además de la autonomía del arte, una búsqueda también de su soberanía sobre el resto de las esferas sociales. La soberanía del arte implica extender las leyes del arte a los discursos no artísticos; así, el arte no solo debe establecer su autonomía, sino también va a buscar someter el resto de las esferas de la sociedad a su influencia. Como señala Christoph Menke:

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Señalar la autonomía de lo estético no basta frente a todos aquellos intentos más eficientes de domesticar lo estético que lo limitan al reconocerlo y marginarlo precisamente en su forma diferenciada —por ejemplo, como descarga o como exploración del mundo—; en efecto, dichos intentos de domesticación de lo estético se basan precisamente en el reconocimiento de su autonomía... “Enfatizar” lo estético significa... creerlo capaz de formar una conciencia que supere la referencia a la realidad de los discursos no-estéticos; el arte se convierte en el medio de una comprensión que es absolutamente superior a la razón noestética (Menke, 2011: 58-59).

De hecho, el mismo José Enrique Rodó con Ariel ya comienza a apartarse de ese ideal de la autonomía literaria como un reino aparte cuando muestra la importancia de la literatura y el arte para el buen funcionamiento de toda la sociedad y cuando ya empieza a criticar la fragmentación moderna. Esto es lo que va a hacer la vanguardia literaria con mayor intensidad y decisión que el modernismo y el posmodernismo. La vanguardia buscará extender su influencia al resto de las esferas de la sociedad y buscará ser revolucionaria, es decir, someter a crítica a la sociedad y transformarla, pero sin por ello perder su autonomía. Por ello el espacio cerrado y apartado del jardín ya no funciona como alegoría luego del modernismo1.

1 «El problema novedoso con el que las vanguardias confrontan la reflexión de la teoría del arte no consiste, por ende, solamente en el hecho de que ellas intensifican ambos momentos, la autonomía y la soberanía hasta sus extremos respectivos; más bien consiste en que unen la autonomía y la soberanía del arte de una manera más estrecha: el arte verdaderamente autónomo tiene que ser revolucionario; el arte verdaderamente soberano, formalmente descriptible» (Menke, 2011: 39).

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LEOPOLDO LUGONES: LO SUBLIME MODERNISTA Y LOS FINES DEL ARTE

Si la naturaleza constituye un tópico fundamental no solo del Romanticismo, sino también del modernismo, entonces un tema muy afín y relacionado con ella, como el de lo sublime, ha de estar presente o manifestarse en los discursos modernistas. Sin embargo, habría que preguntarse: ¿sigue siendo la naturaleza en el modernismo la fuente principal de lo sublime como lo era durante el Romanticismo? A este respecto, Philip Shaw nos recuerda que es posible establecer una distinción entre dos clases de sublime: un sublime retórico y un sublime natural, en otras palabras: lo sublime como efecto de la retórica o del lenguaje y un sublime extra-lingüístico, cuyo origen se halla en la naturaleza o en Dios1. Cito a Shaw: Where the “rhetorical sublime” focuses on the grand or elevated as an aspect of the language, the “natural sublime” regards sublimity as a quality inherent in the external world (...) According to Longinus, although rhetoric is the primary determinate of the sublime, it is nature that seeds the idea of greatness in man (...) But whether the origins of sublimity are located in the external world or in the divine, the desire for origins is in itself significant. Why does the discourse of sublimity encourage this desire? Central to Longinus’ treatise is a concern with the concealment of language. For the sublime to arise, and for it to be sustained, speech must appear 1 Philip Shaw sigue a la crítica Marjorie Hope Nicholson quien distingue dos clases de sublime, el sublime retórico y el natural o romántico: «When the critics who have considered the problem distinguish between two “sublimes”; they give priority, chronologically and qualitatively, to a rhetorical sublime [the Longinian sublime]. (...) If they consider the natural Sublime [the Sublime in the external Nature] they tend to classify it as “a degraded form of Longinianism” following upon the rhetorical theory, but debasing it, ‘showing itself an excessive emotion for natural objects in the external world’» (Shaw, 2006: 29-30).

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natural and motivated; the sublime must hide its slavish dependence on words. Longinus’ recourse to nature is an attempt therefore to ascribe an extra-linguistic origin to the sublime (Shaw: 2006, 27-28).

A este respecto, lo sublime romántico sería el típico ejemplo de lo sublime natural. Es decir, lo sublime en el Romanticismo es una experiencia que forma parte del dominio estético antes que del retórico, ya que está más ligado a las sensaciones y percepciones que a la palabra y al discurso. Sin embargo, como el mismo Philip Shaw lo remarca, el origen retórico de lo sublime siempre está presente incluso en las teorías estéticas más sensualistas como la de Edmund Burke. Burke argues that the sublimity of the phrase a ‘universe of death’ is brought into being by a power unique to language. The cloudiness, uncertainty, and terror of this idea is intimately linked with the combinatory power of language; it is words and words alone that allow the mind to link disparate entities together (Shaw, 2006: 53)2.

Esto significa que la relación entre sublime y naturaleza siempre se halla mediatizada por el lenguaje. En las reflexiones acerca de lo sublime natural surge un momento en el cual se reflexiona acerca de los límites del lenguaje o, lo que es lo mismo, los límites de la representación. En este caso, lo irrepresentable es, indudablemente, lo inexpresable o indecible. Esta reflexión acerca de los límites del lenguaje supone un momento o un giro autorreferencial del lenguaje, en otras palabras, una vuelta sobre sí del lenguaje para examinar sus potencialidades y sus limitaciones. La relación entre la naturaleza, la autoreferencialidad del lenguaje y lo sublime es un tópico romántico 2 Shaw continúa su problematización acerca de los orígenes o fuentes de lo sublime en la obra de Burke: «Burke’s account of the sublime raises serious questions about the relations between mind and matter: is the sublime a quality that resides within objects of natural grandeur, does it have purely subjective origins, or is it produced in some way from the interaction of mind and object? Still more radically, is the sublime a mere effect of language? Burke’s unwillingness to present decisive answers to these questions is prompted in part by his instinctive empiricism: a mode of thinking that restricts enquiry to that which can be verified by experience. Since a claim about the origins of the sublime cannot be proved, either by experiment or by reason, one must focus instead on its observable effects» (Shaw, 2006: 53).

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por excelencia. Por ejemplo, Esteban Echeverría en La Cautiva, muestra (al igual que Domingo F. Sarmiento en Facundo) el asombro, la estupefacción que produce el paisaje de la pampa, es decir, la sensación o pasión por lo sublime3, pero al mismo tiempo cuestiona la capacidad del pincel o del lenguaje de representar tal paisaje: ¡Cuántas, cuántas maravillas, sublimes y a la par sencillas, sembró la fecunda mano de Dios allí! ¡Cuánto arcano que no es dado al vulgo ver!... Las armonías del viento dicen más al pensamiento que todo cuanto a porfía la vana filosofía pretende altiva enseñar. ¿Qué pincel podrá pintarlas sin deslucir su belleza? ¿Qué lengua humana alabarlas? Sólo el genio su grandeza puede sentir y admirar (Heredia, 1987: 8).

José María Heredia también escribió poemas que considero paradigmáticos para comprender lo sublime en la literatura hispanoamericana del xix. Podemos encontrar ejemplos de la naturaleza sublime en su poema titulado «En una tempestad» o en su famoso poema al Niágara (1824). En el primero de ellos, «En una tempestad», se describe el advenimiento imprevisto de este fenómeno climático cuando el poeta está en medio de un bosque: ¿Qué rumor? ¿Es la lluvia...? Desatada Cae a torrentes, oscurece el mundo, Y todo es confusión, horror profundo. Cielo, nubes, colinas, caro bosque, 3 Lo sublime es una pasión (fuente de sentimientos) en Burke y en la mayoría de la literatura romántica. Lo sublime kantiano es más una inquisición acerca de los límites del conocimento que una pasión (es decir, es más intelectual).

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¿Dó estáis...? Os busco en vano: Desparecisteis... La tormenta umbría En los aires revuelve un océano Que todo lo sepulta... Al fin, mundo fatal, nos separamos: El huracán y yo solos estamos. ¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno, De tu solemne inspiración henchido, Al mundo vil y miserable olvido, Y alzo la frente, de delicia lleno! ¿Dó está el alma cobarde Que teme tu rugir...? Yo en ti me elevo Al trono del Señor: oigo en las nubes El eco de su voz; siento a la tierra Escucharle y temblar. Ferviente lloro Desciende por mis pálidas mejillas, Y su alta majestad trémulo adoro (Heredia, 1987: 134-135).

En este poema es claro cómo un fenómeno natural se convierte en un espectáculo sublime. El poema se construye como una invocación al huracán. Este se percibe como un acontecimiento lento e intenso, que destruye la tierra y la llena de oscuridad. El huracán tiene la facultad de separar al poeta del mundo; así, el poeta declara: «El huracán y yo solos estamos». Esta disyunción del poeta del mundo le permite ascender al trono de Dios. En este poema, lo sublime es una experiencia de aislamiento y disociación del mundo, pero esta experiencia produce euforia, o de modo más exacto, entusiasmo, porque implica una experiencia final de elevación espiritual. En otras palabras, lo sublime en Heredia supone la destrucción o desaparición del mundo exterior con un consiguiente acercamiento a Dios. El mundo exterior es definido como fatal, por ende, sometido a la necesidad o a la fatalidad, mientras que lo sublime es lo opuesto, una superación de la necesidad y del destino y, por tanto, una experiencia de libertad. Por otro lado, en el poema más conocido de Heredia, «Niágara», la catarata no solo es un espectáculo sublime, sino que sirve también de metáfora

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de dos fuerzas opuestas: es a la vez metáfora del destino ciego, pero también del yo interior del poeta; específicamente, las olas de la catarata son metáfora de sus pensamientos, rápidos y violentos. El poeta pregunta al Niágara por su origen: «¿Do tu origen está?». Los orígenes de lo sublime quedan velados por el misterio que apunta en última instancia a lo sagrado. Sereno corres, majestuoso; y luego En ásperos peñascos quebrantado, Te abalanzas violento, arrebatado, Como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría De la sirte rugiente La aterradora faz? El alma mía En vago pensamiento se confunde Al mirar esa férvida corriente, Que en vano quiere la turbada vista En su vuelo seguir al borde oscuro Del precipicio altísimo: mil olas, Cual pensamiento rápidas pasando, Chocan, y se enfurecen, Y otras mil y otras mil ya las alcanzan, Y entre espuma y fragor desaparecen. ... ¡Asombroso torrente! ¡Cómo tu vista el ánimo enajena, Y de terror y admiración me llena! ¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza Por tantos siglos tu inexhausta fuente? ¿Qué poderosa mano Hace que al recibirte No rebose en la tierra el Océano? (Heredia, 1987: 141-142)

Conviene remarcar que, tanto para Echeverría como para Heredia, lo sublime es algo de lo cual la filosofía o los filósofos no pueden hablar. Lo sublime es un fenómeno, se diría, anti-filosófico, un fenómeno que solo puede ser revelado por el artista o el genio, categoría artística por excelencia durante el Romanticismo. Efectivamente, frente a lo sublime, la filosofía se revela como

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«vana» para Echeverría y no puede enseñar nada. Por otro lado, para Heredia, los filósofos son calificados de «mentidos» y de impíos porque desean acceder a los misterios de lo sublime y arrastran al abismo de la impiedad a la gente que los sigue. Es decir, para Heredia, lo sublime se relaciona con lo sagrado, con aquello que es irreductible a un saber racional. Vi mentidos filósofos, que osaban Escrutar tus misterios, ultrajarte, Y de impiedad al lamentable abismo A los míseros hombres arrastraban (Heredia, 1987: 142).

Esta relación conflictiva de lo sublime con la filosofía es importante recordarla sobre todo si pensamos luego que Hegel en sus Lecciones de estética sostiene que lo sublime, o lo infinito interior, es un concepto que no puede ser simbolizable (Derrida, 1978: 152). Vemos también en esta declaración una muestra de que lo sublime luego del Romanticismo se vuelve problemático. Una de las cuestiones o variaciones fundamentales que se da del Romanticismo al modernismo es el apogeo del detalle durante el realismo. Para Schor, la estética realista es, ante todo, una estética del detalle. «Le détail occupe une place privilégiée dans la théorie du réalisme (...) En effet le réalisme est autant un discours sur le détail qu’un discours du détail et, du moins chez Balzac, la promotion du détail et, toujours assortie d’un commentaire métalinguistique justificatif»4 (Schor, 1994: 189). El detalle entra en pugna con lo sublime porque mientras que lo sublime está relacionado con lo ideal, el detalle se relaciona con lo particular. Sin embargo, en el realismo se intenta establecer una conciliación entre ambos, mediante la sublimación del detalle: «Le réalisme naissant aura donc pour tâche implicite de montrer que l’opposition néo-classique de la particularité et du sublime n’est pas insurmontable; dans le domaine romanesque cette démonstration prendra la forma d’une sublimation, voire d’une sacralisation du détail»5 (Schor, 1994: 197). 4 «El detalle ocupa un lugar privilegiado en la teoría del detalle. En efecto, el realismo es un discurso sobre el detalle así como un discurso del detalle y, al menos en Balzac, la promoción del detalle siempre está acompañado de un comentario metalinguístico justificativo». 5 «El realismo naciente tendrá por tarea implícita mostrar que la oposición neoclásica entre lo particular y lo sublime no es irreconciliable, en el dominio novelesco esta demostración tomará la forma de una sublimación, a saber, una sacralización del detalle».

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Philip Hamon sostiene que la descripción concebida como enumeración o conjunto de detalles es uno de los recursos preferidos del realismo. La descripción es fundamental en los discursos de la ciencia y del saber: En effet, qui dit description dit souvent, et cela est vrai surtout au xix siècle dans le roman d’obédience réaliste, inscription dans le texte d’un fragment de Savoir, c’est-a-dire réécriture de certains textes de savoir (dictionnaires, encyclopédies, etc.). (...) On sait que Sainte-Beuve réclamera un lexique pour lire Salammbô, que Barbey d’Aurevilly raillera Zola d’avoir, dans la Faute de l’abbé Mouret, fait «un idylle à coups de dictionnaires»6 (Hamon, 1981: 28-29).

La contraposición del detalle —considerado en este caso, como un despliegue de erudición o de saber enciclopédico— con lo sublime —que encuentra en la ignorancia, según Burke, una de sus fuentes— no puede ser más clara. Pero esto no significa que lo sublime desaparezca del horizonte estético de fin de siglo, sino que cambia de «ubicación». Si el realismo es el discurso donde el detalle halla su máxima expresión, el género considerado su opuesto, es decir, el género fantástico permite durante el fin de siglo la manifestación de lo sublime. La relación entre lo sublime y el género fantástico y de horror ha sido analizada por críticos tales como Irmtrud König y Denis Mellier. Ambos señalan la gran influencia que ejerció la teoría de lo sublime de Edmund Burke en los escritores de novelas góticas, entre ellos, Ann Radcliff y Horace Walpole. En su tratado A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful (1756) Burke sostiene que una de las fuentes principales de lo sublime es lo terrible, lo que produce horror: «Whatever is in any sort terrible, or is conversant about terrible objects, or operates in a manner analogous to terror, is a source of the sublime» (Burke, 2008: 36). Según König, el tratado de Burke sobre lo sublime permite la «asimilación estética del miedo atávico a la naturaleza (tormentas eléctricas, despeñaderos cordilleranos, bosques 6 «En efecto, quien habla de descripción, habla —y esto es cierto sobre todo en el siglo xix en la novela realista— de la inscripción en el texto de un fragmento de saber, es decir, la reescritura de algunos textos de saber (diccionarios, enciclopedias, etc.) (...) Sabemos que Sainte-Beuve reclamará un léxico para leer Salammbo, que Barbey d’Aurevilly se burlará de Zola por haber compuesto en el Pecado del padre Mouret, en un idilio a golpe de diccionarios».

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vírgenes, la obscuridad nocturna, etc.) y poderes sobrenaturales (fantasmas, demonios, etc.), miedo del cual la humanidad acababa de liberarse gracias a la exploración de la naturaleza y el progreso científico» (König, 1984: 25). Prueba de ello es que todos los ejemplos de lo terrible que Burke enumera en su tratado son tomados luego, por los escritores de literatura gótica y fantástica, como repertorio para sus obras. Denis Mellier señala que tanto lo sublime como lo fantástico se caracterizan por una exploración de lo indecible, de lo inexpresable, del exceso y de lo imposible. La experiencia de lo sublime supone una crisis del sentido, en la cual, significado y significante terminan escindidos. Sin embargo, Mellier advierte, que, en algunos casos, el extrañamiento estético que supone lo sublime y el culto a lo raro en lo fantástico son solo momentáneos; en estos casos, tanto la invocación a lo sublime como a lo fantástico constituyen solo una ficción o ilusión de crisis del sentido seguida por una vuelta al orden, a la certidumbre y a la mimesis (Mellier, 1999: 170)7. Esto muestra la ambigüedad de lo fantástico y de lo sublime como concepto estético, ambigüedad que será aprovechada por Leopoldo Lugones en sus dos versiones de la destrucción de Sodoma y Gomorra, narradas en «La lluvia de fuego» y «La estatua de sal», como veremos más adelante. Tanto lo fantástico como lo sublime eran durante el Romanticismo la manifestación de otros mundos u otras realidades y eran también una evidencia del poder y la importancia de la imaginación del poeta quien era el elegido, el único capaz de percibir estas realidades alternas. Pero con el advenimiento del realismo, lo fantástico y lo sublime se convierten en fenómenos marginales, atribuidos a una problemática de percepción subjetiva y de enfermedad mental (Jordan, 1998: 26). El género fantástico se convierte durante el fin de siglo en un género subversivo a la norma realista, porque pone en duda la inteligibilidad de la naturaleza y rompe con la noción convencional de la realidad basada solo en el dato factual, empírico. Es por esta razón por lo que muchos autores 7 «Un fantastique supposé celebrer le triomphe de l’indicible, mais qui, au contraire, fait constater que le fantastique est le lieu oú tout est absolument dicible, oú tout peut prendre corps et forme dans les jeux du langage, dans l’illusion du texte» (Mellier, 1999: 170) (Un tipo de discurso fantástico supuestamente celebra el triunfo de lo indecible, pero, por el contrario, muestra que lo fantástico es el lugar donde todo es absolutamente decible, donde todo puede tomar cuerpo y forma en los juegos del lenguaje, en la ilusión del texto).

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modernistas incursionaron en el género fantástico. Mediante el recurso a lo fantástico, autores modernistas como Amado Nervo, Rubén Darío o Clemente Palma pudieron expresar su disconformidad frente al positivismo y la secularización propios de la época. La literatura fantástica cultivada por los modernistas fue, en muchos casos, un modo de expresión de las contradicciones y los conflictos propios de la sociedad moderna, así como el «desgarramiento espiritual» que constituye la experiencia básica de la poesía moderna y contemporánea (König, 1984: 93). Leopoldo Lugones, en su obra, Las fuerzas extrañas, realiza no solo una exploración de las diversas posibilidades o modalidades de la manifestación de lo fantástico, sino que también pone de manifiesto y problematiza las relaciones entre lo fantástico y lo sublime. Esta exploración de lo sublime es en última instancia, un cuestionamiento de las capacidades del lenguaje y de lo narrable o representable. En Las fuerzas extrañas podemos hablar sobre un sublime modernista, el cual configura una relación con la naturaleza y el lenguaje distinto al Romanticismo. Pero quizás algo tan importante como lo que acabamos de mencionar es el hecho de que el tratamiento de lo sublime, o, lo sublime como tema principal en los cuentos de Lugones, supone, inevitablemente, una toma de posición acerca de la actualidad del arte y por tanto en contra de la doctrina de Hegel que establece su fin. Según Jean Luc Nancy, lo sublime es una muestra de que el arte no se acaba en la representación, en la imagen y la técnica, como sostenía Hegel, sino que va más allá. Para Jean Luc Nancy, siguiendo a Kant, la finalidad del arte es la presentación, la ofrenda, que implica la lógica del don y del sacrificio (Nancy, 1988: 56): La pensée de la fin de l’art en tant que sa relève, et par conséquent en tant que son achèvement, que son accomplissement philosophique —qui supprime l’art comme art et le consacre comme philosophie— qui supprime la philosophie comme discours et le conserve comme art: comme art pur de la pure pensée— cette pensée a le sublime comme son revers exact (...) Hegel (un certain Hegel au moins) ne l’a pas su, mais Kant au contraire avait commencé à savoir que l’enjeu de l’art n’était pas la représentation de la vérité, mais (...) la présentation de la liberté. C’est un tel savoir qui était engagé dans la pensée du sublime. Dans cette pensée, non seulement l’art n’était pas achevé par la philosophie,

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mais l’art commençait à trembler, suspendu sur lui-même, inachevé, inachevable peut-être, au bord de la philosophie8 (Nancy, 1988: 41-42).

Lo sublime, pues, es un tema esencial o fundamental en la reflexión acerca de la finalidad del arte, y por ello, es inevitable que se halle en el núcleo del pensamiento y la reflexión de los modernistas, quienes estaban profundamente preocupados por defender el papel del arte en la sociedad moderna. Lugones es el autor modernista que muestra con mayor insistencia su preocupación por el fin y la finalidad del arte en Las fuerzas extrañas. En esta obra, escrita entre 1897 y 1898 y publicada en 1906, encontramos un conjunto de relatos de gran eclecticismo temático. Por ejemplo, hallamos cuentos de temática bíblica, grecolatina, ocultista, supersticiones populares, un ensayo cosmogónico que postula una teoría sobre el origen del universo y, por último, numerosos relatos de ciencia ficción, razón por la cual Lugones es considerado uno de los padres de la ciencia ficción en Hispanoamérica. La variedad temática de Las fuerzas extrañas hace vacilar a los críticos en considerarla como un conjunto heteróclito de cuentos sin relación entre ellos o si es por el contrario, un conjunto de cuentos con temática unitaria. Algunos críticos sostienen que los relatos no tienen relación entre ellos, debido a que inicialmente fueron publicados por separado en diferentes revistas y solo posteriormente fueron reunidos para su publicación como un libro de cuentos. Pero otros críticos, como König, sostienen que los cuentos de Las fuerzas extrañas tienen su núcleo temático en el «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones» incluido al final de la obra, el cual es una síntesis o sincretismo

8 «El pensamiento del fin del arte en tanto que pensamiento de su reemplazo y en consecuencia, de su culminación, de su realización en la filosofía — que suprime el arte como arte y lo consagra como filosofía— suprime la filosofía como discurso y lo conserva como arte: como arte puro del pensamiento puro —este pensamiento tiene lo sublime como su exacto opuesto (...)— Hegel (un cierto Hegel, al menos) no lo supo, pero Kant, por el contrario había comenzado a saber que el arte no consistía en la representación de la verdad (...) sino en la presentación de la libertad. Es un saber de este tipo que está relacionado con el pensamiento de lo sublime. En este pensamiento, el arte no sólo no halla su culminación en la filosofía, sino que el arte, comienza a temblar, suspendido sobre sí mismo, inconcluso, inacabable, tal vez en los bordes de la filosofía».

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lugoniano de pensamiento religioso con doctrinas cientificistas. Lo problemático de este último argumento es que no todos los cuentos encuentran su explicación o su hilo conductor en el «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones», puesto que algunos cuentos son abiertamente cientificistas y carecen del entramado ocultista y pitagórico que caracteriza aquel ensayo. Sin embargo, es posible sostener que el mismo título de la obra nos ofrece uno de los motivos centrales de los cuentos. Estos serían, ante todo, una exploración de los poderes incognoscibles, misteriosos que irrumpen intempestivamente en la acción de los relatos y dominan, alienan e incluso ocasionan la muerte de los sujetos que entran en contacto con ellos. «Las fuerzas extrañas» que dominan tanto los relatos de ciencia ficción como los relatos de temática religiosa de esta obra pueden relacionarse con el concepto de lo Sagrado de Rudolf Otto y sobre todo con el concepto de lo sublime, en la tradición de Longino, Burke y Kant. Quizá lo sublime kantiano sea el concepto más idóneo para analizar la obra de Lugones, debido al impacto de la doctrina de Kant, no solo durante el Romanticismo sino durante toda la modernidad. Otro de los puntos en común entre los cuentos cientificistas y los ocultistas es que sus personajes son seres con ansia de conocimiento ilimitado. Por ejemplo, en «La Fuerza Omega», «La metamúsica» y «El Psychon» los tres protagonistas buscan «la entrada en un nirvana donde se suprima el tiempo y el espacio (...) donde se eliminen los límites humanos y finitos (...) les mueve una fuerza centrífuga de conocimiento, un deseo de otredad (...) Y en ese deseo, como veremos, se cimenta su destrucción» (Naharro-Calderón, 1994: 62-28). En los tres cuentos de Lugones que vamos a analizar («La lluvia de fuego», «La estatua de sal» y «El origen del diluvio»), de temática religiosa y ocultista, la relación entre el ansia de conocimiento y la muerte es también muy clara. El carácter destructor del conocimiento plantea, implícitamente, límites al saber y castigo a los que van más allá de este límite. Habría que adelantar que en Las fuerzas extrañas este límite epistemológico o esta barrera a la capacidad de conocer se relaciona con los límites de la representación, es decir, los límites estéticos y epistemológicos se encuentran relacionados en estos relatos, ambos vinculados además con el concepto de lo sublime kantiano. Al explicar lo sublime kantiano, Gilles Deleuze sostiene: «The feeling of the sublime is experienced when faced with the formless or the deformed

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(the immensity of power). It is as if the imagination were confronted with its own limit, forced to strain to its utmost, experiencing a violence which stretches it to the extremity of its power» (Deleuze, 1984: 50). En lo sublime hay una discordancia entre imaginación y razón: la imaginación es situada en la frontera o en los límites de lo que se puede representar y la razón, por otro lado, desea violar la prohibición que la imaginación le impone, la prohibición de encontrar en la intuición sensible objetos correspondientes a sus conceptos. Este deseo de ilimitación, de desear alcanzar lo real (en el sentido de Freud y Lacan) es lo que caracteriza a lo sublime, según Lyotard (1991: 75): La raison, de son coté, cherche, déraisonnablement, a violer l’interdit qu’elle s’impose et qui est proprement critique, l’interdit de trouver dans l’intuition sensible des objets correspondant a ses concepts. Sous ces deux aspects, la pensée défie sa propre finitude, comme fascinée par sa démesure. C’est ce désir d’illimitation qu’elle sent dans l’état sublime: bonheur et malheur (...) Si la critique multiplie les rappels a ce qui est permis ou légitime, c’est que la pensée est irrésistiblement tentée de l’outrepasser9 (Lyotard, 1991: 75).

Por tanto, en lo sublime la noción de forma y límites entra en crisis y, por el contrario, la noción de lo inmenso, informe y caótico entra en juego. Hay un deseo de alcanzar lo ilimitado, pero al mismo tiempo hay una conciencia de lo limitado del pensamiento, es decir, se plantea lo infinito y lo ilimitado y a la vez su opuesto. «La réflexion pousse l’analyse de ses propres conditions aussi loin qu’elle peut (...) elle touche ainsi à l’absolu de ces conditions, qui n’est autre que l’impossibilité pour elle de poursuivre plus avant: absolu de la présentation, absolu de la spéculation, absolu de la moralité»10 (Lyotard, 1991: 76). 9 «La razón, por su parte, busca irracionalmente, violar la prohibición que ella misma se ha impuesto y que es propiamente crítico, la prohibición de hallar en la intuición sensible los objetos que sean correspondientes a sus conceptos. El pensamiento desafía su propia finitud, como fascinada por su desmesura. Es este deseo por lo ilimitado que ella siente en el estado sublime: bienestar y dolor (...) Si la crítica multiplica los llamados a lo que está permitido o a lo que es legítimo, es que el pensamiento está irresistiblemente tentado a sobrepasarlo». 10 «La reflexión fuerza al análisis de sus propias condiciones hasta lo más lejos posible (...) ella toca así al absoluto de sus condiciones, que no es otra cosa que la imposibilidad para ella de seguir más adelante: el absoluto de la presentación, el absoluto de la especulación, el absoluto de la moralidad».

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En Las fuerzas extrañas, la experiencia de lo sublime está relacionada además con la muerte. Por ello, dos relatos del conjunto son relatos de ultratumba, es decir, relatos enunciados o narrados por la voz de un espectro, durante una sesión espiritista. La muerte es tema importante en estos relatos porque la muerte implica en ellos un límite, pero, al mismo tiempo, una superación de tal límite. En efecto, los seres de ultratumba carecen de forma y materia, pero, en cambio, han superado los límites de la muerte y ofrecen la posibilidad de comunicar y conocer experiencias sublimes, como los orígenes de la vida, en el caso de la sirena en «El origen del diluvio», y la destrucción de Sodoma y Gomorra, en el caso de «La lluvia de fuego». En cierto modo, son criaturas sublimes porque no son representables, al carecer de cuerpo y ser solo voces, y también porque lo que narran es experiencias sublimes. En estos cuentos, lo sublime es narrable a condición de que quien lo narre esté muerto. En el Romanticismo se daba énfasis a lo colosal de la naturaleza, esta se vuelve un espectáculo estético que el sujeto romántico podía contemplar, guardando una cierta distancia frente al evento sublime. Pero se diría que en el modernismo la distancia es imposible o, por el contrario, es absoluta. La naturaleza ‘modernista’ de Lugones si destruye, mata a los que la contemplan. No se trata de una contemplación fuera de peligro del evento sublime, sino que este evento sublime destruye al que experimenta y narra, no hay valla o cerca que permita una distancia con respecto a lo sublime. Por ello mismo, lo sublime es historizado, porque si el evento sublime aniquila al que lo experimenta, entonces lo sublime es parte del pasado, de la historia y es fantástico porque es solo en este género en el que la experiencia sublime es posible durante el auge del realismo y pertenece al reino del lenguaje antes que al de la experiencia sensorial. La explicación de Jacques Derrida acerca de la diferencia entre lo sublime kantiano y lo sublime hegeliano es quizá crucial para comprender el carácter destructor, mortífero de lo sublime en Las fuerzas extrañas. En La verité en peinture, Derrida sostiene que para Hegel lo sublime destruye cualquier significante que quisiera representarlo: Il fait voler en éclat le significant qui voudrait se mesurer avec son infinité. Plus précisément, la forme, l’acte de former, le Gestalten, se détruit a travers ce qu’il exprime, explique ou interprète. S’il y a inadéquation, dirions-nous dans un code a peine différent, entre le signifié et le signifiant, cette inadéquation sublime

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doit être pensée depuis le plus et non le moins, depuis l’infinité signifiée et non la finitude signifiante. Si —par exemple— une présentation colossale est sans taille, ce qui est sans taille, c’est l’idée infinie, c’est le présenté qui ne se laisse pas adéquatement présenter (...) Hegel reproche a Kant de partir de la taille et non du sans-taille. A quoi Kant répond en principe que pour penser le sans-taille, il faut que celui-ci se présente, même s’il se présente sans se présenter adéquatement, même s’il s’annonce seulement (...) Il faut partir de la figure, et de sa taille11 (Derrida, 1978: 153).

Es interesante observar cómo, si bien lo sublime en Lugones tiene ese carácter destructivo que caracteriza lo sublime en Hegel, aun así, lo sublime no termina siendo un concepto, sino que es posible aún representarlo, aunque en el registro de lo fantástico. De este modo, habría una conciliación entre la necesidad de representar lo sublime y la imposibilidad de hacerlo debido a su carácter destructor. Otra de las características que encontramos en los cuentos de Lugones acerca de lo sublime es que todos están ambientados en la antigüedad bien sea bíblica o bien en el origen del mundo. Esto implica que lo sublime es algo que pertenece al pasado, un sublime historizado. Precisamente, según Paul de Man las características de lo sublime en las Lecciones de estética de Hegel difieren claramente del sublime kantiano. Para Hegel, no hay distinción entre lo bello y lo sublime como la hay en la estética kantiana y lo más importante es que lo sublime hegeliano puede ser reconstruido y aprehendido a posteriori. Es decir, que lo sublime hegeliano pertenece propiamente al pasado, se trataría de un sublime historizado. El problema del lenguaje se vuelve entonces fundamental en la reconstrucción del evento sublime, ya que no solo la naturaleza 11 «Lo sublime hace estallar el significante que querría medirse con su infinitud. De modo más preciso, la forma, el acto de formar, el Gestalten, se destruye a través de lo que expresa, explica o interpreta. Si hay una inadecuación, diríamos en un código apenas diferente, entre el significado y el significante, esta inadecuación sublime, debe ser pensada desde lo más y no lo menos, desde la infinitud significada y la finitud significante. Si, por ejemplo, una presentación colosal está sin talla, lo que está sin talla, es decir, la idea infinita, es lo presentado que no se deja presentar adecuadamente (...) Hegel reprocha a Kant de partir de la talla y no de lo sin tallar. A lo que Kant responde en principio que para pensar lo sin tallar, él debe presentarse, incluso sin presentarse de modo adecuado, incluso si solo se anuncia (...) Se debe partir de la figura y de su talla».

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está en relación con lo sublime, sino que el evento u objeto sublime está mediatizado por la historia y no en su inmediatez o tangibilidad-perceptible. Incluso yendo más allá, puede decirse que lo sublime para Hegel es la palabra escrita, es decir, la abolición de la presencia: «Like the work of art, the subject of philosophy is a reconstruction a posteriori» (De Man, 1996: 117). En Las fuerzas extrañas, también la idea de lo sublime como sacrificio cumple un rol fundamental. Se trata de sacrificar, destruir la naturaleza en aras de un ideal ético. Es, en efecto, toda la estética modernista la que se pone en juego en esta reflexión sobre lo sublime, porque si, en efecto, lo sublime se basa en lo natural pero lo trasciende y al trascenderlo lo destruye, muchos de los planteamientos modernistas pueden ser considerados sublimes. No es lo sublime, pues, una exaltación de lo natural, sino al contrario, es una muestra de que el hombre puede rebasar el determinismo natural y que se halla más allá de lo natural. Según Lyotard, lo sublime es una reversión de todos los postulados de lo bello, porque lo sublime es un atentado contra la naturaleza o un sacrificio de ella (Lyotard, 1991: 170): Mets le feu au beau pour que, de ses cendres, le bien te revienne. Tout sacrifice comporte ce sacrilège. Le pardon ne s’obtient que par l’abandon, la mise au ban, d’un don premier, qui doit lui même être infiniment précieux. La nature sacrifiée est sacrée. L’intérêt sublime évoque un tel sacrilège (...) sacrilège ontologique (...) La loi de la raison pratique, la loi de la loi pèse de tout son poids sur celle de l’imagination productive. Elle en fait l’usage12 (Lyotard, 1991: 174).

Cuando trata acerca de lo sublime, Lyotard llega a hablar de una antinaturaleza: «Le mot désigne la nature en tant qu’elle incline l’esprit a négliger ses belles formes»13 (Lyotard, 1991: 170). En lo sublime, según Lyotard, la

12 «Pon lo bello al fuego para que de sus cenizas, el bien te sea devuelto. Todo sacrificio implica este sacrilegio. El perdón no se obtiene más que por el abandono de un don primero, que debe ser infinitamente precioso. La naturaleza sacrificada debe ser sagrada. El interés sublime evoca tal sacrilegio (...) sacrilegio ontológico (...) La ley de la razón práctica, la ley de la ley pesa con todo su peso en la de la imaginación productiva. Hace uso de ella». 13 «La palabra designa la naturaleza en tanto que inclina al espíritu a ser negligentes de su bella forma».

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naturaleza no es considerada según su forma, sino más bien subordinada a un ideal superior: La nature n’y fait pas signe à l’esprit, un signe indirect vers sa destination. C’est l’esprit qui fait ‘usage’ de la nature. L’objet ‘comme informe ou sans figure’, ‘informe et sans finalité’ est ‘utilisé d’une manière subjectivement finale, et non jugé pour lui-même et en raison de sa forme (...) Ce n’est nullement affaire de monstruosité ni même de taille. Simplement la forme cesse d’être pertinente en matière de perception esthétique. Le sublime n’accueille pas l’objet selon sa forme, selon sa finalité interne subjective (...) L’imagination, en se sacrifiant, sacrifie la nature, esthétiquement sacrée, en vue d’exalter la sainte loi14 (Lyotard, 1991: 170, 174).

Los cuentos que he seleccionado para ahondar en lo sublime modernista de Lugones son tres: «La estatua de sal», «La lluvia de fuego» y «El origen del diluvio». Estos cuentos tienen en común el hecho de que terminan de modo abrupto, no tienen un final convencional y más bien son relatos interrumpidos. En ellos resulta imposible concluir, puesto que la muerte suspende la transmisión o narración de lo sublime. Pero también es posible decir que es la misma narración de lo sublime lo que provoca la muerte de los protagonistas de estos cuentos. «La estatua de sal» es la narración de una narración. El relato se inicia justamente haciendo mención a una narración anterior: «He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato» (Lugones, 1996: 211). El peregrino dice que esta historia le ha sido contada por el monje Porfirio: «Ayúdame Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas» (Lugones, 1996: 212). A su vez, dentro del relato, el Diablo le narra a Sosistrato lo que 14 «La naturaleza no apela al espíritu, no apela indirectamente al espíritu hacia su destino. Es el espíritu el que hace uso de la naturaleza. El objeto como informe o sin figura, informe y sin finalidad es utilizado subjetivamente para una finalidad y no juzgado por sí mismo y en razón de su forma (...) No es asunto de monstruosidad o de talla (...) Simplemente la forma deja de ser pertinente en materia de percepción estética. Lo sublime no acoge el objeto según su forma, según su finalidad interna subjetiva (...) La imaginación, sacrificándose, sacrifica la naturaleza, estéticamente sagrada, en vista de exaltar la santa ley».

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él vio en el desierto, y por último, la estatua de sal le narra a Sosistrato un cuento que le ocasiona la muerte. Esta serie de relatos configuran un circuito de transmisión del evento sublime, como círculos concéntricos, enmarcando el evento sublime. Dicho evento sublime aparece, pues, mediatizado, enmarcado, alejado, distanciado por esta serie de relatos o narraciones. Sin embargo, si bien estos relatos establecen una distancia con el evento sublime, cada narración también nos acerca al mismo, el cual, a fin de cuentas, es también una narración. De hecho, al final de «La estatua de sal» el evento y la narración de lo sublime resultan ser lo mismo. En este relato se muestra que si bien lo sublime parece ser parte del pasado lejano, el pasado bíblico, puede en cualquier momento, actualizarse y esta actualización supone la muerte o la destrucción. Llegar a lo sublime, aproximarse a lo sublime supone un cortocircuito temporal; resucitar lo antiguo implica, en última instancia, que lo sublime abole la diferencia temporal y que es inminente, siempre pasible de venir, de presentarse. Pero si bien la narración y la experiencia de lo sublime poseen una inquietante equivalencia, esta semejanza reside principalmente en su carácter incomunicable o irrepresentable. La imposibilidad de describir la destrucción de Sodoma y Gomorra se da precisamente porque desde el inicio se establece el carácter sagrado de este evento. Lo sublime en este relato se relaciona inevitablemente con lo sagrado y, por tanto, la posibilidad de conocer, describir, o representarlo supone cometer una trasgresión al mandato divino. La estatua de sal es la imagen de tal trasgresión. El paisaje que sirve de escenario para las acciones del cuento tiene todas las características de lo sublime: lo grandioso, el silencio, la soledad. El desierto ha sido el escenario sublime por excelencia para los antecesores de Lugones. Sarmiento y Echeverría también han calificado como sublime el desierto en sus respectivas obras. Una de las características principales de este paisaje es la confusión de los opuestos: el ocaso y la aurora son idénticos y también el hecho de que el desierto está relacionado con la expiación de grandes crímenes, así como con el sacrificio desinteresado de hombres santos. Desde un inicio, lo sublime aparece relacionado con el sacrificio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del

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desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades (Lugones, 1996: 211).

A continuación se describe el régimen ascético de los cenobitas que viven en el desierto, entre los cuales se encuentra el protagonista de «La estatua de sal», el monje Sosistrato. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarle, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo (Lugones, 1996: 212).

Sosistrato es un hombre cuyo máximo poder es el de la palabra. Sus plegarias sirven para mantener en pie un universo precario, degradado y pecador, protegiéndolo de la ira de Dios. Se podría hablar del carácter performativo de sus plegarias, aunque este performativo es secreto, pues los impíos no lo saben. Como nos dice el relato, las plegarias de Sosistrato y de los otros cenobitas evitaron «muchas pestes, guerras y terremotos» (Lugones, 1996: 212). Lo sublime está a punto de realizarse en todo momento, pero son las plegarias las que detienen este desastre. La plegaria de los santos y sus vidas llenas de privaciones, destinadas a aplacar la ira de Dios por los pecados del mundo, no permiten que el mundo vuelva al caos original. Lo sublime, pues, está inevitablemente relacionado con el sacrificio, con la expiación de una falta. La noción de sacrificio vuelve a aparecer en este cuento de Lugones, pero en vez de ser la naturaleza la que es sacrificada como en el acontecimiento sublime, se trata del sacrificio voluntario de unos hombres a Dios. El sacrificio funciona más bien siguiendo la lógica de René Girard en Violence and the Sacred: estos hombres santos son chivos expiatorios sacrificados por el bien de su grupo social. Por ello se dice que es el sacrificio de estos hombres lo que evita las catástrofes asociadas a lo sublime.

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Sin embargo, la llegada del demonio hace que Sosistrato, en vez de retrasar o evitar el evento sublime con sus plegarias, cambie su propósito y muestre más bien ansia o deseo por experimentar o acercarse a lo sublime. El discurso del demonio se basa en la experiencia y no en la doctrina o la palabra de los hombres santos, todo lo contrario de Sosistrato quien siempre se basa en la doctrina sagrada. Sin embargo, mediante un sofisticado argumento, el demonio logra al final de su visita que Sosistrato renuncie a la doctrina para verificar o experimentar lo que ha leído en los libros sagrados. Nótese que el discurso que usa el demonio para tentar a Sosistrato se apoya obsesivamente en verbos de percepción, como ver o escuchar. Cito: He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche a su huésped—; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía (...) la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena (Lugones, 1996: 214).

Jacques Fontanille sostiene que la relación entre ver y creer se puede organizar de dos modos o regímenes: el régimen de la evidencia y el de la confianza. En el primer régimen, el de la evidencia, «la extensión de la visión y la intensidad de la creencia se encuentran en correlación directa y convergente: la verdad se manifiesta en forma evidente ante los ojos del que se dispone a creer» (Fontanille, 1999: 28). El régimen de la confianza se basa, en cambio, en lo opuesto, no se trata de ver para creer, sino creer a pesar de no ver, no habría una relación con objetos de percepción sino más bien una relación intersubjetiva, creer en alguien. Para la Biblia sólo Dios es Luz y Verdad y hay que creer primero para, eventualmente, ver después. En resumen, la percepción visual no puede ser el fundamento de la creencia, sino todo lo contrario: cuanto menos se ve, más firmemente se cree (...) a Dios le corresponde ser el garante de la verdad, al hombre creer sin ver, a Satanás seguir persuadiendo mediante pruebas, hechos y cosas visibles (Fontanille, 1999: 29).

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Sosistrato pasa de la fe, de la relación con Dios a querer ver, experimentar y por último, querer modificar la justicia de Dios. El diablo le tienta a probar la capacidad de su discurso, de transformar y modificar, de intervenir en los planes de Dios, en la justicia divina. En cierto modo, el diablo tienta a Sosistrato a que realice un milagro (al igual que tentó a Jesús en el texto bíblico) y a que se muestre más piadoso que Dios. La modificación o el perfeccionamiento del cosmos/naturaleza es precisamente uno de los postulados básicos del decadentismo y del modernismo, y en este relato, querer corregir o modificar lo que es considerado la justicia de Dios adquiere visos sacrílegos. Sosistrato no reconoce al demonio cuando habla con él, tampoco tiene la certeza de si lo que este le ha inspirado es un acto agradable a Dios. La incertidumbre del protagonista muestra cómo la confusión que era parte del paisaje desértico invade también los juicios éticos. Aún lleno de incertidumbre, Sosistrato se adentra en el desierto para hallar la estatua de sal y liberarla del castigo divino. Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol lo quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno (Lugones, 1996: 215-216).

La estatua de sal posee la marca de la ira de Dios, es maldita y sagrada al mismo tiempo, no es posible tocarla o modificarla sin ir en contra de los designios de Dios. La estatua de sal es descrita como algo monstruoso y a la vez sagrado. Es evidente que esta estatua no se presenta como un objeto estético, porque esta no produce placer en su contemplación, sino horror. A pesar de tener forma de mujer, el narrador se refiere a ella como «espantosa amalgama de carne y peñasco», es decir, se trata de la manifestación de lo informe, lo caótico, amalgama o mezcla de elementos contrarios, de lo orgánico e inorgánico,

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muerta y viva al mismo tiempo, mujer y estatua a la vez, sagrada y maldita a la vez. Antes que un objeto estético es un objeto o espectáculo sublime, debido además al hecho de que ella misma ha sido observadora de un espectáculo sublime. «Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades... esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua» (Lugones, 1996: 216). Por supuesto, no fue solamente sublime lo que vieron los ojos de la mujer de Lot, sino también algo prohibido. Por otro lado, el narrador nos dice de Sosistrato que «una llama roja incendiaba sus pupilas» (Lugones, 1996: 217), lo que muestra que el ansia o deseo de ver de Sosistrato está relacionado con lo demoníaco. Si la mujer de Lot fue castigada por mirar o por querer ver la destrucción de Sodoma y Gomorra, es claro que el régimen de la evidencia está signado por la maldición. Ver para creer es dudar de Dios, y al mismo tiempo, desobedecerlo. Lo sublime, en cambio, está relacionado con Dios, por tanto está basado en una relación intersubjetiva y con el creer sin ver; es algo que trasciende al sujeto y toda clase de percepción. Por ello se halla en el marco o en los márgenes de lo estético. Como subraya Jean Luc Nancy, lo sublime es la evidencia de la insuficiencia de lo bello y esto lo sitúa en los márgenes de la experiencia estética: «On accede au sublime en quelque sorte a travers les insuffisances du beau»15 (Nancy, 1988: 49). La resurrección de la mujer por Sosistrato es pasada por el silencio: «Cómo se verificó el acto no os lo voy a decir» (Lugones, 1996: 216). Esta renuencia a relatar anuncia el silencio o misterio final con el cual se cierra el relato. Por un lado, implica la irrepresentabilidad de tal acontecimiento, los límites de la representación y, relacionado con ello, apunta hacia una estética hecha de silencios, minimalista y fragmentaria, debido a que la representación de la totalidad de los acontecimientos o de la realidad se torna problemática. La vuelta a la vida de la mujer supone la vuelta en vida de todo el pueblo maldito, condenado por Dios. Esta actualización de la catástrofe hace que presente y pasado remoto se confundan y provoca la certeza de Sosistrato de que él fue también participante de tal desastre. Se ve, pues, que la mujer de Lot, al representar lo informe por excelencia, confunde todas las categorías. 15

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«Uno accede a lo sublime de algún modo, a través de las insuficiencias de lo bello».

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En este caso, la temporalidad sufre una especie de corto circuito, por el cual pasado y presente convergen o se disuelven uno en otro, se vuelven indistinguibles: «Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer... ¡esa mujer le era conocida!» (Lugones, 1996: 217). Lo primero que Sosistrato le pregunta a la mujer de Lot es cómo fue la catástrofe y a pesar de que la mujer le ruega que no se lo pregunte, él insiste, “Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos por su alma” (Lugones, 1996: 218). Los límites entre narración y acontecimiento se anulan. Se anula la diferencia entre narración de la catástrofe y la experiencia de la catástrofe; en otras palabras, se anula la diferencia entre arte y vida. Cuando esto ocurre, se produce la destrucción del protagonista. Lo sublime es comunicable en este caso, no por una descripción detallada como en la «La lluvia de fuego», sino por medio de una sola palabra susurrada al oído y el efecto de tal narración o comunicación es el silencio y la muerte. En este relato se muestran los límites del lenguaje, así como el efecto mortífero de este. Por ello «La estatua de sal» se considera uno de los relatos más modernos de Lugones, porque nos transmite la experiencia de los límites y problematiza el carácter representacional del lenguaje, problemas propios del arte moderno. En este cuento, se muestra lo que es una narración de lo sublime o lo sublime de la narración: lo sublime se relaciona con lo irrepresentable, el silencio y la muerte, es decir, lo sublime implica la anulación tanto del tema de la narración como de la voz de la narradora y la aniquilación o muerte del receptor del relato. Si en «La estatua de sal» lo sublime se caracteriza por ser incomunicable e incognoscible, en «La lluvia de fuego», en cambio, el mismo evento, la destrucción de Sodoma y Gomorra, es descrito minuciosamente desde el punto de vista de una de sus víctimas. «La lluvia de fuego», en vez de mostrar los límites del lenguaje o de lo narrable, busca más bien enseñar lo opuesto, que es posible narrar incluso aquello que es considerado inenarrable, lo cual sería una prueba del poder de la narración. Esto se relaciona con lo que dice Dennis Mellier acerca de cierta clase de sublime, en Burke, por ejemplo, que busca mostrar que no hay límites para lo que se puede decir y afirma que incluso lo

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indecible se puede comunicar: «Un fantastique supposé célébrer le triomphe de l’indicible, mais qui, au contraire, fait constater que le fantastique est le lieu ou tout est absolument dicible, ou tout peut prendre corps et forme dans les jeux du langage, dans l’illusion du texte» (Mellier, 1999: 169). El título completo de este cuento es «La lluvia de fuego. Evocación de un desencarnado de Gomorra». La sesión espiritista se configura aquí como metáfora del quehacer literario, el escritor sería un transcriptor de una voz del más allá. En esta metáfora, la labor del autor es dar acceso o expresión a la alteridad, incluso a lo «otro» de la representación. Se establece, pues, la posibilidad de ir más allá de la norma realista, violarla o simplemente desafiarla. También sería una metáfora que sería un antecedente a la escritura automática surrealista, en la cual se tenía acceso al inconsciente16. Desde el inicio del relato se establece la síntesis problemática entre el tema bíblico del relato y su modo de expresión. Tenemos a un ser decadente y pecador narrando un pasaje de la historia divina, con lo cual este evento se desacraliza o seculariza y llega a tener acentos paganos. En su narración no hay ninguna alusión a Dios, ni siquiera al nombre de la ciudad, las 16 Esta dualidad entre la materia y el espíritu, entre el materialismo y el espiritismo se hace presente en el cuento «La lluvia de fuego», el cual lleva el subtítulo “Evocación de un desencarnado de Gomorra”, en referencia al espíritu de un habitante de la ciudad bíblica. No solo existe en el cuento el evidente tema del espiritismo, sino que el cuento nos muestra algo más: contraste evidente entre la realidad del cielo inmutable, y la de la tierra en constante caos (Barcia, 1987: 36). Hay otro elemento relacionado íntimamente con el espiritismo en este cuento que es el poder de la voz del difunto que se comunica con los vivos mientras que estos toman nota de los mensajes de ultratumba. Muchos libros o compendios espiritistas cuentan con esta metodología: la del médium «escribiente» tomando nota de la voz escuchada en muchos casos solamente por él. El poder de la voz en este caso se hace explícito al literalmente «descarnar» al hablante y justificar su existencia en la voz misma. Como en las ideas de Lacan sobre la palabra y en la interpretación del síntoma en la palabra misma. En este contexto la existencia del interlocutor está justificada en el propio sonido de la voz, y no en la presencia física del interlocutor. El que atestigua de tal existencia en el ejercicio meduínico es el propio médium. Es interesante ver el paralelo que hay entre este acto de escribir las palabras de un espíritu —llegando a hacer un libro de esta «conversación» con un espíritu— y el acto del escritor escribiendo su cuento, transcribiendo las palabras de su personaje. Este paralelo en el cuento de Lugones se hace doblemente explícito al ser el mismo personaje un espíritu, y siendo este el único narrador (Banga, 2002: 41).

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menciones bíblicas son paratextuales, es decir, se hallan en las márgenes del texto, en el título y en el epígrafe de un libro de la Biblia, el Levítico. A diferencia de otros cuentos de Las fuerzas extrañas, como «El milagro de San Wilfrido» y «La estatua de sal», no hay información histórica o geográfica que pueda dar un anclaje espacio-temporal al relato, se trata de un cuento descontextualizado. Así, la descontextualización funciona como una estrategia secularizadora, en contraste con los otros cuentos citados, en los que se sacraliza el relato llenándolo de citas a la historia y geografía sagradas. Esta descontextualización o «abstracción» del relato hace posible que la descripción de la ciudad maldita sea vista como la descripción de la vida moderna en las ciudades. «Este paseante solitario... simboliza el afantasmamiento al que conduce la vida moderna en las ciudades, el anonimato —él mismo... carece de nombre— en el que se disuelve la personalidad del individuo en la multitud» (König, 1984: 78). Se podría leer la descripción de la ciudad maldita como una crítica a las ciudades burguesas de fin del siglo xix, que también se encuentra en Poe y en Baudelaire, entre otros, en la cual hay una mezcla de condena y excitación ante la experiencia de la modernidad. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques, palpitaba de parejas... (Lugones, 1996: 116).

Sin embargo, antes que la descripción de la ciudad maldita, «La lluvia de fuego» es la narración de su destrucción, en otras palabras, es el relato de una catástrofe. Es aquí cuando entra en juego la noción del sacrificio, propia de lo sublime. Lo sublime es un sacrificio de la imaginación y de la naturaleza a una ley superior, la moral. Así como la imaginación se subordina a la razón en lo sublime, la naturaleza es sacrificada en el altar de la ley. El poder de la ley moral no se da a conocer estéticamente, sino por el sacrificio. Lo sublime como manifestación de la ley moral exige la destrucción de la naturaleza. Es por esta razón por lo que Lyotard sostiene que es necesario poner al fuego lo

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bello para que de sus cenizas, el signo del bien advenga (Lyotard, 1988: 226). En este sentido, «La lluvia de fuego» puede leerse como un acontecimiento sublime por excelencia, debido la dimensión sacrificial que posee. La naturaleza sacrificada, según Lyotard, es sagrada: «The sublime is none other than the sacrificial announcement of the ethical in the aesthetic field» (Rancière, 2004: 3). El suicidio del protagonista al final del relato podría interpretarse como parte de la economía sacrificial del relato o como la culminación de lo sublime en el relato, ya que esta implica la destrucción del individuo por la ley moral. Pero este final también podría interpretarse como un modo de escape de la catástrofe y, por tanto, una negación a ser parte del acontecimiento sublime; el narrador mediante el suicidio escaparía a la ley moral que exige el sacrificio de la ciudad maldita. La muerte del protagonista trataría de ser un acontecimiento independiente de la catástrofe, voluntario y por tanto autosuficiente. Esta era la idea que tenía el mismo Lugones sobre el suicidio: «La muerte voluntaria... constituye... la belleza exaltada a lo sublime». En «La lluvia de fuego» la resolución del personaje de suicidarse se formula de este modo: «No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. Una lluvia de cobre incandescente! La ciudad en llamas! Valía la pena» (Lugones, 1996: 117). En esta cita de Lugones lo sublime del suicidio no tiene ninguna relación con lo ético, sino que es visto solo como un acontecimiento estético. Incluso se podría decir que el suicidio es lo que permite el distanciamiento estético del personaje ante la catástrofe; el suicidio sería uno de los varios modos de distanciamiento estético usados en el relato. Pero es evidente que el suicidio se da, solo porque ya el narrador se encuentra perdido, porque forma parte de la catástrofe; sin embargo, esta noción de liberación mediante el suicidio hace que su interpretación sea ambigua, como acabamos de demostrar. Aquí habría que señalar también la ambigüedad propia de lo sublime, la cual radica en que, si bien es una categoría estética, se abre o apunta finalmente hacia lo ético. En otras palabras, lo sublime es una categoría intermedia, entre la estética y la ética, es decir, es la que nos permite relacionar ambas esferas. Según Rancière, en lo sublime se vislumbra lo suprasensible, aquello que rebasa el reino de lo natural: «We emerge from aesthetics proper and enter the realm of morality; we are led from the feeling of imagination’s

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impotence to the feeling of humankind’s destination in the supersensuous kingdom —the province of Reason and Freedom— that would impose its rule over the power of Nature» (Rancière, 2004: 2). Sin embargo, en «La lluvia de fuego» habría un intento de borrar lo ético de lo sublime, se trataría de recuperar esta categoría en su aspecto eminentemente estético; por ello, la ausencia de juicio moral alguno sobre las costumbres depravadas de los habitantes de la ciudad, la nula mención a Dios, las citas únicamente paratextuales a la Biblia, así como la idea de la lluvia de fuego como un fenómeno inusual, extraordinario, pero jamás ligado a una idea de castigo divino. Otro aspecto del relato que seculariza y al mismo tiempo estetiza la descripción de la catástrofe es la represión del terror por parte del protagonista. Se podría hablar de un horror congelado o reprimido; en el relato se habla de un «vago terror». Se sabe bien, por Rudolf Otto (1958: 62), que el miedo es una de las emociones que produce el encuentro con lo sagrado. Por otro lado, las emociones sublimes se caracterizan por su energía o intensidad; la vaguedad e incluso frialdad del protagonista hacen que el acontecimiento pierda su carácter sacro y que la emoción sublime quede silenciada para que sea posible una contemplación más distanciada, estética de la catástrofe. «Y con una tranquilidad que hacía honor a mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido» (Lugones, 1996: 117). En este relato la descripción de la catástrofe es detallada, el ritmo de la narración es lento, lleno de pausas. Esto ayuda a mantener el suspenso y crea un efecto de tensión, propia de lo sublime. La lluvia de fuego produce consternación, extrañamiento. Se trata de un fenómeno inexplicable e impredecible, la ignorancia acerca de lo que va a suceder se troca por la conciencia de la inminencia de la muerte. Hay una relación directa entre la presencia cada vez más amenazadora, omnipresente de la lluvia de fuego con el saber del protagonista. Al inicio, la lluvia de fuego es solo una presencia insignificante, unos chisporroteos que causan extrañeza pero no temor. A medida que la lluvia de fuego se vuelve más constante y llega a ocupar todo el firmamento, entonces el narrador cobra conciencia de la catástrofe. Por ello, se podría decir que la lluvia de fuego, como catástrofe que aumenta en intensidad y poder de destrucción, funciona también como una imagen del intelecto del protagonista, que también va en aumento y se despliega a lo largo del relato hasta llegar a su límite, que es la muerte. El poder de destrucción de la lluvia de fuego se

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relaciona con el poder del intelecto del protagonista. Esta es precisamente para Lyotard una de las características de lo sublime kantiano: Ce n’est donc pas tant que l’objet de cette Idée soit l’absolu qui importe au jugement en tant que réfléchissant (...) Ce qui importe, c’est que la satisfaction soit elle-même ressentie comme absolue. L’absolu réfléchissant ne prédique pas un objet, mais un état de la pensée. Or sentir l’appel ou la réquisition de la pensée par la voix de la raison est une satisfaction absolue parce que c’est la vocation absolue de la pensée de penser l’absolu17 (Lyotard, 1991: 150).

«Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego» (Lugones, 1996: 114). Esta frase de «La lluvia de fuego» puede sintetizar lo sublime en este relato: lo sublime como un esfuerzo más allá de lo imaginable y sensible, que solo puede ser explicado por la razón y no por imágenes. Por ello las descripciones abstractas, intelectualizadas de la catástrofe; «la inmensidad» es un concepto más que una imagen y el adverbio “invisiblemente” alude justamente a lo que no es perceptible, sensible. Retomando a Lyotard, «el objeto que es ocasión del sentimiento sublime desaparece... la naturaleza se desvanece ante las Ideas de la Razón» (Lyotard, 1991: 99). A diferencia de lo bello, lo sublime produce dolor, sufrimiento, y esto es manifiesto con respecto al resto de los habitantes de Sodoma y Gomorra. Ante la imposibilidad de huir de la catástrofe y saberse a las puertas de la muerte, el protagonista decide adoptar una postura distanciada y ver la lluvia de fuego como si se tratara de un espectáculo estético. La estetización de la catástrofe le permite al protagonista tener una sensación momentánea de poder, porque su distanciamiento lo hace sentirse por encima del resto de los habitantes de la ciudad, que se hallan presos del pánico y del dolor, y además porque le permite tener un acercamiento intelectual, no pasional a la catástrofe. El horror de la mayoría de los habitantes contrasta con la curiosidad, el extrañamiento y ansia de

17 «No es tanto que el objeto de esta Idea sea el absoluto que importa al juicio en tanto que reflexivo. Lo que importa es que la satisfacción sea experimentada en sí misma como absoluta. Lo absoluto reflexivo no predica un objeto sino un estado del pensamiento. Sentir el llamado o requerimiento del pensamiento por la voz de la razón es una satisfacción absoluta porque la vocación absoluta del pensamiento es pensar lo absoluto».

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saber del protagonista. Esta ansia de saber se relaciona con el deseo de narrar o describir la catástrofe, de hacerla comunicable. Hasta ahora hemos analizado imágenes y parlamentos del personaje relacionados con lo sublime. Sin embargo, lo sublime como concepto también aparece en la narración, pero no para referirse directamente a la catástrofe, sino a uno de sus efectos, los lamentos y gritos de la gente que está siendo quemada viva por la lluvia de fuego. «Quemada en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles... la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana... la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal» (Lugones, 1996: 118). Es la voz humana la que es sublime, la voz humana desgarrada por el dolor la que impresiona al narrador y lo conecta con el pathos sublime que había estado, hasta ese momento, ausente de su narración. El distanciamiento, la posibilidad de narrarlo todo, se quiebra en ese momento y el narrador llega a vislumbrar lo inefable, lo irrepresentable: Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar... y aquellos clamores que no sé como no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad! (Lugones, 1996: 119)

Para el narrador, lo verdaderamente sublime no es la lluvia de fuego, sino el dolor humano. Lo sublime no estaría vinculado en esta narración con lo divino o lo moral, sino que habría un intento de humanizarlo, o secularizarlo, o de establecer que lo sublime es un producto humano antes que divino. Pero la mención a la eternidad en este pasaje, «el inefable pavor de eternidad», hace que en última instancia, lo sublime no pueda prescindir de una instancia de lo absoluto. Podría interpretarse en este pasaje ambiguo que las voces llenas de dolor son la manifestación más evidente de la naturaleza sacrificada a la ley moral siguiendo a Lyotard y, por tanto, la manifestación más perfecta de lo sublime.

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La mención a los aullidos de las fieras en los pasajes finales del relato, vuelve a reiterar que es la voz, el llanto, lo más sublime antes que la catástrofe. Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas... Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas; cuál comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed (Lugones, 1996: 122).

El aullido de las fieras recupera, aunque en negativo, la instancia sagrada porque es en este momento en que el narrador se pregunta, por medio de ellas, por el «secreto de la catástrofe», cómo interpretar la catástrofe, se llega a pensar en la causa u origen de la catástrofe que es una ausencia en la narración. Se establece una relación implícita entre lo sagrado, lo irracional y lo animal. Lo sublime como manifestación de lo sagrado solo puede ser percibido o experimentado por los animales; por ende, lo racional es contrario en este relato al sentimiento de lo sagrado y, debido a ello, el narrador se halla ajeno a tal experiencia. En «La lluvia de fuego» se configura un narrador que puede narrar lo sublime, pero esta capacidad se da por el ocultamiento del carácter sacro o sagrado de la lluvia de fuego. En ningún pasaje del cuento se alude a que la destrucción se debe a un castigo divino; por tanto, «La lluvia de fuego» es una visión desacralizada de los eventos bíblicos de Sodoma y Gomorra. Este ocultamiento o elisión de la instancia divina hace que la relación con lo Absoluto que caracteriza a lo sublime sea solamente tácita y nunca evidente. Pero esto es lo que hace posible al mismo tiempo que la catástrofe sea descriptible. El final de «La lluvia de fuego» plantea un problema: ¿cómo narrar la propia muerte? En cierto modo, el evento sublime se «desplaza», lo inenarrable ya no constituye la lluvia de fuego, sino la propia muerte. En otras palabras, es el origen del relato el que permanece inasible e irrepresentable. Es la muerte del protagonista la que constituye la condición fundamental del relato. Lo sublime es en este caso el origen de la narración, que coincide precisamente con la muerte del protagonista.

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«El origen del diluvio» trata la temática de lo sublime de un modo distinto a «La estatua de sal» y a «La lluvia de fuego». Si en «La estatua de sal» y en «La lluvia de fuego» lo sublime se relaciona con la destrucción de la naturaleza, en «El origen del diluvio», en cambio, se relaciona también con la creación. En este cuento, se muestra una relación necesaria entre destrucción y creación, o dicho de modo más exacto, la destrucción como un evento necesario para una ulterior creación. Antes que ser un evento singular, único, como el diluvio universal relatado por la Biblia, «El origen del diluvio» muestra más bien el diluvio como parte de un ciclo incesante de destrucción y creación. Es decir, en esta cosmogonía no hay origen propiamente dicho, pues si todo se repite, si el tiempo es circular y se abole la temporalidad lineal, entonces no hay origen de la creación, no hay ex nihilo o azar. Así como el origen está cegado, el cuento solo puede empezar de un modo abrupto o incompleto (por puntos suspensivos), es decir, no hay inicio ni a nivel de la narración ni a nivel de lo narrado. «El origen del diluvio» nos muestra un universo sin trascendencia divina. Su trascendencia se halla en su transmisión o comunicación, su ofrenda a otros. La trascendencia o lo sublime se halla no solo en la creación y destrucción de formas, sino en la comunicación intersubjetiva. He aquí que aparece nuevamente la noción de lo sublime como ofrenda o don, como relación intersubjetiva. Por ello, la importancia de la escena de enunciación del relato. Frente al gabinete cerrado, al atelier solitario del artista, típicos escenarios modernistas y decadentistas, Lugones nos ofrece aquí otro escenario donde se gesta la obra de arte: la sesión espiritista. Esto implica que, en este caso, la obra de arte no es una actividad solitaria o ensimismada, sino que es una relación intersubjetiva y grupal y además trascendente, porque implica no solo una reunión con varias personas, un colectivo, sino que también se relaciona el arte con el más allá, con otro mundo, aunque este otro mundo ya sea parte del pasado, destruido, abolido. La relación de este cuento con el relato final de Las fuerzas extrañas, «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones», merece señalarse, debido a que el primer cuento parece servir de ilustración o ejemplo de los fundamentos conceptuales enunciados en el segundo. Por ello, parece necesario hacer mención a algunos de estos fundamentos o postulados principales de este ensayo para comprender mejor «El origen del diluvio». Todos estos postulados

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configuran una concepción de la naturaleza que va en contra de los desarrollos cientificistas e historicistas de su época. Al titularse «Ensayo», esta obra se distingue del resto de los cuentos de Las fuerzas extrañas porque pone en duda su estatuto absolutamente ficcional y su propósito puramente artístico, vinculándose más bien a discursos filosóficos y científicos. Es conveniente comparar o, mejor dicho, contrastar este ensayo con otro célebre ensayo modernista como lo es Ariel (1900), de José Enrique Rodó. Si en Rodó hay una exaltación de las formas bellas, acabadas y perfectas de la estatuaria griega, en el ensayo de Lugones hay, en cambio, una exploración de lo deforme, de lo inacabado, efímero o provisional; es decir, habría una oposición entre una estética de lo predominantemente bello de Rodó y una estética de lo sublime en Lugones. La vuelta al pasado de Rodó es para encontrar un modelo o paradigma de civilización, que es la cultura o civilización grecolatina. La vuelta al pasado de Lugones es más radical que la de Rodó, porque describe un pasado anterior a la humanidad. En esta vuelta al pasado Lugones no va hacia un repertorio de formas conocidas o una estética consagrada por la tradición como lo hace Rodó, sino que, por el contrario, busca más bien lo que viola los cánones de la belleza, como lo monstruoso y lo grotesco, lo cual implica un relativismo estético. En otras palabras, frente a la forma perfecta, definitiva que postula Rodó, la cosmogonía de Lugones es un mundo de renovación permanente de formas. Esto es claro tanto en el «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones» como en «El origen del diluvio». A nivel argumental, una de las ideas principales de este ensayo es que el pensamiento es energía y que, como todos los seres —vivos e inertes— emanan energía, entonces se colige que todos los objetos, orgánicos e inorgánicos, poseen pensamientos o intelecto. El pensamiento como energía es éter infinito que no está influido o condicionado por el tiempo ni por el espacio. En la cosmogonía de Lugones, no hay dioses, sino que es la humanidad misma, aunque imperfecta, la que ha creado el universo. Las fuerzas que mueven el cosmos son deliberaciones de seres inteligentes, no son productos de los dioses o del azar ciego (Lugones, 1996: 274). Según el propio Lugones, su cosmogonía ocupa una posición intermedia entre el materialismo y el supernaturalismo. Esta posición intermedia es que todos los fenómenos son naturales, pero no todos son materiales. Postula, pues, una naturaleza inmaterial. Así, reniega de un materialismo pero no postula ninguna religión o entidad trascendente

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a la naturaleza, lo que hay son fuerzas trascendentes a la naturaleza material. Estas están compuestas de energía e intelecto y son trascendentes a la materia, es decir, Lugones postula un universo movido por la inteligencia de una humanidad diferente y anterior a la actual. He aquí el espiritualismo y la inmortalidad del alma como soluciones racionales de una concepción cosmogónica, es decir aceptables sin conflicto con la ciencia o con la razón. Posición intermedia, bien que sólo por razones de distancia, entre el materialismo y super-naturalismo, la nuestra considera todos los fenómenos como naturales, pero no los deriva totalmente de la materia; y lejos de someterlos a la arbitrariedad del azar o de un dios ex nihilo, los considera determinados por una existencia anterior (Lugones, 1996: 274).

«El origen del diluvio» nos ofrece la posibilidad de contemplar un paisaje sublime, en otras palabras, un paisaje de lo deforme, de lo caótico. Lo sublime se relaciona aquí con la génesis u origen y también con la destrucción. Génesis y destrucción son categorías íntimamente relacionadas en este relato, donde en general todas las oposiciones convencionales son abolidas. Así, lo sólido no se opone a lo líquido, sino que hay una profusión de lo semilíquido, lo gelatinoso o viscoso, hay una continuidad entre lo sólido y lo líquido, y no una oposición. La oscuridad, la inmensidad y la soledad son características del paisaje del cuento que evocan los rasgos de lo sagrado según Otto (1958: 70). Por su parte, Michel Deguy sostiene que el diluvio y la inundación son ejemplos de lo sublime en el tratado del Pseudo Longino. Lo sublime es el borramiento de diferencias, una vuelta a la unidad, a lo indiferenciado. Según Deguy, el diluvio como imagen o ejemplo de lo sublime simula reproducir la simplicidad del origen, y disimula la diversidad de las cosas. «D’où les exemples de sublime: l’inondation, le déluge, recouvrant les différences et les hétérogénéités d’avant et qui se fait encore un instant remarquer dans la mémoire bouleversée qui assiste au flot et dans les vestiges épars (débris qui flottent) de la noyade, avant que tout soit recouvert et d’une homogénéité sans reste qui alors n’aura plus rien de sublime»18 (Deguy, 1988: 19). El diluvio es solo 18 «De allí los ejemplos de lo sublime: la inundación, el diluvio que, recubriendo las diferencias de antes se hace remarcar un instante en la memoria conmocionada y en los vestigios

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un suceso, un acontecimiento sublime que restaura la unidad frente a la fragmentación y la heterogeneidad que dominan la cosmogonía de «El origen del diluvio». Es decir, se trata de una conciliación entre principios distintos porque da tanto a lo sublime como a su opuesto, el detalle y el fragmento, un lugar dentro de este cosmos. Una característica importante de este relato es que describe un conjunto de paisajes abstractos e inorgánicos. Hay criaturas que son «esbozos de hombres», seres de estructuras blandas que cambian constantemente de forma, con lo cual tenemos una experiencia de lo informe, pero al mismo tiempo de lo dinámico. Se trata de un paisaje en constante movimiento, un paisaje dinámico, si se quiere. Antes que la representación de un paisaje se puede hablar de la generación o formación no solo de un paisaje, sino de varios paisajes en constante modificación. Pero lo más importante es que estos paisajes son antes que nada, paisajes intelectuales. La voz narrativa, antes que proponer algunos paisajes para contemplar, nos presenta varios paisajes que debemos comprender, es decir, nos presenta paisajes que atraen y despiertan nuestro intelecto antes que nuestra sensibilidad. Por ello, en muchos pasajes la voz narrativa parece la de un científico, haciendo un catálogo de los elementos químicos que conformaban los seres primitivos: «Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crítico de la masa, y los catorce cuerpos primitivos revivieron, engendrando nuevas combinaciones. El litio se triplicó en potasio, rubidio y cesio; el fósforo en arsénico, antimonio y bismuto; el carbono engendró titanio y zirconio; el azufre, selenio y teluro...» (Lugones, 1996: 178). En otros pasajes de este cuento parece describirse un universo en que lo líquido, lo inestable tiene predominancia, en contraste con el universo actual, donde lo sólido y lo estable es lo más común. «Los elementos terrestres se encontraban en perpetua inestabilidad. Surgían y fracasaban por momentos disparatadas alotropías. La presión enorme apenas dejaba solidificarse escasos cuerpos. Las rocas actuales dormían el sueño de la inexistencia» (Lugones, 1996: 175). Se trata de un universo en perpetua crisis, transformación, donde todas las formas cambian constantemente. Esta provisionalidad de las formas del desastre, antes que todo sea recubierto y sea reemplazada por una homogeneidad sin restos que entonces no tendrá nada de sublime».

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es una de las características principales que José Martí otorgaba a lo moderno en su ensayo «Prólogo al Poema del Niágara de Pérez Bonalde». Cito un pasaje que me parece significativo: «No hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbranse apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques. De todas partes solicitan la mente ideas diversas- y las ideas son como los pólipos, y como la luz de las estrellas, y como las olas del mar» (Martí, 2004: 63). Esta comparación nos permite pensar que «El origen del diluvio» podría leerse también como una alegoría de los tiempos modernos, caracterizado por una incesante producción de obras e ideas nuevas, pero todas efímeras, provisorias. Otra característica importante del cosmos descrito en «El origen del diluvio» es el predominio de lo inorgánico. Según Mario Perniola, esta reflexión e incluso obsesión por lo inorgánico se da en pensadores de principio de siglo como Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein y Walter Benjamin, entre otros, y sirve para ilustrar la condición de la modernidad como un universo dominado por la fragmentación, la cual da lugar a las combinaciones más disparatadas y en el que la sensibilidad humana se reifica y las cosas, en cambio, parecen dotadas de una sensibilidad propia (172)19. En esta cosmogonía no existe una creación ex nihilo, porque toda creación viene precedida de una creación anterior. Una nueva edad se genera de los materiales de una creación anterior. Los materiales son viejos pero las combinaciones son nuevas. Nos dice el narrador: «Ningún ser vivo quedaba de la anterior creación. Hasta sus huellas habían sido destruidas. Pero los vapores de la luna trajeron consigo gérmenes vivificantes (...) Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crítico de la masa y los 14 cuerpos primitivos revivieron, engendrando nuevas combinaciones» (Lugones, 1996: 178). 19 «L’inorgánico infatti non é soltanto il minerali, ma anche il cadavérico, il mummificato, il tecnológico, il chimico, il mercificato e il feticcio; esso cosi si smaterializza, diventa alcunché di astrattto e di incorpóreo, senza perció trasformarsi in qualcosa di immaginario e di irreale; anzi dietro tutte queste configurazioni dell’inorganico opera il paradigma di cio che é massivamente reale ed effetuale, cioe del denaro» («Lo inorgánico en efecto no es solo lo mineral, sino también lo cadavérico, lo momificado, lo tecnológico, lo químico, lo mercantilizado y el fetiche; eso así se desmaterializa, se vuelve algo abstracto e incorpóreo, sin así transformarse en algo imaginario e irreal; así al lado de todo estas configuraciones de lo inorgánico opera el paradigma de aquello que es masivamente real y efectivo, esto es, el dinero») (Perniola, 1987: 171).

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Este pasaje nos permite especular acerca de una naturaleza modernista de alcance más cósmico, abarcador. Una naturaleza donde hay una conciliación entre la diferencia y la repetición. Lo nuevo en el modernismo se da en el modo en cómo se combinan, yuxtaponen, mezclan los materiales primordiales, pero no con la creación de lo absolutamente nuevo, lo cual es una pretensión de la vanguardia. Lo nuevo pertenece, si se quiere, al nivel de la sintaxis u ordenación de los elementos, pero basado en una semántica vieja, ya dada, que es en este caso, los 14 elementos primordiales, nombrados por la sirena del relato. El efecto catalítico que esta describe como parte de la química que provoca el diluvio o que explica la transformación de los elementos puede tomarse como metáfora de cómo opera la estética modernista. La sirena explica así el efecto catalítico: «Ciertos cuerpos provocan combinaciones de otros sin tomar parte en los mismos». Según su narración, en este cosmos, el vapor de agua es el catalizador por excelencia, pero también el calor, el cual multiplica las afinidades de la materia, haciendo posible las mezclas (Lugones, 1996: 176). Todas las reacciones químicas explicadas por la sirena provocan precisamente combinaciones, mezclas o síntesis de elementos ya existentes. El hecho de que la combinación sea una de las operaciones fundamentales en este cosmos, se debe quizás a razones estéticas más que científicas. Podemos establecer, en este sentido, una analogía entre este «cosmos modernista» y la cuestión del decorado u ornamento que analizamos en el capítulo anterior. El modernismo sigue la estética del detalle, en la cual el detalle está por encima e incluso es autónomo del todo. El decorado modernista (y, en cierto modo, la estética modernista en general) halla su fundamento en la acumulación de materiales de diversa procedencia y su ingenioso ordenamiento o yuxtaposición, es decir, una yuxtaposición de partes o fragmentos que no componen una totalidad o un conjunto coherente20. 20 Recuérdese también el texto de Julián del Casal, «Croquis femenino: Derrochadora», donde la protagonista realiza una acción semejante, se dedica a acumular objetos los cuales sirven de decoración en su alcoba y luego los deshecha, los reemplaza por otros objetos, ninguno de los cuales posee relación entre sí y todos terminan destruidos u olvidados: es solo el gusto de acumular y juntar objetos heteróclitos lo que agrada a la derrochadora. Cito: «Y, al regresar a su casa, entretiénese en abrir los paquetes, extraer los objetos y colocarlos en distintos sitios, sustituyendo los nuevos por los viejos, prefiriendo unos, desechando otros, hasta que la pieza decorada tome nuevo aspecto, siquiera sea por algunas horas, puesto que al día siguiente ha de

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Otro procedimiento que sirve, en este cosmos modernista, para la obtención de formas nuevas es la modificación, alteración o deformación de formas ya dadas. La sirena misma como figura central de este relato es el resultado de la combinación de pez y mujer; también se habla de gigantes, de “esbozos de hombres” y de moluscos gigantes. La deformación, alteración y el gusto por lo monstruoso o grotesco son también característicos especialmente de la estética decadentista. Esto se observa, por ejemplo, en los episodios de A rebours, en los cuales Des Esseintes trae a su Tebaida las flores monstruosas y a la tortuga. Las flores monstruosas son naturales, pero sus formas son tan grotescas que por ello son consideradas como artificiales y se dice que en este caso es la naturaleza la que ha copiado al arte y no viceversa: «Apres les fleurs factices singeant les véritables fleurs, il voulait des fleurs naturelles imitant des fleurs fausses» (Huysmans, 1955: 118). Es decir, el culto por lo monstruoso o grotesco es otra manifestación del culto por lo artificial y muestra hasta qué punto la distinción entre artificial y natural es una cuestión de formas, lo artificial se relaciona con la forma grotesca y monstruosa y lo natural con la forma convencional, habitual (o bella). En el episodio de la tortuga, vemos que Des Esseintes incrusta en su caparazón joyas y la tortuga muere al poco tiempo por dicha alteración o modificación, es decir, la alteración que Des Esseintes realiza en la naturaleza no tiene futuro, es efímera, transitoria (Huysmans, 1955: 57-60). Este episodio de A rébours sirve para ilustrar algo que también ocurre, a gran escala, en la cosmogonía de «El origen del diluvio». La sirena remarca el cambio y lo efímero de los cuerpos y las formas de este cosmos. Pero esto no debe considerarse como un defecto o algo negativo, sino todo lo contrario. La imperfección y transitoriedad de esta cosmogonía muestran precisamente el carácter humano de la creación, según sostiene Lugones en su «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones»: Los fracasos de mundos estallados en asteroides o consumidos en las hogueras solares, tanto como la desaparición de especies animales que convivieron con otras recomenzar la misma peregrinación y la misma faena (...) Aunque la ciencia reconozca, en esta fiebre del derroche, uno de los síntomas de la locura, su vida privada no ofrece ningún rasgo alarmante, salvo el del hastío que, como un velo negro, se cierne al poco tiempo sobre esos mismos objetos que se complace en buscar, en poseer y hasta en destruir» (Casal, 2001: 315).

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aún existentes, revelan errores de criterio y de procedimientos en esas inteligencias primordiales(...) no hay evolución posible sin errores; es decir, progreso, causalidad, fenómenos. La absoluta perfección, o sea el Dios de las religiones, implica la absoluta esterilidad (Lugones, 1996: 271-272).

La cosmogonía que Lugones describe en «El origen del diluvio» no sigue los postulados deterministas o evolucionistas de la época. Cada edad es una distinta combinación de formas (a este respecto, se trata de un universo muy formalista) porque en esta exploración de nuevas formas y nuevas combinaciones hay deformaciones, monstruos, seres grotescos, etc. Así, cada edad o era en el cosmos de este relato es autónoma de la otra, autosuficiente de la anterior y no se consideran las eras en relación una con la otra, o como un conjunto o totalidad. En esta cosmogonía, la creación se caracteriza por ser fruto de la inteligencia del hombre y no de un azar ciego o de Dios. Por tanto, el cosmos, según Lugones, es fruto de la libertad creativa del hombre, la cual se manifiesta en el incesante surgimiento de múltiples formas. Para que esta libertad y profusión de formas sea posible es necesaria también su destrucción o el sacrificio continúo de estas formas creadas. Es así como la lógica del sacrificio es la que permite esta libertad de formas. Ya hemos señalado como Lyotard sostiene que lo sublime implica el sacrificio de la naturaleza para un fin superior, así lo sublime es lo «anti natural» por excelencia. La retórica del silencio que indica lo irrepresentable también se da en este cuento al decir la voz narrativa: «Pero yo no sabría repetir el enorme proceso» (Lugones, 1996: 178). La totalidad del proceso de la creación o génesis es imposible de narrar, es una experiencia de lo sublime, y, por tanto, de lo que no se puede abarcar por medio de la representación. Por ello, antes que una narración fidedigna del proceso, tenemos una narración plagada de silencios o incompleta. La médium calló, recostando fatigosamente su cabeza sobre el respaldo del sofá. Y Mr. Skinner, una de las ocho personas que asistían a la sesión, no pudo menos de exclamar en las tinieblas: —El cono de sombra! El diluvio!... Disparatada superchería! Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo.

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De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz imperceptible en la penumbra. Creció como un globo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprenderse a modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento, envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la obscuridad espesada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror (Lugones, 1996: 179).

La parte final del relato nos muestra la sesión espiritista que le sirve de marco narrativo. En esta sesión hay algunas voces escépticas ante lo que ha sido revelado; sin embargo, de improviso la experiencia de lo informe que ha sido transmitida en el relato se manifiesta o hace presente en la misma sesión, cuando de la médium se desprende «esa masa tenebrosa». Si lo bello es la forma, lo sublime es la ausencia de forma a este respecto, puede relacionarse con el horror, lo terrorífico. Aquí justamente se trata de un horror por lo amorfo. En efecto, el horror se objetiva en una presencia sin forma definida, una masa tenebrosa, pura materialidad sin forma. Esta presencia es descrita sucesivamente como un pulpo, una araña o al fin una planta, con tentáculos, gelatinoso, algo que no posee estructura ósea y que no es claro si es sólido o líquido. Algo que sin forma ni límites definidos, se expande, invade el espacio de otros y como un virus, un parásito, surge del cuerpo de la médium. Así, se postula la equivalencia entre la experiencia sublime narrada y la experiencia sublime experimentada. La experiencia de lo informe, luego de ser narrada por la médium se hace presente, evidente, es experimentada por los asistentes de la sesión. Al igual que en «La estatua de sal» Sosistrato no necesita haber visto la catástrofe para ser castigado, sino que solo es preciso que le sea narrada. Esto indica el poder de la narración que si bien pone en duda la capacidad de representación, logra por esta misma vía —por medio del silencio, el misterio, la duda incluso— la transmisión de fenómenos insólitos y mostrándonos su carácter artificioso nos convence más de su poder y de su autonomía frente a la realidad. La médium exclama «¡Luz, Dios mío!». La ausencia de luz es una de las características del mundo antes de los hombres. Es la luz la que provoca la muerte de esa masa amorfa y de la sirena. La luz es el reino de las formas, lo bello, lo sólido, mientras que la oscuridad es el reino de lo informe, lo viscoso

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y lo sublime. Hay un contraste, una disociación entre la masa amorfa que provoca el horror de los asistentes a la sesión espiritista y la hermosa sirena, «acabada de formas y brillante» que Mr. Skinner encuentra en su lavabo. Una disociación entre la sirena hermosa, que es la fuente de la narración y esa masa informe, terrorífica que sería una materialización de lo que ella ha narrado. En otras palabras, se da una disociación entre el creador bello y la creación o producto. En «El origen del diluvio» y en «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones», Lugones rechaza la forma acabada y perfecta y apuesta por lo informe, lo cual ve con horror, pero también con fascinación. Quizá las formas inacabadas, imperfectas e incluso grotescas que aparecen en el cosmos de «El origen del diluvio» podrían prefigurar el modernismo casi pre-vanguardista de un Julio Herrera y Reissig 21. Para concluir nuestro examen de Las fuerzas extrañas, analizaremos el cuento «Viola Acherontia». Si bien este cuento no trata tanto acerca de lo sublime, como en los tres cuentos anteriores, su tratamiento de la naturaleza, hace que sea un texto fundamental para nuestro tema, especialmente si pensamos en la narrativa posmodernista que siguió con estos desarrollos sobre la relación entre lo humano y lo inhumano. «Viola Acherontia» puede considerarse uno de los cuentos cientificistas en Las fuerzas extrañas. En este cuento se establecen inquietantes similitudes entre humanos y plantas, hipótesis que ya había sido postulada en «Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones». Lo que deseaba aquel extraño jardinero, era crear la flor de la muerte. Sus tentativas remontaban a diez años, con éxito negativo siempre, porque considerando al vegetal sin alma, ateníase exclusivamente a la plástica. Injertos, combinaciones, todo había ensayado...nada sacó de sus investigaciones...con el único resultado de dos o tres ejemplares monstruosos (Lugones, 1996: 191).

Aquí no se trata solamente de modificar o variar, sino de crear algo nuevo, aunque esta creación se da por modificaciones sucesivas, un proceso de modificación, a fuerza de modificar algo varias veces hasta obtener finalmente algo 21 Gwen Kirkpatrick en su libro The Dissonant Legacy of Modernismo analiza la obra poética de Leopoldo Lugones y Herrera y Reissig y las relaciona a ambas con la vanguardia, estableciendo así una continuidad entre ambos movimientos.

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nuevo. Se trata de un intenso trabajo de modificación de lo ya dado; rasgo que ya reconocemos como característico de la estética modernista. A este respecto, la técnica del injerto aparece como insuficiente en la creación de lo nuevo. El narrador menciona el injerto como un procedimiento fallido que solo da lugar a «ejemplares monstruosos». Cabe recordar, cómo Martí, en «Nuestra América», menciona el injerto como solución, para obtener o lograr la identidad americana: injertar lo foráneo en lo autóctono americano. Pero según Lugones esta solución solo da lugar a monstruos, y solo afecta al exterior de la planta, sin modificar lo interior. En otras palabras, no es una transformación radical que abarque hasta lo más íntimo, la conformación interior de la planta. La combinación tampoco parece satisfacer al jardinero, se revela insuficiente, pues la violeta es un ser vivo; la combinación parece servir, como en el caso de «El origen de diluvio», cuando se trata de materiales inorgánicos, pero en el caso de la planta el método elegido e ideal para ella es la sugestión: «Bernardin de Saint Pierre lo puso en el buen camino, enseñándole cómo puede haber analogías entre la flor y la mujer encinta, supuestas ambas capaces de recibir por “antojo” imágenes de los objetos deseados» (Lugones, 1996: 191-192). Es interesante cómo el jardinero basa todas sus investigaciones en una obra de Bernardin de Saint Pierre, quien es más conocido como novelista que como naturalista. Desde el inicio del cuento se establece esta relación entre estética o literatura y la ciencia, se da una conciliación entre ambas disciplinas consideradas como opuestas. La forma parece ser fundamental desde un punto de vista cientificista, así como lo es desde el punto de vista estético. La preocupación por la morfología, la analogía entre fondo y forma y la analogía entre las especies naturales son muestra de este formalismo en la biología que tiene mucho en común con el formalismo en las artes. Nos dice el narrador: «Aceptar este audaz postulado, equivalía a suponer en la planta un mental suficientemente elevado para recibir, concretar y conservar una impresión; en una palabra, para sugestionarse con intensidad parecida a la de un organismo inferior. Esto era, precisamente, lo que había llegado a comprobar nuestro jardinero» (Lugones, 1996: 192). Concebir que la planta tiene capacidad de sugestionarse, de recibir impresiones y, por tanto, de poseer una mente o psiquis, incluso sentimientos, es una hipótesis o presunción arriesgada, pues nivela a los humanos con las plantas. Se trata de una hipótesis que está en consonancia con «Ensayo de

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una cosmogonía en diez lecciones», donde Lugones rechaza la exclusividad del intelecto en los seres humanos. Curiosamente este planteamiento «audaz» está muy acorde con las nuevas teorías sobre los animales, «animal theory» o los desarrollos filosóficos posmodernos, los cuales sostienen que la proclamada exclusividad del intelecto en los humanos es un modo de legitimación de la dominación del ser humano sobre el resto de los seres vivos. Según estas teorías, no habría un salto cualitativo entre los humanos y el resto de seres vivos, sino que habría diferencias de grado. Pero en «Viola Acherontia» se desarrolla una temática muy modernista, que es la modificación o alteración de la naturaleza. No se trata de seguir o de imitar la naturaleza, sino de corregirla. A este respecto, el modelo del artista es en cierto modo, el científico porque el científico no solo busca comprender y analizar la naturaleza, sino también controlarla, dominarla. Así, modificar o corregir la naturaleza es un modo de ejercer dominio sobre ella. Esta intervención sobre la naturaleza, hace que los límites entre lo natural y lo artificial se desdibujen. El símil o semejanza entre artista y científico se desarrolla detalladamente a lo largo de los cuentos de Las fuerzas extrañas. Para Lugones, lo invisible material que mueve el universo puede ser percibido por el artista y por el científico. Por otro lado, el científico al igual que el artista se ocupa de fenómenos que con frecuencia rebasan o están más allá de lo perceptible. En los procedimientos seguidos por el jardinero para crear la flor de la muerte, se trata de manipular la relación determinista entre medio y tipo, dominante en gran parte del siglo xix. Si bien en el cuento se “cree” en el determinismo natural/social, también se cree que este entorno puede ser modificado a su antojo y con ello se pueden manipular las características de un tipo vegetal en este caso. Esta manipulación o modificación supone la creación de algo nuevo. Dicho de otro modo, mientras que se acepta que el milieu o medio social/natural es determinante, se acepta también que el medio puede fabricarse. El jardinero de «Viola Acherontia» modifica el medio de la planta para modificar las características o el tipo de la violeta. Recuérdese cómo durante el Romanticismo, Domingo F. Sarmiento en Facundo sostiene que la pampa determina el tipo del gaucho22. La pampa aparece como algo 22 «D.F. Sarmiento parece ser el primer adaptador del género (costumbrismo) en la prensa de la América Austral. Basta leer algunos pasajes de la descripción del “paquete” —tipo de

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inmodificable, inmutable. Pero en el caso de «Viola Acherontia» se decide primero crear la flor de la muerte y para obtenerla se procede a toda clase de modificaciones del medio o entorno natural de la planta. En «Viola Acherontia» se procede a modificar la violeta no solo cambiando el medio o entorno natural, sino también ejerciendo un efecto en sus órganos internos, en su psiquis, es decir, modificando su interior. Lugones invierte la relación que Sarmiento establece entre planta-hombre. En vez de considerar a la planta como metáfora del hombre, como es el caso de Sarmiento, Lugones invierte este símil y trata a la planta como si fuese hombre o mejor dicho, mujer. Si el símil del hombre como planta implica adherir al determinismo del medio ambiente lo inverso, la planta como el hombre, significa liberar a la planta de tal determinismo y suponer en ella la capacidad de modificar o alterar su tipo. Su inteligencia y su psiquis le permitirían superar su dependencia al medio. Se postularía así su subordinación ya no al medio, sino al genio, artista o científico que puede romper o ir más allá de tal determinismo e imponer su propia ley o su propia voluntad. Así, hay un intento de superación del determinismo natural o del medio pero en realidad se trata de una modificación o enriquecimiento de tal noción de medio natural que abarca no solo lo instintivo, sino también lo intelectual/sensorial: «Mis violetas quedaban así, sometidas a influencias química y fisiológicamente fúnebres» (Lugones, 1996: 196), dice el narrador y añade:

dandy o de petimetre sudamericano— para ver hasta qué punto la moda de la fisiología implicaba una visión “organicista” del ser humano, pensada según los modelos de la historia natural. Después de haber indicado las condiciones del hábitat y del clima en que se desarrolla favorablemente la especie de los “paquetes”, con un humor satírico que recuerda mucho el de Larra al describir la planta denominada “faccioso”, el sanjuanino definía la organización del tipo y las influencias que el medio podía ejercer sobre su evolución al punto de poder cambiar ciertos caracteres heredados... Geoffroy Saint-Hilaire que, en oposición al fijismo de Cuvier, había admitido la idea de una mutabilidad de las especies —más restringida que en Lamarck, es cierto— le atribuía como causa el medio ambiente, único capaz de modificar los órganos y las funciones.... Larra es quien ha proporcionado a D.F. Sarmiento la idea de la metáfora humorística de la planta humana... Lo que prueba sobre todo la influencia de un texto sobre el otro es que la receta de fabricación es exactamente la misma: es la que consiste en situar el “tipo” evocado en el hipotético punto de encuentro zoológico de varios reinos (vegetal, animal) haciendo de él un hombre» (Salomon, 1984: 116).

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He mezclado a los narcóticos plantas cadavéricas. Algunos arum y orchis, una stapelia aquí y allá, pues sus olores y colores recuerdan los de la carne corrompida. Las violetas sobrexcitadas por su excitación amorosa natural, dado que la flor es un órgano de reproducción, aspiran el perfume de los venenos cadavéricos añadido al olor del cadáver mismo; sufren la influencia soporífica de los narcóticos que las predisponen a la hipnosis, y la megalopsia alucinante de los venenos dilatadores de la pupila (Lugones, 1996: 197).

La parte final del relato muestra cuáles son los resultados, inesperados, de este experimento. El jardinero no logra obtener la flor de la muerte, pero en cambio obtiene algo igual de prodigioso: «El ay humano es un grito de la naturaleza» (Lugones, 1996: 197), dice de improviso el jardinero. Esta parte del relato parece una cesura o corte con respecto a la anterior porque es donde se manifiesta lo fantástico del asunto. Este corte del relato separa la parte con pretensiones cientificistas de la parte maravillosa o fantástica; hace del jardinero excéntrico, un hechicero, «un perfecto hechicero de otros tiempos» (Lugones, 1996: 198). Si el prodigio parece poseer bases científicas, su resultado es muy semejante al de la magia negra. Esta separación muestra lo problemático del asunto, la frontera borrosa entre ciencia y magia. Desde el inicio del cuento se califica al jardinero como un hombre extraño y se sostiene que sus teorías no son «científicas». Al final del cuento se le califica de «hechicero», es decir, un personaje de la antigüedad que ha realizado algo prodigioso, pero sin seguir las reglas científicas. El ay de la planta abole las fronteras entre lo vegetal-animal y lo humano; mediante la tortura o el dolor es como se abolen estas fronteras entre los reinos. Esto supone, en cierto modo, una vuelta al origen donde no había fronteras o distinciones. En el cuento «Viola Acherontia» lo que es característico de lo humano, termina siendo característico de toda la naturaleza. El grito también se da en los animales, la manifestación del dolor es un fenómeno universal, se podría decir que estar vivo es sentir dolor. Pero asimismo algo fundamental: la inteligencia está asociada al dolor, a aceptar la inteligencia y la capacidad de sugestión de la planta, también se le reconoce su capacidad de sentir dolor. El dolor es, en este caso, una toma de posición ética (aunque esto queda ambiguo); las violetas lloran porque el científico-jardinero las regó con sangre de niño. Para el

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narrador este es un procedimiento usado por los hechiceros de la antigüedad y no un procedimiento científico. Si es dolor ético ante el crimen o el resultado de un procedimiento mágico, se deja en duda. La planta llora, muestra su capacidad de conmoverse y esto contrasta con la crueldad del jardinero; así se truecan las características de los seres: cuando se prueba la humanidad de las plantas, se pone de manifiesto también la inhumanidad del jardinero y la ambigüedad ética del narrador que duda en denunciar a aquel jardinero, porque tiene curiosidad por si este podrá lograr crear la «flor de la muerte» que se ha propuesto. La sugestiva reflexión acerca de las fronteras borrosas entre planta y hombre, y animal y hombre, que plantea Lugones en relatos de Las fuerzas extrañas como «Viola Acherontia» e «Yzur» (tal vez el cuento más célebre y estudiado de este libro) van a ser llevadas aún más lejos en los cuentos de Horacio Quiroga que estudiaremos en nuestro siguiente capítulo.

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HORACIO QUIROGA: ANIMALIDAD, LOCURA Y MUERTE

Horacio Quiroga ha sido considerado por la mayoría de la crítica como un escritor bisagra entre el modernismo y el regionalismo; esta posición explica en parte la riqueza de perspectivas o visiones que Quiroga nos ofrece de la naturaleza. Irmtrud König sostiene que en la narrativa de Quiroga podemos encontrar reminiscencias románticas y naturalistas de la naturaleza, visiones utópicas, así como anuncios del regionalismo: A diferencia de los románticos, Quiroga no crea universos cerrados en que la naturaleza aparece bajo una perspectiva idealizada. Dicho de otro modo, en su visión coexisten la transfiguración romántica de la naturaleza salvaje y virgen que incita a la aventura, la proyección utópica de un mundo intacto en que hombres y animales conviven en armonía, la mirada del naturalista formado en el positivismo y la mirada adámica que necesita nombrar los descubrimientos de un mundo nuevo, y, finalmente, la perspectiva del “intelectual de la ciudad” que descubre que en esta realidad existe también la barbarie, la ignorancia y la explotación despiadada de sus habitantes (König, 1984: 233).

Según Cristóbal Pera, Quiroga es «uno de los primeros escritores hispanoamericanos que refleja el confrontamiento del hombre con las fuerzas de la naturaleza americana» (Pera, 1997: 169). El mismo crítico sostiene que el interés de Quiroga por la selva manifiesta un agotamiento de la ciudad y notoriamente de París como tópico o ideal que él compartía con los modernistas y la búsqueda de una nueva dirección en su quehacer literario. Esto implica también una transición del cosmopolitismo modernista al nacionalismo de la novela de la tierra o regionalismo. Sin embargo, en este capítulo queremos examinar con mayor detenimiento el aporte de Horacio Quiroga a la representación de la naturaleza, no solo como síntesis o caleidoscopio de distintos movimientos literarios

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anteriores o posteriores a él, sino lo que hace de esta representación algo propio, único de este escritor y que lo distingue tanto del modernismo como del regionalismo. Habría también que señalar que la mayoría de críticos solo considera a Quiroga como predecesor de la novela de la tierra, pero no se detiene a considerar la influencia del modernismo en su representación de la naturaleza. Hay un dato bien conocido de la historia literaria que muestra que la selva de Misiones de Quiroga fue también fuente de inspiración para un modernista como Leopoldo Lugones. En efecto, en 1903, el Ministerio de Instrucción Pública encomendó a Lugones el estudio de las ruinas de San Ignacio y Quiroga formó parte de esta expedición como fotógrafo. Fruto de esta expedición a Misiones, Lugones escribió en 1904 El Imperio Jesuítico. Así describió Lugones el territorio de Misiones: La comarca se brindaba a primera vista para la fundación de un vasto imperio. Desde su geología hasta su habitante, todo mostraba caracteres uniformes. Sobre las areniscas rojas, sincrónicas con el período cretásico al parecer, y en todo caso muy antiguas, un vasto derrame de basalto imprimió al terreno su fisonomía actual... Abundan también los lechos de cuarzo cristalino y aun agatado, aunque éste menos común, predominando la misma roca en los cantos rodados de los ríos. Las cornalinas y calcedonias que suele hallarse entre éstos, deben provenir de las sierras brasileñas, pues su pequeñez indica lo largo del camino que han debido recorrer; pero éstos son ya detalles geológicos (Quiroga, 1981: 103).

Esta descripción de Misiones consiste en el análisis y la enumeración de los componentes minerales del territorio, además de un interés por la antigüedad de tales componentes. La geología es la disciplina en la que Lugones se basa para hacer tal descripción. Su interés por los elementos minerales que componen el territorio de Misiones recuerda a los cuentos de Las fuerzas extrañas como «El origen del diluvio» o «Ensayo de una cosmogonía», que sostenía que la creación del cosmos se basaba en la combinación de catorce elementos primordiales. En El Imperio Jesuítico, Lugones describe los elementos primordiales del territorio de Misiones, que pueden explicar en cierto modo la razón por la cual fue erigido en este lugar el imperio de los jesuitas. Su descripción de la naturaleza vegetal y animal de Misiones también merece citarse:

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Del propio modo que en las comarcas del Brasil y del Paraguay, situadas a igual latitud, el bosque no es continuo en la región misionera. La gran selva se inicia con manchones redondos, que tienen ya toda su espesura, pero faltan todavía algunas plantas más peculiares, como los pinos y la yerba, cuya aparición señala el comienzo de los bosques continuos (Lugones, 1981: 108) Los escasos claros, redondeados por la expansión helicoidal de los ciclones, o las sendas que cruzan el bosque, permiten distinguir sus detalles. Admirables parásitas, exhiben en la bifurcación de los troncos, cual si buscaran el contraste con su rugosa leña, elegancias de jardín y frescuras de legumbre. Las orquídeas sorprenden aquí y allá, con el capricho enteramente artificial de sus colores; la preciosa “aljaba” es abundantísima, por ejemplo. Líquenes profusos, envuelven los troncos en su lana verdácea. Las enredaderas cuelgan en desorden como los cables de un navío desarbolado, formando hamaca y trapecios a la azogada versatilidad de los monos; pues todo es entrar libremente el sol en la maraña, y poblarse ésta de salvajes habitantes. Abundan entonces los frutos, y en su busca vienen a rondar al pie de los árboles, el pecarí porcino, la avizora paca, el agutí de carne negra y sabrosa, el tatú bajo su coraza invulnerable; y como ellos son cebo a su vez, acuden sobre su rastro el puma, el gato montés elegante y pintoresco, el aguará en piel de lobo; cuando no el jaguar, que a todos ahuyenta con su sanguinaria tiranía (Lugones, 1981: 110-111).

La naturaleza es descrita por Lugones resaltando principalmente sus calidades estéticas e incluso geométricas, el interés por la forma de las plantas y su consideración por el aspecto eminente visual. La naturaleza es un espectáculo de formas y colores muy estilizado: la «expansión helicoidal de los ciclones», la «bifurcación de los troncos» muestran que el narrador halla placer en describir las plantas como objetos bellos y complicados, como ornamentos. Las plantas poseen en su conjunto «elegancias de jardín y frescuras de legumbre». La naturaleza de Misiones en última instancia es semejante a un gran jardín y es considerada también en su aspecto más sensual, como algo que puede ser consumido, como legumbre. La selva de Misiones que encontramos en Quiroga difiere en mucho de la de Lugones. Es posible hacer la comparación entre los numerosos cuentos que Quiroga dedicó a Misiones y la descripción de Lugones en El Imperio Jesuítico. Sin embargo, para que la comparación sea más certera, vamos a

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cotejar esta descripción de Lugones con un artículo que Quiroga escribió acerca de esta expedición a Misiones que hizo con Lugones. En este artículo, titulado «El sentimiento de la catarata», Quiroga establece una escisión entre una visión objetiva, distanciada de la catarata y una visión más bien subjetiva, personal y cercana de ella. Entre ambas visiones hay un abismo, en otras palabras, no hay conciliación o síntesis posible. Sin embargo, Quiroga no establece una jerarquía entre ellas, pareciera que para él ninguna es más válida que la otra, pero sin duda, la visión interior, subjetiva de la naturaleza está reservada solo para algunos elegidos, mientras que la visión objetiva de la naturaleza es la más común o general. En «El sentimiento de la catarata», Quiroga comienza describiendo la catarata de Iguazú con una visión externa, objetiva: En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el río Iguazú debe salvar un desnivel de 800 metros. Como se trata de una gran masa de agua de velocidad normal, y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota (Quiroga, 1981: 314).

La mirada objetiva es la que puede aprehender de algún modo la totalidad de la catarata, pero la totalidad se aprehende en detrimento de la cercanía, la visión de la totalidad es distanciada, o mejor dicho, es preciso estar a una gran distancia para poder tener una visión total de la catarata. Como nos dice el autor: «La catarata no puede ser apreciada en todo su conjunto sino desde mil metros de distancia. Ofrece desde allí el aspecto de una pesadísima cortina de agua, rasgada a trechos por negros pilares de basalto» (Quiroga, 1981: 314). Esto muestra que una mirada más afín a la científica es la que puede dar cuenta de la totalidad, desplazando así la mirada «sublime» de la naturaleza, que tenía la misma pretensión de mostrar o representar la totalidad. La visión objetiva de la catarata es una visión cuantificada o de la cantidad, mide magnitudes, distancias y se caracteriza también por ser pragmática o utilitaria, no únicamente contemplativa, siempre hay un motivo ulterior a la pura contemplación. En este caso, se habla del proyecto de utilizar la fuerza de la catarata para extraer energía necesaria para el país.

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La instalación de usinas hidroeléctricas destinadas a aprovechar esta fuerza no se hará —cuando se haga— al pie mismo de las cataratas, sino siete kilómetros más abajo, para aprovechar de este modo los nueve metros adicionales de desnivel. El costo de la instalación, canalizaciones y usinas complementarias es, hoy por hoy, superior a su rendimiento. Por lo cual —terminan nuestros informantes— no es aconsejable, por el momento, emprender dicha obra (315).

Luego de describir la catarata en términos principalmente cuantitativos y utilitarios, el narrador hace una transición antes de describir la catarata de un modo completamente diferente. Esta es la visión externa y lejana, volvemos a repetirlo, de las cataratas del Iguazú, y es la que percibe el turista desde el belvedere consagrado por el uso. Cosa muy distinta es afrontarlas a su mismo pie, y es allí donde únicamente se adquiere el sentimiento de las grandes caídas de agua (315).

Quiroga opone una visión distanciada de la catarata, calificada de visión de turista, a una visión muy cercana, que es considerada como una confrontación con la catarata, es decir, una lucha. Esta visión cercana es la única que da acceso a lo que Quiroga llama «el sentimiento de la catarata». La visión subjetiva, interior de la catarata de Quiroga no es asimilable a la visión interior de los modernistas, la cual es una visión más analítica e intelectualizada de la naturaleza. Si la visión interior de la naturaleza en Lugones supone en última instancia una mirada que descompone la naturaleza ya sea en sus elementos minerales o en sus cualidades eminentemente formales, estéticas, para Quiroga la visión subjetiva de la catarata es más bien una experiencia de aventura y riesgo. Al paisaje radiante, soleado que percibe el turista o el observador distanciado y cómodo, Quiroga opone su percepción de la catarata desde dentro: «En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragorosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes» (Quiroga, 1981: 315). La visión de cerca de la catarata no está restringida a lo visual, sino que afecta a todo el cuerpo de los observadores, estremece sus carnes y los hace temer por sus vidas. Para Quiroga, es una visión de la naturaleza o de la catarata como un infierno, un espectáculo oscuro, sombrío y peligroso, una visión que deja a Quiroga

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y Lugones «náufragos y maltratados», en otras palabras, afectados hasta lo más íntimo y despojados de toda protección o resistencia contra esta fuerza de la naturaleza. Sin embargo, lo que se les revela en esta visión interior de la catarata es «un paisaje de la era primaria, rugiente de agua, huracán y fuerzas desencadenadas era lo que la gran catarata ocultaba al apacible turista del plano superior» (Quiroga, 1981: 316). Concluye Quiroga: «Satisface el alma haber adquirido en aquel caos de otras épocas el verdadero sentimiento de las cataratas» (316). El sentimiento de la catarata es esta experiencia o visión de un paisaje que pertenece a la pre-historia y que permite contemplar el caos originario. En cierto modo, es una búsqueda de los orígenes o de lo primitivo, similar a la que hemos visto cuando Martí relaciona el ornamento con lo primitivo o con los albores del arte, cuando Lugones describe su cosmogonía personal en «El origen del diluvio» y cuando describe los minerales que conforman el territorio de Misiones, atribuyéndoles una antigüedad que data del cretácico. En cierto modo, la experiencia de la naturaleza está relacionada con la experiencia de un tiempo anterior, que implica una nostalgia por el pasado y un deseo de entrever el caos originario. Esto conviene remarcarlo porque, según Walter Benjamin, en sus estudios sobre Baudelaire y en particular en sus comentarios sobre el famoso soneto de las «Correspondencias» del poeta francés, la naturaleza es una imagen del pasado o de la nostalgia por el pasado: Las correspondencias son las fechas de la reminiscencia. No son fechas históricas, sino fechas de la prehistoria. Lo que hace que los días festivos sean grandes e importantes es el encuentro con una vida anterior. Baudelaire lo consignó así en el soneto titulado La vie antérieure. Las imágenes de grutas y plantas, de nubes y olas, que evoca el comienzo del segundo soneto se alzan del vaho caliente de las lágrimas, lágrimas que lo son de la nostalgia... Lo pasado murmura en las correspondencias; y la experiencia canónica de éstas tiene su sitio en una vida anterior (Benjamin, 1998: 155-156).

La nostalgia por el pasado es una de las experiencias de la modernidad, lo pasado como algo irrecuperable. Esta experiencia según el mismo Benjamin, es también la que inspira a Proust, pero este con sus lecturas de Bergson es

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capaz de trascender esta obsesión por lo pasado1. De este modo, el sentimiento de la catarata que Quiroga halla está relacionado con la experiencia modernista de la naturaleza y la experiencia de la literatura de fin de siglo desde Baudelaire hasta Proust. Algunos críticos se preguntan qué es lo que va a buscar Quiroga en la selva de Misiones2. Quizás Jorge Lafforgue nos ofrece una interpretación más acorde con lo que hemos señalado anteriormente. Según Lafforgue, para Quiroga, ir a Misiones supone volver a un tiempo pasado, no sería pues una ida a Misiones, sino un regreso o una vuelta a un lugar y a un tiempo anteriores, porque, como este crítico remarca, Quiroga 1 Walter Benjamin dice acerca de la relación entre Proust y Bergson: «Si damos crédito a Bergson, es la presentización de la “durée” la que alivia al alma del hombre de la obsesión del tiempo. Proust mantiene esta creencia y forma en ella esos ejercicios en los que a lo largo de su vida entera saca a la luz lo pretérito, saturándolo de todas las reminscencias que se le han entrado por los poros mientras permanecía en lo inconsciente. Proust fue un lector incomparable de Les fleurs du mal, porque se percató de lo que en esta obra le estaba emparentando. No hay familiaridad con Baudelaire que no quede abarcada por la experiencia que de él tuvo Proust. «El tiempo —dice Proust— está en Baudelaire desmembrado de manera extraña; son escasos los días que se abren; y son frecuentes giros como “una tarde”. Esos días importantes son, para hablar con Joubert, días del tiempo de la consumación. Son días de la reminiscencia. No están señalados por ninguna vivencia. No se unen a los restantes, sino que más bien se destacan del tiempo. Lo que constituye su contenido ha sido fijado por Baudelaire en el concepto de “correspondances”. Esta se alinea de manera inmediata junto al de “belleza moderna”» (Benjamin, 1998: 154). 2 La selva puede ser interpretada como el espacio de la alteridad con respecto a la ciudad, o, por el contrario, como su reflejo. Las lecturas que proponen una lectura principalmente literaria interpretan a la selva como espacio por descubrir o explorar. Cristóbal Pera, como hemos dicho, sostiene que la selva constituye un espacio nuevo, virgen frente a la ciudad, e implica por ello una renovación o intento de superación del modernismo. Las lecturas más sociológicas, como la de Ángel Rama, sostienen que la naturaleza es un reflejo de la ciudad moderna, con sus mismas contradicciones y problemas. Leónidas Morales sostiene, por ejemplo que la naturaleza en Quiroga no es la alteridad sino que es un reflejo de la ciudad y, a pesar de que Quiroga se interne en Misiones, siempre conserva en él, la mirada de hombre civilizado y moderno. Acerca del cuento «La cámara oscura» en la cual un hombre va de Misiones a Buenos Aires y regresa enfermo, el crítico dice: «Pero si de aquí alguien quisiera sacar la idea de un Quiroga que se traslada de Buenos Aires a Misiones porque percibe en la naturaleza un reducto saludable que lo aparta y lo preserva del virus diseminado en el espacio urbano por la sociedad industrial naciente, estaría por completo en un error. La naturaleza no tenía ya nada de saludable... El mal es el mismo» (Morales, 1983: 91).

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estuvo expuesto a la cercanía de la naturaleza desde su infancia. Quiroga nació en el Salto, una ciudad muy cercana a la frontera con Brasil y con un monte cercano y pasó varias vacaciones en Brasil, en el departamento de Artigas (Lafforgue, 1990: 80). Por ello concluye Lafforgue: En definitiva: el viaje a Misiones de 1903 no es el camino a Damasco; no hay un escritor urbano alumbrado por el rayo que cae repentinamente en medio de un paisaje voraz, arcaico e ignorado. Quiroga no hace entonces más que redescubrir su infancia: «El hombre regresa a la selva: su modo de ser, de pensar y obrar, lo ligan indisolublemente a ella», escribe en 1932, y hubiese podido concluir sin traicionarse: «(...) a ella, desde siempre». Por eso, la selva misionera ha de encaminar definitivamente su escritura, alumbrando las claves de su obra (Lafforgue, 1990: 80-81).

Sin embargo, si bien la ida de Quiroga a Misiones es un modo de reminiscencia, una nostalgia por el pasado, hay otros sentimientos que despiertan la selva de Misiones en Quiroga que no son reducibles a la nostalgia o al primitivismo, como lo son la pasión por el riesgo o la aventura y el horror por la naturaleza ominosa. Una de las características que distingue a Quiroga de los modernistas es que la naturaleza deja de ser solo un espectáculo estético o un objeto de contemplación desinteresada. En sus cuentos la selva se convierte en itinerario o ruta o un lugar en el cual se vive antes que un lugar o espacio bello o pintoresco. La relación de los personajes de Quiroga con la selva no puede ser en ningún caso «desinteresada», es una experiencia vital, que abarca todos los sentidos no solo la vista y que implica una verdadera inmersión en la naturaleza, ya que entre los personajes de Quiroga hay muchos que viven y colonizan Misiones. Por ello, la estética del paisaje o de la naturaleza en Quiroga es una estética que difiere de la kantiana, la cual es eminentemente visual, contemplativa y tiene más en común con lo que Mathieu Kessler llama una «estética de la impureza». Kessler critica la estética kantiana debido a que «ésta desatiende la diferencia entre el mundo real, en sus determinaciones estesiológicas múltiples, y el mundo virtual de la representación o la imaginación (...) su imagen lo único susceptible de apreciación estética, está liberada de las relaciones físicas, morales y sociales» (Kessler, 2000: 35). La «estética de la impureza» que propone Kessler es una estética que considera el paisaje no solo como imagen, sino que toma en cuenta las

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«sensaciones corporales y sentimientos morales» (Kessler, 2000: 37) que se dan en el contacto con la naturaleza. La estética de la impureza es la estética del viajero, la que Kessler resume de este modo: «La estética del viajero no es desinteresada (...) Con el viajero, el paisaje echa carnes, se arraiga en materia viva, dinámica y abigarrada, susceptible de múltiples transformaciones» (Kessler, 2000: 35). Las cualidades superficiales y formales de la selva de Misiones son rechazadas por Quiroga para dar paso más bien a una descripción de la selva que renuncia a ofrecer una visión panorámica de la selva, pero que nos la muestra de modo bastante restringido, solo a través del punto de vista exiguo, fragmentario de sus personajes. A este respecto, la selva tampoco se convierte en un espectáculo sublime porque el narrador renuncia a la totalidad y a la trascendencia; en este sentido, Quiroga va más allá de lo sublime como categoría estética. Esto también tiene mucho en común con lo que Kessler sostiene acerca de la estética del viajero. Dicha estética está en contraposición a la del turista, la cual se contenta con tener una aprehensión puramente visual de la naturaleza y del paisaje, y de reducir la naturaleza a pura imagen. Bajo esta perspectiva, lo sublime vendría a ser la culminación de este acercamiento puramente visual a la naturaleza. Un paseo apresurado, cuya finalidad sea la contemplación del «mejor» punto de vista, del panorama más completo de la región, es la representación típica del turista (...) El caminante más experimentado, menos ingenuo, sabe que la totalidad de los puntos de vista sólo podría ser reunida por un entendimiento divino, una mónada infinita, punto de vista de todos los puntos de vista, una mónada de todas las mónadas. Esta es la razón por la que, según el viajero, todas las cosas pertenecen a una mirada fragmentaria, cambiante y finita. A la sublimidad matemática o dinámica del espectáculo de la naturaleza que se extiende hasta donde alcanza la vista, prefiere el modesto paisaje: un horizonte lo bastante amplio pero delimitado, a la medida de su intuición y de sus fuerzas, de su visión y de sus piernas (Kessler, 2000: 36).

Quiroga está interesado en explorar cómo la selva afecta de modo doloroso al ser humano y llega a transformarlo de modo irreversible; por ello, explora el lado oscuro de la selva y el de la psique humana. Buscar una conexión con la selva o una relación más cercana con ella supone someterse a sus leyes infernales. La selva no es un objeto, sino un mundo en el que el

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hombre está inmerso y que termina por dominarlo; no hay distancia «estética» entre el hombre y la selva. En su cuento «La miel silvestre», incluido en Cuentos de amor, locura y muerte (1917), Quiroga muestra el contraste entre una mirada o apreciación que podríamos llamar estética de la selva y una relación vital con ella3. Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad, como fuente de dicha y sus peligros como encanto. Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla (Quiroga, 1981: 59).

En el inicio del cuento, Quiroga narra cómo sus dos primos debido a sus aficiones literarias, deciden irse al monte para vivir allí primitivamente. Nuevamente se nos confiesa que el deseo de ir al monte revela una nostalgia por el origen y por una vuelta a lo primordial o lo primitivo. El bosque también está relacionado con la libertad, la aventura, la felicidad; todos estos valores han sido aprendidos por la lectura de Julio Verne y no por el contacto directo con la selva. Esto implica que su relación con la selva es puramente libresca, abstracta y no tiene sede o fundamento en la experiencia. La naturaleza es concebida como un baluarte o refugio de los valores que la burguesía niega o reprime y como la promesa de una vida libre, desprovista de ataduras. Sin embargo, esta visión de la vida en la selva, tomada de la literatura, es puesta en duda e ironizada por Quiroga. Esto supone una velada crítica a la representación de la selva en cierta clase de literatura, la de aventuras o de consumo masivo. Los primos del narrador olvidan llevar al monte lo esencial, que son las armas para poder cazar. La relación con la selva solo se puede dar por 3 Cristóbal Pera sostiene que, en «La miel silvestre», «la naturaleza no aparecerá como la fuerza regeneradora que se opone al poder destructivo de la gran ciudad, sino como un espacio que consume tanto como el espacio urbano» (Pera, 1997: 175).

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medio de la escopeta y los anzuelos, en otras palabras, por la caza o exterminación de los animales; por ello, antes que una experiencia de libertad, la selva es sobre todo una experiencia de supervivencia. La aventura con final feliz de sus primos sirve de introducción a la narración principal, que por el contrario es terrorífica y trágica porque Misiones, como dice el narrador, «no es un bosque dominguero» como en el que se perdieron sus primos, «las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot» (Quiroga, 1981: 59). La marca del narrador «aquí en Misiones» enfatiza el hecho de que el cuento está narrado o escrito en el espacio salvaje, es decir, se trata de una mirada interior de la selva y no la mirada y la narración de un forastero o de un turista. Gabriel Benincasa, el protagonista de «La miel silvestre», es un estudiante de contaduría pública, que siente de improviso «un fulminante deseo de conocer la vida de la selva» (Quiroga, 1981: 59). Este deseo de ir a la selva se compara con el de un soltero juicioso que tiene una noche de orgía antes de su boda. La orgía, así como la ida a la selva, estarían dentro de una economía basada en la depense, en el gasto inútil, es decir, una actividad que rompe de modo momentáneo con la vida y economía burguesas. «Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje con sus famosas stromboot» (Quiroga, 1981: 60). El narrador opone implícitamente dos espacios: el de la ciudad y el de la selva; la ciudad donde él vive una vida conforme a la economía burguesa, se diría mecanizada, y la expectativa de tener una vida intensa en la selva de Misiones. Benincasa busca una experiencia que sea pura sensorialidad, que lo haga sentir al extremo, pero que sea transitoria y no afecte de modo duradero a su vida, ni la transforme. Benincasa identifica la vida intensa con la vida de colonizador; sus botas stromboot son un artículo de lujo en la selva, son el símbolo de la vida de colonizador que él quiere emular. Pero su preocupación por evitar tener arañazos en las botas «y sucios contactos» muestra hasta qué punto quiere salir intacto de esta experiencia en la selva, no quiere ensuciarse con ella. Benincasa aún quiere mantener distancia con la selva, no sufrir una inmersión en ella.

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Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires francos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado (Quiroga, 1981: 60).

El bosque para Benincasa es «una inextricable maraña». El bosque parece un laberinto o caos, una confusión que no puede ser aprehendida, comprendida o interpretada por Benincasa. Esta visión del bosque produce en el personaje una profunda desilusión. Benincasa tal vez esperaba tener una visión privilegiada del bosque, esperaba ver un paisaje o una vista que le permitiera aprehender el bosque en su totalidad. Sin embargo, esta visión de cerca del bosque lo deja confundido, pues más que revelar algo del bosque, más bien es una visión enigmática, que él es incapaz de descifrar. Benincasa está en busca de fieras a las cuales cazar, pero las fieras que aparecen en el cuento no son las que él espera: Llegaron éstas a la segunda noche- aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino. —¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso. —¿Qué hay, qué hay?- preguntó echándose al suelo. —Nada... Cuidado con los pies... La corrección (Quiroga, 1981: 60).

El término corrección requiere de una explicación del narrador, lo cual implica que esta palabra designa una realidad distinta o entes de los que la vida civilizada carece. La corrección es una hormiga negra, que es descrita por el narrador de este modo: «No hay animal por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente (...) una vez todo devorado, se van. No resisten, sin embargo, a la creolina, o droga similar» (Quiroga, 1981: 60). En Misiones, lo diminuto es lo más terrible, aquello que precisamente no se ve a simple vista. Hay una inversión de jerarquías, lo diminuto o invisible constituye el mayor peligro. Esta es otra muestra de que lo pequeño, lo insignificante, en

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otras palabras, el detalle es lo fundamental o esencial en el paisaje de la selva. Benincasa se caracteriza por no poder percibir esta «realidad oculta de la selva», realidad diminuta, invisible para él. «La corrección», el apelativo de las hormigas, es curioso, porque el movimiento estético al que perteneció Quiroga en su juventud, es decir, el modernismo, tenía como una de sus metas la corrección o modificación de la naturaleza, al igual que otros movimientos finiseculares como el decadentismo o el simbolismo. Por ello, las hormigas, de algún modo, cumplen el programa estético modernista de corregir la naturaleza. Pero ya se ve que esta «corrección» supone el exterminio o destrucción de aquello que corrige, algo muy semejante a lo que pasa en las narraciones de Lugones, como en «Yzur», por ejemplo, donde el mono muere debido a las ansias de su dueño de «mejorarlo» o corregirlo. Pero en «La miel silvestre» no es el hombre quien corrige o trata de mejorar la naturaleza, sino que es a la inversa, la naturaleza no se muestra benigna ni subordinada al hombre, en vez de sufrir el ímpetu progresista del hombre de «mejorarla», lo destruye. Vemos también otra diferencia fundamental con respecto al modernismo: si Lugones hallaba en lo sublime, en lo otro incognoscible, la fuente del horror y de lo fantástico, en Quiroga, en cambio, el horror se halla en lo cotidiano, en la selva, un espacio que no es «inventado» o que no es producto del arte y de la imaginación del poeta. Tampoco el horror o el peligro se halla en lo colosal o monstruoso, sino, como hemos dicho, en lo diminuto. Si en Lugones lo sublime y el horror estaban relacionados, en Quiroga lo terrible no posee características sublimes porque sus personajes están inmersos en la selva, no hay nada trascendente, la selva más bien es la experiencia de la inmanencia. La muerte no lleva hacia un más allá, sino que constituye un límite, no la abolición de límites o fronteras como en el caso de lo sublime. Pero en su primer encuentro con las hormigas, Benincasa no se da cuenta de ellas si no fuese porque su padrino lo despierta y le hace saber de su presencia. Benincasa solo atina a decir: «¿Qué hay? ¿Qué hay?», una pregunta que muestra la incapacidad del protagonista de ver o percibir los entes que pueblan la selva, pero también queda evidente que su alienación del medio es completa. Esto también es notorio cuando va solo a explorar la selva. Cuando Benincasa va al día siguiente de la aparición de las hormigas, tampoco encuentra nada: «De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi» (Quiroga, 1981: 61).

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La antítesis absoluta entre lo que hay en la selva, «bullente vida tropical», y lo que el personaje encuentra, «teatro helado», es notoria. El narrador contrasta la vida bullente, radiante de la selva y lo poco que Benincasa puede ver de ella. El «teatro helado» alude también a la mirada estética que Benincasa dedica a la selva, cuando es necesario más bien mirar de otro modo, mirar a la selva de un modo que rebase o vaya más allá de lo meramente estético. Benincasa solo puede percibir de la selva lo aparente, el arte y lo frío. Benincasa tiene, pues, una mirada o apreciación «estética» de la naturaleza; este acercamiento fracasa porque al percibir o contemplar la selva como «teatro», nada puede oír o percibir. Al no encontrar ninguna fiera para cazar, Benincasa encuentra un panal de miel y, al ver a las abejas sin aguijón, las considera inofensivas y toma la miel. Después de un momento, empieza a tener visión borrosa y mareos: Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje (...) Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban. —¡Es muy raro, muy raro, muy raro!— se repetía estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto. —¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado! (Quiroga, 1981: 62)

La muerte de Benincasa es un proceso lento que se caracteriza por la pérdida paulatina de sus facultades corporales y mentales. Primero siente mareo y posee una visión alucinada de la selva, luego comprueba la parálisis de sus miembros, por fin se da cuenta de la causa de ambos síntomas y toma conciencia de su muerte inminente. La vida intensa que fue a buscar en la selva se manifiesta en el horror que siente de morir solo y en un lugar extraño, en otras palabras, aislado y alienado de su medio: «Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa» (Quiroga, 1981: 62). Benincasa se refiere a las hormigas, que lo van a devorar como «eso negro que invade el suelo». Hasta el último momento, Benincasa percibe de un modo confuso, vago las criaturas de la selva; «eso negro» implica una grave

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ignorancia de los seres de la selva y es debido a ella por lo que Benincasa muere. Su incapacidad de interpretar los detalles, lo insignificante ocasiona su muerte. El narrador revela que «el dejo a resina» es indicio de las propiedades narcóticas de la miel, un dato que Benincasa, como hombre de la ciudad, ignoraba. En este cuento resulta evidente que la naturaleza se aprehende por detalles, no como paisaje. Para sobrevivir en la selva es necesario ser capaz de descifrar indicios, lo que recuerda al «rastreador» de Sarmiento, quien es capaz de descifrar indicios y por simples trazos obtener información valiosa (Quiroga, 1981: 83). La naturaleza no se puede aprehender como escenario o paisaje, pues antes que ser una presencia, algo que se manifiesta de modo patente o evidente, la naturaleza se manifiesta en este cuento como indicio, como trazo o como rastro que ha de ser interpretado. El detalle, los indicios o trazos se relacionan aquí no solo con el saber, sino con el azar, porque en última instancia hay detalles que no pueden ser descifrados o no son percibidos. La multitud o infinitud de detalles o indicios que han de ser considerados rebasan la capacidad incluso de los hombres más experimentados, haciendo de lo azaroso y de lo impredecible algo inminente, inevitable. Octavio Paz sostenía que el culto por el lujo y lo raro del modernismo encubría una estética nihilista (Paz, 1969: 23). El nihilismo de Quiroga, sin embargo, se traslada a la naturaleza. Quiroga renuncia tanto al mejoramiento de la naturaleza como a su trascendencia: ya no la admira, como los románticos ni la modifica, como los modernistas. Según Paz, «el modernismo canta el incesante advenimiento del ahora» (23). Esta pasión por el presente hace a los modernistas precisamente modernos, pero también nihilistas, porque más allá de este ahora no hay nada, celebran un tiempo vacío, «su tiempo marca el paso, corre y no se mueve» (23). En los cuentos de Quiroga, en cambio, hay una imposibilidad de vivir en el presente, la mayoría de sus personajes viven en un estado de angustia y zozobra permanente, a la expectativa siempre del instante siguiente. Esto se debe a su concepción de la vida como riesgo permanente y de la muerte como algo inminente e intempestivo. En la narrativa de Quiroga, más allá de esa experiencia del riesgo, en la que consiste la vida en Misiones, o de la muerte, no parece haber nada. Esta pasión por el riesgo, la aventura y el juego o por las apuestas se basa en la búsqueda

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de emociones para llenar un vacío vital o hastío4. Esto ya había sido remarcado por los literatos y filósofos desde el Romanticismo: «Dans son approche philosophique, Madame de Staël voyait dans l’ennui et le poids de la vie le motif de la passion du jeu, du gout du risque» (Lombardo, 2005: 209). El gusto por el riesgo que se da en la narrativa de Quiroga también revela un ansia desmedida por el futuro y un deseo de desafiarlo: Le vrai désespoir du joueur n’est pas la catastrophe réelle, sa ruine physique et morale, mais cette impossibilité de vivre dans le présent, cette soif jamais apaisée d’un futur, cette torture de vivre dans un temps qui est toujours déphasé, une attente constamment renvoyé- l’instant tendu a l’infini et puis le précipice, cette lassitude de Sisyphe, cet effort toujours à recommencer, sans fin» (Lombardo, 2005: 212).

Si habíamos dicho que la selva de Misiones es un espacio de reminiscencia, de vuelta a lo primitivo y nostalgia por el pasado, nos encontramos ahora con esta pasión por la emoción y el riesgo que apuntan más bien hacia el futuro. Estas pasiones contradictorias las encontramos no solo en Quiroga sino también en los modernistas, quienes también se hallaban desgarrados entre un culto por el presente y una nostalgia por el pasado, y del mismo modo, en el poeta moderno por excelencia, Baudelaire. Las aventuras y los riesgos que corren los personajes de Quiroga son generalmente experimentados en completa soledad. En sus cuentos se remarca la soledad, el aislamiento del hombre en el medio natural, su completa impotencia frente a lo que le rodea y frente al azar, lo fortuito o lo circunstancial. No se recurre, como en el naturalismo, al determinismo natural o social para explicar el comportamiento de sus personajes. A este respecto, Quiroga sigue siendo un decadentista porque defiende el subjetivismo y el individualismo

4 «Madame de Staël dégage ainsi le motif qui serait la base de toutes les passions humaines: l’envie de se sentir ému. Il faut déjà être une femme du xixe siècle et ressentir le poids de l’ennui, le sentiment du vide, de meubler l’existence par des sensations fortes. L’émotion fait oublier la difficulté de vivre» («Madame de Stael el motivo que sería la base de todas las pasiones humanas: el deseo de sentirse conmocionado. Hay que ser una mujer del siglo diecinueve y sentir el peso del hastío, el sentimiento del vacío, de llenar la existencia por sensaciones intensas. La emoción permite olvidar las dificultades de la vida») (Lombardo, 2005: 207).

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frente a la ideología determinista del naturalismo, que tiene más bien un acercamiento al hombre como tipo social, no como individualidad. En uno de los cuentos más conocidos de Quiroga, «El hombre muerto», se remarca la sensación de aislamiento y alienación del hombre con respecto a la selva, su medio natural. Un hombre resbala y cae sobre su machete, un accidente, una torpeza ocasiona su muerte y no el determinismo social y natural. Se muestra la desconexión entre el accidente que sufre el hombre y el medio que le rodea. El hombre va a morir, pero a su alrededor todo sigue igual: Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere (Quiroga, 1981: 192).

La muerte solo es trascendente para aquel que la padece porque el medio que le rodea no sufre ningún cambio, y aparece como algo cotidiano, se diría trivial. La palabra nada se repite obsesivamente en esta experiencia de la muerte; el vaciamiento de significado implica también el vaciamiento vital, la muerte, y la nada supone la pérdida de relación o conexión con todo aquello que le rodea, incluso con su familia. La muerte implica la completa disyunción del hombre con respecto a su ambiente, que supone una cierta clase de trascendencia, como revela el pasaje final del relato, donde el hombre se separa también de su cuerpo y puede «verse» yaciendo en el suelo: «Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar por él construido (...) puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla- descansando, porque está muy cansado» (Quiroga, 1981: 193). A diferencia de los cuentos de ultratumba de Lugones donde la muerte del protagonista estaba acompañada o era también causada por un cataclismo o una catástrofe, como en «La lluvia de fuego» y «El origen del diluvio», en «El hombre muerto» se remarca más bien lo contrario, nada pasa: «Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha

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sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?» (Quiroga, 1981: 191). La muerte no es algo que trasciende la naturaleza o como la concibe Lugones, una experiencia sublime y por lo tanto semejante a los grandes cataclismos bíblicos, sino que en «El hombre muerto» la muerte es un fenómeno que forma parte de la naturaleza o que es parte del orden natural, no un accidente o una excepción. Aunque el hombre experimente la muerte como un accidente, esta es una regla, una ley. Al inicio del cuento, el narrador deja esto muy en claro: La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro (Quiroga, 1981: 190-191).

Sin embargo, el hombre no acepta que está muriendo, debido en parte a la apariencia rutinaria, banal del acontecimiento, y resistirse a aceptar su muerte implica, en cierto modo, la posibilidad de seguir viviendo. El extrañamiento que siente ante su propia muerte hace que esta aparezca o se manifieste como un evento absurdo, incomprensible, inaceptable y, sin embargo, descriptible; en este cuento, la muerte no es un evento sublime, sino absurdo. Del mismo modo, el paisaje ya no es fuente de lo sublime como para los románticos y para Lugones, sino que el paisaje natural es «el trivial paisaje de siempre», es decir, el paisaje, la naturaleza ya no tiene nada que decirle, no es un lenguaje cifrado como en el caso del Romanticismo. El paisaje se reduce a ser algo que siempre se ve, no es fuente de revelaciones o siquiera de significado o sentido. Muerte y naturaleza pierden su significado y se vuelven absurdos. Sin embargo, el sentimiento de absurdo se mezcla con el de horror. El protagonista, agonizante, no puede dar sentido a su muerte y esta es una de las causas por las cuales esta le produce horror: «¡Qué pesadilla!... ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está!» (Quiroga, 1981: 192). En este cuento, la muerte rebasa lo racional, se relaciona con la pesadilla, es decir, con lo onírico y con los estados psíquicos alterados. Durante todo el cuento, el protagonista tiene un ángulo visual muy estrecho, solo se fija en detalles inconexos uno del otro, el machete, el cerco, el

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bananal, entre otros objetos. Esto se relaciona también con su incapacidad de dar sentido a lo que le ha sucedido, a su incapacidad o su negación a establecer conexiones o relaciones entre lo que percibe, en otras palabras, a otorgar un sentido a lo que le ha ocurrido; su estupefacción contribuye también a su sensación de absurdo. Es solo cuando muere cuando su perspectiva visual se hace más amplia: en vez de los grandes escenarios sublimes en los cuentos de ultratumba de Lugones, los cuales aspiran a dar una idea de totalidad, Quiroga se inclina por lo opuesto, la descripción mínima que se relaciona con la sensación de extrañamiento y absurdo. Ya muchos críticos han sostenido que la muerte es uno de los principales temas de la obra de Quiroga, pero es importante notar que Quiroga narra no solo acerca de la muerte de los hombres, sino también de la muerte de los animales. En el cuento «La hormiga león» incluido en Los desterrados, se narra la muerte de una araña que cae en la trampa de una hormiga león. El cuento se inicia como una descripción general del hábitat y las costumbres de la hormiga león, para luego pasar a la narración de un caso específico, la araña que es víctima de esta hormiga. Así, si bien gran parte del cuento es acerca de las costumbres de la hormiga león, la verdadera protagonista es la araña del cuento que cae en la trampa de la hormiga, la cual se comporta de acuerdo a lo previsto. La araña se debate, se desespera, lucha contra la hormiga león para luego ser arrastrada dentro del pozo movedizo que construyó la hormiga y desaparecer sin dejar rastro. Lo más importante de este cuento es que la araña, la víctima en este cuento, posee las mismas emociones o pasiones que experimenta el protagonista de «La miel silvestre», Gabriel Benincasa, cuando es atacado por «la corrección» o las hormigas negras. Primero el narrador nos dice: «Una mañana, pues, las langostitas o la araña pasean tranquilas por el pequeño páramo de arena. El sol es agradable; la soledad torna perfectamente seguro el paraje» (Quiroga, 1981: 350). Pero luego, «la araña siente que el suelo le falta» y es entonces cuando la araña debe luchar por su vida: «La araña hunde desesperada sus patas en aquel plano inclinado que se desmorona bajo ella» (Quiroga, 1981: 350). En este cuento, la araña tiene emociones como la tranquilidad, la despreocupación y también puede «desesperarse». Esta observación demuestra las similitudes que existen entre el hombre y el animal cuando son sometidos a situaciones límites. Incluso un ser tan elemental o simple como una araña es capaz de sentirse desesperada y horrorizada ante

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su pronta muerte, al igual que Benincasa, en «La miel silvestre». Es quizá la experiencia de los límites y los sentimientos que suscita, como el pánico, la desesperación, lo que une y pone en crisis las fronteras entre hombre y animal. Según Fontanille, el miedo es una de las emociones-pasiones más primitivas o básicas del hombre; por ello, es una pasión común al hombre y al animal (Fontanille, 2005: 215)5. Esto muestra que tanto animales como hombres son «seres para la muerte» por utilizar un término existencialista, y en este relato la araña no es un ser forastero, como Benincasa cuya muerte puede explicarse por la ignorancia de la selva, sino que es un ser propio de la selva, que la conoce y vive en ella. Por tanto, la muerte se muestra como algo inevitable e imprevisto; así como un río de hormigas devora a Benincasa, en «La hormiga león» una araña es devorada por otro animal semejante a él. Esto nos demuestra que, para Quiroga, tanto el hombre como el animal están en lucha contra el medio en que viven. No hay simbiosis o armonía entre hombre y medio natural, sino una relación conflictiva e incluso destructiva. En la narrativa de Quiroga hay una escisión completa entre hombre y medio, el hombre e incluso los animales están a merced del medio; los animales se devoran entre ellos y luchan contra el hombre. La selva, como medio o hábitat, destruye al hombre y a los que viven y dependen de ella. La cuestión del animal o la animalidad es uno de los tópicos más importantes en la narrativa de Horacio Quiroga y se relaciona con su interés por la psicología profunda del hombre. En Quiroga, la exploración de las patologías del hombre, la locura sobre todo, se relaciona inevitablemente con

5 Fontanille nos dice acerca de las pasiones del miedo: «La peur, la crainte et la terreur, cette gamme de passions ancrées dans notre animalité plus archaïque, semblent bien éloignées de ces passions, nobles, ou moins nobles, qui donnent du sens a l’existence, comme la curiosité, l’amour, la jalousie, l’ambition, l’admiration, entre autres. Le sujet timoré (...) a ceci de particulier qu’il est toujours, au moins virtuellement, en posture de rejet ou de fuite par rapport aux objets qu’il rencontre: difficile en ce cas de produire ou de restaurer le sens de l’action!» («El miedo, el espanto, el terror, esta gama de pasiones ancladas en nuestra animalidad más arcaica, parecen muy alejadas de estas pasiones, nobles o menos nobles, que dan sentido a la existencia, como la curiosidad, el amor, los celos, la ambición, la admiración, entre otras. El sujeto temeroso (...) está siempre, más o menos de modo virtual, en actitudes de rechazo o de huida en relación con los que encuentra: difícil en este caso de producir o de restaurar el sentido de las acciones») (Fontanille, 2005: 215).

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la exploración de la animalidad. En la obra de Quiroga hay, como sostiene Jorge Lafforgue, una problematización de la relación animal y hombre: Uno se pregunta entonces cuál es el plus que da espesor al genio quiroguiano. ¿Su modernidad?, como quieren algunos. Pero, ¿en qué consiste? (...) Esta inquietante transgresión de los límites entre lo animal y lo humano —que en estas regiones de América encontrará un notable desarrollo en la narrativa de Julio Cortázar, a partir de Bestiario (1951)— muestra en Quiroga su doble vertiente: animalización del hombre y humanización de los animales. El primer proceso supone la tensión latente entre lo racional y lo irracional; en última instancia, una concepción del hombre como entidad escindida. Emergencia de la faz oculta del hombre, lo animal (en cuanto irracional) se revela en Quiroga a través de las formas que asume la locura: el alcoholismo, la meningitis, determinadas fiebres, etc. (...) Por su parte, aquella otra vertiente de la metamorfosis, la humanización de los animales, apunta también a relativizar, si bien indirectamente, la concepción positivista del hombre como único ser racional, o de la razón como elemento fundante de lo humano. Rasgo que aleja a Quiroga de su maestro Kipling y lo acerca a su contemporáneo Kafka (Lafforgue, 1990: 89-90).

Es por su revaloración de lo animal o de los animales por lo que Quiroga se aleja y se distingue de los autores modernistas y también naturalistas. Quiroga pone en cuestión la superioridad del hombre con respecto al animal y no solo relativiza la diferencia entre hombre y animal, sino que en muchos de sus cuentos postula una relación ética con los animales, una relación que sea distinta a la de dominación y exterminio con ellos. Para comprender mejor la originalidad de Quiroga en este tema, conviene recordar cuál es la posición de los naturalistas y modernistas con respecto a los animales. Es conocido el debate entre naturalismo y modernismo sobre lo que llamaremos la cuestión del animal. El naturalismo enfatiza el lado «natural» o animal del hombre, según Sylvie Thorel-Cailleteau: Le naturalisme se fonde sur l’idée que l’apparence (idéale) est forcément trompeuse et la vérité (réaliste) forcément cachée; le dévoilement est toujours celui de la bête, que la civilisation couvre d’oripeaux plus moins élaborés et distinguées et, surtout, plus ou moins couvrants (...) S’impose par la l’idée que sous la civilisation ne s’agit

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jamais que la bête, débridée par la logique impériale, soit encore que l’homme est d’abord physiologique puis économique et culturel; cela revient a démontrer la validité des fondements de la doctrine naturaliste. La surface se perçoit comme un voile, posé tantôt sur les turpitudes physiologiques et morales (...) tantôt sur les tourbillons plus obscurs des profondeurs6 (Thorel-Cailleteau, 2001: 29).

El modernismo y el decadentismo en cambio, buscan borrar o «sublimar» la marca de la bestia, del animal en el hombre. La crítica a la naturaleza de Baudelaire es el reconocimiento de los instintos bajos del hombre y un intento de trascenderlos mediante el artificio, la moda y el arte. Pero si bien el naturalismo acepta y muestra la animalidad del hombre, mientras que el modernismo la sublima u oculta, ambos movimientos comparten algo en común: su desprecio hacia lo animal. Para Émile Zola, especialmente, este énfasis en la animalidad del hombre burgués servía de crítica a la sociedad de su época y a su emperador, Napoleón III (Thorel-Cailleteau, 2001: 36). Por otro lado, los modernistas —específicamente, Rodó— establecen una relación entre modernidad y animalidad, que había sido señalada también por Baudelaire. En Ariel, Próspero previene a su joven auditorio acerca de los «peligros de la degeneración democrática que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad» (Rodó, 1997: 25). Es decir, en Ariel, la democracia es considerada la responsable directa de la degeneración de la sociedad moderna porque esta implica el predominio de la multitud, la cual es, según sus palabras, el «instrumento de la barbarie» (26). En otras palabras, los tiempos modernos y democráticos suponen un retroceso no un progreso espiritual de la humanidad, porque están relacionados con la barbarie y la degeneración. Para culminar con este punto, el orador Próspero relaciona estos términos, la barbarie y la degeneración, con la animalidad, al sostener

6 «El naturalismo se funda en la idea de que la apariencia (ideal) es forzosamente engañosa y la verdad (realista) es forzosamente oculta; el descubrimiento es siempre el de la bestia, que la civilización cubre de oropeles más o menos elaborados, distinguidos y sobre todo, encubridores (...) Se impone la idea que bajo la civilización no se trata más que de la bestia, azuzada por la lógica imperial, o sea porque lo fisiológico está por encima de lo económico y lo cultural; esto supone demostrar la validez de los fundamentos de la doctrina naturalista. La superficie se percibe como un velo, puesto tanto por encima de las bajezas fisiológicas y morales (...) como de los torbellinos las profundidades más oscuras».

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que la democracia puede desembocar en una zoocracia, tal como Baudelaire lo había señalado: «Con ellos se estará en las fronteras de la zoocracia de que habló una vez Baudelaire» (Rodó, 1997: 27). El intento del modernismo y de otros movimientos finiseculares como el simbolismo y el decadentismo, de perfeccionamiento y de espiritualización de la naturaleza, implica, entre otras cosas, un intento de destrucción de todo rasgo animal en el hombre. Si, en efecto, en el capítulo anterior llegamos a la conclusión de que lo sublime es un acto de destrucción de lo natural, de sacrificio de la materia y de la naturaleza, entonces el modernismo tiene mucho en común con la estética kantiana, la cual ha sido criticada por Derrida por considerar a los animales y a la naturaleza como un medio o instrumento y no un fin en sí mismo. Cito a Derrida: L’animal (et même l’animal en l’homme) ne peut être tenu pour une fin en soi, mais seulement pour un moyen. Il appartient à cet ordre de l’expérience purement sensible qui doit toujours être sacrifié (c’est toujours le mot de Kant pour parler de la subordination des intérêts et des passions sensibles ou vitales) (...) Ce dont est privé l’animal non raisonnable, avec la subjectivité, c’est de ce que Kant appelé la « dignité », à savoir une valeur interne et sans prix, la valeur d’une fin en soi ou, si vous préférez, un prix au-delà de tout prix comparable et négociable, de tout prix marchand. Il peut y avoir un prix marchand et négociable pour l’animal, comme pour tout moyen qui ne saurait devenir une fin en soi. D’où la cruauté virtuelle de cette raison pure pratique. Des accents de cruauté marquent déjà le discours de Kant quand il dit la nécessité imperative de sacrifier la sensibilité à la raison morale7 (Derrida, 2006: 132).

7 «El animal (e incluso la parte animal del hombre) no puede considerarse como un fin en sí mismo, sino solo como un medio para un fin. Por ello pertenece a esa parte de la experiencia puramente sensible que siempre debe ser sacrificada (es la palabra que usa Kant para hablar de la subordinación de los intereses y de las pasiones sensibles o vitales) (...) El animal está desprovisto, además de la subjetividad, de lo que Kant llama la dignidad, es decir, un valor interno y sin precio, un valor que es un fin en sí mismo o, si ustedes lo prefieren, un precio más allá de todo lo comparable o negociable, más allá de todo precio en el mercado. Puede haber un precio de mercado y negociable para un animal, así como para todo medio que no es fin en sí mismo. De allí la crueldad virtual de esta razón práctica. El discurso de Kant está marcado por ciertos tono de crueldad cuando sostiene la necesidad imperativa de sacrificar la sensibilidad a la razón moral».

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Derrida acusa de odio al animal a los filósofos más importantes de la tradición occidental y sostiene que la filosofía kantiana muestra un desprecio por todo lo que tiene el hombre de animal. Siguiendo a Adorno, Derrida sostiene: «Rien n’est plus haïssable, plus odieux a l’homme kantien que le souvenir d’une ressemblance ou d’une affinité entre l’homme et l’animal (...) le kantien n’a que de la haine pour l’animalité de l’homme»8 (Derrida, 2006: 142). La crueldad hacia los animales está relacionada, entonces, con el intento de destrucción de lo animal dentro del hombre. El interés de Quiroga por la cuestión animal y la relación entre animal y hombre es una puesta en duda de los supuestos de la racionalidad occidental porque cuestiona la jerarquía entre animales y hombres y la distinción clara / frontera entre ellos. Siguiendo a Theodor Adorno, Derrida, establece una relación entre el fascismo y el desprecio de la filosofía idealista por los animales: Adorno va d’un coup très loin: pour un système idéaliste, les animaux jouent virtuellement le même rôle que les Juifs pour un système fasciste, dit- il. Les animaux seraient les Juifs des idéalistes qui ne seraient ainsi que des fascistes virtuels... L’idéalisme authentique (...) consiste à insulter l’animal dans l’homme ou à traiter un homme d’animal9 (Derrida, 2006: 142)

En otras palabras, la cuestión del animal tiene mucho en común con la problemática de la alteridad o la de los sujetos subalternos. Es por ello por lo que Giorgio Agamben sostiene que la oposición entre animales y hombres es una demarcación o distinción política10. Quiroga desarrolla esta dimensión 8 «Nada es más odioso, más odioso para el hombre kantiano que el recuerdo de una semejanza o de una afinidad entre el hombre y el animal (...) el kantiano no tiene más que odio por la animalidad del hombre». 9 «Adorno, va de golpe, muy lejos: dice que para un sistema idealista, los animales juegan virtualmente el mismo rol que los judíos en un sistema fascista. Los animales serían los judíos de los idealistas quienes no serían más que fascistas virtuales (...) El idealismo auténtico consiste en insultar la parte animal del hombre o a tratar a un hombre de animal». 10 Matthew Calarco explica en estos términos la posición de Giorgio Agamben con respecto a los animals: «What constitutes “the human” and “the animal” is never simply a neutral scientific or ontological matter. Indeed one of the chiefs merits of The Open is that it helps us to see that the locus and stakes of the human-animal distinctions are almost always deeply political and ethical. For not only does the distinction create the opening for the exploitation of

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política en sus Cuentos de la selva y en Los desterrados, por ejemplo en su cuento «El regreso de Anaconda», donde relaciona la destrucción de la selva y los animales con la opresión de los mensús, los pueblos indígenas de Misiones. Quizás sea aventurado pero posible sostener que esta problematización de humanidad y animalidad la había iniciado Leopoldo Lugones en sus cuentos «Viola Acherontia» e «Yzur». Sin embargo, mientras que Lugones postula esta crisis de las fronteras entre lo humano y lo animal en el marco de discursos ocultistas y cientificistas, Quiroga muestra que las fronteras entre lo animal y lo humano son porosas y frágiles y que, en cualquier momento, se puede cruzar esta frontera que separa al hombre del animal. Los cuentos que hemos elegido para analizar la relación entre animalidad y humanidad son tres: «El perro rabioso», «La gallina degollada» y «Juan Darién». «El perro rabioso» se inicia con una breve introducción que sirve de modo de explicación al diario que le sigue a continuación. El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro (53).

Al inicio del cuento, se establece una equivalencia explícita entre hombre y perro rabioso. Las características y acciones de este hombre son propias de un animal; por ejemplo, estar trepado en un árbol y aullar y sobre todo su agresividad descontrolada hacia los que le rodean, incluso hacia su esposa. El modo como sus vecinos lo tratan es también como a un animal, se resuelven cazarlo, rastrearlo por el monte como fiera y, por fin, matarlo de un tiro. Es decir, apenas el hombre se comporta como animal se convierte en una amenaza para la comunidad. El inicio de este relato parece tomado de una crónica policial, mientras que el resto es el diario del protagonista, del hombre nonhuman animals and others considered not fully humans (this is the point that is forcefully made by animal ethicists), but it also creates the conditions for contemporary biopolitics, in which more and more of the “biological” and “animal” aspects of the human life are brought under the purview of the State and the juridical order» (Calarco, 2008: 94).

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rabioso quien cuenta los eventos previos a su muerte. En la primera entrada de su diario, el protagonista, Federico, revela que hace treinta y nueve días un perro rabioso entró a su casa y lo mordió. Hay una epidemia de rabia en su pueblo y se oyen en las noches los ladridos de los perros rabiosos. Yo no sé si el alarido de un epiléptico da los demás la sensación de clamor bestial y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará a todos la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, estrangulado, de agonía, como si el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso (53).

La equivalencia o similitud entre los gritos de un epiléptico y el aullido de un perro rabioso muestra que la enfermedad borra o relativiza la diferencia entre hombre y animal. En cierto modo, la enfermedad —la epilepsia en este caso— «animaliza» al hombre, su voz se torna alarido bestial y lo aísla o excluye del resto de los hombres. En otras palabras, lo hace descender a la condición de animal. En «El perro rabioso», es evidente que el animal está relacionado con lo negativo, se establece claramente una relación inextricable entre la enfermedad, la locura y la muerte, temas que son parte esencial de la narrativa de Quiroga, en especial en este volumen de relatos, Cuentos de amor, locura y muerte, en el cual está incluido este cuento. El grito del perro rabioso es un grito de muerte, de agonía. Así, el animal no está relacionado solo con la locura, sino con la muerte. El cuento desarrolla el paso de una oposición entre hombre y animal, a su equivalencia debido a la enfermedad. En otras palabras, el cuento se inicia con la oposición, confrontación entre hombre y animal y luego postula la inquietante y terrible o trágica transformación del hombre en animal. El perro rabioso se reconoce por su aullido, que posee un acento doloroso, «de atroz sufrimiento» (Quiroga, 1981: 55). Si bien en el día se describe el comportamiento agresivo, salvaje de los perros rabiosos, en la noche se escucha en cambio su aullido de atroz sufrimiento. El sufrimiento del animal ha sido negado por filósofos racionalistas como Descartes o Malebranche, quienes sostenían que el animal era una máquina y carecía de sensibilidad.

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Es interesante que en «El perro rabioso» se describa el aullido del perro como doloroso, pero a la vez, de resonancia «metálica», una característica que también lo acerca a la máquina. Es decir, el aullido del animal posee cualidades contradictorias porque al mismo tiempo que se acepta que sufre atrozmente, también se le adjudican características «maquinales»; el animal sería en esta descripción, una máquina que sufre. Según Thorel-Cailleteau, en el discurso naturalista la máquina está relacionada íntimamente con el animal, la parte instintiva del hombre es la que lo relaciona con el animal y, a la vez, con la máquina. Esta parte no racional o irracional es generalmente el instinto de agresión o violencia: «A travers la machine, animalité et technique apparaissent comme la face et l’avers terrible d’un même objet (...) Quand la technique et l’animalité se conjuguent, elles vont évidemment a la guerre»11 (Thorel-Cailleteau, 2001: 121). Los aullidos del perro tienen su contraparte en las continuas exclamaciones, gritos de la madre del protagonista, quien tiene un trauma por los perros rabiosos. El perro rabioso se convierte, pues, en una fuente de terror, de anuncio de muerte y enfermedad, que también afecta al ánimo del protagonista, Federico, de modo profundo. La reiteración, en el cuento, de lo horriblemente lúgubre del aullido del perro revela una obsesión del narrador, el cual puede ser un «contagio» del terror que tiene su madre. Pero también revela que el aullido es lo único que pueden percibir de los perros rabiosos debido a que estos pasan por su casa de noche. El peligro se adivina, se intuye, nunca es certero, esto implica un acceso a la realidad solo por medio de indicios, de pistas. Incluso cuando un perro rabioso entra a su casa, Federico no lo ve, su presencia se manifiesta únicamente por sus aullidos. «Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora» (Quiroga, 1981: 55). Cuando Federico se enfrenta con el perro que ha entrado a su casa y luego, a su cuarto lo hace sin medir las consecuencias ni el peligro.

11 «A través de la máquina, la animalidad y la técnica aparecen como el anverso y el reverso terrible de un mismo objeto (...) cuando la animalidad y la técnica se conjugan, ellas van evidentemente a la guerra».

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Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía que algo firme y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentía un dolor agudo. Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido (55).

Esta contradicción del narrador —decir que el perro rabioso no lo ha mordido y luego que siente un dolor agudo— se vuelve central para comprender el desarrollo del cuento. El narrador se vuelve un narrador no fiable: luego de este evento, no es un narrador que narra de modo fidedigno lo que sucedió, sino que, por el contrario, narra los eventos tratando de negar lo que ha sucedido realmente; hay una escisión entre la información que él nos da, es decir, entre lo que él sabe y lo que él cree. Primero, el narrador niega que haya sido mordido, pero luego en su diario escribe «la mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato» (56). Después no acepta o no cree que el perro que le ha mordido sea rabioso: «Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal». Las creencias o sospechas del narrador prevalecen por encima de la evidencia, es decir, pese a que el narrador sabe que ha sido mordido por un perro rabioso, no cree que haya sido contagiado de rabia. Esta negación de la enfermedad es un modo de mantenerse a salvo de la inquietud y ansiedad que, por el contrario, sufren las personas de su entorno: su madre y su esposa. La inquietud permanente, la ansiedad de no saber qué va a pasar puede interpretarse, como una angustia existencial. Fontanille, basándose en Heidegger sostiene que la angustia es la madre de todas las pasiones, la cual no es más que una variante del sentimiento de existencia, el sentimiento de estar arrojado en el mundo. Pero el miedo o el terror es una variación de este sentimiento de angustia por la existencia: Mais cette angoisse peut se préciser et se compléter, en supposant que le Souci qui projette le Moi vers le Soi rencontre l’horizon de la fin existentielle, la mort. Pour cela, il suffit que les ‘objets du Souci’, objets rendus présents par la ‘préoccupation’, dit Heidegger, deviennent des menaces pour l’intégrité de l’être la.

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Des lors, la préoccupation n’a plus le projet comme horizon, mais la mort12 (Fontanille, 2005: 220).

Quiroga funde la preocupación por la muerte, del ser para la muerte, con todos los objetos del mundo perceptivo. Todos los objetos son de un modo latente, síntomas de enfermedad o muerte. En este cuento, es el perro rabioso el que desencadena esta interpretación paranoica. Lo que es paradójico y quizás irónico es que los síntomas que caracterizan la rabia en el cuento son «la ansiedad, la manía de persecuciones, y los horribles gritos». Todos estos síntomas están presentes, en mayor o menor medida, en todos los personajes, incluso en los que están sanos, como la madre de Federico, por ejemplo, quien está llena de inquietudes. El descuido de Federico es una transgresión a este estado de angustia o preocupación permanente, es un rechazo a aceptar la inminencia de la enfermedad y la muerte; en cierto modo, es negarse a su condición de ser para la muerte, siguiendo con la terminología existencialista. Federico termina de relatar el ataque del perro rabioso de un modo negligente y casi indiferente: «El único fastidio acaso que para mí ha tenido esto, es recordar, punto por punto, lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de enfermedad» (Quiroga, 1981: 56). Federico desea olvidar lo ocurrido. Sin embargo, lo escribe en su diario, algo que muestra otra contradicción en el personaje porque, si bien manifiesta su deseo de olvidarlo, escribir aquella experiencia muestra en cambio su deseo de perpetuarla o recordarla. La estrategia del relato es tener una mirada interior del enfermo y de la enfermedad y no solo desde fuera como el discurso naturalista o científico, el cual tiene en la mayoría de los casos una mirada desde afuera, superficial y basada solo en síntomas corporales. En cambio, los síntomas de la rabia en el relato son síntomas exclusivamente psicológicos; el cuento prescinde 12 «Pero esta angustia puede precisarse y completarse, suponiendo que la inquietud que proyecta el Yo sobre el ser encuentra el horizonte de su fin existencial, la muerte. Para ello, dice Heidegger, basta con que los objetos de inquietud, los objetos vueltos presentes por la preocupación, se conviertan en amenazas para la integridad del ser aquí. Así la preocupación no tiene ningún proyecto en su horizonte, excepto la muerte».

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de una sintomatología “física” de la enfermedad. El diario permite comprender los procesos mentales, los pensamientos y los móviles de los actos de Federico, sobre todo en el momento en que la rabia se apodera de él. El diario permite dar «razones a la locura», comprender por qué Federico actúa de un modo agresivo y violento hacia el resto. El diario también revela la dimensión temporal de la enfermedad, dicho de otro modo, nos da acceso a conocer el desarrollo de la enfermedad en Federico, que en este caso se manifiesta sin seguir los patrones normales porque se manifiesta luego de la cuarentena. Es decir, cuando la madre y esposa de Federico y el mismo Federico piensan que el peligro ha pasado, es en ese momento cuando la rabia comienza a manifestarse. Una de las características principales de la enfermedad es que Federico comienza a tener alucinaciones, percibe cosas que las otras personas no perciben. Mientras que cuando Federico estaba «normal» no percibía sino algunos aullidos de los perros, cuando la enfermedad se manifiesta, comienza a oír aullidos durante toda la noche y ve su casa invadida de víboras. Estas alucinaciones se desencadenan en la última página de su diario y acaban con su muerte. En otras palabras, en cuestión de horas, se suceden múltiples alucinaciones y su manía de persecución lo lleva a su impulso homicida, lo cual ocasiona su muerte. ¡Ah aullidos, aullidos, toda la noche no he oído más que aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor de casa! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más perfecto sueño para que yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban! 7 am ¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! (...) Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse por eso! (...) ¡Todos me quieren matar! (...) (Quiroga, 1981: 58)

Al final del cuento, el tiempo de la narración coincide con el de los eventos narrados, es decir, el narrador describe los eventos en el mismo momento en que estos están ocurriendo: «¡Ahí vienen, vienen todos! (...) ¡Me buscan, me buscan! (...) ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras!

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¡Todas las ponen en el suelo! ¡Y yo no tengo más cartuchos! (...) ¡Me han visto! (...) Uno me está apuntando (...)» (59). Es quizás inverosímil y problemático que Federico escriba su diario incluso cuando está en lo más alto de su delirio y alucinaciones y, sobre todo, en el mismo momento de su muerte, en lo alto de un árbol. Así habría que aceptar que Federico está aullando en lo alto del árbol, rodeado por gente que desea matarlo y, al mismo tiempo, escribiendo su diario. Pero esta relación locura y escritura, o locura, animalidad y escritura, muestra lo problemático de la diferencia entre racionalidad e irracionalidad y plantea que es posible que un mismo ser posea estas características consideradas generalmente contradictorias: comportarse como un animal salvaje, pero pensar como hombre y ser capaz de escribir un diario, es decir, tener la capacidad de introspección. Este recurso al diario sirve incluso para justificar la descontrolada agresividad de Federico. Así, no es un instinto homicida el que se apodera de él, sino su equivocada percepción o su paranoia, que lo hace pensar que todos quieren agredirlo, destruirlo. Sin embargo, a ojos del resto del pueblo, el hecho de que Federico se comporte como un animal hace que sea necesario eliminarlo. La animalización del hombre supone su muerte social, su exclusión, y en la mayoría de los casos, su muerte real. El cuento muestra que las fronteras entre hombre y animal son frágiles e inestables, dicho de otro modo: un hombre puede “animalizarse” en cualquier momento. Este riesgo de animalizarse se relaciona con la posibilidad de enfermar o incluso de morir; así, la animalidad se presenta como negatividad, algo completamente nocivo, el lado oscuro de lo humano. Sin embargo, Quiroga va más allá que el naturalismo porque nos muestra la perspectiva interior, psicológica de la enfermedad. Su interés por la locura, la animalidad se relaciona con su interés por el análisis psicológico profundo de sus personajes. Esto acerca a Quiroga al decadentismo más que al naturalismo, porque el decadentismo se interesa precisamente por la anormalidad, la excepción algo que el naturalismo había dejado de lado. Cito al respecto a Severine Jouve: A la différence de Zola, qui effectue un véritable travail de prospection des milieux et du monde extérieurs, Huysmans, dans une démarche introspective, se perd volontiers dans l’intimité des lieux et des êtres(...) Il s’agit de la mise en valeur d’un phénomène que les principes du roman moderne avaient choisi de mettre de côté:

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l’exception (...) le point faible de la doctrine de l’évolution qu’elle n’admit aucune exception13 (Jouve, 1996: 29).

La enfermedad, la locura y la animalidad, consideradas como un estudio de la excepción, de la individualidad y del subjetivismo, muestran que quizás es el lado siniestro del hombre el que lo hace un individuo, un sujeto y no un tipo genérico, es decir, que las desviaciones o anormalidades revelan lo más intrínseco, singular o único de cada hombre. Sin embargo, cómo pensar que la animalidad, la locura y la enfermedad, algo que ha sido rechazado, negado, reprimido, constituye lo más personal del hombre; si se acepta esto, la relación animal-hombre se vuelve problemática. Si se abole la diferencia entre animal y hombre y se dice que lo animal constituye o es parte del hombre entonces lo que es considerado la alteridad constituye al hombre. La exploración de la psique de Quiroga coincide con las exploraciones de Charcot y luego de Freud en la psique humana. La relación entre animalidad y exploración del inconsciente en la narrativa de Quiroga ha sido puesta de relieve por Darío Ruiz Gómez: Porque en Quiroga, como recuerda el crítico Rodríguez Monegal, el instinto había percibido lo que la inteligencia no alcanzó a percibir después de aquella visita hecha al territorio de Misiones en compañía de Leopoldo Lugones, maestro espiritual, autor él mismo de cuentos fantásticos. El tema de la memoria inconsciente constituyó precisamente una de sus obsesiones. ¿Cómo recordar aquello que no se ha vivido? ¿Cómo escuchar entre el sueño aquellos pesares de un antepasado que de repente ha venido a apoderarse de nosotros? (...) El camino que Quiroga emprende cuando decide hacerse escritor (...) es realmente un viaje de regreso entre escenarios fantasmales hacia ese territorio que lo había llamado quizás desde la primera imagen de vida (...) En los ojos que se apoderan del alma de un animal, de su instinto, de su voz onomatopéyica como en Anaconda, Quiroga reflejó la fría imparcialidad de un hombre que como él, en medio de ese escenario, al cual ha regresado, no ha tomado parte por el hombre, 13 «A diferencia de Zola, que realiza un verdadero trabajo de investigación de ambientes y mundos exteriores, Huysmans, con una orientación más introspectiva, se pierde en la intimidad de los lugares y de los seres (...) Se trata de la puesta en valor de un fenómeno que las novelas modernas habían puesto de lado: la excepción (...) el punto débil de la doctrina de la evolución es que ella no admitía ninguna excepción».

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por la sociedad que los hombres han hecho. Y en ese esoterismo de Quiroga está implícita una filosofía particular donde la locura —o sea la sinrazón del aullido, el zarpazo— sería el lógico final de quien ha renunciado a los lenguajes, a los valores de lo que hemos llamado y seguimos llamando, civilización (...) ¿Qué es entonces lo que llamamos locura, lo que llamamos demencia, acaso este regreso a los espacios dominados por la irracionalidad telúrica? ¿Acaso la fidelidad a normas de honor más hondas y terribles que los de la misma sociedad? (Ruiz, 1989: 42).

En «La gallina degollada» se desarrolla también la relación entre enfermedad mental y animalidad. Al igual que en «El perro rabioso» es la enfermedad la que causa de la animalización del hombre, en «La gallina degollada» es la meningitis la que vuelve a los hijos de los Mazzini Ferraz semejantes a los animales. Además se muestran no solo los efectos psicológicos de la meningitis, sino sus efectos sociales, que son la exclusión y el maltrato. Habría que recordar, por lo demás, que la relación entre locura y animalidad no es algo que Quiroga haya elaborado o establecido por su propia cuenta, sino que es algo propio de la civilización occidental desde la época clásica, es decir, desde el siglo xvii. Quiroga la hace evidente en sus relatos y al mismo tiempo la problematiza. Entre la locura y la animalidad hay inquietantes analogías y se usan con respecto a ellas los mismos mecanismos de exclusión, que son el encierro y la segregación: en el asilo mental a la locura, en el zoológico, a los animales. Esta relación entre la locura y la animalidad ha sido analizada por Michel Foucault en su obra Madness and Civilization, como dice Licia Carlson: «Insofar as Foucault’s history of madness traces the conditions for the possibility of madness emerging as a distinct category, it also illuminates how the relationship between human and non-human has been central to this evolution. It is not merely through analogy that madness is related to the nonhuman animal; rather, animality lies at the heart of madness itself» (Carlson, 2007: 120). En su obra, Foucault hace evidente que para la época clásica e incluso en los siglos posteriores a ella, la animalidad así como la locura están concebidas no en relación con la naturaleza, sino en relación con la sinrazón. De este modo, tanto animalidad como locura no son concebidas como parte del orden natural, sino, por el contrario, como algo externo, ajeno a la naturaleza y sus leyes, como un desvío de este orden, incluso como algo monstruoso.

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For classicism, madness in its ultimate form is man in immediate relation to his animality (...) It is not on this horizon of nature that the seventeenth and eighteenth centuries recognized madness, but against a background of Unreason; madness did not disclose a mechanism, but revealed a liberty raging in the monstrous forms of animality (Foucault, 1988: 83).

Quiroga en sus cuentos muestra cómo a diferencia de «El perro rabioso» —en el cual tenemos un acceso a la interioridad, a los procesos mentales y el desarrollo de la enfermedad y la locura del protagonista, y por ende, conocemos los motivos de las acciones del protagonista— en «La gallina degollada» solo tenemos una visión externa de los niños con meningitis. No tenemos acceso, pues, a la interioridad de los niños y tampoco se nos explican los motivos de su comportamiento; por ello, es inexplicable e incluso absurdo, por ejemplo, cuando el narrador nos dice que los niños mugen cuando los bañan. Además, el narrador describe las características más grotescas de la enfermedad. Los niños son babosos, tienen una alegría bestial, mugen o a veces se sumen en un largo letargo de idiotismo. La descripción de los niños idiotas es una descripción de sus “incompetencias”: «No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos (...) Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más» (Quiroga, 1981: 49). En última instancia, el narrador nos describe a los niños como seres carentes de toda facultad humana. Acerca de uno de los niños con meningitis el narrador nos dice: «La inteligencia, el alma, aún el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre» (Quiroga, 1981: 48). Estos niños no solo se encuentran en la frontera de la humanidad y la animalidad, sino también entre lo vivo y lo muerto. El idiotismo profundo es considerado en este cuento un estado semejante a la muerte; de este modo, se concibe que la racionalidad es la única característica que separa lo vivo de lo muerto. Esto implica que los animales y los niños idiotas son considerados como seres sin vida, inertes, algo que el mismo cuento luego pone en duda o critica de modo velado. Los niños idiotas sirven para cuestionar o hacer sorna de la idealización y retórica romántica del amor, del matrimonio y de la filiación de sus padres,

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los Mazzini Ferraz. Los hijos para ellos son la «honrada consagración de su cariño». Esto supone un discurso de resonancias religiosas: los hijos sirven para hacer sagrado sus votos matrimoniales. Pero unos hijos idiotas como los suyos parecen, por el contrario, poner una maldición a su unión. Cuando tienen a los gemelos idiotas, el narrador comenta: «Esta vez los padres cayeron en honda desesperación ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor sobre todo!» (Quiroga, 1981: 48). Hay un contraste entre las disquisiciones del amor y el matrimonio de resonancia romántica y sentimental y la descripción grotesca de los hijos idiotas. En cierto modo, los hijos idiotas destruyen las ficciones idealistas del matrimonio. La herencia defectuosa es sospechosa de ser la causante de la enfermedad de los niños. Esta herencia revela los excesos o faltas de los antepasados de los niños. En este caso, el mal revela «los pecados del abuelo», en otras palabras, los hijos cargan con las faltas o culpas de los padres. La animalidad y la enfermedad tienen connotaciones de pecado y culpa; así, es posible hablar de un «pecado original» que afecta al matrimonio. Las discusiones que tienen Berta y Mazzini acerca del cuidado de los niños son en realidad discusiones acerca de la filiación, acerca de quién es el culpable de que los niños hayan sido afectados por la meningitis. Los hijos idiotas son considerados como un crimen, como producto de una trasgresión o, en términos más religiosos, un pecado. El narrador explica las continuas peleas de los padres como un acto de impotencia y de desesperación frente a la enfermedad incurable de sus hijos: «La desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores» (Quiroga, 1981: 49). La culpa por los hijos idiotas pesa sobre los padres, los niños son considerados como una desviación de la norma, como un error porque los chicos no son como los del resto. «Al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo» (Quiroga, 1981: 50). El miedo para Fontanille se experimenta como una destrucción o crisis del sentido o del sistema de valores de los individuos: «La peur semble décomposer le sens de l’experience, a moins qu’elle ne soit plus profondément

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l’experience d’une décomposition du sens»14 (Fontanille, 2005: 215). Evidentemente, los niños idiotas pueden ser considerados como una «descomposición del sentido», algo que pone en crisis los sistemas de valores de sus padres; principalmente, sus sistemas de valores referentes al matrimonio, y la filiación como su consagración, poniendo en marcha más bien lo opuesto, que es la culpa, la puesta en duda de la legitimidad de su matrimonio y de su amor. En última instancia, los niños son algo inexplicable, la alteridad o algo ‘otro’, que sin embargo es fruto de ellos. Así, los niños provocan en sus propios padres sentimientos de miedo, horror a lo monstruoso que son y, al mismo tiempo, sentimientos de asco o repulsa, lo cual revela una aversión profunda, un miedo a lo otro, a lo diferente de ellos. Esta exclusión, segregación de los niños del hogar y de la familia se vuelve evidente e incluso brutal cuando tienen a Bertita, que es una hija sana, completamente normal. Así, solo la criada se encarga y tiene contacto con ellos. Berta, su madre, no quiere verlos y tampoco pueden entrar a la cocina, solo pueden estar afuera, en el patio, sentados en el banco. Los niños son considerados como «monstruos» por su propia madre y el narrador los llama «cuatro pobre bestias», dignos de compasión, aunque tampoco se pueden negar su carácter bestial y sus características grotescas. Cuando Bertita, su hija normal, se enferma de fiebre, sus padres temen que muera o se vuelva idiota como el resto de sus hijos. Con ello, se muestra que tanto la salud como la enfermedad y la animalidad, así como la humanidad, no son estados permanentes, sino que se caracterizan por su inestabilidad. Tampoco son compartimientos estancos separados por una frontera rígida, impermeable, sino que, por el contrario, los intercambios entre ambas categorías —enfermedad/salud, animalidad y humanidad— son fluidos. Siempre es posible pasar del término considerado positivo —la salud, la racionalidad, la humanidad— hacia su opuesto negativo —la enfermedad, la locura y la animalidad—. Pero en este cuento, no parece posible, en cambio, pasar de la enfermedad a la salud; la condición de los niños idiotas es irreversible, no hay cura para ellos. Así, la salud, la racionalidad son estados sumamente precarios y son por contra, la locura, la enfermedad y la muerte 14 «El miedo puede desintegrar el sentido de la experiencia, a menos que no sea precisamente la experiencia de la desintegración del sentido».

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los que parecen estados permanentes, duraderos y no excepciones. Incluso Mazzini y Berta no son seres que puedan considerarse completamente sanos o normales. Berta sufre de tuberculosis y Mazzini ha tenido un padre enfermo debido a su vida licenciosa. Lo problemático del caso es que los niños idiotas sirven de recuerdo a sus padres de sus propios defectos o desviaciones, a Berta de su enfermedad y a Mazzini de su herencia defectuosa. Los padres, los supuestamente normales, también tienen gérmenes de enfermedad o locura solo que en ellos esto no es completamente evidente o manifiesto. Así, la diferencia entre salud y enfermedad parece más bien de grado, no de oposiciones tajantes, inconciliables. Un día, los niños idiotas miran cómo la sirvienta degüella y desangra la gallina. «Rojo, rojo», es lo que los niños piensan al ver la escena. La facultad imitativa parece propia de la humanidad, pero cuando los niños idiotas ponen de manifiesto sus capacidades imitativas cometen un terrible crimen, matan a su hermana. Sin embargo, también se muestra que si los niños han cometido un crimen es porque han imitado a la criada, con lo cual queda claro que el crimen de los niños no consiste en haber matado, sino en no haber hecho distingos entre animales y seres humanos o en haber tratado a su hermana como si fuese un animal, una gallina. Pero este tratamiento atroz es el mismo que ellos han recibido durante toda su vida. Pero la mirada de los idiotas se había animado, una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo. —¡Soltáme! ¡Déjame!— gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá!— lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse atraída y cayó. —Mamá, ¡ay! Ma...— No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una pierna hasta la cocina, donde esa mañana habían desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo (Quiroga, 1981: 52).

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Al ver a Bertita, se apodera de los niños una «gula bestial» e imitan lo que hizo la criada con la gallina. Los niños no diferencian entre animal y humano, a diferencia de las personas normales como sus padres y la criada, quienes establecen rígidas fronteras entre ellos. La gallina, por ser animal, es pasible de ser degollada y devorada e incluso de ser desangrada lentamente, prolongando su agonía para así mantener su carne fresca. La imitación de los niños es irrepresentable en el relato. El narrador no muestra de modo directo la muerte de Bertita a manos de sus hermanos, tampoco en el relato se menciona este acto, solo se nos dice que Mazzini, aterrado, presa de un horrible presentimiento, va a buscar a su hija, y, al pasar cerca de la cocina, «vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror» (Quiroga, 1981: 52). El piso de la cocina, lleno de sangre y el grito de horror de Mazzini, nos dan a entender lo que ha sucedido. Así, al tratar de imitar lo que hace la criada, lo que los niños hacen en realidad es algo completamente distinto, irrepresentable en el relato. Ya hemos mencionado en este capítulo que Rodó hablaba de zoocracia como el predomino de la masa anónima sobre el individuo. En la escena culminante de este cuento, los niños idiotas actúan como esa masa anónima, colectiva que mata, destruye a Bertita. La oposición masa-individuo también se escenifica aquí en cierto modo. Este temor a la masificación o al poderío de la masa, a la chusma se manifiesta no solo en Rodó, sino aún antes, con Echeverría en El Matadero. En todos estos casos, la masa es representada como un cuerpo colectivo con características animalescas ante el cual el individuo, inerme, sucumbe. El subjetivismo e individualismo de Quiroga tal vez estén acordes con este desprecio a la chusma o masa; sin embargo, la animalidad para él es algo constitutivo también del individuo. En «La gallina degollada» hay también una sutil crítica a la crueldad hacia los animales, porque la crueldad de los Mazzini Ferraz hacia sus hijos idiotas está en cierto modo relacionada con su indiferencia hacia el sufrimiento de los animales, en este caso, la gallina. Al decir el narrador que los niños idiotas no tenían alma ni inteligencia y eran bestiales, está en cierto modo también declarando algo análogo con respecto a los animales. A los animales, como a los niños idiotas, no se les reconoce ni alma ni intelecto, son negatividad pura y por eso son pasibles de ser maltratados, denigrados, excluidos e incluso aniquilados. El intelecto de los niños solo se despierta para cometer un

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crimen, lo cual implica una valoración ambigua acerca de los animales y los niños idiotas, a los que se les considera inferiores, se les desprecia, pero también se les teme, hay algo siniestro en ellos, como reconoce Bertita cuando los ve desde lo alto del cerco, antes de ser asesinada por ellos. En «Juan Darién», Quiroga critica con más fuerza la crueldad de los hombres hacia los animales que hemos encontrado en «La gallina degollada». Este cuento, incluido en El desierto (1924), desarrolla la crisis de la diferencia o de las fronteras entre animal y hombre, aunque de modo inverso a «El perro rabioso» y «La gallina degollada», cuyos títulos aluden a animales, pero cuya historia es acerca de hombres. En «Juan Darién» el título del relato es el nombre de una persona; sin embargo, su protagonista es un tigre de las selvas. Observemos que, si para el estudio o análisis de la animalización del hombre, Quiroga prefiere el cuento de registro psicológico, para narrar el fenómeno inverso la humanización del animal, Quiroga recurre al cuento infantil. A este respecto, «Juan Darién» muy bien podría haber sido incluido en Cuentos de la selva para los niños de 1918: Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre (Quiroga, 1981: 181).

Juan Darién es un tigre que puede vivir entre los hombres porque tiene apariencia de hombre, es decir, en este cuento, la diferencia entre animal y hombre se reduce a la simple apariencia. Desde el inicio del relato se establece una relación de enfrentamiento inconciliable entre animales y hombres. Una mujer viuda pierde también su único hijo y se lamenta por la falta de compasión de Dios hacia ella. Cuando ve al tigrecito decide, después de vacilar un poco, adoptarlo y cuidarlo como si fuera su propio hijo. La mujer «sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida» (Quiroga, 1981: 182). La mujer, al salvar y adoptar al tigrecito, sigue la ley del Universo que no establece distingos ni jerarquías entre hombres y animales. Sin embargo, los hombres siguen su propia ley, que consiste en destruir, exterminar a los animales; por ello, la madre tiene que esconder al tigrecito de los hombres. Cuando la joven viuda está desesperada

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por esconder a su tigrecito de los hombres, se encuentra con una vieja y sabia serpiente que le habla de este modo: —Nada temas, mujer —le dijo— Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú y él no sabrá jamás que no es un hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre digno de ti (Quiroga, 1918: 182).

Derrida sostiene que la relación de dominación y violencia de los hombres con los animales está muy relacionada con el falogocentrismo que caracteriza al pensamiento occidental. Derrida inventa el término de carnofalogocentrismo para relacionar la cuestión animal con su crítica al logocentrismo occidental. El pensador francés sostiene que es el hombre (como género) quien mata a los animales, para mostrar su superioridad (Derrida, 2006: 180). Es por esto comprensible que haya sido una mujer y no un hombre quien rescata al tigrecito y lo adopta como hijo suyo. La mujer obedece a su corazón en este relato, se compadece del tigrecito huérfano. Las características del tigrecito son su vulnerabilidad y debilidad; estas características no son negativas y no son consideradas como signo de inferioridad, a diferencia de los niños idiotas de «La gallina degollada», quienes son vistos como criaturas grotescas, cuyos defectos son vistos como aberraciones. Juan Darién crece y es un niño lleno de virtudes, adora a su madres, además es «noble, bueno y generoso como nadie... No mentía jamás... no era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio» (Quiroga, 1981: 183). El narrador remarca más las cualidades morales de Juan Darién y las considera más importantes que su inteligencia. Juan Darién es una síntesis armoniosa de cualidades humanas y animales. Esta utopía que consiste en la conciliación de lo animal y lo humano solo se puede dar en casos aislados, ejemplos o excepciones, porque son trasgresiones o violaciones a la cruel ley de los hombres, que ordena lo contrario. Quiroga, en sus cuentos para niños, narra casos en los cuales hay una relación armoniosa y ética, de generosidad y reconocimiento entre hombre y animal. Juan Darién es el ejemplo más acabado

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de la armonía entre animal y hombre. Su madre es santa como nos dice el narrador y él es generoso y de alma pura. Sin embargo, Juan Darién no es querido en su pueblo porque es un chico diferente. El narrador nos dice que a la gente de la selva no le gustan los que son más estudiosos que ellos y, al mismo tiempo, odian a los animales. Es decir, el odio a los animales puede incluirse en el miedo a lo otro, a lo distinto, como una especie de xenofobia. Al ver a Juan Darién, el inspector de la escuela comenta que Juan Darién es «extraño» (Quiroga, 1981: 183). Por medio de sugestión hipnótica logra que Juan Darién recuerde su vida salvaje. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro: —Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque, si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con cuidado (Quiroga, 1981: 185).

Es mediante el suplicio y el martirio como logran quitarle a Juan Darién su apariencia de hombre. De nuevo aparece aquí el motivo del animal sacrificado, que también tiene resonancias bíblicas. Juan Darién es la víctima inocente de la crueldad de los hombres, al igual que Cristo. Derrida asimismo, muestra la necesidad de sacrificar a los animales, el carnofalogocentrismo funciona en esta lógica del sacrificio de los animales. Pero la lógica del sacrificio en este relato funciona más bien como la lógica de la venganza: devolver mal por mal. El temor que siente la gente del pueblo de ser exterminada por los animales hace que ellos decidan matar a los animales antes de que los animales los exterminen a ellos. Esto provoca que la venganza se vuelva un círculo vicioso de agresión mutua sin fin, sin redención o salida posibles. El sacrificio de Juan Darién en este cuento sirve para que Juan Darién se convierta en un animal lleno de rencor y ansioso de venganza. La animalidad aquí es la pérdida de pureza, y si bien Juan Darién conserva su intelecto y sus habilidades humanas, ya ha perdido el amor que sentía por los hombres y los

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animales por igual. Juan Darién se convierte en animal y asume su condición de animal cuando se venga del domador que lo martirizó, y lo quema vivo, algo similar a lo que el domador hizo con él. Hasta el final del relato, por boca de Juan Darién se establece una gran similitud entre animales y hombres. Cuando Juan Darién visita la tumba de su madre, él le dice: «Tú sola supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del universo. Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el corazón» (Quiroga, 1981: 189). Juan Darién renuncia a su condición de hombre y se interna en la selva junto con los otros tigres, lo cual también supone la «muerte» de su antigua identidad, de Juan Darién. Después de ello, ya es un tigre como los otros de la selva. La importancia de los animales en la obra de Quiroga es algo que lo distingue del resto de escritores de otros movimientos literarios, sea el modernismo, naturalismo o incluso el regionalismo o novela de la tierra. La relación entre animalidad y humanidad rara vez ha vuelto a ser tratada en la literatura hispánica con la profundidad y la complejidad que Quiroga ha dado al tema. En este caso, Quiroga ha sido un pionero que ha tenido seguidores no solo en el regionalismo sino incluso en escritores muy posteriores a él. Por ejemplo, tenemos al guatemalteco Rafael Arévalo Martínez con su cuento «El hombre que parecía un caballo» (1914), a los peruanos Abraham Valdelomar con sus cuentos «El Caballero Carmelo» y «Evaristo, el sauce que murió de amor»(1918), Ciro Alegría con sus novelas La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1938) y José María Arguedas con su novela Yawar Fiesta (1941); al argentino José Bianco con su novela Las Ratas (1943); al ecuatoriano Pedro Jorge Vera con su novela Los animales puros (1946); al puertorriqueño Abelardo Díaz Alfaro con sus cuentos «El josco» y «Los perros» (1947); al mexicano Juan José Arreola con sus cuentos «El Dinosaurio», «El Rinoceronte» y «Topos» (1949); a los argentinos Julio Cortázar con Bestiario (1951) y Jorge Luis Borges con Manual de Zoología Fantástica (1957) escrito con Margarita Guerrero y El libro de los seres imaginarios (1967); al guatemalteco Augusto Monterroso con su conjunto de cuentos La oveja negra y demás fábulas (1969) y a la argentina Silvina Ocampo y El caballo alado (1977), por nombrar algunos15. 15 Otros autores europeos y norteamericanos, contemporáneos a Horacio Quiroga también se preocuparon por los animales y por la relación entre animalidad y humanidad.

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Este breve panorama de los desarrollos contemporáneos de la temática animal muestra la vigencia y la importancia de la obra de Quiroga. Su obra nos recuerda que, lejos de ser una temática marginal, los animales nos obligan a reflexionar sobre la condición humana y nuestra relación con otros seres, semejantes a nosotros y a la vez diferentes. La temática animal, al igual que lo sublime, rebasa lo únicamente estético y llega a ser también un problema ético.

Rudyard Kipling y Franz Kafka son los ejemplos más notorios de ellos. Sin embargo, podemos mencionar también al escritor simbolista belga Maurice Maeterlinck, quien tiene algunas obras dedicadas al reino animal y vegetal, como el drama L’oiseau bleu (1909) y ensayos como La vie des abeilles (1901), L’intelligence des fleurs (1907), La vie des termites (1926) y L’araignée de verre (1932); los austriacos Felix Salten, autor de Bambi, Eine Lebensgeschichte aus den Walde (Bambi, una vida en el bosque) (1923) y Rainer Maria Rilke con su novela Die Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge) (1910); los ingleses Virginia Woolf con Flush (1933) y D.H. Lawrence con su novela The Plumed Serpent (1926) y su libro de poemas Birds, Beasts and Flowers (1923); los norteamericanos Jack London con sus novelas The Call of the Wild (1903) y White Fang (1906) y Djuna Barnes con su novela Nightwood (1936), entre otros. En la actualidad, el interés por la temática animal va en aumento. No solo artistas, sino también filósofos y científicos, así como activistas sociales, consideran a los animales como un tema ineludible en sus reflexiones. Los filósofos contemporáneos que son considerados como imprescindibles para abordar la temática animal son Emmanuel Lévinas, Giorgio Agamben con Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life (1998) y The Open: Man and Animal (2004), y Jacques Derrida, en especial, que ha dedicado conferencias a la temática animal, reunidas en los libros L’animal autobiographique (1999) y L’animal que donc je suis (2006). También los escritos de Sigmund Freud, Jacques Lacan, Martin Heidegger, Theodor Adorno y Edmund Husserl son importantes para esta temática, pese a que no han escrito libros dedicados exclusivamente a los animales. Max Scheler dedicó su última obra Die Stellung des Menschen im Kosmos (El puesto del hombre en el cosmos) (1949), a las relaciones entre animales y hombres. Maurice MerleauPonty, fenomenólogo francés, escribió dos obras consideradas muy importantes no solo para los estudios de los animales, sino también para los estudiosos de temáticas ambientales: La structure du comportement (1942) y sus notas para un curso, La Nature. Notes. Course du College de France (1995). Hay una disciplina, la ecofenomenología, que se basa en su obra.

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En La ciudad letrada, Ángel Rama asevera que la literatura latinoamericana es principalmente una literatura urbana, porque a diferencia de escritores norteamericanos como Thoreau no hubo ningún escritor latinoamericano en el siglo xix que haya residido fuera de las ciudades, y por tanto, la naturaleza nunca constituyó un tema fundamental o importante para ellos. Por tanto, la naturaleza fue para los escritores del siglo xix, incluyendo a los modernistas solo un reflejo de la ciudad y de sus problemas. Cito: No hubo mayor problema en trasladar la naturaleza a un diagrama simbólico, haciendo de ella un modelo cultural operativo donde leer, más que la naturaleza misma, la sociedad urbana y sus problemas, proyectados al nivel de los absolutos. Lo hicieron sagazmente los dos mayores poetas de la modernización, Rubén Darío y José Martí, quienes construyeron estructuras de significación más engañadoramente estéticas en el primero y más dramáticamente realistas en el segundo (Rama, 2002: 85).

Establecer como Rama una relación causal entre la modernidad tecnológica, el surgimiento de las grandes ciudades y el modernismo es una explicación sociológica que ilumina algunos aspectos fundamentales de este movimiento literario, pero que deja de lado otros no menos importantes. He demostrado que el problema de la naturaleza en el modernismo no está subordinado ni tampoco es un anexo al tema de las ciudades, porque para los modernistas la naturaleza no es solo un problema de índole sociológica, sino que es, ante todo, una problemática estética. Los modernistas rompen con la idealización romántica de la naturaleza y, en vez de exaltarla y proclamarla como modelo de creación, la someten a crítica, la consideran imperfecta y sostienen la necesidad de modificarla o perfeccionarla. Siguiendo los postulados de la Estética de Hegel, los modernistas sostienen que

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el arte es superior a la naturaleza porque el arte es obra del espíritu, mientras que la naturaleza es material, es obra del instinto1. Esta voluntad de alterar e intervenir en la naturaleza es uno de los modos principales en que se manifiesta la subjetividad del artista. La crítica de Baudelaire a la pintura paisajística es un ejemplo privilegiado de esta postura de los artistas finiseculares. Según Baudelaire, la pintura paisajística no debe imitar la naturaleza, de modo impersonal, sino que el paisaje pintado debe mostrar o manifestar las ideas y los sentimientos del artista. Para Baudelaire, la naturaleza no es bella, sino que es el artista quien la hace bella (Baudelaire, 1999: 417). De este modo, se configura otra de las constantes en el acercamiento del modernismo, del simbolismo y del decadentismo francés con respecto a la naturaleza, que es la relativización de la diferencia entre lo natural y lo artificial. Lo natural aparece siempre intervenido, modificado por la mano del hombre, lo cual implica una desacralización de la naturaleza. Esto supone que la naturaleza ya no es concebida como una entidad pura, inaccesible y, por ende, superior, trascendente al hombre, sino todo lo contrario: la naturaleza es considerada impura, imperfecta y llena de errores, además de tener la marca del artificio, de la mano del hombre en ella. Es importante señalar además que, en su definición de la naturaleza, los modernistas estaban en diálogo pero al mismo tiempo en polémica con el naturalismo. Las relaciones entre modernismo y naturalismo son complejas, hay préstamos estilísticos y conceptuales entre ambos movimientos. Esta relación también se da entre el decadentismo francés de Huysmans y el naturalismo de Zola. Las diferencias entre naturalismo y modernismo son claras. Mientras que el naturalismo acepta el paradigma científico, positivista de la naturaleza y la teoría evolucionista de Darwin, el modernismo y, junto con

1 Gerard Genette sostiene que existe una oposición entre Kant y Hegel cuando tratan acercan de las relaciones entre arte y naturaleza. Mientras que Kant sostenía que la obra de arte debía tener la apariencia de la naturaleza, Hegel sostiene todo lo contrario, es decir, que la naturaleza es considerada bella cuando parece una obra de arte. Cito: «Hegel sostiene no sólo que lo bello artístico, como producto del espíritu, es superior a lo bello natural, sino también que éste, de alguna manera, no es más que una ilusión, un efecto secundario de las obras de arte, cuyo reflejo percibimos en el espectáculo de la naturaleza, que sólo nos gusta en la medida en que evoca ciertas obras de arte (...) Como es sabido, esta inversión ha desembocado en la paradoja, tan tópica después de Oscar Wilde, de que la naturaleza imita al arte: antes de Turner no había niebla en el Támesis, etc.» (Genette, 2000: 240-241).

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él, el decadentismo pueden ser considerados como una revuelta del individuo contra el determinismo natural y social. A este respecto, el rechazo de la naturaleza, el tan conocido amor hacia lo artificial o a la anti-naturaleza están relacionados con una crítica a la sociedad burguesa que desemboca en un aislamiento social. Sin embargo, habría que recordar que existen puntos de contacto entre la concepción modernista de la naturaleza y la concepción naturalista. Los préstamos e influencias entre modernismo y naturalismo han sido señalados, pero no se han estudiado aún con la profundidad que se merece; algunos cuentos de Rubén Darío poseen influencia naturalista y, por otro lado, obras naturalistas como La Charca, de Zeno Gandía, o Santa, de Gamboa, muestran influencias del estilo del modernismo. Otro de los problemas fundamentales que encontramos relacionados íntimamente con la concepción y representación de la naturaleza es la controversia acerca de la actualidad o vigencia del arte en la modernidad, es decir, una reflexión acerca del rol del arte en los tiempos modernos. Ya encontramos en la obra de Alexis de Tocqueville la idea de que el arte tiende a desaparecer en las sociedades altamente civilizadas y Hegel sostiene en su Estética que el arte es un producto del pasado. Estos pensadores son solo dos ejemplos que muestran que el arte comienza a ser considerado en esta época, como algo superfluo. Los modernistas se hallan en la necesidad de defender la vigencia del arte, amenazada por igual por la filosofía y la ciencia. Al respecto, Amado Nervo, en su crónica «Los sabios y el misterio de la vida», sostiene, luego de revisar los numerosos adelantos y prodigios científicos del año 1913, que, pese a los avances de la ciencia, el misterio de la vida permanece intacto, inalcanzable. El hombre, pues, a pesar de la enorme ciencia adquirida, se encuentra en la primordial situación del niño que os abruma con sus porqués (...) ¿Pero sin esa interrogación deliciosamente torturadora, valdría la pena vivir? ¿Tendría alguna nobleza la existencia? ¿Habría poetas y artistas y filósofos? ¿Temblaría el amor en las miradas de los jóvenes? ¡Bendito seas, oh Desconocido, que nos escondes tantas cosas! ¡Oh Isis, tu velo embellece la vida, que sin él no fuera más que bostezo inmenso en la desolación helada del vacío! (Nervo, 1998: 13).

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Nervo nos dice que la naturaleza es un misterio y que por ello, aún tiene la posibilidad de ser algo bello, es decir, de ser un objeto estético. Dicho de otro modo, debido a que la naturaleza es un misterio es por lo que aún es posible la vigencia y la existencia del arte y de la filosofía. Según Nervo, la explicación científica de la naturaleza no pone en peligro o en duda la vigencia del arte, porque este trata cuestiones que la ciencia no puede responder o explicar. La admiración por los progresos de la ciencia de Nervo no implica la exaltación de la ciencia por encima del arte, sino todo lo contrario: Nervo sostiene que, a pesar de los asombrosos descubrimientos científicos, la ciencia no puede reemplazar al arte y a la filosofía en su rol de dilucidar los problemas de la existencia. Para el modernista mexicano, la defensa del rol del arte es también una defensa de los altos ideales de la vida, ideales que la ciencia amenaza continuamente. Sin embargo, existe en esta crónica la idea de que «el velo de Isis», el misterio de la naturaleza, esconde en realidad el vacío. Hay la sospecha de que aquello que canta el arte y la filosofía es una ilusión que cubre un abismo o vacío, es decir, que la nobleza de la existencia, así como los grandes ideales del hombre, el amor... todo ello es ilusión o puede decirse que es el arte el que crea estos ideales. Este tema también aparece en el cuento de Darío «El velo de Mab» y, según Prendergast, es recurrente en otros movimientos y autores contemporáneos al modernismo, como Gustave Flaubert, Walter Pater y los modernistas ingleses: Modernism battles with the grim facts of mechanism and brute materiality (...) but at critical moments, also it surrenders to the instrumentally rationalized world of disenchanted modernity. In that battle it is torn by a contradictory set of imperatives: at once obliged to accept those facts and seeking to escape them, simultaneously to display and repress them, in a desperate struggle to hold on to a relation of art to human world while at the same time acknowledging that this relation, along with the whole tradition of the presuppositions of Western art, has been wrecked (Prendergast, 2001: 150).

En las obras que hemos analizado —la novela de José Martí, Lucía Jerez, los cuentos y poemas de Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera y Juan José Tablada, los cuentos de Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones y los relatos de Horacio Quiroga— sus autores tienen como una de sus principales preocupaciones definir el rol de la naturaleza y del arte en la modernidad. La

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naturaleza aparece en estas obras como sucedánea o doble del arte, en otras palabras, el rol de la naturaleza en estas obras es en cierto modo, el mismo que se le adjudica al arte en ellas. Así, la naturaleza puede ser considerada como ornamento o adorno, como espectáculo sublime o como espacio o paisaje que rebasa el dominio de lo estético y tiene más bien resonancias vitalistas y existencialistas. En Lucía Jerez, la naturaleza es concebida como adorno u ornamento, es decir con aquello que se encuentra en los márgenes de la obra artística, pero también se halla relacionado con etapas artísticas contrapuestas, como el arte primitivo y el arte decadente. El ornamento en Lucía Jerez se revela como una reflexión acerca del arte, el ornamento es superficial, es un sobrante, solo sirve para adornar, divertir, pero para Martí el artista en Latinoamérica es algo tan suplementario o gratuito como los ornamentos de las casas burguesas de su novela. Sin embargo, el ornamento es el principio rector de la novela; así, las acusaciones de superficialidad y frivolidad se vuelven contradictorias con la importancia del ornamento en la novela, el ornamento se convierte en ese suplemento derridiano que considerado frívolo o poco importante se revela fundamental o esencial. Por otro lado, se muestra la insuficiencia de lo bello y por ende, de la materia en la novela. La encarnación de la naturaleza bella es Sol del Valle, quien a pesar de su belleza no suscita el apego, el amor o la admiración de Juan Jerez. Lucía Jerez, por su parte, reconoce sus limitaciones tanto en belleza como en bondad o virtud, lo cual suscita en ella y en su primo un intento de ir más allá del universo de signos en que se ha convertido la sociedad burguesa. Esta vía hacia lo trascendente es evocada mediante imágenes sublimes de la naturaleza, es decir, tormentas, o citaciones de poemas como el de Longfellow donde el protagonista muere en su ascensión hacia la montaña nevada. La vía de lo trascendente es, en última instancia, una vía de sacrificio de la materia y de la destrucción del individuo. Esto hace que el asesinato de Sol del Valle sea otra de las manifestaciones del idealismo modernismo. En Lucía Jerez, el sacrificio de la bella naturaleza se revela como algo necesario para alcanzar lo sublime, aunque este sacrificio sea considerado como un crimen o algo incomprensible para la sociedad burguesa. En Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, se continúa con la reflexión acerca de lo sublime. En este caso, lo fantástico es el género donde se puede

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manifestar lo sublime, ya que no tiene espacio en el realismo. Lo sublime es algo irreductible al pensamiento científico, al positivismo de la época; por ello, es un fenómeno estético marginal en el fin de siglo. Sin embargo, Lugones muestra la actualidad de lo sublime, que está también relacionado con una reivindicación de la actualidad del arte, algo que como dijimos, defendió el modernismo. En sus cuentos, Lugones desarrolla lo que denominamos un «sublime modernista», que difiere de su antecesor romántico, porque la cuestión de lo sublime vuelve a tener un alto componente retórico por encima de lo sublime sensorial o pintoresco que predomina en el Romanticismo. Lugones usa los tópicos sublimes por excelencia, la descripción de desastres naturales como diluvios, terremotos o cataclismos. Sin embargo, estos acontecimientos sublimes se caracterizan por haber tenido lugar en el pasado, es decir, son sublimes históricos. Dos de ellos, «La lluvia de fuego» y «La estatua de sal», se relacionan también con la historia sagrada, lo cual es otro rasgo distintivo del sublime modernista con respecto al sublime romántico. La experiencia de lo sublime en Lugones, es una experiencia diferida o textual, no una experiencia directa, inmediata, sensorial, como en el Romanticismo. Esto supone un cuestionamiento o exploración de los modos de narrar una experiencia que es definida como inenarrable y destructiva. En la imagen del jardín que es, como he querido demostrar, un símbolo recurrente en el modernismo y en especial en la obra de Rubén Darío, se manifiestan la condición problemática de la autonomía del arte en el modernismo y, al mismo tiempo, su insuficiencia. Si bien la autonomía del arte puede considerarse un logro del arte moderno, a la vez, esta especialización de esferas convierte al arte en algo que no tiene importancia para el resto de la sociedad. A este respecto, la imagen del arte como espacio cerrado y utópico constituye la propuesta contraria a la de lo sublime, ya que el jardín es una imagen de la inmanencia pura y utópica del arte. Sin embargo, como hemos visto, esta inmanencia, en todos los casos, se resquebraja. El jardín es al final invadido por la lógica burguesa, mercantil, es absorbido y se vuelve un espacio prosaico. Una alternativa al jardín como espacio es la que propone Horacio Quiroga, en sus cuentos de la selva. Esta ida a la selva supone un abandono de la idea eminentemente estética de la naturaleza que hasta ahora era predominante.

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En los cuentos de Quiroga, la selva tiene cualidades vitales antes que estéticas, o dicho de otro modo, la naturaleza deja de ser considerada solo como un espectáculo estético, es decir, no es juzgada por su belleza o su sublimidad, sino que consideraciones físicas, geográficas entran en juego en la apreciación de la selva de Quiroga. La relación desinteresada que funda la apreciación estética es dejada de lado para considerar la selva no como imagen o representación, sino como un lugar existente, concreto y habitable. Por ello, la naturaleza ya no es concebida como sublime, como lo hacía Lugones, porque la selva en Quiroga está despojada de cualidades trascendentes y es más bien considerada en su inmanencia, como un espacio cotidiano que no revela o simboliza una realidad espiritual o algo que rebase sus cualidades concretas. La selva es, para Quiroga, una «inextricable maraña», como dice el narrador de «La miel silvestre» (Quiroga, 1981: 61), un complejo conjunto de detalles que deben ser interpretados porque de ello depende la supervivencia en este medio hostil y no porque revelen un concepto metafísico o espiritual. Antes que revelar algo que rebasa lo terrenal o humano, la selva de Quiroga más bien revela las honduras o profundidades psicológicas del hombre. El contacto con la selva permite al hombre tener contacto con sus cualidades más innatas, instintivas, las cuales son, para Quiroga, los estados límites donde las fronteras entre humanidad y animalidad entran en crisis. Desde el inicio de su carrera literaria, Quiroga establece una relación entre la locura y la animalidad. Ambos estados ponen en duda las concepciones o definiciones habituales de lo humano. Leopoldo Lugones había incursionado también en esta exploración sobre los límites entre humanidad y animalidad, pero lo había hecho en el registro de lo fantástico y proponiendo la posibilidad de que los animales y las plantas poseen sentimientos y razón como los humanos. Quiroga, en cambio, muestra en sus cuentos que la humanidad es un estado precario y que las fronteras con la locura y con el animal no son rígidas, sino borrosas y porosas; en un momento dado, un hombre puede estar reducido a la locura o ser tratado, debido a su enfermedad, como un animal. José Martí, Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga tienen en común la relación que establecen entre la naturaleza y lo primitivo. En Lucía Jerez de Martí, el ornamento es considerado primitivo y revela los orígenes del arte; en Las fuerzas extrañas de Lugones, lo sublime es un desastre natural que tuvo lugar en un pasado remoto; y en los cuentos de Quiroga, la vida en la selva

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puede considerarse como una vuelta a un tiempo anterior a la civilización. Así, la naturaleza tiene cualidades temporales, está relacionada con lo arcaico, lo primordial o elemental. El interés por la naturaleza en el modernismo y posmodernismo revela una nostalgia por el pasado, por el tiempo ido e irrecuperable. Este interés por lo arcaico y por los orígenes por parte del modernismo y del posmodernismo anuncia el primitivismo de la vanguardia europea y latinoamericana y la obsesión por lo autóctono y lo telúrico de la novela de la tierra. Existen numerosos estudios sobre primitivismo en el fin de siglo y comienzos del siglo xx en las artes plásticas, algunos de los cuales establecen una relación directa entre el problema del ornamento y lo primitivo, como habíamos señalado en nuestro capítulo sobre Lucía Jerez. Por ejemplo, Owen Jones en Grammar of Ornament (1868), Edward Tylor en Primitive Culture (1871) y Sir John Lubbock en The Origins of Civilization (1870) establecen una relación directa entre el origen del arte y los ornamentos. Hjalmar Stope en Collected Essays in Ornamental Art (1927) llega a decir que el ornamento es la base de todas las artes. Pero fueron las teorías de Alois Riegl y Wilhelm Worringer las que sirvieron para reivindicar el arte primitivo, porque ellos fueron los primeros que relacionaron el arte primitivo con el moderno por el impulso de ambos hacia la abstracción: According to Worringer, primitive man is «confused and alarmed by life», and seeks refuge from its apparent arbitrariness in the ‘intuitive’ creation of absolute values. In untrammeled spiritual activity primitive man created for himself symbols of the absolute in geometric or stereometric forms. His art may be «an exorcism and a negation of life», but it has nevertheless, «an inevitable character» (...) According to Worringer, primitive art, in its impulse towards abstraction is the forerunner of Oriental, Egyptian, and modern art (Goldwater, 1967: 28-29).

E. H. Gombrich sostiene en The preference for the primitive que la fascinación por lo primitivo es una de las constantes en la historia del arte desde la Antigüedad grecolatina. Esta idea proviene de una concepción cíclica de la historia sostenida por Aristóteles, la cual consiste en establecer una analogía entre el ciclo vital de la naturaleza —de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte— y las artes. «The first is analogous to the childhood and youth of the organism, leading to full mastery; the second may be described

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as downhill all the way, from corruption to extinction» (Gombrich, 2002: 87). Gombrich sostiene que existe entre los retóricos de la antigüedad, como Quintiliano y Cicerón, una relación de oposición entre belleza y dignidad: mientras más belleza, más sofisticación y elegancia, pero menos dignidad y solemnidad. La antigüedad está relacionada con valores como la santidad, la autoridad, la majestuosidad: The complaint about luxury and laxity could thus be used with effect to account for the feeling that the great days of art were over and that the classic period was receding into the remote past. It was antiquity itself which bequeathed to posterity the myth of its decline through a loss of moral fibre. The idea of the Romans of the decadence indulging their appetites while vigorous Teutonic tribes made ready to inherit the earth was fostered Roman moralists. That corruption which Plato had dreaded as a danger to the state now seemed to have overtaken their civilization. And thus the very prestige of the ancient authorities helped to preserve the seeds of primitivism, together with the classic heritage (Gombrich, 2002: 33).

Siguiendo a Gombrich, lo sublime sería también una de las manifestaciones de la preferencia de lo primitivo, sobre todo en autores como Edmund Burke y Giambatista Vico, es decir, desde el siglo xviii: «It was Vico who taught (...) that the sublimity of the Homeric poems is the direct manifestation of a primitive mentality, the earliest stage in human history» (Gombrich, 2002: 58). Lo sublime en la obra de Lugones estaría entonces emparentado directamente con este interés por lo arcaico o primitivo que evidenciaban ya los filósofos de la Ilustración. Sin embargo, este interés por lo primitivo en el fin de siglo es, en algunos casos, un signo de decadencia y no como lo considera Gombrich, como un intento de superarla. Esto se debe a que sobre todo en el caso de Lugones y Martí, decadencia y primitivismo son categorías que están íntimamente relacionadas, se diría mezcladas. Así como se relativiza lo natural y lo artificial, del mismo modo, para los decadentistas franceses, lo primitivo y lo decadente no son categorías antitéticas sino que son complementarias. Recordemos, por ejemplo, que el protagonista de A Rebours, Des Esseintes, tiene un gusto muy marcado por la literatura antigua, especialmente por la latina; sin embargo, los autores que considera sus favoritos no son los canónicos o clásicos, como Virgilio o Catulo, sino que

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le agradan autores oscuros que escriben entre el final de la civilización latina y el inicio de la Edad Media: «L’intérêt que portait des Esseintes a la langue latine ne faiblissait pas, maintenant que complètement pourrie, elle pendait, perdant ses membres, coulant son pus, gardant a peine, dans toute la corruption de son corps, quelques parties fermes que les chrétiens détachaient afin de les mariner dans la saumure de leur nouvelle langue»2 (Huysmans, 1955: 49). También se nos dice que a Des Esseintes solo le interesan los autores de los comienzos de la Edad Media; los autores del siglo xi en adelante no le interesan porque han perdido la ingenuidad de los comienzos de esta época: «Sa bibliothèque latine s’arrêtait au commencement du x siècle. Et en effet, la curiosité, la naïveté compliquée du langage chrétien avaient, elle aussi, sombré»3 (Huysmans, 1955: 53). Los gustos de Des Esseintes se inclinan por autores que unen la corrupción, decadencia, desintegración de una civilización, pero que también contienen gérmenes de la nueva civilización. Le atraen por igual lo más decadente y corrupto y lo ingenuo; en otras palabras, le agradan que sean los autores de civilizaciones y lenguas aún en formación, y los autores que pertenecen a estilos artísticos en completa desintegración. En el fin de siglo, las categorías de primitivo y decadente están mezcladas o interrelacionadas. El mismo criterio o valoración de lo primitivo y lo decadente lo hemos hallado en Adolf Loos. En su artículo «Ornamento y crimen» tanto el decadente como el primitivo son considerados degenerados. El interés por lo primitivo entonces no comenzó en la vanguardia o con la novela de la tierra, sino que ya se hallaba en el modernismo, aunque su relación con lo primitivo es distinta. En la vanguardia y en la novela de la tierra no hay la ambigüedad que existe en el modernismo entre lo primitivo y lo decadente, y además hay un convencimiento de que es posible olvidar toda la tradición anterior o todos los saberes recibidos y crear algo nuevo. Es significativo lo que menciona Gombrich acerca de Picasso y que ejemplifica la relación del artista —vanguardista con respecto a la tradición—: 2 «El interés que llevaba a des Esseintes hacia el latín no disminuía, ahora que, completamente podrida, colgaba, perdiendo sus miembros, derramando pus, guardando apenas, en toda la corrupción de su cuerpo, algunas partes firmes que los cristianos arrancaron a fin de marinarlas en la salmuera de su nueva lengua». 3 «Su biblioteca latina se detenía en el inicio del siglo décimo. En efecto, la complicada inocencia del lenguaje cristiano también se había acabado».

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Visiting an exhibition of children’s drawing he said to his companions (...) «When I was a child I drew like Raphael. I have been trying to draw like these children ever since». We do not have to take this remark quite literally to catch its meaning. Picasso may not have drawn like Raphael as a child, but he had been thoroughly trained by his father in the academic tradition, a training he increasingly felt to be a burden in his search for originality and novelty (Gombrich, 2002: 237).

Sería interesante, por un lado, explorar de modo más detallado y profundo la relación entre modernismo y primitivismo y compararla con la relación de la vanguardia y la novela de la tierra, no solo con lo primitivo sino con lo autóctono. ¿Es el interés por lo primitivo de la vanguardia y de la novela de la tierra una ruptura con respecto al modernismo o es, por el contrario una continuación y una radicalización de este? Dicho de modo más específico, nos preguntamos si en los escritos últimos de Martí, Lugones y Darío, la relación que hemos establecido entre naturaleza y primitivismo ha variado y se acerca más a la de los autores de la novela de la tierra. Pensamos en El Diario de Campaña (1895) de José Martí; El Imperio Jesuítico (1904), La guerra gaucha (1905) y El payador (1916) de Leopoldo Lugones; y El viaje a Guatemala (1907) de Rubén Darío. Sería un proyecto interesante y como continuación a este trabajo explorar las obras modernistas posteriores a 1898, consideradas por algunos como la segunda etapa del modernismo4, la cual se caracteriza por un mayor interés por lo americano5 y también por la tradición cultural española.

4 La cronología exacta del modernismo es difícil de fijar, como dice Cathy Jrade: «It is impossible to determine a specific moment at which Modernism reached its plenitude. Generally the “second stage” of the movement has encompassed the heterogeneous group of modernist poets who survived beyond 1896. Somewhere between that date and 1905 —during the period in which Darío moved from Buenos Aires to Madrid— Modernism developed a strong sense of itself and reached its widest diffusion (...) it began to anticipate the innovations of the Hispanic Avant Garde. This tendency is best observed in the works of Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-1938) and Julio Herrera y Reissig (Uruguay 1875-1910)» (Jrade, 1996: 47). 5 Ivan Schulman sostiene que el modernismo posee dos caras. La más conocida, considerada evasionista, aunque Schulman critica tal apelativo, relativizando los límites entre realismo y fantasía y entre autenticidad y artificialidad. La otra cara del modernismo, «el anverso del medallón —lo que suele señalarse como “mundonovismo”— es a veces, una preocupación

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Este proyecto implica, en cierto modo, no considerar la historia literaria como una sucesión de rupturas, sino estudiar más bien las continuidades entre los movimientos literarios o analizar también de modo más detenido la relación, en este caso, del modernismo con los movimientos contemporáneos a él. Hay que recordar que el modernismo es contemporáneo no solo con el naturalismo, sino también con la vanguardia y la novela de la tierra. Por ejemplo, es notorio también que en la misma época en que Lugones escribía El payador, Azuela escribía Los de abajo y Vicente Huidobro escribía Altazor6, es decir, que los movimientos estéticos considerados sucesivos son, mitológica americana “Caupolicán, Momotombo” que revela al poeta modernista —igual que al hombre de nuestra época— buscando raíces fuera del ámbito de la realidad circundante, y, por tanto, en postura centrífuga a pesar del indigenismo de su orientación (...) En la valoración de este asunto hay que tener presente que el modernismo es tan americano como otras modalidades que se ciñen al retrato de escenas naturales y de tipos de una región dada» (Schulman, 1987: 36). 6 «El modernismo ahora empieza a emplear su lujo poético europeófilo para descubrir y describir las bellezas propias americanas y el legado naturalista desemboca en una especie de realismo crítico, así que los autores pueden ponerse a modelar y analizar su propia realidad geográfico-social. Lugones descubre entonces al gaucho como figura de identificación nacional (algo paradójica, porque al mismo tiempo congratula a su país por haber terminado con él); Francisco Contreras, en aquellos años, lanza el termino de mundonovismo y pregona la introducción del maravilloso americano (El pueblo rnaravilloso); Mariano Azuela, en Los de abajo, logra una primera novela mundonovista basada en una estética que funciona al revés, hacia abajo, hacia la tierra. Vicente Huidobro, en Altazor, invierte el sistema ascensional del simbolismo francés y prepara, de este modo, las consecuencias que pronto sacarán Pablo Neruda, en Residencia en la tierra, y los representantes de la novela criolla de los años veinte. En vez de buscar el ideal y la salvación en lo alto, entre las nubes y en el cielo, en lo azul y en el espíritu puro neoplatónico, todos estos autores, se orientan hacia las raíces de su propio ser americano. Naturalismo, modernismo, mundonovismo se presentan, así, como tres etapas dialécticas de una misma época de transición, que del siglo xix o, mejor, de la época de romanticismo y realismo (1830-1880) conduce a la del realismo mítico (1930-1980), cumpliendo con una función de bisagra que permite e inicia un cambio fundamental de orientación. Las dificultades con las que nos enfrentaba una época poco unida, carente de denominación común, nos permitió descubrir ese carácter histórico y dialéctico. Tener en la mente que en Hispanoamérica el romanticismo nunca fue un romanticismo puro, de tipo alemán o inglés, que al contrario siempre anduvo relacionado con formas de realismo y naturalismo, puede ayudar a descubrir ese mecanismo dialéctico. Puede ayudar también el enfoque generacional, pero bajo la condición de superarlo» (Pollmann, 1994: 8).

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por un breve espacio de tiempo, simultáneos y que un autor posmodernista como Horacio Quiroga aún estaba en plena actividad artística cuando se publicaron las novelas de la tierra más canónicas como Don Segundo Sombra o Doña Bárbara. ¿Qué sucede con la prosa modernista en las primeras décadas del siglo xx? O, en otras palabras, ¿qué sucede con el modernismo en general cuando deja de ser el movimiento renovador de la literatura latinoamericana y es desplazado por otros movimientos? Esta etapa ha sido menos estudiada; sin embargo, considero que es imprescindible su estudio para obtener una comprensión y apreciación más integral del modernismo. Creo que entender la historia literaria como una sucesión de rupturas y cambios de un movimiento a otro solo nos permite tener una comprensión parcial de las obras y los movimientos literarios. Es necesario también tener en cuenta las continuidades, las influencias de los movimientos entre sí y, en vez de ver la historia literaria como una sucesión de movimientos opuestos y contrarios, pensar también el cambio literario donde el cambio basado en lo gradual, no en la oposición. En conclusión, analizar la concepción y representación de la naturaleza en el modernismo me ha permitido estudiar problemas estéticos ineludibles y fundamentales para el fin de siglo y aún vigentes en la actualidad, como el fin y la finalidad del arte en la modernidad, la importancia del ornamento y del detalle y su relación con lo sublime y, por fin, también me ha llevado a preguntar por la relación entre primitivismo y renovación estética, lo cual supone asimismo analizar el modo como se concibe o comprende la historia literaria. La naturaleza se revela, pues, como una fuente inagotable de reflexión, debido a su carácter múltiple y en muchos casos, indefinible. La naturaleza es precisamente un misterio así como lo es nuestra relación con ella, ya que nos hallamos muchas veces analizándola o contemplándola, pero nunca podemos olvidar que también somos parte de ella.

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