Con el franquismo en el retrovisor: Las representaciones culturales de la dictadura en la democracia (1975-2018) 9783964569530

Este libro examina el franquismo desde el retrovisor, estudiando la representación de la dictadura en las producciones c

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Spanish; Castilian Pages 266 [262] Year 2021

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Con el franquismo en el retrovisor: Las representaciones culturales de la dictadura en la democracia (1975-2018)
 9783964569530

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Con el franquismo en el retrovisor Las representaciones culturales de la dictadura en la democracia (1975-2018) Elizabeth Amann, Diana Arbaiza, María Teresa Navarrete Navarrete y Nettah Yoeli-Rimmer (eds.)

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 53

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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(1975-2018)

Elizabeth Amann, Diana Arbaiza, María Teresa Navarrete Navarrete y Nettah Yoeli-Rimmer (eds.)

Iberoamericana • Vervuert • 2020

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Agradecemos la ayuda financiera de la Universiteit Gent para la edición de este libro

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2020 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2020 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-115-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-952-3 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-953-0 (e-Book) Depósito legal: M-5149-2020 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen/fotomontaje de cubierta: Guadalupe de las Casas Escardó The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Introducción Elizabeth Amann, Diana Arbaiza, María Teresa Navarrete Navarrete y Nettah Yoeli-Rimmer................

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Trauma y memoria en la poesía de los niños de la guerra María Teresa Navarrete Navarrete...................................................... 25 Carmen Martín Gaite y su memoria de la vida cotidiana durante la posguerra José Jurado Morales............................................................................ 47 El barrio como lugar de memoria en Un día volveré (1982) de Juan Marsé Nettah Yoeli-Rimmer.......................................................................... 65 Ser actor cuando Franco: teatro y homosexualidad en Ignacio Amestoy Egiguren y Miguel Murillo Elizabeth Amann................................................................................ 85 El retrato de la primera posguerra en Madrid 1940 (1993) de Francisco Umbral Mónica Carbajosa Pérez..................................................................... 103

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La novela de memoria afiliativa sobre el franquismo tardío Hans Lauge Hansen............................................................................ 125 La construcción de la memoria histórica en las novelas de retrospección Irene Donate Laffitte.......................................................................... 147 La cultura de la memoria y la imagen del franquismo en los documentales de TV3 Sebastiaan Faber................................................................................. 167 Memorias de la España negra a través de una serie de televisión: El Caso. Crónica de sucesos (2016) María Isabel Menéndez Menéndez .................................................... 191 Un modo de ser mujer: género y posguerra en el cómic El ala rota de Antonio Altarriba y Kim (2016) Lieve Behiels....................................................................................... 213 Memorias de violencia en la Guinea Ecuatorial colonial y el Madrid de posguerra en Annobón (2017) de Luis Leante Diana Arbaiza..................................................................................... 239 Sobre los autores................................................................................... 261

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Introducción Elizabeth Amann, Diana Arbaiza, María Teresa Navarrete Navarrete y Nettah Yoeli-Rimmer Universiteit Gent y Universiteit Antwerpen

En El cuarto de atrás (1978), Carmen Martín Gaite reflexiona sobre la dificultad de reconstruir la memoria del pasado: Porque es un poco así, el tiempo transcurre a hurtadillas, disimulando, no le vemos andar. Pero de pronto volvemos la cabeza y encontramos imágenes que se han desplazado a nuestras espaldas, fotos fijas, sin referencia de fecha, como las figuras de los niños del escondite inglés, a los que nunca se pillaba en movimiento. Por eso es tan difícil luego ordenar la memoria, entender lo que estaba antes y lo que estaba después. (116)

La narradora y protagonista del libro, un personaje desdoblado de la misma Martín Gaite, intenta crear una narrativa coherente basada en los recuerdos fraccionados de su infancia durante la Guerra Civil y la posguerra española. Si el pasaje señala la dificultad de mirar hacia atrás, el libro subraya cómo este gesto se complica aún más en el contexto español, donde una guerra civil sangrienta desemboca en una dictadura de casi cuarenta años. Para la narradora del libro, la presencia constante de Francisco Franco impide su acceso al pasado: «pensé que Franco había paralizado el tiempo, y precisamente el día que iban a enterrarlo me desperté pensando eso con una particular intensidad» (133). La dictadura prohibía la expresión de los traumas de la guerra

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y regía la parálisis temporal que sugiere la narradora. Con la muerte de Franco, la narradora siente la necesidad —y tiene finalmente la posibilidad— de hablar de las memorias reprimidas del pasado, pero no le resulta fácil entablar este proceso. Carmen Martín Gaite publicó El cuarto de atrás solamente tres años después de la muerte de Franco, durante la transición a la democracia. Fue un momento histórico poco propicio a la mirada retrospectiva, ya que, a nivel oficial, la élite política, con el «pacto de olvido», eligió silenciar el pasado y dar prioridad al momento presente. Para Ulrich Winter, este fenómeno significa que España sufre de un «doble olvido». En primer lugar, Winter alude al olvido causado por la represión durante la dictadura, «un olvido “prematuro” de una memoria todavía viva (como la de la Guerra Civil en la posguerra)». Luego, con la caída del régimen y la abolición de la censura, surge el olvido «pactado» de la Transición (2006: 9). Sin embargo, es importante notar que, a pesar de su ausencia en el discurso político, la historia del franquismo sí figura en la producción cultural de los primeros años de la democracia. El libro de Carmen Martín Gaite ejemplifica cómo la literatura de la época empieza a cuestionar el silencio dominante de la Transición. Con la llegada del nuevo milenio, la memoria histórica se convierte en una preocupación principal en España. Por un lado, el proceso de exhumación de fosas comunes se activa en el año 2000, después de que Emilio Silva, nieto de un militante de Izquierda Republicana fusilado por Falange, consiga por iniciativa privada encontrar a su abuelo en una fosa común en Priaranza del Bierzo. La opinión pública se pregunta entonces por la obligación colectiva como sociedad de afrontar la recuperación e identificación de los restos de las víctimas sepultadas. Este encargo lo asume, todavía hoy, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Por otro, la aparición del documental Els nens perduts del franquisme (Armengou y Belis 2002), que explora el fenómeno de los niños robados de las madres republicanas encarceladas durante el franquismo, genera un fuerte impacto en la sociedad española, que comienza a tomar conciencia del alcance de la violencia franquista hacia los republicanos y sus descendientes. Finalmente, en el año 2007 se aprueba la Ley 52/2007, bautizada popularmente como Ley de Memoria Histórica, donde se amplían los

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derechos y se adoptan medidas a favor de las víctimas de la guerra y la dictadura, pero no se obliga a investigar las violaciones de los derechos humanos de la represión franquista ni tampoco se exige a los poderes públicos que se hagan cargo de las tareas de exhumación. Esta recuperación del pasado también se manifiesta en las letras españolas, en las que la Guerra Civil se transforma en el motivo literario por excelencia. La tendencia arranca, en gran parte, con el éxito de la pionera Soldados de Salamina de Javier Cercas (2001), novela que inauguraba una modalidad narrativa (Hansen y Cruz 2015; Cruz y González 2015) que ha contado con numerosas elaboraciones, entre las que se incluyen las ya canónicas obras sobre la memoria contemporánea española, Los rojos de ultramar (2004) de Jordi Soler, Mala gente que camina (2006) de Benjamín Prado o El corazón helado (2007) de Almudena Grandes, entre otras. El fenómeno del denominado boom de la memoria ha sido tan notable que en 2007 Isaac Rosa publicó una obra con el título Otra maldita novela sobre la guerra civil. De igual modo, el crítico David Becerra Mayor habla de «La Guerra Civil como moda literaria» en un libro con el mismo título (2015). Desde el punto de vista de los estudios literarios, ¿cómo podemos explicar este repentino boom de la memoria en la producción cultural? Algunos críticos lo han visto como la respuesta postergada al silencio que acompañó a la Transición. José F. Colmeiro, por ejemplo, habla de un «despertar» que sería «el resultado de los movimientos políticos, judiciales y sociales que reclaman que se desentierre, literal y simbólicamente, el pasado» después de la «amnesia colectiva» de la Transición (2011: 29). Así, el nuevo interés en volver al pasado sería una respuesta al «éxito» del pacto de olvido en el nuevo país democrático. Pero, quizás, al contrario, se podría considerar el auge de la memoria literaria como la diseminación más amplia de ciertas ideas que ya se encuentran en algunas obras de la Transición. Efectivamente, como demuestran los ejemplos de El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite o La muchacha de las bragas de oro (1978) de Juan Marsé, las primeras obras de la democracia ya utilizaban una mirada retrospectiva hacia el pasado. Frente al boom de la memoria, la crítica literaria se ha concentrado sobre todo en estudiar las representaciones de la Guerra Civil. El

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i­nterés académico se explica, sin duda, por la presencia importante de la contienda en la producción cultural. Sin embargo, por enfocarse en el conflicto, la crítica ha prestado menos atención a la posguerra. Es un momento histórico que no solo continúa la violencia y la persecución permanente de disidentes políticos, sino que también introduce nuevas formas de control social y de represión como, por ejemplo, la consolidación de una visión conservadora de género promovida por la Sección Femenina, la implantación de un currículo y un sistema educativo dominados por la Iglesia y la revisión ideológica de la historia española. A la vez, se producen profundas transformaciones en el tejido social y la experiencia cotidiana, como el crecimiento de la clase media durante el desarrollismo, el exilio laboral y la migración masiva del campo a la ciudad con la consiguiente transformación del paisaje urbano. Estos cambios han dejado huella en la sociedad actual y, por lo tanto, la época franquista no se puede considerar como una mera coda a la Guerra Civil. El propósito del presente volumen es examinar el gesto que describe Martín Gaite en El cuarto de atrás, de «volver la cabeza» y explorar cómo la producción cultural de la democracia representa el franquismo en el retrovisor colectivo. ¿Qué aspectos de este periodo se incorporan o se omiten en las obras de la democracia? ¿Hasta qué punto pueden retratar a los victimarios? ¿Cuáles inciden en la dicotomía víctima/victimario y cuáles abogan por difuminar esta división? ¿Qué diferencias se observan en la visión del franquismo de las sucesivas generaciones? ¿Hay divergencias entre la producción cultural de la Transición y el boom de la memoria de los últimos veinte años? ¿Cómo se concibe la relación entre el periodo franquista y la democracia, como ruptura o como continuidad? ¿Podemos identificar recursos y estrategias comunes en los géneros estudiados? Los primeros estudios sobre la literatura de la Transición se centraban sobre todo en la novedad y la ruptura de las obras del periodo. De manera significativa, Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer titularon su monográfico sobre la literatura de la primera democracia Aufbrüche: Die Literatur Spaniens seit 1975 (Abriendo caminos: La literatura española desde 1975) (1991), destacando el resurgimiento y la nueva marcha que iniciaban las letras españolas en esta nueva

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etapa histórica. Tal y como apuntan José Carlos Mainer y Santos Juliá (2000), se trata de un momento en el que España estaba aprendiendo a ser un país democrático y la vida intelectual se debatía entre asumir una visión de estado sobre la cultura y experimentar nuevos valores estéticos. Algunos estudios más recientes sobre esta etapa como los de Guillem Martínez (2012), Juan Pablo Fusi (2017) o Germán Labrador (2017) continúan resaltando los aspectos innovadores de la producción cultural de la Transición a la vez que extienden el canon del periodo. Sin embargo, a partir de los años finales de la década de los ochenta, el silencio sobre el franquismo como fórmula que garantiza la estabilidad de la democracia comienza a cuestionarse. Historiadores y filólogos empiezan entonces a señalar en sus trabajos el olvido de las víctimas de la dictadura durante la democracia. En el estudio Memoria y olvido de la Guerra Civil española (1996) de Paloma Aguilar Fernández se denuncia la ausencia de una política de la memoria en el Estado español, sus reticencias a la hora de abrir el debate sobre el pasado franquista y el pacto de reconciliación nacional acordado entre la clase política. Se sitúan en esta línea los estudios de Alberto Reig Tapia y Manuel Tuñón de Lara (1986), Julio Aróstegui (1988), Paloma Aguilar Fernández (2002) y Reig Tapia (1999), que serán continuados más adelante por los de Carme Molinero (2006), Sergio Gálvez (2007) o Reyes Mate (2008). Los estudios literarios se contagian de esta línea, tal y como demuestra el icónico monográfico El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición española (1973-1993) de Teresa M. Vilarós (1998). Al mismo tiempo, comienzan a estudiar la representación de la Guerra Civil en la literatura (Bertrand de Muñoz 1982, 1995; Pérez y Aycock 1990; Monteath 1994; Trapiello 1994). En este sentido, cabe destacar el monumental trabajo de Maryse Bertrand de Muñoz, La Guerra Civil española en la novela, resultado de veinte años de investigación, donde se compilan más de novecientas novelas relacionadas con la Guerra Civil escritas por autores de veintiséis países. También se empiezan a recuperar las obras sobre el conflicto bélico que los escritores exiliados, represaliados y disidentes habían elaborado. Estamos, en este último caso, ante un movimiento de ­recuperación,

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todavía en curso, de la obra de escritores que fueron víctimas del franquismo y relegados al olvido en la construcción del canon español. En este sentido, merecen una mención especial los trabajos del grupo de Estudios del exilio literario dirigido por Manuel Aznar Soler.1 Con la llegada del boom de la memoria en la narrativa española, la crítica presta atención al proceso de la recuperación del pasado franquista y las diferentes aproximaciones ideológicas que se adoptan en estos textos. Entre los trabajos más tempranos que estudian este fenómeno se encuentran los de Ana Luengo (2004), José F. C ­ olmeiro (2005) y Antonio Gómez López-Quiñones (2006). En ellos, se advierte la necesidad de distinguir entre el género tradicional de la novela histórica y estas obras sobre la memoria que requieren otro método de estudio. Para este propósito, utilizan el concepto de «memoria colectiva» de Maurice Halbwachs (1968) y se generaliza el uso de lieu de mémoire propuesto por Pierre Nora (1989). El «lugar de memoria» servirá de punto de partida para el trabajo coordinado por Joan Ramon Resina y Ulrich Winter, Casa encantada. Lugares de memoria en la España constitucional (1978-2004) (2005), que venía a identificar los mitos, las resistencias y transferencias con las que se había configurado la memoria colectiva de los españoles. Este trabajo abriría una línea de trabajo, secundada más adelante por Juan Carlos Cruz y Diana González Martín (2015) o Carmen Moreno-Nuño (2006), que arguye que estas novelas no solo representan «lugares de memoria», sino que también se convierten ellas mismas en lieux de mémoire para la sociedad española que disipan el olvido sobre la Guerra Civil. Sebastiaan Faber (2011, 2015), por su parte, se centra en los diferentes tipos de vínculos que los escritores establecen a través de sus tramas y personajes con las víctimas de la guerra y la posguerra. Faber muestra que, además de la memoria filiativa, que elaboran los testigos que pertenecen por obligación a un grupo o comunidad (por ejemplo, los hijos de las víctimas), existe una memoria afiliativa, el compromiso

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Véanse Alonso y Aznar Soler 2015; Alted Vigil y Aznar Soler 1998; Aznar Soler 1998, 2003, 2006, 2007; Aznar Soler y López García 2011; Glodys 2012; González de Garay 2001, 2013; Larraz, 2009.

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voluntario antifranquista que asumen individuos que no tienen una relación familiar con el pasado recuperado. Esta caracterización de los escritores como valedores de una memoria colectiva traumática y silenciada ha llevado a que algunos críticos acerquen este grupo de relatos al término posmemoria, de ­Marianne Hirsch (1997). Este concepto, surgido en la órbita de los estudios de la Shoá y acogido por los estudios de la literatura posdictatorial del Cono Sur, llama la atención sobre el carácter ficcional de la memoria heredada. Las ideas de Hirsch se popularizan en los estudios sobre la transmisión de la memoria y también impregnan algunos trabajos focalizados en el contexto español, como el propuesto por Elina Liikanen (2015). De igual forma, los estudios sobre el trauma transgeneracional de la Guerra Civil provenientes del campo de la psicología —Ruiz-Vargas (2006), Anna Miñarro y Teresa Morandi (2009), Gregorio Armañanzas Ros (2012), Clara Valverde (2014) o Luis Martín-Cabrera (2016)— también mencionan a Hirsch, junto a otros referentes como Nicolas Abraham y Maria Torok (1978) o Vamik, Gabriele Ast y William Greer (2002). Sin embargo, la crítica también advierte sobre los desfases metodológicos que pueden surgir al acoger teorías e ideas que se elaboran para contextos postraumáticos distintos al español, como el Holocausto o las dictaduras del Cono Sur (Labanyi 2007). En contraste con esos casos, Jo Labanyi observa que en España el silencio no es un efecto del olvido o del trauma sino una herramienta política tanto en la dictadura como en la democracia (2009: 23-24). Si bien el silencio hizo su efecto en la generación de los hijos, no es así con la generación de los nietos, que siente el deber histórico de recuperar la memoria de sus padres y abuelos (2009: 25). Aunque este boom de la memoria puede interpretarse como la contrapartida al silencio de la Transición, no hay que perder de vista que en este aluvión de narraciones es posible apreciar a veces una banalización de la historia que también responde a las tendencias del mercado literario (Becerra 2015). Como señala Winter, «la reciente fase reconciliadora coincide con una creciente mercantilización de la literatura y de la cultura de la conmemoración en general» (2006: 12). Es por la avalancha de textos de este tipo que Fernando Larraz (2014: 354)

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e Isaac Rosa (2015: 14) consideran que seguimos necesitando más literatura que favorezca la explicación del pasado español. Este volumen se propone ampliar la investigación sobre la búsqueda de la memoria en la cultura española. Por eso hemos decidido mirar más allá del nuevo milenio, incluyendo tanto textos del boom de la memoria como obras más tempranas de la Transición y los primeros años de la democracia. También queremos expandir los géneros estudiados examinando la mirada retrospectiva no solo en la novela sino también en otras formas de producción cultural, como el teatro, la poesía, la novela gráfica, el documental, la autobiografía y las series de televisión. Los diferentes capítulos también adoptan múltiples aproximaciones, que incluyen teorías de género, memoria y posmemoria, trauma, poscolonialismo, narratología y estudios urbanos. El libro comienza con un ensayo que se aproxima a la memoria y al relato del trauma de la posguerra en la poesía de la generación de los niños de la guerra. María Teresa Navarrete Navarrete advierte que la poesía que esta generación publica durante la Transición constituye un testimonio temprano sobre la necesidad de la memoria. Para ejemplificar esta idea, Navarrete se sirve de los poemarios Los trescientos escalones (1977) de Francisca Aguirre (1930-2019) y Viejas voces secretas de la noche (1981) de Julia Uceda (1925-). Las dos poetas coinciden en reflexionar sobre el impacto de haber crecido en el contexto opresivo de la posguerra española. Sin embargo, mientras que Aguirre representa la voz colectiva de los republicanos vencidos, Uceda explora la confrontación y la superación de una herida psíquica común a esta generación. Otra escritora del medio siglo que captó la vida cotidiana de la posguerra es Carmen Martín Gaite (1925-2000), cuya obra estudia José Jurado Morales. Con la llegada de la democracia, Martín Gaite empieza un ejercicio de memoria que consiste no solo en la rememoración personal sino también en un intento de documentar el pasado. Enfocándose en la novela El cuarto de atrás (1978) y el ensayo Usos amorosos de la postguerra española (1987), Jurado señala la atención de Martín Gaite a la experiencia cotidiana —la intrahistoria— de la posguerra y a la sensación de un «tiempo paralizado». Martín Gaite no enjuicia ni critica directamente el nacionalcatolicismo, sino que

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capta la m ­ anera en la que el ambiente asfixiante de la época impide el desarrollo individual. En los siguientes dos artículos pasamos de la rememoración a una reflexión sobre el peso del pasado en diferentes comunidades. El capítulo de Nettah Yoeli-Rimmer explora cómo Juan Marsé (1933-) utiliza la geografía en Un día volveré (1982) para subrayar los conflictos entre las dos facciones de la posguerra: vencedores y vencidos. En la novela destacan varios «lugares de memoria» en los que los personajes tienen que negociar con el pasado. Sin embargo, con la transformación urbana de los años sesenta estos espacios comienzan a desaparecer. Esta pérdida de memoria se refleja en la amnesia del juez Klein, el antiguo amante del protagonista, pero también hace alusión al «pacto de olvido» de la Transición, que domina el discurso político en el momento en que Marsé escribe la novela. El tema de la homosexualidad —el secreto revelado en la obra de Marsé— es el enfoque del ensayo de Elizabeth Amann sobre dos obras teatrales: Yo fui actor cuando Franco (1990) de Ignacio Amestoy Egiguren (1947-) y Perfume de la memoria (1990, 1999) de Miguel Murillo (1953-). Tanto Amestoy como Murillo nacieron durante la posguerra, pero ambos recrean la experiencia de una generación anterior, más cercana a la represión del franquismo, y de un colectivo, el homosexual, brutalmente perseguido. Como Yoeli-Rimmer, Amann reflexiona sobre cómo estos dramaturgos intentan negociar con el pasado franquista a través de la prosopopeya y combinando elementos del Bildungsroman y el gótico. Con el ensayo de Mónica Carbajosa Pérez pasamos de la representación de los vencidos a la de los vencedores a través de la novela Madrid, 1940. Memorias de un joven fascista (1993) de Francisco Umbral (1932-2007). Aunque Umbral no llegó a Madrid hasta 1961, en estas páginas intenta reconstruir la experiencia de la primera posguerra en la capital por medio de documentos y testimonios del periodo. El protagonista de la obra, Mariano Armijo, es un fascista arribista y cínico que regresa a Madrid después de la Guerra Civil, resuelto a triunfar como «vencedor» en la sociedad de la posguerra. Aunque Armijo adopta la retórica franquista, Umbral la subvierte con ironía.

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Sin embargo, esta misma ironía se emplea contra las víctimas de la represión, lo que a veces produce una reacción incómoda en el lector. El artículo de Hans Lauge Hansen coincide con el de Carbajosa en su enfoque en/sobre la figura del victimario, pero desde la novela de memoria afiliativa, un género que florece con el boom de la memoria del siglo xxi. Hansen observa que, con pocas excepciones, las novelas de este género que se centran en la Guerra Civil o la primera posguerra suelen adoptar la perspectiva de las víctimas republicanas, mientras que las que recuerdan la época del tardofranquismo —como, por ejemplo, La larga marcha (1996) o Crematorio (2007) de Rafael Chirbes, El día de mañana (2011) de Ignacio Martínez de Pisón y El vano ayer (2004) de Isaac Rosa— intentan ahondar en la psicología del victimario o de personajes de la llamada zona gris. El ensayo de Irene Donate Laffitte se aproxima también a las novelas escritas durante el boom de la memoria y analiza el tratamiento del tiempo narrativo en cinco obras publicadas entre 2003 y 2007. Señala que estos textos presentan un mismo esquema argumental, según el cual unos personajes del siglo xxi indagan en el pasado a partir de un acontecimiento que interrumpe sus vidas cotidianas. También se identifican otras técnicas comunes, como el uso de voces narrativas características de géneros testimoniales. Sin embargo, las novelas divergen en su manera de negociar con el pasado, diferencia que Donate Laffitte atribuye a la posición ético-política de los escritores. El trabajo de Sebastiaan Faber continúa la reflexión sobre el actual debate público en torno a la memoria de la guerra y la posguerra. Este investigador considera que, pese a la intensidad de la discusión, es positivo que la sociedad española esté desarrollando una cultura de la memoria. Para Faber, los documentales realizados por Montse Armengou (1963-) y Ricard Belis (1964-) entre 2002 y 2015 se distinguen por revelar aspectos desconocidos de la posguerra y por su rigor histórico. Los documentalistas, como herederos de la tradición del documental político, admiten partir de una tesis subjetiva, pero el estudio destaca su compromiso deontológico al recuperar voces silenciadas en la posguerra y resaltar la complicidad de la Iglesia o la Sección Femenina ante la represión ejercida durante este periodo.

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Con el capítulo de María Isabel Menéndez Menéndez pasamos del documental a la ficción televisiva y del rigor histórico a la estetización. El ensayo analiza las representaciones de género y de la censura del régimen en El Caso (2016), una serie de amplia difusión de la cadena pública TVE basada en el semanario homónimo (1952-1987). Según Menéndez, este producto audiovisual carecía de pretensiones desde el punto de vista de la memoria, aunque terminó subrayando las dificultades para ejercer el periodismo durante el franquismo, aún más en el caso de las mujeres profesionales. Sin embargo, el ensayo también señala que la sumisión de la serie a los criterios de la industria cultural dio lugar a un cierto embellecimiento del periodo, así como a la adscripción de la serie a una memoria más «aspiracional» que crítica. La opresiva estructura patriarcal de la posguerra es también el tema de análisis del ensayo de Lieve Behiels, que se enfoca en la novela gráfica, un género en auge dentro de la producción artística de la memoria. El capítulo examina cómo el guionista Antonio Altarriba (1952-) recupera en El ala rota (2016) la figura de su madre, a la vez que da visibilidad a la oposición monárquica a la figura de Franco y al peso de la Iglesia en el nacionalcatolicismo. Behiels también estudia cómo, mediante el texto y la representación visual de la historia por el dibujante Kim (1941-), El ala rota transciende la historia personal de Petra para exponer el trauma compartido de las mujeres de clase trabajadora. La colección concluye con el ensayo de Diana Arbaiza que recuerda un aspecto olvidado de la posguerra: las relaciones entre la metrópolis y la colonia. La obra estudiada, Annobón (2017) de Luis Leante (1963), se centra en la figura histórica de Restituto Castilla, un guardia civil republicano que asesinó en 1932 a Gustavo de Sostoa, el gobernador general de las posesiones del golfo de Guinea (actual Guinea Ecuatorial). En la novela, Leante yuxtapone el espacio colonial con el Madrid de posguerra donde Castilla es juzgado, revelando así el paralelo entre la represión de la colonia y la de la primera posguerra. Annobón evoca la cultura de terror de esta época, aunque Leante rehuye la representación directa de la violencia para evitar reproducirla en su texto.

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Trauma y memoria en la poesía de los niños de la guerra María Teresa Navarrete Navarrete1 Universiteit Gent y Universiteit Antwerpen

Derrotada la memoria de una herida que no defiende nadie Carlos Sahagún (1979)

Introducción Mi propósito en este artículo es reflexionar acerca de la manera en la que la poesía de los escritores pertenecientes a la generación de los cincuenta construye, una vez que finaliza la dictadura franquista, el relato de los efectos traumáticos de la Guerra Civil española y la posguerra. La generación lírica de los cincuenta o la «segunda generación de posguerra» (Bousoño 1985; García Martín 1986) se presenta especialmente atractiva para esta finalidad, ya que estos poetas nacen entre 1924 y 1938 (Bousoño 1985: 23), por lo que históricamente representan a «los niños de la guerra» , tal y como los denominó Josefina Aldecoa (1983). Además, si recurrimos a términos propios de los estudios del Holocausto y los aplicamos al caso español, estos poetas pertenecen a la «segunda generación» (Hirsch 2012), la de los niños que sobrevivieron al conflicto bélico o, como bien matizan otros estudiosos como Suleiman, a la «1.5 generation», por ser «too young to

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Investigadora posdoctoral de la Research Foundation Flanders (FWO). Proyecto de investigación: 148657 /12Q2219N.

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have had an adult understanding of what was happening to them, but old enough to have been there» (Suleiman 2002: 277). De esta forma, el itinerario vital de este grupo de autores está marcado por el efecto de la Guerra Civil que, según el origen de cada uno de ellos, será experimentado de distinta manera. Algunos de estos poetas provienen de familias mermadas a causa de los fusilamientos de republicanos por parte del bando nacional, como son los casos de Eladio Cabañero (1930-2000) o María de los Reyes Fuentes (1927-2010), huérfanos de padre, o Ángel González (1925-2008), que sufre la muerte de un hermano; otros, como Francisca Aguirre (1930-2019), experimentan el exilio o tienen que cambiar de lugar de residencia por ser represaliados, como le ocurre a la familia de Carlos Sahagún (1938-2015); otros crecen en el seno de familias acomodadas, como José Manuel Caballero Bonald (1926-), José Agustín ­Goytisolo (1928-1999) y Jaime Gil de Biedma (1929-1990), o de sesgo conservador, como, por ejemplo, José Ángel Valente (1929-2000) y Julia Uceda (1925-); mientras que otros, como Antonio Gamoneda (1931-), provienen de familias obreras. Sin embargo, todos experimentan las limitaciones del nacionalcatolicismo, ideario sobre el que se construyó la sociedad del franquismo. Por tanto, la necesidad de libertad, junto con la denuncia de la injusticia y la constatación de la falta de recursos económicos, aparecen como constantes temáticas en las obras escritas por esta generación durante la juventud. Dejando al margen estudios sobre las trayectorias literarias completas de cada uno de estos autores, con frecuencia, se estudia el impacto que la obra de la generación de los cincuenta generó en la sociedad española del medio siglo, pero se considera en menor grado la poesía que publican una vez que se produce el relevo generacional, con la llegada de los poetas novísimos en los setenta. Siendo el tema de este monográfico la herencia social de la posguerra en la democracia y teniendo en cuenta que esta generación experimenta el desarrollo de la dictadura franquista en su totalidad, pienso, de acuerdo con Juan José Lanz (2010: 44), que los poemarios que publican, una vez que acaba la Dictadura, contienen un relato temprano y poderoso sobre la necesidad de memoria en uno de los contextos más hostiles para este tipo de reclamaciones, como lo fue el de la Transición.

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En este sentido, Santos Juliá (2010) advierte de un riesgo metodológico cuando se examina este periodo. Según Juliá, al analizar la Transición es recurrente explicarla aludiendo a aquello que no ocurrió y explicitando lo que tenía que haber pasado. Sin embargo, en la representación dicotómica de la Transición como mito fundacional de la España democrática o mito de la desmemoria, el miedo y la violencia, no es refutable la existencia de un «pacto de olvido» y de un «pacto de silencio» de las élites políticas (Rodrigo 2006; Ollé Sesé 2008; Pigrau Solé 2009; Zapico Barbeito 2010: 243-274; Gracia Arce 2017: 921-928) que se eleva a ley con la Ley de Amnistía de 1977. El espejismo de la modernización se construye, por tanto, en oposición a la España de la posguerra, que se asoció con los que, a la muerte de Franco, iniciaron las primeras demandas de memoria. La Transición, en definitiva, logra que se inviertan los términos (Bernecker y Brinkmann 2006: 242; Alba Rico 2006: 10) —«los verdugos perdonan a las víctimas» (Martín-Cabrera 2016: 189)— y que esa inversión se estabilice inoculando a una sociedad, ya atemorizada, un nuevo miedo: la repetición de la Guerra Civil (Reig Tapia 1986; Aguilar Fernández 2002; Espinosa 2006: 177). Es decir, existen unos límites sobre lo que se puede decir y sobre lo que se puede ver de la Guerra Civil y la dictadura durante la Transición y la democracia. La intención de algunos poetas fue precisamente cruzar esos límites a través de sus creaciones. De acuerdo con Germán Labrador Méndez (2016), esta ruptura ya se había producido durante la dictadura —Labrador alude a los poemarios Los muertos (1947) de José Luis Hidalgo y a Poemas del toro (1943) de Rafael Morales, pero podemos añadir otros como Sin esperanza, con convencimiento (1961) de Ángel González o Extraña juventud (1962) de Julia Uceda—. Sin embargo, en estos casos, a causa de la censura, los poetas no habían podido dotar de nombre a las cosas. Así, cuando llega la Transición, se desactiva una jaula lingüística que libera fechas —como 1936, 1939—, nombres propios o palabras como guerra, tortura, suicidio o violencia. Visto desde la actualidad, el corpus de poemarios que la generación de los cincuenta publica después de la dictadura —al que pertenecen libros como Del tiempo y del olvido (1977) de Goytisolo, Descrédito del héroe (1977) de Caballero Bonald, Descripción de la mentira (1977) y

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Lápidas (1986) de Gamoneda, Material memoria (1979) de Valente o Primer y último oficio (1979) de Sahagún, entre otros— explicita al menos dos elementos: 1) la necesidad de poner palabras a la represión vivida, y 2) la concepción de estas obras a modo de cápsulas del tiempo capaces de activar y transmitir en el futuro el relato sobre la guerra y la posguerra de esta generación. En este sentido, Francisca Aguirre advertía del poder transmisor de memoria de la literatura: «Aquellas niñas en hilera / que cantaban para espantar el hambre / son éstas que escriben hoy poemas» (1977: 71). En este caso, centraré mi análisis en dos obras de este corpus: Los trescientos escalones (1977) de Francisca Aguirre y Viejas voces secretas de la noche (1981) de Julia Uceda. Mi elección está motivada por la diferencia entre los dos itinerarios vitales de las autoras y la distancia compositiva que sus propuestas líricas sustentan. Francisca Aguirre representa la voz de los republicanos en la posguerra, que sufrieron el exilio, la orfandad y la violencia del franquismo. Los trescientos escalones es su segundo poemario, ya que Aguirre no publica su primera obra hasta 1971, lo que la convierte en un eslabón oculto, hasta esta fecha, de la generación del medio siglo. En Los trescientos escalones se abre paso la necesidad de quebrar el silencio y restituir la memoria de las víctimas del franquismo. Por su parte, Julia Uceda proviene de una familia conservadora y participa activamente en los círculos andaluces y madrileños de poesía durante la década de los sesenta. Decide exiliarse voluntariamente en 1966 para dejar atrás las restricciones profesionales que el franquismo reservaba a las mujeres y ejerce de profesora de Literatura Española en la Michigan State University. Viejas voces secretas de la noche se presenta a modo de viaje al subconsciente a través del cual el yo lírico persigue superar la perturbación, común a toda esta generación, de crecer en el ambiente opresivo de la dictadura franquista.

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Hacia la restitución de los represaliados en Los trescientos escalones de Francisca Aguirre La división en generaciones, válida en los estudios de la memoria para el análisis del cauce de transmisión de la historia familiar traumática vivida por víctimas de una guerra o de un acontecimiento violento —primera, segunda y tercera generación— (Young 2002; Hirsch 2008 y 2012), pienso que admite ciertas especificaciones para el caso español. La primera y la segunda generación, la de los padres republicanos y sus hijos, presentan ciertas concomitancias. Ambas sufren la violencia del bando nacional, la primera generación por su posicionamiento ideológico y, la segunda, por ser su sucesora, a modo de herencia trágica. Estamos, por tanto, ante dos generaciones que experimentan situaciones traumáticas, aunque, es cierto que la segunda se encuentra además mediatizada por la herencia política y psíquica de sus padres. En este sentido, Anna Miñarro y Teresa Morandi (2009) señalan que los hijos de republicanos crecieron, en algunos casos, huérfanos, segregados, sometidos a malos tratos por su filiación republicana —en palabras de Vallejo Nágera, eran portadores del «gen rojo» (cf. Vinyes 2002; Preston 2011)—, fueron víctimas de cambios de identidad y privados de hacer duelos y de construir un futuro. Francisca Aguirre pertenece a este grupo de hijos represaliados en los que el conflicto bélico marca el núcleo familiar. Aguirre se exilia a Francia en el año 1939 junto al resto de su familia y su padre, el pintor Lorenzo Victoriano, afiliado al Partido Comunista, es encarcelado en 1940 cuando deciden volver a España. Después de pasar dos años en la cárcel de Porlier en Madrid, el padre es ejecutado mediante garrote vil y más tarde condenado a muerte civil. Francisca Aguirre, junto a sus hermanas, ingresa en el convento de Santa Gema Galgani, donde las monjas acogían a hijas de presos políticos con pocos recursos económicos (Jurado Morales 2013: 34-35). Como se observa, en pocos años la infancia de Aguirre concentra guerra, exilio, orfandad y miseria: «She was six years old when the Civil War broke out, nine when her family abruptly fled in exile to France, ten when she and her

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mother and sisters returned to Madrid to a life of poverty, and twelve when her father [...] was executed» (Keefe Ugalde 2011: 9). Como en otros casos de descendientes de republicanos, Francisca Aguirre sufre vejaciones físicas en este convento. Hay que tener en cuenta que la violencia de la Guerra Civil excede los límites del conflicto. No termina cuando finaliza la guerra y se mantiene durante la dictadura. La violencia bélica y la violencia dictatorial tienen un carácter colectivo y están dirigidas, en un principio, hacia un mismo grupo, el de los republicanos al que, a medida que avanza la guerra, se suma el de la oposición franquista. La violencia tampoco se extingue en estos dos grupos y se prolonga hacia los familiares de los republicanos en varias direcciones: de forma horizontal, por ejemplo, hacia las esposas de los republicanos, en sentido ascendente hacia los progenitores de los republicanos y en dirección descendente hacia los hijos que reciben la violencia como parte de un legado familiar. Este afán de eliminación de «el otro» ha llevado a historiadores como Paul Preston a utilizar el término «holocausto» para el caso español (2011). Francisca Aguirre escribe un poema de corte generacional, «La frontera», en el que explica cómo haber nacido en los años treinta supuso «ingresar en un tiempo loco / que cobra su alquiler en monedas de espanto» y «trocear mi corazón en mil pedazos / pagar mi puesto en el desierto» (1977: 30-31). Sin embargo y, de acuerdo con Almela Boix (2011: 16) y Jurado Morales (2013: 34), donde se explicita de forma más rotunda en la obra de Aguirre el impacto violento de la posguerra es en el volumen de cuentos Espejito, espejito (1995), a través de una escena en la que la autora relata a qué se deben las cicatrices de sus manos: A los once años, las agustinas me obligaron un día a lavar en la azotea una ingente cantidad de ropa interior de las monjas y de las niñas, entre la que había montones de paños higiénicos usados que habían puesto a remojo. Dos días después, y debido seguramente a la sangre corrompida de los paños higiénicos, mis nudillos estaban infectados. Se me hincharon las manos de forma monstruosa. Estuve dos semanas con las manos vendadas, a punto casi de gangrena, y durante muchos años lucí un par de hermosas cicatrices en cada mano, como recuerdo de aquellos días de

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vino y rosas. Con el tiempo se fueron disimulando, pero nunca desaparecieron del todo. Ahí siguen, por si me falla la memoria. (1995: 60)

Junto a la violencia de carácter físico, la obra de Aguirre señala los efectos de la violencia de carácter económico y denuncia que la falta de recursos —«lo importante no era el petróleo / sino el hambre, la espantosa hambre» (2007: 37)— se traduciría a lo largo de la posguerra en uno de los grandes obstáculos para quebrar la forma de vida a la que los republicanos habían sido relegados. Por ejemplo, en «Esta vida, hay que ver, qué desatino», Francisca Aguirre escribe: «nuestra historia desmiente la abundancia / y nadie sabe con qué triste estupor / miramos muchas veces a seres más afortunados / que estrenan vida a cada instante, / que les sobra la vida y la derrochan» (1977: 56-58). En los hijos de los republicanos represaliados, que conocen su historia familiar, la memoria y la ideología se conforman como elementos indispensables en la construcción de la identidad. Aún más, en casos traumáticos, como bien advierte Vamik Volkan, el vínculo entre memoria e ideología se intensifica: «shared images of the historical catastrophe and the defenses against them —in other words, the mental representation of the shared event— may become an important identity marker of the affected large-group» (2000: 182). De esta forma, la ideología se establece a consecuencia de lo experimentado y lo recordado. Son varios los autores que señalan la memoria como uno de los factores a tener en cuenta en la construcción de las ideologías. Lukács incluía sentimientos y pensamientos en la «concepción del mundo de una clase» (1975: 49-88); Goldmann vinculó la idea de «concepción del mundo» con la «conciencia colectiva» (1985: 25-33), y Althusser alude al papel histórico que desempeñan las imágenes, los mitos y las ideas en la sociedad cuando configura su definición de ideología (1974: 179-186). Estos axiomas se asocian con el concepto de «memoria colectiva» formulado por Maurice Halbwachs (2004), mediante el que alude a la existencia de una memoria compartida, transmitida y construida por un determinado grupo social (Erice 2006). En las obras de Aguirre se percibe que el aislamiento al que la sociedad de posguerra confina a los republicanos otorga resistencia y animadversión hacia los parámetros nacionalcatólicos en los que se

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sostiene la sociedad de posguerra. Así, el aislamiento se convierte en distinción identitaria: «No me digáis que no es posible. / Al menos, no me lo digáis. / Dejadme / como se deja al loco en su utopía. / Dejadme con mi obstinación de bestia irracional / a quien la lógica no sirve» (1977: 14). Sin embargo, la resistencia a este contexto histórico se acompaña de ocultación. El silencio se instala a modo de parapeto con el que esquivar represalias. Este silencio, al que los vencidos someten su memoria de la Guerra, provoca, unas veces, que el recuerdo del pasado se aminore hasta desnaturalizarse y, otras, que la memoria a la que apelan en sociedad sea una memoria colectiva impostada que deriva en una interacción falseada con el resto de los miembros de la comunidad (vecinos, colegio, iglesia, etc.), como ocurría, por ejemplo, en el conocido cuento de Alberto Méndez, «Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos» (2004). El ambiente clandestino que rodeaba la narración de la trágica historia familiar es captado por Aguirre en «Memoria arrodillada», del poemario Pavana del desasosiego: «Detrás de los barrancos del olvido / crecen extrañas flores sin perfume / que cuentan un relato de susurros, / un memorial de sobresaltos» (1999: 15). Bajo mi punto de vista, las obras artísticas que los hijos de republicanos publican en los primeros años de la democracia, tales como Los trescientos escalones de Aguirre, funcionan de contrapunto al silencio de la dictadura y a la necesidad de olvido de la Transición. Por un lado, la obra literaria se posiciona a modo de denuncia de la amnesia histórica. Este propósito se advierte en varios poemas como, por ejemplo, «Eterno retorno»: «Después: contar la historia. / Y empezar a pensar que convendría / reinventarlo todo de nuevo» (1977: 52), o en «Suceden estas cosas...»: «Todos / mantienen un monólogo interminable / te cuentan, te contestan, pero de hecho / solo escuchan su propia voz, / y esa voz narra siempre la misma historia, / una historia que es falsa y cierta al mismo tiempo» (1977: 25). Sin embargo, la composición más rotunda es la que lleva por título «Nada nos quedará, pero esa nada...»: Dejaremos atrás los nombres que nos habitaron, las furias que nos arrasaron,

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las ansias que nos agruparon, el miedo que nos desintegró. Todo lo dejaremos atrás y nada olvidaremos nunca, porque no somos asesinos. (1977: 29)

Este poema conecta con las ideas de Aguilar Fernández (1997: 88109), Jo Labanyi (2009: 23-35), Ignacio Fernández de Mata (2016) o Alija Fernández y Martín-Ortega (2018: 53-76) acerca de la instrumentalización de la amnesia de la guerra y la posguerra que la clase política española sostuvo durante los primeros años de la democracia: «amnesty was justified as a tool to prepare the country as a whole for shared life and reconciliation, repairing the wrongs of the past and allowing society to forget and concentrate on the future» (Alija Fernández y Martín-Ortega 2018: 59). Ante este contexto, los últimos versos resultan especialmente elocuentes sobre la posición que sostiene Francisca Aguirre en este debate. Por otro lado, la obra literaria también adquiere un sentido de homenaje a los progenitores con la intención de generar una función reparadora. Esta actitud fue detectada por Vamik Volkan como un patrón de conducta propio de la segunda generación. Volkan denominó tarea compartida —«shared task» (2000: 182)— a esta necesidad de compensación de los descendientes y distinguió varios tipos: «The shared task may be to keep the “memory” of the parents’ trauma alive, to mourn their losses, to reverse their humiliation, or to take revenge on their behalf» (2000: 187). En la obra de Aguirre son varios los poemas en los que se percibe la necesidad de llorar la pérdida del padre y de honrar su memoria frente a la muerte civil a la que el franquismo intentó condenar a los artistas de ideología republicana: Nació para pintar y eso hizo, Nació también para disfrutar y también hizo eso. [...] La tragedia de la guerra civil del 36 contribuyó a demostrar hasta qué punto amaba la Justicia.

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María Teresa Navarrete Navarrete Pasará a la posteridad como un magnífico pintor republicano al que la dictadura franquista asesinó en 1942 por defender a un Gobierno legítimo. (2010: 64-65)

Del mismo modo, también aparece la restitución de la figura materna y de su capacidad para superar las represalias y el ostracismo a las que las viudas de republicanos fueron confinadas. Aguirre, al dotar de palabra a la capacidad de resistencia y de subsistencia frente a la pobreza de su madre, restituye la humillación por un heroísmo regateado al colectivo de las viudas republicanas: Mamá quedó como un espejo sin azogue. [...] Volvió a nosotras desde el país del hielo volvió tan absolutamente que gracias a ella, nosotras, que nada teníamos lo tuvimos todo. Mamá fue nuestro Espasa, fue nuestro Guerrero del Antifaz, el País de las Hadas, la abundancia dentro de la miseria, nuestro mejor amigo, [...] la que hizo posible que papá no muriera, la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros. [...] Y ya nadie podrá quitárnoslo. (1977: 75-76)

De nuevo, en este homenaje prima la distinción identitaria frente a la sociedad franquista, lo que coloca estos poemas, al igual que el resto de Los trescientos escalones, como un buen ejemplo del relato de las víctimas de la posguerra sobre la violencia física y psíquica que padeció dicho colectivo.

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Criptonimia en Viejas voces secretas de la noche (1981) de Julia Uceda Viejas voces secretas de la noche pertenece a la segunda etapa literaria de Julia Uceda, caracterizada por la reflexión sobre el franquismo desde la perspectiva de una escritora exiliada en Estados Unidos desde 1966 y, a partir de 1974, en Irlanda. Este poemario, junto al libro de relatos En elogio de la locura (1980), pone fin a la fase del exilio de la poesía ucediana a la que también pertenecen Poemas de Cherry Lane (1968) y Campanas en Sansueña (1977). Julia Uceda escribe las dos últimas obras de esta serie, Viejas voces secretas de la noche y En elogio de la locura, en Irlanda (1974-1976), después de pasar dos cortas temporadas en Oviedo (1970) y Albacete (1972) y sabiendo que la vuelta definitiva a España se haría efectiva en 1976 (Uceda 2013: 18). Tales circunstancias de escritura distancian estos libros del otro par de poemarios que componen la serie del exilio. En Poemas de Charry Lane y en Campanas en Sansueña se percibe un yo lírico en plena conquista de la libertad tras alejarse de los modos de vida franquista y participar en la sociedad estadounidense. Por ejemplo, en «Rosas del Sur» de Poemas de Cherry Lane se aprecia con claridad esta escisión identitaria: «Si otra vez digo “rosas / del sur” serán de Pasadena. / Si “olas”, del Pacífico... / “Emperador”, serpientes emplumadas / de Moctezuma...» (1968: 19). Como vemos, la identidad lírica se conecta con el espacio americano. Las palabras prescinden de sus referentes europeos y empiezan a asociarse con la realidad del país de llegada. Las «rosas del sur» ya no son las de Strauss sino las de Tournament of roses parade en Pasadena; las olas ya no son las del Mediterráneo o las del Atlántico, sino las del Pacífico; y, si se piensa en un emperador, no será en Napoleón sino en Moctezuma. No es hasta los cuentos de En elogio de la locura cuando vuelven las referencias a la posguerra. Lo experimentado durante las estancias en España en los años setenta, después de vivir en Michigan, se convierte en asunto de algunas narraciones. Pero, al mismo tiempo, reactiva la incomprensión y la herida de haber tenido que crecer y desarrollarse durante la dictadura. En palabras de Uceda: «Aquellos “­terribles años”

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fueron un tiempo de supervivencia, de vivir a ciegas [...]. Necesité muchos años, mucha distancia [...] para dejar reposar todo aquello, y poder discernir lo positivo de lo negativo» (Llorente 1978: 42). Por ello, Viejas voces secretas de la noche se concibe como el relato lírico del encuentro con lo negado, lo reprimido o lo incomprendido. Todo este material perturbador que proviene del pasado conformará las viejas voces secretas de la noche. Aunque la construcción teórica de este poemario se realiza en torno al proceso de individuación procedente de la psicología analítica (Navarrete Navarrete 2014: 401-412) y autores como García Posada (1983: 46) han aludido a las concomitancias que guarda esta propuesta con la poesía mística, pienso que resulta operativo aludir a otros conceptos propios de los estudios del trauma, como la criptonimia, elaborados por Nicolas Abraham y Maria Torok (2005), para comprender la estructura de esta obra y la relación que establece el yo lírico con las viejas voces secretas de la noche. Antes, sin embargo, de aludir a los estudios del trauma, resultará operativo mencionar brevemente en qué medida intervienen la poesía mística y la psicología analítica en este poemario. La crítica que se ha aproximado a Viejas voces secretas de la noche se muestra unánime ante la consideración de la noche como el espacio de indagación sobre el que se erigen estos poemas (Molina Campos 1982: 83; García-Posada 1983: 46; Peñas Bermejo 1991: 14, 31-32, 63; Hart 2004: 125). En la noche encuentra el sujeto lírico el medio propicio para adentrarse en su propio inconsciente. Esto ha propiciado que Miguel Ángel García-Posada viera similitudes de este poemario con la poesía mística. Uceda, al igual que san Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo y Noche oscura del alma, sitúa en este espacio la revelación lírica. La escucha de la noche conduce a la ascensión en luz dejando atrás las sombras y a la conquista del conocimiento. «¡Oh noche amable más que la alborada!», diría San Juan de la Cruz. A diferencia de la mística, Uceda nos propone una «noche laica» (García-Posada 1983: 46), ya que la escucha de la noche no conduce al conocimiento de dios sino al conocimiento de la propia psique en toda su totalidad y complejidad.

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El esfuerzo psíquico por completar la identidad conecta con el proceso de individuación propuesto por la psicología analítica. Me parece útil aludir a la explicación que David L. Hart ofrece de este concepto: «Lo primero y principal en el curso de la individuación es aceptar y reconocer aquel lado desagradable de nuestra naturaleza que Jung denomina “sombra”. [...] La admisión de la sombra es la condición indispensable de la individuación» (1999: 150). Durante estas páginas el yo lírico se afana en integrar el lado adusto de su personalidad, que aparece como una parte de la psique difícil de contener en el plano del subconsciente y de asumir desde la realidad consciente. La manera en la que el yo lírico formula ese lado desagradable de la naturaleza es a través de símbolos como «la sombra» y «el miembro perdido», referencias clásicas en el psicoanálisis, o los de enunciación más innovadora, como «las viejas voces» o «los dioses difíciles». La entrada al subconsciente para atender las viejas voces secretas no se realiza de manera inmediata. En poemas como «Los dioses difíciles I», el sujeto lírico compara la psique con una pila de papeles donde se van superponiendo, a medida que se va viviendo, capas identitarias: «Somos papeles muy firmados / y muchos y esenciales documentos / y más radiografías y poderes» (1981: 32). Con esta imagen, Uceda incide en la manera en la que la acumulación de vivencias distancia a la psique del pasado y propicia la sepultura de lo negativo. Esto sería afectivo si la identidad pasada, herida por lo experimentado en la posguerra, se hubiera enfrentado a ese dolor, pero, por el contrario, el yo lírico construyó, como ya vimos en «Rosas del sur», de Poemas de Cherry Lane, una nueva psique. Tal dualidad, ya sugerida en este poemario, se incorpora desde el primer verso y de manera rotunda en Viejas voces secretas de la noche: «A un árbol doble llamo soy» (1981: 9). En este punto, pienso que los conceptos de fantasma y cripta formulados por Nicolas Abraham y Maria Torok en La corteza y el núcleo resultan de especial interés para aproximarnos a esta dualidad identitaria. La noche que encierra el yo antiguo —rehusado por el yo lírico en el poemario— se aproxima al concepto de cripta que Abraham y Torok definían como un depósito de objetos perdidos que la psique rehúsa incorporar (2005: 206-284).

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La animadversión hacia el encuentro con el yo antiguo encubre una ausencia de duelo que provoca que la psique colapse ante la conservación de este yo antiguo que pervive y se manifiesta de manera fantasmagórica. A este esquema psíquico, Gabrielle Schwab lo denomina «narcissistic form of encryptment»: «the old self is treated like a lost love object. Trauma shatters the self, yet trauma usually also blocks mouning» (2006: 99). A lo largo de Viejas voces secretas de la noche, el rechazo hacia el encuentro con los fantasmas se evidencia en versos como: «Más debo, entre los días, esforzarme / en que las noches me parezcan noches / como antes, como siempre, como a todos» (1981: 12). En ellos la noche se advierte como un enclave que esquivar. Sin embargo, a medida que el poemario avanza, se observa un deseo de integrar, encontrar y dar sepultura a ese yo perdido. Especialmente significativo resulta el poema «Viejas voces secretas de la noche II»: Oír, tratar de oír, de sorprender, mejor, las voces Que parecen de fuera y son de dentro. La noche es andar y andar, conjurando, tejiendo —no para darles vida, sino digno reposo—, todo lo que olvidé, olvidándolo. (1981: 13-14).

Estos versos revierten la posición que el sujeto poético había sostenido hacia las viejas voces. Después de comprender su pertenencia a la propia psique, se aprecia el deseo de adentrarse en la noche para enfrentarse a ellas, interpretarlas y así anular su presencia perturbadora: «Las voces murmuran tras la puerta, / tras la piedra. Sí, tras la sombra, es cierto. // Una puerta en forma de sombra. / Una pregunta en forma de puerta. / una pregunta ensombrecida de distancia» (1981: 18). Sin embargo, queda todavía identificar el vínculo que mantienen con el pasado. Para caminar en el espacio de la fantasmagoría y de la virtualidad, Julia Uceda hace uso de la metáfora del miembro perdido a la que también alude Nicolas Abraham. Para Abraham, «cuando separamos una “cosa” individual mediante un acto mental de recorte, es evidente que solo por nuestro acto de arrancarla de su contexto puede parecer una» (Abraham y Torok 2005: 346). Lo separado de la

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unidad interna se presenta como el miembro perdido, que en el caso ucediano se equipara a la identidad infantil y juvenil construida en el franquismo. Cuando el miembro se presenta en el plano virtual, —«ilusión del miembro-fantasma» (2005: 346)—, Abraham advierte un deseo de integración. La aparición del miembro perdido emerge en «Poemas limítrofes» a partir del examen del propio cuerpo en el que el yo lírico reconoce su cuerpo del pasado: El vacío no es una silla frente al desierto: es el silencio del alma. Es un corazón sin luz. Es ver esta mano —llegada desde una mano más pequeña y perdida, tal vez muy dulce—, quieta, pero no muerta: siendo lo que muere, ceniza de lo que fue. (1981: 25-26)

Como se puede advertir, el cuerpo adulto contiene el infantil, pero el lazo psíquico que los une no es firme ni continuo. Entre ellos existe una suspensión, provocada por anulación psíquica, que el yo lírico se propone ahora revertir. En esta recuperación de las cenizas de lo que fue, el pasado empieza a aparecer y adopta, junto a las «viejas voces secretas», otras formas alegóricas, ya anunciadas, como «los dioses difíciles». Así se describen en el poema «Los dioses difíciles»: Vienen del agua, como náufragos que regresaran, los años que se dejan olvidados sobre las mesas, en maletas de ropa de veranos que, luego, estrecha o corta ya no se viste nunca más y muere [...]. Porque parece que desde el mar vinieran; [...] izados, puros y podridos —siempre presentes

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En esta composición, se advierte que el yo lírico no solo materializa el contenido traumático a partir la metáfora de los dioses difíciles, sino que además comprende el peligro de la encriptación de este material psíquico. A diferencia de versos anteriores, la perturbación ya no se esconde ni se protege para evitar que sea objeto de duelo (Avelar 2000: 21), sino que se percibe el deseo de enfrentarlo para desarticular y frenar el ritual de «the return of the repressed» (Young 2007: 341). Este mismo planteamiento, aunque expresado de forma más tajante, se percibe en «Orden del sueño», donde aparece la metáfora de la «sombra» y la ruptura de la cripta es más evidente: «Cuando entré a despedirme de los ámbitos / a los que ya rendí mi adiós, mas no mi olvido, / la amada sombra estaba recortándose, [...] / oscura luz o sombra iluminada, / símbolo, pudo ser, de una terrible / desdicha» (1981: 21). La integración del pasado culmina en este poemario a través del imaginario del cementerio en «Tregua». En este poema, de elocuente título, el yo lírico quiebra la cripta y le pone unas violetas al mundo frenando así la perturbación del pasado y conquistando una renovada libertad: «Aquí, bajo esto a lo que llamo luz, / he recogido suficientes violetas / para ponerlas, mundo, sobre tu aprobación / —que ya no espero—» (1981: 40).

Conclusión Las dos obras elegidas para el análisis de la poesía de los niños de la guerra publicada en democracia parten de lugares disímiles. Aguirre y Uceda poseen un origen familiar distinto, ya que la primera proviene de un ambiente familiar marcado por la herencia trágica de la Guerra Civil, mientras que la segunda crece en un entorno conservador; Los trescientos escalones se escribe en el contexto de la España posfranquista y Viejas voces secretas de la noche en Irlanda, durante los años ­finales

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de un periodo de exilio voluntario; finalmente, la propuesta de Aguirre ofrece un relato colectivo sobre las víctimas republicanas y Uceda apuesta por desarrollar el enfrentamiento y la superación de la perturbación psíquica individual. Sin embargo, a pesar de la distancia, ambas propuestas líricas inciden en señalar las consecuencias de crecer en un contexto limitante y opresivo, circunstancia que define a esta generación. Por lo tanto, a modo de reflexión final, pienso que como estudiosos de las representaciones artísticas de la Guerra Civil y la posguerra deberíamos volver a revisar este corpus de obras de escritores víctimas de la violencia franquista publicadas en la Transición. Por un lado, superaríamos los límites de la nómina clásica de las obras a la que solemos aludir en los estudios de la memoria. Por otro, estas obras nos muestran que, desde el ámbito artístico, sí hubo una voluntad por ampliar los límites en los que la Transición situó el pasado español y, sobre todo, de cuestionar el silencio que frena la revisión política sobre el pasado violento de la historia española. Y, en último lugar, estas obras nos permiten reflexionar sobre cómo se construye la resistencia de la memoria de los vencidos no solo en la posguerra, sino también en la Transición y en la democracia. Siempre que hablamos de la memoria de los vencidos lo hacemos desde la vereda de la ocultación, y por ende de la recuperación, pero también sería interesante mirarlos desde la óptica de la fortaleza y de la pervivencia para comprobar qué tipo de agentes hicieron posible que, ante un entorno completamente adverso, la memoria de los vencidos no perdiera del todo su consistencia.

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Carmen Martín Gaite y su memoria de la vida cotidiana durante la posguerra José Jurado Morales Universidad de Cádiz

Martín Gaite contra el olvido de la posguerra Carmen Martín Gaite siempre se ha erigido contra el olvido tanto mediante la defensa de la memoria oral de la gente como mediante la indagación personal de documentos escritos en archivos, revistas y periódicos, con lo que puede afirmarse que la mirada al pasado constituye una constante en su actitud vital y en sus obras. Según apreciamos en sus textos y sus declaraciones en entrevistas, entiende que los acontecimientos históricos dejan su huella en el porvenir y que las señas de identidad del presente de una sociedad se fundamentan en el pasado. No resulta una idea original, desde luego, pero sí explica, por citar tres fechas distanciadas entre sí, su indagación en cuestiones del siglo xiii —como su proyecto de tesis doctoral irrealizado sobre los cancioneros galaico-portugueses—, del siglo xviii —como sus consideraciones dedicadas a Feijoo (Martín Gaite 1970b, 1993b), el jansenismo (Martín Gaite 1987c), Melchor de Macanaz (Martín Gaite 1970a, 1975) y las costumbres amorosas (Martín Gaite 1972a)— o del siglo xx —por ejemplo, su libro sobre el conde de Guadalhorce (Martín Gaite 1977) o sus varias obras centradas en la posguerra, objetivo de las páginas que siguen—.

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Carmen Martín Gaite nace en 1925 y muere en 2000, lo que quiere decir que vive la posguerra española entre los catorce y los cincuenta años. O sea, llega al final de la Guerra Civil en 1939 como adolescente, afronta la dictadura como mujer adulta y despide 1975 desde una atalaya de madurez. Como ella misma ha declarado, tras la muerte de Franco comienza a asentar los recuerdos y a documentarse sobre los años cuarenta y cincuenta con la lectura de periódicos y revistas, bajo el propósito de ofrecer su memoria escrita de lo vivido y experimentado en el franquismo. Si bien con anterioridad ya había dado cuenta de la sociedad de posguerra en dos novelas, Entre visillos (Martín Gaite 1958) y Ritmo lento (Martín Gaite 1963), y en algunos artículos y estudios1, no es hasta la llegada de la democracia cuando efectúa un ejercicio consciente y sistemático de rememoración en dos obras que la encumbran: la novela El cuarto de atrás (Martín Gaite 1978) y el ensayo Usos amorosos de la postguerra española (Martín Gaite 1987a). Igualmente encontramos consideraciones de peso sobre la posguerra en Esperando el porvenir. Homenaje a Ignacio Aldecoa (Martín Gaite 1994), donde rinde tributo al escritor amigo a la vez que deja testimonio de la sociedad y la cultura de la España de los años cuarenta y cincuenta, y en Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (Martín Gaite 1987b), donde incorpora el capítulo «La chica rara», en el que considera parte de la literatura escrita por mujeres en la primera posguerra.

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Martín Gaite siempre tiene un sentido puesto en la posguerra en sus ensayos e indagaciones de orden sociológico. De hecho, al poco de establecerse en Madrid, en noviembre de 1948, publica en La Hora «Vuestra prisa», un artículo en el que plantea la impresión de desarraigo que le produce la gran ciudad, lo que manifiesta su reflexión pionera e incesante sobre las circunstancias que envuelven su vida cotidiana y, en consecuencia, la de los años de posguerra (Martín Gaite 1949, 2006a). La autora ha desempeñado una labor continua de escritura pensativa sobra la época a través de artículos en revistas y periódicos esenciales para conocer el devenir de la sociedad de posguerra y la Transición. Algunos de estos los recopila en La búsqueda de interlocutor y otros ensayos (Martín Gaite 1973, 1982), otros en Agua pasada (Martín Gaite 1993a) y otros que quedan fuera de las colectas anteriores figuran en Tirando del hilo (Martín Gaite 2006); sus conferencias las reúne en Pido la palabra (Martín Gaite 2002).

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Un primer ejercicio de memoria en la Transición: El cuarto de atrás (1978) Los apuntes que Martín Gaite comienza a tomar tras la muerte de Franco para escribir un libro de memorias o un ensayo se encauzan hacia la ficción y terminan por germinar en la novela El cuarto de atrás, de 1978. La autora se incorpora así a la tendencia literaria de esos años de la Transición a recuperar y reflexionar sobre el pasado individual y general en un acto de memoria colectiva que ayude a entender lo vivido bajo la dictadura y a asimilar sus secuelas en la vida cotidiana del presente (Halbwachs 2004). El hilo autobiográfico, que queda sutilmente hilvanado en los acontecimientos históricos y cotidianos, le sirve para escribir sobre los últimos cincuenta años de la historia de España, que son los mismos que ella cumple mientras escribe la obra. Asistimos, pues, a un diálogo entre los recuerdos personales y la memoria de la vida colectiva de los españoles. Como anota Mary T. Hartson (2007: 36), la novela es el resultado de una «negociación en curso del sentido de la experiencia personal con la predominante percepción de la experiencia del grupo». Rememora aspectos y nombres de políticos ligados a la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la Guerra Civil, pero el esfuerzo que la autora efectúa por capturar sus pensamientos y sensaciones del pasado deviene en un perspectivismo que termina por enjuiciar poco esos hechos y personajes, ya que su corta edad en esa época no le permite entender ciertas cosas: «Antes de Franco, mis nociones de lo que pudiera estar pasando en el país eran confusas; [...] lo que quiero decir es que a mí, hasta los nueve años, la política me parecía un enredo incomprensible y lejano, que no tenía por qué afectarme, un juego para entretenerse las personas mayores» (Martín Gaite 1978: 130). Por ello, solo cuando llega la dictadura de Franco toma conciencia política y es capaz de ponderar el alcance de la Fiscalía de Tasas, las cartillas de racionamiento, la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, la Sección Femenina de Falange, el Servicio Social, las figuras de Hitler y, sobre todo, del mismo Franco:

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José Jurado Morales Así que, desde ese punto de vista, Franco es el primer gobernante que yo he sentido en mi vida como tal, porque desde el principio se notó que era unigénito, indiscutible y omnipresente, que había conseguido infiltrarse en todas las casas, escuelas, cines y cafés, allanar la sorpresa y la variedad, despertar un temor religioso y uniforme, amortiguar las conversaciones y las risas para que ninguna se oyera más alta que otra. Hágase cargo de que yo tenía nueve años cuando empecé a verlo impreso en los periódicos y por las paredes, sonriendo con aquel gorrito militar de borla, y luego en las aulas del Instituto y en el NO-DO y en los sellos; y fueron pasando los años y siempre su efigie y sólo su efigie, los demás eran satélites, reinaba de modo absoluto, si estaba enfermo nadie lo sabía, parecía que la enfermedad y la muerte jamás podían alcanzarlo. Así que cuando murió, me pasó lo que a mucha gente, que no me lo creía. Hubo quien hizo muchas alharacas y celebraciones, yo simplemente me quedé de piedra, se me vinieron encima los años de su reinado, los sentí como un bloque homogéneo, como una cordillera marrón de las que venían dibujadas en los mapas de geografía física, sólo podía darme cuenta de eso que le he dicho antes, de que no soy capaz de discernir el paso del tiempo a lo largo de ese periodo, ni diferenciar la guerra de la postguerra, pensé que Franco había paralizado el tiempo, y precisamente el día que iban a enterrarlo me desperté pensando eso con una particular intensidad; y me acordé de que habían dicho que iban a televisar el entierro. (Martín Gaite 1978: 132-133)

Como ocurrirá con los Usos amorosos de la postguerra española, no emerge un discurso politizado en la novela porque la autora se atiene a un discurso sentimental en torno a lo cotidiano, o sea, prefiere reconstruir cómo los nuevos parámetros ideológicos y sociológicos de la posguerra afectan a la realidad cotidiana. Su ejercicio de memoria colectiva no casa ni con la «versión gloriosa y justificante» de los vencedores ni con la «versión dolorosa y acusadora» de los vencidos (Bister 2015: 119). La actitud analítica y crítica contra las condiciones existenciales del franquismo no implica en su caso una victimización basada en el trauma ni un ajuste de cuentas basado en el rencor. De modo que, frente a muchas obras de la Transición escritas para justificar la participación en un bando u otro durante la guerra o para saldar cuentas favorables o desfavorables con el franquismo, en las que predominan la crítica y el victimismo, la autora se interesa por

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«lo elemental, ­entrañable y cotidiano», en palabras acertadas de Santos Alonso (2003: 83). Desde luego no le debe poco este discurso a la puerta abierta por Manuel Vázquez Montalbán con su Crónica sentimental de España, de 1970, y su Cancionero general 1939-1971. Volumen I, de 1972 (Vázquez Montalbán 1970 y 1972), del que parte la salmantina en su artículo «Cuarto a espadas sobre las coplas de posguerra», publicado en la revista Triunfo en noviembre de 1972 (Martín Gaite 1972b, 1982a). Tanto Martín Gaite como Vázquez Montalbán se acercan al imaginario y la cultura popular de posguerra para explicar una sentimentalidad colectiva determinada por las canciones, los mitos, las modas, las fiestas, los gustos y las distracciones. «Todos estos signos exteriores son cultura popular y están configurados por los medios de formación de la cultura de masas», decía el escritor catalán (Vázquez Montalbán 1970: 15). Justamente Stephanie Sieburth (1990) ha reparado en el análisis de la novela desde la perspectiva de la reconstrucción del pasado personal y colectivo. En verdad a la escritora le interesa el efecto del franquismo en lo intrahistórico, por lo que se inclina por rememorar la cotidianeidad: la curiosidad que despierta el cine estadounidense y las celebridades del American way of life, la presencia machacona del NO-DO antes de la proyección de las películas, las amistades adolescentes y juveniles en tiempos de una moralidad retrógrada, las conversaciones familiares, los descansos en los balnearios, el trabajo de las modistas, los peinados de moda, las coplas de Conchita Piquer, la escasez combatida por el estraperlo, etc. El sentido autobiográfico de la novela y la búsqueda de la niña que fue Martín Gaite se hacen notar a las claras en la relevancia concedida a los juegos tanto en casa, muchas veces en ese cuarto de atrás, como en una calle sin tránsito de vehículos. En la novela se mencionan divertimentos como dibujar, recortar señoritas de figurines viejos, pegar calcomanías, recortar mariquitas, jugar a las casitas, jugar al escondite inglés, y se refieren juegos en la calle como los dubles, el pati, las mecas, el juego mudo, el corro, el monta y cabe, y chepita en alto (Chauchadis 1982). Asimismo, la escritora repara en los patrones de mujer presentes en la sociedad de posguerra: las seguidoras del modelo de la Sección Femenina, las rebeladas contra el

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rol de ama de casa, esposa y madre, y las que se evaden por medio del refugio en la literatura (Rolón-Collazo 2002: 133-137). Junto a estas cuestiones que afectan al discurrir cotidiano, Martín Gaite incide en los recuerdos de actitudes y sensaciones que han permanecido en su interior treinta años más tarde: la represión, el silencio, el orden y, ante todo, el frío y el miedo. Lo explica así: [...] una amiga del instituto [...], la primera amiga íntima que tuve [...] nunca tenía miedo ni tenía frío, que son para mí las sensaciones más envolventes de aquellos años: el miedo y el frío pegándose al cuerpo —«no habléis de esto», «tened cuidado con aquello», «no salgáis ahora», «súbete más la bufanda», «no contéis que han matado al tío Joaquín», «tres grados bajo cero»—, todos tenían miedo, todos hablaban del frío; fueron unos inviernos particularmente inclementes y largos aquellos de la guerra, nieve, hielo, escarcha. (Martín Gaite 1978: 57-58)

En resumen, la rememoración que Martín Gaite plantea en El cuarto de atrás en tiempos de la Transición se erige en un ejercicio introspectivo y catártico que ayuda a la autora a aprehender la intrahistoria del franquismo y a desentrañar su historia personal. Más allá de las ramificaciones y las connotaciones políticas e ideológicas, El cuarto de atrás supone una indagación sociológica y sentimental.

El compendio de lo vivido y lo investigado: Usos amorosos de la postguerra española (1987) Como he comentado antes, la escritora comienza a consultar periódicos y revistas de los años cuarenta y cincuenta tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, con el propósito de escribir algo así como un ensayo histórico. En El cuarto de atrás la narradora menciona ese proyecto de ensayo: Hace dos años empecé a tomar notas para un libro que pensé que podría llevar ese título, un poco el mundo de Entre visillos pero explorado ahora, con mayor distancia, en plan de ensayo o de memorias, no sé bien, la forma que podría darle es lo que no se me ha ocurrido todavía; lo

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o­ rdené todo por temas: modistas, peluquerías, canciones, bailes, novelas, costumbres, modismos de lenguaje, bares, cine, en un cuaderno de tapas verdes y azules, fue a raíz de la muerte de Franco. Por cierto, ¿dónde estará aquel cuaderno?, me intranquiliza la idea de haberlo perdido. (Martín Gaite 1978: 73)

En 1982 reabre ese proceso de documentación iniciado en 1975 y lo remata en 1985 con un manuscrito que titula Usos amorosos de la postguerra española y que obtiene el XV Premio Anagrama de Ensayo. En el prólogo a estos Usos amorosos, firmado el 20 de noviembre de 1985, reconoce que la demora de su maduración y terminación se debe a que «se me cruzó la ocurrencia de una nueva novela, El cuarto de atrás, que en cierto modo se apoderaba del proyecto en ciernes» (Martín Gaite 1987a: 12). Lo que pretendo sostener con este cruce y revisión de proyectos es que Entre visillos, El cuarto de atrás y Usos amorosos de la postguerra española conforman uno de los armazones que dan continuidad, consistencia y coherencia a toda la obra de Martín Gaite. Lo que escribe en un lugar aparece ya en escritos antiguos o se retoma en escritos venideros con más o menos detalle y extensión, pero siempre sustentando una misma espina dorsal: la reflexión y la memoria de lo vivido bajo el franquismo. Dicho de otro modo, la clave que da sentido a algunas de sus obras más conseguidas y alabadas guarda relación con la recuperación de su educación sentimental. Podemos tomar el envite de su editor, Jorge Herralde (1997: 58), y preguntarnos por qué un libro sobre la posguerra recibe la reacción arrolladora del público. Una razón plausible estriba en el método elegido para escribirlo. En el prólogo a los Usos amorosos de la postguerra española expresa literalmente que pretende «aplicar un criterio de monografía histórica al material que, por proceder del archivo de mi propia memoria, otras veces había elaborado en forma de novela» (Martín Gaite 1987a: 12). Procede, pues, mediante la extracción de ideas y citas de obras literarias, publicaciones periódicas, consultorios sentimentales, revistas del corazón, discursos políticos y libros de memorias, a lo que añade el sedimento de sus propios recuerdos y experiencias. O sea, su mirada a la posguerra se cimienta en una simbiosis

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de documentación y recuerdo personal que le concede una dosis de veracidad, credibilidad, cercanía y afectividad a lo contado ya de por sí con su mano de narradora maestra. Decía más arriba que la mirada al pasado constituye una constante en sus ensayos y ahora quiero subrayar que en esas exploraciones del pasado tiene fijación por hurgar en la vida de la gente corriente que se oculta tras los grandes hitos, las batallas, las contiendas religiosas y los personajes históricos más afamados. Así lo expresa justamente en el prólogo a los Usos amorosos de la postguerra, donde explica que en los Usos amorosos del dieciocho en España se interesó por cuestiones domésticas, como las costumbres amorosas, la educación y la vestimenta, y que, tras el éxito de este libro sobre el siglo ilustrado, «empecé a reflexionar sobre la relación que tiene la historia con las historias» (Martín Gaite 1987a: 12). En la misma línea, un quinquenio más tarde, el 16 de octubre de 1990, declara en Buenos Aires que «una de mis mayores preocupaciones, aparte de la búsqueda de interlocutor, [...] es preguntarse dónde está la frontera entre la Historia y las historias» (Martinell Gifre 1993: 38). Una y otra opinión nos llevan en última instancia a algo próximo al concepto de intrahistoria, tan querido por Miguel de Unamuno y los noventayochistas (Medina 2009). Y he aquí un mérito mayor en Martín Gaite, porque justo esa mirada intrahistórica a la hora de investigar y su capacidad narrativa a la hora de contarlo establecen las bases que la han singularizado frente a historiadores más sesudos y académicos, que han permitido que libros como Usos amorosos del dieciocho y Usos amorosos de la postguerra hayan alcanzado bastantes ediciones y se hayan traducido. En este sentido, los propósitos de su investigación apuntan hacia los efectos del franquismo en la vida y las costumbres de las gentes, tal y como reconoce en el prólogo a los Usos amorosos de la postguerra: Tratar de entender cómo se interpretaron y vivieron realmente estas consignas [restricción y racionamiento] y hasta qué punto condicionaron los usos amorosos de la gente de mi edad y su posterior comportamiento como padres y madres de familia es el objeto del presente trabajo. Abarcaré en él un periodo de más o menos quince años [aproximadamente 1939-1955], aunque a veces traiga a colación testimonios posteriores,

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unas veces para marcar diferencias y otras, por el contrario, para dejar de manifiesto lo arraigadas que habían quedado aquellas costumbres, a despecho de algunos cambios aparentes. (Martín Gaite 1987a: 15)

Por consiguiente, los Usos amorosos de la postguerra española son el resultado de un repaso histórico por los documentos y la memoria de los primeros años de la posguerra y de una indagación en las consecuencias que estos hechos desencadenan en las costumbres amorosas de los españoles. No es una autobiografía ni un libro de memorias, sino un trabajo ensayístico y documentado en el que hay una marca narrativa muy significativa: Martín Gaite se sirve de la primera persona del singular y del plural para dejar claro que se trata de un discurso personal a la vez que colectivo. El uso del singular le guía a la hora de hacer memoria y reflexionar sobre su experiencia propia y el del plural le vale para comprometer y hacer partícipe al lector de lo que cuenta. El ensayo queda estructurado en nueve capítulos precedidos de una introducción y seguidos de un epílogo. Cada capítulo se abre a pensamientos y recuerdos diversos en consonancia con su naturaleza ensayística, pero todos quedan cohesionados por la figura de la mujer de posguerra, que se convierte en el núcleo de la investigación tal y como constata la dedicatoria inicial: «Para todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas» (Martín Gaite 1987a: 9). Es decir, se trata de un ensayo con un objetivo histórico y un alcance generacional vertebrado por la imagen de la mujer en sus diferentes facetas y momentos vitales: como niña, como monja, como novia, como esposa y como madre. De ahí que cada capítulo tenga un interés especial para saber cómo viven las mujeres de la posguerra, para conocer la soltería de la mujer (cap. II), la manipulación de las mujeres por parte del poder (cap. III), los modelos de mujer (cap. III), la perfecta casada (cap. III), la Sección Femenina de Falange (cap. III), la universidad y los estudios de la mujer (cap. III), la «niña topolino» (cap. IV), las relaciones sentimentales y las costumbres inveteradas en su relación con los hombres (caps. V y ss.), la estructura familiar y la misión de las mujeres en la misma (cap. V), la imagen de la mujer (cap. V), la prostitución (cap. V), el culto a la madre (cap. V), la vestimenta, la

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moda y los ornatos de la mujer (cap. VI), las novelas rosas (cap. VII), los destinos o estereotipos de la mujer (cap. VII), las profesiones para la mujer (cap. VII), la ilusión y los sueños de las jóvenes (cap. VII), los consultorios sentimentales (cap. VIII), la función de las amigas (cap. IX), los pasos en todo noviazgo (cap. IX), etc. Una de las novedades de la obra reside en que Martín Gaite amplía las miras a este respecto de la mujer. Rolón-Collazo resalta que la salmantina se propone en los Usos amorosos de la postguerra española dar noticia de otros modelos de mujer existentes más allá de los formulados y legitimados por el franquismo y la Sección Femenina. La deuda tanto con la Segunda República como con el cine estadounidense explica la convivencia del modelo de mujer falangista y nacionalcatólico —la monja, la perfecta casada, la novia eterna, por ejemplo— con otros tipos alternativos —la niña topolino, las niñas swing, las mujeres noveleras y asiduas del cine, las jóvenes caídas o prostitutas clandestinas, por ejemplo (Rolón-Collazo 2002: 137-140). El espíritu tradicionalista de la sociedad de posguerra se aprecia con justeza en el seguimiento que la autora hace en su libro de la relación entre hombres y mujeres. Pone el acento sobre la educación diferenciada para unos y otras —la coeducación no existe desde mayo de 1939—, que desemboca en unas estructuras familiares con unos papeles muy definidos: los del hombre tienen un perfil público y social así como los de la mujer quedan abocados a una determinación privada y doméstica. Este punto de partida educativo diferenciado para hombres y mujeres influye en la vida cotidiana y sentimental de los españoles, particularmente en los patrones de mujer auspiciados o vilipendiados por el franquismo y, sobre todo, en la presión social del matrimonio sobre la mujer y el miedo de esta a la soltería, cuestión que se convierte en uno de los motivos recurrentes en sus obras narrativas de posguerra y sobre el que vuelve en las páginas de los Usos amorosos. Esto se aprecia claramente en Entre visillos y en sus cuentos del medio siglo, como «La oficina» y «El balneario», en los que las mujeres jóvenes sienten la soltería como una carga y una traba en sus realizaciones personales. Incluso en Ritmo lento leemos esta reflexión de David Fuente, el protagonista: «Porque Lucía, a pesar de proclamar con entusiasmo

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lo mucho que mi amistad la estaba haciendo cambiar, no dejaba de aludir al matrimonio como la inevitable meta de toda mujer» (Martín Gaite 1981: 168). Martín Gaite viene a incidir en su narrativa y sus ensayos sobre la posguerra en que el objetivo del casamiento constituye casi una obligación para lograr la simpatía social y la realización personal y que un estado de soltería deviene en chismorreos de los demás e infelicidad. La consideración sobre esta cuestión del noviazgo y del matrimonio culmina en el capítulo final de los Usos amorosos de la postguerra española, donde da una vuelta más de tuerca al incidir en que el matrimonio no resulta siempre el camino a un estado de felicidad, debido a la represión sexual y la represión de la sinceridad entre hombres y mujeres que caracterizaban el noviazgo.

Singularidades en su ejercicio de memoria de la posguerra Para terminar, quiero anotar algunas conclusiones vinculadas a la representación cultural y literaria que Martín Gaite ofrece de la posguerra tanto en El cuarto de atrás como en los Usos amorosos de la postguerra española. En primer lugar, hay que efectuar una lectura global de toda su producción para inferir la fijación de la autora por descifrar el efecto del franquismo sobre los españoles. Parece como si quisiera aclarar para sí y para los demás esa sensación de tiempo paralizado, como si quisiera entender la esencia de lo vivido bajo la primera mitad del franquismo, en unos tiempos en los que todo cambia muy poco o muy despacio. Por este motivo, ella afronta la sociología de la posguerra en una parte mayúscula y cenital de su obra. Desde esta perspectiva, la tríada compuesta por Entre visillos, El cuarto de atrás y Usos amorosos de la postguerra española, a la que hay que sumar el contenido parcial de otras obras suyas, supone una columna vertebral de su trayectoria que otorga cohesión y distintivo a esta y que, en síntesis, se aviene a la recuperación de las circunstancias que median en su educación sentimental bajo las décadas de la primera posguerra.

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En segundo lugar, hay que reparar en las fechas. Martín Gaite nace en 1925 y vive la posguerra entre los catorce y los cincuenta años. Es decir, afronta su escritura como protagonista y testigo de lo contado, de ahí que en su caso lo memorialístico se cruce con lo autobiográfico y la documentación con la rememoración a la hora de escribir sobre la posguerra. De hecho, ya en Entre visillos y Ritmo lento, o sea, cuando el tiempo de la experiencia y el tiempo de la escritura quedan muy próximos, lleva a la ficción la impronta de la vida rutinaria y la sociedad normativa de posguerra sobre los individuos. Si en la primera procura plasmar el tedio y la vulgaridad del ambiente provinciano del medio siglo (Alfaro 1958: 13; Fernández 1979: 171), en la segunda conforma una denuncia de las causas y efectos del desarrollismo de los años sesenta. Ahora bien, dejando aparte sus novelas escritas bajo el arco temporal del franquismo, sus pesquisas y recordatorios comienzan en 1975, recién muerto Franco: publica El cuarto de atrás en 1978, retoma el proyecto de los Usos amorosos en 1982, lo termina en 1985 y lo publica en 1987. Esto indica que su memoria de la posguerra la realiza preferentemente en tiempos de la Transición, ajena al empuje mediático de libros como Soldados de Salamina de Javier Cercas, de 2001, o la serie de Episodios de una guerra interminable de Almudena Grandes, iniciada en 2010, y fuera del marco ideológico y promocional de la Ley de Memoria Histórica, de 2007 (Luengo 2004; Moreno-Nuño 2006; Corredera González 2010; Becerra Mayor 2015; Quílez Esteve y Rueda Laffond 2017). En tercer lugar, hay que apercibirse de la matriz de su discurso. En Entre visillos y Ritmo lento la autora no enjuicia el posicionamiento autoritario y dogmático del nacionalcatolicismo de modo explícito y abierto, no elabora una crítica directa de cuestiones políticas, económicas y sociales. Pretende dejar constancia de los efectos sociológicos, desmitificar una serie de convencionalismos propios de la sociedad del momento, llamar la atención sobre un modo de vida rutinario y una sociedad normativa que impide la realización personal de los individuos. Puede pensarse que ese discurso atemperado en el juicio deba mucho a la cortapisa de la censura —y claro que esto influye—, pero también es consecuencia, y mucho, de su propio temperamento y modo de mirar el mundo. Llegada la democracia, lo volcado en El cuarto de atrás y en los Usos amorosos de la postguerra española no

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se circunscribe a un repaso de la primera posguerra con una mira revisionista ni un tamiz político. Resulta obvio que todo discurso es político en el fondo y que no hay dudas de su posicionamiento ideológico en contra de la dictadura y de su talante liberal en contra de las normas educativas y sociales. Y es cierto que en ambos libros abundan los comentarios sobre Franco, el franquismo, el aislamiento, la censura, el catolicismo, la Sección Femenina de Falange y otras cuestiones con un sesgo político. Por consiguiente, no hay dudas de que ella se planta en su escritura frente a la «retórica mesiánica y triunfal [de los vencedores], empeñada en minimizar las secuelas de aquella catástrofe» (Martín Gaite 1987: 13) como forma de oponerse a la «instrumentalización de la memoria» y el olvido de los acontecimientos violentos (Ricoeur 1999: 32), pero no reside solo en esto lo más singular y provechoso del libro, pues la escritora no entra de lleno en cuestiones ideológicas, sino que tiende a la consideración sociológica y busca repetidamente la memoria de su educación sentimental. Estas dos obras de la democracia conectan con Entre visillos en la medida en que la autora indaga en la forma en que el discurso nacionalcatólico influye en la vida cotidiana con la igualación de los pensamientos y conductas de los ciudadanos, hasta conseguir una sociedad intervenida por el Estado que resulta monolítica y homogénea en el modo de pensar y actuar. Martín Gaite agrupa el recuerdo de vivencias y el rescate de noticias que dan cuenta del ambiente cerrado de posguerra, dominado por el moralismo, la falta de libertad, la incomunicación, la alienación, la desigualdad y la resignación, que tiene efectos hostiles sobre la educación, los actos sociales, las mentalidades, las mujeres, las costumbres domésticas, las relaciones sentimentales, las familias, etc. En cuarto lugar, hay que advertir su origen burgués. Esa educación sentimental que persigue en su memoria entra de lleno en los límites de, en palabras suyas, su «condición de jovencita burguesa» (Martín Gaite 1993c: 16). No hay que olvidar la traza de su vida y, para ello, valga la mención a un par de hechos no tan anecdóticos: por un lado, que se cría en una familia liberal y progresista, pero asentada económicamente y bien situada socialmente —al fin y al cabo su padre, José Martín, es notario y la familia vive en la Plaza de los Bandos, en Salamanca, a unos metros de la Plaza Mayor—; y, por otro, que,

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­ asado el tiempo, su suegro será Rafael Sánchez Mazas, el falangista p de primera hora y ministro de Franco. En consecuencia, la escritora «no pasa hambre» en la posguerra, por hacer uso de una expresión apropiada para la época y para sus Usos amorosos de la postguerra española, y tiene una vida cómoda dentro de los obstáculos de toda dictadura y las restricciones de una posguerra. Esto explica que muchas costumbres recreadas y vivencias rememoradas queden muy lejos de la vida real del pueblo llano y humilde, de la gente que habita en el mundo rural o que se dedica a profesiones más manuales y primarias. En suma, buena parte de lo contado sobre la vida cotidiana durante la posguerra se corresponde con la memoria de la educación sentimental de la población urbana y acomodada de entonces.

Obras citadas Alfaro, María (1958): «Carmen Martín Gaite: Entre visillos». Ínsula, vol. 138-139, p. 13. Alonso, Santos (2003): La novela española en el fin de siglo, 19752001. Madrid: Marenostrum. Becerra Mayor, David (2015): La Guerra Civil como moda literaria. Madrid: Clave Intelectual. Bister, Daniela (2015): La construcción literaria de la víctima. Guerra Civil y franquismo en la novela castellana, catalana y vasca. Frankfurt am Main: Peter Lang. Chauchadis, Claude (1982): «La place du jeu dans l’ecriture autobiographique: El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite». L’autobiographie en Espagne. Actes du Iie colloque international de la Baumelès-Aix. Aix-en-Provence: Publications de l’Université de Provence, pp. 334-340. Corredera González, María (2010): La guerra civil española en la novela actual. Silencio y diálogo entre generaciones. Madrid/ Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Fernández, Celia (1979): «Entrevista con Carmen Martín Gaite». Anales de la Narrativa Española Contemporánea, vol. 4, pp. 165172.

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Halbwachs, Maurice (2004): La memoria colectiva. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Traducción de Inés Sancho-Arroyo de La mémoire collective. Paris: Presses Universitaires de France, 1968. Hartson, Mary T. (2007): «The False-Bottomed Suitcase: Historical Memory and Textual Masochism in Carmen Martín Gaite’s El cuarto de atrás». Romance Notes, vol. 48, n.º 1, pp. 35-47. Herralde, Jorge (1997): «Mi experiencia de editor de Carmen Martín Gaite». Al encuentro de Carmen Martín Gaite. Homenajes y Bibliografía. Ed. de Emma Martinell Gifre. Barcelona: Universidad de Barcelona, pp. 57-58. Luengo, Ana (2004): La encrucijada de la memoria. La memoria colectiva de la Guerra Civil Española en la novela contemporánea. Berlin: Tranvía-Verlag Walter Frey. Martín Gaite, Carmen (1949): «Vuestra prisa». La Hora. Semanario de los Estudiantes Españoles, 6 de mayo, vol. 27. — (1958): Entre visillos. Barcelona: Destino, col. Áncora y Delfín. — (1963): Ritmo lento. Barcelona: Seix-Barral, col. Biblioteca Formentor. — (1970a): El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento. Madrid: Moneda y Crédito. — (1970b): «Prólogo, selección de textos y notas». Benito Feijoo: Antología del Teatro crítico universal. Cartas eruditas y curiosas. Madrid: Alianza Editorial. — (1972a): Usos amorosos del dieciocho en España. Madrid: Siglo XXI. — (1972b): «Cuarto a espadas sobre las coplas de posguerra». Triunfo, 18 de noviembre, vol. 529, pp. 36-39. — (1973): La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas. Madrid: Nostromo. — (1974): Retahílas. Barcelona: Destino. — (1975): Macanaz, otro paciente de la Inquisición. Madrid: Taurus. — (1977): El Conde Guadalhorce, su época y su labor. Madrid: Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. — (1978): El cuarto de atrás. Barcelona: Destino. — (1981): Ritmo lento. Barcelona: Bruguera, Libro Amigo.

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Carmen Martín Gaite y su memoria de la vida

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El barrio como lugar de memoria en Un día volveré (1982) de Juan Marsé Nettah Yoeli-Rimmer1 Universiteit Gent y Universiteit Antwerpen

Como el título ya sugiere, Un día volveré (1982) de Juan Marsé es un libro sobre el retorno: la trama empieza con la vuelta a un barrio de Barcelona del viejo anarquista Jan Julivert Mon. Pero el retorno del protagonista es el pretexto para representar otro retorno más inquietante: el de los fantasmas del pasado, y para trazar la línea borrosa entre el recuerdo y el olvido de la historia. Escrito durante la Transición y varias décadas antes del boom de la memoria, que surge alrededor del año 2000, Un día volveré es un libro de la memoria avant la lettre. La preocupación central de la novela por los procesos de la memoria y las condiciones sociales en las cuales se habla del pasado complica la dicotomía habitual que se crea entre la literatura de la Transición —cuando se supone que el silencio oficial frustra el intento de sacar a la luz aspectos del pasado— y los textos posteriores, que hacen hincapié en las estructuras de la memoria. La aproximación al pasado en Un día volveré no toma la forma de una mera reconstrucción de los hechos, sino que problematiza las condiciones de la posibilidad que permiten o impiden el ejercicio de la memoria. La novela retrata la memoria colectiva de un barrio de

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Investigador posdoctoral de la Research Foundation Flanders (FWO).

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Barcelona —el Guinardó, un barrio humilde de los «vencidos» de la Guerra Civil— y sus recuerdos sobre el pasado de Jan Julivert Mon, el protagonista. Cuando el narrador nos habla por primera vez de su recuerdo de Jan, dice: «La primera vez que oímos hablar de él, yo era un chaval que no tenía ni media hostia. Fue en el verano del 51, en la barbería de Riembau» (Marsé 1982: 12). Esta frase no solo demuestra el énfasis que pone Marsé en rastrear los fragmentos de la memoria, sino que también resalta la asociación entre un recuerdo específico y un lugar: la barbería de Riembau. Tal asociación refleja la relación íntima que hallamos, a lo largo de la novela, entre la memoria y el espacio. El presente artículo examina esta relación y la forma en que Juan Marsé utiliza los espacios colectivos del barrio para explorar los procesos de construcción de la memoria y el olvido en un momento crítico de la posguerra, en el cual los traumas del pasado, aún sin procesarse, ceden frente a los cambios de la sociedad. La novela gira alrededor del pasado desconocido de Jan Julivert Mon, mítico anarquista y héroe de la resistencia antifranquista de la primera posguerra, quien sale de la cárcel al inicio del año 1959 y vuelve a su barrio natal, el Guinardó, en la parte alta de Gràcia, en Barcelona. Jan vuelve a vivir en la casa de su difunta madre, donde residen también su cuñada Balbina y el hijo de esta, Néstor, un adolescente de dieciséis años. Tras la detención de Jan, se supone, aunque nunca sepamos la verdad, que Balbina es torturada por la policía franquista y que termina trabajando de prostituta en el barrio chino. En los años de su ausencia, los ciudadanos del barrio han convertido a Jan en un mito y asumen que, con su vuelta, tramará una venganza contra los que colaboraron en su detención. Los rumores crecen cuando Jan toma un trabajo de guardaespaldas en la casa de Luis Klein Aymerich, un juez notorio por el celo con el cual condena a disidentes en las primeras décadas del franquismo. Sin embargo, Jan no parece estar motivado por la venganza. Incluso cuando se entera de que sus antiguos socios están tramando un plan para asesinar al juez, no participa, aunque también es cierto que tampoco hace nada para evitarlo. A pesar de saber perfectamente cómo, dónde y a qué hora tienen concertado el asesinato, Jan decide acompañar a Luis Klein y ambos hombres mueren juntos en el coche.

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En la primera sección del presente artículo, ofreceré un análisis de la estructura espacial de la novela. A continuación, examinaré la construcción de la memoria colectiva y del proceso de olvido, para terminar con el vínculo entre el espacio y la memoria y la manera en que Marsé refuerza el cuestionamiento de la memoria de la posguerra mediante el uso del espacio.

El espacio simbólico La estructura de Un día volveré hace uso del espacio para subrayar las diferencias sociales entre diferentes grupos. La trama gira en torno a dos lugares principales: el barrio popular del Guinardó y la casa del juez Klein, que está situada cuesta arriba en la zona burguesa. Los dos sitios reflejan la división socioeconómica de Barcelona. Pero, si tomamos en cuenta el papel del juez en las represiones franquistas y el pasado de la gente del Guinardó, es evidente que la división espacial corresponde también a una oposición entre «vencidos» y «vencedores». El contraste entre ambos espacios se enfatiza en la descripción que se hace del camino la primera vez que Jan acude a la casa en compañía de Néstor: Fueron por Escorial en dirección Travesera. Era subida, pero Néstor empujaba la carretilla sin aparente esfuerzo [...] Pasaron frente a la iglesia de Las Ánimas y la calle de las Camelias y luego cruzaron Travesera de Dalt hacia Virgen de la Salud, torciendo a la derecha, en dirección al Guinardó. Jan Julivert reconoció la escenografía accidentada y humilde, pesebrista. Minutos después todo era subida y el barrio envejecía y se encastillaba, se hacía residencial y al mismo tiempo, parcialmente, ruinoso y maligno. (Marsé 1982: 82, 83)

El nombramiento de cada calle sitúa al lector en el mapa de Barcelona y enmarca la novela en su contexto geográfico. Pero la descripción del camino también subraya el contraste físico y social que existe entre los dos lugares. Abajo, la fisonomía del barrio refleja la situación social de sus habitantes. Al subir la calle, este se transforma y se hace más señorial. La descripción de la arquitectura enfatiza la riqueza y el

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poder del barrio burgués —las casas se describen como castillos— y al mismo tiempo demuestra la decadencia de la clase dirigente, que encontramos también en la vida del juez. En los dos lugares, además, se cuentan historias diferentes. En el Guinardó, Jan es un héroe de la resistencia, un hombre de violencia que ha buscado un trabajo en la casa del juez para tramar un plan de revancha. En contraste, en la casa burguesa de la calle Iris, Jan se llama Juan y es un antiguo policía que ejerce de guardaespaldas. Si en el barrio Jan es una figura que inspira miedo, «la sugestión del peligro iba siempre con él, dondequiera que fuese y en todo momento», en la casa el juez lo trata con desprecio y lo llama «perro», reforzando la relación de jerarquía que rige la interacción entre los dos espacios urbanos (Marsé 1982: 126). La amnesia del juez significa que no reconoce al Jan/Juan del pasado, pero al final de la novela nos enteramos de que ni el amnésico ni los vecinos del barrio tienen suficiente recuerdo del pasado para interpretar correctamente las acciones de Jan. La motivación de Jan para buscar trabajo no es ni la venganza ni la necesidad de ganar dinero: se debe a la relación que tuvieron los dos hombres durante la guerra que elucidaré más adelante. La dicotomía espacial entre el barrio del Guinardó y la casa del juez se complica con la existencia de lugares de intercambio que se encuentran fuera de los dos sitios. Me refiero aquí a los bares del barrio chino, donde los altos cargos del régimen se emborrachan por las noches en compañía de prostitutas del Guinardó, como Balbina, y de viejos anarquistas. Estos espacios se pueden ver como «heterotopias», que según Foucault son lugares «capable of juxtaposing in a single real space several spaces, several sites that are in themselves incompatible» (Foucault 1986: 25). Así, cuando Jan va repetidas veces a buscar al juez Klein para traerlo a casa después de otra borrachera, la relación entre los dos hombres empieza a equilibrarse, hasta que Jan comienza a jugar un papel dominante en sus encuentros nocturnos. Esta inversión de papeles es propia de las heterotopias, que para Foucault son lugares de crisis y de desviación (1986: 24-25). Pero David Harvey nos advierte que hay que adoptar una mirada crítica frente a la idea de que «heterotopic spaces are somehow outside the dominant social order or that their positioning within that order can be severed, at-

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tenuated or, as in the prison, inverted on the inside» (Harvey 2009: 160). Los bares del barrio chino no son lugares totalmente apartados del orden social, pero sí espacios especiales que permiten desestabilizar el orden normal y así ofrecer la posibilidad de una interacción diferente, y menos jerárquica, entre Jan y el juez2. Las heterotopias de la novela reflejan una sociedad llena de contradicciones, en la cual el presente y el pasado se están negociando. En los mismos bares del barrio chino, Mandalay, el antiguo socio de Jan en la lucha armada contra el régimen, se aprovecha del alcoholismo del juez para penetrar en su red de contactos y hacer negocio. Marsé retrata un mundo donde la política cede a la ley del dinero, donde los antiguos enemigos políticos trabajan juntos en proyectos económicos. Los espacios intermedios en Un día volveré desestabilizan la dicotomía que vimos antes entre vencidos y vencedores, víctimas y victimarios, ya que se convierten en sitios de intercambio. Sin embargo, estos espacios son necesarios precisamente porque la interacción oficial todavía no se permite. Jan solo puede trabajar en la casa del juez porque este no se acuerda de su pasado, y el Mandalay solo puede hacer negocios con las figuras del régimen bajo la tapadera de la noche y del alcohol. Las heterotopias funcionan como precursores de lo que ocurrirá con la muerte de Franco, lo que Colmeiro llama la «transición como una transacción entre las élites políticas» (2011: 25). En la novela, hay otro espacio neutral, que alberga la llave para entender el misterio de Jan e interpretar sus acciones en el presente. Durante la guerra, Jan llega a ocupar un apartamento burgués en el Eixample de Barcelona, en circunstancias que nunca se elucidan3. Mientras alrededor de la ciudad están cayendo bombas, un joven Luís

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La condición de las «heterotopias» en la novela se corresponde con la idea de Collins, quien dice: «each other-space is an example of the internal contradictions of the larger social structure» (2011: 150). La elección del barrio no me parece casual. El Eixample se construyó durante la ampliación de la ciudad en el siglo xix. Representa la ascendencia de la burguesía catalana y una visión liberal y cosmopolita de la ciudad. Es llamativo que Jan y Luis Klein se encuentran en un barrio que corresponde a una clase social ajena a ambos y que representa, además, la ciudad de preguerra.

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Klein —el futuro juez— llega en busca de amparo. En una inversión de sus posiciones sociales, Jan desempeña el papel de anfitrión burgués, en el piso que ocupa; los dos hombres pasan algunos días encerrados juntos y supuestamente entablan una relación homosexual. Es el recuerdo de aquel momento lo que motiva a Jan a intentar acercarse de nuevo al juez cuando sale de la cárcel. Lo que Jan busca es, en cierto sentido, una vuelta al espacio «heterotópico» del piso del Eixample, pero no es posible recrear su relación en el espacio de la casa del juez. Esa casa, junto con el barrio del Guinardó, es parte de la estructura espacial de la novela, que refleja la división entre los «vencedores» y los «vencidos». Los espacios intermedios —las heterotopias— problematizan esa dicotomía y sugieren la posibilidad de un cambio.

La memoria y el olvido La estructura de Un día volveré imita a la de una novela detectivesca: es imprescindible reconstruir la secuencia de los eventos del pasado, no con el objetivo de resolver un crimen, sino para descifrar el comportamiento del protagonista desde su salida de la cárcel. Los acontecimientos durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra son la llave para interpretar sus motivaciones en el presente. Pero acceder al pasado se desvela difícil y la estructura narrativa de la novela complica aún más el intento. En Un día volveré encontramos tres niveles temporales: 1) la perspectiva del narrador diegético —un adolescente del grupo de amigos de Néstor— quien, ya adulto, habla desde la perspectiva del año 1975; 2) el mismo narrador cuenta sus recuerdos del año 1959, donde se ambienta la mayor parte de la novela, y 3) el pasado de la primera posguerra, antes del encarcelamiento de Jan. Además del narrador diegético, un narrador omnisciente proporciona información suplementaria y añade detalles que el narrador diegético no podría conocer. Sin embargo, la voz omnisciente no transmite nada sobre el pasado de Jan, así que el lector tiene que basarse en la memoria de los distintos personajes del barrio. Los vecinos participan en la misma

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búsqueda que el lector, ya que ellos tampoco saben cómo interpretar las acciones del protagonista. Con el intento de aclarar el pasado, los vecinos se cuentan entre sí sus diferentes recuerdos, que son fragmentados y contradictorios. Además, los dos personajes que más saben sobre el pasado de Jan representan la dicotomía política de vencidos y vencedores: por un lado, Polo, el policía jubilado, que habría participado en la detención de Jan y la tortura de Balbina y, por otro, Suau, el viejo pintor de carteles de cine y antiguo amigo de Jan. Cada uno recuerda el pasado en función de sus respectivas posiciones ideológicas. Así, mientras que Polo «solía tramar sus rabiosas historias en torno a la familia Julivert con los hilos más nuevos y aparentemente irrompibles de la versión oficial, autorizada e indiscutible» (1982: 67), Suau «construía las suyas [historias] con materiales de derribo, en medio de un polvo empreñador y engañoso; trabajaba con el rumor y la maledicencia, con las ruinas de la memoria, la suya y la de los demás» (1982: 67). Como forman parte del discurso oficial del régimen, las historias de Polo no son fiables. Pero Suau, quien emprende un trabajo casi arqueológico para rescatar las historias olvidadas de las «ruinas de la memoria», tampoco es un narrador fiable, algo que queda claro cuando pinta los carteles de cine y confunde las caras y los nombres. Su nieta, Paquita, se da cuenta del error: «¿Quieres decirme qué hace Luis Mariano con gabardina y metralleta? ¿Y qué hace en este otro cartel Richard Widmarck vestido de torero...?» (1982: 118). Paquita atribuye el error de su abuelo a los fallos de la memoria. «Esto te pasa por trabajar de memoria, abuelo», le dice. Los problemas de memoria de Suau ponen en duda sus recuerdos del pasado de Jan y advierten al lector de que ha de mirarlos con una distancia crítica. Además, Néstor sugiere que, lejos de confundirse, Suau se equivoca a propósito: «¿No crees que lo hace a sabiendas? [...] Tu abuelo es un coñón de marca» (1982: 118). Así pues, las historias de Suau tampoco son tan fiables. En la novela, la (re)construcción del pasado no es un proceso individual: a través de las conversaciones entre los vecinos del barrio se va creando la narrativa de la memoria. Un día volveré ofrece un ejemplo de la idea de la memoria colectiva planteada por el sociólogo francés Maurice Halbwachs (2004). Según su concepto, la memoria

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individual siempre forma parte de un conjunto más amplio, que es la memoria social de una colectividad y, además, la memoria del pasado varía en función de las necesidades del presente. En la novela de Marsé, la vuelta de Jan Julivert Mon al barrio obliga a los vecinos a entablar un nuevo proceso de memoria: Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación y el olvido, y el asfalto ya había enterrado para siempre el castigado mapa de nuestros juegos de navaja en el arroyo de tierra apelmazada, y algunos coches en las aceras ya empezaban a desplazar a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche; cuando la indiferencia y el tedio amenazaban sepultar para siempre aquel rechinar de tranvías y de viejas aventis, y los hombres en la taberna no contaban ya sino vulgares historias de familia y de aburridos trabajos, cuando empezaba a flaquear en todos aquel mínimo de odio y de repulsa necesarios para seguir viviendo, regresaba por fin a su casa el hombre que, según el viejo Suau, más de uno en el barrio hubiese preferido mantener lejos, muerto o encerrado para siempre. (1982: 14)

Jan Julivert Mon personifica una época y unos eventos que el barrio no quiere recordar y que, además, ya está empezando a olvidar. El regreso del viejo anarquista, pistolero y héroe de la resistencia, no encaja con los nuevos tiempos, en los cuales prevalecen «vulgares historias de familia y de aburridos trabajos». En fin, la banalidad de la vida cotidiana ha empezado a sustituir a la ideología política. No es casual, a mi juicio, que Marsé elija ambientar la novela en el año 1959. Es un momento histórico que marca una transición en el franquismo. Con la aprobación en julio de aquel año del Plan Nacional de Estabilización Económica, el régimen pone fin al periodo de autarquía que prevaleció en las décadas después de la guerra. También confirma el giro ideológico que ya se había iniciado dos años antes con el nuevo Gobierno formado por los tecnócratas del Opus Dei (Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y López Rodó). Dejando atrás los impulsos más ideológicos del primer franquismo, este grupo de reformadores abogaron por la apertura y modernización de la economía española y su integración en el mercado global. Las reformas dieron fruto, ya que la economía española gozó de un crecimiento continuo

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durante la década de los sesenta. Marsé retrata en Un día volveré una sociedad en el umbral de un gran cambio. Los excesos ideológicos del primer franquismo dieron paso a una lógica capitalista, en la que las memorias del pasado cedieron a favor de las nuevas necesidades. En aquel momento histórico, un viejo anarquista como Jan es un anacronismo. Desde su salida de la cárcel, parece resignado y llena sus días con las tareas cotidianas, lo que sorprende y confunde a los vecinos del barrio: A veces, por la mañana temprano, en mangas de camisa y calzado con viejas sandalias de cuero, le veíamos ir a comprar un litro de leche con el cacharro de aluminio abollado colgando de su brazo estirado y rígido, o volviendo del mercadillo de la calle de las Camelias con una lechuga y algunos tomates en la bolsa de rejilla, o sacando el cubo de la basura a la calle; ciertamente eran imágenes destrempadoras y zafias, pero ni aun así dejábamos de rastrear en su perfil severo aquella negra magnificencia, una hosca e implacable reflexión consigo mismo, una fatalidad silenciosa [...]. (1982: 126)

El fragmento demuestra la incongruencia entre las actividades cotidianas de Jan y el mito que se ha construido de él en el barrio. Los vecinos se obstinan en atribuir maquinaciones a su comportamiento que corresponden con la imagen que tienen de él: Había en su caminar, yendo o viniendo de estos cotidianos menesteres, una lentitud expectante que sugería una decidida actividad mental, apasionada y obsesiva. La sugestión del peligro, dondequiera que fuese y en todo momento, especialmente esa tarde que le vimos pararse por vez primera ante el escaparate de la mercería del hombre que lo denunció, el padre de Tito Raich, aparentemente interesado en unas madejas de lana y una muestra de labor de punto... Era chocante, cuando menos: el escaparate no exhibía nada capaz de atraer la atención de un hombre [...]. (1982: 126)

Pero su interés es tan sencillo como parece: Jan pasa las noches de guardia en la casa del juez, tejiendo una bufanda para su sobrino Néstor.

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El mito del anarquista es más fuerte aún entre la generación de los jóvenes: los amigos de Néstor. Es llamativo que el narrador principal sea un adolescente de este grupo, ya que no tiene memoria personal de la primera posguerra. El viejo anarquista forma parte de la memoria colectiva de la pandilla de Néstor gracias a las historias que ellos escuchan de los adultos del barrio. Pero si Jan sigue siendo para ellos un mito y un símbolo de la resistencia, es un mito vaciado de su significado político. Les interesan más sus victorias como boxeador que sus hazañas políticas, y cuando sueñan la venganza es, sobre todo, porque buscan una distracción del aburrimiento cotidiano. Además, en el caso de Néstor la venganza que quiere es más personal que política. Néstor necesita creer que su tío es un hombre fuerte de acción, porque sueña con que sacará a su madre, Balbina, de la prostitución en el barrio chino. El cambio de relación entre los personajes y la historia se puede ver en varias escenas específicas de la novela, en las cuales un personaje orina al aire libre en un lugar simbólico. Estas escenas sirven de metáforas para hacer hincapié en cómo los personajes van paulatinamente otorgándole menos peso al pasado histórico. En la primera escena, los amigos de Néstor roban alcohol del bar Trola, donde él trabaja, y se ponen a beber en una plaza. Van a mear contra una pared que lleva pintada la cara del Caudillo cuando un hombre sale de las sombras y les advierte del peligro si no respetan el símbolo. Al preguntarle el hombre si ve lo que tiene delante en la pared, Néstor responde: «Aquí sólo hay un montón de porquería, señor» (1982: 10). Su impertinente respuesta sugiere también que la realidad material tiene más importancia que las imágenes simbólicas: la basura de la calle prevalece sobre la cara del Caudillo. Asimismo, cuando los adolescentes se levantan para irse y miran atrás, ven cómo «Desde el ángulo más sombrío de la esquina, siempre con la basura hasta el cuello y meado hasta el gorro, el Caudillo nos miraba» (1982: 12). Esta imagen ridiculiza a Franco, cuyo poder simbólico está desapareciendo. La segunda escena demuestra hasta qué punto el olvido se ha generalizado, incluso en la maquinaría oficial del régimen. En el camino con la carreta del bar Trola para entregar bebidas a un cliente, Néstor orina encima de otra cara de Franco pintada en la pared. Lo ven

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algunos hijos de las familias burguesas de la zona, cuyos padres los vencedores, participan en la maquinaría del Estado, y al día siguiente un gris lo busca y lo lleva a la comisaría: Afirmó que orinarse en la calle ya era algo que se podía castigar con multa, pero que, además, hacerlo donde él lo había hecho, era mucho peor: algo que podía constituir una ofensa grave. Diez años atrás, por mucho menos que eso, explicó, habría enviado al chico al Asilo Durán; y recordó aquel chaval que una noche de verbena, por San Juan, hacía muchos años, le vieron tirando un petardo a la cara del Generalísimo pintada en una esquina y fue encerrado en el correccional. Por esta vez lo pasaría por alto, terminó diciendo, pero si recibía otra queja tomaría medidas muy severas. (1982: 57)

Hasta el Estado otorga menos importancia a los símbolos del régimen, en comparación con su peso más fuerte en el pasado y, por consiguiente, Néstor escapa a una condena más severa. En efecto, si las víctimas (los vencidos) del barrio están empezando a olvidar, los vencedores han sucumbido a la amnesia total: así es literalmente el caso del juez Luis Klein Aymerich, quien sufre de una «amnesia psicógena emocional, fuerte represión del inconsciente por lesión traumática o accidente vascular...» (1982: 230). Es evidente aquí, la ironía con que Marsé atribuye una lesión traumática al representante de los victimarios, quien se ufana de no guardar «un solo recuerdo de mi padre ni de la guerra ni de los fastos de la victoria» (1982: 229). La amnesia actual del juez crea un contraste irónico con el empeño con que ejercía su oficio de condenar a los disidentes: un trabajo que implica acordarse del pasado. En efecto, la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 no solo penalizaba las transgresiones de la Guerra Civil, sino que también otorgaba al régimen poderes retroactivos para condenar acciones emprendidas durante la Segunda República. En este contexto, resalta aún más la figura del juez sin memoria y sin referentes del pasado. Si tomamos en cuenta la fecha de publicación del libro —durante la Transición—, es evidente que la amnesia del juez satiriza también la política oficial del olvido desde la muerte de Franco.

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Hablando de la Transición española, Gunnthorunn Gudmundsdottir escribe: There were no «truth committees», investigations or reckoning with the past, instead the so-called pact of forgetting (pacto de olvido) came into being where the past was not to be used for political purposes, blame should not be laid, punishment meted out, or vengeance exacted. This was enshrined in law in 1977 with the laws of general amnesty and the two concepts are therefore joined, amnesia and amnesty. (2017: 92)

La amnesia del juez Klein es un reductio ad absurdum de la política del olvido de la Transición: el pasado no se puede utilizar ni para condenar ni para vengar, puesto que, para el juez, no existe. Así, él puede refugiarse en el presente sin tener que meditar sobre los acontecimientos difíciles. La posibilidad de escaparse del pasado es útil, ya que, a pesar de su amnesia, el juez sabe que el pasado es conflictivo: «¿Sabe una cosa, Mon? Estoy contento de veras. Por lo menos, yo no me siento anclado en el ayer como otros; no podría sentir eso aunque quisiera. Y es una ventaja, teniendo en cuenta lo mal que debe oler, ¿no cree? Igual que una charca pestilente» (1982: 228). Esta visión positiva del olvido corresponde con la negociación alrededor de la Ley de Amnistía de 1977, que recibió el apoyo de casi todos los grupos parlamentarios, con la idea precisamente de dejar el pasado atrás4. La colaboración en ese sentido, lo que Colmeiro describe como el «entierro negociado del pasado» (2011: 25), se ve claramente en Un día volveré, ya que Jan participa en la amnesia del juez: no le recuerda el pasado ni revela que los dos ya se habían conocido y, a pesar de lo que piensan todos en el barrio, no pretende tomar venganza. El olvido oficial causa que «los recuerdos de la Guerra Civil y del legado de Franco se convirtieron en un nuevo tabú cultural, adquiriendo, por lo tanto, la cualidad espectral de fantasmas» (Colmeiro 2011: 25). Jan asume esa cualidad espectral y se convierte en el fantasma de 4

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Por ejemplo, el secretario general del Partido Comunista de España (PCE), Santiago Carrillo, apoyó la amnistía y declaró que hacía falta «hacer cruz y raya sobre la guerra civil de una vez para siempre» (1977).

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su propia historia: una figura medio muerta, que trae recuerdos para el barrio pero en el presente no puede conectar directamente con el pasado. Asimismo, si bien la amnesia del juez lo aleja de su pasado y de la historia turbulenta del país, no parece permitirle seguir adelante con su vida. Al contrario, pasa sus noches bebiendo en los bares del barrio chino, donde se aprovechan de su dinero y de sus contactos. Su comportamiento es, en realidad, un suicidio lento. Por consiguiente, la muerte del juez y de Jan en el coche representa la imposibilidad de una verdadera reconciliación. Ambos hombres, de lados opuestos del conflicto, logran relacionarse ignorando el pasado, pero ningún futuro es posible y mueren: al juez lo matan y Jan se sacrifica.

Los lugares de memoria La paulatina desaparición de la memoria en Un día volveré se refleja también en la transformación física del barrio, que acompaña la nueva sociedad de consumo del desarrollismo que mencioné antes. Al final de la novela, y desde la perspectiva de 1975, el narrador —uno de los amigos de Néstor— hace referencia a los efectos de la especulación inmobiliaria: «Quince años después, en el verano del 75, el taller de Suau fue derribado para construir una casa de pisos» (1982: 286). La sustitución de un edificio antiguo por otro moderno tiene una importancia simbólica en la novela que crea un paralelismo entre las estructuras físicas y mentales del barrio. En el libro, la descripción del derribo del taller viene inmediatamente después de la escena del entierro de Jan, que ocurre a finales de 1959. La muerte de Jan —una especie de suicidio— es, en cierta forma, la conclusión lógica de su vida desde que sale de la cárcel. Como ya vimos, Jan no puede integrarse en la nueva sociedad que se está creando, ya que pertenece al pasado. Con su entierro, el barrio puede dejar atrás los recuerdos de la historia. Pero, al mismo tiempo, con el fallecimiento de Jan se desvanecen también la posibilidad de resistencia y las esperanzas de un cambio que el barrio proyectaba en su figura. De forma parecida, el taller de Suau es un lugar simbólico de resistencia de los vecinos del barrio: se supone que Jan enterró su

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pistola debajo del rosal del patio antes de su detención. Por consiguiente, cuando vuelve los vecinos vigilan el lugar, a la espera de verle desenterrar el arma y retomar la lucha armada. La yuxtaposición de la destrucción de este espacio y la muerte de Jan refuerza la imposibilidad de volver al pasado y recuperar la memoria. El taller de Suau funciona como un lugar de memoria para el barrio y se corresponde con el concepto de «lieux de mémoire» de Pierre Nora, un espacio donde «memory crystallizes and secretes itself» (Nora 1989: 7). El rosal del taller es un lugar que encapsula muchos aspectos del pasado que tienen importancia para la gente local. En primer lugar, la pistola representa la violencia de la guerra y de la inmediata posguerra, que está, posiblemente, soterrada en mitad del barrio. En segundo lugar, más allá de la verdadera existencia, o no, de la pistola, la mera memoria colectiva de su posible presencia significa que queda la posibilidad de luchar. Es decir, que el taller de Suau, como lugar de memoria, simboliza una posible venganza de los «vencidos». El taller de Suau ejemplifica la idea de Nora de que la memoria «takes root in the concrete, in spaces, gestures, images and objects» (Nora 1989: 9). En Un día volveré, además, la asociación entre los espacios, los objetos y la memoria no se limita al taller de Suau. La casa de Balbina también se convierte en un espacio mítico de la historia de Jan. Como cada aspecto de la memoria colectiva en la novela, los vecinos no se ponen de acuerdo sobre los hechos del pasado: para algunos la casa sirvió de refugio, pues Jan se escondía «en el lavadero de su casa, bajo un montón de ropa sucia», mientras la policía interrogaba (o torturaba) a Balbina en la comisaría (1982: 4). Para otros, sin embargo, la casa representa la traición. Es posible que fuera un vecino quien colaborara con las fuerzas del régimen para denunciar a la familia de Julivert Mon. La importancia de los lugares de memoria en Un día volveré es una consecuencia de la falta de memoria y de la amnesia de la sociedad española de la época. Según Nora, los lugares de memoria surgen porque las formas tradicionales de recordar se desvanecen: «there are lieux de mémoire, sites of memory, because there are no longer milieux de mémoire, real environments of memory» (Nora 1989: 7). La memoria se concentra en los lugares de memoria para contrarrestar el vacío de la misma. Al inicio del presente artículo, demostré cómo el narrador

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asocia su primer recuerdo del protagonista con el lugar físico donde escucha hablar de él por primera vez, la barbería de Riembau. Al final de la trama, vuelve a vincular un espacio concreto con la historia de Jan: «Muchos años después, cuando el historial delictivo de Jan Julivert sería enteramente del dominio público y tan contradictorio en su versión completa, yo había de volver mentalmente a este caluroso mediodía en el bar Trola» (1982: 70). Como en la primera oración en la barbería, el narrador recurre a un lugar específico para complementar sus recuerdos. No sitúa en el bar la historia del protagonista, sino su propia memoria de esa historia: tiene que pensar en el lugar físico para recordarla. Vista la inestabilidad de la memoria colectiva en el barrio y las contradicciones entre las diferentes versiones de la historia de Jan, el narrador tiene la necesidad de establecer un lugar físico donde puede situar la memoria y, así, atarla de forma más concreta. Sin embargo, con la transformación urbanística del barrio, los espacios no pueden cumplir las funciones de memoria que los vecinos les habían asignado. Las descripciones de los cambios que en él ocurren revelan cómo pierde su capacidad de facilitar la interacción entre los vecinos: «Alrededor, la barriada remozaba su fisonomía con dudosos parches metálicos, fulgores de mármol falso y luces de neón: la calle ya era un garaje, los edificios más altos y sin balcones, las aceras más angostas e inútiles» (1982: 286). A lo largo de la novela, el vecindario se reúne en las calles para discutir y, entre otras cosas, construir la memoria colectiva sobre Jan. Pero ahora la calle se describe como un garaje: un lugar para los coches, sin sitio para las personas en las aceras estrechas. Además, el balcón es un lugar privilegiado de comunicación entre el espacio privado del piso y la calle —el protagonista pasa horas en el balcón, desde donde contempla los movimientos de la calle y donde lo observa el barrio—. En la arquitectura nueva se han eliminado los balcones y los edificios son demasiado altos como para permitir esta interacción entre la casa y la calle. La nueva fisonomía del barrio no es un lugar propicio para ser contenedor de la memoria colectiva de sus habitantes y la transformación lleva también a la separación de los vecinos: «hacía ya mucho tiempo que Néstor y su madre se habían ido a vivir a Sants, el viejo Suau estaba acogido al asilo de ancianos» (1982: 286). El punto final de este

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proceso de cambio es el derribo del taller de Suau, cuya destrucción marca la culminación del proceso de olvido que retrata la novela. Si la muerte/suicidio de Jan representa la imposibilidad de la venganza de los «vencidos» en la nueva sociedad del franquismo tardío, la desaparición del taller de Suau significa la imposibilidad incluso de recordar y de dar significado a los símbolos del pasado. Antes el barrio atribuía a la pistola soterrada debajo del rosal, en el patio del taller de Suau, el poder de una posible venganza. Ahora, ni existe ese lugar de memoria. Al final de la novela hay una tercera y última escena en la que un personaje orina en el espacio público. Esta vez no se trata de Néstor, sino del hijo pequeño del narrador, que ha entrado en el antiguo patio del taller el día mismo en que lo están derribando. El niño micciona en el patio y el narrador se da cuenta que lo ha hecho en el mismo sitio donde estuvo el famoso rosal: «Distinguí un resto del tronco del rosal entre los ladrillos, un muñón retorcido y seco, justo delante de los pies de mi chico». Consciente del peso de la historia en aquel lugar, el narrador tiene «la tentación, por un breve instante, de apartarle de allí de un manotazo y que se fuera a mear a otra parte» (1982: 286). La dinámica de la escena recuerda a las otras dos. Una figura de autoridad se ofende por la falta de respeto de la nueva generación y le dice que busque otro lugar para orinar. En los tres casos el lugar elegido está cargado de simbolismo: de los vencedores en los primeros dos casos y de los vencidos en este último. Ya vimos como las dos primeras escenas de micción revelan la paulatina pérdida del poder simbólico del pasado: la cara de Franco no inspira miedo en Néstor. En esta última escena, el narrador vacila en parar a su hijo y al final decide no decir nada frente a la «mirada burlona y maliciosa» que le dirige el niño, como si se burlara de sus creencias irrelevantes. El narrador justifica su decisión: En efecto, qué sentido tenía, después de tantos años, qué podía haber allí salvo la tronchada raíz de la revancha, la herrumbre de nuestra propia violencia juvenil. En el caso improbable de que Jan Julivert hubiese ocultado el arma bajo el rosal con la ciega determinación de volver a empuñarla un día, lo cierto es que cuando llegó este día decidió no tocarla, y él sabría por qué. (1986: 287)

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En efecto, la memoria del pasado no tiene suficiente importancia, ni siquiera para la «figura de autoridad». El narrador cuestiona el mito colectivo de la pistola y ve claramente que la venganza ha dejado de ser una posibilidad: es «tronchada». Termina, además, con una reflexión sobre la idea de la venganza que tenían en el barrio: Seguramente, aquel supuesto huracán de venganzas que esperábamos llegaría con él, y sobre el que tanto se había fantaseado en el barrio, no escondía nada en realidad, todo lo más la ilusión contrariada del vencido, la cicatriz de un sueño, un sentimiento senil que había sobrevivido a los altos, heroicos ideales... Hombres de hierro, le oímos decir alguna vez al viejo Suau, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas. No podíamos entenderlo entonces, pero él había sobrepasado esa edad en que un hombre deja de sentir el deseo de ajustar cuentas con nadie, salvo tal vez consigo mismo. (1982: 287)

Desde la perspectiva del presente, entonces, el narrador se da cuenta de que la venganza era solamente una ilusión. La salida de Jan de la cárcel llegó demasiado tarde para mantener vivo el heroísmo de las antiguas batallas. Es un momento de cambio previo a la Transición, cuando «ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido». El olvido, para el narrador, es «una estrategia del vivir» y de seguir adelante y, por eso, si al final la pistola se encontraba realmente debajo del rosal, considera que «en lo que a mí respecta podían seguir pudriéndose».

Conclusiones A través de la historia fragmentada y contradictoria de un viejo anarquista, Un día volveré retrata el proceso de construcción de la memoria en un momento clave de la posguerra española: la evolución de la sociedad hacia los valores del consumismo. En la novela, Marsé explora cómo esta evolución lleva al progresivo abandono de la memoria colectiva de un barrio obrero donde viven mayoritariamente los «vencidos» de la guerra. La trama del libro, junto con la estructura narratológica, hace hincapié en la naturaleza colectiva de la memoria

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y en la inestabilidad de la visión que tiene una colectividad de su pasado. Además, retrata el olvido progresivo como precursor de la amnesia general de la Transición. El propósito principal del presente artículo ha sido examinar cómo Marsé utiliza los espacios del barrio —y, de forma más amplia, la ciudad de Barcelona— para representar el proceso de negociación de la memoria del pasado conflictivo. Hemos visto cómo las «heterotopias», o espacios intermediarios en la novela, contribuyen a facilitar el proceso de reconciliación entre los bandos opuestos. Sin embargo, esta reconciliación no parece capaz de superar los espacios limitados de «heterotopia» y de expandirse a los espacios normales, lo que refuerza simbólicamente las limitaciones de la cultura del olvido. Con la transformación urbana —consecuencia de la evolución de la sociedad— desaparecen los recuerdos del pasado, pero, de nuevo, este cambio no refleja una resolución positiva, sino la desaparición total del recuerdo de los vencidos. Un día volveré nos obliga a revalorar la literatura del primer momento de la democracia. Marsé no solo demuestra un marcado interés por los procesos de la memoria y el olvido, sino que también utiliza la transformación urbana —durante la posguerra y la democracia— para arrojar una mirada crítica a la política de la Transición.

Obras citadas Collins, Rachel (2011): «“Amid all the maze, uproar, and novelty”. The limits of Other-Space in Sister Carrie». Geocritical Explorations: Space, Place, and Mapping in Literary and Cultural Studies. Ed. de Robert Tally Jr. New York: Palgrave Macmillan. Colmeiro, José (2011): «¿Una nación de fantasmas?: apariciones, memoria histórica y olvido en la España posfranquista». Revista electrónica de teoría de la literatura y literatura comparada, vol. 4, pp. 17-34. — (1977): «Sin el Rey ya habría empezado el tiroteo». El País, 2 de octubre. Disponible en: https://elpais.com/diario/1977/10/02/ espana/244594804_850215.html.

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Foucault, Michel (1986): «Of Other Spaces». Diacritics, vol. 16, n.º 1. Gudmundsdottir, Gunnthorunn (2017): Representations of Forgetting in Life Writing and Fiction. London: Palgrave Macmillan. Halbwachs, Maurice (2004): La memoria colectiva. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Harvey, David (2009): Cosmopolitanism and the Geographies of Freedom. New York: Columbia University Press. Marsé, Juan (1982): Un día volveré. Barcelona: Plaza & Janés Editores. Nora, P. (1989): «Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire». Representations, vol. 26, pp. 7-24.

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Ser actor cuando Franco: teatro y homosexualidad en Ignacio Amestoy Egiguren y Miguel Murillo Elizabeth Amann Universiteit Gent

«Romperemos este silencio que empieza a ser crónico y se contarán todas las historias» (Murillo 2001: 87). Con estas palabras, la madre del protagonista de Perfume de la memoria de Miguel Murillo anticipa la libertad de expresión de la democracia y la recuperación de las historias suprimidas del pasado franquista. Entre ellas destacan las de los homosexuales, que fueron excluidos, perseguidos, torturados y hasta recluidos en campos de concentración. El presente ensayo examina la recuperación de estas experiencias en dos obras de teatro del periodo democrático en que protagonistas homosexuales miran en el retrovisor y repasan la historia de su vida: Yo fui actor cuando Franco (1990), un monólogo teatral de un acto del escritor bilbaíno Ignacio Amestoy Egiguren (n. 1947), y el ya citado Perfume de la memoria, un díptico del dramaturgo pacense Miguel Murillo (n. 1953) que consta de dos obras cortas, Perfume de mimosas (1990) y El pájaro de plata (1999). La comparación de estas obras es interesante por el diálogo intergeneracional que entablan. Nacidos durante la posguerra (Amestoy en 1947 y Murillo en 1953), los dos dramaturgos pertenecen a la misma generación —la de la Transición—, pero sus obras se enfocan

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en personajes de mayor edad. Manuel, el protagonista de Yo fui actor, tiene sesenta años en el presente de la obra, que se sitúa en un momento posterior a 1988, lo que sugiere que Manuel nace alrededor de 1930. Víctor, el protagonista de Perfume de la memoria, tiene al principio de la acción unos cincuenta años (50) y en uno de los primeros flashbacks observa como niño un «desfile de legendarios triunfales» (51) que ocurre el 15 de agosto de 1939. Los dos dramaturgos, pues, imaginan la experiencia de una generación anterior más marcada por la represión del periodo franquista: la generación que vivió la guerra durante su niñez. Además, en los dos casos los protagonistas tienen amantes más jóvenes (Jorge en Yo fui actor y Ciro en Perfume) que pertenecen a la generación de los propios dramaturgos. Finalmente, tanto Víctor como Manuel entran en diálogo con los fantasmas de personajes mayores que vivieron la guerra como adultos. Así, las dos obras representan las interacciones entre tres generaciones marcadas por el conflicto.

Entre Bildung y gótico Yo fui actor consiste en un monólogo en el que Manuel se dirige a dos interlocutores ausentes. El primero es Jorge, un joven amante, de quien se ha despedido en el aeropuerto justo antes del principio de la obra. Diagnosticado seropositivo a finales de los años ochenta —el momento más aterrador de la epidemia de sida—, Manuel ha decidido suicidarse y, cumpliendo un viejo sueño de Jorge, le ha mandado a Nueva York sin decirle lo que va a hacer. El monólogo sirve en parte para explicar el porqué de su decisión. Pero la mayoría del discurso no se dirige a Jorge sino a la madre de Manuel y consiste en una larga reflexión sobre la trayectoria de su vida después de la muerte de esta durante la primera posguerra. Al dirigirse a estas dos personas, Manuel entabla un diálogo con el pasado y con el futuro. Jorge es el héroe clásico del Bildungsroman: el joven artista que va a la gran ciudad, la «Babilonia» (25) que es Nueva York. Representa el futuro que no tendrá Manuel. Las únicas palabras de Jorge que se representan en la obra aparecen en un telegrama que dice: «Gracias, amor. Pensaré en ti al

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dibujar los rascacielos» (24). El verbo está en futuro y la imagen —los rascacielos— evoca la modernidad y el progreso. La madre, en contraste, es una figura gótica, un fantasma del pasado que aparece en escena solo al final de la obra, cuando Manuel se suicida. Aunque muy querida, la madre encarna el peso de la memoria que impide el movimiento hacia el futuro y que condena a Manuel a repetir el pasado. El gran triunfo de Manuel como actor es el momento en que se disfraza de mujer y reemplaza a una actriz que se parece a su madre. Y al final de la obra se revela que ella también se ha suicidado: «Tú fuiste capaz de cortar la cuerda de tu destino. Yo también quiero hacerlo» (51). Poco después, la madre aparece en la escena: «Se acerca a [Manuel], mientras deja caer la bata al suelo, y es ahora ella la que le besa y le quiere conducir hacia la cama, cuando es él quien se resiste» (51). Esta sugerencia de una relación edípica con la madre subraya la imposibilidad de superar el pasado. Tanto en su carrera como en su muerte, Manuel sigue los pasos de su madre. Como en otras obras de la Transición (por ejemplo, las películas Cría cuervos o El espíritu de la colmena), el monólogo combina elementos del Bildungsroman y del gótico para captar el problema principal de esta época: cómo moverse hacia adelante cuando acechan los espectros del pasado.1 Esta combinación de lo gótico y del Bildungsroman se observa también en Perfume de la memoria. La obra no es un monólogo sino una serie de escenas esperpénticas que confunden el sueño y la realidad y que, como señala Gregorio Torres Nebrera, «nos llegan como hologramas sepias y grises desde la memoria de Víctor» (2001: 22).2 La mayoría de estas escenas representan momentos de la niñez y de la adolescencia de Víctor antes de su expulsión de la casa tras el descubrimiento de su homosexualidad. En las dos obras del díptico, sin embargo, estos recuerdos están enmarcados por escenas en las que 1 2

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Sobre el uso del gótico y «the haunting motif» en las obras de la Transición, véase Labanyi (2007). Para Ana García Martínez, la obra se podría considerar como un ejemplo de un «memory play» tal como lo define Brian Richardson: «a partially enacted homodiegetic narrative in which the narrator is also a participant in the events he or she recounts and enacts» (citado en García Martínez 2008: 290).

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Víctor aparece como adulto en el presente y se dirige a Ciro, su joven amante (escenas 1 y 8 de Perfume de mimosas y 1 y 12 de Pajaro de plata). A diferencia de Manuel en Yo fui actor, quien necesita alejar a Jorge, enviándole a Nueva York, para poder enfrentar su pasado, Víctor depende del apoyo moral de Ciro para confrontarse con la experiencia traumática de su juventud: «Y me acompañaste, entraste de mi mano en el mundo ambiguo de mi pasado» (50). Ciro representa el amor y la solidaridad que permitirán que Víctor se reconcilie con su pasado y avance hacia el futuro. En contraste con Ciro, la madre de Víctor se asocia con el peso del pasado y los ciclos repetitivos del franquismo. A diferencia de Yo fui actor, no será el protagonista sino su hermana, Alejandra, la principal víctima de esta condena a repetir el pasado. En las primeras escenas Alejandra toca una pianola, un instrumento que sugiere este principio de iteración. Luego, como adolescente, repite la historia de su madre: así como esta se casa con un militar machista que la maltrata y despilfarra su herencia, Alejandra lo hace con un soldado franquista dado al alcohol y a las prostitutas. En la primera obra, la madre señalará la repetición —«También tú gimes noche tras noche en tu cama mientras tu marido pasa el tiempo en esas falsas guardias de putas y alcohol» (89)— y en la segunda, Alejandra la confirmará: «Y de nuevo se repitió la historia» (133). La madre representa un pasado gótico que impide el desarrollo natural de sus hijos. Después del nacimiento de Víctor, sofoca sus tres embarazos siguientes por medio de «fajas de acero» (89) que obstruyen el crecimiento de los embriones. Los tres niños no solo nacen muertos, sino que también tienen el mismo nombre (89-90): Aquel médico discreto, amigo de la familia, vomitaba cada vez que extraía los fetos deformes. Tres monstruos parió la señora. Tres monstruos varones con el cráneo aplastado como seres salidos del infierno. Tras una tapia del cocherón eran enterrados en secreto. Los tres con el mismo nombre, con las mismas lápidas diminutas, con las mismas flores tristes (89-90).

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La motivación de la madre es ambigua. Por un lado, quiere ocultar su estado para atraer a su marido, al que le repugnan sus embarazos: «Intentaba que él, el hombre de mi vida, el único hombre que había conocido, volviera a mirarme con los mismos ojos que antes» (89). Por otro lado, sin embargo, se sugiere que rechaza a sus hijos para evitar una reproducción de la violencia masculina de su marido: «La idea del varón la quemaba las entrañas» (90). Para evitar la repetición del pasado, está dispuesta a suprimir el futuro. La madre, pues, es una figura gótica que se opone al desarrollo y al Bildung a la vez que denuncia la opresión en la que vive e intenta romper con el pasado. Víctor se compadece de la situación de su madre, pero al final tendrá que liberarse de su recuerdo. Si Yo fui actor termina con el abrazo de Manuel y el fantasma de la madre, quien le conduce hacia el mundo de los muertos, Pájaro finaliza con un distanciamiento entre las dos generaciones. Separándose de su madre, Víctor rechaza el peso del pasado: «¿Por qué tengo que asumir una culpa que no reconozco?» (150). El principio del Bildung triunfa al final de la obra de Murillo.

La figura de la prosopopeya Al incorporar elementos góticos en sus obras, Murillo y Amestoy establecen relaciones entre el presente y el pasado y entre los vivos y los muertos. En las dos obras, estas relaciones se representan por medio de la figura de la prosopopeya. En Yo fui actor, una de las primeras cosas que nos cuenta Manuel es un acto de prosopopeya. Después de despedirse de Jorge en el aeropuerto, Manuel pasea por el parque del Retiro, donde se despide también de la estatua del Ángel Caído (un símbolo frecuente del homosexual) y le habla de su enfermedad: Estuve charlando un rato. «¡Hasta luego, amigo mío!», le dije. [...] Sí, se lo he contado, madre. No, no sabía nada. Me ha comprendido. Que ha comprendido mi decisión. Que él ha vivido muchas pestes como ésta. Y que, al principio, lo mejor es cortar por lo sano. Que siempre, al final, se encuentra una solución, pero que tal vez demasiado tarde, y que me comprende. (22)

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Es preciso notar que Manuel nos cuenta no solo lo que le ha dicho a la estatua, sino también lo que la estatua le ha contestado. Como ha señalado Paul de Man, la palabra prosopopeya viene de las voces griegas prosopon («máscara») y poeien («hacer, crear»). La prosopopeya es el acto de darle a algo una máscara o una cara, de proyectar una voz (1984: 76). Manuel recurre a esta figura no solo con la estatua, sino también con su madre muerta. En varias ocasiones parece que contesta las preguntas de su madre, que quedan implícitas en el texto: «No, el champán todavía no está. No, no es El gaitero. Es Moët Chandon. Auténtico. ¡Qué más dará que me haya gastado todo lo que me haya gastado! No, madre. Ya no hay cartillas de racionamiento» (26). Podemos inferir las preguntas y los comentarios de la madre que provocan estas respuestas: ¿Está listo el champán? ¿Es El gaitero? ¡Qué desperdicio! Pero si nos quedan muy pocas cartillas... Tanto con la estatua como con su madre, Manuel está proyectando una voz. Paul de Man ha señalado que existe una «amenaza latente» en la figura de la prosopopeya. El que proyecta una voz (y una vida) en un muerto corre el riesgo de que se inviertan los papeles: «by making the death speak, the symmetrical structure of the trope implies, by the same token, that the living are struck dumb, frozen in their own death» (1984: 78). Cuando entablamos una conversación con un muerto o una estatua, nosotros (los vivos) estamos en la posición de la vida (del discurso) y la estatua en la de la muerte (del silencio), pero el acto de dirigirse a algo o a alguien supone la posibilidad de una respuesta y, por consiguiente, de una inversión de las posiciones: si la estatua o el muerto cobran vida y contestan, nosotros nos encontramos en la posición del silencio y de la muerte. El ejemplo más claro de este tipo de inversión en la tradición española es el mito de Don Juan, quien entabla una conversación con una estatua que cobra vida y que le arrastra a los infiernos. En la obra de Amestoy, esta inversión se ve claramente. Manuel inicia una conversación con su madre muerta y al final de la obra ella cobra vida para administrarle el veneno. Esta lógica de inversión se anticipa en la conversación inicial con la estatua. Manuel proyecta una voz en el Ángel Caído, el cual cobra vida (en la imaginación de Manuel) para aprobar su proyecto de suicidio.

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Esta tendencia a la proyección se nota también en otros momentos. Al principio de la obra, Manuel está convencido de que le han seguido del aeropuerto a su casa dos policías que fingen ser una pareja para no llamar la atención. Al llegar a su barrio, Manuel observa de cerca al hombre: Se separaron. Sabían que estábamos cerca de mi apartamento. Él me adelantó, con su paraguas negro. Le he visto de cerca. Lleva una buena gabardina. De esas italianas, ligeras. Me mira con superioridad y como diciéndome «Yo ya sé que tú te vas a morir». Yo quise decirle: «Lo que no sabes es cuándo». Pero me callé. Debe ser comisario, o inspector. Al entrar yo en el portal, el inspector dio la vuelta a la esquina. (23, énfasis mío)

Otra vez vemos aquí la proyección de una voz y, como sucede con la estatua, lo que anuncia a Manuel esta voz proyectada es su propia muerte. Es interesante observar los tiempos verbales: Manuel cambia del pasado al presente en el momento de la proyección, lo cual hace que el hombre parezca momentáneamente más presente, más vivo. La vuelta al pasado, en cambio, subraya el silencio y la pasividad de Manuel, que se acerca a la muerte y que ya se siente relegado al pasado. La figura de la prosopopeya está también presente en Perfume de la memoria. Al principio de la primera parte aparece una criada designada como «la criada de los cuchillos» que parece pertenecer a la facción de los «vencidos» de la Guerra Civil. En la Escena II, que se sitúa durante un desfile de los nacionales, se la describe como «casi muerta por puro descuidada» (56). El ama de la casa intenta animarla adornándole el cabello con cintas y bailando con ella —«enciende estos ojos, ojitos... que ya pasó el miedo» (57)—, pero la criada parece todavía traumatizada. En algún momento dice que sigue oyendo los tiros (57). En la Escena III se la presenta «con la cabeza rapada y los ojos vacíos» (61). Como el ama de casa en la escena anterior, Víctor trata de sacarla de su estupor —«jugará a sorprender a la Criada de los Cuchillos»—, pero ella «permanece inmóvil» (61). La figura de la vencida se representa como una estatua, una muerta en vida. Al final de esta escena, aparece junto a la criada

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Elizabeth Amann un joven que enseña su hombro lacerado por los culatazos del fusil que empuñó en la lucha callejera. Víctor paralizado ante la ventana es sorprendido, también, por la presencia en la ventana iluminada por el sol de un moro de regulares que corta cuellos imaginarios con su alfanje y muestra entre risotadas infernales su enorme falo ensangrentado. (63)

Observamos aquí otra vez la inversión de la prosopopeya. Víctor, que ha intentado animar a la víctima-estatua sorprendiéndola, se queda él mismo «paralizado» y «sorprendido», traumatizado por el dolor del joven (el vencido) y por la amenaza del moro (el vencedor). Al provocar a la criada, Víctor ha conjurado un espíritu del pasado que le relega a la posición de la muerte (el silencio y la inmovilidad). En la Escena IV, Víctor toma el papel de la criada de los cuchillos y se representa como una especie de maniquí. Otra criada recuerda cómo el señorito Víctor se escondía entre los maniquíes, vestido como ellos. Mantón de Manila, peineta, hasta pendientes se ponía. Y se estaba tan quieto... igual que uno de ellos (Sombría.) Algunas veces del juego pasaba a quedarse como muerto, frío y quieto como un muerto. Como los maniquíes [...] Era un cambio extraño... Bajaba todas las tardes a la sala de costura, reía con nosotras, saltaba entre los maniquíes, se escondía entre ellos... En un momento dado se estaba quieto. Y ahora te mira fijamente. [...] Te mira fijamente y no te habla. (68, énfasis mío)

Más tarde se describe la mirada de Víctor como «cargada de pena, muerta» (69). Como en la obra de Amestoy, la figura de la prosopopeya se invierte. Al evocar los espectros del pasado reciente, Víctor se encuentra en la posición de la muerte. Después de la escena traumática del moro (una especie de «escena primaria»), Víctor se aleja cada vez más de los códigos masculinos del franquismo y se acerca al mundo de las mujeres. Esta transformación se representa como una muerte simbólica: Víctor se encierra en el silencio, se esconde bajo una máscara y acaba por convertirse en una estatua. Su juego favorito consiste en «jugar a los entierros», cubriéndose de flores o de hojas caídas y fingiendo estar muerto. Su expulsión de la casa también se representa como una muerte simbólica: la madre

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se queja de la ausencia de Víctor precisamente en el momento en que pasa una procesión de Jueves Santo en la que aparece una imagen de la Virgen lamentando la muerte de su hijo. Más tarde, en Barcelona, el joven Ciro verá a Víctor como a un «mariquita acartonado viejo verde» con un «eterno gesto de huída» (79). Los traumas de su infancia han convertido a Víctor en una figura rígida, sin vida, que se esconde bajo su máscara de Juanita Reina. Como resume Ciro, «¡Juanita Reina! ¡Reinona! Bajo tu maquillaje podrido, mariquita» (80). La función de Ciro será la de devolver a Víctor al mundo de los vivos quitándole su máscara de muerte. En la primera obra del díptico, los personajes del pasado aparecen en la Escena IV con «máscaras de Carnaval» (73) que representan la hipocresía de los papeles de género impuestos por el franquismo. Es solo con Ciro con quien Víctor aprenderá a mostrar su cara: «Te limpié el maquillaje», le recuerda Ciro, «Y mis ojos se unieron a los tuyos, limpios» (81). La imagen del pájaro de plata refuerza esta idea de una vuelta a la vida. Según la leyenda de los Mares del Sur, citada al principio de la segunda obra, ver al pájaro es «renovar la vida» (99): como Víctor le explica a su hermana, «¡Es la vida de nuevo! ... ¡Ya estoy vivo!» (108). En una escena recordada por Víctor, su padre mata al pájaro de plata —un acto simbólico de la represión franquista—, pero en la última escena del díptico el pájaro, como el fénix, renace y es observado por Víctor y Ciro juntos, una imagen que confirma el retorno a la vida. Si Yo fui actor termina con la inversión de la prosopopeya y la muerte de Manuel, las posiciones en el Pájaro de plata se reinvierten al final: gracias a Ciro y al pájaro, Víctor se libera del silencio y recupera su voz y su fuerza vital.

La máscara de Juanita Reina Aunque las dos obras identifican el franquismo con la persecución de los homosexuales, es interesante notar que también establecen una identificación entre el deseo homoerótico y la cultura oficial de la dictadura. Esta asociación se observa claramente en la iniciación sexual de los protagonistas. La primera experiencia homoerótica que tiene

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Manuel es un momento de intimidad y orgía que comparte con su tío Gabriel —un contrabandista que tiene una relación oscura con el régimen— y una «zorra», amante de este. Los dos se meten en la cama del joven y empiezan a tocarlo: El caso es que en tal pandemónium y con la alegría del champán me llegó a parecer que aquella mujer tenía cien manos. Hasta que caí en la cuenta de que allí no sólo estaba manipulando la morena. A río revuelto, mi tío y su amiga se acabaron beneficiando de mí. (34)

Esta experiencia juvenil sugiere la existencia de una ambivalencia erótica que contradice la fachada de virilidad que ostentan los «vencedores». El discurso hiperviril del franquismo esconde una ambigüedad latente. La primera atracción sexual que siente Manuel también señala una conexión entre la homosexualidad y la cultura del régimen. Un día, Manuel va al cine y ve la película Sangre y arena, probablemente la versión de Rouben Mamoulian de 1941, con Tyrone Power y Rita Hayworth. La españolada era uno de los géneros favorecidos por el régimen, y como ha mostrado recientemente Ana Ballester, el doblaje de esta obra la convirtió en «una película no española, sino incluso más franquistamente española» (2001: 173): el traductor introdujo, por ejemplo, una descripción del torero como «el Cid Campeador [que] ha venido a devolvernos la gloria de España» (citado en Ballester 2001: 172). Pero en la obra de Amestoy, así como en La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, la película sirve como catalizador de fantasías homoeróticas. En el cine, Manuel está sentado al lado de un hombre perfumado que empieza a comentar la película: Cuando ya iba a levantarme, sentí que el señor volvía su cabeza hacia mí y que me decía algo. No me levanté y dije en voz baja: «¿Qué?» «Que esta película la ha deshecho la censura. [...] ahí había una canción de los chicos toreros que la han cortado». «Ya», susurré. Y siguió pasando la película. [...] Mediada la película, antes de comenzar la corrida, se volvió a acercar: «Aquí perfumaban al torero». Y, un poco después, en la escena de la cama, me dijo: «Se besaban más y a él se le veía desnudo». Tenía una voz dulce, madura, pero dulce. Yo podía tener dudas sobre si

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era otro policía más, sobre si era o no era el censor de la película, sobre si era un vividor de aquellos que salían al extranjero por sus chanchullos... Pero cuando puso su mano en los libros que yo tenía sobre las piernas —¿Estudiante?— y luego la deslizó hacia mis rodillas —«La mejor época»—, entonces de lo que no tuve ninguna duda fue de que, viniera de donde viniera, hiciese lo que hiciese, fuera lo que fuera, era como yo, y me buscaba. (37)

Por medio de estos comentarios, el señor perfumado revela el subtexto erótico de esta película «franquistamente española». La seducción de Víctor en Perfume de la memoria también se identifica con el mundo de los toreros. Su primera experiencia sexual es con Sousa, un torero portugués amigo de la familia. Como el tío Gabriel en Yo fui actor, Sousa apoya abiertamente los valores franquistas y la visión de la masculinidad del discurso oficial. Cuando Alejandra se casa con Alférez, Sousa celebra la «incorporación de un soldado heroico» en la familia y admira su masculinidad —«¡Qué hombre te llevas, Alejandra! Firme, recio, valiente, rígido» (76)—, pero este discurso sirve para esconder su verdadero deseo. En las dos obras, el torero es una figura ambigua, a la vez la encarnación de la valentía masculina idealizada por el régimen y un objeto de deseo homoerótico.3 En las dos obras, estas relaciones se descubren. El día después de su primer encuentro, Manuel y el hombre perfumado se citan en el cine para ver la película de nuevo, pero los policías entran de repente y detienen a Manuel, al que abusan y mandan a África a una especie de servicio militar (esto coincide más o menos con la reforma de la Ley de Vagos y Maleantes que se realizó en 1954 y que llevó al internamiento de homosexuales en establecimientos de trabajo o en colonias agrícolas). De forma semejante, el padre de Víctor descubre su relación con Sousa y expulsa a su hijo de la familia ordenando que no se mencione su nombre en la casa. En las dos obras, la transgresión erótica lleva a una exclusión, pero mientras que en Yo fui actor el victimario es el Estado, en Perfume de la memoria es la familia la que rechaza al 3

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Como señala Arno Gimber, Sousa es «símbolo de la virilidad ibérica, que incluye a la vez una latente homosexualidad» (2001: 82, traducción mía).

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homosexual. Como señala García Martínez, «La represión estatal de los homosexuales no es el tema central de las obras [de Murillo], es más bien la opresión identitaria ejercida por las estructuras familiares la que es denunciada sobre las tablas» (2008: 293). Tras ser expulsados, los dos protagonistas tienen que encontrar su propio camino y se convierten en actores. Al volver de África, Manuel trabaja como conductor de autobús para una compañía ambulante de teatro y, mientras conduce, se divierte cantando las canciones de Aurora Alonso, una actriz de la compañía que se parece a su madre. Cuando Aurora sufre una afonía, el director obliga a Manuel a vestirse de flamenca (con un traje de faralaes con cola larga) y a cantar Capote de grana y oro, una copla popular en los años cuarenta y cincuenta sobre la muerte de un torero. Su primera actuación es un gran éxito y lanza la carrera de Manuel como cantante y actor. Hay que destacar que la letra de la copla representa de forma erótica el capote del difunto torero: «Alegre como una rosa, que te abrías ante el toro igual que una mariposa» (42). Así como Víctor lleva un traje de mujer, el torero se viste con un capote-rosa-mariposa que se abre ante los cuernos del toro. La inversión de los papeles sexuales recuerda la trama de Sangre y arena en la que el torero es seducido por Doña Sol, una mujer peligrosa y dominante, que en una escena famosa adopta el papel del torero. Curiosamente, Manuel encuentra en la cultura dominante del franquismo —la copla y la españolada— una manera de expresarse, de transmitir clandestinamente un deseo prohibido y una identidad subalterna. También cabe notar que este acto de dar una voz a las palabras de una mujer muda —a la actriz afónica que se parece a su madre— refleja en cierta medida la prosopopeya del marco de la obra —el acto de proyectar una voz en la madre muerta. Para expresarse, Manuel habla por bocas y discursos ajenos. Adopta el papel de Aurora y explota los dobles sentidos de la cultura oficial del franquismo.4 Víctor, en Perfume de la memoria, también adoptará el papel de Juanita Reina, pero aquí este gesto no es una forma de expresión y

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En un estudio reciente, Stephanie Sieburth (2016) ha mostrado cómo el género de la copla se prestaba a este tipo de doble mensaje.

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de liberación sino una máscara que parece impedir la expresión de su verdadera identidad. Si el traje de faralaes permite que Manuel exprese (de forma discreta y encubierta) el dolor y la pasión de su experiencia y su «otredad», el disfraz es para Víctor parte de su «eterno gesto de huída» (79). Como hemos visto, es Ciro quien le libera de esta postura —una muerte simbólica— limpiándole el maquillaje y mirándole a los ojos. En las dos obras, ser actor no es solamente una profesión sino también una estrategia de supervivencia durante la dictadura. Cuando Manuel renueva su carné de identidad en 1964 pone como profesión «actor», aunque en ese momento no pudiera calificarse realmente como tal: «Yo era actor. Les enseñé este cartel en Gobernación. Fue suficiente. Ellos ya lo sabían. Siempre han sabido todo de mí» (45). El pronombre lo es ambiguo aquí. ¿Se refiere a su carrera como cantante o a su homosexualidad? El acto de definirse como actor parece una estrategia, una manera de esconder otra identidad; es una farsa que el Gobierno franquista está dispuesto a tolerar. Es interesante notar que cuando renueva su carné en el periodo democrático (cuando ya tiene un currículo más sólido como actor), la administración ya no acepta la profesión que declara: Como hace unos meses, cuando la renovación del carné. Profesión: actor. No pintor. Ni siquiera abogado. No. Actor. ¿Usted es actor? Yo fui actor, cuando Franco. ¿Me entiende? Le dije al muchacho de la coleta. [...] El policía de la coleta no debió de creer porque en el carné lo de profesión lo han dejado en blanco. No he protestado. Ellos saben quién soy, y yo también sé quién soy. (48-49)

En el periodo democrático ya no es necesario ser actor, Manuel ya no tiene que adoptar una postura, pero ha internalizado este papel. Su self-fashioning se ha convertido en su identidad. Su «yo sé quién soy» recuerda al don Quijote del final de su primera salida. Así como la identidad inventada del personaje cervantino domina sobre su identidad «real», la postura de Manuel se ha convertido en su verdadero «yo». Durante el franquismo, Manuel ha aprendido a actuar no solo en el teatro sino también en su vida cotidiana para esconder lo que es.

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Con la democracia, no deja de guardar las apariencias y de preocuparse por la vigilancia estatal. Como señala Eduardo Pérez-Rasilla, la condición marginal de Manuel «lo convierte permanentemente en un ser sospechoso y perseguido, incluso cuando la incipiente democracia ha sustituido presumiblemente a la dictadura» (158). Al principio de la obra, como vimos arriba, se cree perseguido por la policía y a lo largo del monólogo expresa cierta paranoia que parece el vestigio de la persecución que sufrió durante la posguerra. Cabe notar que, cuando explica dónde vive, se sitúa siempre en relación con las autoridades: su familia vive primero en «una buhardilla de Carretas, con vistas a la Dirección General de Seguridad» (28) y luego «en la calle Mayor, encima del Pleyel [un cine], cerca de la “degeese”» (29). Manuel es alguien que ha internalizado el ojo de la vigilancia franquista e incluso en la democracia sigue sintiéndose observado. En su monólogo, Manuel reconoce las diferencias entre el presente y el pasado (le señala a su madre que ya no hay cartillas de racionamiento ni sustitución de importes), pero los hábitos del pensamiento —el sentimiento de estar vigilado, la paranoia y el recurso a la voz ajena— no han cambiado. La obra de Murillo, en cambio, establece una distinción más clara entre el pasado y el presente y entre la máscara —el carnaval de la juventud de Víctor— y su caída —el encuentro con Ciro y el descubrimiento de su verdadera identidad—. Como señala García Martínez, el proceso de recordar el pasado tiene en Perfume de la memoria «una función terapéutica para la superación del trauma pasado» (2016: 303). Por medio de este ejercicio y con el apoyo de Ciro, Víctor logra exorcizar a los espectros del pasado. Para él, la democracia representa un nuevo momento de libertad y de autoconocimiento.

Vencidos y vencedores En la obra de Murillo, la distinción neta entre el pasado y el presente refleja la clara dicotomía entre las facciones políticas. En la primera escena de Perfume de la memoria se establece una oposición entre dos personajes —la «criada de los claveles» y la «criada de los cuchillos»— que representan a los vencedores y a los vencidos, respectivamente. La

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familia de Víctor, como sugiere su nombre, pertenece al campo de los ganadores. Al separarse de su familia, Víctor se encuentra en un mundo de marginados y vencidos. Por lo general, las distinciones políticas se representan aquí de una forma maniquea. En Yo fui actor, en cambio, la situación de Manuel es más ambigua. Es el hijo de un «rojo» asesinado por los fascistas y su madre le ha inculcado desde joven el amor a la cultura republicana: «tus poetas eran Federico García Lorca y Rafael Alberti. ¡Cómo te contabas sus últimos estrenos, a los que fuiste con padre: Yerma o el escándalo de Fermín Galán!» (31). Después del suicidio de su madre, Manuel vive con su tío Gabriel, quien, como vimos, tiene conexiones con el régimen —«Era de ellos» (28)— y quien le inscribe en uno de los bachilleratos más prestigiosos de Madrid. El protagonista, por lo tanto, es a la vez víctima y beneficiario de la dictadura. La representación del «vencedor» es también ambigua. A diferencia del padre de Víctor —un villano unidimensional—, el tío Gabriel sufre de una mala conciencia que se manifiesta en sus reacciones a obras teatrales críticas con el régimen. Después de ver la Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo en 1949, «El tío Gabriel lanzó un bravo cuando don Antonio salió a saludar. Luego se hundió en la butaca, como reflexivo» (35). Y el estreno de Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre, en marzo de 1953, deja al tío Gabriel impresionado y nervioso. Solo unas semanas antes, en febrero de 1953, había participado en la tortura y asesinato de Tomás Centeno, el dirigente del PSOE. Manuel recuerda las pesadillas y el nerviosismo de Gabriel después de ver la obra de Sastre. La mala conciencia de los vencedores también se evoca en la descripción de la reacción a La muralla de Joaquín Calvo Sotelo, un dramaturgo cercano al régimen, pero cuya obra representa los remordimientos de un «vencedor» que se ha apropiado de la finca de un «vencido» y que desea devolvérsela a los hijos de su propietario legítimo: «la gente salía del teatro más seria que la puñeta, con su comecome particular. Sobre todo los del Régimen...» (40). La ambigüedad de la posición de Manuel —hijo de republicanos y sobrino de un vencedor— se refleja en su carrera de actor. Como hemos visto, su primer éxito es Capote de grana y oro, una copla que forma parte de la cultura oficial del régimen. Su fama llega hasta el

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Palacio de El Pardo, de donde le llaman para invitarle a participar en un evento. La reacción de Manuel a esta llamada es ambivalente: Hasta me llamaron de El Pardo, para la fiesta del Teatro Calderón, con doña Carmen. [...] me dijo que habían quedado en llamar más tarde al hostal. [...] No llamaron. Y yo no me atrevía a conectar con El Pardo. Además, después de reflexionarlo toda la noche, pensé que yo no quería saber nada de ellos, que bastante me habían hecho, como para ahora tener que bajar la cabeza ante «La Collares». Nos ha fastidiao. Total que me fui a la mañana donde don Fulgencio [el empresario] y le dije que quería cuarenta duros. Me contestó que si yo me había vuelto loco, que si se me había subido no sé qué a la cabeza, que la llamada de Franco había sido de coña. ¿De coña? Le hubiera pasado las dos primeras observaciones, pero lo del Pardo..., lo del Pardo, no. Estuviera yo, o no estuviera, de acuerdo con Franco, que no estaba, porque nunca el hijo de mi madre iba a actuar en el Calderón delante de «La Collares», a mí me había llamao Franco. (43-44)

Si no devuelve la llamada es por miedo —la racionalización política solo viene después— y en su conversación con Fulgencio trasluce el orgullo que le da esa invitación. A finales de los años sesenta, Manuel participa en algunas de las producciones más subversivas de la época —de forma notable, en el Marat/Sade de Peter Weiss producido por Adolfo Marsillach en 1968— y trabaja después en algunas películas de Saura, pero siempre considera el Capote de grana y oro como su gran triunfo teatral. Mientras que Víctor rompe claramente con su pasado y con el legado franquista de su padre, Manuel tiene una relación más ambigua con la cultura del régimen. Cabe notar que la única representación teatral del periodo democrático que se menciona en Yo fui actor es la producción del Hombre deshabitado (1931) de Alberti, que se presentó en el Centro Cultural en Madrid en 1988. Esta referencia al final de la obra marca la recuperación de la cultura de la Segunda República en el periodo democrático —es una vuelta a los poetas preferidos de la madre de Manuel— pero a la vez es un retorno al Ángel Caído del Retiro del principio de la obra. El auto sacramental de Alberti ofrece una versión laica de la historia de Génesis: el Hombre, inducido por la Tentación, mata a su mujer, la Inocencia, y es rechazado por su creador, el Vigilante

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Nocturno, quien le niega el perdón. Manuel es también un hombre caído que se siente todavía vigilado y sin posibilidad de redención. La alusión a Alberti capta la relación ambigua de Manuel con el presente democrático, su incapacidad de superar el pasado. A pesar de haber experimentado los primeros quince años de la democracia, Manuel, al momento de morir y de recapitular su vida, reconoce sobre todo su identidad del periodo franquista. Fue, antes que nada y hasta su muerte, «actor cuando Franco».

Conclusiones Las obras de Amestoy y Murillo comparten una serie de características: un protagonista homosexual que repasa la historia de su vida y recuerda desde la democracia los traumas de la dictadura, la combinación de elementos góticos con una trama de Bildung, el recurso a la prosopopeya para evocar los espectros del pasado y el uso de la metáfora del actor para representar la condición de los homosexuales durante el periodo franquista. Sin embargo, difieren en su evaluación de la relación entre el presente y el pasado. La obra de Murillo representa un proceso terapéutico: por medio de un ejercicio de memoria, Víctor logra superar su pasado y definir su identidad. Para Víctor, el pasado es el periodo del silencio y de la máscara y el presente es el momento en que se reclama el derecho de hablar: «Mamá... he dicho fuera la máscara. [...] Lo peor de todo es la tortura del silencio [...] Todo el mundo tiene una memoria, una vida que contar» (120). Para Manuel, en cambio, la democracia no marca una ruptura total. Durante el periodo franquista ha aprendido a cuidar las apariencias y a expresarse por medio del discurso oficial, aprovechando sus doble sentidos, y con la democracia no pierde estos hábitos. Si es verdad que confiesa sus pensamientos y recuerda su vida, lo hace en la más absoluta soledad, preocupado siempre por los «policías» que lo persiguen: al final de su vida, es un hombre que cuenta a una muerta una conversación que ha tenido con una estatua. El último gesto de la obra —su lucha por resistir el abrazo de su madre— sugiere la falta de resolución de este acto de memoria y el trauma insuperable del pasado.

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Obras citadas Amestoy Egiguren, Ignacio (1993): Yo fui actor cuando Franco; Mañana, aquí, a la misma hora. Madrid: Fundamentos. Ballester, Ana (2001): «Doblaje y nacionalismo. El caso de Sangre y arena». La traducción en los medios audiovisuales. Ed. de Frederic Chaume y Rosa Agost. Castelló de la Plana: Universitat Jaume I, pp. 165-175. De Man, Paul (1984): The Rhetoric of Romanticism. New York: Columbia University Press. García Martínez, Ana (2008): «Memorias disidentes: Identidad homosexual y (re-)construcción del pasado en Perfume de la memoria, de Miguel Murillo». Barcarola, n.º 71-72, pp. 283-295. — (2016): El telón de la memoria: la Guerra Civil y el franquismo en el teatro español actual. Zürich: Georg Olms Verlag. Gimber, Arno (2001): «Lust auf Überschreitung: Inszenierungen homosexueller Tabubrüche im spanischsprachigen Theater nach Franco». Dissidenten der Geschlechterordnung: Schwule und lesbische Literatur auf der Iberischen Halbinsel. Ed. de Werner Altmann, Cecilia Dreymüller y Arno Gimber. Berlin: Verlag Walter Frey, pp. 64-88. Labanyi, Jo (2007): «Memory and Modernity in Democratic Spain: The Difficulty of Coming to Terms with the Spanish Civil War». Poetics Today, n.º 28:1, pp. 89-116. Murillo, Miguel (2001): Perfume de la memoria. Murcia: Universidad de Murcia. Pérez-Rasilla, Eduardo (2009): «La memoria histórica de la posguerra en el teatro de la transición. La generación de 1982». Anales, n.º 21, pp. 143-159. Sieburth, Stephanie (2016): Coplas para sobrevivir. Conchita Piquer, los vencidos y la represión franquista. Madrid: Cátedra. Torres Nebrera, Gregorio (2001): «Introducción a Perfume de la memoria». Perfume de la memoria, de Miguel Murillo. Murcia: Universidad de Murcia, pp. 9-32.

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El retrato de la primera posguerra en Madrid 1940 (1993) de Francisco Umbral Mónica Carbajosa Pérez Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense de Madrid)

La importancia de lo memorial en la obra de Francisco Umbral (1932-2007) ha sido subrayada una y otra vez. No es de extrañar, por lo tanto, que fuera uno de los autores que prematuramente, antes del final de la dictadura, se anticipara, con la publicación en 1972 de Memorias de un niño de derechas, al aluvión de narrativa memorialística sobre la Guerra Civil y la posguerra que se produjo tras la muerte de Franco (García-Posada 1994: 12; Colmeiro 2005: 105). Memorias de un niño de derechas inicia a su vez el ciclo narrativo umbraliano de la memoria, en el que guerra y posguerra reaparecerán reiteradamente, sobre todo en las novelas Leyenda del César Visionario (1991), Madrid 1940 (1993), en la que nos detendremos, y Capital del dolor (1996). En la década de los noventa, escritores de distintas promociones (Josefina Aldecoa, Manuel Vázquez Montalbán, Joaquín Leguina, Rafael Chirbes, Antonio Muñoz Molina, Manuel Rivas, entre otros), con distinta relación con el pasado y a través de una pluralidad de formas narrativas, abordan en sus relatos la Guerra Civil y el franquismo, conformando estos un corpus literario de memoria histórica —en el que se percibe un mayor acercamiento a la dimensión política y social de los acontecimientos— frente al pacto de olvido de la Transición democrática. La forma más característica de estos relatos es la

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a­ utobiografía ficticia, respondiendo al prestigio en alza de la subjetividad y de la memoria como forma de comprender el pasado. Los escritores de la generación del medio siglo, los llamados «niños de la guerra», exploran el pasado desde el arraigo autobiográfico en busca de la propia identidad, y lo hacen, a través de un yo ficticio, entre la nostalgia dolida y crítica y el ajuste de cuentas personal e histórico. Francisco Umbral, por fecha de nacimiento hermano menor de esta generación, continúa en los años noventa su ciclo narrativo de la memoria, fiel a su entendimiento de la escritura «como una lectura de la propia vida», «de la vida que hemos vivido, que hemos visto vivir o que hemos visto hacer, o de la que hemos leído u oído» (GarcíaPosada 1999: 185-186). En la novela Madrid 1940, más allá de la propia biografía, de sus querencias y nostalgias de una época vivida, y más allá de sus intereses principalmente literarios, Umbral muestra —el relato no es analítico ni reflexivo— una realidad doliente y brutal que revela una voluntad comprometida con la denuncia del pasado violento español. En este trabajo analizaremos el retrato de la posguerra que Umbral traza en la novela Madrid 1940. Memorias de un joven fascista. Asimismo nos detendremos a examinar las particularidades de la memoria de Umbral, una memoria que se nutre, por un lado, de su propia biografía y, por otro, del pasado histórico colectivo. Convergen, de este modo, la necesidad del autor de retratarse, de explorar algunos episodios de su vida de forma recurrente, y la necesidad colectiva de memoria, lo que no deja de ser expresión de dos experiencias traumáticas: la del yo (el vital y el histórico) y la de la colectividad. Ambos elementos, biografía e historia, como material novelesco al servicio de su escritura, serán ficcionalizados, es decir, manipulados literariamente, lo que en ocasiones se resuelve en siluetas discutibles, inexactas o falsas desde la perspectiva histórica. Conviene señalar desde un principio que el autor no ha sido testigo directo de lo que narra. Francisco Umbral nace en Madrid en el año 1932, pero su estancia en la capital será muy breve y pasa los primeros años de su vida en Laguna de Duero (Valladolid). En 1937, a los cinco años, comienza a vivir en Valladolid y no se trasladará a

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Madrid hasta el año 1961. No obstante, ha tenido conocimiento de primera mano de la inmediata posguerra a lo largo de su infancia y adolescencia, lo que le valdrá sobre todo para narrar los aspectos de la vida cotidiana de los años cuarenta. Por otra parte, ya en Madrid, ha conocido vestigios de lo que refiere, e incluso llegará a conocer a muchos de los personajes de la época. Umbral utiliza su memoria vivida y la proyecta hacia el pasado, de tal manera que algunas de sus vivencias en Madrid configurarán las del protagonista de la novela. A todo ello hay que añadir sus múltiples lecturas, ya que, como veremos, la memoria de Umbral se nutre también de experiencia bibliográfica. Es también preciso entender que el compromiso de la escritura de Umbral se mantiene básicamente en los confines de lo literario, aunque el relato mantenga un evidente tono descarnado y crítico. De la misma forma, su interés por la historia, una vez descubierto su potencial literario, es principalmente estético y narrativo. La historia ofrece a Umbral no solo buenas dosis de realidad y credibilidad, sino también auxilios inestimables en el caso de un escritor sin interés por las tramas novelescas ni por el género de la novela, desinterés que tiene que ver también con sus limitaciones como novelista (Gracia 2012: 17). Se podría decir que, en su caso, no es la historia el suplemento de la imaginación sino la imaginación el suplemento de la historia. La historia ha sido para Umbral una cantera inagotable de personajes: Serrano Suñer, que está agonizando en Madrid, es un personaje de novela fuerte e importante: amigo de Hitler y Mussolini, que traicionaba a Franco... Nadie se puede inventar un personaje así, y como personaje es tan bueno que hay que utilizarlo. Además tiene una gran fuerza para el lector: ese personaje es verdad. Como Ridruejo, con sus dudas, sus arrepentimientos, sus cosas; Laín Entralgo, con su cobardía nativa... Y así, los que quieras. (Martínez 1992: 47)

Su literatura, como sus columnas periodísticas, está llena de nombres propios. Nombres, por otro lado, indispensables en un relato concebido más como retrato de época que como narración de acontecimientos. Teniendo en cuenta que su interés no está centrado en

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la evolución psicológica de los personajes, tampoco en la literatura escénica, y dadas las características de su prosa y su maestría para retratar con pocos y certeros trazos a los personajes en alusiones fugaces, parece claro que precisa de un buen número de ellos. Por otra parte, la tendencia a la yuxtaposición de retratos totalizadores, sin presentación alguna, requiere de un mínimo conocimiento previo del personaje por parte del lector, por lo que de nuevo la historia resulta un auxilio valioso y, en algunos casos, imprescindible. Una novela como Madrid 1940 demanda un lector competente que conozca la historia y a sus protagonistas principales, de otro modo no podrá entender ni apreciar los trazos críticos de la pintura de Umbral. Esto supone un primer contraste con la narrativa posterior del llamado boom de la memoria, dirigida generalmente a lectores, nietos de la guerra, en los que no se presupone el conocimiento de la historia y, en ocasiones, ni siquiera el interés, por lo que este debe ser estimulado con estructuras de novela de investigación. En algunos de estos casos, los autores se sirven de la literatura para desvelar historias desconocidas o manipuladas por la historiografía franquista (Liikanen 2015). En el caso de Umbral, «parece» más evidente que es la literatura la que se sirve de la historia. Se distingue también Madrid 1940 de esta narrativa posterior, en parte infectada de sentimentalismo (Mainer 2004: 18), en que Umbral, lejos de poner el acento en el aspecto emocional, ofrece una mirada fría, distanciada, crítica y pretendidamente desmitificadora. Tal vez sea el momento de advertir que Madrid 1940, publicada en el año 1993, pertenece a un contexto que es anterior al de la narrativa de la memoria y al debate político y social sobre la memoria histórica que se producen en el cambio de siglo. No parece, por lo tanto, que tenga mucho sentido entrar en un debate que no le pertenece, ni por el momento preciso en el que aparece la novela ni por la peculiar manera de abordar la posguerra o, si se quiere, la historia, más atenta al efecto literario o a la recreación de época, aparte de los juicios políticos sobre ella. No obstante, señalaremos, cuando resulten pertinentes, las semejanzas y sobre todo las diferencias con las novelas generadas en ese otro contexto posterior.

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Madrid 1940 El título de la novela ubica rápidamente al lector en el espacio y en el tiempo, en una combinación que resulta poliédrica. Madrid en 1940 es, por un lado, la capital de la España victoriosa y triunfal, el centro del poder y los poderes, ya trasladados y asentados en Madrid, el escenario de las luchas por la hegemonía política, ideológica y cultural entre las distintas familias del régimen (entre ellas la falangista, protagonista en la novela) en un momento en el que todavía se mantienen las fascinaciones fascistas (las potencias del Eje pueden hacerse con el control de Europa). Madrid en 1940 es también el Madrid literario1 del Café Gijón, el Comercial, el Roma o el Lion de la calle Alcalá, es el Madrid social de los cócteles, las amantes de los ministros, los actores y actrices, los toreros, es el Madrid que se divierte en Chicote, en el Club de Golf o en Pasapoga. Y, a su vez, Madrid en 1940 es un paisaje compuesto por ruinas, es el momento más duro de la posguerra, es el hambre, el miedo, el silencio, la delación y, sobre todo, es el Madrid de la represión. De estas múltiples caras dará cuenta la novela —con claro protagonismo de personajes y ambientes del poder, como corresponde a los movimientos e intereses del protagonista—, componiendo un personalísimo y certero cuadro histórico y moral de la época. El relato, que no se aventura fuera de Madrid (Madrid es un género literario para Umbral), no se limita sin embargo al año 1940, fecha sinécdoque, sino que recorre a «galope tendido» (Gracia 2012: 17) y a estocada limpia toda la década. Y la recorre asistido por la síntesis, el sumario, la selección, la yuxtaposición de detalles episódicos y fugaces, el relato y el retrato iterativos, generalizadores y atemporales, las múltiples referencias a personajes y acontecimientos de la época, de única o fugaz y repetitiva aparición, el trazo preciso y rápido y la función sintética del lenguaje metafórico y metonímico. La acción transcurre aproximadamente entre los años 1940 y 1951, pero la única manera de datarla es el conocimiento externo de

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Para Umbral, Valladolid es la madre, y Madrid es la literatura (García-Posada 1999: 187).

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los hechos históricos, puesto que la novela prescinde de otra fecha que no sea la del título. La línea cronológica está sostenida por las relaciones del protagonista con distintas mujeres y por las constantes referencias a acontecimientos históricos de distinta índole (Serrano Suñer despide a la segunda leva de la División Azul, se proyecta el Valle de los Caídos, muere Azaña en el exilio, triunfan Lola Flores y Caracol, el Real Madrid estrena el Bernabéu, Luis Companys es fusilado), que sin datar y sin estricto orden cronológico ofrecen sobre todo la impresión de paso del tiempo, contrarrestando así los posibles efectos de un relato o retrato estático. Umbral hace un uso particular del tiempo, encogiéndolo o dilatándolo a su antojo, sin que ello parezca responder a la mímesis de la memoria del protagonista: «Muñoz Grandes, a la vuelta de la penosa aventura de la División Azul, que le ha costado la salud a Ridruejo, es nombrado ministro del Ejército» (Umbral 1993: 183). La «aventura» de Muñoz Grandes en la División Azul finaliza en el año 1943 y es nombrado ministro del Ejército en 1951. El autor no está interesado en la cronología (hay evidentes anacronismos, prolepsis, repeticiones) sino en el retrato de época. El relato no avanza tanto de acontecimiento en acontecimiento como de personaje en personaje, agrupados con frecuencia en escenarios representativos de la época (sean Alcalá, 44, sede de la Secretaría General del Movimiento, la checa de Porlier, el Café Gijón o Chicote). El espacio interviene en su caracterización convirtiéndose en signo del personaje (el Café Comercial, en el caso de Ridruejo). Esto produce por momentos la impresión de estar asistiendo a un desfile en el que algunos personajes se mueven en carrozas: la del Club de Golf, con sus elegantes monárquicos, sus escudos y trofeos; la de Franco, con su corte de obispos, falangistas y señoras de mantilla; la del Café Gijón, con sus escritores, espejos y divanes; la del Ateneo, la del deporte, la música, el cine, etc. La ausencia de fechas permite a Umbral moverse con libertad por la década y conseguir un mayor alcance temporal, además de facilitar las alusiones a personajes y acontecimientos. A pesar de esta fragmentación expositiva, la visión final es representativa. Ramón Acín, en su trabajo sobre los «Episodios Nacionales» del autor, considera que «interesa más la orientación centrípeta de todos los materiales que los materiales mismos» (2003: 269).

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La voz enunciativa (Armijo-Umbral) y la subversión de la retórica falangista El subtítulo del relato, Memorias de un joven fascista2, sitúa al lector en una ficción que adopta la forma autobiográfica, y en el punto de vista retrospectivo y subjetivo de un único testigo implicado e identificado con los vencedores. Mariano Armijo regresa a Madrid tras la contienda, que ha vivido en «zona nacional y tranquila», «dispuesto a hacerme un sitio entre los vencedores, que eran los míos, a la hora primera y madrugadora de copar lo que hubiese, periódicos y oficinas, editoriales o jefaturas de policía» (Umbral 1993: 15). Como corresponde al género de memorias, aunque sean ficticias, Armijo narra sucesos de su vida enmarcados en el contexto de acontecimientos de orden político, cultural y social de los que ha sido testigo o en los que ha participado. Su trato con Juan Aparicio, del que acabará siendo confidente, le permite colaborar en la prensa del Movimiento, y sus colaboraciones, que serán el arma con el que apunte a sus víctimas, posibilitan su contacto con distintas personalidades del régimen. En un final que tiene algo de aleccionador, Armijo acabará, en la más absoluta soledad, en un delirio fascista, mientras decide la mejor forma de morir. El protagonista no resulta ser, sin embargo, un personaje honestamente arrepentido, tampoco un hombre comprometido con unos ideales, sino un cínico lúcido, calculador y cruel (por más que el «joven» del subtítulo quiera actuar de atenuante), que relata, entre otras cosas, su participación en el sistema represivo y sus aberrantes prácticas sexuales. Armijo es un arribista que se suma a los vencedores por intereses personales: por encima de todo, su carrera literaria y periodística. No obstante, y pese a ello, resulta un narrador fiable. No maquilla su pasado, como sí tratará de hacer, por ejemplo, el también falangista Luys Forest, protagonista de la novela de Juan Marsé La muchacha de las bragas de oro (1978), al escribir sus memorias.

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El subtítulo recuerda al título de la novela de Fernando González-Doria, Memorias de un fascista español (1976). Entre ambas novelas ha señalado Rodríguez Puértolas notables coincidencias (1994).

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La perspectiva desde la que se narra —la de un criminal del bando victorioso— pretende ser provocadora. François Pierré, en su trabajo sobre la estética de la provocación en Francisco Umbral, incluye la novela y el punto de vista entre las provocaciones de la escritura umbraliana (2003: 285). La voz vuelve a ser la dominante en el discurso histórico, es decir, la de los vencedores; sin embargo, Umbral carga bien las tintas con este infame indeseable, cuyo discurso, además de actuar de espejo acusatorio, será subvertido por el autor con la intención de denunciarlo. Por otro lado, precisamente por su cinismo y desapego, y porque forma parte del sistema y lo conoce por dentro, Armijo puede ofrecer una panorámica crítica del régimen. Y es esta visión crítica la que hace más interesante la novela y más complejo al personaje. Es significativo que Umbral, en lo que a modo de prólogo llama «atrio», subraye que el protagonista es «un enemigo de Franco», y, de hecho, Armijo percibe, o quiere percibir, a Franco y al franquismo como antagonistas. El subrayado también trata de poner de manifiesto los descontentos y camarillas dentro del sistema. Sin embargo, pese a las afirmaciones del autor en el prólogo, y más allá de las percepciones del protagonista, Armijo no es un enemigo de Franco, ni mucho menos un opositor, por más que su lucidez le permita ver la grisura del personaje y de su corte. Armijo es un arribista integrado en el franquismo, como no tiene más remedio que reconocer, un personaje que, con tal de conseguir una colaboración, forma «en la cola para ver al Caudillo y saludarle a la romana» y cuyas aspiraciones son vivir confortablemente del falangismo en el centro del poder político y literario. Por otra parte, en la novela, Franco es un personaje plano y en sus fugaces apariciones es caricaturizado y ridiculizado en imágenes casi de tira cómica. Lo que resulta interesante de la denuncia que lleva a cabo la novela es que está construida utilizando elementos propios y característicos de lo denunciado, esto es, del franquismo (que no deja de ser lo más familiar para Umbral y para cualquiera que haya vivido esa época). La voz narrativa es la de un fascista, sin que se hagan precisos para la crítica una voz antagónica ni ningún tipo de confrontación (fuera de la que Armijo pretende con Franco).

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De la misma forma, la retórica falangista, retórica adoptada por el régimen e impuesta a toda la ciudadanía, será, por un lado, denunciada, y, por otro lado y a la vez, utilizada para denunciar. La novela, cargada de cifras y de números de muertos de la represión franquista, está encabezada por una cita de José Antonio: «Tended vuestras miradas, como líneas sin peso y sin medida, hacia el ámbito puro donde cantan los números su canción exacta». Y, para el lector menos atento, el autor volverá a insistir en ello manipulando, para subvertirla, la enunciación de Armijo, que repite exactamente la misma cita de José Antonio y, punto y seguido, añade: «9.385 fusilados en Cataluña, ya se ha dicho, la cosa funciona» (1993: 144). La segunda oración resignifica la primera, convirtiéndola en denuncia de los hechos. François Pierré, al analizar la denuncia del lenguaje franquista en las obras de Umbral, afirma: El lenguaje franquista se impone a todos como el único legítimo. Se convierte en la norma teórica. Umbral subvierte entonces ese lenguaje utilizándolo en sus obras: pero este discurso no es negado, al contrario es (re)utilizado con el fin de denunciarlo; porque negarlo llevaría al estancamiento, mientras que admitirlo es para el autor la posibilidad de combatirlo. Con este fin, Umbral lo trata a contracorriente, o lo deforma, asociándolo a temas inhabituales. (2003: 291-92)

Uno de los ejemplos más claros de este procedimiento en la novela Madrid 1940 es, como hemos visto, el uso de citas de la retórica falangista, que descontextualizadas y aisladas son resignificadas, creando un efecto provocador, irreverente, irónico y de denuncia (no solo del lenguaje). Armijo asume en su relato la retórica fascista, que el autor en ocasiones subvierte o vierte contra él. Es característica del discurso del personaje la utilización del lenguaje poético-político de la Falange para expresar, sin embargo, las intenciones más viles, mezquinas y materialistas: «Yo había vuelto a mi ciudad, [...] y estaba dispuesto a hacerme un sitio entre los vencedores, que eran los míos, a la hora primera y madrugadora de copar lo que hubiese, periódicos y oficinas, editoriales o jefaturas de policía» (1993: 15). Dado el cinismo distanciador del protagonista, en la

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­ ayoría de los casos la ironía es evidente: «Sara Montiel [...] empem zaba a salir en las portadas de Semana, de modo que el mundo, nuestro pequeño mundo de estraperlistas y cadáveres que pedían limosna, empezaba a tener rostro. En España empezaba a amanecer» (1993: 65). También son ridiculizados los rituales fascistas: «Juan Aparicio [...] me despidió con el saludo mussoliniano, repentino y enérgico, al que yo respondí tendiendo el brazo (se me cayó la carpeta al suelo) con torpeza y tardanza, porque no estaba preparado para el número» (1993: 18). Armijo utiliza además otros mecanismos retórico-ideológicos de los vencedores: así, por ejemplo, describe a los «comunistillas» como «sucios, feos, malolientes» en un discurso basado no en argumentos, sino en descalificaciones de patrón estético y clasista, que es políticamente reaccionario, y muy similar al que, entre otros, utiliza Agustín de Foxá en Madrid de corte a checa (1993: 243). Pese al narrador autodiegético, Umbral no consigue desaparecer. En realidad, lo que podría decirse que ocurre es que el que desaparece por momentos del relato es Mariano Armijo. El lector no puede escapar en muchas páginas a la impresión de estar leyendo una columna de Umbral. Tanto en sus columnas como en sus libros pueden encontrarse párrafos si no iguales sí muy similares e intercambiables3. Es decir, Armijo no solo escribe como Umbral, sino que en ocasiones escribe sobre lo mismo en parecidos términos. No hay cambio de voz. Así, Armijo y Umbral quedan fundidos en la prosa, en detrimento del 3

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La novela se detiene en personajes o en acontecimientos a los que antes o después ha dedicado Umbral una columna en muy parecidos términos. Por ejemplo: la División Azul («Los tercios», en El Mundo, 16-9-1990), Dionisio Ridruejo («La vida en verso», en El Mundo, 8-5-1993), Pilar Primo de Rivera («Pasionaria y Pilar», en El Mundo, 6-7-2001) o Sara Montiel («Saritísima», en El Mundo, 1-11-2003). La anécdota de la visita a Baroja para entregarle el carné de periodista se convierte en visita a Josep Pla en una columna de El Mundo («Barcelona y Pla», 6-2-1997). Hay ideas muy similares, en párrafos muy similares, a las ya expresadas en la novela Memorias de un niño de derechas: «Méjico no quería nada con nosotros» (1973: 66; 1993: 150). O la escena en la que los «chicos» de las reuniones piadosas (Manuel Fraga, Robles Piquer) fueron a echarle pintura a las piernas de Rita Hayworth en el cartel de cine (1973: 65-66; 1993: 152).

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protagonista. Prosa, además, autoelogiada sin modestia en el relato: «Yo, sea como fuere, iba echando fama de buen prosista y gran reportero» (1993: 112). Y en diálogo con Armijo, dice Ridruejo: «Digo que escribes muy bien, demasiado bien, pero estás siempre al borde de la heterodoxia» (1993: 217). La pregunta entonces es: ¿se trata de la voz de Armijo o de la de Umbral? Y esta ambigüedad enunciativa produce una tensión en el relato que se acentúa, sin resolverse, en las ocasiones en las que hay marcas en el texto, conscientes o inconscientes, de doble enunciación y perspectiva. De todo ello, además, resultan juicios ideológicos que son confusos o equívocos: En la checa de Porlier, cuando los nacionales tomaron Madrid (unos y otros utilizaban las mismas instalaciones, para qué andarse con mudanzas), fue exorcizado de masonería el dibujante Demetrio. [...] en la checa de Porlier mis camaradas torturaban, mataban e interrogaban con una saña digna del venerado don Adolfo Hitler. (1993: 38-39).

El párrafo parece comenzar con la voz y la perspectiva distanciada de Umbral, que subraya la brutalidad compartida y se refiere a ambos bandos con el desapego de la tercera persona, y finaliza con la voz de Armijo, identificado con sus camaradas vencedores. La tensión se ve asimismo reforzada por los paralelismos entre autor y narrador: el «asalto» a Madrid con la intención de alcanzar la fama literaria, a la que orientarán todos los esfuerzos; ambos llegan a la capital con sus recortes de provincias y sus cartas de recomendación; Armijo escribirá bajo la protección de Juan Aparicio, y Umbral bajo la de José García Nieto y el falangista Luis Ponce de León (Caballé 2004: 179-181, 188); y colaborarán con publicaciones financiadas por el Movimiento, que serán útiles plataformas de lanzamiento (Caballé 2004: 187-188). A su llegada a Madrid, se hospedan en pensiones baratas, donde comparten habitación con desconocidos, concretamente con un hombre recién salido de Carabanchel de apariencia estremecedora (Caballé 2004: 173); y ambos tendrán relación con marquesas apócrifas (Umbral con María Rosa Campos, amante del general Jorge Vigón, ministro de Obras Públicas, cuyas influencias utilizaba para

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colocar a sus amigos artistas), a través de las que conocerán el mundo del franquismo desde ópticas privilegiadas (Caballé 2004: 225). Como escritores, comparten formación literaria, tertulias, muchos juicios críticos, enemistades y amistades literarias (Armijo admira la prosa de González Ruano y calla sus vilezas), además de una misma prosa. También comparten la obsesión por el sexo y una cierta soledad existencial.

La represión franquista según Umbral La novela, según afirma el autor en el «atrio», es testimonio de un «genocidio», de «un cautelar y silencioso holocausto». El interés está, por lo tanto, centrado en el número, en la cuantía, no interesa el singular sino el plural, no hay víctimas ni voces, hay cifras, frialdad y distanciamiento numérico, como corresponde por otro lado a la óptica del narrador: «Córdoba está en cabeza, por comunista y por roja, con seis mil depurados [...], en la Coruña andan ya por los tres mil, cinco mil quinientos en Valencia [...]» (Umbral 1993: 34). Como un tambor de fondo que va marcando el ritmo de la posguerra, las cifras se convierten en un latiguillo atroz que subraya no solo la cotidianidad y regularidad de la represión sino también sus dimensiones4. De nuevo la novela contrasta, como una antítesis ideológica, con la narrativa de la memoria de las dos últimas décadas, en la que es visible la tendencia a dar voz a las víctimas e individualizarlas. En las

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De la misma forma lo subrayan, por ejemplo, Miquelarena o Foxá en sus narraciones: «Los habitantes de Madrid que el Frente Popular consideraba como enemigos, iban traspasando el velo del misterio, ejecutados como reses, con una bala en la nuca, al ritmo de 300, de 400, de 500 paseos diarios» (Miquelarena 1937: 25). «Así se han asesinado en Madrid más de cien mil personas» (Miquelarena 1937: 29). «Caían cuatrocientos o quinientos diarios, gente inocente, por mero capricho» (Foxá 1993: 272). «Se fusilaba en todo Madrid: en el barrio de la China, en la colonia del Viso, en las afueras con desmonte y campo, y las cocheras taciturnas de los tranvías. Morían más de trescientos diarios» (Foxá 1993: 313).

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contadas ocasiones en las que Armijo singulariza, lo hace con una distancia cínica que puede provocar cierta irritación en el lector: «En la checa de Porlier estuvo el rojo Zugazagoitia, y éste con peor destino, porque no libró del paseo y el fusilamiento de madrugada. Se conoce que tenía más delito» (1993: 38). Las víctimas del protagonista sí están particularizadas, pero se trata en este caso de una violencia motivada por cuestiones personales, como los celos literarios o amorosos. En Madrid 1940, la frialdad expositiva ante el sufrimiento o el horror, la tendencia a frivolizar con asuntos verdaderamente trágicos o la yuxtaposición provocadora de lo más dramático y lo más banal pueden también resultar inadecuadas desde un punto de vista ético o moral. Sin embargo, el lector no debe olvidar que son aspectos que caracterizan a Armijo, un canalla fascista o, si se prefiere, un fascista canalla. También hay que tener en cuenta que se trata, en muchos casos, de mecanismos discursivos propios de la narrativa moderna y posmoderna. Junto a las cifras, se mencionan también algunos lugares (las checas de Porlier, Atocha y Génova, los tribunales del Teatro Infanta Beatriz, de Fomento o de Fuencarral, 112) en los que se llevan a cabo los interrogatorios y las torturas y donde se dictan las penas de muerte. En este caso el mapa se limita a Madrid. Y también aquí interesa el plural, las cifras: «En Madrid funcionan unos ciento treinta tribunales de urgencia, donde se ventila el proceso rápido y se fusila al rojo» (Umbral 1993: 129); «226 tribunales me parece que funcionan en este momento en Madrid» (Umbral 1993: 170). Pese a todo, el relato subraya en distintas ocasiones la brutalidad compartida, argumento utilizado con frecuencia por el posfranquismo para disolver sus responsabilidades morales. Para Armijo no hay culpables e inocentes sino vencedores y vencidos, y parece tener el convencimiento (tal vez un último subterfugio de su conciencia) de que, de haber sido los otros los vencedores, hubieran actuado de igual forma. La represión la concibe como venganza. Es significativo que el personaje de Doña Aquina, que es la encargada de darle a Armijo cada mañana el parte de la marcha de la represión, sea justificado inmediatamente: «a ella le habían fusilado el marido y el padre los republicanos» (Umbral 1993: 35).

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Más allá del narrador, Umbral ha defendido en diversas ocasiones la idea de que el «guerracivilismo» es una constante del sentimiento español: la guerra civil no fue un hecho aislado sino el retorno al hecho español, al guerracivilismo, hecho denunciado por nuestros escritores en diversas épocas y que revela un perpetuo estado de contienda civil, como lo fueron los conflictos entre catolicismo y laicismo, progresistas y conservadores, que parece imposible de resolver y que ahora ha tomado la forma democrática, que yo llamo de cortefiel. (Harguindey 1979)

Su conciencia histórica, según considera el propio autor, se deriva de haber conocido España como guerra civil, por lo que su entendimiento de la historia, afirma, es «absolutamente escéptico e inevitablemente irónico» (Harguindey 1979). En la novela, por otra parte, no hay héroes ni destinos heroicos, lo que no deja de ser un reflejo de la época que retrata. Como considera Colmeiro, «la memoria colectiva del franquismo no puede ser una memoria heroica aunque, sin duda, muchos casos individuales sí tuvieron características de resistencia heroica» (2005: 20). La violencia admitida por Armijo contrasta con la abundante narrativa de testimonio de los vencedores escrita durante la guerra y la posguerra, en la que la brutalidad es siempre la de los otros. Lo sorprendente, sin embargo, es que los ejemplos de violencia represiva que Armijo detalla son, en muchos casos, los mismos que denuncian algunos escritores falangistas al relatar el Madrid de la contienda: Jacinto Miquelarena en Cómo fui ejecutado en Madrid (1937), Agustín de Foxá en Madrid de corte a checa (1938), Tomás Borrás en Checas de Madrid (1940). Es evidente que Umbral ha utilizado como fuente y modelo estos relatos, singularmente, como ha señalado Rodríguez Puértolas (1994), la novela de Borrás, de la que Umbral toma literalmente los ejemplos de violencia, brutalidad y prácticas de tortura, que Borrás atribuye a los “rojos” durante la guerra, y se los adjudica a los vencedores en la posguerra:

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Traíamos trescientos prisioneros fascistas, de Jaén y los pueblos de alrededor [...], burgueses, sanguijuelas. En Getafe estaban las milicias del pueblo con las de Madrid [...], y los cogieron y allí mismo en la estación fusilaron a los trescientos [...]. No ha quedao ni medio propietario en La Mancha. A unos, al pozo, bien amarraos, y si no tenía agua, cartucho de dinamita. A otros, liaos en racimo, y la gasolina con ellos. A otros, cuatro tiros o un par de viajes al estómago con la cheira. En Socuéllamos tó es ya de los braceros. ¿Cuántos hombres tenía la familia de Martínez Acacio? ¿Catorce? Pues a los catorce nos hemos cargao [...]. Pero lo de Oropesa es la consagración. Allí encontramos al cura, y le hemos toreao [...], pero que bien picao [...]. Después de las banderillas, con navajas [...], dos cuartas de machete [...]. Dejó sobre la mesa del escribiente un talego terciado de carga [...]. ¿Son caracoles? Le resbalaba entre los dedos un puñado de ojos humanos. (Borrás 1963: 38, 46-47; Rodríguez Puértolas 1994) Al parar en Getafe, el tren que venía de Jaén, cargado de braceros que habían amagado la revolución agraria, la tierra para el que la trabaja, fueron fusilados trescientos. En La Mancha, por Socuéllamos y por ahí, también hay mucha persecución del campesino marxista. Uno al pozo, otros el cartucho de dinamita, otros a la pira de gasolina, a otros un viaje de chaira, que lo cuente la familia Martínez Acacia, hasta el último [...]. En Oropesa se ha toreado al cabecilla sindical, picado y bien picado, luego las banderillas con navajas y finalmente el machete. También les sacan los ojos, en puñados, y los meten en sacos, como si fueran almejas. He metido la mano en un saco de ojos y he sacado las almejas humanas del mirar. (Umbral 1993: 126)

Si bien las acusaciones de plagio tienen fundamento (Rodríguez Puértolas 1994; Soldevilla 2006: 37), lo cierto es que en la novela se menciona, aunque no explícitamente como fuente, la obra de Borrás: «Don Tomás Borrás, fino estilista de la Falange, que venía de Valle Inclán a través de Agustín de Foxá, escribió Checas de Madrid. Checas de Madrid está lleno de revelaciones y exageraciones» (1993: 38). Y esta mención, en la que curiosamente Umbral cita sus propias influencias literarias (Valle Inclán, Foxá, Borras), ofrece en cierto modo una de las claves para entender lo que la novela tiene de juego intertextual, de intencionalidad crítica, e incluso paródica, de cierto tipo de narrativa

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testimonial falangista (Barrera 1997: 31-33). De nuevo, como en el caso ya señalado de la retórica falangista, Umbral reutiliza y manipula materiales de los vencedores. La cuestión, sin embargo, es que de este modo Umbral convierte la represión franquista en un espejo de la represión —contada por los vencedores— llevada a cabo en Madrid durante la contienda. Una copia al revés: los mismos horrores con distintos verdugos. Asimismo, en la posguerra de Umbral, una «quinta columna» falangista recorre Madrid en «un Ford T de papá» y «se pasan la noche persiguiendo rogelios» (1993: 94-117, 129-136). Sin embargo, no hay alusión alguna a la Causa General ni a los Tribunales de Responsabilidades Políticas o a los de Represión de la Masonería y el Comunismo, tampoco a las leyes de Seguridad Interior del Estado, o de Bandidaje y Terrorismo, que conformaron, en este caso sí, el armazón represivo de la dictadura franquista. Parece evidente que Umbral es más impresionista que riguroso. El relato, grosso modo, de unos modos de represión que no fueron los de la represión franquista de posguerra —«eso no es la represión de la posguerra, sino la pornografía política del terror rojo de Checas de Madrid», afirma Rodríguez Puértolas (1994)—, causa sorpresa e irritación en el lector más informado. El horror y la mecánica represiva no son intercambiables ni siquiera como paisaje. Hablamos por lo tanto de una versión literaria de la represión que está llena de confusiones, inexactitudes y falsedades históricas, y si es deliberado, no es menos falaz. Sorprende que en el «atrio» utilice las caracterizaciones más duras para la represión (holocausto, genocidio), que asegure además haber «acumulado una minuciosa y tupida información», incluso que afirme, lo que en sí ya es una pretensión que puede resultar grandilocuente, que la novela es «todo un mapa de la represión de 1940 e inmediatamente subsiguientes en Madrid, con alguna alusión al resto de España», y luego haga unas descripciones de la represión franquista que son históricamente falsas. Una cosa es que algo pueda funcionar literariamente y otra que el discurso literario, por mucho que sea literario, cuando hace afirmaciones, haga afirmaciones contra la historia. Si sus intenciones eran utilizar con total desenfado los datos históricos, no respetar la realidad de los hechos (Soldevilla 2006: 37)

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o reutilizar materiales narrativos de los vencedores con el propósito de denunciarlos, estas intenciones deberían ser mínimamente visibles para el lector, o haber sido declaradas explícita o implícitamente, pero son muy otras las afirmaciones que realiza en el «atrio».

La memoria y la mirada de Umbral Como hemos ido indicando a lo largo de este trabajo, la memoria de Umbral se nutre también en buena parte de lecturas. Además de haber sido, desde niño, un voraz lector de prensa, Umbral conoce bien las memorias, crónicas y novelas escritas por los protagonistas de la época. María España Suárez, su mujer, ofrece en una entrevista una imagen reveladora de Umbral: —¿Cuál era el trabajo de documentación que hacía Umbral para novelas como Madrid 1940 o Leyenda del César Visionario, donde narra hechos históricos? —Él leía directamente de autores que habían escrito sobre la época, políticos, cronistas o escritores que hubieran escrito sobre la posguerra por ejemplo. Tenía buena memoria y se lanzaba a escribir. (Romero 2015)

Y gran parte de esta memoria bibliográfica es literaria. Umbral se ha nutrido de la literatura sobre la guerra y posguerra y, a la vez, y como fuente de conocimiento del personaje, de la literatura de los escritores que retrata. Unido al hecho de que a muchos los ha conocido personalmente, esto permite a Umbral realizar retratos totalizadores: Quizá soy el mejor lector que Ridruejo ha tenido en España, verso y prosa, y uno de sus mayores oyentes (le visitaba en su casa de la calle Ibiza, entre estufas, suéters, calefacciones y papeles dispersos por el suelo de su traducción de Josep Pla). Quizá por eso pude hacer un retrato de él en mi Leyenda del César Visionario. (Umbral 1993b)

Sin ser su antecedente literario principal, la obra de los escritores falangistas es parte de sus influencias formativas. Algunos de ellos ­fueron también personajes muy importantes en su vida literaria:

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A algunos los quiero mucho por su talento, como a Foxá, a Eugenio Montes, Sánchez Mazas, González Ruano, o D’Ors, el maestro de todos y el mejor escritor que ha producido Catalunya en este siglo. [...] Todos ellos, en fin, eran grandes escritores, pero frustrados por la victoria. Después de la guerra lo tuvieron todo resuelto. Admiro a esa generación. Les quiero mucho —a los buenos— y aprendí mucho de ellos. Y, luego, comprendo que o se equivocaron o eran fascistas de nacimiento. [...] Pese a ello, los escritores de la Falange, los que tenían talento, eran muy buenos. (Martínez 1992: 49)

Hay en Umbral una cierta fascinación literaria por la época sobre la que escribe, en parte porque la ha vivido y, al mismo tiempo, porque valora y estima a muchos de los personajes literarios de ese momento. Tal vez sea esta una de las razones de ese elemento de ambigüedad que hay en Umbral, no ya respecto al franquismo sino a muchos franquistas, en la medida en que los considera buenos escritores. Se trata, sin embargo, de una fascinación contradictoria, que no le lleva a hacer una identificación política; más bien, como se ve claro en el «atrio» de la novela, sabe que debe renegar del franquismo y reniega. Entiende que la época es mezquina, pero, por otro lado, mantiene ese elemento de fascinación, si no de identificación, sí de comprensión de la propia época. Por otra parte, Umbral es un personaje bastante contradictorio y, en ocasiones, con notables confusiones ideológicas, por lo que acaba a veces confundiendo al lector. A todo ello hay que añadir que la narrativa histórica de Umbral ha sido interpretada en ocasiones no solo como un «ajuste de cuentas histórico con el pasado», como defiende el autor (Martínez 1992: 48), sino también como un personal ajuste de cuentas vitales y literarias. Caballé considera que el «extraordinario logro de Umbral ha consistido en hacer un uso práctico y estrictamente personal de la literatura» (2004: 316). También considera que, tras la muerte de Franco, Umbral comienza su operación de distanciamiento del franquismo. Partiendo de su experiencia vivida, de lo que él después conoce al trasladarse a Madrid y de lo que ha leído sobre la época, Umbral lleva a cabo la transformación literaria. Y lo hace a través de un personaje que está bien escogido y situado, es decir, está dentro de lo que Umbral

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más conoce y le resulta cercano. Y, por otro lado, el perfil del personaje le permite escribir desde la distancia crítica, además de satisfacer su espíritu polémico y provocador. Su mirada es fría, antisentimental, paródica, sesgada e incluso en ocasiones cruel. Pero este distanciamiento no debe ser entendido como ausencia de intromisión; de hecho, el narrador, salvo excepciones, retrata a los personajes directamente, no a través de sus actos o palabras, enjuiciándolos de forma explícita, y muy eficazmente, mediante el registro figurado —metafórico y metonímico— y un hábil uso del registro connotativo y evaluativo. Y esta caracterización es totalizadora. Los personajes no tienen en realidad ninguna autonomía, están atrapados en la prosa del narrador, han sido «umbralizados». No hay posibilidad de que el lector cree su propia imagen, Umbral impone su interpretación de los sucesos y personajes: «Montes es ágil, perfilero, agudo, rápido, culto, inculto, falangista, follador, escapadizo, y sus libros sólo son recapitulaciones de artículos (magistrales)» (1993: 157). El discurso es a la vez pretendidamente desmitificador y degradador, y busca en muchos momentos el efecto grotesco. La situación potencialmente trágica se convierte en una situación grotesca (como el caso de Demetrio López Vargas en la checa de Porlier). Y la situación potencialmente épica se convierte en cómica (como las alusiones a la División Azul). El trazo tragicómico rebaja casi siempre el tono histórico de lo presentado. En Umbral, el interés por la recreación histórica, por la elaboración literaria del pasado, está centrado no en el análisis o en la comprensión sino, sobre todo, en el retrato. Tiende a la suma de imágenes sintéticas de personajes y acontecimientos, a capturar la riqueza ambiental, la atmósfera cotidiana, la temperatura de la época con procedimientos expresionistas, construyendo de este modo un tapiz histórico y moral de la época. Umbral responde así a su temperamento como escritor, un escritor que concibe la literatura como fascinación por el estilo.

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Obras citadas Acín, Ramón (2003): «Episodios Nacionales de Francisco Umbral: una aproximación». Valoración de Francisco Umbral. Ensayos críticos en torno a su obra. Ed. de Carlos X. Ardavín. Gijón: Llibros del Pexe, pp. 261-277. Barrera y Vidal, Alberto (1997): «Madrid 1940. Los tremendos años del franquismo en una novela de Francisco Umbral: entre condena y fascinación». La memoria histórica en las letras hispánicas contemporáneas. Ed. de Patrick Collard. Genève: Droz, pp. 17-36. Borrás, Tomás (1963): Checas de Madrid. Madrid: Bullón. Caballé, Anna (2004): Francisco Umbral. El frío de una vida. Madrid: Espasa Calpe. Colmeiro, José F. (2005): Memoria histórica e identidad cultural. De la posguerra a la postmodernidad. Barcelona: Anthropos. Foxá, Agustín de (1993): Madrid de corte a checa. Barcelona: Planeta. García-Posada, Miguel (1994): «Introducción». La rosa y el látigo. Francisco Umbral. Madrid: Espasa Calpe. — (1999): «Coloquio entre Francisco Umbral y Miguel García-Posada». La literatura de la memoria entre dos fines de siglo: de Baroja a Francisco Umbral. 1898-1998. Ed. de Miguel García-Posada. Madrid: Comunidad de Madrid, pp. 183-201. Gracia, Jordi (2012): «Una imaginación con prosa y sin género». Mercurio, n.º 141, pp. 16-17. Harguindey, Ángel S. (1979): «Francisco Umbral y su visión esperpéntica de la guerra civil». El País, 20 de febrero. Disponible en: https://elpais.com/diario/1979/02/20 Liikanen, Elina (2015): El papel de la literatura en la construcción de la memoria cultural. Helsinki: Thesis of University of Helsinki. Mainer, José-Carlos (2004): «El peso de la memoria: de la imposibilidad del heroísmo en el fin de siglo». Atti del XXI Convegno [Associazione Ispanisti Italiani], Salamanca, 12-14 settembre 2002. Ed. de Domenico Cusato, vol. 1, (Letteratura della memoria), pp. 11-40. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es

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Martínez, Guillem (1992): «Aquí se debe haber ahogado un pulpo. Entrevista a Francisco Umbral». Quimera, n.º 110, pp. 44-49. Miquelarena, Jacinto (1937): Cómo fui ejecutado en Madrid. Ávila: Sigiriano Díaz. Pierré, François (2003): «Francisco Umbral o la estética de la provocación». Valoración de Francisco Umbral. Ensayos críticos en torno a su obra. Ed. de Carlos X. Ardavín. Gijón: Llibros del Pexe. Rodríguez Puértolas, Julio (1994): «Umbral y los fascistas». Babelia, El País, 10 de septiembre, p. 11. Romero, Alan (2015): «Entrevista a María España». Avuelapluma. Disponible en: https://www.avuelapluma.com/maria-espana Soldevilla Durante, Ignacio y Lluch Prats, Javier (2006): «Novela histórica y responsabilidad social del escritor: El camino trazado por Benjamín Prado en Mala gente que camina». Olivar, vol. 7, n.º 8, pp. 33-44. Umbral, Francisco (1973): Memorias de un niño de derechas. Barcelona: Destino. — (1993): Madrid 1940. Memorias de un joven fascista. Barcelona: Planeta. — (1993b): «La vida en verso». El Mundo, 8 de mayo. Disponible en: www.fundacionfranciscoumbral.es/articulo.php?id=1811

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El tema de la recuperación de la memoria histórica sigue siendo a día de hoy un tema de mucha actualidad política y más atención pública, y abundan las novelas y el cine sobre la Guerra Civil y la represión franquista, pero no ha sido siempre así. Durante las décadas de los ochenta y noventa, el discurso literario y artístico tuvo la función de recompensar la falta de atención pública y política por esta cuestión. Novelas como Beatus ille (Muñoz Molina 1996) y El jinete polaco (Muñoz Molina 1991) de Antonio Muñoz Molina, o Galíndez (Vázquez Montalbán 1991) y Autobiografía del general Franco (1992) de Manuel Vázquez Montalbán, por mencionar solo unas pocas, fueron precursoras de la inmensa ola de narrativa sobre el asunto que se desató a partir del cambio de milenio, cuando el tema de la memoria histórica se extendió como una preocupación general y popular. Las exhumaciones de los restos humanos de las fosas comunes a partir del cambio de milenio supusieron un paso adelante en el debate público sobre la memoria republicana, transformándola desde el compromiso de unos pocos autores y ensayistas de los años noventa a ser una campaña de memoria con participación popular (Renshaw 2011: 26). Entre 2001 y 2018 se editaron en España 1248 novelas sobre la Guerra Civil (Morales 2018). Durante este proceso la esfera pública del Estado español se partió en dos: una parte, vinculada al Partido ­Popular, proclamaba que la apertura de las fosas iba a reabrir las heridas del

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pasado, y otra insistió en que las heridas nunca habían cicatrizado y que abrir las fosas y hacer memoria era la única manera de reconciliar el país con su pasado (Ferrandiz 2008: 178-179). Es en este clima de polarización extrema sobre la cuestión de la memoria histórica donde nacerá la nueva novela de memoria. La inmensa mayoría de las novelas de memoria trata sobre el periodo de máxima violencia, es decir, la Guerra Civil y el posfranquismo inmediato, y la mayor parte de los trabajos críticos sobre estas novelas se centra también en los temas «la Guerra Civil y el franquismo» o «la Guerra Civil y la dictadura» (Cruz Suárez, Hansen y Sánchez Cuervo 2015; González Martín y Cruz Suárez 2013; Hansen y Cruz Suárez 2012; Liikanen 2015; Luengo 2004; Macciuci y Pochat 2010; Moreno-Nuño 2006; Renshaw 2011; Winter 2006). Hay que reconocer que el periodo del franquismo en su totalidad se puede considerar una prolongación de la Guerra Civil con otros remedios en sentido político, pero hablando en términos de la historia cultural en general y de la historia de la literatura en particular, será necesario distinguir entre las novelas sobre la propia guerra y la posguerra, por un lado, y aquellas que versan sobre el franquismo tardío, es decir, el de los años sesenta y setenta, por otro. El primer grupo, que representa la mayoría, se centra en el sufrimiento de los perdedores durante la guerra y la represión posterior, e incluye también novelas sobre la resistencia del maquis. Esta parte de la novelística está relativamente bien descrita por la crítica. Las novelas sobre la vida cotidiana, la represión policial y la resistencia clandestina de los años sesenta y setenta son pocas en comparación, y la descripción crítica es menos elaborada. El propósito de este artículo será, por lo tanto, responder a lo siguiente: ¿en qué sentido se distingue la novelística a partir del 2000 sobre el periodo franquista de los años sesenta y setenta de las novelas sobre la Guerra Civil y la posguerra inmediata? y ¿en qué se diferencian? Para poder contestar a estas preguntas será necesario: • Definir los rasgos determinantes del subgénero de la nueva novela sobre la Guerra Civil y la posguerra que se desarrolló a partir del cambio de milenio, y discutir el trasfondo político y social de su emergencia.

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• Señalar algunas de las diferencias más destacadas entre este subgénero y la novela de memoria dedicada a los años sesenta y setenta. • Reflexionar sobre cómo podemos explicar estas diferencias.

Rasgos de la novela de memoria afiliativa La novela de memoria, producida en simbiosis con el movimiento por la recuperación de la memoria republicana, fue —y está— en su mayoría escrita por autores nacidos entre 1950 y 1980, es decir, por la generación de los nietos de los que vivieron la guerra y la posguerra. Se trata evidentemente de un proceso de memoria transgeneracional, al que se ha aplicado el conocido concepto de la «posmemoria» de Marianne Hirsch (2008). El concepto de Hirsch encuentra su base en una interpretación fuerte y casi literal del concepto del trauma psíquico individual, e insiste en la posibilidad del traslado de los efectos mismos del trauma entre generaciones. Pero las novelas españolas de memoria se escriben en un momento en que los abuelos o bisabuelos ya han muerto, es decir, cuando el trabajo de memoria ya no consiste en una transmisión comunicativa entre generaciones, sino en un trabajo creativo y detectivesco de la generación joven para imaginar lo que podría haber ocurrido en el pasado, y cómo lo experimentaron sus progenitores. Si además tomamos en consideración que la nueva novela de memoria no sigue el patrón narrativo del trauma, con sus omisiones, silencios y demás rasgos traumáticos, ya que la mayoría de los autores no dedican su escritura a la recuperación de la memoria de sus familiares y, hasta cierto punto, los nietos de los vencedores también se empeñan en recuperar la memoria de los vencidos, creo que ha sido un error aplicar el concepto de Marianne Hirsch a la situación en España (Hansen 2018). En cambio, el concepto de novela afiliativa de Sebastiaan Faber parece mucho más adecuado para explicar el traslado de memoria políticamente motivada en España (2010). Según Faber, la novela afiliativa se caracteriza por el hecho de que la transmisión filiativa del trauma se ha sustituido por un acto de asociación consciente, basado en menor medida en la genética que en la solidaridad, la compasión y la identificación. El concepto de Faber tiene la ventaja

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de indagar en la función social del discurso literario, enfocarse en la práctica discursiva y social de la novela y considerar tanto la escritura como la lectura de textos como actos de creación de sentido social. A continuación vamos a hablar, por lo tanto, no de la nueva novela de memoria, sino de la novela de memoria afiliativa. Las novelas de memoria afiliativa sobre la Guerra Civil y el franquismo de los años cuarenta y cincuenta toman como punto de partida la perspectiva de la víctima republicana frente a la represión franquista, no tanto en el frente como en la retaguardia o en las cárceles franquistas. Pensemos, por ejemplo, en El lápiz del carpintero (Rivas 1998), La lista de los catorce (Guirado 2009) o La voz dormida (Chacón 2002). Incluso los textos sobre los maquis de la posguerra no los representan como héroes antifranquistas, sino como «personas que huyen ante la represión» (Arroyo Rodríguez 2004), es decir, como víctimas. Ejemplos podrían ser Luna de lobos (Llamazares 1985) o La mujer del maquis (Cañil 2008). La novela de memoria afiliativa sobre la Guerra Civil y la posguerra escrita después del cambio de milenio también se caracteriza por una hibridación de géneros que juega con —o expande— la zona fronteriza entre ficción novelística, ensayo biográfico, discurso historiográfico y periodismo, con una mezcla estéticamente pulida entre docuficción, autoficción y metaficción (Hansen 2012). Las novelas de ficción con fotografías reales de personas históricas, facsímiles de cartas y documentos, y listas bibliográficas y referencias a los archivos consultados no son nada raro. Las novelas de memoria dedicadas a la Guerra Civil y la posguerra escritas antes del cambio de milenio fueron en muchos casos concebidas como mímesis de memoria, es decir, como una mímesis de los procesos de rememoración individual (Neumann 2010, 334). Así ocurre, por ejemplo, en El jinete polaco. En cambio, la novela de memoria afiliativa se dedica típicamente a examinar los procesos colectivos que contribuyen a crear la memoria cultural de la época a través de la indagación detectivesca en archivos, hemerotecas, libros de historia y entrevistas con los testigos y sus descendientes (Hansen 2013). Un ejemplo podría ser Soldados de Salamina (Cercas 2001). La mayoría de las novelas afiliativas se ajustan a lo que Thomas Keenan y Eyal Weizman han llegado a denominar una «estética

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f­orense» (Keenan y Weizmann 2012). La estética forense significa que la detección e interpretación de señales por un sujeto determinado a la vez se comprende como una forma de búsqueda de una verdad sobre el pasado, como una forma de creación de calidad estética. Johanne Bøndergaard aplica este concepto a la novela de memoria de la forma siguiente (Bøndergaard 2017): la trama temporal se divide típicamente en dos partes, una sobre el mundo del pasado y otra sobre el presente, desde donde se genera el conocimiento del pasado. Esta estructura narrativa se puede manejar de forma diferente poniendo más énfasis en uno o en otro eje temporal, pero el interés básico por el procesamiento de la memoria cultural significa que este tipo de novela en muchos casos opta por la inclusión de diferentes voces y perspectivas focalizadas, es decir, por una estructura enunciativa multiperspectivista (Erll 2011; Hansen 2011). Según Bøndergaard, la memoria forense ya no busca conocer el pasado por los testimonios de testigos o a través de lo que Jan Assmann llama una memoria comunicativa, simplemente porque ya no quedan testigos. En su lugar, se construye el conocimiento sobre el pasado mediante la investigación, es decir, con un trabajo analítico de búsqueda, y las obras crean la tensión narrativa mediante esta pesquisa sobre la «verdad» que lleva a cabo el protagonista. La propia búsqueda de la verdad, que a menudo llena buena parte de la obra, se realiza como una pesquisa casi detectivesca y puede tomar la forma de un trabajo periodístico o historiográfico, o incluso de creación literaria. Desde luego, la «verdad» buscada y a veces encontrada no es una verdad históricamente objetiva, sino una verdad personal que reconcilia al protagonista/narrador con su pasado. Es interesante para el tema destacar que la curiosidad de los nietos y su empeño en buscar la «verdad» personal sobre lo que les pasó a sus abuelos durante la guerra y la posguerra inmediata salta a menudo por encima del periodo del franquismo tardío y que la generación intermedia —la de los padres— tiende a desaparecer y hacerse invisible. Pensemos en novelas como El lápiz del carpintero (Rivas 1998), La voz dormida (Chacón 2002) o Tiempo de memoria (Fonseca 2009). En el caso de que los padres aparezcan, juegan un papel limitado en palabras, pero cargado de significado, como es el caso de la madre del narrador en Mala gente que camina (Prado 2006), un personaje

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secundario que, no obstante, desempeña un papel importantísimo para la comprensión de la ironía sutil de la novela por parte del lector. Lo mismo ocurre con las figuras paternas de Javier Cercas, es decir, la figura del padre del narrador en Soldados de Salamina (2001) y la de la madre en El monarca de las sombras (2017). En ambos casos se trata de figuras que casi no aparecen como personajes directos, que solo se mencionan contadas veces, pero que de todos modos juegan un papel importante para el trabajo de memoria que está realizando el protagonista. Estos recuerdos —casi implícitos— de los padres llevan una carga emocional, que está vinculada con la autocomprensión del protagonista y narrador, es decir, con la mediación individual de este personaje con su historia personal. No son, por supuesto, todas las novelas las que siguen la estética forense de la novela afiliativa. Algunas intentan, por ejemplo, reavivar la gran novela realista de ficción histórica al estilo de Galdós. Pienso, por ejemplo, en Almudena Grandes y sus episodios de una guerra interminable (Grandes 2010, 2012, 2014) o en Antonio Muñoz Molina en La noche de los tiempos (2009), aunque con un mensaje político bien diferente. Otras son más experimentales, como por ejemplo Otra maldita novela sobre la guerra civil (2007), en la que Isaac Rosa establece un diálogo metaficticio con una novela anterior suya. A pesar de estas y semejantes diferencias, es interesante constatar que, durante los primeros quince años del nuevo milenio, ha sido prácticamente imposible escribir una novela sobre la Guerra Civil y la posguerra cuyo protagonista no fuera una víctima republicana.1 Podemos encontrar a victimarios y a personajes de la zona gris entre los personajes secundarios, como por ejemplo el ficticio Herbal de El lápiz del carpintero (Rivas 1998) y el histórico Rafael Sánchez Mazas de Soldados de Salamina (Cercas 2001). Incluso podríamos discutir si el protagonista real de esta novela es el falangista o el autoficticio narrador/autor Javier

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La única excepción parece ser La noche del diablo de Miguel Dalmau (2009), que cuenta en primera persona la historia del padre católico, Julián, ayudante de un fascista italiano que Franco nombró comandante en Mallorca en agosto de 1936, y que fue responsable de la «limpieza» de la isla.

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Cercas. No obstante, la novela de Cercas no encuentra su forma adecuada hasta que el autor/narrador inventa al posible héroe, Miralles, y, como acabo de mostrar en otro artículo (Hansen 2018), la atención que Javier Cercas le dedica a Sánchez Mazas en 2001 se puede leer como una memoria pantalla (Rothberg 2009) de lo que realmente le ocupaba, algo que no sale a relucir hasta que escribe El monarca de las sombras en 2017. En esta novela intenta recuperar la memoria de su tío abuelo Manuel Mena, un falangista extremeño que luchó en la Guerra Civil con el ejército nacional, pero, al hacerlo, Cercas convierte a su tío abuelo, evidente victimario y culpable de crímenes de guerra, en otra víctima inocente. En la novela, el tío abuelo se retrata como víctima de la propaganda ideológica debido a su falta de formación intelectual, de manera que podemos afirmar que prácticamente todas las novelas editadas sobre la Guerra Civil y la posguerra se escriben para recuperar la memoria de las víctimas de la guerra, y la absoluta mayoría aplica la estética forense al narrar el pasado. Este hecho es en sí algo sorprendente, ya que podemos observar un interés emergente por la figura del victimario en los productos culturales y comerciales en Europa y en el mundo occidental en general durante los últimos diez o quince años (Crownshaw 2011; Eaglestone 2011)2. Ahora la cuestión es si las novelas escritas en el mismo periodo sobre el franquismo tardío se diferencian de este patrón y en qué sentido lo hacen.

La novela sobre los sesenta y setenta Las novelas de memoria sobre el franquismo de los años sesenta y setenta son muy diversas, y no todas pertenecen al género de la novela de memoria afiliativa. Podemos, por ejemplo, encontrar algunas en

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La novela probablemente más conocida es Les Bienveillantes (Jonathan Littell 2006), aunque este fenómeno ha sido más abundante en el cine, series televisivas y documentales, sobre todo de origen alemán. Solo hay que pensar en Der Untergang (2004), la serie televisiva Unsere Mütter, Unsere Väter (Generation War 2013), el documental Das Radikal Böse (2014) o la serie documental francesa Einsatzgruppen (Prazan 2009).

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las que los narradores se dedican a contar las experiencias de la vida diaria enfocadas desde la perspectiva de los niños o niñas que fueron. Pueden ser obras autobiográficas, como El balcón en invierno de Luis Landero (2014), que cuenta la historia de su infancia y adolescencia en el campo durante los años cincuenta y en Madrid en los años sesenta. O pueden ser novelas autoficcionales, como El viento de la luna de Antonio Muñoz Molina (2006), que enfoca la transmisión televisiva de la misión del Apolo XI a la Luna en 1969 como el enfrentamiento entre dos mundos: el tradicional de la ciudad imaginariadocumental de Mágina/Úbeda y el moderno y globalizado. En ambos casos nos encontramos con un narrador en el presente que, a través de un discurso literario y autorreflexivo, hace mímesis de los procesos de memoria personales. Y en ambas novelas el narrador aplica una visión nostálgica sobre la época de la dictadura, no porque la sociedad y las condiciones de vida de la España de los años sesenta se embellezcan idílicamente, sino porque la memoria personal que informa los discursos literarios se enternece con el recuerdo de los padres del narrador. Las dos se asemejan a las novelas de memoria afiliativa tanto por su estructura narrativa como por la búsqueda de una autenticidad casi testimonial, pero tanto el tema de la represión del régimen como el de la resistencia política no son centrales en la trama, y por tanto ninguna de ellas entra en la categoría genérica de la novela de memoria afiliativa. Son muchas las novelas que tratan el pasado desde esta o semejantes perspectivas cívico-personales, pero como no abordan el objeto delimitado de este estudio, no las voy a tratar ni en su totalidad ni en detalle. La delimitación de la categoría genérica de la novela de memoria afiliativa nos presenta, desde luego, otro problema: las obras que toman como tema central la represión del régimen de los años sesenta y setenta, incluida la resistencia al mismo régimen, son pocas. En comparación con la abundante narrativa sobre la Guerra Civil y el franquismo de la posguerra, son escasas las que se centran en la lucha de clases de los sesenta y setenta, la lucha estudiantil, la formación de CC  OO y la lucha antifranquista en general. Existen algunas, como La agonía del dragón de Juan Luis Cebrián (2000) y Ejecución sumaria de Lidia Falcón (2017), pero son excepciones y además muy

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­ iferentes entre sí. La agonía del dragón, escrita por el fundador de d Cuadernos para el diálogo y el creador y director durante decenios de El País y el grupo PRISA, Juan Luis Cebrián, trata la historia de un grupo de jóvenes y cuenta su lucha contra el régimen durante la última etapa del franquismo. Con la expresión «la muerte del dragón», el título de la novela se refiere al atentado contra Carrero Blanco en 1973, y la posición ético-política desde donde se narra la historia es claramente antifranquista y democrática. El narrador omnisciente focaliza su narración a través de un grupo de amigos rebeldes, con claras preferencias hacia las posturas posibilistas y pragmáticas. Pero el narrador también incluye las reflexiones interiores del personaje de Don Epifanio Ruiz de Avellaneda, un camisa vieja que a estas alturas de la historia española representa la postura aperturista del régimen. El narrador se sirve de este modo de una focalización que podríamos llamar multiperspectivismo consensuado, en el sentido de que representa las dos posturas que pocos años después hicieron posible la realización de la transición pactada. No es una gran novela; es más bien una apología novelada de la filosofía que rigió el proceso de la Transición, y el hecho de que el primer personaje en propagar esta solución desde dentro del régimen, el franquista Don Epifanio Ruiz de Avellaneda, lleve un nombre que alude al concepto de epifanía solo confirma esta interpretación. La novela Ejecución sumaria de Lidia Falcón (2013) cuenta una historia ficticia con fuertes elementos autobiográficos y documentales sobre el periodo final del franquismo. El evento clave es la condena a muerte y la ejecución mediante garrote vil del joven activista Salvador Puig Antich en marzo de 1974, y la trama versa sobre un grupo de mujeres militantes del partido comunista catalán, PSUC. La perspectiva política es de un izquierdismo radical, con una postura crítica frente al eurocomunismo del PCE de aquellos años, que facilitó la transición pactada, y la forma de contar consiste en aplicar una focalización multiperspectivista, como en el caso de La agonía del dragón. En Ejecución sumaria seguimos principalmente a Marcela, militante del PSUC, que rompe la disciplina de su partido debido a la falta de voluntad de este para actuar en el juicio de Puig An­ tich. Seguimos también a su marido y superior político, a su madre,

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al magnate ­industrial favorable a las reformas políticas. La narradora incluso focaliza el mundo de 1974 a través de la posición del policía secreto que está infiltrando al grupo clandestino. Es decir, Ejecución sumaria no solo incluye a voces que presentan diferentes matices en la representación de un mundo básicamente consensuado del pasado, sino que focaliza también los acontecimientos desde la perspectiva del adversario político. En este sentido podríamos decir que focaliza la historia a través de un multiperspectivismo radical. La perspectiva política también es de un izquierdismo radical, que implica una crítica al eurocomunismo del PCE, pero lo que podría haber sido una auténtica yuxtaposición de diferentes experiencias políticas del mismo conflicto político y social resulta parcialmente mutilada por el afán de la narradora implícita de impartir clases de historia a través de la boca de sus personajes. No obstante, tenemos a través de las dos novelas un retrato de aquellos años decisivos para la transición pactada y que reflejan las dos posturas sobre este proceso que podemos reconocer en el debate político actual: por un lado, el elogio del compromiso histórico que hizo posible la Transición y, por otro, la crítica al PSOE y al PCE por permitir al régimen controlar el proceso. Puede ser que la manera de hacerlo no esté muy lograda en sentido estético-literario, pero es un hecho que llama la atención. Sí es un rasgo significativo de la novela de memoria afiliativa sobre el tardofranquismo que se investigue la figura del victimario y a la gente de la llamada zona gris, así que podemos señalar una diferencia clara con la novela sobre la Guerra Civil y la posguerra. Y podemos, efectivamente, registrar un interés parecido en otras como La larga marcha (Chirbes 1996) y Crematorio (Chirbes 2007), El día de mañana (Martínez de Pisón 2011), El vano ayer (Rosa 2004) e incluso Esa puta tan distinguida (Marsé 2016), aunque no se trata un crimen político sino cívico. El interés que une a estas novelas es llegar a conocer los mecanismos que conducen a personas normales a cometer crímenes, políticos o no, o al menos a identificarse con los sistemas que los cometen. A continuación vamos a tratar una de estas obras, El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón, adaptada a la televisión en 2011 y, por lo tanto, una novela con un impacto importante en la formación de la memoria cultural de la época.

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El día de mañana (2011) El día de mañana, ganadora del Premio de la Crítica de 2011, no es ni la primera ni la última novela sobre la Guerra Civil y el periodo franquista de Ignacio Martínez de Pisón. En Enterrar a los muertos (2005) y en la más reciente Filek: El estafador que engañó a Franco (2017), el autor aborda el conflicto y la posguerra desde la posición de la novela sin ficción, es decir, a través del ensayo biográfico en el que inserta pasajes claramente marcados como imaginarios con la finalidad de hacer aparecer el cronotopo histórico ante los ojos del lector. En Dientes de leche (2009), Martínez de Pisón cuenta la historia del ficticio personaje italiano Raffaele Cameroni, que llegó a España en 1937 para luchar con el ejército nacional, que se convirtió al fascismo y que se casó con una española para quedarse en Zaragoza. Desde las primeras páginas la historia está enfocada desde la perspectiva del nieto de Raffaele, aunque en largos pasajes la trama sobre Raffaele y sus hijos está contada por un narrador extradiegético y neutral. El periodo tratado va desde la Guerra Civil hasta la transición a la democracia, y como en muchas de las novelas de memoria afiliativa el narrador busca anclar su historia en una autenticidad histórica, en este caso, a través de la foto de la portada, que muestra a un niño pequeño vestido de uniforme falangista saludando con el brazo en alto, y de una nota al final donde el autor cita sus fuentes. A pesar de estas similitudes con la mayoría de las novelas afiliativas, Dientes de leche se distingue claramente por retratar el destino de este personaje obstinado, que fue fiel a la ideología fascista hasta la época democrática y, en este sentido, podemos decir que establece un puente con la novela que vamos a tratar a continuación: El día de mañana (2011). En El día de mañana Martínez de Pisón pinta un retrato del personaje ficticio Justo Gil, que durante los años sesenta se convirtió en un delator de la policía franquista y que acabó perteneciendo a la extrema derecha. La novela se asemeja a las novelas de memoria afiliativa sobre la Guerra Civil en varios sentidos: por ejemplo, por la forma de buscar autenticidad para su tema —al final se incluye una nota del autor real en la que cita sus fuentes, tanto orales como escritas, y los

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fondos de archivo que le han permitido conocer el periodo—. En la portada de la novela aparece también una fotografía, realizada por el fotógrafo Eugenio Forcano, Premio Nacional de Fotografía de 2012. La imagen muestra a un señorito joven que lee el periódico mientras un limpiabotas le pule los zapatos en la Plaza de Cataluña, junto a la boca del metro, durante los años sesenta. La fotografía no representa a ningún personaje del libro, porque son todos de ficción, pero introduce al lector al ambiente digamos mental que representa la historia: la fotografía está tomada en otoño o invierno, es en blanco y negro y predominan los colores grises debido a la fría niebla que se extiende por todos lados. Si se asemeja a la novela de memoria afiliativa sobre la Guerra Civil de este modo, se diferencia del mismo género por la forma de contar. Las trescientas ochenta y dos páginas del texto están divididas en cinco capítulos sin título, comprendiendo un total de treinta fragmentos de diferente tamaño y un epílogo. El título de cada fragmento lleva el nombre del personaje que habla en él: «Habla Martín Tello», «Habla Pascual Ortega», etc. En total se alternan trece personajes diferentes que describen sus propias experiencias con el protagonista, Justo Gil, a lo largo de sus vidas. Estos testimonios quedan registrados como por magnetófono, prácticamente sin otro comentario que la mención por parte del narrador presuntamente heterodiegético del nombre del personaje que habla; pero por la manera en que los testigos le dirigen la palabra, podemos, como lectores, intuir que esta persona, el narrador e interlocutor, está presente en la conversación. Los treinta fragmentos mantienen una progresión temporal; empiezan con la infancia de Justo Gil y terminan con su asesinato, y pintan de esa forma una imagen fragmentada de toda su vida, contada por los que convivieron con él en la sociedad tardofranquista. Esta forma de narrar implica que el lector en ningún momento se encuentre con el protagonista: no escucha su voz en directo ni llega a focalizar el mundo a través de sus ojos ni, quizás lo más importante, se le ofrece la posibilidad de escuchar la autojustificación que podría inventar el propio sujeto. Solo contamos con las descripciones que hacen de él las voces que lo rodean: las de las personas a las que defraudó a lo largo de su vida, es decir, sus víctimas; pero también escuchamos la voz de Mateo Moreno,

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el policía franquista que le convirtió en su chivato. En este sentido, también esta novela se sirve de un multiperspectivismo radical. Justo Gil nació en un pueblo aragonés y se vio obligado a emigrar a Barcelona, junto con su madre gravemente enferma, alrededor de 1960, a la edad de quince años. Ambos vivieron al principio en casa de unos parientes suyos, pero Justo logró pronto obtener un puesto de trabajo que le permitió buscar alojamiento propio y cuidar a su madre. Los que le conocieron le describen desde el principio como un buen chico que se encargó de su madre y que en ningún momento quiso sacar provecho de los demás. Pero a través de los años aprendió a sobrevivir en aquella Barcelona donde la estafa, el estraperlo y la corrupción dirigían el orden del día. Llegó a ser un joven con mucho éxito con las mujeres, y las engañó con la misma facilidad con que engañaba a sus amigos y socios para reunir el dinero necesario para curar a su madre. Alrededor de 1968, cuando ella ya había muerto, una antigua socia, Carme Román, se sintió defraudada por Justo Gil, le acusó ante el juez y logró que fuera condenado a una multa que no pudo pagar. En ese momento Justo Gil fue reclutado por la policía secreta como informante y obtuvo el apodo de El Rata: su función de chivato estaba sellada. Más tarde se vinculó con las actividades estudiantiles y antifranquistas, y sus informes adquirirían cada vez más peso. Una de las personas a quien llegó a delatar fue un tal Ferrán Coll, que más tarde, a principios de los ochenta, se convirtió en senador socialista. Un día, gracias a su cargo político, llegó a sus manos el informe que El Rata había realizado y firmado sobre él veinte años antes, y se obsesionó con averiguar quién se escondía bajo ese apodo. Ferrán Coll, que además de ser político también era pintor, pasó el resto de sus días haciendo bocetos de este personaje cuya identidad no llegó a conocer. Un par de años después de la muerte de Ferrán Coll, su nieto, Toni Coll, organiza una exposición de la pintura de su abuelo, incluida la serie de retratos virtuales de El Rata, y encuentra entre el público a Carme Román, la antigua socia, que le puede informar sobre la identidad real de El Rata. En estas últimas líneas del epílogo Carme Román empieza a contarle a Toni Coll cómo conoció a Justo Gil en 1964, utilizando exactamente las mismas palabras que usa en el primer capítulo para presentar su relación con el protagonista. De esta forma sabe

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el lector que el libro que acaba de leer es la respuesta de Toni Coll a la pregunta de su abuelo, y que es Toni Coll el narrador de la historia, es decir, el interlocutor invisible que ha hecho todo el trabajo de buscar a los testigos y hacerles entrevistas para averiguar lo que su abuelo nunca supo: ¿quién era en realidad El Rata? Según la crítica literaria Teresa González Arce podemos leer los retratos relatados por los testigos de la vida de Justo Gil y editados por Toni Coll como una respuesta al enigma que su abuelo Ferrán Coll intentó desentrañar pintando los retratos virtuales (González Arce 2014: 127-28). Y si los dibujos del abuelo metaforizan los retratos reales realizados por los testigos, podríamos también interpretar el trabajo de Toni Coll, el narrador implícito e ingeniero de la estructura de la novela, como una metáfora del trabajo desempeñado por todas las personas encargadas de buscar, interpretar, crear y difundir la memoria histórica sobre el pasado violento. En el segundo capítulo, donde Toni Coll cuenta la afición que tenía su abuelo por pintar los retratos virtuales de El Rata, dice: A lo mejor el arte del retrato consiste en eso: no en captar el alma de una persona a través de sus rasgos, sino a pesar de sus rasgos [...] Él [el abuelo] no buscaba tanto ilustrar como conocer, averiguar. O tal vez comprender. Comprender al enemigo, al traidor, a la persona que se había acercado a él y a los suyos para delatarles. (2011: 113-14)

Esa es la palabra clave, «comprender», repetida y así subrayada. Pero ¿comprender qué?, ¿qué es lo que el abuelo quiso comprender a través del dibujo de los retratos virtuales y qué es lo que el narrador Toni Coll quiere que los lectores comprendamos a través de la lectura de la novela? En el párrafo siguiente a la cita, la palabra pasa al policía franquista Mateo Moreno y este se introduce de la siguiente forma: «¿Cómo no íbamos a ser franquistas si fue Franco el que nos sacó de la calle y nos dio cama, comida, educación, trabajo...?» (2011: 114). Si tenemos en cuenta que El día de mañana no es un retrato con una matizada profundidad psicológica sino una novela coral sobre cómo la historia colectiva marca el destino individual de las personas, podemos llegar a comprender de qué manera las condiciones sociales de

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una época determinada influyen y hasta cierto punto determinan la formación de los destinos de las personas que la viven. Y si esta comprensión es la finalidad, o una finalidad significativa, de la novela, esta novela —y las demás que sigan el mismo empeño— se distingue claramente de la novela de reconciliación sobre la guerra y la posguerra, cuya finalidad es hacer memoria de las víctimas para hacer justicia. En un artículo titulado «Memory as Remedy for Evil», Tzvetan Todorov escribe que el hecho de rememorar su destino y reconocer sus sufrimientos puede consolar a las víctimas y contribuir a la justicia restaurativa, pero también cumplir una función inflamatoria y antagonista. Lo que en sí no puede es evitar que se repita el crimen, porque para evitar que se repita el mal hay que «pensar sobre las circunstancias que fomentaban los actos bárbaros, la motivación de los que eran responsables y los medios empleados» (Todorov 2009: 447, traducción mía). Este tipo de reflexión implica la abolición de las categorías morales de lo bueno y lo malo como cualidades de carácter o como realidades abstractas para indagar en las circunstancias históricas, políticas y sociales que producen los actos que consideramos como malos. Como dice Todorov: La memoria del pasado no tiene ninguna utilidad si se usa para edificar un muro infranqueable entre el mal y nosotros, identificándose sólo y exclusivamente con héroes irreprochables y víctimas inocentes y colocando a los agentes del mal fuera de las fronteras de la humanidad [...] Por ello, el remedio que estamos buscando no consiste simplemente en recordar el mal que padecimos o padecieron nuestros antepasados. Tenemos que dar un paso más y preguntarnos cuáles son las razones que pueden explicar por qué surgió el mal. (2009: 461, traducción mía).

Para Todorov no se trata de sustituir la memoria de las víctimas con la de los victimarios, sino de «dar un paso más». En esta larga y excelente cita del filósofo búlgaro-francés se expresa con precisión el afán ético-político de El día de mañana.

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A modo de conclusión Para terminar, podemos afirmar que entre las novelas de memoria afiliativa sobre el franquismo tardío podemos encontrar textos que muestran una perspectiva ético-política que rompe con el patrón de la novela de memoria sobre la Guerra Civil. Pero todavía nos queda una pregunta importante: ¿por qué existe esta diferencia entre las novelas de las dos épocas?, ¿por qué es posible para la novela de memoria afiliativa sobre el franquismo tardío incluir la perspectiva de los victimarios «menores», como los delatores, magnates industriales y colaboradores del régimen, gente de la zona gris, si la novela sobre la guerra y la posguerra no lo hace? Según Alejandro Baer y Nathan Sznaider, el modo cosmopolita de hacer memoria se ha hecho hegemónico en la parte de la sociedad española dedicada a recuperar la memoria histórica (Baer y Sznaider 2015), y como no se ha hecho nunca ninguna forma de justicia transicional en este país, el hecho de recordar a las víctimas olvidadas del franquismo se ha convertido en la única forma de hacer justicia. Esto es justo y representa un paso adelante frente al pacto de olvido anterior, pero se transforma en un problema en el momento en que el acto de recordar la figura del victimario empieza a equivaler a lo contrario. La novela afiliativa sobre la Guerra Civil y la posguerra se inscribe en muchos casos (Chacón, Grandes, Guirado, etc.) en este discurso cosmopolita, e insiste en recordar las historias de las víctimas anónimas y olvidadas. El día de mañana se interesa, en cambio, por las condiciones culturales y sociales que facilitan o hasta cierto punto determinan la producción del crimen político, es decir, la conversión de personas sanas y normales en perpetradores al servicio de un régimen autoritario. El día de mañana rompe con el modo ético-político que focaliza los conflictos del pasado desde la perspectiva de la víctima, y se centra en la producción del mal como un fenómeno social. El multiperspectivismo radical que aplica permite comprender los actos más aborrecibles como resultado de determinados procesos sociales y políticos, sin excusarlos o perdonarlos de ninguna forma, y produce una

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r­ epolitización de la relación del presente con el pasado, sin necesariamente adoptar la misma postura política de los actores históricos. En este sentido adopta el modo agonista de hacer memoria, que sustituye los juicios morales por contextualizaciones político-sociales (Cento Bull y Hansen). Dada la complementariedad entre las dos formas de hacer novela de afiliación ético-política de los dos periodos, me pregunto: ¿podríamos considerar esta obra y las demás novelas que abordan el multiperspectivismo radical en la descripción del tardofranquismo como una forma de memoria «pantalla» (Rothberg 2009: 12-16) de los victimarios «mayores», es decir, de los falangistas y asesinos políticos de la guerra y la postguerra?, ¿se aprovechan estas obras del interés «prohibido» escondido detrás de la fascinación por el victimario principal de la Guerra Civil y la posguerra para contar historias de figuras menos polémicas (Hansen, 2018)? Muchas de estas obras se inspiran obviamente en la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt (1963) y sostienen que incluso los crímenes más aborrecibles de la historia humana, entre ellos el Holocausto, fueron cometidos por personas que en el momento del crimen no se consideraban a sí mismas moralmente «malas» y tampoco padecían patologías mentales. En cambio, la absoluta mayoría de los victimarios a escala mayor fueron —y son— individuos normales que, en determinadas circunstancias sociales y condiciones políticas, fueron llevados a pensar que sus actos eran necesarios para obtener lo justo y el bien común. Si es así, podemos afirmar que la novela de memoria afiliativa sobre la Guerra Civil y la posguerra, que toma la perspectiva de la víctima como punto de partida, está principalmente dirigida hacia el pasado en el sentido de que su finalidad, tanto mediante la escritura como con la lectura, es la de recompensar la injusticia cometida en el pasado. En cambio, la novela sobre la época tardofranquista, que en muchos casos se interesa por la producción de los victimarios como fenómeno social, está dirigida hacia el futuro en el sentido de que su finalidad es comprender cómo podemos evitar repetir los capítulos más negros de la historia europea.

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La construcción de la memoria histórica en las novelas de retrospección Irene Donate Laffitte Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense de Madrid)

En este estudio me propongo analizar las similitudes en el tratamiento del tiempo narrativo en cinco novelas de la memoria en las que un personaje del siglo xxi se enfrenta a una situación que le obliga a «mirar por el retrovisor» a la posguerra española de una forma inquisitiva y justiciera. El descubrimiento de algún episodio traumático ocurrido en el franquismo —niños robados, propiedades ilegalmente requisadas, asesinatos clandestinos o abusos de poder— dirige su atención hacia esa época reactivando heridas —personales o sociales— que proyectan un claroscuro en el presente. Son cinco obras que pertenecen a la «novela española actual de memoria», denominación que Hans Lauge Hansen da a «la novela que a partir del 2000 se ha desarrollado en diálogo con el movimiento social de recuperación de la memoria histórica» (2013: 23). Por orden cronológico de publicación son: El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga (2003), escrita originalmente en euskera; Las voces del Pamano, de Jaume Cabré (2004), escrita en catalán; Los rojos de ultramar, de Jordi Soler (2004), escritor mexicano de origen catalán; Mala gente que camina, de Benjamín Prado (2006) y El corazón helado, de Almudena Grandes (2007).

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Este esquema narrativo ha despertado el interés de investigadores como Magda Potok (2012), Elina Liikanen (2015) y Hans Lauge Hansen (2015). Liikanen habla de las novelas que presentan un «modo reconstructivo de representar el pasado» enfocando desde el presente «la experiencia de aquellos que intentan comprender el pasado y a sus protagonistas» (2015: 96). Por su parte, Hansen habla de un «modo representativo» caracterizado por una trama dividida «en dos planos temporales, el pasado narrado y el presente desde donde se narra» (2015: 138). La construcción del tiempo narrativo —junto con la del espacio— es uno de los elementos fundamentales que hacen posible la creación de una trama. Hansen (2013) ha formulado el concepto de «cronotopo del pasado presente» —usando términos de Bajtín (1989)— para analizar las novelas de memoria actuales al considerar que están compuestas «de dos cronotopos parciales: el del pasado traumático contado y el del presente desde donde se cuenta» (2013: 25). Para Hansen, analizar esos dos cronotopos ayuda a comprender el proceso de ficcionalización de los acontecimientos, que es lo que hace, por una parte —y cita literalmente a Bajtín— que «los eventos narrativos se concreticen, los encarna, hace que la sangre corra por sus venas» y, por otra, que «el lector pueda identificarse con los personajes y convivir con sus experiencias de forma empática». Y concluye: A través de semejante proceso estético de ficcionalización, los textos se presentan como una forma de testimonio auténtico, con lo cual las novelas más extendidas llegan a desempeñar una función importante para la creación de la memoria cultural de este período. (2013: 25)

Este es el marco que propongo para analizar, en estas cinco novelas, las similitudes en el proceso de ficcionalización del tiempo narrativo que permite revisar el pasado de la posguerra y de la dictadura franquista desde el presente de la democracia. Para ello me he centrado, por una parte, en los planteamientos argumentales y, por otra, en los artificios técnicos de construcción de la temporalidad de estas novelas. Para el análisis del planteamiento argumental he prestado atención al punto de partida del movimiento argumental, es decir, al suceso que

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provoca una ruptura del curso normal de los acontecimientos haciendo que unos personajes del siglo xxi vuelvan su mirada hacia el pasado. También me he fijado en la motivación personal que impulsa a esos personajes a perseverar en ese proceso indagador a pesar de los cambios traumáticos que producen en sus vidas. Y, por último, he considerado las consecuencias que se derivan de ese enfrentamiento con el pasado tanto para los personajes como para la sociedad española. Comprobaremos así que se repite un mismo esquema argumental que manifiesta unas estructuras de memoria similares en todos sus autores. Para el análisis de los artificios técnicos que construyen este esquema temporal he recurrido a conceptos desarrollados por la narratología (Genette 1998), al considerar que son los más adecuados para el análisis estructural del relato. He examinado el tiempo de la enunciación en los diferentes niveles narrativos de las cinco novelas, centrando la atención en el momento temporal en el que la o las voces narrativas emiten su relato. En estas novelas es habitual la presencia de dos voces narrativas que incorporan al relato sus correspondientes tiempos de la enunciación: una que enuncia desde el «presente» del siglo xxi y otra que lo hace desde un «pasado» de algún momento de la dictadura, posibilitando así el contraste entre la «verdad» del presente y la «verdad» del pasado. He comprobado que, para recuperar la «verdad del pasado», las cinco novelas coinciden en construir voces narrativas propias de géneros testimoniales. Como veremos en cada caso, todas ellas incluyen dentro de la trama diferentes formas de relato testimonial de filiación documental: memorias, diario escrito u oral y novela simbólica. El relato testimonial permite, según Christina Dupláa, verificar unos hechos ocurridos y vividos por un actor o actora —testigo que, por razones ideológicas, no han quedado recogidos en la historia colectiva de la humanidad. (...) Esa necesidad de redefinir y/o reinterpretar un hecho social previo coloca al emisor y emisora del discurso en una situación de compromiso con el silencio impuesto por la oficialidad del discurso histórico. (1996: 26-27)

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Además, estas voces conectan con la docuficción, género que, según José Manuel Ruiz Martínez, invita «mediante algunos indicios pragmáticos a creer en la facticidad de lo narrado» (2013: 140). El relato de filiación testimonial puede funcionar aquí como uno de esos «indicios pragmáticos» que rompen el pacto ficcional y llevan a lector, de nuevo con palabras de Ruiz Martínez, a «dudar, no ya de la veracidad o falsedad de los hechos que se le cuentan, sino incluso de si debe plantearse o no dicha cuestión» (2013: 141). Y, por último, he analizado también el tiempo del relato, sobre todo en lo referente al orden de los acontecimientos, así como a la duración y la frecuencia. En estos aspectos se advierten también similitudes significativas que nos confirman la existencia de elementos comunes en la construcción de los relatos de la memoria. Analizar todos estos parámetros permitirá sacar interesantes conclusiones sobre las semejanzas y diferencias de actitud ético-política de sus autores respecto de la revisión de la dictadura franquista, partiendo de la base de que «la polarización política de la cultura actual de memoria del estado español» potencia «la función social de la literatura memorialista», ya que «el mismo acto de escribir o leer una novela sobre el destino de las víctimas de la guerra civil y del franquismo significa tomar postura y actuar» (Hansen 2015: 128).

El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga (2003) El punto de ruptura que propicia la retrospección es el fallecimiento en 1999 de David Imaz, un hombre de cincuenta años originario de Obaba —trasunto de un pueblo vasco— en su rancho de California, acompañado por Joseba, su amigo de juventud. Ambos comparten un pasado turbulento, con heridas profundas aún sin cerrar, que David había dejado relatadas en unas memorias en euskera tituladas Soinujolearen semea, «El hijo del acordeonista». Joseba las recibe de manos de Mary Ann, su viuda, y tres años más tarde se las reenvía ampliadas con sus propios recuerdos; unas memorias refundidas a dos voces que constituyen el grueso de la novela. En ellas se saca a la luz uno de los episodios más dolorosos de nuestro pasado: David relata su infancia,

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cómo llegó a convertirse en activista de la banda terrorista ETA y cómo llegó a Estados Unidos, donde vivió sus últimos años. La motivación que había llevado a David a escribir sus memorias y que impulsa a Joseba a refundirlas es que las nuevas generaciones —representadas en las hijas de David y en los potenciales lectores de la biblioteca de Obaba— sepan la verdad —su verdad— sobre lo que ocurrió en España en aquellos años y comprendan las opciones que tomaron algunos. La consecuencia que se deriva de esta retrospección es la clausura de una etapa de la historia del pueblo vasco. En realidad, es una elegía a la tierra y a los amigos —«hay memoria, nostalgia, amistad, también la tristeza del que deja su tierra sabiendo que no volverá»— y es también un epitafio de Atxaga a la cuestión vasca —«para mí el mundo vasco es una página pasada. Si pudiéramos solucionarlo, lo haríamos, pero no es posible» (Atxaga en Mora 2004)—. Respecto a los artificios técnicos temporales, en El hijo del acordeonista encontramos dos tiempos de la enunciación en dos niveles narrativos que establecen un interesante juego temporal entre presente y pasado. El primer nivel comienza con un relato enunciado a finales de 2003 por Joseba, narrador homodiegético, en una narración ulterior con los verbos en pasado: «David había muerto y yo estaba ante su tumba en compañía de Mary Ann, su mujer, en el cementerio del rancho Stoneham, en Three Rivers, California» (2004: 10). El segundo nivel narrativo está integrado por las memorias de David refundidas por Joseba. Hay dos tiempos de la enunciación superpuestos: el primero es el de David, que había redactado sus memorias entre 1985 y 1999, y el segundo es el de Joseba, que las reproduce, después de haberlas completado, a finales de 2003. En cualquier caso, la impresión que queda es que el verdadero tiempo de la enunciación de las memorias es el de David, entre 1985 y 1999. Mediante la voz narrativa memorialística el pasado emerge con fuerza testimonial en el presente potenciando ese toque de ambigua veracidad que caracteriza a estas novelas. Las memorias de David plantean a su vez un sugestivo juego temporal de enunciación narrativa, marcado por las formas verbales: la enunciación ulterior, con verbos en pretérito, evoca acontecimientos

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del pasado —«Mi primera patria, la patria de mi infancia y de mi juventud, fue un lugar llamado Obaba» (2004: 66)— y se combina con la enunciación simultánea, con verbos en presente, para las referencias a los distintos momentos, entre 1985 y 1999, en los que David redacta sus memorias —«He apartado las manos del teclado del ordenador y he ido a por la baraja. Acabo de mezclar las cartas. Quiero echarlas de nuevo sobre la mesa» (2004: 376)—. En los dos niveles narrativos se han recreado tres planos temporales que conforman una compleja organización del tiempo del relato. El primero de ellos abarca un amplio periodo en los umbrales del siglo xxi, concentrado en dos momentos separados por una elipsis: uno que abarca agosto-diciembre de 1999 —la muerte de David y la entrega por parte de la viuda de sus memorias— y otro ubicado a finales de 2003 —el envío y la reproducción de las memorias de David—. En este plano temporal —el del presente— se respeta el orden cronológico de los acontecimientos. A continuación, se inician las citadas memorias de David, una larga analepsis que alterna dos periodos de tiempo: el de Obaba entre 1957 y finales de los setenta y el de Estados Unidos desde 1985 hasta 1999. El primero se realiza con desorden cronológico —saltos hacia delante y hacia atrás sin transición ninguna, como es propio de la mímesis de la memoria— y también con abruptas elipsis: el recuerdo selecciona unos episodios y desecha otros de tal forma que, como afirma Ricardo Senabre, «el transcurso temporal está marcado por experiencias decisivas: los primeros estudios, las amistades adolescentes, los primeros sobresaltos amorosos, la tímida colaboración en los primeros grupos armados independentistas, la separación, la diáspora y el exilio» (2004). La etapa americana —desde 1985 hasta 1999— se relata a través de las referencias de David a hechos contemporáneos a la redacción de sus memorias. Estas referencias se presentan de forma fragmentada y con saltos hacia delante y hacia atrás: la vida en el rancho de California con Mary Ann, su mujer, y con sus hijas, el desarrollo de su enfermedad y, ya cerca de la muerte, la visita de su amigo Joseba, que es el episodio que ocupa las últimas páginas de las memorias.

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Este episodio final constituye un relato repetitivo: el mismo acontecimiento se narra dos veces, aunque enunciado por narradores distintos, cada uno desde su punto de vista y en diferentes niveles narrativos. Joseba cuenta al comienzo de la novela el último mes de la vida de David y, al final, el propio David también lo narra. Hay un efecto de convergencia circular porque el final de la novela —víspera de la muerte de David en septiembre de 1999— enlaza cronológicamente con el principio.

Las voces del Pamano, de Jaume Cabré (2004) La ruptura de la normalidad tiene lugar en diciembre de 2001, cuando la maestra Tina Bros recorre las escuelas del Pirineo leridano buscando objetos para una exposición sobre la evolución del material escolar y encuentra, detrás de la pizarra de la escuela de Torena, el diario-confesión que el maestro de la escuela, Oriol Fontelles, había escondido en 1944, dejando constancia de su colaboración como espía del maquis. Al mismo tiempo, Tina se entera de que el falangista Oriol va a ser beatificado en Roma en 2002. Gracias al diario Tina destapa el drama de ese pueblo en los años de la dictadura, cuando los abusos de poder de los falangistas, azuzados por intereses personales, llenaron a sus habitantes de terror en medio de silencios culpables. Desvelar la verdad sobre Oriol se convierte en el motivo que impulsa a Tina a enfrentarse hasta el final a las falsedades de la historia y, por añadidura, a las mentiras de su propia vida. En el siglo xxi, este descubrimiento tiene como consecuencia el estallido de pasiones y odios larvados que reaviva heridas y rencores augurando un futuro similar. Las injusticias sin subsanar del pasado ensombrecen el presente y el futuro. En cuanto a los artificios técnicos temporales, en Las voces del Pamano la enunciación del relato primero —narración ulterior— se realiza desde la intemporalidad de un narrador heterodiegético con focalización omnisciente. En un momento dado se introduce un relato segundo, un metarrelato con una voz narrativa homodiegética —la de Oriol Fontelles— que, entre 1943 y 1944, escribe —enuncia

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su relato— un diario confesión que Tina Bros reproduce de forma fragmentada casi cincuenta años después. La novela utiliza el diario como resorte testimonial para que la verdad del pasado irrumpa en el presente con valor facticio. Este relato cuestiona la versión oficial de la historia destapando un entramado de incógnitas que no se despejarán hasta el final de la novela, cuando todo converge en torno a una mujer, Elisenda Vilabrú, que sobrevuela todas las épocas y que se revela como la persona que desde el principio ha movido los hilos de la historia. El diario se alza, como una voz de ultratumba, para contar una verdad cuidadosamente ocultada por la historia oficial. La novedad en cuanto a la organización temporal se concentra sobre todo en el tiempo del relato, porque reina un total desorden cronológico a modo de rompecabezas temporal, con continuas analepsis y prolepsis. El tiempo se organiza mediante la técnica del contrapunto, alternando tiempos, lugares, voces, personajes y perspectivas sin prevenir al lector del cambio. De esta forma se destruye la cronología y se establece una compleja red de relaciones causales entre sucesos aparentemente alejados unos de otros en el tiempo y en el espacio, que se enlazan en el relato mostrando la ineludible conexión que existe entre pasado y presente: el 30 de marzo de 2002 Oriol Fontelles es beatificado en Roma; en 1977 el alcalde de Torena ordena eliminar del pueblo la calle Falangista Fontelles; en diciembre de 2001 Tina Bros encuentra el diario de Oriol, fechado en 1944, y al leerlo se entera de que colaboraba con el maquis. Todos ellos se van perfilando y se van encajando, como un inmenso puzle cuya última pieza —el último capítulo— despeja todas las incógnitas. Las voces del Pamano tiene una estructura temporal circular: el contenido del capítulo 0 se repite al final, con ligeras variaciones, cerrando un círculo en apariencia infinito, puesto que al terminar de leer la obra parece que se vuelve a iniciar la historia con la sensación amenazante de que eso que ocurrió puede volver a pasar.

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Los rojos de ultramar, de Jordi Soler (2004) La ruptura de la normalidad se produce a principios del siglo xxi, cuando un profesor de la Universidad Autónoma de México, descendiente directo de exiliados catalanes en ese país, es invitado a dar una charla a alumnos de periodismo de la Universidad Complutense de Madrid. Para su sorpresa, los alumnos manifiestan no haber oído hablar de cómo «más de medio millón de españoles habían tenido que irse del país en 1939 para evitar las represalias del general Franco» (2004: 16). El protagonista, sintiéndose «ofendido de que el exilio republicano hubiera sido extirpado de la historia oficial de España», busca «el sobre que contenía las memorias y las cintas que le había grabado a Arcadi [su anciano abuelo] en La Portuguesa y que llevaba años guardado en un cajón» (2004: 16), y se dispone a contar su historia para sacar a la luz la dura vida de un grupo de exiliados catalanes en la selva veracruzana de México. Este es el resorte que pone en marcha la retrospección, el descubrimiento del olvido histórico que sufrieron los exiliados, aunque, para su sorpresa, el protagonista tropieza en ese proceso con la sorprendente historia de la participación de Arcadi en un intento de atentar contra Franco en los años sesenta. La motivación del personaje es, como en los casos anteriores y como lo será en los siguientes, la búsqueda de la verdad con el fin de que todos la conozcan. La consecuencia de esta revisión del pasado es bastante pesimista: ese olvido y ese fracaso no tienen reparación posible. Poco antes de morir, Arcadi toma conciencia de su derrota y renuncia a luchar por una memoria justa: El repliegue de Arcadi tenía que ver con su capitulación, con su retirada, era la representación de la derrota, en el fondo se parecía al repliegue de los miles de individuos que vivieron la guerra y que, puestos frente a la memoria de aquel horror, decidieron, como él, replegarse, darle la espalda, perder aquel episodio incómodo de vista, pensar que esa guerra había sido peleada por otros, en un lugar y en un tiempo remotos. (2004: 234)

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Veamos el tiempo de la enunciación. Un narrador primero homodiegético —el nieto de Arcadi— realiza el acto de la enunciación en torno al año 2003. Es una narración ulterior en la que va intercalando, a modo de relato segundo, fragmentos de las memorias que su abuelo Arcadi escribió en 1941. Este relato segundo se complementa con la inclusión de fragmentos de los recuerdos de Arcadi grabados durante dos semanas de 1995. Existen tres tiempos de la enunciación en dos niveles narrativos que aportan perspectivas temporales distintas en el proceso de desvelar la verdad. Para dar voz al pasado con fuerza testimonial de cariz facticio, están las citadas memorias de Arcadi y las cintas magnetofónicas en las que su nieto había intentado «durante tres días, grabar los pasajes que necesitaba para rellenar los huecos que tenía la historia» (2004: 14). La facticidad también se reafirma gracias a la intencionada ambigüedad entre ficción y realidad en la figura del narrador principal: en él se funden «datos autobiográficos e históricos [del autor] con otros ficticios» (Liikanen 2015: 169) favoreciendo así la autoficción del autor. A todo ello se une la asociación del tiempo de la enunciación del relato primero —2003— con el tiempo histórico de publicación de la novela —2004—. Estas estrategias factuales se repetirán en Mala gente que camina y son una forma —repito, ambigua— de potenciar la historicidad de los sucesos que se narran. Respecto al tiempo del relato, el desorden temporal es constante en los dos niveles narrativos y las elipsis también. Como marco temporal de apertura y cierre están los capítulos primero y último, ambos con el mismo título —«La guerra de Arcadi»— y con motivos temporales paralelos: el primero narra la primera derrota del catalán al perder la Guerra Civil en 1939 y el último capítulo cierra el círculo narrando una segunda derrota, esta vez definitiva y aniquiladora, después de volver de Barcelona en 1978 y tomar conciencia de su desarraigo.

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Mala gente que camina, de Benjamín Prado (2006) El punto de ruptura de la normalidad tiene lugar cuando el jefe de estudios de un instituto madrileño, investigador interesado en la novela española de posguerra, oye hablar casualmente de una novelista de los años cuarenta llamada Dolores Serma, que a comienzos del siglo xxi padece ya un alzhéimer avanzado. Intrigado por la ausencia de documentación histórica sobre esta escritora, acomete una investigación que va desvelando uno de los más siniestros sucesos del franquismo: el robo de niños a presas republicanas. La motivación que impulsa la perseverancia del investigador es la búsqueda de la verdad en medio de las mentiras oficiales. Y las consecuencias de revisar el pasado son desoladoras: ensombrecen el presente porque los afectados no tienen intención de asumirlo ni de denunciarlo y envuelven de incertidumbre el futuro: al final solo Juan Urbano, lleno de escepticismo, está dispuesto a arriesgarse para sacar a la luz la verdad. Como en las demás novelas que estoy analizando, hay dos niveles narrativos con dos tiempos de la enunciación. El tiempo de la enunciación del relato primero es 2006 y la voz narrativa es la de un narrador homodiegético autodiegético, Juan Urbano, que alterna una enunciación ulterior en pasado —«Era un día perfecto para que no empezase esta historia...» (2006: 9)— con una enunciación simultánea en presente, en la que el narrador —ficcionalizado como autor que escribe la novela— se dirige a los narratarios —materializados en el relato como lectores—: «Les voy a ahorrar su discurso» (2006: 11); «Ésa es mi opinión, por si les interesa» (2006: 86). La voz de Dolores Serma emerge del pasado en un segundo nivel narrativo cuyo tiempo de la enunciación abarca desde 1944 a 1961, cuando —según datación del narrador investigador— la autora escribió la novela Óxido. Juan Urbano va reproduciendo fragmentos de Óxido, que cuenta la verdad en clave simbólica, así como los «párrafos de seis líneas» (2006: 375) manuscritos por la escritora en una copia escondida de dicha novela, a modo de relato secreto de la verdad.

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Al fijarnos en el tiempo de la enunciación del relato primero nos encontramos además con una interesante estrategia metaficcional que potencia la historicidad de la novela. La enunciación simultánea refiere el acto de relatar la novela que —se supone— los lectores «reales» tenemos entre manos, tal y como se advierte, por ejemplo, en la despedida final: «Cuando esta novela llegue a las librerías...» (2006: 426); «Ha sido un placer hablar con ustedes. Les doy las ­gracias por seguirme hasta estas últimas líneas y espero que nos volvamos a encontrar en alguna otra ocasión» (2006: 428). Los lectores reales se identifican así con los lectores ficticios, lo que favorece también la autoficción —la identificación del autor real con el autor de la ficción—, «dado que el narrador, nacido en 1961 al igual que el autor, insiste en la veracidad de lo narrado» (Liikanen 2015: 118). De la misma manera, también tiende a cobrar visos de realidad el tiempo de la enunciación ficticio, que abarca los diez meses que van desde diciembre de 2005 hasta septiembre de 2006. Si nos fijamos en que Mala gente que camina se publicó a mediados de 2006, coincidiendo en el tiempo con el final de la supuesta redacción de la novela ficticia, la ambigüedad entre ficción y realidad está servida. El momento en que el autor termina su relato —septiembre de 2006— enlaza cronológicamente con la fecha de publicación de Mala gente que camina —mediados de 2006—. Existe una continuidad cronológica que favorece la duda de si lo que cuenta la novela es más «documental» que «ficción». Todo queda en el limbo de la ambigüedad, algo que, por otra parte, es lo que desea el autor. En cualquier caso, lo que sí consigue esta forma de construir el tiempo de la enunciación es que los hechos narrados en la novela estén dotados de un aire factual en principio vetado a la ficción. Hablemos brevemente del tiempo del relato. En esta novela hay tres planos temporales: el presente simultáneo, el presente contemporáneo y el pasado. Al primero ya me he referido: abarca el proceso de redacción de la novela, entre 2005 y 2006. El segundo está centrado en la investigación del narrador-protagonista entrelazada con sus problemas personales, y el tercero —el pasado— refiere la historia de Dolores Serma y el drama de los niños robados a presas republicanas durante la represión franquista. El relato de los dos presentes, el simultáneo y el contemporáneo, sigue un orden más o menos ­cronológico,

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mientras que el pasado se caracteriza por continuas idas y vueltas temporales, a veces algo repetitivas (Liikanen 2015: 122).

El corazón helado, de Almudena Grandes (2007) El punto de ruptura tiene lugar con la muerte del empresario Julio Carrión a principios de 2005. En el entierro, su hijo Álvaro advierte, extrañado, la presencia de una misteriosa joven que, a lo largo de la novela, le va a ir descubriendo el turbio origen de la fortuna que su padre amasó durante el franquismo y el dolor que fue sembrando con su desmesurado egoísmo. Vemos de nuevo, como motivación del personaje, la búsqueda de una verdad que durante años ha sido cuidadosamente ocultada. Las consecuencias de esa vuelta al pasado son agridulces: Álvaro asume la verdad, pero su vida no puede seguir igual que antes; rompe con su madre y con el resto de su familia y, al final, busca refugio en el amor de Raquel, la nieta del hombre al que su padre arruinó. El amor deja un resquicio de esperanza para el futuro. El tiempo de la enunciación de esta novela está organizado en torno a dos momentos temporales narrados por dos voces distintas. Los dos niveles están dispuestos simétricamente en capítulos alternos. En ambos casos las narraciones son ulteriores, con formas verbales en pasado. El narrador homodiegético de los capítulos impares es Álvaro, hijo pequeño del difunto Julio Carrión, que emite el relato a finales de 2005. El narrador heterodiegético de los capítulos pares emite su relato desde un presente intemporal y va abordando episodios del pasado alternando distintas focalizaciones. La voz testimonial que permite acceder al pasado procede de unos documentos reveladores, guardados bajo llave, que sacan a la luz un oscuro y ambiguo pasado: cartas, fotografías y carnés —uno falangista y otro socialista— que, junto con los relatos de testigos más o menos directos, le obligarán a asumir a Álvaro que sus padres fueron unos canallas oportunistas que sacaron provecho de las estructuras de odio creadas por el franquismo para robar con impunidad.

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Respecto al tiempo del relato, vemos que el plano temporal del presente abarca desde el 1 de marzo de 2005 hasta octubre de ese mismo año. Ese relato, aun fragmentado en capítulos alternos, mantiene un orden cronológico que permite acompañar a Álvaro mientras va conociendo y asumiendo la verdad de su familia. Lógicamente, entre un capítulo y otro se recurre a elipsis de acontecimientos para que la historia progrese a buen ritmo. El plano del pasado abarca un periodo amplio de tiempo, desde principios del siglo xx hasta marzo de 2005, coincidiendo con el inicio del plano temporal anterior. En él se van esbozando las historias del pasado con frecuentes saltos en el tiempo tanto hacia atrás como hacia delante, analepsis y prolepsis. La relación entre los dos planos narrativos —propiciada por la simetría organizativa en capítulos alternos— está basada en conexiones de causalidad. Las incógnitas a las que se está enfrentando Álvaro en el presente van siendo desveladas por el narrador externo, que adopta alternativamente las perspectivas de Julio Carrión, Ignacio Fernández y, sobre todo, de Raquel, nieta de este último. De esta forma se va reconstruyendo una historia de estafas, engaños y venganzas originadas en la guerra y continuadas en la posguerra y en la Transición. Además, la simetría estructural de este doble plano narrativo permite relatar eficazmente la simultaneidad temporal de los procesos vitales de los dos jóvenes. Los dos planos temporales convergen en el penúltimo capítulo del libro cuando se repiten los acontecimientos del inicio de la novela. Es un relato repetitivo que vuelve a contar el entierro de Julio Carrión y la entrevista de Raquel con Álvaro, pero ahora desde el punto de vista de la joven. La convergencia temporal de los dos planos narrativos cierra el relato de forma circular, marcando así el final de un camino doloroso para ambos y el inicio de una nueva etapa: Raquel desiste de vengarse, Álvaro reniega de su familia y ambos deciden empezar una nueva vida.

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Conclusiones De los aspectos relacionados con el argumento hemos visto que el punto de ruptura de la normalidad que desencadena la retrospección es similar en las cinco novelas: unos personajes del siglo xxi coinciden de un modo u otro con testigos del franquismo ya cerca de la muerte que dejan planteadas tras sí cuestiones inquietantes relacionadas con la dictadura. Sale entonces a la luz, como una última boqueada, alguna injusticia de aquella época silenciada durante años y pendiente de reparación. En El hijo del acordeonista Joseba se encuentra con David poco antes de su muerte y se encarga de publicar sus memorias, que develan «los primeros brotes de activismo antifranquista [en el País Vasco] y su degradación posterior» (Senabre 2004) hasta llegar al infierno de las filas etarras. En Las voces del Pamano Tina Bros encuentra casualmente el diario de Oriol Fontelles —escrito en los años cuarenta—, que desvela la historia de ese maestro de escuela falangista que en realidad colaboró como espía para el maquis. Contacta entonces con Elisenda Vilabrú, mujer ya anciana, ciega y dictatorial, principal promotora de la beatificación de Oriol Fontelles en 2002, destapando así una historia de mentiras e injusticias. En Los rojos de ultramar, el nieto de Arcadi, ofendido por el olvido oficial en España de las víctimas del exilio, recupera la historia de su anciano abuelo —ejemplo de la tragedia del exilio forzoso— y descubre también que intervino en una conspiración para atentar contra Franco. En Mala gente que camina, Juan Urbano descubre la historia de Dolores Serma —anciana ya silenciada por el alzhéimer— y desvela una tragedia injustamente ocultada: el drama de los niños robados de las cárceles franquistas. Y, finalmente, en El corazón helado, Álvaro descubre, a raíz de la muerte de su padre, Julio Carrión, el turbio origen de su fortuna, acumulada durante el franquismo con la ciega complicidad de una parte de la sociedad que, bajo la respetabilidad política, permitió estafas y robos a los republicanos exiliados. Para marcar la importancia de estos sucesos de ruptura son habituales los mecanismos de anticipación temporal, frases anticipatorias

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que remarcan por adelantado la importancia de esos momentos que serán claves para entender el pasado. En Las voces del Pamano: «Tina Bros se puso a leer con curiosidad [el diario de Oriol], sin darse cuenta, sin sospechar lo que se le venía encima» (Cabré 2007: 16); en Los rojos de ultramar: «busqué el sobre que contenía las  memorias y las cintas que le había grabado a Arcadi (...) Lo abrí como quien abre un sobre, no me di cuenta de que estaba detonando una mina»— (Soler 2004: 16); en Mala gente que camina: «Y ahí, justo en ese punto [cuando oye hablar de Dolores Serma] y sin que yo, como es lógico, pudiera saber lo que iba a desencadenar aquella pregunta de aspecto protocolario, es donde empezó todo» (Prado 2006: 21); o en El corazón helado: «Entonces estuve seguro de que aquella desconocida sabía muy bien dónde estaba, y sentí una inquietud cercana al miedo, un temor poco profundo que no nacía del peligro sino de la presión de lo inexplicable» (Grandes 2007: 26-27). La motivación personal que impulsa a los personajes a perseverar en la búsqueda que han iniciado es la misma en todos los casos: hemos destacado en cada novela cómo los protagonistas buscan una verdad que les ha sido escamoteada por las mentiras de la historia oficial, motivo que les impulsa a llegar hasta el final, aunque las consecuencias sean trágicas. Es una búsqueda que adopta tintes existenciales porque de ella depende el sentido de sus vidas. Al analizar las consecuencias de la confrontación del presente con el pasado, advertimos también similitudes. El descubrimiento de la verdad del pasado tiene una doble consecuencia: por una parte, permite entender el presente a la luz del pasado, es decir, permite conocer y comprender las causas —desconocidas o silenciadas— de heridas sin curar. Y por otra parte transforma el presente y replantea el futuro en una u otra dirección, dependiendo de la confianza del narrador/ autor en los resortes de la justicia actual. Pasado, presente y futuro, inevitablemente conectados, quedan vinculados en una relación de causa-consecuencia que los novelistas construyen con esquemas temporales similares. En El hijo del acordeonista, con la traducción y difusión de las memorias de David, se cierran el mundo «antiguo» y también una dramática etapa de la historia de España. Y de ello queda una elegía,

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un canto de dolor que clama por un futuro que impida que la tierra amada de Obaba y sus tradiciones —el lenguaje, sobre todo— desaparezcan del mundo. En El corazón helado, Álvaro Carrión, después de conocer la ruindad de sus padres, renuncia a su familia y se va con la nieta del hombre al que su padre destrozó la vida. Por su parte, ella renuncia a la venganza también por amor. La historia se cierra sin perdón, pero dando paso a un amor de reconciliación. En Las voces del Pamano, el intento de rehabilitar la figura de Oriol Fontelles por parte de Tina deja un poso de inquietud y de amenaza. Al final de la novela, las heridas permanecen abiertas y la injusticia se perpetúa: Tina muere asesinada y el espíritu de la dictadura —representado en Elisenda Vilabrú— sigue moviendo los hilos de la historia. Los rojos de ultramar concluye con la resignación de Arcadi ante el olvido y el silencio de la historia oficial, hasta el punto de sentir que la guerra en la que había luchado no fue «su» guerra sino «la guerra de otro» (Soler 2004: 67). Y en Mala gente que camina la desesperanza pervive en ese niño robado —Carlos Lisvano— que no permite la publicación de su historia, negándole así a su salvadora —Dolores Serma— el merecido reconocimiento por su generosidad y valor. Únicamente el protagonista se arriesgará a publicar la verdad, exponiéndose a una denuncia que, según se apunta al final, no es más que la prolongación de las heridas y los rencores del pasado. Los artificios técnicos que construyen el tiempo en las novelas son también semejantes. Respecto al tiempo de la enunciación, me han llamado la atención dos aspectos comunes a todas ellas: el primero es la existencia de dos tiempos de la enunciación incorporados a sus correspondientes voces narrativas homodiegéticas, uno situado en el siglo xxi —el relato primero— y otro en algún momento del siglo xx —el relato segundo—. Es verdad que hay alguna excepción —en Las voces del Pamano el relato primero es intemporal-heterodiegético y en El corazón helado lo es el relato segundo—, pero ello no impide que, en general, el tiempo de la enunciación del siglo xx emerja en el siglo xxi con verosimilitud, puesto que viene incorporado a su correspondiente voz narrativa. Pero además, la fuerza factual de las voces del pasado —tal y como he esbozado en la introducción— se ve reforzada por esa filiación con

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géneros testimoniales que conectan con la docuficción. Las memorias escritas del amigo en el caso de El hijo del acordeonista y las escritas y grabadas del abuelo en Los rojos de ultramar; el diario —forma de registro permanente de experiencias cotidianas— en Las voces del Pamano; y la novela simbólica como forma metafórica de denunciar una injusticia real en Mala gente que camina. De esta forma el pasado irrumpe en el presente con la aureola de autenticidad que se desprende de unos relatos testimoniales que permiten dejar registro y ­recuperar la información de un tiempo concreto, ratificando la autenticidad de los sucesos narrados al margen de versiones oficiales. La facticidad también se potencia gracias a la contemporaneidad entre el final de la enunciación del relato primero —el del presente— y la fecha de publicación de la novela. La fecha final del acto de enunciación de los relatos primeros —que pertenece al relato ficticio—y la fecha de publicación de las novelas —que está fuera de la ficción— son prácticamente consecutivas en todos los casos. Se acentúa así la impresión de actualidad de lo narrado y se potencia la conexión con la realidad histórica. Esta contemporaneidad temporal favorece —sobre todo en las novelas con narrador homodiegético— cierta ambigüedad, claramente intencionada, sobre un posible referente real para el narrador y para su tiempo de la enunciación. Se deja entrever una posible identificación narrador-autor de tal forma que el tiempo de la enunciación adquiere visos de historicidad. En El hijo del acordeonista el narrador —Joseba— termina su relato a finales de 2003 y la novela se publica ese año; en Los rojos de ultramar y en Mala gente que camina la relación es más intensa, debido a los procesos de autoficción y metaficción que llevan a cabo; en la primera, el nieto de Arcadi finaliza su relato en torno a 2003 y la novela se publica en 2004, y en la segunda Juan Urbano termina su relato en septiembre de 2006 y la novela se publica en ese mismo año; en El séptimo velo el relato primero finaliza a principios del siglo xxi —no se precisa el año, pero hay datos que permiten fecharlo, como que el narrador use internet— y la novela se publica en 2007; y, por último, en El corazón helado el narrador homodiegético termina el relato en octubre de 2005 y la novela se publica en 2007.

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En cuanto al tiempo del relato, son comunes las diferencias en el orden cronológico en el plano del pasado y en el del presente. El plano del pasado, percibido siempre como algo caótico, confuso y lleno de incógnitas, se recrea mediante bruscos saltos temporales cuya máxima expresión es el contrapunto en Las voces del Pamano, mientras que el plano del presente se suele ordenar linealmente y siempre termina enfocándose hacia el futuro. Y, por último, la estructura circular, que funciona como marco organizativo en todas las novelas analizadas. Ya he señalado aquellas en las que el relato se cierra repitiendo el momento temporal en el que comenzó. El círculo temporal se completa, aunque es verdad que ya no es lo mismo porque se han desvelado las causas y se han sajado las heridas. Al final toca afrontar el futuro. Vemos entonces que el ejercicio temporal de enfrentar el presente con el pasado se ha realizado de forma similar en las cinco novelas, pero la forma ético-política (en términos de Hansen, 2015) de encarar el futuro será diferente en cada caso: en El hijo del acordeonista se cierra el pasado con nostalgia; en Los rojos de ultramar el futuro se afronta con resignación; en Las voces del Pamano el futuro se presenta lleno de amenazas; en Mala gente que camina se encara con escepticismo y en El corazón helado con esperanza.

Obras citadas Axaga, Bernardo (2006): El hijo del acordeonista. Madrid: Punto de Lectura. Bajtín, Mijail (1989): «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela. Ensayos sobre poética histórica». Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus, pp. 237-409. Cabré, Jaume (2007): Las voces del Pamano. Barcelona: Destino. Dupláa, Christina (1996): La voz testimonial en Montserrat Roig. Estudio cultural de los textos. Barcelona: Icaria. Genette, Gérard (1998): Figuras III. Barcelona: Lumen. Grandes, Almudena (2007): El corazón helado. Barcelona: Tusquets.

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La cultura de la memoria y la imagen del franquismo en los documentales de tv3 Sebastiaan Faber Oberlin College

«La historia nos juzgará», reza el cliché. Es difícil estar en desacuerdo. Eso sí, a veces tarda lo suyo en pronunciarse. Más de cuarenta años después de la muerte de Francisco Franco, parece que la imagen de su régimen dictatorial —el juicio, que lo falle la historia— continúa siendo tema de disputa en la España democrática. No es necesariamente una mala noticia. Al contrario, me parece que el debate público sobre el tema —por movido e intenso que sea— puede interpretarse como una señal positiva: cabe decir que lo que estamos presenciando es una cultura de la memoria en evolución. Este, de hecho, será el primero de dos argumentos que pienso presentar aquí. El segundo es que las bases de esa cultura fueron sentadas, entre otros factores, por una serie de documentales de tema histórico realizados desde principios del siglo xxi por Montse Armengou y Ricard Belis para la televisión pública catalana. En la primera parte de este ensayo, repasaré algunos debates públicos recientes en torno al franquismo; en la segunda, analizaré de forma global siete documentales de Armengou y Belis, producidos entre 2002 y 2015, que se ocupan del franquismo, sus prácticas, sus orígenes, sus cuentas pendientes y sus secuelas en la España actual.

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«Un país magnífico» En mayo de 2019, en plena campaña para las elecciones municipales, autonómicas y europeas del 26M —y menos de un mes después de las elecciones parlamentarias del 28 de abril—, José Antonio Morales, un candidato extremeño de Vox, el joven partido de extrema derecha fundado y liderado por Santiago Abascal, quiso hacer un gesto de provocación en un debate televisivo (Conde 2019) diciendo: En la historia de España hubo un gobernante que expropió más de 225  000 hectáreas en Extremadura, creó 65 pueblos y benefició a más de 16  000 familias. También creó la mayor reserva de agua de toda España en un plan de desarrollo industrial sin precedentes en la historia de nuestra comunidad autónoma. Lo que acabo de decir está penalizado en la ley infame de Memoria Histórica que se ha aprobado aquí. Aquí se penaliza, y se puede multar a alguien, si dice o habla lo que yo acabo de contar por la historia. Por tanto, esa ley hay que derogarla y será lo primero que hagamos. (Domínguez 2019)

Ese «gobernante» al que se refería Morales era, claro está, Franco. El discurso de Morales no venía aislado. Menos de un año antes, en agosto de 2018, el general en la reserva Manuel Fernández-Montón Altolaguirre se había expresado en términos igualmente positivos sobre el Caudillo en LaSexta Noche, un programa de debate político semanal transmitido, en hora punta, en LaSexta (Atresmedia). Franco —decía el general, al que entrevistaban porque poco antes había firmado un manifiesto en oposición a la posible exhumación de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos— había dejado a su muerte un «país magnífico». También afirmó que el dictador no perseguía a «gente que pensaba diferente» sino solo a los que «habían cometido asesinatos». «La saña y la crueldad estuvo de parte de la iniciativa del bando rojo», agregó. Si la extrema derecha actual se explaya en loas al dictador, también hay una corriente constante de noticias en dirección contraria. Así, por ejemplo, en marzo de 2019 el periodista Carlos Hernández de Miguel publicó un libro —cubierto en varios medios y con una

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a­mplia prepublicación en El País Semanal— que revelaba que los campos de concentración franquistas habían sido muchos más (unos 300) de lo asumido hasta la fecha (unos 190). Uno de los argumentos principales del libro, que está basado en varios años de investigación, es que el fenómeno del campo de concentración fue desde el comienzo de la Guerra Civil una pieza clave en la máquina represora de los nacionales. «Los generales golpistas», escribe Hernández en El País, «tardaron 24 horas» en abrir el primero, en el norte de África, y muy pronto «las zonas conquistadas por los ejércitos franquistas fueron sembradas [metódicamente] de campos de concentración». Los datos que proporciona Hernández dejan poco lugar a dudas: Andalucía fue la región que albergó un número mayor de recintos, 51. Le siguieron la Comunidad Valenciana, con 41; Castilla-La Mancha, con 38, y Castilla y León, con 24. Fueron en total 286 los campos de concentración oficiales abiertos entre 1936 y 1939 que hemos podido documentar. Algunos, como la plaza de toros de Valencia o el campo de fútbol del viejo Chamartín en Madrid, aunque reunieron a miles de prisioneros, funcionaron solo durante unos días. La mayoría operaron durante años, como el de Miranda de Ebro (Burgos), el más longevo del franquismo, que cerró sus puertas en 1947. (Hernández de Miguel 2019)

Aunque hubo campos de muchos tipos, afirma Hernández, «todos cumplieron una misión principal: seleccionar a los cautivos.» Y es que «[e]l Generalísimo no quería que ni uno solo quedara en libertad sin haber sido investigado y depurado. Lejos de respetar sus derechos como prisioneros de guerra, la España “nacional” no los consideraba miembros de un ejército, sino, tal y como verbalizó la propia ICCP, “una horda de asesinos y forajidos”». Es más, Los campos sirvieron también como lugar de exterminio y de «reeducación»: los cautivos perecían de hambre, de frío y de enfermedades provocadas por las deplorables condiciones higiénicas y la ausencia casi total de asistencia sanitaria; centenares de hombres fueron sacados a la fuerza por grupos de falangistas, guardias civiles o comandos paramilitares que,

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con la complicidad de los mandos castrenses, los asesinaron en cualquier cuneta. (Hernández de Miguel 2019)

La memoria como derecho civil El hecho de que todavía hoy se debata tan pública y ampliamente sobre la naturaleza del franquismo, o que todavía queden facetas de la represión por descubrir, puede sorprender. Ciertamente, es anómalo. Pero más que como una señal de retraso, cabe interpretarlo como un avance. Lo es, sobre todo, a la luz de lo que durante muchos años fue una abrumadora falta de conocimientos históricos sobre los años republicanos, la Guerra Civil y el franquismo entre el público general. Hace pocos años, el historiador Fernando Hernández Sánchez citaba algunos datos sobre las últimas encuestas que hizo el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) al respecto, y que datan de 2010. De las tres mil personas entrevistadas, nos informa Hernández Sánchez, el 40% afirmó que la culpa del estallido de la Guerra Civil la tuvieron los dos «bandos» por igual y el 36% que ambos causaron las mismas víctimas. El 58% afirmó que «el franquismo tuvo cosas buenas y cosas malas» y un 35% valoró que, con Franco, «había más orden y paz», aunque a continuación, un 80 y un 88% admitiesen, respectivamente, que durante ese periodo se violaron los derechos humanos y no había libertad de expresión. El 74% creía que la transición constituía un motivo de orgullo para los españoles, aunque el 56% ignorase cuándo se aprobó la Constitución.

Otro dato del mismo sondeo apuntaba hacia una explicación para las respuestas anteriores: «El 69% [de los entrevistados] afirmó que recibió poca o ninguna información sobre la Guerra Civil en el colegio o el instituto» (Hernández Sánchez 2017). Esta situación, sin embargo, está cambiando. Poco a poco —de autonomía a autonomía, con Cataluña a la cabeza— se están revisando los planes de estudio, al mismo tiempo que hay cada vez más información disponible en los medios mainstream. Es más, la opinión pública sobre el pasado dictatorial se ha venido modificando hasta tal

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punto que los que se expresan de forma positiva sobre él tienden a provocar menos ira que indiferencia o burla. Así, por ejemplo, ante las alabanzas a Franco del general Fernández-Monzón en LaSexta Noche, el periodista televisivo que le entrevistaba, Hilario Pino, se limitó a menear la cabeza, encogerse de hombros y comentar, lacónicamente: «Usted sabe perfectamente, igual que yo, lo que ocurrió. Por eso no voy a hablar con usted más de esto». Acto seguido, dio paso a una entrevista pregrabada con un militar retirado, Arturo Maira, que se expresaba con contundencia: «Franco fue un militar genocida y dictador» (LaSexta 2018). Que el «juicio de la historia» con respecto al franquismo haya estado tardando en formularse con nitidez tiene que ver, en gran parte, con el hecho de que el Estado español democrático nunca asumió como tarea propia el desarrollo de una política de la memoria. Esta, al menos, es la opinión de investigadores como la politóloga Paloma Aguilar (1996) o el historiador catalán Ricard Vinyes. Escribe Vinyes, en su libro El Estado y la memoria, que el movimiento a favor de la «recuperación de la memoria histórica», que nace oficialmente con la fundación en el año 2000 de la asociación que lleva ese nombre, «expresa un reclamo de reconocimiento público y de posicionamiento y actuación institucional. Es decir, reclama reconocimiento social, que es lo que son, en parte, las políticas públicas de reparación y memoria»: políticas que vayan más allá de lo que pueda ofrecer la producción académica de conocimiento sobre el pasado (Vinyes 2009: 34). Vinyes ha abogado —y, en Catalunya, trabajado— por una política democrática de la memoria, desarrollada intencionadamente desde las instituciones democráticas, que vea la memoria no como un deber sino como un derecho civil. En este esquema, el deber de los poderes públicos «es garantizar a los ciudadanos el ejercicio de ese derecho con una política pública de la memoria» (2009: 58). Dejando o estimulando a aquellos ciudadanos interesados en ayudar a construir el relato del pasado colectivo, el Estado crea las condiciones para un amplio «debate político, social y cultural» que, a través de la participación de agentes y colectivos diferentes, «[confeccione] la memoria pública» (2009: 58). Ahora bien, el hecho de que se trate de una memoria pública en democracia implica dos aspectos importantes: primero, que

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se fundamente en la activa participación ciudadana; y segundo, que las diferentes memorias en pugna no se puedan considerar desde la equidistancia política o moral. Escribe Vinyes: Este derecho civil generado no se circunscribe a la posibilidad de leer libros espléndidos escritos por nuestros intelectuales desde distintas ramas del saber; ni se limita al conocimiento histórico que se introduce en las escuelas, si bien lo uno y lo otro son sin duda necesarios. Lo que requiere es situar en el espacio público la presencia y el ejercicio de este derecho, explicitarlo y regularlo, pero estableciendo como norma primera que hay una línea infranqueable, la que separa democracia y franquismo; democracia y dictadura. De hecho, esta decisión nace de una afirmación empírica contrastada: el daño causado por la dictadura resulta irreparable. (Vinyes 2009: 58)

La legitimidad del franquismo En los últimos veinte años, ha habido avances importantes en este sentido, aunque quedan muchas tareas pendientes y, sobre todo, escollos por vencer. Una de las instituciones del Estado que más trabas pone quizá sea el Poder Judicial. Muchos recordarán cómo el Tribunal Supremo rechazó el intento del magistrado Baltasar Garzón, en octubre de 2008, de iniciar una causa judicial contra funcionarios franquistas por violaciones de derechos humanos. El Supremo argumentó que la causa violaba la Ley de Amnistía de 1977 y que, además, establecer la verdad sobre los crímenes del franquismo era una tarea que correspondía a los historiadores, no a los jueces (Faber 2018: 77). Desde entonces, los tribunales no han dejado de poner trabas. Una controversia más reciente puede ayudar a ilustrar lo que sigue estando en juego. En mayo de 2019, la magistrada María del Rosario Campesino Temprano, de la Audiencia Provincial de Madrid, impuso a Teresa Rodríguez, diputada en el Parlamento andaluz, una multa de 5000 euros por vulnerar el derecho al honor de José Utrera Molina, destacado dirigente político durante el franquismo y ministro y secretario del Movimiento en el último gobierno del dictador (Rocha 2019). Según la jueza, Rodríguez incurrió en delito cuando, en marzo

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de 2018, ­envió un tuit que decía lo siguiente: «Hoy hace 44 años de la ejecución a garrote vil de Salvador Puig Antich. De entre los responsables de su asesinato Fraga fundó el PP y Utrera Molina fue enterrado el año pasado al son del cara al sol por miembros del mismo partido. Ellos siguen, nosotr@s también» (Rodríguez 2018; sic). Acompañaba el tuit un fragmento de casi cuatro minutos de la película Salvador (Puig Antich) (Edward Burns 2006) que mostraba la escena del ajusticiamiento del anarquista catalán nacido en 1948 que, como se sabe, fue condenado a muerte y ejecutado en marzo de 1974 (tenía 25 años). El tuit de Rodríguez hacía referencia al funeral de Utrera Molina, en febrero de 2017, en el cual estuvo presente Alberto RuizGallardón, exministro de Justicia y político prominente del Partido Popular, además de yerno del fallecido, y donde se cantaron himnos falangistas como el Cara al sol (LaSexta 2017). Fue la misma familia de Utrera Molina la que puso la denuncia (Riveiro y Escribano 2018). Según la jueza, llamar a Utrera Molina «responsable» del «asesinato» de Puig Antich conllevaba una «carga ofensiva» para el fallecido y, por tanto, una falta de «respeto al dolor de los familiares ante el fallecimiento de un ser querido». Según la jueza, sin embargo, el asesinato no fue tal porque la condena a muerte de Puig Antich —al que el Consejo de Ministros, del que formaba parte Utrera Molina, podría haber indultado— «se ajustaba a la legislación vigente en dicho momento». Según la magistrada, que invocaba la Ley de Memoria Histórica de 2007, la responsabilidad del exministro era meramente «política» (Bocanegra 2019). No es casual que la magistrada se refiriera a la Ley de Memoria Histórica, adoptada en diciembre de 2007 después de varios años de intensas negociaciones y modificaciones. La ley en su versión final declaraba «ilegítimos» «los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, durante la Guerra Civil, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la de sus resoluciones», además del «Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público, así como los Tribunales de Responsabilidades Políticas y Consejos de Guerra

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constituidos por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa». También consideraba ilegítimas las condenas y sanciones dictadas por motivos políticos, ideológicos o de creencia por cualesquiera tribunales u órganos penales o administrativos durante la Dictadura contra quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidos por la Constitución.

Sin embargo, la Ley de Memoria Histórica no anulaba de forma sistemática la jurisprudencia del Estado franquista. En su lugar, se limitaba a reconocer «el derecho a obtener una Declaración de reparación y reconocimiento personal a quienes durante la Guerra Civil y la Dictadura padecieron los efectos de las resoluciones» (Gobierno de España 2007). Para muchos de los críticos de la ley de 2007, esta no anulación de la jurisprudencia franquista constituye una laguna importante. Tanto es así que, cuando el Partido Socialista liderado por Pedro Sánchez volvió a formar gobierno en 2018 y expresó la intención de reforzar la legislación de memoria histórica, barajaba dar el paso que no se atrevió a tomar en 2007 (Cué y García de Blas 2018). (Por otra parte, es una medida que Naciones Unidas lleva pidiendo desde hace tiempo, así como la derogación de la Ley de Amnistía de 1977). Lo que está en juego en el caso de Rodríguez y Utrera Molina, en otras palabras, es nada menos que la misma legitimidad del régimen franquista. El jurista Joaquín Urías daba un diagnóstico certero cuando, en una reacción ante la decisión de la magistrada madrileña, apuntó que esta obviaba «que la condena a muerte de Puig Antich fue una decisión política de una dictadura», presentándola en su lugar «como decisión de un Estado de Derecho» («se ajustaba a la legislación vigente en dicho momento») (Bocanegra 2019). Urías también criticaba que la magistrada hiciera prevalecer los sentimientos de la familia de Utrera Molina sobre uno de los derechos fundamentales de Rodríguez como ciudadana, en este caso el de la libertad de expresión. «Una jueza que pondera la libertad de expresión política con la pena

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de los familiares, como si el honor y la pena fueran lo mismo», declaró Urías al diario Público, es «técnicamente aberrante». Sin embargo, no fue, ni mucho menos, la primera vez que el derecho al honor se usaba para censurar el debate público sobre la dictadura. Así lo demostró el historiador Francisco Espinosa Maestre en su libro Callar al mensajero. La represión franquista entre la libertad de información y el derecho al honor (2009), que repasa trece casos judiciales concretos en que intervinieron los tribunales para impedir que se publicitara información sobre la naturaleza de la represión franquista. Como escribe Rafael Escudero, profesor de Filosofía Judicial en la Universidad Carlos III, en un prólogo al libro, los jueces en cuestión «no han dudado en entender [el] supuesto derecho al honor de una forma poco menos que absoluta, por encima de otros derechos fundamentales como son la libertad de expresión y la libertad de información» (Espinosa 2009: 13). La ironía es obvia: «No deja de resultar esperpéntico» —escribe Escudero— «que quienes representan y vindican el honor de los que participaron de forma activa en la represión de un régimen democrático como fue la Segunda República sean ahora los primeros en acudir a la Constitución y sus derechos fundamentales —aquellos que fueron ignorados durante la dictadura franquista— en su defensa» (Espinosa 2009: 13). La noticia de la multa a Rodríguez se hizo pública entre las elecciones parlamentarias del 28 de abril de 2019 y las municipales, regionales y europeas del 26 de mayo del mismo año. Fueron semanas dominadas por el ascenso y entrada a los parlamentos de Vox, el joven partido de extrema derecha. También Santiago Abascal, el líder del partido, ha reinvindicado el derecho a hablar en términos positivos de la dictadura franquista frente a lo que ha llamado, sin ironía, la «dictadura de la corrección política». La legislación vigente en torno a la memoria histórica —decía Abascal, por ejemplo, en un discurso en un mitin en el estadio de Vistalegre, en octubre de 2018— «ataca la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la libertad de cátedra» (Vox España 2018).

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«El tapón se ha roto» Irónicamente, si algo demuestran estos rebrotes de revisionismo y nostalgia es que las cosas están cambiando. Si la decisión de la magistrada madrileña ilustra el relativo retraso de la judicatura y la legislación españolas en lo que respecta al estatus jurídico del régimen franquista, las reacciones indignadas de la opinión pública al conocerse la decisión judicial, a finales de mayo de 2019, ilustraban los avances hechos en la percepción de la dictadura en el imaginario social actual. «¿Imagináis a un juez condenando a alguien por llamar asesino a un ministro nazi que firmó sentencias de muerte?», tuiteó Miguel Urbán, eurodiputado por Podemos: «En Alemania esto es imposible, en España es posible y hoy ha vuelto a pasar. Se llama impunidad del franquismo» (Urbán Crespo 2019). Joaquín Urías, exletrado del Tribunal Constitucional y profesor de Derecho Constitucional, ya citado arriba, tuiteó que la decisión judicial era «intolerable» y agregó: «Una jueza de Madrid que aplica la “legalidad” franquista y cree que ratificar una condena a muerte política no es un asesinato. Será jueza pero de derecho al honor no sabe nada. Y de democracia menos» (Urías 2019). Ahora bien, en esta evolución en la percepción pública del franquismo ha sido central el papel de los medios visuales (Estrada 2010: 192). Cuando, en febrero de 2016, entrevisté a Emilio Silva, periodista y fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, subrayó el progreso que había visto desde que, en 2000, logró exhumar a su abuelo de una fosa común en Priaranza del Bierzo (León): El tapón que había para hablar de Franco se ha roto. [...] Con las exhumaciones [...] nosotros percibimos en los pueblos que ha habido un aprendizaje. Antes, las exhumaciones generaban infinitamente más tensión. Ahora esa tensión ha desaparecido. Hay mucha gente que ya sabe que el franquismo cometió crímenes. [...] Ese aprendizaje ha sido muy interesante. Y allí las imágenes han sido determinantes. Una imagen de una fosa es un espejo español. Pero llevamos 40 años mirando a otro sitio. Y hay que decir: No mires allí, gira la cabeza, que tú estás aquí: este eres tú. Eso también es una conquista. Es un conocimiento que combate el

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discurso de que Franco era otra cosa. [...] Eso hace diez años era impensable. Porque existían complejos reales. Todo lo que construyó el franquismo y la Transición dejó sin tocar. Agachabas la cabeza porque eras de una familia maldita. En el fondo seguíamos siendo los perdedores. Eso también ha cambiado. (Silva 2016)1

En mayo de 2016, hablé con el fotoperiodista aragonés Gervasio Sánchez, que lleva varias décadas documentando las consecuencias de la desaparición forzada en diferentes lugares del mundo y los últimos años se dedica a lo mismo en su propio país. «¿Qué aporta un medio visual como la fotografía al debate sobre el pasado?», le pregunté. Me contestó: Lo que creo que yo puedo aportar es lo que han aportado también otros fotógrafos: una visión documental. En el fondo, al final, el documento impide que todavía sea más sepultado el hecho. Una guerra sin documentar es una guerra olvidada. Un muerto sin documentar es un muerto olvidado. Una tragedia como esta sin documentar es una tragedia olvidada. El documento impide que alguien pueda decir dentro de 15, 20 años: No, es que esto no pasaba. Pues sí pasaba, claro que pasaba: míralo. Pasaba que incluso había información clara de dónde estaban los cuerpos. Pero el Estado y los representantes del Estado no querían hacer absolutamente nada. ¿Por qué? Lo he dicho públicamente: por su comportamiento cobarde. Y allí incluiría a todas las fuerzas políticas de este país. La fotografía lo que permite sobre todo es que nadie pueda decir: no sabíamos, esto no pasaba, no es verdad. (Sánchez 2016)

Además de la fotografía, la mayor contribución al cambio de la percepción pública del franquismo la han realizado quizás los documentales televisivos sobre la represión del régimen, tanto por su contenido como por su amplia difusión. En el espacio que me queda, me concentraré en la obra de un equipo de documentalistas asociados con la televisión pública catalana, TV3: Montse Armengou y Ricard Belis. 1

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Esta entrevista a Silva, así como las realizadas a Gervasio Sánchez y Montse Armengou que cito a continuación, fueron incorporadas, traducidas y editadas, en Faber 2018.

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Siete documentales pioneros Desde 2002, el equipo de Armengou y Belis, continuando la labor pionera de Dolors Genovés (Resina 2007), ha producido media docena de documentales importantes sobre temas de memoria histórica. En 2002, con Els nens perduts del franquisme, revelaron cómo el régimen franquista separaba de forma sistemática a mujeres presas republicanas de sus hijos, alegando que sufrían de una «patología» marxista, y cómo esos hijos fueron, a su vez, criados en orfanatos estatales o adoptados ilegalmente por familias afectas al régimen. En 2003, en Les fosses del silenci, relataron la historia de la represión derechista durante la Guerra Civil y los intentos de grupos de ciudadanos y expertos voluntarios por exhumar fosas de aquella época. En El comboi dels 927 (2004) explicaron que el primer tren de deportados rumbo al campo de concentración de Mauthausen, en Austria, no llevaba a presos judíos sino a más de novecientos españoles republicanos. Memòria per llei, emitido en 2007, presentó un repaso audaz de los debates sobre la Ley de Memoria Histórica, que finalmente sería aprobada por las Cortes al final de aquel año. En Torneu-me el fill! (2012), Armengou y Belis volvieron a abordar el controvertido tema de los «niños robados» del franquismo: la apropiación masiva de bebés recién nacidos, sobre todo en los años sesenta y setenta, para su venta y adopción ilegal. En Avi, et trauré d’aquí! (2013), relataron cómo el régimen franquista, en un intento desesperado por llenar el Valle de los Caídos, transportó, ilegalmente, miles de cadáveres de víctimas republicanas al mausoleo en Cuelgamuros, y cómo algunas de sus familias han intentado, en vano, sacar a sus seres queridos de allí. Finalmente, en Els internats de la por (2016) revelaron los abusos sistemáticos a niños y niñas en los internados españoles durante el franquismo y en los primeros años de la democracia. Juntos, estos siete documentales, los libros que acompañan a varios de ellos y los debates suscitados a consecuencia de su emisión y publicación han servido para modificar de forma definitiva la imagen del régimen franquista en la España democrática. Realizados como parte de un programa establecido y prestigioso, emitido en prime time

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(­primero en 30 Minuts y después en Sense Ficció) y con un excelente equipo de publicidad, los documentales crearon expectativa, atrajeron a un segmento considerable del público y desataron debates inmediatos. Como afirma Isabel Estrada, por ejemplo, Les fosses del silenci fue visionado en 700  000 hogares (2013: 35). Diez años después, el programa sobre el Valle de los Caídos obtuvo un 17,3 por ciento de la audiencia (541  000 espectadores), un récord de temporada (TV3 2013). Después de emitirse, los documentales estaban además disponibles en línea (en versiones catalana y castellana), se vendían en DVD (por ejemplo, en una colección de ocho DVD editada por TV3 en castellano en 2005) y se incorporaron en festivales en España y, en versiones traducidas, en el extranjero. Los documentales de Armengou y Belis han contribuido al éxito duradero del programa Sense Ficció, que según el director de Informativos de TV3, David Bassa, genera cifras de audiencia «similares a las de un Barça-Madrid» (TV3 2019). Por supuesto, esta modificación no la han producido solos; pero cabe argüir que la labor de Armengou y Belis ha servido para allanar el camino a otras producciones mediáticas, como por ejemplo el exitoso documental El silencio de otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar, producido en parte por la televisión pública norteamericana, emitido en Televisión Española en la primavera de 2019 y ganador de un Goya en ese mismo año. (La obra de Carracedo y Bahar, grabada durante varios años, sigue al grupo de ciudadanos españoles víctimas del franquismo que recurren a un tribunal argentino en busca de justicia). Para comprender el impacto del trabajo de Armengou y Belis, cabe destacar una decena de aspectos distintivos. Primero, en un nivel muy general, hay que señalar el peso de los propios temas escogidos: con la excepción de Memòria per llei, cuyo enfoque es más bien metahistórico, los documentales catalanes revelan episodios olvidados o desconocidos en torno a temas que durante mucho tiempo resultaron tabúes o suavizados. Segundo, es importante el método documental empleado por los realizadores, y que casa las mejores tradiciones del periodismo de investigación —incluidas duras entrevistas y pesquisas cuasipoliciales— con el rigor de la historiografía académica. En tercer lugar, es absolutamente crucial la incorporación de las voces de las víctimas y de los testigos. Y lo es por dos motivos: porque fueron esas

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voces, precisamente, las más directamente afectadas por el llamado «pacto del silencio» que rigió durante el último cuarto del siglo xx en la relación entre el presente democrático español y los años de la guerra y de la dictadura; y porque esas voces de ciudadanos y ciudadanas comunes sirven de contrapeso —y en pie de igualdad— a la voz de los expertos, voz que durante ese mismo cuarto de siglo fue hegemónica en todo lo que tenía que ver con la representación del pasado reciente. En cuarto lugar, el impacto de los documentales de Armengou y Belis radica en su posicionamiento. Reconociéndose herederos de una larga tradición de documentales políticos, los realizadores no adoptan ninguna posición neutral ante los temas que tratan, aunque sí parten de un fuerte compromiso deontológico. Cuando entrevisté a Armengou sobre su labor, en la primavera de 2016, me dijo lo siguiente: [N]uestros documentales no son objetivos en un sentido de balance, de ecuanimidad, de protagonismo de los diferentes actores. [...] [N]osotros hacemos documentales partiendo de una tesis absolutamente subjetiva, absolutamente parcial, y muy poco neutral. Me parece que hay muy poca cultura [...] en eso, en España, en el sentido de que tú puedes hacer un documental de tesis absolutamente subjetivo, parcial, pero lo que tú le tienes que exigir al periodista es rigor. Evidentemente cuando yo escojo hacer una investigación sobre los niños robados del franquismo estoy tomando una dirección clarísima, que no escondo. Pero evidentemente para hacer más simpáticas a las madres republicanas en las cárceles no me puedo inventar que les robaran a los hijos. No me puedo inventar que el primer convoy en Europa occidental es de republicanos españoles y no de judíos. Y eso, al menos hasta el momento, nunca nos han podido rebatir: el rigor de las investigaciones.

Como ha argumentado Gina Herrmann en un análisis de los primeros tres de los siete documentales que reviso aquí, los programas de Armengou y Belis aprovechan el hecho de que el documental, como género, tiene cierto aire judicial ya que imita los rasgos claves de un juicio legal, en el cual los realizadores —en su función no solo de narradores sino de guionistas, cinematógrafos y editores— asumen el papel de la fiscalía. Los informes de TV3, escribe Herrmann,

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can be conceived as ‘‘law-genre’’ documentaries for their prosecutorial investigative procedures but also for their imitation of the trial format. What is more, these are meta-legalistic documentaries not only for the manner in which they replicate juridical procedures but also for their thematic foregrounding of the law. By this I mean that the films are about the consequences of the Francoist legal system itself, one that circumscribed and validated policies for the persecution, re-education, and socioeconomic discrimination of the defeated. (Herrmann 2008: 195)

En este sentido, cabe decir que los documentales de Armengou y Belis han empezado a llenar una laguna dejada por la falta de justicia transicional en la España democrática. «[T]he legalistic codes that inflect committed documentary», escribe Herrmann, «take on special, poignant relevance in these Catalan programmes overtly enjoined to address failures in the Spanish political and judicial response to the everyday structural violence of Francoism» (2008: 195). De hecho, así también lo entiende la propia Armengou, quien me dijo: «Lo que ocurre es que TV3, con todas sus limitaciones —y soy internamente una persona muy crítica— tengo que decir que TV3 ha jugado un papel que, de algún modo, también ha suplido ese trabajo del Estado» (Armengou 2016). En cuanto al contenido, un quinto rasgo distintivo de los documentales de Armengou y Belis es la forma en que resaltan una y otra vez el carácter sistemático y feroz de la represión franquista. En Els nens perduts —presentada en la introducción como un programa sobre «uno de los períodos más oscuros de la historia reciente de España» (2002: parte 1, 1:12)— la crueldad de separar a madres e hijos se subraya mediante testimonios directos de ambos grupos. Así, María Villanueva, que era una madre presa, recuenta cómo la comida que se le dio en la cárcel fue tan insuficiente que se le murió la bebé, ya que no tenía leche para darle de mamar (2002: parte 1, 6:32). «Hizo todas las crueldades que pudo», afirma Juana Doña, también una madre, hablando de la mujer que entonces dirigía la cárcel de Las Ventas, una funcionaria llamada María Topete (2002: parte 1, 39:50). «La mentalidad que creo que hubo con todos los niños de los presos», dice Trinidad Gallego, «tanto dentro de la cárcel como fuera, [era] de ­quererlos

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separar de las ideas de sus padres, desarraigarlos y llevarlos. Esto es una idea fascista totalmente, pero de siempre, está clarísimo (2002: parte 1, 40-40:25). Así también toda la primera parte de Les fosses está dedicada a catalogar el carácter represivo del franquismo mediante una mezcla de testimonios de víctimas y expertos, además de citas documentales y metraje archivístico. El documental abre con una cita notoria del general Mola: «Hay que sembrar el terror. Hay que dejar sensación de dominio, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros» (2003: parte 1, 1:50). En Avi, que trata del transporte secreto de cadáveres de víctimas republicanas al Valle de los Caídos, la voz narradora afirma: «La reconciliación, como tantas cosas durante la dictadura, se impone por la fuerza, tanto entre los vivos como entre los muertos». Acto seguido escuchamos el testimonio del hombre que tiene a su abuelo en el Valle. «El bando nacional», dice, «puede decidir si sus antepasados van al Valle. Nosotros, no. [...] Veintiséis años después, profanan su tumba y se los llevan como botín de guerra para engrosar un mausoleo y llenarlo de insensatez» (2013: 19:35-20:10) En sexto lugar, los documentales de Armengou y Belis insisten en contextualizar la dictadura franquista —en sus prácticas y en las ideas que las motivaron— en términos históricos e internacionales, enfatizando los paralelos con otros regímenes autoritarios o represores, al mismo tiempo que resaltan las grandes diferencias a la hora de tratar la memoria de la represión. En particular, conectan el régimen franquista con el nazismo alemán y con las dictaduras latinoamericanas de los años setenta y ochenta. «Yo no oigo a nadie decir que se olviden del Holocausto, que se olviden del tren de la muerte que iba camino de Auschwitz, que se olviden de los que Pinochet, de una manera u otra, eliminó», dice, por ejemplo, una familiar de una víctima de la Guerra Civil en Fosses, poco después de que encuentren el cadáver de su pariente en una fosa común en León. «Y sin embargo», continúa, «en España hubo que correr un tupido velo, olvidar a todos nuestros familiares, olvidar las penas, las angustias, y todo lo demás. Aquí, no sé por qué, hay que olvidarlo todo. Y borrón y cuenta nueva» (2003: parte 2, 38:36-39:05). La conexión con el nazismo no se limita a los testimonios de los entrevistados. Cuando Armengou y Belis p ­ repararon

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una versión más breve y en inglés del documental para su circulación internacional, le cambiaron el título por The Spanish Holocaust. En Memòria per llei, José M. Pedreño, del Foro por la Memoria, habla sobre la política de monumentos y del espacio público. «En el resto de Europa no existe este tipo de cuestión», dice. «Ni en Alemania ni en Italia hay estatuas dedicadas a Hitler o Mussolini. En cualquier país donde ha habido una dictadura terrible, automáticamente, cuando llega la democracia, se eliminan todas esas simbologías. En España no. En España parece que seguimos teniendo una mentalidad franquista» (2007: 5:19-5:39). En séptimo lugar, los documentales de Armengou y Belis subrayan el caldo de cultivo ideológico del que se nutrían las prácticas represivas del Estado franquista. En Nens, por ejemplo, abren con una secuencia dramatizada donde un actor desempeña el papel del Dr. Antonio Vallejo Nágera, el psiquiatra que desarrolló la teoría según la cual el marxismo era una enfermedad mental, que a su vez sirvió como justificación del maltrato a mujeres republicanas presas y a sus hijos. «Franco no quería una victoria inmediata que no le permitiera establecer el tipo de sociedad que él quería», explica, de forma similar, el historiador Francisco Espinosa en la primera parte de Fosses, «necesitaba una implantación lenta que le permitiera ir haciendo la depuración que ellos llamaban la desinfección total, zona por zona, región por región, que es lo que van a hacer con cada zona que toman a partir de ese momento» (2003: parte 1, 10-10:34). En octavo lugar, Belis y Armengou resaltan la complicidad sistemática de las instituciones creadas por o afines al régimen, como la Sección Femenina o la Iglesia católica. Documentales como Nens, Avi, Fill e Internats no dejan duda alguna sobre el papel central de la Iglesia y su personal no solo en las estructuras y prácticas de la represión sino también en su justificación ideológica. «La entrada de la religión y de lo sagrado en escena», afirma en Nens el historiador Julián Casanova, «incrementa la violencia en vez de mitigarla. Y allí hay una función fundamental, una visión histórica de la Iglesia que no crea ningún beneficio, ningún ejemplo para la posteridad, que es la implicación sangrienta frente a un enemigo que ellos conciben como un enemigo secular que está representado por el anticlericalismo, el laicismo»

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(2002: parte 1, 26:14-26:40). En el mismo documental, Carme Riera cuenta lo que recuerda de un sermón de un cura: «En resumidas cuentas, dijo: [Sois] putas, más que putas, que habéis jodido con vuestros propios hijos; por lo tanto, no penséis en indulto. No habrá amnistía. Y haremos limpieza. Palabras textuales» (2002: parte 1, 27:40). En noveno lugar, los siete documentales establecen claras líneas de continuidad entre la Guerra Civil y la posguerra, y entre los casi cuarenta años del franquismo y la España democrática. Enfatizan dos aspectos en particular. Primero, que dada la continuidad institucional sobre la cual se fundamentó la democracia posfranquista, muchas de las culturas, estructuras y prácticas de la dictadura siguieron funcionando como si nada hubiera pasado. «Durante todo el franquismo y hasta bien entrada la democracia», reza el primer plano de Els internats, «centenares de miles de niños y niñas pasaron años encerrados en internados» (el subrayado es mío). Y segundo, que la Transición conllevó altas dosis de impunidad y desmemoria, tan altas que, consideradas retrospectivamente, cobran un aspecto perverso. «La justicia tendría que juzgar a estas personas», dice una de las víctimas de los abusos en los internados en Els internats. «Es que es un delito maltratar a niños. No sé si en el franquismo estaba considerado delito porque en el franquismo los niños eran los seres más desamparados que había en el mundo. Pero desde luego es un delito» (2016: 1:12:30). «Mi esperanza», dice otra víctima, «es que llegue un momento en que salga un señor importante en la televisión del país y diga: “En nombre de todos los gobiernos anteriores al mío pido perdón a los niños del franquismo [...] Pero es que eso no lo va a hacer nadie de los que hay ahora» (2016: 1:13:21). «Hay un gran problema de derechos humanos», afirma Emilio Silva, de forma similar, hacia el final de Fosses. «Han hecho la Movida Madrileña, los felices ochenta, etcétera, etcétera, y estaban bailando sobre una España sembrada de cadáveres». «Los desaparecidos del franquismo», remata la voz narradora en una afirmación que cierra el mismo documental, «emergen ahora en una democracia que aún no ha recuperado ni sus cuerpos ni su memoria. Nadie ha sido juzgado nunca por estos crímenes. La Transición, modélica en tantas cosas, tuvo un precio muy alto: la desmemoria histórica» (2003: parte 2, 56-56:40).

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Hacia un nuevo sentido común Como decía al principio, estos siete documentales de la televisión pública catalana, tan contundentes y rompedores como ampliamente difundidos, han ayudado no solo a convertir la naturaleza del régimen franquista en un tema de debate social, posibilitando que salgan a la esfera pública temas y capítulos que llevaban muchos años escondidos en archivos, memorias personales o estudios académicos de poca difusión, si no se encontraban vedados por tabúes o disfrazados por eufemismos. Armengou y Belis también han ayudado a fomentar el nacimiento de un nuevo sentido común en torno a la memoria y la historia del siglo xx español: una nueva base de conocimiento compartido que ha dificultado la defensa de ideas sobre el pasado franquista —e ideas sobre la mejor forma para la España del presente de relacionarse con ese pasado— que hace veinte años pocos se atreverían a cuestionar públicamente. Este nuevo sentido común se manifiesta en la propia esfera pública. Se nota, por ejemplo, en actitudes de periodistas como Hilario Pino, que, como hemos visto al comienzo de este ensayo, se negaba a tomar en serio las afirmaciones sobre la dictadura del general Fernández-Monzón. Un ejemplo similar se dio en mayo de 2016, cuando el periodista Jordi Évole entrevistó al entonces presidente del Gobierno Mariano Rajoy en su popular programa documental, Salvados. Le preguntó sobre varios temas, incluido el de las fosas del franquismo. «Usted habla en muchas ocasiones del sentido común», le dijo Évole a Rajoy. «[...] ¿Le parece de sentido común que en 2016 miles de españoles no sepan todavía dónde están enterrados sus abuelos?». El intercambio que provocó esta pregunta ilustra cuán lejos se ha llegado en la construcción de una cultura de la memoria en España: Évole: Usted habla en muchas ocasiones del sentido común. Que a usted le gusta la política de sentido común. [...] ¿Le parece de sentido común que en 2016 miles de españoles no sepan todavía dónde están enterrados sus abuelos?

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Rajoy: A mí me gustaría que todo el mundo supiera dónde están enterrados sus abuelos pero no tengo claro que sea cierto eso que usted me dice ni que pueda hacer nada el gobierno por arreglarlo. Évole: Bueno, cierto sí que es, señor Rajoy. Rajoy: Sí, hay mucha gente que evidentemente no lo sabe, claro. Después de lo que ocurrió en España hace años, lo que me parece más de sentido común es que intentemos que cosas de esas no se vuelvan a repetir en el futuro y no estar dándole vueltas de manera continuada al pasado. (LaSexta 2016)

La respuesta final de Rajoy, que hasta hace poco se aceptaba como una posición perfectamente aceptable, en 2016 se reveló como lo que era: una excusa poco convincente. Una democracia necesita una cultura de la memoria también democrática. Esto, a su vez, implica que el pasado —incluidos sus capítulos más oscuros— se debata públicamente para que los relatos colectivos de ese pasado se construyan entre todos.

Obras citadas Aguilar Fernández, Paloma (1996): Memoria y olvido de la Guerra Civil Española. Madrid: Alianza. Armengou, Montse (2016): Entrevista con el autor. 15 de febrero. Armengou, Montse y Belis, Ricard (2002): Els nens perduts del franquisme. 2 partes. Barcelona: TV3. — (2003): Les fosses del silenci. 2 partes. Barcelona: TV3. — (2004): El comboi dels 927. Barcelona: TV3. — (2007): Memòria per llei. Barcelona: TV3. — (2012): Torneu-me el fill! Barcelona: TV3. — (2013): Avi, et trauré d’aquí! Barcelona: TV3. — (2016): Els internats de la por. Barcelona: TV3. Bocanegra, Raúl (2019): «Una jueza defiende al ministro franquista Utrera Molina y condena a Teresa Rodríguez a pagar 5.000 euros a su familia por un tuit». Público, 20 de mayo. Disponible en: https://www.publico.es/politica/impunidad-franquismo-juezadefiende-ministro-franquista-utrera-molina-condena-teresa-rodriguez-pagar-5000-euros-familia-tuit.html

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Memorias de la España negra a través de una serie de televisión: El caso. Crónica de sucesos (2016) María Isabel Menéndez Menéndez Universidad de Burgos

Introducción El 11 de mayo de 1952 salía a la calle El Caso, el semanario de sucesos de mayor éxito en la España del franquismo, un fenómeno editorial que sobrevivió al cambio democrático y se publicó hasta 1987. Denominado popularmente como «el periódico de las porteras», se convirtió en una de las publicaciones especializadas con mayor índice de lectura, alcanzando una tirada superior a los 200000 ejemplares, cifra solo superada por algunos títulos de la prensa denominada rosa o del corazón. Rosa Rodríguez Cárcela (2012) explica que El Caso fue un ejemplo de prensa popular rentable que utilizaba el recurso del sensacionalismo (en el aspecto formal y en el tratamiento gráfico de sus portadas), pero sin caer en el amarillismo, en el engaño a los lectores. El semanario mostraba un abanico de conductas siniestras y delictivas en el marco de la España franquista más negra y machista, siempre bajo la atenta mirada de la censura. Simbolizó un estilo periodístico cercano a su público, popular, en el que primaban el «reporterismo de calle», la investigación y la búsqueda de la noticia en su vertiente más extrema y sorprendente: el crimen, la delincuencia o los hechos curiosos o extraordinarios, sin

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olvidar la exposición de una España misógina y represora de los derechos de las mujeres. Se buscaba la exclusiva y se indagaba en todos aquellos hechos «de interés humano». Fue un producto periodístico moderno ya que, gracias a su rentabilidad, surgió uno de los primeros grupos de prensa que se creó en España, liderado por Eugenio Suárez (Rodríguez 2012: 220). Para Rodríguez, El Caso fue uno de los fenómenos periodísticos más extraordinarios de la segunda mitad del siglo xx, ejemplo de buen periodismo en un tiempo en el que todo estaba en contra del libre ejercicio informativo. En marzo de 2016, la cadena pública TVE estrenaba la serie de televisión El Caso. Crónica de sucesos, coproducida con Plano a Plano a partir de una idea original de Fernando Guillén Cuervo, que recuperaba la historia del semanario. Inspirada en los hechos reales que se recogían en las páginas de El Caso, la propuesta audiovisual, articulada en torno a trece capítulos, se construye como una serie de género policiaco ambientada en la redacción del semanario. Fue premiada en el FesTVal de Vitoria como mejor ficción del año y estuvo nominada a los premios Iris de la Academia de la Televisión, además de alzarse con tres nominaciones a los premios Feroz. Curiosamente, en mayo del mismo año 2016, el semanario volvía a los quioscos, veinte años después de su desaparición (aunque existía una versión digital desde 2013). En este capítulo se realiza un acercamiento a la ficción televisiva, con el objeto de analizar la representación que construye del periodismo de sucesos y observar cómo se retrata el periodo franquista a través de los personajes protagonistas. Es de interés para la investigación, en primer lugar, la representación sobre las dificultades del ejercicio del periodismo en una época recorrida por la censura. En segundo lugar, interesa aproximarse a las representaciones de género a partir de la cultura machista que imperaba en el franquismo. De esta manera, el capítulo contribuye al análisis de las manifestaciones culturales contemporáneas que miran hacia la posguerra española al tiempo que reflexiona en el ámbito de los estudios de la memoria en España. Como avance de las conclusiones, se puede señalar que el producto televisivo se construye como una serie que elige como ambientación un periodo histórico, es decir, una evocación histórica que opera

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b­ ásicamente como telón de fondo. No obstante, es capaz de realizar un retrato de la época franquista en el que subyacen la corrupción policial y política, el machismo social y la censura. Desde el punto de vista del género, se podría definir como un ejercicio de memoria aspiracional, es decir, «lo que hubiéramos querido que fuera», ya que, con respecto a las mujeres, la apertura del régimen de Franco fue mucho menor de lo que sugiere la ficción. Así, la serie de televisión se construye más como una propuesta nostálgica (especialmente en lo referido al ejercicio profesional del periodismo) que como una memoria de lo real.

Memoria y representación Los medios audiovisuales han producido cambios significativos en la cultura, la historia y la memoria colectiva y «el discurso público sobre el pasado se ha vuelto más complejo y es ya inconcebible sin el determinante papel de las imágenes transmitidas por el cine y la televisión» (Baer 1999: 114). Los documentos televisivos constituyen articulaciones narrativas de importante valor representativo: propician modos de percepción y significación (Roekens 2009: 27). El desarrollo de la industria audiovisual ha ido adquiriendo un papel de mediación y productor de cultura y conocimiento social, abriendo «nuevos espacios de representación, produciendo una masiva redefinición de la relación del individuo con el pasado» (Baer 1999: 115). La memoria colectiva puede concebirse como «el resultado de una construcción y reconstrucción sucesiva por parte de los sujetos» y la televisión y el cine van a ser fuentes esenciales para la construcción del imaginario social (Gutiérrez y Sánchez 2005: 152). Es un hecho que los individuos y la sociedad son seres narrativos, desplegados en el tiempo, que para entenderse necesitan conocer la historia que no solo es una noción del tiempo que pasa, sino que está conformada por los hechos que han sucedido. No obstante, también tiene una dimensión lúdica: la literatura y el cine están recorridos por temáticas históricas o por relatos ambientados en otros periodos (Sánchez 2009: 269). La cultura histórica es, entonces, el modo concreto y

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peculiar en el que una sociedad se relaciona con su pasado: «Los novelistas, los cineastas, los fotógrafos, los guionistas, contribuyen a pintar los imaginarios históricos de los ciudadanos» (Sánchez 2009: 280). Es por ello que televisión y cine ostentan una posición privilegiada en la configuración de imaginarios, pues la imagen que tenemos del pasado se desprende muchas veces de series televisivas o relatos cinematográficos. La historia «proyectada en el código colectivo que sirve para elaborar el conjunto de mitos sociales vigente, también es parte esencial del entramado que constituye el devenir histórico» (Gutiérrez y Sánchez 2005: 152). Los productos audiovisuales pueden construir memoria, y pueden hacerlo desde la complicidad con la historia oficial, desde el recordatorio de los hechos o desde el punto de vista de la reparación: «las narraciones visuales son “ficciones verbales”, es decir, no reflejos sino representaciones del pasado» (Rosenstone 2005: 102) y la importancia de las obras no es quizá la precisión de los detalles históricos sino la forma que escogen para representar el pasado (Rosenstone 2005: 106). El cine «refleja realidades y al mismo tiempo las crea» (Bezunartea, Coca, Cantalapiedra, Genaut, Peña y Pérez 2010: 146), por lo que a veces es difícil saber qué pesa más, si la realidad reflejada o la creación. La mayoría de los productos audiovisuales en la España actual presentan elementos comunes, pues comparten una fórmula que combina «el modelo de producción propia externa, la rentabilidad financiera y el atractivo comercial» (Rueda 2011: 29), algo que permite su recepción por parte de un sector muy amplio de población. Pueden describirse, de acuerdo con Rueda Laffont, como una fiction patrimoniale (2011: 29), al ser relatos populares, orientados a potenciar la sensación de autenticidad histórica y facilitar cierta finalidad didáctica. Así, la ficción histórica que, en España, ha ido adquiriendo una importancia destacada, plantea problemas de interpretación sobre la transmisión de determinados imaginarios o conocimientos históricos, pues son «ejercicios de memoria, entendidos como lógicas de exaltación, denigración o legitimación a través de la evocación de las raíces colectivas» (Rueda 2011: 28). La localización espacial no debe entenderse solo como un atrezo, sino que incide en «la eficacia discursiva y persuasiva» (Rueda 2011: 30).

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En este marco, hay que contemplar la fecunda relación entre el cine y el periodismo. De acuerdo con Josep Maria Bunyol (2017), la primera película sobre medios de comunicación sería Horsewhipping an Editor, del año 1900, un western cómico de corta duración. Desde entonces y hasta hoy con la ficción seriada, la alianza entre ambos mundos experimentó una evolución. Si en el inicio del cine los redactores se aplicaron a la escritura de guiones, más tarde se convirtieron en protagonistas de las películas desde las que se empezó a componer un estereotipo que continúa vigente hasta hoy. Profesionales cínicos y locuaces, con vidas personales atormentadas, a los que «vemos consagrados a la historia entre manos, unidos a su jefe por una relación de amor-odio, críticos con cualquier otra autoridad y dispuestos a perseguir ellos mismos a los delincuentes» (Bunyol 2017: 12). Desde esos filmes se construyen clichés profesionales que elaboran cierta mística periodística, como dictar artículos por teléfono, retener la edición del periódico a la espera de algún dato crucial o la relación protectora del director con sus redactores. Para Bunyol, «el periodista se convirtió en un arquetipo tan socorrido como el del policía, el gánster, el soldado o el cowboy» (Bunyol 2017: 15). La idiosincrasia del trabajo periodístico permitía que protagonizaran historias tanto de cine negro como político o de aventuras, tanto comedias como dramas. Estas obras, en muchas ocasiones, se inspirarían en casos reales (Arranz 2019). A partir de los años sesenta se incorporan nuevas características que convierten a periodistas en investigadores, buscadores de información decisiva (Bunyol 2017: 16). En general, y de acuerdo con Bezunartea, Coca, Cantalapiedra, Genaut, Peña y Pérez, que estudiaron un corpus con más de cien películas ambientadas en el periodismo (2010: 151 y ss.), estos protagonistas de ficción son varones entre los 35 y los 50 años que trabajan sobre todo en medios escritos y cubriendo información local. Responden al tópico de una vida personal complicada: casi siempre solteros, seguidos de los divorciados y con vicios: alcohol, drogas o juego. Profesionalmente tienen mucha experiencia pero poca formación académica (consolidando el cliché del periodista vocacional y de raza) y están obsesionados por su trabajo, a partir de un alto c­ ompromiso

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con la función social del periodismo. Este perfil es también el que protagoniza la ficción de TVE y Plano a Plano.

El Caso. Crónica de sucesos Madrid 1966. Jesús Expósito (interpretado por el actor Fernando Guillén Cuervo) es un lobo solitario, un expolicía que se ha hecho a sí mismo y tiene un espinoso pasado. Clara López-Dóriga (interpretada por la actriz Verónica Sánchez) es una niña bien, que ha estudiado en Inglaterra, con un presente más complicado del que le gustaría. Ambos no podrían ser más diferentes, pero están condenados a entenderse porque el perro viejo del periodismo y la chica novata con aspiraciones se han convertido en los periodistas estrella de El Caso, el periódico de sucesos. Inspirada en hechos reales, la ficción seriada es una serie de investigación donde en cada episodio se cuenta un crimen en el que fuera el periódico con mayor tirada de la época, y que se ocupaba de contar los sucesos más escabrosos y violentos. Reportajes sobre asesinatos pasionales, desapariciones de personas en extrañas circunstancias, fenómenos paranormales, ritos satánicos, en definitiva, todo tipo de historias truculentas de la España más profunda. Y siempre con la censura como espada de Damocles a punto de caer sobre la redacción que, por otra parte, se amparaba en que el suyo era considerado un medio popular y poco serio para cubrir historias que otros periódicos no se atrevían a narrar. En ese sentido, hay que recordar que la Ley de Prensa de los años cincuenta suponía un férreo control de las publicaciones por parte del Ministerio de Información y Turismo, que no permitía incluir más de un crimen por número (Gómez 2013: 141). La limitación obligó a sus profesionales a emplearse a fondo para sacarle el máximo partido. Paradójicamente, los sucesos se convirtieron en una vía para contar la verdad de un país bajo la censura, pues el régimen permitió su publicación con el convencimiento de que ayudaría a la despolitización de la sociedad (Rada 2011: 14). Esta cuestión será claramente reflejada en la ficción seriada.

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Articulada en torno a trece capítulos de setenta minutos de duración y adscrita al género del thriller de investigación periodística, la serie obtuvo buenos resultados de audiencia: una media de 2500000 espectadores y una cuota de pantalla (share) de entre 10,5 y 13,2. Además, recibió el elogio unánime de la crítica, premios y menciones. Es especialmente interesante el esfuerzo transmedia que realizó la cadena pública: un cortometraje interactivo (Tu primer día en El Caso), avances en cómic, fichas de personajes, un generador digital de carnés de prensa y el juego «Las claves de El Caso», entre otros muchos contenidos. Se rodó en un plató de 1500 metros cuadrados en San Sebastián de los Reyes, en el que se simularon la redacción, la comisaría de policía y otros escenarios. Algunos de los exteriores utilizados fueron las bases aéreas de Getafe y Cuatro Vientos, así como el Centro Universitario María Cristina, en El Escorial. La ficción recrea los años sesenta desde una estética muy apoyada en lo visual: atmósfera cargada de humo, boxeo y timbas; vestuario entre pop, vanguardista y clásico; música de género y aparición de algunos personajes reales. Muy lejos de una recreación documental del semanario, es un ejemplo de producto recorrido por la memoria visual. Algunos objetos han sido fundamentales para viajar en el tiempo hacia el ambiente sesentero: máquinas de escribir Olivetti1, botellas de anís Chamaco y ginebra Loren, discos de vinilo, papel higiénico Elefante, tazas Duralex o jabón Lagarto... las marcas de la época ayudan a construir un escenario creíble para un relato audiovisual muy sofisticado, una estética deslumbrante para cuya construcción se han utilizado estrategias como el etalonaje digital o la recreación de escenarios mediante efectos digitales2.

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Es especialmente interesante el esfuerzo del equipo para encontrar máquinas de escribir originales, así como el trabajo de restauración. Posteriormente se adjudicaron a cada personaje, en función de su personalidad. Más información en la web de la serie: http://www.rtve.es/television/el-caso/. El etalonaje es el proceso fotoquímico que se realiza en el laboratorio cinematográfico para igualar el color, la luminosidad y el contraste de los planos. En el cine digital, se refiere al proceso de posproducción de corrección del color que se realiza en ordenador mediante programas específicos.

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Los productores, Aitor Gabilondo y César Benítez, han destacado en algunas entrevistas la importancia de las cuestiones visuales en su obra: iluminación y fotografía se han usado para «dotar de color a esa España en blanco y negro de los años sesenta», buscando escapar de una estética feísta3. «Hemos sofisticado un poco la imagen con un estilismo que huye de la fealdad de la época. Hemos querido huir de la negrura de la época jugando con los contrastes entre luz oscura y clara, buscando que cada decorado se diferenciara por la luz», explicaba Iñaki Mercero. Koldo Valdés, director de arte, comentaba que, en la serie, «hay una gran implicación artística por parte de todos, como ocurre en las series estadounidenses». En la misma línea hablaba Johnny Yebra, director de fotografía: «hemos buscado un look especial, huyendo de lo que se ha hecho en televisión sobre esas épocas, jugando con las luces frías que entran por las ventanas y las cálidas de las bombillas en los interiores». El resultado es un aspecto sesentero con toques de pop y novela negra clásica, envuelto en humo de cigarrillo. Guillén Cuervo, su creador, asegura que «todos los capítulos son una declaración de amor al cine negro»4. Se trata de una propuesta estilística en la línea de otros productos vintage de éxito reciente en España y fuera de ella. Envuelta en cierto halo de mitificación (sobre todo en relación con el periodismo) y siguiendo el camino abierto por otras series españolas, se formula un tiempo pasado de referencia mediante estrategias de evocación histórica, «dirigidas a construir una lógica de realismo y verosimilitud, en virtud de su naturaleza como relatos históricos» (Rueda y Guerra 2009: 397). En este sentido, la televisión asume un papel de emplazamiento y reconocimiento histórico que a veces puede tener puntos en común con el documental, sobre todo por la capacidad de elaborar una lectura nostálgica, no del pasado franquista sino de un periodismo que ya no existe. Desde el punto de vista social, El Caso. Crónica

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Declaraciones publicadas en el reportaje «El Caso vuelve a cobrar vida», en el diario El País. (2015): «El Caso vuelve a cobrar vida». El País, 30 de diciembre. Disponible en: https://elpais.com/cultura/2015/12/23/television/1450889202_402077.html. Información disponible en la web de la serie: http://www.rtve.es/television/el-caso/.

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de sucesos es una serie de periodistas y policías que retrata un periodo de la historia en el que las mujeres eran, sobre todo, madres y esposas, la policía usaba la violencia y la homosexualidad era perseguida.

Entre la memoria y la nostalgia: el periodismo en tiempos de censura El franquismo dejó huella en el concepto de la información, la prensa, quienes ejercían el periodismo y el derecho del Estado a usar los instrumentos de comunicación en su beneficio, de ahí su «obligación» de «ordenar, vigilar y sancionar la función informativa» (Sinova 1989: 25). Las autoridades franquistas consideraban que los medios de difusión ejercían un «envenenamiento moral» como agentes de propaganda, pero no tenían problema alguno en instrumentalizarlos para sí en el mismo sentido. El régimen pretendía que la prensa fuera un altavoz de sus órdenes, que contribuyera al orden cultural y a la formación del espíritu de la ciudadanía (Sinova 1989: 28). La Ley de Prensa, «la más dura y feroz de cuantas antes y después han tenido vigencia en España o cualquier otro país del Occidente europeo» (De Guzmán 1982: 362), fue un corsé que la prensa puso al servicio del poder político durante seis lustros, hasta el punto de ser rechazada incluso por quienes la crearon, como Serrano Suñer (1947). Sus disposiciones «no dejaban el más mínimo resquicio a la iniciativa personal» (Delibes 1985: 6), lo que marcó un «profundo trauma de no fácil reparación» (Beneyto 1975: 47). La propaganda se convertiría en un componente esencial de la «cultura de la represión» (Delgado 2004: 219). Sin embargo, la censura no dejaba de ser algo vergonzante para el propio régimen, lo que explica, como señala Justino Sinova, que su labor infatigable no se acompañara de una acción teórica: «Una especie de pudor inconfesable invadía a quienes se dedicaban a su ejercicio, y las autoridades franquistas preferían imponer la práctica que definirla y justificarla» (Sinova 1989: 35). Antonio Beneyto recoge opiniones de quienes tuvieron responsabilidad en la creación del aparato, como las de Dionisio Ridruejo, quien manifestó que la censura era «­dogmática, xenófoba, pudibunda» (Beneyto 1975: 124).

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La ley promulgada en 1966 (año en el que se desarrolla la ficción) por el ministro Fraga Iribarne, conocida por el nombre de este, supuso un tímido intento aperturista que, sin embargo, no tenía como objetivo una interpretación más progresista, sino que fue la consecuencia de un periodo de evolución dentro del franquismo: «la norma de 1966 intentó más sutilmente convertir los medios en una continuación del poder, y en muchos casos, bien podemos afirmar que los medios fueron una prolongación del aparato de información ministerial» (Ruiz 2003: 511). Su objetivo era controlar la aparición de una opinión pública diferente a la perseguida por el régimen, al hilo del desarrollismo de los sesenta. Es posible que el periodismo más crítico que aparece entonces sea consecuencia de las reformas de la ley de Fraga, que permitieron la expansión de la prensa no oficial, pero también que fuera el resultado de la aparición de una oposición moderada que encontrará en las nuevas publicaciones un cauce para expresarse (Davara 2005: 132). En El Caso, «Herrerillos del cepo informativo vetaban o, con trazos rojos, mutilaban lo que les venía en gana. A veces [...] el hueco se rellenaba con un par de palabras: “Hay censura”» (Rada 2011: 35). En las postrimerías del franquismo, «los asistentes a las ruedas de prensa recibían un documento oficial denominado la papela. Eran tratados como meros recaderos» (Rada 2011: 39). Los censores pertenecían a todo tipo de profesiones: militares, sacerdotes, guardias civiles... incluso mujeres, en su caso amas de casa, generalmente con relaciones familiares o de amistad con altos funcionarios. Tanto podían ser pertenecientes a la derecha más recalcitrante como conservadores más moderados. Eran los «protectores de la moralidad nacional» encargados de vigilar que nadie accediera a ideas no permitidas por el régimen o la Iglesia. Entre ellos, algunos eran partidarios de prohibirlo todo, mientras que otros optaban por «cortar» lo que se consideraba más ofensivo (Bilbao-Henry 2010: 107). Esta censura es una de las grandes protagonistas de la serie de RTVE y Plano a Plano. Aunque se retrata con cierto aire naif y muchas veces de manera cómica, es un telón de fondo que deja claro cómo era el trabajo informativo sometido a la censura previa en la sociedad franquista. Dado que la serie está ambientada en 1966, ­aparece

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el cambio en la ley de prensa que la eliminó, pero no desapareció del régimen, por lo que el periodismo seguía estando bajo sospecha. El debate sobre la libertad de prensa, la ética periodística o la necesidad de contribuir a la creación de una opinión pública informada son protagonistas de la mayoría de los capítulos, y denuncian el oscurantismo que todavía en los años sesenta afectaba a la sociedad española. Los guiones intentan no tanto elogiar cómo se construían los relatos en el semanario sino las habilidades y estrategias desarrolladas para sortear la censura, con frecuencia caricaturizando a los censores. En ello tiene un papel esencial el director de la publicación, Rodrigo Sánchez (interpretado por el actor Fernando Cayo), a quien vemos en diferentes escenas tomando decisiones arriesgadas, siempre del lado del público que debe conocer la verdad. El personaje se elabora con grandes dosis de compromiso ético respecto a la verdad, confianza en su equipo incluso en situaciones temerarias para sí mismo o la empresa y, en definitiva, mediante una relación protectora, cuasi paternal con las personas a su cargo. En la ficción, esta relación de confianza y protección existe, sobre todo, entre el director, Rodrigo Sánchez, y su mejor periodista, Jesús Expósito. Los diferentes episodios muestran las distintas estrategias utilizadas para engañar a los censores, estrategias del mundo real que primero se aplicaron en la prensa (periódicos y revistas) y más tarde en la televisión, pero que también operaban en teatros y cines (Bilbao-Henry 2010: 106). En este sentido, la serie construye un relato un tanto nostálgico sobre la épica de un periodismo que ya no existe, protagonizado por profesionales íntegros que pelean para sacar la verdad a la luz, en la línea de obras maestras del cine como Citizen Kane (Orson Welles, 1941), All the President’s Men (Alan J. Pakula, 1976), Good Night, and Good Luck (George Clooney, 2005) o The Post (Steven Spielberg, 2017)5. Los referentes en España no tienen la misma repercusión, aunque Josep Maria Bunyol (2017) destaca el ejemplo de

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Los ejemplos más conocidos son estadounidenses porque su filmografía, además de ser hegemónica en la producción, ha construido lo que se puede denominar un subgénero: el cine de periodistas, de larga tradición y filmes memorables.

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La ­malcasada, obra dirigida por Francisco Gómez Hidalgo en 1926. Se trata de un documental de ficción en el que, además de aparecer muchos escritores y periodistas, como Wenceslao Fernández Flores o Torcuato Luca de Tena, la pareja protagonista visita la redacción del diario ABC, poniendo de relieve «el interés de los representantes de la prensa» por aparecer en el cine (Bunyol 2017: 15). Con todo, en el contexto español quizá el largometraje más significativo sea La verdad sobre el caso Savolta (Antonio Drove, 1979), adaptación de la novela homónima de Eduardo Mendoza. Los personajes de la ficción de TVE, en esta lucha diaria para sortear la censura, muestran al mismo tiempo las contradicciones de la España de los sesenta y las difíciles relaciones que se establecían entre prejuicios y corrupciones. El punto débil es que el retrato nostálgico de la ficción idealiza la redacción de El Caso y el trabajo de sus profesionales. En los guiones se deja a un lado el morbo y se muestra el esfuerzo por alcanzar una buena portada mientras se sorteaban los obstáculos que ponía el régimen. La redacción transmite la pasión por el periodismo, aun a costa del exceso de épica (el periodismo de sucesos nunca ha tenido gran reconocimiento profesional, ni entonces ni ahora), en una época en que se maquetaba a mano, las horas de cierre podían alargarse hasta la madrugada, no había teléfonos móviles ni ordenadores y el periodismo exigía de sus profesionales las mismas agallas e incluso conocimientos de criminología que tenían policías y detectives. Probablemente, el aspecto más verídico desde el punto de vista de la memoria sea la forma en que la serie de televisión es capaz de mostrar la convivencia entre periodistas y policías o la búsqueda de informantes en espacios de marginación, como la prostitución o el juego.

Memoria aspiracional: las mujeres en el tardofranquismo En El Caso. Crónica de Sucesos, la representación que se construye sobre las mujeres en general y las periodistas en particular es más una aspiración que una realidad pues, aunque se inspira en algunos personajes reales (como la famosa reportera de sucesos Margarita Landi), el

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ejercicio de memoria que se propone está idealizado desde una visión contemporánea que, debido al empuje feminista, asume la necesidad de visibilizar a las mujeres de una manera positiva y autónoma, construyendo personajes que son muy bien recibidos por las audiencias actuales pero que, desde el punto de vista de la realidad histórica, presentan menor grado de verosimilitud. En el contexto anglosajón, el periodismo fue una de las profesiones que recibió tempranamente la incorporación de mujeres, aunque la asignación de estas redactoras a temáticas de carácter social ponía de relieve prejuicios de género: a estas primeras profesionales se las denominaba sob sisters, esto es, hermanas lloriqueantes (Bunyol 2017: 11). En España, las mujeres ejercieron el periodismo desde muy pronto y, durante el primer tercio del siglo xx, algunos nombres como Carmen de Burgos o Josefina Carabias brillan con luz propia (Roig Castellanos 1977). Sin embargo, durante el franquismo, tuvieron difícil trabajar en el periodismo si no era en revistas de modas y variedades. Con todo, nombres como Pura Ramos, Pilar Narvión o Aurora Mateos formaron parte de la Cadena de Prensa del Movimiento, única posibilidad de ejercicio. Aunque con la Ley de Prensa de 1966 las mujeres empezaron a incorporarse de forma constante, no sería hasta la Transición cuando entraron de manera numerosa en las redacciones (fue muy importante la creación de la Facultad de Ciencias de la Información en 1971) y hubo que esperar a los noventa para encontrar una presencia femenina realmente notable, aunque con ciertas diferencias: mayoría en revistas, minoría en televisión (García-Albi 2007). La dictadura franquista impuso una política de género que negaba a las mujeres cualquier tipo de autonomía al tiempo que las convertía en eje de la moralidad social. Bajo el yugo de la moral católica, fueron reducidas al espacio familiar donde debían «proporcionar hijos a la Patria». La dictadura estableció de inmediato una serie de medidas destinadas al sometimiento: «el Estado franquista elaboró toda una legislación patriarcal, sustentada en la autoridad del padre/marido y totalmente discriminatoria para las mujeres» (Moraga García 2008: 232). El adoctrinamiento se realizó a través de la Sección Femenina de Falange Española, que se convirtió en el instrumento de control y difusión de la ideología del régimen en cuanto al género (Moraga

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García 2008: 233). El trabajo remunerado solo se consideraba como algo provisional: se toleraba el empleo de las solteras, pero debían abandonarlo al contraer matrimonio. Los cambios se producirían en los sesenta, cuando muchas más mujeres, incluidas las casadas, accedieron al empleo con los planes de desarrollo diseñados a partir de 1964, aunque limitadas al trabajo en algunos sectores y con diferencias salariales muy importantes (Coronado Ruiz y Galán Fajardo 2017: 214). En El Caso. Crónica de Sucesos, las cuestiones de género aparecen de forma ambivalente: por una parte, en algunos diálogos o escenas se cuestiona la falta de libertad de las mujeres o los prejuicios de la sociedad mientras que, por otra, los personajes femeninos niegan estas realidades porque todos son relativamente libres y autónomos. Se aprecian contradicciones en el personaje de Rebeca, una mujer que decide por sí misma, pero para la que tener pareja parece regir algunas de sus decisiones; críticas al modelo de vida de Laura, una actriz de éxito que es insultada por sus vecinas, o imposiciones familiares en el caso de Clara, a la que se persigue para que abandone su empleo y forme una familia «como dios manda». Clara López, la joven periodista recién llegada, procede de una familia de clase alta, está casada, tiene estudios y muchas inquietudes profesionales. Ella «refleja la incorporación de la mujer a la sociedad española», diría Fernando Guillén Cuervo. La producción ha explicado que se le quiso dar un aire europeo y colorido para diferenciarla del resto de las mujeres. Lleva minifaldas con un toque futurista propio de los sesenta y su compañero, Jesús Expósito, la llama cariñosamente Massiel6. Arriesgada y con olfato periodístico, tiene que lidiar con la oposición de su familia, afín al régimen, y con un matrimonio complicado pero del que, en aquella época sin divorcio, no le es posible escapar. Los guiones plantean críticamente cuestiones como el ejercicio libre de la sexualidad, el control sobre las mujeres casadas o la persecución social y legal de la homosexualidad.

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Massiel es una cantante, actriz y compositora española, muy famosa en la época por su triunfo en el Festival de la Canción de Eurovisión, en 1968.

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La veterana Margarita Moyano, inspirada en la famosa periodista de El Caso Margarita Landi7, es un ejemplo de las escasas mujeres que disfrutaban apasionadamente de su vida profesional, aunque a costa de carecer de vida familiar. Interpretada por Blanca Apilánez, este alter ego de Landi es la reportera más experimentada. Viuda desde muy joven (como Landi), toda su existencia gira en torno al trabajo y al bar Lido, su segunda oficina. Aparece como una profesional respetada y, estéticamente, se construye como una réplica de la Landi verdadera: rubia y elegante, fuma en pipa y bebe copas de licor como los varones. Es un ejemplo del compromiso con el periodismo, una mujer que no vacila para sacar la verdad a la luz. La actriz Natalia Verbeke da vida a Rebeca, una forense aparentemente moderna pero con un fondo conservador, pues quiere lo que se espera de una mujer en aquella época: casarse y tener hijos. Es probablemente el personaje menos creíble, no por ese proyecto convencional en el que se educaba a las mujeres sino por el moderno rol profesional en el que aparece. María Casal interpreta a Laura Pontón, tía de Clara, una diva del teatro adelantada a su tiempo, con muy buenas conexiones con el régimen y la alta sociedad. Se la retrata como una mujer cosmopolita, que gracias a su dinero y su profesión puede hacer lo que quiere, pero no por ello libre de crítica. Las mujeres de barrio la insultan porque es el ejemplo de lo que la dictadura construía como mujer caída, especialmente por su sexualidad, no controlada por nadie. También hay espacio para las otras: mujeres prostituidas, víctimas de violencia o madres coraje, especialmente en la zona rural. Existe una importante diferencia en cómo se retrata a las mujeres urbanas (libres, modernas y jóvenes) frente a las rurales (ancianas y muy tradicionales) en un binomio quizá demasiado exagerado. La violencia contra las mujeres aparece claramente rechazada, aunque de forma poco creíble si tenemos en cuenta la sociedad real de entonces, con

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Encarnación Margarita Isabel Verdugo Díez, conocida popularmente como Margarita Landi (1918-2004) fue una de las primeras mujeres que se especializó en el género de sucesos. Su diplomatura en criminología la ayudó a sobresalir con brillantez en el oficio.

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una gran tolerancia y sin leyes de protección. La cultura machista se desliza, sobre todo, en el paternalismo con el que se trata a las mujeres. Las mujeres en el ejercicio del periodismo, en un contexto de poca presencia femenina, aparecen de forma muy positiva, pues las redactoras, tras algunos episodios de hostilidad, son aceptadas y reciben reconocimiento y respeto por su buen trabajo. En este sentido, se trata de una imagen idealizada porque en ningún capítulo aparecen cuestiones que se han podido ver en otras series ambientadas en la misma época y contextos similares (como la estadounidense Mad Men), relacionadas con el ascenso profesional, la discriminación salarial o el acoso sexual. La imagen que la ficción ofrece de las mujeres, la violencia de género o el machismo es más una lectura actual. Se trata de un discurso que introduce temas contemporáneos de forma comprometida y crítica, aunque desde un enfoque con licencias históricas. Ello permite la identificación del público y la adscripción de la serie a un discurso progresista que, sin embargo, es más una memoria aspiracional (lo que hubiéramos querido que fuera, pues la apertura del régimen a las actitudes progresistas no fue para tanto) que una memoria de lo real. Es decir, los guiones intentan mostrar su compromiso con los derechos de las mujeres y responder a las reclamaciones feministas, que demuestran el sesgo androcéntrico de la ficción hegemónica, de manera que se construye un discurso contemporáneo. Sin embargo, desde el punto de vista de la realidad histórica no deja de ser una aspiración proponer que la mayoría de las mujeres que vivieron durante el franquismo experimentaron vidas personales y laborales tan apasionadas pero poco frecuentes como la de Margarita Landi.

A modo de conclusión El Caso. Crónica de Sucesos es un ejemplo del tipo de ficción seriada histórica que, en España y en los últimos años, ha sido la gran apuesta de la mayoría de cadenas de televisión. Desde el principio del ciclo de producción que comenzó en la década de los noventa del siglo pasado, se apostó por las series pensadas para audiencias familiares, lideradas por series profesionales y sobre todo históricas, tal y como ocurre en el

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resto de países de nuestro entorno cultural. Serie histórica es, en este sentido, aquella que recrea hechos históricos o bien la que sitúa sus tramas de acción en el pasado. Muchas de ellas, como El Caso. Crónica de Sucesos, se apoyan o inspiran en hechos reales. En la creación de Fernando Guillén Cuervo se ofrece una política de la memoria que podríamos denominar nostálgica, en el sentido de recuperar un imaginario positivo, algunas veces mitificado, del ejercicio de una profesión siempre controvertida en una época compleja y en un medio de comunicación paradigmático como fue el semanario El Caso. Se construye así una memoria que legitima (en este sentido podríamos incluso decir que repara) la historia de un medio de comunicación que explica toda una época, la de la dictadura, pero que fue denigrado entonces (recordemos que se denominaba despectivamente como «el periódico de las porteras») y también ahora, al no formar parte prácticamente de ninguna de las historias sobre periodismo en España. Paradójicamente, esta memoria, al mismo tiempo, es capaz de hacer una crítica sobre un periodo de la historia de España caracterizado por el machismo, la homofobia o la ausencia de derechos fundamentales como la libertad de expresión. Es cierto que la crítica puede parecer en ocasiones superficial, pero hay que situarla en el marco de un producto de entretenimiento, con un dramatismo muy contenido, pensado para un público mayoritario y un consumo familiar. Con todo, en algunos aspectos la propuesta crítica se articula desde cierto anacronismo, al proponer una lectura contemporánea sobre la realidad histórica. En la línea de otras producciones de éxito, que buscan impulsar el protagonismo femenino y criticar la discriminación de las mujeres y especialmente la violencia de género, la ficción ofrece un panorama laboral y personal de sus personajes probablemente imposible durante la dictadura, aun a finales de los años sesenta, cuando se produce cierto aperturismo en el régimen. De ahí que se pueda considerar no tanto como un discurso que crea memoria, sino como un discurso que aspira a ella. Es decir, los guiones (sobre todo en las cuestiones de género) elaboran una representación de lo que hubieran querido que fuera el pasado, no del pasado mismo, pero la utilización de códigos cinematográficos realistas para recrear aquel periodo

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ayuda a crear la ilusión de que han sido construidos realmente como memoria. Una única cuestión presenta algunos problemas desde el análisis de género. Teniendo en cuenta la gran personalidad y trascendencia de alguien como Landi, excepcional en su época y que aparece sin lugar a dudas a través de Margarita Moyano en la serie, los guiones presentan una contradicción, pues no es Moyano la protagonista que hubiera dado la réplica profesional, de igual a igual, al personaje de Jesús Expósito. Mientras que Moyano aparece como personaje secundario (aunque se le dedica en exclusiva uno de los capítulos), el personaje que se mide con Expósito es el de una joven inexperta y atractiva redactora recién llegada. Quizá para buscar cierta tensión sexual (aunque no parece que ambos personajes estén destinados a cruzar sus proyectos sentimentales), como rutina habitual del discurso audiovisual que construye parejas desequilibradas desde el punto de vista de la edad y la belleza o, simplemente, para complacer la mirada m ­ ainstream, el hecho es que en El Caso. Crónica de Sucesos se reproduce cierto sexismo y prejuicio etario al no ofrecerse el papel ­protagonista a Moyano y poner en su lugar a una chica joven y guapa. Para concluir, hay que señalar que la ficción de TVE y Plano a Plano es un producto de mucha calidad, gran factura técnica, excelente trabajo actoral y, en definitiva, muy bien construido en el plano técnico y artístico. Desde el punto de vista de la memoria, repasa el control militar y eclesiástico de toda la sociedad, la pulsión de la clase media, los privilegios de las élites, el control de la educación por parte de la Iglesia, la doble moral sexual y, sobre todo, la represión de la libertad que, en la serie, se centra especialmente en lo relacionado con el ejercicio de informar. Constituye un relato que, aunque quizá excesivamente nostálgico, recupera y repara la historia sobre derechos fundamentales como el ejercicio de la libertad de información y sobre las libertades individuales de las mujeres, a las que ofrece papeles relevantes y definidos desde la autonomía personal y profesional.

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Un modo de ser mujer: género y posguerra en el cómic El ala rota de Antonio Altarriba y Kim (2016) Lieve Behiels KU Leuven

Introducción El tema de la (pos)memoria se ha convertido en un importante objeto de interés en los estudios hispánicos de cómics1 y de tal modo enlazan con el boom de la memoria en el discurso cultural sobre la Guerra Civil y la dictadura a partir de 1998 (Labanyi 2009: 26). Cada vez son más numerosas las contribuciones al campo de los estudios de la memoria que se basan en análisis de cómics sobre la posguerra

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No nos vamos a extender sobre el debate terminológico acerca de los vocablos «historieta», «cómic» o «novela gráfica». Nos parece convincente la argumentación de Santiago García para distinguir la novela gráfica de otras producciones de arte gráfico secuencial: «La dinámica es más parecida a la que ha regido las relaciones entre escritores y editores en el mundo de la literatura de autor. El creador es quien concibe la obra y negocia su publicación con el editor, que interviene en un grado diferente según los casos, pero que no es ni el propietario ni el patrón del encargo. Bajo este régimen se abren posibilidades inimaginables en etapas anteriores: no hay necesidad de plegarse a géneros, periodicidades o personajes recurrentes, pero tampoco obligación de eludirlos» (2011: 259). Aunque esta definición podría convenir perfectamente a la obra de Altarriba, en este estudio utilizaremos cómic como término englobador.

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(véanse ­Nonnenmacher 2006, Merino y Tullis 2012, Galán Fajardo y Rueda Laffont 2016, Harris 2017, Moreno-Nuño 2009, Reggiani 2014, Bórquez 2016, Súarez Vega, 2018). El autor más estudiado en este contexto es, seguramente, Carlos Giménez, que con la serie Paracuellos ya inició en 1976 la reflexión gráfica sobre las miserias de la posguerra, pero le siguieron otras obras, como Un largo silencio: las memorias de Francisco Gallardo (2011) de Miguel Gallardo, así como El arte de volar (2009) y El ala rota (2016) de Antonio Altarriba y Kim, y más recientemente, Estamos todas bien (2018) de Ana Penyas. Mientras Carlos Giménez y Miguel Garrido se centran en protagonistas masculinos, en sus cómics biográficos Altarriba presenta dos personajes centrales: en el primer libro, su padre; en el segundo, su madre. Como la segunda mitad de la vida de esta mujer transcurre después de la Guerra Civil, nos parece interesante analizar la representación de dicha figura femenina. Lo que nos interesa destacar es que, en la trayectoria de este personaje de origen campesino humilde, «la sujeción de la mujer» impuesta por el régimen franquista (Molinero 1998: 203) no tuvo el impacto que pudo tener en mujeres de medios urbanos más liberales, como las que describe, por ejemplo, Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la posguerra (1987). Los aires liberadores que trajeron los años de la Segunda República no habían llegado a muchas mujeres del campo de Castilla. El guionista Altarriba es catedrático de la Universidad del País Vasco, ensayista, novelista, estudioso del mundo de la historieta y guionista de historietas. Entre sus obras recientes destaca su colaboración con el dibujante Keko, que dio por resultado El perdón y la furia (2017), un encargo del Museo del Prado a partir de dos cuadros de Ribera, Yo asesino, sobre un asesino que considera que matar es un arte (2014), y Yo loco (2018), sobre los abusos de la industria farmacéutica. Por El arte de volar (2009), Altarriba y el dibujante Kim consiguieron en 2010 el Premio Nacional del Cómic. En esta novela gráfica, el guionista relata, desde la identificación del amor filial y con el distanciamiento necesario del artista, la vida de su padre, un héroe f­ racasado

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de la Guerra Civil.2 En El arte de volar, la madre del narrador es una figura secundaria y Altarriba se dio cuenta de que había sido injusto con ella: «La figura de mi madre no merecía el tratamiento que le daba en el cómic: contrapunto beato y frígido de la trayectoria épicarebelde-trágica de mi padre. Se diría que sólo estaba allí para realzarle a él» (Altarriba 2016: 257). El ala rota surge, pues, de «un afán de reparación» (258) y lanza a su autor en busca de información sobre una persona de la que sabía muy poco. Así como El arte de volar constituye un juego contrapuntístico entre la Historia con mayúscula de la República y la Guerra Civil y la trayectoria vital del padre, un republicano vencido, El ala rota sitúa el relato biográfico de la madre frente a lo que Altarriba llama «la historia oculta de España» (259): la oposición monárquica a la figura de Franco, de la que tampoco sabía casi nada. Estas biografías poseen hasta cierto punto un carácter autobiográfico, porque contar la vida de los padres implica narrar al menos los primeros años de la vida propia. Al mismo tiempo, hacen hincapié en la interrelación entre la historia personal y los grandes acontecimientos históricos —la Historia con mayúscula— en la que los padres intervinieron activamente. Aunque no ahondaremos en ellos, los paralelos entre ambas novelas son obvios, tanto en la estructura de los relatos como en la narración propiamente dicha, en el título y en la presentación gráfica. Los dos libros obedecen a una estructura circular: empiezan y terminan con la muerte del protagonista. Tienen una división en grandes 2

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Además de un gran éxito entre el público lector —en 2017 salió una tercera edición revisada y ampliada—, El arte de volar ha sido objeto de un notable interés por parte de la crítica académica, que lo considera, conjuntamente con el ya mencionado Paracuellos de Carlos Giménez y con la inevitable referencia a Maus de Art Spiegelman, fundamental para la reconstrucción de la memoria histórica española (véanse Merino y Tullis 2012, Harris 2017, Bórquez 2016, Espiña Barros 2015, Piedras Monroy 2017). Otros estudiosos (Galán-Fajardo y Rueda-Laffond 2016, Tronsgard 2017, Suárez Vega 2018) analizan El arte de volar y cómics similares como un ejercicio de posmemoria. Benoît Mitaine (2015) estudia las cláusulas del pacto autobiográfico para libros como El arte de volar y Un largo silencio, en los que los hijos cuentan gráficamente la vida de sus padres a partir de los textos que estos les dejaron.

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c­ apítulos, correspondientes a fases importantes en las vidas respectivas del padre y de la madre. El ala rota, la imposibilidad de volar, retoma la metáfora del vuelo que sustenta El arte de volar. En ambos libros se narran varias escenas: la boda, las relaciones sexuales problemáticas de la pareja, el nacimiento del hijo, el desahucio. El mismo autor subraya la complementariedad entre ambos libros: «[...] mientras El arte de volar tenía vistas sobre la España más social, El ala rota las tiene sobre la España más dictatorial. Independientemente de ello, en ambos casos, pensé que se iba a tratar de recordar, y, al final, ha sido, sobre todo, cuestión de descubrir, de aprender» (Altarriba 2016: 262). En lo que sigue, proponemos un análisis de la manera en que la protagonista de El ala rota queda modelada por su entorno social. Ya que la novela gráfica es un género multimediático, dedicaremos bastante atención al análisis visual. La yuxtaposición de viñetas y su repetición con variaciones es determinante para el ritmo del relato y la ironía de la narración pasa tan a menudo por las imágenes contrastadas como por las palabras. Como Antonio Altarriba ha puesto a disposición el guion muy detallado de la novela gráfica en su página web,3 podremos aprovechar algunos de sus comentarios para entender mejor su enfoque sobre la figura materna, teniendo en cuenta que no hay que confundir la intención del autor con el efecto que produce la obra en el lector.

El prólogo: la mujer inhibida En las primeras páginas de la novela gráfica que figuran como prólogo, el narrador se da cuenta de que tanto él como su padre habían ignorado siempre que Petra, su madre, era incapaz de estirar el brazo izquierdo. A partir de allí, esta minusvalía se va a convertir en leitmotiv: repasando las pocas fotos que posee, el narrador se percata de que su madre disimulaba muy bien su discapacidad (Altarriba y Kim 2016: 9).

3 www.antonioaltarriba.com

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Figura 1. Prólogo (Altarriba y Kim 2016: 9)

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La imagen (figura 1) orienta la mirada del lector hacia el brazo izquierdo de la mujer, debido al plano en ligero contrapicado, y los dedos del narrador, que sujetan sendas fotografías en las que se la ve sosteniendo el bolso con el brazo izquierdo inmovilizado; mientras, en las viñetas siguientes se produce un efecto de zum: se va aumentando la porción de una foto en la que Petra tiene cogido a su hijo en ese brazo. Comenta el guionista: «Crecí subido al brazo manco de mi madre. Sin fuerzas y sin movilidad consiguió levantarme en alto. La imagen tiene una fuerte carga simbólica. La ausencia de texto la refuerza» (Altarriba 2019: 8). Ignorar esta minusvalía equivale a ignorar todo lo importante sobre esta mujer y la novela gráfica constituye, pues, el resultado de la búsqueda de lo que fue. La discapacidad de Petra se origina el día de su nacimiento: su madre falleció a los pocos minutos de haber dado a luz y su padre estaba tan desesperado que quería matar a la recién nacida. No lo consiguió, pero le rompió el brazo, y como no había dinero para gastos médicos, la niña nunca tuvo un tratamiento. Puntualmente aparecen en la novela imágenes de Petra con el brazo inmóvil, incluso cuando la atención del lector se dirige a otros aspectos. Unos ejemplos de la primera parte: cuando la pequeña se presenta inopinadamente en casa del padre que la había rechazado, el interés del lector se concentra en primer lugar en el encuentro y en el diálogo, pero en una segunda lectura no puede menos que observar el bracito izquierdo artificialmente pegado al cuerpo de la niña (Altarriba y Kim 2016: 36). Algo similar ocurre cuando la pequeña aprende a cocinar (49), cuando limpia la casa (60), al tener en brazos a un sobrino (79). También se nos ofrecen viñetas con función de pausa narrativa con retratos de Petra con el brazo izquierdo pegado contra el cuerpo, como cuando ya adolescente lleva la comida a los familiares en el campo (66) o cuando se da cuenta de que su padre acaba de quedarse paralítico y tendrá que cuidar de él (75). Así se consigue, a lo largo de la novela gráfica, un potente efecto de lo que Thierry Groensteen llama «trenzado»: una relación más allá de la simple causalidad o de tiempo consecutivo entre dos o más viñetas dentro de la trama secuencial (2007: 50). En el nivel de la macroestructura, la novela contiene cuatro capítulos titulados «Damián 1918-1942» (Altarriba y Kim 2016: 13-93),

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«Juan Bautista 1942-1950» (95-136), «Antonio 1950-1985» (137213) y «Emilio 1985-1998» (215-254). Todos los títulos corresponden al nombre de un hombre que desempeña un papel importante en la vida de Petra, lo que parece confirmar, a primera vista, el papel dependiente de la protagonista: su padre, su empleador, su marido y su amigo en la residencia de ancianos donde termina su vida. El tiempo privado prima sobre el tiempo público que distinguiría tal vez entre el periodo de preguerra, el de la Guerra Civil y el de la posguerra. Un breve resumen: la vida de Petra discurre en una familia pobre en Pozuelo de la Orden, un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid, en el que las niñas no acuden a la escuela. Después de la muerte de su padre, va a trabajar a Zaragoza en la casa del capitán general de Aragón, Juan Bautista Sánchez González. Deja de trabajar cuando se casa con Antonio Altarriba, que ha vuelto del exilio en Francia. Tiene un hijo. Antonio consigue cierto bienestar pequeñoburgués hasta que se queda en la ruina. La convivencia se degrada hasta el punto de que Antonio, a punto de suicidarse, insiste en la separación. Petra pasa los últimos años de su vida en una residencia de ancianos.

Socialización en un entorno de mujeres devotas Nada más nacer, la niña es salvada y recogida por una comunidad de mujeres: su hermana, unas tías, unas mujeres del pueblo. En esta comunidad tradicional, como en toda la Europa del siglo xix y principios del xx, había un espacio político, asociado con lo secularizado y masculino, y otro religioso, asociado con lo privado y lo femenino. Como explica Inmaculada Blasco Herranz, «en la conformación de la identidad femenina a lo largo del siglo xix, la religión constituyó un elemento central, que pasó a convertirse en un atributo más de la feminidad» (2010:14). En el caso de España esta religión era el catolicismo. En Pozuelo de la Orden, la política es asunto de hombres —ellos celebran en la plaza y en la taberna la proclamación de la república en 1931 (Altarriba y Kim 2016: 61-62)—, la religión es asunto de mujeres. Son ellas las que llevan a bautizar a la pequeña en una iglesia en la que no están presentes los hombres de la familia (24). Es el cura

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quien le impone el nombre de Petra, y este nombre se convierte en tema de conflicto entre el representante del orden conservador, quien se ha apropiado simbólicamente de ella, y el padre que, como buen anarquista, había escogido para sus hijos nombres de vegetales (33). Petra no va a la escuela y su hermana mayor la prepara para ocupar su lugar de responsable del orden familiar. La tía quiere dejar la perspectiva de futuro más abierta: —Florentina, ¿por qué tienes tanta prisa en enseñar a cocinar a la niña...? Todavía es muy pequeña... se puede cortar.... —Es lo que le va a tocar en la vida... Así que, cuanto antes aprenda, mejor.... —¿Tú qué sabes...? Puede que Petrita tenga más oportunidades que nosotras... Algún día las mujeres saldrán de los fogones... —Ya... cuando las ranas crían pelo. (49)

Petra pide a su hermano que le enseñe a leer y a escribir, pero este se niega argumentando que «Las mujeres no necesitáis ir a la escuela... Mejor para vosotras, porque es un tostón» (52). Finalmente, será su padre el que la enseñará. Cuando el padre descubre que su hija mayor, Florentina, está preñada, la echa de casa, por aquello de «¡Perder el honor de la familia! ¡Lo único que nos quedaba!» (57), un exabrupto calderoniano no muy consecuente con sus ideales políticos.4 Petra busca consuelo en la iglesia y se enfrenta a un cura que parece reducir el pecado al ejercicio de la sexualidad y busca satisfacer su lascivia reprimida arrancando confesiones y confundiendo así a la pequeña: —¿Necesitas confesión? —No padre....

4 En la época, no era infrecuente que entre hombres de izquierda el deseo de progreso y libertad se limitara al género masculino. Mary Nash cita a Antonia García, comunista y activista antifascista que afirmaba que «los hombres son comunistas, socialistas o anarquistas de cintura para arriba» (1999: 173).

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—Pero no olvides que los hombres tienen el diablo en el cuerpo... Un diablo rojo y encendido que quieren apagar en las mujeres... Y tú empiezas a ser mujer... —¿Un diablo rojo...? (59)

Comenta el guionista: «[El cura] manifiesta la obsesión eclesial por el sexo e instruye a Petra en cuestiones que no le afectan, ni siquiera conoce» (Altarriba 2019: 63). La designación «mujer» no corresponde realmente a la niña insignificante que anda al lado del imponente cura y que resulta aún más pequeña debido al enfoque de la viñeta, un plano picado observado desde las alturas. Son las propias mujeres las que sostienen la moral católica conservadora. La novela muestra una escena en el lavadero (Altarriba y Kim 2016: 64-65) en la que se produce una discusión sobre los valores familiares. Alguna vecina estigmatiza a Florentina, que tiene «un niño nacido del pecado» (64). Se escuchan los tópicos al uso: «La mujer tiene que reservarse pura para el matrimonio... por su propia dignidad y por la honra de su familia...» y «No es buena mujer la que le consiente al hombre.... Y le deja hacer sus marranadas... a saber si disfruta con ellas...» (65). Como Florentina se quedó preñada del joven con el que ya tenía una relación estable y proyectos de matrimonio, su situación se resuelve de modo satisfactorio para ella, aunque ello implique censuras por parte de las mujeres «decentes» y el alejamiento de su familia. A Petra ya no le quedarán dudas sobre la doble moral, tolerante con los hombres pero despiadada con las mujeres, cuando, después de ser víctima de violación, quiere buscar la ayuda de su padre pero le sorprende con una amante (69). Se dirige a la iglesia, donde el cura está repitiendo su estribillo sobre los hombres, lo que la motiva a negar la confesión —ella no ha hecho nada malo— y a callarse (70). Los años de la Guerra Civil no cambian la vida de Petra en lo sustancial. Uno de sus hermanos se alista voluntario, para mayor desconcierto de su padre: «¿Vas a luchar contra la república...?». Contesta el chico: «Es que estamos en zona nacional... Y, además, seguro que Franco gana la guerra...» (80). La devoción y el culto de las imágenes la ayudan a sobrellevar la dureza de su existencia, a cargo de un padre

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paralizado. Una vez más, la joven acude a la iglesia para rezarle a la Virgen. En una de las escenas más impactantes del libro, Petra utilizará la religión como estratagema para salvar la vida de su padre. En el momento en que entra un grupo de falangistas armados dispuestos a liquidarlo, invoca la religiosidad que todos comparten para empezar a rezar: —¿De qué sindicato eres...? ¿De la CNT...? —Aquí nadie es de nada... Todos somos de Dios... y de su santísima Madre... que también es vuestra.... Arrodillaos y rezad conmigo... —Pero... —Dios te salve María, llenas eres de gracia... —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... —Amén... —Ese era mala hierba... Teníamos que haberle dado el paseíllo... —Olvídalo, Luis... Es un inválido... Le quedan cuatro días. (85)

La religiosidad es lo que le proporciona valor y capacidad para actuar. Aunque no cabe dudar de la sinceridad de la fe de Petra y nada indica que su intervención fuera más que el fruto de una feliz inspiración, la transformación de los cuatro falangistas de miradas asesinas en mansos corderos puestos de rodillas tiene un efecto irónico en el lector.5 Si es cierto que el «nuevo modelo de masculinidad» impulsado por la Falange «recupera la fe como atributo del hombre español», en la escena descrita están lejos de encarnar la figura ideal mitad-hombre mitad-soldado (Blasco Herranz 2014: 62).

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Aunque conviene separar el efecto en el lector de la intención de Altarriba, es interesante referise aquí al guion, que apunta a la espontaneidad de Petra y la autenticidad de su fe: «Petra se ha arrodillado ante la imagen de la Virgen y reza con fervor. Tiene las manos juntas y toda su figura irradia espiritualidad. Encarnación viva de la fe, desconcierta a los falangistas». Esta autenticidad no impide que «con su devoción, se ha convertido en la verdadera jefa». Destaca la incongruencia del lugar de oración: «La escena oscila entre el dramatismo, el humor y el disparate surrealista. Al fin y al cabo, están rezando ante una estantería de peluquería, todavía con productos capilares, y entre un sillón de peluquero y un espejo» (Altarriba 2019: 90).

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Ser mujer y pobre en la posguerra A la muerte de su padre en 1942, como tantas otras jóvenes de su generación, Petra deja el pueblo para ir a servir a la gran ciudad, en este caso Zaragoza. Su bagaje consiste, pues, en un profundo sentimiento religioso católico tradicional, unas destrezas domésticas probadas y una disposición a ayudar y complacer a los demás. Llega a ser gobernanta del servicio de la residencia del capitán general de Aragón, el general Juan Bautista Sánchez González, militar monárquico de brillante carrera (Blázquez Miguel 2018) y gobernador general de Aragón entre 1945 y 1949. Sánchez González llegó a criticar a la Falange delante de sus subordinados (Casals Meseguer 2008: 249). Petra obtiene el puesto porque a la respuesta de si tiene «amigos o familiares de Falange o que estén en el Movimiento» contesta con una negativa (Altarriba y Kim 2016: 100). La segunda parte del libro nos ofrece una visita a la intrahistoria de la posguerra. El lector ve a una mujer que no parece resentida en su posición subalterna, sino que se la nota contenta de poder demostrar su sentido de la organización doméstica a gran escala, feliz con los hijos de sus señores y agradecida por el trato respetuoso. La domesticidad constituye «el pilar principal» de su identidad (De Dios Fernández 2013: 107), junto con la religiosidad. La poca vida social que tiene se limita a contactos con otras mujeres que, como ella, han dejado su lugar de origen para convertirse en sirvientas. Los nuevos ricos son objeto de crítica, pero las discusiones de las mujeres tratan, sobre todo, de temas relacionales y no de cuestiones políticas. El ambiente de pueblo se ha mudado para la ciudad, pero la mentalidad no cambia y sigue circulando el rechazo de la sexualidad: «Los hombres sólo traen problemas... tienes que estar a su servicio... y aguantar sus cochinadas... que siempre piensan en lo mismo» (Altarriba y Kim 2016: 109). Para las compañeras de Petra, es esencial que se busque un novio, y hasta le regalan una imagen de san Antonio para que le rece (122). Como explica Carmen Martín Gaite, «el culto a la feminidad, inculcado por tantos flancos desde la primera infancia, llevaba aparejado el aborrecimiento de la soltería» (1987: 53). El rechazo de la joven treintañera se traduce visualmente en la suerte que reserva

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a la imagen, que se convertirá en otro leitmotiv: de mirarlo de frente en la mesa de su amiga y en su habitación, termina por darle la vuelta, de modo que el santo se queda con la cara hacia la pared (Altarriba y Kim 2016: 123). El porqué del rechazo se deja a la apreciación del lector: tal vez la soltería le daba a Petra una autonomía que no estaba dispuesta a abandonar, ahora que había conseguido dejar atrás la soledad y el atraso del pueblo y empezaba a gozar de algunos discretos encantos de la vida en la gran ciudad.6 Sería un posible motivo de resistencia a la presión de su entorno, como lo podría ser también el recuerdo de la violación que sufrió. La tercera parte de la novela, titulada «Antonio 1950-1985», relata la difícil relación conyugal entre los esposos. La estructuración visual de la primera viñeta, que ocupa media página, no promete nada bueno (139). El fuerte contrapicado minimiza a la joven pareja, vista de espaldas, y engrandece la figura colosal del cura que celebra la ceremonia. Los seres humanos solo ocupan el tercio inferior de la viñeta. Quedan aplastados por el cuadro que descuella sobre ellos. La verticalidad del espacio es reforzada por las columnas que rodean el cuadro e intensifican la perspectiva. En este contexto, no son los novios los protagonistas de su boda. Cuando el cura pronuncia la tradicional cláusula «hasta que la muerte os separe», Antonio pone cara de susto y Petra dirige la mirada hacia el suelo (140). El guionista comenta: «Hasta la propia Petra parece superada por el tamaño de la carga que la Iglesia deposita sobre su relación» (Altarriba 2019: 145). Teniendo en cuenta su educación en un entorno extremadamente conservador y, sobre todo, el trauma no superado de la violación, de la que Petra se niega a hablar, la vida sexual de los recién casados no empieza con buenos augurios, aunque las viñetas que detallan las expresiones sucesivas en el rostro de la mujer, desde el dolor a la sonrisa 6

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Ortega López y Cobo Romero destacan que a partir de las primeras décadas del siglo xx «Miles de muchachas llegadas del interior rural se emplearon como criadas, nodrizas o amas de llaves de una emergente clase media urbana que necesitaba de sus labores y servicios. Por otro lado, la ocupación en la ciudad era una vía ideal para promocionarse económica y socialmente, sin necesidad de pasar por el matrimonio» (2017: 68).

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(Altarriba y Kim 2016: 142-143), matizan el fracaso. Conforme a la doctrina moral católica de Petra, las relaciones sexuales dentro del matrimonio deben servir a la procreación; como teme por su vida si tiene un segundo hijo, se niega a tenerlas tras dejar de amamantar a su hijo Antonio; amamantar es, junto con la abstinencia, el único medio de control de natalidad a su alcance (151). La consecuencia para las relaciones de pareja aflora en un intercambio de confidencias entre Petra y una amiga suya, Sarita. Sarita lleva en la cara las señales del maltrato físico, sancionado por la autoridad religiosa: su confesor le recomienda paciencia para aguantar. Petra cuenta que ya no hace el amor con su marido, que «los sábados sale con los amigos... vuelve tarde oliendo a mujer...» (167). Petra halla refugio de su miseria matrimonial en la práctica religiosa que transmite a su hijo. Esta relación queda ilustrada en el movimiento diagonal que une dos viñetas: la primera es un primer plano de la cara de Petra llorando en la cama, la segunda es otro primer plano de la mano de Petra tomando agua de la pila (170). La página siguiente empieza con medio plano de la mano de Petra, que pasa las gotas de agua bendita a la mano de su hijo (171). De un estatus modesto la familia pasa a la clase media y puede permitirse comprar un piso, que pierde cuando resulta que Antonio ha sido estafado por uno de sus socios y el banco se queda con la vivienda que servía de garantía. El desempleo, la pobreza y vivir tres personas en una habitación sin ventanas no contribuyen a arreglar la convivencia doméstica. Cuando después de más de treinta años de matrimonio el deterioro de las relaciones ha llegado a un punto culminante, Antonio hijo lleva a Petra a una residencia de monjas. Para su madre, la separación significa el fracaso de su manera de entender la vida: «El matrimonio es hasta que la vida nos separe... así que yo ya estoy muerta» (213). El paso a la residencia de ancianos es más que la antesala de la muerte. Es la ocasión de una renovada sociabilidad con otras mujeres de su generación, hasta de una amistad medio amorosa con un compañero, Emilio, relación tanto más seductora en cuanto totalmente prohibida por las monjas. Las reacciones morales de Petra siguen siendo las que le inculcaron en la adolescencia. Ahora sí se siente culpable y quiere confesar un adulterio. Lo que efectivamente se ha deteriorado

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es el poder del clero: el obispo ante quien se quiere confesar es otro huésped de la residencia al que se le ha ido la cabeza y se duerme al escucharla (236). Incluso aquí Petra no escapa a su suerte, que consiste en dedicarse a los demás: un día su hijo la encuentra haciendo de telefonista y recepcionista de la residencia (243).

La Historia con mayúscula en la vida de Petra En el nivel político, Petra es, sobre todo, espectadora: de amagos de violencia callejera por la izada de la bandera (110) o de discusiones entre los partidarios de la vuelta a la monarquía (111). La diferencia de estilo y de mensaje entre el gobernador civil, el falangista Tomás Romojaro, personaje histórico, entonces miembro del Consejo Nacional de FET y de las JONS, y el capitán general queda magistramente ilustrada en dos páginas enfrentadas de construcción paralela dedicadas a la celebración del décimo aniversario de la victoria del bando nacional (124-125). En la primera viñeta (figura 2) vemos un primer plano de la cara de Romojaro, ligeramente inclinada hacia atrás, en el que destacan la boca gran abierta, la mandíbula musculosa, mostrando furia, y la mano crispada en alto para subrayar el discurso; las líneas cinéticas que rodean la cabeza irradian cólera (Gasca y Gubern: 233). En la segunda viñeta se abre el plano, de modo que el lector puede observar a quienes le acompañan en la tribuna. Queda visible parte del busto del orador y es llamativo el contraste entre la camisa oscura y el uniforme de gala de la Falange, de color muy claro. En la tercera y la cuarta viñeta el plano se ensancha aún más, de modo que se hace visible la simbología franquista (el vítor, la bandera con el yugo y las flechas). Concluye el discurso con el brazo levantado. Comenta el guionista que «alcanza ademanes casi místicos» (Altarriba 2019: 129).

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Figura 2. Discurso de Romojaro (Altarriba y Kim 2016: 124)

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Figura 3. Discurso de Sánchez González (Altarriba y Kim 2016)

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En la página opuesta, las primeras hileras de viñetas también se dedican a un discurso, esta vez del capitán general (figura 3). En la primera viñeta aún se percibe un fragmento del vítor, pero durante el resto de su discurso desaparece de la vista el símbolo franquista. Ahora se evoluciona desde un plano medio a un primer plano. La gestualidad «resulta mucho más cordial» (Altarriba 2019: 130), las manos distendidas, las líneas cinéticas denotan un movimiento pausado y el personaje concluye sus palabras con una sonrisa. Aunque las expresiones faciales y los gestos del gobernador civil y del capitán general bastarían para dejar claro quién defiende el enfrentamiento y quién la pacificación, el estilo verbal de los dos oradores también es significativo. Romajaro lanza un discurso inflamado lleno de los tópicos al uso: la derrota de la «bestia roja», la «gloriosa cruzada de liberación nacional», «la mayor gesta de nuestra historia», «seguros de la victoria... porque Dios está con nosotros», para concluir gritando «¡Viva Franco...! ¡Arriba España...!» (Altarriba y Kim 2016: 124). El capitán general no adopta la dicotomía que opone un «nosotros» a un «ellos», tampoco la de la «victoria» frente a la «derrota». Da la bienvenida a la capitanía general «que quiere ser la casa de todos», evoca la urgencia de «olvidar los odios e iniciar la tarea común de reconstrucción» y llama a la «unión de todos los españoles». Contrarresta la alusión a la historia de España de Romajaro con una reminiscencia a los Reyes Católicos, siempre presentes en una retórica franquista que remite constantemente a la época imperial para legitimarse. Pero el capitán general, siendo monárquico, se desmarca presentando justamente la unión de los españoles como condición de la grandeza del país «a la que, desde los Reyes Católicos, aspira» (125). En la mentalidad de Sánchez González, recordar a Isabel y Fernando resulta más apropiado para los defensores de la monarquía que para los falangistas. A lo largo del discurso, el lector observa las miradas cada vez más extrañadas y las cejas levantadas de las autoridades presentes a su lado. «El tono conciliador se opone completamente a la política del régimen, y en aquellos años, suena a desacato», comenta el guionista (Altarriba 2019: 131), que ha ilustrado eficazmente las disensiones entre las distintas «familias» del régimen franquista.

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Petra solo figura allí para pasar la bandeja de copas de champán y para darle un recado de su patrón al asistente de este (Altarriba y Kim 2016: 127). Lo que le importa de verdad se observa en la viñeta que se contrapone a la despedida del capitán general de la fiesta: la primera aparición de Antonio, excombatiente anarquista recién llegado de Francia. Frente a los uniformados de fiesta en un salón lujoso, el busto en perfil de un hombre enfermo en una cama, en un cuarto relativamente oscuro y una voz en off preguntando: «¿No te parece guapo...?» Así, la intromisión de la Historia con mayúscula en la vida de Petra no solo se produce en su vida laboral, sino también en su vida amorosa, ya que Antonio es el exponente de unos ideales políticos que ella desconoce. De repente, san Antonio llega a ocupar un puesto de honor en la vida de Petra (128). Los dos se enamoran y después de un par de meses de noviazgo se casan. La Historia con mayúscula vuelve a irrumpir en su vida cuando su antiguo jefe, que ahora ocupa la capitanía general de Barcelona, la convoca para servir en una cena muy confidencial: ha invitado al príncipe Juan Carlos (figura 4). En una página se enfrentan irónicamente la Historia grande y la pequeña (165). Las dos viñetas superiores muestran al príncipe y a la sirvienta, en un mismo nivel jerárquico, desde la misma distancia y ambos frente a un decorado noble de cortinas de terciopelo, típico de la tradición del retrato español desde el siglo xvii. El príncipe está comiendo sopa y la sirvienta está esperando instrucciones, con el brazo izquierdo en una postura artificial. Acto seguido, en la tercera viñeta, vemos al pequeño Antonio sentado en el váter de la casa familiar llamando a su mamá. El contraste entre los dos ambientes no podía ser mayor: en la misma página se contraponen la brillantez de los oropeles de la alta sociedad y la humildad del cuartito tabú de una casa de clase media baja. La contraposición lleva al lector a concluir que el único príncipe que cuenta para Petra es su hijo Antonio.

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Figura 4. Mundos opuestos (Altarriba y Kim 2016: 165)

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Los contactos de Petra con la casa del capitán general se hacen más esporádicos. Petra llega a enterarse por Dionisio, el chófer de Sánchez González y hombre de su confianza, de que varios monárquicos, entre los cuales está el mismo capitán general, han muerto en circunstancias oscuras.7 Petra consigue que su marido, el exanarquista Antonio, ayude a pasar a Francia a Dionisio, exmilitar franquista que se encuentra en peligro.

Conclusión Frente al cuerpo de su madre muerta, el narrador se dice: «¡Qué poco sabía de ti, mamá...! O, peor ¡qué poco caso te hice...! No te escuché ni me preocupé en entenderte... Ahora cobran sentido muchas cosas... empiezan a encajar las piezas del puzzle...» (Altarriba y Kim 2016: 11). El cómic junta, pues, los pedacitos del puzle que Altarriba ha sabido reunir y armar. El periodo de posguerra, reconstruido en El ala rota, fue fundamental en la vida de esta figura, ya que la emigración del pueblo a la ciudad le proporcionó autonomía y desarrollo profesional. El lector no puede sino preguntarse cuáles habrían podido ser los éxitos de esta mujer de haber tenido acceso a unos estudios que sus circunstancias le negaron y de haber vivido en un sistema social que no condenaba el trabajo profesional de las mujeres casadas. A pesar de ser testigo, en un papel subalterno, de encuentros entre conspiradores monárquicos, las conversaciones escuchadas no parecen alimentar una conciencia política. El matrimonio con un ­exanarquista, t­ampoco.

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Sobre la actuación conspirativa del capitán general en pro de la restauración de la monarquía declara Blázquez Miguel: «La actuación de este general en estos últimos años está velada por múltiples misterios, pero lo que tiene mayores visos de verosimilitud es que se había distanciado del régimen del general Franco y estaba dispuesto a dar un golpe de Estado, sublevando a la guarnición de Cataluña para requerir para sí la presidencia del Gobierno. Su objetivo era erradicar la corrupción y, sobre todo, a la Falange, por lo que no extrañó que corrieran voces, más o menos fundadas, de que el tal infarto había sido simplemente un asesinato» (2018).

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Mientras en El arte de volar se nota una continuidad ideológica entre el padre y el hijo autor, no existía tal comunidad entre la madre y el hijo, que necesita una labor de reconstrucción para poder representarla. La exclamación del narrador no deja de evocar la dedicatoria que escribió Carmen Martín Gaite al inicio de sus Usos amorosos de la postguerra española: «Para todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas» (1987: 9). Aunque el ensayo de Martín Gaite describe sobre todo la educación sentimental de las jóvenes de la clase media urbana, apunta a la misma brecha generacional. Brecha generacional y tal vez brecha de género, teniendo en cuenta las vidas separadas que llevaban hombres y mujeres durante la posguerra, lo que exige por parte de Altarriba un mayor esfuerzo de empatía. Aunque la Sección Femenina de Falange, que retomó parte de su ideario de sujeción de las mujeres de la tradición misógina del catolicismo,8 no aparece en toda la novela, habrá quedado claro que los valores de esta institución son los que dominan la vida de la protagonista. Pero mientras la imposición del modelo de la mujer sumisa, destinada al matrimonio y a la procreación, podía significar un retroceso para jóvenes nacidas en un ambiente liberal, para las mujeres de origen campesino humilde, como Petra, este modelo no era más que la perpetuación de lo adquirido en la adolescencia. Petra seguirá emocionalmente anclada en este periodo, y aunque España pasa por un proceso de cambio vertiginoso a partir de 1975, estos cambios ya no la pueden afectar, como tampoco pudieron alterar el rumbo de la vida de su marido, tal como queda descrito en El arte de volar (Monroy 2017: 66). Sin embargo, Antonio Altarriba no convierte al personaje de Petra en una víctima. Aunque al final de su vida se pregunta si alguna vez alguien cuidará de ella, que se ha pasado la vida

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Como observa Carme Molinero: «Ciertamente, los programas fascistas respecto a la mujer tuvieron poco de original. […] en la ideología fascista de la mujer se ven reflejados clarísimamente los prejuicios antiguos, en particular la sólida influencia del antifeminismo católico, de la misoginia paulina especialmente consistente en Italia y España» (Molinero 1998: 102).

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cuidando de los demás (Altarriba y Kim 2016: 207), y se da cuenta de que ha tenido a los representantes de Dios en la tierra en demasiada estima (233), sigue asumiendo responsabilidades hasta el final de su vida. Esta figura tiene capacidad de actuar, como a la hora de salvar la vida de su padre, buscar un empleo, escoger marido y poner punto final a las relaciones sexuales con él. Toma sus decisiones de manera consciente y acepta las consecuencias. Sigue aprendiendo y amando hasta el final de su vida. Esta figura de mujer casi ha conseguido hacer olvidar el ala que le rompieron al nacer.

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Memorias de violencia en la Guinea Ecuatorial colonial y el Madrid de posguerra en Annobón (2017) de Luis Leante Diana Arbaiza Universiteit Antwerpen

La revisión crítica sobre las intervenciones coloniales constituye una asignatura pendiente en muchas naciones europeas y, sin embargo, el grado de desconocimiento de Guinea Ecuatorial en España resulta alarmante. Esta increíble «desmemorización» es en parte atribuible a que el «pacto del olvido» de la Transición (Aguilar Fernández 2002) abortó el proceso de autocrítica que la nueva democracia española debía haber realizado sobre su reciente pasado colonial. Como Juan Aranzadi (2014) ha señalado, este olvido también se debe a la férrea censura sobre las noticias de Guinea durante los últimos años del régimen, así como al interés por solapar las relaciones, complejas y éticamente cuestionables, que la España democrática ha mantenido con Guinea Ecuatorial. En la última década varios investigadores han realizado un valioso examen crítico del archivo colonial (Sampedro 2008, Valenciano y Bayre 2014, Plasencia Camps 2015), pero simultáneamente ha emergido una problemática producción cultural que se vende como la «recuperación» del pasado colonial en Guinea. El éxito de obras como Palmeras en la nieve (2012) atestigua que la visibilidad que esta colonización ha adquirido en la esfera pública española se ha obtenido con frecuencia a través de un retrato nostálgico. De esta manera, la representación del c­ olonialismo español en África

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no parece haberse librado del fenómeno de la memoria fetiche que José Colmeiro (2005: 22) denunciaba hace más de una década ante la explosión de memorias sobre la Guerra Civil y la dictadura. Para Colmeiro, la sociedad española se movía entonces entre un «tira y afloja entre memoria y amnesia», con una memoria epidérmica y objetivada erigiéndose como sustituto del debate colectivo. Lamentablemente, esta evaluación es todavía característica de cómo suele abordarse en España el periodo colonial en Guinea. A la espera de un digno debate público, las obras que proliferan al respecto legitiman la memoria de los excolonos y subrayan los «beneficios» que trajo la colonización. Como ha sostenido Sara Santamaría, muchas de ellas han adoptado las estrategias del que fue hasta hace poco el discurso dominante sobre la Transición española como momento de consenso nacional y de proyección al futuro. Al aplicar las claves del relato modélico de la Transición, estas obras abogan por una reconciliación entre Guinea Ecuatorial y España que evita el reconocimiento de las atrocidades del régimen colonial mientras comulga con las actuales políticas neoliberales de la relación bilateral (2018: 447-449). Luis Leante ya había manifestado su interés por el pasado colonial español en otras dos novelas: Mira si yo te querré (2007), ambientada en el Sáhara español, y Cárceles imaginarias (2012), situada parcialmente en Filipinas. Las entrevistas a Leante así como el tratamiento del pasado colonial en sus obras revelan a un autor consciente de la amnesia de la sociedad española respecto a sus antiguas colonias y de la urgencia, aunque también de las dificultades, de fomentar un debate sobre la memoria colonial. En Annobón, Leante aborda su primera representación guineana alejándose de la restauración de los antiguos colonos y señalando el violento carácter de las dinámicas coloniales. Pese a su título, Annobón no se ciñe únicamente al escenario guineano, sino que gran parte de la novela transcurre en el Madrid de posguerra, espacio que adquiere también una nueva lectura gracias a la yuxtaposición con el episodio colonial. Leante reconstruye la historia de una figura real, el guardia civil republicano Restituto Castilla, que entre 1931 y 1932 ejerció como delegado del Gobierno en Annobón, la isla más remota de las posesiones españolas en Guinea. Hoy olvidado, Castilla alcanzó cierta notoriedad en vida porque en 1932 asesinó

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a Gustavo de Sostoa y Stahmer, el gobernador de los territorios de Guinea, cuando este le anunció su traslado a Santa Isabel. La historia de Castilla fue recuperada por Gustau Nerín (2009), que divulgó el sumario del juicio guardado en el Archivo de Las Palmas y que después examinó Leante. En estos documentos Leante encontró evidencias de la personalidad obsesiva de un sujeto ofuscado con materializar su visión civilizadora aunque para ello perpetrara una violencia sistemática contra la población annobonense. Tras cuatro años encarcelado por el asesinato de Sostoa, Castilla fue puesto en libertad con la amnistía que el Frente Popular concedió a los presos políticos en 1936. Según Nerín, el verdadero Castilla se alistó como voluntario en las filas republicanas al comienzo de la Guerra Civil y fue ascendido a capitán durante el conflicto. Detenido por los sublevados tras la caída de Madrid, Castilla fue fusilado en 1940 en las tapias del Cementerio del Este de Madrid. En la novela Castilla no participa en la contienda, pese a lo cual es detenido como preso republicano en 1939 y condenado en 1940. Leante imagina el encarcelamiento de Castilla en el Madrid de posguerra, creando una historia ficticia que es, junto con el episodio guineano, el otro relato central en la novela: la relación entre Castilla y el abogado falangista encargado de su defensa, el personaje inventado de Alfonso Pedraza. Entre ambos surge una insólita relación en la que Pedraza se mimetiza con Castilla: el abogado no solamente inicia una relación con la esposa del preso republicano, Teresa Martín, sino que además, según la historia oficial de la novela, Pedraza habría atentado contra Franco con una navaja de afeitar, el mismo tipo de arma que Castilla empleó para asesinar a Gustavo de Sostoa. La trama de la novela se desarrolla a través de múltiples narradores y viene enmarcada por una breve primera parte, en la que un narrador testigo explica que ha asumido la tarea de escribir la investigación de su amigo, el periodista ficticio Enrique Herrero. Según este narrador, Herrero había entrevistado a las hijas de los protagonistas, Pilar Pedraza y Cesárea Castilla, con el objetivo de publicar una obra sobre los dos hombres, aunque finalmente habría desistido al encontrarse con versiones discrepantes y escasas certezas. Herrero no juega un gran papel en la historia, aunque su inclusión permite abrir la novela con el formato de la

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­ esquisa sobre el pasado tan preponderante en las obras de la memoria p histórica. La segunda parte y cuerpo principal de la novela consiste en las entrevistas que estas dos figuras ficticias, Pilar y Cesárea, habrían mantenido con Herrero. Los capítulos se alternan para ofrecer la perspectiva de una y otra mujer, aunque a la voz de estas narradoras se suma también un narrador extradiegético que a veces nos presenta el flujo de los pensamientos de Restituto Castilla y Alfonso Pedraza o proporciona información adicional sobre la historia. La yuxtaposición de dos relatos opuestos, como los de Pilar y Cesárea, no es un recurso único entre las obras de la memoria, pero igualmente constituye una loable estrategia para problematizar el concepto de historia y evitar así la representación del pasado como un simple objeto que se pueda redescubrir. Además, Annobón ofrece otra yuxtaposición, la del espacio colonial y la del metropolitano, que revela una serie de relaciones menos exploradas pero que merecen destacarse, al revisar tanto el pasado colonial como la España de posguerra. Como examinaré en este ensayo, Annobón no solamente retrata un pasado colonial necesario de recordar, sino que las correspondencias entre la violencia colonial y la represión del primer franquismo permiten reflexionar sobre los procesos de mimesis coloniales y su impacto en las formaciones ideológicas de la metrópolis. En la primera parte de este trabajo, analizo cómo la novela dibuja el Annobón colonial y el Madrid de posguerra como espacios en los que se producen procesos paralelos de represión e imposición ideológica. En este sentido, la obra de Leante visibiliza una dinámica entre colonia y metrópolis que los estudios coloniales vienen señalando en los últimos años: que la relación entre ambos espacios era mutuamente constitutiva y que la realidad metropolitana también se transformó por la experiencia y las prácticas desarrolladas en las colonias (Burbank y Cooper 2010: 3). En la segunda parte del ensayo, paso a considerar las elecciones creativas de Leante a la hora de narrar un pasado olvidado y violento. Al examinar las estrategias y omisiones del texto para afrontar la representación de la violencia, esta sección tiene como objetivo elucidar si en la novela se manifiestan procesos y dificultades similares para narrar el horror de cada contexto. Si como críticos aspiramos a que la cultura contribuya a visibilizar una memoria olvidada y a propiciar la

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reconstrucción de los vínculos sociales, también debemos interrogarnos sobre los desafíos de representar un pasado violento.

Annobón, Madrid: La perversa lógica de la violencia colonial Desde los años noventa, los estudios coloniales han insistido en que el fenómeno colonial ha generado formaciones ideológicas que han alterado profundamente la metrópolis. Mary Louise Pratt señalaba que las relaciones entre metrópolis y periferia proporcionaron el modelo inicial para la consolidación de los modelos nacionales en Europa (1992: 6-10), mientras que Edward Said sostenía que el imperialismo había desarrollado, entre otras formaciones, «forms of knowledge affiliated with domination» (1994: 9). En los estudios sobre el franquismo, se ha incidido ampliamente en la existencia de una nostalgia imperialista o en el icónico rol del imperio en el discurso identitario del régimen, pero con pocas excepciones (Labanyi 2001) se ha prestado poca atención a cómo la producción cultural metropolitana internalizó nociones e ideologías surgidas a raíz de la experiencia colonial. Por otro lado, varias investigaciones sí que han comenzado a destacar que las «formas de conocimiento» coloniales ejercieron un crucial impacto en la visión y organización de la «nueva España» de los sublevados. Los trabajos de Paul Preston (1994) y Sebastian Balfour (2002) iluminan de manera sobrecogedora la influencia que los diez años y medio de mando colonial en Marruecos operó en la visión políticomilitar del dictador y en el régimen que impondría en España. Como el mismo Franco afirmó: «Mis años en África viven en mí con indecible fuerza. Allí nació la posibilidad de rescate de la España grande. Allí se fundó el ideal que hoy nos redime» (citado en Preston 1994: 35). En la colonia africana Franco no solo se familiarizó con los principios económicos que aplicaría desastrosamente a la España de posguerra, sino que desarrolló su creencia en que la autoridad militar debía regir la vida política. En la Legión española que Millán Astray y Franco dirigieron en Marruecos cultivaron una cultura de violencia que, según Paul Preston, «enseñó mucho a Franco sobre la función ejemplar del

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terror» (1994: 49). Para Balfour, el conflicto colonial está «íntimamente conectado» con la Guerra Civil española (x), ya que la brutal violencia que Franco aplicó a la población colonial la emplearía años después en la Guerra Civil y en la represión de los años inmediatamente posteriores. Al analizar los discursos de civilización y barbarie en la España moderna, Susan Martin-Márquez ha afirmado que, aunque este binomio es frecuentemente inestable en la producción imperialista occidental, el caso de España muestra una complejidad excepcional: «the Spanish case is particularly complex due to the mise-en-abyme structures of internal and external colonization» (2008: 65-66). Martin-Márquez destaca las recíprocas acusaciones de salvajismo entre el Gobierno central y las comunidades periféricas, así como los actos de violencia institucional llevados a cabo por los diferentes Gobiernos. Esta mímesis colonial que Martin-Márquez observa en la interacción entre centro y periferia en la Península aparece también en las estructuras y el proyecto ideológico del franquismo y muy particularmente en la consideración de sus oponentes y en su visión de España. Jo Labanyi ha sugerido que el Estado franquista aplicó en la metrópolis mecanismos políticos y militares elaborados en las colonias, notando que el régimen calificó explícitamente este proceso como una «internalización del imperio» ejecutada por su «ejército de ocupación» (2001: 26). Para Paul Preston, Franco no solamente empleó en la Guerra Civil estrategias militares adquiridas en la experiencia colonial, sino que concibió a los milicianos opuestos a su avance sobre Madrid de la misma manera que a los cabileños (1994: 189).1 Una vez que se

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Irónicamente, para atacar las zonas republicanas Franco emplearía las tropas coloniales marroquíes. Esto constituía una flagrante contradicción con uno de los mitos fundacionales del nacionalismo conservador español: la llamada «Reconquista» frente a los musulmanes. Sin embargo, la movilización de estas tropas representó un extraordinario movimiento táctico que a la vez preservaba la jerarquía colonial: las bajas de las tropas coloniales no causaban en las filas de los sublevados las mismas repercusiones políticas o emocionales que las de los soldados españoles, es decir, la agencia dada a las tropas coloniales era en parte resultado de su carácter subalterno dentro del entramado militar de los sublevados.

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asentó la dictadura, la influencia colonial se hizo patente en muchos organismos franquistas, como el Instituto Nacional de Colonización y, sobre todo, en sus mecanismos de control social. No solamente se describió a los republicanos como hordas salvajes2 durante el conflicto, sino que en la «civilización» del país tras la victoria de los sublevados, los republicanos fueron percibidos como sujetos que debían ser reeducados o eliminados. En la novela de Leante, entre las elites de los sublevados que aparecen en el Madrid de posguerra se destacan las figuras de los militares africanistas, como el abuelo de Pilar Pedraza, el general ficticio José María Pardo Andújar, héroe condecorado en Marruecos (2017: 63-64) o la figura real de Máximo Cuervo Radigales (2017: 175), director general de prisiones y responsable de idear el plan de labores forzadas entre los presos republicanos (Rodríguez Tejeiro 2014: 443446). La novela de Leante no ahonda en la agencia de estos militares africanistas ni en la causalidad entre la violencia colonial y la violencia de la Guerra Civil. Sin embargo, Annobón expone el paralelismo entre Madrid y Guinea Ecuatorial como espacios de violencia autoritaria en los que se aplican formas de conocimiento coloniales en la manera en la que se concibe y se implementa la represión del otro y se imagina el territorio como un espacio legítimo que dominar. Uno de los tropos fundamentales del discurso colonial es, según David Spurr, la retórica de apropiación que naturaliza al colonizador como heredero del territorio. En esta atribución de poderes y espacio el colonizador concibe su agencia como una respuesta obligada a una llamada superior:

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El adoctrinamiento franquista se reprodujo en las escuelas de Guinea, que además de promover la hispanización reprodujeron este discurso político. En Las tinieblas de tu memoria negra de Donato Ndongo, el narrador recuerda su niñez en las escuelas franquistas de Guinea y su indignación contra los bárbaros republicanos: «Salía sinceramente indignado por la barbarie de las hordas de los hombres de piel roja que quemaban iglesias y conventos con monjas dentro y todo, algo que jamás había hecho ningún infiel como nosotros, esos sí que eran salvajes de verdad» (1987: 29).

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This appeal may take the form of chaos that calls for restoration of order, of absence that calls for affirming presence, of natural abundance that awaits the creative hand of technology. Colonial discourse thus transfers the locus of desire onto the colonized object itself. (1993: 28)

En la novela, Restituto Castilla aparece como un megalómano que se siente emplazado a emprender una misión civilizadora en la que mezcla preceptos de la modernidad hegemónica, valores republicanos y sus propias aspiraciones utópicas. Según los documentos reproducidos en la novela, Castilla fue trasladado a Annobón por petición propia, aunque al ser el territorio más alejado de la isla de Bioko y de la región continental no resultaba un destino atractivo para otros coloniales. La novela sugiere precisamente que Castilla se sentía atraído por la oportunidad de dirigir esta remota isla. Annobón contaba entonces con 1300 habitantes, no había ni teléfono ni telégrafo y el barco-vapor únicamente recalaba cada tres meses. Habiendo desembarcado en marzo de 1931, Castilla supo allí de la proclamación de la república. Anticlerical y de izquierdas, pretendió entablar reformas sustanciales aunque, como la novela explora, siempre actuó como un convencido colonialista que creía en la superioridad occidental y la necesidad de tutelar a los africanos. Castilla mejoró la sanidad y la educación de la población y se opuso a la misión claretiana por su imposición de prácticas católicas que minaban la cultura tradicional annobonense. Por otro lado, para sus obras de infraestructura recurrió a los trabajos forzados y al castigo físico, prácticas que se daban en toda Guinea pero que Castilla llevó al extremo y convirtió en procedimiento rutinario (Nerín 2009: 319). Castilla defendió el derecho a la educación de las niñas guineanas, pero también forzó a una joven ya comprometida, Mápudu Bayovera,3 sometiéndola a continuos maltratos (Nerín 2009: 320).

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Nerín escribe su nombre como Mápudu Bayovera, mientras que Leante la llama Mapudo Ballovera. En la novela de Francisco Zamora Loboch, aparece como Mapudul Ballovera y se explica en una escena que las múltiples variantes en los nombres de los indígenas se debía frecuentemente a la inconsistencia ortográfica de los misioneros claretianos al cambiarles el nombre (2017: 73-74).

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La degeneración moral del individuo en la colonia es un argumento clásico en las narrativas coloniales, un tema que frecuentemente se emplea para reflexionar sobre el efecto degradante del poder y criticar las estructuras autoritarias de la colonia. Sin embargo, este tipo de narrativas suelen terminar incidiendo en presentar la colonia como un ambiente que genera barbarie, mientras que la metrópolis aparece como un espacio ajeno o desconectado de este salvajismo y epítome de una civilización que ha superado tal violencia. Asimismo, esta trama también se ha utilizado en la producción cultural franquista sobre Guinea para disculpar los excesos coloniales, con historias que admiten, pero a la vez justifican, los castigos físicos o incluso la violencia sexual de un colonizador que incurre en ciertos atropellos, afectado por la soledad y la presión de un medio «poco civilizado». Por ello, creo que es primordial destacar los momentos en los que algunas narrativas subrayan la interrelación de la colonia y la metrópolis en la construcción de jerarquías sociales en la Península o los episodios que señalan la atracción de las colonias para individuos fascinados por el ejercicio del poder. En Annobón, Castilla siente una «contracción nerviosa» cuando visita el pabellón del golfo de Guinea en la Exposición Iberoamericana de Sevilla (2017: 99-100), sobreexcitado ante las posibilidades de configurar allí su visión del mundo. Esta escena resulta reveladora para ver el constante trasvase entre colonia y metrópolis y cómo la colonia se convierte en un espacio de dinámicas abusivas por tratarse de la esfera en la que se canalizan las fantasías autoritarias de la metrópolis. La novela subraya el convencimiento del guardia civil de estar instaurando un régimen civilizador que reproduciría los valores de la República. El problema no eran solamente las ínfulas mesiánico-autoritarias de Castilla ni el que muchas medidas supusieran una flagrante contradicción con los ideales republicanos que predicaba, sino también que la misma República mantuvo una posición ambigua respecto a Guinea. Según Ndongo y de Castro, las reformas que se acometieron durante la República fueron bastante tibias y de un carácter tutelar y paternalista (1998: 119, 168). Pero, además, las políticas más urgentes, como la positiva revisión del reglamento del trabajo indígena, fueron muy tardías (1998: 136-138). La República levantó la censura

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contras las críticas a la administración colonial pero, por otro lado, muchos líderes republicanos no creían en romper las medidas coloniales de la dictadura de Primo de Rivera (Nerín 2009: 317). Pese a la discrepancia doctrinal entre republicanismo y colonialismo, múltiples repúblicas han sido regímenes coloniales e incluso, en el caso de Francia, los valores republicanos se utilizaron como un poderoso argumento para justificar una intervención agresiva en las sociedades africanas (Conklin 1998). A pequeña escala, pero de manera similar, la figura de Castilla invocó ideales republicanos para implementar un orden autoritario cuyo resultado más tristemente irónico fue la Estatua de la Libertad erigida a costa de trabajos forzados (Leante 2017: 148-149). Es difícil determinar si Sostoa depuso a Castilla por sus abusos contra los annobonense, por sus ínfulas caudillistas o por ambas cosas, pero, en cualquier caso, el verdadero Castilla siguió convencido de su labor, tal y como lo manifestó en una carta que dirigió al consejo de vecinos de Annobón y que Leante reproduce en la novela. A la espera del juicio en Tenerife, Castilla pedía disculpas por el asesinato de Sostoa, pero todavía revelaba su orgullo por la obra civilizadora: durante mi estancia entre vosotros procuré vuestro bienestar con todo entusiasmo, y todos vosotros me demostrabais vuestro agradecimiento, con lo cual estaba compensado mi trabajo, pues sentía la satisfacción del deber cumplido. España mandó siempre los funcionarios para procuraros el bienestar y enseñaros las ventajas de la civilización. Por eso cada vez debe ser mayor vuestro amor por España sabiendo que si algún español fuimos [sic] malos, la culpa era del español, no de España. [...] El cariño de Annobón me hizo perder la cabeza. El hecho cometido, o sea, la desgracia de la que estoy completamente arrepentido, lo lamento y me pesa. El haberos dedicado mi cariño, eso no me pesa. Con él seguís contando y con mi entusiasmo para lograr engrandecer esa Isla y mejorar las condiciones de vida de todos. (2017: 189-190)

La misiva —que no tuvo respuesta— manifiesta el narcisismo de Castilla, quien pese a su falsa modestia se identificaba con la supuesta misión civilizadora de España y se figuraba a un otro agradecido por su intervención.

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El discurso de la construcción de la nueva España en el escenario del Madrid de posguerra de la novela constituye un escenario paralelo al de la brutal imposición colonial. Como argumenta Spurr, la doctrina de apropiación se sustentaba fundamentalmente en la retórica del aprovechamiento, construcción u orden que el colonizador traería. Este discurso es precisamente el que los sublevados emplearán para justificar su intervención durante todo el conflicto, describiendo la República como un caos o un vacío moral y retratando su actuación como una restauración del orden. Con la posguerra comenzaría otro discurso extremadamente similar a la retórica constructivista colonial: la fantasía de la creación de un nuevo orden. La novela muestra que los heterogéneos grupos que apoyaron el bando de los sublevados coincidían en imaginar el conflicto de una manera teleológica, como oportunidad para imponer su visión de España. Mientras que José Antonio Primo de Rivera adoctrina a Pedraza sobre la importancia de los ideales trascendentales, el suegro de Pedraza, el general Pardo Andújar, le insta a tomar parte en la reconstrucción del Madrid de posguerra (2017: 120). Y aunque la afiliación ideológica de Alfonso Pedraza resulta bastante ambigua a causa de los intentos de su hija Pilar por despolitizar su figura (2017: 38, 55), el narrador extradiegético que a veces superpone su voz a la narración de Pilar sí revela que Pedraza se dejó convencer por su suegro debido a sus propios deseos por erigir un nuevo país: «Pardo Andújar convenció a su yerno de que pidiera la prórroga para levantar la nueva España con la que también Pedraza soñaba» (2017: 126). La atribución de crear una nueva cultura por parte de los colonizadores y también de los sublevados implica naturalmente un proceso de destrucción. En los capítulos situados en el Madrid de posguerra, Annobón muestra que la nueva España franquista no solamente estaba asentada en una ciudad literalmente destruida, sino que se estaba poniendo en marcha un metódico proceso de erradicación. Los múltiples narradores de la novela, tanto el extradiegético como las dos voces antagonistas, Pilar Pedraza y Cesárea Castilla, coinciden en describir el Madrid de posguerra como un espacio devastado, una ciudad «golpeada por la guerra, rota y sucia» (2017: 102) en la que se hacinaban los presos políticos en cárceles improvisadas. La novela apunta al

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c­ arácter de tabula rasa colonial que tuvo la represión de posguerra, un holocausto ideológico que los trabajos de Mirta Núñez Díaz-Balart, Antonio Rojas Friend y Carlos Hernández de Miguel han intentado visibilizar por tratarse de un episodio todavía relativamente desconocido. Como si fuera un espacio de conquista e imposición cultural, los consejos de guerra realizaron una purga para aniquilar la cultura política de los vencidos: la represión, según Giuliana Di Febo y Santos Juliá, «no consistía en asegurar la victoria militar sino en una depuración masiva de los vencidos hasta erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como causa del desvío de la nación» (2005: 33). Aunque Annobón presenta esta represión desde la perspectiva de Alfonso Pedraza y no desde la de las víctimas, el horror emerge como se ve en este relato de Pilar Pedraza: Reunían a veinte o treinta hombres en una sala, sentados en bancos y esposados. Se leían los nombres de cada uno y el resumen de los cargos para abreviar. Luego el fiscal acusaba al grupo en conjunto y destacaba algún nombre por su especial significación durante la guerra. Se leían las denuncias y mi padre, como abogado defensor, hacía alegaciones. No había peritos ni testigos ni interrogatorios. En menos de dos horas estaba visto para sentencia. (2017: 166)

Al hablar del procedimiento de las encarcelaciones, el general Pardo Andújar defiende que estas no se producían de «forma aleatoria ni caprichosa» (2017: 179) y en una triste ironía, las otras voces de la novela coinciden en que la represión no fue arbitraria, sino un proceso deliberado y sistemático de eliminación de la cultura republicana. Al trazar paralelos entre la impunidad con la que los sublevados impusieron su nueva España y con la que el colonizador Castilla construía su sociedad utópica, la novela también muestra cómo actores secundarios como Pilar Pedraza y Cesárea Castilla terminan asimilando el discurso en defensa del orden. La narración de Pilar Pedraza es particularmente ambigua porque mezcla el horror frente al proceso con cierta afinidad ideológica con un sector de los vencedores. En su relato se aprecia el punto de vista de una mujer que, aunque crítica con el entorno de los sublevados en el que creció, ha vivido a la vez

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expuesta a su discurso y reproduce así cierta retórica de los vencedores. Pilar Pedraza cuestiona ciertos procedimientos de la represión, pero no disputa la penalización de los republicanos en sí misma y al hablar de las muertes de aquellos recae a veces en el discurso eufemístico (2017: 159). Cuando habla de Máximo Cuervo, el responsable del programa de «redención» y «rescate físico» que obligaba a los republicanos a trabajos forzados, Pilar lo recuerda como «buena persona» (2017: 182), obviando el papel fundamental que Cuervo desempeñó en la represión contra los republicanos. La reproducción de Pilar del discurso de los sublevados resulta paralela a la que hace Cesárea de la lógica colonial de su padre. Algunas vacilaciones u omisiones de Cesárea en ciertos pasajes indican que la hija de Castilla podría considerar algunos actos de su padre más o menos cuestionables y, sin embargo, al comentar la actuación de este en Annobón, Cesárea asevera que su padre había realizado una labor civilizadora injustamente olvidada: —[...] Y él lo único que quería era el bien de toda aquella pobre gente. —¿A qué gente se refiere? —A los negritos de África. (2017: 88)

Paradójicamente Cesárea Castilla defiende fervientemente el sentido de la responsabilidad de un padre que las había abandonado a ella y a su madre para marcharse a Guinea. Mientras ensalza la lucha de su padre contra el analfabetismo en la colonia, también desvela que Castilla nunca atendió a la educación de su hija y que ella aprendió a leer gracias a un vecino compasivo. La inconsciencia de Cesárea ante estas contradicciones se complementa con la sincera llaneza con la que insiste en el empeño civilizador de su progenitor y en el retrato infantilizado de los guineanos. Aunque Cesárea desea claramente redimir a su padre, sus comentarios sobre Guinea revelan que, en esta cuestión, la anciana no trata simplemente de embellecer o justificar los actos de su padre, sino que ha internalizado plenamente el discurso colonial que prevaleció tanto en el franquismo como en la República.

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Narrar el pasado y narrar el horror Entre los estudios críticos sobre la memoria histórica, la dificultad de narrar el pasado ha constituido un objeto central de análisis. Como ha notado Hans Lauge Hansen, la modalidad de obras que él llama «modo representativo» tematizan la memoria e invitan al lector a reflexionar sobre el arte de narrar, así como a reconsiderar sus patrones de comprensión histórica (2015: 139). La narración en Annobón despliega esta complejidad que Lauge Hansen ha identificado en el modo representativo: la novela explora la imposibilidad de representar el pasado, a la vez que confronta al lector con la escasa fiabilidad de lo que lee. La novela también incluye referencias a la instrumentalización de las memorias, como cuando Pilar Pedraza comenta que «en mitad de [la] fiebre reivindicativa del pasado histórico», un profesor había distorsionado la historia de Castilla para «engordar el currículum» (2017: 287-288). Irónicamente, mientras Pilar cuestiona la imparcialidad de aquel trabajo, el narrador extradiegético cuenta que la hija de Pedraza había publicado otra obra, Malditos y olvidados, en la que ensalzaba a su padre mientras describía a Castilla con resentimiento (2017: 30-31). Más allá de su alusión al potencial oportunismo del memorialismo, uno de los principales cuestionamientos de Annobón gira en torno a la imposibilidad de la memoria unitaria. A través del contraste entre las versiones de Pilar y Cesárea, la novela subraya cómo las memorias de la posguerra no solamente están mediadas por factores ideológicos y personales, sino que frecuentemente se basan en relatos orales familiares y no en vivencias propias. Aunque Pilar y Cesárea ofrecen algunas reconstrucciones de sus experiencias directas, gran parte de la historia que relatan está condicionada por el retrato familiar, ejemplificando el fenómeno de la posmemoria de Marianne Hirsch. De hecho, Pilar se muestra traumatizada ante cómo las historias que escuchó de niña conformaron su realidad y recuerdos, mientras que Cesárea admite que sus memorias están tan profundamente influidas por la representación de su madre que a veces no sabe si son suyas: «ya no sé si pasó de verdad o si se mezclan las cosas que mi madre me contó luego,

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cuando pasó lo que pasó» (2017: 77-78). La novela pone también en cuestión los recuerdos de las experiencias vividas, enfatizando el carácter volátil y subjetivo de la narración, como cuando Herrero le pide a Cesárea que repita una historia y esta advierte que su relato, como su memoria, no siempre es fijo ni sale igual (2017: 68). Y aunque Pilar actúa en ocasiones como poseedora de una verdad absoluta sobre los acontecimientos, otras veces acepta la subjetividad inherente en la interpretación del pasado. La novela concluye precisamente con unas palabras de Pilar que admiten los límites de su narración y conocimiento y señalan la imposibilidad de llegar a una conclusión: «Eso es todo lo que yo puedo contarle» (2017: 301). Además de estas reflexiones, características del modo representativo, sobre las dificultades de relatar los eventos del pasado, quiero sugerir aquí que la narración de Annobón se encuentra también condicionada por la complejidad de narrar la violencia. El abuso de poder es uno de los grandes leitmotiv de la obra y el principal eje que relaciona la colonia con el Madrid de posguerra, pero pese a la importancia de este tema, la novela presenta de manera sobria y comedida los aspectos más cruentos de la historia. Las obras de la memoria centradas en episodios de violencia o tortura suelen estar motivadas y buscan su legitimidad en su objetivo de visibilizar estos hechos. No obstante, algunos críticos, como Ángel Loureiro, han expresado preocupación ante la sentimentalidad de algunas de estas narraciones, y cuestionan cómo las emociones pueden afectar a nuestra comprensión de la historia (2008: 232-233). Aunque la actual explosión del affect theory reivindica sugerentemente el potencial de las emociones como herramienta hermenéutica, al plasmar el dolor de la víctima los autores se enfrentan al peligro de manipular el sufrimiento de esta volviendo, así, a victimizarla. Por otro lado, las narrativas sobre conflictos se encuentran ante el desafío de representar al perpetrador de la violencia sin caer en estereotipos simplificadores, pero sin diluir tampoco las categorías de victimario y víctima. En los últimos años ha aparecido un creciente número de obras sobre la memoria del conflicto vasco que han abordado sustancialmente estas dificultades. Para llegar al consenso y reparación social, Edurne Portela (2016) aboga por eludir binomios

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rígidos en la representación de víctimas y perpetradores, alegando que esto obstaculiza la imaginación del otro así como una ética que lo incluya. Annobón evita este tipo de binomios presentando a personajes como victimarios y víctimas en diferentes contextos: Castilla como agresor sobre los annobonense y como víctima del aparato franquista; Pedraza como acosador de Teresa Castilla y a la vez como individuo acorralado por Pardo Andújar. De esta manera la novela consigue una representación poliédrica que contribuye a desestabilizar caracterizaciones esencialistas o maniqueas pero que, a la vez, no absuelve a los personajes de su responsabilidad como ejecutores de actos violentos. La presentación de la violencia en sí se convierte, sin embargo, en una cuestión espinosa en la novela. Leante parece consciente del peligro de sensacionalizar el dolor y, con la excepción de un par de retratos prolijos sobre el lastimoso estado de Cesárea Castilla y Teresa Martín al salir de la cárcel (2017: 183, 213), la novela rehúye la profusión de detalles. Cesárea manifiesta explícitamente sus deseos de no hablar sobre su experiencia como prisionera en Claudio Coello (2017: 210, 232), reiterando que ni su interlocutor puede hacerse una idea de su vivencia ni ella desea recordarla. La parquedad de Cesárea respecto a la violencia de la que ella misma fue objeto contrasta con la exuberancia de anécdotas que la mujer proporciona en su catártico relato sobre sus padres. Este retraimiento apunta al trauma de Cesárea, pero creo que también a la reserva de Leante por abordar los detalles del horror y que esto provoque la conmiseración fácil o el espectáculo morboso. En este sentido, es notable que la novela evita profundizar en la violencia sexual de los dos marcos: expone cómo Castilla se arroga el derecho de disponer sexualmente de Mapudo pero no proporciona ningún detalle de la relación ni tampoco la perspectiva de Mapudo. Al retratar el Madrid de posguerra, aunque Cesárea y Pilar ofrecen versiones opuestas de la relación entre Teresa Martín y Alfonso Pedraza, el hecho de que Teresa se exilie a Francia en 1941 evidencia que la narración de Cesárea sobre la coacción sexual de Pedraza es el relato más aproximado a las circunstancias. Como con la otra historia, la novela apenas ofrece detalles sobre la imposición de Pedraza y estos se dan, además, desde la perspectiva de Cesárea (2017: 250-252)

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El comedimiento de la novela con la representación ficcional de la violencia se hace particularmente patente en la historia guineana. Al contrastar este episodio con el del Madrid de posguerra llaman la atención el predominio del narrador extradiegético y la rigurosidad con la que Leante se atiene a los datos que se conservan sobre Castilla en el Archivo Histórico de las Palmas. Al ceñirse a esta información, Leante ofrece una inusual aproximación dentro de las representaciones, frecuentemente cuestionables, del colonialismo español en África. Sin embargo, el historicismo en el episodio guineano de Annobón no se corresponde con la construcción ficcional que predomina en el resto de la novela. La preponderancia de un narrador extradiegético que recurre a documentos reales del archivo colonial confiere al capítulo y medio dedicado a Guinea Ecuatorial una estabilidad narrativa mucho mayor que la de la parte española que, con su polifonía y mayor libertad creativa, ahonda en la problemática de narrar el pasado. La historia guineana sacrifica la reflexión ontológica sobre el proceso de narrar, así como el cuestionamiento del concepto de historia. Pero, por otro lado, frente a la proliferación de obras nostálgicas, la elección de Leante por ajustarse a los datos del archivo colonial constituye, en mi opinión, una opción más ética a la hora de aproximarse al pasado colonial. Lo que resulta paradójico de la parte guineana es que, en este esfuerzo por evitar la reconstrucción complaciente sobre la intervención española, Annobón apenas da voz a los annobonense. El mismo año en que Annobón aparecía en el mercado, el escritor guineoecuatoriano Francisco Zamora Loboch publicaba La república fantástica de Annobón, otra excelente novela sobre Restituto Castilla centrada exclusivamente en el periodo annobonense del guardia civil. Una acusada divergencia entre las dos obras es la mayor licencia creativa que se permite Zamora al dibujar a Castilla. Zamora satiriza las aspiraciones de grandeza del guardia civil pero, a la vez, humaniza su figura mucho más que Leante, quien, como escritor español, siente agudamente la responsabilidad de denunciar los atropellos cometidos por el victimario colonial. Ciertamente, Castilla aparece más humanizado en los fragmentos que retratan su deterioro como víctima en la cárcel (2017: 164), pero en Annobón se percibe distancia al describir a esta figura. Leante ha admitido que encontró problemas para crear

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el personaje de Castilla, afirmando que se sentía secuestrado por «un tipo que en realidad era un asesino, un negrero y todo lo demás» y que tuvo que reescribir varias versiones «porque más que un reportaje, me salía una hagiografía» (2017b). Por otro lado, frente a la agencia de los personajes guineoecuatorianos y en particular, de Mapudul Ballovera en la obra de Zamora, en la novela de Leante estos apenas destacan. Este escaso protagonismo de los annobonense en Annobón podría atribuirse a la incomodidad de un autor español consciente de la violencia simbólica que los autores metropolitanos han ejercido en la recreación literaria de los colonizados. Además, Leante parece encontrarse ante la disyuntiva expuesta por Michael Taussig sobre la dificultad de ofrecer una contrarrepresentación a una «realidad» violenta (1984, 1987). En su clásica obra sobre la explotación colonial en Putumayo, Taussig sugería que en las «culturas de terror» la distinción entre lo real y lo ficticio se convierte en mucho más que un problema epistemológico o hermenéutico: las historias sobre la violencia del otro constituyen un poderoso instrumento de dominación sin el cual no se podrían implementar la represión ni la explotación colonial (1987: 133). Según Taussig, dado que la cultura del terror está sustentada por la narración, es extremadamente complejo producir una narrativa contraria que desafíe «una realidad» previamente configurada por la experiencia del terror. Taussig pone como ejemplo el famoso «Putumayo Report» de Roger Casement, el informe creado para criticar las atrocidades cometidas contra los indígenas pero que, a la vez, recurrió a las mismas fuentes ficcionales que habían sido inventadas para someterlos (1984: 494). Igualmente perturbador para Taussig es la tendencia a hacer de esta violencia una experiencia estética y sucumbir a la fascinación por el horror (1984: 496-497). La ausencia en Annobón de escenas de violencia en ambos marcos escénicos y la notable invisibilidad del guineoecuatoriano parecen manifestar precisamente la complejidad de escribir sobre un régimen represivo sin sensacionalizar el terror ni convertirlo en un objeto estético. Como se ha resaltado, uno de los aspectos más sugerentes de Annobón es la yuxtaposición del episodio colonial con la historia del Madrid de posguerra. La combinación de ambos marcos subraya una serie de relaciones entre la colonia y la metrópolis que ha venido ­señalándose

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en otros contextos nacionales, pero que es particularmente relevante para analizar el régimen franquista. Sin embargo, aunque el pasado colonial y el de la posguerra presentan varios desafíos comunes a la hora de ser representados, la narrativa sobre la posguerra española en Annobón demuestra mayor flexibilidad para acercarse críticamente al periodo y a la vez destacar el carácter fragmentario e incompleto de la narración. En su acercamiento al conflictivo colonialismo español en Guinea Ecuatorial, Annobón realiza un ejercicio modesto pero responsable. Al elegir un breve episodio de la isla guineana y basarse en documentos semiolvidados, Leante asume un riesgo menor que si hubiera optado por crear un mundo realista con una elaborada galería de personajes de la colonia. Pero en el panorama actual de la narrativa española sobre el colonialismo en África, la aproximación de Leante a este pasado resulta una opción ética que no solamente evita la exotización del colonizado o la romantización de la colonia, sino que también rehúye el esteticismo de la violencia o el peligro de la revictimización.

Obras citadas Aguilar Fernández, Paloma (2002): Memory and Amnesia: The Role of the Spanish Civil War in the Transition to Democracy. New York: Berghahn Books. Aranzadi, Juan (2014): «La herencia franquista en las relaciones culturales entre España y Guinea Ecuatorial». Debats, vol. 123, pp. 58-71. Balfour, Sebastian (2002): Deadly Embrace. Morocco and the Road to the Spanish Civil War. Oxford: Oxford University Press. Burbank, Jane y Cooper, Frederick (2010): Empires in World History. Power and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University Press. Colmeiro, José (2005): Memoria histórica e identidad cultural. De la postguerra a la postmodernidad. Barcelona: Anthropos. Conklin, Alice (1998): A Mission to Civilize: the Republican Idea of Empire in France and West Africa, 1895-1930. Stanford: Stanford University Press.

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De Castro, Mariano y Ndongo, Donato (1998): España en Guinea. Construcción del desencuentro: 1778-1968. Toledo: Sequitur. Di Febro, Giuliana y Juliá, Santos (2005): El franquismo. Barcelona: Paidós. Hernández de Miguel, Carlos (2019): Los campos de concentración de Franco. Barcelona: Ediciones B. Labanyi, Jo (2001): «Internalisations of Empire: Colonial Ambivalence and the Early Francoist Missionary Film». Discourse, vol. 23, n.º 2, pp. 25-42. Lauge Hansen, Hans (2015): «Formas globales e historias locales. Influencias transnacionales en la narrativa actual sobre la guerra civil». La memoria novelada III. Memoria transnacional y anhelos de justicia. Ed. de Juan Carlos Cruz Suárez, Hans Lauge Hansen y Antolín Sánchez Cuervo. Bern: Peter Lang, pp. 123-150. Leante, Luis (2017): Annobón. Madrid: Harper Collins Ibérica. — (2017b). «Estamos muy cercanos al pasado colonial para contarlo». El Mundo, 14 de febrero. Disponible en: https://www.elmundo.es/comunidad-valenciana/alicante/2017/02/14/58a2 ed31ca474109468b456e.html Loureiro, Ángel (2008): «Pathetic Arguments». Journal of Spanish Cultural Studies, vol. 9, n.º 2, pp. 225-237. Martin-Márquez, Susan (2008): Disorientations: Spanish Colonialism in Africa and the Performance of Identity. Yale: Yale University Press. Nerín, Gustau (2005): La guerra que vino de África: España colonizada. Barcelona: Crítica. — (2009): «Socialismo utópico y tiranía: La isla de Annobón bajo el cabo Restituto Castilla (1931-1932)». Afro-Hispanic Review, vol. 28, n.º 2, pp. 311-330. Ndongo, Donato (1987): Las tinieblas de tu memoria negra. Madrid: Fundamentos. Núñez Díaz-Balart, Mirta (ed.) (2009): La gran represión. Barcelona: Flor del viento ediciones. Núñez Díaz-Balart, Mirta y Rojas Friend, Antonio (1997): Consejo de guerra. Los fusilamientos en el Madrid de la posguerra (19391945). Madrid: Compañía literaria.

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Plasencia Camps, Inés (2015): «Narrativas del silencio: Archivo colonial, agencia social y fotografía en la Guinea Española (18611936)». Los lugares del arte. Identidad y representación. Ed. de Alicia Fuentes Vega y Manuel Viera de Miguel. Madrid: Laertes, pp. 359-361. Portela, Edurne (2016): El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia. Barcelona: Galaxia Gutenberg. Pratt, Mary Louise (1992): Imperial Eyes. London: Routledge. Preston, Paul (1994): Franco «Caudillo de España». Barcelona: ­Grijalbo. Rodríguez Tejeiro, Domingo (2014): «Reclusión, redención y propaganda. Justificaciones y principios teóricos del sistema penitenciario de posguerra». La prisión y las instituciones punitivas en la investigación histórica. Ed. de Pedro Oliver Olmo y Jesús Carlos Urda Lozano. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla la Mancha, pp. 435-452. Said, Edward (1994): Culture and Imperialism. New York: Vintage. Sampedro Vizcaya, Benita (2008): «Rethinking the Archive and the Colonial Library: Equatorial Guinea». Journal of Spanish Cultural Studies, vol. 9, n.º 3, pp. 341-363. Santamaría Colmenero, Sara (2018): «Colonizar la memoria. La ideología de la reconciliación y el discurso neocolonial sobre Guinea Ecuatorial». Journal of Spanish Cultural Studies, vol. 19, n.º 4, pp. 445-463. Spurr, David (1993): The Rhetoric of Empire. Durham: Duke UP. Taussig, Michael (1984). «Culture of Terror, Space of Death. Roger Casement’s Putumayo Report and the Explanation of Torture». Comparative Studies in Society and History, vol. 26, n.º 3, pp. 467497. — (1987): Shamanism, Colonialism and the Wild Man: A Study in Terror and Healing. Chicago: Chicago University Press. Valenciano-Mañé, Alba y Bayre, Francesca (2014): «The Biography of a Visual Archive: The Production of Hermic Films in Spanish Guinea (1944-1946)». Visual Anthropology, vol. 27, n.º 4, pp. 379393. Zamora Loboch, Francisco (2017): La república fantástica de Annobón. Madrid: Sial Pigmalión.

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Sobre los autores

Elizabeth Amann es catedrática de Literatura española en la Universidad de Gante. Su investigación se centra en las relaciones culturales entre España y Francia y en las representaciones de la revolución en la literatura. Es autora de Importing Madame Bovary: The Politics of Adultery (2006) y Dandyism in the Age of Revolution: The Art of the Cut (2015) y de numerosos artículos. Es también coeditora del volumen La mitificación del pasado español: reescrituras de figuras y leyendas en la literatura del siglo xix (2018). Diana Arbaiza es profesora titular de Literatura española en la Universidad de Amberes. Su investigación principal se ocupa de la conciencia imperial en la producción cultural española del xix y del xx. Su monográfico The Spirit of Hispanism: Commerce, Culture, and Identity across the Atlantic, 1875-1936 (2019) explora el hispanoamericanismo como movimiento neoimperialista, mientras que su investigación actual se centra en las representaciones literarias sobre el colonialismo español en África. Ha publicado también artículos sobre género, modernidad y capitalismo en la literatura decimonónica. Lieve Behiels es doctora en Letras por la Universidad de Gante. Es profesora emérita de la Facultad de Letras de la KU Leuven. Ha enseñado Historia y literatura española e hispanoamericana, Lengua española, Traducción especializada, interpretación consecutiva y simultánea. Sus campos de investigación son la literatura española de los siglos xix y xx, con un fuerte acento en la obra de Benito Pérez Galdós, la imagología y los estudios históricos de la traducción. También ha traducido varios ensayos al español. Desde 2016, es miembro correspondiente de la Real Academia Española.

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Mónica Carbajosa Pérez es doctora en Filología hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y profesora de Literatura en el Centro Universitario Villanueva, adscrito a la UCM. Sus líneas de investigación están centradas en la literatura de los siglos xx y xxi, la teoría del cuento y las relaciones de la literatura con los medios de comunicación. Actualmente dirige un proyecto de investigación sobre la traductora Aurora Bernárdez. Es autora de artículos científicos, del libro La corte literaria de José Antonio. La primera generación cultural de la Falange (2003), y coautora de los volúmenes Movimientos literarios y periodismo en España (1997), Miradas de cine. Aproximaciones al arte cinematográfico (2008), Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia (2008), Literatura, Cine y Prensa: el canon y su circunstancia (2014) y Sobre la adaptación y más allá. Trasvases filmoliterarios (2014). Irene Donate Laffitte es licenciada en Filología hispánica y doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Desarrolla su actividad docente dentro del área de la literatura y los medios de comunicación en el Centro Universitario Villanueva (adscrito a la UCM). Su actividad investigadora se centra en las relaciones entre la literatura y el periodismo, la retórica persuasiva, el relato de viajes, la ficción en la prensa y la columna personal. Ha escrito artículos, ha publicado Ningún día sin línea (2013), una recopilación de artículos del escritor y periodista Ignacio Agustí encabezados por un amplio estudio introductorio, y es coautora de los volúmenes Literatura, cine y prensa. El canon y su circunstancia (2014) y La diversidad en la literatura, el cine y la prensa española contemporánea (2015). Sebastiaan Faber es catedrático de Estudios hispánicos en el Oberlin College (EEUU), licenciado por la Universidad de Ámsterdam y doctor por la Universidad de California, Davis. Es autor de Exile and Cultural Hegemony: Spanish Intellectuals in Mexico, 1939-1975 (2002), Anglo-American Hispanists and the Spanish Civil War: Hispanophilia, Commitment, and Discipline (2008) y Memory Battles of the Spanish Civil War: History, Fiction, Photography (2018), además de coeditor de Contra el olvido. El exilio español en Estados Unidos (2009)

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y Transatlantic Studies: Latin America, Iberia, and Africa (2019). Es codirector de la revista trimestral The Volunteer, publicada por los Archivos de la Brigada Lincoln. Colabora de forma regular en medios norteamericanos y españoles, incluidos The Nation, La Marea, Fronterad y CTXT: Revista Contexto. José Jurado Morales es doctor en Filología hispánica y catedrático de Literatura española en la Universidad de Cádiz, donde dirige el Grupo de Investigación Estudios de Literatura Española Contemporánea y el Seminario de Literatura Actual, y donde coordina la página web Literatura Andaluza en Red. Sus líneas de investigación están centradas en la literatura española de posguerra, la poesía del medio siglo, las revistas literarias, los epistolarios, la escritura femenina y la narrativa actual. Hans Lauge Hansen es doctor en Literatura y Cultura hispánicas y catedrático de la Universidad de Aarhus, Dinamarca. Su investigación se centra en temas como la memoria cultural de pasados violentos y procesos de migración en las sociedades contemporáneas. Es autor de artículos, como “On Agonistic Narratives of Migration” (International Journal of Cultural Studies, 2020), “Modes of Remembering in the Spanish Memory Novel” (Orbis Litterarum, 71: 3,2016), y “On Agonistic Memory” (Memory Studies, 9:4, 2016) y editor de libros como La memoria novelada (2012) y La memoria novelada III (2015). María Isabel Menéndez Menéndez es doctora en Filosofía y licenciada en Periodismo. Profesora titular de Comunicación audiovisual en la Universidad de Burgos, su investigación se dedica al análisis de la comunicación desde un enfoque feminista, con especial interés por productos culturales contemporáneos, como la prensa popular, la publicidad, el cine, la ficción seriada o la televisión, temáticas sobre las que ha publicado medio centenar de artículos científicos y una docena de libros. Además de su experiencia docente e investigadora, cuenta con una dilatada trayectoria como consultora y formadora para instituciones públicas y empresas en el ámbito de las políticas de igualdad.

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María Teresa Navarrete Navarrete es doctora en Estudios hispánicos por la Universidad de Cádiz. Su investigación se centra principalmente en el estudio de la poesía española contemporánea escrita por mujeres. También ha publicado trabajos sobre la recepción de los efectos de la Guerra Civil en la literatura española y sobre el uso de la tecnología en la poesía reciente. En la actualidad, trabaja como investigadora postdoctoral en la Universidad de Gante y Amberes, donde desarrolla el proyecto “Networks of resistance: the Ágora Literary Circle in PostWar Spain (1955-1973)”. Nettah Yoeli-Rimmer es doctor en Letras e investigador postdoctoral en la Universidad de Gante. Su proyecto doctoral examinaba la representación de judíos y musulmanes en la literatura española del xix. Su investigación actual se centra en las transformaciones urbanas de la posguerra española y sus manifestaciones culturales. Es autor de artículos como “Jewish Villains and Basque Heroes: Ethnic Identities and National Narratives in Francisco Navarro Villoslada’s Amaya o los vascos del siglo viii” (Bulletin of Spanish Studies, 2018). Es también coeditor del volumen La mitificación del pasado español: reescrituras de figuras y leyendas en la literatura del siglo xix (2018).

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