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Spanish Pages [339] Year 2020
GIUSEPPE CARLO ROSSI
ESTUDIOS SOBRE LAS LETRAS EN EL SIGLO XVIII (TEMAS ESPAÑO LES.
TEM AS H ISPAN O -PO RTUGU ESES.
TEM AS H ISPAN O -ITALIAN O S)
V E RS IÓ N E SPAÑO LA DE JESÚS
LÓPEZ PACHECO
BIBLIO TECA RO M Á N IC A H ISPÁN ICA E D IT O R IA L GRED O S, S. A. M A D R ID
© GIU SEPPE CARLO ROSSI, 1967. E D ITO R IA L GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 83, M adrid. España.
Depósito Legal: M. 18969 - 1967. Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 83, M adrid, 1967.— 2942.
PRÓ LO G O
M e es muy grato poder presentar al público de lengua española, en una colección dirigida por el ilustre colega y amigo Dámaso Alonso, una selección de doce de mis estudios sobre el siglo x v m : cinco de argumento español, tres de argumento hispano-portugués y cuatro de argumento hispano-italiano. Dicha selección corresponde al deseo de llam ar la atención so bre la oportunidad de un examen más profundo de la cultura y literatura española de aquel siglo —y de sus relaciones con la portuguesa y la italiana—, en la esperanza de que de estas páginas pueda sacar el lector una ayuda para ver más claramente la presen cia de España en la preparación de la época romántica, sobre todo en sus ideas estéticas. Los estudios seleccionados salen como se publicaron por pri m era vez, salvo poquísimos retoques. Se ha mantenido la lengua original para las citas de textos portugueses, y se han traducido las citas de otras lenguas, excepto las del escritor italiano Giuseppe Baretti (capítulo XII), que se transcriben fielmente, dado el valor artístico de sus páginas. G. C. R.
I C A LD ER Ó N EN LA PO LÉM IC A D EL X V III SO BRE LOS “AUTOS SA C R A M EN TA LES”
La revalorización del x v i i i , ya en acto, incluso para España, por parte de no pocos de los más preparados o más prometedores de sus estudiosos \ está lejos, sin embargo, de ser decisiva respecto a algunas de las actividades que, por justificada tradición, se con sideran las más im portantes — o hasta simbólicas— de la geniali dad creadora literaria española, y antes que ninguna otra, la te a tra l2.
1 No pudiendo en esta ocasión extendernos sobre este asunto, nos limi tamos a dar el nom bre del joven Fernando Lázaro Carreter, quien se ha revelado en estos últimos años como uno de los más agudos estudiosos y revalorizadores del x v i i i en su país a través de fecundos trabajos consagra dos, por una parte, a encuadrar en su tiempo figuras representativas •—in cluso con la publicación de inéditos, como los de Juan Pablo F om er (véase la edición del Cotejo de las Églogas que ha premiado la Real Academia de la Lengua, Salamanca, 1951)— , y, por otra parte, a examinar y tratar, con una visión intelectual y espiritualmente viva, temas específicos, como el de la lengua y el estilo de aquel siglo (véase Las ideas lingüísticas en España durante el siglo X V III, M adrid, 1949). 2 N o faltan, desde luego, indicios de ello. Entre los estudiosos conocidos, Guillermo Díaz-Plaja ha señalado repetidamente en sus trabajos la oportu nidad de que se revise el m undo dramático español de aquel siglo. Entre los eruditos de los intereses culturales más diversos, Guillermo Gustavino Gallent, al presentar su curioso libro sobre Los bombardeos de Argel en 1783
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Es evidente, ante todo, una distinción todavía demasiado gené rica, y a menudo no suficiente, entre lo que fue en el x v i i i español la creación dram ática y lo que fue la actividad crítica sobre la producción teatral propiamente dicha: a esta insuficiencia de dis tinción se pueden hacer remontar razonablemente ciertas contusio nes de juicio que, mantenidas desde hace tiempo, todavía hoy h a cen difícil la valoración desapasionada de ciertos aspectos de la literatura española de aquel siglo y de algunos de sus significados en el conjunto de la historia de la cultura. Las discusiones sobre el teatro en aquel siglo fueron efectivamente en España mucho más vivas y dignas de interés que la producción dram ática contem porá nea a ellas: si puede hablarse sin más de la mediocridad de ésta, el ignorar ciertas manifestaciones de aquéllas, o el no subrayarlas, perjudica a la posibilidad de entrever, entre los altibajos de la conciencia crítica de entonces, esos signos y esos filones de pensa miento y de sentimiento que, más o menos remotamente, anuncian el ya inminente romanticismo. Quizá al propio siglo x v i i i le fue más fácil advertir sus apertu ras de horizontes sobre el futuro de lo que ha sido para el XIX, e incluso para nuestra época, el darse cuenta de la consciencia de aquel siglo3: en efecto, la crítica española de entonces, que no vacila, por una parte, en admitir la inferioridad de su siglo res pecto al precedente en el campo de la creación literaria y artística —y, por tanto, se preocupa por imitarle— , se proclama sin más, por otra parte, más original que el xvn, no sólo en el mundo de las ciencias, sino también en el de las ideas. Y la separación resulta singularmente clara por lo que se refiere al teatro: las composiy 1784 y su repercusión literaria (Madrid, 1950), tiene ocasión de recordar explícitamente la separación entre la opinión pública de la generalidad de los españoles (siempre del x v i i i ) favorable al teatro nacional, y la de la minoría de los “afrancesados” , denigradores del teatro nacional — sobre todo del siglo de oro— en honor del verbo neoclásico. 5 Si se buscaran los motivos, acaso se llegaría a la conclusión de que ha perjudicado a la investigación y a la valoración del x v i i i la conocida y en tusiasta revalorización que el Romanticismo (y aun antes el extranjero que el español) hizo del teatro español del siglo de oro, remontando el curso del tiempo sin preocuparse por m antener un lazo ideal con el siglo inter medio.
La polémica del X V I I I sobre los “autos sacramentales”
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dones dramáticas neoclásicas, o pseudoclasicistas, que surgen sin interrupción, con frecuencia, como es notorio, sobre temas obliga dos (y, ante todo, los de M erope y Catón), conservan el tiempo que encuentran y cada vez resultan más a b u rrid as; las rebeliones críti cas contra el sofocante neoclasicismo despuntan, no obstante, hasta en los hombres que mayormente sostienen y propugnan dichas teo rías, hasta en los que más las siguen, como el mismo príncipe de los teóricos dieciochescos españoles: Ignacio de Luzán. El propósito de nuestro estudio, limitado por ahora al autor en tom o al cual, por la fuerza de las cosas, se enardeció más la polé mica, Calderón, no es sino rastrear y seguir la vena de tales into lerancias respecto al espíritu neoclásico por parte de literatos espa ñoles que se ocuparon de teatro en el xvm (en empeñada lucha contra adversarios cuyo significado ha supervalorado hasta ahora evidentemente la tradición en perjuicio de aquéllos), para m ostrar en ellas la iniciación, si bien a través de perplejidades y contradic ciones, de la teoría romántica. Y en estas páginas nuestra atención se restringirá a uno de los aspectos de dicha polémica, el religioso, que se manifestó en la disputa — no falta de golpes— sostenida en tom o a los “ autos sacramentales” del gran dramaturgo. La polémi ca en tom o a ellos y a la oportunidad o inoportunidad de su repre sentación constituye, en efecto, uno de los episodios más movidos y, al mismo tiempo, más interesantes debido a la continua confu sión que en ella se producía entre problemas artísticos y éticos, en tre visión estética y teológica, dentro del conjunto de las diatribas sin fin entre partidarios y opositores de las representaciones teatrales. * * * Sabida es la actitud de la Iglesia en tales diatribas: respecto al teatro en general no asumió una posición oficial de hostilidad; el Santo Oficio lo juzgó, en términos generales, inofensivo 4. La Iglesia se preocupó, no obstante, de los “ autos sacramentales” , promovien 4 Aún son válidas a este respecto las consideraciones de Alfred MorelFatio en las páginas introductorias a su edición de El mágico prodigioso, de Calderón (Heilbronn, 1877).
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do, directamente o a través de la autoridad política, la prohibición de representarlos —y ello ya en el siglo xvi y en el x v il5— en todas partes salvo en España, donde la prohibición no les afectó hasta 1765; el hecho es suficiente no sólo para subrayar la diferencia en tre la actitud de la Iglesia en España y en el resto de los países, sino además para entrever el motivo, que es la consciencia, por parte de aquélla, de la importancia del teatro como una de las fuerzas naturales, así como de las características principales de la vida cul tural y colectiva española. A tal consciencia se puede achacar sim plemente la cautela y lentitud de las autoridades eclesiásticas en su oposición al teatro en España, bien que en este país no faltaran las voces a él hostiles desde mucho antes del siglo x v i i i , como aquí señalaremos de pasada para introducirnos en la atmósfera diecio chesca correspondiente. Y a a comienzos del xvil, precisamente cuando el teatro alcanza en España la cima de su triunfo y de su popularidad gracias al genio de Lope de Vega — que encuentra en el ambiente benévolo y generoso de Felipe IV un estímulo decisivo incluso exterior— , se realizan los primeros ataques contra la representación de los “autos sacramentales” . Un dominico, predicador general de su or den, doctor en teología y estudioso de historia, el Padre Alonso de Ribera, en su Historia Sacra del Santísimo Sacramento contra las Herejías destos tiempos (Madrid, 1626), la emprende contra “ la manera de representar los autos sacramentales, con muy poca reverencia y acompañamiento de bailes y entremeses atrevidos” 6; y todo el parágrafo IV del 2.° tratado de esta obra (tratado que se ocupa De la institución de la fiesta del Corpus Christi y sus indul gencias) es una tirada polémica contra la representación de los “ autos” , como se deduce ya del mismo título del parágrafo: Cuán pernicioso, ilícito e indecente sea hacer en la fiesta del Corpus co medias profanas, danzas y bailes de mugeres, correr toros, y hacer 5 La historia de la actitud de la Iglesia respecto al teatro se puede docu m entar en la monumental obra de E. Cotarelo y Mori. Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, M adrid, 1904. 6 Para m ayor sencillez, se moderniza la ortografía y la puntuación de los fragmentos citados, salvo, naturalmente, en los títulos.
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otros semejantes juegos. La ofensiva de este teólogo contra los “autos sacramentales” se lanza en función del pesimismo de su con cepción de la vida: según el Padre Ribera, en la existencia el mal prevalece sobre el bien, por lo que la representación dramática, que reproduce la vida, sirve más de escándalo que de edificación; y aún es peor si se representan cosas sagradas, pues éstas por la fuerza de las cosas son insertas entre cosas profanas y representadas, “por la mayor parte” , por personas no dignas. E l teólogo se siente escandalizado aún por otro hecho: tiene la impresión de que lo que se obtiene de las numerosísimas limosnas y tributos que se piden en España en nombre del Santísimo Sacramento y de N ues tra Señora del Rosario, “todo se gasta en toros, farandulejos y va nidades” ; y echa la culpa de ello sin más a los eclesiásticos, escla vos del interés y de la diversión. En esto se basa para incitar a los obispos a que supriman las representaciones de los “autos” , o, en cualquier caso, si tienen que ser permitidos ulteriormente, que sean al menos “ convenientes a la pureza del misterio y a la decencia de la religión cristiana, como lo enseñan Santo Tomás y la filoso fía m oral” . “ ¿Qué pureza será menester y cómo la podrá tener [se pregunta, no obstante, el dominico lleno de desdén, en cierto punto, y evidentemente aludiendo a un episodio específico de la época], el representante que a vista de personas religiosas y fide dignas, después de haber tratado descompuesta y lascivamente en el lugar adonde se visten con la mujer del autor, con quien era público que estaba amancebado, salió él a representar a San José y ella a Nuestra Señora la purísima Virgen M aría, que aun decirlo ofende las orejas piadosas, y que estando representando la [sic] estaba pidiendo celos de que m iraba a otros?” ; más decoroso sería que los actores no fueran “en ninguna manera admitidos para tan santificadas fiestas, sino antes se les había de dar dinero porque no representaran en ellas” . Cuando, hacia mediados del x v i i , habiéndose acentuado la ofen siva de las órdenes religiosas —con la de los jesuítas a la cabeza— contra el teatro, Felipe IV, deprimido además por sus penosas vicisi tudes políticas (guerras de Portugal y de Cataluña) y privadas (m uer te del príncipe Baltasar Carlos), acabó por suprimir (1646) las re
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presentaciones en general, pareció que también en España la suerte del teatro entraba en una fase decididamente desfavorable. Pero sólo tres años después el cambio de las circunstancias (mejoramiento de la situación en Cataluña, segunda boda del rey) sirvió de pretexto para que se reanudaran, y el teatro español tuvo entonces incluso su segundo espléndido florecimiento, con Calderón y los autores m e nores de su época, y desde M oreto hasta Zorrilla. Comienzan luego los altibajos, que se acentúan a la muerte de Felipe IV (1665): por una parte, los juicios, en conjunto desfavorables, de las Consultas y de los Consejos llamados a dar su parecer, y por otra, las nuevas oleadas de ataques contra los “autos” , que acabaron por converger en la ofensiva que precisamente se centró contra C al derón, como autor mayor de los “autos” en cuestión. * * * Inició la campaña contra la representación de los “autos” en las iglesias un profesor de teología moral en Salamanca y escritor fecundo, el Padre M anuel Ambrosio de Filguera, con el “folleto” Si sea lícito hacer los autos sacramentales en las iglesias (sin fecha, probablemente de 1678), del que hacemos un resumen a título de ejemplificación orientadora sobre la polémica inicial. Tras repetir la definición de “autos sacramentales” —represen tados en España en la octava del Corpus Domini y tam bién otros días, como precisa el autor—, los cuales “suelen ser de alguna Historia Sagrada que se ordena a m ayor devoción y veneración” , de la Eucaristía y de los beneficios que Dios concede a los hom bres, el Padre de Filguera pasa a ejemplificar con el caso de C al derón: “H a hecho demostración entre otros, en estos tiempos, D. Pedro Calderón de la Barca, ad excogitandum acutissimus vir, como el curioso lo habrá visto en el Primero y segundo Isaac, La v iñ a 1, El hambre de Egipto, La probática piscina, E l verdadero 7 En la clásica edición de los “autos” calderonianos debida a D. Pedro de Pando y M ier (póstuma, 1717, y la prim era completa, en 6 tomos que comprenden 72 “autos”, y que será luego repetida por Fernández de Apontes en 1759, con un “auto” más), este “auto” lleva como título: La viña del
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Dios Pan, E l horno de Babilonia, E l arca de Dios cautiva, Los obreros del Señor, La hidalga del valle, La cena del rey Baltasar, El rey Asuero, El divino Orfeo 8, La piel de Gedeón, El día mejor de los días, La prudente Abigaíl, Mística y real Babilonia, y en otros autos del mismo autor” ; tras lo cual, una vez reconocida la fuerza imaginativa de Calderón, viene, sin embargo, la condena de su obra desde el punto de vista ético: “Pero no se distinguen [en tiéndase los “autos” de Calderón] de las otras comedias más que en lo que llevo d ic h o : de ser de alguna Historia Sagrada y las comedias tratar de alguna cosa seglar y algunas veces también santa, porque los dichos autos los representan hombres y m u jeres vestidas con toda profanidad y en muchas ocurrencias de h o m b re; y fuera de esto, hay entremeses, cantares, danzas y b ai les y otras circunstancias de gracejo, que todo motiva alegría y risa. Este es el hecho de lo que en semejantes ocasiones comúnmente sucede” . Es evidente, por lo reproducido hasta ahora, la persisten cia de la preocupación en los ambientes eclesiásticos por la confu sión entre sagrado y p ro fan o ; de aquí viene la pregunta que el P a dre de Filguera se hace en el título mismo de su escrito, para responder a la cual le parece necesaria la discusión sobre tres pun tos, “el lugar, la música y los entremeses” : seguirla, aunque sea a grandes líneas, es útil para orientam os en los problemas éticos y estéticos de la época. Respecto al lugar (entiéndase las iglesias): a nuestro teólogo no le parece éste decente si se piensa en los numerosos concilios que recomiendan en las iglesias hasta la separación de sexos; y procla ma en seguida que “no pueden entrar en la iglesia las comediantes a representar, por hacer este oficio, según el estilo común, teniendo S eñ o r; otros tres de los citados por el Padre de Filguera difieren también un tanto en el títu lo : El horno de Babilonia es evidentemente La torre de Babilonia; La cena del rey Baltasar es La cena de Baltasar; El día mejor de los días es El día mayor de los días. 8 Este “auto” y los dos primeros de la lista del Padre de Filguera son los tres, entre los recordados por él, que ya estaban impresos en tiempos de la carta de Calderón al Duque de Veragua (1680) que contenía la lista más im portante dada por él de sus propios “autos” , los impresos y los aún inéditos.
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descubiertas las cabezas, que para tocarlas habrán gastado mucho tiem p o ; pero si después de él las m iraran al espejo de la conside ración, es cierto que en breve los lazos de oro los conmutaran en sogas de penitencia” . Respecto a la m úsica: según nuestro teólogo, incita a “cosas lascivas” , y, por consiguiente, es proscrita de las iglesias; “y es cosa lamentable el poco reparo que hay en que los músicos eclesiásticos usen de los tonos profanos, como el de las jácaras y chambergas y otros semejantes que cantan en las iglesias como si fuera en un teatro”. Respecto a los “entremeses” : hay, sí, siempre según nuestro teólogo, danzas admitidas en las iglesias de España, “entre las cuales en la Prim ada de Toledo, unos m u chachos, que están diputados para el coro y se llaman Seyses, ves tidos ricamente, ejercitan la escuela de danza delante del Santísimo Sacramento, con toda destreza, reverencia y gusto de los que m i ran” ; pero es irreverente “ejercitar acciones jocosas, y tal vez groseras, en las iglesias, como son los entremeses o intermedios y adornos de los autos” . Después de estas opiniones es superfluo pre guntam os cuál será la respuesta de nuestro autor a su propia pre gunta sobre si es decente y lícito representar los “ autos” en la iglesia. Pero, por los mismos años, otro religioso, también ilustre, el “trinitario calzado” Padre M anuel de Guerra y Ribera (M adrid 9, 1638 — Valencia, 1692), doctor en teología por Salamanca, pro vincial y “redentor” general de su Orden en varias regiones de España, predicador del rey Carlos II, orador famoso 10, interviene valientemente en la violenta polémica suscitada por la publicación de las obras de Calderón, asumiendo decididamente la defensa del dramaturgo. Refiriéndose a la Aprobación que su amigo Juan de Vera Tasis y Villarroel había puesto al frente de la edición, apa recida en 1682, de las comedias de Calderón, el Padre Guerra y Ribera escribe una Apelación al tribunal de los doctos, justa defen 9 Como su madre era de origen gallego, alguno de los participantes en la diatriba sobre el teatro le consideró portugués, hallando el modo de valerse de tal suposición para añadir un motivo de denigración. 10 “Asombro de la Oratoria” le llam ará en el x v i i i un polemista del que luego hablaremos, Erauso y Zavaleta, Marqués de Olmeda.
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sa de la aprobación a las comedias de D. Pedro Calderón de la Barca, impresa en 14 de abril del ano 16&2, “apelación” que, apare cida postuma en 1752, pero divulgada inmediatamente en la época en que fue escrita, dio lugar a io que Cotarelo y Mori llama "el más interesante episodio” de la plunsecular disputa sobre el tea tro en bspaña. La apología que en ella se hace de Calderón como declarada retorsión contra los ataques de los jesuitas ai dramaturgo es, en efecto, tan audaz que todo el mundo se puso en movimiento contra el autor, al que atacaban, con todos ios medios y armas, desde los opúsculos incditos hasta los romances satíricos u. Resumiremos aquí cuanto se refiera a los “autos” en tal apolo gía. La defensa de estos se desarrolla en torno a dos motivos (que el autor precisa haber expuesto ya unos años antes ante el “ Real Consejo de Castilla” , el cual le había interpelado sobre la cuestión): “ 1) Que la comedia es indiferente en lo cristiano; 2) que es con veniente en lo político” . Tras haber recordado que las comedias son llamadas escuelas de incontinencia y de lascivia, y haber expresado el parecer de que los “ autos” se asemejan a las comedias no más que en el nombre, nuestro autor hace la siguiente distinción: “Las comedias que ahora se escriben se reducen a tres clases: de santos, de historia y de amor, que llama el vulgo de capa y espada”, para luego afirmar explícitamente que “todas son ceñidas a las leyes de la modestia, que no son peligro sino doctrina” . M ás aún, renriéndose a las primeras, las comedias de "santos”, declara resueltamente que sirven de edificación, añadiendo: “ ¡Cuántos me afirman que lloran más que en el más ardiente serm ón!” 12 (al sostener también luego la honestidad de las otras dos clases de comedias, apoya su propia convicción con la interesante aserción de que es el temor 11 De esta disputa se escribió también una historia parcial por P. A n tonio C arrillo; la poseía, manuscrita, M enéndez y Pelayo (Cotarelo y M ori habla también de una copia existente en la Biblioteca Universitaria de Salamanca). 12 Es interesante notar que el motivo de la edificación dada por el tea tro, superior a la que proviene del pulpito, se encuentra con frecuencia en los escritos ibéricos del xvn y del xvm ; a comienzos de este último siglo lo repite, entre otros, un ilustre erudito y literato portugués, Freí M anuel do Cenáculo. EST. SOBRE LAS LETRAS.— 2
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a los silbidos del público lo que se encarga de obligar a los autores a mantener tal honestidad en sus o b ras); mientras que de las acu saciones lanzadas por el Padre H urtado de Mendoza 13, y, en gene ral, por todos los jesuitas participantes en la polémica contra los autores que representan los “autos”, no osa ni siquiera hacer su transcripción, en el temor de “ que la tinta, siendo negra, se me volviera colorada”. Liquidada la cuestión, en su aspecto general, con el aval para su propia tesis de más de uno de los mayores clá sicos cristianos, desde San Agustín hasta Santo Tomás, el Padre de Guerra y Ribera se detiene sobre los méritos extraordinarios de Calderón, dado que éstos, sin ofensa para los otros autores, basta rían por sí solos —piensa él— “para haber calificado la comedia y limpiado de todo escrúpulo el teatro” . Todo lo que expone a continuación el autor de la Apelación es digno de relieve por la sensatez de los razonamientos, y es intere sante en la historia de las ideas sobre el teatro porque, además, en el elogio de los méritos de Calderón surge una cuestión que será luego capital en la diatriba dramática española de todo el x v i i i has ta el R om anticism o: la de la verosimilitud o inverosimilitud del teatro nacional del siglo de oro. En efecto, la Apelación en un cierto punto dice al respecto: “ ¿Quién [entiéndase: mejor que Cal derón] ha casado lo delicadísimo de la traza con lo verosímil de los sucesos? Es una tela tan delicada que se rompe al hacerla, porque el peligro de lo muy sutil es la inverosimilitud”. Establecido esto, se desarrolla el análisis de la obra de Calderón en función de los tres tipos de teatro más arriba definidos, a propósito de los cuales encuentra modo el autor de aseverar que todos los temas tratados por Calderón son “ manejados” por él con la misma habilidad, completando y concluyendo así su propio pensam iento: “ Las come dias de santos son de ejem plo; las historiales, de desengaño; las amatorias, de inocente diversión sin peligro... Nunca se desliza en puerilidades, nunca se cae en bajeza de afectos. Mantiene una tan alta majestad en el argumento que sigue, que si es de santo, le en noblece las virtudes, si es de príncipe, le enciende a las más heroi 13 Es el adversario más feroz del Padre de G uerra y Ribera en la polé mica que estudiamos.
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cas acciones, si es de particular, le purifica los afectos... Casó con dulcísimo artificio la verosimilitud con el engaño, lo posible con lo fabuloso, lo fingido con lo verdadero, lo amatorio con lo decente, lo majestuoso con lo dulce, lo conceptuoso con lo claro, la doctrina con el gusto, la m oralidad con la dulzura, la gracia con la discre ción, el aviso con la templanza, la reprensión sin herida, las adver tencias sin molestia, los documentos sin pesadez y, en fin, los des engaños tan caídos, y los golpes tan suavizados, que sólo su enten dimiento pudo dar tantos imposibles vencidos” . * * * En los umbrales del x v i i i , el ataque teológico-religioso-moralizante contra el teatro asume aspectos diferentes de los que hemos señalado hasta aquí. Los enemigos de la escena, dándose cuenta de las dificultades de alcanzar lo que se proponen — su prohibi ción— , tratan de salvar el obstáculo m aniobrando en orden disper so, aparentemente sin un plan preconcebido: el teatro se convierte en tema más de discursos y de sermones que de libros. Y cada ciu dad española puede ofrecer al estudioso documentos para una his toria local de la polémica que nos ocupa, una historia que hay que escribir, sin embargo, según un esquema que se repite con patente analogía: los predicadores lanzan rayos y centellas desde el pul pito, las más de las veces apoyados implícita o explícitamente por el obispo, hasta que el teatro o los teatros del lugar, forzados por los impedimentos, se resignan a cerrar, por poco o mucho tiempo, o para siempre, sus puertas. La campaña más violenta tiene lugar en el sur de España, en Andalucía. En Sevilla, un predicador fa moso, el Padre Tirso González, eficazmente apoyado por el arzo bispo, logra (1679) comprometer a la ciudad a no permitir come dias, haciendo aprobar hábilmente este compromiso por Don Juan de A ustria y por el Consejo de C astilla: el compromiso se mantuvo vigente durante un siglo. Un proceso análogo se verifica en C ór doba, donde las representaciones sólo se reanudarán gracias a la entrada de los franceses de Napoleón. En Cádiz domina el jesuita Padre Gaspar Díaz, al que se opone en vano, entre otros, un fa moso actor madrileño, M anuel Guerrero. Pero en casi todas las
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regiones la situación es análoga, hasta el punto de que en Navarra un obispo, el de Pamplona, Juan de Camargo, se niega claramente a dar curso al Breve Pontificio que dispensa a la ciudad del voto, hecho con ocasión de una peste (1721), de no adm itir representacio nes de comedias. Desde el púlpito hasta el confesonario, desde la “tertulia” literaria hasta las decisiones jurídicas, se produce una convergencia implacable contra el temido teatro, hasta que, hacia mediados de siglo, aparece un nuevo impedimento para él, consti tuido esta vez por los avasalladores cánones neoclásicos, los cuales, al provocar bandos, decretos y ordenanzas sin descanso con el ob jeto —de buena fe— de reformar el propio teatro, lo ponen en ul teriores dificultades. * * *
La intervención de los literatos en la diatriba en pro y en contra de los “autos sacramentales” a mediados del x v i i i es uno de los episodios más importantes de la disputa sostenida, en la historia de la cultura española del siglo, entre “neoclásicos” y “nacionalis tas”. El primero que salta a la palestra es Blas Antonio de Nasarre Férriz (1698-1751) — uno de los miembros más activos de la “A ca demia del Buen Gusto”, nacida para discutir problemas de teatro y para propugnar la vuelta a las unidades— con el Prólogo que le puso a la edición, cuidada por él, de las Comedias y Entremeses de Cervantes (M adrid, 1749) H. Nasarre se vale de él para esgrimir sus propias ideas también sobre los “autos” de Calderón, liquidán dolos del siguiente m odo: “de cuya costumbre [está hablando de las peregrinaciones religiosas] quedaron las Oraciones de ciegos, y los Autos, que llaman Sacramentales, o, por mejor decir, la in ter 14 Lo curioso es que N asarre editó el teatro de Cervantes, no porque le gustase, sino porque le parecía malo — observó con feliz ocurrencia Menéndez y Pelayo (véase en Historia de las ideas estéticas en España, Edit. N a cional, M adrid, 1940, III, pág. 244)— ; más aún, le parecía tan poco teatro que ello le hacía deducir que Cervantes lo había escrito para parodiar el de Lope (!). La realidad debe ser que la edición de Cervantes le servía como pretexto para atacar el teatro de oro nacional en sus máximos genios: Lo pe y Calderón.
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pretación cómica de las Sagradas Escrituras, llena de alegorías y metáforas violentas, de anacronismos horribles; y, lo que peor es, mezclando y confundiendo lo sagrado con lo profano” . Era más que suficiente esta valoración de los “autos” , junto a todas las ideas sobre el teatro en general, escasas de sustancia e irri tantes de forma, de que está constituido el Prólogo, para suscitar una verdadera tempestad de protestas y de réplicas contra el autor, el cual recibió incluso al año siguiente una respuesta tan áspera que, cuentan las voces de la época 1S, le afectó tanto que le causó la muerte (!). Se trata del Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las Comedias de España, contra el dictamen que las supone corrompidas y en favor de sus jnás fam osos escritores el doctor Frey Lope Félix de Vega Carpió y D. Pedro Calderón de la Barca. Escrito por un ingenio de esta Corte, etc. 16; obra de im portancia decisiva en la historia de la polémica teatral del siglo, y sobre cuyo valor de conjunto volveremos en otro lugar: aquí nos limitamos a tom ar de ella cuanto se refiere a los “ autos” y a poner de relieve su posición frente a Nasarre, a quien Zavaleta, Marqués de Olmeda, autor del Discurso, llama el “Prologuista” . Dirigién dose, en efecto, a él, escribe que, a propósito de los “ autos” de Calderón, “forzosamente yerra, o habla lleno de temosidad ciega y desconsiderada” , a causa de dos motivos, sobre los que se detiene luego largamente. El primer m otivo: “Aquella excelente Obra [se refiere a los “ autos”], por lo alto de su objeto, y por la sutileza y gallarda valentía de su plausible rumbo, ha sido el blanco de los más linces entendimientos: el caos, enigma y laberinto donde han hecho alta y meditada suspensión los más altos sabios Héroes de la Sagrada Teología: al fin, los Maestros, Intérpretes y Defensores de la Ley, cuya mira fue siempre su mayor c u lto : mas no sólo no han advertido los vicios que nota el Prologuista, sino que han hallado en aquellos misteriosos escritos aciertos que ap lau d ir; asombros 15 M enéndez y Pelayo las recoge, en el xix, de un contemporáneo de N asarre: Vicente García de la Huerta. 16 Bajo el seudónimo de Erauso y Zavaleta, con el que aparece el Dis curso, se esconde, según afirmaciones de contemporáneos, D. Ignacio de Loyola Oranguren, M arqués de Olmeda.
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que a d m ira r; muchas enseñanzas, y no pocos motivos para imagi narlos sobrenaturales, y procedidos de alta iluminación” . La acu sación de Nasarre, de que los “autos” serían de grave daño para la moral, se ha transformado, pues, en la afirmación de que de ellos han aprendido, en m ateria de edificación, los más ilustres teólo gos (!)... El segundo m otivo: “Siendo los vicios que el Prologuista los [j/c] [se refiere a los “ autos”] atribuye tan dignos de corrección y reforma, deben de ser, sin duda, falsos, ficticios y maquinados por la inquietud de su id e a ; respecto de que, hasta ahora, no he oído que el Santo Oficio haya usado con ello ninguno de los actos de su rectísimo instituto” . En una hábil jugada, Zavaleta saca a colación el Santo Oficio para prevenir posibles condenas y prohi biciones locales de los “ autos” y para taparle la boca a Nasarre. Encendida de nuevo la polémica tras el intercambio de escritos entre Nasarre y Zavaleta, este último encuentra significativos apo yos incluso en ilustres eclesiásticos, entre ellos el padre dominico Alejandro Aguado, general de la orden en España y profesor en la Universidad de Alcalá, y el “trinitario” Agustín Sánchez, quien se remite a las opiniones y doctrinas enunciadas por su antecesor el Padre M anuel de Guerra y Ribera. M ientras tanto, la diatriba, in cluso entre los literatos, pasa, al extenderse, de los libros a los pe riódicos, y la polémica sobre los “ autos” se inserta claramente en la ofensiva desencadenada por los “neoclásicos” por motivos esté ticos —o considerados como tales— contra el teatro nacional. P ar ticipa en ella uno de los “neoclásicos” de más clara fama (notoria mente formado en Francia 17, donde conoció a Buffon — cuya H is toria Natural tradujo— y a Voltaire), protegido por el “ afrancesado” Conde de A randa: José Clavijo y Fajardo (1726-1806). Entre sus diversas actividades (fue, entre otras cosas, director de los teatros de Madrid), Clavijo y Fajardo ejerció, de modo particularmente bri llante en la forma, la de periodista: fundó y dirigió varios perió dicos, uno de los cuales nos interesa aquí. Se trata de El Pensador, que quiso ser en las intenciones de su redactor una colección de ensayos al estilo de “The Spectator” , de Addison 18: en el número 17 Sus amores con Louise Carón inspiraron, como es sabido, el drama Clavigo de Goethe.
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9, entre otros, se afronta el tema de la representación de los “Autos sacramentales”. El escritor, haciendo propia la opinión ya expresada por N a sarre de que los Lope, los Calderón y los Solís habían corrompido la escena española, se bate encarnizadamente por la prohibición de los “autos” uniendo motivos artísticos a los religiosos ya adoptados antes de él. Se intenta examinar, en efecto, los “ autos” bajo el doble aspecto estético (de las “bellas letras”) y ético (de la “ reli gión, cuyos misterios representan”) ; y, tras haberse declarado lleno de embarazo en el intento de precisar la “clase de poesía” en que inscribirlos a los efectos estéticos, sentencia: “ Por su materia están exentos de ser comprendidos en la Poesía Profana. Los Sagrados Misterios de nuestra Religión y las respetables verdades del Evan gelio están infinitamente distantes y son diametralmente opuestas a toda profanidad... No es esto condenar toda poesía religiosa... Moisés, Job y David nos dejaron los mejores modelos de esta poe sía, que destinaron a cantar las maravillas del Altísimo y sus mise ricordias... Prudencio y Juvenció consagraron casi las primicias de su poesía a celebrar los triunfos de los mártires y cantar las ala banzas del Criador, sin que en ninguna de estas obras se vean auto rizadas las alegorías que notamos en los autos, ni personalizados los entes metafísicos ni las substancias abstractas...” . Los “autos” , se gún Clavijo y Fajardo, no pueden ser llamados ni poema lírico ni épico, y ni siquiera dramático, “faltándoles para todo esto los re quisitos que han dictado la razón y el buen gusto, y que han ense ñado los maestros del A rte” . ¿Qué son, entonces? El erudito trata de d ar una definición de ellos, pero sobre todo se lanza a atacarlos, hiriéndoles con el látigo de una total condena estética y ética a un tiem po: Vienen a ser los A u to s unos diálogos alegóricos puestos en m etro... que quieren poner al alcance de nuestra comprensión lo que dejaría de ser soberanamente grande si nuestra razón hum i llada fuera capaz de concebirlo... Los Autos, degradando en cierto modo las ceremonias y asuntos más sagrados, parece que quieren elevar el teatro hasta una esfera muy distante de su institución, o 18 La colección llegó a los siete tomos, en los que están recogidos S6 “ pensamientos” , que tratan en su mayoría de m oral y de política.
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relajar el Santuario, queriendo trasladar a un lugar inmundo la cá tedra y el sacerdocio...” . A cuya condena se añade otra en función exclusiva de la ética, a la luz del escándalo que los “ autos” consti tuirían para los buenos católicos a causa del lugar y de las perso nas: “ ¿A qué católico que haga mediano uso de su razón dejará de causar repugnancia ver, desde que entra en su corral de come dias, pintada una Custodia sobre la cortina? ¿Quién, que no tenga ideas muy bajas de su religión, podrá sufrir que unas gentes tan profanas representen las personas de la Trinidad Santísima? ¿Que una mujer, que algunas veces tendrá pocos créditos de casta, re presente a la purísima V irgen?... El poner delante del pueblo gro sero e ignorante estas figuras, leios de producir en él respeto y te m or reverencial debido a tales misterios, sólo sirve a hacérselos en cierto modo familiares, y a que confundan la figura con el figurado, y la imagen con el prototipo... Otro de los defectos más comunes en los A utos es la mezcla de cosas saeradas y profanas” . No son, por tanto, los “ autos” , para Clavijo y Fajardo, sino “ farsas espiri tuales” que “el soberano debía prohibir como ofensivas y perni ciosas al Catolicismo y a la Razón” , y ello también porque contri buyen en gran medida “a continuar el concepto de bárbaros que hemos adquirido entre las naciones” . Con esto basta para que se nos dispense de seguir con los otros Pensamientos (X LII-X LIV ) explícitamente dedicados por nuestro autor a sus Reflexiones sobre la rewesentación de los A utos Sacramentales, y en los cuales se pretende dem ostrar que éstos son una peste por cuatro m otivos: fin, lugar, modo, actores. A prestar un im portante apoyo a Claviio y Fajardo acudió N i colás Fernández de M oratín, cuyo contraste de personalidades litera rias fautor de “romances” escritos con una atmósfera que permite ya adivinar más de un soplo anunciador, aunque lejano, del rom an ticismo, y, al mismo tiempo, escritor de dramas y de crítica d ra mática esclava de prejuicios neoclásicos) hace de él una de las figu ras más dignas de ser revisada en el marco de la ideología crítica del x v t t i . La toma de posición más explícita de M oratín contra el teatro nacional está contenida en tres folletos, Desen garlos al Teatro español (publicados sin año, pero que son de 1762). Como Nasarre,
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en el primero de estos tres folletos define a Lope y Calderón como los dos corruptores del teatro nacio n al; luego, en el segundo y en el tercero, interviene en defensa de “ El Pensador” , englobando a todos los opositores de tal periódico dentro de un juicio m uy lige ro : “necios” . El ataque contra los “ autos” —de los que M oratín había sido en tiempos espectador devoto y apasionado— está en el segundo de dichos folletos. Al dirigirse en un cierto punto al autor del periódico E l Escritor sin Título, el más temible entre todos los adversarios de los enemigos de los “ autos” (como veremos), M o ratín hace las siguientes declaraciones categóricas y las no menos categóricas preguntas que siguen: “La disputa sobre los A utos no se term inará mientras que sus defensores no se desnuden de la m a nifiesta pasión que los dom ina... ¿Sabe [se refiere al autor de los artículos de El Escritor sin Título] qué es Poesía, y en qué clases se divide? ¿Sabe cuál es la Dram ática o representable? ¿Cuál su Artificio? ¿De qué partes consta? ¿Qué circunstancias debe tener? ¿Qué reglas debe observar? ¿Los autores que en nuestra nación y en las extrañas la han tratado desde los más remotos sielos? Si sabe todas estas cosas (que las saben pocos), podremos entendernos. ¿No conoce que va expuesto a decir mil disparates? ¿No ve que no es posible entendemos por su falta de principios?” . Se diría que M oratín era el depositario de muchas bellas nocio nes sobre el arte dram ática de que carecían, por el contrario, el re dactor de El Escritor sin Título y los más de los críticos; pero sus consideraciones a propósito de dicho arte se reducen a las preguntas que vamos a reproducir, evidentes testimonios de su poca fantasía respecto a los derechos de la imaginación poética: “ ¿Es posible que hable la Primavera? ¿H a oído Ud. en su vida una palabra al Apetito? ¿Sabe Ud. cómo es el metal de voz de la Rosa? ¿Juz gará nadie posible que se junten a hablar personajes divinos y h u manos de muy distintos siglos y diversas naciones, verbigracia, la Trinidad Suprema, el Demonio, San Pablo, Adán, San Agustín, Jeremías y otros tales, cometiendo horrorosos e insufribles anacro nism os?” .
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A una visión tan estrecha de la esencia de la poesía, y a una preocupación tan insistente en nombre de una pretendida necesidad de defender la religión y la moral, tal como aparecen, entre otros, en Clavijo y Fajardo y en M oratín, otros oponen actitudes polémi cas en defensa de lo antiguo, y con ello, también de los “ autos” . La contraofensiva es iniciada y proseguida eficazmente sobre todo por Francisco M ariano Nipho y por Juan Cristóbal Romea y Tapia. Nipho (1719-1802), literato que hizo sus pruebas, aparte de la poesía lírica, en la creación dramática, y que en estos géneros se manifestó no más que mediocre, fue, en cambio, interesante y vivo como periodista. El incentivo más poderoso de la atrayente actividad periodística de Nipho, enemigo de los neoclásicos y refractario a las novedades enciclopédicas, fue un bien entendido amor patrio, que se resolvió en su actividad de escritor en una inteligente defen sa de los valores nacionales, entre los que antepuso, con aguda in tuición, el del teatro. Y su defensa del teatro asumió diversos y múltiples aspectos, desde la recopilación de obras raras o inéditas del antiguo teatro español (en una colección de curioso título, El cajón de sastre literario, iniciada en 1760, que estaba constituida por seis tomos y que mereció una reedición en 1781) hasta la pri mera manifestación de crítica regular y periódica sobre el teatro que existió en España (en las páginas de muchos periódicos por él redactados, entre ellos el Diario Extranjero, de 1763). Precisamente en esta producción crítica dramática a través de los periódicos apa rece una de las primeras defensas sensatas de Calderón, cuyos de fectos no se esconden, pero afirmando su genialidad, y cuya figura aparece merecedora de tanto relieve como intensos son los ataques airados a que está som etida; en el Diario Extranjero, Nipho, en efecto, habla así del dram aturgo: “Admirable poeta, nunca más glorioso que cuando más impugnado, pero no vencido. No hay duda que Calderón tuvo como hombre sus defectos, pero aún no he visto mano que los haya corregido” 19. 19 A una precisación tan clara y esencial de la posición de Calderón en el m undo dramático no le hacen sombra las inevitables confusiones estéticas en que Nipho, dentro del ambiente contradictorio de su tiempo, también incurre. En el mismo Diario Extranjero (número del 10 de mayo), al dar
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L a explícita toma de posición de Nipho respecto a los “autos” se halla, sin embargo, en un grueso “folleto” aparte, La Nación Española defendida de los insultos del pensador y sus secuaces (M adrid, 1764, pág. 214). Es una tirada violenta e implacable con tra Clavijo y Fajardo, y más aún contra M oratín, a la luz de una sistemática demolición de toda su construcción hostil a los “ autos” , y que rebate, dejando bien clara su inconsistencia, las acusaciones sobre las pretendidas actitudes escandalosas de los “autos” caldero nianos y de sus representaciones; con este largo ensayo se estable cen las bases para el desarrollo futuro de la rehabilitación de C al derón. Y que ello fue así lo demuestra la reacción de los afectados: M oratín lanzó contra Nipho los apelativos de “famélico” y de “pes tilente” . Las consideraciones de Nipho habían tenido ya una anticipa ción pocos meses antes en otras análogas de Juan Cristóbal Romea y Tapia, polemista quizá menos brillante, pero todavía más sustan cioso que su colega, e injustamente caído en un olvido casi total, del que no fue suficiente a sacarlo ni siquiera la incitación, a fina les del xix, de Menéndez y Pelayo, quien llamó la atención sobre la im portancia de su intervención en la polémica que nos ocupa 20. noticia, entre las diversas representaciones de aquellos días, de la comedia calderoniana A fectos de odio y amor, Nipho aparece desorientado en la que era, como ya hemos tenido ocasión de señalar, la intrincada cuestión de la verosimilitud o inverosimilitud del teatro de Calderón, y también él se considera en el deber de subrayar que el dram aturgo cae en lo invero símil; pero a tal defecto contrapone virtudes explícitas, haciendo incluso aparecer como interesante característica de Calderón el contraste en que su arte se m anifiesta: “Comedia [se refiere a A fectos de odio y amor] propia del Ingenio; esto es, llena de discreciones y de disparates: el lenguaje ad mirable, los hechos del todo inverosímiles. Profeso un respeto casi idó latra a los talentos de D. Pedro C alderón; pero cuando veo algunas de estas extravagancias me lleno de confusión, no adivinando en qué pueda consistir que un entendimiento tan claro se dejase desalum brar por sobra de fuego. ¿Posible es que hom bre que tantas veces pensó bien, en algunas pen sara tan mal? Posible es siempre que se hace valer demasiado el capricho y se desentienden las voces del entendimiento. Como quiera que sea, y aun redundando tan sobradamente las ideas falsas, hay cosas y afectos en esta comedia que nadie sino Calderón podría haberles dado vida” . 20 Véase en Historia de las ideas estéticos en España, vol. cit., pág. 279.
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Detenemos con cierto detalle en las páginas de Romea y Tapia nos parece, pues, útil a la luz del sentido de proporción del significado de las diversas figuras que aquí nos importan. Romea y Tapia sostuvo su campaña con un periódico, El E s critor sin Título. La constituyen trece discursos21, el cuarto y el quinto de los cuales tienen como títu lo : Discurso apologético de los autos de D. Pedro Calderón de la Barca, título que se puede prácticamente atribuir también al sexto de los discursos, puesto que el que lleva es: Desengaño al Desengaño 11 que intentó al Teatro Español D. Nicolás Fernández de M o ra tín ; tales Discursos están escritos en forma de diálogo entre el autor y un adversario de sus ideas, al que en la exposición se llama el “testigo” . La defensa que el autor de los Discursos hace de Calderón como escritor de “ autos” arranca de un hábil punto de partida: las pri meras páginas del Discurso IV 22 están dedicadas, en efecto, a mos trar cuán documentadas están las dotes religiosas y poéticas y la cultura teológica y retórica de Calderón. Antes de pasar a la de fensa explícita de los “ autos”, el polemista se preocupa de definir lo que es el teatro apoyándose en testimonios no atacables, es de cir, en grandes estudiosos o escritores de la antigüedad que fueron, al mismo tiempo, ilustres personalidades religiosas. Puesto que, afirma, “se me ha puesto en la cabeza que los autos de Calderón son Dramas, y muy D ram as” , Romea y Tapia reproduce, entre otras, la definición dada por Prudencio de la tragedia: “Imitación de una acción verdadera, verosímil e ilustre, puesta en armonía y metro, no narrando, sino haciendo; de modo que mueva a mise ricordia y terror, para inducir a la expiación y purgación de los afectos” . (Es de suponer que Romea y Tapia veía perfectamente, bajo la definición de Prudencio, la aristotélica; pero, evidentemente, le resultaba más cómodo el nombre del escritor cristiano que el del filósofo pagano). Y a la afirmación de que los “autos” de Calderón 21 Aparecieron todos en 1763; pero, como los escritos de Nipho, debie ron interesar también después del ardor de la polémica (contrariamente a los de los adversarios), puesto que fueron publicados también nuevamente en 1790. 22 El Discurso IV ocupa las páginas 97-136 de El Escritor sin Título.
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reúnen todos los requisitos exigidos más arriba, el autor de los Discursos quiere llegar, no por vía de enunciaciones teóricas, sino sobre la base de docum entos: a tal fin se apoya en uno de los últimos “autos” calderonianos representados, A l prójimo como a t i 2i, valiéndose de él para acercarse a la obra de Calderón con una cálida evocación de las paráfrasis y de las alegorías con que el d ra maturgo recuerda a los hombres los misterios de Dios benefactor del hombre caído, tal como se muestra a través de su intervención por medio del Hijo, de la Redención y de la E ucaristía: “Sale el hom bre del vientre de su madre, o del barro, digámoslo así, masa infor me, y sin g ra c ia ; el A utor lo pule y adorna con la cadena hermosa y eslabonada de los talentos, la joya de las potencias y la pedrería de los sentidos. Erguido con esta pompa, se ve libre y poderoso, y se presenta en los espaciosos jardines de la m aldad, adonde una Serpiente introduce su cicuta y lo hiere m ortalm ente; queda despo jado de aquella pomposa gala, enfermo y sin alivio. Su Padre, que ve afeada la imagen que formó a su semejanza, le envía socorros para poder hacer menos gravosa su dolencia, hasta que, movido de amor, le ofrece médico y medicina que hagan felices sus dolores con la dieta de Agua y Pan, que son el antídoto más prodigioso y tenido por milagro de milagros. Esto, o cosa semejante, contienen todos los Autos, y aunque en su ejecución se gasten muchos siglos, el entendimiento abstrae, y no conoce más que sanidad, dolencia y curación, que son un acto solo, o una acción total” . Y estos “ autos” de Calderón se correspondían tanto a su fin, re forzar la piedad y la religión — siempre según Romea y Tapia— , que en el pasado sucedió todo lo contrario de lo que ahora piden los adversarios, es decir: “ la idea y la mente de los Reyes, que gustaron de estas representaciones, y por especial dignación las con cedieron al pueblo, fue para que sus vasallos lograsen el fruto que concebían preciso por la común aceptación de los que lograban oirlos y por el aprecio con que los recibían las Naciones Extranjeras” . Seguro de sí, nuestro polemista desarrolla sus ideas en un juego cerrado de citas de teólogos que justifican los “autos” de Calderón, 23 En la edición de los “autos” de Calderón arriba citada lleva como título A tu prójimo como a ti. Es el antepenúltimo reproducido en ella.
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divirtiéndose, al mismo tiempo, en desmontar las objeciones de sus adversarios. A la objeción, por ejemplo, de que “los medios de que se vale en los A utos el gran genio de nuestro D. Pedro Calderón tampoco parecen a propósito para edificarnos, fortificamos e ins truim os” , responde: “ ¿y por qué?” . “ Yo veo [rebate el “testigo”] que estas obras están llenas de alegorías obscuras, de alusiones pue riles”. “Pues no sé cómo o cuándo [continúa Romea y Tapia] las alusiones pueriles y las alegorías obscuras puedan poner al alcance de nuestra comprensión lo que dejara de ser soberanamente grande si nuestra razón limitada fuera capaz de concebirlo” . Unas páginas más adelante pasa a afirmar explícitamente que “ Calderón, hasta que nos prueben otra cosa, con la mayor veneración y con natura lidad, según las fuerzas humanas, trata al Sacerdocio y al Santua rio, y con el ejemplo de San Gregorio Nacianceno en su tragicome dia ya citada”. Y al “testigo”, que se alegra por la prohibición, producida pocos meses antes, de las “comedias que tienen por asun to las vidas de los Santos, sin duda porque se advirtió en ellas una profanación de sus virtudes” , Romea y Tapia, en buen juego, le ataca con sus propias arm as: “ Volvamos la tortilla. Si por una prohibición bien meditada se prohibieron las comedias de los San tos, y no los autos, ¿no sale más claro que el sol del mediodía que las comedias tendrían que prohibirse y los autos n o ? ” . Y no se hable de peligro de escándalo para el p u eb lo : “este pueblo humilde, y que nuestra vanidad llama grosero, es el primero en hincar la ro dilla si sale el Sacramento de Viático por las calles, el que en la iglesia edifica con su respeto, que no hay ejem plar de que en los teatros se le vean semejantes sum isiones; por lo que me parece que puedo salir por fiador de que no son regulares tales excesos” . Así, pues, le parece injustificado semejante tem or de escándalo. La defensa de Calderón se amplía ahora a una defensa del arte nacional en general. A propósito de ciertas consideraciones del “ tes tigo” sobre que también otros países tuvieron las representaciones sagradas — empezando por Francia, con sus “misterios”— , pero que ello fue durante los siglos “bárbaros” , y que cuando aumentaron las “nociones” de buen gusto, con el consiguiente mayor respeto por las cosas sagradas, tales representaciones cesaron, nuestro Romea y
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Tapia reacciona entre indignado y sarcástico: ¿de modo que para saber si algo está bien o mal hay que m irar si procede o no de P a rís? Reacción a la que sigue una serie de recriminaciones dirigidas contra la galomanía de sus adversarios y de tantos compatriotas, así como de consideraciones de carácter general sobre el contraste entre el pasado y el presente del teatro español: “ ¿En este género [se refiere a los “autos”] de comedia española, que con todos Uds. quie ro suponer malditas y deslumbradas, pueden compararse los Inge nios de este siglo con Calderón, Solís, Moreto, Salazar y los demás? Sin duda que no, y que son un asco todas las que hoy se hacen por este estilo, en comparación de las antiguas... No me sacarán arte que no lo hayan sabido mejor nuestros abuelos, o callen barbas y hablen cartas”. El hecho de que en la visión de la mediocridad del teatro nacional dieciochesco Romea y Tapia dio en el blanco, no sólo por circunstancias polémicas, sino por su agudeza crítica, está documentado por el juicio posterior sobre dicha producción d ra mática ; pero junto a su agudeza crítica aparece también su habi lidad dialéctica cuando, más adelante, al reprochar a su época un exagerado criticismo con daño para las facultades creadoras, en cuentra elegantemente la forma de llam ar “bárbaros” a los españo les, con evidente retorsión contra los argumentos más arriba re producidos de su simbólico adversario cegado por las “luces” de F ran c ia : “ En este siglo todos nos volvemos críticos; muchas plan tas y poco fruto, todo disposiciones y nunca la forma. Señores, por am or de Dios, que nunca hemos sido tan viciosos como ahora, luego ni tan bárbaros” . Que los franceses, pues, juzguen a los franceses, y los ciudadanos de los demás países juzguen a sus compatriotas de acuerdo con las propias circunstancias y con la medida del propio metro 24. En el Discurso V 25, Romea y Tapia vuelve inmediatamente al tema, tom ando esta vez como punto de partida la insinuación del “testigo” de que, para hacer la lista de los defectos de los “ autos” , 24 Zavaleta ya había sido explícito necesidad de reconocer la diferencia del también de la actitud hacia el teatro de 25 El Discurso V ocupa las páginas
a este propósito, protestando la modo de ser, y, por consiguiente, los diversos pueblos. 137-179 de El Escritor sin Titulo.
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serían necesarios tantos volúmenes como los que ocupan los m is mos “autos” ; pero —precisa nuestro autor, ñno y a un tiempo sarcástico— “los autos están tan copiosos de erudición, tan fértiles de propiedad y tan llenos de ciencia que así como el cristal ni deja de ser cristal porque el vapor lo empañe o enmantille, lo manojeen las moscas o lo arañen los mandiles, del mismo modo los nabos por Adviento son una gran cosa, y para quesos el de Flandes”. Es por completo inútil, además, que el “testigo” proteste de no tenei ninguna intención de zaherir a Calderón dado que precisamente no está haciendo otra cosa que... zaherirle, haciéndose ilusiones de que logra esconder bajo su tono melifluo sus maliciosas insinuaciones; que no le vaya a decir que no piensa “zaherir a D. Pedro Calde rón, a quien [reconoce, bondadoso, el “testigo” ...] no se puede ne gar sin notoria injusticia una grande invención, mucha pureza en el lenguaje y una facilidad en versificar que pocos han igualado” : “yo no debo de entender de zaheriduras [rebate Romea y Tapia, más irónico que nunca, jugando con el verbo, que, sin duda, le ha lla mado la atención], porque ¿en qué se le ha de zaherir a un es critor como escritor si no se le zahiere con el zaherimiento de ofre cer para cada tomo que ha compuesto y escrito otro tanto, y no bastaría, de defectos? ¿Qué invención ha podido tener un hom bre de quien nos da una idea de lo mucho que padece el Catolicis m o con sus invenciones? No sé en dónde estará la pureza en el lenguaje cuando está lleno de alusiones pueriles y alegorías duras. ¿De qué servirá una facilidad que con tanta facilidad se le hace añicos? Junte Ud. a esto el que ridiculiza los Misterios; que sus exposiciones acaso son voluntarias; que los A utos deberían prohi birse por el soberano como perniciosos y nocivos a la Religión Ca tólica, et reliqua. ¿H abrá alguna buena alma que me diga si la zaheridura es algún animalito de las Indias? Porque si esto no es zaherir, no sé qué pueda ser. ¿Qué falta sino ir al sepulcro, des enterrar a Calderón, y andarse a cachetes con sus apolillados hue sos? ¿Qué se podría decir del autor más necio, desarreglado, menos piadoso, y aun menos cristiano?” . Romea y Tapia ha entrado ya en el tema candente: la preten dida confusión, por parte del Calderón de los ‘ autos , entre sagra
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do y profano. Y de nuevo, como en el Discurso precedente, apela a una larga serie de espíritus magnos del Antiguo y Nuevo Testa mentos y de los prim eros siglos cristianos, de Moisés a Salomón, de Job a David, de San Basilio a San Jerónimo, para m ostrar cuán to se sirvieron ellos, precisamente ellos, de los poetas y de los filó sofos gentiles, y cuánto también se sirvieron de la alegoría, de la que sus contemporáneos no quieren oir hablar: sobre la base de tales documentaciones reafirma — y es esto lo que asume especial significado, desde el punto de vista crítico y estético, en el mundo dieciochesco de las ideas— la presencia en los “autos” de la fuer za dram ática de una parte (“son dram as y muy dram as”, protesta), y de la esencia poética en sentido lato, de otra (“ son legítima poesía sagrada”). “ Vea Ud., pues [concluye al respecto, siempre dirigién dose al “testigo” y recurriendo a tres símbolos del arte y del pen samiento cristianos de los primeros tiempos], si la mezcla de lo profano y sagrado, con el debido tiempo y con la imitación de tres A tlantes como el Vaso de la Elección, la Púrpura de Belén y el Padre de los Monjes, nos hará mucha fuerza hasta que se pruebe que D. Pedro Calderón abusó de ella”. En esta intuición de los valores intrínsecos de arte de los “au tos” , vistos como manifestaciones tam bién en regla con las exi gencias de la religión y de la ética, Romea y Tapia reivindica los derechos, para la poesía, de la alegoría y de la metáfora, derechos que tanta parte de su xvm no sólo no admite, sino que incluso con culca, tomándolos por rarezas y por arbitrariedades indignas o ino portunas para el mundo de la obra de arte. Más aún, dentro de su seguridad de los derechos de la poesía, el escritor no vacila en ad m itir que Calderón ha ido a veces demasiado lejos en el uso de los medios de arte (él mismo señala, por ejemplo, en este sentido, el diálogo entre la Fe y el A rbitrio en el “auto” de Psiquis y C u pido, diálogo que, con su largo juego de imágenes, resbala, le pa rece, hacia "una “punta de bufón”) ; pero, precisamente porque no vacila en admitir, más aún, porque señala él mismo los abusos, se niega a suscribir ciertos reproches a Calderón que le parecen ridí culos (como el del “testigo” , quien, a propósito del Diablo de El valle de la zarzuela, pretende muy a la ligera poner en duda que EST. SOBRE LAS LETRAS.— 3
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el diablo pueda ser, no sólo profeta, sino profeta verdadero: R o mea y Tapia le reduce al silencio con el prim er Libro de los Reyes en la mano). Por lo demás, insiste, no sólo la poesía en general, sino precisamente la sagrada, y antes que ninguna la bíblica, ha sido el mundo de la alegoría, y al mismo Dios le ha complacido valerse de ellas continuam ente: “ ¿No se dignó Dios tom ar forma de sier vo? ¿Pues cómo será extraño que lo represente el siervo cuya for ma tomó? Los signos y figuras en que se ha querido retratar el Divino Ser han sido muchas veces tan humildes como el cordero, tan fuertes como el león, tan duras como la piedra, tan flexibles como la v a ra ...” . ¿Y por qué, entonces, no podría utilizarlos Cal derón? ¿Y por qué aún tienen tan m ala fe que pretenden confun dir, al analizar sus “autos” , el fin con el medio por el que el d ra maturgo trata de obtenerlo? “ Supongo más, que no es lo mismo no ser una obra buena que no serlo el fin, y que las circunstancias de D. Pedro Calderón, caballero sacerdote, versado en las Escrituras y atareado a un continuo estudio, parece que prueban que tuvo el de alabar a Dios, cantar sus maravillas, su misericordia y bondad para con los hom bres... ¿Qué extraño será que los autos, aunque efectivamente sean verdadera semilla [poco antes ha recordado la parábola del sembrador], no produzcan cosecha de virtudes por indisposiciones de la tierra en que se esparcen? ¿Pero por eso el fin no ha de ser bueno?” . Las páginas finales del Discurso se enfrentan con el “testigo” en sus tres objeciones de conjunto: 1) que si en los “ autos” no h u biera “ sainetes, música, galas, ni decoraciones” , iría menos gente a verlos; 2) que es inoportuno el lugar donde se representan; 3) que los actores de ellos son generalmente, o las más de las veces, indignos. Y Romea y Tapia las desmonta con una sutil disquisi ción. A la primera objeción responde el autor del Discurso, en efecto: “Confesemos de buena fe que no iría la mitad de la gente: ¿qué probará esto, cuando uno de los vicios que Ud. pone en esta representación son las galas, sainetes, música y decoración? Pro bará, sin duda, que fueran menos malos [quiere decir sin “ saine te s...” , etc.], y con todo fuera menos el concurso: luego, por la misma razón, el que no vayan a los Autos por los Autos no prueba
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ser malos ni buenos”. El razonamiento no tiene una falla, le cierra la boca al “ testigo”, y patentiza, al mismo tiempo, implícitamente, la consciencia en Romea y Tapia de la complejidad del problema en el que la crítica se debate desde que el mundo es mundo, es de cir, el de las relaciones entre obra dram ática y gustos del público. Y también es sin falla la respuesta a la segunda objeción: “ Si nuestro Calderón no hace más que enseñar en el teatro las verda des que también se enseñan en el templo, ni será indecentísimo ni más que seguir una buena intención y un justo ejemplo” : es decir, son subrayados una vez más los derechos del arte, cuya autonomía de las circunstancias exteriores (por ejemplo, aquí, del lugar, con tal de que no contradigan, con propósitos escandalosos o sacrilegos, el principio de la verdad o de las revelaciones religiosas) está aquí ya evidentemente intuida. Y para rebatir, en fin, la tercera objeción, Romea y Tapia emplea un buen juego con aquellos que se declaran defensores de la enseñanza cristiana, al amonestar que no corres ponde a los hombres juzgar a sus propios semejantes: ¿o acaso las Sagradas Escrituras y el Evangelio han enseñado lo contrario? “No hay papel en que no se les pueda decir [a los cóm icos]: dejas, hijo, el hábito que llevas, porque no es tuyo, o no te toca a ti” . Y el golpe final es el de un avisado jugador: el autor se despide ideal mente del “ testigo” con una captado benevolentiae por parte del público, no para sí, se entiende, sino para los “autos” : “ Espero que el público hará ju sticia; y cuando menos favor me haga, no conde nará los autos a destierro, la apología a reclusión” . También aquí asiste a nuestro autor la consciencia de la importancia de elemen tos que el ambiente general de su tiempo subvaloraba en el examen del teatro y de sus leyes, como, entre otros, el elemento constituido por el público. El Discurso V I 26 desarrolla en sustancia algunos de los mismos puntos de los dos precedentes. Reanuda la polémica con M oratín y con Clavijo, combatiendo, con el apoyo de una nueva docum enta ción de libros sagrados y profanos de la antigüedad, las típicas acu saciones a los “ autos” de que no son dramas y de que confunden lo sagrado con lo profano. Respecto al reproche de M oratín a C al 26 El Discurso VI ocupa las páginas 183-226 de El Escritor sin Título.
36 Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I i derón, quien, según aquél, carece de verosimilitud y también de “ correspondencia” con la naturaleza (Moratín lo había dicho al analizar el comienzo de La vida es sueño), nuestro autor esta vez pierde verdaderamente los estribos al responderle devolviéndole la pelota, y con una decisión tal que, comparada con la acusación más fuerte hecha a Calderón en toda esta polémica por el citado N a sarre (según el cual Calderón mezcla en la misma obra acciones de dos o tres temas, sin saberlas ligar), resulta un cum plido: quien se atreve a hablar (comenta) y examina “los prim ores” de ese gran desastre dramático que es La petimetra del propio M oratín, cuyo teatro, o, más exactamente, según nuestro polemista, cuyas “ vueltas de papeles” están hechas “de especies inconexas y hacinadas, sin hilo, cuerda, ni calabaza” 27. Después de tanta paciencia del “escri tor sin título”, se le puede conceder, por una vez, un ataque per sonal de este género... * * *
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Una disposición real de 9 de junio de 1765 prohibía la repre sentación de los “autos”, precisando que “ los teatros eran lugares muy impropios, y los comediantes instrumentos indignos y despro porcionados para representar los sagrados misterios” . H abía triun fado la campaña contra ellos, sostenida por elementos tenaces y avisados, e implícita o explícitamente apoyada por la “élite” inte lectual ganada por las ideas neoclasicistas y enciclopédicas 28, con tra la realidad de la benevolencia y del entusiasmo con que el pú blico persistía en acoger la representación de los “autos” , así como del teatro nacional del siglo de oro en general. Y, dictada la prohibición, continuó la ofensiva contra ellos, en defensa de los que habían contribuido a tal prohibición o con el in 27 Romea y Tapia tuvo razón, porque la susodicha comedia de M oratín, aun estando “escrita con todo el rigor del arte” —como se complace en pre cisar su autor—, es notorio que no logró que la representaran ni siquiera una vez. 28 Curiosa alianza —entre el enciclopedismo volteriano y la indignación contra el pretendido escándalo, en sentido religioso, de los “autos sacra mentales”— , tal como se daba claramente en muchos de los componentes de aquella “élite”, empezando por Clavijo y Fajardo.
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tentó de aportar nuevos elementos de condena respecto a los auto res de los “autos” , convergiendo una vez más en esta ofensiva ecle siásticos y literatos. Podemos comenzar la nueva serie de los pri meros con ese “ cierto M osén” de que habla Cotarelo y M orí 29, y que, recordando la polémica en pro y en contra del teatro y decla rando que no quería entrar en la cuestión, tom a partido, sin em bar go, explícitamente por Clavijo y Fajardo: “Clavijo puso la tienta a los A utos razonablem ente; pues es fuera de disputa que la m u tación de trajes y otras plagas de que carga infructuosamente a los cómicos no tiene más fundamento que un necio abuso, detestado por algunos de ellos, pero vanamente seguido por no atreverse a rom per una valla defendida no más que de la decrepitud y pesadez de los años”. Continuó los ataques —aumentando la dosis de las reprimendas contra la pretendida confusión de sagrado y profano en los “ autos”— entre todos ellos el violentísimo autor del Examen teológico-moral sobre los teatros actuales de España, Nicolás Branco, quien, en una Carta antepuesta a dicha obra (obra que se pu blicó un año después que el decreto real, y que fue reimpresa en 1792) y dirigida al obispo de Huesca, llega a form ular para los aficionados a los espectáculos el siguiente amenazador d ilem a: “In sistiremos, pues, en decirles que es indispensable renunciar a los teatros o a la Religión que abrazamos en el bautism o” 30, sobrepa sando, además, en la diatriba sobre lo sagrado y lo profano los términos habituales, y llegando a calificar a los “autos” de “profa nación sacrilega”. Y ampliaron los ataques los predicadores, lan zando rayos y centellas desde el pulpito con particular calor en los
29 En op. cit„ págs. 527-531. Este estudioso precisa que “con este título [quiere decir con el nombre de Moisés] se distinguen los sacerdotes en A ra gón, y no sin fundamento, porque un estado distinguido entre los demás [quiere decir como el eclesiástico] parece que pide de justicia dictado que nos acuerde su distinción” . 30 La obra se remansa en más de veinte páginas de reminiscencias bí blicas y modernas (entre éstas, muchas de Bossuet, no recordado por ningún otro español en esta larga polémica sobre los autos, por extraño que parezca), con la pretensión de dem ostrar que las “pompas y vanidades” a que el cristiano renuncia en el bautismo son... los espectáculos.
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últimos decenios del siglo en las regiones del sur de España, como el franciscano Fray Diego de Cádiz, de sugestiva palabra 31. A estos fanáticos eclesiásticos se sumaron, afirmándose de acuer do con la prohibición de los “autos” , literatos que contaban como los más abiertos a la cultura e ilustrados de la segunda mitad del xvm, y el primero de todos Gaspar M elchor de Jovellanos (1744 1811), quien, en la famosa Memoria sobre los espectáculos y diver siones públicas de España (1796), comenta a propósito de la pro hibición: “Y sin duda que lo fueron [quiere d e cir: prohibidos los “ autos”] con gran razón, porque el velo de piedad que los recomen dó en su origen32 no bastaba ya a cubrir, en tiempos de más ilus tración 33, las necedades e indecencias que malos poetas y peores far santes introdujeron en ellos con tanto desdoro de la santidad de su objeto como de la dignidad de los cuerpos que los veían y tolera ban” ; evidente reflejo esta opinión de Jovellanos, más aún que del neoclasicismo, de su cultura, del señorío de su personalidad interior, notoriamente enemiga, por naturaleza, de cualquier forma de in conveniencia sustancial o formal. Pero el hecho es que la corriente de las ideas formuladas y pro pugnadas por los defensores de los “ autos” , así como de los auto res de éstos, y, en general, de todo el teatro nacional del siglo de oro, prosigue su curso, aunque a través de las dificultades opuestas por tantos elementos y factores hostiles34, hacia el ya no lejano ro 31 Sus sermones, que fueron famosos, no se han conservado. 32 Jovellanos se había entretenido antes en hacer la historia de la di fusión de la pía costumbre de representar los misterios en los pueblos más perdidos de España durante los siglos precedentes. 33 A esta representación de una España más “ilustrada” ahora que en el pasado ha respondido ya implícitamente — como se ha visto— Romea y Tapia con sus protestas, ante el simbólico adversario en sus diálogos, contra la galomanía de ciertos compatriotas. 34 Y también a través de las confusiones e incertidumbres de los pro pios defensores de los “autos”, comprensibles en un momento de transición y en el calor del debate que se vivían en aquella época. Examinándolas, más de una de ellas contribuiría a mostrar que las distancias no eran gran des, en cuanto a ciertos aspectos de la diatriba, entre los defensores del teatro y sus adversarios, al menos en los aspectos más lejanos de la im pulsividad polémica de entrambas partes. Romea y Tapia, por ejemplo,
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manticismo. Y cuando el cónsul alemán en Cádiz, Nicolás Bohl de Faber (1779-1836), abre en España las puertas al nuevo movimiento de pensamiento y de arte introduciendo, inteligentemente traducidas (1824), las Vorlesungen iiber Dramatische K unst und Literatur de A. W. Schlegel (al mismo tiempo que da a conocer en Alemania el teatro y la lírica de España), enarbola a tal fin la bandera de la rehabilitación del teatro del siglo de oro en general, de Calderón en particular, y de sus “ autos” de modo muy especial, remitiéndose explícitamente, a este respecto, a sus predecesores en la brecha, so bre los que aquí hemos tratado de llamar la atención. En la violen ta polémica que él, extranjero, tuvo que sostener contra los últi mos obstinados denigradores españoles de su propio teatro de oro —José Joaquín de M ora y Antonio Alcalá Galiano (este último con su famosa Crónica Científica y Literaria)— , se apoyó repetida mente, en efecto, sobre ellos, particularm ente en función de los “ autos” , enriqueciendo e iluminando a la luz de la aportación ideo lógica alemana las ideas que aquéllos habían hecho entrever sal picándolas en la expresión forzadamente desigual de sus impulsos polém icos35. Lo que Bohl de Faber heredó de ellos, dando forma y aun no siendo esclavo de preconceptos moralistas, no vacila en mostrarse partidario de ciertas cautelas y de sugerir ciertas limitaciones en el uso del teatro, aconsejando aum entar el precio de la entrada en los lugares de los espectáculos al objeto de limitar la asistencia a aquellos que, por el hecho de vivir en un ambiente social más elevado —y que, por ello, se supone tienen m ayor cultura— , ofrezcan menos propensión a recibir de ellos m oti vos de escándalo; sugerencia, nótese, familiar a quienes suscribieron la prohibición de los “autos” , desde el violento “M osén” del que habla C ota relo y M ori hasta el equilibradísimo Jovellanos. 35 M enéndez y Pelayo y Cotarelo y Mori iniciaron, ya en su tiempo, oportunam ente la valoración de estos escritos de los defensores de los “autos” desde el punto de vista estilístico y estético. Las formas literarias de Zavaleta, sin embargo, parecieron a Menéndez y Pelayo “macarrónicas y frailunas” (Historia de las ideas estéticas en España, Edit. Nacional, M a drid, t. 111, pág. 254); las de Romea y Tapia, por el contrario, merecieron el siguiente juicio de Cotarelo y Mori (Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, M adrid, 1904, pág. 528): “con mucha agu deza y sabor popular, llenos [se refiere a los Discursos] de adagios y locu ciones proverbiales, que los convierten en un curioso documento del idio m a”. M enéndez y Pelayo ya se había referido en la obra citada (pág. 280)
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proporción a su mundo de ideas con su mayor madurez de pensa miento, fue, precisamente en el sentido que a nosotros, lectores de hoy, más nos importa, lo siguiente: de un lado, la libertad del arte y de la autonomía del juicio estético; del otro, la tendencia a consi derar los “ autos” como la producción más original, incluso litera riamente, de Calderón —tendencia, acaso no sea superfluo recor darlo aquí como conclusión de estas páginas, que desde el rom an ticismo no se ha perdido ya nunca del todo, sino que, al contra rio, vuelve a afirmarse precisamente con nuestra generación— 36. a Romea y Tapia como al “ignorado predecesor de Bohl de F aber” ; y a Nipho como al autor de un “folleto” — recordado por nosotros— , La na ción española defendida de los insultos del Pensador y sus secuaces, del que “ Bohl de Faber elogia el espíritu” (op. cit., pág. 282); y, sobre todo a Zavaleta (op. cit., pág. 254) como el autor de un libro —el Discurso crí tico, etc., recordado por nosotros— del que “ Bohl de Faber sacó una buena parte de los argumentos que empleó en su polémica romántica, donde le menciona varias veces con singular elogio, vindicándole del afectado desdén de nuestros críticos galoclásicos del siglo pasado” , libro ante el cual “de ben pasar con respeto por delante, y observar en él la vena de rom anti cismo indígena que durante todo el siglo xvm va resbalando silenciosamente por el campo de nuestras letras, hasta venir a desembocar grande y majes tuoso en el mar de la crítica moderna, de la cual todos estos olvidados y ca lumniados autores son heraldos y precursores más o menos conscientes” . 36 Explícita es, a este respecto, la actitud del más autorizado de los estudiosos españoles actuales de los “autos” calderonianos, Ángel Valbuena P rat; véanse, por ejem plo: “Los autos de Calderón” (en la Revue Hispanique, 1924), la introducción a los A utos sacramentales de Calderón en la edi ción madrileña, cuidada por él, de “La Lectura” (1927), y el artículo “Los autos calderonianos en el ambiente teológico español” (en Clavileño, Madrid. 1952, n. 15, págs. 33-35).
II C A LD ER Ó N EN LA C R ÍT IC A ESPA Ñ O LA D EL X V III
La indagación que nos hemos fijado y que estamos realizando desde hace algún tiempo sobre los que en el tardío siglo xviii es pañol nos parecen signos anunciadores del romanticismo —incluso dentro de las confusiones y de las contradicciones en que aparecen— , nos ha llevado a centrar nuestra atención sobre el mundo dramático de aquella literatura, entendido sea en la acepción de actividad crea dora, sea en la de actividad interpretativa y crítica. Se ha puesto ya de relieve, en efecto, también por otros autores, e incluso en Italia que la polémica dieciochesca española entre los “nacionalistas” y los “afrancesados” apuntó sobre todo al tea tro (circunstancia que estaba en el orden natural de las cosas si se tienen en cuenta el significado principal y la importancia excep cional de este género en el conjunto de la producción literaria es pañola) en una lucha sin cuartel entre los defensores a ultranza de los clásicos nacionales, entiéndase del xvi —con soberano y furio so desprecio, en apariencia, para los del xvn, Cervantes, Lope, Cal derón— 2, y los no menos furiosos exaltadores y propagandistas de 1 Véase, entre otros, al llorado Luigi Sorrento en Francia e Spagna nel Seítecento. Baííaglie e sorgenti di idee (Milán, 1928), pág. 285. 2 Desprecio manifestado no sólo por los críticos y eruditos más nota bles, sino también por los que vivieron y trabajaron a la som bra de ellos: piénsese en el discípulo de Luzán, Llaguno, quien, en una edición póstuma (ya hacia el final del siglo, 1789) de la Poética del maestro, ataca a Lope
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los clásicos franceses 3, el entusiasmo por los cuales —hay que apre surarse a subrayarlo, por otra parte— resulta a menudo artificioso e intencionado, más por fines intelectuales y culturales —y acaso hasta políticos— que literarios y artísticos, en patente contraste con el interés espontáneo (sea dicho per incidens, y en otra ocasión po dremos volver al tema) de aquellos círculos por el teatro italiano: por M etastasio y Goldoni, y, en menor medida, por Alfieri. A la luz de esta áspera batalla de ideas entre los setecentistas es pañoles sobre el teatro nacional en general, y sobre sus mayores re presentantes en especial, sin que pretendamos subvalorar la im por tancia del estudio realizado sobre ese teatro por setecentistas extran jeros (comenzando por los italianos Riccoboni, Denina y NapoliSignorelli, entre los más interesantes, pero subrayando, en todo caso, la preeminencia de los grandes preparadores alemanes de las ideas rom ánticas: Lessing y los hermanos Schlegel), nos parece que has ta hoy no se ha valorado en su justa medida, en sustancia, el signi ficado de la intervención española de entonces sobre los propios asuntos, aun cuando aquél se haya manifestado —como es patente que se manifestó— en un vaivén de vacilaciones, de oscuridades y de arrepentim ientos; alternativas, por lo demás, que son una ulte rior confirmación de la que acaso se podría asignar al x v i i i como característica principal, es decir, el haberse manifestado y haber procedido bajo el signo —fecundo, se entiende— de la contradic ción. Contradicción a la que nos parece hay que añadir ese perfilarse de ideas y de sentimientos que, partiendo del teatro, bien o mal, del todo o en parte entendidos, o, incluso, del todo o en parte desfigu rados, debieron llevar en sí gérmenes fecundos del ya inminente romanticismo. En efecto, la citada apelación al mundo clásico nacional, que en otro terreno literario (por ejemplo, en el de la lírica), al cesar en un cierto punto de ser un principio de liberación y de estímulo y a Calderón con una violencia con que no se habían atrevido a atacarlos ni siquiera los más fanáticos enciclopedistas. 3 Recuérdese que, durante el primer ministerio del francófilo Conde de Aranda (1768), se procedió en M adrid a la construcción de por lo menos tres teatros para la exclusiva representación de obras extranjeras (es decir, fran cesas).
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intelectual y creador había acabado por convertirse en un prejui cio y una cadena, parece abrir, por el contrario, en el x v i i i , horizon tes inesperados e insospechados en el campo del teatro (apertura de horizontes de la que quien vive dentro no se da cuenta las más de las veces): el más significativo, y curioso, es el de uno de los más enérgicos y pertinaces campeones de la teoría neoclásica, M o ratín, que fue el prim er español que escribió elogios del... bárbaro Shakespeare 4. Intentar individuar el hilo conductor que nos ponga tras las huellas de esta defensa, aunque vacilante — en el x v i i i español— , de ciertos valores del teatro nacional, tal es el propósito de las pre sentes páginas. Y como nos parece oportuno contener nuestra aten ción dentro de límites bien determinados, con objeto de que los eventuales resultados puedan más fácilmente servir para una suce siva ampliación de la búsqueda, nos ocuparemos aquí de la reacción de esa crítica dieciochesca española ante la obra de Calderón, que dando entendido que este ensayo, en su referencia a las tentativas de interpretación crítico-literaria del teatro de aquel siglo, es una continuación y un complemento del ya publicado por nosotros so bre Calderón en la polémica del X V I I I sobre los “autos sacramen tales''' 5, cuyo objeto prim ordial fue el examen de la actitud de ese siglo frente a Calderón a los efectos ético-religiosos. * * *
A través de una buena parte del x v i i i , el espíritu español es, en sustancia, ciegamente súcubo —cosa muy sabida— de las teorías neoclásicas. La idolatría por los dram aturgos franceses (en pri mer lugar por el más obediente de todos ellos a las unidades, Racine) es tan rigurosa, que los fanáticos españoles neoclasicistas se olvidan de todo cuanto aquel teatro francés había recibido y ab 4 Alfredo Par, como es notorio, ha trazado con m ano maestra la historia de Shakespeare en la literatura española en un grueso libro —así titulado— en dos volúmenes (Madrid y Barcelona, 1935), que bien podría servir toda vía de paradigma simbólico para trabajos de esta clase. 5 Véase el capítulo I de este libro.
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sorbido precisamente del teatro español del siglo de oro, y no son capaces ya de reconocer, bajo los ropajes franceses de tanto teatro importado, temas y situaciones dramáticos de sus propios clásicos, acabando, al contrario, por reducirse a miserables tentativas de resucitar en tierras de España un teatro esclavo de las proclamadas unidades, con el consenso y bajo el estímulo de la galomanía que triunfa en las academias (comenzando por la “Real Academia E s pañola”, que nace en 1714) y en los periódicos (comenzando por el Diario de los Literatos de España, que empieza en 1737). Y como, al menos si nos queremos atener a la tradición plurisecular de E s paña, que atribuye notoriamente al propio m odo de ser una incom patibilidad constitucional con el mundo de la razón 6, ese mundo neoclásico obedecía a los dictados de la raison, la diferencia de ín dole de los españoles produjo como resultado el hecho de que la admiración del m undo español neoclásico por los franceses asumió aspectos más filosofantes y éticos que literarios y estéticos, con una evidente distanciación, cada vez más neta, entre el gusto de m ino ría de los “intelectuales” (que se encuentran en el ambiente de la aristocracia y de la corte) y el de mayoría del p ú b lico ; este último se mantenía sustancialmente fiel a los clásicos nacionales, prepa rando de este modo, aunque fuera inconscientemente, un ideal te rreno fecundísimo para la inevitable reacción antifrancesa, preci samente en los aspectos más espontáneos y más sanos de ella: la aportación de este público (procedente de la clase media y del pue blo) a los defensores de la tradición nacional resultaría decisiva p a ra el advenimiento del romanticismo. Por lo demás, ciertos hechos y ciertos episodios dejan entrever la significativa y sustancial in diferencia del ambiente neoclásico español (indiferencia de la que sus representantes, evidentemente, no se daban cuenta) en sentido crítico y estético, precisamente respecto a personalidades y obras por las que dicho ambiente habla de escándalo: hacia mediados del siglo, cuando el teatro de Shakespeare entra por primera vez en 6 Si se quisiera ejemplificar con españoles ilustres de nuestro tiempo, se podría recordar a Unamuno, según el cual Europa necesita “españoli zarse”, es decir, el modo europeo de vivir necesita volver a dar importancia al sentimiento.
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España, el censor oficial no es capaz de hacer otra cosa que insi nuar la sospecha de que su autor pueda ser herético en cuanto hijo de una tierra infectada por la h e rejía7. Vale la pena, por tanto, al menos así nos parece, tratar de con tribuir, textos en mano, al oportuno restablecimiento de lo que debe haber sido el sustancial equilibrio entre las diversas reaccio nes dieciochescas españolas ante el teatro, a los fines arriba indi cados de facilitar la comprensión de la estructuración del mundo romántico en España. La actitud española del tardío x v ii respecto al teatro de Calderón no interesa mayormente más que desde el punto de vista ético — y en tal sentido se refiere, sobre todo, a los “ autos sacramentales” ; por eso hemos escrito sobre él en nuestro citado y reciente trabajo— : no es deducible una teoría estética de tal acti tud. Calderón viene a suscitar un problema de crítica literaria en pleno xviii, cuando la concepción neoclásica, o galoclásica, si se quiere decir así, avanza y se impone oficialmente, como es sabido, con la Poética (1737) de Ignacio de Luzán. Pero precisamente este evangelista en tierras de España del más riguroso pensamiento clásico —releyendo atentamente los escritos que tocan el problema del teatro nacional en general y el de Cal derón en especial— se nos revela curiosa y significativamente con tradictorio. No pretendemos referimos aquí a la contradicción, p a tentemente inconciliable, entre esa cierta moderación —al menos en algunos aspectos— de Luzán en el terreno crítico y su categórica mente irreductible rigorismo en el terreno ético, sino a la contra dicción que le perturba a menudo las ideas en el campo literario : contradicción que, presentándose de modo desconcertante a los ojos del lector de hoy, provoca y justifica en él la impresión de I.
de
L uzán.
7 Esto ocurría exactamente en 1742, lo cual quiere decir que tres años antes de la primera versión francesa de Shakespeare, en España alguien h a bía leído ya a aquel... bárbaro en su propia lengua sin rasgarse las vesti duras ante su absoluta y despreocupada desenvoltura respecto a las preten didas reglas dramáticas y las restricciones psicológicas.
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que, por muy sostenedor —y, a la vez, esclavo— que Luzán sea de esas teorías neoclásicas, y por muy adversario que proteste ser del teatro de Calderón, éste está presente, con su extraordinaria estatu ra de creador de arte, en el espíritu del inquieto y atorm entado teó rico de arte. La esencial contradicción de la actitud de Luzán a este respecto no había escapado a Menéndez y Pelayo, quien no veía coherencia entre la defensa de la teoría de la “verosimilitud popular o artís tica” 8 y la proscripción de las aventuras en el teatro, “que sólo tienen ser [como escribe Luzán] en la imaginación del poeta que las inventó” 9; y, por consiguiente, atribuía a Luzán el error de so meter “la fábula de las comedias a una cierta verosimilitud m ate rial y prosaica, condenando de un golpe géneros enteros, como las comedias mitológicas, las comedias de santos, la mayor parte de las heroicas, y todas aquellas en que interviene de una m anera u otra lo sobrenatural y lo maravilloso” 10. Pero el balancín de contra dicciones de Luzán toca cumbres mucho más altas que las señala das por Menéndez y Pelayo. Volviendo en otro lugar sobre el tema, reconoce el preceptista neoclásico, tras haber subrayado que Calde rón, favorecido, en contraste con Lope, por las circunstancias (en tre otras, por el carácter abierto y aficionado al arte de Felipe IV), tuvo más facilidad para formarse “ un lenguaje tan urbano, tan ameno y seductivo que en esta parte no tuvo competidor en su tiempo, y mucho menos después” (con un explícito reconocimiento incondicionado, por tanto, de los méritos estilísticos), en el momen to de volver a precisar los tres géneros de teatro (“comedias de tea tro” —es decir, que se representan con decorados, m áquinas y m u taciones de escena— , “heroicas” y “de capa y espada”), reconoce, 8 “Con la cual — precisa Menéndez y Pelayo— , siguiendo a M uratori, [Luzán] había defendido en su primer libro [de la Poética] todos los capri chos de la imaginativa que largamente se permitieron el Ariosto y todos los autores de poemas y libros caballerescos” (en Historia de las ideas esté ticas en España, III, 1940, pág. 228). 9 Para mayor sencillez, se moderniza la ortografía y la puntuación de los fragmentos citados en español, salvo, naturalmente, en los títulos. 10 En Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, III, 1940, pá gina 228.
Calderón en la crítica española del X V I I I digo, no sólo el valor de Calderón, sino que proclama incluso su precedencia — al menos parcial— respecto al de L o p e : atribuyen do, en efecto, a Lope el mérito de ser modelo de Calderón para los dos primeros de estos tres géneros de teatro, precisa luego apertis verbis que “en las de capa y espada non sé que Calderón tuviese modelo” . Calderón es, pues, para Luzán, no ya el innovador, sino hasta el inventor de esta clase de teatro que él, en cierto punto, ha condenado, pero de la cual, en otro punto, no sabe negar la exis tencia y ni siquiera la grandeza. Porque, si el moralismo le pone continuamente frenos, Luzán no se exime, sin embargo, de hacer una reseña vivaz del férvido mundo que se agita en Calderón, reseña que se cierra así: “ Y en fin, la pintura exagerada 11 de los galanteos de aquel tiempo y los lances a que daban motivo, todo era suyo”. Por explícito que sea tal reconocimiento, está todavía, sin em bargo, claramente acentuado por otro —limitado tan sólo m arginal mente por la habitual preocupación, más que moralista, seudoclasicista— , contenido en una afirmación sucesiva: “Prescindiendo de lo pertinente a la moral, que con razón le han censurado muchos, por lo que mira al arte no se puede negar que, sin sujetarse Calde rón a las justas reglas de los antiguos, hay en algunas de sus come dias el anteprimero de todos, que es el de interesar a los espectado res o lectores, y llevarlos de escena en escena, no sólo sin fastidio, sino con ansia de ver el fin : circunstancia especialísima de que no se pueden gloriar muchos poetas de otras naciones, grandes obser vadores de las reglas” . Indiscutibles son, pues, las famosas pretendidas reg las; no m e nos indiscutible es la justeza de ellas..., en teoría, sin embargo, ya que, puesto a reconocerle méritos a Calderón, Luzán acaba, en la práctica — se entiende que sin darse cuenta de ello— , por arrojar las por la borda, liberándose de sus propias obsesiones al compla cerse con la buena calidad que el buen sentido de siempre reco 11 En seguida explica este adjetivo, a la luz de sus propias preocupacio nes m oralistas: “ Digo exagerada, pues no creo fuesen tales como él los pinta; y si lo eran, tienen poca razón los que envidian el recato de aquellas damas, cuyas liviandades quedaban siempre premiadas y airosas” .
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noce —y que las no lejanas teorías románticas subrayarán con p ar ticular resolución— como característica de la obra teatral lograda, es decir, la cualidad de interesar: Calderón interesa, pues, y preci samente en contraposición con los... grandes observadores de las reglas (!). La prevención y la animosidad de Luzán por el teatro de C al derón —más todavía que por el de Lope— acaban por disolverse y desaparecer cuando el crítico da vía libre al sentido co m ú n ; pero, junto a esto, apuntan también específicas consideraciones que inte resan en el campo crítico y estético. Hemos tenido ya algún indi cio de e lla s; otros más explícitos aparecen en diversos lugares de la Poética. En efecto, al subrayar y compartir el reproche de poca variedad en los temas y en los caracteres lanzado a Calderón por algunos (de modo, dice, que quien haya visto “lo que hacen y dicen el Don Pedro y la Doña Juana de una comedia puede figurarse lo que harán y dirán el Don Henrique y Doña Elvira de otra”), Luzán añade aún: “Pero a quien tiene las calidades superiores de Calde rón y el encanto de su estilo, se le suplen muchas fa lta s; y aun sue len llegar a calificarse de primores hasta que venga otro que, igua lándole en virtudes, carezca de sus vicios. Como éste no se ha de jado ver todavía entre nosotros, conserva Calderón casi todo su primitivo aplauso: sirvió y sirve de modelo, y son sus comedias el caudal más redituable de nuestros teatros” . Resulta sorprendente, en verdad, el que haya que atribuir a Luzán la afirmación — aunque hecha a regañadientes— de que todavía no ha surgido el dram a turgo dotado de las cualidades de Calderón sin tener sus defectos o, más bien, que convierta en “faltas” las que por ahora parecen “primores” ... El atractivo de la originalidad de Calderón, por tanto, ha ven cido a menudo la partida a las preocupaciones de Luzán por ate nerse a los cánones; y la cosa llega al extremo de encontram os con un Luzán que se anima y se enardece (!): “La invención, form a ción y solución de enredo com plicadísim o; las discreciones, las agu dezas, la galantería, los enamoramientos repentinos; las rondas, las entradas clandestinas y los escalamientos de casas; el punto de honor, la espada en mano, el duelo por cualquier cosa y el matarse
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un caballero por castigar a otro lo que él mismo ejecutaba; las dam as altivas, y al mismo tiempo fáciles y prontas a burlar a sus padres y herm an o s12 escondiendo a sus galanes aun en sus mismos retretes; las citas nocturnas, a rejas o jard in es; los criados picaros, las criadas doctas en todo género de tercería, por cuya razón h a cen siempre parte principal de la tra m a ...” . La ausencia, en estas consideraciones, del estímulo nacionalista de defensa del arte del propio país —estímulo que será, sin embargo, patente en otros críticos, como veremos— pone de relieve que la superación como a disgusto de los rigores de lo neoclásico por parte de Luzán es pa tente consecuencia de un sentido de justicia más fuerte que las re glas y sus monótonos defensores; sentido de justicia que le hace ver en el teatro de Calderón, no obstante todas las faltas que él mismo le atribuye, el teatro por excelencia “popular, libre, sin sujeción a las reglas de los antiguos” (!). Es preciso concluir que, en su conjunto, la Poética de Luzán ofrece material suficiente, sin que se desvirtúe su sustancia, si no para m ostrar en él a un defensor del teatro del siglo de oro —y, dentro de éste, sobre todo del de Calderón— , sí, al menos, para po ner en duda que se pueda aducir dicha obra como un acto total de acusación contra ese teatro y para inducir a un análisis más atento y menos simplista de la posición perpleja y vacilante de aquel apóstol de las teorías neoclásicas. B. A. d e N a s a r r e . A la perplejidad e insuficiencia de Luzán para ver los aspectos positivos del teatro de Calderón le sigue una ofensiva violenta contra él por parte de amigos y discípulos de L u zán: Agustín de M ontiano y Luyando, Blas Antonio de Nasarre Férriz, Luis José de Velázquez y Calderón. Puesto que respecto a los tres citados setecentistas se puede aplicar verdaderamente el virgiliano ab uno disce omnes, eliminando simplemente al menos significativo de ellos, Velázquez, y aludiendo sólo sumariamente a M ontiano —entregado por completo a exaltar en el teatro español 12 Como se ve, en la enumeración que hace Luzán de los vigilantes de las mujeres faltan los maridos. ¿Será una casualidad, o los habrá omitido por algún m otivo? EST. SOBRE LAS LETRAS.— 4
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precisamente lo que es difícil de exaltar, es decir, la tragedia (en los Discursos sobre las tragedias españolas, donde, dicho sea de paso, si hay algo pasable M ontiano lo ha tom ado del italiano Riccoboni)— , nos detendremos en Nasarre (1698-1751), que merece mucha atención para el caso que nos ocupa. Miembro de los más relevantes de la “Academia del Buen Gus to”, surgida especialmente para discutir problemas de teatro y para propugnar el retorno a las unidades, Nasarre se vale de la edición, cuidada por él, del teatro de Cervantes para atacar en el prólogo el teatro del siglo de oro en sus dos máximos representantes. En sus páginas (Disertación sobre las comedias de España, que sirve de prólogo a la reimpresión de las comedias y entremeses de Miguel de Cervantes Saavedra, 1749), N asarre aparece no sabría decir si más desorientado o más escandalizado por el juego escé nico de Calderón. La confusión entre ética y estética es, por su parte, máxima. Y su condena del teatro del siglo de oro es categó rica en el sentido de que “no hay que buscar estas comedias [las escritas —había dicho antes— “con caracteres naturales y propios, con buena moral, con m araña y enredo verosímiles, con las unida des tan apetecidas y decantadas, con dicción hermosa y correspon diente, y que agradan, divierten e instruyen al vulgo y a los corte sanos, y que quitan el sobrecejo a los gatones, purgando con gracia y risa los vicios de todos”] entre las de Lope de Vega ni las de Don Pedro Calderón, ni de otros que los im itaban” . Porque, si es cierto que el “ingenio superior” de Calderón —al que alzaron altares como a un Dios del teatro— “tropezaba algunas veces con cosas inim i tables”, éstas iban acompañadas “con otras tan poco nobles que se puede dudar si la bajeza de ellas ensalza lo sublime, o si lo su blime hace menos tolerable su bajeza” . Junto a esta poco caballerosa insinuación aparece en Nasarre el espanto del “pollito” en las garras del halcón, de manzoniana m e moria, “ elevado a una región desconocida, a un aire que no ha respirado jam ás” : “A nadie imitó cuando escribía de pro p ó sito ; todo lo sacaba de su propia im aginación; abandonó sus obras al cuidado de la fortuna, sin elegir las circunstancias nobles y necesa rias de sus asuntos, y sin descontar las inútiles” ; y, después, la
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acusación, habitual en el xvm , de falta de verosimilitud, acusación hecha a Calderón de modo categórico y totalitario: “Todo cuanto ni es verosímil ni pertenece a la comedia lo pone sobre el teatro” . Pero la desorientación de Nasarre se hace total cuando pierde los estribos acusando a Calderón de vicios opuestos: de un lado, de excesivo idealismo al presentar a la “nación” “como si toda ella fuese de caballeros andantes y de hombres inimaginables” ; de otro, de excesivo realismo al presentar a las mujeres dom inadas — a cau sa de los celos— por “pasiones violentas y vergonzosas, y enseñando a las honestas e incautas doncellas los caminos de la perdición, y los modos de m antener y crear amores impuros, y de enredar y engañar a los padres y de corrom per a los dom ésticos; esperanzán dolas con el fin de casamientos desiguales y clandestinos, en des precio de la autoridad de los padres, disculpados sólo con la p a sión amorosa y extremada (que se pinta como honesta, decente), que es la peste de la juventud y el escarnio de la edad provecta” . Lo que a Luzán le parecía, pues, una excesiva indulgencia por parte de Calderón, con actitudes que, desde el punto de vista ético, podían llegar a ser peligrosas, para Nasarre es sin más una culpa ble incitación al mal, un acto insidioso de corrupción de meno res ( ! ) 13: Calderón “da al vicio fines dichosos y laudables, endul za el veneno, enseña a beberlo atrevidamente y quita el temor de sus estragos” con un modo de hablar, por parte de sus personajes, no atribuible a personas “ a quienes no falta del todo el juicio, ni aun las más apasionadas; siendo cierto que les repugnan del todo las que Llaman discreciones, y aun más las erudiciones afectadas, fuera de tiempo y sazón, equivocadas y traídas de los cabellos” , no retratando, sino desfigurando, y, de este modo, pecando “gravemen te en esto contra la razón y contra el arte de la comedia” , ofendien do “ toda la poesía [que] debe ser como la pintura, la cual con siste en la imitación de la naturaleza” . Estamos en la paráfrasis de Horacio y de Boileau, en cuyos enunciados desaparecen la moderación y la compostura para dejar 13 A propósito de la lógica consecuencia de tal condena, es decir, de la petición por parte de Nasarre de que fueran prohibidos al menos los “autos sacramentales” , véase nuestro ya citado ensayo precedente.
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paso a la indignación y a la estrechez m ental: Calderón, se viene a decir, ha traicionado de lleno la tarea de los autores de comedia (que “se deben revestir de una autoridad pública para instruir a sus conciudadanos, persuadiéndose que la patria les confía tácitamente el oficio de filósofos y defensores de la multitud ignorante, corrom pida o ridicula”) 14, no pintando ridículo o despreciable ningún vicio, no sosteniendo ningún carácter desde el principio al fin de una acción escénica, no haciendo triunfar ni a la verdad ni al jui cio, reduciendo, en suma, toda la esencia de sus comedias a la tram a, en absoluto desprecio, por el contrario, para el carácter. El golpe final de Nasarre pretende volver a ser explícitamente estéti co : la contaminatio, “que es verdadera pobreza, parecióle [quiere decir a Calderón] tal vez riqueza de imaginación” , de modo que el dramaturgo “mezcla, no liga los asuntos”, y aun esto “de modo tan infeliz que parece se ven representar de una vez dos comedias, en tanto una escena de la una, y en tanto de la o tra ; lo que es tan contrario a las leyes del teatro como a las del juicio. Las reglas y leyes del teatro, digo, que el exacto conocimiento del corazón humano sacó e hizo seguras para excitar y entretener el placer y causar ciertas pasiones” . Y con esto, Nasarre, que anteponía no se sabe bien qué teatro (mantenido por él en reserva para publicarlo, según dice en su pró logo) al de Lope y Calderón, y que ponía como ideal del teatro un tipo de comedia de costumbres (como la de Moreto y algún otro dramaturgo menor del x v i i i ) , “ una acción de pasatiempo y risa, en que intervengan personas humildes, tales como oficiales, truha nes, mozos, esclavos, rameras, alcahuetes, soldados y mercaderes” , liquida a Calderón bajo una avalancha de contradicciones 1S, tanto
14 En verdad, N asarre añade en este punto que el autor de teatro no debe dar la enseñanza, sino que cada cual debe hallarla por sí mismo. Pero se trata de un relámpago de buen sentido (y de intuición de la diferencia entre preocupación ética y estética) que se apaga inmediatamente entre las tinieblas. 15 Para terminar, recordaremos la última de ellas, aquella que Nasarre engendra cuando reprocha a Calderón el que se valga en sus obras de personajes que, como si lo hicieran a posta, entran en algunas de las cate
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desde el punto de vista estético como desde el punto de vista ético. E r a u s o y Z a v a leta . A N asarre no le trajo nada bueno la toma de posición contra el teatro nacional del siglo de oro, en ge neral, y contra el de Calderón, en especial; fue acogida con una oleada de desdén, y al año siguiente recibió una áspera respuesta por parte de un erudito que, aun siendo, en la proporción de los valores de la tradición literaria, una figura de segundo plano, reve la intuiciones que se adelantan de modo sorprendente a aquella época, pudiéndosele señalar, por tanto, con justicia como el por taestandarte de ideas sobre el teatro que luego el romanticismo pro clamaría y sostendría: nos detendremos, pues, en él de un modo particular. Se trata de Erauso y Zavaleta, al menos así se firma el autor en el Prólogo (o Carta Circular) al libro a que nos referimos 16, el Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las Comedias de España, contra el dictamen que las supone corrompi das, y en favor de sus nuis fam osos escritores el doctor Frey Lope Félix de Vega Carpió y don Pedro Calderón de la Barca: el título dice ya de forma más que explícita cuál es la actitud del autor res pecto a Nasarre, quien, atendiendo al menos a las voces de la épo ca — como la de Vicente García de la H uerta, recogida luego en el XIX por Menéndez y Pelayo— , tuvo, a consecuencia del ataque de este libro, un disgusto tan fuerte que murió de él (!). De cuanto en dicha obra se refiere a los “autos sacramentales” nos hemos va lido en nuestro precedente estu d io ; aquí trataremos, por tanto, de captar las líneas esenciales del pensamiento de Erauso y Zavaleta sobre el teatro de Calderón en su conjunto. La interpretación que los detractores de Calderón —y de Lope— dan de su obra teatral es rebatida en el Discurso crítico... con deci
gorías que él no sólo admite, sino que aconseja un poco más arriba, desde los rufianes hasta las meretrices. 16 M enéndez y Pelayo recuerda haber leído —sin especificar dónde— dicho nombre como seudónimo de D on Ignacio de Loyola Oranguren, M ar qués de la Olmeda.
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dida energía, con clara sencillez y con clarividente intuición. Lope es para Zavaleta el primero que “puso las comedias en método, asignando reglas y preceptos para que el teatro, con útil novedad, diversión y enseñanza, viese enriquecidas sus obras de apacibles, discretas y admirables imitaciones de los hechos humanos” . ¿Y Calderón? Calderón ha seguido, “con otros” , a Lope, “habiendo realzado la Cómica a un punto de perfección tan alto que aun para el intento de imitarle no hay fuerzas en la Naturaleza, como con fiesan todos cuantos en busca del acierto quisieron seguir sus p a sos” . Lope y Calderón, es cierto, han descuidado algunas reglas antiguas, sustituyéndolas por “otras licencias que la escrupulosidad tiene por culpa” ; pero, “ si escribían para admirar, formando método y reglas nuevas al teatro, era consiguiente, y aun forzoso, el olvido de las viejas” . Y el autor nos ofrece ahora meditadas consideraciones, con una serenidad de juicio, incluso estético, que no es fácil encontrar en el xvili, ni siquiera fuera de España: “ ¿Cómo habían de ser inven tores sin dejar de ser copiantes? ¿Cómo habían de adelantar si no habían de exceder?”. De mala fe le parecen al autor —y lo dice claramente— aquellos que, “culpándoles [se refiere a Lope y C al derón] con rigor lo nada en que faltaron, no se les toma en cuenta lo mucho en que sobresalieron. De suerte que hay invectiva, censura e información para los que en sus obras se imaginan vicios; pero no hay sinceras confesiones, defensas ni aplausos para las que realmente son virtudes” . Reflexión a la que, de modo igualmente claro, llegará tan sólo Menéndez y Pelayo al cabo de más de siglo y m edio : los autores del x v i i i captaron bien los defectos del teatro del siglo de oro, pero no fueron capaces de ver sus méritos. Hasta aquí los reproches habían sido dirigidos por Zavaleta a los detractores de aquel teatro en general; ahora su ataque se diri ge de forma explícita, y sin matizaciones, al desventurado Nasarre, a quien, a partir de este momento, también nosotros llamaremos, como le llama Zavaleta, el “Prologuista” . H aber llamado a Lope “monstruo de la naturaleza” y haber dicho que “a Calderón le levantaron altares como a un Dios del teatro, ni es confesar sus méritos, ni es venir en sus elogios: sólo es hablar diciendo la ver
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dad como mentira, y manifestando como error el acierto” 17. Y aún hay m ás: “Pero llamarlos a rostro firme corruptores del teatro, vi ciosos, desordenados, calientes, indiscretos, engañadores, ignorantes y otros dicterios, que aun no pudieran temerse ni esperarse de la más odiosa emulación extranjera, es impiedad, ficción, malevolen cia y procedimiento ingrato a la gloria y fama que dieron a la n a ción con sus escritos, tirando a defraudarlos de un honor que le tributan todas”. En la actitud de Zavaleta es evidente también el estímulo del puntillo nacional, pero éste no vela la claridad de la reacción crí tica. Y el tono polémico, que, concluido el Prólogo, reaparece en el Discurso propiamente dicho, no enturbia la discusión de los problemas afrontados. Los retorcimientos de Nasarre son puestos en evidencia en sus aspectos más groseros, de los que nos lim ita remos aquí a subrayar aquellos que ponen de relieve sus actitudes contradictorias, es decir, la incongruencia entre la afirmación de que la comedia tiene que tratar temas humildes y vulgares y la de que debe ser “pintura de la naturaleza y limpiadora de los vicios del alm a” (o sea, comenta Zavaleta, “es verdaderamente juego de niños, es desdecirse a cada paso, andar a caza de implicaciones, y poner la comedia con más semblantes que Proteo”) ; la incongruen cia entre la invitación del “ Prologuista” para que la comedia copie a la naturaleza —al confrontarla con la pintura— en sus m aravi llosos efectos, y la patente falta de tal empeño en los autores que el “ Prologuista” mismo señala como modelos 18; la incongruencia 17 M enéndez y Pelayo ya había hecho, a este propósito, consideraciones sucesivas sobre Zavaleta que rebaten esta afirmación; las reproducimos aquí completadas con las partes omitidas por Menéndez y P elay o : “Culpar a Calderón porque escribió libre sin im itar a nadie, debiendo sólo a su gran de ingenio los hallazgos que le hicieron fam oso; porque todas sus come dias son de caballeros andantes, pundonorosos y alentados, y damas nobles, al principio altivas, serias y recatadas, y después amantes, celosas y apaci bles... es verdaderam ente convertir la luz en sombra, la triaca en veneno, el oro en estiércol y la virtud en vicio” (op. cit., III, pág. 253). 18 Esto probaría, según Zavaleta, que “el Arte o no enseña verdaderas imitaciones, o no está verificado en las comedias antiguas que sirven de m odelo” , en cuanto que, a propósito del aserto del “Prologuista” de que los antiguos im itaron la naturaleza, le parece que mientras los pintores, al h a
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entre las acusaciones de Nasarre a Lope —de que ha alterado las reglas de los antiguos y corrompido el teatro— y la realidad de un Lope que —tal como le parece a Zavaleta— aquello que “ inventó y puso en tablas no fue para ofender las comedias, sino para real zarlas, ennoblecerlas y limpiarlas de todo lo feo, rústico, grosero y despreciable” . Pero lo que en los reproches del autor del Discurso a Nasarre aparece más desdeñoso y desdeñado es cuanto se opone a la acti tud del “Prologuista” respecto a Calderón, el cual —protesta Z a valeta— ha sido convertido en blanco de una crítica tan “ áspera, furiosa y desmerecida” que provoca deseos de venganza en muchos y la hace aparecer como debida a un hombre “ poseído de una po derosa y ciega pasión, opuesta aun a la misma racionalidad” . Y al pasar a tratar del teatro de Calderón en general —tras haber puesto en claro los que a él le parecen despropósitos de Nasarre sobre los “autos”— , Zavaleta tom a enérgicamente posición contra corriente con afirmaciones excepcionalmente claras y resueltas a propósito de uno de los problemas más debatidos e im portantes: el ya aludido de la verosimilitud o inverosimilitud en el arte, pro blema cuya solución, en el sentido valientemente propugnado por este erudito, contribuirá decisivamente a facilitar el triunfo de las ideas más modernas en estética: “ Débese llam ar verosímil todo lo que tiene apariencia de verdad, todo lo que se ofrece a la vista con señales legítimas de ser algo que realmente no e s ; que la aparien cerlo, “buscan la gracia oculta” en un objeto incluso horrible, “los Terencios de la Cómica a la misma belleza buscaron fealdades” . Y a este respecto de la imitación de la naturaleza manifiesta en una de las enunciaciones sin duda más sugestivas y claras que nos ha dado la estética anterior a nuestro siglo: “La perfección de un retrato debe consistir en la puntualidad de lo aparecido; en la viveza de lo im itado; en que pueda equivocarse la vista entre las verdades de la naturaleza y los primores del arte; en que al pri m er examen de los ojos no se halle la diferencia que hay de lo vivo a lo pin tad o ; en que sea de tal suerte favorable al original que, sin mentirle perfecciones, le agregue lucimientos” . Esto lleva, como natural e interesante conclusión, la sugerencia con que, en este punto, Zavaleta se dirige al ar tista: “N o ha de fingirle sin faltas si las tiene; mas no miente quien calla la verdad disimulando. Siempre halla el pincel diestro obscuridad donde guardar defectos, y sombras que pueden disimular imperfecciones” .
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cia no es otra cosa ni la verosimilitud es más que una apariencia de lo verdadero” . Acusar a Calderón de inverosimilitud, como hace N asarre, está por completo fuera de lugar — sostiene con fuerza Zavaleta— , “por ser tal el arte [de Calderón] y natural ordenación de sus lances que, aun cuando son más estrechos, no parecen re presentados, sino sucedidos” (dicho en otras palabras, nos encontra mos ante una transformación total de la crítica sobre Calderón, transformación que, como veremos en el desarrollo de nuestra expo sición, a través de altibajos llevará a la revalorización romántica de Calderón). Más aún, a Zavaleta le parece que Calderón se ha destacado precisamente por la sobriedad de su arte a este respec to : “Prometiendo tan dilatado campo lo verosímil, y siendo casi inmenso el que ofrece la naturaleza en la imitación de sus varias admirables obras, no vemos que Calderón se aprovechase de tan anchurosos y acomodados rumbos. Nunca ostentó su ingenio con casos peregrinos, acontecimientos maravillosos, producciones es pantables, ni otros monstruos, que cada día ofrece a nuestros ojos el poder de la naturaleza” . Y “no sería mucho que lo hubiese he cho” , dadas sus dotes de im itador y teniendo él derecho a imitar las cosas extraordinarias de la naturaleza no menos que las ordi narias, tanto más por haber él “desempeñado, como desempeñó, el dificultoso requisito de unir la propiedad con la admiración en m u chas especies nuevas” . Pues bien, “ aun con estas facultades y m o tivos no se halla en la comedia de Calderón cosa alguna en que intentase su ingeniosidad apurar la línea de lo posible ni estrechar de suerte el caso que no tenga ejemplares en la verdad práctica, con más o menos ocurrencias” . A la defensa de Calderón desde el punto de vista estético, en la vexata quaestio de las relaciones entre arte y verosimilitud, se aña de el reconocimiento de la “correspondencia” que Zavaleta ve en el gran dramaturgo entre la agudeza psicológica y la expresión lite raria : “No hay en Calderón ociosidad de acciones, de palabras, ni de pensamientos. Todo tiene oficio en su pluma, aunque no lo parezca. Su ingenio abundante y sutil copió con la mayor puntua lidad y viveza las interioridades, los deseos, las pasiones, las in ventivas, los genios y los ardides de los vivientes, no con el estilo
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bárbaro del vulgo 19, en que peligraría la licencia y enseñanza, per diéndose la diversión, sino como se ejercen y usan entre gente racional, templada y honesta, donde, aunque haya algo de que huir, hay mucho de que aprender y que adm irar” . M ayor experiencia de vida, no ya aire cerrado de biblioteca, es preciso para juzgar a C alderón; hay que tener presente a este propósito la siguiente seguidilla: “Si ha de tratar de amores — quien no los tuvo, — pon ga también escuela — de hablar un m udo” . El golpe final se lo da Zavaleta al “Prologuista” detractor de Calderón en el terreno de las unidades, siguiendo aún la patente guía del sentido común a los efectos tanto psicológicos como esté ticos. A su parecer, las famosas unidades le quitan al teatro todo aliento, y quien las sostiene cae en dilemas insolubles: “Si las co medias son imitaciones de la naturaleza, es preciso que las reglas vayan encaminadas al fin de que la imiten con puntualidad, prim or y fácil método. Pues ¿cómo se verifica esto cuando las uni dades oprimen el entendimiento, estrechan la facultad y limitan los hechos? ¿Puede ser precepto justo y acomodado a la imitación el que precisa a que en tres horas se represente suceso de tres años? Si una acción se principió en M adrid, se continuó en Irlanda y se acabó en Marruecos, ¿cómo puede tener verdadera imitación en el teatro que se mantiene inmóvil en un solo paraje?” . Pues si, en la imitación de la naturaleza, Calderón quiere m ostrar implícita mente de un lado cuán inmenso es el campo de ella, de otro cuán grandes fueron sus propias capacidades de artista (es decir, de con seguir nuevas vías), ha hecho bien: “ ¿Por qué había de reducirse a ser copiante si podía ser autor? Si la fortuna quiso que naciese para maestro, ¿qué razón había para que se portase como discípu lo? Y si él estudiaba en las aulas de la muy sabia y escondida n a turaleza, ¿a quién debió particulares? ¿No era necedad seguir las enseñanzas de los que no la entendieron?” . La conclusión de Zavaleta es que Calderón leyó a los antiguos y a Lope, y no encontró en ellos la corrupción que encuentra el “Prologuista” de ojos de lince; y tampoco encontraron corrupción 19 La afirmación se hace siempre en el espíritu de retorsión de las acu saciones de Nasarre, según el cual Calderón se enfangó en la vulgaridad.
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en Calderón, sino que lo elogiaron, tantos ilustres literatos que pre cedieron al ambicioso “Prologuista” 20. N. F. d e M o r a t ín . Pero los rigores neoclásicos reaparecen pocos años después con Nicolás Fernández de M oratín (1737-80), cuyos ataques más violentos a Calderón, en el ámbito de los ata ques al teatro del siglo de oro en general, tienen lugar sobre todo en el prólogo a La Petimetra (1762) y en los tres opúsculos Desen gaños al teatro español (1763). En M oratín, la confusión y las con tradicciones que se han puesto de relieve en Luzán llegan al m áxi mo, añadiéndose el patriótico a los otros motivos que le dan su origen. En el Prólogo a La Petimetra afirma, en efecto, que escribe por am or a la patria, para vengarla de las injurias de los extran jeros ; no le parece soportable que extranjeros (y también, desgra ciadamente, “algunos naturales”) lancen la acusación de carencia de un tipo perfecto de comedia a una literatura que cuenta con Lope, Calderón, M oreto, Solís, Candamo y otros. Pero apenas ha terminado de escribir esto cuando ya se precipita a defender las unidades seudoaristotélicas [sabiendo él mismo anticipadamente que levantará con esto un avispero entre los doctos y los “necios” , y que estos últimos, mal intencionados como le parecen a él, le acu sarán de lesa patria (!)], emprendiéndola, sobre todo, con Calde rón 21: “La culpa de esto la tiene, sin duda, el profundo Calde rón 22, quien, con la inmensa fantasía de que pródigamente le dotó la naturaleza, amontonó tantos lances en sus comedias, que hay alguna que de cada acto o jom ada se pudiera componer otra muy 20 La nota erudita de Zavaleta respecto a ellos nos interesa menos que su pensamiento vivo; sólo reclama nuestra curiosidad el hecho de que en el primer puesto de estos elogiadores de Calderón pone a un italiano “venera dor de las antiguas reglas”, Francesco di Lemene (más aún, da de él, tra ducido al castellano, un soneto precisamente sobre Calderón). 21 Por lo que se refiere específicamente a la unidad de lugar, la empren de, en verdad, con el especial descaro de las infracciones que, según él. realiza Tirso de Molina contra ella en Las hazañas de ¡os Pizarros. 22 En todo caso, téngase en cuenta que Hartzenbusch hará notar des pués que tales supuestos abusos no nacen con C alderón; ya Lope, en efec to, había puesto en escena en la misma comedia (El nuevo mundo de Co lón) a Europa y América.
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b u e n a ; y el vulgo, embelesado en aquel laberinto de enredos, se está con la boca abierta, hasta que al fin de la comedia salen absortos sin poder repetir la substancia de ellos” . Tenemos, pues, hasta aquí, a un M oratín desorientado como Luzán y, además, como despechado de no saber ya ni siquiera él si la naturaleza del teatro de Calderón merece reproche o elogio (la variedad de acciones en la comedia calderoniana, que le pare cía indicio de pobreza a Luzán, a él le parece evidentemente índice de riqueza); pero ahora se impone la preocupación ética, que se funde y confunde con la estética de la infracción de las famosas reglas: “Pero los hombres de juicio, que saben que la comedia se hizo para corregir las malas costumbres y que no podemos cumplir lo sin entenderla, conocen que es superflua e inverosímil [he aquí de nuevo la típica acusación] toda aquella redundancia, la cual es originada de la libertad que se toman en que dure la acción lo que ellos quieren; pues si la redujeran a los límites del arte, no pu dieran en tan poco tiempo desatar tantos en red o s; y si alguno lo conseguía, tropezaba con la inverosimilitud, porque es imposible, o a lo menos muy extraño, que en un día y en un pasaje le suce dan a un hombre tantos acasos” . Y la disquisición sobre la tan temida inverosimilitud lleva a M oratín a manifestarse en afirmaciones sobre cuyo sentido del ri dículo valdría la pena detenemos si no fuera oportuno atenemos al hilo conductor de su diatriba, la cual conduce precisamente a la... confusión y a la desorientación. No atreviéndose a aplicar a Lope y a Calderón la tacha de ignorantes (M oratín está respondiendo a la pregunta, hecha por religiosos y por moralistas, de si los autores españoles de comedias “supieran el arte o no” [quieren decir de instruir deleitando]), M oratín les tacha de caprichosos: “ ¿Quién pudiera persuadirse que un hombre de tan vasta erudición y doctri na como Lope ignorase una cosa tan trivial para quien discurría divinamente en materias más profundas? Una cosa es el capricho y otra la ignorancia, y de ésta no tuvo nada el gran poeta español: él dio en aquel arte nuevo, y Calderón le siguió como vio la acep tación de las comedias de L o p e ; que no porque ignoraba el modo de hacer bien una comedia”. Puesto en este camino —al que,
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evidentemente, le ha llevado, sin darse cuenta o como a disgusto, el sentido común de un momento libre de prejuicios y de posiciones preconcebidas— , al plantearse la pregunta de cómo es posible que el teatro español, aun sin arte como es (no por ignorancia, sino por capricho...), guste ta n to 23, M oratín acaba por darse a sí mismo esta respuesta: “A esto digo sin lisonja que ¿a quién no ha de agra dar y embelesar por extremo aquella prodigiosa afluencia, tan n a tural y abundante, del profundo Calderón, por cuya dulce boca hablaron suavidades las mozas? Y ¿qué hombre habrá tan idiota que no admire absorto la facilidad natural y la elegancia sonora del fecundísimo L ope?” . Con sus vueltas y revueltas, es evidente que el alternarse conti nuo y atormentado del hilo del razonamiento, no obstante todos los defectos achacados a Calderón y a Lope, lleva siempre a M o ratín, una vez visto y considerado todo, a desmentir al final desde el punto de vista crítico lo que ha escrito bajo el impulso de los prejuicios. Las comedias de Lope, Calderón, M ontalbán, Rojas, Moreto, Candamo, etc., son, sí, “desarregladas”, pero en ellas “ se en cuentran cosas altísim as..., y no son todas las comedias totalmente imperfectas, pues hay muchas que, si no son buenas, lo quedarán con poquísimo reparo, v. g .: L os empeños de un acaso, A ntes que todo es m i dama, E l amor al uso, También hay duelo en las damas, M ejor está quien estaba, N o siempre lo peor es cierto, El esclavo en grillos de oro, El tramposo con las damas, y otras, de las cuales hay alguna que, con sólo quitarle o añadirle una palabra, quedaba perfecta” . El mismo año (1762) en que, en el prólogo de la desafortunada comedia La Petimetra (de la que nadie hizo caso), M oratín fluc tuaba de este modo, otro enfurecido neoclasicista, Clavijo y F ajar do, había entrado en la polémica sobre los “autos sacramentales” , atacando violentamente a Calderón con el periódico El Pensador (en áspera antítesis con El Escritor sin Título, de Romea y Tapia, que ya hemos reseñado ampliamente en el ensayo varias veces ci 23 La realidad mostraba a estos cancerberos la indiferencia absoluta del público ante sus sofisterías, y el gusto sano de ese mismo público por el tea tro verdadero.
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tado). Y no debió de parecerle entonces inoportuno a M oratín re novar sus propios ataques al teatro del siglo de oro, apoyando a Clavijo y Fajardo e injuriando a Romea y Tapia, con los tres Desengaños, que están dirigidos de modo particular contra Calde rón: contra su teatro en general el primero, contra los “ autos” los otros dos. El prim er Desengaño se abre con la consideración preliminar de que “ una obra con arte [es decir respetuosa de las reglas] es lo mismo que decir una obra buena” ; tras esta arbitraria ecuación entre respeto a las reglas y capacidad creadora, M oratín la em prende con Lope, quien, dice, ha ofendido al pueblo al juzgarle bárbaro e incapaz de distinguir y, más aún, ha denigrado a España acusándola de irracionalidad. En este punto nos encontramos de nuevo con el reproche de impiedad al teatro español, “escuela de la maldad, espejo de la lascivia, retrato de la desenvoltura, acade mia del desuello, ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardías”. Culpables de todo esto, naturalmente, son Lope y Calderón: “ ¿Qué dirán ahora [después de haber enumerado las fechorías de estos últim os...] los que, sin saber lo que se piensan, dicen que Lope y Calderón elevaron nuestro teatro, habiendo sido sus principales corruptores?” . El primero de ellos, Lope, ensoberbecido por su propia fecun didad prodigiosa (que el cielo, en verdad, no dio a ningún otro de ningún pueblo, añade el autor), abandonando y enseñando a abandonar las reglas, “quiso arrebatar con la multitud de sus obras toda la gloria que alcanzaron los antiguos” . Pero he aquí que, mien tras reconoce de este modo explícito y total la personalidad de Lope, M oratín se apresura a subrayar que sus producciones teatrales son tan “desarregladas” que se han ganado sátiras muy mordaces (de Villegas, de Argensola, de Cervantes —por boca del canó nigo—, etc.). El segundo, Calderón, es “no igual [quiere decir a Lope] en la fecundidad; mas tampoco inferior en la elegancia, que, por ser tanta, impropia del estilo cómico, es una continua invero similitud” (y, además de inverosímil, Calderón es también desver gonzado: “Ni aun quiso que tuviesen disculpa los que neciamente le aplauden, pues sus obras, y las de otros poetas cómicos de su
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tiempo, confiesan claramente en muchas partes los horrores que co meten contra la unidad de tiempo, lugar y acción”); pero la culpa de inverosimilitud, que se ve claramente en su teatro, es aún poco en comparación con los impúdicos y multiformes atentados a la moral que Calderón comete en una verdadera escuela meditada del vicio: “ ¿Quisiera Ud. que su hijo fuese un rompeesquinas, m ata siete, perdonavidas, que galantease a una dam a a cuchilladas, albo rotando la calle y escandalizando el pueblo, forajido de la justicia, sin amistad, sin ley y sin Dios? Pues todo esto lo atribuye Calde rón a Don Félix de Toledo como una heroicidad grande. ¿Quisie ra nadie que su hija, aunque con fin de matrimonio, no contenta con entrar ocultamente en su casa a un hombre tan revoltoso, vaya a la posada de un mozo solo, como la más infame barbacanera? Pues doña Leonor da ejemplo de ello a las mocitas solteras” 24. Esto es, pues, lo que ocurre en el teatro, cuando, “después del púlpito, que es la cátedra del Espíritu Santo, no hay escuela para enseñar nos más a propósito que el teatro” . Tal acusación de fomentador de escándalos es repetida y acen tuada en los otros Desengaños —era de esperar— cuando aparece el problema de los “ autos” . Los tres Desengaños atacan, además, a Calderón también por otros motivos: ¿de qué le ha servido nunca su indiscutida doctrina católica, si la ha traicionado de este m odo? ¿Y su ciencia, si se pierde en tantos errores de historia, geografía, descubrimientos, etc.? ¿Y su conocimiento de la vida, si el “ olvidar la naturaleza y, en vez de retratarla, desfigurarla es muy frecuente en Calderón” ? Y la estrechez m ental de M oratín apa rece sobre todo allí donde, justamente cuando parece encaminado a alguna consideración sensata —por ejemplo, a propósito de la audacia de Calderón en las relaciones entre naturaleza y fantasía creadora— , acaba por replegarse sobre cuestiones ridiculas y mez quinas (tales como éstas: “ ¿E s posible que hable la Primavera? ¿H a oído Ud. en su vida una palabra al Apetito? ¿Sabe Ud. cómo es el metal de voz de la R osa?”), claros indicios, por otra parte, de 24 Pero lo más divertido es que el propio M oratín ha dado ocasión a Hartzenbusch de señalar que lo que le reprocha a Calderón —el que un hombre entre en la casa de una mujer— se encuentra en su La Peümetra.
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una irrecuperable tenebrez m e n ta l25, que la am argura del fracaso de sus propias ambiciones personales de autor dramático no con tribuía, precisamente, a disminuir. J. C. R o m ea y T a p ia . El péndulo vuelve a desplazarse en favor de Calderón con las ya recordadas páginas de E l Escritor sin T í tulo, de Juan Cristóbal Romea y Tapia, caídas en un injusto olvido casi total, del que no logró sacarlas ni siquiera la atención que les dedicó Menéndez y Pelayo. De esas páginas nos hemos servido nosotros particularmente en nuestro ensayo precedente, puesto que se refieren sobre todo a los “autos” ; aquí, remitiéndonos a él, bastará subrayar que la agudeza y la amplia visión de Romea y Tapia, patentes de modo particular en su capacidad para distinguir la ética de la estética, y en su incitación a la crítica para que tenga en cuenta tal distinción, nos confirman que en este vaivén de la crítica teatral del x v iii en España la posición de vanguardia es la de aquellos que, defendiendo el teatro nacional del siglo de oro, empiezan, al mismo tiempo, a comprenderlo en el sentido en que le comprenderá más tarde, rehabilitándolo, el romanticismo. V. G arcía d e la H u e r t a . Una confusión de índole diferente de la constatada hasta aquí caracteriza la actitud de Vicente G ar 25 D e la medida de tal confusión es índice muy significativo el reproche que, en el Discurso histórico sobre los orígenes del teatro español (véase el tomo I de las Obras de M oratín, en la edición de M adrid de 1730), M ora tín le hace a N asarre de haberse dejado arrastrar —por la imaginación, por un patriotismo mal entendido y por un afán perdonable— a desacredi tar... a Lope y a Calderón, suponiéndolos corruptores del teatro español, “como si le hubieran hallado menos defectuoso, como si alguno de sus contemporáneos hubiera escrito con m ayor acierto”. Uno se siente confun dido al darse cuenta de que esta acusación a N asarre repite exactamente —desde el punto de vista de la valoración ética del teatro de los dos dra m aturgos—■ lo que el propio M oratín ha dicho (!). (Por lo que se refiere al patriotismo “mal entendido”, la posición aquí tomada por M oratín con firma que según algunos, como Nasarre, se hacía obra de patriotismo des acreditando implícita o explícitamente, incluso en paralelo con los extranje ros, a los grandes autores propios que hubieran faltado a las reglas clási cas (!). Fenómeno interesante de autolesionismo nacional en nom bre de pretendidas reglas estéticas).
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cía de la H uerta (1734-87) con respecto a Calderón y el teatro n a cional del siglo de oro. Inconsciente prerrom ántico como autor d ra mático (con la conocida versión del tema famoso de La judía de Toledo en L a Raquel — 1778— , tragedia que, clásica en la forma —en ella se respetan las unidades— , es rom ántica en la sustancia — da fe de ello el entusiasmo con que fue acogida, al revelarse como la única tragedia lograda del teatro español del siglo—), pero cla ramente antineoclásico y antifrancés en sustancia, en las intencio nes y en el espíritu con que recogió, en una selección abundante, el Teatro Español (16 vols., 1785-86), García de la H uerta cae, en el campo crítico, en incongruencias curiosísimas que se pueden achacar a un temperamento impulsivo y a una despreocupada in diferencia e ignorancia de las obras ajenas. Nos lo documenta, en prim er lugar, su impresionante falta de sentido de proporción res pecto a los valores de los dramaturgos nacionales, falta que le lleva a la absurda omisión, entre los autores incluidos por él, además de la de Tirso y Alarcón, del mismo Lope (!). Está representado, sí, y abundantemente, el teatro de C alderón; pero a propósito de él encuentra García de la H uerta ocasión para emprenderla con L u zán, afirmando que no logra entender cómo éste puede colocar en tre las comedias menos censurables a Dicha y desdicha del hombre y De una causa dos efectos, cuando el hecho de que en la primera de ellas la escena cambie de Parm a a M ilán (prim era jornada) y de M antua a M ilán (segunda jornada) es presentado por García de la H uerta como un “defecto ciertamente muy considerable y sus tancial, y no de aquellos que admiten venia ni disimulo”. Lo que da lugar, más tarde, a que nos encontremos con uno de esos des orientados eruditos del x v iii que están pasando ante nuestros ojos acusando a otro de... desorientación: en efecto, de la considera ción que acabamos de reseñar deduce García de la H uerta que Luzán se había olvidado por completo en este caso de las reglas que él mismo había fijado en la Poética, “y, por consiguiente, que hay una muy manifiesta y palpable contradicción entre su crítica y sus preceptos, la cual es mucho más extraña por cuanto después se hace cargo de este defecto hablando de la prim era de las dos ex presas comedias”. Como se ve, en la acusación a Luzán de contraEST. SOBRE LAS LETRAS.— 5
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dicción patente, García de la Huerta, clásico en la forma y romántico en sustancia, se contradice a sí mismo. P. E s t a l a . El desdén contra Nasarre perduró entre las perso nas de buen sentido crítico, entre las que aparece una personalidad de primer plano, el P. Pedro Estala, de la orden de los Escolapios 26, con sus discursos sobre la tragedia y la comedia antigua leídos des de la cátedra de historia literaria en los “ Reales Estudios de San Isidro”, de M adrid, y que posteriormente publicó al frente de tra ducciones de Sófocles y de Aristófanes. Con Estala, en cuanto a previsión y m odernidad en el terreno estético, sólo puede competir en su tiempo Francisco Patricio de Berguisas, traductor de Píndaro —y cuyo pensamiento, por estar dedicado a la poesía lírica, aquí no nos interesa directamente— . La actitud de Estala es de decidida hostilidad contra aquellos que, deformando, a su parecer, la autoridad de Aristóteles, han atribui do al arte dramático reglas arbitrarias cuyo resultado es impedir los progresos del ingenio. Adelantándose a los Schlegel, y a los ro mánticos en general, en la interpretación de la esencia y de la circunstancialidad del teatro (y hasta en los defectos de esta inter pretación: más aún, agravándolos incluso, como cuando confunde el principio de fatalidad con la necesidad ciega), en primer lugar a propósito de la convicción de que “la tragedia antigua y la moderna son dos especies muy distintas [que] se diferencian en sus caracte res principales”, es decir, subrayando la consiguiente imposibilidad de trasplantar el teatro griego al moderno 27, el P. Estala expresa ciertas ideas sobre el teatro que, si hoy parecen perogrulladas, no lo eran en absoluto en su ép o ca; entre ellas, la importancia dada
26 Estala formó parte del grupo llamado independiente, heredero ideal de la célebre asociación conocida por el nombre de la “ Fonda de San Se bastián” ; jefe reconocido de tal grupo fue Leandro Fernández de M oratín, así como el de la “Fonda”, en ciertos aspectos, había sido el padre del su sodicho, Nicolás Fernández de M oratín. 27 A este respecto, con una visión más lúcida y más abierta que la de propio August Wilhelm Schlegel, el P. Estala afirma que lo que la Fedra de Racine tiene de admirable es lo que en ella es moderno (es decir, el conflicto entre pasión y deber), y no lo que es antiguo.
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al sistema de la convención tácita (en sentido general ya había h a blado de ello Arteaga —al que nos referiremos en breve— , pero Estala es el primero que aplica tal concepto al teatro), según la cual “ningún espectador sensato puede padecer ilusión, ni por un momento, sobre que ha ido a ver una representación, no un hecho v erdadero...”. De esta consideración, cuyo espíritu revolucionario se nos aparece aún más evidente cuando recordamos los rigores que hemos visto en tantos de estos eruditos del x v iii a propósito de la pretendida exigencia de verosimilitud en el teatro y otras con sideraciones análogas, Estala deduce que “la imitación es absolu tamente distinta de la verdad” , lo que le lleva a liberarse de todos los prejuicios precedentes sobre el teatro, comenzando por los ori ginados en esa pretendida exigencia de las unidades, que él califica sencillamente de “ridiculas”, basándose en razonamientos que pue den sintetizarse así: “Que las reglas de la tragedia antigua no se pueden aplicar a la m oderna” , y que, por lo demás, nadie, en la antigüedad, pretendió jamás imponer tales reglas, ni fueron siem pre respetadas 28. El paso y la aplicación de todo esto a la comedia española, “ que dio al teatro moderno su verdadero carácter” , es para el P. Estala evidentemente n a tu ra l: “Las comedias españolas son irre gulares como la misma naturaleza, a quien imitan en esto y en la fecundidad; son semejantes a una espesa floresta, donde la natu raleza hace ostentación de sus tesoros: el arte puede form ar en ellas jardines arreglados, pero sin sus ricas producciones, todo arti ficio sería vano” . Y viene, en consecuencia, la toma de posición en defensa de los dos grandes dram aturgos (y de los menores) por Estala, tan preciso y seguro de sí mismo que resulta burlón respecto a los adversarios, ya rechazados por el pueblo con su natural buen gusto: “Como la doctrina de las unidades es tan fácil de aprender, no ha quedado pedante que no la sepa de coro, y a esta miseria han dado en llam ar reglas del arte... Pero el pueblo, a quien no se alu cina con sofisterías, se ha empeñado en silbar todas estas arregla 28 M enéndez y Pelayo ha indicado que, en este momento de su exposi ción, Estala se ha basado en el Esíratto della poética di Arisíotele, de Metastasio.
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dísimas comedias o tragedias y en preferir a ellas las irregularidades y defectos de Calderón, de M oreto, de Solís, de Rojas y de otros infinitos ignorantes que tuvieron la desgracia de no saber el gran secreto de las unidades” . Dentro de este mismo espíritu le llega el tum o también al “bibliotecario” Nasarre, que ha pretendido “elevar hasta el cielo a algunos cómicos nuestros desconocidos, con el fin de abatir al extremo a Lope, Calderón y los demás que siguieron a éstos. N a sarre los llama corruptores del te a tro ; pero la corrupción, como observa N apoli-Signorelli29, supone un estado anterior de perfec ción. ¿Dónde están estas comedias perfectas anteriores a Lope? Todos los extranjeros imparciales confiesan que Lope y sus secua ces dieron un realce al teatro español que fue el origen de los gran des progresos que hizo, principalmente en Francia, y N asarre em plea toda su erudición e ingenio en desacreditar a estos grandes hombres, para poner en su lugar no sé qué comediógrafos que n a die ha visto, y que no deben salir del olvido en que yacen sepulta dos”. Trabajo de Sísifo el de ese pobrecillo de Nasarre, ya que, “diga lo que quiera el pedantismo y la preocupación, [Lope] sacó de las mantillas nuestro teatro... Aquellas comedias [de Lope] deben de tener esas bellezas originales que, a pesar de los defectos, hacen inmortales las obras de ingenio, como sucede con los poemas de H o m ero ; pues todos los días las vemos repetir en el teatro, y, aunque nos ofendan sus defectos, nos deleitan incomparablemente más que esas comedias arregladísimas y fastidiosísimas, que apenas nacen quedan sepultadas en eterno olvido” . ¿Y Calderón? A fortu nada época la de Felipe IV, cuando “floreció Calderón, que com pitió en la fecundidad con Lope de Vega y le excedió en la inven ción y exposición de las fábulas. Los que ligeramente niegan a C al derón estas prendas, afirmando que todas sus comedias son seme jantes, seguramente han leído muy pocas, o ninguna, y desde luego carecen de principios para juzgar en el asunto” 30. 29 Ya hemos citado el nombre de este inteligente y conocido hispanista y crítico teatral italiano de la época, y tendremos ocasión de volver a ha blar de él. 30 A los efectos de la defensa que el P. Estala hace, en el conjunto del
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R ápidam ente hemos llegado, pues, al mismo tiempo que a la defensa del teatro del siglo de oro, a la rehabilitación de Calderón, incluso respecto a Lope — rehabilitación sin retórica y que no pre tende en absoluto desvalorizar a este último por comodidades con tingentes— , rehabilitación que caracteriza en sustancia, a este pro pósito, no sólo la posición de la crítica de la época romántica, sino también la de nuestro tiempo. F. M. N i p h o . De la intervención en defensa de Calderón —in tervención explícita, no comprometida ni por vacilaciones ni por desorientaciones— por parte de Francisco M ariano Nipho (1719 1802) en su actividad de periodista (con el Diario Extranjero, 1763, entre otros) y de “folletista” (con La nación española defendida de los insultos del pensador [se refiere al periódico E l Pensador] y sus secuaces) (1764) hemos hablado ya abundantemente en el artículo sobre los “autos” (de los que se ocupan, sobre todo, las páginas de Nipho). Nos limitaremos aquí a recordar su nombre, pasando a exa m inar el pensamiento, respecto al teatro en general y a Calderón en especial, de los ex jesuitas desterrados en Italia. Los jesuitas desterrados en Italia. Nos parece indudable que la valoración que éstos dieron del arte dramático debe ser señalada como uno de los más significativos entre los muchos y excepcionales méritos de este singular grupo de hombres que, expulsados lejos de su país, en muy pocos años seaclimataron en todos los sentidos en una tierra extranjera, llegando al punto de usar pronto la nueva lengua con tanta desenvoltura que cuanto ellos escribieron en ita teatro nacional del siglo de oro, del de Calderón, tiene menos importancia, después de cuanto ya hemos referido de él, el hecho de que encuentre a C alderón más genial en la tragedia que en la comedia (ejemplifica su juicio refiriéndose a El tetrarca de Jerusalén, La niña de G óm ez Arias, La hija del aire —Parte II—), y que le parezca más regular y con estilo más propio de la comedia en las de capa y espada que en las “heroicas” , sin talento para “pintar el ridículo, pues no vemos entre sus comedias ninguna de las que llaman de carácter” . (Hartzenbusch señalaría luego, justamente, que en vez de “de carácter”, Estala debería haber dicho mejor “ de figurón” , po niendo de relieve que olvidaba el D on Toribio de Guárdate del agua man sa, que es un “figurón, un carácter ridículo notable”).
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liano debería ser valorado, en verdad, de modo muy diferente a como se ha hecho hasta ahora, es decir, como un verdadero capítulo que es — al menos así nos parece— en la historia de la cultura italiana y de nuestras letras. Es un caso único de “colonización literaria”, por recordar la pintoresca expresión con que se refiere a ellos V. C ia n 31. Sugestivamente rápido como fue el proceso de puesta al día y de modernización del mundo cultural ideológico y artístico de es tos hombres durante su estancia en Italia (a cuya estancia debieron, en gran parte, la posibilidad de ponerse al corriente del pensamien to europeo en general)32, tal “modernidad” 33 de pensamiento en con junto aparece de modo preeminente sobre todo en su atención por el teatro y en la interpretación que de él d a n : justamente los más conocidos, Javier Llampillas, Juan Andrés, Esteban Arteaga y A n tonio Eximeno, que habían llegado por sus propias investigaciones o por factores contingentes —el deseo de com batir afirmaciones de extranjeros (italianos) sobre el teatro español— a ocuparse de la 31 Cfr. L’immigrazione dei Gesuiti spagnoli letterati in Italia, Turín, 1895. 32 Del inglés y del alemán en especial. Piénsese, en efecto, en Baretti (al que los españoles conocieron también por sus viajes y las vividas rela ciones de ellos a su país), y en Denina, que intervino notoriam ente — tra yendo a colación, además de los italianos, a los alemanes— en la polémica hispano-francesa provocada por la ignorancia de los enciclopedistas respecto a la península ibérica, polémica en la que tomó abiertamente la defensa de los españoles en varias obras, publicadas, en gran parte, por la Academia de Berlín. 33 U no de estos mismos jesuítas, Fray Servando Teresa de Mier, escribe en su autobiografía: “Los ex jesuítas españoles se m ataban escribiendo para defender a sus paisanos de la nota común de bárbaros. Pero no advertían que donde habían ellos mismos dejado de serlo era en Italia” , formándose esos “ojos racionales” con que empezaron luego a caminar mota proprio aquellos a los que las circunstancias hicieron volver a España, donde en tonces advirtieron las dificultades de la vida intelectual: “Me decía en Roma [continúa la autobiografía recordada] Montengón, autor del Ensebio: —Se me ha caído la pluma de la m ano; no vuelvo a escribir más en castella no. El entusiasmado M asdeu contaba cosas que le habían sucedido en España que ni en la Siberia las esperara, decía. Hervás me contaba que lo que escribió en Horcajo, su patria, no lejos de M adrid, lo había hecho sobre sus apuntes, y que no había podido hallar entre los curas de los alrededores una Biblia completa” .
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producción dramática nacional, asumieron posiciones cuyos resul tados constituyen un claro paso adelante en el camino de la reha bilitación de aquel teatro, en contraste con las estrecheces en que se debatían los neoclásicos contemporáneos suyos. Para estos jesuítas, el problema del teatro nacional del siglo de oro aparece ligado globalmente al del teatro en general, y, a veces, al de Shakespeare en especial. La diatriba en pro y en contra del dram aturgo inglés se había extendido también hasta algunos am bientes intelectuales españoles, asumiendo generalmente el aspecto que le había dado Voltaire, cuyos juicios sobre Shakespeare eran considerados, sin embargo, en conjunto parciales y apasionados; pero, no obstante las vacilaciones y la tibieza, por parte de estos je suítas es evidente un gradual reconocimiento de Shakespeare y, por natural consecuencia, de los grandes dramaturgos españoles, a los que — como es sabido— se solía extender el ataque lanzado en el x v iii contra el autor de Hamlet. Escandalizados, como los más de los españoles, por la despreocupación moral y por la ironía de Vol taire, estos jesuítas estaban, sin embargo, fascinados al mismo tiem po por sus teorías literarias, tan lúcidas y atractivas, con esa su “cla ridad expositiva —como escribe aún P a r 34— y comedimiento poéti co, revolucionario en el creer y en el pensar, pero ultraconservador en el escribir” ; apareciendo manifiesto el hecho — para nosotros particularmente interesante aquí— de que algunos de ellos, mientras son “valientes propugnadores de la comedia española y acerbos con trincantes de los galo-clásicos, y, por consiguiente, de Voltaire, lle gados a la coyuntura de juzgar a Shakespeare proceden con los m is mos razonamientos que aquél” : curioso e inesperado desdobla miento en el terreno crítico, que, por otra parte, se puede achacar, sin demasiado temor a errar, al sentimiento del puntillo y orgullo nacional, tan vivo en España. J. L l a m p il l a s . A sí se nos aparece, en efecto, el primero de ellos cronológicamente, Don Javier Llampillas, en el famoso Saggio storico-apologetico della letteratura spagnola contro le pregiudicate opinioni di alciini moderni scrittori italiani, 1778-81 (traduc 34 Véase op. cit., pág. 95.
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ción española de Josefa Im án y Borbón, Zaragoza, 1782-86). El que esta obra, contrariamente a las de los otros destacados correligiona rios del autor llegados a Italia, esté escrita en un italiano incorrecto tiene aquí para nosotros una relativa im portancia; lo que nos im porta es que ella, en la parte segunda del tomo IV , la emprende con Quadrio y con Bettinelli por la ignorancia y la injusticia con que éstos, según la acusación de Llampillas, se han comportado respecto al teatro español, sometido, con procedimiento cómodo, pero no justo, al fuego graneado de una larga enumeración de de fectos y de errores, que evita a propósito —siempre según Llam pi llas— detenerse en las páginas de dicho teatro, “donde son pocos los defectos y muchas las bellezas dignas de imitación” (lo que no quiere decir, precisa el autor, que se deba cerrar los ojos ante los errores de esos grandes dramaturgos, por ejemplo ante el hecho de que hayan dejado ir en ocasiones “más allá de los confines de lo verosímil a su fecundo ingenio”) 35; los cuales italianos son también acusados, con respecto a sus elogios a Pope, de contradicción, “ig norando, o afectando ignorar, que Pope en el prefacio a las obras de Shakespeare hace la apología de este poeta, cuyos dram as, por otra parte, son mucho más irregulares y extravagantes de lo que lo puedan ser los más disparatados de Lope de Vega” . Lo significativo en la actitud de Llampillas frente al teatro de oro español es el hecho de que atribuye a los “inconvenientes na cidos de la rigurosa y mal entendida observancia de los preceptos aristotélicos [de lo que serían culpables los hum anistas italianos] y [a] el aburrimiento del público, que sólo busca el deleite en el tea tro” , el despertar “en algunos poetas españoles [de] la idea de una nueva comedia, la cual, mitigando en parte el rigor aristotélico y aumentando el deleite con la multiplicidad y tram a de los acciden tes, entretuviese al pueblo aburrido por los antecedentes espectácu los” y sacudiese “el yugo de los preceptistas estrechos, bien en el número de los actos, bien en la rigurosa unidad de tiempo y de lugar, bien en la multiplicidad de los accidentes” . No se olvida el aspecto ético del asunto, y precisamente —en contra de las acusa 35 Como se ve, también Llampillas retrocede en toda la línea ante el espantajo de lo inverosímil en el teatro.
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ciones que hemos leído en N asarre y sus compañeros— nos encon tramos en Llampillas con la afirmación de que “ si no aparece la citada comedia con semblante de una venerable matrona, se la debe estim ar al menos como gentil dama en comparación con una des carada m eretriz” (o sea, lo que había sido el teatro antes). En otras palabras, Llampillas vuelve a constatar, con visión realista, que el teatro es una forma de arte su i generis, subordinada, no a reglas, sino a instinto de selección del pú b lico ; y si tal reconocimiento suyo no va acompañado por una explícita aprobación, tampoco lo va por una consideración cualquiera de desaprobación. Su estado de ánimo respecto al teatro nacional aparece luego ulteriormente aclarado — si hubiera necesidad de ello— por el hecho, que él subra ya, del éxito, comprobado de visu, de traducciones y representa ciones de aquellos autores, desde Lope hasta M oreto, y, sobre todo, de Calderón, en las mayores ciudades italian as; de cuyo éxi to —le parece— ha surgido la cálida página de elogio de NapoliSignorelli sobre Calderón y su teatro, elogio que él implícitamente se apropia para hacerlo extensivo a Lope y a otros españoles. Más adelante (cap. XI), al discutir sobre el tema del enrique cimiento aportado al teatro de otras literaturas por el español, Llam pillas se lamenta de que “ los fríos censores de Lope de Vega, de Calderón y de otros célebres poetas nuestros” no piensen del mis mo modo que los “más juiciosos críticos” , como Guidobaldo Bonarelli (quien, al defender su Filli di Sciro, había escrito: “La m a nera de acoplar lo maravilloso con lo probable sin recurrir a fuer zas sobrenaturales es inventar una cadena de accidentes, cada uno de ellos con probabilidad de proceder del otro, pero que se des prenda de ella finalmente un efecto muy lejano a la primera ex pectación. A sí son las mejores comedias españolas”) ; o Luigi Riccoboni (quien en las Riflessioni storiche sopra i diversi teatri dell’Europa había escrito : “El teatro español, por su invención y su fecundidad, logró la gloria de ser el modelo de los teatros de las otras naciones”). Y estigmatiza las deformaciones de tanto teatro español realizadas por italianos y franceses en el xvn y en el x v iii , mostrando, con documentos en la mano, la gravedad del estrago, para em pezar por lo que se refiere a Calderón, sin olvidarse de ci
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tar, además de las confesiones de Voltaire, un pasaje significativo de Linguet (en la C arta a la Academia Española, que sirve de pró logo a su teatro español) sobre las imitaciones francesas del teatro español hechas por Scarron: “Ni Dante, ni Ariosto, ni el propio Tasso han tenido discípulos entre nosotros. Los que sí los han teni do son Lope de Vega, Guillermo de Castro y Calderón” 36. La defensa más explícita de Calderón y los otros autores se en cuentra, sin embargo, en el capítulo siguiente, el XII, Esame dei difetti di cui vengono accusati i Poeti Drammatici Spagnoli (págs. 235 256, ed. cit.). Comienza con el ataque a los editores deshonestos que tantas veces han atribuido con mala fe a Lope, Calderón, etc., obras que no habían compuesto 37; pasa luego a la defensa directa. Esta defensa subraya la actualidad de hechos y personas en ese tea tro (precisamente a causa de esta actualidad, es decir, de la corres pondencia de esos hechos y esas personas con su época, las obras pueden parecer extravagantes); la adecuación de las cosas a las circunstancias (como la nobleza de carácter de los personajes de la obra española, que explica y justifica el estilo menos simple y n a tural) ; la sobria mesura en la infracción de las unidades (la acción dura pocos días, ninguno hace viajar a personajes desde M adrid a Rom a y viceversa). Y al poner de relieve que algunas de estas con sideraciones han sido ya hechas por Napoli-Signorelli, Llampillas aparece visiblemente complacido de la muy favorable apreciación 36 Del hecho de que los franceses han sabido tomar mucho del teatro español, mientras que los italianos no, se dio cuenta —según Llampillas— Goldoni, el cual, por su parte, siguiendo el ejemplo de Lope más que las huellas de la Poética de Aristóteles, hizo maestros de su propia vida al teatro y al mundo. Y Llampillas, en lo referente a los problemas de las fuentes españolas, se enfrenta también con Napoli-Signorelli, quien pretende negar que el “nuevo Sófocles italiano”, es decir, Metastasio, haya podido tom ar algo bueno de Calderón, contradiciéndose, sin embargo, con sus elo gios al propio Calderón (y con los debidos a la pluma de Baretti, en cuyos Dialoghi italo-inglesi se dice que en Lope, Calderón y M oreto, y algunos otros, “encontraréis pasajes que os harán perder el aliento”). 37 De Calderón había ya escrito en Italia Quadrio a este respecto: “Don Pedro Calderón, que fue uno de los que tuvo que sufrir semejante desgracia, no pudo por menos de irritarse hasta el extremo, porque veía que no podía ponerle remedio” (Della storia e della ragione di ogni poesía, tomo II, par te II).
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hecha por este erudito italiano sobre Lope y C alderón38. La acu sación a Lope, Calderón, etc., de haber secundado el gusto de su pueblo, es tachada de ridicula, pues se trata, dice, de un procedi miento común a los autores dramáticos de toda literatu ra39: “Con cluyamos que todas las declamaciones contra el teatro español pue den dirigirse contra el teatro de todas las naciones... y que el gusto de todo clima y de todo siglo será siempre el soberano regulador del público teatro”. El puntillo de defensa del teatro nacional da, por tanto, ocasión a Llampillas de aclarar su propia visión estética con consideracio nes sensatas sobre las relaciones entre teatro y p ú b lico ; le ofrece, además, el estímulo para atacar, con una habilidad que hay que re conocerle, a Quadrio y a Bettinelli por el hecho de que éstos “de ciden alegremente que los españoles no han conocido la verdade ra comedia, sin tomarse la molestia de exam inar los muchos volú menes de comedias españolas que han enriquecido los teatros ex tranjeros, y sin compensar los exagerados defectos con las disimu ladas bellezas de tantas comedias bien realizadas” , mientras que otros italianos (Martelli, M etastasio, Goldoni) y franceses (Corneille, Racine, Moliere) no sólo reconocieron sino que hicieron propios el coraje y la dignidad de los españoles, por ejemplo al desterrar a los personajes que hacen menos honesto el teatro antiguo y casi 38 En la valoración de N apoli-Signorelli: Lope, “dotado de ingenio, de fantasía, de elocuencia, servidas con una versificación armoniosa y atractiva, que em bargaba los corazones” ; y Calderón, el poeta de versificación más fluida y armoniosa después de Lope, “ ha manejado la lengua con mayor gracia, facilidad y elegancia” . De los dos se vale Napoli-Signorelli para con siderar que su “m érito” es precisamente el mismo “que ha hecho inm orta les las comedias de Terencio, y que, a decir de M. Voltaire, ha elevado la gloria de Racine por encima de la de M. de Cam pistron” . 39 A este propósito, Llampillas se vale del nombre de Goldoni, y apela a su com patriota Antonio Eximeno, el cual en Dell'origine e delle rególe della música había manifestado sorpresa por la contradicción —así le pare cía a él— de la “nación italiana” , que no sabe “distinguir y apreciar el mé rito de una buena comedia, y luego aplaude en el teatro las más repugnan tes impropiedades. Los personajes enmascarados son una ridiculez, propia sólo del teatro italian o ; y, sin embargo, sirven de deleite y de placer a la nación” .
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todo el italiano del Quinientos. Hasta qué punto tenga razón Llam pillas y cuál sea el valor estético de su últim a consideración son cosas que aquí nos interesan m enos; nos importa el hecho de que, al defender el teatro nacional, halla el modo de hacer consideracio nes pacíficas para nosotros, aunque no para su ép o ca; y atrae nues tra atención el buen sentido con que sostiene que los defectos del teatro español son defectos universales. A. E x im e n o . Una actitud mucho más explícita y una ofen siva sin cuartel contra los detractores del teatro nacional caracteri zan la intervención de Antonio Eximeno, que se vale de Calderón para documentar sus propias afirmaciones de índole general. En uno de los capítulos (el 1.° de la parte IV ) de las Investigaciones m úsi cas de Don Lazarillo Visear di, Eximeno toma como blanco “el espantajo de los unitarios” , es decir, las “descomulgadas unidades de lugar y tiempo” , reglas que, “ lo mismo que las de nuestros viejos contrapuntistas, son hijas de una misma madre, nacidas para cortar las alas al genio, ya en la poesía dramática, ya en la música” . Desechadas tales reglas, pone luego en fuga a los fantasmas de la inverosim ilitud: “La perfección y belleza de una pieza dram á tica consisten en la natural y perfecta imitación de los intrincados sucesos que la variedad de las personas y caracteres de los hombres ocasionan o pueden ocasionar en la vida civil. La invención de ta les acontecimientos, nacidos unos de otros, y que natural e insensi blemente conduzcan a un suceso más notable, en el cual los perso najes que han obrado hasta entonces, llevados cada cual de su p a sión, reconozcan la verdad y lo justo, éste es el ancho campo en que espaciar se debe el genio dramático, sin m irar a otros límites que los que la varia e inagotable naturaleza le pone” . Supongamos, prosigue con divertido humorismo y con hábil y alada complacencia polémica el escritor, supongamos que a este genio “mientras va por este espacioso campo, copiando aquí un ca rácter, allí otro, e inventando y enlazando sucesos nacidos de los varios humores de los personajes” , le salga al encuentro un faná tico de las unidades para decirle: “Mira que este hecho acaeció tres días después de a q u é l; mira que el lugar de la primera escena
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dista una legua del de la c u a rta ; mira que aquel criado va y vuelve demasiado presto... y otros tales m iram ientos...” ¿Q ué hará el escritor en tal caso? “Si es fuerte y varonil, apartará de sí con en fado al unitario; si es débil y flaco, plegará las alas, apagará el fuego del estro y engendrará un hijo enjuto y m acilento...” . Pero el hecho es —afirma Eximeno— que “a no haber cerrado los ojos y tapádose los oídos a las reglas de los unitarios, ni Inglaterra h u biera tenido un Shakespeare, ni España un Lope de V eg a...” . Trasferida en términos oratorios, la concepción que este crítico tiene del teatro se adapta manifiestamente a la sensata sugerencia ciceroniana del rem teñe, verba sequentur: “ Que la acción princi pal en que se resuelve el dram a deba ser una lo sabe cualquiera, sin que nadie se lo d ig a ; mas con esa acción puedes urdir y enlazar cualesquiera hechos subalternos relativos a la tal acción, acaecidos en cualesquiera tiempos y lugares, con tal que la distancia de lu gares y tiempos no tenga parte en los hechos, y tú la puedes supri mir y contar por cero, lo que no podrás hacer con las distancias vulgarmente conocidas y familiares al pueblo, porque el reducirlas a cero chocaría...” . H abrá críticos quisquillosos, pero no son ellos los que importan, sino o tro s ...: “No vayas a buscar si lo que haces representar ha podido suceder en veinticuatro horas o en veinticua tro días o años; y si algún pobre crítico te va a argüir con el ca lendario y el mapa en la mano, vuélvele las espaldas y apela al espectador, el cual, sin pensar en calendarios ni en mapas, sólo quie re que en el espacio de tres o cuatro horas (y ésta es la verdadera unidad del tiempo) le hagas ver una tram a de sucesos que le embe lesen y sorprendan, y que no le contrasten sus familiares ideas” . Es evidente que la defensa de la libertad del teatro proviene, en Eximeno, de la claridad de ideas, y no de una impulsividad po lémica en clave nacionalista. La tom a de posición de Eximeno en favor del teatro nacional se da, sí, pero es manifiestamente objetiva y serena: junto a sus méritos pone de relieve sus defectos —aqué llos apreciados, no por el ciego servilismo a reglas, o pretendidas reglas, sino por el buen sentido— , concentrando su atención, por lo que se refiere a unos y a otros, precisamente en Calderón, cuyo aspecto negativo no consiste, para él, en la inobservancia de las
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unidades, “ sino en el monstruoso injerto de personajes heroicos y pedestres” (para Eximeno, el teatro debe ser, pues, una reproduc ción de la vida tal cual es en su conjunto, a igual distancia de lo excesivamente elevado que de lo vulgar) y, sobre todo, en el “estilo afectado, cadencioso, vacío de natural sentido y lleno de ideas pla tónicas y fantásticas... siendo el principal autor y maestro de él [del estilo, el cual, sin embargo, no había corrompido al teatro an tes del último período de Felipe IV] Don Pedro Calderón de la Barca, admirable, por otra parte, en la invención y en el enredo” . J. A n d r é s . A semejante visión m oderna de la autonomía de la estética ■ —que en Eximeno aparece aplicada a todo el mundo creativo, y no sólo al del teatro— no llegan los otros ex jesuitas des terrados en Ita lia ; pero también ellos intervienen con resolución en favor del teatro español cuando tienen la impresión de que es atacado injustamente. Esto se nota incluso por parte de un decidido galoclásico como fue P. Juan Andrés, el autor de la monumental obra Dell’origine de’progressi e dello stato attuale d'og/ii letteratura (edic. it., 1782-98; edic. española, 1784-1806), que Menéndez y Pelayo, olvidándose de la ya recordada obra análoga y precedente del italiano Quadrio sobre Dello stile e della ragione d ’ogni Poe sía (1739-59) —lo señala también Par en la obra citada— , apunta ba como la primera “historia literaria general” . Para Andrés, el “ supremo definidor” es V oltaire; y en el espíritu de tal convicción no desprecia las unidades ni siquiera teóricamente, antes bien, en el problema del teatro — le interesaba sobre todo Shakespeare— es más volteriano que el propio Voltaire, al que reprocha el haber elogiado en los primeros tiempos de su crítica a Shakespeare (elo gios notoriamente contradichos y desmentidos con fuerza posterior mente): “Los poetas españoles tendrán mucha razón de envidiar la fortuna de Shakespeare, que encontró un Voltaire para panegirista de sus méritos” , mientras que, no obstante, “ son tantos y tan enor mes los defectos de entrambos [se refiere a los teatros inglés y es pañol] que las pocas cosas buenas que encierran no compensan la enfadosa molestia de ver tantos despropósitos” (edic. española,
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1784, t. II, pág. 301) 40 (el acercamiento entre los dos teatros conti núa también con ejemplificaciones, en las que, en contra o a favor de Shakespeare, Andrés se vale casi siempre de C alderón: al tratar, por ejemplo, del juego de conceptos de Valentín en la comedia shakespeariana L os dos caballeros de Verona, com enta: “Y continúa declamando con tal jerga de conceptos que no hubiera hecho más Calderón”). Pero cuando tiene la impresión de que, aun cuando tra te de Shakespeare, lo que se dice de su teatro va en descrédito, ex plícita o implícitamente, del teatro español, entra entonces decidi damente en defensa de éste, siempre poniendo en su centro a C al derón y haciendo de él el norm al término de comparación con Sha kespeare: “La moda, que, no menos en las m aterias literarias y en los asuntos importantes que en los femeniles vestidos y en las pue riles frivolidades, suele ejercer tiránico despotismo, ha hecho que en estos días se ponga en boga el teatro inglés del siglo pasado, que entonces no se conocía fuera de aquella isla, y que se mire con desprecio y abominación al español, que por todas partes es eleva do a gran estima y que no sólo por franceses y por italianos, sino por los mismos ingleses todavía era seguido” 41. Engañándose en la valoración del teatro inglés en general, y del shakespeariano en especial — ya que atribuye su éxito a los capri chos y a la m oda (y a Voltaire)— , Andrés no se engaña, sin em bargo, en el juicio sobre el español, cuyo descrédito en el x v i i i es, en efecto, manifiestamente debido a contingentes adversidades de la moda, si es que no se quiere decir a mala suerte. Y, aunque sea por nacionalismo, acierta al amonestar sobre la necesidad de que se res tablezca el equilibrio entre el teatro español y el inglés con una 40 (Tomamos aquí la cita hecha por Par en su obra recordada, no ha biendo podido ver la edición española de Andrés que hemos indicado más arriba). Junto a los defectos de estos dos teatros, espantajos del xvm, A n drés destaca también, sin embargo, sus m éritos: el teatro español tiene, por ejemplo, en común con el inglés —además de la culpa de haber depra vado en el xvn la regularidad de las acciones y de haber corrompido el estilo con metáforas y falsedades de pensamientos— el mérito de haber aportado m ayor movimiento y color, y de haber producido un nuevo gusto, el cual, corregido luego por Francia, en su tiempo se dejaba sentir con deleite en todas las naciones de Europa. 41 De la edición de Parm a (1782-99) de Dell'origine..., tomo I, pág. 423.
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justa repartición entre los dos tanto de los méritos como de los defectos: “Entre tanto, el teatro español ha caído en tal depresión y envilecimiento, que apenas se ve una extravagancia en la escena se pretende inmediatamente echar la culpa a los españoles. Por tanto, me he hecho el propósito de confrontar esos dos teatros, y he encontrado tanta ceguera en la exaltación del inglés como en el desprecio del español, y aquélla y éste hechos sin un debido exa men y sin justo discernimiento” (edic. cit., t. I, págs. 423-424). D e fectos hay en am bos: infracciones a la regla de la unidad, mezcla de lo sublime y de lo vulgar, ampulosidad del estilo, y no es justo señalar y subrayar tales defectos sólo en los españoles (o incluso hacerlos pasar como méritos cuando se encuentran en los ingleses — o en alguno de ellos— , como hace D ryden)42. Acábese de una vez de desacreditar a Calderón y a otros españoles en favor de Shakes peare 43. Extráigase de cada uno de los dos teatros lo que ofrecen: “De los españoles se pueden tom ar muchos sucesos pensados con sutileza y realizados con finura de invención; de los ingleses se pueden sacar discursos patéticos y enérgicas expresiones. Se ven en los españoles caracteres bien dibujados, aunque quizá a veces lleva dos más allá de los términos de la verosimilitud, y hay no pocos rasgos llenos de afecto y de pasión, que, un poco purgados y corre gidos, podrían finalmente tocar los ánimos más delicados” (edic. cit., 42 Más aún, P. Andrés, a su vez, en la comparación que establece entre Shakespeare y Calderón encuentra al autor español menos culpable que al inglés, e incluso, por lo que se refiere al teatro de las dos naciones en ge neral, tiene la impresión de que no se dan —o que se dan sólo raram ente— en el teatro español ciertos defectos que a él, por el contrario, le parecen muy frecuentes en el inglés, entre ellos el del libertinaje y la obscenidad. 43 El punto de vista de P. Andrés a este respecto es decididamente “die ciochesco” : las acusaciones que hace a Shakespeare de que respeta menos las reglas que Calderón parten de la preocupación por la presencia de lo inverosímil en el teatro: “Aquel Ariel y aquellos espíritus aéreos de que tanto uso hacen, ¿cuándo se ven usados por M oreto, por Calderón, ni por otro español alguno?” ; y sigue uno de los típicos pasajes de los que se deduce que también Andrés es esclavo de la imposibilidad de salir de los confines del dato real para entrar en el libre campo del arte: “Un león que habla, el resplandor de la luna personalizado y otros semejantes extravíos son más reprensibles que las Virtudes, los Vicios y otros personajes alegóricos tan vituperados en los autos sacramentales de Calderón” .
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t. I, pág. 43). ¿Acaso no es también inglés el defecto por el que, a menudo, las sutilezas, etc., “enfrían la pasión” ? El análisis de Andrés, algunos de cuyos pasajes hemos recor dado aquí, se prolonga (y afronta, entre otros problemas, también el de los orígenes del teatro francés, que son buscados, con una rica documentación, entre otras, a través de las influencias de Calderón en Corneille, en el español, en contra de los defensores de un pre tendido origen inglés) en una tenaz obra de rehabilitación del teatro de Calderón en comparación con el de Shakespeare, o, al menos, de acercamiento de éste a aquél en el juego de los defectos de cada uno (“a mí, desde luego, me quitan el interés de la pasión lo m is mo las bajezas de Shakespeare que las extravagancias y los deva neos [ ¡ sic! ] de Calderón” , dice en otra parte de la cit. pág. 430). N o se le oculta a P. Andrés que al extenderse en la confrontación entre los dos teatros —y podría extenderse aún más, pero considera su deber precisar...— quizá resultará poco simpático a los aficiona dos al teatro inglés; “pero la revolución — añade— ocurrida en el pasado siglo en el gusto teatral es tan interesante para todas las li teraturas, y el prejuicio favorable al teatro inglés en perjuicio del español es tan universal que he creído poder divagar un tanto li bremente en el análisis de las cualidades de estos dos teatros, cuyo prim er origen deriva del cambio del gusto dramático, y la literatura inglesa puede mantenerse soberbia por tantos otros singulares y egregios méritos que no he temido hacerle gran daño al quitarle la preeminencia en el teatro confrontándola con la española” (ed. cit., t. I, pág. 430). Con todos sus límites teóricos, e incluso con sus vacilaciones de exposición, el pensamiento de P. Andrés sobre el teatro de oro na cional, casi siempre simbolizado por él en Calderón (y que se repite y amplía en el segundo tomo de la obra, págs. 298-302), es muy explícito: hay que respetar este teatro porque en él los méritos superan a los defectos, o, en todo caso, porque es el menos defec tuoso de los grandes teatros modernos, incluido el inglés, y es, en fin, el teatro del que los otros han bebido. E. d e A r t e a g a . El cuarto de los jesuitas desterrados en Italia que nos interesan aquí, Esteban de Arteaga, toca a Calderón no ex EST. SOBRE LAS LETRAS.— 6
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profeso, sino en el conjunto de su indagación sobre la d ram ática; es, sin embargo, el que, en un cierto sentido, más nos importa hoy por el pensamiento expresado en esa conocidísima obra, capital para las teorías estéticas, que es L e rivoluzioni del teatro musicale italiano dalla sua origine fino al presente (edición definitiva, 1785). Este célebre libro 44, como se sabe, interesa a la literatura no menos que a la m úsica: al trazar — se puede decir que desde la nada— la teoría y la historia del dram a musical, Arteaga entrevé que la ver dadera poesía del x v i i i era la ópera italiana y, en este orden de ideas, afirmó con decisión, como ningún otro acaso hasta entonces, la grandeza de Metastasio, en cuanto que, como volvería luego a sostener no menos claramente y más de cerca en su otro libro Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, considerada como objeto de todas las artes de imitación (1789) (cuyos criterios de in terpretación del hecho artístico resultan de una vitalidad todavía impresionante, y que es, sin duda, la mayor contribución hecha por España a la estética)45, la ópera, dice, es la suma armoniosa de los efectos de todas las artes, poesía, música y perspectiva (piénsese en el conjunto de Wort-Ton-Drama de los románticos y en Wagner). Y siendo la lengua italiana — siempre según el parecer de A rteaga— la más apropiada para la música, en Italia precisamente se propone seguir, sobre todo, su desarrollo, lo que, en efecto, hace, pero des plazándose también por la ópera de los otros países y extendiendo su análisis a todo el teatro en general. Por reflejo de la gloria que Arteaga atribuye a M etastasio 46, se
44 Una valoración exhaustiva del libro y de su significado estético es la dada por Miguel Batllori en Esteban de Arteaga. I. Cartas músico-filológicas. II. D el ritmo sonoro y del ritmo mudo en la música de los antiguos, M a drid, 1944. 45 Por lo que se refiere a las huellas de su estética en el paso del x v iii al xix, además de la posición de su pensamiento en el conjunto del pensa miento europeo de la época, véase el útil ensayo de M anuel Olguín “The Theory of Ideal Beauty in Arteaga and Winckelmann” (en The Journal of Aesthetics and A rt Criticism, Ohio, Cleveland, sept., 1949, págs. 12-33). 46 Y, también en Italia, a Apostolo Zeno, y a Quinault en Francia, pero separados netamente ambos de Metastasio, a quien Arteaga define como “único” .
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siente, sobre todo en Le rivoluzioni. . . 4,1, la estima que tiene por Calderón. El hombre de buen gusto —escribe, en efecto, a propó sito del teatro— “conoce que todos los grandes genios tienen dere cho a la estima pública, y que una sola clase de belleza no da, ni puede dar, la exclusiva a los otros. Por consiguiente, imparcial y justo en sus juicios, tiene un sentimiento de grandiosidad con Só focles y con C ornelio; se enternece con Eurípides, M etastasio y R acin e; se estremece con Crebillon y V o ltaire; admira, sin im i tarlos, a Shakespeare, Calderón y Lope de V eg a; prefiere Moliere a los cómicos de todos los tiempos” (“ Discurso prelim inar” de Le rivoluzioni..., 1.a edic., 1783, pág. 8). El hombre de buen gusto de su tiempo, podemos comentar hoy nosotros, es, para Arteaga, él mismo (no lo dice por modestia de hombre inteligente); él adm i ra, pero no imita, el teatro español e inglés del xvil. Y al hacer la historia de las representaciones musicales, desde la Edad Media hasta M etastasio —que representa, para él, la cima de ellas— , y al encontrar su origen en los misterios medievales, Arteaga ve la ocasión de perpetuarse estos últimos en España (donde las antiguas usanzas le parece que duran más que en otras partes) en los “autos sacramentales” , a propósito de los cuales tenemos precisamente ocasión de leer un juicio bien definido sobre Calderón: “ El fecun dísimo y casi espontáneo ingenio de Vega compuso hasta cuatro cientos. Seis tomos escribió también Calderón, poeta dramático del que Europa quizá no habría tenido igual si la regularidad se co rrespondiese en él a la invención, la delicadeza a la tram a, la sen satez del gusto a la fuerza y fecundidad de los caracteres” 48. Y si alguno toca a Calderón, Arteaga se alza también en su inmediata de fensa y exaltación, interponiéndole, al efecto, a “ su” admiradísimo M etastasio, dando a entender incluso que M etastasio se ha inspi rado en Calderón más que en los demás, bien fueran franceses o 47 Según M enéndez y Pelayo, este título se lo inspiró a Arteaga la obra R ivoluzioni d ’Italia, de Denina. 48 Con agudeza comenta Arteaga que la desvalorización que su época hace de los “autos” (el progreso de las luces, declara, desde hace algún tiempo ha hecho que caiga finalmente en desuso tal diversión) es una mera cuestión de gustos.
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italianos (clasicistas incluidos, por ta n to )49: “Otros finalmente [an tes ha escrito largamente sobre los méritos de Metastasio en la decoración escénica, estableciendo una sugestiva confrontación entre el arte del poeta del x v i i i y el de Ariosto] decidirán si Metastasio ha sacado siempre de su propio fondo o del ajeno sus preciadísimos d ra m a s; si la imitación de los griegos, ingleses, franceses e italia nos está bastante, o demasiado visiblemente, marcada, si ha tom a do el arte de entram ar los sucesos de Calderón, autor que tenía entre sus libros, y que con razón era por él muy estimado, para confusión de tantos sabiondos que le desprecian enteramente sin haberle leído siquiera” (pág. 382). En sustancia, pues, estos jesuitas — simpatizantes, por lo de más, con la esencia de modernidad de los hombres de la Ilustra ción, y admiradores de Voltaire por el brillo de su espíritu— , aun cuando se muestran cautos en juzgar a Calderón —a causa de lo que a ellos les parece, al propio tiempo, desenvoltura respecto a las normas— , se apresuran a afirmar y a proclamar su grandeza apenas les parece un deber hacerlo. * * *
En los últimos decenios del siglo, mientras el capital ideológico del mundo español de la cultura aumenta rápidamente y se acentúan las cargas emocionales, el teatro atrae la atención de las mayores personalidades del arte o de la teórica del arte. Revisten particular interés para nosotros en esta ocasión el que fue inspirador y corifeo del grupo de escritores más significativos del momento en M adrid, José de Cadalso (1741-82), y el que fue considerado como su m aes tro preceptor, el gran Melchor de Jovellanos (1744-1811)50. 49 Nótese que este juicio sería luego expresado, sustancialmente, también por August Wilhelm Schlegel. 50 Resulta fundamental a este respecto la correspondencia intercambiada por cada uno de los participantes en el grupo con los otros, en primer lu gar la de Cadalso, Jovellanos, Tomás de Iriarte y Juan Meléndez Valdés. Sabido es que Cadalso sostenía dentro del grupo conversaciones muy ani madas sobre los más diversos poetas y escritores, incluso extranjeros, desde Camóes hasta M ontaigne, desde Mil ton hasta Young, desde Rousseau hasta Batteux.
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J. d e C a d a l s o . Merece destacarse la observación de que tam bién en Cadalso la actitud respecto al teatro nacional es un reflejo indirecto de la actitud de otros críticos españoles respecto a Sha kespeare : sus páginas más explícitas a este propósito nos lo confir man, tanto en la conocida sátira en prosa L os eruditos a la viole ta, etc. (1772), como en los Suplem entos a la violeta (del mismo año). En un cierto punto de la primera de las citadas obras, para burlarse de los “eruditos al agua de rosas” que ha tom ado como blanco, Cadalso finge creer que, con recitar de memoria, por su parte, a Shakespeare, “y con pronunciar como Dios os dé a en tender el nombre del insigne Shakespeare” , “nadie dudará de vues tro voto [quiere decir de vosotros, eruditos] y de su autoridad en materia del teatro inglés, y más si añadís, por superabundancia de erudición, que una de las fondas o tabernas en que se suele embo rrachar parte de la joven nobleza inglesa al salir de la comedia tie ne por muestra la cabeza del susodicho Shakespeare: atolondrará vuestra erudición a cuantos os escuchen” . Y en otro punto de la segunda de las susodichas obras acentúa: “ El dram ático inglés Sha kespeare, sobre todos los demás defectos que le debéis notar vos otros. los críticos a la violeta, tiene otro capaz por sí solo de hacer su nombre aborrecible desde Barcelona a La Coruña y desde Bil bao a Cádiz (¡b ra v o !): y es que fue contemporáneo de nuestro pobrete Lope de V eg a; se correspondieron literalmente, y se im i taron en los descuadernos de la imaginación y también en esas que llaman hermosuras de invención, enlace, lenguaje y amenidad los que no están impuestos en lo que es verdadero método escénico” . Pues bien, ¿queréis saber cuál fue la única diferencia entre estos dos grandes dramaturgos contem poráneos? “No hubo entre los dos más diferencia sino que el señor Lope de Vega sería hombre de olla podrida, estofado, migas, vino de Valdepeñas y rosario, y que el señor Shakespeare sería un hombre que gustaría su roast-beef, plumpudding, poodle and punch”. Dejando a un lado la ironía, es evidente la defensa, por rápida e indirecta que sea, del teatro libre del xvii, tanto español como inglés, aun cuando la tragedia que
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Cadalso intentó con su Sancho García (1771) siguió fielmente las reglas neoclásicas (y es una obra menos que m ediocre)51. M. d e J o v e l l a n o s . A las opiniones expresadas por Jovellanos sobre el teatro se les da mucho peso a los fines de nuestra exposi ción, teniendo en cuenta la excepcional personalidad de este es critor, en la esfera de cuyos múltiples y desconcertantes intereses literarios era natural que apareciese también el arte dramático, así como era natural que él la considerase en el espíritu de ese equili brio (entre las ideas de los neoclásicos o “afrancesados” , como se quiera decir, y las de los nacionalistas) que ya la crítica le va reco nociendo, y, lo que nos im porta aún más, de un modo, si no exclusi vo, sí particular 52. La sustancia de la actitud de Jovellanos respecto del teatro nacional del siglo de oro aparece, en efecto, como una feliz conciliación entre los dos extremos dentro de los que parece osci lar (pero es una oscilación inspirada en motivos o de irracional 51 Cadalso fue innovador —en el sentido de un verdadero romanticismo ante litteram— , como es sabido, en su producción lírica, sobre todo en la famosa elegía en prosa N oches lúgubres (1798). 52 Ángel del Río, el editor moderno de Jovellanos (en la colección de La lectura, de M adrid, 1935), precisó ya la posición de Jovellanos con este clarísimo juicio: “Jovellanos ocupa un lugar intermedio entre el partido de los que defendían a toda costa las nuevas tendencias literarias que ve nían de Francia y el de los casticistas furibundos a la manera de Fom er. Nada diferenciaba más a unos de otros que su valorización de la literatura nacional, especialmente en sus formas del siglo xvm, poesía y teatro” . Y el mismo estudioso entrevé la posición de equilibrio de Jovellanos también respecto al te a tro : “Es indudable que hay en ellas [en sus ideas] mucho de racionalismo neoclásico, pero si profundizamos un poco sus nociones esté ticas, veremos que si en m ateria de principios se sentía coartado por las teorías en boga, había en su sensibilidad algo que le hacía sentir el pasado literario español de manera muy distinta a la que era corriente en su tiem po” . Sobre el gradual distanciamiento y la elevación de la personalidad de Jovellanos en medio de la vida intelectual y espiritual española de transición entre el x v iii y el XIX, véanse también los tres volúmenes a él dedicados, to talmente o en parte, de los que se ocupa quien esto escribe en las dos notas aparecidas en el fascículo 4.° (octubre-diciembre, 1954), págs. 79-88, de la revista Filología Romanza, Turín. (Pero se supone que en el volumen se indicará la proveniencia de cada uno de los ensayos. Por consiguiente, se ruega aplicar un criterio común a toda la miscelánea).
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ofensa a España por parte de otros, o de señorío intelectual)53, res tableciendo, sin embargo, él mismo con prudencia el equilibrio a consciente equidistancia entre la razón y el gusto — o entre el neo clasicismo y el romanticismo, si se quieren usar los términos de in mediato interés para la tradición literaria. Notoriamente célebre es la obra con que Jovellanos afronta ex plícitamente el problema del teatro, la M emoria para el arreglo de la Policía de los Espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España (la obra, cuya preparación le había sido encarga da al autor por la Real Academia de la Historia —donde fue leída en 1796— , le costó diez años de recopilación y de valoración de datos: no fue publicada hasta 1812)M. Muy sugestiva ya en el m o tivo inspirador — reevocar la vida de la sociedad española teniendo presente, como hilo conductor, la historia de los espectáculos que la fueron deleitando a través de los tiempos— , tal Memoria, m ien tras, por un lado, entretiene la fantasía del lector, incluso de hoy, por otro patentiza la cautela de Jovellanos en el espíritu que la ins pira, y en la atmósfera de provechosa contradicción que caracteriza a su autor, verdadero símbolo de la época, entre la tenaz tradición y el impetuoso estímulo hacia delante. Por una parte, en efecto, al distinguir en ese teatro el sagrado del profano, Jovellanos llega a aprobar, a propósito del primero, la abolición de los “autos sacramentales” ; y a atribuir al teatro, como 53 Al traductor francés de su comedia El delincuente honrado escribe así Jovellanos, resentido por un comentario desdeñoso de aquél sobre el teatro esp añ o l: “Séame lícito ahora decir alguna cosa en defensa de mis com pa triotas. Del buen o mal gusto de una nación no deben decidir las ideas del vulgo, sino las personas cultas y literatas. Así, si en lugar de juzgar nuestros dramas por la escena, se hubiera Ud. dirigido a quien le señalase las mejo res comedias de Calderón, M oreto, Zam ora y Cañizares, hallaría en ellas cosas excelentes y dignas del más encarecido elogio” . Lo cual es, además, in nuce, el pensamiento primero de la M emoria de que hablaremos. Por otra parte, el concepto aristocrático que Jovellanos tiene del arte —como de toda la vida— suscita en él el temor de que el teatro tenga influencia nociva sobre las clases populares (no elude la analogía de sí propio con el Rousseau de la Lettre sur le spectacle). 54 Para Del Río, la Memoria, el Inform e sobre la Ley Agraria, de 1794, y el Tratado teórico-práctico de enseñanza, publicado póstumo en 1820, son las tres obras capitales de Jovellanos.
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los más rigurosos neoclasicistas que hemos visto, desde Nasarre hasta M oratín, la acepción de “peste pública” , y a Lope la ruina de dicho teatro 55. Pero, por otra, cuando deja que se imponga el buen gusto, escribe de modo muy diverso: en una página que es lástima no poder reproducir íntegramente para dar una idea de los valores de estilo que, en un siglo tan poco preocupado por el bello escribir como el x v i i i , Jovellanos demuestra te n e r56, subraya con com pla cencia que la protección ilustrada de Felipe IV hizo posibles a C al derón y a M o re to ; y de ellos hace, para concluir, un elogio abso luto: “Entonces [con Felipe IV] fue cuando todos los ingenios se ciñeron para buscar en ella [en la protección de dicho rey] su inte rés o su aplauso. Los empleos, la profesión y el estado no detenían a ninguno en esta senda de gloria, y, animados todos por la protec ción y la recompensa, se vio hasta dónde podía llegar en aquella sazón el talento ayudado de la opinión y del p o d e r57. De los innu merables dramas que se presentaron a esta competencia oímos to davía algunos con gran deleite sobre nuestra escena; pero los de Calderón y Moreto, que ganaron entonces la primera reputación, son hoy, a pesar de sus defectos [Jovellanos no precisa cuáles sean éstos], nuestra delicia, y probablemente lo serán mientras no desde ñemos la voz halagüeña de las musas” . Y en la continuación de su análisis reafirma, si bien implícitamente, el valor de dicho te a tro : en efecto, al lamentar la decadencia del teatro nacional en la se 55 “El mismo Cervantes — escribe en un pasaje— , el comendador Vega, Juan Francisco de la Cueva y Loyola ennoblecieron el estilo, y Lope de Vega, que había admirado las máquinas, las decoraciones y la música de los teatros de Italia, y cuyo ingenio jamás pudo sufrir la sujeción de los preceptos, llevó por fin la comedia a aquel punto de artificio y gala en que la ignorancia vio la suma de su perfección, y la sana crítica las semillas de la depravación y la ruina de nuestra escena” . 56 Jovellanos “escritor”, intérprete, entre otras cosas, de la naturaleza con un calor prerrom ántico —como en las páginas de la Descripción del Castillo de Bellver—, y con él el Arteaga de las mejores páginas, todavía esperan ser analizados a la luz de criterios actuales de valoración estética, los cuales revelarían en ellos dotes literarias de sorprendente eficacia. 57 Jovellanos interviene, pues, implícitamente para expresar su parecer en la controversia en curso en su época (recuérdese, al menos, a Alfieri en Italia) sobre si la ayuda de los príncipes es útil o nociva para el arte.
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gunda m itad del x v i i sobre todo con Carlos II, y, un poco menos, con Fem ando V I, “funestamente” generoso, este último, con el tea tro italiano— , y al auspiciar una revolución en dicho teatro nacio nal —en ese sentido aristocrático del que ya hemos hablado— , revolución que, según él, es requerida por exigencias tanto religiosas como políticas, Jovellanos indica el medio de realizarla precisamen te en la disquisición tanto sobre sus deméritos éticos como sobre los méritos estéticos de ese teatro, a la luz de la raison, sí, pero de una raison también estéticamente sana y siempre igualmente válida, y de un evidente buen gusto 58. —
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Un paso decisivo y adelante hacia las aperturas de horizonte en el espíritu de la sensibilidad y de la valoración romántica — y deci sivo aunque sólo sea a través de confusiones y vacilaciones de to das clases— se dio, por lo que se refiere al teatro, con la traducción al español de dos obras extranjeras, una de un inglés y otra de un francés59: las Lecciones de Retórica y Bellas Letras, de Hugo Blair, y los Principios de Literatura, de Charles Batteux 60, dadas a conocer en España por José Luis M unárriz y por Augusto G ar cía de Arrieta, respectivamente. Inspiradas, como se sabe, en prin cipios sustancialmente neoclásicos, pero con inesperadas escapadas en el campo de la estética — sobre todo la prim era— , estas obras no nos interesan aquí, naturalm ente, por sí mismas, sino por las 58 Por lo que se refiere al am or en la escena, por ejemplo, Jovellanos sostiene con energía que no es menos teatrable el honesto que el desho nesto. 59 El hecho mismo de estas traducciones es significativo si se recuerda que en España el romanticismo — desde el punto de vista crítico y estético— nace unos años después (no más de diez años después, en 1814) con la tra ducción parcial por Nicolás Bohl de Faber de las Vorlesungen itber Drarnatisclie K unst und Literatur de A. W. Schlegel, donde, como es notorio, se encuentra el “redescubrimiento” de Calderón. 60 La adaptación española de la obra de Blair, en cuatro tomos, pre cedida de la vida del autor, aparece en 1798; la de la obra de Batteux, en nueve voluminosos tomos —casi el doble que el original— , entre 1797 y 1805.
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adaptaciones y los añadidos en sentido español que se les hizo. De los arreglos de estas obras se derivó una áspera polémica entre los literatos españoles, con un ulterior choque entre los “progresistas” enciclopedistas y revolucionarios —M anuel José Quintana y el res to de los poetas de su “tertulia” , el primero de ellos Cienfuegos, defensores de las ideas del Blair “españolizado”— y los tradicionalistas de la “ tertulia” de Leandro Fernández de M oratín — sostene dores de la adaptación española de la obra de Batteux— : los pri meros con el propósito de disminuir la importancia de la poesía española del siglo de oro — sobre todo de aquella que tiene una evidente entonación latinizante o italianizante— en favor de la li teratura francesa del x v i i i con su relativo filosofismo poético y revolucionario; los segundos aparentemente empeñados en defen der la poesía del siglo de oro, de la que, sin embargo, se sirven, en realidad, como de instrumento para manifestar su propio contraste con los adversarios. Al calor de aquella polémica, y a la notoriedad de los poetas y de los eruditos en ella empeñados, hay que atribuir, ciertamente, al menos en parte, la fortuna de que gozaron aquellas dos mediocres adaptaciones, realizadas, por lo demás, con patente ignorancia de las lenguas originales 61. En cualquier caso, en el centón de ideas a que se asiste en cada una de estas dos obras, entre lo que habían escrito los autores, lo que añadieron sus traductores (y los colaboradores de estos ú ltim o s: Quintana y sus compañeros de “tertulia” intervinieron en la adap tación de Munárriz), y, en fin, lo que aparece tomado de otros es critores —comenzando por Sulzer y otros estetas alemanes— , las frecuentes intuiciones y despeje de horizontes, particularmente rele vantes en la primera de aquellas dos obras, se refieren sobre todo al teatro. M ientras la literatura española aparece, en general, ata 61 La adaptación de la obra de Blair sería luego adoptada incluso como texto único para las cátedras de “humanidades” , hasta ser sustituida —en 1827— por el A rte de hablar, de José Manuel Góm ez Hermosilla, obra ésta, por lo demás, inferior a la precedente en cuanto a sensibilidad estética; tan to es así que, en efecto, la sustancia de la enseñanza siguió siendo fiel al espíritu del libro de Blair-M unárriz hasta que ya fue indiscutible el triunfo del romanticismo.
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cada, si bien de modo no sistemático, en todas sus manifestaciones (la lírica, sobre todo, como hemos visto), en la dramática es, por el contrario, firmemente defendida. J. L. M u n á r r iz . Al afrontar uno de los temas más discutidos por la crítica de la época, el teatro de Lope y de Calderón (del cual, como era evidente, ni los ataques de los neoclásicos ni el teatro su cesivo habían logrado apartar al público), rehabilita M unárriz a los dos autores de un modo tan claro y decidido que acaba por fi jar implícitamente —y no importa tanto hasta qué punto fue ello consciente— ciertos tópicos que luego se m antendrían, de modo general, durante casi todo el xix —tanto los favorables como los desfavorables— hasta la revisión y la rehabilitación de Lope por parte de Menéndez y Pelayo a finales del siglo. Y entre las observaciones que M unárriz le hace a Lope nos en contramos con la del “descuido” en el lenguaje y en el estilo, a causa de su misma facilidad de poeta, y de imprecisión entre el sentido figurado y el literal de la expresión: defectos comunes, piensa M unárriz, a Lope entero, al lírico y al épico 62, igual que al dramático. El primer reconocimiento de Lope autor de teatro le sale, sin embargo, a M unárriz casi como al azar, surgiendo de un contraste que está realizando entre el autor de teatro y el autor de poesía é p ica : “ sin duda, Lope quiso también poner en estilo la irregularidad de los poemas heroicos como lo intentó y logró con la de las comedias” ; tras lo cual, al analizar más de cerca a Lope y Calderón en la historia general del teatro, les reprocha sus defectos sin callar sus méritos. Después de destacar como caracte rísticas predominantes en Lope la fecundidad y la abundancia, cau sas “de su precipitación y defectos, esencialmente” —característi cas aquéllas que Lope, dice, tuvo en común con Dryden y Corneille— , le lanza M unárriz la “felix culpa’'’ de... haber tenido mucho ingenio y de haber hecho, de este modo, “olvidar las tragedias de M alara, que, como las de Lupercio Leonardo Argensola, no ten 62 Según M unárriz, Lope en cuanto poeta épico está tan lejos de Hom ero como de Tasso por la incapacidad de dar nobleza suficiente a sus propios personajes.
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drían ni aun el mérito superficial y brillante de las comedias de Lope”. Y de Calderón piensa lo siguiente: “Le siguió Calderón [a Lope], y sus dramas se representaban en P alacio ; y allí y en todas partes la comedia se apoderó exclusivamente del teatro” , en cuanto que trataba temas verdaderamente trágicos sin caer en exceso en el tono, ni en sentido trágico ni en sentido cómico 63. Estos reconocimientos no pierden valor por haber sido hechos a regañadientes, de modo fugaz y con interrupciones continuas, m a nifiestamente destinadas a poner de relieve los defectos de Lope y de Calderón (y de los dram aturgos menores) 64. El teatro de los dos grandes representa, en efecto, para él poco menos que una idea fija, y sobre ellos vuelve repetidam ente: daremos aquí todavía algún documento. Volviendo a Lope, afirma en un cierto momento (t. IV, págs. 298-299): “ Si no fue el creador de la buena comedia, la hizo nacer a lo menos echando el germen en sus composiciones” ; los extranjeros han tomado no sólo de él, sino también “ no poco de los sucesores de L ope; y habiéndolo confesado ellos mismos, poco importa que lo desconozcan algunos de sus com patriotas” . Pero es particularmente en las referencias a Calderón donde Munárriz muestra una actitud consciente de las ideas nuevas, si bien a menudo confusa: atribuye a Calderón, en efecto, entre méritos y defectos, las buenas cualidades de fuerza inventiva y de sentido e intuición de lo real, con cuyo reconocimiento son de hecho reti radas a un segundo plano las famosas reglas sostenidas por Munárriz de palabra: “Para la perfección de la comedia española bas taría reunir la invención y tram a de Calderón y el diálogo y fuerza cómica de M oreto con la expresión de los mentores, la regula ridad del plan, y el decoro y buen gusto de algunos pocos autores
63 Sobre Blair y Munárriz, mentores estéticos de la crítica lopiana, ha escrito recientemente Joaquín de Entram basaguas (Madrid, “ Revista Biblio gráfica y Documental” , tomo IV, 1950, números 1-4, págs. 5-30). 64 Las cualidades de estos dramaturgos se tornan, a veces, según el pa recer de M unárriz, en fuentes de defectos: como, por ejemplo, “la lozanía del talento de Cueva, Lope de Vega, Calderón y otros ingenios” , “lozanía” que, afirma, es la base de sus defectos en sentido barroco.
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modernos” (tomo cit., pág. 330)6S. Y manifestándose discrepante de Luzán, que había encontrado exagerados “los lances” de Calderón, aclara así su propio pensam iento: “Pintando las costumbres de su tiempo no hubiera podido agradar si los espectadores no las hubie sen hallado conformes a la verdad más exacta... si hay algún grado de exageración en la pintura, ésta le hubiera dado un nuevo mérito, pues el dram a no debe retratar personas y lances determinados, sino que la reunión de varios, bien escogidos, debe formar, por decirlo así, un grupo para el mayor realce y belleza del cuadro, y para que la sátira, como más general o menos determinada, sea más útil, al paso que más inocente” (tomo cit., pág. 307 y ss). Al separar las confusas reacciones en sentido estético de las preocupaciones éticas en el pensamiento de M unárriz, aparecen evidentes el reconocimiento y el elogio, aunque tímido, que hace de la aguda percepción que Calderón tiene del teatro, entendido como “correspondencia” con la “ verdad” de los espectadores y, al mismo tiempo, como “evasión” de lo contingente hacia el reino de la poesía y de la belleza no subordinada a circunstancias. A. G a r c í a d e A r r i e t a . La adaptación que A rrieta hace de la obra de Batteux es todavía menos sistemática y original que la de M unárriz en la obra de B la ir; pero nos interesa aún más que ésta porque es más evidente y explícita su rehabilitación del teatro nacional del siglo de oro. En el capítulo X III, De la comedia, a propósito del texto del autor francés — que habla de una tercera clase de comedias (“ si mereciese este nom bre”), “composiciones que no tienen más salsa 65 Añádase a tales consideraciones aquella en que M unárriz, señalando lo que a él le parecen los tres defectos de la comedia española del siglo de oro — defectos que se refieren al estilo, al plan de desarrollo y a los trajes—, los juzga con la benevolencia testimoniada por el fragmento que re producim os: “No sería juicioso negar estos defectos, pero es disimulable buscar su origen; pues que, descubierto, se hallará tal vez que no se hu bieran eximido de ellos los que en mejores tiempos han dado lustre a la dram ática” (v. s., pág. 300). Con lo que, implícitamente, los autores del si glo de oro son puestos a un nivel, no sólo igual, sino incluso superior al de los que han vivido, según M unárriz, en “mejores tiempos” .
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que una burla grosera, mezclada a veces de truhanería e im puden cia ; mas estas imitaciones que tanto agradan al bajo populacho no pueden ser del gusto de las personas honestas”— anota y comenta A rrie ta : “Nosotros tenemos un gran número de piezas de todos los géneros arriba referidos; las cuales, aunque desarregladas, tienen, sin embargo, muchas bellezas: tales son los buenos caracteres; un diálogo vivo, gracioso y anim ado; un estilo puro, ameno, castizo, poético y pintoresco; mil lindezas y sales picantes y cóm icas; di chos los más agudos e ingeniosos; y un enlace y desenlace adm i rables, que no ha podido im itar hasta ahora ninguno de los d ra máticos extranjeros; y que form an uno de los mayores encantos de la poesía dram ática” . Y aquí viene una de las afirmaciones más resueltas del x v i i i en exaltación del teatro nacional del siglo de o r o ; exaltación categóri ca en sí, y aun más significativa y con visión más amplia porque está hecha precisamente en función de una depreciación —tan anti tética con el espíritu dieciochesco— del teatro de la ép o ca: “Ojalá que nuestros poetas modernos se propusiesen por modelos todas estas piezas evitando sus imperfecciones, y que, en vez de apelar a las novelas e historias para form ar los argumentos de sus ridicu las y monstruosas comedias, los buscasen en los defectos dom inan tes de la sociedad y en el ridículo de ellos. Este es un fondo inago table y que se reproduce de nuevo todos los días” . La exaltación del teatro nacional del siglo de oro es repetida y ampliada por Arrieta en el vasto Apéndice del traductor sobre la comedia española66 a la luz de una altiva protesta contra lo que al español le parece insensatez de ciertas declamaciones que franceses e italianos (cuya “ universal preocupación” contra el antiguo teatro español está “adoptada también de algunos criticastros españoles”) entonan contra las obras de la comedia española antigua. Y al tra
66 Ocupa m ás de 200 páginas, siempre del tercer to m o ; y está subdividido en cuatro partes que corresponden a los siguientes puntos co n creto s:
Historia abreviada de la comedia española, Observaciones críticas sobre la antigua comedia española, Observaciones apologéticas sobre la comedia es pañola, Observaciones críticas sobre la moderna comedia española.
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tar De la poesía dramática en general, siempre en el tomo III, 1799, en el centro de cuyo capítulo está Lope, A rrieta hace suyo con entusiasmo y con palabras muy decididas el elogio hecho por el italiano Napoli-Signorelli de las comedias de Calderón (las cua les, según el estudioso italiano, “deben contener ciertas perfeccio nes universales que hacen eternas las obras de ingenio: debe fer m entar realmente un no sé qué, un alma activa, viva, encantadora, por la cual, como dice Horacio, placerán los poemas repetidos m u chas veces”), subrayándolo y acentuándolo de este m odo: “ Este no sé qué, esta alma activa es la que escapa al tacto ratero y gro sero de ciertos censores insípidos de Calderón, y de los fríos y esté riles autores de composiciones muy arregladas, pero enfadosísimas, que mueren apenas nacen. Lo mismo puede decirse de muchas co medias de Lope de Vega y otros autores españoles” . Y tomando como punto de partida el juicio de P. Rapin sobre Lope que había subrayado, junto con sus defectos, el “ingenio poderoso” de aquel autor, A rrieta precisa así su propio pensam iento: “ Lo mismo se debe decir de Calderón, M oreto y otros” . Con la documentación aportada —y hemos creído oportuno ex tendernos en ella en el intento de fijar los puntos más importantes de nuestra exposición— nos parece que podemos razonablemente sugerir al lector y al estudioso de hoy la impresión de que el si glo xvm se concluye —o, para ser más exactos, que el xix se abre— respecto a Calderón, dentro del marco de todo el teatro español del siglo de oro, con una actitud que, por tímida e indecisa que sea todavía, hará muy cómoda al romanticismo su labor cuando éste se lance al asalto de las viejas teorías del arte, en nombre precisa mente del autor de E l gran teatro del mundo. Al rehabilitar aquel siglo dramático, y en él en prim er lugar a Calderón, el Schlegel de las Vorlesungen iiber Dramatische K unst und Literatur y el Bohl de Faber que introducirá en España las nuevas ideas (precisamente —como ya se ha recordado— al im portar, traduciéndola, la obra de Schlegel) m ostrarán, efectivamente, la gradual aclaración y el su cesivo triunfo —tras las inevitables diatribas y disputas— de tantas intuiciones que habían relampagueado, en brotes más o menos fre-
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c u e n te s e in te n s o s , p r e c is a m e n te d o n d e e l
x v iii,
en
su s e lu c u b r a c io
n e s s o b r e e l te a tr o , m á s p a r e c ía h a b e r s e m a n te n id o in m e r s o , si n o e n la s t in ie b la s , s í e n la p e n u m b r a d e la s lim it a c io n e s id e o ló g ic a s y d e la s r e s tr ic c io n e s m e n ta le s .
III POESÍAS
ESPAÑOLAS EN UN M ANU SCRITO D EL SIGLO X V III
ROM ANO
En el “Fondo antico” de la Biblioteca Angélica de Roma, que del viejo convento de los agustinos pasó a propiedad del Estado italiano en 1870, a la proclamación de Roma capital del reino, existe un grueso manuscrito acaso de interés, o al menos de curio sidad, para los estudios ibéricos. Catalogado con el número 416, tiene por título: Poezicis di/versos jeijtas por di/versos aujtores e es/critas por / Rodrigo da / Veiga; lleva la fecha de 1713, y consta de 288 folios. El título mismo nos indica que la lengua predominante del m a nuscrito —claramente escrito por una misma mano, la de Rodrigo da Veiga, acaso un desconocido agustino— es la portuguesa; se encuentran, sin embargo, también algunas composiciones en italia no, y hay un cierto número en castellano. Nos lo dice ya el Catalogus I codicum mamiscriptorum / practer graecos et orientales ¡ in Bibliotheca Angélica / olirn Coenobii Sancti Augustini de Urbe, que de nuestro manuscrito da las siguientes notas: Carmina lusitanica nonnullis insertis hispánico et itálico idiomate. La obra cuantitativamente, y no cualitativamente, más notable del manuscrito es una Fábula de / Piramo e ¡ Tisbe feita por ¡ Simao Lo¡pes Samu¡da, transcrita al comienzo de la colección de la que representa bien los dos quintos, ocupando, en efecto, EST. SOBRE LAS LETRAS.— 7
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los folios 3-110; es un poema in é d ito 1. El conjunto de las otras composiciones está compuesto de Sátiras, Silvas e Sonetos. E n los Sonetos, que son en total 146, se encuentran muchos en es pañol, debidos a poetas españoles y a poetas portugueses del Seis cientos, que van de ilustres, como Lope de Vega, a mediocres y anónim os: ante todo se va a dar aquí noticia de tales sonetos, bien entendido que ello no representa más que una curiosidad para eruditos. * * * Están transcritos por Rodrigo da Veiga como anónimos los so netos en castellano indicados con los números siguientes: 2, 3, 4, 5, 6, 7, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 20, 26, 27, 28, 34. A título de ejemplo, se ofrece aquí el primero, A l m ismo asunto del prece dente (es decir, al del número 1 de la colección, que está en portu gués ; hay que suponer, por tanto, que el autor de los dos sea el mismo, posiblemente un portugués), que estaba dedicado A hua maripoza 2: M aripoza inocente, y presumida, que á essa llama dos vezes te arrojaste: si una de ser seniza te libraste q ’outra intensa tu furia inadvertida3. Si alia sallamandra foiste parecida quiga no la hallarás como la aliaste, en la primera vez q ’en ella entraste si otra vez la buscares atrevida; 1 De él se ocupa el autor de esta obra en el artículo “Un poema portoghese inédito in un manoscritto rom ano del secolo X V III”, publicado en la Miscelánea de Esludos em honra do Prof. Hernáni Cidade (Lisboa, 1957, págs. 368-379), catedrático —jubilado— de literatura portuguesa en la U ni versidad lisboeta. 2 Para todas las citas, en portugués y en castellano, nos atenemos a la incierta e incorrecta grafía del manuscrito. 3 La transcripción del verso nos parece exacta, pero no vemos su sig nificado.
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mas si aliarás q ’el jado te distina tener vida entre juego activo y fuerte y a acabar en poca agoa cristalina y en tener en el mucho feliz suerte poco impuerta si el lo determina poco aunq mucho es mas pena la muerte. Citamos ahora el verso inicial de los principales sonetos arriba citados: núm. 3 4: “ ...el pintor más decantado” ; núm. 4: “M emo rias de mi gusto aborrecidas” ; núm. 5 : “Si eres prenda del alma mas prezada” (lleva el títu lo : A una auzencia); núm. 6 : “ Dulce pren da del alma mas prezada” ; núm. 7: “Tiempo de alegres gustos presurozo” ; núm. 10: “Como de pennas copia tan prezada” ; núm. 12: “M onstruo suberbo de ambición y espanto” ; núm. 11: “Heliogabalorita prezumida” (lleva el títu lo : A una maripoza q ’ estando todo un dia en un lugar, de noche veniendo la luz se fue quemar); núm. 13: “ Ausente de mi A m or ay triste hado” ; núm. 14: “ Del ingrato Nereo fiera inclemencia” ; núm. 15: “ Bienes q ’ por ser mios sois passados” ; núm. 16: “ Al encontrarse rio impetuoso” ; núm. 17: “Si fueron bienes breves ya passados” ; núm. 18: “Pen nas sentidas, fieras y horrorosas”. Los sonetos 61, 67, 68, 69, 70 y 71 están atribuidos a un Vasconcellos, evidentemente portugués, no sólo por el apellido, sino, sobre todo, por el hecho de que los sonetos precedentes — del 57 al 61— , en portugués, le son también atribuidos. El autor es difícil mente identificable, pues en el Seiscientos fueron particularmente numerosos en Portugal los Vasconcellos literatos, desde los poetas épicos M anuel Mendes Barbuda e Vasconcellos y Francisco Botelho de M oráis e Vasconcellos, a los escritores jesuítas, como el his toriador Simao de Vasconcellos y el poeta dramático Pedro de Vas concellos. Se entiende que tales sonetos podrían hasta no ser de ninguno de los autores acabados de citar, ni de los otros Vascon cellos cuyo nombre suele aparecer en los manuales o repertorios 4 La primera palabra del verso — presumiblemente el nombre del pintor de que habla el soneto— es de difícil lectura.
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literarios: el autor de la presente obra no tiene, desgraciadamente, a su disposición en Rom a el material necesario para una eventual investigación sistemática. Son sonetos de una cierta habilidad, por lo menos fo rm al; entresacamos del folio 140 r.° del manuscrito, que contiene el último terceto del soneto 6 7 5 y todo el soneto 68 (ex cepto el último verso, que está en el verso del mismo folio), este último soneto: Ojos mios q es esto, q estáis uendo? D ormís riendo, y acordais llorando? M as si dormiendo os arriezgtiis velando pazad llorando, quando erráis dormiendo; pero dormi m is ojos por q entiendo, q’ ansi buestro dolor queda mas blando por q como os asiste el bien soñando tal vez os dexe el alma adormeciendo; mas llorad, llorad q dessa suerte talvez buelva a los brassos de m i dueño, moriendo ámanos de m i llanto fiero, q se el sueño es imagen de la muerte, si logro su retrato quando sueño, cierto que es ser cobarde quando muero. Pero los sonetos en castellano, de autor portugués, que tienen un interés mayor son los cinco que siguen, pues son atribuidos a dos de los más conocidos autores de la famosa colección de la lí rica seiscentista A Fénix Renascida (5 vols., 1716-1746): Antonio Barbosa Bacelar (1610-1663) —aquí señalado como doctor Bacelar— y fray Antonio das Chagas (1631-1682) —nombre, en religión, de Antonio da Fonseca Soares— , notoriamente no sólo uno de los más grandes versificadores del Seiscientos (que terminó renuncian 5 Lleva el título: Do mesmo autor a sua dama chorando a morte de sen amante, y comienza con el verso: “ Fili, si en esse alfojar sugestivo” .
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do y condenando la musa profana de la primera parte de su vida), sino, quizá, la más completa personalidad espiritual y de la litera tura religiosa de su siglo en Portugal, después del padre Antonio Vieira, y autor, entre otras obras, de las sugestivas y convincentes Cartas espirituais. Son atribuidos a Bacelar los sonetos 72 y 73, el primero de los cuales está dirigido A una hermozura, y el segundo está así deta llado: D o m esm o Autor: Pergunta Filis a Fábio. Reproduzcamos este último, para refrescar la memoria sobre el seiscentismo portu gués : Q ’ hases m i corazon? Estoy muriendo, Y como mueres di? Sin ver la muerte. Es posible q mueras de tal suerte? Q ’ muero y con morirme, estoy bibiendo: Y con bibir y muero padecendo, D im i tu mal? no puedo q es m ui fuerte, Dimelo di! no quiero condolerte, y com o poderá ser m i pena? oyendo Como passaste la vida? Contemplando, Y como corazon? ardiendo en fuego y q' esperanga tienes? N o espero Q ’ tienes mas q ’ hacer? estar penando, N o se nada rogar? no vale juego Pues desespera ya! ya desespero. Son atribuidos a fray Antonio das Chagas los sonetos 76, 77 y 85, y los dos primeros podrían servir para plantear un interesante y episódico problema literario, ya que no aparecen en el índice de los sonetos dado en la reciente y diligentísima Bibliografía de A n tonio da Fonseca Soares (Frei Antonio das Chagas), de M aría de Lourdes Belchior Pontes (Lisboa, Publica£Óes do Centro de Estudos Filológicos, 1950)6: el primero, dirigido A hum a Dama q ’ 6 De esta obra, y de la siguiente de la misma autora, Frei A ntonio das Chagas. Um hom em e um estilo do séc. X V II (Lisboa, 1953), fundamental
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favorecía co’ desdens, comienza así: “Desden tirano pero si piadozo” ; el segundo, A hüa auzenzia, principia a s í: “Ay de mi dueño herm oso; pues mi suerte”. El soneto 85, A lia brevedad de un pié, y que com ienza: “Instante de jasmin, concepto breve”, está sí re cogido en el índice de Belchior Pontes, que lo toma del volumen III de A Fénix Renascida (pág. 202), donde aparece anónimo entre otros sonetos de Jerónim o Baía, otro poeta seiscentista portugués 1. A este soneto siguen otros sin precisión del nombre del autor, ninguno de ellos recogido en el índice citado de los sonetos de fray António das Chagas: son los núm. 86 (Parallelos entre la tocha y un amante), “Arde la llama en el brandon aceza” ; 87 (Quanto pueda el amor), “Mucho puede un león ham briento, y osado” ; 90 (A una loza), “La loza en los cristales de una fuente” ; 92 (Offertas de hum amante a hüa Dama), “ Si mil vidas hubiera q ’entregaros” ; 95 (A la hermosura de Anarda), “ A París bella A narda oy vino fue ra” ; 96 (A outra hermosura), “Para vencer del arte lo admirable” ; 99 (A crueldade do A m o r sendo menino), “A m or dexame, Am or queden perdidos” ; 105 (Soneto ao sacramento), “ Herido de amor mi lindo am ado” ; 114 (A morte da Sra. Dona Francisca María aplicandolle los estragos de una loza), “M elindra del A utora, ancia del viento” , y 115 (A la muerte de la misma), “Anegaos en borras cas ojos míos” . El soneto 24 es el famosísimo “No me mueve mi Dios para quererte” . Son atribuidos a un Joao Cabral, nombre desconocido (al m e nos para quien esto escribe), los sonetos 128 (Na morte da Condesa de Vila Nova), “No en urna de cristal triunfante idea” ; 129 (Pellas para el conocimiento no sólo del escritor considerado, sino también de la vida literaria y cultural del Seiscientos portugués en su conjunto, véase la recensión del autor de la presente obra en la revista Cultura Neolatina, R o ma, XIII (1953), fase. 2-3, págs. 243-249. 7 De la diferencia entre la transcripción de este soneto por parte de Rodrigo da Veiga y su redacción en A Fénix Renascida (como aparece en el Indice de Belchior Pontes), “Instantes de jasmim, concepto breve”, es fá cil confirmarse en la impresión de perplejidad o negligencia o ignorancia lin güística del copista del XVIII, además de la continua confusión entre el español y el portugués. El lector de este capítulo se dará fácilmente cuenta a cada momento.
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mesmas consoantes ao mesmo assunto), “ Quando se niega assientos a esta idea” , y 130 (A o mesmo assunto), “No niegues, Fabio, no q’ en tus dolores” . El soneto 136, de un Diogo Borges Pachequo (sic!), a cuyo p ri mer verso preceden las palab ras: A ndando el R e y D. Pedro 8 en Salvaterra en el año 1707 surprendio con una mano a un lobo en el ayre, comienza así: “Cometa de las fieras atrevido.” El soneto 138, sin nombre de autor, A una oración de sapiencia hecha por hum carmelita cuio argumento fue el A rbol de la Sciencia, comienza así: “Aquel Arbol de aliento suberano.” El soneto 143, también sin nombre de autor, A l m ismo assumpto (esto es, del precedente soneto, que estaba dirigido Á morte da serenissitna Inf* D. Isabel, en portugués), com ienza: “Este esplendor, estrella amanecido.” Los sonetos del número 145 al 155 (están señalados con este último número no uno, sino dos sonetos), y el precedente, señalado con el número 84, son atribuidos a Lope de Vega. Ninguno de ellos se encuentra, salvo error, en las colecciones normales de sone tos pertenecientes al gran dram aturgo: hay que presumir, por tan to, que ellos formen parte de obras dramáticas, notoriamente ricas en composiciones líricas. Reproducim os aquí sus primeros versos, o el título, y el lector, si lo desea, los buscará en la inmensa obra de Lope: 84, M uerde una pulga a Leonor hermoza; 145 (A hum apetito desordenado), “A m or desconcertado q’ es tu intento?” ; 146 (A hua Belleza mercada de Lope de V eg a )9, “Quien por com parencia los planetas” ; 147 (El hombre por su palabra, de Lope), “ La firma de ser hombre qualquier hom bre” ; 148 (A hua auzencia), “ Verdes alamos altos, cuyas copas” ; 149 (Rem edio para os infermos de Am or), “A m or con q’ te curas? con olvido” 10; 150, “O siempre en la piedad mas generozas” ; 151 (A l Am or), “Que paz go 8 Pero en 1707 el rey no era un don P edro: era dom Joáo V, que reinó de 1706 a 1750. 9 Parece que no hay dudas en la lectura —algo difícil en el m anuscrito— de la palabra “mercada” en el título y “com parencia” en el primer verso de este soneto. 10 Los sonetos 148 y 149 no llevan explícitamente el nom bre de Lope, pero van precedidos y seguidos de otros del dramaturgo.
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zara el mundo si no huviera” ; 152 (A uns zelos), “ Deixo Laura q zelos son heridas” ; 153, “Con q justa razón a la e sp e ra n fa ; 154 (A inconstancia de hua dama), “ El humo q formou cuerpo fingido” ; 155 (A hua desconfianga), “Si yo las flechas del A m or tuviera” ; 155 (En resposta del mismo), “ Quando sin penas yo pudiera amaros” . * * *
Las transcripciones del español en el manuscrito en examen no se limitan, sin embargo, a sonetos; hay otras de composiciones líri cas de distinto género. En una de las Silvas del autor del más importante poema del manuscrito, el ya citado Simáo Lopes Samuda — al folio 200 del manuscrito (recto)— , hay el siguiente Mote: “Ay loca esperanza vana — quantos dias ha q’ estoy — engañando el dia de oy — y esperando el di m añana”, seguido de una “glosa” de cuatro estrofas (décimas). Al folio 205 v.° hay una octava, sin nombre de autor, que co mienza así: “Yo para q nasci? para salvarme.” Al folio 209 v.° hay el siguiente M ote — sin nombre de autor— : “Todo el Cristian me escuche, — qualquier hereje me atienda — el moro me esté atento, — y el judio el ojo alerta” , seguido de nueve estrofas (cuartetas). A l folio 211 v.° hay — sin nombre de autor— una Jacara esdruchula, que com ienza: “Oygame senhores picaros” ; se trata de diez estrofas (cuartetas). A l folio 212 v.°, sin nombre de autor, se copian unas Letras a hum Crucifixo a imitagao de huas, q cantón a A m azona vindo re presentar a Corte de Lisboa, que comienzan: “ Yo no sé para que sombras” ; se trata de veinticuatro estrofas (cuartetas). Al folio 212 r.°, sin nombre de autor, hay unas Letras ao Santissimo Sacramento a imitagao das de hum baylle do beüissimo Nar ciso, que com ienzan: “Bellissimo Dios mió” ; se trata de nueve estrofas (cuartetas). Al folio 216 r.°, siempre sin nombre de autor, se encuentran imas Letras do baile de Victor Cupido, que comienzan: “ Víctor, Víctor, o Cupido” ; se trata de cuartetas, seguidillas y nominativos.
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A los folios 217 v.° y 218 r.° hay Outro baille. Al folio 218 r.°, siempre sin nombre de autor, hay una Confissao em romance, que com ienza: “A Celio viejo adoro” ; se trata de quince estrofas (cuartetas). Al folio 220 r.° hay un Rom ance do P.e Sebastiao Cezar de Menezes vaticinando a sua queda, que com ienza: “Despacio arroio despacio” ; se trata de cuatro cuartetas y de un estribillo. Al folio 244 r.° hay otro Rom ance, sin nombre de autor, que com ienza: “Tened libertad paciencia” ; se trata de once cuartetas y de un estribillo. Al folio 245 r.°, Fabio publica un beso de su Dama y ella quexandose obla assi: “Dicha por dicha no d ich a...” ; se trata de una estrofa (décima). Y, finalmente, al folio 245 v.°, y sin nombre de autor, hay un soneto amoroso que comienza: “ Ricardo mira el fuego en q me ardo” , que nos parece interesante más por la nota que le precede que por su contenido; la nota es é sta : “Urna Dam a tendo tres amantes lhe escreve este soneto, e cada hu’ imagina q’ era para si este sonetto. Hum he chamado Ricardo, outro Valerio, e a outro era el Rey.” * * * Quizá hayamos aburrido a nuestro eventual lector con este árido repertorio, tanto más que el manuscrito del que lo hemos tomado no es más que gota en el mare magnum de las cosas romanas refe rentes a España o a la Península Ibérica en general. Pero acaso nazca en alguno el deseo de volver a coger este manuscrito, hasta con mayor posibilidad de tiempo o de material, para llevar el aná lisis más a fondo, ya desde el punto de vista de las minuciosidades lingüísticas, ya desde la selección del material transcrito por el co pista del siglo x v i i i , ya, en fin, desde el punto de vista de los crite rios (o de la falta de criterios) de la selección de las composiciones transcritas.
IV LA
TE Ó R IC A
D EL
TE A TR O
EN
TOMÁS D E IR IA R T E
En el vaivén de opiniones del x v i i i español sobre el teatro, vai vén que constituye, a nuestro modo de ver, uno de los aspectos más significativos e importantes del pensamiento crítico y estético en la España de aquel siglo *, el literato Tomás de Iriarte nos parece que tiene derecho en este terreno a una atención de la que todavía no ha sido hecho objeto 2: cuanto ha dejado escrito sobre teatro merece ser tomado como un ulterior motivo de la oportunidad de que la teoría dramática de entonces sea analizada con mayor interés. La fama de Iriarte (1750-1791) está notoriamente ligada ante todo a las setenta y seis Fábulas Literarias (1782), cuyo conjunto viene a ser una especie de preceptiva literaria dedicada a tom ar como blanco, ingeniosa y abiertamente, los defectos que al autor le parecen más difundidos en su é p o ca ; Iriarte es sustancialmente fiel a las teorías clasicistas de inspiración ítalo-francesa, pero su mérito fundamental puede consistir, a la luz de hoy, en la serena pero insistente petición que en las fábulas hace al arte de la épo 1 Remitimos, a este respecto, a nuestros trabajos precedentes, entre ellos: “Calderón nella polémica settecentesca sugli “autos sacramentales” y “Calde rón nella critica spagnola del Settecento”, “Calderón en la polémica del x v iii sobre los ‘autos sacramentales’ ” y “Calderón en la crítica española del x v i i i ” , que constituyen, respectivamente, los capítulos I y II de este libro. 2 En síntesis, no ha sido objeto de esa atención, ni siquiera del benemé rito estudioso del x v i ii Emilio Cotarelo y Mori, autor de la obra fundam en tal sobre Iriarte y su época (Madrid, 1897).
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c a : pide claridad, sencillez y donaire 3. Por esta razón tiene Iriarte indiscutible derecho a ser recordado en la historia del teatro. Es también, en efecto, autor de obras escénicas (además de traductor de dram as franceses) y de un escrito teórico sobre la dramática. Sus obras teatrales responden a manifiestos propósitos educativos, que van desde el sentido social (nos lo dice su crítica a los defectos de la educación de los jóvenes de la época en E l señorito mimado — 1791—■y en La señorita mal criada — 1798—) hasta el literario (léanse La librería y el “ soliloquio unipersonal” —como el autor lo define— Guzmán el Bueno — 1791—); sus páginas de teórica dram ática tienden a reafirmar los criterios críticos y estéticos que el autor expresa sobre la literatura en general (precisamente en la misma obra en la que una de cuyas partes está dedicada explícita mente al teatro, es decir L os literatos en cuaresma), pero se nos aparecen con un valor específico por sí mismos. El librito que acabamos de recordar, Los literuti-s en cuaresma, aparecido en 1773, es, ya en su concepción, un amable reflejo lite rario de la conocida costumbre típicamente española de discutir los problemas del arte y de la crítica en el ambiente acogedor de las “tertulias” —Iriarte frecuentó asiduamente las más famosas del M adrid de su tiem po: la de la “Fonda de San Sebastián” , la del Duque de Villahermosa, la del M arqués de Castelar— . Se hace en aquel libro una exposición divertida del cruzarse de opiniones en tom o a temas importantes de la vida social y, sobre todo, litera ria de la época, expuestas (expuestas en parte, y en parte sólo enun ciadas, por los motivos que luego veremos) por varias personas reu nidas en “tertulia” en la casa de un “caballero aficionado a las letras” 4. En ella se hacen interesantes propuestas (precisamente realizadas sólo en parte) de discusiones públicas sobre temas lite rarios, propuestas suscitadas por el deseo del dueño de la casa de 3 El hecho de que algo nuevo había en el aparente respeto de Tom ás de Iriarte a la ilustración de la época está probado también por las violentas polémicas que sostuvieron con él Forner y Samaniego —el otro fabulista— . 4 Citamos, aquí y en lo que sigue, de la edición de Los literatos en cuaresma (publicada junto con La librería y Fábulas) de la “Compañía Ibero-Am ericana de Publicaciones”, de Madrid-Buenos Aires (“Las cien me jores obras de la literatura española” , vol. 38), 3.a ed., s. a.
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que, “así como en el orbe cristiano se convoca en los templos, y aun en las plazas, a oir sermones para corrección de los vicios, se convocase el orbe literario en academias u otros parajes públicos o privados a escuchar pláticas sobre asuntos de erudición, en que lo dulce de los atractivos de la retórica templase lo amargo de las verdades y desengaños críticos” (pág. 2). Y a en estas líneas aparece el tono de Iriarte, que expone sus propias opiniones sin sobrenten didos, pero, al mismo tiempo, con señorío de form a y de actitud. La “ tertulia” ha establecido seis temas que se han de tratar en los seis domingos de cuaresma, y los ha confiado a seis oradores que sin más son llamados “predicadores” y que, además (para que se conserve “en nuestro púlpito profano una ilusión algo semejante a la del teatro” , se precisa), vestirán como seis ilustres eruditos de seis naciones distintas. Se presentará como Teofrasto el que ha de disertar sobre el tema del daño que causa a las letras la oposición a toda novedad; como Cicerón el que va a hablar del tema estudios de la n iñ e z; como Cervantes el que tiene que señalar los defectos del teatro de la época; como Boileau el que tratará sobre las obli gaciones y dificultades del oficio de p o e ta ; como Pope el que “pre dicará” sobre las parcialidades de los críticos', como Tasso el que sostendrá que el único remedio para las desventuras a que nace sujeto el género humano es la sociedad, el trato y la decente y bue na armonía entre ambos se x o s; con la advertencia de que los seis predicadores “hablen de las materias del día como hablarían, si ahora resucitasen, los seis escritores” recordados (pág. 7): en otras palabras, con un disfraz sólo relativo, bajo el cual se contemple la realidad del presente. A los seis literatos elegidos — cuyos nombres verdaderos quedan ignorados por modestia— se les llama Don Se vero, Don Patricio, Don Silverio, Don Facundo, Don Justo y Don B onifacio: el valor alusivo de tales nombres es evidente para quien los confronte con la tarea asignada a cada uno de ellos. Pero de los seis discursos programados sólo dos son efectiva mente pronunciados: el de Teofrasto sobre la murm uración y el de Cicerón sobre la educación de los jóvenes. No nos interesan aquí directam ente; conviene señalar, en todo caso, que sirven, además de exponer las ideas de Iriarte, para defenderlas; más aún, para
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defenderle a él a todos los efectos: baste recordar el caso del final de la exposición de Cicerón, donde la Gramática de Iriarte es com parada con la de M ayans y defendida por su mayor claridad, y, por consiguiente, por su efectiva utilidad para los muchachos a cuya disposición se pone. Ocurrió, entre tanto, que las críticas y los chismorreos provocados en el mundo literario madrileño por esos dos primeros sermones fueron tales y tantos (la “tertulia” era incluso com parada a una jaula de locos) que ninguno de los oradores de signados para los sucesivos sermones osó abrir ya la b o c a ; el dueño de la casa tuvo que hacer un gran esfuerzo para obtener aclaracio nes de Don Silverio, que ya había encargado el traje “a la españo la” para disfrazarse de Cervantes, pero que ahora da algunas acla raciones con el valor de la... desesperación, considerando particu larmente delicado y explosivo el terreno de la crítica teatral. “A m i go [dice al huésped], hablemos sin rodeos ni disimulos: los asuntos de los demás sermones pueden ser más difíciles que el del mío, pero ninguno hay tan delicado. Los dictámenes y los partidos son muchos en punto de te a tro ; y de cualquier modo que uno se expli que, no puede menos de hacerse odioso, sin poderlo remediar hu m anam ente” (y a ñ ad e : “Y no sospeche Vm. que es mi fin huir el cuerpo al trabajo ni a la dificultad, pues para complacer a la ter tulia, ya tengo casi concluido mi serm ón; y aun he de traer en la faldriquera muchas apuntaciones de las que me han servido para componerle”) (pág. 49). Y a en estas afirmaciones de Don Silverio aparece ulteriormente documentada la especial susceptibilidad española del x v iii para los problemas teatrales. E Iriarte vuelve sobre el tema de modo todavía más explícito y violento durante la conversación en casa del hués ped con un soneto que hace decir al “estudiante” que forma parte del grupo que se ha quedado particularmente disgustado de no conocer el sermón de Don Facundo sobre el oficio de poeta (la curiosidad del estudiante se centraba, sobre todo, en oir el sermón de Don Facundo en la parte en que habla del poeta que intenta hacer teatro, ya que “a fe que no todos saben las quiebras que tiene, principalmente si escriben para el teatro”); el soneto es atribuido por el estudiante a “ un poeta dram ático” :
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Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I E l que de su quietud tanto se olvida que entrega a bravo mar frágil navio; el que en la guerra, por mostrar su brío, pone contra m il balas una vida; quien todo su caudal de un lance envida; quien o esgrime, y se arriesga a un desafío; quien se expone al capricho o al desvío de una mujer hermosa y presumida; el que sube a una cátedra sin ciencia, y el que al pulpito saca sus sermones, fundando en su memoria su elocuencia, todos ellos de ti tomen lecciones en materia de arrojos y de imprudencia, pues al teatro das composiciones.
Y tras la afirmación que se lee en este soneto —de que el autor dramático es el más temerario de los hombres— , el discurso de Iriarte —aunque toca un poco de todo— se detiene con interés especial sobre el teatro, y nos da una nueva prueba de esa perpleja y vacilante búsqueda de equilibrio entre el “extrangeirismo” (para decirlo con la palabra portuguesa en uso a este respecto) —es de cir, en el caso específico, la francomanía— y el nacionalismo, bús queda de equilibrio que nosotros persistimos en considerar y seña lar como uno de los aspectos primordiales de la segunda mitad del x v iii español. Es evidente, en efecto, que, si, por un lado, además de estar al corriente de la teórica del neoclasicismo, Iriarte comparte sus opiniones sustanciales, deja ver por otro, al mismo tiempo, que su consenso se mantiene constantemente dentro de límites sensatos: se resiste enérgicamente a la infatuación por Francia que domina vas tos estratos de la vida española de la época y toma una clara e inmediata posición de defensa de los valores nacionales cada vez que éstos le parecen de algún modo despreciados o subvalorados
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por quien sea. Lo vemos ya en la exposición de la “tertulia” hecha por uno de los seis “predicadores” designados, Don Justo (el que debería intervenir sobre las “parcialidades de los críticos”): tradúz canse también al español — dice en sus consideraciones— “algunas obras excelentes que hoy tiene aquella nación [se refiere a F ran cia], Lo primero porque ya es difícil lleguen otros a escribirlas tan buenas sin mucho trabajo, y sin repetir o copiar gran parte de lo que ya los franceses d ije ro n ; y lo segundo [y ahora viene lo bueno]... porque en trasladar sus escritos no haríamos algunas ve ces más que cobrar lo que es n u e stro ; pues bien sabido es que los extranjeros se han estado aprovechando de libros que nosotros te nemos bien olvidados” (pág. 57). Esta es la consideración que hará luego el Romanticismo, dándole una im portancia fundam ental; a la luz que ella proyecta aparecerá evidente que los antiguos valo res dramáticos españoles (que serán puestos de relieve por críticos extranjeros también, empezando por los hermanos Schlegel), antes de caer en el olvido en que habrían quedado por siglos, habían dado inspiración a obras de prim er plano de otras literatu ras; y es ésta la consideración que — así nos parece a nosotros— está ya en condiciones de hacer, aunque sea tímidamente y con una aún no plena consciencia de la novedad, el último período del siglo x v i i i español. Tomemos, pues, lo bueno (pero cuando de verdad lo sea [!]) también de los franceses —prosigue Iriarte por boca de Don Jus to— , los cuales, como es notorio, “no han tenido sonrojo de tom ar muchísimos libros de los españoles, de los ingleses, de los italianos y aun de los alemanes” 5; pero las consideraciones sobre Francia acaban por asumir un aspecto señorialmente polémico, con una patente am argura: evidentemente, a Iriarte le dolía también la 5 M uy interesantes son todos los juicios de Iriarte sobre Francia y las cosas francesas; veamos lo que dice de positivo sobre la poesía, por una parte, y de negativo sobre la lengua, por o tra : “Imitemos, por ejemplo, su poesía por lo que mira a la claridad de los pensamientos, al modo de colo carlos, y a la distinción y propiedad de los estilos; pero no en lo que per tenece a la harm onía, pues su lengua no la tiene ni para la poesía ni para la música, verdad que confiesan y lamentan los mejores clásicos humanistas franceses” (pág. 57).
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ofensa hecha en aquellos años a España por los literatos de la Enciclopedia6, como se desprende de este pasaje, que no vacilamos en reproducir íntegramente: “Principalmente de la española [quie re decir de la lengua] hablan con menos conocimiento que si tra taran de los persas, de los chinos o de otros pueblos más remotos. Desprecian nuestros libros sin haber leído de ellos otro que el Don Quijote, y ése porque le hay traducido en francés, aunque mal. Ignoran totalmente nuestra lengua, y quieren dar voto sobre nues tra literatura. Nos achacan costumbres que nunca tuvimos, o d i cen que observamos en el día las que ha más de un siglo se desterraron. Defraudan a nuestros artífices de la gloria de algunas obras, como cuando atribuyen a un francés la invención y direc ción de la fábrica del Escorial. Corrompen y vician los nombres y apellidos de nuestros principales au to res7, llamando, verbigracia, a Lope de Vega, López de Vega. Equivocan y confunden todas nuestras cosas, como cuando dicen que en España hay una orden de caballería que se llama del H á b ito ; y si en algunos de sus libros citan un texto castellano, imprimen tantas erratas como palabras... Pero esta m ateria es interm inable; y todo mi sermón no hubiera bastado para indicar las quejas que en esta parte po demos tener de nuestros vecinos los franceses” (págs. 58-59). Y, además, ¿qué es lo que justifica —prosigue Iriarte— la atribución a Francia de méritos que no le corresponden, incluso a costa de R om a y de G recia...? “La buena oratoria y la poesía dramática ajustada al arte florecieron en Atenas y en Rom a antes que en P a rís ; y no sé por qué un discurso escrito con método retórico se ha de llamar sermón a la francesa, y no a la griega o a la la tin a; y una comedia que guarde los preceptos dictados por la luz natu 6 Es, sin duda, inútil recordar aquí la famosa polémica provocada por el infeliz artículo ofensivo de Masson de Morvilliers sobre España, aparecido en 1782 en París en las páginas de la Encyclopédie méthodiqne (derivación directa de la Encyclopédie de Diderot y D ’Alambert), polémica que se fue extendiendo hasta Italia y Alemania, donde literatos famosos — empezando por el italiano Denina— asumieron la defensa de España contra la presun ción francesa. 7 Hay, en este punto, una nota de Iriarte en que se ejemplifican erro res franceses a propósito de nombres españoles.
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ral, comedia a la francesa, y no a la ateniense o a la romo/za” (pá gina 60). Ya el modo como anuncia y presenta Iriarte los “apuntes” de Don Silverio sobre el teatro documenta una vez más el interés es pecial del público por todo lo que se refiere a las escenas; Don Silverio simula que no quiere dar a conocer a nadie lo que ha escrito, precisamente por tem or a las consecuencias: “ El cual ser món Don Silverio protestó que no enseñaría a alma viviente, rece loso de que se le diesen al público, y acabasen de indisponer los ánimos del vulgo contra los nuevos predicadores” (pág. 62). Lo que lee es presentado como Apuntam ientos y observaciones sueltas para el sermón del Miguel de Cervantes sobre asuntos de teatro. Tales “apuntes” empiezan con la constatación de que los españoles de buen sentido se avergüenzan de que algunos com pa triotas tengan todavía dudas sobre las “unidades teatrales” del año de gracia de 1773, mientras que otros pueblos están estudiando la form a de hacer seguir y progresar el arte cómico y tratan de redu cir a preceptos fijos “todo lo que es arte y no invención” ; en tiempos tan críticos, entre los españoles “todavía no han acabado de admitirse generalmente ni siquiera aquellas reglas que están fundadas en la razón natural y autorizadas con la práctica incon cusa de buenos autores cómicos y trágicos que florecieron en siglos no bárbaros” (pág. 64). En otras palabras (y el Iriarte que se es conde bajo la apariencia de Don Silverio-Cervantes se extiende aún sobre el tema), por lo que parece —prosigue irónicamente el “pre dicador”— tienen que pasar aún algunos años antes de que el vul go en España se meta en la cabeza que. las famosas leyes sobre las unidades teatrales no han sido inventadas, sino descubiertas, es decir, que son naturales, y que los teóricos o dramaturgos, y Aristóteles, Horacio, Lope, Boileau y otros maestros no “hicieron más que exponer con método lo mismo que aprobará cualquier entendimiento sano” (pág. 64). Nos encontramos aquí, pues, con una categórica defensa de las famosas unidades en el espíritu del más rígido neoclasicismo, pero una defensa hecha con amplitud y riqueza de razonamientos. Iriar te encuentra una cierta analogía entre la comedia, de una parte, y EST. SOBRE LAS LETRAS.— 8
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la novela o crónica, de otra (“la comedia —o sea la tragedia, que, para el caso, lo mismo es jabón que hilo negro— representa los sucesos puestos en acción; y la novela los ofrece en relación”, pág. 65), pero dentro de ciertos límites, ya que lo que se lee (un libro) puede referirse a toda la vida de un hombre —incluso de un hombre como el danés Jacobsen Drahenberg, que murió en 1772 a los 146 años de edad— , mientras que lo que se ve en la escena (considera oportuno precisar) “es cosa que se ve y oye toda se guida, representada dos o tres horas por personajes de carne y hueso, vestidos y calzados, que comen, beben, duermen y andan” (pág. 65) 8. La comparación entre la obra de teatro y la novela no se hace al azar: de ella sale, en efecto, la justificación de la uni dad de tiempo, sin la cual un hombre de buen sentido no diría “voy a la comedia” o “ voy a la tragedia” , sino “voy a la crónica” o “ a la novela”. Y una observación análoga surge a propósito de la unidad de lugar, ya que, si para representar el tema de la “C on quista de la Nueva España”, en el prim er acto apareciese Santiago de Cuba — de donde parte Hernán Cortés— , en el segundo Veracruz —a donde llega— , luego Méjico, luego otra vez Veracruz, y después... España (Palos, Sevilla, Toledo), un hombre de buen sen tido no diría “voy a la comedia” o “voy a la tragedia” , sino “ voy a lunar o a correr m undos” . Y finalmente surge análoga observa ción a propósito de la unidad de acción, por la que sería absurdo 8 Iriarte nos da un ejemplo divertido de lo que podría ser la reproduc ción, en escena y en tres actos, de la vida de este M atusalén danés; acaso valga la pena leerla tal cual salió de su pluma. “Jornada primera. Escena I. Cómo el susodicho cristiano nació en Noruega por los años de 1626. Es cena II. — Cómo sirvió en el Astillero de Copenhague. Escena II — En que se refiere cómo a los 106 años de edad fue a su tierra a sacar su fe de bautism o... Jornada segunda. Escena I. —• De cómo se casó a los 111 años con una respetable señora que tenía 60. Escena II. — Que trata de cómo leía la Gaceta sin anteojos, etc... Jornada tercera. Escena I. — En que se da cuenta y declara cómo iba a pie hasta la ciudad de Arrhus desde una casa de campo distante de allí dos leguas... Escena penúltima. — Cómo murió en 1772. Última escena. — Celébranse sus exequias con sermón de honras y con asistencia de las personas más condecoradas del pueblo, po niendo en la lápida de su sepulcro un epitafio en lengua dinamarquesa, etc.” (pág. 66).
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abarcar en una sola representación “la serie de todas las guerras de Alejandro o de todas las aventuras de Don Quijote de la M ancha” . Así, pues, se podría pensar que estamos por enésima vez en presencia de una m onótona defensa a ultranza de la más rigurosa teoría neoclásica; y, sin embargo, los “apuntes” de Don Silverio nos llevan de pronto a una atmósfera muy distinta. Tras haber defendido las unidades, pasa, en efecto, a defender algo mucho más im portante y concreto: el arte. Con la misma decisión — en la for ma llena de garbo siempre— con que antes ha afirmado que las reglas son razonables, afirma ahora que no tiene ninguna intención de incurrir “en la inadvertencia de aquellos que, hallando arregla das las tales unidades en un dram a, luego le gradúan de excelente” (pág. 69), ya que, para ser tal, además de esas tres cualidades “sustanciales” hacen falta otras precisas: “el artificio en la trama, la verosimilitud en los lances, la naturalidad en los pensamientos, la pureza en el estilo, la variedad en el diálogo, la vehemencia en los afectos y, generalmente, cierta importancia (digámoslo así) en todo lo que se habla y obra, capaz de tener suspensos y conmovi dos a los oyentes, que es lo que se llama interés y, más propia mente, e m p eñ o , suponiendo siempre la buena elección de asuntos, pues no todos son propios para representados” (págs. 69-70). La “ vehemencia en los afectos” , el “tener suspensos y conmovidos a los oyentes” son signos indudables que anuncian el espíritu y los impulsos del alma romántica, aun cuando haya que ir a buscarlos todavía entre la nebulosa de la fidelidad a las reglas y a las con venciones. Otra consideración suscita también mucho interés y documenta el fino sentido que Iriarte tuvo del teatro. No basta ni siquiera, insiste Don Silverio, que haya a r te ; es preciso también otra c o sa : “no falta más que una friolera, y es que guste” (pág. 70). Conoce, pues, la variabilidad de los gustos del público y conoce también el valor decisivo de tales gustos, que no coinciden necesariamente en la realidad con los valores de la o b ra : “no siempre el agradar o disgustar depende de las prendas o defectos de la o b ra ; muy
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a menudo consiste en la calidad e instrucción de las personas que componen el auditorio” (pág. 70). El literato expone, por consiguiente, un pensamiento que res ponde y satisface dos exigencias que van más allá de cualquier teoría contingente (las dieciochescas tradicionales en este caso): el valor manifiesto de la obra de arte y la existencia de un gusto del público, público que sería bueno que fuese capaz de entender y gozar la obra de arte; esta última es una visión que parece ir más allá de las preocupaciones educativas y pedagógicas contin gentes de la época, para llegar a la aspiración a valores absolutos de educación en el sentido y en la realidad de lo bello. Y lo que, también a este respecto, hace atractiva la exposición de Iriarte es la gracia y la ironía con que se divierte, con su acostumbrado ingenio, a costa del público que frecuenta los espectáculos. E ntre teniéndose con nosotros, sus lectores, indaga los motivos por los que una tragedia manuscrita, bella a todos los efectos (encontrada casualmente en el fondo de una caja de plomo, imagina), tan per fecta que esté, entre otras cosas, “ sin mezcla de galicismos, de que Dios nos libre por su amor y misericordia” (pág. 71) —nótese la insistencia en el disgusto por el sometimiento a Francia— , y que es representada por media docena de actores y actrices que se re velan de improviso óptimos (“los cuales, además de tener presen cias verdaderamente teatrales, hablan sin manoteo, sin clamor pulpitable, y sin tono intempestivo lastimero, ni afectadamente sollo zante” , pág. 71), indaga, puedo decirlo, los motivos por los que semejante tragedia no ha gustado al público. Y está seguro de no equivocarse al señalar tales motivos en los que se exponen a con tinuación. Hay un espectador (y como él hay muchos, añade) de las prim e ras filas de platea, tan devoto de la poesía “ sublime y lírica” —nos dice con una evidente entonación burlona— “que nunca ala ba versos de éstos que se entienden, antes su empeño es celebrar aquellos de que él y todos se quedan en ayunas” (pág. 71); y como no encuentra en la tragedia en cuestión versos de esos que no se entienden (no encuentra ni siquiera comparaciones poéticas “que abunden en flores, troncos, plantas, cumbres, peñascos, prados, sel
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vas, malezas, astros, signos del Zodíaco, constelaciones, pájaros, peces, arroyuelos, olas, escollos, arenas, nácar, perlas, coral, con chas, caracoles y todo género de marisco”), “ se aburre, y toma el partido de echar un sueño mientras llega la tonadilla” (pág. 72). Hay, además, ese otro espectador, siempre de la platea, que está con los ojos clavados en el escenario, pero..., no se hagan ilusio nes, no porque la tragedia le tenga suspenso, sino porque espera que entre en escena el “gracioso” para alegrar la fiesta; y como el “gracioso” tarda mucho en entrar, “cánsase de esperar y pónese a conversar con un cam arada suyo” (pág. 73). H ay aún el paleto de Móstoles, que ha venido precisamente porque ha oído hablar de dicha tragedia, y busca afanosamente con la m irada aquí y allá en el escenario, arriba y abajo, esperando que aparezca algún encan tamiento, una trampa, un armatoste, una m áquina para volar o cualquier otro artificio diabólico, con tal de que haya u n o ; y no lo h a y : no hay ni siquiera un personaje que aparezca mortalmente herido, caiga del caballo o se precipite de un peñasco de modo que haga gritar a los espectadores: “ ¡Qué bien ha caíd o !” ; y estando así las cosas, todo esto “ le indispone mucho, y jura en su corazón no volver a salir de su lugar mientras no sepa que hacen la parte tercera, cuarta, quinta o milésima del famoso Pedro Bayalarde” (pág. 73). Hay todavía esa espectadora de primera fila, en la gale ría para las mujeres, que reconoce, sí, que los trajes de los actores son costosos y de gusto, pero que se lamenta de que no los cam bien a cada escena. Y hay esa otra que se asombra y se disgusta porque todo lo que se ve en escena puede de hecho suceder en la vida, sin que se conceda nada a la nigromancia, a la quiromancia y otras cosas por el estilo... A rriba, en el gallinero, está ese viejo de gorro blanco que sólo mirándole a la cara revela el pesar que sintió en la época de la prohibición de los “autos sacramentales” (ha leído “ autos sacramentales” desde que tiene uso de razón, ha leído todos los que se han escrito en castellano): nada logra con solarle de esto y, sin duda, vuelve a ver con el pensamiento y el sentimiento en ese escenario las representaciones de aquéllos9. Y 9 La representación de los “autos sacramentales” fue prohibida notoria mente por una disposición real del 9 de junio de 1765. Con la caricatura de
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está ese otro caballero, en aquel palco, de pésimo hum or porque el papel principal le ha sido dado, en vez de a la actriz H., a la actriz R .: ¿cómo podría, entonces, hablar bien de la tragedia? Y allí vemos a dos que discuten sobre la trag ed ia: uno la considera traducida del francés, y por eso la aborrece con todos sus sentidos; el otro la considera escrita por algún ingenio de M adrid, y por eso la aborrece también él con todos sus sentidos. “ Entre estos dos extremos no hay medio. ¿La querrán traducida u original? Dejemos que lo disputen, y no haya miedo se pongan de acuerdo” (pág. 76). Finalmente, esa otra persona, esa espectadora de aquel palco de la derecha, que el lector acaso nos consienta presentar tal como nos la presenta el divertidísimo Iria rte : “Es aficionadilla a retruécanos, a juegos de vocablos, y generalmente a todo lo que llamamos tiquis miquis. Pero su pasión dominante es la de las glosas, sobre todo si el último verso de cada décima se repite al son de la música. Agrédala infinito aquella mezcla de representado y cantado, com o: “ Tirití, que de Apolo es el día, tirití, que no es del Amor. Vuelva el festivo rumor de la métrica harmonía repitiendo con primor: Tirití, que de Apolo es el día, tirití, que no es del A m or”. No habrá en la tragedia cosa que se parezca a e sto ; pero, como la referida dam a tiene ya citados a sus conocidos para aquel apo sento, no le faltará conversación en que pasar el mal rato de se mejante secatura’'’ (págs. 76-77). este viejo nostálgico de los“autos sacramentales” , se pone,pues, Iriarte al lado de los adversarios de aquéllos. Y con este personaje hace una alu sión —sin duda fácil de interpretar para sus contemporáneos— no sólo a un determinado “auto sacram ental”, sino, además, a dos actores y a un tea tro de M adrid: “Se estará acordando (se refiere al viejo) de que en este mismo teatro no ha tantos años que sería testigo de la propiedad con que cierto comediante de mesurada estatura hacía el papel de Ciprés y otro me dio mulato el de Diablo” (pág. 75).
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Tras este cuadro es superfluo preguntam os — dice Don Silverio mismo— por qué no ha gustado esta trag ed ia: vuélvase a meter en la caja de plomo donde fue encontrada, entiérrese de nuevo la caja en el lugar de donde fue desenterrada, hasta que, al pasar el tiempo, “ la descubran nuestros biznietos, y la representen en un teatro en que domine más el partido de las personas desengaña d a s...” (pág. 77). En este punto, Don Silverio deja el teatro serio para pasar al jocoso, y lo hace con su acostumbrada gracia. Le viene bien la cir cunstancia de la cuaresm a: ya que estamos en cuaresma —dice, en efecto— , sería oportuno ser de manga un poco menos ancha con las licencias que se suelen sembrar a manos llenas en los “ sainetes” ., y aún más en las “ tonadillas” , licencias e... indecencias, “de aqué llas bien patentes, no de las que para serlo necesitan la malicia de los oyentes...” (pág. 79). Lo que, en todo caso, le importa no menos en los “ sainetes” (y nos importa también no menos a nos otros en relación con las opiniones teatrales del x v i i i ) es el con junto de los defectos que reprocha a tal genero de representaciones. Le reprocha tre s : a) los actores del “ sainete” se presentan en esce na hablando como tales, llamándose con su propio nombre y su propio apellido (cosa que puede interesar mucho a estos actores, pero no al público, “ que no debe em plear su atención en oir diá logos sobre los intereses, genios y circunstancias personales de los representantes” [pág. 79]); b) los interlocutores de cada “ sainete” son tantos que se tiene la impresión de que van a buscar gente hasta fuera de la com pañía...; c) todos los “ sainetes” terminan con esa célebre fórmula en cuatro versos que dice más o menos así: “ Y porque ya va muy larga — daremos fin a la idea — con tonadilla, pidiendo — perdón de las faltas nuestras” (pág. 79), fór mula, recitada por todo el conjunto, que es una manera disimulada de decir lacónicamente a] auditorio en cuatro versos por lo menos media docena de cosas. Veamos cuáles son estas cosas, según Iriar te : si la representación tiene término, ello ocurre, no porque la acción del drama haya concluido, sino porque han dicho ya bas tantes versos para llenar el tiempo que debe durar un “ sainete” : lo que se ha representado no es más que una ficción; los que han
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representado son actores que viven a merced del público, y no un Don Juan o una Doña Violante, como habían intentado hacer creer durante la representación; esa despedida del público había sido predipuesta y estudiada, ya que no es posible que quince o veinte personas se sientan inspiradas para decir todas juntas las mismas p a lab ras; entre los comediantes había cantantes, y por ello se le ruega al público que no se marche antes de oírles también a ello s; han recitado mal, ya que piden p e rd ó n ...10. De todas formas, comenta Don Silverio, no obstante estos y otros defectos y abusos, hay que darle las gracias explícitamente al gobierno español “por haberse dedicado a la corrección del teatro, ya hermoseando lo material de él, ya tomando providencias para que el auditorio observe el silencio, atención y decoro correspon diente, o ya procurando introducir la representación de composi ciones arregladas” (pág. 81). Y completa su propio pensamiento expresando la confianza en que, así como el teatro francés ha lle gado al actual florecimiento tras haber estado lleno de defectos, también los españoles sabrán m ejorar el suyo con un prudente equi librio entre lo bueno tomado de los otros y lo bueno propio, y te niendo presente tanto el arte como la “decencia” , y, en fin, prom o viendo las buenas dotes de los actores, sin cuya habilidad ningún poeta dramático puede aparecer en su justo valor. Junto a las preocupaciones moralizantes de la tradición diecio chesca, Iriarte reafirma, pues, la exigencia del valor de la obra de arte: es decir, que la visión de este literato nos presenta también aspectos claros de revalorización del arte en sí mismo. La exposi ción del intérprete de su pensamiento sobre el teatro, Don Silverio, se cierra entre el lamento de los participantes de la “ tertulia” — por no haber podido oir el “ sermón” de Cervantes— y el reco nocimiento de que dicho “sermón” habría sido, sin duda, el más 10 A la rebelión de Iriarte ante este final en versos se le puede dar per fectamente un significado más relevante de lo que se podría pensar en un primer momento. El teatro ligero ibérico del x v i i i se nos aparece continua damente esclavo de esta fórmula conclusiva; preséntanosla también la gran mayoría de las numerosas traducciones y adaptaciones portuguesas de M e tastasio y de Goldoni. La toma de posición contra dicha costumbre merece ser interpretada como un signo de independencia de opinión y de juicio.
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criticado de todos, dada la mala costumbre por la que cualquiera se cree en condiciones de expresar juicios sobre el teatro, incluso “ sin leer obras dramáticas de varias naciones y de distintas edades, y sin oir representar a muchos cómicos de diversos modos” (pági na 82), consideración que nos confirma la seriedad con que Iriar te se plantea la realidad del teatro. Dos de los participantes en la “ tertulia” , Don Facundo y el “estudiante” , cierran los comentarios señalando con pesadumbre que el teatro, cuya misión es reformar las costumbres, está necesitado también él de reforma. A propósi to de esta última consideración, nosotros podemos concluir, en todo caso, que la exigencia de reforma del teatro aquí proclam ada por Iriarte está entendida, desde luego (para que no resulte falseado su pensamiento), en sentido dieciochesco convencional, neoclasicist a ; pero también puede razonablemente ser entendida al mismo tiempo como una aspiración hacia un mayor derecho al buen sen tido, hacia una valoración tranquila y objetiva de la obra de arte, hacia un reconocimiento del derecho de existencia de valores abso lutos en la creación dramática.
V LA TE Ó R IC A D EL T E A TR O EN JU A N PABLO FO R N E R
La crítica literaria expresada con la estratagema del viaje al Parnaso, o con otros semejantes, tan de moda en nuestras litera turas occidentales, sobre todo desde el siglo xvi hasta el x v i i i —con nombres que van desde Caporali hasta Cervantes, desde Boccalini hasta Saavedra Fajardo, desde Bettinelli hasta M oratín— , cuenta también en el x v i i i español, como es sabido, con una obra muy notable: las Exequias de la lengua castellana!, de Juan Pablo Fom er (1756-1797). El juicio de conjunto sobre esta obra, la más afortunada del autor —como es notorio, el más violento polemista literario de su siglo en España— 2, es un juicio ya aceptado por todos: cierta prolijidad en la exposición, pero con estilo rico y seguro, juicio acertado, visión aguda de la situación literaria de España desde el siglo de oro hasta la época del escritor, en la contraposición entre el esplendor de aquel siglo y la decadencia de esta ép o ca; en suma, bien por la visión total de las letras españo las, bien por los juicios sobre los diversos autores, las Exequias son 1 No fueron publicadas —postumas—, junto con otras obras del mismo autor, por Leopoldo Augusto de Cueto, sino hasta 1844; existe una buena edición m oderna de ellas, cuidada por Pedro Sainz y Rodríguez, 1925, en obsequio a un deseo expresado por M enéndez y Pelayo. 2 Como es sabido, un decreto de 1785 prohibió a Fom er publicar nada sin autorización real a raíz de sus clamorosas polémicas —y, más de una, incluso escandalosa— con tantos literatos de la época, desde Iriarte hasta García de la Huerta, desde Trigueros hasta Sánchez y Vargas Ponce, etc...
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consideradas como el documento más importante e inteligente de la crítica literaria dieciochesca española, documento cuyo conte nido se eleva muy por encima de las contingencias polémicas que llenan el resto de las obras, a menudo interesantes también, de Fom er, en una exposición de interés duradero y en una valoración que supera las modas del momento. No es éste el lugar para recordar los procedimientos y los deta lles de la construcción extem a de la s á tira : A m inta (es decir, Fom er), en viaje hacia el Parnaso con su antiguo compañero de Universidad Arcadio (que es otro literato autor de sátiras: José Iglesias de la Casa, 1748-1791), se encuentra con un viejo venera ble (que es C ervantes)3, al cual ha enviado Apolo precisamente para que vaya a buscarle a él, Aminta, para invitarle a intervenir en las exequias de la lengua castellana. Después de la ascensión —durante la cual tienen encuentros de todo género— , los tres lle gan al Templo de la Inm ortalidad y a la biblioteca de Apolo. La lengua castellana ha llegado a un “ miserable y lamentable estado, a que la han reducido la vana inconsideración, la barbarie y la igno rancia tem eraria y audaz de los escritores de estos últimos tiem pos” 4 que “encadenan una prosa corrupta en el número de unos versos lánguidos, que son versos sólo porque tienen m edida” 5; más 3 He aquí la interesante figura de viejo “hidalgo” en la que es visto y con la que se presenta a Cervantes: “Se encaró a nosotros un viejo de hu m anidad bien proporcionada, aguileño, frente espaciosa, risueño, los ojos vivaces y retozones, el semblante blando y apacible, en cuyas mejillas no había aún podido borrar la edad los lineamientos del donaire y del rego cijo; pero cubierto de extraños atavíos, porque, sobre un vestido a la anti gua, que ni el que lo llevaba podía acordarse de qué tela era, atravesaba una banda roja, y sobre ella, pendiente del cuello, descansaba una gran cadena de oro, al parecer de muchos, gruesos y bien labrados eslabones. Acercóse a nosotros y quitóse el som brero; creí que nos iba a pedir limos n a ...” (págs. 48-49). La presente cita, como las sucesivas, están tomadas de la edición de las Exequias de la “Com pañía Ibero-Am ericana de Publicacio nes, S. A.” — sin fecha— , con prólogo de Rafael Seco. 4 Edic. cit., pág. 1. 5 El siglo xvi tuvo, por el contrario, según Forner, un carácter “grave, robusto, natural”, en el que “las cláusulas caminan con una especie de reposo severo, la estructura de los períodos es lenta y noble, tal vez poco sonora, aunque muy suave e ingenua” ; y en el xvn, asimismo “facilitándose
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aún, ha muerto ya, y se preparan sus exequias (preparación que no es fácil; entre otras cosas se discute si la lengua que se ha de usar en tal ocasión debe ser la fenicia o la vasca): y mientras se preparan aquéllas, hace Esteban M anuel de Gallegas, escritor del xvii, el elogio de los grandes autores del xvi, atacando, al mismo tiempo, a los que en aquel siglo tuvieron fama inmerecida. Luego rinden los escritores honores a la difunta (y estos honores son oca sión para una reseña de las glorias nacionales); pero, en el m o mento en que Aminta y Arcadio logran entrar en el templo, la len gua castellana está allí, de pie, vacilante, pero viva, sostenida por Alfonso X, Alfonso X I, el príncipe Carlos de Viana y Don Juan Manuel. Apolo ordena entonces unas nuevas fiestas, ya no fune rarias : Aminta lee su Sátira contra la literatura chapucera de estos tiempos, tras cuya lectura varios malos poetas, que estaban en penitencia en el Parnaso, son transformados en ranas. Aminta teme acabar de la misma m an era; pero cuando Arcadio le despierta, se da cuenta de que está sobre la tierra, y de que le ha dado a su amigo Arcadio la impresión de que está lleno de alguna nueva inspira ción poética. En el largo y desconcertante desarrollo de las Exequias, tam bién el teatro es objeto de la atención de F om er: cuanto él dice a este respecto — interesante porque contribuye a su vez a confir mam os que el xviii español, aun dentro de sus perplejidades y con tradicciones, tiene “no poco de espíritu m oderno”— 6 merece ser más y más el uso de la lengua con el lujo y esplendidez elegante de la corte de Felipe IV, empezó a comparecer [la lengua] rápida, lozana, viva, sonora, jovial, galante, florida, deliciosa” . 6 Así se expresa el ya citado Rafael Seco en el prólogo a la edición que tenemos presente de las Exequias, viendo también en la atención die ciochesca española por el teatro uno de los motivos esenciales y más repre sentativos de la lucha entre lo viejo y lo nuevo en aquel siglo: “Síguense vertiginosamente nuevos rumbos literarios, como nuevos rumbos siguen las ideas, la sociedad, la política... En treinta, en cuarenta años no más, se ha roto la tradición literaria de España. Esta es la dramática lucha que se entabla —con toda aspereza— a lo largo del setecientos, a veces localizada alrededor de algún tema concreto, como el valor de nuestro teatro del si glo xvii, por ejemplo, verdadera piedra de toque en que los ingenios mues tran sus posiciones, ya tradicionalistas, ya extranjerizantes. Pero no deja de
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subrayado, aunque sólo fuera por el puesto de particular im por tancia que Fom er ocupa en las dos creaciones literarias típicas de su o b ra : la crítica y el ensayo. Nos detendremos aquí en las opiniones sobre teatro expresadas por Forner en su obra más co nocida, dejando para otra ocasión el análisis de otra obra suya — que se remonta a su época de estudiante en Salamanca— de fe roz crítica de Lope, de Calderón y, en general, del teatro del XVII: la Sátira contra los abusos introducidos en la poesía castellana (1782). Forner pone en boca de un literato (Cañizares) que interviene entre los personajes de sus Exequias un tratam iento sistemático del te a tro ; pero ya antes de que Cañizares sea introducido para expo ner sus ideas, el autor toca más de una vez el tema en su diserta ción. En efecto, ya la prim era exposición de ideas de Arcadio, al principio de la obra propiamente dicha —tras esa especie de largo prólogo con que comienza— , toma por blanco los escenarios; A r cadio, después de haber dado en ocho cuartetas una serie de suge rencias al poeta (al poeta en general)7, le aconseja sin más que... desista de hacer poesía, ya que la poesía no tiene ninguna utilidad práctica (“nada de eso [quiere decir la poesía] sirve para m atar en fermos, para embrollar pleitos ni para m albaratar rentas, y lo que no sirve para esto, para maldita la cosa que sirve” , págs. 43-44). ¿Quiere ser poeta dram ático?, le pregunta ese personaje a su im a ginario interlocutor. ¿Y para qué sirve hoy? Podía servir cuando la poesía era reconocida. Y la comparación que Forner establece en este punto entre la nobleza antigua del oficio de poeta y la falta de importancia que se concede hoy a tal oficio, le da pie para h a cernos conocer el escaso aprecio que tiene por Aristóteles y sus pretendidas reglas fam osas: “ ¿A nuestros modernísimos os queréis venir con reglitas modernas, que nacieron con las olim píadas; y haber espíritus eclécticos que, lanzándose en medio de la palestra, gritan serenidad a los adversarios, esgrimiendo el arm a de un patriotismo sereno y reflexivo, de un buen sentido antipesimista y alentador, que tiene todo el aire de una idea moderna, es decir, comprensiva. ¿N o significa algo seme jante el movimiento ideológico que se inicia en 1898?” (Pról. cit., págs. 6-7). 7 He aquí una de estas sugerencias: “Piense bien y piense a tiem po: ■— ésta es la ley principal” .
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con unidades, y con caracteres, y con costumbres, y con fábulas simples e implexas, y con todas las ridiculas menudencias del po brete Aristóteles? Brava m ajadería: el fomentar a los grandes trá gicos y excelentes cómicos era bueno para los tiempos de M ari castaña, cuando se usaban aquellos famosos juegos olímpicos, en que se premiaban públicamente la virtud y el talento” (pág. 44). En otras palabras, también el teatro atrae, al menos en ocasio nes, la atención de Forner mucho más por lo que son —o le pare cen— los valores efectivos que por las formalidades o las reglas que le afectan —o que cierta tradición dice que le afectan— . Esto se ve también con referencia a la lengua cuando Fom er, en la ex posición de Villegas —que precede a la disertación explícita sobre el teatro de Cañizares— , se detiene en los dramaturgos del siglo de oro para poner de relieve, entre otras cosas, la perfecta corres pondencia entre la portentosa variedad de ideas y el estilo en el teatro de Lope de Vega (“Lope, redundante en todo, llenó sus ver sos y prosas de descripciones amenas, de metáforas ricas, trasla dando desde su imaginación al papel cuantas imágenes le ofrecía la portentosa variedad de ideas que depositaba en ella. En este tiempo fue cuando la lengua empezó a tom ar diverso semblante del que había tenido en el tiempo anterior” , págs. 90-91); y para añadir, asimismo, los nombres de Calderón y de Solís a los de Quevedo, Ulloa, Saavedra y el Príncipe de Esquilache como los escri tores cuya lengua, bajo el estímulo del lujo y del esplendor de la corte de Felipe IV, aparece “rápida, lozana, viva, sonora, jovial, galante, florida, deliciosa” (es decir, diferente ya de la de Herrera, Garcilaso, G ranada, M ariana y Morales, del mismo modo que es diferente la de Lucrecio, Terencio, César, Salustio y Livio respecto a la de Séneca, Petronio, Floro, Tácito y Curcio 8. Lo mismo se ve 8 Tales consideraciones de Villegas se concluyen con una afirmación de índole general que recuerda otra de índole particular —es decir, sólo con re ferencia a la lengua española— hecha por Nebrija a la reina Isabel: “Las lenguas siguen la suerte y costumbres de los imperios” . Es superfluo recor dar aquí, a este respecto, la complacencia de los literatos y de los poetas ibéricos (españoles y portugueses, unos no menos que otros) de los grandes siglos de las navegaciones y las conquistas sobre el valor de la propia lengua como instrumento de conquista de imperios. Piénsese, por ejemplo,
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también cuando, en un intercambio de consideraciones entre Arcadio y Cervantes —una de las numerosas veces que en las Exequias se establece la comparación entre la lengua de antes y la de la épo ca del autor— , ese siglo anterior es llamado “de Lope y Calde rón” (“No parece sino que la naturaleza, cansada de desperdiciar ingenio en los poetas del siglo de Lope y Calderón, ha retirado la mano, negándole del todo a los del presente” , pág. 103); en ese intercambio de consideraciones, y reprobando una vez más el afrancesamiento de la lengua castellana en el x v i i i 9, se lamenta Arcadio, entre otras cosas, quejándose de que todo va al revés de como debería de ir, de haber “ visto comedias que hacen llorar, tragedias que hacen reir” (pág. 105); y al subrayar que ya en España, “y especialmente en la corte” , una obra no es buena o mala porque lo sea en sí, sino por la crítica que de ella se hace (crítica cuyos jui cios se encadenan unos con otros, contando sólo el último expre sado), dice, entre otras cosas: “ Ved aquí por qué se toleran en el teatro, y aun se aplauden muchas veces, los despropósitos más gro seros y ridículos...” (pág. 107). Espontáneamente se nos ocurre preguntarnos por qué razón puso Forner en boca de José de Cañizares el discurso que tiene por tema el teatro, y no cualquiera de los otros. Es de presumir, ante todo, que Forner apreciase el indudable talento y la reconocida h a bilidad teatral (aunque sea una habilidad que se manifiesta ante en el sentido de orgullo del máximo “cronista” de las navegaciones y con quistas del siglo xvi portugués, Joao de Barros, al escribir su Diálogo em louvor da nossa língua. 9 Entre los otros pasajes de la obra en que Forner la emprende con el afrancesamiento de la España de la época, es también digno de especial mención uno — que sigue a la exposición de Cañizares— en el que hace de cir al autor de la Retórica castellana y del Orador cristiano que, si hubiera tenido la habilidad de afrancesar sus propias obras, éstas competirían en núm ero de reimpresiones con el Teatro crítico del P. Feijóo; este inteligen te centón enciclopédico es explícitamente acusado, por boca del Conde de Villegas, de ser la obra en que por primera vez se afrancesaron las locucio nes castellanas, de modo que, en fin, “los que llam aron a juicio su estilo [se refiere al de Feijóo], confesando la utilidad de sus escritos para el tiempo en que se publicaron, decidieron que es mejor para que le lea el vulgo que para que le estudien los hom bres ingeniosos” (pág. 147).
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todo en la imitación y a veces hasta en el plagio...) de este último digno representante del teatro glorioso del siglo de oro, aunque ya situado —y no sólo cronológicamente (vivió de 1676 a 1750), como su contemporáneo Antonio de Zam ora— entre la escuela de Cal derón y los propugnadores del rigorismo y de las restricciones neo clásicas. En efecto, la obra de Cañizares está salpicada por todas partes de alusiones elogiosas a C alderón; netamente calderoniano es su estilo —del “gongorismo” de las partes líricas al manierismo de la forma en general— , y no menos netam ente calderonianas son sus inclinaciones literarias —como el “cervantismo” , que le lleva, entre otras cosas, a trasladar a escena L a ilustre fregona— : se puede presumir también, por consiguiente, que, aunque de una for ma muy indirecta, al elegir a Cañizares para expresar sus propias ideas sobre el teatro (el elegido es presentado por Cervantes con estas explícitas palabras: “ Advertid que vais a hablar con el cé lebre Cañizares, el mejor escritor cómico de vuestro siglo” , pági na 133), Fom er se complacía en dar a entender su estima por Calderón. Antes de dar su propio parecer sobre el teatro, Cañizares h a bla de sí mismo y de su propia obra. Nuestros interlocutores tro piezan con él mientras, imprecando contra la fatalidad de su desti no, precisa que, por hacerse ilusiones en la convicción de que sus comedias se pueden considerar como no despreciables entre las que se dicen buenas en las naciones cultas, y por afirmarse en estas ilu siones debido a los aplausos que le dedicaban durante su represen tación y a los elogios que le venían de hombres considerados sabios no sólo en España, sino en toda Europa, al confrontarlas —llegado a esta altura— con las de la docta antigüedad “y con la puntuali dad de los preceptos que sirven para evitar los delitos en la com posición” , ha venido “ a conocer, ¡pecador de m í!, que, habiendo yo nacido para aum entar el escaso número de las buenas comedias, por haber vivido en una edad estragada absolutamente en el cono cimiento y práctica del buen gusto, no hice más que disparatar con seso y ganar nombre de grande ingenio, sí, pero de desatinado es critor” (págs. 133-134). El Conde de Villegas le consuela, expre sándole la opinión de que las bellas escenas de sus obras son pro
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ducto de la grandeza de su ingenio, y que lo que no es bello en dichas obras es producto de la oscuridad y de la depravación de su tie m p o ; pero Cañizares, aun cuando el instinto le empuja a convenir en ello, no está muy convencido y no halla gran consuelo en tales consideraciones; en este punto cuenta que ha roto m u chas comedias suyas, llevado por la cólera, poco antes de que lle guen nuestros interlocutores, al encontrar, mientras repasaba un estante de obras sobre el teatro en España, el manuscrito que se dispone a leerles. El supuesto manuscrito empieza con un excursus en el que —tras haber afirmado que no hay, ni ha habido, pueblo sabio “cuyos primeros pasos hacia la sabiduría no hayan empezado por la poesía dram ática” (pág. 135), y haber documentado esta afir mación pasando de Grecia (donde Aristóteles, para reducir la poe sía a arte, tuvo que servirse de las grandes obras dramáticas ya escritas) a Rom a, y de Italia a Francia— , sostiene, entre las artes que sugieren a los pueblos lo bueno y lo bello, la indiscutible prio ridad del arte dramático “por ser como un centro o punto de con currencia en donde se unen todas las artes amenas para instruir y m ejorar a los hombres con los halagos de la im itación” (págs. 135 136). Y afirmando en términos claros, de no menos clara inspira ción clasicista, que el fin del teatro es “enseñar y corregir delei tando” , a Forner le parece que se puede decir en verdad que en España “ su fin [se refiere al teatro] ha sido hasta aquí corromper deleitando, o producir con la representación un deleite bárbaro y escandaloso” (pág. 137). Eminentes poetas, de fecunda y m aravi llosa invención, han sido los dramaturgos españoles, pero, por des gracia, han ofrecido casi siempre “grandes extravagancias, sosteni das con toda la pompa y la poesía, o acciones y tram as indecorosas, arrim adas con la travesura de los lances y con la viveza elegante y rápida del diálogo, que hace agradable lo que, presentado en su desnudez, sería horrible” (pág. 136). Tenemos, pues, sí, una explícita reprobación por la falta de finalidad moralizadora del te a tro ; pero tenemos también un cate górico reconocimiento de la habilidad y del arte del teatro nacional (posición de Forner que es una ulterior confirmación del vaivén de EST. SOBRE LAS LETRAS.— 9
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la crítica dieciochesca española sobre el teatro entre la preocupa ción ética y la aspiración estética, vaivén que ya hemos intentado docum entar en varios ensayos precedentes) 10. Y ello en una expo sición vivaz, fantasiosa, colorida: agradable documento del am a ble y cálido estilo de Forner. La emprende primero con las come dias de costumbres (o de malas costumbres, podríamos decir, como conclusión del lamento y del desdén que contienen sus frases); luego con las heroicas, donde los autores españoles han empleado todas sus capacidades — siempre según Forner— en degradar el carácter de los hombres, “no presentándolos jamás sino con las costumbres de los plebeyos más desenfrenados” (pág. 137). En efec to, si el objeto de tal degradación del carácter de los héroes fuese la presentación de los peligros que lleva consigo el poder, estaría justificada; pero el hecho es que las personas heroicas son con vertidas por el teatro español “en otros tantos pisaverdes y dam i selas, rondando calles, persiguiendo hermosuras, trazando estupros y adulterios, despachando billetes, buscando tercerías, y practican do cuanto dicta el desenfreno de la juventud a los que no conocen otra ley que su gusto” (pág. 137), de modo que en dicho teatro no hay ya huella de las cualidades que también para Forner resultan fundamentales para el arte dram ático: los caracteres, las costum bres, la propiedad, la verosimilitud, la moral. Estas son, como es sabido, las cualidades en las que suele apo yarse el neoclasicismo dieciochesco, preocupado, ante todo, por salvaguardar la “naturaleza” de las personas y de las acciones, y de señalar unas y otras con la marca de una neta separación —en el mundo dramático— de las personas y cosas aristocráticas res pecto a las personas y cosas plebeyas. Bajo el emblema de esta precisa distinción se desarrolla también la larga exposición siguien te, dedicada a subrayar que, contrariamente a como debería ser, las comedias españolas suelen hacer representar a reyes y príncipes
10 Los ensayos que más se refieren al argumento son: Calderón en la polémica del X V III sobre los “autos sacramentales” , Calderón en la crítica española del X V III y La teórica del teatro en Tomás de Iriarte, que consti tuyen, respectivamente, los capítulos I, II y IV de este volumen.
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los mismos papeles que podrían representar un Don Luis o un Don Diego cualquiera, del mismo modo que, en ellas, reinas y prince sas no son más que las Eleonoras o las Violantes, por lo que, “m u dando los nombres y quitando las alusiones a la autoridad real, estas comedias pasarán por verdaderos dramas de los que llaman de capa y espada, porque entre éstos y aquéllos no hay más dife rencia que la de los nombres de las personas” (pág. 138): como prueba de esta reprobación, Forner saca a colación “la famosísima” comedia de M oreto E l desdén con el desdén, citada, además, como ejemplo de las numerosas que “no van fundadas en algún hecho histórico” . Éstos son los conceptos aristocráticos que constituyen la coro na y corolarios de la idea central de Fom er de que “el fin de la representación teatral ha sido, desde su mismo origen, corregir y enseñar” (los vicios del pueblo se corrigen poniéndolos en rid ícu lo ; los de la gente selecta, poniendo de relieve la inestabilidad de la fortuna), y de que la norma fundamental del teatro es la fidelidad de la pintura o de los retratos a la vida, norma de la que derivan por fuerza natural todas las que constituyen en su conjunto el arte de componer dramas, los cuales “no son, ni deben ser, más que unas parábolas puestas en acción, ejemplos naturales de la vida hum ana, desengaños mismos que mejoren la sociedad, pintando con verosimilitud lo que pasa en ella realm ente” (pág. 139). La “ verosimilitud” es una de las obsesiones de] credo estético del x v i i i en el teatro, y precisamente la ausencia de ella en el teatro contemporáneo de Fom er desorienta e indigna al escritor: sin ella, el teatro no será más que lo que es — según sus afirmaciones— en la España de su época, “ una región imaginaria, donde, sin más objeto que embelesar y hacer reir de cualquier modo, se presentan indistintamente personas de todas clases y especies a recitar largos trozos de versos campanudos, a decir delirios y bufonadas, y a eje cutar acciones que ni aun pasarían por sueños si los contase un hombre enfermo” (pág. 139). De esta amarga constatación parte Fom er para quejarse de la desorientación del público, que ve con el ceño fruncido las obras dramáticas de los autores que se atienen a la simplicidad de la naturaleza; los autores de talento no osan
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ponerse contra la corriente de los que astutamente se adaptan a la depravación del gusto popular y, para complacerle, imitan y acentúan los defectos de los antiguos dram aturgos, de modo que de medio siglo a esta parte no se ve sino “absurdos, delirios y dis parates enormes e intolerables, en que no hay ni sombra de las be llezas de Lope o Calderón, y se ven acumulados cuantos sucesos y lances inverosímiles, violentos, prodigiosos y desatinados se hallan esparcidos en la multitud de aquellas comedias nuestras que pasan por más cargadas de despropósitos” (pág. 140). Y una vez más nos encontramos con el Forner de las Exequias, ante el caso —ya señalado en las ocasiones precedentes que hemos recordado más arriba— de la explícita defensa de los grandes d ra maturgos españoles del siglo de oro precisamente en el momento en que se nos aparecen categóricamente atacados y criticados. Tras haber estigmatizado sus defectos repetida y claramente, el porta voz del escritor, Cañizares, se lanza, en efecto, a un reconocimiento absoluto de su arte, reconocido grande no sólo a pesar de la in fracción de las famosas reglas, sino incluso gracias a tal infrac ción: “ingenios muy grandes, cuales lo fueron casi todos los d ra máticos de los siglos anteriores, descargándose de todas las rigide ces del arte, y extraviándose del camino recto de la imitación, en medio de su desarreglo contenían escenas, situaciones y lances ex celentes. Su estilo, cuando no querían remontarse, era elegante, puro, halagüeño, suave, rápido, arm onioso; muchas veces pintaron admirablemente caracteres y costumbres muy vivas y muy p ro p ia s; hay comedias suyas que no deben nada a las más célebres de las extranjeras” (pág. 140). Y de “estos grandes hom bres” continúa diciendo que “hicieron amables sus defectos, porque tal es el pri vilegio de los entendimientos superiores” . Desgraciadamente, su época ha p asad o ; se ha acabado el tiem po de los ingenios eminentes aquellos, que a los defectos añadían bellezas originales, y han venido sus sucesores, que saben imitar sólo los vicios, de modo que el teatro ha llegado al máximo de la depravación, “viéndose en él sólo delirios y ninguna belleza” (pá gina 141).
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La conclusión de Cañizares confirma, junto con su pesimismo por la situación del teatro de su época, la nostalgia por el del siglo de oro. Y cuando se despide pidiendo a los presentes su opinión al respecto, le corea Cervantes insistiendo en la constatación de las desoladas circunstancias del teatro español más reciente y expre sando la opinión de que en los escenarios de España son tenidas en igual estima “una farsa estrafalaria y una acción propia y bien conducida” . Y vuelve al discurso sobre Calderón en uno de los vaivenes que caracterizan la crítica del siglo x v i i i a aquél —como ya hemos señalado varias veces en nuestras indagaciones— : F or ner pone de relieve, por boca de Cervantes, exclusivamente sus as pectos positivos: “M ientras no aparezca un talento tan grande como el de Calderón, que, juntando la regularidad a las bellezas de la imaginación, se apodere de la opinión pública y ponga en descrédito los absurdos...” ; y se vale de él para m ostram os una vez más la persistente indecisión y contradicción de su siglo entre la reverencia por el orden exterior y el formalismo de la tradición neoclásica, de un lado, y el reconocimiento, de otro, de que el arte es algo que está más allá de cualquier reglamentación o preceptiva: “las cosas [sigue diciendo, tras haber hablado de Calderón] perm a necerán en el mismo estado de depravación y m in a ; porque el arte por sí no basta para producir obras excelentes, y, al contrario, h a cen grandísimo perjuicio a los progresos del buen gusto aquellos entendimientos secos, lánguidos y fríos, que no pueden dar de sí más que la observancia de los preceptos; porque esa observancia por sí sola no forma más que cadáveres, y el pueblo quiere más ver un monstruo vivo, alegre y juguetón, que un cadáver pálido y postrado, por más que conserve la regularidad correspondiente a su naturaleza” (pág. 141). Es una afirmación categórica —y que abarca a todas las ar tes, y no sólo a la literatura— que cualquier teórico o artista del romanticismo suscribiría, y que asume particular significado en boca de Cervantes, en la que también la palabra “ arte” —interesante es notarlo— asume un significado restringido de formalismo exterior y es usada, en un cierto sentido, en antítesis con la palabra “ vida” : “Con el arte se formará una estatua muy correcta, pero muy m uer
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ta ; será propiamente una piedra en figura humana. No es esto lo que se estima, porque para hacer esto bastan manos y reglas. Lo que sólo se pide a un escultor es que inspire vida a los mármoles, que dé aliento a los troncos, que sea antes del alma que de la mano su habilidad” (pág. 142). Tiene importancia relativa el hecho de que Cervantes tome como modelo de la poesía (es decir, de la expresión inspirada en la “vida” , por oposición al “ arte”) precisa mente a Cañizares (“Vos, amigo mío, labrasteis monstruos, pero monstruos muy agradables y muy llenos de vida, y ved aquí por qué el pueblo prefiere vuestra vivísima irregularidad a la regulari dad cadavérica de algunos de los que hoy se jactan de reform ado res”) ; y tampoco la tiene mayor el hecho de que Cañizares conclu ya el intercambio de opiniones con conceptos más cautos (“Sin em bargo, nadie debe obstinarse en defender que lo malo es bueno. Voy a seguir en el examen de mis comedias, y creed que no me desdeñaré de corregir o borrar en ellas cuanto me parezca ajeno de la perfección que pide este género de obras”): la solemnidad y el calor de estas afirmaciones de Fom er por boca de Cervantes hacen de ellas un indiscutible modelo de credo romántico a/ite litteram. Durante las exequias, se pasa revista —en el sentido literario de la palabra— al teatro español del siglo de oro, y Fom er se sirve de él una vez más, por un lado, para expresar — pero esta vez con gracia— su lamentación por la falta de “puntualidad” de aquellos grandes dramaturgos, y, por otro, para complacerse con el tesoro que el teatro representa para la lengua nacional: “ Lope y Calde rón guiaban la comparsa pomposos, desenvueltos, ágiles, llenos de espíritu y de vida, y haciendo gala de la fecundidad de su imagi nación, con desprecio de las puntualidades del arte. Pisaban sus huellas Mira de Amescua, Guillén de Castro, Vélez de Guevara, M ontalván, Rojas, M oreto, Solís, Hoz, Zam ora y demás multitud de los que dram atizaron desde la época de Lope hasta la de C a ñizares, en cuyas obras goza la lengua castellana un tesoro riquísi mo de su propiedad y variedad elocuentes para todo género de esti los y asuntos” (pág. 187) n . Los espectadores de las exequias ponen 11 Les siguen los dramaturgos de las épocas anteriores, Bartolomé de
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de relieve —por boca de A rcadio— que aquellos dramaturgos avan zan deshechos en lágrimas y sumidos en inmensa melancolía, por cuyo motivo, persuadidos de que tal actitud es debida o a la con vicción de las fatalidades humanas (a consecuencia de la costum bre de expresarlas en sus tragedias) o a las circunstancias que los han conducido hasta allí, quisieran — siempre por boca de Arcadio— consolar a los dramaturgos a la luz de la consideración de la serenidad de ánimo que debe ser cualidad del prudente. Pero Arcadio es enérgica y severamente reprendido por Oliva, quien le recuerda, por el contrario, la oportunidad de llorar lágrimas de sangre sobre la patria “ al ver que no pasamos de seis los poetas trágicos que ha educado en los tres siglos de su mayor esplendor” (pág. 188); y los lamentos por tal situación van parejos con la afirmación de la majestad de la lengua española, declarada única heredera de la latina y la griega: “Nuestros bosquejos sirvieron sólo para indicar que la lengua española podía sola por sí consolar al teatro trágico de la pérdida que hizo en la extinción de los idio mas romano y griego; porque en sola ella cabe la majestad de dicción que demanda la magnificencia de los dioses de la tierra. Pero, ¡ oh d o lo r!, de nuestros conatos triunfó la monstruosidad de ingenios licenciosos, y las composiciones en que más resplandece el encanto de la poesía son, no sólo mal vistas, pero despreciables en el depravado juicio de nuestra ridicula posteridad” (pág. 188). Es el último lamento de Fom er, y uno de los más fuertes, so bre lo que a él le parece desastrosa situación presente del teatro nacional, los nombres de cuyos representantes no aparecen ya en las Exequias —excepción hecha de los de Lope, Virués y Cueva, citados, sin embargo, de pasada como épicos junto al resto de los épicos— ; y es un lamento sólo en parte atenuado por un ené simo reconocimiento de que (junto a la historia, donde la lengua española dio también pruebas de sus riquezas y de su inagotable fecundidad en todos los géneros del “bien decir”) “ fue el teatro Torres N aharro, Lope de Rueda “y otros más antiguos”, y aun los trágicos Fernán Pérez de Oliva, Jerónim o Bermúdez, Cristóbal de Virués, Juan de la Cueva y Tanco de Frejenal, “que venía a rematar en el autor y en el continuador de La Celestina” .
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donde [la lengua] representó, con deleitable propiedad, cuantos ca racteres caben en la imitación expresiva de las palabras” (pág. 196), en cuanto que se dice también que la revista de todos estos hom bres, tan beneméritos para las excelencias de la lengua, aviva en los espectadores de hoy el dolor de la pérdida de ella. Para concluir ■—al menos por lo que se refiere a esta obra, una de las dos de Forner que, como indicábamos al principio de estas consideraciones, se ocupan también del teatro— , las Exequias con firman ulteriormente esa oscilación de juicio sobre el teatro espa ñol del siglo de oro en la que se pueden señalar razonablemente los todavía tímidos, pero ya evidentes y fecundos motivos y direc ciones de la inminente crítica romántica.
VI PO R TU G A L
Y
LOS
PO RTUGUESES DEL P. FE IJÓ O
EN
LAS
PÁGINAS
El interés que sentimos desde hace tiempo por el siglo x v i i i ibérico nos ha hecho detenemos sobre un pasaje de una obra de Edw ard Glaser, a propósito de Dos comedias españolas sobre el falso nuncio de Portugal \ en el que el estudioso, aduciendo ade más el testimonio del P. Feijóo sobre el complicado problema de los verdaderos orígenes de la inquisición portuguesa, tras haber subrayado que aquel gran polemista español del x v i i i se aplicó “con su habitual energía” a tal problema, observa que la defensa que Feijóo se propone hacer del buen nombre de la nación vecina frente a los detractores de ella “ se convierte de pronto en pane gírico” , llegando a precisar incluso, en una nota, que “ sus comen tarios acerca de los rasgos sobresalientes de los portugueses recuer dan análogos pasajes de una obra tan nacionalista como la de A n tonio de Sousa de Macedo, Flores de España, excelencias de Portu gal (Lisboa, 1631)” 2, y ejemplificando esto con un fragmento del Teatro crítico universal (citado en la quinta edición, madrileña, de 1760, VI, pág. 155): “ venero la Nación Portuguesa por muchas 1 Es el tercero de los escritos de la “Segunda Parte” de los Estudios hispano-porlugueses. Relaciones literarias del siglo de oro, del citado autor, publicados por la editorial Castalia en 1957: ocupa las páginas 221-265. 2 Así habla G laser en la nota 18 de la página 226 del volumen arriba citado.
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relevantes cualidades que concillan mi respeto. Blasones son que la caracterizan su gloria Militar, continuada hasta hoy desde los más remotos siglos, su ardiente celo por la conservación de la Fe, su eminencia en las Letras, su fecundidad en producir excelentes in genios ; en fin, el amor paternal de sus Príncipes a los Vasallos, la inviolable lealtad de los Vasallos a sus Príncipes” . La alusión de Glaser a esta actitud calurosamente lusófila del P. Feijóo nos ha inducido a buscar eventuales confirmaciones de dicha actitud (que a Glaser sólo le interesaba per incidens), tanto más cuanto que, como es sabido (y el recordarlo no quiere ser más que una constatación), el recíproco conocimiento —y no digamos ya la recíproca exaltación— entre españoles y portugueses no ha sido, a través de los siglos, una de las características relevantes. Tal in dagación nos ha parecido digna de ser realizada también por la excepcional importancia de la personalidad y de la posición del P. Feijóo en la historia de la cultura de su tiempo, ya que se trata, como es notorio, del escritor y —bien se puede decir— pensador que, en la España del x v i i i , además de constituir un eslabón en la línea tradicional de su pueblo (así le califica C roce)3, anuncia o, al menos, acelera los tiempos, aun guardándose de rom per el puente con el p a sa d o ; uno de esos hombres entregados, en suma, más que a las formas y a las convenciones, a la investigación del sus tancial equilibrio entre el pasado y el presente, entre la tradición local y las experiencias de más allá de los confines, como lo fueron, en su época y en su nación, un Jovellanos o un Iriarte. sin que sea posible encontrar muchos más. Nuestra reseña tiene forzosamente la finalidad limitada de su gerir y alentar otra más am plia: del vastísimo material que consti tuyen los diecinueve volúmenes del Teatro crítico universal ó dis cursos varios en todo género de materias, para desengaño de erro res comunes, publicados entre 1726 y 1760 (sólo los nueve volú menes del Teatro crítico comprenden 118 Discursos), aquí sólo tenemos en cuenta los veintiún Discursos reproducidos en la anto logía en 3 volúmenes de la obra de Feijóo, publicados en la cono cidísima colección madrileña de los “Clásicos Castellanos” de “La 3 Véase L ’estetica.
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Lectura” (primera edición, cuidada por Agustín Millares Cario, 1923 1924-1926): siete en el primero, cinco en el segundo y nueve en el tercero de los tres volúmenes que la constituyen. De su lectura en función del interés, casual o razonado, directo o indirecto, del P. Feijóo por Portugal, resultará, también —al menos así nos pa rece— una confirmación más de la apertura mental y de la pres teza para sostener la novedad de sus propias ideas —cuando le p a recen sostenibles— en el gran polemista 4. *
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La primera vez que el P. Feijóo alude a un hecho relacionado con Portugal, en la selección en que nos basamos, es en el discurso V oz del p u eb lo 5, en el pasaje en que subraya un episodio de la conquista portuguesa de Oriente. El autor está disertando sobre las extravagantes supersticiones que turban al mundo, y recuerda a este propósito que “en el reino de Siam adoran un elefante blanco, a cuyo obsequio continuo están destinados cuatro mandarines, y le sirven comida y bebida en vajilla de oro. En la isla de Ceilán adoraban un diente que decían haber caído de la boca de D io s: pero habiéndolo cogido el portugués Constantino de Berganza, lo quemó, con grande oprobio de sus sacerdotes, autores de la fábu la” 6. Por lo que el autor narra, poco se deduce sobre su opinión 4 A este respecto se puede releer con provecho el comienzo del P ró logo al lector con que el P. Feijóo abre su propio T eatro : “Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque, siendo verisímil que estés preocupado de muchas de las opiniones comunes que impugno, y no de biendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá sino que, firme en tus antiguos dictámenes, condenes como inicuas mis decisiones? Dixo bien el padre M alebranche que aquellos autores que escriben para desterrar preo cupaciones comunes no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus libros. En caso que llegue a triunfar la verdad, camina con tan perezosos pasos la victoria, que el autor, mientras vive, sólo goza el vano consuelo de que le pondrán la corona de laurel en el túm ulo” . (Edi ciones “ La Lectura” , vol. I, pág. 79). 5 Es el prim ero de los discursos reproducidos en el primer volumen de “ La Lectura”, en las páginas 93-121. 6 Páginas 113-114.
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al respecto; pero ese poco es suficiente para hacemos pensar que a él no le importaba mucho el proceder de los portugueses en aquella ocasión, estando toda su atención concentrada en el hecho de que determinados seres humanos adoren un diente. El hecho es, sin embargo, que la destrucción de aquel diente venerado —des trucción realizada sin tener en cuenta las consecuencias que pro vocaría en el ánimo de aquella gente que adoraba el objeto como cosa divina— fue uno de los errores psicológicos (pocos, en ver dad, si se piensa en el genial comportamiento general de los por tugueses durante sus descubrimientos y conquistas) más funestos cometidos por los portugueses del xvi en Oriente, y que influyó de un modo decisivo sobre la actitud futura de los habitantes de Ceilán frente a ellos, actitud muy distinta, por ejemplo, de la de los habitantes del subcontinente indio, que se mantuvieron en con tacto directo con los portugueses, comenzando por los de G o a : junto al orgullo que la aristocracia de aquella isla muestra todavía hoy (o, al menos, hasta el ayer inmediato) por su ascendencia por tuguesa, se advierte en la población (y su eco se percibe incluso en la no cercan.a Goa cuando se tiene ocasión de hablar allí de la ges ta portuguesa del xvi en Oriente) un todavía hondo sentido de condolencia por aquel hecho remoto. Un elogio muy claro es dedicado por el Padre Feijóo en el dis curso sobre la M edicina1 a un ilustre médico portugués del XVII, Gaspar dos Reis (a quien él llama, naturalmente, G aspar de los Reyes), autor de una especie de enciclopedia médica en cien quaestiones, de título interminable, aparecida en Bruselas en 1661: Elysius iucundarum quaestionum campus; philosophicarum, theologicarum, philologicarum et m áxim e medicarum. En dicho discurso, el escritor español se muestra disgustado con los médicos que para su comodidad ostentan ante los enfermos una seguridad que están muy lejos de tener (“por pura política” , escribe, “ocultan lo que sienten de la ninguna seguridad de su arte”) 8y9; y en un cierto 7 Es el segundo de los discursos reproducidos en el primer volumen de “La Lectura” , en las págs. 122-194. 8 Página 177. 9 M ás aún, el Padre Feijóo pasa revista a España, Italia y Francia, re-
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punto se detiene largamente para proponer el ejemplo precisamente de G aspar dos Reis, quien “en su Campo Elisio pone en tan alto punto los riesgos de su profesión que no encuentra caso alguno en que el médico obre con seguridad del acierto” 10. M ás aún, lo en cuentra hasta de un escepticismo exagerado: en efecto, tras haber referido que, hablando de sí mismo y de sus colegas, aquel ilustre médico se pregunta: Quis enim est, qui semel non erret? A u t quis, qui semel tantum erret? Dubito an semper non erremus u , comenta sin m á s : “No digo yo tanto” u . Y, recordando que G aspar dos Reis subraya los frecuentes errores cometidos hasta por los m e jores médicos, destaca su honestidad y su hum anidad por haber sido “este desengañado médico no desengañador en igual grado” 13, ya que el médico debe, sí, confesar sus propios errores a los doc tos, pero también debe ocultarlos al vulgo por el hecho de que la confesión de los propios errores a persona del vulgo no sirve ni al médico ni al enfermo. N o nos interesa aquí poner de relieve que, en su excepcional equilibrio interior (o, si queremos, en su elemen tal buen sentido), el Padre Feijóo considera, a diferencia de G as par dos Reis, que el no confesar precisamente toda la impotencia del médico puede ser útil y sa b io ; lo que nos interesa es tom ar nota de la estima y del aprecio que manifiesta, tanto desde el pun to de vista científico como humano, por este médico portugués. Dejando para el final del presente trabajo la parte que, en el p ri mero de los tres volúmenes de la antología que tenemos presente, se refiere a las opiniones del Padre Feijóo sobre la lengua, inclu yendo la portuguesa, puesto que la importancia de este discurso suyo merece análisis más profundo, pasamos al discurso sobre las cordando, en cada uno de estos tres países, uno (o dos) de sus mayores escritores o poetas que ya censuraron la recordada deshonestidad de los médicos: Quevedo en España, Petrarca en Italia, M ontaigne y M oliere en F rancia; sus obras — constata— son leídas y celebradas, “pero las cosas se quedaron como se estaban”, y “el mundo siempre será el mismo que fue, ni hay ingeniero capaz de torcer el curso a los impetuosos ríos de preocupa ciones y costumbres universales” (pág. 176). 10 Página 177. u Página 177. 12 Página 177. 13 Página 178.
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Profecías supuestas 14 (discurso que, al menos por algunos de sus temas, recuerda el que ya hemos citado sobre las supersticiones): junto a la alusión a las “profecías errantes que, como fábulas efí meras mueren luego que nacen” 15, encontramos una larga referencia a las profecías que, por el hecho de referirse a una larga serie de años, “ se han divulgado y se conservan escritas para que las inter preten los ociosos y las crean los necios” 16; a este propósito, uno de los dos nombres de los que se sirve para ejemplificar (el otro es Nostradamus) es el del famoso zapatero Bandarra, del cual preci sa, al mismo tiempo, que no tiene muchas noticias al respecto: “Tales son [se refiere a las profecías del tipo m ás arriba indicado] las de un zapatero llamado Bandarra en Portugal, de las cuales no tengo particular noticia ; sé sólo que son oscuras y enigmáticas como todas las demás de este género, y que el vulgo de Portugal hace de ellas grande aprecio” 11. *
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Reaparece Portugal en el discurso sobre Duendes y espíritus familiares 18, en el que el Padre Feijóo, partiendo de un libro del Padre Fuentes la Peña (siglo x v i i Ente dilucidado (libro que prueba, según nuestro escritor, que “los duendes ni son ángeles bue nos, ni ángeles malos, ni almas separadas de los cuerpos”) 19, al afirmar que las narraciones familiares se encuentran sólo en el vul go o en algún autor muy crédulo y facilón “que andaba recogiendo cuentos de viejas para llenar un libro de prodigios” 20, recuerda el rum or que corría “los años pasados” “por Galicia que cerca del cabo de Finisterre se vio venir volando de la parte del Norte una nube, de la cual salieron tres hombres cerca de una venta, y des) ,
14 Es el sexto de los discursos reproducidos en el prim er volumen de “La Lectura”, en las págs. 283-324. 15 Página 308. 16 Página 308. 17 Página 308. 18 Es el primero de los discursos reproducidos en el segundo volumen de “La Lectura” , en las páginas 5-28. 19 Página 5. 20 Página 27.
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pués de desayunarse en ella volvieron a meterse en la nube y con tinuaron el vuelo hacia la parte meridional. Por esto, en aquel tiempo en que las potencias coligadas contra nosotros solicitaban entrar en su alianza a Portugal se discurría que aquellos tres eran postillones aéreos de alguna potencia del Norte, que llevaban car tas a aquel reino” 21. Sigue a estas líneas el comentario, como siem pre m ordaz y simpático a un tiempo (nuestro comentario, de hom bres de nuestra época, distinto y melancólico, sería que aquellos postillones eran los antepasados de los... discos volantes o, más exactamente, de los m arcianos...), del Padre Feijóo: “Si fuese así, podría la misma potencia enviar también por el aire navios y ejér citos, pues al demonio tan fácil le es conducir por las nubes treinta navios que tres hombres solos. Pero no es razón gastar más tinta en impugnar tan irrisible fábula” 22. Una fábula, podríamos añadir, cuya realización, en proporciones tan gigantescas como rápidas por parte del m undo en que vivimos, el Padre Feijóo sería sin duda uno de los primeros en intuir y señalar con la presteza de su capa cidad para percibir el cambio de los tiempos y las cosas, si viviese en nuestros tiempos. Vuelve a intervenir Portugal (para prestar auxilio a España, que es el país de tum o considerado por nuestro escritor cuando se ocupa de otra superstición — o por él considerada como tal— , con sistente en la posibilidad de ver a través de la oscuridad, y, por tanto, de ver cosas que están bajo la tierra) en el discurso sobre Vara adivinatoria y zahoríes2i. Tras haber precisado que se da el nombre de “zahoríes” a “una especie de hombres de quienes se dice que con la perspicacia de su vista penetran los cuerpos opa cos, haciéndose de este m odo patente cuanto a algunas brazas de bajo de la tierra está oculto” 24, comentando que esto es un “em buste endémico de España” (y como español lo indican también los autores extranjeros remitiéndose a autores españoles), aun cuando 21 Páginas 27-28. 22 Página 28. 23 Es el segundo de los discursos reproducidos en el segundo volumen de “La Lectura”, en las páginas 29-50. 24 Página 44.
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España lo haya heredado —como se puede suponer por la pala bra “zahori”, “que parece arábiga”-— , se apoya, en una nota, en un escritor francés, el M arqués de Sant’Aubin, para tom ar el pelo manifiestamente a los filósofos (“Luego que en el siglo pasado” , cita del francés, “ sonó que había en España unos hombres que veían lo que estaba debajo de tierra hasta veinte picas de profun didad, muchos filósofos no dejaron de hallar, a su parecer, razo nes para persuadir que podía esto suceder naturalm ente”); cita luego, del mismo escritor francés, cuanto sigue: “El Mercurio francés del año de 1728 daba noticia de que una señora portuguesa, que nom braba Pedegascha, veía cuanto estaba dentro de tierra has ta treinta o cuarenta brazas de profundidad; mas, por lo que mira al cuerpo humano, no lo penetraba estando vestido; la ropa la im pedía. Pero estando desnudo, todas las partes interiores registraba, los abcesos asimismo, u otros cualesquiera vicios que hubiese, así en los humores como en las partes sólidas” 25 y 26. Tras lo cual, una ulterior intervención del Padre Feijóo nos deja la impresión de que para él la unicidad de las dos entidades España y Portugal, si existiera (aun no interviniendo él en lo más mínimo, del mismo modo que no aparece en él ninguna intención de auspiciarla, ni ningún deseo de querer polemizar o, en todo caso, de expresar opiniones al respecto), podría resultar algo por com pleto natural, como no menos natural podría resultar el hecho de que de tal unidad quedara excluida Mallorca. En efecto, al decir que, si fuese cierto que son “zahoríes” todos los que en España 25 N ota 14 de la pág. 44. 26 Para el P. Feijóo, esta fábula podría haber nacido, no en Portugal, sino en Francia. Y al expresar tal opinión se nota manifiestamente que se divierte, ya que pone de relieve que aquel francés no ha podido encontrar, para negar crédito a la fábula en cuestión, mejor apoyo que el suyo, es decir, el del propio P. F eijó o : “Pero este autor no da fe a la existencia de los zahoríes, fundándose principalmente, para negarle asenso, en mi tes timonio, pues después de citarme, concluye así: —El testimonio de este benedictino [es decir, el P. Feijóo], siendo, como es, español, es de un gran peso para asegurar la falsedad de esta opinión” . (Es la continuación de la nota anterior). Estamos, como se ve, ante una inteligente y divertida defen sa del buen sentido español, hecha simulando tom ar en serio acusaciones extranjeras de una carencia española de... buen sentido.
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nacen en viernes santo (incluso limitando el número de ellos a los nacidos en el momento preciso en que se canta la Pasión dicho día), y se adoptase para la población de España el número de siete millones y medio indicado por Jerónimo de Ustáriz en el libro Teórica y práctica de comercio y de marina, debería haber cuatro o cinco docenas en cada provincia de España, cuando, en realidad, apenas si se ven, añade el P. F e ijó o : “Lo cual se entiende, como dicho autor se explica, incluyendo a M allorca y excluyendo a Por tugal; aunque se excluya a M allorca, como se debe hacer para la cuenta de los zahoríes, aún sale m ayor el número de éstos” 27 y 28. Un portugués y un saboyano le sirven al Padre Feijóo del dis curso sobre el A m o r de la patria y pasión nacional29 para d ar dos rápidos ejemplos de la ceguera del vulgo (ceguera inocua y com prensible) cuando habla de su propia patria: “A lo último del si glo pasado, cuando las armas de la Francia estaban pujantes, h a blándose en Salamanca en un corrillo sobre esta m ateria, un p o r tugués de baja esfera, que se hallaba presente, echó con aire de apotegma este fallo político: “Certu eu naon vejo príncipe en toda a Europa que hoje poda resistir ao rey de Francia, si naon o rey de Portugal” (más extravagante aún encuentra, a este respecto, la afirmación del campesino saboyano: “ Yo no creo que el rey de Francia tenga tanta habilidad como d ic en ; porque, si fuera así, ya hubiera negociado con nuestro duque que le hiciese su m ayordo mo m ayor”) 30 y 31. 27 Páginas 47-48. 28 El problema delicadísimo de las relaciones de existencia entre P or tugal y España en la Península Ibérica, que se agudizará en el pensamiento de los grandes autores de los dos pueblos en el xix (piénsese, por una parte, en M enéndez y Pelayo y en V alera; por otra, en la visión valiente y pre visora de Oliveira M artins y de Antero de Quental), no existe siquiera como problem a en la mente de un hombre de visión tan amplia como el P. Fei jóo : todo lo más aparece como dato de hecho, cuya realidad resulta acaso más de circunstancias y de azares que de exigencias ambientales e históricas. 29 Es el tercero de los discursos reproducidos en el volumen II de “La Lectura”, en las págs. 51-88. 30 Página 62. 31 Las ideas y los sentimientos del Padre Feijóo respecto al apego a la Patria son de una claridad de hombre simple, lineal, inteligente: “Busco en EST. SOBRE LAS LETRAS.---10
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En el discurso sobre las Glorias de E spaña32, el Padre Feijóo nos da la impresión, en varias ocasiones, de que para él la diferen cia entre España y Portugal ni siquiera existe. En efecto, primero llama español a Antonio de Gouveia como si la cosa fuese com pletamente n a tu ra l: “Aún hoy está resonando la Francia de los elogios de Antonio de Govea, y tom ando para sí gran parte de la gloria de tan famoso jurisconsulto porque, aunque español por na cimiento, fue francés por educación y estudios” 33. Luego llama “nuestro”, es decir, español34, a Agostinho Barbosa de Guimaráes, el célebre canonista del xvn, hijo de M anuel Barbosa (a propósito del cual recuerda los elogios de tres italianos, Fem ando Ughelli, Gian Vittorio Rossi —Juan Nicio Eritreo— y Lorenzo Craso). En fin, la alusión que hace al A rte de navegar35 del portugués M a nuel Pimentel (1650-1719) —quien afirma, según él, que “ los espa ñoles fueron los primeros que navegaron por altura de polo, inven tando instrumentos para su observación” 36— nos induce a pensar (aun cuando el no disponer de la obra de Pimentel nos retenga de afirmarlo) que el Padre Feijóo da aquí una acepción lata, extensiva a toda la península, a la expresión “los españoles” . En el mismo parágrafo al que nos acabamos de referir se cita a Portugal junto con H olanda como las naciones donde —evidente mente— la acuñación de monedas estaba más avanzada antes del último perfeccionamiento español en este sentido, el que realizó el matemático Nicolás Peinado y Valenzuela, el cual “adelantó y perfeccionó poco ha con una preciosísima invención la máquina los hombres [escribe al abrir su discurso sobre A m or de la patria y pasión nacional] aquel am or de la patria que hallo tan celebrado en los lib ro s; quiero decir aquel amor justo, debido, noble y virtuoso, y no le encuentro. En unos no veo algún afecto a la p a tria ; en otros sólo veo un afecto delin cuente, que con voz vulgarizada se llama pasión nacional” . 32 Es el quinto de los discursos reproducidos en el volumen II de “ La Lectura” , en las págs. 122-295. 33 Página 207. 34 Página 209. 35 El título de la obra es mucho más largo: Arte de navegar, e roteiro das viagens e costas marítimas de Guinea, Angola, Brasil, etc. (Lisboa, 1699). 36 Páginas 287-288.
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de que para este efecto se servían en H olanda y Portugal con que le quitó el riesgo que tenía para los obreros” 37. *
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Portugal —nos recuerda el Padre Feijóo— ha dado varias veces ocasión a la famosa campana de Velilla, cerca de Zaragoza, para dejar oir sus redobles. En el discurso que tiene precisamente por título Disertación sobre la campana de V elilla 1*, el Padre Feijóo transcribe el manuscrito que le entregara la Condesa de Atarés, co mo documento de la difundida tradición popular de las “prodigio sas pulsaciones de la campana de Velilla”, y que recuerda, entre los autores que dan noticia de la citada tradición, a Valle de Moura, con su In tractatu de Incantatione (sección 1.a, capítulo I, núm e ro 27) 39, al que el escritor español vuelve luego a c ita r40 para de cir que, “con otros muchos” , “con mucha razón im pugna” la opi nión expresada por algunos de que los toques de aquella campana se puedan atribuir al influjo de los astros 41. Y entre las circunstancias en que aquella campana ha sonado, varias son portuguesas, y todas ellas dolorosas, desgraciadamente, en la historia de la nación: la primera, a la muerte —en 1539— de Isabel de Portugal, esposa de Carlos V 42; la segunda, en el año más trágico y doloroso de la historia portuguesa, el 1578, el año de la derrota de A lkácer-Q uibir43; la tercera, para anunciar un 37 Páginas 290-291. 38 Es el segundo de los discursos reproducidos en el volumen III de “La Lectura”, en las páginas 51-79. 39 El título exacto de la obra de Manuel de Valle de M oura es De incantationibus seu in salirtis opusciilum (Évora, 1620). 40 En el opúsculo 1, sección II, capítulo VIII, número 38. 41 Página 57. 42 El Padre Feijóo transcribe lo siguiente del citado m anuscrito: “En el año 1539 se tocó, cuando murió la em peratriz doña Isabel, mujer del em perador Carlos V, y se puede presumir que, como en este año comenzó el heresiarca Calvino a publicar sus errores, quiso Nuestro Señor avisar a la cristiandad para que se guardase de ellos y para prevenir remedios para atajarlos” (pág. 65). 43 Sigue transcribiendo: “Año 1578 se tocó, y sucedió la infeliz jornada
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enésimo intento, por parte de aquel tenaz hombre que fue Don Antonio “Prior do C rato”, de oponerse a España, cuyo dominio sobre su país no se resignaba a adm itir y a cep tar44 y 45. Portugal, en fin, está presente en los Chistes de N . 46, a propó sito de cuanto refiere el Padre M anuel Bemardes, “ lusitano, en su tomo II de Apotegm as” , sobre el episodio de los dos comisarios “de cierta comunidad”, mandados a pedir “no se qué m erced” a Felipe I I ; el mayor de ellos había hecho una exposición interm i nable y agotadora, y el otro —habiéndole el rey preguntado si te nía algo que añadir— respondió: “Sí, señor, nuestra comunidad nos ha encargado que si V. M. no nos concede al punto lo que le pedimos, que mi compañero vuelva a repetir todo lo que ha di cho desde la primera letra hasta la últim a” 47 y 48. Y aún se vale del Padre Bem ardes (precisando esta vez que él es de la Congregación del Oratorio de Lisboa) a propósito de los exorcismos contra los animales para decir que él ha escrito (pero ¿dónde?) “haberse usa do del mismo arbitrio [se refiere a la sentencia, de la que ha habla do antes, del obispo de Troyes — en el siglo xv— contra los esca rabajos, a los que aquel obispo amenazaba maldecir si no abando naban el país] en el M arañón, procediendo legalmente y dando sen
de África del rey don Sebastián y su muerte, y en Flandes la de don Juan de Austria” (pág. 68). 44 Sigue transcribiendo: “Año 1582, a 6, 8 y 9 de marzo, se tocó... y luego sucedió la muerte del príncipe de España, don Diego, y preparación que hizo don Antonio, pretensor del reino de Portugal, para tom ar las islas Terceras” (pág. 69). 45 A propósito de este tema de la campana, se aprecia una vez más el espíritu de modernidad —podríamos decir— o, si se quiere, el buen sentido que siempre inspira al Padre Feijóo: “Cuando se disputa si algún efecto proviene de causa natural o sobrenatural, no se debe afirmar lo segundo sino cuando se halla totalmente imposible lo prim ero” (pág. 88). 45 Es el cuarto de los discursos reproducidos en el volumen III de “La Lectura”, en las págs. 97-130. 47 Página 119. 48 Añade que ha leído lo que había sucedido anteriormente en Italia con un Papa — Urbano V— y una delegación de tres enviados mandados para cierto asunto por la ciudad de Perusa.
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tencia contra una multitud prodigiosa de hormigas que infestaban un convento de San Francisco” 49. El P. Feijóo se vale de una obra publicada en Lisboa en 1621 por el famoso editor Craesbeck, la Historiae Catholicae Hibernicae Compendium del irlandés Philip O ’Sullivan, para afirmarse en su convicción de la inexistencia del llamado Purgatorio de San P a tricio ; y lo hace precisamente en el discurso sobre el Purgatorio de San Patricio50, poniendo de relieve en dicha obra los graves anacronismos que se refieren a la pretendida marcha del vizconde de Perelios a la “Cueva de San Patricio” 51. ** * Portugal está presente asimismo, y bien presente, en uno de los discursos más interesantes y más agudos, por la visión de las cosas y de los hombres, de todo el Teatro crítico universal: el Paralelo de las lenguas castellana y francesa 52. Es una pieza tal que, si, de un lado, documenta la inteligencia y la agudeza con que el autor vivió en el ambiente de su siglo, el x v i i i , de otro lado asume m a nifiestamente una importancia que supera a la época, aun dentro de la natural opinabilidad y mudanza de los puntos de vista: pue de, sin duda, ser releído hoy, por la sorprendente originalidad de visión de las relaciones entre la índole de los pueblos y las len guas en que ellos se expresan, de las coincidencias y de los cho ques de los hombres entre sí, del peso del ambiente sobre los he chos de la historia, y de tantos otros acontecimientos y problemas. El discurso parte de la exhortación al equilibrio dirigida a los españoles, enfermos de extranjerofobia unos y de extranjerofilia otros (entre estos últimos están en prim era fila los que padecen la enfermedad del siglo, los “afrancesados”). El conocimiento de las lenguas, empezando por la francesa, no está siempre privado de 49 Página 129. 50 Es el sexto de los discursos reproducidos en el volumen III de“La Lectura”, en las págs. 151-185. 51 Página 168. 52 Es el quinto de los discursos reproducidos en el volumen I de “La Lectura” , en las págs. 211-231.
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utilidad, dice el P. F e ijó o ; pero es índice de grave estrechez m en tal el hecho de que tal oportuna ampliación de horizontes degenere en negaciones o en desprecio de la propia lengua. M ás aún, índice de tal estrechez es ya la afirmación de superioridad de la lengua extranjera (en el caso específico, la francesa) sobre la propia (en el caso específico, la española), ya que para llegar a tal afirmación sería preciso poder dem ostrar que la francesa es de hecho superior a la española por lo menos en una de las tres cualidades en las que — en opinión del P. Feijóo— puede aventajar una lengua a otras, a saber: propiedad, armonía y abundancia; al menos en teoría, porque en realidad (siempre a su parecer) sólo la última de esas tres cualidades, la abundancia, “puede desigualar sustancial mente los idiomas” 53. Y con desenvoltura (una desenvoltura tan espontánea y fresca que entran ganas de com partir a priori su convicción), el Padre Feijóo señala precisamente que, en cuanto a “copia de voces” , le parece “ que el castellano excede conocida mente al francés” (“son muchas las voces castellanas que no tienen 53 Por lo que se refiere a la propiedad de la lengua, el P. Feijóo encuen tra todas las lenguas iguales en cuanto a las palabras que específicamente significan determinados objetos, mientras que, por el contrario, no se opone a admitir diferencias en lo que concierne al estilo, en el sentido de que sobre la propiedad del estilo influyen la habilidad y el ingenio de quien habla o escribe (y a este respecto tampoco se opone a admitir que los es critores modernos franceses puedan tener ventaja sobre los españoles). Por lo que se refiere a la armonía, no sabe decidir —para negar la opinión de otros respecto a que, en este sentido, una lengua pueda ser superior a otra— si hay “exceso” de algunas lenguas sobre otras o si existe juez que pueda decidir la ventaja de una sobre otra. Por lo que se refiere a la abundancia, llega a expresar el concepto que expresa más arriba después de haber hecho una observación que parece perogrullada, pero que, incluso hoy, no siem pre se tiene, de hecho, debidamente en cuenta: “A todos suena bien el idioma nativo y mal el forastero hasta que el largo uso le hace propio” (pág. 219), afirmación de carácter general desde la que desciende a detalles como los siguientes: “Dentro de España parece a castellanos y andaluces humilde y plebeya la articulación de la jota y g de portugueses y gallegos. Pero los franceses, que pronuncian del mismo modo no sólo las dos letras dichas, mas también la ch, escuchan con horror la articulación caste llana, que resultó en estos reinos del hospedaje de los africanos. N o hay nación que pueda sufrir hoy el lenguaje que en ella misma se hablaba dos cientos años ha” (pág. 219).
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equivalente en la lengua francesa y pocas he observado en ésta que no le tengan en la castellana. Especialmente de voces compuestas abunda tanto nuestro idioma que dudo que le iguale aun el latino ni otro alguno, exceptuando el griego”) 54 y 55. En tales consideraciones sobre las lenguas, el P. Feijóo saca a colación también a Portugal y su idioma, y los emplea en apoyo de las ideas que él expresa, sobre todo en tom o a la índole de las lenguas, en el sentido de que éstas en realidad dependen de la índole de los pueblos que las hablan. Citemos uno de los numerosos pasajes interesantes a este respecto, del conjunto de los cuales flu ye una vez más la claridad de ideas de este erudito del x v iii: “ Pue de asegurarse que los idiomas no son ásperos o apacibles sino a proporción que son o familiares o extraños. La desigualdad verda dera está en los que los hablan, según su mayor o menor genio y habilidad. Así, entre los mismos escritores españoles (lo mismo digo de las demás naciones) en unos vemos un estilo dulce, en otros abatido” 56. Es ésta una afirmación que va más allá de los
54 Páginas 222-223. 55 Fernando Lázaro Carreter, en su docto y útil libro sobre Las Ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIJ1 (M adrid, 1949), evidentemente un tanto sorprendido por la categoricidad de la afirmación del P. Feijóo (de que a todo el mundo le gusta su propia lengua), “en punto donde los pensadores dieciochescos introducen tantos y tan sutiles matices” (op. cit., pág. 49), piensa en una posible influencia sobre él —en el sentido de una visión escéptica (“escepticismo radical en cuanto a la motivación natu ral de la palabra”, op. cit., ivi)— de un Francisco Sanches o quizá, de modo menos cierto, de un Bacon. Sin entrar aquí en la interesante cuestión plan teada por el estudioso actual, nos limitamos a subrayar que una indagación, como la que él sugiere de pasada, de las posibles relaciones entre Francisco Sanches y el P. Feijóo en el campo de la filosofía del lenguaje podría, por una parte, am pliar el conocimiento de la comunión de pensamiento de pen sadores y de escritores ibéricos (aunque los españoles consideran español a Francisco Sanches, no debe olvidarse su origen portugués: reléase a este propósito la docta introducción de Joaquim de Carvalho a las Opera Philosophica de Sanches, publicada por él en Coimbra en 1955), y, por otra parte, contribuir a m ostrar cuánta seriedad ha habido en el enfoque y en la discusión de problemas muy importantes en el pensamiento ibérico tam bién. 56 Página 220.
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pueblos concretos y de los individuos aisladamente, para llegar a recibir matices de significado universal, a cuyo significado univer sal conduce precisamente el hecho de que cada caso concreto puede ser aducido como símbolo de la colectividad. Tras esto, el propio Padre Feijóo anticipa una objeción que le dará ocasión de m ani festar más detalladamente su pensam iento: “No ignoro que en opi nión de muchos críticos hay unos idiomas más oportunos que otros para exprimir determinados afectos. Así, se dice que para representaciones trágicas no hay lengua como la inglesa. Pero yo creo que el mayor estudio que los ingleses, llevados de su genio feroz, pusieron en las piezas dram áticas de este carácter por la complacencia que logran de ver imágenes sangrientas en el teatro, los hizo más copiosos en expresiones representativas de un coraje bárbaro, sin tener parte en esto la índole del idioma. Del mismo modo, la propiedad que algunos encuentran en las composiciones portuguesas, ya oratorias, ya poéticas, para asuntos amatorios se debe atribuir, no al genio del lenguaje, sino al de la nación” 57. Bien se lea esta afirmación del escritor del siglo x v i i i a la luz de la interpretación romántica, bien se lea a la luz de la inter pretación positivista, en cualquier caso parece anticipadora, y nos hace ver de nuevo la agudeza y la originalidad de pensamiento del P. Feijóo, tanto más cuanto que concluye con otro concepto que, no menos razonablemente, puede definirse, por un lado, romántico, y por otro, crociano: “Pocas veces se explica mal lo que se siente b ie n ; porque la pasión que manda en el pecho logra casi igual obediencia en la lengua y en la plum a” 58. 57 Página 220. 58 Página 220. Las ideas estéticas del P. Feijóo merecerían un estudio mucho más amplio que los que hasta ahora se han hecho: en las contradic ciones que en ellas se entrevén, se capta, sin embargo, la sustancial antici pación de este erudito a su propia época. En este mismo discurso, al final de la amplia exposición que abarca de hecho todo el campo románico, el estudioso, rebelándose contra los franceses, que reprochan a los poetas ita lianos y españoles ser hiperbólicos y rebeldes a las exigencias de la vero similitud (la verosimilitud, la conocida pesadilla de los dieciochescos prisio neros de las convenciones) al objeto de suscitar admiración, casi pierde los estribos, y se desahoga en un estallido de desdén en voz alta: “Pero yo digo que quien quiere que los poetas sean muy cuerdos quiere que no haya
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En el mismo discurso vuelve el estudioso a hablar de la len gua portuguesa —junto con la italiana— , tras la comparación entre la española y la francesa, comparación a la que se ha visto llevado forzosamente por la galomanía de muchos de sus com patriotas: vuelve a detenerse en la portuguesa —y en la italiana— “ por comprehender [nos explica] en el paralelo, para satisfacción de los cu riosos, todos los dialectos de la latina” 59. Y adopta una posición de defensa (una defensa si se quiere elemental, y ni siquiera siempre directa, pero que hace parcial referencia a la de otro estudioso) de la lengua portuguesa, en el ámbito de sus ideas generales, muy vagas si se las refiere a nuestra visión actual, pero muy interesan tes para la época en que fueron expresadas, sobre el mundo de las lenguas románicas. En efecto, precisa: “ He dicho por comprehender todos los dialectos de la latina porque, aunque éstos vul poetas” (pág. 28), seguido de una afirmación categórica que nos parece romántica por excelencia: “El furor es la alma de la poesía” (ivi) (la refuer za con un verso de O vidio: Im petus Ule sacer, qui vatum pectora nutrit). Pero en otro lugar adopta posiciones que, tras haber leído lo que se acaba de reproducir, nos dejan perplejos, como cuando, en el discurso sobre las Glorias de España (es el quinto de los discursos reproducidos en el volu men II de “La Lectura”, en las págs. 122-295), la emprende con los críticos que no consideran posible la existencia de la poesía allí donde no haya “ficción” , a propósito de lo cual elogia a Scalígero por haber hecho justi cia de aquellos que acusaron de tal pretendido defecto (es decir, de no haber dado lugar a la “ ficción”) a Lucano, del cual escribe, por el contrario: “ Lo que yo admiro más en Lucano es que no hubo menester fingir para dar a su poema toda la gracia a que otros poetas no pudieron arribar sin el sainete de las ficciones. El fingir sucesos raros, o, en los sucesos, circuns tancias extraordinarias, es un arbitrio fácil para deleitar y contentar a los lectores. Lo difícil es dar a una historia verdadera todo el atractivo de que es capaz la fábula” (págs. 239-241). En otras palabras: el Padre Feijóo se nos presenta unas veces romántico, otras clásico, o, si queremos expresar nos en otros términos, unas veces partidario del abandono al sentimiento, y, por consiguiente, a la fantasía, y otras defensor riguroso del dato real, y, por tanto, de la realidad (hace pensar, a este propósito, en la concepción de Camoes sobre las relaciones entre verdad histórica y poesía); y, sin embargo, se tiene la impresión de que tales vaivenes, antes que documentar incertidumbre, confirman apertura mental y buen sentido en la relatividad de las reacciones del lector y del estudioso inteligente frente al documento de arte. 59 Página 226.
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garmente se reputan ser no más que tres, el español, el italiano y el francés, el padre Kircher, autor desapasionado, añade el lusi tano” 60. Hasta aquí, Feijóo interpreta y comparte las ideas del P. K ir cher, pero ahora pasa a exponer las suyas pro p ias: a) que en el p or tugués se debe incluir el gallego (“en que [quiere decir en “el lusi tano”] advierto se debe incluir la lengua gallega, como en realidad indistinta de la portuguesa, por ser poquísimas las voces en que discrepan y la pronunciación de las letras en todo semejante, y así se entienden perfectamente los individuos de ambas naciones sin alguna instrucción antecedente” 61; b) que el portugués o el gallego —tenemos aquí, pues, una explícita identidad— está más próximo al latín que el castellano (“Que la lengua lusitana o gallega no se debe considerar dialecto o corrupción de la castellana se prueba, a mi parecer, con evidencia del mayor parentesco que tiene aquélla que ésta con la latina. Para quien tiene conocimiento de estas lenguas no puede haber duda de que, por lo común, las voces latinas han degenerado menos en la portuguesa. Esto no pudiera ser si la len gua portuguesa fuese corrupción o subdialecto de la castellana; siendo cierto que con cuantas más mutaciones se aparta una len gua de la fuente, tanto se aleja más de la pureza de su origen”) 62: c) más a ú n : que si hubiera que adoptar el criterio del menor ale jamiento de la lengua madre, la portuguesa estaría en segundo lu gar, después de la italiana, como más próxima a la latina (“Si por el mayor parentesco que tiene un dialecto con su lengua original, o menor desvío que padeció de ella, se hubiese de regular su valor entre todos los dialectos de la latina, daríamos la preferencia a la lengua italiana, y en segundo lugar pondríamos la portuguesa. A algunos les parecerá deber hacerse así porque, siendo una especie de corrupción aquella declinación que insensiblemente va haciendo la lengua primordial hacia su dialecto, parece se debe tener por menos corrompido, y, por consiguiente, por menos imperfecto, aquel dialecto en quien fue menor el desvío”) 63: d) que, no obstante, a él 60 Página 226. 61 Página 226. 62 Páginas 226-227. 63 Página 227.
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no le parece que sea éste el criterio que haya que adoptar M, antes bien, no le parece que exista criterio alguno para juzgar la calidad de dialectos, por lo que, si —como él piensa— entre los tres llam a dos “dialectos” a los que algunos reducen los neolatinos, “la len gua italiana suena mejor que las demás en poesía” 65, tal hecho no le parece que haya que atribuirlo a una supuesta “excelencia del idiom a” , sino —y aquí vuelve el pensamiento fundamental, ya se ñalado, del Padre Feijóo sobre las lenguas— al mayor genio de los naturales o mayor cultivo de este arte” 66 (y concluye precisando que, en el reino de esa fantasía gracias a la cual se puede hablar horacianamente de ut pictura poesis, después de Homero y Virgi lio ningún otro poeta épico está a la altura de Tasso). Para concluir el discurso sobre las lenguas neolatinas, el P. Fei jóo añade un corolario en que vuelve al tema —que evidentemente le es muy caro— de la unicidad de portugués y gallego; es decir, se remonta, y con abundantes detalles, al hecho de la dominación sueva de más de setenta años (en los siglos v y vi) sobre Galicia y gran parte de Portugal, antes de que llegaran los godos, por lo que, “habiendo estado las dos naciones separadas de todas las demás provincias, debajo de la dominación de unos mismos reyes, en aquel tiempo precisamente en que, corrompiéndose poco a poco la len gua rom ana en España por la mezcla de las naciones septentriona les, fue degenerando en particulares dialectos, consiguientemente al continuo y recíproco comercio de portugueses y gallegos (secue la necesaria de estar las dos naciones debajo de una misma dom i nación) era preciso que en ambas se formase un mismo dialecto” 67. 64 Y nos especifica los m otivos: el primero, porque la llamada corrup ción (es decir, la insensible evolución de la lengua original hasta la derivada) no es sino m etafórica; el segundo, porque tal supuesta corrupción, cuando la lengua derivada (el “dialecto”) ha conseguido “su entera form ación” , no es ya ni siquiera m etafórica: no existe simplemente. Nótese, esta vez, la perfecta correspondencia del pensamiento del P. Feijóo con el del xviii tradicional sobre las lenguas consideradas fijas, “en estado permanente” , como dice él mismo. 65 Página 228. 66 Página 228. 67 Página 230.
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Y aquí siguen unas consideraciones que se pueden calificar de inspiradas en un cierto orgullo nacional comprensible y por com pleto inocente. El hecho de que durante el dominio suevo el reino de Galicia comprendiese, además, una buena porción de Portugal (con la ciudad de Braga, como consta por el Cronicón de Idacio, contemporáneo de los suevos, en el siglo v) le hace decir, en efecto, con patente complacencia: “ En fin, en honor de nuestra patria di remos que, si el idioma de Galicia y Portugal no se formó prom is cuamente a un tiempo en los dos reinos, sino que del uno pasó al otro, se debe discurrir que de Galicia se comunicó a Portugal, no de Portugal a Galicia. La razón es porque, durante la unión de los dos reinos bajo el gobierno suevo, Galicia era la nación dominante, pues en ella tenían su asiento y corte aquellos reyes. Por lo cual así los escritores españoles como los extranjeros 68 lla man a los suevos absolutamente reyes de Galicia, atribuyendo la denominación a la corona por la provincia dominante, como antes de la unión con Aragón se llamaban absolutamente reyes de Cas tilla los que, juntamente con Castilla, regían otras muchas provin cias de España. Y lo mismo diremos de los reyes de Aragón res pecto de las demás provincias unidas a aquella corona. Siendo, pues, durante aquella unión el reino de Galicia asiento de la coro na, es claro que no pudo tom ar el idioma de Portugal, porque nunca la provincia dominante le toma de la dominada, sino al contra rio” 69. * * * Por primera vez en las páginas que hemos examinado del Padre Feijóo captamos un matiz nacionalista —completamente natural, por lo demás— que le hace hacer una afirmación de cuya catego68 Unos párrafos antes el P. Feijóo ha citado, en relación con el tema, a Manuel de Faria (para el Epitome de las historias portuguesas) “con fray Bernardo de Brito y otros autores de su nación” (pág. 229), para recordar su opinión de que los suevos dominaron, no sólo la m ayor parte de P or tugal, sino todo el país que llevaba el nombre de Lusitania, hasta el punto de que éste, perdida dicha dominación, tomó el nom bre de Suevia. «9 Páginas 230-231.
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ricidad le habría disuadido normalmente, es de suponer, su cono cimiento de la historia con el ejemplo del Graecia capta jerum victorem cepit y de tantos otros similares. Pero hay que tener en cuen ta también la empiricidad de las nociones y de las teorías lingüís ticas del x v iii , que no impiden, sin embargo, a nuestro estudioso tener una visión inteligente, y anticipadora, incluso, en muchos aspectos, de tales nociones y teorías, y adentrarse con tanta segu ridad en el interesante problema de la situación, incluso lingüística, de Portugal. En todas partes, en los estímulos que Portugal ha dado a su pensamiento, a través de las páginas que hemos exam i nado, desde la credulidad hasta la superstición, desde el am or pa trio hasta el progreso de las nociones científicas, se nos confirma la imagen de un hombre y pensador cuya dote más patente es un raro equilibrio, raro tanto en el x v iii como en cualquier momento, entre el apego razonado a la tradición y la pronta apertura hacia el futuro, tal como nos lo ha delineado —entre sus lectores más recientes— S. M ontero Díaz: “Feijóo fue, sencillamente, un esco lástico de sólida formación aristotélica, pero dispuesto siempre a acatar toda innovación que mereciera, de hecho, acatam iento... Su forma, su tolerancia, su inquietud, y, en muchos casos concre tos, sus opiniones sobre determinados problemas, son innovaciones radicales de estirpe cartesiana a veces, otras de corte baconiano o de cualquiera otra tendencia m oderna” 70. A partado de las ideas corrientes, en una actitud de desdobla miento respecto al vulgo y las masas —no por desprecio, sino por serena superioridad de inteligencia—•, consciente él mismo de su propia posición (la hemos visto confirmada en el pasaje recordado más arriba de su Prólogo al lector), y no menos decidido a ser tan valiente como coherente consigo mismo al exponer sus ideas, a menudo contra corriente71, el Padre Feijóo dirige su atención, 70 En “Las ideas estéticas del P. Feijóo”, en Boletín de la Universidad de Santiago, 1934, pág. 12. 71 En el citado Prólogo al lector continúa: “ Mi designio en esta obra es desengañarle de muchas especies perniciosas al público que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales, y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzare a todos el desengaño” ;
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cuando le viene a cuento, también a Portugal, con el interés y la simpatía que son las dotes naturales del hombre de espíritu y de cultura a un mismo tiempo, y que, por el hecho de venir de uno de los españoles más representativos del momento espiritual y cultural que prepara la decisiva revolución romántica, merecen ser señaladas como indicios de una laudable comprensión y fraterni dad entre los dos países de la Península. y más adelante: “nada escribo que no sea conforme a lo que siento” (Edi ciones de “La Lectura”, vol. I, pág. 82).
VII ESPAÑA (Y FE IJÓ O ) EN LA O B RA DEL PA D R E LUÍS A N TO N IO V ER N EY
Es conocida la relativa escasez, cualitativa y cuantitativa, de contactos culturales entre España y Portugal, países que con fre cuencia se han mostrado sorprendentemente lejanos uno de otro, con un alejamiento que puede parecer desconcertante y no fácil mente comprensible ni explicable para quien no tenga mucha fami liaridad con las vicisitudes de la Península Ibérica. Y en el libro ideal, que todavía está por escribirse, sobre la historia de dichos contactos, por muy escasos que hayan sido, el capítulo que se refiere al siglo x v i i i nos parece que no resultaría entre los más sus tanciosos: motivos diversos y de varia índole, propios de Portu gal (de naturaleza política, psicológica, etc.) o propios de toda Europa (reacción al barroco, etc.), confluyeron para acelerar en aquel siglo la liquidación de la presencia, de indiscutible peso y de indiscutible significado, que España había tenido también en Portugal en el siglo precedente. También Portugal halló, de hecho, con el triunfo del espíritu francés del iluminismo y con el triunfo de las formas italianas del arcadismo, estímulo para alejarse, y muy rápidamente, en el x v iii , de la atmósfera española: en un prim er momento limitando sus relaciones a aspectos —diríamos— negativos, de reacción, como, por ejemplo, de oposición al gongorismo, como se nota en el abu rrido, pero útil documento que nos ha dejado Frei Lucas de Santa
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Catarina, el Serao Político - A buso Emendado, con el cual se abre aquel siglo (1704) o en el que nos dejó Leitáo Ferreira con su N ova A rte de Conceitos (1718-1721), que, aun prestando todavía oídos a la lección de Gracián, lanza sus saetas contra Góngora y contra sus imitadores portugueses; en un segundo momento, nive lando su interés por la cultura española con el interés por las de más culturas, como se nota en el A rte Poética (1766) de Francisco José Freire, en la que la teoría poética de Luzán, evidentísima, ha sido aprovechada, pero dentro del espíritu neoclásico que pone en el mismo nivel a Boileau y a Voltaire, a Addison y a Pope, y, por encima de todos ellos, a M uratori, bajo la autorizada supervi sión simbólica de Aristóteles y de Horacio. Y este escaso conoci miento, por parte de los portugueses, de la vida cultural española de aquel tiempo, y más aún su poco deseo de tomarla en conside ración, resultan todavía más impresionantes por tratarse del siglo en que el iluminismo se propuso, incluso formalmente, llevar la curiosidad y la búsqueda de noticias y de conocimientos por encima de cualquier confín geográfico o cultural. * # # En el espíritu de estas consideraciones preliminares está impos tado este nuestro presente estudio que trata de fijar lo que hay de español en la obra que revolucionó notoriamente el pensamiento pedagógico portugués del siglo x v i i i a la luz de las corrientes filosófico-culturales de la Europa de aquel entonces, es decir, en la obra que introdujo, con audacia y con insistencia que cayeron como una pesada piedra en el estanque muerto de la vida intelectual portuguesa de mediados de aquel siglo, una semilla que daría sus frutos: el Verdadeiro método de estudar del padre oratoriano Luís Antonio Vemey, publicado en 1746 (con una inmediata reedición al año siguiente) bajo el seudónimo de un fraile “Barbadinho” de la Congregación italiana de la misma O rd e n ; seudónimo que pre1 José Ares Montes ha demostrado las analogías de esta obra con el Deleitar aprovechando de Tirso de M olina (véase: “Cervantes en la litera tura portuguesa del siglo xvu” , en los Anales Cervantinos, II, 1952).
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tendía alejar de la cabeza del autor los rayos que, sin duda, habrían de lanzársele por la audacia de sus ideas. Es bien sabido lo mucho que se sirvieron de dicha obra las pocas personalidades portuguesas de aquel tiempo que estaban decididas a rom per con el pasado, en prim er término Pombal. Con la metodicidad con que están escritas (a un supuesto amigo, doctor de la Universidad de Coimbra) cada una de las dieciséis Cartas que constituyen la obra, es decir, con el aspecto negativo de cada uno de los argumentos tratados (crítica contra la orientación de aquel tiempo en esa m ateria) y con el as pecto positivo (propuestas de reforma contra aquella orientación), Verney logró dar un orden riguroso y una fecunda concatenación de ideas a la larga serie de fuentes, de todo país y de todo tiempo, de las cuales se sirvió en su exposición, hasta el punto de presentár senos hoy —alejada ya la polémica que hizo difícil durante mucho tiempo el comprender la sustancia de su obra— como un auténtico hombre del xvm, con sus ideas extremadamente claras y con su constante buen sentido y feliz espíritu práctico. Respecto al Verdadeiro método de estudar se tuvo en consideración predominante, si no exclusiva, hasta llegar a nuestro siglo, el lado negativo, es decir la crítica contra el mundo del pensamiento y de los estudios de su época, en detrimento del lado positivo, es decir, de la propuesta de reformas. Pero hoy que esta obra no se lee ya como antes, con un poco de resentimiento polémico, por lo menos, o con jacobina complacencia, sino que se la considera, por el contrario, en su aspec to más interesante y genuino, de hábil y fructífera capacidad de asi milación y buen uso de ajenas fuentes de pensamiento, con la consi guiente revalorización de la importancia que tuvo la obra en la his toria de la cultura, y sobre todo en los capítulos de las innovaciones de la vida espiritual de su pueblo, se nos ocurre la curiosidad de ver qué puesto ocupa España en el conjunto de los muchos países de cuya actividad espiritual se aprovechó Verney. Y podemos decir ya desde ahora a quien lea el Verdadeiro mé~ todo de estudar con la finalidad arriba indicada, que en esta obra, dentro del espíritu de familiaridad, no frecuente en el Portugal de principios del xvm, con tanta cultura extranjera, lo primero que salta a la vista es, por un lado, la presencia sólo muy relativa de EST. SOBRE LAS LETRAS.— 11
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E spaña; y, por otra parte, la actitud generalmente de cautela, e incluso de sospecha, y hasta de abierta crítica y repulsa hacia ella (cuando está presente) por parte de Vemey. En las tres primeras de las dieciséis Cartas (las que tratan del estudio de la lengua portuguesa, de la gramática latina, y de la latinidad), España no aparece para nada, ni siquiera a través de un nombre o de un acontecimiento, por secundario que fuera. En la cuarta (la Carta en que se plantea el problema del estudio del griego y del hebreo), la fugaz referencia que hace Verney a la re visión hecha por Arias M ontano de la Biblia del dominico italia no Sante Pagnino no es harina del costal de Verney: la ha tradu cido de Lamy. La primera vez que Verney trata explícitamente de los españoles en general o de uno de ellos en particular (el agus tino Bartolomé de los Ríos —y Alarcón— , predicador de Feli pe IV), lo hace en la Carta V (que trata de la retórica); al exam i nar la oratoria sagrada portuguesa, cuando se dispone a condenar —y esto era entonces una novedad— la predicación barroca en ge neral, y la del P. Antonio Vieira en particular, el escritor se detiene en el predicador español para servirse de él como ejemplo particu larmente comprobador del uso arbitrario de aquellos conceitos predicáveis sobre los cuales el Seiscientos se afanó en escribir gruesos volúmenes para enseñar a cam inar... contra la lógica. Pero la crítica contra aquel fraile del Seiscientos es una baga tela comparada con la crítica demoledora que, contra el soneto de certo Espanhol, que descrevia um nariz grande, o qual, depois de ter dito m uita coisa do dito nariz concluí desfazendo quanto en carecerá2, hace Verney en la Carta siguiente, la VI (que se ocu pa también de la retórica, con la intención, esta vez, de dar un Plano duma retórica moderna), arremetiendo ahora, más aún que contra los oradores y los historiadores, contra los poetas (los cuales, a causa de la rima o de la cantidad del verso, dicen mil cosas ou mal ditas, ou mal aplicadas). Y por los dos tercetos de dicho so neto, que el setecentista portugués reproduce íntegramente, aña 2 Citamos el Verdadeiro método de estudar en la edición en cinco volú menes hecha por António Salgado Júnior, de Lisboa, Livraria Sá da Costa Editora, 1949-1952. La cita está tomada de op. cit., vol. II, pág. 84.
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diendo un comentario significativo al cuarteto que las precede (Depois dos quatro versos antecedentes em que exagerava terñvelmente o tal nariz, sai com urna friolera que destruí tudo), se descubre que dicho “certo Espanhol” es nada menos que Francisco de Quevedo, y que el soneto es uno de los más famosos no sólo de él, sino de todo el barroco español: “Erase un hombre a una nariz pegado” 3. Lo cual induce a pensar que Vemey o no había oído antes el nom bre de Quevedo — o al oirlo lo había tomado por un poetastro cuyo nombre apenas oído se olvida— o que su desprecio hacia Queve do era tan grande que se portaba con él como si lo ignorara... Y lo mismo en el primer caso que en el segundo es como para quedar im presionados...4. Menos mal que, aunque sea haciendo una aña didura por su cuenta, Verney reconoce la agudeza de Quevedo en otra ocasión, cuando habla de un engenho espanhol que dijo que metade do m undo vive da opináo da outra metade 5 (a lo que él a ñ a d e : e en cuido que se pode prosseguir odiante e dizer que, de dez m il homens, 9999 vivem da opiniáo do décimo mil), siempre que, como parece puede suponerse dado el género por lo menos aparentemente paradójico, se trate de Quevedo. H ay que decir, sin embargo, que esta Carta V I — que es una de las más interesantes para nuestro estudio— presenta también un momento lisonjero, mejor dicho, doblemente lisonjero, para E s paña, porque, al hacer suyo el pensamiento de Lam y (en el capí tulo que trata del “método de persuadir”), según el cual un modo seguro de despertar la atención es el nao mostrar o objecto que se 3 La cosa que más molestaba a Verney era, por tanto, la pretensión — que atribuye a Quevedo— de querer hacer creer que pueda existir una nariz tnaior que todo o corpo : es, evidentemente, la reacción del setecentista que obedece a la exigencia de lo verosímil, de la raison. 4 En el capítulo sobre los “ Ornam entos”, en la misma Carta, demo liendo una oración fúnebre portuguesa, y arremetiendo contra la mala ralea de los panegiristas que, mientras parecen cultísimos, dejan suponer que no han leído lo que citan, y que toman sus citas de los varios Theatrum vitae, etc., cita también el Teatro de los Dioses, evidentemente de Fray B. de Vitoria, y se digna nom brar también a España, junto a Italia, Países Bajos, Francia y Alemania, como países a cuyas universidades hace alusión indis tinta aquel panegirista portugués para demostrarse persona culta. 5 Op. cit., III, pág. 114.
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propóe, se nao quando a atengao já nao é necessária6, Verney sale con un categórico e inesperado elogio nada menos que de Gracián, de cuyo pensamiento no se ocupa, pero cuyo método aprueba, y precisamente a propósito de El C riticón: O mesmo Gracián, no seu Criticón, engenha de sorte a narraqao das figuras que introduz, que acaba o capítulo quando se há-de explicar algum grande facto, e, reservando a solugao para o seguinte, conduz o leitor, desde o principio até o finí, sempre com curiosidade de le r 7. Pero en otra ocasión le toca a Verney hablar de E l Criticón, y entonces su opi nión sobre el mismo es la previsible de un setecentista contra el Seiscientos: habla, efectivamente, de él en la Carta dedicada al estudio de la poesía (la séptima), en la cual, en el capítulo que tra ta de las “ComposÍ 9óes fundadas na chamada Agudeza” , al censu rar las insípidas ridicularias del mau engenho y de los jogos de palavras de los prosistas, y sobre todo de los poetas, añade una con dena especial contra quienes escribieron y quisieron enseñar tales cosas, ejemplificándolas precisamente con el... infortunado G ra cián: O pior está en que há homens que escreveram sobre a agu deza e quiseram ensinar isto aos leitores. L i há anos um livrinho pequeño de um Espanhol, que cuido era Gracián, e se intitulava Tratado de la Agudeza. Lem bro-m e que o autor, no prólogo, desejava ao livro a boa fortuna de cair em maós de quem o entendesse. Pelos meus pecados, en fui um dos que nao se cansaram em eutendé-lo; porque logo entendí que o livro nao merecía que se lesse 8. Y de nuevo arremete contra El Criticón en la misma Carta (al tratar de los defectos especiales de las composiciones poéticas portuguesas, y concretamente de las sátiras), colocando a su autor entre Persio y el escritor francés B arclay9, en cuanto autores de 6 Op. cit., II, pág. 146. 7 Op cit., II, págs. 146-147. 8 Op. cit., II, págs. 233-234. Verney completa este pensamiento suyo ex poniendo sus propias ideas acerca de una antítesis entre el orden natural de las cosas y las “agudezas” que serían, precisamente por su naturaleza, arti ficio (querer ensinar a dizer gragas e agudezas é o mesmo que querer en sinar a mudar a natureza: quem nao é próprio para estas coisas, nao as pode aprender, etc.). 9 Verdaderamente el francés de nacimiento Jean Barclay (muerto en
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sátiras obscuríssimas, acusándolos a todos, desde luego, de no com prender ni siquiera ellos mismos lo que dicen en varios pasajes de sus obras. Este último reproche a Gracián aparece en el mismo pasaje en que Verney expresa, por explícito contraste, su propio placer en haber leído a Cervantes, cuya historia de D. Quijote le parece fa mosa e galante (y añade: gostei m uito de a ler), e incluye a aquel escritor entre los mejores autores modernos que mejor aplicaron la oportuna finalidad de la sátira que es el nao repreender sendo o que verdaderam ente é vicioso... para instruir os homens do que devem fugir, es decir, incluyéndolo entre Sócrates y Horacio 10. Hay que añadir, sin embargo, que todo lo que dice Verney es eco casi literal de un pasaje de las Réflexions sur l’éloquence, la poétique, l’histoire et la philosophie (c. X X V III) del P. René Rapin, pasaje del cual tom a Verney, antes de lo que se refiere a Cervantes, las consideraciones generales sobre la sátira, con el juicio positivo acerca de Horacio y el juicio negativo acerca de Juvenal (conside rado como declamatorio y poco conclusivo); y, por lo que se re fiere a Cervantes, el escritor portugués se ha dejado probablemente influir por Rapin más benévolamente de lo que era su inclinación, como nos permite sospechar el hecho de que la opinión favorable que expresa sobre Don Quijote (tomada evidentemente de la inter pretación, en clave teórica clasicista moralizadora, de Rapin), cuan do Verney se halla frente a aquella obra, libre de influencias ajenas específicas, se atenúa y hasta se esfuma, llegando a ser sustituida por un estado de ánimo de cautela, si no de desconfianza. Todo esto lo había demostrado ya en la anterior Carta V I (en la que intentaba, como ya hemos recordado, hacer un plan de la retórica moderna), a propósito de los “ ornamentos” , en la cual, condenando la pésima moda de los escritores y poetas (que usan exclusivamente expresiones grandiosas para distinguirse de los comunes mortales, y que todo lo ven gigantesco, ou para melhor dizer, tudo transformatn), añade, a modo de ejemplo comprobador, que a sua cabega Roma en 1621) — del cual Verney recuerda el Euphormio sive Satyricon, de 1603— es considerado como inglés, puesto que, de hecho, se inglesizó. 19 Op. cit., II, pág. 302.
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é como a de D. Quixote, a quem m uinhos pareciam palácios, e nao havia coisa para ele que nao fosse majestosa; incluyendo luego implícitamente, por lógica consecuencia, también a Cervantes en la condena colectiva contra todos estos poetas, los cuales em lugar de engrandecerem quem jala, mostram a pobreza do seu entendimento, que, nao tendo cabedal de dar palavras para tudo, pede-as emprestadas, ou furta sem advertencia as que encontra n . Y ésta es una interpretación muy significativa del personaje cervantino, al cual se le quita así todo significado interior, de modo que queda reducido no a otra cosa que a una especie de monstruo formal (lo cual entra, por lo demás — sea dicho de paso— , en la conocida incapacidad, por parte del lector setecentista típico, de colocar y de ver al genio en la luz que le corresponde: recordemos, siempre por lo que se refiere a Cervantes, al P. A n d ré s; y a Bettinelli por lo que se refiere a Dante o a Cándido Lusitano por lo que se refiere a Camdes). Y es ésta una interpretación de don Qui jote como personaje que queda confirmada un poco más adelante en el mismo capítulo sobre los “ornam entos” , en el que el escritor, mofándose y definiendo ridículos los títulos setecentescos de obras y de colecciones (y comienza con la famosa portuguesa Fénix Renascida para recordar, entre otras, el Belerofonte literario de un enemigo del P. Feijóo a quien no nom bra aquí, pero que nom brará más adelante, es decir Salvador José Mañer), como comple mento de su propia burla añade, a propósito de tales títulos, que só estavam bem na boca de D. Quixote de la Mancha 12: lo cual, si de por sí pudiera interpretarse en un sentido no necesariamente desfavorable, en este momento de la exposición, y por el tono como se dice, asume un evidente matiz de escarnio. * * *
En la Carta sobre la poesía, que es la séptima, en la cual esboza por vez primera una de sus ideas más avanzadas en relación con su época, es decir la de la conveniencia de usar la lengua portuguesa 11 Op. cit,, II, pág. 89. 12 Op. cit., II, pág. 116.
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en lugar de la latina (convicción que será uno de los puntales de las propuestas de innovación pedagógica adelantadas por Verney en sus Cartas a este respecto), al recordar que grandes personali dades religiosas, incluso modernas, han compuesto versos en vul gar, cita, como único nombre, el de San Ignacio de Loyola (Op. cit., II, p. 206). Y en otro momento de ideas audaces —natural mente, por lo que a su época se refiere— , el momento en que pro pugna el derecho de la mujer a la instrucción (con una curiosa restricción por lo que se refiere a la música, que considera como no apta para ella) —en el Apéndice sobre o estudo das mulheres en la Carta X V I, sobre los estudos— , en implícito contraste con el pen samiento de Fénelon, a quien está siguiendo en aquel momento de su exposición 13, Verney estimula a las mujeres portuguesas para que aprendan y se perfeccionen na Língua Espanhola, que serve m uito para ler as historias e outras obras daquela Nagao 14: y que remos añadir que ésta es una manifestación — que podríamos decir indudablemente inesperada— de interés hacia España, aunque esto no ha de maravillamos, dada la normal amplitud de horizontes de Vemey 15, amplitud de horizontes en la cual las zonas de sombra 13 Fénelon, en su Traiíé de l’éducation des filies, que Verney seguía, h a bía desaconsejado, sin más, que las mujeres aprendiesen las lenguas italiana y española, que para ninguna otra cosa servirían, según él, qu’á lire des livres dangereux et capables d’augmenter les défauts des fem m es (tomamos la cita del moderno editor de Vemey, Op. cit., V, pág. 136, nota 1). 14 Op. cit., V, pág. 137. 15 En la Carta anterior, la XV (sobre los estudios canónicos), hay otra indicación de cierto significado, aunque no se refiera a España en general sino a un español en particular, el jurisconsulto Esteban D aoíz (el bene dictino de Pam plona que vivió hasta 1619, canónigo en la catedral de su ciudad natal después de haber sido durante varios años Rector del Cole gio de San Clemente en Bolonia), sobre cuya obra se expresa Verney en términos de absoluto elogio, y cuyo conocimiento declara necesario para los especialistas en la m ateria: Para ter prontos os textos todos do Direito Canónico, nao há melhor concordancia que o D aoiz\ ele traz todos os tex tos do Direito e das Glosas, por alfabeto; e é obra necessária para os que hao-de estudar fundamentalmente, e ainda para os Advogados e Juizes que querem ter prontas as autoridades. C ompás também outra Concordancia do Direito Civil (Op. cit., V, pág. 42).
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que se refieren a España se notan también en otros momentos de la exposición. Efectivamente, en la bibliografía que Verney expone para el estudio de la Física (a la cual dedica la Carta X) en hasta veinti trés periódicos o enciclopedias de varios países no hay ninguna huella de España (están, junto a Portugal, Francia e Inglaterra, Italia y Rusia, Alemania y Holanda) (Op. cit., III, págs. 224-226). En el largo discurso sobre las bibliografías referentes a los estudios de preparación para el estudio del derecho civil, y precisamente al de la filosofía (Carta X III, dedicada a la cultura jurídica), en una larga lista de estudiosos (Op. cit., IV , págs. 160-167) no hay nin gún nombre español. En otros lugares, al hacer alguna rápida alu sión a España o a los españoles, su juicio se orienta hacia la nega ción. Tal es, en sustancia, el caso de un pasaje de su discurso sobre la medicina, en la Carta X II, en la que Verney, atacando decidi damente a los secuaces de Galeno, al citar ejemplos, pone sus ojos en España, ya en un sentido general (Verdade é que em multas partes, v. g. ñas Espanhas, continuaram nesse tempo, e aínda no presente, os autores Galénicos) 16, ya en un sentido específico (para citar nombres de Galénicos, que sao capazes de fazerem perder, nao digo só a paciencia, mas o juízo, e embrulharem a mesma L ó gica Natural, quanto mais a Física, com os maus principios que ensinam) 11, cita solamente un portugués, Bravo —Joáo Bravo C ha mico— , y dos españoles, Vila Corta —Francisco Henríquez de Villacorta— y Heredia — Pedro Miguel H eredia— . * * * Un explícito cotejo, o una confrontación, entre españoles y por tugueses sirve a veces a Verney para m ostrar ciertas deficiencias de la cultura o de la índole ibérica comparadas con las de los de más pueblos europeos. Siempre en las páginas sobre el P. Antonio Vieira que sirven de apéndice a la Carta VI, burlándose del censor del prim er tomo de las Cartas de aquel orador sagrado setecentista, según el cual 16 Op. cit., IV, pág. 37. 17 Op. cit., IV, pág. 38.
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censor el mundo den (a Vieira) a coroa de Príncipe dos Oradores, para decir que aquél tiene horizontes mentales muy limitados, dice que “nao fez maior jom ada que de Lisboa a M adrid” 18: concepto, el de la limitación de horizontes de los ibéricos (aunque expresado sin acritud y sin intención de burla), que repite al final de este dis curso sobre Vieira, cuando, después de haber establecido entre él y otros oradores sagrados (entre los cuales se cita expresamente sólo al italiano Segneri) la misma diferencia que hay entre la noche y el día, dice que se ve inducido a concluir que quatro Portugueses ou Espanhóis, que dizem o contrario, nao podem fazer mudar de conceito ao mundo inteligente 19. Junta de nuevo a los dos pueblos —poniendo, mejor dicho, al español en el puesto de honor— cuando, al hablar de poesía en la Carta V II, a propósito de los prejuicios sobre el arte de componer versos, lamentando el que hasta entonces nadie se haya decidido a escribir una buena A rte poética portuguesa, acusa a sus propios compatriotas en estos térm inos: Todos se remedeiam com esta espanhola, que é. muito rná fazenda. Certo meu conhecido me mostrou Iiá tem pos unía manuscrita; mas nada mais era que um com pendio da dita espanhola, em que sámente se trata das medidas dos versos e combinaqoes de consonantes, o que está m ui longe de se chamar A rte P oética20; después de lo cual recarga la dosis sobre E sp a ñ a : De nao terem profundado a matéria, nascen todos os defeitos da Poesía, de que se acham infinitos na Espanha e também em Portugal21. Los pone, en cambio, juntos, siempre en esta Carta V II, en el reconocimiento de que os Espanhóis e Portugueses mais advertidos foge/n hoje de los equívocos que só reinaram no tempo da ignoran cia 22 (está disertando sobre las composiciones poéticas fundadas 18 Op. cit., II, pág. 185. 19 Op. cit., II, pág. 189. 20 Op. cit., II, págs. 203-204. António Salgado Júnior la identifica con el Arte poética española (1592) de Juan Díaz Rengifo, que tuvo muchísimas reproducciones con añadiduras en el Setecientos. 21 Op. cit., II, pág. 204. 22 Op. cit., II, pág. 217.
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en la semejanza de letras, sílabas o palabras, y sobre la necesidad de claridad). En esta Carta sobre la poesía cae bajo la pluma de Verney —y era inevitable que así fuera— uno de los temas que más da que pensar a los teóricos y a los hombres del Setecientos: el de la in verosimilitud en el arte. Y al demostrar la presencia de dicha in verosimilitud en la obra del portugués del Seiscientos Frei Antonio das Chagas, mientras da la alarma sobre el peso de dichos defectos en cualquier género de manifestación poética (sea narrativa, o d ra mática, o épica), el discurso de Verney recae, también inevitable mente, sobre el te a tro ; en el cual se lamenta de que pequen —de inverosimilitud— los portugueses, y aún m ás que ellos los espa ñoles, que en este aspecto han sido sus maestros. Y sus ideas aquí son tan claras y precisas que vale la pena transcribir literalmente su pensam iento: Ñas Comedias, pouco caem os Portugueses, por que nao se aplicam a elas: raras vi, fora das de Camoes; mas os Espanhóis caem muito nisto. Verá V. P. um pastor que fala com mais filosofía e prudencia que um Cipiao Nasica ou Catao Uticense. Acham-se relagoes com encarecimentos tao despropositados, que nao merecem outro nome que urna enfiada de manifestas mentiras. Algumas vez,es, um homem vulgar faz unía décima ou oitava de re pente; outras vezes, dá melhores conselhos que um consumado Ju risconsulto. Finalmente, em tudo se ve pintada a inverosimilidade. Nao digo eu só Calderón, mas o mesmo D. Antonio de Solis, que em outras coisas mostrou mais juízo que Calderón, nesta o perde. E finalmente todos os Espanhóis sao o mesmo; porque tropegam a cada passo na subtileza, que é impropria na boca de semelhantes pessoas, e também impropria da Comédia, que nada mais é que urna imagem da vida, proposta aos olhos dos homens, para repreender as acgoes ridiculas dos mesmos. Dos Espanhóis o aprenderam os Portugueses 23. Ni siquiera Góngora tiene el honor de ser muy citado por Ver ney: y cuando lo recuerda, lo hace como podía esperarse de un setecentista como Verney. En la Carta V II, dedicada a la poesía, al hablar de los defeitos particulares do Epigrama em Portugués: D é 23 Op. cit., II, págs. 253-254.
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cimas, Rom ances e Sonetos, atacando en general a los poetas que componen Romances e coisas semelhantes com tal estudo, que nao se entendem sem comentário, el estudioso portugués se basa sobre la M adre Juana de Méjico (es decir Sor Juana Inés de la Cruz) y sobre Góngora, del cual cita expresamente los Romances, para pasar luego a los españoles en general (Finalmente, isto é dejeito geral dos Espanhóis; e, dos que en li, nao achei algum que nao pecasse nisto) 24; y de aquí pasa a hablar de los portugueses con una fórmula que ha usado ya otras veces: Dos Espanhóis o receberam os Por tugueses 2S, e poneos sao os que se exceptuaram 26. Poca cosa por lo que se refiere a G óngora... Pero en la misma Carta V II ataca de nuevo Verney a los españoles por otro motivo, es decir, acusándolos de haber traducido el poema de Camóes no como poetas, sino como versificadores27: A s versoes espanholas nem menos concluem, porque foram feitas debaixo do mesmo cli ma. Os outros Estrangeiros que o louvam, fundam-se no que dizem os Espanhóis ou Portugueses, como V. P. pode observar; e alguns que chegaram a le-lo, nao dizem bem d e le 28. Que se consuelen, pues, los españoles, ya que, como se ve, este severo setecentista por tugués no hace cumplimientos ni siquiera con la poesía de su n a ción... En la misma Carta V II, otro argumento escocedor para España, y no menos en el Setecientos que en los demás siglos, el del teatro, vuelve a ser tratado más adelante con un explícito ataque, aunque sin citar nombres, contra la comedia española, a la que acusa de no im itar a la naturaleza y de ser completamente esclava de afec tando e subtilezas (estamos, por tanto, en la acostumbrada preocu pación setecentesca de que el arte no peque de inverosimilitud), en 24 Op. cit., II, págs. 270-271. 25 Hemos visto que, en la misma Carta, a propósito del teatro, ha dicho: Dos Espanhóis o aprenderam os Portugueses. 26 Op. cit., II, pág. 271. 27 A propósito de Os Lusíadas, con su acostum brada apertura de hori zontes, que lo lleva a subestimar más bien que a sobreestimar las produc ciones nacionales, se irrita Vemey de que el poema de Camóes sea puesto al lado de los de Hom ero sólo porque ha sido traducido a otras lenguas. 28 Op. cit., II, pág. 307.
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explícita contradicción y en sustancial desventaja frente a la co media italiana mais natural. Son consideraciones que concluyen un discurso bastante largo que hace Verney a fin de negar que la len gua española sea mejor que la portuguesa para el “poema dram á tico” (comparte la opinión de gran parte de los entendedores de poesía, es decir que, a lo más, toda a poesía soa melhor na língua italiana que noutra algum a29, y para rebatir dicha tesis se adentra en disquisiciones fonéticas, acabando por subrayar, en la preferen cia que los portugueses mismos tienen por la lengua española en lo que se refiere al drama, la aversión hacia el teatro antiguo y la manía por el moderno, de que parece ter sido inventor Lope de Vega; teatro moderno que — según Verney— gustaría precisamente porque está compuesto de m il subtilezas e coisas semelhantes: pero, a propósito de esta comedia española moderna, define, sin más, mau el estilo30. Es la acostum brada condena del teatro por parte de un setecentista intérprete del espíritu de su tiem po: condena explícita y total que recalca y confirma la formulada en el capítulo que ya hemos citado sobre la inverosimilitud, en el cual dicha con dena tiene por blanco principal a Calderón, el perseguido por exce lencia en aquella atmósfera de principios del Setecientos 31. Hay algún otro paso del Verdadeiro método de estudar, en el que el autor cita juntos a españoles y portugueses para subrayar las características que él considera comunes a ambos pueblos: como en la Carta V III (sobre la filosofía), en la que les atribuye en sumo grado el prejuicio de considerarse superiores a los demás pueblos (Sei que a maior parte dos honiens vive m ui scitisfeita dos estilos e singularidades do seu país; mas nao sei se há quem requinte este 29 Op. cit., II, pág. 323. 30 Op. cit., II, págs. 323-324 passim. 31 Véase el trozo que hemos citado en la página 170, tomado de la Op. cit., II, págs. 253-254. Por lo que se refiere a una interesante polémica, en pro y en contra de Calderón, que hubo en Portugal por aquellos mismos años, provocada por un Discurso apologético em defesa do teatro espanhol (1739) de Francisco Paulo de Portugal e Castro, véase: Alvaro Júlio da Costa Pimpáo, “La querelle du théátre espagnol et du théátre fran?ais au Portugal, dans la premiére moitié du X V IIIe” , en Revista de História Lite raria de Portugal, año I (1962), vol. 1, págs. 259-273.
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prejuízo com tanto excesso como os Espanhóis e Portugueses)32. Y hay alguna otra Carta en la que, aun teniendo reproches que hacer, los hace en tono festivo: como en la Carta XV (dedicada al derecho canónico), en la que el autor, a propósito de ciertas igno rancias de los canonistas, se divierte burlándose de un abogado portugués que, lleno de vanidad por cierta capacidad mnemónica que tema, pero ignorante en su disciplina, afirmaba seriamente que Teología sámente se sabia na Espanha, e Direito em Portugal33. Y hay, en fin, algún otro punto en el que Verney se muestra no muy entusiasta de la popularidad o de la influencia de las ideas de cier tos españoles en el ambiente cultural portugués: como en la Carta IX (sobre la metafísica), en la que, criticando la distinción entre metafísica intencional y metafísica real, y atacando, en este caso, a ciertos estudiosos a los que llama meios-modernos, une al nom bre del cartesiano francés Edm und Purchot —cuyo nombre y cuyas teorías aparecen frecuentemente en Verney— el nombre del oratoriano español Tom ás Vicente Tosca (a quien corresponde el m é rito de haber encaminado en direcciones modernas los estudios fi losóficos de su Orden en España y también en Portugal a través de sus correligionarios portugueses)34; y en otro lugar de su obra, en la Carta X (sobre la física, a propósito del estudio del hombre) llega Vemey a aprobar, sin duda, el orden en que ambos autores, a los que cita nuevamente, disponen los estudios de física; pero desaprueba decididamente sus opiniones: aqueles livros e outros
32 Op. cit., III, pág. 16. A este respecto cuenta tambie'n Verney un epi sodio sucedido entre un florentino y un español en Amsterdam. El florenti no hacía continuos elogios, precisos y específicos, de aquella ciudad, mien tras que el español permanecía obstinadamente mudo, hasta que el florentino exclama indignado: só a um Espanhol nao liá-de agradar urna Cidade como Amesterdáo, em que todos iém tanto que admirar? Y el español responde mui lacónico: Vaya, para pintada! Y comenta Verney: Esta mesma resposta, com pouca difereuga, me tém dado alguns, em outras matérias. Qtiando se véem obrigados com exemplos a reconliecer que os Estrangeiros Ihe levam considerável excesso, reípondem rindo que assim é: mas que sómente é em coisas inutilíssimas. (Op. cit., III, pág. 18). 33 Op. cit., V, pág. 19. 34 Op. cit., III, pág. 117.
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semelhantes sao os que nao devem estudar os rapazes, pois tém mil suposigóes falsas e ensinam m uito mau gosto de Filosofía35. Pero hay también, finalmente, algún aspecto de la vida cultu ral española que place a V erney... En la Carta V III (que estudia la lógica), en el punto en que, a propósito de la necesidad de ejem plificar las discusiones en tom o a ciertos argumentos filosóficos, h a bla, además de los Universales, de los “Predicamentos”, entre los peripatéticos mais advertidos que cita para corroborar su opinión (es decir, que es necesaria la ejemplificación) aparece el Peripaté tico, e bom Peripatético, Soares Granatense: aunque a Francisco Suárez lo ataca, y lo pone al lado del jesuita Gregorio de Valencia (que fue profesor de teología en algunas Universidades alemanas en plena Reforma, contra la cual luchó) en la siguiente Carta IX (so bre la metafísica), acusando a entrambos de basarse en prejuízos das Formas Escolásticas com outras iguais coisas violentíssimamente arrastadas para sostener que la Subsistencia é urna Forma Peripatética distinta; y llega al punto de com entar: tanto é certo que a preocupagáo cega o juízo 36. También en la anterior Carta V III, sobre la filosofía, cita Verney a un jesuita español, Rodrigo de Arriaga (teólogo en Salamanca y en Valladolid), para corroborar su propia convicción sobre la inutilidad del uso del silogismo: O P. Arriaga, no prólogo da sua Filosofía, diz claramente que nao ditou muitas questóes da form a Silogística, porque Ihe pareceram escusadas; e que, havendo vinte anos que era mestre, nunca vira que pessoa alguma se servisse da Ponte dos A snos para argumen tar ou responder2,1. Son cada vez más raras las citas o alusiones a españoles en las últimas Cartas, las cuales se refieren a problemas de medicina, de derecho civil o canónico, de teología, o de problemas de estudio de las diversas disciplinas. De ellas, la menos insignificante a este propósito es la X III, sobre la cultura jurídica, en la que Verney aconseja leer, como óptimos comentadores de las Instituciones de Justiniano, al alemán Heinecke (a quien llama Heinécio) y al es 35 Op. 36 Op. ” Op.
cit., III, págs. 237-238. cit., III, págs. 149-150. cit., III, pág. 152.
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pañol Antonio Pérez (que escribe Perézio), a quien, sin embargo, considera holandés en un pasaje precedente — Op. cit., IV , pá gina 124— 38: Eu nao permitiría que o estudante lesse sendo pelo Perézio, ou ainda melhor, pelo Heinécio, que escrevem urna breve parafrase das Instituigóes39. Elogio de riqueza de doctrina que, en otro sentido, hace, en la Carta X III, que trata del derecho, a M artín del Río, a quien cita entre los muchos extranjeros a quienes recuerda porque tuvieron conocimiento de otras disciplinas además de la que trataban ofi cialmente (en el caso de M artín del Río, la teología); mientras, por el contrario, en la misma C arta40, censurando el pedantísimo trabajo de Jerónimo Zeballos, el Speculum Aureum , obra en cua tro pesados volúmenes de opiniones comunes recogidas de m ala manera para ser contrapuestas a otras opiniones comunes, Verney transform a en juicio negativo (porque considera inútil tanta fati ga) el juicio positivo (en el sentido de que dicha obra demostraría lo inciertas que son las opiniones comunes) que había expresado Ludovico A. M uratori sobre Zeballos 41; mientras que toma de Muratori, y lo hace suyo, un posterior juicio positivo sobre elmismo autor español, a propósito de la oportunidad (concepto que se halla ya en Justiniano) de hacer uso muy cauto de los tratadistas y de los intérpretes de las leyes cuando se trata de aplicarlas42. Una no disimulada ironía, más bien una flecha bastante m alicio sa, lanza Verney, en la que nos parece su última referencia a cosas de España, contra una clamorosa y obstinada disputa filosófica en tre dominicos y jesuítas en tierras de España, la disputa sobre el libre alb ed río ; disputa que, tendo nascido ñas Espimhas, conservou sempre nelas os seus niaiores apaixonados, que compuseram sobre ela tratados difusíssitnos, que llie impediu ocuparem-se em outras coisas necessárias. E, com o a contenda sempre existe, déla 38 Evidentemente, como ha hecho notar António Salgado Júnior, esto ocurrió porque Pérez se había formado en la escuela belga de Jurisprudencia. 39 Op. cit., IV, pág. 168. 40 Op. cit., IV, pág. 188. 41 Verney ha parafraseado aquí, o, más bien, traducido, un pasaje del capítulo- IX de la obra m uratoriana D el D ifetti della Giurisprudenza. 42 Op. cit., IV, págs. 215-216.
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nasceram infinitos voluntes com que m uitos autores tém cheio as livrarias, repetindo em longas páginas o que podiam dizer em bre ves palavras43 (con lo cual habría pasado España otro defecto a P ortugal: De que ncisce que, cá em Portugal, onde tom am isto mais a peito, nao se possam aplicar a outras coisas, ibid.). Y la flecha se repite inmediatamente después contra los escolásticos españoles: Pasma um homem quando ve os m uitos volumes que compás o Suares, o Vasques, os Salmanticenses, etc. Contudo isso, examinan do bem o caso, o que eles dizem em tantos volumes escreveu em dois o Rhodes e o Comptono, etc., e podia-se escrever ainda em m en o s44. Pero nos complace el poder concluir esta ya demasiado larga y fastidiosa reseña (antes de pasar al hecho más específico, y aquí, sin duda, más interesante) anotando que en la Carta si guiente, la X IV , sobre la teología, haciendo comprender su propio deseo de una reforma de la escolástica, sigue Verney claramente la huella del pensamiento del dominico español M elchor Cano, aunque sin nom brarlo45. Algunas de las dieciséis Cartas del Verdadeiro método de estudar tienen un apéndice: la III (sobre el latín) tiene un apéndice sobre o valor de algims latinistas portugueses; la IV (sobre el griego y sobre el hebreo) tiene dos, uno sobre a tradiqáo dos esta dos hebraísticos em Portugal y otro sobre o estudo das línguas m o dernas; la VI (que es el plan de una métrica m oderna) tiene un apéndice sobre o valor da obra do P. A ntonio Vieira —y es una fuerte crítica al más grande orador sagrado portugués— ; y la IX (sobre la metafísica —es la penúltima, acompañada de una adición antes del apéndice sobre los estudios concedidos a las mujeres, de la Carta X V I, de la cual hemos hablado ya en la página 167—) tiene un apéndice que nos interesa aquí de modo particular: habla so bre o valor da obra do P. Feijóo. Estas páginas, dentro de la su brayada escasa presencia de España en la gran obra de Verney, asumen, por lo tanto, un valor excepcional, tanto de hecho como de símbolo, no sólo por ser las únicas páginas dedicadas explíci 43 Op. cit., IV, págs. 249-250. 44 Op. cit., IV, págs. 250-251. « Op. cit., IV, pág. 283.
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tamente a una personalidad de la cultura española, sino también por tratarse de una personalidad m ás representativa que ninguna otra de la atmósfera de innovación que el Setecientos iba creando también en la Península Ibérica, aun dentro de aquellos moldes tradicionales en los cuales se mueve claramente el mundo de las ideas del P. Feijóo. Y se podría pensar que Vemey debería tener una actitud por lo menos sustancialmente benévola, si no precisamente entusiasta, h a cia el Padre Feijóo (que el estudioso portugués dice haber leído haverá mais de doze anos: evidentemente había leído el Teatro crí tico, ya que las Cartas eruditas y curiosas eran conocidas sólo en mínima parte en la época de la publicación del Verdadeiro método), el cual se hallaba, como él, empeñado en la tarea de desenmascarar errores comunes y de impugnar diversas opiniones corrientes, como dice el mismo polemista español. Es sorprendente constatar, no obstante, que la realidad de las cosas es muy diferente. El discurso de Vemey sobre el Padre Feijóo, de poquísimas pá ginas de imprenta ‘tó, versa sobre un juízo global do Teatro Crítico, sobre una disquisición acerca del valor dos Discursos sobre preconceitos e superstiqoes y otra acerca del valor dos Discursos sobre matéria filosófica. Os seus Paradoxos físicos e matemáticos, y ter mina con una couclusao. Con la acostumbrada ficción de respon der a una carta de su supuesto interlocutor, Verney se apresura a precisar que no condena en absoluto a quien lea en Portugal al Padre Feijóo, antes bien aconseja su lectura cuando se trate de.. pessoa ignorante, ou dos que nao tém seguido os estudos... pois ochará ali m uita coisa boa, que certamente nao achará em livros portugueses; pero se apresura igualmente a añadir que la obra del Padre Feijóo puede ser perjudicial, y en todo caso es superflua, para un buen filósofo en acto o en potencia. En otras palabras, niega el que no se pueda ser personas doctas sin haber leído a Fei jóo, y afirma que en todas las materias tratadas por él qualquer hofftem de juízo dirá o mesmo sem ter mais lido o Feijóo. Y ejem 46 En la edición Sá da Costa ocupa las páginas 158-165 del volumen III. Pero es necesario advertir que dichas páginas abundan en notas de António Salgado Júnior sobre Feijóo. EST. SOBRE LAS LETRAS.— 12
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plifica esta inutilidad de Feijóo expresando la convicción de que no es en absoluto necesario que venga él a decimos que es falso el proverbio vox populi vox dei, ya que qualquer bom Filósofo, e que tenha um juízo claro, reconhece que nao há conexao nenhuma en tre a voz do Povo e a voz de Deus: antes bien, el filósofo —según Vemey— va mucho más allá que Feijóo, ya que conhece fondamentalmente que a voz de Povo raríssimas vezes é a voz de Deus, e o ignorante tem mil exemplos diante dos olhos que provam o mesmo. Con la misma decisión niega Verney otras dos afirmaciones de Feijóo, que estes espíritos foletos sao arengas; que a idade dos ho rneas nao to n padecido coisa alguma 47 (por el contrario, Vem ey quita, en sustancia, el mérito de la segunda afirmación al escritor español para atribuir, en cambio, la precedencia de la misma al olivetano italiano Secondo Lancellotto, en la obra L ’oggidi..., cu yas dos partes aparecieron en 1623 y en los años 1658-1662). Y con los tres ejemplos que hemos citado considera Verney que ha demos trado suficientemente ser verdadero lo que afirma, es decir, que urna boa Lógica, aplicada a qualquer matéria, poupa todos aque les discursos (se entiende del Padre Feijóo). Aquella buena lógica —prosigue— que hace superfluo, y más bien desaconsejable, todo lo que Feijóo escribe también en torno a las guerras filosóficas, e modos de argumentar, etc.; mejor dicho, puesto que Feijóo confiesa que es peripatético y que se encuentra muy bien con las “Formas Aristotélicas” , isto basta para o canonizar e saber que, netn na Lógica, nem na Física, pode discorrer betn. Y de nuevo recomienda Vemey mucha cautela tanto a quien lea las páginas de Feijóo so bre la física, donde se hallarían alguns erros gordos, como a quien tome nota de sus Paradojas, en muchas de las cuales engana-se, e diz erros\ y de las cuales deduce alegremente Vemey que Feijóo nada sabe de Matemática y nao sabendo, pois, Matemática, como é possivel que discorra bem na Física?
47 António Salgado Júnior hace derivar de los discursos sobre Duendes v Espíritus Familiares (Discursos, t. III, n. IV) y sobre Senectud del M undo (Op. cit., I, XII) las dos afirmaciones de Feijóo citadas por Verney.
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Pero lo que precede no es lo peor sobre el Padre Feijóo. Lo peor está en la conclusión de Verney, que conviene leer íntegramente: Algia na coisa que diz menos má é o que leu ñas Colecgdes das Academ ias Régias, buscando materiais para o seu Teatro. M as isto ou é m uito pouco, ou, aínda o explicasse bem, quem lé Filosofía es cusa o dito Feijóo. Com efeito, o Feijóo só agrada aos ignorantes; os homens verdaderam ente doutos, ou, ao menos, de juízo claro, deixam a sua ligao aos idiotas; mas nao se servem de tal livro. Nem eu o aconselho, por nao embrulhar as ideias da mente, e originar confusdes. (Y si alguien creyera que Verney juzga así a Feijóo por estar acaso influido por el antagonista de este último, el otro espa ñol Mañer, que se desengañe: N em cuide V . P. que digo isto pelo ter lido no seu antagonista Mañer. Nao senhor; mas pelo que me lembra do dito autor e a razao me persuade ser assim. Tam bém do Antagonista form o o mesmo conceito: repreendeu algumas coisas bem; mas tambén, porque nao entendía as matérias, disse m uita parvoíce. Y concluye así: Isto é o que m e ocorre dizer por agora; com mais vagar explicarei o restante, que no nos consta, desgra ciadamente, que haya explicado después). Llegados a este punto, pasamos el interesante problema de in dagar los motivos de tan severa desvalorización de Feijóo por parte de Verney a los colegas estudiosos del pensamiento del Sete cientos. Los juicios negativos de Verney son siempre abiertamente explícitos. Juzga sin restricciones mentales y sin reticencias; pero en este caso, en las páginas sobre el Padre Feijóo nos parece ob servar cierto nerviosismo, cierta falta de autocontrol, la cual no es normal en el erudito pensador portugués. ¿H abrá bastado cualquie ra diversidad de pensamiento, como la de un Feijóo secuaz de las “formas aristotélicas” , para que Verney se le oponga con el tono con que se le opone? Nos parece que se puede razonablemente du dar de ello, y tampoco nos parece que se pueda admitir, ni siquiera en forma de hipótesis, que Verney quisiera a toda costa atacar a un español cualquiera para vengarse por haber sido principalment l’objet des railleries d ’un Ecrivain Espagnol, dont le Journal Etranger, d'A vril 1760, a fait connaitre une Satyre assez piqnante, como dice Verney mismo en su traducción francesa de la Advertencia
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que puso al principio de la Synopsis de su propia o b ra 48; tanto más cuanto que en la misma Advertencia subraya la buena aco gida que había tenido su obra en E spaña: Les traits que le P. Is la, J. a semés dans sa burlesque Histoire du Frére Gerondif ou Ge rundio, n’ont point em piché la Nouvelle M éthode d ’étre tres bien regue en Espagne, puisqu en 1760 elle a été traduite en Langue Castillane par le Docteur Joseph M aym o y Ribés, Avocat des Conseils Royaux, et imprimée á Madrid. Y la alusión al Padre Isla después de la noticia anterior sobre un no precisado Ecrivain Espagnol es de tal naturaleza que no ex cluye la hipótesis de que los dos sean la misma persona, cuya Satyre assez piquante no habría desagradado en el fondo a Vemey. Pero dejamos abierto también este problema secundario (el de la iden tificación o no del autor no nombrado, en el no precisado periódi co, con el Padre Isla), problema secundario en el conjunto del otro problema mayor antes aludido, es decir el de los motivos de la actitud no sólo excepcionalmente desfavorable, sino, además, abier tamente áspera, de Vemey frente a Feijóo, limitándonos a observar que este último, objetivo y sereno también cuando juzga las cosas de P ortugal49, no tuvo mucha fortuna con uno de los portugueses más inteligentes y más representativos de su época. 48 Op. cit., V, pág. 155. 49 Así creemos haberlo demostrado en el capítulo anterior.
VIII UN ER U D IT O
PO RTU G U ÉS EN M A D R ID A FIN A LES D EL X V III
M ás de una vez se ha llamado ya la atención, en estos últimos tiempos, sobre la sorprendente relativa escasez de contactos, cuali tativos y cuantitativos, entre las dos mayores tradiciones culturales de la Península Ibérica, la castellana y la portuguesa. El libro que, sobre tales contactos, alguien se decidirá quizá un día a escribir será, sin duda, menos voluminoso y menos rico de motivos de lo que podría esperar un estudioso no familiarizado especialmente con la historia de estos dos países. Es ésta una consideración de índole general que, obviamente, no pretende poner en duda la po sibilidad —y mucho menos la oportunidad— de buscar puntos de contacto, paralelismos, intercambios entre ambas cu ltu ras; tan to más cuanto que, si hasta tiempos muy próximos a los nuestros, ha sido escaso, o incluso inexistente, un sistemático actuar acorde de estos dos mundos culturales, no menos escasos, o incluso ine xistentes, han sido hasta nuestros días los intentos de iniciar una sistemática historia de las relaciones m ism as: y escasos, encima y sobre todo, por parte de los estudiosos españoles y portugueses. Una mirada de conjunto, proyectada a la vez sobre los intercam bios y trasiegos entre las dos literaturas y sobre las investigaciones que se han realizado sobre ellos, llevaría, en efecto, a constatacio nes tan preocupantes como curiosas. H asta los estudiosos de nues tras generaciones, la atención sobre esas relaciones se puede defi-
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nir no sólo episódica, sino casual, no acorde, en su conjunto, con un sentido de proporción de la importancia de los temas tratados: aparte del de Marcelino Menéndez y Pelayo (y aun éste, en su vi sión tradicionalista y en su interpretación nacionalista de los he chos y los problemas de la cultura, se muestra a menudo muy cauto al ocuparse de asuntos portugueses), muy pocos nombres pueden citarse en el campo de las indagaciones y del interés, no apresura dos ni superficiales, a este respecto. Y, sin embargo, habría bastado a menudo haber acogido suge rencias lanzadas, quizá al azar, quizá sin suficiente consciencia de las posibilidades de desarrollo, sobre momentos, datos de hecho, problemas, desde los tiempos de los cancioneiros y los orígenes de la prosa en adelante. El estudioso de hoy, teniendo presente que la lectura de la antigua lírica portuguesa suscita (incluso en el campo del análisis y de la valoración de la presencia castellana en muchos de sus autores) problemas no sólo no resueltos (a menudo son de difícil solución, como es sabido), sino —y esto es más significativo— ni siquiera afrontados, tiene ante sí también la sig nificativa lentitud de la crítica moderna peninsular para afrontar incluso temas de los primeros siglos, acaso más circunscribibles y definibles. Documenta esto, entre otros muchos ejemplos, la deuda del Pero López de Ayala del Libro de la Caza con el Pero Menino del Livro de Falcoaria, que M anuel Rodrigues Lapa examinara en 1931, dejando él mismo, sin embargo, explícitamente abiertos varios problemas del asunto (el tema lo ha vuelto a tratar en nues tros días un estudioso no ibérico, el joven italiano Giuseppe Di Stefano) *. Y nadie ha querido ver hasta ahora, por pasar a otro ejemplo, si la anécdota de E l Casamiento engañoso, de Cervantes, no tiene realmente nada que ver con la de aquel malcasado poeta del Cancionero Gallego-Castellano, Garci Ferrandes de Gerena (a quien su rey concedió como esposa la mujer que él deseaba porque 1 En II “Libro de la Caza” di Pero López de Ayala e il “Livro da Fal coaria” di Pero Menino, aparecido en el vol. I de la Miscellanea di studi ispanici dell’Universitá di Pisa; y en “Una nota su moralismo e didattica nel Libro de la Caza di Pero López de Ayala” , aparecida en los AnnaliSezione Romanza, VII (1965), 2, en las págs. 229-235.
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la creía rica, quedando al final burlado). Y aun habría que h a blar — es presumible, no obstante la atención ya dedicada por m u chos, desde M arcelino Menéndez y Pelayo hasta Afránio Peixoto— sobre el evidente esfuerzo hecho por Lope de Vega para ser más fiel de lo que solía a la historia —hasta el punto de aparecer casi como un cronista— , sacrificando sus desbordadas dotes de fanta sía, al tratar la figura de Dom Joao II en las dos obras de la trilo gía, que quedó incompleta, por él dedicadas a El Príncipe Perfecto. Esta denominación se haría luego normal para este rey, y, en opi nión de Afránio Peixoto, se debe a Lope de Vega: insólita ac titud del dramaturgo que, razonablemente, puede verse como con secuencia de la admiración — incluso no explícita— de los españo les, a partir de la época de los Reyes Católicos, por aquel gran momento de la historia portuguesa. Pero, para pasar de aquellos primeros siglos —con sus proble mas de índole más manifiestamente filológica o erudita— a épo cas próximas a nosotros, esperan un análisis conveniente las rela ciones entre ambas tradiciones ibéricas, humana y culturalmente muy empeñadas, aunque tales relaciones están m arcadas por carac terísticas de intermitencia y por iniciativas o exigencias de perso nalidades aisladas, más que por un impulso colectivo hacia una más sentida necesidad de conocimiento recíproco. Se refiere ello, sobre todo, a los últimos decenios del xix, a ciertos estímulos sen tidos por la generación portuguesa del 65 (que pasaría a la historia con la denominación de “realismo”) y por la española del 98, más tarde. La atracción hacia España, atracción vivida con tonalidades patéticas en ciertos problemas por esas grandes personalidades del arte y del pensamiento que fueron A ntero de Quental y Oliveira M artins, y transmitida luego a otras personalidades muy significa tivas, desde Trinidade Coelho hasta Antonio Sardinha, y más ade lante hasta Fidelino de Figueiredo (y la fascinación ejercida por la angustia y el tormento interiores de estos hombres ha estado y está bien justificada por la sinceridad de su problemática, que lle vó, como es sabido, a dos de los cinco citados —Antero de Quental y Trinidade Coelho— al suicidio), es un hecho que debe valer como momento y factor determinante en una futura interpretación de
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conjunto de la visión de las relaciones entre España y Portugal. Y análoga afirmación se puede hacer respecto al interés por Portu gal que fue patética exigencia de figuras no menos grandes por parte española; en este sentido hay que pasar desde la brillante arte oratoria de Emilio Castelar hasta la ansiosa discusión de pro blemas generales ibéricos de Ram iro de M aeztu (que paga con la vida su aspiración a un orden superior de las realidades de la Pe nínsula) y la emocionada simpatía de Miguel de Unamuno por Portugal. Esta agitación de afectos y de ideas en los tiempos más próxi mos a nosotros constituye un hecho nuevo e indudablemente de mucha importancia, aunque se haya quedado, en conjunto, en un plano de iniciativas individuales, en la misteriosa vicisitud de la convivencia geográfica y de la distancia espritual entre estos dos pueblos; y la acentuación de curiosidad y la profundización de in vestigaciones que al respecto se pueden constatar en nuestros días, constituyen un signo alentador del deseo actual de comprender lo que ha sido la realidad de las relaciones entre España y Portugal y de valorar sus circunstancias y motivos. Precisamente un joven estudioso español, Julio García Morejón, profesor en la Universi dad de Sao Paolo, ha publicado a finales de 1964 un grueso volu men sobre Unamuno y Portugal (Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, pág. 514; un interesantísimo capítulo de esta obra, el X V II, en las págs. 451 a 472, sobre las relaciones epistolares entre Unamuno y M anuel Laranjeira, definido por alguien este último como el Nietzsche portugués, y que acabó suicida, fue anticipado en los Annali - Sezione Rom anza, VI, 1964, 1, págs. 21-42). E ntre tanto, la circunstancia del centenario del nacimiento de aquella fascinante personalidad había despertado también en otros estu diosos de Unamuno el deseo de investigar, o de valorar más a fon do, los signos de su cálida comprensión espiritual del alma del pueblo portugués, cuya tácita capacidad de angustia interior le im presionó tanto que dio por título, como es sabido, Un pueblo sui cida a uno de los escritos más densos y al mismo tiempo patéticos de Por tierras de Portugal y de España. Y hace también que se tome nota, como hecho significativo y alentador, que, de una p ar
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te, se trata de establecer bases más firmes y de abrir horizontes más vastos en la indagación sobre las relaciones entre los dos países. Ya a comienzos del siglo, Eloy Bullón y Fernández había dado un paso alentador en este sentido con una investigación, publicada en M adrid en 1916, sobre Las relaciones de España con Portugal: lec ciones del pasado y orientaciones para el porvenir, mientras que ahora una profesora universitaria de portugués en España, Pilar Vázquez Cuesta, está preparando un ambicioso trabajo de conjun to precisamente sobre las relaciones literarias entre los dos países en el siglo xix. Por otra parte, se va poniendo de manifiesto una cada vez más apremiante sensibilidad recíproca entre los estudio sos de los dos pueblos, en un intercambio de evidentes respetos y cortesías, incluso formales. Y ahí tenemos, en efecto, si queremos amablemente documen tam os al respecto un momento, la siguiente galería literaria: D á maso Alonso, que no vacila en calificar una “cantiga” de Gil V i cente (“M uy graciosa es la doncella — ¡cómo es bella y herm o s a ! ...”) como “ tal vez la poesía más sencillamente bella de la líri ca española” 2, y que dedica la conocida edición de la Tragicomedia de Don Duardos gilvicentina “al pueblo portugués” ; Joáo Osório de Oliveira, que invita a sus compatriotas, los portugueses, a la necesidad — a él así le parece— de que cambien sus ideas sobre el país vecino (en A nossa ideia errada de Espanha, en la página literaria del ll-X I-1958 de O Comércio do Porto); Jorge de Sena, quien, tocando una tecla que una vez seguramente habría sido ex plosiva, se atreve a escribir (también en una página literaria, del 28-VIII-1956, de O Comércio do Porto) que Portugal es uma fim bria teimosa e renitente de España. Intercambios de cortesías de los que aquí hemos dado ejemplos elegidos como antología de los muchos de que están sembradas ahora las relaciones entre los hom bres significativos de los dos países y que van dulcificando, de he cho, ciertas tosquedades tradicionales entre ellos en los tiempos pasados y no demasiado lejanos de nuestros días, cuando era habitual oir en labios de los portugueses afirmaciones como la de 2 Es la “cantiga” final del A uto da Sibila Cassandra, cantada por todos los personajes a coro.
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un personaje de un cronista del siglo x v : De um lado nos cerca o mar; do outro, o muro de Castela, o proverbios como Da Espanha, nem bom vento nem bom casamento. Entre las pacientes investigaciones que hay que hacer sobre temas de los prim eros siglos de la convivencia entre los dos países de la Península Ibérica y las cálidas reevocaciones de acercamientos humanos en tiempos próximos a nosotros, asume una posición in termedia, y no sólo cronológicamente, la del x v i i i . H a sido ésta una fase de transición en la historia de la convivencia ideal entre los dos países cuando Portugal, que se había liberado fatigosamen te de la presencia política de España, empezó a rechazar — aunque no con demasiada convicción, y sí con una patente lentitud de rit mo— los excesos barrocos de la condición espiritual y de las m a nifestaciones de arte, buscando una simplificación y una clarifica ción a través de las vías, no siempre ideales — o seguidas de un modo que no era siempre el mejor— , del arcadismo italiano y del neoclasicismo francés. En otras palabras, entre las culturas de los dos países se vuelve, en el x v i i i , a actitudes casuales y a relacio nes individuales, aun dentro del significado a veces específico y notable de ellas, como la actitud benévola del P. Benito Feijóo sobre Portugal (que hemos tenido ocasión de m ostrar en un tra bajo sobre “Portugal y los portugueses en las páginas del Padre Feijóo” , el cual constituye el capítulo VI de este volumen) y la actitud, no tan benévola, del P. Luis Antonio Verney sobre España —y, en particular, sobre Feijóo— (sobre el cual nos hemos detenido en una comunicación, España (y Feijóo) en la obra del Padre Luís Antonio Verney, leída con ocasión del “Simposio so bre el P. Feijóo y su siglo” celebrado en la Universidad de Oviedo en el otoño de 1964; constituye el capítulo V II de este volumen). El capítulo sobre el x v i i i de ese libro ideal que habría que es cribir sobre la convivencia espiritual entre España y Portugal, al que aludíamos al principio, no nos parece, en otras palabras, que fuera uno de los más sustanciosos; y tampoco nos parece que sea de los más próximos a ser escritos. En el espíritu de tal considera ción hemos pretendido dar aquí noticia de un episodio de dicha convivencia en aquel siglo, que precisamente resulta curioso y de
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un cierto interés en aquel momento de nueva y efectiva distanciación sustancial entre las dos culturas. * * * Se trata de la visita hecha a M adrid en 1789 por un erudito portugués, en misión oficial y con un objeto cultural bien claro y delimitado. El erudito es Joaquim José Ferreira Gordo, que vi vió entre 1758 y 1838 (nació en A lhandra y murió en Lisboa) y fue licenciado en leyes y en derecho canónico en Coimbra, miem bro del Consejo de la Reina Doña M aría II, monseñor de la Sede Patriarcal de Lisboa, socio de la Academia Real de Ciencias, y, finalmente, Bibliotecario M ayor de la Biblioteca Nacional de aque lla capital. Es autor, entre otros trabajos, de una Memoria sobre os Judeus em Portugal (publicada en el tomo V III de las “ M emo rias de Litteratura Portuguesa”, de la citada A cadem ia)3, así como de Fontes próximas da compilagao Filipina, ou Indice das Ordenagoes do Código Manuelino, e das extravagantes, de que próxim a mente se derivou (1792, con una segunda edición, corregida y au mentada, de 1829). Precisamente la “Academia Real das Ciencias de Lisboa” le mandó a M adrid con el encargo de proceder a la recopilación de Apontam entos para a Historia Civil, e Litteraria de Portugal e seus Dominios, collegidos dos M anuscritos assitn nacionaes, como estrangeiros, que existem na Biblioteca Real de Madrid, e ñas de alguns Senhores, e Letrados da Corte de M ad rid4, como dice el título — título de una extensión habitual en el siglo xvm — de la M emoria que a su regreso publicó el autor en el tomo III (1792) de las antes recordadas “M emorias de Litteratura Portuguesa” de aquella Academia. Se trata de sus buenas 92 páginas, que empiezan con la exposición de las R aides da m inha vinda á Córte de Madrid, e Descripgao do que tenho achado mais notável ñas cousas pertencentes as Letras, e Educagao. Y son razones que presentan un in 3 Aparecieron, como es sabido, en ocho volúmenes, de 1792 a 1812. 4 En las citas se mantiene, naturalmente, la grafía originaria.
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dudable interés doble: por las noticas que dan sobre la vida m a drileña del momento y por la reacción del erudito portugués ante ellas. Es la reacción de un hombre de buen sentido, deseoso de co nocer las cosas y de hacerse cargo de ellas. Su exposición comienza, en efecto, con una decidida, pero serena y comprensiva afirmación de la dificultad de lograr una historia “perfecta” (es decir, objeti va) de la monarquía, historia sujeta normalmente a las adaptacio nes sugeridas por los príncipes de los acontecimientos que se refie ren a ellos y a sus antepasados; a menos que uno tropiece —añade, como aclaración— con Príncipes dotados de liberalidade e amor das letras, cuyo mecenazgo para los estudiosos es, por lo tanto, inteligente y liberal. Lo más interesante de esta consideración de nuestro erudito es la aplicación que hace de ella a la vida portu guesa: a este respecto, atribuye el mérito de tal deseo de objetivi dad exclusivamente a la Academia Real de Ciencias, objetividad que le parece testimoniada por la iniciativa de m andar estudiosos por toda Europa en busca de documentos referentes a la historia portuguesa, iniciativa que el erudito encuentra particularmente útil cuando es aplicada a España o a Holanda, bien por las circunstan cias históricas que directa o indirectamente han ligado a estos dos países con Portugal, bien por la bibliomanía, doenga que lavrou m uito tempo n estes Paizes, e de que enfermárao muitos Filologos seus N aturaes5. Precisamente en el espíritu de tal indagación envió la Academia a Ferreira Gordo a M adrid para hacer el escrutinio del material portugués existente en aquellas bibliotecas. Y los detalles de la preparación de esa visita son curiosos y útiles para una reconstruc ción del ambiente de cortesía y de colaboración existente entre los eruditos de los dos países que entran en contacto en aquel momento. Complacido por tal atmósfera, el erudito portugués que acaba de 5 La nota (a) de la página 2 de la M emoria, que da esta precisación, prosigue con la lista de ocho manuscritos portugueses existentes (años 1727 y 1728) en La Haya y en Amsterdam. Pero uno de ellos está en italiano: Itinerario ó vero descrizione di Portogallo, e Historia di quel Regno 1571 (se añade en ella que se venden na Bibliotheca do M árquez de S. Filippe).
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llegar a M adrid, al congratularse por la autorización obtenida para su viaje por parte de las autoridades españolas, recuerda espontá neamente que también las portuguesas se habían comportado con la misma deferencia, pocos años antes, con el erudito español Juan Batista M uñoz, enviado a Lisboa para recoger material con objeto de escribir la historia que él llama das Indias de H espanha6. Y el detalle más curioso es que la autorización que le ha sido con cedida para el uso de las bibliotecas madrileñas es tan amplia y generosa que provoca, entre el erudito portugués y el bibliotecario de la Biblioteca Nacional (Juan Antonio Pellicer) y sus colabora dores, cortezes disputas, pois diziao, que as Ordens eráo contrarias as Constituigoes fondanientaes da Bibliotheca (pág. 4, nota a). Llegado a M adrid a mediados de agosto de 1789, Ferreira G or do consigna en su M emoria, como prim era impresión, la de que no todas las descripciones por él leídas anteriormente sobre aquella Corte son “sinceras” y que, por el contrario, son judiciosas e verdadeiras las críticas hechas a tales descripciones por Antonio Ponz en la introducción a su viaje por España (que, como sabemos, si gue siendo un documento muy interesante y útil sobre la España de la segunda mitad del x v i i i ) : la afirmación de nuestro erudito se mantiene, sin embargo, dentro de generalidades, eximiéndose de entrar en detalles a causa de la delicadeza que él considera debe usarse respecto a países extranjeros. Se limita, por ello, a una pequena digressáo sobre o que n ’ella ha pertencente as Letras, e Educagao digno de notar-se (pág. 5), remitiendo sin más, para el con junto, a la rica serie de libros de españoles sobre M adrid citados por el propio Ponz. En su “digresión” aparecen noticias sobre el antiguo Colegio Imperial, que él señala como lugar por el que pasa quasi toda a mocidade de M adrid para llegar a la Universidad de Alcalá de H en ares; sobre el “Colegio para los Nobles” , cuyos jóvenes, instruidos en doctrina civil y cristiana, están destinados a pasar a aprender de otros maestros tudo quanto he preciso q. saibaó as pessoas de sua qualidade (pág. 6); sobre outras muitas escuelas 6 De la Historia del N uevo M undo del valenciano Juan Batista M u ñoz (1745-1803?) apareció sólo el primer volumen (1793), que abarca los primeros ocho años del descubrimiento de las Indias.
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en las que se enseña gramática la tin a ; con una noticia aparte so bre 32 Mestras de meninas, con estipendio del rey, a las que se enseña todo o genero de lavores, y sobre otras maestras pagadas por el arzobispo de Toledo: noticias que le dan pie para recordar una institución portuguesa análoga, que se remonta nada menos que a los tiempos del rey Dom Sebastiáo. Estas noticias no van más allá de la cró n ica; pero la actitud de Ferreira Gordo adquiere otro interés cuando, al considerar como casas de educagao los dos teatros nacionales, sentencia que, en rea lidad, éstos nao merecem certamente este notne porque, a su pare cer, no tienen, no sólo la posibilidad de ejercer una influencia be néfica, sino ni siquiera la de evitar una influencia maléfica, a causa de la naturaleza de la gran mayoría de las representaciones que en ellos se dan. La condición de eclesiástico de nuestro erudito puede haber influido sobre esta toma de posición negativa respecto al tea tro madrileño de finales del x v m ; conviene subrayar, sin embargo, el hecho de que acompaña dicho juicio suyo con explícitas excep ciones, refiriéndose ■—y esto merece interés también hoy por nues tra parte— ante todo a Tomás de Iriarte, a quien Ferreira Gordo no vacila en declarar merecedor de la gran reputcigao que el escri tor español ve que ha adquirido entre los lectores serenos y objeti vos. Y tal juicio sobre Iriarte es interesante porque no está conce bido de oídas, sino que deriva de la lectura directa de una obra suya, apresentada ha pouco tempo, y que nuestro erudito acaba de le r 1. (Son los años —téngase en cuenta— en que este dram aturgo español lleva a la práctica su intención de resucitar la comedia es pañola : de 1788 —primero publicada y luego representada con éxito— es la sátira contra la deficiente educación de los jóvenes El señorito mimado, mientras que la comedia contra la educación de las jóvenes, La señorita nial criada, no tiene éxito. Evidentemen te, el erudito portugués se refiere, pues, a la prim era de las dos, porque la mejor comedia de Iriarte, El don de gentes, y el “pasa 7 Es curiosa la sorpresa de Ferreira G ordo al constatar que los perso najes de teatro visten, en el escenario, como en la calle e talvez em casa, salvo en los dramas de moros, para los que, se apresura a decir, ambos teatros de M adrid disponen de un vestuario ad hoc.
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tiempo” Donde menos se piensa salta la liebre, son de 1790). Un título específico de mérito en el mundo del teatro lo atribuye, además, nuestro erudito a los “ sainetes”, a los que define ¡mus pe queños Dramas, etn que ordinariamente se imitad os costumes de certas classes de pessoas de Hespanha, adornados de música, e bai les propios do Paiz (pág. 7); a propósito de los cuales añade tam bién un juicio que nos sirve para la historia de las costumbres de la época, ya que los define como las obras teatrales que mais entretetn a todos os Estrangeiros (pág. 7). Interesante es, asimismo, la toma de posición de Ferreira G or do respecto a una figura popular de la cultura española del m omen to : ese Antonio Ponz cuyo nombre ha citado ya, y que ahora vuel ve a señalar como secretario de la “célebre” Academ ia de San F er nando (de la que habla largam ente); sus libros sobre E sp a ñ a 8 y sobre otros países, y sus ideas sobre las bellas artes, suscitan en él adm iración; y los inuitos pedaqos... escritos com fel de los cita dos libros contra Francia y Gran Bretaña le parecen, si no justifi cables, sí comprensibles, ya que son una defensa contra las mordentes censuras con frecuencia dirigidas por gentes de aquellos paí ses contra España. Y a este respecto se nos muestra una vez más nuestro erudito dotado del buen sentido y de la cautela de juicio que hacen de él un típico hombre del x v i i i , pues añade: grande parte das quaes [censuras] naó posso ainda saber se erad justas, tendo attenqad ao tempo, etn que elles as escrevérad (pág. 9). Es una cautela que se lleva hasta actitudes de valiente objetividad: en la exaltación de Ponz y de “su” Academia de San Fem ando (de la cual en aquel momento, conviene recordarlo, es director y protector el Conde de Floridablanca), al elogiar el incrivel grande número de Gravadores e Debuxadores que actualmente tem M a drid, no vacila en definir ainda mais incrivel a carestía que d'huns e outros ha em Portugal (págs. 9-10). Es una objetividad digna de particular relieve porque viene de un portugués respecto a España 8 Ponz, cuyo libro más famoso, el Viaje de España, en veinte tomos, fue pronto traducido a muchas lenguas, era secretario de aquella Academia desde 1776; al año siguiente a la estancia de Ferreira Gordo en M adrid, en 1790, llegó a consejero, cargo que tuvo hasta su muerte (1792).
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y porque, además, no se queda como fin de sí misma, sino que se transforma, de un lado, en una consideración concreta de la rea lidad de las cosas, y, de otro, en una incitación a que en Portugal se haga lo posible: Tauto he certo que n ’hum Reino encerrado em curtos limites, nao pódem fazer grandes progressos estas Artes, a naó haver da parte do Ministerio hum grande socorro de pensóes, com que os professos ríellas se mantenhad (pág. 10). Esta sensata actitud de nuestro erudito caracteriza toda la des cripción que hace de la vida intelectual de M adrid, bien al subra yar sus aspectos positivos, bien al llam ar la atención sobre los m e nos favorables. Corteses, pero muy claras, son, en efecto, las crí ticas que dirige a la Real Academia Española 9 por lo que se refie re a la preparación del Diccionario de la Lengua (castellana, natu ralmente), al que tiene algún pero que poner, desde la no siempre afortunada elección de los compiladores hasta las no indiferentes lagunas del Diccionario bajo el punto de vista del léxico del siglo de o r o ; desde la negligencia que nota en el tratado de Ortografía (1742) de aquella Academia por lo que se refiere a la etimología hasta la insuficiencia de tratam iento “filosófico” — así se expresa— que ve en la Gramática de la Lengua Castellana publicada por aquella Academia en 1711. Aprecia, en cambio, incondicionalmente el trabajo hecho hasta entonces por la Real Academia de la Historia mediante la recopi lación de material, expresando la esperanza de que de dicho m ate rial se hago uso, y buen uso, en adelante. De su rápida alusión a la Academia del Derecho Español y Público deducimos una vez más el escrúpulo y la honestidad de nuestro erudito: Nunca assistí ás sitas sessóes, por isso naó posso dizer com clareza o que rí ellas se passa (pág. 12); escrúpulo y honestidad confirmados en la exposi ción de noticias sobre tantas y tantas otras academias, sobre las que aquí, naturalmente, no sería oportuno detenernos (pero merece 9 El director de entonces, el M arqués de Santa Cruz, es descendiente —recuerda Ferreira Gordo sin perder su habitual serenidad— del que ocupó las Azores en nombre de Felipe II en el momento del paso de Portugal bajo la dominación española, venciendo la última resistencia del “Prior do C rato” .
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quizá una alusión, por su amplitud de preocupaciones culturales, el elogio hecho por el autor dieciochesco portugués a la Academia Médica M adrileña, por ejemplo, porque cuenta entre sus miembros al botánico de fama europea abate Cavanilles, a quien se debe un logrado duelo polémico con Masson, el autor de la clamorosa voz sobre España en la Encyclopédie). Su capacidad de orientarse, más aún, de orientarse rápidamente y bien, en la actividad cultural y erudita española se manifiesta en cada aspecto de ella con que entra en contacto, pero, en prim er lugar, en el aspecto que más de cerca le interesa, es decir, la vida de las bibliotecas. Sobre la Biblioteca Real (a propósito de la cual no olvida recordar los méritos de su fundador, Felipe V, que llegó a destinarle todo su patrimonio bibliográfico y artístico, y de su sucesor Carlos III), es decir, la actual Biblioteca Nacional, subraya cortésmente, por una parte, la desproporción entre el edificio que la alberga (que la albergaba entonces, hasta 1836) y la grandeza e preciosidade do seu conteudo (de los 130.000 volúmenes que po seía según una noticia de 1786, él destaca el fondo del Cardenal Archinto, mandado com prar en Roma por el rey Carlos III) y, por otra, el desorden en que está amontonada la colección de libros y de documentos encontrados por los españoles en la plaza fuerte de Almeida —en la frontera entre la Beira Baixa, en Portugal, y la provincia de Salamanca— cuando, con la ayuda de los franceses, se apoderaron de ella en 1762: livros, e papéis..., os quaes sem dúvida teriao sido já restituidos se se julgassem de m uita importan cia ou se tivessem pedido (pág. 15): un cumplido más a España y un reproche a su país. En la biblioteca despierta en él un especial interés el fondo de los manuscritos, entre los que destaca la co lección referente a la historia de Portugal, recogida por D. Jeróni mo M ascarenhas, obispo de Segovia; y también a propósito de los manuscritos se lamenta de la falta de un índice general, al que sólo se ha dado comienzo en el año en que él es mandado a M adrid, no obstante la disposición tomada al respecto por Carlos III veinte años atrás. Sigue luego una descripción muy minuciosa de la vida interna de la biblioteca, de su actividad detallada (tareas, sueldos, relaciones recíprocas), de sus empleados: Ferreira Gordo pone en EST. SOBRE LAS LETRAS.—
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esta descripción, complacido, su propia competencia de bibliote cario. Y con este complacido examen de competente, nuestro erudito pasa luego, una tras otra, las demás bibliotecas de la ciudad, sem brando su exposición de noticias cuya naturaleza, aun siendo m ar ginal y episódica, tiene una utilidad específica para la reconstruc ción del ambiente del M adrid de finales del x v i i i , de una parte, y para la valoración de este hombre de buen sentido, de otra: vamos a dar algún ejemplo de ellas. Al hablar de la Biblioteca de los Es tudios Reales de San Isidro, cuando da noticia de que su biblio tecario jefe, D. Miguel de M anuel y Rodríguez, ha presidido algu nas conversaciones literarias a las que él ha tenido ocasión de asis tir, Ferreira Gordo se siente en el deber de expresar la opinión de que considera por completo insuficiente la disputa de palavras para achar a verdade em qualquer materia que seja, y que tales ejercitaciones literarias, justificables en la Universidad al objeto de obte ner el grado académico, fuera de ella son — según él— ostentación y no más que medio para entreter a ociosidade d'alguns espectado res, e divertir a melancolía d ’outros (pág. 19); tras lo cual se di vierte refiriendo la atmósfera de ridículo que ha cubierto a ciertas intervenciones, durante las ejercitaciones, con una fina ironía que, pensando en el x v i i i español, nos remite a las burlas de u n Padre Isla o de un Padre Feijóo. Contrariamente, subraya con mucha simpatía una buena costumbre de familias nobles m adrileñas: la de tener abiertas al público sus bibliotecas privadas, desde la del Duque de Medinaceli (rica también en manuscritos) hasta la del Duque de Osuna y las siete bibliotecas pertenecientes a las órdenes religiosas; a propósito de estas últimas se complace de un mérito suyo particular, el de haber recogido manuscritos inéditos de ilus tres figuras del siglo, desde el P. Sarmiento hasta el autor de la España Sagrada, el P. Flórez. Desde el interés por las bibliotecas es, naturalmente, breve el paso por la actividad tipográfica española, sobre la cual vale la pena leer el juicio de Ferreira G ordo: A A rte de Im prim ir he sem dúvida a que em Hespanha está em mais perfeigad. Quando o resto da Europa considerava esta Nagad totalmente ignorante da prática
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d ’ella, appareceo impressa pelo célebre Ibarra a traducqad de Sallustio, que corre em nonie do infante D. Gabriel de saudosa m em o ria. Os Inglezes e Francezes fórao entao obrigados a confessar que os habitadores d ’esta península nao careciao da energía necessaria para o trabalho das artes; e que esta obra se podía pór de nivel com as mais perfeitas, que tem sahido das suas Officinas (pági na 20). Lo cual no es sólo afirmado, sino documentado con una larga lista de importantes ediciones de clásicos españoles o tradu cidos al esp añ o l; y cuando se siente en el deber de precisar que ahora aquella tipografía no está ya a la altura de antes (por la muerte de su director), hablando también de las otras (ante todo de la Tipografía Real, instituida por Carlos III), con su acostum brada objetividad pone de relieve la situación no brillante de Por tugal a este respecto, de sorte que seni o perigo de faltar á verdade posso affinnar que de qualquer prélo de Hespanha sahe no día hum terqo mais de trabalho do que ordinamente faz o mais diligente do nosso R eino (pág. 21). Y no se contenta con inform ar al público portugués sobre la actividad tipográfica española: le pone también al corriente del arte de la encuadernación — de cuyo alto nivel se complace— y de la actividad de las librerías, de las que subraya, en cambio, los criterios demasiado comerciales y escasamente cul turales. Pero esta vez ha creído nuestro erudito poder atribuir a una ciudad y a una época una característica que es, por la fuerza de las cosas, de todos los países y de todos los tiem pos... Otro motivo de curiosidad en la lectura de esta relación de Ferreira Gordo es la ocasión que nos ofrece de ver, en su conjunto, la actitud de la Inquisición española respecto a la literatura por tuguesa. Precisamente en la época de su estancia en M adrid publicó esta Inquisición un epítome de todos los índices y Edictos prom ul gados desde su fundación hasta aquel momento, y el erudito se vale de ellos para dar las listas de las obras portuguesas incluidas en el índice en 1559, en 1583 y en 1584; no nos dice cosas nuevas, pero el poder tener una visión de síntesis de aquellas inclusiones en el índice (desde “autos” de Gil Vicente hasta el Ulíssipo de Jorge Ferreira de Vasconcellos, la Historia dos Santos Padres do Testa mento Velho, de Fr. Domingos Baltanas, la Ropica Pnefma de Joáo
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de Barros, obras de Jerónimo Osorio, y tantas otras) ayuda eficaz mente a recrear la atmósfera, todavía pesada, de aquellos últimos años del xvm. Desde el punto de vista de la curiosidad estricta mente literaria, merecen ser particularmente señaladas algunas no ticias: la prohibición de la columna II de la página 42 del Cancioneiro Geral (1516), cuya publicación atribuye Ferreira Gordo, evidentemente por error, a 1517; el permiso para el Ulíssipo de la edición de 1618 (e se prohibe sendo de outra qualquer edigao ante cedente a esta), de la Eufrósina de la edición de 1616 (son prohi bidas explícitamente también las anteriores) de Jorge Ferreira de Vasconcellos, y del Cioso de Antonio Ferreira (que se permite com a emenda, que Ihe fez o dito Expurgatorio). El identificar las líri cas prohibidas del Ccmcioneiro Geral y de los pasajes suprimidos de las comedias de Jorge Ferreira de Vasconcellos, y la interven ción directa del índice en la comedia de Antonio Ferreira —iden tificación que no se ha hecho todavía, que yo sepa— para que las tres obras fueran quitadas del índice, dan lugar a pequeños pero interesantes problemas que aquí proponemos. Otro tanto se puede decir respecto a las enmiendas impuestas por el índice de 1747 a las ediciones de 1688 y de 1698 de los Sermoes do Rosário del P. Antonio Vieira, así como respecto a las enmiendas impuestas por el Edicto del 13 de mayo de 1789 a la edición de Barcelona de 1734 de los Sermoes del mismo autor (en cuatro tomos in-foli Y dígase otro tanto aún, para concluir con los ejemplos puesto de la columna I de la página 30 de la edición de Lyon de 16 de la Historia del Regno di Portogallo de Giovani (sic)Baptis (sic) Birago, columna que también es prohibida. Y todavía otro detalle interesante en tom o a un problema notoriamente compli cadísimo a lo largo de los siglos: Ferreira Gordo, al precisar que se prohibe, e se achava já prohibida pelo Edicto de Janeiro de 1755, el A rte de Furtar, dice: do mesmo [se refiere al P. Antonio Vieira] ou de Joao Pinto Ribeiro; el problema, tan discutido, de la identificación del autor de dicha obra (que se encamina ya hacia una razonable solución en el nombre de Antonio de Sousa de Macedo) a finales del x v i i i está todavía lejos de encontrarse planteado en términos susceptibles de evolución satisfactoria.
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Para cerrar la introducción al catálogo por el que ha sido en viado a M adrid, nuestro erudito añade ulteriores elogios a la situa ción cultural española. Uno de ellos se refiere al prestigio atribuido a los hombres de pensamiento y de letras en la vida de aquella colectividad; es un pasaje de cierta longitud, pero acaso vale la pena tom ar nota de é l: Os Homens de Letras naó fazem ríesta Córte hum a figura taó triste, como os vemos fazer em outras partes. Naó ha em prego do governo, instiga, ou fazenda, a que naó tenha direito, e esperanga de chegar, o que tem este nome. H um hom em de merecimento conhecido, posto que naó tenha huma ascendencia iIlustre, póde esperar ser Embaixador, Grao Cruz, Secretario de Estado, Presidente de Tribunal, e até entrar na Ordem mais distincta da Monarquía, que he a do T o sa ó ; de tudo ha exemplos, e naó poneos, no tempo presente, dignos por certo de serem imitados em todos os paizes, em que a Justiga reinar a par de Filosofía (pá gina 27). O tro elogio, implícito como el precedente, se relaciona con éste: Os Grandes naó sao aquí contemplados, senao pelo lado do merecimento pessoal; y, dado que éstos, por tradición, no aspiran más que al servicio de corte y a puestos militares, los hombres de letras tienen posibilidades de disponer de muchos puestos en toda clase de altos empleos (incluidos los militares). Pero, una vez más, junto a los elogios están las críticas. La más fuerte se refiere a la reciente prohibición, en España, de toda la prensa periódica, com excepgaó da Gazeta 10, e Diario, puesto que o Espirito dos Jornaes era tal vez o melhor que aqui havia, y no obstante se inspiraran, sustancialmente, en Francia, eran de utilidad a los literatos locales. Y el rem ate es un juicio general sobre Carlos III, desde el punto de vista de la cultura, que quizá valga también la pena de releer por com pleto: Quem ler com attengaó esta pequeña descripgaó, que acabo de fazer do estado das letras nesta Córte, conhecerá que a reforma d'ellas cotnegou no Reinado de Filippe V; e que quem as levou áquelle gráo de bondade, em que ora se achaó, foi seu
10 Se trata, evidentemente, de la Gazeta Oficial, que existió a partir de mediados del xvn, vulgarmente llamada la Gazeta de Madrid.
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filho Carlos III. Este Principe, a quem a sua Córte, e toda a Hespanha deve mais beneficios, do que fóra d ’ella se pensa, teria huma nomeada ainda mais illustre, se quizesse contentar-se com o titulo, por inuitos modos merecido, de Reform ador de sua Nagao; mas elle quiz unir tam bem a este alguns outros, e por esta causa se vio amortecer n’elle por algum tem po o espirito de reforma, com que havia empunhado o Sceptro d ’esta Monarquía; e ficárao por executar muitos dos grandes projectos, que havia concebido a favor das letras. H um d ’elles era o estabelecimento d ’huma Academ ia de Sciencias, e pensoes para os seus Individuos, cuja traga o actual Monarca tem tratado de por em execugao, logo que estiver em ter mos o magnifico, e soberbo edificio, que se está fabricando para sua habitagao, junto dos antigos Pagos Reaes (págs. 28-29). *
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La catalogación de las obras portuguesas existentes en las b i bliotecas de M adrid y del Escorial, que ocupa más de sesenta pá ginas de la relación de Ferreira Gordo, está subdividida en tres categorías: Das Memorias, Documentos, e Escritos em Portuguez (en las páginas 29-61); Das Memorias, Documentos, e Escritos em Castelhano (en las páginas 62-88); Das Memorias, Documentos, e Escritos em outras Linguas (en las páginas 88-92). De las obras escritas en lenguas diversas de las dos ibéricas, gran parte están escritas en la tín ; de algunas no se dice explícitamente en qué len gua están escritas (todos los títulos están dados en portugués), pero presumiblemente lo están en la tín ; una lo está parte en latín, parte en portugués. Cuatro están en italiano (en las páginas 91 y 92): una del matemático Giovan Battista Gesio sobre los acontecimientos en Portugal en 1578; otra del historiador Pietro della Valle il Pellegrino, sobre la guerra de O rm u z; una tercera de un historiador anónimo, sobre el asedio de Malaca de 1688; una cuarta, en fin, de un historiador eclesiástico, también anónimo, sobre los obispa dos portugueses —la primera, en depósito en El E scorial; las otras tres en M adrid, en la Biblioteca Real—. Sobre todo la lectura de las dos obras históricas sobre los portugueses en Oriente se puede
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presumir que sería aún muy útil para el conocimiento de esa acti vidad. Y entre las obras portuguesas señaladas hay una cuya indica ción deja perplejos, en la duda de si se trata de inexactitud de noticia o de novedad: este último caso sería excepcionalmente in teresante. Se da como existente en la Biblioteca Real (Est. M. n ú mero 28) un Cancioneiro com posto de varias poesías, definido por el bibliotecario Don José Tomás, que hizo de él huma analyse a petición de Ferreira Gordo, hum Cancioneiro de obras burlescas escritas na Lingua Portugueza, recopilado, segundo parece, no seculo décimo quinto. Comprehende 96 folhas de folio, e ainda he maior o número dos auctores das poesías nelle conteudas, as quaes todas sao coplas reaes, compostas de duas redondilhas de cinco versos cada h u m a ; outras de quatro', algumas m ix ta s; poneos viIhancicos, e redondilhas de quatro versos com alguns tercetos. A maior parte dos versos sao dos que chamad de redondilha maior, ou de oito syllabas, m uito poucos de redondilha menor, ou de seis syllabas, e se encontra frequentemente o verso quebrado. Os cissumptos sao todos jocosos (pág. 59, nota a). La nota concluye: siguen os nomes dos autores. Pero, en realidad, los 166 nombres dados no son de 166 autores, sino que corresponden evidentemente al número de las composiciones, pues, en vez de estar especificadas éstas, están especificados los nombres de los autores, de los que más de uno se repite más de una vez (con evidente inexactitud, incluso, que se puede presumir es del compilador del Cancioneiro: como en el caso del autor que una vez aparece bajo el nombre de Coudel M oor solamente, otra bajo el de Fernáo da Sylveira nada más, otra bajo la precisación completa de Coudel M or Francisco da Sylveira, donde se puede suponer razonablemente que Francisco ha sido escrito, por error, en lugar de Fernáo, padre tanto de Jorge da Syl veira como de Francisco da Sylveira; a propósito del citado Fernáo da Sylveira hay que observar aún que el autor dado por este com pilador sin la precisación de Coudel M or podría ser Fernáo da Syl veira, llamado O Mogo, que no es pariente de los tres anteriores); pero el hecho es que alguna vez el nombre del autor está precedido por el título convencional de su composición, como en el caso en
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que se lee: Do M acho Rugo de Luis Freire, donde un lector dis traído o poco familiarizado con las composiciones más famosas del Cancioneiro Geral (puesto que todos los nombres que aquí se dan como autores del Cancioneiro son nombres del Cancioneiro Geral) podría tom ar por autor al famosísimo... mulo gris (macho rugo), protagonista de la bella sátira de Luis Freire n. 11 Creemos oportuno reproducir la lista dada por Ferreira G ordo: “ Os assumptos sao todos jocosos, e os nomes dos autores os seguintes” : Do Coudel M oor Fernao da Sylveira Joa5 Foga?a Do Commendador M oor Pedro de M adrid Joao Rodrigues de Saa Diogo Brandaó Nuno Pereyra Henrique Dessa D uarte de Lemos Luis Henriques Joao Rodrigues de Castelbranco Pedro de Almeida Luis da Sylveyra Joa5 Affonso de Aveiro Joao de M ontem oor Rodrigo Alvares Bartholomeu da Costa Ruy Lopes O Craveyro Affonso Rodrigues D uarte de Almeida Rodrigo de M agalhaaes Fernao de Crasto G onfalo Gomes da Sylva Leonel Rodrigues Affonso Valente O Conde de Tarouca Pedro Mem Bras de Acosta D uarte da Gama Gregorio Affonso, criado do Bispo de Evora Henrique de Almeida D. Alvaro de Atayde
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Las investigaciones realizadas por nosotros en M adrid no han dado hasta ahora ningún resultado: no aparece el tal Cancioneiro. En todo caso, es razonable suponer que se trata de una compila ción sacada del Cancioneiro Geral con la finalidad de reunir las Joaó Correa D. Rodrigo de Castro D. Pedro da Sylva D. Joaó Manuel M anuel Godinho Jorge M oniz Fem aó Goudinho Tristaó da Cunha O C ontador Luis Fernandes O Senhor D. Affonso Affonso Furtado Henrique Correa D. M artinho da Sylveira Sancho de Pedrosa Henrique Henriques Francisco de Sampayo Simaó de M iranda Nuno Fernandes de Atayde Jorge Barretto D. Gongalo Coutinho Joaó Falcaó Jorge Daguiar O Conde de Villa Nova D. M anuel de Menezes D. Rodrigo de Menezes Joaó Rodrigues Pereira Affonso de Carvalho Dogo Monis D. Ferrando Francisco da Sylveira D. Goterre D. Rodrigo de Castro D. Rodrigo de M onsanto Joaó Gomes D. Podro de Atayde O Camareyro M oor Jorge de Vasco Goncelos Manuel de Goyos Jorge Furtado
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composiciones más típicamente satíricas. Por otra parte se toma nota de la opinión de D. José Tomás, según el cual el Cancioneiro habría sido recopilado no seculo décimo quinto. Se trata, eviden temente, de un error de valoración de la transcripción de las poesías, Antonio de M endofa Do Barram Ruy de Sousa Jorge Sylveira Vasco de Foes Joa5 Gomes de Abreu Diogo Zeimoto Do Dr. Mestre Rodrigo Joa5 de Arrayolos Mourisco Gomes Soares Diogo de M iranda D. Joa5 de M oura Pedro Moniz Ruy de Sousa o Cide D. Lopo de Almeida D. García de Castro AntaS de Faria O M árquez Lopo de Sousa Do Conde de Portalegre Pedro Farzam Buscante A nta5 Dias Monteyro D. Antonio de Velasco D. Affonso Pimentel Iñigo Lopes D. Rodrigo de Moscoso Pedro Fernandes de Cordova D. Joa5 de Menezes Gonzalo Mendes Cacóte D. Rodrigo Sande D. Duarte de Menezes Manuel de N oronha Do Coudel M oor Francisco da Sylveira D. Affonso de N oronha Henrique de Figueiredo Beatris de Atayde Joa5 da Sylveira Alvaro Fernandes de Almeida Luis Dantas
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error, por lo demás, explicable, puesto que no se trata de una di ferencia cronológica notable. Porque, si, efectivamente, el Cancio neiro fuese de escritura del siglo xv, nos encontraríamos ante un descubrimiento sensacional, es decir, ante una prim era compilación parcial del Cancioneiro Geral, notoriamente de 1516. Diogo de Sepulveda Alvaro Nogueira Diogo Pereira D. Joaó de Saldanha D. M aria de Sousa Leonor Moniz D. M aria da Cunha M aria de Sousa Joanna Ferreira D. Joanna Henriques D. Isabel da Sylva Diogo da Sylveira D. Mecia Henriques D. Barao Leonel de Mello Do Macho R ufo de Luis Freire D. Catarina Henriques D. Garcia Albuquerque D. Bernardim de Almeida Joao Paes D. Affonso de Albuquerque Pedro Fernandes Tinoco Do Conde de Borba Fernao Brandao Pedro de Sousa O Conde de M arialva Henrique de Sousa G on 9 alo da Sylva O M arechal Pedro de M endo 9 a Francisco Mem G arcia de Rezende Diogo Fernandes Ayres Teles Ferna5 de Pina D. Joa5 Lobo Vasco M artins Chichorro Pedro M ascarenhas Joao de Abreu
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La estancia en M adrid de nuestro erudito portugués, que, pre cisamente en los meses en que se estaba avivando el incendio de la Revolución Francesa, con tanta tranquilidad realiza su investiD. Luis de Menezes Alexemao Antonio da Sylva Do Conde de Vimioso SimaS da Sylveira O M eirinho da Corte D e Mosserio Joao Gon?alves D. Jeronymo M artim Affonso de Mello D. Alvaro de N oronha Simao de Sousa N uno da Cunha Vasco de Foes Diogo Mello de Castelbranco D. Joao de Sarca Diogo de Mello da Sylva D. Francisco de Viueiro Os Refens de Qafy Antonio de M endofa Jorge Furtado D. Pedro de Almeida Joao Gonfalves CapitaS D. Joaó Lopes Joao Rodrigues M ascarenhas Jorge de Oliveira Sancho de Pedresa Tristaó da Sylva Joaó Afonso de Béja Ruy de Figueiredo Lopo Furtado Henrique da M otta
La lista se cierra con las dos observaciones siguientes: Os Porqués que fórao ochados no Pago em Setubal em tempo d ’el Rey D. Joao, e sem saberem quem os fe z• Ha algumas outras Poesías anonymas de pouca consideragao, e se ad verte que muitos dos auctores acima nomeados tem composigoes suas em varias partes deste Cancioneiro.
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gación en las bibliotecas de aquella ciudad, constituye un episodio que quizá vale la pena no olvidar a la hora de revisar las relacio nes entre estos dos países mientras se cierra una época de las rela ciones, incluso culturales, entre los diversos pueblos y se abre otra.
IX E L VICO D E DONOSO CORTÉS
La Bibliografía Vichiana de Croce, “ aum entada y reelaborada por Fausto Nicolini” , editada por Ricciardi, de Nápoles, en dos vo lúmenes —el primero en 1947, y el segundo en 1948— sirve de guía también a quien quiera seguir la fortuna de Vico en España. Se recuerda en ella que, según la tradición oral española “transm i tida por Menéndez y Pelayo a Croce” , Luzán fue discípulo, en N á poles, del autor de la Scienza Nuova, y se considera más que plau sible dicha tradición, habiendo estudiado Luzán en aquella ciudad desde 1729 hasta 1733 ; en cualquier caso, al tratar éste Del héroe (Poética, I, IV, cap. VII, 1737), expone la “correlativa teoría vi chiana” y precisamente las “ ingeniosas ideas y especulaciones del doctísimo Juan Bautista Vico, en el segundo libro de la célebre obra que escribió de los Principios de una nueva ciencia" !. Se re cuerda en ella aún que volvió a aludir a Vico Lorenzo BoturiniBenaduci en su Historia General de la Am érica Septentrional, que debe haber sido publicada, como se deduce de la dedicatoria al rey Fem ando VI, entre 1745 y 1759: Águila y honor inmortal de la 1 Menéndez y Pelayo precisa, a su vez, la fuente de la tradición: “Dicen que fue discípulo de Vico, aunque se le conoce poco, nos decía en la cá tedra el Dr. Milá y Fontanals”. Y no deja de subrayar que “su educación había sido completamente italiana... forzosamente hubo de encontrarse con Vico, sin que deje de dar alguna muestra de haberse aprovechado de sus maravillosas intuiciones sobre el poema épico y el carácter de la poesía primitiva” (Historia de las ideas estéticas en España, MCMXL, III, pág. 116).
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deliciosa Parténope... [Vico] es el único que abre camino para pe netrar el espeso bosque de la gentilidad, enseñando cómo el orden de las ideas de los hombres fue correspondiente al que tenían las cosas hum anas2 (op. cit., vol. I, pág. 308). Dos alusiones, pues, de mediados del x v i i i . Tan sólo casi un siglo después, el nombre de Vico vuelve a aparecer en la cultura española, y lo recuerda también la Bibliografía Vichiana (vol. II, pág. 158): “G. D. Cortés y R. de Cam poam or — Diez artículos sobre la Scienza Nuova, realizados sobre la traducción abreviada de Michelet, fueron publicados en el Correo Nacional de M adrid de 1840 por Giovan Donato C ortés...” . Y en la pág. 735 del mismo volumen, donde Nicolini hace algunas rectificaciones de nombres y fechas (una de ellas se refiere al nombre de Boturini-Benaduci, que en la página más arriba citada era llamado erróneam ente BoturiniBernardini), hecha la precisación de que Cortés se llama Donoso, y no Donato, y recordado este escritor como “el ex liberal y luego ultracatólico autor del Ensayo sobre el catolicismo, el libe ralismo y el socialismo (1804-1853)” , se añade que los citados a r tículos (que Nicolini advierte no haber visto) “fueron vueltos a publicar en el Diario de la Tarde de Buenos Aires del 7-1 al 28-11 de 1838 como extractos de periódicos extranjeros. El autor de la Bibliografía, ateniéndose a la noticia por él dada anteriormente de que los susodichos artículos habían sido publicados por el Correo Nacional en 1840, concluye que deben de haber sido publicados, antes que en Buenos Aires, por otro periódico, o, si no, en el Correo Nacional antes del 38. Nos hemos propuesto aquí proporcionar alguna noticia sobre la familiaridad de Donoso Cortés con Vico, ayudados en nuestro propósito por la reciente publicación de las Obras Completas (1946) de Donoso Cortés, en dos tomos, en la sección V II de la “Biblio teca de Autores Cristianos” de “ La Editorial Católica” de M adrid, sección dedicada al “Pensamiento social, político y cristiano” , edi 2 Sobre “El caballero Lorenzo Boturini Benaduci y el manuscrito del tomo primero de su inédita Historia General de la América septentrional” véase José Torre Revello, en el Boletín del Instituto de Investigaciones His tóricas de Buenos Aires (1933, XVI, págs. 93-142).
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ción que ha sido cuidada por el estudioso alemán Juan Juretschke 3. Juretschke, al presentar las Obras completas de Donoso Cortés, se preocupa de liberarle de las limitaciones y, por consiguiente, de las discordancias con que fue presentado por sus voluntariosos edi tores del siglo pasado; y, para empezar, por Gabino Tejado, para el que no era sino un “converso y un correligionario” , y por O rtí y Lara, quien sólo veía en él a un “jefe de partido”. Él le presenta, en cambio, como un pensador que “empieza a interesar como Jacob Burckhardt, Kierkegaard y M arx, es decir, como autor de un aná lisis crítico del siglo xix, y que preveía las malas consecuencias que tendría la época actual, en un diagnóstico que, de los cuatro, es el único que parte de la base católica” 4. De todas formas, lo que aquí nos interesa de las páginas intro ductorias a las obras de Donoso Cortés es que su editor actual, al manifestar la intención de prescindir de notas meramente eruditas, precisa que hace excepciones, no obstante, en dos casos, uno de los cuales “concierne al ensayo sobre Vico y la filosofía de la Historia, por ser este extenso trabajo completamente desconocido y revestir importancia capital en la obra toda del autor. Por sí solo justificaría 3 El interés por Juan Donoso Cortés se ha ido despertando en los últi mos tiempos entre los españoles en lo que se refiere a ediciones antológicas de sus obras: en 1931, la de Antonio P orras; en 1934, la de M. Fernán N úñez; en 1940, la de Antonio T ovar; entre los alemanes, sobre todo en lo que se refiere al análisis y la valoración de su pensam iento: K arl Schmitt, con tres estudios de 1929-30, precedidos de otros menos importantes de R. Schneider y de L. Sprenger; Edmund Schramm, con su obra fundamental Donoso Cortés. Leben und Werk eines spanischen Antiliberalen (Hamburgo, 1935, publicada al año siguiente, en traducción española, en M adrid); P. Dietm ar Westemeyer, con su atento estudio Donoso Cortés, Staatsmann und Theologe (M ünster, 1941). En Italia, tras las traducciones de mediados del siglo pasado, es decir, de las dos completas de la obra más famosa de Cortés, el Ensayo que acaba mos de recordar, por Nicolini (en 1852-1854), y de una colección de escri tos, entre ellos el poco menos famoso Discurso académico sobre la Biblia (en 1861), sólo Bernardo Sanvisenti ha traducido en nuestro siglo (1924) un volumen, / brani migliori, en cuyo prefacio no se cita el nom bre de Vico. 4 Un interés de sorprendente actualidad tienen muchas páginas de D o noso Cortés sobre las culpas y la decadencia de Inglaterra, así como sobre las ambiciones y la afirmación de R u sia: hoy merecen ser releídas.
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la presente edición. Su pensamiento histórico gira siempre en torno al célebre italiano, ora asintiendo, ora discrepando, pero, desde lue go, en continuo diálogo: fenómeno que, por cierto, entrevio sagaz mente Westemeyer en su excelente trabajo, a pesar de ignorar, al igual que Schramm, este ensayo” . (Prólogo de Juretschke a la edi ción citada, pág. X III). Antes del ensayo en cuestión, Donoso Cortés ya había aludido a V ic o ; y volvió a aludir varias veces después del ensayo, como veremos a su debido tiempo. La alusión anterior al ensayo se en cuentra al comienzo de la octava de las diez lecciones de derecho político que Donoso Cortés dio, de noviembre de 1836 a febrero de 1837, en la Universidad de M adrid, a donde había sido llamado para sustituir —como se deduce de algunas palabras de su primera lección— a Alcalá Galiano, que había tenido que emigrar porque no resultaba grato a los progresistas. Desarrollando el tema ini ciado en la lección anterior, De la soberanía de la inteligencia con siderada en la historia, al indicar los escritores modernos que, a su modo de ver, se deben consultar largamente para comprender la historia de Roma (“suprimid el Capitolio, y es incomprensible la H istoria”), atribuye al Cuatrocientos el prim er presentimien to del hecho de que los historiadores clásicos habían iluminado “la noche de los orígenes de Roma con los reflejos brillantes, pero engañosos, de la fábula”, presentimiento que, según el escritor es pañol, no tardaría en tener un profundo desarrollo: “la crítica pasó del escepticismo, que duda, al dogmatismo que n ieg a; del dog matismo que niega, al dogmatismo que afirma” ; tras lo cual pre cisa : “Luis de Beaufort fue el hombre de la destrucción; Vico ha sido el hombre de la reforma. La crítica del primero, como negativa, fue estéril; la crítica del último, como afirmativa, es fecunda. El primero demostró que la infancia del pueblo romano no había tenido historiadores; el segundo nos ha dado su historia. Reser vándome hablar de él más detenidamente en otra ocasión, me con tentaré por ahora con indicaros que su ciencia nueva ha sido el ori gen de la renovación de los estudios históricos en nuestros días, que debe meditarse, no sólo como precedente de la escuela refor mista de allende el Rhin, sino también como la obra en que este EST. SOBRE LAS LETRAS.— 14
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reform ador atrevido ha penetrado más profundamente en el simbo lismo oscuro de las edades pasadas” 5 (op. cit., t. I, pág. 291). Los once artículos que constituyen el ensayo de Donoso Cortés sobre Vico aparecieron en septiembre-octubre de 1838, y llevan como título general: Filosofía de la Historia. Giovan Battista Vico 6. El primero de ellos (al que Juretschke da el título de España y la nueva historiografía), que llama la atención del lector sobre la “absoluta novedad en España” del tema que el autor se propone tratar, es una disquisición preliminar sobre la “refractariedad” de los ibéricos a la filosofía (la opinión de Cortés es que el único in tento de introducir filosofía en su tierra, fallido también, ha sido el de Luis Vives, y que Jovellanos, “espíritu filosófico” , no ha llegado, 5 Donoso Cortés, por lo demás, continúa así: “La reforma comenzada por él ha sido concluida por Niebuhr, el investigador más profundo de los tiempos m odernos... Para completar el estudio del estado primitivo de Roma, será bueno que consultéis la historia de los antiguos pueblos italianos de Micaii. En cuanto a la narración de sus tiempos históricos para la República, podéis consultar a Ferguson y a M ichelet” . Y su editor comenta con esta nota: “Los mencionados historiadores de Roma se encuentran todos en las obras correspondientes de Michelet y de Cousin, de donde seguramente los sacaría el autor, ya que se propuso estu dios de invesügación histórica... De Vico, Donoso Cortés supo por su Michelet, traductor, y por Cousin, el cual lo caracteriza en su Histoire de la Pliilosopliie". 6 Nótese cómo el título corresponde al de Principes de la Philosophie de l’Histoire, utilizado por M ichelet en su traducción de Vico. Para el Vico de Michelet, véase Guido Fassó, “II Vico nel pensiero del suo primo traduttore francese”, en Memorie dell’Acc. delle Scie/ize di Bologna, 1947, con biblio grafía. Juretschke acompaña el título con la siguiente nota: “El ensayo de D o noso sobre Vico quedó prácticamente olvidado después de su publicación en El Correo Nacional en los meses de septiembre y octubre de 1838. Ninguna enciclopedia española lo recuerda en sus artículos sobre Donoso o Vico. Ni siquiera Schramm lo utilizó para sus libros, creyendo, sin duda, por la for ma en que lo menciona N. Pastor Díaz en su obra citada, página 205 [se refiere a: Galería de españoles célebres..., M adrid, 1845, t. VI], que se trataba de breves notas de periódico. Los artículos de El Correo Nacional que aquí por vez primera se reeditan van encabezados por números. Los nuevos títulos de esta edición se enderezan a facilitar su lectura’- (op. cit., pág. 537).
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sin embargo, a ser un filósofo) y sobre el estado miserable de la cultura española contem poránea: escasean los libros y en gran parte son m alo s; abundan los periódicos, pero porque en España “el periódico no es una empresa literaria confiada a los que estu dian y saben, sino una máquina de guerra que conducen y dirigen los osados” . Remedio para las naciones en decadencia como la España de su tiempo es, según Donoso Cortés, el estudio de la filo sofía, bajo cuyo nombre genérico él incluye, de un lado, la “filo sofía general”, “encargada de explicarnos el porqué de Dios, el por qué del hombre y el porqué del mundo, y la naturaleza del mundo, la naturaleza de Dios y la naturaleza del hom bre” , y, de otro, las diversas filosofías especiales, “dedicadas a descubrir los principios particulares que presiden el desarrollo de cada una de las ciencias” . A la luz de esta última afirmación, el autor hace a sus lectores la pregunta de si se debe atribuir al género humano “una vida pro pia” y “leyes inalterables” (y el filósofo de la historia sería aquel que las recogiera), o si el género humano debe ser considerado como “una agregación casual de gentes y de naciones” , llegando a la consecuencia de que la historia no sería sino una “colección de his torias particulares” , una “fatalidad” , negación, por tanto, de los con ceptos de Providencia, Humanidad, filosofía de la Historia. Aquí hace intervenir a Vico. “Tal es la inmensa cuestión”, concluye, “ que se ha agitado por los espíritus más graves en los tiem pos m odernos; cuestión que, en el siglo xvn, se resolvió prác ticamente por Bossuet, último padre de la Iglesia, y en el siglo xvm práctica y teóricamente por Juan Bautista Vico, esclareci do reform ador de los estudios históricos, desgraciado durante su vida y olvidado después de su muerte, hasta que el siglo XIX, junto con todas las grandezas humanas, ha restaurado su memoria. Yo me propongo familiarizar a mis lectores con un hombre grande y con una doctrina sublim e: con Juan Bautista Vico y con la filoso fía de la H istoria” (op. cit., t. I, pág. 541). El segundo artículo (Historiografía y filosofía de la historia) es una rápida incursión por la antigüedad. Se atribuye la falta de una “filosofía de la historia” entre los pueblos antiguos a la ausencia de los dos presupuestos necesarios, según Cortés, para que exista:
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que haya historia desde mucho siglos y que haya una “noción de identidad m oral” entre los hombres, noción que no nació hasta la llegada del cristianismo. En el siglo xvn, el espíritu humano des cubrió “el nombre de Dios escrito en las páginas de la Historia y su providencia dirigiendo ordenadamente a través de los siglos los pasos de las naciones” : el Discurso sobre la historia universal, de Bossuet, dio origen a la filosofía de la historia. Pero el si glo x v i i i , “fanáticamente irreligioso y escéptico”, hizo que la obra de Bossuet cayera en el olvido; sin embargo, el mismo siglo pro dujo también al que había de revestir la intuición de Bossuet con el aparato científico y con la demostración lógica necesaria para que la nueva teoría se abriese camino, y al que había de m ostrar que la “filosofía de la Historia es imposible sin Dios, porque la Historia es el caos si Dios no ordena su tram a, no dirige su curso y no resplandece en su seno” : Vico. Él, “un joven de carácter melancólico y ardiente, recorría en sus meditaciones solitarias todo el dominio de las ciencias, y, enriquecido con todo el saber de los tiempos pasados y presentes, echaba los fundamentos de la filosofía de la H istoria”. Tras com parar a Vico con Pitágoras, por el enci clopedismo del saber, y poner de relieve la perpetua “predilección entusiástica” de la Italia meridional por los principios generales, al igual que había ocurrido en la antigua Grecia, Donoso Cortés hace notar aún que Vico no podía aceptar el divorcio de su época entre las ideas y los hechos, las leyes fundamentales y los fenóme nos locales y contingentes, la verdad y la realidad, la filosofía y la h isto ria; es decir, que él, estableciendo como dogma que la filosofía y la historia son hermanas, venía a ser la suma de Vol taire, “príncipe de la H istoria” , y de Cartesio, “príncipe de la filo sofía” . Después de estas premisas, Donoso Cortés expone la vida y la obra del autor de la Scienza Nuova. Seguiremos su exposición a la luz de las obras viquianas de Michelet, las Oeuvres choisies de Vico (manejamos la edición en tres tomos de Meline, Sans et Compagnie, Bruselas, 1840), porque de ellas pueden extraerse algu nas consideraciones acaso útiles.
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Las someras noticias biográficas sobre Vico constituyen el ar tículo III (Semblanza de Vico). Del nacimiento y de la familia de Vico dice M ichelet: “G. B. Vico, né a Naples, d ’wi pauvre libraire” (op. cit., t. I, pág. 18). Y Donoso C ortés: “ G. B. Vico, natural de Nápoles, hijo de un pobre librero” (op. cit., t. I, pág. 544). Así sintetiza Michelet las abundantes noticias de la A utobio grafía viquiana sobre la preparación de estudio de su autor: Ses maitres furent les jurisconsultes romains, le divin Platón, et ce Dante avec leqiicl il avait lui-méme tant de rapport par son carác tere mélancolique et ardent (op. cit., t. I, pág. 19)7. Y Donoso Cortés: “ Dante, Platón y los jurisconsultos romanos fueron sus maestros” (op. cit., t. I, pág. 545). En una cita de un pasaje de la Autobiografía, Michelet pone un inciso: Vico revint á Naples (c’est lui-méme qui parle), il se vit com m e étranger dans sa patrie (id., id., pág. 545). Y Donoso Cortés repite la cita y el inciso: “Cuando volvió a Nápoles, según él mis mo asegura, parecía un extranjero en su propia patria” (id., id., p á gina 545). De este modo el escritor español va repitiendo, además de las citas viquianas del francés, consideraciones de éste sobre aquéllas. A propósito de la actitud de Vico respecto a Descartes, Michelet, tras haber citado unas quince líneas de la “ Risposta a un articolo del Giomale Letterario d ’Italia” (artículo en el que era atacado el libro De antiquissima Italorum sapientia ex originibus linguae latinae emenda): “N ous devons beaucoup á Descartes... m ais... il serait tem ps... d ’employer... une méthode selon la nature des choses" (id., id., pág. 21), añade: “Celui qui assignait a la vérité le double criterium du sens individuel et du sens commun, se trouvait des lors dans une route a p a r f\ Y el español repite exacta mente la cita, valiéndose luego de la consideración de Michelet para expresar un concepto sustancialmente análogo: “ Reconociendo Vico 7 La adjetivación usada por Vico en su Autobiografía para sí mismo es, nótese bien, “malinconico ed acre” (melancólico y áspero, acre). Este último adjetivo, sustituido por “ardiente” en Donoso Cortés — como se ha visto al hablar de su artículo II—, ya había sufrido esta transform ación en Michelet.
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como criterio de la verdad el juicio individual y el sentido común, ponía término al divorcio y establecía la apetecida concordancia entre la filosofía y la Historia. En este punto, Donoso Cortés, refiriéndose a los opúsculos viquianos precedentes a Scienza Nuova, reduce a siete líneas las cinco páginas que Michelet les había dedicado — y, en parte, m e nos atento a la evolución del pensamiento de Vico hasta la obra mayor— , dando un orden aparentemente diverso, pero sustancial mente análogo a la exposición de Michelet y repitiendo, de cuando en cuando, una frase de ella, más o menos literal, unas veces va liéndose de ella para expresar el concepto para el que fue usada por el estudioso francés, otras adaptándola, en cambio, para expre sar otro. Un ejemplo de este último caso: Tras las citadas cinco páginas, el historiador francés concluye: “Dans cette variété infinie [se refiere a la expresada más arriba] que nous présente Vhis toire de l’homme, nous retrouvons souvent les m im es traits, les m im es caracteres” (id., id., pág. 27). Y el español se sirve de esta frase conclusiva para abrir una consideración propia: “Tendiendo la vista por la infinita variedad de acciones, de acontecimientos, de fenómenos y de idiomas que constituyen la historia universal del género humano, no es la confusión que de esta portentosa va riedad resulta lo que primero nos admira, sino antes bien, la in comprensible regularidad que se descubre en medio de esa confu sión es lo que nos asombra y nos sorprende” (id., id., pág. 546). Aquí, Donoso Cortés da el nombre de Michelet. Insistiendo en el elogio de la originalidad viquiana por haber sabido ver “ leyes eternas y providenciales” a las que obedece “el caos de los acon tecimientos históricos” y por haber escrito “ una historia que jamás se había escrito hasta el primer tercio del último siglo” , válida to davía “aunque algunos alemanes hayan reformado en estos últi mos tiempos algunas páginas” y no obstante las revoluciones ex perimentadas por las ciencias filosóficas, históricas y políticas con el paso al nuevo siglo, el español recuerda que “aún tiene Vico discípulos y apasionados imitadores en Francia. Entre ellos, los más eminentes son Michelet y Ballanche” (id., id., pág. 547).
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“Verificado el punto de partida, el tema y el objeto de las m e ditaciones de Vico”, Donoso Cortés analiza, a partir del artículo IV (La doctrina de las tres edades) “con la brevedad posible, así las inducciones lógicas como los hechos históricos que sirven de funda mento a su teoría” (id., id., pág. 547). También este análisis se des arrolla manifiestamente paralelo al de Michelet, a cuyas treinta páginas de exposición viquiana (op. cit., págs. 27-56) corresponden veinticinco de formato mayor en Donoso Cortés (op. cit., pági nas 548-572)8. De la exposición ordenada del estudioso francés el español toma aquí y allá conceptos, aislándolos a veces hasta reducirlos a una enumeración ap resu rad a; de cuando en cuando se notan cambios de forma o de términos, como en el caso de las “tres verdades” (que Michelet señala en Vico como correspondien tes a otros tantos hechos históricos: la institución de las religiones, de los matrimonios y de las sepulturas) que en Donoso Cortés se convierten en los “tres dogmas”. Luego, en un cierto punto, el español comienza a insertar, en los fragmentos tomados o parafraseados de la prim era parte del tomo I de Michelet que estamos siguiendo (el titulado Discours sur le sisteme et la vie de Vico), pasajes de traducción de Vico, claramente inspirados por las traducciones que Michelet presenta en los dos tomos sucesivos de su obra. Ejemplifiquemos. Tras haber explicado que Vico divide en tres períodos diferentes la existencia de la sociedad humana, Michelet, limitándose (t. cit., pág. 31) a clasificar estos períodos y a precisar que tal clasificación se m ani fiesta, sobre todo, en la historia de la lengua, pasa a otra cosa, porque, en su lugar, cuando traduzca la Scienza N uova (1. I, capí tulo I), citará de Vico cuanto éste dice, a propósito del tema, sobre los egipcios, a través de Herodoto y de V a rró n ; Donoso Cortés, en cambio, inserta aquí la traducción del fragmento viquiano en cues tión. En la exposición del artículo IV, lo que Donoso Cortés no ha tomado de Michelet se reduce al uso que él hace de una consi deración sobre Vico (la de que Vico, con su modo de ver las 8 A las trece páginas precedentes de Michelet (id., id., págs. 15-27) ha bían correspondido once de Donoso Cortés (id., id., págs. 537-547); en las tres primeras se hacen las susodichas consideraciones sobre España.
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edades primitivas, ha realizado una “verdadera revolución” en la historia): de tal consideración se sirve para concluir el artículo. Análogo procedimiento se encuentra en los artículos sucesivos. Un aspecto del tema tratado en el V (Origen de las concepciones religiosas) —cuyo desarrollo, como muestra la confrontación entre las págs. 551-553 del tomo citado de Donoso Cortés y las 32-36 del de Michelet, refleja la exposición de este último— , vuelve a apare cer en el VI (Los símbolos históricos), es decir, el tema del lengua je heroico. Donoso Cortés —tras haber precisado que, dada la im portancia atribuida por Vico “a la demostración de que las prin cipales fisonomías de los tiempos fabulosos pertenecen a tipos ideales” , “ será bien exponer aquí sus opiniones sobre H om e ro, que ha dado tanto motivo de controversias a los eruditos y a los filósofos de nuestros días” (pág. 555)— , traza el pensamiento viquiano sobre Homero con períodos breves, separados por pun tos y aparte continuos, dentro de cuya formulación se entrevé la palabra expositiva de Michelet (quien, además, traducirá en su lugar también el texto viquiano en cuestión) y acaba el artículo dicien do que “estas razones [se refiere a las utilizadas por Vico para sostener sus ideas sobre Homero], si no producen la convicción absoluta, son ingeniosas por lo menos. Y aunque no se adopte de todo punto la teoría de que Homero es un personaje ideal, siem pre tendrá Vico la gloria de haber demostrado cumplidamente que la m ayor parte de los héroes y de los dioses de que se hace mención en las historias son símbolos de ciertas épocas sociales y personi ficaciones de pueblos” (op. cit., pág. 556). Los artículos V II (Familia y propiedad), V III (Sociedad y go bierno) y IX (Patricios y plebeyos) reproducen en sus páginas (de la 557 a la 566 del volumen que estamos estudiando) la sustancia de cuanto expone Michelet en las suyas (de la 42 a la 51). Al co mienzo del penúltimo artículo (El eterno retorno de las edades y sus características) (id., págs. 566-569), Donoso Cortés considera importante “dem ostrar que esas tres épocas [se refiere a la divina, la heroica y la humana] constituyen el círculo inflexible que recorren eternamente las naciones, y que las tres, con los fenómenos que siempre las acompañan, constituyen la trama de la H istoria” .
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La exposición que sigue, la de la teoría de los “cursos y recursos” , es la amplificación de cuanto ya ha expuesto en el artículo V, gra cias a la inserción de fragmentos traducidos del libro IV , sec. 1.a (Tre spezie di nature), de la Scienza Nuova, y elegidos siguiendo las huellas de Michelet, como es fácil advertir examinando las pá ginas 149-150 del tomo III de la citada obra de este último. A n á logamente, la exposición del último artículo (La teoría de Vico y la historia de Europa) (id., págs. 569-572) es la amplificación de la transición entre el artículo V y el VI, de nuevo mediante la inser ción de fragmentos traducidos del libro IV (comienzo del capítu lo II, “Ricorso che fanno le n a zio n r) de la Scienza Nuova, y ele gidos también siguiendo las huellas de Michelet, como se puede ver examinando las págs. 228-230 del tom o citado. En la conclusión, mientras Michelet hace en cuatro páginas (tomo I, págs. 56-60) un poco de historia de la “ suerte de Vico y de su obra” , Donoso Cortés, quejándose de la dificultad de expo ner, sobre todo en un periódico, el “atrevido” sistema de Vico, escri be que consideraría cumplidos sus deseos si con cuanto ha expuesto hubiese podido despertar en su patria “ un santo entusiasmo por los estudios graves y severos” ; luego, como al comienzo, se vale de la presentación de Vico para estim ular a los compatriotas a avan zar por la vía del saber, con el que Dios quiere probar a los hom bres, y dice: “ Desde la época en que escribió Vico hasta nuestros días, los estudios históricos se han renovado completamente, pudiendo afirmarse, sin temor a ser desmentido, que esa renovación es lo que más distingue al siglo xix de todos los que le precedieron. Tiempo es ya de que el movimiento que arrebata a la civilización por rumbos no explorados comience a sentirse también en la na ción española. Tiempo es ya de que, apartando nuestros ojos del espectáculo de nuestras grandes miserias y de nuestros largos in fortunios, levantemos nuestro espíritu a la contemplación de las grandes cuestiones históricas y filosóficas, que son como los pro blemas obscuros que Dios ha arrojado para que los resuelvan los hombres en el seno de las sociedades hum anas” (op. cit., t. I, p á gina 572).
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Poco después del ensayo sobre Vico, es decir en octubre-no viembre del mismo año, 1838, Donoso Cortés publicó, siempre en El Correo Nacional, otro trabajo, Consideren iones sobre el Cris tianismo, en el cual, aun notándose todavía, como señala su editor actual, evidente “indecisión espiritual” 9, tiende a sostener que el cristianismo ha triunfado en el siglo xvm sobre el racionalismo. El editor actual de Donoso Cortés quiere ver (op. cit. de Donoso C or tés, tomo I, pág. 573, núm. 1) en estas Consideraciones el indicio de que “todo induce a creer que Donoso Cortés hace aquí un esfuerzo para compaginar la filosofía de la Historia de Vico con el cristianismo, aunque no mencione el nombre del italiano. Adviértase, sobre todo, su observación de que el cristianismo no pudo ser nun ca una religión primitiva” . Cualquierta que pueda ser la relación con Vico en las Consi deraciones 10, aunque fuera indirecta, dado que en ellas existe ya la intención de conciliar a Vico con el pensamiento católico, esta intención se hace explícita diez años después. Gran significado tie ne una carta suya de esta época escrita desde Berlín a Montalembert, cuya simpatía, precisa, es “la más bella recompensa terrestre a sus honrados esfuerzos por levantar a su mayor altura el principio católico, conservador y vivificador de las sociedades hum anas” (26, mayo, 1849). Motivo central de la larga exposición —en la que se afirma categóricamente, entre otras cosas, que “la civilización ca tólica contiene el bien sin mezcla de mal, y la filosofía contiene el mal sin mezcla de bien alguno”— es la búsqueda del “verdadero 9 M ayor era el alejamiento de Donoso Cortés respecto al pensamiento católico, de todas formas, en el ensayo del año anterior sobre La religión, la libertad, la inteligencia: en él, el autor, aun protestando contra los exce sos de los anticlericales y los ateos, pretende todavía dar una demostración meramente hum ana e histórica de la Historia Sagrada, repitiendo, entre otras cosas, la comparación, cara a su época, de Cristo con Sócrates. 10 El hecho de que Donoso Cortés reduzca en estas Consideraciones el pensamiento de los filósofos a la “consideración de la verdad religiosa, única que puede servir de indestructible fundamento para las sociedades hum anas”, puede hacer pensar, efectivamente, en un eco más o menos directo de la “eterna república natural, óptima en cada una de sus especies, por la Divina Providencia ordenada” , que aparece en las páginas finales de la Scienza Nuova.
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espíritu del catolicismo acerca de las vicisitudes de esa lucha gigantesca entre el mal y el bien, o, como San Agustín diría, entre la Ciudad de Dios y la ciudad del m undo” . Considerando evidente y probado que “el mal acaba por triunfar siempre del bien acá aba jo, y que el triunfo sobre el mal es cosa reservada a Dios, si pudiera decirse así, personalmente” , en la carta se proclama inevitable la ca tástrofe final de todo período histórico (la catástrofe del primer período histórico habría sido el dilu v io ; la del segundo, la cruci fixión de Cristo), con el sucesivo triunfo sobrenatural de Dios so bre el mal mediante una acción directa, personal y soberana. Y, en este punto, Donoso Cortés condena categóricamente al fracaso el sistema viquiano, bajo la acusación de insuficiente penetración del espíritu del catolicism o: “Ésta [quiere decir la que acaba de expo ner] es para mí la filosofía, toda la filosofía de la Historia. Vico estuvo a punto de ver la verdad, y si la hubiera visto, la hubiera expuesto mejor que y o ; pero, perdiendo muy pronto el surco lum i noso, se vio rodeado de tinieblas; en la variedad infinita de los sucesos humanos creyó descubrir siempre un cierto y restrin gido número de formas políticas y sociales; para demostrar su error, basta acudir a los Estados Unidos, que no se ajustan a nin guna de esas formas. Si hubiera entrado más hondamente en los misterios católicos, hubiera visto que la verdad está en esa misma proposición vuelta al revés; la verdad está en la identidad sustan cial de los sucesos, velada y como escondida por la variedad infi nita de las formas” (Obras Completas, t. II, pág. 209). *
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Era inevitable que el último Donoso Cortés se endureciera, a través del prisma de la reductibilidad o irreductibilidad de sus ideas al pensamiento católico, frente a todos los pensadores de los que tenía conocimiento directo o indirecto. Las perturbaciones y los desastres de 1848, que llevaron a] choque entre el Estado y la so ciedad, habían asustado a su temperamento, induciéndole a ver en el hombre, no el conjunto de paz y de armonía que veía en él la religión de la humanidad absoluta, sino un ser gravado por el peso
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de enfrentamientos y de voluntades de aniquilamiento por parte del mal, salvable, no por el saber, sino por el sacrificio, pero por el sacrificio en su forma cristiana: sólo la vuelta a la Iglesia C a tólica libraría a la humanidad de un terror total y fatal. La concepción política de Donoso Cortés, aun dentro de su amplitud y de su sugestibilidad, por un lado, y de su apasiona miento y su consiguiente inestabilidad, por otro, se mantuvo a p ar tir de entonces firme en la fe u. Esta actitud mental suya refuerza la impresión de que Donoso Cortés se haya valido de la obra y del pensamiento de Vico como de un medio más que como de un fin ; primero para presentar, como escritor eficaz que era, a sus com patriotas una nueva interpretación de la h isto ria ; más tarde para reforzar, tanto con el nombre de Vico como con el de otros, su propia visión religiosa de la historia. Aparte de esto, la lectura de sus páginas sobre Vico induce a la suposición, y la justifica, de que puedan haber sido escritas sin que su autor haya conocido la obra de Vico en el original, y de que la conociera sólo a través de Michelet y quizá otros autores. Del interés de Donoso Cortés por Vico queda, en cualquier caso, el mérito de haber intentado darlo a conocer en España —cuando ya hacía tiempo, sin embargo, que era bien conocido y discutido en los demás países—, si bien los resultados de su tentativa, no metódica ni profundizada, fueron casuales y secundarios 12. 11 Pocas semanas antes de morir, escribiendo a M ontalem bert, reafirmaba así sus id eas: “Je veux que l’on gouverne par la lnmiére et avec la lumiére, pourvu qu’on la cherche ou elle est, c’est á dire, hors des masses, hors des instincts, des préjugés de la foule; je veux l’examen, la dlscussion, la liberté; mais l’examen éclairé par en haut, la discussion tempérée par la foi, la liberté contenue par le devoir” (véase en M ontalem bert, Oeuvres polémiques et diverses, París, 1860, vol. I, pág. 222 y sig.). 12 Está en la citada Bibliografía Vichiana (vol. II, pág. 579) la suposi ción de que en el ensayo de Donoso Cortés haya tenido noticias de Vico el poeta Ram ón de Cam poam or, autor de una graciosa sátira de la teoría de los ciclos en el pequeño poema La “Ciencia N ueva” de Vico (en el volumen Doloras, 1846). En cualquier caso, hacia la mitad del xix, “de he cho” — se hace notar aún en la susodicha Bibliografía— “no se conoce otro estudioso español que se interesara por Vico, aparte del sacerdote y docto y agudo tomista Jaime Balmes (1810-1848)” , recordándose asimismo que
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Balmes trató seriamente de Vico en sus obras sobre la Filosofía fundamental, 1846, y sobre la Filosofía elemental, del año siguiente. N ada induce a atribuir a Donoso Cortés el mérito de que Balmes se ocupase de Vico —no hay huellas del ensayo de Donoso Cortés en la obra del segundo— , pensador — Balmes— de una estatura filosófica muy distinta de la del autor de las recordadas páginas sobre el autor de la Scienza N uova. Sobre Balmes y Vico, véase Franco Amerio, Introduzione alio studio di G. B. Vico, Turín, S. E. I., 1947.
X ESPAÑA EN LAS N O T IZ IE L E T T E R A R IE 1791-1792) D E JU A N D E OSUNA
(CESENA,
El interesante mundo cultural, literario y artístico a que dieron vida los jesuitas españoles desterrados en Italia en la segunda m i tad del x v i i i (mundo que uno de sus más autorizados estudiosos, Vittorio Cian, definió como el único caso de “colonización litera ria” en la historia de las literaturas europeas \ y al cual, según el plan de la monumental Historia de las literaturas hispánicas, en curso de publicación en Barcelona bajo la dirección de G. DíazPlaja, le será dedicado con justicia un capítulo del volúmen sobre el x v i i i a cargo de la pluma de un autor muy competente, el je suíta P. Miguel Batllori), ha dejado naturalmente profundas huellas también en la prensa periodística. No queremos referimos aquí a los periódicos que, en aquella Italia del x v i i i ya avanzado, sur gieron con el propósito oficial y explícito de ocuparse de temas extranjeros, periódicos m ás o menos abiertos a las contrastantes corrientes de ideas de la Europa de entonces, tales como Novelle Oltramontane —iniciado en Roma en 1742— , Bibliografía Generale Corrente d ’Europa —publicado en Cesena de 1775 a 1777— , Biblioteca Oltremontana ad uso d ’Italia —aparecida en Turín de 1787 a 1793— , Giornale de Libri N uovi delle piü colte Nazioni d ’Europa — aparecido en Milán en 1789— , II Genio Letterario 1 En L ’immigrazione dei gesuiti spagnoli letteraíi in Italia, Turín, 1895, pág. 66.
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d'Europa — que salió en Venecia en los años 1793-1794— , Giornale della Letteratura Straniera — aparecido en M antua en los m is mos años que el anterior— . . . ; sino a otros periódicos que, sin declararlo ya en el título (como es, en cambio, el caso de todos los que acabamos de recordar), abrieron abundantemente sus columnas a las noticias procedentes del exterior, o incluso surgieron por ini ciativa de extranjeros. Y entre estos extranjeros es natural que es tuvieran en prim era línea los jesuítas españoles, a cuyo ingenio pronto y brillante permitió la acogedora atmósfera espiritual ita liana aclimatarse en muy poco tiempo al nuevo ambiente cultural, hasta el punto de convertirse, además de en factor útilísimo, en parte integrante del mismo. A uno de ellos corresponde precisamente la iniciativa de las Notizie Letterarie, aparecido en Cesena en los años 1791-1792, y cuya contribución informativa —y tam bién valorativa— a la pren sa periódica dieciochesca italiana nos parece que hasta ahora no ha sido oportunamente puesta de relieve. Nos proponemos aquí, precisamente, dar una noticia orientadora de lo que, en dicho periódico, se refiere e interesa más o menos explícitamente a asun tos españoles. El fundador y el verdadero redactor de las Notizie Letterarie fue Juan de Osuna, uno de los numerosos jesuítas españoles que se refugiaron en C esena2, y al que se debe también, entre otras 2 En Cesena, según una lista recogida por un cronista (como recuerda “Lo Spigolatore” , que escribió el artículo Attraverso le cronache munici pali — / gesuiti letterati spagnoli a Cesena, aparecido en II Cittadino de Cesena del 16 de febrero de 1896), se contaban por lo menos unos cincuenta jesuítas españoles. Algunos fueron preceptores en familias patricias, otros vivieron ejerciendo los oficios sacerdotales, alcanzando incluso más de uno de éstos altos puestos, como el gallego Pedro Méndez (sobrevivió a todos aquellos correligionarios, muriendo octogenario en 1825), que fue confesor del Cardenal Castiglioni, futuro papa Pío VIII. Pero lo que más nos inte resa de aquellos jesuítas establecidos en Cesena es su actividad de estudio: esta pequeña ciudad tranquila, dotada de una universidad, de cuatro aca demias, de una biblioteca como la M alatestiana —aparte de otras num e rosas de conventos y de particulares—, de una im prenta de nobles tradi ciones (la de Gregorio Biasini), les ofrecía un ambiente particularmente apropiado para el trab a jo ; larga sería, en efecto, la lista de sus publica ciones aparecidas allí — en latín, en italiano y en castellano. Entre aque-
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cosas, uno de los periódicos recordados, la Bibliografía Generale Cor rente d ’Europa. Juan de Osuna, nacido en La Ram bla, cerca de Córdoba, en 1745 (el 10 de enero), ingresado en la Orden de los jesuítas a los 14 años y desterrado a Italia en el momento de la expulsión (1767), acabó en Cesena, donde vivió nueve años enseñando retórica y filosofía. Al volverse a abrir España para los jesuítas, O suna regresó a la p atria; pero de nuevo tuvo que tom ar el camino de Italia, permaneciendo en Rom a hasta el “res tablecimiento de la paz” (es decir, la caída de Napoleón y la res tauración); de vuelta entonces definitivamente en España, murió en M adrid en 1818 (el 24 de m ay o )3. L a bibliografía de O suna comprende escritos en italiano, en español y en latín. Fue, sobre todo, un erudito y un orador, pero no desdeñó la poesía: un pequeño poema suyo, L e nozze (publi cado en Cesena por Biasini en 1783), se puede leer todavía con placer; su tema debió ser grato al autor, ya que a él se debe tam bién la traducción al italiano (1787) de los Preceptos nupciales de Plutarco. Tuvo fam a también una A zione parenetica suya, recitada por él durante un triduo de plegarias que celebraron los sacerdotes españoles habitantes de Cesena en junio de 1793: destinada a obte ner de Dios “la celeste bendición para las armas católicas en la líos literatos, tres se distinguieron: nuestro Juan de Osuna, Francisco Ja vier Clavigero —el autor de aquella monum ental y preciosa Storia aníica del Messico, en cuatro volúmenes, que impresionó a H um boldt y, más tarde, a C antú— y, el más ilustre de todos, Lorenzo Hervás y Panduro (1735 1809), el autor, entre otras muchísimas obras, de la Idea dell’Universo (en 21 volúmenes) y de un gigantesco Catálogo de las lenguas de las Naciones conocidas (1800-1805), que hacen de él uno de los estudiosos más doctos y más interesantes del x v i i i , y uno de los precursores de la filología com parada, con méritos excepcionales por el conocimiento de las lenguas y de los dialectos am ericanos; muy adm irado también él por Hum boldt, que transmitiría luego a la cultura europea muchos resultados obtenidos por H er vás en ese prim er y adm irable intento de sistematización de numerosas len guas y dialectos del m undo que es el citado Catálogo (véase, a este respec to, Miguel Batllori, “El Archivo lingüístico de Hervás en Roma y su reflejo en Wilhelm von Hum boldt”, en Archivum Historicum Societatis Jesu, Rom a, vol. XX, 1951, págs. 59-116). 3 Para estas someras noticias sobre Osuna nos hemos valido de la cono cida Bibliothéque de la Compagnie de Jésus, de C. Sommervogel.
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guerra emprendida contra la anarquía francesa”, tal oración fue distribuida —en la versión que de ella hizo al español el M arqués del M érito, y que fue impresa en M adrid— entre las tropas com batientes contra los franceses en Cataluña. Y tienen todavía espe cial utilidad para los estudios sobre aquella literatura dieciochesca hispano-italiana las noticias dadas por Juan de Osuna en De Hispanis qui in Italia libros edideruní ab atino 1768 a. * * *
Por esta versatilidad de su talento presenta todavía un interés particular, a los fines del intercambio de noticias entre Italia y España en aquella época, la actividad desarrollada por Osuna con sus publicaciones periódicas. Además de colaborar, en efecto, en varios periódicos debidos a la iniciativa de otros (Giornale Enciclo pédico di Vicenza; Genio Letterario d ’Italia, de V enecia; Effemeridi Letterarie, de Roma), Osuna fundó, y prácticamente redactó él sólo, cuatro periódicos: Notizie Politiche, iniciado en 1788 (y que representa el prim er periódico publicado en Cesena); la ya mencionada Bibliografía Generale Corrente d ’Europa (el empeño más laborioso de los cuatro, que terminó con el tercer volumen por motivos financieros); el Abnanacco storico, político, militare e scientifico, revista mensual que se inició en 1795 (y que tuvo que desaparecer al cabo de año y medio, al llegar la revolución, contra cuyas ideas había surgido); y, cronológicamente en el centro de todos y el más interesante a los efectos culturales, nuestro sem ana rio N otizie Letterarie. 4 Referencias sobre otras obras de Osuna, no del todo pertinentes al objeto de nuestra exposición, pueden, sin embargo, contribuir a dar una idea de su extrema facilidad para pasar de un tema de estudio y de inves tigación a otro. Nos lo confirman los títulos curiosos de, por lo menos, otros dos de sus escritos: Dell’importanza delle dogane ai confini di qualunque stato y Della necessita di disimparare una gran parle delle cose con grande studio apprese nelle scuole; es de lamentar, verdaderamente, que este último trabajo citado de Osuna, ya listo para la imprenta, se perdiera en el desconcierto provocado por la entrada de las tropas francesas en Romaña. EST. SOBRE LAS LETRAS.— 15
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Las N otizie Letterarie aparecieron regularmente durante todo el curso de los años 1791 y 1792, desde el jueves 6 de enero del prim er año citado hasta el jueves 27 de diciembre del segundo, exactamente con 104 núm eros; el motivo de su suspensión, tam bién en esta ocasión el déficit económico, queda explícitamente de clarado en el último número en un “Avviso ai Signori Associati” 5, a través del cual se aprecia la tenaz y honesta laboriosidad del re dactor del periódico. El prim er número se presenta con un “ Prospetto Generale della letteratura europea” , en el que, tras una ex posición somera de los motivos que en el xvm dieron ocasión —según Juan de Osuna— al nacimiento de los periódicos litera rios 5, el periodista expone su propio programa, que consiste en dis tribuir el trabajo del periódico según una distinción de los cono cimientos humanos en especulativos, prácticos y de deleitosa ins trucción por lo que se refiere a “nuestra Europa, a la que pertenece nuestra Am érica” . Y a en el “Prospetto” se alude dos veces a E spaña: la primera a propósito de las “artes del dibujo y de las partes comúnmente llamadas prácticas de las matemáticas” , a propósito de las cuales dice Osuna 7 que las cultivan “con éxito, especialmente en Italia, España, Inglaterra, en algunas partes de Alemania y, en general, en toda Francia” ; la segunda, a propósito de la Grammatica delle Lingue, que, “gracias a las fatigas, los errores y los tanteos de m u 5 Tal “Avviso” inform a de la “enorme disparidad entre el dispendio indispensable y la concurrencia de los socios” , subrayando el hecho de que los gastos eran fuertes a causa de que los “redactores sacrifican gustosos su existencia para no adoptar el acostum brado método de copiar extrac tos ajenos y rellenar con los esfuerzos ajenos la hoja que prom eten”, y re cordando que había sido grande “la aceptación” lograda por el periódico “en los países extranjeros y entre los primeros literatos de Italia” . 6 Periódicos literarios —los que se hacen a conciencia— que son defi nidos por Osuna como “depósito de los conocimientos, y escuela de los vivientes, y demostración de los progresos y de los retrocesos (sic) del estu dio y de la aplicación en las diversas ramas de literatura” . 7 El nombre del fundador y redactor de este periódico (y lo mismo se puede decir respecto a los otros que Osuna dio a la imprenta) no aparece n u n ca; pero el hecho de que todo le corresponde a él está documentado por los testimonios de los contemporáneos.
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chos doctos franceses, italianos y españoles, se ha convertido en una nueva ciencia, cuya posibilidad apenas si sospecharon nues tros mayores” 8. * * *
Varias páginas del periódico son dedicadas por Osuna —y es natural— a las actividades de sus hermanos en religión y com pa triotas actuantes en Italia. En efecto, en ellas aparecen: Antonio Eximeno (1729-1808), autor de la conocidísima obra Del origen y reglas de la Música con la historia de su progreso, decadencia y renovación (1774); Juan Andrés (1740-1817), el autor, no menos conocido, de la monumental obra Dell'origine, de’ progressi e dello stato attuale d ’ogni letteratura (1782-1798); y Juan Francisco Masdeu (1744-1817), autor de la no menos monumental Historia crítica de España y de la cultura española (1782-1805). Eximeno aparece ya en el prim er número de las Notizie L ette rarie (6 de enero de 1791). La información, y la rápida valoración, que Juan de Osuna da de una de sus obras más conocidas, intro ducen, por tanto, de hecho al periódico en la clamorosa polémica suscitada en el mundo de los eruditos y de los críticos dieciochescos por la aparición de la citada obra sobre música, polémica en la que ya había entrado más de uno de los mayores periódicos ita lianos de la época, las Novelle Letterarie, de Florencia, y la Gazzetta Letteraria, de Milán, que defendieron el libro de Eximeno —notoriamente contrario a la teoría del contrapunto— , y las Effenieridi Letterarie, de Roma (en las que, como ya se ha dicho, Osuna colaboró también), las cuales, en cambio, lo atacaron, sien do este periódico uno de los más autorizados y decididos sostene dores de las teorías contrarias, en el espíritu de las ideas de su d i rector, el Padre Pezzuti 9. La obra de Eximeno señalada en el p ri 8 Fácil es suponer, con referencia a esta última afirmación, que Osuna tenía presente, respecto a los españoles, la actividad de Hervás, que vivía como él en Cesena ■—se ha recordado más arriba— y que en aquellos años se ocupaba del Catálogo de las lenguas de las Naciones conocidas. 9 H asta aquí llega también la observación de Menéndez y Pelayo (véase Historia de las ideas estéticas en España, Ed. Nac., Madrid, 1940, t. III,
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mer número de las Notizie Letterarie es De studiis philosophicis et mathematicis instituendis... liber unus, publicado en M adrid en 1789 10, y las Notizie Letterarie dan sobre ella una información —un “extracto”, para utilizar la terminología dieciochesca— de página y media n , en la que se alude también a la obra más im portante de E xim eno; en efecto, al destacar la “originalidad” de la “mayor parte de las ideas” de la obra en latín examinada, Osuna recuerda la originalidad también de Del origen..., obra “doctísima e in victa... sobre la naturaleza no matemática de la música” . La pre sentación de esta obra le sirve a Osuna para aclarar su propia actitud respecto a las polémicas de la época en torno a la filosofía, ya que manifiesta aquí su aversión por el aristotelismo al definir dicha obra de Eximeno diciendo que no es más “ que un pródromo a las instituciones filosóficas y matemáticas preparadas por nuestro autor para uso de la juventud de su nación, si verdaderamente se quiere entrar en los sanos caminos de la recta educación filosófica, y extirpar los residuos del peripatetismo y dar lo que se debe a las nuevas ideas filosóficas” . El lector es invitado luego a hacerse una idea directa de la obra reseñada, dado que “la concatenación de sus ideas no permite que podamos dar un resumen” de e lla s 12; en cualquier caso, Osuna es decididamente partidario de la renovación auspiciada por Exipág. 634). Pero en un segundo tiempo, en el número del 14-X-1775 (el ar tículo contra Eximeno había aparecido en el del 19-III-1774), las Effemeridi —en evidente respuesta a un opúsculo de Eximeno, Dubbio sovra il saggio fondameniale di contrappunto, del mismo año 1775, que había pole mizado con el primer artículo del periódico— vuelven sobre el tema mode rando en mucho la hostilidad e incluso consintiendo en varios puntos con las teorías del literato español. 10 En el mismo año hablaron de él, entre otros periódicos italianos, otra vez las Effem eridi Letterarie, con un trabajo en cuatro largas entregas. El libro está dedicado a Andrés, como lo muestra ya, por lo demás, el largo título efectivo de la obra, D e... instituendis ad virum clarissimum cidque amicissimum Joannem Andresium liber unus. 11 Es decir, de tres columnas, estando las páginas del periódico de Osu na constituidas por dos columnas. 12 Análoga actitud había asumido el recensor de la misma obra en las Effem eridi Letterarie.
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meno en nombre de la “experiencia” , y como documento del pen samiento del escritor compatriota suyo reproduce un fragmento del apéndice de la primera parte de la obra, donde el autor “se extien de sobre la inutilidad de las ciencias matemáticas para encontrar las causas de los efectos naturales, y, en consecuencia, sobre la gra ve injuria que se hace a la verdadera física al hacerla depender sólo del cálculo y de las fórmulas algebraicas, ya que, en gran parte, depende sólo de la observación” . Y Osuna pone de relieve que el fundamento de la opinión de su compatriota sobre el valor de la experiencia (de paso afirma categóricamente que tal opinión “debe ser la de todos”) está confirmado con la refutación de la N ueva Teoría de la Música de Eulero 13, refutación que se hace “con razo nes físicas contrapuestas a cálculos, que suponen principios aéreos y sin base” ; en la cual circunstancia “se repiten sucintamente los fundamentos del sistema musical” de la obra más importante de Eximeno “y se lanza algún dardo transversal a los contradictores” . Y, en fin, expresa el parecer de que “ su original manera [de E xi meno] de ver en las grandes operaciones de estas ciencias [se re fiere a las matemáticas], y la claridad de sus ideas en medio de la oscuridad que las rodea, hacen desear que sus instituciones no permanezcan mucho tiempo más sepultadas” . * * *
También de Andrés se ocupa pronto Juan de Osuna, y precisa mente en los números 3 y 4 (20 y 27 de enero de 1791): se trata de casi seis columnas en total sobre el tomo IV de Dell’origine, etc. (el tomo que se refiere a las ciencias naturales, que había aparecido en Parm a en 1790). En el primero de los dos “extractos” , el perio dista, dejando establecida la imposibilidad de “ repasar parte a p ar te, en un breve extracto, la inmensa serie de conocimientos” conte nidos en los diez capítulos sobre las matemáticas, se limita a dar una muestra del volumen ateniéndose al capítulo “de la náutica” 14; 13 El nom bre de Euler está en cursiva en el texto. Osuna se refiere pre sumiblemente a las Lettres a une Princesse d’Allemagne del célebre m ate mático, y más exactamente a las III-V III, referentes al sonido y la música. 14 Osuna subraya, entre otras, la opinión de Andrés de que, en las con-
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en el segundo de los “extractos” expone abundantemente los dos capítulos del libro II sobre la física, “considerada, por el autor, general y particular”. Y Osuna da pruebas de estar muy al corrien te de la atmósfera de disputas y de envidias que se respira tam bién entre los hombres de letras cuando atribuye a la obra de Andrés, como mérito principal, el de “no haber encontrado en toda clase de literatos sino encomio y aplauso” , a pesar de ser efectiva mente digna de elogio (!)... Las Notizie Letterarie vuelven a ocuparse de Andrés en el n ú mero 8 (24 de febrero) del mismo año, a propósito del tomo III de sus Cartas familiares... Osuna le dedica casi cinco columnas, lla mando la atención sobre la utilidad de tales cartas, sobre todo a efectos literarios; pero su aparición suscita en él el pesar de que, desgraciadamente, también esta obra “honrosísima” para Italia, “según la costumbre, o no cruzará los Pirineos o los Alpes o, si los cruza, quedará inmerecidamente confundida entre las infinitas descripciones parciales de Italia que nos vienen de más allá de las fronteras como monumento de nuestra hospitalidad, mal compen sada por las naciones que nos las transm iten” . Entre las once car tas del tomo se da particular relieve a la tercera, que trata de la Biblioteca M arciana de Venecia, sobre la cual reproduce el cono cido elogio de Palladio: a propósito del fondo del Card. Bessarione recuerda la apología que, aludiendo a él, Andrés hace de Diego H urtado de Mendoza, “ falsamente acusado por Morhofio, Scocchio y otros” de haberse llevado muchos códices de dicho fondo en la época de su embajada. Luego llama la atención sobre el hecho de que Andrés, en los “ códices” provenzales “encuentra muchísimas anécdotas que podrían ayudar a rectificar la historia literaria de España, de Italia y de otras naciones” : se trata de su intervención, aunque sea fugaz y casual, en la controversia, ya entonces notoria mente encendida, sobre la existencia o no de relaciones de la poesía neolatina con la árabe, polémica en la que, como es igualmente conocido, Andrés — y, en general, los literatos valencianos— se inclinaba por el origen árabe (de la rima en la poesía, entre otras troversias entre venecianos y portugueses sobre la prioridad en la susodicha ciencia, llevan la mejor parte los portugueses.
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cosas), mientras que Arteaga era contrario I5. Entre las referencias a otros varios temas tratados por las Cartas de Andrés, Osuna, des tacando las páginas en ellas dedicadas a los pintores venecianos, hace un elogio de la inteligencia de Andrés, inteligencia que, según sus palabras, “descubre la falsedad del principio, demasiado común en los artistas, de que los hombres entregados por entero a estudios de raciocinio no serán jamás buenos jueces de las obras de ge nio” I6. * * * 15 Hay otra intervención de nuestro periodista — si bien fugaz y casual también ésta— en la cuestión, con referencia estricta al problema lingüístico, y limitadamente a Portugal en el número 37 del primer año del periódico (15 de septiembre, en cuyas novedades señala los Vestigios da lingua ará biga em Portugal del Padre Sousa. La referencia es significativa también bajo otro aspecto, el de la opinión de Osuna en relación con los estudios etimológicos, opinión que resulta no muy entusiasta: “Es un diccionario eti mológico de las palabras portuguesas que tienen origen árabe, en el que parece que el autor no ha hecho aum entar en mucho el poco crédito que merece el arte de etimologizar”. (Las novedades constituyen una rúbrica de todos los números de las N otizie Letterarie, que hace mención de las pu blicaciones del m om ento: la noticia varía desde una indicación bibliográ fica pura y simple hasta un comentario más o menos amplio). 16 A Andrés Osuna atribuye también el mérito indirecto de los Ejerci cios públicos de historia literaria..., celebrados por primera vez en M adrid, bajo la presidencia de Rodríguez y de Trigueros (de esto hablará en el número 14 del primer año del periódico) y debidos —como precisa en el número 12, en 24 de marzo del mismo año— a “una institución literaria, acaso la única en Europa, y ciertamente la primera en su totalidad, y la más útil de cuantas hasta ahora existen, teniendo en cuenta la generalidad de la literatura” , y debida al apoyo ilustrado de Carlos III y de Floridablanca (se trata de los “ Reales Estudios de San Isidro en M adrid”, y pre cisamente del primer año de su actividad académica, 1790). Tales Ejerci cios (que podrían “servir de norma, en cualquier parte donde se quisiera tener el valor de sustituir muchas pueriles, pedantes, e inútiles instituciones, que, como inalienable herencia de nuestros mayores, todavía subsisten en muchos lugares de Europa, por otra bella y realmente provechosa para la juventud y las ciencias”) surgieron, en efecto —según lo que refiere Osu na—, al aparecer del primer volumen de la obra de Andrés, a fin de que tal obra, en una academia o escuela de historia literaria, “ fuese explicada por doctos profesores, no a cursis e imberbes auditores, sino a jóvenes y hombres avezados en el esfuerzo y consumidos en el estudio” . Ejercicios de los que, a propósito de los celebrados en diciembre de 1791
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M asdeu aparece en las N otizie Letterarie indirectamente y per incidens. En el número 23 del prim er año (9 de junio), al anunciar, entre las “novedades”, una “ disertación topográfica” de Pérez Q uin tero sobre Las Casitérides restituidas a su verdadero sitio, Osuna recuerda a aquel literato que quiso “refutar la opinión de Cambden y muchos otros, sostenida últimamente por el erudito abate M as deu, autor de la Storia critica di Spagna, sobre la localidad de las islas llamadas por los antiguos Casitérides” . Y en el número 26 del segundo año (28 de junio), entre las “novedades” anuncia el tomo X de la ya mencionada Historia crítica de España y de la cultura española, con la siguiente precisión: “ obra conocida en Ita lia, donde el infatigable autor la estam pa al mismo tiempo en italiano”. * * *
De los escritores italianos de la segunda mitad del x v i i i que en sus obras se ocuparon de España —más de uno asumiendo su de fensa en las conocidas polémicas de la época en pro y en contra de este país— , aparecen tres en las Notizie Letterarie entre los más
(en cuyo segundo año de vida de la Academia el tema había sido la histo ria de la literatura sagrada), Osuna vuelve a hablar en cuatro columnas del número 24 del segundo año de su periódico (14 de junio), donde se complace de haber dado ya noticia anteriormente, “ya que nuestros extractos han sido gustados más allá de los montes y traducidos” . Y sobre aquella academia, en fin, da una nueva referencia al escribir, en el número 14 de 1791 (7 de abril), a propósito del Discurso sobre el estudio metódico de ¡a historia literaria, pronunciado allí por el ya mencionado Cándido M aría Trigueros, discurso en el que, con típica mentalidad dieciochesca, se definía la historia literaria como “narración y análisis de la aplicación y de los progresos del espíritu hum ano desde el principio hasta nuestros días” ; his toria literaria que Trigueros — como subraya Osuna— no encuentra en nin guna nación, como no encuentra en ellas instituciones de historia literaria que sean metódicas, claras, completas y breves, salvo en España, donde la Academia de M adrid, según él, ha surgido para llenar esta laguna. Y aquí añade Osuna que, para honra de “nuestra” Italia, ha aparecido ya en ella un libro felizmente inspirado en tal método, la “inm ortal” obra de Andrés, traducida al español, pero que con tal “réplica” él no pretende poner en duda la verdad del discurso de Trigueros y la universalidad de su saber.
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im portantes: Cario Denina, Pietro Napoli-Signorelli y Giovan Battista Conti. Bien conocida es la posición de explícito apoyo a España asu mida por Denina en la época de la famosa polémica hispano-francesa provocada por el geógrafo Nicolás Masson de Morvilliers con el desdichado y nada objetivo artículo sobre España en la Encyclo pédie M éthodique (1782), que dio lugar a la clamorosa y violentí sima diatriba, además de entre Francia y España, entre “afrance sados” y “casticistas” en la propia España, extendiéndose por fin a Alemania e Italia, que acudieron en defensa de España contra la prepotente hegemonía intelectual francesa 17; y las repetidas inter venciones de Denina en favor de España 18 obtuvieron el merecido 17 Tanto para la polémica Espafia-Francia, en su conjunto, como para la intervención en ella del italiano Denina, véanse los conocidos y todavía útiles trabajos del recientemente desaparecido Luigi S orrento: Italiani e Spagnoli contro Vegemonia intellettuale francesa del Settecento, Milán, 1924; y Francia e Spagna nel Settecento — Battaglie e sorgenti di idee, Milán, 1928. 18 Discorso sopra le vicende di ogni letteratura (1760), passim; Lettres critiques... (1786) (la 2.a y la última — la 21.a), y, sobre todo, de tono vi brante y polémico, en el espíritu de la tradición católica — como ha soste nido con razón Sorrento—, el discurso pronunciado en la Academia de Berlín el 26 de enero de 1786, Réponse á la question: Que doit-on á l’Espagne?, que partía, para darle una respuesta a fin de m ostrar su ignorancia y su mala fe, de la pregunta de M asson: “Que doit-on á l’Espagne? E t depuis deux siécles, depuis quatre, depuis six, qu’a-t-elle fait pour l’E urope?” . A propósito de las dos “cartas críticas” citadas más arriba (estas Lettres critiques son “un suplemento” a la Réponse), quizá sea oportuno recordar que están dirigidas a personas que nos interesan aquí de cerca. La segunda a nuestro Juan de Osuna, con esta explícita petición: “Pido a usted, al señor Abate Andrés y a todos aquellos que tienen doctrina y gusto, si por medio de libros serios como la Biblioteca de Nicolás Antonio, se puede hacer que se conozcan Gracián, Quevedo, Cervantes, Ulloa, Guevara, Mexía, y todos los demás escritores que franceses e italianos han imitado y traducido en los pasados siglos” (Denina, en cambio, querría algo más vivo: con sus pequeñas brochares cree poder aclarar mejor la mente de sus con temporáneos). La 21.a a Andrés, entre otras cosas para complacerse con él de que Llampillas le haya pedido un ejem plar de la Réponse, y que otros ejemplares estén ya en las manos de otros doctos españoles; y para augu rar que la Réponse contribuya a hacer que los italianos se desengañen de sus prejuicios sobre España, prejuicios cuyo origen lo achaca Denina a la
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aplauso en España, donde algunos de estos escritos suyos fueron traducidos. Precisamente a la traducción española, por obra de Urcullu, de las Cartas críticas para servir de suplemento al Discurso sobre la pregunta: ¿Qué se debe a España? de Denina, se refiere, entre las “novedades” , el periódico de Osuna en el número 11 del segundo año (15 de marzo) con este inequívoco com entario: “Un cierto M asson de Morvilliers —que sin vocación se asoció a dos buenos geógrafos, R obert y Mentelle, para rehacer la parte geográfica de la Enciclopedia—, autor del artículo “España” , propuso, como in sultando, esta pregunta: Que doit-on á l’Espagne? No lo duden, el abate C avanilles19, el célebre botánico, entonces residente en París, aniquiló a conciencia al señor abogado-geógrafo. El señor Denina leyó un discurso en la Academia de Berlín en respuesta a esta injuriosa pregunta, y para ilustrar aún más el tema publicó estas cartas, dignas de ser consultadas. Argumenta ad hominem, y demuestra que cuando ya los españoles (y los italianos) estaban en el cénit de la literatura, los franceses no eran más que Esquim aux” . *
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ignorancia que ellos tienen de las cosas españolas (a causa de la falta de libros; Denina da como conocidos hasta poco antes en Italia sólo a Fei jóo y a Mayans entre los autores españoles del x v i i i ). 19 Sobre el botánico español Abate Cavanilles, que, en efecto, respondió contundentemente a Masson, escribe Osuna por lo menos dos veces en las N otizie Letterarie: en el núm ero 12 de 1791 (31 de marzo), al anunciar la parte I del volumen I de su obra Icones atqne descriptiones plantarum, quac ant in Hispania sponte proveniunt, aut in hortis hospitantur (Madrid, 1791), obra que define Utilísima, “tras las muchas obras botánicas a las que Europa ha aplaudido” ; y en el núm ero 8 de 1792 (23 de enero), a pro pósito de las partes I (de nuevo) y II del volumen I de la obra citada, sobre la que se extiende durante columna y media diciendo, entre otras cosas, que Cavanilles, después de su regreso a la patria de París, es conside rado merecidamente como uno de los primeros botánicos de Europa, ha descubierto seis nuevos géneros y defiende a Linneo contra L am arque: “Todas estas variedades y otras semejantes hacen a la obra de gran valor, incluso si no tuviera los otros valores de la novedad, de los conocimientos botánicos, de la pureza de la lengua y de la nitidez de la edición” .
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Es sabido que uno de los principales méritos, entre los muchos que tiene, de la Storia critica dei teatri antichi e moderni (Madrid, 1776) de Napoli-Signorelli (notable intento en su género, aun con todas las limitaciones y los retorcimientos de una mentalidad m ani fiestamente estrechada por las convenciones clasicistas diecioches cas) fue el de haber llamado la atención sobre la poesía española en general (Lessing debió a nuestro autor las primeras noticias so bre ella) y sobre el teatro en p articu lar20. Las Notizie Letterarie citan dos veces el nombre de Napoli-Signorelli. La primera, en las “novedades” anunciadas en el número 37 del segundo año (13 de marzo), para dar noticia de la publicación de sus Opnscoli Poetici, Oratori, Filosofici (Nápoles, 1791), con esta simple precisión: “Será ésta una colección de todos los opúscu los italianos, españoles, latinos, publicados e inéditos del secretario de la “ Reale Accademia delle Scienze” de Nápoles. Es conocido el mérito del autor, y sus obras dan fe de él”. La segunda se encuentra en una larga recensión (seis columnas), en el número 43 de 1792 (25 de octubre), de las Novelle de Polidete Melpomenio (se trata de Pindemonte) y de Lim esso Vemosio (Tommaso Gargallo M ontalto), publicadas por Napoli-Signorelli (Ná poles, 1792). Y a propósito de las someras referencias al género del cuento (desde Esopo hasta los modernos) con las cuales inicia N a poli-Signorelli la colección, se lamenta Osuna un poco de que el literato italiano nombre sólo, entre los españoles, a Cervantes, tan to más cuanto que Gargallo M ontalto imita en su cuento precisa mente los cuentos españoles (pues su narración, justamente, está “ imitada en gran parte del Grisóstomo y Marcela, de Cervantes”), consideración que Napoli-Signorelli no había hecho 21. * * *
20 Vittorio Cian, en Italia e Spagna nel secolo X V III — Giovan Battista Conti e alcune relazioni letterarie fra Vitalia e la Spagna nella seconda meta del Settecento (Turín, 1896), considera a Napoli-Signorelli sin vaci laciones como el hispanista más insigne en la transición entre el x v i i i y el x ix , y no sólo entre los italianos. 21 Se puede incluir esta moderada observación de Osuna a Napoli-Si gnorelli en el concierto de las que se elevaron por parte española — ¡y no todas m oderadas!— respecto a este literato, cuyos méritos se reconocieron
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Pero, entre los hispanistas italianos de la época, el que evidente mente interesa más a Osuna es Giovan Battista Conti, el conocido traductor de poesía española 22. De Conti habla con amplitud en dos ocasiones, ambas dedicando su atención al tomo IV de la parte I de la famosa Colección de poesías castellanas, traducidas en verso toscano e ilustradas por el conde D. Juan Bautista Conti (Madrid, 1782-1783), es decir, al último tomo publicado de la única parte acabada de la obra 23. En la primera señalación (número 16 de 1791, 21 de abril), da la noticia del citado tomo, acompañándola del siguiente comenta rio : “Continúa con actividad esta difícil empresa el señor Conti. Este tomo contiene precisamente las poesías de algunos de los auto
inmediatamente en España, aunque también se criticaron ciertas actitudes suyas, en primer lugar sus opiniones en la cuestión entonces tan debatida del teatro, en la que Napoli-Signorelli, aun reconociendo y defendiendo la grandeza del teatro español del siglo de oro, se negaba a seguir los sofis mas a los que tendía cierta crítica teatral española de la época, en defensa de una pretendida precedencia de España sobre Italia en el teatro, incluso antes del x v i i (sobre las vicisitudes del teatro y de la crítica teatral en la España del x v i i i , permítasenos remitir a nuestros ensayos “Calderón en la polémica del x v i i i sobre los ‘autos sacramentales’ ” y “Calderón en la crítica española del s. x v i i i ” , que constituyen —como se ha dicho ya en otra parte— los capítulos I y II de este volumen. Para documentar, per incidens, la estrecha mentalidad, rigurosamente dieciochesca neoclásica, de nuestro Juan de Osuna en la vexata quaestio del teatro, basta cuanto él dice, en el núm ero 4 de 1791 (27 de enero), al anunciar el Examen crítico de la carta de D. Jaime D ons contra el discurso sobre las comedias y tragedias de D. Augustín M ontiano (Madrid, 1790): “Típica disputa entre los poetas. El señor M ontiano es, quizá, el príncipe de los trágicos españoles de nuestro tiempo, el único en quien España ha tenido buenas tragedias. Imprimió un discurso sobre el teatro español. Le declararon la guerra, como le sucedió a Corneille y a Voltaire. El señor Dons se puso al frente de la tropa enemi ga. Se escribió, se cotilleó. Este Examen ilustra convenientemente el decidi do mérito del Señor M ontiano y la ignorancia de los adversarios” . 22 Véase Vittorio Cian en la obra citada sobre Conti. 23 Cian, en la obra citada, señaló que, además de esta parte dedicada a la lírica, Conti tenía en proyecto otras dos, dedicadas a la épica y a la dram ática; más aún, da los índices de la materia ya preparada para los tomos V (Lope) y VI (Cervantes, Cetina, etc.), que han quedado inéditos en manos de los herederos del traductor.
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res que más se acercan al gusto griego, entre los españoles de los dos últimos siglos, es decir, cuando el buen gusto estaba desterrado de casi toda Europa y concentrado en Italia y en España. Es de destacar en este tomo una interesante disertación sobre las sátiras de Horacio y de Juvenal”. En el número 41 de 1792 (11 de octubre), Osuna, evidentemente disgustado por la indiferencia que ha rodeado la aparición de la obra de Conti, vuelve sobre el tema con un “extracto” de cuatro columnas. En efecto, tras haber puesto de relieve el poco conoci miento que se tiene en Italia de una obra de intrínseco mérito como ésta — que, a su parecer, honra a Italia y a España— , y tras haber llamado la atención sobre las dificultades de la tarea animosamente asumida por Conti de “hacer conocer mediante una traducción las bellezas sorprendentes de la poesía española” , se extiende, en trando con eficacia en los más menudos particulares de los esfuer zos y de las insidias del arte de traducir, para destacar el mérito de Conti al respecto 24, valiéndose de la ocasión para atacar dura mente la obra de un traductor francés contemporáneo (“en la cual, quien quiera que tenga un ligero conocimiento de la parte poética de la literatura española confesará que el editor había nacido para otro oficio” , pues se revela ignorante y privado de buen sentido —salvo un poco para la lírica—, y, “ para colmo, en un dialecto semigálico pretende instruir a los españoles sobre las vidas y las 24 Lo referiremos en n o ta : “ Un espíritu que conozca el genio universal, o sea, transcendental, de la poesía en todas sus relaciones, y que lo p o sea; que conozca y posea el particular genio de la poesía nacional de dos pue blos diversos; que conozca y posea, no solamente las dos lenguas, sino el dialecto poético de am bas; y, con todo este instrumento, tenga, además, la habilidad de saber transform ar el espíritu de una en el de otra, discernir sus diversas índoles en el detalle, someter la imaginación a un doble juego, el de no alterar el sentimiento y el de dirigirlo a una m anera distinta de colorearlo, adoptar los pensamientos ajenos sin adoptar sus contornos y pintar el cuadro ajeno con el pincel p ro p io ; un espíritu dotado de estas cualidades naturales y adquiridas raro será que se encuentre entre el co mún de los poetas, y en el que se encuentre, debe ser muy superior a los proletarios seguidores de las musas. El señor Conti, a nuestro parecer, es uno de estos hombres afortunados. Creemos haber dicho lo suficiente para manifestar su m érito” .
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obras de sus poetas”) ; ello le da ocasión para poner nuevamente de relieve, por contraste con la jactancia y la ignorancia de aquel traductor francés, la “juiciosa selección, las doctas explicaciones, las sensatas críticas, las razonadas vidas de los autores, y la pureza de lengua que ha tenido nuestro autor ya desde el tomo primero de esta colección suya” . Continúa luego sus diligentes consideraciones pasando revista a las Reflexiones que Conti pone al frente de cada tomo de su obra, sirviéndose de ellas para más de una considera ción habitual en el estilo de la crítica dieciochesca, como la de las comparaciones entre poesía italiana y esp añ o la: en efecto, a pro pósito de la “doctísima introducción” puesta por Conti al tomo I — sobre la naturaleza, la índole y la historia de la poesía castella na— , tras haber declarado que dicha introducción “es original y singular en la manera de trazar, sin pretenderlo, un tratado didác tico sobre la más encantadora de las artes de la imaginación, en el que no deja nada que desear”, añade que, por lo que respecta a la poesía española, tal escrito de Conti “es una demostración del intrínseco mérito de una gran parte de los poetas del siglo xvi y xvii, parangonables a los mejores de la Italia de aquellos tiempos” ; además, tras haber señalado que los Argensola, Luis de León y otros líricos de entonces le parecen iguales e incluso parcialmente superiores a los italianos dignos de ser recordados en el arte de traducir a los poetas clásicos latinos y griegos, precisa que, “como la historia poética de España coincide, tanto en épocas como en progresos, con la italiana, nuestro autor entrelaza así razonable mente su índole simultánea” 25. Agotadas las consideraciones de carácter general, y dejando atrás los primeros tres volúmenes de la obra de Conti, después de haber subrayado Osuna la utilidad del método de aquel traductor al darlo todo “con igual pureza y propiedad” en las dos lenguas, “haciendo igualmente útil a las dos naciones todo el contexto” , 25 Estas consideraciones confirman la actitud de Osuna de rígido neo clasicismo dieciochesco, al insistir en la exaltación de la poesía española (e italiana también, en cuanto que ésta fue la mejor de Europa en aquel siglo) del xvi, incluso al objeto — ora implícito, ora explícito— de lamentar que la del xvii se haya dejado arrastrar más allá de las normas de la tra dición y de las (pretendidas) reglas.
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examina el tomo I V 26, atribuyendo a Conti cualidades de traduc tor no inferiores a las de intérprete y crítico de la lírica trad u cid a: “Sin temor a ser juzgados parciales, podemos asegurar a nuestros lectores que, con excepción de alguna belleza intraducibie del tipo de aquellas que existen en todas las lenguas, en las versiones he mos encontrado esa exactitud, que creíamos sumamente difícil. No es menor que el mérito de la versión el de las reflexiones críticas sobre cada composición, que es una especie de comentario perpetuo sobre cada una de las poesías traducidas por el Señor Conti. La riqueza de la erudición antigua, la finura del gusto, la delicadeza del tacto poético que adornan estas reflexiones hacen honor a su doctrina y a su genio, y muestran en el autor a uno de esos espí ritus que no surgen sino raramente entre los cultivadores de la M usa” . Tras lo cual, al expresar su pesar por no tener espacio para docum entar el juicio que acaba de exponer, e informando de la promesa de Conti de preparar un quinto (y último ) 27 tomo de esta I parte, anuncia la parte II, en que trataría a los autores del x v i i i , de los cuales anticipa Osuna, por cuenta propia, muchos nombres (Samaniego, Iriarte, Jovellanos, M oratín, Salas, Forner, Rejón, Valdés), “sin contar los dramáticos, que en los últimos años han hecho subir el coturno a un sublime grado de excelencia” 28. *
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26 Es el dedicado a Padilla, a Juan de la Cueva, a Figueroa, a los Argensola, entre otros. 27 Pero Cian, como ya hemos recordado, ha demostrado que debía haber también un sexto. 28 Tal afirmación sirve de confirmación a la señalada más arriba (en la nota 21). Pero a estas dos conviene añadir, como conclusión de las con sideraciones sobre la limitación de horizontes de Osuna respecto al teatro nacional, aquella en la que, en el número 30 (por evidente error tipográfico lleva escrito 31) de 1792 (2 de agosto), al dar noticia del drama histórico Earl Goodwin de Anna Yearsley (Londres, 1791), encontró modo de acu sar a los ingleses de... retraso en el campo de la crítica, atacando indirecta mente, con tono sarcástico, al hombre de teatro del x v i i que —junto con sus contemporáneos españoles Lope y Calderón— más horror causaba a los dieciochescos neoclasicistas, Shakespeare: “La mayor singularidad en nues tro modo de pensar es que los literatos ingleses no hayan encontrado otro cumplido más expresivo para alabarla [a Anna Yearsley] que parangonar
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El hecho de que Osuna, no obstante su justificado resentimien to de español respecto a la ilustración francesa, tan despreciativa y a m enudo injusta respecto a España, tenía en mucha considera ción a esta ilustración, se desprende de más de una de las refe rencias que ya hemos tenido ocasión de citar; pero en las Notizie Letterarie se encuentran también pruebas más explícitas de dicha consideración. Así, al anunciar en las “novedades” del número 43 de 1792 (27 de octubre) la traducción española, aparecida el año anterior en M adrid, de la Encyclopédie M éthodique (precisamente la de la desconsiderada “voz” de M asson sobre España), com enta: “Esta empresa literaria, que hace honor a los editores, continúa con conveniente celeridad. No es una simple traducción, sino que se procura añadir todo lo que se cree necesario, hasta el punto de que en alguna ram a los artículos han aum entado en la m itad” . Incluso teniendo en cuenta las adaptaciones que la citada Enciclo pedia sufrió en su edición española, es evidente en Osuna su ad miración, aunque implícita, por la obra. Lo cual, sin embargo, no impide a Osuna m ostrarse enemigo de los enciclopedistas en general y de Voltaire en particular, como cuando habla —en el número 47 de 1791 (24 de noviembre)— del juicio “filosófico-cristiano” emitido por el canónigo Cirilo de Aversa a propósito de la tragedia M ahom et de aquel escrito r; y cuando, al dar noticia ■ —en el número 50 de 1791 (5 de diciembre)— de la traducción italiana del canónigo Regoli (Cesena, 1791) de la Teo logía Natural del filósofo del siglo xv español R. Sabunde (al que atribuye el mérito de ser, además de “metafísico” , poeta y orador), auspicia un mayor conocimiento de su obra al objeto del seguro triunfo de la verdad por él demostrada, “cualquiera que sea el éxito momentáneo de los esfuerzos de la irreligión” ; es evidente aquí la hostilidad frente al libre pensamiento volteriano y enciclo pedista, verdadera pesadilla de aquel tradicionalista católico espa ñol del xvm.
su dram a... con los de nuestro inmortal Shakespeare, de los que es una perfecta im itación... En 1792, esta singularidad es singularidad por exce lencia” .
España en las “Notizie Letterarie” de Juan de Osuna 241 1». Pero el ataque más explícito y categórico a las novedades ideo* lógicas francesas viene, por parte de Osuna, en los números 4 (26 de enero), 28 (12 de julio) y 29 (19 de julio) de 1792, donde habla, y muy largamente (12 columnas en total), de La Ragione del aba te Melchiades Salazar (Cesena, 3 tomos, 1789 y 1792) (obra que Osuna pone entre las obras de tema metafísico “capaces de satis facer el gusto de los lectores probos e imparciales”), entre cuyos méritos destaca Osuna los de la claridad y resolución de la afirma ción de que “la razón no induce a error”, y del examen detallado de la religión “natural”, “actual tema filosófico de 100.000 libros e infinitas diatribas disparatadas que pretenden llamarse Instruc ciones, Educaciones, Emilios, Discípulos de la Naturaleza, y otras inepcias semejantes, de las que abunda el nuevo dialecto”. Y el periodista acompaña la obra de Salazar con particular interés y cuidado cuando este autor se preocupa de m ostrar (en el tomo tercero) la irreconciliabilidad entre la moral llamada social de los “moralistas filósofos” tipo Voltaire, Mercier, etc., y la moral evan gélica. Es una toma de posición decidida contra “los eternos tópi cos de las declamaciones y de las diatribas actuales [quiere decir contra la ética cristiana, a la que aludía antes]: deteriorados, más aún, deshechos por la vejez y por el contraste; pero, a falta de otros, restablecidos cada día sucesivamente de generación en gene ración, de escuela en escuela, de libro en libro, de mono en mono, de papagayo en papagayo hasta la consumación de los siglos” . Osuna hace un especial elogio a Salazar por el artículo 2.° de su tomo III, que indaga sobre los “efectos de las máximas morales, que han estallado de improviso, aunque estuvieran preparados des de mucho antes” en un “examen razonado de los monstruos en gendrados por principios tan mortíferamente propuestos y difun didos entre el pueblo” ; es decir, en otras palabras, sobre el “clima” —diríamos hoy nosotros— ideológico y político de aquel momento, de la revolución francesa, que afectó también muy de cerca (como ya hemos recordado) a Osuna e hizo desaparecer alguna de sus obras 29. * * *
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Llam ando, en cambio, la atención hacia obras fieles al pensamiento
EST. SOBRE LAS IFT RA S.—
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Uno de los eruditos que más suscitan el interés de Osuna es Isidoro Bosarte 30, uno de los mayores animadores de los ya recor dados “Reales Estudios de San Isidro” , donde sus Observaciones sobre las Bellas A rtes entre los Antiguos hasta la Conquista de Grecia por los R om anos (leídas desde la cátedra de historia lite raria de aquella institución en el prim er año de vida de la misma — 1790, como ya hemos tenido ocasión de recordar—), además de m ostrar efectiva erudición, habían puesto las bases, en la inter pretación de los antiguos, de principios muy originales para su época, con significativas aperturas estéticas hacia concepciones que se manifestarían mucho más ta rd e : entre otras, la convicción de Bosarte —ya señalada por Menéndez y Pelayo — 31 de que el arte derivaba de la “aptitud para expresar” ; la constante identificación de la belleza con la expresión (piénsese en la ecuación crociana in tuición-expresión) y, en el campo de las bellas artes, del talento creador con la capacidad de una pronta percepción de las formas. Viene, sin duda, a cuento señalar que m ás de un siglo antes que Menéndez y Pelayo, Osuna, manifiestamente interesado por las Observaciones de Bosarte hasta el punto de que volvió sobre ellas cinco veces en el prim er año de las Notizie Letterarie —y casi siem pre con largas exposiciones— 32, al pasar revista a los que le pare tradicional, Osuna recuerda, entre éstas, una de M uratori, Della regolata devozione dei cristiani (1747) —citándola con el título de la traducción que de ella hizo al español Miguel Pastor, La devoción arreglada del cristia no, etc., M adrid, 1790— , con la siguiente precisión (en el número 6 de 1791, 10 de febrero): “una razonada apología de los sentimientos expre sados por M uratori en esa obra suya acom pañan [s í c ] a la traducción” . 30 Es el sucesor de Antonio Ponz en la secretaría de la “ Real Academia de San Fernando” en M adrid, y, siguiendo el ejemplo de Ponz (autor del famoso Viaje de España... —M adrid, 18 tomos, 1772-94—), dejó un Viaje artístico a varios pueblos de España (Madrid, 1804) que se puede leer toda vía con vivo interés por ciertos aspectos de su valoración estética sobre las bellas artes. 31 Véase Historia de las ideas estéticas, Madrid, t. 111, 1940, pág. 565. 32 La primera (en el núm ero 9, 3 de marzo), que se ocupa de la P ar te I de aquella obra ■ —que se refiere a la escultura de los griegos— , tiene 5 columnas y media; la segunda (en el número 15, 14 de abril) anuncia la publicación de la Parte IV (y última) — que se refiere a las bellas artes en Egipto— y, entre otras cosas, valora la obra, en su conjunto, como “utilí-
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cen los máximos méritos de la obra, muestra entreverlos precisa mente donde los habría señalado una concepción estética mucho más próxim a a nosotros en el tiempo. La primera vez que se ocupa de Bosarte, en efecto, tras haber definido la introducción de su obra como “llena de investigaciones metafísicas sobre la expresión y sobre la naturaleza” y haber indi cado como uno de los mayores méritos de Bosarte el “relevante servicio de señalar a los profesores de literatura un criterio general para evitar la común vergonzosa ignorancia, que los literatos no enrojecen de m ostrar respecto a las obras de dibujo” —y lo precisa: “este criterio seguro es la poesía. Los fundamentos de esta arte son conocidos de todo literato. Juzgue éste, pues, las obras de las bellas artes con aquellos principios, y no se equivocará jamás, al menos al juzgar la idea, que es la parte más esencial, y menos expuesta a errores que la ejecución”— , señala “la parte más inte resante de la obra del señor Bosarte, y que la hace parangonable con las mejores de este siglo” , en dos preguntas: “ ¿cuáles son las verdaderas razones de esta superioridad [se entiende en la escul tura] de los artistas griegos? ¿Qué motivos se oponen a que los modernos puedan igualarse con los antiguos?” . Tras lo cual des taca exactamente lo mismo que M enéndez y Pelayo un siglo más tarde al distinguir, en las motivaciones de las obras, las intrínsecas (“internas”) o eficientes, y las externas o móviles (“auxiliares”), y, sobre todo, al atribuir a la escultura griega, como motivo de supe rioridad, el uso frecuente del desnudo, mientras que, en contra de la costumbre griega de la desnudez en los juegos públicos, “los usos y costumbres de los siglos posteriores no han permitido y no permiten [quiere decir al artista] los medios para hacer este opor tuno estudio” (motivo este del estudio griego de la medida y de las proporciones del cuerpo humano que Osuna señalará más adelante también al hacer el análisis de la parte III de esta obra). De esto, sima y original” ; la tercera (en el número 22, 2 de junio) se ocupa de la Parte III — se refiere a la arquitectura griega— ; la cuarta (en el núm e ro 23, 9 de junio) habla a lo largo de 7 columnas sobre la Parte IV —que se refiere a la arquitectura egipcia— ; la quinta (en el número 24, 16 de junio) vuelve, en otras 6 columnas, sobre el tema tratado en la anterior.
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y de otras características consideradas, el periodista deduce y su braya la utilidad de la obra de Bosarte gracias a la enseñanza que ella da, es decir, la exigencia de la observación, no sólo de los libros, sino también de las obras de escultura, y gracias a la aten ción que Bosarte presta a la naturaleza (a la que hay que im itar: no se debe im itar a los clásicos, sino que se debe procurar hacer lo mismo que hicieron ellos) al mismo tiempo que a la verdad. También por lo que se refiere a la concepción de Bosarte sobre la arquitectura da Osuna en el blanco, al menos en el sentido de que también él se adelanta aquí a Menéndez y Pelayo y a la crí tica m oderna: en efecto, pone de relieve, entre los puntos de vista de aquel teórico español, el hecho de que “el hombre no es arqui tecto antes de ser culto y poeta, o sea, inventor: en épocas ante riores no es más que un albañil, cuya tarea term ina al alzar los muros y cubrir el edificio. El arte de los albañiles comienza donde termina el instinto, y la arquitectura comienza donde termina el arte de los albañiles” 33. Y a propósito de la animosa tentativa de Bosarte para darse y dar razón de la arquitectura oriental (y, en general, de las bellas artes), sobre todo de Egipto, aun destacando el esfuerzo de aquel estudioso por explicar, entre otras cosas, el origen de la columna en Egipto (estaría originada “por la idea de las aras de sus sacrificios”), y al explicar la pirámide como un sím bolo de la divinidad creadora (de la “Unidad Divina” , dirá M enén dez y Pelayo), añade O suna: “Nos atrevemos a augurar, y el p ú blico lo deseará también, en la egregia obra del señor Bosarte una extensión un poco mayor en algunos artículos interesantes apenas esbozados, un desarrollo más claro de algunas ideas que parecen dignas de ser desarrolladas, y en muchos puntos un poco más de fuerza en las pruebas”. Y Menéndez y Pelayo comentará a propó sito de la tentativa de Bosarte de “rem ontar más lejos [quiere decir del período clásico] y asentar el pie en el terreno, entonces tan incierto y movedizo, de la arqueología oriental” : “Puede estimarse la valentía del intento, pero la ejecución era entonces prematura, por no decir imposible” (op. cit., págs. 266-267). Como se puede 33 Según Bosarte (en una cita de su obra hecha por M enéndez y Pela yo), en la arquitectura está la “expresión o representación del hom bre” .
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considerar que Menéndez y Pelayo difícilmente pudo conocer el periódico italiano de Osuna, nos parece precisamente más que opor tuno subrayar el hecho de que, a distancia de un siglo, en el con junto de problemas de arte tocados por Bosarte, al gran autor del xix le salte a la vista justamente lo que ya había llamado la aten ción de O su n a ; y que —y esto es todavía más significativo— la vi sión de Bosarte respecto a cierto problema provoque en él una reacción crítica que repite la de su tan lejano compatriota. * * * Las N otizie Letterarie abundan en ulteriores referencias, preci siones, comentarios a las noticias dadas, que indican, además de una atención siempre vigilante por las cosas españolas, capacidad de orientación sobre ellas, espíritu pronto, en efectiva contradicción con el tradicionalism o que — como hemos tenido ocasión de mos trar— es característica sustancial de Osuna. Ejemplifiquemos aquí algún rápido testimonio al respecto. En el número 14 de 1792 (5 de abril), al dar noticia de la tra ducción al español (M adrid, 1792), hecha por Juan Pablo Forner, de las Declamaciones contra la charlatanería de los eruditos de Juan Burcardo Mencken, comenta, con evidente disgusto por la erudición sin otro fin que ella misma, y con no menos evidente confianza en la personalidad notoriamente vivísima de F o rn e r: “ Es una lástima que, en vez de traducir las dos conocidísimas de clamaciones de Mencken, el señor Forner, que tiene talento para hacerlo, no haya añadido una sobre la charlatanería de los eruditos desde M encken 34 hasta nosotros. Dos declamaciones son pocas. El arte ha crecido desmesuradamente, y lo prueba cualquier hombre honrado”. En los números 48 (1.° de diciembre) de 1791, 7 (16 de febrero) de 1792, y 45 (8 de noviembre) de 1792, Osuna pone de relieve 34 Acaso no resulte inoportuno recordar que Mencken fue tomado como blanco por el violento opúsculo Vindiciae (1729) de Vico, quien se había indignado por la breve nota, fuera de tono, sobre los Principi di una Scienza N u o va ... aparecida dos años antes en los Acta Eruditorum de Leip zig, que dirigía Mencken.
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ciertas ventajas de la economía agrícola y pastoral de España res pecto a otros países: en la primera de las tres noticias (de dos columnas de extensión) sobre las Noticias literarias de España ex traídas de los registros de la Sociedad Económica de Tarragona se refiere a España como al país en el que hay muchas sociedades económicas que merecen ser señaladas porque sustituyen los “dis cursos académicos pomposamente filosóficos, que tienden a hacer de las sociedades patrióticas otras tantas inútiles congregaciones de retóricos y habladores” , por un verdadero plan de fuertes y efectivos alientos a los a rtista s; en la segunda habla “con verda dera complacencia” del libro de viaje del inglés Townsend A journey through Spain... (que se refiere a un viaje realizado por este extranjero en los años 1786 y 1787 con el objeto de instruirse prin cipalmente sobre el estado de la agricultura y del comercio) (Lisboa, 3 vols., 1791), porque dicho libro le parece lleno de noticias serias y objetivas y juiciosamente metódicas sobre la economía política de España, sobre la cual — se queja Osuna— corren nociones tan fa lsas; en la tercera, se detiene con complacencia en el Essai sur le commerce des bétes á laitie (Aix, 1792) de Michel, porque E s paña le parece, junto con Inglaterra, una de las dos únicas nacio nes en que rige una legislación al respecto (España —no se olvida de subrayarlo— incluso ya desde el siglo v, con Atalarico), con los beneficios que de ella se derivan. En el número 25 de 1792 (21 de junio), al dar noticia, a tres columnas, del Discurso dirigido a la ciudad de Quito para la erec ción de una nueva Sociedad patriótica cotí el título de Escuela de la Concordia, de Espejo, aprovecha la ocasión para estigmatizar la falsedad de los muy renombrados escritores que pintan como de siertos en el mapa literario las lejanas comarcas de la América m e ridional “a despecho de los testimonios en contra de europeos no sospechosos, que las han visitado hasta la tercera década de este siglo” . Si se recuerda quién fue aquel escritor ecuatoriano 35 y se 35 Se trata de Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, famoso crí tico y escritor ecuatoriano indígena del xvm, de cultura y de ideas enciclo pédicas, a propósito del cual, y con justicia, Menéndez y Pelayo (en His toria de la poesía hispanoamericana, M adrid, 1948, t. II, pág. 24) cita, como
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considera que Osuna, no sólo no se queda perplejo ante este Dis curso sobre el que llama la atención (discurso audaz y violento, que ataca con resuelta sátira el régimen colonial español, em pe zando con las siguientes palabras: “ Vivimos en la más grosera ignorancia y en la miseria más deplorable”), sino que lo elogia hasta el punto de auspiciar su traducción al italiano (porque —pre cisa— “es siempre una ventaja para las ciencias y para las artes que se publiquen sus progresos; pero, especialmente, los de los países de los que la ambición literaria de los europeos se forma una idea desagradable, que tiene el efecto de prolongar la existencia del error señalado, al que han arrastrado a Europa los señores Robertson, Raynal y Paw, seguidos ciegamente por los numerosos papa gayos de la literatura”), razonadamente podemos hacer, de esta toma de posición de Osuna en favor de dicho autor —y de seme jante obra suya— , uno de los indicios más significativos, en todo el periódico, del espíritu de modernidad que, a pesar de todo, anima a nuestro literato y periodista, y que incita a releer todavía hoy, al menos parcialmente, sus escritos, a quien se preocupe de inves tigar los signos de la estrecha familiaridad que existió entre los ambientes culturales italiano y español en la segunda mitad del siglo X V I I I 36. términos de comparación, a dos de los mayores innovadores de ideas, con temporáneos suyos, en la península ibérica: el español Feijóo y el portu gués Verney. J6 Lo que España representa en el conjunto notable de novedades de libros, de las que las Notizie Letterarie dan referencia, está documentado también por la realidad de las cifras: en el primer volumen, de 528 publi caciones señaladas en la rúbrica “novedades” , son españolas 90 (y portu guesas 5); en el segundo, de 357, son españolas 60.
XI M ETASTASIO, GOLDONI, A L F IE R I Y LOS JESUITAS ESPAÑOLES EN IT A L IA
Las vicisitudes de la popularidad del teatro italiano diecioches co en la literatura española — así como en la portuguesa, conside rada en otro lugar hace tiempo — 1 constituyen una madeja que aún está lejos de haber sido desenredada y que, por lo demás, no es fácil de desenredar. Ello se aprecia también al repasar las ya numerosas investigaciones realizadas en este sentido, en España y fuera de España, dentro del ámbito de la historia del teatro espa ñol, cuyos autores, al menos los nombres más notables, son bien conocidos para quien se ocupa del teatro: L a Barrera, con su Ca tálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español, desde su origen hasta mediados del siglo X V I I I (1860); Carmena y Millán, con la Crónica de la obra italiana en M adrid desde el año 1738 hasta nuestros días (1878); Menéndez y Pelayo, con la Historia de las ideas estéticas en España (1883-1891); Cotarelo y Morí, con su Isidoro M áiquez y el teatro de su tiempo (1904) y los Orígenes y establecimientos de la ópera en España hasta 1800 (1917); Paz y Meliá, con el Catálogo de las piezas de teatro que se conservan en el departamento de manuscritos de la Biblioteca Nacional (de M a drid) (1934-35), etc., hasta la proliferación de estudios y de listas 1 Véase A influencia italiana no teatro portugués do sáculo X V III, en (Varios) A evolucáo e o espirito do teatro em Portugal, Lisboa, 1947, en las páginas 279-334.
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que se ha producido ya en tiempos más próximos a nosotros, con trabajos como “El romanticismo en España — Caracteres especia les de su desenvolvimiento en algunas provincias” , de E. Allison Peers (1924-25, Boletín de la Biblioteca M enéndez y Pelayo), el “Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los periódicos de M adrid desde 1661 hasta 1819” , de A. M. Coe (1935, vol. IX de los The John H opkins Studies in Rom ance Literatures and Languages). Sólo indirectamente pueden interesar al respecto también otros trabajos, incluso mucho más recientes, como el de John V. Falconieri, que hace la Historia de la “commedia deH’arte” en España (1957, Revista de Literatura, núms. 21-22 y 23-24) —cu yas conclusiones son un estímulo para análogas investigaciones so bre los momentos sucesivos del teatro italiano en España— ; pero explícitamente interesan otros todavía que, en todo o en parte, se han ocupado de aquellos grandes autores de teatro italianos, tanto en el ám bito de la historia del teatro español como por sí m ism os: trabajos que son también bien conocidos en su conjunto. Son úti les también, en efecto, las noticias de carácter general dadas por Arturo Farinelli en Italia e Spagna (1929, II, págs. 315-320) o por Amos Parducci en “Traduzioni e riduzioni spagnole di drammi italiani” (Giornale storico della letteratura italiana, C X V II — 1941— , fase. 1-2, págs. 98-124) o por José Subirá en E l teatro del Real Palacio (1849-1851) (1950); no menos útiles son las noti cias, ya con intenciones monográficas, recogidas sobre cada uno de estos grandes autores italianos, como, por lo que se refiere a Metastasio, por Adele Fasulo en una tesis —que ha quedado m a nuscrita (como refiere Giulio Natali en II Settecento, 1929, pági na 849), presentada en el Istituto Superiore di Magistero de R o ma— titulada Saggio dellinfluenza del teatro spagnolo sul M etas tasio, o por Alfred Coester en “Influences of the Lyric D ram a of M etastasio on the Spanish Romantic M ovement” (en Hispanic Review, V I-1938, págs. 10-20) o por Sterling A. Stoudemire en “M e tastasio in Spain” (en Hispanic Review, IX-1941, págs. 184-191); por lo que se refiere a Goldoni, las noticias recogidas por E. Maddalena en “M oratín e Goldoni” (en Pagine istriane, 1905) o por
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Paul Rogers, en Goldoni in Spain (1941)2, o por Cario Consiglio en “El “ Don Juan” y una venganza de Goldoni” (en Escorial, ju lio, 1944, págs. 283-289); respecto a Alfieri, las noticias recogidas por Luigi Sorrento en “ Vittorio Alfieri in Ispagna” (en In Ispagna, 1913), o por E. Allison Peers en “The vogue of Alfieri in Spain” (en Hispanic Review, V II-1939, págs. 122-140). Quien quiera sacar un hilo conductor para ulteriores investiga ciones y consideraciones del mare magnum de los problemas ana líticos y sintéticos levantados por esta parcial ojeada bibliográfica (y por la bibliografía no recordada aquí explícitamente o de la que se han valido los estudiosos citados), hará bien —nos parece— , si quiere hacer una contribución concreta, encaminándose, por ejemplo, en una de las dos directrices principales: la del estudio de la introducción,en los escenarios españoles, de las obras de los grandes autores italianos de teatro de aquel siglo —en versio nes sustancialmente literales o, más a menudo, en adaptaciones de mayor o menor amplitud— ; y la del análisis de la interpreta ción dada, por los críticos españoles de teatro o de literatura o de historia de las costumbres en general, a los valores artísticos, hu manos o sociales de las susodichas obras. En la línea de esta se gunda directriz llamaremos aquí la atención sobre la crítica espa ñola referente a los textos de aquellas obras (es decir, liberados, hasta donde sea posible, del complemento musical —cuando éste haya existido limitándonos a la manifestada en el x v i i i y, dentro de ella, limitándonos a la de los jesuítas —tan varia y múltiple, por lo demás, en sus aspectos, y tan interesante en sus m anifesta ciones y en sus resultados— que refugiados en Italia tras la ex pulsión de España, desarrollaron allí, con la conocida y sorpren dente riqueza y originalidad de ideas, una vivísima actividad literaria. —
) ,
* * * 2 A los resultados de tal libro le han añadido útiles complementos dos recensiones de C. Consiglio (en el fase. 3 del año 1944 de la Revista de Filología Española) y de J. de la Riva Agüero (en el fascículo de agosto de 1943 de Escorial).
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El interés español del x v i i i por el teatro italiano vacila noto riamente entre dos polos opuestos: la admiración — y la admisión lamentación por haber invadido España. Tal oscilación, que no pacífica— por la singularidad del talento de sus autores, y la es sólo de aquellos jesuitas (fuera del ámbito de ellos, basta pensar en un P. F eijó o )3, es, sin embargo, señalada, en cualquier caso, como una de las características de su actitud respecto al teatro mismo, actitud que, a su vez, entra en la atmósfera de polémica general de aquellos jesuitas con los literatos italianos de la época, a la luz de las críticas y de las acusaciones (consideradas por estos jesuitas injustificadas) hechas por los italianos a la literatura espa ñola en general y, dentro de ella, al te a tro ; quien esté familiariza do con esta producción polémica del x v i i i , que aún se lee, a me nudo, con el placer con que se lee una novela interesante, sabe que la variedad de los temas tratados y el calor con que son tratados han dado a las páginas de aquellos jesuitas una sustancia de pensa miento y una originalidad de exposición que han dejado huellas por largo tiempo, a través de los literatos que les sucedieron hasta el propio Menéndez y Pelayo, de finales del xix. Y el hecho de que el teatro interesara mucho a aquellos jesuitas del x v i i i no es de extrañar si se piensa por un instante en la ex cepcional importancia concedida siempre al teatro como obra de arte, pero también, y no menor, como obra educativa y a menudo incluso de catequesis4. Tal importancia está subrayada con fre 3 En el Discurso XIV del tomo I de su Teatro crítico, el P. Feijóo es cribe, entre otras cosas: “Los italianos nos han hecho esclavos de su g u sto . En cuanto a la música, se verifica ahora en los españoles, respecto de los italianos, aquella fácil condescendencia a adm itir novedades que Plinio la mentaba en los latinos respecto de los griegos: M utatur quotidie ars interpolis, et ittgeniorum Graeciae flatu impellimur”. 4 El tema ha dado lugar, como es notorio, a trabajos interesantes de sín tesis y de análisis, y, sobre todo, para las literaturas ibéricas. Para salir un momento del ámbito de la española y tom ar en consideración la por tuguesa, recordaremos aquí el muy docto trabajo de un especialista por tugués de historia del teatro, Jorge de Faria, O teatro escolar dos sécs. X V I, X V II e X V III (publicado en el ya citado volumen, de Varios, sobre A evolugáo e o espirito do teatro em Portugal, Lisboa, 1947, 2.° ciclo (1.a se rie), en las páginas 257-278), por lo que se refiere a la finalidad educativa.
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cuencia también por estos autores del xvm a los que nos propone mos estudiar a propósito de los grandes escritores italianos de tea tro del siglo; de modo indudablemente más explícito, en toda su inmensa producción literaria y crítica, ella está subrayada por el autor de la monumental obra Dell'origine, de’ progressi e dello stato attuale d ’ogni letteratura (edición italiana, 1782-1791), Juan A n drés, con dos precisiones suyas tan categóricas que bien pueden servimos para iniciar nuestra exposición, teniendo una un signifi cado de conjunto y aplicándose la otra directam ente a Italia y a los hombres que aquí nos interesan. Dice, en efecto, la prim era: “Los jesuítas, con sus funciones académicas, para dar un ejercicio útil en la acción teatral a los estudiosos jóvenes discípulos suyos, contribuyeron no poco al avan ce de la tragedia italiana, la cual, por la gravedad y por la fuerza del estilo y por la armonía y elegancia del verso, debe no poco a los famosos nombres, por no citar a otros muchos, de Granelli y de Betíinelli. Pero las circunstancias de la representación de esas composiciones ataban de manos a los ingeniosos autores” , de modo que, no obstante los ingenios y, por ejemplo, el concurso convocado por la R. Accademica Deputazione de Parm a, no se puede negar que “ni el Corrado, ni la Zelinda, ni el Valsei, ni ninguna otra de estas tragedias deberán tomarse como modelos por quien quiera obtener una corona de las manos de A polo”. Y la segunda preci sión dice a continuación de la primera reproducida: “Los españoles venidos a Italia han querido también ellos concurrir con sus esfuer zos al cultivo del teatro italian o ; y un “ Garzia” y algunos otros han dado a la escena y a la imprenta tragedias que, sobre todo el “ Lasala” y el “Colomes” , han obtenido claros elogios; este último singularmente con su Agnese di Castro ha hecho que su nombre suene en los teatros de Italia” 5 (del capítulo IV del tomo II de Y por lo que respecta a la de catequesis en el sentido estricto de la palabra, recordaremos un trabajo de licenciatura realizado por una alumna nuestra en la Universidad de Roma, Anna M aría Merighi (inédito), en el año aca démico 1960-61, sobre II teatro dei Padri M . da Nóbrega e J. de Anchicta nella evangelizzazione del Brasile. 5 Los mismos nombres de Bernardo García, Manuel Lassala y Juan Bautista Colomés —por azar curioso, todos valencianos— son recordados
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la obra, capítulo titulado precisamente “Della poesia dram m atica”). La figura central sobre la que converge el interés español, de admiración y, al mismo tiempo, de lamentación, fue notoriamente la de M etastasio, en tom o al cual se agitaron también aquellos jeampliamente por uno de los más profundos conocedores y agudos intér pretes de la obra de los jesuitas españoles del xvm desterrados en Italia, el Padre Miguel Batllori, como autores de “tragedias o comedias italianas del tipo clásico-francés, las más veces sobre temas españoles” , en el artículo “Jesuitas valencianos en la Italia Setecentista” (separata de Mediterráneo, tomo IV, 1946, núm. 16, pág. 28; véanse las páginas 13-16). El único título recordado por Andrés, la Agnese di Castro de Colomés, es sustituido por Batllori por una larga serie de títulos: cuatro para Lassala (Ormisinda, Lucia Miranda, Sancio García, Giovanni Blancas), cuatro para García (Tar quín io il Superbo, Marcella, ossia la innocenzfl salvata e la calunnia punita, Gonzalo della Riviera, ossia il giudice del proprio onore, La zíngara), cua tro para Colomés (Caio Marzio Coriolano, Agnese di Castro, Scipione in Cartagine, Enriclietta, esta última representada, pero no publicada). Batllo ri, con rara erudición y con no menos rara paciencia, se detiene a dar no ticias de hechos y juicios referentes a estos esfuerzos teatrales: a propósito de Lassala subraya la finalidad de rendir homenaje, con sus obras, a los nobles que le protegían en Bolonia, y recuerda el juicio poco favorable dado sobre él por M oratín en las páginas del Viaje en Italia; a propósito de García recuerda el discreto valor artístico de La zíngara, que mereció ser publicada en el tomo 47 de la colección veneciana II teatro moderno applaudito, ossia raccolta di tragedie, commedie, drammi e jarse (Venecia, 1800); a propósito de Colomés recuerda también el juicio — favorable, esta vez— de M oratín, quien le llamó “autor de Inés de Castro y otras obras estimables” (Batllori supone que Colomés fue alentado en la literatura por Andrés, que era su amigo y le estimaba) y recuerda que envió su Caio M ar zio Coriolano a Tiraboschi, cuyo pensamiento sobre la tragedia no se co noce. Tam bién nosotros hemos leído, con la necesaria paciencia, este teatro dieciochesco, mediocre verdaderamente en su conjunto, tan mediocre que la curiosidad del lector de hoy acaba por fijarse de preferencia en episodios y consideraciones que están al margen de las tragedias mismas. La dedica toria del Caio Marzio Coriolano a la protectora de Colomés, la marquesa Pepoli Spada, quiere subrayar que la producción teatral de todos los que han tratado tal tema “es tan desafortunada que no merece que se recuerden sus nom bres” salvo el de uno, que no es... Shakespeare — como nos espe raríam os—, sino... “el célebre CavazLoni Zanotti” (!)• Las N otizie storicocritiche e del Giornale dei teatri di Venezia, que acom pañan a la recordada edición veneciana de La zíngara de G arcía (del cual, además del drama Marcella, mencionan la tragedia Ferdinando Cortés y la comedia II giudice del proprio onore), llaman la atención sobre las cuatro agniciones en que
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suitas, con un calor de participación polémica que se transmitió tpmbién a la crítica de momentos fundamentales del xix, y hasta a la de.l propio Menéndez y Pelayo: en su visión de conjunto de la evolución de la preceptiva literaria de la España del xviii, al identificar la presencia del teatro italiano como fuerte obstáculo para el advenimiento del “ sistema dramático francés” , el gran eru dito volvió a subrayar, en efecto, como es sabido, la singular p o sición de M etastasio6. Por tanto, comenzaremos por M etastasio y, en lo que a él se refiere, por el literato jesuita más importante en mérito a la seguridad de sus juicios y sus valoraciones sobre aquél: Esteban de Arteaga. * * * M e t a s t a s io . En el prólogo a La belleza ideal de Esteban de Arteaga, en la edición madrileña de los “Clásicos Castellanos” (1943), el ya mencionado Padre Miguel Batllori escribe en cierto m om ento: se basa la acción del drama, número a causa del cual parece imposible “que todas se deban producir sin confusión. Lo verá en seguida quien lee y quien escucha” (se lee todavía en ellas que el autor se decidió a publicar tal obra para apartarla de la confusión con las varias gitanas puestas en escena en Venecia). De cierto interés es, en verdad, el prólogo al Tarquinio il Superbo, de García, en el cual protesta el autor que su “férvida im agina ción no puede detenerse dentro de los fríos confines de un arte mendigado”, que su “pluma imita libre a la naturaleza, no se hace vil esclava del pre juicio, que el decoro del trágico espectáculo no consiste en sórdida desola ción, ni en un gemido perpetuo; pues una cierta noble am abilidad no de grada la funesta majestad de la escena trágica” ; en suma, el lector se percatará de que el autor ha “form ado un original, no ha hecho una copia o una traducción” : “creo haberme explicado bastante —concluye el autor— ; pero creo también que, no escribiendo yo para todos, seré entendido por pocos” . Y para cerrar con una observación sobre los textos, nos ha parecido que, entre tantas tragedias no siempre agradables y fáciles de leer, corres ponde a Ormisinda, de Lassala, la posibilidad de suscitar todavía hoy un cierto interés por la impresión que de ella se recibe de sencillez de acción y de esencialidad de expresión, que, en algún momento de la lectura, hace recordar, aunque fugazmente, a Alfieri. 6 Véanse, entre otras, las páginas 195-196 del tomo III de la Historia de las ideas estéticas en España (Madrid, 1940).
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“Mas me duele no poderme detener en algunos importantísimos juicios del despierto abate, por cierto sorprendentes en un hom bre tan siglo X V III. En un tiempo y en un país que idolatraba el teatro de M etastasio y de Alfieri, él se complace en buscar y se ñalar sus defectos, frente al escándalo y la incomprensión del vulgo erudito” 7. Son exactas las dos consideraciones de Batllori sobre el fana tismo italiano por Metastasio y sobre la finura de las objeciones de Arteaga a su teatro, con el añadido — que se le puede hacer— de que 1^ idolatría por M etastasio (al que se puede distinguir neta mente de Alfieri por lo que se refiere a las proporciones y a la in tensidad del éxito popular) era notoriamente, además de italiana, europea (como documentan precisamente, entre otras, muchísimas páginas de estos mismos jesuítas), y de que Arteaga, si bien se muestra habilísimo en preparar con previos elogios las sucesivas críticas al poeta del Attilio Regolo (y a Alfieri), quizá no da del todo la impresión de usar los elogios justamente con el propósito de abrir el camino a las críticas. En esa exposición de ideas sobre el arte, de visión tan amplia para su tiempo, que es la obra recordada de Arteaga sobre L a be lleza ideal — anunciadora de tantas concepciones de la estética m o derna—, cuando se da la definición del ideal en la poesía (“En las costumbres se da cuando el poeta, para expresar el carácter de sus personajes, no se atiene a uno u otro individuo en particular, sino que recoge las propiedades morales más eminentes, sea en vicio, sea en virtud, que se observan en los hombres, y se forma un pro totipo m ental a quien aplicarlos”), M etastasio es presentado como 7 Batllori vuelve sobre el tema al año siguiente en el Estudio preliminar a la edición (la primera) hecha por él de las Lettere musico-filologiche y Del ritmo sonoro e del ritmo muto nella música degli antichi (Madrid, C. S. I. C., 1944) de Arteaga, sobre todo en las páginas XLIX-LII, insistien do sobre los defectos que este literato señaló en Metastasio, “aun recono ciendo todos los méritos” del poeta, y recordando que los D ifetti del signor abate Metastasio: dissertazione del signor Stefano Arteaga Madridense fue ron reproducidos, junto con la respuesta polémica de Clementino Vannetti, como introducción al tomo XIV de las Opere del signor abate Pietro M eta stasio, con dissertazioni e osservazioni, en la edición de Niza de 1783.
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el modelo de dicho ideal: “En este sentido, el Temístocles y el Régulo de M etastasio son dos modelos de belleza ideal, porque el poeta perfeccionó lo que de ellos cuenta la historia, en cuyos ana les no fueron tan grandes, tan generosos ni tan amantes de la patria como los pinta el poeta, ni todas sus acciones tan generosas como él nos lo quiere dar a entender” 8. Porque, si ningún músico ha sa bido expresar las circunstancias “que hacen tan maravillosamente resaltar la pintura de Virgilio” en la Didone abbandonata de M e tastasio (el recitativo y el aria cuyas últimas escenas, es decir, de la muerte de la Reina, quiso Arteaga exam inar repetidamente es cuchando la música que les pusieron diversos maestros) 9, causa de ello es el hecho de que los medios musicales apropiados para dar dicho momento, insustituibles para ese momento, son aplicables también a otros temas, y no es causa de ello la poeticidad de M e tastasio, cuyas dotes suelen servirle a Arteaga, por el contrario, como término de parangón para los casos positivos límites. Tal es el caso de la armonía, en relación con la cual, y a fin de expre sar el entusiasmo que le produce el conjunto de los diversos ins trumentos de la música escrita por Bettoni para el Orfeo de Ranieri de’ Calzabigi, recurre Arteaga a M etastasio con esta precisión categórica: “No sería desemejante la harmonía y consento de las esferas en el sistema pitagórico, según la introduce Pedro M etas tasio en su composición dram ática entitulada E l sueño de Escipión” I0. Tal es igualmente el caso del “Ideal en las cosas morales en cuanto son objeto de las artes de imitación” (que es el título del capítulo V III del libro), a propósito del cual identifica en el Catone in Utica de M etastasio el tipo, por ejemplo, del historiador en la poesía, añadiendo en otro lugar a la idealización moral la artística (en el sentido de que hay específicas “ventajas de la imitación de lo ideal sobre la imitación servil”, como dice el título del capí tulo X), para usar de Metastasio como ejemplo también en este caso, refiriéndose al modo en que presenta a M andane, madre de 8 Op. cit., cap. V (Ideal en la poesía), pág. 59 de la edición citada. 9 Op. cit., en la edición citada, cap. VII (Ideal en la música y en la pan tomima), pág. 94. 10 Op. cit., cap. VII, pág. 103.
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Ciro, “sin las circunstancias que disminuyen el interés” (fealdad, vejez, vulgaridad de lenguaje, etc.): “ ¡Cuánto más agradable y enérgica será la im itación!” —añade— n . Pero la importancia atribuida por Arteaga a M etastasio en La belleza ideal no es más que una confirmación de la que él ya le había atribuido, y en proporciones cuantitativas y cualitati vas mucho mayores, en las famosas Rivoluzioni del teatro musicale italiano dalle sue origini fino al presente 12. En esta obra fundam en tal — sobre la cual se mantiene todavía vigente en sustancia el juicio de M enéndez y Pelayo, que la definió como “el mejor tra tado que hasta nuestros días se ha escrito conforme el gusto ita liano”, dedicada “a ilustrar la única poesía que quedaba en su tiempo, la que se había refugiado en la garganta de los autores italianos”, y de cuyo “libro se ha derivado lo mejor que en los críticos modernos leemos sobre el asunto”— 13, dedica Arteaga a Metastasio un capítulo entero, el X I, capítulo que, entre otras cosas, es de los más largos, con 99 páginas u, o sea que represen ta una verdadera monografía, y tiene evidentemente por prepara ción los capítulos que le preceden (consagrados a exam inar pri mero la “naturaleza del dram a m usical” y luego la evolución de éste a través del tiempo hasta el “mejoramiento de la poesía líricodram ática” en Francia y en Italia). Muy hábil es la actitud asumida por Arteaga en el capítulo (cuyo largo título exacto es: Epoca di Metastasio. Vantaggi recati da lui alia poesía, e lingua italiana. Esame de’ suoi pregi. Riflessioni sulla sua maniera di trattare 1’A more. Suoi difetti, s’abbia egli condotto il melodranima al maggior grado di perfezione possibile), 11 Op. cit., cap. X, pág. 127. 12 La prim era edición de la obra es, se sabe, la de Bolonia de 1783, en dos tomos. Aparecieron pronto otras, entre ellas la veneciana de 1785 en tres tomos, y fue en seguida traducida a otras lenguas, al alemán en 1789 (Leipzig). A propósito de esta última traducción pregúntase Valbuena Prat, en su Historia de la literatura española, si la habrá visto Wagner. 13 Véase la Historia de las ideas estéticas en España, en la edición cita da, en las páginas 358-359 del tomo III. 14 Son las páginas 78-176 de la edición de la que nos servimos, es decir, la primera. FST. SOBRE LAS LETRAS.— 17
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que se abre con una excusatio y con una captatio benevolentiae: se declara, en efecto, intimidado ante un tema como el de Metastasio, “el autor favorito del siglo... desde Cádiz hasta Ucrania y desde Copenhague hasta Brasil” 15; y precisa que Metastasio suscita el particular interés, no sólo de los literatos, sino también de las m u jeres, “de las que a menudo depende el aplauso, como tantas veces el destino de los hombres” (pág. 80). Pero, junto a la habilidad, Arteaga revela otra dote, el buen sentido: al analizar —como se propone— el modo en que Metastasio ha llegado a su clamoroso éxito (la única m anera de hacer útil e instructiva la crítica de un gran autor —precisa al respecto— es “ tejer la historia de sus pen samientos indicando los caminos recorridos por él en la carrera del gusto” , en beneficio de sus sucesores, para que los puedan evi tar), el estudioso sostiene preliminarmente que, “teniendo M etas tasio que componer para música, sería una injusticia juzgarlo con otros principios que con los que exigen las composiciones de dicho género” (pág. 81), aunque luego, iniciado el análisis, lo desarrolla con un esquematismo manifiesto —difícil de evitar, por lo demás, en la atmósfera dieciochesca— , es decir, según el estilo, la tram a, la filosofía y el afecto, o sea los cuatro elementos que, a su pare cer, “destacan a maravilla en los escritos del célebre discípulo de G ravina” (pág. 82), y que son (siempre a su parecer) “ las leyes que distinguen el melodrama de las otras producciones teatrales” . Releer estas páginas de Arteaga constituye un deleite, amén de un modo seguro para enriquecer las ideas sobre la historia de la crítica teatral del xvm, y, a la vez, para recibir una confirmación sobre la modernidad de la visión estética de este ilustre jesuita. El “estilo” de M etastasio es tal, según él, que “casi parece que las palabras hayan sido inventadas a propósito para insertarse donde él quiere y de la m anera que quiere. Nadie mejor que él ha sabido doblegar la lengua italiana a la índole de la m úsica..., 15 A propósito de Brasil nos recuerda una anécdota curiosa: “ Bougainville cuenta en sus viajes que, en San Salvador, capital de los estable cimientos portugueses en América, vio representar una obra del mismo poeta, en la que un cura cojo y viejo dirigía la orquesta y los mulatos eran los intérpretes y cantantes. ¿N o le hace recordar este relato a Venus en medio de la fragua de los Cíclopes?” .
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nadie mejor que él ha conocido la índole de la obra en música acomodando el estilo lírico a la dram ática de manera que ni los ornamentos del uno perjudican en nada a la ilusión de la otra, ni la naturaleza de ésta supone el pintoresquismo de aquél” ; y todo ello con toda clase de astucias, por ejemplo con la de que las “comparaciones” estén, no en el recitativo, sino en las pequeñas arias, “cuando la música quiere calor o imagen”, logrando que todas sean “de una propiedad, variedad y belleza sorprendente” (págs. 83-90, passim). Arteaga se extiende en estas consideraciones sobre el estilo, reforzándolas con amplias citas de textos metastasianos con la intención de confirmar en nuestro poeta la “flexibi lidad” de Ovidio, la “elegancia” de Virgilio, el “fuego” de Homero, el “ím petu” de Lucano, es decir, su estilo mórbido y su ritmo fácil y, al mismo tiempo, no “excesivamente abundante”, y todo ello con “ una feliz mezcla de sonidos en el orden y combinación de sílabas” , que son las cualidades que se requieren en las poesías musicales. La “tram a” en M etastasio es el triunfo — siempre según A rtea ga— de la “ verdad” (contra las fábulas del dram a musical anterior al suyo) y de la “sensatez” , junto con la victoria de la “ filosofía” sobre la “ imaginación” y sobre el “prejuicio” , con el cuidado de la “precisión” y — en contraste con las dilaciones de los autores del xvi y con los ornamentos de los modernos franceses— con la constante “ acción, que es el alma del teatro, y que por sí sola ha hecho duraderas muchas obras que eran ridiculas en otros aspec tos” (pág. 94). Atribuidos a Metastasio méritos absolutos desde el punto de vista del arte, y relativos desde el punto de vista del dram a, A rtea ga encuentra en él una “dote muy relevante” en la “ filosofía” ; y no ya en esa filosofía polvorienta que consuela a tantos y tantos de la pérdida del sentido común con la adquisición de una docta y orgullosa ignorancia, sino de esa “ arcana y divina” que se adue ña “de todas las facultades del humano saber” para inculcar la verdad con la elocuencia y con la armonía. Y Arteaga habla con conocimiento de causa cuando atribuye a M etastasio dotes excep cionales (jamás poseídas —como las posee él— por ningún poeta
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dramático, ni antiguo ni moderno) de representación de la virtud, como está documentado por sus personajes, Tito, Régulo, Platón, Temístocles (ese Temístocles “que, si entre nosotros se diera un ostracismo poético como entre los griegos se usaba el ostracismo político, corría riesgo de ser de nuevo arrojado fuera de los confi nes de la poesía, al igual que el Temístocles de Atenas lo fue de los dominios de la República” , pág. 96), y dotes no menos excep cionales para la “sentencia” , una sentencia natural y oportuna, tan lejos de la de Séneca (la cual le parece a Arteaga como de un alum no recién salido del liceo) como de la de los franceses (que, según él, insertan “pedazos de insípida metafísica en cada escena”). Y la conclusión de todo ello es la declaración de que “M etastasio es decididamente (que Petrarca no se moleste por ello) el prim er poe ta filósofo de su nación” (antes, sin embargo, de cerrar su discurso sobre las dotes “filosóficas” de M etastasio, Arteaga se detiene a atribuirle, también esta vez en medida singular, “el arte de la de coración teatral”, por una parte, y, por otra, el buen sentido en la cautela del uso de los golpes de escena, buen sentido que le induce a preferir la monotonía de la acción a la insensatez de “ obligar a un protagonista a m orir cantando en la escena como un cisne” —pág. 100—). Pero todos estos elogios sobre el estilo, sobre la tram a y sobre los conceptos del dram a metastasiano palidecen ante los elogios que Arteaga hace del “ arte de mover los afectos” que tiene el poeta. También aquí aparece un Arteaga dispuesto a quitar la primacía a los franceses: aquellos —y son pocos— que contraponen a M e tastasio con Racine —incluso prefiriéndolo a él— , deberían tom ar nota de que, si la tragedia “está hecha para satisfacer a la razón y al corazón”, “ la ópera, siempre acompañada por la música, por el canto, por la danza y por grandes decorados, tiene por objeto agradar, tanto como a la razón, al oído y a la imaginación” (pá gina 112). Hay, por tanto, una neta diferencia de modo en la ac ción de la tragedia y del dram a en música, pero el hecho es que M etastasio es incomparable poeta tanto en la parte lírica como en la patética, y sus “inflexiones” puede el hombre de gusto conocer las, pero sólo “ el genio” las puede hallar. Genio es también Metas-
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tasio, y sobre todo, en llevar a la escena el sentimiento por exce lencia, el amor, en un admirable equilibrio entre los dos extremos —inaplicables al teatro— del amor “demasiado espiritual y quimé rico” de los tiempos antiguos (hasta el platonismo del Renacimien to) y el “demasiado obsceno y abyecto” de los tiempos sucesivos: en Metastasio, los hombres “encuentran la verdadera copia del origi nal que llevan dentro de sí”, y las mujeres ven “la potencia sorpren dente de la belleza y el ascendente de su sexo” ; M etastasio es, en suma, “ligero como Anacreonte, delicado como Tibulo, insinuante como Racine, conciso y grande como Alceo. Él acuerda con la ar monía de la lira griega los caracteres romanos, la urbanidad fran cesa y la itálica sensibilidad” (págs. 101-123 passim). La conclusión de tales elogios a M etastasio es una ulterior afir mación, hecha en nombre de nuestro poeta, de la visión estética de Arteaga, que anuncia de modo sugestivo la visión estética rom án tica de la unicidad del arte. Entrando, si bien de mala gana —ya que observa que ciertas confrontaciones sería mejor evitar que se hicieran— , en una polémica entre el irlandés Sherlock y el abate Zorzi sobre quién era superior, Ariosto o M etastasio, con una lar ga serie de consideraciones atribuye el jesuita español la palma al poeta dieciochesco porque “ satisface a un tiempo más facultades del hom bre..., refuerza y reúne el placer de todas las Bellas Artes” (pá gina 125), concilia y resuelve dificultades múltiples de poesía, de tea tro y de música, de modo que Italia le es deudora, como a ningún otro poeta suyo, “de esa perfección a la que alcanzaron en la pa sada edad y en la presente las artes del canto y de la composición” (pág. 127). Y puesto que son “la poesía y la música como el texto de una oración y su comentario”, Arteaga ve en M etastasio a aquel que ha hecho posible la grandeza de tantos músicos, ya que él es como ese “hábil arquitecto” — recurriendo a un parangón con otro arte— que pone diseños tan bellos a disposición del constructor de un palacio que éste “ sentirá despertarse en sí las ideas sublimes de lo Bello” (pág. 128). Tras expedir este certificado de óptima conducta a M etastasio, Arteaga se siente con derecho a hacerle algunos reproches “ por amor a la verdad” , en nombre del “entusiasm o” que ha m ostrado
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por él. Y el primer reproche que le quiere hacer, de carácter lin güístico — que Metastasio no haya usado el toscano— , acaba por no serlo..., ya que el escritor deja explícitamente el juicio sobre ciertas expresiones de M etastasio (como svenare gli affetti —de sangrar los sentimientos—) a otros, a los que luego acaba por acu sar también de “pedantería ridicula” , ya que vituperan a M etastasio “ por no haber hecho uso del unquanco, del piüe, del chente y de otros melindres similares de la antigua habla florentina” : en un país de tanta variedad lingüística en el espacio y en el tiempo co mo Italia — comenta Arteaga—, “no se puede tan a la ligera con denar a un autor sólo porque no haya escrito conforme a la Crusca” , y la posteridad perdonará gustosamente a ese poeta alguna mancha de estilo y de lengua gracias a los sentimientos que le infundirá en el corazón; “el genio destinado a hacer esto [es decir, a fijar la lengua italiana viva y a hacerla común a todos, como Arteaga tom a de Bettinelli] parece ser M etastasio” (130-138 possim). Tampoco el segundo reproche o, para ser más exactos, la segunda cuestión que Arteaga plantea en torno al poeta, implica un juicio explícitamente desfavorable. Si Metastasio ha imitado a otros inoportunamente (y se cita a De la Motte, Racine, Comeille, Zeno, etc.), y si M etastasio es criticable en este sentido, él deja que lo decidan otros: para él, el poeta no parece criticable por el hecho de que haya tom ado “el arte de entrelazar los sucesos de Calderón, autor al que tenía entre sus libros, y que con razón era estimado por él muchísimo para confusión de tantos sabiondos que le desprecian enteramente sin haberlo visto siquiera” . Es cierto que a veces M etastasio ha “llevado la imitación hasta hurtar las pala bras mismas, así como los sentim ientos; pero, hablando en gene ral, tiene el arte de adaptar al suyo propio los pensamientos que imita de otros géneros, lo cual basta para dar a los objetos im ita dos ese aire de novedad que los hace meritorios” . Y de esta con sideración referente a un poeta pasa Arteaga a la de carácter ge neral de que la imitación es natural y fatal, de todas las épocas, y que ya, a su vez, el propio arte de Metastasio es imitado por otros (págs. 139-140).
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El defecto metastasiano, en cambio, que le parece más grave a Arteaga, y que es causa, a su vez, de otros defectos, le parece tal, en realidad, en nombre del buen sentido y del buen gusto (peligroso le parece, sobre todo, para los jóvenes, que podrían ser empujados, dice explícitamente, “a la ruina del buen gusto”): “es el de haber reblandecido, más aún, afeminado, el drama musical introduciendo en él el amor, e introduciéndolo de manera poco conveniente al objeto del teatro” . El amor le parece a Arteaga no siempre indispensable en el teatro de Metastasio y precursor, por tanto, de desconcertantes consecuencias. ¿Qué hacen “las languide ces de Barce junto al sublime carácter de Regolo? ¿Las debili dades de Serse ante la generosidad incomparable de Temístocles? ¿Los fríos celos de Arbace ante el indómito republicano P lató n ?”. ¿Y no es contra el buen sentido la puesta al día (que diríamos hoy) sentimental de un Alejandro, de un Ciro, de una Semíramis, que mueren de languidez como un “ presumido petimetre medio tum bado en el sofá junto a alguna enternecida m uchacha” ? ; “ ¿qué necesidad había de desnaturalizar a Polifemo para hacerle soprano del Teatro de San Cario o del de A rgentina?” (págs. 140-149 passini). En este defecto tiene su origen o tro : “el sustituir tantas veces el estilo del sentimiento por el de la imaginación, y el pre ferir al lenguaje de la naturaleza las pompas ornamentales del espí ritu” , con la consiguiente lentitud de la acción y la “esterilidad de la invención”, y con inverosimilitudes de todo género; o sea que es de alabar —como, por su parte, ya lo ha hecho— el uso que Metastasio hace del sentimiento del amor, pero hay que censurarle el abuso. Metastasio, aunque estuviese (“por el talento adm irable..., por el favor declarado de la nación, por la protección de una Corte Imperial, y por el gran número de músicos excelentes”) en las con diciones ideales para no hacer concesiones a los gustos del pú blico y a las circunstancias ambientales (como ocurre, en cambio, tan a menudo en el teatro, por ejemplo en las comedias de Chiari y en las tragedias de Ringhieri), con vacilaciones y contradicciones en el carácter de los personajes, con repeticiones extenuantes de tipos, con el recurso a trucos poco naturales, también aparece, no obstante, manchado por estos inconvenientes (“quien lee cuatro o
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cinco dramas de M etastasio casi puede decir que los ha conocido todos” , etc.). En suma, hay en este dram aturgo italiano una evi dente “impericia para escenificar, la cual perjudica grandemente a la ilusión a causa de que no se encuentra jam ás la razón suficiente de lo que se está viendo” . Y no se diga que el espectador se satisface con un aria canta d a: “ semejantes razonamientos, una vez que se admitieran, harían derrumbarse ese buen sentido y esa iluminada razón que deben guiar todas las obras del ingenio. ¿Y qué deleite puede guiar a un espectador de un espectáculo en que faltan el interés y la ilusión?... ¿Y cómo obtener el interés donde falta la persuasión; donde la m irada está en perpetua contradicción con el sentim iento; donde la pasión, que sería su efecto, carece de razón suficiente que la pro duzca?” . Desde Horacio hasta Boileau, es claro el pensamiento a este respecto. No vale decir que también los demás han hecho como M etastasio: éste, por ser tan grande como es, es particularmente peligroso para los jóvenes, aun cuando sus faltas sean “m uy peque ñas en comparación con otras altísimas dotes suyas” . Y ahora viene un juicio que, yendo más allá del propio M etas tasio, y por discutible que sea — si acaso lo es—, nos ilumina una vez m ás sobre la seguridad de opiniones de Arteaga y sobre la claridad de sus puntos de v ista ; y en el caso específico nos hace pensar, por reflejo, en el De Sanctis incisivo juez futuro de M e tastasio. H ay que tener buen cuidado —nos advierte el jesuíta es pañol— de no tom ar a M etastasio como modelo de la tragedia, porque “la sublime tristeza de la tragedia tiene tanto que ver con el carácter del dram a musical como lo tendría la romana madre de los Gracos con una bailarina” , y confundirlas querría decir “echar a perder ambas” ; distinción que, sin embargo —Arteaga se apre sura a precisar—, no perjudica en absoluto los méritos del “por tentoso” poeta, del mismo modo que la crítica de las obras de Virgilio, Homero, Comeille, Racine (con los que es parangonable M etastasio en su género) no disminuye, antes bien aumenta, su gloria. “Siempre será numen soberano de su nación y el prim er poeta dramático lírico del universo. Grecia habría divinizado su nombre, como ya hizo con el de Orfeo” .
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Por encima, pues, de las reservas y de las alabanzas, claras y explícitas unas y otras, que Arteaga, aun consciente de la atm ós fera de “intocable” en que estaba M etastasio en su época —más aún, copartícipe de ella, pero con bonachón e inteligente distanciamiento— , se revela una interesante conciliación entre los criterios tradicionales de un autor dieciochesco que manifiestamente se com place de un símbolo de su tiempo — como fue M etastasio— y la amplia intuición de un hombre que, al mismo tiempo, hace de tal símbolo, no un fin, sino un medio para mantenerse claramente fiel a un canon que va más allá de las circunstancias —estéticas y no estéticas— , es decir al canon del buen sentido. Por otra parte, al entrar tan decididamente en la clamorosa discusión dieciochesca en tom o a M etastasio, con un capítulo entero para él de sus Rivoluzioni (y sólo a M etastasio dedicó Arteaga un capítulo entero), el jesuita español se ha valido de M etastasio precisamente para su brayar y afirmar una vez más su propia previsora intuición unita ria del arte en esa visión de conjunto (digámoslo a la alem ana: de W ort-Ton-Drama) que, en el xix, con el paso de la teoría a la realización, se convertirá en el mundo creador de un Wagner. * * * No es de extrañar que las consideraciones y la apreciación de Arteaga sobre M etastasio, sobre todo en sus aspectos menos favora bles al poeta, suscitaran reacciones inmediatas, por parte de sus fanáticos y ciegos admiradores a toda costa, en aquel clima encen dido de las polémicas teatrales dieciochescas en el que, como es sabido, M etastasio era punto de referencia inevitable. Alguno de estos admiradores censura a Arteaga de paso y con buenas m ane ras, como Aurelio Bertola. Puede verse en sus Osservazioni sopra M etastasio 16: en un pasaje de éstas, junto con la complacencia por el reconocimiento de Arteaga al poeta (“ ¡ Qué maravillosa h a bilidad, como ya ha hecho ver juiciosamente con ejemplos el señor 16 Véanse en las páginas 177-229 del tom o II de las Operette in versi e in prosa (Bassano, 1875) — en las que hay también largas composiciones poéticas AU’abate Metastasio y Versi al Sepolcro di Metastasio— .
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abate Arteaga 17 al aplicar a los diversos movimientos de afectos metros diversos y diversas estructuras de estrofas!” , op. cit., pági na 198), expresa la extrañeza de que este crítico “no haya obser vado la diferencia que hay” entre dos arias metastasianas, “Talor se il vento freme” y “Del terreno nel concavo seno” (Achille in Sciro) (chiabreresca y clasicista la primera, de “poeta dueño de sí” ; contenida en los exactos “confines que separan lo lírico de lo dram ático” la segunda), considerándolas “iguales ejemplares de perfecta poesía musical” y concediendo “a la primera, al par que a la segunda, el mérito de lo que él llama ritmo fácil sin ser excesi vamente abundante” (op. cit., págs. 201-202). En otro pasaje pone de relieve que Arteaga “muestra indignarse con algunas pequeñas alusiones” inoportunamente (según Arteaga) atribuidas por M etas tasio a sus personajes, alusiones que, por el contrario, según Bertola, o no son más que “vocablos hoy indispensables para cual quier poeta” (como Averno, Lete, Irene) o no son sino alusiones formales, aparte de que son poquísimas (tres o cuatro en diez to mos de poesías, op. cit., pág. 220 ) ; en otro pasaje, aún com par te, sí, las consideraciones de Arteaga sobre el insuficiente “decoro trágico” dado por Metastasio a la viuda de Catón, pero no lo hace con el rigor de é l ; en otro, por fin, disiente de Arteaga en la opi nión de que Metastasio haya tomado de Calderón “el arte de en trelazar los acontecimientos” (op. cit., pág. 225). Pero algún otro de aquellos admiradores asume actitudes ás peras, airadas, contra Arteaga, que se ha permitido hacer, al lado de elogios, críticas al ídolo del siglo: tal es el caso de Andrea Rubbi. Este jesuita erudito, curiosa figura de polemista, galófobo de ideas y de sentimientos (y, en cuanto tal, defensor, por ejem plo, de Alfieri), pero galófilo en el estilo, autor de un Parnaso ita liano en cincuenta y seis volúmenes (1784-1791), cruza dos o tres veces sus armas en defensa de Metastasio en los Dialoghi tra il sig. Stefano Arteaga e Andrea R ub b i in difesa della lingua italiana (Venecia, 1786) y en los Dialoghi tra il sig. Giovanui Andrés e A n drea R ubbi in difesa della letteratura italiana (Venecia, 1787), tenien 17 Bertola remite en este punto precisamente al cap. XI de las Rivoluzioni del teatro musicale italiano.
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do presentes las Annotazioní al Borsa sul gusto presente in letteratu ra italiana, de Arteaga, y los dos primeros volúmenes de las R ivolu zioni del teatro musicale italiano. De los cinco diálogos que constitu yen el prim ero de los dos volúmenes de sus Dialoghi, Rubbi dedica a M etastasio uno entero, el ú ltim o ; y para llegar a él siembra los cuatro precedentes de punzadas continuas contra la visión que A r teaga tiene de M etastasio, bien para negar lo que a Arteaga le parece pobreza de la literatura italiana en el género epistolar 18, o en el didascálico 19 (como en el prim er diálogo, sobre la Letteratura ita liana in genere), o en el lexical 20 (como en el segundo diálogo, so bre la Lingua italiana), bien para coger al español en contradicción —al menos así lo cree él— 21 (como en el tercer diálogo, sobre las 18 A la aserción de las Annotazioní de Arteaga que define “incom para ble” a la M arquesa de Sévigné replica Rubbi con decisión e ironía: “ Zeno... Gaspare G ozzi... Aguarde, señor mío, las de Metastasio [quiere decir las colecciones de cartas], y serán las mejores de todas, precisamente porque están escritas sin intención de que se publiquen. Yo he leído muchísimas, y le diré que no tienen la m onotonía de la apasionada Sevigné, ni la m etafí sica aguda, pero continua, de M adame de Léñelos, ni la agudeza simétrica de las galantes de Fontanelle” (op. cit., pág. 32). 19 A las limitaciones hechas por Arteaga en este sentido inmediatamente después de cuanto ha dicho en torno al género epistolar replica R u b b i: “Por otra parte, si hay ilación analógica, yo seré obligado a temer que nuestros Bettinelli, Bondi, Parini, Mazza, y hasta Metastasio, no sean tra ductores de otros tantos franceses Boileau, Voltaire, Dorat, Rousseau el Viejo y Quinault” . 20 A la aserción de Arteaga en las Annotazioni de que el italiano es qui zá más rico que el francés, pero que el francés se expresa con mayor abun dancia de vocablos, replica Rubbi que la riqueza de una lengua nace, no de la m ultitud de las palabras, sino de la de los clásicos; y añade: “Así, us ted debe corregirse a sj mismo donde ha osado corregir a M etastasio, que ha dicho svenar gli a ffetti... opprimere in seno la fiam m a adorata del cuore... tu sei Yornamento de’ miei sudori... quel segreto é un arcano... riandando l'idea... troncare il canapé reo dei legni. ¡Pobre Metastasio, enmendado hasta en la lengua por un extranjero! ¡Él, que incluso en sus últimos días era un gran estudioso de su propia lengua! Sus escrúpulos en tal materia llegaban hasta la más minuciosa búsqueda de las palabras” (y en este punto aconseja a Arteaga que se vaya a releer las ya recordadas por nosotros Osservazioni sopra Metastasio, de Bertola). 21 A la aserción de Arteaga en las Annotazioni de que los italianos han hecho “pocos progresos en la lírica llam ada icástica”, Rubbi replica: “ ¿Y
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Contradizioni). El diálogo quinto, sobre Metastasio, pretende ser demolición, palabra a palabra, de las críticas de Arteaga al poeta. Comenzando con el aparente complacido reconocimiento del “justo elogio de aquel filósofo y poeta del corazón hum ano” hecho por Arteaga a lo largo de cuarenta y cinco páginas de su exposición (“ al analizar su espíritu, usted le afirmó su corona en la cabeza” , reconoce, entre otras cosas, al español), Rubbi destruye luego in mediatamente tal reconocimiento con la precisión de que el elogio es anulado por el propio Arteaga por el hecho de que dice que lo ha escrito llevado por el entusiasmo 22, tanto más cuanto que “ otras cuarenta y cinco páginas que yo leo a continuación se alejan bas tante del primer entusiasmo que en aquéllas hay” . ¿Arteaga habla de “ vicios” en M etastasio? ¿Qué “vicios” ?, rebate R ubbi: se tra ta, todo lo más, de “lunares”, por lo demás ya eliminados —preci sa— por la “apologética disertación” de Calzabigi. Lo que le sor prende, sobre todo, y le indigna en Arteaga es la acusación a M etastasio de haber “reblandecido, más aún, afeminado, el drama musical introduciendo en él el am or” . N ada más falso ...: “ La historia proporciona a Metastasio los h éro es; y los anales del co razón, sus pasiones... O preceptos o axiomas de amor, con M e tastasio en el corazón humano ¡en cuántos modos os introducís! ¿Quién se resistirá a am ar con leyes tan razonables?... Yo no veo en el sistema de M etastasio más que una unión del am or con la felicidad, porque es unión de am or con la razó n ...” . En suma, el hecho de que Arteaga haya hablado de “entusiasmo” , a propósito de sus juicios sobre M etastasio, ha despechado precisamente a Rubbi, que se lo dice claramente a la c a ra : “Perdóneme este des ahogo oratorio sobre un hombre al que usted me ha alabado con entusiasmo. Lo he creído un deber, una vez que usted ha osado no ha dicho usted en la pág. 102 annot. que Italia en poesía lia tenido en todos los siglos algún gran hombre como guía, reconocido por toda la na ción como tal, Petrarca, Ariosto, Tasso, Chiabrera, M arini y Metastasio?”. 22 “Por lo tanto, usted ha servido más a la elocuencia que a la verdad”, ya que “con entusiasmo” se alaba a los grandes y a los conquistadores, “llenos más de vicios que de virtud”, mientras que “un gran filósofo, un gran poeta, un gran literato, entre las cenizas de la tumba, rechaza el en tusiasmo, y quiere la sencillez en las loas del orador” .
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proferir que M etastasio ha reblandecido... el tea tro "21. En resu m en: el de Arteaga es un crimen de lesa majestad. Tales ideas de Rubbi tienen, por lo menos, el mérito de la cla ridad, mérito que, en cambio, no siempre tienen otras ideas suyas. Refiriéndose a las consideraciones de las R ivo lu zio n i 24 sobre que el teatro permite cosas que la verosimilitud no permite, Rubbi re bate, en efecto, que “el poeta que se ligue a la historia no es poeta. Su deber es lo verosímil, no lo verdadero” ; refiriéndose luego a las consideraciones de Arteaga sobre la uniformidad de los desarrollos de las acciones en M etastasio (acusado, pues, éste de “escasez como inventor”) 25, Rubbi, tras haber alabado a M etastasio como “m úl tiple inventor y vario en cosas casi siempre uniformes”, a ñ ad e : “Lo vario en lo unísono crea lo maravilloso. ¡Bonito poeta habría sido M etastasio si hubiera tenido escasez en la invención/”, deján donos la sospecha de que, con tal de hacer de Bastian contrario frente a Arteaga, está dispuesto incluso a jugar con laspalabras y los conceptos. Y no se le pasa ni una, bien se trate de la anagnórisis 26, bien del “escenificar” 27, bien de lo que podría ser la gra duación de los valores de las diversas obras m etastasianas28; y la conclusión de Rubbi es que M etastasio no necesita de apologetas, que se defiende por sí solo, y que, en todo caso, “los m u 23 Cita todo el fragmento de Arteaga, reproducido por nosotros en la página 263, líneas 5-8. 24 Están en la página 163 de la edición de 1785. 25 Están en la página 166 de la edición de 1785. 26 Según Arteaga, M etastasio recurre a la anagnórisis “por vías poco naturales, más aún, novelescas” ; y Rubbi rebate diciendo que debe producir se en el último acto del drama, porque si no, “ya puede usted ir cerrando todos los teatros” . 27 Arteaga encuentra en Metastasio “impericia en el escenificar” ; pero si fuese así, comenta Rubbi, “se cantarían, como máximo, sus arias en alguna amable reunión de m úsica; el resto, al o lv id o "; y añade que “a todas estas débiles acusaciones ha respondido Bertola en su áurea obrita Osservazioni sopra M etastasio". 28 A Rubbi no le basta que Arteaga haya colocado el A ttilio Regolo entre los dramas “excelentes” , sino que protesta porque éste fue “el drama más querido” para M etastasio m ism o; y se indigna de que Arteaga, entre otras cosas, haya colocado la Didone abbandonata junto al Giustino, “tra gedia siempre rechazada por el autor como parto informe de quince años” .
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chos vicios de menos cuantía que usted [se refiere a Arteaga] le im puta (pero ¿cuáles so n ?...) los dejo al examen y a la decisión de las cultas y virtuosas mujeres de Italia, que por él re conocen tanto provecho en el sistema del corazón y de la vida so cial” (también Rubbi, pues, es plenamente partícipe de la atmós fera dieciochesca sobre la importancia de la opinión de las m uje res ; más aún, cita la afirmación de Rousseau de que las mujeres son los jueces naturales de los propios méritos). No se contenta con su capacidad de pensamiento y de crítica para polemizar con A r teaga (al que en cierto punto ruega le perdone “algún error en los prototipos” de esa Italia que tanto le “ha beneficiado”), sino que llama en su ayuda, en una Aggiunta di testim oníam e, los tes timonios de otros literatos de la época: de Clementino Vannetti, quien en su “libre” versión del Cíclope de Teócrito ha observado que ciertas “galantes y refinadas” expresiones de Polifemo, repro chadas por Arteaga a M etastasio, están tomadas del propio Teó crito 29; de Aurelio Bertola, quien, en las ya citadas Osservazioni sopra Metastasio, ha hecho notar a Arteaga las dificultades de am biente en que Metastasio ha tenido que escribir sus obras, destina das necesariamente a satisfacer ciertas exigencias de la corte (por consiguiente, con disfraces, anonimatos, etc.), y la imposibilidad para el poeta de “ realizar una total reforma del sistema dram áti co” ; del Giomale di Pisa, que recordó a Arteaga una considera ción de él mismo —a propósito del propio M etastasio— sobre que un poeta “no debe sentir gran embarazo por las habladurías de los críticos que se le oponen” . En conclusión, resulta que las polémicas de los eruditos italia nos de la época de Arteaga contra él —tal como aparecen por es tas muestras, y por otras que no se ofrecen aquí, porque sustancial mente nada añaden— han dejado, en realidad, las cosas como estaban —aparte de las observaciones sensatas, los añadidos y las aclaraciones que pueden haber aportado a problemas específicos o 29 Tampoco en este caso las objeciones de Rubbi sobresalen por la in dependencia y la distancia de su juicio, a menos que se quiera adm itir que las expresiones metastasianas en cuestión dejen de ser inoportunas — si lo fueran— por el solo hecho de que fueron ya usadas por Teócrito.
Metastasio, Goldoni, Alfieri y los jesuítas españoles episódicos— , mientras dad de valoración de tiempo y de lugar en nocimientos como en del poeta 30.
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que la inteligencia de juicio y la objetivi Arteaga han superado las circunstancias de que se han manifestado, tanto en los reco las limitaciones por él señaladas a la obra * * *
También Antonio Eximeno se ocupó mucho de M etastasio, tanto en su obra más famosa, Dell'origine e delle rególe del la m ú sic a 31, como en otra de las más notables, Don Lazarillo Vizcardi. Sus investigaciones músicas con ocasión del concurso a un magis terio de capilla vacante, recogidas y ordenadas p o r ...32. Al hablar, en la primera de estas obras, “ sobre la renovación de la música” , y precisamente de la poesía vulgar y del teatro moderno (libro III, cap. 2) 33, este otro ilustre jesuita, tras haber expresado el parecer de que “ la moderna cultura de las lenguas ha podido, sí, perfec cionar la Poesía en sus otras propiedades, como son la sublimidad de pensamientos, la invención y la expresión de las imágenes y de los afectos” , añade que “también la lengua italiana, como se verá en el siguiente artículo, ha sido adaptada por M etastasio a las más delicadas inflexiones del canto” 34. Y cuando, más adelante, subra ya que después de Dante siempre ha aparecido en Italia de vez en cuando “ algún genio singular para la Poesía” , insiste: “Pero el lle var ésta a su verdadero origen, que es el canto, ha sido reservado por
30 En el reciente y apreciable libro L ’opera di M ontesquieu nel Settecento italiano (Florencia, 1960), de Paola Berselli Am bri, se puede leer (pág. 86) un curioso juicio sobre Arteaga, quien, según dicha estudiosa, sería “cono cido, sobre todo, por sus polémicas con Rubbi” (!). 31 Tenemos presente su edición rom ana de 1774. 32 Tenemos presente su edición m adrileña de 1872. 33 En el capítulo anterior a éste, dedicado al “estado presente de las lenguas de E uropa” , el autor había expuesto los motivos por los que la lengua italiana le parece la más musical, seguida, en cuanto a musicalidad, por la española. 34 Op. cit., libro III, pág. 420. Y sigue esta consideración: “En el resto, la susodicha cultura no ha llegado a dar a ninguna lengua lasinflexiones necesarias para form ar el verdadero ritm o” .
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la naturaleza al gran M etastasio” 35; y luego co n tin ú a: “este Genio divino ha renovado la fuerza de la expresión y la suavidad de la lira griega con tal maestría que basta haber leído una vez sus D ra mas para sentir renovadas en el alma las heridas sólo con sentir mencionar el Artaserse, la Zenobia, la Didone, el Attilio Regolo, el Tito, el Catone,\ Pero no basta, ya que, junto al reconocimiento al poeta, está el reconocimiento al hombre probo: “Entre M etas tasio y los poetas griegos se da, sin embargo, la diferencia de que éstos usaron de la lira para confirmar los ánimos en el v icio ; M e tastasio se sirve de la dulzura de la lira griega para hacer amable la virtud: el amor filial, el amor paterno, el amor conyugal, el amor de los amigos, el amor de la Patria, todos son para él igual mente tiernos e interesantes; el mismo amor de los enamorados se funda más en las buenas cualidades de los corazones que en los atractivos de los sem blantes; y a menudo el Poeta se vale de esa debilidad para hacer más ilustre alguna virtud: así, Zenobia sacri fica todas las ternuras del amante a un simple gesto del Padre” . En conclusión, M etastasio es perfecto, y es el modelo ideal para la im itación: “En suma, M etastasio, este hijo dilecto de la Naturaleza, ha acordado y reunido extremos que ningún filósofo habría pensado jamás que se pudieran combinar, como son las dulzuras de la lira griega con los sentimientos humanos. Su estilo es claro, neto y conciso; las palabras, llenas de jugo y de g ra c ia ; los períodos, de la medida justa para penetrar el ánimo. Y aunque Metastasio no esté incluido en la lista de los Autores del Como-ya-lo-dijo, será, sin embargo, el original que se propondrán im itar los poetas filó sofos. Su rima es discretísima y exenta de ley: los versos, hasta donde lo permite la lengua, están llenos de ritmo, y por ello son fáciles de adaptar a la música. Si Anacreonte resucitase, dudo que escribiera en italiano una oda ni más armoniosa ni más dulce que ésta: Oh che felici pianti! — Che amahil mártir! — Perché si possa dir, — Quel core é mió. — Di dne bell’alme amanti — un alma allor si ja, — un’alma che non á — che un sol desio (“ ¡ Oh, 35 He aquí, pues, a otro autor dieciochesco para el que no sólo se puede reclam ar lo que será el trinomio Wort-Ton-Drama, sino que se puede decir que el Ton es, sin duda, el origen de la poesía.
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qué felices llantos! — ¡ Qué amable m artirio ! — Para que se pue da decir — ese corazón es mío. — Dos bellas almas amantes — se vuelven una sola, — un alma que no tiene — más que un solo deseo”). Junto a tales apreciaciones categóricas e incondicionales, hay también en Eximeno alguna limitación, una de las cuales, que acaso quiera ser, en la intención del autor, de poca monta, aparece como una de las m ás notables ya leídas en Arteaga, y que en el am biente crítico y estético de estos autores del x v i i i , copartícipes —pero con inteligencia— del entusiasmo de su época por M etasta sio, se ha fijado como duraderam ente válid a: “Sería de desear, ciertamente, que el hilo de muchos dramas no se pareciese tanto y que no se deshiciese tantas veces el nudo con la medalla. Pero tales defectos son como las manchas del sol, que no oscurecen en nada su perenne esplendor” . Es una restricción importante, pero es la única, ya que el discurso de Eximeno vuelve en sentido cate góricamente positivo sobre M etastasio en el artículo sobre la m ú sica, en el punto en que, atribuido ya a Italia el mérito de haber llevado, después de Grecia y Roma, la música al teatro, le atribuye también el de haber creado, “además, el genio poético necesario para perfeccionarla” : Apostolo Zeno dio, decididamente, un paso adelante en este sentido al poner, a su vez, en el buen camino a M etastasio, que “ha puesto a los compositores de música en ese estado que Horacio exige en el Poeta para componer 3. gusto, si vis me flere, dolendum est — Primum ipsi tib i...'\ dando así oca sión a los grandes músicos del siglo (Pergolesi, Piccinni, etc.) de llevar la música “a su objeto, que es la expresión de los más tiernos afectos y de las más violentas pasiones del corazón hum ano”, y dando ocasión, asimismo, de que se formase “esa divina escuela de Cantantes” cuyos nombres van desde el de Farinelli hasta el de Caffarelli. “Imaginemos ahora — concluye el escritor— un espec táculo como se habría podido representar en este siglo, es decir, la Olimpíada de M etastasio puesta en música por Pergolesi, can tada por Farinelli, Raff, Caffarelli, Gizziello, Guarducci y Guadagni, suponiendo en éstos, además de la habilidad de cantar, el más excelente porte de cómica, con una orquesta compuesta por EST. SOBRE LAS LETRAS.— 18
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los más selectos intérpretes, y con la magnificencia de escenarios, trajes, iluminaciones, bailes y comparsas que hizo gozar a los espa ñoles de Fem ando VI, de gloriosa memoria, en el teatro de su Corte: a mí me parece que un espectáculo semejante nos haría ver realizada la fábula de Amfione, que con la Música conmovía a las piedras” . ¿No habrán encontrado nada que decir, acaso, los hipercríticos eruditos italianos fanáticos de Metastasio, como Rubbi, ante una exaltación tan fantástica y nostálgica como ésta? La presencia de M etastasio en el Don Lazarillo Vizcardi no es siempre tan destacada como en la obra más famosa a que aca bamos de aludir, pero Eximeno se refiere al poeta repetidamente también en esta obra, demostrándonos que lo tiene siempre presen te en la exposición de sus propias ideas. En el capítulo IV de la segunda parte del Don Lazarillo, dedicado a la “Famosa escuela italiana de canto” , uno de los interlocutores, Ribelles, se sirve de Metastasio como ejemplo al form ular la pregunta de por qué la voz humana causa más efecto cuando habla que cuando canta (“Por cuál causa un drama, un aria de M etastasio, hace en nuestros ánimos m ás impresión leída que cantada”). Antes, en el mismo capítulo, el protagonista mismo del libro, Lazarillo, se había la mentado de los abusos que poetastros “remendones” y empresarios de teatro sin escrúpulos cometían con obras de M etastasio (por ejemplo, de la Didone abbandonatd) para satisfacer los malos gus tos del público, con “inhumano sacrificio de la poesía y de las ines timables tareas de M etastasio” (y en el capítulo anterior, “ De la diferencia entre la música vocal y la instrumental, y de la unión de entram bas” , el mismo Lazarillo había contado cómo había hecho que le enviaran de Roma “ una serie de las más célebres óperas que se hubiesen cantado en Roma desde que Metastasio comenzó a dar a luz sus dram as”). Y en el Don Lazarillo hay también incondicio nales elogios a M etastasio: en los capítulos III y IV de la tercera parte, dedicados respectivamente al “ Buen gusto propio de la m ú sica eclesiástica” y a “ De los oratorios y dram as sagrados y del estilo lírico-musical” , después de haber atribuido a M etastasio el mérito de haber canonizado “en sus dramas, oratorios y cantadas...
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la alternativa de recitados y arias... para todo género de dram as”, y de haber subrayado la capacidad de los italianos para “entresa car... del lenguaje poético otro puramente musical, con el cual a los buenos compositores de música se les vienen a la pluma las cantilenas” (desde los florentinos del xvi), Ribelles considera toda vía oportuno destacar que “en el siglo x v i i i lo ha llevado a la últi ma perfección Metastasio, el cual, con sus dramas, oratorios y can tadas, ha sido el despertador de los grandes genios músicos de su tiempo” “ Sobre dicha admiración por M etastasio viene a insistir Lazarillo, el cual hace notar a su interlocutor que, para hacer pro gresos en el estilo lírico-musical, sería necesario que los poetas españoles “tom aran gusto a la lengua italiana y se hicieran fam i liares las obras de M etastasio, porque, así como los oradores de todas las naciones de la moderna Europa han procurado derivar a sus respectivas lenguas la elocuencia de los oradores griegos y la tinos, del mismo modo no es fácil, ni tal vez posible, adquirir el estilo lírico-musical sin beberlo en su más copiosa y casi única fuente, cual es el M etastasio”. El intercam bio de ideas de los dos interlocutores centrado en M etastasio no term ina aquí: Ribelles hace notar, en efecto, que el único dram a español escrito en las condiciones ideales más arriba defendidas es la Adoración de los Reyes, de otro jesuita, Juan Bautista Colomés 37, desterrado en Ita lia (donde fue más conocido precisamente por obras dramáticas en italiano). Según el propio Lazarillo, los demás poetas deberían aprender también de M etastasio a hacerse un oído musical y a 36 La expresión está repetida en el capítulo III de la quinta parte (“La zarillo y Ribelles vuelven a visitar a Don Diego”): “Metastasio ha sido el despertador del genio m úsico-dramático”, con la limitación, sin embargo, de que, no obstante, “no ha sido de los más fecundos poetas en variar los metros de sus oratorios y dramas” . 37 Ribelles se había referido ya a él antes, por la Adoración de los R e yes, añadiendo que, en España, quien podría hacer lo que M etastasio ha hecho en Italia es Meléndez. Y la com paración de M eléndez con M etas tasio es repetida en el capítulo XVIII de la cuarta parte (“M étodo de ense ñar la elocuencia de la música”), donde se recuerda haber sugerido a los alumnos —en el intento de estimular también en España la aparición de obras lírico-musicales— que se pusiera música primero a estrofas de M etas tasio y luego a “letrillas” de Meléndez.
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acompañar, “por lo menos en la imaginación, los versos que com pone para ponerse en música con alguna cantilena” ; mientras que, según Ribelles, los poetas españoles deben aprender de Metastasio sólo el estilo, ya que, “por lo tocante a la forma y tram a de los oratorios y dramas, no tenemos necesidad de mendigar modelos de otras naciones” 38. En otro lugar (capítulo X I, sobre la “Academia de canto en casa de doña Julia M artínez”) es presentado Metastasio como el verda dero autor... del x v i i i , que encontraremos luego delineado con la conocida eficaz exactitud por De Sanctis: las cantatas de Aquiles vestido de doncella en la corte del rey Licomedes (Achille in Sciro, musicado por Jommelli), ejecutadas por la hospitalaria doña Julia en presencia de aquellos canónigos huéspedes suyos (a los que ha prevenido que en su casa sólo se hace música profana, de amor), llenan de lágrimas los ojos de aquellos reverendos habitua dos a llenarse de lágrimas por Jeremías y por San P e d ro ...39. Pero M etastasio no sirve sólo para producir lágrim as; sirve también para documentar (en el ya citado capítulo I de la cuarta parte), con la Didone abbandonata, la duda de si es posible respetar las famosas unidades del te a tro ; y sirve, asimismo, para documentar las dificultades en que se encuentran a veces los grandes hombres como él, como cuando Ribelles (en el capítulo X V I de la cuarta parte, en el que “Expone Ribelles su nuevo método de enseñar el arte de la composición musical”) recuerda que él pidió por escri to a M etastasio, entonces en Viena, una ayuda directa para reunir, además de una selección de sus dram as y de sus oratorios, una an tología de las mejores músicas que los acompañaron, y que reci 38 El concepto será reforzado más adelante, en el capítulo I de la cuar ta parte (“ Breve digresión sobre las unidades de tiempo y de lugar de la comedia”), y teniendo por instrumento al mismo Metastasio, en el pasaje en que se cuenta que a un español que, visitándole en Viena, expresaba al famosísimo poeta de corte su asombro de que hubiera en su biblioteca tantos “poetas cómicos” españoles, le respondió M etastasio: “No os ad miréis, que en vuestras comedias hay mucho que aprender y adm irar” . 39 Durante otras reuniones en casa de doña Julia se eligen también arias de Metastasio, como en el capítulo IV de la quinta parte (“Academias de música en casa de doña Julia”), donde se canta el aria de Tim onte en el Dem ofoonte.
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bió como respuesta la precisión de que desde Viena no lo podía hacer porque en aquella ciudad, él, Metastasio, no tenía muchas ocasiones de oir tales m úsicas: respuesta que Ribelles atribuye al temor del poeta de disgustar a aquellos que musicaron sus obras, si hubiera preferido a uno entre tantos. Establecidas, por tanto, las debidas proporciones en la im por tancia que en el futuro tendrían las obras de Arteaga y las de E xi meno, se puede muy bien concluir que también este último tiene presente a M etastasio tanto en la sustancia como en aspectos p ar ticulares, lo cual es una ulterior confirmación del interés de la cultura y del gusto de aquellos jesuítas por el símbolo del primer xvm poético italiano. * * * En el famoso Saggio storico-apologetico della letteratura spagnola contro le pregiudicate opinioni di alcuni moderni scrittori italiani (1778-1781), de Javier Llampillas —el protagonista de una conocida y violentísima polémica con los literatos italianos de su tiempo, que le parecen injustos desvalorizadores del teatro espa ñol— , no tiene Metastasio una posición cen tral: al autor le sirve más Goldoni, a cuyo nombre, y al de M etastasio, añade Llampillas muchos otros para recordar dram aturgos italianos que reformaron el teatro nacional valiéndose del español. Tal defensa del teatro español se produce, sobre todo, en la Dissertazione V III del tomo IV de la parte segunda del Saggio, de modo particular en el undé cimo de los dieciséis parágrafos de ella, destinado a sostener que La ricchezza d'invenzione profusa dagli Spagnuoli in tanti componim enti drammatici, arricclii il Teatro degli Stranieri. Iniciándose con la precisión del contraste entre las opiniones de Ceva (detractor del teatro español en DeU’arte poética y en las M emorie di alcune virtu del Signor Conte Francesco di Lemene con alcune riflessioni sulle sue poesie) y las de Riccoboni (elogiador del teatro español, “modelo de los teatros de las otras naciones” , en las Riflessioni storiche sopra i diversi teatri delVEuropa), la Dissertazione, al p a sar revista luego a las contribuciones que los autores italianos han recibido de los españoles, y a sus lamentaciones sobre el miserable
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estado o sobre las desventuras del teatro italiano, subraya, en d e terminado momento, que “no son menos justificadas las lam en taciones del Cesáreo Poeta señor Abate Metastasio a la vista de los miserables estragos que cada día se hacen en Italia de sus elegan tísimos dram as” , y hace notar luego: “ ¿Y qué? ¿Acaso el nuevo Sófocles italiano, el señor Abate Pietro Metastasio, ha mirado con ojos desdeñosos las composiciones de los poetas españoles? ¿Se ha avergonzado, acaso, de que le sorprendan con los libros de Ve ga, de Calderón y de otros dramaturgos nuestros en las manos, y de concerderles un puesto destacado entre los más célebres que forman su biblioteca? Lo dicen los que han tenido la suerte de tratar en persona a este inmortal p o e ta ; y ellos, como yo he oído a alguno, confiesan que Metastasio manifiesta siempre una alta esti ma por nuestros poetas, y no se avergüenza de confesar que le ha aprovechado el estudio que realizó de sus dram as” . (Lo sentimos por Napoli-Signorelli, que se niega a adm itir que M etastasio qui siera sacar nada de Calderón). “Demasiado fino es el gusto” de M etastasio —prosigue Llampillas— “para que él imite a Calderón y a otros españoles en lo que ellos son dignos de reprensión” , pero ¿cómo se puede decir que en ellos “no haya nada bueno” ? A L lam pillas le parece, pues, que no es de extrañar que se diga del teatro de M etastasio lo que Quadrio dijo del teatro de otros: “No es extraño que muchas bellas piezas de los españoles fueran, con nin guna o con poca fortuna, trasladadas a los extranjeros teatros” . También en las polémicas suscitadas por el Saggio vuelve el nombre de M etastasio: es notable cuanto se refiere a él en la úl tima de las Lettere dei sig. A batí Tiraboschi e Bettinelli con le risposte del sig. A b. Llampillas intorno al Saggio Storico-Apolo gético della Letteratura spagnola del medesimo, da serviré di continuazione del medesimo saggio (Roma, 1791). La carta es un ata que particularmente áspero contra Bettinelli, cuyo escrito es acusa do no sólo de falta de lógica (acusación extendida por Llampillas a todas las obras de aquel erudito italiano), sino también de falta de sinceridad, con el reproche, entre otros, a Bettinelli de haber reuni do arbitrariamente dos juicios de Llampillas (uno sobre Dante, Petrarca y Boccaccio, y otro sobre M etastasio) que no están juntos
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en el texto del Saggio (primera disertación de la parte segunda) —más aún, que distan entre sí veintiuna páginas—, de tal modo que da al elogio de Metastasio un tono dedesvalorización de los tres grandes autores del Trescientos que no está en Llampillas, el cual termina preguntándole a B ettinelli: “Ahora, dígame: ¿piensa usted que este elogio del Cesáreo Poeta está fuera de lugar donde fue colocado por mí, como resulta donde usted lo ha trasladado con su acostumbrada sinceridad?” . Aunque estén esparcidas en el mare magnum de los escritos de Llampillas, estas referencias a M etastasio asumen una importancia específica, bien por el reconocimiento sin limitaciones de su gran deza, bien porque el jesuita español se sirve de ellas como de ins trum ento para llam ar la atención sobre lo que le interesa m ás: el teatro nacional40. * * * Entre aquellos jesuitas, el crítico de juicios más contrastantes sobre M etastasio fue, sin duda, Juan Andrés, en la ya recordada y monumental obra Dell'origine, de’ progressi e dello stato attuale d ’ogni let ter atura. También él hizo m ontar en cólera —y, hay que reconocerlo, con más motivo que A rteaga— al grupo de los faná ticos de M etastasio, con Rubbi a la cabeza. Éste, a propósito de los juicios que Andrés enuncia aquí y allá sobre el poeta italiano, subraya que el escritor español ha sido contestado ya enérgica mente por “ un literato italiano” con tres cartas a Clementino Vannetti sobre Andrés, y por Francesco Franceschi41 (reproduce el jui cio de este último de que “también a este escrutador de la univer sal literatura [se refiere a Andrés] le pareció M etastasio en muchas partes menor que el crédito de que goza entre aquellos que le leen 40 En tom o a la defensa, lanza en ristre, del teatro español, y, dentro de él, del de Calderón, hecha por Llampillas, véase nuestro escrito sobre “Calderón en la critica española del x v i i i ” , que constituye el segundo capí tulo de este libro. 41 Véanse las Aggiunte di testimonianze a los ya citados Dialoghi tra il sig. Giov. Andrés e Andrea R ubbi in difesa della lingua e della letteratura italiana (1787).
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y le escuchan en los teatros”). Luego responde una vez más con afirmaciones por completo genéricas: “M etastasio tendrá algún lunar, pero siempre será el primer poeta filósofo dram ático de Ita lia y del mundo. Es vano todo esfuerzo de esos señores que intentan acusaciones contra él” ; o con afirmaciones que dejan las cosas igual que antes: “Pero M etastasio y Franceschi siempre tendrán razón” . La toma de posición de Andrés respecto a M etastasio refleja la frecuente vacilación de juicios, que es una de las características de la atmósfera crítica del xvm, entre el apego a la tradición y el primer atisbo del futuro. Aunque no esté documentada con la abun dancia y atención que hemos señalado en otros jesuitas ilustres como él, es digna de particular interés precisamente porque apa rece particularmente perpleja y m arcada de contradicciones. * # * La curiosidad y el interés por el teatro de Goldoni fueron de un género notoriamente diverso de los que despertó el teatro de M etastasio: el tono del teatro de aquél, de apariencias quedas y discretas, la ausencia de acompañamiento musical, la más sutil (y, por consiguiente, menos fácilmente advertible) finura psi cológica, son elementos susceptibles de una menor excitación de consenso o disentimiento. Y, en efecto, el teatro goldoniano no llegó a ser en los países extranjeros, donde también tuvo inmensa fortu na, motivo de polémicas fogosas; fue el punto de partida, a lo más, de análisis parciales y episódicos, de consideraciones casuales y marginales. Y también por parte de los jesuitas españoles acti vos en Italia se le examina y discute, en sustancia, con tal espíritu y, cuando ponen en duda ciertos aspectos, lo hacen, en general, con moderación 42. G o l d o n i.
42 En relación con el otro aspecto, también de fundamental diferencia en las literaturas ibéricas, entre la reacción frente al teatro de Goldoni (sus tancial aceptación de él tal como es) y el de Metastasio (sustancial y a me nudo explícita “adaptación al gusto” local), por lo que se refiere, no a la crítica de dicho teatro, sino a la introducción del mismo en los escenarios
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La posición de Arteaga respecto a Goldoni es de reconocimiento desde los puntos de vista teatral y ético, y de mesurada reserva desde el psicológico. Goldoni es sacado a colación en el capítulo X II de l a belleza ideal, a propósito del hecho de que las “naciones cultas de E uropa” , aun reconociendo la superioridad de Shakes peare sobre los franceses, imitan a éstos y no a aquél, “hallando en sus producciones una naturaleza más conforme a la hermosura ideal propia del arte dram ático” (es decir, nos encontramos una vez más ante una adhesión total a los principios neoclásicos). Afir ma luego que, “por la misma razón, el italiano Goldoni jamás con seguirá hombrearse con los Aristófanes, los Plautos, los Terencios y los Molieres, no porque carezca de su mérito efectivo, así en la facilidad del diálogo y en tal cual imitación de la verdad como en la circunstancia de haber sido el reform ador del teatro cómi co de su nación, sino porque no supo perfeccionar la naturaleza ni en el lenguaje ni en los hechos, contentándose con expresar los lincamientos exteriores y, por decirlo así, la superficie de los caracteres, sin profundizar en el verdadero conocimiento del hom bre, cuya ciencia es tan necesaria al cómico como al escultor la anatom ía” . Tal limitación señalada en Goldoni por un hombre de mente tan abierta como Arteaga puede parecer, a primera vista, un tanto ex tra ñ a ; pero resulta comprensible, reflexionando un momento, si se tiene presente que la agudeza y, al mismo tiempo, la atención del ilustre jesuita se dirigen más a la utilidad de una obra de arte que a su “ contenido” psicológico ; y, por ello, esta vez se deja escapar precisamente una de las dotes que la crítica, en cambio, atribuye a Goldoni y más aprecia en él: la inagotable sutileza en el análisis psicológico. Más cauto aún que Arteaga se nos muestra Andrés. En Dell'origine, progresso e stato attuale della letteratura se lee, en efecto, que “ Goldoni ha aportado alguna fama al teatro italian o ; y sus comedias, si bien no pueden ponerse frente a las mejores francesas, son, sin embargo, las primeras italianas que han merecido la eru españoles y portugueses, véase, entre otros, mi propio ensayo, ya citado en la nota de la página 248.
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dita curiosidad de los extranjeros; y Goldoni es el cómico italia no que es citado con honor por los mismos franceses” (edic. cit., tomo II, pág. 62). Otro elogio hace Andrés en distinto lugar a Gol doni, pero siempre a un Goldoni visto en el ámbito local italiano, y con una no positiva precisión sobre la facilidad de su actividad de escritor: “ La única cima de que puede jactarse Italia es el cé lebre abogado C. Goldoni, el cual ha dado comedias en mayor abundancia de la que d e b ía ; pero qué lejanas de la elegancia y de la delicadeza de sentimientos de Terencio, y del arte magistral y las finuras de M oliere”. Este pretendido defecto del arte de limar, que Andrés reprocha a Goldoni, sería incluso el que ha impedido a Goldoni ser grande sin más ni más, y no sólo grande de un modo relativo: “Si Goldoni hubiera estudiado atentamente los buenos ejemplos, si se hubiera aplicado con diligencia a pulir y repulir sus piezas en la invención y en el estilo y no se hubiera cansado tan pronto del trabajo de lim a ; si hubiera cumplido más solícitamente las leyes del buen gusto, y no las opiniones vulgares; si hubiera escuchado el justo sentimiento de las doctas personas, sin dejarse arrastrar por los aplausos del pueblo, quizá Italia podría jactarse de tener un poeta cómico que en nada cediese a los mejores fran ceses” 43. Pero otro juicio nos deja perplejos acerca de la seguridad de convicción de Andrés en la m ateria: poco a n te s44, en efecto, lamentándose de la poco feliz — así la juzga— situación de la tra gedia y, peor aún, de la comedia en Francia, y de la necesidad de que surja un genio que remedie tal situación, había añadido que en Italia, “desafortunadamente para el teatro, este genio feliz tam poco ha nacido todavía, o no se ha aplicado a ello, y la comedia italiana no ha hecho progresos mucho mayores que la tragedia”. Si el interés de Andrés por Goldoni acabase aquí, habría que concluir con una sustancial distancia de la comprensión que aquel autor de teatro se merece. Pero en la misma página se contradice Andrés afirmando, de pronto, que “naturalidad y verdad son dos principalísimas dotes de una comedia, y son comunes a casi todas las piezas de Goldoni” . E incluso afirma más adelante: “ La co 43 Op. cit., tomo II, pág. 375. 44 Op. cit., tomo II, pág. 373.
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media italiana no ha tenido un poeta que le diese celebridad hasta que ha surgido Goldoni, al que leen y traducen en las naciones extranjeras, y al que Voltaire llamaba el pintor de la naturaleza y digno reform ador de la comedia italiana, y que muchos otros extran jeros ensalzan con sus loas” . Pero he aquí que en otro lugar vuelve a subrayar que Goldoni “ha dado comedias en mayor abundancia de lo que debía” , y que “no ha estudiado atentamente los buenos modelos” 45. Tales altibajos manifiestos en la actitud de Andrés ante G oldo ni hicieron, obviamente, m ontar en cólera a Rubbi, que la empren dió contra él en los Dialoghi tra il sig. Giov. Andrés e Andrea R ubbi in difesa della li/igua e della letteratura italiana (1787), y precisa mente en el segundo de los seis diálogos, titulado justamente Cominedia italiana, e Goldoni. Y para no dedicar al episodio polémico más tiempo del que se merece en una visión de conjunto, nos limi taremos a observar que Andrés, en sus vacilantes e inseguras valo raciones de Goldoni, resultaba más fácilmente vulnerable que A r teaga a aquel extraño y fogoso defensor del teatro italiano. El capítulo II del libro III de Dell'origine e delle rególe della música de Eximeno aborda de lleno también la situación de Gol doni, exaltándola, junto con la de Moliere, en sentido de inevitable desvalorización —en la confrontación— del teatro clasicista espa ñol del xvm. Es, pues, curioso que, en atmósfera de dieciochismo encendido46 y para congratularse de que el teatro clásico está ya, afortunadamente, según piensa Eximeno, en desuso (con la im plí cita lamentación de que haya quedado vivo el de Lope y el de Calderón), este erudito recurre a la exaltación del teatro de dos 45 Op. cit., tomo II, pág. 402. 46 Pero Eximeno no está seguro de estas sus ideas. Hemos mostrado en otro trabajo nuestro ya presentado, “Calderón en la crítica española del siglo xvm ” (capítulo II de este libro), que también él es un símbolo de la atorm entada contradicción persistente en que se debaten estos eruditos die ciochescos, entre la inercia de la tradición y el tímido, y sin embargo, significativo, deseo de sustraerse a ella con la aportación de ideas nuevas, que, a distancia, preludian el romanticismo, entre la pesadilla de lo que parece (a Eximeno, entre otros) falta de respeto a la religión de los “autos sacramentales” y de las representaciones sagradas y el vislumbre de nuevas luces en el campo de la estética.
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países extranjeros: “ La barbarie del siglo pasado, además de las comedias de Lope, hizo estim ar a los españoles las de santos, en las que suele aparecer el Diablo cabalgando una serpiente de fuego, y viene para inquietar a los santos con ridicula impertinencia. Pero estas comedias han caído ya en desuso, y sólo se conservan con crédito las de Lope y las de su perfecto im itador Calderón de la Barca. El Tartufo de Moliere y la Serva amorosa de Goldoni se rían considerados en el teatro español como fruslerías; esto al principio, sin embargo, puesto que al fin, como la nación tiene un fondo de buen sentido, se apercibe y pone por sí misma en ridículo sus prejuicios” (edic. cit., pág. 427). Y después de haber dicho que el teatro francés es ridículo para los extranjeros, pasa al italian o : “La nación italiana en materia de teatro es singular: sabe distin guir y apreciar el mérito de una buena Comedia, pero luego aplau de en el teatro las más nauseabundas impropiedades. Se deleita sumamente con personajes enmascarados, que tienen en todas las comedias el mismo carácter: Pantalone, prudente; Arlecchino, atolondrado; Pulcinella, tonto; Coviello, intrigante; y como los personajes son siempre los mismos, la tram a se hace necesariamen te trivial y mal llevada. Todo el mérito de estas Comedias consiste en la sátira y en el gran parloteo de los actores. Goldoni ha hecho todo el esfuerzo posible para informar al teatro de su n ació n : en efecto, sus comedias están bien llevadas y llenas de buena moral. El público las ha visto con gusto, pero no por eso ha abandonado su pasión por Pulcinella y Arlecchino. Sobre todo en punto de m á quinas y de magia se ven en el teatro italiano cosas que, teniendo en cuenta el gusto de la nación en otras materias, causan asom bro” 47 (pág. 430). Tal juicio positivo sobre Goldoni está confirmado por una re ferencia del Don Lazarillo Vizcardi en el capítulo I del tomo I, dedicado a la “ Educación de Lazarillo y su afición a la música” : 47 Y atribuye esto, sobre todo, a los... diablos: “en España hay un dia blo en escena, dice, y en Italia hay legiones de diablos...; allí se repre senta todavía hasta el Convidado de piedra, “que es una comedia española llena de artificios y de diablos, la cual no se representa ya en los teatros de España” . Es interesantísimo de leer cuanto se dice aquí con tanta se guridad.
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a propósito de las obras que hicieron reflexionar a Lazarillo, entre ellas la Cecchina o H ija buena, con música de Piccinni, sostiene que “la poesía de ella (que algunos creen ser del poeta cómico Goldoni) es de las pocas buenas que en este género tienen los italianos” . Para Llampillas, Goldoni tiene un mérito y una característica (sus observaciones sobre él están en el curso de la defensa que hace de España y de su literatura desde la antigüedad hasta su época, en el Saggio storico-apologetico della letteratura spagnola contro le pregiudicate opinioni di alcuni moderni scrittori italiani). El mérito es haber dado —así como, con él, Maffei y Quadrio— una justa idea de las “ sucias arlequinadas” (como dice Gol doni mismo en el prefacio a sus propias comedias, y Llampillas cita) del teatro italiano que le precede, no obstante los intentos de muchos por “regular el teatro y volverlo a llevar al buen gusto”, junto con las deformaciones del teatro español (deformaciones de las que la crítica italiana se vale para arrojar desprecio sobre el teatro español antes que sobre el propio...). La característica de Goldoni, en cambio, es que, habiéndose dado cuenta de las con diciones del teatro italiano, “emprendió el estudio de los nuestros [se refiere, evidentemente, a los autores españoles] y se propuso seguir las huellas del famoso Lope de Vega”. Y Llampillas se siente manifiestamente complacido de que el dramaturgo italiano, como dice él mismo en el prefacio a su propio teatro, haya comen zado tal difícil empresa imitando las comedias españolas de intri ga y de desarrollo, obteniendo el aplauso del público y estudiando, como Lope, “en el Teatro y en el M undo, al que llama sus li bros” 48: habría triunfado enteramente “en tal noble y gloriosa em presa” [de seguir el teatro español] si Chiari — y aquí cita Llam pillas, a su vez, a Napoli-Signorelli— , “no queriendo secundar el sistema de Goldoni, no hubiera impedido quizá la cura radical de los abusos” .
48 Llampillas no se olvida de citar la categórica afirmación goldoniana: “Yo, sin em bargo, forzado por un genio, que oso decir semejante al de este célebre poeta español [se refiere a Lope], y casi siguiendo sus mismas hue llas, he escrito mis comedias” .
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En cualquier caso, la conclusión del jesuita español es que, si se confrontan las comedias de Goldoni con las “que casi dos siglos ocuparon las escenas italianas, no podremos dejar de confesar que, siguiendo aquél las huellas de Lope de Vega, hizo resurgir en este siglo la buena comedia italiana” 49. De ello podemos deducir que las opiniones de Llampillas, expuestas para atacar a Tiraboschi y a Bettinelli, y en polémica con tantos otros, entre ellos Napoli-Signorelli, ponen de relieve, en cualquier caso, más los méritos que los defectos de Goldoni, aunque ello sea dentro del cuadro general en que el español coloca a los autores beneméritos italianos de tea tro, es decir, de que ellos lo son precisamente gracias y a través del teatro español. Esta opinión, expuesta aquí y allá un poco por todas partes en la obra de Llampillas, se acentúa y se fija precisa mente cuando habla de G oldoni: ¿Lope y los otros españoles han hablado m al de Aristóteles?, se pregunta el estudioso. Pero tam bién los no españoles lo han hecho — se responde— , y, entre ellos, los dos “célebres italianos restauradores” del teatro, Zeno (en una carta a M uratori) y Goldoni, los cuales dicen claramente que es preciso tener en cuenta las “ leyes del Pueblo” —como se expresa Goldoni en el ya recordado prefacio, donde recuerda incluso que “tampoco el gran Lope de Vega se aconsejaba de otros Maestros sino del gusto de sus oyentes”. Y remitiéndose a Eximeno, al subrayar las cualidades y, a la vez, el mal gusto del teatro italiano, Llampillas vuelve al tema una vez más para escribir que “por dos bien arregladas comedias de Goldoni o del sig. Conte Albergati que se ofrezcan al público, se ven representar cien extravagantes arlequinadas y ridiculas tragico medias” (como una “muy estram bótica” : La scoperta del nuovo m ondo fatta da Colombo) 50. * * * 49 Todo cuanto queda expuesto pertenece a la Parte II del Saggio... (Génova, 1791), en las páginas 211-214 para el “mérito” , en la página 231 para la “característica” . 50 Op. cit., págs. 293-94. No interesa aquí seguir las fogosas y divertidas polémicas suscitadas por las tomas de posición de Llampillas sobre el teatro español —contra críticos y estudiosos italianos— en libros y en revistas ita
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A l f i e r i . Del grupo de los jesuitas que más nos interesan, el que se ocupó de modo más explícito de Alfieri fue también Arteaga. Además de aludir a él aquí y allá en su obra, le dedicó dos cartas, una de las cuales es muy conocida: la Lettera dell’abate Stefano Arteaga alia signora Isabella Teotochi A lbrizzi intorno L a Mirra tragedia del Conte A lfie r i51: la famosa noble veneciana, discípula de Arteaga —discípula suya precisamente en el aprendizaje de aprender a sentir las bellezas del arte dram ático— , había incitado repetidamente al M aestro a escribirle tal c a r ta 52. Es un escrito merecedor de la notoriedad que adquirió, y que confirma las cua lidades y las intuiciones de Arteaga en el campo de la crítica tea tral : dotes que, reconocidas y subrayadas por un A. Wilhelm Schleg e l53 —y es, sin duda, natural por parte de un romántico— , no han perdido nada de su valor ni siquiera a la luz de una visión actual de las cuestiones de la estética y del gusto —y ello es muy signi ficativo. El punto de partida de Arteaga respecto a Alfieri podía parecer no del todo sereno, dado que él había polemizado ya con un ani moso defensor de Alfieri, Ranieri de’ Calzabigi, al cual se opuso al asumir la defensa de M etastasio; y se disponía a una em presa... peligrosa, sobre todo con el análisis de la Mirra, la cual —el propio lianas de la época. Entre tales revistas tuvieron un puesto notable las Effem eridi letterarie di R om a (empezaron su publicación, como es sabido, en 1772), que no dejaron de ocuparse ampliamente (lamentando la escasez de espacio que tenían...), en el tomo XI (1782, en las páginas 42-43), del Saggio... de Llampillas: a propósito de su defensa del teatro español, se dice allí que ha juzgado bien respecto al teatro, tratándose de la manifesta ción “más brillante de la literatura española”, en la cual, sin embargo, los españoles no han avanzado gran cosa “en una manera en la que con tantas loas habían dado sus primeros pasos” . 51 Está publicada con los Ritratti scritti da Isabella Teotochi Albrizzi (en la tercera edición de los mismos, Venecia, 1816, está en las páginas 111 145). 52 De la otra carta hablaremos más adelante. 53 La crítica de Arteaga, tal como aparece en estas dos cartas, fue juz gada por Schlegel como expresada con “una severidad muy racional” (tom a mos la cita de M enéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas, Edit. Nacional, M adrid, 1940, III, pág. 360); y el escritor alemán hace propios los juicios del español sobre la Mirra y sobre el Filippo.
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Arteaga se ocupa de declararlo al inicio— , “honrada nada menos que por su decidida aprobación [de Isabella T. A.], se me presenta ante m í cubierta, casi diría, por el escudo de Palas”. Se comprende, por tanto, que la actitud de Arteaga respecto a la Mirra sea —como, en efecto, es— de extrema cautela inicial, tanto por el tema en sí cuanto por la m anera en que ha sido tratado, y más por esta razón que por la primera. El tema de la Mirra le parece argumento digno de etano Alberto de la Barrera, 248. Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los pe riódicos de M adrid desde 1661 has ta 1819, de A. M. Coe, 249. Catálogo de las lenguas de las N acio nes conocidas, de Lorenzo Hervás y Panduro, 224 n. 2, 227 n. 8. Catálogo de las piezas de teatro que se conservan en el departamento de manuscritos de la Biblioteca Nacional, de Paz y Meliá, 248.
Catalogus codicum manuscriptorum praeter graecos et orientales in Bibliotheca Angélica alim Coenobii Sancti-Augustini de Urbe, 97. Catone in Utica, de Pietro M etasta sio, 256, 272. Cecchina o Hija buena, de Cario Goldoni, 285. Cecchina o La buona figliuola (v. Cecchina o Hija buena). Celestina (La), de Fernando de Ro jas, 135 n. 11. Cena (La) del rey Baltasar, de Pedro Calderón de la Barca, 15. Cervantes en la literatura portuguesa del siglo X V II, de José Ares M on tes, 160 n. 1. Cíclope, de Teócrito, 270. “Ciencia N ueva” (La) de Vico, de Ram ón de Cam poam or, 220 n. 12. Cioso, de António Ferreira, 196. Cittadino (II), 223 n. 2. Clavigo, de Johann Wolfgang von Goethe, 22. Colección de poesías castellanas, tra ducidas en verso toscano e ilustra das por el conde D. Juan Bautista Conti, de Giovan Battista Conti, 236. Comedias y Entremeses, de Miguel de Cervantes, 20. Comércio (O) do Porto, 185. Consideraciones sobre el Cristianis mo, de Juan M aría Donoso Cor tés, 218 y n. 10. Convidado de piedra, de Tirso de Molina, 284 n. 47. Corrado, 252. Correo Nacional, 207, 210 n. 6, 218. Cotejo de las Églogas que ha pre miado la Real Academia de la
índice de títulos Lengua, de Juan Pablo Forner, 9 n. 1. Criticón (El), del P. Baltasar G racián, 164. Crónica científica y literaria, de A n tonio A lcalá Galiano, 39. Crónica de la obra italiana en M a drid desde el año 1738 hasta nues tros días, de Carmena y Millán, 248. Cronicón, de Idacio, 156. Cultura Neolatina, 102 n. 6.
Declamaciones contra la charlatane ría de los eruditos, de Johann Burkhard M encken, 245. De Hispanis qui in Italia libros ediderunt ab anno 1768, de Juan de Osuna, 225. Dei D ifetti della Giurisprudenza, de Ludovico A ntonio M uratori, 175 n. 41. De Incantationibus seu in Salmis opusculum, 147 y n. 39. Deleitar aprovechando, de Tirso de Molina, 160 n. 1. Delincuente (El) honrado, de Mel chor de Jovellanos, 87 n. 53. Della necessitá di disimpar are una gran parte delle cose con grande studio apprese nelle scuole, de Juan de Osuna, 225 n. 4. Della regolata devozione dei cristiani, de Ludovico Antonio Muraiori, 242 n. 29. Dell'arte poética, de Tommaso Ceva. 277. Della storia e della ragione di ogrii poesía, de Francesco Saverio Quadrio, 74 n. 37.
323 Dell’importanza delle dogane ai confini di qualunque stato, de Juan de Osuna, 225 n. 4. Deliorigine, de’ progressi e dello sta to attuale d'ogni letteratura, ael P. Ju an Andrés, 78, 79 n. 41, 227, 229, 252, 279, 281, 297. Dell'origine e delle rególe della musica, de Antonio Eximeno, 75 n. 39, 227 s., 271, 283. Dello stile e della ragione d'ogni poe sía, de Francesco Saverio Quadrio, 78. D em ofoonte, de Pietro M etastasio, 276 n. 39. Descripción del Castillo de Bellver, de M elchor de Jovellanos, 88 n. 56. Desdén (El) con el desdén, de Agus tín M oreto y Cavana, 131. Desengaño al desengaño II que in tentó al Teatro Español D. Nicolás Fernández de Moratín, de Juan Cristóbal Rom ea y Tapia, 28. Desengaños al Teatro español, de Nicolás Fernández de M oratín, 24, 59, 62 s. De studiis philosophicis et mathematicis instituendis... liber unus, de Antonio Eximeno, 228 y n. 10. De una causa dos efectos, 65. Devoción (La) arreglada del cristia no, de Ludovico Antonio M uratori (v. Della regolata devozione dei cristiani). Día (El) mejor de los días, de Pe dro Calderón de la Barca, 15. Dialoghi italo-inglesi, de Giuseppe Baretti, 74 n. 36. Dialoghi tra il sig. Giovanni Andrés e Andrea R ubbi in difesa della let-
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teratura italiana, de Andrea Rubbi, to para la erección de una nueva 266, 279 n. 41, 283. Sociedad patriótica con el título de Dialoghi ira il sig. Stefano Arteaga Escuela de la Concordia, de F ran e Andrea R ubbi in difesa della lincisco Eugenio de Santa Cruz y Es pejo, 246 s. gua italiana, de Andrea Rubbi, Discurso histórico sobre los orígenes 266 s. del teatro español, de Nicolás Fer Diálogo em louvor da nossa lirtgua, nández de M oratín, 64 n. 25. de Joao de Barros, 127 n. 8. Discurso IV , de Juan Cristóbal R o Diario de la Tarde, 207. mea y Tapia, 28 y n. 22. Diario de los Literatos de España, Discurso V, de Juan Cristóbal R o 44. mea y Tapia, 31 y n. 25, 33 s. Diario Extranjero, 26 y n. 19, 67. Discurso VI, de Juan Cristóbal de Dicha y desdicha del hombre, 65. Romea y Tapia, 35 y n. 26. Dictionary (A), Spanish and English, Discurso sobre el estudio metódico and English and Spanish, de G iu de la historia literaria, de Cándido seppe Baretti, 308. M aría Trigueros, 232 n. 16. Didone abbandonata, de Pietro M e Discurso sobre la historia universal, tastasio, 256, 269 n. 28, 272, 274, de Jacques-Bénigne Bossuet, 212. 276. Discursos, de Fr. Benito Jerónimo D ifetti del signor abate Metastasio: Feijóo y M ontenegro, 138, 177. dissertazione del signor Stefano Arteaga Madridense, de Esteban de Discursos, de Juan Cristóbal Romea y Tapia, 28 s. Arteaga, 255 n. 7. Discursos sobre la tragedia española, Discorso sopra le vicende di ogni letde Agustín M ontiano y Luyando, teratura, de Cario Denina, 233 n. 50. 18. Disertación epistolar acerca unas Discurso académico sobre la Biblia, obras de la Real Academia Espa de Juan M aría Donoso Cortés, 208 ñola, de Giuseppe Baretti, 308. n. 3. Discurso apologético de los autos de Disertación sobre las comedias de Es D. Pedro Calderón de la Barca, de paña, que sirve de prólogo a la Juan Cristóbal Romea y Tapia, reimpresión de las comedias y en 28. tremeses de Miguel de Cervantes Discurso apologético em defesa do Saavedra, de Blas Antonio de N a sarre Férriz, 50. teatro espanhol, de Francisco Pau lo de Portugal e Castro, 172 n. 31. Divino (El) Orfeo, de Pedro Calde rón de la Barca, 15. Discurso critico sobre el origen, cali dad y estado presente de las Co Doloras, de Ram ón de Campoamor, medias de España..., de Erauso y 220 n. 12. Zavaleta, 21, 40 n. 35, 53, 56. Don (El) de gentes, de Tomás de Discurso dirigido a la ciudad de Qui Iriarte, 190.
índice de títulos Donde menos se piensa salta la lie bre, de Tom ás de Iriarte, 191. “D on Juan” (El) y una venganza de Goldoni, de Cario Consiglio, 250. Don Lazarillo Vizcardi. Sus investi gaciones músicas con ocasión del concurso a un magisterio de capi lla vacante, de Antonio Eximeno, 271, 274, 284. Donoso Cortés. Leben und Werk eines spanischen Antiliberalen, de Edmund Schramm, 208 n. 3. Donoso Cortés, Staatsmann und Theologe, del P. Dietmar Westemeyer, 208 n. 3. Don Quijote, de Miguel de Cervan tes, 112, 165, 308. Dos (Los) caballeros de Verona, de William Shakespeare, 79. D os comedias españolas sobre el fal so nuncio de Portugal, de Edward Glaser, 137. Dubbio sovra il saggio fondamentale di contrappunto, de Antonio Exi meno, 228 n. 9.
Earl Goodwin, de A nna Yearsley, 239 n. 28. Efferneridi Letterarie, 225, 228 nn. 9, 10 y 12, 287 n. 50. E l y s i u s iuciindarum quaestionum campus; pliilosoplticarum, theologicarurn, pliilologicarum et máxime medicarum, de G aspar dos Reis, 140. Empeños (Los) de un acaso, de Candamo, 61. Encyclopédie, de Denis Diderot, etc., 112 n. 6, 193, 234.
325 Encyclopédie métliodique, 112 n. 6, 233, 239. Enrichetta, de Juan Bautista Colomés, 253 n. 5. Ensayo sobre el catolicismo, el li beralismo y el socialismo, de Juan M aría Donoso Cortés, 207, 208 n. 3. Ente dilucidado, del P. Fuentes la Peña, 142. Epítom e de las historias portuguesas, de M anuel de Faria e Sousa, 156 n. 68. Eruditos (Los) a la violeta, de José de Cadalso, 85. Esame dei difetti di cui vengono accusati i Poeti Drammatici Spagnoli, de Javier Llampillas, 74. Esclavo (El) en grillos de oro, 61. Escorial, 250 y n. 2. Escritor (El) sin Título, 25, 28 y n. 22, 31 n. 25, 35 n. 26, 61, 64. España, de Nicolás Masson de M orvilliers, 234. España (y Feijóo) en la obra del Padre Luís Antonio Verney, de Giuseppe Cario Rossi, 186. Essai sur le commerce des beles á laine, de Michel, 246. Esteban de Arteaga. I. Cartas músicofilológicas. II. Del ritmo sonoro y del ritmo mudo en la música de los antiguos, de Miguel Batllori, 82 n. 44. Estética (L’), de Benedetto Croce, 138 n. 3. Estratto della poética di Aristotele, de Pietro Metastasio, 67 n. 28. Estudios liispano-portugueses. Rela ciones literarias del siglo de oro, de Edward Glaser, 137 n. 1.
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Eufrósina, de Jorge Ferreira de Vasconcellos, 196. Euphormio sive Satyricon, de Jean Barclay, 165 n. 9. Eusebio, de Pedro M ontengón y Paret, 70 n. 33. Evolugao (A) e o espirito do teatro em Portugal (de varios autores), 248 n. 1, 251 n. 4. Examen crítico de la carta de D. Jai me Dons contra el discurso sobre las comedias y tragedias de D. Augustín Montiano, de Juan de Osuna, 236 n. 21. Examen teológico-moral sobre los teatros actuales de España, de N i colás Branco, 37. Exequias de la lengua castellana, de Juan Pablo Forner, 122 ss., 132, 136.
Fábula de Píramo e Tisbe, de Simao Lopes Samuda, 97. Fábulas literarias, de Tomás de Iriar te, 106, 107 n. 4. Fedra, de Jean Racine, 66 n. 27, 290 n. 55. Fénix (A) Renascida, 100, 102 n. 7, 166. Ferdinando Cortés, de Bernardo G ar cía, 253 n. 5. Filippo, de Vittorio Alfieri, 287 n. 53, 291, 293, 296. Filli di Sciro, de Luigi Riccoboni, 72. Filología Romanza, 86 n. 52. Filosofía de la Historia. Giovan Battista Vico, de Juan M aría Donoso Cortés, 210. Filosofía elemental, de Jaime Balmes, 221 n. 12.
Filosofía fundamental, de Jaime Balmes, 221 n. 12. Flores de España, excelencias de Por tugal, de António de Sousa de Macedo, 137. Fontes próximas da compilagao Fi lipina, ou índice das Ordenagdes do Código Manuelino, e das extra vagantes, de que próximamente se derivou, de Joaquim José Ferreira Gordo, 187. Francia e Spagna nel Settecento. Battaglie e sorgenti di idee, de Luigi Sorrento, 41 n. 1, 233 n. 17. Fray Gerundio de Campazas, de José Francisco de Isla y Rojo (v. Histoire du Frére Gerondif ou Gerun dio). Frei António das Chagas. Um homem e um estilo do séc. X V II, de M aría de Lourdes Belchior Pontes, 101 n. 6.
Galería de españoles célebres, de Nicomedes Pastor Díaz, 210 n. 6. Gazeta Oficial, 197 n. 10. Gazzetta Letteraria, 227. Genio (II) Letterario d'Europa, 222. Genio Letterario d ’Italia, 225. Giornale de’ Libri N uovi delle piü col te N azioni d ’Europa, 222. Giornale della Letteratura Straniera, 223. Giornale di Pisa, 270. Giornale Enciclopédico di Vicenza, 225. Giornale Storico della letteratura ita liana, 249. Giovanni Blancas, de M anuel Lassa la, 253 n. 5.
Indice de títulos Giudice (II) del proprio onore, de Bernardo García, 253 n. 5. Gilistino, de Pietro Metastasio, 269 n. 28. Goldoni in Spain, de Paul Rogers, 250. Gonzalo della Riviera, de Bernardo García, 253 n. 5. Gramática, de Tomás de Iriarte, 109. Gran (El) teatro del mundo, de Pe dro Calderón de la Barca, 95. Grisóstomo y Marcela, de Miguel de Cervantes, 235. Guárdate del agua mansa, de Pedro Calderón de la Barca, 69 n. 30. Guzmán el Bueno, de Tomás de Iriarte, 107.
Hambre (El) de Egipto, de Pedro Calderón de la Barca, 14. Hazañas (Las) de los Pizarro, de T ir so de M olina, 59 n. 20. Hidalga (La) del valle, de Pedro Cal derón de la Barca, 15. Hispanic Review, 249 s. Histoire de la Philosophie, de Víctor Cousin. 210 n. 5. Histoire da Frére G erondif ou Ge rundio, de José Francisco de Isla y Rojo, 180. Historia crítica de España y de la cultura española, de Juan Francis co Masdeu, 227, 232. Historia de la “commedia dell’arte" en España, de John V. Falconieri, 249. Historia de la literatura española, de Ángel Valbuena Prat, 257 n. 12. Historia de la poesía hispanoamerica
327 na, de M arcelino Menéndez y Pelayo, 246 n. 35. Historia de las ideas estéticas en Es paña, de M arcelino Menéndez y Pelayo, 20 n. 14, 27 n. 20, 46 nn. 8 y 10, 55 n.17, 206 n. 1, 227 n. 9, 242 n. 31, 248, 254 n. 6, 257 n. 13, 287 n. 53, 290 n. 57. Historia de las literaturas hispánicas, dirigida por Guillermo Díaz-Plaja, 222 . Historia del N uevo M undo, de Juan Bautista M uñoz, 189 n. 6. Historia del Regno di Portogallo, de Giovanni Battista Birago, 196. Historia dos Santos Padres do Testa mento Velho, de Fr. Domingos Baltanas, 195. Historia General de la América Sep tentrional, de Lorenzo BoturiniBenaduci, 206. Historia natural, de Georges-Louis Leclerc de Buffon, 22. Historia sacra del Santísimo Sacra mento contra las Herejías destos tiempos, de Alonso de Ribera, 12. Historiae Catholicae Hibernicae Compendium, de Philip O’Sullivan, 149. Horno (El) de Babilonia, de Pedro Calderón de la Barca, 15.
Icones atque descriptiones plantarum, quae aut in Hispania sponte proveniunt, aut in hortis hospitantur, de Antonio José Cavanilles, 234 n. 19. Idea dell’universo, de Lorenzo Hervás y Panduro, 224 n. 2. Ideas (Las) lingüísticas en España du rante el siglo X V III, de Fernando
328
Estudios sobre las Letras en el siglo X V l l l
Lázaro Carreter, 9 n. 1, 151 n. 55. Ilustre (La) fregona, de Miguel de Cervantes, 128. ¡mmigrazione (U) del Gesuiti spagnoli letterati in Italia, de Vittorio Cian, 70 n. 31. índice, de M aria de Lourdes Belchior Pon tes, 102 n. 7. Influences o f the Lyric Drama of Metastasio on the Spanish Rom antic M ovem ent, de Alfred Coester, 249. Influencia (A) italiana no teatro por tugués do século X V III, de Giusep pe Cario Rossi, 248 n. 1. Inform e sobre la ley agraria, de G as par M elchor de Jovellanos, 87 n. 54. In lspagna, de Luigi Sorrento, 250. Instituciones, de Justiniano, 174. Instituto (O), 305 n. 2. In Tractatu de Incantatione (v. De Incantationibus seu in Salmis opusculum). Introduzione alio studio di G. B. Vi co, de Franco Amerio, 221 n. 12. Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, considerada como ob jeto de todas las artes de imita ción, de Esteban de Arteaga, 82. Investigaciones músicas de Don Laza rillo Viscardi, de Antonio Eximeno, 76. Iriarte y su época, de Emilio Cotarelo y M ori, 106 n. 2. Isidoro M áiquez y el teatro de su tiempo, de Emilio Cotarelo y M o ri, 248. Italia e Spagna, de Arturo Farinelli, 249.
Italia e Spagna nel secolo X V III, de Vittorio Cian, 235 n. 20. Italiani e Spagnoli contro l’egemonia intellettuale francese del Settecen to, de Luigi Sorrento, 233 n. 17. Itinerario ó vero descrizione di Por togallo, e Historia di quel Regno (anónimo), 188 n. 5.
Jesuitas valencianos en la Italia setecentista, de Miguel Batllori, 253 n. 5. John (The) Hopkins Studies in R o mance Literatures and Languages (de varios autores), 249. Journey (A) from London to Genoa through England, Portugal, Spain and France, de Giuseppe Baretti, 302. Journey (A) through Spain..., de Townsend, 246. Judía (La) de Toledo, de Juan Bau tista Diamante, 65.
Lecciones de Retórica y Bellas L e tras, de Hugo Blair, 89. Lettera dell’abate Stefano Arteaga alia signora Isabella Teotochi A l brizzi intorno La Mirra tragedia del Conte Alfieri, de Esteban de Arteaga, 287. Lettera dell’abate Stefano Arteaga a monsignore Antonio Gandoqui in torno il Filippo, de Esteban de A r teaga, 290. Lettere dal Portogallo, de Giusepp>e Baretti, 303 n. 1. Lettere dei sig. Abatí Tiraboschi e Bettinelli con le risposte del sig.
índice de títulos
329
A b. Llampillas intorno al Saggio Síorico-Apologetico della Lettera tura spagnola del medesimo, da servire di continuazione del mede simo saggio, 278. Lettere musico-filologiche, de Este ban de Arteaga, 255 n. 7. Lettre sur le spectacle, de Jean-Jacques Rousseau, 87 n. 53. Lettres a une Princesse d’Allemagne, de Leonhard Euler, 229 y n. 13. Lettres critiques, de Cario Denina, 233 n. 18. Librería (La), de Tom ás de Iriarte, 107, 109 n. 4. Libro de la Caza, de Pero López de Ayala, 182. “Libro (11) de la Caza” di Pero L ó pez de Ayala e il “Livro da Falcoaria" di Pero M enino, de G iu seppe Di Stefano, 182 n. 1. Libro de los Reyes, 35. Literatos (Los) en cuaresma, 107 y n. 4. Livro da Falcoaria, de Pero M eni no, 182. Lucía Miranda, de M anuel Lassala, 253 n. 5. Lusíadas (Os), 171 n. 27.
públicas y sobre su origen en Es paña, de M elchor de Jovellanos, 38, 87 nn. 53 y 54. M emória sobre os Judeus em Portu gal, de Joaquim José Ferreira G or do, 187. M emorias de Literatura Portuguesa, 187. M emorie dell’Accademia delle Scienze di Bologna, 210 n. 6. M emorie di alcune virtú del Signor Conte Francesco di Lemene con alcune riflessioni sulle sue poesie, de Tommaso Ceva, 277. Mercurio (El) francés, 144. Merope, de Scipione Maffei, 297 n. 62. Metastasio in Spain, de Sterling A. Stoudemire, 249. Mirra, de Vittorio Alfieri, 286-289. Miscelánea de Estudos em honra do Prof. Hernáni Cidade (de varios autores), 98 n. 1. Miscellanea di Studi Ispanici del V Universitá di Pisa, 182 n. 1. Mística y real Babilonia, de Pedro Calderón de la Barca, 15. M oratín e Goldoni, de Edgardo Maddalena, 249.
Mágico (El) prodigioso, de Pedro Calderón de la Barca, 11 n. 4. M ahomet, de Franipois-Marie Arouet de Voltaire, 240. Marcella, de Bernardo García, 253 n. 5. Mediterráneo, 253 n. 5. M ejor está quien estaba, 61. M emoria para el arreglo de la Policía de los Espectáculos y diversiones
Nación (La) Española defendida de los insultos del pensador y sus se cuaces, de Francisco M ariano N i pho, 27, 40 n. 35, 69. Niña (La) de Gómez Arias, de Pe dro Calderón de la Barca, 69 n. 30. Noches lúgubres, de José de Cadal so, 86 n. 51. N o siempre lo peor es cierto, 61. Nossa (A) ideia errada de Espa-
330
Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I
nha, de Joáo Osório de Oliveira, 185. Noticias literarias de España extraí das de los registros de la Sociedad Económica de Tarragona, de Juan de Osuna, 246. N otizie Letterarie, 222 s., 225 ss., 230 ss., 234 s„ 240, 242, 245, 247 n. 36. N otizie Politiche, 225. N ova A rte de Conceitos, de Francisco Leitao Ferreira, 160. Novelle, de Polidete Melpomenio y de Limesso Vernosio, 235. Novelle Letterarie, 221. Novelle Oltramontane, 222. N ozze (Le), de Juan de Osuna, 224. N ueva teoría de la música (y. Lettres a une Princesse d’Allemagne). N uevo (El) mundo de Colón, de Lope de Vega, 59 n. 22.
Obras, de Nicolás Fernández de M o ratín, 64 n. 25. Obras Completas, de Juan M aría Donoso Cortés, 207 s., 219. Obreros (Los) del Señor, de Pedro Calderón de la Barca, 15. Observaciones sobre las Bellas Artes entre los Antiguos hasta la Con quista de Grecia por los Romanos, de Isidoro Bosarte, 242. Oeuvres choisies de Vico, de Jules Michelet, 212. Oeuvres polémiques et diverses, de Charles Forbes de Tryon, conde de M ontalembert, 220 n. 11. Oggidi... (L’), de Secondo Lancellotti, 178.
Opera (L’) di M ontesquieu nel Settecento italiano, de Paola Berselli Ambri, 271 n. 30. Opera Philosophica, de Francisco Sanches, 151 n. 55. Opere, de Vittorio Alfieri, 290 n. 56. Opere del signor abate Pietro M eta stasio, con dissertazioni e osservazioni, de Pietro Metastasio, 255 n. 7. Operette in versi e in prosa, de A u relio Bertola, 265 n. 16. Opuscoli Poetici, Oratori, Filosofici, de Pietro Napoli-Signorelli, 235. Orador cristiano, 127 n. 9. Orfeo, de Ranieri de’ Calzabigi, 256. Orígenes y establecimientos de la ópera en España hasta 1800, de Emilio Cotarelo y M ori, 248. Ormisinda, de M anuel Lassala, 253 n. 5, 254 n. 5. Osservazioni sopra Metastasio, de Aurelio Bertola, 205, 267 n. 20, 269 n. 27, 270.
Pagine istriane, de Edgardo Maddalena, 249. Paradojas físicas; Paradojas matemá ticas (y. Paradoxos físicos y mate máticos). Paradoxos físicos y matemáticos, de Benito Jerónimo Feijóo y M onte negro, 177. Parnaso italiano, de Andrea Rubbi, 266. “Parte (La) presa dal greco Pilarino per la conoscenza dell’innesto vaiuoloso nella profilassi contro il vaiuolo in Italia” , de Pietro Capparoni, 305 n. 2.
índice de títulos Pensador (El), de José Clavijo y F a jardo, 22, 25, 61, 69. Pensamientos, de José Clavijo y F a jardo, 24. Petimetra (La), de Nicolás Fernán dez de M oratín, 36, 59, 61, 63 n. 4. Piel (La) de Gedeón, de Pedro Cal derón de la Barca, 15. Poeta (Un) portoghese inédito, de Giuseppe Cario Rossi, 98 n. 1. Poética, de Aristóteles, 74 n. 36. Poética, de Ignacio Luzán, 41 n. 2, 45, 46 n. 8, 48 s., 65, 206. Poez'ias diversas feitas, de Rodrigo da Veiga, 97. Por tierras de Portugal y de España, de Miguel de Unam uno, 184. Portugal y los portugueses en las pá ginas del Padre Feijóo, de Giusep pe Cario Rossi, 186. Preceptos nupciales, de Plutarco, 224. Primero y segundo Isaac, de Pedro Calderón de la Barca, 14. Principes de la Pliilosopbie de l’Histoire, de Jules M ichelet (traducido de G iam battista Vico), 210 n. 6. Principios de Literatura, de Charles Batteux, 89. Probática (La) piscina, de Pedro Cal derón de la Barca, 14. Prólogo, de Blas Antonio de Nasarre Férriz, 20 s. Prudente (La) Abigail, de Pedro Cal derón de la Barca, 15. Psiquis y Cupido, de Pedro Calderón de la Barca, 33. Pueblo (Un) suicida, de Miguel de U nam uno, 184. Purgatorio de San Patricio, de Phi lip O’Sullivan, 149.
331 Ragione (La), de Melchiades Salazar, 241. Raquel (La), de Vicente García de la Huerta, 65. Razoes da minha vinda á Córte de Madrid, e Descripqao do que tenlio achado mais notável ñas coli sas pertencentes as Letras, e Educagáo, de Joaquim José Ferreira G ordo, 187. “ Real Academia de la Historia” , 192. “ Real Academia de San Fernando”, 242 n. 30. “ Real Academia Española”, 192. “Reale Accademia delle Scienze” , 235. Reflexiones sobre la representación de los A utos Sacramentales, de José Clavijo y Fajardo, 24. Réflexions sur l’éloquence, la poétique, l’histoire et la plulosophie, del P. René Rapin, 165. Relaciones (Las) de España con Por tugal: lecciones del pasado y orien taciones para el porvenir, de Eloy Bullón y Fernández, 185. Religión (La), la libertad, la inteli gencia, de Juan M aría Donoso Cortés, 218 n. 9. Réponse á la question: Que doit-on á l’Espagne?, de Cario Denina, 233 n. 18. Retórica castellana, 127 n. 9. Revista Bibliográfica y Documental, 92 n. 63. Revista de Filología Española, 250 n. 2. Revista de Historia Literaria de Por tugal, 172 n. 31. Revista de Literatura, 249. R evue Hispanique, 40 n. 35.
332
Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I
R ey (El) Asnero, de Pedro Calderón de la Barca, 15. Riflessioni síoriclie sopra i diversi teatri dell’Europa, de Luigi Riccoboni, 73, 277. Risposía della signora Isabella Teotochi Albrizzi alVAbate Arteaga, 290 n. 55. Ritratti scritti da Isabella Teotochi Albrizzi, 287 n. 51, 290 n. 55. Rivoluzioni (Le) del teatro musicale italiano dalla sua origine fino al presente, de Esteban de Arteaga, 82 s., 257, 265 ss., 269. Rivoluzioni d’Italia, de Cario Deni na, 83. Romanticismo (El) en España, de Edgar Allison Peers, 249. Ropica Pnefma, de Joao de Barros, 195. Ruggiero, de Pietro Metastasio, 288 n. 54.
Saggio dell’influenza del teatro spagnolo sul Metastasio, de Adele Fasulo, 249. Saggio storico-apologetico della letteratura spagnola contro le pregiudicate opinioni di alen ni moderni scrittori italiani, de Javier Llampi llas, 71. Saggio storico della letteratura spa gnola contro le pregiudicate opinio ni di alcuni moderni scrittori italia ni, de Javier Llampillas, 277 ss., 285 ss. Sancho García, de José de Cadalso, 86. Sancho García, de M anuel Lassala, 253 n. 5.
Sátira contra los abusos introducidos en la poesía castellana, de Juan Pablo Forner, 125. Sátiras, Silvas e Sonetos (de varios autores), 98. Scienza (La) N uova, de Giambattista Vico, 206 s., 209, 212, 214 s., 217, 218 n. 10, 221 n. 12, 245 n. 34. Scipione in Cartagine, de Juan Bau tista Colomés, 253 n. 5. Scoperta (La) del nuovo mondo fa l ta da Colombo, 286. Señorita (La) mal criada, de Tomás de Iriarte, 107, 190. Señorito (El) mimado, de Tomás de Iriarte, 107, 190. Serao Político - A buso emendado, de Fr. Lucas de Santa Catarina, 160. Sermoes, del Padre António Vieira, 196. Sermdes do Rosário, del Padre A ntó nio Vieira, 196. Serva (La) amorosa, de Cario G oldo ni, 284. Settecento (II), de Giulio N atali, 249. Shakespeare en la literatura españo la, de Alfredo Par, 43 n. 4, 71 n. 34. Si sea lícito hacer los autos sacra mentales en las iglesias, del P. M a nuel Ambrosio de Filguera, 14. Sogno (II) di Scipione, de Pietro M e tastasio (v. El Sueño de Escipión). Spectator (The), de Joseph Addison, 22 . Speculum Aurea rn, de M artín del Río, 175. Speeches lo John Bowle about his edition o f “Don Q u i j o t e t o g e ther with some account o f Spanish literature, de Giuseppe Baretti, 308.
índice de títulos Storia antica del Messico, de Francis co Javier Clavigero, 224 n. 2. Storia critica dei teatri antichi e moderni, de Pietro Napoli-Signorelli, 235. Sueño (El) de Escipión, de Pietro M etastasio, 256. Suplementos a la violeta, de José de Cadalso, 85.
También hay duelo en las damas, 61. Tarquinio il Superbo, de Bernardo García, 253 y 254 n. 5. Tartufo, de Jean-Baptiste Poquelin Moliere, 284. Teatro crítico, de Fr. Benito Jeróni mo Feijóo y M ontenegro, 127 n. 9, 138, 139 n. 4, 149, 177, 179, 251 n. 3. Teatro (II) dei Padri M . da Nóbrega e J. de Anchieta nella evangelizzazione del Brasile, de Anna M aría Merighi, 252 n. 4. Teatro (El) del Real Palacio, de José Subirá, 249. Teatro de los Dioses, de Fr. B. de Vitoria, 163 n. 4. Teatro (O) escolar dos séculos XVI , X V I I e XVI I I , de Jorge de Faria, 251 n. 4. Teatro Español, de Vicente García de la H uerta, 65. Teatro (II) moderno applaudito, ossia raccolta di tragedie, commedie, drammi e farse (de varios autores), 253 n. 5. Teología Natural, de Ramón Sabunde, 240. Teórica (La) del teatro en Tomás de
333 Iriarte, de Giuseppe Cario Rossi, 130 n. 10. Teórica y práctica de comercio y de marina, de Ustáriz, 145. Tetrarca (El) de Jerusalén, de Pedro Calderón de la Barca, 69 n. 30. Theory (The) o f Ideal Beauty in A r teaga and Winckelmann, de M a nuel Olguín, 82 n. 45. Tito, de Pietro Metastasio, 272. Traduzioni e riduzioni spagnole di drammi italiani, de Amos Parducci, 249. Tragicomedia de D on Duardos, de Gil Vicente, 185. Traité de l’éducation des filies, de F ranfois Fénelon, 167 n. 13. Tratado de la agudeza, del P. Balta sar Gracián, 164. Tratado teórico-práctico de enseñan za, de M elchor de Jovellanos, 87 n. 54.
Ulíssipo, de Jorge Ferreira de Vasconcellos, 195 s. Unamuno y Portugal, de Julio G ar cía M orejón, 184. Una nota su moralismo e didattica nel “Libro de la Caza” di Pero López de Ayala, de Giuseppe Di Stefano, 182 n. 1.
Valle (El) de la zarzuela, de Pedro Calderón de la Barca, 33. Valse i, 252. Verdadeiro método de estudar, del P. Luís António Verney, 160 ss., 176 s., 180 (Nouvelle Méthodé).
334
Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I
Verdadero (El) Dios Pan, de Pedro Calderón de la Barca, 14. Vestiglos da Llngua arábiga em Por tugal, del P. Joáo de Sousa, 231 n. 15. Viaje artístico a varios pueblos de España, de Isidoro Bosarte, 242 n. 30. Viaje de España, de Antonio Ponz, 191 n. 8, 242 n. 30. Viaje en Italia, de Leandro F ernán dez de M oratín, 253 n. 5. Vico (II) nel pensiero del suo primo traduttore francese, de Luigi Fassó, 210 n. 6. Vida (La) es sueño, de Pedro Calde rón de la Barca, 36.
Vindiciae, de Giam battista Vico, 245 n. 34. Viña (La), de Pedro Calderón de la Barca, 14. Vittorio Alfieri in Spagna, de Luigi Sorrento, 250. Vogue (The) o f Alfieri in Spain, de Edgar Allison Peers, 250. Vorlesungen über dramatische K unst und Literatur, de August Wilhelm Schlegel, 39, 89 n. 59, 95.
Zelinda, 252. Zenobia, de Pietro Metastasio, 272. Zíngara (La), de Bernardo García, 253 n. 5.
ÍN D IC E G EN ER A L
Págs. . ...............................................................................................................
7
I.— Calderón en la polémica del x v i i i sobre los “autos sacramen tales” . [“Studi Mediolatini e Volgari” , vol. I, Bologna, 1953, págs. 197-224] ...........................................................................................
9
II.—Calderón en la crítica española del xvm. [“Filología Rom an za”, año I, fase. Io., núm. 5,Torino, 1955,págs. 20-66]................
41
III.—Poesías españolas en un manuscrito rom ano del siglo x v i i i . [“Clavileño” , año VII, núm. 41, M adrid, 1956, págs. 81-85] ...
97
Prologo
IV.— La teórica del teatro en Tom ás de Iriarte. [“Filología R om an za”, año V, fase. l.°, núm. 17, Torino, 1958, págs. 49-62] ... 106 V.—La teórica del teatro en Juan Pablo Forner. [“Filología R o m anza”, año V, fase. 2.°, núm. 18, Torino, 1958, págs. 210-222].
122
VI.—Portugal y los portugueses en las páginas del P. Feijóo. [Mis celánea de Estudos a Joaquim de Carvalho, núm. 4, Figueira da Foz, 1960, págs. 382-393] ............................................................
137
VII.—España (y Feijóo) en la obra del Padre Luís António Verney. [El P. Feijóo y su siglo, de varios autores, vol. II, Oviedo, 1966, págs. 389-406] ...............................................................................
159
VIII.—Un erudito portugués en M adrid a finales del x v i i i . [“Annali dell’Istituto Universitario Orientale — Sezione Rom anza” , año V III, núm. 1, Napoli, 1966, págs.83-104] ................................
181
336
Estudios sobre las Letras en el siglo X V I I I Págs.
IX.—El Vico de Donoso Cortés. [“Convivium — Raccolta Nuova", núm. 2, Torino, 1950, págs. 272-282] ...........................................
206
X.—España en las “Notizie Letterarie” (Cesena, 1791-1792) de Juan de Osuna. [“Filología Rom anza”, año III, fase. 1.°, núm. 9, Torino, 1956, págs. 90-105] ....................................................
222
XI.—Metastasio, Goldoni, Alfieri y los jesuitas españoles en Italia. [“Annali dell’Istituto Universitario Orientale — Sezione R o manza” , año VI, núm. 1,Napoli, 1964, págs. 71-116] ............
248
XII.—Gentes y paisajes de la España de 1760 en las Cartas de Giuseppe Baretti. [Actas del Primer Congreso Internacional de Hispanistas, Oxford, 1964, págs. 437-442] .....................................
302
índice de nombres propios ................................................................................
309
Indice de títulos ....................................................................................................
320
Indice general
335
B IB L IO T E C A RO M Á N ICA H ISPÁ N IC A Director:
I.
DAMASO ALONSO
TR ATADO S Y M O N O G RA FÍA S
W alther von W artburg: La fragmentación lingüística de la R o manía. René Wellek y Austin W arren: Teoría literaria. Wolfgang Kayser: Interpretación y análisis de la obra literaria. E. Allison P eers: Historia del m ovim iento
romántico español.
A m ado A lonso: De la pronunciación medieval a la moderna en español. Helm ut H atzfeld : Bibliografía crítica de la nueva estilística apli cada a las literaturas románicas. Fredrick H. Jungem ann: La teoría del sustrato y los dialectos hispano-romances y gascones. Stanley T. Williams: La huella española en la literatura norte americana. René Wellek:
Historia de la crítica moderna (1750-1950).
K urt B aldinger: La formación de los dominios lingüísticos en la Península Ibérica.
II. ESTUDIOS Y ENSAYOS Dámaso A lonso: Poesía española (Ensayo de métodos y límites estilísticos). Amado Alonso: Estudios lingüísticos (Temas españoles). Dámaso Alonso y Carlos B ousoño: Seis calas en la expresión literaria española (Prosa-poesía-teatro). Vicente García de Diego: Lecciones de lingüística española (Con ferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid). Joaquín Casalduero: Vida y obra de Galdós (1843-1920). Dámaso Alonso: Poetas españoles contemporáneos.
EST. SOBRE LAS LETRAS. —
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Aportaciones a la literatura gallega
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Daniel Poyán D íaz: Enrique Gaspar (M edio siglo de teatro es pañol). José Luis V arela: el siglo XI X. José Pedro D íaz:
Poesía y restauración cultural de Galicia en Gustavo A dolfo Bécquer (Vida y poesía).
Emilio Carilla: El Rom anticismo en la América hispánica. Eugenio G. de N ora: La novela española contemporánea (1898 1960). Christoph Eich: Federico García Lorca, poeta de la intensidad. Oreste M acrí: Fernando de Herrera. M arcial José Bayo: miento.
Virgilio y la pastoral española del Renaci
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Luis Jenaro M acLennan: El problema del aspecto verbal (Estudio critico de sus presupuestos). Joaquín Casalduero: Estudios de literatura española (“Poema de M ió Cid”, Arcipreste de Hita, Cervantes, D uque de Rivas, Espronceda, Bécquer, Galdós, Baroja, Ganivet, Valle-lnclán, Antonio Machado, Gabriel Miró, Jorge Guillén). Eugenio Coseriu: Teoría del lenguaje y lingüística genera! (Cinco estudios). Aurelio M iró Quesada S.: El primer virrey-poeta en América (Don Juan de M endoza y Luna, marqués de Montesclaros). Gustavo C o rrea: El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós. Rafael de Balbín: Sistema de rítmica castellana. Paul Ilie : La novelística de Camilo José Cela. Víctor B. V a ri: Carducci y España. Juan Cano B allesta: La poesía de Migue! Hernández. Erna Ruth Berndt: Am or, muerte y fortuna en “La Celestina”. Gloria V idela: El ultraísmo (Estudios sobre movim ientos poéticos de vanguardia en España). Hans H interhauser: Los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós. Javier H errero: Fernán Caballero: un nuevo planteamiento. Werner B einhauer: El español coloquial. Helm ut Hatzfeld:
Estudios sobre el barroco.
Vicente R am os: El mundo de Gabriel Miró. Manuel García Blanco: América y Unamuno. Ricardo G ullón: Autobiografías de Unamuno. Marcel Bataillon: Varia lección de clásicos españoles. Robert R icard : Estudios de literatura religiosa española. Keith Ellis: El arte narrativo de Francisco A y ala. José Antonio M aravall: El mundo social de “La Celestina”. Joaquín Artiles: Los recursos literarios de Berceo. Eugenio Asensio: Itinerario del entremés. Desde Lope de Rueda a Quiñones de Benavente (Con cinco entremeses inéditos de Don Francisco de Quevedo). Carlos Feal Deibe: La poesía de Pedro Salinas.
Carmelo G ariano: Análisis estilístico de los “Milagros de Nuestra Señora” de Berceo. Guillermo D íaz-P laja: Las estéticas de Valle-Inclán. W alter T. P attiso n: El naturalismo español. Historia externa de un m ovim iento literario. Miguel Herrero G arcía: ¡deas de los españoles del siglo XVI I . Javier H errero: Ángel Ganivet: un iluminado. Emilio Lorenzo: El español de hoy, lengua en ebullición. Emilia de Z uleta: Historia de la crítica española contemporánea. Michael P. Predm ore: La obra en prosa de Juan Ram ón Jiménez. Bruno Snell: La estructura del lenguaje. Antonio Serrano de H a ro : Personalidad y destino de Jorge M an rique. Ricardo G ullón: Galdós, novelista moderno. Joaquín C asalduero: Sentido y form a del teatro de Cervantes. Antonio R isco: La estética de Valle-Inclán en los esperpentos y en el “Ruedo Ibérico". Joseph Szertics: Tiempo y verbo en el romancero viejo. Miguel Batllori, S. I.: La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos (Españoles - Hispanoamericanos - Filipinos. 1767-1814). Emilio C arilla: Una etapa decisiva de Darío (Rubén Darío en la Argentina). Edmund de C h asca: El arte juglaresco en el “Cantar de M ió Cid". Gonzalo Sobejano: Nietzsche en España. J. A. Balseiro: Seis estudios sobre R ubén Darío. Rafael L apesa: De la Edad Media a nuestros días. Estudios de historia literaria. Giuseppe Cario Rossi: Estudios sobre las letras en el siglo X V I I I (Temas españoles. Temas Hispano-Portugueses. Temas HispanoItalianos). III.
M ANUALES
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Gramática histórica catalana.
Fernando Lázaro C arreter: Diccionario de términos filológicos. M anuel Alvar: El dialecto aragonés. Alonso Zam ora V icente: Dialectología española. Pilar Vázquez Cuesta y M aria Albertina Mendes da Luz: mática portuguesa.
Gra
Antonio M. Badia M argarit: Gramática catalana. Walter Porzig: El mundo maravilloso del lenguaje (Problemas, métodos >' resultados de la lingüística moderna). Heinrich Lausberg: Lingüística románica. André M artinet: Elementos de lingüística general. W alther von W artburg: francesa.
Evolución y estructura de la lengua
Heinrich Lausberg: M anual de retórica literaria (Fundamentos de una ciencia de la literatura). IV.
TEXTOS
M anuel C. Díaz y D íaz: Antología del latín vulgar. M aría Josefa C anellada: Antología de textos fonéticos. F. Sánchez Escribano y A. Porqueras M a y o : Preceptiva dramá tica española del renacimiento y el barroco. Juan Ruis: Libro de buen amor. V.
DICCIONARIOS
Joan Corom inas: castellana.
Diccionario crítico etimológico de la lengua
Joan Corom inas: Breve diccionario etimológico de la lengua cas tellana. Diccionario de autoridades. Ricardo J. A lfaro: Diccionario de anglicismos. M aría M oliner: Diccionario de uso del español. VI.
A N TO LOGÍA HISPANICA
Carmen Laforet: Julio C am ba:
M is páginas mejores.
M is páginas mejores.
Dámaso Alonso y José M. Blecua: Antología de la poesía espa rtóla. Lírica de tipo tradicional. Camilo José C ela: M is páginas preferidas. Weneeslao Fernández Flórez: M is páginas mejores. Vicente A leixandre: M is poemas mejores. Ramón Menéndez Pidal: M is páginas preferidas (Temas literarios). Ramón M enéndez Pidal: M is páginas preferidas (Temas lingüís ticos e históricos). José M . Bleeua: Floresta de lírica española. Ramón Góm ez de la S em a: M is mejores páginas literarias. Pedro Laín E ntralgo: M is páginas preferidas. José Luis C ano: Antología de la nueva poesía española. Juan Ram ón Jim énez:
Pájinas escojidas (Prosa).
Juan Ram ón Jim énez: Pájinas escojidas (Verso). Juan Antonio de Zunzunegui: M is páginas preferidas. Francisco Gareía Pavón: Antología de cuentistas españoles con temporáneos. Dámaso A lo n so : Góngora y el “Polifemo Antología de poetas ingleses modernos. José Ramón M edina:
Antología venezolana (Verso).
José Ramón M edina: Antología venezolana (Prosa). Juan Bautista Avalle-Aree: El inca Garcilaso en sus “Comenta rios” (Antología vivida). Franeiseo A yala: M is páginas mejores. Jorge G uillén: Selección de poemas. M ax A u b : M is páginas mejores.
VIL
CAM PO ABIERTO
Alonso Zam ora Vieente: Lópe de Vega (Su vida y su obra). E. M oreno Báez: Nosotros y nuestros clásicos. Dámaso Alonso: Cuatro poetas españoles (Garcilaso - Góngora Maragall - A ntonio Machado).
Antonio Sánchez-Barbudo: La segunda época de Juan Ram ón Jiménez (1916-1953). Alonso Zam ora Vicente: Camilo José Cela (Acercamiento a un escritor). Dámaso A lonso: Del Siglo de Oro a este siglo de siglas (Notas y artículos a través de 350 años de letras españolas). Antonio Sánchez-Barbudo: La segunda época de Juan Ram ón Jiménez (Cincuenta poemas comentados). Segundo Serrano Poncela: Formas de vida hispánica (GarcilasoQuevedo - Godoy y los ilustrados). Francisco A yala: Realidad y ensueño. M ariano Baquero G oyanes: Perspectivismo y contraste (De Ca dalso a Pérez de Ayala). Luis Alberto Sánchez: Escritores representativos de América. Pri mera serie. Ricardo G ullón: Direcciones del modernismo. Luis Alberto Sánchez: Escritores representativos de América. Se gunda serie. Dámaso A lonso: D e los siglos oscuros al de Oro (Notas y ar tículos a través de 700 años de letras españolas). Basilio de P ab lo s: El tiempo en la poesía de Juan Ram ón Jiménez. Ram ón J. Sender: Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia. Guillermo de T orre: La difícil universalidad española. Ángel del R ío : Estudios sobre literatura contemporánea española. Gonzalo Sobejano: Forma literaria y sensibilidad social. A. Serrano Plaja: Realismo “mágico” en Cervantes.
VIII.
DOCUM ENTOS
Dámaso Alonso y Eulalia Galvarriato de A lonso: Para la bio grafía de Góngora: documentos desconocidos.