Argentina 1976-2006 : entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia
 9508084766

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

ARGENTINA 1976-2006 Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia

H ugo Quiroga y César Tcach (Com ps.) Waldo Ansaldi Patricia Funes Lucio Garzón M aceda Cecilia N. Lesgart N orm a M orandini Luis Alberto Rom ero Ricardo Sidicaro

Argentina 1976-2006: entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia / compilado por César Tcach y Hugo Quiroga - 1a ed.- Rosario : Homo Sapiens Ediciones, 2006. 272 p .; 23x16 cm, (Politeia dirigida por Hugo Ouiroga) ISBN 950-808-476-6 1. Historia Política Argentina. I. César Tcach, comp. CDD 320.982

© 2006 - Homo Sapiens Ediciones Sarmiento 825 (S2000CMM) • Rosario • Santa Fe *Argentina Telefax: 54 0341 4406892 / 4253852 E-maU: [email protected] Página web: www.homosapiens.com.ar

ISBN N°: 950-808-476-6 Diseño Editorial: Adrián F. Gastelú - Ariel D. Frusin Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2006 Impreso en Talleres Gráficos de Imprenta Editorial Amalevi Mendoza 1851/53 * 2000 Rosario • Santa Fe • Argentina

Í n d ic e

P resentación D

a r ío

M

a c o r .................................................................................................................................... ........

9

P rólogo . A treinta años del golpe H u g o Q u ir o g a

1.

C é s a r T c a c h .......................................................................................................

l be r t o

R o m e r o ...............................................................................................................

orm a

M

o r a n d i n i .......................................................................................................................

47

La política en tiempos de dictadura y democracia H u g o Q u i r o g a ................................................................................................................................

5.

31

La oscuridad como marca N

4.

15

Sobre algunas consecuencias políticas de la dictadura militar 1976-83 R ic a r d o S i d i c a r o ........................................................................................................................

3.

11

La democracia y la sombra del Proceso L u ís A

2.

y

69

£1 silencio es salud. La dictadura contra la política W a l d o A n s a l d i .............................................................................................................................

97

6.

Entre la lógica del partisano y el imperio del Gólem: dictadores y guerrilleros en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay C é s a r T c a c h ............................................................................................ 123

7.

Luchas por los sentidos del pasado y el presente Notas sobre la reconsideración actual de los años '70 y ’80 C e c i l i a N. L e s g a r t .................................................................................. 167

8.

“Secretos, confidenciales y reservados”. Los registros de las dictaduras en la Argentina. El Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires P a t r ic i a F u n e s ......................................................................................... 199

9.

Testimonio. La primera derrota de la dictadura en eí campo internacional L u c i o G a r z ó n M a c e d a ............................................................................ 233

P

r e s e n t a c ió n

En al año 2004 la revista ESTUDIOS SOCIALES obtuvo el primer pre­ mio en ei Concurso de Revistas de Investigación en Historia y Ciencias Sociales, impulsado por un grupo de investigadores argentinos residentes en EE.UU., con eí apoyo financiero de la Fundación Ford y la gestión adminis­ trativa de la Fundación Compromiso. Actuaron como jurados de ese concurso: Diego Armus (Swarthmore CoIIege), Tulio Halperín Donghi (University of California, Berkeley), Roberto Korzeniewicz (University of Maryland, College Park), Marysa Navarro (Dartmouth CoIIege) y Guillermo O’Donnel! (University of Notre Dame). El premio obtenido significó un claro reconocimiento a la trayectoria edi­ torial de la revista, publicada por la Universidad Nacional del Litoral desde el año 1991, y cuyo número 30 se prepara para el primer semestre de este año 2006. A la vez, el aporte financiero recibido permitió impulsar un conjunto de actividades paralelas a las tradicionales de edición de la publicación, entre las que sobresalen la creación del Premio Estadios Sociales y la puesta en marcha de un Programa de Investigación destinado al estudio de la democracia argen­ tina. El objetivo del Premio Estudios Sociales es reconocer el aporte realizado por jóvenes investigadores y difundir los resultados de sus trabajos, para lo cual hemos convocado a un Concurso de tesis doctorales en estudios históri­ cos y políticos, cuyo proceso habrá de completarse pocos días después de la edición de este libro. El Programa de Investigación es un ambicioso proyecto 9

de revisión académica del estado de la democracia en nuestro país: La demo­ cracia argentina en el espejo de su historia. Las acciones que dan contenido a este Programa son múltiples, en una perspectiva que se construye interdisci­ plinariamente a fin de explorar el universo de problemas, fundamentos y con­ diciones de ejercicio de la democracia argentina. La obra que nos presentan Quiroga y Tcach tiene una historia particular, en tanto los autores tuvieron una iniciativa similar hace una década, al cum­ plirse veinte años del golpe militar de 1976, que diera lugar a un primer libro editado por Homo Sapiens. Pero, en el marco del Programa de Investigación que impulsamos desde Estudios Sociales, es a la vez el punto de partida de una interrogación compleja sobre los sentidos de la democracia en nuestro país luego del terrorismo de Estado y de las distintas respuestas que, ya en demo­ cracia, se dieron frente a las herencias de la dictadura. Se trata, como señalan Quiroga y Tcach, de poner al descubierto las líneas comunicantes entre auto­ ritarismo y democracia, para lo cual convocan a un conjunto significativo de intelectuales y profesionales argentinos, quienes desde sus propios campos del saber y perspectivas nos presentan diferentes miradas sobre la dictadura y la democracia. En definitiva, lo que esta obra viene a confirmamos es que en la Argentina actual, luego de más de veinte años de recuperación de la institucionalidad democrática, sigue siendo imposible pensar el sentido de la democracia que tenemos sin una interpelación sofisticada a la última dictadura, para compren­ der lo ocurrido y para descifrar las marcas que aún están entre nosotros. Por último, corresponde hacer un doble agradecimiento: a la Editorial Homo Sapiens y a la Universidad Nacional del Litoral, quienes en un esfuer­ zo compartido hacen posible la edición de este libro. D arío M acor

Director Estudios Sociales Universidad Nacional del Litoral Santa Fe. Argentina

10

P rólogo

A treinta años del golpe

H u g o Q u ir o g a y C é s a r T c a c h

Este libro es el resultado del vivo interés de sus participantes en continuar dialogando sobre una de las experiencias políticas que más ha marcado a la sociedad argentina en el siglo XX. Han transcurrido treinta años del golpe militar del 24 de marzo de 1976, y la fecha es por demás evocativa de un pasa­ do reciente que no permite desentenderse del presente y nos vuelve exigentes y cuidadosos a la hora de comprender y enlazar dos momentos históricos rele­ vantes: el de la dictadura y el de la democracia. Las reflexiones no se cierran por la conmemoración, al contrario, proporcionan nuevos elementos y recur­ sos que proyectan otras interpretaciones del tiempo histórico reciente. Esta his­ toria, con mayor razón que en otros casos, se construye desde la perspectiva del presente y es una invitación a la revisión, en donde los autores toman la palabra para ofrecer sus opiniones y emprender un camino crítico. En 1996, cuando se recordaban los veinte años del golpe, compilamos un volumen en cuya Presentación decíamos que no se trataba “de un libro testi­ monial sino de una profunda reflexión sobre los acontecimientos en debate, que no pretende resolver todos los problemas y controversias de una realidad diversa e inabarcable, tan sólo contornearlos”. Este libro no es la continuación del otro, pero está motivado por los mismos intereses y la misma problemáti­ ca: avanzar en una ruta crítica que ponga al descubierto aquellas líneas comu­ nicantes entre autoritarismo y democracia, señalando aporías y tensiones, con el propósito invariable de comprender lo ocurrido.

11

Para contribuir a esta necesaria reflexión sobre nuestro tiempo hemos con­ vocado, entonces, a destacados intelectuales y profesionales argentinos. Cada uno de ellos, desde su propio saber y perspectiva, con una mirada activa y plu­ ral, hace su aporte a la clarificación de los temas que comprometen nuestra vida colectiva, con la preocupación puesta en el futuro. Hay un proceder autoritario y una herencia recibida de la dictadura, que no son ajenos al comportamiento de la sociedad, y que son revisados por los autores sin prejuicios ni temores, empeñados en desarrollar su empresa con valentía y sentido crítico. El resulta­ do está a la vista. Dejemos librado al lector el juicio sobre cada uno de los tra­ bajos. Por eso, no vamos a proceder a elaborar una interpretación de las cola­ boraciones, siempre apretada por otra parte, según una práctica ya habitual en las compilaciones. Cada cual sacará sus conclusiones. En este Prólogo sólo nos proponemos explicar el significado del texto y efectuar algunas consideracio­ nes generales sobre lo que entendemos constituye el objeto del libro. Sabemos que el orden autoritario de 1976 no sólo significó el fin de las libertades políticas, sino también el fin de las libertades civiles. Al mismo tiempo, el atraso cultural, la postergación social, y el cambio drástico del per­ fil industrial de la Argentina contemporánea. La voluntad de mando se encar­ nó en la junta militar, que extendió su poder regiamentador a toda la población, sin dejar sitio para la acción de la sociedad civil. Desde la cumbre del poder se impulsó el terror y la violación de los derechos humanos fue una empresa encarada de manera sistemática. El disciplinamiento social se constituyó en uno de los objetivos principales de la dictadura, que encerró el propósito de permanecer el tiempo necesario para producir un nuevo orden. El fracaso en la Guerra de Malvinas puso fin a las pretensiones de continuidad y posibilitó la apertura de un complejo proceso de transición a la democracia. AI final de siete años, con el derrumbe del autoritarismo militar, la socie­ dad y el Estado democrático debieron saldar cuentas con el pasado. El Estado democrático, acompañado por sus ciudadanos y los organismos de derechos humanos, se hizo cargo del horror y de la injusticia del período anterior. Se creó la CONADEP (Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas) y se some­ tió a juicio a las entonces poderosas Juntas Militares. En este difícil proceso hubo avances y retrocesos, las leyes de punto final y obediencia debida y los indultos presidenciales fueron medidas que contrastaron con la firme voluntad democrática de la sociedad que se opuso a los cuatros alzamientos militares. 12

En estos últimos treinta años los ciudadanos hemos efectuado un formida­ ble aprendizaje colectivo. Desde las secuelas de la dictadura militar, pasando por la aventura histórica de Malvinas, continuando con la revalorización de la democracia, hasta alcanzar las demostraciones más efectivas de su defensa como régimen político y forma de vida. La dictadura dejó, pues, sus enseñan­ zas a la sociedad; le enseñó a valorar la permanencia de la democracia. Con la recuperación de la vida democrática se abrió otro proceso de aprendizaje, en conexión con el anterior, cargado de dificultades políticas, económicas y socia­ les, en el cual los ciudadanos confirmaron su apego a la libertad, su apoyo a una convivencia fundada en la competencia pacífica por el poder, apoyo practicado como nunca antes frente a los levantamientos militares de 1987 y 1988. La sociedad argentina, a pesar de otras limitaciones, ha aprendido bien la lección, el rechazo a la violencia política que deroga y anula la legitimidad ins­ titucional y cercena el Estado de derecho. No importa de dónde ella provenga, del terrorismo de Estado, de las organizaciones paramilitares, de la izquierda armada. La conformación de un poder legítimo, la alternancia en el poder y la obediencia militar han sido los principales logros del proceso democrático ini­ ciado en 1983. Sin embargo, descubrimos que la voluntad de poder y las ambiciones hegemónicas no han sido desterradas de la vida política democrática, y son cultivadas y ejercidas por no pocos gobernantes en los órdenes nacional y pro­ vincial. El problema no radica únicamente en quién revela esa voluntad y ambición, sino fundamentalmente en la legitimidad que le concede una parte significativa de la población. Quedan aún por superar las fallas institucionales que limitan el buen funcionamiento de una democracia constitucional y por resolver la pobreza y las desigualdades económico-sociales que vuelven impracticable una democracia social. La democracia como forma de gobierno no está en cuestión, lo dicen todas las encuestas y es lo que se puede percibir cotidianamente, a pesar de los claroscuros y los altibajos. Pero sí están en cuestión las instituciones (los pode­ res públicos, el sistema de partidos y el de representación) que ponen en fun­ cionamiento el régimen democrático. El principal riesgo de esta situación tal vez no sea un golpe de Estado (lo que hoy parece absolutamente descartado) sino la condición de intrascendencia en la que es ubicada la democracia. Ella no puede ser otra cosa que un régimen, inseparable de los ciudadanos que lo 13

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

reproducen permanentemente, con instituciones durables y valores arraigados, que se comparten socialmente. Lo contrario significaría preguntarse por la muerte de las instituciones y los valores que la sustentan. Los desafíos de la sociedad argentina no son menores. Ellos son de orden institucional y de orden social. La democracia requiere para su consolidación de instituciones legítimas y estables y de un orden social justo y equilibrado. Sin una mayor participación de los ciudadanos en la toma de decisiones y sin un compromiso más fírme de los dirigentes con la transparencia de la gestión pública y con políticas públicas satisfactorias, la democracia corre el riesgo de volverse irrelevante, vacía. De todos nosotros depende que eso no ocurra. El descuido colectivo es el peor enemigo de la democracia. El lector encontrará en las páginas que siguen artículos y testimonios que pretenden ayudar a pensar sobre el legado de la dictadura y los cambios polí­ ticos experimentados en los últimos años. Se busca prestar más atención a la relación entre dictadura y democracia, con la certeza de que no es posible esta­ blecer una separación terminante entre ambos términos. Los acontecimientos ocurridos en la dictadura y en la democracia, con sus modificaciones en el tiempo, se inscriben en un mismo espacio político y cultural. Este libro no tiene otra aspiración que la de contribuir al debate sobre algunos de los pro­ blemas principales de la Argentina contemporánea. Nuestro profundo agradecimiento a los autores que han colaborado en este volumen, porque lo han hecho posible, por la calidad de sus estudios y sus interesantes perspectivas. De igual manera, agradecemos a Estudios Sociales, Revista Universitaria Semestral, a la Universidad Nacional del Litoral y a la Editorial Homo Sapiens, por el apoyo y compromiso de esas instituciones con este proyecto intelectual.

14

Luis

A lb e r to R om ero -

La

d e m o c r a c ia y l a so m b r a d e l P roceso

1

La democracia y la sombra del Proceso Luis A lbe r t o

R om ero*

La imagen de ia última dictadura militar -el Proceso, para decirlo con su nombre más familiar- ha signado durante mucho tiempo la democracia cons­ truida desde 1983. Su sombra, un cono de oscuridad proyectado sobre el pasa­ do reciente, determinó tanto los negros como los blancos de una historia que fue idealmente imaginada en términos contrastados y antitéticos. Es bien sabi­ do que la democracia se construyó con los materiales que estaban disponibles, y que habían sido utilizados en muchas de las faenas del Proceso. Pero no se trata en este ensayo simplemente de reiterar datos, por cierto reales y abruma­ dores, acerca de personas, instituciones o discursos, ni mucho menos de denun­ ciarlos. Se trata de otra cosa: del imaginario democrático, construido casi al mismo tiempo que el del Proceso, apresuradamente y a su imagen y semejan­ za, por una sociedad que hasta el momento de la crisis del régimen militar no había querido enterarse demasiado de qué era lo que estaba pasando.1

* UBA- UNSAM- CONICET. t. He realizado una evaluación de la amplia bibliografía sobre este tema en Romero, Luis Alberto: “La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión”; en Pérotin-Dumonn, Anne (ed.), Historizar el pasado vivo en América Latina. Publicación electrónica en línea (por aparecer). Sólo men­ cionaré aquí aquellos trabajos que más claramente inspiraron las ideas de este ensayo. Halperín Donghi, Tulio. La larga agonía de la Argentina peronista. Ariel, Buenos Aires, 1994. Quiroga, Hugo. El tiempo del “Proceso". Conflictos y coincidencias entre políticos y militares 1976-1983. Fundación Ross, Rosario, 1994. Groisman, Enrique. Poder y derecho en el “Proceso de Reorganización Nacional". CISEA, Buenos Aires, 1983. Vezzetti, Hugo. Pasado y Presente; guerra, dictadura y sociedad en Argentina, Buenos Aires,

15

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

No es raro que se parecieran tanto. Proceso y Democracia fueron dos caras de un mismo universo, que se imaginaba protagonizado por dos fuerzas contrarias y absolutas; se trataba en el fondo de la clásica versión maniquea del mundo, fundada en principios antagónicos: la luz y la oscuridad, el bien y el mal, dios y el demonio. Este tipo de versiones gusta a los ciudadanos, que la encuentran adecuada para fundar firmemente juicios de valor, para orientar sin claudicaciones sus acciones y para señalar, sin dudas, las debilidades o las fallas de los otros. Tranquiliza las conciencias y hace más eficaz la acción, al menos en apariencia. Los historiadores, en cambio, preocupados por comprender, no se sienten a gusto con el mito maniqueo. Prefieren en cambio pensar que los procesos históricos están animados por una única fuerza vital, ajena a la ética, que infor­ ma el movimiento social, y por un conjunto de actores que, cabalgando sobre ella, construyen en su práctica cotidiana sentidos y valores, a los que gustan mirar como absolutos. En este caso, la función del historiador consiste en com­ prender este doble proceso de acción e idealización, tomando distancia y relativizando los valores de los actores. Estas dos perspectivas, la del historiador y la del ciudadano, tan difíciles de separar cuando nos interrogamos sobre procesos históricos en los que esta­ mos íntimamente involucrados, están presentes en esta inquisición acerca de la proyección de la imagen del Proceso sobre la democracia. En este caso, mi pregunta no va dirigida exactamente a comprender cómo fueron las cosas, sino a tratar de entender el efecto que una construcción ideal tuvo sobre su propia concreción. Me pregunto hasta qué punto una imagen vigorosa, contrastada y sin matices del Proceso fue funcional para los fines de los constructores y defensores de la democracia. También, hasta qué punto la adhesión a esas dos imágenes, opuestas y complementarias, al proyectar los problemas inevitables del funcionamiento democrático sobre las convicciones en las que se había fundado, no constituyó una hipoteca a corto plazo o una suerte de pacto fáustico, en el que la juventud democrática se cambió por su alma. Siglo XXI, 2002. O’Donnell, Guillermo. “Democracia en la Argentina: micro y macro”, en Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democracia. Paidós, Buenos Aires, 1997. Quiroga, Hugo. “La ver­ dad de la justicia y la verdad de la política. Los derechos humanos en la dictadura y en la democracia”; en Quiroga, Hugo y César Tcach (comps.), A veinte años del golpe. Con memoria democrática. Homo Sapiens Ediciones, Rosario, 1996.

16

Luis A lb e r t o R o m e ro - L a d e m o c r a c ia y l a so m b ra d e l

P ro c eso

Me pregunto si una mirada menos tajantemente valorativa acerca del Proceso y de la Democracia, y algo más atenta a los grises y a los matices, no hubiera quizá facilitado una tarea, como ía construcción de la democracia, tan anclada en valores que debían ser sostenidos a fuerza de convicción. Examinaré en primer lugar la construcción de la imagen del Proceso. Luego, la construc­ ción de la Democracia como imagen alternativa, simétricamente opuesta a la del Proceso. Finalmente, haré un inventario de las necesidades que esta cons­ trucción satisfizo, de los costos que implicó y de los efectos más visibles sobre el funcionamiento rutinario de la democracia, para retomar en la conclusión la pregunta inicial.

La construcción de la imagen del Proceso La imagen del Proceso se construyó apresuradamente, entre el fin de la Guerra de Malvinas en junio de 1982 y las elecciones generales de octubre de 1983, y se terminó de definir, compacta y monolítica, a mediados de 1985, con el juicio y condena a las Juntas militares. Perder ía guerra, luego de haber generado tantas expectativas e ilusiones, fue, a los ojos de ía sociedad, probablemente el mayor pecado de los militares. La situación no puede parecer extraña, de acuerdo con el precedente de tantas otras derrotas militares en el mundo. Pero en nuestro caso, ese fracaso tuvo consecuencias mayores que desnudar las falencias de los estados mayores, pues corrió el telón sobre un drama social más amplio, hasta entonces apenas entrevisto, y que había despertado relativamente poco interés. La guerra llevó a juzgar el régimen militar que venía gobernando el país desde 1976. La cul­ pabilidad de los generales fracasados se convirtió, casi sin solución de conti­ nuidad, en la culpabilidad de los responsables del gobierno del Proceso. El sacrificio de los soldados de Malvinas, víctimas de ía impericia de sus jefes, se convirtió en el sacrificio de las víctimas del Proceso, una figura que empe­ zaba a construirse. Simultáneamente, apenas terminada la guerra, y aflojado el control del gobierno dictatorial sobre los medios de prensa, comenzaron a descubrirse las huellas más visibles de la represión: enterramientos, lugares de detención y tortura, testimonios de sobrevivientes. En manos de una prensa que unió los

17

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

réditos de la exhibición de lo macabro con la posibilidad de abandonar rápi­ damente el barco que se hundía, esa exhibición se convirtió en lo que se llamó “el show del horror”. En poco tiempo, todo estuvo expuesto y nadie pudo ale­ gar que no sabía. Con esos elementos, pronto se conformó una imagen del Proceso. Es seguro que las cosas habrían sido distintas si no hubiera mediado la derrota en la Guerra de Malvinas. Aunque trivial, la afirmación puede ayudar a destacar la artificíosidad de la imagen construida, que consistió en algo más que el simple descubrimiento de una verdad hasta entonces oculta. La caída catastrófica del régimen militar, que le impidió instrumentar algún tipo de salida concertada, también bloqueó otras narraciones posibles, donde los per­ files de los protagonistas probablemente habrían sido menos contrastados, y la representación de lo ocurrido en esos años, menos heroica. Esas explicaciones alternativas habrían tomado nota de las interpretacio­ nes esbozadas por algunos de los actores de esos años. Algunos habían natu­ ralizado el discurso represivo, y admitían la necesidad de aplicar correctivos excepcionales para la violencia subversiva; otros hacían suyo el “por algo será”, y solo cuestionaban la extensión en la aplicación de los métodos excep­ cionales más allá de lo estrictamente necesario; otros aceptaron como irrever­ sible la dictadura, y se preocuparon por encontrar salidas para reconducir el gobierno hacia manos civiles. Si hubieran llegado a plasmar, esas otras narraciones habrían tomado nota del eco más que relativo que hasta después de la guerra encontraron las denun­ cias de los crímenes de la dictadura realizadas por las organizaciones de dere­ chos humanos, arrinconadas por la propaganda oficial, Incluso los hechos que en la narrativa victoriosa fueron luego considerados como preparación de la rebelión general de la sociedad contra la dictadura -por ejemplo, la huelga general y la manifestación del 30 de marzo de 1982, los actos políticos oposi­ tores realizados el año anterior, la reaparición en escena de los partidos políti­ cos- podrían haberse integrado en otro relato, cuyo eje fuera quizá la progre­ siva asunción de sus responsabilidades por parte de cada uno de los actores de la sociedad. Frente a esas versiones, eventualmente dubitativas, se impuso como ver­ dad final una contundente versión del Proceso, construida en no más de dos años. El informe de la CONADEP y su publicación sintética, Nunca más, y en 18

L u ís A l b e r t o R o m e r o - L a d e m o c r a c j a y l a s o m b r a d e l P r o c e s o

seguida el enjuiciamiento de los principales responsables, y el fallo ejemplarizador de la Justicia terminaron de dar forma a lo que se convirtió en la versión oficial de lo ocurrido en los años de la dictadura. El objetivo político de la hora era lograr instalar rápidamente un juicio condenatorio y ejemplificador. Por ello, para la narración del pasado se eligió la alternativa maniquea. El Proceso fue la encamación de una fuerza demoníaca, de una dimensión mucho más contundente que el otro demonio evocado, la violencia subversiva. El Proceso se abatió sobre una sociedad indefensa y sorprendida por tal acumulación de violencia y maldad. Una mirada más atenta a los matices de la realidad, menos preocupada por juzgar que por comprender, quizás hubiera señalado que el Proceso real, es decir el proyecto llevado adelante por las Fuerzas Armadas y por grupos de civiles que adhirieron y las apoyaron explícitamente, distaba de tener la cohe­ rencia y sistematicidad con que se lo presentaba. Desde su origen mismo se advierte en esa experiencia la existencia de contradicciones, ensayos a tientas, y también subproyectos, tanto institucionales como personales, que pronto entraron en franca colisión. Se advierte en sus responsables errores de juicio y de percepción, limitaciones proyectivas y fallas en la visión acerca de los pasos ulteriores. En fin, saltan a la vista las limitaciones propias de cualquier proyecto humano. Quizás también podría haberse señalado que la sociedad que recibió la acción punitiva de la dictadura era algo un poco más complejo que un conjun­ to de víctimas pasivas y resignadas. El Proceso se instaló sobre una sociedad conflictiva y combativa; muchos de quienes estaban enrolados en esos com­ bates ya habían ensayado formas violentas en diverso grado para dirimir sus diferencias, y esto trascendía ampliamente al grupo que la versión oficial de los dos demonios definió como el segundo demonio. Entre quienes no partici­ paron activamente, hubo muchos que aceptaron con naturalidad el recurso a los métodos violentos, incluyendo el terrorismo. En el otro extremo, el grupo -que se alineó más o menos declaradamente con la acción de la dictadura no fue menor. Incluía tanto a quienes tenían sólidos motivos para ello -quienes resul­ taron los vencedores en el combate social librado en estos años- como a quie­ nes adhirieron más en solitario a las consignas del orden, esos kappos que evocó Guillermo O ’Donnell, en quienes encuentra el rebrote de una cultura política autoritaria muy tradicional. 19

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

Entre ambos extremos, entre la disidencia radical y la colaboración plena, no hubo -no pudo haber habido- una zona social neutra, ignorante o sufriente, sino una gama infinita de grises, de actitudes ambiguas, de transacciones, de pequeñas concesiones para sobrevivir o para posibilitar otras apuestas, de silen­ cios reticentes o de adopción ritual de formas discursivas aceptadas, para poder introducir a través de ellas otros mensajes. ¿Consenso pasivo? ¿Resistencia sorda? ¿Realismo y visión de futuro? No hay fórmula que sintetice o agote este complejo mundo de la vida real durante una dictadura, que desborda los mar­ cos de cualquier juicio valorativo contundente. En cambio, la visión del Proceso construida durante la transición demo­ crática fue categóricamente valorativa. No hubo lugar para los grises. El demonio subversivo fue escindido de la sociedad, que fue presentada en con­ junto como víctima. El demonio represor fue idealizado: se trató de un régi­ men uno, homogéneo, casi abstracto. Cada una de sus acciones obedecía a un designio coherente y sistemático, y aún las que eran visiblemente incoheren­ tes, o el fruto claro de disidencias internas, eran compuestas e integradas en un sistema, que resultaba más perverso aún por ser capaz de potenciarse en la apa­ rente incoherencia. Se trataba de un sistema mucho más abstracto y conceptual en tanto no se sintetizaba en la figura -eventualmente humana- de un dictador. Fue la dictadura en estado puro, el sumo mal, el demonio en toda su potencia.

Una imagen alternativa: la democracia buena y potente En el mismo acto en que se demonizó el Proceso, se construyó la imagen exactamente inversa: una democracia que, a priori y por definición, era buena y potente. Vencedora en un combate que en realidad no había librado, alimen­ tada por la cultura de los derechos humanos, que hasta entonces solo había atendido esporádicamente, la opinión pública dominante construyó a lo largo de 1983 un actor político para la nueva democracia: la civilidad. De acuerdo con una concepción clásica -pueden adivinarse las palabras de Qué es el ter­ cer Estado de Sieyés-, la civilidad integraba a la sociedad toda, con excepción de una minoría indigna de ser tomada en cuenta: los responsables del Proceso. Diferentes partidos políticos expresarían la pluralidad de opiniones que circu­ laban en su seno, pero ante las cuestiones fundamentales de la democracia, las 20

Luis A U 3URTC

R o m e ro - L a d e m o c r a c ia y l a so m b ra ¡ jh l P r o c e s o

que hacen al interés general, la civilidad era una y unánime, votada al interés general e intrínsecamente buena. Afirmar la unidad de la civilidad fue una de las características de esta construcción democrática. En vísperas de las elecciones de octubre de 1983, Raúl Alfonsín, candidato presidencial y su vocero más destacado, abandonó por un instante ese camino cuando denunció la connivencia entre los dirigen­ tes sindicales y los militares, que negociaban su autoamnistía. Pero fuera de este episodio, no existió en los meses previos a la elección la voluntad de escarbar en cuestiones espinosas que pudieran introducir fisuras en la cons­ trucción de una civilidad unánime ante las cuestiones fundamentales de la democracia. Es significativa la forma en que se evitó un tema que sin duda habría sido divisivo: la actuación y ias posiciones de cada uno durante la Guerra de Malvinas. Con excepción de los responsables del Proceso, a quie­ nes la justicia condenara, el sujeto democrático incluía a todos, cualquiera hubiera sido su desempeño previo, y por supuesto también a ios militares que acataran las instituciones de la República. La búsqueda sistemática de consenso llevó a insistir en que se trataba de recuperar la democracia, es decir de restaurar la democracia instituida en 1912 y sucesivamente cancelada por los militares. Esto no debe oscurecer eí hecho de que, para bien o para mal, se trataba de una propuesta que, aunque atenida a la letra de la ley, tenía escasa tradición en las prácticas políticas del siglo XX, a ías que precisamente se proponía superar. Asentada sobre el respeto absolu­ to de la ley y sobre los valores del pluralismo y la tolerancia, la democracia construiría un escenario nuevo para la política, en el que no habría lugar, por principio, para las prácticas viciosas tradicionales. Se trataba de eliminar las formas extremas y aberrantes, a la luz de los principios de la soberanía de la ley y de los derechos humanos: la transforma­ ción del adversario en enemigo o la justificación de los medios en función de los fines. No menos importante era distinguir y separar el interés general de los diferentes intereses sociales que, expresados a través de corporaciones aguerri­ das, habían constituido la sustancia de las antiguas luchas políticas. Los intere­ ses sectoriales tenían sus voceros, pero la civilidad sólo podía actuar en función del interés general. Este se construía a partir de opiniones diversas pero no excluyentes, que podían integrarse a medida que la discusión y ia argumenta­ ción racional lo iluminaran y lo hicieran evidente. 21

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

Bajo la democracia, no había conflictos de intereses insolubles, sino injus­ ticias, que debían resolverse conforme al principio del interés general. En eí pasado, esos conflictos habían esterilizado la acción del estado, maniatado por los intereses a los que debía regular. Pero con la nueva democracia las cosas serían distintas. Además de intrínsecamente buena, la democracia por venir habría de ser potente, e impondría a los intereses de una sociedad desigual las metas de un proyecto fundado en la justicia y en los derechos. Se trataba -es sabido- de la panacea, de todo aquello que la democracia podría lograr en materia de realizaciones sociales. También en este caso, esa imagen potente era la réplica de aquella otra que se exorcizaba. Tanto como se había marcado la fuerza maligna del Proceso, tanto más resaltaba la fuerza de la democracia regeneradora. Tampoco es novedosa, dentro de las tradiciones políticas, esta segunda característica atribuida a la democracia. La valoración de la acción voluntaria remite a los orígenes mismos del pensamiento democrático moderno -el de la voluntad popular- y se prolonga luego en las diversas tradiciones revolucio­ narias; implica una sobrevaloración de la acción política y de su capacidad para conocer y modelar una realidad que, desde otras perspectivas menos opti­ mistas, suele presentarse como opaca y resistente. En este caso en particular se agregaron dos sobre valoraciones específicas. Por una parte, de la capacidad del instrumento de la acción política: el estado, tal como existía en 1983. Por otra, de la densidad y consistencia del actor político postulado y construido, la civilidad, de su cohesión y tensión, más allá de las expectativas ideales gene­ radas por la ilusión.

Acumulación imaginaría democrática Así se constituyó la dupla Procedo/Democracia, enlazada por los Derechos Humanos, perdidos y recuperados. Dos elementos antitéticos, unidos por un absoluto ético, dieron un complejo ideológico y discursivo muy fuerte. Contenía una explicación o diagnóstico de los males, una promesa de solución y, también, una retórica, novedosa y potente. Como es común en los lenguajes políticos modernos, en esos años iniciales de la democracia la retórica tenía una cierta dimensión religiosa. Luego de la separación de los pecadores, condenados al 22

Luis A l b e r t o

R om ero -

L a d e m o c r a c ia

y l a som b ra d e l P r o c e so

Infierno, el nuevo comienzo prometía a los justos la recuperación del Paraíso, la

vuelta ai estado de gracia y la liberación de la constricción de las necesidades, por las que alguien proveería. La civilidad y sus dirigentes entraron por entonces en el mundo de la ilu­ sión, o apelaron a ella, tanto, quizá, como lo habían hecho en los años setenta, bajo otros códigos ideológicos. Pero en quienes apelaron a la ilusión hubo, sin embargo, un profundo realismo político, si se considera que las bases materia­ les para fundar un nuevo régimen democrático eran escasas. La democracia política es un artefacto complejo, que requiere ciudadanos y dirigentes, tradi­ ciones y rutinas. Poco de eso había en 1983. ¿Sobre qué otra cosa, que no fuera la ilusión, podría haberse construido la democracia? La apelación a la tradición fue fuerte -sobre todo en la figura de la recons­ trucción democrática- pero no demasiado creíble. El experimento de 1983 estaba separado de las experiencias democráticas anteriores por una brecha profunda, un tajo en las tradiciones. Pero además, la democracia se planteó entonces desde bases completamente distintas a las de las experiencias ante­ riores. La tradición democrática argentina de la primera mitad del siglo XX había sido más bien del tipo plebiscitario, unanimista y faccioso. Nunca se había caracterizado por la valoración de la dimensión republicana ni por el pluralismo, valores éstos centrales en la experiencia que se iniciaba. Para los demócratas de 1983 no había mucho de memorable en las prácticas del perío­ do yrigoyenista o del peronista. Tampoco había, en realidad, una masa de ciudadanos conscientes de los derechos y deberes implícitos en el contrato político y conocedores de los mecanismos y técnicas de su ejercicio. En 1983, la mayoría ignoraba cómo eran los procedimientos democráticos, aún los más elementales, no sólo por la falta de práctica sino porque habían dejado de ser materia de la enseñanza escolar, donde la alfabetización ciudadana -la instrucción cívica- había sido remplazada por materias informadas por ideologías, como la tomista, que poco se preocupaban por la democracia. Fue característico del año previo a las elec­ ciones generales que los medios de comunicación procuraran llenar ese vacío, enseñando, por ejemplo, a la vez que la sacralidad del sufragio, los mecanis­ mos básicos de su instrumentación. No sólo había problemas con los procedimientos, sino con los fundamen­ tos mismos de la ciudadanía, entendida como contrato político. La experiencia 23

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

de vivir bajo un estado dictatorial, y la exaltación de los derechos humanos, como discurso de resistencia, influyeron fuertemente en la manera como se entendió la ciudadanía en 1983. Esta civilidad, con la que había que construir la democracia, entendió que básicamente se trataba del fin de la obligación. De acuerdo con una perspectiva que es mucho más liberal que democrática, se admitió la existencia del estado, previa a cualquier contrato, y se sospechó de él, como fuente de posibles conductas autoritarias. Frente al estado, asumir compromisos y obligaciones era mucho menos importante que la reivindica­ ción y el reclamo de los derechos de los individuos y los grupos. Tampoco había, en rigor, un equipo de dirigentes que estuviera a la altura de los altos ideales del proyecto democrático invocado. Ciertamente, en el año previo a las elecciones se renovó el elenco de una manera notable, y una camada de gente joven se incorporó a la política. Pero la mayoría de quienes en 1983 dirigían los partidos políticos eran dirigentes trasegados y, por usar un término de otros tiempos, pasteleros, con muchas experiencias pasadas de arreglos y enjuagues no muy dignos de ser confrontados con los altos ideales de la demo­ cracia que se quería construir. Eran veteranos de las casi dos décadas de pros­ cripción del peronismo, una experiencia en la que convivieron satisfactoria­ mente tanto los dirigentes antiperonistas como los peronistas. También, de la breve pero no menos impactante experiencia de 1972/74, de la universal aquies­ cencia con Perón y la aceptación, sin crítica, de su proyecto. Desde 1976, casi todos ellos participaron, de un modo u otro, en las negociaciones y conversa­ ciones para la búsqueda de una salida política a la dictadura, a partir de una comprensión de su inevitabilidad y de la necesidad, al menos hasta cierto punto, de la represión. Casi todos ellos fueron arrastrados por la marea nacionalista de abril de 1982 y se solidarizaron con el régimen dictatorial que había ocupado las Malvinas. Muchos de ellos, incluso, se manifestaron partidarios de convali­ dar la autoamnistía de los militares y, en general, de echar un manto de olvido sobre el pasado doloroso, como se decía. En suma, la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos pertenecían a alguna de las variantes de la amplia zona gris de la política argentina. En ese contexto, es sabido que Raúl Alfonsín encabezó la construcción de un actor político, la civilidad, que aunque tenía raíces en los partidos políticos tra­ dicionales no se identificaba acabadamente con ninguno de ellos. Más que bus­ car su fundamento en alguno de los discursos políticos existentes, los dirigentes 24

L u is A lb e r t o R o m e ro - L a d e m o c r a c ia y la 's o m b r a d e l P r o c e s o

de la civilidad construyeron un discurso nuevo, sobre la base de ios materiales mencionados: la exaltación de los derechos humanos, la condena del Proceso, y la presentación de la democracia como su antítesis. En una sociedad política donde ia democracia tenía pocas bases, todo descansó en la capacidad de crear ilusión, en el supuesto de que. una vez en marcha, se desarrollaría un círculo vir­ tuoso y el proceso democrático iría generando el resto de los elementos: nuevos dirigentes, ciudadanos conscientes, rutinas y tradiciones. La ilusión debía origi­ nar la acumulación inicial, en un proceso que llegaría a ser autosostenido. De acuerdo con esta apuesta, cuanto más fuerte fuera la ilusión, más posibilidades había de que la democracia se pusiera en marcha y, gradualmente, dejara de nece­ sitar esa cuota inicial de magia.

La desilusión democrática En ese contexto Alfonsín se impuso en las elecciones de 1983. A poco de andar, tras el país de la ilusión comenzó a emerger el país real. Un país que no figuraba en la agenda de la civilidad, y que probablemente tampoco estaba en la de los nuevos gobernantes, a juzgar por la parsimonia con que encaraban sus problemas. El de 1983 era un país con su estado destrozado y atado por el endeudamiento, una sociedad empobrecida y en camino de la polarización, con un enorme poder acumulado en un grupo muy pequeño, con una econo­ mía incapaz de dar trabajo a todos, y con dudosa capacidad para crecer. Era el país que había construido el Proceso, tan distinto de la Argentina potente y conflictiva que todavía podía reconocerse diez años atrás. Era también un país con muchos menos ciudadanos cabales que lo que la civilidad gustaba creer, y con muchos más habitantes que en realidad eran afines con prácticas políticas diferentes de las que constituían el ideal democrático. De alguna manera, lo que ocurrió desde diciembre de 1983 fue el desqui­ te del Proceso. Mientras sus jefes y responsables recibían la histórica condena de la justicia, y con ello la condena de todas las acciones aberrantes de la dic­ tadura, los efectos de los cambios profundos introducidos desde 1976 se fueron manifestando sucesivamente, como bombas de explosión retardada. Hubo cri­ sis sucesivas, de intensidad creciente. En cada una de ellas pareció que final­ mente llegaba el momento de enfrentarse cara a cara con la verdad: contra lo 25

A r g e n t ín a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

creído, la democracia no era potente ni necesariamente buena. Repetidamente ocurrió que, pasado el pico de la crisis, se la cubría con una nueva ilusión. Pero sin embargo, cada episodio dejaba afuera un contingente de desilusionados, tanto más golpeados cuanto más fuerte había sido su involucramiento con la ilusión democrática. En 1987 se produjo la desilusión de los militantes activos, los que nutrie­ ron las manifestaciones en los tramos finales del régimen militar, los que poblaron las plazas para apoyar al gobierno constitucional. Gradualmente, des­ cubrieron que el gobierno fundado en la civilidad -una fuerza formidable para resolver algunas cuestiones- era impotente frente a poderes corporativos de presencia menos espectacular en la calle pero innegable capacidad de presión. Hubo muchas batallas perdidas. Como lo admitió después, el gobierno demo­ crático no podía, o no sabía, cómo doblegar la inflación, cómo torcerle el brazo al sindicalismo, cómo encuadrar a la institución militar en las formas republi­ canas. Luego, llegó la gran derrota de Semana Santa de 1987: la civilidad no bastaba para doblegar a un pequeño grupo de militares insubordinados, con los que el gobierno debió transar. Muchos ciudadanos, defraudados, culparon a los dirigentes por sus ilusiones perdidas. Otros descubrieron que la democracia misma no era tan potente como prometía. La segunda gran desilusión fue la de 1989: la hiperinflación golpeó a todos, y cayó sobre las espaldas del primer gobierno elegido democráticamen­ te. La desilusión abrió un amplio crédito a la propuesta mesiánica y poco repu­ blicana de quien pidió plenos poderes para enfrentar y resolver la crisis. Asumiendo los cambios producidos en el país durante el Proceso, el gobierno decidió completarlos llevándolos hasta sus últimas consecuencias. Lo que durante la pasada dictadura había sido una serie de golpes inorgánicos y a menudo contradictorios contra la institución estatal, en los años noventa fue el desarme sistemático del estado y de su capacidad de control. Durante la pri­ mera presidencia democrática la revancha del Proceso consistió en abatir el orgullo regenerador de quien creía poder ignorar la urgencia de asumir las transformaciones de la Argentina sobrevenidas desde 1976. Durante la segun­ da presidencia, la sombra del Proceso, su revancha, confluyó con el ánimo de una sociedad mayoritariamente dispuesta a aceptar transformaciones que hasta entonces había juzgado inaceptables, y que tenían como objeto principal el estado, o lo que quedaba de él. 26

Luis

A l b e r t o R o m e r o - L a d e m o c r a c ia y l a s o m b ra d e l P r o c e s o

La tercera gran desilusión ocurrió a fines de 2001 y golpeó sobre una socie­ dad donde los efectos del empobrecimiento y la polarización, irreversible en lo inmediato, eran evidentes, como también lo eran los efectos negativos de las transformaciones del estado. La crisis económica, que repetía, muy agravada, la de 1989, estuvo otra vez unida a la debacle de un gobierno no peronista. El cuestionamiento recayó en el conjunto de la llamada clase política, cuya transfor­ mación en corporación -una más, de entre las muchas dedicadas a exprimir al estado- era groseramente visible. Todavía está presente, en la consigna de ‘"que se vayan todos”, un elemento de la cultura política nacida en 1983, de cara al Proceso: la bondad de la sociedad y su capacidad para regenerar la política. En cambio, la fe en la democracia, en su potencia y bondad, cayó por ei piso. Por primera vez era acusada no ya de ser impotente e incapaz de producir la felici­ dad, sino incluso de ser responsable de la miseria y la desigualdad. Fue la culminación de la desilusión democrática. La desilusión democrá­ tica -un efecto de aquella ilusión excesiva- arrastró consigo muchas buenas intenciones y allanó ei camino a otras malas. 2002 fue el año de la ira, los jacobinos y el regeneracionismo: la apuesta a una solución mágica, que saldría de una sociedad sin culpas ni responsabilidades. Pero el ánimo regeneracionista pasó, y la democracia obtuvo en 2003, veinte años después, un modera­ do voto de confianza, cuyo sentido no es claro. Es posible -no sé si probable- que la crisis de 2002 haya acelerado el trán­ sito hacía un cierta madurez que, sin perder lo fundamental de la ilusión demo­ crática, permita advertir que la política democrática consiste, como cualquier otra forma de hacer política, en asumir que para quien gobierna hay opciones, y que todo lo genéricamente bueno, o todo lo que es legítima aspiración de un grupo, no puede hacerse simultáneamente. También, que la política democráti­ ca se basa en una articulación de derechos y de obligaciones, parte de una carga común que los ciudadanos deben asumir colectivamente. Pero también es posible que la crisis haya confirmado que aquella demo­ cracia imaginada en 1983 es en realidad una flor exótica en la Argentina actual, en la que el déficit de ciudadanía es cada vez mayor. Es fácil pensar, en efecto, que la democracia puede ser apenas una forma superficial, que legitime mala­ mente una combinación de clientelismo, corrupción política, ratificación plebis­ citaria y autocracia. Aceptar, en fin, siguiendo una moda intelectual muy arrai­ gada, que esa forma de hacer política es la propia de nuestra identidad nacional. 27

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

El Proceso como fundam ento de la democracia: un balance retrospectivo Han pasado más de veinte años desde la fundación de nuestra democracia actual, y sería pueril atribuir un peso excesivo a aquel condicionamiento fun­ dador por el cual su legitimidad se afianzaba en la condenación del Proceso. Sin embargo, hay que señalar que no sólo se trató de la excesiva ilusión gene­ ral, que llevó a una cierta subestimación de los problemas heredados, y proba­ blemente a una demora en encararlos, que condicionó ia manera como final­ mente se los solucionó. Se trató también de la desilusión, del movimiento con­ trario del péndulo, que finalmente alimentó el cinismo y la actitud manipulativa, lo que es una de las peores perspectivas para ia democracia actual. La tensión entre ilusiones y posibilidades reales, entre promesas y reali­ zaciones, es constitutiva de la democracia: un régimen político laico e inma­ nente, que no se respalda en creencias trascendentes. No habría democracia sin una ilusión repetidamente renovada. Cualquier político sabe cómo despertar la ilusión, cómo mantenerla, cómo renovarla. Lo hacen los grandes estadistas, y también, en su medida, los punteros de barrio. Del mismo modo, las democra­ cias concretas generan impaciencia, frustración, escepticismo, como ocurre con cualquier experiencia humana cuando es confrontada con los valores que la constituyen. No debería causar extrañeza la existencia de este juego pendular, que es normal. El análisis sobre nuestras circunstancias debe preguntarse, en cambio, por la amplitud del arco. La desilusión democrática es tanto mayor cuanto más grande fue el impulso ilusorio previo. También hay que preguntarse por cómo administran los dirigentes la desilusión, la frustración ante las “promesas incumplidas”. El problema de la experiencia de 1983 no está en una cierta dis­ tancia entre expectativas y realidades sino en la magnitud de la misma y, con­ secuentemente, en la magnitud de la desilusión. Nuestro punto en esta reflexión es que el péndulo llegó tan alto en 1983 porque a la natural utopía democrática, que es una promesa para el futuro, se le adicionó una cierta manera de ver el pasado: una construcción de la imagen del Proceso en términos tales que absolutizó las promesas democráticas, las convirtió en taxativas y exigibles. En esa construcción de la imagen del Proceso hubo una sobrecarga sobre el juicio -la repulsa que debía producir- a costa de su comprensibilidad. 28

L u ís A lb e r t o R o m e ro - L a d e m o c r a c ia y l a so m b ra d e l P r o c e s o

Juzgar y comprender expresan dos maneras diferentes de enfrentarse con el pasado. La primera es la propia del ciudadano; la segunda, del historiador, o de cualquier otro que lo mire en sede científica. Son dos extremos ideales, que en la práctica se conjugan en relaciones diferentes. En el origen de esta refle­ xión estaba la interrogación acerca de la funcionalidad y eficiencia de esta ima­ gen, construida por los fundadores de la democracia, para el logro de su conso­ lidación institucional. Cabe preguntarse qué hubiera pasado si en la construc­ ción de la imagen del Proceso, es decir en el examen de lo que por entonces era el pasado reciente, los ciudadanos hubieran puesto enjuego una mayor dosis de comprensión. Sin duda, se habría debilitado la imagen demoníaca de la dicta­ dura militar, y sobre todo ía de su omnipotencia, aunque más no Hiera por mos­ trar la dimensión casi farsesca de sus errores de apreciación y de ejecución. También se habría deslucido un poco la imagen de su víctima, la sociedad, al niostrar, por ejemplo, que la violencia y el terrorismo político, o el aprovecha­ miento de los comportamientos prebendarlos del estado no eran fenómenos a los que sectores de ella fueran ajenos. También ei diagnóstico y el pronóstico habrían sido distintos: más realistas acerca de lo que se heredaba y de las posi­ bilidades de modificarlo, y consecuentemente menos optimistas acerca de las posibilidades del nuevo gobierno y, más en general, de la nueva democracia. Ciertamente, con un comienzo de entusiasmos más moderados, el péndu­ lo democrático no habría llegado tan alto. Consecuentemente la desilusión posterior habría sido menor y más fácil de manejar, y habría habido menos riesgos de que, sobre ella, se instaurara una democracia cínica. Pero la pre­ gunta es: ¿habría habido democracia? La sabiduría ex post, propia del historiador, no alcanza para saber cuál habría sido el camino alternativo. Podemos especular sobre lo que hubiera sido posible, pero poco sabemos acerca de su probabilidad. Es posible, sin duda, que sin la construcción demoníaca del Proceso la democracia hubiera naufra­ gado de entrada. Como señalamos al principio, en 1983 no había gran cosa con que construir la democracia, salvo la ilusión. El derrumbe del régimen militar podría habar transcurrido por otros caminos, como el que auguraba la autoamnistía, que -bueno es recordarlo- recogió tantos apoyos complacientes. El estado de derecho, afirmado en el juicio y condena de los comandantes, podría haber sido algo muy distinto, y no haber servido siquiera como punto de refe­ rencia para evaluar el desempeño real de la justicia. También es posible que, 29

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

sin la fiebre democrática inicial, se hubiera llegado más rápida y menos trau­ máticamente a la etapa de la democracia madura. Lo cierto es que, por cual­ quiera de los dos caminos, el Proceso y su sombra habrían condicionado la democracia construida en 1983.

R ic a r d o S íd ic a r o - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s p o l ít ic a s d e l a d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 - 8 3

2

Sobre algunas consecuencias políticas de la dictadura militar 1976-83 R ic a r d o S íd ic a r o *

Desde una perspectiva sociológica, la acción de las Fuerzas Armadas argentinas durante el denominado Proceso de Reorganización Nacional debe considerarse como un observable empírico del alto grado de disolución al que habían llegado las instituciones militares. Las consecuencias de lo sucedido bajo la dictadura castrense fueron múltiples y alcanzaron a distintas esferas de las prácticas sociales. A 30 años de la instauración del régimen autoritario y a 23 del retomo a la libre regulación del sistema político cabe reconocer determinado tipo de efectos que, por cierto, no hubiesen entrado en los análi­ sis en períodos más próximos a esos acontecimientos. En este breve texto nos interesa específicamente referimos a dos consecuencias de la dictadura: 1) la disponibilidad política en la que quedaron los actores socioeconómicos pre­ dominantes con el cierre del ciclo de alternancias cívico-militares en la con­ ducción de los aparatos estatales que siguió al fin del Proceso; 2) y en rela­ ción directa con el cambio operado en el plano de las expectativas y orienta­ ciones de los principales sectores empresarios, las transformaciones de los dos partidos políticos que mantenían desde hacía mucho tiempo la primacía a nivel electoral.

*

Investigador Principal del Conicet, Profesor de la UBA y de la UNL.

31

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

Introducción Sería un error plantear que todo lo sucedido después de la dictadura procesista en las esferas de relaciones políticas argentinas fue una consecuencia de sus acciones. Las modificaciones introducidas entre 1976 y 1983 en las pautas de reproducción del desarrollo político nacional se combinaron con otras de otro origen y es difícil deslindar con claridad cuáles fueron las parti­ cipaciones respectivas. Es preciso, entonces, distinguir una serie de cuestiones de disímil naturaleza que, en no pocos casos, suelen confundirse. La distancia que otorga el tiempo transcurrido no ofrece mayores garantías al análisis ya que las discusiones se han mantenido singularmente vivas y no suele ser sen­ cillo formular preguntas ante un tema que sigue despertando la indignación pública. Las reconstrucciones que al respecto realizan las memorias colectivas sectoriales operan como verdaderos obstáculos epistemológicos a la produc­ ción sistemática y fundada de conocimientos. Esto no es una particularidad argentina, las experiencias despóticas de mediados del siglo XX europeo comenzaron a ser estudiadas con mayor rigor en los años recientes. Como lo dijimos, centraremos nuestra atención en los efectos reconoci­ bles después de la dictadura en los comportamientos políticos de los actores socioeconómicos predominantes’, y más concretamente en el abandono de su anterior estrategia de asociación con los proyectos autoritarios castrenses y el establecimiento de vínculos con la alta dirigencia de los partidos políticos mayoritarios y la influencia que consiguieron por esa vía sobre los gobiernos democráticamente elegidos. Ese cambio producido en las orientaciones del gran empresariado con respecto a los militares se encontró directamente liga­ do a la experiencia de la dictadura militar de los años 1976-83, cuya instala­ ción fue estimulada por las mayores movilizaciones patronales contra un gobierno civil conocidas hasta entonces en el país. Dichos actores mantuvie­ ron hasta el fin del Proceso su adhesión al régimen autoritario y a sus políticas represivas, y esto fue así con independencia de que distintos sectores empre­ sarios expresaran disconformidades parciales con las iniciativas oficiales en 1. Con el concepto de actores socioeconómicos predominantes hacemos referencia a un heterogéneo con­ junto de agentes (grandes empresas, grupos económicos, inversionistas ocasionales, etc.) cuyas actividades gravitan de un modo estratégico sobre el conjunto de la economía nacional y, en consecuencia, sus accio­ nes u omisiones tienen gran importancia sobre el conjunto de las relaciones sociales.

32

R ic a r d o S id ic a r o - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s po l ít ic a s d e la d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 - 8 3

materia de política económica. Coherentes con una tradición antidemocrática que identificaba a los peronistas y a los radicales con la “demagogia y el popu­ lismo”, las principales entidades corporativas patronales, más allá del balance que hacían de la gestión dictatorial, manifestaron en reiteradas ocasiones la necesidad de prolongar la clausura de la libre expresión de la ciudadanía. Seguramente, las persecuciones del sindicalismo y de las reivindicaciones sociales ocasionaban distintos grados de beneficios a los sectores propietarios según sus tipos de actividades, pero eran medidas a las que apoyaban en tanto formas de restaurar la disciplina social y, más en general, como expresión de revancha social. Las modalidades más violentas asumidas por el terrorismo de Estado no suscitaron en ningún momento objeciones públicas de las principa­ les corporaciones patronales. En el transcurso de todo el septenio, esas entida­ des empresarias combinaron en sus declaraciones públicas las críticas a medi­ das puntuales que afectaban en lo inmediato sus ganancias, con el estímulo a la permanencia de los militares en el gobierno, revelando que carecían de capacidad para superar los límites de las preocupaciones por sus ganancias inmediatas y que no tenían interés por la creación de una sociedad mediana­ mente integrada. En lo fundamental, el Proceso fue el punto culminante de las iniciativas tomadas desde mediados de los años cincuenta por los diversos gobiernos militares, y apoyadas invariablemente por las corporaciones patro­ nales, contra la ampliación de la participación política de las clases populares y la mejora en la distribución de los ingresos. Ese era, en realidad, el progra­ ma político-social que revelaba el carácter de los actores socioeconómicos predominantes y su falta de proyectos para pensar la sociedad en su conjunto con una mínima vocación de clase dirigente. Si cabe destacar el mencionado aspecto, es a fin de subrayar el hecho de que los sectores empresarios que desde 1983 mejoraron sustancialmente su relación con el sistema político democrático hicieron ese cambio sin que nada permita conjeturar que los movía un replanteo de sus concepciones de la sociedad, de la política y del Estado. Tal como lo veremos, ese giro en sus orientaciones fue la consecuen­ cia de la evidente desintegración del viejo poder castrense, el que, por consi­ guiente, perdió la posición de actor con eventuales capacidades de determinar la marcha de la vida política nacional. A partir de 1983, ese heterogéneo y contradictorio conjunto de grandes sectores empresarios, con intereses conflictivos entre sí, sin una óptica de largo 33

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

plazo que supusiese una mínima vocación hegemónica, se convirtieron en inter­ locutores privilegiados de los sucesivos gobiernos democráticamente elegidos, y participaron, de diferentes modos según los casos, en la fijación de sus políti­ cas económicas y sociales. Las limitaciones de los intereses de los actores socioeconómicos predominantes habían sido un factor decisivo del fracaso de los distintos gobiernos militares sobre los que habían influido. Las contradic­ ciones y la heterogeneidad de sus intereses sectoriales, sus demandas, que apun­ taban objetivamente a producir efectos de desintegración social, sus opciones por las ganancias sin riesgos, en fin, sus aspiraciones y modos de acción, eran netamente opuestos a las formas de construcción de un capitalismo moderno y no podían brindar a los regímenes autoritarios que apoyaban el sustento nece­ sario para instaurar una dictadura prolongada y estable como las que existieron en otros países. Si las elites militares que dirigieron gobiernos nacionales en los períodos 1966-73 y 1976-83 buscaron la asociación con las corporaciones empresarias no fue, evidentemente, por los apoyos que podían transferirles, sino en virtud de una concepción rudimentaria de la política que suponía que sí se alcanzaba un buen funcionamiento de la economía las dictaduras podían trans­ formar 1a situación del país, compensar en lo inmediato su falta de legitimidad y en el mediano plazo transformar la dinámica y los actores del sistema políti­ co. Esa concepción simplificadora y economicista de la política no era una idea exclusiva de los militares, era una especie de marxismo de derecha, expuesto sistemáticamente por los intelectuales y economistas que adoctrinaban a los sectores más influyentes de la época, una matriz de inteligibilidad de la políti­ ca constituida en sentido común, que compartían muchos dirigentes de los par­ tidos políticos mayoritarios.2 Dadas esas maneras de pensar, cuando fue evi­ dente que ya no había alternativa castrense y se cerraba el ciclo de alternancia cívico-militar, los grandes empresarios que en 1983 se reconciliaron con el sis­ tema de partidos y hallaron una indudable sintonía con los gobernantes civiles que debían enfrentarse con la profunda desestructuración económica y social dejada por la dictadura. Razonando desde la mencionada matriz economicista, muchos de los más influyentes dirigentes políticos creyeron, como lo habían hecho los militares, que la asociación con los principales actores empresarios

2.

34

Al respecto, ver: Beltrán, Gastón: Los Intelectuales liberales, EUDEBA, Buenos Aires, 2005.

R j c a r d o SioiCftRQ - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s p o l ít ic a s d e l a d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 - 8 3

podía ser la condición para un desarrollo económico y social estable. Así, las ideas y la presencia de los economistas e ideólogos vinculados a los intereses de los actores socioeconómicos predominantes fueron crecientemente acepta­ das por los gobiernos democráticos entre 1985 y 2001. Pero, tal como había ocurrido con los gobiernos militares, las demandas e intereses de dichos secto­ res propietarios, lejos de ser la solución, fueron el problema.

El cambio de los partidos políticos Sólo desde una óptica formal y carente de referencias históricas puede sorprender que los partidos políticos argentinos hayan dado legitimidad duran­ te medio siglo a las elites castrenses que interrumpían las continuidades insti­ tucionales cuya preservación, supuestamente debían tenerlos a ellos como los agentes principales. Los principales partidos políticos habían sido compla­ cientes con el militarismo en la medida en que estimaban que era un recurso más de sus luchas por la obtención de posiciones de poder. Desde 1930, los partidos de oposición participaron más o menos de forma pública según los casos de coaliciones golpistas y luego algunos de sus dirigentes integraron car­ teras ministeriales en dictaduras militares, buscando conseguir posiciones para ellos mismos, su grupo interno o su partido, una mejor situación al volver a la normalidad institucional.3 Al respecto, cabe recordar que el conservadorismo recuperó la conducción del gobierno nacional gracias a su participación en la dictadura 1930-31, que el peronismo se creó y ganó sus primeras elecciones contando con las condiciones propicias que le ofreció la dictadura de 1943-46 y que el sector más tradicional del radicalismo conoció una especie de refun­ dación favorecida por la dictadura 1955-58, y luego se benefició con la inte­ gración de algunos de sus dirigentes más notorios en los gabinetes de la dicta­ dura militar 1962-63, a la que sucedió mediante elecciones donde el pluralis­ mo fue restringido por imposición castrense. En buena medida, esas orienta­ ciones de los partidos se basaron en la apreciación del carácter breve de los gobiernos militares y de que no pondrían obstáculos al acceso de sus aliados

3. Sobre este tema ver Rouquié, Alain: “Hegemonía militar, Estado y dominación social”, en Rouquié, A. (comp.), Argentina, hoy, Siglo XXI, Buenos Aires, 1982, pp. 11-50.

35

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

civiles al control de los puestos estatales. Esta dinámica se complicó con las dictaduras de 1966 y de 1976 en las que las Fuerzas Armadas, en lugar de declarar, como lo habían hecho las anteriores, el carácter provisorio de su ejer­ cicio del poder, manifestaron de que no habría plazos definidos para la finali­ zación de su dominio político. La consecuencia de esta decisión de clausurar por un plazo incierto, pero seguramente bastante prolongado, la normalización institucional constituyó un factor que comenzó a modificar las actitudes de los principales partidos frente al problema militar y llevó a sus dirigentes a crear acuerdos interpartidarios reclamando el retomo a la democracia. Durante todo el septenio 1976-83, existieron altos dirigentes de los prin­ cipales partidos políticos que mantuvieron relaciones con los militares y que parecieron esperar, quizás en virtud de un sentido práctico adquirido a la luz de lo sucedido con similares regímenes previos, que el desgaste castrense seria inevitable.4No obstante, el escaso nivel de exigencias se reveló en el hecho de que, luego del verdadero derrumbe de la credibilidad militar con la derrota en la guerra del Atlántico sur, los partidos no se mostraron capaces de movilizar a la sociedad para reclamar la inmediata vuelta a la democracia. La evidencia de la desintegración de las Fuerzas Armadas tendió, en principio, a no ser cap­ tada por la gran mayoría de los actores civiles instalados desde muy antigua data en el juego de reconocimientos recíprocos que había aceptado la presen­ cia política de los uniformados como un hecho normal. En realidad, el actor militar se había ido disolviendo durante muchos años, pero recién con el fin del Proceso la clase política registró esa larga declinación y cuestionó la legi­ timidad que le otorgaba. En 1983 era evidente que la institución castrense se había convertido en un conjunto inorgánico de individuos que no contaba casi con ninguno de los atributos propios de las Fuerzas Armadas de las sociedades de tipo occidental modernas, susceptible de imponer a sus miembros el orden jerárquico imprescindible para existir en tanto cuerpo burocrático encargado de disponer del monopolio de los medios de violencia legítimos del Estado. Tal como lo desarrollamos en un texto de reciente publicación5, el Proceso 4. A! respecto, ver Quiroga, Hugo; El tiempo del “Proceso". Conflictos y coincidencias entre políticos y militares, Homo Sapiens y Fundación Ross, Rosario, 2004.. 5. Sidicaro, Ricardo: “Coaliciones golpistas y dictaduras militares: el “proceso” en perspectiva compara­ da”, en Pucciarelli, Alfredo (coord.), Empresarios, tecnócratasy militares. La trama corporativa de la últi­ ma dictadura, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pp. 53-96.

36

R ic a r d o S id ic a r o - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s p o l ít ic a s d e la d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 - 8 3

había sido la culminación de las peripecias político-militares abiertas con la dictadura de 1955, que a lo largo de los 20 años siguientes fueron disolviendo su disciplina reglamentaria, hicieron extremadamente facciosas las luchas por ascender en los escalafones, corroyeron la eficacia técnica, desorganizaron la moral de sus integrantes y crearon todas las condiciones de desintegración de sus tejidos y, por lo tanto, de su moral colectiva, que hicieron que sus miem­ bros condujeran, protagonizaran y aceptaran las prácticas criminales que alcanzaron su máxima expresión durante la dictadura 1976-83. Para el cambio de las perspectivas de los partidos políticos con respecto a las Fuerzas Armadas incidió como un factor definitorio el antimilitarismo expresado por amplios sectores de la sociedad luego de la Guerra de las Malvinas. La efervescencia social inicial despertada por ese acontecimiento, que pareció capaz de otorgar coyunturalmente una legitimidad de masas a los ya declinantes elencos dictatoriales, se convirtió muy rápido en la fuente de una indignación social generalizada que se multiplicó al revelarse aspectos de la incompetencia profesional de los aitos mandos, las arbitrariedades de las con­ ducciones de los escenarios operativos y la corrupción de los encargados de abastecer a los soldados. Por otra parte, con el Proceso en general, pero parti­ cularmente con los mencionados episodios bélicos, los militares perdieron a nivel de la opinión pública la identificación simbólica con la defensa de la nación, idea un tanto fetichista que usualmente les otorga a los cuerpos cas­ trenses de cualquier sociedad medianamente organizada una cierta preservación de las miradas criticas que, en el caso argentino, solían caer sobre algunos de sus miembros pero que no aludían a su naturaleza como un todo. Si, en un sen­ tido amplio, todas las instituciones estatales argentinas eran objeto desde hacía varios decenios de críticas por su inoperancia, su burocratismo sospechado de corrupto y su falta de eficiencia, uno de los lugares mejor preservados a esas negativas evaluaciones eran las Fuerzas Armadas. Todo se presentaba como si a los militares se los colocase en el postrero reducto de un rito de estadolatría del que ya casi no gozaba ningún organismo estatal. Incluso en las ciencias sociales vernáculas fue común analizar algunos períodos dictatoriales conside­ rando a sus altos elencos como burócratas autoritarios pero modemizadores, preocupados por el desarrollo económico nacional e influidos por ideologías elaboradas en las que su anticomunismo era una continuación de sus inquietu­ des intelectuales por el futuro de occidente, en fin, reaccionarios culturalmente 37

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

pero devotos moralistas y penitentes de misa diaria. De más está decir que tales matrices de interpretación “científicas” del militarismo argentino realmente existentes obturaban la visualizacion de las continuas y desordenadas luchas entre elites castrenses que buscaban preservar sus intereses materiales y simbó­ licos, las variaciones e inconsistencias de sus ideas, la falta de proyectos de sus gobiernos y la corrupción de sus administraciones. Por cierto, la conjetura de que había un piloto serio e idóneo en el avión debió ser un alivio psicológico para el atormentado hombre de la calle que observaba las dictaduras militares de 1966-73 o de 1976-83, pero difícilmente podía ser una hipótesis de investi­ gación validada empíricamente.

Democracia y disponibilidad política de los actores socioeconómicos predom inantes Se podría argüir que luego del Proceso, los dirigentes de las grandes corpora­ ciones empresarias se convirtieron, como por milagro, en democráticos, respetuo­ sos del pluralismo y de la soberanía popular, dejando en el pasado sus preferencias por el militarismo y por las interrupciones de las continuidades institucionales. Pero, si la pregunta es sobre las razones que explican las transformaciones de sus ante­ riores orientaciones, la respuesta es que los principales sectores empresarios no pudieron dejar de percibir la disolución del actor militar al que otrora se habían aso­ ciado. Ahora bien, el interrogante es: ¿Cuáles fueron las consecuencias del fin del ciclo de alternancia cívico-militar sobre las orientaciones políticas de los actores socioeconómicos predominantes? Entre las características del sistema político del período 1955-76, un rasgo permanente fue la débil presencia electoral de los partidos políticos que postu­ laban propuestas afines con los intereses de los grandes sectores propietarios. De modo general, en las sociedades capitalistas con sistemas democráticos existen uno o más partidos políticos que estiman como doctrinariamente ade­ cuado y electoralmente rentable impulsar proyectos de gobierno postulando la preservación y ampliación de los intereses de los distintos sectores del gran empresariado y compatibilizando esos intereses con los de otras clases, frac­ ciones o categorías sociales. Esos partidos de derecha típicos suelen contar con las adhesiones de los sufragios de personas ideológicamente sensibles a sus

Rj c a r d o S id ic a r o - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s p o l ít ic a s d e l a d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 - 8 3

discursos o a sus tradiciones cuyas situaciones materiales distan de ser privile­ giadas. El conservadorismo argentino, hasta los años cuarenta entraría en ese casillero clasificatorio. El cambio se registró, justamente, cuando se modifica­ ron las pautas de desenvolvimiento de las relaciones políticas nacionales y desde mediados de la década del ‘40 los peronistas y los radicales forjaron sus propuestas políticas criticando, con términos no necesariamente coincidentes, a los principales sectores propietarios, en tanto que los partidos conservadores entraban en una declinación de la que no se recuperaron. Entre 1955 y 1983, los principales sectores propietarios argentinos encontraron en la representa­ ción corporativa, en las ideas de economistas y abogados e intelectuales más o menos claramente dependientes de sus empresas, a los voceros de sus deman­ das que eran amplificadas y difundidas por la denominada prensa seria, pero en el sistema de partidos no se consolidó ninguna representación electoral medianamente capaz de gravitar en las tomas de decisiones políticas y econó­ micas. Ante su escasa o nula presencia en las arenas políticas electorales, se registró un creciente rechazo del gran empresariado hacia lo que denominaban el populismo y la demagogia de los principales dirigentes políticos y por moti­ vos que no eran precisamente los mismos que los de los militares, las interrup­ ciones de las continuidades institucionales, las iniciativas de las dictaduras que proscribían a los partidos y, más en general, las persecuciones del sindicalismo y la represión de las demandas de los asalariados se convirtieron en su progra­ ma antidemocrático con el que dieron legitimidad al actor castrense y partici­ paron de las diversas coaliciones golpistas que establecieron dictaduras. Pero, pasado un cierto tiempo, los bloques empresarios se desgranaban por sus con­ tradicciones internas y la mayoría de sus integrantes dejaban de coincidir con las políticas dictatoriales, sin por ello reconciliarse con los partidos que, como reacción a las iniciativas militares, habían acrecentado su populismo. Los políticos civiles de derecha que habían participado de los gobiernos militares dictatoriales de 1955, 1962 y 1966 se encontraron en los momentos de recuperación de las instituciones que habían perdido parte de su ya escaso predicamento. Si bien algunos de esos dirigentes intentaron formar nuevos par­ tidos en las elecciones de reconstrucción institucional más o menos condicio­ nadas de 1958, 1963 y 1973, la realidad mostró que el sistema de tradiciones electorales preexistentes mantenía vigentes identificaciones que dejaban esca­ sos espacios para cualquier innovación tanto de derecha como de izquierda. En 39

A r g e n t in a 1 9 7 6 - 2 0 0 6

esas condiciones, los grandes sectores empresarios mantuvieron la acción cor­ porativa como principal, y casi exclusiva, forma de intervención política, y recuperaban influencia sobre los aparatos estatales cuando otra coalición golpista se asociaba a un nuevo gobierno autoritario. Mientras tanto, los militares vieron acrecentar en virtud de la politización de sus elites la desorganización y la anomia institucional reinante en sus filas. En lo que se revelaría como un punto extremo de su descomposición institucional, las Fuerzas Armadas inte­ rrumpieron el gobierno civil de 1976, disponiendo en este caso del apoyo de una coalición golpista que contó con una extremadamente activa participación de los grandes actores socioeconómicos cuyo beligerante protagonismo en los prolegómenos de la instalación de la dictadura superó con creces todo lo cono­ cido hasta entonces. La dictadura fue un proyecto de refundación frustrada de un nuevo siste­ ma de dominación estable que se suponía debía forjar un capitalismo dinámi­ co y un nuevo sistema de partidos, o, al menos, así lo habían anunciado sus documentos y programas liminares.6 Si ese objetivo no fue alcanzado, en cam­ bio realizó una contrarrevolución exitosa, que debilitó al movimiento obrero organizado y suprimió los reclamos generalizados de cambios de estructuras que, por vía pacífica o violenta, marcaron la escena pública de los tardíos ‘60 y de los tempranos ‘70. La etapa 1976-83 es conocida en sus aspectos funda­ mentales, pero a los efectos del tema que nos ocupa subrayemos: 1) que el denominado Proceso de Reorganización Nacional contribuyó a profundizar la crisis del Estado, con el consiguiente deterioro del carácter previsible y racio­ nal de sus acciones lo que, a su vez, fue un factor que incidió en un estilo de desenvolvimiento empresarial al cual, en términos weberianos, le corresponde el concepto de capitalismo aventurero orientado hacia las ganancias especula­ tivas y los beneficios sin riesgos obtenidos de las relaciones privilegiadas con los aparatos estatales; 2) que a pesar de la consolidación de sus patrimonios, los principales sectores propietarios se hallaron frente a una experiencia dicta­ torial en la que la situación de anomia y de disolución reinante in las Fuerzas 6. Ver Sidicaro, Ricardo: “El régimen autoritario de 1976: refundación frustrada y contarrevolución exi­ tosa” en Quiroga, Hugo y César Tcach: A veinte años del golpe. Con memoria democrática. Homo Sapiens, Rosario, 1996; y Canelo, Paula: “La política contra la economía: los elencos militares frenU al plan econó­ mico de Martínez de Hoz durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1981), en PucciareJii, Alfredo, op. cit, pp. 173-218).

40

R ic a r d o S id ic a r o - S o b r e a l g u n a s c o n s e c u e n c ia s p o l ít ic a s d e l a d ic t a d u r a m il it a r 1 9 7 6 -8 3

Armadas y las permanentes luchas facciosas entre camarillas personalistas llevó al deterioro de su anterior reconocimiento como actor legítimo del siste­ ma político, y así, el gran empresariado se quedó sin el sustituto uniformado del partido de derecha ausente en el sistema de partidos civiles. Para usar una noción que remite a las ideas fundadoras de sociología universitaria local, diga­ mos que en la sociedad argentina de 1983 existían un conjunto de sectores empresarios cuyas riquezas se habían acrecentado durante la dictadura militar y que se encontraron políticamente disponibles cuando comenzó la reconstruc­ ción democrática. Esa situación de disponibilidad política se halló en ia base de la asociación que los grandes intereses propietarios comenzaron a estable­ cer con los partidos políticos mayoritarios.

Del apogeo democrático a la crisis de ia pérdida de legitimidad de los partidos políticos En 1983, los peronistas y los radicales se encontraron con una sociedad que había perdido sus anteriores niveles de integración y en la que la demo­ cracia política era la reivindicación más generalizada. Por otra parte, el Estado en crisis carecía de capacidades económicas, políticas, burocráticas y técnicas de operar las políticas intervencionistas. Fue en ese particular contexto donde se produjo la reconversión democrática, en buena medida forzada, de los grandes actores socioeconómicos. Se trató, por cierto, de una consecuencia política no buscada de la dictadura militar, pero que estuvo destinada a tener efectos directos sobre el sistema de partidos peronista-radical, a contribuir a la mutación de los ya en crisis imaginarios sociales de ambos partidos y a ser un factor que incidió en el descrédito de las instituciones democráticas cuyo cénit se alcanzó en el año 2001, cuando las movilizaciones de amplios sectores de la población mostraron la existencia de una efervescencia política y social que ponía en cuestión al conjunto de las dirigencias partidarias. Si, tal como se señaló anteriormente, la representación política de los grandes intereses económicos es un elemento normal de las democracias modernas, dicha presencia se puede reconocer con variaciones según las par­ ticularidades de los países. En principio, es posible diferenciar dos modalida­ des de representación de los grandes actores socioeconómicos en los sistemas 41

A r g e n t in a ] 9 7 6 - 2 0 0 6