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Spanish Pages [265] Year 2009
Colección: PSICOLOGÍA
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Manuales El diagnóstico de los niños y adolescentes “problemáticos” Una crítica a los discursos sobre los trastornos de la conducta Por
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Valerie HARWOOD Traducido por Eileen Feely, dirigida por Redactores en Red Revisado por Mar del Rey Gómez-Morata Valerie HARWOOD
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Gill GORELL BARNES El diagnóstico de los niños y adolescentes “problemáticos” Una crítica a los discursos sobre los trastornos de la conducta Director de la colección: Jurjo Torres Santomé Tercera edición EDICIONES MORATA, S. L. Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920 C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID [email protected] - www.edmorata.es Título original de la obra: Diagnosing “Disorderly” Children © All Rights Reserved. Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes. Código Penal). © EDICIONES MORATA, S. L. (2009) Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid www.edmorata.es - [email protected] Derechos reservados ISBN eBook: 978-84-7112-613-9 Depósito Legal: M-1.349-2009 Compuesto por: Ángel Gallardo Servicios Gráficos, S. L. Printed in Spain - Impreso en España Imprime: LAVEL. Humanes (Madrid) Ilustración de la cubierta: Schuhterjungen und Rehhelflicker por Albert Hendfchel Para LMP. CAPÍTULO PRIMERO
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Agradecimientos Esta obra recibió el apoyo de dos subvenciones de la Universidad de Wollongong: URC Strategic Research Development Grant (“Subvención URC al Desarrollo de Investigaciones Estratégicas”) y Faculty of Education Research Grant (“Subvención para investigaciones de la Facultad de Educación”). Agradezco a la Facultad de Educación de la Universidad de Wollongong por otorgarme el apoyo necesario para realizar esta obra, incluida una licencia por estudio en 2004. Se han publicado en otros sitios versiones anteriores de partes de esta obra y algunas de las ideas desarrolladas aquí. Agradezco a los editores su permiso para utilizar ese material. Esas publicaciones son: HARWOOD, V. (2001) “Foucault, narrative and the subjugated subject: doing research with a grid of sensibility”. Australian Educational Researcher, 28 (3), págs. 141-66. HARWOOD, V. (2003) “Methodological insurrections: the strategic value of subjugated knowledges for disrupting conduct disorder”. Melbourne Studies in Education, 44 (1), págs. 45-61. HARWOOD, V. (2004) “Subject to scrutiny: taking Foucauldian genealogy to narratives of young oppression”. En M. L. RASMUSSEN, S. TALBURT y E. ROFES (eds.) Youth and Sexualities: Pleasure, Subversion, and Insubordination In and Out of Schools. Nueva York: Palgrave, págs. 85-107. Derechos de autor ® Mary RASMUSSEN, Susan TALBURT, Eric ROFES. De Youth and Sexualities. Editado por Mary Louise Rasmus-sen, Eric Rofes, Susan Talburt. Reimpreso con el permiso de Palgrave Macmillan. RASMUSSEN, M.L. y HARWOOD, V. (2003). “Performativity, youth and injurious speech”. Teaching Education Journal, 14 (1), págs. 25-36. VINSON, T. (2002). Report of the Independent Inquiry in the Provision of Public Education in NSW. Second Report. Sidney: Public Education Inquiry NSW. También quiero agradecer a Castalia Publishing Company por autori-zarme a utilizar el diagrama de la “hierba mala” (“Vile Weed” diagram), tomado de PATTERSON, G.R., REID, J.B., y DISHION, T.J. (1992). Antisocial Boys (Vol. 4). Oregon. Castalia Publishing Company.
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CAPÍTULO PRIMERO Introducción Ella tenía náuseas y estaba asustada. La radiografía de bario de su intestino era normal, y a los pocos días comenzaron las insinuaciones sobre la salud mental de la niñita y su familia. (ROBOTHAM, 2004, pág. 1) El 31 de marzo de 2004, en la portada del periódico Sydney Morning Herald apareció un artículo titulado “Adara wasn’t pretending it was cancer” (“Adara no estaba fingiendo: era cáncer”) (ROBOTHAM, 2004, pág. 1) El artícu-lo cuenta que, en septiembre de 2000, Adara, una niña de 3 años que tenía un cuadro de vómitos severos y recurrentes, fue internada en un hospital y luego recibió un diagnóstico de problemas psiquiátricos. Estos problemas, de acuerdo con ROBOTHAM, incluían un “diagnóstico provisional de anhedoniai*, que significa depresión”, “síndrome de rechazo persistente absoluto”, e “intentos de llamar la atención y depresión reactiva” ( ibid. ). Más adelante se com-probó que estos diagnósticos eran erróneos y se descubrió que Adara tenía cáncer; específicamente, un tumor en el tronco cerebral. No obstante, mientras el tratamiento para los problemas de Adara se basó en el modelo psiquiátrico, la interpretación dominante veía el comportamiento de Adara como intentos de llamar la atención, y la actitud de su familia como deficiente. Por ejemplo, en las notas del hospital había “...órdenes escritas el 23 de septiembre: ‘Por favor, ignorar los vómitos. ¡Por favor NO TRATAR los vómitos como en otros niños!, tomar nota y seguir alimentando a la niña al mismo ritmo... Equipo de psicología volver a evaluar el lunes’” ( ibid. ). Adara falleció el 12 de abril de 2001, a los 5 años. Es terrible que esto haya sucedido, sobre todo por la angustia ocasionada a la niña y a su familia por el diagnóstico inicial incorrecto. Una de las cosas que esto nos insta a preguntarnos es cómo es posi*nDisminución total o parcial para disfrutar con aquellas situaciones con las que antes se disfrutaba. (N. del E.) ble que se haya diagnosticado la enfermedad de esta niña como un comportamiento problemático. Este libro adopta una perspectiva severamente crítica sobre la manera en que el diagnóstico de niños problemáticos se ha convertido en un lugar común. 8
Examina la forma en que esas ideas sobre los niños y los jóvenes tienen semejante autoridad y credibilidad en su influencia sobre padres y tutores, la comunidad en general, los medios de comunicación y, especialmente, en los propios niños. En el caso de Adara puede afirmarse que la proliferación de los discursos sobre niños problemáticos posibilitó que los vómitos persistentes de una niña, con síntomas como pérdida de peso y “su cabeza... que se inclina hacia un lado” (ROBOTHAM, 2004) se diagnosticaran como un problema “psiquiátrico”. La historia de Adara no es un caso aislado. A los niños y jóvenesi* a quienes se considera problemáticos se les suele diagnosticar una serie de trastornos psiquiátricos, incluido el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y otros trastornos infantiles como el de la conductai** o el negativista desafiante. Tales diagnósticos están íntimamente relacionados con diversas cuestiones, y entre éstas se destaca la predicción de problemas mayores. Estas “predicciones” pueden ir desde mal desempeño escolar a criminalidad futura o riesgo de desarrollar trastornos psiquiátricos cuando sean adultos. Por ejemplo, la Academia Estadounidense de Psiquiatría de Niños y Adolescentes (1997) sostiene que el 40% de los niños con trastornos de la conducta tienen posibilidades de convertirse en adultos con trastorno antisocial de la personalidad1i (TAP) (al que también se llama psicopatía o sociopatía). Si es posible hacer predicciones basadas en el diagnóstico de un niño problemáti-co, ¿qué profecías pueden hacerse para el pequeño al que se describe como “el terrorista de los niños de 4 años”? Esta descripción se incluye en una breve viñeta de “historias de la vida real” en una página sobre “trastorno de la conducta” en la página web del Centro de Estudios Infantiles de la Universidad de Nueva York AboutOurKids.org. En esta página web figura: “los maestros de Brandon en la guardería infantil informan que él es ‘el terrorista de los niños de 4 años’” (GOODMAN y GURIAN, 2001). Si los discursos psiquiátricos pueden predecir trastornos en los adultos sobre la base del comportamiento aparentemente problemático de niños pequeños, esta descripción dista de ser inocua. *nSiempre deseamos evitar el sexismo verbal, pero también queremos alejarnos de la reiteración que supone llenar todo el libro de referencias a ambos 9
sexos. Así pues, a veces se incluyen expresiones como “niños y niñas” y otras veces se utiliza el masculino en general. (N. del E.) **nTrastorno de la conducta y trastorno disocial se utilizan como términos intercambiables, ya que son los términos que utilizan los manuales de clasificación DSM-IV-TR e ICR-10 respec-tivamente para referirse al mismo trastorno en sus versiones en español. Véase también nota sobre el DSM-IV en pág. 17 y más detalladamente en pág. 64. ( N. del T. ) 1nA lo largo de este texto utilizo letras minúsculas cuando hago mención de trastornos mentales tales como el trastorno de la conducta. Se utilizan mayúsculas para las abreviaciones, como TC, TND. En las citas, los términos se presentan como en el original. Se hacen afirmaciones sobre trastornos y niños problemáticos con aparente facilidad. En el Reino Unido, se diagnosticó a un niño de 13 años que había estado involucrado en un asalto a una señora mayor con un “trastorno hipercinético de la conducta que le causa dificultades en su casa y en la escuela” (“Graveyard mugger jailed for five years”, This is Lancashire, 22 de febrero de 2003). Hay otro artículo que cuenta que al tribunal inglés que intervenía en el caso de un “adolescente que robaba automóviles para pasear en ellos” y que había roto deliberadamente su rastreador electróni-co, se le dijo que “el niño tiene un diagnóstico de trastorno de la conducta. Esto significa que le cuesta mucho lidiar con situaciones estresantes y pierde la calma” (“Joyrider broke his electronic tracer tag”, Eastbourne Today, 11 de junio de 2004). El Sunday Telegraph publicó un artículo sobre Ben Griffiths, un niño de 11 años de la ciudad de Wrexham, Gales, en el que se decía que tenía un diagnóstico de trastorno negativista desafiante (TND) y TDAH y “se le prohibió el acceso a su centro de tiempo libre” (HENRY y DAY, 2004). En enero de 2000 la página web de noticias de la BBC, BBC News Online, presentó una nota sobre los tests de saliva que “pueden predecir qué niños tendrán algunos de los problemas de conducta más graves”. En palabras del “profesor McBurnett” de los Estados Unidos, el artículo afirma: “niños con un trastorno de la conducta persistente pueden tener genes que los predispongan a producir ciertas hormonas de manera diferente, o su producción de hormonas puede haberse visto alterada antes de su nacimiento 10
o al poco tiempo de éste” (“Spit test for future criminals”, BBC News Online, 13 de enero de 2000). También hay artículos periodísticos que, en su descripción de niños con términos psiquiátricos, informan sobre terribles injusticias. MIDGLEY (2004) en The Times Online, describe la muerte de Joseph Scholes, de 16 años, “quien se ahorcó con una sábana en el Correccional de Menores Stoke Heath de Shropshire”. El artículo cuenta que la madre de Joseph tuvo que esperar un año para poder leer los informes sobre su muerte. Estos informes decían que Joseph, un niño gravemente perturbado que se había infligido daño a sí mismo en varias ocasiones y a quien un psiquiatra le había diagnosticado depresión y un trastorno social y de la conducta, había pasado los últimos días de su vida angustiado y ate-rrorizado en una celda de barrotes, vestido con apenas una prenda tosca descri-ta en la investigación forense como una manta de caballo. Es increíble pero, parece que se envió a este joven al correccional de menores porque estuvo involucrado en un “robo menor callejero”. Fact Sheets for Health Professionals, publicación en Internet del Departamento de Servicios Humanos del Gobierno del Estado de Victoria, Australia (2004), también presenta descripciones de niños con problemas psiquiátricos. Esta ficha técnica contiene el caso clínico de un niño a quien se le diagnosticó trastorno de la conducta y dificultades específicas de aprendizaje. A continuación se incluye un extracto: Dylan vive en su casa con su madre y sólo ve a su padre ocasionalmente, durante las vacaciones escolares. Su padre tiene antecedentes de comportamiento antisocial y varios delitos juveniles, y hay antecedentes familiares de abuso de alcohol. Dylan ha estado bajo el cuidado de otras personas desde que tenía un año. Su madre tuvo una niñez “muy normal”... El trabajo de su madre exigía que ella estuviera fuera de casa por largos períodos y la organización para el cuidado del niño era improvisada y sin medios. Inicialmente la madre no veía el comportamiento de Dylan como problemático para ella y culpaba a la escuela por sus problemas de conducta. Los perfiles de Dylan, su madre y su padre reflejan estereotipos que frecuentemente describen a familias con un hijo problemático. Estos estereotipos usualmente consisten en una madre soltera y problemas paternos tales como antecedentes delictivos y de abuso de alcohol, y con frecuencia 11
incluyen juicios de valor sobre los cuidados prodigados por los padres (en este caso, la organización improvisada y sin medios para el cuidado del niño por parte de la madre). Las noticias periodísticas, las “fichas técnicas” y otras publicaciones parecen demostrar que hay un consenso en cuanto a la legitimidad de la descripción psiquiátrica de los niños y de su conducta. Pero realmente no es así. Tomemos, por ejemplo, la forma en que MCLEAN (2004), colaborador del boletín sobre educación Times Educational Supplement, describe el creciente uso del término EBD, Emotional and Behavioural Difficulties (dificultades emocionales y de conducta) entre maestros, y afirma que “nunca tuvimos una definición oficial o un acuerdo profesional sobre lo que constituye las ‘EBD’”. Podemos ver también la forma en que EDWARDS (2004), “un ex director de escuela que ahora trabaja en el ámbito de la salud mental” cuenta que “observa con alarma la creciente lista de ‘trastornos’ con que se diagnostica a nuestros jóvenes”. También destaca el problema de qué se enseña a los maestros. “También me preocupa que muchos maestros, sobre todo a los coordinadores de necesidades especiales, son enviados a cursos en donde se les dice que el TDAH ... para dar un ejemplo, es ‘un problema here-ditario’, como si se tratara de una realidad incuestionable. Y no es nada que se le parezca” ( ibid. ). Es fundamental preguntar por qué el diagnóstico de niños problemáticos se presenta como una cuestión en la que existe consenso. Alterar ese acuerdo aparente es uno de los propósitos de este libro. Un segundo objetivo es hacer que se conozca el grado de difusión e influencia que han alcanzado los discursos sobre el diagnóstico de niños problemáticos. Para esto recurro a bibliografía de Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos. Si bien utilizo esos materiales, este libro no es un “estudio comparativo” sino un análisis que presenta un enfoque foucaultiano para examinar el alcance de los discursos sobre niños problemáticos. Esto requiere, por ejemplo, analizar algunas prácticas comunes en los Estados Unidos, ya que varias de éstas influencian las conceptualizaciones sobre niños problemáticos en otros países. El principal ejemplo que analizo es el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM)i*, del que puede decirse que es la obra más influyente en la definición del criterio diagnóstico para las conductas problemáticas. 12
En lo que respecta al Reino Unido, hace siete años, cuando comencé a investigar estas prácticas, me pareció que, a diferencia de Australia, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM) no tenía mucha influencia en las prácticas relacionadas con los niños problemáticos. No obstante, esto parece estar cambiando (o, al menos, la discusión del mismo es más acusada). Si bien en el Reino Unido es más común el uso de otro sistema de clasificación, la Clasificación internacional de enfermedades (CIE)i**, cada vez hay más discursos basados en el DSM o influenciados por él. Por ejemplo, mientras que EBD es la clasificación más comúnmente utilizada en el Reino Unido en niños problemáticos, se hacen asociaciones con el DSM. Por ejemplo, la del DSM-IV “es la descripción más comúnmente citada de TDAH” (VISSER, 2003, pág. 22). También existen textos como The A to Z Practical Guide to Emotional and Behavioural Difficulties (“guía práctica de la A a la Z de problemas emocionales y de conducta”) (AYERS y PRYTYS, 2002), que se encuentra con mucha facilidad en las bibliotecas de universidades como el Instituto de Educación de la Universidad de Londres. Esta guía cuenta con cuatro páginas de información sobre el trastorno de la conducta y explica que se define utilizando “criterios DSM-IV o CIE-10” ( ibid. , pág. 72), y proporciona “consejos para maestros y padres que tienen hijos con trastornos de la conducta”. Esto me lleva a un punto importante. Las conceptualizaciones actuales sobre niños problemáticos son muy amplias. En consecuencia, necesitamos reconsiderar qué se quiere decir cuando se utiliza la palabra “diagnóstico”. En pocas palabras, calificar al término “diagnóstico” como parte exclusiva de un acto clínico oficial implica perder de vista los efectos de las prácticas sociales generales de diagnóstico de niños problemáticos. Con esto no se pretende decir que los discursos formales no son importantes, sino afirmar que éstos a menudo tienen efectos fuera del entorno “clínico formal”. Un ejemplo de esto es la forma en la que personas que no son médicos clínicos pueden “dar un diagnóstico” al niño alborotador, con maestros, padres o tutores e incluso otros niños que pueden sugerir que un niño es problemático y proponer que “vea a un médico” o a un “especialista” o que “busque ayuda”. Trastorno de la conducta, trastorno negativista desafiante y TDAH son 13
trastornos del comportamiento que se diagnostican con frecuencia a los jóvenes y a los que los medios de comunicación, maestros, padres y tutores y niños y jóvenes se refieren frecuentemente. Este libro examina con minucio-sidad el trastorno de la conducta o trastorno disocial. Se define a este trastor*nDSM-IV, Diagnosis and Statistical Manual of Mental Disorders, en el sistema de diagnóstico que se utiliza actualmente en Estados Unidos y que utilizan clínicos e investigadores de todo el mundo. Es la última clasificación aceptada internacionalmente de enfermedades psiquiátricas y data de 1994, la revisión del mismo es el DSM-IV-TR, que se realizó en 2000. Véase pág. 64. ( N. del R. ) **nEn inglés International Classification of Diseases (ICD). ( N. del R. ) no en el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición, texto revisado (DSM-IV-TR) de la APA, American Psychiatric Association (“Asociación Psiquiátrica Estadounidense”) (2000, pág. 93). Según la APA, “la característica esencial del Trastorno Disocial es un patrón de comportamiento persistente y repetitivo en el que se violan los derechos básicos de los otros o importantes normas sociales adecuadas a la edad del sujeto”. Los criterios para el diagnóstico del trastorno de la conducta también incluyen referencias a problemas relacionados con la escuela ( ibid. ). Con esta vinculación con la escuela, el trastorno de la conducta se suma a la serie de términos utilizados para identificar a niños y jóvenes como problemáticos. Hace unos sesenta años, las categorías de acuerdo con las cuales se clasificaba a los jóvenes incluían “subnormales”, “deficientes mentales”, “retrasados”, “haraganes” y “niños problema” (CUNNINGHAM y cols., 1939, págs. 174178). Estas categorías describen y diferencian a ciertos jóvenes, principalmente en relación con su asistencia (o no asistencia) a la escuela. A los jóvenes que forman parte de esas categorías se los ve como interrupciones indeseables al apacible ritmo de la escuela. Tal opinión es la que sin reservas emitió SUTTON (1911, pág. 905) un doctor en medicina que investigó la cantidad de niños “débiles mentales” y “muy retrasados” que había en las escuelas en el área metropolitana de Victoria, Australia. Sobre la base de sus investigaciones, concluyó que “la presencia de esos niños en las escuelas es un gran 14
impedimento, no sólo para su propia educación sino también para la de sus compañeros normales en la misma clase. Son como un palo en la rueda de la maquinaria educativa”. Casi un siglo después, con una alarma creciente sobre los niños problemáticos, los programas para incluirlos dentro o fuera de la escuela, la supuesta relación entre comportamiento antisocial y trastorno mental, el aumento en el uso de medicamentos, y la gran cantidad de bibliografía popular y académica, los niños problemáticos continúan siendo una preocupación, y no podemos evitar preguntarnos si, pese al cambio de clasificaciones ofrecido por las prácticas de diagnóstico, se siguen viendo como un palo en la rueda de la maquinaria educativa.
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Foucault como punto de partida Esta forma de diagnosticar niños problemáticos se ha convertido en lo que podría describirse como un “panorama familiar” en educación (y en muchos otros ámbitos sociales como la salud, la criminología y los servicios sociales). Aquí es fundamental recordar que “es habitual que los discursos se vuelvan tan familiares que ya no queda una pausa para la reflexión y pueden parecer verdaderos y cómodos” (HARWOOD y RASMUSSEN, 2004, pág. 305). Tal como señala FOUCAULT (1997a, pág. 144): “todo lo que se percibe sólo se hace evidente cuando lo rodea un horizonte familiar y apenas conocido”. La tarea, entonces, para parafrasear a FOUCAULT, es examinar “este horizonte familiar y apenas conocido”. Consciente de este punto, mi crítica al diagnóstico de niños problemáticos parte de la táctica foucaultiana de hacer de lo familiar algo extraño: utiliza esta táctica para hacer, literalmente, que la familiaridad se torne algo obvio y, al hacerlo, impulsa el análisis de las prácticas de diagnóstico de niños problemáticos que parecen naturales. Para cuestionar este panorama familiar propongo una pregunta destinada a perturbar el horizonte familiar y apenas conocido del diagnóstico de niños problemáticos: ¿cómo es que un joven puede afirmar con certeza que tiene un trastorno? Para responder a esta pregunta es necesario formular varias otras en relación con el trastorno de la conducta. Éstas son: ¿de qué manera adquiere el trastorno de la conducta estatus de conocimiento científico?, y ¿de qué forma funciona el problema de conducta como saber legítimo de los jóvenes? Por último, debe formularse la pregunta ¿cómo construyen sus subjetividades problemáticas las personas jóvenes? Para responder a estas cuestiones hay dos conceptualizaciones teóricas clave: primero, el yo es una construcción de múltiples subjetividades; y segundo, la verdad, el poder y el yo están involucrados en la construcción e interacción de esas subjetividades. Ambas se basan en un entendimiento del sujeto que lo ve como producido o construido mediante procesos de subjetivación. Tal como lo explica FOUCAULT (1996a, pág. 472): “Llamaría subjetivación al proceso mediante el que resulta la constitución del sujeto o, más exactamente, de una subjetividad que es obviamente sólo una de las posibilidades dadas de organización de una
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conciencia del yo”. Utilizo el término “sujeto” para describir el foco de la subjetivación y considerar la subjetividad como uno de los muchos productos de este proceso de subjetivación. Este uso del término subjetividad proporciona un medio para enfatizar la multiplicidad de estos productos de la subjetivación. Por lo tanto, la diferenciación entre sujeto y subjetividad es valiosa porque admite un análisis de la construcción de la subjetividad problemática de una manera que permite que se la considere dentro de la multiplicidad de subjetividades que cualquier sujeto puede tener. Por ejemplo, el sujeto con trastorno de la conducta (un joven con un diagnóstico de trastorno de la conducta), puede tener multitud de subjetividades, como por ejemplo una subjetividad “delictiva”. Dado que el sujeto y la subjetividad son entes constituidos, para comprender la forma en que los jóvenes pueden verse a sí mismos como problemáticos debemos tener en cuenta la manera en que se construye la subjetividad problemática, es decir, la interrelación entre verdad, relaciones de poder y el yo. FOUCAULT (1997b, pág. 291), explica esta interrelación: Diré que, si ahora estoy interesado en cómo el sujeto se constituye a sí mismo de manera activa mediante las prácticas del yo, estas prácticas, no obstante, no son algo inventado por el propio individuo. Son modelos que éste encuentra en su cultura y que su cultura, su sociedad y su grupo social le proponen, sugieren e imponen. Esta perspectiva conceptualiza el yo como ente compuesto por múltiples subjetividades, producidas mediante un proceso de subjetivación. Sobre la base de este entendimiento, puede describirse a una persona joven a la que se diagnosticó como problemática como una persona con una “subjetividad problemática”, y puede verse al diagnóstico como un proceso de subjetivación. Esto da origen a preguntas sobre la relación entre el estatus científico del trastorno de la conducta y la construcción de la subjetividad problemática. Pueden encontrarse algunas reflexiones sobre esto en la especulación de FOUCAULT (1984a, pág. 387) sobre los “tres elementos de la experiencia”: “los tres elementos fundamentales de cualquier experiencia [son] ... un juego de verdad, relaciones de poder y formas de relación con uno mismo y con los demás”. 17
Como toda experiencia involucra a estos tres elementos, se puede suponer que el proceso de subjetivación debe involucrar necesariamente a estos tres, es decir, juegos de verdad, relaciones de poder y relaciones del yo (o lo que FOUCAULT, 1988a, llamó “tecnologías del yo”). Sobre la base de esta interpretación, puede darse una respuesta en términos de cómo está implicado cada uno de estos tres elementos en la “verdad” del trastorno de la conducta y la construcción de la subjetividad problemática. Estos tres elementos de la experiencia se utilizan para formar tres enfoques estratégicos para responder a mi análisis del trastorno de la conducta y la constitución de la subjetividad problemática. El primer enfoque utiliza el primer elemento de la experiencia, los “juegos de verdad” para considerar cómo fue que el concepto de niños problemáticos y, especialmente, el trastorno de la conducta, adquirieron estatus de conocimiento científico. El segundo enfoque utiliza las relaciones de poder para considerar la manera en que el trastorno de la conducta puede funcionar como saber legítimo de los jóvenes. El tercero utiliza las relaciones con el yo (las tecnologías del yo) para analizar la forma en que se constituye la subjetividad del trastorno mental. El análisis que deriva de los dos primeros enfoques proporciona un entendimiento de cómo los juegos de verdad y las relaciones de poder influencian las relaciones del yo. Cuando se diagnostica a una persona joven como problemática, el diagnóstico la designa como portadora de una psicopatología. También es posible que eso signifique que gran parte de los comportamientos, pensamientos e incluso intenciones de esa persona se interpreten mediante los discursos del trastorno mental. Como sugiere EDWARDS (2004): “El término ‘trastorno’ es perjudicial debido a que refuerza la noción de que hay algo en el niño que está mal, en lugar de que hay algo diferente”. Uno de los padres que entrevisté recientemente comentó que, una vez que su hijo recibió de la escuela un diagnóstico de TDAH, nunca volvió a escuchar nada positivo sobre él, y que hay una sensación general de que “simplemente son niños malos. Una vez que te califican de ‘malo’, esa etiqueta se queda allí para siempre” (Entrevista con padres 3, 2004). Un diagnóstico puede significar considerablemente más que una simple demarcación entre el joven con una psicopatología y el joven sin ella. Conlleva significados más profundos y nefastos en cuanto a la manera en que ser 18
“problemático” influencia la forma en que tanto los otros como la propia persona entienden a ese niño o joven. La principal pregunta de este libro, “¿cómo es posible que un joven pueda afirmar con certeza que tiene un trastorno?”, abre un espacio para analizar la tendencia a diagnosticar niños problemáticos. Esto se debe a que, al preguntarle a los jóvenes cómo pueden verse a sí mismos como problemáticos, también se debe formular la pregunta de cómo un diagnóstico de trastorno de la conducta puede tener un respaldo científico y cómo puede hacerse ese diagnóstico con autoridad. Los jóvenes del estudio Para analizar el diagnóstico de niños problemáticos trabajo con dos enfoques: una genealogía del trastorno de la conducta y material de trabajos de campo sobre el diagnóstico de niños problemáticos. El principal material de campo consiste en entrevistas realizadas en Australia a jóvenes que habían sido descritos como problemáticos. Realicé estas entrevistas a finales de la década de los noventa para mi tesis doctoral; en ella seguí un formato de múltiples entrevistas semiestructuradas. Este material consiste en la historias de cinco jóvenes, Rachel, Kris, Josh, Ben y Jemma, quienes experimentaron los efectos de haber sido diagnosticados con diferentes trastornos. Se cambiaron los nombres, ubicaciones y cualquier otro detalle que pudiera servir para identificarlos. En el momento de la investigación, a finales de 1997, Rachel tenía 19 años y trabajaba a tiempo completo para una empresa y Kris tenía 18 años y estaba solicitando el ingreso en la universidad. Josh tenía 16 años, vivía en la calle e intentaba obtener una pensión por discapacidad. Ben tenía 18, a punto de terminar su entrenamiento como barman, estaba entusiasmado por “finalmente terminar un curso”. Jemma tenía 20 años y acababa de decidir que no terminaría un curso de auxiliar de puericultura en la institución de educación superior y técnica TAFE (Technical and Further Education). Estos jóvenes tenían diversas experiencias que denotaban su condición de problemáticos. A Rachel, por ejemplo, sus compañeros, maestros y “expertos” de la profesión psiquiátrica le dijeron cosas sobre su persona. Ella contó que eso había comenzado en Educación Infantil cuando su primer encuentro con un orientador escolar tuvo como resultado que quedara marcada entre los otros 19
niños. En la Escuela Primaria sus compañeros le decían a Rachel que tenía “bichos”; en Secundaria la llamaban “rata carroñera pelirroja”. Los insultos no cesaron cuando Rachel asistió a la universidad. Allí, sus compañeros la llamaban “esquizofrénica” y “suicida”. Sus maestros le dijeron que era “un problema” y “una alborotadora”. Comenzaron a llamarla alborotadora en Educación Infantil, cuando “tenía 4 años, a punto de cumplir 5”. A partir de ese momento, contó, “me culpaban por todo lo que salía mal en el aula. Me habían clasificado como alborotadora; era una maravillosa etiqueta que llevar” (Rachel, entrevistas) 2i. Rachel consultó a una serie de profesionales del ámbito de la psiquiatría quienes le dijeron que tenía “problemas de comportamiento” y “problemas para relacionarse”, que era una alborotadora y que tenía 2nLas citas y las referencias al material de las entrevistas con los cinco jóvenes se mencionan de esta manera. “depresión”, trastorno por estrés postraumático, un “trastorno de la personalidad” y trastorno límite de la personalidad. La joven resumió sus experiencias con el comentario “sencillamente, no soy Rachel”, e hizo hincapié en que llegó a esa conclusión tras “diecinueve años de etiquetas” (Rachel, entrevistas). Estas experiencias convencieron a Rachel de que era una joven problemáti-ca, pero sobre todas las cosas sabía que no era “sencillamente Rachel”, sino una persona con problemas. Kris también había recibido un diagnóstico que lo calificó de problemático, pero su experiencia fue diferente a la de Rachel. Mientras Kris habló de ser descrito como alborotador, parece ser que cuando dejó de serlo recibió el diagnóstico de problemático. Dijo que estaba orgulloso de sus primeros años de Escuela Secundaria, cuando sus maestros le decían que era “desobediente” y “travieso”, y cuando sus profesores de matemáticas y ciencias lo llamaban “agitador”. Kris recuerda que le dijeron que su clase era peor que la peor y la más infame de las clases de Sidney: “teníamos un maestro que me dijo que éramos peores que la peor clase en el Estado” (Kris, entrevistas). Pese a que le decían estas cosas, Kris no creía ser “realmente malo”. En comparación con sucesos posteriores en su vida escolar, Kris recordaba con afecto estas experiencias de intransigencia ya que representaban una época en la que no 20
padecía trastornos mentales. Esta idea de que estaba “molestando a todos los demás” condujo a un fin brusco a mitad de su Educación Secundaria cuando ya no pudo interactuar más con sus profesores y compañeros. Cuando esto sucedió, Kris se encontró con que las verdades que le decían pasaron de “desobediente” a “tranqui-lo” y el “estudiante ideal”. Este cambio en la realidad fue acompañado por un cambio en la manera en que Kris veía la escuela. Cuando era “desobediente”, la escuela era divertida, pero cuando se convirtió en “el estudiante ideal” sus recuerdos de la escuela eran “sólo de tristeza y aburrimiento (pausa), sencillamente no sabía qué hacer conmigo” (Kris, entrevistas). Tal como lo explicó Kris, a medida que se comportaba más como un estudiante ideal, más se ais-laba del resto de sus compañeros, un aislamiento que se convirtió en completo cuando lo internaron en un hospital, donde permaneció una gran parte de los últimos años de la Escuela Secundaria. Kris cambió de escuela durante este período, pero se quedó en la nueva escuela sólo durante dos trimestres. “Estaba enfermo, entonces entré en una escuela religiosa y estuve allí durante dos trimestres. La dejé por mi enfermedad. Entonces, básicamente, repetí el undécimo año una vez más, pero no pasé de año la segunda vez” (Kris, entrevistas). Cuando estaba en undécimo año, ente los 15 y los 16 años, se internó a Kris en un hospital porque sus padres se preocuparon por su pérdida de peso. Ocurrió como resultado de un período en el que Kris había estado a dieta porque había aumentado de peso y odiaba ser “gordo”. Inicialmente ingresó en un pabellón de adolescentes y se le diagnosticó anorexia. Kris dijo: “estuve allí [en el pabellón de adolescentes] alrededor de cuatro meses y mi peso simplemente seguía bajando” (Kris, entrevistas). Mientras Kris “estaba cada vez más delgado” se tomaban más medidas. Tal como explica: “Cada vez estaba más y más y más delgado, al punto en que llegué a los sesenta kilos y él [un doctor] dijo, bueno, básicamente me consideró un caso demasiado difícil y me envió con el doctor X de la unidad de psiquiatría infantil, así que ésa fue la primera vez que estuve en un hospital psiquiátrico” (Kris, entrevistas). Kris interpretó el traslado del pabellón de adolescentes al Hospital de Psiquiatría Adolescente como un indicador de que era “un caso demasiado difícil”. A Josh le ingresaron en lo que él llamó una clase “especial” (educación 21
especial) en la Escuela Secundaria y como resultado de eso experimentó que sus compañeros le dijeran muchas verdades (en forma de acoso). Josh contó que fue a varias escuelas de Educación Primaria diferentes: Fui a unas seis o siete escuelas de Educación Primaria distintas. Sólo fui a dos de Secundaria. Estuve en muchas escuelas de Educación Primaria diferentes porque no podían manejarme con la discapacidad que tenía, mi TDA [trastorno por déficit de atención]. Básicamente, me pedían que me marchara. Y después, cuando pasé a Secundaria, se enteraron de mi discapacidad y me pusieron en una clase especial ... Tuve que dejar el primer centro de Secundaria porque la clase de educación especial se cerró y tuve que cambiarme a otro. Creo que cerra-ron la clase por un problema de fondos o algo así. (Josh, entrevistas.) En esta declaración es especialmente significativa la seguridad que tiene Josh en lo relacionado a verse a sí mismo como un individuo que tiene TDA al referirse a ese trastorno como “mi TDA”. Un psiquiatra le dijo a Josh que tenía TDA a los 8 años. Josh también se describió a sí mismo como un “niño de educación especial”, y explicó que “los niños de educación especial son aquellos que, por ejemplo, no pueden sentarse ni realizar correctamente una tarea” (Josh, entrevistas). Esta verdad le enseñó a Josh a verse como un individuo que realmente no puede dedicarse a realizar tareas, conocimiento de sí mismo que subyace a su creencia de que tiene una discapacidad. Por lo tanto, podría afirmarse que su alegría por estar en una clase de educación especial no disminuyó el atractivo de su “condición de especial” para que le dijeran verdades. De manera similar a lo que le sucedió a Rachel, Josh experimentó los efectos de lo que describió como acoso de sus compañeros: “me insultaban por estar en la clase de educación especial” (Josh, entrevistas). Aunque Josh recibía muchos insultos, declaró: “No me afectaba, básicamente se burlaban de mí. No me preocupaba por eso. Honestamente, no puedo recordar lo que me de-cían” (Josh, entrevistas). A pesar de estas afirmaciones, las verdades que le decían sus compañeros hicieron que fuera extremadamente sensible respecto a su identidad como “niño de educación especial”. Tal como reconoció Josh: “En cierto modo te sentías diferente [al estar en educación especial]” (Josh, entrevistas). La influencia de esto fue tan intensa que en Secundaria Josh 22
restringió sus relaciones personales a los compañeros de educación especial. A decir verdad, en Secundaria la situación era una mierda. Tus únicos amigos eran los de la clase de educación especial, estabas con ellos todo el tiempo. Básicamente, eran como tu familia. No te mezclabas con los otros chicos. Los alumnos en educación especial eran mucho mejores que los de la secundaria. (Josh, entrevistas.) A pesar del acoso, Josh creía que si no hubiera estado en la clase de educación especial “habría abandonado la escuela mucho antes, no habría podido soportarla” (Josh, entrevistas). De los jóvenes entrevistados, Ben fue la única persona a la que le habían dicho que tenía un trastorno de la conducta, diagnóstico que le realizó un psiquiatra durante una única entrevista. Ben explicó que su diagnóstico no le “molestó”: “No me importaba realmente, nunca le presté demasiada atención a eso, lo llamen como lo llamen ... nunca me preocuparon los insultos o ese tipo de cosas. En realidad nunca recibí muchos” (Ben, entrevistas). Lo que a Ben sí le importaba de su trastorno de la conducta era que el trastorno no era “lo suficientemente bueno”. Similar a lo que sucedió con Rachel, Ben habría preferido un mejor diagnóstico: Deseaba algo mejor. Verás: no podía ver ninguna razón para que me importara el trastorno de la conducta porque lo veía como una cosita insignificante, sí... quería algo que hiciera que la gente realmente me tuviera lástima. Por ejemplo, siempre quise [tener] cáncer y deseaba morir para que las personas sintieran lástima por mí. Quería algo como una depresión maníaca severa. (Ben, entrevistas.) Aunque Ben quería un trastorno mental más severo, no deseaba algo como “esquizofrenia” ya que le parecía “demasiado grave”. Ben era consciente de la forma diferente en que se trata a las personas con trastornos mentales “severos”: “no quieren conocerte, porque tú...; sólo sienten lástima por ti y quieren ayudarte” (Ben, entrevistas). Más adelante en nuestras entrevistas Ben dijo que estaba muy preocupado por una de las cosas que le habían dicho en relación con el trastorno de la conducta: que se podía convertir en un psicópata (el término utilizado en el DSM-IV-TR es “trastorno antisocial de la personalidad”). A diferencia de Rachel, Kris y Josh, Ben no habló acerca de lo que le de-cían 23
en la escuela. Describió la escuela como “sólo una pérdida de mi tiempo ... no me estaban enseñando nada nuevo” (Ben, entrevistas). Esta opinión influía en su decisión de asistir o no a la escuela: “Sí, bueno, básicamente a veces iba a la escuela y si lo que estaban haciendo era un verdadero desafío, entonces sí, lo hacía, pero por lo general sólo aparecía por allí y decía ‘esto ya lo sé’ y salía por la puerta lo más rápido posible” (Ben, entrevistas). Ben dijo que cuando no iba a la escuela pasaba el tiempo con amigos en el centro co-mercial de la zona “y ese tipo de cosas”. Si bien parece que desde el punto de vista de la escuela Ben se estaba comportando de una manera que era un problema (no asistía a clases), desde su punto de vista la escuela simplemente no era un problema: era aburrida, “sencillamente no podía tomarme la molestia de ir, así que no me afectaba” (Ben, entrevistas). Cuando inicié las entrevistas con Jemma, ella acababa de comenzar a utilizar ese nuevo nombre en lugar del anterior “Kathy”. Los adultos y sus compañeros la insultaron de muchas maneras llamándola “lenta”, “tonta”, “estúpida”, “zorra”, “inútil”, “vaca gorda”, diciéndole que tenía “dislexia”, “depresión, y que era una “mamasita negra”. Jemma fue la única joven del grupo que se identificó como de raza negra y contó que sus compañeros se burlaban de ella por “el color de mi piel”. Explicó que estos insultos “me hicieron creer que no era buena para nada y una niña inútil” (Jemma, entrevistas). Aunque el abuso racial le molestaba a Jemma, contó que la acción que más la angustió fue cuando le dijeron que su lugar estaba en la “clase más lenta”. Jemma cuenta que en Primaria la pusieron en la “clase lenta” y que permaneció en las “clases lentas” durante toda la Secundaria. Llegó a la conclusión de que estaba en esas clases porque no podía aprender y explicó que los efectos de eso habían sido “definitivamente horribles” (Jemma, entrevistas). Notas sobre la metodología Las perspectivas metodológicas clave en las que me baso para mi análisis son la genealogía foucaultiana y un enfoque foucaultiano de la investigación narrativa. La genealogía foucaultiana puede comprenderse como “una historia del presente” en la que, como explica FOUCAULT (1988b, pág. 262): “parto de un problema expresado en los términos que hoy son de uso corriente e intento 24
descubrir su genealogía”. Mediante este cuestionamiento del presente, puede utilizarse la genealogía para contrarrestar la familiaridad del diagnóstico de niños problemáticos y, en particular, las formas en que se otorga estatus “científico” al trastorno de la conducta. Aquí no se concibe a la genealogía como un método ni como un sistema (RANSOM, 1997; TAMBOUKOU, 1999), sino como una estrategia que responde a preguntas específicas que se centran en el diagnóstico de niños problemáticos y en la construcción del niño problemático. En respuesta a esta necesidad de creatividad, utilizo una estrategia genealógica que se basa en los “tres ejes de la genealogía” de FOUCAULT: Son posibles tres dominios genealógicos. Primero, una ontología histórica de nosotros en relación a la verdad mediante la que nos constituimos en sujetos de conocimiento; segundo, una ontología histórica de nosotros en relación con un campo de poder mediante el que nos constituimos en sujetos que actúan sobre otros; y tercero, una ontología histórica en relación a la ética mediante la que nos constituimos en agentes morales. Entonces, existen tres ejes posibles para la genealogía. (FOUCAULT, 1983a, pág. 237.) Sobre la base de esta afirmación sugiero que cada eje desempeña una función vital en la constitución de las subjetividades problemáticas. El primero se refiere a cómo participa la verdad en la producción de niños problemáticos. Esto incluye los campos de la psiquiatría y la educación. El segundo eje se enfoca en las relaciones de poder que permiten el diagnóstico de la condición de problemático. Estas relaciones de poder, en palabras de SIMONS (1995, pág. 30), incluyen “estructuras políticas, sistemas de reglas y normas, técnicas y aparatos de gobierno, prácticas divisorias y relaciones estratégicas entre sujetos que actúan unos sobre otros”. Para considerar las relaciones de poder se acepta la sugerencia de FOUCAULT (1980a) de una “tabla de análisis”, que se utiliza para analizar cómo funcionan las distintas formas de las relaciones de poder para convertir los trastornos de comportamiento en saberes legítimos sobre las personas jóvenes. El tercer eje está relacionado con el yo y considera la forma en que un joven se involucra en la constitución de sí mismo como problemático. Esto implica analizar los datos obtenidos en trabajos de campo de parte de los jóvenes, en relación con la verdad, el poder y el yo. Mi análisis de los tres ejes —verdad, relaciones de poder y tecnologías del yo— 25
se realiza utilizando lo que llamé los “cuatro ángulos de escrutinio” (HARWOOD, 2004). Estos ángulos consisten en discontinuidad, contingencia, apariciones y saberes sometidos. Los primeros tres ángulos —discontinuidad, contingencia y aparición— se utilizan específicamente para la genealogía del trastorno de la conducta. El cuarto, saber sometido, incluye dos clases: saber académico sometido y saber descalificado sometido. El primero —saber académico sometido — se aplica a la genealogía del trastorno de la conducta. El segundo, saber descalificado sometido, se utiliza para considerar la construcción de las subjetividades problemáticas. Estos ángulos de escrutinio proporcionan “caminos de entrada” para llevar a cabo un análisis genealógico que puede examinar el diagnóstico de niños problemáticos. Las “historias del presente” genealógicas exigen que pensemos la “historia” de una manera muy diferente. Al hacerlo, el genealogista “descubre que hay ‘algo completamente distinto’ detrás de las cosas: no se trata de un secreto esencial e intemporal sino de que no tienen esencia o de que ésta se fabricó pieza por pieza a partir de formas que les eran ajenas” (FOUCAULT, 1977, pág. 142). Al hacer esto, el genealogista se esfuerza por crear una “historia del presente” irregular y discontinua; lo opuesto a una historia regular y continua. Este uso de la discontinuidad es una táctica para perturbar las verdades familiares sobre el niño problemático y, más específicamente, sobre un diagnóstico como el del trastorno de la conducta. El objetivo es situar fracturas y rupturas específicas en la verdad del trastorno de la conducta y el diagnóstico de niños problemáticos y desestabilizar, por ejemplo, la afirmación de que el trastorno de la conducta tiene lugar como resultado del desarrollo científi-co. En el Capítulo III analizo una serie de discontinuidades, incluidas las distintas nociones de trastorno de la conducta y las varias clasificaciones del trastorno de la conducta en el DSM. La diferencia entre contingencia y discontinuidad puede ilustrarse en términos de lo que el genealogista investiga. Respecto a la discontinuidad, el genealogista busca puntos de ruptura y diferencia en la verdad aparentemente continua del niño problemático y del trastorno de la conducta. En cuanto a la contingencia, el genealogista formula preguntas como “¿de qué condiciones o circunstancias dependió la creación del trastorno de la conducta?” Esta clase de 26
pregunta implica que verdades tales como el trastorno de la conducta necesariamente dependen de algo y, por lo tanto, fueron “creadas” en determinado momento. Este punto es claro en la cita siguiente: “las cosas que nos parecen más evidentes siempre se forman en la confluencia de encuentros y posibilidades, durante el curso de una historia precaria y frágil” (FOUCAULT, 1988c, pág. 37). La contingencia trae a la superficie la naturaleza dependiente de verdades “incuestionables” como la práctica usual del diagnóstico de niños problemáticos. RANSOM (1997, pág. 88) sugiere que el genealogista debe tener en cuenta dos aspectos de la contingencia. Primero, debe ser consciente de que las cosas “que se presentan como resultados naturales de una historia progresiva y comprensible se revelan como una mezcolanza de elementos heterogéneos”. Segundo, estas cosas no conflu-yen de una forma ordenada, sino que “responden a conflictos fortuitos” ( ibid. , citando a FOUCAULT, 1977, pág. 154). Una manera de utilizar estos puntos es aplicar la sugerencia de FOUCAULT de proponer preguntas tácticas, como “¿por qué funcionó eso?, ¿cómo perduró aquello?” (FOUCAULT, 1980a, pág. 209). Utilizar esta clase de cuestiones da lugar a una interpretación diferente del trastorno de la conducta ya que, en vez de tomarlo (o a los niños problemáticos) como un hecho, se nos impulsa a preguntar: “¿de qué factores depende la verdad del trastorno de la conducta?”, o “¿de qué factores depende el diagnóstico de niños problemáticos?” En el Capítulo III analizo contingencias como, por ejemplo, la forma en que el trastorno de la conducta depende de una noción de trastorno mental y la relación de dependencia entre trastorno de la conducta y delincuencia juvenil. Considerar la verdad en términos de discontinuidad y contingencia respalda una interpretación de las verdades en cuanto “apariciones”. Al analizar la contingencia, FOUCAULT se refirió a la aparición al decir: “Puede demostrarse perfectamente que lo que la razón percibe como su necesidad o, mejor dicho, lo que las diferentes formas de racionalidad ofrecen como su ser necesario, tiene una historia; y puede rastrearse la red de contingencias de la que ésta emerge” (FOUCAULT, 1988c, pág. 37. La cursiva pertenece al original). BUTLER (1999, pág. 15) también menciona las apariciones y explica: “La ‘Genealogía’ no consiste en la historia de los acontecimientos sino en un análisis de las condiciones de la aparición ( Entstehung) de lo que se llama historia, un 27
momento de emergencia al que, en última instancia, no puede distinguirse de la fabricación”. Considerar al niño problemático como una aparición indica que realmente se apareció y, por lo tanto, pone énfasis en su “creación”. Dado que se trata de algo constituido, es posible buscar sus discontinuidades y contingencias. La discontinuidad, la contingencia y la aparición pueden utilizarse para analizar la “ciencia” del trastorno de la conducta y la construcción de las subjetividades problemáticas. La discontinuidad puede utilizarse para preguntar si el trastorno de la conducta ha permanecido igual; la contingencia puede indagar de qué depende la verdad del trastorno de la conducta, y la aparición nos impulsa a formular la pregunta “¿cuándo y cómo se originó este trastorno mental?” Los saberes sometidos son el cuarto ángulo de escrutinio. Estos saberes son lo que FOUCAULT (1980b, pág. 82) describe como “aquellos bloques de conocimiento histórico que estaban presentes pero enmascarados dentro del cuerpo de una teoría funcionalista y sistemática a los que la crítica —la que obviamente parte de la erudición— ha podido revelar”. Estos saberes son herramientas valiosas para el genealogista, ya que a partir de ellos es posible crear “algo que podría llamarse genealogía o, mejor dicho, multiplicidad de investigaciones genealógicas, un minucioso redescubrimiento de las luchas en conjunto con el recuerdo crudo de sus conflictos” ( ibid. , pág. 83). FOUCAULT describe dos clases de saberes sometidos: los saberes académicos y los recuerdos locales o saberes descalificados. En comparación, los saberes académicos sometidos son aquellos “contenidos históricos que han estado sepultados y enmascarados en una coherencia funcional o en una sistematización formal” ( ibid. , pág. 81). Esto implica que la sistematización de una verdad como el trastorno de la conducta requirió el “entierro” de ciertos saberes académicos. Puede describirse la genealogía en términos de esta interacción entre dominación y sometimiento. Al hacerlo, la genealogía “busca restablecer los diversos sistemas de sometimiento: no el poder anticipatorio del significado sino el peligroso juego de dominaciones” (FOUCAULT, 1977, pág. 148). Así, al encontrar un juego de dominaciones, puede hallarse un sistema de sometimiento en la aparente unidad de los discursos sobre niños problemáticos. Al identificar los puntos dominantes, los saberes académicos sometidos implican 28
momentos de discontinuidad en la acumulación de los supuestos saberes científicos sobre estos niños. Precisamente al encontrar estos sometimientos es cuando este discurso puede tornarse frágil. Para utilizar los saberes académicos sometidos el genealogista debe buscar con esmero “rastros históricos de este juego de dominaciones”. En lo que respecta a una genealogía del trastorno de la conducta, esto exige prestar atención a la presencia de saberes académicos sometidos tales como el de EDWARDS (2004), el “ex director de escuela que ahora trabaja en el ámbito de la salud mental”, quien critica las prácticas de los niños que alteran el orden. Mientras que los conocimientos académicos pueden entenderse como saberes expertos o calificados que han quedado sepultados por la formulación de sistemas de conocimiento dominantes, los saberes descalificados sometidos son aquellos a los que, en contraste, se considera carentes de pericia e idoneidad. Estos son “un conjunto de saberes a los que se ha descalificado por inadecuados para su tarea o por estar insuficientemente elaborados: saberes ingenuos jerárquicamente inferiores, situados por debajo del nivel de conocimiento o rigurosidad científica requerido” (FOUCAULT, 1980b, pág. 82). Los relatos de los jóvenes sobre su diagnóstico como problemáticos que se incluyen a comienzos de este capítulo, son ejemplos de saberes a los que se excluyó y a los que se considera “debajo del nivel de ... rigurosidad científica”. Los saberes descalificados sometidos son valiosos para el genealogista y la crítica que la genealogía desea establecer, dado que “es por medio de la reaparición de este saber, de estos saberes populares locales, estos saberes descalificados, que la crítica hace su trabajo” ( ibid. , pág. 82). Al utilizar saberes descalificados sometidos, puede utilizarse la genealogía para “considerar las afirmaciones ... contra las afirmaciones de un cuerpo unitario de teoría que los filtre, jerarquice y ordene en nombre de algún saber verdadero y alguna idea arbitraria sobre lo que constituye una ciencia y sus objetos” ( ibid. , pág. 83). Los saberes descalificados sometidos de jóvenes como Rachel, Ben, Josh, Kris y Jemma ofrecen la posibilidad de enfrentarse al “cuerpo unitario” de saberes con que se diagnostica a los niños problemáticos. Además de la genealogía, la investigación incluida en este libro se basa en puntos de vista de la investigación narrativa para desarrollar un enfoque para el 29
relato de las historias de los participantes de las entrevistas. Trabajo con la idea de que la noción de “historia” de la investigación narrativa puede manipularse para que se amolde a la estrategia foucaultiana de saberes descalificados sometidos (para un análisis más profundo, véase HARWOOD, 2001). Tal como señala BARONE (1992a, pág. 20): “las grandes historias permiten a los lectores contemplar maravillados una parte de su mundo que pensaban que ya habían visto. También permiten a los lectores conocer mejor a las personas que ya creían conocer”. Al basarse en saberes descalificados sometidos, puede afirmarse que los relatos de los jóvenes pueden ser fundamentales para repensar suposiciones acerca de aquellos denominados niños problemáticos. El relato de esas historias es entonces el contenido de lo que BARONE (1992b, pág.143) llama “narrador educativo crítico”, quien está “dispuesto a causar remordimientos en la conciencia de los lectores al invitarlos a reexaminar los valores e intereses que sostienen ciertos discursos, prácticas y arre-glos institucionales que se encuentran en la actualidad en las escuelas”. El objetivo de eso es “tentar a algunos lectores a que reconsideren actitudes y valores manejables y a otros a que afirmen perspectivas latentes no sanciona-das por la cultura dominante” (BARONE, 1995, pág. 66). Un aspecto importante de tal objetivo es escribir la historia de los participantes de las entrevistas de manera que sea creíble. Esto se basa en la idea que expresó SANDELOWSKI (1994, pág. 61) cuando escribió: Cuando me hables sobre mi investigación, no me preguntes qué encontré; no encontré nada. Pregúntame qué inventé, qué inventé a partir de mis datos y sobre la base de ellos. Pero entiende que, al preguntar, me preguntas eso. No estoy admitiendo contar mentiras acerca de las personas o los sucesos mencionados en mis estudios o historias. He dicho la verdad. La prueba de esto para ti está en las cosas que hice: en cómo las percibe tu mente, si satisfacen tu sentido del estilo y la destreza, si las crees y si apelan a tu corazón. Escribir las historias de los participantes implica necesariamente una interpretación por parte del investigador o escritor. En la analogía de ROSALDO (1987) entre hacer investigación y tomar una fotografía se describe muy bien lo inevitable de esta influencia y la lógica para reconocer su necesidad. Esta analogía deja en claro que, al igual que sucede con la fotografía, el investigador o 30
escritor se ve implicado de manera similar en la composición de la investigación (HARWOOD, 2001). Una forma de trabajar con esta cuestión es afirmar directamente que lo que se escribe es la versión de los acontecimientos del investigador. Yo presento las historias de los participantes deseando crear un relato persuasivo de sometimiento, o lo que BARONE llama “una historia educacional ingeniosamente persuasiva” (1995, pág. 66. La cursiva pertenece al original). La composición de las historias de los jóvenes que presento en los Capítulos VI y VII intenta ser lo que SANDELOWSKI (1994, pág. 60) describe como “informe legible de investigación”, “un informe de investigación que se lee como una novela: que cuenta una buena historia que es coherente, consistente y creíble pero que también es estética e intelectualmente satisfactoria”. Sumado a estos puntos, también me esforcé por lograr lo que BARONE (1992a, 1992b) describe como accesibilidad, poder de convicción y persuasión moral. También es oportuno notar que con mi diálogo con los jóvenes no intento “darles voz”; pretendo escribir historias sobre su sometimiento y des-calificación, crear relatos de saberes descalificados sometidos que puedan sostener una crítica genealógica al diagnóstico de niños problemáticos. Este énfasis en la historia se utiliza explícitamente como un medio para enfrentar el desafío de FOUCAULT (1984b) de hacer de la genealogía algo que perturbe “lo que pensamos”. El trabajo de campo con los cinco jóvenes tuvo lugar en un centro juvenil en el área metropolitana de Sidney, Australia. Todos los jóvenes que participaron en este estudio pasaron por la experiencia de recibir un diagnóstico de un trastorno mental (y algunos, más de uno). Cada una de las historias de estos jóvenes se centra en sus experiencias de conocer que eran “problemáticos”, condición que incluía que los describieran como trastornados mentales y/o como un “problema”. Este enfoque es deliberadamente más amplio que el de un diagnóstico de “trastorno de la conducta” porque me interesa la forma en que se describió a los jóvenes como problemáticos y la manera en que las experiencias escolares y el diagnóstico estuvieron implicados en eso. Esto significó que, desde la perspectiva de los saberes descalificados sometidos, pudieron contarse una serie de historias acerca de la práctica del diagnóstico de niños problemáticos. La cantidad de participantes en el estudio se limitó a cinco debido al énfasis en 31
múltiples entrevistas exhaustivas. Este proceso incluyó un enfoque flexible semiestructurado que se basó en ocho preguntas abiertas y permitió al entrevistador responder y adaptarse a cada uno de los jóvenes. Por ejemplo, el plan era hacer dos o tres entrevistas de una duración de entre 45 y 60 minutos. Sin embargo, en la práctica esto se vio modificado: con uno de los jóvenes se hizo una sola entrevista, mientras que se decidió tener cuatro con otro de los participantes. Un punto importante que debe tenerse en cuenta es la forma en que el número de entrevistas sirvió para el desarrollo de cierto grado de afinidad con los jóvenes, lo que demostró ser muy importante para el tema que nos ocupa. Los jóvenes tendieron a hablar mucho sobre sus experiencias relacionadas con que les dijeran que tenían trastornos mentales o que eran “un problema”. Por lo tanto, las preguntas no eran restrictivas sino que servían para iniciar una amplia discusión de las prácticas “alteradoras del orden” y la forma en que se convertía a los jóvenes en “problemáticos”. El análisis de estas entrevistas en los Capítulos VI y VII se centra en la forma en que se elabora-ron las subjetividades relacionadas con los trastornos mentales y la condición de “problema” de los jóvenes y en la manera en que la pericia escolar y psiquiátrica estuvo involucrada en esas construcciones. Esta discusión se organiza en un análisis segmentado que no tiene un orden temporal; sus historias se analizan de manera no lineal y, a veces, en forma cíclica. Como base para mi análisis recurro a investigaciones cualitativas de dos pequeños estudios de campo. El primero es un estudio realizado entre 2003 y 2005 con padres y tutores a quienes les habían dicho que su hijo, o el niño a su cuidado, era alborotador. Este estudio incluye entrevistas exhaustivas semiestructuradas con padres y tutores en el área metropolitana de Sidney y las afueras de New South Wales (NSW). Los datos que se incluyen en este libro pertenecen a tres entrevistas de las afueras de NSW. Se convocó a los participantes a través de anuncios en los periódicos locales y mediante contacto con grupos de apoyo para padres. El segundo es un pequeño estudio de las actitudes de los jóvenes ante medicamentos de venta libre y bajo receta realizado en 2004. Se organizaron tres grupos de discusión con jóvenes de entre 14 y 17 años de organizaciones juveniles de un lugar situado en las afueras de NSW. Este 32
trabajo de campo se había diseñado con el propósito de profundizar en un estudio sobre jóvenes y medicamentos de venta libre y bajo receta realizado en 2001 por la Comisión de Niños y Jóvenes de NSW (2002). Se obtuvo la aprobación de los Comités de Ética en Investigación Humana para cada uno de los estudios. Para todos ellos fue necesario evaluar la forma en que la naturaleza del tema podía afectar a los participantes. Fue necesario un especial cuidado para el manejo de las cuestiones éticas relacionadas con entrevistar a cinco jóvenes que habían sufrido estigmatización y circunstancias de vida difíciles tales como no tener un hogar, estar desem-pleado o sufrir problemas de salud. Además de eso, los participantes también habían experimentado un grado considerable de intervención de las autoridades en sus vidas (por parte de orientadores escolares, profesionales guberna-mentales del trabajo social, policía, psicólogos y psiquiatras, por ejemplo). Por lo tanto, fue fundamental garantizar que la entrevista para la investigación fuese muy distinta de esas otras experiencias. Por esa razón, la conciencia de las relaciones de poder entre el investigador y los participantes fue imperiosa, especialmente en lo que respecta a la serie de entrevistas exhaustivas con los cinco jóvenes. Esto implicó estar atento a la presentación del investigador co-mo experto y el intento deliberado por alterar esa imagen. Esto es importante porque no es posible acceder a saberes descalificados sometidos replicando las relaciones de poder que los someten. Se trascribieron las grabaciones de las entrevistas en audio, y se presen-taron a los cinco jóvenes antes de iniciar la entrevista siguiente. Esto dio la oportunidad a los participantes de que analizaran y modificaran el material. El proceso ocasionó que parte del material sufriera alteraciones o eliminaciones de acuerdo con las instrucciones del joven en cuestión. El “registro mediante la escritura”, en el que el joven dictaba las respuestas de la entrevista y yo las escribía, fue otra estrategia práctica para que el joven supervisara e hiciera ajustes en el material para mantener su confidencialidad. Tanto durante las entrevistas para el estudio principal como en las realizadas con los padres y tutores, se hizo lo necesario para que pudiera alterarse la información en el curso de las mismas. Por ejemplo, cuando los participantes decidían que había algo que no querían que se grabase, se suspendía momentáneamente la grabación de 33
audio. Se modificó todo el material que pudiera servir para identificar a los participantes en los tres estudios. Los datos que se alteraron incluyen los nombres de los participantes y de cualquier otra persona mencionada (como maestros, psiquiatras, hijos, parejas), nombres de escuelas, hospitales y unidades psiquiátricas, ubicaciones geográficas y ciertas experiencias puntuales.
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La estructura del libro La organización de los capítulos está estrechamente relacionada con el análisis de los tres elementos foucaultianos de la experiencia: verdad, poder y el yo. En el siguiente capítulo, “Niños problemáticos”, analizo la cuestión del diagnóstico de jóvenes como problemáticos y explico la manera en que me baso en FOUCAULT para formular un medio para analizar la aparición del trastorno de la conducta y, en términos más generales, la construcción de la subjetividad del trastorno mental. En el Capítulo III, “Conducta problemática y la verdad sobre el niño problemático”, utilizo un enfoque genealógico para analizar la verdad del trastorno de la conducta. A partir de este análisis de la “verdad”, en el Capítulo IV considero la forma en que las relaciones de poder participan de la fabricación del trastorno de la conducta. En el Capítulo V continúo esta línea de análisis al centrarme específicamente cómo el poder se involucra en el diagnóstico de niños problemáticos. En este capítulo se discute la administración de ese diagnóstico y la forma en que la escuela participa de las prácticas de diagnóstico de niños problemáticos. En este análisis se pone el énfasis en un estudio sobre escuelas de NSW, y luego se amplía para considerar las consecuencias que esto tiene en la educación escolar en países como el Reino Unido y los Estados Unidos. En los Capítulos VI y VII avanzo hacia el tercer elemento de la experiencia, el yo. Es en estos capítulos donde trabajo con las historias de los cinco jóvenes para evaluar cómo participan las tecnologías del yo en la construcción de las subjetividades problemáticas. Si bien tanto en el Capítulo VI como en el VII me centro en el yo, incorporo un análisis de la verdad y el poder en relación con el yo a cada una de las historias de los cinco jóvenes. Así, éstas se organizan en distintos niveles de análisis que corresponden a cada uno de los ejes —verdad, poder y el yo. Se recurre al análisis del trastorno de la conducta que se presenta en los Capítulos III, IV y V para considerar la forma en que la verdad y el poder influencian las tecnologías del yo. El Capítulo VI comienza con un análisis de los relatos de los jóvenes de lo que les dijeron al respecto de ser “problemáticos” o “un problema”. A partir de estas historias sobre “las verdades dichas” se agrega el poder, el segundo nivel de análisis.
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Las tecnologías del yo forman el tercer nivel de análisis. Utilizar este último nivel me permite analizar cómo se involucra el yo con la verdad y el poder en la formación de las subjetividades problemáticas. Esta estructura se repite en el Capítulo VII, pero en este caso con un enfoque en cómo cuestionar el diagnóstico de niños problemáticos. Para hacerlo analizo cómo el yo (y su relación con la verdad y el poder) participa en el cuestionamiento de las subjetividades problemáticas. CAPÍTULO II Niños problemáticos En países como Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos, las referencias a los trastornos del comportamiento y el diagnóstico de niños como problemáticos son cada vez más comunes. Para describir a los niños se parte de un vocabulario que incluye problemas de comportamiento, dificultades de comportamiento, dificultades emocionales y de conducta (EBD), trastornos del comportamiento, trastornos emocionales y de conducta, trastornos de la conducta (TC), trastorno negativista desafiante (TND) y trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). En algunas ocasiones, cuando se hace referencia a problemas o dificultades relacionados con el comportamiento, parecería que no nos referimos a un trastorno mental. En otras ocasiones eso es menos claro, los límites parecen difusos y las dificultades en el comportamiento parecen implicar un trastorno psiquiátrico. POULOU y NORWICH (2002, pág. 112) notan esta confusión relacionada con las EBD y afirman que ése “es un término amplio y vago que se usa principalmente en el ámbito educativo para referirse a las dificultades severas y persistentes emocionales, de conducta y para relacionarse de un alumno que interfieren con su aprendizaje y desarrollo”. Luego, explican que EBD “es un término que, en un punto, se superpone con los trastornos psiquiátricos y, en el otro, con el trastorno de comportamiento disruptivo o los problemas de comportamiento” ( ibid. ). Si bien estos autores notan una superposición en lo relacionado con la definición de EBD, parecen sugerir que existe una línea continua en la que los trastornos psiquiátricos se encuentran en un extremo y los problemas de comportamiento, en el otro. Afirmar semejante distinción lineal es una proposición endeble, ya que supone que simplemente se puede hacer referencia 36
a los problemas de comportamiento sin invocar el espectro de los trastornos mentales. Debemos preguntarnos, por ejemplo, si es posible hablar de un niño con dificultades de comportamiento sin aludir a trastornos como el TDAH o el trastorno de la conducta. Los discursos de los trastornos psiquiátricos son tan ubicuos que es difícil imaginar cómo pueden concebirse los problemas de comportamiento sin su influencia, aunque sólo fuera para negar la posibilidad de su diagnóstico. El criterio para el diagnóstico psiquiátrico de los trastornos de comportamiento perturbador se detalla en el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, texto revisado (DSM-IV-TR) (2000) de la APA, una revisión publicada recientemente de la edición actualizada en 1994, DSM-IV. En el DSM-IV-TR, el criterio de diagnóstico para los trastornos de comportamiento perturbador se encuentra en el eje I “Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”. Este título amplio incluye diez categorías: “Retraso mental”, “Trastornos del aprendizaje”, “Trastorno de las habilidades motoras”, “Trastornos de la comunicación”, “Trastornos generalizados del desarrollo”, “Trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador”, “Trastornos de la inges-tión y de la conducta alimentaria de la infancia o la niñez”, “Trastornos de tics”, “Trastornos de la eliminación”, y “Otros trastornos de la infancia, la niñez y la adolescencia” (APA, 2000). Los trastornos de comportamiento perturbador se detallan bajo la sexta categoría, “Trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador”. Los trastornos de esta categoría son “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad no especificado”, “Trastorno disocial”, “Trastorno negativista desafiante” y “Trastorno de comportamiento perturbador no especificado” (APA, 2000). De acuerdo con HINSHAW y ZUPAN (1997, pág. 36, citando a APA, 1994), entre los trastornos mencionados, el trastorno disocial y el trastorno negativista desafiante son “los dos pilares de los trastornos de comportamiento perturbador”. Cada uno de estos trastornos tiene criterios de diagnóstico precisos. El criterio del DSM-IV-TR para el trastorno disocial es el siguiente: La característica esencial del Trastorno Disocial es un patrón de comportamiento persistente y 37
repetitivo en el que se violan los derechos básicos de los otros o importantes normas sociales adecuadas a la edad del sujeto (Criterio A). Estos comportamientos se dividen en cuatro grupos: comportamiento agresivo que causa daño físico o amenaza con él a otras personas o animales (Criterios A1-A7), comportamiento no agresivo que causa pérdidas o daños a la propiedad (Criterios A8-A9), fraudes o robos (Criterios A10-A12) y violaciones graves de las normas (Criterios A13-A15). Tres (o más) comportamientos característicos deben haber aparecido durante los últimos doce meses y por lo menos un comportamiento se habrá manifestado durante los últimos seis meses. El trastorno del comportamiento provoca deterioro clínicamente significativo de la actividad social, académica o laboral (Criterio B). El trastorno disocial puede diagnosticarse en individuos mayores de 18 años, pero sólo si no se cumplen los criterios de trastorno antisocial de la personalidad (Criterio C). El patrón de comportamiento suele presentarse en distintos contextos como el hogar, la escuela o la comunidad. Puesto que los sujetos con trastorno disocial tienden a minimizar sus problemas comportamentales, el clínico con frecuencia debe fiarse de otros informadores. Sin embargo, el conocimiento que el informador tiene de los problemas comportamentales del niño puede estar limitado por una supervisión inadecuada o porque el niño no los haya revelado. (APA, 2000, págs. 93-94.) Esta definición es influyente porque figura dentro del DSM, que es un compendio de psicopatología extremadamente importante, acreditado y con una gran autoridad respecto a los discursos contemporáneos sobre niños problemáticos. Por ejemplo, en su capítulo del Handbook of Child Psychopathology (OLLENDICK y HERSON, 1998), FRICK (1998, pág. 216) hace hincapié en que “los criterios mencionados en la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (APA, 1994) para los Trastornos de Comportamiento Perturbador son uno de los sistemas más influyentes y ampliamente utilizados en la clasificación de niños con trastornos de la conducta”. Existen otros métodos además del DSM-IV-TR para diagnosticar trastornos 38
del comportamiento en la infancia, pero, debido a la referencia generalizada al DSM, puede afirmarse que este manual es el principal. Su dominio se hace evidente en los numerosos informes de los medios de comunicación sobre niños y trastornos del comportamiento, incluidos aquellos que presentan historias dramáticas sobre el supuesto potencial predictivo de los diagnósticos relacionados con comportamientos problemáticos. Un ejemplo de esto es A Dangerous Mind (“una mente peligrosa”), una nota del programa “Four Corners” de la Comisión Australiana de Radiodifusión que se televisó a nivel nacional en Australia —excepto en Tasmania— el 1 de julio de 1996 (MONCRIEFF, 1996). Esta nota trataba sobre la historia de Martin Bryant, el hombre responsable del asesinato de 35 personas en Port Arthur en Tasmania, Australia. Partiendo de discursos sobre niños problemáticos, A Dangerous Mind se centró en la búsqueda de pistas que sirvieran para predecir el comportamiento de Bryant. La nota incluía una escena impactante en la que se veían niños jugando mientras una voz describía algunos de los criterios de diagnóstico del DSM para el trastorno disocial. Al final de la historia, el narrador hizo el siguiente comentario inquietante: Los científicos continúan debatiendo la interacción entre nuestros genes y nuestra educación, pero todos coinciden en una cosa: que la mayoría de los factores que constituirán el próximo Martin Bryant pueden identificarse con antela-ción. Muchos de ellos estuvieron presentes en el joven Martin. La cuestión entonces es si estamos comprometidos a actuar. De otra forma, aquellos como Martin Bryant permanecerán invisibles hasta el próximo domingo sangriento, cuando ya sea demasiado tarde. (MONCRIEFF, 19961.) Historias mediáticas como ésta ampliaron el diagnóstico de niños problemáticos para incluir prácticas que pueden identificar al adulto que es un potencial asesino. El intento de hacer predicciones se manifiesta de manera similar en el artículo que se publicó en un periódico sobre Bryant, “Inside the mind of a killer” (“en la mente de un homicida”) (JONES y PATTERSON, 2000). El artículo analiza un informe psiquiátrico sobre Bryant en el que se detallan conexiones entre la supuesta intimidación que había sufrido en la escuela y el 1nTrascripción de este segmento realizada por HARWOOD. 39
asesinato de las 35 personas, y menciona que Bryant tenía numerosos trastornos mentales entre los que estaban el trastorno de la conducta, el déficit de atención con hiperactividad y el síndrome de Asperger. Si bien la historia de Bryant es un ejemplo estremecedor, las predicciones de peligro de esta clase no se reservan para casos de comportamiento extremadamente violento “fuera de lo común”. En el DSM-IV-TR se afirma directamente que quienes padecen trastornos de la conducta que se inician en la infancia tienen un riesgo mayor de sufrir un trastorno antisocial de la personalidad en la vida adulta (APA, 2000). Como ya mencioné en el Capítulo Primero, la Academia Estadounidense de Psiquiatría de Niños y Adolescentes (1997) aporta un porcentaje al respecto cuando declara que “aproximadamente el 40% de los niños y adolescentes con TC desarrollan Trastorno Antisocial de la Personalidad (TAP), con una prevalencia de TAP en la población general adulta del 2,6%”. Tales predicciones se ven reflejadas en un artículo que cuenta con el peculiar título de “Early identification of the fledgling psychopath: locating the psychopathic child in the current nomenclature” (“Identificación temprana del psicópata incipiente: cómo ubicar al niño psicópa-ta en la nomenclatura actual”), donde se hace la sorprendente afirmación de que los adolescentes varones que tienen “hiperactividad, impulsividad y problemas de atención conjuntamente con problemas de conducta ... son muy parecidos a los adultos psicopáticos” (LYNAM, 1998, pág. 566). Además del trastorno antisocial de la personalidad se predicen una serie de consecuencias distintas para los niños problemáticos con diagnóstico de trastorno disocial, como “criminalidad” y “alcoholismo” y un “5% que desarrolla esquizofrenia” (TONGE, 1998, pág. 67). GALLI y cols. (1999) sugiere que el trastorno de la conducta (y otros trastornos mentales) pueden encontrarse en “adolescentes que abusan sexualmente de niños”. TODD y GESTEN (1999) también escriben sobre el “potencial de abuso infantil de los adolescentes en situación de riesgo”. Estas predicciones de resultados nefastos parecen estar vinculadas a la noción de que es muy poco probable que el niño problemático cambie para mejor. Tal es la afirmación que REY y cols. (1995) hacen en un estudio australiano que buscaba “relaciones entre los trastornos psiquiátricos en adolescentes y los trastornos de la personalidad en adultos jóvenes”. Estos 40
investigadores informan que “actualmente hay poca evidencia que demuestre que los adolescentes perturbadores res-pondan a la intervención” y que “los adolescentes perturbadores parecen tener, como resultado, una personalidad particularmente negativa ... Debido a su severo impedimento, este grupo es un importante problema para la salud pública” ( ibid. , pág. 899). Preocupación frente al trastorno de la conducta Si uno debe creer lo que dicen las investigaciones, los estudios gubernamentales y los informes que presentan los medios de comunicación, hay cada vez más niños y jóvenes con problemas de comportamiento. Esto se ve reflejado en las afirmaciones de que el trastorno de la conducta es el más frecuente de los trastornos psiquiátricos infantiles. Por ejemplo, autores australianos sostienen al respecto que es “muy común entre los niños y los adolescentes de nuestra sociedad” (BRAITHWAITE y cols., 1999). En la publicación británica de psiquiatría British Journal of Psychiatry, SIMONOFF y cols. (2004, pág. 118) afirman en una línea similar que “el trastorno de la conducta es el trastorno psiquiátrico infantil más común”. Un artículo publicado en el periódico británico Guardian afirma: “La salud mental de los adolescentes ha empeorado seriamente en los últimos veinticinco años, y las posibilidades de que los quinceañeros tengan problemas de comportamiento como mentir, robar y ser desobedientes han aumentado en más de un cien por cien” (BUNTING, 2004). Dos años antes de esto, el Guardian había publicado una nota en la que informaba que 750.000 niños tenían “trastornos de la conducta de importancia clínica” (CARVEL, 2002). Las estimaciones de la presencia del trastorno de la conducta varían. En Australia, el informe sobre la salud mental de los jóvenes en ese país, Mental Health of Young People in Australia —el que se basa en la definición que el DSMIV da del trastorno disocial—, sostiene que el 3% de todos los niños y adolescentes tiene trastorno de la conducta (SAWYER y cols., 2000). En el Reino Unido, “el estudio británico de salud mental de niños y adolescentes de 1999” (FORD y cols., 2003) evaluó la prevalenciai* de trastornos mencionados en el DSM-IV y afirmó que el 9,5% de los niños y adolescentes tiene un trastorno de los descritos en el DSM-IV y que el 6% tiene algún trastorno de comportamiento perturbador, con un 1,5% con trastorno disocial. Por otra parte, el informe sobre 41
salud mental de niños y adolescentes en Gran Bretaña Mental Health of Children and Adolescents in Great Britain, el que utiliza el criterio de la Clasificación Internacional de Enfermedades 10 (CIE 10) para los trastornos mentales, informa que el 5% de los niños tiene trastorno de la conducta (MELTZER y cols., 2000). En el informe británico sobre salud de niños y jóvenes The Health of Children and Young People (MAUGHAN y cols., 2004) se menciona que la frecuencia del trastorno de la conducta es del 3,2%. Una investigación realizada por COLLISHAW y cols. (2004) señala ciertas cuestiones relacionadas con los diferentes estudios estadísticos (incluido el problema de las definiciones discrepantes), de todas formas llega a la conclusión de que en Gran Bretaña ha habido un gran aumento en los problemas de conducta en los jóvenes durante los últimos veinticinco años. En los Estados Unidos, la Academia Estadounidense de Psiquiatría de Niños y Adolescentes (1997) estimó que la presencia del trastorno de la conducta está entre el 1,5 y el 3,4%. De manera similar, el informe sobre salud mental Mental Health: A Report of the Surgeon General afirma que la presencia del trastorno de la conducta entre “niños de entre 9 y 17 años varía en la comunidad entre el uno y el cuatro por ciento, lo que depende de cómo se *nEn epidemiología, proporción de personas que sufran una enfermedad con respecto al total de la población en estudio. Diccionario de la RAE. ( N. del R. ) defina al trastorno” ( US Department of Health and Human Services, 1999). Un informe de la provincia de Columbia Británica en Canadá (WADDELL y cols., 2004) recurre a una estimación general basada en una investigación epidemiológica del Reino Unido, Canadá y los Estados Unidos para llegar a una cifra del 4,2%. Luego aplica este porcentaje a la población infantil en Columbia Británica, lo que da por conclusión que alrededor de 42.000 niños sufren de trastorno de la conducta. Esta variación en las estimaciones es aún mayor cuando se define a los niños problemáticos de acuerdo con categorías como “trastornos del comportamiento”, “trastornos de comportamiento perturbador”, “trastornos severos de comportamiento”, “problemas de comportamiento”, “perturbación emocional y de comportamiento” y “trastornos emocionales y de comportamiento”. En el estado de Victoria, Australia, se consideró que el 5,1% de los estudiantes 42
que asistían a los centros estatales de Educación Primaria y de Secundaria en 2001 tenía un trastorno severo del comportamiento (17.000 estudiantes de un total de 535.412) (Gobierno de Victoria, 2002). En el Reino Unido se mencionan estimaciones similares. La publicación británica sobre educación especial Special Educational Needs in England, January 2002 (SFR 44/2004) informa que, entre los estudiantes de los centros públicos de Educación Primaria y de Secundaria, el 26,8% de los alumnos en el programa School Action Plus y el 13,8% de los estudiantes en el programa Special Educational Need tienen dificultades de comportamiento, emocionales y sociales ( Department of Education and Skills, 2004). “School Action Plus” se refiere a los estudiantes para quienes la escuela buscó consejo de especialistas externos, y “Special Educational Need” se refiere a aquellos estudiantes a quienes su autoridad educativa local ha “declarado legalmente” como poseedores de “necesidades educativas especiales” (NEE). En los Estados Unidos se mencionan diversas estimaciones de los casos considerados con la vaga categoría de los problemas de comportamiento. La variación parecería depender de cómo se define el “problema” (NARROW y cols., 1998). A pesar de las cuestiones relacionadas con la definición, parece haber consenso en que el número de niños problemáticos es “alarmantemen-te alta” (HUANG y cols., 2004). POTTICK (2002) menciona una estimación según la cual el 31% de los jóvenes internados en servicios de salud mental en los Estados Unidos en 1997 tenían un diagnóstico psiquiátrico que pertenecía a la categoría de los trastornos de comportamiento perturbador (la que incluye al trastorno disocial o de la conducta). RUFFOLO y cols. (2003, pág. 431) cita una investigación de COHEN y cols. (1996) en la que se afirma que “durante cualquier año, aproximadamente la quinta parte de los jóvenes tienen problemas emocionales o de comportamiento diagnosticables que interfieren, al menos temporalmente, en el funcionamiento de la familia, la escuela o la comunidad”. El supuesto aumento del número de casos ha generado especulación sobre el coste de los niños problemáticos. SCOTT y cols. (2001, pág. 4), por ejemplo, estiman que, en lo que se refiere a los servicios públicos, “los individuos con trastornos de la conducta son diez veces más costosos que aquellos que no los tienen”. 43
Los diagnósticos de trastorno de la conducta se observan en diversas edades, que llega a los 18 años, y algunos investigadores, como KEENAN y WAKSCHLAG (2004) afirman que podrían presentarse en niños en edad preescolar. En cuanto a su localización, aparentemente los niños problemáticos son “más comunes en las ciudades que en zonas rurales” ( US Department of Health and Human Services, 1999). También hay discusión (y debate) en lo que respecta a la cantidad de niños problemáticos de minorías étnicas. Una investigación que LAU y cols. (2004) realizaron en los Estados Unidos examinó las diferencias entre los informes de los maestros, padres y jóvenes sobre el comportamiento de los estudiantes, y afirmó que las cuestiones raciales tienen que ver con la alta cantidad de jóvenes afroamericanos de quien se dice que tienen problemas de comportamiento. Citando la investigación de PIGOTT y COWEN (2000), LAU y cols. afirman que “estudios han demostrado que los maestros juzgan a los niños afroamericanos como poseedores de más síntomas perturbadores o hiperactivos y con una evolución educativa peor” (LAU y cols., 2004, pág. 146). La incertidumbre en lo que respecta a la aplicación del criterio diagnóstico del DSM a las minorías llegó a impulsar a los investigadores a evaluar si los criterios del DSM pueden “utilizarse de manera válida” en relación a los niños de esos grupos. KEENAN y WAKSCHLAG (2004, pág. 358) hicieron una “investigación” relacionada con este punto entre niños en edad preescolar y afirman que los diagnósticos de trastorno de la conducta y trastorno negativista desafiante pueden “aplicarse a los niños afroamericanos que viven en situación de pobreza urbana, un grupo que a menudo estuvo subrepresenta-do en la bibliografía sobre validez diagnóstica”. En cambio, un estudio realizado por MELTZER y cols. en 2003 (2003, pág. 27), en el que se analizó la persis-tencia de los trastornos mentales infantiles en Gran Bretaña, informó que “no hay una correlación significativa entre la edad, el sexo, el grupo étnico y las enfermedades físicas y el trastorno persistente de la conducta”, pero que éste último sí se veía afectado por un bajo nivel de ingresos en la familia. Este debate sobre la representación de los grupos étnicos en los datos de presencia de los trastornos mentales, se hace evidente en una carta al director de la publicación estadounidense de psiquiatría American Journal of Psychiatry 44
que menciona estudios recientes de prevalencia del TDAH en los Estados Unidos y Gran Bretaña (EVANS, 2004). Estos estudios revelaron menores índices de tratamiento entre niños de raza negra en los EE.UU. e índices menores de diagnóstico de TDAH en niños de raza negra en el Reino Unido (EVANS, 2004). No obstante, EVANS supone que, en el Reino Unido, “la tasa general de trastornos mentales en niños de raza negra era más alta que la de cualquier otro grupo étnico, y el trastorno de la conducta es el problema que más contribuye a esa diferencia” (EVANS, 2004, pág. 932). Esto impulsó a EVANS a preguntarse si, entonces, estamos más inclinados a atribuir al TDAH las perturbaciones en el comportamiento en los niños blancos y al trastorno de la conducta en los niños de raza negra. Dado el estatus menos certero de enfermedad del trastorno de la conducta, esto revela importantes diferencias en nuestras actitudes hacia la responsabilidad personal y la posibilidad de tratamiento en diferentes grupos étnicos: en resumen, que las personas de raza negra son malas y las de raza blanca están locas. ( Ibid. ) La distinción que hace EVANS entre “malo” y “loco” es cuestionable ya que define el trastorno de la conducta como un trastorno mental. Estas diferencias deberían dar lugar a una pausa para pensar; pero no para hacer una consideración que intente determinar qué son los “verdaderos” trastornos, sino para preguntarnos por qué ciertos niños y jóvenes tienen más posibilidades de quedar atrapados por la mirada diagnóstica. Tal como afirma DESAI (2003, pág. 100) “si bien es importante incluir el grupo étnico como una variable para ‘desenmascarar’ el racismo encubierto, hacer más hincapié que el necesario en ese punto llevó a explicaciones que no hacen otra cosa que patologizar a las personas de raza negra y sus comunidades”. Estos debates llaman la atención sobre los alarmantes problemas relacionados con las nociones de “problemático” y las suposiciones diferenciadas en términos de raza que aparecen implícitas en las prácticas de diagnóstico de niños problemáticos. Aunque existe mucho debate sobre las cuestiones de prevalencia y “raza”, parece que hay menos discrepancias cuando se pone el foco de atención en el “factor” de los bajos ingresos. En la misma línea que el comentario de 45
MELTZER y cols. (2003) mencionado, una nota publicada en el Guardian afirma: “Los niños de familias pobres tienen tres veces más posibilidades de sufrir un trastorno mental que aquellos criados en hogares con una buena situación económica” (BRINDLE, 1999). En el estudio sobre prevalencia de trastornos mentales en niños de la Oficina Nacional de Estadística del Reino Unido “Prevalence of Mental Disorders among Children” ( UK Office of National Statistics 2001, pág. 131) se plantean cuestiones similares cuando se informa que “los niños de hogares con menores ingresos brutos semanales tienen más posibilidades de manifestar un trastorno mental de alguna clase que los de hogares con mayores ingresos”. Informes australianos mencionan un aumento en la prevalencia del trastorno de la conducta en familias con menores ingresos (SAWYER y cols., 2000). Los investigadores estadounidenses COSTELLO y cols. (2003, pág. 2028) describen una correlación entre la pobreza y el trastorno de la conducta y señalan que “el efecto de la pobreza fue mayor en lo relacionado con síntomas comportamentales (aquellos incluidos en los diagnósticos del DSM-IV de trastorno disocial y negativista)”. Sorprendentemente, una perspectiva psicoanalítica de la correlación entre estatus socioeconómico y trastorno de la conducta sostiene que “los niños de bajo estatus socioeconómico con trastornos severos de la conducta e historias de abuso, carecen simplemente del entorno de contención y protección con que cuentan otros niños para desarrollar las funciones psíquicas del adulto necesarias para sobrevivir” (TWEMLOW y cols., 2002, pág. 227). Ésta es una desvergonzada interpretación moral de la pobreza y la enfermedad mental; una inclinación moralista que no es muy distinta de los principios morales de las ciencias de la mente de hace algunos cientos de años. Las conceptualizaciones sobre niños problemáticos deben pasar por un escrutinio crítico especialmente atento a las considera-ciones raciales y socioeconómicas. Asimismo, deben analizarse con mucha atención otras afirmaciones como la de la cantidad de varones que son supuestamente problemáticos. Parece que el material de investigaciones del Reino Unido y los EE.UU. concuer-da en que hay una mayor prevalencia del trastorno de la conducta entre los varones (SCOTT y cols., 2001; US Department of Health and Human Services, 1999). Hay informes 46
de “una proporción de entre 4 a 1 y 12 a 1” (AYERS y PRYTYS, 2002, pág. 73) y, en Australia, de un 4,4% de la población en el caso de los niños frente al 1,6% en el caso de las niñas (SAWYER y cols., 2000). La supuesta alta cantidad de niños varones con problemas de salud mental es el principal tema en el comunicado de prensa de la sección de “salud mental” de la publicación británica The Health of Children and Young People (MAUGHAN y cols., 2004). Hay investigadores como KEENAN y cols. (1999) que afirman que “el trastorno de la conducta es relativamente común” y que, además del riesgo de desarrollar trastorno antisocial de la personalidad, las niñas que sufren TC tienen posibilidades de “quedar embarazadas”. No resulta sorprendente entonces que estos investigadores señalen “la actividad sexual como una de las principales preocupaciones de salud pública relacionadas con el TC en niñas” ( ibid. , pág. 12). Otros investigadores afirmaron que los jóvenes gais, lesbianas y bisexuales (GLB) tienen mayor riesgo de desarrollar un trastorno de la conducta (FERGUSSON y cols., 1999). ELZE (2002, pág. 97) sugiere una “asociación entre la percepción de los jóvenes de minorías sexuales de un entorno comunitario negativo para las personas gais, lesbianas y bisexuales (GLB) y la exteriorización de sus problemas”. De manera similar, LOCK y STEINER (1999) señalan experiencias de “intolerancia social”, “conductas de exteriorización” y problemas de “conducta” en jóvenes GLB. Mientras ANHALT y MORRIS (1998) revisan la cuestión de la psicopatología en jóvenes gais, lesbianas y bisexuales, mencionan errores en la metodología que se utiliza en gran parte de las investigaciones (como, por ejemplo, la baja representación de estos grupos en los estudios). Véase HARWOOD (2004), donde analizo el problema de considerar a los jóvenes de minorías sexuales de acuerdo con parámetros psicopatológicos. A menudo se dice que las escuelas deben lidiar con “un gran número” de niños problemáticos. Mientras las respuestas de las escuelas a estos niños problemáticos pueden variar en diferentes distritos escolares, estados y países, lo que parece común es la convicción de que a esos estudiantes “se los considera hace mucho tiempo como el grupo de niños con necesidades especiales más difícil de integrar en el aula normal” (BRADSHAW, 1998, pág. 115). 47
Los jóvenes a quienes se considera que no “funcionan” en la escuela tienen más posibilidades de tener un encuentro con los servicios de salud mental (CAMPBELL, 1998). Por ejemplo Porter, un orientador escolar de un centro de Secundaria de Australia, hizo hincapié en que el conocimiento de psiquiatría y el diagnóstico (incluida la opinión de un psicólogo clínico) son fundamentales para evaluar qué estudiantes deben formar parte de una clase para jóvenes con trastornos emocionales o de comportamiento”. Se presta especial atención a la cuestión de los estudiantes problemáticos en determinados rangos de edad, pero el foco es cada vez mayor en “los primeros años”. En Australia, por ejemplo, programas como APEELi* están diseñados para niños que inician su escolarización y a quienes se considera “con gran riesgo de desarrollar trastornos de la conducta” ( National Crime Prevention, 1999, pág. 55). La creciente obsesión con los trastornos del comportamiento también trae a colación algunas analogías bastante sorprendentes, como la propuesta por PATTERSON y cols., (1992) en la Figura 2.1. Como puede verse en este diagrama, se ilustra el modelo por medio de la “mala hierba”, una planta que, como explican HARRIS y SIMMONDS (2002, pág. 2), “crece de forma desenfrenada en Oregón”. PATTERSON y cols. (1992) hacen una representación de la mala hierba donde ésta crece a partir de una base de “padres antisociales”, “abuelos no cualificados”, “agentes estresantes”, “abuso de sustancias por parte de los padres” y “temperamento del niño” y termina en una “historia laboral caótica”, “internación” y “ruptura matrimonial”. Si bien la analogía del niño antisocial con una mala hierba seguramente le parecerá fuera de lo común a la mayoría de las personas, otros investigadores también la utilizan en su estudio de los niños problemáticos. HARRIS y SIMMONDS (2002), por ejemplo, la usan en su análisis del programa de la organización “Youth Horizons”. BOGENSCHNEIDER y GROSS (2004, pág. 20) describen el uso (y la demanda) de este modelo y, al referirse a la manera en que la formulación de políticas adopta la teoría vigente, explican que “después de la conferencia Wisconsin Family Impact Seminar i**, recibimos numerosos pedidos de parte de legisladores de la ‘mala hierba’ de Patterson, una representación visual de la teoría del Oregon Social Learning Center sobre la etiología de los delitos juveniles violentos”. Además, agregaron 48
que “un legislador estatal utilizó esta analogía —que ilustra la importancia de la intervención familiar temprana— en un debate en el Sena-do” ( ibid. , pág. 20). Con el aumento de la tasa de niños problemáticos, el incremento de los diagnósticos y de los costes y el supuesto empeoramiento vertiginoso de las cuestiones sociales relacionadas, parece que la cantidad de niños problemáticos va en aumento y que la atención diagnóstica está asegurada. Pero tal vez deberíamos estar proponiendo otras preguntas más críticas sobre este fenómeno. Con analogías como la de la mala hierba para describir al niño antisocial, es necesario hacer algunas preguntas serias sobre las prácticas de diag*n A Partnership Encouraging Effective Learning, en castellano, una Asociación que alienta el aprendizaje efectivo. ( N. del T. ) **n“Family Impact Seminars” son conferencias en las que se analiza el posible impacto que las políticas o programas estatales pueden tener en las familias. ( N. del T. )
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ETAPA 4 Ruptura matrimonial Internación Historia laboral caótica ETAPA 3 Malas compañías Delincuencia Consumo de sustancias ETAPA 2 Bajo rendimiento 50
académico Estado depresivo Rechazo de los compañeros Rechazo de lospadres Baja Niño antisocial autoestima ETAPA 1 BAJO NIVEL DE DISCIPLINA Y CONTROL Abuso de sustancias por parte de los padres Temperamento del niño Padres antisociales Abuelos no cualificados Agentes estresantes Figura 2.1. N La mala hierba: etapas en el modelo de coerción. Reproducido con el permiso de PATTERSON cols. (1992, pág. 13). nóstico de niños problemáticos. Tal vez no deberíamos preguntarnos ¿quién corre riesgo de sufrir problemas de comportamiento? , sino ¿quién corre riesgo de recibir un diagnóstico que lo marque como problemático? Asumir una postura crítica En comparación con la bibliografía sobre trastornos del comportamiento y diagnóstico de niños problemáticos, la cantidad disponible de bibliografía crítica de estas prácticas es limitada. Las estanterías de muchas librerías en países como Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos generalmente contienen textos sobre “niños problemáticos” para el público general. Libros como 100 Questions and Answers about your Child’s Attention Deficit Hyperactivity Disorder i* (NASS y LEVENTHAL, 2005); Emotional and Behavioral Problems 51
of Young Children (GIMPEL y HOLLAND, 2003); The Difficult Child (TURECKI y TONNER, 2000); The Defiant Child: A Parent’s Guide to Oppositional Defiant Disorder (RILEY, 1997, e It’s Nobody’s Fault: New Hope and Help for Difficult Children and their Parents (KOPLEWICZ, 1996), explican los trastornos y, generalmente, usan los antecedentes profesionales del autor (por ejemplo, “psiquiatra y padre”) para legitimar sus contenidos. Esta clase de publicaciones dan respaldo a los trastornos de comportamiento y, en ocasiones, a la administración de medicamentos a los niños, por lo que debe actuarse con cautela. Si se toma como base a FOUCAULT, quien fue particularmente crítico con la “ciencia” de la psicología y la psiquiatría, puede hacerse una fuerte crítica a los trastornos del comportamiento y las prácticas de diagnóstico de niños problemáticos. Diversos autores han utilizado a FOUCAULT como base para argumentos en contra del rigor científico de la psiquiatría, los trastornos mentales o la aplicación de esos conocimientos en áreas como la educación. HULTQVIST (1998), por ejemplo, recurre a FOUCAULT para considerar la creación de la “psicología del desarrollo” como un medio para controlar al niño en edad preescolar en Suecia. Críticas a la nomenclatura psiquiátrica y psicológica que recurren a FOUCAULT incluyen DONZELOT (1979), HARPER (1996), HENRIQUES y cols. (1984), LAURENCE y MCCALLUM (1998a; 1998b; 2003), MCCALLUM (1997; 1998; 2001), ROSE (1985; 1989) y SLEE (1995). LAURENCE y MCCALLUM publicaron numerosas críticas sobre los trastornos del comportamiento, incluida una sobre el trastorno de la conducta y la noción de “comorbilidad”i* (1998a) y una crítica genealógica al trastorno por déficit de atención (TDA) (1998b). En esta última afirman que el DSM tiene un papel fundamental en la creación del trastorno por déficit de atención y presentan un análisis que desestabiliza la noción de que el TDA tiene una etiología biológica y de que el TDAH puede ubicarse en el cerebro. En un artículo más reciente titulado “Conduct Disorder: the achievement of a diagnosis” (“Trastorno de la conducta: la obtención de un diagnóstico), LAURENCE y MCCALLUM 52
(2003) analizan la aparición del trastorno de la conducta y su relación con el manejo de la población. El análisis que hace MCCALLUM (1998; 2001) sobre el trastorno antisocial de la personalidad utiliza un enfoque genealógico para formular una perspectiva crítica sobre este trastorno y examina la forma en que se asocia con la ley y se vincula a mecanismos que buscan controlar al individuo. Otra obra crítica que analiza el trastorno de la conducta incluye un artículo de RICHTERS y CICCHETTI (1993) con el interesante título de “Mark Twain meets DSM-III-R: conduct disorder, development, and the concept of *nCoexistencia temporal de dos o más trastornos psiquiátricos o de la personalidad, uno de los cuales se deriva del consumo problemático de sustancias. Definición de la Organización Mundial de la Salud. ( N. del R. ) harmful dysfunction” (Mark Twain y el DSM-III-R: trastorno disocial, desarrollo y el concepto de disfunción dañina). Este artículo analiza la suposición de que los comportamientos asociados con el trastorno de la conducta son indicadores de un trastorno mental subyacente y, entre otras cosas, propone un análisis sobre la manera en que “el uso de esa etiqueta se percibe ampliamente como equivalente a darle respaldo y perpetuar la suposición subyacente [de que hay un trastorno mental]” ( ibid. , pág. 24). En otro ejemplo, la disertación doctoral del canadiense BOGARDUS (1997) adopta un punto de vista crítico sobre el trastorno de la conducta pero, de manera poco crítica, asocia ese término con “desviación”. Existe aún más bibliografía crítica (y no crítica) sobre el TDAH. Las obras críticas incluyen a BENNETT (2004), DANFORTH y NAVARRO (2001), LAURENCE y MCCALLUM (1998b), MILLER y LEGER (2003), MONK (2000) y TAIT (2001; 2005). TAIT (2005, pág. 36) presenta un trabajo en el que se examinan diferentes perspectivas sobre la “verdad” del TDAH, y en particular hace el comentario de que “la producción de verdad está inexorablemente vinculada al derecho de producir verdad, y mientras este derecho en su momento perteneció a la religión, hoy pertenece a la ciencia”. En lo que respecta al TDAH, MILLER y LEGER (2003) examinan el medicamento Ritalini* en términos de “la sociedad de riesgo” y presentan un análisis de la construcción tanto del TDAH como del 53
DSM. MONK (2000) analiza la educación, la ley y la “construcción del alumno ideal”. Al comentar sobre el TDAH y el aumento en la prescripción de Ritalin en Gran Bretaña, MONK (2000, pág. 361) afirma que “el saber y la pericia médicos funcionan como una técnica de control moderna que sirve para legitimar la problemática del comportamiento infantil que se aleja de la norma”. También en referencia al Reino Unido, BENNETT (2004) se basó en un análisis foucaultiano para examinar las cuestiones con que se enfrentan las madres en relación con “educar a un hijo con TDAH”. En los Estados Unidos, DANFORTH y NAVARRO (2001, pág. 186) analizaron el lenguaje que utilizan los legos para hablar sobre el TDAH y hacen hincapié en que estos “usuarios del lenguaje se basan fuertemente en discursos culturales dominantes que presentan los problemas morales en la actividad del niño como fenómenos individuales sujetos al diagnóstico y la intervención médica”. Esta asunción de los trabajos científicos sobre niños problemáticos es un tema acuciante, especialmente cuando estos discursos se presentan con tanta frecuencia en los medios de comunicación como hechos científicos indiscutibles. SLEE (1995, pág. 75) sostiene que asignar a los niños la etiqueta del trastorno por déficit de atención “transforma a los malos en enfermos”. Luego se basa en TOMLINSON (1982) para afirmar que la noción de déficit en el niño redunda en beneficios para la escuela: La psicopedagogía ... ha proporcionado a quienes dictan políticas en materia educativa formas de explicar el comportamiento perturbador de los estudiantes, *nEn España Rubifen o Concerta. ( N. del T. ) que limitan la culpabilidad de la pedagogía y la organización. Además, las respuestas a sus análisis promueven una gran cantidad de prácticas diagnósticas, terapéuticas y reparadorasi* que sirven a los intereses profesionales de la comunidad de la psicología y la educación especial. (SLEE, 1995, págs. 169-170.) Tales prácticas diagnósticas a menudo participan en la exclusión de los jóvenes del ámbito educativo dado que se basan en la premisa de que, en cuanto trastorno mental, el problema reside en el joven. COOPER (2002) toma el 54
asunto de la exclusión y recurre a FOUCAULT para analizar la separación de los jóvenes de los centros de Secundaria británicos, y afirma que las prácticas de exclusión forman parte de un régimen disciplinario que domina y regula para producir estudiantes “dóciles”. De manera similar, estudiantes sujetos a medidas disciplinarias dentro de la escuela también lo están a prácticas de “docilidad”. SALTMARSH y YOUDELL (2004) analizan una de estas prácticas, la “práctica especial de deportes”, y notan el control panópticoi** que se ejerce sobre un grupo de estudiantes varones a quienes se considera con “problemas de comportamiento”. LEWIS (2003) también se basa en FOUCAULT para criticar el uso de medidas de vigilancia por parte de las escuelas para detectar jóvenes homicidas. Estas prácticas de “vigilancia” pueden ir desde el ojo atento del maestro y los tests diagnósticos de psicólogos a la vigilancia literal por medio de circuitos cerrados de televisión. Las tácticas de vigilancia también pueden incluir documentos como The School Shooter: A Threat Assessment Perspective (O’TOOLE, 2000). Ésta es una “evaluación de la amenaza” producida por el FBI, la Oficina Federal de Investigaciones de los Estados Unidos. Tal como lo explica Janet Reno, secretaria de Justicia de los EE.UU., este documento “presenta un procedimiento modelo para la evaluación de la amenaza y la intervención ante ella, incluido un capítulo sobre indicadores clave que deben tomarse como señales de alerta en la evaluación de amenazas” ( ibid. , pág. III). The School Shooter se basa en el informe sobre adolescentes del Instituto de Medicina de los EE.UU. Report on Adolescents (1999) para afirmar que “el 20% tiene un trastorno de salud mental diagnosticable en algún momento de la adolescencia, la tasa más alta para cualquier grupo de edad” ( ibid. , pág. 12). BAKER (2002, pág. 685) hace un comentario muy atinado al respecto de la cuestión de la vigilancia (de la que The School Shooter del FBI parece un extremo administrativo) cuando afirma: **nEn inglés remedial practices. **nEs un término derivado de El Panóptico de Jeremy Bentham. Una estructura arquitectónica en forma de anillo y una torre en el centro que permite observar lo que 55
acontece en cada compartimento del anillo sin ser visto y, por tanto, sin que los sujetos a vigilar sepan cuándo están siendo observados. En principio se pensó para las cárceles, pero posteriormente se hici-ceron adaptaciones para las fábricas, hospitales psiquiátricos e instituciones de enseñanza. El efecto de las estructuras panópticas, de vigilancia, es inducir en las personas objeto de vigilancia un estado consciente de sentirse observadas en todo momento. (N. del R.) Si el grado de vigilancia que se dirige a los niños que asumen esa clasificación se dirigiera a los adultos en la escuela, podrían aparecer muchos maestros, empleados administrativos y psicólogos cuyo comportamiento podría considerarse perturbador y emocional. Es inquietante pensar que, si cambiara el foco de las medidas de vigilancia, los adultos bien podrían reunir las condiciones necesarias para calificar-los de problemáticos. Aparte de unos pocos autores, parece que el debate relacionado con los niños problemáticos se limita básicamente a la discusión del diagnóstico, el tratamiento y la predicción. Éstas son discusiones que apuntan a mejorar el “conocimiento científico” de los niños problemáticos y sus trastornos y no cuestionan la manera en que estos últimos se construyen o la forma en que ellos crean al niño problemático. El trabajo de FOUCAULT sobre verdad, poder y el yo proporciona un medio para considerar la manera en que se legitiman los trastornos mentales —como el trastorno de la conducta— y, en segundo lugar, para analizar cómo se construye la subjetividad problemática. Hacer esto implica tomar en cuenta lo que FOUCAULT describe como los tres “problemas tradicionales”. Estos son: 1) ¿Cuáles son las relaciones que tenemos con la verdad por medio del conocimiento científico, con esos “juegos de verdad” que son tan importantes en la civilización y en los cuales somos, a la vez, sujeto y objeto?; 2) ¿cuáles son las relaciones que entablamos con los demás por medio de esas extrañas estrategias y relaciones de poder?; y 3) ¿cuáles son las relaciones entre verdad, poder e individuo? (FOUCAULT, 1988d, pág. 15.) Estos tres problemas se analizan con mayor detalle en la introducción de FOUCAULT (1990) al segundo volumen de su Historia de la Sexualidad, donde 56
explica la manera en que los utilizó para construir una “genealogía de la sexualidad”. Para formular esta genealogía de la sexualidad y las relaciones con el yo, FOUCAULT propuso tres ejes de investigación: “la formación de los saberes que a ella se refieren, los sistemas de poder que regulan su práctica y las formas según las cuales los individuos pueden y deben reconocerse como sujetos de esa sexualidad” ( ibid. , pág. 4) Estos ejes de investigación están asociados con los “tres problemas tradicionales” de FOUCAULT y están vinculados con los “tres elementos fundamentales de la experiencia” del mismo autor (1984a). Tal como afirma FOUCAULT ( ibid. , pág. 387) con respecto a sus investigaciones en los ámbitos de la locura, la delincuencia y la sexualidad: en cada ocasión intenté también señalar el lugar que ocupan aquí los otros dos componentes necesarios para constituir un campo de experiencia. Es básicamente una cuestión de diferentes ejemplos en los que participan los tres elementos fundamentales de toda experiencia: un juego de verdad, las relaciones de poder y las formas de relacionarse con uno mismo y con los demás. Aquí los elementos fundamentales de la experiencia —la verdad, el poder y el yo— constituyen los problemas de análisis foucaultiano, y los tres ejes de la investigación forman los medios para analizar cada problema. Mi enfoque se basa entonces en esto, en trabajar con la verdad, el poder y el yo para analizar las prácticas de diagnóstico de niños problemáticos. El énfasis que FOUCAULT (1978, pág. 4) puso sobre la verdad se hace especialmente concreto en su comentario de que “vivimos en una sociedad [...] que produce y pone en circulación discursos que cumplen función de verdad, que pasan por tal y que encierran, gracias a ello, poderes específicos”. Esto se puede interpretar entonces como que el diagnóstico de niños problemáticos circula de una manera en la que tiene función de verdad. Pero, ¿cómo opera esta función de verdad? Puede reflexionarse sobre esta cuestión par-tiendo de lo siguiente: Cada sociedad tiene su régimen de verdad, sus “políticas generales” de verdad: es decir, los tipos de discurso que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos; la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y 57
procedimientos a los que se otorga valor en la obtención de la verdad; el estatus de aquellos que están encargados de decir qué es lo que cuenta como verdadero. (FOUCAULT, 2000, pág. 131.) Cada uno de estos enunciados, mecanismos, formas de sanción, técnicas y, lo que es muy importante, aquellos que pueden decir “qué es lo que cuenta como verdadero”, son puntos que pueden considerarse en un análisis sobre la formación de los niños problemáticos. Este estilo de análisis es importante, pero no sugiere que encontraremos una forma de escapar a la verdad. En lugar de eso, tiene que ver con maneras de trabajar con el compromiso con la verdad y con desplazarse dentro de esta relación con la verdad (FOUCAULT, 1997b, pág. 295). Desde este punto de vista, no es necesario encontrar una forma de “escapar” de un régimen de verdad para cuestionar o alterar su influencia; lo que puede hacerse es “jugar el juego de otra manera”. Tal como afirma FOUCAULT: “se escapaba por tanto de una dominación de la verdad no jugando un juego totalmente ajeno al juego de la verdad sino de otra forma, o jugando otro juego, otra partida, otras bazas en el juego de la verdad” ( ibid. ). Para FOUCAULT, la “verdad” está intrincadamente vinculada con el poder, lo que implica que analizar el poder es, por lo tanto, fundamental para examinar la verdad. FOUCAULT (1988e) presenta una descripción de poder en la que utiliza cuatro puntos para explicar su conceptualización. Primero afirma 1. El poder no es una sustancia. Tampoco es un misterioso atributo cuyo origen habría que explorar. El poder no es más que un tipo particular de relación entre individuos” ( ibid. , pág. 83). El segundo punto se refiere a la racionalización. 2. “En lo que respecta a las relaciones entre los hombres, existen innumerables factores que determinan el poder. Y, sin embargo, la racionalización no deja de proseguir su tarea” ( ibid. )2i. En lo que respecta a la racionalización en general y a la racionalidad política en particular, FOUCAULT proporciona dos puntos más. 3. Lo que hay que cuestionar es la forma de racionalidad existente. La crítica al poder ejercido sobre los enfermos mentales o los locos no puede limitarse a las instituciones psiquiátricas; quienes cuestionan el poder de castigar tampoco pueden darse por satisfechos con denunciar las prisiones en cuanto instituciones 58
totales. La cuestión es: ¿cómo se racionalizan semejantes relaciones de poder? Plantearla es la única manera de evitar que otras instituciones, con los mismos objetivos y los mismos efectos, ocupen su lugar. 4. La racionalidad política se ha desarrollado e impuesto a lo largo de la historia de las sociedades occidentales. Primero se enraizó en la idea del poder pastoral y después en la de razón de Estado. La individualización y la totalización son sus efectos inevitables. La liberación no puede venir más que del ataque, no a uno o a otro de estos efectos, sino a las raíces mismas de la racionalidad política. ( Ibid. , págs. 83-84.) Esta conceptualización del poder destaca la función de la racionalidad en el ejercicio del poder. Por lo tanto, el análisis del diagnóstico de niños problemáticos requiere un examen que se extienda hasta las prácticas de poder y a cómo esas prácticas se racionalizan. Esto significa que, si bien me centro en el DSM y sus efectos, lo hago como una práctica que tiene lugar por medio de ciertas racionalizaciones. Esto no es para sugerir que el DSM es la práctica; por otra parte, deshacerse de él eliminaría simultáneamente al diagnóstico. En lugar de eso, hago esto para considerar al DSM una práctica que, mediante su capacidad para designar trastornos mentales, es un modelo de cómo se racionaliza el diagnóstico de niños problemáticos. La tercera experiencia, el yo, es el punto en el que se centran los tres volúmenes de la Historia de la Sexualidad de FOUCAULT (1984c; 1986; 1990). Los últimos dos volúmenes se alejaron bastante del plan trazado en el primer tomo, es decir, examinar la historia del deseo. Estos dos volúmenes se organizaron “en torno a la lenta formación, en la antigüedad, de una hermenéutica del yo” (FOUCAULT, 1990, pág. 6). Este cambio de enfoque se ve reflejado en las entrevistas y conferencias que FOUCAULT impartió a comienzos de los años ochenta (por ejemplo, las entrevistas tituladas: “Verdad, Poder, Yo: Una entrevista con Michel Foucault” (1988d) realizada en 1982, “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad” (1997b), realizada en 1984, y la conferencia “Tecnologías del yo” (1988a), presentada en 1982. Este interés en las “tecnologías del yo” es especialmente relevante para un 2nSoy consciente de las cuestiones relacionadas con el aparente 59
“androcentrismo” de los textos de FOUCAULT. Para un análisis al respecto, véase RAMAZANOGLU y HOLLAND (1993) y SAWICKI (1991). análisis que apunta a considerar la manera en que el joven participa en la construcción de una subjetividad problemática. La manera en que FOUCAULT formula la naturaleza constituida del sujeto es un punto clave para el análisis y la constitución de los niños problemáticos. FOUCAULT (1996b, pág. 452) expresa este rechazo al sujeto unificado en la siguiente cita de una entrevista realizada en abril de 1984: No creo que exista realmente un sujeto soberano, fundador, una forma universal de sujeto que pueda encontrarse en todas partes. Soy muy escéptico y muy hostil hacia esa forma de concebir al sujeto. Por el contrario, creo que el sujeto se constituye por medio de prácticas de sometimiento o, de manera más anónima, mediante prácticas de liberación, de libertad. Sobre la base de esta perspectiva, puede afirmarse que la subjetividad llamada “niño problemático” no existe de una forma unificada. La subjetividad problemática surge por medio de ciertas prácticas de sometimiento y prácticas que funcionan mediante regímenes de verdad y relaciones de poder. Significativamente, esto quiere decir que en las propias prácticas que crean la subjetividad problemática participan prácticas de libertad. Esto es posible porque el yo, o más precisamente la relación que el yo tiene con el yo, es fundamental en la creación de subjetividad. Lo esencial aquí es que, en opinión de FOUCAULT, la relación que tenemos con nosotros mismos es vital. En sus propias palabras: otro lado de las prescripciones morales, que la mayoría de las veces no se presenta como tal pero es, creo, muy importante, es el tipo de relación que debes tener contigo mismo, rapport a soi, lo que yo llamo ética, y que es lo que determina la manera en que se supone que el individuo debe constituirse en sujeto moral de su propia acción. (FOUCAULT, 1983, págs. 237-238.) Esta perspectiva sugiere que el tipo de relación que un joven elige tener consigo mismo es de gran importancia para la forma en que se construye la subjetividad. Esto implica que las subjetividades de los jóvenes están intrincadamente involucradas en la manera en que el individuo se constituye a sí mismo. Sobre la base de este punto de vista es posible entonces comprender 60
cómo se construyen estas subjetividades mediante el análisis de los regímenes de verdad, las relaciones de poder y las tecnologías del yo. Dado que estas subjetividades se forman por medio de múltiples relaciones, puede cuestionarse la idea de que la subjetividad de lo que se considera problemático es algo “invariable” directamente. Al repudiar la noción de sujeto unitario y analizar los mecanismos de los juegos de verdad, las relaciones de poder y las tecnologías del yo, es posible analizar la manera en que se produce el sujeto problemático. Esto depende de adoptar una perspectiva particular sobre el problema. Tal como menciona FOUCAULT (1996a, pág. 472), no se trata de “definir el momento a partir del que algo como el sujeto aparece, sino el conjunto de procesos por medio de los que existe el sujeto con sus diferentes problemas y obstáculos y mediante formas que distan de agotarse”. Parafraseando a FOUCAULT, podría preguntarse: “¿cuál es el conjunto de procesos que permite que exista el niño problemático?”. El siguiente capítulo comienza a responder esta pregunta al centrarse en la verdad para analizar el diagnóstico de estos niños y niñas. CAPÍTULO III Conducta problemática y la verdad sobre el niño problemático “Las palabras y las cosas” es el ... irónico título de una obra que modifica su propia forma, desplaza sus propios datos y revela, al final del día, una tarea bastante diferente. Una tarea que ya no consiste en tratar a los discursos como grupos de signos (elementos de significado que se refieren a los contenidos de las representaciones), sino como prácticas que forman de manera sistemática los objetos de los que hablan. (FOUCAULT, 1972, pág. 49. Cursiva agregada.) Esta cita ofrece una atractiva invitación a pensar de una manera diferente sobre el trastorno de la conducta o trastorno disocial. Parafraseando a FOUCAULT, ¿qué significaría pensar en verdades tales como el trastorno de la conducta no como significantes de trastorno mental, sino tomando a FOUCAULT como base como “prácticas que forman de manera sistemática los objetos de los que hablan”? Semejante análisis daría como resultado un panorama bastante 61
diferente sobre el trastorno de la conducta: más que como una verdad científica definitiva, podría entenderse como algo que hace posible ciertas prácticas constituidas por medio del discurso. Los cuatro ángulos de escrutinio —contingencias, discontinuidades, apariciones y saberes sometidos— proporcionan un medio para analizar estas prácticas. Pueden tomarse en cuenta diversas contingencias en lo que respecta a la verdad del trastorno de la conducta: la necesidad de una definición flexible de trastorno mental; el objeto “niño”; la preocupación por la delincuencia y su relación con la psicopatología; la clasificación de las verdades alteradas. Ésta no es una lista exhaustiva de las contingencias del trastorno de la conducta; en realidad también podría analizarse en detalle, aunque no se incluye en este análisis, el papel de los medios de comunicación como contingencia en la producción del niño problemático. La discontinuidad cumple dos funciones estratégicas en el análisis de la verdad del trastorno disocial. En primer lugar, la discontinuidad puede servir para poner de manifiesto la construcción y los mecanismos internos del trastorno de la conducta. Ésta es una táctica valiosa ya que permite que se vea al trastorno de la conducta no como algo legítimo sino como una forma de clasificación arbitraria que tiene lugar por medio de prácticas específicas. En segundo lugar, puede utilizarse la discontinuidad para articular la emergencia de verdades asociadas y relaciones de poder. Estas verdades y relaciones de poder son fundamentales para la “veracidad” persuasiva del trastorno de la conducta. El análisis del surgimiento de este trastorno y la referencia al saber académico sometido están entretejidos en la exploración sobre contingencia y discontinuidad que se presenta en este capítulo (la táctica genealógica de saberes descalificados sometidos se utiliza para considerar la construcción de la subjetividad problemática en los Capítulos VI y VII). Al poner énfasis en estas contingencias, discontinuidades y apariciones, es posible comprender cómo el trastorno de la conducta y especialmente su apariencia científica, legítima y autoritaria se hace posible. El desafío de este capítulo es partir de esta conceptualización del discurso para desestabilizar la idea de que el diagnóstico del trastorno de la conducta se hace sobre la base de “signos” de “alteración de la conducta” en el niño “problemático”. 62
Las contingencias y la aparición del trastorno
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de la conducta Dado que se considera que el diagnóstico de un trastorno de la conducta implica un trastorno mental, parece lógico preguntar: “¿qué es un trastorno mental?”. Ésta no es una pregunta sencilla. Podríamos suponer que lo adecuado sería que el manual que define al trastorno disocial, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición, texto revisado (DSM-IV-TR) (2000) contuviera una definición de “trastorno mental”. No obstante, en cierta medida esto no es más que una suposición. Tomemos, por ejemplo, el anuncio que se hace en la introducción de la obra: “a pesar de que este manual proporciona una clasificación de los trastornos mentales, debe admitirse que no existe una definición que especifique adecuadamente los límites del concepto ‘trastorno mental’” (APA, 2000, pág. XXX). FRANCES también notó esa dificultad para definir el término cuando desempeñaba el cargo de presidente del Comité Elaborador del DSM-IV 1i para la edición de 1994 de esa obra (es decir, la versión anterior al texto revisado que se editó en 2000). El DSM-IV es un manual de trastornos mentales, pero no está claro qué es un trastorno mental ni si es posible desarrollar un conjunto de criterios definitorios que guíen decisiones relacionadas con la inclusión y la exclusión de materiales en el manual. Aunque muchos (incluidos los autores del DSM-IIIR) lo han intentado, 1nEste grupo de trabajo fue el responsable de supervisar la creación del DSM-IV. nadie logró jamás establecer una lista de criterios infalibles para definir un trastorno mental. (FRANCES, 1994, pág. VII. La cursiva pertenece al original.) La definición presente en ediciones anteriores del DSM a la que se refiere FRANCES (1994) es la siguiente: En el DSM-III se considera a cada uno de los trastornos mentales como un síndrome o patrón comportamental o psicológico clínicamente significativo que tiene lugar en un individuo y que aparece asociado a un síntoma desagradable (angustia) o a un impedimento en una o más áreas importantes de funcionamiento (discapacidad). Además, debe haber una sugerencia de una disfunción comportamental, psicológica o biológica y de que esa perturbación no
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está únicamente en la relación entre el individuo y la sociedad. (Cuando la perturbación se limita a un conflicto entre la persona y la sociedad, eso puede indicar una desviación social lo que puede ser encomiable o no, pero no constituye un trastorno mental por sí solo.) (APA. 1980, pág. 6.) En sus comentarios sobre esta definición, dos reputados autores del DSM-II (SPITZER, presidente del grupo de trabajo del DSM-III para nomenclatura y estadística y WILLIAMS, editor del texto del DSM-III y coordinador de los ensayos de campo para el DSM-III) afirman: “La definición de trastorno mental que aporta el DSM-III no supone que cada trastorno mental es una entidad diferenciada con límites claros entre ése y otros trastornos mentales, o entre él y ningún trastorno mental” (SPITZER y WILLIAMS, 1982, pág. 22). Resulta desconcertante que a las personas se les diagnostique un trastorno mental como el trastorno de la conducta, aun cuando no está “nada claro qué es un trastorno mental” (FRANCES, 1994, pág. VII). ¿Cómo es posible que exista tal confusión acerca del que podría ser el más elemental de los detalles? Podría imaginarse que el punto crucial en el diagnóstico de trastorno de la conducta y, por ende, del diagnóstico de un niño problemático consiste en poder definir “trastorno mental”, o al menos hacer una diferenciación entre qué es y qué no es un trastorno mental. Si bien esto es aparentemente contradictorio, esta misma falta de definición es una contingencia en la formulación de la verdad del trastorno de la conducta. Esto se debe a que el continuo diseño y rediseño de trastornos mentales tales como el trastorno disocial puede seguir avanzando con menos restricciones dado que esta definición de trastorno mental es inexacta. Tal como se argumentará más adelante en este capítulo, las definiciones de trastorno de la conducta que ofrece la APA (1980; 1987; 1994; 2000) varían a través de las versiones DSM-III, DSM-III-R y DSM-IV (el DSM-IV-TR consiste en una revisión del DSM-IV y no es una actualización completa como la que hubo entre el DSM-III-R y el DSMIV). Esta variación seguramente sería dificilmente discutible si estuviera ubicada dentro de los límites de una noción bien definida de trastorno mental. Por lo tanto, esta imposibilidad de definición del trastorno mental es contingente para la creación, el cambio y la eliminación de los trastornos mentales. La contingencia del “niño” 65
Además de la imposibilidad de definir al trastorno mental, otra contingencia del trastorno de la conducta es tener un objeto que definir, es decir, el niño que necesita un diagnóstico. Dado que el trastorno de la conducta corresponde a la categoría “Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia” y se refiere más que nada a personas menores de 18 años (con una pequeña excepción para los mayores de 18 años que no cumplen los criterios del trastorno antisocial de la personalidad), este objeto debe ser, necesariamente, el no-adulto o niño. Para que esto funcione, es necesario formular el concepto de “niño” en cuanto entidad conocible, diagnosticable y tratable, una entidad que necesita que se la conozca. Esta entidad es el niño o, más precisamente, el niño en cuanto objeto de verdad psiquiátrica. Hay mucha diferencia de opinión en lo que respecta al “origen” del niño como objeto de verdad psiquiátrica diferencia que se pone de manifiesto al analizar diversos textos de la psiquiatría. Para KAZDIN (1996, pág. IX), “hasta hace poco tiempo, la salud mental y las profesiones relacionadas con ella no se ocupaban de los problemas emocionales, de comportamiento y de aprendizaje de los niños y adolescentes”. En esta afirmación, el significado de “poco tiempo” no es claro. BLAU (1996, pág. 65) es más específico al respecto del marco temporal de este “origen” cuando afirma “Los problemas de comportamiento de los adolescentes se han estudiado durante las últimas tres o cuatro décadas”. Sin embargo, de acuerdo con KANNER, (1972, pág. 26) “hasta alrededor de 1930 ... los psiquiatras no conocían a los niños, y los pediatras no conocían la psiquiatría”. Aparentemente, esta afirmación se hizo con algo de “autoridad” ya que, de acuerdo con STONE (1997, pág. 164), KANNER “publicó el primer libro de texto sobre psiquiatría infantil en inglés”. No obstante, contrariamente a lo que dijo KANNER, según WALLACE (1994, pág. 36) la psiquiatría infantil emergió a comienzos del siglo XX como algo “que surgió de la interacción entre los pediatras y los trabajadores sociales. Superó el viejo mito de que las enfermedades mentales no se manifiestan en niños”. Esta última opinión sitúa el origen de la psiquiatría infantil unos sesenta años antes de lo estimado por KAZDIN (1996), cincuenta años antes de lo que creía BLAU (1996) y treinta años antes de lo que pensaba KANNER (1972). Como podrá apreciarse, estos detalles históricos provenientes de textos de la 66
psiquiatría son inconsistentes. Esta irregularidad queda aún más demostrada en ejemplos sobre el interés médico en la mente infantil en tiempos más lejanos. Por ejemplo, entre los “informes semestrales” de la publicación irlandesa sobre medicina Dublin Journal of Medical Sciences, figura un resumen redactado por ATKINS de las conclusiones de MARTIN COHN, un doctor en medicina, referente a que “las enfermedades mentales son más comunes en los niños de lo que se suponía” (ATKINS, 1884, pág. 245). COHN prosigue y aclara que “puede encontrarse una explicación de esto en el hecho de que sólo recientemente comenzaron a estudiarse con mayor detalle las enfermedades de la infancia” (ATKINS, 1884, pág. 245). Alrededor de esa épo-ca, MAUDSLEY “dedicó un extenso capítulo a la ‘locura en las primeras etapas de la vida’ en The Pathology of Mind, obra publicada en 1879” (STONE, 1997, pág. 115). En 1838, cuarenta años antes de la publicación de MAUDSLEY (1879), ESQUIROL publicó en Francia Maladies Mentales, donde “diferenciaba al niño deficiente mental del niño psicótico ... e incluía varios casos clínicos interesantes de niños con impulsos homicidas” (ALEXANDER y SELESNICK, 1967, pág. 373). Hacia finales del siglo XIX EMMINGHAUS señaló la necesidad de una delimitación entre las “enfermedades mentales” de niños y adultos e instó a que hubiera “una separación clara del estudio científico en los dos campos” (HARMS 1960, pág. 187). Anteriormente, en 1806 en Francia, PINEL (1962), el director de Bicêtre, un “hospital de salud mental”, publicó datos sobre las edades de los “maníacos recibidos en Bicêtre”. En los textos publicados por PINEL, las edades están claramente separadas en grupos que comienzan entre los “15-20”años (PINEL, 1962, pág. 112), un rango de edad hoy conocido como “adolescencia”. La información presentada por PINEL detalla el número de maníacos recibidos en Bicêtre durante el período comprendido entre 1784 y 1792. Por ejemplo, en 1784 ingresaron cinco maníacos de entre 15 y 20 años, y en 1787 ese núme-ro se incrementó a doce (PINEL, 1962). Sobre la base de estos datos, es indu-dable que no se impedía el ingreso de personas de entre 15 y 20 años a Bicêtre ni se les negaba un examen o tratamiento. La forma en que se conceptualizaba a esos jóvenes bien puede haber variado en los doscientos años que separan los datos de PINEL (1962), publicados originalmente en 1806, de los de KAZDIN (1996). 67
Entonces, no es cierto que el interés médico en la mente de los jóvenes sea un fenómeno nuevo. Lo que sí es significativo es que hasta el siglo XX no fue una ciencia interesada en el “niño en cuanto objeto psiquiátrico” y no tomó forma en la subdisciplina llamada “psiquiatría infantil”. A la vista de estos ejemplos, debe analizarse la cuestión de por qué es necesario afirmar que el niño, en cuanto objeto psiquiátrico, es de origen reciente. Si nos basamos en la perspectiva según la que estas ciencias psiquiátricas producen los objetos de los que hablan, entones este objeto niño tendría que haber surgido tanto con KAZDIN (1996) como con KANNER en los años treinta. Desde este punto de vista, estos niños como objetos emergentes pueden considerarse tan característicos como las prácticas de psiquiatría infantil “que les otorgan existencia por medio del discurso”. Así, junto con la mirada específica de PINEL (1962) emerge un objeto igualmente específico de entre 15 y 20 años. Asimismo, junto con la “ciencia de la psiquiatría infantil” se encuentra su objeto específico, el “niño en cuanto objeto psiquiátrico”. Por consiguiente, junto con los discursos sobre niños problemáticos, se encuentra su objeto: los niños problemáticos. Esta relación entre conocedor y objeto es, por lo tanto, una relación de dependencia mutua: sin la ciencia de la psiquiatría infantil no hay “niño en cuanto objeto psiquiátrico”, y sin su objeto no hay ciencia de la psiquiatría infantil. Esta ciencia psiquiátrica infantil se ha esforzado por conocer bien a su objeto, por identificarlo, tratarlo y hasta intentar evitar que se convierta en problemático. Frecuentemente, el fundamento en que se basan estas prácticas estuvo vinculado a la protección de la comunidad, dado que no es simplemente el niño con trastornos mentales el que presenta un riesgo: sino también el adulto en que se convertirá ese niño en un futuro, representa un riesgo aún mayor. Por lo tanto, el esfuerzo de la prevención no se ocupa simplemente del niño en cuanto “unidad niño”, sino del futuro adulto en que se convertirá. En la siguiente cita extraída de un artículo publicado en 1928, este esfuerzo tiene, indiscutiblemente, una importancia suprema: De ningún modo pienso siquiera que puede librarse a este mundo de criminales como resultado del esfuerzo único de los médicos. No podemos cambiar ni la naturaleza humana ni las condiciones sociales o económicas, pero 68
podemos hacer mucho en lo que respecta a moldear el carácter de los niños de hoy, los hombres y mujeres de mañana. (JAHR, 1928, pág. 495. Cursiva agregada.) Este temor al peligro involucra a la ciencia de la psiquiatría infantil en el “modelado” del carácter de los niños. Cuando JAHR (1928) convierte al niño en un objeto que el médico puede moldear y conecta al niño de hoy con “los hombres y mujeres de mañana”, introduce el futuro en el presente del objeto niño. JAHR utiliza los términos “psiquiatra” e “higienista mental” como equivalentes y, lo que llama la atención, hace una distinción entre estos especialistas y el pediatra. Señala que “estos trabajadores parecen más diligentes que los pediatras, ya que prácticamente de la nada ha surgido una amplia bibliografía sobre psicología infantil y sus sujetos relacionados” ( ibid. , pág. 492). Esta proliferación del interés en el niño tiene una relación cercana con la noción de niño en cuanto objeto psiquiátrico al que se considera que posee el potencial de peligro futuro. De manera similar entonces, puede afirmarse que las prácticas que convierten a los niños en problemáticos tienen una relación con igual grado de interdependencia con el objeto niño problemático. La contingencia de la delincuencia juvenil y la psicopatología Otra contingencia del trastorno disocial es la preocupación por la delincuencia juvenil y la conexión del trastorno de la conducta con la psicopatología. La creencia de que el delincuente juvenil es un criminal en potencia es similar a la suposición de que el niño en cuanto objeto psiquiátrico contiene un adulto potencialmente peligroso. Como tal, el delincuente juvenil da lugar a una preocupación social que requiere investigación y exige tratamiento. No es fácil separar las prácticas actuales de los niños problemáticos de las nociones de delincuencia y el presagio del futuro criminal. Puede deducirse que la delincuencia juvenil es una preocupación social de gran importancia sobre la base de los esfuerzos por categorizar al delincuente, por entenderlo, por tratarlo, por predecirlo y por prevenirlo. De hecho, GORDON (1938, pág. 44), en la publicación escocesa de medicina Edinburgh Medical Journal en 1938, señala que “En los últimos años se ha escrito mucho y se ha hablado aún más acerca del trastorno de la conducta, la delincuencia juvenil y los 69
niños difíciles”. Antes aun, HEALY y BRONNER (1926) estu-diaban en los Estados Unidos a importantes cantidades de niños. De acuerdo con WHITE (1996, pág. 185), entre 1909 y 1915 HEALY y BRONNER examinaron a “2.000 delincuentes que pasaron por los tribunales de menores de Chicago” a lo que siguió un estudio similar que se realizó entre 1917 y 1923 de “2.000 delincuentes que comparecieron ante los tribunales de Boston”. En otro proyecto realizado en los Estados Unidos en 1946, se estudiaron no menos de “5.000 casos de orientación infantil”, y la investigación tuvo como resultado el “descubrimiento” de ciertos rasgos del “Síndrome de Delincuencia Socializada” y el “Síndrome de Comportamiento Agresivo no Socializado” (JENKINS, 1960). Esta importancia otorgada al estudio del delincuente juvenil se explicita en una declaración hecha en 1908 por el honorable B.B. LINDSEY, juez del tribunal de menores de Denver, EE.UU. Esta destacada figura dijo: “el crecimiento de los tribunales de menores en los últimos siete años no destaca únicamente la importancia del sujeto de la delincuencia juvenil, sino también la necesidad de una mejor comprensión del mismo” (LINDSEY, 1908, pág. IX). La preocupación por la delincuencia también era evidente en Australia, donde un informe de la publicación médica de ese país, Medical Journal of Australia, afirmaba que la delincuencia juvenil es “al mismo tiempo, deshonrosa para la mancomunidad, deplorable e irresponsable” (“Mental defect and delinquency” [“deficiencia mental y delincuencia”], 1923, pág. 479)2i. Aunque estas preocupaciones sociales fomentan intensas prácticas de conocimiento, debe observarse que este interés no ha disminuido la amenaza que representan los jóvenes. A finales del siglo XX y comienzos del XXI, las prácticas relacionadas con el conocimiento de los delincuentes juveniles se vincularon con aquellas ciencias asociadas al estudio de la mente. Un ejemplo de esto es la afirmación de BREGGIN y BREGGIN (1994) de que el gobierno estadounidense realizó inversiones en psiquiatría biológica como medio para conocer y controlar a las personas violentas. En distintos momentos del siglo XX también se formularon explicaciones de carácter médico sobre la delincuencia. Tomemos, por ejemplo, este comentario del doctor SALMON: Creemos que las peores desgracias en la niñez son la pobreza extrema y la 70
enfermedad, pero la delincuencia, en un grado que requiere la atención de tribunales y agentes de las fuerzas del orden, ensombrece la vida de más niños que algunas de las enfermedades más comunes y graves, y el peligro de iniciar vidas dedicadas al crimen es una amenaza mayor que el hambre o el descuido del cuerpo. Si esta gran carga que ahora recae en la niñez y en la juventud y luego recaerá en la sociedad en general puede suprimirse, al menos en parte, esa tarea es una de las más apremiantes en nuestros días. (ANDERSON, 1923, pág. 418.) 2nNo se especifica el nombre del autor de este artículo. En este caso, la delincuencia no es únicamente un motivo de preocupación para la sociedad; es algo que está relacionado con la enfermedad. Esta conexión resulta significativa, ya que ubicar a la patología junto al crimen abre un espacio para que lo ocupen diagnósticos como el del trastorno de la conducta. La vinculación entre patología y delincuencia es marcadamente explícita en la siguiente afirmación tomada de una edición del año 1923 del Medical Journal of Australia: “Para profesionales de la psicología médica y la psiquiatría con una buena formación es posible detectar formas encubiertas de deficiencia mental con probabilidades de llevar a conductas inmorales cuando el niño es aún pequeño” (“Mental defect and delinquency”, 1923, pág. 480). Asociar las tendencias criminales con “formas encubiertas de deficiencia mental con probabilidades de conducir a conductas inmorales” crea la necesidad de un potencial criminal adecuado y, lo que es muy importante, de un objeto niño mentalmente desviado. De esta asociación pueden emerger diversos objetos delincuentes. En los Estados Unidos, entre estos objetos se encontraba el “delincuente deficiente”, el “imbécil moral”, la “inferioridad psicopática” y la “inferioridad constitucional”, así como el “imbécil” y el “débil mental” (STEARNS, 1916, pág. 430). También está el “delincuente psicopático”, término descrito por VOGT (1947) y, en el Reino Unido, la “delincuencia juvenil” (RHODES, 1939) y los “delincuentes juveniles”. En los años veinte, entre los términos populares en Australia se encontraban “delincuentes morales”, “deficiente mental” y “niño psicópata” (“Mental defect and delinquency”, 1923). La aparición de estos objetos (el niño psicópata y el delincuente deficiente) 71
depende de que la psiquiatría se interese en el delincuente. Al extrapolar el siguiente comentario de ANDERSON, parecería que la delincuencia era uno de los dominios de interés de esa ciencia: “En la aplicación de la psiquiatría a los problemas sociales está teniendo lugar un notable cambio de enfoque... hasta hace poco tiempo, la concepción de la postura de la psiquiatría en lo relacionado con la delincuencia se limitaba a la clasificación de los discapacitados mentales” (ANDERSON, 1923, pág. 414). Los inicios de la relación entre delincuencia y psiquiatría también se hacen evidentes en la creación en los Estados Unidos de la clínica de investigación de HEALY, el “Instituto Psicopático Juvenil en 1909” (ALEXANDER y SELESNICK, 1967, pág. 377), y en las clínicas de orientación infantil. En su momento, a comienzos del siglo XX, las clínicas de orientación infantil eran extremadamente populares y llamaban la atención de todo el mundo, incluida Australia. En Victoria, Australia, en los años treinta y cuarenta “se establecieron clínicas vinculadas con el Departamento de Salud y los tribunales de menores” (WILLIAMS, 1949, pág. 675). De manera similar, se fundó una clínica de orientación infantil en New South Wales (NSW) “en noviembre de 1936 como parte del Servicio Médico Escolar. El personal consistía en un psiquiatra, un psicólogo y un trabajador social, y todos trabajaban a tiempo completo” (CUNNINGHAM y cols., 1939, pág. 174). La higiene mental era otra área que había demostrado interés en vincular al delincuente juvenil con los trastornos mentales. Esto se hace evidente en dos de los ocho objetivos del Consejo de Higiene Mental de New South Wales3i. El cuarto objetivo indica: “Promover el estudio y el tratamiento de las manifestaciones nerviosas en la infancia con el objeto de prevenir una evolución más grave en años posteriores y la instrucción de padres y otros en el cuidado de niños difíciles y ‘problema’” (NOBLE, 1929, pág. 301). El objetivo número seis dice: “Investigar los problemas de inadaptación social como la dependencia y la criminalidad en relación con trastornos mentales congénitos y adquiridos” ( ibid. ). Parecería que, mediante la categoría “higiene mental”, la psiquiatría podría ponerse en contacto con un mayor número de personas jóvenes sobre la base de sus “comportamientos sociales perturbadores”. Es curioso que este mayor enfoque en los niños delincuentes y perturbadores no haya propiciado 72
necesariamente una mejor definición de la delincuencia. De hecho, parece que definir la delincuencia es una tarea difícil (CLARIZIO y MCCOY, 1970). VOGT (1947, págs. 19-20) resume esta dificultad: “En la infancia y adolescencia, ¿dónde termina la travesura normal y comienza la delincuencia? Confieso no saber dónde está o debería estar la línea de demarcación”. Si se tienen en cuenta esos problemas para definir la delincuencia, no resulta sorprendente que la distinción entre delincuencia y el trastorno disocial no sea clara. Para autores como GELDER y cols. (1989, pág. 792), la diferenciación gira en torno a un aspecto legal: “La delincuencia no es un diagnóstico psiquiátrico sino una categoría legal”. HINSHAW y ANDERSON (1996) parecen coincidir con este énfasis legal, y ven a la delincuencia como un término del ámbito “legal” y al trastorno de la conducta como un término de la psiquiatría. Estos dos grupos de autores parecen estar de acuerdo, excepto porque GELDER y cols. ( ibid. ) moderan su diferenciación de base legal al afirmar que “la delincuencia juvenil puede estar asociada con un trastorno psiquiátrico, sobre todo con el trastorno de la conducta”. GELDER y cols. ( ibid. ) aclaran aún más esta diferenciación cuando explican: “A menudo se iguala a la delincuencia con el trastorno de la conducta. Esto es incorrecto, ya que, si bien las dos categorías se superponen, no son lo mismo. Muchos delincuentes no tienen trastornos de la conducta ni ningún otro trastorno psicológico. Del mismo modo, muchas de las personas que tienen trastorno de la conducta no delinquen”. Por lo tanto, puede considerarse que el trastorno de la conducta y la delincuencia son tanto categorías separadas como categorías que pueden superponerse. Tal como se mencionó anteriormente, la diferenciación entre trastorno de la conducta y delincuencia se basa frecuentemente en la distinción entre trastorno mental de orden psiquiátrico y definición legal. No obstante, las nociones sobre qué constituye el trastorno mental denominado trastorno de la conducta y qué constituye delincuencia ciertamente no son consistentes. Mientras que la terminología se mantiene de manera similar, las definiciones cambian. Por 3nNOBLE (1929) no proporciona la fecha de la formación del Consejo de Higiene Mental de NSW, pero indica que se formó “recientemente”, por lo que puede estimarse una fecha aproximada cercana a la publicación del artículo de 73
ese autor en 1929. ejemplo, algunos de los criterios que en 1908 indicaban delincuencia (como el absentismo injustificado) figuran entre los criterios del DSM-IV-TR para el trastorno de la conducta. Otros indicadores de absentismo escolar injustificado según los criterios de 1908, como “fumar cigarrillos” (New York Juvenile Asylum, citado en TRAVIS, 1908)4i, no se consideran indicadores de delincuencia ni de trastorno disocial aunque debe tenerse en cuenta que, curiosamen-te, investigaciones más recientes afirman que el tabaquismo por parte de la madre puede estar relacionado con el trastorno de la conducta en niños varones (WAKSCHLAG y cols., 1997). El estadounidense BEYERS, “superintendente de House of Refugei*” (TRAVIS, 1908) ofrece una definición distinta. De acuerdo con TRAVIS, BEYERS “observa dos clases” de delincuentes: “1) aquellos [que lo son] debido a desatención o incompetencia del hogar; 2) aquellos que lo son debido a incompetencia del Estado” ( ibid. , pág. 50). Vale la pena que nos detengamos y analicemos la manera en que este punto de vista puede transformar la conceptualización popular en nuestros días del niño problemático, de una persona con algún tipo de deficiencia mental, a alguien que es resultado de la incompetencia “estatal” o “del hogar” si bien esta última, la “incompetencia del hogar”, evoca las caracterizaciones vigentes del niño problemático según las cuales éste es producto de un “hogar monoparental”. Bastante alejado de esta idea de incompetencia, LINDSEY (1908, pág. X) propone que la delincuencia juvenil “es propia de todos los niños”, “dado que todos delinquen en un momento u otro ... al menos el 95% de los niños a quienes se trata como delincuentes no son diferentes del niño promedio”. Luego, en otro esfuerzo por definir al delincuente juvenil, TRAVIS proporciona una clasificación bastante amplia: 11. Delincuente por oportunidad, accidente o casualidad (un acto aislado). 12. Delincuente por infortunio o pobreza extrema (en grave peligro de caer en la delincuencia). 13. Delincuente por incompetencia de los padres (padres ignorantes, desconsiderados o inmorales). 14. Delincuente por costumbre (recolectores de chatarra, etc.). 74
15. Delincuente por dificultades económicas fundadas en la desigualdad (negro frente a blanco, inmigrante frente a nativo, clase pobre ante personas con las necesidades satisfechas). 16. Delincuente por entorno (malas compañías, supervisión pobre). 17. Delincuente por herencia (en el sentido estricto de las tendencias neuróticas). 4nTRAVIS (1908) cita el informe anual del orfanato de Nueva York, New York Juvenile Asylum, Annual Report of the New York Juvenile Asylum (51.o informe). TRAVIS no proporciona una fecha para la cita. *nHouse of Refuge es una filial de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo de la Fe Apostóli-ca del movimiento metodista. ( N. del T. ) 18. Delincuente por defecto congénito (accidente de nacimiento, etc.). 19. Delincuente por defecto físico adquirido (enfermedad o desarrollo anómalo). 10. Delincuente por defecto mental adquirido (enfermedad, falta de formación, desarrollo anómalo). ( Ibid. , pág. 51.) Las categorías que se presentan en esta clasificación son o bien causas externas o bien causas centradas en el cuerpo, como un defecto físico o mental. En este esquema de conocimiento sobre la delincuencia, “las primeras seis clases son normales ... algunas de las cuatro últimas clases tienen que ver con lo mórbido, la degeneración, otras con la locura, y tal vez algunas sean atávicas y criminales por naturaleza” ( ibid. , págs. 51-52). Por lo tanto, existe el “delincuente normal” y el que es “otra cosa distinta de un delincuente normal”. Este individuo “no normal”, “otro” o “fuera del promedio” consiste en un posible espacio para que emerja el deficiente mental o el delincuente deficiente. La prevalencia de esta entidad, el delincuente “fuera del promedio” o “aberrante” se multiplicó a medida que se relacionaba más al crimen con la disfunción mental. Existen numerosos ejemplos de esta relación. Por ejemplo, en Crime and Insanity (“Crimen y locura”) MERCIER (1911, pág. X) hace la siguiente afirmación: “el crimen es ... un trastorno de la conducta”. Otra manifestación, extraída de “un estudio de delincuentes”, propone una etiología de la delincuencia muy detallada: 75
Para el observador experto, la clase de niños y niñas, de centros especiales para alumnos con absentismo, escuelas industrialesi* y reformatorios incluye una gran proporción de deficientes, entre quienes la deficiencia intelectual es relativamente leve y se ve eclipsada por la deficiencia moral ... Pueden ser holgazanes, tener inclinaciones al robo, ser crueles con los animales o con niños más pequeños, destruir cosas intencionadamente y sin sentido y generalmente son indóciles ... Estos niños no son simplemente malos e incorregibles, son irresponsables debido a su deficiencia mental subyacente. La deficiencia mental y la falta de moral son efectos similares y visibles de una afección incurable de la corteza cerebral. (FERNALD, 1904, citado en STEARNS, 1916, págs. 427-428. Cursiva agregada.) En esta cita, FERNALD (1904) une a la delincuencia con una “deficiencia mental subyacente” que se convierte en una anomalía en “la corteza cerebral”. En esta afirmación se combinan nociones de crimen, indocilidad, destrucción sin sentido y crueldad. Esta combinación se suma a la noción de *nLas escuelas industriales ( industrial schools) eran escuelas para niños extremadamente pobres que aún no hubieran cometido un delito grave. Sus objetivos eran inculcar en los niños el hábito de trabajar y desarrollar su potencial en situación de extrema pobreza. La idea era alejar al niño de malas influencias, darle una educación y enseñarle un oficio. ( N. del T. ) deficiencia mental, y ésta se incorpora luego a las anomalías de ciertas células de la “corteza cerebral”. A pesar de todas estas aberraciones y cortezas cerebrales defectuosas, sigue habiendo un grado de incertidumbre acerca de la naturaleza precisa de esta relación. Lo ilustro con dos citas de “períodos” muy distintos. RAINE observa: “No sólo es imposible demostrar de manera concluyente que el crimen es una psicopatología, sino que también es igualmente difícil demostrar que no es una psicopatología” (1993, pág. 3, cursiva en el original). Ochenta años antes, MERCIER (1911, pág. 11) había llegado a una conclusión definitivamente similar: “Todos saben que existe cierta relación o conexión entre la locura y el crimen; pocos tienen una idea clara de cuál es esa relación o conexión precisa”. A pesar de 76
estas inconsistencias, parecería que, a medida que ciertos ámbitos del crimen se convirtieron en interés de la psiquiatría, emergió una clase especial de niño desviado como objeto del dominio de la psiquiatría. En relación con estas nociones surge un niño problemático, uno que está íntimamente vinculado al mismo tiempo con el trastorno mental y las ciencias de la mente. La cuestión, entonces, es: ¿cómo es posible que emerja ese niño problemático, y cómo pueden parecer tan legítimos esos diagnósticos? La contingencia de la clasificación Las medidas que se utilizan para conocer al individuo son, tal como lo afirman críticos de la psiquiatría y la psicología como FOUCAULT (1988f) y ROSE (1989), las prácticas divisorias “por excelencia” de la cultura occidental. Por lo tanto, son mecanismos poderosos que se aseguran la atención de los críticos. En la actualidad, la clasificación del trastorno mental está dominada por dos sistemas, el DSM-IV-TR de la APA (2000), y la sección sobre salud mental de la Clasificación Internacional de Enfermedades CIE 10 de la Organización Mundial de la Salud (OMS) (1992; 2003). Si bien estos sistemas parecen distintos, la APA estuvo involucrada en la autoría de la sección sobre trastornos mentales de la CIE10 (KIRK y KUTCHINS, 1992). En la edición más reciente, el DSM-IV-TR, se explica que “quienes prepararon la CIE 10 y el DSM-IV han trabajado en estrecha colaboración para coordinar sus esfuerzos, lo que determinó una influencia mutua” (APA, 2000, pág. XXIX). Si bien en la actualidad ésas son las publicaciones dominantes, la clasificación de las anomalías mentales no fue siempre un dominio regido por uno o dos sistemas de clasificación. Por ejemplo, en el apéndice de Psychopathological Disorders in Childhood: Theoretical Considerations and a Proposed Classification (Group for the Advancement in Psychiatry [GAP]), Committee on Child Psychiatry, 1974) (“Trastornos psicopatológicos en la niñez: consideraciones teóricas y una propuesta de clasificación”) se mencionan nada menos que veinticuatro clasificaciones diferentes para trastornos infantiles, la primera de las cuales data del año 1920. Mientras que el trastorno de la conducta depende de un sistema de clasificación, la perfección supuestamente representada por el DSM-IV-TR puede reinterpretarse como dominante por medio de un análisis genealógico, y aquellos sistemas de clasificación que 77
“quedaron atrás” pueden entenderse como fragmentos de discontinuidad. Hace más de treinta años CLARIZIO y MCCOY (1970, pág. 63) señalaron que “una revisión de la bibliografía disponible revela más de dos docenas de intentos entre 1920 y 1966 de establecer clasificaciones formales de la totalidad de los problemas de comportamiento que tienen lugar durante la infancia y la adolescencia”. Casi todos estos métodos de clasificación diferentes datan de la primera mitad del siglo XX. A pesar de esos numerosos intentos, desde el comienzo había escepticismo en lo relacionado con lo practicable de una clasificación. ANDERSON (1923, pág. 426), tomando como base informes sobre niños estudiados en clínicas de demostración psiquiátricai* bajo el auspicio del Fondo del Commonwealth de la ciudad de Nueva York en los años veinte, señala que, en lo que respecta a la “clasificación mental”, “Reconocemos perfectamente cuán imposible es incluir bajo un esquema artificial de clasificación la gran cantidad de información valiosa reunida por los psiquiatras y psicólogos durante su búsqueda y análisis de la vida mental de estos niños” (cursiva agregada). A pesar de opiniones como la de ANDERSON, se proponen sistemas de clasificación, que pueden cambiar. Una explicación propuesta para tales cambios es que los nuevos sistemas representan la culminación y mejora de los intentos anteriores. En contra de esta interpretación puede afirmarse que esta variedad de clasificaciones es testimonio de un continuo intento por parte de la psiquiatría de proponerse a sí misma como ciencia. En su crítica al DSM, KIRK y KUTCHINS notan este punto importante y afirman: “El desarrollo del DSM-III por parte de la APA representó un gran esfuerzo público por defender a la psiquiatría al hacer que los diagnósticos parezcan ceñirse más a la idea de racionalidad técnica” (1992, págs. 222-223). DRAPES (1906) indicó el grado en el que la clasificación es fundamental para la ciencia de la psiquiatría en la publicación inglesa “The Journal of Mental Science” (artículo reseñado en 1907 en la publicación estadounidense sobre salud mental American Journal of Nervous and Mental Diseases, 34, pág. 274). En opinión de DRAPES, para que el estudio de la locura sea científico debe contar con un sistema de clasificación propio y concluyente. Para la “ciencia” de la psiquiatría infantil era igual de importante contar con un sistema de clasificación. JENKINS destacó este punto (1973, pág. 28): “El progreso científico en la psiquiatría infantil depende, al igual que sucede en otros 78
ámbitos, de reducir la infinita variedad de problemas por medio de algún tipo de categorización amplia”. De esta forma, puede recurrirse a nociones de ciencia para validar los cambios en los sistemas de clasificación y, al mismo tiempo, las nociones de ciencia pueden ser la razón por la que se compilan tales sistemas. También se mencionan propósitos estadísticos e investigadores como fundamentos para perfeccionar las esquematizaciones clasificatorias (HUSAIN y CANTWELL, 1991). De hecho, la aparición del primer Manual diagnóstico y *nDel inglés Psychiatric demostration clinics. ( N. del T. ) estadístico de trastornos mentales está asociada con la recaudación por parte del gobierno estadounidense de estadísticas sobre las personas “mentalmente enfermas”. De acuerdo con KRAMER (1968, pág. XI), estas estadísticas se han estado acumulando “desde el censo decenal de 1840”. Cuarenta años después de las primeras acciones del gobierno estadounidense por conocer a aquellos que tenían anomalías mentales, se hicieron esfuerzos por clasificar a estos “enfermos mentales” con fines estadísticos. Para esto, la Oficina de Censos de los EE.UU., “con el consejo de los miembros de la Asociación de Psicología de Nueva Inglaterra y otros ‘expertos alienistas’”5i, diseñó una clasificación de los dementes organizada en siete divisiones ( Census Office, 1888, citado en KRAMER, 1968, pág. XII)5i. Este proceso ocurrió nuevamente en 1923, cuando se desarrolló un sistema de clasificación en respuesta a un “censo especial de pacientes en hospitales para enfermedades mentales”. Notablemente, esta clasificación se “desarrolló en colaboración con la Asociación Psiquiátrica Estadounidense (en ese momento, llamada Asociación Médico-Psicológica Estadounidense) y el ex Comité Nacional de Salud Mental” (KRAMER, 1968, pág. XII). Tal como puede deducirse, existía una relación entre la entonces Asociación Médico-Psicológica Estadounidense y el gobierno de los Estados Unidos. Para ilustrar el alcance de esa relación vale la pena citar el siguiente pasaje perteneciente al prefacio de la primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales: La compilación de estadísticas sobre la morbilidad de las enfermedades mentales ha sido menospreciada durante mucho tiempo por el gobierno federal. Dele-gada año tras año con fundamentos fiscales a la Oficina de Censos, las 79
estadísticas sobre morbilidad en esta área tan importante tal vez nunca se habrían obtenido de no ser por los incansables esfuerzos de los ex Comités de Estadísticas de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense y el Comité Nacional de Higiene Mental. Por lo tanto, en el pasado ha sido de suma importancia que este manual dedique la mayor parte de su atención a las estadísticas, tal como lo indica su nombre. (Comité de Nomenclatura y Estadística de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, 1952, pág. X.) El nombre Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales refleja inequívocamente su relación con el control de los individuos, y esta relación entre la psiquiatría y la estadística demuestra el destacado papel de la APA en los procedimientos que controlan a las personas. La “comunicación” es otro de los fundamentos que se aportan para la clasificación: se afirma que ésta es una necesidad acuciante porque es vital para la comunicación efectiva del saber sobre trastornos mentales. Como destaca CAMERON (1955, pág. 67), “el canal por medio del cual pueden intercambiarse 5n“Alienista”: “especialista en trastornos mentales; en el uso moderno se prefiere el término psiquiatra” (DREVER, 1981, pág. 12). experiencias y conocimientos es deficiente en tanto no cuente con alguna clasificación de las manifestaciones de la perturbación”. HUSAIN y CANTWELL (1991, pág. 55) ofrecen una explicación similar: “Un sistema diagnóstico exhaustivo de clasificación de los trastornos psiquiátricos de la infancia permite a los médicos clínicos y a los investigadores de diferentes ámbitos ofrecer información sobre los trastornos de manera efectiva”. Treinta años antes, ROBINSON y cols. (1961, pág. 808) señalaron que “las categorías son útiles para la comunicación entre el personal clínico”, y FOXE (1947, pág. 29) concluyó que “con la clasificación psiquiátrica, al personal capacitado se le facilita comunicarse entre sí a la hora de describir a las personas”. Pese a las afirmaciones de que se trata únicamente de “un medio de comunicación”, clasificar no es algo sencillo, y resulta sorprendente que la “comunicación” siga siendo un fundamento para la clasificación. Este grado de dificultad se evidencia en enfoques divergentes sobre la clasificación como las divisiones “categórica” y “dimensional”. El sistema categórico (el DSM es un 80
ejemplo de esto) “consiste en una lista de trastornos con criterios clínicos específicos para el diagnóstico de cada uno de ellos” (HUSAIN y CANTWELL, 1991, pág. 56). Por otra parte, el enfoque dimensional “utiliza modelos estadísticos y matemáticos para definir factores o dimensiones de comportamiento. Un perfil de comportamiento es el resultado de evaluar a un niño en diversas dimensiones de conducta. Al agrupar los perfiles individuales de diversos pacientes, pueden predecirse síndromes comportamentales por medio de la aplicación de la matemática” ( ibid. ). En esquemas categóricos como el DSM-IVTR, la presencia del trastorno mental “se define mediante criterios incluyentes y excluyentes [que] se consideran “presentes” o “ausentes” y distintos de otros diagnósticos” (HINSHAW y ANDERSON, 1996, pág. 117). No obstante, de acuerdo con HEMPEL (1965, pág. 151), estos criterios rigurosos pueden ser deficientes: “En términos estrictos, la clasificación es una cuestión de ‘sí o no’, de ‘esto o aquello’ ... No obstante, en la investigación científica, los objetos de estudio a menudo se resisten a este tipo de encasillamiento minucioso”. De cualquier modo, tal como afirma HEMPEL ( ibid. ), las personas no son “encasillables”. Dada esta incompatibilidad, es notable que un esquema clasificatorio como el DSM-IV-TR tenga éxito en lo relacionado con decir la verdad sobre los trastornos mentales y tenga un papel tan fundamental en el diagnóstico de niños problemáticos. Este dominio del DSM nos impulsa a preguntar ¿cómo es posible que estos diversos intentos por clasificar se hayan detenido (o suspendido) con las últimas versiones del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales de la APA (1980; 1987; 1994)? Para responder a esta pregunta es necesario analizar este manual de trastornos mentales desde las perspectivas de la verdad y el poder. Comenzaré por analizarlo en términos de la verdad, y en el siguiente capítulo examinaré cómo las relaciones de poder participan de la construcción de este sistema de clasificación de los trastornos mentales. La primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales se publicó en 1952 y tuvo catorce reediciones (APA, 1952). A continuación se publicaron tres ediciones diferentes del mismo, una edición revisada y un texto revisado. En 1968 se publicó la segunda edición, el Manual 81
diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-II). Doce años más tarde apareció la tercera edición, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-III). MILLER y LEGER (2003, pág. 15) citan a COOKSEY y BROWN (1998) y afirman “el cambio del DSM-II al DSM-III marcó un momento importante en la historia de la psiquiatría, dado que a partir de ese momento el modelo de la psiquiatría biológica comenzó a reinar sobre el modelo psicoanalítico”. Siete años más tarde, al DSM-III le siguió una edición revisada conocida como Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, tercera edición, revisada (DSM-III-R). La edición siguiente, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición (DSM-IV) se publicó en 1994. Recientemente se hizo una revisión del texto, que se publicó en 2000: el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición, texto revisado (DSM-IV-TR). Tal como explican sus autores, el propósito de esta revisión era corregir cualquier “error fáctico” que pudiera haber, verificar que “la información esté actualizada” y hacer cambios en el texto que “reflejen los nuevos datos disponibles desde que se terminó la revisión bibliográfica para el DSM-IV en 1992”, hacer “mejoras que optimicen el valor educativo del DSM-IV” y “actualizar los códigos CIE-CM” (APA 2000, pág. XXIX). El DSM-IV-TR cuenta con 943 páginas. La primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales se publicó en 1952 y es considerablemente más breve: contenía 132 páginas. Es una diferencia de 811 páginas en treinta y dos años. Debe plantearse entonces la pregunta de si la edición más reciente, con un volumen siete veces mayor que la original, ofrece algún avance en la ciencia psiquiátrica o si esta última edición representa una práctica más organizada del conocimiento y de la creación de sus objetos por medio del discurso. La creación del primer DSM fue muy diferente de la cuarta edición, DSM-IV. El creador de la primera edición fue un “Comité de Nomenclatura y Estadística” formado por siete integrantes (APA, 1952, pág. XII). Para la formulación de esa nueva nomenclatura, ese comité se basó en la Standard Nomenclature of Disease (“nomenclatura estándar de las enfermedades) de la National Conference on Medical Nomenclature (Conferencia Nacional sobre Nomenclatura Médica”), (1942). De acuerdo con la APA, se buscaron opiniones 82
sobre la revisión propuesta por medio de un “cuestionario de nueve páginas” (APA, 1952, pág. IX), y se obtuvieron respuestas de “aproximadamente el diez por ciento de los miembros de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense” (APA, 1952, pág. VIII). El sondeo incluyó a organizaciones como la “Asociación Neurológica Estadounidense, la Asociación Psicoanalítica Estadounidense, la Academia de Neurología, la Asociación Psicopatológica Estadounidense” (APA, 1952, pág. VIII). En total, de “520 cuestionarios distribuidos, se recibieron 241 a tiempo para su consideración por parte del comité. De estos, 224 (el 93 por ciento) expresaba una aprobación general” (APA, 1952, pág. IX). Aunque estos cuestionarios obtuvieron un alto índice de aprobación, de los miembros de la APA a los que se solicitó su opinión, sólo respondieron la mitad. Esto quiere decir que la creación del primer DSM estuvo en manos de un comité de siete miembros con ¡muy poca participación de los miembros de la APA! Además de esa participación, hubo tres pasos más para que esa edición se convirtiera en algo oficial: hubo un breve proceso de revisión, una aprobación por parte del “Editor de la Nomenclatura Estándar” y, por último, una aprobación por parte del “Consejo de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense” (APA, 1952). La redacción de esta primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales parece una tarea sin complicaciones si se compara con los procedimientos utilizados para crear el DSM-IV. En lugar de un “comité de siete miembros” como el del primer DSM, la creación del DSM-IV requirió un comité elaborador formado por 37 miembros, trece grupos de trabajo separados para los diferentes tipos de trastornos (con un total de noventa y ocho miembros) y dos comités adicionales (con un total de dieciséis integrantes). Esta información se presenta en las primeras páginas del DSM-IV, donde también se incluye un detalle de las credenciales (y, por lo tanto, la autoridad) de aquellos colaboradores en la formulación de este sistema clasificatorio. Parecería que esta extensa referencia a los contribuidores dotados de autoridad es especialmente necesaria dado lo que CAPLAN (1995, pág. 31) describe como la cantidad limitada de personas que realmente toman las decisiones sobre el contenido del DSM-IV. La autora afirma que “en la práctica, las decisiones acerca de quién es normal comienzan con un par de docenas de 83
personas, como mucho psiquiatras, en su mayoría hombres, en su mayoría blancos, en su mayoría ricos, en su mayoría estadounidenses”. Esta necesidad de justificar a los colaboradores desde el comienzo indica cuán fundamental es la legitimación para convertir a los trastornos mentales y sus clasificaciones en veraces y científicos. Más allá de la gran influencia de las últimas versiones, la primera edición del DSM fue considerablemente más modesta. De hecho, según JENKINS, la primera edición no tuvo una gran acogida: ninguna organización, excepto la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, reconoció sus categorías. El Instituto Nacional de Salud Mental tuvo que trasladar las categorías diagnósticas a las de la Clasificación Internacional de Enfermedades antes de poder informarlas a la Organización Mundial de la Salud. Hasta la Asociación Médica Estadounidense utilizaba las categorías de la clasificación internacional antes que las de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense. (JENKINS, 1973, pág. 23.) Además, la primera edición debió enfrentarse a las críticas por su “falta de atención” a los trastornos mentales infantiles (CLARIZIO y MCCOY, 1970). En cambio, la edición más reciente, la DSM-IV-TR, dedica aproximadamente cien páginas a los trastornos mentales de “la infancia, la niñez y la adolescencia”. La creación de la segunda edición, el DSM-II, parece haber tenido específicamente ese punto en cuenta, ya que “hubo un esfuerzo organizado por salvar esa brecha y generar un nivel de acuerdo aceptable” (JENKINS; 1973, pág. 23). Esta atención a los trastornos mentales infantiles volvió a aparecer en la tercera edición, el DSM-III, la que presentó “el mayor incremento en categorías de diagnóstico” (KIRK y KUTCHINS, 1992, pág. 101). El aumento de las categorías de diagnóstico aplicables a niños y adolescentes se explica regularmente como “progreso científico”. RAPOPORT e ISMOND ofrecen justificaciones al respecto de esos cambios e informan a los lectores que la categorización, “por naturaleza ... tenderá a alentar un proceso continuo de definición y mejora” (1996, pág. XVII). Esta racionalización parece apoyar el argumento de que un concepto de trastorno mental mal definido es una contingencia para la creación y alteración de las definiciones de trastorno de 84
la conducta. La base para la especificación de diagnósticos debe ser tan persuasiva como el discurso científico que legitima sus metamorfosis problemáticas. Para que el trastorno de la conducta sea veraz y efectivo en cuanto uno de los denominadores del niño problemático, se requiere una infraestructura segura que preste especial atención a las prácticas de legitimación. Tal infraestructura es justamente la que proporciona el DSM-IVTR. La discontinuidad y la aparición del trastorno
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de la conducta Más allá del trasfondo de los “sucesos históricos”, los ensayos de campo y la investigación del DSM, se encuentra una gran variedad de trastornos de la conducta. Esto no quiere decir que el trastorno disocial que presenta el DSM-IVTR consista en un entendimiento científicamente superior del trastorno de la conducta. Es algo más, pues añade al conocimiento de los jóvenes con trastornos de la conducta un interés especial en las trangresiones de su comportamiento. Uno de los puntos de discontinuidad del trastorno de la conducta es la variación en cómo se conceptualiza como una transgresión vinculada con el trastorno de la mente. Otro de estos puntos es la discontinuidad respecto a la manera en que se clasifica al trastorno disocial. Esta discontinuidad no se refiere únicamente a las diferencias entre sistemas de clasificación, sino a variacio-nes dentro del mismo DSM. Discontinuidad y transgresión No todos los trastornos de la conducta siguen la norma de igualar la transgresión de un niño con una anomalía mental. Ésta es una diferencia importante dado que distingue dos acciones que en el trastorno disocial del DSM se presentan fusionadas: el acto de conocer la transgresión y el acto de conocer el trastorno mental. Por ejemplo, el trastorno de la conducta no siempre se considera una transgresión que pertenece al trastorno mental y, significativamente, el trastorno de la conducta no siempre se considera algo que el individuo no puede controlar. Además, existen diversas transgresiones que se han considerado trastornos de la conducta. Lo que estas transgresiones irregulares parecen compartir es la manera en que se perciben subjetivamente como perturbaciones. HAMILL (1929), en un artículo titulado “Enuresis” que apareció en la publicación de la Asociación Médica Estadounidense Journal of the American Medical Association, conceptualiza el trastorno de la conducta como algo que la persona puede controlar y modificar. Al comienzo de su artículo, HAMILL (1929, pág. 254) afirma: “en el Hospital Memorial de Niños la enuresis se deriva a la clínica psiquiátrica. Allí se trata sobre la base de la teoría de que ese problema es un trastorno de la conducta. Esto se hace debido a ciertas con-
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cepciones sobre el estado de conciencia durante el sueño”. En esta cita hay dos puntos que requieren atención. En primer lugar, en opinión de HAMILL, la micción nocturna involuntaria se considera un problema del ámbito de la psiquiatría y, en consecuencia, se “deriva a la clínica psiquiátrica”. El segundo punto es que se considera a la enuresis un trastorno de la conducta. La importancia de esta clasificación yace en el fundamento que HAMILL utiliza para su diagnóstico. Para este autor, se designa a la enuresis como un trastorno de la conducta porque se la considera un “trastorno funcional” ( ibid. , pág. 255). Los “trastornos funcionales” son aquellos que la persona puede controlar o cambiar. HAMILL ( ibid. ), por ejemplo, afirma: “la recuperación de la enuresis podía esperarse, únicamente, cuando el niño estuviera listo para asumir su responsabilidad”. Aquí, el término “trastorno de la conducta” se utiliza para expresar que los niños tienen la responsabilidad de sus acciones. Al convertir al trastorno de la conducta en una categoría en la que los niños son responsables de sus actos, HAMILL (1938, pág. 55) se muestra críti-co de la explicación orgánica del trastorno de la conducta que era popular en esa época. Por ejemplo, su punto de vista contradice explicaciones del trastorno de la conducta como la propuesta por GORDON, quien sostiene que cuando “ciertas perturbaciones emocionales que afectaban los centros de la zona sacra por medio del control diencefálico, estaban operativas, el reflejo se suspendía por completo”. HAMILL (1929, pág. 255) critica de manera similar los tratamientos con orientación orgánica como el “empleo de la belladona, los bro-muros ... la circuncisión o la amigdalectomía para tratar la enuresis”. Por el contrario, para HAMILL el trastorno de la conducta es una clasificación que denota una anormalidad que el niño puede decidir controlar y no una anomalía orgánica fuera de su control. Esto difiere marcadamente de la opinión de KOPLEWICZ (1996, pág. 236): “Las pruebas neuropsicológicas han demostrado que los niños y adolescentes con TC parecen tener un impedimento en el lóbulo frontal del cerebro, la zona que afecta su capacidad de planificar, evitar el daño y aprender de las consecuencias negativas”. Esta explicación considera al trastorno de la conducta algo que está más allá del control del niño, una anomalía por medio de la que el comportamiento y la disfunción en el lóbulo frontal manifiestan una clase especial de relación en la que la transgresión y el trastorno 87
mental se unifican. Además de la noción del trastorno en el funcionamiento del lóbulo frontal, se ha descrito una gran variedad de comportamientos como trastornos de la conducta. GORDON hace hincapié en esta abundancia y afirma: Bajo el encabezamiento de trastorno de la conducta se puede describir todo comportamiento que no esté de acuerdo con el código aceptado por la comunidad en que vive el individuo. Semejante definición abre un amplio campo de acción ... [que] incluye ... un crimen tan universalmente aborrecido como el asesinato, comportamientos como entregarse sin miramientos a las relaciones sexuales ... y una ofensa tan privada y doméstica como la micción nocturna involuntaria. (GORDON, 1938, pág. 43.) Ni el asesinato ni “entregarse sin miramientos a las relaciones sexuales” figuran entre los criterios para el trastorno disocial en el DSM-IV-TR. Tal vez la diferencia entre la aparente especificidad del criterio diagnóstico en el DSM-IVTR y la amplia lista de transgresiones de GORDON (1938) pueda atribuirse a la diferencia de sesenta años entre ambos. No obstante, ésa no parece ser la razón. En la época de GORDON, THOM (1940, págs. 188-259) pone ciertos límites a las transgresiones que se considera constituyen un trastorno de la conducta al excluir el “alcoholismo”, e incluir problemas como “enuresis”, “buscar defectos en los demás”, “soñar despierto”, “infelicidad”, “llanto”, “delincuencia”, “engaño”, “fuga”, “robo” y “rebeldía”. Una definición de MILLER incluye una serie de “malos hábitos” que abarca “masturbación, agitación, meterse el de-do en la nariz, chuparse el pulgar, comerse las uñas y hacer agujeros en la ropa; berrinches, destructividad, crueldad, rebeldía y comportamiento poco ético como mentir, robar, vagar y absentismo escolar injustificado, delitos sexuales contra otros y sucumbir a la estimulación sexual por parte de otros” (MILLER, 1936, citado en GAP, 1974, pág. 144). STRECKER proporciona una descripción diferente y menciona en orden de frecuencia los rasgos exhibidos por niños con trastornos del comportamiento o desviaciones de la conducta: desobediencia, berrinches, marcada agitación, robo, fuga, absentismo escolar injustificado, tendencias homicidas, burla, mentira, impudicia, disputas, 88
crueldad hacia otros niños, destructividad, vagar por la noche por la casa, “fanfarronear”, uso marcado de lenguaje obsceno, desviación sexual, hablar constantemente, falta total de aseo personal, mendigar por las calles, “pelear”, dormir en parques, montarse en trenes de mercancías, incendiar viviendas, prender fuego a prendas de vestir, perversión sexual, alcoholismo, crueldad con los animales, irritabilidad, escritura de cartas obscenas, falsificación, gritos, vagar por el país, comportamiento jactancioso, activación de alarmas de incendio, hosquedad y malicia. (STRECKER, 1928, pág. 1396i.) Que el trastorno de la conducta pueda incluir comportamientos como “hablar constantemente” o “montarse en trenes de mercancías” para STRECKER (1928) pero no para MILLER (1936) o para GORDON (1938) demuestra una diferencia de opinión durante ese período. Esto sugiere que sería poco recomen6nLa cita de STRECKER en inglés (1928, pág. 139) dice “turning in fire alarms” [entregar alarmas de incendio], lo que parece haber querido decir “turning on fire alarms” [activar alarmas de incendio]. dable explicar las diferencias entre las conceptualizaciones actuales del trastorno disocial de acuerdo con la definición que el DSM da del mismo y las conceptualizaciones anteriores en base únicamente a una diferencia temporal. Varios autores han planteado esta dificultad en lo que respecta a la definición. Algunos de ellos señalan la influencia que tiene la opinión a la hora de decidir qué es lo que realmente constituye una conducta trastornada. DAVIDSON (1996, pág. 433; la cursiva pertenece al original) expresa esa característica en la siguiente afirmación: “Claramente, los juicios morales son inherentes a nuestra concepción del trastorno, ya que el propio término conducta conlleva la connotación de buena o mala”. GELDER y cols. (1989, pág. 789) reconocen esta influencia y llegan a la conclusión: “La prevalencia de los Trastornos de la Conducta es difícil de estimar porque la línea divisoria entre ellos y el grado normal de rebeldía es arbitraria”. Es imposible desvincular esta “ciencia” de lo social. Eso es lo que puede entenderse en el anuncio que BURDICK (1928, pág. 457) hizo en la publicación estadounidense de psiquiatría Psychiatric Quarterly: “El crimen, tal como lo entendemos, es un trastorno de la conducta que se mide 89
en términos de los usos y costumbres de la sociedad”. Esto no difiere de la observación de BARKLEY: “las escalas de clasificación del comportamiento son ‘simples cuantificaciones de opiniones adultas. En consecuencia, están sujetas a las mismas fuentes de imprecisión que esas opiniones ...’”. (REID y cols. 2000, citando a BARKLEY, 1987, pág. 219). Entonces, parecería que entre las discontinuidades que se encuentran en el concepto de trastorno de la conducta, lo que sí se presenta como continuo es la influencia de los juicios morales. Mientras que podríamos decir que los usos y costumbres sociales influyen en las conceptualizaciones del trastorno de la conducta, sería erróneo asumir que éstas siguen algún tipo de código social unificado. Esta serie de cuestiones comportamentales no indica una obsesión generalizada con un comportamiento en particular, sino una preocupación creciente con la diferenciación de los niños sobre la base de condiciones de transgresión cambiantes. Esta discontinuidad puede demostrarse en mayor profundidad al considerar la variación en las transgresiones que se utilizaron para definir el trastorno de la conducta. Por ejemplo HEALY (1920), un doctor en medicina, confeccionó una lista con una serie de transgresiones en su artículo “Nervous signs and symptoms as related to certain causations of conduct disorder” (“Signos y síntomas nerviosos relacionados con ciertas causas del trastorno de la conducta”7i). En este artículo, HEALY analiza el trastorno de la conducta en términos de conducta alterada y mal comportamiento, y afirma que el término “trastorno de la conducta” designa una alteración en la conducta, una manifestación externa de mal comportamiento. En este esquema, HEALY designa trastornos de la conducta a una serie de malos comportamientos. Estos incluyen: 7nEste artículo apareció luego en la edición de diciembre de 1920 de la publicación sobre neurología y psiquiatría Archives of Neurology and Psychiatry. carácter violento, en ocasiones con ataques a la propiedad o a las personas, crueldades o sadismo definido, varias clases de maldades, exhibicionismo, coleccionismo de fetiches, corrupción moral deliberada de otros además de otras formas de conducta sexual inadecuada, absentismo escolar injustificado persistente, fuga del hogar, deserción, mezquindad, maltrato intencional a la propiedad, inicio de incendios. 90
( Ibid. , pág. 680.) Cuando señala estos malos comportamientos, HEALY ( ibid. , pág. 690) tiene el cuidado de calificar la cantidad de perturbaciones mentales de los niños como trastornos de la conducta: “Un estudio intensivo de un gran número de jóvenes delincuentes ha arrojado la conclusión de que alrededor del diez por cien sufre de la agitación interna que llamamos conflicto mental”. Esto significa que para el trastorno de la conducta de HEALY, no todos tienen “conflictos internos”, o no todas las transgresiones problemáticas están mezcladas con trastornos mentales. A comienzos de los años veinte, en los Estados Unidos, las conductas problemáticas se convirtieron en el centro de un ejercicio psiquiátrico único, la “clínica de demostración”. En un informe de la “Clínica de demostración St. Louis”, ANDERSON (1923, pág. 419) explica que su propósito era demostrar “la importancia de los servicios psiquiátricos en el estudio y tratamiento de los ‘trastornos de la conducta’ en niños” y, especialmente, difundir la importancia de las prácticas psiquiátricas entre los trabajadores del ámbito de la salud y otras personas involucradas en la formación o la educación de los niños”. En la “Clínica de demostración St. Louis”, se hizo “un estudio clínico intensivo” de los trastornos de la conducta de 250 niños: 154 niños habrán sido acusados de robo (desde robos simples en el hogar hasta el robo de coches); 25 niños de allanamiento de morada con la intención de robar; 79, de absentismo escolar injustificado; 82 de fugarse del hogar con frecuencia; 66 de delitos sexuales; 98 de no ser manejables y de salir hasta tarde por las noches; 16 de pelear y otros trastornos de la conducta. El 74% había tenido una causa judicial y había llegado a la clínica por derivación del juez o el oficial correspondiente. El 26% no fue acusado de ningún delito y no estuvo bajo arres-to. No obstante, la gran mayoría tenía antecedentes de notables dificultades de comportamiento y trastornos de la conducta. ( Ibid. , pág. 4268i.) De esta forma, una serie de comportamientos infantiles se estaban deri-vando a la jurisdicción de la psiquiatría por medio de estas clínicas de demostración psiquiátrica. Las conductas problemáticas originadas por el creciente interés por la delincuencia son, por lo tanto, fundamentales para una ciencia emergente que busca conocer y clasificar al niño. La combinación de este interés en las 91
conductas problemáticas con juicios morales ha tenido conse-8nEn términos de género, la composición era “74,4% varones ... 24,6% niñas” (ANDERSON, 1923, pág. 424). cuencias importantes para la construcción de los trastornos de la conducta y, por lo tanto, del niño problemático. El grado en el que ciertos adultos en determinadas posiciones profesionales consideraban inaceptables ciertas formas de comportamiento se convierte en una fórmula esencial para la constitución de lo que se considera problemático y, en consecuencia, de quién es un niño problemático. La discontinuidad en la clasificación del trastorno de la conducta Se han hecho diversos intentos por clasificar al trastorno de la conducta, muchos de los cuales utilizan la “causa” como base de distinción. Estas “causas” parecen variar entre “biológicas” y “ambientales”. En lo que respecta al énfasis biológico, parece que un imperativo que sigue vigente hasta la fecha es vincular de alguna manera el trastorno de la conducta con una anormalidad de origen biológico. GORDON (1938, pág. 46) concluye que la causa del trastorno de la conducta es, o bien “lesiones estáticas irreversibles” o bien “alteraciones en las funciones”. De acuerdo con esta perspectiva, “un factor importante en la determinación del trastorno de la conducta es una omisión en la inhibición y la regulación exigidas por nuestro código social” ( ibid. , pág. 52), cuya explicación es la “irradiación variable de excitación e inhibición” en el córtex ( ibid. , pág. 53). Si bien propone una base neuropsicológica para el trastorno de la conducta, esto sucede sólo en el menor número de casos, ya que “la mayor cantidad de estos casos de trastorno de la conducta en niños se debe a causas psicológicas o ambientales” ( ibid. , pág. 54). Dicho esto, GORDON ( ibid. , pág. 55) parece adoptar la postura según la cual los factores orgánicos ejercen cierto grado de influencia en las personas y su autocontrol, y afirma que “en la mayoría de los casos de trastorno de la conducta ... hay más de un factor en funcionamiento, ciertas influencias que debilitan el control y perturban la integración, mientras otras disparan la perturbación emocional desenfrenada que determina el homicidio, el ataque, el robo o lo que sea”. Esto sugiere que, por un lado, son pocos los trastornos de la conducta que se deben a causas neuropsicológicas y, por el otro, que la regulación o el control está determinado 92
por factores neuropsicológicos. Una de las puertas de entrada a través de las que la psiquiatría invadió el dominio de las conductas problemáticas de los niños fue el estudio de la encefalitis (la inflamación del cerebro). La conexión entre las dos queda sugerida si se analizan las especulaciones publicadas por dos investigadores en los años veinte. STRECKER (1928) investigó la encefalitis y el traumatismo cra-neal como ocasionantes de cambios en el comportamiento de niños y planteó una hipótesis sobre un vínculo causal entre la encefalitis y el comportamiento. KASANIN también exploró la idea de tal conexión e infirió que otros traumatismos cerebrales podrían actuar de una manera similar a la de la encefalitis y causar trastornos en el comportamiento. Específicamente, observó: “Además del problema de la relación entre la lesión cerebral y los trastornos de la personalidad existe la muy interesante cuestión de si una conmoción cerebral severa origina un proceso patológico del mismo carácter básico que la encefalitis epidémica” (KASANIN, 1929, pág. 385). Al hacer esta observación, KASANIN menciona el ejemplo de un niño a quien un caballo le había pisado la cabeza y propone que una relación entre la alteración del cerebro y los trastornos en el comportamiento hacen posibles otras hipótesis de etiología estructural. Lo que denomino perspectiva “biológica” del trastorno de la conducta se ha convertido posiblemente en uno de los puntos de vista más persuasivos (BREGGIN, 1994). Los vínculos biológicos causales relacionados con el trastorno disocial tal como se menciona en el DSM-IV incluyen la química cerebral (KOPLEWICZ, 1996), el tabaquismo materno (WAKSCHLAG y cols., 1997) y la genética (COMINGS, 1997). Aunque todos estos influyen, no dejan de ser factores discutidos y hay muchas discontinuidades en lo que se representa como un frente unido. Tal discontinuidad se hace visible en argumentos que afirman una relación entre la genética y el trastorno de la conducta. KENDLER (1992), “uno de los investigadores genéticos más activos del ámbito de la psiquiatría” (BREGGIN y BREGGIN, 1994, pág. 60) discute la noción de una “influencia genética” en las afecciones psiquiátricas9i. Estos autores citan a este investigador genético cuando dice “la cantidad de datos reales y precisos con que conta-mos es verdaderamente muy modesta y se limita más que nada a un par de estudios 93
sobre adopción” (KENDLER, 1992, citado en BREGGIN y BREGGIN, 1994, pág. 60). No resulta sorprendente que muchos autores de bibliografía psiquiátrica a favor de la perspectiva genética ignoren esta polémica. Autores como KOPLEWICZ (1996) proponen afirmaciones aparentemente irrefutables acerca de las causas genéticas sin hacer referencia al debate vigente. Este autor ( ibid. , pág. 236), por ejemplo, afirma que “ciertos niños son genéticamente vulnerables a este trastorno” y que “la función de la genética en el TC es casi tan clara como el agua. Sabemos que la propensión al trastorno es hereditaria”. De forma similar, CADORET y cols. (1995) aseveran al respecto de su investigación que “los hallazgos que conciernen a la interacción entre genética y entorno en estos estudios confirman la importancia de dichas interacciones en la génesis del trastorno de la conducta y la agresividad”. En Australia, SLUTSKE y cols. (1997, pág. 274) también investigaron la etiología genética del trastorno disocial por medio del estudio de gemelos “con 2.682 pares de gemelos adultos”, y concluyeron que hay “una influencia genética sustancial en el riesgo de desarrollar Trastorno de la Conducta (TC)”. Estas posturas engañosamente definitivas contrastan con BLAU (1996, pág. 68), quien concluye: “No se ha encontrado evidencia genética específica del trastorno negativista desafiante (TND) en las investigaciones”. Dada la íntima relación nosológica entre el trastorno negativista desafiante y el trastorno de la conducta, la falta de evidencia genética del TND plantea preguntas sobre 9nBREGGIN y BREGGIN (1994) se refieren a los estudios de gemelos de KENDLER (1992). Psychiatric Times, diciembre. las afirmaciones aparentemente inequívocas de la etiología orgánica del trastorno disocial. La clasificación del trastorno de la conducta y su ubicación entre los trastornos mentales no depende necesariamente de un énfasis en lo biológico. Existen clasificaciones en las que la importancia puede estar puesta en el efecto en los demás, como la de MILLER (1936), y otras como la de CAMERON (1955), con sus “divisiones de concepto”. Este esquema se organiza en “tres conceptos básicos” —“del desarrollo”, “reactivo” e “individual”—, con seis síntomas “del desarrollo”, seis “reactivos” y siete “individuales”. En este sistema se sitúa al trastorno de la conducta en el “concepto reactivo”, una división basada 94
en “el niño que se adapta y reacciona al entorno” ( ibid. , pág. 69). Este trastorno de la conducta se categoriza entre síntomas bastante diversos: “Perturbación de hábitos primarios: alimentación, eliminación, sueño; trastorno de los hábitos secundarios: hábitos de gratificación, hábitos de tensión; sintomatología motora... perturbación del habla; perturbación en las relaciones personales: dependencia, reacciones por celos; trastornos de la conducta: delincuencia y perturbaciones en el ámbito educativo o laboral” ( ibid. ). Si se la compara con otras clasificaciones en las que se incluye al trastorno de la conducta, no es usual encontrar este tipo de trastornos junto a “perturbación del habla” o “perturbación de hábitos primarios” como la “eliminación”. CAMERON ( ibid. ) reconoce el poco parecido entre estas asociaciones y explica: “A primera vista, la clasificación de entidades sintomáticas tan diversas como las respuestas al entorno parece ser poco recomendable. La justificación se encuentra únicamente en la experiencia clínica”. Este trastorno de la conducta clínicamente justificado se define de la siguiente manera: El trastorno de la conducta implica un comportamiento alterado de tal manera que provoca la condena social o moral, y en general [es un término que] se aplica a niños que al menos alcanzaron la edad escolar. Tanto en sus orígenes como en sus resultados se observa en primer lugar como una reacción del niño hacia su entorno. Cierto conjunto de circunstancias particulares coloca a algunos comportamientos de esta clase entre los delictivos. ( Ibid. , pág. 70.) Pueden derivarse cuatro puntos de esta definición. Primero, el papel de la perturbación y la condena “social o moral” es tanto explícito como necesario para este trastorno de la conducta. Segundo, el término “trastorno de la conducta” se aplica a niños que “al menos alcanzaron la edad escolar”. Este requisito no se cumple necesariamente en las prácticas actuales: “el inicio del Trastorno Disocial puede tener lugar tan precozmente como en los años preescolares, pero los primeros síntomas importantes aparecen por lo general durante el período comprendido entre los últimos años de la educación primaria y la adolescencia media” (APA, 2000). En el estudio sobre salud infantil en Ontario Ontario Child Health Study (OFFORD, 1997) examinó el trastorno de la conducta de niños de 4 años. El tercer punto está relacionado con la referencia de CAMERON a la 95
manera en que “circunstancias especiales” pueden colocar algunos comportamientos vinculados al trastorno de la conducta entre los comportamientos delictivos. El cuarto punto es que CAMERON conceptualiza tanto los “orígenes y resultados” del trastorno de la conducta en términos de la relación del niño con el entorno. Esta preferencia por la “causa del entorno” sería muy difícil de impulsar en el marco de la actual etiología de orientación biológica del DSM-IV-TR. El énfasis que la bibliografía sobre el trastorno de la conducta pone en la predicción es otro punto en el que el genealogista puede encontrar una discontinuidad. Tomemos por ejemplo a CANAVAN y CLARK (1923, pág. 775), que enumeran comportamientos observados en su estudio de hijos de padres no psicóticos. Entre otros, incluyen “ingreso ilegal a propiedades privadas”, “falta leve”, “absentismo injustificado” “delitos contra la propiedad” e “infracciones inmorales” como trastornos de la conducta. Si se las compara con otros trastornos de la conducta, estas transgresiones no son extraordinarias. Lo que sí es notable en esta versión del trastorno de la conducta es la declaración acerca del posible futuro de los niños con conductas alteradas. Para CANAVAN y CLARK ( ibid. , pág. 777) “Es posible que los niños psicóticos, débiles mentales y retrasados de este grupo estén definitivamente en un nivel del que no pueden salir, pero los niños nerviosos y aquellos que tienen trastornos de la conducta pueden llegar a convertirse en buenos ciudadanos”. Esta predicción de “civismo” es por completo diferente de las expectativas que la APA (2000) tiene para el niño con alteraciones en la conducta, las que anticipan presagios amenazantes como trastorno antisocial de la personalidad. Tal vez la clave para entender la manera en que el trastorno antisocial de la personalidad (llamado también psicopatía) está implícito en el trastorno disocial del DSM-IV-TR consista en la atribución de las psicopatologías a causas internas. Un comentario de GORDON (1938, pág. 46) puede servir para ilustrar este punto: “la mayoría de los ejemplos de trastorno de la conducta son reversibles; es decir, no presentan un cambio permanente en el carácter. Por lo tanto, estamos trabajando con la alteración de funciones y no con la alteración de estructuras”. Este punto de vista aporta una conceptualización completamente diferente del objeto con alteración de la conducta determinado por causas biológicas: aquí, la 96
perspectiva de GORDON permite la creación de un objeto con conducta alterada que es reversible, es decir, que tiene el potencial para tener una “conducta no alterada”. Por otra parte, si un trastorno de la conducta queda “enmarañado” en fundamentos derivados de la biología, especialmente en fundamentos relacionados con anomalías estructurales, hay pocas esperanzas de cambio y muchísimas posibilidades de patologías futuras. La discontinuidad en la clasificación del DSM
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del trastorno de la conducta A pesar de las variedades del trastorno disocial o de la conducta, el concepto descrito en el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales se impone como “el sistema más influyente y ampliamente utilizado en la clasificación de niños con trastornos de la conducta” (FRICK, 1998, pág. 216). Sin embargo, el trastorno disocial no existió como una categoría de trastorno mental en el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales hasta la tercera edición, la publicada en 1980 (LAHEY y cols., 1994). Desde su primera aparición, el trastorno de la conducta ha atravesado una metamorfosis con cada edición del DSM. Esta transformación se hace evidente en los criterios cambiantes utilizados para diagnosticarlo. En el DSM-III hay “cuatro subtipos específicos” del trastorno de la conducta: “infrasocializado agresivo; infrasocializado no agresivo; socializado agresivo y socializado no agresivo” (APA, 1980, pág. 45). Siete años más tarde, en el DSM-III-R se proponen “tres tipos” del trastorno de la conducta: “grupal”, “agresivo solitario” e “indiferenciado” (APA, 1987). Siete años más dejan como resultado nuevos cambios que aparecen en el DSM-IV (APA, 1994). En esta nueva edición, los “tres tipos” desaparecen y dejan lugar a tres “subtipos”: “tipo de inicio infantil”, “tipo de inicio adolescente” y “de inicio no especificado”, con la explicación de que el último “subtipo se utiliza si la edad de inicio del Trastorno Disocial se desconoce” (APA, 1994, pág. 95). Cada cambio en la definición rediseña la verdad del trastorno de la conducta y, por ende, realinea a su objeto, el niño problemático. El efecto que este cambio en la categorización tiene sobre el objeto categorizado es inconfundible en la siguiente observación: Muchas de las categorías diagnósticas de los trastornos de la niñez han cambiado del DSM-III al DSM-III-R y nuevamente en el DSM-IV... las categorías que conservaron el mismo nombre de una edición a la otra experimentaron importantes cambios en sus criterios. Como resultado de esto, los niños a quienes se asignó un diagnóstico particular como el trastorno de la conducta (TC) de acuerdo con una edición, a menudo no permanecen con ese diagnóstico de acuerdo con la edición siguiente, y viceversa. (ACHENBACH, 1998, pág. 70, citando a LAHEY y cols., 1990.) La
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discontinuidad es evidente en este cambio de definición y en los consiguientes cambios al objeto de la definición, especialmente en lo que respecta a la forma en que un niño que antes se consideraba problemático puede no llegar a cumplir con los requisitos para el diagnóstico del trastorno disocial entre estas diferentes ediciones del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales. LAHEY y LOEBER (1994), haciendo referencia a LAHEY y cols. (1990), demuestran este punto en sus comentarios sobre los cambios en las “definiciones diagnósticas” de TDAH, trastorno disocial y trastorno negativista desafiante “en diferentes ediciones del [DSM]”. Su siguiente afirmación señala las consecuencias de esta variación: “Si bien estas definiciones diagnósticas cambiantes han incluido las mismas características centrales en cada versión, sus límites se han modificado considerablemente, lo que a veces ocasiona grandes cambios en la prevalencia de los trastornos” ( ibid. , pág. 52). Resulta extraordinario que estas modificaciones y las consecuencias relacionadas con ellas puedan tener lugar al tiempo que se mantiene un aire de aparente rigor científico. El rigor científico que se sostiene para el trastorno disocial en medio de los “grandes cambios en las tasas de prevalencia” y en los objetos problemáticos alterados demuestra la influencia y la legitimación de esta verdad. Así pues, es aún más urgente considerar las modificaciones del trastorno de la conducta en el DSM. A pesar de los cambios arrolladores, existen afirmaciones acerca del origen del trastorno disocial del DSM-IV. Que haya trastornos de la conducta divergentes que requieren un origen es testimonio de la discontinuidad de esta verdad superficialmente unificada. HENN y cols. (1980, pág. 1160) con referencia a JENKINS y HEWITT (1944) y HEWITT y JENKINS (1946) sugiere que los subtipos del DSM-III “surgieron de una serie de estudios que comenzaron con el análisis de Hewitt y Jenkins de derivaciones a una clínica de orientación infantil en 1944”. HUSAIN y CANTWELL (1991, pág. 87) señalan de manera similar a JENKINS y HEWITT (1944) como los investigadores que hicieron “el primer trabajo empírico sobre el trastorno de la conducta”. Lo que resulta confuso es que JENKINS y HEWITT (1944) en Types of Personality Structure Encountered in Child Guidance Clinics no utilicen el término “trastorno disocial”. Parecería que tanto HENN y cols. (1980) como HUSAIN y CANTWELL (1991) lo interpretan como el trastorno de la conducta del DSM-IV en la obra de JENKINS 99
y HEWITT (1944). La calidad interpretativa de estas ase-veraciones también se hace evidente en la afirmación de HUSAIN y CANTWELL (1991, pág. 88, la cursiva pertenece al original) respecto a que, mientras que el trabajo de JENKINS y HEWITT (1944) fue “la base para la inclusión en el DSMII de toda una categoría de trastornos del comportamiento completamente nueva... el DSM-III cambió el término de trastornos del comportamiento a trastornos de la conducta”. Pueden verse discrepancias similares en las afirmaciones sobre un origen más amplio del trastorno disocial. ROBINS, por ejemplo, sostiene que la “primera definición oficial” de trastorno de la conducta apareció en el “Glosario de trastornos mentales de la OMS, en la Clasificación Internacional de Enfermedades ( 8.a ed. [CIE-8])” (ROBINS, 1999, pág. 37). En esa edición, se explica que la categoría “trastorno de la conducta” se incluyó para su “uso informal” como un medio para “remediar las deficiencias” en la “disposiciones inadecuadas para la clasificación de los trastornos de la infancia” (OMS, 1974, pág. 54). El punto de vista de ROBIN parecería sugerir que cualquier otro uso del término, como el que hacen CAMERON (1955) o GORDON (1938) o HEALY (1920) no había sido “oficial”. LOREI y VESTRE (1969, pág. 185) también difieren y proponen “la clasificación ‘trastorno de la conducta’ quedó propuesta por el uso que BUSS (1966) le dio al término en cuanto categoría amplia que incluye la psicopatía, los problemas con la bebida y las desviaciones sexuales10 i . Estas inconsistencias en las opiniones demuestran la dificultad para establecer claramente un “origen” para el trastorno de la conducta. Lo que es aún más revelador, las disparidades son testimonio de la importancia que se otorga a las nociones de un desarrollo científico lineal en el conocimiento sobre el trastorno de la conducta. Desde un punto de vista foucaultiano, no se trata de 10nLOREY y VESTRE (1969), citando a BUSS, A. (1996). Psychopathology, Nueva York: Wiley. una cuestión de “origen” sino de las líneas de emergencias y posibles espacios en los que el objeto con alteraciones de la conducta del DSM-IV-TR puede manifestarse. Al cuestionar esta noción de origen no interrumpimos 100
únicamente el linaje científico que podría afirmar que el trastorno de la conducta es una evolución en el entendimiento, sino que también podemos arrojar luz sobre los debates y desacuerdos acerca de esta categoría y la manera en que diagnostica al niño problemático. Las primeras dos ediciones del DSM contienen referencias a problemas relacionados con la conducta, pero éstas se presentan como subcategorías de otros “trastornos”. Además, aunque el trastorno de la conducta es un trastorno mental “del niño”, la primera edición del DSM (APA, 1952) no incluye una sección específica sobre los niños. Por otra parte, el DSM-IV-TR (y el DSM-IV) tiene una sección específica ubicada en el “Eje 1, Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”. La primera edición del DSM describe una subcategoría llamada “Reacción adaptativa de la niñez”, que se encuentra en la categoría “Trastornos de la Personalidad” bajo el título “Trastornos de la Personalidad Situacionales Transitorios” (APA, 1952). Esta subcategoría, “Reacción adaptativa de la niñez” está dividida en “000-x841Perturbación de los hábitos, 000-x842 Perturbación de la conducta y 000x843 Rasgos neuróticos” (APA, 1952, págs. 41-2)11 i . Ésta es la definición proporcionada para la clasificación “000-x842 Perturbación de la conducta”: Cuando la reacción transitoria se manifiesta sobre todo como una perturbación en la conducta o el comportamiento social, debe clasificarse de acuerdo con esta categoría. Las manifestaciones pueden ocurrir principalmente en el hogar, en la escuela o en la comunidad, o pueden tener lugar en los tres ámbitos. Las perturbaciones de la conducta deben considerarse un fenómeno secundario cuando se encuentra en casos de deficiencia mental, epilepsia, encefalitis epidémica y otras enfermedades orgánicas reconocidas. Las manifestaciones sintomáticas de este diagnóstico son por ejemplo: absentismo escolar injustificado, robo, destruc-ción, crueldad, delitos sexuales, consumo de alcohol, etcétera. (APA, 1952, págs. 41-42.) El término “trastorno” no se utiliza en el título de “000-x842 Perturbación de la conducta”, sólo se hace constar en el título de la sección “Trastorno de la 101
Personalidad”. En el DSM-II, publicado dieciséis años más tarde, la disfunción “Perturbación de la Conducta” desaparece y no se hace ninguna mención del término “conducta” en la sección “Trastornos del Comportamiento de la Niñez y la Adolescencia”. En esta sección del DSM-II se describen siete tipos de “trastornos del comportamiento”: 0. NReacción hipercinética de la niñez (o la adolescencia) 1. NReacción de retraimiento de la niñez (o la adolescencia) 11nLa “x” en estas categorías se utiliza para denotar “trastornos de origen psicogénico o sin una causa o cambio estructural tangible claramente definido” (APA, 1952, pág. 7). 2. NReacción hiperansiosa de la niñez (o la adolescencia) 3. NReacción de fuga de la niñez (o la adolescencia) 4. NReacción agresiva no socializada de la niñez (o la adolescencia) 5. NReacción de delincuencia grupal de la niñez (o la adolescencia) 9. NOtra reacción de la niñez (o la adolescencia) (APA, Comité de Nomenclatura y Estadística, 1968, pág. 12.) Doce años más tarde apareció el DSM-III con su propio trastorno de la conducta. HENN y cols. ofrecen una explicación, desde su punto de vista, a la transformación de las “reacciones” del DSM-II al trastorno de la conducta del DSM-III: “En el sistema de clasificación propuesto por el DSM-III, la reacción de delincuencia grupal se convierte en trastorno de conducta socializado; la reacción agresiva no socializada se transforma en trastorno de conducta infrasocializado agresivo, y la reacción de fuga se amplía hasta convertirse en el trastorno de conducta infrasocializado no agresivo” (HENN y cols., 1980, pág. 1161). Por lo tanto, de acuerdo con este sistema de evolución continua, el trastorno de la conducta ya existía en el DSMII, si bien bajo nombres y descripciones diferentes. Para aceptar este tipo de pensamiento, el “cambio” debe verse como una modificación semántica que acompaña la depuración “científica” de este trastorno mental. Proponer que este cambio decisivo representa poco más que una “ampliación” de las definiciones es una justificación que merece un análisis profundo. Para hacerlo, considero la afirmación de que el trastorno de la conducta de subtipo “Infrasocializado No agresivo” del DSM-III es una forma ampliada de la “Reacción de Fuga de la Niñez” del DSM-II. La definición que ofrece el DSM-II de la “Reacción de Fuga de la Niñez” está numerada “308.3” y establece: “Los 102
individuos con este trastorno a menudo huyen de su hogar por un día o más, sin permiso. Por lo general son inmaduros y tímidos y se sienten rechazados en su hogar, inadecuados y sin amigos. A menudo cometen robos furtivos” (APA, 1968, pág. 50). Por otro lado, la siguiente es la forma “ampliada” que aparece en el DSM-III: 312.10 Trastorno de Conducta, Infrasocializado, No agresivo. Criterio diagnóstico A. NPatrón repetitivo y persistente de conducta no agresiva que viola los derechos elementales de los demás o las reglas sociales correspondientes al grupo de la misma edad y que se manifiesta por alguna de las siguientes características: 1. violaciones crónicas de una serie de reglas importantes (razonables y apropiadas a la edad del niño), tanto en casa como en la escuela (por ejemplo, abuso de sustancias tóxicas o repetidas ausencias injustificadas de la escuela); 2. Nrepetidas fugas de casa pasando la noche fuera; 3. Nmentiras serias y repetidas dentro y fuera del hogar; 4. Nrobo sin confrontación de la víctima. B. NIncapacidad para establecer un grado normal de afecto, empatía o vínculos con los demás, como lo demuestran la existencia de no más de uno de los siguientes indicadores de vinculación social 1. Ntiene uno o más amigos que le han durado más de seis meses; 2. Nse preocupa por los demás, aun cuando no sea probable una ventaja inmediata; 3. Nparece sentir culpa o remordimiento cuando hay motivos para ello (no sólo cuando se le presiona o está en dificultades); 4. Nevita acusar o delatar a sus compañeros; 5. Nmuestra preocupación por el bienestar de sus amigos y compañeros. C. NLa duración del patrón de conducta no agresiva es de al menos seis meses. D. NSi tiene 18 años o más, no cumple con el criterio para el Trastorno Antisocial de la Personalidad. (APA, 1980, pág. 48.) Sugerir que la “Reacción de Fuga de la Niñez” simplemente se ha “amplia-do” es una afirmación engañosa. El conocimiento acerca del estado mental de aquellos que “huyen” puede obtenerse por medios eclécticos. JENKINS (1969) 103
se basa en la investigación de MAIER (1949), quien ha demostrado que en ratas, con cierto grado de frustración, el comportamiento adaptativo se reemplaza por lo que él llama comportamiento de frustración. El comportamiento de frustración es inadaptado, estereotipado, repetitivo y por lo general se incrementa cuando hay castigo. Todas estas características son evidentes en el comportamiento del niño no socializado agresivo. (JENKINS, 1969, pág. 1036. Cursiva agregada.) No deja de ser un fenómeno intrigante que puedan utilizarse roedores para conocer la realidad que padecen algunos niños y que en presencia de ciertas formaciones contingentes pueden convertirse en trastornos mentales convincentes. Las contingencias y discontinuidades permiten que el trastorno de la conducta funcione como una verdad que tiene la capacidad de dar lugar a los “objetos de los que habla”. A la afirmación de que el trastorno de la conducta es un fenómeno que ha estado esperando con paciencia un reconocimiento “científico” podemos responder que es una verdad que necesita a sus fenómenos en la misma medida en que sus fenómenos la necesitan a ella. Esta relación recíproca depende de numerosas contingencias, incluidos la medida en que el trastorno mental es indefinible, el niño en cuanto objeto psiquiátrico, el delincuente y su patología y la evidencia provista por la clasificación. Lo que es fundamental entender aquí es que el trastorno disocial del DSM-IV-TR no se manifiesta a partir de algún tipo de legado lineal de trastornos de la conducta. En lugar de eso, la “historia” del trastorno de la conducta, en palabras de FOUCAULT (1998a, pág. 429): “aparece entonces no como una gran continuidad por debajo de una discontinuidad aparente, sino como una maraña de discontinuidades superpuestas”. Lo que puede reconocerse en esta serie de trastornos de la conducta es una maraña de discontinuidades superpuestas de manera que, en ciertos momentos, parezcan una sola. Las contingencias y discontinuidades permiten que el trastorno de la conducta emerja porque tienen efectos muy precisos que contribuyen a la construcción del trastorno de la conducta en cuanto saber dominante. Este saber dominante enmascara las discontinuidades del trastorno de la conducta. Esto requiere de un análisis más profundo en términos de cómo es tan exitosa la elaboración de esta 104
verdad y cómo ésta se administra para crear sus “objetos inviolables”. Es a esta tarea a la que me dedicaré ahora. CAPÍTULO IV
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Cuestionamiento de la facultad para diagnosticar niños problemáticos En cuarenta minutos teníamos un diagnóstico y una receta para comprar medicamentos. (Entrevista a padres n.o 1, 2003.) En la cita mencionada antes, una madre describe la situación en la que un pediatra le diagnosticó TDAH a su hijo Brad, de 5 años. A partir de este diagnóstico el niño se convirtió “oficialmente” en problemático. Parecería que para que alguien se transforme en problemático basta un proceso categórico: recibir un diagnóstico. Pero aceptar esto es pasar por alto las complejidades de las prácticas diagnósticas, y al hacerlo se corre el riesgo de no cuestionar por qué ese diagnóstico puede definir a un niño como problemático. La pregunta fundamental que debemos hacer es cómo es posible que pueda convertirse a un niño en un sujeto problemático y, además, que esa persona se vea a sí misma como problemática. Estas preguntas requieren una evaluación vinculada con el poder que no consiste simplemente en plantear la pregunta: “¿quién está facultado para diagnosticar?”, sino en averiguar cuáles son las relaciones de poder que permiten elaborar el diagnóstico. Para pulir esta pregunta, recurro a la siguiente afirmación de FOUCAULT: Al estudiar estas relaciones de poder no estoy construyendo en absoluto una teoría del poder. En cambio, deseo saber cómo están vinculados la reflexividad del sujeto y el discurso de verdad “¿Cómo puede el sujeto decir la verdad sobre sí mismo?”, y creo que las relaciones de poder que se ejercen unas sobre otras constituyen uno de los elementos determinantes en esta relación que intento analizar. (FOUCAULT, 1998b, pág. 451.) De acuerdo con este planteamiento, la pregunta podría estructurarse así: ¿Cómo se vincula la reflexividad de un joven con el discurso de la condición de ser problemático? O, dicho de otra manera: ¿Cómo puede el joven enunciar verdades problemáticas acerca de sí mismo? Este vínculo puede explorarse desde la perspectiva de las relaciones de poder, donde puede preguntarse cómo participa el poder en los mecanismos por medio de los cuales un joven o una joven se ve a sí mismo como problemático.
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Adapté dos de las tácticas de FOUCAULT para crear una “estructura” para este análisis de las relaciones de poder. La primera es lo que FOUCAULT (1980a, pág. 199) llama “matriz de análisis”: “si el poder es en realidad un haz de relaciones abierto y más o menos coordinado (y, si es así, sin duda mal coordinado), entonces el único problema es darnos a nosotros mismos una matriz de análisis que haga posible un estudio analítico de las relaciones de poder”. La “matriz de análisis” que se utiliza aquí se inspira en la segunda táctica, los cinco puntos de FOUCAULT para el análisis del poder: el análisis de las relaciones de poder exige que se establezca un cierto número de puntos: 1) El sistema de diferenciaciones que permite actuar sobre la acción de los demás ... 2) Los tipos de objetivos que persiguen aquellos que actúan sobre las acciones de otros ... 3) Los mecanismos por medio de los cuales se otorga existencia a las relaciones de poder ... 4) Las formas de institucionalización ... 5) Los grados de racionalización. (FOUCAULT, 1983b, pág. 223.) El “análisis del poder de cinco puntos” provoca preguntas específicas respecto del funcionamiento de las relaciones de poder involucradas en la producción del trastorno de la conducta y el diagnóstico de niños problemáticos. El primer punto del análisis del poder de FOUCAULT (1983b) se utiliza para reinterpretar el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales como un “sistema de diferenciaciones”. El segundo punto impulsa el cuestionamiento de las clases de objetivos que se persiguen en esta relación de poder. Este tipo de pregunta puede utilizarse para perturbar el rigor científico de las relaciones de poder que crean el trastorno de la conducta, un ardid que altera la noción de la objetividad del experto. El tercer punto proporciona la estructura principal para este análisis de las relaciones de poder y, al mismo tiempo, llama la atención sobre los mecanismos por medio de los cuales tienen lugar las acciones que producen el trastorno de la conducta. El cuarto punto crea conciencia sobre los múltiples niveles en los que funcionan las relaciones de poder, lo que incluye la manera en que se puede actuar sobre un joven por medio de la escuela e instituciones como el sistema de justicia de menores, la policía y el sistema de salud. El último punto destaca la racionalidad de las relaciones de poder o los principios que dan forma a las acciones que se realizan sobre las actuaciones de 107
los jóvenes. El tercer punto del análisis de FOUCAULT, “los mecanismos por medio de los cuales se da existencia a las relaciones de poder”, proporciona una base para organizar el análisis del poder que se presenta en este capítulo en la forma de una discusión de la tectónica (o la creación) del trastorno de la conducta y, en el próximo capítulo, en la forma de una discusión sobre el manejo del trastorno de la conducta. Al centrarme en el poder no intento delimitarlo como un actor diferenciado en el dominio de la subjetivación. Mi intención es preguntar cómo participa el poder en los mecanismos por medio de los cuales un sujeto dice la verdad sobre sí mismo. Más específicamente, lo que pregunto es cómo participa el poder en la manera en que un joven habla acerca de verdades problemáticas sobre sí mismo. Es importante mencionar que no estoy sugiriendo aquí que haya un “poder” específico involucrado en la producción de estas subjetividades mentalmente trastornadas, sino que, por medio de un análisis en términos de relaciones de poder, la correspondencia entre la subjetivación y la verdad puede hacerse más explícita. Tal como destaca FOUCAULT (1998b, pág. 451), las relaciones de poder “son un campo de análisis y no una referencia a un caso único”. Por lo tanto, en este capítulo se utiliza al poder como un medio para analizar el vínculo entre los discursos de verdad de la conducta alterada y el sujeto problemático. Aunque estoy distinguiendo a la verdad del poder, se trata de una conceptualización ficticia realizada en favor de este análisis. La verdad y el poder no son entidades dispares. Son, si se me permite alterar un coloquialismo, dos caras de una moneda difícil. Éste es un punto que FOUCAULT deja claro en la entrevista “Verdad y poder”: En mi opinión, lo importante aquí es que la verdad no está fuera del poder, ni carece de poder: contrario a un mito cuya historia y funciones valdría la pena estudiar en mayor profundidad, la verdad no es la recompensa de los espíritus libres, la hija de la soledad prolongada ni el privilegio de aquellos que han logrado liberarse a sí mismos. La verdad es una cosa de este mundo: se produce solamente en virtud de múltiples formas de control. E induce los efectos regulares del poder. (FOUCAULT, 2000, pág. 131.) Esquemáticamente, puede considerarse al poder y a la verdad por separado. 108
Sin embargo, al hacerlo es fundamental permanecer atentos a la relación que cada uno tiene con el otro. Es decir, sin los efectos del poder no podría producirse la verdad del trastorno de la conducta, y por medio de la verdad del trastorno de la conducta pueden manifestarse ciertos efectos del poder. Desde esta perspectiva, la delimitación de verdad y poder resulta problemática. Considerarlos como entidades independientes es, sin duda, equivalente a pasar por alto la relación sutil aunque ineludible entre los dos. Tal como afirma FOUCAULT ( ibid. ), la verdad “se produce en virtud de múltiples formas de control”, y esta verdad “induce los efectos regulares del poder”. Por lo tanto, una induce los efectos del otro. Este efecto se hace más evidente en los momentos en que una verdad de la conducta alterada convence a un joven para que construya una subjetividad problemática. En este caso, existe una relación entre el joven y quien promulga esa verdad. Tal como sugiere FOUCAULT (1983b, pág. 217), “lo que caracteriza al poder que estamos analizando es que pone en juego relaciones entre individuos (o entre grupos). Sin embargo, esta relación no se restringe a los individuos que parecen estar involucrados de manera directa en el sometimiento (el orientador escolar, el psiquiatra). Las relaciones de poder llegan a las profundidades de la creación de verdades (donde se producen, a la vez, las verdades y los efectos de las mismas). Considerar que las relaciones de poder operan únicamente en el momento del diagnóstico es adoptar una perspectiva superficial que ignora la disonancia de las acciones que compiten por ejercer poder unas sobre otras y las réplicas de intransigencia. En lo que respecta al trastorno de la conducta, analizar las relaciones de poder no incluye únicamente el momento en que se confiere una categoría al niño o joven, sino que está vinculado con los niveles de creación de verdad que producen esos términos diagnósticos, con las organizaciones que los crean y con aquellos que los respaldan. Dicho esto, la pregunta entonces es “¿Qué es el poder?”, o quizás, “¿Cómo imaginamos que funciona y existe el poder?”. De acuerdo con FOUCAULT, podríamos considerar el poder como una “acción” o, más precisamente, como “una forma en la que ciertas acciones modifican a otras ... El poder existe sólo cuando se pone en acción, incluso si, por supuesto se encuentra integrado dentro un campo de posibilidades dispares que se aplican sobre 109
estructuras permanentes” (FOUCAULT, 1983, pág. 219). De aquí extraigo dos puntos importantes para esta conceptualización del poder: primero, que “el poder existe sólo cuando se pone en acción” y segundo, que la ocurrencia de un efecto o una acción como que a una persona se le diagnostique un trastorno de la conducta, no es resultado de un único poder. Por el contrario, la presencia de una acción de esta clase implica gran cantidad de relaciones o, en palabras de FOUCAULT ( ibid. ), las relaciones de poder están “integradas a un campo dispar de posibilidades”. FOUCAULT ( ibid. , pág. 220) clarifica este concepto de “acción”: En efecto, lo que define una relación de poder es un modo de acción que no opera directa e inmediatamente sobre los otros. En cambio, actúa sobre sus acciones: una acción sobre otra acción, sobre acciones existentes o sobre aquellas que pueden surgir en el presente o en el futuro ... Es una estructura total de acciones que opera sobre acciones posibles; incita, induce, seduce, facilita o dificulta; en el extremo, restringe o prohíbe absolutamente; no obstante, siempre es una forma de actuar sobre un sujeto o sujetos actuantes en virtud de su acción o capacidad de acción. Un conjunto de acciones sobre otras acciones. Siguiendo a FOUCAULT, podría plantearse la pregunta: “¿Cómo modifican a otras acciones las acciones de la verdad del trastorno de la conducta?”. Esta descripción de FOUCAULT proporciona un mecanismo para ver al poder de una forma activa. En cuanto acción que opera sobre otra acción, el poder es una entidad que únicamente puede existir mediante una relación. Una parte fundamental de esta relación son otros dos “factores foucaultianos”: el individuo y sus tecnologías del yo y los discursos de verdad. Para esta concepción de poder es importante cómo se formulan las preguntas sobre el poder. La propia estructura de la pregunta puede implicar que el poder existe como una entidad en lugar de ser algo que depende de la acción. Este entendimiento es la premisa para el uso que hace FOUCAULT de la pregunta “cómo”: Para decirlo de forma directa, diría que comenzar el análisis con un “cómo” implica sugerir que el poder como tal no existe. Como mínimo, es preguntarse a uno mismo qué contenido tiene en mente cuando usa este término tan 110
abarcador y reificante; es sospechar que una configuración en extremo compleja de realidades se diluye cuando caemos reiteradamente en la doble cuestión de: ¿Qué es el poder? y ¿de dónde viene el poder?”. ( Ibid. , pág. 217.) Estos son puntos fundamentales, ya que preguntar dónde está el poder en la creación de la subjetividad mentalmente trastornada es sugerir que, en alguna parte, hay una fuente de poder. Esto además sugiere que si ésta se “descubre” y altera (o detiene), los efectos de ese poder pueden eliminarse. Sin embargo, esta noción es errónea y tales medidas no lograrán sus objetivos. En esta configuración, el término “poder” se reduce fácilmente a un concepto simplista casi singular. Adoptar este punto de vista implica tomar una posición contraria a la conceptualización del poder en cuanto relación. Por ende, considerar al poder como una “acción que opera sobre las acciones de los otros” no sólo niega la posibilidad de un “lugar en el que existe el poder”, sino que, al mismo tiempo, propone al poder como algo multidimensional y con diversas funciones. Este tipo de cuestionamientos y el impacto que pueden tener en la forma en que se conceptualiza el poder se evidencian en la siguiente cita de FOUCAULT: Por lo tanto, abordar la cuestión del poder mediante un análisis del “cómo” es introducir varios cambios críticos en lo relacionado con la suposición de un poder fundamental. Es ponernos a nosotros mismos y no al poder como el objeto del análisis de las relaciones de poder, las que son distintas de las capacidades objetivas así como de las relaciones de comunicación. Esto es prácticamente como decir que las relaciones de poder se pueden comprender en la diversidad de su secuencia lógica, sus capacidades y sus interrelaciones. ( Ibid. , pág. 219.) Este tipo de razonamiento se encuentra detrás de la pregunta: “¿Cómo se vinculan la capacidad de reflexión del joven y los discursos de la verdad sobre la alteración de la conducta?”. Esta pregunta podría replantearse de la siguiente manera: “¿Cómo es posible que exista esta relación de poder mediante la que puede aplicarse la acción del diagnóstico del trastorno de la conducta sobre las acciones de ciertas personas?”. Además de proporcionar un medio para acceder a las relaciones de poder, la cuestión de “cómo” también proporciona un medio de 111
acceso a las diversas relaciones de poder implicadas en la acción de convertir a un niño en problemático. Responder a la pregunta de cómo participa el poder en la creación del trastorno de la conducta implica considerar al poder desde dos perspectivas: en términos de cómo se convierte al trastorno de la conducta en algo real, y en términos de cómo esta verdad convierte a un joven en problemático. Para examinar la primera perspectiva, el análisis se organiza en tres secciones. En la primera sección, “Nosología, poder y verdad”, me centro en las relaciones de poder implícitas en la construcción del DSM. En la segunda sección, “Saber experto: La sabiduría psiquiátrica y la necesidad médica”, tomo en cuenta las relaciones de poder que dan lugar al “psiquiatra experto”. En la última sección, “Saber experto, escuelas y educación”, examino las relaciones de poder que permiten que este conocimiento experto penetre en la escuela. Nosología, poder y verdad En términos foucaultianos, puede decirse que el estatus de la psiquiatría como ciencia se basa en su sistema de diferenciación: el sistema clasificatorio. La importancia de un sistema de este tipo no fue inadvertido por médicos como DRAPES, quien en 1906 observó que: Creo que se reconocerá que, en cualquier ámbito del saber merecedor del nombre de ciencia, uno de los elementos más importantes es la terminología. Dudo que alguna rama de la ciencia haya sufrido más que la nuestra la discapacidad de poseer una terminología imperfecta, punto éste que prácticamente no hace falta discutir. (DRAPES, 1906, pág. 75.) Casi cien años después de esta admisión de la “discapacidad de poseer una terminología imperfecta”, puede decirse que la incapacidad científica de la psiquiatría se subsanó por medio de instrumentos terminológicos como el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales. El DSM, entonces, es un sistema que no proporciona únicamente una tabla estructural de delimitación para la acción sobre las acciones de los otros, sino que también autentifica la ciencia de la psiquiatría. Para ratificar a la psiquiatría como ciencia, debe considerarse científico su sistema de diferenciaciones. Esto quiere decir que es necesario que se perci-ba al 112
DSM como “médicamente científico”, proceso que implica la fusión de los trastornos mentales con la medicina. Así como DRAPES hacía observaciones sobre la necesidad de un sistema clasificatorio en 1906, también había voces que pedían asociaciones entre la enfermedad mental y la medicina. NOBLE, un psiquiatra australiano, reconoció que tal relación con la medicina era de una importancia crítica para el trastorno mental: “En el pasado la ciencia de la higiene mental ha tenido pocas oportunidades para desarrollarse, ya que hasta este siglo se han mirado las enfermedades mentales de manera bastante diferente de como se ve a la medicina general” (NOBLE, 1929, pág. 300). Para concretar esta relación se encontraron varios medios posibles, como vincular la psiquiatría con las células del campo de la biología. HENDERSON, por ejemplo, explica que: Al comienzo del siglo XX la psiquiatría recibió un nuevo impulso. Se promovía con vehemencia una posible base física subyacente para todas las enfermedades mentales y se hacían intentos enérgicos e ingeniosos para forjar un vínculo entre los signos y síntomas clínicos y los hallazgos en el ámbito de la patología. La investigación bacteriológica estaba en primer plano, el índice opsónico1i y la forma adecuada de vacuna autógena se determinaban cuidadosamente, se contaban leucocitos haciendo especial referencia a la eosinofilia y se hacían pruebas con grandes dosis de extracto tiroideo. (HENDERSON, 1939, pág. 9.) La introducción de estos fenómenos biológicos en su ámbito permite que los trastornos mentales se interpreten mediante células y desequilibrios químicos, una conceptualización que infunde a la psiquiatría de un aparente rigor científico. La incorporación de la biología en los trastornos mentales se ve reflejada en la reorganización de la nosología psiquiátrica para permitir el ingreso de esquemas biológicos, reorganización que se hace evidente al comparar el DSM-IV-TR (APA, 1994) con sus versiones anteriores. JENKINS (1973, pág. 21) plantea que en la primera edición, el DSM-I, la principal división en la clasificación estaba entre los diagnósticos “causados por o asociados con deficiencias en el funcionamiento del tejido cerebral y aquellos que no estaban relacionados con ellas ... la distinción más importante es entre aquellos trastornos de los que se 113
sabe o se presume que son orgánicos y aquellos que se sabe o se supone que son funcionales” (cursiva agregada). No obstante, en el DSM-IV-TR la mayoría de los trastornos mentales o bien tienen una base biológica o, como afirman BREGGIN y BREGGIN (1994) en relación con el DSM-IV, son objeto de investigaciones que apuntan a establecer una base semejante. Como ya se mencionó, resulta significativo que la primera edición del DSM tuviera poca influencia en comparación con las versiones posteriores. Podría sugerirse que un factor clave en el éxito de las versiones más recientes es la autoridad de la ciencia médica, la que se obtuvo por medio de la conceptualización de factores biológicos en los trastornos mentales. Estas especulaciones biológicas del trastorno mental son extremadamente influyentes. Un buen ejemplo de esto es que en los EE.UU. las investigaciones de orientación biológica de los trastornos mentales obtienen muchísimos más fondos que las de otras perspectivas teóricas ( ibid. ). EL DSM-IV-TR es un acreditado texto de referencia que se utiliza ampliamente para el diagnóstico de los trastornos mentales o, al menos, tiene influencia en lo relacionado con la formulación de conceptos sobre niños problemáticos. El DSM-IV se ha traducido a varios idiomas, entre otros “chino, danés, holandés, finlandés, francés, alemán, griego, húngaro, italiano, japo-nés, noruego, portugués, ruso, español, sueco, turco y ucraniano” (CAPLAN, 1995, pág. XIX). En los EE.UU. y Australia, el DSM es el principal sistema de 1nEl índice opsónico es “la relación entre el número de bacterias destruidas por fagocitos en la sangre de un paciente de prueba y el número destruido en la sangre de un individuo sano” (HANKS, 1981, pág. 1032). clasificación, mientras que en el Reino Unido por lo general se hace referencia al CIE-10. La página web del gobierno británico “Wired for Health”, sobre el programa nacional de escuelas saludables, afirma que el CIE 10 “es de uso predominante en el Reino Unido y en Europa” y que el DSM se utiliza preferentemente en los EE.UU., aunque también se usa en todo el mundo ( Department of Health y Department for Education and Skills, 2005). Si bien el CIE 10 es de uso más difundido en el Reino Unido, no puede ignorarse la creciente referencia al DSM. Las categorías diagnósticas del DSM están comenzando a utilizarse cada vez más en Gran Bretaña, donde se cita, por ejemplo, en el registro 114
oficial de los debates de la Casa de los Lores en la discusión sobre la Mental Health Bill (Ley de Salud Mental) ( House of Lords Debate, 23 de julio de 2002). También se hace referencia a esa obra en la página web del Cole-gio Real de Psiquiatras del Reino Unido, el que incluye, por ejemplo, un texto de RICHARDSON y JOUGHIN (2002) en el que se cita al DSM-IV para definir el trastorno de la conducta. Esta influencia también debe verse en términos de la asociación entre el CIE10 y el DSM-IV/DSM-IV-TR. El DSM tiene cierto grado de influencia sobre el CIE. Esto se hace evidente en la confección del CIE 10, para la que según observan HUSAIN y CANTWELL (1991, pág. 53) “la OMS le pidió a la APA que contribuyera con el desarrollo del capítulo sobre trastornos mentales del CIE 10”. A pesar de ser un “estándar internacional de facto”, hay sustanciales críticas al DSM (CAPLAN, 1995; KIRK y KUTCHINS, 1992; SADLER, 2004). CAPLAN se describe a sí misma como una “ex consultora de quienes construyeron el manual más influyente del mundo sobre supuestas enfermedades mentales: el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales de la APA” (1995, pág. XV). Con su “mirada interna”, CAPLAN deja en claro que: Pude ver desde dentro cómo este ente augusto decide quién es normal, y lo que vi me perturbó profundamente. Me sorprendió darme cuenta de lo poco que sabía yo, como profesional del ámbito de la salud mental, respecto a cómo las autoridades de mi propio campo se ocupaban de elegir a quién se calificaba como enfermo mental. ( Ibid. , pág. 8.) Luego se refiere al debate sobre el “trastorno masoquista de la personalidad” para ilustrar esta calidad “electiva” en lugar de “científica” de la construcción del trastorno mental. Explica “... sabía que esa clasificación se había utilizado extraoficialmente para llenar de una culpa injustificable a mucha gente (sobre todo a mujeres y miembros de grupos devaluados por cuestiones raciales y por otras razones) al alegar que ellos se habían causado sus propios problemas y disfrutaban del sufrimiento” ( ibid. , pág. 85). El trastorno masoquista de la personalidad cambió luego su nombre por “trastorno auto-destructivo de la personalidad” y se lo incluyó con esa denominación en el DSM-III-R, pero, siete años más tarde, se excluyó del DSM-IV. La “mirada interna” de CAPLAN proporciona un posible fundamento para la 115
omisión de este trastorno mental en el DSM-IV (tampoco está en el DSM-IVTR). CAPLAN describe que “Lynne Rosewater informó que, durante las audiencias ‘estaban teniendo una discusión sobre el criterio’ [para el trastorno masoquista de la personalidad], y la esposa de Bob Spitzer [una trabajadora social y la úni-ca mujer del lado de Spitzer en esa reunión] dijo: ‘yo hago eso a veces’, y él dijo: ‘bien, saquémoslo’” ( ibid. , pág. 91). El Bob Spitzer al que se hace mención en esta cita es Robert Spitzer, un psiquiatra y el presidente del Comité Elaborador del DSM-III-R. Este relato muestra cómo, contrariamente a la pretensión de objetividad, en la construcción del DSM indiscutiblemente hubo toma de decisiones subjetiva. Esta “mirada interna” también revela lo bien que puede camu-flarse esa toma de decisiones subjetiva en el discurso de la “ciencia”. Por lo tanto, la promulgación de datos que acrediten su rigor científico es fundamental para establecer la autoridad del DSM. Las versiones más recientes de este manual, el DSM-III, DSM-IIIR, DSM-IV y DSM-IV-TR, contienen numerosos informes de investigaciones que respaldan las categorías diagnósticas y listas detalladas de los “colaboradores” expertos. Un resultado de estas pretensiones de rigor científico es que el trastorno de la conducta puede interpretarse como un trastorno mental válido sobre el que el DSM proporciona un punto de vista científico experto. De acuerdo con esta postura, los considerables cambios que tuvieron lugar en la definición del trastorno de la conducta en las versiones del DSM entre el DSM-III y el DSM-IV (SOUTHAMGEROW y KENDALL, 1997) pueden explicarse como resultados del desarrollo o perfeccionamiento del conocimiento científico. Ésta es una explicación convincente que se basa en conexiones con la ciencia y la autoridad científica. Sin embargo, si dejamos de lado esta maraña de pretensiones científicas, podemos tomar una perspectiva crítica sobre estos cambios y entenderlos en términos de las actitudes cambiantes de los autores que crean el DSM. Este punto de vista sugiere que el manual es un aparato nosológico construido de manera arbitraria. Desde esta perspectiva, las relaciones de poder necesarias para crear el trastorno disocial son precisamente aquellas relaciones que pueden infundir rigor científico en interpretaciones subjetivas. 116
Saber experto: La sabiduría psiquiátrica y la necesidad médica Hacer que lo subjetivo parezca científicamente riguroso aporta autoridad a las categorías psiquiátricas y, por supuesto, a quienes administran el diagnóstico. En afirmaciones como la de MACPHERSON, que se presenta a continuación, pueden leerse alegaciones sobre el estatus de la psiquiatría: Cuando se considera que los trastornos mentales se infiltran en la población en general, que muchas formas de enfermedades corporales tienen origen mental y que hay pocas enfermedades físicas agudas que no exhiban síntomas mentales correlativos, cualquier presunción de superioridad por encima de los saberes psiquiátricos es una confesión de ignorancia. (MACPHERSON, 1926, pág. 176.) Esta cita muestra un énfasis en el psiquiatra como experto, como el especialista que es el principal responsable de la administración del sistema de diferenciaciones establecido en el DSM. Si bien otros “expertos” pueden involucrarse o participar en el diagnóstico de niños problemáticos (el pediatra, el psicólogo clínico, el médico generalista), es la función de la psiquiatría la que está investida de la autoridad definitiva. Después de todo, este sistema clasificatorio es producto de la psiquiatría. Por ende, el saber nosológico de la psiquiatría es fundamental para justificar la posición del experto. Desde este punto de vista, la nosología no es únicamente un mecanismo por medio del que se crean y categorizan aberraciones psicopatológicas, sino que al mismo tiempo se convierte en un medio para crear al “conocedor” experto de esas categorías. En consecuencia, a medida que las conductas problemáticas se trasforman en trastornos de la conducta, y los trastornos de la conducta se convierten en diagnósticos de niños problemáticos, necesariamente debe haber también un conocedor experto de estas categorías, y del niño problemático a quien se aplican. Considerar la administración del trastorno de la conducta y los niños problemáticos desde esta perspectiva parece responder a la pregunta de “¿quién ejerce el poder?”. No obstante, es fundamental evitar este tipo de preguntas porque, tal como afirma FOUCAULT (1988g, pág. 103): “no creo que esta 117
cuestión sobre “quién ejerce el poder” pueda resolverse a menos que se resuelva al mismo tiempo la pregunta ‘¿cómo tiene lugar?’”. Desde este punto de vista, es preferible preguntar “¿cómo tiene lugar el poder del experto?” o “¿cómo es que el experto es un experto?”, o “¿cómo obtienen ese estatus ciertos individuos”? En el análisis que se presenta a continuación se toman dos ángulos para profundizar en este asunto. El primero es “la consolidación de la especialidad”, y el segundo, “la institucionalización de la especialidad”. La consolidación de la especialidad psiquiátrica puede entenderse como un desarrollo que requiere tres procesos. En primer lugar, la psiquiatría necesitó implantar-se en el campo de la medicina. En segundo lugar, el saber psiquiátrico precisó elevarse por encima del saber del médico. Por último, para ser efectiva en cuanto experta en la mente del niño, debió privilegiarse la especialización infantil en el ámbito de la psiquiatría. En cuanto al segundo ángulo, la institucionalización de la especialidad sobre el trastorno de la conducta, me centro en tres aspectos: el experto y el cuidado del público; el experto, el delincuente y el criminal; y, por último, la escuela, el delincuente y el experto. El primer ángulo, la consolidación de la especialidad, está relacionado con la demarcación del “experto”, donde éste es alguien que posee ciertos conocimientos y, debido a esa posesión, está autorizado a tomar ciertas medidas. Así como el trastorno mental necesitó que se le atribuyera un significado biológico, el experto en las personas con trastornos mentales también necesita el prestigio de la ciencia médica. La importancia de la medicina y su principal símbolo, el médico, es evidente en el extracto que se presenta a continuación, tomado de una de las entrevistas que realicé con padres: Me educaron de tal manera que, cuando ibas a ver al médico hacías lo que él te decía y tomabas lo que te recetaba sin hacer preguntas. Pero ahora era diferente. Es decir, la visita en general fue distinta. Me sentía muy extraña estando allí, tenía la sensación de que el propio médico era un poco raro. Entonces, me asal-taron todas estas dudas molestas y, aunque el doctor me había dado una receta de, concretamente la palabra es dexanfetamina, no podía ni pensar en darle a mi hijo de 5 años una droga como ésa, probablemente por todos los rumores y demás; todo lo que había oído eran cosas negativas. Entonces no íbamos a empezar a medicarle. Eso ocurrió cuando iba a Educación Infantil pero luego ... 118
[en] cuarto grado se puso muy difícil. Entonces, decidimos comenzar a darle el medicamento. (Entrevista a padres n.o 1, 2003.) Esta madre describe la influencia del médico y la dificultad para resistirse a la indicación de medicar a su pequeño hijo con dexanfetamina, un psicoestimulante utilizado con frecuencia en el tratamiento de TDAH. El metilfenidato (Ritalin) es otro (KAPLAN y SADOCK, 1998). Aunque inicialmente se resistió, las consecuencias de tener lo que la escuela percibía como un “niño problemáti-co” derivaron en que finalmente acatara el mandato del médico. Podría decirse que la psiquiatría lucha por encontrar una base médica en una manera bastante similar a aquella en la que DRAPES (1906) buscaba una terminología para confirmar a la psiquiatría como ciencia, o en la misma medida en que aparentemente se necesita a la biología para convertir en científico al DSM. FARRAR anuncia ese desplazamiento hacia lo médico y señala la gran importancia de involucrar a la humilde célula en las cuestiones de la mente: Las contribuciones que el microscopio aportó a la psiquiatría durante los últimos veinte años han sido realmente maravillosas, y las esperanzas a futuro no apuntan a menos. Mediante el uso combinado de varios métodos de tinción selec-tiva con los que pueden aislarse partes específicas de la corteza cerebral para estudiarlas, tanto por separado como en sus relaciones entre sí, se ha logrado una apreciación colectiva del carácter del proceso de la enfermedad en ciertas condiciones patológicas con un grado de detalle que antes era inimaginable. (FARRAR, 1905, pág. 453. La cursiva pertenece al original.) Este uso de las células y la química generó la posibilidad de afiliaciones científicas más allá de la medicina. Una de estas posibilidades fue la disciplina de la “agricultura”. Un ejemplo que viene al caso son los “concursos de las familias más aptasi*” que tuvieron lugar en los años veinte en los Estados Unidos, en las que las personas eran seleccionadas en las ferias estatales como si fueran “ganado humano”. (KEVLES, 1985, pág. 62). Estos concursos de familias saludables estaban relacionados con la Sociedad Eugenésica Estadounidense, la que estaba vinculada a la Sociedad de Educación Eugenésica” con “sucursales ... en Birmingham, Cambridge, Manchester, Southampton, Liver119
pool, Glasgow y Sidney, Australia” ( ibid. , pág. 59). Para participar en uno de estos concursos “todos los miembros de la familia debían someterse a un examen médico —incluidos un test de Wassermann y una evaluación psi*nEn inglés Fitter Families contest. ( N. del T. ) quiátrica— y completar un test de inteligencia ( ibid. , pág. 62). La conexión con la agricultura se explicaba en el folleto de “las familias más aptas”, donde se afirmaba: “si queremos que los mejores elementos de nuestra civilización puedan dominar, o incluso sobrevivir, es momento de desarrollar la ciencia de la cría de humanos basada en los principios que ahora sigue la agricultura científica” ( ibid. )2i. El término “mejores elementos” de la civilización debe hacer referencia a las nociones de mejor “raza”, mejores “mentes” y mejores “cuerpos”. MITCHELL y SNYDER (2003) llaman “Atlántico eugenésico” a la propagación de ideas eugenésicas, de un lado al otro del océano, y afirman que tanto discapacidad como “raza” son líneas de investigación que deben haberse aplicado a las prácticas que implementaron supuestos marcadores fisiológicos para distinguir a los “débiles mentales” o “deficientes”. Entonces, debemos preguntarnos, ¿a quién se permitía competir en estos concursos de las familias más aptas?, ¿a qué familias se recibía, a qué familias no, y qué familias ganaban? La ubicación de analogías agrícolas junto a las analogías médicas sugiere que la ciencia de la mente estaba en una encrucijada en lo relacionado con sus asociaciones, una encrucijada influenciada por las prácticas de la eugenesia. Tal vez se eligió a la medicina debido a inquietudes como el escaso prestigio que aportaba la agricultura. Sin embargo, la asimilación a la medicina tuvo sus dificultades, y una de las más importantes fue la demarcación de la mente como dominio exclusivo del psiquiatra. JAHR (1928, pág. 496), por ejemplo, argumenta que, respecto a los “trastornos de la conducta”, “es cierto que algunos de estos problemas de comportamiento requieren el consejo del psiquiatra, pero la gran mayoría de los trastornos de conducta más leves puede tener un buen tratamiento en manos de médicos concienzudos”. Este comentario indica que es posible que, contrario al dominio actual del campo de la psiquiatría, podría haber tenido lugar un enfoque menos dominante. Tal vez la medicina podría haber permanecido siendo la experta en el niño y su comportamiento, o al menos, la 120
experta en casi todos sus comportamientos. Las tensiones entre medicina y psiquiatría son importantes dado que representan fragmentos arqueológicos de una tecnología emergente de la especialidad. Promover la idea de que la locura tenía una base médica fue fundamental para legitimar los manicomios en la Gran Bretaña victoriana (y también a sus responsables). Puede reconocerse la tensa relación que existía entre la medicina y la psiquiatría en los comentarios de MACPHERSON (1926, pág. 176) sobre el escepticismo médico respecto a ubicar a los “supuestos trastornos mentales ... en el ámbito de la medicina clínica”. MACPHERSON se lamenta: “Es común oír decir a los médicos que no saben nada de psiquiatría en un tono que implica que están contentos con su ignorancia” ( ibid. ). Como puede verse claramente en esa afirmación, MACPHERSON estaba a favor de incluir los trastornos mentales en la medicina y horrorizado ante la “ignorancia” de los “hombres de la medi-2nKEVLES (1985, pág. 315) indica que la fuente de esta cita es la Asociación Eugenésica Estadounidense (1992). The Fitter Families Eugenic Competition at Fairs and Expositions (“La competencia eugenésica de las familias más aptas en ferias y exposiciones”). cina”. Para dar validación a la psiquiatría, MACPHERSON se esforzó mucho en el establecimiento de clínicas psiquiátricas en New South Wales (NSW), Australia. Tomemos esta cita, por ejemplo: Si sintetizamos estos resultados debemos llegar a la conclusión de que el establecimiento de clínicas psiquiátricas es una bendición para el público, la profesión médica y el psiquiatra. Hace mucho tiempo que la psiquiatría se ha divor-ciado de la medicina clínica y que sus profesionales se han visto obligados a ocupar una posición reducida nada envidiable mientras un campo de trabajo mayor necesitaba urgentemente de sus servicios. ( Ibid. , pág. 178.) Pero para lograr la legitimación hacía falta algo más que simplemente declarar asunto médico a la locura: hacía falta convertir a la psiquiatría en algo más importante que la medicina. WILLIAMS retomó la idea de verse obligados a ocupar “posiciones reducidas” y “nada envidiables” veinte años más tarde en la 121
publicación médica australiana Medical Journal of Australia, donde afirma que “a menudo se discute el liderazgo de nuestra profesión en este ámbito” (WILLIAMS, 1949, pág. 678). Esta disputa sobre el liderazgo se ejemplifica en el temor de WILLIAMS a que trabajadores que no sean psiquiatras se intere-sen en esa área “ya sea que nos guste o no” ( ibid. , pág. 676, cursiva agregada). DAWSON, catedrático de psiquiatría en la Universidad de Sidney, ya había planteado esta cuestión algunos años antes en una asamblea de la sección de New South Wales de la Asociación Médica Británica el 31 de agosto de 1933 (DAWSON, 1933). DAWSON advirtió que “el público general está comenzando a buscar asesoría con respecto al niño nervioso, y a menos que nosotros en cuanto profesionales satisfagamos esa necesidad, se buscará tratamiento en algún otro lado” ( ibid. , pág. 545, cursiva agregada). Aunque más adelante la psiquiatría se estableció como el saber experto sobre la mente, había que cubrir más terreno para asegurar a la psiquiatría el lugar de experta en mentes infantiles. Al igual que le sucedió a la psiquiatría, a la subespecialidad psiquiatría infantil le fue difícil lograr aceptación como conocedor médico legítimo. Esta dificultad puede verse en el tiempo que necesitó la psiquiatría infantil para obtener prestigio. SCHOWALTER (2003) señala algunos indicios de que la psiquiatría infantil se inició en los EE.UU. con el establecimiento de clínicas de orientación infantil en Chicago en 1899. También hay indicios de que el avance hacia la subespecialización fue importante en 1943 cuando la Sociedad Psiquiátrica Estadounidense convirtió su división de Deficiencia Mental en la División de Psiquiatría Infantil. Seis años más tarde, esa división ascendió a la categoría de Comité Permanente de Psiquiatría Infantil. En 1947 el Grupo para el Avance de la Psiquiatría designó un Comité sobre Psiquiatría Infantil. (SCHOWALTER, 2003, pág. 44.) Pasó bastante tiempo entre 1899 y 1947, y el establecimiento de grupos “oficiales”, como la Academia Estadounidense de Psiquiatría Infantil en 1953, hace que la afirmación sobre el nacimiento de esa disciplina en 1899 sea menos convincente. Si planteáramos la cuestión de otra manera, en lugar de buscar el origen de la psiquiatría infantil podríamos inspeccionar la emergencia de diversas prácticas que buscaron poder hablar con autoridad sobre la mente del niño. 122
La atención que acabamos de darle al establecimiento de la psiquiatría infantil revela mucho sobre su necesidad de autoridad y confirmación. Esto es inconfundible en los comentarios de LIPTON sobre la falta de “departamentos académicos de psiquiatría infantil en Australia y la ausencia de catedráticos en ese campo” (LIPTON, 1978, pág. 158). Esto se debe a que, “desde una base segura y fértil con credibilidad médica y científica, el psiquiatra infantil podrá trabajar junto con departamentos de psiquiatría de adultos o psiquiatría general para contribuir al desarrollo del psiquiatra verdaderamente general del futuro” ( ibid. , pág. 160, cursiva agregada). Las credenciales médicas y académicas eran de fundamental importancia para LIPTON porque significaban credibilidad científica. La importancia de esta asociación médica también es evidente en la terminología recomendada para las clínicas de orientación: “cuando sea posible, los nombres de las clínicas deben cambiarse a ‘clínica psiquiátrica para niños’ o alguna otra denominación equivalente que indique de manera clara la función de los servicios que se prestan en la actualidad en un marco médico” ( ibid. , pág. 158). El segundo punto de vista, la institucionalización, parte del argumento de que establecer bases institucionales demostró ser clave para la legitimación de la psiquiatría y la psiquiatría infantil. De hecho, el poder de la psiquiatría puede describirse en términos de divulgación institucional. Este enfoque no se ocupa de atribuir poder o imaginar que sólo reside en lo que parece la influencia más obvia de la creación del niño problemático: el psiquiatra. Esta manera de pensar se basa en FOUCAULT y busca evitar atribuirle poder a “un creador”. Tal como propone este autor: “no busquemos el estado mayor que gobierna su racionalidad ... la racionalidad del poder se caracteriza por tácticas que a menudo están muy explícitas en el nivel restringido donde se ins-criben (FOUCAULT, 1984c, pág. 95). Contemplar el poder de esta manera es una forma de incluir el cuarto punto de FOUCAULT en el análisis del poder, “las formas de institucionalización”. Es importante notar que estas instituciones no funcionan de manera independiente de las relaciones de poder. Debido a que se superponen con las tecnologías que operan sobre las acciones de otros, son relaciones de poder. Éste es un concepto provocador debido a la complejidad de las relaciones de 123
poder implicadas en la producción del trastorno de la conducta. Para abordar esta complejidad es importante conceptualizar la influencia de las verdades psiquiátricas y psicológicas, pero no en cuanto instituciones estáticas sino como verdades variables que se filtran en las instituciones. En los intersticios de estas relaciones, la verdad del trastorno de la conducta y el niño problemático interactúa invariablemente con las verdades y prácticas de la institución. Desde esta perspectiva, esta complejidad opera de manera simultánea en los niveles de creación de verdad y en las prácticas de poder. Mediante la creación de la verdad de que el trastorno mental se encuentra más allá del entorno del manicomio fueron necesarias nuevas formas de institucionalización para detectar a los peligrosos y los locos. ANDERSON hace notar este traslado a áreas más allá de las “tradicionales”: Si bien en el pasado la psiquiatría actuó ampliamente en los ámbitos de la enfermedad mental y la deficiencia mental, en la actualidad hay un interés cada vez mayor en la aplicación de sus conocimientos a otras cuestiones: al sujeto de la delincuencia y de la dependencia en sí mismo, a los problemas industriales, educativos y otros problemas relacionados con el bienestar. (ANDERSON, 1923, pág. 417.) Esta institucionalización establece un punto de partida para el experto, y es además un espacio en el que se puede actuar sobre los discursos de verdad en la forma de prácticas divisorias. Entre las instituciones involucradas se encuentran instituciones legales, el sistema de justicia de menores, la criminología, el sistema de salud, la higiene mental y la salud pública, la orientación infantil, la familia, el gobierno y la escuela. En las siguientes páginas se realiza un análisis selectivo de los mecanismos de la institucionalización. Aquí me centro en tres formas: el bienestar público; el delincuente y el criminal y, por último, el delincuente, el experto y la escuela. Además de interesarse en el individuo, el “experto” en la mente también está interesado en el “bienestar de la sociedad”. ANDERSON hace hincapié en este enfoque “más amplio” cuando afirma: “La psiquiatría se dedica al estudio y tratamiento del comportamiento humano, especialmente de aquella forma de comportamiento humano que es, o que puede convertirse en, adverso para el bienestar del individuo y la sociedad” (ANDERSON, 1923, pág. 417). Puede 124
considerarse que esta “preocupación por la sociedad” está conectada con la convicción de que el niño problemático lleva en sí un adulto potencialmente peligroso. De acuerdo con este esquema, se ve al niño como una posible amenaza, como una variable incierta que representa un peligro presente y futuro y, por lo tanto, plantea un “problema de salud pública”. De hecho, RUGGLES-BRISE afirma que VAN WATERS (1926) consideró a esta idea “el descubrimiento del siglo”: “el reconocimiento del hecho de que la delincuencia y la conducta problemática en los jóvenes es un problema de Salud Pública, y que las dos contribuciones más significativas que los Estados Unidos aportaron a la civilización, en lo relacionado con el crimen, son el Tribunal de Menores y el Movimiento de Higiene Mental” (RUGGLES-BRISE, 1926, pág. IX). Aquí se considera al niño un medio para asegurar el futuro bienestar de la población, una acción que no significa simplemente mantenerlo en buenas condiciones, sino que implica tener alejados a los niños “malos” de los que están bien. Esta vinculación del niño con problemas futuros proporciona una base racional para operar sobre sus acciones. Por medio de una serie de hipótesis, el niño se convierte en un peligro potencial y, por ende, en un punto central para la protección del bienestar público. Esta conexión entre los niños problemáticos y la salud pública hace que sea necesaria una serie de instituciones y tecnologías para identificar, prevenir y tratar a este niño peligroso. La “Higiene Mental” fue una de las tecnologías que se idearon para ocuparse de esta cuestión. En un discurso presentado ante la Sociedad de Historia de la Educación en Nueva York en 1982, COHEN (1983, pág. 124), su presidente, describe el impacto del movimiento de higiene mental: El movimiento de higiene mental proporcionó la inspiración y el empuje detrás de una de las innovaciones educativas de mayor alcance, aunque poco compren-dida de este siglo, a la que yo llamo la “medicalización” de la educación estadounidense. Con esta metáfora me refiero a la infiltración de normas, conceptos y categorías de discurso de la psiquiatría, “perspectiva de la higiene mental”, en prácticamente todos los aspectos de la educación estadounidense de este siglo. De acuerdo con RUGGLES-BRISE (1926, pág. IX), en los EE.UU. “la primera Sociedad de Higiene Mental se fundó en Connecticut en 1908. Desde entonces, 125
veinte estados han organizado sus propias Sociedades de Higiene Mental”. En opinión de JAHR, se esperaba que las tecnologías implementadas por la higiene mental aportaran grandes contribuciones al ámbito de la salud pública, y se esperaba que la disciplina adquiriera el estatus de ciencia. JAHR (1928, pág. 494) declara: el movimiento de higiene mental está con nosotros para quedarse. Puede no haber logrado la dignidad de ciencia exacta, pero se quedará porque los principios en los que se basa la práctica son tan sólidos como puede ser cualquier rama de la medicina; busca preservar la salud mental. Se está difundiendo rápidamente. En la afirmación de HENDERSON de que la higiene mental consiste en “la aplicación de principios científicos a cuestiones humanas para producir una raza que piense y actúe de manera más sana” (HENDERSON, 1939, pág. 7) se percibe este estatus de ciencia. En esta afirmación son claros los motivos racistas de la higiene mental, así como la importancia que se daba a lo científico. Esa obsesión con la ciencia sugiere cuán importante era que la psiquiatría fuera “científica” y también la forma en que, en cuanto científico, el psiquiatra es el legítimo experto tanto en términos de salud pública como respecto a los individuos que la ponen en peligro. Este esfuerzo en pos de la salud pública no se limita a un pasado “distante”. Tomemos por ejemplo este “llamado a las armas” del psiquiatra KOPLEWICZ, quien aboga por operar sobre las conductas de los niños pequeños en las guarderías infantiles: Todas las guarderías de los Estados Unidos deberían estar en alerta para detectar niños de 3 años obviamente agresivos y fuera de control. No se gana-rá nada con observar y esperar a ver si estos niños abandonan esta actitud con la edad al llegar a los 4, los 5 o los 10 años. Para entonces su comportamiento será aún más psicopático; además, probablemente funcionarán mal en la escuela y no tendrán amigos ... Si existe alguna posibilidad de mejorarlos, debe hacerse en las etapas iniciales de la enfermedad, antes de que hayan “progresado” de mentir y robar en tiendas a atacar y violar. Si no son tratadas, estos niños tienen un alto riesgo de consumo de sustancias, de caer en prisión y de muerte por causas no naturales. (KOPLEWICZ, 1996, pág. 238, cursiva agregada.) 126
El posible peligro y el potencial de amenaza a la “sociedad” proporcionan la base para una acción sobre los niños que busca identificarlos, intervenir sobre ellos y tratarlos. De manera similar, CADORET y cols. (1995, pág. 923), plantea la cuestión de actuar sobre la amenaza que presenta el ácido desoxirribonu-cleico (ADN) de ciertos niños: “Los resultados de la interacción demuestran que los comportamientos antisociales y la agresividad se incrementan en presencia de factores de predisposición genética”. Basado en esta inquietud, CADORET y cols. (1997, pág. 252) recomendaron un curso de acción desconcertante: instituir “orientación genética” para “los pacientes y las familias a quienes se considera que proporcionan entornos adversos”. En cuanto a la relación entre el experto, el delincuente y el criminal parecería que, a los ojos del experto en psiquiatría, la delincuencia se percibe como algo más que la simple comisión de un delito. Puede interpretarse al delincuente como un individuo con un trastorno mental (el niño delincuente padece trastorno de la conducta) o como individuo que tiene el potencial para tener un trastorno mental (el niño delincuente está en riesgo de desarrollar un trastorno de la conducta). Esta interpretación puede aplicarse de manera inversa: puede proponerse el trastorno de la conducta del niño como una razón para la delincuencia, o puede verse la presencia del trastorno de la conducta como un factor de riesgo para la delincuencia. Es interesante ver la forma en que ANDERSON (1923, pág. 425) respalda esta última configuración cuando sugiere que los trastornos de la conducta pueden “manifestarse mediante comportamientos socialmente inaceptables y delictivos que luego, si no se controlan, se convierten en lo que llamamos una vida dedicada al crimen”. Este énfasis en el análisis minucioso de los demás, pone al experto en el papel de detective que está siempre atento a la presencia o la posibilidad de delincuencia o de anomalía mental. Conceptuar como deficiente al delincuente crea la necesidad de expertos y de su conocimiento científico. Supuestamente, encomendarse a este experto serviría para limitar al delincuente, dado que: “Fue mediante la aplicación de la ciencia mental como pudo reformarse a los delincuentes” (HENDERSON, 1939, pág. 6) De acuerdo con esta premisa, las acciones de la ciencia de la mente podrían convertirse en medios fundamentales para alterar la evolución del 127
delincuente. Es de este modo como los puntos de vista psiquiátricos se insertan en las nociones de delincuencia. Esto se hace evidente en la convergencia de la psiquiatría con el derecho de menores. SADLER (1947, pág. 146) destaca la importancia de esta función de la psiquiatría al servicio de los laboratorios psicológicos en los EE.UU.; según él: “Cada vez más tribunales de menores ... tienen a su servicio laboratorios psicológicos a cargo de psiquiatras competentes, y algún día nuestros tribunales tratarán a estos delincuentes juveniles de acuerdo con los hallazgos de esos laboratorios”. Estos “psiquiatras competentes” y sus “laboratorios” estuvieron al servicio de los tribunales de menores estadounidenses, instituciones que, según VAN WATERS (1926, pág. 111) “nacieron para remediar un gran mal”. En su afirmación VAN WATERS se refiere al “gran mal” de administrar a los niños castigos para adultos. Al crear un “tribunal de menores” ese “mal” puede evitarse, y el niño criminal puede reconocerse como delincuente y conectarse a acciones de la “justicia” que pasan por el filtro de la psiquiatría. A pesar de esta proliferación y divulgación de los conocimientos psiquiátricos, la delincuencia no se ha reducido. Sin embargo, en general, se considera que el conocimiento psiquiátrico sobre los niños problemáticos es fundamental para identificar al joven que puede llegar a perpetrar un crimen y para mejorar el problema. Esta relación entre el experto y el delincuente se extiende a una relación entre el delincuente, el experto y la escuela: además de estar vinculada con el trastorno mental o la posibilidad del mismo, la delincuencia también está entrelazada con el absentismo escolar injustificado. EICHORN (1965, pág. 308), por ejemplo, afirma que “el principal motivo de preocupación en lo que respecta al absentismo escolar es que, con frecuencia, es un precursor de la delincuencia”. Una vez asociado con la delincuencia, el absentismo escolar queda implicado por asociación con la aberración mental y puede entonces decirse que es más que un descriptor de ausencia escolar: es un significante de dificultad y de posible disfunción o anormalidad mental del individuo. Esta asociación exige que la responsabilidad de la escuela frente al absentismo injustificado incluya el descubrimiento de comportamientos delictivos y, por extensión, de individuos con un trastorno mental o con potencial para desa-rrollarlo. Por ejemplo, la escuela es la entidad que desempeña la función principal en el control del 128
absentismo, responsabilidad que la involucra en la detección del potencial delictivo. De esta manera, el conocimiento psiquiátrico se extiende hasta la escuela y el maestro asume una función relacionada con identificar y prevenir la delincuencia. Saber experto, escuelas y educación Los vínculos con los discursos psiquiátricos convierten a la escuela en una institución donde la enseñanza y el aprendizaje se complementan con un conocimiento específico sobre la mente. En el ámbito de la educación, “experto” o “especialista” puede referirse a una serie de individuos, desde conseje-ros escolares a orientadores. Probablemente, lo que compartan todos estos expertos sea una conexión con los discursos de comportamiento problemáti-co. Mi propósito aquí es analizar cómo el conocimiento del niño problemático se convirtió en necesario para la enseñanza y el aprendizaje. Comenzaré por preguntar cómo fue que este experto en el conocimiento de la mente se convirtió en una condición necesaria en el ámbito educativo. Una explicación propuesta para la aparición del educador experto es la creciente provisión de “educación masiva”. MORSE (1961, pág. 327) sigue esta línea de razonamiento para explicar la incursión de la higiene mental en la escuela: “Cuando las escuelas comenzaron a atender a más niños durante más tiempo, y cuando empezaron a interesarse por su adaptación además de por su aprendizaje intelectual, se agregaron nuevos especialistas”. Otra explicación para la irrupción del experto es el creciente número de niños problemáticos en las escuelas, explicación que está vinculada a la idea de la “prevalencia” de niños problemáticos. Una tercera explicación propuesta es el reconocimiento de la escuela como espacio valioso para acceder a los más jóvenes. Desde esta perspectiva, la escuela es un lugar de experimentación y aprendizaje, un laboratorio para el experto. En Australia se percibió ese potencial y se reconoció que la escuela especial ofrece “una valiosa oportunidad para la investigación psicológica” (SUTTON, 1911, pág. 994). En lugar de verme arrastrada hacia la búsqueda de una explicación para la llegada a la escuela, del experto en psicología recurro a diversos razonamientos. Esto me permite referirme a las tres explicaciones en cuanto aspectos que influencian este fenómeno y, al mismo tiempo, no estar de acuerdo con el punto 129
de vista de que son las únicas explicaciones posibles. Recurro a estos tres razonamientos debido a su efecto en la promulgación de la verdad de los niños problemáticos. Para simplificar esta compleja red, considero dos amplias maneras de poner en práctica esta especialidad. Una de éstas es la incursión propiamente dicha del “experto” (psiquiatra, psicólogo clínico, psicólogo y profesionales de la salud mental) en la escuela. La segunda es la asimilación de ese conocimiento por parte del personal de la escuela, como en el caso del orientador escolar o el maestro con formación en “trastornos del comportamiento”. Puede observarse la incursión del experto en la escuela mediante el análisis de una serie de documentos. En Gran Bretaña, a comienzos del siglo XX el médico tenía una función directa en el control escolar del niño “imbécil”, “deficiente moral” o “deficiente mental”. Tal como señala POTTS (1983, pág. 188): “Los médicos no dirigían únicamente la asignación del nivel académico de los niños dentro del sistema educativo estatal y determinaban el rango de las prestaciones para los niños con discapacidades, sino que también describían ampliamente los detalles curriculares, organización de horarios y enseñanza”. En NSW, Australia, el servicio médico escolar, establecido a comienzos del siglo XX, fue otro de los medios que se utilizaron para introducir a los expertos en las escuelas. La State Children’s Relief Board, SCRB (Junta Estatal de Socorro Infantil) de NSW comenzó a emplear oficiales de sanidad alrededor de 1860, y desde 1903 el Departamento de Educación de NSW tiene “toda una División Médica Escolar” (SNOW, 1990, pág. 30). Esta División Médica Escolar del Departamento de Educación de NSW “realizaba una cantidad considerable de test psicométricos y exámenes psicológicos en niños retrasados y deficientes mentales” (MACHIN, 1934, pág. 371). Significativamente, la División Médica Escolar y la Junta Estatal de Socorro Infantil de NSW tenían vínculos que las relacionaban con saberes particulares acerca de la aberración mental, el delito y la segregación. “Los Oficiales de Sanidad de ambos departamentos sin duda pertenecían a la Asociación Médica Australiana (AMA), la que afirmaba que el delito tenía una base psicológica, que la ineptitud física estaba relacionada con la ineptitud mental, y que debía segregar-se a los ‘mentalmente ineptos’ del resto de la sociedad” (SNOW, 1990, pág. 30). 130
Por lo tanto, la inclusión de estos expertos en la escuela introdujo simultáneamente ciertas creencias relacionadas con el origen del delito y la “segregación de los mentalmente ineptos”. Apoyado por esas creencias, el experto en medicina proporcionó un medio para conocer al deficiente. La función que tenía conocer al deficiente queda demostrada en la línea de razonamiento propuesta para introducir médicos en las escuelas. En el caso del estado australiano de Victoria, se declaró: “La educación no es beneficiosa sólo directa e indirectamente; con la inspección médica los padres tienen una garantía sobre el verdadero estado de salud y progreso del niño, y la comunidad goza de una garantía satisfactoria —la única que existe— sobre el bienestar de todos sus niños”. (SUTTON y cols. 1915, pág. 86). Estos expertos se distinguen de sus colegas pedagógicos por su posesión de conocimientos sobre la salud mental del niño. Decisivamente esta “sabiduría” tiene como consecuencia inmediata el “grado de desconocimiento” del maestro, quien se convierte en el individuo que necesita el consejo y la guía del experto. En cuanto al psiquiatra, su función de supervisor se realza con la combinación de la afiliación médica y el conocimiento sobre la mente. En la bibliografía sobre las clínicas de orientación infantil, las que se establecieron en Australia a comienzos del siglo XX, hay claros ejemplos de este lugar de supervisión. WILLIAMS (1949), por ejemplo, presenta en el Medical Journal of Australia el argumento de que es el psiquiatra, debido a su vinculación con la medicina, quien debe dirigir las clínicas de orientación infantil. Al hacer esta afirmación, WILLIAMS admite sus propios prejuicios cuando dice: “En mi opinión, por prejuiciosa que sea, la falta de esta dirección médica es decidida-mente desafortunada” ( ibid. , pág. 678). BUCKLE también respalda el liderazgo psiquiátrico en el Australian and New Zealand Journal of Psychiatry: “en ocasiones su formación biológica le obligará a coordinar todos estos esfuerzos terapéuticos y deberá aprender a utilizar observaciones e informes de diferentes profesiones” (BUCKLE, 1971, pág. 170). De manera similar, DAWSON (1933), psiquiatra de una clínica de orientación infantil australiana, argumenta que el psiquiatra debe ser el “director” de la clínica de orientación. De acuerdo con este punto de vista, no sólo el psiquiatra es el director adecuado para las clínicas de orientación infantil australianas, sino que también se pos-tula el 131
“sentido psiquiátrico” como saber reconocido. DAWSON hace hincapié en este punto cuando afirma: “Sin embargo, debemos admitir la capacidad del psicólogo de adquirir por medio de la experiencia un sólido sentido psiquiátrico” ( ibid. , pág. 544). La relación entre la escuela y los servicios de especialistas externos es otro medio por el que el conocimiento psiquiátrico se introduce en la educación. En NSW puede observarse el vínculo con el experto en la temprana relación entre el Servicio Médico Escolar de NSW y el maestro. En esta relación “se pide a los maestros que participen del programa de exámenes mentales y sometan para su revisión a todo alumno, ya sea retrasado o no, que muestre una marcada anormalidad nerviosa o psicológica” (MACHIN 1934, pág. 372). De manera similar, a comienzos del siglo pasado en Inglaterra se aplicaba un grado riguroso de vigilancia al maestro, y el médico estaba íntimamente involucrado en muchas facetas de la educación del estudiante con deficiencia mental (POTTS, 1983). Un segundo mecanismo para implantar esta especialidad en la escuela es convertir al personal en “expertos escolares”. Para ser experto, el personal debe tener conocimientos en psiquiatría y en psicología. Un ejemplo de los inicios de la aparición de tales expertos es el “maestro visitante”, un especialista que surgió en los Estados Unidos que “empezó su trabajo en el año escolar 1906-1907 en la ciudad de Nueva York, en Boston y Hartford [Connecticut] (NUDD, 1926, pág. 277). El maestro visitante asistía y orientaba a los maestros de aula en lo relacionado con los niños “problema”. Vale destacar que el impulso para la creación de este “experto” no provino de la educación, sino de individuos como el “director de un laboratorio psicológico” ( ibid. ). En épocas más recientes hubo un incremento de “expertos” en educación especial y “conocimiento experto” sobre el niño problemático. En países como Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos esta especialidad está representada por una serie de maestros especialistas y de expertos en prácticas. En Australia estos incluyen asesores conductuales (STB)i* y un Comité de Comportamiento de Distrito; en los Estados Unidos, prácticas como los planes educativos individualizados (IEP)i** o el análisis funcional de comportamiento (FBA)i***; y en el Reino Unido, la autoridad educativa local “servicio de apoyo conductual”. En los Estados Unidos, por ejemplo, el FBA es una responsabilidad 132
“instituida mediante las enmiendas realizadas en 1997 a la Individuals wih Disabilities Education Act, IDEA (Ley de educación de individuos con discapacidades)” (PACKENHAM y cols., 2004, pág. 9). Se debe hacer el FBA cuando hay cambios en la asignación del nivel académico del niño debido a problemas de comportamiento (por ejemplo, ausencia de la escuela por más de diez días por un cambio en el nivel educativo que le corresponde). Como señalan PACKENHAM y cols. ( ibid. ), el FBA es “una cuestión de gran importancia para los educadores especiales”. Órdenes administrativas como éstas agregan complejas tareas especializadas a la función del educador especial, lo que conecta a la escuela con un intrincado aparato que dirige al niño problemático. Si bien el maestro de educación especial desarrolla una experiencia cada vez mayor, es importante destacar que frecuentemente se hace una distinción entre el conocimiento del maestro y el del experto, sobre todo el del psiquiatra. Para ilustrar este punto, citaré la descripción que ofrece un psiquiatra del encuentro de una madre con un maestro que se mostraba crítico de la psiquiatría: *nDel inglés Support Teacher Behaviour. ( N. del T. ) **nDel inglés Individualised Education Plan. ( N. del T. ) ***nDel inglés Functional Behaviour Analisys. ( N. del T. ) Otra madre se presentó llorando en mi consultorio. El maestro de su hija le había dicho que los medicamentos —en este caso, un antidepresivo para el trastorno de ansiedad de separación— es lo peor que se puede dar a un niño durante su crecimiento. “No puedo creer que le esté dando drogas”, le dijo el maestro a la madre. (Éste es el mismo maestro que, apenas unos meses antes, le había dicho a la madre que Ellen, su hija de 6 años, tenía verdaderos problemas, que lo único que hacía en su clase durante todo el día era sentarse en el pupitre, llorar y decir que quería ir a casa con su mamá.) La madre de Ellen balbuceó una respuesta al maestro: “Pero usted me dijo que había un problema. Yo estoy intentando resolverlo”. La respuesta del maestro fue: “Yo le dije que hiciera algo, pero no quise decir que fuese esto”. El hecho de que con este medicamento Ellen pudiera asistir a las clases todo el día sin preocupaciones y temores crónicos no tuvo efecto sobre la actitud del maestro. (KOPLEWICZ, 1996, pág. 59.) Desde esta perspectiva, la experiencia del psiquiatra debe prevalecer sobre la 133
del maestro y el maestro especialista. De esta manera, esta experiencia tiene una influencia considerable y es este punto el que debemos destacar. No es que tengamos que convencernos de que el psiquiatra es “malo”, sino que debemos hacernos a la idea de la importancia de cuestionar las prácticas de “poder psiquiátrico”. Necesitamos recordarnos la relación entre la constitución del sujeto problemático y los descriptores de la conducta problemática. Tal como señala FOUCAULT (1997b, pág. 291), “la persona mentalmente enferma se constituye en un sujeto loco precisamente en relación a, y a diferencia de, quien lo declara así”. Estas prácticas de poder requieren conocimiento experto relativamente único que se encuentra en los niveles superiores de una jerarquía y que está vinculada con el saber científico (si es que no se la propone como análoga a éste). En el caso del diagnóstico de niños problemáticos, estas prácticas no están restringidas a las cuatro paredes del consultorio del médico. Éstas son prácticas que circulan más ampliamente (en los periódicos, en la radio, etcétera) y pueden reconocer al niño problemático en diversas formas. Pero la última palabra es dominio exclusivo de las prácticas psiquiátricas y de aquellos calificados para tener una relación cercana con ellas como el pediatra o el psicólogo clínico. CAPÍTULO V El gobierno de los niños problemáticos El proyecto Kool Kids transforma a los desobedientes en buenos Un programa innovador para la identificación y el gobierno de niños problema cuyo mal comportamiento se origina en realidad en una condición clínica ha recibido una inyección de energía de 450.000 dólares australianosi* del gobierno de Bracks, dijo hoy el ministro de Salud, Bronwyn Pike. (RYAN, 2004.) He argumentado que el manejo efectivo de los niños problemáticos está vinculado a un profundo conocimiento sobre esos niños, y el experto es una pieza fundamental en ambos casos. Tal conocimiento hace posibles programas especiales como Kool Kids, que identifica y trabaja con niños con alteraciones de la conducta y los transforma de “desobedientes en buenos”. En cuanto a la afirmación de FOUCAULT (1988g, pág. 107) de que “la verdad es, sin duda, una forma de poder”, puede decirse que una función de la verdad es la realización de 134
una acción sobre las acciones de otros. La verdad del trastorno de la conducta no tiene únicamente la función de designar al niño problemático, sino que también puede separar a este niño de otros al legitimar acciones tales como su segregación de la escuela normal. En este sentido, puede describirse al experto en términos del tercer punto en el análisis que FOUCAULT (1983 b, pág. 223) hace del poder, como uno de “los mecanismos por medio de los cuales se permite que existan las relaciones de poder”. De esta manera, el manejo de los niños problemáticos adquiere una dimensión más compleja; es decir, controlar, segregar, disciplinar o excluir a estos niños está vinculado al mismo tiempo con verdades complejas y con prácticas de poder. Por ejemplo, cuando se aparta a un niño de la escuela porque se lo considera problemático, el administrador de esa acción no está conectado solamente con las verdades del experto y las verdades del diagnóstico; también está “dando lugar a las relaciones de poder”. *nEquivalen aproximadamente en diciembre de 2008 a 229.000 €. ( N. del R. ) En este capítulo considero el manejo de los niños problemáticos por medio de acciones sobre las acciones de otros. Este análisis se organiza en dos partes, la primera es considerar “prácticas divisorias” a estas acciones. Esto conduce a la segunda parte, donde analizo “la escolarización del estudiante problemático”. Esto se centra en el lugar que ocupan los niños problemáticos en la educación pública en el estado australiano de New South Wales (NSW), y también toma en consideración algunas prácticas similares en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Al analizar estas tecnologías no intento hacer un informe exhaustivo sobre la provisión de servicios en NSW, Australia, ni en el Reino Unido ni en los EE.UU. Tampoco es mi intención presentar la “verdadera historia” sobre los trastornos del comportamiento y sus interlocutores. Mi propósito aquí es demostrar la preocupación cada vez mayor respecto al trastorno de la conducta y los trastornos del comportamiento y argumentar que esta preocupación ha permitido la infiltración de saberes psiquiátricos sobre la conducta problemática en la escuela. Prácticas divisorias Las prácticas divisorias son un medio eficiente para facilitar acciones sobre las acciones de los otros debido a que su función es identificar y aislar al individuo. Estas prácticas, como señala FOUCAULT, producen el efecto de 135
“objetivar al sujeto”: “he estudiado los modos de objetivación del sujeto en lo que yo llamaré ‘prácticas divisorias’. El sujeto está dividido en su interior o separado de los otros. Este proceso lo objetiva” (FOUCAULT, 1983b, pág. 208). Esta observación señala un punto importante: que las prácticas divisorias tienen efectos internos y externos. Aquí se considera a las prácticas divisorias desde el punto de vista de aquellos mecanismos que separan a un sujeto de otros. Esto deja el problema de cómo influencian las prácticas divisorias a las tecnologías del yo, cuestión que se considera en los Capítulos VI y VII. Este análisis de las prácticas divisorias se organiza en torno a cuatro prácticas que tienen el efecto de dividir y que son fundamentales para la creación del niño problemático. Estas cuatro prácticas son: primero, las categorías; segundo, la escolarización para la alteridad; tercero, la educación especial y, por último, convertir al comportamiento en especial. Las categorías son esenciales para las prácticas divisorias dado que proporcionan un medio con el que dividir. En este sentido, las categorías situan al joven en un dominio especial tanto en un sentido nominal como en el sentido literal de separación de otros. En NSW, Australia, las categorías son un requisito necesario para la provisión de apoyo educativo adicional a niños con discapacidades por medio de prácticas como el Intervention Support Program, ISP (Programa Intervención de Apoyo). Una de las categorías de “discapacidad” incluidas como dignas de apoyo es “Social/Emocional y de Comportamiento”. Para optar a esta categoría es necesario contar con el diagnóstico de un “psicólogo especialista, psiquiatra o pediatra” ( New South Wales Department of Education and Training, 2003, pág. 3). La dependencia de categorías es muy evidente en la explicación del procedimiento de derivación a la escuela Swalcliffe Park, un establecimiento de educación especial en Oxfordshire, Inglaterra. En su página web explica que los estudiantes contarán con una Declaración de Necesidades Educativas Especiales que “contendrá un diagnóstico de EBD (Dificultades Emocionales y de Conducta) o de TEA (Trastornos del Espectro Autista/Síndrome de Asperger)”. Luego, con referencia a las EBD, explica que esto “frecuentemente puede englobar una serie de trastornos del desarrollo diagnosticados o no diagnosticados con necesidades educativas especiales. Estos incluyen: TDAH, Dislexia, Dispraxia, Discalculia, Dificultades del Lenguaje, 136
Trastorno Negativista Desafiante (TND), Trastorno de la Conducta (TC), PDA ( Pathological Demand Avoidance)i*, y Trastorno de la Vinculación” ( Swalcliffe Park Special School, 2005). Judge Rotenberg Center, una “escuela para niños con necesidades especiales” en Canton, Massachusetts, EE.UU., también proporciona una lista con diversas categorías relacionadas con sus estudiantes. Éstas son “una gran variedad de trastornos del comportamiento, que incluyen trastornos de la conducta, emocionales y psiquiátricos y discapacidades del desarrollo o autismo” ( Judge Rotenberg Center, 2005). Las repercusiones que tiene la aplicación de categorías a los niños incluyen su desplazamiento del aula o su traslado desde la escuela normal. En algunos casos, esto puede llevar a someterlos al cuidado de servicios especializados como centros psiquiátricos para adolescentes. La amenaza que los maestros perciben en los niños problemáticos es uno de los fundamentos para sacar del aula a los alumnos de estas categorías (SAUNDERS, 1987; WALKER, 1984). SWINSON y cols. (2003) también mencionan la preocupación del maestro en cuanto a su capacidad para tratar a esos estudiantes. La perte-nencia a la categoría “trastornos del comportamiento” denota por asociación ser de difícil trato para la escuela y una amenaza en el aula. Para cuestionar esta categoría e ilustrar su función en cuanto práctica divisoria tomo el ejemplo de un uso antes aceptable que, en nuestros días, se consideraría ilógico: el de utilizar la morfología genital para clasificar a la “mujer delincuente”. En este ejemplo, TALBOT (1902, págs. 23-24) informa: “En 83 casos los genitales eran normales; en once casos estaban excesivamente desarrollados, y en siete el desarrollo se había detenido. Había un caso de labios vaginales con una marcada deformación”. En nuestros días —espero—, afirmaciones como ésta se considerarían ultrajantes. Las prácticas divisorias basadas en cuestiones de género se vieron sujetas a la crítica rigurosa de diversos autores como BLACKMAN (1996), entre otros. En la época de TALBOT era posible hacer semejantes conexiones entre las mujeres delincuentes y su anatomía. También era factible hacer conexiones entre los cuerpos y el retraso mental. Los médicos que examinaban a niños problemáticos con una “ex*nNo se ha encontrado traducción al castellano, de acuerdo a su definición consiste en una evasión patológica de cualquier cosa que se le pide, demanda o 137
exige al niño o niña con este trastorno. (N. del T.) presión deficiente” recurrían a estas supuestas aportaciones científicas sobre morfología: La expresión deficiente es muy común. Características variables e inconstantes demuestran deseo de atención y un temperamento inestable, y una mirada apática e impasible puede significar que el cerebro es lento, pero a veces las apariencias engañan. Arrugar la frente, el tic en la boca, dar la vuelta a los ojos, son situaciones comunes, pero es difícil clasificar o describir las diversas características que componen una expresión deficiente ya que todas estas manifestaciones se deben, principalmente, a su deseo de controlar esas características. Para el ojo entrenado, la expresión y el control de las características y la conducta general son de gran ayuda a la hora de decidir si el niño es débil mental, y el hábito de balancearse hacia adelante y atrás de manera mecánica indica en general vacío mental y se halla más a menudo en las clases más bajas. (DENDY, “Apéndice”, en LAPAGE, 1911, citado en POTTS, 1983, pág. 182.) Esta cita se tomó de un libro de LAPAGE (1911), Feeblemindedness in Children of School Age (“Retraso mental en niños en edad escolar”), el que, según explica POTTS, incluía “fotografías de rostros infantiles”. POTTS describe un ejemplo similar. “En 1888 el Dr. Francis Warner publicó un Método para examinar niños en las escuelas en relación con su desarrollo y estado del cerebro. Éste consistía en una exhibición a cámara lenta de estos niños frente al doctor” (POTTS, 1983, pág. 182). Esta invocación de las características físicas venía acompañada de un énfasis en principios científicos que suponían que se podían detectar problemas internos por medio de rasgos fisiológicos. Entonces, tal como argumentan MITCHELL y SNYDER (2003), la eugenesia estaba profundamente ligada a una fijación con los rasgos y signos físicos del cuerpo. Esto tiene consecuencias significativas. De acuerdo con MITCHELL y SNYDER, es necesario comprender la eugenesia tanto en términos de discapacidad como de “raza” e intentar descifrar la forma en que eso puede tener efectos continuos en el presente. Según explican: “si consideramos que el racismo está ligado a la biología tal como sugieren en la actualidad la mayoría de los académicos versados en racismo, entonces parece 138
necesario trazar paralelismos entre el racismo y la discriminación contra las personas con discapacidad, sobre todo dado que la discapacidad se ubica inevitablemente dentro de una concepción de biología degradada” (MITCHELL y SNYDER, 2003, pág. 859). Esto quiere decir que las verdades que se produjeron sobre los niños problemáticos deben examinarse en busca de suposiciones racistas y discriminatorias de la discapacidad. Tal como advierte DESAI (2003, pág. 98), “el desarrollo simultáneo de las construcciones sociales y científicas de ‘raza’ y ‘enfermedad mental’ tuvieron como resultado la ideología que forma parte de la psiquiatría de que la locura debe ser un estado ‘natural’ para las personas de raza negra”. Esto no debería sorprendernos. Investigadores como LAU (2004) llegaron a conclusiones que apuntan a “prejuicios raciales y étnicos entre los maestros” y una tendencia a ver a los afroamericanos como una población con más “problemas de exteriorización”. Tal vez una forma de entender esto en profundidad sea considerarlo más generalmente en términos de biopoder. De acuerdo con la descripción que FOUCAULT presentó en las conferencias de 1976 en el Collège de France, el biopoder involucra al Estado en el racismo. Como sostiene FOUCAULT (2003, pág. 254), “el Estado moderno apenas puede funcionar sin involucrarse en algún punto en el racismo, dentro de ciertos límites y sujeto a ciertas condiciones”. En este planteamiento, “el racismo es la condición previa indispen-sable que permite que se mate a alguien” ( ibid. , pág. 256). Esto se hace a fin de preservar la propia “raza” o, como afirma FOUCAULT: “la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o de la degenerada, o anormal) es algo que hará más saludable la vida en general, más saludable y más pura” ( ibid. , pág. 255). De esta forma, el racismo se convierte en una justificación estatal para autori-zar el aniquilamiento de la “mala raza” o de la “raza degenerada” y permitir que aquellos bajo su cuidado maten y sean aniquilados. Es importante mencionar que “matar o aniquilar” en este sentido “no significa simplemente asesinato como tal”, sino que se refiere a “toda forma de asesinato indirecto: el hecho de exponer a alguien a la muerte, de incrementar el riesgo de morir de algunas personas o, incluso, la muerte política, la expulsión, el rechazo y de-más” ( ibid. , pág. 256). Si entendemos el término “matar” de esa manera, entonces ¿es posible que el acto de diferenciar a alguien como mentalmente trastornado constituya un acto de expulsión, rechazo o, al 139
menos, un grave riesgo de esos actos? Para este punto, podemos utilizar esta perspectiva de biopoder y racismo en relación con las prácticas diagnósticas y sus conceptualizaciones asociadas sobre los supuestos “anormales”. Efectuar un análisis desde esta perspectiva no implica realizar la acusación de que las prácticas diagnósticas son irreversiblemente racistas, sino que consiste en examinar estas prácticas en busca de implicaciones racistas y en reconocer las complejidades involucradas en ese análisis. Por ejemplo, STOLER señala que “personas con posiciones políticas antagónicas pueden declarar con frecuencia ‘las personas de raza negra son pobres porque son negras’, y estar diciendo cosas completamente diferentes” (STOLER, 2000, pág. 200). Por lo tanto, es necesario estar atentos a los intereses dispares profundamente arraigados en el análisis del racismo y el diagnóstico de niños problemáticos. Las prácticas actuales de racionalización del trastorno de la conducta, las de LAPAGE (1911) y TALBOT (1902) y, en términos más generales, las de la eugenesia, comparten pretensiones de “criterio científico”. Al compararlas, lo más probable es que el uso que los partidarios de la eugenesia hicieron de la racionalidad “científica” parezca extraño. No obstante, sólo hace falta echar un vis-tazo a prácticas como la “medición de la actividad de las ondas cerebrales” en jóvenes sospechosos de TDAH para encontrar similitudes (véase LAURENCE y MCCALLUM, 1998b, para una excelente crítica a esta práctica). Cuando se comparan con las prácticas más “anticuadas” que se utilizaban para detectar delincuencia o retraso mental, las prácticas actuales como la medición de ondas cerebrales pueden parecer raras. Esta extrañeza puede revelar la condición subjetiva y sesgada de la racionalidad científica y genera dudas sobre la supuesta racionalidad científica implícita en las nociones de niño problemático. La variación en las categorías dio origen a propuestas para el desarrollo de una categoría común para estos trastornos. SZADAY (1989, pág. IX) lleva esto más lejos y sugiere que esta categoría común debe estar libre de implicaciones médicas y psicológicas, que debe ser una categoría que “no implique el diagnóstico médico o psicológico de un niño o adolescente en particular”. La posibilidad de tal categoría es dudosa, dado que para estar desprovista de diagnósticos médicos o psicológicos es necesario que esté libre de sus prácticas divisorias. Este supuesto cambio conllevaría la retirada del experto de su vínculo 140
con la escolarización, lo que, como mínimo, es una empresa difícil. La propuesta de SZADAY (1989) por un “lenguaje común” resulta interesante en vista de que, ochenta años antes, se afirmaba haber alcanzado cierto acuerdo respecto a la categoría “débil mental”: Hubo una época, hace unos años, en que se podía aclarar todo con simplemente decir “débil mental”. Era una explicación maravillosa porque parecía resolver muchos problemas. Si un niño robaba, era un débil mental; si se cometía un asesinato, el asesino era débil mental; si un niño no quería ir a la escuela, debía ser débil mental; y si iba a la escuela y exhibía comportamientos desagradables, seguro que era débil mental. El retraso mental era una explicación suficiente para todos estos problemas. (WILE, 1926, pág. X, citado por WHITE, 1996, pág. 1851i.) Esta “explicación maravillosa” resuelta por la designación de “retraso mental” parece haberse convertido en prescindible por medio de los esfuerzos científicos por crear categorías. Paradójicamente, esta diversidad parece haber causado un dilema que planteó la necesidad de una exploración científica más profunda para (re)establecer cierto grado de acuerdo en la terminología. Para fijar con firmeza una categoría a los jóvenes es esencial establecer medios científicos para su anexión. El conocimiento psiquiátrico y psicológico forma una base para respaldar las categorías diagnósticas, lo que convierte a estos expertos en parte fundamental de los procesos de administración del trastorno de la conducta y el manejo de los niños problemáticos. Como ya he planteado, los psicólogos y psiquiatras están implicados en la escuela como referentes para la derivación de ciertos estudiantes y también como interlocu-tores dentro de ella. El compromiso con el conocimiento experto fuera de la escuela es evidente en el caso del psicólogo escolar. Es importante notar que este experto que desempeña sus funciones en la escuela puede llevar a cabo sus propias prácticas de división, incluida la administración de tests, práctica claramente estipulada por el Departamento de Educación y Formación de NSW ( Department of Education and Training, 2004, pág. 84). Este departamento utiliza “orientadores escolares” (a quienes se les exige una titulación en psicología) para “realizar evaluaciones, colaborar en la planificación interna 1nDe WILE (1926). La relación de la 141
inteligencia con el comportamiento. Mental Hygiene. WHITE (1996) no proporciona los detalles del volumen de la publicación. de la escuela y actuar como intermediarios con los que prestan servicios relacionados, como el Departamento de Salud de NSW”. Por lo tanto, el psicólogo escolar es, con frecuencia, una pieza clave en el proceso de toma de decisiones que separa a los niños en servicios educativos especiales, y estas prácticas “psicológicas” pueden verse muy influenciadas por los discursos del diagnóstico de niños problemáticos. Un buen ejemplo de esto es la investigación de DELLA TOFFALO y PEDERSEN (2005) sobre la influencia del “diagnóstico psiquiátrico en la toma de decisiones de los psicólogos escolares”. Según afirman, “cuando existe un diagnóstico psiquiátrico como información de referencia, es más factible que se considere que el niño está emocionalmente perturbado y que necesita servicios educativos especiales” ( ibid. , pág. 58). Además de las prácticas psicológicas y psiquiátricas, las escuelas han perfeccionado varias tecnologías que categorizan y separan a los estudiantes. Un aspecto que quizás parezca menos obvio, pero del que puede decirse que contribuye a las nociones de éxito (y, por ende, de fracaso) es la idea del progreso del estudiante. Éste es importante para las nociones de trastorno de la conducta ya que a menudo se dice que los estudiantes con alteraciones de la conducta tienen bajos niveles de rendimiento escolar (APA, 1994), lo que aparentemente sugiere el “diagnóstico adicional de un Trastorno de la Comunicación o el Aprendizaje” (APA, 2000, pág. 96). En NSW, vincular la edad con el curso escolar se convirtió en una práctica escolar oficial en 1906 (SNOW, 1990). Antes, los estudiantes avanzaban cuando se consideraban adecuados para hacerlo. SNOW (1990) afirma que esta política de contenidos relacionada con franjas de edad produjo al niño “retrasado”, fenómeno que aparecía cuando un alumno no demostraba conocimientos correspondientes a su edad. Después de la implementación de esta política, los inspectores que llevaron a cabo un sondeo sobre las edades de los niños en los diversos cursos de Educación Primaria en 1909 informaron que “el asombroso porcentaje del 50% de los estudiantes entre tercer y quinto grado eran ‘retrasados’” ( ibid. , pág. 32). La calidad divisoria de esta asociación no sólo produjo las nociones de estudiantes “retrasados”, sino que también hizo posibles las ideas de 142
“normalidad”, las que se aplicaban al estudiante que pasaba de curso de acuerdo a su edad. Según SNOW, este niño “retrasado” era interpretado de acuerdo con un marco eugenésico en el que la preocupación con el “retraso” provocó el establecimiento de una Escuela Clínica en 1919. Su personal estaba compuesto por doctores, uno de los cuales era psicólogo, y se pretendía que la Clínica desempeñara una serie de funciones relacionadas con la psicología. Debía ayudar a establecer estándares psicológicos para los estudiantes australianos, diagnosticar y tratar alumnos con “discapacidades especiales en sus actividades escolares” y establecer una relación entre los datos sobre jóvenes en escuelas diurnas y aquellos en Tribunales de Menores que pudieran servir para dar una idea sobre las causas de la deficiencia mental y el comportamiento anormal; especialmente, la delincuencia juvenil. ( Ibid. , pág. 32.) Lo que resulta significativo es que esta “Escuela Clínica” advertía al maestro que considerara una deficiencia interna como causa subyacente de los problemas de comportamiento. SNOW afirma luego que el “servicio médico escolar estaba listo para utilizar la Clínica para su ‘largamente esperado ataque a los débiles mentales, la clase inepta más peligrosa de la sociedad’” ( ibid. , cursiva agregada). Al parecer, el vínculo de la edad con el curso escolar creó un individuo anormal, y cuando esas anormalidades se relacionaron con el saber sobre la mente (el servicio médico escolar) comenzó a conocerse entre los expertos a ese individuo en términos de sus deficiencias internas. Algunas de las prácticas divisorias que se relacionan con el comportamiento están agrupadas bajo el título de “educación especial”. Si bien ahora parece una asociación familiar, la categoría “trastorno del comportamiento” no siempre se vinculó tan fácilmente con este tipo de educación. Esto da lugar a la pregunta de cómo se convirtió en “especial” el trastorno de la conducta (o trastorno del comportamiento). Para responder a esta cuestión me centro en la experiencia de NSW, Australia. Comienzo por considerar cómo la educación especial se hizo necesaria para la educación y luego analizo cómo se convirtió en “especial” al comportamiento. Esto implica estudiar la manera en que las prácticas divisorias de la educación especial se instituyeron en el ámbito educativo y también la forma en que el “comportamiento” se transformó en un medio con el que se po143
día categorizar al estudiante y también administrar los efectos de la división. La primera segregación institucional en Australia fue específicamente para estudiantes “sordos y ciegos” y se estableció “a mediados de 1860 ... en Sidney y Melbourne” (ANDREWS y cols., 1979, pág. 14). Con el paso del tiempo, la segregación se incrementó para incluir algo más que la vista y la audi-ción. Por ejemplo, los “Informes de la Comisión Real sobre NSW 1903-1904 dieron origen a recomendaciones para el establecimiento de escuelas especiales para los débiles mentales” ( ibid. ). Se siguieron esas recomendaciones y se crearon escuelas especiales como el Hogar Lorna Hodgkinson en Sidney en 1923, donde se impartían clases “para niños con retraso mental” ( ibid. , págs. 1415) y la “Escuela Especial de Glenfield”, al sudoeste de Sidney, en 1927 (MACHIN, 1934, pág. 370). Un punto importante a tener en cuenta es que la Escuela Especial Glenfield era diferente de las escuelas anteriores para “sordomudos” y tenía clases para los “menores bajo tutela del Estado” y “varones deficientes” ( ibid. ). En la época del artículo que publicó MACHIN en 1934, la Escuela Especial Glenfield tenía “una matrícula de 108”, y otras “clases especiales” en el área metropolitana de Sidney incluían una “clase especial para menores bajo tutela del Estado en la Granja Hogar para Niñas Brush en Eastwood y ... una clase similar para los varones deficientes en May Villa, Dundas”, y, fuera de Sidney, una escuela privada “para deficientes en el Hospital de Salud Mental de Newcastle” ( ibid. ). La influencia de las anteriores escuelas para los “sordos”, “mudos” y “ciegos”, en combinación con la acentuada importancia del médico experto en cuestiones relacionadas con el deficiente aseguró la conceptualización de lo especial dentro de un marco médico. Además de estar sometidos a una clasificación médica, los individuos situados en los dominios de la educación especial también pueden verse asociados con otra forma de alteridad, una forma cargada con un presagio negativo. Esta connotación se explicita en las siguientes palabras de JACKSON (1973, pág. 190), que hace hincapié en que “la Educación Especial se ha ocupado de aquellos aspectos del funcionamiento humano que, de cierta manera, se creía que se desviaban de manera negativa de los estándares impuestos por la norma”. Esta sugerencia puede parecer el punto de vista sin 144
fundamentos o prejuicios de un escritor, pero en documentos del ámbito de la educación como el National Report On Schooling in Australia 1994 (Informe nacional sobre escolarización en Australia 1994) se encuentra evidencia de perspectivas similares: Se aceptan escuelas que requieran que los estudiantes exhiban una o más de las siguientes características antes de su inscripción: discapacidad intelectual, discapacidad física, autismo, perturbación social/emocional; en custodia o internamiento. Las siguientes no se consideran escuelas especiales: centros de enseñanza intensiva de idiomas; escuelas cuya característica distintiva es la falta de un currículum normal; escuelas para estudiantes con inteligencia o aptitudes excepcionales. ( Ministerial Council of Education, Employment, Training and Youth Affairs, 1994, pág. 21, cursiva agregada.) Situar a los estudiantes con “inteligencia o aptitudes excepcionales” fuera de las escuelas especiales es un indicador de la connotación negativa de la educación especial. En esta afirmación parecería que la política educativa busca asegurarse de que los “superdotados” no tengan contacto con el estigma de “ser especiales”. Aunque esta perspectiva medicalizada se ha impuesto por mucho tiempo, hubo esfuerzos para cambiar la orientación médica en la educación especial. Por ejemplo, el Comité de Revisión de Escuelas de New South Wales (1989) propuso una definición de educación especial que intentaba alejarse de los puntos de vista médico o de la discapacidad. Sin embargo, la actual populari-dad de la perspectiva medicalizada de las perturbaciones y los trastornos del comportamiento sugiere que los esfuerzos por alejarse de la conceptualización clínica han fallado. Este fracaso queda demostrado de manera patente por el creciente uso del trastorno disocial del DSM, que se define de acuerdo con parámetros clínicos, para categorizar a los niños como problemáticos y separarlos de sus compañeros. Los motivos para separar a los niños de sus compañeros son cuestionables y, por supuesto, están sujetos a debate. Hay quienes sostienen que eso es bueno para los niños problemáticos, mientras otros afirman que constituye un problema para ellos. También hay críticas a un motivo más egoísta, como es el de 145
que los maestros “saquen de su aula a los niños a quienes consideran difíciles, perturbadores, intratables o simplemente con problemas de disciplina y los acomoden en aulas de educación especial” (NEAL, 1982, pág. 158). En el Medical Journal of Australia se hizo una observación similar en los años treinta: “esas clases con frecuencia demostraron ser un vertedero de inadaptados escolares” (“The problem of mentally defective children in NSW” —el problema de los niños con deficiencias mentales en NSW—, 1934, pág. 390). Por otra parte, un informe reciente del Departamento de Educación y Formación de NSW (2004, pág. 84) afirma que “el incremento en los servicios de manejo del comportamiento significa que los estudiantes con dificultades comportamentales reciben más ayuda, tienen un mejor ambiente de aprendizaje, y los maestros y otros miembros del personal gozan de un mejor ambiente laboral”. Estos comentarios no pueden descartarse simplemente sobre la base de que se hicieron hace veinte o setenta años, o sobre la base de la suposición de que las medidas eran “sólo para ayudar”. Si, como señalan SWINSON y cols. (2003), los maestros se muestran reticentes a tener estudiantes con EBD en sus clases, ¿qué puede deducirse de sus actitudes para excluirlos de ellas? JACOBS (2004, pág. 16) hace hincapié en este punto en relación con el TDAH cuando afirma que “si se puede ‘diagnosticar’ y medicar a ‘un niño’, el aula y la escuela funcionarán de manera fluida”. Luego señala que “esta dinámica ha sido tan poderosa que en varios estados de los EE.UU. ha tenido que aprobarse una legislación para prohibir que el personal no médico de la escuela diagnosticara a los niños y sugiriera el uso de medicación” ( ibid. ). Estos comentarios nos impulsan a analizar la comodidad que supone pensar que los niños con comportamientos alterados tienen un problema “especial” y, por lo tanto, necesitan un remedio adecuado, que siempre se ofrece con intenciones benévolas. Es probable que al niño al que se le ofrece atención “especial” caiga rápidamente en procesos que lo diagnostiquen como problemático. Esto se debe a que la invocación del diagnóstico es instintiva para la educación especial. Como señalan THOMAS y GLENNY (2000, pág. 288) “El niño con mal comportamiento tiene necesidades especiales que se originan en una perturbación emocional, término que inmediatamente sugiere saberes 146
psicológicos, psicoanalíticos y psiquiátricos. Una vez que se establece la necesidad, se libera al genio de la lámpara psicológica”. Así, mediante la arquitectura de la educación especial que recurre a prácticas de diagnóstico, el niño con comportamiento inquietante puede situarse en una categoría y, por lo general, excluirlo (lo que puede suceder de formas muy diversas). En lo que respecta a NSW, la categoría “trastornos del comportamiento” parece haber surgido como una preocupación específica en el ámbito de la educación especial a comienzos de la década de los ochenta, aunque parece que, inicialmente, lo que se consideraba especial fue cambiando. Por ejemplo, en noviembre de 1983 al comienzo de la edición de la publicación australiana sobre educación especial Australian Journal of Special Education hay un ar-tículo breve llamado “Special Education Requirements in Teacher Training” (Requisitos de la educación especial para la formación docente). Allí se incluía una descripción de los niños con “necesidades especiales”, que están “en el borde ... tienen múltiples incapacidades, los niños con discapacidad intelectual severa, los emocionalmente perturbados, los que tienen discapacidad crónica del aprendizaje, los sordos, los ciegos que tendrán necesidades especiales por períodos relativamente largos y, en algunos casos, de manera permanente” (“Special Education Requirements in Teacher Training”, 1983, pág. 52i). Entre las categorías incluidas en esa enumeración no se menciona a los trastornos del comportamiento. En la misma publicación, un año más tarde, se presenta el trastorno del comportamiento como un asunto del ámbito de la educación especial. En noviembre de 1984 WALKER, un catedrático estadounidense de Educación Especial y Rehabilitación, afirmó que “los niños a quienes se clasifica como perturbados emocionalmente o con comportamientos alterados parecen demandar más del sistema escolar que los que tienen cualquier otra clase de impedimento” (WALKER, 1984, pág. 25). Tres años antes del artículo de WALKER (1984), REES e IRVINE hicieron el comentario siguiente sobre la publicación de las notas de la conferencia de 1980 de la Asociación Australiana de Educación Especial (1981, pág. 114): Lo escrito en este libro demuestra que el concepto “personas con necesidades educativas especiales” abarca a niños, adolescentes y adultos con dificultades de aprendizaje leves o importantes, a niños y adolescentes con trastornos emocionales o del 147
comportamiento leves o importantes, y también a aquellos con múltiples impedimentos severos. El interés en los trastornos del comportamiento se hizo evidente en 1982 cuando el Grupo de trabajo creado para elaborar un plan para la educación especial en New South Wales (1982) recomendó que entre los diferentes asesores elegidos en la región hubiera dos para “Trastornos del Comportamiento”. La fusión del trastorno del comportamiento con la discapacidad y la educación especial también es evidente en el nivel federal, donde “El Grupo de Trabajo de Educación Especial de la Comisión de Escuelas de la Mancomunidad (1985) ... identificó a los niños con severas perturbaciones sociales/emocionales como población objetivo e incluyó a este grupo en su definición de estudiantes de educación especial” (BAIN, 1988, pág. 20). En Gran Bretaña, el estudiante “EBD” fue uno de los resultados de la atención que se prestó al comportamiento y las necesidades educativas especiales. Lo que resulta intrigante es que, tal como explican THOMAS y GLENNY (2000, pág. 283), las categorías [EBD] dejaron de existir oficialmente después del informe del Comité Warnock (DES, 1978) y la Education Act (Ley de Educación) de 1981. Sin embargo, sería claro hasta para un marciano después de cinco minutos de análisis del sistema educativo británico que, para fines prácticos, EBD es efectivamente una categoría que se forma en la mente de los técnicos, profesionales y administradores como uno de los principales grupos con necesidades especiales. Luego describen que durante su búsqueda en “cinco publicaciones nacionales e internacionales de renombre” durante un período de diez años “no se encontró ni un artículo que analizara el origen, el estatus, la solidez, la legiti-2nNo se dan detalles del autor para esta nota en el Australian Journal of Special Education (1983). midad o el significado del término ‘dificultades emocionales y de conducta’ (EBD). Esto, definitivamente, es motivo de preocupación” ( ibid. ). Como podía esperarse, el interés respecto al comportamiento de la educación especial se ha encontrado con diversos tipos de respuestas. Por ejemplo, hay 148
puntos de vista que sostienen que el comportamiento definitivamente es un asunto del ámbito de la educación especial, una “necesidad especial”. Esta perspectiva parece contar con el respaldo de BRADSHAW (1998, pág. 122), quien declara en favor de la segregación: “parecería que para muchos niños con trastornos del comportamiento su permanencia en la escuela regular no sería la mejor decisión educativa”. En cambio, la ubicación de niños problemáticos en educación especial puede entenderse como una absolución de su trastorno (MURRAY y MYER, 1998). Una perspectiva menciona incluso la “presión” para sacar a los niños problemáticos de las escuelas: “a menudo hay mucha presión para trasladar a los niños con trastornos severos del comportamiento ‘de mi escuela’ y ponerlos en algún otro lugar. Las escuelas pierden muchísimo tiempo intentando esquivar su responsabilidad ante esas tareas” (HEINS, citado de transcripciones de Human Rights and Equal Opportunity Commission, 1993, págs. 631-632). De acuerdo con esta línea de razonamiento, la ubicación de estudiantes en “unidades externas” podría interpretarse como una forma de “evadir responsabilidades”. A pesar de esas cuestiones, se utilizan una serie de tecnologías de “segregación” como medio para la escolarización de niños problemáticos en New South Wales (y en el Reino Unido y los EE.UU.). La escolarización de niños problemáticos La infiltración de los conocimientos psiquiátricos en la educación implicó que ciertas relaciones de poder específicas se articularan con la escolarización. Esas articulaciones conectan la verdad del trastorno de la conducta con el joven, conexión que facilita la construcción del niño problemático. La educación especial es un espacio clave en la escolarización del niño problemático, y es un espacio que se basa fuertemente en discursos problemáticos. Esta cuestión fue el tema de un artículo en el Times Educational Supplement, donde se afirmaba “el grupo de presión de NEE [necesidades educativas especiales] se está convirtiendo rápidamente en un voluntarioso partícipe en la patologización de nuestros niños. Puede ser que lo haga con las mejores intenciones, pero es posible que a largo plazo cause daños inimaginables” (EDWARDS, 2004). En cuanto práctica divisoria utilizada en las escuelas, la educación especial se ha convertido en una empresa cada vez más compleja y costosa. Si tomamos la educación pública de NSW como ejemplo, la atención que se pone en la 149
educación especial se evidencia en la cantidad de recursos que se le asignan. En 1989 el ministro de Educación y Asuntos Juveniles de NSW anunció el “Plan de Educación Especial de 80 millones de dólares australianos” (METHERELL, 1989). En cada uno de los años cubiertos por los cinco años del Plan de Educación Especial, se anunciaron más detalles sobre su financiación, y durante todo ese período se siguió haciendo énfasis en los niños problemáticos como un punto importante. Por ejemplo, el Special Education Plan for 1993-97 (“Plan de educación especial 1993-1997”) incorporó diversas estrategias dirigidas a los trastornos del comportamiento ( Special Education Directorate, 1993). Este patrón de incremento de la financiación se repitió para el año 1998-1999, período en el que se menciona que los fondos destinados a las tecnologías de educación especial llegaron al “récord de 399 millones de dólares australianos” ( New South Wales Department of Education and Training Policy and Planning, 1999, pág. 3). De ese importe, veinte millones de dólares se asignaron a bienestar estudiantil para aplicarse específicamente a “programas de ayuda y contra la violencia” que incluían la “participación de más de cien especialistas en programas cuyo objetivo eran el comportamiento violento o perturbador de los estudiantes” y “escuelas secundarias especializadas para dar apoyo a los alumnos con problemas de comportamiento”. Este énfasis continuó, y el Annual Report 2003 (“Informe anual 2003”) del Departamento de Educación y Formación de NSW (2004) describió una serie de medidas para “estudiantes que exhiben comportamiento perturbador”. En términos de dinero, “el presupuesto del Estado para 2001/2002 asignó 46 millones adicionales para invertir entre 2001 y 2004 en el tratamiento de problemas de comportamiento”. El presupuesto del Estado para 2003/2004 asignó más de 12 millones para la continuación de ese programa” ( ibid. , pág. 83). La Investigación independiente sobre la provisión de Educación Pública en NSW dirigida por VINSON (2002a; 2002b) (que se conoce comúnmente con el nombre de “Informe Vinson”) incluye un análisis detallado sobre la provisión de educación especial de acuerdo con ese plan y proporciona información relativa a estudiantes con problemas de comportamiento. Según el Informe Vinson, los 770 orientadores escolares en las escuelas de NSW son los “principales 150
especialistas en comportamiento que hay en el sistema” (VINSON, 2002a, pág. 58). Se explica que hay fondos para “estudiantes a quienes se les ha diagnosticado un problema de salud mental o que tienen cierta clase de trastornos del comportamiento (como Trastorno Negativista Desafiante)” ( ibid. ). En el informe se incluye una descripción de la “gama de programas” para estudiantes con problemas de comportamiento (Figura 5.1). Las siete partes de esta clasificación se asimilan bastante al sistema en cascada de DENO, una “estructura piramidal” “que consiste en varios niveles” (FLYNN y cols., 1989, pág. 11). En 1989, HODGES afirmó que el Departamento de Educación de NSW (como se llamaba entonces) utilizaba este modelo. En esa configuración había cinco niveles que iban desde los niños en el nivel 1, a los que “el personal normal de la escuela podía tratar de manera efectiva”, hasta los niños en el nivel 5, quienes “necesitaban ser ubicados en escuelas especiales” (HODGES, 1989, pág. 36). Mientras que HODGES propone al nivel 5 como el más alto, CONWAY (1994a) se refiere a un nivel adicional, el “nivel 6”. Según afirma, “las instituciones educativas más comunes en el nivel 6 son unidades dentro de instalaciones psiquiátricas, ya sea en hospitales comunes o en hospitales específicamente psiquiátricos” ( ibid. , pág. 331). Este “sistema en cascada” puede verse como una práctica divisoria administrativa donde, según
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Niveles de servicios escolares Servicios del distrito o la comunidad APOYO PROGRAMAS CENTRO DE CENTROS DEL ESCUELAS DEPARTAMENFINANCIERO DE ACCESO INSTRUCCIÓN DEPARTAMENDENTRO DEL TO DE ASESORES PARA COMBINACIÓN TO DE DEPARTAMENEDUCACIÓN Y ESCUELAS DE MAESTROS DE JÓVENES DE RECURSOS EDUCACIÓN TO DE JUSTICIA FORMACIÓN COMPORTAY OTROS CONDUCTA “EN SITUACIÓN
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DE LA Y FORMACIÓN DE MENORES CENTROS DEL MIENTO MIEMBROS ITINERANTES DE RIESGO” ESCUELA PARA DEPARTAMENTRASTORNOS DEL Y EL DISTRITO ESTUDIANTES TO DE SALUD DEL PERSONAL CON PARA EL COMPORTADE LA TRASTORNOS TRATAMIENTO MIENTO ESCUELA EMOCIONALES DE SEVEROS TRASTORNOS DE SALUD MENTAL Figura 5.1. N Gama de programas para responder a los estudiantes y 153
jóvenes con comportamientos alterados y/o no involucrados en el sistema educativo. Reproducido con autorización de VINSON (2002a, pág. 57). explica CONWAY ( ibid. ), en sus niveles más altos, los individuos pueden dejarse al cuidado de servicios psiquiátricos. Esa ubicación no sólo desplazaría al joven de su escuela, sino que también lo separaría de la sociedad “normal”. Debido a su vinculación con estas prácticas que patologizan, la escuela se ha convertido en un espacio cada vez más involucrado en la medicación de niños problemáticos. Es prácticamente imposible ignorar esta conexión si se tiene en cuenta la creciente tasa de prescripción médica de psicoestimulantes a niños en edad escolar. BERBATIS y cols. (2002) informan de un incremento promedio del 12% anual para el período comprendido entre 1994 y 2000 en Australia, Canadá, Dinamarca, Francia, Holanda, Nueva Zelanda, España, Suecia, el Reino Unido y los Estados Unidos, con las cifras más altas en los EE.UU., Canadá y Australia. Recientemente, la Radio National de la Comisión Australiana de Radiodifusión presentó un informe sobre la relación entre el TDAH y los psicoestimulantes, y sobre la investigación parlamentaria respecto al uso de esos fármacos en Australia Occidental. El programa comenzó con un informe sobre Australia Occidental, comentando que se estaba descri-biendo como “la capital del TDAH de Australia, con aproximadamente el 4,5% —o 18.000 niños— en tratamiento con dexanfetamina. Australia tiene la tercera tasa más alta del mundo de consumo de psicoestimulante” (MITCHELL, 2004). Las tasas de prescripción médica son un tema de debate y discusión y, si bien el debate a menudo parece versar sobre el TDAH, las cuestiones relacionadas con la medicación tienen implicaciones más amplias para los “niños problemáticos”. Por ejemplo, el TDAH a menudo se considera comórbidoi* con otros trastornos de comportamiento perturbador como el trastorno disocial o el trastorno negativista desafiante (LINFOOT y cols., 1999). La escuela debe administrar medicamentos, supervisar el nivel de obediencia del estudiante, controlar los efectos de la medicación y hacer derivaciones a especialistas externos y ha sido acusada de obligar a los padres a medicar a sus hijos. Un informe presentado en el periódico inglés Observer *nVéase pág. 63. (N. del R.) afirma: “se presiona a los padres para que mediquen a sus hijos con Ritalin ... 154
o se enfrenten a su expulsión de la escuela” (WEST y MCVEIGH, 2001). Con respecto a este asunto, JACOBS (2004, pág. 16) dice que los padres “no dan su consentimiento” al diagnóstico o la medicación porque no “se les informa sobre la carencia de validez o fiabilidad científica del diagnóstico” y “a menudo no están informados acerca de los peligros de los psicoestimulantes”. Por su parte, la escuela debe estar atenta al abuso de estas drogas porque, tal como señala JACOBS ( ibid. ), el medicamento “se vende y distribuye entre los niños como si fuera un caramelo”. Mientras que la educación especial parece funcionar como normativa para la acción, podría decirse que el maestro proporciona la tecnología para la difusión de la acción. Esta tecnología del profesor que puede interpretarse como un representante del saber experto que lo vincula al estudiante, y como intermediario, conecta ese saber experto sobre el trastorno con el estudiante. En el primer caso el maestro facilita el traspaso del estudiante al experto en la mente (orientador escolar, pediatra, psicólogo, orientador, psicólogo clínico, psiquiatra). En el segundo caso, el maestro funciona como un tipo de experto que puede atribuir un trastorno mental al estudiante. Estas funciones pueden tener lugar al mismo tiempo, por ejemplo cuando el maestro asigna una identificación al joven (por ejemplo, declara que el estudiante tiene problemas de comportamiento) y deriva al individuo al orientador escolar. Dado que los maestros con un nivel de conocimientos adecuado son una pieza fundamental en esta tecnología, es importante que se dediquen esfuerzos considerables a garantizar que esos maestros reciban la formación apropiada. Esto ha significado administrar cambios al contenido del saber docente, lo que implicó que se le diera una importancia cada vez mayor a enseñar sobre “comportamiento” (y, por lo tanto, problemas de comportamiento, trastornos y demás) en la formación docente inicial. En 1994 el Consejo Ministerial de Educación, Empleo, Formación y Asuntos Juveniles (1994) declaró que a los maestros de las escuelas públicas de NSW se les exigen conocimientos sobre educación especial (lo que incorpora capacitación sobre “trastornos de comportamiento”). En el pasado, la formación docente incluía materias electivas sobre dificultades y trastornos del comportamiento, mientras que ahora a menudo se ofrecen cursos de grado y posgrado con especialización en “trastornos 155
del comportamiento”. Irónicamente, junto al aumento del número de maestros especializados cuya tarea era mantener en la escuela a los niños con comportamientos alterados, ha habido incrementos en la provisión de “servicios fuera de la escuela”. A mediados de los años noventa el Plan de Educación Especial de NSW creó unidades “externas” especializadas donde podía ingresar el niño problemático al excluirlo de la escolarización normal. Como explican BRESSINGTON y CRAWFORD (1992, pág. 101): “en 1989 la División de Educación Especial (como se la conocía entonces) había identificado una población estudiantil de adolescentes con severos trastornos de la conducta”. Según cuentan BRESSINGTON y CRAWFORD, fue sobre la base de esta “población” que se asignaron 80 millones de dólares australianos a la educación especial y que “cada una de las diez regiones dentro del Estado podía escribir una propuesta sobre una unidad piloto para atender a las necesidades de los estudiantes con alteraciones severas de la conducta” ( ibid. ). Se asignaron servicios segregados para el trastorno de la conducta de forma regional y se establecieron unidades para trastorno severo de la conducta “en ocho regiones para atender a estudiantes en edad de educación secundaria en escuelas normales que exhiben problemas de comportamiento” ( New South Wales Department of School Education, 1990)3i. Estas unidades específicas para el trastorno de la conducta eran, por región, “región metropolitana Norte: Unidad North Har-bour; región metropolitana Este: Edgeware SSP; región metropolitana Oeste: Centro de instrucción Blacktown, Centro de instrucción Mt. Druitt; región metropolitana Sudoeste: Casa Campbell SSP; región Hunter: Unidad de apoyo adolescente Hunter; región noroeste: Centro de instrucción Tamworth; región Riverina: Kandeer SSP; región costa Sur: Programa educativo en la naturaleza 4 i*” (CONWAY, 1994b, pág. 13)i . Seis de estas son “unidades” y tres son SSP ( schools for specific purposes — “escuelas para propósitos específicos”) ( ibid. )5i. Las SSP funcionan como “establecimientos autónomos y su personal designado oficialmente incluye un director y personal de apoyo ... Las unidades, en contraste, cuentan con la dirección de un rector (o jefe de 156
profesores) y deben estar anexadas a un centro de Secundaria (en uno de los casos, a una Escuela Primaria por motivos geográficos)” ( ibid. , pág. 14). En épocas más recientes se señaló que estos servicios incluían: “28 escuelas especializadas en diferentes lugares del Estado, 34 centros de instrucción y programas de comportamiento alternativo en la ciudad y diversas zonas del condado, 330 maestros especialistas en comportamiento para ayudar a las escuelas a manejar a los estudiantes con dificultades de comportamiento en el aula normal” ( New South Wales Department of Education and Training, 2004, pág. 83). Además, se ofrecía más “formación adicional” para el profesorado, “134 maestros recibieron una nueva capacitación para enseñar a niños con trastornos del comportamiento, dificultades de aprendizaje o discapacidades” ( ibid. ). El Departamento de Educación y Formación de NSW también puso en marcha “Planes de Distrito de Manejo del Comportamiento” con el fin de “garantizar que todas las escuelas tuvieran acceso a servicios especializados dirigidos a brindar apoyo a los estudiantes que tienen problemas de comportamiento” ( ibid. ). En una lista de los servicios prestados a los estudiantes figuraban “orientadores escolares”, “consultores de bienestar estudiantil, 3nLas páginas de este documento no están numeradas. *nDel inglés Wirlderness Enhanced Programs: Programas especiales que se realizan al aire libre para trabajar en la modificación de los comportamientos de los jóvenes con problemas de conducta severos. ( N. del T. ) 4nSegún CONWAY, “dos regiones, costa Norte y Occidental, no tenían una instalación regional específica. En cambio, estas regiones destinaban fondos para iniciativas puntuales en escuelas secundarias o conjuntos de escuelas secundarias” (CONWAY, 1994b, pág. 13). 5nEl “Wilderness Enhanced Program”, a diferencia de los otros programas, no era un servicio específico para una región. servicios para los estudiantes y coordinadores de equidad en cada distrito”, “asesores conductuales para ayudar a los maestros de clase”, “financiación para ayudantes del maestro”, “escuelas especiales para estudiantes con severas dificultades de comportamiento” y “centros de instrucción ... para estudiantes con problemas de comportamiento severos” ( ibid. , pág. 84). Existe la promesa de que estas prestaciones se incrementarán: “para 2007 se habrán establecido 157
ocho escuelas de comportamiento y siete centros de instrucción nuevos para estudiantes de Secundaria, que se agregarán a las once nuevas escuelas y diecisiete nuevos centros de instrucción creados entre 2001 y 2002” ( ibid. ). Lo que llama la atención es que estos servicios se diferencian físicamente de la escuela. Por ejemplo, para construir la unidad llamada Centro de instrucción metropolitano Oeste (también llamado Centro de instrucción Blacktown) “la casa del cuidador fuera de un centro de secundaria local se valló para separarla del centro y luego se rehabilitó y redecoró” (LINDSAY, 1990, pág. 245). Este esfuerzo por separar físicamente a los estudiantes problemáticos de los no problemáticos no es una práctica inusual. El Informe Vinson describe la experiencia de uno de los miembros del personal que participa-ba de la investigación, quien se encontró con una de esas vallas. El miembro del personal “recibió una invitación de una estudiante de la unidad de unirse a ella para que pudiera hacer ingresar a dos amigas estudiantes de la comunidad escolar general con las que estaba conversando a través de la valla metálica” (VINSON, 2002a, pág. 68). El informe continúa, y detalla las “explicaciones que se dieron”, entre la que se encontraba la afirmación de que tal segregación explícita motivaría a los estudiantes a mejorar, y que ayudaba a “prevenir” problemas con el personal y los estudiantes de la escuela normal. Es ilustrativo detenernos aquí para imaginarnos cómo sería un estudiante problemático en uno de estos servicios con una valla metálica demarcando nuestras diferencias con el resto de la población escolar “normal”. Conviene analizar estas formas de segregación con mayor detalle. Para hacerlo consideraré dos ejemplos: la Casa Campbell SSP y la Unidad de apoyo adolescente Hunter. La Casa Campbell, Escuela para Propósitos Específicos se inauguró en abril de 1989 y tiene un número limitado de plazas disponibles. En 1995 había 55 estudiantes inscritos ( New South Wales Department of School Education, 1996, pág. 35), y más recientemente el Departamento de Educación y Formación de NSW menciona 62 estudiantes (2005). La Casa Campbell SSP no está emplazada en una escuela normal; está situada en un dormitorio en desuso de la escuela Glenfield Park, establecida en 1927 para “atender a las necesidades de 128 estudiantes de entre 8 y 18 años con retraso mental leve” (ANNING, 1992, pág. 47). Con la Casa Campbell en uno de sus 158
dormitorios, la escuela Glenfield Park “redefinió su actividad” ( ibid. , pág. 48). En 1989 la región metropolitana Sudoeste del Departamento de Educación Escolar asumió la dirección de Glenfield con la idea de utilizar “el lugar como una gran oportunidad para desarrollar algunos programas innovadores dispuestos a abordar las necesidades de los estudiantes con dificultades emocionales y de conducta tanto de ésta como de otras regiones” ( ibid. , págs. 47-48). En relación con los estudiantes en la escuela, la página web del Departamento de Educación y Formación de NSW declara que la escuela “atiende a las necesidades de estudiantes con dificultades emocionales y/o de conducta. Todos los alumnos han sido identificados con Trastorno de la Conducta, Trastorno Emocional, o se han observado en ellos otros déficits del comportamiento” (2005). El ingreso en la escuela implica una “evaluación psiquiátrica”, cuya organización está en manos del “Funcionario de Orientación del Distrito asignado a la Casa Campbell” (HENDERSON y cols., 1991, pág. 251). Antes de recibir el diagnóstico, alguien debe derivar a los posibles candidatos a la Casa Campbell SSP. Dado que los candidatos a esta institución rara vez están en la escuela, estas recomendaciones vienen de fuentes como los HSLO ( HomeSchool Liaison Officers - “oficiales de enlace entre el hogar y la escuela”), tribunales y trabajadores sociales de la Justicia de Menores, trabajadores sociales del Department of Community Services, DOCS (Departamento de Servicios Comunitarios y padres) (CONWAY, 1994b, pág. 17). En la obra Truancy and Exclusion from School (“Absentismo y exclusión de la escuela”), se describe la creación de la Casa Campbell SSP como orientada a atender “específicamente a los estudiantes con alteraciones de la conducta que han experimentado numerosas suspensiones en la escuela” ( House of Representatives Standing Committee on Employment Education and Training, 1996, pág. 123). Esto implica la suposición de que el absentismo escolar injustificado es contemporáneo de la alteridad del joven suspendido y con alteración de la conducta. Por lo tanto, convierte al joven que asiste a la escuela de manera infrecuente en algo que va mucho más allá de un individuo que no está en la escuela: por medio de esta asociación con el trastorno de la conducta, se le da poder a la categoría “individuo con asistencia infrecuente a clase” para que funcione como una práctica divisoria por derecho propio. 159
Al igual que la Casa Campell SSP, HASU ( Hunter Adolescent Support Unit Unidad de apoyo adolescente Hunter) se fundó en julio de 1989 (CONWAY y cols., 1992). A diferencia de la Casa Campbell SSP no está en una ubicación remota, lejos de las escuelas normales, sino “en el área del Centro de Secundaria Jesmond y ofrece programas de educación especial para 24 estudiantes adolescentes con trastorno de la conducta (HOLT, 1995, pág. 67). CONWAY y cols. (1992, pág. 82) afirman que la HASU se estableció “como iniciativa piloto de Educación Especial del Departamento de Educación Escolar de New South Wales para atender a las necesidades de los adolescentes con alteraciones en el comportamiento en edad de educación secundaria de la región de Hunter”. El criterio de admisión para HASU pone énfasis en el diagnóstico del trastorno de la conducta tal como lo define el DSM-IV (CONWAY y cols. 1992; HOLT, 1995). Ésta es una práctica divisoria: el DSM no sólo facilita que se diagnostique a niños como problemáticos, sino que también hace posible su segregación en planes de escolarización especial. Además, los candidatos deben demostrar que son “estudiantes lúcidos que presentan anormalidades significativas en su comportamiento escolar sin tener enfermedades psiquiátricas, por ejemplo: a) estudiantes que rompen las reglas de manera crónica, y b) estudiantes crónicamente agresivos, antisociales y/o negativistas” (CONWAY y cols., 1992, pág. 83). El criterio de selección está compuesto por un total de diez puntos, que incluyen poder “dar alguna evidencia de haber podido desarrollar una relación con un adulto o compañero en su vida” y tener “una resi-dencia estable y un padre o tutor responsable” ( ibid. ). Llama la atención que estos criterios hagan tal distinción en lo que respecta al “hogar”, mediante lo que agregan un criterio más de diferenciación para los jóvenes con trastornos de la conducta y los separan entre los que tienen hogar y quienes no lo tienen. Una pregunta que surge aquí es a quién se segrega. La bibliografía de investigación disponible indica que ciertos niños y jóvenes tienen más probabilidades que otros de que los consideren individuos con problemas de comportamiento. Los sujetos de bajo nivel socioeconómico tienen una representación desproporcionada en esta población, al igual que los varones, y hay que plantear serias dudas en lo que respecta a los grupos étnicos. La existencia de expectativas relacionadas con quienes tienen más probabilidades de 160
tener problemas de comportamiento se hace evidente en el índice para la asignación de servicios para el manejo del comportamiento que utiliza el Departamento de Educación y Formación de NSW. Este índice se aplica “con el propósito de asignar personal especialista en ‘comportamiento’ entre sus cuarenta distritos escolares de acuerdo con lo que sea necesario. Los factores que se toman en cuenta incluyen tamaño de la población, nivel socioeconómico, dificultades de aprendizaje, asistencia escolar diaria promedio y tasas de suspensión en el largo y corto plazo” (VINSON, 2002a, pág. 63). REID y cols. (2002) se ocupan de la cuestión de la participación del estatus socioeconómico en lo relacionado con la prescripción de psicoestimulantes en Australia Meridional. Según indican, “la mayor proporción de medicación estandariza-da” tendió a encontrarse en los suburbios del norte y sur [de Adelaida]. Estas son zonas en las que el nivel socioeconómico predominante es bajo y hay una alta tasa de desempleo” ( ibid. , pág. 912). REID y cols. (2002) también señalan que sus hallazgos difieren de las afirmaciones según las cuales la prescripción de medicamentos es usualmente mayor en padres de clase media, y argumentan que la atención médica y farmacéutica subvencionada en Australia pueden contribuir a esa cifra mayor que figura en su estudio. En lo que respecta a NSW, el Informe Vinson incluye referencias a las inquietudes de padres aborígenes, quienes “están preocupados por la frecuencia con que suspenden o excluyen a sus hijos de la escuela o los clasifican como individuos con trastornos emocionales o de comportamiento” (VINSON, 2002b, pág. 21). Tal como mencioné en el Capítulo Primero, existen numerosos informes relacionados con otros grupos que tienen más posibilidades de recibir un diagnóstico de algún trastorno del comportamiento. Estos incluyen, por ejemplo, a los varones (AYERS y PRYTYS, 2002; SAWYER y cols., 2000; SCOTT y cols., 2001; US Department of Health and Human Services, 1999), y a los niños afroamericanos (FABREGA y cols., 1996; LAU y cols., 2004; PIGOTT y COWEN, 2000). Los “problemas” de alfabetización parecen ser otra característica que se toma en cuenta de manera excesiva: “algún grado de deficiencia en lo relacionado con la lectura y la escritura está presente en el 90% o más de los individuos en estos grupos” (BROWN, 1997). Esto plantea serias preguntas con respecto a qué se refiere el término trastorno o problema de 161
“comportamiento”; y a quién se dirige la identificación y segregación de la condición de problemático. Lo que es desconcertante es que este mecanismo de segregación es contemporáneo de la idea de integración. SLEE hace algunos comentarios respecto de esta táctica y, en relación a las escuelas de Victoria, Australia, dice que “tal vez la expresión más clara e irónica ... sea la instauración de unidades externas de manejo del comportamiento como parte de una política de integración” (SLEE, 1998, pág. 104). En el debate sobre inclusión a menudo se discute el tema de la integración de los estudiantes con problemas del comportamiento. Pero, como argumentan VISSER y STOKES (2003) con respecto al Reino Unido, el estudiante con EBD ciertamente tiene desventaja en los discursos actuales de inclusión. Este alumno tiene más posibilidades de que lo segreguen, lo que puede encontrar una justificación en términos “legales”. Destacan que “no existe ninguna garantía de que los tribunales defiendan el derecho individual, dado que los derechos en pugna deben evaluarse de manera comparativa, por ejemplo, el derecho de un estudiante perturbador a permanecer en la escuela contra los derechos de otros alumnos a estudiar sin impedimentos” ( ibid. , pág. 72). Esta situación se torna aún más inmanejable con la serie de prácticas diagnósticas que, en esencia, además de certificar al niño o al joven como poseedor de un trastorno del comportamiento en la actualidad, lo identifican en el futuro como candidato posible a cometer actos psicopatológicos o antisociales. Estas cuestiones son palpables en la forma en que las nociones de integración pueden expresarse en medio de las prácticas que segregan a los niños que tienen conductas alteradas. Consideremos las dos situaciones siguientes. En un discurso inaugural ante el Consejo de Discapacidad Intelectual de NSW, el ministro de Educación de NSW, CAVALIER, declaró: “se me ha hecho evidente que la Educación Especial no tiene nada de especial. Toda la educación es especial ... La integración terminará de una vez por todas con algunas de las prácticas más perniciosas para identificar niños individuales primero como “especiales” y después como niños. Son niños en primera y última instancia” (CAVALIER, 1986, págs. 2-3, citado en IRVINE, 1988). En 1989, tres años después de esta declaración pública, se lanzó el “Plan de Educación especial de 162
80 millones de dólares australianos”. Parecería que la reprobación al término “especial” cambió de manera significativa en un breve período de tiempo. Al parecer, parte de ese cambio fue el correspondiente viraje de la conceptualización de educación especial desde un servicio demarcado por prácticas de segregación a un servicio “especial” por su objetivo de “integrar”. De hecho, la integración de estudiantes con discapacidades o la prevención de la segregación de los niños con discapacidad se ha convertido en un mandato de la educación especial, donde el debate sobre la integración se basa en la idea de “equidad” (CHRISTENSEN, 1999). Sin embargo, esa misma noción contiene el fundamento para la instauración de servicios segregados, con la creación de la escuela especial que permite al sistema educativo brindar escolarización a los niños que eran muy difíciles para la escuela normal. Si bien el Plan de Educación Especial estableció disposiciones específicas para segregar a los individuos con alteraciones de la conducta, se reconoció que, entre las categorías calificadas como especiales, estos estudiantes eran los que menos posibilidades tenían de integrarse. Tomemos, por ejemplo, este reconocimiento por parte del Comité de Revisión de Escuelas de New South Wales (1989, pág. 234) “es posible que nunca se logre la completa integración de todos los estudiantes con discapacidades a las clases normales. Para los alumnos con ... trastornos del comportamiento, lo máximo que se puede lograr puede ser su ubicación en unidades especiales dentro de la escuela normal”. El derecho a la integración no parece aplicarse a los estudiantes con trastornos del comportamiento o a aquellos de quienes se dice que tienen alteraciones de la conducta. Estos estudiantes parecen estar exiliados del espectro de la integración. Según datos sobre alumnos con trastornos de la conducta proporcionados por CONWAY, sólo se reintegra al 7% a su antiguo centro de secundaria, y para el 17% se habla de “reintegración no especificada” (CONWAY, 1994b, pág. 20). Esto deja una tasa de aproximadamente el 80% de los estudiantes ubicados en tecnologías para el trastorno de la conducta a quienes no se “reintegra”. Parecería que existe la intención de integrarlos, pero las posibilidades de que eso suceda con aquellos a quienes se describe como individuos con trastornos del comportamiento son mínimas. Esa dificultad para 163
la “reintegración” indica que la capacidad de dividir del trastorno de la conducta es efectiva, tanto en términos del traslado de los niños de las escuelas normales como en lo que respecta a evitar su regreso a la escolarización normal. Como he argumentado, la práctica de segregar niños con el diagnóstico de problemáticos tiene lugar en pleno ámbito de la integración. No puede esperarse que la escuela normal maneje al “estudiante irregular mentalmente trastornado” porque la escuela no posee las relaciones de poder delimitadas por el conocimiento psiquiátrico. Así, la escuela supuestamente normal se ve absuel-ta de asumir cualquier responsabilidad sobre el niño problemático. Tal como afirmé, para algunos de estos jóvenes esta práctica puede significar, literalmente, tener una valla entre ellos y la escolarización normal. Respecto a esas prácticas, VINSON (2002a, pág. 68) señala: “Las escuelas no son parte del sistema correccional, y la adopción de prácticas cuasi carcelarias, aun en la menor escala, deben rechazarse por ser totalmente inadecuadas”. Sugiero que lleve-mos esta observación un paso más adelante. Si partimos de un entendimiento de FOUCAULT, las vallas no son los únicos indicadores de prácticas carcelarias, necesitamos mirar más allá de ellas. Necesitamos entender los complejos poderes que las prácticas diagnósticas tienen en realidad, comprender sus consecuencias sobre las libertades de los estudiantes y cuestionar las prácticas panópticas* que generan. En vista de todo esto, no deberíamos sorprendernos demasiado cuando el supuesto niño problemático intenta resistirse. *nVéase nota de la página 47. (N. del R.) Las relaciones de poder implicadas en estas prácticas funcionan como un medio para conectar las verdades de la condición de problemático con el joven. Como ya afirmé, es mediante los efectos de ciertas relaciones de poder que el trastorno de la conducta puede manifestarse en cuanto verdad científi-ca. A partir de esta manifestación legitimada, la verdad del trastorno de la conducta puede, mediante relaciones de poder, entablar una relación con un individuo para producir una subjetividad mentalmente trastornada. Esta verdad funciona de manera que permite a los expertos que la ejercen conocer al joven. Se trata de una verdad que puede funcionar como una práctica divisoria que asigna categorías a los estudiantes, los vincula con expertos sobre la mente y los conecta con las prácticas especiales de escolarización. Estas prácticas divisorias pueden 164
segregar a los estudiantes en unidades “externas” o “escuelas para propósitos especiales”, lo que refuerza la verdad del trastorno mental. Esto puede influenciar a los jóvenes para que se interpreten a sí mismos en términos del trastorno mental. Sin embargo, ¿cómo es que los jóvenes llegan a verse a sí mismos de esta forma? En términos foucaultianos, esto implica preguntarse cómo se conecta la relación entre verdad y poder con el joven para producir estas subjetividades problemáticas. Para considerar esta cuestión procederé a analizar en el próximo capítulo lo que FOUCAULT llama las “tecnologías del yo”. CAPÍTULO VI ¿Por qué los niños y los adolescentes creen que son problemáticos? Ante la subjetividad problemática de un joven puede plantearse la pregunta: “¿Cómo participa el joven en la constitución de esa subjetividad?”. Para responder a esa pregunta, este capítulo recurre al tercero de los tres ejes de la genealogía de FOUCAULT (1983a), las tecnologías del yo. De este modo, se hace un análisis de la relación de estas tecnologías del yo con la verdad y el poder y la construcción de la subjetividad. En este capítulo se utilizan las historias de cinco jóvenes, Rachel, Kris, Josh, Ben y Jemma, para dar ejemplos de los efectos de la verdad, el poder y el yo. Siguiendo a FOUCAULT (1997b), afirmo que la subjetividad se constituye por medio de los mecanismos de verdad, poder y el yo. FOUCAULT ( ibid. , pág. 290), explica esta conceptualización en términos de la constitución del sujeto cuando afirma: Lo que deseaba demostrar era cómo el sujeto se constituía a sí mismo, de una u otra manera específica, en un sujeto loco o sano, en un sujeto delincuente o no delincuente, por medio de ciertas prácticas que eran también juegos de verdad, prácticas de poder y demás. En este análisis, FOUCAULT explica que tuvo “que rechazar a priori teorías del sujeto para analizar las relaciones que pueden existir entre la constitución del sujeto o las diferentes formas del sujeto y los juegos de verdad, las prácticas de verdad y demás” ( ibid. ). Es importante destacar que este sujeto no es algo que tiene lugar únicamente porque “se actúa sobre él”. El énfasis está aquí en la 165
forma en que este sujeto puede conceptualizarse como activo o, para decirlo de otra manera, la forma en que participa de su constitución. Pero éste no es un acto que tiene lugar de manera aislada; sino que se manifiesta en relación con los juegos de verdad y las relaciones de poder. La verdad y las relaciones de poder tienen efectos continuos y acumulativos sobre los mecanismos por medio de los cuales los jóvenes forman las tecnologías del yo que participan en la construcción de la subjetividad problemática. FOUCAULT (1997c, págs. 177-178) pone de manifiesto esta relación del yo con la verdad: “En mi opinión, en todas las culturas esta tecnología del yo implica un conjunto de compromisos con la verdad: descubrir la verdad, ser iluminados por la verdad, decir la verdad. Todas estas tecnologías se consideran importantes, ya sea para la constitución o para la transformación del yo”. De esta manera, los esfuerzos que un joven hace por “decir la verdad” pueden interpretarse como parte del compromiso con la verdad. Esto sugiere que puede tomarse la noción foucaultiana de juegos de verdad para incluir, además de los procesos para convertir en verosímiles a los diagnósticos como el trastorno de la conducta, a las numerosas interacciones involucradas en decir la verdad al joven. Al considerar la constitución de la subjetividad problemática (y, más específicamente, la subjetividad mentalmente trastornada) en términos de su relación con la verdad podemos analizar cómo un joven llega a conocerse a sí mismo como individuo con un trastorno mental. Como ya planteé, estas tecnologías de verdad se promulgan e imponen por medio de relaciones de poder. Esta función del poder puede ilustrarse al analizar qué acciones se están cometiendo sobre las acciones del joven. FOUCAULT (1997b) sugiere utilizar esta función del poder como un medio para contemplar la forma en que la verdad influencia al yo. Desde esta perspectiva, “saber y poder ... no es el problema fundamental sino un instrumento que hace posible analizar el problema de la relación entre sujeto y verdad en la que a mí me parece la manera más precisa” ( ibid. , 290). Esto implica que las relaciones de poder pueden utilizarse como un medio para analizar las relaciones que un joven, con una subjetividad problemática, entabla con las tecnologías de verdad. Además de ser un mecanismo por medio del que se puede analizar la relación entre el yo y la subjetividad, la noción de poder implica la posibilidad de 166
impugnar la subjetividad. En la observación que hace FOUCAULT sobre la inversión de la necesidad de conocer al yo sobre la necesidad de cuidar del yo, pueden encontrarse otros medios para analizar la ruptura de estos efectos de la verdad, el poder y el yo. “Ha habido una inversión en la jerarquía de los dos principios de la Antigüedad, ‘Cuida de ti mismo’ y ‘Conócete’. En la cultura grecorromana el conocimiento de uno mismo surgía como consecuencia de cuidar de uno mismo. En el mundo moderno, el conocimiento de uno mismo constituye el principio fundamental” (FOUCAULT, 1988a, pág. 22). A los jóvenes etiquetados mediante un diagnóstico se les insinúa que reconociéndose a sí mismos como problemáticos y comportándose como buenos sujetos psiquiátricos pueden cuidar mejor de sí mismos. Ésta es una interpretación significativa, ya que convierte a esta necesidad de “conocer” en una práctica que hay que tomar como problema de estudio. La discusión de MARSHALL sobre “conocer” al yo contra “cuidar” del yo es pertinente a este punto. Aquí se señala que éste “es un yo que ahora se conocerá por medio de las ciencias humanas. En el siglo XX, cuidar de uno mismo se ha convertido en equiparse, en venderse públicamente utilizando un conjunto de ‘verdades’ que al aprenderlas, memorizarlas, ponerlas en práctica progresivamente, construyen un sujeto con cierto modo de ser y cierta manera visible de actuar” (MARSHALL, 1997, págs. 41-42). Este comentario ilustra el impacto de las verdades y, más específicamente, las verdades de las “ciencias humanas”, sobre la noción de “conocer” el yo. Desde esta perspectiva, los juegos de verdad de la “ciencia humana” del trastorno mental funcionan como un medio para que el joven se venda públicamente al conocer que tiene un trastorno. En este capítulo vinculo el argumento relacionado con la capacidad de persuasión de la verdad del “trastorno mental” con una conceptualización de cómo las tecnologías del yo responden a la verdad y el poder para formar las subjetividades problemáticas. Verdad, poder y subjetividad Tal como se mencionó en el Capítulo Primero, los cinco jóvenes que entrevisté mencionaron haber experimentado que les dijeran verdades sobre su persona. Estas verdades incluían términos asignados a ellos por sus maestros, psicólogos, psiquiatras, sus familias y sus compañeros. En muchos casos, estas verdades 167
estaban influenciadas por discursos psiquiátricos. Por ejemplo, cuando enviaron a Rachel al centro de psiquiatría para adolescentes, también le dijeron que tenía “problemas de comportamiento” y “problemas para relacionarse”. Sin embargo, contó que estaba insatisfecha con esas verdades y que hubiera preferido una que fuera más concluyente: En el centro de psiquiatría adolescente, [si] tienes [un] problema es [mejor tener uno] más definido: tener bulimia o anorexia o algo por el estilo. Porque, con el diagnóstico de anorexia, o algo así, tienes una clasificación definida, algo concluyente, o te dicen algo más. (Rachel, entrevistas.) “Problemas de la conducta” no era satisfactorio porque no le decía de manera concluyente quién era (o qué era exactamente lo que estaba mal en ella). Esto genera dudas sobre los efectos de diagnósticos como las confusas “EBD”: “¿cómo responden los jóvenes a una descripción de esa clase?, o ¿qué hacemos cuando, en una cultura en la que se valoran los diagnósticos, un joven (o un padre o un maestro) exige un diagnóstico tan exacto como sea posible basado en la premisa de que le dará un conocimiento “más definido” sobre quién es? La influencia de los discursos psiquiátricos continuó después de la educación secundaria cuando Rachel se enfrentó con los Servicios Comunitarios de Salud Mental. De acuerdo con Rachel, estos servicios le informaron de que tenía depresión y trastorno por estrés postraumático (TEP). Hacia el final de su adolescencia Rachel recibió el diagnóstico preciso que tanto había esperado cuando le manifestaron que tenía trastorno límite de la personalidad (TLP)1i. Este trastorno figura en el DSM-IV-TR, y su descripción incluye: “La 1nRachel no especifica qué tipo de “depresión”. El DSM-IV-TR describe distintas categorías de “Trastornos depresivos”; estos “Trastornos depresivos” se subdividen en tres clases: “Trastorno característica esencial del trastorno límite de la personalidad es un patrón general de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la afectividad, y una notable impulsividad que comienza al principio de la edad adulta y aparece en diversos contextos” (APA, 2000, pág. 706). Además de criterios como “alteración de la identidad”, “comportamientos suicidas recurrentes”, y “sentimientos crónicos de vacío”, incluye referencias a “ira inapropiada”, que se manifiesta como “pánico o furia 168
cuando alguien que es importante para ellos llega apenas unos minutos tarde o debe cancelar un encuentro” ( ibid. ). Con estos criterios podría suponerse que el TLP denota comportamientos problemáticos, pero en realidad es un trastorno que se reserva para los adultos (sobre todo adultos jóvenes). Cuando Rachel me dijo que le habían dado ese diagnóstico hacía poco tiempo, me explicó que, aunque estaba aliviada por conocerse finalmente, estaba disgustada por esta confirmación de su identidad mentalmente trastornada. Josh habló de que le diagnosticaron TDA, lo separaron a una clase de Educación Especial y de que su madre le dijo que era “estúpido”, que “no terminaría la escuela”, que “no servía” y que no “llegaría a ninguna parte”. Como él explicó, “nunca dejó de decirlo, siempre me humillaba y esto me afectaba” (Josh, entrevistas). Esta precaria relación con su madre a la larga desembo-có en su decisión de abandonar la escuela: “La dejé porque no tenía un lugar estable donde quedarme cuando me echaron de casa ... En la escuela me estaba yendo de maravilla, pero tuve que dejarla debido a mi problema de alo-jamiento” ( ibid. ). El diagnóstico de TDA de Josh debe haberse tomado del DSM-III-R (APA, 1987), el que diferenciaba entre “Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad” y “Trastorno por Déficit de Atención Indiferenciado (sin Hiperactividad)”. Esta interpretación cambió en el DSM-IV (y, posteriormente, en el DSM-IV-TR), donde estos dos trastornos mentales se “integraron” “en una categoría global” (APA, 1994, pág. 775). Como a Josh le habían informado del TDA antes de la creación del DSM-IV, tenía un diagnóstico muy real aunque anticuado. Las verdades que los adultos le dijeron a Jemma incluían que su lugar estaba en la “clase más lenta” y la pusieron en la clase de ESL [ English as a second language (inglés como segunda lengua)]. Jemma nunca comprendió por qué había sucedido eso ya que, si bien hablaba francés e inglés, ella consideraba que su primera lengua era el inglés. Algunos adultos le dijeron a Jemma que era tonta y estúpida, la mamá de una amiga dijo que tenía dislexia, su doctor que tenía “depresión”, y contó que sus padres la llamaban “zorra”, e “inútil”. Explicó que sus padres la llamaban “zorra” porque “realmente pensaban que era mi culpa” (Jemma, entrevistas). Los compañeros de Jemma la insultaban llamándola “tonta”, “estúpida”, “vaca gorda”, “negra” y 169
“zorra” y se burlaban de ella porque “no era buena en la escuela”. Estos insuldepresivo mayor”, “Trastorno distímico” y “Trastorno depresivo no especificado”. El término “trastorno de la personalidad” se utiliza para hacer referencia a una “familia” de trastornos a la que “pertenece” el trastorno límite de la personalidad (APA, 2000). tos que le decían sus compañeros incluían referencias al “color de mi piel” (Jemma, entrevistas). Que le dijeran a Jemma que era “estúpida” la llevó a creer que era estúpida, verdad que “se quedó conmigo desde entonces” (Jemma, entrevistas). Esto significa que Jemma experimentó esta enunciación de verdades como una subjetividad continua; que le dijeran que era estúpida se convirtió en la subjetividad de ser estúpida. Jemma se sintió tan influenciada por esas verdades que su única opción era cambiar por completo quién era, cambiar totalmente su identidad. Este cambio de identidad de “Kathy” a “Jemma” se analiza en el siguiente capítulo. Ben y Kris también experimentaron los discursos del diagnóstico. Ben tenía un diagnóstico de trastorno de la conducta y Kris, uno de trastorno límite de la personalidad. Kris también dijo haber recibido diagnósticos de anorexia y problemas de ansiedad. Cada uno de estos jóvenes estaba afectado por los discursos del diagnóstico, aun cuando es difícil definir “trastorno mental”. Tal como declaró FRANCES (1994, pág. VII) “no está nada claro qué es un trastorno mental” (en cursiva en el original). A pesar de la ambivalencia de los expertos, estos jóvenes se reconocían a sí mismos como mentalmente trastornados. Las relaciones de poder involucradas en la creación y la administración del trastorno de la conducta son fundamentales para su legitimidad y autoridad en cuanto conocedor de jóvenes ya que, a pesar de que existen dudas con respecto a su definición, los jóvenes pueden de todas formas recibir un diagnóstico concluyente. El poder es un factor fundamental a considerar en el análisis de la construcción de la subjetividad mentalmente trastornada. En los dos capítulos anteriores planteé el potencial que tiene utilizar al poder como medio para comprender sus efectos en el diagnóstico de niños problemáticos. Aquí utilizo el poder para considerar la relación entre la reflexividad del sujeto y la pronunciación de las verdades. En una cita mencionada anteriormente, FOUCAULT 170
(1998b, pág. 451) hace la siguiente referencia a la reflexividad: “deseo saber cómo están vinculados la reflexividad del sujeto y el discurso de verdad”. Puede utilizarse al poder para analizar la relación entre la verdad y la reflexividad del sujeto. Al emplear el poder de esta manera se puede utilizar como una herramienta en el análisis de la construcción de las subjetividades problemáticas. En lo relacionado con la educación, la segregación tanto dentro como fuera de la escuela influenció a los jóvenes y a la forma en que se veían a sí mismos como problemáticos. Tanto Rachel como Ben fueron separados de sus compañeros “normales” cuando los enviaron a centros de psiquiatría para adolescentes, y Kris experimentó un ingreso forzado en el hospital y luego en un Hospital de Psiquiatría Adolescente. Estas formas de separación tuvieron el convincente efecto de remarcar a los jóvenes que eran diferentes de los estudiantes que asistían a la escuela “normal”. Sin embargo, la segregación no tiene que implicar necesariamente el traslado desde la escuela. Tal como describen Josh y Jemma, otro medio efectivo es la separación de los compañeros mientras se permanece en la misma escuela. Para Jemma y Josh esto consistió en que los pusieran en una clase “lenta” o “especial”. Aunque tanto Jemma como Josh vivieron la segregación dentro de sus escuelas, se refirieron a sus experiencias de manera bastante diferente. Josh explicó que le “gustaba la clase de Educación Especial” y era de la opinión de que su permanencia en esa clase le había permitido “recibir una mejor educación”. La razón de eso era que la clase de Educación Especial “era mejor que el aula normal, el maestro tenía más tiempo para dedicarte, no como en el aula normal en la que hay tantos niños. En la clase de Educación Especial hay sólo seis o siete niños” (Josh, entrevistas). Josh comentó que una de las ventajas de la clase especial era su similitud con la educación primaria: “era como estar nuevamente en educación primaria, la misma aula, no nos trasladábamos hasta el centro de Educación Secundaria ... en cierto modo pensabas que alguien te quería, aun estando en una escuela tan grande” ( ibid. ). Sobre todo, Josh opinaba que la organización de la educación primaria era mejor que la de secundaria: “Creo que si te quedaras en la escuela primaria hasta el deci-mosegundoi* año estarías mejor que si fueras al instituto”. Creo que la forma en que se conducen las cosas 171
en la primaria es mejor porque en las clases hay menos alumnos y tienes un maestro, y también quizás viene otro profesor que te ayuda de vez en cuando” ( ibid. ). Josh también atribuyó la cantidad de años que logró permanecer en la escuela a su asignación a esta clase, donde, afirma, “aprendí más”. Mientras que por un lado señala estos beneficios, por el otro Josh también experimentó los muy reales efectos del poder en su traslado de las “clases normales” y su asignación a la “clase especial”. Indicó que esta segregación significó que él era diferente de los “estudiantes normales” y que tenía una discapacidad. La segregación reforzó la verdad de su TDA y la creencia de que necesitaba un medicamento psicoestimulante. Podría decirse que la conexión entre la condición de ser problemático a causa del TDAH (o, en el caso de Josh, TDA) y la intervención farmacológica es una suposición común en las escuelas, en la formación docente, en los medios de comunicación y, a menudo, entre los padres y tutores. Esto se hizo evidente en los comentarios que hicieron los jóvenes que participaron en los grupos de discusión sobre medicamentos de venta bajo receta y de venta libre. Los comentarios de dos estudiantes en edad de secundaria indican que se hacen asociaciones muy claras entre el TDAH y los psicoestimulantes. Un joven dijo: “conozco gente que toma eso y que es adicto, los llamamos yonquis de los medicamentos. En realidad no nos juntamos con [esa] gente. Sí; en realidad nadie habla con los que toman Ritalin y esas cosas” (varón de 16 años, grupo de discusión 1, 2004). Un participante de otro grupo de discusión comentó en la misma línea: “aparentemente, según uno de mis amigos, todas las personas que no le caen bien toman Ritalin. Les está arruinando el cerebro. Al menos eso es lo que dicen por ahí” (varón de 17 años, grupo de discusión 3, 2005). Otras descripciones aportadas por estos grupos de discusión incluyen “están locos” y “están enfermos”, (grupo de discusión 3, 2005). *nÚltimo curso de Educación Secundaria en el Sistema Educativo de Australia. ( N. del T. ) Los padres que entrevisté también plantearon la cuestión de las consecuencias sociales de tomar psicoestimulantes. En relación a la negativa de su hijo a tomar estos medicamentos en la escuela, una madre comentó “simplemente vas a la enfermería y te dan una pastilla, y por supuesto, 172
... todo el mundo sabe quien va a la enfermería” (Entrevista a padres n.o 1, 2003). Mientras reflexionaba sobre el asunto, habló conjuntamente sobre esta práctica pública y también sobre la respuesta de su hijo Brad: Hay una hilera de chicos en la enfermería todos los días a la hora del almuer-zo para tomar sus medicamentos porque sufren de asma, son diabéticos, hay niños con problemas de comportamiento. Así que, en realidad, muchos chicos se medican y pueden convivir con su etiqueta o su enfermedad o lo que sea. Pero se negó rotundamente, sencillamente, él no lo haría. (Entrevista a padres n.o 1, 2003.) Otra madre también comentó sobre lo que ella considera que pasa con la administración de medicamentos en la escuela, y afirmó que es un problema para los “niños pequeños también, y sobre todo cuando van creciendo. He estado en escuelas y ves a los niños que van a la dirección para que les den su medicación; creo que esto les debe generar toda clase de sentimientos sociales” (Entrevista a padres n.o 2, 2003). Para solucionar esta cuestión, esta madre decidió medicar a su hijo con “Ritalin de liberación lenta”, lo que, según explicó, significaba que él no necesitaba tomar una pastilla en la escuela. A pesar de eso, su hijo siguió experimentando “aislamiento”. Esta madre describió que otros padres no permitían que sus hijos jugaran con su hijo, Andrew, porque tomaba “anfetaminas”. Una madre cortó la larga amistad de su hijo con Andrew (incluidas las visitas regulares a la casa) cuando descubrió que éste tomaba Ritalin. Por lo tanto, para los niños con diagnóstico de TDA o TDAH la segregación puede consistir en mucho más que asistir a una clase de Educación Especial o medidas “especiales” dentro del aula “normal”. Incluye rutinas de medicación en público y efectos sociales, como que otros jóvenes los vean como “yonquis de los medicamentos”. Mientras que Josh dijo que disfrutaba en la clase de Educación Especial, Jemma “odiaba” que la hubieran puesto en la clase “lenta” y dijo que sentía que “no podía aprender” porque estaba en esa clase. Afirmó que esa segregación le enseñó que no podía aprender, le dijo que era “lenta”, un “fracaso”, una persona “insignificante” y que eso ocurrió en un momento de su vida en el que estaba pasando por situaciones personales traumáticas2i. Jemma explicó que la clase “supuso que mis ideas y pensamientos sobre que yo era estú173
pida empeoraran cada vez más ... Estaba pasando por una situación muy crítica y mi vida estaba realmente jodida y la escuela simplemente no era una de las cosas buenas de mi vida”. Luego concluyó, “de hecho, la escuela terminó haciendo que me sintiera peor conmigo misma, y cada vez me sentía 2nJemma pidió que esto se describiera como “traumas personales”, “una cosa superhorrible” o “experiencias espantosas”. peor” (Jemma, entrevistas). Su experiencia escolar entristeció a Jemma, y dijo que antes de la clase lenta “disfrutaba con todo lo que tenía que ver con la escuela, como los días de deporte y cosas por el estilo, pero desde que estuve en la clase lenta todo cambió y ya no quería estar allí” ( ibid. ). La segregación de Jemma y Josh es un ejemplo de una práctica de poder educativo que tiene importantes efectos en la subjetividad del joven: les enseña que son diferentes y que hay algo que está mal con ellos. Tanto la asignación de Jemma a la “clase lenta” como el traslado de Josh a la clase de Educación Especial son ejemplos de lo que denomino administración de prácticas divisorias. Estas prácticas divisorias los separaron de sus compañeros y los propusieron como individuos que eran “otros”, una denominación fundamentada en la suposición de un “defecto interno”. En el caso de Jemma, esta denominación tuvo lugar porque ciertos individuos específicos dentro de la escuela tenían el conocimiento experto para designar a algunos individuos como “lentos”. Josh fue designado inicialmente como “otro” por medio del diagnóstico de TDA que le dio el “experto en la mente”, que luego se vio reforzado por medio del intermediario dentro de la escuela cuando lo asignaron a la clase de Educación Especial. Si bien Josh no discutió los detalles de su medicación mientras estuvo en la escuela, parecería que el propio acto de que le indicaran el medicamento legitimó su entendimiento de sí mismo como individuo con TDA, y la ubicación en la clase especial reforzó la idea de que tenía una discapacidad. Estas dos experiencias ilustran cómo el maestro puede funcionar tanto como un representante de los expertos de la mente (que son aquellos que tienen la capacidad oficial de diagnosticar un trastorno mental) y también tener su propio conocimiento, que aplica mediante las prácticas de segregación y designación de la alteridad. Cada uno de los cinco jóvenes experimentó que le dijeran que estaban 174
mentalmente trastornados. Aunque les habían diagnosticado que tenían un trastorno mental, no todos quisieron entrar en una discusión de esa experiencia. Tanto Jemma como Josh apenas hicieron una breve referencia a eso. Por otra parte, Rachel, Kris y Ben discutieron extensamente su experiencia del proceso mediante el cual fueron diagnosticados como problemáticos. La relación de Rachel con los expertos en la mente comenzó cuando estaba en Educación Infantil donde, recordó, “comencé a ver al orientador escolar” (Rachel, entrevistas) y le dijeron que tenía “problemas”. Que la enviaran a ver a este especialista en la escuela sirvió para reafirmar la verdad de que era un “problema”. Como era de esperar, Rachel sentiría aversión en su futura relación con los orientadores escolares: “odiaba todo lo relacionado con los orientadores escolares” ( ibid. ). Además de estar diferenciada dentro de la escuela, Rachel también fue diferenciada cuando la enviaron a un centro de psiquiatría para adolescentes, al que describió como “un lugar para personas que tienen problemas, desde anorexia hasta problemas escolares, bueno, básicamente, cualquier cosa con la que la gente tenga problemas” ( ibid. ). Rachel tenía que vivir en el centro durante la semana y se iba a su casa los fines de semana. Aunque había acatado esas instrucciones, se enojaba cuando tenía que ir a ese lugar, al que describía como “pavoroso”. Que la enviaran a ese centro remarcó para Rachel los efectos dominantes del poder psiquiátrico y acentuó profundamente la verdad de su “diferencia” y su estatus de “problema”. El centro de psiquiatría adolescente también fue el lugar en el que Rachel atravesó la primera de muchas experiencias del principal instrumento del poder psiquiátrico, el diagnóstico. Allí el proceso diagnóstico la obligó a someterse a toda una serie de tests y procedimientos para que pudieran evaluarla, y tuvo que pasar por todas estas pruebas sin que tuviera acceso a los resultados. Inicialmente le dijeron a Rachel que se sospechaba que tuviera trastorno por déficit de atención, sospecha que luego se disipó. Rachel afirmó que apenas le sugirieron esa posibilidad ella supo que era incorrecta pero que de todas maneras no tenía otra opción que completar las pruebas. Según describió: “bueno, para empezar, primero buscaron TDA ... pero se encontraron con que definitivamente no era eso. De todas formas, yo ya lo sabía antes de que empezaran las pruebas” ( ibid. ). Esta experiencia le enseñó a Rachel qué lugar ocupaba ella en la relación 175
de poder con las pruebas psiquiátricas y psicológicas. No fue hasta seis o siete años después, cuando su terapeuta pidió los resultados en nombre de Rachel, cuando ella pudo examinar personal-mente los resultados de esos tests. Como ya se mencionó, a Rachel le dijeron que tenía problemas de comportamiento, una verdad que implicaba que era “perturbadora”. Los primeros en decirle esto fueron sus maestros: “Ya me habían clasificado como perturbadora, y cuando algo salía mal siempre decían ¿dónde está Rachel?” ( ibid. , cursiva agregada). Más adelante esta verdad se convirtió en “oficial” cuando el poder psiquiátrico se la reiteró. Los efectos de esta “reiteración” se incre-mentaron por la continua repetición de los problemas: “cuando te lo dicen una y otra y otra vez, definitivamente lo recuerdas” ( ibid. ). Estas tácticas de diagnóstico y repetición le indicaron a Rachel que, sin duda, era un problema. Rachel pasaría por situaciones similares cuando estuvo fuera del centro de psiquiatría adolescente. Cuando fue a la universidad tuvo una relación forzo-sa con el equipo comunitario de salud mental local y debió consultar a más psiquiatras para que le dieran más diagnósticos. Al igual que Rachel, Kris llegó a creer que tenía trastornos mentales por medio del procedimiento del diagnóstico. Antes de asumir cualquier subjetivación psiquiátrica específica, Kris obtuvo un diagnóstico de asma por el que lo medicaron “de manera permanente” con un fármaco esteroideo cuyos efectos secundarios hicieron que aumentara considerablemente de peso. Kris se describió en esa época de su vida como “enorme y gordo”. En un esfuerzo por controlar su aumento de peso fue a Weight Watchers, un programa de adelgazamiento muy conocido. Describió su estrategia como “exitosa” y explicó que decidió continuar haciendo dieta aun después de haber alcanzado su “peso ideal”. Esto continuó hasta el punto en que Kris terminó internado en un hospital “alimentado por sonda”. Estuvo allí mucho tiempo, cumplió los “17 y 18 años en el hospital ... y fue muy corto el tiempo intermedio que estuvo fuera del hospital así que, básicamente, permaneció allí durante todo un año” (Kris, entrevistas). Inicialmente a Kris lo habían internado en un pabellón de adolescentes en el hospital, pero luego lo trasladaron a un hospital psiquiátrico para adolescentes. Estar en este hospital fue una experiencia que tuvo fuertes connotaciones 176
para la aceptación de su “condición de trastornado mental” y su sensación de ser un “problema” y “anormal”. Esto se debió a que la acción de que lo inter-naran en el hospital precipitó la primera de las interacciones de Kris con psiquiatras y diagnósticos. Kris recuerda bastante bien su primera conversación con la psiquiatra, y afirma que empezó con un: “Hola, soy la psiquiatra y me gustaría que tuviéramos una entrevista. Desearía conversar contigo un rato” ( ibid. ). Kris siguió: Yo hablé con ella y le conté cómo me sentía y luego ella dijo: “Bien, creo que estás deprimido y tienes depresión clínica y ciertas ansiedades que hay que tratar; deseo ponerte en tratamiento con un antidepresivo”. En ese momento veíamos con cautela qué medicamentos tomar por lo que había pasado con el del asma; estábamos realmente preocupados por cuáles podrían ser los efectos secundarios. Entonces, mamá, papá y yo tuvimos una entrevista con la Dra. X y ella nos dijo que el antidepresivo tenía muy pocos efectos secundarios. ( Ibid. ) Si bien éste era el primer encuentro de Kris con el diagnóstico psiquiátrico, no era la primera vez que veía a un médico especialista. Al recordar su experiencia de cuando le diagnosticaron anorexia, contó que su reacción fue: “otra vez lo mismo, aquí hay otro para agregar a mi colección de diagnósticos” ( ibid. ). Kris describió la experiencia de su encuentro inicial con el poder de la psiquiatría y su acción diagnóstica como un ingreso a la “ratonera psiquiátrica”: “ésa fue la primera vez que me metí en esa especie de ratonera psiquiátrica” ( ibid. ). La metáfora de esta relación de poder pone a Kris en un lugar de poco poder ya que él es el “ratón” encerrado en la “trampa”. Kris remarcó esta sensación de estar “atrapado” y sin poder cuando explicó esa metáfora: “apenas te atrapan, ya no te dejan ir” ( ibid. ). Estos poderosos efectos del diagnóstico no sólo limitaron a Kris en términos de su relación consigo mismo y con sus psiquiatras, también parecían darle a otros el derecho de ejercer acciones sobre él. Por ejemplo, Kris contó que su abuela lo había interrogado recientemente respecto a su alimentación. Parece que ella consideraba tener derecho a ejercer acciones sobre Kris porque le habían diagnosticado anorexia. Para Kris esto se tradujo en la prolongación de su estancia en la “ratonera psiquiátrica”. 177
Dos semanas antes de nuestra entrevista, Kris volvió a experimentar la “trampa para ratones de la psiquiatría” cuando le diagnosticaron trastorno límite de la personalidad. Según explicó: “Uno de ellos había comentado hace unos meses que yo tenía rasgos de una personalidad límite, pero nunca me habían dicho que definitivamente tenía ese trastorno hasta hace dos semanas” ( ibid. ). Cuando le dieron ese diagnóstico también le dijeron que podía iniciar un tratamiento de psicoterapia. Si bien Kris ha investigado este nuevo conocimiento sobre sí mismo, dijo que no podía “entenderlo realmente”; la única idea que tenía era que podía tratarse de una cuestión de “química cerebral” o de “un retraso en el desarrollo” ( ibid. ). Entonces, parecería que mediante la poderosa acción del diagnóstico psiquiátrico el trastorno límite de la personalidad presentó una explicación definitiva sobre quién era Kris, un conocimiento que no podía entender pero que estaba obligado a aceptar. Según explica, estas acciones tuvieron un efecto acumulativo en Kris: “cuando veo que todo está relacionado entre sí me doy cuenta de que todo apunta a donde estoy ahora” ( ibid. ). Cuando hicimos nuestras entrevistas Kris estaba preocupado por su “anormalidad” y temía que nunca podría ser “normal”. Kris llegó a conocerse como alguien que es “diferente”, que tiene muchos problemas y que necesita tratamiento psiquiátrico. De hecho, para que Kris pudiera conocerse a sí mismo debió aceptar ciertos conocimientos psiquiátricos sobre su persona y, una vez provisto de eso, pudo cuidar de su yo mentalmente trastornado. De hecho, a Kris le enseñaron que debe conocerse a sí mismo y ser un buen sujeto psiquiátrico para poder cuidar de sí mismo. A diferencia de Kris, Josh habló muy poco sobre los efectos del poder psiquiátrico en la comprensión que tenía de sí mismo. Contó que “fue un psiquiatra quien me diagnosticó TDA” (Josh, entrevistas). Cuando recibió este diagnóstico, Josh era bastante joven: “bien, cuando tenía 8 años me diagnosticaron TDA y tomé Ritalin durante dos años y después de eso me cambiaron a dexanfetamina. Hace siete años que tomo esa droga. Todavía la estoy tomando” ( ibid. ). De los cinco jóvenes, este diagnóstico a los 8 años de edad fue el diagnóstico psiquiátrico más precoz. Sin embargo, eso no es poco común. A menudo se diagnostica a niños bastante jóvenes: RAPOPORT e ISMOND (1996) sugieren que incluso hay niños de 3 años que pueden exhibir 178
trastorno negativista desafiante. Dos de las madres que entrevisté para el estudio realizado con padres contaron que a sus hijos les habían diagnosticado trastornos del comportamiento (como TDAH) a los 5 años, y que en esa misma consulta en que recibieron el primer diagnóstico les ofrecieron recetas de medicamentos, a una de dexanfetamina y a la otra de Ritalin. Con mirada retrospectiva, Josh describe su proceso diagnóstico como algo que experimentó que “le hacían”, algo en lo que tuvo que participar sin entenderlo completamente. Según relata, “recuerdo haber ido al hospital y, al minuto siguiente, estar tomando estos medicamentos”, y “la idea era que los remedios me hicieran mejorar” (Josh, entrevistas). Tomó los medicamentos aun cuando “en el momento me parecía que no me hacían nada” ( ibid. ). Más adelante Josh cambió de idea y llegó a pensar que la medicación le estaba “haciendo algo”. Este “cumplimiento” con sus medicinas convierte a Josh en un buen sujeto psiquiátrico y demuestra la influencia del poder psiquiátrico en la forma en que Josh se interpretó a sí mismo como joven discapacitado con TDA. Podría entenderse a Josh como un individuo que recurre a tecnologías del yo que aceptan las nociones psiquiátricas de tratamiento para realizar lo que, según le enseñaron, es “cuidar de sí mismo”, es decir, tomar su dexanfetamina tal como le indicaron. La primera experiencia de poder psiquiátrico de Ben fue similar a la de Rachel en cuanto a que a él también le forzaron a asistir al centro de psiquiatría para adolescentes (Ben y Rachel estuvieron en diferentes centros). A Rachel los que la hicieron asistir al centro de psiquiatría fueron sus padres y la escuela, mientras que a Ben lo obligó una orden judicial. Los padres de Ben le habían denunciado porque había robado el coche de su madre, lo que tuvo como resultado que tuviera que presentarse ante los tribunales. El magistra-do no lo condenó pero le ordenó que hiciera terapia y asistiera al centro de psiquiatría para adolescentes. “Porque cuando robé el coche de mi madre ... tuve que ver a terapeutas y esas cosas y entonces la decisión del tribunal fue que tenía que asistir a la escuela durante doce meses, eso era una parte de lo que me tocó.Yo tenía que asistir al centro de psiquiatría adolescente, y ellos intentaban hacer que volviera a la escuela ... y, bueno, eso no funcionó” (Ben, entrevistas). Ben remarcó que no le quedaron antecedentes penales por robar el 179
coche de su madre. Aun cuando había logrado evadir el sistema de justicia de menores, tenía la obligación impuesta por medios legales de asistir a un centro de psiquiatría adolescente. Además, mientras que Ben estaba sometido a la segregación del centro para adolescentes como medio para “intentar hacer que volviera a la escuela”, no le reintegraron a la escolarización normal. Como afirmé en el Capítulo V, éste es un atinado ejemplo de segregación basado en el discurso de la “integración”. Esta práctica de reubicar al “delincuente” dentro de un paradigma psiquiátrico es posible cuando se transforma el estatus del joven en cuestión de delincuente a mentalmente trastornado. En el caso de Ben, esto significó recibir un diagnóstico de trastorno de la conducta. Este cambio es aceptable porque, en cuanto trastorno mental, el trastorno de la conducta está alineado con el modelo médico. De esta forma, la acción de robar un coche puede recibir una respuesta dentro del marco de la salud y la medicina o, específicamente, mediante la acción del diagnóstico psiquiátrico y la hospitalización. Nos pre-guntamos entonces si el resultado final para Ben había sido el mismo si lo hubieran sometido a “disciplina y castigo” en lugar de a “disciplina y medicina psiquiátrica”. Podría preguntarse de qué forma diferente habría experimentado las cosas Ben si se hubiera considerado que sus acciones eran de desobediencia y se le hubiera administrado una solución de “disciplina y castigo” en lugar de diagnosticarle una alteración de la conducta e imponerle cuidados psiquiátricos. Una vez que Ben estuvo en el centro de psiquiatría para adolescentes, experimentó los poderosos efectos de la psiquiatría y su capacidad para “conocerlo” y debió aprender a realizar tareas como asistir a las citas con el psiquiatra y su terapeuta. Afortunadamente, a Ben le agradaba su terapeuta y había entablado una relación con él que era diferente de todas las que había tenido con adultos en su vida. Ben dijo que “me agradaba mucho ... era realmente bueno” ( ibid. ). Una de las características principales que hicieron que esta relación funcionara era que el terapeuta “tenía paciencia”. Según explicó Ben, esto fue fundamental para su relación: “En ese momento tenía una tendencia a llevar a las personas al borde de la exasperación para ver cuánto se interesaban por mí, por lo que nunca nadie podía interesarse en mí lo suficiente. Ése es uno de mis mayores problemas en ese sentido, pero ya lo superé, sí” ( ibid. 180
). Cuando el terapeuta de Ben le “trató con paciencia” sorprendió al joven y pasó la “prueba”. Ben era de la opinión de que “los chicos” hacen esto porque “quieren ver cuánto interés tienes en ellos” ( ibid. ). Desde una perspectiva foucaultiana, esta acción de “llevar a la gente al límite de la exasperación” es un ejercicio de poder que un joven puede aplicar a los adultos que lo rodean. El diagnóstico de niños problemáticos corre el riesgo de indicar que el adulto cree que conoce al joven mejor de lo que éste se conoce a sí mismo. El joven luego tiene opciones como resistirse a esas acciones o aceptar el saber psiquiátrico y “reconectarse” con el conocimiento de sí mismo de ser mentalmente trastornado. Al aceptarlo, el joven suscribe el discurso de que estar de acuerdo con el experto en la mente es una práctica de cuidado de sí mismo. Alternativamente, la resistencia a este saber podría interpretarse como una acción que cuida del yo por medio de sus intentos de resistirse al dictamen psiquiátrico de conocerse a uno mismo. Como puede verse en los casos de Rachel, Kris y Ben, el diagnóstico supone encuentros significativos con el conocimiento psiquiátrico y con intermediarios expertos en psiquiatría co-mo los maestros, cuya tarea es enseñar al estudiante especial que está “trastornado mentalmente”. Además, la experiencia de la derivación a un centro de psiquiatría influyó especialmente en la manera en que Rachel, Kris y Ben se consideraban a sí mismos “otros” y, además, mentalmente trastornados. Estas formas de segregación proporcionan un medio para que se manifiesten las relaciones de poder que puede corroborar la legitimidad del trastorno mental en cuanto conocedor de sus yos y, en consecuencia, influir en la construcción de su subjetividad problemática. Tecnologías del yo Aquí me propongo analizar la forma en que los jóvenes construyeron sus subjetividades problemáticas. Para hacerlo, estructuraré el análisis en torno a la pregunta: “¿Cómo es posible que los jóvenes realicen tareas consigo mismos para construir una subjetividad mentalmente trastornada o problemáti-ca?”. Más precisamente, podría preguntarse cómo es que las verdades del trastorno y las acciones de poder involucradas en el diagnóstico del niño problemático influencian a las tecnologías del yo. Estas preguntas implican considerar al yo en relación con la verdad y el poder, pero también en términos de la relación del yo 181
consigo mismo. Las tecnologías del yo son esas prácticas que el individuo realiza consigo mismo y que, mediante sus interacciones con la verdad y el poder, crean subjetividades. Sugiero aquí que estas tecnologías del yo desempeñan una función fundamental en la producción de la subjetividad. Esto genera dudas respecto a la forma en que la relación con el poder y la verdad influencia la manera en que los individuos realizan tareas consigo mismos. Esto no conduce a preguntar únicamente cómo funcionan estas tecnologías en relación con la verdad y el poder, sino a averiguar también cómo actúan sobre otras tecnologías del yo y las modifican. FOUCAULT afirma que las tecnologías del yo permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conductas y forma de ser obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto grado de felicidad, pureza, sabiduría, perfección o inmortalidad. (1988a, pág. 18.) Puede comprenderse a las tecnologías del yo como un medio que permite al individuo realizar “ciertas operaciones” sobre sí mismo. De esta forma, al analizar la subjetividad, debe considerarse al yo en relación con los efectos de verdad y poder. Esta representación de la subjetividad ilustra la forma en que puede concebirse al yo como poseedor de una posición estratégica en la producción de la subjetividad. Esta posición es fundamental, dado que para construir una subjetividad problemática, la verdad y el poder deben encontrarse necesariamente con el yo (o lo que podría denominarse con mayor precisión “tecnologías del yo”). Si nos basamos en FOUCAULT, podemos afirmar que para comprender los mecanismos de las tecnologías del yo se debe ser consciente al mismo tiempo de los efectos de la verdad y el poder. De hecho, la descripción que aporta FOUCAULT (1988a) sobre las tecnologías del yo se limita al funcionamiento de esas tecnologías en relación con la verdad, el saber, las relaciones de poder y la formación de la subjetividad. Lo que FOUCAULT no deja en claro, o lo deja a nuestra libre imaginación, es cómo operan estas tecnologías entre sí para formar 182
las subjetividades. Por ejemplo, debe plantearse la pregunta de “¿Cómo pueden algunas tecnologías del yo evitar que tecnologías del yo alternativas creen subjetividades ‘no problemáticas’”? Para responderla me refiero al uso que FOUCAULT (1988h, pág. 148) hace del término “racionalidad”: “somos seres pensantes, y no hacemos estas cosas únicamente sobre la base de normas universales de comportamiento, sino también sobre la base específica de una racionalidad histórica”. Mi intención aquí es tomar la noción de “racionalidad” de FOUCAULT y aplicarla a lo que experimentalmente podría denominarse “racionalidad histórica de las tecnologías del yo de un joven”. Esta racionalidad podría verse entonces como una racionalidad histórica de las tecnologías del yo que actúa como una “lente” de interpretación en la construcción de otras subjetividades. Por ejemplo, ser mentalmente trastornado puede manifestarse en otras construcciones de diferencia y alteridad. Es necesario que esta discusión ocurra junto con un reconocimiento de las posibilidades de las influencias, es decir, de otras subjetividades, tecnologías del yo, juegos de verdad y relaciones de poder. De hecho, existen relaciones interdependientes entre diferentes subjetividades y tecnologías del yo. Estas relaciones contribuyen de diversas formas y en diferentes momentos, y responden a la enunciación de verdades y a los mecanismos de poder para llevar a cabo la construcción de subjetividades. Vinculado a esto, el sometimiento a las subjetividades influye en la aceptación del dictamen de que el individuo debe escuchar al “experto” y “conocerse a sí mismo”. Como ya sugerí en este capítulo, la necesidad de conocernos a nosotros mismos da lugar a una tecnología del yo que interactúa con los efectos de la verdad y el poder para producir subjetividades problemáticas. Considerar cómo se involucran las tecnologías del yo en tales construcciones implica analizar la formación de las subjetividades de cinco jóvenes en términos de las tareas que el yo ha realizado sobre el yo. Las tecnologías del yo que influenciaron la elaboración por parte de Rachel de sus subjetividades problemáticas incluyen aquellas que hicieron que creyera que era incapaz de ser sociable, no merecedora de cariño, incapaz de aprender y fastidiosa y que tenía trastornos mentales. Su ingreso en un centro de psiquiatría para adolescentes diferenció profundamente a Rachel de sus compañeros de escuela. La medida en que Rachel se sentía diferente puede verse en la 183
descripción que ofrece de su traslado al centro de psiquiatría para adolescentes: Fue algo muy importante; como cuando dejé la escuela. Quería despedirme de algunas personas con las que tenía cierto grado de amistad porque aunque de alguna manera sabía, que sí, que volvería al año siguiente, pero en cierto modo sabía que no volvería para nada, es como que ... decía: “No, simplemente me voy a otra escuela”. ¿Sabes?, en realidad no se lo dije a nadie. No, no le dije a nadie que era realmente el centro de psiquiatría para adolescentes. Simplemente les comenté que me iba a otra escuela porque, en cierto modo, me sentía bastante avergonzada por tener que dejar la escuela. (Rachel, entrevistas.) Además de sentirse nuevamente “no merecedora de cariño” y “diferente”, ahora Rachel también estaba abrumada por una sensación de vergüenza por tener que ir al centro de psiquiatría para adolescentes. Esa sensación de ser diferente impuesta por la marcada segregación física también se manifestó cuando, en el centro de psiquiatría para adolescentes, se le indicó que debía asistir a su escuela normal uno o más días a la semana. Los estudiantes “normales” de su centro de Secundaria percibían y comentaban sobre estos regímenes de asistencia: “me hacían muchas preguntas: ‘¿Por qué sólo vienes un día a la semana o dos días a la semana?’ o, ‘¿tres días a la semana?’. Sí, era algo así como se les ocurría alguna razón y se quedaban con eso” ( ibid. ). Éste es un comentario muy pertinente dado que la práctica de enviar estudiantes de establecimientos segregados a escuelas para “visitas de un día” se utiliza como un procedimiento para “reintegrar” a los niños problemáticos. Rachel pareció emplear tecnologías del yo similares cuando intentó hacer un curso en el establecimiento de educación superior TAFE. Explicó que como resultado de sus experiencias en Secundaria comenzó este curso con la convicción de que “no voy a saber nada” ( ibid. ). Esto significó que cuando Rachel se encontraba con tareas que requerían que aprendiera, ella aplicaba su tecnología del yo a ellas, su propia subjetividad verdadera de que ella es una persona que no puede aprender. Por ejemplo, Rachel explicó: Es como que a veces puedes necesitar años y años para lograr sentarte e intentar hacerlo porque tu mente te dice que no puedes con ello y tú lo crees. El impacto de años de distintas personas diciendo “tú no puedes aprender” o “tienes muy mal 184
comportamiento como para aprender” o, por el otro lado, los maestros simplemente no saben qué hacer contigo así que sólo te trasladan. Entonces, tampoco aprendías. Creo que la cuestión es que son simplemente muchos años de tu maldita vida, te lo repiten siempre. No puedes hacer otra cosa que escucharlo porque está siempre allí. ( Ibid. ) Esta descripción proporciona un ejemplo de la forma en que Rachel aplicó sus tecnologías del yo para producir un conocimiento permanente de sí misma como alguien que no puede aprender. También necesitamos notar su atinado comentario con respecto a las suposiciones que relacionan el mal comportamiento con la incapacidad de aprender. Es posible que ésta sea otra verdad que experimentan los jóvenes y de la que, irónicamente, aprenden. A ello se agregan nuevas verdades que se introdujeron en Rachel por medio de la verdad del diagnóstico psiquiátrico. Al comienzo de su primer año en la universidad le dijeron que tenía depresión y “algún idiota dijo que trastorno por estrés postraumático” ( ibid. ). Explicó que esto luego se sumó a que: Había vuelto a los estudios y estos trabajadores de la salud mental habían agregado nuevas clasificaciones ... Y ahora es como si mi psiquiatra dijera algo diferente. Me explicaron que tenía trastorno de la personalidad y es como que mi cabeza está, como que mi cabeza está como, ohhhh, ¿qué se supone que tengo que pensar? Con todos estos diagnósticos diferentes que me arrojaron a lo largo de mi educación, es como: ehhh, espera, ¿qué es lo que tengo?, una cosa así. (Rachel, entrevistas.) Estas intrusiones del poder psiquiátrico no se apoyaron únicamente en las subjetividades y tecnologías del yo de deficiencias relacionadas con el aprendizaje de Rachel; también adquirieron efectividad en los encuentros psiquiátricos previos de Rachel en el centro de psiquiatría para adolescentes. Al igual que Rachel, Kris experimentó los efectos acumulativos de padecer trastornos. En términos del concepto de racionalidad histórica, sus interacciones con la verdad, el poder y las tecnologías del yo dieron lugar a una racionalidad que conoce a Kris como problemático. La racionalidad que parece enmarcar estas tecnologías del yo es una racionalidad que interpreta a quien él es como anormal y alterado. Esto significa que cada una de las tecnologías del yo de Kris se ve 185
influida por esta racionalidad: todas están afec-tadas por la racionalidad de la anormalidad y la condición de alterado. La racionalidad de las tecnologías del yo de Kris se ha visto profundamente influenciada por sus interacciones con la psiquiatría y, en menor medida, con la educación. Estos diferentes dominios (el psiquiátrico y el escolar) interac-tuaron entre sí, de manera que en la escuela Kris experimentaba ser otro debido a su alteridad psiquiátrica. Kris dividió los efectos de la escolarización en dos aspectos: “el aspecto académico y luego el social” (Kris, entrevistas). En términos del “aspecto académico”, él afirmó que si bien le “iba bien”, en general no era bueno porque no había obtenido el certificado de Secundaria. Además, Kris había perdido gran parte de su último año por estar en el hospital psiquiátrico para adolescentes. En cuanto al aspecto social, explicó que no podía “relacionarse”. Esto se vio reforzado por la opinión psiquiátrica cuando le diagnosticaron que tenía “ansiedad social” (en el DSM-IV-TR el término elegido para el trastorno de ansiedad social es “fobia social”). Kris se enteró de su ansiedad social cuando vio el informe del médico que le trataba del Departamento de Seguridad Social. Esta acción corroboró la racionalidad de las tecnologías del yo de Kris, incrementando su persuasión. Esto influenció la manera en que Kris se interpretaba a sí mismo como incapaz de hacer muchas cosas debido a esta ansiedad social. Por ejemplo, en relación con los planes de sus padres de ir a un festival, dijo: “Habrá mucha gente allí”, y pensó “¿cómo podré hacerle frente a esa situación?”. Quiero ir, pero cómo hago para soportarlo con toda esa gente allí si tengo este trastorno de ansiedad” ( ibid. , cursiva agregada). Esta verdad psiquiátrica afectó profundamente a Kris: “Me di cuenta de que tal vez nunca podré superarlo”; y se sintió “mal por dentro” ( ibid. ) También explicó que su aversión hacia las situaciones sociales implicó que su “personalidad cambiara”. Para Kris, que hubiera un cambio en su personalidad era algo irreversible: una vez cambiada, ya no podría volver atrás. Esta conceptualización es bastante diferente de considerar al conocimiento de uno mismo en términos de subjetividad dado que, mientras que la personalidad cambiada es irreversible, la subjetividad construida puede deconstruirse por medio de las tecnologías del yo. Este punto contribuye a la crítica del diagnóstico de niños problemáticos, ya que propone la pregunta: “¿cuáles son las 186
consecuencias del diagnóstico cuando conlleva tal obstinación y tal grado de amenaza? Como ya se analizó, en el caso de Kris una de las consecuencias de su vigilancia alimentaria fue la hospitalización, el diagnóstico de anorexia y su ingreso en un hospital psiquiátrico para adolescentes. Recibir un diagnóstico de anorexia implicó más que adquirir un trastorno mental, supuso lo que Kris describía como una “enfermedad de chicas” ( ibid. ). Tener una enfermedad de “chicas” alienó aún más a Kris: “Nunca conocí a otros chicos que tuvieran lo que tenía yo, en el hospital había otra anoréxica y me dijo que ella conocía a un chico con eso” ( ibid. ). Para Kris, esto no significó únicamente que le dijeran la verdad de que tenía anorexia y se viera obligado a sentir los poderosos efectos de estar internado y alimentado por sonda: al mismo tiempo experimentó los efectos de sentirse diferente porque tenía una enfermedad que no correspondía a su género. Esta influencia del género fue claramente significativa para Kris, y estas verdades y los poderosos mecanismos por cuyo medio se les persuadía, confabularon con las tecnologías del yo de Kris y las alentaron a crear sus subjetividades de ser ansioso y temer a la interacción social. Con esta subjetividad de una “enfermedad de chicas”, Kris sentía que la distancia que lo separaba del críquet o el campo de fútbol era cada vez mayor. La experiencia del hospital, la experiencia de sentirse alienado en la escuela y la experiencia de recibir un diagnóstico convencieron a Kris de que es un “problema” o, como lo expresa él mismo, de que “y o soy el problema” . Lo que parece haber ocurrido aquí es que las racionalidades que dominan las tecnologías del yo de Kris se han transformado de defectos específicos (como ser insociable o gordo) a una sensación general de ser “un problema”. Kris explicó en mayor detalle este efecto e influencia de las verdades (o, como las llama él, etiquetas): Estas etiquetas te dificultan más hacer tu trabajo porque parece que eres diferente a todos los demás. Hay algo literalmente mal contigo, y eres prácticamente como una persona con discapacidad. No puedes hacerlo ... y a veces tienes la mentalidad de la víctima cuando piensas “bueno, pero cómo podría hacer eso” o “tengo esto”. Y te enfadas con eso, y te enfadas con la escuela, y te enfadas con 187
tus padres y te enojas con todo lo demás. Así que afectó a mi comportamiento en la escuela que estuviera en el hospital mucho tiempo. (Kris, entrevistas.) Entonces, estos diagnósticos no eran simplemente algo que le decían, eran cosas que Kris asumía y utilizaba como una tecnología del yo, una tecnología que significaba que tenía un papel activo en la formación de sus subjetividades mentalmente trastornadas. A diferencia de Kris y Rachel, la sensación de “ser diferente” de Josh no se vio reforzada por su ingreso en un centro de psiquiatría para adolescentes, sino que se hizo palpable mediante su segregación en una clase de Educación Especial. Esta acción confirmó tanto las verdades de su trastorno mental como las “humillaciones” de su madre. El efecto combinado de estas verdades y acciones no sólo fue lo bastante convincente como para producir tecnologías del yo que adherían a la subjetividad discapacitada, sino que también convirtió a la discapacidad en una racionalidad persuasiva. Esta racionalidad sirvió para confirmar el conocimiento que Josh tenía de sí mismo en cuanto discapacitado, y su creencia de que su discapacidad y las cosas que le habían dicho sobre su persona eran las causantes de su incapacidad de conseguir un empleo, su situación de desamparo y su consumo de mari-huana para lidiar con sus problemas. Josh estaba tan convencido de estos conocimientos que tenía pocas expectativas de adaptarse al empleo y creía que lo mejor para él era obtener una pensión por discapacidad: “Debería recibir una asignación por discapacidad y no un subsidio por desempleo porque tengo una discapacidad” (Josh, entrevistas). Esta profunda creencia en su discapacidad no dependía únicamente de una racionalidad de la discapacidad, también requería la verdad del defecto interno. Es importante destacar que la segregación convirtió a esa “verdad” en convincente. Esto se debe a que, tal como planteé en el Capítulo V, prácticas como la segregación se basan frecuentemente en la noción de que los estudiantes tienen defectos o deficiencias internas. En esencia, el propio acto de segregar a Josh significó que debía haber algo malo con él. Esta creencia fue tan influyente que Josh no aceptó que pudieran coexistir cosas buenas con su discapacidad: Es difícil hacerme a la idea de si tengo o no una discapacidad. Es como, ¿está 188
allí o no? Creo que está allí cuando pienso interiormente que soy tonto, cuando pienso que no voy a llegar a ninguna parte. Creo que no está allí cuando algo bueno finalmente sale bien y mi discapacidad no me lo impide. ( Ibid. ) Para participar en el diálogo de la discapacidad Josh tuvo que llegar a conocerse a sí mismo como individuo con un defecto interno. Esto significa que, cuando Josh experimenta algo por encima del dominio de la discapacidad —como “cuando algo bueno finalmente sale bien”—, debe interpretar-lo en términos de una inexplicable ausencia de su discapacidad. Este defecto interno debe estar presente cuando Josh siente deseos de rendirse, pero desaparece de manera misteriosa cuando sucede algo “bueno”. Una de las razones para la asistencia forzada de Ben al centro de psiquiatría para adolescentes fue asegurar su regreso a la escuela normal. A pesar de esta intervención, como ya mencioné, Ben no regresó de forma regular a la escuela secundaria. Esta experiencia de no poder reinsertarse “con éxito” en la escolarización normal tuvo el efecto de reforzar aún más el concepto de que era diferente de la mayoría de sus compañeros. Esto combinó las ideas de Ben de ser diferente por tener un potencial problema. Aunque su diagnóstico de trastorno de la conducta le era indiferente, el mayor temor de Ben era convertirse en un psicópata. Esta creencia la había adquirido durante su estancia en el centro de psiquiatría para adolescentes, donde no sólo se vio obligado a reconocer que era diferente, sino también que su diagnóstico de trastorno de la conducta implicaba la posibilidad de una psicopatía. Cuando Ben se refiere a la “psicopatía” en realidad emplea un término “anticuado”. En el lenguaje actual “correcto”, el término que se utiliza es trastorno antisocial de la personalidad. La subjetividad psicopática potencial de Ben no se basaba únicamente en la verdad de su trastorno mental, sino que también existía en relación con la manera en que él conceptualizaba la forma en que los demás lo percibían. Ben temía que las personas que lo conocían pensaran que su “moralidad” estaba mal y que era psicopático. Había llegado a creer que, en virtud del diagnóstico de trastorno de la conducta, tenía el potencial inherente para manifestar una subjetividad psicopática. Esta creencia podría redescribirse en términos de racionalidad, donde la abrumadora persuasión de 189
una racionalidad (como el potencial psicopático) puede convencer a un joven de la verdad de su trastorno inherente e imponer la creencia de que el potencial psicopático es un atributo instrínseco. Las verdades, las relaciones de poder y las tecnologías del yo que impac-taron en Jemma parecen girar principalmente en torno a su segregación en la clase de los lentos, el trauma personal que experimentó a los 8 o 9 años y las repercusiones de esos sucesos. Las ramificaciones de esas experiencias fueron especialmente amplias e hicieron que Jemma formara un concepto de sí misma como un completo problema o, para ser más exactos, que su identidad anterior, “Kathy”, era un completo problema. Estas tecnologías del yo crearon una situación conflictiva, una posición en la que Jemma creyó que tenía que cambiar completamente quien era (transformarse a partir de Kathy) para crear subjetividades alternativas. Para comprender la manera en que la identidad anterior de Jemma se convirtió en un problema irremediable hace falta tener en consideración la verdad, el poder y las tecnologías del yo. En las entrevistas que formaron parte de la investigación Jemma solía referirse específicamente a Kathy sólo en relación con su cambio de identidad. En otros momentos en que describía experiencias del pasado (de la escuela, por ejemplo), no usaba el nombre de Kathy. Aquí seguí ese mismo criterio y, en este capítulo y el siguiente, me refiero a la identidad anterior de Jemma, “Kathy”, o bien cuando Jemma usó ese nombre en las entrevistas o cuando estoy analizando este cambio de identidad. Jemma explicó que su asignación a la clase de los lentos en la escuela primaria le afectó significativamente de muchas formas. Uno de estos efectos fue que se convenció de que era “indeseable”, creencia provocada por su interpretación del hecho de que la asignaran a la clase de los lentos como un mecanismo para que sus maestros se “libraran de ella”. Su razonamiento fue que sus profesores deben haber pensado: “Oh, hay un niño menos del que ocuparme, así que no voy a tener ningún problema” (Jemma, entrevistas). Esto da que pensar sobre los argumentos que critican a la segregación sobre la base de la premisa de que es una táctica mediante la que los maestros eli-minan a los estudiantes “perturbadores”. Como mínimo es una muestra de cómo los segregados pueden llegar a interpretar las prácticas de segregación. Creer que no 190
podía comprender a sus maestros fue otra consecuencia de su inserción en la clase de los lentos, donde sentía que no podía entender la manera “especial” en que enseñaban allí. En el momento en que fue asignada a esa clase Jemma estaba atravesando lo que describió como un “trauma personal” y algo “definitivamente terrible” ( ibid. ). Este trauma personal comenzó cuando tenía 8 o 9 años y le hizo imposible concentrarse en los estudios. Jemma dijo que, aunque estaba angustiada por sus traumas personales “ningún maestro ni ninguno de los adultos que me rodeaban jamás lo notó” ( ibid. ). En retrospectiva Jemma cree que los maestros malinterpretaron sus reacciones a sus traumas personales y utilizaron equivocadamente sus reacciones hacia ellos como una base para su segregación en la clase lenta. Estos sucesos resultaron en que Jemma llegara a la conclusión de que “yo era el problema”, y explicó que: “luego simplemente me trataban como si fuera basura ... no eres nadie, no puedes hacer esto, ni eso ni lo otro y, por lo tanto, no puedes hacer nada” ( ibid. ). Hizo hincapié en que tenía hermosos recuerdos de su vida previa a la clase lenta: “para mí todo estaba bien hasta que estuve en esas clases” ( ibid. ). El acto de la segregación exacerbó la situación personal de Jemma y aumentó el trauma por el que estaba pasando y su sentido de alienación. En consecuencia, la segregación tuvo un profundo impacto tanto en su sensación de desamparo como en sus sentimientos de “culpabilidad” en relación con su trauma personal. Que le dijeran esas verdades y que éstas recibieran respaldo y refuerzo mediante acciones tales como la segregación, influyó en las tecnologías del yo de Jemma. La interacción de estos tres elementos —el yo, la verdad y el poder— produjo subjetividades que incluyeron, entre otras, que era “lenta”, un “problema” e “insignificante”. Pero estas subjetividades no “desaparecieron” cuando terminó la educación primaria. Siguió describiéndose a sí misma como “lenta” en Secundaria, descripción que tuvo efectos perjudiciales en su escolarización y sus intentos futuros por reinsertarse en el ámbito educativo. Por ejemplo, Jemma explicó que cuando intenta estudiar “al final me doy por vencida y simplemente pienso, oh, soy un jodido fracaso, ya no me vuelvo a esforzar más en nada” ( ibid. ). Uno de los resultados de esta racionalidad de las tecnologías del yo es que cuando debe enfrentarse con el estudio, “simplemente 191
dejo pasar la idea de largo” y tiene el pensamiento de que “no puedo hacerlo”, lo que sucede “todo el tiempo. Tengo esa idea todo el tiempo” ( ibid. ). En consecuencia, estas tecnologías del yo influenciaron la manera en que actuó sobre sí misma en relación con el aprendizaje. Jemma describe esta experiencia: “A veces cuando intento aprender algo la palabra fracaso vuelve definitivamente. Se interpone en el intento de aprender algo, me pone un obstáculo y después de eso me irrita por completo” (Jemma, registro mediante la escritura, entrevistas). Fue difícil para Jemma explicar qué sucedía cuando se encontraba con algo que le parecía que no podría aprender. Sí pudo afirmar: “Simplemente me enloquezco pensando en eso, así que lo pos-pongo y sigo posponiéndolo” (Jemma, entrevistas). Aquí, la inserción del discurso problemático (especialmente su sensación de correr el riesgo de enloquecer) parece haberla influenciado, por lo que, a la hora de enfrentarse a sus propias tecnologías del yo que le imponen: “no puedes aprender y no puedes estudiar”, Jemma elige la opción menos comprometida: darse por vencida. Cuando Jemma se involucra en el ámbito educativo está atenta a cualquier cosa que le indique que no puede aprender, lo que sugiere que esta “racionalidad de no puedo aprender” está muy atenta a la escucha de “verdades de que no puedo”. Por ende, el trabajo que Jemma realiza sobre sí misma tiene una relación significativa con los efectos de verdad y poder y con los efectos de las tecnologías del yo. Aquí podríamos considerar que las tecnologías del yo se modifican unas a otras por medio de los efectos que tienen sobre el yo. Esto supone que ser un completo problema implicó una compleja mezcla disonante de influencias derivadas de los efectos de la verdad, el poder y las influencias de las tecnologías del yo sobre ellas mismas. No se trató de algunas racionalidades que dominaban las tecnologías del yo de Kathy, se trató de que allí, en alguna parte, había una completa identificación del yo con subjetividades de inadecuación. Estos poderosos discursos de fracaso estaban entrelazados con discursos inflexibles de la condición de problemático. Sorprendentemente, como analizo en el capítulo siguiente, Jemma pudo encontrar fisuras que le permitieron desafiar esa subjetividad. Cada uno de los jóvenes fue descrito de diversas maneras como problemático. Esto incluyó la clasificación y demarcación psiquiátrica de ellos en cuanto 192
problemas por parte de las escuelas, sus padres, tutores, abuelos, y de sus compañeros. Mientras que algunas de estas descripciones encajaban en las categorías de “trastornos del comportamiento”, “problemas de comportamiento”, “trastorno de la conducta” y “trastorno por déficit de atención”, otras como trastorno límite de la personalidad, depresión o fobia social parecen bastante distintas. Lo que quiero proponer aquí es que, si bien son diferentes, sus efectos delimitaron a los jóvenes como problemáticos de una u otra manera. Por ejemplo, Kris tenía una condición de problemático que, si bien no lo denominaba como poseedor de “comportamientos alterados” podría haberlo clasificado como “E” (emocional) en la configuración “EBD”. Su “problema”, como el de todos los otros jóvenes, era que no encajaba en las prácticas de la escuela y, al igual que a los otros alumnos, sus experiencias de diagnóstico lo habían afectado profundamente. Además, el diagnóstico de trastorno límite de la personalidad de Kris y Rachel fue equivalente a reconocerlos como problemáticos. Las tecnologías del yo conectaron a cada uno de los jóvenes con la verdad y el poder y fueron fundamentales para la formación de las subjetividades problemáticas. Por ejemplo, la verdad del trastorno mental convenció a una de las participantes de que no es normal de que “sencillamente, no soy Rachel”. Como se afirma en los capítulos anteriores, los diagnósticos como el trastorno disocial funcionan como saberes veraces que designan la alteridad mediante la supuesta aberración del individuo. Para estos jóvenes, los efectos del trastorno mental fueron lo suficientemente persuasivos como para influenciar sus tecnologías del yo y la interacción entre verdad y poder, lo que produjo subjetividades problemáticas en las que ellos llegaron a conocerse a sí mismos como problemáticos. Aquí destaco que, además de contemplar la subjetividad en términos de la forma en que ciertas fuerzas construyen al sujeto (el diagnóstico, la segregación), es muy educativo contemplarla en términos de cómo participa el joven en esto. Desde esta perspectiva, el trabajo que los individuos realizan sobre sí mismos es fundamental para la creación de estos conocimientos persuasivos del yo y, fundamentalmente, para resistir ciertos conocimientos sobre el yo. En el siguiente capítulo pasaré de analizar la manera en que las tecnologías del yo participan en la producción de las subjetividades problemáticas a considerar la forma en la que el yo puede participar en su cuestionamiento. 193
CAPÍTULO VII Cuestionamiento del diagnóstico de niños problemáticos … puede demostrarse perfectamente que aquello que las diferentes formas de racionalidad ofrecen como su ser necesario tiene una historia… [éstas] residen sobre una base de práctica humana y de historia humana, y dado que estas cosas han sido hechas, pueden deshacerse en la medida en que sepamos cómo se ejecutaron. (FOUCAULT, 1988c, pág. 37.) Aceptar el desafío planteado en la cita anterior no significa que, si sabemos cómo se generan los niños problemáticos, simplemente podremos “deshacerlos”. Más bien nos puede llevar a reexaminar la racionalidad detrás del diagnóstico de niños problemáticos, detrás de las prácticas que los segregan, se refieren a ellos, los clasifican o los describen como problemáticos. Al realizar la afirmación anterior, FOUCAULT alude a la forma en que la historia puede utilizarse “para demostrar cómo aquello que es puede dejar de ser ‘aquello que es’”: [al] seguir las líneas de fragilidad actuales, para llegar a captar lo que es y cómo lo que es podría dejar de ser lo que es. En este sentido, cualquier descripción se debe realizar siempre de acuerdo con estos tipos de fractura virtual que abren el espacio de libertad entendido como un espacio de libertad concreta, es decir, de posible transformación. ( Ibid. , pág. 36.) Esto se conecta con el trabajo genealógico de FOUCAULT y, en particular, con su atención a las contingencias. El quid de este argumento es emplear prácticas de descripción que trabajen con estas “líneas de fragilidad actuales” y, al hacerlo, describan los tipos de fractura virtual posibles. Para criticar el diagnóstico de niños problemáticos podemos ocuparnos de la fragilidad de sus discursos y demostrar que aquello que es de estos discursos puede dejar de ser aquello que es. De esta manera, la apreciación de los mecanismos de la verdad, las relaciones de poder y las tecnologías del yo, y la complejidad de sus interacciones, suministra un medio para describir fracturas virtuales. Hacerlo nos permite comprender la manera en que los niños pueden 194
recibir un diagnostico de problemáticos y la forma en que pueden ser factibles otras posibilidades. Dicho entendimiento puede llamar la atención sobre cómo las subjetividades se “hacen” y al hacerlo, brindarnos pistas respecto a cómo examinar o destruir las racionalidades implicadas en su producción. Esto introduce el punto decisivo de que, al romper con las verdades y las relaciones de poder que administran tales verdades, un individuo puede cuestionar las subjetividades. Al romper estratégicamente los verdaderos mecanismos que residen en las raíces de su creación, es decir las tecnologías del yo, los juegos de verdad y las relaciones de poder, pueden cuestionarse (y transformarse) las subjetividades. En este capítulo analizo la verdad, el poder y el yo al considerar de qué forma los cinco jóvenes buscaron romper las persuasiones de la verdad, el poder y las tecnologías del yo, y de qué manera esta ruptura cuestionó sus subjetividades alteradas o problemáticas.
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Cuestionamiento de la verdad Los jóvenes intentaron romper con la “enunciación de verdades” que los identificaba como problemáticos. Hablo de los intentos de Rachel y Jemma de romper con las subjetividades de “fracaso académico”, los intentos de Ben de romper con la persuasiva verdad de que él es un delincuente y los intentos de Rachel, Ben, Kris y Josh de romper con la verdad del trastorno mental. Es importante tener en cuenta la educación, porque para los jóvenes ése fue a menudo el contexto donde se configuraron como problemáticos. Tanto Rachel como Jemma hablaron extensamente acerca de ser un fracaso académico y de sus intentos de romper con esa verdad persuasiva. Rachel trató de enfrentar su subjetividad de fracaso al retomar sus estudios, en primer término al asistir a la institución de educación superior TAFE y más adelante al intentar estudiar en la universidad. Si bien abandonó en el primer año la universidad y no completó sus estudios, la experiencia de asistir a la universidad supuso un esfuerzo para romper con la subjetividad de “fracaso”. Tuvo ese efecto porque señaló un logro en el terreno educativo. En particular, cuestionó las predicciones de sus maestros de escuela de que “no harás una mierda con tu vida” y “no lograrás nada en tu vida” (Rachel, entrevistas). Rachel dijo “si tan sólo pudiera ver ahora a un maestro y decirle ‘ahora tengo un trabajo verdaderamente bueno’. Me siento como si pudiera pasar las páginas [y decir] ‘mira lo que estoy haciendo ahora’ sería “¡buenísimo!”’ [risas] (Rachel, entrevistas). Esta estrategia ayudó a Rachel a crear experiencias educativas que tuvieron el efecto de romper con la verdad persuasiva de que ella era un completo fracaso académico. Perturbar la verdad de la subjetividad es un paso fundamental en el proceso de desafiar la racionalidad de sus subjetividades alteradas. No obstante, ella llegó a la conclusión que “no creo que aún continúe siendo un desafío para mí” ( ibid. ). Aunque momentáneamente Rachel ha quebrado aspectos de la verdad del fracaso, no ha logrado deshacer completamente las persuasiones de la verdad, el poder y las tecnologías del yo y, por lo tanto, no ha cuestionado esta subjetividad lo suficiente. Al igual que Rachel, Jemma experimentó la educación como un medio para romper con el “fracaso”, y esto incluyó diversos cursos y capacitación en
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instituciones de educación superior TAFE, academias privadas y estudios financiados por el gobierno. En sus repetidos intentos Jemma se vio enfren-tada continuamente por su subjetividad de fracaso, lo que condujo a su deseo de darse por vencida: “siento que simplemente deseo abandonar y lo hago durante un tiempo y después vuelvo y lo intento una y otra vez” (Jemma, entrevistas). Dado que se encontraba tan atribulada por este concepto de fracaso, es extraordinario que creyese con determinación que el logro académi-co era el secreto para superar el fracaso. Como ella misma afirmó: “es una gran lucha, hago la prueba y me demuestro a mí misma que realmente puedo hacer algo bueno por una vez en mi vida” ( ibid. ). Habló sobre las ocasiones en que no abandonaba y “le iba bien”, y dijo que “estas oportunidades, cuando funcionan, son importantes porque ya no me siento tan fracasada, simplemente sé que estoy haciendo algo bueno en mi vida, algo que vale la pena” ( ibid. ). Obtener “buenas calificaciones” y descubrir que podía “aprender algunas cosas” fue una experiencia que ayudó a Jemma a romper con la subjetividad de fracaso. Esto le permitió echar una mirada crítica sobre su experiencia en la clase de los lentos. Por ejemplo, escribió: Ahora que lo miro en perspectiva, sé que no era tan tonta, especialmente porque he hecho unas cuantas cosas en mi vida. Por ejemplo, muchos cursos y participar de estas clases de refuerzo de la lectura y escritura donde trabajé de manera individualizada con estudiantes que tenían grandes dificultades con su alfabetismo. (Jemma, registro mediante la escritura, entrevistas.) Como resultado de esta estrategia de “seguir intentando con la educación” y su nueva habilidad para alfabetizar, Jemma pudo romper con la persuasión de su subjetividad de fracaso y cuestionar las verdades de que era “tonta” y “una fracasada”. Esta crítica también se extiende a una comprensión de cómo el “trauma personal” que experimentó afectó su escolarización y su reconocimiento de que podía “haberle pasado también a otros estudiantes”. Los intentos de Jemma de romper (o de romper en parte) con el fracaso se hicieron realidad cuando se inscribió en un curso de auxiliar de puericultura en una institución de educación superior TAFE. Aunque no finalizó el curso, comentó “si lo hubiese completado habría obtenido un título, por lo que habría aprobado” (Jemma, entrevistas). Solicitó una licencia durante el curso porque se 197
sentía “enferma la mayor parte del tiempo … [con] depresión y tristeza”. Explicó que la razón principal de su depresión era porque una amiga se había suicidado. Comentó que “de no haberme sentido deprimida habría fina-lizado el curso” (Jemma, entrevistas). Estar “deprimida” parece haber convali-dado el hecho de que Jemma no completase el curso, de forma que así no se convertía en un fracaso. Ésta es una interpretación de diagnóstico que posiblemente pueda considerarse como “positiva”. Pero la pregunta es a qué coste, ya que dio como resultado su convicción de que algo estaba “mal con ella”. Esto señala la complejidad de estos discursos; por momentos estos diagnósticos parecen útiles, pero podría decirse que son de uso limitado debido a los efectos que pueden tener sobre los jóvenes que se reconocen como un problema. Mientras que la educación influyó en la formación de la subjetividad de fracaso para Jemma y para Rachel, demostró ser útil para cuestionar esa misma subjetividad. Esta incongruencia aparente indica que la educación no actúa únicamente sobre una persona joven en la formulación de subjetividades de fracaso, sino que también se puede utilizar para formar relaciones diferentes que pueden contribuir a “subjetividades exitosas”. Sus intentos indican que, en cierto modo, ellas habían comenzado a cuestionar la totalidad de su subjetivación como fracasos al perfeccionar un estilo de cuestionamiento que desestabilizó la persuasión de los juegos de verdad que contribuyeron a sus subjetividades problemáticas. Esta posibilidad de ruptura mediante la inserción en el ámbito educativo sugiere que la escuela no es solamente un sitio donde, como afirmé en el Capítulo V, se otorga la verdad de ser “un problema” o de ser “problemático”. Las experiencias de Rachel y Jemma indican que la escuela también puede ser un lugar donde una persona joven puede otorgar su éxito. Al mismo tiemo, lo que es más preocupante, se debe reconocer que este lugar puede contribuir a la creación de nuevas “subjetividades problemáticas”. Estas ramificaciones indican la dimensión del poder de la educación o, para ser más precisos, los efectos potencialmente dominantes de las relaciones de poder con la educación. Más aún, esta relación de poder se hace evidente en la paradoja de que, mientras la educación parece estar abierta a las críticas cuando sus mensajes son negativos, es una mensajera de verdades bien recibida cuando 198
sus mensajes son buenos. De los cinco jóvenes, Ben fue el único al que le dijeron que era un delincuente, una verdad que lo predispuso a creer que era un delincuente, lo que él definió como una persona “destructiva” que elige expresarse “de una manera más violenta y delictiva en lugar de, simplemente, hablar de ello con alguien” (Ben, entrevistas). De acuerdo con su manera de verlo, la delincuencia era algo muy asociado con la verdad psiquiátrica y la aplicación de la ley. El tribunal de menores hizo delincuente a Ben y le ordenó que recibiera cuidados psiquiátricos porque era un delincuente. El conocimiento de Ben acerca de sí mismo como delincuente estaba influenciado por la visión de sí mismo como “antisocial”: una convicción que estaba vinculada a las verdades del poder psiquiátrico debido a que un diagnóstico de trastorno de la conducta significa ser “antisocial” y, más aún, fue considerado propenso a tener de adulto transtornos mentales tales como el trastorno antisocial de la personalidad. Como la delincuencia de Ben estaba conectada con el trastorno de la conducta, para romper con la delincuencia también debía cuestionar esta subjetividad “antisocial”. Esto significaba que para romper efectivamente con la verdad persuasiva de la delincuencia, Ben debía cuestionar diversas subjetividades relacionadas con verdades extremadamente persuasivas que lo diagnosticaron como problemático. Para Ben, la conexión de lo delictivo con lo psicopatológico aumentaba la dificultad de romper con la persuasión delincuente. Sin embargo, lo que provoca perplejidad es que existe debate sobre si el crimen puede realmente estar conectado a patologías de la mente. A pesar de este desacuerdo teórico, Ben fue vinculado con la psicopatología mediante sus actos criminales. Esto no sugiere que el crimen y la psicopatología se conecten en la interioridad del individuo, sino más bien que ciertas relaciones externas de poder pueden actuar en hechos criminales y conec-tarlos a la psicopatología. Por lo tanto, aunque existe debate acerca de esta conexión, las relaciones de poder con el tribunal de menores forzaron a Ben a asistir al centro de psiquiatría y, al hacerlo, lo conectaron con la psicopatología. Aunque se le informó de que tenía trastorno de la conducta y fue sometido a los efectos del poder psiquiátrico, Ben pudo lograr romper con la verdad de este trastorno mental al afirmar “creo que el trastorno de conducta no existe como 199
trastorno” ( ibid. ). Luego esta ruptura se profundizó mediante su argumento de que los psiquiatras que diagnostican trastorno de la conducta están “sencillamente equivocados”. Bien, en realidad no puedes diagnosticar trastorno de conducta en una persona porque lo que están tratando de hallar es a una persona que es básicamente más inmadura para su edad. No puedes buscarlo de verdad.Y puedes jugar con el psiquiatra, es fácil, no existen reglas establecidas para el trastorno de conducta. Es más que nada un nombre que asignan a la gente cuando no pueden adju-dicarle una verdadera enfermedad mental. ( Ibid. ) Debido a que el trastorno de conducta no es una “verdadera enfermedad mental” según Ben, se diagnostica para “llenar el vacío para hacerlos sentir... sólo para darle un nombre a alguien a quien no pueden diagnosticar” ( ibid. ). Por ejemplo, Ben afirmó que se utiliza el trastorno de la conducta para “llenar un vacío” para el tribunal de menores: Bien, verás, de la mayoría de las personas que estuvieron ante un tribunal de justicia de menores y toda esta clase de cosas, se dirá que tienen trastorno de la conducta, porque eso es simplemente lo que hacen cuando no pueden darle una denominación como corresponde, como maníaco depresivo. Éste era el otro al que yo aspiraba y ellos no me lo pudieron dar. Mi padre deseaba un diagnóstico, así que me adjudicaron trastorno de la conducta. ( Ibid. ) Sobre la base de estas críticas, Ben llegó a la conclusión de que el trastorno de la conducta no existe y que “bien, creo que deberías decir sencillamente que esa persona es un poquito inmadura” ( ibid. ). Al negar la patología del trastorno de la conducta y calificarse a sí mismo como inmaduro, Ben pudo romper con la persuasión de esta verdad y cuestionar la subjetividad de conducta trastornada. En términos de poder, Ben empleó este interrogante sobre la verdad del trastorno de la conducta para cuestionar, en primer término, la autoridad del experto que define este trastorno y, en segundo lugar, la autoridad del experto que lo administra. Esto sugiere que comprender cómo se construye el trastorno de la conducta puede ayudar a organizar una crítica de la manera en que influye sobre los jóvenes. Es importante notar que, si bien Ben se mostró crítico acerca 200
de la existencia del trastorno de la conducta, tuvo dificultad para criticar la predicción de que debido a su trastorno de la conducta podía volverse psicópata. Para romper con la subjetividad delincuente y “antisocial” Ben eligió diferenciar entre lo que llamó su etapa delincuente y su conocimiento acerca de sí mismo como un delincuente. Ben consideró su etapa de delincuente como un período en sus primeros años de adolescencia cuando robaba y era destructivo, la época de su vida en que lo enviaron ante los tribunales y le orde-naron asistir al centro de psiquiatría para adolescentes. Contó que en esta “etapa delincuente” no le importaba la vida y, por lo tanto, no le importaba ser un delincuente. Este “no importarle la vida” era verdaderamente literal: cuestionaba el propósito de vivir: “Sí, bueno, en primer lugar no sabía si quería vivir porque hasta en la mejor vida existe el dolor y el sufrimiento, de manera que ¿vale realmente la pena vivir con todo ese dolor y sufrimiento?” ( ibid. ). Su ambivalencia hacia la vida durante su etapa delincuente se veía entorpecida por lo que Ben describió como estar “demasiado asustado para cometer suicidio”: “sí, porque todo el mundo tiene malos momentos de tanto en tanto. Simplemente te sientes desesperanzado y estás demasiado asustado como para cometer suicidio, de manera que sólo quieres destruirte poco a poco, o esperas que otro te mate o que la gente te tenga lástima, esa clase de cosas” ( ibid. ). De alguna manera, a Ben empezó a importarle la vida y decidió que quería vivir. Esto pareció suceder al mismo tiempo que volvió a introducirse en la educación: Tenía más por lo que vivir. Creo que poco a poco comencé a sentir, sí, que podía tener una vida. Creo que eso fue cuando comencé a ir a TAFE. Pensaba más acerca de mi vida futura y pensaba en lo próximo que haría, hum, el título de educación secundaria, y luego ir a la universidad y eso… de manera que, sí, fue alrededor de esa época, fue como, sí, en un instante decidiera, sí, tengo esperanzas. ( Ibid. ) Darse cuenta de la esperanza significó que Ben ahora tenía “algo que perder” si permanecía en su “etapa delincuente”. Explicó que “me di cuenta de que tenía una vida mejor, por lo que necesitaba un cambio en ese sentido y concentrarme en la educación. Concentrarme sólo en tener una buena vida en ese sentido. Es 201
como que si eres delincuente terminas en la cárcel y esa clase de cosas porque, sí, el crimen no paga” ( ibid. ). Desde ese punto de vista, la interpretación de Ben de su etapa delincuente era sinónimo de no importarle y, por lo tanto, cambiar una cosa incluía necesariamente cambiar la otra. Es significativo que haya sido a través de su reinserción en la educación que Ben encontró su sentido de esperanza. Nuevamente, la educación parece tener el potencial para permitir a los jóvenes superar su “falta de esperanza” pero, lo que es más peligroso, también tiene una participación importante en la pérdida de esperanza de los jóvenes. La decisión de Ben de volver al ámbito educativo se basó en su opinión de que la educación podía mejorar su vida: “Sí, yo creo que si deseas tener una vida como corresponde necesitas educación, de manera que de alguna forma logré recibirla” ( ibid. ). Él razonó que si podía reinsertarse en el ámbito educativo de manera exitosa podría obtener su título de educación secundaria, ir a la universidad y tener una vida; según las propias palabras de Ben: “sí, hay una posibilidad para mí” ( ibid. ). Ben dijo tener una sensación positiva acerca de la educación y comentó: “sí, ahora que siento que puedo, me involucraré más todavía. Antes simplemente pensaba que no iba a poder hacerlo de manera que no lo intentaba. Había perdido las esperanzas aun antes de que comenzaran a educarme” ( ibid. ). Es importante notar que Ben tomó la decisión de regresar al ámbito educativo a pesar de su experiencia pasada de sentirse “aburrido por la educación” y su descripción de sí mismo como “falto de disciplina”. Mediante su decisión de volver a conectarse con la educación Ben obtuvo dos importantes conocimientos sobre su delincuencia. Se dio cuenta de que para salir de su etapa delincuente debía formular “filosofías y teorías” acerca de sus problemas y la manera de encararlos y razonó que “todos tenemos una mala vida, lo que importa es cómo abordas el problema” ( ibid. ). Luego describió cómo se dio cuenta de que su manera de ver el género influyó sobre su conocimiento de sí mismo cuando explicó: “es como que cuando tenía esa edad no podía expresarme verbalmente porque debías ser un hombre y todo eso” ( ibid. ). Ben utilizó este segundo conocimiento para desarrollar su comprensión de la forma en la que había respondido a los problemas durante su etapa delincuente. Ben explicó “debías ser un hombre … no podías permitir que tus problemas te 202
deprimieran de manera que lo hacías con violencia y por eso te expresas como con odio hacia la vida, hacia todas las cosas, sin decirlo” ( ibid. ). Al reconsiderar su punto de vista de “tener que ser un hombre” comenzó a pensar “más filosóficamente acerca del mundo y ese tipo de cosas” y reflexionó acerca de cómo era posible responder a los problemas de manera no violenta. Llegar a esta comprensión fue un punto de inflexión dado que se convirtió en una estrategia exitosa para romper con su creencia de que para ser un hombre debía ser violento y agresivo. Estos son comentarios interesantes dado que se supone que el trastorno de la conducta es más frecuente entre los hombres. Los hombres jóvenes, al parecer, tienen más probabilidades de ser sometidos a prácticas de diagnóstico que los clasifiquen como problemáticos. Esto sugiere que existe la necesidad de un análisis del diagnóstico de niños problemáticos que se base en bibliografía crítica del género y la mascu-linidad. En efecto, debe someterse estas prácticas a críticas más atentas en lo que respecta a diversas inquietudes, entre otras los temas urgentes como la relación entre “raza”, grupo étnico y diagnóstico, y las presunciones sobre “bajos ingresos”. A diferencia de Ben, Josh no había logrado romper con la verdad de su trastorno mental. A Josh le habían dicho que tenía trastorno por déficit de atención a los 7 años y desde ese momento ha considerado esta verdad como “mi TDA”. Josh cuenta que esta verdad le genera confusión: “no he logrado entenderla, todavía lo estoy intentando. La encuentro muy difícil de comprender. ¿Por qué la llaman así y por qué la llaman una discapacidad?, deberían llamarla una pérdida de tiempo porque el gobierno no quiere ocuparse de ti” (Josh, entrevistas). Debido a su segregación en la clase de Educación Especial y a que le dijeron que tenía trastorno por déficit de atención, llegó a la conclusión de que había un problema con él y que ese problema debía ser una discapacidad. Sin embargo, cuando Josh utilizó este conocimiento de sí mismo para pedir apoyo por discapacidad (en lugar de una pensión por desempleo) descubrió que los organismos del gobierno de Australia, tales como el Departamento de Seguridad Social (ahora llamado Centrelink), no compartían su punto de vista. Este modo de ver las cosas chocó con el conocimiento que Josh tenía de sí mismo y en lugar de impulsarlo a preguntarse: “¿tengo un problema?” le hizo plantearse la 203
pregunta: “¿cuál es mi problema? ”. Josh no había logrado romper con su verdad de TDA, ni con su creencia de que “tenía un problema”. Lo que había comenzado a hacer era considerar la pregunta, “entonces, ¿cuál es mi problema?”. A diferencia de Ben, Josh decidió aceptar la legitimidad de su trastorno mental y no cuestionó la autoridad de los expertos que le habían asignado su diagnóstico o que le habían recetado su medicación durante los últimos seis años. Como parte de esta aceptación parecería que Josh estaba comenzando a investigar las complejidades de su diagnóstico. Al igual que Josh, Rachel no pudo romper con la verdad del trastorno mental que le habían diagnosticado más recientemente; el trastorno límite de la personalidad. Ella había recibido este diagnóstico algunos días antes de nuestra última entrevista. Puede ser que la inmediatez de esta verdad contribuyera a la incapacidad de Rachel de desarrollar una estrategia para romper con su grado de persuasión. Esto puede sugerir que el tiempo es un factor crítico para algunas personas jóvenes en la formulación de estrategias de ruptura de verdades persuasivas. Además de lo cerrado del diagnóstico, la experiencia del centro de psiquiatría para adolescentes había sido una influencia persuasiva en la aceptación del trastorno mental. La obligación de asistir a ese establecimiento remarcó su condición de trastornada y de que había algo que no funcionaba bien en ella. Este punto indica los efectos potencialmente persuasivos de la segregación de un joven en un centro psiquiátrico o en unidades externas o en escuelas para fines específicos, o en unidades de derivación de estudiantes. Tal diferenciación física puede actuar como un indicador de supuesta aberración mental en el interior del individuo. Desde esta perspectiva, estas prácticas divisorias designan y refuerzan la alteridad del joven y, de manera significativa, hacen difícil la ruptura de la persuasión de recibir un diagnóstico de problemático. Kris describió su diagnóstico de trastorno límite de la personalidad como un agregado a su “colección” de trastornos mentales (“trastorno depresivo mayor”, “anorexia”, “trastorno de ansiedad”, “ansiedad social”). No conocía la finalidad de ese diagnóstico y afirmó: “lo que ha hecho simplemente es oca-sionarme otro motivo más de preocupación” (Kris, entrevistas). Esto es iróni-co dado que otra de las verdades que le habían dicho a Kris es que tenía 204
“problemas de ansiedad”, ironía que no se le pasó por alto a Kris. Como consecuencia de haberle dicho que tiene trastorno límite de la personalidad, Kris llegó a la conclusión de que definitivamente “no era normal”, e interpretó este diagnóstico como un conocedor absoluto de él, un indicador de su condición de individuo con un defecto interno. En parte, la razón por la que a Kris se le hizo difícil criticar estas verdades fue porque sus subjetividades trastornadas lo habían distanciado de lo que él llamaba “convencional” y significaban que no era normal, que era “anormal”. Según lo describió él mismo, “siempre car-gué con la etiqueta; ése es el grupo al cual pertenezco” ( ibid. ). Para cuestionar sus subjetividades trastornadas Kris tenía que enfrentar al mismo tiempo su ubicación fuera de lo convencional. Tal como explicó, “es un círculo vicioso porque una vez que piensas que eres anormal crees que no mejorarás y que no eres tan bueno como los demás. Quiero decir que de ahí en adelante vas cuesta abajo” ( ibid. ). Aunque Kris se sentía restringido a un lugar específico por sus trastornos mentales, había cultivado razones para explicar el uso de estas verdades persuasivas. “Al designar a otros podemos después designarnos a nosotros mismos … eso es lo que creo” ( ibid. ). Este razonamiento no sólo le brindó a Kris una explicación de por qué se usan estas verdades persuasivas, también dio forma a una estrategia que utilizó para cuestionar su propia posición co-mo trastornado y anormal. La estrategia de Kris era ver a otras personas como poseedoras de un problema o trastorno mental y cambiar lo que veía como la delgada línea divisoria entre lo normal y lo anormal, un procedimiento que, para él, ampliaba los límites de la normalidad. Decía por ejemplo: “puedes decirte a ti mismo ‘no soy el único que tiene este trastorno’. Entonces no soy único. Lo que significa que hay otras personas con lo mismo, lo que quiere decir, supongo, que era normal en tanto hubiera más [personas así]” ( ibid. ). Kris dio el ejemplo de que cuanto más reconocía que otras personas eran ansiosas, más normal le parecía ser ansioso. Esto llevó a Kris a la siguiente conclusión “así es como creo que puedes enfrentar estos pensamientos, pensando esta clase de cosas” ( ibid. ). Este método lo ayudaba porque podía afirmar, “probablemente todo el mundo tenga algo malo… mentalmente” ( ibid. ). 205
Como indica esta propuesta, es posible para un joven involucrarse con la verdad y cuestionar la autoridad de tal verdad. Para algunos de los jóvenes entrevistados, uno de los medios para lograrlo era volver a insertarse en el ámbito educativo para cuestionar los juegos de verdad tales como el fracaso. Sin embargo, podría parecer que volver a mezclarse con los juegos de verdad del trastorno mental era una empresa más problemática porque, al parecer, involucrarse con la institución que imparte verdades psiquiátricas implica el riesgo de recibir la denominación de trastornado. A diferencia de la educación, que ofrece la posibilidad de insertarse como el no otro (por ejemplo el alumno exitoso) o el otro (por ejemplo “el niño en educación especial” o el “chico lento”), involucrarse con el conocimiento experto psiquiátrico se fundamenta invariablemente en el “otro”. Al conectar este punto con el argumento de que la psiquiatría existe mediante los “objetos psicopatológicos que aporta a la existencia por medio del discurso”, parecería que volver a involucrarse con el experto de la mente puede ocurrir sólo simultáneamente con el riesgo de convertirse en uno de sus objetos. Sobre la base de esto, puede parecer que romper con las verdades psiquiátricas tiene un alto grado de dificultad.
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Cuestionar el poder Considero que el poder “siempre está ahí de antemano”. Nunca se está “fuera” de él … Pero esto no implica la necesidad de aceptar una forma ineludible de dominación o un privilegio absoluto… Decir que nunca se puede estar “fuera” del poder no significa que uno esté atrapado y condenado a vencer más allá de las condiciones. (FOUCAULT, 1980c, págs. 141-2, la cursiva pertenece al original.) Esta concepción de poder no significa que no podamos tomar la idea de “fractura virtual” y describir la forma en que “aquello que es puede dejar de ser aquello que es” (FOUCAULT, 1988c, pág. 36). Cuestionar estos discursos y describir las posibilidades de “aquello que ya no es” no requiere que estemos fuera del poder de los discursos del diagnóstico. Esto conlleva la implicación de que para criticar estos discursos, para trabajar en contra de ellos o en términos de nuestra propia subjetividad problemática, no tenemos que aceptar el poder como una “forma ineludible de dominación o un privilegio absoluto” (FOUCAULT, 1980c, págs. 141-142). Por momentos, entonces, cuando los jóvenes rompieron —o planeaban romper— con las relaciones de poder que los convencieron de que eran problemáticos, no estaban fuera de ese poder. Con relación a los profesores, Rachel describió un momento en el que “ajustó las cuentas” con ellos cuando recibió un reconocimiento escolar por mérito. A diferencia de Rachel, las experiencias de Jemma de los efectos de los maestros provinieron directamente de su ubicación en la “clase de los lentos”, donde pensaba que sus maestros presumían que estaba “haciéndose la tonta”. Contó que en el nivel de educación superior se encontró con profesores a los que comprendía, quienes, si ella tenía problemas, “no titubeaban… me enseñaban otra forma de hacerlo” (Jemma, entrevistas). Explicó que ella “no sabía en esa etapa que había unas cuantas formas diferentes de enseñar a los estudiantes” ( ibid. ). En la educación primaria y secundaria ella había interpretado su falta de comprensión como una señal de que era “tonta” y un “fracaso” y de que “no podía aprender”, pero en retrospectiva decidió que los maestros en la escuela primaria y secundaria “no me enseñaban de la manera adecuada”. La experiencia de esta “enseñanza diferente” le permitió a Jemma
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posar una mirada crítica sobre sus experiencias de aprendizaje en la escuela y romper con los efectos de las acciones persuasivas de los profesores que ella no podía comprender. Kris también utilizó sus encuentros con “maestros excepcionales” como una estrategia para romper con la persuasión de los profesores. Kris habló de dos profesores de secundaria que lo anima-ron a sentirse diferente, uno que tenía una alta opinión de Kris, y otro en el noveno año que dijo “que yo era excepcional” (Kris, entrevistas). Desafortuna-damente, este tipo de experiencias se interrumpieron cuando “obtuve una respuesta negativa a todo lo que hacía y proponía desde el noveno año en adelante”. Aunque esto angustiaba a Kris, el recuerdo de estos dos profesores le permitió mantener la creencia de que hubo una época en la que funcionaba bien en la escuela, en la que sus maestros lo valoraban. Este recuerdo era fundamental para que Kris pudiera abrigar la esperanza de que existía la posibilidad de que podría volver a tener éxito en la educación. Ben no relató ninguna experiencia con maestros excepcionales, pero, al igual que Rachel y Jemma, utilizó una crítica a los métodos de enseñanza como estrategia para romper con el poder que había dicho que él era un problema en la escuela. Lo que diferenciaba a Ben de Rachel y Jemma era que él era consciente de los problemas de los métodos de los maestros mientras estaba en la escuela. Según explicó, “el problema era, por ejemplo, que si tú me hubieras dado un examen yo no habría respondido a la pregunta de la misma forma. Cuando me enseñaban, no lo hacían de una forma en que yo sintiese que estaba aprendiendo. Simplemente pasaban de largo, como si yo no estuviera ahí. De manera que no podían enseñarme, sí” (Ben, entrevistas). Por otra parte, habló de la forma en que supo que podía aprender, y expuso el ejemplo de cuando observó un vídeo en la escuela y cómo pudo “memorizar todo … Pero la forma en que los maestros me decían que leyera un libro o algo, sabes, me entraba por un oído y salía por el otro” ( ibid. ). A pesar de esta crítica hacia la forma en que le enseñaron, el problema de Ben con el aprendizaje parecía ser un obstáculo en su conexión con la educación que permaneció hasta que, más adelante, comenzó a estudiar en el nivel de enseñanza superior. En relación con la segregación, Josh aceptó su designación de “especial” y no 208
consideró necesario romper con su creencia. Con lo que Josh sí sintió que debía romper era con recibir “muchos insultos diferentes” de sus compañeros. Como él remarcó, esto era fundamental dado que ridiculizaba su identidad de individuo en Educación Especial. En la cita siguiente Josh cuenta la estrategia que empleó para manejar esas acciones persuasivas: “aprendí a convivir con eso porque me iba mejor que a ellos. Era duro sentirse insultado, pero sabía que me iba mejor que a ellos, sabía que iba a terminar mi educación” (Josh, entrevistas). Aunque esto difiere de las estrategias ideadas por los otros jóvenes, parece que “aprender a convivir con ello” redujo el efecto de esas creencias y le permitió permanecer en la escuela. Mientras que aprobaba la metodología de la clase de Educación Especial (sobre todo el hecho de que hubiese menos alumnos en la clase), Josh rechazaba el sufrimiento que le causaba la degradación de “ser especial”. En este sentido, “aprender a convivir con ello” era una estrategia para romper con el poder persuasivo de los insultos. Por el contrario, Jemma se oponía a su segregación en la clase de los lentos; era el tema del que más hablaba y del que no sabía cómo liberarse. Tal vez esta dificultad para idear una estrategia de ruptura era proporcional a la medida en que la había afectado su paso por la clase de los lentos. Esta diferencia entre los puntos de vista de Jemma y de Josh sobre la segregación puede estar relacionada con el grado de influencia de la forma en que se hicieron estas segregaciones. En ambos casos, estas decisiones tuvieron efectos notables; sin embargo, la asignación de Jemma a esa clase no estuvo asociada a incursiones psiquiátricas, mientras que la de Josh sí lo estuvo. Josh recibió un diagnostico de TDA y su ubicación en la clase de Educación Especial estuvo relacionada con este diagnóstico. Parecería que romper con la persuasión de la clase de Educación Especial también está vinculada a la ruptura con la persuasión de su diagnóstico de TDA. Por lo tanto, para Josh, cuestionar su subjetividad de joven en Educación Especial implicaba el doble proceso de cuestionar el conocimiento experto del psiquiatra y el de la escuela. Por su parte, Jemma necesitaba romper con la sabiduría de los maestros que le dijeron que era “lenta” y no con la autoridad del experto en la mente. Estos jóvenes también tuvieron estrategias diferentes para la ruptura con el poder de las decisiones psiquiátricas. Rachel se concentró en los puntos en los 209
que había “demostrado” que la persuasión psiquiátrica estaba equivocada. Ben formuló una crítica al diagnóstico psiquiátrico. Kris se concentró en criticar la forma en que se utiliza el poder psiquiátrico y no en intentar romper con su diagnóstico, y Josh cuestionaba la razón por la que había recibido un diagnóstico de trastorno por déficit de atención. Jemma no se concentró en romper con sus subjetividades mediante el desarrollo de estrategias para cuestionar el poder psiquiátrico; en cambio, se concentró en romper con las persuasiones de sus tecnologías del yo. Para Rachel fue difícil romper con las verdades persuasivas que le habían manifestado durante sus interacciones con el poder psiquiátrico. Esta dificultad contrasta con sus esfuerzos por romper con las persuasiones de la educación, que tuvieron más éxito. Esta diferencia indica el nivel de persuasión del poder psiquiátrico y la influencia del conocimiento psiquiátrico en la legitimación de la verdad del trastorno mental y de recibir un diagnóstico de problemático. Podría parecer que las numerosas interacciones de Rachel con el poder psiquiátrico enfatizaron la autoridad de esta forma de persuasión. Sin embargo, a pesar de la batalla que presentó el poder psiquiátrico, hubo algunas ocasiones en las que, si bien Rachel no rompió con esta autoridad, pudo resistir su persuasión. Por ejemplo, en las entrevistas, Rachel se refirió a varios momentos en los que cuestionó las acciones de las verdades psiquiátricas. Un ejemplo que comentó fue cuando confrontó una predicción hecha por un miembro de un equipo de salud mental (quienes tienen la responsabilidad de trabajar con personas cuya “salud mental” está en crisis). Ella contó que “prácticamente me dijeron, ‘vas a terminar, simplemente vas a quitarte la vida’” (Rachel, entrevistas). Después de relatar esto, Rachel comentó, “pero aún estoy aquí”. Esto significaba que, como ella “aún estaba aquí”, había demostrado que la predicción era errónea y había cuestionado las verdades psiquiátricas. Rachel también analizó cómo romper con la persuasión psiquiátrica que le había dicho que tenía un problema de comportamiento. Durante la mayor parte de su infancia y adolescencia fue convencida de que tenía un problema de comportamiento, lo que era especialmente efectivo cuando quien lo enun-ciaba era el poder psiquiátrico. Rachel intentó contrarrestar esto sosteniendo que su manera de comportarse era una respuesta lógica a los sucesos que habían tenido 210
lugar en su vida. Esto impulsó a Rachel a verse a sí misma no como un individuo con un problema de comportamiento, sino como alguien que estaba respondiendo al hostigamiento, alguien cuyas respuestas a estas dificultades “empeoraban por lo que pasaba en la escuela” ( ibid. ). Esta estrategia normalizó las reacciones que tuvo ante sus experiencias en la escuela: “¿sabes?, es como que no atraviesas una horrible vida escolar y simplemente esperas ser feliz al final” ( ibid. ). Con esta perspectiva Rachel pudo criticar la persuasión psiquiátrica y cuestionar por qué ese poder persuasivo esperaba que ella fuera feliz después de todo lo que había experimentado en la escuela. En este sentido, la costumbre de echar la culpa debe interpretarse con más cuidado: echarle la culpa a otro puede verse como una técnica que respalda a un joven en una estrategia para romper con la persuasión del poder. Cambiar la visión que Rachel tenía de sí misma en cuanto víctima también fue importante para sus intentos de romper con las persuasiones psiquiátricas. Esto se debía a que esta subjetividad de víctima le impedía que creyera que, de cara a la persuasión, ella podría “contraatacar”. Rachel explicó que su decisión de entablar pelea surgió a medida que crecía y porque “estaba harta de ello”. Afirmó: “pienso que soportarlo durante años y darte cuenta de que no se hace nada tampoco te lleva a ninguna parte. Me harté de ello y simplemente me di la vuelta y dije, ‘no se saldrán con la suya nunca más’” ( ibid. ). La necesidad de defenderse y la decisión de que “no se saldrán con la suya” apuntaron particularmente a las persuasiones de sus maestros, sus compañeros y a la persuasión psiquiátrica que le dijeron que era un problema de comportamiento. Sin embargo, Rachel no halló una forma de contraatacar el diagnóstico de trastorno límite de la personalidad. Este diagnóstico catapultó a Rachel a sentirse nuevamente como una víctima. Explicó que era un alivio saber al fin qué era lo que estaba mal en ella y que deseaba aceptar tener este trastorno. Sin embargo esta aceptación fue difícil para ella y estaba abrumada por haber recibido el diagnóstico de este trastorno mental. La estrategia que utilizó Ben para romper con la persuasión del poder psiquiátrico difirió significativamente de la de Rachel. Mientras que ella intentó crear estrategias específicas contra algunas de las persuasiones psiquiátricas que 211
se le habían asignado, Ben eligió formular una crítica general del poder persuasivo del diagnóstico y sostuvo: En términos generales, el etiquetado y la profesión psiquiátrica modifican a las personas y sólo las empeoran. Hacen poco para ayudar a las personas porque rara vez reciben el diagnóstico del trastorno correcto. Yo creo que, sí, hay algunas depresiones diferentes y son generalmente las más fáciles de diagnosticar. Pero cosas como límite [trastorno límite de personalidad] y también infinidad de otras cosas son más difíciles. Son mucho más difíciles de diagnosticar porque están muy cerca, hay muchas que están muy cerca una de la otra. (Ben, entrevistas.) Ben argumentaba que, aunque hay algunos trastornos mentales que son válidos, la mayoría de ellos (incluido el trastorno de la conducta) no son “reales”. Ben llevó esta proposición más lejos al sostener que estos trastornos se crean debido a la demanda: “pienso que la mayoría... hay gente que, simplemente, desea estar enferma, sí, quieren saber por qué la vida es tan mala con ellos, y de esta manera creamos estos trastornos para la gente” ( ibid. ). Irónicamente, el tiempo que pasó Ben en el centro de psiquiatría para adolescentes fue el que más contribuyó a su visión crítica del diagnóstico psiquiátrico. En sus propias palabras: “es como que aprendí todos mis nombres y todo lo de allí... aprendí todo acerca de las depresiones, la variedad de depresiones que puedes tener y qué son y aprendí sobre el lado mental de ellas, mmm” ( ibid. ). Ben afirmó que asistir al centro de psiquiatría para adolescentes era como “si hubiera ido a la universidad a estudiar psicología” ( ibid. ). Tan profundo era este conocimiento que Ben decía que podía engañar a un psiquiatra: “siento que puedo sentarme ante cualquier psiquiatra y convencerlo de que tengo o de que no tengo un trastorno, sí, es muy fácil (risas)” ( ibid. ). Ben prosiguió con una explicación de las razones de esto: Es un defecto de la psiquiatría. Pues una vez que alguien lo sabe... yo creo que nunca se puede diagnosticar a un psiquiatra con algo porque ellos saben lo que estás buscando. De manera que, una vez que aprendo los trastornos puedo hacer que un psiquiatra piense que tengo cualquier cosa del mundo que yo quiero que piense. Así que, sí, sólo sirve cuando la persona a la que estás entrevis-tando no sabe nada de ello. 212
( Ibid. ) Ben se había dado cuenta de que el saber psiquiátrico era la clave de los intentos del poder psiquiátrico de persuadirlo de quién era él. Según explicó: “ésa es la razón por la que el centro de psiquiatría para adolescentes me atrapó en primer lugar, como que ellos estaban allí y estaban metiéndose conmigo y comenzando a meterse dentro de mí. Pero una vez que aprendes acerca de ello, te acostumbras y sabes cómo engañarlos” ( ibid. ). Ben descubrió que cuando no tenía este conocimiento el centro de psiquiatría podía “meterse con él” pero, con este saber, él podía cambiar la forma en la cual se manifes-taba la relación de poder. Esto significó que Ben podía conocerse por medio de sus propias acciones en lugar de tener que someter este conocimiento de sí mismo a la persuasión del centro de psiquiatría. Con relación a esto, Ben también formuló una crítica del diagnóstico: El mayor problema es tratar de averiguar exactamente qué es lo que tienes. No creo que haya suficientes reglas establecidas o suficiente comprensión acerca de cómo diagnosticar los trastornos. Los trastornos existen, pero surgen en pruebas universitarias y así es como crean los trastornos. Luego los dan a conocer al mundo con sus estadísticas, los escenarios cambian, la gente no es la misma. De manera que tienes cosas diferentes y, yo no creo que puedan llegar adecuadamente al trastorno. ( Ibid. ) Si bien afirmó que los trastornos “existen”, Ben hizo una crítica de la diferencia entre la ciencia de laboratorio y lo imprevisible del mundo real. Al partir de esa base de desconfianza, se mostró escéptico respecto al diagnóstico y afirmó que estamos “conformando la sociedad para que tenga estos trastornos” ( ibid. ). Ben sugirió que los trastornos mentales se adjudican innecesariamente y que en el pasado, “si tenías un problema, tenías, mm, una crisis nerviosa por un par de semanas y luego volvías al trabajo y actuabas normalmente y yo creo que eso era todo, sí” ( ibid. ). Ben tenía la perspectiva de que “creo que ahora se nos permite tener un colapso, la sociedad está tratando de que la gente sienta más y, claro, la gente no está lo suficientemente educada en sus emociones de manera que sí, es como que lo estamos creando con las presiones sociales y esas cosas” ( ibid. ). La conclusión de Ben acerca del procedimiento diagnóstico es que 213
“estamos creando nombres para cosas que probablemente no existan” ( ibid. ). Ben no sólo cuestionaba la existencia de muchos trastornos mentales, también objetaba la forma en que esos nombres se adjudican a las personas. Específicamente, argumentó que el diagnóstico no se aplica en una forma que se ajusta al individuo, sino que más bien se hace de acuerdo con mandatos estadísticos, que primero “dicen que bla, bla, bla, que la gente en Australia tiene esto” y “después, una vez que han establecido el problema pueden ir a sus libros de texto y fijarse en los medicamentos y esa clase de cosas y lo resuelven de esa manera” ( ibid. ). Este punto de vista interpreta el diagnóstico básicamente como una estrategia de control que se basa en prácticas desconectadas de la realidad. Pese a todo el “aprendizaje” que le permitía, Ben detestaba intensamente el centro de psiquiatría para adolescentes, dijo que “lo odiaba” y a pesar de que “me hizo aprender más sobre el lado mental de las cosas, pero sí, desearía no haber estado en ese centro, es un sentimiento visceral” ( ibid. ). Este “aprendizaje” y sus críticas a las técnicas de diagnóstico no le permitieron a Ben criticar la existencia de la psicopatía; todavía vivía bajo el temor de la posibilidad de ella. A pesar de que no había cuestionado la psicopatía, esta crítica lo había alertado acerca de “cuán fácil es influenciar a los otros” un punto sobre el que reflexionó en relación con su hijo recién nacido. Según describió, “puedes cambiar a la gente fácilmente” … sólo tienes que darle el entorno adecuado y puedes hacer que cambie su forma de pensar” ( ibid. ). Tal como afirmó “bien, ésa es la cuestión; es compli-cado determinar cómo educar a un niño… porque hay tantos puntos de vista acerca de ello, tantas opiniones diferentes” ( ibid. ). Sería muy esclarecedor conocer cómo, a medida que su hijo crece, Ben reacciona a los discursos sobre niños problemáticos y si tiene que enfrentar presunciones acerca de su paternidad (y su hijo) debido a sus propios “antecedentes” diagnósticos. Del mismo modo que Ben, cuando Kris contempló el grado de persuasión del poder psiquiátrico también criticó lo que vio como el uso limitado de las prácticas diagnósticas. En opinión de Kris “parecería que eso es todo lo que pueden hacer los psiquiatras, solamente pueden etiquetarte” (Kris, entrevistas). Este comentario tuvo lugar en referencia al reciente diagnóstico de Kris de trastorno límite de la personalidad, un trastorno mental que le dijeron “es difícil de tratar; recibirás psicoterapia durante cinco años” ( ibid. ). Mientras estaba bajo la 214
influencia de la persuasión de este diagnóstico, reflexionó sobre el dilema de las etiquetas psiquiátricas y lo explicó mediante una comparación del asma con el trastorno mental: Pero habría una diferencia, ¿no es cierto?, si te calificaran como asmático en lugar de con trastorno mental. Es diagnosticable. Pero si, digamos, alguien recibe un diagnóstico como trastorno de la conducta … no es nada tangible, es una evaluación psiquiátrica. Puedes señalar con el dedo si alguien tiene angina o diabetes o algo parecido, ésa es una etiqueta que se le pone pero es real, mientras que las cosas en psiquiatría son diferentes. Tienen que ver con cómo se siente la persona. ( Ibid. ) Igualmente seguía afectado por este diagnóstico y era extremadamente escéptico respecto a los motivos para el mismo y afirmaba que no tenía ningún sentido “decirme que eso es lo que tengo” ( ibid. ). Este punto se volvió perfectamente evidente cuando Kris dijo: “quiero decir, la ignorancia es felicidad, ¿no es cierto? De no haber sabido que lo tenía, no lo sería” ( ibid. ). A diferencia de Rachel, Ben y Kris, Josh sólo habló brevemente de sus problemas con las persuasiones psiquiátricas. Las relaciones que Josh tuvo con el poder psiquiátrico se limitaron principalmente a haber recibido un diagnóstico de trastorno por déficit de atención y a las continuas interacciones con los médicos que recetaron su medicación psiquiátrica (Josh tomó Ritalin durante dos años y dexanfetamina durante cinco años). Debido a que creía en su existencia, Josh no buscó romper con la persuasión de TDA; él opinaba que la gente “realmente tenía TDA … Sí, yo creo que la gente de verdad tiene TDA porque yo pasé por eso” (Josh, entrevistas). No está claro qué quiso decir Josh con este comentario. Quizás pueda interpretarse como un ejemplo de los efectos de la muy real experiencia de recibir un diagnóstico de problemático. Como había decidido aceptar la verdad de su TDA no veía ninguna razón para cuestionar la persuasión del poder psiquiátrico que le dio ese diagnóstico. Más aún, “mi TDA” era una subjetividad con la que Josh se identificaba profundamente; no trató de romper con ella, porque, al igual que había sucedido con su calidad de especial, ése era un conocimiento que había decidido aceptar. Aunque Josh aceptó este diagnóstico, habló de cierta posibilidad de elección 215
en cuanto a “tenerlo”: “el TDA no me preocupa, para nada, ya no me preocupa más, de alguna forma aún lo tengo, en otras no, y no puedo explicar cómo porque aún no lo he descubierto” ( ibid. ). Esto parece contradecir su afirmación previa de que la gente “realmente tiene TDA”. Esta curiosidad impulsó a Josh a considerar algunas de las formas en las que llegó a conocerse a sí mismo como individuo con TDA: Pienso que el padre y la madre también tienen algo que ver con esto, porque no es algo que simplemente tienes por ti mismo. Debe haber algo allí de base, para que continúe. Por ejemplo, en mi caso, que mi madre me dijera todo el tiempo que no servía para nada y me humillara constantemente. Ahí es donde me detuve, sabes, no pude avanzar más porque siempre decía lo mismo. ( Ibid. ) Josh dio más detalles acerca de su punto de vista al asociar su trastorno mental con la discapacidad y al explicar después que creía que todo se reduce a los “estilos de vida”: Con la discapacidad todo se reduce a los estilos de vida. Si tienes una vida en la que tu madre siempre te humilla, siempre te dice que no lo vas a lograr, entonces tienes más posibilidades de padecer una discapacidad que cualquier otro, porque siempre te están humillando, todo el tiempo. Pero el estilo de vida de otros niños, ellos van a todas partes, hacen de todo porque su madre no los humilla, les dice “bien hecho”, ¿sabes? ( Ibid. ) Además de que su madre le dijera que no servía para nada, Josh afirmó que no tuvo una buena enseñanza en la escuela. Él consideró esto como parte de la causa de su “discapacidad”. En un punto determinado de nuestra conversación Josh afirmó “en cierta forma, decir que tienes una discapacidad en realidad es decir que tienes una excusa” ( ibid. ). A pesar de este comentario Josh no buscaba un medio para romper con la persuasión de su condición de problemático; estaba tratando de encontrar la manera de validar la autentici-dad de su discapacidad. Aunque estaban ubicados “dentro” del poder, los jóvenes hicieron varios intentos de romper con la persuasión del poder mediante la detección de inconsistencias en la verdad científica de su trastorno mental. Por ejemplo, la 216
crítica de Ben llamó la atención sobre la forma subjetiva y arbitraria en la que se construye el trastorno mental. De manera diferente, Kris cuestionó las prácticas divisorias del trastorno mental al sugerir que mucha gente es como él, por lo tanto, él es más “normal” que anormal. Estas críticas convierten a los trastornos mentales en problemas de estudio mediante un proceso de cuestionamiento de sus nociones de legitimidad, autoridad y prácticas de separación. Interrogando las tecnologías del yo Debido a que las subjetividades se producen mediante interacciones entre el yo y la verdad y el poder, las tecnologías del yo tienen una función crucial en la formación de las subjetividades. Si consideramos que la subjetividad se produce por medio de una relación entre el yo, la verdad y el poder, el yo se puede conceptualizar como un punto donde la verdad y el poder deben negociar a fin de construir la subjetividad problemática. Se concluye entonces que, para romper con la subjetividad, los jóvenes no tienen que romper únicamente con las persuasiones de la verdad y el poder, sino también afrontar sus propias tecnologías del yo. Ésta es una tarea ubicada dentro de las relaciones de poder, una tarea para la que se necesita tener cierta convicción de que “aquello que es” no debe serlo necesariamente. Es importante destacar que las tecnologías del yo son en sí mismas un espacio controvertido en el esfuerzo por cuestionar las subjetividades. Esto implica que la ruptura con la persuasión de las tecnologías del yo se puede intentar desde dos enfoques. Primero, el joven puede concentrarse en romper con la forma en que las tecnologías del yo responden a la verdad y el poder. En la práctica, esto significa hacer preguntas tales como de qué manera influencian la verdad y el poder a las tecnologías del yo. En segundo lugar, el joven puede concentrarse en las acciones de las tecnologías del yo sobre otras tecnologías del yo (el yo sobre el yo). Esto incluiría también el intento de romper con las racionalidades dominantes de las tecnologías del yo. Para observar la forma en que se pueden intentar estos dos modos de ruptura, analizaré la manera en que dos de estos jóvenes buscaron romper con sus tecnologías del yo. Comienzo comentando los esfuerzos de Ben para desarrollar una estrategia para romper con las tecnologías del yo que lo convencieron de que creyera que tenía el potencial para volverse un psicópata, y después me dedico a los esfuerzos de 217
Jemma por romper con su identidad de Kathy y crear una “nueva yo”, un individuo al que llamó Jemma. Ben rompió con la verdad persuasiva del trastorno de conducta y cuestionó la persuasión del diagnóstico pero llegó a un punto en el que hubo un corte en su lucha por romper con las tecnologías del yo que lo convencieron de su subjetividad de psicópata en potencia. Al principio, Ben no quería romper con esta subjetividad. La única cosa que me alegró fue cuando esta persona me dijo que si tienes un trastorno de la conducta, cuando llegas más o menos a los 25 o por ahí, puedes subir de nivel y convertirte en psicópata… Sí, pero debes tener como 21 o 25 años para ser legalmente un psicópata, así que ésa era la única cosa de la que yo estaba orgulloso … Yo pensaba: ¡Oh, qué bueno iba a ser psicópata!, sí. (Ben, entrevistas.) Era bueno tener este potencial de psicópata porque elevaba el estatus de Ben entre sus compañeros del centro de psiquiatría para adolescentes. Una segunda razón por la que Ben no cuestionaba su potencial psicopático era que en ese momento de su vida no le importaba él mismo. Tal como explicó: “no, nunca me asustó en ese sentido, yo me encontraba realmente en un estado en el que no me importaba yo mismo, no me importaba, así que, sí, es como que pensaba que sería buenísimo” ( ibid. ). Ben explicó que esta perspectiva comenzó durante su etapa de delincuente y continuó hasta hace poco tiempo cuando, como padre de un niño recién nacido, comenzó a preocupar-se por las consecuencias de volverse psicópata. Cuando Ben decidió cuidar de sí mismo cambió su opinión sobre su potencial psicopático y afirmó: “tengo miedo de que esta cuestíón psicopática me haga daño, y eso se conecta más con eso, mmm” ( ibid. ). Este temor llevó a Ben a buscar una forma de romper con las tecnologías del yo que lo habían persuadido de que podría convertirse en psicópata. Una de las dificultades que Ben tuvo para romper con la persuasión de sus propias tecnologías del yo fue que él creía en la existencia de la psicopatía. Ben sabía que para ser psicópata “debes ser razonablemente inteligente, normalmente tienen un cociente intelectual de 150 o más y entre 20 y 30 años creo, sí, son hombres jóvenes y generalmente tienen problemas sociales... 218
ese tipo de cosas, por lo que no son fáciles de encontrar” ( ibid. ). Debido a que estaba tan firmemente convencido de la existencia de la psicopatía y tan influenciado por su persuasión, no se dio cuenta de que es un trastorno que se observa con poca frecuencia y continuó convencido de que tenía el potencial para volverse psicópata. En consecuencia, tenía la esperanza de no volverse así pero vivía con el miedo de que eso le pudiera suceder. Tal como vimos anteriormente, Ben pudo romper con la verdad persuasiva del trastorno de la conducta sobre la base de la premisa de que “no existe” y enfrentó la subjetividad de conducta alterada. Pero, como creía que la psicopatía realmente existía no pudo utilizar esta estrategia con ella. Esto no parece lógico. Si pudo romper con su trastorno de la conducta, ¿por qué no pudo hacer lo mismo con su potencial psicopático? Quizás esta ausencia de “lógi-ca” sea un indicio del grado de poder de esta persuasión. Dado que Ben había aceptado la verdad de la psicopatía, parecía que uno de los pocos recursos que tenía para romper con sus tecnologías del yo era tratar de probarse a sí mismo que no era psicópata, y esto significaba estar atento a sus signos psicopáticos. Creo que la forma en que lo voy a afrontar es diciendo, bien, las características sociales del psicópata son: que se sienten aislados y ese tipo de cosas a mí no me pasan. No me siento aislado, y puedo relacionarme con la gente, Los psicópatas se sienten aislados, se sienten encerrados, pero eso no me sucede a mí … De manera que lo afrontaré así. ( Ibid. ) Otro criterio de la psicopatía que desafió Ben fue su inteligencia. Ben remarcó que él creía que era inteligente pero no loco y dijo “es como que la gente más inteligente son un poco, eh, sí, locos, un poco raros” ( ibid. ). Mientras se analizaba a sí mismo en busca de signos de psicopatía, Ben intentó otra estrategia con la que trataba de cuestionar la forma en que realizaba tareas sobre sí mismo. Particularmente había notado que “temía” las opiniones de otras personas, especialmente de aquellas que tuvieran que ver con las profesiones psiquiátrica y psicológica. Sumado al temor de Ben de la opinión psiquiátrica estaba su sospecha de que su potencial psicópata estaba registrado en alguna parte. Al respecto, explicó: “como que no creo serlo, pero tengo el temor de que la gente crea que lo soy, supongo que porque, bien, creo que 219
probablemente esté escrito, no lo sé, no lo sé” ( ibid. ). La posibilidad de que en algún lugar alguien hubiera escrito que él podía volverse psicópata era una poderosa persuasión para la ya persuasiva tecnología del yo de Ben. Como le habían dicho que podía “volverse un psicópata”, razonó que era posible que estuviese escrito en alguna parte. Sin duda, más allá de que esté registrado en sus archivos personales, está extensamente escrito en la bibliografía de investigación y es un conocimiento que se invoca a menudo en las investigaciones de los medios de comunicación acerca de niños malos o locos. Ben intentó reinterpretar la sugerencia de psicopatía viéndola como una acción beneficiosa de su orientador. Para hacerlo, planteó esta cuestión, “es como, si no me lo hubieran dicho, tal vez me hubiera vuelto psicópata antes porque ahora tengo más miedo de ello” ( ibid. ). Ben se preguntaba si, de no haberle dicho nada de su “potencial”, podría realmente haberse vuelto psicópata. Especuló que esto podría haber sucedido debido a que no hubiese estado alerta de las cosas que podrían llevarlo a la psicopatía. Sin embargo, parecía que no estaba del todo convencido de los méritos de esa estrategia en particular. A pesar de estos esfuerzos parecía que Ben no podía romper con la sugerencia de psicopatía. Esto lo llevó a la conclusión de que “sólo el tiempo lo dirá”. En las entrevistas le pregunté si podía imaginar qué habría sucedido si no le hubiesen dicho que podría volverse psicópata. Una cosa que pensó que hubiese sido diferente era que no estaría analizando sus pensamientos. Esto hubiese supuesto alguna diferencia para Ben, dado que al momento de las entrevistas describió que cuestionaba constantemente sus pensamientos y buscaba signos de psicopatía, preocupado porque pensamientos tales como la crítica de la sociedad y de la contaminación fueran signos de una psicopatía inminente. También explicó “cuando pienso acerca de ello, sí, como lateralmente o, no sé, literalmente, no creo que sea retorcido. Yo sólo creo que tengo una mente abierta, pero tengo una especie de temor de que quizás lo sea” ( ibid. ). Esto provocó que Ben tuviera temor de su capacidad para tener al mismo tiempo una mente amplia y una visión crítica del mundo en el que vivía. La consecuencia de la insinuación de la psicopatía era una tecnología del yo permanente que lo persuadía de supervisar constantemente sus pensamientos y estar atento a la aparición de cualquier idea psicopática. El grado de influencia de esta tecnología 220
del yo indica la efectividad de las verdades y las relaciones de poder involucradas en la construcción de esta potencial subjetividad psicópata. La convergencia de éstas para producir tal efecto indica las consecuencias del estatus científico del trastorno de la conducta y, en particular, los discursos de “predicción” asociados. La estrategia que tuvo el mayor potencial para romper con las persuasiones problemáticas de Jemma fue la de cambiarse a sí misma totalmente. En nuestras entrevistas Jemma habló extensamente acerca de este cambio y de su actitud filosófica hacia el mismo. Se puede interpretar que, a diferencia de los otros cuatro jóvenes, Jemma pudo involucrarse en la ruptura de sus tecnologías del yo porque no estaban totalmente ligadas a una subjetividad problemática. Mientras que la subjetividad psicópata potencial de Ben estaba muy vinculada a la verdad de trastorno mental y a la autoridad del experto, la asociación de Jemma con estas relaciones de poder se limitaba al diagnóstico de depresión. Éste es un diagnóstico que ella interpretó como un reflejo de los efectos de su experiencia de estar en la clase de los lentos y de que se le dijera que era un “fracaso”. Ella pareció conceptualizarse primero como un fracaso, y ser mentalmente trastornada era parte de la denominación que la relacionó con el fracaso. Tal vez fue porque ella se consideraba un “fracaso” por poseer un trastorno mental que pudo desarrollar una estrategia para romper con sus tecnologías del yo. Para Jemma, cambiarse a sí misma significaba cambiar su identidad, “el paquete completo” (Jemma, entrevistas). Jemma decidió borrar a Kathy porque Kathy era alguien a quien no necesitaba, ella quería “hacer la prueba y dejar todo lo demás atrás ... toda mi historia y mi vida, como quiera que sea que desees llamarla” ( ibid. ). Con una nueva identidad podría prescindir de las subjetividades que no le gustaban y de las tecnologías del yo con las que no había podido romper. Si bien Jemma afirmó querer cambiar todo, también aclaró que en este proceso de cambiarse a sí misma “hay algunas cosas que quiero recordar” ( ibid. ), pero que no estaba segura de cuáles se trataba. Ella explicó que su razonamiento para entrar en este terreno desconocido era que “no tengo nada más que perder, lo más pronto o lo más rápido que pueda hacer esto, mejor” ( ibid. ). Esta subjetividad de “fracaso” era una parte integral de sí misma que Jemma quería borrar. Esto era así porque ella no quería ser nunca más semejante fracaso porque odio ser un fracaso. A pesar de que trato 221
con todas mis fuerzas todavía me llaman un fracaso y esas cosas y estoy simplemente harta de ello. Sé que soy una derrotista… Simplemente estoy harta de toda mi vida y de ser un fracaso y de todo lo demás. ( Ibid. ) Jemma tenía la determinación de intentar esta estrategia de cambio de identidad a pesar de no estar segura de si eso “serviría para cuestionar lo que pienso de mí misma o qué, pero no sé, sólo quiero probarlo, darle una oportunidad y a ver cómo me siento después” ( ibid. ). Ante su propia incertidumbre esta decisión exigía “mucho coraje y mucho tiempo y paciencia… [con la] gente, conmigo … con familiares, amigos” ( ibid. ). Este coraje era fundamental porque ella sabía que su familia y amigos se burlarían de sus intenciones. El coraje para intentar este “experimento sobre mí misma” se apoyaba en la curiosidad y encontraba motiva-ción en el conocimiento que tenía de algunas personas que habían cambiado, que “fueron fracasos y luego cambiaron sus estilos de vida … y ahora no son fra-casados y ahora hacen lo que hacen porque aman hacer lo que hacen” ( ibid. ). Para librarse de “Kathy” Jemma decidió realizar ciertas tareas sobre sí misma. Se mudaría de lugar, cambiaría su nombre y cambiaría “todo acerca de ella misma”. Mientras Jemma hablaba de las injurias racistas que recibía en la escuela, no lo mencionó cuando habló del cambio que experimentó a partir de Kathy1i. No está claro cómo deben interpretarse sus silencios. Tal vez 1nEn RASMUSSEN y HARWOOD (2003) utilizamos la noción butleriana de performatividad para analizar los injuriosos actos de habla que soportó Jemma y, al llamar la atención sobre las inter-secciones entre racismo y sexismo, examinamos las consecuencias que estos actos de habla tuvieron sobre su identidad. haya un punto a señalar con relación a racismo y discapacidad. En su artículo, MITCHELL y SNYDER (2003, pág. 851) destacan que su “esfuerzo primordial es demostrar las formas en las que llegó a interpretarse la discapacidad como una construcción socialmente deshumanizadora en conjunto con teorías de degeneración racial”. ¿Puede decirse que la “subjetividad de la clase de los lentos” 222
de Jemma podría estar ligada a nociones raciales de insuficiencia? Debido a los silencios no me resulta posible analizar qué puede haber significado cuestionar esta “lentitud” en términos de prácticas raciales. Mudarse de lugar fue una táctica que Jemma consideró crucial para reinventarse a sí misma, para poder “comenzar de nuevo” y “ver cómo van las cosas, ver por ejemplo si puedo conseguir un trabajo o hacer otro curso o algo parecido. Simplemente estar en algún otro lugar, en algún sitio fuera de esta ciudad” (Jemma, entrevistas). Dijo que al mudarse a un lugar completamente nuevo podía escapar de las expectativas y el conocimiento que la gente tenía de ella como Kathy (y evitar a las personas que se burlaban de su plan de cambiar de identidad). Parece que Jemma consideraba que estar libre de las expectativas de la gente era fundamental para evadir las verdades y acciones de poder que persuadieron sus tecnologías del yo de que se considerara un fracaso. Reinventarse a sí misma también significó que debía cambiar físicamente y “hacer otras cosas que normalmente no hago” ( ibid. ). Este cambio físico fue fundamental para la creación de la nueva persona porque Jemma estaba “harta de la forma en que me veo y siento ahora, ¿sabes? Estaré mucho mejor al no ser tan aburrida, me vestiré diferente, más bonita” ( ibid. ). Jemma pensaba que si perdía peso ya no sería un “fracaso” y, aunque no creía necesariamente que “la gente gorda fuera un fracaso” parece que consideraba que su “gordura” contribuía a su subjetividad de fracaso. Quizás esto era porque el conocimiento de sí misma en cuanto “vaca gorda” estaba vinculado intrincadamente con ser Kathy. En consecuencia era fundamental descartar esta subjetividad a fin de transformar su persona a partir de Kathy. Jemma creía firmemente que mediante estos diferentes cambios (su nombre, su entorno, su aspecto y su actitud), además de alterar lo que otras personas pensaban de ella modificaría también lo que ella cree que es. Esta reinvención y su correspondiente “yo más feliz” estarían libres de lo que Jemma llamaba sus “viejos recuerdos”, recuerdos que irían “a parar a la contraportada del libro… salvo unas pocas cosas aquí y allá” ( ibid. ). Estar libre de estos viejos recuerdos tal vez podría interpretarse como estar libre de las tecnologías del yo que la convirtieron en Kathy. Al momento de las entrevistas Jemma no estaba siempre en condiciones de 223
“liberarse” de Kathy, pero en las ocasiones en las que pudo salir de su dominio, experimentó las cosas en forma muy diferente; destacó que como “Jemma” es más aventurera; cuando es “Jemma” tiene más poder. Cuando Jemma no es “Kathy” siente que la gente, incluida su madre, la trata de modo diferente. Jemma no supo cómo describir el sentimiento de que había cambiado, pero sí describió que “muchas más personas me prestan atención y me llaman, o comienzan a llamarme Jemma hasta que se olvidan” ( ibid. ). Lo que pudo describir era que “Jemma” era una persona más fuerte: “no lo sé, no sé si soy sólo yo o qué. Siento que Jemma es una persona más fuerte de lo que Kathy fue alguna vez” ( ibid. ). De la misma manera, en términos de enunciación de verdades, cuando es “Jemma” no es un fracaso, ni es tonta ni estúpi-da. Parece haber una divergencia sustancial entre las tecnologías del yo usadas por “Kathy” y las usadas por “Jemma”. Ella ofreció este ejemplo: Es que, cuando conozco gente ahora, digo inmediatamente “soy Jemma”. No sé por qué, simplemente sucede y después me siento mucho mejor acerca de mí misma cuando digo eso en lugar de Kathy. Como algunas veces cuando voy a un bar o a un club nocturno en algún lado o simplemente cuando conozco gente y digo “mi nombre es Jemma” me gusta mantener una conversación. Mientras que si soy Kathy, si digo que soy Kathy, simplemente es como si los dejo afuera y entro en una fantasía o simplemente no les hablo tanto y me deprimo. (Jemma, registro mediante la escritura, entrevistas.) Ser “Kathy” era restrictivo, o, tal como lo describe Jemma gráficamente, “Kathy tiene una correa que la limita” (Jemma, entrevistas). En contraste, la identidad “Jemma” es algo ilimitado, algo que “explota” porque como Jemma “no hay nada que no pueda hacer” ( ibid. ). La ruptura que Jemma hizo con “Kathy” partió de dos enfoques para romper con la persuasión de las tecnologías del yo: romper con la forma en que las tecnologías del yo responden a la verdad y el poder, y romper con las tecnologías del yo (el yo que trabaja sobre el yo). La estrategia clave para romper con “Kathy” fue el trabajo que el yo realizó sobre sí mismo y esto se complementó con el cuestionamiento a la relación que el yo (como “Kathy”) tenía con ciertas verdades. Jemma rompió con verdades como el fracaso mediante el cuestionamiento de su persuasión: “No sé, cuando miro el pasado desde aquí sé que no siempre fui 224
esas cosas, pero la gente en realidad no buscaba ver mi otro lado, simplemente miraban uno de los lados y se quedaban con eso” ( ibid. ). Si bien ella desplegaba estas críticas sobre esas verdades en cuanto conocedoras absolutas de ella como Kathy, seguían afectando la forma en que se conocía a sí misma como Jemma. Recientemente se había encontrado con una de esas verdades cuando le dijeron que era una “zorra”, una verdad familiar para la identidad de “Kathy”. Aunque esto le “afectó mucho”, Jemma no lo asumió como algo que reconocía, sino que lo tomó como la acción de alguien “que la estaba insultando”. Explicó que no vio el insulto como descriptor de ella “porque no me veo a mí misma como una zorra ... No soy una zorra, no considero que se me califique como tal por lo que no creo que los demás tengan el derecho de decir si lo soy o no” ( ibid. ). Esta interpretación alternativa sugiere que las tecnologías del yo que se hallaron con esta verdad no eran las mismas que las que se habían encontrado con verdades similares cuando era Kathy. Cuando Jemma creía que era “una zorra” se conocía a sí misma como Kathy. Era debido a que se conocía a sí misma como Kathy que podía asimilar esa verdad como un conocimiento adicional sobre sí misma. En cambio, cuando se identificó con Jemma no asimiló la verdad de ser una “zorra” como algo propio de ella, sino que era simplemente “algo que dijo alguien”. Jemma también se centró en la relación entre el yo, la verdad y el poder cuando intentó romper con las tecnologías del yo que la convertían en “insignificante”. Anteriormente Jemma interpretaba que le dijeran que era “insignificante” como una denominación de ella, pero cuando reformuló ese saber y lo convirtió en una etiqueta tuvo menos poder. En estos dos ejemplos —las verdades de “zorra” e “insignificante”— Jemma había roto con las persuasiones al preguntarse quién era ella en combinación con el cuestionamiento de cómo proce-saba la verdad. Estas tácticas también contribuyeron a que Jemma pudiera desafiar a las personas que la insultaban al cuestionar sus propias reacciones a esos insultos. De esta manera, Jemma formuló una manera de romper con las tecnologías del yo que amenazaban con sucumbir ante esas verdades dañinas. Mientras que Jemma pudo romper con “zorra” e “insignificante”, no supo cómo romper con la persuasión de su subjetividad “estúpida”. En este sentido es evidente cuán importante era reinventarse para Jemma. Sin embargo, ser 225
Jemma fomentaba un manejo diferente de las verdades de fracaso, las acciones de poder que comunicaban esas verdades y las tecnologías del yo que formulaban la subjetividad “Kathy”. A pesar de las diferencias que reinventarse imprimió en sus tecnologías del yo, Jemma reconoció que en algunas ocasiones se veía influida por “Kathy”. Por ejemplo, Jemma afirmó que recibir críticas acerca de la forma en que aprende todavía puede afectarla y que puede llegar a pensar “fui tonta o inútil” ( ibid. ). También agregó: “aún hoy creo que sigo siendo insignificante” ( ibid. ). Notablemente, este “sentirse insignificante”, o “creer que soy tonta e inútil” estaba sujeto a “sentirse como Kathy”. Es fundamental remarcar que entre “tonta” e “inútil” e “insignificante” acecha la persistente voz de Jemma que pregunta “¿Soy tonta e inútil?” . La presencia de esta voz sugiere que Jemma cuestionó una cierta forma de conocerse a sí misma. Si partimos del análisis presentado en el Capítulo VI, puede analizarse este tipo de cuestionamiento en términos de la observación que FOUCAULT (1988a) hace sobre la “inversión” entre las dos tecnologías de “conocer al yo” y “cuidar del yo”. Parecería que de cierta forma Jemma logró desestabilizar el dictamen de que primero debe conocerse a sí misma y después cuidar de sí misma. De esta manera, Jemma tuvo que establecer un mecanismo para que su yo se relacionara consigo misma y, desde ese lugar, pudo cuidar de sí misma al incitar a su yo a trabajar sobre su yo. Mediante sus acciones Jemma reconfiguró la manera en que su yo se relacionaba con sí mismo y, de esa manera, reformuló la forma en que su yo se relacionaba con el mundo exterior. La historia de Jemma es un ejemplo de cómo podemos interpretar la respuesta de un joven a la pregunta: “¿cómo puedo romper con el dominio del dictamen que ordena que necesariamente debo conocerme a mí misma para cuidar de mí misma?”. La estrategia que utilizó Jemma fue bastante diferente de cómo los otros jóvenes intentaron romper con la persuasión de sus tecnologías del yo y cuestionar sus subjetividades. El trabajo de Jemma sobre sus tecnologías del yo fue diferente porque ella luchó con la tecnología del yo que le exigía que se conociera a sí misma de acuerdo con la verdad de Kathy. Jemma había examinado sus experiencias y había decidido resueltamente que lo único que podía hacer era poner a su yo a trabajar sobre su yo; había decidido 226
cuidar de sí misma por medio de renunciar a conocerse a sí misma como Kathy. En comparación con Jemma, Rachel, Kris, Ben y Josh no siempre tuvieron éxito en sus intentos por romper con la persuasión del diagnóstico o por cuestionar sus subjetividades problemáticas. Al contemplar esta diferencia, deben tomarse en cuenta los efectos de un diagnóstico legitimado por medio de la psiquiatría. Es probable que tal diagnóstico clínico (y, en algunos casos, varios diagnósticos) implicaran a los jóvenes en el aparato diagnóstico de manera que tuvieran enormes dificultades para romper con la persuasión de esos diagnósticos. Sin embargo, pueden interpretarse sus efectos como beneficiosos porque, en algunos casos, pudieron involucrarse con la posibilidad de romper con la persuasión. Puede cuestionarse a las subjetividades problemáticas por medio de la acción de romper con puntos clave que respaldan una subjetividad particular. Para algunos de los jóvenes, la acción de romper con el yo o con la verdad o el poder fue suficiente para debilitar y cuestionar la subjetividad. En otros casos, fue necesario dirigir la atención a los tres componentes o a una combinación de ellos. Además, actuar sobre puntos específicos puede llevar a desestabilizar otros puntos de esta relación. Por ejemplo, cuestionar la verdad del trastorno mental puede no cuestionar directamente esa subjetividad alterada, pero puede poner de manifiesto otro punto de ruptura. O, en otros casos, romper con algunas verdades puede desestabilizar una subjetividad, pero no otra. En el caso de Ben, su crítica de la delincuencia y el trastorno de la conducta rompió con la persuasión, pero no con su psicopatía potencial. Esto no sugiere que romper con las persuasiones o cuestionar las subjetividades sean acciones o completamente exitosas o completamente fallidas, sino que debemos tomarlas como procesos continuos.
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Fracturas virtuales En El nacimiento de la clínica, FOUCAULT propone el siguiente punto en relación con la enfermedad según la medicina: “Los síntomas ya no hablan el lenguaje natural de la enfermedad; adquieren forma y valor sólo en el marco de las preguntas planteadas por la investigación médica. Por lo tanto, no existe nada que evite que la investigación médica los induzca y hasta los fabrique” (FOUCAULT, 1994, pág. 162). ¿Podemos suponer que los síntomas de los niños problemáticos “adquieren la forma y el lenguaje” de algo que es mucho más que la clínica médica, psiquiátrica, psicológica y educativa? Aunque en este libro me centré en el trastorno de la conducta, el DSM y el conocimiento experto de la psiquiatría, argumenté que las relaciones de poder diagnóstico no se restringen al ámbito de la clínica psiquiátrica. Lo que tenemos es una clínica que funciona de manera mucho más amplia: en las conversaciones de niños pequeños en los patios de la escuela, entre los padres y tutores mientras intentan descifrar la hiperactividad, en las letras de las canciones que sue-nan en los reproductores de MP3 de los jóvenes, de manera detallada en las páginas web sobre “trastorno del comportamiento” y en toda una gama cada vez mayor de nuevos medios de comunicación. Junto a esto se encuentra la pie-dra de toque clínica: el lugar sagrado donde el psiquiatra suministra diagnósticos y donde otros diversos expertos en el niño problemático pueden asentir en un gesto de entendimiento mientras someten a los niños a tests, registran notas de manera laboriosa, escriben artículos de investigación y preparan informes. En resumen, tenemos una clínica titánica en la que cierto conocimiento calificado puede conferir diagnósticos (me refiero al psiquiatra y colaboradores), y donde saberes más generales pueden, al recurrir a la ciencia, distinguir al niño problemático. A esta elaborada clínica debe cuestionársela desde una perspectiva multifacética: su forma de designar al “género”, los “bajos ingresos”, la “raza”, el “grupo étnico”, los “factores sociales” o la “geografía” debe tratarse como sospechosa y debe reconocérsela por sus prejuicios. Si nos atrevemos a hablar de esta forma, lo que parece unir a todas estas designaciones es —pese a afirmaciones en contrario— que se basan invariablemente en hipótesis de cuestiones “internas del niño”. Si bien en el
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ámbito educativo en algunos países como en el Reino Unido pueden existir intentos de alejarse de los modelos diagnósticos “directos” como el DSM, no logran alcanzar el objetivo de “no clasificar”. Tomemos, por ejemplo, a SWINSON y cols. (2003), quienes en su análisis de los trastornos emocionales y de conducta se muestran críticos con la manera en que las prácticas educativas asumen un factor “interno en el niño”. También podemos considerar la afirmación de THOMAS y GLENNY (2000, pág. 284) de que “El término ‘EBD’ da lugar a una mentalidad clínica de la que es difícil escapar” y que “de todas maneras, el lenguaje clínico invariablemente orienta la respuesta de los profesionales a un plan de acción basado en el niño”. Además, con el creciente uso de términos como TDAH y una prescripción cada vez mayor de psicoestimulantes como el Ritalin, ¿puede decirse que se puede operar por fuera del poder del diagnóstico o, más precisamente, lejos de la influencia de los discursos diagnósticos moldeados por el DSM? Está claro que necesitamos analizar en detalle los discursos del diagnóstico de niños problemáticos, y esto no significa cuestionar únicamente a aquellos que ocupan un lugar reconocido en la jerga psiquiátrica. La proliferación de discursos psicopatológicos hace que sea posible que decir que un niño tiene “problemas de comportamiento” o “dificultades de comportamiento” connote la amenaza del diagnóstico de una alteración. Por lo tanto, es fundamental comprender los mecanismos de racionalidades como las que consideran que el diagnóstico es adecuado y describirlas en términos de su fractura virtual. Podemos asumir la idea de fractura virtual y embarcarnos en la tarea de analizar cómo es que se “hizo” “aquello que es” un niño problemático y, de esta manera, prestar atención a las líneas de fragilidad. Ésta es una de las tareas que intenté realizar en este análisis sobre la forma en que los juegos de verdad, las relaciones de poder y las tecnologías del yo se relacionan entre sí y participan en el diagnóstico de niños problemáticos. Los juegos de verdad producen verdades problemáticas como el trastorno de la conducta que se supone “científicamente válido”, y las relaciones de poder participan en la construcción y administración de las verdades problemáticas. Para comprender cómo es posible que los jóvenes puedan considerarse a sí mismos mentalmente trastornados es fundamental observar las complejidades e 229
interrelaciones entre verdad, poder y el yo. Las tecnologías del yo operan de una manera que trabaja con estos efectos de la verdad y el poder. De acuerdo con este punto de vista, el yo interactúa con la verdad y el poder de una manera activa que ofrece la posibilidad de aceptar, rechazar o modificar esas influencias (FOUCAULT, 1997b). Aunque éste es un punto fundamental para la conceptualización de las tecnologías del yo, “decidir” si se acepta, rechaza o modifica el diagnóstico no es simplemente un asunto del individuo. Es algo mucho más complejo, y deben tomarse en cuenta los efectos que la verdad y el poder tienen a este respecto. Cuando un niño o un joven recibe el diagnóstico de problemático, se espera que se someta a la mirada diagnóstica y, al hacerlo, se conozca a sí mismo como problemático. La referencia de FOUCAULT (1988a) a la inversión en la jerarquía del “conócete” y “cuida de ti mismo” proporciona una herramienta conceptual para describir el proceso mediante el que se espera que los jóvenes problemáticos sepan quienes son para poder cuidar de sí mismos. Esto conlleva la implicación de que mediante el conocimiento de sí mismos pueden cuidar mejor de su persona y, paradójicamente, convertirse en buenos sujetos problemáticos. En la configuración diagnóstica esto significa aceptar el diagnóstico, cumplir con tratamientos como la terapia y la medicación y acatar los acuerdos de la segregación. También podemos partir de las referencias al “conócete” y “cuida de ti mismo” para lograr una mejor comprensión de los cuestionamientos a esos saberes científicos que alegan saber quién eres. Eso puede proponer a las acciones que desafían tales saberes como acciones que cuidan del yo. Puede utilizarse esta forma de pensar para entender de otra manera los actos de lucha contra una tiranía de diagnósticos impuestos. Dado que el yo interactúa con la verdad y el poder de manera activa, tiene un papel fundamental en la posibilidad de desestabilizar el dictamen de “conócete a ti mismo”. Sobre la base de esto, desafiar las subjetividades problemáticas está vinculado con cuestionar los juegos de verdad, perturbar las relaciones de poder y desestabilizar la manera en que el yo se relaciona con el yo, y con la verdad y el poder. Podemos servirnos de esta idea para pensar de otra manera sobre la imposición del saber diagnóstico. De esta forma, esto puede ofrecer diferentes perspectivas sobre la manera en que los actos de resistencia pueden estar 230
entramados con los actos que buscan resistirse a la imposición de saberes diagnósticos. Debemos preguntarnos: “¿No tiene derecho el joven a rechazar esta imposición?”. Del mismo modo, ¿no necesitamos más que nunca asegurarnos de que los niños que corren peligro de ser sometidos al diagnóstico, aquellos niños de familias de bajos ingresos, con padres “delincuentes”, “varones”, de minorías raciales, con “familias monoparentales”, puedan resistirse? Cuestionar esta prioridad de conocer puede dar lugar a un punto de vista alternativo que dispute la importancia asignada a las verdades psiquiátricas que venden públicamente al joven con el saber problemático sobre su persona. En mi opinión, esto proporciona la oportunidad de crear una tecnología del yo que pone en tela de juicio el saber del experto. Esto me lleva a la cuestión de cómo puede utilizarse una perspectiva foucaultiana como práctica. Sin tomar esta idea de “conócete, cuida de ti mismo”, LAWS y DAVIES (2000) llaman la atención sobre cómo puede utilizarse una perspectiva postestructuralista en el trabajo con niños “problemáticos” en el ámbito de la educación. Ellos sostienen que “utilizar un discurso postestructuralista permite una interrupción radical de las lecturas aceptadas de las prácticas educativas, generando de esa manera momentos en los que los participantes pueden ir más allá de las condiciones de su sometimiento” ( ibid. , pág. 220). Esto pone en primer plano las siguientes preguntas: “¿Qué hay de la forma en que los demás consideran la cuestión de los niños problemáticos?”. ¿Qué sucede cuando se acepta el “aquello que es” de los niños problemáticos?, ¿cuáles son las consecuencias para los maestros que simplemente lo “ven de esa manera”? Ésta es una dificultad con la que debemos luchar en las numerosas instituciones y profesiones que trabajan con niños y jóvenes. Podemos sacar algunos indicadores de la afirmación de BIERING de que “los enfermeros del ámbito de la salud mental que trabajan con niños y adolescentes también necesitan definir su postura en cuanto al tratamiento médico de los problemas de comportamiento y sufrimiento emocional de sus pacientes” (BIERING, 2002, pág. 67). Luego agrega: “Después de todo, nos guste o no, somos parte de la jerarquía psiquiátrica y compartimos su poder disciplinario” ( ibid. ). Entonces, es lógico preguntar: 231
“¿de qué manera están implicados los maestros?, ¿cuáles son las consecuencias de que durante su formación inicial a los profesores se les enseñe con libros de texto y currícula que muestran al niño problemático en cuanto “aquello que es?”. ¿Cuáles son las consecuencias de no incluir en la formación docente el análisis de líneas de fragilidad tales como los debates sobre la definición y el diagnóstico? Entonces, existen dos áreas interrelacionadas que una crítica al diagnóstico de niños problemáticos debe abordar: los discursos sobre niños problemáticos (la forma en que aparecen como verdad, las relaciones de poder), y la manera en que estos discursos participan en la producción de las subjetividades problemáticas. En esta crítica no debemos perder de vista la importancia de la posibilidad de que “aquello que es” ya no lo sea. También es importante considerar las posibilidades que se presentan al conceptualizar las tecnologías del yo como activas, incluido el potencial para romper con el diagnóstico. Pero esta ruptura debe entenderse a conciencia. Esto no quiere decir que, una vez rota, el juego “se termina” y que el individuo ya no se ve afectado por el dictamen de la “ciencia” de conocerse a sí mismo. Lo que sugiere es que, de manera continua, es posible resistir, destruir o cuestionar esas cosas que se nos presentan como “aquello que es”. Retomando a FOUCAULT, al usar la contingencia y trazar líneas de fragilidad, la “fractura virtual ... amplía el espacio de la libertad entendido como espacio de libertad concreta, de posible transformación” (FOUCAULT, 1988c, pág. 36). Esta libertad, o aquello a lo que PHILLIPS llama “libertad concreta”, “existe en las fracturas que hay dentro de las relaciones de poder existentes, en los puntos de contingencia dentro de los que no puede indicarse un camino claro” y, además, “la emergencia de una contradicción dentro del discurso implica de manera conco-mitante la apertura de un espacio para la libertad” (PHILLIPS, 2002, pág. 336). Tales rupturas o fracturas son pasajeras, rápidas. Si imagináramos que esto sucede ahora no estaríamos por fuera del discurso de poder; seguiríamos inmersos en él. Pero tal vez se podría intercalar un punto de vista diferente. Citando a O’LEARY, tal vez podamos pensar en ello como una “condición de nuestro esfuerzo”: Para Foucault, la libertad no es una constante universal histórica... Por lo 232
tanto, la libertad no es un estado por el que nos esforzamos sino que es una condición de nuestro esfuerzo y, como tal, también puede funcionar como criterio para medir nuestro esfuerzo. La libertad no es material. Es tan relacional como el poder, tan históricamente dúctil como la subjetividad ... Más bien, al igual que el poder ... la libertad existe únicamente en la capacidad concreta de los individuos a negarse, a decir “no”. A decir “no”, por ejemplo, a que los controlen de cierta manera, o a controlarse a sí mismos de cierta manera. (O’LEARY, 2002, pág. 159.) Necesitamos pensar sobre la verdad, el poder y las tecnologías del yo y la interacción entre los tres y analizar la forma en que pensar sobre estos factores puede ayudarnos a ver de una manera diferente a los jóvenes y a las luchas en que es posible que se involucren en respuesta a estos discursos problemáticos. Es importante destacar que necesitamos encontrar formas de hablar y escribir sobre las líneas de fragilidad. Debemos describir las diferentes clases de fractura virtual para que, en medio de diagnósticos cada vez más imperativos, la libertad pueda ser una condición del esfuerzo y los jóvenes tengan la posibilidad de decir “no”. Mi análisis del diagnóstico de niños problemáticos corre el riesgo de recibir críticas por no ofrecer “alternativas”. Éste es un problema difícil, que BAKER (2002, pág. 689) analiza de manera elocuente. Tal como ella pregunta: “¿Cómo podría cualquier alternativa evitar recircular los esfuerzos salvadores y redentores que son sujeto de estudio?”. Más adelante plantea que “en mi opinión, el desafío no es entonces cómo intentar trabajar con la escuela, la universidad, los exámenes o los sistemas de portafolio, sino determinar si es posible imaginar el mundo de otra manera” ( ibid. , pág. 696). Tal vez involucrarse con las variedades de las fracturas virtuales sea una forma de resolver esto, de escribir descripciones explícitas de las cosas en las que “aquello que es” ya no es más aquello que es y, tal vez, de esa manera, imaginar el mundo de otra forma. CAPÍTULO VII Bibliografía ACHENBACH, T. M. (1998). “Diagnosis, assessment, taxonomy, and case formulations”. 233
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