El respirar de los días: Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida 9788449322167

¿Por qué el ritmo determinado por el paso del día y la noche es tan relevante para nuestra orientación y nuestra salud?

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Spanish; Castilian Pages 187 Year 2009

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Table of contents :
Introducción
I. El tiempo de los ritmos (o la salud basal)
II. El tiempo que pasa (desgaste y tránsito)
III. El tiempo que jamás retorna (o el abismo de la irreversibilidad)
IV. El tiempo acelerado (del consumo y de la información)
V. El tiempo que se da (y la sabiduría de la lentitud)
VI. El tiempo oportuno (el carpe diem y la atención)
VII. El tiempo que nos queda (o la meditación sobre la muerte)
VIII. El tiempo de espera (sentido y promesa)
IX. El tiempo paradójico (y el repetitivo paso de la cotidianidad)
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El respirar de los días: Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida
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JOSEP M. ESQUIROL

EL RESPIRAR DE LOS DIAS Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida

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EL RESPIRAR DE LOS DÍAS

Cubierta de Compañía

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2009 Josep M. Esquirol © 2009 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Avda. Diagonal 662-664 - 08034 Barcelona www.paidos.com ISBN: 978-84 493 2216-7 Depósito legal: M-2228-2009

Impreso en Artes Gráficas Huertas, S.A. Camino Viejo de Getafe, 60 - 28946 Fuenlabrada (Madrid) Impreso en España — Prz'nted 2'71 Spain

Sumario

Introducción

.............................

I. El tiempo de los ritmos (o la salud basal)

.

II. Eltiempo que pasa (desgaste y tránsito) . III. Eltiempo que jamás retorna (o el abismo de la irreversibilidad) IV. Eltiempo acelerado (del consumo y dela información) El tiempo que se da (y la sabiduría dela lentitud) VI. El tiempo oportuno (el carpe dz'em y la atención) VII. Eltiempo que nos queda (ola meditación sobre la muerte) VIII. Eltiempo de espera (sentido y promesa) . IX. Eltiempo paradójico (y el repetitivo paso de la cotidianidad) .

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Introducción

Hay experiencias que podríamos vivir y probablemente no viviremos nunca, como por ejemplo, la de permanecer durante largos años en el desierto. Pero hay otras experiencias por las que inevitablemente tendremos que pasar de un modo u otro, porque forman parte de la condición humana. Y no siempre prestamos atención a estas experiencias ineludibles, cuyo significado puede, así, pasársenos desapercibido. Es lo que suele ocurrir con la experiencia del transcurso del «tiempo», la cual es más relevante para la comprensión de nuestra existencia que cualquiera de las teorías físico-cosmológicas, tan interesantes por otros motivos. Ahora bien, para ocuparnos de ella como se requiere, hay que prescindir, aunque sólo sea de manera provisional, de muchas de las cosas que creemos saber, pues sólo así lograremos redescubrir en toda su nitidez el sentido de hechos por lo demás tan evidentes como que hay horas porque hay días, y hay días —¡mira por dónde!—— porque los humanos vivimos sobre la tierra y bajo el cielo. De modo que la prin-

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cipal cuestión que aquí se plantea no es tanto la de «¿qué es el tiempOP», sino la de «¿qué nos dice de la Vida la eXperiencia del tiempo?» Tal pregunta convendrá ir desglosándola en otras no tan generales, como por ejemplo éstas: ¿Qué puede querer decir —más allá del tópico— lo de «Vivir el presente»? ¿En qué sentido puede el tiempo «perderse», «darse» o «tomarse»? ¿Es cierto que «el tiempo todo lo cura»? ¿Cuánto tiempo «nos queda»? ¿Cómo es que hoy, en plena época de los relojes y cronómetros de máxima precisión, apenas tenemos «tiempo» para nada? Convendrá también, como denota la forma de hacer las precedentes preguntas, prestar atención al lenguaje coloquial —que es a menudo el más próximo a la expe— riencia—— y analizar giros como «el paso del tiempo», «el tiempo vuela», «dar tiempo al tiempo», etc. Y se verá que, aun teniendo todos ellos un común denominador, no expresan sólo una, sino diversas experiencias esencialmente temporales, algunas tan básicas como las de la fugacidad, la irreversibilidad o la espera. Conclusión interesante a la que no tardaremos en llegar, si reflexionamos sobre nuestra experiencia y atendemos al lenguaje corriente, es la de que hay una cierta identificación del «tiempo» y la «Vida». De tal identidad son claros indicios tantas y tantas expresiones familiares equivalentes como «el fluir ———o correr— del tiempo» y «el torrente de la Vida», así como el hecho de que con más o menos frecuencia advirtamos que nuestro tiempo o nuestra vida va pasando... y nunca ya tornará. Desde luego que el tiempo no podemos concebirlo simplemente como una dimensión o coordenada que figure en la realidad junto al espacio. «Tiempo» y «vida» son nombres de algo finalmente inabarcable, pues

INTRODUCCIÓN

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—para decirlo de algún modo— lo mismo que la vida está destinada más a ser vivida que a ser conocida, igual ocurre con el tiempo. Por descontado que cuando aquí hablamos de «vida» no la entendemos, ni sólo ni prioritariamente, en el sentido de vida biológica, sino en el de existencia humana. Lo peculiar del existir humano es que, para cada uno de nosotros, vivir es una suerte de posibilidad y, por lo tanto, un movimiento, una realización reflexiva, consciente. Y ¿cómo enriquece a la vida la reflexión consciente? Pues proyectando efectivamente sobre ella un poco de claridad, aunque —contra lo que a menudo creemos deslumbrados por los progresos de las ciencias— no tanto en el sentido de explicarla como en el de ayudarnos a que en cada situación vital nos demos cuenta de lo que debemos hacer o de lo que es más conveniente o

adecuado. Supuesta la identificación del tiempo con la vida, no pensaremos ya que las muchas expresiones en las que interviene el término «tiempo» sean casi todas ellas metafóricas o incluso equivocas denominaciones. ¿Quién se aventuraría nunca a exponer con precisión el inmenso conjunto de denotaciones de los términos «vida» o «existencia»? Y lo mismo digamos del término «tiempo», mediante el cual nos referimos a la duración, el en— vejecimiento, los ritmos del mundo, la irreversibilidad de la vida, el raudo fluir de los instantes, la articulación entre el pasado, el presente y el futuro... La filosofía puede prestamos algún servicio, mas no como en vano lo pretenden los manuales de autoayuda, jamás tan numerosos como ahora. En los asuntos realmente importantes es muy difícil hasta el solo hecho de dar consejo y quizá, como decía Aristóteles, únicamente pueda ha-

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cerlo el verdadero amigo. A lo que cabe aspirar razonablemente es a que la luciérnaga del pensamiento propio —en diálogo con quienes ya han pensado estos temas y también en diálogo con uno mismo— permita evitar malentendidos, errores, interpretaciones superficiales, y nos proporcione alguna vislumbre con la que lleguemos a comprender un poco mejor algunos aspectos de nuestra existencia. Por ejemplo, si se supone que el tiempo no es más que una rápida e ininterrumpida sucesión de instantes, entonces la intención de vivir el presente estará indefectiblemente abocada al fracaso, tal como se refleja en este comentario de Cioran: «Inútil intentar asirme a los segundos, los segundos se escapan: no hay uno que no me sea hostil».1 De hecho, vamos ya descaminados si concebimos el presente bajo la figura de los instantes que se suceden. «Instar» significa exigir con insistencia, estar encima, urgir, acosar, acorralar... Y el «instante» puede definirse como una porción de tiempo apremiante, urgente, que nos persigue y acosa con su fugacidad. Nadie logrará, pues, asir algo que, por definición, jamás se detiene ni puede detenerse, como tampoco podrá agarrarse a ello. De ahí que, en tantos casos, el afán de vivir el presente malentendiéndolo como serie de inaprehensibles instantes concluya en la droga, que —paradójicamente— no es sino una manera de evadirse huyendo del presente. Pero ¿y sien vez de concebir el presente como una serie de instantes, lo redescubriésemos como un momento o situación que requiere respuesta? Entonces también se vería que la mejor manera de vivir el presente no es correr tras el tiempo que huye, sino very vivir la oportunidad que se presenta. 1. Cioran, É. M., La caida en el tiempo, Barcelona, Planeta,

1986, pág. 139.

INTRODUCCIÓN

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Otro ejemplo de cuánto repercute en la práctica el ver las cosas de una manera o de otra lo constituye uno de los tópicos más actuales, como es el de la paradójica progresión de la velocidad y regresión del tiempo que se nos da y que nos damos: con velocidades al límite, muchas prisas incesantes y, en cambio, escasa atención a las cosas y a las personas, poca o ninguna calma serenamente vivible. Fijémonos bien: la luz es rapidísima (por eso las distancias astronómicas se miden en años luz), pero el pensamiento es aún más rápido y, sin embargo, el tiempo propicio para el pensamiento —y para la vida— es un tiempo lento. Nos es provechoso y saludable experimentar, aunque sea sólo a ratos, un tiempo lento. ¿Cómo? Sobre todo parándonos un poco nosotros mismos: si nos detenemos, también el tiempo se detiene un poco; si nos serenamos, el tiempo nos imita. Hasta con sólo pensarlo... aunque, para pensarlo, primero se ha de parar —por eso se dice lo de «pararse a pensar». Por extraño que parezca, el tiempo, al pensarlo, se lentifica. Podría formularse así: «El tiempo, si lo piensas, se hace lento». Otra forma de lograrlo es tener intereses de temporalidad lenta; sino se tienen, entonces acaban prevaleciendo los horarios impersonales y la velocidad del contexto. La escasez de tiempo lento y la hegemonía de la velocidad, ¿no estarán tal vez en el trasfondo, al me— nos en parte, no sólo de patologías como el estrés sino también de la depresión o de la hiperactividad? Para poder dar —y darse— tiempo, es condición imprescindible estar sereno. Al acabarse las prisas, desaparecer el ruido y reflejar el alma la claridad de un cielo tranquilo y sin nubes, se hace posible el don o el regalo del tiempo. Pero la salud no consiste sólo en la serenidad, sino también en el movimiento. Vivir es moverse. Claro que

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hay muchas clases de movimientos. Si nos fijamos, por ejemplo, en el de locomoción, descubrimos enseguida el carácter rítmico del caminar del hombre, del vuelo del águila, de los saltos del canguro o del deslizarse la serpiente por la arena. Resulta, pues, que los movimientos más directamente relacionados con el tiempo son también rítmicos. Parafraseando el texto juánico diríamos: , refiriéndose a los astros, el Sol, la Luna y las estrellas... y a sus movimientos respectivos. Los buenos ritmos, como la buena música, nos reconfortan. La rítmica cotidianidad no es ningún empobrecimiento, pues bajo las superfluidades contiene también lo profundo. Añádase que nuestra imaginación —una de cuyas formas es la esperanza— en lucha constante contra el paso inexorable del tiempo, es muy capaz de volar por encima de vertiginosos abismos. En más de una tradición cultural se ha imaginado el mismo prodigioso evento de detenerse el Sol por unos instantes en el cenit de su curso. ¿Lo haría acaso para descansar? ¿O para ver mejor alguna cosa? ¿O quizá para confiarnos el secreto de un día que dure y no pase?

Cada uno de los nueve capítulos que siguen delimi— ta y considera un aspecto de la figura del tiempo y de la vida; figura de la cual, sin embargo, ignoramos su au— téntica esencia.

CAPÍTULO

I

El tiempo de los ritmos (o la salud basal) ¿Por que piensas tii que el Sol viene al mundo cada dia? LOPE DE VEGA,

La gallarda toledana

La experiencia del tiempo está intrínsecamente vinculada a la del movimiento1 y, muy en particular, al movimiento en el que hay algún tipo de repetición. Percibirnos los ritmos del tiempo. Y entre estos ritmos destaca, en primer lugar y a enorme distancia de los otros, el del día y la noche, debido al curso del Sol por la bóveda celeste. De ahí que la más fundamental experiencia del paso del tiempo la constituyan el transcurso del dia (con ese recorrido aparente del Sol) y el paso de los dias (con la alternancia día-noche). El otro ritmo temporal más importante es el de las estaciones o «ciclo anual». Las zonas geográficas en las que hay diferencia entre las estaciones ofrecen a los humanos el segundo indicador más relevante del paso 1. Aristóteles, Fisica, 218b-219a; san Agustín, Confesiones, XI, 16.

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del tiempo y una de las más plásticas imágenes de lo cíclico. Ir a lo evidente significa, aquí, reflexionar un poco sobre la manera como vivimos estas experiencias, la del día y la del año..., además de la del respirar, que es una experiencia rítmica muy diferente de las otras dos. El atender a la evidencia nos ha de ofrecer, también, una serie de indicaciones sobre las correspondencias entre ritmo, salud y desorientación.

EL RITMO CIRCADIANO

El dia es el movimiento del Sol, la presencia sobre nosotros del astro que nos da luz y calor. Como suele decirse, «de sol a sol»: del Sol levante al Sol poniente, tal es el transcurso y movimiento del día, al que suceden la oscuridad y quietud de la noche. No es extraño que el Sol haya sido, para muchos pueblos y culturas, el astro no sólo de la vida, sino también del tiempo. Cada día —un día tras otro— sale el Sol por el horizonte del este, recorre la bóveda o semiesfera del cielo y va a ponerse u ocultarse por el oeste. Al ritmo día-noche se le llama ritmo eireadicmo. Hoy sabemos que este ritmo es debido a la rotación de la Tierra sobre su eje bipolar (o línea imaginaria que une los dos polos). Pero antes de que esto se conociera, cuando se creía que la Tierra permanecía inmóvil, la percepción em la misma: la del pausado movimiento del Sol. Vale la pena subrayar que, independientemente de que se crea que la Tierra está quieta en el centro del mundo o se sepa, como hoy sabemos, que es un pequeño planeta que gira alrededor del Sol, nuestra percepción del ritmo

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circadiano no varía. Seguimos, en efecto, diciendo: «el Sol ha salido» y «el Sol se ha puesto», esto es, seguimos hablando del movimiento o curso del Sol, cuando, en realidad, somos nosotros los que más nos movemos. Y seguimos hablando así porque ciertamente vemos —experimentamos— el lento elevarse del Sol hasta el cenit y, después, su lento descenso hacia el ocaso. En la mayoría de las especies que habitan la Tierra están inscritas las informaciones relativas a este ritmo, y para nosotros los humanos lo están no sólo desde el punto de vista biológico, sino también culturalmente, en el más amplio sentido de «cultura». Así que todavía hoy, al margen de deificaciones astrales, podemos reconocernos en cierto modo como «hijos del Sol y de la Tierra». La alternancia sueño-vigilia, la temperatura corporal, el flujo de la orina... son ejemplos de nuestro estar marcados por el ritmo circadiano. Este ritmo se halla tan interiorizado en nuestro ser que seguiríamos teniéndolo aunque faltaran todos sus indicios externos. Y, efectiva— mente, no sólo es importante desde el punto de vista de la biología y la fisiología. Su influjo se evidencia por doquier en la cultura humana: nuestra vida diaria —las comidas, los quehaceres, la vida en familia— está toda ella estructurada en función del ritmo circadiano. La luz diurna nos invita cada mañana a levantamos, a salir de casa, a dedicarnos a nuestras ocupaciones..., y después, al ir oscureciendo, a retirarnos a descansar. Gastamos durante el día nuestras fuerzas y las reparamos por la noche (aunque con la progresiva tecnificación de la vida se van borrando algunas de estas diferencias diurnas y nocturnas: en algunos sitios de la ciudad no parece sino que sea siempre de día, y en Internet, que viene a ser como una radicalización de la metrópoli, ¡en Internet

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«nunca se pone el sol»!). Además de la vida cotidiana, cabría mencionar todas las figuras e imágenes relacionadas con la reflexión sobre el conocimiento humano: luz, claridad, formas, sombras..., y cómo el contraste entre el día y la noche ha sido tema recurrente en las artes plásticas, la música y la simbología política y religiosa, con infinidad de ejemplos. El ritmo circadiano no es sólo el movimiento primordial que nos da el sentido del tiempo, sino que es, a la vez e indisociablemente, nuestra mensura del tiempo, nuestro reloj fundamental. Al menos en parte, nuestra experiencia del tiempo es nuestra medición del mismo, y por ello no puede decirse que la medida sea algo extrínseco y secundario en la experiencia temporal.2 La primera medida del tiempo es el transcurrir de los días.

EL DÍA Y LA MEDIDA DEL TIEMPO

Percibimos los ritmos, y por eso medimos. O quizá fuese mejor decir que medimos al percibir los ritmos. El día, el mes o el año son parámetros naturales (respectivamente: ciclo día-noche, fases lunares, ciclo de las estaciones, movimiento de la cúpula celeste). Ya desde tiempo inmemorial se empezó a dividir el día en horas y el mes en semanas. Es muy verosímil que la fijación de la semana (período de unos cuantos días) 2. Muy buena argumentación al respecto en Janicaud, D., Cbronos. Pour l’intelligence du partage temporel, París, Grasset, 1997. Pero esto ya se consignaba en la definición aristotélica: «El tiempo es la medida del movimiento según un antes y un después» (Fisica, 219b).

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se debiese a motivos religiosos o también comerciales: había que dedicar un día a la oración y al culto, así como

señalar una fecha para que la gente de zonas vecinas concurriera a un lugar más o menos equidistante o céntrico en el que fuese fácil vender, comprar e intercambiar mercaderías. Se originarían así la fiesta sabática y las ferias o días de mercado. También los meses lunares fueron para muchos pueblos y civilizaciones antiguas un referente habitual para medir el tiempo. Curiosamente, el ciclo lunar equivale con bastante aproximación al menstrual, pero no coincide con el año solar. Y como ha sido este último el que —como medida del tiempo— ha prevalecido, el mes lunar ha tendido a quedar un tanto arrinconado. Primeramente el año solar, más que como un determinado número de días, se comprendería en términos climatológicos y de abundancia o escasez de alimentos animales y vegetales, y permitiría reconocer el ciclo el hecho de que granasen unos frutos o el que apareciesen y, por tanto, pudieran ser cazadas unas aves. Pero pronto se caería en la cuenta de que el modo de determinar más precisamente la duración del año consistía en observar la disposición cíclica de las estrellas en la bóveda celeste. Por ejemplo, si se observaba la aparición de una estrella en el horizonte antes del amanecer, tendría que pasar un año entero hasta que se volviese a verla en igual posición. Fue precisamente la aparición helíaca de Sirio ola de las Pléyades lo que permitió a algunas civilizaciones primitivas —que miraban al cielo mucho más que nosotros— calcular con notable exactitud la duración del año. Con todo, fue el día lo que se tomó, ya desde la noche de los tiempos, como medida básica, de manera que las se— manas, los meses y los años se computaran en número de

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días.

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Y también fue el día el punto de referencia para otra

medida menor: la de las horas. Éstas siguen siendo —pero sobre todo fueron— las horas del dia. Por muchos siglos fueron, en efecto, las horas «temporales», es decir, resultantes de dividir el tiempo que duraba la luz del día, y como este tiempo variaba según las estaciones del año, también era variable la duración de aquellas horas. Hubo además distintos modos de dividir el tiempo de luz de cada día: algunos pueblos lo distinguieron en seis partes, otros en doce, otros variablemente en función de la estación. Las horas son, en verdad, las horas del dia... La exactitud de la hora de sesenta minutos y tres mil seiscientos segundos no debería hacernos olvidar la experiencia que hay tras ella. Pero, de hecho, hoy se está dando este olvido, y no sólo respecto a las horas a’el a'z'a, sino también a denominaciones algo más vagas, como manana, tarde o víspera, las cuales se van perdiendo bajo la hegemonía de la medida temporal exacta y homogénea. Recuperar el día y sus horas querría decir prestar atención a la particularidad del día. Si así lo hiciésemos, nos daríamos cuenta, por ejemplo, de lo muy interesante que resulta una cosa tan elemental en apariencia como saber cuándo empieza el día. Según la cultura y la época, se ha considerado que el día comienza al despuntar el alba o al amanecer, o a medianoche (como seguimos concibiéndolo nosotros), o bien cuando el Sol está en el cenit, o inclusive con el crepúsculo vespertino (según se consideró en la antigua Grecia, en Israel y en Italia hasta el Renacimiento). Prestar atención al día significaría volver a fijarse en la particularidad de los solsticios. .. y en los días «señalados». Atender al día podría significar un percatarse de que el alba de cada día nos permite evocar el alba del mundo, por lo que el nacimiento del día tiene

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algo de sagrado. Atender al día querría decir darnos cuenta de su excepcionalidad en un universo generalmente oscuro... El ritmo circadiano es el ritmo de nuestra condición terrenal, literalmente: de nuestra condición sobre la Tierra. Curiosa y significativamente, «dentro» de la tierra vendría a ser algo muy distinto. He aquí el tesoro único del día, de su luz y su alternancia con la noche; un tesoro del que quizá solamente sabríamos apreciar su único e incomparable valor después de haberlo perdido.

EL RITMO DE LAS ESTACIONES

En uno de los cuentos navideños de Hans Christian Andersen hay una bella metáfora que sintetiza el ritmo circadiano con el estacional: se compara allí la actividad de un viejo roble con la nuestra y se explica cómo, mientras nosotros velamos de día y dormimos por la noche, el viejo roble vela durante tres estaciones y sólo duerme durante el invierno; para el roble, el invierno es el tiempo de descanso, su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño. Para los humanos, el ritmo estacional cuenta, porque somos animales longevos, es decir, en general vivimos tiempo bastante para percibir un buen número de ciclos anuos, y nos hemos acostumbrado a expresar nuestra edad en años. Hay que decir, empero, que los ritmos estacionales influyen en otras especies animales y vegetales mucho más que en nosotros. La división en cuatro estaciones ha sido motivo recurrente de representación musical, literaria e iconográfica. Normalmente, siempre hay imágenes que representan la génesis, la

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semilla, y otras que representan la muerte, aunque, eso sí, dejan oír la misma melodía de fondo: los frutos caen, las semillas germinan y, después del invierno, pujan de nuevo las plantas, florecen los árboles... No es extraño que se hayan hecho esfuerzos por aproximar el ámbito humano al carácter cíclico de la naturaleza, como ocurre, por ejemplo, en el taoísmo y el budismo, donde abundan las referencias al curso de las cosas naturales, el movimiento del cielo o el ciclo de las estaciones. No es casual el título —verdaderamente muy logrado— de la preciosa película de Ki-duk Kim: Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera, en el que con la última palabra, repetición de la primera, evidentemente se quiere aludir a la circularidad de la vida. El ciclo estacional es el año. El año es el «anillo», dirá Nietzsche refiriéndose al «gran año», el que determinaría el eterno retorno de todas las cosas.3 El año es el círculo, la rueda zodiacal o «rueda de la vida» (sím— bolo presente en las culturas babilónica, egipcia, persa...). Para no correr más de la cuenta, conviene que puntualicemos aquí un poco: aunque es cierto que el año y el ritmo de las estaciones se han puesto a menudo como base de una teoría cíclica del tiempo, sin embargo no es obvio que se pueda dar tal paso con facilidad, y menos aún si se pretende defender una idea de circularidad muy estricta. En efecto, para no precipitarse, más que de la circularidad y lo cíclico del tiempo habría que hablar de su periodicidad, en el sentido de que hay en la naturaleza movimientos que se van repitiendo cíclicamente y con una periodicidad determinada. Que el mo3. Nietzsche, F., 1972, págs. 298-304.

Ari habló

Zaratasz‘ra, Madrid, Alianza,

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vimiento de la naturaleza sea periódico no significa que haya que deducir de eso una circularidad metafísica. Lo que se repite es el período, que es una determinada duración, una medida concreta, por lo que puede hablarse de periodicidad de las estaciones... y esto dista un enorme trecho de la idea de «eterno retorno».

EL RITMO DE LA VIDA

El ritmo es un paradigma y un buen modelo. Fuera de estación, las cosas amagan desorden y muerte: el embarazo que se alarga más de la cuenta, el árbol frutal que florece antes de tiempo, etc. De ahí que toda prolongación excesiva de lo mismo produzca una inquietud: ¿y si el invierno no se acabara, y si la sequía fuese ya interminable? Compréndese, pues, que en las zonas en que hay diferencia estacional, la buena salud coincida con el ritmo «normal». Es el ritmo y la variación lo que transmite vitalidad; es el estacional cambio de ritmo lo que hace que la vida sea vida, que se vaya diferenciando, cambiando, que se renueve y no se petrifique ni uniformice. La reproducción y la migración de las aves, así como el crecimiento de los árboles, son ejemplos de ritmos sincronizados con el ciclo externo del paso de las estaciones. ¿Qué espera el almendro para florecer? Y, sobre todo, ¿qué busca la cigüeña con su largo viaje? Nada más que esto: un clima más suave y un día más largo. La migración es un viaje hacia el día más largo..., hacia la vida mejor. Desde los ritmos biológicos, existentes ya al nivel intracelular, pasando por los que regulan las funciones fisiológicas, hasta los ritmos de nuestra

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vida cotidiana y los de nuestro mundo cultural en general, la vida se nos revela bajo el aspecto de lo rítmico. Cabe distinguir entre ritmos endógenos y ritmos exógenos: los primeros son los propios de nuestra biología, y los segundos, los que se producen por influjo del ambiente. Que haya ritmos endógenos es lo que ha inducido a que se hable de algún tipo de «reloj biológico» y se vea lo conveniente de que los endógenos y los exógenos se sincronicen, es decir, vayan ajustados el uno al otro. Importa ante todo que haya una buena armonía entre los ritmos endógenos y el ritmo circadiano, si bien a veces los márgenes de sincronización son bastante amplios. No en vano hay, por ejemplo, madrugadores y perezosos (como también matinales y nocherniegos). Llamamos «madrugadores» a quienes no sólo se despiertan y se levantan temprano, sino que rinden o dan más de sí por las mañanas, mientras que los «pájaros nocturnos» únicamente parecen despabilarse con la puesta del sol y a lo largo de la noche. Del carácter rítmico de la vida diaria forma parte el ritmo de las comidas, por lo cual resulta aconsejable no comer a deshoras e igualmente mantener una regularidad en el descanso nocturno. Los ritmos de las comidas y de los descansos constituyen un medio imprescindible para el buen funcionamiento de un hogar. El que haya «buen ambiente» en casa depende, en gran parte, de que haya en ella un buen ritmo vital, lo que no es cosa fácil, pues requiere que se acoplen debidamente entre sí los ritmos de los distintos miembros de la familia, y algo que hoy en día obstaculizan por numerosos factores. Añádase que los ritmos familiares habrán de cambiar en función de las nuevas circunstancias que vaya habiendo. Así, nunca serán iguales el ritmo que puede tener y

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del que puede disfrutar una pareja recién casada, que el que se requiere con la venida de los hijos, o el que se da cuando éstos, ya jóvenes, se independizan y se van de casa; ni tampoco es igual el ritmo hogareño cuando uno de los padres pierde el trabajo o se jubila, o cuando hay en la familia un enfermo crónico (y en este último caso es más imprescindible que nunca establecer algún tipo de ritmo, porque, si no, el desgaste es tan destructivo que se hace imposible la vida en familia). Cuando una persona enviuda, la dificultad que ha de afrontar no es sólo la del abatimiento por la pérdida del ser querido, sino también la de tener que llevar un ritmo de vida que no ha de sincronizarse ya con el de aquél. Hay también los ritmos del trabajo y de la vida social. Antiguamente los cazadores adaptaban sus ritmos a los de las presas, y los campesinos hacían lo propio con los suyos y el circadiano, el de las estaciones y el de la Luna (no por nada: todavía hoy muchos labriegos europeos siguen sembrando en luna nueva y segando en luna menguante). Si indagásemos el origen de algunas canciones populares muy probablemente hallaríamos que fueron compuestas en ambientes laborales para acompañar determinadas faenas: la de las mujeres lavando a orillas del río o en los lavaderos, las de reparar las redes de pesca, las de la vendimia, etc. El canto ha sido una manera de dar ritmo al trabajo diario, a la faena tan a menudo monótona y aburrida. Con la revolución industrial, la progresiva presencia de las máquinas fue haciendo que los ritmos humanos se adaptasen a los ritmos automáticos y de la producción en cadena. Aparte de otros aspectos relevantes que este nuevo régimen laboral representó, en lo que respecta a los ritmos podemos fijamos en uno bastante sig-

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nificativo. Sabido es lo difícil que resulta que el cuerpo humano mantenga uniformemente un movimiento repetitivo, mientras que se adapta mejor, en cambio, a diversas tareas con ritmos más complejos. La famosa película de Charlie Chaplin Tiempos modernos contiene una de las mejores parodias que jamás hayan podido hacerse sobre los monótonos ritmos de las máquinas. En ese filme, al acelerarse la cadena de montaje se disparaban frenéticamente los ritmos corpóreos del protagonista, cuyos músculos seguían estando tensos aun cuando la jornada de trabajo ya había concluido. (Con la música ocurre lo mismo: la monotonía la hace mediocre o mala sin remedio; porque el arte de la música consiste en articular con acierto la repetición del tema y la variación, y en su mejores logros no quedan los temas fijos o estáticos, sino que se desarrollan enfrentándose unos a otros, cual sucede, por ejemplo, en la extraordinaria Quinta Sinfonía de Beethoven.) Como mera derivación o variante de las largas jornadas laborales del siglo XIX y principios del XX, tenemos ahora los turnos rotativos, consistentes en ir pasando la jornada laboral una semana a las mañanas, otra semana a las tardes y otra a las noches. El resultado es que muchos trabajadores se sienten mal o incluso enfer— man, y la causa principal de ello es que, a pesar de la plasticidad humana —de nuestra capacidad de adaptación—, tales alternancias están reñidas con los ritmos biológicos más fundamentales y en especial con el ritmo circadiano.

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DESAJUSTES Y TERAPIAS

Aunque —según diremos más adelante— en la era digital las problemáticas vinculadas al ritmo tienden a ser cada vez más las relativas a la aceleración y la velocidad, los desajustes más notorios son los que tienen que ver con el. ritmo circadiano. El de los turnos «a la americana» recién mencionado es un ejemplo bastante común, pero hay muchos otros. Uno ya tópico es el llamado jet Zag, o desfase horario, que se produce a consecuencia de los vuelos transmeridianos. Y eS significativo el hecho de que se den más trastornos volando hacia el este (y, por tanto, 60mm la dirección del Sol) que hacia el oeste (es decir, en el mismo sentido que el curso del Sol). La lección no puede ser más clara: en la vida, siempre que se pueda —y no tan sólo en los viajes— es mejor seguir el ritmo y la dirección del Sol... Se ha comprobado que en situaciones alejadas del ambiente circadiano normal, como por ejemplo la de una sala de curas intensivas, Sin luz natural y en medio de una actividad ininterrumpida, es más difícil superar determinadas enfermedades. Por eso, en casos de debilidad o inestabilidad es aconsejable permanecer en un sitio en el que se pueda percibir el ritmo circadiano (día-noche y progreso del día). Se ha hecho, entre otras, una observación que habla por sí sola: quienes convalecen de una operación quirúrgica, si tienen una habitación con ventana y luz diurna necesitan menos analgésicos. Esta constatación pone de manifiesto la base que da el Sol a la vida, es decir, la salud o los buenos cimientos delos días con sol. Ya los médicos de la antigua Hélade tenían por cierto que la enfermedad era un estado en el que se había

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perdido un equilibrio y que la salud consistía en recupe— rarlo. Por eso las personas enfermas —que padecen, por ejemplo, depresión— necesitan volver a sincronizarse con los ritmos que han perdido.4 Ayuda a conseguirlo la regularidad de determinadas ocupaciones diarias, y ayuda también el ejercicio de algún tipo de actividad que, como la horticultura ola jardinería, permita al enfermo en cuestión percibir el ritmo de las estaciones. ¡Cultivando un huerto o cuidando un jardín puede uno ahorrarse el acudir al terapeuta! Tampoco es casual que el arte de la acupuntura esté estrechísimamente relacionado con la idea de los ritmos y, en especial, con el circadiano. Esta antiquísima prácti— ca médica se basa en la creencia de que la energía que nos inunda de vida circula por nuestro cuerpo una vez al día. Cada uno de los doce meridianos regulares y sus órganos asociados tiene, al parecer, un período de dos horas de máximo flujo de energía. Sabiendo esto y valiéndose de una experiencia de siglos, los médicos chinos elaboraron unas tablas —hoy todavía en uso— de los momentos del día más favorables para el tratamiento de la enfermedad, hincando agujas en el punto adecuado de un meridiano para redistribuir el exceso de energía. La plasticidad del ser humano le posibilita adaptarse al ambiente y, en concreto, a los ritmos de éste. Natural4. Hay ciertas enfermedades mentales en las que desaparece la noción del tiempo y sólo queda una especie de presente espacializaclo; de ahí el usar sin ton ni son los tiempos gramaticales de los verbos, o el emplear todos estos en infinitivo y en frases telegráficas, o el sustituir expresiones de tiempo como «cuando» o «en el momento que» por términos más bien topológicos como «donde». El extremo más preocupante es, sin duda, el de perder la noción y el sentido del día.

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Los RITMOS

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mente, en los primeros meses y años de la vida es fundamental la función de la madre para que los pequeños sincronicen sus ritmos: el recién nacido, al estar la mayor parte del tiempo pegado al cuerpo de la madre, se va acoplando a los ritmos de ésta. Entra aquí en juego una espe— cie de circularidad, porque, de alguna manera, el neonato trae ya en su propia constitución las bases de unos ritmos propios. Se va adaptando, sí, a los ritmos del ambiente, pero también ocurre que algunos ritmos del ambiente serán más O menos aptos para que el bebé sincronice con ellos los suyos. Así, por ejemplo, más que en un contexto demasiado rápido y cambiante, es mejor que el pequeño viva en uno más tranquilo y armonioso, lO que nO sólo hará que estos rasgos le influyan, sino que también le permitirá sincronizar —ajustar, compaginar— sus propios ritmos con los del ambiente. Quizá sea éste el más preciado don que los padres pueden hacer a sus hijos: no la abundancia, sino la armonía. En general, los ritmos nos serenan, excepto los demasiado rápidos aunque sean los de uno mismo. Así, nos tranquiliza más prestar atención al ritmo del propio respirar que al de los latidos de muestro corazón. La mayor O menor rapidez de los ritmos es lO que llamamos su frecuencia.5 La de los latidos del corazón es, aproximadamente, de setenta por minuto, mientras que la frecuencia respiratoria es de entre doce y quince ins5. Resulta significativo que los estudiosos de la biología y de la medicina que se ocupan de este tema de los ritmos los hayan clasificado con referencia al circadiano, distinguiendo entre ritmos ultradiarios, que son aquellos cuya frecuencia supera la diaria (por ejemplo, el del latir del corazón), y ritmos infraa’iarios cuya frecuencia es inferior a la diaria (por ejemplo, el de la mens-

truación).

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piraciones y espiraciones por minuto. El de esta frecuencia es un ritmo serenante, y no lo es el cardíaco. La música lenta y pausada nos calma, mientras que la de ritmos muy rápidos nos excita. La primera puede «calmar los ánimos más alterados» precisamente porque viene a ser como una pauta a la que se ajusten nuestros ritmos. El ritmo es sólo uno de los elementos de la mú— sica, pero es probablemente el que más la une de forma directa al cuerpo humano. Así, cuando el ritmo de los sonidos que percibimos tiene una frecuencia superior inclusive a la de nuestro pulso, es cuando puede producirnos excitación o también desagrado (muchas personas de edad, al oír «música máquina», no se disgustan sólo por el eventual volumen, sino por las agotadoras pulsaciones de su ritmo). Con sus ritmos la música puede, pues, serenar y calmar: el mítico Orfeo, tocando la cítara, amansaba a los animales más feroces: de su leyenda se deriva el dicho «la música amansa a las fieras». Parece ser que en muchas religiones y liturgias antiguas lo que se intentaba conseguir mediante el ritmo cultual, oracional o hímnico, era una especie de ajuste o adaptación al ritmo de la divinidad. Se creía que la ininterrupción de los ciclos de la naturaleza dependía de que los humanos estuviesen a tono con ellos y que, de no ser así, tal vez dejarían de sucederse las estaciones, de madurar las cosechas o de llover... Por lo tanto, el hombre religioso llegaba a sentirse responsable de la rítmica renovación del mundo: los ritmos litúrgicos, sincronizándose con los divinos, colaborarían a tal renovación. Hoy día la renovación del mundo ha sido sustituida —al menos en algunos casos— por la de uno mismo, y cada cual busca acoplarse al ritmo más profundo de la propia alma.

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LA RESPIRACIÓN, EL YO Y EL MUNDO

Además del circadiano, hay otro ritmo absolutamente radical para nosotros, en el que también se patentiza la esencial articulación del yo con el mundo: el ritmo del respirar, que es, por lo tanto, una excelente muestra de lo mucho que influye la armonía en la salud. Se trata de un movimiento y un ritmo fundamentales para nuestra vida, pero no sólo porque sin respirar no podemos vivir, sino porque vivimos respirando y el respirar es la expre— sión de la vida misma y de nuestra condición en el mundo. De la respiración depende que se oxigenen bien las células de nuestro organismo, mas también depende de ella —digámoslo así— la alimentación de nuestro espíritu. Una de las primeras cosas que se enseñan a las embarazadas es a respirar correctamente. Y a quien ha sufrido un desmayo, a quien se ha espantado, al que padece angustia... se le recomienda que respire bien, con respiración profunda y pausada; «respire tranquilamente» es el consejo que suele darse para pasar de la situación excepcional a la normalidad. El ritmo respiratorio hace que la persona vuelva o se acerque al camino perdido, a como estaba antes del susto o del trauma. Si no se recobra la buena respiración, entonces la situación traumática se prolonga y hasta puede agravarse. La buena respiración, literalmente «nos hace volver». Y no sólo esto: respirar el aire exterior ayuda a renovar y curar el interior. «Respira a fondo el aire de la montaña»: que así se deja entrar el nuevo, el aire puro, virgen, no usado aún, y al aspirarlo conscientemente se notan mejor sus beneficiosos efectos; cada vez se respira mejor, y a uno le parece que el aire que le llena los pulmones lleva la rica savia de la vida hasta los últimos rincones del cuerpo.

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Fijémonos en que el aire que aspiramos sin caer en la cuenta de ello no resulta tan vivificante como el que respiramos conscientemente. De ahí, en gran parte, la centralidad que tiene la respiración consciente en prácticas como el yoga. Vivifica la respiración consciente, el percibir su ritmo: al percibirlo, es como si nos sumergiéramos en él. Para nuestra serenidad interior lo más provechoso no es, pues, sólo el buen ritmo del respirar, sino el tener conciencia de él durante un rato. El respirar bien ayuda a pensar bien y a purificar, e inversamente. No es otra la clave de la concentración mental y de la meditación. Cuando nos enfadamos mucho o nos encolerizamos, puede entrecortársenos la respiración o, al menos, hacérsenos irregular, arrítmica. Cuando los maestros del estoicismo recomiendan que no nos alteremos ni preocupemos por según qué cosas, no siempre pretenden que nos aislemos del mundo, Sino que estemos en él de otro modo, rítmicamente, es decir, de forma ajustada a la naturaleza y en armonía con ella. Es, desde luego, muy recomendable estar así en el mundo, pues la persona serena, al respirar pausadamente, crea en torno suyo un ambiente que convida a sumirse en él. Un buen maestro no sólo enseña a pensar, sino también la manera de estar debidamente en el mundo. A la vera de personas en las que se adivina un equilibrio, una armonía, una buena respiración, nos encontramos a gusto, y en cambio nos sentimos incómodos al lado del nervioso, del que se mueve convulsamente o del que «respira mal». Es todo uno el que respira, y es este todo del sujeto el que irradia y contagia. No es necesario el contacto físico, aunque éste puede ser un buen vehículo transmisor: la mano que el buen médico pone sobre el paciente transmite esta energía, lo mismo que la mano que un

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amigo pone sobre nuestro hombro y la mano con que acariciamos a nuestro hijo cuando se va a dormir. A veces es como si todo respirase: no solamente los animales y las plantas, sino también el bosque entero, y las montañas, las rocas, los ríos y los mares, la tierra toda. Prueba de tal respiración sería la niebla que con el alba empieza a levantarse, así como las olas en la playa serían prueba de la respiración del mar: la barca que se mece sobre el agua dormita tranquila al rítmico vaivén de ese respirar...

Iniciar una reflexión filosófica sobre el tiempo tra— tando el tema de los ritmos obedece a varias razones. Los ritmos biológicos de la respiración, el sueño y la vigilia, la alimentación, etc., son —por así decirlo— precursores biológicos del sentido del tiempo. La experiencia fundamental de éste la constituye el ritmo circadiano: el paso del tiempo es el paso del día. Los ritmos ambiental-culturales de lenta cadencia nos serenan, nos confortan y nos conectan con la vida. La salud depende, en gran parte, de los ritmos, y por eso, la pérdida del sentido del tiempo tiene como consecuencia la total desorientación e incluso la locura. La desestructuración lleva a más desestructuración, la arritmia, a más arritmia y, por último, a la quiebra total. Así que el preocuparse por la armonía y por mantener o «conservar» los ritmos vitales no ha de atribuirse ni a nostalgia ni a ro— manticismo, sino a la posibilidad de la vida misma en todas sus dimensiones, desde el «ritmo del alma» hasta los «ritmos sociales». La hilandera y la tejedora son personajes a los que tradicionalmente se ha recurrido para simbolizar el



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tiempo, y el hilo, para hablar de la vida. Todos los elementos de este simbolismo son relevantes: la hilandera y sus instrumentos (el hilo, el huso, la rueca y los ovillos). El hilado y la tela resultante representarían el devenir. El quehacer de la hilandera, con el gesto de ir girando el huso, y el movimiento rítmico de la tejedora al entramar la tela dan lugar paradójicamente a que la circularidad del movimiento se convierta en la linealidad del tejido. Y Penélope es la tejedora que cada nO— che deshace la labor del día a fin de ir aplazandO el acabamiento de su tarea. Los ritmos son la base de nuestra experiencia del tiempo: hilan el hilo de la vida y de ellos depende nuestra salud basal.

CAPÍTULO

II

El tiempo que pasa (desgaste y tránsito) ,‘O/J,

Cómo

alma a'el hombre,

al agua te asemejas.’

y tii, humano destino, al viento ¡cómo recuerdas! GOETHE, «Canto de los genios sobre las aguas»

«¡Cómo pasa el tiempol»: con esta expresión solemos referirnos a lo muy deprisa que pasa el tiempo... y la vida. Es un pasar que no deja las cosas como estaban, sino que va causando desgaste, erosión, envejecimiento... Es un pasar ambivalente, que por un lado es el viaje propio de la vida y, por otro, nos juega una «mala pasada». Pasa el tiempo, pasa la vida, pasamos nosotros. Como dijo con humor el poeta Pierre Ronsard: «El tiempo pasa, el tiempo pasa, mi señora. / ¡Ay! el tiempo no, nosotros nos vamos». Y es que también en el «pasar» se muestran intercambiables el tiempo y la vida: «Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo; / él fluye, y nosotros pasamos», escribía Alphonse de Lamartine. El tiempo pasa y no para de pasar... Al constatarlo, surge obvia la idea del flujo o del fluir, por lo que en la li-

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teratura poética abundan tanto las imágenes de corrientes de agua o de viento como metáforas del paso del tiempo. Es un fluir que lo desgasta todo y, a la vez, nos arrastra y se nos va llevando: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir...», como cantó Jorge Manrique. La vida, del nacimiento a la muerte, es comparable también a una barca que flota sobre el curso de las aguas; o a un continuo bañarse y agitarse en un tra— mo del río, gastando las energías en luchar contra la corriente hasta haber, al fin, de ceder a ella, agotados, y dejar que nos lleve al silencioso océano de la muerte... Insistamos en estos dos aspectos, que sólo en parte se contraponen: el del tiempo que pasa y nos va desgastando —transcurre su fluir sobre el álveo o lecho fluvial de la vida, erosionándolo sin cesar—; y el aspecto del tiempo como tránsito de la vida —el deslizarse la barca por el río recorriendo diversas etapas a través de los frondosos bosques y valles por los que el río serpentea. Para empezar a precisar el pasar del tiempo, conviene distinguir entre cómo pasa el tiempo para las cosas y para lo que nosotros construimos, y cómo pasa para nosotros. Porque el envejecer humano no es el envejecer de las cosas. La lluvia y el viento erosionan las rocas de las montañas; así, desgastándose, es como envejecen las cosas. Una vez construida la casa, su primera forma empieza a desgastarse por «el paso del tiempo»: su fachada se va descolorando, van apareciendo grietas... Todas nuestras obras materiales, fruto de la técnica y del arte, pasan por el mismo proceso: su forma inicial empieza, ya desde recién hechas, a estropearse, a perderse..., se va desluciendo o borrando la pintura sobre el lienzo, la tin— ta del manuscrito, el tono y la textura del vestido... ¿Y qué? —dirá alguien—. ¡Hay cosas que mejoran al per-

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der su forma inicial, como, por ejemplo, el sonido de las campanas perdida su primera estridencia, O el buen vino madurado en cubas de roble! Sin duda; pero no es esto lO más frecuente, y, de todos modos, llega un punto en el que el vino no mejora ya más y tampoco el sonido de la campana: pasado un determinado momento, el vino se agria O se vuelve rancio, y la campana empieza a perder ese son tan rotundo y perfecto. El envejecimiento humano —el paso del tiempo en nosotros— podría tal vez pensarse como una de estas excepciones: habría un camino hacia una época de madurez y luego comenzaría la decadencia. Mas nO parece que sea éste el modo adecuado de concebirlo; porque no es que se vaya desfigurando una primera forma nuestra, sino que más bien vamos pasando de un estado a Otro. No sólo el ser humano, sino la vida en general se mueve, es un proceso. La casa, en cambio, sufre pasivamente la desfiguración que su contexto le va causando. Es la vida la que pasa de un estado a Otro, y no el tiempo, el cual, como si viniese de fuera, la coge y la hace pasar. Como lo expresó en una entrevista una reclusa: «Fuera de la prisión yO pasaba el tiempo; aquí es el tiempo el que me pasa».1 Creo que lO que esta reclusa quería dar a entender es que ella, al estar encarcelada, se había transformado en una cosa y el tiempo pasaba por ella como tal. En efecto, la prisión cosifica parcialmente a la persona presa, la hace más pa— siva, hasta tal punto que el tiempo le pasa por encima, como el río por su álveo. Fuera de la prisión, cuando la vida es más vida, es la persona libre la que actúa, la que hace, se mueve y pasa. La vida es movimiento, acción, 1. Ivone Cunha, M., «Le temps suspendu: rythmes et durées dans une prison portugaise», en Terrain, n.°29, 1997, págs. 59-68.

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creatividad, y la prisión representa una limitación de estas posibilidades. También por ello, en circunstancias de reclusión, el tiempo resulta ser sobre todo objeto de medida: se van contando los días, los meses, los años... Es típica la imagen del calendario en la celda con una cruz sobre cada uno de los días ya pasados. ¡La cosificación de la vida es entonces cosificación del tiempo! El tiempo pasado entre rejas es más un tiempo objetivado y homogéneo que un tiempo vivido. De ahí que, habiendo, como hay, tantas especies de «rejas», sea preciso estar muy alerta: el tiempo homogéneo es síntoma de una vida indistinta y presumiblemente cautiva. Así pues, por un lado, el paso del tiempo es el paso de la vida (siendo la Vida sujeto- protagonista) y, por otro lado, el paso del tiempo es desgaste de las cosas (que lo soportan pasivamente). Hoy se habla, en las escuelas de ingeniería y arquitectura, de la «vida de los materiales». Según lo que venimos diciendo, sería mejor hablar de su duración (o sea, del tiempo que mantienen su consistencia y sus propiedades: las piedras calcáreas duran menos que los diamantes), y no de «vida». En todo caso, esta última es sólo una manera metafórica de hablar, o, si se prefiere, más metafórica que la otra.

EL ENVEJECER

Para indicar la percepción del paso del tiempo y el envejecimiento que supone se recurre a menudo a la imagen de una mujer mirándose en el espejo. «De pequeña me miraba en este espejo» dice Virginia esperando su encuentro amoroso con un joven marinero, en la película de Orson Welles Um; historia inmortal.

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¿Qué es envejecer? Al pensar el tiempo lo analogamos frecuentemente al espacio (aquí mismo acabamos de hacerlo así al hablar, hace un momento, de diferentes etapas y tramos en el curso del río). Pues de la misma manera que podemos ir de un lugar a otro, de un punto de partida a uno de llegada —de mi casa a la casa de mi amigo— parece que también el tiempo fuese algo así y pudiera decirse que se ha pasado de los treinta a los cincuenta años como habiendo recorrido un camino. No exactamente: nuestra condición temporal hay que pensarla, en parte, de otro modo. El envejecimiento —el ha— cernos viejos— no es cosa susceptible de conceptuarse como una etapa con comienzo y final —o, al menos, no prioritariamente. El envejecimiento es un proceso en el que está involucrada la totalidad del ser. Naturalmente hay indicios que constituyen una especie de muestra ad ocular del conjunto del proceso: las canas, las arrugas de la piel...; pero éstos son sólo indicios, por lo que resulta muy sorprendente ver cuánto nos peleamos con ellos. Es obvio que disimular algunos de los síntomas no significa nada respecto a la totalidad del proceso, el cual, como global y continuado que es, se produce implacablemente y casi siempre sin que nos percatemos de su efectividad. No digo que no haya en él travesía, sino que el envejecimiento es, mayormente, transición: una transición en la que está implicado todo el ser del que envejece. Lo que en éste va cambiando no son sólo sus aspectos su— perficiales, sino toda su entidad (incluidas la conciencia y la manera de ver las cosas), cual si el paso del tiempo como desgaste (de todo, incluidos nosotros) se aliara con el paso del tiempo como tránsito de la vida, en una especie de tendencial complicidad. Por un lado, el paso del tiempo causa estragos en nosotros ——accidentes, en-

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fermedades, desgastes inherentes a ciertos tipos de tra— bajo...— y, por otro lado, el proceso de la vida (en su dimensión biológica y en las demás) va siguiendo su marcha. Un plano se entrevera con el otro y, por ende, el envejecimiento es expresión de ambos planos y no sólo de uno: transición y travesía. El proceso vital se presta más bien a ser descrito como transición, pero hay aspectos del envejecer que son ciertamente consecuencia del tipo de travesía que se haga. La travesía de quien vive en la opulencia no suele ser tan dura como la del que vive en la miseria. La travesía puede dar lugar a cambios superficiales y también a otros mucho más profundos. El desgaste ———la travesía— desemboca en la nada; el final del proceso de la Vida humana no lo sabemos con certeza, porque el quid de la muerte encierra un gran interrogante. Según decíamos líneas atrás, percibimos una especie de sinergia entre el desgaste y el tránsito, mas esto no significa que ambos traduzcan un mismo trasfondo ni el mismo sentido.

EL DIOS CRONOS

Y LA ENTROPÍA

Es precisamente esta suerte de complicidad entre la muerte y la nada la que explica la simbología asociada a Cronos, el dios griego del tiempo. La experiencia del desgaste de las cosas y del envejecimiento de la Vida sería la que dio origen a todo el imaginario del Cronos des— tructor y devorador. Seguramente se debería a tal experiencia que al mitológico hijo de Urano y Gea, devorador de sus propios hijos, se le hiciera dios del tiempo. Este imaginario simbólico desborda la mitología griega, y en otras culturas se halla también expresada la rela-

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ción del paso del tiempo con la agresividad de un dios o un ogro que devora a sus víctimas. Son imágenes que expresan la angustia de los mortales ante la fugacidad del tiempo y ante la inexorable negatividad del destino y de la muerte. Muchos ritos religiosos, en los que ya fuese de manera efectiva O solamente simulada se sacrificaban animales O seres humanos, pretendían algo así como un intercambio O pacto entre los mortales y la divinidad con respecto al tiempo. La intención con que se practicaban tales ceremonias cultuales era conseguir algún dominio sobre el tiempo, como aplazamientos de la muerte o de alguna inminente destrucción... Ajeno a este tipo de mitología, san Agustín —a quien ya citamos más arriba y volveremos a citar, pues es uno de los autores que más han penetrado en la cuestión del tiempo— coincide en usar en muchos de sus textos y relacionadas con el tiempo imágenes de disolución (progresivo deterioro, rui— na, dispersión), de muerte (enfermedad, envejecimiento, caducidad, fracaso), de noche (ceguera, oscuridad, cerrazón, opacidad). Y contrasta con todas estas imágenes las relacionadas con la eternidad: recogimiento, plenitud, hogar, luz y calor, vida plena... Curiosa coincidencia: la mitología antigua, el planteamiento agustiniano y la ciencia actual comparten la imaginería sobre el tiem— po. Efectivamente, la saeta del tiempo (el «sentido del tiempo», O la asimetría entre el pasado y el futuro) podría ponerse en correlación con la segunda ley de la termodinámica, que afirma que la energía se va degradando (la entropía de un sistema aislado jamás decrece: en el pasado hubo menos entropía y en el futuro habrá más «desorden»). Por suerte, los humanos nO han afrontado el problema del paso del tiempo solamente con ofrendas sacrifi-

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EL RESPIRAR DE LOS DÍAS

ciales, sino que también han forjado resistencias. El paso del tiempo y de la vida explica que desde la misma Vida se haya intentado crear diques y refugios que trascienden la breve existencia de los mortales. Nuestras obras y nuestras acciones, la memoria y la esperanza, son diferentes formas de esta resistencia.

RESISTENCIAS: OBRAS, PALABRAS Y MEMORIA

Construimos —creamos, elaboramos, fabricamos...— y después mantenemos ——conservamos, guardamos, sostenemos... Nuestra capacidad creadora y técnica nos permite producir objetos y estructuras, muchos de los cuales duran mucho más que nuestra vida: casas y ciudades, libros y esculturas, puentes y caminos. Pues bien, sabiendo como sabemos que todo eso que producimos está también sometido al desgaste, procuramos conservarlo y cuidarlo. El que algunas de las cosas que hacemos duren más que nosotros nos mueve en cierto modo a proyectarnos en ellas y a identificamos con ellas. Mediante ellas nos sobrevivimos a nosotros mismos. Con nuestras obras nos resistimos parcialmente al implacable paso del tiempo. Ellas son nuestra pequeña y pasajera victoria sobre el tiempo destructor. Nuestras obras son como nuestro refugio, en el que nos guarecemos un poco para que el fluir del tiempo no nos dañe demasiado. Para referirme a esta dimensión de la condición humana empleo los términos cosniicidad y capacidad cosnzopoie'iica.2 Nuestra destreza técni2. He tratado este punto en El respeto o la mirada atenta, Barcelona, Gedisa, 2006.

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ca (agrícola, industrial, «tecnológica»...) nos permite afrontar el desgaste y las amenazas de destrucción. Cuando la habilidad técnica está al servicio de la construcción y no de la destrucción, procurando el progreso del orden y no el caos, puede hablarse de «cosmopoiesis» (que literalmente significa «capacidad de producir cosmicidad, orden, armonía»). En este sentido, cabe decir que el bomofaber —el hombre capaz de fabricar y

construir— es la expresión del hombre cósmico. Todos los ordenamientos y composturas que realizamos los hombres —todas nuestras obras— están Siempre amenazados de destrucción y desaparición, y esta amenaza más tarde o más pronto acabará cumpliéndose. En esto, aunque a veces con más lejana fecha de caducidad y extinción, nuestras obras tienen todas ellas nuestro mismo destino. Tan indisociables como la vida y la muerte lo son también la creación técnica y la desaparición de las culturas y de sus artefactos. El paso del tiempo —el ser mismo de la realidad— implica decadencia, amenaza y desgaste, a los que nosotros tratamos de resistirnos creando, cuidando y vigilando. Pero con el paso del tiempo todo acaba cayendo, hundiendose, convirtiéndose en polvo. Siendo así las cosas, ¿a santo de qué nos esforzamos los humanos en seguir construyendo y poniendo orden, si sobre todas nuestras obras pesa en definitiva una amenaza fatal? Una primera respuesta es obvia: creamos, construimos y después nos esforzamos por conservar lo que hemos hecho, porque, mientras contemos con nuestras obras, podremos obtener frutos de ellas: la viña produce las uvas y de éstas se extrae el vino; los caminos comunican entre sí a los pueblos; las instituciones ofrecen identidad, cohesión, servicios... Una segunda respuesta:

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aun prescindiendo de su utilidad y su servicio, la armonía y el orden son motivos de gozo y satisfacción: uno se siente bien cuando ha limpiado y ordenado la habitación, o el escritorio, o el taller. Tercera respuesta: en ocasiones, tras la realización de nuestras obras, todas las cuales tienen como destino último la nada, laten el anhelo y la esperanza de alcanzar algún tipo de orden no amenazado por el paso del tiempo: a veces, en el trasfondo de nuestras obras, necesariamente sometidas al desgaste y a la amenaza de destrucción, palpita un deseo de «eternidad». Junto a nuestras obras, también nuestras acciones y nuestras palabras son resistencias frente al paso del tiempo. Sobre todo cuando las acciones y las palabras son excelsas y no livianas ni impersonales. En nuestra época quizá haya sido Hannah Arendt quien, inspirándose en los antiguos griegos, más ha exaltado tal capacidad humana. Para extremar su apreciación, cita estos terribles versos de Sófocles: «N o nacer supera toda cuenta; / pero cuando se ha salido a la luz, / ir cuanto antes allá mismo de donde se viene / es, con mucho, la segunda cosa mejor».3 Sin embargo, Arendt nos recuerda que Sófocles «nos hace saber, por boca de Teseo, el fundador legendario de Atenas y su portavoz, lo que hacía posible que los hombres corrientes, jóvenes y vie— jos, pudiesen soportar la carga de la vida: era la polis, el espacio donde se manifestaban los actos libres y las palabras del hombre, la que podía dar esplendor a la Vida».4 Los actos de los hombres, sus gestas, y las palabras pronunciadas públicamente: esto es lo que Arendt 3. Sófocles, Edipo en Colono, versos 1225-1228. 4. Arendt, H., Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 1988,

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admira y lo que encomia de la vida política. A su entender, cuando las acciones y las palabras tienen enjundia, son merecedoras del mayor privilegio: el de perdurar en la memoria de los mortales a lo largo de las generaciones. Por su poder de llevar a cabo acciones inmortales, los humanos demostrarían ser de naturaleza «divina». Así que no solamente lo que construimos, también lo que somos capaces de hacer y decir con respecto a los otros, y con ellos, es algo que resiste el paso del tiempo. Nuestros compromisos, la lucha o el esfuerzo por cumplir con nuestros ideales, los actos de generosidad y de altruismo..., y no sólo la acción pública, sino también las palabras discretas, toda vez que sincera y sentidamente se digan, pueden librarse de la fugacidad. Y, ciertamen— te, el tipo de acto y de palabra que más se contrapone a la fuga del tiempo es el que brota del amor y de la capacidad de estimar. Si algo ha de ser eterno, será expresión de esta capacidad. El que palabras y acciones lleguen a ser resistencias contra el correr del tiempo se debe, en parte, a la memoria. «La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos», escribió Cicerón. La memoria, permitiendo guardar algo del pasado, es una victoria parcial sobre el paso del tiempo. La memoria, los recuerdos, pertenecen al campo de la imaginación, por lo que no se limitan a registrar los sucesos, sino que los reproducen. Com— pruébase con facilidad, por ejemplo, que nuestros recuerdos los «arreglamos» estéticamente. ¿Cómo, si no, se explicaría el aura que suele envolver a la infancia? La niñez se convierte, para la memoria, en el arquetipo de la existencia feliz, ignorante de la muerte. Ni siquiera la desgraciada o triste infancia de Baudelaire o de Stendhal es ajena al eufemístico encanto de la función fantástica.

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De ahí la poco menos que universal nostalgia con que se recuerda la edad infantil. La experiencia del paso del tiempo es afín a la del cambio y la desaparición. En cada fugaz instante del tiem— po, algo se borra, se esfuma. La memoria se opone a ello, lucha contra ese continuo esfumarse. Es, pues, poder de reacción, es como un retorno, que yo llamaría retorno imaginario. La imaginación mnémica se alza contra los embates del tiempo, contra el disolvente y destructor devenir, contra la inmisericorde fatalidad del destino, contra el nihilizante escapársenos la vida. El supremo sentido de la función fantástica en su rebeldía frente a la muerte y la extinción es, por tanto, el eufemismo. Tal tesis sostiene Gilbert Durand en su magnífico libro titulado Las estructuras antropolo'gicas de lo imaginario.5 Por eso —según Durand— la memoria es nuestra esperanza esencial: lo imaginario es el esforzarse el espíritu para oponer una esperanza viva al mundo objetivo de la muerte. Reencontrar el tiempo perdido —que diría Proust— es el ejercicio de la memoria contra el paso del tiempo. Tiernpo reencontrado, recuperado, a salvo del paso del tiempo.

¿DETENERSE?

Eltiempo pasa y no para de pasar. No hay en él estaciones de parada. Pienso: ¡Ojalá pudiera detenerme! Pero todos sabemos muy bien que la única parada verdadera de nuestra vida es la petrificación y la muerte. 5. Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid, Taurus, 1981.

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Querríamos que fuese también vida. Pero la vida sólo es vida con su propio devenir. Una y otra vez caemos en la tentación de desear que se detenga el tiempo y se prolonguen indefinidamente los momentos de felicidad. Pero el tiempo pasa, sigue corriendo imperturbable, sin inmutarse ni atender a súplica alguna. No sólo pasa él mismo, sino que en muchas ocasiones «pasa» —prescinde totalmente— de nosotros. Es como una bestia salvaje con la que no hay doma que valga. Mas el deseo de que el tiempo se detenga contiene, sin duda, algo inconfesado. Imaginarnos la posibilidad de tal detención nos fascina. Así lo prueba la obra de J. M. Barrie Peter Pan y Wendy, como también, en otro registro, la novela de Günter Grass El tambor a'e hojalata. Los respectivos protagonistas infantiles comparten el no querer hacerse mayores, plantarse en su niñez. Pero Barrie hace el ejercicio de recuperar el tiempo perdido, un ejercicio de memoria —y de memoria personal—, en tanto que Grass hace ante todo una crítica social: el detenerse el pequeño Oscar en el tiempo sirve de denuncia de una sociedad totalmente alienada y enferma. De un tiempo a esta parte, siguiendo la moda de poner etiquetas a voleo, se emplea en psicología la expresión «síndrome de Peter Pan», con referencia a la inmadurez y la incapacidad de asumir las responsabilidades propias de la vida adulta. En cualquier caso, es una lástima que se difundan concepciones tan superficiales. El centro de gravedad de la creación de Barrie parece ser otro: el hecho excepcional de una detención del tiempo (pues el libro empieza así: «Todos los niños, excepto uno, crecen»), y la fantástica función de resistencia de la memoria al paso del tiempo (cuando Wendy, ya cre— cida, se encuentra con Peter y, a punto ya de volver éste

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«¿No me olvidarás, Peter, verdad, antes de que llegue la limpieza de primavera?».). a irse, le pregunta:

Como el tiempo pasa, todo tiene fecha de caducidad de donde cobra sentido la expresión «¡Ojalá que esto durel». Por desgracia, ningún receso es seguro. El sueño de un presente eterno es el sueño del amante, es la inconfesada esperanza de que se prolongue para siempre el momento de dicha, es, sobre todo, la pena por la inexistencia de tal prolongación. ¡Ojalá que esto dure! Cuando el momento ha pasado, cuando el rato de felicidad se ha terminado, cuando la vida ya se ha vivido..., o sea, cuando la duración se ha interrumpido, entonces es cuando la memoria hace el último esfuerzo para otorgar una prórroga -—muy especial, eso sí— a la duración.

CAPÍTULO

III

El tiempo que jamás retorna (o el abismo de la irreversibilidad) Esta negra y torva ave troco', con su aire grave, en sonriente extrañeza mi gris solemnidad. «Ese penacbo rapado —-—Ze dije—, no te impide ser osado,

viejo cuervo desterrado dela negrura abisal; ¿cual es tu te’trico nombre en el abismo infernal?» Dijo el cuervo: «Nunca mas». EDGAR ALLAN POE, «El

cuervo»

El tiempo pasa, y lo hace siempre en la misma dirección: «hacia delante». Esto quiere decir que es irreversible. A excepción de su imaginario retorno en la memoria, es imposible volver atrás. Quizá lo de no poder nunca, en ningún caso, volver atrás sea una de las características más crudas y más difíciles de digerir de nuestra condición humana. Las agujas del reloj sí que podemos girarlas hacia atrás, mientras que el tiempo avanza siempre en un único sentido. Sólo hay billete de ida en el viaje de la vida y del tiempo. Volviendo a las imágenes: nunca podremos bañarnos dos veces en el mismo río, pero no sólo porque, a la segunda vez, las aguas no serán ya las mismas, sino por-

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que tampoco los que entremos en ellas seguiremos siendo ya los mismos que antes.

«PARA SIEMPRE» Y «NUNCA MÁS»

Hay aquí algo abismal y sublime a la vez: lo que pasa y lo que hacemos son ya, de algún modo, «para siempre». Evidentemente, no en el sentido de que vayan a durar por los siglos de los siglos, Sino en el de que lo que pasa y lo que hacemos habrá pasado y sido hecho para siempre, sin que jamás pueda ya nadie evitar que eso haya ocurrido o sido hecho... LO pasado ha pasado para todos los siglos. Ninguna fuerza, divina o humana, logrará nunca que no esté hecho lo que ha sido hecho: en algún tipo de registro, en un rincón u otro de la realidad, habrá quedado una imborrable firma. De todas las características del paso del tiempo es la irreversibilidad la que mejor lo define y la que más co— sas nos dice sobre la vida. En este aspecto se muestran de nuevo idénticos el tiempo y la vida. Lo irreversible de la vida que incesantemente se nos escapa y lo irreversible del tiempo significan una misma cosa. La reversibilidad es una característica del espacio, pero no del tiempo. Podemos salir de casa y regresar luego a ella siguiendo a la inversa los mismos pasos. Adonde, sin duda, no podemos volver es al momento de nuestra salida, ni tampoco al de nuestro regreso. Y tan imposible es que vuelva atrás un solo instante del tiempo como que vuelva un año o un siglo: todo retorno del tiempo es igualmente imposible. Hablamos, sí, de retorno, pero no deja de ser ésta una vaga forma de hablar. La vida va siempre hacia delante: salimos a trabajar y volvemos después a

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casa, pero el que vuelve no es ya exactamente el mismo, y el movimiento de «retorno» no es en realidad un retroceso, sino un avance, como lo fue el de salir hacia el trabajo. Lo del «volver» es solamente una ilusión y, en el fondo, quien hace esta experiencia del «retorno» sabe que él «ya no es el mismo» que partió, que «las cosas no son ya del todo como antes» y que «nada es ya lo que entonces era». ¡Cuántas veces hemos oído expresiones como éstas en boca de quienes, al cabo de algún tiempo, han regresado a su país o a su terruño natal! Las dos caras de una moneda podemos mirarlas tantas veces como queramos, pero no podemos hacer lo mismo con los procesos de la vida, imposibles de recorrer hacia delante y hacia atrás. La vida —o el tiempo— no puede repasarse dándole la vuelta. Esta imposibili— dad provoca en nosotros ——al menos a veces— una sensación de ser poco reales y de que todo es, en definitiva, como un sueño. Ahora bien, la imposibilidad de inversión le confiere a cada momento un valor altísimo, pues cada uno de ellos resulta ser único e irrepetible. Disfrutemos, por lo tanto, de esta conversación, de esta comida, de esta lectura..., porque ciertamente no se repetirán. La irreversibilidad del tiempo y de la vida pone de manifiesto que hay cosas absolutamente anteriores y otras posteriores. Y —como decíamos— es la irreversibilidad la que a cada momento le confiere el «para siempre» del hecho de haberse dado sin enmienda posible. Según comenta brillantementeJankélévitch: «El más profundo, inexplicable y misterioso encanto se halla, tal vez, en lo irreparable del “Ha sido ” ».1 1. Jankélévitch,V., P/Jiioropbie moraie, París, Flammarion,

1998, pág. 87.

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Lo que vivimos no tiene precio precisamente porque sólo tiene precio lo que se puede intercambiar, y la vida no puede cambiarse por nada. Cada momento de la vida, cada uno de sus instantes, por simple que sea, es único. Cada momento es un comienzo y un final. Al vivir estamos continuamente en una primera y última ocasión (muy a menudo, desde luego, velada su unicidad por otras semejantes ya vividas o que pensamos vivir). Y de esto vale la pena no olvidarse, o, por lo menos, no olvidarse siempre. La liturgia de algunos momentos de la Vida cumple, o debería cumplir, esta función de toma de conciencia: todos los ritos iniciáticos, todos los juramentos y compromisos, algunos adioses... Cada vez es un «ya no más» (por mucho que se espere que no sea el último «ya no más», que no sea la muerte; hay que despedirse, pero todos esperan que no sea ése el último adiós). La experiencia de lo irreversible no es sólo de lo que se pierde o queda atrás, sino también de lo nuevo, lo que ha de venir, la sorpresa de lo imprevisible. De cara al futuro solamente tenemos una certeza: ninguna cosa será igual. Todo es la primera y la última vez, y especialmente lo son el nacimiento y la muerte. El nacimiento es el paradigma de la novedad y de la entrada de lo singular en el mundo. La muerte del mortal es siempre única, e incluso «más única» que el nacimiento, porque es absolutamente última, mientras que al nacimiento le sucederán otros «nacimientos» continuadores... Cada día es un nuevo nacimiento, pero distinto del día anterior. El primer beso no ha de ser el último, pero sí que es el último en cuanto primero; y lo mismo el primer día de escuela, el primer día de trabajo..., y también la comida de ayer con los amigos, la conversación de hoy con el veci-

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no... Todo es único, aunque en el futuro puedan darse situaciones parecidas. La muerte es el mayúsculo «nunca más» (o es éste su nombre propio, según se dice en los estupendos poemas de Poe y de Espriu intitulados ambos «El cuervo»); pero hay otros muchos «nunca más», y, si bien se mira, todo es un «nunca más». La unicidad temporal es idéntica a la de la persona. Hay que tomarse en serio la z'pseia’aa', la unicidad de cada individuo, y, por tanto, la de todos y cada uno de los sucesos en que la persona está involucrada. Es por esto —y lo digo sólo de pasada— por lo que a algunos nos cuesta aceptar cierto tipo de consolaciones en las que en vez de singularizar se habla genéricamente. Cada persona es como un milagro, y todos los momentos de nuestra vida tienen esta especie de excepcionalidad. La unicidad personal y la unicidad temporal se implican mutuamente. Cada momento de nuestra vida es único, se da una sola vez y nunca ma's ya. Brebaje de gusto amargo, para pasárselo sin aspavientos. Nos hallamos irremisiblemente emplazados en este sino maravilloso y a la vez trágico. Abismo de fascinación y de tragedia. Quizá sea ésta la única cosa irnportante que sabemos: todo es una vez y luego nunca más. Pero lo que acaba de hacer grave la irreversibilidad es la finitud. Lo irreversible del tiempo no sería lo que es si la Vida no fuese finita. Si previésemos que el mañana y las novedades que trajera se irían renovando indefinidamente, no hablaríamos ya como ahora; mas no es éste el caso, y la irreversibilidad del tiempo no se verá compensada por una fuente inagotable de novedad. El que aquí haya un límite, es decir, el que la vida tenga un final, es lo que hace que sea grave lo irreversible. Por eso Jankélévitch —sintonizando en este punto con Hei-

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degger— dice que «es la muerte la que nos ayuda

a to-

marnos en serio el tiempo».

ACCIÓN Y REMORDIMIENTO

La acción es un ejemplo modélico de lo que estoy explicando; tiene un inicio, un sentido y un final o acabamiento, y el sentido en el que va del inicio al final es irreversible. Si me relaciono con alguien, si deposito mi voto en la urna de las elecciones, si expongo mi opinión en un periódico... eso no tiene ya marcha atrás. Dos cosas son igualmente imposibles: volver a actuar desde cero y borrar o anular lo que se ha hecho. Lo único que puede intentarse es actuar mejor la próxima vez que nos hallemos en una situación similar. Hemos de ser conscientes de la importancia de nuestras palabras y de nuestras acciones. Lo que les da su trascendencia es, justamente, la irreversibilidad. Al estilo de lo que hoy se suele insistir en la interdependencia de todas las cosas, hasta hacérsenos verosímil que el batir de las alas de una mariposa en un extremo del planeta pueda provocar un huracán en el otro extremo, habríamos de presuponer igualmente que una «palabra dada» puede tener incalculables repercusiones. Por desgracia, junto al acierto se da también el error; junto a lo bueno, lo malo, junto a la aportación, la falta. Algunos de nuestros sentimientos y de nuestras acti— tudes más profundas, como el recuerdo, el lamento, el remordimiento o el perdón, son consecuencia directa de la irreversibilidad del tiempo. A menudo, la «conciencia moral» se da o se actualiza no ya para indicarnos lo que debemos hacer, sino lo que deberíamos haber

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hecho. Por eso, para poder tener mala conciencia se ha de tener buena memoria. Revocar una decisión, una orden, una ley, es anularla, abolirla, dejarla sin efecto... Sin embargo, todo lo que hacemos es, en estricto sentido, irrevocable. La irrevo— cabilidad de nuestras acciones coincide con su irreversibilidad: lo mismo que no podemos volver al ayer, tampoco podemos hacer que la acción de ayer no haya sido realizada. Nostalgia romántica de los momentos de felicidad que se van alejando y a los que jamás podremos volver; añoranza dela persona o de la cosa que echamos en falta; pesadumbre existencial por la carga de los errores cometidos y por lo inevitable de un final igualmente irreversible. A ve— ces querríamos reproducir aquí y ahora la plenitud que atribuimos a un presente ya pasado, y otras veces desearíamos aumentar el olvido para que se nos aliviara el peso de la culpa. Es precisamente por esto último por lo que conviene evitar, enla medida de lo posible, todo aquello de lo que después pudiéramos arrepentirnos. Intentar hacer las cosas bien y cuando todavía estamos a tiempo; actuar antes de que sea demasiado tarde..., ésta es la idea. Si no he— mos prestado atención a lo que debíamos atender o sino respondimos prontamente a la solicitud que se nos dirigió, corrijámonos de tales fallos, pongámosles remedio o, de lo contrario, vendrán después los lamentos: «¡Si lo hubiera hecho, no me encontraría así ahora!», «¡Si hubiese ido allí !», «¡Si le hubiese cuidado!», «¡Si lo hubiera dichol»... Estos lamentos y otros parecidos equivalen, en el fondo, a un reconocimiento de obligaciones no cumplidas, y el consiguiente desconsuelo se expresa en forma de suspiro y exclamación: ¡Ay, debería haberlo hecho! Ésta y no otra es la carga del remordimiento.

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N os podemos doler tanto de la juventud perdida como de la falta que hayamos cometido. Común a todos los casos es la irreversibilidad, que hace que no podamos volver ni a ser jóvenes ni al tiempo anterior a la falta para no cometerla. La diferencia está en que la juventud querríamos revivirla y la falta quisiéramos no haberla cometido. Hay, pues, que distinguir entre nostalgia y remordimiento. Mientras la nostalgia querría volver y retener, el remordimiento quisiera borrar, diluir, anular. Sentimos nostalgia de la infancia —nuestra casa del alma— o del amigo que se fue, o del país (y del tiempo) dejado atrás... Curiosamente, la nostalgia de algo, el echarlo en falta, es una forma de seguir teniéndolo todavía. Si no la hacemos obsesiva, la misma nostalgia nos compensa un poco de la pérdida de lo que ya no tornará. Es la nostalgia un tanto agridulce, según se nota, por ejemplo, en estas palabras de Pla: «Lo único que nos da la vida es la degustación de la melancolía por el paso del tiempo».2

En cambio, el remordimiento es como una pena o una desazón que se experimenta por la falta cometida y es una carga que se va haciendo más y más pesada: quisiéramos quitárnosla de encima, pero no podemos. Nos es imposible borrar el pasado o alejarnos lo bastante de él para que ese pensamiento cese. Aquí no somos nosotros los dueños de la memoria, sino que es ésta la que nos domina. De ahí que en el remordimiento por la falta cometida lo recordemos prácticamente todo, con detalle. No es un recuerdo vago, sino literal. Significativamente, en esta literalidad de la memoria coinciden el 2. Pla, J., Obra completa, vol. 9, Barcelona, Destino, 2003, pág. 69.

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que siente remordimiento por la falta cometida y el testimonio o la víctima del daño causado. El remordimiento y el arrepentimiento se diferencian en que el centro de este último está en el «yo» que se arrepiente ———lo que viene a ser ya una especie de «superación» del pasado—, mientras que el centro del remordimiento sigue siendo la acción pasada, que el «yo» querría anular pero no puede. El arrepentimiento es un modo de transformarse uno mismo y de poder mirar de nuevo hacia delante. El olvido sin arrepentimiento es un remedio sólo superficial y engañoso, que oculta la enfermedad pero no la cura; es un aliado de la falta de conciencia, una especie de ceguera voluntaria y precipitada. Pero todos sabemos que las enfermedades mal curadas tienen, a la larga, los peores diagnósticos.

EL PERDON

Y LA VENGANZA

Perdonar no es olvidar. Perdonar es restablecer la relación a pesar a’e lo hecho. La irreversibilidad de la acción nos liga irremediablemente al pasado: lo que se ha hecho, hecho está. Y lo hecho puede ser una falta, una ofensa, una traición, un crimen. Entre las personas implicadas en esa acción —actores y víctimas— se producen roturas, enfrentamientos y contraposiciones. Uno de estos resultados es el que se expresa en forma de venganza o lógica del golpe y contragolpe, las más de las veces sin freno alguno; un proceder irracional —por inacabable—, y sólo parcialmente comprensible como reacción contra el mal o el daño sufrido. El proceso de tal lógica solamente puede detenerlo la acción de la justicia, o puede también contrarrestarlo y superarlo la ac-

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ción excepcional del perdón, que significa algo así como «recomencemos a pesar de lo hecho». El perdón, dice Arendt, pertenece a la categoría del a pesar a'e y Viene a ser un paliativo ——sólo parcial naturalmente— de la irreversibilidad del tiempo, de modo parecido a como la promesa lo es de su imprevisibilidad.3 Paliativo o remedio parcial —la irreversibilidad es dura——-— pero extraordinario, excelente, casi «sobrenatural», por lo que no ha de extrañamos su dimensión religiosa.

UNICIDAD TEMPORAL Y TESTIMONIO

Sin la unicidad temporal estaría de sobra todo testimonio. El hecho de tener sentido convierte el testimonio en una prueba más de la unicidad de la vida humana. El testimonio no es la simple constatación o descripción neutral y «objetiva» de un suceso. La constatación tiene el carácter impersonal del «se constata», y no compromete a quien la hace. En cambio, la naturaleza del testimonio es bien diferente, porque es personal y empeña la existencia del sujeto. Lo que se testimonia afecta íntimamente al testigo, pasa a formar parte de él, tanto que no lo podría negar sin negarse a sí mismo (son emblemáticas, a este respecto, las palabras de Pedro en los Evangelios: cuando negaba conocer a Jesús, pretendiendo no ser testigo suyo, se estaba negando a sí mismo, y de ahí su inmediato desconsuelo). ¿Qué se testimonia? El testigo da fe de un suceso pasado único, que, como tal, no puede producirse otra 3. Arendt, H., La condición humana, Barcelona, Paidós,

1993, págs. 255-266.

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vez. El testigo ba becbo experiencia: le ha acaecido algo que le ha afectado. Su testimonio es una recepción, o, en terminología levinasiana, la expresión de una herida o de un traumatismo. La herida abierta, o no puede suturarse o, si se la sutura, deja una cicatriz identificadora. El testigo queda definitivamente constituido por el suceso y no encontrará refugio en el anonimato de la masa. Ser testigo exige presentarse uno mismo y dar la palabra propia. Por eso, en algunos casos paradigmáticos, esta personalización de la palabra conmociona y sacude a la sociedad. Los sistemas sociales tienden a autoconstituirse como estructuras impersonales. Esto quiere decir que ningún «manual de instrucciones» —-por impresionante que sea el dispositivo que haya de ponerse en marcha—— puede descabalar el sistema, mientras que sí puede incomodarlo realmente la palabra del que habla desde el fondo del corazón. Lo que de veras sacude el sistema no son los grupos o los movimientos antisistema, sino la profunda palabra del testigo. Al sistema le es difícil fagocitar el testimonio. Si éste lo es de algo profundamente humano, entonces la personificada palabra del testigo trascenderá su muerte y, años después, seguirá inquietando a los que se aprovechan de las injusticias y de las inercias sociales. Gandhi o Luther King son buenos ejemplos de cómo el testimonio incomoda al sistema y deja una importante herencia. En un mundo cada día más impersonal, el testimonio vuelve a hacernos conscientes de la unicidad e irreversibilidad de la Vida, y con ello recuperamos también —por así decirlo— lo «extraño», en contraste con todos los elementos del sistema que tienden a la homogeneidad. Nuestra sociedad mediática es un ejemplo de lo que es previsible y repetitivo. Por eso, los testimonios

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propiamente dichos han de venir de «fuera» del sistema. Por otro lado, los testimonios no se fabrican; a veces, y en según qué ámbitos, se los espera. Una sociedad sin lo otro, sin lo extraño, sin misterio, es una sociedad que se encamina hacia una gris y mortecina uniformización. Paradójicamente, el testimonio, ligado a la irreversibilidad y a la unicidad de la Vida, ofrece lo ex— traño y, a la vez, abre el horizonte.

¿COMO CURA EL TIEMPO?

Lo que acabamos de ver demuestra que la irreversibi— lidad no es sólo tragedia, sino también lo que constituye la enjundia de la vida humana. Abismo y excelsitud. No obstante, tendemos a destacar más su dimensión trágica, y esto no creo que lo hagamos por masoquismo, sino porque ciertamente en la vida bay tragedia (y además mucha, si bien aquí lo que importa no es la cantidad: la Vida humana no tiene precio, y por ello lo que cuenta de veras no es el resultado de una suma). Dado que en la vida hay tragedia, no podemos dejar de hablar de las maneras de afrontarla, de todas las prácticas y recursos consoladores. Y enseguida destaca uno que, por razones obvias, no debemos pasar por alto. Me refiero a la acción terapéutica del tiempo. «El tiempo lo cura todo», «con el tiempo todo se cura», «sólo el tiempo lo curará» son expresiones populares que se usan en diferentes escenarios y aluden a una presuntamente notoria propiedad medicinal del tiempo. Ahora bien, vale la pena cuestionar esto que parece tan evidente. ¿Qué es lo que el tiempo cura?, y ¿cómo se las arregla para llevar a cabo tal curación?

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«Lo cura todo» —se dice—. Pero ¿todo o todo lo que es curable? ¿Hay algo que el tiempo no lo pueda curar? Antes de responder a estas preguntas, hagamos un breve excurso sobre lo que significa «curar». Tener cura o cuidado de alguien (o de alguna cosa) es atenderlo, estar por esa persona (o cosa), ocuparse de ella, y también curarla si está herida o enferma. Pero, para curar, hay ante todo que atender, como el médico o el enfermero atienden y cuidan al paciente. Curador es quien cura, y jurídicamente la persona elegida o nombrada para cuidar de los bienes o negocios de un menor o del que no se halla en estado de administrarlos por sí. Así, que «el tiempo cura» querrá decir que tiene cuidado de nosotros, que nos atiende, que se ocupa de nosotros, que es nuestro curador por ser nosotros incapaces, débiles, mortales. Mas, para curar, a veces hay que limpiar, hay que purificar, eliminar lo dañado, aquello que nos causa dolor... ¿Nos cura el tiempo quitándonos alguna cosa que nos haga mal? ¿Quizá vaciándonos la memoria y relegando al olvido los recuerdos? Repetimos la pregunta: ¿de qué nos cura el tiempo? Pues nos cura de nuestras pérdidas, de nuestros desengaños y fracasos, de todas las heridas cuya cicatrización requiere tiempo. N os cura del tormento de un presente insoportable, del asedio que en un momento dado parecía irresistible, del infierno de un dolor aparentemente sin fin. Nos cura del su— frimiento ocasionado por la muerte de un ser querido, y del desespero causado por el derrumbe de una realidad o de un proyecto. En estas Situaciones todo el mundo desea que pase el tiempo, porque el aquí y ahora no permite vivir bien. Fijémonos en cuál es el mínimo común denominador de todo lo que deviene motivo de malestar, angustia o morbo y que requiere, por tanto, y solici-

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ta curación: no es otro este común denominador que la irreversibilidad. En efecto, el tiempo cura, sobre todo, de la irreversibilidad de las cosas humanas, de la vida, del tiempo de la Vida, del tiempo mismo. ¡Inaudita paradoja ésta: el tiempo (nos) cura de su propia irreversibilidad! , suaviza astutamente la tragedia de su irreversibilidad y nos cura así de lo incurable. No hay manera de hacer que lo que ha pasado no haya pasado, en esto no hay modo de volver atrás. Ya hemos citado una serie de expresiones que denotan las mil formas del desconsuelo: «¡Si no hubiese tenido tan mala suerte >>, «¡Si hubiese sabido que...!». Ante situaciones de éstas, erígese el tiempo en óptimo consolador, sin detener nunca en su marcha hacia delante, dejando las cosas cada vez más atrás, engullendo y digiriendo todas las novedades. El tiempo cura porque es una fuente continua de novedad y, con la llegada de lo nuevo, van cambiando nuestros intereses y preocupaciones. Si ahora nos inquieta algo que acaba de ocurrir, puede que «con el tiempo» deje eso de inquietarnos o no nos produzca tanta inquietud al irse mezclando con otros sucesos que reclamen más nuestra atención. Sobreponerse a una pérdida quiere decir añadir algo a nuestras miras y, de este modo, empequeñeciendo el reducto de la pérdida, superar el su!

frimiento que todavía provoca. El tiempo cura, también, porque va dejando el pasado cada vez más «atrás», más «lejos», más «pasado», y con este distanciamiento disminuye la intensidad del pretérito y queda limada su parte esquinuda y punzante. El tiempo cura, en definitiva, porque va oficiando de enterrador y es cómplice del olvido: aplana todo lo vivo y agudo, la alegría y la tristeza, la pasión y el dolor... ¡Cómo debe de reírse socarronamente el tiempo, genio

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astuto, cuando oye a la gente jurarse amor, amistad o fidelidad eternas o «para siempre»! El tiempo cura porque nos endurece: «Esta mineralización o disecación del duelo es la forma más natural del consuelo».4 Erosión y desgaste progresivo que hacen que el dolor se vaya difuminando. El tiempo consuela de este modo, adormeciendo sin persuadir. Cura sin hacer casi nada, simplemente dejando pasarse él a sí mismo. No cura con solícitos cuidados, sino pasiva e impersonalmente. El tiempo cura con el tiempo, la senectud, el envejecimiento, la amnesia, la sedación... Y culmina esta curación con la muerte. Vence debilitando al adversario (y quizá, en el fondo, con el consentimiento de éste). ¿Quiere el mortal mantener abierta la herida o dejar de disimular la cicatriz? Hasta en los casos en que francamente lo desee, el tiempo va minando la resistencia, venciendo las finitas fuerzas de los mortales, y esta victoria es la curación misma. Todo se acaba, incluso el dolor. La vida entera se escapa engullida por el tiempo que todo lo allana y lo hunde en el pasado. No cura el tiempo de maneras traumáticas, no hace daño al curar, sino que, aviesamente, va mezclando al remedio un veneno. A los que quedan y resisten les ayuda un poco a seguir viviendo, pero a costa de una segura, aunque lenta, victoria sobre sus recuerdos y su identidad. Así es como el tiempo que pasa nos cura de la irreversibilidad a’el tiempo. Bienvenida sea la curación. Mas en este caso «cura— ción» no quiere decir dar con el sentido: que se cure el doloroso mal no significa que se dé o se muestre el sentido de la pérdida. El tiempo vence a la identidad, y entonces la exigencia de sentido, de la que la identidad era portadora, 4. Jankélévitch, V., op.

cit, pág. 102.

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queda frustrada. Y además el tiempo vence dando una porción fría y otra caliente... Pero no era éste el camino que se anhelaba, no era éste el sentido que se quería. El joven movilizado en el frente, donde pierde la vida, tenía —era— un proyecto que la movilización bélica interrumpió pero que él esperaba realizar una vez la guerra se acabase.

TIEMPO Y JUSTICIA

A veces, justicia y sentido son nombres de una mis— ma cosa: hacer ver que algo es justo es también hacer ver que tiene sentido, que no es absurdo. A este respecto, me parece oportuno citar uno de los primeros textos «filosóficos» que se han conservado, en el que aparecen relacionados la justicia y el tiempo. Se trata del fragmento de un escrito de Anaximandro (siglo VI a. C.) que nos ha sido transmitido por Simplicio (siglo VI d. C.): « [...] alguna otra naturaleza (apeiron) de la que nacen los cielOs todos y los mundos que hay en ellos. Y el nacimiento de los seres existentes les viene de aquello en que se convierten al perecer, “según la necesidad, pues se pagan mutua pena y retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo”, tal como dice Anaximandro en términos bastante poéticos». Ésta podría ser su lectura: del apeiron (indefinido principio de toda la realidad) se originan (salen, se derivan) todos los seres; pero he aquí que se producen injusticias, y no queda bien claro en el texto si tales injusticias se dan entre el apeiron y los seres o en las relaciones que los seres traban entre sí. Como no parece verosímil que aquel (¿divino?) indefinido cometiese una injusticia contra sus propios productos y tuviese que resarcirlos, la inter-

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pretación del fragmento por Kirk y Raven,5 entre otros, es que la retribución se la hacen mutuamente los seres que surgen del a’peiron y que son el conjunto de sustancias o elementos opuestos de los que se compone el mundo ya diferenciado. Lo que Anaximandro explica— ría es que el que una sustancia prevalezca a costa de su contraria es «injusticia», la cual provoca que se impon— ga una multa o castigo que restaure la igualdad; y eS el tiempo el que, haciendo de juez, administra la justicia y fija la duración del castigo ola cuantía de la multa, controlando su pago. Así, por ejemplo, los excesivos o «in— justos» calores del estío han de «pagar la pena» de un tiempo frío aproximadamente de igual duración, cual es el invierno; a la oscuridad de la noche ha de seguirle la claridad del día, etc. Hasta podría quizá decirse que el tiempo es dialéctico, de tal suerte que hay un tiempo de aa’ikia o injusticia, perturbación de lo justo, pero también hay un tiempo de expiación, de sacrificio, de resarcimiento de los desmanes... El texto en cuestión nos ofrecería la imagen del tiempo como juez que compensa, que equilibra, que reajusta, haciendo que todo tenga su sitio ——y su tiempo— y ninguna cosa pueda predominar desmesuradamente sobre las demás. N o vamos a especular aquí con disquisiciones acerca de lo que realmente pensara Anaximandro. Siendo tan escasos los indicios de lo que fuese su filosofía, eso quedará Siempre envuelto en las sombras del remoto pasado. Lo que sí podemos hacer es tomarlo como excusa para apartarnos de una determinada manera de plantear las cuestiones. Si se ha de esperar que alguien o 5. Kirk, G. 8., y Raven, E., Los filósofos presoeratieos, Madrid, Gredos, 1972, págs. 169-170.

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alguna cosa dispense —o revele— sentido (aquí «justicia»), es preferible que ese alguien o esa cosa no sea el tiempo. No es nada convincente la imagen del tiempo como juez universal: en el mejor de los supuestos dis— pensaría justicia al género humano, pero nunca a cada persona individualmente considerada. ¿Cómo se las arreglaría el tiempo para compensar a quien fuese injustamente acusado, sentenciado y ejecutado? Y aún podríamos añadir: ¿es en verdad apropiado aplicar, ni siquiera metafóricamente, la idea del castigo a la noche o al invierno?

Según lo visto hasta aquí, parece que, por un lado, nuestra experiencia nos muestra la bondad de los ritmos del tiempo, de los movimientos rítmicos que son especialmente significativos y saludables para nuestra existencia (tan sólo en este sentido de los ritmos resulta aceptable hablar de la justicia o de la armonia del tiempo), y, por otro lado, nuestra experiencia lo es del paso del tiempo y de su irreversibilidad, la cual implica el para siempre y el mmca jamás. ¿Qué abismo podría ser más profundo? Y, no obstante, ¿qué puede dar mejor cuenta de nuestra propia experiencia? Muéstrase aquí la vida humana totalmente al desnudo, sin adornos ni superficialidades. También hemos comentado, en este capítulo, que el paso del tiempo es, para nosotros los mortales, una especie de terapia suavizadora de lo trágico de su irreversibilidad.

CAPÍTULO

IV

El tiempo acelerado (del consumo y de la información) Todo lo que es prisa presto babra’ pasado; sólo lo que permanece primero nos inicia. RAINER MARIA RILKE, Sonetos a Orfeo, I, 22

El tiempo pasa, pasa siempre en la misma dirección (irreversibilidad); y, dependiendo del contexto y de quien lo vive, pasa más deprisa o más lentamente. De este tercer aspecto del tiempo tratan el presente capítulo y una parte del siguiente. El ser humano tiene un grado notable de plastici— dad, o sea, capacidad de dejarse influir por el contexto y adaptarse a éste. La adaptación puede ser de cosas más permanentes (ya hemos explicado hasta qué punto es circadiana nuestra naturaleza) o de otras más circunstanciales, como lo patentiza, por ejemplo, la siguiente información: en las calles urbanas de los países más desarrollados y tecnificados se anda más deprisa que en las de los países menos desarrollados.1 Este ejemplo, expre1. Robert V. Levine, que años atrás investigaba el ritmo de la vida en diferentes países, hizo saber en A Geograpby of Time

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samente puesto aquí, nos sirve para iniciar un examen de dos de las características de la actual sociedad de Oc— cidente que más se han de tener en cuenta: por un lado el consumo y, por otro, la teenificacio’n ——especialmente de la que suele llamarse «sociedad de la información» o «sociedad digital». La pregunta que deberíamos hacernos sería: ¿Qué especificidades temporales implica este contexto? ¿Qué tipo de tempo es el que viene a configurar? Pero, de hecho, ya sabemos todos la respuesta: nuestra sociedad es una sociedad rápida, «acelerada». Lo que podemos hacer es recordar algunos elementos clave de la genealogía de tal fenómeno y aclarar un poco la situación explicitándola más.

«EL TIEMPO

ES DINERO»

En el tipo de economía que se ha desarrollado en la sociedad occidental, ha habido una constante preocupación por optimizar la producción en cuanto al período de tiempo empleado en lograrla. Esto ha supuesto que —a diferencia de lo que ocurre en otras culturas— se haya percibido el tiempo como un bien escaso y valioso, de ahí las expresiones «El tiempo es dinero», «El tiempo es oro», con las que corre pareja la tan repetida de «¡Tan pronto —o tan deprisa— como sea posiblel». (California, Perseus, 1997) que los cinco en cuyas calles más deprisa andaba la gente eran Suiza, Irlanda, Alemania, Japón e Italia, y los cinco en que más despacio, Siria, El Salvador, Brasil, Indonesia y México. Además de la velocidad del caminar, Levine estudió también lo que tardaba un empleado de Correos en suministrar un sello, y la precisión de los relojes públicos.

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Recordemos que ya en los comienzos de la era industrial los salarios empezaron a determinarse en fun— ción más del horario que de la cantidad o la calidad de la producción. Por eso, en las reivindicaciones sindicales ha sido un tema recurrente el de la duración de la jornada laboral. Obviamente, aparte de los salarios, son muchas las cosas que cuentan en función del tiempo que se las usa: el préstamo, el alquiler, el taxi, la habitación de hotel, etc. Por ello, no es nada extraño que la terminología más apropiada para hablar del dinero y de la economía incluya múltiples referencias temporarias, como cuando se dice emplear o invertir tiempo, o gastarlo, o ahorrarlo. (Hemos de reconocer, con todo, que el tiempo como cosa valiosa va más allá de su aproximación al dinero, y así también se habla a veces de tener tiempo, de darlo y de perderlo, o de agradecerlo —«gracias por el tiempo que me has dedicado»—, referencias todas éstas al margen del registro dinerario). Ligado a la mercantilización del tiempo está el comprenderlo como un recurso, lo cual es también propio, como dice Heidegger, de la era de la técnica. La hegemonía de la visión técnica del mundo hace que las cosas se nos muestren como recursos disponibles para su explotación. Eltiempo no se ha librado de esta interpretación que lo considera algo que puede acumularse, venderse y gastarse como los demás recursos. Influidos por esta concepción del tiempo como recurso y, en concreto, como recurso escaso, entiéndese que una de las cosas que el mercado quiere hoy vender a la gente ocupada ———que es la mayoría— sea cursos y li— bros para ¡aprender a administrar el tiempo! Como si realmente el único problema fuese el de la gestión de este recurso llamado «tiempo». Y, previsiblemente, una

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de las cosas que nos han de enseñar -—prueba de hasta dónde ha llegado el desconcierto— es a saber priorizar. Claro que aquí no tratamos de sostener que todo esto sea un error o incluso un engaño y que de ninguna manera se pueda entender el tiempo como un recurso. N o, de lo que se trata es de denunciar la hegemonía de esta forma mercantilista de entenderlo. El problema no es que el tiempo sea considerado un recurso, Sino que sólo se le considere como tal. Hoy en día nos es necesario redescubrir el tiempo más allá de la lógica y de la terminología del recurso y la disponibilidad. Mirado el tiempo como un recurso, es transparente y no opone ningún obstáculo a la comprensión; en cambio, cuando se sale de la categoría de recurso, el tiempo empieza a mostrársenos también de otras maneras más profundas, más secretas, más cotidianas... Ensanchando el campo semántico del término «tiempo», ensanchamos el del término «vida». Yendo más allá del tiempo como recurso, se nos abren nuevos horizontes hermenéuticos: el tiempo como ritmo, el tiempo como gracia, el tiempo como don, el tiempo como oportunidad... Y entonces la palabra hegemónica no será ya «priorización», ni será la cuestión más importante la de la «gestión»; una y otra seguirán siendo usadas, pero tendrán un papel más se— cundario, que es el que les corresponde.

LOS RELOJES Y LOS SEGUNDOS

La hegemonía del tiempo como recurso se ha visto acompañada —y no casualmente— de la presencia de los relojes, presencia que en la actualidad es omnipresencia, ya no sólo de los relojes de pulsera o de pared,

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sino de los innumerables que han sido incorporados a la «pantallización» del mundo. No se dispone de mucha información acerca de los primeros relojes mecánicos. El más antiguo del que nos ha llegado alguna noticia fue construido en el año 1335 e instalado en el palacio de los Visconti de Milán. Como la mayoría de los relojes medievales, no tenía éste ni esfera ni agujas; estaba situado en una torre y dotado de una campana que tocaba las horas. Fueron aquellos relojes del medievo los que poco a poco sustituyeron en las cabezas de la gente las horas temporales por las horas todas iguales que conocemos hoy día. Los minutos y los segundos provienen de la división sexagesimal del grado introducida por los astrónomos de Babilonia. En cuanto a la terminología que empleamos actualmente para hablar de estas divisiones, el vocablo «minuto» trae su origen del latín prima minuta, primeras partecillas o pequeñas divisiones de la hora, y «segundo» viene de secunda minuta, las segundas partecillas o divisiones. El fraccionamiento del día en veinticuatro horas y el de las horas y los minutos en sesenta partes echaron hondas raíces en la cultura de Occidente. Algunas ten— tativas de cambiarlo fracasaron. Así, por ejemplo, a finales del siglo XVIII, el gobierno francés revolucionario quiso imponer por decreto que se adoptara el sistema decimal dividiendo el día en diez horas de cien minutos cada una y de cien segundos cada minuto. Pero tal in— tento solamente duró poco más de un año. Cuando se empezaron a introducir en los relojes mecánicos las agujas o manecillas, al principio sólo se ponía una, la que señalaba las horas; la de los minutos se añadió a comienzos del siglo XVI, y la de los segundos en

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el XVIII. Actualmente, en la era digital, los segundos se marcan ininterrumpidamente, y son los que más nos aproximan a la instantaneidad. Esto denota, sin duda, el dominio —el reinado— del tiempo cuantitativo y, sobre todo, de la precisión. Hemos pasado del movimiento del Sola los segundos; de las campanas, a las agujas indicadoras, y de éstas, a la mayor precisión de los relo— jes digitales, algunos de los cuales son a diario resincronizados Vía satélite. En el campo de la investigación cronométrica no hace mucho que era el último grito el reloj'atómico de cesio —ignoro si éste, dado el vertiginoso ritmo al que avanzan las técnicas, habrá quedado ya, o no, atrás—. Su artilugio se basaba en la oscilación natural de los áto— mos del cesio, y de la exactitud con que medía el tiempo: ¡sólo podría perder un segundo cada treinta mil años! (Lo que como a lego en este campo se me hace de todos modos significativo es que, aun ahora, ¡la clave de la más sofisticada medición del tiempo nos venga dada por la oscilación natural de uno de los elementos de la misma Tierra!) Pero volvamos a la vida normal. En ella, la determinación exacta del tiempo se ha convertido en una obsesión y, así y todo, aunque ya no nos lo parezca, querer sa— ber la hora exacta es un poco extraño. La precisión es una sofisticación que no acaba de ligar con el curso del día, ni con el de la vida. Ciertamente, la velocidad y la aceleración van parejas a la medida «precisa» del tiempo. La sociedad occidental moderna es, en gran parte, hija de esta medida del tiempo cada vez más exacta, lograda mediante relojes cada vez más perfeccionados y generalizados: de hecho, nuestra organización social, a todos los niveles, es la más cronodependiente que jamás

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haya existido. Aunque la medición precisa del tiempo no es, ni con mucho, una experiencia universal (incluso aquí se ha vivido durante siglos y siglos sin esta exactitud de la medida), actualmente necesitamos saber la hora exacta, lo cual tiene bastante que ver con el tipo de organización social de un mundo complejo e interdependiente. Pero es probable que haya otra parte innecesaria en este afán. Y ¿estamos todavía a tiempo de curarnos de tan desmesurada obsesión respecto a la medida del tiempo?2 No se trata, digamos, de si ahora se trabaja más o menos, sino que es otra la cuestión. De lo que se trata es de que el propio trabajo queda configurado por un «tiempo rápido». ¿Qué estructuraba el horario de la vida rural en el siglo XIX? Básicamente, el movimiento del Sol. Y ¿con qué rapidez se mueve éste? Ya se sabe, en la mitad de un día recorre la mitad de la bóveda celeste. Nunca para, pero se mueve a una velocidad —la que percibimos nosotros, no la real— bastante «prudente». Tiempo, pues, del movimiento del Sol y de las horas. El movimiento del Sol daba tiempo para hacer mucha faena y, en general, la jornada no se hacía corta. Ahora, en cambio, no parece sino que la mayoría de las jornadas se acorten, y no nos da tiempo para hacer todo lo que querríamos hacer. En los quehaceres del campo, como lo importante no era la hora exacta, se estilarían seguramente expresiones del tipo «deben ser alrededor de (o hacia) las dos». Es evidente que, de entonces acá, ha llovido mucho, también respecto a los paradigmas del tiempo; pero saltemos hasta hoy: ¿qué tenemos ahora que desempeñe la 2. Janicaud, D., op. cit., pág. 234.

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misma función referencial que desempeñaban en aquel entonces el día y las horas? Yo creo que la respuesta ha de ser ésta: el movimiento del Sol ba sido sustituido por la velocidad de la información, y la hora aproximada —aquello de «hacia las...»— lo ha sido por los minutos y los segundos. Ahora, en el lenguaje hablado y cotidiano, son frecuentes expresiones como estas otras: «¡dos mi— nutosl», «de aquí a diez minutos», «a las tres y cinco»... Curiosamente, nuestra Vida actual está más marcada por el tiempo. Podría decirse que hay en ella excesivo tiempo, demasiado dominio del tiempo, que en ella todo son minutos y segundos. Por ello se van erosionando poco a poco las viejas referencias a las partes del día —a la mañana, al mediodía, a la tarde, a la víspera— en pro de un tiempo homogéneo y a la vez totalmente desmenuzado, dividido en pequeñas unidades. En general, la vida cotidiana está y estará cada vez más determinada por este tipo de parámetros temporales. Y, sobre todo, nos acucia la rapidez, no porque no destinemos igualmente unas horas a las comidas, otras al trabajo y otras al descanso y al sueño, sino porque el movimiento por el que nos regimos no es ya el del Sol, sino el de la información. Es esta información la que se traslada a toda prisa de un lugar a otro y la que hace que la gente perciba la rapidez en el ambiente y en su propia cotidianidad.

CONEXIONES Y CORRIENTES

Tomemos de nuevo la imagen del río con el paso del tiempo como el fluir del agua. Se puede imaginar una corriente que avanza despacio, en un trazado sinuoso lleno de meandros, o también un torrente que cae por abrup—

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tas laderas y forma espectaculares cascadas. La veloci-

dad del agua es muy diferente en uno y otro caso, dependiendo con exactitud del tipo de recorrido, es decir, de las características topológicas del terreno por el que el agua circula. Pues bien, de hecho, para definir nuestro contexto apenas ya nos sirve imagen alguna de un flujo material, y, por lo tanto, tampoco la del agua del río, ni si— quiera la de su libre caer en los saltos de las cascadas. Como decíamos, ahora el modelo es el fluir ola corriente de la información: el tiempo y la información vuelan igual de raudos. Si alguien dice que el tiempo ha volado siempre, replíquesele que ahora vuela más deprisa que nunca, porque ahora tiene como referencia contextual la rapidez de la información, que se desplazaría de forma prácticamente instantánea..., ¡sino fuese por la de todos conocida incompetencia de las compañías telefónicas! Internet es la conexión global, es el paradigma de la conexión. Pero no sólo Internet: en general, en el mundo contemporáneo se han venido construyendo muchas clases de redes de comunicación, con lo cual se ha configurado el fenómeno de la globalización. La percepción ordinaria de ello es la que podemos expresar diciendo que «todo está conectado». Pues bien, la vida está también conectada, nuestro vivir cotidiano está más condicionado cada vez por la conectividad tecnológica. Es probable que al espectacular desarrollo que la telefonía y los sistemas y programas informáticos han alcanzado en las últimas décadas no tarde en añadirse el desarrollo de las nanotecnologías. Pronto estaremos tan enganchados a los aparatos de conexión que ya nunca podremos separarnos de ellos. Algunas creaciones de ficción, literarias y cinematográficas, ya han puesto ahí sus miras, y, sin querer exagerar, lo cierto es que sólo en

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el estadio actual la conectividad y la conexión efectiva están constituyendo una realidad que afecta ya a la vida de la gente y la define. Pero una cosa son las conexiones y otra lo que pasa a través de ellas. ¿Qué pasa por ellas? Pues corrientes y paquetes de información que se desplazan a enorme velocidad. Lo que me importa subrayar aquí no es tanto la veloCidad como la idea misma de flujo o corriente. Fijémonos en que las imágenes y las metáforas relacionadas con esta realidad son cada vez más habituales: corrientes de gente, de capital, de energía, de información. Que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación tengan la imagen del fluir de la corriente como la que mejor las representa ayuda a definir también la vida de las personas a base de esta imagen. La vida la vamos percibiendo cada vez menos como una cierta resistencia al cambio y más como una expresión del fluir. Nos percibimos a nosotros como transmisores de información y de funciones..., transmisores y, a la vez, transmitidos. El fluir de la corriente va cambiando sin cesar, por lo que todo se deslíe, se vuelve extraordinariamente evanescente, todo caduca muy deprisa: los titulares de ayer son ya prehistoria, o ya no son nada; el fluir sustituye al fluir; la información es sustituida por nueva información, sin traumas, «naturalmente», fluidamente. Unas personas sustituyen a otras personas. Nos percibimos ya menos bajo las representaciones darwinianas de la lucha y el conflicto, y más bajo las de la transmisión de corrientes y de funciones, transmisión individualmente dolorosa pero normal y sin problemas en su conjunto. Fluidamente, ininterrumpidamente, circularmente: éstos son los viejos adverbios del vivir, que hoy se están actualizando hasta extremos inéditos.

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EL APRETUJAMIENTO Y LA FALTA DE TIEMPO

«N o tengo tiempo» es una de las frases más repeti: das en nuestra época. Agendas y dietarios cargadísimos. Todo el tiempo está ocupado y prácticamente no quedan ratos libres. Las consecuencias son notorias: agotamiento; sensación de estar desbordado; toda la retórica de la «gestión» del tiempo ——a la que ya nos hemos referido—; incidencias en patologías psicológicas, etc. Efec— tivamente, la mayoría nos sentimos desbordados y no dejamos de quejarnos de que no tenemos tiempo. La familia (hijos, pareja, padres), los amigos, el trabajo —ca— da vez más absorbente—, la formación, la vida cultural, las necesarias distracciones, el deporte... El día sigue siendo el que era. Nos decimos que es una cuestión de prioridades, y en parte sí que lo es, pero sobre todo es un problema de límites. No hay tiempo para todo, no podemos hacer todo, ni conseguirlo todo..., pero el contexto tecnológico (conectividad, velocidad, infor— mación...) nos envuelve, nos arrebata y arrastra en esta ola. Son legión las propuestas candidatas a llenar los huecos de nuestras vidas. Un alto porcentaje de la pu— blicidad no es más que una lucha entre todas estas propuestas alternativas, o idénticas aunque con marcas diferentes. Añádase a esto todo el tema del papeleo, la burocracia y los procedimientos: papeles, papeles y más papeles, formularios, solicitudes, recibos, resúmenes, notificaciones, citaciones, demandas, certificados, declaraciones, informes... La palabra que ha llenado los balnearios y las consultas de los psicólogos es la de «estrés». La vida cotidiana tiende a ser una vida «estresada»; de ahí el éxito de los remedios antiestrés: pastillas, yoga, técnicas de relajación,

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masajes, salidas al campo, hierbas, ejercicios gimnásticos, deporte... A veces los remedios funcionan, parcial— mente al menos, pero el problema es el propio estilo de vida. Tenemos un estilo de vida estresante, y la única solución posible es radical y consiste en cambiarlo. Por este motivo están apareciendo tantos movimientos a favor de la «Vida sencilla», en pro de trabajar menos, gastar menos, consumir menos..., Vivir de otra forma; propuestas alternativas que no hacen sino confirmar el diagnóstico. (N o digo yo que se dé una estricta relación de causa y efecto entre la sociedad informatizada y la hiperocupación, pero sí que hay una concomitancia y, ciertamente, en un contexto tecnológico como el que conocemos eS más fácil imaginar una vida cotidiana muy ocupada que no una vida más sencilla y menos acelerada.) La sensación de apretujamiento no es buena. El espacio virtual o «ciberespacio», que mejor sería llamarlo «cibertiempo», está muy apretujado, muy lleno: al menos ésta es la impresión que causa. Hay en él millones de redes y de conexiones. Esta situación me recuerda en más de un aspecto la descripción de Borges: «El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales...»3 Las imperceptibles pero presumiblemente amplísimas dimensiones de la biblioteca virtual, y la casi infinidad de carpetas que contiene, plantean la necesidad de guías o de buscadores como instrumentos útiles para no perderse en tales vericuetos y encontrar lo que se busca. Y no sólo esto, los buscadores desempeñan también la función de catálogos: ordenan, por sectores 3. Borges, J. L., «La Biblioteca de Babel», en Ficciones, Madrid, Alianza, 1980, pág. 89.

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o por temas, los recursos de la red. Siendo tantos estos recursos, los buscadores-catálogos no tardan en mul— tiplicarse, por lo que pronto es menester recurrir a al— gún buscador de buscadores o catálogo de catálogos. Y como la red no para de crecer, la proliferación de buscadores puede llevar a una recurrencia inacabable. De la

imagen borgesiana se deducen un carácter laberintico y una sensación englobante, de mundo, de contexto de la vida: «Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos».4 La agudeza y lo premonitorio de la descripción borgesiana diríase que no tienen límites. Los hombres, desplazándose en la vida por la Biblioteca (al menos mientras son conscientes de que hay ahí un problema), han de discernir entre lo que vale la pena y lo que no, entre lo que es sensato y lo que es absurdo, entre lo que es correcto y lo que es falso. «Ya se sabe ——escribe Borges—2 por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias.»5 La orientación y la «salvación» no están en la espesura del bosque ni se obtienen de éste: están en el calve— ro y en el campo abierto.

FLUIDAMENTE, EVANESCENTEMENTE

Si la vida es, en parte, un fluir, resulta importante tener algún punto de referencia que resista ante el flujo. Hemos Visto que hacen un poco tal función la memoria 4. idem, op. cit., pág. 90. 5. Idem, op. cit., pág. 92.

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y las creaciones humanas. En lo tocante a la informa— ción, suelo poner un ejemplo de ella que sólo si se busca una objeción fácil se atribuirá a la nostalgia. Me refiero al libro. Mientras los libros antiguos tienen una cierta consistencia y muchos han sobrepasado con creces su tiempo —y sólo tienen un gran enemigo, el fuego destructor, por lo que la peor imagen relativa a los libros es la de su quema—, actualmente, con la información digital, la experiencia de consistencia ha cambiado. Las viejas bibliotecas son muestra de una especie de permanencia y durabilidad ante la fugacidad de la vida. Pueden servir, pues, de puntos de referencia o de asideros. Los libros «permanecen», por lo menos los libros antiguos. Esta experiencia es la que ya no se produce —o no del mismo modo— con las modernas bases de datos almacenadas en imponentes ordenadores. Aquí se trata de algo distinto. Parece que la información electrónica es más etérea, más volátil, más caduca. Sabemos, en efecto, que los soportes electrónicos son menos duraderos, más perecederos que el papel impreso, y sabemos también que, por diversas causas, todo lo escrito o grabado por medios electrónicos puede fácilmente destruirse, borrarse; de ahí la preocupación y el celo por las «copias de seguridad». Menor consistencia, más evanescencia, menos orientación, menos identificación (es más fácil identificarse con los libros que se poseen que con las electrónicas bases de datos). Hay quienes cantan las excelencias de la desterritorialización que la nueva «telépolis» permite, como si en realidad este fenómeno fuese siempre claramente interpretable como superación de un obstáculo o límite ancestral. Pero ¿es un obstáculo lo que permanece y tiene más consistencia? ¿Es acaso un lastre del que ha-

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yamos de deshacernos? ¿Para ir adónde? ¿Quizá para ascender como los globos o como el humo?

LA «CIRCULACIÓN» DE LAS NOTICIAS Y EL «ESTAR AL DÍA»

No es sólo que la información vaya muy deprisa, sino que por ir muy deprisa es información. Resulta, además, que va deprisa en circuitos, circularmente. Dado que ésta es la dinámica predominante, lo que marca la diferencia es precisamente la interrupción. Parar, salir, interrumpir, dejar de estar inmerso en el círculo vicioso de información, más información, más información..., circularidad ésta ilimitada, constante, evanescente en los contenidos, sólo permanente en el formato. Si hablamos del tiempo de la información, del tiempo de la circularidad de la información, entonces interrumpirla es un «salirse del tiempo», equivalente a la caída de Cioran: «Los otros se precipitan en el tiempo: yo he caído del tiempo».6 Examinar los condicionantes de esta circularidad nos permitirá también advertir las posibilidades de la salida o interrupción del tiempo. Como, por ejemplo, que solamente fuera de la circularidad de la información y de su lógica se puede «dar tiempo». Presenciamos hoy algo que jamás había ocurrido antes: se identifica «ser normal» con «estar informado» o «estar al día». «Estar informado» supone estar pendiente de una serie de noticias del mundo que continuamente van cambiando, significa estar al cabo de una se6. Cioran, E. M., op. cit., pág. 140.

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lección mediática de noticias que durante todo el día y gran parte de la noche se nos dan ininterrumpidamente por diversas vías y en diferentes formatos: televisión, radio, Internet, prensa... Y «estar al día» quiere decir estar conectado a la corriente circular de la información, estar en la rueda, rodar. ¿En qué sentido? Pese a la apariencia de concreción y de novedad, la información que circula es, de hecho, genérica: se suceden los accidentes, las declaraciones políticas, las anécdotas de los famosos... Hay unos capítulos generales y por cada uno de ellos va pasana'o y circulando la información. La rueda de la información, el estar al día, acaba siendo un buen narcótico: añadiéndose a la rueda, el hombre se entretiene, se engancha y, de este modo esquiva ser él mismo, se aliena. La ecuación consta de una triple igualdad: «ser normal», «estar informado» y «estar al día»; ¡estar al día equivale a estar informado, y es lo que hace que la gente sea normal! Trátase de un «estar al día» que tiene mucho de «andar a la misma hora», esto es, de saber lo que todo el mundo sabe o hace: factores éstos de la homogeneidad y la impersonalidad social. Como quiera que tal dependencia no tarda mucho en hacerse agobiante, si en algún momento conseguimos salir de ella, es decir, si logramos interrumpir nuestra circular y alienante información, respiraremos mejor, se nos ensancharán los pulmones y se ampliarán nuestras miradas. La libertad no consiste en «estar al día», sino en ver y vivir el día. Pasar del «estar al día» a «ver el día» es pasar de la impersonalidad a ser dueño de uno mismo y a prestar la debida atención al mundo.

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CIRCULARIDAD DEL CONSUMO

La circularidad de la información se complementa con la circularidad del consumo. El consumo es circular por definición. Lo ejemplifica paradigmáticamente la necesidad que tenemos, como seres vivos, de alimentarnos; necesidad que hemos de ir satisfaciendo periódica y circularmente una vez tras otra: una manzana y después una más... La manzana se consume al ser comida. Todo cuanto es objeto de consumo tiene poca consis— tencia y poca duración. Los objetos de consumo, como tales, llevan todos fecha de caducidad. Evidentemente, el consumo, en cuanto tal, nada tiene de malo ni de problemático. Al volver de una larga excursión por la montaña, caemos en la cuenta de que «hemos consumido toda la comida que llevábamos». Cosa muy distinta es el consumismo, que podemos definir como un exceso de consumo, y «exceso» en dos sentidos: por un lado, un exceso en los ámbitos típicos del consumo (como el de la alimentación) y, por Otro lado, una extensión del consumo a áreas que previamente no habían caído bajo este dominio (por ejemplo, el área de la cultura). Y como el consumismo tiene sus propias categorías (caducidad, circularidad, desmesura, insatisfacción, superficialidad, afán de novedades...), se convierte en una manera de ver las cosas y de vivir. Previsiblemente, los dos problemas fundamentales que el consumismo plan— tea son el de la sostenibilidad (¿cómo ha de ser compatible la finitud de los bienes con el exceso consumista?) y el del empobrecimiento de la vida por la anulación de dimensiones que no sean las del consumo. Pongamos algunos ejemplos de todo ello, de los excesos y sus problemas, destacando sus implicaciones temporales.

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Como ya hemos indicado, la información se ha convertido en un producto de consumo, tanto que nos hallamos consumiendo información sin parar. Y entonces, ¿qué sucede? Pues que la información adquiere todos los rasgos de los productos de consumo. Todo caduca muy deprisa: los titulares de la prensa, las noticias, los contenidos de la red informática... Y nosotros estamos como ligados a esta seudonecesidad, y nos cuesta mucho desligarnos, desconectarnos de ella. Respecto al consumo energético, es fácil constatar que los tiempos actuales de consumo de energía contrastan muy desproporcionadamente con el tiempo en que se formó esta energía. Tuvieron que pasar trescientos millones de años para que el carbono atmosférico fuese quedando atrapado y depositado en combustibles fósiles como son el carbón, el petróleo y el gas natural. En cambio, nuestra sociedad está gastando esta energía tan rápidamente que en sólo unos trescientos años habrá enviado de nuevo a la atmósfera todo el carbono. ¡Trescientos millones de años para que se formara la energía y sólo trescientos años para gastarla! El tercer ejemplo es el de la conversión del calendario al consumo. La transformación de las fiestas en «vacaciones» es uno de los efectos de la secularización de la sociedad occidental. El «día del Señor» se ha convertido en el fin de semana, tiempo destinado presunta— mente a la realización y al goce personal: estancias en la segunda residencia, Viajes turísticos y de placer, fútbol, cine, restaurantes... Ni rememoración del pasado ni mirada hacia el futuro, y a veces ni siquiera verdadero descanso: el fin de semana tiende a ser un tiempo disperso, vacío. Vienen luego las vacaciones, que, a diferencia de las antiguas festividades, no suponen ningún

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agradecimiento (por la buena cosecha, o simplemente por la vida...), ni como tampoco suponen recogimiento o retiro, sino agitación y dispersión; no reina en ellas lo simbólico, sino el consumo. ¿No resulta alarmante ———y a la vez sintomático— que la mayor frecuencia de suicidios se dé durante los fines de semana y durante las vacaciones de agosto? El problema del calendario actual no es la pérdida de su significación religiosa y agraria, sino la sustitución de los símbolos procedentes de aquellos ámbitos por una cosa mucho más superficial y homogénea, lo cual da lugar a una serie sin diferencias cualitativas. El calendario es hoy otro bien de consumo, tan amorfo y tan banal como los demás.

DE SENTIDO COMÚN

Es de sentido común que la velocidad excesiva no puede ser buena de ningún modo. Un contexto rápido provoca rapidez en quienes en él se mueven. ¿Acaso el contexto acelerado no es un factor importante en patologías como el estrés, la depresión o la hiperactividad? N o digo que sea la causa de éstas, pero sí que es un factor importante. «Estrés» viene de estreñir y significa sentirse tenso, apremiado, apretado, desbordado. La depresión es, en parte, una sensación inversa: de abatimiento, de desconexión, de imposibilidad de seguir, de agotamiento... La psicología clínica centra el problema de la hiperactividad en el déficit de atención, en la dificultad para prestar atención y concentrarse en las actividades o en las cosas. No en sustitución de los diagnósticos clínicos especializados, sino a título complementario, creo que en todas estas patologías se debe considerar

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también la naturaleza del contexto social en que nos movemos. Porque es un contexto que «estresa», que hace difícil seguir y que dispersa y confunde por exceso. Para prestar atención hace falta tiempo, pero no precisamente un tiempo de reloj. La desorientación más común y típica de nuestra época está en tener la impresión de que hemos de adaptarnos a la creciente velocidad de nuestro entorno. Todo lo hemos de hacer lo más rápidamente posible si no queremos quedarnos rezagados. Se considera que los niños, ya desde muy pequeñitos, han de aprender muchas cosas y han de adquirir muchas habilidades para no perder después el ultrarrápido tren del progreso. Así van de cansados tantos pequeños, y no son pocos los adultos que cada día se toman más estimulantes (abusando del café, de las anfetaminas o de drogas como la cocaína) para aguantar el esfuerzo de su adaptación, nunca lograda del todo, a la creciente velocidad ambiental. Emplazados ya en semejante situación, muchos acaban creyendo que la solución consiste en dar prioridad a determinados asuntos y en ganar así tiempo. Pero la verdad es que, si se piensa de este modo, ya no hay salida. Nos lo ilustra magistralmente el principito: Era un vendedor de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber. -—-¿Por qué vendes eso? —preguntó el principito. —Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana. ——-¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?

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que cada uno quiere... «Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos —pensó el principito— iría poco a poco hacia una fuente...»7 ——Lo

Hay que organizarse el día (para eso están las horas). Otra cosa es que la organización de las horas (del tiem— po) suplante a otras cosas no susceptibles de organizarse. Dicho de otro modo: hay un tiempo económico (que se debe organizar, calcular, ahorrar, priorizar...) y un tiempo del don, «dable». Darse tiempo para vivir es, por ejemplo, tomárselo para —como pensó el principito— ir poco a poco a la fuente a beber agua. El problema será que el tiempo económico, el tiempo como recurso, no deje ya espacio para pensar ni vivir de otra manera. Resulta algo angustioso ver que hoy en día se hacen cursi— llos para aprender a organizar el tiempo y se hace propaganda de que solamente organizándonoslo podremos vivir, mientras que la realidad es precisamente lo contrario: cuando de lo único de que se trata es de organizar el tiempo, entonces la vida se nos escapa de las manos. En alguna ocasión muy especial coinciden el dar y el perder. Sucede así cuando «perder» se emplea con el significado de no estar pendiente de la medida. En tal caso, el tiempo que se pierde es, de hecho, un tiempo que se gana. ¿O no se da precisamente el caso, por ejemplo, de que es necesario pera’er tiempo para poder recuperar el tiempo perdido?

7. Saint-Exupéry, A., El pequeno principe, México D.F., Editorial Diana, 1966, pág. 76.

CAPÍTULO

V

El tiempo que se da (y la sabiduría de la lentitud) Dar para volver a dar. Que quien se a’a no se termina porque bay en él pulpa divina. ¡Cómo se dan sin terminarse, hermano mio, al mar las aguas de los rios.l PABLO NERUDA,

«El estribillo del turco»

DAR TIEMPO

¿Puede haber un regalo mejor que el de dar tiempo? ¿Puede el recién nacido recibir de sus progenitores algo más provechoso? ¿Y qué agradecerá más el enfer— mo que la compañía? E incluso ¿hay cosa más conveniente para uno mismo que el darse tiempo? En forma de aforismo escribe Wittgenstein: «El saludo entre filósofos debería ser: “ ¡Date tiempo! ”». Buen consejo, sin duda, válido no sólo para los filósofos sino para todo quisque. Darse tiempo quiere decir no precipitarse, no correr, no saltarse etapas...; significa dejar pa— sar el tiempo que haga falta para que las cosas, los asuntos, los proyectos, maduren. ¿Cree alguien que se puede

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pensar sin darse tiempo o con demasiada prisa? Ciertamente la comprensión de una cosa puede acaecer en un instante, como una luz que se enciende de pronto, pero para que esta luz se encienda ha tenido que haber antes todo un proceso preparador que suele ser largo, un «fro— tamiento» contra el pedernal de la incógnita, hasta que, al fin, salta la chispa del comprender. Hay un sinfín de ejemplos de tal proceso, desde el que posibilita la resolución de un problema matemático hasta el que culmina en la creación de una obra de arte. Y en tantos otros ámbitos, como el de la lectura. Dice Steiner que los buenos libros no tienen prisa. Sugerente imagen: un buen libro olvidado en la estantería de una antigua biblioteca puede esperar durante décadas y décadas a que alguien lo coja por el lomo, lo abra, lo hojee y, por fin, se decida a leerlo y disfrute con su lectura. El buen libro no tiene prisa, como tampoco la tiene su lector, si es de veras un buen lector que va saboreando despacio, con fruición, el gusto de cada una de las páginas, y así, en este quehacer conjunto, el libro le informa y le enriquece el espíritu. El mejor regalo es, con todo, un regalo curioso, difícil de medir. Dedicar una tarde entera a hacer compañía a una persona no es lo mismo que estar con ella sólo media hora; pero lo más relevante es la manera como se pase ese tiempo, es decir, la manera de darlo. También aquí, en el hecho de dar o dedicar tiempo, es obvia la ecuación o identificación de tiempo y Vida que ha encabezado todo nuestro recorrido: dar tiempo equivale a dar vida. Es éste el regalo más valioso de todos, porque quien da su tiempo se da a sí mismo. Visto así, lo contrario de dar tiempo no es ganarlo ni acumularlo: lo contrario de dar tiempo es, evidentemente, no darlo. Y quien no lo da no es porque se lo guarde muy celosa-

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mente para sí, sino porque no lo tiene. En este sentido, la vida no es mensurable, y ocurre, paradójicamente, que cuanta más vida se da más vida se tiene. Llegaremos a la misma conclusión tirando de otro hilo: si el tiempo no es algo que se pueda poseer igual que se poseen dineros o caramelos, ¿cómo se explica que se pueda «dar» o «tomar»? No es posible como un recurso acumulable o almacenable, porque el tiempo no es cosa exterior a la persona, sino que es uno mismo, la vida de uno mismo, ésta es su auténtica riqueza. Si das tiempo a los demás, te estás dando a los demás; Si te lo das a ti mismo, te das a ti mismo para ser más tú mismo. Quieres permitirte ser más tú mismo. Este es el sentido de darse tiempo: el descanso, el recogimiento, la meditación, la serenidad..., deben facilitar que uno mismo sea de manera más auténtica y no se halle medio perdido y disperso. Análogamente, quien da tiempo a otro lo hace para que éste crezca, para que, recibiendo y aceptando tal don, sea más él mismo. La dádiva de tiempo es frecuente en las relaciones más cotidianas y de forma muy sencilla. Además de los casos más emblemáticos de donación ligados al amor, la amistad o el altruismo, hay otras muchas situaciones. En el trabajo, en reuniones con los compañeros, en un encuentro casual..., hay personas ante las cuales te sientes como atrapado, sin tiempo, sin posibilidad de hacer una pausa o de guardar silencio, personas que te apabullan, que no te dejan relajarte ni casi respirar. Son, a buen seguro, personas que no tienen tiempo y, por ende, no pueden darlo; más bien al contrario: desprenden y transmiten intranquilidad, prisa, incomodidad. Efectivamente, sólo quien lo da lo tiene. Un rasgo esencial del regalo o don del tiempo es la relación asimétrica que crea. Como dice Derrida: «Para

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que haya don, es preciso que no haya reciprocidad, ni devolución, ni intercambio, ni contra-don, ni deuda».1 El dar tiempo no admite —ni puede admitir— ninguna relación de intercambio o, como diría Lévinas, ninguna relación «económica». Es un don gratuito. Quien da tiempo no espera nada a cambio, ni recompensa, ni compensación alguna. El sentido del dar es intrínseco al mismo dar: no se da para, sino que se da, simplemente. Es cosa, por tanto, no de justicia, igualdad o economía, sino de gratuidad, generosidad y amor. Relación asimétrica y, no obstante —he aquí una muestra más de la fecundidad de la Vida—, el resultado de la donación de tiempo es beneficioso así para el que recibe el don como para el donante: para aquél por recibir el don, y para éste porque, aun dándolo, no pierde nada, sino que más bien gana. Esta paradoja es la que, de hecho, revela que la relación no es económica y que el donar tiempo sobrepuja el paso del tiempo. Quiere decir que, de alguna manera, a quien da tiempo, precisamente porque no lo pierde, tampoco le pasa. Descúbresenos así el dar tiempo como un salir del tiempo, un librarse del paso del tiempo o de la disminución de la vida. Dar tiempo es la excepción al paso del tiempo. La vida no disminuye sino que aumenta, crece al darse. El tiempo ni lo pierdes ni te pasa cuando lo das. Muy próximo al «dar tiempo» está el «dejar tiempo», en lo cual tampoco se trata de contraprestación alguna, y menos aún de una especie de préstamo que defina acreedores y deudores. El dejar tiempo pertenece a otra familia: la de la generosidad y la paciencia. La pa1. Derrida,]., Dar (el) tiempo, Barcelona, Paidós, 1995, pág.

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ciencia —virtud demasiado olvidada— es un modo de dar tiempo. Para que un árbol dé fruto y este fruto madure, hay que darle tiempo. Y hay que dar o dejar tiempo para que la anciana cruce la calle y para que el niño se ate los cordones de los zapatos. Dejar tiempo es reconocer y respetar al mundo y a las demás personas, con sus procesos, sus necesidades y sus dinámicas. Dejar tiempo es educar el propio egoísmo y no querer convertirse siempre en centro de todo. Quien deja tiempo es paciente y permite que los otros y el mundo tengan su espacio y su propia vida. Dejar tiempo es dejar vivir; supone distensión en nosotros y facilita que los demás se distiendan. La mayoría de los sentimientos tienen génesis y proceso de maduración; dejar tiempo es permitir y respetar este proceso. Además, si se da tiempo, los sentimientos arraigan más hondamente y, por ello, pueden después crecer más vigorosos y elevarse a mayor altura. En cambio, sino se les da tiempo, los sentimientos quedan débiles y entecos, asomando apenas a la superficie y a merced de cualquier vendaval ——o contratiempo— que los sacuda y se los lleve. Aquí, lo contrario de dar (o dejar) tiempo es apremiar, apresurar. No dejar tiempo a los otros es no respetar sus ritmos ni sus procesos. No dejar tiempo a los niños les causa fatiga. Una cosa es promover el esfuerzo que todo aprendizaje requiere, y otra muy distinta agobiar a los escolares hasta agotarlos con el apresuramien— to. Hay que dejar tiempo para el juego y para la distracción, para el solaz y el descanso, incluso para el aburrimiento. No se deja ese tiempo cuando todo se llena y se comprime excesivamente/ES muy simpática y significativa la anécdota que contaba una maestra de

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primaria. Habiendo sonado ya el timbre que indicaba que la hora de recreo en el patio había acabado, el pequeño Pablito seguía sin apartarse de la arena, absorto en su juego. Cuando la maestra se acercó a él y le dijo «¡Anda, Pablito, que ya se ha acabado el tiempol», el niño respondió espontáneamente: «¡Para mí no, señorita, yo todavía tengol». Es escandaloso que desde la sociedad proyectemos tanta prisa y apresuramiento al mundo infantil, desoyendo el sabio dicho de Rousseau: «La regla principal de la educación, la más importante y más útil, no es ganar tiempo, sino perderlo». Me parece esencial que se procure que los niños respiren tranquilos. Sólo con esto se les proveerá ya de unas alforjas de felicidad y de fortaleza para la vida adulta. Dan un poco de lástima las caras lánguidas de algunos pequeños, quizá también por esta bella y un tanto enigmática sentencia del Talmud: «El futuro del mundo depende del aliento de los parvulillos que van a la escuela». Dejar tiempo es también condición para aprender a dialogar. Si hablas, da tiempo a que tu palabra llegue al alma del que te escucha y también a que la palabra de éste te llegue a ti. ¡Con cuánta frecuencia, antes de que los otros hayan terminado de hablar, les hemos interrumpido para decir lo nuestro! Dejar que la otra persona hable no es «aguantar mecha», sino ser capaz de recibir. Todo diálogo degenera en mero simulacro de tal silos pretendidos dialogantes no se dejan mutuamente tiempo para ser auténticos interlocutores. Aprender a dejar tiempo es un buen modo de aprender a darlo.

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SERENIDAD Y LENTITUD

La serenidad es condición tanto del dar como del dejar tiempo. De la misma manera que para edificar hay que hacerlo sobre un terreno sólido, la Vida hay que sostenerla sobre un tiempo cualitativo y sereno, y no a base de prisas. Gran parte de la debilidad anímica, a la que se dan diversos nombres, proviene de llevar un tipo de vida demasiado condicionada por un contexto fugaz y apresurado. La estabilidad y la orientación requieren alguna clase de segura referencia a algo que no fluya y escape sino que permanezca. La «sociedad líquida» dificulta precisamente esto. La serenidad supone afinidad a lo permanente y a un tiempo más bien lento. NO es que serenidad y lentitud sean lo mismo, pero son, sin duda, afines. El cielo sereno de una noche despejada es un cielo quieto, inmóvil, tranquilo. El don del tiempo surge de la serenidad, no del desasosiego. Sin serenidad y una cierta lentitud no se puede dar tiempo. La serenidad no se aviene con la prisa, y ésta es la razón por la que merece elogiarse la lentitud, siempre que no sea, claro está, una calma présaga de la muerte, sino muy atenta a cuidar la vida. La serenidad coincide con el adormecimiento respecto al tiempo que pasa, pero, a la vez, con la sabia y tranquila vigilancia de quien permanece despierto. Démonos cuenta de que es la inquietud que atosiga a nuestra alma lo que hace que el tiempo pase más rápido. Hay un paralelismo entre el desasosiego y el reloj. Cuanto más se agita nuestro interior, más corre el tiempo, y a la inversa. Por eso escribió Silesius: «Tú mismo creas el tiempo. Tus sentidos son su reloj. Si haces que cesen tus inquietudes, logras que el tiempo se deten-

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ga».2 Cuando alguien está nervioso, muy alterado y fuera de sí, es cuando más deprisa le pasa el tiempo. Si uno

es capaz de calmar las inquietudes, entonces el tiempo transcurre más despacio. La serenidad del ánimo es consecuencia del darse uno tiempo a sí mismo Siempre y en tanto lo permita el contexto. A este propósito suele venírseme a las mientes la desdichada situación en que se halló Descartes al final de sus días. Habiéndose visto obligado, a su pesar, a trasladarse a Estocolmo, a la corte de la reina Cristina de Suecia, aunque sólo para estar allí una temporada,

escribe lo siguiente en carta dirigida a Brégy, embajador de Francia en Polonia: « [...] pero aquí no acabo yo de encontrarme bien, y no dejo de echar en falta la tranquilidad y el descanso, que son bienes que ni los más poderosos soberanos del mundo les pueden dar a quienes no saben tomarlos por sí mismos».3 No estando acostumbrado al intenso frío nórdico, cogió Descartes una pulmonía que en pocos días le llevó al sepulcro.

VIRTUDES DE LA LENTITUD

La «sabiduría de la lentitud» ——en expresión de Kundera— se hace evidente. Naturalmente, al hacer las cosas: se necesita tiempo para hacerlas bien. Hoy todo el mundo se queja de que los trabajos se hacen mal, a la ligera, chapuceramente, porque falta experiencia, y 2. Silesius, A., El peregrino qaerabim'eo, Madrid, Siruela, 2005 (I, 189). 3. Carta del 15 de enero de 1650, en Descartes, Oeawer p/Jilosap/aiqaes, vol. III, París, Garnier, 1973, pág. 1.122.

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también porque se hacen deprisa. «¡Poco a poco y buena letra!» es una exhortación que convendría repetir frente a esta realidad, así como el decirse «¡Hagamos bien las cosas, una tras otral». Josep Pla escribía ya por los años cuarenta del pasado siglo: «Lo que no comprendo nada es la prisa de hoy día —la prisa por la pri— sa—. Hay quienes van todo el día con la lengua fuera... quizá porque han oído decir que los americanos hacen lo mismo. Hay quienes hacen tres o cuatro cosas a la vez y todas las hacen igual de mal».4 Una cosa tras otra y nunca demasiadas («¡De nada demasiado!» decían también los antiguos). Por muy. despabilado que alguien sea, nunca podrá hacer a la vez muchas cosas..., si todas ha de hacerlas bien. En esto sí que hay que priorizar y asumir que «lo primero es lo primero» (otra cosa es que se acierte a la hora de ver qué es realmente lo primero). Junto al saber hacer las cosas, sobre todo en el ámbito de las relaciones y los negocios humanos, cuenta mucho la experiencia, la cual, obviamente, es diacrónica: se va adquiriendo día a día. Ésta es la muy conocida definición que de ella dio Aristóteles: «La experiencia es el conocimiento de las cosas singulares, y el arte lo es de las universales; y todas las acciones y producciones se refieren alo singular. No es, efectivamente, al hombre a quien sana el médico, a no ser accidentalmente, sino a Calías o a Sócrates, o a algún otro de los así llamados, que, además, es hombre. Por lo tanto, si alguien tiene, sin la experiencia, el conocimiento teórico, y sabe lo universal pero ignora su contenido singular, errará muchas veces en la curación, pues es lo singular lo que puede ser cura4.

Pla,]., «La calma i la pressa», en

op. cit., pág.

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do.»5 La vida, que nos va poniendo en relación y contacto con lo particular o singular, es la fuente de la experiencia. Por eso, la «voz de la experiencia» es la voz de los viejos. También nos explica Aristóteles que un joven puede ser un buen matemático, pero difícilmente será ese mismo joven una persona prudente —en el sentido antiguo de la «prudencia»: claridad de decisión respec— to a lo particular— porque, como joven, carece aún de experiencia, y la prudencia la requiere. Tiempo para hacer bien las cosas, tiempo para adqui— rir experiencia, tiempo para pensar. El tiempo no guarda lo que se haya hecho sin tiempo. La rapidez nos aleja de las cosas, de la profundidad de las cosas, no nos impide pasar de su superficie. Y nos aleja también de nosotros mismos, no dejándonos pasar de nuestra propia epidermis. Pues, si lo profundo no se cultiva, es como sino existiera. He aquí un pequeño regalo inesperado: paradójicamente, reflexionar sobre el paso del tiempo es un modo de hacer que el tiempo pase menos aprisa. Cuando pensamos, el propio tiempo se enlentece y la vida no pasa ya tan rauda. Por eso el pensamiento es un privilegio y una gracia. ¿Qué quiere decir «pararse a pensar»? Desde luego, que parar hemos de pararnos, pero además, como acabamos de decir, al pensar el tiempo lo paramos, lo detenemos siquiera sea un poco. Ocurre como si, al ponerse a pensar en él, uno ya no se sintiese arrastrado por la corriente de la realidad, como si se situara en la ribera del río y viese correr sus aguas. Cierto que aquí no hay ninguna ribera, ningún lugar privilegiado que se sustraiga al correr del tiempo. Pero, así y todo, al pensarlo, se le impone una tregua y se llega a una situa5. Aristóteles, Metafi’sica, 981a.

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ción desde la cual puede contemplarse su corriente. (No es otra cosa, en definitiva, el ejercicio de la reflexión filosófica, y sobre todo el de prestar atención al fluir de la propia conciencia.) Cuando nos hacemos preguntas, también nos hemos de dar tiempo. Evidentemente hay preguntas a las que no podemos contestar ahora (y quién sabe si podremos alguna vez): es preciso mantenerlas abiertas y darse tiempo. Hay que rumiar mentalmente las cuestiones, irlas «masticando» despacio una y otra vez, como lo hace el ganado con el pienso. Una de las trampas en que con más frecuencia se cae es la de la precipitación. El presentismo es corto de miras, la filosofía pide paciencia. A menudo conviene esperar a mañana, porque el descanso y la noche son buenos consejeros. Algunas cosas han de reposarse y otras requieren espera. Y no sólo esto: es posible que, con el tiempo, aún no reciba la pregunta ninguna respuesta, pero quizá sufra una transformación, a veces sólo advertible como un cambio de tono suficiente para indicar que ya no se espera el mismo tipo de respuesta. No siempre, pero sí a veces, «la vida» pone las cosas en su sitio. Este poner las cosas en su sitio es ya una respuesta. Hay que «dar tiempo al tiempo». Tal es, pues, la importancia de una cierta lentitud en el hacer, en la adquisición de la experiencia, en el pensar... y, como a continuación diremos, en la percepción estética y en la conciencia moral.

LA BELLEZA Y LA CONCIENCIA MORAL

Uno de los «peros» con que a veces se manifiesta la opinión sobre una película consiste en tildarla de lenta.

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¿Cómo se ha llegado a hacer de la lentitud un calificativo despectivo? Y otra cosa: ¿cómo hay tantas películas que parecen lentas? En la actualidad, mucha gente acos— tumbrada a las novedades de la industria cinematográfica estadounidense, a duras penas soportaría las películas de Rohmer, de Pasolini, de Kurosawa o de Bergman: ¡demasiado lentas todas ellas! Atraídos y sometidos por la aceleración, nos cuesta apreciar algunas de las mejores obras de la historia del cine. Y ¿qué pasará con las nuevas generaciones sometidas desde muy temprana edad al continuo ataque de ritmos y contenidos cinematográficos tan vertiginosos como trepidantes? ¡Cuántas cosas les quedarán vedadas a estas generaciones! ¡A cuántas realidades, no sólo del mundo del cine, sino también de la literatura, de la poesía o de la música, serán ciegas y sordas! La ética de una persona se refleja en su «manera de ser», en su «forma de vivir», y esto es algo que se va definiendo con el tiempo: se adquieren unos hábitos, se elabora una manera personal de enfocar los asuntos y de vivir la vida. No se trata de progresos inmediatos, sino de formas cuya génesis es a menudo lenta y que se van configurando a través de los momentos de la Vida. Podemos valorar tales procesos diciendo, por ejemplo, «este muchacho se ha hecho muy respetuoso de los demás», o también, «a medida que pasa el tiempo, Fulano se vuelve más egoísta». Hay una genealogía de las cualidades morales. Asimismo el hábito ———que no es mera repetición mecánica— va dando lugar a la virtud: a medida que uno va actuando con humildad, se va haciendo humilde, y con acciones justas llega a hacerse justo... La experiencia va modelando nuestra manera de ser.

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El otro elemento básico de la vida moral es la deli— beración, la cual, como modalidad que es del pensar, requiere tiempo. Deliberar equivale a pasar revista a la experiencia pasada y prever el futuro, pues se delibera con miras a una elección o una determinación que será significativa respecto a lo que ha de venir. Juntamente con el sopesar y ver cuáles son las razones más convin— centes, en la deliberación intervienen tanto la memoria como la imaginación anticipadora. La acción deliberativa conviene no valorarla como un hecho puntual, pues normalmente se halla inserta en una manera de ser que va configurando una forma de vivir tanto individual como colectiva. La democracia, a la que en cierto sentido podríamos caracterizar como una deliberación colectiva, requiere, no un puntual momento deliberativo, sino más bien un habito deliberativo, que a su vez requiere una determinada temporalidad. Por todo ello, la velocidad, la rapidez y la falta de tiempo calmo son factores que no deberían pasarse por alto a la hora de hacer un buen diagnóstico de los fenómenos de violencia social, de incivismo o de trivialización de la democracia. Charles Dickens, en su célebre obra Tiempos dificiles, escribe a propósito de una especie de seductor cazavotos (Mr. Harthouse): «Lo mismo en la esfera privada que en la pública, sería muy preferible [...] que él y la legión de los que son como él fuesen francamente malvados, y no indiferentes y fríos como son. Los icebergs, que van a la deriva empujados por todas las corrientes, son los que hacen que los barcos naufraguen».6 Sin que yo personalmente prefiera la proliferación de la maldad 6. Dickens, C., Tiempos dificiles, Barcelona,

tores, 1997.

Círculo de Lec-

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acuerdo con Dickens en que la indiferencia es uno de los peores males sociales. La indiferencia entendida como la incapacidad de prestar atención y de darse cuenta de las diferencias y cualidades de las cosas y de las personas que tenemos alrededor. El indiferente mira, pero no ve, y en consecuencia, todo le da igual: él «pasa» de todo. Es, dice Dickens, como un iceberg. Las personas indiferentes no suelen tener mala conciencia. Y esto, aunque quizá no lo parezca, es grave. No tener nunca arrepentimiento, ni remordimiento, ni sentido alguno de culpa, supone carecer totalmente de sensibilidad moral. Lo contrario de ser indiferente es prestar atención. Permítaseme repetir aquí la pregunta precedente: ¿Podría ser que una de las causas —no la única, claro está— de la indiferencia de la sociedad actual fuese precisamente la falta de tiempo, y que, por tanto, esta misma falta de tiempo tuviese mucho que ver con el empobrecimiento de la conciencia moral? De ser así, aún resultaría más conveniente cambiar de dirección y esforzarse en construir una sociedad más serena y menos precipitada. a la de la indiferencia, sí que estoy de

En este capítulo hemos pasado del don del tiempo a las virtudes de la lentitud. Acabemos ahora haciendo el camino al revés. Afín a la sabiduría de la lentitud, hemos hallado la serenidad. No muy lejos de ésta vive una prima hermana suya olvidada por todos: la parsimonia. Su significación reúne gran parte de lo que hemos veni— do exponiendo: una cierta lentitud contraria a la dictadura dela urgencia; moderación al actuar y en todos los movimientos, contra el exceso consumista; circunspec-

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ción, en fin, y prudencia, y no precipitación o temeridad. La parsimonia es como la sobriedad en lo tocante al tiempo. Frente a la obesidad del tiempo causada por el atiborramiento consumista, la parsimonia es la mejor dieta de adelgazamiento para «conservar la línea» llevando una vida menos cargada, más serena, más lenta, más atenta... La parsimonia, como la serenidad, no es, pues, algo puntual, sino una manera de ser. Hay un modo de vivir parsimoniosamente, propicio para el dar y darse tiempo, el mayor don de la vida. Dar tiempo es estimar, amar. Dar tiempo es, eminentemente, engendrar, parir («dar a luz»). Dar tiempo es criar y educar. Dar tiempo es cuidar y acompañar. Tal es el don del tiempo sin reloj.

CAPÍTULO

VI

(el carpe

oportuno y la atención)

Todo tiene sa momento, y cosa sa tiempo el Su tiempo el nacer, y sa tiempo el sa tiempo el plantar, y su tiempo arrancar lo plantado [...]. COHELET

«“Todavía no tenemos tiempo para Zaratustra” —esto es lo que objetan—; pero ¿qué importa un tiempo que “no tiene tiempo” para La gente no capta el momento oportuno, por lo que se muestra cicatera con el profeta y no tiene tiempo para él. Esta es una de las razones por las que dirá Heidegger que el nuestro es un tiempo «indigente», un tiempo que no tiene tiempo para lo que hay que tenerlo. En el texto de Nietzsche, no tener tiempo para lo que hay que tenerlo significa no darse cuenta de las exigencias del momento: la gente no ha entendido lo que es Zaratustra, ni mensaje, ni la puerta que les quiere abrir, el regalo que 1.

pág.

Nietzsche, F. ,

Zaratustra, Madrid, Alianza,

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les ofrece, y, al no entenderlo, se vive el presente de eSpaldas al presente. Ocasión desaprovechada y, por tanto, pérdida irreparable. Infiérese de aquí lo crucialmen— te importante que es interpretar bien el presente, sobre todo en su acepción del bie et nunc («aquí y ahora») del vivir, pero también en el sentido de regalo. ¿Qué es «presente» y qué puede querer decir lo de «vivir el presente»?; ¿cómo emerge aquí el tema clásico del carpe cliem?; ¿cómo se advierte el tiempo oportuno?... Estas son las cuestiones que hemos de plantear y de articular justamente ahora, en este momento.

FUGACIDAD DE LA VIDA

Empezaré extrayendo del cogollo que forman todas estas cuestiones la hoja del carpe a'iem («¡coge el fruto que es cada día, aprovéchalo!»), honda y sentida voz que nos exhorta a que aquí y ahora disfrutemos gozando de la vida. Mas ¿por qué se ha de aprovechar el día?, ¿por qué se ha de vivir disfrutando de cada momento?, ¿qué es lo que hace que tal exhortación o consejo se asuma como evidente? Pues lo que le da tanta valía es, en el fondo, el saber que la vida es fugaz: «Tempus fugit, vita brevis». La experiencia de la brevedad y fugacidad de la Vida ha motivado toda la vieja temática del carpe a’iem y del efímero y frágil frescor de la rosa: «Coge, oh joven, las rosas mientras estén lozanas, y goza de tu juventud pensando que, tan rápidamente como ellas se marchitan, así también corre tu tiempo».2 La rosa ha sido símbolo, 2. Decius Magnus Ausonius, Epigrammata, «Rosae» 2, 49.

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por una parte, de la primavera, la fecundidad, la juven— tud y la vida, y por otra parte, de la brevedad, la fragilidad, la marchitez y la muerte. De ahí que se la haya tenido también por adecuado símbolo de la condición humana: nuestra vida es, como la rosa, una corta primavera a la que inexorablemente sucederán el otoño y el invierno; es un breve y luminoso día al que sucederá la larga y oscura noche. Sabiendo esto todos, ya que hemos de rendirnos a la evidencia, entendemos muy bien las exhortaciones a vivir lo que se tiene mientras se tiene, a vivir el momento, a saborear los frutos de la primavera. Este es el sentido del horaciano carpe diem, asociado la mayoría de las veces a una filosofía de cariz hedonista (invitación a entregarse a los placeres sensuales, a la bebida, al banqueteo y a gozosos amoríos). Pero, claro está, las cosas no son tan sencillas como parece, y el cómo vivir el presente o el cómo disfrutar del momento no se resuelve con el consejo hedonista, sobre todo si se sigue con simplismo. ¿Admitiremos como una obviedad que sólo vale la pena la juventud que pone el máximo interés en los placeres y se entrega a ellos, o que el único placer auténtico sea el del cuerpo? Este es, sin duda, uno de los placeres, y no poco importante, pero también es evidente que en el disfrute de los goces conviene tener cierta mesura, pues de lo contrario los excesos no tardan en ser contraproducentes. En lo que a los placeres atañe, la filosofía de Epicuro es más mesurada y austera delo que el tópico ha transmitido. De lo efímero de la rosa y del carpe diem nos viene también la idea de que lo peor es que, una vez pasado el buen tiempo, haya de arrepentirse uno de no haberlo aprovechado. El tiempo es irreversible y, además, improrrogable. Por lo tanto, vívelo ahora y no tendrás lue-

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go que arrepentirte de no haber vivido. El curso de la vida es fugaz, efímero, pasajero, breve, mas no por ello carece de valía, antes al contrario, precisamente porque los momentos pasarán y no tornarán, hay que disfrutarlos y vivirlos con intensidad. La fugacidad, pues, no le quita enjundia a la vida, no la vanifica. Como tampoco es el caso que la existencia pasajera haya de desentonar con una concepción trascendente: la llamada a aprovechar bien el tiempo de esta vida puede leerse como prólogo a otro tipo de provecho o de salvación. Y el último argumento —también clásico— para gozar con intensidad del presente es: como quiera que el pasado ya no existe y no podemos volver a él, y el fu— turo aún no ha llegado y es incierto, hemos de vivir el presente, que, a fin de cuentas, es lo único que tenemos. Conviene, con todo, preguntarse: ¿cómo se puede entender este presente? Y ¿cuál es la mejor manera de vivirlo?

EL PRESENTE QUE SE ESTIRA

Difícilmente saldremos airosos si planteamos la cuestión en abstracto y con miras a dilucidar el «concep— to» de presente. También aquí el mejor enfoque es recurrir a la propia experiencia del presente. Digamos, para empezar, que la experiencia del tiempo presente —o del presente tout coart— no tiene nada que ver con una medida matemática: no vivimos una suma de minutos equivalentes y homogéneos; el presente es un tiempo concreto y vivido y, por lo mismo, heterogéneo, lleno de diferencias y contrastes. Ahora bien, no pudiendo entenderse el presente como una serie de instantes, ¿cabe

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hablar de pretérito, presente y futuro como si fuesen una serie de elementos separables? El pasado, el presente y el futuro están estrecha— mente ligados entre sí, y sus respectivos límites son muy imprecisos. En cierto modo, viene a ser como si el presente se estirase hacia atrás y hacia delante. Se puede, sí, explicar la vivencia del presente mediante la imagen del estiramiento o la dilatación. El campo de la presencia parece distenderse en móviles horizontes de retenciones y protenciones que a cada momento van enviando a la conciencia la presencia de un «ya no» que la remite al pasado y la anticipación de un «todavía no» que la proyecta hacia el futuro. En estos o similares términos se explicaba Edmund Husserl,3 uno de los filósofos que más han penetrado en la vivencia del tiempo de la con— ciencia. El tiempo de la presencia no es atómico, sino relacional, es decir, se «presentan» relacionados presente, pasado y futuro. Desde el presente que se vive se abren siempre un horizonte de pasado en virtud de la retención y un horizonte de futuro en Virtud de la pro— teacio'n.

Distingue Husserl entre el recuerdo primario o retención —algo así como la cola del cometa al que equivaldría cada percepción actual— y el recuerdo secundario o «rememoración». La retención es lo que se da, por ejemplo, en la sinfonía que estoy escuchando o en la película que estoy viendo. La percepción presente es acompañada por la (o las) percepciones que «acabo de tener». En cambio, la rememoración se da cuando, al 3. Husserl, E., Zar Pba'nomenologie des inneren Zeitbewasstseins, y también Erste P/ailosop/Jie II, en Gesammelte Werke, vols. X y VIII, respectivamente, La Haya, Martinus N ijkoff, 1950.

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cabo de unos días, recuerdo una parte, o la totalidad, de la sinfonía o de la película. En este caso, recuerdo algo que ya pasó y lo repito en la memoria, lo «re-presento». La rememoración aumenta la distancia y fija lo ya pasado, lo consolida confirmándolo como ya acaecido. Notemos que, mientras estoy escuchando la sinfonía, no puedo dejar de tener una determinada impresión —de oír en cada momento un determinado sonido—; en la rememoración, en cambio, soy más libre: una determinada impresión actual no puedo yo dejar de tenerla, pero sí que puedo desear o no desear repetirla luego en mi memoria. Dicho de otro modo: en lo «ya pasado» tengo más margen de maniobra que en lo «ahora mismo recién acabado de pasar». Cuanto menos «ligado» esté a lo «apenas acabado de pasar», más podré proyectarme hacia el futuro. Pues bien, mientras la retención se supera en la rememoración, la protención —-—-la nota que ya estoy a punto de oír— se supera en forma de proyección. Así pues, la experiencia del presente no es una sucesión de representaciones puntuales, y, junto con la del ahora mismo, es una retención de representaciones que van cayendo hacia lo «ya pasado» y una anticipación de las que están a punto de venir. El ahora o el presente de la conciencia es algo que se desliza hacia el pasado, como si se nos escapase de entre las manos, y que anticipa lo que está a punto de llegar. Un segundo ejemplo: estoy escuchando la conferencia de un profesor de literatura; sigo lo que va diciendo, presto atención a su discurso, de suerte que «lo que acaba de decir» hace un momento lo retengo aún y esto me permite entender lo que está diciendo ahora. Consigo así «no perder el hilo del discurso». En estas circuns-

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tancias, «perder el hilo» significaría no haber podido retener lo que acaba de decirse y, por ello, no entender ya lo que se está diciendo ahora. Se «pierde el hilo» del discurso o bien porque no se entiende lo que dice el conferenciante, o bien porque se ha producido un desplazamiento de la atención: estaba yo escuchando al profesor, pero detrás de mí ha sonado un ruido que me ha «despistado», me ha distraído. Fijémonos en que aquí no se trata exactamente de «recuerdos»: lo que me hace posible seguir la conferencia no es un recuerdo, sino la atención en forma de retención y de enfoque al ahora mismo del discurso. De hecho, lo que aquí llamamos «retención» es lo que explica la posterior posibilidad del recuerdo. La retención es retener lo que justo ahora mismo acabo de oírle al profesor. El recuerdo es la re—presentación de lo que el profesor «ya dijo». El recuerdo recupera lo pasado; la retención mantiene o conserva de algún modo lo que ahora mismo, hace apenas unos instantes, acaba de ser y casi sigue siendo todavía; en cambio, el recuerdo lo es de algo que fue pero ya no es. Al día siguiente recuerdo algunos momentos de la conferencia que estuve escuchando. Mas he aquí que a la conciencia del ahora, del presente, no la acompaña sólo —en forma de retención— la de lo recién acabado de pasar, sino que la acompaña también la protención, es decir, la expectación de lo que vendrá «enseguida», de lo inminente. Cuando escucho la conferencia del profesor de literatura, en lo que ahora mismo está diciendo éste empiezo ya a vislumbrar o intuir «lo que está a punto de decir»: anticipo la parte del discurso que está a punto de llegar. De aquí los fenómenos de la sorpresa, o de la desilusión,

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cuando, viéndose ya venir una cosa, resulta que ocurre otra que no se había esperado: creímos que la película acabaría de una determinada manera, pero no fue así. La expectativa o se confirma o se frustra. En este sentido, estamos ya siempre abocados hacia delante —hacia el futuro. El tiempo es experimentado como un ir reteniendo (a la vez que dejando escapar) para poder llegar a un final. Pongo atención al discurso del profesor de literatura para poder llegar al final de su disertación. Un tercer y último ejemplo: que el tiempo no es una sucesión de unidades podemos comprobarlo también si reflexionamos sobre nuestra observación del vuelo de un pájaro. Al mirarlo, no vemos primero una fase y después otra y otra... Toda fase actual contiene retenciones de fases recientes y anticipaciones de fases futuras. Bergson llamó a esto función cinematográfica de la conciencia. Si a la corriente de las fases se la divide artificiosamente en «unidades» aisladas unas de otras (a manera de fotografías instantáneas) se deshace un poco el contexto de sentido. La retención y la protención no están al mismo nivel. La tendencia a conservar, respecto a la cual se muestra el ahora como resbalando y sumergiéndose, se basa en el estar uno dirigido hacia lo que espera y quiere realizar en el futuro. El tiempo se temporaliza a partir del futuro, del futuro de un ser activo. Sólo para un ser capaz de actuar hay diferencia entre pasado, presente y futuro. Y precisamente por ello, el consejo de vivir el presente significa, no ya poner límites y menospreciar pasado y futuro, sino concentrarse en la acción presente, pues esta concentración es lo que ya mejor vincula tal acción al pasado y al futuro.

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EL FOCO DE LA ATENCIÓN

Estar de veras presente en un lugar y un momento dados no quiere decir simplemente estar y permanecer ahí, durar ahí. Estar presente en el concierto o en la conferencia supone, naturalmente, haber ido y quedarse, permanecer ahí, hasta que se acabe el acto, pero todos sabemos que con esto no basta, y que, para estar verdaderamente presente, hay que esforzarse y percatarse —ser consciente— de lo que se presencia. San Agustín sostuvo que el presente había que definirlo por la atención. Según él, más que jugar con la idea de tres tiempos (pasado, presente y futuro) sería tal vez más propio decir que hay «presente de las cosas pasadas», «presente de las cosas presentes» y «presente de las cosas futuras». «Porque éstas son tres cosas que, de algún modo, existen en el alma, y fuera de ella no veo yo que existan: presente de lo pasado (memoria), presente de lo presente (visión atenta) y presente de lo futuro (expectación).»4 Esta forma de unificar Agustín los tres tiempos en el tiempo vivido o tiempo anímico es muy sugerente, pero un aspecto discutible de tal planteamiento es que parece acabar pensando el presente como mero tránsito entre el pasado y el futuro y, por tanto, como algo secundario: «Mi atención es presente y por ella pasa lo que era futuro para hacerse pretérito, creciendo el pretérito por la mengua del futuro hasta que, por la total consunción de éste, todo es ya pretérito».5 Pone Agustín el ejemplo de una canción que uno va a recitar. Antes de empezar, la expectación se extien4. San Agustín, op. cit., XI, 20. 5. San Agustín, op. cit, XI, 28.

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de a toda la canción, pero, una vez ya empezada, la atención se da también en forma de memoria, sobre lo que ya se ha cantado. En este esquema, el presente vendría a ser la atención a este ir pasando lo futuro a pretérito: a medida que voy cantando, disminuye la expectación y aumenta la memoria.6 De los ejemplos que hemos puesto, y de éste que pone Agustín, puede inferirse que la separación entre el pasado, el presente y el futuro no es algo que esté claro y haya de aceptarse como un dogma, por lo que conviene más bien advertir su intrínseca vinculación. La excelencia de algunas creaciones artísticas consiste en su virtud de revelarnos lo que normalmente no vemos. Tocante a lo que estamos explicando ahora, vale la pena referirnos a la famosa escultura de Miguel Ángel llamada La Piedad: en ella, la Madre de Dios, representada como si fuese muy joven, sostiene entre sus brazos el cuerpo de su Hijo muerto. Pasado, presente y futuro están condensados en esta imagen desbordante: el pasado de la Madre con su Hijo en los brazos —la Madre es aún la Madre joven que había sido—, el presente de la Madre triste y afligida por la crucifixión y muerte de su Hijo, y el futuro que se abre a partir de este hecho extraordinario (vida marcada por esta pérdida, pero tal vez algo más no sabido aún, solamente presentido). Tragedia presente, memoria y recuerdos del pasado, abertura de futuro. Son los tres presentes 6. Sobre la cuestión del presente ha reflexionado también Heidegger. El autor alemán intenta compensar el privilegio de la presencia del presente pensando en la donación y el ofrecimiento. Derrida, siguiendo en esto a Heidegger, también trata de pensar un don que escapa a la presencia del presente.

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del presente de esta imagen por esto mismo desbordan' te, inquietante, reveladora. Ahora bien, si no hay un presente aislado, ¿cómo podemos entender el tipo de consejos que daban, por ejemplo, Epicteto y Marco Aurelio instando a delimitar el presente y aplicarse sólo a él y a las cosas que se tienen entre manos, despreocupándose del futuro? ¿Es posible hacerlo? ¿Cómo delimitar el presente? ¿Y cómo aten— der tan sólo a las acciones presentes? ¿Es fácil delimitar una acción? Cabe decir «ahora estoy paseando» o «ahora estoy comiendo» y, por ende, esto es lo único que ahora me importa. Pero ¿acaso estas acciones no han sido anticipadas por el deseo, por la previsión o por la necesidad? ¿Desde cuándo han sido objeto de expectativa y, por tanto, han comenzado ya? Me inclino a pensar que en el viejo consejo estoico de que vivamos el presente se ha de ver, más que una indicación concreta, una intención: lo que se nos recomienda es, más que limitar, intensificar y no querer abarcar demasiado. Seguro que es bueno ceñirse al presente, pero no en el sentido de menospreciar el pasado y el futuro. Atender al presente no quiere decir cerrarse entre rejas y sentirse prisionero. Ceñirse al presente es la mejor manera de conseguir que el alma no se disperse, es tener cuidado del alma y proporcionarle un ámbito idóneo para vivir. Así entendido, el ceñirse al presente es indiscutiblemente la mejor forma de vivir. Del mismo modo que no se puede vivir a la intemperie ni a la vez en todas partes, sino que el vivir requiere un ho— gar, asimismo el presente ha de ser habitable y, para serlo, conviene que no sea demasiado extenso: en él el alma se ha de hallar, no en el vacío ni en el exceso, sino teniendo cuidado de lo más próximo.

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Una de las causas de que a los adultos les pase el tiempo más aprisa que a los niños está relacionada con la amplitud del horizonte que se abra. Mientras los niños tie— nen un presente más próximo y abarcable, los adultos empezamos a echar la línea del horizonte cada vez más allá, a años y años vista: las vacaciones del año que viene, comprar una casa, acabar de pagar la hipoteca, jubilarse..., son términos ciertamente excesivos. ¡Y nos quejamos luego de que el tiempo pase volando, siendo en realidad nosotros los culpables de que corra tan deprisa! Así pues, vivir el presente es la mejor manera de lograr que el alma no se disperse o se pierda a sí misma evadiéndose a unos «pasados» o a unos «futuros» demasiado indefinidos. Ceñirse al presente no es cerrarse ni ignorar, sino concentrarse. No es cerrarse, porque es atendiendo a lo presente, cuidándolo, como se descubren lo pasado y lo futuro. La cosa funciona: el cuidar del presente convierte también en «presente» las otras dimensiones, y no es que ya de antemano huyamos del presente y, perdiéndolo, nos perdamos nosotros mismos y nuestras posibilidades. Visto de este modo, el cuidar del presente no es presentismo ni apuesta incondicional por la inmediatez, ni es tampoco disminución o empobrecimiento; antes al contrario, enriquece nuestras posibilidades y nos capacita más. El presente no es un segmento, y, por lo tanto, atender al presente no es reseguir meticulosamente todos los puntos de una línea, de un extremo al otro. Vivir no es pasar de un punto a otro con una especie de movimiento local como el de ir de un sitio a otro. Vivir es atender y concentrarse en algo que, si conviene, ya se estirará hacia el ayer o hacia el mañana. Solemos referirnos a la vida de algunos con fechas que delimitan un segmento, del día

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del nacimiento al día de la muerte (por ejemplo: G. Pas— coli, 1855- 1912). Pero la vida no se vive como un trayecto entre estos dos puntos. La vida... simplemente se vive. Y puede vivirse de manera muy dispersa y evasiva, o de manera más atenta al regalo del presente. Por lo cual, lo más importante no es que el segmento sea el más extenso o largo posible, sino, como dice Montaigne, la atención que se le preste: «La utilidad de vivir no consiste en el espacio, sino en el uso de la vida, y hay quien vive largo tiempo y ha vivido poco. Lo que viváis está en vuestra voluntad y no en el número de años».7

DEL PRESENTE AL MOMENTO

Ahora bien, merece la pena advertir que, con todo esto, el peso se desplaza del tiempo a la atención. En «atender al presente» lo importante es «atender», pues «presente» es aquí casi innecesario y, en cualquier caso, impreciso. La fórmula «vive el presente» (formulación que no deja de angustiar un poco, pues parece como que se te insta a que atrapes algo que se escapa) puede sustituirse o al menos interpretarse por «vive la situación» o «vive la ocasión», «estate atento a lo que las circuns— tancias requieran o a lo que te estén convidando». Si un músico interpreta una pieza emocionante, la ocasión que se te brinda es la de disfrutar escuchándola. Si a tu lado hay alguien que necesita ayuda, la situación te está interpelando y solicita que le auxilies. Para recibir el ofrecimiento o la llamada, la atención ha de tomar la 7. Montaigne, M. de, Ensayos completos, I, 20, Barcelona, Omega, 2002, pág. 59.

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forma de disponibilidad. No cuesta mucho darse cuenta de que la actitud y la oportunidad se condicionan y posibilitan mutuamente. Sólo habiendo atención y disponibilidad puede haber oportunidad (sólo habiendo apertura puede haber recepción). Vivir el presente no es correr tras el tiempo que pasa, sino atender a la oportunidad que se presenta. La disponibilidad y la atención hacen que los momentos menos «ex— traordinarios» puedan ser, no obstante, los más «ricos». Paradójicamente, vivir el presente acaba significando dejar de lado el tiempo como medida, el tiempo como continente y hasta el tiempo como duración, para fijarse, detenerse, parar mientes en las cosas y en las situaciones, para vivirlas. Estar disponible para el momento implica no proyectar demasiado, no querer planificarlo todo, dejar espacio para lo que pueda presentársenos. Cabe llamar a esto «flexibilidad», y quizá también «generosidad», pues de lo que se trata es de, sin dejar totalmente de proyectar y planificar nuestras intenciones, hacerlo de tal modo que quede espacio suficiente para la invitación, para la visita, para la interpelación que nos hagan el mundo y las demás personas. El egoísmo coincide con el dominio absoluto de la planificación: los extensos y numerosos planes que el ego proyecta y elabora dejan al margen las invitaciones que proceden de la unicidad de cada momento. Hemos venido pasando del carpe diem al «atiende al presente», y de aquí pasamos ahora al «atiende al momento». En este ensayo de concreción, hay que dar un breve paso complementario, que, para acabar de suprimir la prisa y el imperativo del carpe diem, abandona la sombra del mandato y solamente se atreve a convidar. Invita a aceptar la invitación. El «atiende al momento»

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ha de decirse en tono de invitación y no de mandato. Y, a veces, sino es a ti mismo a quien se lo dices, sino a los otros, ni siquiera ha de ser una invitación explícita, sino sólo sugerida con un circunloquio o un gesto. En contraste con la bondad de la invitación, déjale a uno per— plejo lo mucho que abunda la retórica aleccionadora, con tantos rostros de autoridades falsas y ridículas, y con tanta seudociencia psicológica carente en absoluto de fundamento. El momento, a diferencia de la duración, no es más o menos extenso o largo, sino que es intenso; no se le mide en amplitud, sino que se le percibe en mayor o menor profundidad; repliégase sobre sí, y el «sentido» se halla en él mismo y no en una serie larga o hasta indefinida en la que está inserto. Tener el sentido en sí mis— mo es una manera de ser «infinito», y, precisamente por esto, hay una serenidad adecuada y proveniente del momento, la cual no se da en la mera extensión temporal. La oportunidad del momento es una estancia y no un recorrido, y, con un poco de suerte, una estancia acogedora.

EL TIEMPO QUE HACE

En principio, parece que el tiempo atmosférico —el de los fenómenos climatológicos— no tiene mucho que ver con el tiempo que pasa y que tratamos de medir con los relojes (el tiempo cronológico y cronométrico). Que para hablar de estos dos tiempos empleemos una misma palabra podría ser sólo un capricho lingüístico, pues en otros idiomas hay para ello dos términos diferentes: en inglés weather y time; en alemán Wetter y Zeit, etc. No

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obstante, creo que entre estos dos tiempos sí que hay una relación y, tan obvia, que es fácil que ni se la advierta. Tanto el tiempo que pasa como el tiempo que hace tienen ambos que ver con lo que ocurre arriba, en el cielo. La información meteorológica nos dice si hay nieblas, o si llueve, o hace sol, o viento, o si nieva o graniza..., dependiendo todo de cómo esté el cielo y qué caiga de él. Y ya hemos explicado que el principal indicador del tiempo que pasa es el día, el movimiento del Sol en la bóveda del cielo. Mas ésta no es SÓlO una coincidencia espacial: el tiempo que hace y el tiempo que pasa muestran su ligamen precisamente en el momento. El tiempo que hace es una indicación del momento, es decir, de la oportunidad del momento (buscar una buena sombra si el sol abrasa; coger el paraguas si hay que salir de casa y está lloviendo...). ¡Cuántas veces hemos trivializado el hecho de que la gente esté tan atenta alas previsiones meteorológicas, a los boletines informativos sobre el tiempo! Lo que, sin embargo, no es cosa banal. Que la filosofía se haya interesado por el tiempo que pasa, y en cambio la gente de la calle se interese más por el tiempo que hace, me inclino a pensar que es más bien una limitación de la filosofía. La atención al tiempo que hace es también un camino para reflexionar sobre el tiempo que pasa. El tiempo meteorológico depende del ciclo estacional, el cual ——también lo hemos visto— es, después del día, el otro indicador natural del paso del tiempo. Así pues, preguntar «¿qué tiempo hace?» es preguntar por el estado de la atmósfera, pero es a la vez preguntar por el tipo de momento, por lo específico de la situación: «¿qué tiempo hace?» lleva a «¿qué conviene hacer ahora?», «¿a qué podríamos dedicarnos ahora?».

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MOMENTOS, ESTACIONES, DIFERENCIAS

Pese a la monotonía en que una persona pueda estar inmersa, el presente es siempre una invitación a vivir la diferencia: comer, trabajar, charlar, caminar, descansar, leer... Los momentos del día son como las estaciones del año, pero a escala menor. Momentos y estaciones convidan a acciones diversas e, incluso, en el caso de las estaciones, a diferentes maneras de vivir. Buen ejemplo de ello es que algunos pueblos indios tuviesen un campamento de invierno y otro de verano. El invierno convida, sobre todo en los atardeceres, a recogerse dentro de casa —antaño al amor de la lumbre—; la primavera, en cambio, invita a salir... Naturalmente, la estación no llama de igual manera a todo el mundo, por lo cual nunca deben darse recetas, sólo hay que poner ejemplos. La diferente luz de cada estación inspira de distinta forma al pintor. La estación del año es como un momento «amplio» y, en consecuencia, una oportunidad y una invitación amplias también. Así como hay que estar atento a lo que el momento pide, hay que estarlo a no retrasarse ni adelantarse a lo que demanda la estación. No es bueno plantar «a deshora» ———o sea, cuando el momento oportuno ya ha pasado o cuando no ha llegado aún———; no es bueno pescar fuera de estación o de «temporada» —cuando es el momento de la reproducción o cuando las crías son todavía pequeños alevines... Tampoco es conveniente invertir el orden de las cosas y «hacer Pascua antes de Ramos». Como bien lo explica el sinólogo Francois Julien,8 los chinos, pueblo eminentemente agrícola, han tenido 8. Julien, F., Del «tiempo». Elementos de una filosofia del vivir, Madrid, Arena, 2005.

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muy acentuada la experiencia estacional. No disponiendo de un concepto abstracto de «tiempo» como el nuestro —seguramente porque no lo han necesitado—, resulta muy sugerente comprobar que al encontrarse con este concepto occidental lo tradujeron por «entre-momentos». Con esta ingeniosa fórmula reconducían el concepto de tiempo a su experiencia concreta: la de los buenos momentos estacionales. ¿Cómo se ha de entender el entretiempo, como, por ejemplo, cuando se dice «ponte ropa de entretiempo»? Pues como el momento intermedio entre dos momentos mucho más específicos y determinados. Cierto que, precisamente por esta situación intermedia, el entretiempo ayuda a experimentar la duración: el intervalo que va de un momento significativo a otro. Podría decirse que el entretiempo es afín al mientras de la acción: «mientras te duchabas he preparado el almuerzo». El «mientras» viene determinado por un «hasta que»: «hasta que lo arregle, estuve trabajando sin parar». El propósito de la acción determina la especificidad del «mientras» previo. El ser estacional disminuye a consecuencia de la vida urbana de las sociedades postindustriales. Se va extendiendo un momento homogéneo —sin diferencias— y, por ende, cada vez menos momento. Llevamos el mismo modo de vida a lo largo de todo el año; la globalización tecnológica hace que andemos atrafagados, que comamos fresas en invierno y que se esquíe en verano, hacemos todos lo mismo, consumimos lo mismo, percibimos lo mismo... Sin embargo, la disolución de las estaciones es algo que todavía valoramos como una pérdida. Sabemos muy bien que es mejor que la Vida sea variada y rítmica y no monótona, monocroma y homogénea.

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LA PUERTA DE LA OPORTUNIDAD

El presente se nos define, pues, como un momento, y el momento, como una oportunidad. De ahí el concepto griego de kairo’s, que suele traducirse por «momento oportuno». Pero igualmente interesante es la etimología latina: «oportuno» viene de porta, puerta, y de portus, puerto. Se calificaba de «oportuno» al viento que impelía las naves hacia buen puerto. Oportunidad significa, pues, encontrar la puerta, entrar bien al puerto. Nos hallamos así en el centro mismo de una temática clásica que conecta con nuestra más profunda experiencia de la vida. Vivir no es fácil, como tampoco lo es, a veces, encontrar la puerta o entrar en el puerto. Citaré aquí dos referencias bastante conocidas, una bíblica y otra de la mitología griega: «Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vidal; y pocos son los que lo encuentran», se lee en el Evangelio de Mateo.9 Y de la mitología griega nos han llegado los relatos del paso de las Simplégades (rocas «entrechocantes») y de la Puerta del Sol. He aquí una parte del primero: Jasón y los argonautas se encontraron con Fineo, un adivino al que los dioses habían impuesto doble castigo por haberles revelado sus secretos a los mortales: no sólo le habían dejado ciego, sino que además le habían condenado a vivir atormentado por las Harpías, monstruosas aves con cabeza de mujer, que le zarandeaban y ensuciaban con sus excrementos los abundantes manjares puestos ante él 9. Mateo 7, 13—14.

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cada vez que se disponía a comerlos. Calais y Zetes, los dos alados hijos de Bóreas, el viento del norte, persiguieron a las Harpías hasta que, agotadas, juraron solemnemente que ya no harían sufrir a Fineo. Éste, a cambio del favor, reveló a los argonautas el modo de pasar entre las Simplégades, unas enormes rocas que chocaban entre sí abriendo y cerrando intermitentemente la entrada al Ponto Euxino («Mar Acogedor», hoy mar Negro). Al llegar a aquel obstáculo, los argonautas, siguiendo las instrucciones del adivino, soltaron una paloma, la cual consiguió pasar perdiendo sólo una pluma de la cola. A continuación, la nave Argos pudo igualmente pasar, y sólo se averió un poco su popa. Desde entonces, las hasta allí Simplégades quedaron ya inmóviles y fueron llamadas Cianeas o Rocas Azules. Estar atento a la oportunidad quiere decir aprovechar el buen momento para atravesar el umbral de la puerta de entrada. Sólo aprovechando la ocasión, el momento oportuno, se logra el acceso, el pasar al otro lado. A veces, el momento es único: sólo era uno el momento bueno para pasar entre las Simplégades, y si ese momento se perdiese sería ya imposible cruzarlas. Aprender la oportunidad del instante es aprender el momento adecuado para hacer alguna cosa, para llegar a un sitio, para dar un paso o para mirar algo... Discernir la oportunidad de un instante es darse cuenta de qué puerta hay que cruzar en ese momento y en esa circunstancia. Pero, ya se sabe, todo tiene su perversión: una cosa es estar atento a la oportunidad (abierto a la invitación o demanda del momento), y otra cosa muy distinta es el oportunismo, degradación de aquella actitud. El oportunismo es el egoísta interés en introducirse pasando por las puertas falsas de las apariencias y del

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lucro sin esfuerzo, por las puertas del éxito sin alma. Más que entradas, las puertas del oportunismo son salidas, mientras que las de la oportunidad dan acceso al interior: no al escaparate, sino al corazón de la vida.

TAMBIEN EL PRESENTE DEL CANSANCIO Y LA DISTRACCIÓN

En nuestro excurso, cerrando el círculo, volvemos de nuevo al presente. «¿Qué es el presente?» —nos pre— guntábamos al comenzar el periplo—. Y hasta aquí hemos venido considerando el presente de la atención, la oportunidad y la acción: atender a lo que se presenta, ver a qué nos está invitando o cuál es su oportunidad y actuar adecuadamente haciendo lo que sea preciso. Mas esto aún no es todo. El día a día del vivir implica un esfuerzo y, por consi— guiente, un cansancio, una fatiga. Esto no es un aspecto circunstancial o añadido a la existencia, sino un rasgo intrínseco a la existencia misma. En general, cuesta levantarse por las mañanas, comenzar la semana, regresar al trabajo después de las vacaciones. Cuesta, sobre todo, ponerse a ello —cuando ya se ha tomado un poco de impulso cuesta ya menos—. De todos modos, que el vivir cuesta y requiere esfuerzo es una obviedad. ¿Por qué, si no, nos iba a ser necesario el descanso? ¿Por qué el reposo de cada día? Pues bien: lo costoso de la existencia es el presente. ES el «ahora» del presente lo que fatiga. Hasta podríamos sacar de ello una buena definición: ¿qué es el presente?, pues ni más ni menos que el esfuerzo y el cansancio del ahora. Es ahora cuando he de arreglar la casa, encontrarme con una persona, ir a algún sitio, cumplir un encargo, etc. El trabajo, la alienación, el gasto de

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energías..., no se explican por la sola dimensión econó— mica, es también necesario pasar a la ulterior dimensión existencial. Es decir, el cansancio de la existencia no se reduce a la fatiga particular que una faena o una situación determinada nos pueda producir; es el cansancio del vivir mismo. Lasitud inevitable, sólo olvidada durante el sueño o en la evasión hacia la inconsciencia propor— cionada por las drogas. ¿No es justamente a esto a lo que nos referimos con la expresión «el peso de la existencia»? Sí, la existencia pesa (y nos cansa), aun al margen de toda carga concreta que después podamos añadirle (estudios, trabajos, enfermedades, conflictos...) No hay presente sin alguien al que se le pide el esfuerzo del ahora. En este sentido, el presente deja a un lado el tiempo indefinido y el «flujo del tiempo que pasa», ya que es el vivencial ahora del esfuerzo. La fatiga del existir no está reñida con el goce y el disfrute; ambos la presuponen. Hay goce porque ya en el punto de partida hay lasitud. Porque el ahora del presente es esfuerzo, el presente puede ser también goce y satisfacción. A consecuencia del cansancio provocado por la atención y la acción, adquieren sentido la distracción y la evasión. En realidad, la distracción es una especie de evasión, y el peligro que de veras comporta proviene de la desmesura: cuando la distracción llega a ser, no complemento y alivio del esfuerzo diario, sino lo que llena toda la jornada; peligro, pues, de que todo presente se haga un presente de evasión. Los «buenos» mitos y las «buenas» historias sirven de paliativos que permiten a los seres humanos vivir a pesar de los esfuerzos, dificultades y duros trances de la vida. Los espectáculos y las celebraciones pueden tener un papel similar al de los mitos. Son algo que nos aparta

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del tiempo que pasa y también del esfuerzo que el pre— sente requiere. Hay unos espacios o unas formas que se sustraen al tiempo: estadios de fútbol, salas de cine, dis— cotecas... Mircea Eliade, para hablar de esta evasión del paso del tiempo y del esfuerzo y las exigencias del presente, se vale de la expresión «tiempo concentrado»: «Se comprenderá mejor si se observan de cerca las dos principales vías de “evasión” utilizadas por el hombre moderno: el espectáculo y la lectura [...]. Ambas tienen en común que se desarrollan en un “tiempo concentrado”, de gran intensidad, residuo o sucedáneo del tiempo mágico-religioso. El “tiempo concentrado” es igualmente la dimensión específica del teatro y del cine».10 A veces, al distraerse o entretenerse se le llama «pasar el rato». Es como si se pensara: el tiempo ha de pasar, y yo puedo preocuparme, inquietarme, angustiarme, aburrirme..., o puedo buscar una manera de «pasar el rato». No se pretende así la realización de un proyecto, ni se busca el éxito de determinada empresa..., propiamente no se tiene ningún plan ni objetivo concreto, aparte del mero «pasar el rato». La diferencia entre que el tiempo pase y pasar el rato está en que esto último depende de la decisión de un sujeto que, aunque sea en la mínima expresión del actuar, actúa al decidir eso. Pasar el rato es parecido a matar el tiempo —aunque no acaben de identificarse. Efectivamente, matar el tiempo es llenar un vacío: hay que hacer algo o distraerse con lo que sea. (Por cierto, «matar el tiempo» no tiene nada que ver con «tiempo muerto»: si matas un gallo, tienes luego un gallo muerto, pero si matas el tiempo, 10. Eliade, M., Mytbes, réves et mysteres, París, Gallimard, 1957, pág. 34.

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luego no tienes un tiempo muerto. Lo de «tiempo muerto» hace referencia a pausa, tregua, paréntesis, parada, detención en el transcurso de un juego.) Pasan el rato los abuelos sentados a la sombra en el porche. Apenas tienen ya tiempo de acción y de proyectos (ya no tienen muchas cosas que hacer), por lo que, para ellos, el tiempo presente es, en gran parte, tiempo de espera o de distracción. No buscan la puerta ni cruzan el umbral, sino que se esta’n a/az, como los estoicos, los del pórtico. Y ¿cómo pasan el rato? Pues sencilla— mente mirando lo que pasa: quién o qué pasa, qué se ve y qué se oye decir, qué tiempo hace. Conversar sobre lo que pasa es una forma de pasar el rato. En la vejez, el presente de la acción disminuye y deja más espacio al tiempo de la distracción. Evidentemente, también las edades de la vida tienen sus oportunidades. N o todo es oportuno a cualquier edad, y esto es bueno saberlo para evitar innecesarias frustraciones. Una es, ciertamente, la sabiduría de la madurez y otra la de la senectud, y no coinciden. Mantener ciertas ilusiones y actividades es muy distinto del no percatarse de las nuevas invitaciones del presente. También aquí puede sernos provecho— sa la reflexión de Montaigne, aunque sin entenderla li— teralmente: «En fin, todo el alivio que encuentro en mi vejez es que amortigua en mí muchos deseos y cuidados que llenan la vida, como son los que conciernen al curso del mundo, las riquezas, la grandeza, la salud, la ciencia y mi misma persona. Hay quien aprende a hablar cuando debiera aprender a callar para siempre. Puede prolongarse siempre el estudio, mas no la escolanía. Necia cosa es un Viejo deletreando».11 11. Montaigne, M. de, op. cit., pág. 586.

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Digo que no hace falta tomarlo literalmente. La idea es que si correspondes a lo que se presenta, el resultado es más grato y más armonioso. Hay que ver, por eso, qué se presenta en realidad —qué es lo presente—, y, una vez visto, hacer lo adecuado. Tal ha sido, a fin de cuentas, nuestra libre reinterpretación del carpe diem: atender a lo que se presenta y hacer lo adecuado. Quien es capaz de ello, experimenta, como el viejo Montaigne, un aligeramiento tranquilizador y una paz íntima, frutos de la armonía o de la justicia del haberse ajustado, del haberse avenido. Nos queda todavía un hilo suelto —¡o más de uno!—: además de cuanto hemos dicho, el presente es también presente de la espera y de la esperanza, porque en realidad vivimos esperando. De ello nos hemos de ocupar también.

CAPÍTULO

VII

El tiempo que nos queda meditación sobre la muerte) No me nunca, que me

dela Muerte, tenso el

de la

VICENT ANDRES ESTELLES,

«Papeles inéditos de X.X.X.»

Hay un sencillo y precioso consejo, dechado de sa— biduría práctica, en la Regla que escribió san Benito para sus monjes: «Hacer las paces antes de la puesta del sol...». Hacer las paces puede ser perdonar, disculparse, entenderse, hablarse, darse la mano, abrazarse o dedicar una simple mirada benévola. Hacer las paces es también una manera de dar tiempo al otro. Como la convivencia entre las personas no siempre es fácil y cómoda, y puede haber malentendidos, errores, ofensas, envidias, celos y diversas desavenencias, debe procurarse actuar de maneras que permitan seguir conviviendo; una de tales maneras de actuar es hacer las paces. Pero, según san Benito, esta acción es oportuno hacerla antes de que se ponga el sol, es decir, antes de que se acabe el día; evidencia que nunca deberíamos olvidar: que el dia se que la vida humana y su tiempo son

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finitos. La expresión más inequívoca de tal finitud es la mortalidad, y probablemente el rasgo que más define nuestra condición es que somos conscientes de nuestra mortalidad. Lo somos o habríamos de serlo, ya que, a veces, por efecto de diversas especies de anestésicos, vivimos y hacemos las cosas como si esto hubiese de durar siempre. Así pues, el buen consejo benedictino, además de poner de manifiesto nuestra capacidad de amar al prójimo, es también una manera de mantener despierta la conciencia de nuestra condición finita y mortal. Hay, empero, otro aspecto que merece ser destaca— do: desde un punto de vista tanto individual como co— lectivo, saber que el tiempo no se alarga indefinidamente, sino que a todo le llega su final, nos hace ser más responsables. Ciertamente hemos de responder de lo que está en nuestras manos mientras aún estamos a tiempo. Sólo a primera vista puede parecer esto un poco chocante, pero enseguida se descubre su lógica: cuando sabemos que no tenemos todo el tiempo del mundo, sino un tiempo limitado, es cuando decidimos hacer el esfuerzo. La conciencia de la finitud lleva a la acción. Paradójicamente, es cuando hay previsiones a corto o medio plazo cuando salta la alarma y se empieza a estar dispuestos a hacer alguna cosa. Podríamos aducir un sinnúmero de ejemplos de situaciones sociales en las que no se actuó hasta que el mal se vio ya inminente. En muchos de esos casos no se pudo evitar ya la desgracia. O sea, no se actuó (no se hicieron las paces) cuando realmente hacía falta (antes de la puesta del sol). Sin embargo, «más vale tarde que nunca», siempre se puede tenerla suerte de acabar salvando alguna cosa. Fuera de los casos en que se crea que no ha llegado todavía el momento oportuno, decir «ya habrá tiempo

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para ello» es hacerse cómplice de la pereza. «No tardar» o «no retrasarse» no significa que haya que ir siempre con prisas, sino que hay que actuar cuando conviene. Un buen ejemplo de no retrasar el hacer las paces nos lo ofrece la deliciosa película de David Lynch Tlae Straight Story (Una historia verdadera), basada en un hecho real. Un anciano con pocos recursos económicos recorre en seis semanas el largo trayecto desde Iowa hasta Wisconsin montado en su vieja y desvencijada segadora para poder hacer las paces con un hermano suyo. La decisión y la acción se precipitan cuando el anciano cae en la cuenta de que el tiempo se acaba porque su hermano está gravemente enfermo. Habiendo llegado a tiempo, se intuyen la paz y la alegría de los dos hermanos que, sentados en el porche como de pequeños, contemplan el cielo sereno y estrellado. Sabemos que las cosas se acaban, pero a menudo no sabemos cuándo. Sabemos que nos hemos de morir, pero no el día ni la hora de nuestra muerte. Mors certa, ¡aora incerta. «El hombre ignora su momento: como peces apresados en la red, como pájaros presos en el cepo, así son tratados los humanos por el infortunio cuando les cae encima de improviso.»1 Indeterminada pero segura, la muerte es una ausencia presente. No sabemos cuánto tiempo nos queda, y hemos de procurar, por eso, no aplazarlo todo y, también, terminar lo que hacemos y no dejar demasiadas cosas pendientes. El enfermo grave, sabiéndose próximo a morir, quiere dejar las cosas «arregladas», le preocupa que queden asuntos por resolver, negocios que ya no funcionen, propósitos que no se cumplan. El contenido de los testamentos, las 1. Cohélet 9, 12.

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últimas voluntades y las peticiones más personales revelan este deseo de dejarlo todo bien. «Lo que puedas hacer hoy no lo dejes para mañana» es un dicho que apunta a la eficiencia, pero también traduce esta conciencia de la finitud y de la responsabilidad. Hay una responsabilidad individual y una responsabilidad colectiva. La individual me exige lo que he de hacer en mi parcela del mundo (en casa, con las personas más próximas, en mi trabajo...), pero aquí entra también en juego la responsabilidad colectiva. Y mucho me temo que, por los nocivos efectos de la ideolo— gía del progreso en la que desde hace un par de siglos está instalada nuestra sociedad, sólo haya sido formulada marginalmente y sin darle el peso que le correspondería la pregunta propia de una sociedad responsable: ¿cuánto tiempo nos queda? Esto es, ¿cuánto tiempo tenemos todavía para cambiar el rumbo de nuestra nave, para cambiar los modelos económicos y políticos y hacerlos más sostenibles y más justos, para vivir teniendo en cuenta el plazo medio y el largo? ¿Cuánto tiempo nos queda, en definitiva, para pasar de concebir erróneamente el tiempo como infinito a concebirlo como verdaderamente es, como finito? Lo que sí está claro es que ya no nos queda tiempo para seguir equivocándonos. La pregunta «¿Cuánto tiempo nos queda?» resulta ser una cuestión ética de primerísima magnitud e importancia. Una vez hecho lo que había que hacer, una vez hechas las paces, quizá quedara todavía algún tiempo, e incluso mucho tiempo (muchas puestas de sol), pero a buen seguro que ése sería un tiempo en el que, precisamente por haber actuado y hecho ya lo que había que hacer, se Viviría —y se dormiría— mejor.

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CONCIENCIA DE LA MUERTE

Sabemos que la muerte forma parte de la vida y que nacer es empezar a morir (no conocemos otra forma de vida que la finita, la que se acaba...); sabemos que el ser humano es mortal, que todos hemos de morir y que de esto nadie se escapa. No sabemos cuál será nuestra hora ni si el del morir es un punto final absoluto. Tememos, por un lado, el sufrimiento que eventualmente puede preceder a la muerte, y, por otro lado, tememos, con otra especie de temor, que con la muerte se nos acabe todo; nos angustia la idea de una aniquilación definitiva. Sabemos, pues, que la muerte no es un problema o un obstáculo —eventualmente superable— Sino una condición. Esta condición nos la revela, en parte, la enfermedad. Es obvio que contra la muerte no hay remedio que valga, y tampoco la salud es tal remedio. Este conocimiento nos acompaña toda la vida, e incluso cuando se pretende mantenerlo en un voluntario olvido nos sigue cual silenciosa sombra. La conciencia de la muerte da pie para afirmar que sólo el hombre muere. Aunque normalmente planteamos el contraste entre lo inanimado, que pasa, se desgasta, se destruye, desaparece, y lo vivo, que muere, también podría decirse con alguna mayor propiedad que sólo muere el hombre, ya que sólo él es consciente del morir: la planta se marchita, el animal expira, el hombre muere. Su vida está configurada por la conciencia de su mortalidad. Las plantas y los animales también «mueren», pero no son conscientes de ello; son finitos, pero ignoran su finitud. Por motivos comprensibles, la estación del año que más comparada ha sido con la muerte es el invierno, mien-

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tras que el otoño vendría a ser la que más favorecería el irnos haciendo conscientes del morir. Propios del otoño, los paisajes amarillentos, los días que se acortan, las luces lánguidas, las tardes lluviosas... son señales de atardecer, de decadencia, de ocaso, que nos despiertan sentimientos de nostalgia y recogimiento y nos invitan a pensar en la muerte; nos recuerdan que nuestros días tendrán un final. Pensar en la muerte nos ayuda a saber un poco qué y quiénes somos, a relativizar ciertas cosas y a valorar otras. Pero además, y para el tema que aquí nos ocupa, la conciencia de la muerte es absolutamente clave, porque nos cía tiempo. En efecto, la conciencia de la muerte no sólo hace oportuno preguntarse «¿cuánto tiempo me queda?», Sino que hace —y aun de forma más esen— cial— que tengamos tiempo, que podamos disponer de nuestro tiempo, de nuestros tiempos. Qué paradoja: tenemos tiempo porque somos y nos sabemos mortales. Y, precisamente porque tenemos tiempo, podemos preguntarnos por el tiempo que nos queda. Es probable que sea ésta la más incisiva de las intuiciones de Heidegger en Ser y tiempo: la muerte como posibilidad extrema no es un puntual qué, es un cómo que configura a todo el ser humano en su existencia concreta. Uno mismo es verdaderamente existente cuando mantiene actual la conciencia de la muerte, cuando afronta, previéndola, esta posibilidad.2 La temporalidad del ser humano se deriva de la conciencia de la muerte y, por eso, aunque parezca una tautología, la frase de Heidegger «el tiempo es tempo2. Ser y tiempo, S 40 (trad. castellana, Madrid, Trotta, 2003), y también la conferencia El concepto a’e tiempo, Madrid, Trotta, 1999.

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ral» define muy sutilmente el tiempo. Remítese en ella el concepto abstracto de tiempo a la temporalidad —modo de ser del mortal que se sabe mortal—. Comparte así Heidegger un buen trecho del camino agustiniano: la pregunta «¿qué es el tiempo?» nos conduce al tiempo del yo, pero a la vez muestra que el tiempo es mi tiempo y no es exactamente un «qué», sino un «cómo»: el cómo de un ser que tiene su posibilidad más propia en el haber sido, o sea, en la muerte, y esto inclusive cuando no quiere saber nada de ello. El ser humano, consciente de la muerte, vive abocado sobre todo al futuro, anticipándose, a la espera de «poder ser». Toda la cuestión heideggeriana de la angustia depende de esta condición temporal. Esa angustia lo es ante algo absolutamente indeterminado pero seguro, ante algo que está cerca y, a la vez, en ningún sitio. La conciencia de lo inminente de la muerte apremia, da prisa —sólo en el sentido de que no tenemos todo el tiempo del mundo— y da tiempo —porque tenemos nuestro tiempo—. Ambas cosas a la vez. Inminencia o proximidad: puede que el destino nos emplace para bastante más allá —así lo deseamos—, pero eso no quita para que percibamos la proximidad de la muerte y la fina línea que de ella nos separa. Ahora bien, lo que desde el comienzo de nuestro recorrido se viene poniendo de relieve es la necesidad de no simplificar la riqueza de la experiencia del tiempo (o de la vida). Por eso, a la vez que ha de reconocerse la importancia de la temporalidad, que, como dice Heidegger, se deriva de la conciencia de la muerte, quizá sea preciso no marginar otras aberturas, ya sean del presente a las que nos hemos referido, ya del futuro, como por ejemplo, la esperanza, la promesa o la pacien-

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cia, de las que tratará el capítulo siguiente. Además, es muy significativo el hecho de que incluso algunos discí— pulos de Heidegger hayan optado por desarrollar un discurso filosófico que equilibre o contrapese la angustia del «ser para la muerte» con el gozo del ser aceptado (tal como lo ha intentado Jan Patocka, uno de los heideggerianos más perspicaces), o con la fuerza que surge del nacimiento ( tal como lo ha ensayado Hannah Arendt).

LA «RAREZA» DE LA CONCIENCIA

Hecho este apunte, refirámonos ahora a uno de los puntos más impenetrables, que quizá sea mejor expresar en primera persona: «Me parece obvio que todo lo que vive muere, pero no veo que en mi vida haya una necesidad intrínseca de acabar en la muerte; veo la muerte como un hecho, pero en mí mismo no la veo como una necesidad absoluta». La extrañeza se produce al percatarnos de la propia capacidad de ser consciente. Lo que extraña, lo raro, es la conciencia de ser consciente, que no es otra cosa que conciencia. En ser consciente no hay más que vida consciente: la conciencia es conciencia sin más... ¿Dónde está aquí la muerte? Esta es la tensión y, en cierta medida, nuestra excedencia de la finitud. El conocimiento de que ha de morir separa un poco al ser humano de su propia finitud. Evidentemente, no es esto una superación de la finitud, pues más bien se agudizan con tal saber el aguijón de la muerte y la angustia ante ésta. Añádese a dicha rareza la idea de una especie de exterioridad de la muerte. En el hombre, la muerte la podemos ver fluyente desde dentro de la propia vida bio-

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lógica, pero también adviniente desde fuera. Todas las imágenes de la muerte como visitante que viene a nuestro encuentro son muy reveladoras (el espectro con la guadaña, el cuervo, el orco, la parca...) El que la muerte venga de fuera indica también esta especie de paradoja de nuestra finitud traspasada. Es como si la muerte viniese contra mí (de ahí su aspecto de amenaza): «La muerte —escribe Lévinas— es una amenaza que se acerca a mí como un misterio; su secreto la determina; se acerca sin que pueda asumirla, de suerte que el tiempo que me separa de mi muerte, a la vez disminuye y no acaba de disminuir, implica un último intervalo que mi conciencia no puede franquear y en el que se produciría de algún modo un salto, desde la muerte hacia mí».3 Que la muerte me amenace y venga como de fuera, que yo ignore su hora y sea plenamente consciente de que lle— gará: esto es lo que determina la peculiaridad de la si— tuación humana. Al final de la ya mítica película de ciencia ficción Blade Runner, en la que los replicantes rebeldes han buscado violentamente el porqué de su fecha de caducidad, el porqué de su hora, Roy, uno de ellos, advirtiendo que la suya está a punto de llegar, —«es tiempo de morir»——, recuerda situaciones vividas, literalmente extraordinarias, que explica a su perseguidor. «Todos estos momentos ———concluye—- se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.» En la alta cornisa, a oscuras y lloviendo, una de las cosas que más conmueven al espectador es la conciencia —lucidez y emociones incluidas— del que está a punto de morir. ¿Puede quedar al3. Lévinas, E., Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 1977, pág. 24s.

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guna duda de que Roy sea humano? ¡Precisamente lo que le hace humano —en realidad mortal— es su conciencia de la muerte! Fijémonos bien en que lo decisivo no es la conciencia de la muerte en general, es decir, el conocimiento de la condición mortal de todos los vivientes, sino la conciencia de mi propia muerte, de la personal llamada que la muerte me dirige a mi. Tal como se lee en un poema titulado «Pasatiempo» de Benedetti, primero la muerte es la de los otros, pero «ahora veteranos / ya le dimos alcance ala verdad / el océano es por fin el océano / pero la muerte empieza a ser / la nuestra». Entre la muerte de los otros y la mia sólo hay la muerte de un ser querido, que, aun siendo la de otro, anticipa ya un poco de la mia.

EL VALOR FORMATIVO DE LA MUERTE

Se suele decir que «hay gente para todo», y es ver— dad. Hay ahora unos individuos que se autodenominan «extropianos» que, creyendo que el progreso solucionará a corto o medio plazo el problema de la mortalidad, han dispuesto que en el momento de morir se los conge-

le mediante un proceso de crionización. Es evidente que alargar algo la Vida, si es con «condiciones», no tiene nada de malo, sino todo lo contrario, aunque probablemente tampoco sería bueno alargarla mucho: pensándolo bien, no está nada claro que sea un gran privilegio llegar a ser «más viejo que Matusalén». Pero la inmortalidad es otra cosa, esencialmente distinta de la longevidad. En cierto sentido, nuestra vida es inimaginable sin final, y tampoco está claro si se-

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ría así muy deseable. Simone de Beauvoir explica cómo una existencia terrenal sin muerte significaría volver a comenzar una y otra vez, sin fin, y que todo se convertiría en una especie de juego, sin seriedad, ni profundidad, ni responsabilidad.4 ¡Una existencia temporal sin muerte es más difícil aún de concebir que nuestra condición mortal! Paradójicamente, si difícil es aceptar nuestra vida mortal, no menos difícil sería aceptar esta

misma vida inmortal. Lejos de esnobismos y de evasiones, los sabios han defendido moderadamente la conveniencia de la meditación sobre la muerte y su valor «educativo». Si cada día piensas en la muerte, «nunca darás cabida en tu ánimo a bajeza alguna, ni anhelarás nada en demasía», dice Epicteto.5 Y Montaigne: «Meditar en la muerte por adelantado es meditar por adelantado en la libertad, y quien aprende a morir ha desaprendido a servir».ó Y Heidegger, en uno de sus comentarios a Hólderlin: «El hombre lleno de alma es el hombre de ánimo elevado, generoso, el que tiene el ánimo suficiente para atreverse a asumir lo supremo. El poeta no tendria alma si se conformase con ir viviendo al día, despojado de pensamientos mortales».7 Meditar sobre la muerte no quiere decir pensarla en el sentido de tratar de explicarla. Decía La Rochefou4. Beauvoir, S., Tous les loommes sont mortels, París, Gallimard, 1974. 5. Epicteto, Enquiriclio’n, Barcelona, Anthropos, 1991, cap. ,

XXI. 6. Montaigne, M. de, op. cit., I. 19, pág. 53. 7. Heidegger, M., Aclaraciones a la poesia a'e Hólclerlin, Ma— drid, Alianza, 2005, pág. 136. Cfr. también y especialmente, Ser y tiempo, S 53.

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cauld que la muerte es como el Sol, no se la puede mirar de frente. Si —aquí— «pensarla» equivale a abordarla directamente, meditar significaría dirigir a ella la atención pero a través de algún filtro, o a la hora del atardecer, o bien medio de soslayo. En realidad, todo tiene que ver con la muerte y, por lo tanto, todo nos la hace presente o nos la recuerda. Es una meditación que, además, no ofrece ningún indicio de tener fin, pues los mortales aún no se han acostumbrado a su condición. Así que la preocupación respecto a la muerte y la meditación sobre ella son paradigmas de lo que supone preocuparse y meditar. La conciencia de la muerte tiene algo de liberadora, porque permite relativizar, siquiera sea un poco, nues— tras afecciones, sobre todo las que nos apegan a las cosas, a los objetos, a las posesiones. Nos ayuda a dar a las cosas el valor que les corresponde, que, por descontado, no es absoluto. Nadie podrá llevarse de aquí cosa alguna material. La muerte ilumina el significado del poseer. Por eso, recuperando el mensaje socrático, nuestro cuidado fundamental no ha de versar sobre las riquezas y los bienes materiales, sino sobre la salud del alma. Pero, de hecho, este relativizar que surge de la conciencia de la muerte no sirve tan sólo para que estemos menos aferrados al mundo, sino que contiene otra lección aún más importante, que hace posible el ir más allá de uno mismo. Soltar un poco de lastre es práctica conveniente para que la nave, yendo menos pesada, llegue más lejos y descubra nuevos horizontes. Relativizar, en el sentido de soltar lastre, no significa, pues, aminorar o disminuir la vida, sino, por el contrario, hacerla crecer todavía más e incluso conseguir que se trascienda a sí misma. Sólo puede ir más allá la vida que no está auto-

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centrada ni celosa de conservar los cofres y demás carga de sus pertenencias. Patentízase esto en las acciones ——y las vidas— altruistas, plenamente dedicadas a los otros. Y también se puede observar en el amor a los propios hijos, siempre y cuando no se les trate como posesiones. En realidad, ningún hijo puede ser una posesión, porque tiene la mirada y la palabra independientes, de manera que si se le trata de forma posesiva se está forzando la relación y se le está dando un trato inadecuado, lo que a buen seguro tendrá malas consecuencias. Así pues, hasta el sano amor a los hijos va, efectivamente, más allá de uno mismo: amándoles no se está amando uno a sí mismo. Y sucede, en compensación, que el amor a los hijos trasciende la muerte del padre, porque la huella de este amor perdura en ellos. No es que él mismo se trascienda con lo que tiene, sino que lo que trasciende es el amor a sus hijos, que, en ellos, va más allá de la muerte del padre. La muerte tiene un valor educativo porque nos educa en la sinceridad y en la seriedad. Al final, ¿a quién engañaremos o ante quién disimularemos? Todas las máscaras y todos los rostros de la apariencia se muestran entonces como lo que son: hojas que el viento se lleva. Pero no sólo se esfuman las apariencias del teatro social, aún es más importante que lo hagan las que nos ponemos para encubrirnos a nosotros mismos. La sinceridad es, sobre todo, ser sincero con uno mismo. El tiempo de la sinceridad no es el tiempo de la estrategia, sino el de la exposición, y de una exposición sin reservas. Es, asimismo, el tiempo del hablar sin pretensiones, del hablar ve— razmente al otro. La conciencia de la muerte, recordándonos que el tiempo se nos acaba, hace que el tiempo que tenemos, el que nos queda, sea un tiempo para la

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sinceridad. Como no nos desoriente la necedad, ¿vamos a echar a perder este tiempo tapándolo con los velos de la apariencia? La sinceridad es diacrónica. N o se es sincero sin recorrer a diario el camino de la sinceridad en el hablar y en el mostrarse. La sinceridad no se aplaza, y la conciencia de la muerte nos ayuda a no hacerlo. El tiempo que tenemos ha de ser, pues, tiempo para la responsabilidad y para la sinceridad. La conciencia de la muerte nos despierta a la seriedad dela vida, seriedad que no está reñida con la ironía ni con el humor. Decía ya Epicuro que no se puede filosofar sin reír. No obstante, la Vida es cosa seria, porque es grave, porque importa, porque no es fútil. He hablado del tiempo que pasa raudo, casi sin dejar huella, y también de la fugacidad de la vida. En ambos casos se nos da pie para considerar lo poco o nada que somos, como ya dijera el salmista: «¡El hombre! Como la hierba son sus días, / como la flor del campo, así florece; / lo azota el viento y ya no existe, / ni se sabe el lugar en que estuvo».8 Sin embargo, la conciencia de la muerte nos ayuda a descubrir la seriedad de la Vida. Tanto el nunca ma’s como el misterio del baber sido nos patentizan esta seriedad. Impónela también la conciencia de la muerte: el tiempo que tenemos será desperdiciado silo convertimos todo en diversión. La seriedad de la vida no es la solemnidad ni la vanidad. Lo serio casa bien con lo humilde y con lo austero. Cabe perfectamente repetir la expresión popular «no somos nada» y, sin embargo, tomarse la Vida en serio. A lo cual nos ayuda, desde luego, la conciencia de la muerte. Quien admite no ser «gran cosa», no querer ser 8. Salmos 103, 15-16.

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más del que es, ya tiene ganado mucho: será por lo menos alguien que no se diluirá en lo indeterminado. «No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. N o es necesario ser nadie más que uno mismo», escribe Virginia W/oolf.9

¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Y qué haremos, tanto personal como colectivamente, de ese tiempo que nos quede? Son éstas las cuestiones verdaderamente importantes que nos plantea la conciencia de la muerte y de la finitud de todas las cosas. Claro que no se trata de que la conciencia de la muerte nos acompañe obsesivamente a todas horas. Meditar de cuando en cuando en la muerte y no acallar su voz nos reafirma en el cuidado del alma, en la seriedad y en la sinceridad, que son las mejores provisiones para andar por el camino de la vida.

9.

Woolf, V., Una babitación propia, Barcelona, Seix Barral,

2001, pág. 19.

CAPÍTULO

VIII

El tiempo de espera (sentido y promesa)

No tenemos ma's que esta virtud: comenzar cada dia la vida —ante la tierra, bajo an cielo que calla— esperando an despertar. CESARE PAVESE, «Fin de la fantasía»

La espera y la esperanza no por fuerza han de ser consideradas como actitudes piadosas. Constituyen otra cara de la figura ontológica de la vida humana, tan imprescindible como las caras temporales ya comentadas en los capítulos precedentes. Lo dicen autores como el mismo Cioran, bien poco sospechoso de encubrir apologéticas: «Hasta el respirar sería un suplicio sin el recuerdo o el presentimiento del paraíso, objeto supremo —y no obstante inconsciente— de nuestros deseos, informulada esencia de nuestra memoria y de nuestra espera».1 O como dice Sartre en El ser y la nada: «Nuestra vida no es sino una larga espera». Y el anónimo: «Si quieres no temer ni esperar, da por pasada la vida». 1. Cioran, E. M., Histoire et atopie, París, Gallimard, 1987, pág. 133.

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ESPERA, ESPERANZA, DESESPERACIÓN

Lo que aquí nos interesa —casi a punto ya de concluir quizá esté de sobra recordarlo— es la exploración de la temporalidad: si ahora toca examinar la espera, nos hemos de centrar en el fenómeno; no nos proponemos, pues, hacer un análisis crítico ni una valoración de los contenidos o de las representaciones de la esperanza política o religiosa, salvo en la medida en que sea imprescindible para la caracterización del fenómeno de la espera. Hay mucha afinidad y, a veces, hasta indistinción, entre espera, esperanza y paciencia. La esperanza siem— pre lo es de lo bueno y del bien, mientras que la espera puede serlo también de lo malo, en expresiones como «se esperaban lo peor». Pero, una vez hecha esta excepción, es muy difícil distinguir una de otra. Aunque Jankélévitch afirma que la esperanza siempre espera algo concreto,2 a mí me parece que puede haber —y de hecho hay— esperanza de lo indeterminado, esperanza de nada que se pueda determinar o señalar. Hay un estar esperanzado —probablemente el que mejor revela su función existencial— que no tiene ningún contenido representable (no se espera ni que te toque la lotería ni Viajar a Marte) y, sin embargo, es una esperanza que espera. Como trataremos de mostrar, la esperanza de lo indeterminado guarda relación con el presentimiento del absurdo que de cuando en cuando nos intimida, y es, por tanto, ésta la esperanza de sentido, esperanza en que la última palabra no sea la nada. 2. Jankélévitch, La muerte, Valencia, Pre-Textos, 2002, pág.

356.

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La esperanza en las pequeñas cosas, o en las no tan pequeñas, es como la energía de la vida. Se esperan no sólo hechos y acontecimientos extraordinarios, sino también otros más normales que, no obstante, pueden llegar a ser muy apreciados y vividos con gran intensidad. Apreciar lo cotidiano, vivirlo y esperarlo conscientemente dice mucho sobre el saber vivir la vida: esperar dar un paseo con la persona amada, esperar compartir mesa con los amigos, esperar a los hijos o a los nietos a la salida de la escuela... La vida es un tejido de esperas y esperanzas de muy diversas índoles: el enfermo espera reponerse; el estudiante espera aprobar los exámenes; el fatigado, descansar; el niño, crecer... En el aquí y ahora vivimos ya el mañana, porque los deseos y las espe— ranzas influyen en nuestra forma de vivir el presente. Tanto en el análisis que hemos hecho del presente como, de manera más expresa, en las notas sobre la conciencia de la muerte, se ha puesto de relieve que el ahora está entreverado del mañana, que proyectarnos hacia delante intereses y deseos, y que esto no tiene por qué ser una hipoteca del presente. Hacemos del futuro un porvenir: es lo que significa «tener futuro». No nos dejamos ir flotando sobre las aguas del tiempo que pasa (futuro o venidero), sino que, sin poder ni querer abandonar el río, remamos con esfuerzo y nos hacemos un porvenir. La espera y el deseo no son pura pasividad, y por eso se inscriben en el porvenir más que en el simple futuro. En cierto sentido, y como hemos visto, el presente lo es todo: la memoria del pasado es un contenido de presente, como lo son también las expectativas de futu— ro. El problema es que el presente ——o los diversos presentes, ya que van cambiando...— esté demasiado o del ’

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todo ocupado por los contenidos de pasado o por los de futuro, y no quede cabida para la presencia del presente. Es clave aquí, como en tantos otros casos, el equilibrio, y no sólo para que cada contenido pueda tener su espacio, sino porque se condicionan mutuamente y, sin contenido de futuro, es decir, sin espera y apertura de horizonte, no hay presente de presente, sino mera detención y parálisis. Que la espera es el oxígeno de la vida se pone plenamente de manifiesto al considerar lo que implica la desesperación, sumidero en el que se hunde y se ahoga la vida, abismo que aparece cuando, una a una, se han ido perdiendo todas las esperanzas. Sin futuro no hay presente: quien está desesperado no es sólo que no tenga futuro, que no se le abra ningún horizonte en el que proyectarse, sino que tampoco tiene presente y, por eso, en el límite, la desesperación lleva al suicidio, porque ya no queda ni tiempo presente para vivirlo. La imposibilidad de porvenir apaga la luz del presente. Por lo que se ha de luchar contra la desesperación para no caer en ella, pues es lo más probable que quien se precipite en tan profundo pozo jamás logre ya salir. Amenaza constante y muy incisiva, la desesperación cuenta con poderosos aliados: todas las cerrazones, negruras y debilidades de uno mismo, todos los infortunios y desgracias, todos los males y sufrimientos del mundo. Así que resistirse contra la desesperación no es nada fácil: hay que mantenerse tenazmente firme, lo cual requiere fortaleza y paciencia.

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LA VIRTUD DE LA PACIENCIA

«¡Anímate!» y «¡Ten paciencial», se dice coloquialmente. Tras el tópico, a menudo sólo formal y de compromiso, late una fuerza silenciosa que espera a pesar de todo. La paciencia es, efectivamente, lo mismo que la esperanza, pero una esperanza mantenida en situación de dificultad, en la que se hacen sentir las pesadumbres del momento. Compréndese que, cuando se está muy afectado por el dolor o por el sufrimiento, una reacción natural sea el deseo de huir. Querría uno dar de lado al dolor, aparcarlo, quitárselo de encima... pero, con frecuencia, todo intento de lograrlo es inútil, y entonces sobreviene un abrumador sentimiento de impotencia. El hecho de que el sufrimiento parezca un callejón sin salida es determinante de su peculiar temporalidad: la de una especie de presente cerrado. Disminuye, o incluso desaparece, la perspectiva del mañana, a la vez que se abandona todo proyecto, y de esta situación de asedio surge una angustia asfixiante. La paciencia —bien entendida— es una de las formas de prevención y de lucha contra el desespero. Cabría caracterizarla de varios modos: como poder de resistir los golpes de la vida sin doblegarse, y como capacidad de pa— decer, de soportar y de seguir esperando. Con la paciencia se afrontan las adversidades sin dejarse destruir por ellas, se aguanta sin abatimiento la carga de la existencia y se resisten los embates de la aflicción. Entendida como virtud moral, estrechamente relacionada con la fortaleza y con la templanza, la paciencia consiste en no dejarse llevar por la tristeza y el desánimo. La paciencia es capacidad de aguantar sin

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desesperarse, capacidad de luchar sin desfallecer, capacidad de «esperar a pesar de todo» -—como le agradaba repetir a Elie \Wiesel—3 y de mantener abierta la esperanza de sentido ante la aplastante evidencia del exceso de mal en el mundo. Conviene no confundir —como se hace demasiado a menudo— la paciencia con la resignación, cuando, en lo esencial, hasta se contraponen. El resignado, en cuanto tal, no tiene por qué esperar nada; el que tiene paciencia espera. La resignación da las cosas por ya definitivamente acabadas, cerradas; la paciencia, no. La paciencia y la esperanza son la continuidad de la lucha incluso cuando —al menos aparentemente— todo está perdido. Mientras la resignación absolutiza el presente, la paciencia y la esperanza siembran en él las semillas del cambio. El más frío de los alcaides tratará precisamente de quitarles de la cabeza a los presos hasta la más mínima esperanza de libertad, ya que nada hay que pueda hacerles más dóciles y sumisos. Las utopías totalitarias, recreadas en la literatura o en el cine, procuran por todos los medios esto mismo: que las gentes ni conozcan ni esperen un mundo diferente de aquel en que están. Por eso la esperanza es subversiva. Adquirir conciencia de que las cosas pueden ser de otra manera es dar el primer y más importante paso hacia la transformación de la sociedad. El esclavo es aún más esclavo cuando ignora su condición y, por ello mismo, ni siquiera se imagina la libertad. 3. «En el mundo solamente veo falta de esperanza. Y a pesar de todo, yo, y todos, tenemos que tratar de encontrar una fuente de esperanza», Metz, J. B., y Wiesel, E., Esperar a pesar de todo, Madrid, Trotta, 1996, pág. 73.

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Ya desde su origen etimológico, el contenido semántico de la paciencia patentiza su doble vertiente de pasi— vidad y de actividad.4 Padecer es soportar, aguantar, to— lerar. Todavía hoy se habla, en lelnguaje cooquial, de no poder sufrir o aguantar algo o a alguien. El patíbulo es el lugar en que al reo le sobreviene ———«le cae encima»— la pena capital. Pero, junto a estos usos y significados, la paciencia es también perseverancia y esfuerzo por llegar a un Sitio o alcanzar un fin, una meta. Por eso se dice que «la paciencia es la madre de la ciencia»; por eso y porque la paciencia evita la precipitación y el cometer más errores de la cuenta. La paciencia sabe esperar —valga esta conceptual redundancia. En el ámbito filosófico y teórico en general, la impaciencia, la mala impaciencia, viene a ser un precipitarse en el momento aseverativo, o en la obtención de la síntesis y en la constitución del Sistema. La paciencia, en cambio, no absolutiza y, en consecuencia, la persona paciente no suele ser dogmática, ni intolerante, ni fanática. En cuanto a la relación entre la paciencia y la acción, una cosa es muy clara: Si aquí y ahora se puede actuar, bay que actuar. La paciencia «buena» —digámoslo así— no aplaza ni retrasa nunca la intervención urgente u oportuna. En este sentido también se puede acabar ha— ciendo un elogio de la «buena» impaciencia. Pues la impaciencia puede serlo que los griegos llamaban bybris, 4. Hypomoné, su nombre griego, puede traducirse por «acción de resistir detrás», «fuerza de resistencia», «poder de aguan— tar sin rendirse», o también «atrevimiento emprendedor». En latín tenemos, en torno a patior, pati (padecer, sufrir): patibulum, patíbulo, horca, cruz, lugar o instrumento de suplicio; patiens, paciente, tolerante, sufrido, y patientia, paciencia, constancia, tolerancia.

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o sea, desmesura, precipitación, iracundia, pretensión de ser dioses y olvido de la finitud humana; pero no siempre es así, y, a veces, la impaciencia surge de la convicción y del compromiso. Cierto es que nos estamos moviendo al borde del precipicio y, si nos descuidamos, la paciencia puede degenerar en resignación o apatía y la impaciencia, en cambio, mostrar su cara altruista. Cabe, pues, una mala comprensión de la paciencia, ante la cual debemos mantenernos alerta. Naturalmente sería mucho mejor no emplear en estos casos la palabra. La «seudo—pa— ciencia» es, más bien, hipnosis y engaño: el poderoso recomienda a los miserables «paciencia». En cambio, la auténtica no es una paciencia adormecida o aletargada, sino una paciencia vigilante o una vigilia paciente. Excepto en las respectivas degeneraciones, hay una buena comprensión y un buen uso de la paciencia y de la im— paciencia a partir de los cuales se pone de manifiesto su complementariedad: sumar a la espera el impulso y al impulso la espera; la espera elimina la histeria, y el impulso, la apatía.5 La auténtica paciencia ligada a la esperanza le es tan esencial al ser humano como el pan que éste come o el aire que respira. Tanto que la paciencia no es sólo una virtud entre otras. Su evidente dimensión temporal y su identificación con la esperanza la hacen incluso candida— ta a expresar lo humano. Es conocidísima la definición clásica del hombre como «animal racional» (zoon logikón), y muy conocida la no menos clásica que le califica de «animal político» (zoon politiko'n). ¿Y si le caracteri— 5. Chalier, C. (ed), La paciencia. Pasión de la duración consentida, Madrid, Cátedra, 1993.

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zásemos como bomo patiens, un ser sensible, capaz de padecer y de esperar? En este sentido, la antropología de la paciencia prepararía el terreno para una hermenéutica de la religiosidad. Además, el concepto de Homo sapiens sería adecuado hasta para asumir la también nuclear experiencia de la desproporción. No solamente la desproporción cartesiana entre finitud del entendimiento e infinitud de la voluntad, ola desproporción kantiana entre los límites del conocimiento y lo que más de veras nos interesa, sino también la desproporción entre los lí— mites y alcances de nuestra acción y las exigencias de sen— tido, así como la desproporción del «deseo metafísico» —deseo del Otro— que palpita en cada uno de nosotros.

ESPERANZA, SENTIDO, SALVACIÓN

La esperanza última de lo que no es cosa ninguna ha recibido diversos nombres: Infinito, Dios, Paraíso, Absoluto, Otro. Nombres todos de lo sin nombre, indicaciones asintóticas, intentos de referirse a lo mismo, ya sea hablando de «deseo metafísico del infinito», ya de «esperanza en Dios», ya de «espera de sentido». Si se acepta que esto se puede mantener como reflexión antropológica no necesariamente vinculada a una determinada confesión religiosa, resulta entonces que hay otra noción que también se ha de incluir en este mismo registro antropológico, a saber, la de salvación o redención. En la paciente espera de sentido hay humildad, pero no hay modestia en su contenido, ya que éste coincide con la suprema y más radical esperanza, apunta al infinito, a Dios. Por ello la paciencia viene a ser el hilo que cose lo finito con lo infinito. La justa «ambición» de la

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esperanza última hace que su manifestación en el seno de las tradiciones religiosas haya de estar a la altura: no debe de ser casual que uno de los centros —¡o el centro!—— del mensaje de Jesús sea el de las bienaventuranzas;6 o que el budismo gire en torno a la compasión universal; o que Franz Rosenzweig —uno de los autores más importantes del pensamiento judío contemporá— neo— sostenga que la paciencia de los «más fuertes» se basa en una milenaria capacidad de rechazar todo pacto con un mesianismo que no comprendiese el conjunto de la realidad y no llegase hasta la más humilde de las vidas. La «ambición» del contenido de la esperanza nos lleva enseguida a la más ardua y peliaguda de las cuestiones: ¿Cómo se puede salvar lo que ya ha pasado? ¿No hemos dicho más arriba que una de las pocas certezas que tenemos es la del para siempre y la del nunca mas (o sea, la de la irreversibilidad del tiempo)? Lo que ha pasado ha pasa— do, por los siglos de los siglos. Pero, entonces, ¿qué espacio queda para la esperanza o para la espera de sentido? Ante lo irreversible del pasado, son tres las actitudes posibles. La resignación dice: así han ido las cosas; no lo quería yo, pero ya no puede hacerse nada al respecto y tenemos que aceptarlo, nos hemos de resignar (tal vez 6. Mateo 5, 1-10. Transcribo un magnífico texto de Agustín que enlaza la paciencia con las bienaventuranzas: «No perecerá nunca la paciencia de los pobres; estos que creen y todavía no contemplan, que esperan y aún no poseen, que suspiran de anhelo, pero no reinan felices; que tienen hambre y sed y no se satisfacen. N o es que haya de haber paciencia allá donde no habrá nada que tolerar; pero la paciencia no perecerá, porque no será estéril. Su fruto será eterno, y por eso no perecerá nunca». (San Agustín, Tratados morales. La paciencia, cap. XXIX. Madrid, BAC, 1954, vol. XII, pág. 471.)

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las distracciones y el olvido nos ayuden a ello...). El amor fati, ola nietzscheana voluntad de poder, dice: así han ido las cosas y para mí han ido bien (o incluso: asilo queria yo). La espera de sentido confiesa: así han ido las cosas, no lo quería yo, y espero que no sea ésta la última

palabra. Lo trágico del tiempo no sólo no podía pasársele por alto al penetrante genio de Nietzsche, sino que éste había de poner el dedo en la llaga. No por nada encontramos, precisamente en el capítulo de Asi/Jablo’ Zaratastra titulado «De la redención», estas expresiones: «Ninguna acción puede ser aniquilada...», «el hecho de no poder volver atrás», « “Fue”: así se llama el rechinar de dientes y la más solitaria tribulación de la voluntad».7 Nietzsche acentúa los dos aspectos que nosotros hemos puesto aquí bajo el rótulo de la irreversibilidad: que lo que fue, fue —tal es el locipax de la existencia: una vez y nunca más—, y que volver atrás es imposible. Lo que ha sido, ha sido una sola vez y por los siglos de los siglos. En lo más hondo del ser del mundo está inscrita, como férrea ley no moral sino ontológica, la prohibición de volver atrás. Y ¿cómo afronta Nietzsche esta situación? ¿Qué hace para superarla? ¿Qué puede hacer el «Superhombre» para no quedar aherrojado, esclavizado, en esta estructura de la existencia? He aquí la estremecedora respuesta: «Redimir a los que han pasado, y transformar todo “fue” en un “así lo quise” —¡ sólo eso sería para mí redenciónl». Ni memoria -—normalmente lastre que obstaculiza el impulso del hombre hacia el futuro—, ni deseo de consolar —sentimiento éste de los seres débiles. «Yo lo quise así», ¡y punto! 7. Nietzsche, F., op.

cit, pág. 204.

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La tercera actitud posible, la de la espera de sentido, expresa sobre todo una intención y un deseo; no pretende coherencia porque —a diferencia de las otras dos— apenas puede ni siquiera plantearse. ¿Cómo imaginar un tiempo no acabado aún del todo, un pasado todavía imperfecto? Hasta donde somos capaces de alcanzar, lo único que puede afirmarse es que la condición para que eso sea posible es que el tiempo ——-es decir, esta vida nuestra— no lo sea todo y haya algo diferente del tiempo. Más próximo o asequible a la vivencia que a la especulación, lo que la esperanza espera es que sea posible la consolación del que ha permanecido desconsolado. Ante esta encrucijada, me parece que hay que valorar especialmente las aportaciones del filósofo judío Emmanuel Lévinas y del teólogo cristiano Johann Baptist Metz, ya que ambos se esfuerzan en indicar un pasado incomprensiblemente abierto. Lévinas dice: «La identidad del presente se fracciona en una inagotable multiplicidad de posibles que suspenden el instante. Y esto da un sentido a la iniciativa, a la que no paraliza nada definitivo; y a la consolación, porque ¿cómo una sola lágrima —aunque sea borrada— podría ser olvidada?, ¿cómo la reparación tendría el menor valor, Si no corrigiese el instante mismo, si la dejase escapar en su ser, si el dolor que brilla en la lágrima no existiera “esperando”, si no existiera en un ser aún provisorio, si el presente estuviese acabado?»8 Fijémonos en que este texto gira precisamente en torno al cómo poder llegar a consolar, a las condiciones que hagan posible el consuelo. Enfocando así el tema, la memoria está en total complicidad con la esperanza: guarda 8.

Lévinas, E., op. cit., pág. 251.

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lo pasado y lo mantiene ala espera. Es la resistencia que, precariamente atrincherada y sufriendo la erosión del olvido y del paso del tiempo, espera una liberación. Metz ha ideado la expresión solidaridad rememorativa con los muertos y con los vencidos de todos los tiempos: «La esperanza de los cristianos en el Dios de vivos y muertos, en su poder de resurrección, es la esperanza en una revolución a favor de todos: los que sufren injustamente, los hace tiempo olvidados y también de los muertos. Esta esperanza no paraliza las iniciativas históricas ni la lucha porque todos sean sujetos; más bien garantiza la certeza de estos criterios con los que los hombres, ante la acumulación de los sufrimientos de los justos, se oponen a la injusta situación vigente».9 La esperanza «metafísica» no sólo no es incompatible con el esfuerzo por la transformación social, sino que in— cluso exige comprometerse a procurarla. No hay que adherirse a ninguna ideología del progreso, ni es imprescindible creer que algún día, por fin, la utopía se hará realidad: basta con entender y asumir el sentido de la acción idealista. La esperanza se entrelaza con la ac— ción. A la acción tenaz, terca e idealista en pro de la justicia y del bien, y a la solidaridad rememorativa, las une un único eje. La esperanza de sentido y el actuar por ideales determinan un tipo de temporalidad: oportunidad para la acción y tiempo de espera. Una espera que, en el fondo, no contempla que el mañana compense el ayer, pues sabe que ningún final —del aquí— puede compensar el trayecto. Hay un «tiempo económico» que sí compensa, con momentos de alegría y distrac9. Metz, J. B., La fe en la historia y la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979, pág. 95.

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ción, los sufrimientos y las desgracias: el domingo «compensa» los días de trabajo. Cabría, pues, pensar que un hipotético final de la historia pleno de felicidad compensaría a la historia hasta de su tortuoso caminar dejando las cunetas atestadas de víctimas. A veces entendemos la vida en sentido económico. Pero, entonces, ¿dónde quedarían el consuelo y la justicia? Hay que evitar que la esperanza quede encerrada —o, mejor dicho, anulada—— en el tiempo económico. Desde las esperas cotidianas hasta la más fuerte esperanza de sentido, la persona que las vive logra no dejarse engullir por el abismo de la nada y consigue, por tanto, tener un mañana. Ahora bien, en la vida y con respecto a nuestro poder de esperar, hay otra cosa de la que somos capaces y que contribuye decisivamente a hacer el mañana habitable y de rostro humano. Me refiero a la promesa y al hecho de darnos palabra.

PROMETER

Para ahora ya debe de haberse notado de sobra hasta qué punto ha sido Nietzsche uno de nuestros interlocutores preferidos, por ofrecernos imágenes muy evocadoras y porque nos espolea con algunas de sus más punzantes afirmaciones. Al tratar este tema tan específico de la promesa vuelvo a referirme a Nietzsche coincidiendo ahora sustancialmente con su opinión, aunque también lamentando que no haya tenido en cuenta un aspecto del prometer cuya constatación me parece imprescindible. A la capacidad de prometer le da Nietzsche mucha importancia: «Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas ——¿no es precisamente esta misma paradójica

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tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre?» 10 En este mismo texto, unas líneas más abajo, elogia «la fuerza de la capacidad de olvido» como condición para que un ser sin lastre pueda tener presente y futuro. Un poco más adelante, contrastando con la defensa del olvido, surge la excepción que es la promesa, y digo «excepción» porque el propio Nietzsche define sutilmente la promesa como «una auténtica memoria dela vo— luntad», memoria que consiste en la activa posición de «seguir y seguir queriendo siempre lo que alguna vez se quiso». Nietzsche toma la promesa como expresión inequívoca del individuo verdaderamente soberano. Quien puede prometer es un sujeto con voluntad propia e inde— pendiente, en el que emerge «una verdadera conciencia de poder y de libertad», garantía de su superioridad sobre los demás seres que no son capaces de esta acción. En particular, Nietzsche se muestra especialmente duro con los que prometen en falso: el hombre soberano, al que le es lícito prometer, «estará dispuesto a dar un puntapié a los flacos galgos que hacen promesas sin serles lícito y tendrá preparada su estaca para vapulear al mentiroso que quebranta su palabra ya en el mismo momento en que aún la tiene en la boca».11 El prometer tiene sentido porque el futuro no es previsible y, por ende, no es seguro lo que vaya a suceder en él. La acción de prometer es una manera de rebajar un poco la incertidumbre y la inseguridad del futuro: la promesa como que lo configura un tanto y lo convoca anticipadamente, y convoca, en concreto, al yo 10. Nietzsche, F ., La genealogía za, 1986,/pág. 65. 11. Idem, op. cit., pág. 68.

dela moral, Madrid, Alian-

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futuro. El hombre que promete está diciendo que no se dejará arrastrar por la corriente y que se mantendrá firme en lo que dice. Se trata de ser fiel a la propia identidad (a lo más profundo de uno mismo) por más cambios que puedan venir. El yo de la promesa no puede ser blando y fácilmente maleable; al revés, ha de ser bastante fuerte para introducir en el tiempo su propia medida, y sentirse por ello en disposición de anunciar el mañana. Al prometer, manifiesta el yo una voluntad y un deber de ser, incluso contra el destino. Como lo dice también Nietzsche, el hombre al que le es lícito hacer promesas «da su palabra como algo de lo que uno pue— de fiarse, porque él se sabe lo bastante fuerte para man— tenerla incluso frente a las adversidades, incluso “frente al Clestino”>>.12

Evidentemente, el poder de prometer es uno de los fundamentos de la sociedad civil y, en general, de la vida colectiva de los seres humanos. ¿Cómo podría sostenerse una sociedad al margen de los pactos y las palabras que se dan mutuamente los individuos que la forman? Pues probablemente sólo se sostendría así bajo el dominio de la fuerza. La tiranía no tiene ninguna necesidad de la promesa, —y, por cierto, las promesas del tirano son siempre falsas—; pero, en cambio, toda democracia se sostiene sobre la base de una promesa colectiva, hecha a menudo en forma de pacto. Como ya indiqué más arriba, hay un aspecto de la promesa que Nietzsche no advierte pero que, a mi entender, es casi tan importante como el de la fidelidad a uno mismo. Aludo a la dimensión interpersonal de la promesa, es decir, al compromiso que, al prometer, adquiere 12. Idem, op. cit., pág. 68.

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uno ante otra persona y respecto a ella. La importancia de esta dimensión interpersonal no se debe a lo que me— dio de pasada comenta Hume cuando, hablando de la promesa, dice que quien la hace se arriesga a perder su reputación Si no cumple lo prometido.13 Afortunadamente, la reputación tiene aquí muy poco o nada que ver, y lo que en verdad importa al hacer yo una promesa a al— guien es la relación de esa persona conmigo mismo y la confianza que deposita en mí. La confianza es, efectivamente, hija de la buena promesa. La relación interpersonal que se crea al prometer es una relación de confianza, o, por lo menos, tal ha de ser la intención. De ahí que, a veces, se haga la promesa valiéndose de expresiones como «puedes confiar en ello», «puedes estar seguro» o «puedes contar con ello». Esto es lo decisivo: el poder contar con que se cumple lo que se promete; que en el incierto mañana hay una cosa segura, que no se mueve: la cosa prometida. Confiar en alguien es, sin duda, el mejor apoyo para vivir. «Islas de seguridad en un océano de inseguridades», decía Hanna Arendt refiriéndose a la importancia de las promesas.14 Por supuesto que no es una seguridad plena: aunque confiemos en alguien, Siempre nos queda una sombra de inseguridad y de preocupación. «¡No te preocupes!...», se nos dice, probablemente porque se sabe que la preocupación está y nunca desaparecerá del todo. Una de las razones por las que siempre queda un «pero» es que, naturalmente, una vez hecha, la promesa se puede romper. No hablo de quien la esté rompiendo antes ya de formularla, porque ése, 13. Hume, Investigación sobre los principios de la moral, Madrid, Austral, 1991 (III, III, 3). 14. Arendt, H., op. cit., págs. 262-266. .

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simplemente, miente al decir que promete; hablo del que hace en verdad una promesa —por tanto, con intención de cumplirla— pero después, por los motivos que fuere, no la cumple. Romper una promesa supone, en realidad, romper doblemente: primero conmigo mismo que hice la promesa y, después, con la persona a la que se la había hecho. Al día siguiente de haber roto la promesa, se hace posible otra acción extraordinaria: la de perdonar. Quien rompió la promesa puede ser perdonado, y el serlo es condición indispensable para que pueda llegar a perdonarse también a sí mismo. Si la promesa es memoria de la voluntad, se entenderá que uno de los motivos de romperla provenga del olvido. En tal caso, no aparece ni una pizca de mala conciencia: simplemente, se ha olvidado. Otra variable, que no es exactamente la del olvido, consiste en el hecho de que, pasado el tiempo, el yo no se sienta convocado por el yo que fue: una especie de recuerdo amortiguado es, entonces, peor que el olvido; no se ha olvidado y, sin embargo, la indiferencia y la frialdad hacen que uno no sienta ninguna necesidad de responder ante sí mismo ni ante la otra persona. Pero, en general, no es verdad que las palabras —las auténticas palabras procedentes de individuos soberanos, como diría Nietzsche, o responsables—, se las lleve el viento, esto es, el tiempo que pasa. Todo cambia, también uno mismo. Y, a pesar de todo, se mantienen las promesas y las palabras. Ya hemos dicho que la promesa convierte el imprevisible futuro en porvenir ético. Pero este porvenir con— tiene ya inicialmente el presente, de manera que la promesa hace también del presente un presente ético. La promesa comprende el hoy y el mañana precisamente

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porque lo que tiene de más importante no es el marcar una fecha futura, sino la ética relación de confianza que ya ahora crea. La gracia de la promesa es que, desde el momento en que se hace, está fecundando cada día. De lo que se infiere que el prometer no se agota en el momento en que se promete. Prométese algo concreto, pero el acto de prometer es cosa distinta, mucho más importante y trascendente que lo prometido; «el decir no se agota en lo dicho» —comenta Lévinas. La acción de prometer (el decir) no se agota en lo que se ha prometido (en lo que se laa dic/ao), Sino que lo trasciende. Claro que, a veces, para prometer o dar palabra no hay necesidad de decir algo, basta con la presencia, que ya es de por sí locuaz. La familia es un buen ejemplo de promesa tácita, y la confianza que crea hace de su seno un espacio humanamente habitable. Por eso, cuando falla la familia, es decir, cuando falla la promesa de la familia, el mañana retiembla. Lo mismo ocurre con el amigo: su sola presencia es ya una promesa, y su posible traición, el rompimiento de esa promesa. Un buen ami— go es como la planta bien arraigada, que resiste todas las inclemencias y todos los vendavales: a su lado se recibe el don del tiempo. Un presente Sin promesa, sin palabra, es —paradó— jicamente— un presente sin presencia. Hacer del presente el presente de la palabra es dotar al tiempo —a la vida— de enjundia ética. Y, vista así, quizá sea ésta nuestra capacidad más sublime.

CAPÍTULO

IX

El tiempo paradójico (y el repetitivo paso de la cotidianidad) Indaga, al menos, pregúntate por que” sorda via la noc/ae, de en medio de los muertos, te ¡Ja vuelto a traer al dia? PAUL VALÉRY, La joven Parca, n. 410

El tiempo realmente sinónimo de la vida no se deja encajar en un único concepto ni representar en una sola dimensión. De ahí que el error que más a menudo se comete al hablar del tiempo sea debido al afán de simplificar. Y, estando como estamos en la época de las abreviaturas, abundan demasiado los planteamientos simplistas. Pero me parece que, con todo lo visto hasta aquí, puede concluirse que el tiempo, como la Vida, es paradójico y, en este sentido, rico: es paso y resistencia, «por siempre» y «nunca más», proyecto y memoria, aceleración y lentitud, acción y espera... Además, aunque quepa describir y hasta dar alguna razón de varios de estos aspectos, finalmente, el tiempo y la vida se muestran inconmensurables al pensamiento. Y no por su largura, pues aquí lo contrario de corto no es largo, sino heterogéneo, polifacético, dialéctico. Es la misma esencia paradójica de la realidad la que pide que se huya de simplismos y de abreviaciones

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articular un discurso, no contradictorio, pero sí con registros bastantes para que no se quede corto nada más comenzar. a fin de

RESISTENCIAS Y ENTREGAS

Según como se mire, vivir cuesta mucho o es, por el contrario, bien fácil. A veces requiere esfuerzo y trabajo, y otras veces, confianza y dejarse llevar. Después de ha— ber hablado del paso del tiempo y de haber escogido la imagen del río, del fluir de sus aguas, hemos comentado también las resistencias que oponemos a este transcurso del tiempo (nuestras obras, nuestras palabras, nuestra memoria). A ellas habría que añadir otra singularmente fuerte: la resistencia que consiste en no oponer resisten— cia. En algunas situaciones, lo más adecuado es, precisamente, no resistir. Se trataría no sólo de seguir el curso del río, sino de aprender la lección que nos brinda, la cual vendría a decir que, aunque a la larga la corriente del agua también erosiona, sin embargo, en principio, se adapta a las características del terreno, es decir, sigue su curso amoldándose a los relieves en vez de intentar mo— dificarlos. El ser humano, en cambio, se caracteriza por hacer más bien lo contrario: altera, modifica, transforma. No obstante, la Vida nos da también una sabiduría consistente en adaptarse, o, digámoslo así, en bacerse mas acua’tico. Lo que no significa rendirse o capitular, ni tampoco renunciar a la acción y a plantearse una resistencia de otro cariz, antes debe entenderse como un sensato intento de, según sea cada situación, compaginar ambas actitudes: la de la resistencia activa y la de la entrega. La vida requiere también aquí discernimiento y

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ductilidad. De este «ser acuático» algunos escritos de la antigua cultura china, como El libro del Tao o el Z/auan g Zi, nos ofrecen numerosos ejemplos. Y también los hallamos esparcidos alo largo del pensamiento occidental. En una carta a Sophie Volland escribía Diderot: «Mantente en reposo..., deja que pasen las horas, los días, los años, como todo lo que te rodea, y pasa como todo lo que te rodea; que ésta es la continua lección de la naturaleza». Y Schopenhauer, reflexionando sobre el paso del tiempo y sobre la conveniencia de no querer anticipar forzadamente las cosas, comenta: «Hay enfermedades de las que uno solamente se cura como es debido y para siempre dejándolas que sigan su curso natural...»1 En estos ejemplos, y en tantos otros que podríamos aducir, se nos dice que hay que dejarse llevar por la vida, acompañándola con inteligencia y confianza, a la vez que procurando dominar los deseos y la fuerza de la voluntad (al estilo del «querer no querer» de Heidegger). Es significativo que el hacer más agradable la vida se diga también hacerla más «pasable». En el no ofrecer resistencia y ser todo uno con la corriente dejándose llevar por ella, no hay roces, y menos aún choque frontal, oposición. Y es entonces cuando todo resulta más fácil. (Fijémonos asimismo en que cuando uno es capaz de contemporizar, o sea, de sincronizar, concordar los tiempos haciéndolos coincidir, entonces todo va mejor.) Y en ciertas ocasiones excepcionales ocurre que, sin haber hecho esfuerzo alguno por sustraerse al deslizamiento del temporal fluir, desaparece la percepción del mismo para dar lugar a una suerte de plácida intemporalidad. 1. Schopenhauer, A., Aforismos sobre el arte de saber vivir, Madrid, Valdemar, 2002, pág. 287.

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Tal vez pasa algo así como cuando dos cosas se mueven a igual velocidad y en la misma dirección, y entonces parece que ninguna de las dos se mueve.

EL CIRCULO Y LA LÍNEA

Cuando se reconoce la polifacética y paradójica realidad del tiempo no cuesta mucho compaginar varias de sus distintas representaciones. ¿No es cierto que el atenernos a la experiencia nos permite afirmar tanto la circularidad de los ritmos como la linealidad del pasar? Efectivamente, sabemos que, a fin de cuentas, son dos las principales representaciones teóricas del tiempo, la circular y la lineal (con toda una serie de variantes): el tiempo como una rueda o el tiempo como una línea, preferentemente recta, que va de los orígenes hacia el final. La primera la encontramos, por ejemplo, en los griegos; la segunda, en la cultura europea moderna. Ni una ni otra es absurda, pues las dos se basan en la expe— riencia observacional y en nuestras primeras y más fundamentales simbolizaciones. A la hora de figurarnos y representamos el tiempo cabe optar por insistir, o bien en el poder de infinita repetición de los ritmos temporales de la naturaleza y, por lo tanto, en la idea del dominio cíclico, o bien en la experiencia del tiempo que «pasa y no torna», y en el papel de las génesis y de los procesos acumulativos (que suelen reforzar la idea de progreso). De cuando en cuando se ha sostenido que la de la circularidad es una teoría con más base en la experiencia que la de la linealidad, pero esto no es muy exacto, dependiendo todo ello de qué parte de la experiencia se tome más en consideración.

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Así que los párvulos empiezan a coger un lápiz, una de las primeras cosas que ensayan, o que se les enseña, es a escribir estos dos Signos: un palote y un redondel, y

cuando lo hacen, les decimos que han escrito la «i» y la «o», o el «uno» y el «cero». Podría también entenderse —y sólo lo menciono a título de curiosidad— que estos primeros garabatos coincidieran con los esquemas más emblemáticos de la representación del tiempo: la línea y el círculo. Son los símbolos más sencillos, y quizá por lo mismo los más perfectos (lo privilegiado del círculo en la cosmología griega se debió seguramente a que otrora se creía que el movimiento perfecto era el circular, mientras que en la cosmología moderna se tendría por preferible el movimiento inercial y rectilíneo). Muchos de los símbolos empleados para representar el tiempo son ambivalentes. Por ejemplo, el árbol, que con su continuo crecimiento puede proyectarse en un esquema ascensional y representar, por tanto, el progreso: al crecer hacia el cielo, la copa del árbol se alza por encima del cíclico reino vegetal (figuradamente, tenemos así los «árboles genealógicos» y también el árbol de la evolución de las especies, representando aquéllos y éste ascendencias, orígenes y sucesiones). Pero es obvio que el árbol se inserta también en el modelo cíclico: su lenta descomposición ya muerto, o la consumición de su madera por el fuego del rayo o la fogata de la fiesta contribuyen a que se regeneren el suelo y la vegetación. Muchos instrumentos primitivos Sirven de Símbolos del tiempo circular: el torno, la rueda del carro, la afiladora, la rueda de molino... Todos ellos dan vueltas y más vueltas, y de su repetitivo movimiento circular surge, paradójicamente, el producto, eS decir, una cosa nueva que puede tomarse como indicación de un cami-

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no hacia delante: los sacos de grano que trajina el carro y se van acumulando en el granero, la cuchilla que sale bien afilada del taller del herrero...; la acumulación y lo nuevo son resultados más propios de un movimiento lineal. La unión sexual entra en una dinámica cíclica, pero, en cambio, el hijo que se engendra es lo único y nuevo que antes de esa unión no existía. El tiempo, en tal caso, además de repetición, es también novedad. Lo que significa que hasta en estas experiencias y represen— taciones más fundamentales se podrían encontrar tanto las simientes de la linealidad como —yendo un poco más lejos— las de la historia olas del progreso?-

REPETICIÓN ARQUETÍPICA

La representación del tiempo parte de la experiencia, pero después vuelve a ella para dar o reforzar el sentido de nuestras acciones y de nuestros pensamientos. Así como la circularidad se conjuga más bien con lo que es regular y estable, la linealidad lo hace con lo mudable y lo nuevo. Según explica Mircea Eliade, en las culturas que solemos llamar primitivas o arcaicas, las acciones son humanas y tienen sentido como tales en la medida en que remiten a algo que las trasciende y que hace referencia a los orígenes.3 La vida humana es la repetición de unos gestos paradigmáticos que nos orientan hacia una ontología originaria: «Como lo hicieron los dioses, así lo hacen los hombres», se lee en la tradición hindú 2. Durand, G., op. cit. 3. Eliade, M., El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza, 1995, pág. 14.

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de Taittiriya Brabmana. Lo cual, por cierto, no lo hallamos sólo en los pueblos «primitivos», sino también en las culturas antiguas de Asia, Europa y América. Hasta en los escritos neotestamentarios, al explicar Jesús el mandamiento nuevo, he aquí lo que dice: «[...] tal como yo os he amado, amaos también entre vosotros».4 Sin embargo, en el mensaje cristiano la repetición arquetí— pica, con todo y ser muy relevante, no es ya lo que más importa, pues la exhortación «amaos entre vosotros» tiene sentido en sí misma, independientemente del pa— radigma original. En la mimética del arquetipo no hay avance ni retroceso, hay sólo un presente que, en la repetición ritual, rememora los orígenes. N o se subrayan los cambios, ni las singularidades, ni las novedades, pues el énfasis se pone tan sólo en lo que o bien permanece o bien se repite. Las acciones adquieren sentido en la medida en que imitan o repiten un arquetipo, y el resto no cuenta o cuenta muy poco. Por eso no hay historia, porque la historia, al menos en el sentido hegeliano, es, por definición, cambio. Lo esencialmente vinculado al esquema lineal es el tomar en consideración la individualidad, lo cual supone ver las cosas con un enfoque dirigido más hacia lo concreto que hacia lo general, más hacia lo singular que hacia lo genérico. Seguramente, el principal obstáculo que hoy tenemos para vivir y hasta para pensar según el modelo de la repetición arquetípica proviene, sobre todo, de la dificultad que supone el hacer secundaria la individualidad humana y considerar que lo único de veras importante y lo que en realidad cuenta es la especie. 4.

Juan13,34.

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El ritualismo de la repetición arquetípica de los actos originarios casa perfectamente con las estructuras circulares: el ciclo de las estaciones, la rueda de la vida, el Gran Año, el Gran Tiempo, el eterno retorno... Todas éstas no son invenciones nietzscheanas, pero el solitario de SilS-Maria es quien ha hecho una de las más sugerentes y agudas descripciones de las mismas. Una circularidad extremadamente dura es la que enseñaba Zaratustra con la teoría del «eterno retorno». Tal como si nos repitiese: «Vendré otra vez, con este sol, con esta tierra, con esta águila, con esta serpiente ——no a una vida nueva o a una vida mejor o a una vida semejante—: vendré eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y también en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas».5 La hipérbole nietzscheana nos pone (a nosotros, los «últimos hombres») ante lo más insoportable: la repetición eterna de lo mismo, sin rendijas, sin salida; rígida argolla de hierro, cerrada para Siempre, que los débiles son —Somos— incapaces de aguantar. Ahora bien, al margen de la exageración de Nietzsche (exageración que, en el fondo, es un ejercicio de pen— samiento), y aparte la mimética del arquetipo (que en la cultura actual ya no mantenemos), la verdad es que la repetición y el retorno (un retorno que, por lo que hemos di— cho de la irreversibilidad, sólo puede ser «parcial») tienen un lugar indiscutible en la vida de los humanos, a los que les proporciona, por un lado, una especie de apoyo y de seguridad, y, por otro lado, un dinamismo con poco desgaste energético. Repetición y retorno que, por lo de5. Nietzsche, F.,Asibabló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1972, pág. 303.

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más, no sólo no son contrarios ala novedad y al cambio, sino que los posibilitan. Es obvio que uno de los ámbitos en que hoy —como siempre— se realiza limitadamente la repetición es el del día a día de la cotidianidad: en la rutina o «ruedecilla» de la vida diaria.

REPETICIÓN Y RITMOS COTIDIANOS

Así lo vivimos y tan llanamente lo podemos mani— festar. El tiempo va pasando en la repetición de cada dia. La cotidianidad no es la síntesis (es decir, la supera— ción), sino la suma de circularidad y cambio, de acción y libramiento, e incluso, según como se mire, de lo ordi— nario y lo extraordinario. En contraste con lo que decíamos hace unos momentos, hay que advertir que la repetición cotidiana no es sólo ni prioritariamente reminiscencia, sino mirada hacia delante. ¿Qué hace el pianista cuando día tras día ensaya su interpretación de una pieza musical? Repite, sí, una composición del pasado —más o menos lejano—, pero la toca, sobre todo, de cara al futuro. ¿Qué hace la abuela cocinando cada domingo para toda la familia su plato predilecto? ¿Y qué hacen los amigos reuniéndose una vez al mes para beber juntos unas cervezas? Estas repeticiones ——nunca idénticas— buscan volver y, ala vez, labrar el futuro: son repeticiones de corazón, vibraciones del centro. Hay, pues, repeticiones que nada tienen de monótonas ni de claustrofóbicas, antes al contrario, en algunas repeticiones cotidianas se conjugan el retorno, la oportunidad del ahora y la abertura de futuro. Este tipo de repetición permite que las

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cosas entren cada vez más adentro: es repetición cordial y de cara al corazón. A la repetición cotidiana se la llama también hdhito. Este término es un derivado de haher, que significa tener o hacer algo de manera continuada o regular. En tanto que hábito, el resultado de la repetición es algo que se hace propio, pero no en el sentido de la posesión, sino en el de la forma de ser (justamente por eso Aristóteles y Pascal subrayan que la costumbre —equivalente del hábito— es como una segunda naturaleza). La repetición da lugar a lo habitable; de aquí la afinidad entre «hábito» y «habitación». En la propia habitación solemos sentirnos mejor que en lugares que nos sean extraños; en ella se está y se duerme mejor. La repetición crea lo familiar, lo casero, lo afín y también lo propio, lo que permanece y con lo que se cuenta. Los hábitos y la habitación nos proporcionan seguridad y refugio, y nos hacen más cálida y fluida la existencia. Más aún, el hábito es también generador de artes, desde las más excelsas hasta las vinculadas a los oficios (recuerdo cuando mi padre, que era carnicero, cortaba la carne: con su habitual pericia había perfeccionado al máximo los movimientos, tanto que ya no necesitaba prestar atención a ellos y la hoja del machete caía de golpe exactamente donde era preciso, y luego, con un par de pasadas de cuchillo se concluía la faena). Sin duda que la repetición del gesto practicado a diario, automatizándose, se aleja de la decisión y se acerca a una especie de determinismo (podría decirse que por el hábito el espíritu se transforma en necesidad); pero esto sólo hasta cierto punto, ya que todo hábito que se adquiere puede también perderse y, por lo tanto, sigue girando en la órbita de la responsabilidad y la libertad.

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Otra de las zonas fronterizas en las que se sitúa el hábito es la delimitada por la acción y la inacción, como podemos verlo si nos fijamos no sólo en la repetición Sino más aún en la repetición como ritmo. Pasa como en la música o en la poesía, que nos envuelven y nos transportan con sus ritmos. Lo que ante todo muestra que somos capaces de que el arte nos afecte. El ritmo musical nos afecta y conmueve, nos conduce, nos transporta. Por eso tarareamos o seguimos con el pie los compases o hasta nos ponemos a bailar... El ritmo de la música nos invade y se nos impone sin que lo queramos de forma explícita con un acto de voluntad; nos rodea con su presencia y, de pronto, nos sentimos ya dentro, arrebatados por él, sin iniciativa ni decisión nuestra. Simplemente: no le hemos opuesto resistencia cerrándonos en banda, sino que hemos dejado que nos entre por los oídos y por todos los receptores de nuestra sensibilidad para introducírsenos luego hasta los últimos rincones del alma. Inmersos en el ritmo de la música, nos hallamos compartiéndolo y ajustándonos a él. Ni libre decisión ni tampoco esclavitud, el ritmo nos llega, nos invade y nos transporta de otro modo, nos disciplina por medio de la previsión, del volver a empezar, de la recomendación y la confianza. Tales son los beneficios de los ritmos cotidianos. Evidentemente no se trata, ni mucho menos, de hacer aquí una apología de la cotidianidad considerada en conjunto, ni tampoco de cualquier tipo de cotidianidad. De sobra sabemos todos que hay cotidianidades muy duras, marcadas por la enfermedad, o por un trabajo inhumano, o por la pobreza y la escasez de recursos... No, de lo que se trata es de saber valorar en su justa medida aspectos de la cotidianidad que le dan a la vida una agradable y orientado-

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ra base rítmica y que sirven, a la vez, para superar algunos de los siempre inesperados golpes que puedan hacernos daño. Por lo tanto, aunque hable de la cotidianidad en general, únicamente me refiero a una posible parte de la misma: a aquella que de veras nos ayude a vivir. Las recurrencias y las reiteraciones vienen a ser como el palpitar dela vida, lo que a ésta le da ritmo y seguridad, pautándola y orientándola. En este sentido, la cotidianidad es como la musicalia'ad de la vida. Piénsese, por ejemplo, en cosas como el paseo a pie, el «buenos días» del panadero, el aroma del pan recién salido del horno, los manjares compartidos en la buena mesa, el feliz encuentro a media tarde o al anochecer con la persona amada, el rato de lectura sentado en el viejo sillón, el reparador descanso nocturno, etc. Volverse de espaldas al rítmico pasar de la cotidianidad o alejarse de ella tiene sus peligros. Uno de esos peligros es el de entrar en una sucesión de hechos y situaciones totalmente irregulares —que llevan al agotamiento y a la desorientación—; otro peligro es el de cerrarse en sí mismo de modo que nada llegue, nada se presente y se tengan así todas las cartas para enfermar enseguida. A quien se encuentra en alguno de tales estados se le recomienda que salga de él cuanto antes: «¡Has de salir de esto!». Y es obvio que aquí «salir» significa volver al día a día, volver a la trillada senda de la cotidianidad. Poder volver es verdaderamente una suerte y una bendición, un bien que sólo cuando se ha perdido se le puede valorar de veras. (En el ámbito po— lítico disponemos de un contraste análogo, el que hay entre el estado de excepción y el de la normalidad. Generalmente, hasta que se le pierde no suele ser valorado

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el magnífico privilegio de la normalidad. El estado de excepción es aquel en que puede pasar cualquier cosa y nadie tiene seguridad alguna; cuando se está en semejante estado, nada hay tan deseable como el retorno a la vida normal.) La cotidianidad que aquí elogiamos no es la que tan— to criticaban los autores existencialistas contraponiéndola ala vida autentica. Lo que ellos tenían en su punto de mira era el régimen de la impersonalidad, de la cultura de masas, dirigida por las modas, por los eslóganes, por el «se dice» o el «se hace», y en la que por ningún lado aparece el yo mismo. El régimen de la impersonalidad diluye alos individuos en una masa amorfa en la que ya no se distingue nada Singular ni caben nombres propios. Actualmente, la impersonalidad coincide casi por entero con el consumismo. Como decíamos páginas atrás, la manera más directa de dejar de ser uno mismo es entrar en el círculo del consumo, pues en él no tarda uno en perderse, en quedar absorbido, anulado, extasiado. Por eso, hay también que distinguir de la circulari-

dad consumista la buena repetición cotidiana: ésta te sostiene y te refuerza, la otra te diluye y te echa a perder. Conviene advertir, desde luego, que en la cotidianidad hay asimismo momentos que te absorben; pero lo hacen de otro modo. El mejor ejemplo es el del sueño: llega la noche, la hora del descanso, y te retiras a dormir; el mundo te circunda, tú no eres ya su centro, y recuperas un poco la faz de la inocencia. Quizá sea ésta una de las pocas ocasiones en que se puede hacer cierta apología dela inercia: ya no eres tú el que conduce, sino que te conducen; te has echado en los brazos de la noche y es ella la que pilota la nave. Sigues respirando: la vida es la que te respira o respira por ti. Pasada la noche, vendrá

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de nuevo el crepúsculo matutino y te despertarás para iniciar el día y sus quehaceres. El abandonarse en los brazos de la noche es muy diferente del dejarse seducir y engañar por los atractivos del consumismo. Son dos contrapuestas especies de alienación: la noche te aliena (te hace salir de ti) para después devolverte a ti mismo incluso renovado, reforzado; en cambio, el consumismo te aliena, te enajena, y no te devuelve nada, más bien te debilita y te gasta. (Quizá la verdadera experiencia mística consista en una suerte de alienación Similar a la de la noche: su diluirse no es para perderse y aniquilarse, Sino para luego recuperarse, eso Sí, no en un ego más inflado, sino en un sí mismo más humilde.)

EL IR TIRANDO Y EL DESBORDAMIENTO

El sentido común sanoó aprecia lo mucho que vale la cotidianidad. Comprende que cada día es el último y, por eso, hay que tomarse las cosas y atender a los otros con cuidado. Cuando por alguna inquietud malsana se menosprecia el pan de cada día como si fuese poca cosa y se clava la mirada en las ofuscadoras luces de las novedades banales creyendo que en el día a día no puede haber cosa alguna que valga la pena ni merezca mención, entonces es cuando se está más desorientado. Ya hemos dicho que atender a la oportunidad no es estar alerta respecto a algo excepcional, pues, si así fuese, siempre nos sentiríamos frustrados cuando «no pasase nada». No se ha de asociar la oportunidad a 6. Tomo la expresión de Franz Rosenzweig, El libro del sentido comun sano y enfermo, Madrid, Caparrós, 1994.

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lo excepcional, sino a la vida diaria y corriente, que nos va acercando las cosas y nos va mostrando su verdad. Aunque la tan usual expresión «ir tirando» parece tener sólo un cariz coloquialmente conformista, creo que hay en ella algo más. El ir tirando del día a día es una manera de hablar del paso del tiempo a través de la repetición cotidiana, y tiene algo de rítmico y también de «acuático» en el sentido al que nos hemos referido antes. Como también se suele decir ——en especial entre la gente mayor— «sólo se puede ir tirando, que ya es mucho». El ir tirando no es ciego, y quien lo expresa puede saber perfectamente lo mucho —-—el todo— que eso es y la necesidad de estar agradecido por ello. La cotidianidad del día a día nos lleva, Sí, a la repetición, y ésta al hábito y a la previsión. Sin embargo, el día a día nunca es previsible del todo, y es que nos aboca a lo extraordinario, en dos sentidos, el de la grieta ola abertura y el de la extrañeza del conjunto. En la misma cotidianidad hay aberturas que desbordan el presente, como si su significación fuese más allá de la forma en que se da. Diríamos que son intempestivas, en el preciso sentido de que su significación no acaba de encajar en lo normal y previsible. Hechos de signos muy diferentes. En el sacrificio o en el compromiso en que uno está dispuesto a darse a favor del otro, el alma se hace presente en medio del montón de intereses egoístas, de la voluntad de autoafir— mación y de la indiferencia. El momento de altruismo desborda, y por eso se puede decir que es intempestivo o amundano. Pero también lo es el mal radical: ¿no es cierto que lo absurdo del mal rebosa de la trágica hora en que se manifiesta con toda su fuerza abominable? Mas no es Sólo la grieta la que muestra la profundidad inabarcable —por desbordante— de la presencia;

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también el día a día tomado en conjunto. Descúbresenos de pronto la rareza propia de la cotidianidad. Hay momentos en que el conjunto de la vida cotidiana se nos revela como una especie de milagro. Entonces es cuando podemos ver en su justa medida la normalidad diaria; o, mejor dicho, vemos que el día a día no tiene medida posible, porque la vida, el tiempo, es inconmensurable.

Repetir significa, también, pedir de nuevo, volver a pedir. Tomando esta acepción, el tiempo repetitivo no debería entenderse como una especie de círculo ciego y árido ——como cuando hablamos de «un tiempo meramente repetitivo». Ahora, el tiempo de la repetición se acercaría al tiempo de la plegaria. Que el tiempo vaya pasando —adelante—— en la repetición cotidiana expresaría que el tiempo va pasando mientras se vuelve a pedir; mientras se agradece el día de hoy y se pide y se espera un nuevo día. No en balde la repetición del agradecimiento y del ruego ha acompañado y acompaña, en muchas culturas, al presente de la vida o del tiempo.

Paidós CONTEXTOS Últimos títulos publicados: 109. H. G. Frankfurt, Sobre la verdad 110. M.—F. Hirigoyen, Dones maltractades. Els mecanismes de la violencia en la parella 111. J. Baggini, El cerdo que quería ser jamón y otros noventa y nueve expe-

rimentos para filósofos de salón

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planeta M. Hanlon, Diez preguntas. Una guia para la perplejidad cientifica W. B. Irvine, Sobre el deseo. Por que queremos lo que queremos J. Lloyd y]. Mitchinson, El pequeño gran libro de la ignorancia P. Khanna, El segundo mundo T.Todorov, Eljardin imperfecto J. MCConnachie, El libro del amor S. Zizek, Sobre la violencia D. Fo, El amor y la risa T. Puig, Marca ciudad. Cómo rediseñarla para asegurar un futuro es— pléndido para todos Z. Bauman, El arte de la vida. De la vida como obra de arte Z. Bauman, L'art de la vida. De la vida com a obra d’art J. M. Esquirol, El respirar de los dias. Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida E. Cantarella, El beso de Eros. Una introducción a los dioses y béroes mitológicos de la Antigüedad Ramón Bayes, Vivir. Una guia para la jubilación activa Genis Guedj, Las matematicas explicadas a mi bija ].M. Esquirol, El respirar dels dies. Una reflexió filosófica sobre el temps i la vida

LA CONDICIÓN HUMANA HANNAH ARENDT

Colección: Estado y sociedad ISBN: 978-84-7509-855-5- Código: 450 4 I

Páginas: 384

Formato: |5,5 X 23,3 Este libro es un penetrante estudio sobre el estado de la humanidad en el mundo contemporáneo, contemplada desde el punto de vista de las acciones de que se es capaz. En este sentido, no ofrece réplica a ciertas preocupaciones y perplejidades que ya reciben respuesta por parte de la política práctica, sino que propone una reconciliación de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias. Limitándose de manera sistemática a una discusión sobre la labor, el trabajo y la acción, el libro se refiere únicamente a las más elementales articulaciones de la condición humana, a esas actividades que tradicionalmente se encuentran al alcance de todo ser humano. Mientras que la labor se refiere a todas aquellas actividades humanas cuyo motivo esencial es atender a las necesidades de la vida (comer, beber, vestirse, dormir...), y el trabajo incluye todas aquellas otras en las que el hombre utiliza los materiales naturales para producir objetos duraderos, la acción es el momento en que el hombre desarrolla la capacidad que le es más propia: la capacidad de ser libre. De este modo, a la vez análisis histórico y propuesta política de amplio alcance filosófico, La condición humana no sólo es la clave de todas las obras de Hannah Arendt, sino también un texto básico para comprender hacia dónde se dirige la contemporaneídad.

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DAR

EL TIEMPO

JACQUES DERRIDA

Colección: Básica ISBN: 978-84-493-OI l6-2 Páginas: l76 Formato: |5,5 >< 22



Código: 32073

Jacques Derrida, en este libro, intenta formalizar condiciones y efectos y la incompatibilidad aparente entre el don y el presente. La necesidad, para el don, de exceder el retorno circular hasta su origen implica una interpretación del tiempo que a menudo se ha representado como un círculo. Con el tema del don y del tiempo, como cuestión de la repetición, va incluido el tiempo del ser, el tiempo del mundo, el tiempo social, el tiempo de la conciencia y el del inconsciente.

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IMPROMPTUS ANDRÉ COMTE-SPONVILLE

Colección: Contextos ISBN: 978-84-493- 825-2 Páginas: |60 Formato: |3,5 X 2| |

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Quien haya leído el Pequeño tratado de las grandes virtudes, una de las obras maestras de André Comte-Sponville también publicada por Ediciones Paidós, hallará en este libro breve e intenso una prolongación, aún más espontánea y menos sistemática, del único asunto que de verdad importa a su autor: qué hacer con nuestra vida, cómo hacerla más viva, más feliz, más positiva... En una palabra: mejor. ¿Por qué impromptus? Dice Comte-Sponville: «¿Es esto filosofía? ¿Literatura? No lo sé ni me importa: dejo el asunto a los que todavía se interesan por ello. Montaigne me liberó de esas etiquetas, de esa manía clasificatoria. Liberará a otros. Sin querer imitarlo, he intentado seguirlo, a mi modo, incluso desde lejos, incluso mal. ¿Ensayo? Es la palabra que mejor le convendría, si el ejemplo de Montaigne no fuera tan aplastante y si la palabra no hubiera cambiado un poco de significación con el curso de los siglos. El término impromptus expresa mejor lo que estas palabras tienen de frágil, de provisional, de casi improvisado... Se me objetará que la referencia a Schubert también es aplastante, y se tendrá razón. Pero no soy músico y eso torna más leve la confrontación. El título se justifica, en fin, por cierto clima interior que me hace pensar en Schubert..»

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¿Es cierto que

«el

tiempo todo lo cura»? ¿Cuánto tiempo

«nos queda»? ¿Qué puede querer decir —más allá del tópico— lo de «vivir el presente»? ¿Cómo es que hoy, en plena epoca de los relojes y cronómetros de máxima precisión. apenas tenemos «tiempo» para nada? Estas son algunas de las cuestiones que se plantean en este ensayo sobre la experiencia del tiempo; un ensayo cuya originalidad consiste no sólo en Ia peculiar manera de abordar y de articular el tema. sino también en el uso de un lenguaje comprensible y ameno para expresar ideas de largo alcance aunque

aparentemente muy sencillas.

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de los días

¿En qué sentido puede el tiempo «perderse» o «darse»?

El respirar

es tan relevante para nuestra orientación y nuestra salud?

Josep Maria Esquirol

¿Por qué el ritmo determinado por el paso del día y la noche