En la piel de un animal : el Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de taxidermia: El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de taxidermia [1 ed.] 8400098021, 9788400098025

Esta obra repasa la historia del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, desde sus inicios como gabinete de hist

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Spanish Pages 298 [328] Year 2014

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ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPITULO VII
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA CITADA
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Recommend Papers

En la piel de un animal : el Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de taxidermia: El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de taxidermia [1 ed.]
 8400098021, 9788400098025

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THEATRUM NATURAE

Los «Axiomas Políticos sobre la América» de Alejandro Malaspina Lucena Giraldo, Manuel; Pimentel Igea, Juan. 21 x 15 cm, 208 pp., 23 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-10-6

De Materia Medica Novae Hispaniae. Manuscrito de Recchi Álvarez Peláez, Raquel. Traducción: Fernández González, Florentino.

SANTIAGO ARAGÓN ALBILLOS

24 x 17 cm, 2 vol., 982 pp., 380 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-33-5

«Diario de las Expediciones a las Californias» de José Longinos Salvador Bernabéu Albert. 21 x 15 cm, 317 pp., 55 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-33-5

Ensayo político sobre la Isla de Cuba Humboldt, Alejandro de. Estudio introductorio de Puig-Samper, Miguel Ángel; Naranjo Orovio, Consuelo; García González, Armando. 24 x 17 cm, 457 pp., 85 ilustraciones + 1 plano. Cartoné. 84-89796-34-3

Exploración botánica de las islas de Barlovento: Cuba y Puerto Rico. Siglo XVIII. La obra de Martín Sessé y José Estévez Blanco Fernández de Caleya, P.; Puig-Samper, M. A.; Zamudio Varela, G.; Valero González, M.; Maldonado Polo, L.

La Física de la Monarquía. Ciencia y política en el pensamiento colonial de Alejandro Malaspina (1754-1810) Pimentel Igea, Juan. 24 x 17 cm, 440 pp., 24 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-29-7

La «Flora de Guatemala» de José Mociño 24 x 17 cm, 363 pp., 51 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-79-3

Francisco Antonio Zea Soto Arango, Diana. 24 x 17 cm, 325 pp., 28 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-19-X

Historia del Jardín Botánico de La Habana Puig-Samper, Miguel Ángel; Valero, Mercedes; et. al. 24 x 17 cm, 252 pp., 41 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-20-3

El Museo Nacional de Ciencias Naturales (1771-1935) Barreiro, Agustín J. Editor literario: Sánchez Moreno, Pedro M. 24 x 17 cm, 512 pp. Cartoné. 84-87111-16-5

Las «Noticias de Nootka» de José Mariano Moziño Monge, Fernando; Olmo, Margarita del. 24 x 17 cm, 266 pp., 53 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-36-X

Los «Planos geognósticos de los Alpes, la Suiza y el Tirol» de Carlos de Gimbernat Parra del Río, María Dolores. 24 x 17 cm, 386 pp., 50 ilustraciones + 12 planos. Cartoné. 84-87111-25-4

Redescubrimiento y conquista de las Islas Afortunadas Vázquez de Parga y Chueca, María José. 17 x 24 cm, 252 pp., 20 ilustraciones. Cartoné. 84-9744-004-8

Sentir y Medir. Alexander von Humboldt en España Puig-Samper, Miguel Ángel; Rebok, Sandra. 17 x 24 cm, 400 pp., ilustraciones. Cartoné. 84-9744-065-X

La taxidermia, procedimiento artesanal que permite la conservación en seco de la piel de los vertebrados, fundamentalmente de aves y mamíferos, es una técnica antigua que pronto se puso al servicio de la zoología. Con el objetivo de recrear una vida aparente en los ejemplares que las integraban, las colecciones zoológicas se fueron llenando de objetos híbridos formados por un soporte escultórico revestido con la piel curtida de un animal. El progreso técnico y las modas fueron influyendo en su evolución estética y los animales naturalizados acabaron por convertirse en elementos imprescindibles en los museos de ciencias naturales de todo el mundo. Con el tiempo, algunos ejemplares incluso han llegado a adquirir un importante valor simbólico y patrimonial. El libro En la piel de un animal repasa la historia del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, desde sus inicios como gabinete de historia natural en tiempos de Carlos III hasta el final de la Guerra Civil, utilizando las colecciones de animales naturalizados como hilo argumental. Los montajes que los hermanos José María y Luis Benedito Vives realizaron para el Museo a principios del siglo XX acapararán buena parte del contenido de la obra. Pensadas como soporte material y visual de la renovación museográfica llevada a cabo en la institución durante la dirección de Ignacio Bolívar, esas obras maestras de la taxidermia universal siguen maravillando a los visitantes del Museo y, sin lugar a dudas, se han convertido en su imagen más reconocida y admirada.

Los Territorios Olvidados. Estudio histórico y diccionario de los naturalistas españoles en el África hispana (1860-1936) González Bueno, Antonio; Gomis Blanco, Alberto. 17 x 24 cm, 563 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-066-8

Don Francisco de Paula Marín (1774-1837)

EN LA PIEL DE UN ANIMAL

Maldonado Polo, José Luis.

El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de Taxidermia

24 x 17 cm, 526 pp., 58 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-17-3

EN LA PIEL DE UN ANIMAL El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de Taxidermia

Santiago Aragón Albillos (Valladolid, 1965) es profesor titular de Biología Animal e Historia de la Ciencia en la Universidad Pierre et Marie Curie de París (Francia). Sus investigaciones se centran en el estudio del desarrollo e institucionalización de la Zoología a lo largo del siglo XIX y principios del XX, tanto en España como en Francia. Entre sus contribuciones, muy vinculadas con el ámbito de los museos, se pueden destacar la monografía El zoológico del Museo de Ciencias Naturales. Mariano de la Paz Graells (18091898), la Sociedad de Aclimatación y los animales útiles (CSIC, 2005); su participación en el programa CEIMES de recuperación y puesta en valor del patrimonio científico ligado a la enseñanza secundaria (www.ceimes.es), trabajo que culminó con la publicación de la obra Aulas con memoria. Ciencia, educación y patrimonio en los institutos históricos de Madrid (1837-1936) (Ediciones Doce Calles, 2012); así como su intervención en el desarrollo del portal web 101 obras maestras. Ciencia y arte en los museos y bibliotecas de Madrid (www.101obrasmaestras.com).

Santiago Aragón Albillos

Gast, Ross H.; Conrad, Agnes C.; Cuberto, José Ignacio. 17 x 24 cm, 480 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-073-8

El explorador del Índico. Diario del viaje de Francisco Noroña (1748?-1788) por las islas de Filipinas, Java, Mauricio y Madagascar Susana Pinar. 17 x 24 cm, 396 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-078-3

GOBIERNO DE ESPAÑA

MINISTERIO DE ECONOMÍA Y COMPETIVIDAD

Ilustración de cubierta: Traslado al MNCN del elefante cazado por el Duque de Alba y naturalizado por Luis Benedito. Ilustración de contracubierta: Taller de los hermanos Benedito.

EN LA PIEL DE UN ANIMAL

Theatrum Naturae Colección de Historia Natural

Director: Miguel Ángel Puig-Samper Comité Científico: Emiliano Aguirre Raquel Álvarez Peláez Alfredo Baratas M.ªÁngeles Calatayud Arinero Horacio Capel Joaquín Fernández Pérez Andrés Galera Gómez Armando García González Thomas F. Glick Antonio González Bueno Alberto Gomis Blanco Dolores González-Ripoll Dolores Higueras Rodríguez

Rafael Huertas Manuel Lucena Giraldo José María López Sánchez José Luis Maldonado Polo M.ª Dolores Parra del Río Jose Luis Peset Reig Francisco Pelayo López Javier Puerto Sarmiento Sandra Rebok Rosaura Ruiz G. Rafael Sagredo Baeza José Alfredo Uribe Salas Graciela Zamudio Varela

Editor: Pedro Miguel Sánchez Moreno Colección en colaboración con el Departamento de Historia de la Ciencia del Instituto de Historia del CSIC.

SANTIAGO ARAGÓN ALBILLOS

EN LA PIEL DE UN ANIMAL El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de Taxidermia

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS EDICIONES DOCE CALLES, S.L.

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo General de Publicaciones Oficiales http://publicacionesoficiales.boe.es

© Del texto. Santiago Aragón Albillos © Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Ediciones Doce Calles, S. L. © Ediciones sucesivas: Ediciones Doce Calles, S.L.

ISBN (CSIC): 978-84-00-09802-5 eISBN (CSIC): 978-84-00-09803-2 NIPO: 723-14-045-3 eNIPO: 723-14-044-8 ISBN (DOCE CALLES): 978-84-9744-161-2 D.L.: M-14557-2014 Printed in Spain

A mi abuela Luisa, que hace mucho tiempo me llevó al Museo A mis padres, Miguel y Pilar, por sus cincuenta años de feliz unión

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

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PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

15

INTRODUCCIÓN

.................................................................................

19

El momento y las fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un oso pardo: una peculiar fuente de información para la historiografía Tres Reinos y muchos súbditos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desde El Pardo a Nueva York . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una antigua maestría al servicio de los museos de ciencias naturales . . . . . . Una historia contada por etapas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

20 24 27 30 33 36

CAPÍTULO I. ANIMALUCHOS Y MONSTRUOS

......................................

43

Arte y ciencia reunidos bajo un mismo techo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . «Páxaros y quadrupedos» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los primeros disecadores: Francisco de Eguía, Juan Bautista Bru y Pascal Moineau . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un primer paseo por el Gabinete de la mano de Juan Mieg . . . . . . . . . . . . . . . Un juego de palabras como colofón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

44 47

CAPÍTULO II. COLECCIONES EN CONSTRUCCIÓN

52 63 73

..............................

81

La cátedra de Taxidermia del Museo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Taxidermistas profesionales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un oficio exigente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un recurso pedagógico más que necesario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cada animal en su estante: una lección de taxonomía zoológica. Las guías de Solano y Gogorza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un negativo balance finisecular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

81 86 90 93 98 107

CAPÍTULO III. LA PRIMERA MUDANZA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

111

Un jarro de agua fría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Uno contra todos…. Todos contra uno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La opinión de los demás: si va al sótano, en el sótano se queda . . . . . . . . . . Una instalación difícil. ¿Quién quiere una estantería de caoba? . . . . . . . . .

112 114 118

9

126

CAPÍTULO IV. AL PÚBLICO SE LO DEBEMOS

.......................................

135

Litros de alcohol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un nuevo siglo y nuevos relevos en la dirección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ignacio Bolívar director del Museo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Breves instantáneas de las nuevas salas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dos asuntos pendientes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

136 143 146 151 154

CAPÍTULO V. LOS ARTÍFICES DEL CAMBIO

.........................................

159

Una piel y unos huesos de alto valor diplomático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Emilio Ribera Gómez, una pieza clave del rompecabezas . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los Benedito, una familia de artistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José María: Naturalista-Disecador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una estancia bien aprovechada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Luis: Artista-Disecador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

160 164 169 170 174 178

CAPÍTULO VI. EL LABORATORIO DE TAXIDERMIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

185

Técnicas modernas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La fauna ibérica: un mundo por descubrir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La fauna española no ibérica: un mundo aún más desconocido . . . . . . . . . Los grandes mamíferos africanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Montajes de exposición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un cajón de sastre para un taller de taxidermia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

186 190 199 202 208 213

CAPITULO VII. EN LOS ALTOS DEL HIPÓDROMO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

217

La segunda mudanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los primeros montajes en la nueva sede . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Más local para el Museo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ecos del nuevo Museo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Años de guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Final del conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

218 221 226 230 233 239

EPÍLOGO. UNOS OBJETOS DE PERPETUA ACTUALIDAD

.....................

245

Un vertiginoso salto en el tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Varios siglos de historia compartida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escultores de animales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paisajes de museo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Años oscuros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Y ahora qué? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

246 251 254 259 264 268

BIBLIOGRAFÍA CITADA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

275

ÍNDICE ONOMÁSTICO

285

........................................................................

AGRADECIMIENTOS

La presente obra es el resultado de seis meses de estudio e investigación (0108-2011/31-01-2012) en el archivo y las colecciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) de Madrid, subvencionados en el marco del subprograma «Estancias de movilidad de profesores e investigadores extranjeros en centros españoles (modalidad A: Estancias de profesores e investigadores extranjeros, de acreditada experiencia, en régimen de año sabático en centros españoles)» del Ministerio de Educación (nº de referencia de la subvención concedida: SAB2010-0052; lugar de afectación durante la estancia: Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CCHS-CSIC, Madrid). Desde un principio, el desarrollo de esta investigación ha estado apoyado, administrativa e intelectualmente, por los doctores Leoncio López-Ocón, en el CCHS, y Esteban Manrique, en el MNCN. Para ambos mi reconocimiento por su amistad, permanente apoyo y enriquecedor consejo. La estancia en Madrid empezó a tomar forma unos años antes, durante la dirección en el Museo del doctor Alfonso Navas, a quien también quiero hacer mención expresa por su ayuda. La práctica totalidad del trabajo se ha desarrollado entre los muros del Museo y ha implicado a numerosos departamentos y servicios, en los que siempre he encontrado una respuesta positiva a mis demandas. Más allá de sus responsabilidades profesionales, el personal de la institución siempre me ha dado prueba de cercanía, afecto y disponibilidad. Por eso quiero dejar constancia escrita de mi gratitud. En el archivo a Beatriz Muñoz, que me facilitó la búsqueda de documentación entre los riquísimos fondos manuscritos y la obtención de las fotografías de época. Junto a ella a Gregorio Adán, Noelia Cejuela y Manuel Parejo. En la biblioteca a Isabel Morón, Andrés Pereira, Piluca Rodríguez, Purificación Arribas, Ignacio Pino, Manuela Guerrero y José María Prieto.

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Una parte fundamental de la investigación se ha basado en la colección histórica de aves y mamíferos naturalizados, un interesantísimo fondo al que siempre he tenido acceso gracias al generoso apoyo y la confianza de María Luz Peñacoba, vice-directora de Colecciones del Museo. La documentación y toma de datos entre todos aquellos ejemplares fue una grata experiencia que pude compartir con Josefina Barreiro, conservadora de la colección, Luis Castelo, memoria viva de los avatares de tan peculiares objetos, y Ana Payo. Esos días de trajín en los depósitos de Arganda del Rey siempre quedarán en mi memoria. Quien dice colecciones también habla de exposiciones. Por eso mi agradecimiento se hace extensivo al departamento de Exposiciones y Programas Públicos, a Soraya Peña, su responsable, y a todo su equipo: Jesús Dorda, Jesús Juez, gran apasionado de la taxidermia, Cristina Cánovas y Pilar López. Gran parte del atractivo de este libro está en las magníficas fotografías de los ejemplares naturalizados, obra de Jesús Muñoz y Fernando Señor, que siempre han estado a la escucha para satisfacer prontamente mis peticiones. Con su generosidad, Josefina Cabarga y la Sociedad de Amigos del Museo me permitieron prolongar mi permanencia en la institución, por lo que todo lo positivo que haya podido derivar de su gesto y traslucir en el resultado final es, en gran medida, mérito suyo. En el Museo Nacional de Ciencias Naturales siempre me he sentido como en casa. Son muchas las personas que me vienen a la memoria cuando pienso en pequeños ratos de charla compartidos en torno a un café, una comida o en los pasillos y despachos: Javier Sánchez-Almazán, Jorge Lobo, Marisol Alonso, Isabel Rey, Javier Cuervo, Andrés Barbosa, Santiago Merino, Isabel Izquierdo, Carolina Martín, Julio González, Michel Domínguez, Marta Calvo, Gema Solís, Begoña Sánchez, Américo Cerqueira, Carmen Sendra y otros, a los que de antemano pido disculpas si, por mi descuido, no se sienten reconocidos en estas líneas. En el CCHS tuve la enorme suerte de compartir despacho con Sandra Sáenz-López Pérez, con quien surgió una buena amistad y multitud de proyectos de futuro que, poco a poco se han ido materializando pese a la distancia existente entre Madrid y París, ciudad en la que resido. En el Centro de Ciencias Humanas y Sociales también compartí espacio y conversación con Mario Pedrazuela, Juan Pimentel y Antonio Lafuente entre otros. Leoncio López-Ocón, Esteban Manrique, Alberto Gomis y Santos Casado, a quien también quiero agradecer la redacción del prólogo a esta

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obra, enriquecieron con sus críticas y comentarios el manuscrito que, poco a poco, fue tomando cuerpo, tarea en la que también participó mi padre, Miguel Aragón Espeso, siempre ávido de conocimiento e interesado por la investigación histórica. Finalmente, mi más sincero agradecimiento a todos los amigos y amigas que, con su generosidad y cariño, hacen posibles mis prolongadas estancias en Madrid y convierten a esta ciudad en un maravilloso lugar al que siempre estoy deseando volver. Gracias a todos

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PRÓLOGO

Cuando visitamos un museo, especialmente si es por primera vez, nos disponemos expectantes a un recorrido por sus diferentes salas, cuya secuencia ha de brindarnos, al tiempo que transitamos por el espacio, un concentrado viaje por el conocimiento, el arte o la curiosidad. Ese recorrido se ordena así linealmente a lo largo de pasillos y galerías, de objetos e ideas, siguiendo, más o menos, el orden y el discurso previstos por los conservadores y museólogos que han dispuesto las exposiciones que ahora visitamos. Pero la linealidad unidimensional de nuestro breve viaje es solo aparente. Cada museo, cada exposición y cada visitante se abre a múltiples dimensiones adicionales o, si se quiere, y aunque suene algo manido, a múltiples lecturas. Una de esas dimensiones o lecturas es la historia. Y el Museo Nacional de Ciencias Naturales tiene mucha. Sus salas, sus contenidos, la experiencia de sus visitantes, acumulan, nos demos cuenta o no, la sucesiva superposición, mediante adiciones y sustracciones, reinterpretaciones y reformulaciones, de dos siglos y medio de rica historia científica, artística y educativa. Recorrer el Museo es pues recorrer también su historia, y lo que este estupendo libro de Santiago Aragón nos ofrece es una autorizada e inteligente guía de una parte muy importante de esa historia, aquella que tiene que ver con los animales disecados, o naturalizados si se prefiere, como núcleo fundamental de las exposiciones de un típico museo de historia natural. La lectura de sus páginas propone así un viaje virtual por la historia del Museo, por su historia global y completa, aunque contada desde la perspectiva especial de su taxidermia, que idealmente ha de acompañar al viaje real que como visitantes podemos realizar, a cambio del módico precio de una entrada, recorriendo una vez más sus venerables, y al tiempo modernas, salas de exposición. Y si la taxidermia, que como queda claro es el objeto especial de este libro, puede servir como ventana por la que asomarse al Museo entero, y aun

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a panoramas históricos, científicos y culturales mucho más amplios, es porque el modo en que Santiago Aragón ha abordado su relato, como no podía ser de otra manera en un historiador de la ciencia fino y sofisticado como él, ha sido tomando esta práctica zoológica y museística no como un fin en sí misma, cual si fuera un islote cultural, sino como parte de un vasto archipiélago, de un más amplio sistema de relaciones en el que intervienen personajes, episodios, teorías, influencias y contingencias. Embutir pellejos de animales muertos con paja o estopa puede parecer un tema poco prometedor desde el punto de vista historiográfico, incluso si consideramos las variantes más modernas y sofisticadas, como la dermoplastia o los dioramas, con su innegable parentesco artístico con técnicas escultóricas y pictóricas. Pero la taxidermia museística, que es la que este libro trata, apunta a otras muchas cosas, más allá de las técnicas concretas que se hayan podido utilizar y que por supuesto también son consideradas en estas páginas. Porque de lo que se trata es de un formato híbrido en el que la ciencia, la zoología en este caso, se hace espectáculo. La siempre difícil combinación de instrucción y recreo, de educación y diversión, ha tenido históricamente en la taxidermia una de sus más cultivadas vías. Y el modo en que el desarrollo y la evolución de las técnicas taxidérmicas se han influido mutuamente con el desenvolvimiento de ideas y modelos científicos, y con la propia reconfiguración cultural e institucional de los museos, es algo que el lector inteligente podrá ir descubriendo en las páginas que siguen. A esa riqueza de oportunidades historiográficas y narrativas se añade la perspectiva singular que da el trabajar con animales. En los últimos años los animales han sido objeto de un activo redescubrimiento desde las disciplinas humanísticas, amalgamado en torno de la etiqueta anglosajona de los Animal Studies, bajo la que hoy prospera un floreciente ámbito de investigación y publicación académicas. Pero, más allá de modas más o menos inflacionarias, lo que ofrece el animal como punto de acceso a la cultura, y a las relaciones entre cultura y naturaleza, es una inmensa gama de oportunidades para problematizar, interrogar y examinar con nueva mirada muchos viejos temas, ideas y esquemas. Los animales, que tan inmensos servicios han dado y siguen dando a los humanos, nos brindan un nuevo modo, reflexivo en el doble sentido de la palabra, de pensarnos a nosotros mismos. Finalmente, aunque este es un libro de animales, lo es también de hombres, de personas y personajes concretos engarzados en una historia de ilusiones y

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frustraciones, de éxitos y fracasos. Algunos, como Graells y Bolívar, han recibido ya considerable atención historiográfica, que se amplía y enriquece con este libro. Otros, como los hermanos Benedito, reciben una merecida y bienvenida dosis de pormenorizado estudio para ser situados, con mayor criterio del que hasta ahora se disponía, en el panorama de la cultura española contemporánea. Desde el rincón hoy casi ignorado de la taxidermia museística este libro ofrece, en fin, perspectivas estimulantes para toda clase de cultos y curiosos lectores. Santos Casado

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INTRODUCCIÓN Oculto entre impresos oficiales y periódicos de distintas épocas, un pequeño trozo de papel blanco mecanografiado, sin fecha ni firma, recoge una cita textual de Recuerdos de mi vida, de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934)1. ¡Qué desencanto al llegar a nuestro Madrid, donde, por incomprensible contraste, se ofrecen la máxima cultura española con los peores edificios docentes! Habituada la retina a la imagen de tantos esplendores y grandezas, infundíame tristeza pensar en nuestra ruin y antiartística Universidad, en el vetusto y antihigiénico Colegio de San Carlos, en las lobregueces peligrosas del Hospital Clínico, en el liliputiense Jardín Botánico del Paseo de Trajineros y en el Museo de Historia Natural, siempre errante y fugitivo ante el desahucio de la Administración.

Alguien, en un momento indeterminado, pensó en las palabras que el premio Nobel escribió al regresar a Madrid tras su viaje por Inglaterra y, posiblemente movido por algún bienintencionado fin, las tecleó en esa furtiva nota. Errante y fugitivo ante el desahucio de la Administración, así había estado el Museo Nacional de Ciencias Naturales a lo largo de su historia. Sin sede permanente y siempre pendiente de un posible desalojo. Y eso que, en palabras de Francisco Hernández-Pacheco de la Cuesta (1890-1976), director del centro entre 1961 y 1971, lo más temible, en la vida de una institución

En la nota conservada en el Archivo del Museo Nacional de Ciencias Naturales (en adelante abreviado como ACN) se refiere que el texto procede de la página 273 del segundo tomo de la obra. En la edición de Juan Fernández Santarén (Ramón y Cajal, 2006), el párrafo está en la página 514. Cajal describe la sensación que experimentó al volver de un viaje a Inglaterra, en 1894, donde pronunció una charla en la Royal Society de Londres. Durante su estancia, el sabio español recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Cambridge y tuvo ocasión de visitar la Universidad de Oxford, dos referentes de la cultura europea que, sin duda, motivaron su desolación al regresar a Madrid. 1

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de ese tipo, son los traslados: tres, decía, significan la completa pérdida de un museo2. Y tres precisamente han sido las sedes del popular Museo de Ciencias desde su fundación como Real Gabinete de Historia Natural, promovida por Carlos III (1716-1788) en 1771. La institución se ha alejado progresivamente del centro histórico de Madrid a medida que la urbe ha ido engullendo nuevos terrenos en los que dar suelta a la modernidad y solución a sus necesidades. Acorde con su relevancia cultural, tres nobles edificios le han dado sucesivamente techo en la calle de Alcalá, en el paseo de Recoletos y en los Altos del Hipódromo del paseo de la Castellana, lo que equivale a decir que nuestro Museo ya ha vivido dos traslados desde su fundación, uno menos de los que Hernández-Pacheco de la Cuesta presumía como fatídicos para su supervivencia.

EL MOMENTO Y LAS FUENTES Trasladar implica replegar velas para desplegarlas de nuevo, desmontar y montar, llenar y vaciar cajas, desordenar para volver a ordenar, reorganizar a fin de cuentas, un proceso delicado y temido que, con frecuencia, conlleva considerables pérdidas y descartes de material. Sin embargo, más allá de la incomodidad transitoria, del esfuerzo organizativo y de la sobrecarga de trabajo, toda mudanza es una clara oportunidad de renovación, el punto de partida ideal para plantearse nuevos desafíos, algo fácil de entender por simple economía doméstica. Embalar un museo para, más tarde, instalarlo en otro lugar es, de hecho, el momento propicio para repensarse la institución y, en cierto modo, fundarla de nuevo. Los dos traslados vividos por el Museo Nacional de Ciencias Naturales a lo largo de su historia van a dar pie al contenido de esta obra. Ambos se convierten en la excusa perfecta para tratar de desgranar cómo el antiguo gabinete de historia natural, al igual que les sucedió a los de la mayor parte de los países del ámbito occidental, se transformó con el tiempo en un museo 2 Hoja del lunes. 28 de noviembre de 1966, página 18. Artículo firmado por Mary G. Santa Eulalia. ACN, caja 72 Administración.

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moderno de ciencias naturales. Evidentemente, el funcionamiento y los objetivos del centro fueron evolucionando progresivamente desde el mismo día de su creación, sin embargo, las mudanzas a las que nos referimos, en el doble sentido de traslado y transformación, cronológicamente tuvieron lugar en un periodo de tiempo relativamente corto, durante la última década del siglo XIX y las primeras del XX. El objetivo no es, por tanto, componer una historia exhaustiva del Museo paso a paso, sino más bien pararse a reflexionar sobre esos momentos concretos de cambio. Lógicamente, semejante planteamiento implica conocer cómo era la institución antes y cómo resultó ser después. Una Real Orden dictada por el Ministerio de Fomento, con fecha de 3 de agosto de 1895, ordenaba la traslación de todo el gabinete desde su sede en la calle de Alcalá hasta los nuevos locales del Palacio de Museos y Bibliotecas del paseo de Recoletos. Poco después, el 28 de septiembre, una segunda Real Orden apremiaba a hacerlo en el término de cuarenta y tantas horas, aprovechando los días que faltaban para reanudar las clases en la Universidad (Barreiro, 1992, p. 294-295), exigencia que, lógicamente, no se cumplió. España se hallaba entonces bajo la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929). Tras un largo proceso de mudanza e instalación, del que se dará cumplida cuenta más adelante, las nuevas salas de Recoletos se abrieron al público un 24 de mayo de 1902, poco después de la coronación de Alfonso XIII (1886-1941)3. Durante su reinado, en 1910, se realizó el segundo traslado, esta vez al edificio que sigue ocupando en la actualidad, gracias al acuerdo alcanzado entre Faustino Rodríguez San Pedro (1833-1925), ministro de Instrucción Pública, e Ignacio Bolívar y Urrutia (1850-1944), director del Museo (Barreiro, 1992, p. 318). En principio, la institución ocupó únicamente el ala norte de la edificación hasta que, en 1935, sus responsables lograron hacerse con los espacios liberados bajo el mismo techo por un destacamento de la Guardia Civil y el Museo del Traje (Barreiro. 1992, p. 344). Corrían tiempos de la Segunda República y el trágico enfrentamiento civil no tardaría en llegar. La mutación del gabinete en museo coincide pues en el tiempo con un periodo convulso y cambiante en el que se sucedieron una regencia, un reinado, una dictadura, la de Miguel Primo de Rivera (1870-1930), y una república hasta el estallido de

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ACN, caja 2 Administración, legajo 4.

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una guerra y sus tres largos años de contienda, punto final del análisis documental y punto y seguido de la discusión que se plantea. En el sentido más práctico de la acción, hablar de mudanzas supone hablar de locales, de los que se vacían y de los que se empiezan a llenar. Los metros cuadrados de superficie de una habitación o la altura de sus techos son datos imprescindibles a la hora de plantearse el acomodo en nuevos espacios, como también lo son la cantidad y dimensiones de las vitrinas disponibles o la iluminación de las estancias. Los edificios desempeñan pues un papel fundamental y la forma de ocuparlos también. Otro elemento clave es el de los personajes, los actores responsables del cambio y la renovación, las cabezas que deciden y las manos que desplazan. Muchos de ellos son figuras relevantes de la historia natural española y europea del momento. Ignacio Bolívar y Urrutia, director del Museo durante buena parte del periodo de estudio (Gomis Blanco, 2007), y los hermanos José María (1873-1951) y Luis (1885-1955) Benedito Vives, escultores-taxidermistas artífices en gran medida del cambio de imagen de la institución (Rubio Aragonés, 2001), serán, con mucho, los principales protagonistas. Otros, sin embargo, son personas con menor relevancia histórica en sus legados o totalmente ajenas al universo que nos ocupa. En cualquier caso, en el enfoque seguido se ha evitado el estudio hagiográfico clásico, en el que se detallan datos biográficos de cada personaje. Las notas aclaratorias permitirán conocer los hechos y aportaciones más destacables en la vida de muchos de ellos, pero el cuerpo principal del texto solo dará voz al personaje en el momento exacto de la trama, en ese preciso instante cronometrado de esa carrera de fondo que es una vida humana. Sus ideas acerca de lo que era y de lo que debía ser un gabinete/museo de ciencias naturales, sus estrategias de acción, sus luchas y desavenencias, sus logros y aportaciones nutrirán el relato y aportarán una novedosa información acerca de la museología/museografía de las ciencias naturales en España, un terreno escasamente abordado en nuestra tradición cultural, mucho más acostumbrada al análisis y presentación del arte y de la historia en los museos (Bolaños, 2008). La ventaja de plantear un estudio centrado en un único museo es que si este ha sabido, y podido, conservar las huellas de su pasado, la información se encuentra básicamente reunida en la misma institución. Ese ha sido el caso del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid. Su riquísima biblioteca, así como su inagotable archivo, siempre fuente de gratísimas sor-

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presas, son los dos principales núcleos de los que proceden las fuentes historiográficas clásicas empleadas en el desarrollo de esta investigación. Como es lógico, parte de la documentación consultada se encuentra en otros lugares como, por ejemplo, la Biblioteca Nacional, excepciones que oportunamente se referirán en cada caso. Los documentos estudiados en el archivo responden a diferentes tipologías. Gran parte son cartas intercambiadas entre los distintos personajes de la historia, también hay facturas de compra de material o documentos administrativos, como nombramientos, traslados o nóminas. Los recortes de periódicos han sido de gran ayuda a la hora de analizar la repercusión fuera del Museo de aquello que se hacía dentro. Las fotografías han permitido la identificación de ejemplares en la actual colección y la recreación de la disposición de las salas en diferentes épocas. Tal vez, los materiales que han aportado una información más suculenta hayan sido las actas levantadas tras la celebración de las juntas de profesores. En esos textos de difícil lectura, redactados a vuela pluma por el secretario de turno, perdura el eco de la viva voz de los principales actores en la vida de la institución. En ellos queda constancia de los acuerdos y desencuentros, de los celos profesionales y de las alianzas tácitas, de las tentativas frustradas o de la celebración conjunta de los éxitos logrados. Son el testimonio más dinámico de todo cuanto aconteció y, por consiguiente, en gran medida marcarán el ritmo de la narración. La inmensa mayoría de los documentos se encuentra redactada en español y únicamente hay que reseñar la existencia de un número limitado de cartas en francés, lengua de uso común entre los naturalistas en aquel momento. En esos casos, el idioma original del documento se indica en nota aclaratoria y, cuando procede, se reproduce el texto traducido. Respecto a las fuentes bibliográficas, sobra decir que tanto las publicaciones de antaño, testimonio acabado de iniciativas punteras, como las actuales, necesario contrapunto para la reflexión, han tenido cabida en esta investigación. Un instrumento de gran valor han sido las guías de visita al Museo editadas en distintas épocas. Aunque escasas, esas publicaciones han aportado una información rica y detallada sobre el contenido de las salas y el sentido lógico de la visita.

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UN OSO PARDO: UNA PECULIAR FUENTE DE INFORMACIÓN PARA LA HISTORIOGRAFÍA Recientemente tuve ocasión de observar muy de cerca un ejemplar disecado de oso pardo de la Cordillera Cantábrica que el rey Alfonso XIII regaló al Museo en 1917. El animal se encontraba lejos de su habitual ubicación, en un taller de taxidermia de la provincia de Toledo en el que acababa de ser restaurado. La vitrina original se había desmontado para poder acceder al ejemplar y cuando me topé con él los cristales aún no habían sido colocados en su sitio. Acostumbrado como estaba a observar únicamente el costado del plantígrado en las salas del Museo, poder mirarlo de frente, a escasos centímetros de distancia y sin ningún tipo de barrera física, desencadenó un aluvión de ideas en mi cabeza. Previamente había leído información sobre él en el archivo y ese conocimiento me permitió individualizarlo. No se trataba de un oso cualquiera, sino del que dio origen al desencuentro entre Pedro Pidal (1870-1941), marqués de Villaviciosa de Asturias, promotor de la primera ley de Parques Nacionales, y su primo José Bernaldo de Quirós, apodado Pepón. Los dos se disputaron la pieza puesto que ambos se consideraban artífices del tiro certero que acabó con su vida. El animal cayó muerto en el bosque de las Sendas de Villar de Vildas, en el concejo asturiano de Somiedo, por lo que hasta podía atribuirle un origen geográfico exacto. La piel se montó en el taller de los hermanos Benedito, en Madrid, y según decidió el propio monarca en un juicio salomónico que puso fin a la disputa entre familiares, los gastos de la naturalización corrieron a cargo de los dos cazadores enfrentados mientras que él lo regalaba en nombre de la Corona al Museo4. Más que de historia natural, el oso del Cantábrico me estaba hablando en silencio de historia social. El afán del marqués y de Pepón por hacerse con sus despojos estaba alimentado por el prestigio que la caza tenía como actividad deportiva y aventurera por aquel entonces, sobre todo cuando se trataba de cobrar grandes piezas emblemáticas como la que nos ocupa. El montaje que de él realizaron los hermanos Benedito obedecía a un meditado

4 ACN, caja 16 Administración, carpeta 02. «El oso del Museo» de Pedro Pidal, 1917. Madrid, Imprenta de Ramona Velasco, viuda de Prudencio Pérez. 29 páginas. Una placa esmaltada en metal, situada en la parte baja de la vitrina, recuerda que el ejemplar fue regalado al Museo por el rey Alfonso XIII.

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y cuidadoso dictado naturalista y estético que se materializó en un exitoso encuentro entre ciencia y arte. El interés del soberano por asociar su nombre al del plantígrado era una prueba más de su conocido gusto por la caza y la naturaleza y de su actuación como benefactor de la institución. La presencia del animal en las salas del Museo se convertía, de forma paradójica, en una llamada de atención hacia la necesidad de proteger el medio salvaje y natural del país, de conservar aquellos últimos rincones remotos en los que todavía moraban animales como esa majestuosa fiera. Es más, la ley de Parques Nacionales de España que por entonces se discutía, motivada e inspirada por la de los Estados Unidos de América, pionera del conservacionismo (Casado de Otaola, 2000, 313-333), hacía de esa especie en concreto uno de sus principales reclamos, como ya había ocurrido al otro lado del Atlántico: (…) en respuesta a americanos que dudan que tengamos osos en España, diré que, al llegar de América, tuvimos la suerte, o el sentimiento, no sé cómo llamarlo, de matar en Asturias el oso más estupendo que vi en los días de mi vida: negro como el azabache, y de 230 kilos de peso. En el Museo de Historia Natural podréis contemplarlo. España vive todavía. (Pidal, 1917, p. 28).

Como complemento de las tradicionales fuentes de archivo y biblioteca, incluso de manera independiente, los objetos ofrecen una valiosa información al historiador de la ciencia. Sin embargo, su lectura no resulta del todo fácil, al menos al primer vistazo. ¿Cómo se pueden emplear en la investigación histórica? ¿Qué tipo de indicios e informaciones pueden ofrecer? Soportes de la denominada «cultura material», su mera presencia abre las puertas a nuevas fuentes, a nuevos enfoques e interpretaciones, en definitiva, a un nuevo conocimiento del pasado. La metodología de la disciplina se inspira de otras ciencias humanas, como la antropología o la arqueología, que tradicionalmente han contado con los objetos como material indispensable para su progreso. Y es que el poder heurístico de los legados materiales es inmenso, al convertirse tanto en sujetos de la investigación como en manifestaciones o evidencias indirectas de complejos sistemas de interacción social (Harvey, 2009). El primer enfoque, centrado en el objeto en sí, no solo se basa en la materialidad misma de la cosa, en sus componentes y su tipología, sino que la trasciende hasta llegar a interesarse por las evocaciones que su contemplación puede inspirar, ya sean de tipo emocional, psicológico o meramente estético,

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basadas en el gusto y en la moda. A lo largo de las páginas de este libro la técnica de la taxidermia será citada y detallada repetidas veces, lo que sin duda permitirá saber qué es y cómo se preparó la piel del oso que, hasta ahora, nos viene sirviendo de guía en nuestra reflexión. Sin embargo, llegar a entender y explotar ese potencial evocador que todo objeto posee resulta algo más difícil. La observación es la capacidad básica que entra en juego y, como de evocaciones se trata, el secreto está en saber encontrarse a solas con el objeto. Una vez frente a él, lo primero que hay que hacer es describirlo de forma detallada para hacer aflorar su coherencia interna, la conexión intelectual y emocional entre el objeto y la persona, ya sea esta el individuo que lo produce, lo utiliza o lo interpreta (Harvey, 2009). Luis Benedito, especialista en mamíferos, decidió lo que ese animal iba a ser a partir del momento en que lo tuvo en sus manos. Pudo representarlo de muchas maneras, pero optó por mostrarlo firme sobre sus cuatro patas, en ademán de haber detenido la marcha para, con la cabeza bien alta, olisquear el aire barruntando un encuentro. Los muchos visitantes que en adelante lo contemplarían en el Museo no iban a descubrir una fiera agresiva en actitud ofensiva, sino un pacífico gigantón que afianza sus pies planos en un sustrato cubierto de hojas de roble, helechos secos y cortezas repletas de líquenes, un sotobosque típico de las masas forestales atlánticas del norte de la Península en las que la especie sigue viviendo. Rehuyendo todo indicio de espectacularidad, el montaje del oso cantábrico es una llamada a la convivencia pacífica, al acercamiento a un ser imponente al que hay que conocer más y proteger mejor. ¿Simple especulación por mi parte? Es posible, pero lo relatado en estas últimas líneas es el testimonio sincero de la experiencia sentida por un visitante atento ante la vitrina. Desde 1917, fecha de entrada del ejemplar en las colecciones del Museo, hasta hoy en día, muchos han sido los niños y adultos que se han plantado frente a esos cristales y, ante la quietud del oso, han experimentado algo. En muchos casos, tal vez en la mayoría, esa vivencia no irá más allá del momento del encuentro. A otros les hará volver con frecuencia por allí, incluso es posible que despierte vocaciones. También habrá quien se jure no poner nunca más los pies en un museo de esas características pero, de lo que no hay duda, es de que los objetos rara vez nos dejan indiferentes cuando uno se concede el placer de observar con detenimiento. Tratar de entender por qué un objeto es como es y conjeturar acerca de cómo provoca en la forma en que lo hace son objetivos legítimos en el estudio de la cultura material de la ciencia.

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Más allá del objeto en sí, el uso que de él se haga también es indicativo de una intencionalidad y pone de manifiesto voluntades e interacciones sociales ricas en información. Si la vitrina con el oso se coloca en un hall de entrada, aislada y bien visible, tal vez se esté pretendiendo potenciar su componente estético o su valor simbólico, o quizás sirva como reclamo para informar al público de la generosa labor de mecenazgo ejercida por un rey protector del progreso de la ciencia. Si el animal se coloca junto a una serie de montajes que representan a otros mamíferos carnívoros, como lobos, leones, martas o mangostas, el ejemplar se percibirá como un eslabón más dentro de un discurso científico con vocación clasificatoria. También es posible que se presente como parte de una exposición sobre la ecología del bosque atlántico, o de otra sobre el desarrollo de los programas de protección del medio ambiente en el país. Una posibilidad mucho menos halagüeña es la de que el oso del Cantábrico deje de ser considerado pieza de interés y termine oculto en alguna reserva. De cualquier forma, detenerse a reflexionar sobre cómo se presentaban las colecciones, y sobre cómo fue evolucionando esa presentación, resulta de gran ayuda a la hora de descifrar los cambios que se fueron sucediendo en la forma que los responsables del centro tenían de ver las cosas, incluso en el gusto y las demandas del público que lo visitaba.

TRES REINOS Y MUCHOS SÚBDITOS En un intento temprano de ordenación sistemática de la enorme diversidad de las producciones naturales, la historia natural, como primera disciplina dedicada a su estudio, las dividió en tres reinos bien diferenciados: animal, vegetal y mineral. Animales, plantas y minerales y rocas ya estaban presentes en los primitivos gabinetes y desde entonces han constituido el grueso de las colecciones de los museos de ciencias naturales. La zoología, la botánica y la mineralogía han sido las tres disciplinas clásicas que se han ocupado del estudio de esos reinos, conocimiento que, entre otras cuestiones, ha permitido la organización y clasificación de las colecciones. Debido al temprano establecimiento de un jardín botánico en la capital, en Madrid las colecciones de plantas siempre han estado separadas de las del resto de producciones de la naturaleza. Históricamente, Museo y Jardín pueden considerarse dos instituciones independientes

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que han transitado por diferentes caminos igualmente sinuosos que, en ocasiones, han propiciado encuentros temporales en un mismo organigrama. En el ámbito de la ciencia estatal, el periodo histórico que nos ocupa se inició con una dispersión en la organización de las instituciones dedicadas al estudio de la naturaleza. Un nuevo reglamento, aprobado por Real Decreto de 10 de junio de 1868, ponía fin a años de gestión única de las ciencias naturales bajo la responsabilidad de un mismo director, el zoólogo Mariano de la Paz Graells Agüera (1809-1898), y creaba tres instituciones independientes: el Museo de Ciencias Naturales, dirigido por Lucas de Tornos (1803-1882) y dedicado al estudio de la zoología y la mineralogía, junto a otras disciplinas emergentes como la paleontología y la geología; el Jardín Botánico, con Miguel Colmeiro y Penido (1816-1901) al frente, enteramente consagrado al cultivo de la botánica; y el Jardín Zoológico de Aclimatación, que no tardaría en desaparecer, en manos de Laureano Pérez Arcas (18201894), responsable de una colección de animales vivos que se pretendían connaturalizar en suelo español para el progreso de la ganadería, la agricultura y la industria, un efímero proyecto de zoología aplicada que no llegó a buen puerto (Aragón, 2005, p. 169-179). Con la llegada del siglo XX y la creación del Ministerio de Instrucción Pública, Museo y Jardín pasaron a depender de la Universidad Central de Madrid. La Real Orden de 14 de marzo de 1901 dio un nuevo reglamento para el Museo, en el que este se reconocía, junto con el Botánico, como un centro de investigación y enseñanza anejo a la sección de Naturales de la Facultad de Ciencias. Más tarde, en septiembre de 1903, otra Real Orden reconocía la figura de director del Jardín y le otorgaba independencia frente al Museo, aunque ambos seguían supeditados a la Universidad. El primer director del Botánico en esa nueva etapa fue Apolinar Federico Gredilla y Gauna (1859-1919), mientras que en el Museo permanecía Ignacio Bolívar y Urrutia, en el puesto desde 1901. Ambos centros seguirían cercanos e independientes en el seno de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), creada en 1907 y consolidada en el área que nos ocupa a partir de 1910 con la creación del Instituto Nacional de Ciencias Físico Naturales. Tras el fallecimiento de Gredilla, Bolívar, ya jubilado de su cátedra universitaria, fue nombrado director del Jardín y se mantuvo en el puesto entre 1921 y 1930 (Baratas Díaz, 2005). A día de hoy, el Museo Nacional de Ciencias Naturales y el Real Jardín Botánico siguen siendo centros distintos integrados en una misma estructura, el

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Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Las colecciones del Museo excluyen pues los vegetales y, básicamente, están integradas por animales, minerales, rocas y fósiles. Como se irá viendo a lo largo de estas páginas, la disciplina científica que ha logrado una mayor diversificación ha sido la zoología, que en la actualidad cuenta con el mayor número de colecciones: Aves y Mamíferos, Herpetología (anfibios y reptiles), Ictiología (peces), Entomología (insectos), Malacología (moluscos), Invertebrados (resto de los grupos) y Tejidos y ADN, además de una nutrida Fonoteca. Las otras colecciones del Museo son: Mineralogía y Geología, Paleontología de invertebrados y Paleobotánica, Paleontología de vertebrados y la recientemente creada de Artes Decorativas, Arqueología de la Técnica e Industrial y Pintura Histórica. Además, la rica colección documental del centro está custodiada en la Biblioteca, el Archivo y la Fototeca. Querer abarcar semejante diversidad puede provocar, sin duda, problemas de dispersión a la hora de abordar una investigación como la que aquí se plantea. Por eso, más allá del periodo histórico, es necesario acotar el objeto de estudio. Por conocimiento y por afición, el presente trabajo, sin menoscabo del resto, se centrará en las colecciones de zoología del Museo y dentro de estas en la de Aves y Mamíferos (Barreiro, 1997). Es más, y aunque también se hará referencia expresa a las colecciones de carácter eminentemente científico, el estudio basado en la metodología de la cultura material estará fundado, de manera prioritaria, en las colecciones de animales naturalizados, una tipología de objeto singular por diferentes motivos. Más allá de la información zoológica que aportan, esos objetos son auténticas manufacturas puesto que han sido preparados y montados por alguien. Esa intensa intervención humana, generalmente obra de taxidermistas, hace que se les puedan atribuir un autor, unas características de estilo y, con el paso del tiempo, una historia. En determinadas ocasiones, los animales naturalizados incluso pueden ser percibidos como auténticas obras maestras de ese ya mencionado encuentro entre el arte y la ciencia. Desde un punto de vista mucho más práctico, los popularmente llamados animales disecados exigen una gestión singular en lo tocante tanto al almacenamiento como a la documentación. Algunas de las poses dadas a los ejemplares en los montajes, como, por ejemplo, el hecho de recrear aves con las alas desplegadas, dificultan su exposición y la organización de depósitos y reservas. Con frecuencia, los animales se encuentran dentro de vitrinas que recrean paisajes, un tipo de objeto, denominado

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«grupo biológico», que suele estar integrado por más de un ejemplar, incluso por animales de distintas especies. Esos grupos incluyen rocas, plantas y otros elementos estratégicamente colocados que los convierten en piezas únicas, en un material de colección que requiere un manejo mucho más cercano al propio de una obra artística que al de un ejemplar de colección científica. Finalmente, los animales naturalizados poseen un elevado valor simbólico. Son objetos apreciados y buscados por el público, que enseguida los relaciona con la institución que los custodia. Su reproducción en periódicos, folletos turísticos y publicaciones divulgativas suele ser habitual.

DESDE EL PARDO A NUEVA YORK Retomando dos de las ideas expuestas hasta ahora, la del poder evocador de los objetos y la de su estrecha vinculación con una colección, en este caso la de ejemplares naturalizados del Museo de Madrid, es fácil entender que estos, en su sólida permanencia, hayan adquirido con el tiempo un elevado valor patrimonial. Son testimonios del pasado que se explican en el presente y ayudan a reflexionar sobre el futuro. Por su origen y su presencia su asocian con un espacio íntimo, doméstico. Sin embargo, su esencia los universaliza. Dicho de otra forma, estudiar cualquiera de esos materiales traerá a colación consideraciones locales, coordenadas geográficas precisas, nombres de poblaciones y chascarrillos pero, más allá de todo eso, discutir a partir de ellos dará cabida a lo universal, al análisis de lo que estaba ocurriendo en ese momento en otros lugares e instituciones, acontecimientos que algunos de los personajes de aquí conocían y otros, por el contrario, ignoraban. Basten algunos ejemplos para tratar de explicarlo. Un mes de agosto de 1913, José María Benedito escribió a la Administración Patrimonial del Monte de El Pardo solicitando permiso para desplazarse hasta allí. Su objetivo era observar con detenimiento una colonia de cría de abejarucos. Necesitaba documentarse sobre el terreno puesto que en ese momento estaba realizando el grupo del Museo, unánimemente considerado como su obra maestra.5 5 ACN0295/002. Madrid, 25 de agosto de 1913. Carta de José María Benedito a Bernaldo de Quirós.

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La respuesta solo tardó un día en llegar. El administrador de la finca respondía afirmativamente y anunciaba que su propio hijo acompañaría al taxidermista durante la visita. Amablemente le pedía, eso sí, que llegara en el tranvía de las seis de la tarde por el muchísimo calor que hacía antes de esa hora.6 Cualquiera que haya pasado un tórrido mes de agosto en Madrid comprenderá sin problemas la súplica. Y puesto que de clima hablamos, ahí va otro ejemplo, esta vez de refrescante verano. En una carta en la que José María Benedito e Ignacio Bolívar intercambian información relativa a la participación del Museo en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, el primero hizo un breve balance de sus vacaciones en Asturias, en la ciudad de Gijón: De las cuatro semanas que llevamos aquí, tres con viento y lluvia; se pueden contar los días que han sido buenos; hasta ahora un verano desastroso; menos mal que la salud, a Dios gracias, es excelente y las ganas de comer más excelentes aun y que dure así pedimos, y además, claro está, que ahiga (sic) de comer.7

Ya sea en pleno corazón de la Meseta o a orillas del mar Cantábrico, los dos patrones estivales nos resultan a todos de sobra conocidos. Esos comentarios, en apariencia sin importancia, nos permiten participar de una memoria común y facilitan el acercamiento a la historia narrada. Es más, el análisis de la cotidianidad de entonces resulta absolutamente imprescindible. Nosotros, hoy, parados ante una de las creaciones de los hermanos Benedito o frente a cualquier otro animal de la colección, podemos sacar conclusiones a partir de lo que es una obra acabada. Sin embargo, entre el momento de gestación de la misma y nuestra percepción presente se ha producido un enorme salto. Ese lapso temporal corresponde precisamente al terreno de la especulación. ¿La concepción de esos objetos perseguía un fin determinado? ¿La interpretación que hoy hacemos de los mismos coincide con lo que los autores pretendieron? ¿Eran o no conscientes de la repercusión de su obra? ¿La motivación estética era personal o colectiva? No cabe duda de que somos dueños de nuestra propia reflexión, sin embargo, la intención que ellos tuvieron se nos escapa. La única manera de tratar de acercarnos a ella 6 ACN0295/002. El Pardo, 26 de agosto de 1913. Carta de Bernaldo de Quirós a José María Benedito. 7

ACN0307/008. Gijón, 13 de agosto de 1929. Carta de José María Benedito a Ignacio Bolívar.

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es intentar conocer con la mayor cercanía posible cómo fue su quehacer diario, qué ocurría en el taller de taxidermia o en los pasillos del Museo, algo para lo que los documentos de archivo resultan imprescindibles. Y precisamente es en esa privacidad de los espacios íntimos donde hay que rastrear la universalidad del proyecto. Las mismas cartas que dan detalles del día a día son testimonio escrito del origen de la inspiración y prueba palpable de la dimensión internacional del tema que nos ocupa. Ante un problema técnico de gran envergadura, y nunca mejor dicho, como es la naturalización de un gigantesco macho de elefante africano, Luis Benedito responde al duque de Alba, generoso donante de la piel del paquidermo al Museo: (…) aunque este centro no carece de competentes animados, además de los mejores deseos, no está preparado para acometer trabajos de esta importancia por falta de local amplio donde trabajar en las debidas condiciones y de personal auxiliar convenientemente adiestrado. (…) El gran Akeley de quien soy entusiasta admirador y cuya vida conozco paso a paso, constándome con que facilidades contó en su país para trabajar, donde no se le escatimaron los medios de estudio y desenvolvimiento de esta difícil profesión, no sé si hubiera aceptado este trabajo en condiciones tan probables de fracaso. Menos mal que ahora nos cabrá a todos la satisfacción de que figure en las colecciones de nuestro museo y montado en Madrid el hermoso ejemplar cazado y regalado por V., el más grande que se conserve en museo alguno8.

La historia del elefante se contará más adelante y entonces se verá cómo se pudo llevar a puerto. Lo que ahora importa destacar es ese nombre propio que aparece en la carta. Carl Akeley (1864-1926) ha sido, sin duda, uno de los principales taxidermistas de todos los tiempos. Empezó a trabajar en el Milwaukee Museum y, tras un intento fallido del British Museum por hacerse con sus servicios, continuó ejerciendo en su país, primero en el Field Museum of Natural History de Chicago y, finalmente, en el American Museum of Natural History de Nueva York, donde se encuentra la mayor parte de su obra más conocida, incluido el impresionante grupo de la estampida de elefantes que llena el centro del gran hall de mamíferos africanos (Wonders, 1993, 134-135). La admiración de Luis por la obra del americano 8

ACN0296/001. Madrid, 7 de mayo de 1928. Carta de Luis Benedito al duque de Alba.

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queda fuera de toda duda y pone de manifiesto su profundo conocimiento de todo aquello relacionado con su actividad profesional. Lo local y lo universal se alían en una sola persona y esa confluencia, en Luis Benedito y en otros tantos personajes, justifica los saltos de acción y de localización en este trabajo.

UNA ANTIGUA MAESTRÍA AL SERVICIO DE LOS MUSEOS DE CIENCIAS NATURALES La taxidermia (vocablo derivado del griego Taxis: colocación y derma: piel) consiste en la conservación en seco, y posterior montaje, de la piel de los vertebrados con la intención de recrear la apariencia del animal en vida. Actualmente, esta actividad atraviesa un periodo difícil, fundamentalmente motivado por el rechazo que la contemplación de un animal muerto provoca en la mentalidad de tinte ecológico y urbano de nuestro tiempo. Sin embargo, no siempre fue así. Zoólogo, químico, cirujano, escultor, sastre, pintor y maquetista al mismo tiempo, el taxidermista es poseedor de un compendio de conocimientos, a menudo teñidos de una fuerte dosis de toque personal, que únicamente son transmisibles según el esquema clásico de maestro y aprendiz. Tal mezcla de competencias dificulta la catalogación de la profesión y, entre arte y maestría, cualquier apelativo es válido. Además, el fin de la taxidermia es diverso y no sólo persigue la banal exhibición del poder humano sobre la naturaleza sometida. De los trofeos de caza a los especímenes mostrados en las salas de los museos, los animales disecados pueden ser interpretados como elementos de lujo, como creaciones artísticas o como objetos de ciencia, entre otras muchas lecturas. A lo largo de las páginas de este libro únicamente serán considerados como ejemplares de museo, es decir, como elementos inertes elaborados a partir de determinadas partes de antiguos seres vivos que terminaron deslocalizados en el espacio y en el tiempo (López-Ocón y Badía, 2003). Al acabar integrados en una colección, independientemente de su procedencia geográfica y de la fecha de su recolección, en adelante permanecerán asociados a la misma dentro del museo, al servicio de la triple vocación que caracteriza a este tipo de instituciones desde el siglo XIX (López-Ocón, 1999): la conservación, la investigación y la educación.

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La primera etapa del trabajo de un taxidermista consiste en el estudio anatómico minucioso del animal para, más tarde, poder reconstituir tanto la forma como la corpulencia del ejemplar. El desollado de la pieza es uno de los procesos más delicados. Siguiendo incisiones precisas, generalmente en el vientre y en la parte interna de las patas, la piel se retira del cuerpo sin rasgarla. En función del tamaño del animal, se puede conservar una parte de los huesos de las patas y del cráneo para facilitar posteriormente el montaje. En ese caso, se elimina la mayor cantidad posible de tejidos blandos para evitar futuras proliferaciones de hongos o bacterias. La piel recuperada se rasca con una espátula y se despoja de cualquier resto de sebo o músculo, preparándola así para el curtido que, en origen, se realizaba a base de taninos. Esas sustancias de origen vegetal, de carácter ácido y astringente, al actuar en un baño de agua, ácido sulfúrico y sal, permiten fijar las fibras de colágeno de los pellejos y los vuelven imputrescibles. Finalmente, la piel curtida se rehidrata y se trata con grasa para dotarla de elasticidad. Paralelamente, el taxidermista esculpe un soporte a partir de las medidas tomadas sobre el cadáver. De simples armaduras de alambre rellenas de paja a complejos maniquíes elaborados con resinas sintéticas, las técnicas utilizadas para modelar el nuevo cuerpo varían en función del tamaño, de las épocas y de los gustos. La escultura queda lista para ser revestida con la piel y, a falta de detalles como la elección de los ojos, generalmente de cristal de Bohemia, o la reconstrucción en escayola pintada o cera de partes blandas como la lengua, el animal inicia su nueva y larga existencia de objeto inanimado. Aunque algunos autores remontan la aparición de la taxidermia a la práctica de la momificación en el Antiguo Egipto, la mayoría están de acuerdo en afirmar que fue durante el siglo XVIII cuando se sentaron las auténticas bases de la disciplina (Pequignot, 2002a). Los orígenes del curtido moderno hay que buscarlos en la cocina. El conde de Buffon (1707-1788), intendente del Jardín Real de Plantas Medicinales de París, propuso, en 1763, una mezcla eficaz de taninos a base de plantas aromáticas (hojas de romero, tomillo y laurel), de cortezas de cítricos y de especias (comino, anís, canela, pimienta y cilantro). Otros preferían emplear la mixtura de retama, helecho y palomina, o bien la corteza de abedul o de madroño. La piel y la mezcla vegetal se colocaban dentro de un recipiente metálico herméticamente cerrado que se sumergía en agua hirviendo para eliminar, gracias al calor, las larvas y los huevos de los insectos (Pequignot, 2002b, 59-78). Con todo, la gran revolución

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en el curtido llegó a finales del siglo, cuando Bécoeur (1718-1777), farmacéutico francés de la región de Lorena, abandonó la maceración vegetal en favor de la química y creó el conocido jabón de arsénico en 1743 (Rookmaaker et. al., 2006)9. Durante el siglo XIX, el espectro de productos utilizados para el lavado de los pellejos se amplió al óxido de arsénico, el sulfato de cobre, el azufre, la cal o el alumbre, un sulfato doble de alúmina y potasa, entre otros. El uso y abuso de esas sustancias corrosivas es una de las causas del deterioro que actualmente presentan algunos de los ejemplares históricos de las colecciones zoológicas (Pequignot, 2002b, 79-99). El relleno empleado para dotar de volumen al cuerpo del animal también ha variado con el tiempo. Hasta principios del siglo XIX, los materiales más utilizados eran hebras de origen vegetal o animal como el heno, la paja, el esparto, el algodón, la crin o la lana, sin menosprecio de otros materiales como la corteza de olmo, el serrín, la arena o el musgo (Pequignot, 2002b, 123126). A mediados de ese mismo siglo se abandonó progresivamente la costumbre de embutir la piel y se impuso la fabricación de un soporte externo o maniquí. En el caso de los mamíferos de gran tamaño, los primeros armazones de ese tipo se hicieron a partir de una simple plancha de madera, recortada con la forma del tronco del ejemplar, sobre la que se reconstruían las patas y la cabeza mediante alambres. Ese esqueleto plano se dotaba de volumen gracias a una tela metálica que más tarde se recubría con estopas empapadas en escayola. Una vez seco, el maniquí era ungido con aceite de lino para facilitar el deslizamiento de la piel y el acabado (Pequignot, 2002, 158-164). La técnica se afianzó a lo largo del siglo XIX y alcanzó su máximo perfeccionamiento a principios del XX, cuando se afinó el procedimiento conocido como dermoplastia, al que se le dedicarán muchas líneas en esta obra. Gran parte de los animales naturalizados que hoy podemos ver en los museos fueron hechos de esta forma. El uso de resinas y espumas sintéticas, más ligeras y fáciles de modelar, se impuso mucho más tarde. En lo que respecta al montaje, y puesto que este es un tema que se analizará con profundidad en estas páginas, por el momento baste con decir

9 Una excelente información sobre el origen del jabón de arsénico, y sobre su popularización entre los taxidermistas, se puede encontrar en el blog Taxidermidades: Pérez Moreno, S. El jabón arsenical de Bécoeur (consulta realizada en marzo de 2013). Disponible en http://www.taxidermi dades.com/2012/10/taxidermia-el-jabon-arsenical-de-becoeur.html.

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que los ejemplares conservados del siglo XVIII y principios del XIX reflejan el afán descriptivo y clasificador del momento. Carentes de todo artificio, los animales, rígidos y mirando al frente, se disponían erguidos sobre sobrias peanas de madera o posados en lo alto de perchas elegantemente talladas. Poco a poco, en las composiciones se van a ir introduciendo troncos, piedras y otros elementos naturales. Los especímenes comienzan a transmitir dinamismo y se integran en cuidados montajes, en teatrillos que abren una ventana hacia la naturaleza. Las primeras escenografías de ese tipo reflejaban tanto el gusto romántico por la naturaleza desconocida e indómita, representada en las secuencias de caza y combate, como el creciente interés del público por el comportamiento animal, explicado, por ejemplo, en los grupos familiares o las escenas de cortejo.

UNA HISTORIA CONTADA POR ETAPAS «El biólogo pasa, la rana permanece» es una célebre frase que Jean Rostand (1894-1977), biólogo francés e historiador de la ciencia, especialista en genética y embriología de anfibios, incluyó en su obra «Inquietudes de un biólogo» (Rostand, 1967). Toda una lección de humildad traída a colación para recordar que, en la investigación biológica, es la existencia material de los seres vivos la que nutre la reflexión de los científicos de todas las épocas. Tratar de entender el porqué de la vida ha implicado que un buen puñado de seres haya sido extirpado de su medio natural, estudiado en los laboratorios y, finalmente, transformado en ejemplares de colección, es decir, en realidades físicas inspiradoras de multitud de hipótesis e interpretaciones. Con el paso del tiempo, de manera individual y colectiva, esos objetos van adquiriendo un potencial semántico variado e indiscutible y se convierten en fuentes para la historiografía (Farber, 1997), en material de referencia sistemática (Bourdon et al., 2009), en útiles soportes pedagógicos (Reiling y Spunarová, 2005) o en sustrato idóneo para la experimentación de nuevas tecnologías (Hochleitner, 2003). Desde su aparición a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, las colecciones de historia natural han sido las principales depositarias de ese tipo de material. Es el caso del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid,

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cuyos orígenes se remontan a 1771, año de la instalación en la ciudad del gabinete constituido en París por Pedro Franco Dávila (1711-1786) y adquirido por Carlos III. La intención del monarca fue la de traer a España el embrión de un nuevo establecimiento enteramente dedicado al estudio de la naturaleza. Con ello pretendía difundir y estimular el conocimiento de las producciones naturales entre los nacionales y, al mismo tiempo, atraer hacia la Corte a aquellos extranjeros sobresalientes en el cultivo de las ciencias (Villena et. al., 2009, 592). Ese núcleo inicial, además de ir creciendo, fue adquiriendo nuevas funciones. Su potencial pedagógico sirvió para que la biología fuera institucionalizándose como materia de estudio (Aragón y Villena, 2010), algo que se logró a mediados del siglo XIX durante el conocido como periodo Graells (Aragón, 2006). Una vez conseguida, ya se pudo afrontar, por un lado, el desarrollo de una actividad investigadora digna de ese nombre y, por otro, la instrucción de una reducida élite intelectual en el conocimiento y el respeto del mundo natural (Aragón, 2009). Más tarde, durante los primeros años del siglo XX, el Museo añadió un nuevo desafío a su hoja de ruta: el de la divulgación científica, dirigida al conjunto de la población y basada fundamentalmente en la interpretación del, aún entonces, desconocido medio natural ibérico. Semejante propuesta estaba en total consonancia con el ambiente regeneracionista que impregnaba parte de la sociedad española del momento (Casado de Otaola, 2010). A partir de entonces, la institución desarrolló una intensa actividad educativa e investigadora, ligada a la Junta de Ampliación de Estudios, que permitió el despegue internacional de las ciencias naturales españolas en el contexto de la que se ha dado en llamar «edad de plata» de nuestra cultura (Pelayo López, 2007). Ignacio Bolívar, uno de los principales protagonistas de nuestro relato, refiere una anécdota curiosa que denota lo largo que fue el proceso y la magnitud del desconocimiento existente. En una fecha sin precisar de los años veinte del pasado siglo, un grupo de cazadores acudió a él en calidad de director del Museo para poner fin a una disputa. Durante una jornada de caza, uno de ellos había relatado a sus compañeros cómo los renacuajos, al crecer, se convierten en ranas, como la de Rostand, algo que a la mayoría les pareció insólito y digno de poco crédito. Bolívar dio la razón al más observador y explicó al resto con detalle la profunda metamorfosis sufrida por los anfibios durante el paso de larva, acuática y con respiración branquial, a adulto,

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terrestre y con pulmones10. Y tras la narración de la historia, se reservó unas líneas para expresar su desánimo: Hace más de sesenta años que la Historia Natural figura en nuestro país en los planes de enseñanza y constituye una de las materias del llamado Bachillerato, lo que no ha sido suficiente, como desde luego se comprende, para que los conocimientos que entraña aquella Ciencia hayan llegado a la masa del pueblo; de una parte, porque los alumnos que estudian la Segunda Enseñanza y que han podido llegar a conocer algo de ella, constituyen un número muy exiguo y es absurdo suponer que hayan podido ejercer acción alguna sobre el resto del país, y de otra, porque la Historia Natural ha venido enseñándose hasta ahora de una manera rutinaria, más a propósito para hacer odiosa una materia tan atractiva, que para inspirar a los alumnos deseos de profundizar en su conocimiento (…) Si el hombre, al nacer, se encuentra en medio de la sociedad, también lo está en medio de la naturaleza (Bolívar, 1925).

Resulta tentador pensar que, para corregir semejante error de bulto, el naturalista se sirviera de las salas del Museo y de sus colecciones. Al menos, en otro párrafo del mismo texto, expone abiertamente el papel fundamental que los museos de ciencias estaban llamados a desempeñar en tamaño desafío: A la divulgación de los conocimientos histórico-naturales contribuyen poderosamente los Museos modernos con sus estudiadas presentaciones de los objetos en forma conveniente para hacer resaltar lo que importa conocer de ellos; con sus grupos biológicos que son historias compendiadas de la vida y costumbres de los animales, que se han de grabar sin esfuerzo y por modo indeleble en la memoria del visitante; con sus ejemplos naturalizados con estricta sujeción a la verdad científica, y también con sus series de rocas y minerales para el mejor conocimiento de materias de tantas aplicaciones, rindiendo un incalculable beneficio a la cultura pública (Bolívar, 1925).

10 La anécdota aparece referida en el prólogo que Ignacio Bolívar escribió para el volumen dedicado a los Vertebrados de la enciclopedia de Historia Natural que el Instituto Gallach publicó en Barcelona en 1925. En esa misma obra intervinieron otros naturalistas del Museo de Madrid. Ángel Cabrera Latorre (1879-1960) redactó los capítulos dedicados a las aves y a los mamíferos. Luis Lozano Rey (1879-1958) se ocupó de los anfibios y los peces.

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La institución que nos ocupa, que fue cambiando de nombre y de cometidos a lo largo de su historia, nunca dejó de encarar la doble tarea de formar expertos y de instruir al grueso de la sociedad. Para tratar de desgranar cómo lo hizo, el estudio propuesto quedará exclusivamente circunscrito al espacio interno del Museo. Sin embargo, no hay que olvidar que de él salieron muchos naturalistas educadores que fueron enseñando por los pueblos y ciudades del país, difundiendo esos conocimientos que ellos ya habían adquirido. Como soporte material en su tarea a menudo empleaban las colecciones didácticas que el propio Museo formaba para tal fin. Desgraciadamente, esa labor difusora de conocimiento desde el Museo Nacional de Ciencias Naturales no ha merecido, por el momento, la requerida atención y su análisis profundo queda pendiente de realización. Con el objetivo de entender cómo se produjo la mutación del gabinete en museo, usando esa doble mudanza en un corto espacio de tiempo como excusa, la presente obra se ha estructurado como sigue. El primer capítulo se dedica a la primera época del gabinete de la calle de Alcalá y pretende ser un complemento de información a todo lo conocido hasta el momento, haciendo especial hincapié en esos objetos particulares que son las aves y los mamíferos naturalizados. El segundo transcurre justo antes del primer traslado, durante el conocido como «periodo Graells» en la historia del Museo. Como ya se ha dicho anteriormente, no se trata de recrear de nuevo la historia del gabinete y de los primeros decenios de su existencia, algo que ya ha sido hecho con rigor, detalle y acierto por otros autores (Villena et. al., 2009). Más bien lo que se persigue es situarse mentalmente en aquel espacio concreto en un momento preciso. Conocer cómo estaban organizadas las salas, sobre todo las de vertebrados, describir parte de los objetos que se mostraban para llegar a entender con qué criterio se hacía, además de saber quiénes fueron los artífices del primer desalojo, permitirá establecer un punto de partida en nuestro recorrido. Ese primer bloque concluirá con un tercer capítulo dedicado a la primera mudanza, con las colecciones ya empaquetadas y con la idea de la futura instalación en la mente de cada uno de los responsables. El siguiente apartado habla de la ocupación de los locales de la nueva sede, el Palacio de Museos y Bibliotecas del paseo de Recoletos, un proceso penoso que finalmente resultó ser incompleto. Durante largos años, con el Museo y sus colecciones invisibles para la sociedad del momento, se sucedieron intensos debates que trataban tanto del reciclaje de las antiguas vitrinas

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como de la creación de modernos laboratorios que dieran cabida a la actividad investigadora dentro de la institución. Pese a la enorme cantidad de dificultades encontradas, al final se consiguieron abrir unas cuantas salas al público, espacios que permanecieron accesibles durante un corto periodo de tiempo bastante desconocido en la historia del Museo. Como se verá más adelante, esa etapa en Recoletos supuso una metamorfosis profunda, como la sufrida por una crisálida dentro de su capullo, de la que emergió una dinámica institución, entre otras cosas gracias al profundo relevo generacional que se produjo en las ciencias naturales españolas por aquel entonces. Esa mariposa adulta pudo iniciar su vuelo gracias a la consecución de una nueva sede, este vez en los Altos del Hipódromo del paseo de la Castellana. A esa etapa de profunda renovación se le dedicarán tres capítulos: uno centrado en los actores de la mutación, otro en el taller de taxidermia de los hermanos Benedito y un último en la segunda mudanza e instalación. El motor del profundo cambio, al que acabamos de hacer referencia al hablar precisamente de metamorfosis, fue Ignacio Bolívar y Urrutia, director del Museo desde 1901 y artífice del logro que significaron los nuevos locales, más espaciosos y mejor adaptados a los cometidos del centro. Es a partir de entonces cuando el antiguo gabinete se transforma definitivamente en un museo moderno de ciencias naturales, un espacio en el que se van a custodiar, conservar y nutrir colecciones científicas e históricas, en el que se va a realizar una investigación puntera y desde el que se va a educar a la población, sobre todo al público infantil, gracias a las exposiciones que van a ir llenando unos metros cuadrados que no dejarán de aumentar hasta el final del periodo histórico estudiado. Como en los anteriores capítulos, las salas, sobre todo las de vertebrados, y los objetos, especialmente los animales naturalizados, irán aportando las pistas del cambio. Al convertirse en el referente nacional para el estudio de la naturaleza hispana, el Museo inició todo un programa de renovación expositiva en el que jugaron un papel primordial los grupos biológicos creados por los hermanos José María y Luis Benedito Vives. Desde entonces, la imagen de esos animales naturalizados ha quedado íntimamente ligada a la imagen del propio Museo, por lo que las figuras de los dos taxidermistas-escultores, su vida y su obra centrarán nuestra atención en un buen número de páginas. A partir del análisis de sus creaciones se abordarán tanto el proyecto educativo ideado por Bolívar como la repercusión del mismo más allá de los muros de la institución.

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El final de la historia narrada se sitúa en los tres años del trágico enfrentamiento civil. Se analizarán tanto la repercusión de la contienda en la actividad cotidiana del Museo como las peripecias sufridas por unas colecciones en permanente peligro debido a los ataques sufridos por la capital. Este difícil periodo en la vida de la institución ya ha sido abordado (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 991-1008) y aquí únicamente se pretende hacerlo en lo relativo al devenir de las colecciones y de la exposición. Aunque el periodo estudiado solo alcance hasta el final de la contienda, la obra concluye con un epílogo en el que la reflexión se prolonga mucho más allá. Además de revisar y discutir todas las ideas que, progresivamente, irán surgiendo del análisis, ese último apartado se proyecta hasta abarcar el periodo franquista, la refundación del Museo en los años ochenta del siglo XX y el momento actual. Evidentemente, la profundidad del análisis documental será menor. Con todo, al incidir sobre los periodos históricos más cercanos se pueden ir aportando informaciones e ideas para lo que podría ser una continuación futura del trabajo que ahora empieza.

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CAPÍTULO I

ANIMALUCHOS Y MONSTRUOS El día cinco de octubre de 1895, los profesores del Museo, reunidos en Junta, no paraban de expresar su desconcierto y desconfianza ante un inminente traslado. Aunque esperada y deseada desde hacía tiempo, la noticia les había pillado por sorpresa y no les resultaba del todo satisfactoria. Mariano de la Paz Graells,11 el más veterano, tomó la palabra para dejar bien claro que, sin duda, el problema se planteaba porque la propuesta provenía de personas no técnicas en ciencias naturales.12 Confiaba en que todo se arreglaría en cuanto ellos tuvieran ocasión de hablar. Era preciso que informaran diligentemente a sus superiores de lo que convenía hacer: (…) «Si al Sr. Cánovas del Castillo se le advierten los grandes perjuicios que de esta traslación pueden resultar para el Museo se pondrá indudablemente del lado de la razón y de la ciencia».13 Y para apuntalar su discurso, Graells sacó a colación la larga vida del Museo, el mucho trecho recorrido, no sin dificultades, por la historia natural entre aquellas paredes desde la llegada a Madrid, hacía ya más de un siglo, del gabinete de historia natural reunido en París por Pedro Franco Dávila.14

11 Mariano de la Paz Graells y Aguera (1809-1898) fue, sin duda, el máximo representante de las ciencias naturales en España durante el periodo isabelino. Ejerció como director del Museo desde 1851 hasta 1867. Desarrolló su actividad investigadora en el ámbito de la zoología, especialmente en el de la entomología, de donde provino su descubrimiento más famoso: el de la hermosa mariposa Graellsia isabellae. Las referencias a Graells serán numerosas en este trabajo y dejarán patente su enorme influencia en el desarrollo de las ciencias naturales en el país. Su omnipresencia fue tal, tanto en foros científicos como políticos, que siempre ha sido considerado como el último científico cortesano, máximo responsable de lo que hoy se conocería como la política científica de su tiempo. La mejor manera de obtener una visión general de su enorme actividad es consultar la obra homenaje que con motivo del CC aniversario de su nacimiento le dedicaron varios estudiosos de su obra en una publicación conjunta, editada por Emilio Cervantes (Cervantes Ruiz de la Torre, 2009). 12

ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de octubre de 1895.

13

Misma signatura.

Pedro Franco Dávila fue un comerciante y naturalista español nacido, en 1711, en Guayaquil, en el actual Ecuador. En 1745 se instaló en París y allí, gracias al cultivo de las ciencias y a sus contactos con reputados naturalistas, inició la creación de uno de los principales gabinetes de 14

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A los profesores del Museo el futuro les parecía incierto. Sin embargo, de lo que eran conscientes era de la solidez del pasado. ¿Por qué se mostraban inquietos ante el cambio que se avecinaba? ¿Cuál era el legado que había que proteger a toda costa? ¿En qué consistía esa herencia, no solo material sino también, y tal vez por encima de todo, intelectual? A lo largo de este primer bloque de información que incluye tres capítulos, nuestro objetivo es, sencillamente, revisitar la historia del Museo Nacional de Ciencias Naturales en su sede de Alcalá para añadir un sustrato más de conocimiento a todo lo que hasta aquí se ha publicado, un complemento que trata de ser novedoso al interesarse por un aspecto nunca abordado en profundidad hasta la fecha. Lo que se pretende es saber de dónde provenían los objetos que nos interesan, cómo se habían ido concibiendo esas salas que pronto habría que desmontar y cuál era la percepción que los responsables tenían de las colecciones a su cargo. En suma, cómo se llegó hasta ese otoño de 1895 en el que el cambio de sede dejó de ser un deseo, un proyecto o una expectativa para convertirse en una apremiante y angustiosa realidad.

ARTE Y CIENCIA REUNIDOS BAJO UN MISMO TECHO Las referencias al estrecho vínculo existente entre arte y ciencia en el tema que nos ocupa serán continuas a lo largo de esta obra. De manera más que simbólica, esa íntima relación entre ambas formas de ver, sentir e interpretar la naturaleza se materializó desde un principio en la inscripción que se colocó en la entrada de la primera sede que tuvo el Real Gabinete de Historia Natural en Madrid: «Carolus III Rex. Naturam et artem sub uno tecto in publicam utilitatem consociavit. Anno MDCCLXXIV» Desde 1774 y hasta el día de hoy, la misma lápida corona el dintel de la puerta de acceso al palacio de Goyeneche, en el número 13 de la calle de historia natural de su tiempo. La colección más tarde constituiría el germen del Real Gabinete de Historia Natural de Madrid, fundado en 1771 por Carlos III. Dávila pasó de ser propietario a primer director de la nueva institución, cargo en el que permanecería hasta su muerte en 1786. El personaje, su historia, su proyecto y su gabinete están magistralmente y minuciosamente estudiados en Villena et. al., 2009. Otras fuentes bibliográficas para lograr un mayor acercamiento son: Sánchez-Almazán (coord.), 2012; Barreiro, 1992 y Calatayud Arinero, 1988.

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Alcalá. La primitiva construcción barroca, finalizada en 1725 por José Churriguera (1665-1725), se adaptó a un nuevo uso y se remozó según el gusto ilustrado siguiendo el proyecto de Diego de Villanueva (1715-1774), hermano del célebre Juan de Villanueva (1739-1811). A la hora de repartir espacios, Naturaleza y Arte no entraron en conflicto. El gabinete de historia natural se instaló en el segundo piso y ocupó parte de las buhardillas bajo el tejado (Sánchez Almazán, 2011), mientras que el resto del edificio quedó en manos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, fundada por Fernando VI en 1752. En el plano de esa segunda planta, trazado por Diego de Villanueva y conservado en el gabinete de dibujos de la Real Academia de Bellas Artes (Villena et. al., 2009, 642), se aprecia cómo al reino animal se le dedicaron los mayores salones, ubicados en la parte frontal del edificio e iluminados a través de siete grandes ventanales que daban a la calle de Alcalá. De hecho, la visita al gabinete se iniciaba por esos espacios. Proseguía por las salas dedicadas al reino mineral, sin ventanas al exterior y abiertas hacia el primero de los tres patios interiores. En el lado opuesto se situaban dos grandes salones destinados al reino vegetal. La conexión entre ambos laterales del patio se realizaba mediante dos amplias galerías, una dedicada a máquinas, modelos e instrumentos de matemáticas, y otra a biblioteca, gabinete de estampas y grabados y colecciones de medallas, armaduras, relieves y otros objetos. Cerca se dispusieron dos pequeñas estancias de gran utilidad para el mantenimiento y la ampliación del gabinete. Una se empleaba para serrar piedras duras y la otra para embalsamar aves y cuadrúpedos y para preparar insectos y otros invertebrados. Un laboratorio de química con chimenea cerraba la terna de espacios destinados a la manipulación y la experimentación, todos abiertos hacia el segundo patio de la edificación. Dos pequeñas habitaciones para almacenar duplicados y un escueto almacén para utensilios varios completaban la superficie destinada al gabinete propiamente dicho. El resto de las estancias del segundo piso, situadas entre el tercer patio y la fachada trasera de la antigua calle Angosta de San Bernardo, actual calle de la Aduana, componían las dependencias privadas de Pedro Franco Dávila, director del gabinete. El espacio disponible en las buhardillas se empleaba como trastero y para alojamiento de parte del personal.

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Del acomodo y distribución de las colecciones se ocupó el propio Dávila. En principio, su interlocutor fue Diego de Villanueva, autor de los planos, pero tras su muerte el director tuvo que entenderse con el conde de Pernia (Villena et. al., 2009, 635-637). Parece ser que el trato entre ambos personajes nunca fue fácil. Precisamente en uno de esos intercambios epistolares entre los responsables de la instalación de la rica colección, en los que se hacían y deshacían distribuciones y montajes, encontramos la primera referencia a los animales naturalizados en el gabinete madrileño: (…) nuestro Dávila unas veces quiere muchísima casa y otras se contenta con poca (…). Me ha enviado una porción de monos, liebres y otros animaluchos que provisionalmente he encerrado en los estantes y él después los colocará a su modo.15

Entre los animaluchos a los que el conde hacía referencia había una cabra montés, un tití, un leopardo, una gacela y un par de macacos, uno macho y otro hembra (Villena et. al., 2009, 638). Sin embargo, como enseguida veremos y el propio Dávila reconoce en su catálogo sistemático y razonado, la de aves y mamíferos era una de las colecciones de menor envergadura en su gabinete, hasta el punto de que con los ejemplares disponibles no podía componer ningún orden sistemático. Sencillamente se contentaba con indicar de la forma más exacta posible el orden en que los habría colocado si la colección hubiera sido más completa. Además de los vertebrados, los artrópodos (insectos, arañas, ciempiés y crustáceos) también eran escasos. Los grupos zoológicos mejor representados eran los moluscos (conchas y caracolas), los cnidarios (corales y madréporas) y los equinodermos (erizos y estrellas de mar entre otros) (Villena et. al. 2009, 410). Tras las dos salas dedicadas al reino mineral, «una de minas y otra de piedras»,16 que fueron las primeras en instalarse, se acondicionaron las tres estancias del reino animal: la de producciones marinas, con los fondos más abundantes y mejor organizados, la de aves y la de cuadrúpedos (sección que agrupaba tanto reptiles como mamíferos). Pese a la pobreza de esas dos últimas colecciones, admitida por el propio Dávila, las habitaciones en las que se mostraron quedaron «bastante llenas para contentar a cualquier persona 15

Oficio del conde de Pernia a Iriarte, citado en Villena et. al., 2009, 637.

16

Carta de Dávila a Iriarte, citado en Villena et. al., 2009, 661.

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de gusto».17 Esta última afirmación, en apariencia banal, está sin embargo llena de significado. Por un lado, deja claro que una colección, independientemente del valor que le otorguen los especialistas, puede desempeñar un valioso papel de reclamo, instrucción o seducción de cara a un público conocedor o profano. Por otro, que los animales naturalizados, por cercanía, rareza y espectacularidad, desde siempre han formado parte de ese tipo de objetos que cualquier visitante espera encontrar cuando acude a una colección de ciencias naturales, en cualquier tiempo y lugar. El montaje del gabinete finalizó en 1776 y abrió sus puertas al público el 4 de noviembre de 1776, festividad de San Carlos, como homenaje al rey Carlos III en el día de su santo patrón (Sánchez Almazán, 2011). Se establecieron tres días de visita semanales. Se acordó una afluencia de treinta personas por día para evitar confusión y desorden, aforo que podría variar en función de la experiencia acumulada. Incluso se contempló la posibilidad de eliminar el billetaje si la llegada de curiosos se hacía de forma espaciada y ordenada. Se establecieron exigencias de decoro que prohibían, por respeto a la Casa Real, la entrada con redecilla. Se contrataron dos soldados, uno para controlar la entrada y otro para vigilar el oro, la plata y las piedras preciosas, un conserje, un portero y dos barrenderos (Villena et. al., 2009, 666). En el plazo de unos años, la colección de Dávila saltó desde el ámbito privado al dominio público y cambió de vocación. A partir de ese momento, ya no era solo el reflejo del gusto e interés de su antiguo propietario, sino que estaba llamada a convertirse, al amparo de la Corona, en un referente para el estudio y el desarrollo de la historia natural en una nación europea que se quería moderna pero a la que aún le quedaba mucho trecho por andar.

PÁXAROS Y QUADRUPEDOS Comprobar cuántos ejemplares del tipo que nos ocupa había en el primitivo gabinete parisino de Dávila, antes de su llegada a Madrid, es la mejor forma de comenzar esta historia. Y para saberlo nada más fácil que consultar directamente el catálogo sistemático y razonado que él mismo escribió, con ayuda 17

Carta de Dávila a Iriarte, citado en Villena, et. al., 2009, 661.

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del naturalista francés Jean Baptiste Louis Romé de l’Isle (1736-1790), al ofrecerlo en venta (Franco Dávila, 1767). De los tres volúmenes que componían la magna obra, el primero estaba dedicado a los reinos animal y vegetal, el segundo a las tierras, piedras y minerales y el tercero a las petrificaciones y curiosidades del arte (Villena et. al., 2009, 366-367). Del documento original en francés, Villena y colaboradores han traducido y publicado el prefacio y las partes correspondientes a los grupos de invertebrados no artrópodos (Villena et. el., 2009, 405-572). El resto permanece sin traducir. La información buscada se ha obtenido pues a partir del texto original, custodiado en la biblioteca del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Efectivamente, los vertebrados eran muy escasos en la colección. La parte octava del primer volumen está dedicada a las aves. Son dos páginas (Franco Dávila, 1767, 490 y 491) en las que cita 12 lotes con un total de 35 objetos más algún que otro elemento mal definido: «varias gargantas de aves pequeñas de bonito plumaje». En lo que se refiere a los cuadrúpedos, el número de páginas es algo mayor (Franco Dávila, 1767, 492 a 499), al igual que el número de lotes, un total de 34 de los que la mayoría incluyen más de un objeto. Respecto al tipo de preparación de los ejemplares, la mayor parte de las aves parecen estar montadas, es decir, disecadas sobre una percha de madera, aunque también refiere la presencia de huevos (cuatro de avestruz y otros cuatro sin identificar), de picos extraños (de cálao, de casuario, de jabirú o de tucán hasta un total de nueve), de nidos y de un esqueleto de pato. En lo tocante a los mamíferos, la inmensa mayoría de los objetos eran partes del cuerpo que se podían guardar fácilmente secas sin añadirles ningún tipo de conservante, como dientes (molares de elefante o colmillos de jabalí), cuernos de rinoceronte (hasta ocho), cráneos (de hipopótamo, de león, de babirusa etc.), cuernas de cérvidos (ciervo, alce y reno) y cuernos de bóvidos (búfalo cafre, íbice, rebeco, bisonte, gacela etc.). Igualmente enumera cinco esqueletos (topo, rata, ratón y erizo, más un gato deforme con ocho patas) y una serie de animales conservados en espíritu de vino, sobre todo ejemplares teratológicos, seres monstruosos como un lechón con un solo ojo y sin mandíbula inferior o un gatito con dos cuerpos unidos por el pecho y una sola cabeza. Los únicos mamíferos que parecen estar disecados son un pangolín y un armadillo de nueve bandas, además de citar las pieles curtidas de un armiño y de una ardilla de las Indias de la que no da más detalles.

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La identificación que hace de las especies en general es muy vaga. Habla, entre otros, de un gorrión de Bengala o de un martín pescador de Perú sin dar mayor precisión. Solo unas pocas aparecen relacionadas con otras publicaciones que el autor cita como referencia, básicamente la obra de George Edwards para las aves18 y la Historia Natural de Buffon para los mamíferos.19 La redacción del texto es claramente pre-linneana pese a que su fecha de publicación, 1767, es posterior a la aparición de la décima edición del Systema Naturae de Linneo (1707-1778), que vio la luz en 1758.20 Los de Dávila son unos textos muy ilustrativos del periodo previo a la implantación de la taxonomía moderna, cuando la denominación y la descripción de las especies se mezclaban y dificultaban enormemente la comunicación entre naturalistas, algo fácil de comprobar en la presentación que hace del lote número tres de aves: Un raro y hermoso zorzal de las Indias, con la cabeza negra adornada con dos bandas amarillas, con la garganta y un collar azul turquesa; sus alas son pardas con reflejos dorados, bordeadas de negro y blanco; el vientre y el pecho rayados de amarillo y azul oscuro y la cola del mismo color que el collar (Franco Dávila, 1767, 490).

Una elaborada descripción que, ante la falta de una denominación, es decir, de un nombre reconocido y compartido, no facilita la identificación de la especie en la bibliografía zoológica publicada. Únicamente permite su George Edwards (1694-1773) publicó su obra Histoire naturelle d’oiseaux peu communs et d’autres animaux rares qui n’ont pas été decrits (Historia Natural de las aves poco comunes y de otros animales que no han sido descritos) en 1751. El texto, profusamente ilustrado, se imprimió en el Real Colegio de Médicos de Londres. 18

19 Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) publicó su Histoire Naturelle Générale et Particulière, avec la description de Cabinet du Roy (Historia Natural General y Particular, con la descripción del Real Gabinete) en 36 volúmenes editados en París entre 1749 y 1789, a los que, tras su muerte, seguirían ocho más coordinados por Lacépède (1756-1825). Los volúmenes dedicados a los cuadrúpedos, un total de doce, vieron la luz entre 1753 y 1767.

Ese año y esa edición marcan el punto de partida de la taxonomía zoológica moderna, que sigue los postulados metodológicos enunciados por Linneo en su obra. Desde entonces, cada especie se designa con dos términos, generalmente derivados del latín, que indican el nombre del género (por ejemplo Homo en el caso del ser humano) y de la especie en cuestión (sapiens en el mismo ejemplo) en el seno de una clasificación. Homo sapiens se convierte así en el nombre científico universal del ser humano, en cualquier idioma, época o país. 20

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localización visual, ya sea de forma precisa en la misma colección o de manera aproximada en las ilustraciones firmadas por otros autores. En el listado original impreso en París no hay rastro del leopardo o de los monos que citaba el conde de Pernia, lo que induce a pensar que, una vez en Madrid, la colección rápidamente empezó a enriquecerse, en gran medida, como veremos, gracias a los aportes de la propia Corona. El gabinete, ahora propiedad de un monarca, estaba obligado a crecer y las colecciones que nos ocupan se encontraban entre las más necesitadas de inversión: «de nada carece tanto este Real Gabinete como de reptiles, cuadrúpedos y aves»21. Dávila aconsejaba comprar ese material en Holanda, donde «suelen vender sus colecciones por precios tan ínfimos que a veces no se les paga el coste de las redomas».22 Además, sin perder de vista la útil presencia española en ultramar, Dávila elaboró una nómina o instrucción destinada a los virreyes, gobernadores y otras personalidades desplazadas. En ella informaba sobre la forma de recolectar, preparar y enviar a Madrid producciones naturales de interés (Villena et. al. 2009, 664). Entre los cuadrúpedos solicitaba armadillos, tortugas, caimanes, iguanas, osos hormigueros, monos, perezosos, ardillas, murciélagos o llamas. Respecto a las aves, mencionaba al avestruz, el cóndor, el pelícano, el rabihorcado, el piquero, el zopilote, los tucanes o los colibríes, o los que él llama visitaflores (Villena et. al. 2009, 852-857). Una nutrida lista sobre la que más tarde volveremos para comprobar cómo buena parte de sus deseos se vieron satisfechos. El criterio de selección de las especies parecía estar más basado en la curiosidad que en el interés de las mismas dentro de una serie sistemática. Son muchos los ejemplos que se pueden entresacar del texto, pero valgan únicamente unos cuantos para tratar de ilustrar esa admiración diversa que suscitaban los animales buscados: En la provincia de Chocó hay una casta (de monos) de color negro que se comen y son muy regalados; en los valles hay otros que los naturales del país llaman Tutacusillo que duermen todo el día y velan de noche.23

21

Oficio de Dávila a Floridablanca, citado en Villena et al., 2009, 728.

22

Misma referencia.

23 «Nómina hecha de orden del Rey Nuestro Señor, por Don Pedro Franco Dávila Director del Real Gabinete de Historia Natural para que los Srs. Virreyes, Gobernadores, Corregidores, Alcaldes

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Entre los murciélagos hay algunos en las Indias tan grandes que tienen más de una vara de largo de la punta de un ala a la otra.24 Los guacamayos o papagayos, los loros, cotorras y pericos son de tantas variedades que si se pudieran juntar solamente los que conocemos sería cosa muy curiosa y de admirar.25 En la provincia de Guatemala en Honduras hay un pájaro rarísimo por la hermosura y variedad de sus colores llamado por los indios Quetzaltototf. En el río Cinu provincia de Cartagena el pájaro llamado Clavaria es un acérrimo defensor de las gallinas y gansos.26

La nómina incluía una serie de orientaciones sobre la manera de preparar los animales antes de enviarlos a la metrópoli, un documento de enorme interés, desconocido hasta ahora en lo tocante a las instrucciones dadas para las aves y mamíferos27. Para el desollado de las aves recomendaba cortar, por el vientre, desde la cabeza hasta la parte baja del cuerpo y separar la piel con un escalpelo. Durante todo el proceso había que ir secando la sangre y el sebo con papel para evitar que manchasen el plumaje. Una vez separada la piel, se cortaban las coyunturas de patas y alas con el cuerpo y se rompía el cuello a la altura de la primera vértebra cervical. La cabeza se trataba separando la piel del cráneo hasta la base del pico, raspando el músculo hasta dejar el hueso limpio, extrayendo los sesos por el agujero occipital y sacando los ojos de sus órbitas. Ya solo faltaba descarnar lo mejor posible los huesos que habían quedado dentro de las extremidades y la piel quedaba lista. Para los mamíferos sugería una técnica de preparación que se iniciaba, lógicamente, con el desollado del animal, pero esta vez empezando desde el lomo.

Mayores e Intendentes de Provincias en todas las Dominaciones de S. M. puedan hacer recoger, preparar y enviar a Madrid de todas las producciones de la Naturaleza que se encuentran en tierras y pueblos de sus distritos para que se coloquen en el Real Museo que S. M. ha establecido en esta Corte para beneficio e instrucción pública de la Nación», citado en Villena et. al., 2009, 853. 24

Nómina…, citado en Villena et. al., 2009, 854.

25

Nómina…, citado en Villena et. al., 2009, 856.

26

Nómina…, citado en Villena et. al., 2009, 857.

Nómina…ACN. Documentos del Real Gabinete de Historia Natural (1752-1786), expediente 276 de 2 de febrero de 1776. Borrador, 16 hojas. Villena y colaboradores transcribieron la mayor parte del texto, pero no esas notas finales (Villena et. al., 2009, 847-860). Aquí se ha preferido la explicación a la transcripción exacta del texto original de Dávila. 27

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El corte recomendado por Dávila se situaba entre las paletillas y la base de la cola, mientras que el habitual, que ya lo era en el siglo XVIII, recorría el vientre y la parte interior de las extremidades (Pequignot, 2002, 136). Una vez abierta, la piel se despegaba del músculo con las manos hasta llegar al hocico y la punta de las patas. La cabeza se separaba dislocando el atlas, se seccionaba la rabadilla y los pies y las manos se liberaban a la altura de la última falange. A partir de ahí la piel quedaba hecha un zurrón, separada del resto del animal a excepción del cráneo y de la punta de los dedos. El cráneo, de manera similar a la recomendada para las aves, se vaciaba y limpiaba eliminando las partes blandas. El discreto borrador revela una valiosa información: la composición de la mixtura recomendada por Dávila para la conservación de las pieles. La fórmula básicamente coincide con las habituales en su tiempo, una época en la que el curtido se realizaba mediante taninos vegetales (Pequignot, 2002, 114). Antes de acometer el desollado de la pieza, el recolector debía tener molida y tamizada una mezcla de pimienta, clavo, tabaco en rama, alcanfor, alumbre y sal gema. El mejunje se espolvoreaba en abundancia sobre el pellejo y se introducía a través de los orificios del cráneo, que al mismo tiempo se rellenaba con algodón para conseguir que, al volver a colocar la piel en su sitio, los párpados quedaran bien estirados en lugar de arrugados y deslucidos. Al acabar, para darle volumen, la piel se rellenaba con algodón y estopa fina. Además, en el caso de los mamíferos, se recomendaba rellenar el cuello y las extremidades con serrín para evitar que perdieran su forma original. Después de todo el proceso, los zurrones quedaban finalmente listos para ser enviados a Madrid.

LOS PRIMEROS DISECADORES: FRANCISCO DE EGUÍA, JUAN BAUTISTA BRU Y PASCAL MOINEAU En vista de la gran cantidad de material que pronto se esperaba recibir, una de las reclamaciones tempranas del director fue la de hacer notar: (…) la necesidad que tenían de una persona para disecar los cuadrúpedos y pájaros, para poner los reptiles en los vasos con licores conservativos, para

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preparar los insectos y ponerlos en sus cajitas de vidrio, etc., para lo que se requería bastante prolijidad y todo el tiempo de un hombre aplicado.28

Dávila ya tenía un candidato en mente para ese puesto, alguien que llevaba todo un año trabajando con él a su entera satisfacción y en quien tenía puestas muchas expectativas. Se trataba de Francisco de Eguía, un joven vizcaíno de 22 años natural de Ochandiano (Villena et. al., 2009, 668). Contar con sus servicios no era una mera cuestión de capricho. Si lo que se pretendía era estar a la altura de los mejores gabinetes de Europa, de alguna forma había que empezar a preparar dignamente los ejemplares que fueran llegando. Teniendo en cuenta que en París, el mejor sitio para hacerlo, llevaban «seis pesetas por un pájaro de canto y a proporción por los otros hasta cuatro Luises»,29 siempre sería mejor contar con personal propio que pagar a terceros por los servicios prestados. Aunque sea adelantar contenidos y suponga dar un salto vertiginoso en el tiempo, no está de más decir aquí que, mucho tiempo después, Ignacio Bolívar tuvo esa misma impresión a la hora de sopesar el coste y el beneficio de la formación de Luis Benedito en el extranjero. La súplica de Dávila fue oída y Eguía fue nombrado primer disecador del Real Gabinete el 1 de agosto de 1776 (Villena et. al. 2009, 668). Sin embargo, el entusiasmo no duró mucho. Tan solo nueve meses después, el joven vasco moría de forma prematura y aparecía en escena un controvertido personaje, el valenciano Juan Bautista Bru (1740-1799)30, que aspiraba al puesto vacante en el Real Gabinete. Bru se hizo con el cargo pese a la opinión contraria de Dávila quien, por diferentes canales, había sido informado del carácter conflictivo y perezoso del candidato (Villena, et.al., 2009, 718-719). Nuestro objetivo aquí no es tratar de desentrañar cómo fue la relación entre ambos personajes, algo que ya ha sido hecho por Villena y sus colaboradores, sino más bien detenernos a estudiar el legado que el levantino dejó en el Real Gabinete como disecador, básicamente integrado por una obra impresa en dos volúmenes y varios montajes, de los que algunos todavía existen y constituyen auténticas joyas de la taxidermia histórica. 28

Oficio de Dávila a Grimaldi, citado en Villena et. al., 2009, 667.

29

Misma referencia, citado en Villena et. al., 2009, 668.

Para tener más información sobre la vida y el legado de Juan Bautista Bru, consultar las obras que José María López Piñeiro publicó en 1996 y 2008, 68-99. 30

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Juan Bautista Bru publicó su colección de láminas y explicaciones de los animales y monstruos del Real Gabinete en distintas entregas que finalmente dieron cuerpo a dos volúmenes, el primero aparecido en 1784 y el segundo dos años después.31 Eso quiere decir que la obra empezó a ver la luz tras ocho años de apertura del gabinete al público y aproximadamente trece años después de la llegada de la colección de Dávila a la capital. En su contribución, Bru se propone describir únicamente lo que hay dentro de los muros de la institución y para hacerlo selecciona algunos ejemplares que él considera merecedores de atención: (…) me he valido de los que tenemos en este Real Gabinete, copiando fielmente del original, los colores, la magnitud y las dimensiones, que el lector podrá reconocer midiéndolas por el pitipié que lleva cada página. Solo he puesto cuidado en que la descripción y pintura sea natural, y hecha con la mayor sencillez, porque mi objeto es hacer conocer al público las cosas como se ven en este Real Gabinete (Bru, 1784, prólogo).

Pretende pues hacer una primera guía didáctica del gabinete, un documento objetivo al ajustarse tanto a la realidad física del objeto en la sala como a la fidelidad en la descripción, ya sea a través de los colores o del tamaño del ejemplar, indicado mediante una escala, o pitipié, esquematizada al margen y expresada en pies o pulgadas.32 Por eso insiste en que su intención está más centrada en el reconocimiento de los animales que en la narración de sus costumbres, algo para lo que recurre a la obra de otros autores: (…) me he aplicado más particularmente en esta Colección, a lo que pertenece a la estructura de los animales, que a lo que mira a sus costumbres; sin embargo, no he dejado de explicar (siguiendo a los ilustres Buffon, Brisson) y otros autores citados en el discurso de la obra, los alimentos que toman, el modo de cazarlos etc. (…) Puedo decir con verdad que mis láminas son exactas, porque no pongo en ellas sino lo que he visto (Bru, 1784, prólogo). 31 Bru, J. B. 1784-1786. «Colección de láminas que representan los animales y monstruos del Real Gabinete de Historia Natural de Madrid con una descripción individual de cada uno». Madrid. Imprenta de Andrés de Sotos. Dos volúmenes.

El pie castellano, equivalente a 0,2786 metros, es algo menor que el pie romano, de 0,2957 metros. Un submúltiplo del pie castellano es la pulgada castellana, de 23,22 mm, es decir, que doce pulgadas equivalen a un pie. 32

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Llama la atención que todos los animales descritos por Bru sean vertebrados cuando, precisamente ese, era un grupo zoológico mal representado en el Real Gabinete. ¿A qué se debía esa ausencia de invertebrados en la colección de láminas? ¿Acaso los conceptos de «animal» y de «monstruo» encajan peor con ellos? ¿Se trataba de dar respuesta al gusto de los visitantes? ¿Se produjo una separación de quehaceres entre Bru y Dávila, dedicándose el primero a los vertebrados y el segundo al resto de las producciones naturales? ¿Fue esa escisión consecuencia de una lógica división de tareas o el fruto de una incapacidad para entenderse? Demasiadas preguntas con difícil respuesta que nos alejan de nuestra intención investigadora, basada fundamentalmente en los objetos y en el rastro que estos dejan. En su recopilación, Bru presta una cuidada atención a la nomenclatura. Emplea tanto los nombres usados en la Historia Natural de Buffon como los propuestos por Linneo en la decimotercera edición de su Systema Naturae (López Piñero, 2008, 76). Además de los apelativos en castellano que componen el título de cada entrada, para las especies más conocidas también indica los nombres vernáculos en francés y, con frecuencia, en catalán, sin duda debido a su origen valenciano. El resultado final fue un considerable número de fichas en las que se describen 24 mamíferos33, de los cuales tres eran monstruosidades, 32 aves, incluido un pollito con tres patas, tres reptiles, entre ellos un lagarto con dos colas, y diez peces. Cada descripción está acompañada por una sola lámina, excepto la del avestruz, para el que se incluyen los dibujos del macho y de la hembra, y la del elefante, del que se explican y dibujan tanto la apariencia externa como el esqueleto. En todos los casos excepto en uno, la correspondencia entre la figura y el texto encuentra una lógica conexión. La excepción es la onza (Bru, 1786, 63-64, lámina LXV), una especie que se nombra y describe como un felino, el jaguar americano, pero que se representa claramente como un jerbo o cualquier otro tipo de roedor similar. ¿Se trata de un error de identificación? Parece difícil, habida cuenta de las claras diferencias existentes entre ambos animales. ¿Fue la consecuencia de un fallo en la edición que hubiera trastocado la correspondencia entre el texto y la ilustración? Es posible. Lo que no resulta creíble es que el animal representado, como defiende López Piñero, 33 El pangolín, especie de mamífero que aquí computa en ese grupo, en el catálogo de Dávila se considera un reptil y se describe como un lagarto escamoso.

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sea «un ejemplar de caracal disecado inadecuadamente, sin penachos en las orejas y una cola deteriorada» (López Piñero, 1996, 50). Más allá de la postura bípeda, de la ausencia de penachos auriculares y de la desmesurada longitud de la cola, en la lámina son más que evidentes los prominentes incisivos de crecimiento continuo, las enormes patas posteriores plegadas en forma de zeta, una adaptación a la locomoción por saltos, y las escuetas patas anteriores con habilidad prensora, realzada por Bru en la imagen al situar un pequeño fruto firmemente sujeto entre las manos del animal. ¡Por muy mal que se interpretara un caracal, el resultado final nunca podría ser ese! Otro punto en el que disiento de la opinión expresada por López Piñero es en el de la valoración artística de algunas de las figuras. El autor considera que Bru ofrece estampas originales sobre ejemplares naturalizados que representan individuos concretos, con sus particularidades e incluso con sus defectos. Fundamenta en esa fidelidad de Bru hacia el objeto real su valía como dibujante naturalista, y lo reivindica frente a otros muchos que solo perpetuaban en el tiempo modelos ya publicados. Considera algunas de sus láminas, como la de la gacela (lámina XVIII), incluso «mejores que las del tratado de Buffon» (López Piñero, 1996, 64). Sin embargo, la afirmación carece de sentido puesto que la gacela de Bru es precisamente una fiel reproducción del grabado publicado en el duodécimo volumen de la Historia Natural de Buffon, aparecido en el año 1764 y ampliamente consultado por los naturalistas de toda Europa.34 Una filiación directa con la obra del francés se puede percibir del mismo modo en las representaciones del tapir o anta35 o de la cebra,36 entre otros. No todos los dibujos de Bru están, por lo tanto, copiados del natural. En cierta medida, ese proceder explica la disparidad de estilos y calidades, más que evidente en la obra. Una heterogeneidad que también se observa en el nutrido número de láminas adicionales que se conservan, material gráfico que nunca se llegó a publicar con texto. Las imágenes, reproducidas en la obra de López Piñero (1996, 226-260), transmiten

34 La referencia exacta del grabado es: Buffon. 1764. Histoire Naturelle, générale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi. Tome douzième. Página 256, lámina XXIII. 35 Buffon. 1764. Histoire Naturelle, générale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi. Tome onzième. Página 448, lámina XLIII. 36 Buffon. 1764. Histoire Naturelle, générale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi. Tome douzième. Página 20, lámina I.

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una mayor pericia en el dibujo de peces mientras que las aves, con algunos ejemplos a la cabeza como el búho blanco (López Piñero, 1996, 257) o el ánade moñudo (López Piñero, 1996, 258), más bien parecen propias de tratados medievales. Sin duda, Bru no era un buen dibujante. Del mismo modo, no todas las descripciones atribuidas a Bru le pertenecen. Hacer un estudio exhaustivo de su obra, en mi opinión sobrevalorada, es algo que se escapa al objetivo del presente trabajo, pero esa falsa autoría de algunos textos no se puede pasar por alto. Baste con un ejemplo ilustrativo. Los párrafos dedicados al gato cerval, hoy más conocido como lince (Bru, 1784, 65-66), son una simple traducción directa de la descripción que Buffon hace del mismo animal en su Historia Natural,37 algo que el valenciano únicamente reconoce veladamente al decir que el animal descrito por Buffon tenía «cinco dedos en las manos y cuatro en los pies», pero que silencia al describir el resto de la morfología y de las costumbres del felino. ¿Qué ejemplar de lince tuvo Bru ante sus ojos? ¿Un esqueleto? ¿Un cráneo? ¿Una piel naturalizada? Imposible saberlo puesto que su descripción no es más que una traducción de un texto publicado con anterioridad, explicación prestada que se ilustra con una lámina que no es sino una torpe versión de la incluida en la obra del francés, sin ningún género de duda, de mayor calidad.38 En consecuencia, la publicación que nos ocupa solo puede ser empleada de manera orientativa, lo que no deja de resultar de una gran utilidad. Según el texto de Bru, no todos los animales del Gabinete estaban disecados, sino que algunos, sobre todo los ejemplares teratológicos o monstruosos, se conservaban en espíritu de vino: Esta que aquí se demuestra (se refiere a una liebre con dos cuerpos) es copiada y medida por el original que está puesto en un frasco con espíritu de vino para su conservación (Bru, 1784, 11).

Sin embargo y aunque en general no se especifique, todo hace suponer que la mayor parte de los ejemplares estaban disecados:

37 Buffon. 1761. Histoire Naturelle, générale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi. Tome neuvième. Página 242. 38 Buffon. 1761. Histoire Naturelle, générale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi. Tome neuvième. Página 258, lámina XXI.

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Vivió como un mes, y usaba de las dos bocas para mamar. Ha más de dos años que se conserva bien disecado en el Real Gabinete (dice al referirse a un ternero con dos cabezas) (Bru, 1784, 53).

Algunas de las especies que aparecen en el libro de Bru estaban incluidas en el catálogo sistemático de Dávila. Es el caso del ave que el director del Gabinete llama en francés Paille-en-cul de l’Île de France (Franco Dávila, 1767, 490) y que el valenciano denomina cola de junco (Bru, 1786, 1-2), hoy conocido como rabijunco, un ave marina que, efectivamente, habita en la isla de la Reunión, antigua Île de France. En su texto Bru apunta la presencia de «dos en» ese «Real Gabinete que se» conservaban «preparados muchos años hace». El cardenal, especie de pájaro de la que Dávila dice poseer un macho y una hembra (Franco Dávila, 1767, 491), podría ser otro ejemplo del mismo caso. Por la descripción y el dibujo de Bru (Bru, 1786, 57-58), se trataría de ejemplares del género Paroaria (Hoyo et. al., 2011, 642). Entre los mamíferos, la única correspondencia exacta es la del pangolín (Bru, 1784, 33-34), también llamado diablo de Java en el catálogo de Dávila (Franco Dávila, 1767, 498). Mucho más numerosas son las correspondencias parciales, es decir, especies descritas por Bru que en la colección de Dávila estaban representadas por partes aisladas del cuerpo del animal, no por ejemplares completos. Es el caso de los tucanes, de los que el valenciano cuenta hasta siete variedades diferentes que «se irán dando a la estampa por ser tan hermosas» (Bru, 1786, 28). En París, Dávila solo tenía dos picos y una piel (Dávila, 1767, 491). La gacela (Bru, 1784, 41-42) y el reno (Bru, 1784, 37-39), dibujados de cuerpo entero en las láminas de Bru, estaban representados por sus astas en el primitivo gabinete (Dávila, 1767, 495-498). Tal vez, esa carencia del animal completo justifique el hecho de que, a la hora de dibujarlos, Bru copiara de las publicaciones a su alcance. Sin embargo, el caso del tapir (Bru, 1786, 3-4), especie de la que se nos dice que en el Real Gabinete había preparados un macho y una hembra que, procedentes de Portugal, vivieron una temporada en la casa de fieras, contradice en parte esa suposición. Los cuerpos de los tapires estaban, supuestamente, al alcance de su mano pero Bru prefirió copiar el grabado de la obra de Buffon. Con excepción de los pocos casos antes reseñados, la mayor parte de las aves y mamíferos que conforman la colección de láminas de Bru no aparecen en el catálogo sistemático de Dávila. La pista sobre su procedencia nos la da el autor mismo en el prólogo del segundo volumen de su obra:

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En la explicación de algunas láminas del primer tomo se olvidó expresar cuáles eran los animales que han estado vivos en la casa de fieras del Buen Retiro, o en otros Sitios Reales; los que han criado en ellos, aunque viniendo de países de clima muy diferente al nuestro; los que son indígenas de España; las aves que solo vienen de paso, y que permanecen unas durante el verano, otras el invierno; las que se han naturalizado en la Península, en nuestras Islas, en las Américas etc. (Bru, 1786, prólogo).

Para enmendar su olvido, el disecador pasa revista al origen de los ejemplares de los que trató en su primer volumen y deja claro que, a la hora de enriquecer las colecciones, la Corona había sido la principal benefactora. Durante el reinado de Carlos III, los Reales Sitios se convirtieron en parada obligada para muchos animales exóticos que, desde las numerosas posesiones ultramarinas de España, habían sido enviados hasta Madrid. De forma significativa, muchas de esas especies figuran en la nómina que Dávila redactó para todas aquellas personas que se encontraban en posición de remitir ejemplares de fauna exótica a la metrópoli, por lo que todo apunta a que, siempre que resultaba posible, los ejemplares se embarcaban vivos con destino a los puertos de la Península. Tras su muerte, tan peculiares inquilinos pasaban a engrosar las colecciones del Real Gabinete (Gómez-Centurión, 2011, 78). Los ejemplos referidos por Bru son numerosos: los renos lapones del Real Sitio de San Ildefonso;39 las chotabetas o ciervos ratón de Java40 que acompañaban al monarca durante sus desplazamientos y de los que Bru dice que «no hay animal más familiar ni cariñoso» (Bru, 1784, 23); el león, el leopardo y el águila coronada de la Real Casa Leonera de El Retiro;41 los avestruces, las pintadas, los loros, la garzota de África, el rey de los zopilotes, el pájaro soldado o el pájaro piedra de los corrales y pajareras de El Retiro y de la Casa de Campo;42 o el oso hormiguero u osa palmera que vino de América en 1776, una de las mascotas preferidas del rey, inmortalizada tras su muerte en un magnífico cuadro

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Para mayor información consultar Gómez-Centurión, 2011 (páginas 135 a 138).

La historia de los ciervos ratón (Tragulus javanicus) en los Reales Sitios la cuenta GómezCenturión (2011, 390-393). 40

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Sobre la Real Casa Leonera ver Gómez-Centurión (2011, 83-110).

Para obtener información sobre el corral de los avestruces ver Gómez-Centurión (2011, 114120). Sobre el resto de las aves, ver Gómez-Centurión (2011, 215-259). 42

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conservado en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (Mazo Pérez, 2006) y recientemente atribuido a la paleta de un joven Goya (1746-1828), todavía alumno en el taller de Mengs (1728-1779) (Jordán de Urríes y de la Colina, 2011). Un segundo ejemplar de la misma especie llegó a Palacio en 1788 como regalo del gobernador del Consejo de Indias (Gómez-Centurión, 2011, 94). A falta de una atribución precisa, es muy posible que ese segundo oso hormiguero sea el ejemplar joven naturalizado que a día de hoy integra las colecciones del Museo, lo que le convertiría en una de las pocas obras conservadas de Bru. El animal retratado por Goya es mucho mayor, de treinta meses de edad según consta en la propia tela, y su imagen no corresponde con la corpulencia y forma del ejemplar que ha llegado hasta nosotros. La única atribución cierta que se puede hacer a Juan Bautista Bru como taxidermista es la del elefante indio que murió en Aranjuez a finales de 1777. Sus grabados, tanto del animal reconstruido como de su esqueleto montado (Bru, 1786, láminas LIV y LV), reproducen fielmente el aspecto de los objetos reales, por lo que, en este caso, no hay duda de que sí que fueron realizados a partir del natural. El paquidermo se yergue sobre sus cuatro patas simétricamente colocadas y mantiene la trompa elevada y la boca abierta, como dispuesto a lanzar un barrito. Los colmillos originales se montaron sobre el esqueleto puesto que se trata de un par de piezas dentarias, unos enormes incisivos de crecimiento continuo desarrollados en defensas que, junto con la trompa, caracterizan al grupo de los proboscídeos. Los del animal disecado se tallaron en madera en sustitución de los originales. La historia del ejemplar, el llamado «elefante grande», ha sido contada por Mazo Pérez (2008, 10-18) y Gómez-Centurión (2011, 160-165). El animal murió en el Real Sitio de Aranjuez durante el mes de noviembre de 1777. Enseguida se dio parte a Dávila para que el disecador del Gabinete se desplazase hasta allí. Mientras tanto, y habida cuenta del tamaño de la bestia, «el gobernador mandó que lo abriesen hasta ver lo que el rey disponía».43 Como el monarca manifestó su deseo de conservar tanto la piel como el esqueleto, y por si al disecador no le diera tiempo a llegar, se dispuso «la disección conservando enteros la piel, los huesos, la cabeza y patas y ejecutando la maniobra

Todas las citas textuales en el relato de la historia del elefante indio proceden del expediente original (ACN, Catálogo de documentos del Real Gabinete de Historia Natural, 1752-1786, nº 469). La ortografía del documento ha sido corregida de acuerdo con las normas actuales. 43

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según las reglas que diese el cirujano principal del Sitio».44 Bru llegó dentro de plazo y mantuvo informado al director de toda la operación: (…) el jueves fui al cortijo a ver el elefante, y en continente se empezó a disecar el viernes. Se descarnó y se limpió de toda la carne (…) los huesos se están cociendo y limpiando, esto es obra de algún cuidado. Tengo hecho un dibujo, contadas sus medidas e igualmente voy trabajando otras de su anatomía para la colocación de los huesos.45

El montaje, que se inició el 17 de noviembre de 1777, ya estaba concluido el 11 de febrero del año siguiente. En esa fecha, Dávila solicitó que algún arquitecto inspeccionase la sala en la que se iban a instalar las dos partes del mismo animal para evitar cualquier susto ocasionado por el peso de los objetos, aunque el director confiaba en que este no fuera «de mucha entidad por haber socavado el bulto de madera cuanto ha sido posible».46 Efectivamente, el armazón sobre el que más tarde se colocó la piel curtida se realizó en madera. El proceso fue coordinado por el escultor francés Roberto Michel (1720-1786), autor entre otras obras de los populares leones de la fuente de La Cibeles, que trabajó en España para la Corona y fue profesor de escultura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Él mismo cuenta que, en realidad, fue su hermano Pedro, su ayudante en la Academia, el que se encargó del trabajo. Invirtió cincuenta y dos días completos y contó con la ayuda de dos oficiales que cobraron un total de ochenta y nueve jornales. El monto total de la operación, hasta que la escultura quedó lista para ser revestida con el pellejo, ascendió a 5.316 reales de vellón.47 El ejemplar, junto con su esqueleto montado, hoy permanece en perfecto estado y se puede admirar en las salas del Museo. Indiscutiblemente, se trata de una de las joyas mundiales de la taxidermia científica, de enorme valor histórico, científico y patrimonial. El elefante asiático de Madrid es incluso más antiguo que el famoso rinoceronte indio de Luis XV, con frecuencia considerado como la primera naturalización de un mamífero de gran porte. El 44

Misma signatura.

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Misma signatura.

46

Misma signatura.

47

Misma signatura.

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exótico animal sobrevivió a la Revolución en la Ménagérie o Casa de Fieras de Versalles, aunque al final acabó muriendo, en 1793, como consecuencia del pinchazo que algún desalmado le causó con un sable (Rookmaaker, 1983). La disección meticulosa del enorme corpachón la realizó el célebre anatomista francés Félix Vicq d’Azyr (1748-1794). Como en Madrid, el cuerpo único se desdobló en dos mitades. El esqueleto se conservó montado en las colecciones de anatomía comparada donde, más tarde, sería estudiado por Georges Cuvier (Cuvier, 1804a), mientras que la piel se naturalizó, utilizando como soporte para la estructura un enorme barril de vino. Quien hoy se acerque hasta el museo francés podrá admirar tanto la osamenta como la piel montada aunque, eso sí, algo más distantes entre sí que sus equivalentes madrileños. La primera se encuentra en la Galerie d’Anatomie Comparée, mientras que la segunda forma parte de la exposición permanente de la Grande Galerie de l’Évolution del Jardin de Plantes. Además del elefante, queda constancia de que Bru naturalizó otros animales para el Real Gabinete. Por ejemplo, en una carta que el disecador dirige a Dávila, le cuenta cómo durante su estancia en Aranjuez para ocuparse del cadáver del paquidermo, el gobernador del Real Sitio le entregó para que los montara la piel y los huesos de una cíbola, una hembra de bisonte americano que había muerto allí tres años antes.48 Además, son numerosas las cartas de Dávila en las que se menciona la compra de ojos esmaltados en París para los montajes de aves.49 Sin embargo, la pericia de Bru como disecador no sale bien parada tras la lectura de esa documentación. En un intercambio epistolar entre Dávila y Bernardo de Iriarte (1735-1814), oficial mayor de la Secretaría de Estado, el director del Real Gabinete se lamenta del estropicio que Bru había causado al tratar de disecar un pingüino, entonces llamado pájaro niño, un ejemplar de enorme interés para la colección. Iriarte le responde en estos términos: Si Bru no prepara bien los pájaros, no se sirva Vd. de él. Me parece (como a Vd.) que tiene poca cabeza, que habla mucho y que es un embrollón. Es valenciano y eso le basta.50 48 Misma signatura. La historia de la cíbola en Aranjuez está contada en Gómez-Centurión (2011, 138-139).

ACN, Catálogo de documentos del Real Gabinete de Historia Natural, 1752-1786, nº 125, 128, 131, 133, 152, 153, 154, 192, 195). 49

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ACN, Catálogo de documentos del Real Gabinete de Historia Natural, 1752-786, nº 133.

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El legado material de Bru en el Museo también está presente en los montajes osteológicos que realizó, entre los que ya se ha referido el del esqueleto del elefante muerto en Aranjuez. Sin embargo, el que más fama le acarreó fue el del famoso megaterio, un pariente desaparecido de los perezosos actuales, primer mamífero fósil reconstruido en la historia de la ciencia. El levantino realizó diversos dibujos de los huesos del animal y ensambló la complicada osamenta que llegó fragmentada al Real Gabinete en 1789, procedente de Argentina. Debido a su naturaleza, el perezoso gigante y su historia no serán tratados aquí. La bibliografía sobre el tema es numerosa y se puede obtener abundante información en Garriga (1796), López Piñero (1996, 85112) y Pimentel (2010), autor que nos propone un completo y ameno relato en el que estructura y detalla un análisis cruzado entre el animal que nos ocupa y una de las especies más emblemáticas del imaginario colectivo, fuente de leyendas, creencias y admiración, que ya ha sido citada en este estudio: el rinoceronte. A Bru le sucedió en el puesto de disecador el francés Pascal Moineau, personaje que ha dejado poca y nefasta huella en el archivo y la memoria del Museo. Sobre todo es recordado por haber coordinado el saqueo del Real Gabinete por las tropas galas, en 1813, y por haber abandonado la institución con el botín. El material fue más tarde restituido y el propio Moineau fue, curiosamente, readmitido en 1824, un acto que, como comenta Emiliano Aguirre en su introducción a la reedición de la obra de Agustín J. Barreiro, tuvo que dejar perplejo e indignado a más de uno (Barreiro, 1992, 37). Queda constancia de que, tras su vuelta, dirigió una escuela de taxidermia en el propio Museo (Solano y Eulate, 1871, 13). Hasta el día de hoy no se ha identificado ningún animal preparado por él en las colecciones del centro.

UN PRIMER PASEO POR EL GABINETE DE LA MANO DE JUAN MIEG En noviembre de 1819, aunque con fecha en portada de 1818, Juan Mieg (1780-1859) publicaba su Paseo por el Gabinete de Historia Natural de Madrid. Unos años más tarde, en 1821, como complemento a su obra, publicó una Colección de láminas para servir de suplemento a la obrita anterior, aportaciones

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ambas de enorme interés que recientemente han vuelto a ver la luz en una edición facsímil que incluye tanto el Paseo (Mieg, 2009a) como la Colección de láminas (Mieg, 2009b). Este peculiar personaje, nacido en Suiza y afincado en España, del que se puede encontrar amplia información en los trabajos de Reig-Ferrer (2009 y 2010), en la portada del primer libro se identifica como «profesor de física y química en el Real Palacio» y como «director del real gabinete de física» en la del segundo. Sin embargo, por el contenido de su obra, no cabe duda de que además era un gran conocedor de las ciencias naturales, en especial de la zoología, disciplina a la que dedica la mayor parte de sus textos. De hecho, un año antes de ver la luz su Paseo, Mieg ya había publicado una Instrucción sobre el arte de conservar los objetos de Historia Natural en la que expone su inquietud al comprobar que: Al recorrer las galerías de un museo justamente célebre (se refiere al Real Gabinete), aunque incompleto y sin orden bajo muchos respetos, echa de menos el amigo de las ciencias dos cosas principales. Primera, el no ver establecido curso público de zoología, y segunda, el que no tengamos siquiera un libro elemental de historia natural, que pueda hacer conocer a los jóvenes los primeros elementos de esta ciencia (Mieg, 1817, 15).

En esa misma obra, Mieg da detalladas informaciones escritas en español acerca de la manera de conservar los restos de los animales, por lo que el autor es el primero en abordar el tema de la taxidermia científica en España. Su texto incluye la fórmula magistral del jabón de arsénico de Bécoeur (alcanfor, óxido blanco de arsénico pulverizado, jabón, carbonato de potasa y cal en polvo) (Mieg, 1817, 36), además de toda una serie de consejos sobre la manera de desollar los restos, curtir las pieles y armar los cuerpos de las aves y reptiles, sin hacer referencia expresa a los mamíferos (Mieg, 1817, 35-60). Debido a que Mieg no trabajó en el Gabinete preparando ejemplares, el análisis de su obra no será abordado en este trabajo.51 Sin embargo, los comentarios que recogió en su Paseo por el Gabinete de Historia Natural nos

Un cuidadoso comentario de la obra se puede consultar en el blog Taxidermidades: Pérez Moreno, S. Juan Mieg. Autor del primer tratado de taxidermia en español (consulta realizada en marzo de 2013). Disponible en http://www.taxidermidades.com/2012/07/juan-mieg-autor-del-primer-tratado-de.html. 51

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aportarán una rica información acerca de lo que los visitantes encontraban al recorrer los locales de esa institución. Lo que el autor se propone con su Paseo es relatar una supuesta visita guiada por el Real Gabinete para instrucción del público en general. En cierta medida trata de colmar esa laguna del conocimiento sobre la que él mismo había llamado la atención. La vocación de su escrito no es científica, sino divulgadora, y para lograr su efecto adquiere la forma de un enriquecedor diálogo establecido entre un alumno neófito y un experto profesor, que le orienta y adoctrina con sus explicaciones. La iniciativa fue estrictamente personal y ajena a la dirección del centro. De hecho, habla de lo que va descubriendo como un visitante más y no solicita un acceso privilegiado a las colecciones para poder describirlas con mayor detenimiento y detalle. Él mismo cuenta cómo, en determinados casos, los ejemplares de las estanterías superiores de las salas más oscuras se han tenido que «adivinar» más que determinar, por lo que solicita ayuda a los futuros lectores instruidos para enmendar los errores y les ruega le mantengan informado de cualquier modificación que se tenga que incluir en el texto. Son varios los extractos de su obra que hacen referencia a esa imprecisión: En el cuarto estante observo en la parte anterior, además de algunas gacelas, un animal bastante singular y problemático, cuyo rótulo dice: carnero con piel de ciervo, pero se parece más bien a un ternero o a una cierva (Mieg, 2009a, 113). Volvamos ahora hacia la entrada, para ver con el mismo orden si estos cinco estantes contienen algún objeto que merezca atención. Por desgracia están bastante oscuros, sobre todo este primero que está casi vacío (Mieg, 2009a, 141).

Además del de la mala visibilidad, otro de los inconvenientes que Mieg refiere es el de la ausencia de nombres rigurosos en castellano en los rótulos: Si esta nomenclatura se tacha de vacilante o imperfecta, no es culpa mía, sino de la falta que tenemos de un diccionario científico o de alguna obra española de historia natural sistemática, y algo completa, en la que se haya procurado reunir y fijar los nombres vulgares que existen, castellanizando por así decirlo (como hizo Cavanilles respecto a la Botánica) los que falten, cuyo método se ha seguido en casi todos los idiomas vivos de Europa (Mieg, 2009b, 9-10).

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Más allá de los nombres latinos, decide incluir en su obra muchos nombres en francés para orientar a los visitantes no españoles, público para el que generosamente se propone como guía al dominar varias lenguas. El de la nomenclatura científica es pues uno de los muchos temas que discípulo y maestro irán abordando a lo largo de su visita: (Discípulo) ¿Por qué se da más importancia a los nombres latinos que a los vulgares? (Maestro) La razón es bien sencilla: es con objeto de poner precisión en la ciencia, para facilitar la comunicación entre los sabios de las diferentes naciones, y a fin de aliviar la memoria evitándole el trabajo de retener un número demasiado grande de voces superfluas. (…) Todas estas dificultades desaparecen con el auxilio de la terminología sencilla, expresiva y generalmente adoptada, que se debe principalmente al inmortal Linneo, y que no exige para ser entendida más que los primeros elementos de latinidad que todo hombre bien educado aprende en su juventud. De este modo el ilustre profesor Sueco ha llegado a ser la antorcha de todos los naturalistas que existen en la superficie del globo. (…) Quizás me he extendido demasiado sobre una cosa tan sencilla y evidente para las gentes instruidas, pero que choca ordinariamente a todos los principiantes. Me lisonjeo de que en adelante sabrá Vd. responder a los que le hagan objeciones sobre este punto, y se inclinen a confundir una terminología científica, fruto de la reflexión y del genio, con el resultado de una pedantería ridícula e inútil (Mieg, 2009a, 89-92).

La claridad de los textos, la frescura y agilidad del diálogo entre los protagonistas y la actualidad que entonces tenían los temas tratados, hacen que la obra de Mieg sea una lectura muy recomendable para cualquier persona interesada en la historia de las ciencias naturales y justifican el que aquí se transcriban literalmente fragmentos completos. Más que suponer un abuso, lo que se pretende es concederle el honor de que, de nuevo, sea él quien nos guíe por las salas de lo que fue el Real Gabinete tras el final de las guerras napoleónicas y la llegada de Fernando VII al trono de España. Mieg en ningún momento oculta su intención de ocuparse únicamente de la zoología, por eso, tras decirnos que la entrada al Gabinete estaba flanqueada por dos mandíbulas de ballena (Mieg, 2009a, 17), nos comunica que pasará de largo por la primera sala, dedicada a los minerales, para detenerse largo rato en la segunda, la de las aves. Esa información delata cambios en

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la organización de la circulación por el palacio de Goyeneche, pues al primer Gabinete se accedía directamente por los salones de zoología. En el recorrido de Mieg se pasa de esos dos primeros espacios, consagrados a los minerales (sin describir) y a las aves (paseo I), a las salas de mamíferos (paseo II), reptiles e insectos (paseo III) y peces, moluscos y zoófitos (paseo IV), finalizando en la sala de botánica, no por su interés por las plantas, sino porque en ella se exponían el elefante indio de Bru y unas cuantas focas (Mieg, 2009a, 159). Durante todo el recorrido insiste en la escasez del espacio disponible, un mal que a partir de entonces se volverá crónico en la institución: Todos estos inconvenientes son producidos por la falta de espacio, de luz, y de otros muchos vicios que se encuentran en la construcción primitiva de las salas del antiguo gabinete; lo que podrán conocer muy bien las personas que lo hayan comparado con los bellos museos de historia natural de París y de Londres (Mieg, 2009b, 4).

Además de sobre la estrechez, el maestro no deja de alertar al discípulo sobre la escasez de las colecciones del Real Gabinete que, en conjunto, dejaban mucho que desear: (Discípulo) Me ha dicho Vd. al entrar que esta colección de aves estaba muy incompleta. Esto puede ser cierto en cuanto a las especies; pero me parece que no faltan muchos géneros. (Maestro) Así le parece a Vd. porque nunca ha visto gabinete más completo, y se olvida de las numerosas aves descritas en Buffon y otras obras. (…) Puedo además citarle a Vd. otros muchos géneros notables de aves que no se hallan aquí, y que podrá Vd. luego buscar en los libros. Tales son sobre todo los géneros Trogon, Parus, Diomedea, Phaëton, Palamedea, Psophia, Mycteria, Alca, Buceros, Rhyncops, Cancroma, Recurvirostra etc. Sin hablar de un gran número de especies importantes (Mieg, 2009a, 87 y 88).

Más adelante, al finalizar la sala de los mamíferos, hará una reflexión similar para llamar la atención sobre la ausencia en el Real Gabinete de animales ya suficientemente conocidos y populares como la jirafa, el hipopótamo, el tigre, el búfalo, el alce, la babirusa, el castor, el jabalí africano o facóquero, el canguro, el gamo, el chacal o el ornitorrinco, última novedad en los museos de Londres y de París (Mieg, 2009a, 159). Con todo, y pese a la inexcusable

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pobreza de las colecciones, el maestro no deja de informar a su discípulo sobre el innegable interés de cualquier colección zoológica. Y lo hace con una envidiable soltura que pone de relieve las cualidades literarias de Mieg: (Maestro) Dice Vd. que el ver un gallo no merece la pena de venir al gabinete de historia natural: aunque esto sea verdad en el fondo, no debe inferirse de aquí que sea inútil reunir en una colección de esta especie los animales que vemos todos los días alrededor de nosotros, ni que sea menos importante su estudio que el de los demás seres. Nuestro primer cuidado debe ser, a lo que entiendo, estudiar la organización y hábitos de los animales que nos rodean, porque tienen sobre nuestro bienestar una influencia mucho más notable que los seres extraños, y porque sería ciertamente fuera de razón el conocer mejor la historia del avestruz, por ejemplo, o la de la mona, que la del gallo o del perro (Mieg, 2009a, 33).

Y es así cómo, a partir de lo que hay, el maestro da inicio a la formación de su discípulo mientras deambulan por las salas. Lo hace movido por una firme creencia en la existencia de una naturaleza bienhechora y justa con sus criaturas, de una armonía natural, un sentimiento compartido por los naturalistas de la Ilustración y magistralmente expresado en la obra del escritor y naturalista francés Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814) (Pimentel, 2003, 293-328). En respuesta al desagrado que las aves carroñeras y rapaces producen en el joven alumno, temeroso de verlas proliferar hasta el punto de amenazar al resto de los animales con su voracidad, el mentor responde: Cuanto más adelante Vd. en este estudio, más se convencerá de esta verdad grande y consoladora: que todo en la naturaleza tiene su objeto y su utilidad, aunque a veces no pueda concebirlo nuestro limitado entendimiento, y que en general el mal que hacen los animales es inferior con mucho al bien que traen al hombre. (…) La sabia Providencia ha dispuesto las cosas de tal modo, que las aves grandes que en general son las menos útiles y las más glotonas, sean menos fecundas que las pequeñas, que por lo común dan más provecho y cuestan menos de mantener. También se observa con bastante generalidad, que en igualdad de circunstancias está la fecundidad de los animales en razón de la multiplicidad de sus enemigos. Así por ejemplo, que las águilas grandes que tienen pocos enemigos que temer, pero que hacen la guerra a los demás animales,

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no ponen más que dos o tres huevos, mientras que el paro azul pone a las veces hasta veinte, pero también está este pájaro indefenso por decirlo así, y ocupado continuamente en exterminar una caterva de insectos dañinos. Si esta ley sufre excepciones, son otras tantas pruebas de la bondad y sabiduría divinas. De este modo una ave bastante gruesa, pero muy útil, la gallina, es muy fecunda (Mieg, 2009a, 43-45).

Los conocimientos de zoología de Mieg quedan fuera de toda duda. La visita dramatizada al Gabinete le da pie para definir con precisión qué es un rumiante o para marcar claramente las diferencias estructurales entre las cuernas de los cérvidos y los cuernos de los bóvidos (Mieg, 2009a, 97). No deja de señalar los errores en los que repara, como el de un rótulo que identificaba a un puma como un leopardo (Mieg, 2009a, 100 y 101), confusión que ya aparecía en la obra de Bru (Bru, 1786, 23-24 lámina XLVII) y que, por lo visto, no se había corregido. Esa honestidad de Mieg, como veremos después, no fue del agrado de los responsables del Gabinete. En su afán de precisión, Mieg desmonta falsas creencias en relación con los animales, como la de que las mangostas roen las entrañas de los cocodrilos dormidos (Mieg, 2009a, 147-148), aunque bien es cierto que perpetúa otras, curiosamente de especies mucho más cercanas: (…) cuando las pulgas la incomodan (se refiere a la zorra), toma en la boca un pequeño manojo de musgo, después se mete por detrás muy lentamente en el agua, elevando cuanto puede la cabeza: cuando todas las pulgas se han reunido en el musgo, como que es el único refugio seco, lo deja caer en el agua y se escapa (Mieg, 2009a, 105).

Más allá del ámbito de la zoología estricta, Mieg hace incursiones en otros asuntos que dejan traslucir la idea que entonces se tenía de los animales, que nos aclaran la noción de la animalidad en un tiempo en el que muchas preguntas acerca de la naturaleza de esos seres tan cercanos permanecían sin respuesta. Al abordar el pensamiento racional del ser humano, el maestro hace esta curiosa reflexión: Esto a la verdad es una felicidad para nosotros, porque si los animales supiesen encender fuego, quemarían probablemente nuestras selvas y habitaciones.

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Los monos causan bastantes estragos en los plantíos, y no es tampoco raro verlos sitiar en grandes cuadrillas los lugares pequeños, destruir los techos de las cabañas, y robar las provisiones de los pobres habitantes. Muchos negros miran a los monos como una nación extranjera, cuyos individuos no quieren hablar porque no se les precise a trabajar (Mieg, 2009a, 126).

Pese a formar todos parte de una misma naturaleza, la superioridad del ser humano, al menos de aquellos de piel más pálida, quedaba fuera de toda duda. Los indudables progresos en el conocimiento científico del reino animal en ningún momento anulaban la supremacía de la obra más perfecta de la Creación. El siguiente debate acerca de la hibernación de algunas especies resulta más que revelador al respecto: (Maestro) Durante este extraordinario sueño la circulación de la sangre, la respiración, las secreciones de todas las clases, y todas las demás funciones animales se encuentran sumamente debilitadas, y el calor de la sangre, que en las circunstancias ordinarias asciende hasta cerca de treinta grados, no se halla en este caso más que alrededor de diez grados encima de cero. De lo que se deduce que en una época en que a la verdad no hay ni movimientos, ni calor, ni transpiración, ni ninguna otra secreción sensible, muy poco debe ser necesario para reparar las continuas pérdidas, y de consiguiente para mantener esta especie de media vida. Puede decirse que muchos de estos animales viven a expensas de su propia grasa: así se observa constantemente que si están muy gordos a la entrada del invierno, se encuentran sumamente flacos cuando despiertan. (Discípulo) ¿La Providencia no hubiera hecho un bien al hombre concediendo este sueño bienhechor a aquellos a quienes las necesidades del invierno, o las de otras circunstancias, constituyen muchas veces en un estado miserable? (Maestro) Disimulo esta reflexión, porque no es Vd. el primero que la ha hecho, y probablemente no será tampoco el último. Este asunto ha ocupado también en largas discusiones a hombres muy instruidos, lo que prueba la certeza de lo que decía antiguamente Cicerón: que no hay nada por absurdo que sea que no haya salido de la cabeza de un filósofo. Voy a participar a Vd. lo que debe responder a propósito a aquellos que están tan poco instruidos que hacen esta reflexión seriamente. Vd. ha olvidado, amigo mío, que para el desarrollo moral del hombre el tiempo es la cosa más preciosa, y que las necesidades del invierno nos presentan también frecuentes ocasiones de aliviar a nuestros

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semejantes, y por consecuencia de ejercer de este modo la primera de las virtudes que deben adornar a un cristiano, que es la caridad, que esta misma época desenvuelve muchas veces las adormecidas fuerzas de una industria útil a la sociedad humana; en fin que si el cuerpo humano tuviese una organización a propósito para invernar, el sabio, el hombre virtuoso, el útil y el rico, deberían estar sometidos a esta ley así como también el pobre, el vicioso etc. No debemos pues envidiar este sueño bienhechor a los animales, y debemos regocijarnos de ser hombres, dotados de una inteligencia y superior previsión de las necesidades (Mieg, 2009a, 144-146).

Y un buen ejemplo de que no todos los hombres son virtuosos nos lo da él mismo. Es un curioso apunte sociológico que habla de lo cotizadas que estaban las producciones naturales en aquel entonces y de cómo, donde hay interés y recursos, hay también engaño: Es muy útil saber que existen también monstruos facticios, que los comerciantes de curiosidades de historia natural saben fabricar con bastante perfección, ya con el auxilio del hilo y aguja, ya con el de sus navajas y pinceles. Así es como cortan algunas veces la cola y las orejas a los monos, ratones u otros animales conocidos: además les arrancan dientes, y cambian sus colores; todo con el fin de poderlos vender por especies nuevas a los que desean esos objetos, dándolos muchas veces patria y nombres que ni Linneo ni Cook han oído ni visto jamás. Con la idea de que Vd. no crea que los profesores instruidos están exentos de ser engañados por estos diestros bribones, citaré un ejemplo notable que puede al mismo tiempo serle a Vd. útil en caso que quiera consultar la antigua edición de Buffon. La especie de oso hormiguero descrita por Buffon, bajo el nombre de tamandúa rayada, fue reconocido después de la muerte de este célebre naturalista por un coatí, animal de América, al que habían arrancado los dientes y añadido el color propio de su pelo en unas bandas oscuras (Mieg, 2009a, 101-102).

Además de la riqueza y profundidad de las informaciones que aportaba y del carácter lúdico de su lectura, la obra de Mieg pretendía ser una auténtica guía de visita, llena de referencias topográficas para que los visitantes supiesen dónde estaban en cada momento y qué ejemplares tenían al alcance de su vista. Así, al referirse a un extraño mamífero de largo hocico y pelo espeso, el maestro nos dice:

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Es un oso hormiguero, que volveremos a ver más distintamente en otro estante. Es el mismo que ve Vd. pintado encima de la puerta (Mieg, 2009a, 113).

La osa palmera de Carlos III y el cuadro que de ella se pintara permanecían en el Real Gabinete, además de otro ejemplar de la misma especie, posiblemente el de menor tamaño mencionado con anterioridad. Sin embargo, la buena voluntad de Mieg pronto se vio truncada por la decisión de los responsables del Gabinete de alterar el orden de las salas y la disposición de los objetos. El propio Mieg se lamenta en una nota incluida al final de su Paseo y duda de la buena voluntad de semejante mudanza. Más bien parece evidente que se trataba de un ajuste de cuentas motivado por la simplicidad con la que él había dado cabida en su texto a los errores y dificultades con los que se fue topando en su visita: (…) no pude prever que había de alterarse tan pronto el orden en que estaban distribuidos casi desde la fundación del Gabinete los diversos objetos de esta colección; esperaba por el contrario que permanecieran del mismo modo por algunos años más, a pesar de los muchos defectos que ofrecía a las personas instruidas su desordenada colección. Pero habiéndose frustrado hasta cierto punto mis esperanzas, por la novedad que de muy poco tiempo acá ha empezado a hacerse de mudar algunos objetos de una parte a otra (acaso por fines particulares), me considero en la obligación de advertirlo para que no se entienda que mi ánimo ha sido engañar al público; tanto más cuanto que hasta fin de octubre de 1819, en cuyo tiempo estaba casi completa la impresión de mi obrita, permanecía todavía la colección en el mismo orden en que va descrita (Mieg, 2009a, 511-512).

Con el fin de remediar en parte el desbarajuste ocasionado por los cambios de ubicación, Mieg decidió publicar una colección de láminas para facilitar la identificación de parte de los ejemplares, independientemente de su localización. Además, estaba convencido de que su contribución podía ser «de utilidad a los jóvenes que» tuvieran «algunos principios de dibujo y quisieran divertirse en iluminar las que al efecto se» habían estampado en un papel particular. (…) La experiencia ha demostrado que un objeto de historia natural que se haya dibujado una vez jamás se borra de la memoria (Mieg, 2009b, 7).

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El suizo en ningún momento pretendió apropiarse la autoría de la totalidad de las imágenes, sino que puntualmente aclaró que las figuras de los vertebrados estaban sacadas de los tratados de zoología publicados por Edwards, Schreber, Buffon, Bloch, Raesel, Lister o de las que aparecían en la Encyclopédie. Sin embargo, no dejó de precisar que «la mayor parte de los invertebrados indígenas» habían «sido dibujados teniendo a la vista» su «propia colección» (Mieg, 2009b, 7), un tanto más para este singular personaje puesto que esos son, precisamente, los dibujos que poseen una mayor verosimilitud.

UN JUEGO DE PALABRAS COMO COLOFÓN Con todo lo dicho, es evidente que, hasta los primeros decenios del siglo XIX, el Real Gabinete era un gabinete real, o si se prefiere, un auténtico gabinete. Ciñéndonos a la colección de aves y mamíferos, que pese a no ser la más nutrida no deja de ser representativa, el primitivo gabinete de Dávila presentaba unos contenidos que eran comunes en las colecciones del siglo XVIII (George, 1985). En esos tempranos repositorios del mundo natural, la mayor parte de los objetos referentes a esos dos grupos zoológicos eran partes, o producciones, de los animales que se podían preservar en seco sin ninguna dificultad, como los huevos y picos de aves o los cuernos y cráneos de mamíferos, como el de la babirusa, presente en el catálogo de Dávila, uno de los más buscados por sus sorprendentes colmillos curvados. Entre los últimos, la especie más frecuente era el armadillo, fácil de conservar por la estructura coriácea de su piel, mientras que las aves del paraíso, ausentes en el listado del ecuatoriano, lo eran entre las primeras. De cualquier forma, otras especies emplumadas de vivos colores, como colibríes, tucanes, tángaras o loritos sí que formaban parte de la colección, confirmando así la procedencia exótica de buena parte de los materiales, algo propio de esos primeros gabinetes (George, 1985). Una vez en Madrid, la colección fue creciendo poco a poco y de forma continuada. Ya hemos visto cómo el interés de los ejemplares que se iban incorporando se basaba sobre todo en su extrañeza, su escasez, su espectacularidad o en la curiosidad que despertaban en el ser humano, especialmente ávido de

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especies foráneas y seres monstruosos. Al pasar revista a las donaciones de la Corona, se ha comprobado cómo la mayor parte de las especies procedían de las lejanas posesiones españolas en ultramar y muy pocas de las cercanías de Madrid o de cualquier otro punto de la metrópoli. Por otra parte, y limitando al máximo los ejemplos, Dávila cita entre sus pertenencias un gatito con dos cuerpos y ocho patas (Franco Dávila, 1767, 499) mientras que Bru ilustra y describe una monstruosa ternera «ojanca» o cíclope (Bru, 1786, 33; lámina LII). Significativamente más tarde, en 1819, Mieg también nos deja claro ese interés por lo anómalo, por aquellos fenómenos naturales que en su deformidad parecen encerrar una buena parte de las respuestas a esas inquietantes preguntas que se agolpaban en la mente de los naturalistas de entonces al cuestionarse el origen de las formas vivas: (Discípulo) Suplico a Vd. ahora me diga lo que piensa acerca de esos dos monstruos bípedos que están colocados a derecha e izquierda en este mismo estante: en ninguno de mis libros he visto semejante figura. (Maestro) Ni yo tampoco, y dudo que en el orden natural exista sobre la tierra otro ser igual. Ningún naturalista ni viajero da noticia sobre él; concluyamos pues una de dos cosas, o bien que es una producción artificial hecha con un animal a quien el comerciante diestro ha cortado las extremidades anteriores; o lo que es más probable, que es un verdadero monstruo, esto es, una de aquellas conformaciones contra lo natural, de las que vemos ejemplos bastante frecuentes aquí y en otras partes (Mieg, 2009a, 110-111).

A través de esa apropiación de parte de la naturaleza en un espacio cerrado, de ese estudio de lo infrecuente, fueron surgiendo una serie de interrogantes pertinentes que poco a poco hicieron que la historia natural, en este caso la zoología, entrara en el ámbito de la especulación y la distanciaron de la mera descripción. Un grupo de mamíferos sin duda peculiar, el de los quirópteros o murciélagos, nos sirve de guía. Dávila cita uno en su catálogo de venta, un zorro volador de la isla de Santa Helena conservado en espíritu de vino (Franco Dávila, 1767, 498), del que no aporta ninguna descripción ni comentario. Bru no incluye ningún animal de ese tipo en su serie de láminas. Sin embargo, Mieg en su Paseo sí que les dedica espacio y atención. Más allá de enumerar y describir los que llenaban los estantes del Real Gabinete, se lanza en una reflexión acerca de su capacidad para orientarse por la noche.

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¿Cómo lograban esas bestias voladoras encontrar su camino en la oscuridad? ¿Por qué no tenían grandes ojos para hacerlo, como los búhos o los gatos? Para tratar de responder a esas preguntas trae a colación lo dicho por un físico de Ginebra, del que no aporta más datos, que experimentó dejando ciegos a varios murciélagos que, aun así, lograron esquivar obstáculos. Como explicación, el investigador en cuestión propuso la existencia de un supuesto «sexto sentido desconocido», aunque consideraba más probable que se debiera a «la extrema sensibilidad de que están dotadas la membrana nerviosa de las alas, y las carúnculas y tuberosidades de que se halla adornada la cara de la mayor parte de los murciélagos» (Mieg, 2009a, 132). No hacía mucho tiempo que Louis Jurine (1751-1819), el físico ginebrino del que habla Mieg, y Lazzaro Spallanzani (1729-1799), un naturalista italiano, habían finalizado los estudios que, por separado, habían realizado sobre la orientación de los murciélagos (Dijkgraaf, 1960). Su conclusión fue que era el oído, y no la visión, lo que les permitía desenvolverse en ausencia de luz sin toparse con los obstáculos. Mucho más tarde se supo que el mecanismo que les facilita desplazarse de esta forma es la llamada ecolocación, basada en la emisión y posterior recepción refleja de ultrasonidos. De cualquier forma, lo que interesa resaltar aquí es el profundo conocimiento de la actualidad científica que poseía Mieg y su capacidad para transmitirlo de una forma amena e instructiva. Afortunadamente, su aportación empieza a ser reconocida gracias a los trabajos de Reig-Ferrer (2009 a y b), tras haber sido comentada en el estudio que López Piñero dedicó a Bru, donde se dice que el librito (de Mieg) «es notable por su absoluto silencio acerca de los estudios científicos más directamente relacionados con el Gabinete» (López Piñero, 1996, 68-70). Mieg no trató de hacer una obra de ciencia, sino que desde un principio se planteó elaborar una guía didáctica de visita, algo que, desde mi punto de vista, logró con creces. Además, nos podemos preguntar si, realmente, en aquel momento se realizaban estudios científicos en el seno del Real Gabinete. No cabe la menor duda de que Dávila desempeñó una actividad como naturalista más que reseñable. La creación, organización y presentación de su gabinete marcaron las pautas para el futuro gabinete Real. Sistematizó el estudio de sus colecciones, identificó los ejemplares que las integraban, recopiló multitud de conocimientos acerca de las especies que poseía y los divulgó de forma precisa y actualizada en su catálogo. Sin embargo, nunca se

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lanzó a la actividad especulativa propia del pensamiento científico, basado en la proposición y refutación de hipótesis. Dicho de otra forma, por afición y por época, a Dávila le hubiera tocado describir especies nuevas y proponer cambios en las clasificaciones, algo que no hizo de forma consistente. Por su parte, Bru realizó montajes como los del elefante asiático y el esqueleto del megaterio, sin embargo tampoco especuló sobre el sentido biológico del material a su alcance. En el último caso, la primera contribución científica sobre el tema fue obra del naturalista Georges Cuvier (Cuvier, 1796) quien, eso sí, empleó para su estudio las láminas dibujadas por Bru. Más tarde, un español, José Garriga (1777-¿?), sacó a la luz la traducción del texto del francés e incluyó la cuidadosa descripción que Bru había hecho de los huesos durante el montaje de la gigantesca osamenta (Garriga, 1796). Sin embargo, la inquietud reflexiva que trasciende esa mera descripción corrió de nuevo a cargo del mismo autor extranjero. En 1804, Cuvier publicó un trabajo de anatomía comparada sobre la osteología de los perezosos e identificó definitivamente a la extraña bestia de Madrid como un perezoso gigante, ya extinguido, al que le atribuyó el nombre de Megatherium americanum (Cuvier, 1804). Todo hace pensar que, al menos de una forma sostenida y consciente, la actividad científica en zoología aún no había llegado al Real Gabinete cuando Mieg ideó su visita y todavía tardaría en llegar. En esa primera etapa, para el tipo de material que nos ocupa, las técnicas de conservación se iban perfeccionando poco a poco. En el gabinete de Dávila en París solo hay constancia de dos mamíferos disecados: un pangolín y un armadillo. En ambos casos se trata de pequeños animales recubiertos de gruesas escamas de queratina de origen epidérmico que, en el segundo, se asocian con huesos planos de origen dérmico constituyendo auténticos caparazones, al estilo de los más conocidos en las tortugas. Una piel de semejante naturaleza es fácil de conservar en seco. En el caso de las aves, son varias las que, pese a no decirse explícitamente, parecen estar disecadas en la colección de Dávila. El tratamiento y montaje de las pieles de este grupo de vertebrados ya era una práctica habitual para entonces. Algunas ilustraciones de tratados clásicos de ornitología, como los de Gessner y Belon, ambos de 1555, reproducen lo que sin duda son animales montados. De hecho, la primera referencia histórica de taxidermia aviar se remonta a 1522 y tiene acento español. Aquel año, recalaron en Sevilla cinco pieles curtidas de ave del paraíso que

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Juan Sebastián Elcano (1476-1526) había recibido como regalo en las Islas Molucas (Schulze-Hagen et. al., 2003). Una vez en Madrid, los documentos consultados atestiguan la actividad de Bru como taxidermista. Se ha mencionado el caso del elefante asiático como una joya histórica universal. Sin embargo, la técnica aún no estaba a punto y no siempre parecía funcionar. La pérdida del pingüino, que provocó el enfado de Dávila e Iriarte, no es el único ejemplo. En su colección de láminas, al referirse al flamenco, Bru nos dice que en el Real Gabinete se conservaba uno que remitieron desde Mallorca (Bru, 1784, 47). Sin embargo, Mieg lamenta la ausencia de esta especie en su visita (Mieg, 2009a, 88). La avoceta, ilustrada por Bru (Bru, 1786, 19) y extrañada por Mieg (Mieg, 2009a, 88) es otro ejemplo del mismo caso. Entre uno y otro parecen haberse perdido parte de las colecciones, tal vez debido a una preparación poco eficaz. De cualquier forma, no hay que pensar que esa torpeza fuera exclusiva de Bru y del ámbito madrileño. En 1749, en respuesta al rumor que corría por París de que Buffon y Daubenton (1716-1800) iban a publicar una magna obra detallando el contenido del Cabinet du Roi (el Real Gabinete de Luis XV), el físico y naturalista francés Réaumur (1688-1757) manifestó abiertamente sus dudas sobre el alcance del proyecto debido, entre otras cosas, a que la colección de aves no había sido bien preparada y la mayoría de los ejemplares no habían resistido el ataque de los insectos (Farber, 1977). El propio Réaumur había publicado poco antes un pequeño panfleto sobre el tema.52 La dificultad planteada por la conservación de las pieles que, cada vez en mayor número, se iban acumulando en los gabinetes de historia natural era pues uno de los grandes retos técnicos por resolver. Como ya ha sido dicho, la solución llegaría más tarde, con la comercialización del jabón de arsénico que el farmacéutico francés Bécoeur había creado. Fueron los taxidermistas del museo de París, sobre todo Louis Dufresne (1752-1832), los que lo popularizaron a partir de 1830. La mezcla de alcanfor, arsénico en polvo, jabón blanco, sal potásica y cal se convertiría en adelante en la fórmula magistral para conservar pellejos (Farber, 1977).

52 La contribución de Réaumur fue finalmente publicada en inglés, en 1748, con el título de Divers means for preserving from corruption dead birds, intended to be sent to remote countries, so that they may arrive there in good condition. Some of the same means may be employed for preserving quadrupeds, reptiles, fishes and insects. Philosophical Transactions of the Royal Society 45:305.

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En lo que respecta a la colocación de los animales en las salas, aparte de la repartición de los espacios atribuidos a los grandes grupos (aves, cuadrúpedos y producciones marinas), poco es lo que se puede deducir de la época DávilaBru. Por su parte, Mieg sí que aporta información al respecto y, aunque a veces resulte difícil seguirle en sus idas y venidas, deja entrever que los animales se agrupaban por criterios de similitud en sus morfologías. Por ejemplo, en la sala de las aves, el avetoro, la garcilla, la garceta, la grulla damisela y el zarapito se describen consecutivamente, lo que da una idea de su cercanía espacial y del criterio empleado para su reagrupamiento: todas ellas pertenecen al grupo de las aves zancudas propias de las zonas húmedas, caracterizadas por sus largas patas y su afilado pico (Mieg, 2009a, 30-31). En la sala de mamíferos el orden es más confuso, tal vez debido al considerable tamaño de buena parte de los ejemplares, que exigían condiciones especiales de almacenamiento. En un mismo estante enumera varias gacelas y un oso hormiguero (Mieg, 2009a, 113), o dos zorros, varios perros y una cebra (Mieg, 2009a, 114). Sin embargo, todos los monos aparecen agrupados en dos únicos estantes (Mieg, 2009a, 115). Aunque el tema pueda parecer carente de interés, no hay que olvidar que colocar objetos en un mueble es una actividad cercana a la de organizarlos intelectualmente. Dentro de los gabinetes, la ubicación de los objetos esclarecía a la hora de establecer clasificaciones ya que, al acercar o alejar los animales, se lograba que las similitudes y las diferencias entre unos y otros afloraran de manera espontánea. El aparente desorden de parte de las colecciones de zoología tal vez estuviera motivado, además de por el tamaño de los ejemplares y por la crónica escasez de espacio en la institución, por uno de los problemas ya señalados por Mieg: la falta de un curso de formación en la disciplina y de profesionales preparados para su ejercicio (Reig-Ferrer, 2009, 13-14). Por así decirlo, la zoología no tenía aún presencia en el acervo científico español y su institucionalización sería un largo proceso, iniciado con un primer curso en la materia ofrecido en el propio Gabinete en 1817, que no culminaría hasta 1845, con su incorporación a los estudios universitarios (Aragón y Villena, 2010). Esos años coinciden con el inicio de la transformación del gabinete y son años de formación, en el doble sentido de estudio y consolidación. El cambio vino de la mano de un personaje del que ya hemos hablado, Mariano de la Paz Graells, que llegó al centro en 1837. Aunque llevaría un tiempo, su influencia acabaría por notarse, sobre todo tras su designación como director de la institución en 1851 (Aragón, 2005, 65-69).

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En 1846, el botánico sajón Moritz Willkomm (1821-1895) escribía tras visitar el gabinete madrileño: Está ordenado según el sistema de Cuvier y no está expuesto (…); las diferentes divisiones del reino animal están representadas de forma muy deficiente y los ejemplares son, en parte, malos. La colección ornitológica (…) es pobre en especies pero rica en ejemplares chapuceros. Mejor es la de mamíferos (citado en Reig-Ferrer, 2010, 7).

Diez años después, en 1856, el médico y entomólogo francés Léon Dufour (1780-1865), al redactar un escrito comparativo basado en las impresiones que le produjo la ciudad de Madrid en sus dos visitas, efectuadas en 1808 y 1854, comentaba al respecto: Gracias a la elevada inteligencia, a los sabios cuidados y al celo incesante de Don Mariano Graells, director de ese museo y profesor de zoología, ese establecimiento ha logrado, desde hace una docena de años, un desarrollo considerable que progresa todos los días (citado en Reig-Ferrer, 2010, 7).

Con la llegada de Graells la taxidermia científica recibió un primer y decidido impulso. A partir de la popularización del jabón de arsénico durante los años treinta del siglo XIX, y gracias a los buenos resultados derivados de su uso, las barreras metodológicas parecían vencidas. La actividad se profesionalizó dentro y fuera de los museos y adquirió una reputación hasta entonces sin precedentes. En el caso madrileño, la taxidermia científica permitió reunir una considerable colección pedagógica de referencia en el Museo que sirvió para impulsar, de forma lenta pero decida, el desarrollo de la ornitología y la mastozoología como auténticas disciplinas científicas.

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CAPÍTULO II

COLECCIONES EN CONSTRUCCIÓN En el otoño de 1911, Julia Fons (1882-1973), intérprete de zarzuela y actriz del teatro Eslava de Madrid, se dio un paseo por la Casa de Fieras de El Retiro madrileño. En un eco de sociedad aparecido en Mundo Gráfico, el fotógrafo Campúa la retrató confiada dando comida a un pelícano, de beber a una llama o acariciando al joven elefante indio. Por su parte, el cronista anónimo que puso texto al artículo no escatimó elogios a la hora de ensalzar las capacidades de la artista: Julita Fons posee múltiples talentos. Canta como un ruiseñor, es actriz cómica de gracejo irresistible, diseuse exquisita, baila primorosamente, escribe con soltura y estilo propio, pinta, esculpe y no es profesora de taxidermia o de matemáticas porque todavía no se lo ha propuesto (Anónimo, 1911).

¿Qué había ocurrido a lo largo de buena parte del siglo XIX para que una mujer de talento indiscutible pudiera anhelar tanto ser matemática como taxidermista? ¿No era la taxidermia una actividad de gabinete reservada a un reducido grupo de naturalistas interesados por los monstruos y animaluchos?

LA CÁTEDRA DE TAXIDERMIA DEL MUSEO Entre toda la documentación consultada para la elaboración de este trabajo, la referencia más antigua que se ha encontrado relativa a la enseñanza de la taxidermia fuera del ámbito del Real Gabinete data de 1777. En un ejemplar de la Gazeta (sic) de Madrid se da noticia de que en el número siete de la calle Jacometrezo vive y trabaja Luis Enequin, «quien diseca y embalsama toda suerte de animales preservándolos de corrupción, y polilla, y dándoles bella

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postura natural» (Anónimo, 1777). También se nos dice que Enequin vende sus trabajos para gabinetes y que es escultor de miniaturas en marfil y piedra, además de discípulo de la Real Academia de San Fernando. A excepción de esta cita temprana, se constata que, hasta bien entrados los años treinta del siglo XIX, existe un gran vacío informativo en la materia. Sin embargo, a partir de esa década, y como consecuencia de la comercialización del jabón de arsénico, se genera un enorme interés por la taxidermia que no es sino buena prueba de la rentabilidad de un nuevo comercio, curioso, moderno y lucrativo, en el que ya se puede invertir. Tras la temprana aportación de Juan Mieg (Mieg, 1817), la primera publicación de gran tirada sobre taxidermia aparecida en español vio la luz en 1833. Se trataba de la traducción de un trabajo de autor francés (Boitard, 1833). Algún tiempo después se editó el primer manual realizado íntegramente en el país, publicado en Barcelona (Grau Bassas, 1849).53 Y con textos y demanda no tardaron en llegar los cursos de formación. En 1849, la Escuela Industrial de Madrid ofrecía clases gratuitas los domingos por la mañana en su sede de la calle del Carmen.54 Ese mismo año, en Barcelona, la Academia Nacional de Medicina y Cirugía anunciaba cursos teóricoprácticos del arte de embalsamar.55 Un año después, en 1850, la taxidermia entraba de lleno en el plan de estudios de la Facultad de Filosofía, en la sección de Ciencias Naturales, junto con otras disciplinas clásicas como la zoología, la botánica o la química. Su estudio era obligatorio para la obtención del grado de licenciado.56 Como en lo tocante al resto de la zoología (Aragón y Villena, 2010), al hablar de taxidermia, el Museo de Ciencias ya había tomado la delantera en materia de docencia. Desde 1846, y a petición de Eusebio María del Valle (1799-?), decano de la Facultad de Filosofía, Mariano de la Paz Graells se 53 El siguiente manual de taxidermia en español apareció mucho más tarde. Se trata de: Manuel Llofriu. 1885. Taxidermia. Manual práctico del disecador de animales y plantas. Librería de la Cuesta. Madrid.

La información sobre el curso aparece publicitada en el Diario Oficial de Avisos de Madrid nº 760 (01/12/1849), 2. 54

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Información aparecida en el Eco del Comercio nº 25 (11/11/1849), 4.

El plan de estudios de 1850 apareció reproducido en diversos periódicos y boletines de dentro y fuera de la capital: El Observador (04/09/1850); El Áncora (10/09/1850); El Popular (05/09/1850); El Católico (06/09/1850); La Esperanza (Periódico Monárquico) (04/09/1850); Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia (08/09/1850) entre otros. 56

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estaba ocupando de enseñar las técnicas necesarias para la perfecta conservación de los restos animales desde su cátedra de Taxidermia en el Museo, tarea esta que ya había desempeñado con anterioridad en la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona (Aragón, 2006). Los cursos se publicitaban en la prensa nacional57, la matrícula era gratuita y su objetivo era formar disecadores y recolectores para ocuparse de los, cada vez más numerosos, gabinetes de ciencias naturales de las universidades de provincia y de los institutos de enseñanza secundaria de todo el país.58 El contenido de la materia sin duda resultaba atractivo, pero la dificultad de una maestría que requiere conocimientos zoológicos y pericia artesanal hacía que el rendimiento de las clases fuese más bien escaso. Por ejemplo, en 1846, primer año de funcionamiento de la cátedra en el Museo, se inscribieron 36 alumnos. En el listado figuraban destacados zoólogos como Laureano Pérez Arcas, Manuel María José de Galdo López de Neira (1825-1895), Sandalio Pereda (1822-1886) y Lucas de Tornos, futuros catedráticos de ciencias naturales, algunos en enseñanza secundaria y otros en universidades, que no llegaron a aprobar. Del total de matriculados, 12 fueron excluidos por no asistir a las clases y 18 no se presentaron al examen práctico, que consistía en la preparación de varias piezas.59 Sólo seis estudiantes hicieron la prueba, de los cuales cinco se consideraron aptos para ejercer profesionalmente: Ángel Gaitero y Ortega, de Madrid; Francisco Caballero y Barba, de Madrid; Manuel Sánchez y Pozuelo, de Cuenca; Pascual Pastor y López, de Brihuega (Guadalajara); y Pedro Ribas y Gay, de Reus (Tarragona).60 Uno de esos nombres volverá a aparecer más adelante. Los otros merecen figurar en esta obra, aunque solo sea una única vez, por tratarse de la primera promoción de taxidermistas titulados del país. El segundo año hubo siete aprobados y el alumno que logró mejor nota fue Jacinto de Castro Duque, aplicación que, como veremos, le facilitó el trabajo en la propia institución.61 Se ha encontrado información acerca de los cursos impartidos por Graells en el Museo en: El Católico (22/10/1850); La España (23/10/1850; 05/01/1854 y 30/11/1854); La Esperanza (22/10/1850); Diario Oficial de Avisos de Madrid (21/10/1850 y 08/10/1851). 57

58 La información relativa a este asunto en el archivo del Museo Nacional de Ciencias Naturales se encuentra en: ACN; fondo Museo; sección Cátedras / Taxidermia. 59

ACN; fondo Museo; sección Cátedras/Taxidermia, expedientes 6 y 7.

60

ACN; fondo Museo; sección Cátedras/Taxidermia, expediente 10.

61

ACN; fondo Museo; sección Cátedras / Taxidermia, expediente 12.

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En cualquier caso, aunque fueran pocos los titulados oficiales, la práctica profesional de la disciplina pareció gozar enseguida de buena salud. En estos términos se expresaba Graells en el borrador de un oficio dirigido al director general de Instrucción Pública, datado en Madrid el 26 de septiembre de 1849: (…) es patente el gusto que desde el establecimiento de esta enseñanza se ha tomado en la capital por las preparaciones taxidérmicas, que muchos sólo han querido aprender para formar colecciones de objetos naturales para su estudio o especular con su habilidad, viéndose ya en varias tiendas de la Corte colecciones de aves y otros animales disecados que excitan la curiosidad del público y facilitan a los naturalistas de nuestro país comprar aquí mismo los objetos que hace tres años tenían que hacer venir del extranjero.62

La argumentación de Graells tal vez sirviera para convencer al director general del floreciente futuro de la taxidermia profesional puesto que, como hemos visto, su enseñanza se incluyó en el plan de estudios universitarios de 1850. De cualquier forma, el Museo pronto iba a recoger el fruto de la formación impartida. Sus colecciones empezaron a incrementarse de manera consecuente, hasta el punto de poder iniciar intercambios de pieles y esqueletos con otros museos fuera de España.63 Además, el centro se convirtió en el principal suministrador de material didáctico de ese tipo para los centros educativos de toda España (Aragón, 2012a), un aspecto este de la actividad del Museo todavía pendiente de una revisión profunda. Con la reforma del plan de estudios de 1857, la taxidermia desapareció como asignatura curricular pero se siguió enseñando como complemento de formación. Los estudiantes, para ser admitidos en el grado de licenciado, debían acreditar haber seguido con buen aprovechamiento un curso en la materia impartido por los disecadores del Museo.64 62

ACN; fondo Museo; sección Cátedras / Taxidermia, expediente 15.

«(…) varias de estas preparaciones han servido de base a la colección del Instituto del Noviciado en nuestra Universidad y para los cambios que con tantas ventajas hemos principiado a establecer con otros museos extranjeros» Misma signatura. 63

El Real Decreto con la nueva carrera de ciencias naturales apareció publicado en la prensa: La Iberia (Diario Liberal de la Mañana.) Edición de Madrid, nº 756 (10/01/1857) y en La España. Año X nº 2371 (10/01/1857). 64

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En el reglamento del centro, promulgado también en 1857 y publicado por entregas en la prensa, se indica que para ser admitido en ese curso se requería tener al menos 14 años, haber cursado la primera enseñanza elemental y tener aprobadas en un establecimiento público asignaturas de segunda enseñanza relativas a la historia natural. Además, como prueba de pericia artística, se les exigía saber modelar en yeso la figura humana. Los derechos de matrícula ascendían a 40 reales, pagados en dos plazos, excepto para aquellos alumnos matriculados en la carrera de ciencias naturales, que podían acudir gratuitamente.65 En ese mismo reglamento se recoge toda la legislación relativa a los disecadores de plantilla en el Museo que, entre otras ocupaciones, se tenían que esforzar en formar a las nuevas promociones. En total eran tres: un disecador primero, con un sueldo de 10.000 reales por año, y dos disecadores segundos con 6.000 reales de remuneración anual cada uno. A disecador primero se llegaba a propuesta del director del Museo o por antigüedad en el centro, mientras que las plazas de disecador segundo estaban sujetas a oposición, tanto de acceso libre, como por concurso de méritos para aquellos que procedían de otros centros públicos de enseñanza. Para poder optar a esos puestos funcionariales, además de ser español, tener más de 20 años y acreditar buena conducta, se precisaba haber aprobado tanto la asignatura de Historia Natural de secundaria como la de Taxidermia del Museo. El tribunal de examen, integrado por cinco miembros, lo nombraba el rector de la Universidad Central y el presidente debía ser, obligatoriamente, un catedrático de zoología. Los ejercicios, que había que ir superando progresivamente, consistían en: responder a diez preguntas sacadas a sorteo de un temario basado en la zoología y la teoría de la taxidermia; desollar, preparar y armar las pieles de un mamífero, un ave, un reptil y un pez; montar un esqueleto completo; y modelar varios órganos en cera o escayola.66 Entre las futuras obligaciones de aquellos que se hicieran con el puesto estaban las de revisar mensualmente los fondos y corregir los desperfectos que pudieran detectar, velar por la conservación de las pieles y esqueletos,

65 La información procede de una de las entregas en las que se fue haciendo público el reglamento, publicada en La España. Año X nº 2459 (24/04/1857). 66 La parte del reglamento en la que se desarrolla el capítulo correspondiente a los disecadores (Capítulo VIII) apareció en La España. Año X nº 2456 (21/04/1857).

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acompañar a los catedráticos en sus exploraciones científicas y asistirles en sus cursos, así como asegurar la enseñanza de la taxidermia a los nuevos alumnos, labor que debía ser coordinada y dirigida por el disecador primero67. Con todo, su principal tarea sería la de preparar y disecar los ejemplares zoológicos que fueran llegando, materiales que, como el propio reglamento del Museo indica al detallar los principales medios para aumentar las colecciones, procederían de las expediciones científicas, los intercambios con otros museos, las donaciones hechas por «personas celosas por los progresos de las ciencias naturales» y las adquisiciones de material efectuadas por cuenta del propio establecimiento.68

TAXIDERMISTAS PROFESIONALES Cuando la enseñanza de la taxidermia y su desarrollo profesional irrumpieron con fuerza en el Museo, el director del centro y catedrático de Anatomía Comparada y Zoología de Vertebrados, la disciplina directamente vinculada con la preparación y conservación de pieles, era Mariano de la Paz Graells. El resto de profesores eran: Donato García (catedrático de Mineralogía y encargado de las colecciones de minerales), Pascual Asensio (catedrático de Agricultura, jardinero mayor y encargado del Gabinete de agronomía), Lucas de Tornos (catedrático de Zoografía de los Animales Invertebrados y encargado de la colección de esa sección), José Alonso Quintanilla (catedrático de Botánica General), Vicente Cutanda (catedrático de Organografía y Fisiología Vegetal, encargado de los herbarios y de la escuela botánica del Jardín), Laureano Pérez Arcas (catedrático de Zoología General y bibliotecario) y Juan Vilanova y Piera (catedrático de Geología y Paleontología, encargado de las colecciones de rocas y fósiles). El resto del personal estaba integrado por: Francisco Benavides (conservador del Gabinete), Juan Isern y Batlló (naturalista colector), José Duchén (naturalista preparador, encargado del laboratorio), Juan Ramón Dut (ayudante preparador), Jacinto Castro y Duque (ayudante preparador), Salvador Cortés (conserje del Jardín) y Santiago 67

Misma referencia.

68

La España. Año X nº 2459 (24/04/1857).

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Wiliams (jardinero primero encargado del cultivo). Tres personas se ocupaban pues, durante los años centrales del siglo XIX, de la preparación de los vertebrados en el Museo, dotación que se tuvo muy en cuenta al plantear el nuevo reglamento del centro, aprobado, como hemos dicho, en 1857.69 El más antiguo en el puesto era José Duchén, jefe del laboratorio de disecación. Hasta el momento no se ha encontrado información en el archivo acerca de su llegada al Museo, pero algunos de sus trabajos firmados, como un pato cuchara naturalizado en 1841 o un esqueleto de lince montado en 1851, que siguen formando parte de las colecciones del centro, acreditan su temprana presencia. La mayor parte de lo que de él se sabe es, como veremos, a través de lo que se dijo tras su muerte. También son escasos los documentos que hacen referencia a su quehacer cotidiano. Durante el verano de 1851 encargó peanas para montar los esqueletos de un armadillo y de un gato,70 un ejemplo escaso de lo que, sin duda, debió ser una intensa actividad profesional puesto que, en enero de 1852, solicitó un ayudante auxiliar, además del que ya tenía, «ante el aumento del trabajo en el laboratorio de taxidermia».71 Duchén y Dut no daban abasto y el material se acumulaba en los almacenes, donde corría riesgo de perderse. La súplica fue oída por los responsables de Instrucción Pública, quienes mediante concurso de méritos nombraron a Jacinto Castro y Duque, antiguo alumno de la cátedra de taxidermia de Graells y, hasta entonces, naturalista disecador de la Universidad de Valladolid.72 El fallecimiento de Duchén, el día dos de enero de 1853, a causa de «una inflamación agudísima de las membranas del cerebro»,73 desencadenó un periodo convulso para la taxidermia en el Museo. En el oficio que dirigió al ministro de Gracia y Justicia comunicándole el fallecimiento, Graells deja claro que los conocimientos artísticos y científicos que Duchén poseía eran

69 ACN0168/243. Expediente sobre la reorganización del Museo de Ciencias Naturales con sus correspondientes plantillas y cátedras. Normas de acceso al Gabinete. Madrid, 16/11/184710/11/1852. 70

ACN0166/198/006. Madrid, 7 de agosto de 1851.

ACN0168/228. Expediente relativo a la nueva plaza de taxidermista para el Museo. Madrid. 00/01/1852 – 20/03/1852. 71

72 ACN0169/263. Expediente de nombramiento y toma de posesión de Jacinto de Castro y Duque para la plaza de ayudante disecador. Madrid, 15 de enero de 1853. 73 ACN0168/253. Expediente sobre fallecimiento de José Duchén, disecador del Museo. Madrid, 05/01/1853 – 06-01-1853.

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difíciles de encontrar reunidos en una sola persona. Lo define como alguien dócil y a la escucha, de gran inventiva y habilidad que, entre otras cosas, enseguida se hizo con el modo de armar esqueletos a la perfección: (…) las obras de esta clase que ha dejado en nuestra galería de anatomía comparada son la envidia de cuantos extranjeros las ven. Casi todos los fanales y urnas que hay en las salas del Gabinete son hechos por su mano, lo mismo que varios aparatos y útiles necesarios en las demostraciones de las cátedras.74

Además dice que Duchén aprendió dibujo y labrado de la mano de su propio padre, y que con los consejos y refinamientos que Graells mismo le fue trasmitiendo consiguió que se convirtiera en un excelente dibujante naturalista de iconografía animal y vegetal, como bien acreditaban «las láminas que adornan e ilustran las descripciones de los opúsculos zoográficos que llevaba publicados».75 Le atribuye igualmente la creación de un aparato llamado «depurador», que le servía para extraer pequeñas cantidades de oro y plata de las arenas mediante un método exclusivamente mecánico. No tiene ninguna duda de que habrá otros disecadores en España, o fuera del país, para sustituirle. Lo que ya no ve tan claro es que alguien pueda reunir al mismo tiempo semejante pericia a la hora de montar esqueletos y de dibujar del natural. Por eso, y por necesidades del Museo, propone que, para sustituir al finado, se convoque una plaza de ayudante de disecador hábil para el dibujo. El sueldo de Duchén como primer disecador era de 10.000 reales. Si se sustituía por una nueva persona con perfil de ayudante y sueldo de 6.000 reales se produciría un ahorro de 4.000 reales. Y eso es lo que quería Graells, dos ayudantes disecadores y un tercero dibujante. De todos modos, el excedente monetario quedaría en el servicio, como forma de gratificación para los mejores trabajos hasta que uno de los tres se hiciera merecedor al puesto superior por méritos propios,76 reproduciendo exactamente el mismo recorrido por el que había transitado el difunto Duchén: 74

Misma signatura.

75

Misma signatura.

76

Misma signatura.

88

Cuando hace quince años me encargué de la dirección del laboratorio del Museo, Duchén era ayudante interino con el sueldo de cuatro reales y medio diarios; apenas sabía disecar, nunca había armado un esqueleto ni conocía un hueso; estaba sin embargo bastante bien impuesto en el dibujo, sabía grabar y litografiar y sobre todo manifestaba una gran disposición para las artes. Las mejoras sucesivas que a propuesta mía se fueron haciendo en su sueldo han sido el móvil para excitar su aplicación y hacerle perfeccionarse en sus conocimientos hasta el punto que he dicho.77

El espíritu curioso y sensible del taxidermista-artista había conquistado al científico. La estrecha conexión que pareció existir entre Graells y Duchén volvería a producirse, mucho más tarde, entre Ignacio Bolívar y los hermanos José María y Luis Benedito. Los planes de Graells chocaron de lleno con los de Juan Ramón Dut, ayudante disecador de Duchén, quien se consideraba legítimo candidato al puesto vacante y a su sustanciosa remuneración. Veinte días después del fallecimiento de Duchén, Dut reclamaba el puesto ante el ministro de Gracia y Justicia y Graells se encastillaba en sus pretensiones.78 La pelea estaba servida. En su respuesta razonada al ministro, Graells considera su deber manifestar que Dut (…) había variado de conducta, cesando en celo y laboriosidad que mostró en un principio, para entregarse a la especulación particular que le llama más la atención que el deber de su destino, motivo por el que se vio en la precisión de tomar algunas disposiciones que estaban en sus atribuciones y hasta exigirle la responsabilidad por haber perdido varias piezas de bastante interés científico.79

Dut manifestó su desacuerdo y descontento al director. Consideraba que desde la muerte de Duchén se la había tratado como a «un mozo de laboratorio, que en nada» había «merecido consideración, aprecio ni recomendación alguna».80 Esperaba reconocimiento por los siete años trabajados en el

77

Misma signatura.

ACN0169/257. Expediente personal de Juan Ramón Dut, ayudante disecador. Madrid, 23 de enero de 1853. 78

79

ACN0169/258. Madrid, 23 de enero de 1853.

80

Misma signatura. Madrid, 1 de febrero de 1853.

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Museo y un aumento de puesto y de sueldo, algo por lo que incluso había tolerado trabajos que le eran ajenos y sumisiones. Ahora, a la vista de los resultados obtenidos, presentaba su dimisión con el pretexto de que la plaza de ayudante que ocupaba perjudicaba «su salud, sus intereses y sus consideraciones».81 Graells, firme en sus convicciones, aceptó la renuncia en el acto y sin mayor miramiento. El puesto que dejó vacante lo ocupó Manuel Sánchez Pozuelo, otro de los alumnos de la cátedra de Taxidermia que llegaba hasta el Museo por concurso de méritos. Así como Castro y Duque procedía de la Universidad de Valladolid, Sánchez Pozuelo venía de la de Valencia, donde había sido preparador del gabinete de historia natural.82 Las enseñanzas de Graells desde el Museo, sin duda, habían dado sus frutos y sus pupilos habían ido ocupando puestos en las universidades y centros educativos del país.

UN OFICIO EXIGENTE O Juan Ramón Dut y Sayago, natural de Zafra (Badajoz), de 43 años, se tragó su orgullo, agachó las orejas y se mordió la lengua, o el enfado, a fin de cuentas, no le duró mucho tiempo. Y es que una cosa es soñar con la posibilidad de ganar 4.000 mil reales de más, y otra muy diferente es sufrir la realidad de cobrar 6.000 reales de menos y estar desocupado. Le bastaron cuatro días para darse cuenta. Su renuncia la firmó un 31 de enero de 1853.83 El cuatro de febrero de ese mismo año ya figuraba inscrito como aspirante por oposición libre a la plaza vacante que, tras la muerte de Duchén y la decisión de Graells de crear tres ayudantías, aún quedaba libre en el «Museo de Ciencias Naturales, o sea del Gabinete de Historia Natural», un centro inmerso en tal proceso de renovación que incluso su denominación planteaba dudas.84 81

Misma signatura.

ACN0169/260. Toma de posesión de Manuel Sánchez Pozuelo como ayudante disecador preparador por cese de Dut. Madrid, cuatro de febrero de 1853. 82

83

Misma signatura.

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ACN169/261. Expediente oposición Juan Ramón Dut. Madrid, 4 de febrero de 1853.

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El tribunal examinador estaba presidido por el propio Graells, catedrático de Zoología como exigía la ley, e integrado por el ya mencionado Manuel María José de Galdo López de Neira, Marcos Viñals y Rubio (1812-1895), médico anatomista, y Dionisio Gualdo Vergara, del que no se ha encontrado información. Como secretario actuó el también zoólogo Laureano Pérez Arcas.85 Salvador Cortés, conserje de la institución, dio cumplida cuenta del desarrollo de las pruebas. Dut, único candidato al puesto, preparó un ave, un reptil, un pez y un mamífero, posiblemente un gato, como el que le tocó disecar para lograr su primer ingreso en el Museo y que aún se conserva, aunque en mal estado, en las colecciones del mismo, firmado y fechado en 1846. Los partes de Cortés son testimonio de lo laborioso del proceso: El día 25 comenzó a las ocho y veinte minutos y lo dejó a las dos y cinco minutos. Pidió un pucherito nuevo y una copa de vinagre bueno, uno y otra se le dieron al instante. (…) El 30 comenzó a las ocho y veinte y seis minutos y dejó el trabajo a las tres y treinta y cinco. Pidió que se le dieran los ojos para el ave y además yeso escayola, que se compró también y se le dio igualmente. (…) El día 1 de junio también principió a las ocho y treinta y cinco minutos y lo dejó a las dos. Pidió pavonazo (…).86

La prueba práctica de disecación se inició el 19 de mayo y concluyó el seis de junio. Al día siguiente se le dio un esqueleto de pez para que lo montase, trabajo que llevó a término, con la vitrina incluida, en algo más de una semana. La última prueba consistía en el modelado en escayola, y posterior coloreado, de parte de la anatomía de un animal, ejercicio que dio origen a un desagradable incidente. El ejemplar elegido, que el candidato debía sacrificar y abrir delante del tribunal, fue una perra que resultó estar preñada, lo que obligó a modificar el examen sobre la marcha, sin que se aporte mayor precisión sobre qué fue lo que se pidió en segunda opción.87 Ese último examen resultó estar gafado. Antes de concluirlo, Dut enfermó de reuma articular crónico, abandonó el ejercicio y trató de aliviar sus males en los baños de Fitero, en Navarra. Graells comunicó el imprevisto al 85

Misma signatura. Madrid, 9 de mayo de 1853.

86

Misma signatura. Madrid mayo-junio de 1853.

87

Misma signatura.

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ministro de Gracia y Justicia e informó de que el candidato estaba «postrado con el brazo derecho completamente perdido, creyendo los facultativos que es probable viva poco».88 Ante la contrariedad, el director se daba por satisfecho con los servicios de Manuel Sánchez y Jacinto Castro, para los que incluso propuso un ascenso de 2.000 reales. Sin embargo, no renunciaba al puesto de dibujante que tenía solicitado. Y es que, para ilustrar sus trabajos, tenía que recurrir a Gumersindo Ortíz, dibujante totalmente ajeno al Museo, lo que encarecía las facturas. Además, argumentaba que desde los tiempos de Carlos III el gabinete había contado con dibujantes, hasta cinco en sus mejores épocas. El museo de París tenía incluso diez y la situación era similar en el resto de museos europeos. Solo el de Madrid daba la nota, pues hasta ese momento un servicio indispensable había estado atendido «por la buena voluntad de un disecador»,89 el talentoso Duchén. Sin embargo, Graells no se salió con la suya. El maltrecho Dut encontró sanación en los baños navarros y tuvo ocasión de concluir, con éxito, su ejercicio. En 1857 fue rehabilitado en el mismo puesto que antaño abandonó voluntariamente y que ahora retomaba con brío.90 Poco después de su nombramiento firmaba un importante pedido de material que incluía arsénico blanco pulverizado, potasa, jabón, alcanfor, cal, espíritu de vino, estopa y aguarrás.91 A partir de 1867, después de la caída en desgracia de Graells en el Museo (Aragón, 2005, 169-179), Dut comienza a figurar como disecador primero, el puesto que tanto anhelaba y que tanto le costó conseguir. En los partes que periódicamente fue enviando al Comisario Regio Méndez Álvaro, (1803-1883) al frente de la institución durante su reorganización, el disecador da oportuna cuenta de los trabajos realizados. Se atribuye, por ejemplo, el montaje de varios esqueletos remitidos por los miembros de la Comisión al Pacífico, expedición científica que, por cierto, contaba con su propio preparador, Bartolomé Puig y Galup, nacido en Sitges en 1826 (Puig-Samper, 1988; LópezOcón y Pérez Montes, 2000). También habla del curtido de las pieles de varios animales muertos en el jardín zoológico de aclimatación del Botánico (Aragón, 2005) y del repinte de numerosas peanas. En ese mismo informe da 88

Misma signatura. Madrid, 12 de julio de 1854.

89

Misma signatura.

90

ACN. Expedientes personales. Expedientes 235-45. Madrid, 3 de mayo de 1857.

91

ACN. Caja pendiente de catalogar 3.1. Fechas 1847-1917. Madrid, 26 de mayo de 1857.

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parte de la actividad de sus dos ayudantes: Sánchez Pozuelo, al que atribuye el montaje de un esqueleto de ornitorrinco y su urna, y Castro y Duque, que hizo lo mismo con el de un equidna.92 Los animales del zoológico y las remesas enviadas por los expedicionarios del Pacífico serán las dos principales fuentes de material para el laboratorio de Dut. Durante el año 1868, los documentos del archivo hablan del curtido de las pieles de dos guanacos muertos en el zoo, de la naturalización de una hembra de cóndor con el mismo origen o del montaje de las pieles de los murciélagos recogidos a lo largo del viaje de exploración.93 En 1869 se trata del ensamblaje del esqueleto de una jirafa, del que no se especifica la procedencia, del descarne de un cisne o de la naturalización de un pequeño canguro, de un agutí y de un pécari, todos ellos del zoológico.94 Todo lo anteriormente expuesto pone de manifiesto que, aparentemente, en aquel momento las colecciones de animales naturalizados del Museo crecían en función de la disponibilidad de materiales sobre los que trabajar, sin un plan de colecta predeterminado. Además, el estado de conservación de los objetos no siempre parecía ser el más adecuado. De hecho, la reparación de los daños causados por la polilla es una de las actividades recurrentes en los partes semanales de actividad del laboratorio de disecación. Por ejemplo, en 1870 se urge a Sánchez Pozuelo para que elimine un toro disecado completamente apolillado que hace peligrar al conjunto de la colección.95

UN RECURSO PEDAGÓGICO MÁS QUE NECESARIO Como ya ha sido dicho, tras numerosos titubeos e intentos fallidos, la zoología se institucionalizó en España durante el periodo de tiempo que coincide con la dirección de Graells al frente del Museo (Aragón y Villena, 2010). 92 ACN0297/006. Partes semanales de los trabajos efectuados en el laboratorio de disección. Madrid, 28/05/1867 a 23/12/1867. 93 ACN0297/007. Partes semanales de los trabajos efectuados en el laboratorio de disección. Madrid, 07/01/1868 a 19/12/1868. 94 ACN0297/008. Partes semanales de los trabajos efectuados en el laboratorio de disección. Madrid, 16/01/1869 a 08/05/1869. 95 ACN. Fondo Museo/Administración/Secretaría (1853-1887). Caja 6. Informe de Manuel Sánchez. Madrid, 9 de marzo de 1870.

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Desde el inicio de su ejercicio profesional, el naturalista apoyó decididamente la necesidad de un cambio de mentalidad en el país que lo sacara del atraso en el que se encontraba sumido. Estaba plenamente convencido de que sólo las ciencias «difundirían las verdaderas luces y disiparían las densas tinieblas de que esos monos metafísicos y petulantes han cubierto nuestro rucio país».96 Y para lograrlo se planteó como objetivo primordial el crear entre sus paisanos élites para su estudio (Aragón, 2005, 69). En consecuencia, además de a su labor investigadora y gestora, Graells dedicó buena parte de su tiempo a enseñar zoología, docencia que, al igual que en el caso francés, se iniciaba en un contexto museístico (Spary, 2005; p. 267-281). Más tarde, hacia la mitad del siglo XIX, el estudio de los animales comenzó a ser justamente valorado y el Estado invirtió en su desarrollo, incorporando la asignatura a la enseñanza universitaria (Aragón, 2009). En el momento de hacer su entrada en la Universidad, la zoología se enseñaba en la Facultad de Filosofía en la sección de Ciencias Naturales, que coexistía con las secciones de Literatura, Administración y Ciencias Físico-Matemáticas. Aprobar la Zoología General era necesario para obtener el grado de Licenciado en Ciencias Naturales y la asignatura se estudiaba junto a otras materias como la Lengua Griega, la Física, la Química General, la Geología, la Mineralogía, la Botánica y la Taxidermia. Para la obtención del grado de Doctor se requería cursar varias especialidades, como la Anatomía Comparada, la Zoonomía y Zoografía de Animales Vertebrados, la Zoografía de Invertebrados y la Paleontología Zoológica97. Tras la reforma de la enseñanza superior operada en 1857, la zoología pasó a enseñarse en tres de las nuevas facultades, las de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Farmacia y Medicina, además de en las escuelas de ingenieros de Minas, Montes y Agrónomos.98 Graells, primer catedrático del ramo en España, consideraba que su estudio era absolutamente necesario para desarrollar convenientemente su dimensión aplicada y contribuir así al desarrollo de la economía nacional. 96

ACN0349/004. Carta de Graells a Doménech. Madrid, 13-10-1839. Subrayado en el original.

ACN. Plan de Estudios decretado por S. M. en 28 de agosto de 1850 y reglamento para su ejecución, aprobado por Real Decreto de 10 de septiembre de 1851. Madrid, en la Imprenta Nacional. 1851. Fondo Personal Científico; sección Laureano Pérez Arcas; caja P88. 97

98 ACN. Ley de Instrucción Pública, sancionada por S.M. en 9 de septiembre de 1857. Imprenta Nacional. Misma signatura.

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Utilidad y sentimiento nacionalista fueron los dos pilares sobre los que basó su promoción y así de claro lo manifestó en la introducción a la primera lección del curso dado en el Museo en 1839: (…) deberemos estudiar los principales fenómenos que caracterizan la existencia de tales seres, describir su organización, manifestar los medios de los que se sirven los zoólogos para distinguirlos y conocerlos con certeza, e indicar su modo de vivir y su distribución sobre la superficie de la Tierra. Después de adquiridos estos conocimientos en el estudio particular de cada animal, veremos del modo como contribuyen al bienestar y felicidad del hombre, o como perjudican a sus intereses; y es en este lugar precisamente donde hablaremos de los medios que se pueden emplear para sacar mayores ventajas del manantial de riquezas que nos proporcionan (…). No perderé tiempo en inculcar más la utilidad de esta ciencia; al que la ponga en duda bástele observar el esmero con que se cultiva en todas las naciones verdaderamente ilustradas y la protección que le dispensan los gobiernos cultos de Europa a tal clase de enseñanza.99

La influencia gala en el programa de estudios propuesto por Graells es evidente. Tras su designación en el puesto de catedrático elaboró una lista con los títulos de los libros de consulta básicos, en la que se aprecia una innegable francofilia. Recomendó los textos de Georges Cuvier para la organografía (descripción de los órganos), la mastozoología (estudio de los mamíferos), la ornitología (estudio de las aves), la herpetología (estudio de los anfibios y reptiles), la ictiología (estudio de los peces) y la paleontología (estudio de las especies fósiles, en este caso de animales vertebrados). Para la zoonomía, es decir, para el estudio del conjunto de leyes fisiológicas que rigen el funcionamiento del organismo de los animales, eligió la obra de Blainville (17771850). Una adaptación de la obra botánica del franco-suizo De Candolle (1778-1841) le pareció lo más pertinente para explicar las bases de la taxonomía zoológica, en las que trataba los principios, métodos y fines de la clasificación de las especies conocidas y la descripción científica de las nuevas.

ACN. Lecciones de Zoología General y Descriptivas correspondientes al curso dado en el Museo de Madrid en 1839; fondo Museo; sección Cátedras: Anatomía comparada – Zoología descriptiva (1836-1897); caja II; expediente 12. 99

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Finalmente, el texto Filosofía Zoológica de Lamarck (1744-1829) le pareció el más adecuado para discutir el origen de la diversidad en el reino animal.100 La docencia a partir de ese corpus bibliográfico precisaba colecciones que permitieran ilustrar de la manera más fiel posible el aspecto de los animales y, al mismo tiempo, sirvieran como material de estudio y consulta. El Museo debía convertirse en el centro de referencia nacional en el que poder encontrar esos objetos difíciles de lograr. Conseguir representantes de todos los grupos zoológicos conocidos hasta ese momento se convertía pues en uno de los principales objetivos de la institución, como el propio Graells manifiesta claramente en un intercambio epistolar mantenido con su homólogo francés Isidore Geoffroy-Saint Hilare (1805-1861), profesor en la Sorbona y responsable de la colección de aves y mamíferos del Museo de Historia Natural de la capital francesa: (…) mientras que las colecciones están en proceso de ser completadas, la adquisición de los pocos ejemplares que faltan es más interesante que la de una cantidad más importante de aquellos en el caso contrario (citado en Aragón, 2005, 71).

La colección madrileña estaba claramente desfasada con respecto a otras mucho más completas y dinámicas, como la de París. En Francia, el interés de las colecciones había dejado atrás ese carácter estrictamente testimonial y pedagógico. Ya no eran, al menos de forma exclusiva, meros catálogos ilustrativos de la diversidad zoológica conocida hasta entonces, sino que se orientaban hacia la constitución de auténticas series de organismos, lotes de referencia sistemática que debían incluir representantes de los dos sexos, diferentes edades y distintos orígenes geográficos para una misma especie, en consonancia con las nuevas tendencias en la investigación biológica. Los análisis biogeográficos, que ponían en relación la pluralidad de los paisajes con las variaciones morfo-anatómicas detectadas entre poblaciones de una especie en concreto, estaban especialmente en boga. El naturalista francés lo pone de manifiesto al detallar el tipo de material que desea obtener en su intercambio con Madrid:

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ACN; fondo Personal científico; sección Graells; serie Actividad docente; caja 43.

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Desearía que el envío, cuando lo realice, incluya el conejo y la liebre comunes, y los distintos roedores y murciélagos, las especies más frecuentes. Esos objetos nos serán muy útiles desde el punto de vista de la geografía zoológica. (…) igualmente, desearía las aves más comunes (citado en Aragón, 2005, 71).

En el catálogo de las colecciones de mamíferos que Graells elaboró, fechado en 1846, queda constancia de la presencia de 325 ejemplares en el Museo.101 Habida cuenta de ese reducido número, el naturalista desarrolló todo un programa de intercambio con otros museos (Cabrera, 1912, 7-8). A partir de ese momento fueron llegando nuevos especímenes que, aún hoy, se pueden identificar en parte gracias a las etiquetas que se les fueron poniendo, «unas etiquetas en mal papel, muy feas y con un cerco negro a modo de esquela de defunción» (Cabrera, 1912, 9-10). Las colecciones de aves y mamíferos del Museo durante el periodo Graells siguieron incorporando lo excepcional, esta vez en el sentido del ejemplar ausente, y estuvieron básicamente destinadas a la docencia. Al echarle un vistazo a algunas de las obras ilustradas más consultadas por aquel entonces, como el diccionario de ciencias naturales de Fréderic Cuvier (Cuvier, 18161829), se comprueba que la inmensa mayoría de las especies citadas en sus páginas están presentes en la colección del Museo madrileño. Son animales naturalizados en poses rígidas, con frecuencia incluso torpes, instalados sobre planchas y perchas de madera. Constituyen, por así decirlo, el eco material de las ilustraciones y descripciones de la obra en cuestión. Es más, muchas de las posturas adoptadas por los ejemplares remiten a las de los dibujos del libro, lo que parece indicar que, en ausencia de un conocimiento obtenido directamente del natural, de la observación del animal vivo, ese tipo de obras servían de referencia a los disecadores en su trabajo. Entre otros muchos ejemplos, se podrían citar los del gibón, mandril, mono aullador, saki, tamarino, tití, tarsero, galeopiteco, nutria, canguros, perezoso… El estatismo obedece pues, en parte, a la desinformación. Solo los animales del zoológico de aclimatación escapaban a esta regla en un momento en el que la atenta observación de la fauna silvestre en el campo estaba, por así decirlo, en mantillas. Los preparadores del Museo únicamente recibían los fardos de piel remitidos por los expedicionarios o intercambiados con otros museos. Imaginar 101

ACN0247/001.

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al animal con vida y en movimiento era, en la mayoría de los casos, una tarea ardua que con frecuencia se convertía en fuente de equivocaciones. Por ejemplo, los esqueletos ya mencionados del ornitorrinco y del equidna están montados con las patas cercanas al cuerpo y paralelas al plano de simetría del animal, típica estación de la mayor parte de los mamíferos, denominada «parasagital», que facilita la elevación del tronco y la marcha rápida. Sin embargo, ambos monotremas en realidad tienen las extremidades dispuestas de manera perpendicular a dicho plano, al modo de los lagartos, lo que determina la inserción transversal de los miembros y la locomoción por reptación, con el vientre pegado al suelo. De igual modo, el montaje que Dut hizo de una martucha o kinkajú, un carnívoro arborícola sudamericano, más bien recuerda al de un gato o cualquier otro carnívoro adaptado a la carrera y el salto. Como veremos más tarde, con el paso del tiempo, el trabajo de campo y la fotografía científica facilitaron el desarrollo de una taxidermia mucho más dinámica y acorde con la realidad.

CADA ANIMAL EN SU ESTANTE: UNA LECCIÓN DE TAXONOMÍA ZOOLÓGICA. LAS GUÍAS DE SOLANO Y GOGORZA La guía de visita al gabinete de historia natural del geólogo José María Solano y Eulate (1841-1913), publicada en 1871, el mismo año en que se fundó la Sociedad Española de Historia Natural, nos da una idea del aspecto de las salas tras esos años de actividad del taller de disecación y de firme gestión de Graells. La obra es un texto compacto, sin ilustraciones, que a día de hoy resultaría poco apetecible para cualquier visitante. Más que una guía al uso es una especie de inventario que detalla el estado de las colecciones y del establecimiento en aquel momento. Pretende cubrir un vacío histórico del que el propio autor se hace eco al admitir que desde el intento fallido de 1780, en el que se encargó al historiógrafo Vicente Ferrer la descripción físicohistórica del gabinete, únicamente se habían publicado las guías de visita de Bru y Mieg, de las que ya hemos dado cumplida cuenta en el capítulo anterior. Solano critica la obra de Bru, tanto en su contenido como en sus ilustraciones, mientras que respecto a la de Mieg únicamente lamenta que se dedicara exclusivamente a la colección zoológica. Solapadamente admite

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su vigencia al decir que las «variaciones radicales introducidas con posterioridad en las colecciones hacen imposible el uso de este libro», sin cuestionarse la validez de buena parte de los comentarios hechos en el texto (Solano y Eulate, 1871, 3 y 4). En la reseña histórica que hace de la institución incide en una carencia que, como ya ha sido dicho, se volverá crónica hasta nuestros días, una queja que, sin duda, hoy expresaríamos de otra forma pero que continúa siendo de plena actualidad: Desde entonces la estrechez del local se ha ido haciendo cada vez más sensible, oponiendo un dique insuperable al desarrollo del Gabinete, imposibilitando la exposición de los objetos de la manera más adecuada para su estudio, y privando al público de la vista de un número considerable de ejemplares, depositados en habitaciones interiores o encajonados en los sótanos. (…) cuan impresionante reclaman de consuno el decoro nacional y la pública instrucción un remedio a semejante mal, bien construyendo un edificio especial para Museo, bien consagrando a este objeto todo entero el que hoy solo parcialmente ocupa (Solano y Eulate, 1871, 7).

La guía comienza con la descripción de las dos salas de mineralogía (Solano y Eulate, 1871, 22-48) tras las que llegaba la primera de zoología, dedicada a las aves y presidida en el espacio central por una tarima con balaustrada en la que se exponían grandes mamíferos (Solano y Eulate, 1871, 48-58). Cada animal se acompañaba de su respectiva cartela, en la que además de indicar el nombre científico también se incluía, en caso de que existiera, el vulgar en castellano, para facilitar así la identificación por el público profano. Sobre la tarima había cabras, ciervos, gacelas, llamas, una jirafa, un tapir, el elefante de Bru y un caballo del que a pie de página se dice que, aunque muy deteriorado, ofrecía «el interés de estar armada su piel sobre cartón, no rellena de paja, lo que permitió al disecador que lo preparó, Sr. Duchén, presentar al animal descansando solo sobre el cuarto trasero» (Solano y Eulate, 1871, 58). Otro dato curioso, entre todos esos animales había dos cebras que «pertenecieron en vida a la reina Isabel y a su hermana doña Luisa Fernanda cuando niñas, habiendo sido inútiles cuantos esfuerzos se hicieron para domarlas, a fin de que estas señoras las montaran» (Solano y Eulate, 1871, 58). Ni el caballo ni las cebras se han conservado hasta nuestros días.

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Las aves, de mucho menor porte, se ordenaban en el interior de armarios-vitrina meticulosamente organizados, en la mayor parte de los casos, según un criterio clasificatorio estricto. El armario «1» contenía aves de rapiña diurnas, con algunas especies raras como el zopilote rey, el quebrantahuesos o el serpentario. El «2» era el de los córvidos, con grajos, cuervos, rabilargos y arrendajos. En el «8» había gallinas y faisanes y en el «16» guacamayos, loros, cotorras y cacatúas. Los menos, tal vez por limitaciones de espacio, más bien parecían cajones de sastre, como el «5» con sus aves de rapiña diurnas, piquituertos, herrerillos, tucanes y cucos, o el «7» con lechuzas, golondrinas, abejarucos y colibríes. En los ángulos de la sala, fuera de las vitrinas, se exponían dos hermosos avestruces procedentes de los corralones que el extinguido zoológico de aclimatación tenía en la Casa de Campo, creados a instancias de Graells con el apoyo de la Corona (Aragón, 2005, 183). El último armario, el «17», rompía con la lógica de la sala y se dedicaba a producciones animales, como las piedras bezoares de rinoceronte, ciervo, elefante o vicuña, los cálculos de vejiga humanos o los huevos de ave y reptil. La cuarta sala del gabinete, con pésimas condiciones de luz, era la del resto de los mamíferos (Solano y Eulate, 1871, 58-70). De nuevo, tal vez de forma más evidente que en el caso de las aves, el criterio seguido a la hora de ubicar los ejemplares en las estanterías, siempre que el tamaño lo permitiera, era el taxonómico. El armario «1» era el de los cuadrumanos de Cuvier, entre los que había un chimpancé en actitud de trepar por una rama y un busto en yeso de un gorila. La serie continuaba en los cuatro armarios siguientes con gibones, cercopitecos, macacos, una mona de Gibraltar «en actitud de hacer a un gato sacar unas castañas de la lumbre» (Solano y Eulate, 1871, 59),102 monos araña, aulladores, titíes, lémures, loris y gálagos. El «6» era el de los carnívoros plantígrados, como el mapache, el coatí, el glotón y el tejón. Los digitígrados, es decir, los que caminan sobre los dedos, estaban en el «7» Mucho más tarde ese mismo ejemplar volvería a ser evocado por otro autor, precisamente como ejemplo del salto cualitativo que le institución había dado bajo la dirección de Ignacio Bolívar: «Hubo un tiempo en que allí se enseñaba, entre otras cosas por el estilo, un grupo disecado, como se disecaba entonces, representando a un mono que obligaba a un gato a sacarle las castañas del fuego. Es lástima que aquel mamarracho se apolilló y hubo que quemarlo; puesto junto al admirable grupo de abejarucos, con sus nidos y sus crías, que ha sabido componer el arte de los hermanos Benedito, hubiera dado una idea del abismo enorme que media entre el antiguo gabinete de Historia Natural, museo de rarezas, y el moderno Museo Nacional de Ciencias Naturales, museo útil, educativo» (Cabrera, 1924). 102

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y el «8», repletos de comadrejas, armiños, hurones, garduñas, mangostas, ginetas, perros y gatos. El grupo de los desdentados, integrado por osos hormigueros, armadillos y perezosos estaba en el «9» y el de los murciélagos en el «10». Los erizos, topos y musarañas junto a otros insectívoros menos comunes, como el topo dorado, «único mamífero con reflejos metálicos» (Solano y Eulate, 1871, 63), ocupaban un mismo armario. Los roedores, el orden de mamíferos con mayor número de especies, llenaban tres más que venían seguidos por el de sus parientes cercanos, los lagomorfos, o si se prefiere las liebres y los conejos. El armario «15» cerraba pues la serie dedicada a los mamíferos placentarios, aquellos que paren crías completamente formadas. Los marsupiales, como los falangerios, las zarigüeyas, los bandicuts o los más populares canguros, llenaban tres armarios. Estos mamíferos, que alumbran crías incompletas que finalizarán su desarrollo en el interior del marsupio, cedían un pequeño espacio de almacenamiento a los monotremas, un ornitorrinco y dos equidnas, que representaban al reducido grupo de los mamíferos ponedores de huevos. Como en la sala de las aves, el último mueble rompía el discurso taxonómico y se dedicaba a los engendros, sobre todo cabritos y recentales monstruosos. Otra tarima central permitía exponer varios papiones y mandriles «con jeta remangada y enormes colmillos» (Solano y Eulate, 1871, 66), canguros grandes, lobos marinos, dos manatíes, varios osos, incluido uno polar, hienas, lobos, zorros, un león y una leona, leopardos y otros grandes gatos manchados y un enorme tigre que había luchado en la plaza de toros de Madrid con un toro sevillano llamado Señorito, de la ganadería de Benjumea, que le venció aunque habiendo recibido varias heridas de que fue curado después en la dehesa para morir por último en la lidia (Solano y Eulate, 1871, 67).

En cada lado de la balaustrada se sujetaban dos enormes colmillos de narval, y sobre las paredes de la sala había un par de imponentes defensas de elefante y una nutrida colección de cuernos de rinocerontes, ciervos, búfalos, carneros y antílopes. La llamada sala de los reptiles (Solano y Eulate, 1871, 70-74) tenía seis armarios con especímenes naturalizados, varios ejemplares de gran tamaño, como tortugas, boas y cocodrilos, suspendidos por las paredes y un espacio

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central con avestruces, una pareja de ñandúes y dos casuarios. Entre las puertas y los muebles se disponían cuadros con insectos entre los que «figuraban bellísimas mariposas de Rio de Janeiro regaladas por doña María Isabel de Braganza, esposa de Fernando VII» (Solano y Eulate, 1871, 73). Había también una urna destinada a hacer ver la cría de los gusanos de seda, un interesante apunte que habla de la presencia de animales vivos en un museo, algo que no suele ocurrir con frecuencia. La sexta estancia era la de los peces (Solano y Eulate, 1871, 74-80), con 17 armarios, incluido uno «monográfico» dedicado a los peces de las costas de Cataluña. No se especifica el modo de conservación de los ejemplares. Dos mesas dispuestas en el centro de la sala permitían colocar sendas urnas, una con aves tropicales procedentes del secuestro del gabinete del Infante Sebastián y otra con «un gran pez procedente de Cuba» (Eulamia obtusa), «de la familia de los tiburones y de las lijas en cuya peana descansa una enorme boca de otro pez» (Galeocerdo tigrinus), «de igual grupo y procedencia, con sus múltiples series de agudos dientes» (Solano y Eulate, 1871, 80). La sala séptima era la de rocas y fósiles, con el famoso megaterio situado en su centro (Solano y Eulate, 1871, 81-84), y la octava la de moluscos, crustáceos y zoófitos (Solano y Eulate, 1871, 84-92), con trece armarios y varios ejemplares de gran tamaño, como las valvas de tridacna, fuera de ellos. La ordenación de los armarios siempre era la misma: la parte alta se dedicaba a los zoófitos, la media a los moluscos y la inferior a los crustáceos. La sala novena albergaba tres colecciones zoológicas históricas legadas por insignes naturalistas: la de crustáceos del sabio francés Guérin-Méneville (1799-1894) (Barreiro, 1992, 276), la de insectos hemípteros, popularmente llamados chinches, del naturalista español Eduardo Carreño (1819-1842), prematuramente fallecido en París (Aragón, 2011), y la de insectos de Mieg (Solano y Eulate, 1871, 92 y 93). La última sala, la décima, era la de anatomía comparada (Solano y Eulate, 1871, 93-99). En ella permanecían algunos de los objetos que, posteriormente, pasarían a otros museos, como la momia guanche, actualmente en el Museo Nacional de Antropología, o numerosos cráneos humanos, uno de ellos de la Roma antigua hallado en un sepulcro de la Vía Apia. Con todo, la mayor parte de los fondos que se exponían en los 20 armarios disponibles en esa sala eran muestras del resto de los vertebrados. Estaban los esqueletos montados por Duchén y los otros preparadores del periodo Graells, como los de orangután, jaguar, murciélago, gato o tejón; numerosos

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cráneos, desde el de foca hasta el de hipopótamo, pasando por los de morsa, delfín o toro de lidia. También los había de aves, reptiles y peces. En unas pequeñas urnas primorosamente ensambladas por Duchén en 1841, fáciles de localizar en la actual colección del Museo, estaban los esqueletos montados «de pichón y de perdiz teñidos por la raíz de granza o rubia, administrada a estos animales como alimento» (Solano y Eulate, 1871, 95), un fácil y curioso experimento realizado por Graells para ilustrar el desarrollo del hueso en las clases de su cátedra de Anatomía Comparada. Además de las osamentas, en las estanterías había modelos pedagógicos para el estudio de la anatomía, desde la de la mano y el pie humanos, hasta la del ojo compuesto de los insectos o el pulmón de los pájaros. Tal vez, entre los más peculiares estuviera el «molde de una gallina abierta en el acto de poner un huevo» (Solano y Eulate, 1871, 98). Como en las precedentes, el centro de esta última sala estaba ocupado por un entarimado sobre el que se colocaron los esqueletos de mayor tamaño: un dugongo, un león, el elefante de Bru, un canguro, dos avestruces, dos équidos y una llama, todos ellos presentes en las actuales colecciones del Museo, además del de una jirafa que, lamentablemente, no se conserva montado. Junto a ellos yacía el enorme cráneo de un ballenato procedente del golfo de Rosas, adquirido en 1829 por la cantidad de 4.000 reales (Solano y Eulate, 1871, 99). La guía de Solano concluye de forma brusca, sin epílogo ni despedida. Veinte años después, José Gogorza haría un nuevo intento de divulgación de los contenidos del Museo de Historia Natural (Gogorza, 1891), una llamada de atención más hacia una institución siempre pendiente de ese espaldarazo definitivo por parte de la administración. Esta vez el esfuerzo no se dirigía a las personas ya versadas en ciencias, sino a la mayor parte del público que visitaba las colecciones, lo que hace pensar en un interés creciente por el conocimiento de las ciencias naturales entre el grueso de la población. Como es habitual en este tipo de trabajos, el autor inicia su obra con una reseña histórica (Gogorza, 1891, 5-11) en la que pone de manifiesto el atraso que el Museo había ido acumulando respecto a otros de su entorno inmediato. Al hablar de la biblioteca del centro dice: Abundan en ella las publicaciones antiguas, algunas de las cuales tienen gran valor científico; pero se resiente de la escasez de obras modernas y de la de nuevas revistas periódicas, tan indispensables en un establecimiento de la índole

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del que nos ocupa, defecto que se debe, como otros muchos en el museo, a la exigua consignación destinada a este fin (Gogorza, 1891, 5).

Y una vez más critica la limitante falta de espacio: (…) nuestro museo se halla aislado de los demás establecimientos de su clase, y como a pesar del escaso aumento que se observa en los catálogos de las especies que lo forman, el local es cada día más insuficiente, resulta que muchas series de rocas, de minerales, de conchas y de ejemplares de otros grupos permanecen encajonados en la dificultad de darles colocación más conveniente (Gogorza, 1891, 10).

En los veinte años transcurridos entre la aparición de las dos publicaciones nada había cambiado. Al Museo se accedía por las dos salas de mineralogía (Gogorza, 1891, 12-27) tras las que se llegaba a la de aves (Gogorza, 1891, 28-43), considerada por el autor como una de las colecciones menos ricas del Museo. Nos informa de que en los 16 armarios que la integraban los especímenes se disponían de acuerdo con la clasificación que Gray había propuesto para las colecciones del museo de Londres,103 aunque por razones de espacio algunos ejemplares, sobre todo los de mayor tamaño, se encontraban desplazados. Opina que esas colecciones, que en tiempos de Graells se destinaban sobre todo a la docencia, en un futuro deberían ser de mayor utilidad para la investigación, y en este punto Gogorza incide en uno de los talones de Aquiles del Museo de Madrid: la falta de documentación relativa a la constitución de sus fondos, al carecer la mayor parte de los ejemplares de la información sobre su localidad de origen, fecha de entrada o nombre del colector. Sin dudarlo, las considera de muy escaso valor científico. Únicamente destaca dos pequeñas colecciones de aves exóticas compradas al comerciante francés Eduard Verreaux (1810-1868), la de especies cubanas donada por Laureano Pérez Arcas y colectada por el zoólogo, natural de la isla, Felipe Poey (1799-1891), la de aves filipinas enviada por Felipe CangaArgüelles, el lote donado por Adolphe Boucard (1839-1905), ornitólogo francés que recorrió México y Centroamérica, y un pequeño conjunto proce103 George Robert Gray publicó su obra Hand-list of the genera and species of birds, distinguishing those contained in the British Museum en tres volúmenes, aparecidos en Londres entre 1869 y 1871.

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dente del disuelto Museo de Ultramar104 (Carrero Navarro et. al., 1999). A continuación detalla el contenido de los armarios y se detiene en algunos de los ejemplares más llamativos. El primero era el de las rapaces nocturnas. Les seguían las diurnas, con la harpía o el cóndor. Las trepadoras, con tucanes, cucos y pájaros carpinteros, de los que apunta una considerable ausencia de especies exóticas. Entre las palomas destaca las del género Carpophaga por las irisaciones de su plumaje y da una abundante lista de gallináceas, como los faisanes, las pintadas o el pavo real, del que aclara que fue introducido en Europa por Alejandro Magno. Luego vienen las zancudas, las palmípedas y los pingüinos, llamados pájaros bobos porque se dejaban coger y matar por los navegantes. En el centro de la sala se ubicaban los loros y cacatúas así como los pájaros pequeños, de los que dice que eran más las especies que faltaban que las que estaban presentes. Únicamente valora la rica colección de colibríes, representada por 244 ejemplares de 125 especies. Las grandes aves corredoras estaban fuera de los armarios, mientras que los ejemplares más valiosos tenían vitrinas individualizadas. Entre estos destacaban la gura victoria, enorme paloma azul con la cabeza coronada por un llamativo penacho de plumas, el pájaro lira, el kakapó (una especie de loro de Nueva Zelanda), el kiwi, la pintada vulturina o el tragopán, un coloreado faisán del Himalaya. Una serie de 94 huevos y algunos nidos completaba la colección de ornitología, formada por 1320 ejemplares pertenecientes de 756 especies, entre las que era de lamentar la débil presencia de especies de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, colección mucho menor que la de otros museos europeos pese al vínculo cultural y político del país con dichos territorios, una mácula que, según él, desacreditaba al museo madrileño ante la comunidad científica. La sala de mamíferos (Gogorza, 1891, 44-59) la describe como pobre en especies interesantes: «(…) cualquiera, por poco versado que esté en conocimientos histórico-naturales, con solo dar un vistazo por ella, echará de menos algunas que debieran estar representadas» (Gogorza, 1891, 44). También nos informa de que la mayor parte de los ejemplares estaban naturalizados 104 El Museo de Ultramar fue el primer intento de crear un museo colonial permanente en España. Su fundación data de 1874 y se alojó en las dependencias del propio Ministerio de Ultramar, en el Palacio de Santa Cruz, aunque parte de los objetos fueron más tarde expuestos en el Palacio de Velázquez de El Retiro. Se suprimió en 1884 por falta de medios. Sus fondos se repartieron entonces entre distintas instituciones de la capital.

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y muy pocos conservados en alcohol. Para su clasificación se había optado por el método propuesto por Martínez y Sáez para el conjunto de los vertebrados.105 Muchos de los animales que menciona ya aparecen citados en la guía de Solano y Eulate y sería repetitivo traerlos de nuevo a colación. Otros, como el aye-aye de Madagascar o el fenec del Sahara, son nuevos. Considera que la colección de rumiantes es más que deficiente, aunque destaca importantes incorporaciones como la del saiga, un desgarbado antílope de las estepas siberianas, o el berrendo de las grandes praderas norteamericanas. Aunque lo hicieran con cuentagotas, parece ser que las colecciones nunca dejaron de crecer. Gogorza estima que la mejor colección de vertebrados del Museo era la de reptiles (Gogorza, 1891, 60-66), tanto por el número de especies representadas (910 ejemplares de 300 especies) como por su estado de conservación. Al pasar revista a su origen nos permite saber que, por ejemplo, el museo de Lisboa regaló al de Madrid una serie de reptiles de Angola, que los de Filipinas fueron donaciones de colectores del Museo en aquellas tierras, como el médico Agustín Domenec, Carlos Mazarredo y otros. Los de la Guinea española fueron legados por el doctor Osorio. Guillermo Salvador formó la colección del Amazonas y Manuel Iradier (1854-1911), africanista y explorador, la del África occidental. En la mayor parte de los casos, se trataba de ejemplares en alcohol, muy pocos estaban naturalizados. La sala de los peces (Gogorza, 1891, 67-79) contenía dos colecciones independientes, una general e histórica, formada por especies de todas las latitudes distribuidas en 16 armarios, y otra mucho más reciente, integrada únicamente por especies españolas. Respecto a la primera, considera que el número de especies no era muy elevado y reseña algunos conjuntos particulares, como la colección de tipos enviados por Ramón de La Sagra (1798-1871) desde Cuba, las especies filipinas remitidas, una vez más, por Domenec y Mazarredo, las recolectadas por el geólogo madrileño Francisco Quiroga (1853-1894) durante sus trabajos de prospección en el Sahara español y las Islas Canarias, los ejemplares del Museo de Ultramar o las compras efectuadas en

Francisco de Paula Martínez y Sáez publicó su Distribución metódica de los vertebrados con las características de clases, subclases, órdenes, familias, subfamilias y géneros de los mismo en la Imprenta de Fontanet, en Madrid, en 1879. La obra constaba de 528 páginas. 105

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la Estación Marina de Nápoles. La colección de ictiofauna española, ubicada en tres armarios, tenía una clara vocación científica y puntualiza que (…) los datos referentes a la localidad, nombre vulgar, estación etc. de cada ejemplar, son perfectamente exactos, pues en su mayoría han sido recogidos por naturalistas de reconocida competencia y conservados después con gran cuidado (Gogorza, 1891, 77).

Los ejemplares procedían de diferentes puntos de las costas del país como Cudillero y Gijón en Asturias, San Vicente de la Barquera y Santander en Cantabria, Valencia y Alicante en la costa mediterránea o Algeciras y Cádiz en Andalucía. Además, había especies de agua dulce hasta contabilizarse un total de 151. El resto del Museo incluía una sala de geología con el megaterio situado en su centro (Gogorza, 1891, 80-83). Había un nuevo espacio dedicado a los artrópodos (Gogorza, 1891, 84-87), según el autor una de las mejores colecciones del centro, tanto por la calidad de los ejemplares como por su buen estado de conservación. Por eso lamenta que, además de muchos insectos, buena parte de los crustáceos, arañas y miriápodos tuvieran que permanecer ocultos en armarios y cajones, invisibles a los visitantes. Para todos esos grupos, además de la general, ya se estaba elaborando una colección específica de fauna española, como hemos visto en el caso de los peces. Finalmente, la descripción que hace de la sala de anatomía comparada (Gogorza, 1891, 88-94) no difiere mucho de la hecha por Solano y Eulate. Además de todas las abiertas al disfrute público, en el Museo había otras dos salas cerradas a la visita pero con importantes colecciones: la de malacología y producciones marinas por un lado (Gogorza, 1891, 94-98), y la de paleontología por otro (Gogorza, 1891, 98-102). Y de forma igualmente brusca, con un índice pero sin epílogo ni conclusiones, concluye la guía de Gogorza, la última publicada antes del cambio de sede.

UN NEGATIVO BALANCE FINISECULAR Las colecciones de aves y mamíferos del Museo recibieron un buen varapalo en la guía de Gogorza, documento que puede ser considerado como un corolario de la vida de la institución en su sede de Alcalá. Mientras que las

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de reptiles llegaban a ser representativas, o las de peces y artrópodos se esforzaban por reunir en series de estudio todas las especies españolas, los conjuntos de pluma y pelo adolecían de numerosas carencias. Tal vez, la limitación viniera del especial modo de preparación de los ejemplares, que exigía la naturalización de las pieles y el montaje de los esqueletos con todos los costes asociados, tanto económicos como de personal capacitado, sin olvidar las dificultades de almacenamiento de los ejemplares con esas características en unos locales siempre exiguos. Los peces y reptiles, conservados en alcohol desde los orígenes de los gabinetes o en formol a partir de finales del siglo XIX, o los insectos y otros artrópodos, normalmente conservados en seco, ofrecían menores dificultades. Más allá de las limitaciones técnicas, tampoco hay que olvidar que para el conjunto de la institución, como para la deriva política de todo el país, el siglo XIX fue un periodo de enorme inestabilidad que dificultaba el seguimiento de programas estructurados a la hora de planificar el desarrollo de las colecciones. En 1815, tras la vuelta al trono de España de Fernando VII, se instauró en el Museo una Junta de Protección presidida por el marqués de Santa Cruz que, cuatro años más tarde, fue sustituido en el cargo por el marqués de Cerralbo. Durante el Trienio Liberal, la Junta se suprimió y, en 1821, el Museo pasó a depender de la Dirección General de Estudios que se encargó de su incorporación en la Universidad Central bajo la tutela del rector, proyecto que se completó en 1823. Con la restauración del absolutismo se recuperó la Junta de Protección, dirigida por el conde de Argillo, organismo de gestión que se prolongaría más allá de la Década Ominosa. Por lo tanto, ya fuera en manos de aristócratas o de docentes, durante el primer tercio del siglo la institución escapó al control de los naturalistas (Solano y Eulate, 1871, 18-20). En 1837, durante la regencia de María Cristina de Borbón, se produce el final de la Junta de Protección que se sustituye por una Junta Gubernativa presidida, esta vez sí, por un prestigioso naturalista, el botánico Mariano La Gasca (1776-1839), asistido como secretario por el agrónomo Pascual Asensio (1797-1874). La Junta Gubernativa estaría vigente hasta 1845, momento en que el Museo vuelve a incorporase a la Universidad y pasa a ser dirigido por un jefe local, puesto que recae en la figura de Mariano de la Paz Graells quien, precisamente, había llegado al centro de la mano de La Gasca (Aragón, 2006). En 1851 se produce una nueva separación de la Universidad y Graells se convierte en único director de una enorme institución que englobaba al Museo

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propiamente dicho junto con el Jardín Botánico y, durante algún tiempo, el Jardín Zoológico de Aclimatación. El final del periodo Graells llegó en 1867 con el desmembramiento de la institución en tres organismos independientes y el nombramiento de Méndez Álvaro como Comisario Regio, encargado de reorientar los destinos de los principales focos de cultivo de las ciencias naturales en el país (Solano y Eulate, 1871, 18-20). Tras la reorganización llevada a cabo en 1867 (Aragón, 2005, 172-179), al frente del Museo quedó el zoólogo Lucas de Tornos, quien tras su muerte, ocurrida en 1882, fue sustituido por Miguel Maisterra (1825-1897), ingeniero industrial que ocupaba el cargo de catedrático de Mineralogía en la Universidad Central. Fue elegido por ser un sensato y sesudo profesor no predispuesto a variaciones y reformas y que no se dejaría llevar de impulsos y aspiraciones en el orden cultural y científico que pudiesen alterar con peligrosas innovaciones y modernos procedimientos de estudio, siempre costosos, el orden y la tranquilidad de espíritu que debían reinar en los Centros oficiales y más en los docentes de categoría superior (Hernández-Pacheco y Esteban, 1944, 76).

¿Por qué decantarse por un candidato inmovilista? ¿Había que dejar todo en suspenso? ¿Merecía la pena seguir apostando por la institución científica? ¿Era preferible hacerlo por el ahorro y el orden a costa del dinamismo? Sin lugar a dudas, a finales de siglo el futuro del Museo era más que incierto. El siglo XIX no había dado el fruto esperado y la veterana institución más bien parecía incomodar que ser motivo de orgullo. La situación de las ciencias naturales en España había llegado a tal parálisis institucional que los naturalistas más inquietos y avezados tuvieron que organizarse por su cuenta, al margen de la protección oficial, y crear, en 1871, la Sociedad Española de Historia Natural (Casado de Otaola, 1994). Desde las instancias gubernamentales esos elementos emprendedores fueron percibidos como perturbadores. El veterano Graells, último científico cortesano, permaneció al margen de la iniciativa. Por su parte, el estático Maisterra únicamente se afilió tras ser nombrado director del Museo (el cargo obliga). De cualquier forma, su participación se limitó a pagar cumplidamente sus cuotas y a ceder generosamente espacio en el Museo para las actividades y la biblioteca de la corporación (Hernández-Pacheco y Esteban, 1944, 77).

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Ante semejante panorama no es de extrañar que corrieran rumores acerca del futuro incierto del Museo y de sus colecciones. Durante una sesión celebrada el 23 de octubre de 1880 por los miembros de la Sociedad Española de Historia Natural, el botánico Miguel Colmeiro informó de una reciente visita al Museo y a la Academia de Bellas Artes de los ministros de Fomento y Hacienda para evaluar la calidad de los locales. Se rumoreaba que Hacienda tenía la vista puesta en ellos y que ya andaban pergeñando el desalojo. También se decía que para sede de la Academia se le había echado el ojo al ruinoso edificio de las antiguas platerías Martínez, frente al Museo del Prado. La salida prevista para el Museo-Gabinete de Historia Natural parecía incluso peor. Las producciones naturales se pretendían enviar al viejo invernadero del Botánico, una construcción «muy ligera, pues no tenía sólidos cimientos, ni sótanos, ni pavimento, y consistía en una galería de poca altura con unas columnas por delante, entre las cuales había unos bastidores rotos que mal sostenían unos toscos vidrios»,

un lugar en el que ya se habían almacenado temporalmente las colecciones remitidas por los expedicionarios del Pacífico, unos fardos aventureros incluso en destino, pues en los días de mucha lluvia, y dentro del invernáculo, ya habían «nadado algunas cajas».106 Aunque las colecciones permanecieron algún tiempo más en sus respectivos emplazamientos, los temores de los miembros de la Sociedad no fueron infundados. Los días que le quedaban al Gabinete-Museo entre los muros de aquel templo del saber, que Carlos III erigiera para la gloria conjunta de las ciencias y las artes, ya estaban contados.

106 La referencia a la intervención de Colmeiro está recogida en las Actas de la Sociedad Española de Historia Natural 1880, 88-91. Madrid.

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CAPÍTULO III

LA PRIMERA MUDANZA Durante la primavera de 1890, Miguel Maisterra, director del Museo, envió una carta al director general de Instrucción Pública para comunicarle el lamentable estado de las cubiertas del palacio de Goyeneche. Las goteras eran de tal magnitud que «solamente con una estrecha vigilancia continua se lograba impedir que las aguas se infiltrasen hasta las salas en las que estaban colocadas las colecciones».107 En los días de lluvia intensa la humedad se colaba hasta el interior de los armarios y no solo ponía en peligro las pieles de los vertebrados, sino que incluso se habían detectado graves desperfectos en las colecciones de rocas y minerales. Afortunadamente, la solicitud no cayó en saco roto y se lograron 9.723 pesetas para acometer las obras de urgencia. La intervención no dejaba de ser un parche más en un ruinoso edificio que, a fin de cuentas, era el espejo que reflejaba la inactividad que reinaba en su interior. Precariedad y abandono, dos dolencias de las que la prensa nacional ya se había hecho eco. Esta fue la opinión de los redactores del periódico El Liberal al evaluar la labor de una comisión nombrada por la Dirección General de Instrucción Pública con el propósito de dinamizar el Museo y el Jardín Botánico de la capital: Que la referida comisión no ha hecho nada hasta ahora a pesar del largo tiempo transcurrido desde su nombramiento, no hay para qué decirlo, siendo como son conocidos de todos los títulos de inercia e inactividad que reinan en aquel Ateneo, y de que es buena muestra un cajón inmenso que desde hace ocho años quizás se encuentra atravesado en las escaleras, dificultando el paso y ocasionando frecuentes averías en los trajes de las pocas personas que aún tienen la candidez de visitar aquellas colecciones petrificadas.108

107 ACN0314/001. Oficio borrador de Maisterra al director general de Instrucción Pública. Madrid, 24 de abril de 1890. 108 El Liberal, 22 de mayo de 1888, página 3. Reseñas que denunciaban el abandono del Museo también aparecieron publicadas en La Justicia (13 de mayo y 3 de junio de 1888) y El Globo (7 de junio de 1888).

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En un tono semejante, y tras un análisis mucho más profundo, desde las páginas de La Época se decía: Hay en las instituciones, como en los seres vivos, algunas en las que el tiempo no hace mella, como si este factor de la vida no transcurriera para ellas, como si las condiciones externas permanecieran fijas y estacionarias, continúan invariables, sumidas en la más fatal rutina en medio de la general mudanza, de la evolución continua y del incesante progreso a que están sometidas todas las demás.109

UN JARRO DE AGUA FRÍA Tras recorrer detenidamente el espacio público de la institución, el anónimo autor de la última opinión, que reconoce peinar canas y haber visitado numerosos museos extranjeros, lamenta pertenecer a un país más propenso a construir plazas de toros que a actualizar las salas de su principal museo de ciencias. En ellas no había encontrado ni una mínima referencia a los últimos progresos científicos, nada que hubiera logrado levantar «la pesada capa de polvo que, cual impenetrable sudario, se extendía uniforme sobre aquellas petrificadas colecciones».110 ¡Tras cuarenta años de ausencia había descubierto con asombro las mismas cartelas de antaño! Con opinión experta, más allá de denunciar el ya conocido falso montaje del megaterio, repara en discretos detalles como la errónea colocación de los epipubis, dos huesos pélvicos en horquilla propios de los monotremas y marsupiales, en un par de esqueletos de canguro, equivocación que perdura en el montaje actual de ambas osamentas y que, a día de hoy, adquiere un extraño valor de curiosidad histórica. Prueba de su sensibilidad es que por encima de esos errores, fácilmente subsanables, lamenta sobre todo aquellos que permanecen ocultos y son mucho más lesivos por «pertenecer a la organización interna, al régimen del establecimiento, a su vida científica, a sus relaciones con los centros análogos del extranjero, a su papel y representación en el concierto científico del 109

La Época, 14 de mayo de 1888, página 1.

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Ibid.

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mundo entero».111 Si un museo estuviera únicamente destinado a mostrar sus colecciones, más o menos ricas, más o menos bien dispuestas, se saldría del paso «con ponerlo bajo la vigilancia de un conserje y un portero, únicas personas que allí serían necesarias».112 Sin embargo, el personaje en cuestión tenía una idea mucho más elevada de lo que debería ser la institución: Los Museos son hoy centros donde se cultiva la ciencia en sus diversas manifestaciones, donde hombres estudiosos, olvidando casi siempre sus intereses, y aun manifestándolos con frecuencia en beneficio de la religión a que se consagran, que religión y no otra cosa es hoy la ciencia para sus adeptos, se dedican a la investigación, ansiosos de contribuir en la medida de sus respectivas fuerzas al fin común a que todos se dirigen, a que aspiran todos, que no es otro que el conocimiento de la naturaleza. ¿Por ventura no existen estos hombres en España?.113

La tan traída mudanza del Museo pronto se convertiría en realidad y su puesta en marcha pondría a prueba a los responsables a su cargo. En unos años, el inspirado autor de la acertada crítica iba a tener ocasión de comprobar el talante de esos naturalistas al frente del principal museo de ciencias del país. El tres de agosto de 1895, Alberto Bosch y Fustigueras (1848-1900), ministro de Fomento durante la regencia de María Cristina de Habsburgo y la presidencia del Gobierno de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), dictó una Real Orden relativa el traslado del Gabinete-Museo desde su sede en la calle de Alcalá hasta el recién terminado Palacio de Museos y Bibliotecas del paseo de Recoletos, donde se le habían designado partes del primer piso y de la planta baja. Poco después, el 28 de septiembre de ese mismo año, una nueva Real Orden apremiaba al desalojo, que debía estar concluido antes del inicio del nuevo curso, es decir, antes del primero de octubre. Los profesores del Museo disponían pues de dos días escasos para mudar mucho más de un siglo de poso material de la historia. Semejante premura se vivió como una afrenta, sobre todo cuando se tuvo constancia de que el cambio no venía promovido por el interés por la institución y la ciencia, sino por una apremiante necesidad de espacio del vecino Ministerio de Hacienda, con 111

Ibid.

112

Ibid.

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Ibid.

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Juan Navarro Reverter (1844-1924) a su cabeza. Esa ha sido, con matices, la versión oficial destilada a partir de los escritos de diferentes cronistas de la historia del Museo (Hernández-Pacheco y Esteban, 1944, 79-80; Cazurro, 1896; Aguirre, 1992, 24; Barreiro, 1992, 295) pero, ¿cómo se fueron encadenando los hechos? Más que componer un minucioso relato clásico que se atenga a la cronología de los acontecimientos, lo que aquí vamos a detallar es el posicionamiento de los distintos actores implicados para tratar de entender cómo caló la noticia y cuáles fueron las tensiones generadas ante lo que, sin duda, constituía un momento clave en la historia de la institución. Partidarios y detractores defenderían sus respectivas posiciones en un debate cruzado que, afortunadamente, ha dejado profunda huella en el archivo del Museo.

UNO CONTRA TODOS…. TODOS CONTRA UNO Que Mariano de la Paz Graells supo situarse cerca de los órganos de poder a lo largo de su dilatada vida es algo de sobra sabido. Así lo confirman de nuevo las cartas intercambiadas con Navarro Reverter, ministro de Hacienda, acerca del tema de la mudanza. Aunque con alguna reticencia que no trató de ocultar, Graells se posicionó desde un principio entre los partidarios del cambio de sede y, como era habitual en su proceder, encaró el proyecto con una fuerte actitud personalista: (…) hoy, no contando yo verlo por mi avanzada edad después de 60 años que hace estoy enseñando en aquel estrecho local, voy a ver realizarse mi sueño dorado por casualidad, porque hablando con franqueza entre dos amigos, son las necesidades de Hacienda las que han determinado la traslación, no las de la ciencia, tanto tiempo olvidadas por todos los Gobiernos. Sea lo que quiera Dios, y por lo que a mi toca en nombre de la ciencia que ha hecho el encanto de toda mi vida doyle a V. gracias, si de veras nos ayuda para que como el Sr Cánovas dispone en su Real Orden citada la cosa se hace bien, ofreciéndole por mi parte secundarle si necesario creyera contar con mi opinión.114

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ACN0315/024. Oficio de Graells a Navarro Reverter. Madrid, 21 de octubre de 1895.

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Hacía ya tiempo que él lo tenía todo pensado. Lo primero que había que hacer era conocer la superficie disponible en el nuevo edificio, para que los profesores del centro decidieran el reparto de los locales y el mejor acomodo para sus colecciones. En el futuro Museo se deberían habilitar dos partes, una para la exposición pública, que se recorrería en un solo sentido para evitar confusión, y otra para la docencia, ya que se trataba de una institución de enseñanza superior con reputadas cátedras. También pedía un laboratorio de taxidermia y preparación para el incremento y conservación de las colecciones, almacenes y un depósito de muebles. Para un correcto funcionamiento administrativo no había que olvidar el espacio necesario para la dirección y secretaría, la sala de juntas, la biblioteca y el archivo. Además, la atención al público requería una portería y una conserjería independientes. Por supuesto, en algún momento habría que pensar también en la elaboración de un mobiliario nuevo, ya que el antiguo estaba prácticamente inservible y, con toda seguridad, sufriría mucho al ser desmontado.115 La noticia del traslado no tuvo la misma acogida entre los miembros de la Sociedad Española de Historia Natural, la organización que, como hemos visto, se constituyó al margen de la oficialidad. En una carta dirigida al director del Museo, la corporación puso de manifiesto su oposición al desalojo y anunció el envío de un texto de desaprobación a Bosch y Fustigueras, ministro de Fomento. Consideraban que el local propuesto era inapropiado tanto para los fines científicos y docentes propios del Museo como para la conservación y puesta en valor de sus riquísimas colecciones. En su descargo traían a colación otros intentos de traslado, según ellos afortunadamente fallidos, como el referido por Miguel Colmeiro y del que ya tratamos al final del anterior capítulo. En esa misma misiva dejaban claro que ya habían iniciado las gestiones necesarias para hacer valer su opinión, incluida una visita al ministro del que obtuvieron el compromiso de revisar el proyecto y visitar, junto con el director general de Instrucción Pública, tanto los antiguos locales como los recientemente propuestos para hacerse una opinión propia, algo a lo «que se creía obligado por sus antecedentes de carrera como doctor en ciencias».116

115 ACN0315/024. Oficio de Graells a Navarro Reverter. Madrid, 21 de octubre de 1895. La información aportada por Graells en esa carta apareció publicada en La Época el 29 de octubre de 1895, página 2. 116 ACN315/024. Oficio de Marcos Jiménez de la Espada, presidente de la Sociedad Española de Historia Natural, al director del Museo. Madrid, 12 de noviembre de 1895.

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Las posturas quedaban claras: la Sociedad de Historia Natural con su proyecto corporativo se posicionaba decididamente en contra, mientras que Graells, con su gestión personal cercana a la autoridad, abanderaba el cambio de sede. Este último, siempre atento a los bailes de influencias, reaccionó sin tardar al relevo producido al frente de Fomento, con la salida de Bosch y la llegada de Aureliano Linares Rivas (1841-1903). Acompañado por Navarro Reverter, su firme aliado y principal interesado en recuperar los locales de la calle de Alcalá para su ministerio, se ocupó de informar al recién llegado del plan en marcha,117 una traslación «que temía volvieran a censurar los que desde un principio» trataban «de oponerse sin razón verdadera a una obra que tanto tiempo» hacía reclamaban «el decoro nacional y nuestra reputación científica».118 Finalmente fue Graells quien pudo cantar victoria, pues el traslado del Gabinete-Museo empezó a ser realidad. Previamente, el veterano naturalista ya había tenido ocasión de expresar la opinión que el escrito remitido al ministro de Fomento, por aquellos enfrentados a él, le merecía: (…) más extrañeza causa el ver las gratuitas aseveraciones que se permite hacer la Sociedad Española de Historia Natural, en una exposición presentada al Ministro de Fomento sr Bosch, quien no pudo menos de pasmarse al observar inconsecuencia tan palmaria en los mismos que venían deplorando el olvido en que se encontraba nuestro gabinete de Historia Natural.119

Y en vista del resultado, no dejaba de regocijarse al haber materializado su tan anhelado sueño: (…) Sea lo que se quiera de lo que va anotado, pero ya velis nolis de algunos, la traslación acertada se ha empezado, lo que falta es que esta se verifique de modo que no pueda dar motivo a recriminaciones fundadas, si por falta del mueblaje necesario y conveniente, los objetos ya trasladados y que vayan trasladándose se estropearan y deterioraran con el polvo y de otros modos diferentes por no resguardarlos debidamente.120 117

ACN0315/024. Oficio de Graells a Juan Navarro Reverter. Madrid, 23 de diciembre de 1895.

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ACN0315/024. Besamanos de Graells a Navarro Reverter. Madrid, 29 de diciembre de 1895.

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ACN0315/24. Borrador de Graells. Sin destinatario. Madrid, 31 de diciembre de 1895.

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Misma signatura.

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Se congratulaba al haber logrado que el traslado progresase gracias «a los empujones que con el sr. Marqués de Mochales» había «dado a las rémoras pegadas al Museo de Ciencias»121 y, consciente de que pronto se cumplirían los deseos de Hacienda, solicitaba un aumento de sueldo para el conserje, porteros, mozos y plantones del Museo, que pronto iban a perder sus viviendas en las buhardillas del Palacio de Goyeneche. Arrastrado por su éxito se atrevió incluso a pedir que se les diera un nuevo uniforme, ya que vestían «tan indecorosamente que algunos visitantes creyéndolos Chicherones (sic) pordioseros les» ofrecían «limosna».122 Sin perder ni un ápice de entusiasmo, y pese a lo avanzado de su edad, dejaba claro que él seguía en la brecha, tanto para secundar los deseos del ministro de Hacienda, como para ver realizados sus sueños dorados de sacar de las tinieblas los ricos materiales científicos que el Estado había venido almacenando sin provecho y sin honra, hasta ahora, para la historia natural de nuestra patria».123

Haciendo un alarde de profesionalidad o, tal vez, de habilidad diplomática, utilizó el mueblaje como excusa para llegar hasta el fin de sus propósitos. Las antiguas estanterías no le parecían aptas para un nuevo museo. Además, puesto que de una refundación se trataba, la ocasión le parecía ideal para insuflar un toque de modernidad a la institución, algo que se podría materializar en un nuevo mobiliario, al estilo del que se podía contemplar en otras capitales europeas.124 Y es en ese punto en el que propuso el diplomático canje, una salida pactada ante los dos ministerios implicados «para que sus deseos, que» eran «los de su amigo Graells, se» cumplieran «pronto».125 Todo lo hizo, eso sí, sin dejar pasar la ocasión para meter una nueva pulla a aquellos que no le secundaron: Recursos para ello podrán encontrar los señores ministros de Hacienda y de Fomento puestos de acuerdo, pues interés suyo es que se tape la boca a los

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ACN0315/024. Oficio borrador de Graells a Navarro Reverter. Sin fecha.

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Misma signatura.

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Misma signatura.

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ACN-0315-024. Borrador de Graells sin destinatario. Madrid, 31 de diciembre de 1895.

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Misma signatura.

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murmuradores de su procedimiento (tachado con lápiz y sustituido por que cesen las murmuraciones contra lo acordado por ellos mismos). Además, por lo que a Hacienda se refiere, poco o nada puede perder con esto, porque si bien emplearán lo que importe la nueva estantería y demás mueblaje, puede quedarse con la del gabinete que se traslada, en lo cual ganará mucho, pues por lo menos los magníficos estantes de las dos salas de mineralogía y de la de aves, que son de caoba maciza con cristales de la Granja, que ya no se hacen, y con cerraduras de 250 pesetas de valor cada una, sería una lástima perderlos, puesto que por desarmarlos sin garantía de no estropearlos, han pedido los ebanistas mil pesetas y dos mil por volverlos a dejar armados, con el agravante de que en el nuevo local, cuyo reparto de huecos es diferente, no podrían colocarse convenientemente.126

LA OPINIÓN DE LOS DEMÁS: SI VA AL SÓTANO, EN EL SÓTANO SE QUEDA Evidentemente, Maisterra y el resto de los profesores del Museo también tenían algo que decir al respecto. El asunto del traslado salió a relucir por primera vez en la junta de profesores celebrada el cinco de septiembre de 1895 y, a partir de entonces, fue el principal tema de debate y discusión durante varios meses. El rector de la Universidad Central, el orientalista Francisco Fernández González (1833-1927), comunicó a los presentes que las colecciones que custodiaban pasarían al «nuevo edificio de Recoletos, donde podrían alojarse con ostentación y esplendidez, realizándose al fin las aspiraciones de todos.127 Les anunció que la iniciativa había partido del ministro de Hacienda y que este se la había comunicado personalmente, en su propio despacho, a una comisión que él presidió y en la que estuvo acompañado por Maisterra, Colmeiro y Rada y Delgado. Llama poderosamente la atención la ausencia de Graells entre los convocados por el ministro cuando, precisamente él, parecía haber sido su principal interlocutor. Da la impresión de que el experimentado naturalista movió hilos desde la sombra para, finalmente, desvincularse de toda representatividad 126

Misma signatura.

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ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de septiembre de 1895.

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institucional. La presencia de Maisterra es lógica, al tratarse del director del Museo. Por su parte, el arqueólogo y numismático Juan de Dios de la Rada y Delgado (1827-1901), primer director del Museo Arqueológico Nacional, tal vez estuviera allí para iniciar el reparto espacial del codiciado pastel, algo que no fue del agrado de los profesores del Museo por lo que, como veremos, terminó por declinar su presencia en las siguientes reuniones. En lo tocante a Colmeiro, hay que decir que él mismo se sorprendió ante la llamada que Rada le hizo personalmente, pues no era ni rector, ni decano, ni director y, por lo tanto, en su opinión, no tenía mucho que decir. Ante la insistencia y la claridad en la formulación «se quiere que V. vaya al despacho del sr ministro de Hacienda»,128 el botánico terminó por aceptar con una única condición: «no iré solo, es menester que me acompañen el rector y el director».129 Todo parece indicar pues que el primer interlocutor designado por Hacienda fue Colmeiro y que los otros, a excepción de Rada, se incorporaron después a petición de aquel. ¿Por qué se pensó en Colmeiro? Pese a las desavenencias que en un tiempo les enfrentaron, ¿fue Graells quien hizo reconocer en Colmeiro a un buen conocedor de la institución y a una persona digna de confianza? ¿La pertenencia de Colmeiro a la Sociedad Española de Historia Natural tuvo algo que ver? Quizás, se pensó que al contar con su presencia se dispondría de un testigo y portavoz serio que, más tarde, comunicaría a la corporación la imposibilidad de dar marcha atrás en el proyecto, por mucho que las críticas fueran numerosas y estuvieran bien argumentadas. Independientemente de las causas que motivaran la constitución de la comisión, una vez informada esta, el objetivo de la junta que se estaba celebrando era trasladar al resto las noticias anunciadas. En principio, para las colecciones de ciencias naturales se habían designado un elevado número de salones en la planta baja del edificio, seis en el lado derecho y cinco en el izquierdo, y otros dos más en el primer piso, aunque solo uno de ellos completo, según pudieron comprobar los asistentes en el plano que permaneció extendido sobre la mesa durante toda la sesión. Lógicamente, la propuesta estaba abierta a modificaciones y matices, algo que, efectivamente, terminó produciéndose en perjuicio del Museo, como veremos más tarde. Había una única imposición: en los nuevos locales no podrían habilitarse viviendas para 128

ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de octubre de 1895.

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Misma signatura.

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empleados, fundamentalmente debido al riesgo de incendio asociado al uso habitual de braseros y cocinas, por lo que se pondrían en práctica otros sistemas de vigilancia de los locales.130 Miguel Colmeiro, presente en los dos encuentros, trajo a colación su ya antigua protesta acerca del traslado de las colecciones en condiciones de urgencia y hacia unas estancias que no habían sido construidas de forma específica para darles cabida. Sin embargo, puntualizó que tras su encuentro con el ministro, y pese a no estar de acuerdo con el nuevo local propuesto, comprendió que toda resistencia sería inútil. Solo pedía tiempo y dinero, ya que la tarea que se avecinaba «no era cosa de pocos días sino de muchos meses».131 Esa misma postura resignada la repitió en otras juntas, en las que de nuevo pidió al resto de sus colegas un talante cooperador frente a lo que, de antemano, consideraba «un pleito perdido».132 Maisterra, haciendo honor a su supuesto carácter dócil y cumplidor, al enfrentarse a la junta de profesores ya tenía pensado todo lo relativo al coste y administración de la mudanza. Expuso minuciosamente los pormenores de los encuentros de la comisión con el ministro y, al hilo de la cuestión, anunció que, en adelante, Rada y Delgado ya no estaría presente para no interferir en las decisiones de los profesionales del ramo. Para, en cierta medida, sustituirle, Ruiz de Salces (1820-1899), arquitecto responsable de la finalización de las obras del edificio de Recoletos (Monleón Gavilanes, 2012, 61-75), se incorporaría a la discusión pero solamente para opinar en temas estrictamente relacionados con su oficio. En un alarde de voluntarismo, Maisterra dejó claro que si sus compañeros no le secundaban, él solo haría el traslado. Estaba convencido de que todos salían ganando con la mudanza y el único imposible que admitía era el de realizarla en el tiempo fijado, algo impensable a la vista de las enormes colecciones del centro. De hecho, la empresa de carros de mudanza que el ministerio de Hacienda había hecho llegar hasta allí se había movilizado para nada. Si de algo había servido su presencia había sido, precisamente, para dejar en evidencia la sinrazón de la Real Orden que apremiaba al desalojo en un plazo de apenas dos días.133 La

ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de septiembre de 1895. Misma signatura. 132 ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de octubre de 1895. 133 Misma signatura. 130

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célebre frase de Cazurro: «los vecinos de Madrid vieron, como el mueblaje de un pobre inquilino a quien desahucian y ponen los trastos en la calle, desfilar por ellas el elefante, la jirafa y los demás animales de las colecciones» (Cazurro, 1921, 76), fue una realidad que se dilató en un largo periodo de tiempo. Respecto al gasto, el arquitecto había estimado un coste de unos 8.000 duros mientras que Maisterra lo había cifrado en unos 15.000, por lo que permanecían a la espera de un presupuesto definitivo. Otro punto en el que manifestó su desacuerdo fue en el de los locales atribuidos. Finalmente, pese a las promesas iniciales, el Museo solo se haría con los situados en la parte derecha de la planta baja, los correspondientes a la calle Villanueva, un espacio suficiente para la exposición pública pero totalmente inadecuado para el resto de las dependencias. Conminaba pues al resto de profesores a desplazarse hasta allí para verlos y a aunar fuerzas a la hora de reclamar más y mejores sitios a la superioridad. De cualquier forma, insistía en que, incluso así, salían ganando. Según sus cálculos, en la sede de Alcalá, la superficie de exposición pública del Museo disponía de un desarrollo lineal de unos 783 metros, a los que había que sumar los 478 de la parte no abierta a los visitantes. En la nueva dirección llegarían a los 3.000 metros, cálculo que subiría hasta los 4.600 si se procediese al cubrimiento de los patios.134 En ese momento de la reunión otros profesores tomaron la palabra. Para Manuel Antón y Ferrándiz (1849-1929), catedrático de Antropología, era inadmisible aceptar unos salones que por su posición respecto a la calle de Villanueva tenían el aspecto de un verdadero sótano (…) sería depresivo alojar las ciencias naturales en el sótano de un Palacio donde otros Museos ostentaban mayúsculas instalaciones.135

Miguel Colmeiro, consciente de la situación tras su encuentro en Hacienda, pronto desmotivó a Antón en su protesta y le informó de que el espacio perdido, en segunda lectura, por el Museo de Ciencias, se pretendía destinar a Museo de Escultura Contemporánea. Una vez más, como ya ocurriera con el proyectado gabinete de ciencias del Paseo del Prado que terminó siendo 134

Misma signatura.

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Misma signatura.

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museo de pinturas (Baratas Díaz, 1996), el arte desalojaba a la ciencia en su pugna por lograr una digna visibilidad pública en la capital. A propuesta de Ignacio Bolívar, nombrado catedrático de Entomología en 1877, todos los profesores se pusieron de acuerdo en la necesidad de desplazarse hasta los tan traídos bajos de la calle Villanueva, con el fin de realizar una detallada inspección ocular que, más tarde, se convertiría en el argumento central de una acalorada reunión celebrada el 23 de octubre de 1895.136 La animada sesión comenzó con la exposición del reparto de locales sugerido por Maisterra: (…) una sala pequeña en la entrada para la colección de geología, sigue un salón largo donde puede instalarse la de mineralogía y luego en otro cuadrado la de paleontología. Entrando por el lado de la calle Villanueva hay un salón grande que podría dedicarse a mamíferos y otros dos a continuación más reducidos de los cuales el primero para aves y para reptiles y peces el segundo. A un salón interno que le parece demasiado grande para una sola colección pueden ir moluscos y zoófitos, anatomía comparada y antropología. A todo esto se pueden añadir los patios y todavía queda un salón largo y estrecho para el sr Bolívar. Las dependencias, cátedras y laboratorios al patio grande en un pabellón que se construiría a propósito.137

La discusión posterior la abrió Graells, que recordó la doble vocación del Museo como lugar de exposición y de formación vinculado con la enseñanza superior. Por eso, además de espacios dignos para mostrar las colecciones, se requerían «cátedras bien establecidas con laboratorios amplios y bien montados y gabinetes particulares para los profesores, y además buenas dependencias» para que no estuviesen, como era el caso, «en una misma habitación la dirección y la secretaría, ni el conserje con la mesa en la sala de las aves».138 Antón añadió a lo expuesto una tercera misión, la de la investigación científica. Consideraba que nunca antes la junta había tenido entre manos un asunto tan importante, pues de la resolución tomada dependería el porvenir de las ciencias naturales en el país. Según él, la situación ideal hubiese sido 136

ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 23 de octubre de 1895.

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Misma signatura.

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Misma signatura.

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contar con un único y mismo edificio para el Museo y la Facultad de Ciencias, algo sobre lo que ya habían hablado en repetidas ocasiones. Incluso se habían arrebatado terrenos al Jardín Botánico para su construcción, espacios que acabaron siendo utilizados para otros fines.139 Todo ese cúmulo de desplantes al Museo le parecía especialmente indignante: No es ocasión de discutir por qué se malograron todos estos propósitos y hechos reales, pero es lo cierto que cuando se ha levantado en estos días un edificio especial para escuela de Caminos, otro para la de Minas, otro para la de sordomudos, sin contar las de Medicina, Farmacia, Veterinaria etc en pleno siglo 19 , que ha sido llamado siglo de las ciencias naturales, el Museo y facultad de Ciencias están diseminados aquí y allá en seis edificios diferentes ninguno propio, y ahora se pretende llevar a un sótano, en cuyos pisos superiores la Biblioteca, la arqueología y las Artes ostentan magníficas instalaciones. No hay que hacerse ilusiones, si va al sótano en el sótano queda y por mi parte no quiero hacerme cómplice de esta ignominia para la nación española que será símbolo de una desdichada degradación intelectual.140

En su alegato contra el traslado sacó a colación la falta de luz de la mayoría de las salas, la dificultad que la organización del recorrido presentaba a la hora de colocar las colecciones siguiendo criterios modernos de clasificación, y la alarmante falta de sitio para todos aquellos servicios ajenos a la exposición. Además, consideraba que Maisterra había manipulado su cálculo sobre la ganancia de espacio, al no tener en cuenta ni el disponible bajo las buhardillas del Palacio de Goyeneche, destinado a almacén y laboratorios, ni los locales del museo Velasco.141 En resumidas cuentas, afirmaba que era «preferible una instalación mala provisional a otra mala definitiva».142 Los

Se refiere al edificio construido junto a la actual Cuesta de Moyano, edificación que terminó siendo de Fomento y más tarde Ministerio de Agricultura. 139

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ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 23 de octubre de 1895.

El llamado Museo Velasco, actual Museo Nacional de Antropología, fue inaugurado junto a la estación de Atocha en 1875. Fue iniciativa personal del médico segoviano Pedro González Velasco (1815-1882), su propietario hasta su fallecimiento, momento en que fue adquirido por el Estado. A partir de 1890 el Museo de Ciencias Naturales pasó a utilizar el Museo Velasco como una ampliación y en él depositó las colecciones de antropología, etnología y prehistoria. 141

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zoólogos Ignacio Bolívar y Francisco de Paula Martínez y Sáez (1835-1908), catedrático de Zoografía de Vertebrados y antiguo comisionado de la expedición al Pacífico, se mostraron de la misma opinión, apostillando este último que causaba enojo ver cómo el despacho del director de la Biblioteca Nacional era mayor que el mayor de los salones concedidos al Museo. Aun así, pese a las críticas airadas de buena parte de los presentes, Maisterra, Colmeiro y Graells insistieron, una vez más, en que ya no había vuelta atrás. De lo que se trataba ahora era de lograr todos los medios posibles para que la mudanza y la instalación llegasen cuanto antes a buen puerto. La disparidad de opiniones hizo que al final se impusiera una votación para saber con rigor cuál debía ser la postura de la Junta y cuál era, en realidad, la de cada uno de sus miembros. Se redactó una queja formal relativa a los locales asignados, documento que iba dirigido al ministro y que se sometió al juicio de los profesores presentes. Ese día, además de los ya mencionados Graells, Maisterra, Colmeiro, Antón, Martínez y Sáez, Bolívar y del rector de la Universidad Central, formaban parte de la Junta: Antonio Machado Núñez (1815-1896), abuelo de los poetas, que había sido catedrático de Ciencias Naturales en la Universidad de Sevilla y que en ese momento se ocupaba de la colección de moluscos del Museo; Francisco Vidal y Careta (1860-1923), catedrático de Paleontología; Alberto Segovia y Corrales (1853-1925), catedrático de Historia Natural; Tomás Andrés de Andrés Montalvo (1838-¿?), catedrático de Cristalografía; José María Solano y Eulate, autor de la guía ya citada y catedrático de Geología y, finalmente, Salvador Calderón y Arana (1851-1911), catedrático de Mineralogía. El resultado de aquella votación sacó a relucir una clara fractura generacional. Los más veteranos votaron en contra de la queja. En ese sentido lo hicieron el rector Fernández González (62 años), Maisterra (70 años), Graells (86 años), Colmeiro (79 años) y Machado (80 años). A favor de la misma estuvieron Antón (46 años), Vidal (35 años), Bolívar (40 años), Martínez y Sáez (60 años), Segovia (42 años) y Calderón (44 años). Se abstuvieron Solano (54 años) y Andrés (57 años). Los más mayores acataban pues el dictado de la autoridad mientras que aquellos de mediana edad, con una mayor trayectoria profesional por delante, se mostraban contrarios al desplazamiento hacia unos locales a todas luces insuficientes. Eran más bien partidarios de perseverar a la espera de lograr un nuevo edifico compartido con la Facultad de Ciencias. El peculiar cómputo de los votos hizo que se rechazara la propuesta.

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El rector, en calidad de Comisario Regio, estimó que eran más los que no habían votado a favor de la queja (cinco en contra y dos abstenciones) que los que sí lo habían hecho (seis profesores). Semejante razonamiento no fue del agrado de Bolívar que hizo constar su descontento pues, en realidad, si las abstenciones no computasen, como parecía lógico, los votos afirmativos superarían a los negativos, algo que el rector, como presidente de la Junta, estaba obligado a transmitir a la superioridad. Finalmente, la resolución tomada fue, por así decirlo, salomónica. Haciendo valer sus derechos como Comisario Regio, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo el resultado reñido de la votación, el rector redactó un comunicado en el que hacía constar que el local designado no reunía las condiciones deseadas pero, al mismo tiempo, añadía que «no obstante esa manifestación, la expresada Junta, conforme a su deber, está dispuesta a cumplir siempre las órdenes que V.I. se digne comunicarle».143 La respuesta en cuestión aún trajo cola, pues a la hora de aprobar el acta de la sesión Graells puso reparos. Consideraba que Antón, secretario de la Junta, había manipulado la redacción del texto para dar a entender que, en algún momento, se había producido un abuso de autoridad por parte de los favorables al traslado. Pese a todo, lo dicho en tan conflictiva sesión quedó finalmente refrendado en la siguiente.144 En adelante, la discusión ya no giraría en torno a la pertinencia o no del traslado, sino alrededor de detalles como la mudanza de la biblioteca del centro, el último servicio en moverse, para la que finalmente se reservó, a propuesta de Bolívar, la última sala de las del lado de la calle Villanueva.145 Un 18 de mayo de 1896, casi un año después de la publicación de la Real Orden que obligaba al inmediato desalojo, se celebraba la primera Junta de Profesores en los nuevos locales del edificio de Recoletos.146 Para entonces, la mudanza aún no estaba concluida. Durante la reunión se dio lectura a un comunicado del secretario de Hacienda en el que se urgía al desalojo del personal que ocupaba las viviendas situadas en las buhardillas del edificio de Alcalá. La situación era urgente y dramática, pues los dependientes menos 143

Misma signatura.

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ACN0314/001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 13 de noviembre de 1895.

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ACN0304-001. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 13 de abril de 1896.

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 18 de mayo de 1896.

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favorecidos del Museo pasarían a quedarse sin techo y, por el momento, sin gratificación ni aumento de sueldo. Ahora tocaba instalarse, poner estanterías y vaciar cajas, para lo que se contaba con un presupuesto especial de 70.000 pesetas. Cada profesor manifestó sus necesidades y, como no, una nueva polémica quedó servida, sobre todo teniendo en cuenta que, una vez allí, las condiciones de las nuevas salas resultaron ser aún peores de lo que en un principio se había imaginado. Para protegerse del exceso de luminosidad, la Biblioteca Nacional había colocado un toldo en el patio compartido que había sumido en la casi completa oscuridad las dependencias del Museo. Además, la escasa ventilación de todo piso bajo hacía que el polvo se fuese acumulando a medida que se desempaquetaban los cajones y se limpiaban los objetos.

UNA INSTALACIÓN DIFÍCIL. ¿QUIÉN QUIERE UNA ESTANTERÍA DE CAOBA? La ocupación de los nuevos espacios no fue tarea fácil pero, como Maisterra dijo, era «menester hacer la instalación como mejor se» pudiese.147 El propio Graells se quejó ante Navarro Reverter de que, puesto que los armarios no se habían montado a tiempo, las colecciones que ya se habían llevado al nuevo local se encontraban esparcidas por el suelo. Semejante desbarajuste impedía cualquier uso de los materiales y le hacía pensar que tal vez se hubiera creado «con idea premeditada, para que» surgieran «fundadas las quejas y censuras que los opositores a la mudanza lamentaron en la prensa».148 Opinaba que pronto la oportunidad de volver a la carga se les presentará a aquellos señores al reanudarse la enseñanza (…) ya que no pueden servir para las cátedras las colecciones, por estar ahora en completo desorden y empaquetadas a granel, y con esta excusa tratarán de hacer buenas las objeciones que desde un principio expusieron contra el Real Decreto que ordenó la nueva instalación del Gabinete.149 147

Misma signatura.

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ACN0315/025. Oficio borrador de Graells a Navarro Reverter. Sin fecha.

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Misma signatura.

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Efectivamente, en 1896, las clases prácticas en los nuevos locales del Gabinete no pudieron dar inicio tras el parón de Semana Santa. Como medida de urgencia ante la eventualidad se dispuso que las asignaturas afectadas se impartieran en la Universidad Central, en el local de la Facultad de Ciencias y haciendo uso para la docencia de los materiales custodiados en los gabinetes de ciencias de la referida facultad y del instituto de enseñanza secundaria Cardenal Cisneros.150 El caos reinante era tal que se decidió privar de vacaciones a las ayudantes de cada cátedra, para que se afanaran durante el verano en la colocación de los objetos siguiendo al pie de la letra las indicaciones dejadas por los catedráticos que, rango obliga, sí que pudieron disfrutar de su descanso estival.151 Si el irse o no de la calle de Alcalá ya había sido motivo de acaloradas discusiones, una vez en Recoletos, y sin vuelta atrás, se abrió un nuevo frente de batalla. ¿Cómo debían instalarse las colecciones? ¿Debían aprovecharse las antiguas estanterías por su calidad y «porque el país no estaba rico para gastar en muebles nuevos»?152 ¿Cada colección debía diseñar su propia exposición según sus necesidades? ¿Habría que aspirar a una uniformidad en el discurso que no implicase una identidad en los contenidos? Solano, para empezar, se mostró partidario de esa última opción y sugirió el empleo de armarios laterales y de mesas centrales, al estilo de la Escuela de Minas de París, un diseño de sala que cada profesor debía adaptar de forma específica a su colección. Con su propuesta, posiblemente sin quererlo, el geólogo había azuzado un nuevo fuego, uno más de los muchos que habitualmente ardían en el Museo. Miguel Colmeiro consideraba que las antiguas estanterías no servían y que era necesario construir otras grandes y nuevas que facilitasen el acceso de la luz. Sin embargo, Maisterra, optaba por aprovechar las antiguas de caoba rebajando el cuerpo alto y haciendo del bajo mesas. Lo que en principio pudiera haber sido considerado como un gesto de austeridad muy laudable, Colmeiro lo interpretó como de excesiva humildad, ya que debían tenerse en cuenta la magnificencia de la Biblioteca y de otros museos de esa misma casa y el peligro de presentarse modestos. Esas modestias eran parte muy

ACN0315/025. Oficio borrador de Graells para que fuera enviado por el ministro de Fomento, Linares Rivas, al rector de la Universidad Central. Madrid, marzo de 1896. 150

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de junio de 1896.

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principal de la escasa importancia concedida entre nosotros a las ciencias y a los hombres científicos que ocupaban el último lugar en el profesorado y la prueba de que se podía obtener del gobierno el dinero necesario era ahora patente en el Jardín Botánico donde se estaba construyendo una verja de mucho corte.153

Antón trató de mediar en la discusión y trajo a colación un tema que aún hoy permanece de rabiosa actualidad, no solo en el Museo de Madrid, sino en cualquier otro museo de ciencias naturales: ¿cómo conciliar el peso de la historia, que inevitablemente pasa y ennoblece, con la más rabiosa actualidad propia de la práctica científica? Para él, la estantería de caoba era «una especie de documento histórico, muestra del esplendor de la fundación de Carlos III y por lo mismo debería conservarse sin más modificaciones que las de adaptación al nuevo local».154 Propuso, eso sí, nuevos usos adaptados a unas nuevas presentaciones mucho más atractivas. En concreto sugería dedicarla a la exhibición de objetos claros, como cráneos, esqueletos o bustos, que contrastasen con la oscuridad de la madera. Colmeiro se mostró permeable a la sugerencia y planteó la creación de una pequeña comisión de trabajo al respecto, lo más reducida posible para llegar cuanto antes a un acuerdo. Y así se hizo. La comisión fue tan escueta que únicamente agrupó a dos profesores, uno de «Inorgánica», labor que recayó en el paleontólogo Vidal, y otro de «Orgánica», que resultó ser el antropólogo Antón.155 Con el problema de las estanterías aún por resolver, Maisterra recordó que lo que realmente apremiaba era la repartición de los espacios, algo sin duda peliagudo teniendo en cuenta que como el gobierno no daba más terreno y los patios no servían recubiertos disponían de menos local que nunca. (…) siendo el local por todo extremo insuficiente y careciendo de las condiciones indispensables a un Museo de Historia Natural, no habría distribución buena posible y ni siquiera regular.156

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de septiembre de

1896.

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Armadillo (MNCN-M2517). Debido a su extraña apariencia y a su dura coraza formada por huesos planos y escamas, fácil de conservar en seco, este curioso mamífero americano fue frecuente en los primeros gabinetes de curiosidades europeos. (Servicio de fotografía, MNCN).

Lémur variegado o vari (MNCN-M2080). Este ejemplar de Varecia variegata está considerado uno de los ejemplares naturalizados más antiguos del Museo y como tal aparece citado en el catálogo de mamíferos elaborado por Ángel Cabrera en 1912. (Servicio de fotografía, MNCN).

Oso hormiguero (MNCN-M2521). A falta de confirmación documental, todo parece indicar que este oso hormiguero joven es el ejemplar que el Consejo de Indias regaló a Carlos III en 1788 (Gómez Centurión, 2011, 94). Juan Bautista Bru, primer preparador del Museo, sería, en ese caso, autor del curtido y montaje de la piel. (Servicio de fotografía, MNCN).

Mandril (MNCN-M2112). La llamativa postura de este ejemplar, en posición erguida y sujetando un bastón entre sus manos, era común en los simios preparados a mediados del siglo XIX. Esa actitud de «pastor» pretendía resaltar la capacidad para asir con los dedos de las manos, algo propio de ese grupo de mamíferos. (Servicio de fotografía, MNCN).

Martucha (MNCN-M4109). Este carnívoro sudamericano, naturalizado por Dut en 1862, es un buen ejemplo de cómo el conocimiento del animal vivo es necesario para dotar de realismo a los montajes. En este caso, el disecador lo representó como un gato doméstico, no como un mamífero perfectamente adaptado a la vida arborícola, lo que dificulta el reconocimiento de la especie. (Servicio de fotografía, MNCN).

Mono capuchino (MNCN-M2047). Este pequeño mono es uno de los muchos ejemplares zoológicos que fueron remitidos al Museo de Ciencias Naturales por los expedicionarios de la Comisión Científica del Pacífico, que entre 1862 y 1865 realizaron viajes de exploración por la América meridional y central. (Servicio de fotografía, MNCN).

Dingo (MNCN-M4181). Esta especie de cánido salvaje es el único mamífero placentario australiano. El ejemplar del Museo Nacional de Ciencias Naturales fue adquirido en Londres, en 1917, al comerciante naturalista Rowland Ward. De ese establecimiento proceden buena parte de los mamíferos exóticos naturalizados del Museo. (Servicio de fotografía, MNCN).

Mara (MNCN-M6957). La primera vez que se exhibieron maras vivas en Europa fue en 1864, en el Jardín Zoológico de Aclimatación que Mariano de la Paz Graells había instalado en el Real Jardín Botánico de Madrid (Aragón, 2005, P. 121-123). El ejemplar de la foto es uno de aquellos primeros animales, naturalizado para las colecciones del Museo tras su muerte. (Servicio de fotografía, MNCN).

Esqueleto de equidna (MNCN-M2705). El esqueleto, montado por Castro y Duque en 1867, refleja un cierto desconocimiento anatómico de este mamífero monotrema. Las patas se disponen desplegadas y paralelas entre sí, lo que eleva el cuerpo del animal. Sin embargo, el equidna se desplaza por reptación, con el vientre pegado al suelo. (Servicio de fotografía, MNCN).

Esqueleto de lince ibérico (MNCN-M4098). Este esqueleto de lince ibérico montado en 1851 por José Duchén, preparador del Museo, es una obra remarcable tanto por la exactitud anatómica del ensamblaje como por el dinamismo con el que el autor dotó de movimiento a una obra tan temprana. (Servicio de fotografía, MNCN).

Cálao (MNCN-A7454). En las colecciones de estudio de los museos de ciencias naturales, buena parte de las aves naturalizadas se suelen disponer sobre elegantes perchas de madera tallada, como es el caso de este cálao. Palmípedas, zancudas y corredoras se montan sobre sobrias planchas de madera. (Servicio de fotografía, MNCN).

Tucán (MNCN-A7438). Los llamativos picos de tucán y de otras aves solían estar presentes en los antiguos gabinetes de historia natural. Esas estructuras córneas, auténticos estuches de queratina que recubren las mandíbulas, se conservan en seco con facilidad. La preservación de las pieles resulta, sin embargo, mucho más difícil. (Servicio de fotografía, MNCN).

Pato cuchara (MNCN-A7747). Este ejemplar de pato cuchara, naturalizado justo en el momento de cambiar las plumas, es una de las aves datadas más antiguas que se conservan en el Museo. Su autor, José Duchén, preparador que trabajó al servicio de Mariano de la Paz Graells, firma su obra bajo la peana en 1841. (Servicio de fotografía, MNCN).

Faisán dorado (MNCN-A7238). El Jardín Zoológico de Aclimatación que Mariano de la Paz Graells instaló en el Real Jardín Botánico de Madrid, en 1858, surtió de abundante material a las colecciones del Museo. Las aves naturalizadas tras su muerte, como esta hembra de faisán dorado, pasaban a engrosar los fondos de la institución. (Servicio de fotografía, MNCN).

Paloma perdiz cubana (MNCN-A7173). Algunas de las especies que vivieron en el Zoológico de Aclimatación hoy en día se encuentran seriamente amenazadas en su medio natural, lo que incrementa su valor en las colecciones. Ese es el caso de la paloma-perdiz de la isla de Cuba (Starnoenas cyanocephala). (Servicio de fotografía, MNCN).

Pollo de emú (MNCN-A7727). Este pollo de emú formó parte de las primeras nidadas de la especie que se obtuvieron en Europa, en 1861, uno de los mayores logros del Jardín de Aclimatación. Su valor historiográfico es, en consecuencia, importante, como bien atestigua su reproducción en fotografías y dibujos científicos de entonces. (Servicio de fotografía, MNCN).

Buitre negro (MNCN-A1374). Buena parte de los grupos biológicos de gran tamaño, obra de José María y Luis Benedito, fueron desmontados en sucesivas reformas del Museo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX. Los ejemplares procedentes de esas escenografías, come este buitre negro, continúan formando parte de las colecciones. (Servicio de fotografía, MNCN).

Ñandú (MNCN-A7711). La fauna propia de los territorios con fuerte presencia española, como buena parte de América y Guinea Ecuatorial, interesó de manera especial a los hermanos Benedito. El ejemplar de ñandú de la fotografía formaba parte de un nutrido grupo desmontado en los años ochenta del pasado siglo. (Servicio de fotografía, MNCN).

Elefante (MNCN-M4605). En la actual exposición dedicada a la biodiversidad, el elefante africano de Luis Benedito, un veterano en las salas del Museo, comparte espacio con el esqueleto recientemente montado de una ballena, suspendida sobre la sala. (Servicio de fotografía, MNCN).

Lobezno. José María y Luis Benedito suelen firmar sus composiciones sobre un canto rodado o un trozo de roca situado en primer término, como el fragmento de granito firmado por Luis y colocado entre las patas de este lobezno tendido. (Servicio de fotografía, MNCN).

Abejarucos (vista frontal). El grupo de la colonia de abejarucos es, sin duda alguna, la obra maestra de José María Benedito y el mejor ejemplo de taxidermia dinámica que se puede contemplar en el Museo. El montaje resume todo el ciclo vital de esta especie de ave colorida, un llamativo representante de la fauna ibérica. (Servicio de fotografía, MNCN).

Abejarucos (etiqueta). En su búsqueda de naturalismo y objetividad, José María Benedito aclara en esta etiqueta que el talud arenoso, en el que se ubican los nidos galería de los abejarucos, procede del natural. Esa aclaración permite generar un vínculo directo entre la observación realizada sobre el terreno y el artificio final de la recreación en el Museo. (Servicio de fotografía, MNCN).

Búhos reales. Los grupos biológicos de los hermanos Benedito se caracterizan por su alto valor educativo. Para una misma especie, los dos sexos y las distintas clases de edad suelen estar representadas, facilitando así la posterior identificación visual en el campo. (Servicio de fotografía, MNCN).

Avutardas. En las vitrinas elaboradas por los hermanos Benedito los paisajes tienen la misma presencia que los ejemplares, lo que refuerza el mensaje ecológico de sus creaciones. Ese es el caso de la vitrina de las avutardas, en la que un agostado trigal ocupa el fondo de la escena mientras que las aves se disponen en primer término, en una linde repleta de amapolas y cardos secos. (Servicio de fotografía, MNCN).

Doble página siguiente Zorros. Con su obra, Luis Benedito pretendió acabar con la aversión popular hacia las llamadas alimañas, perseguidas sin cuartel en el medio rural. La imagen del detestado raposo quedaba así dulcificada en esta tierna escena familiar cargada de significado. (Servicio de fotografía, MNCN).

Oso del cantábrico. El oso del cantábrico, regalado por Alfonso XIII al Museo y preparado por Luis Benedito, es una llamada a la conservación de las montañas del norte del país, espacio en el que se crearía el primer Parque Nacional español, el de la Montaña de Covadonga (hoy integrado en el Parque Nacional de los Picos de Europa). (Servicio de fotografía, MNCN).

Y tras otra nueva discusión con múltiples idas y venidas y atropellos de palabras, el secretario hizo constar en el acta la distribución pactada de los locales: (…) la sala primera y más pequeña de la fachada se destina a las colecciones de geología, la sala grande de la misma fachada a la mineralogía, las tres salas siguientes por el lado de la calle Villanueva a las de vertebrados y la restante en el fondo de este lado a biblioteca. El salón grande interior para la anatomía comparada y paleontología, y la sala larga también interior para moluscos, zoófitos y articulados. Los patios se destinan a colecciones reservadas al público y la entrada del museo será por la puerta más inmediata a la gran escalinata del pórtico del edificio, abriéndose de nuevo la comunicación del vestíbulo con la sala de geología. La antropología queda en el local de Velasco, adonde irían el laboratorio de entomología y el de disección.157

El profesor que se mostró más conciliador y seguro respecto al destino de la colección a su cargo fue Ignacio Bolívar. Estuvo de acuerdo con la propuesta de Antón y Vidal de enviar las colecciones de antropología al Museo Velasco. Además, propuso que se instalara en ese mismo edificio el laboratorio de entomología en el que desarrollaría su actividad investigadora. En lo tocante a la exposición de su colección, aceptaba de buen grado el pequeño trozo de sala que ponían a su disposición, «porque al público solo debe colocarse un muestrario»,158 eso sí, debidamente protegido de la luz directa por el mucho daño que esta causa en las colecciones de insectos. Consideraba «ilusorio» e innecesario exponer las 1.200 cajas de la colección entomológica porque «hay cientos de detalles solo apreciables con la lente, de mucho interés para el estudio, de ninguno para el público que no lo percibe (….). Ni en el Museo Británico ni en el de París se exponen todos los insectos al público».159 Por eso, excepto las cajas-muestrario elaboradas para la exposición, el resto se enviarían al Museo Velasco tras el debido desinsectado de los locales para evitar la proliferación de polilla, plaga que ya había arruinado

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buena parte de las aves y mamíferos naturalizados que, temporalmente, se habían almacenado allí160. Lo único que seguía sin propietario y sin uso era la estantería de caoba. Bolívar propuso emplearla para la biblioteca del centro, pero Maisterra respondió que un mueble valorado en 8.000 duros no se podía usar para guardar libros.161 La resolución del tema precisó pues una sesión monográfica que se celebró el 14 de noviembre de 1896.162 Lo que finalmente se pidió al arquitecto Ruíz de Salces fue la reutilización de parte del antiguo mueblaje y la elaboración de nuevas estanterías, que el director quería de hierro y madera y el resto de profesores preferían sin metal. De hecho, Solano y Graells insistieron una vez más en que las originales se conservaran tal cual estaban, sin ningún tipo de intervención o actualización. Al ser la prueba tangible de la grandiosidad que Carlos III quiso para su Gabinete, debían ser consideradas, curiosamente, como «un monumento intangible»163 del que únicamente existía parangón en el Archivo de Indias de Sevilla, pues las de allí se habían construido por el mismo tiempo y de la misma forma. En lo que si estaban todos de acuerdo era en oponerse al proyectado zócalo de pino que, según el austero presupuesto de Fomento, debía añadirse a la caoba, intervención que Solano calificó de «herejía inconcebible» y Bolívar definió como un «atentado contra la estética y el buen sentido»164. Respecto a la capacidad de los muebles, Graells consideraba que debían permitir exponer «todos los ejemplares del museo de modo que el público pudiera verlos y estudiarlos cómodamente y no se guardasen en cajones cerrados».165 Solano, por el contrario, era de la idea de que no todo merece ser mostrado y ocupar sitio. Antón, conciliador, pensaba que la exposición, sin ser necesariamente exhaustiva, debía cuanto menos ser numerosa, porque «eso da importancia a los museos y bien la necesita el nuestro».166 Algo estaba cambiando en la museografía de las ciencias naturales a finales del siglo XIX. 160

ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 18 de noviembre de 1896.

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de septiembre de 1896.

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 14 de noviembre de 1896.

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La exhaustividad defendida por los mayores pronto cedería paso al discurso formativo y lúdico anhelado por los más jóvenes. Los más veteranos, como Maisterra, incluso pensaban que aquellas colecciones que, por su reducido tamaño, no pudieran cubrir un mínimo aporte enciclopédico no deberían mostrarse en público. Al decirlo tenía en mente la colección de paleontología a cargo de Vidal, una de las más pequeñas, a lo que este respondió airado, interesándose en el porqué de semejante afirmación: «¿(…) porque los ejemplares son malos o porque no los hay tan buenos como en otras colecciones? Pues ni una ni otra cosa, porque tenemos el megaterio, el Billobites villanovae y otros muchos muy notables».167 Y llegados a este punto, ¿cuál era la postura de la persona responsable de los animales que nos vienen interesando? ¿Cómo encajaba la colección de aves y mamíferos en el nuevo local? Francisco de Paula Martínez y Sáez era el catedrático responsable de las colecciones de ejemplares naturalizados. Los esqueletos montados, a los que también hemos hecho referencia, quedaban al cuidado de un anciano Graells, que perpetuaba su presencia en la institución desde la cátedra de Anatomía Comparada. Pese a sus 60 años, Martínez y Sáez, como sus compañeros más jóvenes, se mostró en desacuerdo con el traslado e inquieto ante la más que presumible falta de espacio en la nueva ubicación. Además, la disposición de las nuevas salas no le dejaba presagiar facilidades para la instalación. Teniendo en cuenta el tamaño de buena parte de los mamíferos, los animales de pelo únicamente podrían ser expuestos en el salón grande, lo que limitaba enormemente el espacio disponible para el resto, fundamentalmente para las aves que ya no podrían ser mostradas en su totalidad. Y como punto de partida en su argumentación, recordó que «en el local de la calle de Alcalá ocuparon (las colecciones de vertebrados) hasta nueve salas, algunas como las de peces y aves, muy grandes».168 De todas formas, y pese a considerar los nuevos locales malos e insuficientes, se mostró dispuesto a colaborar en el montaje, aunque para ello tuviera que mezclar diferentes grupos zoológicos en una misma estancia. Maisterra entendía la puntualización pero opinaba que era imposible concederle todo el espacio disponible, por lo que solicitó un proyecto detallado y razonado. Para empezar, Martínez renunciaba a la estantería de caoba que 167

ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 18 de noviembre de 1896.

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en la sede de Alcalá contuvo las aves. Prefería estanterías nuevas para ese grupo, así como para los peces y los reptiles. Quería unos muebles hechos al estilo de los que ya existían para los mamíferos pero algo más altos y con más fondo. Tenía intención de disponer los ejemplares en sentido longitudinal, «aunque si hubiese espacio» preferiría «el escorzo».169 En lo tocante a la colocación de los animales, Martínez pretendía seguir el esquema del Museo Británico, en el que se mostraban tanto colecciones sintéticas, basadas en la clasificación, como geográficas. Algo más tarde presentó un presupuesto de 15.205 pesetas para la construcción de armarios nuevos con mucho fondo, algo que a Maisterra le pareció excesivo y Martínez justificó por la peculiar naturaleza de la colección a su cargo, en la que algunos ejemplares, como el oso polar, eran enormes y difíciles de situar.170 Respecto a la otra colección con vertebrados, la de anatomía comparada, los profesores opinaban que tenía que compartir espacio con la de paleontología en un mismo salón interior, al que se destinaría buena parte de la tan traída estantería de caoba. La propuesta no fue del agrado de Vidal, responsable de los fósiles, mientras que la opinión de Graells no se pudo recabar en el momento al no estar presente, algo cada vez más habitual debido a su avanzada edad. Informado posteriormente, este respondió por carta y aceptó gustoso la estantería con el compromiso de usarla sin mutilarla para ahorrar presupuesto. Vidal, encastillado en su postura, se opuso a la instalación del mueble y lamentó las repetidas ausencias de Graells que obligaban a hacer y deshacer acuerdos en cada reunión.171

ACORDADO SOLEMNEMENTE, AUNQUE TODOS LOS ACUERDOS RESULTAN INÚTILES A finales de 1896 se produjo un hecho que trastocó los planes de los profesores del Museo y dio al traste con buena parte de la difícil planificación. Por su labor patriótica en pro de los heridos de Cuba, el periódico El Imparcial 169

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 23 de noviembre de 1896.

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se vio recompensado por el gobierno con el piso bajo del Museo Velasco. Parte de las colecciones que el Museo de Ciencias había ido almacenando allí tenían que volver a Recoletos.172 Ante la inesperada eventualidad, Maisterra replicó desesperado: (…) dónde se van a colocar las colecciones del Sr. Vidal, del Sr. Bolívar, las de malacología, dónde la biblioteca y dónde las del Sr. Graells, que como se ve no asiste a la sesión y no obstante se deben respetar sus propósitos.173

El grito desesperado de Maisterra cayó en saco roto y la sesión de la Junta prosiguió por sus derroteros habituales. Graells, por mediación de Vidal, comunicaba que no quería el salón grande, apto para ejemplares de gran tamaño pero no para los pequeños. Ahora prefería instalar sus colecciones en un patio cubierto. Vidal aceptaba el salón propuesto pero no la estantería de caoba. Colmeiro insistió en que la biblioteca cambiase de sitio y fuese al patio que se había de cubrir… Y tras él, un aluvión de objeciones, críticas y reparos entre los que, de repente, desentonó una voz. En respuesta a una pregunta formulada por Maisterra, relativa al destino del laboratorio de entomología que, una vez más, perdía su espacio, Ignacio Bolívar respondió: no encuentro obstáculo por cuanto las colecciones públicas quedan en el sitio ya designado y el laboratorio puede ir a cualquier parte, por ejemplo, a una de las divisiones del salón del otro lado del patio.174

Una voz conciliadora, alguien que no ponía pegas para no retrasar aún más la resolución de un problema que no era culpa de nadie pero que, indudablemente, estaba afectando a todos. Y de esa actitud dejó constancia Antón, secretario de la sesión, en el acta de la Junta: El señor Bolívar no comprende esta disensión habiendo acuerdos tomados para todo. Entiende que la apatía está matando al Museo si es que no ha muerto ya

ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de profesores celebrada el 12 de diciembre de 1896. Misma signatura. 174 Misma signatura. 175 Misma signatura. 172

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y pide que se haga algo, esté o no ajustado a lo acordado: de cualquier modo que sea, es preciso levantar y ordenar las colecciones, todo es preferible a verlas tiradas por el suelo hace ya más de un año.175

Tras la intervención de Bolívar, Antón se colocó de su parte y recalcó que la falta de entendimiento estaba agotando el tiempo de reacción. Era muy posible que perdieran todas las partidas y convocatorias de ayudas para construcciones civiles, sacrificando en consecuencia la correcta instalación del Museo. Colmeiro también rectificó y se declaró en sintonía con lo dicho. Algo empezaba a cambiar. Bolívar había actuado como un motor de renovación en la Junta del Museo. Tras áridas e infructuosas discusiones sobre salas y estanterías, en las que resulta fácil imaginarse a Bolívar retorciéndose en su silla, poco a poco se fue imponiendo un nuevo talante de cooperación, un atisbo de empatía que permitiera desbloquear una situación oxidada. Un nuevo intento de disputa acerca del destino de la caoba y de la biblioteca se zanjó con un categórico «acordado solemnemente, aunque todos los acuerdos sean inútiles».176 Una nueva época en el Museo comenzaba a vislumbrase por una sencilla razón. Por fuerte que sea un conflicto generacional, por mucho poder que se haya acumulado, por mucha influencia y perseverancia que se tenga, el final siempre es el mismo. Todos llegamos y desaparecemos. Las instituciones sin embargo ya funcionaban sin nosotros y seguirán haciéndolo en nuestra ausencia. Los locales de Recoletos, pendientes de un nuevo orden físico, también se iban a convertir en el escenario de una profunda renovación.

176

Misma signatura.

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CAPÍTULO IV

AL PÚBLICO SE LO DEBEMOS... El acta de la Junta celebrada el 26 de septiembre de 1896 se inicia con una manifestación de pesar conjunto por la muerte de Antonio Machado, catedrático de Zoología en la Universidad Central y encargado de las colecciones de moluscos y zoófitos en el Museo.177 Unos meses más tarde se lamenta el fallecimiento de Maisterra.178 Durante la reunión del 4 de abril de 1898 fue la de Graells, la muerte referida.179 La Junta en pleno rindió el merecido homenaje a una persona que había dedicado más de sesenta años de su vida a un centro del que había sido director y en el que siempre había participado de forma activa. Por su especial relevancia, se decidió encargar un retrato y un busto con su efigie que serían colocados en algún lugar destacado de la nueva sede. Además, como gesto póstumo de la generosidad del finado y de su aprecio por la institución, se dio cuenta del legado material remitido por su viuda en cumplimiento de su última voluntad: (…) unos doscientos frascos conteniendo mamíferos, reptiles e insectos, un ejemplar de Malochus horridus tribulatus de Nueva Guinea, 6 cajas con preparaciones microscópicas y dos estuches de lo mismo, un barómetro de alturas con termómetro, que tiene la particularidad de haber sido rectificado por el mismo Gay Lussac y haber servido al difunto en todas sus expediciones, una caja conteniendo dos ejemplares de Euplectella aspergillum de Filipinas, una urna con un esqueleto de Pleurodeles.180

Con la muerte de Miguel Colmeiro, ocurrida el 21 de junio de 1901, el Museo perdía a sus profesores más veteranos, artífices y testigos del lento

ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de septiembre de 1896. ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 31 de marzo de 1897. 179 ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 4 de abril de 1898. 180 Misma signatura. 177

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renacer de las ciencias naturales en España a lo largo del siglo XIX. En el plazo de unos cinco años, la escena quedaba despejada para que el latente cambio generacional se hiciera, al fin, efectivo. Como consecuencia de esas muertes se produjeron una serie de altas en la institución. Apolinar Federico Gredilla pasó a formar parte de la Junta como profesor de Organografía y Fisiología botánicas,181 mientras que Joaquín González-Hidalgo (1839-1923) se incorporó inicialmente como catedrático de Mineralogía182 para pasar a ocuparse después de los moluscos y zoófitos. Evidentemente, no solo desaparecieron profesores. Cabe citar la muerte de Manuel Sánchez Pozuelo, disecador del gabinete, fallecido a principios de 1897. Para sustituirlo se promocionó a Roque Hernando, hasta entonces disecador segundo, quien a su vez fue remplazado en su antiguo puesto por Enrique Cortina.183 Nuevos nombres para una nueva etapa que arrancaba en una nueva sede.

LITROS DE ALCOHOL Para sustituir a Maisterra al frente del Museo se nombró al catedrático de Cristalografía Tomás Andrés de Andrés Montalvo. Según él mismo confesó, el nombramiento le vino sin buscarlo ni quererlo, en un momento difícil debido «al lamentable estado del Museo, sin salas de exposición, sin laboratorios ni instalación ninguna hecha al cabo de tanto tiempo pasado después de la mudanza».184 Al afrontar su mandato, el nuevo director entendía que la consecución de un edificio propio para Museo y Facultad era un objetivo que no había que perder de vista, pero hasta lograrlo tocaba instalarse con más voluntad que medios. De hecho, cuando solicitó apoyo económico al Ministerio de Fomento, le informaron de que todos los créditos para equipamiento corriente ya habían sido asignados. No quedaba dinero disponible. Los temores de Antón, Colmeiro y Bolívar se hicieron, desgraciadamente, realidad. Enzarzados en sus estériles discusiones sobre muebles y espacios, 181

ACN314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 24 de junio de 1897.

182

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 20 de octubre de 1897.

183

ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 31 de marzo de 1897.

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ACN0314/002. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 6 de mayo de 1897.

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los profesores del Museo habían perdido la oportunidad de subirse al escuálido tren de las ayudas. Ante semejante precariedad, Bolívar propuso habilitar en primer lugar los laboratorios, «más necesarios que la instalación de las colecciones»,185 que finalmente se ubicarían en un salón interior convenientemente tabicado «en tantas habitaciones como ventanas».186 Para ir avanzando, la Junta le designó responsable de la creación de un laboratorio de técnica microscópica que, además de dar servicio al Museo, debería servir para la enseñanza de la disciplina. El naturalista cumplió el encargo y elaboró un detallado inventario, tanto del material disponible como del que se necesitaría adquirir.187 A esas compras y reformas había que añadirles el gasto para el mantenimiento de las nuevas instalaciones, pues la institución no había dejado atrás sus antiguos males. El recién llegado González-Hidalgo denunciaba ante la Junta que en la sala a su cargo, la de minerales, entraba agua todos los días lluviosos. Además, varias losetas desprendidas del techo, que afortunadamente no ocasionaron desgracias personales, habían hecho añicos una de las vitrinas.188 A iniciativa personal, Ignacio Bolívar, que cada vez asumía más un papel dinamizador en la institución, solicitó una Junta extraordinaria en época tan desastrosa para el Museo, (…) al cabo de dos años con las colecciones por el suelo, cuando se había demostrado ya que la traslación «había» sido una calamidad como él y otros señores profesores manifestaron oponiéndose a ella, (pues) creía su deber de conciencia adoptar alguna resolución para acabar con tanta desdicha (…) sintiendo mucho la ausencia del Sr. Rector, cuya autoridad en caso tan grave y extraordinario debía hacerse presente con la misma asiduidad por lo menos que si hizo al imponer la traslación.189

En el Museo empezaba a instalarse de nuevo la paralizante sensación de abandono institucional. Para combatirla, Bolívar propuso actuar desde dentro y en tres frentes distintos. 185

Misma signatura.

186

Misma signatura.

187

Misma signatura.

188

ACN0298/008. Carta de González-Hidalgo al director del Museo. Madrid, 6 de noviembre de 1897.

189

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 6 de noviembre de 1897.

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En primer lugar había que concluir la instalación en los nuevos locales, aunque «no» debía «perderse de vista que» en ese «edificio se» trataba «de una instalación provisional que no» podía «satisfacer los deseos de la Junta de profesores».190 Por otra parte, proponía que la aportación presupuestaria ministerial, unos «fondos entregados pro indiviso para el Museo y que se» consumían «casi totalmente en el Botánico se» distribuyera «con más equidad».191 Pretendía que los profesores de la Junta tuvieran un mayor control sobre los 6.000 duros anuales recibidos, con los que se podían hacer muchas cosas si se gestionaban bien. Si aun así no resultaban suficientes, había que empezar a pelear desde ese mismo instante el aumento de la consignación. Finalmente, el tercero de los objetivos planteados por Bolívar era el de perseverar en el empeño de lograr un nuevo edificio que para algunos debía servir únicamente para Museo, mientras que otros eran más partidarios de dedicarlo a Museo y Facultad al mismo tiempo. En lo tocante a ese asunto, el Ministerio ya había planteado la utilización del antiguo convento de la Trinidad, en estado ruinoso, para la instalación de la sede definitiva. Sin embargo, todos los profesores estuvieron de acuerdo en apoyar, como única opción posible, la construcción de un edificio de nueva planta de acuerdo con los criterios publicados por González-Hidalgo (González-Hidalgo, 1897). En su texto, el autor denunciaba la pésima situación de los locales destinados a las ciencias naturales en la capital. De las once salas atribuidas al Museo en Recoletos, cinco no servían para presentar objetos por la falta de luz. Otras dos eran patios cubiertos que en invierno estaban a oscuras y en verano tenían que ser protegidos con toldos por el asfixiante calor. No había sitio para las cátedras, los disecadores ni los laboratorios. Además, era fácil prever que pronto, ante la nueva orden que obligaba a todos los autores a enviar dos ejemplares de su obra a la Biblioteca Nacional, esta, por falta de espacio para el almacenamiento, desalojaría al Museo de sus dependencias. Por su parte, la Facultad de Ciencias se hallaba diseminada por toda la capital, con cátedras en la Universidad Central, el Museo, el Botánico, el antiguo Ministerio de Fomento y hasta en el Instituto San Isidro de enseñanza secundaria, lo que obligaba a los alumnos a recorrer varios kilómetros al día entre las diferentes sedes. 190

Misma signatura.

191

Misma signatura.

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Como lugar ideal para la ubicación de la nueva construcción, González-Hidalgo proponía el recinto del Botánico por estar situado en el eje Atocha-Hipódromo, el único paseo madrileño que podía competir con los de otras capitales europeas en empaque y representatividad, una auténtica Avenida de la Ilustración, en palabras del propio autor. Lo que planteaba era un edificio paralelo al Paseo del Prado, alineado con el museo de pinturas en un gesto de buen gusto dirigido a las personas amigas de la limpieza y de la moralidad, que facilitase la desaparición, con la verja del Botánico y sus asientos, de los mendigos y gente maleante que allí solían establecer sus reales, exhibiendo su miseria o su falta de instrucción en la mejor vía de la Corte (González-Hidalgo, 1897).

El de la ubicación fue el único punto en el que sus colegas se mostraron en desacuerdo con él, debido al descalabro que semejante obra supondría para el arbolado del principal jardín de ciencia de la capital: Según estadística reciente, hecha con el auxilio del jardinero, viven 1.436 árboles y arbustos de 200 especies pertenecientes a muy diversas familias, con más de 473 coníferas de 74 especies distintas y 247 especies de arbustos menores (…) de ellos sería menester destruir 399 para implantar el nuevo edificio donde lo coloca el proyecto del Sr. Hidalgo. Por esta razón lo prefiere (la Junta) en dirección perpendicular al Prado haciendo juego con el Ministerio (de Fomento).192

La necesidad de contar con un edificio propio pronto dejó de ser únicamente un anhelo para convertirse en una temprana urgencia frente al empuje del resto de instituciones alojadas bajo el mismo techo. Como ya ocurriera en los locales de Alcalá, compartidos con la Academia de Bellas Artes y deseados por Hacienda, y tal como ocurre hoy en la sede actual con la Escuela Superior de Ingenieros Industriales, en Recoletos el Museo no estaba solo. Una serie de instituciones culturales de corte humanístico, lideradas por la Biblioteca Nacional, ponían en jaque a la única dedicada enteramente a la ciencia. Según el entonces director del centro, Andrés Montalvo, «todos esos establecimientos, cuya necesidad y valor son tan notorios», aspiraban «a extender sus medios de vida, y como el número» era «ya excesivo relativamente al edificio», pugnaban 192

Misma signatura.

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«constantemente por echar fuera del local alguno de los instalados en él, y como el Museo de Ciencias Naturales» era «el que más se» alejaba «por su objeto y condiciones de los demás, de aquí la guerra continua que se le» hacía «y las exageraciones de los peligros que» ofrecía «su vecindad».193 Los detractores del Museo encontraron la excusa perfecta para incitar al desalojo en las naturalezas de sus respectivas colecciones. Lo que trajeron a colación fue el peligroso almacenamiento de ejemplares conservados en alcohol, un líquido altamente inflamable que, sin duda, facilitaría la rápida propagación del fuego en caso de incendio, el peor de los escenarios posibles para sus colecciones formadas por libros, documentos y cuadros. Los profesores del Museo se defendieron alegando que no era tanta la cantidad de alcohol almacenada y que pronto estaría confinada en el interior de armarios herméticos fabricados para tal fin, de los que únicamente tendrían llave los profesores responsables. Argumentaban además que en ningún museo europeo se habían producido desgracias de ese tipo. Los laboratorios tampoco serían problemáticos, pues los de biología se dedicarían exclusivamente a estudios de microscopía y clasificación, mientras que en los de geología no se instalarían hornillos. Estaban convencidos de que, si de temor al fuego se trataba, eran mucho más peligrosos los braseros y estufas que se empleaban en la Biblioteca Nacional como sistemas de calefacción.194 El debate sobre el riesgo de incendios dio sus frutos un tiempo después con la publicación de una Real Orden, comunicada por el ministro de Fomento, con intención de proteger unas colecciones que constituían gran parte del tesoro histórico y artístico de la patria, las ricas colecciones bibliográficas de la Biblioteca Nacional y las no menos ricas del Archivo Histórico y del Museo Arqueológico, el cual posee un monetario de inestimable valor; aparte del que tienen las galerías del naciente Museo de Arte Moderno de pinturas y el material de enseñanza del Museo de Ciencias Naturales.195

193 ACN0315/026. Oficio de Tomás Andrés de Andrés Montalvo al conde de Xiquena. Madrid, 1 de diciembre de 1897. 194 Misma signatura; ACN0298/008. Carta de Santamaría, director general de Instrucción Pública, al director del Museo. Madrid, 13 de diciembre de 1897. 195 ACN0315/011. Oficio de Menéndez Pelayo, director de la Biblioteca Nacional, al director del Museo de Ciencias Naturales. Madrid, 25 de febrero de 1899.

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Se prohibió terminantemente hacer lumbre en el edificio y en la vivienda de los porteros. Se ordenó la instalación de un sistema de calefacción por vapor en sustitución de las antiguas estufas. Se instauró un turno de vigilancia nocturna con tres empleados de ronda y, finalmente, se instalaron bocas de agua para uso de los bomberos en emplazamientos clave del edificio. Cada director era responsable de la prevención y de la formación en seguridad contra incendios del personal a su cargo. El Museo de Ciencias había sobrevivido al primer embate. Sin embargo, su visibilidad quedaba muy mermada pues, frente a la grandiosidad y reconocida importancia de las colecciones custodiadas por sus vecinos, la Real Orden solo le acordaba el mérito de albergar materiales de interés pedagógico. Una vez más, la ciencia española quedaba ensombrecida por la fuerte presencia de la literatura y el arte en el acervo cultural del país. Pero si el fuego es el peor de los desastres para un archivo o una biblioteca, no hay nada que haga tanto daño a una institución que se reconoce en el nombre de «museo» como el tener sus salas vacías o mal presentadas. Una falta de instalación y disfrute por el público, a la larga se traduce en un olvido por parte de las administraciones y en una ausencia en la memoria colectiva de una ciudad o país. Eso fue lo que le pasó al Museo de Ciencias Naturales antes de que saltara la alarma por el riesgo de incendios: El secretario dio cuenta de las obras de la nueva estantería cuya construcción en el nuevo local comenzó en septiembre del corriente (…) y de las dificultades que presentaba la diaria tarea de remover las colecciones esparcidas acá y allá en las pésimas condiciones a que obligó la precipitada traslación contra la que oportunamente protestó la Junta.196

Y eso fue lo que le siguió pasando después: Seguramente no podrá señalarse en el mundo otro museo de este género cuyos recursos se vengan constantemente disminuyendo en la sucesión de los presupuestos del Estado, debiendo por su institución y su reglamento, acoger, enseñar y aun fomentar los colosales desenvolvimientos de la ciencia moderna. (…)

196

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 17 de noviembre de 1898.

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esta penuria es el único o por lo menos el motivo fundamental de las deficiencias, por todo extremo vergonzosas, de las colecciones expuestas al público para su cultura, de la falta de aparatos e instrumentos en los laboratorios de enseñanza e investigación anejos a sus cátedras, de la supresión completa de las expediciones para explorar la Historia Natural de la Península como de países tan interesantes para nosotros como los del norte de África, el estudio de cuyas geas, floras, faunas y razas humanas ha de esclarecer tantos problemas planteados en nuestro suelo, y finalmente de la deplorable y total ausencia de unos Anales del Museo de Ciencias Naturales de Madrid que pudieren dar testimonio al mundo de que España tenía también representación oficial en el concurso de la civilización por lo que toca a estas ciencias naturales.197

La instalación del Museo en los nuevos locales progresaba pues con dificultad. El arquitecto Ruiz de Salces falleció tras una larga enfermedad y fue sustituido por Belmas. Este dejó paso a Albiñana quien a su vez fue remplazado por Martínez Latorre, que desde un principio había ejercido como ayudante del arquitecto titular de turno198. El nuevo vecindario tampoco había calmado el ánimo de los profesores, que seguían inmersos en sus disputas. Gredilla y Vidal protestaron enérgicamente ante la convocatoria de una nueva plaza de ayudante de Zoología. Consideraban que esa disciplina salía favorecida en el Museo, puesto que disponía de cuatro ayudantes frente a los dos de Botánica y los otros dos de Mineralogía. Tras enzarzarse en una nueva disputa, el rector de la Universidad Central decidió tomar por la calle de en medio y ofertar una plaza con un perfil mixto de zoología y mineralogía. Vidal, contrario a la solución, veía imposible encontrar a alguien competente en las dos ramas. Prefería suprimir el puesto de trabajo, con la consiguiente pérdida para la institución, antes que favorecer a los zoólogos.199 Una trifulca más en la que el sentido común, que siempre sale a flote aunque tarde en aflorar, lo puso Antón, secretario de la Junta. Deploraba que esta apareciera «dividida según las secciones del Museo, caso nuevo y lamentable, porque» ese «beneficio de la sección de Zoología no» implicaba ACN0315/026. Carta de Tomás Andrés de Andrés Montalbo, director del Museo, al ministro de Fomento. Madrid, 21 de marzo de 1899. 197

198

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 17 de junio de 1899.

199

Misma signatura.

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«perjuicio alguno para las otras».200 Recordó que lo ideal sería lograr un ayudante por cátedra, pero que aún se estaba lejos de conseguirlo. Añadió, además, que el único profesor que nunca había contado con personal de apoyo era Bolívar, precisamente un zoólogo, lo que echaba por tierra el supuesto trato de favor a la disciplina. Y al hilo de la discusión, el rector designó a Ignacio Bolívar sustituto del fallecido Graells en la Comisión de Reforma del Reglamento.201 Poco a poco, el entomólogo iba ganando poder de decisión en el Museo.

UN NUEVO SIGLO Y NUEVOS RELEVOS EN LA DIRECCIÓN Como le suele ocurrir a cualquier persona, la llegada de un nuevo año, sobre todo si este es el que trae pareja la llegada de un nuevo siglo, también es un importante revulsivo para las administraciones, que de manera diligente tratan de activarse y recuperar el tiempo perdido. Un 15 de enero de 1900, el rector de la Universidad, que continuaba siendo el orientalista Francisco Fernández González, apremiaba al ministro de Fomento para que la instalación del Museo llegase a puerto, algo para lo que estimaba necesaria la inversión de unas 30.000 pesetas: (…) es de la mayor urgencia para que este Museo cumpla su doble misión (interrumpida ha ya cuatro años) de investigar y enseñar la ciencia y de contribuir a la cultura pública mediante la exposición diaria y permanente de sus colecciones, acudir sin demora a la instalación de las cátedras y laboratorios con el nuevo material que es indispensable aun aprovechando todo el antiguo que resulta útil después de una tan lastimosa traslación, completar y reparar las instalaciones de las colecciones destinadas al público, construyendo fanales y gradillas para los minerales y rocas, aparatos colgados, armaduras u otros muebles para las salas de zoología y antropología; montar el gran esqueleto del megaterio cubriéndolo con urna de vidrio adecuada, y los esqueletos de los grandes

200

Misma signatura.

Misma signatura; ACN0313/020. Oficio del rector de la Universidad Central a Ignacio Bolívar. Madrid, 20 de junio de 1899. 201

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cetáceos y demás mamíferos y, finalmente, armar para las colecciones de estudio las estanterías de pino antiguas en los laboratorios, patios cubiertos y pasillos donde es posible hacerlo.202

El arrebato bienintencionado coincidió en el tiempo con el fallecimiento del, hasta entonces, director del centro, Tomás Andrés de Andrés Montalvo.203 La Junta de Profesores no dejó de alabar su carácter bondadoso, sus dotes científicas y su celo hasta conseguir las nuevas estanterías del Museo, que él ya no vería instaladas y que, como era de esperar, no resultaron del agrado de todos. La Junta se quejó de que, durante todo el tiempo de la instalación, nunca se habían tenido en cuenta sus objeciones. Ahora se les entregaba una estantería que había que aceptar sin más, con un año de retraso y únicamente pactada con el contratista, no con los especialistas. Solano, por ejemplo, se quejaba de que en los muebles de Geología se habían puesto unos tiradores que «serían ridículos en una casa de huéspedes, y al tirar» solían «salir los marcos quedándose dentro el cuerpo del cajón»204 por lo mal armados que estaban. Bolívar se unió a la protesta y dijo que para las colecciones de articulados se habían construido unos muebles centrales, «que no» eran «iguales, como debían ser, a un modelo que ya existía en el Museo y que había sido desbaratado y estropeado por el contratista que le quitó los adornos de caoba, y en cuanto a los cerrajes, los del modelo» eran «excelentes y pésimos los nuevos».205 Martínez y Sáez estuvo de acuerdo con sus colegas pero se mostró cauto, pues opinaba que «lo mejor es enemigo de lo bueno», y (si continuaban con su protesta) se exponían a que pasasen «otros cuatro años o más sin Museo»,206 algo con lo que el rector estuvo en total acuerdo, pues si la queja era fundada, los males eran ya irreparables. En sesión de Junta celebrada el 27 de mayo de 1900, y pese a todo lo dicho, los profesores dieron por concluido el asunto «puesto que la entrega provisional no es fácil revocarla antes que sea definitiva (…) Con esto se» había

202 ACN0315/002. Oficio del rector de la Universidad Central al ministro de Fomento. Madrid, 15 de enero de 1900. 203

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 9 de febrero de 1900.

204

Misma signatura.

205

Misma signatura.

206

Misma signatura.

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llevado a feliz término una gestión administrativa laboriosa y difícil, encargada ha ya cuatro años con motivo de la desdichada traslación del Museo y no terminada hasta ahora en que ya se tenían todos los medios necesarios para abrir al público sus salas de exposición, y montar los laboratorios de estudio en un plazo antes desconocido y ahora muy próximo.207

El rector se apresuró a personalizar el mérito en la figura de Antón, secretario de la Junta y director accidental tras la muerte de Tomás Montalbo, algo que aquel, haciendo gala de honestidad y sentido institucional, hizo extensivo al conjunto de la Junta, que había sabido seguir adelante en la más difícil situación económica por la que atravesaba el Estado y cuando el clamor general de economías había hecho reducir más de lo conveniente aun aquellos capítulos destinados al fomento de la instrucción y de las obras públicas.208

Una vez asumida la instalación, el Museo se dotó de nuevos marcos de funcionamiento. La institución venía rigiéndose por un reglamento aprobado en 1868 que resultaba insuficiente tras los últimos acontecimientos vividos. Un Real Decreto de 4 de agosto de 1900, dado por el primer ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en el país, Antonio García Alix (1852-1911), instaba a la redacción de un nuevo reglamento. Lo que se pretendía era dinamizar el Museo y aumentar su visibilidad, tanto a nivel nacional como internacional, convirtiéndolo en el referente en la materia en el país (Barreiro, 1992, 301-302). Tan importante paso adelante se abordó en la sesión de Junta del 26 de octubre de 1900,209 en la que Antón recuperó su puesto de secretario y González-Hidalgo asumió el de director (Barreiro, 1992, 301). Durante la sesión se confirmaron los nombres de las ochos secciones establecidas en el Museo, puestos que fueron ocupados por profesores de la Universidad Central: José Solano y Eulate en Geología y Paleontología; Salvador Calderón y Arana en Mineralogía; Joaquín González-Hidalgo en Malacología y animales inferiores; Ignacio Bolívar y Urrutia en Entomología; Francisco de 207

ACN0314/003. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 27 de mayo de 1900.

208

Misma signatura.

209

ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de octubre de 1900.

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Paula Martínez y Sáez en Osteozoología; Manuel Antón y Ferrándiz en Antropología y Etnografía; Eduardo Reyes Prosper (1860-1921) en Herbarios y, finalmente, Apolinar Federico Gredilla y Gauna en Organografía y Fisiología Vegetal. Durante esa misma sesión se acordó la elaboración del nuevo reglamento en un plazo inferior a veinte días y se planteó la posibilidad de nombrar dos directores, siendo uno de ellos específico del Botánico, aunque el asunto quedó en suspenso. Poco a poco, los nuevos locales iban estando listos para abrir sus puertas al público. En el transcurso de una reunión celebrada en la primavera de 1901,210 González-Hidalgo anunció la terminación de las obras de restauración, barnizado y reposición de los armarios de caoba. El no tan lejano mes de octubre se perfilaba como la fecha más que probable para la próxima presentación de las históricas colecciones, pero antes se esperaba la visita del nuevo ministro del ramo. Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), primer conde de Romanones, era el segundo ministro al frente de la Instrucción Pública y las Bellas Artes y sustituía a García Alix desde el seis de abril de ese mismo año. Uno de sus primeros actos oficiales iba a ser, por lo tanto, esa anunciada visita, destinada a comprobar los progresos conseguidos por los profesores y a evaluar las necesidades aún pendientes. La inspección se produjo y las cosas no debían de ir tan mal, pues el pronóstico del ministro únicamente retrasó unos cuantos días la fecha de apertura, vislumbrando el mes de noviembre como un objetivo al alcance de la mano.211

IGNACIO BOLÍVAR DIRECTOR DEL MUSEO Más allá de esa posible fecha de inauguración, la visita del ministro al Museo trajo cola e importantes consecuencias, tan importantes como que, meses más tarde, González-Hidalgo dejaría la dirección e Ignacio Bolívar la ocuparía en su lugar. El episodio aparece recogido en el acta de la sesión de Junta celebrada el 9 de octubre de 1901212 y es relatado por Otero y Carvajal y López 210

ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 29 de abril de 1901.

211

ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de junio de 1901.

212

ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 9 de octubre de 1901.

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Sánchez en su reciente obra dedicada a la Junta para Ampliación de Estudios y las ciencias naturales (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 540-541). La futura ubicación del Jardín Botánico fue el detonante del cambio. Entre los planes del nuevo ministro, que como los nuevos siglos siempre llegan con proyectos bajo el brazo, figuraba el traslado del Botánico a las afueras de Madrid, un asunto que trató de manera confidencial, hasta el punto de que en su momento se aprobó no incluirlo en las actas de la reunión. El único que se manifestó conforme con el plan fue Bolívar. El resto se posicionó en contra. Como medida disuasoria, González-Hidalgo presentó su dimisión, algo que de poco le sirvió, pues cuando esta llegó ya se había decidido su relevo. El asunto es turbio. En el acta se dice que González-Hidalgo argumentó que se prescindió de él porque alguien había informado mal al sr. Ministro, como se podía demostrar por una carta que poseía, (…) comunicación que pidió constase en las actas, pero que retiró para pasarla a limpio y no había llegado a aquella secretaría a la hora.213

No podemos saber pues con exactitud qué tipo de falso testimonio se le facilitó al ministro. Bolívar zanjó el asunto diciendo que ya que las acusaciones no se referían a ninguno de los presentes, lo mejor era pasar página y proceder a un voto de agradecimiento que reconociera el celo de Hidalgo al frente del Museo, como así se hizo por unanimidad. En adelante, la relación entre Bolívar y González-Hidalgo quedó gravemente afectada. El último se convirtió en un «hombre apasionado contra» el primero «al cual siempre odió mortalmente» (citado en Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 541). Curiosamente, una vez nombrado director, Bolívar rectificó. Una de las condiciones que antepuso a su aceptación fue, precisamente, la no traslación del Jardín Botánico, como había sido el expreso deseo de González-Hidalgo y la Junta por él presidida. Con Bolívar al frente y el nuevo reglamento ya publicado,214 la institución encaraba una nueva época. Aunque entre los objetivos marcados no figuraba 213

Misma signatura.

El nuevo Reglamento del Museo de Ciencias Naturales apareció publicado el 11 de abril de 1901 en el número 101 de la Gaceta de Madrid. 214

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de forma explícita el de la divulgación del conocimiento científico,215 parte de los artículos sí que detallaban cómo se debería abordar la nueva presentación de las colecciones. Así, por ejemplo, en el artículo 65 se especifica que la ordenación de las salas abiertas al público se haría según el criterio de cada jefe de sección y con el acuerdo del director. De cualquier forma, en los casos en los que el local o la naturaleza del objeto no lo permitiesen, se podría modificar el orden rigurosamente científico. En el Artículo 66 se decía que todos los ejemplares expuestos al público deberían llevar un rótulo con el nombre científico, el vulgar, la patria y la procedencia, así como el número del catálogo y el nombre de la persona que los regaló, en caso de que se tratara de una donación a la institución. En el 67 se recogía la obligación de publicar las partes del catálogo que ya estaban redactadas, publicaciones que deberían estar al alcance de los visitantes en las mismas salas en las que se exponían los objetos. En lo tocante a los disecadores (artículos 21 a 23), el nuevo reglamento establecía dos únicas plazas, denominadas disecador primero y disecador segundo, con 2.500 y 2.000 pesetas de sueldo respectivamente. A la peor dotada se accedía por concurso de méritos y no requería título alguno. Si el trabajo regular resultaba del agrado de la institución, la persona en cuestión podía acceder a disecador primero por simple promoción, una vez el puesto vacante. Si ese no fuera el caso, la plaza de disecador primero también se cubriría por concurso. Los exámenes previstos para el acceso eran de tipo teórico-práctico y serían evaluados por un tribunal integrado por el director y cuatro jefes de sección. Entre tanta mutación, el mes de noviembre quedó atrás y el Museo permanecía cerrado. Bolívar urgía a sus compañeros a abrir el Museo cuanto antes porque así «convenía» también a los intereses del mismo, entendiendo que sería deplorable que al celebrarse el congreso médico ya anunciado para Madrid, y aun las fiestas de coronación del rey, no tuviese el Museo abiertas al público sus puertas.216

215 El artículo 3 del reglamento dice: «Tiene por objeto favorecer y auxiliar el cultivo y promover el adelantamiento de todos los ramos de las ciencias naturales, especialmente en lo relativo a la gea, flora y fauna españolas». 216

ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 31 de enero de 1902.

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Pretendía al menos abrir la parte de zoología para que se hablase del centro durante las fiestas de entronización de Alfonso XIII. Martínez secundó la propuesta, no sin advertir que no aseguraba milagros, con mayor motivo cuanto que era imposible trabajar durante el invierno en ese verdadero sótano sin calefacción y sin luz donde él y sus dependientes «habían» adquirido catarros graves.217

Antón aplaudió la iniciativa y el desvelo y prometió abrir el Museo Velasco para la misma ocasión, impulso que Bolívar refrendó diciendo: «como el público paga al público se lo debemos todo y es menester no perdonar sacrificio para abrir el Museo cuanto antes».218 En mayo, poco antes del día 17, fecha en la que Alfonso XIII asumió el poder a los 16 años de edad, todo estaba casi listo. La mayoría de los profesores pensaba que la apertura debía hacerse «sin solemnidad alguna puesto que no» podían «hacerse ilusiones acerca de sus colecciones y de sus instalaciones».219 Martínez creía incluso que habría que hacerla «después del 20 para evitar aglomeraciones excesivas de gente y sobre todo para no hacer ostentación de su pobreza ante los extranjeros».220 Antón, con mayor arrojo, opinaba que «debía traerse al rey y convertir la apertura en una de las fiestas de la coronación, acaso la única que resultaría de unánime aprobación».221 La decisión estaba tomada: se abriría en ese mismo mes de mayo sin mayor vacilación. A los voluntariosos profesores el toro les pasó cerca. Bolívar aceptó que parte de las etiquetas, en lugar de ir impresas, estuvieran escritas a mano. Además, ordenó parar las tareas de clasificación de los objetos y sustituir los nombres de los ejemplares en espera por cartelas en las que se pudiera leer «instalaciones provisionales o no está terminada la clasificación».222 Hidalgo aclaró que los equinodermos y los corales irían sin clasificar porque no había en la biblioteca ninguna obra moderna que permitiera hacerlo, algo 217

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ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 5 de mayo de 1902.

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ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 21 de mayo de 1902.

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que, por fortuna, no ocurriría con los moluscos, perfectamente identificados y ordenados. Al hilo de su intervención, y hablando de temas mucho más profanos, rogó se rectificara la «mala disposición de los retretes construidos en parte del Museo, cuya humedad y cuyos olores» llegaban «hasta su laboratorio, y» pidió «que se» suprimieran «sustituyéndolos por urinarios en el patio».223 Pese a todo, el Museo logró abrir sus puertas un 24 de mayo, poco después de la coronación y coincidiendo con la celebración de la Fiesta Académica.224Ese día, con motivo de su jura en Cortes, el rey estaba cerca y se desplazó hasta el nuevo edificio de Bibliotecas y Museos. Los salones de Recoletos iban a servir de lugar de celebración del claustro universitario225. En acto solemne, el rey puso a disposición de los profesores las salas del Museo ante la presencia de «centenares de profesores de todas las instituciones de enseñanza pública y aun privada».226 A partir de ese momento, el Museo quedaba abierto al público. De cualquier forma, las salas de aves y de anatomía comparada aún no estaban concluidas, por lo que únicamente se fijaron horarios de visita vespertinos y se reservaron las mañanas para la realización de los trabajos pendientes227. Además de la colocación de parte de los ejemplares, también estaba previsto el nuevo entarimado para sustituir el piso de cemento portland, que se desmoronaba «produciendo mucho polvo que» perjudicaba «a las colecciones y» contribuía «a la baja temperatura que» reinaba «y de que se» quejaba «el público».228 También quedaba pendiente la colocación de batientes en las

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Misma signatura.

Manuel Cazurro, en su obra Ignacio Bolívar y las Ciencias Naturales en España (recogido en Gomis Blanco, 1988, 80), dice que el Museo abrió sus puertas un 12 de mayo. La documentación consultada para este estudio habla de un 24 de mayo, coincidiendo con la celebración de una gran fiesta académica, momento del que ha quedado constancia impresa en la obra Discursos leídos el día 24 de mayo de 1902 en el solemne Festival Académico celebrado en el Palacio de la Biblioteca y Museos Nacionales con motivo de la entrada en la mayor edad del Rey Alfonso XIII. Madrid, imprenta de los hijos de M. G. Hernández, 1902, 147 páginas. Existe la posibilidad de que el Museo abriera al público antes de la inauguración oficial del día 24. 224

ACN. Caja 2 Administración, legajo 4. Oficio de Bolívar al subsecretario del Ministerio. Madrid, 10 de noviembre de 1902. 225

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ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 27 de junio de 1902.

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puertas del edificio que daban al exterior, para rechazar el agua de lluvia y que no penetrara «en las salas formando arroyos»,229 como a menudo ocurría.

BREVES INSTANTÁNEAS DE LAS NUEVAS SALAS «Hace unos días, después de seis años de clausura, ha vuelto a abrir sus puertas el Museo de Ciencias Naturales».230 Poco después de su inauguración, el Museo ocupaba alguna página en la prensa. El artículo aparecido en Alrededor del Mundo es una de las pocas fuentes de las que hoy disponemos para hacernos una idea de la apariencia de las nuevas salas en el edificio de Recoletos. Las búsquedas realizadas en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional han sido poco fructíferas, lo que tal vez refleje el escaso eco que la apertura del discreto Museo logró en la actualidad social del momento. El texto en cuestión viene ilustrado con cinco fotografías, de las que tres nos interesan por el tipo de ejemplares que muestran. La más grande de todas, en cabeza del artículo, representa la sala de las aves, precisamente una de las dos que todavía estaban pendientes de un montaje definitivo. En una estancia rectangular, con ventanas a ambos lados, se disponen una serie de muebles vitrina acristalados. Los más grandes (en la foto se aprecian cuatro) están apoyados contra una de las paredes y parecen poseer cuatro niveles de estanterías. En el centro de la sala se sitúan otros exentos, de menor altura, y una serie de grandes mesas. En el interior de todos ellos se adivina la presencia de aves naturalizadas de distintos tamaños e imposible identificación. Sin protección alguna, elevadas respecto al nivel del suelo, se distinguen sin dificultad cuatro aves corredoras: dos avestruces (el más alejado parece ser un macho y la más cercana una hembra), un casuario, frente a una de las ventanas, y un emú en primer plano. Todas ellas siguen formando parte de la colección actualmente. Completan la escena unos enormes huesos y un cráneo gigantesco dispuestos sobre dos mesas, sin duda restos de algún cetáceo, y dos personajes sin identificar vestidos con 229

Misma signatura.

Esa frase es el inicio de un artículo titulado En el Museo de Ciencias Naturales, firmado por Miguel Medina y publicado un 27 de junio de 1902 en la revista Alrededor del Mundo (páginas 405 y 406). 230

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guardapolvos blancos. En la misma página se incluye una instantánea titulada Los animales más grandes de la sala de mamíferos, en la que se pueden ver el elefante indio de Bru, un imponente ciervo de Canadá y un curioso yak blanco, naturalizado en actitud de mugir, ubicados sobre una tarima descubierta protegida por un pequeño vallado alrededor. Los dos últimos no han llegado hasta nuestros días. En el fondo, colgadas en la pared, se distinguen una serie de cuernas de cérvidos y dos focas disecadas. Como en el caso de la sala de las aves, la vista incluye presencia humana. En primer término se sitúan cuatro personajes, de los cuales tres están ataviados con el mismo tipo de guardapolvos blanco mientras que el cuarto viste traje negro y se cubre con sombrero claro. En el texto, entre otros tipos de materiales, como los cristales de azufre de Conil o el meteorito de Molina de Murcia, Miguel Medina, autor de la reseña, también habla de animales naturalizados. Cita, entre otros, «un ejemplar corriente» de gorila, «de gran tamaño y cara fosca», el antílope saiga de la estepa rusa, el raro mono guereza de Abisinia o el par de araguatos o monos aulladores, uno viejo y otro joven, traídos por Jiménez de la Espada (18311898) de la expedición al Pacífico. Estos últimos ejemplares aparecen reproducidos en una fotografía que hace patente un error de identificación. El supuesto araguato viejo es, en realidad, un mono lanudo adulto. Ambos ejemplares continúan en las colecciones del centro. Del megaterio se dice que en ese momento se encontraba desarmado. El autor concluye con una rápida visión histórica de la trayectoria del Museo, sin duda reconstruida a partir de la entrevista que, según consta en el texto, mantuvo con Bolívar, reciente director de la institución. El zoólogo Ángel Cabrera (1879-1960)231 nos da más información sobre esas salas en el catálogo de mamíferos que elaboró y que fue publicado por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (Cabrera, 1912). Cuenta cómo, a su llegada a Recoletos, los mamíferos se instalaron en una gran sala dotada de nuevo mueblaje formado por vitrinas aisladas y una tarima central rodeada por una barandilla de hierro, instalación visible en una de las fotografías previamente citadas. A medida que la colección fue 231 Ángel Cabrera Latorre empezó a trabajar en el Museo, por invitación de Bolívar, en 1902. Ayudó por lo tanto a la colocación de las colecciones en los nuevos locales de Recoletos. Ocupó los puestos de recolector, disecador primero y, finalmente, naturalista agregado a la sección de Osteozoología, con la colección de mamíferos a su cargo. En 1925 emigró a Argentina, donde trabajó en el Museo de La Plata como responsable del departamento de Paleontología.

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creciendo, las especies ibéricas se fueron segregando a la «sala de España» y las exóticas se repartieron en otras dos: «una pequeña para artiodáctilos, marsupiales y monotremas, y la primitiva para los órdenes restantes» (Cabrera, 1912, 9). En ese mismo momento se estableció la diferencia entre la colección pública y la llamada «de estudio», hoy conocida como colección científica, formada por las pieles curtidas, los esqueletos sin armar y los ejemplares en alcohol. En la ordenación de los armarios se siguió la clasificación propuesta por el francés Trouessart (1842-1927) en su libro Catalogus Mammalium tam viventium quam fossilium (Cabrera, 1912, 9). También se cambió el etiquetado, sustituyendo, bajo la supervisión de Martínez y Sáez, las funestas marcas de Graells por otras más ligeras, completamente blancas, en las que se indicaba exclusivamente el nombre científico y un origen geográfico aproximado, una información escasa según Cabrera, ferviente defensor del uso de los nombres vulgares (junto a los científicos) en las salas de los museos en pro de una mejor comprensión por parte del público no versado en la materia. Cada cartulina se sostenía alzada sobre la peana gracias a un sencillo carril de metal dorado, soporte que hoy permanece visible en buena parte de las peanas antiguas de la colección. Otra fuente de conocimiento relativa a ese primer montaje en Recoletos procede de lo escrito acerca de la visita privada que el rey efectuó el 23 de marzo de 1903. Ese día, desde primera hora de la mañana, hubo gran revuelo en el Museo. Bolívar convocó una Junta de urgencia porque a las dos se esperaba la llegada del ministro de Instrucción Pública precediendo al rey, que haría su aparición media hora después.232 Una comisión encabezada por el director acompañó al monarca, al que se informó sobre la historia del Museo, su situación presente y sus necesidades futuras, con un plato fuerte sobre el que volveremos más adelante. Alfonso XIII recorrió durante más de dos horas todas las estancias y su paso dejó huella en la prensa del momento. La Época fue uno de los periódicos en hacerse eco de la noticia.233 Al monarca, gran aficionado a la caza, le interesaron las especies cinegéticas españolas. Un par de cornamentas de ciervo entrelazadas, testimonio final de un

232 ACN0314/006. Acta de la sesión extraordinaria de la Junta directiva celebrada el 23 de marzo de 1903. 233 La reseña, de autor anónimo, aparecida ese mismo lunes, 23 de marzo de 1903, lleva por título Visita científica. El Rey en el Museo de Historia Natural.

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intenso combate que acarreó la muerte a ambos ejemplares, cautivaron su atención. También reparó en otras especies venatorias extranjeras, como el ya mencionado ciervo de Canadá. Su interés era tal que incluso pidió se le abriesen parte de los armarios. Entre las dotaciones del Museo llamó «su atención la hermosísima anaquelaria de maciza caoba en que estaban las aves, donada al museo por Carlos III» (la tan traída estantería había encontrado por fin acomodo). Se habla incluso de la actividad científica en el centro al referir un misterioso chimpancé propio de las posesiones españolas en África, al que los nativos denominaban enganga. El ejemplar, préstamo temporal de los Padres Misioneros de Cervera, en Lleida, estaba siendo estudiado por Cabrera para su proyectada monografía sobre los mamíferos de Rio Muni (Cabrera, 1906). Pese a todo, «la falta de luz en algunas salas y el hacinamiento de muchos ejemplares habían deslucido la visita Regia».

DOS ASUNTOS PENDIENTES Más allá de su carácter protocolario, la visita del rey sirvió para que los profesores hicieran oír su voz en lo relativo a ese «plato fuerte» entre las súplicas al que anteriormente hemos hecho referencia. Como bien recogió el cronista de La Época, la voluntad de toda la Junta se aunó a la hora de solicitar al monarca que hiciera «valer su alta influencia en bien de una más que útil y desahogada instalación de nuestro Museo de Historia Natural». La petición de siempre seguía estando de rabiosa actualidad tras el acomodo final en los locales de Recoletos. Poco después de la visita, los profesores ya estaban dándole vueltas a ese nuevo edificio al que, por encima de todo, no había que renunciar. A lo largo de una reunión de la Junta exclusivamente dedicada al tema,234 salieron a relucir de nuevo las ilusiones puestas en el asunto. Aún estaba por ver si el edificio sería conjunto con la Facultad de Ciencias. De cualquier forma, lo querían ampliable en caso de necesidad para dotarle, por ejemplo, de una galería destinada a los ejemplares de grandes dimensiones. Bolívar se refirió al Museo de Leiden como modelo a imitar, un dato importante para entender la historia 234

ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 18 de abril de 1903.

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narrada en los próximos capítulos. Martínez y Sáez tomó al Museo Británico como referencia. Hidalgo, por su parte, prefería el nuevo Museo de Fráncfort, mientras que Antón se decantaba por un museo modular, o en pabellones, como el de París. Y para tratar de consensuar la disparidad de gustos, Bolívar consiguió una autorización para visitar los principales museos de Europa durante todo el mes de octubre y la primera quincena de noviembre de ese año 1903.235 El segundo asunto por resolver era de menor alcance aunque no de menor importancia. Antes de pasar por el Museo, el rey, como ya ha sido dicho experto cazador, donó a la institución cuatro gamos que él mismo se había cobrado.236 Más que un maná para las nuevas salas, los restos de los paletos fueron un compromiso para la institución. En el Museo de Madrid no se naturalizaban bien los ejemplares de gran tamaño, que pronto se echaban a perder. Con anterioridad, Cavanna, propietario de la Casa de Fieras de El Retiro (Jiménez de Cisneros y Baudín, 1994, 47-70), había ofrecido en venta al Museo los cadáveres de un canguro y de un ciervo de Filipinas,237 propuesta que contó con el rechazo de buena parte de los presentes por lo dicho anteriormente.238 La desconfianza en Maximino Sanz de Diego y Enrique Cortina, disecadores del centro, se hizo patente en una de las reuniones presididas por Martínez y Sáez en ausencia de Bolívar, de viaje por Europa.239 Ante el lamentable 235 ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 31 de octubre de 1903; ACN. Caja 2 Administración, legajo 1. Madrid, 22 de septiembre de 1903. Carta del subsecretario de Universidades a Bolívar autorizándole para ausentarse con el fin de visitar los principales museos de Europa y estudiar la organización de los mismos. Manuel Cazurro (recogido en Gomis Blanco, 1988, 85) refiere un viaje de Bolívar por Europa pero lo data en el verano de 1905. Dice que, entonces, el director del Museo recorrió Francia, Bélgica, Suiza, Inglaterra y parte de Alemania. Bien pudiera tratarse de dos viajes diferentes con un mismo objetivo, pues el salir fuera a documentarse parece haber sido una práctica habitual en Bolívar. El propio Cazurro así lo da a entender al decir que el viaje de 1905 fue «algo más largo que los que solía hacer con frecuencia». 236

ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 9 de febrero de 1903.

La revista Alrededor del Mundo se hace eco, en su número del 3 de abril de 1903 (página 211), de ese trasiego de animales entre la Casa de Fieras y el Museo en el artículo titulado La muerte del león viejo del Retiro. Cómo se disputan los restos de las fieras. 237

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ACN0314/005. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 30 de enero de 1901.

ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 31 de octubre de 1903; ACN. Caja 2 Administración, legajo 1: Madrid, 18 de septiembre de 1903. Carta de Bolívar al ministro de Instrucción Pública solicitando el permiso de viaje. Dice que durante su ausencia delegará la dirección en Martínez y Sáez. La cátedra de la Universidad la deja en manos del auxiliar correspondiente; Madrid, 26 de septiembre de 1903. Dice que le viaje lo realizará a sus expensas. El auxiliar que se hará cargo de la cátedra será Domingo Sánchez Sánchez. 239

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aspecto de algunos de sus últimos trabajos, los gamos regalados por Alfonso XIII se enviaron a París para su naturalización con el consiguiente gasto extra asociado. ¿Para qué servían entonces los disecadores del Museo? Antón, que actuó como vocal del tribunal de oposición que les otorgó la plaza, reconoció que, al concluir el ejercicio y antes de votar, propuso que se declararan desiertas y se recomendara al gobierno el nombramiento directo de un disecador extranjero de reconocido mérito. Los allí presentes llegaron a considerar la posibilidad de suprimir una de las plazas y sustituirla por la de un dibujante al servicio de los laboratorios de investigación. La falta de un buen taller de taxidermia digno de ese nombre era pues uno de los talones de Aquiles del recientemente re-fundado Museo de Ciencias Naturales. A la vuelta de su viaje,240 Ignacio Bolívar trajo alternativas en mente e informó a sus compañeros acerca de lo que había visto.241 En todos los museos visitados había descubierto importantes novedades, «salvo en el de París que» conservaba «por razones particulares una organización arcaica».242 Poco tiempo después, en febrero y marzo de ese mismo año, Manuel Martínez de la Escalera (1867-1949),243 colaborador asiduo del Museo, detallaba en dos artículos aparecidos en la revista Alrededor del Mundo parte de esas innovaciones que estaban cambiando la cara de los centros europeos (Martínez de la Escalera 1904a y 1904b). Por la coincidencia en las fechas, y por los detalles del contenido, uno se queda con la impresión de que ambos naturalistas anduvieron juntos por el Viejo Continente. «¿Qué de particular tiene el que en los armarios de museos perduren docenas de pellejos inflados que a veces piden las cuchilladas y tajos del de la Triste Figura?» (Martínez de la Escalera, 1904a). Esa era la imagen del Museo con la que el viajero salió de Madrid, la de una «sombría covachuela» en la que Don Quijote habría sido feliz «emprendiéndola a cintazo limpio con duendes y trasgos y alimañas encantadas rellenas de estopa, serrín y virutas con polvo 240 ACN. Caja 2 Administración, legajo 1. Madrid, 14 de noviembre de 1903. Bolívar confirma su regreso a Madrid pero no especifica qué museos ha visitado. 241

ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 30 de enero de 1904.

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Misma signatura.

Para obtener detallada información sobre la polifacética personalidad de Manuel Martínez de la Escalera, consultar la obra colectiva publicada en 2011: Al encuentro del naturalista. Manuel Martínez de la Escalera. Carolina Martín Albaladejo e Isabel Izquierdo Moya (eds.). Monografías 25. Museo Nacional de Ciencias Naturales. Consejo Superior de Investigaciones Científica, Madrid, 694 páginas. 243

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secular, de ese que tan bien sienta aventar a los cuatro vientos» (Martínez de la Escalera, 1904a). Y el periplo bastó para que su curiosidad quedara satisfecha, pues «de fronteras allá deshízose el encanto» (Martínez de la Escalera, 1904a). Lo que Martínez de la Escalera descubrió con asombro en el museo de Leiden, en los Países Bajos, fueron unos animales de apariencia sorprendentemente real que habían sido naturalizados por Hermann Heinrich ter Meer (18711934), el último miembro en activo de toda una saga de taxidermistas que, más tarde, ayudaría a cambiar la imagen del Museo español. Escalera lo describió como alguien que «se llama humildemente artista disecador, y (que) no es académico, ni condecorado, ni encanecido en el estudio siquiera, sino un simpático muchachote holandés llanísimo, de una treintena de años» (Martínez de la Escalera, 1904a). A principios del siglo XX, a la hora de ver animales, el público de las grandes urbes europeas se mostraba decididamente entusiasta de los parques zoológicos, cada vez más y mejores, donde podían contemplarlos vivos (Rothfels, 2002). El olor a polvo secular de los museos empezaba a hacerse insoportable y, para aventarlo, nuevas y necesarias tendencias museográficas se estaban abriendo paso. Había que ir dejando atrás las salas «repletas de armarios cubriendo las paredes y en ellos, sobre los tableros y formados en fila, clavaditos en muy gentiles peanas», los animales vueltos hacia el público (Martínez de la Escalera, 1904b). Carecían de sentido las etiquetas huecas, en las que se podía leer, por ejemplo, «Mus decumanus. Asia, Mus ratus. Europa. Mus etiopicus. Africa, con lo que el público pasaba de largo sin percatarse que tenía ante sus ojos a los propios ratones y ratas que vio la noche de antes en su cocina o desván» (Martínez de la Escalera, 1904b). Los centros pioneros habían caído en la cuenta de que eran responsables de «dos fines primordiales: uno el de conservar los animales raros o únicos para el estudio, otro el de deleitar enseñando al visitante» (Martínez de la Escalera, 1904b). Y para lograrlo, las salas de los museos debían incorporar, en engañosa escenografía, una falsa sensación de vida lograda con la sabia disposición de unos ejemplares muertos. Los «disecadores a la moderna» (Martínez de la Escalera, 1904b) iban a ser la pieza clave del desafío. Los que Escalera llamaba «cuadros vivos» (Martínez de la Escalera, 1904b), grupos que reproducen escenas de la vida cotidiana de los animales, empezaban a abundar. En 1902, el Museo de Historia Natural de Londres reorganizó toda la sala de aves empleando ese tipo de representaciones y haría lo

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propio, un año más tarde, con la de mamíferos. Lo mismo estaba ocurriendo en los museos de Hamburgo, Dresde, Bruselas y Leiden (Martínez de la Escalera, 1904b). Sin embargo, y en curiosa consonancia con lo expresado por Bolívar ante sus pares, a Escalera, el Museo de París también le pareció anclado en el tiempo: (…) no ha de deducirse el que dé por bueno y maravilloso cuanto fuera del solar veo; y así, por ejemplo, la sala de mamíferos del Museo de París, que anda en boca de muchos como algo bello y grandioso, es de lo más disparatado y malo que sea dable ver (…) parece que los parisienses están muy satisfechos con esa salida del Arca de Noé, y que tardarán bastante en seguir a los del otro lado del Canal (Martínez de la Escalera, 1904b).

El deseo expresado por Martínez de la Escalera en su segunda comunicación: «combatir a hierro y fuego todo lo rancio que nos tiene fuera por completo del mundo civilizado» (Martínez de la Escalera, 1904b), refleja a la perfección el retraso acumulado por el Museo madrileño. La inquietud por la ausencia de nombres vulgares en las salas del Museo o la vergüenza sentida ante los malos montajes de algunos animales, son buena prueba de que los responsables del centro se mostraban cada vez más concernidos por la imagen que este causaba en el público que se acercaba hasta allí. Tal vez a causa de ese largo destierro vivido en los bajos de Recoletos, sin luz y con las colecciones almacenadas en cajones, el Museo estaba necesitado más que nunca de visibilidad. Había que dar el salto definitivo hacia la modernidad y hacer de la institución una referencia de las ciencias naturales en la ciudad, en el país y más allá de las fronteras. El regreso de Bolívar de su viaje por Europa iba a acelerar las cosas. En su nueva concepción del Museo la parte pública cobraba especial relevancia y, dentro de esta, los animales naturalizados estaban llamados a constituir una singular presencia. Para lograrla, consiguió traer al centro a los hermanos José María y Luis Benedito Vives, taxidermistas diestros, que pronto iban a transformar la pobre y arcaica imagen del Museo de antaño en otra más dinámica, y de larga duración, que aún deslumbra en nuestros días.

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CAPÍTULO V

LOS ARTÍFICES DEL CAMBIO En 1890, el conocido periodista británico Henry Morton Stanley (18411904), el de la célebre frase «doctor Livingstone, supongo», informó al mundo occidental de la existencia, en las profundas selvas del corazón del África tropical, de un extraño mamífero únicamente conocido por los pigmeos, pueblo que le daba caza y que él estaba estudiando en aquel momento. Según la descripción que estos hacían, se trataba de un tipo de gran ungulado de color rojizo y patas rayadas de blanco, una especie de misterioso burro-cebra que pronto empezaría a excitar la curiosidad de los científicos. Algo más tarde, en 1901, el explorador y administrador británico Harry Hamilton Johnston (1858-1927) conseguía hacerse con dos cráneos y una piel del extraño animal, que finalmente no resultó ser un cercano pariente de los asnos y las cebras, sino de las jirafas. La nueva especie se bautizó con el nombre universal de okapi, voz derivada de la sonoridad del término que los propios pigmeos empleaban para designarlo. Su nombre científico, Okapia jonhstoni, rinde homenaje en su epíteto específico al descubridor de tan majestuoso animal. El siglo XX se despertaba perplejo ante el inesperado hallazgo de una nueva especie de mamífero de gran porte. Los museos de historia natural de todo el mundo pugnaban por presentar en sus salas algún ejemplar del recién llegado. Con su presencia, el extraño primo de las jirafas alimentaba la romántica ilusión de estar viviendo sobre un planeta que aún escondía secretos que desvelar. Las crónicas que se escribieron y las primeras imágenes y fotografías que, a cuentagotas, iban apareciendo en la prensa, acrecentaban el interés entre el gran público. Madrid no quiso quedarse atrás. Ignacio Bolívar tomó cartas en el asunto y se salió con la suya. De manera sorprendente, el pistoletazo de salida para la necesaria renovación de las colecciones de animales naturalizados del Museo iba a proceder de un ser completamente ajeno a nuestra fauna, a cualquier otra fauna conocida hasta el momento. Los aires de renovación empezaron a soplar, cálidos y decididos,

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desde un lugar tan lejano y exótico como el remoto e inexplorado Congo Belga, actual República Democrática del Congo.

UNA PIEL Y UNOS HUESOS DE ALTO VALOR DIPLOMÁTICO El Museo Real de Historia Natural y el Museo Tervueren, también llamado del Estado Libre Asociado del Congo, ambos en Bruselas, fueron dos de los que Bolívar visitó durante su viaje. Allí descubrió un sorprendente animal que había causado gran sensación entre los zoólogos por ser intermediario entre determinadas formas vivas y otras ya extinguidas, y que por su rareza no se hallaba en el comercio, existiendo solo en los museos citados y en el que en Tring (Inglaterra) poseía el barón W. De Rotschild que lo había conseguido a costa de grandes sacrificios pecuniarios.244

Al preguntar acerca de la posibilidad de conseguir un ejemplar para Madrid, Bolívar supo que, aparte de los que se encontraban en los museos belgas, potencia colonial del Congo, y del caro ejemplar tipo de Tring, los únicos okapis que existían en Europa, en Londres y en París, se habían obtenido de forma gratuita por cesión diplomática. Como era de esperar en alguien con fuerte iniciativa, el español, sin tardar, probó suerte. Apeló directamente al ministro de Estado para que este interesara en el asunto al duque de Arcos, ministro Plenipotenciario en Bruselas. Bolívar estaba convencido del éxito de la maniobra, sobre todo tras haber sido testigo de la amabilidad del director del museo belga, apellidado Dupond. Y como si la acción en caliente no hubiera dado pie a la vacilación, poco tiempo después, en su domicilio particular del número 7 de la calle Jorge Juan, recibía un telegrama confirmando la cesión no solo de una piel, sino también de un esqueleto completo de la especie deseada.245 244 ACN0273/017. Madrid, 14 de marzo de 1904. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Según se detalla en uno de los documentos del archivo del Museo de Madrid, Rothschild pagó unos 30.000 francos por la piel del primer okapi abatido para su museo en Tring (ACN0273/017. Madrid, 18 de agosto de 1904. Oficio de Bolívar al ministro de Instrucción Pública). 245

ACN0273/017. 29 de abril de 1904. Telegrama dirigido a Bolívar. Lo firma Wytsman.

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Poco a poco, el envío del preciado material se fue concretando. Las gestiones diplomáticas en Bruselas habían sido rápidas y eficaces, hasta el punto de que el Museo del Congo se deshizo de la mejor de las pieles que tenía entonces en su poder, la de un hermoso macho adulto, uno de los pocos que habían sido cazados hasta entonces. El resto de los cueros no se consideraron dignos, pues buena parte estaban en mal estado al haber sido preparados apresuradamente en origen. El Estado Libre Asociado del Congo se mostraba complacido en ofrecer al gobierno español los restos como regalo. Todo se embaló en dos cajones, uno para la piel con las pezuñas adheridas y otro para los huesos, y al mismo tiempo se enviaron «dos estampas que lo» representaban «y que» podrían «servir de guía al taxidermista encargado de montar tan interesante animal».246 Al Museo de Madrid solo le correspondía pagar los gastos del transporte y ocuparse de los trámites en la aduana de Irún. Por eso se había preferido solicitar los ejemplares sin montar. Siempre saldría más barato el porte de un pellejo y de un montón de huesos que el de dos enormes cajones protegiendo el cuerpo y la osamenta de un «animal tan grande como un ciervo de cuello largo y erguido».247 Del transporte se encargó la empresa belga La Continentale248 y los bultos, dos cajas con un peso total de 72 kilogramos, se enviaron por la vía rápida hasta la frontera de Irún y de allí a la estación del Norte.249 La recepción se acusó en agosto de 1904.250 Según cálculo del director del Museo, el regalo que el Estado Libre Asociado del Congo había hecho a España podía ascender a las 21.000 pesetas, «siendo de agradecer, independientemente del valor material, la preferencia que se» había «dado al Museo sobre otros de Europa y Estados Unidos que gestionaban su obtención».251 Conscientes de todo ello, y puesto que de diplomacia se trataba, se acordó distinguir con algún tipo de ACN0273/017. Madrid, 21 de mayo de 1904. Oficio del subsecretario de Universidades a Ignacio Bolívar. 246

247

Misma signatura.

ACN0273/017. Madrid, 28 de mayo de 1904. Oficio de Bolívar al subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública. 248

ACN0273/017. Madrid, 28 de junio de 1904. Oficio de la Dirección General de Aduanas a Bolívar. 249

ACN0273/017. Madrid, 18 de agosto de 1904. Oficio de Bolívar al ministro de Instrucción Pública. 250

251

Misma signatura.

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condecoración a Liebrecht, secretario del Estado Libre Asociado del Congo, que había aceptado el donativo, y al mayor Albert Le Brun, del cuarto militar del rey de Bélgica, que había acogido y promovido con entusiasmo la petición del gobierno español.252 Por su parte, el ornitólogo y entomólogo belga Philogène Auguste Wytsman (1866-1925), que también había sido parte activa en el asunto, recibió la orden de Caballero de Alfonso XII y siguió favoreciendo al museo madrileño con el envío de mariposas asiáticas y americanas.253 Pasado el tiempo de los agradecimientos, llegó el momento de preparar los restos del animal africano para mostrarlos en público. Y ahí fue cuando, de nuevo, quedaron en evidencia las numerosas carencias del Museo. La piel y los huesos que con tanto júbilo se habían recibido tuvieron que hacer de nuevo el camino de vuelta, ante el temor de que en Madrid sucumbieran víctimas del olvido o fueran objeto de un montaje indecoroso. El mejor sitio para preparar los especímenes era sin duda Bruselas, ya que los naturalistas belgas estaban haciendo grandes avances en el conocimiento y descripción de la especie. El conservador general de las colecciones de la Universidad de Bruselas recomendó a Opdenbosch, de quien no se ha encontrado información, como la persona más indicada para realizar el montaje. Confiaba plenamente en él y solo le reprochaba el blanquear los huesos con ácidos o con cloruro de cal, lo que eliminaba el periostio en detrimento del valor científico de las muestras. De cualquier forma, el desconocido personaje del que solo hemos podido averiguar el nombre, había logrado una innegable maestría en sus obras. Ya se había ocupado de montar los ejemplares del Museo Tervueren de Bruselas y de la Real Sociedad de Zoología de Amberes, y en un futuro cercano se encargaría del de París.254 En enero de 1905 se concretó el envío de los restos a Bruselas y el precio de la operación se ajustó en 775 francos.255 Tiempo después, los temidos bultos recalaron de nuevo en Madrid: dos enormes cajones de 294 kilos de peso por cuyo porte se abonaron 140,05 pesetas.256 El Museo seguía pagando cara 252

Misma signatura.

253

Misma signatura.

ACN0361/013. Etterbeck-Bruselas, 5 de septiembre de 1904. Carta de Faurd (¿?), conservador general de las colecciones de la Universidad de Bruselas, a Ignacio Bolívar. Original en francés. 254

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ACN0273/017. Molenbrug St. Jean. 2 de enero de 1905. Carta en francés. Firma ilegible.

Caja 204 Museo/Contabilidad. Expediente 204-15. Recibo del Ministerio de Instrucción Pública dando cuenta del pago. 256

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la ausencia de un taller de taxidermia a la altura de la institución. Los ejemplares encontraron acomodo en la gran sala de mamíferos al mismo tiempo que el grupo de gamos regalados por Alfonso XIII y naturalizados en París. La construcción de las dos nuevas vitrinas costó 2.500 pesetas.257 La prensa se hizo eco de la llegada de esos nuevos ejemplares, especialmente el extraño okapi. Una breve nota de autor anónimo, que bien pudiera haber sido Ángel Cabrera, publicada en Alrededor del Mundo en el mes de agosto de 1906, da cumplida cuenta y recalca que en los «cinco años que van transcurridos desde que fue encontrado (…), apenas se ha podido cazar una docena de ejemplares, siendo contados los museos que poseen» alguno.258 El de Madrid era uno de los pocos en haberlo conseguido. Hoy en día, tras la renovación de la exposición permanente en el ala de biología, los okapis vuelven a recobrar protagonismo en las salas del Museo. Y digo bien okapis porque la piel y el esqueleto resultaron pertenecer a dos ejemplares distintos. Quien hoy se acerque hasta allí podrá descubrir un hermoso macho naturalizado, inconfundible por el par de pequeños cuernos sobre la frente y, a su lado, el esbelto esqueleto montado de una hembra adulta, desprovista de los referidos atributos cefálicos. Tras el episodio del okapi, era evidente que si el Museo quería estar a la altura tenía que instalar un laboratorio de taxidermia bien dotado. Bolívar pensaba que era «de urgencia suma que se» dotase a ese «Museo de un local con luz y ventilación, donde los naturalistas disectores» pudiesen «preparar en condiciones medias siquiera, los animales que» hubieran «de naturalizar, para que no se» diera «más el caso triste, que tantas veces» venía «dándose, de que» tuvieran «que enviarse a preparar fuera del Museo piezas que en él» debieran «serlo».259 La dotación se volvía de estratégica importancia puesto que el director planeaba aumentar la colección general de vertebrados de España, que ya se había comenzado a formar y que debía «ir adquiriendo la importancia que exigía el conocimiento por el público de los animales de mayor tamaño y por ello más interesantes para él de entre los que en nuestra Península habitan».260

ACN, caja 6 Administración, año 1906. Madrid, 2 de abril de 1906. Oficio de Bolívar al ministro de Instrucción Pública. 257

258

La nota apareció publicada en Alrededor del Mundo número 376 (15-08-1906), página 16.

ACN, caja Administración, año 1907. Madrid, 29 de diciembre de 1906. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública. 259

260

Misma signatura.

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EMILIO RIBERA GÓMEZ, UNA PIEZA CLAVE DEL ROMPECABEZAS Además de Ignacio Bolívar, otro personaje iba a resultar clave en el cambio de orientación que se avecinaba. Se trata de Emilio Ribera Gómez (18531921), un entusiasta profesor y divulgador de las ciencias naturales que acabaría ocupando el puesto de «conservador mayor y jefe de la administración» del Museo. Madrileño de nacimiento, Ribera ganó por oposición, en 1873, una cátedra de Historia Natural en la enseñanza secundaria, puesto que desempeñó durante tres años en Almería antes de recalar en la ciudad de Valencia, donde permaneció durante más de veinte años. Gracias a su entusiasmo, convirtió el gabinete de ciencias de su instituto en uno de los mejores del país y estableció fuertes vínculos con la Universidad, donde llegó a dar clases de Zoología y de Mineralogía. En su legado intelectual figuran numerosos manuales educativos para segunda enseñanza, entre los que destaca Elementos de Historia Natural, que tuvo seis ediciones entre 1879 y 1899 (Navarro Brotóns y Catalá Gorques, 2000). Poco tiempo después de su llegada a la capital levantina, en 1879, Ribera se puso en contacto con el Museo. El entonces director del centro, Lucas de Tornos, recibió una petición de animales, minerales y rocas para el Instituto de Valencia. Situado en el Real Colegio de San Pablo, el centro era uno de los principales de España, con 1.800 alumnos matriculados de los cuales 250 cursaban Historia Natural.261 Unos años después, el trasiego de materiales cambiaría de sentido y el catedrático se convertiría en un activo recolector para el Museo, del que fue nombrado corresponsal.262 A título de anécdota, y siempre en relación con las colecciones que nos vienen interesando, no me resisto a escribir que uno de esos envíos incluía la «momia de un ave huanae con el guano entre el que la halló el que» suscribía «en un cargamento llegado a 261 ACN0263/017. Valencia, 26 de marzo de 1879. Carta de Vicente Foix, director del Instituto de Valencia a Lucas de Tornos. Para mayor información sobre el Instituto de Valencia consultar la obra de Carles Sirera Miralles (2011).

ACN0264/009. Valencia, 29 de diciembre de 1902. Carta de Emilio Ribera a Ignacio Bolívar. Anuncia el envío de 88 ejemplares de minerales, rocas y fósiles; ACN0273/020. Valencia, primero de junio de 1904. Carta de Emilio Ribera a Ignacio Bolívar. Anuncia «una nueva remesa de objetos naturales sobre las varias que en cursos anteriores» tenía «hechas al Museo». Incluía, entre otras muestras, ocre rojo de Altea, calcita escalenoédrica de Buñol, caliza hidraúlica de Bétera o caolín de Villar del Arzobispo. 262

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Valencia» (procedente de Huanillos, Bolivia): se trataba «probablemente de un pollo de Aptenodytes» (una especie de pingüino), «tal vez extinta, pues la momia» había «de contar más de ocho siglos de antigüedad»263. Semejante celo no podía quedar sin recompensa. Emilio Ribera recibió su merecido reconocimiento junto a otros profesores de instituto que habían colaborado activamente en el incremento de las colecciones del Museo.264 Más allá de la distinción que se le otorgaba, las espléndidas relaciones que supo establecer con la institución tuvieron su fruto. En la diligencia que enumera el nombre de los premiados, Ribera ya aparece citado como Jefe Administrativo del Museo. En 1904 el madrileño volvía a Madrid enriquecido por su experiencia levantina. Desde su puesto de conservador mayor, Ribera siguió preocupándose por el incremento de las colecciones. Él fue el coordinador y autor del capítulo general de presentación de unas instrucciones para la recolección de objetos destinados al Museo.265 Las ideas que vierte en su contribución ponen de manifiesto la sintonía intelectual que existía entre conservador y director: La manifestación más evidente del grado de cultura que alcanza un país son las colecciones científicas histórico-naturales que, dando a conocer su gea, su fauna y su flora, los aprovechamientos que de éstas se hace y la manera como se las emplea para la enseñanza, revelan si una nación conoce y sabe utilizar los elementos que la Naturaleza puso a su alcance.266

Entre ambos, con la ayuda del resto de profesores de la institución, elaboraron un detallado informe en el que se enumeraban todos los organismos del Estado que podían colaborar, una exhaustiva lista que incluía al Ministerio de Estado (cuerpos diplomático y consular), Ministerio de la Guerra (ingenieros militares, cuerpo de Artillería, Guardia Civil, cuerpo de Carabineros), 263

ACN0273/020. Valencia, 1 de junio de 1904. Carta de Emilio Ribera a Ignacio Bolívar.

ACN0292/001. Expediente de concesión de premios establecidos por el R. D. de 29 de noviembre de 1901 para los profesores que se distingan en su cumplimiento, con arreglo a lo preceptuado en la R. O. de 26 de marzo de 1904. Madrid (22-04-1904 / 02-01-1905). 264

265 ACN0290/015. Instrucciones generales para la recolección de objetos destinados al Museo y particulares de las distintas colecciones presentadas por el Conservador Mayor y Jefe Administrativo del mismo y por los distintos jefes de las secciones. Madrid, 1 de enero de 1905. Curiosamente, en el documento impreso, no aparece información alguna referida a las colecciones de aves y mamíferos. 266

Misma signatura.

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Ministerio de la Marina («el que más y mejor puede auxiliar al Museo»), Ministerio de la Gobernación (gobernadores civiles y alcaldes de España), Ministerio de Hacienda (aduanas, laboratorios y salinas), Ministerio de Instrucción Pública (Universidades, Institutos de Enseñanza Secundaria e Instituto Geográfico) y Ministerio de Agricultura y Obras Públicas (cuerpos de ingenieros de Caminos, Minas y Agrónomos).267 Bolívar y Ribera se habían propuesto sacar al Museo del olvido. El último hizo ver al subsecretario de Instrucción Pública y al administrador de la Gaceta de Madrid que en la Guía Oficial de España no figuraba el Museo de Ciencias Naturales. Para que en lo sucesivo se subsanase tan lamentable olvido, se encargó de remitir toda la información pertinente.268 Desde su llegada, al inicio de cada Junta se daba lectura de la lista de objetos y libros llegados al Museo, para que todo el mundo fuera consciente de las novedades y el centro funcionara al unísono. Cada donación, por insignificante que fuera, se agradecía desde la asamblea y la satisfacción de la Junta se hacía constar en el acta.269 También se daba cuenta de la afluencia de visitantes a las salas del Museo, cifra que ascendió a 12.140 en 1905,270 51.552 en 1906, de los cuales 1.867 fueron escolares conducidos por sus profesores,271 y 32.571 en 1907, incluidos 1.607 jóvenes alumnos.272 Llama la atención la abultada cifra de 1906 y resulta imposible no plantearse si la llegada del okapi tuvo algo que ver. Por motivos de salud, Emilio Ribera renunció a su cargo durante la primavera de 1909. La plaza vacante se transformó en un puesto de conservadorauxiliar administrativo.273 En su carta de despedida,274 Ribera reconoce que desde que comenzó a trabajar en el Museo, en julio de 1904, siempre había recibido el apoyo y el afecto del director y del resto del personal. El sentimiento era recíproco. Bolívar dejó constancia escrita de que «el paso del señor Ribera por» ese «Museo» había

267 ACN0290/014. Madrid, 31 de enero de 1905. Borrador de un oficio firmado por Ignacio Bolívar y Emilio Ribera, dirigido al ministro de Instrucción Pública. 268 ACN0314/007. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 27 de junio de 1905. 269 ACN0314-007. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 11 de junio de 1906. 270 ACN0314-007. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 27 de enero de 1906. 271 ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 10 de enero de 1907. 272 ACN0164/160-9. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 28 de enero de 1908. 273 ACN0164/160-3. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 20 de abril de 1909. 274 ACN, caja 6 Administración, año 1908.

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sido por demás fructuoso por haber regularizado y dado debida forma a los servicios del mismo, sobre todo en los referentes a la parte administrativa que le estaba especialmente encomendada por la naturaleza del puesto que desempeñaba, correspondiendo en un todo a las esperanzas que se cifraban de su nombramiento.275

Una naturaleza comprometida y agradecida la de Ribera, un eco positivo y amable en la historia del Museo, hasta el punto de que parte de su herencia la destinó a la creación de un premio para alumnos pobres, sobre todo madrileños, que hubieran acabado con éxito los estudios de Ciencias Naturales.276 Pero, ¿por qué Emilio Ribera debe considerarse una pieza clave en la futura renovación de las salas del Museo? Pues por varias razones. En primer lugar porque el logro de un moderno laboratorio de disecación fue una de las reclamaciones de las que se hizo portavoz. Además, durante su administración se empezó a negociar el nuevo cambio de sede, tema sobre el que incidiremos más adelante. En un oficio que Bolívar remitió al subsecretario de Instrucción Pública, se solicita que, ante la falta de mejor local, el referido laboratorio se instalase provisionalmente «en la planta baja del pabellón del norte destinado a este Museo en el Palacio del Hipódromo, en el que podría ocupar por el momento la cabecera del mismo».277 Además del espacio, director y administrador también se ocuparon del personal. En los presupuestos del centro incluyeron la creación de una plaza de Jefe del Laboratorio de Disección que se dotó con un sueldo de 3.500 pesetas, puesto al que se accedería por oposición.278 Y ahí es donde la experiencia vital de Ribera podría haber sido determinante. Formado en Madrid pero curtido en Valencia, en su instituto y en la Universidad, el administrador sin duda tuvo que conocer y tratar a una familia de diestros taxidermistas, una saga cuyo 275 ACN, caja 6 Administración, año 1908. Madrid, 1 de septiembre de 1908. Oficio de Ignacio Bolívar al subsecretario de Instrucción Pública. 276 La documentación sobre el premio Ribera, que no ha sido tratada exhaustivamente en este estudio, se encuentra en ACN, caja 5 Administración. 277 ACN, caja 6 Administración, año 1908. Madrid, 4 de enero de 1908. Oficio de Ignacio Bolívar al subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública; ACN, caja 6 Administración, año 1907. Madrid 15 de enero de 1907. Oficio del subsecretario de Instrucción Pública a Ignacio Bolívar concediendo el salón alto del pabellón norte del Palacio de la Industria para la instalación del laboratorio de entomología y el alojamiento de la Sociedad Española de Historia Natural. 278 ACN0314/006. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 10 de enero de 1907.

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apellido pronto quedaría asociado de manera indisoluble con el Museo, la familia Benedito. La plaza se convocó en febrero de 1907.279 Ignacio Bolívar ejercería como presidente de un tribunal integrado por Manuel Antón, Joaquín GonzálezHidalgo, Salvador Calderón y Emilio Ribera como vocales. José María Solano quedó como suplente. Con el nuevo puesto se daba un giro de timón, una especie de golpe maestro. En el momento de la oposición ya había un disecador primero en el Museo, Maximino Sanz de Diego. No se trataba por lo tanto de hacerse con otro subalterno, por así decirlo. Lo que Bolívar y Ribera buscaban era un jefe con poder de decisión al frente de un nuevo laboratorio a todas luces indispensable en un museo moderno. La taxidermia dispondría de un espacio propio y dejaría de ser un simple soporte técnico para la zoología de vertebrados. La histórica maestría irrumpía de nuevo con fuerza, esta vez como una novedosa disciplina al servicio de la divulgación de la ciencia. En el momento de la publicación de la convocatoria ya había un candidato local en torno al que, posiblemente, se había organizado toda la estrategia. José María Benedito Vives había sido nombrado disecador jefe interino el 7 de enero de 1907 y tomó posesión el 9 del mismo mes. Unos meses más tarde, el 19 de julio, cesó en el cargo al lograr la plaza en propiedad.280 José María fue el único candidato que se presentó a todas las pruebas, aunque no fue el único inscrito. Pablo de Areny de Plandolit281 también firmó la plaza pero no compareció. A Benedito se le interrogó durante una hora sobre temas de zoología y taxidermia. Además, tuvo que preparar y naturalizar las pieles de un gato, un gallo, un lagarto ocelado y una lubina, montar el esqueleto de una gallina y modelar en barro, cera y yeso cinco piezas anatómicas. Para concluir su examen práctico dispuso de veinte días, durante los que trabajó, de nueve a doce de la mañana y de tres a seis de la tarde, bajo estricta vigilancia del tribunal.282

ACN0351/073. Madrid, 19 de febrero de 1907. Expediente de la oposición a la plaza de Disecador Jefe del Laboratorio de Disecación del Museo. 279

ACN. Fondo Museo, sección Personal, caja 166, legajo 2. Minuta firmada por Manuel Antón, secretario del Museo. 280

Areny de Plandolit publicó el Manual del Naturalista Preparador, obra que ya se anunciaba en la prensa en 1909 dentro de la colección Manuales Soler (El día de Madrid, año II, 386, de 26 de julio de 1909) y que más tarde formó parte de los Manuales Gallach (número 84, c.a. 1910, 173 páginas). 281

282 ACN, caja 6 Administración, año 1907. Madrid, 24 de junio de 1907. Oficio del subsecretario de Instrucción Pública.

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LOS BENEDITO, UNA FAMILIA DE ARTISTAS A José María, el dominio del arte de la taxidermia le venía de familia, de una familia que en España llegaría a convertirse en referencia al haber sido los primeros en sacar el oficio de disecador del entorno artesano, en el que estaba imbuido a finales del XIX, para transformarlo en una ocupación propia de lo que podríamos llamar naturalistas-disecadores o artistas-disecadores, según matizaremos más adelante. Su padre, el valenciano José María Benedito Mendoza (1846-1899), trabajó como preparador para la Universidad de su ciudad natal, donde también regentó un almacén de venta de objetos relacionados con la historia natural. Él se aprovisionaba en establecimientos franceses y, posteriormente, redistribuía el material por centros españoles, sobre todo por institutos de enseñanza secundaria, como los de la propia Valencia, Albacete, Teruel o Ciudad Real (Rubio Aragonés, 2001, 23-26). José María Benedito Mendoza fue padre de siete hijos que, en mayor o menor medida, fueron profesionales del arte en sus diversas manifestaciones. Por eso, más allá del primogénito, José María, y de su hermano Luis, auténticos protagonistas en esta obra, merece la pena dedicar unas cuantas líneas al resto de los Benedito Vives. Sin duda, el que más gloria alcanzó en vida fue Manuel (18751963), reconocido pintor que inició su carrera como discípulo de Sorolla (Urquijo, 1985, 16-17). El Benedito pintor cultivó asuntos de temática cinegética y costumbrista, sin descuidar los retratos. En algunos de sus cuadros, como el titulado Bodegón de caza muerta con aldeanos de la comarca de Gredos (Rubio Aragonés, 2001, 105), Manuel incluyó animales que más tarde serían naturalizados por las diestras manos de sus hermanos, en ese caso concreto, un macho de cabra montés procedente de la comarca abulense. Buena prueba del éxito que alcanzó en vida fueron los cargos que desempeñó, como los de presidente del Museo Sorolla y vocal del Museo del Prado, o sus participaciones en exposiciones de bellas artes en Madrid, Barcelona, Bruselas o Buenos Aires (Urquijo, 1985, 19). La revista La Esfera le dedicó uno de los capítulos de su serie Artistas españoles contemporáneos y no escatimó elogios al hablar de «un maestro de la técnica (…) una de las más sólidas y envidiables consagraciones» (Lago, 1917). El pequeño de los hermanos, Rafael (1885-1963), dio rienda suelta a su creatividad por una vena diferente. Fue músico, director de orquesta y musicólogo, gran estudioso del folclore español. Fundó la Masa Coral de Madrid y gran parte de su formación la hizo en Alemania (Urquijo, 1985, 11). Su labor

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al frente de la coral madrileña también fue motivo de una publicación en La Esfera (Olmo, 1930). Una de las fotografías que ilustran el artículo esconde un pequeño detalle que nos retrotrae a nuestro tema y que pone en evidencia la íntima relación y la sensibilidad compartida del clan de los Benedito. En la instantánea, Rafael aparece absorto en la lectura de una partitura. Sobre el escritorio abierto en el que se apoya, en curioso contraste con los numerosos papeles que llenan los estantes, aparece una figurita blanca que reproduce el cuerpo de un animal. Se trata del modelo a escala reducida del primer montaje de gran tamaño de su hermano Luis, un antílope caballo sobre el que enseguida volveremos y que, por el momento, pone una nota de familiaridad y nos hace seguir pendientes del hilo del discurso. El único hermano varón que no se dedicó por entero a la composición artística fue Francisco (1875-1940), que ocupó cargos de responsabilidad en la empresa Ferrocarriles Españoles. Pese a todo, en su juventud sintió una fuerte atracción por el tema que apasionaba a toda su familia y, durante algún tiempo, ejerció como crítico de arte (Urquijo, 1985, 11). Las dos hermanas fueron Teresa y Concha. La primera se dedicó al cuidado de sus hermanos y la segunda se casó y tuvo hijos, momento en el que abandonó su carrera profesional como virtuosa del piano para dedicarse por completo a su familia (Urquijo, 1985, 11). Esa dedicación al hogar, ya fuera el propio o el parental, es buena prueba del papel que les estaba reservado a las mujeres en aquel tiempo, como también lo es la dificultad para conocer sus respectivos años de nacimiento y muerte. Sin embargo, la capacidad de las hermanas Benedito queda fuera de toda duda habida cuenta de los logros obtenidos por los hombres de la familia, algo que no puede dejar de ser señalado para no perpetuar esa presencia secundaria de las mujeres en el relato histórico. Pero volvamos de nuevo al tema que nos ocupa y a la figura del mayor de esa serie de siete hermanos talentosos con fuerte presencia en los ámbitos artísticos de los inicios del siglo XX.

JOSÉ MARÍA: NATURALISTA-DISECADOR José María Benedito Vives se hizo cargo del taller familiar tras el fallecimiento de su padre y, a juzgar por los resultados, lo hizo con muy buen tino. En 1905 obtuvo de Alfonso XIII el título de Disecador de la Real Casa (Rubio

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Aragonés, 2001, 28). Poco después llegaría su puesto en el Museo. Según recoge María José Rubio Aragonés en su estudio sobre la saga, la promoción en Madrid la obtuvo gracias a la mediación de Amalio Gimeno y Cabañas (1852-1936), entonces ministro de Fomento, que anteriormente había sido catedrático de Terapéutica en la Universidad de Valencia, donde sin duda se conocieron. La autora también evoca la amistad con Bolívar pero no menciona a Ribera (Rubio Aragonés, 2001, 28). De todas formas, según ya ha sido dicho, la larga estancia de Ribera en la capital del Turia y su vínculo con la Universidad, sin duda, tuvieron que favorecer el encuentro y el trato cordial entre dos personajes interesados e implicados en asuntos similares. Tras tomar posesión de su cargo, en 1907, José María Benedito cerró el taller de Valencia y, un año después, toda la familia se instaló en Madrid. En la capital, además de trabajar en el Museo, montó un negocio privado en estrecha colaboración con su hermano Luis. El taller lo abrieron en el número 12 de la calle Ramón de la Cruz (Rubio Aragonés, 2001, 28). Más adelante, en 1929, Luis se instalaría por su cuenta en el número 11 de la calle María de Molina (Urquijo, 1985, 26). La presencia de José María en Madrid es temprana y todo parece indicar que, durante algún tiempo, se ocupó tanto del negocio familiar en Valencia como de la promoción de su trabajo en la capital. Alfonso de Urquijo, biógrafo de la familia, data la salida del primogénito de los Benedito hacia Madrid en 1895 (Urquijo, 1985, 14). Además, un documento sin fecha del archivo del Museo, pero que se puede situar en torno a 1900, detalla la lista de enseres que entonces existían en las dependencias del centro.283 Al pasar revista al taller de taxidermia, entre sillas, caballetes giratorios, tinajas con pie y tapadera de madera y escupideras de hierro se anota la presencia de ocho cuadros con fotografías que, según se especifica entre paréntesis, pertenecían al señor Benedito. De cualquier forma, la primera cita expresa a José María Benedito que se ha encontrado data de finales de 1904.284 Los documentos en cuestión dan fe del envío desde Valencia de varias aves vendidas al Museo. Una primera lista detalla el nombre científico de los animales ACN, caja 2 Administración, año 1900. «Muebles y enseres que en esta fecha hay en el Museo de Ciencias Naturales». 283

ACN0273/028. Expediente de ingreso en el Museo de Ciencias Naturales de aves disecadas remitidas al mismo por José María Benedito, ayudante disecador de la Universidad de Valencia, por vía compra. Valencia, 6 de octubre de 1904, 29 de octubre de 1904 y 2 de noviembre de 1904. 284

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y el precio del ejemplar. Por ejemplo, una lavandera blanca costaba seis pesetas. Una segunda relación aporta alguna información sobre el origen de los especímenes, datos que aparecen mucho más detallados en un tercer pliego: Falco haliaetus (Linn.) (águila pescadora). Macho adulto, cazado en la dehesa de la Albufera, mayo de 1900, es ave sedentaria aquí, pero la excesiva afición a la caza hace que se ahuyenten de esta región algunas especies, que como ésta antes eran bastante abundantes. Examinado su estómago hallé pescado y cuya clase no pude determinar por su trituración (…). Colimbus glacialis (Linn.) Valenciano Ahulla. Aguja de mar. Macho, este ejemplar y otro que conserva el Instituto de Teruel, fueron muertos por mi padre, en Cullera, junto a la desembocadura del Júcar. La fecha exacta no puedo precisarla, pero casi seguro fue en el invierno de 1895. Es ave que solo nos visita en inviernos crudos, huyendo del frío excesivo de su país.285

José María concluye el listado diciendo: «respondo de la exactitud de los adjuntos datos, salvo error involuntario».286 Por el encargo, efectuado por Bolívar y Ribera, Benedito recibió un total de 653,40 pesetas.287 Además, en las reservas del Museo se conserva una gineta naturalizada sobre un haz de ramas. El animal acaba de capturar una paloma y el verismo de la escena no tiene nada que ver con los torpes montajes que hasta entonces se veían. Según se puede leer en el reverso de la peana, el carnívoro procedía de la villa valenciana de Paterna y su montaje se concluyó en marzo de 1904. Un sello estampado en azul no deja ninguna duda acerca de la procedencia del objeto: «José María Benedito. Naturalista. Ayudante disecador de la Universidad. Valencia (España)». Todo parece indicar pues que los envíos de ejemplares al Museo fueron varios antes de su nombramiento en el puesto de interino. Tras su llegada, todo lo relativo a la taxidermia en el Museo dependería de él. Sanz de Diego, el disecador primero, en adelante solo se ocuparía del arreglo de las colecciones de vertebrados, sobre todo de la limpieza de los animales 285

Misma signatura.

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Misma signatura.

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Misma signatura. Valencia, 2 de enero de 1905.

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naturalizados y de la reposición de los alcoholes en las colecciones conservadas en fluido.288 José María encaja a la perfección en el perfil del naturalista-disecador. Así se definía él mismo en el sello de su negocio valenciano y como naturalista se comportó a lo largo de toda su carrera. Antes de acometer un nuevo trabajo, no escatimaba esfuerzos de documentación ni horas de observación en el campo para que el resultado fuera satisfactorio. Su pericia en ese aspecto era más que manifiesta y al poco de llegar al Museo ya se le encargaron tareas acordes con su competencia. Por ejemplo, durante el verano de 1908, a propuesta de la comisión nombrada para el estudio de las costas de Marruecos, José María recorrió, durante sus vacaciones y acompañado por el colector José Arias Encobet (1885-1921), la región de la Mar Chica, las costas de Chafarinas y el enclave de Melilla.289 Su habilidad para empaparse del terreno traslucía en sus montajes. Cuando en 1916 recibió unas pieles de avutarda, José María no se sintió capaz de iniciar su trabajo hasta que no se desplazó al lugar donde habían sido abatidas, en la localidad madrileña de Brunete. Allí estudió los paisajes donde vivían las vistosas aves y recogió gavillas de trigo y cardos secos que le ayudarían a recrearlos más tarde.290 El resultado final fue el maravilloso grupo que hoy puede verse en el Museo, en el que los animales, un macho y tres hembras, comparten protagonismo con la estepa cerealista castellana. Las aves se sitúan en un primer plano, sobre un suelo pisoteado en el que crecen cardos y amapolas. Un ordenado trigal, que ocupa la mitad posterior de la vitrina, actúa de telón de fondo y rememora el origen antrópico de un paisaje que no por monótono resulta menos rico en su diversidad faunística. Como veremos en el próximo capítulo, la obra de José María estuvo fundamentalmente centrada en las aves. Para ocuparse de los mamíferos, el mayor de los Benedito promocionaría dentro del Museo a su hermano Luis, entusiasta escultor-taxidermista que recibiría una sólida formación fuera de España. 288 ACN, caja 6 Administración, año 1907. Madrid, 3 de julio de 1907. Carta de Ignacio Bolívar a José María Benedito y Maximino Sanz de Diego. 289 ACN, caja 6 Administración, año 1908. Madrid, 26 de julio de 1908. Carta de José María Benedito a Ignacio Bolívar. 290 ACN0295/019. Brunete, 21 de abril de 1916 y 10 de abril de 1917. Cartas de Luis Bahía y Chacón a Ignacio Bolívar y José María Benedito.

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UNA ESTANCIA BIEN APROVECHADA A finales del siglo XIX, en el museo de historia natural de la ciudad holandesa de Leiden, un joven taxidermista, Hermann Heinrich ter Meer, al que ya hemos hecho mención en este trabajo, puso a punto una novedosa técnica de naturalización especialmente adaptada para los mamíferos de gran tamaño: (…) he logrado componer una pasta amasable con la que puedo modelar los animales hasta en los detalles más delicados de su musculatura. Ni que decir tiene que esta operación es del mayor interés para la taxidermia. Lo que uno no puede llegar a esperar preparando los animales con heno, paja etc., es decir, lograr un cuerpo compacto sobre el que se sitúen todas las formas originales, es posible con esta intervención.291

Entusiasta y dinámico, convencido del interés de su descubrimiento en un momento en que «los museos» apreciaban «tener ejemplares bien montados en sus colecciones»,292 el simpático muchachote holandés, como le definió Martínez de la Escalera, decidió promocionar su técnica entre los principales museos europeos y con ese fin escribió a Miguel Maisterra, entonces director del de Madrid. Como prueba de la calidad de su trabajo, le enviaba la fotografía de la escultura de una hembra de orangután lista para ser revestida con la piel y le hablaba del éxito entre el público de un grupo de búfalos trabajados según la nueva técnica. Ter Meer concluía diciendo: «si mi trabajo le interesa y es partidario de enviarme objetos para montar para su museo, será un verdadero placer establecer correspondencia con usted».293 La propuesta, en espera durante un tiempo, fue retomada por Bolívar tras su llegada a la dirección del Museo. Ter Meer volvió a enviar entonces una serie de fotos que ponían de manifiesto la plasticidad de su mezcla de turba y escayola a la hora de reproducir las formas y los detalles anatómicos de la masa muscular de los mamíferos.294 Entre las imágenes había una de sí mismo 291 ACN0377/004. Leiden, 22 de abril de 1895. Carta de ter Meer a Miguel Maisterra. Original en francés. 292

Misma signatura. Original en francés.

293

Misma signatura. Original en francés.

294

ACN0377/004. Leiden, 23 de diciembre de 1903. Carta de ter Meer a Ignacio Bolivar.

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modelando una tigresa en el taller de su casa, además de los montajes, previos y finales, de distintos animales, como un perro San Bernardo o un bisonte americano. Esas fotografías fueron utilizadas por Martínez de la Escalera para ilustrar el artículo que dedicó a los disecadores artistas, publicado en Alrededor del Mundo (Martínez de la Escalera, 1904a). Ter Meer recibió copia de la publicación y la confirmación de que, en adelante, montaría ejemplares para Madrid.295 Enseguida informó sobre los precios que podían alcanzar sus trabajos. Un grupo formado por un león, una leona y cuatro cachorros costaba mil francos, embalaje y transporte aparte. Si las crías se querían crecidas, de un tamaño próximo al de las panteras, había que añadir 500 francos más. Una pieza aislada de gran tamaño, como un búfalo asiático, podía alcanzar los 600 francos. Incluso se mostraba dispuesto a preparar la piel del okapi que el Museo de Madrid pronto iba a recibir296. Con entusiasmo, el holandés persistió en su empeño. Volvió a enviar fotos, incluido el cuerpo en escayola de una leona que Bolívar tuvo ocasión de ver a medio terminar durante su paso por Leiden. El trato con Madrid le ilusionaba, pues «desde hacía mucho tiempo albergaba la esperanza de lograr algún día un buen puesto en algún museo extranjero».297 En Leiden se sentía reconocido, pero no lo suficientemente pagado por su mérito y valía. Solo lograba vivir correctamente gracias a su taller particular. Por eso, «haciendo circular las fotografías de sus piezas taxidermizadas esperaba conseguirlo finalmente».298 Ter Meer se salió con la suya y logró un puesto en la ciudad alemana de Leipzig.299 El cambio de ciudad hizo que su correspondencia con Madrid se parara. Bolívar tardó un tiempo en ser consciente de la nueva situación. La segunda mudanza del Museo madrileño, esta vez a los Altos del Hipódromo en el paseo de la Castellana, de la que hablaremos más adelante, reavivó el interés del director por la novedosa técnica de naturalización de pieles. Fue entonces cuando Bolívar pensó en enviar a Luis Benedito para que se formara in situ en el arte de la dermoplastia y reactivó el trato con Leiden. El 295

ACN0377/004. Cleve (Alemania), 5 de julio de 1904. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar.

296

ACN0377/004. Leiden, 16 de julio de 1904. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar.

297

ACN0377/004. Leiden, 25 de agosto de 1904. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar.

298

Misma signatura. Original en francés.

299

ACN0377/004. Leipzig, 9 de julio de 1911. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar.

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director del museo holandés le puso al corriente de las novedades: «(…) respecto a su idea de enviarnos a uno de sus preparadores, me veo obligado a desilusionarle, puesto que el señor ter Meer se fue a Leipzig hace cinco años, donde le pagan mejor que aquí».300 Pese a todo, seguía dispuesto a recibir al enviado por Madrid y a facilitarle la integración en el centro. Habló incluso de hacerle trabajar junto a un joven discípulo de ter Meer, del que no especifica el nombre.301 Según se deduce de la correspondencia consultada, Bolívar accedió al ofrecimiento y los detalles de la estancia se fueron concretando. Luis Benedito consiguió de la Junta para Ampliación de Estudios ayuda económica para seguir una formación en taxidermia en Holanda302, una beca que contemplaba 350 pesetas mensuales para mantenimiento, 500 para viajes y 300 más para matrículas.303 Se consideró que el mejor momento para la estancia sería durante el verano y que el pago de esas 350 pesetas al mes sería suficiente. Sin embargo, en ese proceso de negociación, ambos directores no fueron de la misma opinión en uno de los detalles, y no precisamente el de menor importancia. Bolívar quería que Luis aprovechara la ocasión para montar algún ejemplar de gran tamaño para el Museo de Madrid, por lo que partiría llevando consigo la piel del animal. Por el contrario, de Jentink, su homólogo, solo contemplaba la posibilidad de trabajar con pieles que fueran propiedad del museo holandés. Estaba convencido de que sus «preparadores no eran pagados por su gobierno para trabajar para otro museo».304 Ante la perspectiva planteada en Leiden, Luis Benedito cambió de rumbo y siguió el rastro de ter Meer, que desde su nuevo destino había relanzado el intercambio epistolar para invitar a Bolívar y a Escalera a visitarle de nuevo, ofrecimiento que refuerza la idea de un viaje previo conjunto de los dos naturalistas españoles por Europa.305 Volvía a remitir fotos, como la de un grupo de 300 ACN0367/002. Leiden, 30 de marzo de 1911. Carta de de Jentink a Ignacio Bolívar. Original en francés. 301

Misma signatura.

Gaceta de Instrucción Pública y Bellas Artes, año XXIII, número 1086 (diez de junio de 1911), página 244. 302

303

La Educación (quinta época), año XV, número 108 (20 de junio de 1911), página 4.

ACN0367/002. Leiden, 13 de junio de 1911. Carta de de Jentink a Ignacio Bolívar. Original en francés. 304

305

ACN0377/004. Leipzig, 9 de julio de 1911. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar.

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gorilas de bosque o el busto en escayola de un macho de la misma especie,306 y a tratar de colaborar con Madrid. El reclamo bastó para que el joven Benedito realizara su formación en Alemania, durante el otoño-invierno, y no en Holanda, durante el verano, como en un principio estaba previsto. Ter Meer accedió a trabajar sobre una piel propiedad del Museo, para así dar forma al primer ejemplar obtenido mediante la técnica dermoplástica con destino a un centro español. El privilegio recayó en una preciosa piel de antílope ruano o caballo. En uno de los partes que remitió a Bolívar, el holandés se complacía «de poder decir que el señor Benedito era un alumno muy aplicado y que poseía un elevado sentido artístico y una buena memoria para las formas, cualidades indispensables para aquel que quiere triunfar en las artes plásticas».307 Ese entusiasmo inicial fue en aumento. Al final del periodo de estancia de Luis en Alemania, ter Meer escribió: Es una obligación muy agradable comunicarle que nunca había tenido el placer de formar a un alumno tan inteligente y de tanto talento como nuestro pequeño hidalgo. Durante su estancia entre nosotros, mi mujer y yo mismo hemos tenido la ocasión de disfrutar las cualidades de su buen carácter. (…) Estoy contento de poder afirmar que en un futuro tendrá un taxidermista en el Museo de Madrid como no hay muchos en Europa.308

Una vez concluida la escultura del antílope caballo, mientras esperaban que secase para colocar la piel, ter Meer y Luis salieron de gira por los museos alemanes. Visitaron Dresde, Munich, Stuttgart, Hamburgo y Berlín para ver todo lo que se hacía allí y, sobre todo, para que el joven alumno tuviera ocasión de comprobar con sus propios ojos «cómo no se deben montar los animales».309 Luis volvió a Madrid a principios de febrero.310 El antílope ruano 306 Las fotografías remitidas en aquel momento se conservan en el archivo fotográfico del Museo: signaturas ACN003/004/08587 a ACN003/004/08591. 307 ACN0377/004. Leipzig, 24 de octubre de 1911. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar. Original en francés. 308 ACN0377/004. Leipzig, 21 de enero de 1912. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar. Original en francés. 309

Misma signatura. Original en francés.

ACN, caja 8 Administración, legajo 2. Madrid, 6 de febrero de 1912. Oficio de Bolívar al presidente de la Junta para Ampliación de Estudios. 310

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le siguió los pasos. El 29 de febrero fue expedido a petite vitesse, instalado en un cuidado embalaje que lo protegía de la humedad, asegurado por un valor de 1.800 marcos. Conseguir el animal le costó al Museo 1.050 francos.311 Desde entonces, ese hermoso macho de antílope ha sido una de sus piezas emblemáticas. Su elegante cuerpo se convertía en epítome de toda una renovación, de un cambio que pronto iba a progresar a pasos de gigante en las nuevas salas de la institución. Ese objeto de arte y ciencia sigue estando visible en la actual exposición permanente del ala de biología. Basta echar un simple vistazo a su sobria peana de madera para individualizarlo y sentir todo el peso de la Historia, tanto del ejemplar como de la institución. Sobre ella se ven escritas, con llamativa pintura blanca, las firmas de ter Meer y Luis Benedito, coautores del primer ejemplo de taxidermia moderna que llegaba al Museo. No cabe la menor duda, la formación de Luis fue todo un éxito. Al año de su regreso se convocó una plaza de colector taxidermista con un sueldo de tres mil pesetas. Se buscaba algo especial «con el objeto de proporcionar animales para las colecciones y de estudiar las actitudes y costumbres de los mismos en libertad para su más exacta reproducción al naturalizar las pieles».312 Sería una plaza sin precedente en el Museo, por lo que a los aspirantes se les solicitarían conocimientos de Historia Natural, dibujo, modelado y vaciado y taxidermia.313 Luis era el candidato ideal. De hecho, apenas dos meses después, se informaba de que Luis Benedito Vives había sido el único candidato al puesto.314

LUIS: ARTISTA-DISECADOR Cuando llegaron las despedidas entre Luis Benedito y ter Meer, el vínculo de amistad que se había forjado entre ambos era profundo. A lo largo de su carrera, el español recurriría en repetidas ocasiones a su maestro para tratar de solucionar problemas técnicos, como veremos. Por su parte, ter Meer ACN0377/004. Leipzig, 9 de marzo de 1912. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar. ACN, caja 8 Administración, legajo 3. Madrid, 1 de febrero de 1913. Carta sin firma ni destinatario en la que se informa de la proposición de una plaza de colector taxidermista para el Museo. 313 Misma signatura. 314 ACN, caja 8 Administración, legajo 3. Madrid, 28 de marzo de 1913. Oficio de Ignacio Bolívar al subsecretario de Instrucción Pública. 311 312

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nunca dudó del brillante porvenir que le aguardaba a su joven discípulo: «Estoy totalmente seguro de que conseguirá montar piezas hermosas ya que tiene la gran ventaja de poseer talento de artista».315 Y precisamente esa, la de artistas, parece haber sido la faceta que más influyó en su relación porque, además de en la de la taxidermia, ambos encontraron acomodo en la historia del arte. A lo largo del próximo capítulo iremos detallando algunas de las consideraciones estéticas de Luis a la hora de componer sus creaciones pero, antes de eso, no está de más dedicar unas líneas a la relevancia del personaje en la tradición artística española, tan escasa de autores interesados por el mundo animal. Según Guillot Carratala (1953), Luis Benedito gozó en su tiempo del mismo prestigio como escultor que otros artistas mucho más conocidos, como Mariano Benlliure (1862-1947) o Josep Clarà (1878-1958). De los de su generación, únicamente el bejarano Mateo Hernández (1884-1949) se interesó, como Luis, por los animales. Fue precisamente durante su estancia en Alemania cuando Luis tomó conciencia de su talento como escultor. Allí, además de la del propio ter Meer, pudo conocer la obra de otros artistas europeos, como el belga Meunier (1831-1905) o el francés Rodin (1840-1917) (Guillot Carratala, 1953, 45-51). Las consideraciones sobre la composición estética siempre estuvieron presentes en las cartas intercambiadas entre los dos artistas-disecadores, y como de impresiones personales se trata, nada mejor que reproducir íntegramente uno de esos párrafos para ser conscientes de hasta qué punto las naturalizaciones las concebían como auténticas esculturas, no solo como ejemplares de catálogo: El grupo de los rebecos me parece muy logrado, toda la composición es de gran vivacidad. Sobre todo me gusta la línea tierna del chivo. El león es un estudio anatómico muy estricto y, además, la posición destaca en su monumentalidad. Tengo curiosidad por ver también la foto del animal montado. ¿Ya ha colocado la piel? ¿Ha probado la piel sobre la cabeza? Le sugiero revisar el mentón del modelo. El perfil del mentón es magnífico, pero cuando sitúe la piel verá cómo no hay que hacer lo que uno ve en la naturaleza cuando construye un modelo que hay que revestir con piel. En la piel hay una barba de pelos bastante 315 ACN0377/004. Leipzig, 9 de marzo de 1912. Carta de ter Meer a Ignacio Bolívar. Original en francés.

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largos y, cuando coloque la piel, el mentón será demasiado prominente en proporción a la nariz. Y si me permite otra consideración, le diré que la línea dorsal de la nariz está un poco demasiado curvada... Estoy satisfecho de recibir de nuevo pruebas de su talento. Tal vez estaría bien situar un poco adelantado el ángulo de la boca, para que la boca no parezca demasiado larga. Es una particularidad de los gatos (se refiere a los felinos) el tener la boca muy corta. Las inmensas fauces que se forman cuando el animal abre sus mandíbulas se producen al desplegarse los enormes pliegues de los ángulos de la boca.316

En esa misma carta, ter Meer le mantiene al tanto de la evolución de su obra y le envía la foto de la escultura de una morsa, «estilizada a la manera asiria o egipcia»317 para darle una expresión monumental. Con esa obra había participado en la exposición de arte de Hannover. También había enviado todos sus bronces a la exposición de caza de Berlín, donde no esperaba vender mucho puesto que el público alemán ya no tenía dinero para invertir en arte: «hay una parte del público que todavía tiene dinero para fiestas, pero los distinguidos amantes del arte son muy pobres en este momento».318 En España, la obra de ter Meer fue promocionada por el propio Luis, que adquirió bronces de su amigo en Alemania para revenderlos aquí, creaciones inspiradas en su trabajo de taxidermista pero reinterpretadas desde la inspiración del artista: «naturalmente, esta figura» (se refiere a un elefante) «está modelada más libremente que un modelo de dermoplastia».319 De manera similar, ter Meer facilitó la entrada de Luis en el mercado alemán. En 1933, la Liga Alemana de Artistas Disecadores organizó una exposición, en las salas del museo de zoología de la Universidad de Berlín, con el objeto de llamar la atención, «por vez primera»,320 sobre su trabajo, que tanta

316 ACN0295/008. Leipzig, 31 de enero de 1924. Carta de ter Meer a Luis Benedito. Original en francés. 317 Misma signatura. Original en francés. La fotografía se conserva en el mismo expediente. En el dorso se detalla que está esculpida en mármol gris. 318

ACN0295/008. Leipzig, 16 de abril de 1924. Carta de ter Meer a Luis Benedito. Original en francés.

ACN0295/008. Leipzig, 31 de enero de 1924. Carta de ter Meer a Luis Benedito. Original en francés. 319

ACN0305/023. Madrid, 18 de marzo de 1933. Oficio de José Ruíz de Arana, jefe de sección del Ministerio de Estado, a Ignacio Bolívar, trasladando la petición de la Liga de Alemana de Artistas Disecadores. Corren unidas al documento la carta original en alemán y una copia traducida. 320

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admiración despertaba entre el público. Luis era socio de la Liga. Ante la dificultad que tenía para costearse su presencia en el evento, sus colegas alemanes tomaron la iniciativa de tratar de conseguir apoyo económico a través de la Embajada de España, para que el valenciano no faltara a tan importante cita. Si el viaje y la estancia resultaban demasiado caros, pedían que al menos se facilitase el envío de sus obras para que su nombre estuviera presente en la exposición.321 La súplica surtió efecto y finalmente fue el Ministerio de Instrucción Pública el que desembolsó 2.500 pesetas322 para el viaje de Luis y el envío de parte de su obra,323 esculturas que «habrían de llamar justamente la atención del jurado que había de intervenir en los premios, por la perfección de las obras del taxidermista español, lo que redundaría en honra de ese Museo y del arte español».324 Gracias a ese generoso gesto de la administración, cinco bronces (Ciervo herido, Cabra Saltando, Cabra de Gredos, Antílope y Elefante) y un mármol (Viverra) salieron rumbo a Alemania, aunque permanecieron temporalmente retenidos en la aduana de Irún por haber sido expedidos, por la precipitación, sin el permiso de salida de obras de arte.325 En España, la obra de Luis también gozó de reconocimiento público. En el Salón de Otoño de 1925 se pudo ver su Cabra de Gredos, «como ejemplo de que para el verdadero artista no hay tema trivial ni dimensiones desdeñables» (Francés, J. 1925). La Esfera incluyó su obra Ciervo herido entre las ilustraciones de su crónica sobre la exposición de Bellas Artes celebrada, en 1929, en el Círculo de Bellas Artes (Estévez Ortega, 1929). En 1932, esa misma obra formó parte de la Exposición Nacional que ocupó el Palacio de Cristal (Lago, S. 1932). Su Caballo Antílope fue premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1930 (Estévez Ortega, 1930). El nombre de Luis Benedito quedó íntimamente asociado al modelado del cuerpo de los animales. Un

321

Misma signatura.

ACN0305/023. Madrid, 28 de marzo de 1933; Madrid, 30 de marzo de 1933. Oficios del Ministerio de Instrucción Pública confirmando la concesión de la ayuda. 322

Una foto de grupo, tomada durante el evento y en la que aparece Luis, está publicada en el blog Taxidermidades: Pérez Moreno, S. La familia Benedito. Saga de taxidermistas (consulta realizada en marzo de 2013). Disponible en http://www.taxidermidades.com/2012/10/taxidermia-lafamilia-benedito-saga-de-taxidermistas22.html. 323

324 ACN0305/023. Madrid, 24 de marzo de 1933. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública. 325

ACN0305/023. Borrador de una carta de Bolívar a Ricardo Orueta, director general de Bellas Artes.

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artículo de autor anónimo en el que se describe el lamentable estado de la Casa de Fieras de El Retiro, donde vivían «media docena de ex fieras famélicas que» enseñaban «descaradas el armazón bajo la piel rala ya por la vejez»,326 concluía afirmando que «esos bichos solo» tendrían «prestancia cuando Benedito» armase «sus cadáveres».327 El centenario del nacimiento de Luis Benedito se conmemoró con la exposición de buena parte de su legado. El catálogo de la muestra (Urquijo, 1985) recoge un abundante material fotográfico que permite saber cómo eran las esculturas del valenciano. Trabajó tanto el fundido en bronce como materiales duros, como la piedra, el mármol o la diorita. Desde una primera Leona que modeló en piedra arenisca y que presentó a la Exposición Nacional de 1928 (Urquijo, 1985, 36), fueron varias las especies reproducidas por las hábiles manos de Luis. Algunas, como el Antílope caballo, de la que realizó una serie limitada de diez bronces (Urquijo, 1985, 37), o el Elefante, que tuvo la misma tirada, son copias fieles a tamaño reducido de los ejemplares del Museo. Otras, como su Ciervo herido, pieza única tallada en caoba, o su Águila real, serie también limitada a un único ejemplar tallado en piedra negra, reflejan una mayor estilización y se alejan de los modelos naturales. El juicio de Guillot Carratala, tal vez algo inflamado de sentimiento patrio, no pudo ser más acertado al asociar en la figura de Luis la feliz confluencia entre ciencia y arte, entre la forma de estudiar y percibir la naturaleza, y la de sentirla y contarla. Sus palabras de elogio hacia Luis son, con permiso de José María, el mejor punto final para dar cierre a este capítulo y paso al siguiente, en el que se pasará revista a parte del importante legado que ambos hermanos dejaron tras de sí en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. No podemos vislumbrar en la escultura de Benedito aticismos helénicos ni barroquismos (…). Los animales modelados por Luis Benedito no pueden tener otra autenticidad que la propia, que al reproducir la figura de un animal se convierta con su piel en real ejemplar llegado de la montaña o de la selva. Y en esta especial factura ha rivalizado el maestro Benedito al reproducir esos animales que admiramos en el Museo de Ciencias Naturales y en el Museo de Arte de Contemporáneo, realizados en diorita y mármol, en cuyas obras ha 326

Rincones Madrileños. Nuevo Mundo 2043 (05/05/1933), 36.

327

Misma referencia.

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tenido que estudiar el detalle fiel de la escultura animalística, que, con mejores auspicios que otros artistas, Benedito, profesor y maestro, ejecutó con una lealtad digna del mejor conocedor de la zoología nacional. (…) Luis Benedito Vives es el mejor escultor de animales que hemos tenido en este medio siglo XX, y el más patriota, por haber dejado toda su obra en España, sirviendo a la ilustre ciencia de la dermoplastia española durante toda su vida de artista feliz (Guillot Carratala, 1953, 45-51).

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CAPÍTULO VI

EL LABORATORIO DE TAXIDERMIA Once años después de la aparición de los artículos que Martínez de la Escalera dedicó a la nueva taxidermia, la revista Alrededor del Mundo volvía a publicar una contribución sobre el mismo tema.328 El autor era alguien estrechamente ligado al Museo, de quien ya hemos hablado. Ángel Cabrera, asiduo colaborador de la publicación, firmaba un texto titulado «Taxidermia moderna. Cómo se diseca en el Museo Nacional de Ciencias Naturales» (Cabrera, 1915). Si no se presta atención a la fecha de aparición, el aspecto de las tres páginas que lo componen recuerda al de los trabajos que lo precedieron. Las fotografías del San Bernardo o del bisonte americano de entonces son sustituidas por la doble imagen de un rebeco: la escultura desnuda y el montaje final. La instantánea del taller de ter Meer hace eco con la que reproduce el de los hermanos Benedito en el Museo. Aunque sin rastro de presencia humana, la vista de esa última estancia transmite una impresión de efectiva actividad. El cuerpo modelado de un lince ocupa el primer plano de un espacio en el que también se perciben el dibujo preparatorio del ejemplar a escala real, la pequeña escultura de una jirafa y el grupo acabado de un nido de ratoneros ubicado sobre un pino, hoy en las reservas del Museo. ¿Cuál es la diferencia pues con los artículos anteriores? Muy sencillo: todo lo que allí se ve había sido realizado en Madrid. Lo que antes se presentaba como una novedosa aportación museográfica, propia de los países más desarrollados en ciencia, ahora aparecía como una técnica ya domesticada, felizmente incorporada al quehacer diario del Museo español. Llegados a este punto surge un conflicto en la organización del relato. Esas modernas naturalizaciones sirvieron de soporte material para una renovada presentación, en unas salas recién estrenadas, dentro de una nueva sede. ¿Por dónde empezar? ¿Por la mudanza? ¿Por los espacios? ¿Por los objetos?

El tema ocupó la portada del número con una cuidada fotografía del grupo de los rebecos. Esta magnífica obra de Luis Benedito todavía se puede admirar hoy en las salas del Museo Nacional de Ciencias Naturales. 328

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Aunque la opción podría haber sido otra, la elección final ha sido la de proceder de lo íntimo a lo compartido, de lo cerrado a lo abierto, del proceso al resultado. Dicho de otra forma, al hilo de lo relatado en el anterior capítulo, este que ahora empieza versará sobre la obra salida del taller de taxidermia, enfoque que transcenderá la mera descripción de los objetos para incidir en otros aspectos poco conocidos de la intensa actividad profesional que tenía lugar entre esos muros. Una vez abordado el tema, el siguiente capítulo se dedicará al espacio público, a esos nuevos locales en los Altos del Hipódromo, para saber cómo se logró llegar hasta allí, cómo se instalaron las colecciones y de qué manera el renovado Museo influyó sobre su público.

TÉCNICAS MODERNAS El considerable desarrollo de la ciencia en el país a lo largo de los primeros decenios del siglo XX, durante el periodo conocido como la Edad de Plata de la cultura española (López-Ocón, 2003, 344-378), trajo parejo el florecimiento de todo un conjunto de oficios subsidiarios de la investigación, de una serie de «artes e industrias auxiliares», como las denominó Cabrera (Cabrera, 1915), al servicio del progreso científico y de la divulgación de los resultados. En el Museo, que por entonces dejó de ser «para bien suyo y de la ciencia española, mero gabinete de la Facultad» (Cabrera, 1915), uno de esos oficios fue el de taxidermista a la moderna, una ocupación que contó con un laboratorio propio en el que se trabajó con profusión. Desde allí, dos personas sensibles y diestras pusieron su saber hacer al servicio de la renovación de la veterana institución. Cada uno de ellos se especializó en un grupo de vertebrados y, en consecuencia, cada uno destacó en el dominio de una técnica particular, adaptada a la naturalización de los ejemplares de su elección: las aves para José María y los mamíferos para Luis. Las diferencias entre ambas formas de proceder las detalla Cabrera en su texto y parafrasearlo tal vez sea la mejor forma de presentarlas. Al hablar del proceso de montaje de los últimos, técnica entonces conocida como dermoplastia, dice: Pocos visitantes (…) se figuran la serie de operaciones que exige el dar apariencia de vida a aquellos ejemplares. (…) hay ante todo que desollarlos, si es

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que vienen «en carne», después de tomar una porción de medidas, croquis y fotografías, a cuyos documentos se unen a veces vaciados de determinadas masas musculares. Si el animal llega en piel, se ahorran los disecadores esta parte del trabajo, pero en cambio tropiezan con los riesgos de que el cuero esté mal secado, de que haya contraído excesivamente, o de que, con la buena intención de conservarlo, se le hayan aplicado sustancias poco idóneas que luego hacen caer el pelo o traen consigo otros inconvenientes; y además, tienen que averiguar, o poco menos, las formas y proporciones que tuvo en vida aquel ser, lo que no deja de ofrecer dificultades. En cualquier caso, la piel hay que meterla en baños curtientes que además de conservarla le dan cierta flexibilidad, y como esto es cosa que lleva tiempo y se hace, por decirlo así, sola, entre tanto se procede a hacer un modelo del animal, con la actitud que se le va a dar, modelo que se ejecuta en plastilina y en pequeño tamaño, como las «maquettes» escultóricas pero perfectamente a escala. (…). Aprobado el modelo, se procede a dibujar el contorno del animal del mismo tamaño que tenía el ejemplar en vida, y desde luego con la misma actitud que se le dio al modelito, y con este dibujo a la vista se hace una estatua que representa al animal desollado, es decir, con todas sus masas musculares a la vista, como esos caballos de cartón piedra que en las escuelas de veterinaria sirven para estudiar la anatomía de los animales domésticos. Pero esta estatua tiene también su parte interesante. Como conviene que sea a la vez sólida y poco pesada, el material empleado es una mezcla de escayola y turba, material muy ingrato para trabajarlo, pero al que hasta ahora no se la ha encontrado sustituto. La armazón de la estatua la componen una tabla convenientemente recortada para el tronco, otra para la cabeza y unos vástagos de hierro para el cuello y los miembros, todo ello rodeado de una tela metálica con la que ya se da, aunque toscamente, algo de forma al ejemplar. En la misma escultura se colocan los ojos artificiales, y luego se procede a revestirla con la piel, tarea sumamente difícil, por ser preciso que cada centímetro cuadrado de cuero caiga exactamente donde caía cuando el animal estaba vivo. Para conseguir esto y para que, al secar, contraiga la piel de un modo homogéneo, hay que sujetarla con fuertes alfileres, que se quitan más tarde. Un toro o un oso, mientras se están secando, llevan miles de alfileres de estos (Cabrera, 1915).

La complejidad del proceder descrito únicamente surtía el efecto deseado si al talento del artista se le unía el rigor naturalista, conocimiento que se adquiría mediante la observación en el campo, en los parques zoológicos o

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a través de la consulta de dibujos y de las cada vez más abundantes fotografías. Cabrera subraya esa necesidad de escrupulosidad para evitar errores imperdonables y utiliza como ejemplo un ejemplar del que ya hemos hablado: en otro tiempo, el disecador no se cuidaba de nada de esto, y así se ven cosas como un yak que hay en el Museo, mugiendo con la cabeza en alto, como si fuera una vaca, cuando el yak no muge, sino que gruñe como el cerdo, con el hocico pegado a tierra (Cabrera, 1915).

La naturalización de las aves se había distanciado menos del método clásico del relleno. Para ese grupo, la mayor novedad que por entonces estaban poniendo en práctica los museos era la de montar grupos biológicos, escenas integradas por varios ejemplares que reproducían pautas del comportamiento de la especie en su medio ambiente. Esto es lo que nos cuenta Cabrera: La naturalización de las aves parece a primera vista más sencilla, porque aún se emplea para ellas el antiguo procedimiento (…); pero nadie que no haya tenido en sus manos la piel fresca de un volátil sabe las dificultades que supone dar a esta piel el aspecto de un ser vivo, y sobre todo, dar al plumaje la colocación, la tersura y la limpieza que en vida tiene. Además, ahora el disecar aves ya no consiste solo en devolverles su forma; hay que ponerlas en su ambiente natural, rodeándolas de aquello que en vida las rodea. Los grupos de búhos y lechuzas, de urracas y de mirlos, de gavilanes y de jilgueros, que el curioso puede ver en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, son verdaderos cuadros arrancados a la naturaleza. (…) Para que se tenga una idea de la escrupulosidad con que trabaja el autor de estos grupos, baste decir que en un nido de golondrinas que figura también en el Museo, se ha copiado tan fielmente el trozo de pared en que fue recogido, que hasta se quitaron de él, para ponerlos en la reproducción, un clavo y un trozo de soga vieja (Cabrera, 1915).

La preparación de grupos biológicos no fue tarea exclusiva de José María. Luis también elaboró unos cuantos, como el ya referido de los rebecos o los de los zorros, lobos y linces (Aragón y Casado, 2012). Y es que, más allá de esa evidente especialización, en el estilo de los dos hermanos se observan numerosas confluencias. En primer lugar, la inmensa mayoría de sus creaciones están firmadas y fechadas. Lo más habitual es que esta información se

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aporte sobre un canto rodado o un trozo de roca situado en primer plano. Rara vez los datos se indican sobre otro tipo de soporte. El grupo de los halcones peregrinos, en el que la firma «J.M. Benedito, 1926» se estampa sobre un cartel de madera elevado sobre un poste, constituye una curiosa excepción (Aragón y Casado, 2012, 16-19). Otra peculiaridad es que las pequeñas parcelas de terreno, sobre las que se instalan los animales, se solían componer con piedras y plantas secas recogidas en los mismos parajes en los que se capturaron los ejemplares.329 La tercera característica es la de constituir conjuntos dinámicos que cuentan una pequeña historia y aportan información sobre la biología de la especie, gracias a la inclusión de varios ejemplares que permiten diferenciar, por ejemplo, los machos de las hembras o los adultos de los jóvenes. El grupo de los lobos, obra de Luis, es un buen ejemplo de todo lo dicho. La vitrina presenta un grupo familiar dispuesto en un orden jerárquico. El macho ocupa una posición dominante en la parte alta del terreno. En un plano medio se sitúa la hembra y, a sus pies, se dispone la cría indolentemente tumbada (Aragón y Casado, 2012, 42-43). Todos los ejemplares miran hacia afuera, estableciendo un inquietante juego de miradas con el visitante. La firma de Luis Benedito es perceptible en un trozo de granito cercano al lobezno que, excepcionalmente, no indica la fecha de realización. De nuevo, el archivo de la institución aporta buena parte de la información necesaria para reconstruir la historia del montaje. Un intercambio de cartas, ocurrido durante el invierno de 1916 entre José María Benedito y un cazador llamado Juan Luis Ibarra, da buena cuenta del envío de los dos lobos adultos al Museo. El macho fue abatido por el propio Ibarra en los montes de Navas de la Condesa, cerca del término municipal de Almuradiel (Ciudad Real).330 Aunque la piel llegó en un estado aceptable, corrió riesgo de perderse al haberse remitido el animal entero. En adelante, José María recomendaba «abrirles un poco el vientre y sacarles las tripas en cuyo hueco se pondría sal y plantas frescas».331 De forma bastante simbólica, poco tiempo después, la esposa de

329 ACN0295/018. Sin fecha. Carta de la Intendencia General de Patrimonio a José María Benedito. « Permiso a D. José María Benedito, jefe de nuestro Laboratorio de Disecación, para que con dos dependientes vaya a El Pardo y pueda recoger plantas, arena, piedras etc. para con estos materiales reproducir un terreno natural para su presentación de dichos gamos ». 330

ACN0295/006. Carta de José María Benedito a Juan Luis Ibarra. Madrid, 25 de enero de 1916.

331

Misma signatura.

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Ibarra se cobró una loba a la que dieron por pareja del macho muerto.332 El envío de la hembra siguió al detalle la recomendación y llegó tan «perfectamente preparada y fresca que pareciera acababa de morir».333 Ambos ejemplares se remitieron al taller de taxidermia junto con un croquis del terreno donde cayeron.334 La procedencia del lobezno no está documentada en el archivo.

LA FAUNA IBÉRICA: UN MUNDO POR DESCUBRIR La inmensa mayoría de los ejemplares montados por los hermanos Benedito pertenecen a especies de fauna ibérica. Durante los inicios del siglo XX, el Museo de Ciencias adquiría su categoría de Museo Nacional y se convertía en la plataforma desde la que se iba a coordinar toda la acción educativa e investigadora destinada a la comprensión de la naturaleza patria (Casado de Otaola, 2010, 178-192). Desde allí, poco a poco, se fue avanzando en el conocimiento de los animales que habitaban nuestro suelo. De forma similar a como hoy se utilizan las «especies paraguas», fáciles de identificar y de dar a conocer para, a través de ellas, proteger ecosistemas completos, como el lince ibérico respecto al bosque mediterráneo o el oso panda en relación con los bosques de bambú, desde el Museo se apostó en un principio por animales como el rebeco (Aragón y Casado, 2012, 44-45) o la cabra montés (Aragón y Casado, 2012, 22-23), especies por entonces escasas y para cuya protección se habían creado los Cotos Reales de Caza de Picos de Europa y Gredos respectivamente, embriones de los futuros Parques Nacionales del país. Sin embargo, la biodiversidad ibérica iba mucho más allá de esos animales emblemáticos y de alto valor cinegético. El Museo y los ejemplares de sus salas, cada vez más diversos, ejercieron de catalizadores para que la población empezara a interesarse por esos seres con los que compartían tiempo y espacio, de igual forma que los documentales televisivos de Félix Rodríguez de la Fuente (1928-1980) despertaron la vocación de naturalista en muchos 332

Misma signatura. Carta de Juan Luis Ibarra a José María Benedito. Almuradiel, 26 de enero de 1916.

333

Misma signatura. Carta de José María Benedito a Juan Luis Ibarra. Madrid, 31 de enero de 1916.

Misma signatura. Carta de Juan Luis Ibarra a José María Benedito. Almuradiel, 2 de febrero de 1916. 334

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de los que por los años 70 y 80 del pasado siglo éramos niños o adolescentes. Valga el sencillo ejemplo de un campesino abulense para entender en qué consistía esa sinergia. Pompeyo Alonso, jornalero de Arévalo, envió a Bolívar el cadáver de un buitre que había sido examinado por el padre Enrique, jesuita de la población, quien había llegado a la conclusión de que podía «ser una joya de museo por ser desconocido».335 La respuesta se la dio José María Benedito y le informó de que el ave en cuestión era un joven de un año de buitre negro, un ejemplar de una especie por entonces abundante, que además había llegado podrido. El inspector veterinario, a la vista del estado de descomposición, había extendido un acta de arrojo, por lo que no podían devolverle los despojos. Pese a todo, y ahí está la clave del empeño compartido, se le agradecían «el buen celo y el interés»,336 se le giraban quince pesetas, para que al menos no perdiera los gastos de envío, y se le informaba de que «en época de calor los animales no están bien de plumaje ni de pelo, por lo que esos envíos habían de hacerse solamente en invierno, y con el frío llegaban generalmente en buen estado a Madrid».337 Aunque el buitre terminara de pudrirse en un vertedero, apuesto a que el señor Alonso se sintió más que satisfecho con la respuesta. Son varias las iniciativas de ese estilo de las que queda constancia en el archivo y, aunque el objetivo sea similar, el perfil de los benefactores es diverso. El alto comisario de España en Marruecos remitió un águila cazada en la cabila de Ajmas.338 El vizconde de la Armería envió un aguilucho cenizo.339 Arturo Sánchez, vecino de Cabeza de Buey, en Badajoz, hizo lo propio con una garza real.340 El capitán médico del grupo de regulares de Ceuta donó un aguilucho lagunero en perfecto estado y un halcón abejero que 335

ACN0295/013. Carta de Pompeyo Alonso a Ignacio Bolívar. Arévalo, 29 de julio de 1930.

Misma signatura. Carta de José María Benedito a Pompeyo Alonso. Madrid, 8 de octubre de 1930. 336

337

Misma signatura.

ACN, caja 6 Fondo Museo/Administración/Secretaría ; carpetilla «Junta de profesores: Oficios dando gracias por el envío de colecciones». Carta de Ignacio Bolívar a Manuel Rico Avello agradeciendo el envío. Madrid, 2 de marzo de 1935. 338

ACN0295/010. Correspondencia entre el vizconde de la Armenia y los hermanos Benedito. 17/09/1924-10/10/1924. 339

ACN, caja 6 Fondo Museo/Administración/Secretaría ; carpetilla «Junta de profesores: Oficios dando gracias por el envío de colecciones». Carta de Ignacio Bolívar a Arturo Sánchez agradeciendo el envío. Madrid, 24 de mayo de 1935. 340

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llegó inservible, ya que «los meses de septiembre y noviembre son los peores para las aves, pues cansadas de criar se disponen a cambiar de pluma para que el invierno las encuentre preparadas».341 De nuevo, el generoso gesto no quedó sin respuesta. Tal vez, la remesa más curiosa sea la de una tortuga laúd que llegó hasta el Museo gracias a las gestiones realizadas por Gómez de Llarena, catedrático del Instituto de Enseñanza Secundaria de Gijón. Se trataba de una hembra de 480 kilos, con un tubo digestivo de 18 metros de longitud y un corazón de más de seis kilos de peso, que varó en el puerto de Tazones.342 El imponente animal, hoy visible en las salas del Museo, se naturalizó mediante la técnica dermoplástica y el resultado motivó encendidos halagos en la prensa: Vergüenza sentimos al confesarlo. Solo conocíamos a un Benedito: al ilustre y laureado pintor. Ignoramos la existencia de otros dos hermanos, también esclarecidos artistas. (…) Tampoco sospechábamos la extremada amabilidad de dichos señores, que al solo anuncio de un redactor de La Libertad, nos abren de par en par las puertas de su delicioso refugio, mezcla de jardín sevillano, de museo y de Arca de Noé. (…) Debieron matarla (se refiere a la tortuga) con estilete o bayoneta. Tenía dos profundas heridas (…). ¡Gran corazón! Cada aurícula contenía tres litros aproximadamente de sangre.343

Aunque se alejen del tema de este capítulo, las dos últimas reflexiones vertidas en ese artículo no pueden dejar de ser reproducidas por su permanente validez en la historia del Museo, la primera de ellas, y en el periodo que nos ocupa, la segunda: Es de desear, terminamos, que cuando pueda estar montada (la tortuga) tenga el Museo más espacio. La falta del indispensable local impide que luzcan como debían los valiosos ejemplares allí «almacenados». El público, cada día más numeroso, apenas puede transitar por aquellas salas. (…) Y cuando nos disponemos a seguir por este camino, se abre la puerta y asoma don Ignacio Bolívar.

341

ACN0295/014. Carta de José María Benedito a Cervino. Madrid, 8 de octubre de 1930.

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ACN0296/014. Sin fecha. Notas de Luis Benedito para un artículo en El Eco de Villaviciosa.

343 ACN0296/016. Sin fecha. Recorte del artículo titulado « En el Museo del Hipódromo. Frente a frente con la tortuga » inserto en el periódico La Libertad. Firma el artículo A. de Castilla.

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Callamos ante la presencia de este gran sabio, de este eminente naturalista, cuya valía evoca otra figura gloriosa: Ramón y Cajal.344

Aunque la generosidad privada hizo mucho por el engrandecimiento de las colecciones de animales naturalizados, la mayor parte de los ejemplares que las fueron integrando se obtuvieron por búsqueda expresa. El ya mencionado Juan Luis Ibarra, además de los lobos, regaló la piel de un hermoso lince. En la carta de agradecimiento que le fue enviada, se le solicita la colaboración futura con la institución: (…) debo manifestarle que estando renovándose la colección pública por ser sus ejemplares en gran parte antiguos y mal preparados y deseando además formar grupos de cada especie, nos interesaría recibir un ejemplar hembra de esta misma especie para el grupo que se ha de formar de ella, así como representantes de los diversos animales silvestres que habitan en los montes de la Península, lo que pongo en su conocimiento por si pudiera proporcionarnos otros ejemplares.345

En ocasiones, la búsqueda de animales llevó a recolectores y disecadores hasta regiones lejanas, como la riojana Sierra de Cameros,346 pero la mayor parte de las capturas se realizaron cerca de Madrid. Las grandes posesiones de la Corona en los alrededores de la capital, como el monte de El Pardo o el inmenso bosque de la Casa de Campo, se convirtieron en los principales lugares de recolección: (…) si a usted le parece bien lo mejor será que en lo posible procure nutrir al Museo de ejemplares de todas las clases de aves que sean sedentarias en El Pardo o que paren por dicha Real posesión. Con preferencia nos interesaría ahora poseer cuervos, abejarucos, oropéndolas, alcaudones, arrendajos, carracas o carlangos y muy especialmente dos buenos nidos con huevos de torcaces 344

Misma signatura.

ACN, caja 6 Fondo Museo/Administración/Secretaría; carpetilla « Junta de profesores : Oficios dando gracias por el envío de colecciones ». Carta de Ignacio Bolívar a Juan Luis Ibarra. Madrid, 20 de enero de 1915. 345

ACN0280/008. Autorización de Ignacio Bolívar a José María Benedito para documentarse en el terreno para completar los grupos de aves y mamíferos que estaban preparando. Madrid, 3 de junio de 1921. 346

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y tórtolas, siempre que se tenga la suerte de hallarlos en la parte del árbol con ramas delgadas para que se puedan cortar y cogerlos sin deterioro para exponerlos con mayor propiedad.347 (…) interesa todo, pero muy especialmente aquellos ejemplares que por la poca abundancia constituyen especies raras y por tanto de más mérito. Se podían enviar ahora rabilargos, y pitos reales y águilas y unos cuervos pequeños, azulados, de pico y patas rojas que se llaman grajas, grallas, cucalas (no sé si ahí se conocerán por esos nombres, pero que tengo en esta especie mucho interés) (parece estar refiriéndose a la chova piquirroja)348.

El trasiego de ejemplares obligó a establecer salvoconductos que justificaran la razón de las capturas ante la ley de vedas.349 También se solicitó la franquicia del impuesto de carnes para las especies comestibles, pues al aprovechar únicamente la piel no parecía justo el abono de la tasa.350 La guardería recibió las instrucciones oportunas. Cada jueves, al mediodía, se enviarían al Museo los ejemplares cazados.351 Los que llegaran en mejor estado se reservarían para las naturalizaciones. Los otros integrarían la colección científica o, si el deterioro era excesivo, directamente se tirarían.352 En este punto se impone aportar datos sobre un tema que, sin duda, resulta controvertido. El de las capturas, es decir, el del sacrificio de un número importante de ejemplares salvajes con el objetivo de poner sus restos al servicio de la investigación científica y la educación. En los siguientes párrafos se informará sobre cómo se obtenían los animales y, sin duda, determinadas situaciones resultarán chocantes, ya que, analizadas con la mentalidad de hoy ACN0295/002. Carta de José María Benedito a Carlos Llord, jefe de la administración patrimonial de El Pardo. Madrid, 9 de abril de 1913. 347

Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 5 de febrero de 1914. 348

349

Misma signatura. Carta de Fabián Moliner a José María Benedito. Madrid, 9 de abril de

1913. ACN0297/013. Carta de Ignacio Bolívar a la alcaldía de Madrid. Madrid, 26 de enero de 1916. Corre unida la respuesta positiva firmada el 14 de febrero de 1916. 350

351 ACN0295/002. Carta de Guillermo Bernaldo de Quirós, en ausencia de Llord, a José María Benedito. Madrid, 2 de mayo de 1913. 352 Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 2 de mayo de 1915.

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en día, son de evidente crueldad. La guardería que recibió el encargo de cazar animales para el Museo estaba habituada a la erradicación de alimañas, actividad en la que la delicadeza y el esmero no eran precisamente cualidades necesarias. Por eso, las informaciones que José María les envió a la vista del lamentable estado de las primeras urracas que se recibieron, reventadas por el plomo,353 hablan estrictamente de caza y emplean un vocabulario únicamente informativo para los amantes de esa actividad: Como el personal de la guardería no tiene munición menuda pues solo emplea doble cero, postas y bala para las grandes alimañas, aprovechando el ofrecimiento de usted convendría surtirles de cartuchos de los sistemas siguientes: centrales calibre 12 y calibre 16; de palillo o sea Lefonsbeaux (sic) calibre 16, todos cargados con la munición y si le parece bien podría dárseles por cada pájaro que presenten, sea cualquiera la especie, un cartucho.354

No todas las aves tenían la fortuna de caer muertas por un tiro certero. Algunas, sobre todo las de mayor tamaño como las águilas, se cogían con cepo y, para matarlas, se les daba «con un palo o con la culata de la escopeta en la cabeza».355 Semejante forma de proceder fracturaba el cráneo de la rapaz, que luego quedaba inservible para el engarce de la armadura. Además, provocaba una intensa hemorragia en el sitio del golpe que estropeaba la piel. Por eso, José María recomendó otro método para sacrificarlas, más eficaz y algo menos cruento. Lo que aconsejaba era introducir un alfiler por el agujero occipital del ave y dejarlo allí metido para impedir el flujo de sangre. Según él mismo decía, la muerte era prácticamente instantánea y el cráneo quedaba intacto.356 Además de por los ejemplares adultos, José María Benedito se interesaba por los nidos y los pollos para los montajes finales de buena parte de sus 353 ACN0295/018. Carta de José María Benedito a Mariano Ibarrola, intendente general de Patrimonio. Madrid, sin fecha. 354

ACN0295/002. Carta de Fabián Moliner a José María Benedito. El Pardo, 8 de mayo de

1913. Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 31 de mayo de 1914. 355

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Misma signatura.

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grupos biológicos, como los de los cárabos357 o los búhos.358 Con frecuencia, la obtención de esos nidos resultaba más destructiva que el cobro de los adultos: «(…) irán provistos de sierras etc. Por si les hace falta cortar el árbol en que se halla el citado nido de pito real».359 Con todo, el método que, sin duda, resultará más sorprendente es el que se ponía en práctica con los mamíferos de pequeño y mediano tamaño, un procedimiento corriente con conejos o lirones,360 pero que resulta especialmente cruel al ser narrado en el caso de los zorros, en aquel entonces la alimaña por excelencia de los campos españoles. La administración de El Pardo envió a Madrid una camada «grande y limpia y preciosa de zorrillos, de las mejores que» allí se habían «logrado en muchos años».361 Los cachorros habían ido cayendo, uno tras otro, en los cepos colocados para su captura y la dentada mordedura de la trampa había producido considerables destrozos en sus pieles, que resultaron inservibles.362 Ante la dificultad encontrada a la hora de hacerse con animales de tan tierna edad, se optó por enviarlos vivos al Museo: «la primera camada de zorritos enviados marcharon bien al principio, pero luego se me pusieron raquíticos y llenos de pupas y han muerto todos en tal estado que dudo poderlos aprovechar».363 Se envió otra camada más que no corrió mejor suerte, por lo que consideraron oportuno pedir animales «ya creciditos» que «se podrían hacer pronto» (se refiere a su naturalización) «sin perder esa 357 Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 12 de junio de 1913. «(…) se sirva preguntar a los guardas si el nido de donde cogieron dichos polluelos estaba montado sobre las ramas del árbol o en alguna oquedad del mismo, interesándome saber la clase del árbol». 358 Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 10 de noviembre de 1914. «(…) se sirva averiguar dónde fueron cogidos esos polluelos (…) yo podría trasladarme un día a verlo y a ser posible hablar con la persona que los capturó para preguntarle algunos detalles que me interesan sobre este asunto, pues quiero adicionar estos ejemplares a una pareja de adultos y quiero que el grupo tenga toda la vivacidad posible». 359

ACN0295/005. Carta de Blázquez a José María Benedito. Madrid, 16 de julio de 1917.

ACN0295/002. Carta de Guillermo Bernaldo de Quirós a José María Benedito. El Pardo, 27 de septiembre de 1913. 360

361 Misma signatura. Carta de Guillermo Bernaldo de Quirós a José María Benedito. El Pardo, 4 de abril de 1914. 362 Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 7 de abril de 1914. 363 Misma signatura. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 31 de mayo de 1914.

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lozanía que el animal tiene cuando está salvaje y que casi siempre pierde cuando lleva algunos días de cautiverio».364 Saber que los cuatro zorrillos que lo componen fueron sacrificados dentro del propio Museo, tras tres intentos fallidos efectuados sobre otras tantas camadas de la misma especie, quita parte de su atractivo al precioso grupo que Luis Benedito finalmente realizó, una familia de raposos descansando plácidamente en la entrada de la zorrera tras haber dado buena cuenta de una hembra de faisán (Aragón y Casado, 2012, 40-41). Se impone puntualizar que, a principios del siglo XX, las relaciones entre la sociedad de aquel tiempo, eminentemente rural, y la fauna, distaban mucho de las actuales, especialmente en lo concerniente a las especies consideradas dañinas, las tristemente famosas alimañas. La lectura de las cartas resulta más que ilustrativa al respecto: (…) el nido de águila estaba en un árbol muy alto, y he tenido que destruirlo porque vi asomar unas cabezas y antes de que los pajarracos se hicieran grandes y dañinos por tanto, fue preciso matarlos. La lástima es que la madre escapó y andará por ahí haciendo de las suyas.365 «(…) hay un nido de águila con la hembra echada que pienso destruir uno de estos días a no ser que ustedes lo quieran utilizar».366

En semejante contexto, matar un animal para el Museo se convertía en un auténtico honor: «espero poderlos matar enseguida y tendré el mayor gusto en remitírselos, honradísimo de que algo muerto por mi pase a la posteridad disecado por manos tan hábiles y artísticas como las de usted».367 Sin entrar a discutir si el fin justifica los medios, no se me ocurre mejor manera de cerrar este oscuro aspecto del taller de taxidermia que emplear unas palabras de José María, dos sentencias que ponen de manifiesto la finalidad del proyecto que se traía entre manos y su profundo respeto por el medio natural:

364

Misma signatura.

ACN0295/005. Carta de Blázquez a José María Benedito. Madrid (Casa de Campo), 2 de julio de 1915. 365

366 Misma signatura. Carta de Blázquez a José María Benedito. Madrid (Casa de Campo), 29 de mayo de 1915. 367

Misma signatura.

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(…) para formación de grupos biológicos, sugestiva manera de presentación que permite al público estudiar amenamente y con idea exacta la vida y costumbres de aquellas (las aves).368 Si logramos interesar a los guardas para que tiren con esta clase de munición y a trecho largo conseguiremos los ejemplares en magnífico estado. Es verdad que así se pierden muchos tiros, pero esto no vale la pena comparado con lo que vale la vida de un ave, que ya que se le priva de ella, que se pueda aprovechar bien el ejemplar.369

Y antes de pasar a otras faunas y otros asuntos, concluyamos este apartado diciendo que, en lo tocante a la colección de fauna ibérica, además de sus montajes específicamente hechos desde y para el Museo, los Benedito también establecieron relación mercantil con la institución, que adquirió varios de los grupos que ellos montaron en su taller privado. Así lo atestigua una lista de grupos biológicos depositados en el centro que concluye diciendo: «siendo estos grupos propiedad de los señores José Mª y Luis Benedito podrán retirarlos de este Museo, todos, o parte de ellos, ya que el Museo no ha satisfecho aún su importe».370 Queda constancia de la posterior compra por parte del Museo de los grupos de las agachadizas (por 300 pesetas), las carracas (1.720 pesetas) y la garduña (1.500 pesetas).371 Junto a la lista aparecen una serie de presupuestos de trabajos aún por realizar, cifras que dan una idea de lo mucho que se cotizaban los afamados taxidermistas: un grupo formado por dos machos y una hembra de corzo se vendía por 5.250 pesetas, seis ardillas sobre un árbol por 2.600, dos machos de faisán dorado por 1.200 o un rebeco macho modelado según el procedimiento dermoplástico por 1.400.372

368 ACN0297/011. Petición de permiso a la Intendencia General de la Real Casa y Patrimonio para tomar fotos, estudiar y recoger materiales en la Casa de Campo. Madrid, 22 de abril de 1915. 369 ACN0295/002. Carta de José María Benedito a Guillermo Bernaldo de Quirós. Madrid, 5 de febrero de 1914. 370

ACN0303/008. Madrid, 10 de julio de 1931.

371

Misma signatura.

372

Misma signatura.

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LA FAUNA ESPAÑOLA NO IBÉRICA: UN MUNDO AÚN MÁS DESCONOCIDO Durante sus años de funcionamiento, el laboratorio de taxidermia recibió una buena cantidad de material de la por entonces colonia, y más tarde provincia, de la Guinea Española, actual República de Guinea Ecuatorial. La enorme diversidad de su fauna y el poco conocimiento que por entonces se tenía de la misma, convirtieron al territorio africano en uno de los principales objetivos de la labor investigadora del Museo Nacional de Ciencias Naturales (González Bueno y Gomis Blanco, 2007, 58-68). Era tal el interés por conocer los misterios de la fauna, flora y gea del lejano lugar que parte de los funcionarios desplazados hasta allí se formaron en el Museo, con el fin de aprovechar su estancia trabajando como recolectores del mismo. Los hermanos Benedito instruyeron a varios de ellos en el arte de la taxidermia y establecieron una estrecha correspondencia con la Dirección General de Marruecos y Colonias y con Miguel Núñez del Prado (1882-1936), gobernador general de los territorios en el Golfo de Guinea. Miguel Fernández Lesmes, «practicante de Medicina con derecho a ocupar una vacante en el servicio sanitario de los territorios españoles del Golfo de Guinea»,373 Eustaquio Alcaide Tapiador, sobrestante (capataz) «del Servicio de Obras Públicas»374 y Basilio Iglesias, de quien no se especifica la ocupación,375 fueron algunos de los que siguieron la formación en Madrid antes de emprender rumbo al sur. En una carta dirigida al gobernador general, en la que elogian el buen aprovechamiento logrado por Iglesias, los hermanos Benedito dan fe de su compromiso con el proyecto africano: (…) dados los entusiasmos que usted tiene por esta obra, a la cual nosotros modestamente nos sumamos, es de esperar que pueda usted destinar al señor Iglesias a los puntos más interesantes donde se puedan recolectar ejemplares de lo más vistosos.376 ACN0295/012. Carta de la Dirección General de Marruecos y Colonias a José María Benedito. Madrid, 10 de enero de 1928. 373

374

Misma signatura. Sin fecha.

375

Misma signatura. Madrid, 2 de julio de 1928; Madrid, 29 de noviembre de 1928.

Misma signatura. Carta de los hermanos Benedito a Miguel Núñez del Prado. Madrid, 13 de diciembre de 1928. 376

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La intensa correspondencia mantenida con uno de ellos, José Alonso Martínez, practicante que ejerció en la zona continental de la colonia, permite hacerse una idea de cómo era el duro trabajo de los colonos y de las relaciones que estos mantenían con la metrópoli. Parece ser que Alonso estableció contacto con el Museo cuando ya estaba ejerciendo en África, durante unas vacaciones en Madrid. Aprovechó el momento para ofrecer «la calavera de un gorila macho y dos frasquitos con algunos bichos que» trajo «de la colonia».377 Cuando volvió a embarcar en Cádiz rumbo a Fernando Poo, en marzo de 1924, partía con un encargo expreso: enviar pieles de gorila para proceder a su naturalización. Tenía clara su tarea, lo que no parecía tan fácil era que fuese a contar con los medios necesarios. De hecho, en su primera carta se lamenta de no haber podido llevarse consigo «el barril o receptáculo donde habían de venir en alcohol los gorilas»,378 por lo que solicita agilicen las gestiones para poder cumplir con el encargo en cuanto tuviera ocasión de adentrarse en la selva.379 Desde Santa Isabel, actual Malabo, confirmó su llegada a la colonia y de nuevo insistió en la necesidad de contar con el alcohol, un bien preciado y escaso en aquellas tierras, donde se vendía a 20 pesetas el litro.380 Según su cálculo, necesitaría unos cincuenta litros, cantidad imposible de obtener en las reservas destinadas a uso sanitario.381 Su destino final fue la población de Mikomeren, en el distrito de Bata, donde ejerció por un sueldo de 472 pesetas con el que tenía que sobrevivir y mantener a su familia en Madrid, integrada por su madre, su mujer y cinco hijos. No hay duda de que las dificultades y la precariedad ensombrecen el carácter de cualquiera, y Alonso no fue una excepción. Tras unos meses en la inhóspita región, y más allá del problema del alcohol, quería saber cuánto iba a cobrar por la misión que se le había encomendado. El trabajo extra y el claro peligro asociado no le asustaban pero, le preguntaba a José María Benedito, «¿cree usted que se debe trabajar por amor al arte o sentirse altruista?».382 Además, el Ministerio de Estado 377

ACN0291/020. Carta de José Alonso a Ignacio Bolívar. Cádiz, 19 de marzo de 1924.

378

Misma signatura.

379

Misma signatura. Carta de José Alonso a José María y Luis Benedito. Cádiz, 19 de marzo de 1924.

380

Misma signatura. Carta de José Alonso a José María Benedito. Santa Isabel, 14 de abril de 1924.

381

Misma signatura. Carta de José Alonso a Ignacio Bolívar. Bata, 28 de abril de 1924.

382

Misma signatura. Carta de José Alonso a José María Benedito. Mikomeren, 20 de octubre de 1924.

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había decretado la prohibición de cazar gorilas y chimpancés, por lo que necesitaría los documentos pertinentes que avalaran el sacrificio de aquellos destinados al Museo. «¿Si para la asignación de envase han tardado seis meses, a qué fecha podré yo disponer de esos dichosos envases?»,383 protestaba airado ante el problema, sin aparente solución, del alcohol y los recipientes. Lo tenía decidido, si el Museo quería ejemplares de Guinea deberían pagarle por ello «unas pesetas», si no se iría deshaciendo de las armas que en su momento alquiló para cumplir la misión. Tras el plante, Alonso tuvo su merecida recompensa. Un año después el practicante ofreció en venta al Museo, por un precio de 17.775 pesetas, el lote integrado por «una familia de gorilas compuesta por macho con esqueleto, hembra con cráneo y dos machos pequeños con cráneo, una piel de leopardo, un mandril sin calavera, un lince (sic) sin calavera, dos galápagos y ochenta pieles de pájaro».384 El negocio se zanjó con una ligera rebaja y el Museo pagó 15.000 pesetas por todo.385 A partir de ese momento, Alonso, más sereno, se convirtió en asiduo recolector. En sus envíos figuraban todo tipo de seres: monos, aves, mariposas, alacranes, anfibios, grillos, pulgas y hasta un trozo de árbol con hormigas.386 Respecto al pago, solicitó se efectuara en Madrid y que la destinataria fuera su mujer, siempre apurada por las deudas que generaba su numerosa familia. Los deseados gorilas fueron finalmente montados por Luis Benedito y constituyeron el principal atractivo del pabellón dedicado a la Guinea Española en la exposición iberoamericana de Sevilla, celebrada en 1929 y sobre la que enseguida volveremos. Uno de los comentarios escritos acerca del evento nos informa del éxito de la aventura y añade una nota triste para finalizar la historia: Destaca en primer término (…) un magnífico grupo formado por una familia de gorilas del NE del Muni (Gorilla gorilla reichenowi Matsch.), formada por un enorme macho adulto, una hembra adulta también y dos machos jóvenes,

383

Misma signatura.

384

Misma signatura. Carta de José Alonso al Museo. Carabanchel Bajo, 4 de diciembre de 1925.

385

Misma signatura.

Misma signatura. Cartas de José Alonso a Ignacio Bolívar. Ebebiyin, 21 de julio de 1926, 30 de julio de 1926, 30 de septiembre de 1926, 20 de octubre de 1926. 386

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cazados todos ellos por el practicante de Medicina y Cirugía de nuestros territorios, Sr. Alonso Martínez, que con tanto celo e interés había comenzado a enviar a nuestro Museo Nacional valiosos ejemplares de la fauna del Muni, cuando en el cumplimiento de su deber le sorprendió la muerte en aquellos territorios (Royo y Gómez, 1929).

El de los gorilas estaba destinado a ser el primero y principal de una serie de montajes que darían cuerpo a una sala en el Museo enteramente dedicada a «los territorios de Guinea, cuyo interés y oportunidad no es necesario encarecer» (Royo y Gómez, 1929). Junto al de los grandes primates, otros grupos hoy custodiados en el Museo, como los de los turacos, los varanos, los talapoines o los mirlos metálicos, dan buena fe del interés del frustrado proyecto.

LOS GRANDES MAMÍFEROS AFRICANOS Además de los ya mencionados gorilas y de su primera obra, el antílope caballo, de autoría compartida, pocos fueron los grandes mamíferos exóticos naturalizados por Luis Benedito para el Museo. De cualquier forma, la escasa cantidad no ensombrece la innegable calidad de esas contadas excepciones. De hecho, dos de sus incuestionables obras maestras son trabajos realizados a partir de las pieles de los mayores mamíferos terrestres: un elefante y una jirafa, dos historias que merecen ser contadas. Un elefante es uno de esos ejemplares que se dan por supuestos en un museo de ciencias naturales que se reconoce como Nacional. El de Madrid poseía, prácticamente desde sus inicios, la piel naturalizada y el esqueleto armado del elefante indio montado por Bru. Sin embargo, en sus salas no se podía admirar ningún ejemplar de la especie africana. Semejante laguna se pudo colmar a principios del siglo XX gracias al generoso gesto de Jacobo Stuart-Fitz-James y Falcó (1878-1953), duque de Alba, padre de la actual duquesa Cayetana. El aristócrata entregó a la institución la piel de un enorme macho que él mismo había abatido, el 11 de marzo de 1913, en la región del Nilo Blanco, en Sudán (Velasco Pérez, 2007). Meses más tarde la piel llegó al Museo y allí permaneció diez largos años a la espera de ser montada. Era tal el tamaño del paquidermo que la institución carecía de un local adecuado para poder hacerlo.

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Finalmente, con motivo de las obras de remodelación del Pabellón Villanueva del Real Jardín Botánico, se decidió instalar allí temporalmente el taller, lejos del Museo. La piel seca que llegó de África pesaba 600 kilos. Para ablandarla, hubo que construir una balsa en la que se sumergió en un baño de agua al que se le añadieron 1.140 kilos de sal y otros 600 de alumbre. El montaje de la escultura final, obra inigualada de la técnica dermoplástica, significó el empleo de 3.450 kilos de escayola y ocupó a diez hombres trabajando a las órdenes del menor de los Benedito (Velasco Pérez, 2007). Todo lo relativo al montaje de la pieza y a su traslado en sorprendente procesión, desde el Botánico hasta los Altos del Hipódromo, ya ha sido convenientemente narrado por otros autores (Morales Agacino, 1934; Velasco Pérez, 2007). Por eso, aquí se incidirá sobre otro aspecto: el de la concepción de la inmensa escultura del proboscidio, ardua tarea para la que Luis pidió apoyo y consejo a su amigo y maestro ter Meer. El holandés se comprometió a enviarle las dimensiones del esqueleto de elefante africano del museo de Leipzig como referencia.387 Luis ya tenía otras medidas recopiladas en libros y un montón de fotos, folletos, postales y recortes de prensa sobre elefantes.388 Sin embargo, prefería las de ter Meer. Además, le solicitó un modelo a escala reducida del cráneo y de la pelvis de dicho ejemplar para saber qué proporciones darle a su escultura. Y es precisamente en la respuesta de ter Meer donde se puede admirar la fineza escultórica y el dominio de la anatomía zoológica que ambos personajes poseían. La misiva que Luis recibió contenía las medidas del ejemplar alemán, más pequeño que el español, y una advertencia: el verdadero desafío estribaba en saber aumentar proporcionalmente las medidas del elefante de Leipzig hasta alcanzar la enorme corpulencia del de Madrid. Estos fueron sus consejos: Le aconsejo tratar de medir la longitud entera, es decir, la distancia desde el atlas hasta el final de la pelvis, empleando una cuerda flexible. La longitud de 268 centímetros de mi dibujo ha sido tomada siguiendo la línea vertebral, todas las curvas de la espalda y la curva de la línea vertebral sobre la pelvis. Esa longitud siempre es correcta, ya que los cartílagos entre las vértebras han sido sustituidos

387

ACN0295/008. Borrador de una carta de Luis Benedito a ter Meer. Sin fecha.

ACN0296/010. Folletos, tarjetas postales y recortes de prensa con fotografías utilizados como material de referencia para la naturalización del elefante. 388

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por placas... Puede comparar las medidas de nuestro esqueleto con las que ha encontrado en su piel, (…) Entonces cosa las patas en diversos puntos hasta poder rellenarlas de paja. Cuando haya rellenado las patas (solo las izquierdas o las derechas) y haya tenido cuidado de que los pliegues queden en su sitio y de que todas las partes tengan una longitud proporcional (algo que puede comparar mirando alguna buena fotografía de un elefante africano), podrá constatar la longitud y la proporción de las partes. En ese punto tiene que considerar las medidas del dibujo de nuestro esqueleto y aumentarlas en proporción. Una vez constatada la longitud de las patas y medida la longitud dorsal de la piel, no es difícil reconstruir la longitud de la escápula y la anchura de la pelvis con los trocánteres. Únicamente después de rellenar las patas podrá dibujar los huesos en cartón para confirmar una vez más la longitud de las patas, poniendo las patas de cartón sobre las patas rellenas. (…) Las dimensiones de la cabeza las puede calcular de la misma manera. Rellenar y dibujar un perfil de la cabeza agrandándolo proporcionalmente al perfil de nuestro cráneo.389

Ter Meer accedió a modelar en escayola la versión reducida, en proporción 1/5, del cráneo y de la pelvis del elefante de Leipzig, trabajo por el que solicitó el pago de 50 goldmarks.390 Y así fue como, rellenando dos patas y calculando proporciones, Luis Benedito dio cuerpo a su obra maestra, sin haber medido el cadáver del animal y sin que nadie lo hubiera hecho en su lugar. Prácticamente de la nada, Luis modeló un inmenso macho de elefante africano, sin duda uno de los más hermosos que hoy se pueden contemplar en los museos. Una vez armado el corpachón con su piel se le añadieron los colmillos, réplica en madera de los originales.391 Para el acabado final, el duque de Alba puso a disposición de Luis un grupo escultórico que había adquirido en Estados Unidos, una estampida de elefantes en bronce obra del escultor-taxidermista Carl E. Akeley, uno de los referentes de Luis a la hora de buscar inspiración para sus creaciones.392 Y de esa forma quedó listo el elefante africano, un ejemplar que, con el tiempo, se ha convertido en imagen

389 ACN0295/008. Carta de ter Meer a Luis Benedito. Leipzig, 31 de enero de 1924. Original en francés. 390

Misma signatura.

391

ACN0296/001. Carta del duque de Alba a Luis Benedito. Madrid, 17 de enero de 1925.

392

Misma signatura.

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de marca del Museo. Nadie puede permanecer ajeno a su presencia. Y nadie mejor que su propio autor para describir la salvaje y contundente belleza de un sublime animal que sigue cautivando miradas: La cabeza del elefante africano es de una singular belleza. La forma de su cráneo y la calidad de su piel, de una tosquedad rocosa, le dan un aspecto de monstruo bondadoso no obstante la malicia de sus claros y diminutos ojos que aparecen en medio de esa mole de absurda forma, contribuyendo a su rareza el largo fuelle de su trompa que mueve hábil y lentamente.393

De nuevo fue el duque de Alba el benefactor que permitió la presencia del otro gigante africano, la jirafa, en las salas del Museo. Otro aristócrata, Luis Jesús Fernández de Córdoba y Salabert (1880-1956), duque de Medinaceli, compañero de safari del primero, nos cuenta cómo fue su captura. El relato del lance de caza no escatima detalles y se recrea en el momento preciso en que se le arrebata la vida al animal, un disfrute que a muchos nos resulta incomprensible: (…) divisamos a 400 metros una hermosa jirafa. Jimmy (se refiere a Jacobo, el duque de Alba) y yo le tiramos, pero creo que sin resultado. Entonces el somalí llamado Askaro, que es caballista, salió a todo galope para intentar cortar la marcha del animal, cosa que logró. Jimmy cogió mi caballo y salió al galope y tiró a la jirafa hiriéndola (…) tenía la jirafa un balazo que le cogió el bajo vientre (…) el espectáculo que disfrutamos con aquella lucha por la vida del inmenso rumiante fue en extremo interesante, hasta que al fin sucumbió aquella a los certeros disparos que le propinó aquel con el 465, y rodó el monstruoso animal como un infeliz conejo. (…) Era una gran jirafa macho de gran tamaño, midiendo cerca de seis metros de altura desde lo más alto de la cabeza al casco. Inmediatamente se procedió a desollarla por completo, por pensar disecarla toda entera (Duque de Medinaceli, 1919a, 129-130).

El macho de jirafa fue abatido el 20 de enero de 1909 a las orillas del río Ensoi, en la meseta de Gnashiengishu del África Oriental Inglesa, actual 393 ACN0296/002. Memoria de Luis Benedito sobre las labores de montaje en el Jardín Botánico de la piel del elefante africano. Citado en Velasco Pérez, 2007, 54.

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Kenia.394 Habida cuenta de la dificultad del lance y de la lenta agonía del animal, la piel llegó en mal estado al Museo y hubo que «disimular en lo posible las calvas que» tenía «debidas a la época en que el ejemplar se cazó, a alguna enfermedad o al poco cuidado con que se trató después de muerto el animal»395. Luis decidió montarla mirando al espectador, con la cabeza inclinada hacia abajo y el cuello casi horizontal. La piel nunca estuvo en buen estado, hasta el punto de que en determinados lugares, como en la cruz, las ausencias se disimularon pintando directamente el típico ajedrezado del animal sobre la escayola. Tan malos inicios no dejaban presagiar nada bueno y la mayor parte del cuero acabó perdiéndose definitivamente. Hoy en día, únicamente la cabeza y parte del cuello de la jirafa están completos. En el resto del cuerpo la escultura ha quedado al desnudo, una fatalidad de la que se puede hacer virtud al contemplarla como el merecido homenaje a esa sensibilidad mixta de artista-disecador de la que Luis estuvo dotado. Al igual que ocurrió al final de un apartado anterior con el tema de las capturas, tal vez algún lector se sorprenda al tomar conciencia del origen de parte de las colecciones del Museo, pero la realidad es que la caza y los museos de ciencias naturales siempre han ido de la mano a lo largo de la historia. A principios del siglo XX no eran muchas las maneras de hacerse con animales salvajes procedentes de los remotos territorios que, poco a poco, como consecuencia de una intensa actividad colonial europea, se iban explorando. Tampoco eran muchos los que tenían la oportunidad de salir a cazar lejos. Sin embargo, los pocos que sí podían lo hacían a voluntad ante la falta de una legislación proteccionista y guiados por otro tipo de mentalidad, como ya hemos dicho, muy alejado de la actual sensibilidad ecológica predominante. Por ejemplo, el duque de Medinaceli, ávido cazador, se cobró durante su expedición al Ártico, realizada en el verano de 1910, 25 osos polares, ocho focas barbudas, una fétida, tres renos y 19 morsas, además de traerse vivos, de vuelta a casa, cuatro oseznos (Duque de Medinaceli, 1919b). Algunos de esos animales acababan en las salas de los museos. El de Madrid no fue una excepción y numerosos cazadores donaron piezas que fueron bien recibidas. Joaquín Santos Suárez donó un león de cuerpo

394 ACN0296/011. Carta del duque de Alba a Ignacio Bolívar. 9 de octubre de 1918. «Agradezco mucho las fotografías que me envía del estado actual de la jirafa, que honra a ese museo que tan perfectamente la ha disecado y expuesto». 395

ACN0296/012. Nota de Luis Benedito. Sin fecha.

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entero y 23 cabezas montadas, incluidas las de un rinoceronte, un búfalo, distintas especies de antílopes, una morsa y varias focas.396 Ricardo de la Huerta hizo lo mismo con 36 cráneos y varias cabezas de rumiantes y una de rinoceronte, todos ellos cazados en el África ecuatorial.397 La mayor parte de esas cabezas hoy están visibles en torno a la sala dedicada al Gabinete de Historia Natural en el Museo, y solo deben y pueden ser interpretadas como lo que son, el fruto material de una larga historia, nunca como una colección con vocación cinegética. Otras veces los donativos eran más discretos, aunque no menos valiosos. El propio duque de Medinaceli regaló una colección de aves que incluía un pingüino emperador, un tucán, una garza blanca y un chajá, un extraño anseriforme sudamericano, entre otros.398 El lote ofrecido por Amparo García Victoria resulta aún más sorprendente. Junto a una artística colección de 36 pájaros exóticos agrupados bajo dos fanales, regaló «un grupo caprichoso de tres sapos simulando un duelo a espada al compás de una guitarra o bandurria que toca el tercero».399 Y para que los sapos no nos despisten, cerraremos este apartado, dedicado a la fauna exótica en el Museo, diciendo que buena parte de los montajes de cuerpo entero se compraron, para la nueva sede, en la tienda londinense de Rowland Ward (1848-1912), el más famoso taxidermista y marchante naturalista del momento en Europa, alguien de quien volveremos a hablar en la discusión final. Una larga lista de animales imprescindibles en las salas de un museo de ciencias, como el búfalo cafre, la cebra, la hiena o el ya por entonces raro lobo marsupial, por el que se pagaron 618 pesetas, procedían del popular establecimiento de Piccadilly.400 396 ACN0316/030. Informe de la Junta del Museo al ministro de Instrucción Pública. Madrid, 15 de junio de 1912. 397 ACN0316/029. Informe de la Junta del Museo al ministro de Instrucción Pública. Madrid, 29 de mayo de 1911. 398 ACN, caja 6 Fondo Museo/Administración/Secretaría; carpetilla « Junta de Profesores. Oficios dando gracias por el envío de colecciones ». Carta de Ignacio Bolívar al duque de Medinaceli. Madrid, 14 de noviembre de 1927.

Misma signatura. Carta de Ignacio Bolívar a Amparo García Victoria. Madrid, 17 de noviembre de 1931. 399

ACN0376/003. Carta de los herederos de Rowland Ward a Ignacio Bolívar. Londres, 23 de noviembre de 1916 ; Caja 208. Museo/Contabilidad. Expediente 208-11. Factura de compra de objetos a Rowland Ward. Madrid, 28 de diciembre de 1917. 400

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MONTAJES DE EXPOSICIÓN El paso de los años 20 a los 30 del pasado siglo fue un momento de grandes fastos en España. Entre el nueve de mayo de 1929 y el 21 de junio de 1930, Sevilla celebraba, en los alrededores del parque de María Luisa, la Exposición Iberoamericana. Por su parte, Barcelona veía surgir en la montaña de Montjuic multitud de pabellones que darían cuerpo, entre el 20 de mayo de 1929 y el 15 de enero de 1930, a su Exposición Internacional. Las creaciones de los hermanos Benedito estuvieron presentes en ambos eventos y se convirtieron en el principal escaparate de los contenidos del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Para la exposición andaluza se solicitó la colaboración del laboratorio de taxidermia a la hora de dotar los espacios que, en el pabellón de las Colonias, se dedicaron a la isla de Fernando Poo y a la porción continental de la Guinea Española, la región de Río Muni. Concretamente, lo que se pidió fue la naturalización del ya referido grupo de gorilas y de algún otro animal, como un joven ejemplar de elefante y varios grupos de aves y reptiles (Royo y Gómez, 1929). El Museo recibió el encargo de la Dirección General de Marruecos y Colonias, que corrió con todos los gastos.401 Como gancho para los visitantes también se presentó un leopardo vivo que, una vez muerto y tras haber transitado por la Casa de Fieras de El Retiro al cierre de la exposición, fue naturalizado por Luis Benedito e integró la colección del Museo, donde todavía está.402 El acontecimiento sevillano también contó con otra pincelada del talento de Luis, una aportación en consonancia con la tradición taurina de la ciudad. Como plato fuerte para la sala que iban a dedicar a la fiesta nacional, desde la organización se solicitó el préstamo del popular toro de la ganadería del duque de Veragua, un magnífico ejemplar de pelaje berrendo llamado Verdejo.403 Bolívar aceptó con gusto, siempre que se tomaran las precauciones necesarias y que Luis viajase con el animal para ocuparse de su instalación404. 401 ACN0278/015. Oficio de Ignacio Bolívar al director general de Marruecos y Colonias. Madrid, 21 de agosto de 1930. 402 ACN0305/021. Oficio de la Dirección General de Marruecos y Colonias a Ignacio Bolívar. Madrid, 21 de septiembre de 1927. 403 ACN0307/10. Oficio del Comisario Regio a Ignacio Bolívar. Sevilla, 12 de enero de 1929. Los detalles de la naturalización del toro de Veragua están en el expediente ACN0297/001. 404 Misma signatura. Oficio de Ignacio Bolívar al Comisario Regio. Madrid, 25 de enero de 1929. Corre unida la conformidad de la organización, firmada en Sevilla a 21 de febrero de 1929.

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Okapi (ACN004-002-08838). El okapi naturalizado del Museo Nacional de Ciencias Naturales fue un regalo del Estado Libre Asociado del Congo a España. El asunto fue promovido y gestionado por el entonces director del centro, Ignacio Bolívar. El ejemplar se montó en Bélgica en 1905. (Archivo MNCN).

Esqueleto de okapi (ACN004-001-08657). Junto a la piel de un macho, el Museo de Madrid también se hizo con el esqueleto completo de una hembra de okapi, fácilmente reconocible por la ausencia de cuernecillos sobre la frente. Al igual que la piel, el esqueleto fue armado en Bruselas en 1905. (Archivo MNCN).

Taller de los hermanos Benedito (ACN004-001-08661). La modernización de las salas de exposición del Museo Nacional de Ciencias Naturales corrió a cargo de los hermanos Benedito Vives, taxidermistas valencianos que dieron forma a magníficos grupos biológicos representativos de la fauna ibérica. (Archivo MNCN).

José María Benedito (ACN004-002-08862). José María Benedito Vives (1873-1951), el mayor de los hermanos, se especializó en la preparación y montaje de las aves, como el exótico pavo real de la fotografía. (Archivo MNCN).

José María Benedito sobre el terreno (ACN004-002-08833). Auténtico naturalista, todos los trabajos de José María estaban precedidos por largas horas de minuciosa observación en el campo de los animales vivos. Los elementos decorativos de sus montajes, como plantas o rocas, procedían de los mismos lugares que los ejemplares zoológicos. (Archivo MNCN).

Luis Benedito (ACN003-00408592). Luis Benedito Vives (1885-1955) introdujo la técnica de la dermoplastia en España y se especializó en los grandes mamíferos, como el impresionante toro de la ganadería del duque de Veragua al que está dando los últimos retoques en la fotografía. (Archivo MNCN).

I

II

Dermoplastia (I) (ACN003-004-08516). La primera etapa del proceso dermoplástico consiste en dar forma al tronco del animal mediante una plancha de madera. El cuello y las extremidades se prefiguran con barras de hierro sobre las que se sitúan el cráneo y parte de los huesos de las patas. (Archivo MNCN). Dermoplastia (II) (ACN003-004-08517). Sobre ese primer esqueleto plano se colocan fragmentos de tela metálica que servirán para dotar de volumen al cuerpo del ejemplar. El interior de la malla se rellena con material ligero para darle consistencia. (Archivo MNCN).

III

Dermoplastia (III) (ACN003-004-08513). La malla metálica se forra con estopas empapadas en escayola y todo el cuerpo de la escultura se recubre con una fina capa de ese material, sobre la que se van esculpiendo los detalles anatómicos de la musculatura. (Archivo MNCN).

Dermoplastia (IV) (ACN003-004-08515). La piel se fija sobre el maniquí de escayola mediante alfileres y se añaden los últimos detalles, como los ojos. El ejemplar, en este caso un antílope negro o sable, obra de Julio Patón, queda listo para ser expuesto. (Archivo MNCN).

Antílope ruano (ACN003-004-08592). El magnífico macho de antílope ruano o caballo fue el primer ejemplar del Museo elaborado mediante la técnica dermoplástica. Lo realizó Luis Benedito en 1912, durante su periodo de formación en Leipzig junto al taxidermista holandés Ter Meer. (Archivo MNCN).

Guarda de Gredos con cabras monteses (ACN003-003-08181). La fauna ibérica acaparó la atención de los hermanos Benedito quienes, con sus montajes, la dieron a conocer desde las salas del Museo. En la fotografía, un guarda del coto de Gredos posa junto a dos ejemplares de cabra hispánica, macho y hembra, que acabarían integrados en el grupo biológico que Luis dedicó a la especie más emblemática de las cumbres de la Península. (Archivo MNCN).

Piel curtida del elefante africano (ACN004-001-08651). Una piel curtida fue todo lo que Luis Benedito recibió del enorme macho de elefante africano abatido por el duque de Alba en el África Oriental Inglesa, en 1913. Gracias a su pericia y a su sensibilidad artística, Luis logró dar forma al imponente ejemplar que hoy se puede contemplar en las salas del Museo. (Archivo MNCN).

Piel curtida de jirafa (ACN004-001-08774). El duque de Alba también regaló al Museo la piel de una jirafa que él mismo abatió en el transcurso de un safari por territorios de la actual Kenia. El pellejo, que llegó en mal estado, fue trabajado en el taller de taxidermia del Museo. (Archivo MNCN).

Jirafa (ACN003-003-08146). Mediante la técnica dermoplástica, Luis Benedito dio forma al cuerpo de la jirafa sobre el que colocó la piel donada por el duque de Alba. Debido a su mal estado, buena parte de la piel se ha perdido y hoy en día solo se conserva la de la cabeza y parte del cuello. (Archivo MNCN).

Tortuga laúd (ACN003-004-08614). Ejemplar de tortuga laúd capturada en el puerto de Tazones (Asturias) y remitida al Museo por Gómez de Llarena, catedrático del Instituto de Enseñanza Secundaria de Gijón. El animal fue naturalizado por los hermanos Benedito en su taller en el Museo. (Archivo MNCN).

Vitrina de los gorilas (ACN003-004-08527). El grupo de los gorilas de llanura presidía la sala dedicada a los mamíferos. Compuesto por un macho, una hembra y dos crías, la escena familiar fue realizada por Luis Benedito y se mostró, por primera vez, en las salas dedicadas a la Guinea Española en la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. (Archivo MNCN).

Buitres negros y leonados (ACN004-001-08800). Este roquedo sobre el que descansan dos buitres negros y cuatro leonados es uno de los grupos de José María Benedito que terminó siendo desmontado. Los ejemplares aislados continúan formando parte de las colecciones del Museo. (Archivo MNCN).

Rebecos de Picos de Europa (ACN003-004-08581). El grupo de los rebecos de la Cordillera Cantábrica, integrado por un macho, una hembra y un chivo, se convirtió en una imagen emblemática de la riqueza natural de las montañas del norte de España y fue reproducido en numerosas publicaciones de la época. (Archivo MNCN).

Acantilado marino (ACN004-00208914). La fotografía reproduce el acantilado marino que José María Benedito realizó para el Museo. El montaje original fue desmontado. Hoy en día se puede contemplar una versión reducida del mismo en las salas de la institución. (Archivo MNCN).

Garzas ibéricas (ACN004-002-08919). Algunos de los dioramas montados por José María Benedito estaban dotados de una indudable espectacularidad, como este fragmento de bosque de ribera, hoy desmontado, en el que se sitúan varias garzas, tanto reales como imperiales, y un avetoro. (Archivo MNCN).

Patos de la Albufera (ACN004-002-08917). En sus dioramas, José María Benedito acercó al público del Museo la riqueza zoológica de algunos de los lugares salvajes mejor conservados del país. Ese es el caso de esta recreación de la Albufera de Valencia con todas las especies de patos que allí habitan, escenografía que, desgraciadamente, no ha llegado hasta nuestros días. (Archivo MNCN).

Flamencos (ACN004-002-08920). Este apacible grupo, formado por cuatro flamencos rosas descansando al borde de una marisma, es buena muestra del arte de José María Benedito. Lamentablemente, la escenografía fue desmontada en una de las reformas del Museo, aunque las aves siguen estando visibles en sus salas. (Archivo MNCN).

En la Exposición Internacional de Barcelona el Museo se presentó junto al Jardín Botánico, como integrantes del Instituto Nacional de Ciencias bajo dependencia de la Junta para Ampliación de Estudios, en el Pabellón del Estado de la montaña de Montjuic. La selección de piezas estaba integrada por minerales y rocas, incluido un meteorito caído ese mismo año en Olmedilla de Alarcón (Cuenca), moluscos de las colecciones de estudio de González-Hidalgo entre otros, insectos escogidos de colecciones históricas como la de Pérez Arcas, láminas de peces ibéricos, realizadas por Santiago Simón Sanchís, de líquenes, obra de Luisa de la Vega, las copias de pinturas rupestres realizadas por Benítez Mellado y una serie de fotografías de gran formato de José Padró, tomas que reproducían diversas estancias de la institución y el proceso de preparación y montaje de la piel de un mamífero.405 Sin desmerecer al resto, los grupos de los hermanos Benedito formaron parte de las obras más elogiadas, tanto por la modernidad de su enfoque pedagógico como por la calidad artística de su realización: Los museos modernos tienden a sustituir las series sistemáticas de animales colocados en filas uniformadas, que fatigan la atención del público y nada le enseñan fuera de la forma y los colores de los animales, por grupos biológicos en que están reunidos diversos individuos de la misma especie, pero de diverso sexo y edad, colocados en el medio en que viven y en las actitudes que les son habituales. Estos grupos constituyen sendas lecciones de historia natural que se graban sin esfuerzo en la mente del visitante. Pocos son los museos que en estas representaciones de la Naturaleza alcanzan la exactitud y verdad que ofrecen en el de Madrid los muy numerosos que ya posee y de que son muestra los expuestos, entre los que sobresale el formado por las cabras monteses de la Sierra de Gredos, que se exhibe en esta exposición (…). Todos ellos son obra de los escultores taxidermistas del Museo Nacional de Ciencias Naturales, Sres. D. José María y D. Luis Benedito. (…) Se presentan, además, varios vaciados en bronce que reproducen las esculturas hechas por los mismos señores y que constituyen el primer trabajo que ha de realizarse para la naturalización de cualquier mamífero, antes de proceder a la escultura definitiva en tamaño natural.406

405 ACN0307/009. Folleto explicativo del Museo Nacional de Ciencias Naturales y Jardín Botánico de Madrid. Fundados respectivamente en 1771 y 1755-1774. Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid, 1929. 406

Misma signatura.

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La participación del Museo en la exposición ha dejado huella en el archivo, un rastro que de nuevo permite traer a colación matices que se escapan si la historia únicamente se cuenta a partir de los resultados finales. Apenas cuatro meses antes de la inauguración, Bolívar recibió una carta del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Se le encargaba organizar la presencia del centro en el evento. Habida cuenta del reducido espacio que les estaba destinado, debía centrarse en objetos pequeños, preferentemente minerales, insectos, material gráfico y taxidermia. Además, se concedía un crédito especial de 10.000 pesetas a los hermanos Benedito para preparar nuevos ejemplares. Los costes de la instalación y el transporte irían aparte.407 Fue José María el que viajó hasta Barcelona para ocuparse de todo. Pese a las malas expectativas, el local que les había sido atribuido le pareció «verdaderamente hermoso»408 y, aunque los pintores y los del linóleo no habían acabado y los electricistas tan siquiera habían empezado, él se ocuparía de «que el Museo» quedase «lo mejor posible».409 En Barcelona contó con el apoyo de un comisionado, cargo que recayó en Federico López Mendigutia, profesor auxiliar de la Facultad de Ciencias de Barcelona.410 En lo tocante al local, el comisionado estuvo totalmente de acuerdo con José María: «afortunadamente estamos de enhorabuena por el local que ha conseguido el señor Benedito, el mejor del Palacio del Estado por su disposición, luz y capacidad adecuada».411 La exposición resultó un éxito y las salas del Museo recibieron numerosos visitantes, sobre todo por la noche, a causa del sofocante calor del día y porque las fuentes luminosas entraban en funcionamiento.412 Los locales acogieron incluso la visita del rey, que salió muy complacido y «desde el primer

407 ACN0307/011. Oficio de Fernando J. de Larra, jefe de la sección de informadores de enseñanza del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes a Ignacio Bolívar. Madrid, 2 de febrero de 1929. 408 ACN0307/008. Carta de José María Benedito a Ignacio Bolívar. Barcelona (Hotel Victoria), 14 de mayo de 1929. 409

Misma signatura.

Misma signatura. Oficio de Ignacio Bolivar al ministro de Instrucción Pública. Madrid, 3 de junio de 1929. 410

411 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona (Universidad), 20 de mayo de 1929. 412 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 28 de agosto de 1929.

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momento recordó y nombró» (a Bolívar) «como director y alma del Museo, así como también al ver los grupos biológicos dijo eran obra de los hermanos Benedito».413 José María y Mendigutia se ocuparon absolutamente de todo, sin merecer por ello ni el reconocimiento de los organizadores ni la gratificación económica del Ministerio. Unos salían en la foto y otros arrimaban el hombro, algo que no fue del agrado del comisionado y que criticó en repetidas ocasiones: Remito a usted el adjunto recorte del periódico La Vanguardia del día 11 del corriente en el que como usted verá el Ministerio parece ignorar mi modesta labor y cree que esta no merece ni las gracias. Y por modesta que haya sido y sea, es indiscutiblemente mayor que la aportada por los señores del Ministerio que nada hicieron por el buen término de la instalación, pues las dificultades que se presentaron, entre el señor Benedito y yo tuvimos que remediarlas.414 Ya sabemos que el Ministerio de Instrucción es el Ministerio de la tacañería, y debido a ello el profesorado de las universidades e institutos, que es a los que se les exige más costosa carrera y títulos, es el peor retribuido, y mucho más si se tiene en cuenta la edad media de 30 años, que es a la que suele ingresarse en el profesorado; edad en la que por ejemplo un militar cobra un sueldo decente, no teniéndose que preocupar ya de agarrar un libro desde que a los 17 años sale de la academia con el sueldo de ingreso de un catedrático, a cuya edad este empieza la carrera. Así no es extraño que los ingenieros prefieran trashumar de Ministerio en Ministerio antes que pertenecer al de Instrucción.415

Bolívar intercedió por Mendigutia ante Instrucción Pública y solicitó que, en reconocimiento a su entrega, se le concediera la Cruz de Alfonso XII.416 El director se interesó también por los gastos, a lo que el comisionado respondió que todo lo había hecho con gusto y desinteresadamente, que lo único 413 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 4 de junio de 1929. 414 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 28 de agosto de 1929. 415 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 22 de octubre de 1929. 416 ACN0307/022. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid, 18 de junio de 1930.

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que le había molestado había sido el desinterés del Ministerio.417 La versión la confirma José María en la correspondencia privada que mantuvo con Luis desde Barcelona. En una misiva con noticias familiares en la que, entre otras cosas, hablan del martirio sufrido por Rafael, el músico, en una intervención en la que le cauterizaron varias varices, dice: «al señor ministro, no le vi el pelo ni ganas».418 Por eso, movido por el desánimo que provoca el trabajo bien hecho no reconocido, en otra de esas cartas dirigidas a su hermano escribe: «no pases apuros ni te ocupes del taller, a este paso vamos todos a reventar y en el fondo no merece la pena».419 El beneplácito que Benedito tampoco obtuvo de la autoridad sí que lo logró del que fue su compañero de sobresaltos: El señor Benedito es una persona bondadosísima para conmigo, pues yo no he hecho nada extraordinario, y sí solo lo que era natural y lógico al tratarse de usted, del Museo y de una persona que como el señor Benedito honra a ese Museo con los admirables y perfectos trabajos que son justamente alabadísimos aquí por toda persona que sube a ver.420

El juicio de Mendigutia no era en absoluto exagerado. El Jurado Internacional de la Exposición de Barcelona concedió al Museo un diploma y medalla de oro por su representación en la muestra.421 Antes de finalizar el evento, y ante el éxito obtenido, el desdeñoso Ministerio solicitó que el grupo de las cabras se presentara en la exposición internacional de caza que pronto tendría lugar en Leipzig. Y así se hizo, las montesas partieron directamente rumbo a Alemania desde Barcelona, acompañadas por otros montajes que también habían formado parte de la muestra, los de los linces, garduñas y meloncillos, especies entonces de valor cinegético y hoy estrictamente protegidas por la ley.422 417 Misma signatura. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 21 de junio de 1930. 418

Misma signatura. Carta de José María Benedito a Luis Benedito. Madrid, 19 de mayo de 1930.

419

Misma signatura. Carta de José María Benedito a Luis Benedito. Madrid, 22 de mayo de 1930.

ACN0307/008. Carta de Federico López Mendigutia a Ignacio Bolívar. Barcelona, 13 de noviembre de 1929. 420

421

ACN. Caja 13 Administración. Legajo 2. Madrid, 25 de abril de 1930.

ACN0307/023. Oficio del subsecretario de Universidades a Ignacio Bolívar. Madrid, 12 de mayo de 1930. 422

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Los grupos de los Benedito eran valorados, además de por su calidad, por su modernidad, como bien demuestra el éxito que lograron en la primera Exposición de Alpinismo y Deportes de Nieve, celebrada en el Palacio de Cristal con motivo del Congreso Internacional de Turismo que tuvo lugar, en Madrid, en octubre de 1912. En palabras del anónimo autor de la crónica, que firma con las iniciales R. G.: Capítulo aparte merece la sala dedicada a la estación Alpina de Biología del Museo de Ciencias Naturales. Los trabajos presentados son para colocar a esta sección a la altura de lo mejor que pueda hacerse en el extranjero; aparte de su valor científico, solamente el gusto artístico que se aprecia en todo hace que sea el «clou» (clavo, puntal) de la Exposición, y esta manera de divulgar la ciencia por el arte debe tenerse en cuenta y premiarse por los elementos directores. Los trabajos del señor Benedito (se refiere a José María), como profesor de taxidermia, son superiores a toda ponderación.423

UN CAJÓN DE SASTRE PARA UN TALLER DE TAXIDERMIA Como gesto de amistad, el rey Gustavo V de Suecia (1858-1950) obsequió a su homólogo español con un ejemplar de alce naturalizado, un imponente cérvido que con su desgarbada silueta simbolizaba los vastos espacios salvajes de Escandinava. Alfonso XIII decidió enriquecer con él las colecciones del Museo, en las que el alce no estaba presente.424 Más tarde recibió un esqueleto montado de la misma especie, del que también se hizo entrega a la institución.425 El monarca español respondió al generoso gesto enviando a Luis hasta Estocolmo para que montara allí un grupo de cabras monteses, especie

Artículo de autor anónimo titulado « Exposición de alpinismo y deportes de nieve ». Gran Vida. Revista ilustrada de sports 114 (Madrid, noviembre de 1912), 335-337. 423

ACN0303/007. Oficio del Ministerio de Instrucción Pública a Ignacio Bolívar. Madrid, 26 de junio de 1929. 424

Misma signatura. Carta del conde Maceda, caballerizo y montero mayor de su Majestad, a Eduardo Callejo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid (Palacio Real), 26 de noviembre de 1929. 425

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emblemática de las cumbres ibéricas.426 El museo de Londres también adquirió un grupo integrado por un macho, una hembra y un chivo sobre un roquedo. Los de Lisboa y Moscú se hicieron con ejemplares aislados de la especie (Urquijo, 1985, 27-28). Con el éxito logrado por una de las piezas estrella de Luis damos comienzo al último apartado de este capítulo, en el que a modo de miscelánea se irán revisando otros aspectos destacables de la actividad del laboratorio de taxidermia. El primero de ellos la docencia, coordinada por la Junta para Ampliación de Estudios. El Instituto de Ciencias Físico-Naturales ofrecía un curso de divulgación titulado «Ejercicios prácticos de taxidermia». La formación estaba abierta a cualquier persona que poseyera los conocimientos básicos para seguir con provecho las enseñanzas.427 Generalmente, los asistentes eran naturalistas aficionados, futuros colectores y viajeros naturalistas. En el artículo que la revista Alrededor del Mundo dedicó a la actividad investigadora y educativa del Museo, se puede ver una fotografía tomada durante una de las sesiones (Medina, 1912). Poca es la información que se ha podido encontrar en el archivo sobre los cursos. Únicamente unas listas de presencia firmadas por los alumnos matriculados en 1913, un efectivo que oscila entre 10 y 12 y entre los que se encontraban dos mujeres, María Cabo y Gabriela Calderón. Otro listado sin fecha reproduce doce nombres, entre los que figuran otras cuatro: Leonor Serrano Pablo, Teodora San Juan, Julia Tárrega y Victoria Adrados. Hasta nueva evidencia, esos son los nombres y apellidos de las primeras mujeres que se interesaron en España por una actividad tradicionalmente propia de hombres.428 Su presencia corrobora una vez más, en un ámbito poco conocido, el esfuerzo realizado por la Junta para Ampliación de Estudios a la hora de integrar a las mujeres entre las élites científicas e intelectuales del país (Magallón, 2007). De la popularidad lograda por las clases da buena fe una foto aparecida en el Heraldo de Madrid, en la que se ve al primogénito de Alfonso XIII, Alfonso Pío (1907-1938), Príncipe de Misma signatura. Carta de Ignacio Bolívar al director del Museo de Historia Natural de Estocolmo. Madrid, 4 de diciembre de 1929. La traducción al inglés del referido documento está archivada con la signatura ACN0382/071. 426

427 El curso se publicitaba en la prensa, por ejemplo, en las páginas de El Imparcial (Madrid, año XLVII, nº 16.529, domingo dos de marzo de 1913). 428 Fondo Museo, sección Cátedras. Cátedra de Taxidermia. Caja II. Expediente: Firmas de asistencia de alumnos a las clases de taxidermia.

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Asturias, y a su hermano, el infante Jaime (1908-1975), asistiendo a una lección de taxidermia impartida por José María.429 Siempre en relación con la educación y la docencia, José Esteban Lozano, director de la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid, solicitó al Museo una serie de aves para emplearlas en las clases de pintura decorativa. Disponía de 1.500 pesetas y, por Real Orden, estaba obligado a gastarlas allí. Quería águilas, búhos, pavos reales, faisanes, cacatúas, golondrinas y otras especies comunes. Tras visitar las colecciones, el material revisado no resultó de su agrado. Decidió entonces buscar en mercados extranjeros. Bolívar actuó rápido y, consciente del compromiso del Museo con el resto de establecimientos educativos del país, solicitó a José María la preparación de nuevos ejemplares, esta vez prestando una atención particular al aspecto decorativo de los mismos.430 El quehacer diario del taller contribuía a la actividad científica del Museo. Los restos de los animales que allí se preparaban, especialmente los huesos, pasaban a la colección científica del laboratorio de Osteozoología, dirigido por Luis Lozano Rey (1879-1958).431 Por otra parte, todo el proceso del montaje era cuidadosamente descrito, prestando especial atención al reportaje fotográfico, un testimonio novedoso y de elevada fiabilidad. En un cuaderno, José María anotaba minuciosamente las características de cada foto realizada, desde el tiempo de exposición a la abertura del diafragma.432 Los hermanos Benedito también realizaron tareas de peritaje desde el Museo. La empresa catalana de peletería Balcázar pidió opinión sobre la calidad de unas pieles teñidas de cabrito. Pretendían que no se les hiciera pagar más aranceles de los debidos en aduanas, «pues lo mismo» podían «ser» (cabritos) «de Besarabia» (una región moldava) «que de Torrelodones».433 La respuesta de Luis fue contundente: «aunque teñida y trabajada para imitar pieles de especie de gran calidad y valor en peletería, lo que apenas consigue en apariencia, 429

Heraldo de Madrid, año XXXI, nº 11.222, sábado 17 de diciembre de 1921.

ACN0267/027. Cartas de José Esteban Lozano a Ignacio Bolívar. Madrid, 15 de noviembre de 1913 ; 24 de diciembre de 1913 ; 7 de enero de 1914. Carta de Ignacio Bolívar a José Esteban Lozano. Madrid, 28 de enero de 1914. 430

ACN0294/002. Lista de los ejemplares de taxidermia, preparados en piel, pasado a la sección de Osteozoología. Madrid, 27 de febrero de 1913 a 13 de noviembre de 1920. 431

432

ACN0297/010. Cuaderno de fotografía del taller de taxidermia (1912-1952).

ACN. Caja 15 Administración. Legajo 1. Carta de la empresa Balcázar a Luis Benedito. Barcelona, 20 de diciembre de 1932. 433

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es piel de cabrito vulgar y corriente».434 De forma similar, el director del Museo Histórico Militar recurrió a José María para evaluar el deterioro de cuatro caballos disecados de sus colecciones y para que propusiera la mejor forma de recuperarlos.435 Con todo, la mayor prueba de la proyección que logró la labor realizada desde el laboratorio de taxidermia la aporta una carta que se recibió desde Mälmo, en el sur de Suecia. El director del museo de ciencias naturales de aquella ciudad presentaba a Gunlög Büllow-Hübe, una joven adjunta en museología, de 24 años y con algún conocimiento de español, que quería perfeccionar su formación en el extranjero: La elevada consideración de la que gozan las colecciones de su museo en todo el mundo, no solo por sus riquezas y su organización sistemática, sino también por la preparación elegante y exquisita de los objetos expuestos, ha hecho que yo le proponga presentarse allí. Estoy convencido que algún tiempo bajo la supervisión de su conservador inteligente y hábil, el señor Luis Benedito, sería de gran valor e importancia para la señorita Büllow-Hübe.436

Bolívar se mostró encantado con el ofrecimiento.437 La estancia de formación se haría realidad a partir del mes de marzo de aquel año de 1934.438 No se ha encontrado mayor información sobre la visita de la joven sueca. Tampoco de su obra ni de la influencia que los Benedito pudieron ejercer sobre ella, algo que queda pendiente de revisión. De cualquier forma, no hay duda de que la exposición de las cabras hispánicas en Suecia trajo gratas consecuencias. A principios de la década de los 30 del pasado siglo, el Museo Nacional de Ciencias Naturales ya había alcanzado su mayoría de edad.

434

Misma signatura. Carta de Luis Benedito a la empresa Balcázar. Madrid, 4 de enero de 1933.

435

ACN. Caja 15 Administración. Legajo 2. Madrid, 1 de febrero de 1934.

ACN. Caja 15 Administración. Carta del director del museo de Mälmo a Ignacio Bolivar. Malmö, 14 de febrero de 1934. Original en francés. 436

Misma signatura. Carta de Ignacio Bolívar al director del museo de Malmö. Madrid, 20 de febrero de 1934. Original en francés. 437

Misma signatura. Carta del director del museo de Malmö a Ignacio Bolívar. Madrid, 27 de febrero de 1934. Original en francés ; ACN0314-009. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de mayo de 1934. 438

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CAPITULO VII

EN LOS ALTOS DEL HIPÓDROMO

Al Centro se le dio alojamiento en unas grandes y desmanteladas salas de la planta baja del edificio de la Biblioteca Nacional, en el Paseo de Recoletos. El espacioso local había sido recientemente desocupado por el Museo de Ciencias Naturales, trasladado al Palacio de Bellas Artes, en los altos del Hipódromo. El piso era de cemento, los techos de una altura de unos cinco metros, y las puertas, anchas, altas y recias. Hubo que construir tabiques de madera para que las secciones se instalaran con cierta independencia, en realidad sólo aparente y relativa, puesto que los tabiques apenas alcanzaban a la mitad de la altura de los techos. Nadie pretendió que el local fuera acondicionado con cortinas, alfombras ni muebles confortables. El ajuar de cada sección lo componían unas simples mesas, sillas y armarios de pino barnizado. Había unas grandes y pesadas mesas de caoba de recios pies y anchos tableros, que se decían del tiempo de Carlos III, transferidas por el antiguo Museo de Ultramar, acaso como piezas más decorativas que prácticas, al de Ciencias Naturales, y abandonadas por éste en su traslado, probablemente por la misma razón. Por las dimensiones y la calidad de estas mesas y por la magnitud de puertas y ventanas, el local tenía algo de palacio; mientras que la desnudez y modestia de la instalación le imprimía cierta austeridad de convento. Algunas secciones del Centro aparecían irónicamente bajo los epígrafes que el Museo había dejado, con grandes capitales, en los frontis de las altas puertas: MAMÍFEROS, PECES, AVES, REPTILES, etc. (Navarro Tomás, 1968-1969, 10-11).

El que así escribe es Tomás Navarro Tomás (1884-1979), filólogo y lingüista manchego, discípulo de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), director del laboratorio de fonética del Centro de Estudios Históricos (López Sánchez, 2007). Los espacios del Palacio de Recoletos en los que el Museo se había instalado, no sin pocas dificultades y siempre con estrechez, fueron ocupados tras su desalojo por el instituto dedicado por la Junta para Ampliación de

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Estudios a las humanidades. Las ciencias naturales habían partido en busca de un nuevo techo en el Paseo de la Castellana, una ancha y moderna avenida que descongestionaba la ciudad hacia el norte. Allí, en un pequeño promontorio situado frente al antiguo hipódromo de la capital, encontraría acomodo. Más de cien años después, la institución sigue ocupando los mismos locales de entonces (Gomis Blanco, 2011).

LA SEGUNDA MUDANZA En 1906, debido al considerable atraso que acumulaba el proyecto de construcción de un edificio propio, Bolívar solicitó al Ministerio de Instrucción Pública algo de espacio en el Palacio de la Industria y de las Artes, una amplia edificación levantada en los llamados Altos del Hipódromo con fines expositivos y para la que se estaban buscando nuevos usos (González Alcalde et. al. 2011). La súplica fue atendida y, en enero de 1907, se le concedió la primera planta del pabellón norte. Más de un año después, durante el verano de 1908, se aprobó el proyecto de remodelación de los locales para dar cabida a parte de las dependencias del Museo. Finalmente, en 1909, se pudieron instalar allí las colecciones de entomología y la sede de la Sociedad Española de Historia Natural. Las cosas del Palacio iban despacio pero, afortunadamente, llegaron a buen puerto. En 1910, el Ministerio garantizó el traslado de todo el Museo al cuerpo norte de la construcción, la zona hoy conocida como ala de Biología (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 552-553). El anuncio de la obtención del nuevo local lo hizo Bolívar en la sesión de Junta de Profesores celebrada el 23 de abril de 1910.439 Esta vez el traslado se «haría con tiempo suficiente y en forma que los ejemplares no sufriesen deterioro».440 Respecto a las cátedras, de momento «continuarían donde» estaban «mientras fuera necesario y hasta que conviniese trasladarlas».441 El asunto no era una simple cuestión de espacio. Lo que Bolívar pretendía era aprovechar ese segundo traslado para desvincularse de la Universidad y hacer del Museo 439

ACN0164/160/3. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 23 de abril de 1910.

440

Misma signatura.

441

Misma signatura.

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un organismo de investigación y divulgación científica independiente. Durante la reunión el director manifestó claramente «su propósito de que los jefes de sección del Museo» fueran «naturalistas aunque no» fueran «profesores de la Facultad de Ciencias».442 Es más, afirmó «que los (entonces) jefes continuarían como estaban, y cuando muriera alguno de ellos se elegiría al nuevo por la Junta directiva, que ya se cuidaría de nombrar un catedrático si lo merecía».443 Ignacio Bolívar pretendía una profunda renovación y el conservador tufo académico no parecía convenirle (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 564-573). El único que se opuso a las separaciones, no solo de la Universidad, sino también de las colecciones de antropología en un futuro Museo Antropológico, fue Antón. Estaba en contra porque «entendía que» aquellas «disgregaciones eran una muestra del fatal individualismo de nuestra raza»,444 a la vez que alertaba del peligro de que, una vez autónomo, el centro cayera «en manos de ingenieros o de otras corporaciones extrañas».445 El 27 de mayo de 1910 el Museo, junto con el Jardín Botánico y el nuevo Museo Antropológico, se incorporaba a la estructura del Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales de la Junta para Ampliación de Estudios. Pese a quedar desvinculado de la Universidad, sus locales podrían acoger la actividad docente de determinadas cátedras siempre que estas no alterasen los trabajos de investigación y de especialización, verdaderos cometidos del refundado centro (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 554-555). La reorganización definitiva del edificio estuvo lista en 1912 y, aunque no cayó en sus manos, el Museo se vio obligado a compartirlo desde un principio con los temidos ingenieros (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 553), sus vecinos desde entonces. Desde su nuevo emplazamiento la institución encaraba una nueva etapa volcada en la actividad investigadora: Reintegrado, afortunadamente, el Museo a los primitivos fines que motivaron su fundación por Carlos III, los que cumplió por más de medio siglo antes de su incorporación a la Facultad, y coincidiendo con esto la acertada traslación

442

Misma signatura.

443

Misma signatura.

444

Misma signatura.

445

Misma signatura.

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al amplísimo Palacio del Hipódromo, antes dedicado a las Artes y a la Industria, y que en lo sucesivo ha de estarlo a las Ciencias, ordenada por el Excm. Sr. D. Faustino Rodríguez San Pedro,446 y en cuyo Palacio ha de obtener, seguramente, mayor local del que hoy dispone, llenará su misión de Museo Nacional de Ciencias Naturales, para que España no sufra la vergüenza de ser el único país de Europa que carezca de un establecimiento de esta índole.447

El cambio que introdujo el apelativo de «Nacional» en el nombre del Museo se produjo en 1913 (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 572) y aunque la nueva vocación y la reciente instalación parecían convenir, no cesaron los intentos para reincorporarlo de nuevo a la Universidad de Madrid (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 573). En la sesión de Junta celebrada el 15 de abril de 1912 ya se había leído una comunicación, dirigida al ministro de Instrucción Pública, en la que los profesores protestaban ante el proyectado traslado a un edificio conjunto con la Facultad de Ciencias.448 En 1915, cuando la posibilidad de una tercera mudanza despuntaba con fuerza renovada, la protesta fue aún más enérgica: Trasladado el Museo de Carlos III al Palacio de Bibliotecas, por necesitar local el Ministerio de Hacienda, y años después al Palacio del Hipódromo (donde ahora está) para ampliación de la Biblioteca Nacional, han sido tantos los perjuicios materiales y científicos ocasionados y los gastos hechos, que no conocen los que han pensado en una tercera traslación, y sin duda por eso creen de buena fe que sería poco más que el cambio de un vecino de Madrid. Sería muy largo explicar todo esto a compañeros que están dedicados a otra clase de estudios, en los cuales gozan de una reputación bien merecida, pero estamos dispuestos a reclamar una visita de inspección del Museo por el Excmo. Sr. ministro de Instrucción Pública (...).449

Faustino Rodríguez San Pedro (1833-1925) fue ministro de Instrucción Pública entre el 25 de enero de 1907 y el 21 de octubre de 1909, periodo durante el que se aprobó el traslado del Museo. 446

ACN. Caja 3 Administración, legajo 1. Exposición dirigida al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Documento impreso. Madrid, 31 de octubre de 1912. 447

448

ACN0164/160/3. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 15 de abril de 1912.

449

ACN0315/019. Documento sin fecha ni firma.

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La Sociedad Española de Historia Natural secundó al Museo en su plante, al igual que los catedráticos afines a la Junta para Ampliación de Estudios (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 573). Finalmente, el proyecto se abandonó y todos pudieron saborear el descanso de haber encontrado una sede definitiva.451 En compensación por los muebles que el centro había dejado atrás, la Junta para Ampliación de Estudios costeó estanterías nuevas para habilitar las salas, todo por un valor de 43.916 pesetas.452 En los alrededores del edificio se retiraron escombros y se limpiaron las fachadas «para hacer desaparecer las grandes manchas de orín producidas por las chimeneas de la escuela de Ingenieros que tanto afeaban el edificio».453 Se cerró el perímetro del terreno con alambre de espino para evitar la entrada de ganados, se trazaron paseos en el entorno y se plantaron hasta 300 árboles.454 Las obras no solo afectaron al exterior del recinto. También se facilitó la circulación por el interior para impedir que los obreros y el personal de mantenimiento tuvieran que salir, como en ocasiones ocurría, 450

por las ventanas de los laboratorios pasando por encima de las mesas de trabajo (…), ni entrar en las salas del Museo cargados con materiales y tablones lo que, aparte de las molestias que ocasionaba al público, era expuesto a roturas de las lunas de las vitrinas.455

LOS PRIMEROS MONTAJES EN LA NUEVA SEDE En consonancia con la nueva orientación que se pretendía dar al Museo, los artículos publicados en la prensa tras la reciente instalación hacían especial hincapié en la actividad investigadora desarrollada en la institución. La revista

ACN0315/024. Exposición dirigida al Excmo. Sr. ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid, 7 de abril de 1915. 450

451

ACN0164/160/3. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 4 de julio de 1916.

452

Misma signatura.

453

Misma signatura.

454

Misma signatura.

455

Misma signatura.

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Alrededor del Mundo dedicó tres páginas a los laboratorios que funcionaban en el centro bajo el epígrafe «Del Madrid que estudia» (Medina, 1912). En lo tocante a la parte pública, únicamente cita «su inmensa sala de la planta baja y su galería». Ángel Cabrera hizo una reflexión similar en La Esfera, colaboración que tituló Un museo por dentro. Lo que el público ignora del de Historia Natural (Cabrera, 1918). El naturalista empieza con una escueta referencia a la zona visitable para, enseguida, pasar a describir lo que ocurría detrás de la escena: Con certera iniciativa su director, el Dr. Bolívar, al llevar este centro de cultura al que fue Palacio de Bellas Artes, ha sabido darle un carácter ameno y atrayente, y por añadidura lo ha rodeado de sencillos pero bien cuidados jardines (…) pero (los visitantes) no ven lo que podríamos llamar los bastidores del Museo, que es precisamente lo más interesante, bajo muchos aspectos. Así como en un teatro hay una parte que se ofrece al público, y otra, mucho mayor y más complicada, que se le oculta (Cabrera, 1918).

Al desvincularse de la Universidad el Museo había podido dejar atrás ciertos lastres y modernizarse de forma decidida, algo que había que dar a conocer. En adelante ya no sería necesario mostrar todo lo que se poseía, como tampoco sería preciso asociar las colecciones necesariamente con la docencia. La ciencia se construiría entre bambalinas y sobre el escenario se pondría al alcance de todos. El artículo firmado por Cabrera está ilustrado con una fotografía de esa primera exposición pública. Es un detalle de la amplia sala de la planta baja que también deja ver, en parte, la galería alta con su artística barandilla, desaparecida tras la remodelación de los años ochenta del pasado siglo. En primer plano se ve la vitrina de los cárabos, obra de José María Benedito. Pegado a ella, el elefante indio de Bru, huésped del Museo desde sus inicios. Al lado del paquidermo posa un vigilante impecablemente uniformado. Detrás de él, en un plano más alejado, un personaje mira al objetivo ataviado con una blanca bata de laboratorio. Lo más reciente y lo de siempre conviven en la instantánea. Los animales, los personajes y la escena, inevitablemente, invitan a la reflexión acerca de esa necesaria y difícil convivencia entre la actividad presente y el poso histórico de las disciplinas, entre las atractivas novedades y las venerables reliquias del pasado que, a cada momento, tienen que ser reinterpretadas para ser comprendidas y estimadas.

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Un folleto, publicado por el Ministerio de Instrucción Pública en 1929, da una idea del aspecto que ofrecía el Museo en su nueva sede, antes de la definitiva ampliación de locales que pronto tendría lugar.456 En el texto se resalta la importancia de los grupos biológicos en la nueva exposición a la vez que se lamenta la falta de más espacio, para poder disponer las ricas colecciones del centro de manera que pudieran satisfacer a un público variado formado por niños, curiosos, estudiantes, artistas, cazadores y otros. Y como buena prueba del especial interés de los animales naturalizados y de su predominio en la parte pública, la inmensa mayoría de las 48 fotografías que ilustran la publicación corresponden a ejemplares de ese tipo, incluidos muchos de los que hemos ido hablando en estas páginas. Además, se reproducen una vista general del taller de taxidermia, otra de Luis Benedito dibujando la silueta del tigre, el documento gráfico de la asistencia del Príncipe de Asturias y del infante Don Jaime a la clase de taxidermia y tres instantáneas más de José María Benedito recopilando información y materiales en el campo. Según se puede leer en el referido folleto, el primitivo Museo de la Castellana constaba de un vestíbulo, en el que se presentaban fósiles y rocas de gran tamaño, de un salón grande, dedicado a la Zoología, y de dos salas de Mineralogía. En la pieza principal estaban mezclados todos los grupos de animales, incluidas varias vitrinas con moluscos e insectos, una mínima parte de las ricas colecciones que la institución poseía de esos dos taxones. Con todo, la mayor parte del espacio estaba ocupada por aves y mamíferos naturalizados. La serie sistemática de las primeras se presentaba en los escaparates de la izquierda y la de los últimos en los de la derecha. Nada más entrar, el visitante descubría cuatro grandes vitrinas que contenían, respectivamente, una selección de antílopes africanos, el okapi, los rebecos y los gamos. En el centro del salón estaban el elefante de Bru y su esqueleto, el hermoso toro de Veragua y el oso de Asturias. Al final del mismo descollaba la esbelta silueta de la jirafa y se preveía el emplazamiento del elefante africano, aún no terminado, y del grupo de los gorilas, por entonces en Sevilla. Por todas partes, en función de sus dimensiones, se repartían los grupos de fauna ibérica que iban saliendo del taller de los hermanos Benedito. La exposición de la galería alta,

«Museo Nacional de Ciencias Naturales. Estado de la enseñanza en España». 1929. Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Sección de Informaciones, Publicaciones y Estadística. Blass, S.A. Tipográfica. Núñez de Balboa 21. Madrid, 59 páginas. 456

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a la que se accedía por la escalera principal, se dividía en dos mitades: a la derecha la serie sistemática de reptiles, con buena parte de los ejemplares más grandes colgados por las paredes; a la izquierda, una selección de la nutrida colección de esqueletos, de la que los especímenes más voluminosos, dos cráneos de ballena y uno de cachalote, se mostraban en el piso principal del salón. La persona que se encargó de la ordenación y presentación de la colección de mamíferos fue precisamente Ángel Cabrera. A finales de 1912 figuraba en el Museo como naturalista agregado.457 En 1917 pasó a ser colector taxidermista del centro.458 Tras el fallecimiento de Sanz de Diego, el primer disecador, y ante el trabajo acumulado con las donaciones del rey y del duque de Alba, se le nombró interino en el puesto que quedó vacante.459 En 1919, como consecuencia de la llegada de Luis Benedito, pasó a ocupar de nuevo el puesto de naturalista agregado pero esta vez con sueldo, para «mantener en el Museo a personas que como la de que se trata prestaban servicios científicos de tanta importancia» y llegaban a ser «reputados especialistas, autores de excelentes obras que» honraban «al Museo».460 Antes de iniciar esa peregrinación por el organigrama del centro, Cabrera había sido comisionado por la Junta para Ampliación de Estudios, en mayo de 1911, para inventariar todos los ejemplares de mamíferos de la colección y para hacer en ella una neta división, «de manera que por un lado quedase una colección pública, interesante y educativa, y por otro un conjunto de materiales de estudio de utilidad real para el naturalista» (Cabrera, 1912, 13). En su proyecto, decidió «no exponer al público ningún ejemplar difícil de ver o desagradable por su aspecto o su modo de preparación» (Cabrera, 1912, 13). También optó por retirar «algunos ejemplares montados, de los más antiguos, que se hallaban en mal estado o estaban montados en actitudes antinaturales» (Cabrera, 1912, 13), como la mona que martirizaba al gato de la que hablamos al inicio del trabajo. Cada uno de los ejemplares seleccionados iba acompañado por una etiqueta, «un nuevo modelo impreso en papel fuerte y satinado» (Cabrera, 1912, 14),

457

ACN. Expedientes personales 1923-1939. Personal del Museo: a 31 de diciembre de 1912.

458

Misma signatura: a 1 de agosto de 1915.

ACN. Caja 8 Administración, legajo 7. Oficio de Bolívar al subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública. Madrid, 31 de marzo de 1917. 459

460

ACN0164/160/3. Acta de la Sesión de Junta de Profesores celebrada el 10 de junio de 1919.

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en la que se indicaba el nombre vulgar en español o castellanizado, «en primer término y en tipo grueso» (Cabrera, 1912, 14), el nombre científico y la localidad de procedencia. En las vitrinas mayores, en las que se mostraban diversos animales de gran porte, se optó por los listados únicos y la numeración de los ejemplares. Para determinadas especies comunes o curiosas se añadían informaciones suplementarias en carteles al efecto. Y como novedad, y en consonancia con lo hecho en los principales museos del extranjero, por primera vez se incluían mapas con la distribución geográfica de las especies. Además, las más llamativas ausencias de la colección se colmaban con dibujos o fotografías, a la espera de poder obtener algún ejemplar naturalizado. En definitiva, con su plan pretendía organizar de nuevo las colecciones públicas para «hacerlas interesantes y útiles a la vez, lo mismo para el vulgo que para el naturalista, sacando de ellas en este sentido todo el partido posible dentro de los medios de que el Museo dispone» (Cabrera, 1912, 15). Además de como naturalista, Ángel Cabrera, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, destacó como ameno divulgador de ciencia (Casado y Baratas, 2004). En los artículos que dedicó al Museo, siempre dejó manifiesto el importantísimo papel desempeñado por Ignacio Bolívar como verdadero promotor de la mutación operada tras el cambio de sede: Porque el doctor Bolívar, a cuya gestión como director debe el Museo en cuestión este cambio de espíritu y de forma, ha atendido, sobre todo, a eso, a hacer de él un centro útil. Por eso la entrada es enteramente gratuita; por eso no se ponen dificultades a quien allí va a pintar, a tomar notas o a hacer fotografías; por eso se dan allí cursos completamente libres de biología, de geología, de botánica; por eso en los laboratorios se recibe con los brazos abiertos a todo el que desea hacer en ellos algún estudio, y el médico, el ingeniero de montes o el agrónomo pueden ir allí a completar o perfeccionar su conocimiento (Cabrera, 1924).

Y precisamente en esos artículos de largo alcance volvía a incidir sobre el problema crónico del Museo madrileño, ese eterno problema que nos viene acompañando desde las primeras páginas de este libro, el de la falta de espacio: Cenicienta de nuestros museos, el de Ciencias todavía no cuenta con un edificio para él solo, y se ve obligado a formar parte de una extraña mezcolanza en que entran un laboratorio de física, otro de automática, la escuela de ingenieros

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industriales y… ¡el cuartel de la Guardia Civil! Cada una de estas entidades está pidiendo un edificio propio; el Palacio del Hipódromo ni tiene condiciones de escuela ni de cuartel. ¿Por qué no destinarlo todo a Museo? (…) Los bellos grupos de fauna española de los Benedito resultan amontonados; algunos no pueden salir del laboratorio de taxidermia por no haber espacio donde exponerlos. Es necesario que el Museo tenga una sala de España, y podría tener también una sala de productos naturales de la Guinea española y de la zona del Protectorado de Marruecos, pero falta el local para ello.461 (…) Nuestros gobernantes olvidan que estos tiempos son de especialización, no solo intelectual, sino material. (…) Decididamente, son legión en España los que, por su gusto, vivirían eternamente enquistados (Cabrera, 1924).

MÁS LOCAL PARA EL MUSEO En el ala norte del Palacio del Hipódromo el Museo ocupaba una superficie total de 4.283 metros cuadrados: 1.448 en los sótanos, 1.701 en la planta baja y 1.134 en el piso principal. La mayor parte de los laboratorios estaban instalados en este último, junto con la dirección y las dependencias de la Real Sociedad Española de Historia Natural. La planta baja se destinaba a la exposición pública y estaba dividida en una enorme sala de 1.134 metros cuadrados y otras tres más pequeñas, de 130, 208 y 228 respectivamente. En el sótano había siete pequeños laboratorios y almacenes.462 Además, había que añadir un patio cubierto en el que se instaló la inmensa reproducción del diplodocus, recibida en 1913 gracias al patrocinio del americano Carnegie (Pérez García y Sánchez Chillón, 2009). Comparados con los 2.548,23 metros cuadrados de los que el Museo dispuso en Recoletos justo antes de partir,463 no

461 La necesidad de poder contar con más espacio para presentar la fauna de las posesiones ultramarinas de España la resalta Ignacio Bolívar en un oficio dirigido al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. ACN. Caja 9 Administración, legajo 2. Madrid, 1 abril de 1918.

ACN. Caja 12 Administración. 1923-1928. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid, 1 de diciembre de 1925. Corre unido un plano con las dimensiones de las estancias. 462

463 ACN. Caja3 Administración, año 1909. Carta firmada por José Escribano, conserje. El reparto de los espacios, en metros cuadrados, era: geología 68,34; mineralogía 285,60; moluscos

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cabe duda de que el traslado, que había permitido duplicar el espacio disponible, había supuesto un desahogo. Pese a todo, la nueva sede no resultaba suficiente para una institución en plena actividad que no paraba de incrementar el número de visitantes. En 1925 fueron más de 90.000.464 En 1929, únicamente durante los seis primeros meses del año, se sobrepasaron los 48.000.465 El análisis de las afluencias fue aun más detallado en 1930, año en el que también se contabilizaron unas 80.000 visitas sin incluir los alumnos de centros docentes, público cautivo del Museo. Las entradas fueron más numerosas en primavera y mayo fue el mes de mayor frecuentación, con un marcado pico el día de San Isidro. Los 14.000 visitantes de mayo contrastaban con los 7.000 de cualquier mes de invierno. El público era más numeroso por las mañanas que por las tardes y el día de la semana de mayor éxito era, lógicamente, el domingo.466 En palabras del director, al Museo iba «más público que al de pinturas» (Peña, 1928, 13), en referencia al Museo del Prado. Ante la estrechez de los locales, y animado por una visita de Alfonso XIII en la que el propio monarca reparó en la necesidad de espacio para la institución, Bolívar escribió a Eduardo Callejo de la Cuesta (1875-1950), ministro de Instrucción Pública durante la dictadura de Primo de Rivera: (…) no solo es ya difícil el tránsito por las salas destinadas al público, de tal modo están obstruidas por la multitud de vitrinas y objetos expuestos, sino que son varias las colecciones guardadas por falta de sitio en que colocarlas; así no hay colecciones de peces ni de rocas; las de moluscos e insectos son mezquinas e impropias de un Museo como este y sin embargo de todo ello podrían exponerse grandes colecciones hoy guardadas por falta de sitio para su presentación.

e insectos 178,22; mamíferos (1) 285,60; mamíferos (2) 120,36; reptiles y peces 140,25; aves 442,50; sala de España 190,44; cuarto oscuro 96,50; esqueletos 190,44; cátedra 27,44; biblioteca 71,33; cátedras y laboratorios 285,60; almacén 161,60. ACN. Caja 12 Administración. 1923-1928. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Madrid, 4 de diciembre de 1925. 464

ACN. Caja 13 Administración, legajo 1. Entrada de visitantes al Museo. Madrid, 27 de agosto de 1929. El reparto de las entradas fue: enero 7.782, febrero 6.651, marzo 8.909, abril 7.428, mayo 9.375, junio 7.900. 465

466 ACN. Caja 3 Administración, legajo 3. Carta sin firma al secretario general del Patronato Nacional de Turismo. Madrid, 3 de marzo de 1931.

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Posee el Museo grandes esqueletos de cetáceos que se ve obligado a guardar amontonados por falta de locales amplios para armarlos.467

En su carta, el director recordaba que al llegar allí se les habían prometido los locales ocupados por la Guardia Civil en el ala sur del edificio y el posterior traslado de varias dependencias de ingenieros hacia esa parte, para así recuperar espacios de exposición contiguos a los ya existentes. Sin embargo, los locales liberados por la Benemérita habían sido destinados al Museo del Traje Regional, un museo, según él, «de objeto y finalidad imprecisas, pero desde luego sin historia ni tradición», (que) invadía «la parte desalojada y» amenazaba «apoderarse de todo lo que» restaba, condenándoles «a continuar viviendo en la exigua proporción que» poseían.468 Por eso, y ante el inminente traslado del cuartel, solicitaba el sitio prometido en aquella parte, que «aunque incomunicada dicha porción de la que» entonces poseían «sería de gran utilidad y permitiría exponer y ordenar notables colecciones, ampliar los laboratorios y recibir en ellos gran número de alumnos que» entonces tenían «que rechazar por insuficiencia de local».469 Además, el Museo adolecía de otros problemas, como el rudimentario sistema de calefacción por estufas, un total de dieciséis encendidas durante seis meses al año con el consiguiente riesgo de incendio asociado a unas colecciones de gran combustibilidad, ya fuera por estar conservadas en alcohol o simplemente secas. Era absolutamente necesario instalar un moderno sistema de calefacción por aire caliente, por lo que adjuntaba un presupuesto de obra.470 La respuesta oficial definitiva llegó durante la llamada «Dictablanda», el periodo de transición transcurrido entre la muerte del general Miguel Primo de Rivera, el 16 de marzo de 1930, y la proclamación de la Segunda República Española, el 14 de abril de 1931. Entonces, desde el Ministerio de Instrucción Pública se decidió que, en adelante, todo el Palacio del Hipódromo se destinaría a obras culturales. Se apremió al traslado de los restos del cuartel de

ACN. Caja 12 Administración, carpeta 04. Oficio de Ignacio Bolívar a Eduardo Callejo de la Cuesta. Madrid, 9 de noviembre de 1926. 467

468

Misma signatura.

469

Misma signatura.

ACN. Caja 12 Administración, legajo 05. Oficio de Ignacio Bolívar al ministro de Instrucción Pública. Madrid, 3 de junio de 1927. 470

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la Guardia Civil a la vecina calle de Serrano, donde se construiría un nuevo edificio para tal fin. Los locales que el efímero Museo del Traje Regional había liberado en el ala sur, en 1930, pasarían definitivamente al Museo Nacional de Ciencias Naturales. La crujía externa del lado oeste quedaba definitivamente integrada en el Museo y ya se podía proceder al acomodo e instalación de parte de las colecciones. Sin embargo, y pese a estar destinadas al Museo, las dos crujías interiores y el patio vecino quedarían temporalmente en poder del Tercio Móvil de la Guardia Civil.471 En un plazo de tiempo corto, la institución podría sacar a la luz buena parte de sus tesoros ocultos (Barreiro, 1992, 344-348). Bolívar no cejó en su empeño. Apenas instaurado el primer gobierno provisional de la República se dirigió a su ministro de Gobernación, Miguel Maura (1887-1971). Volvía a reclamar como propios los locales que la Guardia Civil pronto liberaría y advertía de las costosas reformas que allí se estaban llevando a cabo, según él un dispendio de capitales, pues pronto el destacamento abandonaría el lugar.472 El Museo al final se hizo con la totalidad de la codiciada superficie disponible en el ala sur. Allí instaló sus colecciones de geología, prehistoria y paleontología,473 una división de espacios que, más o menos, se mantiene hoy en día. Sin embargo, como era de esperar, la ocupación no fue fácil. Bolívar tuvo que solicitar un aumento en la consignación para hacer frente a la contratación de más porteros, vigilantes y mozos de laboratorio, además de a un mayor gasto en calefacción y mantenimiento.474 La falta de presupuesto para comprar mueblaje o los interminables retrasos acumulados en la reforma de la red de recogida de aguas y saneamiento, «obras todas que habrían de contribuir a la disminución del ACN. Caja 13 Administración, legajo 03. Oficio del subsecretario de Universidades a Ignacio Bolívar. Madrid, 5 de febrero de 1931; ACN0314/007. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 19 de enero de 1931. 471

472 ACN. Caja 16 Administración, legajo 02. Oficio de Ignacio Bolívar a Miguel Maura. Madrid, 28 de abril de 1931; ACN0314/007. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 10 de junio de 1931. 473 ACN0314/009. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de enero de 1933. Durante la sesión se anunció el acuerdo del Consejo de Ministros para construir un nuevo edificio para la Escuela Central de Ingenieros Industriales en la Ciudad Universitaria, con lo que el Museo se quedaría con la totalidad del Palacio del Hipódromo, acuerdo que, por desgracia para la institución, nunca se llevó a cabo. 474

ACN0314/009. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de agosto de 1933.

229

paro obrero»,475 fueron parte de las múltiples deficiencias que provocaron que, cuatro años después de su desalojo, las nuevas salas permanecieran cerradas al público.476

ECOS DEL NUEVO MUSEO

«Cerrado por reformas». Un cartelito con estas tres palabras nos cierra el paso al Museo de Ciencias Naturales. No hay que decir que el cartelito nos sirve de incentivo para intentar la entrada. ¿Motivos? Somos los madrileños los habitantes planetarios sobre quienes pesa mayor número de prohibiciones y por aquello de «hecha la ley, hecha la trampa», y por la teoría biológica de defensa de los tóxicos y antitóxicos, somos también los del oso y el madroño los más rebeldes e indisciplinados súbditos que pueda manejar gestor alguno.477

Gracias a esa poca disciplina madrileña hoy podemos conocer lo que se cocía en las salas del Museo días antes de la inauguración de la ampliación. Manuel G. Llorens, autor del párrafo anterior, nos conduce a través de ellas y lo hace, emulando a Mieg, a modo de visita guiada, aunque esta vez los cicerones que le acompañan son «una monada de mono»,478 para los mamíferos, y «un guacamayo que perteneció nada menos que a don Antonio Cánovas del Castillo»,479 para las aves. El erudito emplumado le puso al tanto de 475 «(…) había habido necesidad de desalojar la vitrina grande del salón principal del Museo por causa de las humedades que se habían presentado debido a una alcantarilla mal construida que atraviesa la vitrina en toda su longitud habiéndose necesitado sustituirla por una cañería de gres. También es urgente sustituir el piso de todo el salón por baldosín colocado sobre hormigón de cemento, pues como el entarimado está puesto sobre la tierra las tablas están podridas y la humedad se deja sentir dentro de las vitrinas». ACN0314/009. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 26 de mayo de 1934. 476 ACN. Caja 12 Administración. Oficio de Ignacio Bolívar al rector. Madrid, 10 de octubre de 1935. 477 ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). Recorte de un artículo de prensa firmado por Manuel G. Llorens, aparecido en Ahora 07/09/1935. Los recortes de prensa conservados en el archivo eran recogidos para el Museo por la casa «Pedro Torrens, Oficina de informaciones de prensa internacional, recortes de periódicos nacionales y extranjeros», sita en el número 189 de la calle de Alcalá. 478 Misma signatura. 479 Misma signatura.

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que, desde su llegada al Palacio del Hipódromo, hacía ya más de veinte años, habían «vivido en plan interino, revueltos todos los órdenes animales en un mismo salón y con más apreturas que en la tribuna pública del Congreso»480. En adelante, los nuevos espacios también traerían desahogo a las salas de zoología. El traslado de las colecciones de minerales permitiría poner coto al hacinamiento y recuperar dos salas para las aves y otra más, llamada «sala del mar», para los peces, madréporas, moluscos, equinodermos y demás producciones marinas. Los mamíferos se harían con la totalidad del salón grande. Por su parte, el primate charlatán le informa sobre el origen ilustre de parte de los animales. Además de los ya mencionados a lo largo de esta páginas, como el oso de Alfonso XIII, el elefante de Carlos III o el recién conocido guacamayo de Cánovas, gracias a las puntualizaciones del simio nos enteramos de que el armadillo gigante fue un obsequio de Godoy o de que uno de los quetzales se lo regalaron al capitán Francisco Iglesias Brage (19001973), pionero de la aviación, con motivo de un vuelo del «Jesús del Gran Poder» que hizo escala en Guatemala. Iglesias fue además promotor de una expedición al Amazonas, empresa científica de finales de la década de 1920 y principios de los años 1930 vinculada al Museo Nacional de Ciencias Naturales. Antes de salir, el periodista tuvo ocasión de ver a Luis Benedito dando los últimos retoques al grupo de las cabras de Gredos y se topó con Ignacio Bolívar, «quien con sus ochenta y tantos años sanos y fuertes», era «el espíritu que» iluminaba «el Museo con luz resplandeciente. Como españoles, como amantes de las ciencias naturales, como discípulo y admirador, saludamos con respeto su figura».481 Un artículo anónimo publicado en El Debate da información sobre las novedades museográficas.482 En las dos nuevas salas dedicadas a las aves iban a tener cabida más de dos mil ejemplares. El centro de la sala de mamíferos estaba destinado al enorme elefante africano. Junto a él, un no menos impresionante macho de león africano, regalo del duque de Mandas, abatido en el África Oriental inglesa y disecado en Londres. Con todo, la principal novedad de esa sala iba a ser el diorama de las cabras de Gredos, montaje que 480

Misma signatura.

481

Misma signatura.

ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). Recorte de un artículo de prensa anónimo aparecido en El Debate 29/09/1935. 482

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incluía una novedosa iluminación cambiante que recreaba los destellos del alba y las sombras del anochecer en las cumbres de Castilla. Las leyes de la genética se explicarían mediante el uso de pieles de conejo y caracteres como el albinismo o el espesor del pelaje. También se anunciaba la celebración de exposiciones temporales en las que se irían dando a conocer ejemplares «que por su delicadeza, no» podían «estar a la luz más de quince días; esas exposiciones irían ilustradas con conferencias que, de la manera más didáctica posible, pronunciarían profesores especializados».483 Por lo aparecido en el periódico Ya sabemos que algunos montajes recientes de los hermanos Benedito se presentaron para la ocasión, como la tortuga laúd procedente de Tazones o los faisanes de Aranjuez, una variedad de intenso colorido.484 Prueba de buen hacer, la transferencia de objetos hacia los nuevos locales y la reorganización de los antiguos se hizo de tal forma que el Museo se mantuvo cerrado el menor tiempo posible: El traspaso de las colecciones de mineralogía se está haciendo de modo que de cada una queda algún ejemplar en la sala antigua hasta el mismo día en que pueda abrirse al público la nueva. De este modo se evita que los estudiantes de la especialidad interrumpan, precisamente en esta época del año, próximos los exámenes, sus observaciones.485

Y así fue como «el museo más popular de Madrid»486 cerraba otra etapa más en su historia. La inauguración tuvo lugar un martes 1 de octubre de 1935.487 La institución alcanzaba su máximo desarrollo espacial, exactamente el mismo que posee hoy en día. Desgraciadamente, la satisfacción por el éxito tenazmente perseguido no duró mucho tiempo.

483

Misma signatura.

ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). «Nuevas colecciones en el Museo de Ciencias Naturales». Recorte de un artículo de prensa anónimo aparecido en Ya 11/02/1935. 484

ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). «Reformas en el Museo de Ciencias Naturales». Recorte de un artículo de prensa anónimo aparecido en Ya 30/04/1935. 485

ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). «La infancia en la mansión de las maravillas». Recorte de un artículo de prensa anónimo aparecido en El Sol 05/03/1935. El anónimo autor atribuye esas palabras a Ignacio Bolívar. 486

487 ACN. Caja Prensa (signatura caja 6). El ejemplar de El Debate del domingo 29 de septiembre de 1935 anuncia la apertura para el siguiente martes.

232

AÑOS DE GUERRA Durante el verano de 1936 España entró en guerra civil. El golpe de estado perpetrado por una parte del ejército contra el gobierno de la Segunda República, elegido en las urnas unos meses antes, partió al país en dos. El Museo, faro de una parte de la inteligencia española en pleno corazón de la capital, pronto acusó las consecuencias (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 9911008). En la sesión de Junta celebrada el 21 de agosto de 1936, Ignacio Bolívar anunció que varios empleados del centro se habían apuntado a las milicias488 y ya no podrían hacerse cargo de sus responsabilidades en la institución. Apremiaba además a la movilización interna frente «al peligro que» corrían las colecciones del Museo y especialmente las de entomología con los bombardeos. Una sola bomba que cayera no dentro del Museo sino en la proximidad del mismo podía, por la trepidación que se produciría, destruir totalmente esas colecciones.489

Tras el estallido del conflicto, la dirección del Instituto Nacional de Ciencias Naturales cambió de sede «al ordenar el gobierno la evacuación de Madrid».490 En septiembre de 1937 se organizaron en Valencia unos laboratorios en donde aquellas personas cuya estancia en los centros madrileños no se considerase indispensable para la salvaguardia de las colecciones encontrasen una mayor tranquilidad y los medios necesarios para seguir efectuando sus estudios sobre la naturaleza.491

Ignacio Bolívar fue una de las personas que obtuvo autorización para ausentarse de la capital (Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 993). En Madrid las circunstancias eran muy difíciles. La Junta de Incautación, comisión formada por intelectuales y artistas fieles a la República y destinada a la 488

ACN0314/010. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 21 de agosto de 1936.

489

ACN0314/010. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 10 de septiembre de 1936.

ACN. Caja 15 Administración, legajo 6 (guerra civil). Documento mecanografiado, sin fecha, titulado «El Instituto Nacional de Ciencias Naturales en Valencia». 490

491

Misma referencia.

233

protección del tesoro artístico nacional durante la guerra, logró que parte del fondo bibliográfico de mayor valor de la biblioteca del Museo se trasladase a la iglesia de San Francisco el Grande. La Escuela Normal del Paseo de la Castellana ofreció espacio en sus sótanos con el mismo fin, pero los profesores prefirieron no sacar nada más del Museo.492 Los temores ante un posible ataque que pudiera poner en riesgo las colecciones pronto se hicieron realidad. Antonio de Zulueta Escolano (1885-1971), jefe del Laboratorio de Biología493 y director accidental del Museo en ausencia de Bolívar, comunicó el incidente mediante un telegrama dirigido al Ministerio de Instrucción Pública: Anoche cayeron varios obuses Museo produciendo daños mucha consideración edificio y grandes lunas vitrinas pero solo pequeñísimos desperfectos en ejemplares y colecciones y ninguna desgracia personal. Ante peligro derrumbamientos parciales requiero servicios Ayuntamiento, pero agradecería Ministerio enviase arquitecto para reconocer edificio.494

Los inspectores se desplazaron hasta allí para evaluar los efectos causados por dos proyectiles. Uno cayó dentro. Entró por una cubierta de cristal de la sala de mamíferos, atravesó el suelo entarimado y explotó «derribando dos muros de medio pie de fábrica de ladrillo y» (causando) «la rotura de dos soportes de hierro fundido».495 Aunque no hubo daño en las colecciones, «la metralla ocasionó muchos desperfectos en las paredes interiores y algunos, aunque no de importancia, en los animales disecados».496 El segundo impactó fuera y produjo la rotura de cristales, la mayoría en la planta baja. El ataque dejó claro que el pabellón norte, una endeble construcción concebida como lugar temporal destinado a exposiciones que terminó siendo Museo, no ofrecía ningún tipo de seguridad frente a los bombardeos. El del ala sur, ACN0314/010. Acta de la sesión extraordinaria de Junta de Profesores celebrada el 12 de noviembre de 1936. 492

ACN. Expedientes personales 1923-1939. Variaciones en el personal del Museo a 1 de agosto de 1915. 493

494

ACN0315/007. Madrid, 16 de junio de 1937.

ACN0315/006. Carta de Vicente Eced y Eced a Antonio de Zulueta Escolano. Madrid, 12 de julio de 1937. 495

496

Misma signatura.

234

recientemente remozado, era mucho más sólido. Urgía pues el traslado de las colecciones de zoología. Los ejemplares de menor tamaño se podrían mover sin problema. Los más grandes, como el elefante, deberían ser protegidos in situ. Se propuso tapiar las ventanas y desmontar y aislar toda la parte dañada por el proyectil, para lo que se realizaron unas obras de urgencia que costaron 15.000 pesetas, empleadas en una camioneta, ladrillos y sacos terreros para lograr «la instalación de las colecciones en la forma adecuada para su protección contra los riesgos de la guerra».497 Al contrario que el Jardín Botánico, a la aparentemente sombra protectora del simbólico Museo del Prado, el de Ciencias Naturales compartía espacios con la Escuela de Ingenieros Industriales, un cuerpo directamente implicado en las tácticas de guerra. De hecho, en uno de los patios comunes se habían instalado unas cubas para la obtención de estaño.498 Al estimar que ese era un uso militar, Zulueta elevó una súplica al Consejo de Defensa Nacional contra Aeronaves para que se construyera un refugio antiaéreo en la zona con capacidad para 60 personas.499 La respuesta tardó en llegar y fue negativa.500 A la Comandancia de Obras Militares del Centro no le constaba en ninguna parte el referido uso militar de la instalación, por lo que los trabajadores continuaron desprotegidos ante un eventual ataque. Los recelos de Zulueta no eran infundados. Tiempo después de ver rechaza la concesión del refugio, el director accidental tuvo que protestar airado frente a su homólogo en la Escuela al contemplar, atónito, cómo se estaba levantando en la parte trasera del jardín una armadura metálica para edificio o cobertizo.501 En su respuesta, el responsable de Ingenieros pretendió ignorar que aquel espacio perteneciera al Museo, «pues siendo dichos terrenos propiedad del Ministerio de Instrucción Pública, departamento del cual» dependían aquel «Museo y»

497

Misma signatura.

ACN0315/004. Carta de los servicios de Economía de Guerra del Ministerio de Defensa Nacional a Antonio de Zulueta. Madrid, 21 de junio de 1937. 498

ACN0315/005. Carta de Antonio de Zulueta y de José Alonso, jefe de laboratorio del Instituto Torres Quevedo, al Consejo de Defensa Nacional contra Aeronaves. Madrid, 29 de noviembre de 1937. 499

500 Misma signatura. Carta del Teniente Coronel Jefe de la Comandancia de Obras Militares del Centro a Antonio de Zulueta. Madrid, 22 de marzo de 1938. 501 ACN. Caja 19 Administración. Año 1938. Carta de Antonio de Zulueta al director de la Escuela de Ingenieros. Madrid, 27 de octubre de 1938.

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aquella «Escuela, y siendo necesaria para los trabajos de industrias de guerra y de recuperación que» les estaban «encomendados con autorización y conocimiento de la autoridad, la ampliación de la Escuela, se» había «visto ésta obligada por las referidas circunstancias a cercar y depositar material en el referido sitio no creyendo con ello perjudicar ni lesionar intereses de los centros restantes en el edificio».502 Durante los años de enfrentamiento civil, las reuniones de la Junta de Profesores del Museo se celebraron en Valencia. Allí se dio cuenta de los destrozos causados por los obuses y desde allí se decidió ofrecer la madera obtenida con la poda de los jardines a los empleados más necesitados, para paliar en parte la escasez de combustible que sufrían.503 También se habló del envío de varios ejemplares a la URSS con el fin de representar al Museo en la celebración del vigésimo aniversario de la implantación del régimen soviético. En el evento figuraron una macho montés y un grupo de rabilargos preparados por los Benedito,504 objetos con los que, finalmente, se obsequió al país anfitrión para «agradecer a la Academia» (de Moscú) «y a los científicos soviéticos en general, las continuas demostraciones de simpatía y cariño que tan vivamente» manifestaban «a favor de España».505 En Valencia, Ignacio Bolívar también comunicó un hecho singular: el traslado al Museo del Prado de unos 70 grupos de aves y mamíferos preparados por los Benedito, vitrinas que habían quedado instaladas «en la planta principal del edificio, en los lugares que» parecían «ofrecer mayor seguridad contra el cañoneo»506. Las creaciones de los dos taxidermistas adquirían así el valor de tesoro nacional, como otras muchas obras de arte que en aquel momento se estaban poniendo a buen recaudo. Se enviaron «en calidad de depósito voluntario, (…) varios ejemplares valiosos de las colecciones que se» custodiaban «en» el «Museo Nacional de Ciencias 502 ACN. Caja 19 Administración. Año 1938. Carta del comisario director de la Escuela de Ingenieros a Antonio de Zulueta. Madrid, 16 de noviembre de 1938. 503 ACN. Caja 15 Administración, legajo 6. Actas de las sesiones de Junta de Profesores celebradas los días 18, 19 y 21 de octubre de 1937. 504

Misma signatura.

ACN. Caja 15 Administración, legajo 6. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 24 de octubre de 1937. 505

506 ACN. Caja 15 Administración, legajo 6. Acta de la sesión de Junta de Profesores celebrada el 17 de enero de 1938.

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Naturales».507 Aparentemente, al Prado también llegaron otros trabajos de los Benedito procedentes de colecciones privadas, como la del duque de Medinaceli.508 Los encargados de seleccionar las piezas en el gabinete particular que el duque había instalado en su, hoy desparecido, palacio de la plaza de Colón fueron Luis Benedito, Eugenio Morales Agacino (19142002),509 Manuel García Llorens y Julio Patón, todos ellos personal del Museo. Se advirtió de que no se permitiría «a ninguna otra persona retirar objetos de esa colección debiendo apuntar en una lista todos los objetos a medida que se fueran sacando y formando los pliegos por ambas partes».510 Parte de los materiales elegidos ya habían sobrevivido al devastador incendio que asoló el edificio el 25 de noviembre de 1917.511 Entre ellos figuraba un grupo formado por un oso polar y una foca, un acantilado con aves marinas, una jirafa o una vitrina con marabúes y buitres, lo que permite hacerse una idea del tamaño y variedad de la colección del aristócrata. Documentos encontrados en el archivo del Prado confirman la presencia de las vitrinas de los hermanos Benedito en los prestigiosos salones del Museo (Museo del Prado, caja 1000/legajo:11.235/Expediente 1). Una misiva firmada por el que sería director temporal del Museo Nacional de Ciencias Naturales tras el final de la guerra, del que enseguida hablaremos, confirma que todos los grupos seleccionados se agruparon de nuevo en los locales del Museo a su cargo. En el documento se hace una llamada a los propietarios para que pasen a recogerlos. Los destinatarios fueron, entre otros, el duque de Medinaceli, el vizconde de la Armería y los directores de los colegios de El Pilar, de los Jesuitas de Chamartín, de los Agustinos de la calle Columela y de los Sagrados Corazones. Esto es lo que se les decía: 507 ACN0279/025. Expediente por el que el Museo Nacional de Ciencias Naturales entrega ejemplares de aves y mamíferos al Museo del Prado para que los custodie durante la guerra. Madrid, 20 de diciembre de 1937 / 17 de junio de 1938. 508

ACN0279/016. Expediente de incautación.

La relación de Eugenio Morales Agacino, uno de los principales naturalistas españoles del siglo XX, con el Museo Nacional de Ciencias Naturales ha sido contada por Izquierdo Moya y Martín Albaladejo (2006). 509

ACN0279/016. Carta de Bolívar al encargado del Palacio de Medinaceli. Madrid, 31 de julio de 1936. 510

La revista Mundo Gráfico dio buena cuenta del suceso en su número 318 (28/11/1917), artículo que incluyó una instantánea de la nutrida colección de animales naturalizados que poseía el aristócrata (páginas 11 y 12). 511

237

Al hacerme cargo de la dirección de este Museo, he encontrado que en él existían objetos de su propiedad detallados al dorso, que fueron incautados por las autoridades rojas y depositados en este centro. Como actualmente los tenemos a su disposición, sírvase indicarnos con la mayor brevedad posible cuándo piensa venir a recogerlos.512

Al igual que el resto de los departamentos, el laboratorio de taxidermia también sufrió las consecuencias del conflicto. En varias ocasiones los responsables del centro tuvieron que interceder por algún trabajador movilizado, alegando su necesaria presencia en el Museo para proteger unas colecciones de interés nacional. Es lo que ocurrió con Julio Patón Martínsanz, «de 38 años, exceptuado por hijo de viuda, preparador del laboratorio de vertebrados desde 1934»,513 cuando fue requerido por la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza (FETE) para combatir en el batallón «Félix Bárzana».514 Lo mismo se hizo con Manuel García Llorens, «de 39 años, inútil total, preparador del laboratorio de vertebrados desde 1920».515 Sin embargo, en respuesta fechada a cinco de febrero de 1939, el Estado Mayor de la región central negó las prórrogas al considerar que todos eran fácilmente sustituibles y les emplazó a incorporarse a filas con la mayor urgencia a pocas semanas del final de la contienda.516

512

ACN0279/016. Texto firmado por Filiberto Díaz Tosaos. Madrid, 13 de mayo de 1939.

ACN0352/024. Expediente de la solicitud de prórroga de incorporación a filas del personal del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Madrid, 12 de febrero de 1938 - 30 de enero de 1939. 513

514 AMNCN. Caja 19 Administración. Año 1937. Carta al delegado de Instrucción Pública. Madrid, 30 de enero de 1937. 515 ACN0352/024. Expediente de la solicitud de prórroga de incorporación a filas del personal del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Madrid, 12 de febrero de 1938 - 30 de enero de 1939. 516

Misma signatura. Respuesta del Estado Mayor de la región central. Madrid, 5 de febrero de

1939.

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FINAL DEL CONFLICTO Como consecuencia del alzamiento militar el gobierno de la República había tomado medidas depuradoras. El 27 de septiembre de 1936 se decretó la suspensión de los derechos de los funcionarios públicos, los cuales podrían pedir su reincorporación más tarde, tras cumplimentar un detallado cuestionario (Pablo Lobo, 2007). Luis Benedito y Julio Patón, presentes en Madrid, se acogieron a la medida.517 José María Benedito, sin embargo, había quedado aislado desde julio de 1936 en el norte del país, en Cabueñes, una parroquia del concejo de Gijón.518 Desde allí envió una carta comprometiéndose a seguir trabajando para el Museo, misiva en la que autorizaba a su hermano Luis a percibir su sueldo y, ante la imposibilidad de dejar Asturias, le rogaba se hiciera cargo de su familia en Madrid.519 José María permaneció en Gijón durante todo el conflicto bélico. Apenas este terminó retomó el contacto con el Museo: Sorprendido por la guerra civil en esta localidad, aquí he permanecido desde el día dos de julio de 1936 hasta la fecha. Liberado Gijón por S.E. Franco y sus gloriosas tropas, fui adscrito al Real Instituto Nacional de 2ª enseñanza de Gijón con mi cargo de Jefe del laboratorio de taxidermia del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, donde he cumplido con los deberes de mi cargo (…). Liberado Madrid me presento por mediación de esta carta a esa Dirección de su digno cargo, hasta que normalizado todo pueda hacerlo personalmente (…). ¡Viva España! ¡Viva Franco!.520

El director provisional al que se le encomendó la gestión del Museo en el Madrid recién tomado fue Filiberto Díaz Tosaos, religioso agustino de 73 517 ACN0352/006. Relación de solicitudes de readmisión en el cargo, firmada por Antonio de Zulueta. Madrid, 14 de mayo de 1937. 518 ACN. Caja 19 Administración. Año 1937. Tarjeta firmada por el gobernador provincial de Asturias dirigida a Luis Benedito. Gijón, 26 de enero de 1937; ACN. Caja 15 Administración, legajo 6. Carta del director accidental del Museo al Ministro de Instrucción Pública y Sanidad, en Valencia. Madrid, 28 de agosto de 1937. 519 ACN. Caja 19 Administración. Año 1937. Carta de José María Benedito a Luis Benedito. Gijón, 8 de junio de 1937. 520 ACN. Caja 20 Administración. Carta de José María Benedito al director del Museo. GijónCabueñes, 30 de marzo de 1939.

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años de edad521 (Navas, 2007). Díaz Tosaos llevaba muchos años siendo parte activa de la institución. Fue nombrado ayudante segundo en la colección de mineralogía en 1899 (Barreiro, 1992, 301) y permaneció en ella hasta 1936, cuando se tramitó su jubilación.522 Él fue uno de los firmantes del agradecido homenaje que Ignacio Bolívar recibió de sus discípulos y amigos con motivo de su jubilación como catedrático (Gomis Blanco 1988, 160). Tras el estallido de la guerra, y pese a haber cesado ya en su actividad, el agustino fue requerido por Antonio de Zulueta. El director accidental le pidió que, por el bien de los tesoros de la Nación y en virtud de su experiencia, aceptara la reintegración temporal al servicio activo como profesor agregado del ramo para poner a salvo las colecciones de minerales más valiosas.523 Tras el final del conflicto y desde su nuevo cargo, Díaz Tosaos fue el encargado de llevar a cabo la depuración de los que habían sido sus colegas hasta entonces (Navas, 2007; Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 1081-1107). José María pudo volver e incorporarse a su puesto. Luis siguió en el suyo y, junto a Díaz Tosaos, firmó cartas en favor de Julio Patón para acelerar su expediente de depuración. En ellas confirmaban que el interesado era «de conducta intachable y» (que) «durante la guerra se» había «comportado hostil a los procederes rojos mostrándose adicto a la Causa Nacional».524 Díaz Tosaos fue relevado de su cargo temporal por el ingeniero de minas Pedro de Novo y Fernández Chicarro, primer director del Museo Nacional de Ciencias Naturales en la etapa franquista (Navas, 2007; Otero Carvajal y López Sánchez, 1086). La ocasión inspiró al religioso un henchido texto de exaltación de los nuevos aires que empezaban a soplar con fuerza: Una grata noticia: el día de san Isidro, al tomar posesión de su cargo el señor Novo, yo tuve la dicha de poder afirmar que no asistimos a una sola toma de

ACN. Caja 20 Administración. «Se traslada al jefe provisional de la sección de Universidades del Ministerio de Educación Nacional la copia del oficio de nombramiento a favor de Filiberto Díaz Tosaos para hacerse cargo provisionalmente del Museo y hecho este nombramiento por el Instituto de España». Madrid, 11 de mayo de 1939. 521

ACN. Caja 15 Administración, legajo 5. Oficio del subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes admitiendo la jubilación. Madrid, 11 de septiembre de 1936. 522

ACN. Caja 15 Administración, legajo 5. Carta del director provisional a Filiberto Díaz Tosaos. Madrid, 26 de diciembre de 1936. 523

524

ACN. Caja 20 Administración.

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posesión, sino a tres; pues en la misma sala de sesiones habíamos entronizado el retrato del caudillo y el del crucifijo. ¡Viva Franco! ¡Hosanna a Jesús! (Citado en Navas, 2007, 314; Otero Carvajal y López Sánchez, 2012, 1086).

En octubre de 1939, poco tiempo después de su llegada, Novo informaba al director general de Turismo acerca de las potencialidades del centro a su cargo. Gracias a esa carta sabemos que, por entonces, el Museo cerraba los lunes por limpieza, además de todas las fiestas de precepto excepto los domingos. La entrada era gratuita. Entre los elementos reseñables de la colección pública estaban los animales que salieron del taller de taxidermia, como el montaje de las cabras de Gredos «con su alumbrado automático que las hacía parecer como en el propio campo».525 Un mes después se redactó un proyecto anónimo de reorganización (que se quedó en organización ya que la sílaba «re» se tachó con lapicero) en el que se hacía una nueva propuesta expositiva para la parte pública. La conclusión seguía siendo la misma, aunque expresada, eso sí, sin escatimar tinta contra los anteriores responsables: (…) las salas de exposición no son ni con mucho lo que debieran, y ello, por falta de espacio y de recursos económicos. Su mayor falta, derivada de estos motivos y, acaso, también de criterio y espíritus limitados, es no tener carácter didáctico y educativo. Para adquirirlo solo necesita mayor dotación y amplio espacio. (…) Debe esperarse que en plazo breve hallen local adecuado esas entidades (se refiere a la Escuela de Ingenieros y al laboratorio Torres Quevedo) y entonces podrá desarrollarse nuestro centro, no con arreglo al plan que hoy prepara, sino al que siempre estuvo en el ambiente, ya que cuando se trasladó el Museo del Palacio de Bibliotecas al Hipódromo, «el gobierno dedicaba para él todo el edificio», de modo que, el que no lo utilizase y renunciara a casi todo dependió de causas accidentales.526

Uno de los proyectos que se vislumbraban en un futuro cercano era el de la modificación de los espacios entre los ventanales con la adición de una

525 ACN. Caja 20 Administración. Carta de Novo al director general de Turismo. Madrid, 20 de octubre de 1939. 526 ACN. Caja 20 Administración. Proyecto de organización del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Noviembre de 1939. Subrayado en el original.

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terraza exterior. En ellos se instalarían «panoramas con grupos biológicos de esos que tanto deleitan, enseñan y atraen»,527 como el de las cabras de Gredos. Los nuevos, de los que se planeaban hasta diez, estarían dedicados a los animales más característicos de la fauna española, como el lobo, el jabalí o el venado. En el texto se reconoce sin ambages que la de vertebrados era «una de las» (secciones) «más atractivas del Museo»,528 por lo que recibiría especial atención en la parte abierta al público. Además, esa valorización no solo se haría desde el punto de vista zoológico, sino también estético, para «que los artistas» pudieran «hallar inspiración».529 El futuro que le esperaba a la taxidermia en el Museo era sin duda prometedor. La aparentemente escasa implicación política de José María y Luis Benedito, el reconocimiento del que gozaba su trabajo y los diferentes perfiles de las personas con las que interactuaron durante su vida, desde personajes con fuerte implicación en las estructuras republicanas, como muchos de los profesores del Museo, hasta lo más granado de la aristocracia española, como los duques de Alba y Medinaceli, les permitieron continuar en sus puestos tras la depuración y seguir adelante con su obra. José María se jubiló en 1943 y Luis lo haría en 1954 (Rubio Aragonés, 2001, 33). Ignacio Bolívar no corrió la misma suerte. Con la avanzada edad de 89 años se tuvo que exiliar en México, donde viviría los últimos cinco años de su vida. Su proyecto al frente del Museo Nacional de Ciencias Naturales llevó a la institución a elevadas cotas de éxito, tanto investigador como divulgador. Los grupos biológicos que salieron del laboratorio de taxidermia, que él deseó y promovió, y en el que los hermanos Benedito pusieron su talento en acción, simbolizan uno de los mayores éxitos museográficos españoles. Contemplarlos hoy en día es volver a sentir el impulso que entonces alentó su creación. Pocas veces recreaciones tan reducidas han condensado tanto de la esencia de un medio natural, de unos paisajes que conforman una cultura. Mantener la vista fija en cualquiera de ellos es rendir un merecido homenaje a sus creadores. Apartarla por un instante y dirigirla curiosa hacia el fondo de algún pasillo es hacerlo con Ignacio Bolívar, su promotor, una figura «ocultada en España durante los largos años de silencio» (Gomis Blanco, 1988, 200): 527

Misma signatura.

528

Misma signatura.

529

Misma signatura.

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(…) creemos, todavía, ver la prócer figura de don Ignacio, avanzar con paso mesurado por las salas y pasillos del Museo, con aquella característica prestancia, aureolada de una serena ecuanimidad. Dulzura, afabilidad, llaneza, delicadeza espiritual, expandía aquel mirar del preeminente naturalista español, que alentaba al acercamiento y respetuosa amistad a todo el personal del Museo. Esa mirada, a la vez insinuante y escrutadora, al ponerse en el semblante de sus interlocutores, provocaba el despertar de ideas dormidas en aquellos (Pan, 1949, 68).

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EPÍLOGO

UNOS OBJETOS DE PERPETUA ACTUALIDAD A escasos metros del lugar que ocuparon en la primera exposición pública que el Museo Nacional de Ciencias Naturales montó en su sede actual, el okapi naturalizado y el esqueleto armado de esa misma especie han encontrado nuevo acomodo. No lejos de ellos, el elefante, la jirafa, el antílope ruano y los abejarucos, entre otros muchos animales, vuelven a estar visibles para el disfrute de todos. Durante la primavera de 2012 se inauguró en el Museo la exposición permanente Biodiversidad, en cierto modo heredera de lo que fueron las populares salas de zoología. Los responsables de su concepción y montaje han tenido el acierto de emplear buena parte de la colección histórica de taxidermia para ilustrar un tema de candente actualidad. Otros animales naturalizados, los menos, ocupan algo de espacio en la otra gran exposición con carácter permanente en el Museo: Minerales, Fósiles y Evolución Humana, eco en este caso de las antiguas salas de geología y paleontología. Una parte significativa de los grupos de fauna ibérica montados por los hermanos Benedito hoy se pueden admirar en la muestra Mediterráneo: naturaleza y civilización y en los espacios de tránsito del Museo. Por último, una considerable cantidad de ejemplares antiguos y de fauna exótica están a la vista del público en el Real Gabinete de Historia Natural y en el Almacén visitable de aves y mamíferos. A día de hoy, el Museo Nacional de Ciencias Naturales expone muchos de los ejemplares que nos vienen interesando. Otros continúan ocultos en las reservas y solo salen ocasionalmente a la luz para ilustrar distintas exposiciones temporales, dentro y fuera de la institución. Esa rotación de ejemplares es lógica y deseable desde que los museos de ciencias abandonaran su discurso enciclopédico y apostaran con fuerza por la divulgación y el entretenimiento. Pese a todo, semejante presencia de animales en las salas no siempre ha sido una realidad en su historia más reciente. ¿Qué ocurrió desde el final de nuestro relato hasta el momento actual? ¿Qué pasará en un futuro con esos peculiares seres/objeto? El objetivo del epílogo que ahora da inicio

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es tratar de aportar una serie de reflexiones sobre el controvertido tema de tratar de enseñar a entender y respetar la vida mediante el empleo de los restos de unos animales que, hace tiempo, fueron despojados de ella.

UN VERTIGINOSO SALTO EN EL TIEMPO Como se dijo en la introducción, el análisis documental para esta investigación ha abarcado hasta el final de la guerra civil. Lo acontecido desde entonces no ha sido objeto de estudio. En consecuencia, las pinceladas que aquí se presentan en absoluto deben ser tenidas por un diagnóstico o una reflexión crítica fundamentada. Ese es un trabajo que queda pendiente. Por esa acotación de fechas en la búsqueda, son pocos los documentos relativos al periodo franquista que han aparecido, un poco por casualidad, en el archivo. Un listado sin fecha da cuenta de los 42 grupos que había, hacia los años 40, en el llamado «salón de aves», un completo muestrario de especies ibéricas con muy contadas excepciones foráneas, como los ñandúes o los mirlos metálicos de Guinea.530 Otro, este firmado un 1 de enero de 1941, enumera los animales disecados que se dieron de baja por su mal estado y se destruyeron. La lista incluye una jirafa procedente de la Casa de Fieras, dos renos intercambiados en su día con el Museo de Estrasburgo, un carabao de Filipinas procedente del Museo de Ultramar, un berrendo de Nebraska comprado en Basilea o la cabeza casi blanca de un reno de Spitzbergen que, curiosamente, tenía una etiqueta en la que ponía «Prestado».531 Dos documentos más hacen referencia al montaje de otra de las piezas estrella del Museo, hoy visible en la exposición Biodiversidad. Se trata del antílope negro gigante cazado por el conde de Yebes en las inmediaciones del río Quenza, en Angola, un sublime macho adulto con unos cuernos de 1,65 metros de curvatura, récord mundial de su amenazada subespecie (Hippotragus niger variani), que a día de hoy cuenta con menos de 500 ejemplares en libertad. En la nota en la que se refieren los datos relativos a su captura, ya 530 ACN0400/001. Apuntes y notas sobre colecciones. Sección de Osteozoología. 1873 a septiembre de 1941. 531

Misma signatura. Listado de ejemplares dados de baja en 1941.

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se especifica que el permiso otorgado por el gobernador de la colonia lusa fue muy difícil de obtener por la preocupante escasez de «palancas», nombre de la especie en portugués, en aquel tiempo.532 La piel, el cráneo y los huesos fueron enviados a Luis Benedito, quien se ocupó de todo lo relativo a su naturalización, aunque el trabajo fue mayoritariamente ejecutado por Julio Patón.533 Más numerosos son los recortes de prensa que hablan de la parte pública en aquellos años y dejan traslucir lo que pudo ser ese cambio, deseado por los nuevos gestores, para dotar al Museo de un mayor «carácter didáctico y educativo».534 En 1944, el ministro de Educación José Ibáñez Martín (1896-1969) inauguró nuevas salas en las que se expusieron piedras preciosas y materiales nobles de construcción, acompañados con acuarelas de algunos de los monumentos en los que habían sido empleados, como la serpentina del altar mayor de la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid. En lo tocante a la zoología, se remozaron la sala de las aves, la del mar y la de entomología. En lo relativo a la taxidermia, se presentaron para la ocasión tres nuevos dioramas, realizados por los hermanos Benedito, que reproducían una concentración de buitres, un grupo de flamencos en reposo y un acantilado costero con aves marinas, todos ellos desmontados a día de hoy.535 Otra de esas reseñas nos describe un contenido que parecía estar básicamente destinado al disfrute infantil. Alfonso Iniesta, firmante del artículo, presenta un Museo casero, íntimo y cordial, ideal para ir en familia los domingos por la mañana. Entre el numeroso público subraya la presencia de multitud de niños y niñas, «todos desligados de una finalidad didáctica inmediata. Sin la disciplina a que obliga el colegio o la escuela».536 El texto describe las expresiones de júbilo o de pavor de los más pequeños al situarse frente al fiero león o los feos gorilas. Sobrepasados por su propio entusiasmo, los 532

ACN. Caja 72 Administración. Nota manuscrita sin fecha.

533

ACN0295/016. Carta del conde de Yebes a Luis Benedito. Madrid, 5 de noviembre de 1949.

ACN. Caja 20 Administración. Proyecto de organización del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Noviembre de 1939. 534

ACN. Caja 72 Administración. Noticias de prensa. Texto mecanografiado sin fecha (apareció publicado en Ya el 8 de julio de 1944). 535

ACN. Caja 72 Administración. Noticias de prensa. Recorte del artículo titulado Visitas en la Villa. El Museo de los niños, firmado por Alfonso Iniesta y aparecido en ABC (12 de diciembre de 1954, páginas 21 y 23). 536

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chiquillos no sabían dónde acudir, «si a los grupos que tan exactamente reproducen actitudes vivas en su propio medio o a los animales aislados que conservan, a la manera antigua, una posición estática poco expresiva».537 La excitación decaía en la sala del mar, donde sólo la morsa y el león marino parecían interesarles. La sala de las aves reavivaba la diversión con sus vitrinas aisladas que constituían «un acierto completo de buen gusto –patrimonio de una familia de artistas– y exactitud científica. Porque en ellos» existía «armonía, delicadeza, plasticidad y delicado empleo de los elementos».538 Las estancias de geología y paleontología eran otra cosa. En ellas, «los grandes animales desaparecidos –diplodocus, megaterio, tortugas castellanas gigantes–» solían «despertar la admiración un poco temerosa, sin manifestaciones de alegría expansivas».539 Por eso, el autor concluía diciendo que «más que el contenido científico nos suele atraer siempre el espectáculo –ternura, entusiasmo, alegría, espontaneidad– que niños y padres ofrecen en él (se refiere al Museo) una mañana cualquiera del domingo madrileño».540 En los artículos datados en los años 60 la tónica es similar. Francisco Hernández-Pacheco, por entonces director, insiste, en una entrevista publicada en el diario Ya, sobre la necesidad de contar con más espacio y sugiere el traslado a la Ciudad Universitaria, junto a la Facultad de Ciencias. Incide de nuevo sobre el enorme atractivo de los grupos de animales naturalizados y planea la creación de otros dedicados a la fauna de Guinea y del Sahara. Aquel año, posiblemente 1965, se recibieron unos 30.000 escolares que entraron gratis y 43.000 visitantes que pagaron cinco pesetas por ver únicamente las salas de zoología, sin duda el espacio estrella, y ocho por la visita completa. Como siempre, la mayor afluencia se producía durante las fiestas de la ciudad, cuando los isidros llenaban el Museo: «será que quien procede del campo prefiere la verdad de la naturaleza al enrarecido mundo de los tubos de escape».541 Otro artículo, aparecido en ABC en 1967 y firmado por Menéndez Chacón, define a la institución como «un museo de vida estática, pero vivo. Se diría que hay en aquellas salas una soterrada vida latente presta a vibrar en 537

Misma signatura.

538

Misma signatura.

539

Misma signatura.

540

Misma signatura.

541

ACN. Caja 72 Administración. Noticias de prensa. Recorte sin fecha de Ya. Hacia 1965.

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cualquier momento y transformarse en vida activa».542 Manuel García Llorens, en aquel momento jefe del laboratorio de taxidermia, acompaña al autor en su recorrido. Como dato curioso, en consonancia con la exaltación católica propia del momento, en el texto se cita como uno de los grandes atractivos del Museo el reunir en su exposición todas las piedras preciosas mencionadas en las Sagradas Escrituras. Un último recorte de prensa, aparecido en la Hoja del Lunes y firmado por Mary G. Santa Eulalia, reincide en la imagen del Museo como paraíso para la infancia: Los niños de seis a nueve años son los visitantes más entusiastas del Museo de Ciencias Naturales. (…) No se detendrían tanto a observarlos (se refiere a los animales naturalizados) ni volverían una y otra vez, como quien quiere cerciorarse de una cosa que le maravilla y no se la acaba de creer, si los bichos se encontrasen vivos.543

Durante la dictadura de Francisco Franco (1892-1975) los animales naturalizados constituían, sin duda alguna, uno de los principales atractivos del Museo. En esas salas permanecieron expuestos largo tiempo y allí tuve ocasión de verlos cuando era niño. En la década de los 80, durante unos años poco documentados, tal vez por su cercanía histórica, el Museo cerró sus puertas para encarar una profunda renovación. La presentación y la conservación de los objetos dejaban mucho que desear y se imponía un nuevo cambio de rumbo. Las salas se vaciaron, el edificio se remozó por completo y una nueva museografía, basada en la interactividad, el empleo de soportes audio-visuales y una incipiente realidad virtual, copó gran parte de los nuevos contenidos. Aunque de nuevo hay que insistir en la superficialidad del análisis, no se puede dejar de mencionar el hecho de que aquel patrimonio de antaño, alabado durante mucho tiempo, no salió bien parado con la reforma. Grupos como los de los gorilas, los gamos, los ñandúes, las cabras monteses o el de

ACN. Caja 72 Administración. Noticias de prensa. Artículo titulado Visita a los museos de Madrid. El Real Gabinete de Historia Natural, firmado por Menéndez Chacón, publicado en ABC (8 de marzo de 1967, página 85). 542

543 ACN. Caja 72 Administración. Noticias de prensa. Artículo firmado por Mary G. Santa Eulalia publicado en la Hoja del lunes (28 de noviembre de 1966, página 18).

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los patos de La Albufera se desmontaron y parte de los ejemplares se perdieron. Otros fueron mutilados, como el de las ardillas. Animales como el toro de Veragua o el okapi perdieron sus vitrinas. Otras, como la que albergaba un nido de ratoneros, encontraron nuevo uso. Las rapaces quedaron desprotegidas en un almacén mientras que el mueble dio cobijo a la obra de la artista contemporánea Rosamond Purcell titulada El Jardín del Edén, hoy expuesta en la sala del Real Gabinete de Historia Natural (Aragón, 2012b). Pese a todo, aunque oculta, el Museo logró preservar la mayor parte de esa herencia histórica de incalculable valor patrimonial que hoy recupera protagonismo. Tras un profundo lavado de cara, el Museo Nacional de Ciencias Naturales volvió a abrir sus puertas en 1989 (Moreno Lampreave, 1989). A partir de ese momento se programaron una serie de exposiciones de carácter temporal basadas en la actualidad científica, la espectacularidad y la interactividad. La primera de ellas, en 1990, tuvo a los dinosaurios como protagonistas y contó con reproducciones animadas a tamaño real de aquellos reptiles fantásticos. En 1992 vino Amada Tierra, toda una reflexión sobre la maravillosa diversidad de seres y paisajes del planeta y acerca de los peligros que sobre ellos se ciernen. En los distintos ambientes recreados en los modernos dioramas efímeros, y pese a la rica colección que el centro atesoraba, fueron muy pocos los animales naturalizados que encontraron un lugar. De forma más que simbólica, en el catálogo que se publicó de la exposición (Folch, et al., 1992), un interesante e instructivo texto profusamente ilustrado, no aparece ni uno solo de los ejemplares del Museo. Semejante decisión relegó a la categoría de «antigüedad en desuso» al rico patrimonio científico-histórico de la institución. Lo sucedido en Madrid no constituía una peculiaridad hispana. Buena parte de los museos de ciencias naturales siguieron trayectorias similares. Las tendencias museográficas propias de finales del siglo XIX y principios del XX, que otorgaban un papel preponderante a los ejemplares naturalizados y a su presentación, cayeron en desuso a finales del pasado siglo (Alberti, 2008). La amplitud del fenómeno fue tal que, en 2005, el Consejo Internacional de Museos (ICOM), dentro de su comité internacional de museos y colecciones de historia natural,544 creó un grupo de trabajo centrado en el arte de la 544 «Committe for Museums and Collections of Natural History» (NATHIST) (http://www.icomnathist.org).

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taxidermia y su importancia como legado cultural. Entre las conclusiones a las que se llegaron,545 destacan la necesidad de identificar aquellos ejemplares de relevancia patrimonial y la obligación de asegurar su perfecta conservación y puesta en valor. Varios fueron los criterios que se avanzaron para facilitar la búsqueda de tan valiosos objetos, argumentos que estaban basados en la relación del ejemplar con alguna persona –ya fuera esta recolector, taxidermista o científico–, algún evento en particular, una organización, un lugar y/o un tiempo determinados. Además, se consideraban especímenes merecedores de protección los de reconocida calidad artística y todos aquellos de acreditada antigüedad. Esos criterios para la identificación, en cierta medida, van a estructurar esta discusión.

VARIOS SIGLOS DE HISTORIA COMPARTIDA El interés por poseer y mostrar animales disecados no es reciente. Los antiguos gabinetes de curiosidades de los siglos XV y XVI presentaban, en elaborados muebles delicadamente tallados, unas nutridas colecciones de objetos extraños, de materiales únicos y sorprendentes destinados a maravillar a cuantos se acercaban a contemplarlos. El abigarramiento de esos reducidos espacios era tal que buena parte de los ejemplares colgaban de las paredes y del techo hasta conformar un heterogéneo microcosmos, un escaparate que reflejaba las inquietudes de su propietario y, en buena medida, su estatus social. Los textos de Aristóteles y Plinio, entre otros autores de la antigüedad clásica, dotaban de cierto sentido a cuanto procedía de una naturaleza todavía ignota. En esas estancias domésticas y escondidas, pretendidos restos de seres mitológicos, como unicornios y sirenas, compartían anaqueles con coloridas aves, descomunales huesos y piedras bezoares de incuestionable poder sanador (Pomian, 2004). Poco a poco, los naturalistas de los siglos XVII y XVIII se fueron liberando de mitos y de la incuestionable autoridad de los clásicos para desviar su mirada hacia la naturaleza misma y sus producciones. Los viajes de exploración,

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http://www.icomnathist.org/?p=103

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sobre todo hacia ese Nuevo Mundo recientemente revelado a los europeos, incrementaban de forma espectacular el número y la variedad de las especies conocidas. El desarrollo de disciplinas como la taxonomía o la anatomía pronto ahogaría la admiración por lo anecdótico, lo excepcional, y reclamaría mayor atención hacia lo repetitivo. Las colecciones empiezan entonces a acumular una ingente cantidad de animales entre sus muros. En adelante, cada nueva especie quedará representada por varios individuos de diferente sexo, edad y procedencia geográfica. La llegada de la Ilustración, con su gusto por la divulgación de los conocimientos y el saber enciclopédico, convertirá los gabinetes de historia natural en lugares ideales para el desarrollo de las ciencias naturales. Los nuevos objetos ya no están llamados a suscitar admiración, simplemente se convierten en material de estudio lleno de significado. Buena parte de los gabinetes constituidos en aquel momento dieron origen a los actuales museos de ciencias naturales de varias capitales europeas. El del médico y naturalista británico Hans Sloane (1660-1753) fue el embrión del actual Natural History Museum de Londres (Ackermann y Wess, 2003). Los fondos del Cabinet du Roi de Francia, gestionados por Buffon, junto con los de la colección privada del físico y naturalista Réaumur, constituyeron el germen sobre el que se creó el Muséum National d’Histoire Naturelle de París tras la Revolución (Péquignot, 2001). El caso del Museo de Madrid no es pues una excepción y, como hemos visto, sus comienzos se encuentran en el gabinete ilustrado que Franco Dávila reunió en París, adquirido por Carlos III e instalado en la capital. Todos esos objetos que se fueron acumulando con pretensiones científicas, a finales del siglo XIX experimentaron un nuevo cambio de vocación. El auge de las galerías de zoología que entonces se produjo fue una forma de dar utilidad a unos materiales que se quedaron sin rumbo cuando la producción científica abandonó la mera descripción y empezó a fundamentarse en la experimentación, además de en el trabajo realizado directamente en el medio natural, lejos del entorno artificial de las colecciones. La formación y la educación constituyeron una nueva vía para dar salida a todo ese cúmulo material de la historia. Esa vocación formativa, dirigida tanto a un público especialista como profano, es perceptible durante el periodo Graells, cuando el Museo se encontraba firmemente ligado a la Universidad y sus salas servían para la docencia. Las colecciones de referencia, tanto de animales naturalizados como de esqueletos montados, dan buena prueba de ello.

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Además, esa incipiente inquietud por el público en general queda manifiesta en la publicación de las guías de Solano y Gogorza, exhaustivos documentos tendentes a la erudición en los que el aspecto lúdico de una visita a un museo, algo que hoy nos es habitual, brilla por su ausencia. Acorde con los nuevos aires, la colección de zoología del museo de París se transfirió a una nueva e imponente galería en 1889, el mismo año en que abría el nuevo museo de Viena y ocho años después de la apertura del museo victoriano de South Kensington, en Londres (Farber, 1997). Por entonces, el museo de Madrid se preparaba para su primer traslado. El final de ese siglo XIX estuvo caracterizado por el cambio de paradigma en biología. Tras la aceptación generalizada de los postulados evolucionistas enunciados por Darwin (1809-1882), la reflexión morfológica, anclada en el individuo, cedió paso al contexto evolucionista y ecológico, en el que los seres vivos únicamente son comprensibles si se sitúan en un contexto dinámico y en relación con su medio ambiente. El diorama, esa ventana abierta a la naturaleza a la que ya hemos hecho mención, se convertirá en el soporte museográfico ideal para los nuevos gustos (Parr, 1961). Introducir esos paisajes inmóviles en las salas de los museos acarreó una serie de consecuencias de las que nos ocuparemos más adelante. Por ahora, baste decir que ese fue precisamente el momento de esplendor del Museo de Madrid, el periodo en el que los hermanos Benedito, auspiciados por Bolívar, inundaron la nueva, y definitiva, sede de la institución con pequeños retazos de naturaleza ibérica. El Museo madrileño, salvando las consideraciones de escala, ha seguido pues, en sus grandes líneas, la misma trayectoria que sus equivalentes europeos. Lo único que hay que lamentar es que, pese a los muchos intentos y las repetidas promesas, nunca se le designara un edifico propio y adecuado, como sí ocurrió con los demás. Esa permanente interinidad ha lastrado el desarrollo de la institución, tanto en su capacidad expositiva como investigadora, hasta el día de hoy. Cada una de las etapas por las que transitó vino caracterizada por un gusto particular a la hora de presentar sus colecciones al público (van Praët, 1995). Los escasísimos restos del gabinete de Dávila, los hieráticos animales de la colección de estudio o los grupos de los hermanos Benedito pertenecen, como el resto de animales de sus fondos, a un momento determinado de la historia del Museo. Contextualizarlos supone actuar en pro de su conservación al situarlos en un lugar y en un momento

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determinados, en un episodio concreto de una historia que los trasciende y los explica. Todos ellos fueron realizados por unos artesanos/artistas que, con su saber y sus manos, fueron dando forma al soporte material que, progresivamente, permitiría apuntalar el conocimiento y la divulgación de la zoología. Anónimos durante mucho tiempo, llegó un momento en que los taxidermistas a la moderna se convirtieron en imprescindibles en los grandes museos de Europa y Norteamérica. Los hermanos Benedito, artífices de gran parte de la colección de taxidermia del Museo de Madrid, y ter Meer, su amigo y maestro, no fueron un caso aislado. Otros célebres taxidermistas trabajaban por entonces y su obra fue motivo de inspiración y reflexión para los españoles.

ESCULTORES DE ANIMALES Los años dorados de la taxidermia moderna, durante los que se afianzaron las bases metodológicas de la disciplina y se popularizaron diferentes tipos de montaje, coinciden en el tiempo con la época de mayor expansión colonial británica y francesa. La presencia militar de los dos países en buena parte del planeta y los viajes de exploración que se iban sucediendo, fundamentalmente por el corazón de África y el sudeste asiático, favorecieron la presencia de cazadores y aventureros en recónditas sabanas, selvas y montañas. Los animales capturados vivos que iban llegando a las metrópolis llenaban las jaulas de los zoológicos y actuaban como una especie de metonimia del poder transoceánico de ambos imperios (Ritvo, 1987, 205-242). En Londres, en París y en las cada vez más poderosas ciudades de Estados Unidos, hábiles manos se ocuparon de la ingente cantidad de pieles que también fueron remitidas para dar cuerpo a buena parte de los ejemplares que hoy llenan las salas de los museos. Rowland Ward fue el primer taxidermista a la moderna con fuerte presencia en los museos de ciencias naturales (Morris, 2003). Este curioso personaje, autor de su propia biografía aparecida un año después de su muerte, empleaba una técnica de montaje celosamente mantenida en secreto. Sobra decir que Ward era un excelente dibujante y escultor al que le corresponden méritos como haber naturalizado la primera piel de okapi que llegó a Europa, la del caro ejemplar adquirido por el barón de Rotschild para su museo en

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Tring. Con todo, su faceta más destacada fue la de hábil comerciante desde que, en 1872, creara su primera tienda en Londres. El popular establecimiento de Piccadilly, llamado The Jungle, arremolinaba a multitud de curiosos frente a los escaparates gracias a su creatividad a la hora de componer escenografías llamativas e inquietantes, en las que llegó a utilizar armas zulúes como las que se estaban empleando para masacrar a los soldados ingleses en la guerra contra la etnia en el sur de África. Otro de sus medios de promoción fue la participación en exposiciones internacionales, como la celebrada en Londres en 1871, donde cosechó un rotundo éxito con un grupo de combate entre dos ciervos. También estuvo presente en exposiciones coloniales, como las celebradas en India en 1886, 1895 y 1896, en una de las cuales presentó una estremecedora escena en la que un maniquí, que figuraba ser un indefenso niño, era atacado por un feroz leopardo. Uno de sus principales clientes en Europa fue Louis Philippe Robert d’Orleans (1869-1926), duque de Orleans, para el que realizó más de 2.500 naturalizaciones, sobre todo mamíferos de gran porte, destinadas en parte a los dioramas del desaparecido museo que el aristócrata creó junto al Museo de Historia Natural de París. Algunos de esos hipopótamos, rinocerontes, antílopes, cebras o jirafas integran la gran caravana africana que hoy ocupa el espacio central de la denominada Grande Galerie de l’Évolution en el museo francés. También trabajó para naturalistas exploradores como Abel Chapman (1851-1929), un enamorado de España, y para científicos de la talla de Richard Owen (1804-1892) y Charles Darwin. Como ya hemos visto, el Museo de Madrid figuró entre sus clientes y buena parte de los mamíferos africanos fueron comprados a Ward. Mención especial merece la venta de réplicas de animales desaparecidos, como el dodo o el alca gigante. En las colecciones de Madrid figura un ejemplar de esa última especie adquirido en Londres,546 hoy visible en la exposición Biodiversidad. El artificio consistía en un cuerpo esculpido sobre el que se habían colocado, una a una, plumas de alca común, una especie abundante emparentada con la ya extinguida. El engaño surte efecto al primer golpe de vista pero no resiste un análisis detallado, mediante el que se pueden distinguir fácilmente el pico artificial, desprovisto de queratina, y los falsos ojos, carentes de párpados. 546 ACN. Caja 208 Museo/Contabilidad, expediente 208-11. Factura remitida por la casa Ward de Londres (28/12/1917).

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La obra de los hermanos Benedito presenta ciertas confluencias con el trabajo de Ward. Del taller londinense salían unas pequeñas urnas con aves británicas que recuerdan a los grupos elaborados por José María. Por su parte, Luis se apropió el montaje llamado en «tres cuartos» para los felinos, consistente en naturalizar únicamente la mitad delantera del cuerpo del animal, mientras que la ausencia de los cuartos traseros se disimulaba entre la maleza. El grupo integrado por dos «medios» leones africanos, obra de Luis y hoy visible en el Museo, es un ejemplo de excepcional calidad de ese proceder. Además, Ward también firmaba todos sus montajes en elementos del paisaje situados en un primer plano. Finalmente, no hay que olvidar que, como el inglés, los Benedito también regentaron un taller privado desde el que atendieron la demanda de clientes particulares. Una de sus producciones ajenas al mundo de los museos, unas extrañas y poco estéticas –si las juzgamos con el gusto actual– lámparas de techo en las que la bombilla colgaba de las garras de alguna desafortunada rapaz en vuelo, recuerdan sobremanera a las lámparas de mesa con aves incorporadas que se vendían en Londres. La creación de los hermanos Benedito gozó de mucho éxito en un momento en que la luz eléctrica empezaba a instalarse en numerosas casas de vecino. Su precio de mercado pasó de 60 pesetas en 1903 a 250 diez años después (Rubio, 2001, 88). Aunque decayó algo tras la Primera Guerra Mundial, la actividad del negocio se mantuvo tras la muerte del fundador bajo la sociedad Rowland Ward Ltd. Entre sus clientes figuraron personajes como Winston Churchill (1874-1965) o el general Franco. Parte de la producción partió para Estados Unidos donde, como enseguida veremos, pronto aparecieron serios competidores, aunque la marca siempre reclamó su originalidad y su universalidad: American taxidermists now offered serious competition, but Rowland Ward Ltd. remained taxidermists to the world 547 (Morris, 2003, 44). Con el éxito de los safaris, Ward Ltd. abrió un establecimiento en Nairobi en 1950 y allí permanecieron hasta 1970. La compañía se disolvió en 1983. Una curiosa casualidad patronímica hizo que al otro lado del Atlántico fuera otro Ward el iniciador de la taxidermia a la moderna. Henry A. Ward (1834-1906), sin relación de parentesco con su homónimo británico, abrió el 547 «Los taxidermistas americanos hoy representan una seria competencia, pero Rowland Ward Ltd. continúan siendo taxidermistas para el mundo».

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Ward’s Natural Sciences Establishment en Rochester, Nueva York. En él se formaron eminentes taxidermistas como Willian Hornaday (1854-1937), más tarde director del zoológico de la ciudad, Frederick Lucas (1852-1937), futuro director del American Museum of Natural History, y Carl Akeley, admirado por Luis Benedito y del que nos vamos a ocupar con más detalle. Las informaciones que aquí se avanzan fueron publicadas en Alrededor del Mundo tras la muerte del que viene siendo considerado auténtico fundador de la taxidermia moderna (Anónimo, 1927), buena prueba de la reputación que el americano alcanzó más allá de su país de origen. Tras su paso por el taller de Rochester, en el que se mostró en frontal desacuerdo con las obsoletas técnicas de naturalización empleadas, Akeley recaló en el museo de ciencias naturales de Milwaukee, donde realizó su primer gran montaje, el de un lapón guiando un trineo tirado por un reno. De allí pasó a Chicago, ciudad que conserva en su museo de historia natural los primeros grupos característicos de la nueva corriente museográfica, conocidos en su conjunto como The four seasons (Las cuatro estaciones). Se trata de cuatro dioramas que recrean el paso del tiempo en un bosque húmedo en el que unos cuantos ciervos de Virginia, además de ir mudando sus cuernas, cambian el pelaje tupido y grisáceo propio del invierno por otro más ralo y rojizo en la época estival. El último eslabón en su prestigiosa carrera fue Nueva York, donde, entre otras muchas realizaciones, dio forma a su obra cumbre, sin duda el mayor logro de la taxidermia de todos los tiempos: el fastuoso hall de mamíferos africanos del Natural History Museum. Carl Akeley perfeccionó la técnica dermoplástica, que por entonces era la más utilizada, tanto en Europa como en Estados Unidos. En lugar de revestir directamente la escultura de escayola con la piel del animal, aplicaba sobre aquella varias capas de papel maché y laca hasta lograr una sólida cubierta externa que recortaba, extraía y ensamblaba de nuevo, consiguiendo un armazón hueco, ligero e impermeable, fiel testimonio del modelo original hasta en sus más mínimos detalles anatómicos.548 Con todo, la verdadera herencia intelectual de Akeley hay que rastrearla en la recreación de los paisajes, en los

548 Información sobre el proceso de montaje empleado por Carl Akeley en el blog Taxidermidades: Pérez Moreno, S. Carl Akeley, padre de la taxidermia moderna en los Estados Unidos (consultado en marzo de 2013). Disponible en: http://www.taxidermidades.com/2013/02/akeley-el-padrede-la-taxidermia-moderna.html.

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magníficos dioramas de los museos de Chicago y Nueva York, estandartes de una nueva sensibilidad de la que enseguida nos ocuparemos. Aunque la supremacía sajona es indiscutible en esa época de esplendor de la taxidermia moderna, no se pueden dejar de citar algunos de los taxidermistas que trabajaron en el museo de París, como Émile Quantin y Jules Terrier, autores del ataque de una leona a un antílope, grupo inmortalizado por el pintor Henri Rousseau (1844-1910), apodado el Aduanero, en una de las obras maestras del arte naïf (Péquignot, 2002a). Pese a todo, la institución gala permaneció fiel a la tradición y no dio cabida en sus instalaciones a los dioramas propios del mundo anglosajón. Los animales, dotados de un dinamismo indiscutiblemente moderno, se siguieron montando individualmente y no se integraban en grupos biológicos. El museo del duque de Orleans, en el que, efectivamente, se recreaban fragmentos de selva, sabana y banquisa ártica, fue una iniciativa privada realizada mediante ejemplares naturalizados en Londres. Por entonces la realidad española era bien distinta. Tímido socio en el reparto colonial, su presencia se limitaba a determinados enclaves en el extremo norte de África y en el golfo de Guinea, ambientes que, en repetidas ocasiones, se pretendieron reproducir en el Museo mediante dioramas. Sin embargo, más allá de la excitación ensoñadora que provoca lo lejano y desconocido, una tarea quedaba aún pendiente, un desafío que pese a ser más modesto no resultaba de menor alcance. El español fue un viaje interior que trató de dar a conocer el propio solar ibérico, los animales que compartían con mujeres, hombres y niños un mismo país en busca de regeneración. Y fueron los hermanos Benedito los encargados de elevar la profesión a sus mayores niveles de excelencia, los profesionales capaces de dotar a su trabajo de ese valor metonímico, de esa lectura figurada que otorga a la parte el valor del todo. Sin lugar a dudas, su proceder enraíza en la tradición sajona y se aleja de la latina, representada por el museo de París. No fueron autores de grandes dioramas con fondos en trampantojo. Optaron por soportes discretos, como su proyecto, por reducidas vitrinas fáciles de transportar algo que, inevitablemente, hace pensar en una posible influencia de la crónica falta de espacio y de la inestabilidad que provoca una permanente interinidad. Les tocó trabajar en un Museo «siempre errante y fugitivo ante el desahucio de la Administración», como denunció Cajal.549 549

Ver nota 1 del presente trabajo.

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José María y Luis Benedito recogieron el testigo de preparadores como Duchén, Dut o Sánchez Pozuelo, entre otros, artesanos al servicio de la zoología. Ellos, además, se convirtieron en artistas y divulgadores de ciencia, en creadores de unos objetos que provocaban admiración y aceptación generalizada. Como buenos maestros, dejaron tras de sí una serie de discípulos que perpetuaron en el tiempo su legado. Algunos, como Patón, Chaves y Lloréns, se formaron con ellos en el Museo. Otros fueron familia: José Luis Benedito López (1931-1998), hijo de Luis, y José Luis Benedito Bruñó (1959-2011), hijo y nieto de los anteriores (Dorda, 2009). Benedito López fue el único que no trabajó para el Museo. La mayor parte de su obra expuesta se encuentra en el Museo de la Caza de Riofrío, en Segovia. Los demás han dejado huella en las colecciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

PAISAJES DE MUSEO En 1888, la presentación en público del American Bison Group en el National Museum of Natural History de Washington marcó un hito en la museografía de las ciencias naturales. El montaje había sido realizado por William Temple Hornaday, otro de los taxidermistas formados en el Ward’s Natural Sciences Establishment de Rochester. El que fuera promotor de la Society of American Taxidermists y autor de Taxidermy and Zoological Collecting (1891), principal libro de referencia en la materia en Estados Unidos, había dado forma a un nutrido grupo de bisontes americanos integrado por un enorme macho, varias hembras y una cría. Los animales se mostraban en relajada actitud junto al charco formado en una marisma salada propia de las inmensas planicies del país. Los elementos vegetales procedían del hábitat original de la especie. Para conferir mayor realismo a la escena, sobre la escayola que recreaba el lodazal pisoteado, Hornaday dejó impresas multitud de huellas hechas con pezuñas sueltas de otros ejemplares. Los bisontes se habían cazado expresamente para el museo ante la fundada sospecha de una inmediata desaparición de la especie en libertad. Esos animales, ubicados en una enorme vitrina acristalada de cinco metros de largo, cuatro de profundidad y tres de altura, estaban llamados a ser la imagen postrera de su estirpe (Wonders, 1993, 117-121).

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Temeroso ante la idea de que aquellos cuerpos sometidos corrieran la misma suerte que los majestuosos bisontes salvajes, Hornaday escondió una pequeña nota manuscrita bajo la pata de uno de los animales, una tímida llamada de atención para pedir la futura protección de su obra frente al posible deterioro o la destrucción. El pedazo de papel fue descubierto mucho más tarde, en 1954, cuando el grupo se desmontó para ser transferido a otro museo en Montana (Wonders, 1993, 121-122). Para entonces, las poblaciones de bisontes ya habían iniciado su lenta, pero eficaz, recuperación, entre otros motivos gracias a la publicación de The extermination of american bison (1889), un alegato para la salvación de la especie que el mismo taxidermista había escrito basándose en su experiencia personal, una obra de calado que ayudó a asegurar la supervivencia del gigante de las praderas. Los seis bisontes del grupo de Hornaday, tras largos años de olvido en las reservas del museo de Montana, recuperaron en 1996 el lugar que les corresponde y hoy únicamente hay que lamentar la pérdida de su vitrina original.550 De manera simbólica, esas huellas estampadas alrededor de un falso charco afianzaban a los ejemplares sobre un terreno que les era indisociable. En adelante, los animales en los museos carecerían de sentido fuera de la recreación de unos paisajes que, poco a poco, iban siendo interpretados en su funcionamiento global y cuya amenazada conservación suscitaba una fuerte inquietud. Cronológicamente, los primeros montajes que presentaban animales en su medio ambiente aparecieron en Europa. William Henry Flower (1831-1899), sucesor de Owen en la dirección del museo de Londres, ideó una galería dedicada a las aves británicas y sus nidos, una exposición pionera, abierta en 1887, admirada y comentada a ambos lados del Atlántico (Péquignot, 2002b, 287288). De cualquier forma, los americanos pronto se pusieron a la cabeza. Tras la presentación del grupo de bisontes antes mencionado, los dioramas proliferaron por los museos de historia natural de todo el país. Al contrario de los establecimientos europeos, herederos de la tradición de los gabinetes, auténticos «templos del saber» en los que los estudios de morfología y anatomía comparada habían alcanzado su máximo desarrollo, los museos americanos funcionaban como «templos de la naturaleza», escaparates desde los que se exhibía la magnificencia del medio natural y se educaba en el conocimiento de un joven país que, con respecto a la vieja Europa, acababa de nacer. Anclados 550

http://www.fortbenton.com/museums/hornaday.html

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en el estatalismo los primeros, los segundos apostaron fuerte por un patrocinio privado que subvencionó, entre los años 1880 y 1930, la mayor parte de los dioramas que hoy se pueden admirar allí (Wonders, 1993, 106). Respondiendo a su tipología, los dioramas se pueden clasificar en tres grupos. Los primeros, los más sencillos, están integrados por los animales y el suelo sobre el que reposan. El segundo nivel de complejidad añade un telón de fondo, un paisaje pintado, o background, que se sobrepone a ese terreno recreado, o foreground, si respetamos la terminología original inglesa. El grado máximo de teatralización se consigue cuando en ese paisaje, que se vuelve predominante en la escena, se incluye una montaña, una cascada, un acantilado o cualquier otro elemento geográfico reconocible y reconocido por el público (Wonders, 1993, 18-19). Aunque nos distraiga por un momento del hilo de la narración, no está de más decir que la inmensa mayoría de los grupos elaborados por los hermanos Benedito responde al primer tipo. Muy pocos se encastraron en la pared y, en los pocos casos en que así se hizo, no queda constancia de la existencia de decorados pintados como fondo de la escena. Este hecho anula la posibilidad de citar dioramas del tercer tipo entre la producción de los taxidermistas españoles. Sin embargo, esa identificación geográfica sí que se aprecia en los títulos de algunos de ellos, como las cabras de Gredos, los rebecos de Picos de Europa, las gaviotas de Melilla o los patos de La Albufera. De estos cuatro grupos, únicamente el de los rebecos continúa intacto en la actualidad. En 1902, a iniciativa de Frank M. Chapman (1864-1945), ornitólogo y conservador del centro, el American Museum of Natural History de Nueva York fue el primero en abrir una galería de dioramas complejos, en los que se representaban distintos hábitats de Norteamérica con su cortejo de aves. Los grupos se identificaban con nombres que permitían una rápida localización, como el de las aves estivales en la isla de Cobb, en Virginia, primer montaje con background en la historia de la museografía. Otro recreaba un farallón con aves marinas en el golfo de San Lorenzo, una réplica fiel del lugar en el que, no hacía mucho, habían vivido las últimas alcas gigantes y en el que los alcatraces habían pasado de 100.000 individuos a 50 en doce años (Wonders, 2007, 127). Chapman había viajado personalmente hasta allí para fotografiar los cortados rocosos y reproducirlos en el museo con la mayor exactitud posible. La técnica empleada, el momento elegido y el lugar seleccionado no eran fruto de una mera casualidad. Se trataba de la reivindicación de unos

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cuantos naturalistas, de una llamada de atención, pronunciada alta y clara en medio de la ciudad, en auxilio de los últimos parajes salvajes de un continente en vertiginosa transformación. Uno de los dioramas, obra de Akeley, reproducía una colonia de cría de pelícanos pardos en Pelican Island, un pequeño cayo en las costas de Florida. Los buscadores de plumas estaban poniendo en jaque las, en otro tiempo, abundantes poblaciones de garzas, garcetas, flamencos, tántalos y pelícanos en la zona y el expolio tenía que ser denunciado. El mensaje funcionó y ese reducido fragmento de tierra, de 12.000 metros cuadrados, se convertiría, en 1903, en el primer refugio de vida animal de los Estados Unidos por expreso deseo del presidente Theodore Roosevelt (1858-1919). Los museos norteamericanos extendieron su doble actividad recolectora y conservacionista al resto del planeta. El propio Akeley viajó hasta África en cuatro ocasiones, en una de ellas como compañía del presidente Roosevelt. Allí se impregnó de los paisajes y de la luz del continente, experiencia que plasmó en su obra In Brightest Africa (1924), un luminoso relato con el que trató de contrarrestar la imagen negativa de aquellos territorios poco conocidos que la obra In Darkest Africa (1890), del ya mencionado periodista británico Henry M. Stanley, había dejado en el imaginario colectivo occidental. De regreso a casa, en los quince dioramas que componían su African Hall, inaugurado de manera póstuma en 1936, el naturalistaescultor recreó aquellos ambientes que aprendió a amar durante sus viajes (Jones, 2001). Uno de esos montajes, tal vez el más conocido, representa a una familia de gorilas, con las hembras y las crías discretamente ocultas entre la vegetación y un ostentoso macho puesto en pie mientras se golpea el pecho con los dos puños. A la espalda de ese gigante amenazante se divisan unos montes, los Virunga, una cadena de volcanes entre los que descuella el Karisimbi. En ellos hoy encuentran refugio las últimas poblaciones de gorilas de montaña, inmortalizadas por la primatóloga Diane Fossey (1932-1985) en su obra Gorillas in the Mist (1983). En aquella región fronteriza entre Ruanda, Uganda y la República Democrática del Congo, Akeley halló la muerte en 1926, víctima de unas fuertes fiebres. Fue enterrado a pocos kilómetros del lugar en el que abatió su primer gorila, en la falda del monte Mikeno. Un año antes, la porción congoleña de la cordillera había sido declarada Parque Nacional, el primero de los muchos que después se irían creando en África.

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En Europa, los primeros museos de carácter marcadamente ecológico aparecieron en Suecia y también fueron obra de la iniciativa privada. Su promotor fue Gustaf Kolthoff (1845-1913), un cazador, naturalista y taxidermista que concebía las exposiciones en los museos como algo destinado a educar al público en el conocimiento de la naturaleza mediante el uso de la recreación y la ilusión. Quería distanciarse del tradicional discurso basado en el orden sistemático. Algunos de los museos que fundó, como los de Estocolmo (1893), Abo (1907) y Uppsala (1910) continúan abiertos hoy en día. El primero de ellos, ubicado en la capital del país, pudo ver la luz gracias a la intervención del rey Oscar II (1829-1907), que cedió terrenos en el antiguo cazadero real de Djurgarden para la construcción del edificio y donó parte de las colecciones de su pabellón de caza. La sala principal se concibió como una torre observatorio desde la que los visitantes podían contemplar los principales paisajes escandinavos, recreados en su más mínimo detalle. Para dotarlos de presencia animal, Kolthoff se rodeó de un equipo de cinco taxidermistas y entre todos naturalizaron unos 4.000 especímenes. El llamado Biologiska Museet constituyó desde un principio una alternativa al escaparate oficial de las ciencias naturales en la ciudad, representado por el Naturhistoriska Riskmuseet, fundado en 1819 a partir de las colecciones reales suecas y que, finalmente, también incorporó dioramas en sus salas (Beckman, 2004). La fuerte influencia de la obra de Linneo, quien, de forma metafórica, comparaba la Tierra con un museo, la arraigada tradición cinegética y el gusto por los pabellones de caza, así como una peculiar forma de percibir el paisaje íntimamente ligada al sentimiento patriótico, son tres de los argumentos avanzados a la hora de explicar esa temprana incorporación del discurso ecológico en los museos suecos (Wonders, 1993, 46). Sin entrar a discutir el porqué de ese hecho, lo que no parece ser fruto de la casualidad es la aparición de un país como Suecia en la correspondencia analizada durante esta investigación. El intercambio del alce y de las cabras monteses entre los museos de Estocolmo y Madrid, mediado por la intervención de los respectivos monarcas, parece ser el reflejo de una sintonía entre ambas instituciones, reconocimiento que resulta mucho más patente en la solicitud formulada por Gunlög Büllow-Hübe, joven estudiante de taxidermia del museo de Malmö que quiso formarse en el taller de los Benedito. Tras la clara apuesta modernizadora iniciada desde la llegada de Ignacio Bolívar a la dirección del Museo de Madrid, el enfoque ecológico irrumpió con fuerza. El acercamiento a la naturaleza ibérica empezaba a trascender el

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conocimiento individual de cada uno de sus integrantes para tomar conciencia de los paisajes. Estados Unidos y Suecia, países con naturalezas generosas y grandes espacios despoblados, afianzaban buena parte de su identidad nacional en esos entornos silvestres. España, entonces inmersa en un proceso regeneracionista que trataba de explicar el porqué de la evidente decadencia nacional, también debía reflexionar sobre ese solar patrio para encontrar de nuevo en él argumentos y fuerza (Santos de Otaola, 2010). Y al pararse a contemplar lo que en realidad éramos se constató una inquietante degradación del medio natural, consecuencia del olvido secular y la sobreexplotación. Como en otros lugares, las salas del Museo iban a actuar precipitadamente como escenarios de formación y de lucha, como espacios desde los que educar en el conocimiento y el respeto. La mayoría de los grupos realizados por los hermanos Benedito encarnaron ese mismo espíritu que animó los concebidos por Akeley en Nueva York o por Kolthoff en Estocolmo. La llegada al Museo del grupo de los rebecos y del oso pardo de Asturias fue previa a la creación del primer Parque Nacional español, el de la Montaña de Covadonga, declarado en 1918, actual Parque Nacional de Picos de Europa tras varias ampliaciones (Casado de Otaola, 2000, 313-333).

AÑOS OSCUROS Acciones pioneras que encuentran legítima justificación en sus planteamientos terminan desvirtuadas por los ecos que producen, por su incontrolada y equívoca repetición, a menudo motivada por el oportunismo, la codicia o el mercantilismo. En pleno auge de la taxidermia científica como disciplina al servicio de los estudios taxonómicos de aves y mamíferos, en Madrid se recibía una oferta del veterinario y taxidermista catalán Francesc Darder i Llimona (1851-1918), primer director del parque zoológico de Barcelona. Se trataba de una propuesta de venta de objetos clásicos de historia natural que además incluía cráneos, en yeso y naturales, de todas las razas humanas.551 El 551 ACN0380/027. Carta de Francisco de A. Darder y Llimona al director del Museo Antropológico de Madrid. Gracia (Barcelona), 31 de diciembre de 1888. El nombre del por entonces director no se especifica. El doctor Velasco, fundador de la colección falleció en 1882. El Museo de Ciencias Naturales se hizo cargo de la misma a partir de 1890.

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abuso de la técnica, unido a la mentalidad de entonces, hizo que algunos seres humanos fueran tratados como animales y naturalizados para los museos. De hecho, en su carta Darder confiesa poseer un ejemplar notabilísimo de un betchuanes (sic), cafre del África meridional que indudablemente es el único que existe en el mundo preparado conforme a todas las reglas de la taxidermia (…) Tengo también dos pieles humanas de hombres salvajes.552

El hombre al que se refiere es el conocido como «negro de Banyoles», un bosquimano preparado por los hermanos Verreaux en París, en 1833, adquirido más tarde por el veterinario, un ser humano que permaneció expuesto al público del museo Darder hasta 1997. En 2000 sus restos llegaron al Museo Nacional de Antropología de Madrid donde se desmontó la preparación taxidérmica. Finalmente, el cráneo y varios huesos se remitieron a Botsuana en 2007, donde fueron enterrados con honores de Estado. Lamentablemente, el del bosquimano de Banyoles no fue un episodio aislado. La historia de la Venus Hotentote del museo de París ha sido sin duda la más mediática (Qureshi, S., 2004). De igual forma, el mensaje evocador e instructivo de los primeros dioramas pronto se vio superado. El incontestable éxito de público hizo que ese tipo de montajes se empleara como reclamo para llenar las salas. Los safaris proliferaron en todas partes del mundo y los cadáveres de animales llenaban las reservas de los museos. En pugna por aumentar la notoriedad de sus colecciones, los museos occidentales se convirtieron en ávidos consumidores de ejemplares. El caso del alca gigante es revelador al respecto. El declive de la especie, fácil de capturar y apreciada por su carne, sus plumas y sus huevos, se inició en el siglo XVI con la desaparición de las poblaciones asentadas en las costas atlánticas europeas. Poco a poco fue corriendo la misma suerte en el continente americano y sus últimos reductos se localizaban en islas alejadas de la costa. A medida que la especie escaseaba, el precio de los ejemplares aumentaba y el cobro por las capturas era cada vez más rentable. La última pareja de la que se tiene constancia nidificaba en el islote islandés de Eldey. En 1844 los dos últimos ejemplares de la especie fueron capturados en su nido y el único huevo que incubaban se rompió bajo el peso de una bota. 552

Misma signatura.

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Los restos de los animales pronto encontraron compradores en el mercado de Reikiavik. A las pieles se les perdió la pista, aunque hay fundadas sospechas de que son las que hoy se encuentran en los museos de Los Ángeles y Bruselas. Los órganos de los dos ejemplares, y de eso no hay duda, terminaron en las colecciones del museo de Copenhague (Bourne, 1993). Los museos habían contribuido a la extinción de una especie. A partir de entonces, el alca ya solo sería una ausencia en el remedo del golfo de San Lorenzo que Akeley montó en Nueva York, o un ideal inalcanzable para las imitaciones que salían del taller de Rowland Ward. En 1932 el museo de Londres organizó una exposición titulada Game animals of the Empire, íntegramente formada por trofeos cinegéticos (Dollman, 1932). Por entonces pocos eran los que, como los duques de Alba y Medinaceli, podían costearse ese tipo de empresas de aventura. Sin embargo, su impacto sobre la fauna salvaje, como hemos visto, era más que considerable. Las élites aristocráticas y políticas de buena parte de las potencias occidentales, de alguna manera, anhelaban participar en la tarea de constructores de imperios. Dejar su impronta en los museos en forma de donaciones era una buena manera de conseguirlo. Tal vez, Theodore Roosevelt sea quien mejor encarne esa imagen del cazador conservacionista. Mecenas del American Museum of Natural History y promotor de las leyes de conservación de la naturaleza en el país, el vigésimo sexto presidente de los Estados Unidos tomó parte en varias expediciones de exploración científica. En una de ellas partió hacia África con miembros de la Smithsonian con la intención de recolectar ejemplares para los museos de la potencia americana. Roosevelt llevaba en el bolsillo una escueta lista de 21 especies de caza mayor que él mismo se quería cobrar. Sin embargo, el resultado final de la empresa en la que tomó parte se saldó con 5.013 mamíferos, 4.453 aves y 2.322 anfibios y reptiles abatidos (Wonders, 1993. 158). Con el tiempo, la popularización de medios de comunicación como el cine y la televisión, la eficacia de los transportes, la implantación de los periodos vacacionales y el acceso cada vez más fácil a las ofertas turísticas hicieron que un número creciente de personas tuvieran un contacto, directo o indirecto, con el medio natural, una experiencia propia y sentida, no un relato destilado por terceros. La toma de conciencia ante la creciente degradación de la naturaleza hizo que, progresivamente, la sociedad se pusiera de parte de los más débiles, de todas esas especies animales que poco a poco

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iban siendo diezmadas por la sobreexplotación y el afán coleccionista. Los museos eran en parte responsables de la cruel matanza y sus colecciones de animales naturalizados se empezaban a mirar con otros ojos. Su ambiguo discurso conservacionista elaborado a partir de seres extirpados del medio natural se interpretaba de manera displicente (Patchett y Foster, 2008). El grupo de los gorilas de montaña, al que hace poco hacíamos referencia, ofrece un buen ejemplo de ese radical cambio de parecer. La composición, presidida por un macho en amenazante actitud frente a las hembras, ha dado pie a una de las reflexiones más profundas asociadas a la interpretación de la taxidermia en los museos a finales del siglo XX, obra de la historiadora norteamericana Donna Haraway. Según la autora, el hiperrealismo de las escenas, tanto de los ejemplares naturalizados como de la escenografía, no está carente de intencionalidad y contribuye a la perpetuación de un conservador mensaje de orden, frente al caos y la pretendida decadencia del mundo moderno. El fugaz retorno a la madre naturaleza a través del poderoso magnetismo visual de esas pequeñas porciones de paisaje artificial, de esos reductos de armónica vida familiar, prolonga en el tiempo un discurso machista e imperialista y sirve para reafirmar el asumido sometimiento de los animales a la voluntad humana que, a fin de cuentas, es la que decide entre el indulto o la pena (Haraway, 1989). Una reflexión similar ha surgido a lo largo de este relato al evocar la composición de buena parte de los grupos realizados por Luis Benedito, una organización espacial que refleja el tradicional sometimiento femenino en el ámbito familiar y social. Como en el caso de Akeley, y por proximidad filogenética, el montaje en el que mejor se percibía esa humanización, próxima a la fábula moralizadora, era el de los gorilas, hoy desmontado. Luis Benedito no tuvo ocasión de observar a los grandes monos en su medio natural, por lo que toda la documentación para su trabajo la hizo a través de dibujos y fotografías. En un desnudo suelo, que en nada recordaba a la selva húmeda africana, ubicó un grupo familiar en el que el macho, puesto de pie, también dominaba la escena. Su mirada serena, su pose relajada, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo en clara contraposición al macho montado por Akeley, invitaban al acercamiento. Junto a él, la hembra, en cuclillas, protegía con gesto maternal a un pequeño junto a su pecho. La escena la completaba un ejemplar adolescente en postura cuadrúpeda, con gesto vivo y en alerta, como tramando la próxima travesura. En resumen, una

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perfecta escena de «armonía familiar humana» que en nada tiene que ver con la organización social poligínica, es decir, con grupos familiares formados por un macho reproductor y varias hembras, propia de estos antropoides. El Museo de Madrid tampoco permaneció ajeno al juicio negativo emitido en presencia de animales disecados. Como ya se ha dicho, estos fueron desterrados de sus salas tras la reforma y almacenados en reservas. Hoy han vuelto a recuperar protagonismo al amparo de una nueva sensibilidad y ante el convencimiento de que el sacrificio de nuevos ejemplares ya no está justificado. Nuestros tiempos no son los de Akeley o los Benedito, por lo que nuestras propuestas y soluciones tienen que ser otras. Son muchos los medios a nuestro alcance para tratar de instruir al público sin implicar ese costoso tributo de vidas. Además, los museos ya disponen de ricas colecciones de material zoológico, objetos que, una vez más, despliegan todo su poder semántico y se ponen al servicio de la divulgación científica.

¿Y AHORA QUÉ? El incuestionable magnetismo de los animales naturalizados, esa capacidad que poseen para provocar admiración o rechazo, embeleso o desagrado, en gran medida procede de su naturaleza quimérica de seres/objeto. Si tuviéramos que describirlos a partir de sus componentes, diríamos que son de piel, paja, escayola, cristal y alambre. Y es precisamente el primero de esos constituyentes, ese envoltorio corporal con pelos, plumas, callosidades o garras, ese órgano extenso que delimita el interior del cuerpo y establece una eficaz barrera frente a las agresiones del mundo exterior, el que provoca la reacción en el observador. Antes de recubrir la superficie de un objeto inerte, esa misma piel perteneció a un ser vivo y le dio apariencia, por lo que se convierte en la excusa perfecta para recrearlo. El resultado pretende pues perpetuar un ejemplar del que, en tiempos, se obtuvo ese ingrediente indispensable para la verosimilitud del montaje final. Sin embargo, un animal naturalizado no es más «animal» que un cuchillo con el mango tallado en asta de toro o que un suntuoso cáliz elaborado a partir de la concha de un nautilo. Su confección, además de esa significativa porción de componente orgánico, implica una cuidada y metódica intervención humana y, como en

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toda manufactura, el producto final no está carente de intencionalidad. Con todo, hay un rasgo que sí diferencia a los objetos que nos ocupan de otros muchos. Es su valor de representación entre el perpetuo cambio biológico y el perpetuo estatismo material, entre la existencia real de un ser vivo y el conocimiento que de ella se puede destilar. Siendo otra cosa muy distinta, tratan de ser una realidad que ya no existe. Durante mucho tiempo, ese valor de representación estuvo revestido de una fuerte carga de simbolismo. En las primeras colecciones zoológicas, cada animal disecado compendiaba los caracteres propios de toda una especie para convertirse así en la materialización de una idea. Constituía en sí mismo ese catálogo de detalles anatómicos y morfológicos que facilitaban la comprensión y apropiación de conceptos como «armadillo», «ornitorrinco» o «rabijunco». Definidos los conceptos, estos podían pasar a formar parte de clasificaciones, cada vez más completas y complejas, que ponían cierto orden en el aparente caos natural (Daugeron, 2009, 83). En un marco dominado por el creacionismo, cada especie era la afortunada consecuencia de la voluntad divina y un solo individuo bastaba para representarla. La posterior aceptación del paradigma evolucionista determinó un creciente interés por el estudio de la variabilidad interindividual, sustrato sobre el que actúa la selección natural. El cambio de enfoque propició la formación de nutridas colecciones de organismos, integradas, como ya ha sido dicho, por completas series de individuos en las que estaban representados ambos sexos, todas las edades y diversas procedencias geográficas. Los ejemplares tipo, los primeros que se describían, marcaban la pauta, pero la noción misma de especie venía definida por toda esa cohorte de variaciones mensurables. Esas colecciones, llamadas científicas, ponían al servicio de los investigadores cráneos, picos, plumas, cuernos o cualquier otro elemento susceptible de ser objetivamente cuantificado y de aportar, por lo tanto, nueva información sobre la plasticidad de los organismos. Estaban, y están, formadas por pieles curtidas y esqueletos desmontados que huyen de todo artificio. Los viejos animales naturalizados, más interpretación que realidad biológica, fueron condenados al olvido y muchos de ellos sucumbieron al fuego o a la polilla. Más tarde, para dar cabida a los progresos de nuevas disciplinas emergentes como la ecología y la etología, los dioramas se vistieron de realismo a la hora de representar paisajes. En ellos, los animales interactuaban entre sí y con el medio para aportar una engañosa sensación de dinamismo. Ya no se

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trataba de individuos aislados, sino de grupos enteros. Pero, por mucho que una escenografía trate de captar el movimiento, nada resulta comparable a la perpetua motilidad de la naturaleza. Como una simple fotografía de familia, que nace para detener el tiempo y acaba siendo la prueba evidente de que el tiempo, efectivamente, ha pasado, esos paisajes prístinos de los museos pronto dejaron de ser espejo para convertirse en imagen caduca. Otros soportes más atractivos a la hora de mostrar el cambio, como los recursos audiovisuales o la incipiente interactividad basada en el uso de ordenadores, fueron arrinconando aquellos montajes revolucionarios. Hoy, tras un periodo de ausencia, la percepción de los objetos que nos ocupan ha vuelto a cambiar. Como el resto de las piezas de los museos, los animales naturalizados son realidades únicas, materiales susceptibles de ser expuestos, con un elevado valor didáctico y con una historia detrás. Actualmente, su empleo en las exposiciones se basa en lo que realmente son, no en lo que se supuestamente representan. Su poder en las salas es evocador, no simbólico. Por eso, más que nunca, su polisemia se hace patente y amplía su sentido y significado para convertirlos en sustrato de múltiples lecturas, algunas de las cuales ya han sido convenientemente identificadas (Poliquin, 2008). A causa del hiperrealismo que otorga la piel auténtica, un animal disecado siempre se podrá escrutar de manera descriptiva. El tigre que hoy forma parte de la vitrina dedicada a las especies amenazadas de extinción, obra de Luis Benedito, antaño ocupó un lugar en el mueble de los grandes felinos. Como pretexto, el ejemplar presta soporte tanto a un discurso temático, el de la biodiversidad, como a otro sistemático, el de los órdenes de mamíferos. Al contemplarlo, un espectador puede hacerse una idea exacta de sus dimensiones y apariencia para, posteriormente, ubicarlo dentro del hilo argumental de la exposición. Observándolo, enseguida constatará que el tigre es la única especie del género Panthera con el pelaje rayado mientras que el resto lo tienen moteado, aunque en el caso del león las ligeras manchas que presentan los cachorros desaparezcan con la edad. Al mismo tiempo, frente a la esplendidez de la piel, el visitante entenderá la causa por la que la especie llegó a estar al borde de la extinción. Dicho de otra forma, el ejemplar sirve de apoyo a un discurso argumental ya construido. Para que ese valor descriptivo surta efecto, las naturalizaciones deben ser de una calidad tal que permitan recrear, de la forma más fiel posible, el aspecto de un animal vivo. Los torpes montajes antiguos, realizados a base de embutir pieles sin tan siquiera haber visto

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el cadáver, incluso sin haber consultado referencia iconográfica alguna, pueden inducir a error en contextos como el que aquí se refiere. Más allá de esa lectura descriptiva, a los ejemplares se les puede añadir voluntariamente un componente didáctico en el momento del montaje, intención que puede pasar inadvertida o ser desvirtuada con el tiempo. Por ejemplo, buena parte de los carnívoros tradicionalmente se han montado con la boca abierta. El objetivo no es el de amedrentar al público, sino simplemente el de facilitar la observación de las muelas carniceras, último premolar superior y primer molar inferior, de notable desarrollo y dotadas de cúspides cortantes, carácter propio del Orden de los Carnívoros desde los tiempos de Linneo. De igual forma, buena parte de los primates naturalizados se sitúan sobre ramas, manipulan algún objeto o, simplemente, sostienen un bastón con una de sus manos, para destacar la capacidad prensil propia de ese grupo, facilitada por la existencia de pulgares que se oponen al resto de los dedos. Esa lectura didáctica se amplifica en los grupos y dioramas al introducir nuevos elementos que sirven para ilustrar acerca de las relaciones entre las especies, por ejemplo los depredadores y sus presas, y de estas con el medio. El mejor ejemplo que se puede citar es el portentoso grupo de abejarucos preparado por José María Benedito. En una reducida vitrina, que se puede rodear como si fuera una sorprendente proyección tridimensional, un abigarrado grupo de aves sirve para resumir el ciclo reproductor completo y detallar las características del hábitat y del modo de vida de una de las especies más coloridas de la avifauna ibérica (Aragón y Casado, 2012, 28-31). Al estar formados por partes que antes pertenecieron a antiguos seres vivos, muchos de esos animales también pueden ser empleados para lanzar mensajes de alerta (Poliquin, 2008). El nefasto papel desempeñado por los museos en relación con la desaparición o disminución de un buen número de especies, hoy puede ser purgado empleando aquellos ejemplares en pro de un mensaje conservacionista. Situados frente a la vitrina del lobo marsupial que el Museo madrileño compró en Londres a principios del siglo XX, uno llega a percibir la sinrazón que condujo al exterminio de toda una especie. Considerado la peor alimaña de la isla de Tasmania, el también llamado tilacino fue víctima de una excesiva presión cinegética propiciada por el pago de cuantiosas recompensas. Ningún documento puede suplir a la corporalidad del ejemplar a la hora de tomar conciencia de la irremediable pérdida.

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Por desgracia, aún siguen siendo muchas las especies que pueden llegar a correr la misma suerte que el mayor marsupial carnívoro. Además, cada uno de esos objetos tiene una historia propia, lo que permite hacer una lectura biográfica (Poliquin, 2008). Unos por su relevancia, como el elefante asiático de Carlos III, otros por su imponente presencia, como el elefante africano del duque de Alba, ya son varios los ejemplares del Museo de Madrid que han proporcionado argumentos a muchas páginas escritas. Numerosos han sido los que han llenado las de este trabajo pero, sin duda, son inmensa mayoría los que permanecen a la espera de ese documento perdido que les facilite una identidad propia. Todos constituyen un precioso archivo material para investigar y comprender el devenir de una disciplina, de una institución y de un oficio. Saber de dónde proceden, cómo llegaron hasta el Museo y quién se encargó de prepararlos y estudiarlos, son valores añadidos que se superponen al ya nada despreciable valor biológico de cada uno de ellos. Confirmar la autoría de un montaje salido del taller de los hermanos Benedito supone rescatar una pieza más para ese tesoro museográfico conformado por su obra. El African Hall del museo neoyorquino hoy recibe el nombre de Akeley Hall, en justo homenaje a su promotor y creador. Lo que antes eran recreaciones simbólicas de unas tierras remotas, hoy son obras maestras, creaciones concretas, de un gran escultor-taxidermista. En muchos casos, el taxidermista concibió y creó la pieza con una innegable preocupación estética, por lo que su obra también se presta a una minuciosa lectura artística, cercana al dominio de la escultura. En repetidas ocasiones se ha hecho mención a esa inquietud en el caso de Luis Benedito quien, más allá de darles cuerpo, dotó a sus conjuntos de un claro lenguaje formal. Ese componente plástico ha sido el causante de que los animales naturalizados hayan acaparado desde siempre la atención de muchos creadores. Algunos de los de hoy, como los españoles Miguel Ángel Blanco (Varios autores, 2011, 28-71) o Pablo Echevarría (Echevarría, 2010), basan sus obras en el empleo o la reproducción de ejemplares de colección. Otros, como el alemán Thomas Grünfeld o la francesa Annette Messager, recurren a la técnica de la taxidermia para crear inquietantes criaturas híbridas a partir de las pieles de diferentes especies animales (Bergot, 2002). Y es que más allá de las interpretaciones clásicas impuestas par la tradición cultural de los museos, el disfrute es, ante todo, individual. Esa experiencia personal da pie a muy distintos relatos que inciden en aspectos

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concretos y diversos, imperceptibles para unos, cautivadores para otros, que a fin de cuentas nos hablan de la apropiación visceral de los objetos (Poliquin, 2008). El poder que las aves y mamíferos del Museo de Madrid han ejercido sobre parte de las personas que los han contemplado determina el que nos salgan al paso más allá del recinto de la institución, en lugares insospechados. El okapi lo hace desde el cuaderno de historia natural de Javier Cabañas, joven alumno del Instituto-Escuela en los años previos a la guerra civil (Masip Hidalgo, Martínez Alfaro, 2012, 234). El rinoceronte de Ward, el león del duque de Mandas y el elefante de Luis Benedito sirven de telón fondo para que, armada con un inofensivo plumero, una espléndida Rocío Dúrcal (19442006) dedique la canción El Diplodocus a sus «tata-tatarabuelos», en el film Acompáñame (1966), del director Luis Cesar Amadori (1902-1977). Los animales naturalizados trascienden entonces el ámbito de la zoología y de la historia de la ciencia y se convierten en argumentos para la historia cultural de todo un país. Ángel Cabrera confiesa cómo, siendo niño, logró la complicidad de un vigilante de sala para poder colarse por rincones vedados al público en el Museo (Cabrera, 1912, 9). Esa curiosidad infantil cuajó en una brillante carrera naturalista, íntimamente ligada a las colecciones de ciencias naturales (Tellado y Molina, 2010) y en la que él mismo se reconoció como heredero del naturalista explorador Marcos Jiménez de la Espada (López-Ocón, 2004). Como siempre, las salas del Museo Nacional de Ciencias Naturales se siguen llenando de visitantes, sobre todo de niñas y niños. Los animales naturalizados han vuelto a ocupar sus puestos. Pese a su estatismo, siguen cautivando cientos de miradas, despertando cientos de inquietudes. Y es que, parafraseando al autor británico Simon Knell, los objetos en los museos nunca permanecen completamente en silencio porque nuestras cabezas nunca están completamente vacías (Knell, 2007, 26). Brindemos pues por esta nueva oportunidad para los ya veteranos animales naturalizados de los museos de ciencias naturales, como el de Madrid. Si el buen hacer de expertos taxidermistas logró que la materia orgánica de sus pieles resistiera a la putrefacción, hagamos todo lo posible para que estos últimos olvidados de nuestros museos desplieguen de nuevo todo su poder semántico. Que sean ellos los embajadores del respeto a la vida y a la naturaleza. En un mundo en el que internet viaja en los bolsillos, la materialidad de sus cuerpos tiene mucho que decir. Pero, ¿qué pasará en un futuro? Serán otros los que den

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respuesta a esta pregunta. Por el momento tendremos que conformarnos con conservarlos y emplearlos con el merecido respeto y reconocimiento, para que sean ellos los que sigan desafiando al tiempo. Para nosotros, pretenderlo tan siquiera sería demasiado pedir.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Adrados, Victoria, 214 Akeley, Carl, 32, 204, 257, 262, 264, 266-268 Albiñana, 142 Alcaide Tapiador, Eustaquio, 199 Alfonso XIII, 21, 24, 149, 153, 156, 163, 170, 213, 214, 227, 231 Alfonso Pío, Príncipe de Asturias, 214, 223 Alonso, Pompeyo, 191 Alonso Martínez, José, 200-202 Alonso Quintanilla, José, 86 Amadori, Luis César, 273 Andrés Montalvo, Tomás Andrés de, 124, 136, 139, 144, 145 Antón y Ferrándiz, Manuel, 121, 122, 124, 125, 128-130, 133, 134, 136, 142, 145, 146, 149, 155, 156, 168, 219 Areny de Plandolit, Pablo de, 168 Arias Encobet, José, 173 Aristóteles, 251 Asensio, Pascual, 86, 108 Barón de Rotschild, 160, 254 Bécoeur, Jean-Baptiste, 35, 64, 77 Belmas, 142 Belon, Pierre, 76 Benavides, Francisco, 86 Benedito Bruñó, José Luis, 259 Benedito López, José Luis, 259 Benedito Mendoza, José María, 169 Benedito Vives, Concepción, 170 Benedito Vives, Francisco, 170 Benedito Vives, José María, 22, 30, 31, 40, 89, 158, 168-173, 182, 185, 186,

188-191, 195, 197-200, 208-213, 215, 216, 222, 223, 232, 236, 239, 240, 242, 247, 253, 254, 256, 258, 259, 261, 263, 264, 268, 271, 272 Benedito Vives, Luis, 22, 26, 32, 40, 53, 89, 158, 169, 170, 171, 173, 175-182, 185, 186, 188-190, 197-200, 202-204, 206, 208-216, 223, 224, 231, 232, 236, 237, 239, 240, 242, 247, 253, 254, 256-259, 261, 263, 264, 267, 268, 270, 272, 273 Benedito Vives, Manuel, 169 Benedito Vives, Rafael, 169 Benedito Vives, Teresa, 170 Benítez Mellado, Francisco, 209 Benlliure, Mariano, 179 Bernaldo de Quirós, José, 24 Bernardin de Saint-Pierre, JacquesHenri, 68 Blainville, Henri Marie Ducrotay de, 95 Blanco, Miguel Ángel, 272 Bolívar y Urrutia, Ignacio, 21, 22, 28, 31, 37, 40, 53, 89, 122, 124, 125, 129, 130, 133, 134, 136, 137, 143-149, 152156, 158-160, 163, 164, 166-168, 171, 172, 174-177, 191, 192, 208, 210, 211, 215, 218, 219, 222, 225, 227-229, 231, 233-235, 240, 242, 253, 263 Bosch y Fustigueras, Alberto, 113, 115, 116 Boucard, Adolphe, 103 Bru, Juan Bautista, 53-63, 69, 74-78, 98, 99, 202

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Buffon, conde de, 34, 49, 55, 57, 58, 77, 252 Büllow-Hübe, Gunlög, 216, 263 Caballero y Barba, Francisco, 83 Cabañas, Javier, 273 Cabo, María, 214 Cabrera Latorre, Ángel, 152-154, 163, 185, 186, 188, 222, 224, 225, 273 Calderón, Gabriela, 214 Calderón y Arana, Salvador, 124, 145, 168 Callejo de la Cuesta, Eduardo, 227 Candolle, Augustin Pyrame de, 95 Canga-Argüelles, Felipe, 104 Cánovas del Castillo, Antonio, 43, 113, 230, 231 Carlos III, 20, 37, 47, 59, 72, 92, 110, 128, 130, 154, 217, 219, 220, 231, 252, 272 Carnegie, 226 Carreño, Eduardo, 102 Castro y Duque, Jacinto de, 83, 86, 87, 90, 91, 93 Cavanna, 155 Chapman, Abel, 255 Chapman, Frank M., 261 Chaves, 259 Churchill, Winston, 256 Churriguera, José, 45 Clarà, Josep, 179 Colmeiro y Penido, Miguel, 28, 110, 115, 118-121, 124, 127, 128, 133-136 Conde de Argillo, 108 Conde de Pernia, 46, 50 Conde de Yebes, 246 Cortés, Salvador, 86, 91 Cortina, Enrique, 136, 155

Cutanda, Vicente, 86 Cuvier, Georges, 62, 76, 95, 100 Cuvier, Frédéric, 97 Darder i Llimona, Francesc, 264, 265 Darwin, Charles, 253, 255 Daubenton, Louis Jean-Marie, 77 Dávila, Pedro Franco, 37, 43, 45-47, 49, 50, 52-55, 58-62, 73-78, 252 Díaz Tosaos, Filiberto, 239, 240 Domenec, Agustín, 106 Duchén, José, 86-90, 92, 99, 102, 103, 259 Dufour, Léon, 79 Dufresne, Louis, 77 Dupond, 160 Duque de Alba, 32, 202, 204, 205, 242, 266, 272 Duque de Arcos, 160 Duque de Mandas, 231, 273 Duque de Medinaceli, 205-207, 237, 242, 266 Duque de Orleans, 255, 258 Dúrcal, Rocío, 273 Dut, Juan Ramón, 86, 87, 89-93, 98, 259 Echevarría, Pablo, 272 Edwards, George, 49 Eguía, Francisco de, 53 Elcano, Juan Sebastián, 77 Enequin, Luis, 81 Esteban Lozano, José, 215 Fernández de Córdoba y Salabert, Luis Jesús, 205-207, 237, 242 Fernández González, Francisco, 118, 124, 125, 143 Fernández Lesmes, Miguel, 199 Fernando VI, 45

288

Fernando VII, 66, 108 Ferrer, Vicente, 98 Figueroa y Torres, Álvaro de, 146 Flower, William Henry, 260 Fons, Julia, 81 Fossey, Diane, 262 Franco, Francisco, 249, 256 G. Santa Eulalia, Mary, 249 Gaitero y Ortega, Ángel, 83 Galdo López de Neira, Manuel María José de, 83, 91 García, Donato, 86 García Alix, Antonio, 145, 146 García Llorens, Manuel, 230, 237, 238, 249, 259 García Victoria, Amparo, 207 Garriga, José, 76 Geoffroy-Saint Hilaire, Isidore, 96 Gessner, Conrad, 76 Gimeno y Cabañas, Amalio, 171 Godoy, 231 Gogorza, José, 103-107, 253 Gómez de Llarena, 192 González-Hidalgo, Joaquín, 136-139, 145-147, 149, 155, 168, 209 González Velasco, Pedro, 123 Goya, Francisco de, 60 Graells Agüera, Mariano de la Paz, 28, 37, 43, 78, 79, 82, 84, 86-98, 100, 102104, 108, 109, 114, 116-119, 122, 124126, 130-133, 135, 143, 153, 252 Gray, George Robert, 104 Gredilla y Gauna, Apolinar Federico, 28, 136, 142, 146 Grünfeld, Thomas, 272 Gualdo Vergara, Dionisio, 91

Guerin-Méneville, Félix Édouard, 102 Gustavo V de Suecia, 213 Hernández, Mateo, 179 Hernández-Pacheco de la Cuesta, Francisco, 19, 248 Hernado, Roque, 136 Hornaday, Willian Temple, 257, 259, 260 Huerta, Ricardo de la, 207 Ibáñez Martín, José, 247 Ibarra, Juan Luis, 189, 193 Iglesias, Basilio, 199 Iglesias Brage, Francisco, 231 Infante Don Jaime, 215, 223 Iniesta, Alfonso, 247 Iradier, Manuel, 106 Iriarte, Bernardo de, 62, 77 Isern y Batlló, Juan, 86 Jentink, de, 176 Jiménez de la Espada, Marcos, 152, 273 Johnston, Harry Hamilton, 159 Jurine, Louis, 75 Knell, Simon, 273 Kolthoff, Gustaf, 263, 264 La Gasca, Mariano, 108 Lamarck, 96 Le Brun, Albert, 162 Liebrecht, 162 Linares Rivas, Aureliano, 116 Linneo, 49, 55, 263, 271 López Mendigutia, Federico, 210-212 Lozano Rey, Luis, 215 Lucas, Frederick, 257 Machado Núñez, Antonio, 124, 135 Maisterra, Miguel, 109, 111, 118, 120124, 126-128, 130-133, 135, 136, 174 María Cristina de Borbón, 108

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María Cristina de Habsburgo-Lorena, 21, 113 Marqués de Cerralbo, 108 Marqués de Mochales, 117 Marqués de Santa Cruz, 108 Martínez de la Escalera, Manuel, 156158, 174, 175, 176, 185 Martínez Latorre, 142 Martínez y Sáez, Francisco de Paula, 106, 124, 131, 132, 144, 146, 149, 153, 155 Maura, Miguel, 229 Mazarredo, Carlos, 106 Méndez Álvaro, Francisco, 92 Menéndez Chacón, 248 Menéndez Pidal, Ramón, 217 Mengs, Anton Raphael, 60 Messager, Annette, 272 Meunier, Constantin, 179 Michel, Roberto, 61 Michel, Pedro, 61 Mieg, Juan, 63-69, 71-78, 82, 98, 102, 230 Moineau, Pascal, 63 Morales Agacino, Eugenio, 237 Navarro, Reverter, Juan, 114, 116, 126 Navarro Tomás, Tomás, 217 Novo y Fernández Chicarro, Pedro de, 240, 241 Núñez del Prado, Miguel, 199 Opdenbosch, 162 Ortiz, Gumersindo, 92 Oscar II de Suecia, 263 Osorio, 106 Owen, Richard, 255, 260 Padró, José, 209 Pastor y López, Pascual, 83 Patón Martínsanz, Julio, 237-240, 247, 259

Pereda, Sandalio, 83 Pérez Arcas, Laureano, 28, 83, 86, 91, 104, 209 Pidal, Pedro, marqués de Villaviciosa, 24 Plinio, 251 Poey, Felipe, 104 Primo de Rivera, Miguel, 21, 227, 228 Puig y Galup, Bartolomé, 92 Purcell, Rosamond, 250 Quantin, Émile, 258 Quiroga, Francisco, 106 Rada y Delgado, Juan de Dios de la, 118120 Ramón y Cajal, Santiago, 19, 193, 258 Réaumur, René Antoine, 77, 252 Reyes Prosper, Eduardo, 146 Ribera Gómez, Emilio, 164-168, 171, 172 Rivas y Gay, Pedro, 83 Rodin, Auguste, 179 Rodríguez de la Fuente, Félix, 190 Rodríguez San Pedro, Faustino, 21, 220 Romé de l’Isle, Jean Baptiste Louis, 48 Roosevelt, Theodore, 262, 266 Rostand, Jean, 36 Rousseau, Henri, 258 Ruiz de Salces, 120, 130, 142 Sagra, Ramón de la, 106 Salvador, Guillermo, 106 San Juan, Teodora, 214 Sánchez, Arturo, 191 Sánchez y Pozuelo, Manuel, 83, 90, 91, 93, 136, 259 Santos Suárez, Joaquín, 206 Sanz de Diego, Maximino, 155, 168, 172, 224 Segovia y Corrales, Alberto, 124

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Vega, Luisa de la, 209 Verreaux, Édouard, 104, 265 Vicq d’Azyr, Félix, 62 Vidal y Careta, Francisco, 124, 128, 129, 131-133, 142 Vilanova y Piera, Juan, 86 Villanueva, Diego de, 45, 46 Villanueva, Juan de, 45 Viñals y Rubio, Marcos, 91 Vizconde de la Armería, 191, 237 Ward, Henry A., 256 Ward, Rowland, 207, 254-256, 266, 273 Wiliams, Santiago, 87 Willkomm, Moritz, 79 Wytsman, Philogène Auguste, 162 Zulueta Escolano, Antonio de, 234, 235, 240

Serrano Pablo, Leonor, 214 Simón Sanchís, Santiago, 209 Sloane, Hans, 252 Solano y Eulate, José María, 98-103, 106, 124, 127, 130, 144, 145, 168, 253 Sorolla, Joaquín, 169 Spallanzani, Lazzaro, 75 Stanley, Henri Morton, 159, 262 Stuart-Fitz-James y Falcó, Jacobo, 32, 202, 204, 205, 242, 272 Tárrega, Julia, 214 Ter Meer, Hermann Heinrich, 157, 174180, 185, 203, 204, 254 Terrier, Jules, 258 Tornos, Lucas de, 28, 83, 86, 109, 164 Trouessart, 153 Valle, Eusebio María del, 82

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Este libro se terminó de imprimir el jueves 15 de mayo de 2014, festividad de San Isidro Labrador

THEATRUM NATURAE

Los «Axiomas Políticos sobre la América» de Alejandro Malaspina Lucena Giraldo, Manuel; Pimentel Igea, Juan. 21 x 15 cm, 208 pp., 23 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-10-6

De Materia Medica Novae Hispaniae. Manuscrito de Recchi Álvarez Peláez, Raquel. Traducción: Fernández González, Florentino.

SANTIAGO ARAGÓN ALBILLOS

24 x 17 cm, 2 vol., 982 pp., 380 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-33-5

«Diario de las Expediciones a las Californias» de José Longinos Salvador Bernabéu Albert. 21 x 15 cm, 317 pp., 55 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-33-5

Ensayo político sobre la Isla de Cuba Humboldt, Alejandro de. Estudio introductorio de Puig-Samper, Miguel Ángel; Naranjo Orovio, Consuelo; García González, Armando. 24 x 17 cm, 457 pp., 85 ilustraciones + 1 plano. Cartoné. 84-89796-34-3

Exploración botánica de las islas de Barlovento: Cuba y Puerto Rico. Siglo XVIII. La obra de Martín Sessé y José Estévez Blanco Fernández de Caleya, P.; Puig-Samper, M. A.; Zamudio Varela, G.; Valero González, M.; Maldonado Polo, L.

La Física de la Monarquía. Ciencia y política en el pensamiento colonial de Alejandro Malaspina (1754-1810) Pimentel Igea, Juan. 24 x 17 cm, 440 pp., 24 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-29-7

La «Flora de Guatemala» de José Mociño 24 x 17 cm, 363 pp., 51 ilustraciones. Cartoné. 84-87111-79-3

Francisco Antonio Zea Soto Arango, Diana. 24 x 17 cm, 325 pp., 28 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-19-X

Historia del Jardín Botánico de La Habana Puig-Samper, Miguel Ángel; Valero, Mercedes; et. al. 24 x 17 cm, 252 pp., 41 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-20-3

El Museo Nacional de Ciencias Naturales (1771-1935) Barreiro, Agustín J. Editor literario: Sánchez Moreno, Pedro M. 24 x 17 cm, 512 pp. Cartoné. 84-87111-16-5

Las «Noticias de Nootka» de José Mariano Moziño Monge, Fernando; Olmo, Margarita del. 24 x 17 cm, 266 pp., 53 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-36-X

Los «Planos geognósticos de los Alpes, la Suiza y el Tirol» de Carlos de Gimbernat Parra del Río, María Dolores. 24 x 17 cm, 386 pp., 50 ilustraciones + 12 planos. Cartoné. 84-87111-25-4

Redescubrimiento y conquista de las Islas Afortunadas Vázquez de Parga y Chueca, María José. 17 x 24 cm, 252 pp., 20 ilustraciones. Cartoné. 84-9744-004-8

Sentir y Medir. Alexander von Humboldt en España Puig-Samper, Miguel Ángel; Rebok, Sandra. 17 x 24 cm, 400 pp., ilustraciones. Cartoné. 84-9744-065-X

La taxidermia, procedimiento artesanal que permite la conservación en seco de la piel de los vertebrados, fundamentalmente de aves y mamíferos, es una técnica antigua que pronto se puso al servicio de la zoología. Con el objetivo de recrear una vida aparente en los ejemplares que las integraban, las colecciones zoológicas se fueron llenando de objetos híbridos formados por un soporte escultórico revestido con la piel curtida de un animal. El progreso técnico y las modas fueron influyendo en su evolución estética y los animales naturalizados acabaron por convertirse en elementos imprescindibles en los museos de ciencias naturales de todo el mundo. Con el tiempo, algunos ejemplares incluso han llegado a adquirir un importante valor simbólico y patrimonial. El libro En la piel de un animal repasa la historia del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, desde sus inicios como gabinete de historia natural en tiempos de Carlos III hasta el final de la Guerra Civil, utilizando las colecciones de animales naturalizados como hilo argumental. Los montajes que los hermanos José María y Luis Benedito Vives realizaron para el Museo a principios del siglo XX acapararán buena parte del contenido de la obra. Pensadas como soporte material y visual de la renovación museográfica llevada a cabo en la institución durante la dirección de Ignacio Bolívar, esas obras maestras de la taxidermia universal siguen maravillando a los visitantes del Museo y, sin lugar a dudas, se han convertido en su imagen más reconocida y admirada.

Los Territorios Olvidados. Estudio histórico y diccionario de los naturalistas españoles en el África hispana (1860-1936) González Bueno, Antonio; Gomis Blanco, Alberto. 17 x 24 cm, 563 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-066-8

Don Francisco de Paula Marín (1774-1837)

EN LA PIEL DE UN ANIMAL

Maldonado Polo, José Luis.

El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de Taxidermia

24 x 17 cm, 526 pp., 58 ilustraciones. Cartoné. 84-89796-17-3

EN LA PIEL DE UN ANIMAL El Museo Nacional de Ciencias Naturales y sus colecciones de Taxidermia

Santiago Aragón Albillos (Valladolid, 1965) es profesor titular de Biología Animal e Historia de la Ciencia en la Universidad Pierre et Marie Curie de París (Francia). Sus investigaciones se centran en el estudio del desarrollo e institucionalización de la Zoología a lo largo del siglo XIX y principios del XX, tanto en España como en Francia. Entre sus contribuciones, muy vinculadas con el ámbito de los museos, se pueden destacar la monografía El zoológico del Museo de Ciencias Naturales. Mariano de la Paz Graells (18091898), la Sociedad de Aclimatación y los animales útiles (CSIC, 2005); su participación en el programa CEIMES de recuperación y puesta en valor del patrimonio científico ligado a la enseñanza secundaria (www.ceimes.es), trabajo que culminó con la publicación de la obra Aulas con memoria. Ciencia, educación y patrimonio en los institutos históricos de Madrid (1837-1936) (Ediciones Doce Calles, 2012); así como su intervención en el desarrollo del portal web 101 obras maestras. Ciencia y arte en los museos y bibliotecas de Madrid (www.101obrasmaestras.com).

Santiago Aragón Albillos

Gast, Ross H.; Conrad, Agnes C.; Cuberto, José Ignacio. 17 x 24 cm, 480 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-073-8

El explorador del Índico. Diario del viaje de Francisco Noroña (1748?-1788) por las islas de Filipinas, Java, Mauricio y Madagascar Susana Pinar. 17 x 24 cm, 396 pp., fotografías. Cartoné. 84-9744-078-3

GOBIERNO DE ESPAÑA

MINISTERIO DE ECONOMÍA Y COMPETIVIDAD

Ilustración de cubierta: Traslado al MNCN del elefante cazado por el Duque de Alba y naturalizado por Luis Benedito. Ilustración de contracubierta: Taller de los hermanos Benedito.