El peso de una vida


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El peso de una vida

Drakontos Directores:

Josep Fontana y Gonzalo Pontón

El peso de una vida «La Viena de Freud» y otros ensayos autobiográficos

Bruno Bettelheim

Traducción castellana de

Teresa Camprodón

Editorial Crítica Barcelona

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: FREUD’S VIENNA AND OTHER ESSAYS Alfred A. Knopf, Inc., Nueva York Diseño de la colección y cubierta: ENRIC SATUÉ © 1956, 1962, 1977, 1981, 1983, 1985, 1987, 1989: Bruno Bettelheim © 1991 de la traducción castellana para España y América: Editorial Critica, S.A., Aragó, 385, 08013 Barcelona ISBN: 84-7423-510-3 Depósito legal: B. 26.390-1991 Impreso en España 1991. - HUROPE, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona

A Trude Bettelheim, en cariñoso recuerdo

Introducción

lo largo de mi vida me han preguntado muchas veces cuáles eran las prin­ cipales influencias que perfilaron mi vida y mis obras. Es obvio que la in­ fluencia más importante es la de mis padres y mifamilia, pero si me centrase en ellos debería escribir una autobiografía. Como freudiano, creo que las pala­ bras de Freud acerca de las biografías se aplican aún más a las autobiografías, es decir, la persona que emprende semejante tarea «se obliga a sí misma a men­ tir, a disimular, a falsear». Cuando traté de recopilar los principales aconteci­ mientos de mi vida, fui consciente de mi tendencia a sobrestimar la importancia de ciertos hechos y olvidar convenientemente otros, tal como Freud había ad­ vertido. Por tanto, si iba a presentar material personal en un libro, debía hacerlo de alguna otra manera. Decidí hacerlo en forma de una colección de ensayos, es­ critos hace algún tiempo, pero todavía no publicados en un libro. En sí mismos y por su selección, éstos permitirían al lector hacerse sus propias ideas sobre las principales influencias que han obrado en mí. La persona más importante de mi vida ha sido mi querida esposa, a cuya memoria he dedicado este libro. Los detalles del impacto que tuvo sobre mí per­ tenecen a ese mundo más íntimo que debe seguir permaneciendo en el ámbito privado. Este libro comienza con un ensayo sobre la influencia más pública sobre mi vida y mi obra, la de mi ciudad natal. En «La Viena de Freud» explico por qué creo en la existencia de ciertos rasgos del ambiente de Viena que contribuyeron particularmente a la creación del psicoanálisis. En el siguiente ensayo, «Berggasse, 19», reflexiono sobre el motivo de la elección por parte de Freud de este emplazamiento concreto como hogar y lugar de trabajo. En «Cómo me inicié en el psicoanálisis» explico algunos sucesos significati­ vos de mi juventud. Lo incluyo porque sugiere cuán diferente era el modo de en­ trar en el psicoanálisis en aquellos días en que su conocimiento colectivo no es­ taba tan divulgado como hoy. «Dos visiones de Freud» expresa las razones de mi desacuerdo con la biografía de Ernest Jones sobre Freud, que fue aceptada

A

10 El peso de una vida de modo oficial durante más de treinta años. En 1988 la aparición de una nue­ va biografía escrita por Peter Gay constituyó un feliz acontecimiento, pues ofrecía una descripción de Freud más completa que ninguna obra anterior. «Una secreta asimetría» es un esfuerzo por aclarar la compleja relación triangular, previamente reprimida, que parece haber tenido gran incidencia en el desarrollo de la relación Freud-Jung, relación vital para la historia del psi­ coanálisis. En «Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis», intento demostrar la importancia de este gran crítico literario en la tarea de hacer del psicoanálisis un ingrediente significativo en la vida intelectual de los Estados Unidos. La segunda parte de esta recopilación se inicia con «Libros esenciales en nuestras vidas», un debate muy personal sobre qué libros configuraron buena parte de mi pensamiento y por qué. Los ensayos que siguen relatan también al­ gunas de mis experiencias personales y tratan temas que reflejan la labor de mi vida con los niños, en concreto la rehabilitación y educación de niños grave­ mente desequilibrados. En «El arte de las imágenes en movimiento» hablo de lo que las películas han supuesto para mí, aunque eso es consecuencia de mis ideas sobre su significado general. En «La percepción infantil de la ciudad», me baso de nuevo en experiencias de mi propia niñez para intentar ilustrar lo decisivas que son las primeras experiencias en la configuración de nuestras ideas sobre el mundo en que vivimos. En «Los niños y los museos», trato del modo en que el arte llegó a represen­ tar un papel tan importante en mi vida y en la de muchos niños. En «Los niños y la televisión», intento ayudar a los padres a comprender mejor, y de un modo más eficaz, lo que sin duda es hoy una experiencia trascendental para los niños. Me conmovió profundamente percatarme de que la práctica de la terapia situacional, método destinado a ayudar a los niños más desequilibrados, que lle­ va mi nombre y a cuya aceptación contribuí, había sido inventada y aplicada por Anne Sullivan en su tratamiento a Helen Keller mucho antes de que yo na­ ciera. Un resultado de este reconocimiento es el ensayo «Profesora magistral y alumna prodigiosa», que examina lo que se oculta detrás de tales «milagros». El mito de los niños lobo se explica en «Niños salvajes y niños autistas», que es el resultado directo de mi trabajo en la Escuela Ortogénica Sonia Shankman de la Universidad de Chicago. La tercera y última parte de este libro representa el intento de un judío por asumir la destrucción del pueblo judío europeo a manos de Hitler. Es evidente que se trata de una. tarea casi imposible, sobre todo para quien pasó un año en dos campos de concentración alemanes y fue uno de los afortunados en ser li­ berado. El primer ensayo, «Janusz Korczak: un cuento para nuestro tiempo», se ha visto superado por una biografía más completa de Korczak, The King of Children de Betty Jean Lifton (publicada por Farrar, Straus & Giroux, que tam-

Introducción

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bien editaron en inglés King Matt the First de Korczak, al cual contribuí con una introducción). No obstante, tras reflexionar, decidí incluir en el libro mi apreciación mucho más breve de este gran educador, pues creo debe hacerse todo lo posible para atraer la atención del público sobre este gran hombre. Incluyo «Esperanza en la humanidad», porque Miep Giese es una de las personas que me ha dado esperanza a mí y espero que influya también en mis lectores. «Niños del holocausto» muestra la profundidad de las heridas de aquellos niños que sobrevivieron al holocausto y sugiere lo problemática que es semejante supervivencia. «Regreso a Dachau» es una evocación personal cen­ trada en la persistente dificultad de asimilar la experiencia del holocausto, a pesar del paso de los años. El último ensayo, «Liberarse de la mentalidad de gueto», cuestiona qué fac­ tores contribuyeron a hacer posible la destrucción de millones de judíos y qué podemos necesitar para prevenir la repetición de una catástrofe parecida. Mi aspiración al publicar este libro es que quizás contenga elementos de in­ terés suficiente, tanto personal como general, que merezcan su lectura. A mi edad (tengo ahora ochenta y siete años) uno ya no puede confiar por entero en su propio discernimiento, sobre todo en lo relativo a asuntos personales; uno necesita aliento. Fui animado a publicar estos ensayos por mi buen amigo Theron Raines, y le estoy muy agradecido por ello y por muchas otras cosas. Mi querida amiga y editora Joyce Jack, en cuyo buen juicio aprendí a confiar mientras me ayudaba a crear muchos de mis libros anteriores trabajando con­ migo, hizo lo mismo con la presente obra. Cualquiera que sea el destino de este libro, le estoy sinceramente agradecido por sus esfuerzos para hacerlo legible.

Primera parte

Sobre Freud y el psicoanálisis

La Viena de Freud*

o es una casualidad que el psicoanálisis naciera en Viena y allí se desarro­ llase. En época de Freud, la atmósfera cultural de Viena encerraba una fas­ cinación por la enfermedad mental y los problemas sexuales única en el mundo occidental, fascinación que se extendía a toda la sociedad, incluso a la corte im­ perial que dominaba la vida social vienesa. Los orígenes de esta peculiar preo­ cupación pueden remontarse a la historia de la propia ciudad, pero sobre todo a los principales intereses y actitudes mentales de las elites culturales de Viena justo antes y durante el período en que Freud formuló sus revolucionarias teo­ rías sobre la vida afectiva. Freud no fue de ningún modo el único innovador en Viena que transformó nuestras ideas sobre la sexualidad en general, las perversiones sexuales en parti­ cular y el tratamiento de la locura. Por ejemplo, el barón Richard von KrafftEbing, profesor de psiquiatría de la Universidad de Viena, dio por primera vez nombre a la paranoia y la introdujo en el discurso corriente. Sus informes clíni­ cos sobre la patología sexual mostraban de un modo gráfico las diversas formas en que podía manifestarse la pulsión sexual, años antes de que Freud empren­ diera sus estudios sobre el sexo. La obra más importante de Krafft-Ebing, Psychopathia Sexualis, publicada en 1886, revolucionó las ideas del mundo so­ bre las perversiones sexuales, tema completamente ignorado por los científicos hasta el momento. Este libro condujo a la despenalización de las perversiones sexuales en Austria, mucho antes de que tan sensibilizada idea se difundiera por los demás países. Krafft-Ebing dio paso a una época de actitudes cambiantes ha­ cia la sexualidad en Viena y Austria, y en cierto sentido preparó el entorno que hizo posible la obra de Freud. Además del psicoanálisis, algunos doctores de Viena crearon y desarrollaron otros métodos modernos de tratamiento de los trastornos mentales. Julius Wagner von Jauregg, que sucedió a Krafft-Ebing como director de psiquiatría en la Uni­

N

*

Este ensayo apareció en francés con algunas diferencias bajo el título de «La Vienne de

Freud», en Vienne, l’apocalypse joyeuse, Éditions du Centre Pompidou, París, 1986.

16 El peso de una vida versidad de Viena y que como tal fue jefe de Freud mientras ejerció la docencia, descubrió el tratamiento de la parálisis general mediante la malarioterapia y tam­ bién con la piretoterapia. En 1927 ganó por ello el primer premio Nobel de medici­ na que fue concedido por un descubrimiento psiquiátrico. Su trabajo puede en jus­ ticia considerarse el principio del tratamiento químico de las enfermedades men­ tales. En la misma línea, Manfred Sakel, otro médico vienés, descubrió en 1933 el tratamiento por choque insulínico de la esquizofrenia. Resulta sorprendente ob­ servar que todos los métodos modernos de tratamiento de los trastornos mentales -el psicoanálisis, el tratamiento químico y el tratamiento de choque- nacieran du­ rante unas pocas décadas y en la misma ciudad. Para comprender el aspecto singular que adoptó la cultura vienesa a finales del siglo xix y principios del xx, debemos reconocer que Viena había sido, como se la llamaba con cierto cariño, die alte Kaiserstadt, la vieja ciudad impe­ rial. El nombre de Habsburgo no transmite ahora el aura y el encanto que antaño sugirió, pero durante muchos siglos el vasto imperio Habsburgo, cuya capital era Viena, fue el más grande del mundo, superando en extensión al antiguo im­ perio romano, del que se consideraba su legítimo heredero: los Habsburgo eran gobernantes del «Sacro Imperio Romano Germánico». En el siglo xvi, el emperador Carlos V pudo decir (más tarde fue copiado por los ingleses) que, como su imperio daba la vuelta al globo, en él nunca se ponía el sol.* Después de Carlos V, se produjo un gradual aunque firme declive de los Habsburgo y de su poder. El imperio casi pereció durante las guerras na­ poleónicas. Pero al final de este episodio, entre 1814 y 1815, Viena acogió al Congreso de Viena, que determinó la geografía y el futuro de Europa. Después de esto, los vieneses consideraron a su ciudad la más preeminente de Europa, pues el emperador Habsburgo y su reino volvieron a dominar el continente gra­ cias a la habilidad del canciller austríaco, el príncipe Mettemich. Sin embargo, esto cambió de una vez por todas con las revoluciones de 1848, cuando el anciano Mettemich se vio obligado a dimitir y Francisco José inició su largo reinado (1848-1916). Aun en su reducida extensión posterior a las guerras napoleónicas y careciendo del título de «Sacro Imperio Romano», el reinado de los Habsburgo constituyó la principal presencia imperial europea; antes de la formación de la Alemania moderna, dominaba un conjunto de princi­ pados alemanes y ejercía su influencia en toda la Europa Central y gran parte de Italia y Europa del Este. El Estado Habsburgo era por tanto un Estado plurinacional, integrado por diferentes grupos lingüísticos, de los cuales los más im­ portantes eran los alemanes, italianos, polacos, checos, húngaros, eslovacos, croatas, eslovenos y rutenos. Desde 1848 en adelante, con el auge del naciona­ lismo, los diversos pueblos que formaban el imperio empezaron a exigir la auto­ determinación y muy pronto la independencia absoluta, amenazando al imperio

* Esta frase surgió durante el reinado de Felipe II, refiriéndose a los dominios de su imperio. (N. de la t.)

La Viena de Freud 17 con lo que parecía el caos. En la mente de la gente corriente, estas poderosas fuerzas eran contrarrestadas y contenidas por la presencia del ejército del empe­ rador, integrado por todas las nacionalidades, y por el respeto debido al empera­ dor, que se esforzaba constantemente por conservarlo. Además, la ciudad de Viena aumentó su influencia cultural sobre la intelec­ tualidad de todo el imperio, y sobre gran parte de Europa, como eran los Estados alemanes y los Balcanes. Podía decirse que en Europa Central y en Europa del Este todos los caminos conducían a Viena. No sólo era la sede del imperio y de las más importantes instituciones culturales dentro de su esfera de influencia, sino también la ciudad más grande de esta vasta área geográfica. De hecho, era la segunda ciudad más grande del continente europeo (después de París), y por tanto atraía con espontaneidad a todo aquel que deseaba dejar las provincias para vivir en el epicentro de los acontecimientos. A lo largo del siglo xix, Viena continuó creciendo en tamaño, oportunidades culturales, renombre científico e importancia económica. Y en todo ese tiempo el emperador conservó su puesto, siendo más venerado cuanto más viejo se hacía. La mayoría de quienes contribuyeron a la grandeza cultural de Viena en es­ tos años no habían nacido allí, sino que provenían de provincias próximas o le­ janas del imperio. Viena los atraía o bien como emigrantes hacia el centro cultu­ ral, o bien porque se habían educado en ella. Muchos habían sido llevados a Viena durante la infancia por sus padres, que deseaban lo mejor para sus hijos. Freud fue uno de éstos, como también Theodor Herzl, el fundador del sionismo. Otros llegaron a Viena ya adultos, como los músicos Gustav Mahler y Johannes Brahms, el pintor Oskar Kokoschka, el primer arquitecto moderno Josef Hofifmann y el educador Franz Cizek, primero en descubrir y fomentar el arte infantil. Una cultura tiene el poder de atraer hacia su centro a personas con talento, y un ejemplo de la atracción de Viena en nuestro siglo es el premio Nobel de lite­ ratura Elias Canetti. En un volumen de su autobiografía titulado Die Fackel im Ohr* cuenta cómo llegó a Viena procedente de los Balcanes y fue influido por el ambiente cultural que encontró allí. Prestó especial atención al crítico, políti­ co y escritor Karl Kraus, cuyas ideas, como expresa su revista Die Fackel, fue­ ron cruciales para el desarrollo de Canetti. Pero lo que otorgó a la cultura vienesa su verdadera singularidad fue el azar de la historia, por el cual el gran florecimiento de la cultura se produjo simultá­ neamente a la desintegración del imperio, que había conferido importancia de primer orden a Viena, que seguía siendo su capital, la sede del gobierno y, lo que es más importante aún, la residencia del emperador. Como emperador, Francis­ co José no sólo era el símbolo supremo del imperio, sino también la persona que en definitiva lo mantenía unido. Las cosas nunca habían ido mejor, pero al mis­ mo tiempo nunca habían ido peor: en mi opinión esta extraña simultaneidad ex­ plica por qué el psicoanálisis, basado en la comprensión de la ambivalencia, la * Hay traducción castellana: La antorcha al oído, Alianza, Madrid, 1984. (N. de la t.)

18 El peso de una vida histeria y la neurosis, se originó en Viena y probablemente no hubiera podido originarse en ningún otro lugar. El psicoanálisis no era más que uno de los prin­ cipales acontecimientos intelectuales de un tiempo en que una conciencia gene­ ral de declive político condujo a la elite cultural de Viena al abandono de la po­ lítica como materia a ser tomada en serio y a apartar su atención de ese mundo más amplio para centrarse en el mundo interior. Tras los sucesos de 1859 (sólo tres años después del nacimiento de Freud), cuando el imperio sufrió el primero de una serie de golpes a su preeminencia (y a su imagen) como poder mundial, el declive fue discemible en todos los aspec­ tos. En ese año perdió sus provincias más prósperas y adelantadas: la mayor parte del norte de Italia, incluida la Lombardía y la importantísima Milán, la Toscana con Florencia, Parma, Módena. Sólo Venecia y el Véneto continuaron siendo austríacas, aunque por poco tiempo. Siete años más tarde, en 1866, como resultado de la guerra con la arrogante Prusia, tuvo lugar la catastrófica derrota en la batalla de Kóniggrátz; se perdieron los últimos territorios italianos y Prusia se convirtió en la influencia dominante sobre el resto de los Estados ale­ manes. Austria se vio privada de la hegemonía que había ejercido en Alemania durante unos seiscientos años. Cuatro años más tarde, en 1870, cuando Prusia derrotó a Francia, Alemania se unió bajo el liderazgo de Prusia. De este modo, Berlín empezó a desplazar a Viena como centro del mundo de habla germánica, lo cual pudo haber estimulado a un joven emperador más vehemente y dinámico que el lánguido Francisco José. Una manera de sobreponerse a esas derrotas que presagiaban el fin del impe­ rio era emplear el escepticismo como forma de defensa. La intelectualidad vienesa decía: «Aunque la situación es desesperada, no es grave». En esta mentali­ dad, muy común durante algunos años en Viena, la realidad externa fue despres­ tigiada y se volcó toda la energía mental hacia lo íntimo: sólo la vida interior del individuo era digna de consideración. Al mismo tiempo en que la nueva Alema­ nia unificada (y su capital Berlín) encauzaba sus enormes energías hacia el edi­ ficio imperial, la elite cultural de Viena se centraba en el descubrimiento y la conquista del mundo interior del hombre. Este retiro fue más fácil y más irrefu­ table gracias a nuevas desilusiones que surgían pisando los talones a las viejas. Ninguno de los esfuerzos oficiales para contrarrestar este sentimiento de de­ cadencia logró el efecto deseado. Por ejemplo, con el fin de paliar la derrota mi­ litar de 1866, el gobierno hizo todo lo posible para reafirmar la importancia eco­ nómica y cultural de Viena. Se planeó una Exposición Universal para el año 1873, con objeto de convertir a Viena en la admiración del mundo. Las esperan­ zas de prosperidad que la exposición despertó en Viena, provocarían un auge de la construcción. A ambos lados de la recién creada Ringstrasse, se levantaron grandiosas estructuras, tanto públicas como privadas. Esta avenida rodeaba el centro de la ciudad y pretendía eclipsar los mundialmente famosos bulevares Haussmann de París, pues los edificios de la Ringstrasse serían aún más esplén­ didos que los de esas elegantes avenidas de París.

La Viena de Freud 19 Históricamente, Viena ha sido una ciudad barroca; las grandiosas iglesias y palacios barrocos confirieron su carácter a la ciudad. Los modernos edificios de la Ringstrasse daban a Viena una fisonomía ambigua y algo contradictoria: era al mismo tiempo una antigua capital imperial y un centro de la cultura mo­ derna. Era como si la ciudad no pudiera decidir qué rumbo tomar: hacia el pa­ sado glorioso (aunque en retroceso) o hacia un futuro nuevo y moderno. Las grandes expectativas fijadas en la Exposición Universal desataron una feroz especulación en el mercado de valores. Nueve días después de la apertura de la exposición, se produjo la quiebra de la bolsa. En el «Viernes Negro» de Viena, ciento veinticinco bancos fueron a la bancarrota y se hundieron muchas otras empresas, en una intensa conmoción que originó una profunda depresión. La crisis financiera de Viena se propagó por toda Europa e incluso afectó a los Estados Unidos. Como ya hemos visto, la elite cultural de Viena negó la importancia de los acontecimientos que ocurrían a su alrededor y dirigió su atención hacia el mun­ do interior, hacia aspectos previamente ocultos y desconocidos del hombre. Sin embargo, sólo para unos pocos constituía una solución a las obsesivas contradic­ ciones de la vida vienesa. La mayoría de la población de Viena tuvo que buscar otra manera de escapar al desasosiego de una época en la que se estaba desmo­ ronando el mundo estable y tradicional que ellos y sus antepasados habían co­ nocido. La respuesta fue divertirse sin preocupaciones. Es cierto, la Exposición Universal de 1873 había fracasado, pero tras el estreno de Die Fledermaus (El murciélago) en 1874, Viena volvió a dominar el mundo, el mundo de la ope­ reta, claro está. Antaño centro de la antigua y alta cultura -la gran ópera y el tea­ tro serio, lo más excelso en lengua alemana-, ahora Viena sobresalía en la ópe­ ra ligera y en la música de baile. En unos pocos años el vals vienés había con­ quistado el planeta. Además de los valses, estaban las operetas de Strauss, Léhar, Suppé y otros. Si volvemos la vista atrás, parece como si el vienés de esa época no cesara de bailar: bailes de máscaras, el ludismo del carnaval (el Fasching, en el que participaba casi toda Viena) y las espléndidas salas de baile desperdigadas por toda la ciudad. Algunos de estos acontecimientos, como los grandes bailes de la corte, eran sólo para las clases altas, pero existían otros para las clases bajas y muchos en los que las clases se mezclaban libre­ mente. Además, Viena era una ciudad excelente para las ceremonias, con muchos estrados desde donde todo el mundo podía admirar los aconteci­ mientos de la corte, las bodas reales o los aniversarios del emperador. En ta­ les ocasiones los artistas hacían gala de su talento e imaginación para entrete­ ner a la plebe. Estas continuas celebraciones negaban la gravedad de la deca­ dencia del imperio. En la esfera de la política y de los acontecimientos mundanos, las catástrofes sacudieron periódicamente el imperio hasta sus raíces y aceleraron su desinte­ gración. Pero eso no fue todo: las catástrofes que tuvieron lugar en el corazón del mundo íntimo de la ciudad, es decir, en el seno de la familia imperial, en la

20 El peso de una vida corte, que constituía el verdadero centro de la ciudad, su raison d’étre, fueron igualmente desastrosas. El matrimonio del emperador Francisco José con Isabel, una joven y bellísi­ ma princesa bávara, estuvo colmado de amor y ñdelidad por parte de él, amor que le profesó durante toda su vida. No obstante, a pesar de los esfuerzos del emperador por complacerla y hacerla feliz, Isabel no tardó en distanciarse de él y de la corte, proceso que se agravó cada vez más hasta el extremo de que ape­ nas pasaba tiempo ni con Francisco José, ni en Viena. Ahora podemos considerar a Isabel una histérica, narcisista y anoréxica. Pe­ ro en su tiempo, fue aclamada, con todo merecimiento, como la mujer más bella de Europa. Para conservar su distinguida belleza, atributo responsable de su conversión en emperatriz, se sometió a dietas drásticas, como no ingerir más que seis vasos de leche al día, durante varios días. En sus frecuentes excursio­ nes, caminaba a paso tan ligero que sus acompañantes caían extenuados, mien­ tras ella continuaba durante siete, ocho e incluso diez horas. Al igual que algunas histéricas, como la que Schnitzler describiría más tarde en su novela Fráulein Else, la emperatriz -quien siempre viajaba con baúles que ocupaban varios vagones, para poder disponer de un gran surtido de las ropas más costosas y exquisitas- se aficionó a pasear solamente con un vestido, una simple prenda que cubría su cuerpo desnudo. No llevaba ropa interior y, para horror de sus acompañantes, tampoco medias. Sin embargo, solía llevar como mínimo tres pares de guantes para proteger sus hermosas manos. Posiblemente uno de los síntomas más claros de neurosis fueran sus intermi­ nables viajes, sin ningún objeto, por toda Europa. En palabras del escritor fran­ cés Maurice Barres: «Sus viajes en nada se parecían a la apacible y premeditada regularidad de las aves migratorias, sino que se trataba del precipitado ir y venir a la deriva de un espíritu sin rumbo que batía sus alas sin permitirse descanso ni propósito». En 1871, cuando el emperador escribió a Isabel, quien, como casi siempre, no se encontraba en Viena, preguntándole qué regalo le gustaría recibir el día de su santo, ella le respondió, posiblemente burlándose de sí misma: «Lo que en realidad me gustaría sería un manicomio completamente equipado». La locura ejercía una fascinación particular sobre Isabel, quizás porque no era rara en su familia, los Wittelsbach, gobernantes de Baviera. Visitaba los ma­ nicomios con asiduidad, en Viena, Munich y Londres. Ensalzó la muerte y la lo­ cura en comentarios tales como «la idea de la muerte purifica» y «la locura es más cierta que la vida», pruebas de su tendencia hondamente melancólica mu­ cho antes de los terribles sucesos de Mayerling, tras los cuales se le acentuaría aún más. En 1898, en uno de sus viajes a Ginebra, fue asesinada por un anar­ quista. Su muerte tuvo tan poco sentido como su vida. Así pues, en la corte imperial, que dominaba todo lo que sucedía en Viena, podía hallarse un interés por la locura y un ejemplo del devastador impacto de la neurosis y de los resultados destructivos de la histeria, mucho antes de que

La Viena de Freud 21 Freud decidiera dedicar su vida a una comprensión profunda del mundo interior y de las fuerzas del hombre, hasta entonces desconocidas, que causaban esos trastornos. En 1889, hacía cuarenta años que Francisco José era emperador. La conti­ nuidad del imperio dependía de Rodolfo, su heredero y único hijo. Rodolfo lle­ vó una existencia solitaria. Isabel, su madre, se mostraba distante y casi siempre inaccesible. Él y su padre sentían pocas simpatías mutuas, y no existía amor en­ tre Rodolfo y su esposa, una princesa belga. A los treinta años había vivido nu­ merosas aventuras amorosas intrascendentes. Solo y deprimido, sintiéndose to­ talmente inútil a su edad, Rodolfo planeó y ejecutó un pacto suicida con una de sus amantes, la baronesa Vetsera: la mató y luego se suicidó en su pabellón de caza en Mayerling, en el corazón de los bosques de Viena, a veinticuatro kiló­ metros de la ciudad. Los conflictos edípicos entre los gobernantes y sus hijos no constituían nin­ guna novedad, ni en la historia, ni en la casa Habsburgo. El conflicto entre Felipe II y don Carlos no sólo hizo historia, sino que se convirtió en el tema de uno de los mayores dramas mundiales y luego en una gran ópera. Pero los actos de Rodolfo parecían excepcionales: el heredero de un gran imperio comete ho­ micidio y se suicida, justo después de hacer el amor con una mujer de su agrado, que sin duda también había optado por el sexo y la muerte. El clima psicológico de Viena durante la decadencia del imperio y las enfermizas pasiones que, como consecuencia, impregnaron la ciudad en este período forman el marco apropia­ do, e incluso necesario, para tan drástico ejemplo de complejo de Edipo hacia el padre: neurosis, sexo, asesinato y suicidio. Fue una demostración horrible y grá­ fica de las tendencias destructivas inherentes al hombre, que más tarde Freud in­ vestigaría y describiría. También reflejaba la relación íntima entre la pulsión se­ xual y la pulsión de muerte, conexión que Freud pretendía clarificar explorando los aspectos más oscuros de la psique humana. El emperador intentó asumir esas tragedias personales y familiares a costa de una agravación de su neurosis laboral; se sumergía en su papeleo durante die­ ciséis horas al día sin descanso, como si fuese un mero subalterno del imperio, en lugar de su gobernante supremo. Insistía obsesivamente en la etiqueta de la corte y adoptó el famoso (en realidad infame, puesto que no dejaba lugar a las emociones ni a la espontaneidad en las relaciones humanas) ceremonial de la corte española, que no permitía el contacto personal de ningún tipo. Sin embar­ go, es interesante observar que, cuando el distanciamiento de Isabel se hizo per­ manente, y sobre todo después de su muerte, el emperador buscó consuelo en la compañía de una joven y bella actriz que había sido su lectora. Debido al suici­ dio de Rodolfo, el archiduque Francisco Femando -hombre en profunda desa­ venencia con el emperador- se convirtió en heredero al trono. Se dice que en 1914, cuando Femando fue asesinado -hecho que desató la primera guenra mundial-, Francisco José expresó su alivio porque ese asesinato rectificaba una situación muy necesitada de enmienda.

22 El peso de una vida Durante este período de lenta decadencia del imperio, el sexo y la destruc­ ción coexistían de modo extraño en buena parte de la cultura vienesa. Incluso los principales políticos estaban obsesionados por ideas de muerte, como suge­ ría el comentario: «Hemos de suicidamos antes de que los demás nos maten», del ministro húngaro de Asuntos Exteriores alrededor del año 1912. Esta rela­ ción entre sexo y muerte generó uno de los temas fundamentales del arte, la lite­ ratura y el psicoanálisis vieneses. Influyó en la obra de muchos, como por ejem­ plo en el joven y brillante filósofo Otto Weininger que, en 1903, se suicidó a los veintitrés años en el lugar donde murió Beethoven. Su obra Sexo y carácter, una visión profundamente pesimista del sexo, tuvo gran repercusión sobre los inte­ lectuales de Viena. Ya al principio de su vida, Sigmund Freud optó por lo que parecía presagiar su posterior reconocimiento de la importancia de la pulsión de muerte en su mé­ todo maduro. En diciembre de 1881 se incendió el teatro Ring de Viena, causan­ do gran número de víctimas: otra trágica catástrofe que azotó la ciudad. El em­ perador, que siempre ponía buena cara ante la adversidad, decretó que en el em­ plazamiento del teatro destruido se levantara un nuevo edificio residencial y comercial que se llamaría Sühnhaus (‘Casa de Expiación’). F. V. Schmidt, en­ tonces considerado el más grande de Viena, sería el arquitecto, y, debido a la ex­ celente situación en la Ringstrasse, el nuevo edificio podría exigir altos alquile­ res. Así, parte de los ingresos obtenidos serían destinados a la manutención de los niños que habían quedado huérfanos por el incendio. Al principio resultó difícil encontrar arrendatarios de los espléndidos aparta­ mentos de la Sühnhaus: la gente era reacia a mudarse a un lugar donde otros ha­ bían perdido la vida. No obstante, al contraer matrimonio Freud adquirió un apartamento en esa «Casa de Expiación» -aunque el alquiler estaba casi fuera de sus posibilidades- y desde allí emprendió el ejercicio de su profesión. Es muy significativo que no contemplara la posibilidad de que sus pacientes, que padecían extenuantes trastornos nerviosos, dudaran en recibir tratamiento en un edificio lleno de connotaciones morbosas. Por razones que desconocemos, Freud no sólo ignoró esas connotaciones, sino que, es evidente, las halló intere­ santes. Quizás, en ese tiempo su inconsciente albergaba ya ideas sobre la pato­ logía de las neurosis, y le condujo a elegir ese siniestro edificio como lugar para vivir y trabajar. Los Freud fueron tan tempranos ocupantes de la Sühnhaus, que su primer hijo fue también el primer niño que nació allí. Con ese motivo, Freud recibió una carta del emperador, felicitándolo como padre del primer niño naci­ do en el edificio, por traer al mundo una vida en un lugar donde se habían perdi­ do tantas. Esta carta constituye el único trato directo entre Freud y el emperador del que tenemos noticia. Sin embargo, Freud siempre tuvo presente al emperador y lo que él representaba. En muchas ocasiones dijo que un emperador era un sím­ bolo del padre y del super yo, y que por tanto la figura del emperador jugaba un papel importante en el consciente y el inconsciente de cada uno.

La Viena de Freud 23 No obstante, los acontecimientos revelaron que ni el propio emperador de Viena era el amo de su propia casa y este hecho pudo inspirar en Freud la idea de que el yo no era el amo de su propia casa, percepción que Freud calificó de duro golpe a nuestro narcisismo (como debió ser destructivo para el narcisismo del emperador el hecho de ser rechazado por su hijo y su esposa). Es probable que a Freud no se le escapara la neurosis de trabajo del emperador como defen­ sa contra los continuos golpes asestados a su propia estima, pues en su estudio de la neurosis descubrió que era una defensa contra los temores sexuales y los ataques al amor propio. En esta cultura vienesa única, las fuerzas internas más poderosas eran Eros y Tánatos, sexo y muerte. La formulación parece simple, pero la influencia recí­ proca entre esas fuerzas no es nada simple; al contrario, es muy compleja y ori­ gina muy diversos e intrincados problemas psicológicos. La cultura vienesa qui­ so explorar esas complejidades psicológicas y materializarlas en sus creaciones. El problema central de la cultura vienesa era desentrañar el significado de estos complejos fenómenos psicológicos, hasta la fecha desconocidos, oscuros y ocultos, de manera que se pudieran comprender y tal vez dominar. Freud no fue el único que dedicó su vida a luchar contra tan agotadores obstáculos. El vienés - Arthur Schnitzler, a quien Freud llamaba su alter ego, había estudiado medicina como él y, también como él, ejerció su profesión durante relativamente poco tiempo. Después, se dedicó al estudio de la psique humana, no como psiquiatra, sino como escritor. Schnitzler llegó a ser la principal figura literaria de Viena de su tiempo y fue reconocido como tal. Sus novelas eran muy leídas y admiradas y sus obras eran las más representadas en la escena alemana, y, en particular, en Viena, ciudad que siempre había sentido gran estima por el teatro. No es este el momento para analizar con detalle el trabajo de Schnitzler, pero deben mencionarse al menos dos de sus piezas teatrales más importantes, para demostrar que también en su mente el sexo y la muerte estaban inextricablemente unidos. La traducción libre del título de una de esas obras podría ser «Pequeño asunto amoroso» (Liebeleí). Un joven de clase alta tiene una aventura con una chica de clase baja que lo ama profundamente. Pero su relación apenas posee importancia para él, compa­ rada con su interés por seducir a la esposa de un prestigioso ciudadano. En reali­ dad, tampoco está enamorado de ella, pero el reto de seducirla tienta su vanidad. El marido de la dama se siente obligado a desafiarlo a un duelo, en el transcurso del cual mata al joven. A la chica que tanto le amaba ni siquiera le penniten asistir al funeral y este hecho la convence de lo poco que significaba para él. Desesperada, se suicida. La otra obra es Das Weite Land (El vasto país). Este enorme y desconocido país es, por supuesto, la psique del hombre. En esta obra, una dama casada de la alta sociedad tiene una aventura -debemos suponer que por primera vez en su vida- con un joven oficial de marina que se encuentra de permiso. Su marido, que había tenido muchas aventuras, ninguna de las cuales significó nada para él,

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El peso de una vida

se siente ofendido por el asunto de su esposa, pues hiere su orgullo. Reta al ofi­ cial de marina en duelo y lo mata. En consecuencia, no sólo destroza esa vida, sino también la de ambos, marido y mujer, ya que carecen de significado. Así, en ambas piezas, como en muchas otras obras de Schnitzler, los enredos sexua­ les conducen a la destrucción. Este es también el tema de una de sus novelas más famosas, Fráulein Else, en la cual una joven neurótica, y probablemente histérica, para salvar a su padre de la humillación, accede al deseo de un hombre de edad avanzada consistente en que ella se le entregue desnuda, y con ello se suicida. En una conversación con Martin Buber -otro hombre extraordinario cuya personalidad se formó durante esos años en Viena, donde había nacido y donde, gracias a su asociación con Herzl, dedicó su vida al estudio del hasidismo-, Schnitzler le dijo que a los personajes que había creado, tan típicos de la Viena de ese tiempo, un sentimiento de final de su mundo los invadía, y que el fin de su mundo estaba en ciernes, como en efecto ocurrió. Rilke, en su obra Cuento de amor y muerte de Cornet Cristóbal Rilke, pro­ yecta en el pasado de Austria la idea de que la muerte sigue inmediatamente a la experiencia sexual, pero se trata de un tema coetáneo, como claramente demos­ tró la tragedia del príncipe de la corona austríaca. Otros, además de Freud y Schnitzler, tuvieron la intuición de que Eros y Tánatos son las pulsiones más profundas y fuertes del hombre. El tema central de una de las grandes obras de Brahms, el Requiem alemán, es: «en medio de la vida estamos rodeados de muerte». Mahler escribió canciones sobre la muerte de los niños, una sinfonía de resurrección y, su obra culminante, la octava sinfo­ nía, que combina una misa medieval con la última parte de Fausto, su apoteosis, en el cual a su muerte es salvado por el amor de una mujer, dando a entender que sólo en la muerte se halla la única realización posible. Freud inició su investigación sobre las fuerzas ocultas que subyacen a las ac­ ciones del hombre en su estudio de la histeria, en el que todavía trabajaba cuan­ do ocurrió la tragedia de Mayerling. En este estudio descubrió lo poderosa y exigente que era la fuerza de la pulsión sexual, y qué extrañas formas de con­ ducta podía provocar su inhibición, su represión o ambas cosas. En 1895 apare­ cieron sus Estudios sobre la histeria (y el de Breuer) y al año siguiente los ensa­ yos de Freud sobre la etiología de la histeria y sobre la sexualidad en la etiología de la neurosis. La honda impresión que esos estudios causaron en el mundo lite­ rario de Viena se refleja en los comentarios de Hugo von Hoflmannsthal, quien, mientras escribía el libreto para la ópera Electra de Richard Strauss, los consul­ taba una y otra vez. En realidad, Electra se representa como una mujer histérica. El psicoanálisis se funda con la aparición de La interpretación de los sueños en 1900. Esta gran obra de Freud trata sobre la introspección, centra todo su in­ terés en la naturaleza más íntima del hombre, en el desdén hacia el mundo exte­ rior, que palidece al compararlo con la fascinación de este mundo íntimo. Esta obra maestra del fin de siglo vienés, resultado de la desesperación resultante de

La Viena de Freud 25 la incapacidad de cambiar el curso del mundo externo y un esfuerzo por enmas­ carar tal deficiencia con un persistente interés por ese otro mundo oculto, se re­ sume en la cita de Virgilio que Freud coloca al principio del libro, «Flectere si nequeo superas, Acheronta movebo» (‘Si no puedo llegar al cielo, moveré el in­ fierno’). Esta máxima fue una concisa sugerencia de que ese dirigirse hacia lo íntimo, hacia los aspectos ocultos del ser, se debía a la desesperación provocada por la incapacidad para cambiar el mundo exterior o detener su destrucción, y que lo mejor que uno podía hacer era negar la importancia del mundo en gene­ ral, y dirigir la atención hacia los aspectos oscuros de la psique. Esa preocupación por el sexo y la muerte se encuentra muy marcada en la obra de los más grandes artistas vieneses de este período, sobre todo en Gustav Klimt y Egon Schiele. La obra temprana de Klimt era bastante convencional, pero hacia el fin de siglo, al alcanzar la madurez, empezó a pintar y dibujar mu­ jeres histéricas desnudas. Por ejemplo, algunos de los estudios para los cuadros de gran formato que decorarían la Universidad de Viena mostraban mujeres desnudas en la típica postura histérica de are de cercle, motivo que repite con frecuencia. De hecho, ya hacia 1902, un crítico hostil se refiere a Klimt, no sin razón, como «el pintor del subconsciente». Difícilmente puede ignorarse la fun­ ción de Eros en la pintura de Klimt, debido al dominio de los temas eróticos en la mayoría de sus pinturas, a excepción de sus paisajes. Deben citarse las pintu­ ras de Klimt Danaé, Serpientes de agua, Plenitud y ciertas partes del friso de Beethoven, tales como Poderes hostiles, así como Leda y El beso. El más aventajado discípulo de Klimt, Egon Schiele, llevó esta tendencia Énucho más lejos. Nada más alcanzar la madurez artística pintó y dibujó princi­ palmente el mundo íntimo del hombre, en especial sus aspectos neuróticos. Un importante precepto de Freud, que parece haber influido en Schiele, es que el análisis de uno mismo debe preceder al análisis de los demás; para comprender por completo el subconsciente, uno debe estudiar primero su propio subcons­ ciente. En sus autorretratos, Schiele analizó su propia personalidad, con la mis­ ma penetración y crueldad con la que Freud se analizó a sí mismo. Los dos cua­ dros realizados en 1910 y 1911 titulados Los propios oráculos son típicos de la habilidad de Schiele para ofrecemos imágenes de la vida inconsciente de una persona. En el retrato doble El inspector Benesch y su hijo, no sólo pintó los as­ pectos ocultos de la psique de esas dos personas, sino su complejo de Edipo. Su cuadro transmite la esencia del complejo de Edipo con tanta elocuencia como los escritos del propio Freud. Lo dicho sobre los retratos y autorretratos de Schiele puede ampliarse con la misma justicia a los de Oskar Kokoschka y Amold Schónberg, quien además de crear los fundamentos de la música moderna también pintaba. Sus obras La mi­ rada roja y La visión nos permiten observar la representación de la vida interior de la persona, con más claridad que su apariencia extema. Sin embargo, en el fondo los cuadros nos hablan directamente y los mensajes que estas pinturas transmiten sobre los secretos más íntimos del hombre deben buscarse en sí mis­

26 El peso de una vida mas -y nuestras reacciones ante ellas- y no en lo que se pueda decir o escribir sobre ellas. Existe una elocuente apostilla a la historia de la emperatriz Isabel y su deseo de «un manicomio completamente equipado». En la década posterior a su muer­ te se construyó en Viena una institución para albergar a los locos. Se convocó a los más grandes talentos artísticos disponibles para crear el más moderno y be­ llo edificio destinado al uso exclusivo de los enfermos mentales. Se encargó a uno de los más distinguidos arquitectos de Viena, Otto Wagner, el diseño de la estructura, la iglesia de San Leopoldo de Steinhof, un lugar dedicado al servicio de las necesidades espirituales de los pacientes que sufrían los más graves tras­ tornos mentales. Wagner concibió esta iglesia como una obra de arte total, una Gesamtkunstwerk, e invitó a muchos de los mejores jóvenes artistas de Viena -Kolo Moser, Richard Luksch, Othmar Schimkovitz y otros- a participar en su decoración. Una de las principales características de la iglesia, iniciada en 1905 y concluida en 1907, es su cúpula dorada, una cúpula recubierta de bronce dora­ do que resplandece maravillosamente cuando los rayos del sol se reflejan en ella. Esta iglesia no sólo domina la institución entera, sino también los distri­ tos circundantes. Se convirtió en uno de los grandes lugares memorables de la ciudad. Así, durante los últimos años de desintegración del gran imperio Habsburgo, su capital rindió tributo a la importancia de la locura con un hermoso y magnífi­ co monumento. Sus grandes escritores y pintores exploraron en sus obras el ori­ gen de la locura, y sus mejores eruditos dedicaron sus energías al descubrimien­ to y la comprensión de lo más oculto y recóndito de la mente del hombre, ese «vasto país» de la obra de Schnítzler, y a descifrar los orígenes de la conducta histérica y neurótica. Gracias a lo ocurrido en Viena en esta época extraordinaria, disponemos ahora de los medios para dominar -o como mínimo comprender- algunas de las oscuras fuerzas de nuestras mentes y nos es posible -aun en medio de la desinte­ gración- extraer un significado a la vida y, como Freud nos enseñó, ser los amos de nuestra propia casa.

Berggasse, 19*

n junio de 1938, cinco días antes de que la familia de Freud se trasladara de Viena a Londres, un amigo de éste, August Aichhom, pidió a un joven fo­ tógrafo, Edmund Engelman, que hiciera algunas fotografías de la residencia de Freud para tener un testimonio visual del lugar donde se originó el psicoanálisis. El plan era hacer las fotografías sin el conocimiento de Freud, para no acrecen­ tar las molestias de un hombre viejo y gravemente enfermo en un momento en que se encontraba muy preocupado por el hostigamiento de los nazis hacia él y su hija, y por su inminente partida. Pero, por casualidad, Freud se encontró con Engelman cuando éste tomaba las fotografías y accedió a posar en algunos re­ tratos, que añadirían mayor significación a las fotografías presentadas en el li­ bro Sigmund Freud’s Home and Offices, Vienna 1938. El fotógrafo sufrió el inconveniente de no poder utilizar flashes; debía evitar atraer la atención de la Gestapo, que mantenía el domicilio de Freud bajo estric­ ta vigilancia. Todo empezó cuando Freud, gracias a la intervención de influyen­ tes amigos extranjeros, obtuvo permiso para embarcar al extranjero sus posesio­ nes, de las cuales la más importante para él era su colección de arte y antigüeda­ des. La vigilancia de la Gestapo intentaba impedir que otros introdujeran objetos de valor en el apartamento y de este modo burlaran su confiscación por parte de los nazis. Medio año más tarde, Engelman abandonó también Viena. No se atrevió a llevarse con él los negativos de Freud por temor a que cuando inspeccionaran su equipaje despertaran sospechas e impidieran su partida. Los dejó bajo la custo­ dia de Aichhom y, al morir éste después de la guerra, remitieron los negativos a Anna Freud a Londres, quien finalmente se los devolvió a Engelman. De esta manera surgió el libro, tal como Engelman relata en sus memorias. Desde 1891, el entresuelo de un indescriptible edificio de apartamentos de

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* Esta reseña a Sigmund Freud’s Home and Offices, Vienna 1938: The Photographs o f Edmund Engelman, Basic Books, Nueva York, 1976, apareció bajo el título «Where Psychoanalysis Was Bom», en The New York Times BookReview (2 de enero de 1977).

28 El peso de una vida cuatro plantas en el número 19 de Berggasse alojaba el hogar y la consulta de Freud. Allí habría permanecido si los nazis -en contra de sus deseos- no le hu­ bieran obligado a salir de Viena un año antes de su muerte. En Berggasse, 19, Freud concibió las intuiciones sorprendentemente nuevas y profundamente tur­ badoras sobre sí mismo y los demás que han remodelado nuestra visión del hombre. Allí atendió a sus pacientes, escribió casi todas sus obras importantes y se reunió con el «Grupo de discusión de los miércoles» -la primera y durante largo tiempo la única sociedad psicoanalítica-, en el que solía experimentar sus nuevas ideas. Fue allí donde Freud se reunía con sus amigos, y más tarde sus se­ guidores, que acudían de todas partes del mundo para verlo. Allí vivió con su fa­ milia durante casi medio siglo. Es lógico que nos preguntemos si el escenario permite hacemos alguna idea sobre estos famosos acontecimientos en la histo­ ria de la psicología. Pero dudo que estas fotografías, que muestran la típica atmósfera victoriana en donde se inició el psicoanálisis, contribuyan a alguna aclaración. El estudio detallado del diván psicoanalítico no nos da necesariamente ninguna indicación sobre lo que trata el psicoanálisis, como tampoco la visión del entorno en el que sucedió todo nos explica al hombre o a su trabajo. Sin embargo, el entorno físi­ co en el que un hombre elige vivir, y que crea para sí, dice algo sobre su estilo de vida, sus intereses y sus preferencias. Aunque no explican a Freud ni a su crea­ ción, las fotografías permiten algunas impresiones íntimas sobre su modo de vida, por lo menos en el aspecto superficial. Y, como no sólo los psicoanalistas saben, aunque el exterior puede ser diferente del interior, guarda cierta relación. Berggasse, «calle de la Montaña», es un nombre desacertado, que llama la atención hacia una colina de escaso desnivel en uno de sus extremos. La calle es llana y bastante amplia en su mayor parte, y el número 19 está situado en este tramo llano. La calle sugiere una respetabilidad de clase media, no de clases al­ tas o clase media intelectual. Berggasse es una calle deslucida y corriente en un barrio mediocre del distrito noveno de Viena. Y lo dicho sobre la calle vale tam­ bién para el número 19, como podemos apreciar en las fotografías del vestíbulo, la escalera del edificio, y la puerta del despacho de Freud. Cuando era joven, solía pasear por el edificio con más frecuencia que por esa calle empinada y poco atractiva, que visitaba sólo porque Freud vivía allí. Al mirar su morada, a menudo me preguntaba por qué ese gran hombre decidió vi­ vir en ella, cuando muchas otras calles de Viena eran más atractivas, con edifi­ cios más bellos u otros que al menos ofrecían vistas encantadoras o de interés histórico. Sólo ahora, desde la distancia de toda una vida y un continente de por medio, me doy cuenta que se podría considerar la situación de la casa de Freud como un símbolo del curso de su vida. El tramo llano de la calle se iniciaba en el mercadillo fijo de Viena, el Tandelmarkt, una mezcolanza de comercios de trastos vie­ jos que en época de Freud pertenecían a pobres tenderos judíos. Cerca del otro extremo de Berggasse, en lo alto de la colina, estaban los dispensarios de la Uni­

Berggasse, 19 29 versidad de Viena, la propia Universidad y, alrededor del Ayuntamiento, algu­ nas de las más selectas residencias de la clase media-alta, de donde provenían la mayoría de pacientes y visitantes de Freud. ¿Reflejaba la ubicación de su hogar el sentimiento de Freud hacia su vida? Era hijo de un pequeño comerciante judío, de medios muy limitados, que había obtenido relativo éxito en su actividad. Durante su juventud, Freud vivió y fue a la escuela en el distrito segundo, como la mayoría de la población judía pobre de Viena. Berggasse empezaba muy cerca de este distrito segundo, donde los padres de Freud continuaban viviendo. Freud dejó claramente atrás la vida que llevaba en el distrito segundo, pero nunca consiguió su gran ambición: ser titu­ lar de una cátedra en la Universidad, ni tampoco fue totalmente aceptado en los círculos de la alta burguesía vienesa. Allí, en la parte llana de la calle, a medio camino entre sus orígenes judíos y los opulentos e intelectuales barrios de la co­ lina, Freud construyó su hogar. Nunca entendí que en ella se domiciliara un ge­ nio mundialmente conocido, descubridor del psicoanálisis, pero quizás era el logar donde se encontraba más cómodo, porque reflejaba algo de su vida exter­ na y la progresión de su carrera. La elección del emplazamiento de su hogar quizá reflejase también la creen­ cia de Freud en la relativa insignificancia de las apariencias superficiales, su percepción de que detrás de la trivialidad de lo externo pueden ocultarse signifi­ cados secretos mucho más importantes, y cuanto más ordinaria sea la superficie, más ocultos pueden permanecer. La domiciliación de Freud en esta casa insípi­ da, respetable y corriente tal vez no se deba sólo a su creencia en que la verda­ dera originalidad evita los adornos -protegida contra intromisiones injustifi­ cadas al amagarse tras lo banal-, sino también a su convencimiento de que si deseamos comprender al hombre, debemos buscar lo que se oculta tras la super­ ficie. Teniendo esto en cuenta, estamos preparados para apreciar en las fotogra­ fías de Engelman aquello que escaparía a los ojos de un observador ocasional del apartamento del entresuelo de Berggasse, 19. Si uno no ha visto antes el lugar de trabajo de Freud, su curiosidad se centra inmediatamente en el diván psicoanalítico tal como Freud lo concibió, detrás de él, una silla y el escritorio donde escribía, donde redactó sus obras y despachó la abundante correspondencia que, a su manera, preparó el escenario para el futuro del psicoanálisis. De este modo, Engelman enfocó su cámara principalmente hacia esos tres objetos. Entre los innumerables objetos que llenan la consulta y el estudio, el diván es uno de los atributos centrales, pero menos interesantes. El diván está cubierto por un tapiz oriental, mientras otro cuelga de la pared contra la cual se apoya uno de sus lados largos. Alfombras orientales cubren el suelo -como era cos­ tumbre en la Viena burguesa de la época- y también se extienden sobre las me­ sas, que así dejaban de serlo. Esto realzaba la atmósfera cálida y confortable, casi última de la habitación. Puede resultar sorprendente que sobre el diván se amontonaran almohadones, para que el paciente descanse en una postura medio

30 El peso de una vida incorporada y no en una posición supina. En esta postura, el paciente no podía evitar percatarse -a menos que mantuviera los ojos cerrados- de una habitación muy confortable pero recargada, que por todas partes reflejaba el gran interés personal -incluso característico- de su analista por las antigüedades. En las ha­ bitaciones domina por entero una profusión de antigüedades, una colección de la cual comentó que le proporcionaba un «solaz insuperable». Para creerlo basta con observar estas fotografías. En esas dos habitaciones hay objetos antiguos por todas partes; cubren las paredes, varias hileras de ellos se amontonan en las mesas, en los estantes, en las vitrinas. Incluso encima del escritorio de Freud, unas veinte estatuillas están dispuestas hacia él para poder observarlas mientras trabajaba. Dondequiera que mirara siempre las tenía ante sus ojos. Los objetos no estaban colocados de manera sistemática, ni por temas, períodos, o culturas. Objetos de la antigüedad grecorromana se emplazaban jun­ to a otros egipcios o chinos. (Cabe destacar que, a pesar de su pronunciado sen­ timiento de identidad judía, Freud no poseía ninguna antigüedad judía en su co­ lección, omisión comprensible en un hombre que veía a Moisés como un egip­ cio. Las piezas egipcias ocupan un lugar predominante en su colección.) Da la sensación de que en la mente de Freud cada objeto tenía un lugar asignado se­ gún lo que significaba para él. Uno desearía comprender cómo y por qué los ob­ jetos tan diversos que Freud colocaba juntos se correspondían también en su mente. En la época de Freud no era extraño que los miembros cultivados de la clase media vienesa coleccionaran arte, ni que limitaran su colección a objetos del pasa­ do. La educación humanística que recibió esta clase, con especial énfasis en la cultura grecorromana, impidió que muchos percibieran las excelencias del arte de su tiempo, que estaba surgiendo a su alrededor. Freud parece haber compartido esta actitud. Sin embargo, su colección presenta aspectos únicos dignos de consi­ deración. En primer lugar, Freud prefería las piezas completas, evitando los frag­ mentos o las piezas dañadas. En segundo lugar, su interés era esencialmente ar­ queológico, no estético. Como el propio Freud declaró, las cualidades formales no le interesaban, lo importante era aquello que el objeto expresaba sobre el pa­ sado del hombre, no lo que revelaba sobre el sentido de la belleza del hombre. Por último -lo más notable y, comparado con la práctica de otros coleccio­ nistas, lo más peculiar-, todos estos objetos se congregaban en su consulta y su estudio, ninguno en las diversas habitaciones vecinas que constituían los aloja­ mientos de la familia. ¿Qué otra afirmación más categórica podría haber pro­ nunciado Freud que decir que su colección era parte esencial de sus intereses psicoanalíticos y no de su vida como padre de familia? Esto parece contradecir su declaración: «Por peculiar que mi vida como descubridor del inconsciente sea, mi vida familiar es corriente». (Así, apenas merece la pena examinar las fo­ tografías del alojamiento de la familia; muestran los típicos interiores de la resi­ dencia de cualquier familia vienesa de clase media acomodada de su tiempo. Todo el mobiliario que vemos, incluidos los objetos de la única vitrina de las ha­

Berggasse, 19 31 bitaciones que aparece en fotografía, carece de distinción. La vitrina encierra fotografías de familia y otros recuerdos, como los que encontraríamos en la ma­ yoría de habitaciones de los otros edificios de Berggasse, o dondequiera que im­ perase el modo de vida Victoriano.) Dado que simbolizaban su trabajo psicoanalítico, Freud estaba más que dis­ puesto a compartir sus intereses «arqueológicos» con pacientes y colegas ana­ listas. De este modo comprendemos por qué las piezas que Freud coleccionaba debían ser antiguas, por qué debían haber permanecido ocultas a la vista duran­ te largo tiempo y «desenterradas» en la forma exacta en que antaño habían sido enterradas. Si para Freud estos objetos eran importantes como símbolos de la obra de su vida, comprenderemos por qué estaban tan apretados en pequeños es­ pacios, en un revoltijo en apariencia desorganizado, igual que los actos reprimi­ dos se mezclan y apiñan en el inconsciente. También comprenderemos por qué sus cualidades estéticas no interesaban a Freud. Para el psicoanalista, la belleza reside en la recuperación completa y no distorsionada de aquello que ha subsis­ tido largo tiempo enterrado en el inconsciente y no en lo que ha sido «desente­ rrado» por sus particulares cualidades artísticas. Cuanto más tiempo y más pro­ fundamente ha estado algo enterrado, más cuidado hay que tener al acceder a él (como los objetos de las tumbas egipcias), y mayor es el éxito del psicoanálisis en su recuperación completa. Si para Freud este era el significado simbólico de su colección de antigüedades, entenderemos por qué la mayoría de los objetos son de origen funerario. Y no, como muchas veces se ha dicho, por una relación con el instinto de muerte, o cualquier otro interés morboso centrado en la muer­ te. Por el contrario, es posible suponer que estos pequeños tesoros antaño ente­ rrados simbolizaban cosas profundamente ocultas, cosas cuya existencia ni si­ quiera se conoce, pero que, sin embargo, poseen una realidad y podrían ser to­ talmente recuperadas, y por tanto añadidas al placer de la vida. De ser así, uno esperaría que además de producir a Freud la satisfacción del coleccionista, su compilación, en realidad atípica para un individuo particular que disponía de poco tiempo y a menudo de poco dinero, también le recordase gratamente que había desenterrado tesoros aún más grandiosos que los descu­ biertos por Schliemann. Mientras otros arqueólogos han enriquecido nuestro conocimiento de la historia, recuperando objetos que nos proporcionan un pla­ cer estético, Freud desenterró aquello que puede liberamos de la represión y la ansiedad, y de este modo no sólo nos ofrece conocimiento y placer, sino que también nos hace dueños de nosotros mismos.

Cómo me inicié en el psicoanálisis

ace setenta años, durante los primeros tiempos del psicoanálisis, iniciarse en él era sin duda muy diferente a como suele ocurrir hoy en día. Se trata­ ba de un asunto muy personal y no de la elección de un curso de estudio. En un principio, no llegué al psicoanálisis por lo que éste pudiera ofrecer a gente necesitada de terapia, ni por curiosidad intelectual, ni como parte de mis estudios académicos. Nada más lejos de mi mente que pensar que el psicoanáli­ sis podía convertirse en mi vocación. Aunque con el tiempo se convirtió en el elemento más importante de mi vida intelectual y mi principal ocupación, real­ mente fue una pura casualidad, fruto de experiencias muy personales. En la primavera de 1917, el tercer año de la primera guerra mundial, yo tenía trece años y pertenecía al movimiento radical juvenil vienés denominado Jung Wandervogel, que era socialista y pacifista. El grupo se autodenominaba «Jung» Wandervogel para marcar sus diferencias con el movimiento Wandervogel ale­ mán de antes de la guerra, que había sido muy nacionalista y patriótico. Pero el Jung Wandervogel compartía con el antiguo movimiento juvenil un interés por la reforma radical de la educación. El nuestro era un pequeño grupo de unos cin­ cuenta a cien adolescentes. Durantes estos años de guerra, una parte importante de nuestras actividades consistía en las regulares salidas dominicales a los bos­ ques vieneses, excursiones destinadas tanto al esparcimiento como a la explora­ ción de ideas radicales sobre la política y las relaciones humanas, incluidas las familiares. De explorar lo que nos parecían nuevas ideas sobre las relaciones humanas sólo había un paso a crear vínculos afectivos, cuya naturaleza discutía­ mos con vehemencia. En este contexto nació mi primer vínculo afectivo adolescente por una mu­ chacha de mi edad. Todo parecía ir bien hasta que un domingo un joven de uni­ forme llamado Otto Fenichel, que antes de ser llamado a filas había sido ya un miembro importante, se unió a nuestro grupo. Era sólo unos pocos años mayor que nosotros y había sido relevado de las obligaciones militares para acabar sus estudios de medicina. Para mi consternación, centró su interés en la chica que yo consideraba mía.

H

Cómo me inicié en el psicoanálisis 33 En aquel tiempo, Otto asistía a conferencias de Freud en la Universidad de Viena. Eran las conferencias que más tarde bajo el título de Lecciones de in­ troducción al psicoanálisis se hicieron mundialmente famosas. Estas conferen­ cias habían fascinado a Otto. Como muchos otros nuevos adeptos, no sólo esta­ ba entusiasmado con las enigmáticas doctrinas de Freud, sino que sentía la obli­ gación de propagarlas. Aunque en nuestro círculo, que estaba ansioso por reco­ ger las nuevas ideas radicales, habíamos oído hablar vagamente acerca de estas teorías, en lo esencial no sabíamos nada. Por tanto, aquello que Otto nos conta­ ba sobre las enseñanzas de Freud era totalmente nuevo para nosotros. Otto nos interrogaba sobre nuestros sueños e intentaba descifrar su significa­ do, inclusive su significado sexual. Este era un tema muy atractivo para sus jó­ venes oyentes, sobre todo dada nuestra actitud ambivalente hacia el sexo, carac­ terística de los movimientos juveniles de la época. Rechazamos lo que conside­ rábamos opresivos prejuicios burgueses sobre el sexo y la dóble moral que prevalecía en la generación de nuestros padres, y en teoría nos adherimos a la li­ bertad sexual. En realidad, reprimíamos nuestros impulsos sexuales, pretendien­ do así seguir los principios de una moral superior y ocultándonos a nosotros mismos nuestra ansiedad sexual. Como manteníamos estas actitudes ambiva­ lentes sobre el sexo, encontramos excitante y turbador el relato de Otto acerca de las ideas de Freud sobre el sexo y su importante papel en la vida del hombre. Aquel día la situación fue especialmente turbadora para mí, al observar que la chica que yo consideraba mi «novia» daba muestras aparentes de estar cada vez más interesada no sólo en las palabras de Otto sino también en su persona. Cuanto más cautivada parecía, más me enfurecía, sintiéndome fatalmente desbordado por el nuevo y excitante conocimiento del que hacía gala el joven estudiante de me­ dicina. Pero como mi amor propio no me permitía creer que Otto pudiera ser pa­ ra ella más interesante que yo, atribuí su éxito al conocimiento del psicoanálisis, al cual al acabar el día odiaba y despreciaba con todas mis fuerzas. Creía que el psicoanálisis había alienado a mi chica y le había hecho dirigir su afecto hacia mi competidor. Así llegamos al final de aquel, para mí, fatídico domingo. Esa noche la intensa rabia y el desprecio que sentía por el psicoanálisis me impidieron dormir hasta primeras horas de la madrugada. Decidí que si Otto F., como se le llamaba en el círculo del Jung Wandervogel, podía ganarse a mi chi­ ca hablando de él, yo podía derrotarle en su propio terreno y recuperarla por el mismo método. Todo lo que tenía que hacer era informarme bien sobre el psico­ análisis, y eso haría. Por fin, una vez tomada la decisión, pude conciliar el sueño. El lunes, nada más terminar la escuela, fui a la única librería en toda Viena que vendía publicaciones psicoanalíticas, pues también eran sus editores, y compré todas las que pude pagar. Adquirí algunas monografías y revistas psico­ analíticas de aquellos días e inmediatamente empecé a leerlas. Cuanto más leía, más me impresionaba la lectura. Pronto me di cuenta de que en mi victoriana fa­ milia, a pesar de que conocían personalmente a algunos familiares de Freud, causaría una auténtica conmoción si me encontraban devorando tan obscena li­

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El peso de una vida

teratura. Mi solución fue esconderla de ellos llevándola a la escuela y leerla su­ brepticiamente cuando se suponía que atendía a estudios que, en comparación, eran mucho más aburridos. Las obras que más me impresionaron fueron Psicopatología de la vida coti­ diana, Inteligencia y subconsciente, y, a causa de mi interés por el arte, los ensa­ yos sobre Leonardo y Moisés. Las dos primeras son los escritos de Freud más accesibles, así que fue una suerte poder adquirirlos. No pude conseguir La inter­ pretación de los sueños', no recuerdo si estaba agotada en aquellos días o era de­ masiado cara para comprarla. Pero, cuanto más leía a Freud, más despertaba mi interés y más me convencía de que a través de mi lectura adquiría un conoci­ miento enteramente nuevo e importantísimo de la psique humana. Así llegué hasta Freud y el psicoanálisis. Aunque lo odiaba con todas las fuerzas de las que era capaz, porque lo culpaba de la pérdida de mi chica, me sentía al mismo tiempo absolutamente fascinado por el aprendizaje y convenci­ do de que con mi erudición la volvería a conquistar. No sé si se puede llamar a esto fe en el valor práctico del psicoanálisis, pero durante la semana en que me adherí a él creía en su poder para alcanzar lo que en aquel momento consideraba la meta más deseada. Por ese odio que sentía hacia él y al mismo tiempo esa fe en su extraordinario poder se convirtió en una parte importante de mi vida. Ahora creo que ingresar en el psicoanálisis de un modo tan personal, con tan honda implicación emocional y sin embargo de modo tan ambivalente, fue un principio de buen agüero. Para concluir esta parte de mi historia, se dio un final feliz en todos los as-. pectos y no sólo porque el psicoanálisis se convirtiera poco a poco en la voca­ ción de mi vida. El domingo siguiente, mi novia y yo volvimos a salir juntos a los bosques de Viena con el grupo juvenil. Cuando empecé a desempaquetar mi recién adquirido conocimiento del psicoanálisis, ella me dijo que ese tema fue bueno para un domingo, pero que entonces debíamos hablar de nosotros. Me aseguró, para gran alivo por mi parte, que a pesar de haberse mostrado muy in­ teresada por las explicaciones de Otto sobre el psicoanálisis, ni por un momento se interesó en él o se debilitó su afecto hacia mí. Por lo tanto, no había motivo para seguir con el psicoanálisis en lo concerniente a mi relación con aquella mu­ chacha. Pero ya no tenía ninguna posibilidad de escapatoria. Una semana de concentración absoluta en el psicoanálisis y estuve atrapado de por vida. La joven dama y yo perdimos nuestro interés romántico mutuo poco tiempo después, pero seguimos siendo buenos amigos durante toda la vida. La razón por la que cuento esta historia es destacar el resultado de nuestros diferentes in­ tereses por el psicoanálisis. Como el de esta joven había sido teórico y más o menos abstracto, no arraigó en ella ni ejerció un papel importante en su vida. Mi interés había sido cualquier otro excepto teórico: desde el principio había sido personal y muy pasional, y se caracterizó por la creencia en que el psicoanálisis podía cambiar nuestras vidas, y eso es lo que hizo con la mía. Según tengo entendido, los pioneros del psicoanálisis llegaron a él de muy

Cómo me inicié en el psicoanálisis 35 diferentes maneras, pero todos más o menos condicionados personal y senti­ mentalmente, y el psicoanálisis floreció bajo su influencia. Casi ninguno llegó hasta él con la intención de convertirlo en su profesión, ni recibieron sobre él ninguna educación formal, más allá de su propio psicoanálisis. Se trataba de una experiencia muy personal, no de una educación formal. Hoy en día, a las perso­ nas que desean ser psicoanalistas se les exige un complejo programa de estu­ dios, y se ha perdido gran parte de la excitación personal que en otros tiempos suscitó el psicoanálisis; se ha convertido en una disciplina institucionalizada. La razón por la que he escrito esta breve historia personal es recalcar la diferencia, su consecuencia para la práctica terapéutica del psicoanálisis y también para su desarrollo teórico. Unos doce años después de los acontecimientos que acabo de relatar, empe­ cé a psicoanalizarme. Mientras tanto mi interés no había decaído ni variado, pero me sentía más insatisfecho de muchos aspectos de mi vida de lo que era consciente y deseaba aclararme sobre lo que quería hacer con ella. Aunque de­ seaba cursar una carrera académica, en aquella época en Austria un judío no te­ nía ninguna esperanza de llegar a ser profesor universitario. Empecé mis estu­ dios universitarios centrándome en literatura y lenguas germánicas. Después de algunos años, me parecieron cada vez menos fascinantes, de modo que dirigí mi atención al estudio de la filosofía y la historia del arte, estudios que encontré más interesantes y satisfactorios. Pero el interrogante sobre mi futuro continua­ ba latente, ya que estos estudios no parecían ofrecer ninguna posibilidad de ga­ narse la vida. Aunque podía vivir de un negocio familiar, lo encontraba aburrido y me de­ sagradaban muchas cosas de él, no me gustaba en absoluto. A pesar de que algu­ nos de mis mejores amigos se habían convertido en psicoanalistas, dudaba en seguir su ejemplo, en parte porque no quería ser un mono de repetición y en par­ te porque no me impresionaba lo que el psicoanálisis había hecho por ellos en el aspecto personal. Este último punto de vista era debido a una reticencia que ahora reconozco, pero que antes era incapaz de admitir. Las influencias que me hicieron pensar en dedicarme al psicoanálisis fueron acontecimientos de mi vida privada: insatisfacción por mi modo de vida y senti­ mientos de inferioridad y depresión que, pese a no ser muy graves, sabía racio­ nalmente que no tenían un motivo concreto, sino que debían provenir de mi in­ consciente. Al margen de estos factores, finalmente una crisis matrimonial me persuadió de que concediese una oportunidad al psicoanálisis, pensando que no sería mala idea descubrir qué podía hacer por mí. El hecho de tener buenos amigos entre el pequeño grupo de jóvenes analistas vieneses resultó un problema, pues tuve que encontrar a uno que no conociera demasiado. Un amigo analista en el que confiaba me recomendó a uno de ellos, el doctor Richard Sterba. Así que, con ciertas dudas, concerté una entrevista para tratar el asunto. En aquel tiempo, en Viena era costumbre que la primera cita con el futuro

36 El peso de una vida analista tuviera lugar en un ambiente más o menos informal, para discutir asun­ tos prácticos, como la duración de las sesiones, el precio y cualquier otro aspec­ to que necesitara aclaración. Si se decidía empezar el psicoanálisis, en la si­ guiente visita debías recostarte en el diván y asociar ideas libremente, mientras se establecía una relación formal y profesional con el psicoanalista, sentado de­ trás del diván. En el primer encuentro, después de discutir la duración y el precio de las se­ siones, le revelé mis dudas acerca de someterme a análisis. Primero le pregunté al doctor Sterba si realmente lo necesitaba. Su respuesta fue que en aquel mo­ mento no tenía ni la menor idea, lo sabría en un año, o dos, pero para entonces yo también lo sabría sin necesidad de que él me lo dijera. Esto no hizo más que alentar mis dudas, de modo que, tras una breve conversación, le pregunté si el psicoanálisis me ayudaría. Su respuesta fue más o menos igual que la anterior: en aquel momento no tenía ni idea y él no lo iba a descubrir antes que yo. Estas respuestas no diluyeron mis dudas, de modo que, algo desesperado, acabé preguntándole por qué motivo habría de psicoanalizarme. A lo que me respondió que de nuestra conversación deducía que hacía muchos años que es­ taba interesado en el psicoanálisis. Por ello, la única promesa que podía hacer­ me era que me resultaría una experiencia muy interesante porque descubriría cosas sobre mí mismo que nunca hubiera imaginado. Ello me permitiría cono­ cerme mejor y haría más comprensibles ciertos aspectos de mi vida y de mi comportamiento. Como disponía de tiempo y dinero para someterme a psicoa­ nálisis, ¿por qué no descubrir más acerca de mí mismo? Decidí que podía confiar en ese hombre, porque no hacía promesas que no estaba seguro de poder cumplir, aun cuando, como supe después, estaba intere­ sado en introducirme en el análisis. Su sinceridad hizo que me confiara a él. Hace poco fui invitado a presentar una conferencia en honor del noventa cumpleaños del doctor Sterba. Inicié mi charla hablando de nuestro primer en­ cuentro. Me respondió que no se acordaba en lo más mínimo, lo que era de es­ perar. No recordaba haber pronunciado esas palabras porque se le ocurrían es­ pontáneamente, nuestra charla no fue extraordinaria para él, sólo para mí. Su negativa a hacer falsas promesas, por mucho que yo deseara oírlas, me hizo con­ fiar en él y en su habilidad psicoanalítica. Fue algo de lo que nunca me arrepen­ tí y que cambió mucho mi vida para bien. Hoy en día, muchas veces con las mejores intenciones, los psicoanalistas dan a sus pacientes la impresión de poseer un conocimiento superior de sus do­ lencias y sus motivos. En ocasiones incluso se permiten caer en la tentación de hacer promesas a sus pacientes. Es decir, adoptan en esencia el modelo médico clásico, según el cual el doctor sabe cosas que el paciente desconoce y por tanto puede, incluso debe, decirle al paciente lo que tiene que hacer. La determinación de mi analista de negarse a seguir este modelo -su insistencia en que no tenía ni idea de cómo se desarrollaría mi análisis, ni lo que conseguiría, su declaración de que si encontraba algo importante acerca de mí, ciertamente no lo haría antes

Cómo me inicié en el psicoanálisis 37 que yo- me hizo ver el psicoanálisis desde una perspectiva muy distinta y más humana. Con lo cual dejó bien claro que el psicoanálisis no era algo que él pu­ diera hacer unilateralmente «por» y «para» mí, sino que se trataba de una tarea conjunta en la que la participación de ambos era crucial; éramos dos seres hu­ manos a punto de embarcamos en una expedición que sería de gran y común in­ terés. A decir verdad, no participábamos por igual en la empresa, sino que, tal como señaló, su conocimiento sobre psicoanálisis era superior al mío y, lo que es más importante, también su capacidad y experiencia. (Y, de hecho, ¿por qué si no iba a consultarle?) Pero éramos iguales en el esfuerzo por aprender cosas sig­ nificativas sobre mí. Me pareció más tranquilizador, pues aliviaba mi ansiedad por lo que las cosas pudieran hacerme sin mi conocimiento, y sin tener ningún poder para influir en ellas, modificarlas o evitarlas. Quizás, la popular visión americana del psicoanalista como un «reductor de cabezas», expresa mejor la diferencia entre el modo de hacer las cosas hoy en América y el modo en que se hacían en Viena. La imagen del reductor de cabe­ zas está tan aceptada en América (aunque siempre se reconoce como una ima­ gen irónica y divertida para bajar un poco los humos a los psicoanalistas) por­ que, en mi opinión, representa la reacción del paciente ante la pretendida supe­ rioridad del psicoanalista. La propia noción de reductor de cabezas insinúa claramente que el terapeuta hace al paciente lo que decide que éste necesita por su propio bien (esto es, una vez más, el modelo médico). No sugiero que la aproximación de los analistas a sus pacientes sea en la ac­ tualidad distinta a la de mis tiempos porque carezcan de decencia. Creo que sus actitudes reflejan en buena medida la institucionalización del psicoanálisis como una especialidad terapéutica altamente cualificada y, debido a ciertos ri­ gores, son el resultado de la larga, exigente y compleja formación que los insti­ tutos psicoanalíticos requieren a sus candidatos. Debe destacarse que en Viena no todos los analistas eminentes eran médi­ cos, a pesar de que la mayoría de psicoanalistas sí lo eran. En los primeros tiem­ pos del psicoanálisis, los analistas trataban a sus pacientes en sus casas y no en sus consultas, seis sesiones por semana a la misma hora cada día. Así lo ha­ cía Freud y casi todos los demás médicos vieneses. Como rasgo distintivo, la consulta de Freud, por sus muebles y en especial por su colección de piezas ar­ queológicas que la abarrotaban, daba testimonio de una evidente e inequívoca muestra de su personalidad. (Esta cuestión se ha tratado en detalle en el ensayo «Berggasse, 19».) Así, el marco original en el que se desarrolló el psicoanálisis fue muy personal y reflejaba la identidad y el interés del terapeuta. Lo cual con­ trasta enormemente con el marco impersonal y aséptico que la mayoría de los psicoanalistas americanos actuales prefiere para su trabajo. En horas laborables, muchos analistas vieneses empleaban las habitaciones de su vivienda como sala de espera para sus pacientes, de modo que ésta, al igual que la consulta, formaba parte integrante del hogar del analista. Esto ocu­ rría con mi analista y como su esposa era una de las primeras analistas de niños,

38 El peso de una vida los pacientes de ambos utilizaban la misma sala de espera. Marido y mujer in­ tentaban que sus pacientes no coincidieran, pero si uno llegaba un poco antes de lo previsto, u otro salía tarde, los pacientes cuyas horas de sesión eran correlati­ vas se encontraban algunas veces en la sala de espera. Tales encuentros eran embarazosos, no obstante, y la curiosidad tentaba a uno a darse a conocer. Más o menos hacia la misma hora en que yo veía a mi analista, su esposa tra­ taba a un niño psicótico a quien llamaré Johnny. Era muchos años antes de que se emplearan estos términos para los diagnósticos específicos, de modo que en aquel tiempo su trastorno no tenía nombre. Sin detenerse en su etiología ni su clasificación, a estos niños se les llamaba anormales y se les intentaba ayudar por medio del psicoanálisis. El comportamiento absolutamente introvertido y excéntrico de Johnny no invitaba a relacionarse con él. A pesar de ello, cuando nos cruzábamos de vez en cuando, yo intentaba decir algunas palabras amables a aquel niño obviamente aterrorizado. Él o no reaccionaba o respondía con un monosílabo. Sobre el alféizar de la ventana de la sala de espera se encontraban unos cac­ tus en pequeños tiestos, de moda en Viena en aquella época. Johnny tenía el des­ concertante hábito de arrancar una de las hojas llenas de afilados pinchos, me­ térsela en la boca y masticarla. Las espinas debían herirle los labios, las encías y la lengua. A veces veía sangrar sus labios. Observarle herirse a sí mismo de esta manera me desconcertaba, pero durante mucho tiempo no pude reaccionar. Sin embargo, un día, cuando llevaba cerca de dos años analizándome, no pude contenerme y, aunque sabía que hacía mal, exclamé: «Johnny, no se cuán­ to tiempo llevas visitando al doctor Sterba, al menos hace dos años, pues te co­ nozco desde entonces, y aún masticas esas horribles hojas». Como respuesta, ese niño flacucho pareció de repente crecer en estatura -todavía no entiendo como consiguió producirme la impresión de que en aquel momento me mira­ ba por encima del hombro- y dijo con perfecto desdén: «¿Qué son dos años com­ parados con la eternidad?». Era la primera vez que pronunciaba una frase completa y me dejó atónito. Aún estaba recuperándome, intentando buscar el sentido de las palabras de Johnny, cuando mi analista me condujo hasta su despacho. Tan pronto como me tendí en el diván, me di cuenta de que el comentario que le había hecho a Johnny no estaba motivado por un sentimiento altruista provocado por el dolor que se infligía a sí mismo, como pensé al hacerlo. Por el contrario, sólo me ata­ ñía a mí. Durante algún tiempo me había preocupado saber si había alguna ra­ zón para mi psicoanálisis. Debido a esta preocupación, al ver a Johnny mascar hojas de cactus me pregunté si su análisis le hacía algún bien y, por extensión, si el psicoanálisis hacía algún bien a alguien. Por ese motivo formulé mi comenta­ rio, como para sugerir que no había progresado lo suficiente en los años que ha­ cía que le conocía. De manera inconsciente, esperaba que la respuesta de Johnny revelara que ambos perdíamos el tiempo con el psicoanálisis o me convenciera de que, pese a

Cómo me inicié en el psicoanálisis 39 seguir mascando hojas de cactus, el análisis le hacía algún bien y me sugiriera que probablemente el análisis también me estaba beneficiando, aunque fuera in­ capaz de percibir ninguna muestra de ello. Este pensamiento concebido en si­ lencio me ayudó a superar la fuerte reticencia a hablar de mis dudas sobre la uti­ lidad del psicoanálisis, y empecé a analizar qué ocultaban. Pero no podía quitar­ me de la cabeza el comentario de Johnny, en parte debido a mi sentimiento de culpabilidad por pretender interesarme por él, cuando en realidad intentaba egoístamente utilizarle para resolver uno de mis acuciantes problemas y al ha­ cerlo había puesto en duda el valor que para él pudiese tener el psicoanálisis. Johnny debió percibir por intuición lo que me ocurría: me sentía insatisfecho tras el largo tiempo -o al menos a mí me parecía largo- que había dedicado al análisis, y había volcado en él mi descontento. En realidad, me puso a raya al decirme que mi sentido del tiempo era del todo incorrecto y no encajaba en la labor del psicoanálisis. La intuición de Johnny le permitió darse cuenta de que en ese momento yo necesitaba adquirir una mejor percepción del tiempo si que­ ría obtener mejores resultados de mi análisis. Su intuición y su concisa manera de expresarlo me enseñaron a ser paciente, primero con mi propio análisis, y después con el tiempo que otros requerían para volver a formar su personalidad. En realidad, las cortas ocho palabras de Johnny me enseñaron muchas cosas, algunas que comprendí de inmediato, otras que tardé muchos años en asimilar. Eso suele ocurrir con la inteligencia intuitiva, en comparación con las enseñan­ zas más explícitas, cuyas lecciones pueden aprenderse en mucho menos tiempo porque rara vez llegan al núcleo de los problemas personales como llega una afirmación intuitiva. Por ejemplo, en un instante Johnny me enseñó nuestra tendencia a creer que el origen de nuestras acciones es el interés por los demás y no por nosotros mis­ mos, y lo mucho que podemos aprender del prójimo acerca de nuestra persona, siempre que aceptemos que sus palabras o sus acciones no sólo pueden revelar cosas sobre ellos, sino también sobre nosotros. Había aprendido esto del estudio de la literatura psicoanalítica, pero lo había asimilado como un concepto abs­ tracto. Sólo tras integrarse en esta inquietante experiencia, la teoría se convirtió en conocimiento personal. Este proceso me confirmó que sólo a través de expe­ riencias personales puede entenderse por completo la verdadera sustancia de la teoría psicoanalítica. Al mismo tiempo, Johnny me enseñó la diferencia entre el tiempo objetivo y el tiempo psicológico o experimental. Cuando nuestros sufrimientos no cesan y por ello parecen eternos, dos años transcurridos intentando escapar de ellos son como un instante. Johnny me enseñó que la magnitud de la propia miseria altera el significado de cualquier experiencia, incluso la del tiempo, algo que más tar­ de experimenté tras pasar un año en los campos de concentración alemanes. El comentario de Johnny sobre el tiempo me permitió comprender que ni yo, ni nadie, podemos limitar la cantidad de tiempo que uno necesita para poder afrontar ciertas cosas o cambiar, y que ese intento de acelerar el proceso es pro­

40 El peso de una vida ducto de las propias ansiedades y de ninguna otra cosa. Sólo uno mismo puede juzgar cuándo está preparado para cambiar. A lo largo de los años, a través de mi trabajo en la Escuela Ortogénica Sonia Shankman de la Universidad de Chicago, aprendí a comprender a los niños psicóticos y llegué a apreciar aún más esa lección sobre el tiempo. Sólo si les con­ cedía un tiempo sin límites, aquellos niños llegaban a la convicción de que esta­ ba de su parte y no contra ellos, mientras percibían que el resto del mundo inten­ taba modificar sus hábitos. Al animarles a avanzar en función de su sentido del tiempo, les demostraba que, dada su experiencia del mundo, considerábamos sus reacciones tan válidas para ellos como para nosotros lo eran las nuestras. Cuando, en ocasiones, me impacientaba tras haber estado sentado en silencio durante horas, intentando comunicarme con un catatónico, sólo tenía que recor­ dar la frase de Johnny. Entonces, de nuevo el tiempo perdía toda su importancia y volvía a establecer contacto con el paciente. Era como un hechizo. En cuanto dejaba de preocuparme por el paso del tiempo sin que nada ocurriera, cesaban también mis exigencias internas para conmigo y para con el paciente, y ya no deseaba que terminara su silencio. Como respuesta, a veces el paciente hacía algo importante que me permitía comprender mejor su experiencia del mundo y de aquello que había dentro de mí que le impedía comunicarse. Me costó mucho más tiempo interiorizar otras partes de la lección de Johnny. De vez en cuando me preguntaba por qué Johnny sólo me habló tan cla­ ro en aquella única ocasión y para colmo una frase completa. ¡Después de años de trabajo con psicóticos, entendí la crucial diferencia que mi motivo para rela­ cionarme con ellos provocaba en su capacidad de relación y en la idea que te­ nían de ellos mismos. Si mi motivo era «ayudarles», no obtendría ninguna res­ puesta. Pero si sinceramente deseaba que me aclarasen algo de gran importancia sobre lo que poseían un conocimiento para mí inaccesible, ellos reaccionaban. Mi fe en que Johnny me proporcionaría información (sobre el valor del psico­ análisis) que yo no poseía, nos situó en pie de igualdad y permitió a aquel mu­ chacho completamente incomunicativo relacionarse conmigo, al menos durante el tiempo de nuestra interacción. El hecho de que algo crucial en su experiencia también lo fuese en la mía, estableció un vínculo de simpatía mutua. Aunque en todos los demás encuentros nunca había considerado a Johnny como un igual, lo hice en esa ocasión, aceptando que, como pacientes sometidos a psicoanálisis, poseíamos experiencias paralelas. Esto hizo posible una comunicación profun­ da. Más tarde, a raíz de diversas experiencias con otros individuos psicóticos aprendí que este tipo de comunicación era la que permitía pasar a otras expe­ riencias y finalmente al establecimiento de auténticas relaciones personales. Sólo en este único encuentro traté a Johnny como una persona que poseía un conocimiento superior de un asunto de la mayor importancia: ¿hacía algún bien el psicoanálisis? En todos los demás encuentros, me había sentido superior. Aquella vez, de forma inconsciente, esperaba que ese niño loco solucionara mi problema más acuciante. Y eso es exactamente lo que hizo.

Cómo me inicié en el psicoanálisis 41 Cuando por fin me di cuenta de todo, me sorprendió la poca atención que ha­ bía prestado al hecho de que mientras Johnny habló, se quitó la hoja de cactus de la boca, algo que no había hecho nunca antes, ni más tarde, cuando se digna­ ba contestarme con un monosílabo casi inaudible. No sólo eso, sino que después de hablar tiró la hoja, ya no necesitaba mascarla. De haber comprendido allí y entonces la conducta de Johnny, habría aprendido que sólo cuando uno se co­ munica verdaderamente con un psicótico, éste olvida sus síntomas. Esto ocurre cuando se le somete al control de la interacción, como en este caso en que po­ seía un importante conocimiento que impartir, no sobre sí mismo -la mayoría de los terapeutas creen que esto ocurre con sus pacientes-, sino sobre lo que me sucedía a mí. Mi fe en que Johnny conocía mejor que yo un asunto de gran im­ portancia le proporcionó, al menos por el momento, tanta seguridad que durante el período de nuestra interacción olvidó su síntoma. El hecho de que el trauma original de Johnny hubiera sido un trauma oral ex­ plica la particular elección de su dolor: herirse la boca. Pero no me fue necesario saberlo, porque la elección de su síntoma lo dejaba claro. Más tarde supe que el origen de su desdicha había sido una traumatización gravísima al principio de su vida, cuando él no podía hacer nada al respecto. Al infligirse un dolor parale­ lo, no sólo intentaba erradicar mediante el dolor las imágenes mentales que le torturaban, sino convencerse a sí mismo de que podía controlar un dolor sobre el que no había podido ejercer control alguno mientras le destruía como ser hu­ mano. De haberlo comprendido en su día, Johnny me habría enseñado tam­ bién todo lo que se necesita saber acerca de las causas y significado de la automutilación. Mi estudio de Freud me enseñó que sólo se puede comprender verdadera­ mente a alguien desde su propio marco de referencia, no desde el de uno. Lo sabía como concepto teórico, pero fue Johnny quien me enseñó lo fácil que es creer haber adoptado este principio como propio, en tanto no involucra fuertes emociones personales. Pero una vez se suscitan emociones propias es extraor­ dinariamente difícil no ver las cosas sólo desde nuestro marco de referencia. Siempre que, sintiendo un escalofrío interno, había observado a Johnny mascar hojas de cactus, lo había considerado un signo de su locura, no un indicio de sus necesidades más apremiantes y de su expresión no tan simbólica. Más tarde, la experiencia me enseñó a avergonzarme de mi predisposición a calificar estas cosas de extrañas o sin sentido cuando, en realidad, poseían un hondo significa­ do. Este principio es básico para todas las ciencias sociales: sólo puede enten­ derse la conducta de los demás desde su marco de referencia. Cada vez es más necesario esforzarse en recordarlo, cuanto más nos tientan nuestras necesidades a responder en función de nuestras propias reacciones ante un comportamiento. Creía que en verdad había aprendido -no de Freud, sino incluso antes del «Humani nil a me alienum puto» de Terencio- que ser verdaderamente humano significa no alienarse de nada humano. Sin embargo, me había permitido alie­ narme del comportamiento de Johnny. Al distinguir la insensibilidad que de­

42 El peso de una vida mostraba hacia su sufrimiento, la cual me impedía entender por qué actuaba de esa forma, aprendí de una vez para siempre que cualquier comportamiento me parecería lo más natural si estuviera en la situación del otro. Creo que, años des­ pués, esta convicción me permitió explicarme la conducta de los guardianes de las SS en los campos de concentración y esta comprensión me ayudó mucho a sobrevivir allí. Más tarde, cuando empecé a trabajar con psicóticos, de nuevo este principio me permitió entenderlos y llegar a integrar el posible significado de su conducta. Como me horrorizaba ver a Johnny mascar hojas de cactus, no podía perca­ tarme de que si hacía algo tan doloroso, debía poseer una tremenda importancia. Al no aceptarlo como un reto a mi entendimiento, no me concentraba en descu­ brir el significado de su conducta. Para comprender lo que hacía Johnny, debía preguntarme qué me induciría a mí a actuar de ese modo. Cuando intentaba imaginarme qué me llevaría a infligirme tal dolor físico, me daba cuenta de que si hubiera vivido totalmente inmerso en una interminable pesadilla de fantasías persecutorias y destructivas -frente a las que, en comparación, el infierno del Bosco sería un jardín de las delicias-, cualquier cosa que, siquiera temporal­ mente, eliminara estas fantasías constituiría un alivio. El dolor físico extremo hace prácticamente imposible pensar en otra cosa, razón suficiente para prefe­ rirlo a la suprema angustia mental. El dolor que nosotros mismos nos infligimos es limitado en grado y tiem­ po, mientras que el sufrimiento mental del psicótico es ilimitado en grado y tiempo. Por último y lo más importante, si soy yo quien me inflingo dolor, soy su dueño y puedo iniciarlo y ponerle fin; en cambio, estoy por completo a mer­ ced de las torturas mentales sobre las que no tengo ningún control. Es compren­ sible que Johnny deseara reemplazar los sufrimientos más intensos procedentes de sus ilusiones, sobre las cuales no tenía ningún poder ni control, por su­ frimientos sobre los que tenía completo control, como era el mascar hojas de cactus. Con el tiempo llegué a comprender otros aspectos significativos de la con­ ducta de Johnny, los que tienen que ver más directamente con el psicoanálisis, de qué trata y qué se espera obtener de él. En primer lugar, el cactus en la sala de espera era, como Johnny sabía o intuía, interesante para su analista. Normal­ mente es la señora de la casa quien cuida las plantas de la sala de estar. De modo que las hojas de cactus eran algo que procedían de ella, estaban relacionadas con su analista. Lo que es más importante, a través de algo relacionado con ella -como eran las hojas de cactus-, Johnny esperaba controlar lo que la vida le ha­ bía hecho. Así pues, con sus ocho breves palabras, Johnny me había transmitido también la esencia de lo que un paciente espera conseguir por medio de su aná­ lisis y de lo que el análisis debería hacer por todo paciente: permitirle ser capaz de controlar lo que ocurre en su vida. Espero haber sido capaz de enseñar lo esencial del psicoanálisis a mis alum­ nos de manera tan breve, concisa y espléndida como Johnny hizo conmigo. De

Cómo me inicié en el psicoanálisis 43 hecho, en mi caso me costó muchos años aprender esta definitiva y simple lec­ ción. Cuesta muchos años comprender de qué trata el psicoanálisis, no sólo con la cabeza -lo cual es fácil-, sino con lo más profundo de nuestro ser. Aprendí a ser paciente con mis alumnos y mis pacientes cuando les costaba mucho tiempo comprender o cambiar cosas que yo mismo había tardado muchos años en asi­ milar. Mi experiencia del psicoanálisis, de la que he relatado sólo los dos aconteci­ mientos primeros y cruciales, me ha convencido de que el dominio teórico de un problema no permite su comprensión profunda. Las propias experiencias inter­ nas son las que permiten comprender totalmente lo relacionado con las expe­ riencias internas de los demás, conocimiento que entonces puede sentar las ba­ ses de los estudios teóricos.

Dos visiones de Freud*

1. El Freud de Emest Jones: una opinión disconforme

F

reud se expresó de modo muy conciso sobre la dificultad de escribir biogra­ fías: Quien emprende la escritura de una biografía se obliga a mentir, a disimular, a la hipocresía, a falsear e incluso a ocultar su falta de comprensión.

Así se expresó Sigmund Freud en 1936, a los ochenta años, con su propia biografía en mientes, ante Amold Zweig, quien le había propuesto escribirla. Esta cita, que precedía a más de mil doscientas páginas de la biografía de Freud escrita por Emest Jones** nos impresiona una vez más por la sabiduría de Freud y la validez de sus ideas sobre el hombre y sus aspiraciones. Después de informar sobre el comentario de Freud, Jones añade que está se­ guro de que «Freud se habría sorprendido al descubrir que uno puede estar más cerca de la verdad sobre sí mismo de lo que creía posible». Este no es sino uno de tantos despropósitos que incluyen los tres volúmenes de la biografía de Freud, en la que Jones declara que su convicción tiene más validez que la de Freud. Pero, después de leer la biografía escrita por Jones, este crítico sigue cre­ yendo que Freud estaba en lo cierto en muchas cosas, entre ellas su opinión so­ bre el dilema al que se somete el biógrafo. La reacción excesivamente elogiosa ante esta biografía, en particular ante el * En este ensayo se combinan dos análisis sobre la biografía de Freud escrita por Jones, uno que apareció en The American Journal o/Sociology de enero de 1957 y otro que apareció en The New Leader del 19de mayo de 1958, con algunos comentarios adicionales. Estas críticas de la biografía de Jones sobre Freud, como hombre, y de su exposición de la obra de Freud me parecie­ ron merecedoras de una reedición, pues estos tres volúmenes todavía se consideran la obra más au­ torizada sobre la vida y los escritos de Freud. ** Emest Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, Anagrama, Barcelona, 19812, 3 vols. (N. de la t.)

Dos visiones de Freud 45 primer y segundo volúmenes, probablemente se debiera a la curiosidad que des­ pierta el fundador del psicoanálisis, al deseo de saber más sobre la historia tem­ prana del psicoanálisis y sobre el tipo de persona que lo creó y en qué circuns­ tancias. Por desgracia, esta biografía, aunque voluminosa, deja mucho que de­ sear en estos tres aspectos. Durante largos fragmentos se extiende sobre lo obvio, pero no logra explicamos aquello que desearíamos saber sobre el héroe y su creación. Contiene además varios errores u omisiones. Algunos de ellos eran de esperar. Hacer justicia a la persona extraordinariamente compleja que era Freud, y al mismo tiempo explicar las intrincadas personalidades de quienes le rodeaban e intentar dilucidar las ambivalentes relaciones que existían entre ellos, es algo difícil para cualquier biógrafo, y no digamos para uno cuya parti­ cipación personal y evidente partidismo impedían su objetividad. Al emprender la tarea de esta biografía, Jones satisfizo el deseo del público de que un hombre próximo a Freud explicase la obra del maestro. Jones fue un personaje central en el desarrollo del psicoanálisis como movimiento interna­ cional, razón de más para desear oír al aplicado discípulo. Es probable que durante la elaboración del último volumen (o volúmenes), Jones supiera que se aproximaba al final de su vida y trabajase a contra reloj. Puesto que la vida del biógrafo estaba tan íntimamente entrelazada a la de su héroe, no debe sorprendemos que tras escribir el finís de la biografía de Freud, los días de Jones llegaran también a su fin. Lo cual sugiere que un crítico debe mostrar consideración y no severidad con un autor que se esforzó mucho y dio lo mejor de sí en lo que sin duda constituía una tarea de amor. Pero Freud no era un hombre cualquiera, fue el configurador del pensamiento moderno sobre el hombre; y no se trata de cualquier esfuerzo por presentar la vida de Freud, se trata de la biografía definitiva de Freud y del psicoanálisis, oficial y ampliamen­ te aclamada como tal y como una de las más grandes biografías de los tiempos modernos. El crítico del New York Times consideró a esta obra una de las biografías más sobresalientes de nuestra era. La revista Time, que no suele ser muy amiga del psicoanálisis y en general se mostraba bastante suspicaz hacia Freud, la deno­ minó obra maestra de la biografía contemporánea. (Uno se pregunta si, dada la parcialidad del semanario, no se alegrara secretamente del fracaso del biógrafo al presentar la vida de Freud como hombre.) The New Yorker la calificó de «so­ berbio drama»; aquí seguramente el crítico confundió la pedestre exposición de Jones de la vida de Freud con el drama y la fascinación intrínsecos a su vida. No obstante, el lector crítico reconocerá en la tediosa repetición, en la expo­ sición simplista de las teorías de Freud y en los largos fragmentos de la historia de Jones sobre el movimiento psicoanalítico, una desafortunada reescritura de la historia, mucho más interesante, que el propio Freud escribió y publicó algu­ nos años atrás. En apariencia, la veneración de los críticos por el tema les impi­ dió ver los errores patentes del biógrafo y la biografía. Un grado semejante de culto al héroe -desde el sujeto de la biografía hasta la propia biografía y a la per­

46 El peso de una vida sona que la escribió- constituye ciertamente un interesante fenómeno psicológi­ co, sobre el que Freud hubiera tenido mucho que decir. Aunque no debe considerarse la biografía definitiva de Freud, es sin duda la biografía oficial y presenta una imagen de Freud que los miembros del círculo más estrecho del psicoanálisis oficial desearon aceptar como definitiva. Ante estos argumentos, debemos preguntamos si los tres volúmenes ofrecen una ima­ gen de Freud que hace justicia a él y al psicoanálisis. De no ser así, la fidelidad hacia Freud y la importancia del psicoanálisis deben tener prioridad sobre el respeto al biógrafo, aun cuando desafortunadamente el doctor Jones ya no esté aquí para defenderse. Esta opinión se trocó en certeza después de leer el convencional Journal of the American Sociological Society, órgano normalmente dedicado al juicio crí­ tico y no a la admiración ciega. Allí encontré explicitado lo que secretamente te­ mía al leer los tres volúmenes de Jones y a sus críticos: que corremos el peligro de que el futuro no reciba las enseñanzas de Freud, sino las explicaciones de Jones; de que el psicoanálisis no sea lo que Freud esperaba, sino lo que Jones hizo de él. La crítica de la revista empieza así: Los grandes maestros necesitan grandes discípulos: es un requisito de la gran­ deza entre aquellos que fundan movimientos ... Pablo es el ejemplo más impor­ tante de apostolado en la historia de nuestra cultura, pues es su Jesús el que preva­ lece y no el histórico. Afortunado el maestro que no vea apostatar a su discípulo favorito ... Inevitablemente, Lutero tuvo a Carlstadt, Freud no sólo tuvo a Jung sino a Rank y Ferenczi. Por fortuna para él(, Freud conservó a Jones. De la «comisión» original -fundada por Jones para crear «un cuerpo de guardia alrededor de Freud» y al mismo tiempo difundir su mensaje por el mundo- algunos murieron y otros de­ sertaron; Emest Jones perseveró.

He aquí alusiones a una creencia incondicional y no a una facultad racional, a la fundación de una religión y no a un descubrimiento científico, a mensajes divulgados por el mundo y no a datos verificables que pueden y deben someter­ se al análisis científico. No obstante, si queremos conocer a Jesús, acudimos al Jesús histórico, no al Cristo paulino. El hombre que escribió El futuro de una ilusión no fundó una religión, sin embargo se nos dice que los relatos de esos apóstoles serán más importantes que la vida real del maestro, y que los relatos, y no la realidad, perdurarán en el mundo. Se trata de una visión muy desafortuna­ da, equiparable a no ser capaz de distinguir entre la ficción y la no ficción. En ese mismo estudio se nos dice que «Jones completó la tarea de reconci­ liación; ofreció a Freud al mundo». Sí, tal como Pablo ofreció a Cristo y no a Jesús al mundo, Jones nos brindó su imagen de Freud y del psicoanálisis. Pero ni es el Freud histórico, ni la verdadera historia del psicoanálisis. Jones nos brin­ da al Freud que él percibió, al psicoanálisis tal como él lo interpretó, pero cual­ quier estudiante de psicoanálisis sabe que la descripción que un discípulo da de

Dos visiones de Freud 47 su maestro dice más del discípulo que del maestro. El biógrafo oficial de Freud ignoró hasta tal punto este principio del psicoanálisis que ni siquiera lo mencio­ na como posibilidad. Jones examina una y otra vez el problema de discípulos versus maestro. Pero allí donde lo presenta, resuelve la situación en su propio favor, contra Freud y los demás discípulos de éste. Reiteradas veces oímos cómo Jones estaba en lo cierto desde el principio y cómo Freud a menudo se equivocó en el juicio de amigos, ideas e incluso de sus propios escritos. Dado que este es el núcleo de mi crítica, dejaré que sea Jones quien hable al menos sobre una de estas tres cues­ tiones, sobre si en realidad Freud quería decir lo que escribió. Hablando de sí mismo y de sus colaboradores en «la ingente labor de traducir las obras de Freud», Jones escribe: «Le dirigimos una pregunta tras otra sobre pequeñas am­ bigüedades de sus exposiciones e hicimos varias sugerencias relativas a contra­ dicciones internas y cosas por el estilo. Este proceso ha continuado desde enton­ ces ... con el notable resultado de que la traducción inglesa de las obras de Freud ... sea considerablemente más fidedigna que cualquier versión alemana». Jones declara que la traducción del discípulo de los escritos del maestro a un idioma extranjero son «considerablemente más fidedignos» que lo que el propio maestro escribió en su lengua materna. Jones estaba terriblemente orgulloso de haber eliminado las ambigüedades y contradicciones, aunque éstas resultan esenciales para la visión de Freud sobre la humanidad y para el psicoanálisis como una ciencia, floreciente y en desarrollo, de la mente humana. En lugar de las palabras escogidas por Freud, se nos invita a aceptar como única versión au­ torizada, la «más fidedigna», «vulgata» objetiva, traducción de la obra de Freud a un lenguaje extraño a su pensamiento. Podemos imaginar que el escéptico Freud, cansado de las pesadas preguntas de su discípulo sobre supuestas contra­ dicciones y ambigüedades, acabó cediendo, al percatarse de que en vano inten­ taría hacer comprender a Jones que ser capaz de aceptar, vivir, pensar y trabajar en medio de ambigüedades aparentes o reales constituye la esencia del psico­ análisis. ¿Qué habría pensado Freud si se le hubiera expuesto la idea de que una tra­ ducción a un idioma extranjero era más fidedigna que sus propios escritos? La cuestión es que se reconoce a Freud como uno de los grandes maestros del ale­ mán moderno, interesado profundamente en el modo de trasladar sus ideas a pa­ labras en el idioma que amaba. Luego, ¿por qué vamos a creer que una traduc­ ción es más fidedigna?1 Volvamos a la idea de una biografía definitiva. ¡Que historia más espléndida sobre Freud se podía haber escrito si el psicoanálisis oficial no hubiera sellado 1. En 1982, algunos años después de que fuera escrita esta crítica de la biografía de Freud de Jones, publiqué un pequeño volumen demostrando con pormenores lo infiel a Freud y a sus pensa­ mientos que suelen ser las traducciones inglesas, de modo que no tiene objeto demostrarlo aquí con detalle. Los lectores interesados que lo deseen pueden consultar mi libro Freud y el alma humana. [Trad. cast. en Crítica, Barcelona, 1983.]

48 El peso de una vida los archivos de Freud, que contenían más de dos mil quinientas cartas suyas, du­ rante los cincuenta años que permanecieron depositados en la biblioteca del Congreso! La razón fue que los archivos de Freud incluían también entrevistas con algunos de sus antiguos pacientes. Revelar los contenidos de esas entrevis­ tas antes de ese tiempo habría sido embarazoso para ellos y sus familias. ¿Qué semblanza de Freud aparecería de haber podido disponer íntegramente de esas cartas? Todo lo que tenemos es la parca y puritana selección que Jones ha pre­ sentado de manera que apenas nos permiten percibir a Freud como ser humano. En el texto y en los apéndices del segundo y tercer volúmenes se encuentran una carta que Freud escribió a su familia desde Roma (que por fortuna Jones repro­ duce), seleccionada de entre el resto de sus cartas, y también citas como la men­ cionada al principio de esta revisión, que revelan más sobre Freud que los varios cientos de páginas que Jones escribe sobre él. Así, el auténtico valor de estos volúmenes deriva de los pasajes donde se cita a Freud y de las anécdotas y hechos que se recogen sobre él y los personajes que lo rodeaban. Debemos sentimos agradecidos pues la mayoría no había sido an­ teriormente publicado. Pero para tal viaje no se necesitaban alfoijas. ¿Por qué interpolar tantas instrucciones de cómo debemos comprender el genio de Freud, las historias de la vida de sus seguidores y sus motivos para permanecer «fie­ les» a Freud o emprender caminos distintos? Por desgracia para sus lectores, el doctor Jones no pudo decidir si deseaba ofrecemos la historia de la vida de Freud o una explicación del psicoanálisis, una historia objetiva del movimiento psicoanalítico o una justificación de sus caprichos. Fracasó al intentar hacerlo, todo. El primer volumen se lee mucho mejor que los dos siguientes, quizás porque trata principalmente de la vida de Freud antes de que Jones entrara en ella, de modo que este último no pudo, con tanta frecuencia como en los volúmenes posteriores, erigirse en el único sustentador de la verdad. En comparación, el se­ gundo y tercer volúmenes adolecen seriamente de las autojustificaciones de Jones y de estar considerablemente plagados de explicaciones deficientes sobre los escritos de Freud y de una historia partidista del movimiento psicoanalítico. La gran contribución original del doctor Jones al movimiento psicoanalítico fue convertirlo en un movimiento internacional. Por tanto, es aún más lamenta­ ble que al escribir su historia Jones se empecinase eti demostrar que, a excep­ ción de él mismo, sólo aquellos discípulos que jamás criticaron nada de lo que el maestro dijo o hizo estaban completamente libres de neurosis, y motiva­ dos, como el propio Jones, sólo por las más elevadas reflexiones morales. Estos auténticos discípulos nunca sufrieron ambivalencias, sobre todo su biógrafo. Aquellos cercanos a Freud, como Ferenczi, el más íntimo de todos, fueron por desgracia terriblemente neuróticos, o al menos eso se nos dice. Rank, que du­ rante años fue uno de sus más próximos colaboradores, sufrió depresiones más que neuróticas, las cuales, según Jones, distorsionaban sus juicios. Entre sus pri­ meros discípulos (distintos a Jones) las críticas de Freud nunca fueron motiva­

Dos visiones de Freud 49 das por un razonamiento válido, sino sólo por celos, si es que en realidad no al­ bergaban razones psicópatas. Para un psicoanalista resulta particularmente enojoso que una biografía de Freud escrita por un eminente analista sea tan poco psicoanalítica. Por ejemplo, antes de su análisis Freud se describe como un individuo muy neurótico, algo que sin duda era. Pero, a su propio análisis, que, como el análisis de cualquier otra persona, configuró el acontecimiento psicológico crucial de su vida adulta, se le dedican apenas nueve páginas en una historia de su vida que abarca más de mil quinientas. En él existe abundante material susceptible de ser utilizado como fuente, fácilmente disponible en La interpretación de los sueños de Freud, pero Jones lo ignora. En realidad, el libro, el más importante de Freud, se venti­ la en catorce páginas, la mayoría de las cuales incluyen una enumeración de las diferentes ediciones en que apareció y cuántos royalties recibió Freud. La exposición de lo que quizás haya sido una de las relaciones íntimas más importantes de Freud, ilustra lo poco piscoanalítico que Jones es como biógrafo. Al hablar de la cuñada de Freud, que vivió durante cuarenta y dos años como parte de la familia de Freud en su casa, Jones declara positiva y autoritariamen­ te: «No existía atracción sexual por ninguna de ambas partes». Nos sorprende que Freud, quien viajó durante largos períodos sólo con esa mujer madura y se alojó con ella en hoteles, no la encontrase sexualmente atractiva. ¿Qué clase de mujer era? ¿Qué clase de hombre era Freud para escoger como compañera pre­ ferida de sus años de madurez a una mujer que no le resultaba sexualmente atractiva? Y, de ser así, ¿no constituiría la principal tarea de un biógrafo psico­ analítico explicarlo con detalle? Según parece, este particular biógrafo psicoanalítico no creyó necesario con­ siderar la posibilidad de atracción sexual entre cuñada y cuñado, a pesar de que ambos compartían hogar, ideas, vacaciones, habitaciones; tan interesado estaba Freud en la compañía de esta mujer que dejó atrás a su esposa y a sus hijos. De ser así, ¿qué nos enseña sobre el psicoanálisis? Quienes hayan sentido curiosi­ dad por esta relación parecen haber tenido inclinaciones más psicoanalíticas que el psicoanalítico biógrafo, que califica (sin examinarla) esta especulación de «murmuraciones maliciosas». A falta de pruebas, este crítico cree que posi­ blemente fuera una relación puramente platónica. Pero, entonces, se nos debe explicar su significado para el hombre y la mujer que ellos eran. Aún más turbador para quienes intentan comprender a Freud a partir de su biografía es su fracaso en el intento de insertarlo en el contexto de su sociedad y su cultura. Por ejemplo, Jones describe los primeros años de Freud cuando mu­ chacho y más tarde cuando estudiante en la Universidad de Viena como un indi­ gente que, a pesar de ello y por sus propias fuerzas, consiguió abrirse camino hacia la fama y el éxito. En realidad, aunque los padres de Freud no eran ricos, pertenecían a la clase media judía y no eran en modo alguno pobres. Para una familia judía de los años ochenta del siglo pasado vivir en un piso de seis habi­ taciones significaba prosperidad. Las condiciones de vida de Freud quizás pa­

50 El peso de una vida rezcan privadas de los mínimos de una familia de clase media norteamericana actual, pero eran excelentes si se comparan con la existencia casi de gueto de la que escapó el padre de Freud al trasladarse a Viena. La profunda lealtad de Freud al imperio de Francisco José y a Viena, que compartía con la mayoría de sus coetáneos judíos, debe entenderse como parte de las extraordinarias mejoras so­ ciales y económicas que había experimentado la generación de su padre. Las pe­ nalidades del antisemitismo llegaron después y se superaron sobre una base muy diferente a la de la gratitud y la esperanza, edificadas en vida del padre de Freud y los primeros años de este último. Entre los judíos europeos de principios del siglo xx, la pregunta de cómo de­ mostrar que los judíos eran el pueblo elegido, cuando siempre habían sido per­ seguidos o vivido en la miseria, se convirtió en un acertijo muy reiterado y di­ vertido. La respuesta era: «¡Pero olvidáis lo bien que se nos presentó bajo Francisco José!». En la última mitad del siglo x k , al experimentar una mayor realización personal, los judíos de Viena no tuvieron más remedio que amar en­ carecidamente a su cultura. Así, el supuesto «odio» de Freud a Viena fuera pro­ bablemente la expresión de un intenso primer amor, frustrado por el antisemitis­ mo de los inicios del siglo xx, frustración agudizada en la medida en que nunca se olvida el primer amor. Es dentro de este contexto social en el que debe entenderse la vida de Freud. Sin embargo, Jones no logra comprenderlo en absoluto. Muchas veces mencio­ na el odio de Freud a Viena y por alguna extraña razón no se pregunta por qué, si Freud odiaba tanto a Viena, no la abandonó, sino que permaneció allí tras la lle­ gada de los nazis, hasta que fue imposible quedarse más tiempo. En este caso, como en muchos otros ejemplos, el gran descubrimiento de Freud de la ambiva­ lencia de las emociones humanas parece no aplicarse al propio descubridor, o al menos no según su biógrafo. Jones también se muestra poco versado en un fenómeno análogo que tenía lugar entre la sociedad intelectual de Viena: la pretensión de hablar en tono des­ pectivo de Viena, que no era sino el disfraz de un irracional vínculo amoroso con la ciudad y su cultura. En lugar de reconocerlo y explicar esta naturaleza ambigua y neurótica al lector, Jones presenta sólo el lado negativo de la ambiva­ lencia de Freud. Nunca clarifica los aspectos positivos, obviamente más pode­ rosos pues siempre vencieron. Por ejemplo, se nos dice que el relativo liberalismo de Berlín suscitó la envi­ dia de Freud, que «tuvo que vivir en una ciudad gobernada por el alcalde antise­ mita Lueger y donde prevaleció el antisemitismo». Pero la verdad es que Freud no tuvo que vivir en Viena; eligió vivir en ella a pesar del antisemitismo. Ni tampoco se nos dice que la aristocracia dirigente era fuertemente contraria al antisemitismo de clase media-baja de Lueger. En realidad fue el antisemitismo de clase baja el que, de modo extraño, puso en estrecho contacto a los intelec­ tuales judíos con una aristocracia superior, que de otro modo habría permaneci­ do cerrada a ellos. Este es sólo uno de los muchos ejemplos de la total incom­

Dos visiones de Freud 51 prensión de Jones hacia Viena, tan importante en la configuración de Freud como hombre. Sería erróneo deducir que conocer esta biografía carece de valor. Contiene demasiados incidentes reveladores de la historia de Freud, y demasiados vista­ zos significativos a su vida cotidiana que no se encuentran en ningún otro lugar. Pero el lector debe ser cuidadoso al extraer sus propias conclusiones del relato de Jones y rechazar muchas de las interpretaciones equivocadas del mismo. Sólo la cita de una de las muchas anécdotas demuestra cuán reveladores pue­ den ser estos tres volúmenes como fuente de datos. Jones cuenta que durante las comidas Freud no hablaba a su familia porque disfrutaba tanto de ellas que se concentraba en comer. Si uno de sus hijos estaba ausente, Freud «señalaba ca­ llado la silla vacante con el cuchillo o el tenedor y miraba de modo inquisidor a su esposa desde el otro extremo de la mesa. Ella le explicaba que el niño no co­ mía en casa y que un motivo u otro se lo había impedido, tras lo cual Freud, una vez satisfecha su curiosidad, asentía en silencio y daba cuenta de su comida». En un extracto de una carta a Jung, Freud dice de su método dg terapia que «es en esencia una cura a través del amor». Esta perentoria declaración sobre la naturaleza de la terapia psicoanalítica, con su inequívoca refutación de las inter­ pretaciones profundas de los técnicos y de la disección dinámica de la psique humana de los artesanos, hace que uno se sienta agradecido por estos tres volú­ menes. Como colección de anécdotas, son de gran valor. Como biografía de Freud y como testimonio sobre el psicoanálisis contienen varios errores. Como historia del movimiento psicoanalítico cometen una injusticia con las personali­ dades y contribuciones de muchos que estuvieron cerca de Freud, y por tanto son engañosos. Y como relato de la sociedad y la época en que se desarolló Freud (y el psicoanálisis) son un fracaso.

2. Fromm sobre Freud Uno no puede evitar comparar el breve volumen de Fromm2 sobre Freud con los tres gruesos volúmenes de Emest Jones, aunque son diferentes en estrategia e intención. Del ensayo de Fromm emerge un Freud vital y de gran interés para nosotros. Al demostramos cuánto queda todavía por hacer, Fromm nos lanza un desafío. Por el contrarío, Jones erige un monumento a su maestro, dando la im­ presión de que todos los problemas relacionados con Freud y el psicoanálisis es­ tán resueltos, que todo está ya dicho y hecho. Así, Jones convierte a Freud en una figura histórica principal, cosa que es, pero del pasado, cosa que no es. Fromm empieza con un retrato de Freud como hombre y su entorno psicoló­ gicamente convincente e imparcial, que remarca los colosales éxitos, pero no 2. Esta reseña del libro de Erich Fromm Sigmund Freud's Mission. Harper, Nueva York, 1959, apareció en The New Leader, el 11 de mayo de 1959. Debe leerse junto con el ensayo prece­ dente sobre la biografía de Freud, pues ambos guardan relación entre sí.

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El peso de una vida

disimula los fracasos de Freud, siempre intentando mostrar cómo el psicoanáli­ sis oscila entre ambos. Prosigue con cierta información sorprendentemente nue­ va. Fromm habla de la necesidad y el deseo de Freud de convertirse en un refor­ mador del mundo, y de las consecuencias que ello tuvo para el psicoanálisis, que por tanto se convierte más en un movimiento semirreligioso y menos en una sociedad científica. Las dos caras del psicoanálisis, como nueva ciencia y como movimiento re­ formista, quedan reflejadas en la naturaleza de aquellos grandes hombres con quienes Freud se comparó a sí mismo. A veces le gustaba compararse a Colón, el descubridor de un nuevo continente, pues Freud había descubierto el ignoto mundo del inconsciente. Con más frecuencia se comparaba a sí mismo con Copémico y Darwin, porque, como Freud, infligieron un duro golpe al amor propio del hombre, el primero negando que la morada del hombre fuera el centro del universo, y el segundo privando al hombre de su excepcionalidad, convirtiéndo­ lo en un eslabón más de la cadena evolutiva. No obstante, a pesar de sus compa­ raciones con estos dos grandes científicos, Freud nunca los estudió psicoanalíticamente ni exploró las dinámicas que condujeron a sus grandes descubrimien­ tos. Por otro lado, dedicó dos proyectos esenciales a una investigación psico­ analítica de la vida de Moisés, gran reformador mundial y profeta. Estas fueron, en cierto sentido, las empresas culminantes de su vida. El hecho de que Fromm revelara el deseo de Freud de cambiar el curso del mundo -de crear un movimiento político, en el sentido de que cambiaría la ética del hombre y con ello su vida sobre la tierra- no sólo explica la fascinación de Freud por el problema de Moisés, sino que es crucial para nuestra comprensión del psicoanálisis como movimiento. Ello explica una de las más extrañas con­ tradicciones de Freud: su afirmación de que el psicoanálisis era una ciencia y, como tal, estaba sometido a los criterios que se aplican a la investigación cientí­ fica; y su insistencia contraria en que el psicoanálisis debía ser aceptado tal como él lo formulaba, y que cualquier desviación u opinión disidente no era algo que se solventase como una preciada prueba científica, sino una herejía que debía ser erradicada expulsando al hereje del movimiento. El Freud que Fromm nos muestra es básicamente un hombre muy inseguro, asustadizo, vulnerable a sentimientos de persecución y con poca confianza en los demás. Convencido de sus razones egocéntricas, profundamente aislado y solitario, Freud ni siquiera creyó que la seguridad pudiera encontrarse en el amor. Para él la certidumbre se hallaba sólo en la razón, a través del conoci­ miento. En consecuencia, sentía la necesidad de dominar el mundo de modo in­ telectual si quería redimir sus dudas y sentimientos de fracaso. Para Freud, como para Platón, sólo existía certidumbre en las ideas, la diferencia es que Freud bajó las ideas a nuestra tierra, a la mente humana. La certidumbre residía sólo en la razón, una razón que él define de modo restringido como intelecto. Freud creía que los sentimientos y las emociones eran irracionales y por tan­ to sospechosos. A diferencia de Spinoza, no aceptó la noción de que las emocio­

Dos visiones de Freud 53 nes y los pensamientos puedan ser racionales e irracionales, y que el desarrollo completo del hombre requiere el desarrollo racional tanto de pensamientos como de emociones. Al igual que muchos filósofos de la Ilustración, Freud no entendió que si el pensamiento del hombre se separa de sus sensaciones, ambos resultan distorsionados. Freud se aplicó de tal manera al poder absoluto de la ra­ zón que le costó años superar la ilusión de que una comprensión intelectual de las causas de los síntomas neuróticos los curaría automáticamente. Su inconmen­ surable pasión por el racionalismo como único fundamento de seguridad fue de­ fendida con extraordinario coraje, superando incluso los más serios obstáculos. Las relaciones de Freud con los demás deben entenderse en función de su desconfianza en las emociones y su obstinado empeño en la certidumbre inte­ lectual. Fromm resume las dificultades de Freud en sus relaciones con las muje­ res y las muy diferentes dificultades que deterioraron sus relaciones con los hombres. Todo ello ha sido descrito en otras biografías, aunque rara vez con tan aguda penetración psicológica. La mayoría de biógrafos han omitido la relación de Freud con su padre. Fromm refuerza su importancia y demuestra que, primero en relación con su pa­ dre y más tarde ante las circunstancias en general, Freud fue un rebelde, no un re­ volucionario. Fue un rebelde al desafiar a la opinión pública y a la autoridad médi­ ca, pero no fue un revolucionario porque él deseaba ser, y devino, una autoridad a la que se sometieran los demás. La rebelión de Freud fue dirigida contra aquellos que desde la autoridad no lo reconocían, y el primero de éstos fue su padre. Según Fromm, una persona no supera su ambivalencia hacia la autoridad hasta que no se libera de la atracción hacia la autoridad que le hace sentir deseos de dominar a los demás; sólo entonces se transforma de un rebelde en un revolu­ cionario. En este sentido, Freud fue y siguió siendo un rebelde. Aunque desafió a las autoridades y disfrutó de su desafío, estaba aún profundamente influido por el orden social existente y sus autoridades. Obtener su reconocimiento era para él un asunto prioritario. Fromm descubre la raíz del comportamiento autoritario de Freud en su de­ seo de crear un movimiento político y ser su líder. Por ejemplo, fue una aspira­ ción «política» y no un vulgar autoritarismo lo que obligó a Freud a defender la purga de los jungianos de la Sociedad Psicoanalítica de Londres, una de las di­ versas expulsiones para prevenir la difusión de teorías «heréticas». La naturale­ za de este movimiento se observa mejor a partir de la identificación de Freud con Moisés, que en sus últimos años se hizo más evidente. Freud reinterpretó el Moisés de Miguel Ángel para demostrar que en lugar de romper las tablas de la ley, Moisés calmó su ira por respeto a su pueblo. Freud interpretó a Moisés como un hombre que luchó con éxito contra la pasión interior en nombre de la razón y por una causa a la que se había entregado. Freud se identificó íntima­ mente con Moisés, el profeta incomprendido por su pueblo y sin embargo capaz de controlar su rabia y continuar la tarea de conducir a su pueblo hasta la tierra prometida.

54 El peso de una vida Freud, que de niño aspiraba a ser un gran jefe militar o un ministro del go­ bierno, de adulto deseó brindar una nueva y más elevada «ley» a la raza huma­ na, una nueva percepción del hombre interior y del mundo en que vivía, un nue­ vo acuerdo con la razón pura. No se podía confiar ni en el nacionalismo, ni en el socialismo, ni en la religión como guía hacia una vida mejor; sólo un conoci­ miento completo de la mente humana, adquirido al descubrir la irracionalidad de estas otras respuestas, podía conducir al hombre hasta su destino. Freud con­ cibió la sobriedad, el escepticismo, la evaluación racional del hombre de su pa­ sado y su presente, y la aceptación de la naturaleza fundamentalmente trágica y solitaria de su existencia. Quizás sea mejor que en este importantísimo punto deje que hable Fromm: Freud se veía a sí mismo como líder de una revolución intelectual que dio el último paso que el racionalismo podía dar. Sólo si comprendemos esta aspiración de Freud a aportar un nuevo mensaje a la humanidad, no un mensaje feliz sino rea­ lista, podemos comprender su creación: el movimiento psicoanalítico. ¡Qué extraño fenómeno el movimiento psicoanalítico! El psicoanálisis es una terapia, la de la neurosis, y al mismo tiempo es una teoría psicológica, una teoría general sobre la naturaleza humana y específicamente sobre la existencia del in­ consciente y su manifestación en los sueños, los síntomas, el carácter y en todas sus producciones simbólicas. ¿Existe otro caso de una terapia o una teoría cientí­ fica que se transforme en un movimiento, dirigido centralizadamente por una co­ misión secreta, con purgas de los miembros disidentes y organizaciones locales dentro de una supraorganización internacional? Ninguna terapia en el campo de la medicina fue jamás transformada en un movimiento semejante. En lo que res^ pecta al psicoanálisis como teoría, la comparación más aproximada sería el darwinismo: he aquí una teoría revolucionaria que ilumina la historia del hombre y tiende a alterar su representación del mundo de un modo más fundamental que cualquier otra teoría en el siglo xix, sin embargo, no existe un «movimiento» darwinista, ningún directorio que gobierne ese movimiento, ni purgas que decidan quién tiene derecho a llamarse darwinista y quién ha perdido tal privilegio. ¿Por qué este carácter único del movimiento psicoanalítico? La respuesta re­ side en parte en el análisis anterior de la personalidad de Freud. De hecho, fue un gran científico, pero al igual que Marx, un gran sociólogo y economista; Freud al­ bergó aún otro propósito, a diferencia de DaJrwin: deseaba transformar el mundo. Bajo un disfraz de terapeuta y científico fue uno de los más grandes reformadores de los inicios del siglo xx. Hablando del «carácter casi político» del movimiento psicoanalítico, Fromm nos demuestra que nunca se basó en la esencia de una sociedad científica, sino que desde el principio fue organizado sobre directrices bastante dictatoriales. Dentro de él, Freud coincidía con Platón en que era preferible el gobierno de los filósofos a una organización más democrática. Algunos congresos de psicoaná­ lisis dieron muestras inequívocas de ser convenciones políticas. La idea de una comisión secreta de siete miembros que asegurarían la dirección correcta del movimiento sugiere no tanto una falta de confianza en la validez de las conclu­

Dos visiones de Freud 55 siones psicoanalíticas, como el deseo de un control rígido y políticamente esta­ ble. Semejante desconfianza en los poderes de la razón y la naturaleza convin­ cente de las conclusiones científicas contrastan de modo evidente con las creen­ cias filosóficas de Freud. Contraste que sólo se explica por el deseo de crear un movimiento político alrededor de sus descubrimientos científicos. En apoyo de este análisis, Fromm indica que Freud hablaba de un congreso como una «dieta» (Reichstag), de la «madre patria» y «las colonias» del psico­ análisis, y de la necesidad de «fortalecer nuestro dominio contra todo y contra todos». Incluso en la actualidad, después de tantos años, las sociedades psico­ analíticas y su organización internacional, con sus ramas y su rigor sobre quién tiene derecho a considerarse psicoanalista, constituyen un raro espectáculo en­ tre las sociedades científicas. Existen escasos ejemplos contemporáneos de ten­ tativas de encadenar el progreso de la teoría y práctica científica a los hallazgos de un descubridor, y tolerar poco margen de libertad para la revisión de ciertas tesis fundamentales del maestro. En lo que respecta a Freud como hombre, existen contradicciones. Freud negó que el psicoanálisis fuera una filosofía y se consagró de modo consciente a la libertad intelectual total. La excusa para una organización estricta del movi­ miento psicoanalítico fue la existencia de detractores. Resulta extraño que sólo una organización monolítica parecía ofrecer protección contra ellos y no así el poder persuasivo de la verdad. El método terapéutico y las teorías de Freud no tienen nada que ver con los movimientos políticos. Entonces, ¿por qué concibió Freud la lucha por el reconocimiento del psicoanálisis como una teoría científi­ ca y una terapia médica, y como una batalla casi política? La respuesta quizás se halle en su creencia en que «el psicoanálisis es el ins­ trumento destinado a la progresiva conquista del ello». Aunque no es una pre­ tensión religiosa, es una pretensión ética: se trata de la conquista de la pasión por la razón. Comparando a Freud con Marx, Fromm señala: «tal como Marx creía haber hallado la base científica del socialismo, en contraste con lo que de­ nominaba socialismo utópico, Freud creyó haber descubierto la base científica de un antiguo propósito moral, y por tanto haber progresado frente a la moral utópica de las religiones y filosofías. Como no tenía fe en el hombre común, esta nueva moral científica era un objetivo que sólo la elite podía cumplir, y el movimiento psicoanalítico era la vanguardia activa, pequeña, pero bien organi­ zada, que perpetraría la victoria del ideal moral». Fromm llega a la conclusión de que Freud se habría convertido en líder de un movimiento socialista o eticocultural, o, por otras razones, en un líder sionista, de no haber experimentado un interés absorbente por la mente humana y una fir­ me dedicación a la búsqueda de la verdad tal como él la entendía. Además, Freud era demasiado conservador y escéptico para convertirse en un líder políti­ co. Pero «bajo el disfraz de una escuela científica realizó su viejo sueño: ser el Moisés que mostraba a la raza humana la tierra prometida, la conquista del ello por el yo, y el método de esta conquista».

56 El peso de una vida Una de las partes más interesantes del análisis de Fromm es el paralelismo que traza entre el método de Freud y las creencias económicas de la clase media decimonónica, en la virtud del ahorro y la acumulación de capital: Freud pensaba que mediante la insatisfacción de deseos instintivos, mediante la privación, la elite, en contraste con la plebe, «ahorra» el capital psíquico para empresas culturales. El misterio de la sublimación, que Freud nunca explicó de modo totalmente satisfactorio, es el misterio de la formación de capital según el mito de la clase media del siglo xix. Así como la riqueza es producto del ahorro, la cultura es producto de la frustración de los instintos. Otra parte de la representación decimonónica del hombre fue también acepta­ da del todo por Freud y traducida a su teoría psicológica: la representación del hombre como un ser básicamente agresivo y competitivo... Para Freud, el hom­ bre estaba primariamente aislado y era autosuficiente. Era un animal social sólo por un requisito de satisfacción mutua de las necesidades, no por una necesidad o deseo primarios de relación con los demás ... El hombre es básicamente una má­ quina, conducida por la libido y autorregulada por la necesidad de reducir la ten­ sión dolorosa a un umbral mínimo. Esta reducción de la tensión constituye la na­ turaleza del placer. Para lograr esta satisfacción, los hombres y las mujeres se ne­ cesitan entre sí. Se comprometen en la satisfacción mutua de sus necesidades libidinosas y en esto consiste el interés mutuo. Así presenta Fromm el concepto de Freud del Homo sexualis como una ver­ sión más profunda y elaborada del concepto del economista del Homo economicus. Sólo en un aspecto Freud se desvía de la representación tradicional: declaró, que el grado de represión sexual era excesivo y provocaba neurosis. Fuera o no el propósito de Freud crear alrededor del psicoanálisis un movi­ miento para la liberación ética del hombre, una nueva religión secular y científi­ ca por medio de la cual la elite guiase a la humanidad, no podía tener éxito sin necesidades de afinidad dentro de sus inmediatos seguidores y más tarde dentro del gran público que fue fervorosamente atraído. Aunque las esperanzas de Freud y las de sus primeros discípulos leales son ahora un elemento del pasado, el hecho de que aún estén activas nos afecta en gran parte a nosotros. Quienes en la actualidad adoptan el psicoanálisis según la concepción de Freud, son en su mayoría solitarios intelectuales urbanos con un gran deseo por comprometerse en un ideal, un movimiento, y sin embargo carentes de la capa­ cidad de hacer verdaderos sacrificios por él, de renunciar al estatus o al éxito por un ideal. Son gente sin ideales religiosos, políticos, ni filosóficos profundos. El círculo creciente de analistas procede del mismo entorno. La gran populari­ dad del psicoanálsis en el mundo occidental, en concreto en los Estados Unidos desde los años treinta, tiene la misma base. Se trata de una clase media para la cual la vida ha perdido su significado. Sus miembros carecen de ideales políti­ cos o religiosos; no obstante, buscan un significado, una idea a la que dedicarse, una explicación de la vida que no requiera ni fe ni sacrificios, y que les permita sentirse parte de un movimiento sin ninguna obligación esencial.

Dos visiones de Freud 57 Todas estas necesidades las colmó el movimiento psicoanalítico. Pero a me­ dida que empezó a servir a esta necesidad de comodidad pasiva, el nuevo movi­ miento compartió el destino de tantos otros que empezaron con gran coraje y firme determinación. El entusiasmo, la frescura y la espontaneidad iniciales se debilitaron y la jerarquía asumió lo que consideraba su autoridad en la correcta interpretación del dogma y ejerció el poder de juzgar quién podía contarse entre los fieles. Con el tiempo, el dogma, el rito y la idolatría hacia el líder reemplaza­ ron a la audacia y a la imaginación creativa del mismo. El resultado es que muchos pacientes que se someten a la terapia son más de­ votos al rito y al dogma, y les importa menos la búsqueda esencial de la verdad y el dominio sobre su propio inconsciente. Se sienten atraídos porque a través del psicoanálisis se convierten en «parte de un movimiento, experimentan un sentimiento de solidaridad con el resto de quienes son analizados, y un senti­ miento de superioridad sobre quienes no lo son. A menudo, están mucho menos interesados en su curación que en la estimulante sensación de haber hallado un hogar espiritual», no un hogar que sirve de refugio seguro desde el cual navegar por los aún ignotos mares de la experiencia humana, sino un hogar que es un castillo protegido que amuralla sus vacuas vidas. Gran parte de esta revisión ha sido una paráfrasis de lo que a mí me pareció más importante del análisis de Fromm, no del psicoanálisis, sino del movimien­ to psicoanalítico. Fromm considera la gran debilidad de este movimiento su fra­ caso en el intento de extender la comprensión del inconsciente del individuo a un análisis crítico de su sociedad, y el fracaso del psicoanálisis freudiano, pasa­ do o presente, por trascender una actitud liberal de clase media hacia la socie­ dad. A ello asocia Fromm su continua intolerancia y un eventual estancamiento incluso en su propio campo: la comprensión del inconsciente individual. Así, el psicoanálisis se convierte en una satisfacción sustitutiva del arraigado deseo hu­ mano de hallar un sentido a la vida, de estar en auténtico contacto con la reali­ dad y conseguir conectar con los demás: Aquí, en el movimiento, encuentran todo: un dogma, un rito, un líder, una je­ rarquía, el sentimiento de posesión de la verdad, de ser superior a los no inicia­ dos; pero sin gran esfuerzo, sin una profunda comprensión de los problemas de la existencia humana, sin una visión y sin una crítica de su propia sociedad y sus efectos perjudiciales sobre el hombre, sin tener que cambiar su propio carácter en aquellos aspectos importantes, es decir, desembarazarse de la codicia, la ira y el egoísmo; básicamente sin ni siquiera escapar del aislamiento. Todos intentan, a veces con éxito, librarse de ciertas fijaciones libidinosas y su transferencia. Aunque quizás sea importante para el alivio de la ansiedad individual, no es sufi­ ciente para lograr ese cambio de carácter necesario para estar completamente en contacto con la realidad. Y de este modo, a partir de una idea audaz y valiente, el psicoanálisis se transformó en la cuna segura de los miembros atemorizados y aislados de las

58 El peso de una vida clases inedia y superior que no encuentran refugio en los más convencionales movimientos religiosos y sociales de su época. De este libro, Freud emerge no como el héroe, sino como uno de los más grandes hombres de este siglo, y el último que ha alterado radicalmente el pen­ samiento humano sobre el hombre y la realidad. De la crítica de Fromm del mo­ vimiento psicoanalítico se deduce que la ciencia del psicoanálisis, en su crecien­ te aplicación a los asuntos humanos -al margen de sus sagradas tradiciones como «movimiento»-, puede aún ofrecer una de las grandes esperanzas para el futuro de la humanidad.

Una secreta asimetría*

n los últimos meses de 1977, Aldo Carotenuto, un psicoanalista jungiano que imparte teoría de la personalidad en la Universidad de Roma, se con­ virtió por pura casualidad en el receptor de una colección de documentos perdi­ dos, o durante mucho tiempo olvidados. Se habían conservado, también por pura casualidad, en el sótano de un edificio, antaño cuartel general del Instituto de Psicología de Ginebra. Los documentos habían pertenecido a la doctora Sa­ bina Spielrein, una de las psicoanalistas pioneras que vivieron y trabajaron en Ginebra a principios de los años veinte. Allí durante unos meses analizó, entre otros, a Piaget. En 1923 Spielrein decidió regresar a su Rusia natal, momento en que probablemente olvidó estos documentos. Carotenuto reconoció de inmediato la importancia de esa recién descubierta colección de documentos que contenía veinte cartas de Freud y muchas más de Jung. Pero la mayor importancia de estas cartas en relación a la persona a la que iban dirigidas, la propia doctora Spielrein, no fue perceptible de inmediato. En realidad, estas cartas, publicadas bajo el título A Secret Symmetry (Pantheon, Nueva York, 1982), demuestran el impacto singular de Sabina Spielrein en la vida de Jung y en la evolución de su pensamiento, su participación en el desarrollo del psicoanálisis jungiano y freudiano, y su responsabilidad en el entablamiento de relaciones entre Jung y Freud y posteriormente en su distanciamiento. Estas in­ fluencias no se deducen tanto de las cartas de Freud y Jung a Spielrein, como de los borradores y copias de las cartas de Spielrein a Freud y Jung, y además de un diario de Spielrein, fragmentario pero muy revelador. Esta combinación dilucida importantes aspectos de la correspondencia entre Freud y Jung. Sabina Spielrein nació en Rostov del Don en 1885, primogénita de padres judíos, inteligentes, bien educados y ricos. Su abuelo y su bisabuelo fueron rabi­ nos muy respetados. Cuando era adolescente, Spielrein sufrió lo que se describe como un trastorno esquizofrénico o una grave histeria con rasgos esquizoides.

E

* Este ensayo apareció con el título «Scandal in the Family», en una forma algo diferente y sin «post scriptum», el 30 de junio de 1983, editado por The New York Review o f Books.

60 El peso de una vida En agosto de 1904, sus padres muy preocupados la llevaron a Zurich para que fuera tratada en el mundialmente famoso hospital mental Burghólzli. Desde 1900 Jung estaba en contacto con este hospital y en 1905 se convirtió en médico del mismo. Spielrein fue probablemente la primera paciente, o al menos una de las primeras, a quien Jung intentó tratar psicoanalíticamente. Antes se había con­ centrado sobre todo en estudiar las asociaciones de los pacientes y lo que estas revelaban de su vida interior, estudios en los que también participaba Spielrein. No sabemos cuánto tiempo pasó Spielrein como paciente, pero en abril de 1905 ingresó en la Universidad de Zurich para estudiar medicina. Entonces, o poco después, ya estaba lo bastante bien como para dejar el hospital, continuan­ do su tratamiento con Jung como paciente externo. Se doctoró en 1911 con una tesis titulada «El contenido psicológico de un caso de esquizofrenia». La anti­ gua paciente esquizofrénica se había convertido en un estudiante de la esquizo­ frenia, una doctora que curaba trastornos mentales, una pensadora original cu­ yas ideas serían más tarde de gran importancia en el método freudiano. Carotenuto tituló su libro (originalmente publicado en Italia) Una secreta si­ metría. El libro revela más que una simetría y, en mi opinión, una asimetría mu­ cho más importante. El título del original italiano, Diario di una segreta simmetria, deja claro que la simetría a la que el título se refiere es la existente entre el desarrollo de Spielrein y el de Jung, pues es la que se revela al leer el contenido del diario de Spielrein. Queda claro que Spielrein, a través de su relación con Jung, ejerció una influencia decisiva sobre él y sobre la formación de su méto­ do. Por su parte, Jung tuvo un gran impacto sobre ella. Esto sería lo natural,, pues como terapeuta le había ayudado a superar su grave trastorno mental, pero se convirtieron en amantes mientras él todavía era su terapeuta. Spielrein amaba profundamente a Jung. Él fue su primer amor, pero también lo amaba como su salvador de la locura y además como el brillante profesor que la introdujo en el estudio de la psicopatología, que se convirtió en su vocación. Nunca perdió del todo su afecto por Jung, ni después de que él traicionara su amor, ni más tarde cuando ella se casó con otro hombre y tuvo un hijo con él. No obstante, con el tiempo sus sentimientos hacia Jung se hicieron muy ambivalentes, como es comprensible, pues la persona a quien amaba apasionadamente la trataba no sólo con rudeza, sino, como ella describe con mucho acierto, como un canalla. Insistiremos más adelante sobre esto. Para mí no son las simetrías las que se manifiestan al leer estos documentos y la discusión de Carotenuto sobre ellos que posee el máximo interés, sino una asimetría que se formó a medida que Spielrein se aproximaba profesionalmente a Freud, mientras que Jung se desplazaba cada vez más hacia su ruptura con Freud y su forma de psicoanálisis. El libro demuestra la importantísima influen­ cia de Spielrein sobre las concepciones de Jung, lo cual en mi opinión propor­ ciona al libro una gran importancia humana y, en lo que al desarrollo del psico­ análisis se refiere, una importancia histórica única. Tanto la significación humana como la histórica de estos documentos sería

Una secreta asimetría

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mucho mayor si se nos hubiera permitido leer las cartas que Jung escribió a Spielrein, de las que se nos dice que se conservan cuarenta y seis. Mientras que los herederos de Freud dieron su permiso para publicar las cartas que escribió a Spielrein, los herederos de Jung, no. En consecuencia, tenemos sólo unos po­ cos, breves y cuidadosamente filtrados, aunque sin embargo tentadores pasajes de las cartas de Jung, citados por Carotenuto. Suscitan mucha más curiosidad de la que satisfacen. No es difícil adivinar por qué los herederos de Jung no desearon que el pú­ blico sepa por sus propias palabras los detalles de su relación y su comporta­ miento con Spielrein, pero en este respecto la pérdida no es demasiado grande. Su diario, sus cartas a Jung y a Freud, y las ya publicadas entre Freud y Jung, permiten hacemos una composición bastante clara de la relación amorosa y de lo que Carotenuto acertadamente denomina la traición de Jung a su amante. Sin embargo, la censura de las cartas de Jung nos impide apreciar hasta qué punto y en qué aspectos las ideas y las formulaciones teóricas que consideramos la base del sistema de Jung pertenecen en realidad, por entero o en parte, a Spielrein. Su relación con Spielrein sugiere que la influencia sobre él fue muy profunda. No sólo hizo de musa mientras constituía su sistema, sino también de colaboradora en muchos aspectos y, en definitiva, de ayudante en su desarrollo intelectual durante los años en que elaboró algunas de sus teorías básicas. Sin las cartas de Jung, u otra información pertinente, no se puede decir nada más con alguna certeza. El material del que disponemos no deja duda de que Jung descubrió su ani­ ma en Sabina Spielrein, y al hacerlo construyó su idea sobre el importante co­ metido que el anima del hombre ejerce en su vida. Por tanto, Sabina Spielrein fue la persona que sirvió de inspiración al concepto de anima, si no su creadora. Todo eso nos enseña este libro. También pone de relieve la gran contribución de Spielrein al sistema freudiano maduro. Pocos años antes de que Freud incorpo­ rara el concepto del impulso de muerte a su sistema y le asignara una función central, Spielrein escribió y publicó en el Jarhbuchfür Psychoanalyse und Psychopathologische Forschung de 1912 su ensayo básico sobre la destrucción como generadora de creación. En él presentaba por primera vez dentro del mar­ co del psicoanálisis sus ideas sobre el impulso de destrucción o de muerte, y su intrincada y compleja relación con la pulsión sexual. Un año antes había presen­ tado las ideas que constituían la esencia de este ensayo ante Freud y el grupo psicoanalídco vienés. Dada la elevada inteligencia de Spielrein, la originalidad de su pensamiento y su extraordinaria intuición psicológica, que le permitieron contribuir de modo tan importante a la concepción freudiana en un momento en que su sistema esta­ ba en muchos aspectos plenamente desarrollado, parece razonable suponer que contribuyó aún más decisivamente al sistema de Jung en sus inicios, cuando tra­ bajaban en estrecha colaboración. De hecho, los documentos recién descubier­ tos que presenta este libro sugieren que posiblemente todos los conceptos cen­

62 El peso de una vida trales de Jung deban su origen directa o indirectamente a Spielrein, por pertur­ badora que esta idea sea para los jungianos. Por ejemplo, parece bastante probable que no sólo el concepto de anima, sino también el de sombra procediera directamente de Spielrein o se desarrollara en tomo a su relación con Jung. En una carta a Freud en la que Jung calumnia a Spielrein en un intento por excusar su comportamiento hacia ella, Jung dice que gracias a lo sucedido, comprende que tenía «una idea totalmente inadecuada de mis componentes polígamos» y que, debido a lo que ha aprendido, ahora sabe «dónde y cómo coger al diablo por los cuernos». Aquí, al hablar del demonio que lleva dentro, emplea otra palabra para el concepto de sombra. No podemos saber lo que dijo a Spielrein sobre estas mismas cuestiones, o lo que ella le dijo a él, pero suponemos que se expresaban entre sí con mucha más libertad que con la que Jung se expresaba ante Freud sobre estos asuntos. No se sabe quién de los dos, Jung o Spielrein, habló primero sobre el demo­ nio que obraba en ellos, o de la sombra. Aunque se esfuerza por dar la impre­ sión de que todos los conceptos básicos de la psicología jungiana son creación de Jung, a partir de su estudio de las cartas de Jung a Spielrein a las que no tene­ mos acceso, Carotenuto casi se atreve a insinuar que muchos de los conceptos de Jung se deben directa o indirectamente a Spielrein. Carotenuto escribe: «Resulta fácil imaginar que de una manera curiosa las hipótesis de persona, sombra y anima representan la destilación de estas antiguas experiencias», refi­ riéndose a las experiencias de Jung en su relación con Spielrein. Y prosigue: «Cualquier lectura atenta de la descripción fenomenológica del anima y la som­ bra nos remite de inmediato a estos primeros años» de la relación con Spielrein. Finalmente, cita una de las últimas cartas conocidas de Jung a Spielrein, que data de septiembre de 1919: «El amor de S. por J. hizo a este último consciente de algo que antes sólo sospechaba vagamente, es decir, el poder del inconscien­ te que modela nuestro destino, un poder que más tarde le conduciría hasta cosas de la mayor importancia». Así, fueran cuales fuesen las contribuciones específi­ cas de Spielrein al sistema jungiano, Jung asegura, y Carotenuto coincide en esta opinión, que el propio sistema se originó a partir de su relación amorosa. La importancia de estas citas, demasiado breves, de las cartas de Jung nos hace agudamente conscientes de todo lo que se ha eludido. Al mismo tiempo, y por deducción, la negativa de los herederos de Jung a permitir la publicación de sus cartas a Spielrein, presenta un incómodo problema con respecto a la publi­ cación del diario de Spielrein y sus cartas. Según testimonios, parece ser que Spielrein trabajó en Rusia como psicoanalista hasta 1936, fecha en la que allí se prohibió el psicoanálisis. Posiblemente muriera en 1936 o 1937 durante las pur­ gas estalinistas. Pero tenía una hija y también tres hermanos más jóvenes, de modo que es muy posible que algunos de sus herederos estén aún vivos, en con­ creto sabemos que al menos uno de sus hermanos vivía fuera de Rusia. Nada de lo que se nos dice en este libro sugiere que se haya hecho ningún esfuerzo para encontrar a sus herederos y obtener su permiso para publicar las cartas y el dia­

Una secreta asimetría 63 rio de Spielrein. Aunque me alegro de poder leer y reflexionar sobre las revela­ ciones de las cartas y el diario, me sorprende que un psicoanalista jungiano, el profesor Carotenuto, sea tan respetuoso con la sensibilidad de los herederos de Jung y no demuestre el mismo respeto hacia la sensibilidad de los herederos de Spielrein. Parece injusto, por no decir otra cosa, que las reglas de lo confiden­ cial se apliquen aquí de diferente manera, especialmente cuando, en principio, el famoso psicoanalista, como terapeuta, tiene menos derecho a la privacidad que su paciente. Y ¿qué sucede con su relación amorosa, uno de los puntos que probablemen­ te persuadieron a los herederos de Jung a negarse a la publicación de sus cartas a Spielrein? Carotenuto se esfuerza en convencer al lector de que la relación de amor de Jung con Spielrein fue platónica; sin embargo, los documentos sugie­ ren firmemente que no fue así. Un psicoanalista no debería tener relaciones se­ xuales con sus pacientes. Por desgracia, sucede de vez en cuando, con resulta­ dos bastante perniciosos tanto para el paciente como para el terapeuta, y volverá a suceder en el futuro. Unos setenta años más tarde, tiene hasta cierto punto poco interés saber si el gran amor de Jung y Spielrein se consumó sexualmente. Resulta más importante saber si el analista se comportó hacia su paciente y amante con respeto y decencia, o si sólo le interesaba su reputación pública y no la vulnerabilidad psicológica de su paciente, quien, debido a la relación pacien­ te-terapeuta, se hallaba indefensa ante él. Sobre estas cuestiones, los testimonios demuestran con claridad que Jung se comportó con Spielrein de una manera es­ candalosa. En cuanto a si la relación fue platónica o existieron relaciones sexuales, en septiembre de 1910, Spielrein hacía la siguiente confidencia a su diario: Y aunque su esposa, quien, como aclara su diario [Jung había dado a leer su diario a Spielrein, diciéndole que nadie excepto su esposa y ella lo habían leído], dudó algún tiempo antes de casarse con é l..., está protegida por la ley y es respe­ tada por todos, en cambio a mí, que deseaba darle a él todo lo que poseo, sin pen­ sar lo más mínimo en mí misma, se me llama inmoral en el lenguaje de la socie­ dad: amante, ¡quizás maitresse\ Con su esposa puede aparecer en público en cual­ quier parte, y yo debo esconderme furtivamente en esquinas oscuras. No desearía que nuestro amor fuera proclamado a bombo y platillo por las calles, en parte por consideración a su esposa, en parte para no mancillar su carácter sagrado. Pero, aun así, me duele que debamos ocultar nuestros sentimientos. Es cierto que él de­ seaba presentarme en su hogar, convertirme en amiga de su esposa, pero es com­ prensible que su esposa no quisiera saber nada de este asunto... En la misma fecha recuerda «aquellos momentos únicos cuando descansaba en sus brazos y era capaz de olvidarme de todo». En octubre de 1910 escribe so­ bre ella y Jung: «En el momento en que comenzó nuestra poesía, él tenía dos ni­ ñas ...». «Poesía» es la palabra que emplea para referirse a algo de su relación que no desea mencionar abiertamente; el contexto en el que emplea esta palabra

64 El peso de una vida deja claro que se refiere a algo de lo más íntimo, muy parecido a una relación sexual. (Sin apenas darse cuenta, Carotenuto lo sugiere en una nota explicatoria de la palabra «poesía», en la que dice: «por “poesía” debemos entender un sig­ nificado metafórico sólo conocido por Jung y Sabina. En Proust se encuentra una analogía literaria. Swann y Odette empleaban la metáfora faire cattleya para expresar el acto físico de la posesión». Si Carotenuto no creía que la metá­ fora «poesía» significase posesión sexual, ¿por qué eligió este ejemplo para ex­ plicar el uso de las metáforas? A propósito, Carotenuto suele hablar de Spielrein como Sabina, pero nunca de Jung como Cari, falta de imparcialidad que no sólo es injusta e irritante, sino que nos permite dudar de que su exposición trate a es­ tas dos personas con equidad.) Una lectura objetiva del material no permite más conclusión que la relación de Spielrein y Jung era de naturaleza amorosa e íntima, aunque la insistencia de Carotenuto en su platonismo nos revela su indignación. No obstante, la cuestión del límite de su amor pierde significado si consideramos la mezquina reacción de Jung cuando fue conocido su amor. La correspondencia entre Jung y Freud, a la luz de la cual descubrimos a partir de este nuevo material la singular importancia que su relación con Spielrein tenía para Jung, sugiere con claridad que fue probablemente dicha relación el principal motivo que indujo a Jung a ponerse en contacto con Freud, pues fue el primer pro­ blema importante que le presentó a Freud, declarando explícitamente que sentía necesidad de liberarse de él, y por tanto se veía incapaz de lograrlo solo. Según las cartas entre Jung y Freud, su correspondencia comenzó cuando Jung, entonces un completo extraño para Freud, envió a éste una copia de sus estudios sobre las asociaciones de palabras. La importancia de las asociaciones al nombre de «Spielrein» revela la magnitud de este hecho. La primera carta en­ tre Jung y Freud es una nota en la que Freud agradece a Jung el envío de ese li­ bro. Freud le corresponde remitiéndole a Jung una colección de sus ensayos bre­ ves, que Jung a su vez agradece. Hasta el momento el intercambio de correspon­ dencia es educado y se cruza de un modo profesional, aunque cordial. Muy al contrario que la segunda carta de Jung a Freud, con fecha de 23 de octubre de 1906, en la que de improviso Jung introduce un asunto de profundo interés per­ sonal. En ella escribe: Debo librarme de mi experiencia más reciente. En la actualidad estoy tratando a una histérica con su método. Un caso difícil, una estudiante rusa de veinte años, que lleva seis años enferma. El primer trauma ocurrió entre los tres y los cuatro aftos. Vio a su padre azo­ tando a su hermano mayor en el trasero desnudo. Una fuerte impresión. Desde en­ tonces no podía evitar pensar que ella había defecado en la mano de su padre. Desde los cuatro a los siete años, intentos convulsivos de defecar en sus propios pies de la siguiente manera: se sentaba en el suelo con un pie debajo de ella, pre­ sionaba el talón contra su ano e intentaba defecar y al mismo tiempo evitar la de­ fecación. De este modo a menudo contenía la evacuación durante dos semanas.

Una secreta asimetría 65 No tiene ni idea de cómo llegó a este peculiar acto. Dice que fue completamente instintivo e iba acompañado de sentimientos de éxtasis y temblor. Más tarde este fenómeno fue sustituido por una enérgica masturbación. Le estaría enormemente agradecido si me dijese en pocas palabras qué piensa de esta historia. Termina con esta carta. Así, el interés de Jung por Spielrein es el tema que permite aproximarse a Freud por primera vez de una manera más personal. No es extraordinario que Jung solicitase a Freud su opinión sobre el primer caso que trataba según el método de este último y, en general, tampoco es de ex­ trañar que no mencione el nombre de la paciente, aunque los nombres de los pa­ cientes se mencionan libremente en las siguientes cartas. Pero, en el caso de Spielrein, la omisión del nombre por parte de Jung encierra ciertos problemas particulares que pueden ser muy reveladores. Además de esta omisión, al menos otros dos aspectos de la carta merecen es­ pecial atención: la alusión de Jung a que necesita liberarse de una experiencia muy reciente y sufracaso en el intento. En el momento en que Jung escribió esta carta, hacía dos años que conocía a Spielrein, de modo que la naturaleza de su historia pasada (que él describe) no podía ser el motivo de esta necesidad de li­ beración, pues difícilmente constituye una experiencia reciente. Por lo que sa­ bemos sobre la relación íntima, probablemente sexual, de Jung y Spielrein, es razonable suponer que llegó a su culminación física justo en el momento en que Jung quiso establecer contacto con Freud iniciando un intercambio de corres­ pondencia, que coincide con la «experiencia reciente» de la que Jung trata de li­ berarse. Como esta experiencia sucedió durante el primer intento de Jung, o uno de los primeros, de aplicar el método de Freud en el tratamiento de un paciente, es comprensible que Jung pidiera ayuda a Freud en lo que consideraba una si­ tuación de las más difíciles. Alude a ello describiéndola como un caso difícil, cuando en la realidad, comparado con la mayoría de los pacientes tratados en el hospital Burghólzli, su caso era relativamente benigno, pues no sólo podía vivir sola en la ciudad, sino, lo que es mucho más importante a este respecto, también cursar con éxito estudios de medicina. Esto es algo que Jung no menciona en su carta a Freud, aunque daría un tono muy diferente al caso de Spielrein. Por tan­ to, se trataba de un caso de la máxima dificultad debido a la relación erótica en­ tre Jung y ella. A pesar de su declarada necesidad de liberarse, Jung fracasó en el intento, tampoco en esta carta habló de la naturaleza de su relación con Spielrein. De modo que, desde el mismo inicio de su relación con Freud, Jung no pudo admi­ tir la importancia del sexo en las relaciones humanas y en la neurosis. Por eso creo que Spielrein juega un papel tan importante en la relación Freud-Jung: la relación de Jung obligó a éste por primera vez a pedir ayuda a Freud, y la inca­ pacidad de Jung para admitir abiertamente que existía un interés sexual que exi­ gía la liberación, presagia la ruptura definitiva con Freud. Como suele ocurrir en relaciones psicológicas tan complejas, el final se adivinaba desde el principio.

66 El peso de una vida Jung, cuyo primitivo interés habían sido las asociaciones de palabras, debió percatarse de que estaba ocultando a Freud información extraordinariamente per­ tinente sobre el caso que describía, al no revelar el nombre de Spielrein, que es importante en un caso en el que los síntomas centrales son ideas sobre defecar encima de su padre, ensuciándose ella y evitando hacerlo al mismo tiempo. Los apellidos -en concreto sus apellidos- tienen un significado especial para los niños pequeños. Un apellido es una base importante para el desarrollo de la personalidad y un vínculo evidente con la propia familia. Pero si le concedemos tal interpretación, también se considera un mensaje especial del destino al niño. El apellido alemán «Spielrein» consiste en una combinación de dos palabras muy comunes, spiel y rein. La primera puede ser un nombre que significa ‘jue­ go’ o el imperativo del verbo que significa ‘juega’. La segunda es un adjetivo o un adverbio, que significa ‘limpio’. En su combinación las dos palabras forman una advertencia, sobre todo para un niño, de que juegue limpio. Aunque la fami­ lia Spielrein vivía en Rusia, al ser judíos y bien educados ciertamente estaban familiarizados con el significado alemán de su apellido, pues muchas familias están interesadas en el significado de sus apellidos. Además, los Spielrein lleva­ ron a su hija a la Suiza alemana para recibir tratamiento y su facilidad de comu­ nicación con Jung en alemán indica que hablaba este idioma con fluidez. Cuesta creer que Jung, dado su interés en esa época por el estudio de las asociaciones de palabras, no fuera consciente de lo que debía significar para una muchachita llevar un apellido que le ordenaba jugar limpio, cuando durante muchos años su síntoma más importante, que incidió crucialmente en su vida infantil normal, era una preocupante ambivalencia sobre jugar limpio o ser limpia, ambivalencia que se expresaba en el intento de defecar sobre sí misma y a la vez intentar evi­ tar la defecación. Cabe destacar que en la época en que Sabina Spielrein era una niña los asun­ tos sexuales nunca se mencionaban a los niños, sobre todo entre unas personas de clase media decente como eran sus padres, sino que se empleaba cierta eufemización. En ese tiempo cuando un niño se tocaba sexualmente, como hacen muchos niños, la advertencia típica era «no hagas cosas sucias», insinuando con claridad que el niño no era limpio. Por esta razón, llevar el apellido Spielrein, que invitaba a jugar limpio, debió de ser una carga particularmente difícil de llevar para una niña tan extremadamente inteligente y sensible como era Sabina Spiel­ rein, por lo que sabemos de ella. Esta advertencia era tan popular en el modo de hablar a los niños en los países de habla germánica que es probable que también se emplease durante la educación de Jung, dado que su padre era un estricto clé­ rigo rural. De ser así, cada vez que empleaba el apellido de Spielrein o pensa­ ba en él, Jung, al notar que ya estaba, o estaba a punto de «jugar sucio» con Spielrein, se acordaba de no jugar o hacer cosas sucias, como le sucedía de niño. Luego esta podía ser la principal razón de su negligencia a decir a Freud su nombre. No sabemos con exactitud en qué momento Jung y Spielrein fueron cons­

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cientes del profundo amor que sentían el uno por el otro, ni cuándo lo expresa­ ron abiertamente, ni en qué forma. A partir de las cartas de Jung, Carotenuto de­ duce que a principios de 1908 sabía lo enamorado que estaba de Spielrein, pero como, según Carotenuto, las cartas existentes de Jung a Spielrein empiezan a partir de entonces, no disponemos de información sobre los sentimientos de Jung hacia Spielrein en 1906, cuando escribió la segunda carta a Freud en la que expresaba esta necesidad de liberarse respecto a ella. Pero aun cuando en aque­ lla época Jung no tuviera relaciones sexuales con Spielrein, hacía dos años que la conocía íntimamente, la había tratado y también invitado a participar en sus experimentos. ¿No es lógico suponer que de modo subconsciente, Jung cono­ ciera la profundidad y la naturaleza potencialmente sexual de su relación con ella? Aproximadamente un año más tarde Jung, sin nombrarla, escribe a Freud que el mayor deseo de una de sus pacientes es tener un hijo con él. Como tera­ peuta, hombre casado y padre, la relación sexual de Jung con Spielrein habría sido ilícita en diversos aspectos, y tales situaciones evocan con naturalidad en el subconsciente las prohibiciones de nuestra niñez. Jung no identifica a este paciente con el caso «difícil» sobre el que ya le ha­ bía escrito y de nuevo oculta un importante detalle: el nombre propuesto para este niño tan deseado. Sin embargo, por el diario de Spielrein conocemos su ve­ hemente deseo de tener un hijo de Jung y llamarle Siegfried y su idea de que ese niño haría de puente entre su judaismo y el arianismo de Jung. En una carta más tardía a Jung asocia esta idea directamente con la relación entre Jung y Freud: «Por ejemplo, mi problema Siegfried generaría un hijo de verdad y un hijo sim­ bólico ario-semita: por ejemplo, un hijo que resultara de la unión de tus teorías y las de Freud». En la mente de Spielrein su relación con Jung era paralela a la de éste con Freud, y escribe sobre ello de un modo que sugiere la familiaridad de Jung con estas ideas. Desconocemos la reacción de Jung ante el deseo de Spielrein de tener un hijo con él y llamarle Siegfried, y su idea de que este hijo simbolizara la unión entre sus ideas y las de Freud. Pero tanto Spielrein como Jung estaban intensa­ mente cautivados por Wagner y discutían con frecuencia el importante signifi­ cado que su obra tenía para ellos; así pues, no podían ignorar que en el ciclo del Anillo Siegfried es hijo de Siegmund, cuyo nombre es una variante del nombre propio de Freud, Sigmund. Spielrein deseaba un hijo cuyo padre físico fuera Jung, pero cuyo nombre simbolizase que su padre espiritual era Freud. Esta idea era muy grata para Spielrein, pero probablemente muy molesta para Jung, razón suficiente para que no revelase a Freud que la paciente que deseaba tener un hijo suyo era judía, ni que ella planeaba dar a este hijo el nombre de Siegfried. Existen otras poderosas razones de por qué ese gran deseo de Spielrein de te­ ner dicho hijo suscitó fuertes sentimientos negativos, o, como mínimo, ambi­ guos en Jung. Era consciente de que era valioso para Freud debido a su presunta capacidad para conseguir, a través de su persona y su influencia, la aceptación del psicoanálisis «judío» de Freud en el mundo ario. Freud no ocultaba estas ex­

68 El peso de una vida pectativas, las expresó en diversas conversaciones con sus amigos. Por tanto, era comprensible, y probablemente predecible, que, como respuesta contra semejante utilización, Jung desarrollara a su vez su propio psicoanálisis no ju­ dío y más tarde adoptase algunas de las ideas de Hitler. Pero la actitud de Jung hacia el judaismo era muy complicada, porque tam­ bién le fascinaba, sobre todo en las mujeres. Poco después, Spielrein lo explica­ ba en una de sus cartas a Freud, transmitiéndole información que Jung le había dado cuando su relación era más íntima. Jung le contó que su prima Helene Preiswick, con la que había llevado a cabo algunos de sus primeros experimentos psicológicos (que se describen con detalle en su disertación, donde se refiere a ella como S.W.) y de quien él parecía estar muy enamorado, aunque es posible que no fuera plenamente consciente de ello, pretendía ser judía. Jung asocia su fascinación por esta muchacha que pretendía ser judía a su relación con Spiel­ rein en una carta a Freud en la que menciona por primera vez el nombre de Spielrein. En ella escribe: «entonces los judíos adoptaron otra forma, en la figu­ ra de mi paciente», refiriéndose a Spielrein. En algún momento anterior a marzo de 1909, la relación de amor entre Jung y Spielrein se dio a conocer, probablemente por su esposa. Alguien, con toda probabilidad ella, escribió a la madre de Sabina Spielrein una carta anónima, advirtiéndola de que esta relación podía perjudicar a su hija, y pidiéndole que le pusiera fin. Todo esto lo sabemos por el diario de Spielrein y sus cartas a Freud. Pero, antes de que Freud supiera nada de Spielrein, o que la persona im­ plicada era la paciente sobre quien Jung le había escrito dos veces, Jung escri­ bió a Freud el 7 de marzo de 1909 que «una paciente, a quien años atrás curé de una neurosis muy difícil con denodado esfuerzo, ha violado mi confianza y mi amistad del modo más denigrante que se pueda imaginar. Ha promovido un vil escándalo sólo porque me negué el placer de darle un hijo». Aunque no fue Sabina Spielrein la que desató el escándalo, sino la persona que escribió a su madre, como Jung se vio obligado a admitir ante Freud unos meses más tar­ de, porque para entonces Spielrein ya le había informado de los verdaderos sucesos. Por desgracia, las palabras que describen la naturaleza de la relación de Jung con esta paciente han sido mal traducidas, lo que es particularmente lamentable, porque Carotenuto emplea «denodado esfuerzo» como título del capítulo que trata sobre estos asuntos. En realidad Jung escribió «eine Patientin, die ich vor Jahren mit grósster Hingabe aus schwertser Neurose herausgerissen habe ...». Las palabras alemanas mit grósster Hingabe se traducen incorrectamente por «con denodado esfuerzo». Aunque no sería incorrecto traducir «con denodado afecto» o «con el mayor afecto», no se aproximaría tanto al alemán como debie­ ra, pues no ofrece el sentido completo de la palabra Hingabe, que significa «en­ trega». Hingabe se utiliza con más frecuencia en el sentido de entrega sexual. De modo que las palabras que empleó Jung, aunque abiertamente sólo aseguran el extremado afecto con el que se había dedicado al tratamiento de su paciente,

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sugieren solapadamente o aluden a la naturaleza sexual de su relación con esta paciente. No se puede culpar a Carotenuto de esta interpretación equivocada puesto que es italiano, ni tampoco por no reconocer el significado psicológico del ape­ llido Spielrein. «Denodado esfuerzo» se emplea también en la traducción oficial inglesa de The Jung!Freud Letters* Pero, como mínimo, en el texto del capí­ tulo «Denodado esfuerzo» se indica entre paréntesis que «Jung habla de “de­ nodado esfuerzo” [grósster Hingabe, literalmente “el mayor afecto”]». Así tanto Carotenuto como quienes tradujeron este libro al inglés fueron cons­ cientes de que «denodado esfuerzo» distorsiona el significado de las palabras que Jung emplea en esa carta. La traducción «el mayor afecto» elude las con­ notaciones sexuales de la palabra empleada por Jung, pero al menos está mu­ cho más cerca del original alemán que «esfuerzo», que sería la traducción correcta si Jung hubiera hablado de tratar a su paciente con grósster Anstrengung, una expresión que indica un proceso deliberado y consciente, mientras que Hingabe denota una profunda relación sentimental y sugiere su naturaleza sexual. Es interesante señalar que Freud no reaccionó ante la declaración de Jung de negarse el placer de una relación sexual, tras describir, pocas frases antes, su ac­ titud hacia la misma paciente como de la mayor entrega. La terminología de Jung debió de ser lo suficiente reveladora como para permitir a Freud adivinar la verdadera naturaleza de la relación de Jung con esta paciente, dado que, como relata en su contestación a la carta de Jung, Muthman, un psiquiatra suizo, había hablado a Freud sobre «una dama que se presentó como su [por Jung] amante». Es probable que Freud deseara hacer la vista gorda ante algo que podía poner en peligro su relación con Jung. Profundamente herida por el comportamiento de Jung, Sabina Spielrein es­ cribió a Freud solicitándole una entrevista. Al principio Freud se negó, para evi­ tar cualquier posible interferencia en su relación con Jung, que, por las razones ya aludidas, era tan importante para él. Así que Freud tampoco fue honesto en su trato con Spielrein, sino que se confabuló con los deseos de Jung. En su carta a Jung del 7 de junio de 1909, Freud escribió: «Entiendo a la perfección su tele­ grama [desconocemos su contenido, pero en él Jung debió de informar a Freud de algunos aspectos de su relación con Spielrein, porque Freud le había escrito pidiendo información después de recibir la carta de Spielrein y no sabía cómo reaccionar]; su explicación confirma mis sospechas. Bien, tras recibir su tele­ grama escribí a la señorita Spielrein una carta en la que simulaba ignorancia, pretendiendo que su sugerencia era la de un seguidor apasionado...». Pero Spielrein no se dio por vencida. Como Freud no le permitió explicarle su caso en persona, Spielrein le escribió el 11 de junio de 1909:

* Sigmund Freud y Cari G. Jung, Correspondencia, n.e 161, Taurus, Madrid, 1979. (TV. de la t.)

70 El peso de una vida Hace cuatro años el Dr. Jung era mi médico, luego se convirtió en mi amigo y por último en mi «poeta», es decir, mi amado. Con el tiempo llegó hasta mí y su­ cedió lo que suele pasar con la «poesía». Él predicaba la poligamia, se suponía que su esposa no tenía ninguna objeción, etc., etc. Ahora mi madre ha recibido una carta anónima que no se anda con rodeos, diciendo que debería rescatar a su hija, pues de otro modo el Dr. Jung la destruiría. Ninguno de mis amigos pudo escribir la carta, pues he guardado un mutismo absoluto y siempre he vivido apartada del resto de los estudiantes. Existen motivos para sospechar de su esposa. Resumien­ do, mi madre le escibió una carta conmovedora, diciéndole que había salvado a su hija y no debía peijudicarla ahora, y le suplicaba que no traspasara los límites de la amistad. Esta fue la réplica de Jung a la madre de Spielrein: Pasé de ser su médico a ser su amigo cuando dejé de apartar mis sentimientos a un segundo plano. Pude olvidar mi cometido como médico con más facilidad porque no me sentía obligado profesionalmente, pues nunca le cobré honorarios. Estos últimos establecen con nitidez los límites impuestos a un médico. Sin duda comprenderá que un hombre y una muchacha no pueden mantener indefinida­ mente un trato amistoso sin la probabilidad de que surja algo más en su relación. ¿Por qué evitar que los dos afronten las consecuencias de su amor? Por una parte, un doctor y su paciente pueden hablar de los asuntos más íntimos todo el tiempo que deseen, y el paciente espera que su médico le ofrezca todo el amor y el interés que requiere. Pero el médico sabe sus límites y nunca los cruzará, pues le pagan por la molestia. Eso le impone las restricciones necesarias. Por tanto, sugeriría que si desea que me limite estrictamente al cometido de doctor, me pague unos honorarios como recompensa adecuada por las molestias. De este modo podrá estar absolutamente segura de que respetaré mi deber como doctor en cualquier circunstancia. Por otra parte, como amigo de su hija, dejaría estos asuntos al destino. Pues nadie puede evitar que dos amigos hagan lo que desean... Mis honorarios son 10 francos por consulta. La declaración de Jung de que él, un médico, no considera que su cometido de terapeuta frene su comportamiento si no se le paga por sus servicios profesio­ nales es inexcusable. Carotenuto dice que este pasaje «casi en su totalidad esca­ pa a la propia razón», y lo expresa con delicadeza. (Debe añadirse que según el relato de Spielrein, sus padres creían que a Jung, como empleado del hospital Burghólzli -donde su hija había sido su paciente y donde él siguió tratándo­ la después de que ella dejara de vivir allí-, no se le permitía aceptar pacientes privados y por tanto le habían hecho regalos todo el tiempo en lugar de pagar­ le dinero.) Aunque Freud conocía por una carta de Spielrein la imposible situación a la que se había visto abocada por el comportamiento de Jung, se negó a recibirla y continuó disimulando ante ella, suponemos que para no permitir que nada in­ terfiriera en su relación con Jung. Lo sabemos por la carta que Freud escribió

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a Jung el 18 de junio: «Mi respuesta [a la segunda carta de Spielrein] fue todavía más astuta y tajante; hice como si las pistas más insignificantes me permitieran, como a Sherlock Holmes, adivinar la situación (que por supuesto no era dema­ siado difícil después de los mensajes de usted) y sugerí un procedimiento más adecuado, algo endopsíquico, por decirlo así». En su carta del 21 de junio de 1909, Jung admite por fin haber obrado mal con Spielrein. En ella deplora «los pecados que he cometido, pues tengo mucha culpa de las falsas esperanzas de mi antigua paciente», y confiesa, «me engañé a mí mismo creyéndome víctima de los ardides sexuales de mi paciente, escribí a su madre que no era yo quien satisfacía los deseos sexuales de su h ija... Dado que hacía poco que la paciente había sido mi amiga y disfrutado de mi total con­ fianza, mi acción fue una vileza que con mucha reticencia le confieso a usted como a un padre. Ahora me gustaría pedirle un gran favor: hágame el favor de escribirle una nota a la señorita Spielrein, diciéndole que le he informado por entero del asunto, y sobre todo de la carta a sus padres, que es de lo que más me arrepiento. Me gustaría dar a mi paciente al menos esta satisfacción: que usted y ella conozcan mi “perfecta honestidad”». En el mismo párrafo Jung se refiere a Spielrein como su antigua y su actual paciente. Es decir, cuando habla de su relación de amor le llama su antigua pa­ ciente, pero cuando le pide a Freud que le escriba y la convenza de su honesti­ dad le llama simplemente su paciente, de modo que Freud, para no interferir en la relación paciente-terapeuta, debería abstenerse de cualquier otra comunica­ ción con Spielrein. Al mismo tiempo, Jung intentaba evitar que Spielrein se reu­ niera con Freud, con la excusa de que no había motivo para hacerlo, pues Jung ya se lo había contado todo a Freud. De este modo evitaba que Freud supiera que había más de lo que Jung había admitido, a pesar de su pretensión de «per­ fecta honestidad», dos palabras que escribió en inglés y puso entre comillas en una carta escrita en alemán. (De este modo, el inconsciente de Jung le hizo reve­ lar que la declaración sobre «perfecta honestidad» era un elemento foráneo en esta carta.) La carta de Jung contiene diversas falsedades, algunas por omisión y otras posiblemente voluntarias. Una de ellas es dar la impresión a Freud de que su carta a la madre de Sabina Spielrein fue una acción espontánea por su parte, mientras que la escribió en respuesta a la petición de la madre de Spielrein de que dejara de seducir a su hija. Ni tampoco reveló que la madre de Spielrein le había escrito tras recibir una carta (que Carotenuto y Sabina Spielrein creen escrita por la mujer de Jung) rogándole que pusiera fin a las relaciones de Jung con su hija. Y por último, Jung no reveló la parte más escandalosa de su carta a los padres de Spielrein, en la que declaraba que una relación sexual con su pa­ ciente era natural pues no se le pagaba por su tratamiento, mientras que esto no sucedería de recibir una retribución. Aunque en un principio Freud prefirió encubrir a Jung, la traición de Jung a la persona que había amado, que todavía le amaba y no le había dado motivo al­

72 El peso de una vida guno para volverse contra ella, debió de preocupar a Freud. En enero de 1913, cuando la ruptura con Jung se hizo inevitable, Freud escribió a Spielrein, «Desde que recibí su primera carta, mi opinión sobre él [Jung] cambió por com­ pleto», pero no indicaba ni cuándo ni en qué grado esta primera carta había con­ tribuido a cambiar su opinión. Debe decirse una cosa en relación a las falsas acusaciones que Jung había hecho contra Spielrein en su carta a Freud de fecha del 7 de marzo de 1909, tras enterarse por la carta de la madre de Spielrein que se había descubierto su rela­ ción. Cuando recibió la contestación de Freud que explicaba que Muthman había conocido a alguien que pretendía ser su amante, Jung comprendió que se estaba fraguando un escándalo. En el mismo mes en que todo esto sucedía, Jung dimi­ tió de su cargo en el Burghólzli, no sabemos por qué, ni exactamente en qué fe­ cha. Pero, dado que dimitió en marzo de 1909, es razonable suponer que lo hizo para evitar el escándalo mayor que habría resultado de saberse la declaración de Jung (en su carta a la madre de Spielrein) de que su responsabilidad por tener re­ laciones sexuales con una paciente que estaba tratando en el Burghólzli, prime­ ro como interna y más tarde en régimen ambulatorio, dependía de si le pagaban o no por sus servicios. Así pues, esta afirmación, dada la estricta moral de los suizos, con toda seguridad habría provocado la perdida del cargo de confianza que desempeñaba en esa famosa institución. La primera vez que Freud y Jung se vieron después de que Freud tuviera no­ ticias de Spielrein fue el 20 de agosto de 1909, el día antes de que zarparan jun­ tos para los Estados Unidos. Ese día durante un refrigerio Freud tuvo uno de los dos desmayos que sufrió en presencia de Jung, los cuales según Freud eran de­ bidos a su relación con Jung. En esta ocasión, Freud dijo que se había desmaya­ do como reacción a los deseos de muerte que notó que Jung albergaba contra él. Es posible que Jung, conscientemente o no, sintiera semejantes deseos de muer­ te, pues la postura a la que Freud le había forzado, como su sucesor, heredero y casi primogénito adoptivo, pugnaba contra los deseos de Jung de independencia de la figura del padre. Esto provocó una situación edípica entre ellos, que, según las teorías y convicciones de Freud, conducía a la formación de semejantes deseos. Por otro lado, las situaciones emocionales edípicas que originan deseos de muerte son tan frecuentes en la vida cotidiana que si la reacción normal fuese desmayarse, la gente se desmayaría a diestro y siniestro. Parece más probable que un desmayo debido a causas psicológicas sea el resultado de procesos que se desatan en aquel que se desmaya más que en la otra persona, seguramente como consecuencia de los esfuerzos por evitar decir o hacer algo que uno desea, pero se siente obligado a no hacer. Cuando en noviembre de 1912, durante su encuentro en Munich, en un momento en que su relación se aproximaba a la ruptura, Freud se desmayó por segunda vez en presencia de Jung, Freud explicó que «sentimientos reprimidos ... dirigidos contra Jung ... tuvieron la mayor par­ te de culpa» de su desmayo. Por tanto, debemos suponer que la misma constela­ ción emocional brillaba también en el primero de los dos famosos desmayos.

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En cualquier caso, la explicación que Freud dio sobre su desmayo ocurrido la primera vez que los dos se encontraban después de que se descubriera el asunto Spielrein permite pensar que este hecho debilitó la confianza de Freud en Jung y suscitaba, consciente o inconscientemente, temores a que Jung traiciona­ se a su pseudo-padre, como había traicionado a su amante. En cualquier caso, Jung relata que en ese mismo viaje, en el barco le repelió la actitud autoritaria de Freud hacia él. Jung escribe que Freud le contó uno de los sueños que había te­ nido y Jung trató de interpretarlo y para ello pidió a Freud que le diera algunos detalles adicionales sobre su vida privada. «La respuesta de Freud a estas pala­ bras fue una mirada de curiosidad, una mirada de gran sospecha. Entonces dijo: “ ¡No puedo arriesgar mi autoridad!”. En ese momento la perdió». Como esto fue escrito muchos años después de los acontecimientos que se describen y sólo disponemos de la palabra de Jung sobre ellos, debemos aceptar esta historia con considerable precaución, porque si en realidad Freud perdió por entero su auto­ ridad en ese momento, las diversas expresiones de profundo respeto de Jung en sus cartas a Freud durante los años siguientes habrían sido un fraude. Menciono este incidente sólo porque, según el relato de Jung, Freud reaccio­ nó con tanta violencia cuando el primero le pidió información sobre su vida pri­ vada. Esta pregunta pudo recordar a Freud el comportamiento de Jung respecto a lo más íntimo de su vida privada. Por otro lado, Jung se habría sentido más in­ clinado a continuar respetando la autoridad de Freud, si éste hubiera sido más crítico ante el comportamiento de Jung con Spielrein y no se hubiera confabula­ do con él portándose como un hipócrita con ella, pues no hay duda de que poco después Jung se sintió culpable de su comportamiento hacia ella. Pero, por su­ puesto, esto es sólo una especulación. Lo que sí sabemos con seguridad es que después de que Jung se percatara de que había obrado injustamente en sus acusaciones contra Spielrein, se dieron al­ gunas escenas tempestuosas entre ellos. En un borrador de una carta dirigida a Freud, Spielrein describe cómo ella, sin percatarse de lo que estaba haciendo, golpeó a Jung en la cara en un arranque de desesperación ante la infamia a la que la estaba sometiendo, y al mismo tiempo sostenía un cuchillo en su mano izquierda, sin saber lo que pretendía hacer. Jung cogió su mano y ella acabó san­ grando, su mano y su brazo izquierdos cubiertos de sangre. Spielrein cuenta en el borrador de la siguiente carta que escribió a Freud, datada el 12 de junio, que huyó de todo ello, se marchó de Zurich para trasladarse al campo, y recibió dos cartas de Jung, una de ellas comunicándole que el día de su siguiente «rendezvous» se marchaba de la ciudad, porque consideraba mejor que no se vieran ese día, pues como escribe: «es mejor dejar reposar todo este doloroso asunto». En el borrador de la misma carta a Freud, Spielrein reafirma que, a pesar de lo suce­ dido, sigue amando a Jung. Mientras tanto, la madre de Spielrein, como reacción a la carta de Jung, ha­ bía corrido a Zurich para discutir personalmente con Jung, quien, según parece, al principio se negó a recibirla. Ella le amenazó con acudir al profesor Bleuler,

74 El peso de una vida director del Burgholzli y jefe de Jung, pero desistió de hacerlo para no agravar el escándalo. No obstante, pocas semanas más tarde las cosas se habían calma­ do. La relación entre Jung y Spielrein siguió su curso, mientras ella trabajaba en su tesis, supervisada por Jung, y reanudaron sus citas regulares. Lo siguiente que sabemos es que en septiembre de 1911, Spielrein debía pre­ sentar un ensayo en el Congreso de Weimar de la Asociación Psicoanalítica, pero según Carotenuto encontró un pretexto «psicosomático» para no asistir al congreso. Aunque Carotenuto pretende saberlo por una carta de Jung dirigida a Spielrein, no dice en qué consistió dicho pretexto. Por una carta de Freud a Jung sabemos que en octubre de 1911, Spielrein es­ taba en Viena donde permaneció como mínimo hasta marzo de 1912, cuando se trasladó a Berlín. En Viena, Spielrein asistía a la reunión del grupo de Freud y se convirtió en un miembro habitual de la sociedad psicoanalítica de Freud. En su carta del 12 de noviembre de 1911, Freud explica a Jung que «en la última reu­ nión la señorita Spielrein tomó la palabra por primera vez; fue muy inteligente y metódica». La respuesta de Jung a este comentario es aún más interesante. Su carta del 14 de noviembre de 1911 empieza así: «Muchas gracias por su encantadora car­ ta que acabo de recibir. Sin embargo, la perspectiva para mí es bastante sombría si usted también entra en la psicología de la religión. Es usted un peligroso rival, si se debe hablar de rivalidad. No obstante, creo que así debe ser, pues no se puede interrumpir el curso natural de las cosas, ni uno debe intentar detenerlo. Nuestras diferencias personales hacen nuestro trabajo diferente». En apariencia dice esto porque los dos estaban interesados en la psicología de la religión, pero dada la intensa relación de Jung con Spielrein, quien, como supo por la carta de Freud, se había convertido en un miembro respetado del grupo de Freud, quizás se debiera al hecho de que Freud era un peligroso rival con respecto a Spielrein. En su contestación, Freud afirma una vez más su respeto por Spielrein decla­ rando categóricamente: «El ensayo de Spielrein sin duda debe estar en el Jahrbuch [que Jung editaba] y en ningún otro lugar». Dos semanas más tarde Freud escribe a Jung: «La señorita Spielrein leyó ayer un capítulo de su ensayo [era el ensayo en que exponía sus ideas sobre el impulso de muerte], al que siguió una discusión muy ilustrativa. Presenté algunas objeciones a su método [el de Jung] de tratar la mitología y las saqué a colación en la discusión con la pequeña. Debo decir que ella es en verdad excelente, y estoy empezando a comprender». Así, al hablar de Spielrein, Freud inserta un comentario declarando su objeción a algunos de los métodos de Jung, disgresión que con toda probabilidad no se le escapó a Jung, pues en la respuesta manifiesta su ambivalencia diciendo cosas críticas y positivas sobre ella, y escribe: «Aceptaré gustoso el nuevo ensayo de Spielrein para el primer [la primera mitad] Jahrbuch 1912. Requiere una exten­ sa revisión, pero la pequeña siempre ha sido muy exigente conmigo. No obstan­ te, ella lo merece. Me alegra de que no piense mal de ella». Al cabo de un año de que Jung declarara de modo conciso su rivalidad con

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Freud, el antagonismo de Jung hacia la figura paterna llegó hasta el extremo de romper toda relación. Por supuesto, existieron razones psicológicas sólidas para esta ruptura, como por ejemplo la situación edípica no resuelta que Freud había creado al requerir con exigencia a Jung como su hijo predilecto y su heredero como líder del psicoanálisis, adoptándole en gran medida por ser el hijo de un pastor protestante suizo y tener un cargo importante en el famoso hospital Burghólzli. Aunque Jung hubiera sido menos orgulloso de lo que era, el hecho de creer que Freud le adoptaba porque era un gentil habría sido un motivo más que suficiente para la ruptura. Dejando al margen por un momento las otras razones psicológicas que explicarían el curso y el fin de la amistad entre Jung y Freud, sería lógico creer que las visicitudes de la relación de Jung con Spielrein desempeñaron un papel importante en su ruptura con Freud. Su amistad comenzó cuando Jung acudió a Freud en busca de ayuda para resolver sus sentimientos hacia Spielrein, pero lo hizo con la ambigüedad que hemos examinado. La relación entre Freud y Jung fi­ nalizó después de que Spielrein pasara de ser amante y discípula de Jung a segui­ dora de Freud, cambiando también su fidelidad de un gentil hacia un judío. Debemos recordar que en lo referente a las posturas teóricas, ambos hombres, cada uno a su modo, coincidían en que el punto principal de la confrontación era la negativa de Jung a aceptar la función central de la sexualidad en los asuntos hu­ manos, sobre la que Freud insistía. Es importante destacar que para Jung, lo que en un principio había sido una necesidad personal de negar la importancia de la sexualidad, se convirtió en una cuestión teórica. Como sucede a menudo en los asuntos psicológicos, las circunstancias personales muy importantes suelen deter­ minar posturas teóricas, algo que el psicoanalista debe ser el primero en reconocer. Freud era muy consciente de que la cuestión judía era importante, no sólo en su relación con Jung -la cual era bien conocida desde su inicio-, sino también en la relación entre Spielrein y Jung. Aludiendo al deseo de Spielrein de un hijo ario-judío llamado Siegfried, símbolo de la unidad Freud-Jung y la unidad Jung-Spielrein, Freud escribió a Spielrein: «Debo confesar... que su fantasía so­ bre el nacimiento de un salvador a partir de una unión mixta no me atrae en ab­ soluto», y unos pocos meses más tarde: «Mi relación personal con su héroe ger­ mánico se ha destruido definitivamente. Su comportamiento ha sido demasiado malo». Freud había captado la primera insinuación de este mal comportamiento al enterarse de la falsa acusación de Jung a Spielrein, aunque en esa época hizo lo posible para restarle importancia, debido a su aspiración a que el psicoanáli­ sis hallara en Jung un «héroe germánico». En agosto de 1913, cuando Freud se enteró primero del matrimonio de Spielrein con Pavel Scheftel, un judío ruso que era médico como ella, y luego de su embarazo, escribió a Spielrein: No puedo soportar oír que persiste su entusiasmo por su viejo amor y sus sue­ ños del pasado, y considero un aliado al maravilloso pequeño extraño. Como sabe

76 El peso de una vida estoy curado de mi último vestigio de predilección por la causa aria, me gustaría suponer que si es niño, crecerá como un valiente sionista... Somos y seremos ju­ díos. Los demás sólo nos explotarán y nunca nos comprenderán ni apreciarán. Aquí Freud, profundamente herido por la deserción de Jung, olvida conve­ nientemente su antiguo deseo de explotar a Jung. Algo que Spielrein -debido a su duradero afecto por Jung o a su mayor objetividad, o a ambos- no podía ig­ norar. Quizás por ello, un mes más tarde, después de que Freud supiera que Spielrein había dado a luz una hija, Renate, escribió: «Mi más sincera felicita­ ción. Es mejor que haya sido “niña”. Ahora podemos volver a pensar sobre el rubio Siegfried y tal vez aplastar ese ídolo antes de que llegue su tiempo». Pero esto era algo que Spielrein no podía ni deseaba hacer. A pesar de su constante fidelidad profesional al grupo de Freud, mantuvo relación y corres­ pondencia con Jung hasta 1918, y es probable que mucho más tarde. Por su pro­ pia amarga experiencia, Spielrein sabía demasiado bien que los conflictos teóri­ cos entre Jung y Freud, y el desarrollo de un sistema de psicoanálisis propio y muy diferente por parte de Jung, se debía más a las dificultades personales de Jung para relacionarse con Freud y con ella que a convicciones teóricas diver­ gentes. Estaba segura que éstas podían superarse fácilmente, o solventarse, si la animadversión personal no lo impedía. Por ello, hasta que por fin regresó a Rusia, Spielrein intentó convencer tanto a Jung como a Freud de que sus teorías tenían más similitudes que diferencias. Por ejemplo, aún en 1918, más de siete años después de unirse a Freud y más de cinco años después de desengañarse con respecto a Jung, Spielrein escribió a este último: «Si lo deseas puedes entender a Freud a la perfección, es decir, si tu sentimiento personal no lo impide». Antes había escrito a Freud: «A pesar de sus vacilaciones, me agrada Jung y me gustaría que lo aceptara de nuevo en su redil. Profesor Freud, usted y él no tienen la más ligera idea de que se comple­ mentan mucho más de lo que nadie sospecharía. Esta piadosa esperanza no constituye ninguna traición a nuestra Sociedad. Todo el mundo sabe que declaro mi fidelidad a la Sociedad Freudiana y eso es algo que Jung no puede perdonar­ me». Es probable que tampoco pudiera perdonar a Freud el hecho de que ahora Spielrein le perteneciera psicoanalíticamente, aunque emocionalmente siguiera aún muy vinculada a Jung. Para terminar, unos últimos comentarios, primero sobre el tratamiento de Spielrein y después sobre ella. El acontecimiento más importante en la vida de Spielrein fue lo sucedido du­ rante el tratamiento al que Jung la sometió en el hospital Burgholzli: su cura­ ción. Es posible que separada de sus padres se hubiera curado sola, dada su ju­ ventud, su gran inteligencia y la persona poco corriente que era. Pero, dada la gravedad de su trastorno y su temprano inicio, no parece muy probable. Es más lógico suponer, como ella, Jung y Freud hacían, que la curó lo que experimentó con Jung. De ser así, el comportamiento y la actitud de Jung hacia ella en su re­

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lación —llamémosle tratamiento, seducción, relaciones de transferencia, amor, fantasías mutuas, delirios o lo que fuera- fueron vitales para el éxito de su cura­ ción. También es posible que su comportamiento hacia él, y el suyo hacia ella, al tiempo que ella intentaba reelaborar y dominar un trauma de la niñez en la ado­ lescencia tardía, tuviera el sentido simbólico de ser alentada por él a actuar de un modo que el mundo consideraba «sucio», a pesar de la prohibición de hacer­ lo que su nombre le insinuaba. En su infancia había respondido a esta prohibi­ ción con una ambivalencia que la había esclavizado; entonces la resolvió al comprender que lo único importante era actuar según sus convicciones, sin im­ portarle cómo calificase el mundo sus acciones. Cualquiera que sea la evaluación moral del comportamiento de Jung hacia Spielrein, su primera paciente tratada mediante el psicoanálisis, no debemos ol­ vidar su consecuencia más importante: la curación del trastorno por el que se había sometido a su cuidado. Debemos preguntamos de modo retrospectivo qué prueba irrefutable tenemos de que hubiéramos obtenido el mismo resultado de haberse comportado Jung con ella de la manera que cabe esperar de un terapeu­ ta escrupuloso hacia su paciente. Aunque cuestionable desde un punto de vista moral, el comportamiento de Jung -por heterodoxo y reprensible que pudiera haber sido- cumplió de algún modo la primera obligación de un terapeuta hacia su paciente: la curación. Es cierto que Spielrein pagó un precio muy alto, en tris­ teza, confusión y desengaño, por el modo particular en que fue curada, pero esto suele ocurrir con los pacientes mentales tan enfermos como ella. Quizás la historia de Spielrein nos sirve de útil recordatorio de que, contra­ riamente a la ligereza de creer que sabemos con exactitud la terapia necesaria para personas psicológicamente muy enfermas, en su tratamiento hay más cosas en cielo y tierra que lo que nuestra filosofía sueña. Esto en cuanto a la terapia, pero ¿y sobre Spielrein? Del testimonio de sus cartas y su diario, Sabina Spielrein emerge como una de las grandes mujeres pioneras del psicoanálisis. Ciertamente fue una persona poco corriente que se atrevió a vivir su propia vida con valentía según sus con­ vicciones, al margen de lo que el mundo pensara de su relación amorosa con un hombre casado y con hijos. Permaneció fiel a su primer amor al no romper con él a pesar de su traición y a pesar de los esfuerzos de Freud por separarla de él in­ telectual y emocionalmente. Su matrimonio y su hijo no alteraron esta fidelidad. Spielrein no sólo era brillante y extremadamente sensible, sino que poseía una intuición psicológica extraordinaria. Concluyó su ensayo fundamental en el que proponía por primera vez la importancia del impulso destructivo para nues­ tra comprensión del hombre, diciendo que el instinto de procreación, y con él la conservación de la especie, nace psicológicamente «de dos componentes anta­ gónicos, y es una pulsión tanto creativa como destructiva». Mientras que Freud y Jung permitieron que sus impulsos destructivos los se­ parasen, Spielrein siguió fiel hasta el final al impulso creativo que, según sus deseos, uniría a Freud y a Jung en una empresa común para beneficio de la hu­

78 El peso de una vida manidad. Estaba segura que en lo fundamental -el reconocimiento de la impor­ tancia del subconsciente y su domesticación para fines constructivos- estaban básicamente de acuerdo. Spielrein se entregó a esta unificación del psicoanálisis. Cabía esperar que la idea a la que Spielrein se dedicó diera por fin sus frutos, y los diversos movimientos psicoanalíticos, todos ellos derivados de los grandes descubrimientos de Freud, se percataran de que sus semejanzas eran más signi­ ficativas que sus diferencias. Como ocurrió con Freud y Jung, estas diferencias surgieron más de las veleidades de complicadas relaciones personales y de la ambigüedad, que de diferencias teóricas importantes, aunque son estas últimas las que se acentuaron en los esfuerzos por ocultar los prejuicios demasiado hu­ manos que las justificaban.

Post scriptum El doctor Magnus Ljunggren motivó mi artículo cuando, estudiando en la Uni­ versidad de Moscú, en 1983 entró en contacto con la sobrina de Sabina Spielrein, Menilche Spielrein, y obtuvo de ella algunos hechos biográficos so­ bre su tía, que amablemente puso a mi disposición. El me explicó que en 1923 Sabina Spielrein regresó a Rusia. El mismo año ingresó en el Instituto de Psicología de la Universidad de Moscú. Cuando vivía en Moscú dirigió una clí­ nica psicoanalítica para niños, pronunció seminarios sobre psicoanálisis de ni­ ños y se mostró muy activa en la sociedad psicoanalítica. En 1925, cuando el psicoanálisis dejó de estar permitido oficialmente, Spielrein se trasladó de Moscú a Rostov. Allí su marido sufrió un trastorno psicótico que en 1930 le lle­ vó a la muerte. Debido a ello o a los cambios que acontecieron en Rusia, Sabina se deprimió y parece ser que su labor psicoanalítica cesó alrededor de 1931. El 22 de junio de 1941, el día en que Hitler invadió la Unión Soviética, una hija de Sabina, Renate, que había estudiado música en Moscú, abandonó esta ciu­ dad para reunirse con su madre y su hermana en Rostov. No sabemos lo que les sucedió a las tres. Se ha dicho que cuando los alemanes invadieron Rostov lleva­ ron a todos los judíos a la sinagoga y los fusilaron. Lo más probable es que las tres corrieran esa suerte.

Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis*

a obra de Lionel Trilling, el gran crítico literario, estuvo muy influida por el psicoanálisis. Pero el psicoanálisis tiene una deuda con Trilling, porque sus escritos interpretaron fielmente las obras de Freud para los intelectuales nor­ teamericanos, sobre todo durante los años cincuenta del presente siglo, en que abundaron las interpretaciones erróneas de Freud y del psicoanálisis. En este sentido, su libro The Liberal lmagination, que apareció en 1950, fue especial­ mente importante. El libro confirmó a Trilling como el más destacado crítico li­ terario de su generación. La crítica literaria de Trilling no sólo participaba de las ideas de Freud, sino que su persona causó en Trilling una honda impresión. En 1962, en su introduc­ ción a la versión resumida de la biografía de Freud escrita por Jones, decía: «Freud, como persona, se alza ante nosotros con una claridad y una importancia excepcionales, podemos decir que no existe una figura de los tiempos moder­ nos, de mente y temperamento privilegiados, de tan excepcional interés». Y proseguía de este modo:

L

Si nos preguntasen la razón, la primera respuesta sería la magnitud y la natu­ raleza de su descubrimiento. El efecto del psicoanálisis en la vida de Occidente es incalculable. Lo que empezó siendo una teoría sobre ciertas enfermedades menta­ les, se convirtió en una teoría radicalmente nueva y decisiva sobre la mente. De entre las disciplinas intelectuales relacionadas con la naturaleza y el destino de la humanidad, no existe ninguna que no haya reaccionado ante la potencia de su teo­ ría. Sus conceptos se han integrado en el pensamiento popular, aunque a menudo en una forma imperfecta y distorsionada creando no sólo un nuevo vocabulario sino un nuevo modo de evaluación. Este «nuevo modo de evaluación» domina gran parte de la crítica literaria * El autor agradece especialmente a Diana Trilling su cortesía al permitirle utilizar las exten­ sas citas de la obra de Lionel Trilling que aparecen en este ensayo, que apareció por primera vez en el volumen 3 de Explorations: The Twentieth Century, publicado por la Universidad de Southwestem Louisiana en otoño de 1989.

80 El peso de una vida madura de Trilling. Es una de las varas con las que se miden las obras literarias y culturales. Además, Trilling combatió denodadamente los malentendidos de las ideas de Freud. Sólo sentía desprecio por la trivialización y el embelleci­ miento infligidos a las enseñanzas de Freud y al psicoanálisis en los Estados Unidos. Advirtió que semejante trivialización arrebataba a las enseñanzas de Freud las connotaciones trágicas en el conocimiento del hombre y su destino. Rechazó enérgicamente las tentativas de distorsionar las enseñanzas de Freud convirtiéndolas en una visión optimista de la humanidad. Ya en septiembre de 1942, Trilling escribió un artículo en The Nation, titula­ do «The Progressive Psyche», en el que debatía los escritos de Karen Homey y criticaba con severidad su desviación de las enseñanzas de Freud. Afirmaba que sus ideas son «sintomáticas de una de las mayores deficiencias del pensamiento liberal: la necesidad de optimismo». En el artículo compara el fácil optimismo de Homey en lo relativo a la factibilidad del autoanálisis, un optimismo que ne­ gaba la fuerza de los mecanismos represivos y las defensas neuróticas, con la gravedad de Freud, que «se atrevió a enfrentar al hombre con la verdad sobre su propia naturaleza». Trilling elogió especialmente a Freud por reconocer «la compleja y tempestuosa interacción entre biología y educación». En este artícu­ lo, Trilling también difiere vigorosamente de la idea de Homey de que la neuro­ sis se debe sólo al impacto que tienen sobre el hombre la cultura en general y la sociedad en particular. Es probable que a Trilling no le resultara fácil desembarazarse de esa necesi­ dad de optimismo y no la descartó sin someterse a un debate interno, porque contradecía las creencias de su juventud, en la que adoptó el marxismo, junto con muchos otros jóvenes intelectuales de su generación. Al volver sobre estos primeros años, en su ensayo sobre Isaac Babel, escribió: En aquellos días todavía se hablaba del «experimento ruso» y aún se creía que la luz de la aurora resplandecía en los tubos de ensayo y los crisoles del destino humano. Y todavía era posible albergar muy raras expectativas sobre la nueva cultura que surgiría de la Revolución. No recuerdo cuáles eran mis expectativas concretas, excepto las relacionadas con el deseo de un arte tan poco ambiguo como una proposición lógica. No acierto a comprender del todo la razón de este deseo. Era como si esperase que la literatura de la Revolución articulase cierta elemental e incompleta idea de lo «clásico» que había aprehendido en el colegio. Quizá me vi arrastrado a esa idea de lo clásico porque temía la literatura de la Europa moderna, porque me horrorizaban su terrible intensidad, sus ironías y sus ambigüedades. A pesar de escribir estas palabras, Trilling sentía todavía un resquicio de nostalgia de los días en que podía agarrarse a las certidumbres y eludir las ambi­ güedades, pues añadió: «Aunque realmente sentía esto, no puedo decir que aho­ ra me avergüence por completo de mi cobardía». Pero decidió librarse de ella, renunciando a la necesidad de optimismo y de las certidumbres fáciles, y adop­

Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis 81 tando en su lugar las complejidades y las ambigüedades del concepto freudiano del hombre. En Sincerity andAuthenticity, Trilling elogia El malestar en la cultura como «una obra de extraordinario poder» y afirma que «para el pensamiento social [irrumpe] como un león en el camino de todos los modelos que proponen acce­ der a la felicidad mediante una revisión radical de la vida social». Por tanto, fue su propia construcción de la idea psicoanalítica del hombre lo que le permitió abandonar su anterior fe en el marxismo. Trilling recalcó en sus escritos la importancia de que Freud nos enseñara la naturaleza y la personalidad del hombre como algo enraizado en su herencia biológica, no en la sociedad. Basó esta creencia en lo que popularmente se de­ nomina «teoría del instinto» de Freud, aunque en sus escritos Freud rara vez se refiere a los instintos per se, sino que habla más bien de pulsiones. El término «instinto» en las ediciones inglesas de las obras de Freud es una traducción equivocada de la palabra alemana Trieb, que Freud emplea con frecuencia en sus escritos, y que se traduce correctamente como «pulsión» [drive]. Las pulsiones que más interesaban a Freud eran la pulsión sexual, a la que también denomina libido o eros, y la pulsión de muerte, o tánatos. En general se acepta la mayor importancia de eros en la estructura del hombre, pues en él se basa la perpetuación de la especie. Pero el sector psicoanalítico norteamericano dominante negó y aún niega el impulso de muerte, tánatos, error que Trilling de­ nuncia con vehemencia. Trilling cree -en mi opinión correctamente- que en los Estados Unidos se niega la pulsión de muerte por lo que él denomina «la necesi­ dad de optimismo». Aunque no cabe duda de ello, creo que se trata sólo de un aspecto de una ten­ dencia aún más general en Estados Unidos a evitar todo pensamiento de muerte. Téngase en cuenta que en inglés, en el lenguaje popular la gente no se muere [die], sino que se va [pass on] y que en la funeraria dan al cadáver un aspecto lo más parecido al de un ser vivo. Se habla de visitar el cadáver, como para negar el hecho de que la persona ha muerto. Otro aspecto de esta difundida negación de la inexorabilidad de la muerte consiste en que incluso los no creyentes pien­ san que es posible volver de la muerte, como sugieren los relatos sobre personas que supuestamente «regresaron de la muerte», aunque en realidad nunca deja­ ron de vivir, sino que sólo se lo pareció. Así, de la teoría de Freud sobre las pulsiones, en Estados Unidos sólo se acepta comúnmente la mitad, la pulsión sexual. El sector liberal dominante re­ duce incluso la tremenda importancia de la libido en la configuración del hombre, argumentando que el hombre está condicionado y modelado princi­ palmente por factores sociales y económicos, más que por su herencia bio­ lógica. Uno de los ensayos en los que Trilling trata de un modo más exhaustivo la relación entre literatura y psicoanálisis es el titulado «Freud: Within and Beyond Culture» que apareció en el libro Beyond Culture. En él escribe:

82 El peso de una vida No me atrevo a decir si las formulaciones de Freud sobre el instinto de muerte se sustentan o no sobre una base científica. Pero sin duda confirman la identifica­ ción de Freud con la tradición literaria. Pues la literatura siempre ha testimoniado la tendencia del yo a afirmarse incluso en su propia extinción, incluso mediante su propia extinción. Si leemos la magnífica escena de la muerte de Edipo en Colono, creo que nos costará muy poco dejar en suspenso, como mínimo, nuestro escepticismo sobre las ideas de Freud. Lo aceptaremos de buen grado porque en ese magnífico momento el impulso de muerte está expresado y ejemplificado por el más apasionado de los hombres, el hombre dotado de mayor voluntad e inteli­ gencia, el hombre que en el mismo momento en que anhela la muerte habla tam­ bién de su extraordinaria capacidad de amor. Ahora bien, Freud puede estar o no en lo cierto en el papel que otorga a la bio­ logía en el destino humano, pero creo que debemos dejar de juzgar este énfasis en la biología, acertado o equivocado, como una idea reaccionaria porque es en rea­ lidad una idea liberadora. Propone que la cultura no es omnipotente. Sugiere que existe un fragmento de naturaleza humana que escapa al control cultural y que ese fragmento de naturaleza humana, por elemental que sea, contribuye a someter a crítica a la cultura y le impide que sea absoluta ... En nuestros días no existe disciplina humanística o ciencia social en la que no haya repercutido las ideas de Freud ... Pero ningún otro arte ha tenido una rela­ ción tan grande e íntima con el psicoanálisis como la literatura... La mayor con­ tribución que ha hecho Freud a nuestra comprensión literaria no parte de lo que dice sobre la literatura en sí, sino de lo que dice sobre la naturaleza de la mente humana: nos demuestra que la poesía es inherente a la estructura mental; Freud considera que la mente, en su inclinación, es idéntica a la facultad poética... Lo primero que se me ocurre decir sobre la literatura, tal como yo la conside­ ro en la relación que Freud mantiene con ella, es que está dedicada a la compren­ sión del yo ... A instancias de la literatura y con su ayuda [somos] capaces de imaginar la identidad de los demás, sin duda mediante un proceso de identifica­ ción ... Lo que la 1liada concibe como identidad va mucho más allá de lo que for­ mulaba la cultura en la que fue escrita. En El malestar en la cultura, Freud «ofrece una interpretación paranoica de la relación del yo con la cultura; imagina el yo sometido a la cultura y sin em­ bargo oponiéndose a ella, como si no hubiera sido enteramente creado por ella, como si mantuviera una lucha permanente con su gran benefactora». El último párrafo de este ensayo, que contiene una de las discusiones más meticulosas de Trilling sobre las ideas de Freud, dice: No es necesario recordaros que respecto a esta «paranoia» Freud coincide completamente con la literatura. En su esencia el objeto de la literatura es el yo y el interés particular de la literatura en los dos últimos siglos ha sido el yo en su lu­ cha sostenida con la cultura. No existe ni un solo gran escritor de la época moder­ na cuya obra no haya insistido de algún modo, y en general de un modo explícito y apasionado, en esta contienda, que no haya expresado la amargura de su males­ tar ante la civilización, que no haya dicho que las exigencias legítimas del yo son mayores de lo que la cultura puede satisfacer. Este intenso convencimiento de la existencia del yo al margen de la cultura es, como ésta bien sabe, su logro más no­

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ble y generoso. En el momento actual debe entenderse como una idea liberadora sin la cual nuestro ideal de comunidad está abocado al fracaso. No podemos hacer mayor elogio a Freud que decir que emplazó esta idea en el mismo núcleo de su pensamiento. Sin duda la historia de nuestra vida y nuestro grado de desarrollo personal influyen en gran medida en la inclinación a aceptar las intuiciones del psicoaná­ lisis y vivir con ellas. Mark Krupnik, en Lionel Trilling and the Fate of Cultural Criticism, señala la influencia de algunos conflictos internos de Trilling sobre su desarrollo personal e intelectual. A este respecto menciona lo que él denomi­ na el «judaismo positivo» de Trilling, adoptado en su juventud y en los primeros días de su vida adulta, que entraba en conflicto con el ideal del caballero erudito y del crítico literario que caracterizaría la madurez de Trilling. Un conflicto también problemático era el entablado entre lo que Krupnik llama «el submundo de la política radical», al que Trilling perteneció como miembro del círculo creado en tomo de la Partisan Review, y el «mundo elitista» de la Universidad de Columbia, con su ambiente particular. Columbia impuso indiscutiblemente sus condiciones a Trilling, sobre todo porque fue el primer judío que enseñó en el departamento de inglés. Estos y otros conflictos internos convencieron proba­ blemente a Trilling de que sólo una concepción del hombre asediado por con­ flictos internos permite una comprensión total de su naturaleza. Es decir, sólo lo que Freud denominaba la batalla interminable entre el eros eterno y el tánatos eterno, entre el ello y el superyó, puede ofrecemos ese conocimiento más pro­ fundo del hombre y sus creaciones artísticas, que Trilling trata de transmitimos en su crítica literaria. No cabe duda de que, a medida que Trilling maduraba mentalmente, el biologismo freudiano fue reemplazando al marxismo como su concepción del mundo, o más bien como la visión del hombre y de su naturaleza más afín a sus propósitos y a sus intuiciones. A partir de entonces, los conflictos internos del hombre, más bien que los que se dan entre las clases sociales, llegaron a ser, para él, la preocupación central que configuraré su forma de entender y de apre­ ciar la literatura. Trilling define esa visión del mundo en otros ensayos de su madurez. Por ejemplo, sobre la narrativa de Henry James, en concreto sobre Las bostonianas, Trilling dice que el núcleo de la novela consiste en «el conflicto entre dos prin­ cipios, uno radical y el otro conservador» y este conflicto puede concebirse en términos de «energía e inercia ... o fuerza y forma... o Libido y Tánatos». Sin embargo, la fidelidad a «la realidad corporal, la realidad de la sexualidad plena, la realidad de la agresividad tiene un alto precio», como afirma Trilling en su ensayo sobre Babel. Es cierto que a los intelectuales judíos en particular -como Babel y, por extensión, el propio Trilling- a menudo les ha costado cara una verdadera comprensión de la cultura. A este respecto, Trilling menciona que Babel se quejaba por ser un intelectual con gafas sobre la nariz y el otoño en

84 El peso de una vida el corazón; suponemos que «las gafas» impiden discernir las realidades corpo­ rales y de una sexualidad plena que constituyen la base del sistema freudiano, mientras que «el otoño en el corazón» es un resultado de la comprensión de que la verdadera felicidad es casi inasequible. Según Freud, es inasequible porque nos afligen conflictos internos y el hecho de sabemos mortales, la omnipresencia de la idea de la muerte incluso en plena vida, nos impide la felicidad total. Creo que lo que atraía a Trilling del sistema freudiano era el convenci­ miento de Freud de que lo mejor que podemos hacer en nuestra vida es amar y obrar bien, pese a nuestros conflictos internos y la certeza de que la muerte es el fin ineludible de la vida. Lo confirma el hecho de que en The Liberal Imagination cita con aprobación la frase de Scott Fitzgerald: «la prueba de una inteligencia de primer orden es la capacidad de sostener al mismo tiempo dos ideas opuestas y seguir funcionando». Podemos pensar que la frase de Howards’s End, «la muerte destruye al hombre pero la idea de la muerte lo sal­ va», que cita Trilling, expresa su idea de lo que contribuye a la verdadera vida moral y artística. Pese a estos pensamientos, la concepción del hombre y la cultura de Trilling no es de ningún modo negativa ni lúgubre. En su ensayo «William Dean Howells and the Roots of Modem Taste», me honra al citarme en el siguiente párrafo: Una lucha por la supervivencia de la humanidad civilizada es en realidad una lucha por devolver al hombre la sensibilidad hacia las alegrías de la vida. Sólo de este modo se puede liberar al hombre y asegurar la supervivencia de la humani­ dad civilizada. Quizás haya llegado el momento en que ya no necesitamos esfor­ zamos en la modificación del principio de placer. Quizá sea el momento de de­ volver a la satisfacción del placer su papel estelar en el principio de realidad; qui­ zá la sociedad no necesite tanto que la realidad modifique el principio de placer, como una afirmación del principio de placer en contra de una todopoderosa reali­ dad negadora del placer. A partir de aquí Trilling continúa: «No se puede afirmar que las perspectivas optimistas de Howells representen una forma muy intensa de placer; sin embar­ go, serían, cuanto menos, válidas para la mayoría de los hombres, en palabras de Keats, nos atarían a la tierra, para evitar que nos sedujera el dios de la desin­ tegración». La certeza de Trilling de que no debíamos permitir que «el dios de la desintegración» nos sedujera, influyó en su enérgico rechazo de ese antiintelectualismo que imperaba en los años sesenta. En el mismo ensayo sobre Howells y las raíces del gusto moderno, Trilling cita a Hannah Arendt: «claudicar ante el proceso de desintegración se ha vuelto una tentación irresistible, no sólo porque ha adoptado la falsa grandeza de una “necesidad histórica”, sino también porque todo a su alrededor parece inerte, exangüe, vacío de significado e irreal». Esta fascinación por la desintegración, por lo que Trilling denomina el carisma del mal, es un peligro del que es profun­ damente consciente, quizá porque en su época marxista le había tentado en gran

Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis 85 medida la idea de una necesidad histórica que determina el destino del hombre y la sociedad. Su rechazo de la creencia marxista en una necesidad histórica, y su conven­ cimiento de que la raíz del hombre no se halla en la sociedad sino en sí mismo, explica que el concepto freudiano del yo cobrara mayor importancia en el pen­ samiento y en la obra de Trilling. Trilling reunió bajo el título de The Opposing Self una colección de ensayos de 1955, y consideró la afirmación del yo el tema central de toda gran literatura. En el libro Sincerity and Authenticity, Trilling se centra en el verdadero yo, tanto en la literatura como en la cultura. En las primeras páginas afirma que «Sigmund Freud dio el primer paso hacia la formulación de una laboriosa disci­ plina donde podía encontrarse [el propio ser]». Remontándose a los inicios del psicoanálisis, Trilling comenta: «Cuando el pensamiento de Freud fue presenta­ do por primera vez a un mundo escandalizado, su reconocimiento de un impul­ so instintivo innato se interpretó erróneamente como si Freud deseara establecer el dominio del impulso, con todo lo que ello implica de negación del yo sociali­ zado. Pero más tarde se comprendió que la tendencia del psicoanálisis, lejos de ser dionisíaca está completamente al servicio del principio apolíneo, y busca fortalecer la “rectitud” en la personalidad, que se caracteriza por la determina­ ción y un claro reconocimiento de los límites». Lo que parece haber contribuido más al interés de Trilling por Freud y el psicoanálisis fue el paralelismo entre sus enseñanzas y su concepción del hom­ bre y su mundo, y lo que la gran literatura nos transmite de una forma distin­ ta pero análoga. En su ensayo «Freud’s Last Book» que publicó en A Gathering o f Fugitives, discute la obra de Freud Introducción al psicoanálisis. En él Trilling escribe: «Si buscásemos una concepción de la vida análoga a la de Freud, creo que la encontraríamos en ciertas grandes mentes literarias. No im­ porta lo que digamos de la relación de Freud con Shakespeare, la suya es una concepción shakespeariana. Y no en vano tomó de Sófocles el nombre de su concepto central». Profundizando en esta analogía, prosigue: «Sin duda, en la gran tragedia reaccionamos ante la inferencia de cierta relación substancial en­ tre libre albedrío y necesidad, y ante eso reaccionamos en Freud. Una de las ob­ jeciones más frecuentes a Freud es que hace demasiadas concesiones a la nece­ sidad y que al hacerlo limita la magnitud del posible desarrollo humano. Dicha acusación encierra cierta ironía, dada la intención general del psicoanálisis, que consiste en liberar el alma de la esclavitud de necesidades que en realidad no existen, para que pueda enfrentar eficazmente aquellas que sí existen. Como cualquier poeta trágico, como cualquier moralista auténtico, Freud emprende la tarea de definir los límites de la necesidad con el fin de establecer el reino de la libertad». Tras debatir la creencia de Freud en el hombre como limitado por su propia naturaleza, Trilling dice así: «Según Freud lo concibe, el hombre crea la propia necesidad que lo limita por ser precisamente hombre. Esta experiencia, dura

86 El peso de una vida aunque no desesperanzadora, constituye precisamente la concepción de la reali­ dad que nos conmueve en el arte de la tragedia ... La visión trágica requiere la plena consciencia de los límites que la necesidad impone. Pero se empobrece si esta consciencia no se corresponde con una idea de libertad. Freud intentó apor­ tar tal idea, esta fue la labor de su vida». Por tales motivos y reconociendo el mérito de Freud, Trilling afirma que esta última obra está «a la altura de una ex­ periencia estética». Anteriormente, en su ensayo «Freud and Literature», que apareció en The Liberal Imagination, Trilling había manifestado su convencimiento de que el sistema freudiano es uno de los más cercanos a la poesía porque «de todos los sistemas mentales, la psicología freudiana es el único que considera la poesía inherente a la verdadera constitución de la mente. De hecho, según Freud, la mente es, en su mayor parte, exactamente un órgano de hacer poesía ... Freud no sólo da carta de naturaleza a la poesía sino que descubre su condición de coloni­ zador pionero, y también la contempla como un método de pensamiento». Además, «la idea del principio de realidad y la idea del instinto de muerte for­ man la cúspide de una teoría más amplia de Freud sobre la vida del hombre. Su cualidad de poesía sombría caracteriza el sistema de Freud y las ideas que genera». En un momento de este mismo ensayo, Trilling escribe: «La psicología freu­ diana es la única explicación sistemática de la mente humana que, en cuanto a sutileza y complejidad, a su interés y poder trágico, merece destacarse entre la caótica masa de intuiciones psicológicas que la literatura ha acumulado en el transcurso de los siglos. Pasar de una gran obra literaria a un tratado de psicolo­ gía académica es pasar de un orden de la percepción a otro, pero la naturaleza de la psicología freudiana es exactamente el entramado sobre el cual el poeta des­ pliega su arte. Por tanto no es sorprendente que la teoría psicoanalítica tenga gran incidencia en la literatura. No obstante, la relación es recíproca y el efecto de Freud sobre la literatura no ha sido mayor que el de la literatura sobre Freud». Freud siempre reconoció generosa y agradecidamente la gran influen­ cia de la literatura en su pensamiento, como Trilling reconoce asimismo el efec­ to del pensamiento y las enseñanzas de Freud sobre su crítica literaria. Trilling considera el psicoanálisis una de las culminaciones de la literatura romántica, porque se dedica apasionadamente a la búsqueda del yo. El ejemplo más importante es El sobrino de Rameau de Diderot, escrito en 1762, de la que cita: «Si se abandonase a sus anchas al pequeño salvaje -refiriéndose al niño pe­ queño-, si conservara toda su estupidez y combinase las violentas pasiones de un hombre de treinta años con la carencia de razón de un'niño de cuna, le retor­ cería el pescuezo a su padre y se acostaría con su madre». Más de un siglo antes de Freud, el gran escritor expresa y reconoce la esencia de los deseos edípicos de un muchacho, conocimiento que Freud adquirió sólo gracias a un laborioso estudio de sí mismo y de sus pacientes. Incluso en la actualidad, estas ideas, pese a las enseñanzas de Freud, no se aceptan sin reservas. Y ejemplifican ade­

Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis

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más la verdad de la afirmación, que tanto repitió Freud, de que él no descubrió nada sobre la psique humana que los grandes poetas y artistas del pasado no hu­ bieran sabido. Trilling insiste en ese mismo ensayo: «¿Cuál es la diferencia entre el sueño y la neurosis, por un lado, y el arte, por otro? Es evidente que poseen ciertos ele­ mentos en común: ningún poeta o crítico negaría los procesos inconscientes que actúan en ambos y comparten además, aunque en diferentes grados, el elemento fantasía. Pero existe una diferencia esencial entre ellos que Charles Lamb perci­ bió claramente en su defensa de la cordura del genio: “El poeta sueña despierto. No le posee su tema sino que es él quien lo domina”. He aquí la diferencia: el poeta posee autoridad sobre su fantasía, mientras que la particularidad del neu­ rótico es que está poseído por su fantasía». Pese a esta diferencia crucial, la literatura y el psicoanálisis tienen mucho en común. Como Trilling indica en Sincerity and Authenticity, «no hace falta decir [que] el psicoanálisis es una ciencia basada en relatos, en el discurso. Su princi­ pio de exégesis consiste en narrar-de una u otra manera- la historia para descu­ brir su principio. El psicoanálisis supone que el relato que se cuenta generará el consejo». En Beyond Culture, Trilling analiza la importancia que tiene dejar en sus­ penso la incredulidad en la literatura y el psicoanálisis: Una de las citas más conocidas de la crítica literaria es la frase de Coleridge: «la suspensión voluntaria de la incredulidad» constituye la «fe poética» ... Freud lo logró del modo más extraordinario, y no por el mero impulso de su tempera­ mento, sino sistemáticamente, como un elemento de su ciencia ... [Cuando sus pacientes le contaban las historias que inventaban], no los culpaba, no les decía que estaban mintiendo, suspendía voluntariamente la incredulidad en sus fanta­ sías, en las que los pacientes creían, y aprendía a encontrar la verdad que residía en ellas. A partir de ahí, siguió la suspensión voluntaria de la incredulidad en el valor semántico de los sueños y la suspensión voluntaria de la incredulidad en el con­ cepto de mente, que todos los neurólogos y psiquiatras expertos de Viena creían una quimera. La aceptación de Freud de las fantasías de sus primeros pacientes, su conclusión de que sus mentiras tenían un significado, un propósito, e incluso un valor, significó la suspensión de la incredulidad en la identidad de esos pacien­ tes. Su análogo no es, creo yo, la virtud religiosa de la caridad, sino algo en lo cual la inteligencia juega un importante papel. Recordemos esa particular especie de cognición, ese particular ejercicio de inteligencia literaria por el cual juzgamos adversamente los actos de Aquiles, pero no al propio Aquiles, no condenamos a Macbeth ... Si proseguimos con nuestra elemental comparación sumaria entre literatura y psicoanálisis, podemos decir que son similares en cuanto que la esencia de ambos representa la oposición entre dos principios, que Freud denomina principio de realidad y principio de placer ... Freud no es el único que concibe la literatura en términos de oposición entre realidad y placer. Esta concepción es endémica en la crítica literaria desde los tiempos de Platón ... Wordsworth habla de que el princi­

88 El peso de una vida pió de placer -la frase es suya- constituye «la desnuda e innata dignidad del hom­ bre». Dice además que debido a este principio el hombre no sólo «siente, vive y actúa», sino que también «conoce»; el principio de placer era para Wordsworth el fundamento mismo del principio de realidad, como también lo es para Freud, pese a que mantiene la irreconciliabilidad de ambos principios. El Yeats maduro, en una frase célebre, de tendencia tan freudiana como wordsworthiana, nos dice, que «la responsabilidad empieza en los sueños». Yeats basa la vida moral evolu­ cionada en la autonomía de las fantasías hedonistas de la juventud. «Belleza es verdad, verdad es belleza» dice Keats ... Al decir «belleza es ver­ dad», Keats afirma que el principio de placer es la raíz de la existencia, del cono­ cimiento y de la vida morad. Al decir «verdad es belleza», traduce en dos palabras su creencia, enormemente compleja, en que el yo puede llegar a percibir en la in­ tensidad del arte o en la meditación los hechos más dolorosos con una especie de placer, y no deja de sorprender que Keats represente con tanta audacia y precisión el desarrollo del yo, y que, cuando habla de placer, se refiera -por emplear un lenguaje que no es el suyo- a veces al placer del ello, a veces al del yo y a veces al del superyó. En «Freud and the Crisis of our Culture», Trilling dice que «no podemos de­ jar de considerarlo uno de los más grandes pensadores humanistas». A este res­ pecto y también en muchos otros, como hemos visto, Trilling era su igual, las suyas eran mentes parejas. A partir de los escritos de Trilling se puede llegar a comprender mejor a Freud y el psicoanálisis que a partir de la mayoría de los li­ bros que se han escrito sobre ellos. Freud no podría haber deseado un mejor in­ térprete para explicar su contribución a nuestra comprensión de la cultura en ge­ neral y de la literatura en particular.

— Segunda parte

Los niños y

Libros esenciales en nuestras vidas*

i nos gusta leer, los libros enriquecen nuestras vidas más que nada en el mundo. Algunos esclarecen los problemas que nos preocupan, otros nos descubren nuevas perspectivas sobre el mundo, el hombre en general y, lo que es más importante, sobre nosotros mismos. Aunque muchos libros pueden am­ pliar nuestros horizontes y otros influir en algunos aspectos de nuestra vida, sólo unos pocos cambiarán su curso. Al menos así me ha ocurrido a mí: muchos libros dejaron una profunda hue­ lla en mi pensamiento, pero sólo unos pocos cambiaron mi persona. Al leer esos libros experimenté lo que Edmund Wilson describe acertadamente como «shock de reconocimiento» porque me iluminaron sobre problemas que (en aquel mo­ mento) me impedían hallar mi camino en la vida. Y lo hicieron a pesar de tener la certeza, mientras los leía poderosamente impresionado, de que no todos eran obras maestras. Algunos eran grandes libros, pero otros no, ni como obras lite­ rarias ni en virtud de su contenido. El hallazgo de estos libros en determinados momentos de mi vida tomó la apariencia de una revelación, de una nueva per­ cepción que ordenaba mi mundo interior, antes reino de la incertidumbre y la confusión, por no decir del caos. La lectura de un libro podía producitme este «shock de reconocimiento» porque en mí se había ido desencadenando algo que, aun sin saberlo, me ha­ bía preparado para su mensaje e incluso me hacía estar necesitado de él. Se había desatado algún proceso interno, algo vago que de repente adquiría forma y con­ tenido concreto gracias a la lectura de un libro. Así pues, algunos libros me per­ mitieron reconocer lo que había estado germinando en mí durante bastante tiempo, sin más consciencia que una sensación de que algo no marchaba bien en mi vida, que necesitaba enmienda, sin tener la menor idea sobre qué andaba mal, ni qué hacer al respecto. En distinta forma, tropecé con esta experiencia en mi propio psicoanálisis, cuando de repente se me aclaró un importante proceso

S

* Este ensayo apareció por primera vez en la revista francosuiza Le Temps Stratégique, n.“ 23 y 24 (1987-1988).

92 El peso de una vida inconsciente y caí en la cuenta en un shock de reconocimiento: «¡Esto es!», el «esto» era algo contra lo que había estado luchando, quizás hasta el extremo de la obsesión, sin saber qué ocurría en mi mente. Años más tarde, como profesio­ nal del psicoanálisis, volví a observar este shock de reconocimiento en mis pa­ cientes, cuando de repente las cosas caían por su propio peso y la claridad susti­ tuía a la confusión. Los libros que influyen de este modo en el lector provocan una experiencia muy distinta a la de otros que también causan una honda impresión. Afortuna­ damente existen muchos libros que nos pueden conmocionar profundamente, aunque no desaten un shock de reconocimiento y no revelen nada de gran signi­ ficado personal. Al mismo tiempo que leía los libros que me ayudaron a cambiar mi vida y les permitía cobrar un mayor significado y una nueva autoridad, leía también muchos otros libros que pertenecían a la «gran literatura», obras maestras que admiraba. Pero el mundo de esos libros, aunque fascinante, me resultaba dema­ siado ajeno para sentir que, en cierto modo, trataban de mí y de mi vida. Me vie­ ne a la memoria el ejemplo de las novelas de Dostoievski. Me afectaron profun­ damente y me descubrieron un mundo muy distinto al mío. No podía dejarlas y las leía una detrás de otra, fascinado por el mundo que me mostraban. Pero no hablaban sobre mí, ni sobre mis acuciantes problemas. Aunque enriquecieron mucho mi vida, no la cambiaron. Quizás el ambiente ruso me resultaba dema­ siado extraño, aunque creo que más bien fue la sincera religiosidad rusa que destilaban esas novelas la que impidió que me transmitieran un mensaje perso­ nal. No obstante, no sólo se debió a que el «alma» rusa era demasiado ajena a mi experiencia, porque lo mismo me ocurría con otras novelas que me impresiona­ ron mucho y que describían un mundo que me resultaba más familiar. Por ejem­ plo, me impresionó mucho Jean Christophe de Romain Rolland. Me fascinó leerla, pero no me encontré a mí mismo. No pude sino deducir que no estaba preparado para experimentar cambios significativos, estimulado por la lectura de esos libros. Para que un libro nos cambie la vida, en nuestro interior deben haberse desa­ tado procesos -como los mencionados anteriormente- que nos preparen y nos predispongan al cambio. Otros libros pueden arrebatamos durante un tiempo, sin realmente influir en nuestra vida. Por ejemplo, cuando leí Arrowsmith de Sinclair Lewis, durante una temporada me convencí que sólo como investigador médico podría cumplir mis esperanzas en la vida. Sin embargo, no duró mucho, porque mientras lo leía sentí que, según mis criterios literarios, no era lo que lla­ maríamos un gran libro y, aunque durante un tiempo sentí la tentación de imagi­ narme a mí mismo como futuro investigador de la medicina, en lo más hondo de mi ser sabía que no era la profesión adecuada. Sin duda, no estaba preparado para reaccionar ante esta lectura con un iluminador shock de reconocimiento que diría: «Este libro contesta preguntas, resuelve problemas que me han per­ turbado profundamente, contra los que he luchado sin ser consciente de ello y,

Libros esenciales en nuestras vidas 93 de repente, a través de su lectura todo ha vuelto a su lugar, ha respondido a todas mis preguntas sin plantear». La influencia de un libro depende de nuestro estado mental en el momento de la lectura. Cuanto más formada esté nuestra personalidad y más afincados en nuestro modo de pensar y vivir estemos, menos capacidad para cambiamos po­ seerán los libros. Dado que nuestra personalidad determina la elección de libros y lo que extraemos de su lectura, con toda probabilidad leeremos aquellos que coincidan con nuestros valores y nuestras preferencias. Lo atestigua el hecho de que la mayoría de la gente lee aquellos libros y publicaciones periódicas que se ajustan a sus valores, y refuerzan su punto de vista. Un libro, una revista o un periódico que detente ideas contrarias a las nuestras seguramente tendrá para nosotros poco o ningún atractivo. Y si llegamos a leerlos, nuestras mentes esta­ rán cerradas a su mensaje. Por tanto, a muchos libros les negamos la oportuni­ dad de alterar opiniones sólidamente formadas. A lo largo de la vida podemos leer libros por placer o para obtener informa­ ción, excitando y a la vez satisfaciendo nuestra curiosidad, pero sólo en ciertas épocas de nuestras vidas los leemos con la esperanza de que nos influyan, nos guíen, resuelvan acuciantes problemas. Ocurre sobre todo cuando atravesamos una crisis o experimentamos turbios procesos internos. Entonces, un libro pue­ de influir en nuestro ser, mientras que el mismo libro en otro período más esta­ ble de nuestra vida tendría muy poca ascendencia sobre nosotros. Así pues, todo depende de la fase de desarrollo personal en que nos encontremos cuando lo lee­ mos. Muy pocos libros serán capaces de producimos el mismo placer a lo largo de toda la vida, y si esto ocurre, a distintas edades experimentaremos un placer muy diferente. Una de las mejores maneras de comprobar cuánto hemos cambiado y, espe­ remos, crecido a través de los años es releer libros que en otro tiempo fueron muy significativos para nosotros. Esta experiencia fiie tan valiosa en la com­ prensión de mi propio desarrollo que, cuando impartía psicología a estudiantes universitarios, les alenté a releer los libros que en cierto momento les habían en­ cantado. Sus deberes consistían en comprender por qué les gustaron y por qué ya no, o no en el mismo grado. Les sorprendió que de esta manera fueran capa­ ces de reconocer su cambio y meditar sobre sus causas. Nuestra reacción ante la lectura está más en función de lo que sucede en nuestro interior que del conteni­ do del libro. Desde muy joven aprendí a amar el teatro. En mi adolescencia solía asistir a tres, cuatro o cinco representaciones serias a la semana, lo cual resultaba fácil en Viena, ciudad entonces y aún hoy dedicada al teatro. Me sentía tan entusiasma­ do por el teatro que cuando entré en la universidad decidí estudiar arte dramáti­ co e historia del teatro. Pero, tras dos años de estudios, el teatro dejó de ser mi preocupación central. Aunque el teatro continuó gustándome toda mi vida, con los años fui perdiendo pasión. Otras formas literarias cobraron más importancia

94 El peso de una vida y, en lo que al teatro respecta, empezaron a impresionarme obras que no me ha­ bían afectado en mi juventud. El teatro griego clásico adquirió más importancia. De joven, la primera parte del Fausto de Goethe me fascinaba, no porque, al igual que Fausto, hubiera intentado estudiar varias disciplinas sin hallar en ellas las respuestas que andaba buscando, ni tampoco porque, como él, anhelase el amor ideal. En esa época, mientras la primera parte de la tragedia me llenaba de admiración y tenía tanto que ofrecerme, la segunda parte de Fausto, aunque in­ telectualmente estimulante, enceiTaba muy poco significado específico para mí. El final de la segunda parte me decepcionaba cuando el arduo esfuerzo de Faus­ to por mejorar el destino de la humanidad resulta un fracaso abismal, incluso destruye al adorable Filemón y a Baucis, tal como Gretchen es destruida al final de la primera parte. Pero Fausto había intentado salvar a Gretchen, y no hizo ningún esfuerzo por salvar ni a Filemón ni a Baucis. Me parecía penoso que el viejo y ciego Fausto pudiera desengañarse con tanta facilidad de lo que conside­ raba el logro cumbre de su vida. No me caía simpático, tal vez porque acallaba el temor a estar engañándome de igual modo sobre los méritos de mi vida labo­ ral. Así que me protegí contra tal peligro, creyendo que nadie me podía engañar de tal forma. Sin embargo, en la madurez me impresionó mucho esta escena y el final de la tragedia de Fausto. Por aquel entonces el deseo de saber que uno no ha traba­ jado en vano, que ha logrado algo en la vida para beneficio de futuras genera­ ciones, me resultaba tan familiar que comprendía, por experiencia propia, cómo el deseo puede cegar a alguien. Reconocí la ceguera de Fausto al final de su vida, que en mi juventud había considerado una simple enfermedad de la vejez, como un símbolo de lo difícil que es, incluso para el más sabio de los hombres, ver la realidad cuando el deseo y la esperanza de haber vivido una vida plena se convierte en algo primordial. De joven estaba convencido de que uno debe crear algo que merezca la pena, para convencerse de que no ha malgastado su vida, pero de viejo supe que lo mejor que uno puede esperar en la vida, y es suficien­ te para la propia salvación, se resume en la frase que justifica la apoteosis de Fausto, mientras el ángel canta: «Wer immer strebend sich bemüht, den konnen wir erlossen» (‘Redimiremos a aquel que siempre ha luchado y se ha esmerado con todas sus fuerzas’). Esta no fue una experiencia aislada con respecto a una obra maestra creada en la vejez. De ciertas obras literarias, artísticas o musicales, saqué todo su jugo sólo al llegar a la vejez. Sin embargo, pese a que hasta la senectud no sintonicé con la segunda parte de Fausto, ni con las obras de madurez de Rembrandt, Tiziano, Miguel Ángel y otros, esa apreciación más importante y completa de ellas no se debió a que a lo largo de una dilatada vida me había familiarizado con ellas, sino a que mi evolución me permitió descubrir en ellas un significado más profundo. Este desarrollo personal me permitió superar la admiración que había sentido por tales obras, para sentir por fin que, en cierto modo ya no misterioso, trataban de mí. Así pues, mi evolución a lo largo de la vida me permitió una

Libros esenciales en nuestras vidas 95 apreciación mucho más refinada de estas obras, no es que ellas influyesen, ni originasen, dicha evolución. Parecen existir afinidades -al menos para m í- entre la edad propia y la del creador de grandes obras de arte y literatura, afinidades que allanan la vía del conocimiento para que tales obras adquieran mayor significado en un plano más personal y no sólo en el artístico. Por esta razón no me cabe duda de que nuestra evolución personal permite a algunos libros adquirir mayor significa­ ción de la que habían gozado en una etapa previa de nuestra vida. Los libros re­ posan en espera de que estemos preparados, lo cual probablemente ocurra en toda civilización que posea libros. Por el contrario, existen otros libros que influyen poderosamente en el desa­ rrollo personal, que lo hacen posible y lo modelan, si no del todo, en gran medi­ da. En mi experiencia, tiene más probabilidad de ocurrir en épocas en las que nos buscamos a nosotros mismos, en concreto en períodos en los que nos deba­ timos por formar nuestra personalidad; es típico que suceda en la adolescencia. En esa circunstancia los libros configuran poderosamente nuestras ideas sobre nosotros mismos y sobre el mundo. La obra y los escritos de Freud me convirtieron en un psicoanalista, pero ejercieron esta influencia dominante en mi evolución mucho antes de que op­ tara por esa profesión. Familiarizarme con estos escritos fue una experiencia única y la más liberadora de mi primera adolescencia, pese a que en esa época planeaba una trayectoria muy diferente. Mientras intento dilucidar qué libros han contribuido más a convertirme en la persona que soy, recuerdo que, en sus escritos autobiográficos, Freud dice que su elección profesional (y con ella la creación del psicoanálisis) se debió a la lectura de un ensayo de Goethe. El magnífico ensayo de Goethe sobre la natu­ raleza hizo que Freud abandonara la idea de convertirse en un líder político para mejorar el curso del mundo y decidiera hacerse un profesional de las ciencias naturales. Así, el curso de la vida de Freud estuvo en parte determinado por una obra literaria. En mi caso, ninguna revelación repentina debida a mi consciencia de una obra literaria me condujo a una transformación tan radical. Pero algunos libros, leídos en el momento oportuno, me convirtieron en la persona que soy. Sin cam­ biar drásticamente mi vida, me dieron un nuevo rumbo y un nuevo contenido. Probablemente las primeras obras literarias que tuvieron gran ascendencia sobre mí fueran los cuentos de hadas, que al principio me leía mi madre y des­ pués yo mismo. Conscientemente no recuerdo que dichos cuentos ejercieran en mí una influencia formativa. Sin embargo, debieron de hacerlo, porque, si no, más tarde no hubiera pasado algunos años intentando comprender su significa­ do psicológico para los niños, labor que encontré muy gratificante, no sólo por­ que entrañaba una relectura minuciosa de varios cuentos de hadas de diversos países y una reflexión sobre ellos. No puedo discernir por qué ni de qué modo

96 El peso de una vida los cuentos de hadas fueron tan importantes para mí, aunque estoy casi seguro de que la razón principal era que me los contaba mi madre. Así pues, vemos que la intensidad del significado de las obras literarias depende del modo y de la persona a través de los cuales llegan hasta nosotros. Como he escrito en alguna parte, los padres que deseen profundizar la relación con sus hijos pueden hacer­ lo leyendo para ellos, pero su interés en esta actividad debe ser auténtico. Tam­ bién vemos que los poemas que el poeta lee en voz alta dejan una impresión más intensa que cuando los leemos nosotros. Asimismo, la narrativa que se lee en voz alta cobra mucha más importancia para el oyente que si la leyera en si­ lencio. También influye si una obra literaria se experimenta como una vivencia in­ terpersonal, por ejemplo entre padres e hijos; así como es diferente el impacto de la representación de una obra de teatro o de su lectura. Leí algunos de los li­ bros que más me influyeron al mismo tiempo que los leían otros amigos íntimos con quienes los discutí en profundidad. El hecho de que un libro sea una expe­ riencia interpersonal puede determinar su impacto. Como la mayoría de la gente, he leído un montón de libros que de una mane­ ra u otra me han sido útiles, sin que su lectura influyera particularmente en mi vida. Ya en mi infancia era un lector voraz, sobre todo de literatura de evasión. Las novelas históricas me permitían escapar a un pasado remoto, mientras que otros libros, como los de Karl May, me dieron la oportunidad de escapar al leja­ no y salvaje oeste. Cierta literatura utópica, la ciencia ficción de aquellos días, me facilitaba la huida al futuro lejano. Todos esos libros me ayudaban a escapar de la turbadora realidad de los años de la primera guerra mundial, entre 1914 y 1918. Para un muchacho vienés que hasta el estallido de la guerra había vivido una existencia protegida y una vida fácil y cómoda, la guerra fue un rudo des­ pertar a las penalidades de la vida, para las que no estaba preparado. La literatu­ ra de evasión me permitió olvidar durante largos períodos de tiempo lo difícil que la vida se había vuelto para mí, de modo que aprendí a muy temprana edad el gran consuelo que podían prestar los libros. Todo esto cambió de repente en 1917 cuando, a los catorce años, llegué a la adolescencia. Por aquel entonces los estragos de la guerra hacían más arduo ce­ rrar los ojos y escapar gracias a fantasías alimentadas por la ficción. Aunque an­ tes más o menos aceptaba el mundo de mis padres, al crecer y cobrar una cons­ ciencia diferente, me indignó un mundo que permitía que aconteciera e incluso se incrementara tan terrible carnicería. Eso me hizo llegar hasta libros que me ayudarían a formar mis propios juicios y adquirir una personalidad indepen­ diente, en lugar de limitarme a seguir las directrices de mi ambiente y educa­ ción. Deseaba libros que me indicasen la manera de rectificar los horrores de la guerra, ya no me bastaban los que simplemente me permitían evadirme de tales horrores. Ese mundo más amplio me afectó y quebrantó mi libertad en el colegio, en mi caso el Real Gymnasium. Su naturaleza autoritaria me exasperaba, aunque al

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mismo tiempo, a lo largo de mi vida, llegaría a apreciar las humanidades allí im­ partidas. Los primeros libros que me parecieron realmente liberadores fueron aquellos que criticaban el sistema educativo existente y por tanto defendían mi convencimiento de que debían existir mejores maneras de educar a los jóvenes. En este momento ya no recuerdo si mi ingreso en el movimiento juvenil radical de Viena, el Jung Wandervogel, fue anterior o inmediatamente posterior a mi descubrimiento de la Freie Schulgemeinde (Comunidad de Enseñanza Libre) que había creado Gustav Wyneken en Wickersdorf, Alemania. Las siglas del Jung Wandervogel eran ADEA, que correspondían a Abboniere den Anfang y significaban ‘sucríbete al Anfang’ (‘principio’), que era la publicación de este movimiento para la reforma educativa. Y me suscribí a ella. Me apasionaban los métodos educativos que allí se de­ fendían. Habiendo sido obligado a estudiar lo que mis profesores decidieron que debía aprender, y a aprender del modo que ellos exigían, me agradaba la idea de que los alumnos tuvieran voz y voto sobre los contenidos y el método de aprendizaje. Para mí, que hasta el momento sólo conocía una enseñanza en la que los estudiantes eran sujetos pasivos de la labor educativa, la participación ecuánime de profesores y estudiantes en dicha labor, y el aprendizaje a partir de proyectos que requerían estudios para su conclusión, eran ideas totalmente nue­ vas. La capacidad de decisión de los alumnos en el funcionamiento del colegio, o cuanto menos su importante influencia en él, eran tan contrarias a lo que yo experimentaba en mi hogar y en el colegio, que dichas ideas me descubrieron un nuevo mundo mental y real. La lectura de Anfang me enseñó y me permitió un nuevo principio. Este nue­ vo comienzo constituyó la base de mis convicciones educativas que muchos años más tarde tuve la suerte de poner en práctica en los Estados Unidos, donde dirigí una institución educativa pionera. Tal lectura fue crucial para mi desarro­ llo personal, intelectual y vocacional. Al mismo tiempo, publicaciones contra­ rias a la guerra, como Die Fackel de Karl Kraus, me depararon la tan ansiada guía espiritual, tanto para mis inclinaciones pacifistas como intelectuales y lite­ rarias. Con mis amigos íntimos del movimiento juvenil Wandervogel discutí ideas pacifistas extraídas de Kraus y reflexiones sobre la reforma escolar. Esta fue otra experiencia que me enseñó que las lecturas pueden adquirir más signifi­ cado y causamos impresiones más penetrantes cuando se aplican a las relacio­ nes personales. La participación en este movimiento juvenil también me inició en Freud y en el psicoanálisis. El hecho de que el sexo no debiera constituir un dominio tabú, que se pudiera calmar la tensión sexual y anular la represión sexual eran nocio­ nes terriblemente liberadoras para un adolescente vienés de clase media de la época. Se trataba de una liberación personal, pero los escritos del movimiento de libre enseñanza representaban la liberación social, pues ofrecían una alterna­ tiva al régimen que me exasperaba. Significaba un método más libre, mejor y más humano de educar a los jóvenes como yo. Freud suponía la mitigación de

98 El peso de una vida las represiones y ansiedades sexuales que yo, un típico adolescente inhibido de clase media, sufría. La combinación de liberación sexual y reforma educativa devino una revelación, pues ambas proponían que no debía sufrir por lo que me tiranizaba severamente. ¿Qué mayor servicio nos pueden prestar los libros que liberamos de la angustia y la ansiedad del posible fracaso escolar y de las pesa­ dillas de los miedos sexuales? La repercusión de estas lecturas nunca se debilitó e incluso continúa mode­ lando mi vida. Desde los catorce años leí todas las obras de Freud y devoré todo lo que publicó a partir de entonces. En mis años universitarios, intenté leer más sistemáticamente acerca de la reforma educativa, sobre todo Dewey, pero tam­ bién los primeros escritos de Rousseau, Pestalozzi y otros. Poco imaginaba que las semillas plantadas entonces guiarían mi vida laboral, en la que traté de com­ binar las exploraciones del psicoanálisis con técnicas educativas que liberasen la mente y las emociones. En mis años adolescentes, que calculo desde los catorce a los veinte, otros li­ bros tuvieron mucha importancia en mi desarrollo personal e intelectual. Eran tiempos en que el final de la primera guerra mundial, la caída del imperio Habsburgo y la terrible inflación me obligaron a replantearme todos mis valores. Ha­ bía crecido oyendo las palabras de la canción que afirmaba que Austria duraría eternamente, «Ósterreich wird ewig stehen», y en mi niñez las había creído a pie juntillas. Los acontecimientos me obligaron a olvidar creencias que hacían la vida cómoda y segura, y a adquirir otras nuevas, más acordes con la realidad. En una época de caos del mundo interior y del exterior en donde habitas, determi­ nados libros -es decir, aquellos que se adapten a las necesidades personales de comprensión y esclarecimiento- dejan una huella más profunda que la de esos mismos libros en otra época de nuestra vida. Mis experiencias personales en el seno de la familia y mi confusión adoles­ cente se combinaron con una terrible guerra, para convertirme en un pesimista sobre la vida y sobre mí mismo. Dado lo que ahora sucedía en el mundo, no po­ día mantener la fe en el progreso que mis padres me habían inculcado y que ha­ bía consolidado la enseñanza de historia en el colegio. De mis lecturas de Freud había aprendido el importante cometido del elemento irracional en la mente y en la vida del hombre. Así que Geschichte ais Sinngebung des Sinnlosen de Theodore Lessing supuso una revelación, aprendí que la historia no es un relato del progreso del hombre en el tiempo, sino que dicho progreso y el significado de los acontecimientos históricos son sólo proyecciones del pensamiento anhe­ lante del hombre. El acento de Lessing en los sentimientos irracionales en la historia y en los textos históricos tenían mucho sentido para un adolescente que consideraba el énfasis de Freud en lo irracional en el hombre una experiencia li­ beradora. Gracias a Lessing conocí la frase de F. A. Lange «El hombre necesita com­ plementar la realidad con un mundo ideal», opinión que necesitaba con urgencia para hacer soportable mi vida. Esta cita me indujo a leer History of Materialism

Libros esenciales en nuestras vidas 99 de Lange, que también modificó mi opinión sobre la historia. Pero los escritos de Lange, aunque muy edificantes, no alteraron el curso de mi vida, no me ayuda­ ron a afrontar los problemas inmediatos que me planteaban mis tendencias depresivas y que frustraban mis actos. Sin embargo, el estímulo de Lessing a creer en la ficción como una manera de hacer soportable la vida, me ayudó mu­ cho a desterrar mi arraigado pesimismo. El libro de Lessing me convenció de la conveniencia de mantener la ficción de que el cosmos es un lugar ordenado. Lessing me llevó a leer a Hans Vaihinger, quien en The Philosophy o f «As If» demostraba la necesidad y la utilidad de actuar a partir de supuestos que se sa­ ben falsos. Su comentario de que la humanidad era una especie de monos mega­ lómanos me impresionó mucho, porque explicaba el comportamiento de mis profesores de escuela y de muchas otras personas de autoridad, sin que a mi pa­ recer se aplicara a mí mismo. La tesis de Vaihinger era que el pesimismo puede damos una fuerza moral que hace tolerable la vida, a la vez que contribuye a de­ sarrollar un sentido más objetivo del mundo. Esto parecía justificar mi pesimis­ mo y, lo que es más importante, me permitía pensar en él como algo constructi­ vo, mientras que antes creía que mi pesimismo era sólo destructivo y como era mi honesta opinión no podía haceír nada al respecto. Estos dos autores me dieron el asesoramiento que necesitaba mas que nada en el mundo: la posibilidad de vi­ vir una vida llena de sentido a pesar de las dudas internas. A lo largo de mi vida esta lección ha demostrado ser valiosa. Pese a que mi convicción filosófica de que debemos vivir mediante ficcio­ nes, no sólo para encontrar significado a la vida sino para hacerla tóléfable, constituyó una revelación y modeló mis actitudes hacia la vida, no logré aplicar esta idea a la segunda parte de Fausto. Algo que hice al cabo de ochenta años. Sólo cuando caí en la cuenta de la gran sabiduría de Goethe al inducir al anciano Fausto a creer la ficción de que había hecho grandes cosas para bien de la huma­ nidad. En la época en que Lessing y Vaihinger me causaron tan fuerte impre­ sión, aún no podía aplicar su clarividencia (que me resultaba tan liberadora en mi vida particular) a mis héroes culturales, quienes, quería creer, eran capaces de alcanzar la grandeza sin recurrir a ficciones. Lecturas sobre la filosofía de la historia me abrieron un mundo que me hizo más receptivo a La decadencia de Occidente de Spengler, la cual se sumó a mi pesimismo sobre el hombre y el destino, y aportó otra razón para actuar a partir de premisas que uno sabe falsas para poder vivir una vida llena de sentido. Estos libros que tanto influyeron en mi desarrollo intelectual -e indirecta­ mente psicológico- me llevaron en mi tercer año de carrera a cambiar la litera­ tura por la filosofía. Sin embargo, encontraba la filosofía demasiado abstracta para llenar mi vida. Necesitaba algo más positivo, que no sólo pudiera admirar por la pureza de su pensamiento, sino que templase mi alma, y la filosofía no lo conseguía. De modo que, tras centrarme en la filosofía los dos años siguientes, volví a cambiar de estudios, esta vez a la historia del arte, como más adelante explicaré.

100 El peso de una vida Pero antes o mientras cambiaba el rumbo de mis estudios, otros libros muy diferentes cambiaron mi vida. Cuando intentaba librarme del mundo de mis padres, más por azar que deli­ beradamente, topé con los libros de Martin Buber que hablaban del mundo del hasidismo, un mundo tan extraño y exótico como los de las novelas utópicas que leía en mi afán por escapar de la realidad. Pero se trataba del mundo de mis antepasados y en la vida de mis padres no quedaba ni rastro de él, aunque ape­ nas distaban dos generaciones del universo que describía Buber. Debido a la in­ tegración social de mi familia, mi conocimiento del significado de ser judío se limitaba a que mis amigos más íntimos, la mayoría de los cuales eran judíos, y yo sufrimos las burlas, el rechazo y a veces agresiones por parte de algunos de nuestros compañeros de colegio gentiles e incluso de ciertos profesores. De re­ pente, mi judaismo adquirió un contenido positivo. Aunque en las clases de reli­ gión había aprendido la historia antigua de los judíos, para mí no poseía ningún significado personal. Pero el misticismo que destilaba el cosmos judío del shtetl según Buber, me fascinó; parecía una alternativa perfecta a la concepción racio­ nalista y algo pedante del mundo en la que me habían educado. Fue esta lectura, más que cualquier persecución antisemita, la que me concienció de que era ju­ dío. Aunque no me convirtió en un judío religioso o en un sionista, la lectura de Buber, y más tarde de los libros de Gershom Scholem sobre misticismo judío, estimularon en mí sentimientos de orgullo por ser heredero de tan venerable tra­ dición, heredero de un grupo que había aportado tanto al mundo. Esta nueva conciencia positiva de mí mismo como judío fue otro vínculo que me ligó a Freud y para mí tuvo mucho sentido que su última gran obra fuera Moisés y el monoteísmo. La ratificación de la identidad judía fue especialmente importante para mí e incluso me mantuvo con vida ante el ultraje y los malos tratos que sufrí en los campos de concentración alemanes por ser judío. Pese a mi oposición a la educación autoritaria preponderante y mi rechazo de estos métodos de enseñanza, seguí detentando los valores culturales que me impartieron en mi casa paterna y los que consideraba aceptables de la educación recibida en el colegio. Por eso los libros liberadores que acabo de mencionar no fueron los únicos que configuraron mi persona. Goethe y Schiller eran los hé­ roes culturales de mis padres y también de los escasos profesores a los que res­ petaba. Pero se trataba sobre todo de valores heredados, valores que me habían inculcado. Para convertirme en la persona independiente que deseaba ser, debía hallar mis propios héroes culturales. Durante los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial, el expresionismo fue él nuevo movimiento artístico y literario. Su oposición a los valores tradicionales era muy seductora para un adolescente que deseaba asegu­ rarse de que hácía algo más que seguir las instrucciones de sus mayores. Este movimiento artístico fue tan liberador en las artes como lo había sido Freud en materia sexual y la reforma de la enseñanza en el ámbito educativo. Pero al mis­

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mo tiempo que me adhería a este movimiento anticlásico, necesitaba compren­ der en profundidad un enfoque más clásico de las obras culturales del pasado. Pese al entusiasmo por la reforma, no había perdido la devoción por las humani­ dades. Me parece una suerte que en este estadio de mi evolución descubriese a Jacob Burckhardt. La cultura del Renacimiento en Italia y el talante de toda su obra me impresionaron sobremanera, y debido a este libro y a otros escritos de­ cidí hacer del estudio del arte del Renacimiento mi vocación. Burckhardt consi­ deraba el Estado una obra de arte, lo cual se ceñía muy bien a mi idea de que los estados y sus gobernantes debían distar mucho de las naciones que se devoraron las unas a las otras durante la primera guerra mundial. La segunda parte de este libro, dedicada al desarrollo del individuo, satisfa­ cía la necesidad de desarrollar de modo aceptable mi propia personalidad. En mí vi reflejada la afirmación de Burckhardt de que el descubrimiento del mundo y el del hombre como individuo son parejos: observé que el descubrimiento de mi propio yo y mi creciente comprensión del mundo real eran complementarios por necesidad. Como parte de la libertad que acababa de conquistar y dado que la paz en Europa me permitió viajar, pude familiarizarme con el mundo exterior que se extendía más allá de mi casa paterna y la escuela. Mi viaje de fin de curso (que recompensaba la superación del examen final que permitía ingresar en la Uni­ versidad) se limitó a Alemania y me familiarizó con las obras de arte y arqui­ tectónicas del gótico germánico. Pero el año siguiente, al término de mi pri­ mer año de universidad, viajé a Italia, motivado en buena parte por mi lectura de las obras de Burckhardt. El Cicerone fue mi vademécum; no exagero al de­ cir que fUe mi biblia durante más de una década. Al menos una y en ocasiones dos veces al año intentaba hacer un viaje prolongado a Italia, siempre con el Cicerone en la mano. Esta experiencia me ayudó a cambiar la especialización en lengua y literatura germánicas por la historia del arte, y finalmente por la estética, en la que me licencié. En mi tesina intenté integrar una visión psicoanalítica de la psicología del arte con un conocimiento filosófico de la belleza (basado sobre todo en Kant) y con la historia del arte. Durante mi estudio de la filosofía me percaté de la superficialidad de la filosofía de la reforma de la en­ señanza llevada a cabo por Wyneken comparada con la mucho más incisiva de Dewey. Con este trazado de mi evolución queda claro cuáles han sido los libros esenciales en mi vida. En primer lugar los escritos de Freud, demasiado nu­ merosos para citarlos todos; pero entre ellos destacan los relativos al hombre y la cultura, más que sus libros clínicos: El malestar en la cultura, El futuro de una ilusión, Moisés y el monoteísmo. En segundo lugar, La cultura del Rena­ cimiento en Italia, El Cicerone y Reflexiones sobre la historia del mundo de Jacob Burckhardt. Y en tercero Los cuentos de Rabbi Nachman y más tarde Die legenden des Baalshem de Martin Buber, y las obras de Gershom Scholem sobre misticismo judío.

102 El peso de una vida Por último, pero no por ello menos importantes, esclareciendo los demás li­ bros, nombrados e innombrados, sirviendo de modelo a imitar, jamás alcanza­ do, se encuentran la vida y las obras de Goethe. Pero, ¿qué persona culta de ha­ bla germánica no se ha visto profundamente influido por Goethe, eminente pre­ ceptor de todos los alemanes y de gran parte del resto del mundo? Para mí cobró mucha más importancia por el hecho de que también fuera el héroe cultural de Freud, tanto por sus obras como por su vida. Los escritos que me influyeron más, al margen de ambas partes de Fausto, fueron las dos partes de Wilhelm Meister, las cuales, como Bildungsroman* me indujeron a luchar por mejorar mi propio Bildung [formación]. Así pues, mientras La cultura del Renacimiento en Italia de Burckhardt me descubrió el significado de la historia y el arte del Renacimiento para la cultura europea, y me guió en mi propio descubrimiento de lo que el arte y la historia de la cultura podían significar (y de hecho signifi­ caron) para mí, Viaje a Italia de Goethe me sirvió de modelo en la búsqueda de mí mismo en el viaje de la vida.

* Bildungsroman: novela de aprendizaje, género literario en el que se narra la evolución inte­ rior del héroe. Su paradigma es el Wilhelm Meister de Goethe, (TV. de la t.)

El arte de las imágenes en movimiento*

a imagen en movimiento, ya sea en forma de película cinematográfica o vídeo, es el único arte realmente contemporáneo del siglo xx. La cinemato­ grafía es un arte universal que comprende a todos los demás: la literatura y la repre­ sentación, la escenografía y la música, el baile y la belleza de la naturaleza, el em­ pleo de la luz y el color. Siempre versa sobre nosotros mismos, porque el medio es en verdad parte del mensaje y el medio cinematográfico es típicamente moderno. Todo el mundo lo entiende, como en otro tiempo todos entendían el arte religioso de las iglesias. Así como la gente iba a la iglesia los domingos (y aún lo hacen), ahora muchos van al cine el fin de semana. Con la diferencia de que en el pasado la mayoría iba a misa ciertos días y ahora vemos imágenes en movimiento cada día. Personas de cualquier grupo de edad, de casi todas las culturas, ven pelícu­ las, y las ven durante muchas más horas que la gente corriente pasó nunca en las iglesias. Las ven niños y adultos, juntos o por separado. En muchos aspectos y para mucha gente es la única experiencia común entre padres e hijos. Hoy es el único arte que atrae a todas las clases sociales y económicas, como en el pasado ocurría con el arte religioso. La cinematografía es, con mucho, el arte más popu­ lar de nuestro tiempo. En el breve lapso de una generación, este arte nuevo, y el más moderno, pasó de sus inciertos y titubeantes orígenes hasta la madurez. Dada la fecha en que nací, he asistido al fantástico desarrollo de la cinematografía desde la linterna mágica dé mi temprana niñez, las grandes películas mudas del final de mi infan­ cia, las películas sonoras de mi adolescencia, hasta los programas televisivos de mi madurez. Todavía recuerdo, como si fuera ahora, la excitación de ver y oír la primera película sonora. No creo que ningún otro arte se haya perfeccionado tanto en tan poco tiempo. En su raudo desarrollo, el arte cinematográfico es un niño del siglo xx.

L

* Este ensayo se basa en un artículo del mismo título que apareció en Harper’s en octubre de 1981 y en la primera Conferencia Patricia Wise del American Film Institute, pronunciada el 3 de febrero de 1981 en Washington, D.C.

104 El peso de una vida Aunque he dicho que el arte de la imagen en movimiento es el arte más genuinamente norteamericano, yo no lo experimenté en un principio como tal. Ir al cine fue una parte estimulante e importante de mi crecimiento en Viena, como lo es ir al cine y ver la televisión para los jóvenes. Siendo adolescentes, mis amigos y yo íbamos al cine siempre que podíamos, algo que este grupo de edad sigue haciendo más o menos por las mismas razo­ nes: necesitábamos imágenes a las que imitar a la hora de formar nuestras perso­ nalidades y ansiábamos aprender aquellos aspectos de la vida y de la madurez todavía oscuros para nosotros. Las películas crean la ilusión de que se puede es­ piar impunemente la vida de los demás, justo lo que les encanta a niños y ado­ lescentes: descubrir cómo los adultos satisfacen sus deseos. Otra razón primordial para ir al cine era nuestro deseo de escapar de la reali­ dad a través de la fantasía, para lo cual las películas proporcionan un contenido. Esperar la siguiente entrega de Los peligros de Pauline era una expectativa ex­ citante y nos permitía fantasear sobre ella en clase en lugar de escuchar a nues­ tros profesores. Los cines a los que acudía en mi juventud se edificaron para ser verdaderas cúpulas de placer, muy distintos a los de nuestros días, que se carac­ terizan por un frío funcionalismo. Nada más entrar en esos viejos palacios de ensueño, uno se sentía transportado a otro mundo. En su interior se abrían rinco­ nes, cubículos y palcos con pesadas cortinas, que sugerían privacidad e intimi­ dad. Allí uno podía escapar de la mirada escrutadora de los padres y demás adultos, y no hacer nada constructivo, excepto soñar despierto. Los cines presentaban oportunidades únicas para bajar la guardia, incluso ensayar el enamoramiento, seducidos por las escenas de amor que veíamos en la pantalla. La irrealidad del escenario, su atractivo y sobre todo la oscuridad cir­ cundante acrecentaban la naturaleza fantasiosa de la experiencia. Todo ello alentaba respuestas desinhibidas ante lo que veíamos en la pantalla, incluida la experimentación sexual. Pero esta pérdida de las inhibiciones no se restringía, ni mucho menos, al ámbito sexual. No recuerdo haberme reído más sinceramen­ te y sin trabas que viendo escenas cómicas en aquellos palacios del placer. De hecho, tal hilaridad, y no la pérdida de la inhibición sexual, me hacía considerar esos teatros como cúpulas de placer. En el cine uno podía ser arrebatado hasta el extremo de sentirse parte del mundo de la película. Es algo que te transporta fuera de ti hasta un mundo en el que no estás sometido a la realidad ordinaria, al menos mientras dure la pelí­ cula. Parece que, en realidad, los sentimientos y los actos propios no cuentan mientras nos hallamos en el cine. Pero en cuanto las luces se encienden, se rompe bruscamente el encanto y volvemos al mundo real. No nos sentimos responsables del tiempo transcurri­ do bajo el hechizo de la película y esta sensación de irrealidad impide que pres­ temos atención a lo que en mi adolescencia no se consideraba un arte, sino «simple» entretenimiento. Por este motivo algunas personas de la generación de nuestros padres, y la mayoría de nuestros profesores, despreciaban el cine.

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Como a casi toda la gente, les gustaba divertirse en él, pero no lo consideraban uñarte. Nuestra actitud hacia lo que considerábamos las artes tradicionales era muy diferente y no sólo porque las venerasen nuestros padres y maestros, aunque eso influía algo. La diferencia se agudizó debido a la experiencia personal de las de­ más artes. Leer gran literatura, ver buenas obras de teatro, escuchar buena músi­ ca, apreciar la pintura y la escultura eran actividades muy distintas a ir al cine. Sólo las óperas presentaban cierto parecido, porque, en cierto modo, éstas tam­ bién te aiTebataban. Estas otras experiencias artísticas, cuando eran sinceramente sentidas, po­ dían alterar la concepción de mí mismo, del mundo y de mi lugar en él. Su cul­ minación era un especie de «shock de reconocimiento» simultáneo entre la obra de arte y mi persona. Esta experiencia reforzaba mi yo y a la vez me colmaba de alegría por formar parte de la grandeza del hombre y la cultura. Abría nuevas perspectivas sobre lo que significaba ser hombre. Por muy gratas que me resultasen ciertas películas, el cine rara vez me pro­ dujo experiencias análogas, aunque fue muy estimulante ver determinadas pe­ lículas que hablaban de culturas extrañas y desconocidas, y arrojaban nueva luz sobre el comportamiento humano. Tales películas no carecían de interés y tenían varios planos de significación. No obstante, la mayoría de las películas fracasan en el intento de brindamos un mayor conocimiento de nosotros mis­ mos o del lugar del hombre en el mundo, lo cual contribuye a dar sentido a la vida. No es que ciertas películas no nos sobrecojan ni nos conmuevan, a veces violentamente. Cuando por fin se estrenó, El acorazado Potemkin de Eisenstein fue para mí una de estas experiencias, pero poco después me sentí manipulado, pues creía que había jugado con mis emociones sin darme tiempo a aclarar mi mente. Por el contrario, una obra griega antigua, en la que los conflictos y los te­ mas distaban mucho de mi mundo y de mis costumbres, podía afectarme en un plano más profundo y personal. La diferencia estribaba en que al disfrutar del gran arte, mis intereses perso­ nales eran sustituidos por una sensación de estar en contacto con algo más gran­ de que yo, como si estuviera en presencia de lo sublime y participara de ello. Esta experiencia se parece a lo que Freud denomina sentimiento oceánico: la sensación de estar en armonía con el universo, de que todos los intereses perso­ nales desaparecen y se satisfacen todas las necesidades. Como si estuviera en contacto, en comunicación con el pasado del hombre y unido a su futuro. Basta­ ba una visión fugaz y me sentía fortalecido. En la experiencia artística yo siem­ pre estaba presente y activo, pero al asistir a una película absorbente, no hacía otra cosa que existir, mientras miraba y escuchaba. En las manifestaciones artís­ ticas de profundo significado me sentía al límite de mi ser. En las películas se borraba la conciencia de mí mismo, sólo sentía los acontecimientos que ocu­ rrían en la pantalla.

106 El peso de una vida Esta enorme y casi exclusiva capacidad de las películas para trasladar al es­ pectador fuera de su ser, era lo que las hacía tan fascinantes. No en vano se ha comparado la experiencia cinematográfica con el sueño. Las películas poseen la misma elasticidad de tiempo y espacio, el mismo sentido de instantaneidad y la misma hechizante vivacidad que los sueños. Como en un sueño, lo que acon­ tece en la pantalla se puede trasladar hacia adelante o hacia atrás en el tiempo y en el espacio. La manera del sueño y la del cine es un presente eterno. Cuando vemos una película, declinamos y perdemos nuestra facultad crítica. La oscuridad de la sala insinúa un retomo al útero, pero lá regresión es mucho más que el resultado de convertimos en seres del todo pasivos. Al identificamos con el punto de vista de la cámara, experimentamos pura percepción. Perdemos la consciencia de la postura de nuestro cuerpo, ya no nos orientamos en el mun­ do de nuestra experiencia; la cámara es la que nos orienta y nos obliga a mirar de uno u otro modo. Las experiencias se nos imponen y, a menos que cerremos los ojos o desviemos la vista de la pantalla, estamos indefensos ante ellas, tal como lo estábamos en el vientre materno, o cuando éramos muy pequeños. La regresión nos seduce arteramente, porque sabemos que, en realidad, lo que esta­ mos a punto de sentir no nos puede hacer daño y que los personajes de la panta­ lla que nos introducen en su círculo mágico no pueden intervenir realmente en nuestras vidas. La regresión que experimentamos en el sueño o al ver una pelí­ cula no contribuye al desarrollo de nuestra personalidad. Una vez finaliza la pe­ lícula, cuando volvemos a la realidad somos exactamente la misma persona que éramos antes. Esa ha sido, pues, la diferencia entre mi experiencia cinematográfica y las demás formas artísticas. Cuanto más importante era mi experiencia de otras ar­ tes, cuanto más me afectaba una obra de arte, más profundamente me transpor­ taba dentro de mí mismo. Cuanto más reaccionaba ante una película, más me transportaba a su mundo, y menos dejaba de mí mismo en el intento. Seguramente la imagen en movimiento es un medio ideal para escapar a aquello que nos oprime tanto que deseamos olvidarlo. Pero para que la huida nos haga algún bien, no sólo debemos escapar de algo, también debe condu­ cimos a algo mejor, más significativo. Para que sea auténtico arte, la imagen en movimiento debe ayudamos a encontramos y no sólo a escapar de nosotros mismos. Para mi reflexión sobre el arte cinematográfico, me he informado sobre lo que se ha escrito sobre el tema. Algunas lecturas han sido instructivas, a veces incluso esclarecedoras, pero por desgracia esta literatura se ocupa sobre todo de asuntos técnicos, en ocasiones de aspectos secundarios de la experiencia del espectador, nunca de lo que yo consideró la esencia del arte. Aprendí un mon­ tón de cosas, como por ejemplo el método por el cual el operador o el director atrae y mantiene en vilo nuestra atención. Lo que no aprendí es por qué debe captarse nuestra atención para que sigamos Viendo la película, ni qué obtene­ mos de ello.

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A excepción de ciertas referencias esporádicas a la experiencia catártica, como resultado de asistir a representaciones teatrales y al pase de películas, nada se decía de ninguna contribución humanamente deseable de este arte con­ creto a nuestras vidas. Ahora bien, la catarsis, como descarga de emociones y no como su depuración, nos presta, en el mejor de los casos, un alivio temporal. No soluciona lo que nos conturba. De hecho, la catarsis no altera el problema, dis­ puesto a forzar la próxima descarga. La catarsis no contribuye a nada importante, sólo el enfrentamiento a las causas de esas opresivas emociones que debemos depurar. Cuando nos enfren­ tamos a dichas emociones hasta llegar a comprenderlas, entonces podemos li­ bramos de ellas para siempre. Sólo a base de semejante comprensión podemos salir del atolladero en que nos meten nuestras emociones. Cuando hablo de pro­ blemas emocionales que presionan por salir, no me refiero a los causados por enfermedades psicológicas; al contrario, el arte no puede curar las alteraciones emocionales. De otro modo, los artistas serían las personas psicológicamente más sanas, lo cual no ocurre. Los problemas emocionales a los que me refiero son existenciales, los más importantes del hombre y auténtico tema del arte; interrogantes como: «¿qué es el hombre?», «¿tiene la vida algún propósito?» y, «de ser así, ¿cuál es?». En épocas religiosas, la cuestión suprema era la relación entre Dios y el hombre. Hoy, dado que la religión ha sido desplazada del núcleo de nuestras vidas, la pregunta es: «¿Cómo podemos afrontar las adversidades y contradicciones que la vida permanentemente nos depara?». La función del arte consiste en ofrecer­ nos respuestas pertinentes a todas estas importantes dudas existenciales. Una obra de arte debe afectar en igual medida a nuestra consciencia y a nuestra men­ te inconsciente. Para ser eficaz, debe hablar de intereses humanos universales, que en ese momento también posean notable importancia individual. Dado el predominio de la imagen en las películas, sus respuestas a las dudas existenciales deben plantearse en forma de representaciones del hombre. En el mejor de los casos, estas representaciones no nos ofrecen respuestas, sino ideas que nos dicen de dónde venimos, por qué estamos aquí, cómo debemos vivir, cómo será o cómo debiera ser nuestro futuro. Más allá de estas dudas existen­ ciales se oculta siempre un interrogante sobre el sentido de la vida. El gran arte responde siempre a este interrogante y eso es precisamente lo que le confiere su grandeza. En mi opinión no se puede experimentar auténticamente el arte y cuestionar el sentido de la vida, porque el arte es la encamación de la belleza y la belleza siempre es significante. Mi planteamiento es que, al igual que todo gran arte, el arte de la imagen en movimiento debe centrarse en el sentido que tiene ser humano. Debe afirmar, incluso aclamar, al ser humano, explorar todos los planos de la existencia, todo tipo de experiencias y relaciones humanas, pero siempre de modos pertinentes a su medio específico. Debe penetrar en el sentido del heroísmo, e incluso del cri­ men, del sexo y la muerte, de lo que significa crecer y encontrarse o probarse a

108 El peso de una vida uno mismo a través del valor y el sufrimiento. Debe comunicamos a su modo de dónde venimos, a dónde vamos, hacia dónde deberíamos ir. Necesitamos estar vinculados con nuestro pasado como individuos, como parte de la sociedad, como parte del género humano. Necesitamos convicciones sobre nuestro futuro y el de nuestro planeta. Por todo ello, para un conocimiento del pasado y una perspectiva del futuro, necesitamos mitos. Puesto que los hechos disponibles sobre el pasado son insuficientes, el futu­ ro inescrutable y el presente demasiado confuso, el hombre necesita la confian­ za que los mitos, y sobre todo la religión, solían aportar: la certeza de que la so­ ciedad sobrevivirá al individuo y a su obra, trascendiendo su limitadísima exis­ tencia, extendiéndose más allá de sus días, de modo que no habrá vivido en vano. Con semejante convicción, no temblaremos de temor ante la muerte, por­ que no es el fin de todo. Desde antiguo, los mitos, la religión, y su encamación en el arte, han busca­ do y hallado respuestas a las dudas existenciales. Transcurrió mucho tiempo antes de que el arte adquiriera una existencia independiente de la religión e, in­ cluso entonces, las artes visuales, como la pintura y la escultura, continuaron dando una expresión concreta a la experiencia religiosa y mítica. Pero el arte es más que eso. Por ejemplo, al concentrarse en el cuerpo y la belleza humana, la escultura griega exalta al hombre. El teatro griego relata y al mismo tiempo redefine la historia de los orígenes de la cultura griega. Sus temas eran la relación entre Dios y el hombre, y cómo este último era capaz de lo ele­ vado a pesar de que los dioses o el Hado hubieran determinado su destino. La llíada, el poema que da comienzo a la historia de la cultura occidental, nos da una idea del significado de ser griego y explica en qué debe consistir la verdade­ ra humanidad. La concepción homérica inspiró en algunas tribus griegas de pe­ queños reinos bárbaros la idea de una cultura común y heroica que podía dar sentido a la vida del individuo. Esta concepción iluminó la vida de Occidente durante miles de años. La historia mítica de la esclavitud de los judíos en Egipto, y cómo Dios los condujo de Egipto hasta la libertad, es otra gran fuente de la cultura occidental. Este mito rechaza la idea de que las empresas de la sociedad deban basarse en la esclavitud. Se trata de una concepción de la dignidad del hombre corriente y ha alentado a muchas generaciones a luchar por librarse de la esclavitud. Mayor incluso que nuestra preocupación por los orígenes es el problema de cómo ordenar una existencia caótica, sin propósito ni sentido. El sempiterno problema del arte es cómo ordenar ese caos que, de otro modo, nos engulliría en un torbellino y nos borraría, sin que nuestras vidas dejaran ningún vestigio de su existencia. Las obras de Shakespeare hablan de lo que significa ser inglés, como Home­ ro explica lo que significa ser griego, y ambas tratan de lo que significa ser hom­ bre. Todas las obras de Shakespeare -tanto sus historias y tragedias como sus comedias- exaltan a la humanidad y su grandeza, a pesar de las debilidades,

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errores y fracasos. Hamlet trata de cómo establecer y mantener el orden social como tal, asegurando la correcta sucesión al trono. Otro asunto es la idea de la monarquía, su significado, el modo de alcanzarla y su función en el combate contra el caos, en el que los hombres tienden a sufrir. Pero el verdadero asunto es la aclamación del hombre y de los reyes, cómo adquirir dignidad humana y cómo mantenerla a pesar de las vicisitudes que continuamente sufren los hom­ bres en la vida. Laertes y Claudio, Polonio, Rosencrantz y Guildenstem son cul­ pables de cometer ciertos pecados, mientras que Hamlet peca por omisión, por no cumplir el deber de un hijo de vengar la muerte de su padre, por no asumir el deber de un príncipe de la corona de ascender al trono y castigar al usurpador. Al no ser capaz de restaurar el orden ni en su confusión y sus miedos internos, ni en el reino, Hamlet se destruye a sí mismo y destruye a Ofelia. La tragedia concluye cuando Fortimbras asciende al trono, erradicando el caos y restaurando el orden en Dinamarca. Pero antes Hamlet recobra la digni­ dad y la grandeza, Fortimbras ordena para él un funeral regio. Hamlet fue inca­ paz de vivir como un rey, pero a su muerte fue conmemorado como tal. Al tér­ mino de la obra, el orden vuelve a reinar en la vida de los individuos y en la so­ ciedad. Se restaura la rectitud de pensamiento del hombre y su capacidad para hacer el bien en la vida. Sólo después de que el orden correcto de sucesión ha asegurado la continui­ dad de la sociedad, sólo después de que se ha exaltado la facultad del hombre para conservar su dignidad incluso en las circunstancias más trágicas, podemos relajamos y decidir que es el momento de la comedia. Tras convencemos del magnífico potencial del hombre, podemos reímos de las debilidades y de la fra­ gilidad, que también heredaremos, porque de este modo acrecientan nuestra hu­ manidad en lugar de mermarla. Este es el eterno propósito del arte: expresar los mitos que necesitamos para vivir y afirmar la vida, tanto en la tragedia como en la comedia. La función del arte es la exaltación del hombre y su destino, para ayudamos a aceptar la muerte convenciéndonos de que aquello que da sentido a la vida del hombre trasciende la existencia individual. El arte confiere dignidad a nuestras vidas mostrándo­ nos la antigüedad de nuestra historia y la profundidad de su significado, y ha­ blándonos del futuro, garantizado por la ley de sucesión, según la cual el niño toma el lugar del progenitor en una cadena ininterrumpida de seres y siempre re­ cién iniciada. Los logros artísticos primordiales de un período se componen de todas las artes que ahora nosotros concebimos por separado. El escenario del drama grie­ go era un teatro que fue una insuperable obra maestra de la arquitectura, aumen­ tada por la belleza de la naturaleza, de modo que esta última formaba una parte esencial del teatro. Una representación era un acontecimiento religioso, artísti­ co, social, pero sobre todo humano, al que contribuía un uso estético de la natu­ raleza y de todas las artes: la arquitectura, la poesía, la actuación, la danza, la música.

110 El peso de una vida Hasta hace poco, la iglesia era el lugar propio de las experiencias espiritua­ les del hombre. Allí la combinación de diversas artes brindaba un escenario ade­ cuado para suscitar una imagen del verdadero significado de la vida, imagen a través de la cual el hombre trascendía sus pequeñas cuitas y se proyectaba más allá de su existencia ordinaria. Para este fin se combinaban varias artes: la arqui­ tectura, la escultura, la pintura, la oración, la música, el teatro. Ninguna de ellas por separado podía conseguir el mismo efecto. La historia de Cristo y el árbol de la vida proyectada en la luz que se filtraba a través de las vidrieras de colores constituía otro importante elemento visual que transportaba al hombre de su existencia ordinaria a un mundo donde podía experimentar lo sublime. Así pues, la naturaleza en forma de luz integral constituía un elemento de esta obra de arte totalizadora. Dado que la religión en su forma organizada ha perdido su ascendencia sobre muchos de nosotros, existe otra razón por la que intentamos que las ar­ tes nos eleven a un plano superior. Necesitamos desesperadamente saber quiénes somos y qué clase de vida sería capaz de mantenemos a flote en los peores momentos. De la misma manera que incluso en los períodos más reli­ giosos eran necesarias todas las artes para ofrecer al hombre un concepto que le sostuviera, en nuestros días sólo una forma artística en la que participen todas las demás artes puede lograr este efecto sobre nosotros. Debe ser una empresa artística que nos cautive porque nos vincule a nuestra época y a nues­ tra condición. Cuando hablo de la cinematografía como el auténtico arte norteamericano de nuestro tiempo, no pienso en el arte con A mayúscula, ni en el arte «eleva­ do». Poner el arte en un pedestal le arrebata su vitalidad. Las grandes catedrales medievales y renacentistas, y su decoración artística interior y exterior, eran obras populares que tenían significado para todos. Unas eran grandes obras de arte, otras no, pero cada parte era significante y todos se enorgullecían de cada una de ellas. Para algunos, la obra maestra generaba una experiencia espiritual, pero para la mayoría esta experiencia la generaron obras mediocres, que expre­ saban la misma idea que la obra maestra pero de una manera más accesible. Lo cual es aplicable tanto a la música religiosa como a la iglesia o las pinturas y es­ culturas que albergaba. Pese a las importantes diferencias cualitativas, esta di­ versidad de objetos artísticos adquiría una unidad que dotaba a cada parte de la visión del todo y de experiencias de un cosmos más amplio e importante. Así pues, entre los más flacos favores al auténtico desarrollo del arte de la imagen en movimiento se cuentan los esfuerzos de estetas y críticos por aislar el art-film de las películas populares y de la televisión. Nada sería más contrario al verdadero espíritu del arte. Siempre que el arte es vital resulta igualmente po­ pular al hombre corriente y a la persona más refinada. El drama y la comedia griegos no atraían a la mayoría, que no se habría sentado, fascinada, sobre la dura piedra el día entero, observando lo que sucedía en el escenario, ni tampoco toda la población habría otorgado premios al dramaturgo vencedor. Las proce­

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siones medievales y los autos sacramentales de los que surgió el drama moder­ no eran diversiones populares, como las obras de Shakespeare. El David de Miguel Ángel se levantó en la plaza más pública de Florencia y encamaba la idea popular de que debía derrocarse la tiranía, al tiempo que co­ municaba la visión religiosa representada en el mito de David y Goliat. Todos admiraban la estatua, se trataba de arte popular y gran arte, sólo que nadie pen­ saba en ella de esta manera. Tampoco nosotros. Para vivir satisfactoriamente, necesitamos tanto ideas que nos eleven como diversión que nos ate a la tierra. No sólo existe un lugar para la diversión, sino también una necesidad de ella. Cuanto más triste es nuestra vida, cuanto más tiempo libre tenemos, mayor es nuestro deseo de diversión. El entretenimiento debe ser una afirmación de la vida, una parte de esa concepción que da sentido a la vida. En el pasado, las grandes ocasiones de diversión y afirmación del hombre y la vida eran las fiestas religiosas, o los días festivos de los bienamados santos y reyes, o los días que celebraban el cambio de estaciones, como la Navidad o el Primero de Mayo. Aunque tosca a veces, la diversión estaba relacionada con aquello que da un sentido profundo a la existencia humana y las artes servían para realzar estos entretenimientos. El arte y la diversión, cada uno a su modo, son representaciones de la mis­ ma concepción del hombre. Si el arte no llega a los hombres corrientes y a la elite por igual, fracasa en su intento de dirigirse a la verdadera humanidad que es común a todos nosotros. Un arte diferente para la elite y otro para el hombre corriente dividiría la sociedad, menoscabaría lo que más necesita­ mos: representaciones que nos unan en experiencias comunes afirmativas de la vida y el hombre. Semejantes afirmaciones no deben buscarse en la pre­ sentación de falsas imágenes de una vida maravillosamente agradable. La vida se celebra mejor en forma de batallas contra sus desigualdades, de es­ fuerzos, de dignidad en la derrota, de la grandeza del descubrimiento del yo y del otro. Pocas películas han comunicado tales ideas. En Kagemusha de Kurosawa la belleza de los vestidos de época, la historia de capa y espada en sus cautivadores escenarios orientales, los nobles procederes, el desfile de ejércitos marchando y luchando, la espléndida presentación de la naturaleza, la soberbia actuación, todo eso nos cautiva y nos convence de la rectitud de su concepción: la grande­ za del más corriente de los hombres. El héroe, un pequeño ladrón que deviene un impostor, crece ante nuestros ojos en magnificencia, aunque le cuesta la vida. La historia tiene lugar en el Japón del siglo xvi, pero el héroe pertenece a todas las épocas y lugares: acepta un destino al que llega por azar e imprime realidad a tina existencia falsa. Al final sacrifica su vida por un deseo de ser fiel a su nue­ vo yo y llega así al clímax del sufrimiento y de la grandeza humana. Nadie le pide que lo haga, nadie más que él sabrá lo que hizo. Lo hace sólo para sí mis­ mo, su acto no tiene ninguna consecuencia para los demás. Lo hace por convic­ ción, de ahí su majestuosidad. Una vida que permite al más rastrero de los hom­

112 El peso de una vida bres adquirir semejante dignidad es una vida que vale la pena vivir, aunque al fi­ nal le venza, como vencerá a todos los mortales. Otras dos películas muy distintas celebran la vida de modo análogo, celebra­ ción de la que nosotros participamos indirectamente como espectadores, aun­ que nos entristece la derrota del héroe. La primera se conoció en Estados Uni­ dos por su nombre británico, The Last Laught [La última risa], aunque su título original, The Last Man [El último hombre], era más adecuado.* Es la historia de un portero de hotel a quien degradan a limpiar lavabos. La otra película es Patton. En una de estas películas el héroe se encuentra en el peldaño más bajo de la so­ ciedad y de la existencia, en la otra en el más alto. En ambas películas llegamos a admirar la lucha del hombre por descubrir quién es en realidad y en esta lucha adquiere una grandiosidad trágica. Estas tres películas, elegidas arbitrariamente entre tantas otras, constituyen una afirmación del hombre y de la vida, y nos ins­ piran imágenes que pueden alentamos. En nuestros días la sociedad adolece de una falta de consenso sobre lo que ella y la vida deberían ser. Semejante consenso no se puede obtener del presente estadio de la sociedad, ni de fantasías sobre lo que ésta debiera ser. En la actua­ lidad sólo se puede lograr un consenso mediante la comprensión común del pa­ sado, tal como la épica de Homero informó a quienes vivieron siglos más tarde de lo que significaba ser griego, y a través de qué imágenes e ideales vivirían sus vidas y organizarían sus sociedades. En la mayoría de las sociedades el consenso nace de una larga historia, un lenguaje propio, una religión y unos antepasados comunes. Los mitos a través de los que vivían se basaban en todo ello. Pero Estados Unidos es un país de emigrantes, procedentes de naciones muy diversas. Últimamente se dice que los norteamericanos se caracterizan por una personalidad asocia] y narcisista, lo cual impide lograr un consenso que contrarrestaría la tendencia a refugiarse en mundos privados. En su estudio del narcisismo, Christopher Lasch dice que el hombre moderno, «torturado por la conciencia del yo, se refugia en nuevos cul­ tos y terapias no para liberarse de sus obsesiones personales, sino para hallar un sentido y un propósito a la vida, algo por lo que merezca la pena vivir». Se trata de una aflicción muy común porque la moral nacional ha decaído y hemos per­ dido el antiguo concepto de nación y de destino. Al contrario que las creencias religiosas o políticas intransigentes, como las que se manifiestan en las sociedades totalitarias, nuestra cultura presenta gran­ des diferencias individuales, al menos en teoría. Pero esto conduce a la desu­ nión, incluso al caos. Los norteamericanos creen en el valor de la diversidad, pero precisamente porque la nuestra es una sociedad basada en la diversidad in­ dividual, es más necesario cierto consenso sobre ciertas ideas omnímodas que en las sociedades basadas en el origen uniforme de los ciudadanos. Por tanto, si debe existir un consenso, debe basarse en un mito, una concepción de la expe* Sin duda se refiere a la película de Mumau titulada en castellano El último. (N. de la t.)

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rienda común, una conquista que nos haga norteamericanos, como el mito de la conquista de Troya configuró a los griegos. Sólo un mito común puede aliviar el temor a que la vida carezca de sentido o propósito. Los mitos nos permiten examinar nuestro lugar en el mundo compa­ rándolo a una idea compartida. Los mitos son fantasías compartidas que consti­ tuyen un vínculo que liga al individuo con otros miembros de su grupo. Los mi­ tos contribuyen a erradicar sentimientos de aislamiento, culpabilidad, ansiedad y banalidad; en resumen, combaten el aislamiento y la anomia. Antes teníamos un mito que nos mantenía unidos. En The American Adam, R. W. B. Lewis resume el mito del que solían vivir los norteamericanos: «Dios decidió dar al hombre otra oportunidad descubriéndole un nuevo mundo al otro lado del mar. Esta magnífica tierra, prácticamente vacía, poseía recursos natura­ les casi inagotables. Mucha gente llegó a ese nuevo mundo. Era gente de espe­ cial energía, confianza en sí misma, inteligencia intuitiva y pureza de corazón... La misión concreta de esta nación en el mundo sería servir de guía moral a las demás naciones». Las películas nos transmitían este mito. En particular, los westerns norte­ americanos presentaban el desafío de llevar la civilización a lugares donde no existía previamente. Las mismas películas sugerían también el peligro del caos; el vagón de tren simbolizaba la comunidad que los hombres debían constituir en tan peligroso viaje a las ignotas tierras vírgenes, que a su vez se transformaban en un símbolo de lo indómito de nuestro interior. El western planteaba la necesi­ dad de cooperación y civilización porque sin ellas el hombre perecería. Otro símbolo utilizado con frecuencia en los westerns eran las vías de tren, que enla­ zaban los territorios salvajes con la civilización. El ferrocarril era el símbolo del cometido civilizador del hombre. Robert Warshow define en The Immediate Experience cómo el héroe del western -el pistolero- simboliza el potencial del hombre para convertirse en un fuera de la ley o en un sheriff. En este último papel, el pistolero era el héroe del pasado y su conquista del Oeste era nuestro mito, nuestro equivalente a la gue­ rra de Troya. Como todo héroe, el sheriff experimentaba victorias y derrotas, pero a través de ellas se hace más sabio y acepta los límites impuestos por la ci­ vilización. Era una visión maravillosa del hombre o de los Estados Unidos en el nuevo mundo; era un mito con el que uno podía vivir y crecer, y servía de consenso so­ bre lo que significaba ser norteamericano. Pero, aunque la mayoría de nosotros seguimos disfrutando de este mito, por el momento ha perdido bastante vitali­ dad. También hemos cobrado consciencia de que la conquista del Oeste impli­ caba la destrucción de la naturaleza y del indio norteamericano. Y lo que es igual de importante, ese mito se basaba en una frontera abierta que ya no existe. Pero el nostálgico atractivo del western revela lo necesitados que andamos de un mito sobre el pasado que las realidades del presente no consigan invalidar. Deseamos compartir una idea que nos aclare el significado de ser norteamerica­

114 El peso de una vida no en la actualidad, para poder enorgullecemos no sólo de nuestro legado, sino también del mundo que juntos estamos construyendo. Las películas de ciencia ficción sirven de mito sobre el futuro y por tanto nos inspiran cierta confianza en él. Ya sea 2001, odisea del espacio o La guerra de las galaxias hablan de que el progreso expandirá los poderes y experiencias del hombre más allá de lo imaginable, y nos aseguran que todos estos avances no aniquilarán al hombre ni a la vida tal como ahora la conocemos. Así pues, tales mitos calman la gran ansiedad sobre el futuro -que no tiene lugar para nosotros mientras estemos en el presente-. También prometen que, incluso en el futuro más remoto y a pesar del progreso en el mundo material, los intereses básicos del hombre serán los mismos: la lucha del bien contra el mal, el problema moral central de nuestro tiempo, no perderá su importancia. El pasado y el futuro son las dimensiones durables de nuestras vidas; el pre­ sente no es sino un instante pasajero. De modo que estas visiones sobre el futuro contienen también nuestro pasado. En La guerra de las galaxias, de George Lu­ cas, y sus secuelas, se libran batallas por motivos que también han incitado al hombre en el pasado. Existe un buen motivo para la aparición de Yoda en la pri­ mera secuela, El imperio contraataca: es la reencarnación del osito de peluche de la infancia, al que acudimos en busca de consuelo; y el Jedi es el anciano sa­ bio, o el animal amigo, del cuento de hadas, la promesa procedente de nuestro pasado remoto de que seremos capaces de superar las tareas más arriesgadas que nos depare la vida. Cualquier visión sobre el futuro se basa en realidad en visiones del pasado, porque sólo sobre él podemos albergar certezas. Al igual que los mitos religiosos sobre el futuro nunca han ido más allá del día del Juicio Final, los mitos modernos sobre el futuro no pueden ir más allá de la búsqueda del sentido profundo de la vida. Porque sólo en la medida en que la elección entre el bien y el mal sigue siendo un problema moral prioritario, la vida conserva su especial dignidad, que deriva de dicha capacidad de elección. Un mundo que resolviera para siempre este conflicto, eliminaría al hombre tal y como lo conocemos. Sería un universo poblado por ángeles, pero en él no ten­ dría cabida el hombre. Lo que más necesitan los norteamericanos es un consenso que incorpore la idea de la libertad individual, así como la aceptación de la pluralidad del entor­ no étnico y las creencias religiosas inherentes a la población. Semejante consen­ so descansa en gran medida en convicciones sobre los valores morales y la vali­ dez de ideas omnímodas. Un ingrediente básico de la experiencia estética es que une elementos diversos. Pero sólo el arte predominante de un período puede proporcionar semejante unidad. Para los griegos fue el arte clásico, para los in­ gleses el arte isabelino, para los pequeños estados alemanes fue su arte clásico. Hoy, para los Estados Unidos es el cine, el arte central de nuestra época, porque ninguna otra experiencia estética resulta tan accesible para todos. La imagen en movimiento es un arte visual, basado en la percepción visual. Debe ofrecemos ideales que nos permitan llevar una vida de bien, debe ofrecer­

El arte de las imágenes en movimiento 115 nos un panorama de nosotros mismos. Hace unos cien años, Tolstoi escribió: «el arte es la actividad humana cuyo propósito es la transmisión a los demás de los más altos y nobles sentimientos que ha alcanzado el hombre». Más tarde, Robert Frost decía que la poesía «empezaba en gozo y terminaba en sabiduría». Podemos decir que el nivel del arte de la imagen en movimiento se determinaría en función del grado en que satisface la labor mitopoética, que nos ofrece mitos apropiados para vivir en nuestro tiempo, visiones que nos transmitan los más nobles y elevados sentimientos de los que es capaz el hombre. Esperemos que el arte de la imagen en movimiento, este arte auténticamente norteamericano, su­ pere el reto de convertirse en el verdadero gran arte de nuestro tiempo.

La percepción infantil de la ciudad*

uestra respuesta a la vida en la ciudad, la experiencia urbana, está condi­ cionada por las ideas que alimentamos de ella dentro de nuestro hogar y en tomo a él, mucho antes de que establezcamos una experiencia directa con la ciudad. No obstante, estas primeras impresiones, vagas, inconexas y muy parti­ culares, son decisivas en la repercusión que la experiencia urbana tendrá en el niño y en su futura experiencia adulta de la ciudad y de la vida. Sobre la experiencia del mundo por parte del niño y su lugar en él se ejercen muchas influencias: las personas que forman el entorno humano del niño, las re­ laciones que establecen entre ellos y con el niño, lo que ocurre entre padres e hijo en el hogar y también sus salidas juntos por la ciudad. Estas experiencias son decisivas para que el niño se abra satisfactoriamente a la experiencia urbana o se retraiga a ella. Depende en buena parte de la mediación de los padres en sus experiencias y esto a su vez está determinado por lo que ellos consideran a la ciudad: si creen que enriquece sus vidas o amenaza su existencia. El modo de ver y emplear, o evitar y rechazar, la experiencia urbana crea el marco dentro del cual el niño concibe la ciudad y lo que en ella encuentra. Por tanto, son las personas quienes condicionan la experiencia urbana, no los edificios, las calles, los lugares públicos, los parques, los monumentos, las instituciones o los medios de transporte, aunque todo se incorpora a nuestra imagen de la ciudad y nuestra idea de lo que significa vivir en una. Por lo ge­ neral, la existencia urbana implica muchas personas y muy variadas que con­ viven estrechamente, cada una de ellas disfruta de contactos significativos con unos pocos, y del anonimato respecto a la multitud. De entre toda esta gran aglomeración de personas, para nosotros sólo cuenta un número muy li­ mitado. Para el niño lo constituye su familia, unos pocos vecinos y amigos, y otras personas con las que tiene contacto frecuente. Más tarde, profesores y com­

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* Este ensayo es una versión revisada y ampliada de una conferencia sobre «Literatura y ex­ periencia urbana» pronunciada en Rutgers, Universidad Estatal de Nueva Jersey, en abril de 1980. Se publicó en su forma original en Literature and the Urban Experience, Rutgers University Press, New Brunswick, N.J., 1981.

La percepción infantil de la ciudad 117 pañeros de la escuela se incorporarán al grupo. Desde una tierna edad, lo que nos leen y vemos en televisión también influye en nuestra idea de lo que es una ciudad. Pero es siempre la gente quien en definitiva determina lo que la vida urbana significa para nosotros, porque las grandes masas de gente consti­ tuyen la experiencia urbana. Para la gente que vive en una ciudad cambia mucho si habitan en una casa acomodada o pobre, si la ciudad les proporciona amenidades, dónde está situada la ciudad y cómo se gobierna. Estos factores determinan si la vida en la ciudad es placentera o difícil, si la vida de los ciudadanos será segura o brutal. Pero in­ cluso los que habitan en la ciudad más tiránicamente gobernada, en las condi­ ciones más insalubres, viven una existencia urbana en la medida que son varios, conviviendo en estrecha relación. Las fuentes literarias sugieren lo mismo. Afirman que el rasgo esencial de la experiencia urbana consiste en las excepcionales oportunidades humanas que ofrece y el fácil acceso a ellas que permite. No obstante, por mucho que un autor prefiera vivir recluido en el campo, lejos del bullicio y la presión de la gran ciu­ dad, la metrópolis es el escenario que posibilita la alta cultura y la creación lite­ raria. Shakespeare no escribió sus obras en Stratford sino en Londres, una de las ciudades más grandes del mundo occidental. Sólo en el siglo xvm, tras la crea­ ción de una gran ciudad y una capital permanente en Kioto, empezó a florecer la literatura japonesa. En los albores de la presente civilización tecnológica, tras pasar la mayoría de su longeva vida en una pequeña ciudad, Goethe dijo que la vida cultural alemana era mediocre porque los hombres de cultura y talento es­ taban dispersos en lugar de vivir en una gran ciudad, como París, «donde los más dotados talentos de un gran reino se concentran en un lugar y, mediante la comunicación diaria, el debate y la emulación, se instruyen mutuamente y se emulan entre sí», condiciones que permiten, o cuanto menos facilitan bastante, la creación de alta literatura. Goethe y su talento no se formaron en la ciudad campesina de Weimar, desde donde hacía su comentario, sino en Frankfurt, que en aquel entonces era una de las ciudades más importantes de Alemania. Unos dos milenios y medio antes de Goethe, Arístides el Justo expresaba la misma idea: «Ni las casas con refinados tejados, ni las piedras de las murallas que construimos, ni los canales, ni los astilleros hacen la ciudad, sino los hombres capa­ ces de aprovechar su oportunidad». Tucídides lo expresó con más concisión: «Son los hombres quienes hacen la ciudad, no los muros ni los barcos». Shakespeare, como era de esperar, fue aún más sucinto: «Las gentes son la ciudad». Según Eurípides, «El primer requisito de la felicidad es que un hombre naz­ ca en una ciudad famosa». A través de la Edad Media y ya en los tiempos mo­ dernos se creía que sólo el aire de la ciudad es liberador, pues en muchos lugares la ley decretaba que un siervo que llegase a una ciudad o se las arreglase para vi­ vir en ella como mínimo un año, se convertía automáticamente en un hombre li­ bre. Es más, en la ciudad, un hombre corriente tenía buenas oportunidades para desarrollar su mente y disfrutar de cierta libertad para vivir según sus creencias,

118 El peso de una vida para ser verdaderamente él mismo. Las altas murallas de la ciudad nos protegen, frente a la arbitraria dominación de un señor feudal y los frecuentes períodos de hambre, por no hablar de las destructoras guerras que asolaban el desamparado campo. Hoy mucha gente piensa que vivir en la ciudad poluciona los pulmones, nos apiña tanto que no disponemos de espacio para nosotros mismos y mutila nues­ tras vidas. Sin duda, las ciudades del pasado estaban mucho más polucionadas que las actuales y los habitantes se apiñaban en lo que hoy nos parecerían intole­ rablemente exiguos espacios. En lo que respecta a la experiencia urbana, los he­ chos objetivos cuentan poco en comparación a la imagen que tenemos de ellos, que procede en buena medida de las fuentes literarias. La vida está en la gente y en ningún lugar es más cierto que en las ciudades, como los autores que he citado afirmaban tajantemente. En las rodillas de nues­ tras madres, a menudo de los libros que ellas nos leen, aprendemos por primera vez cómo es la vida, cómo es la gente y cómo es vivir con la gente. Las opinio­ nes que nuestros padres tengan de la ciudad y de la vida en ella dependen de su experiencia urbana, y en nuestros días está influida por lo que aprenden de la vi­ da urbana en los libros y en la televisión. Ya que solemos recibir de nuestras madres las impresiones iniciales de la vida urbana, no es extraño que en nuestro inconsciente experimentemos la ciu­ dad como una mujer. La diosa griega Palas Atenea era el símbolo, la protectora, la encamación del espíritu de la ciudad en la que floreció por primera vez la gran literatura. Pero en la vida real, y mucho más en nuestro inconsciente, exis­ ten también madres malvadas y destructoras. Así pues, la ciudad se puede expe­ rimentar en la imagen de una buena o mala madre. Aquí es donde la interpretación de la experiencia urbana puede establecer la diferencia. No en vano he citado los elogios de tres famosos atenienses a la ciu­ dad. Aunque en Atenas a veces la vida era innoble, la interpretación de la expe­ riencia urbana que debemos a estos autores antiguos ilustra la Atenas de su épo­ ca que aún cautiva nuestra imaginación después de dos mil quinientos años. Lo que es cierto para tantas experiencias también lo es para la experiencia urbana: la belleza y la fealdad residen en el ojo del observador. Dependerá de si para formar nuestra opinión de, por ejemplo, París, nos basamos en las alaban­ zas de Goethe o en la negación de Céline, encamada en el Viaje al fin de la no­ che. Aun cuando es imposible imaginar que Céline hubiera devenido un escritor de su talla si no hubiera alimentado su talento viviendo en una ciudad como Pa­ rís. Las imágenes literarias de la experiencia urbana que asumimos están vincu­ ladas a otras más tempranas formadas en la niñez. Así pues, recapacitemos so­ bre la primera adquisición de un sentido de la experiencia urbana. Como he di­ cho antes, el niño tiende a pensar en la ciudad en los mismos téiminos que aquellos con quienes convive. Empieza a desarrollar su opinión de la experien­ cia urbana por cuenta propia a partir de lo que conoce de la vida en la limitadísi­ ma porción de la ciudad en donde habita. Todo lo que la mayoría de los niños

La percepción infantil de la ciudad 119 conocen de la ciudad en que viven son unas cuantas manzanas y estas formarán el marco [matrix] de su opinión. Una matriz es un vientre, y no sólo etimológicamente hablando; inconscien­ temente también lo experimentamos como tal. Se puede experimentar el vientre como la morada más segura, más cómoda y satisfactoria, donde uno habita en perfecta felicidad. Pero también se puede experimentar al contrario: como algo negativo y frustrante que intenta desembarazarse de uno, que obscenamente nos expulsa a un mundo hostil de sufrimiento y peligro. El modo en que experimen­ temos el vientre no depende de lo sucedido mientras nos encontrábamos en él, sino de las primeras experiencias después de abandonarlo, es decir, de cómo nos trató nuestra madre después de nacer. Asimismo, los sentimientos del niño so­ bre su primera morada son aquellos que es capaz de proyectar en todos los que le sucederán. Si todo va bien, el niño creerá que esa matriz de su vida, el vecindario, como el vientre del que procede, es protector y ofrece sobre todo experiencias positi­ vas. El resto de la ciudad, apenas conocido o desconocido por completo, se ex­ perimenta como una extensión de lo anterior. Cuando la zona de la ciudad en la que vive es un refugio seguro donde encuentra la felicidad que él conoce, enton­ ces cree que la ciudad es el mejor lugar del mundo, sin pensar en sus defectos, los cuales al crecer el niño se hacen evidentes. Tales deficiencias parecerán rela­ tivamente sin importancia, debido al convencimiento previo del niño de la per­ fección de la ciudad, basada en la identificación inconsciente de la ciudad con la madre buena, identificación que seguirá afectando a posteriores y más maduras evaluaciones. Esta fue mi experiencia personal de Viena, mi ciudad natal. Mi convicción de la conveniencia de una experiencia urbana procede de la seguridad de la que disfruté en mi hogar y se vio reforzada por lo que mis padres y abuelos me dije­ ron sobre ella. Mi imagen de la existencia urbana procede de tres fuentes prima­ rias: una impresionante historia que me contó mi madre, otra que ella me leyó y un cartel de propaganda. Tan lejos como se remontan mis recuerdos, este último fue el que aclaró de modo más explícito lo bueno que tenía vivir en mi ciudad. Pero el mensaje de ese anuncio no me habría afectado, ni hecho mella, si las pa­ labras sencillas y mundanas de mis padres y familiares no lo hubieran reforzado. Viena, la ciudad donde nací y crecí, era también la ciudad natal de mis pa­ dres; para mí formaba parte de mi herencia. Mi opinión de la vida urbana no era más que un reflejo de la de mis padres; aunque otras personas vivían en el cam­ po o en otras ciudades, esa vida no era para mí. Daba por sentada nuestra exis­ tencia urbana; ninguna otra me parecía posible, imaginable o deseable. No re­ flexionaba sobre las ventajas o las exigencias de la existencia urbana, no me preguntaba qué contribuía a la particular cultura y belleza de Viena, ni la cues­ tionaba, eso ocurrió mucho después. Tal como el niño está convencido de la be­ lleza de su madre, aunque no sabe ni cómo ni por qué, así estaba yo, seguro de los méritos incomparables de mi ciudad natal. No ponderaba qué oportunidades

120 El peso de una vida concretas me ofrecía la existencia urbana; cualesquiera que fuesen, era todo lo que se podía pedir. Tampoco me preocupaba el daño que la ciudad pudiera ha­ cerme -y no cabe duda de que entonces, y más tarde, existían riesgos y desven­ tajas en Viena, al igual que en cualquier otro entorno-, como tampoco se preo­ cupan los niños por el daño que la vida familiar puede causarles, por magnífica que sea. El cuento que mi madre me contó, y otro que me explicó mi padre, formaban parte importante de la historia oral de mi familia. Estoy seguro de que me causa­ ron una impresión tan profunda a tan temprana edad porque contenían muchos elementos de otra tradición literaria que me resultaba muy familiar: la de los cuentos de hadas. Los elementos tradicionales de los cuentos de hadas eran la malvada madrastra que, para favorecer a sus propios hijos, echaba a los hijos del anterior matrimonio de su esposo, un padre débil que no podía hacer frente a su segunda esposa ni proteger al hijo de la primera, y un muchacho atormentado por su madrastra y más tarde expulsado de su hogar a una pronta edad, obliga­ do a buscarse la vida en un mundo extraño, desconocido y peligroso. Entonces este muchacho superaba grandes penalidades y gracias a su coraje y determina­ ción tenía gran éxito en la vida. Esa era la verdadera experiencia vital de mis dos abuelos. En cuanto a mí como niño, no fueron estas historias auténticas las que infundieron veracidad a los muchos cuentos de hadas que sabía, sino los cuentos de hadas los que me convencieron de la autenticidad de las historias de mis abuelos. Aunque la histo­ ria de la vida de mi abuelo paterno era en muchos aspectos más extraordinaria que la de mi abuelo materno, de niño me impresionaba más la de este último por­ que el primero murió antes de que yo naciera y nunca lo llegué a conocer. Así que empecemos por la historia de mi abuelo materno, a quien conocí muy bien. La madre de mi abuelo materno murió en el parto, después de dar a mi bisabuelo un hijo. Éste se volvió a casar enseguida y llegaron algunos hijos más. La familia, que vivía en un pequeño pueblo checo, era muy pobre. Mi bisabuelo materno se ganaba la vida como buhonero. Viajaba toda la semana de pueblo en pueblo, tratando de vender las escasas mercancías que su carro tirado por un solo caballo podía cargar. Como era un judío piadoso, regresaba al hogar para el sabat, que pasaba en la sinagoga del lugar. Así, apenas estaba en casa y no podía controlar lo que sucedía durante la semana. Su segunda esposa estaba resentida con el hijo mayor, pues ella y sus hijos tenían que compartir con él lo poco que tenían. También creía que su padre le favorecía y temía que lo prefiriese a él por encima de sus propios hijos. Inducida por estos sentimientos, maltrataba al muchacho durante la semana, en ausencia del padre. Cuando el muchacho creció, mortificó a su marido hasta que consin­ tió en que el chico se marchara de casa al profesar el Bar Mitzvá, es decir, según la creencia religiosa judaica, cuando alcanzase la mayoría de edad. De este modo, poco después de cumplir los trece años, mi abuelo, que nunca había salido del pequeño pueblo en que nació, fue lanzado al mundo. Todo lo

La percepción infantil de la ciudad 121 que tenía era un buen traje que había recibido como regalo en su mayoría de edad y una moneda de plata de cinco guilders, el equivalente a unos dos dólares y medio, que su padre le había dado de escondidas. Para proteger su único par de zapatos, el muchacho caminó descalzo cientos de kilómetros desde su pueblo hasta la gran ciudad, Viena. Allí, tras duros esfuerzos, consiguió hacer una gran fortuna. En la mente de mi abuelo y en la de su hija, mi madre, y tal vez en la mía, es­ taba Viena, nuestra ciudad, que le rescató y le dio una oportunidad. Fue ella la que cambió su vida, de la privación al triunfo. En ningún otro lugar excepto en Viena, o en un cuento de hadas, podía hacer fortuna un muchacho abandonado, o al menos eso me parecía a mí. Es obvio que todavía no había oído que las ca­ lles de Nueva York estaban pavimentadas con oro. La historia de mi abuelo paterno era parecida. Nunca hablaba de sus padres, bien porque se quedó huérfano muy pronto y apenas sabía nada ^e ellos, o bien porque era hijo ilegítimo y su madre le abandonó para evitar la vergüenza. Cual­ quiera que sea la verdad, creció desde su infancia en un orfanato judío. Pronto se descubrió que era muy inteligente y lo educaron para que fuese rabino. Siendo mi abuelo paterno todavía muy joven, el hombre más rico del reino, el barón Rothschild de Viena, buscaba el hombre más adecuado para convertir­ se en el tutor de sus hijos. Eligió a mi abuelo paterno, así que abandonó la pe­ queña ciudad provinciana donde le educaban para rabino y pasó de vivir en la misérrima pobreza al gran palacio de los Rothschild en Viena. Allí educó a sus discípulos, que le querían tanto y tanto les impresionó su inteligencia que cuan­ do ellos fueron los directores de la banca Rothschild lo pusieron al frente de mu­ chas de sus operaciones. En consecuencia, no sólo se hizo muy rico, sino que poseía mucha influencia en la vida social de la comunidad judía de Viena. De nuevo, el traslado de mi abuelo paterno a Viena había cambiado su vida. Tales cosas -o al menos así me lo parecía cuando era pequeño- sólo podían ocurrir en Viena, sólo eran posibles debido al carácter excepcional de mi ciudad natal. Las historias de mis dos abuelos que hicieron fortuna en Viena se sustenta­ ban en otras que mi madre me contaba o me leía. Por ejemplo, Peter Rosegger, un autor regional muy apreciado del momento, narraba en su autobiografía titu­ lada When 1 Was Still a Poor Peasant Boy in the Mountains, la historia del ma­ ravilloso cambio que se produjo en su vida como consecuencia de su traslado a Viena. La única parte que todavía recuerdo, y la única que modeló significativa­ mente mis ideas sobre la gran ventaja de vivir en Viena, era la historia de cómo a los trece años -al igual que mi abuelo-, al terminar la escuela, acudió a Viena descalzo, atraído por su encanto. Su relato de la felicidad que le embargó cuan­ do por fin llegó a la cumbre de una colina desde la que, a lo lejos, se divisaba Viena, era particularmente sobrecogedor. El lugar era ya famoso en el folclore porque, según la tradición, allí se sentaban a tejer las esposas de los cruzados, aguardando y vigilando ansiosas el regreso de sus maridos de Tierra Santa. La colina estaba coronada por una antigua cruz que me resultaba familiar. Allí, de­

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El peso de una vida

cía Rosegger, le preocupó su futuro, pero se sintió feliz en extremo de haber lle­ gado a Viena y poder vivir allí, donde alcanzó gran fama. En mi mente, estas tres historias se fundían y constituían la prueba irrefuta­ ble de que mi ciudad era el lugar en el que todo el mundo deseaba vivir y donde era posible lograr lo que uno más ansiaba: las riquezas de mi abuelo, la fama del escritor. Siendo adolescente, en una excursión a la montaña visité una vez el pobre pueblo natal de Rosegger, desde donde había partido para Viena. Ver este lugar confirmó lo afortunado que había sido al escapar a Viena. Nunca visité los lu­ gares de nacimiento de mis abuelos, pero estaba seguro de que eran iguales al pueblo del escritor. Incluso en aquellos lejanos días, mucho antes de la radio o la televisión, los anuncios podían causar gran impacto. Los mensajes de los anuncios son parte de la primera literatura a la que los niños están expuestos. En general son las pri­ meras palabras impresas que son capaces de leer y constituyen algunas de sus primeras experiencias literarias. En mi infancia, el anuncio más impresionante de Viena era un gran cartel que proclamaba que los vieneses apreciaban el agua de Viena -muy elogiada por su pureza y frescura desde el momento en que fue ca­ nalizada hasta la ciudad desde las lejanas zonas montañosas- y Anchor Bread, el producto de la mayor fábrica de pan de la ciudad y la marca que consumían la mayoría de los hogares, incluido el mío. Este anuncio asociaba astuta y eficaz­ mente la ciudad, el pan y el agua, los alimentos básicos, símbolo del sustento desde los tiempos más remotos. Para mí era la asociación más convincente: al igual que mi madre, al igual que mi hogar, este hogar mayor en el que vivíamos todos, la ciudad, me nutría. Como a la mayoría dé los niños vieneses me encantaban los rollitos Anchor, productos de la misma pahadería, que comía en el desayuno y cuando picaba entre comidas. Años más tarde, cuando se publicó la obra maestra de Proust, no me sorprendió que el sabor de la magdalena le evocase recuerdos de su niñez, los hechos y los lugares donde habían ocurrido. Tales asociaciones me resulta­ ban familiares dada mi pasión por los rollitos Anchor. Eran deliciosos, pero la relación íntima que se establecía a través de los letreros de los carteles entre es­ tos rollitos y Viena los hacía mucho más importantes, los convertía en un sím­ bolo de mi hogar y mi alimento favorito. Incluso a la muy temprana edad a la que me refiero, el niño no acepta indeli­ beradamente todos los juicios literarios sobre la existencia urbana. En esa época -y aún hoy- dos canciones muy populares transmitían una imagen muy atracti­ va aunque sentimentaloide de Viena. Las oía cantar a la gente de mi alrededor, a quienes les encantaban. Una habla de la belleza del Danubio azul, la otra afirma que Viena siempre será la ciudad de nuestros sueños. A pesar de mi profunda re­ solución de vivir en Viena rechazaba ambas canciones. No tanto por encontrar­ las banales, pues mi sensibilidad estética no estaba suficientemente desarrolla­ da. Rechazaba la del Danubio porque sabía que el verdadero color del río era un

La percepción infantil de la ciudad 123 gris lodoso. Ningún sentimiento fuerte me ligaba al río, por lo cual no había mo­ tivo para idealizarlo y negar la evidencia de mis ojos. Así pues, los niños suelen rechazar los juicios literarios que contrarían su experiencia. Viena aparecía en mis sueños, a veces agradablemente, pero también en las pesadillas, en las que me perdía por las calles. Era una razón suficiente para re­ chazar una canción que afirmaba que Viena siempre sería la ciudad de mis sue­ ños. Deseaba que mi hogar no fuera la ciudad de ensueños sino su materializa­ ción. Existen límites a la configuración literaria de la concepción infantil de la existencia urbana, incluso a edades muy jóvenes. Rechacé un concepto ingenuo de mi experiencia urbana, que modificaría a instancias de una literatura más sofisticada. La influencia de las ideas extraordi­ nariamente críticas de Karl Kraus sobre la cultura vienesa se fundió con la iro­ nía punzante aunque exquisita con la que Robert Musil describía la vida en Vie­ na en El hombre sin atributos, y con la nostalgia romántica del Caballero de la rosa de Strauss y Hoffmannsthal. Estas son algunas de mis elecciones más ma­ duras de una vasta literatura dedicada a Viena a la que permití que alterase mis primeras imágenes irreflexivas de la existencia urbana. Además, las imágenes literarias influían enormemente en mis actitudes ha­ cia otras ciudades que primero había experimentado a través de fuentes litera­ rias y más tarde había sometido a la prueba de la realidad. Mi perspectiva de Pa­ rís estaba modelada en gran parte por Balzac, Zola y Proust. Por mucho tiempo que pasara en un París muy distinto al descrito por estos y otros escritores, se­ guía viéndolo como lo había aprendido en mis lecturas. A los treinta años, tuve que adaptarme a una experiencia urbana muy dife­ rente a la que había conocido antes. Es difícil imaginar dos ciudades más distin­ tas que Viena y Chicago. Pero mi adaptación se basó en una actitud, ligada a la infancia, fruto de mi convencimiento de que el medio urbano es el más conve­ niente para mis necesidades y aspiraciones. Sólo tenía que librar a la imagen in­ terna de la ciudad, como único marco apropiado para mi vida, de sus rasgos vieneses concretos y modificarla de acuerdo con mi percepción de Chicago, exter­ namente tan distinta. % En este caso también las imágenes extraídas de la literatura me ayudaron a formar un cuadro de Chicago que incluía aspectos negativos y positivos, pero me permitía sentir que la ciudad no era una entidad desconocida a la que no sa­ bía enfrentarme. Antes de pisar Chicago, la impresión más fuerte que había re­ cibido de ella fue la lectura de La jungla de Upton Sinclair. Pero una vez empe­ zó a vivir allí, Studs Lonigan de James Farrell y sus demás novelas ambientadas en Chicago me permitieron formarme una imagen más positiva de la vida en esa ciudad. Pocos años después de leer los libros de Farrell, tuve la suerte de disfru­ tar de su amistad. Pasear con él por las calles del South Side de Chicago, donde creció y donde entonces vivía y trabajaba, fue una experiencia única que me hizo sentir como en casa. Me enseñó lo diferente que un novelista ve y experi­ menta su ciudad natal al modo en que la concibe un político o un estudioso de

124 El peso de una vida ciencias sociales. Estas últimas concepciones las obtuve de Paul Douglas, en­ tonces senador de Illinois, y Louis Wirth, sociólogo, ambos amigos y colegas profesores en la Universidad de Chicago. Fue una verdadera revelación comparar la respuesta, como personas y escri­ tores, de estos tres hombres distinguidos, los tres autores, a su ciudad natal. Me ayudó a apreciar las virtudes particulares de Chicago, al igual que antes había sido consciente de los méritos particulares de Viena gracias a los autores que es­ cribieron sobre ella. Así pues, a la experiencia de las dos ciudades que fueron mi hogar durante muchos años colaboró la opinión que había extraído de fuentes li­ terarias. Los escritores de Chicago contribuyeron a reemplazar las placenteras excursiones a los bosques de Viena y la natación en el Danubio por unas visitas muy diferentes pero igual de placenteras a la orilla del lago Michigan y nadar en él. Viena tenía su historia y sus edificios antiguos, pero Chicago poseía su exci­ tante vitalidad y su arquitectura moderna. Tal como había construido mis propias imágenes de Viena a partir de la lite­ ratura y rechazado otras, ocurrió con Chicago. Aunque en Viena había aceptado irreflexivamente que Chicago era una ciudad de gángsters y mataderos, esta úl­ tima idea tomada de Upton Sinclair. Cuando me establecí en Chicago me di cuenta de que mi vida no tenía nada que ver con gángsters ni mataderos, ni el ambiente de los corrales se convirtió en el marco de mi vida. Así que las imáge­ nes de Chicago que había albergado en mi mente durante años se derrumbaron en unas semanas bajo la realidad de la ciudad, y las sustituyeron imágenes debi­ das a una literatura muy diferente y en sintonía con mis experiencias de la ciu­ dad. Pero el hecho de poder transferir a Chicago mi antigua creencia en la exis­ tencia urbana como el mejor marco para mi vida, me ayudó mucho a adquirir una imagen de Chicago notablemente apta para vivir allí felizmente. Es un ejemplo de cómo las imágenes de la vida urbana adquiridas en la infancia pue­ den determinar, y determinan, las actitudes posteriores hacia la experiencia ur­ bana. Hasta el momento he intentado explicar la importancia de mis experiencias infantiles de la vida ciudadana en la configuración de mi experiencia urbana; cómo mi opinión positiva de la ciudad como el marco más deseable de mi vida se basaba fundamentalmente en la literatura oral y escrita; y cómo mis convic­ ciones sobre la vida urbana pudieron transferirse a otra ciudad, muy diferente en muchos aspectos a mi ciudad natal. Teniendo esto en mente consideremos las imágenes de la vida urbana a las que nuestros hijos están expuestos en una tierna edad, cuando se forman las ideas que son básicas a su experiencia de la vida en una gran ciudad, donde muchos de ellos pasarán sus vidas. Puesto que las primeras y más decisivas experiencias de los niños dentro de sus familias son demasiado diversas para permitir generalizaciones, debo con­ centrarme en aquellas fuentes literarias a las que están expuestos los niños nor­ teamericanos: los libros de texto empleados para enseñarles a leer, que en mu­

La percepción infantil de la ciudad 125 chos casos constituyen su primera experiencia con la literatura. Aunque la ma­ yoría de los niños norteamericanos viven en ciudades, no podemos inferir este hecho de los contenidos de los libros que leen durante sus primeros tres o cuatro años de colegio, cuando se encuentran en la edad más impresionable. Las lectu­ ras del parvulario y los primeros cursos describen una vida universalmente agradable. Sin embargo, los escenarios de esta vida placentera no son las ciuda­ des sino el campo o pequeñas ciudades provincianas. En consecuencia se per­ suade al niño de que una vida gozosa requiere vivir en un lugar no urbano. In­ cluso en un libro titulado City Days, City Ways, los niños de los relatos viven en tres calles contiguas en casas unifamiliares independientes. Aunque la realidad de la vida urbana no se describe explícitamente como desagradable, se le resta importancia mediante la más total indiferencia, que sugiera al niño que no es digna de atención. Todas las actividades agradables que los niños realizan en estos primeros li­ bros de lectura tienen lugar en escenarios que no comunican nada sobre la vida urbana, aunque algunos de ellos se ambientan en patios y parques de recreo. Fuera de casa, los niños cazan conejos y ardillas, nadan en estanques, salen de excursión, dan vueltas por el lago en lancha, montan en ponis e incluso viajan en trenes y aviones. Aunque una visita al zoo quizás sugiera una ventaja de la ciudad, indica más un deseo de huir del encierro de ésta que de elogiar la exis­ tencia urbana. Cuando los niños entran en un escenario más metropolitano, lo hacen sólo temporalmente, para comprar en tiendas. Se habla mucho de los pla­ ceres del campo, pero, al margen del hecho de que uno puede comprar cosas como chaquetas o zapatos en la ciudad, no se menciona nada bueno de ella. Los títulos de los relatos del primer libro de lectura de una serie muy difun­ dida de textos básicos ilustran el énfasis en la vida rural: «En el prado», «Dema­ siado trébol», «En los verdes bosques», «La granja lejana», por nombrar algu­ nos. Ni un solo título insinúa una ciudad y ninguno de los cuarenta y siete rela­ tos del libro tiene lugar en un entorno urbano. En los cinco primeros libros de esta serie, la vida metropolitana sólo se men­ ciona directamente una vez: en un libro de lectura de segundo grado, en el rela­ to de un perro que compara su anterior vida en el campo a la actual en la ciudad. Dado que el perro es el héroe de una sección entera de treinta páginas del libro de lectura, se pretende que el niño se identifique positivamente con el perro, en concreto con su opinión de lo desagradable de la vida urbana, pues nada en la historia la contradice. Las siguientes líneas son típicas de las actitudes subliminales hacia la vida ciudadana que transmiten estos primeros libros de lectura: «Antes de mudamos aquí, vivíamos en una ciudad llamada Hillside. Vivíamos en las afueras de la ciudad. Allí teníamos suficiente espacio para correr y jugar y divertimos. No vinimos a vivir a la ciudad por mi culpa. ¿Sabéis lo que es una ciudad? Una ciudad son casas y garajes, coches y gente. No hay espacio para nada más. Una ciudad es donde todos dicen: “no juegues en la calle”, “no corras delante de los coches”, “no montes en bicicleta”, “no pises la hierba”, “detente y

126 El peso de una vida mira antes de cruzar la calle” ... Cuando nos mudamos por primera vez a la ciu­ dad la odiaba». ¿A alguien le sorprende? Comparemos las imágenes de una existencia urbana transmitidas a los niños en los libros de lectura con la minoría de niños que viven en la esfera de influen­ cia de la ciudad. El título de uno de los libros dé estas series, Uptown, Downtown, promete reflejar en sus relatos la existencia ciudadana. Un relato titulado «¿Qué creéis?» dice lo siguiente: «La niña salió de su nueva casa y ¿qué creéis que vio? Una esquina. Dobló la esquina y ¿qué creéis que vio? Otra esquina. Dobló esa esquina y ¿qué creéis que vio? Otra esquina más. Así que dobló esa esquina y ¿qué creéis que vio?». La vacuidad y la indeterminación de la existencia me­ tropolitana que aquí se esboza no es un ejemplo aislado del contenido de estas nuevas series de libros de lectura pensados para niños de la ciudad. El título del primer libro de lectura de esta serie, Por la ciudad, insinúa que leyendo los relatos el niño aprenderá cosas sobre la vida en la ciudad. Pero estos relatos transmiten la imagen irremisiblemente depresiva de una existencia urba­ na vacua y aburrida. Un relato típico dice: «Por toda la ciudad, niños y niñas co­ rren calle arriba, niños y niñas corren calle abajo. Los niños salen al sol. Los ni­ ños salen a jugar y a correr. Las niñas salen a correr y a jugar. Por la ciudad, todo el día. Por la ciudad, niños y niñas corren calle arriba, niños y niñas corren calle abajo». De esta manera decimos a nuestros niños, la mayoría de los cuales viven en ciudades, que la vida urbana no ofrece nada positivo. No es de extrañar que se estime poco la existencia urbana, que la mayoría de ellos deberá emprender. Ser obligados a leer que el marco de sus vidas es gris y descorazonador no les alien­ ta a leer, y más cuando no se sugiere la posibilidad de mejorarlo. Tales lecturas tienden a desalentar tanto el interés en la literatura como en vivir en las ciudades. Me he centrado en las impresiones literarias recibidas en mi niñez porque me inculcaron una actitud hacia la vida metropolitana que me permitió, incluso en momentos difíciles, sentirme muy satisfecho de la existencia urbana y me indujeron a esforzarme por mejorar aquellos aspectos que estaba en mi mano mejorar. Me gustaría que la impresión que obtuvieran los niños de su clase de lectura hiciera lo mismo por ellos. De ser así, quizás la existencia urbana de la próxima generación constituyera una gran mejora con respecto a la de la gene­ ración presente.

Los niños y los museos*

a mayoría de la gente acude a los museos por varias razones, de las que no son ni mucho menos conscientes. Algunos buscan un entretenimiento inte­ resante y agradable que sea al mismo tiempo instructivo, pero creo que muchos buscan algo más que podría compararse a una experiencia semirreligiosa. Por ejemplo, mucha gente visita museos los domingos y el espíritu tradicional del domingo no está del todo ausente de los que uno espera encontrar allí. La mayo­ ría de los visitantes desea encontrar algo que trascienda los exiguos confines por los que discurre el resto de su vida. El edificio del museo, que suele parecer o in­ cluso fue antaño un palacio real o algo que nos recuerda un templo, contribuye a crear la atmósfera deseada. El museo actual tiene orígenes antiguos. En su recinto, los templos griegos -y antes los egipcios- incluían salas del tesoro en las que se conservaban toda suerte de objetos valiosos: obras de arte, objetos de oro, joyas y otras rarezas. También las iglesias eran lugares de culto y al mismo tiempo obras de arte y depósitos de todo tipo de objetos maravillosos, raros, preciosos, curiosos y valiosos. No sólo alberga­ ban esculturas y pinturas, sino también joyas y obras maestras de la técnica, como increíblemente complicados relojes astrológicos, maravillas de la naturaleza y objetos de importancia histórica. Por ejemplo, en la nave de la catedral de Sevilla colgaba del techo un cocodrilo disecado junto a un colmillo de elefante, justo al lado de las imágenes de los santos y otros objetos de interés artístico e histórico. No obstante, mientras que los templos y las iglesias de todo el mundo eran y aún son lugares de culto que invitaban a maravillarse ante lo raro, lo hermoso, lo históricamente interesante, y demás cosas de importancia, el museo moderno guarda más relación con el palacio, como es el caso del Vaticano. La mayoría de los museos del mundo occidental tienen sus orígenes en colecciones principes­ cas de tesoros y curiosidades.

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* Este ensayo es producto de una presentación al International Symposium on Children and Museums pronunciada en la National Gallery of Art en octubre de 1979. En 1982 la Smithsonian Institution lo publicó en el acta de sesiones de esta conferencia. Me pidieron que hablara sobre «La curiosidad: su aplicación en el ámbito del museo». Se reproduce aquí con variaciones y añadidos.

128 El peso de una vida El propósito de estas colecciones principescas era satisfacer el gusto y la cu­ riosidad de aquellos que las reunían. Pero servían también para hacer ostenta­ ción de la riqueza, el poder y la grandeza del príncipe; para impresionar a los observadores con la magnificencia de estos objetos. En la mayoría de las colec­ ciones principescas, lo raro, lo costoso y lo bello se combinaban inextricable­ mente con lo religioso, lo mágico y lo sobrenatural, como las reliquias de un santo conservadas en un relicario que era a su vez una obra de arte y un objeto preciado, trabajado en oro y joyas. La mayoría de las pinturas antiguas eran de temas religiosos. Además, estas mismas colecciones de tesoros y curiosidades contenían muchas maravillas de la naturaleza: huevos de avestruz, colmillos de animales que se creían unicornios. Minerales de raras y extrañas formas se co­ deaban con objetos como el tocado de Moctezuma y otros objetos fantásticos, por su absoluta perfección técnica: elegantes relojes, astrolabios, autómatas. Para estas colecciones se construyeron objetos especialmente hermosos y singulares, denominados en alemán Kunst und Wunderkammern, porque su contenido sus­ citaba curiosidad, admiración y maravilla. Francis Bacon dijo hace algún tiempo que «el asombro es la semilla del co­ nocimiento». Es una frase que no permite su inversión: el conocimiento racio­ nal no produce asombro, siendo éste una emoción. Demasiados museos actuales intentan transmitir conocimiento a los niños, el cual no produce asombro. Creo que lo mejor que podemos hacer es comunicar a los niños la sorpresa, la maravi­ lla, de las que nace el conocimiento importante. Semejante conocimiento enri­ quece auténticamente nuestras vidas al permitimos trascender los límites de nuestra existencia cotidiana, una experiencia que difícilmente necesitaríamos si madurásemos hasta la plenitud de nuestra humanidad. La curiosidad no es el origen de la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento. De hecho, buena parte de la curiosidad se satisface con suma facilidad. Es el asombro, creo yo, lo que nos incita a una penetración más profunda en los misterios del mundo y a una verdadera apreciación de los logros del hombre. En Viena, donde crecí, había y hay muchos museos. Para mí los más impor­ tantes eran tres: el museo de historia del arte, el de historia natural y el museo técnico. Me centraré en los dos primeros, los cuales ocupaban unos edificios idénticos muy impresionantes que parecían inmensos palacios, uno en frente de otro, de modo que se reflejaban mutuamente. De niño no comprendía que estos dos museos, que exhibían objetos radicalmente distintos y servían para propósi­ tos totalmente diferentes, se encontrasen en edificios similares. Sólo mucho más tarde se me ocurrió que quienes proyectaron los museos se basaron sobre todo en el hecho de que ambos eran museos, sin importarles la diferencia de contenido y propósito. A los constructores de estos museos, y a quienes alojaron en ellos las dos colecciones tan diferentes, debió de parecerles más importante dar un cuerpo adecuado a la idea de museo y al propósito de ensanchar nuestros horizontes, que a un contenido particular. Sobre todo recalcaban lo que podría­ mos llamar idea platónica de museo, más que cualquier particularidad y cual­

Los niños y los museos

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quier encamación efímera de esta idea, de la que el museo concreto es un pálido reflejo. Se me ocurrieron estas posibilidades asombrado no sólo de que los dos edifi­ cios fueran externamente parecidos, sino también de que cuando uno entraba en ellos le sobrecogía la grandiosidad de los idénticos vestíbulos y las magníficas escaleras. ¿Formaba parte importante de la realización de la idea platónica de museo el que el visitante se sobrecogiera al entrar? Al contemplar estos dos mu­ seos vieneses, resultaba fácil asignar todo eso al deseo de los emperadores Habsburgo de expresar su magnificencia donando gran parte de sus colecciones imperiales al público, y a la tendencia decimonónica al fausto. Otras coleccio­ nes, como la del Louvre, se explican en la misma línea. Pero cuando visitamos creaciones del siglo xx como el Museo Guggenheim o el Museo Nacional de Arte, edificados hace sólo dos décadas, y su ala este, que es uno de los museos más recientes, nos impresiona igual la grandiosidad de los edificios y de los ves­ tíbulos, que nunca exhiben objetos importantes ni comunican nada más que su propia grandeza. Tal vez estos grandilocuentes edificios y entradas, aptos para suscitar senti­ mientos de pequeñez y temor reverencial, están proyectados para abstraemos del bullicio de la ciudad en la que el museo se encuentra y sumimos en lo que parece un lugar sacro. De ser así, cumplen un importante propósito: ponemos en disposición de admirar y asombramos, preparamos para el encantamiento dán­ donos la sensación de que en esos edificios nos aguardan cosas sorprendentes. Tal vez eso permite pensar que los museos en general, a pesar de su diversidad, tienen en común la capacidad de maravillamos y asombramos; y si sentimos esta inclinación, pueden estimular una curiosidad que no se satisface fácilmen­ te, sino que conduce a una veneración vitalicia de ciertas maravillas del mundo que ese museo determinado nos ofrece. Era fácil sucumbir ante la propaganda que rodeaba la muestra de los «Teso­ ros de Tutanjamon». Pero la exposición consistía en objetos de índole religio­ sa. Ello, combinado con su antigüedad y rareza, la abundancia de oro y las le­ yendas tejidas en tomo al descubrimiento de la tumba, atrajeron a las masas. Las masas iban a impresionarse, ávidas de la oportunidad de venerar, felices de que se las esperase y se les permitiera por una vez en su vida asombrarse, a pe­ sar de la racionalidad que se requiere de ellas en otras situaciones. Quizás para eso estén los museos, sobre todo para los niños, para encantarles, darles la oportunidad de maravillarse, una experiencia muy necesaria, pues en la vida cotidiana se les ha privado de los milagros que en una época religiosa percibían en todo. La tarea de los museos debiera consistir en predisponer a la gente a maravi­ llarse, a encantarse, para que su capacidad de asombro no se limitara a unos po­ cos objetos y a unas pocas ocasiones. Quizás demasiadas explicaciones de estas maravillas las reducen a una experiencia más o menos cotidiana y las privan de lo que la mayoría de la gente busca en los museos. Algunas de las exposiciones

130 El peso de una vida actuales, bien organizadas, dispuestas racional y sistemáticamente, pretendida­ mente instructivas, son, por esta razón, menos capaces de suscitar nuestro asom­ bro. Para una persona sencilla, como son los niños, se produce un trueque inver­ samente proporcional entre lo maravilloso y lo instructivo. Por ejemplo, en la Smithsonian Institution existe una muestra verdadera­ mente sorprendente de artefactos de las islas del Pacífico. Es una de las exposi­ ciones más bellas que he visto y me plantea la pregunta de qué significará para los niños que tienen la suerte de visitarla. Cada rótulo explica muy bien qué es el objeto y datos tales como que se utilizaba en cierto ritual secreto, que estaba prohibido a las mujeres, que servía para establecer un vínculo con los antepasa­ dos o guardaba una enigmática relación con los orígenes de la tribu. No obstan­ te, estos rótulos apenas hablan de las propiedades espirituales de cada uno de es­ tos objetos, que sólo poseían significado para sus creadores. Tampoco explican que sus características, que sentimos la tentación de considerarlas elementos de­ corativos, son las que les confieren poderes mágicos. Lo oculto y lo mágico son ideas extrañas para un niño norteamericano ac­ tual, al que se educa para que piense racionalmente. La mayoría de los niños no saben de primera mano qué son las experiencias míticas o trascendentales y a menudo los padres exigen al niño que se libre -cuanto antes mejor- de sus creencias infantiles en la magia. La información de que un objeto formaba parte de un ritual secreto que confería mayor significado a la vida, no repre­ senta nada para un niño si él mismo no ha sentido en su propia piel una expe­ riencia mística. Si el niño no cree en lo sobrenatural, no ha experimentado estas sensaciones, no siente temor de ello, en el mejor de los casos le impresionará sólo el aspecto externo de estos objetos y se perderá lo esencial: su función en esa cultura concreta. Si al niño se le ha explicado el sexo en términos raciona­ les, como ahora se estila en las escuelas, éste pierde gran parte de su misterio y sus secretos. Por tanto, no puede sentir empatia con los aspectos enigmáticos del sexo que se expresan en las exquisitas figuras de caracteres masculinos y femeninos. Si no nos hemos sentido sobrecogidos por formar parte de una intermina­ ble cadena de generaciones que se originó en un dios o en un tótem animal, si nuestro lugar en esta cadena no es una fuente incesante de asombro, si la pro­ creación no es para nosotros un milagro, no comprenderemos en qué consis­ ten estos objetos expuestos en la Smithsonian y verlos con los ojos no nos ser­ virá de mucho. Algunos de ustedes quizás piensen que estas exposiciones permiten al públi­ co comprender otra cultura, pero, por desgracia, nos han enseñado a comprender sólo en nuestros propios términos, que resultan ajenos al resto de las culturas. Para comprender otra cultura, debemos salir de nuestro propio marco de refe­ rencia cultural y sumergimos en otro. Pero los objetos se exhiben de un modo que los introduce en el marco de nuestra cultura, no en la suya. ¿Cómo se le ocu­ rrirá a un niño pensar en los objetos en términos de utilidad práctica, cómo po­

Los niños y los museos 131 drá apreciar que las figuras de ese espantamoscas* no son sólo decorativas, o que la talla del poste de una casa tiene el propósito de investir al objeto de pro­ piedades mágicas del más hondo significado y de poder sobrenatural? Respecto a la cuestión de hacer comprensibles otras culturas a los niños, creo que no deberíamos pedirles que entiendan lo que a nosotros mismos, como adultos, se nos escapa. Dudo que la mayoría de museos estén equipados para comunicar verdaderamente otras culturas, y mi experiencia de los niños me dice que éstos necesitan sobre todo echar fuertes raíces en su propia cultura, antes de poder comprender otras. Robert Henick nos recuerda que «las cosas más preciadas son peculiares y extrañas». Los niños tienden a considerar incuestionable lo familiar. Se necesita cierto refinamiento para admirar aquello que nos resulta más familiar. Pero cuando en los museos somos capaces de maravillamos ante objetos asombrosos -objetos naturales, piezas de maquinaria, obras de arte- inevitablemente nos maravillamos ante el hombre, ante lo que somos. El temor reverencial que senti­ mos ante estas maravillosas creaciones de la naturaleza y las del talento e inge­ nio del hombre a veces se remonta hacia nosotros mismos. Creo que es una ex­ periencia muy necesaria para los niños. Pero, para que estos objetos embelesen y fascinen al observador, éste no necesita información racional, sino paciencia y serena perseverancia hasta que por fin llegue a un genuino encuentro con el ob­ jeto y gracias a ello a un encuentro consigo mismo. Consideremos ciertos datos sobre lo que convierte a la gente en asiduos visi­ tantes de los museos, en concreto de los museos de arte. Según estos datos, sólo el 3 por 100 de los visitantes regulares de los museos de arte agradece la estimu­ lación de su interés al colegio o a salidas educativas, mientras que el 60 por 100 atribuye su interés al hecho de que alguien de su familia, por lo general sus pa­ dres, influyeran en ellos cuando eran jóvenes. Y a un 77 por 100 les motivó una combinación de padres, amigos y profesores que les inculcaron este interés.1 Así pues, la costumbre de visitar museos se crea y alimenta por experiencias muy personales, y no por la pizca de interés que suscitan los programas educa­ tivos. En mi caso eso fue totalmente cierto. Mi madre me llevaba a museos y su fascinación ante lo que allí encontraba me impresionó tanto que intenté descu­ brir por mí mismo qué era aquello que tanto la seducía. Más tarde, algunos ami­ gos reforzaron este interés, que se convirtió en permanente sólo cuando creció por encima de las semillas que estas personas habían plantado. Creo que de niño nunca me cansaron las visitas a los museos y no las encon­ tré decepcionantes porque nunca me dijeron cómo mirar las cosas o qué ver en * Flywhisk, «espantamoscas», objeto que consiste en un manojo de crin de caballo encastado en un mango, utilizado como su nombre indica para ahuyentar las moscas y que suele ser un sím­ bolo de autoridad o de una posición elevada. (N. de la t.) 1. Barbara Y. Newsome y Adele Z. Silver, eds,,ArtMuseums as Educator, University of Ca­ lifornia, Berkeley, 1977.

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El peso de una vida

ellas. Debía descubrirlo por mí mismo. Me limitaba a vagar y a contemplar aquello que convenía con mi humor, mis preocupaciones de ese momento, como había visto hacer a mi madre. Al no instruirme nadie en la importancia de lo que estaba viendo, según el día descubría cosas distintas en un mismo objeto. Eso excitaba mi curiosidad y hacía el objeto mucho más fascinante de lo que ha­ bría sido si cada vez observara las mismas cosas que hubiera destacado algún experto. Como nadie me ayudaba a descubrir lo que merecía la pena de una u otra obra, debía encontrarlo por mi cuenta. Por tanto, era libre de rechazar lo que me apeteciera y nadie me hacía sentirme mal por mi falta de juicio diciéndome que carecía del sentido de lo verdaderamente importante o excepcional. Sin saberlo, en esa época de mi vida, a pesar de las grandes incertidumbres, in­ tentaba formar mis propios juicios sobre las cosas que me importaban. Si al­ guien en una posición de autoridad me hubiera pedido que apreciara las cosas tal como él creía que debía apreciarlas, no me habría dado seguridad en mi jui­ cio y la experiencia habría perdido casi todo su sentido para mí. Si un guía me hubiera pedido que me colocase ante algo que él y todo el mundo considerase relevante, pero que no hubiera accionado en mí ningún resorte, hubiera cerrado mi mente y seguramente mis ojos, pues no habría consentido a una reacción que no era propiamente mía. De este modo, sin recibir ninguna guía concreta, la visita a los museos se convirtió en una actividad vitalicia. Muchos años más tarde descubrí que Schopenhauer podía haber sido mi consejero, pues escribió: «Trata a una obra de arte como si fuera un gran hombre: sitúate ante él y espera con paciencia hasta que se digne hablar». Eso es exactamente lo que hice. Por mi cuenta y riesgo elegía lo que yo consideraba, a menudo por razones muy diversas, una gran obra y lue­ go esperaba hasta que me hablara. Otras veces, un repentino shock de reconoci­ miento me sacudía en lo más profundo de mi ser. No habría sido así de habér­ mela explicado, pues no habría sido mi descubrimiento, mi propio momento de verdad. De algún modo sabía lo que Ruskin expresó: «Nadie puede explicar cómo las notas de una melodía de Mozart, o los pliegues del cortinaje de una obra de Tiziano, producen efectos esenciales. Si no los sientes, ningún razona­ miento puede suscitártelos». Tal vez crean que la apreciación se puede nutrir de la práctica del dibujo o la pintura, pero lo refuto, pues me enseñaron a pintar y a dibujar durante varios años. Esto sólo me mostró el abismo que separaba mis propios esfuerzos de aquellos a quienes admiraba en el museo. Dominar la técnica del grabado no abre camino a un conocimiento relevante de Rembrandt; refuerza lo accidental y efímero para negar lo esencial. Lo mismo que las historias románticas, como aquellas de la vida de Rembrandt o de su quiebra. Creo que Erwin Panofsky tie­ ne razón al decir en El significado de las artes visuales: «No creo que a un niño o a un adolescente se le deba enseñar únicamente aquello que puede compren­ der con plenitud. Por el contrario, es la frase a medias digerida, el nombre pro­ pio mal encuadrado, el verso no entendido del todo, recordado por el sonido y el

Los niños y los museos 133 ritmo más que por su significado, lo que persiste en la memoria, y cautiva la imaginación ...».* Este es, creo yo, el mayor valor del museo para los niños, al margen de su contenido: estimular -y lo que es más importante, cautivar- su imaginación, ex­ citar su curiosidad de modo que desee penetrar aún más en el significado de lo que allí se expone, ofrecerle la oportunidad de admirar, a su debido tiempo, co­ sas que exceden su entendimiento, y lo que es más importante, producirle un sentimiento de temor reverencial ante las maravillas del mundo. No vale la pena esforzarse en crecer -y vivir con plenitud- en un mundo que no esté lleno de maravillas.

* E. Panofsky, El significado en las artes visuales, Alianza, Madrid, 1980, p. 371. (N. de la t.)

Los niños y la televisión*

i damos un repaso a la historia, no nos extrañará la preocupación de padres, educadores y otros supervisores morales de nuestra época por la acción perjudicial que ejerce la televisión, en particular sobre los niños. Los moralistas, siempre tienden, por naturaleza, a preocuparse y a condenar la forma más re­ ciente de entretenimiento popular. En el Estado ideal de Platón estaba prohibida la literatura fantástica porque se le atribuían malas influencias, aunque, desde su creación, siempre se ha admirado a esta literatura como una de las adquisiciones más sublimes del hombre. A su vez, se ha creído que fumar, reunirse en los cafés, bailar, corrompía a la juventud. Ni las óperas, ni las salas de conciertos han escapado al rigor de la censura. Incluso se maldijo una obra maestra como es el Werther de Goethe por provocar una oleada de suicidios (aunque en esa época no se elaboraban estadís­ ticas donde comprobar si el suicidio había aumentado en realidad). Cualquier nueva forma de entretenimiento de masas se consideraba sospe­ chosa hasta que transcurría algún tiempo. En general, se aceptaba una vez la gente se percataba de que, pese a todo, la vida proseguía su azaroso curso. En­ tonces, un medio de entretenimiento más reciente acaparaba el centro de las mismas miradas. Siendo yo niño, se achacaba a las películas todo tipo de in­ fluencias perniciosas; hoy se atribuyen a la televisión. Cuando yo era joven, se denunció que los comics incitaban a los inocentes a la violencia. Aunque ya entonces se reconocía que los niños no eran tan inocentes. Se sa­ bía que albergaban fantasías furiosas, violentas, destructivas e incluso sexuales, que distaban mucho de la inocencia. También hoy, quienes evalúan el impacto de la televisión en los niños deben comprender qué son en realidad los niños y huir de la imagen victoriana de lo perfectos que éstos serían si no se expusieran a las malas influencias, ni condenar por maléfico todo aquello con lo que los ni­ ños disfrutan de lo lindo. Las nuevas formas de entretenimiento resultan particularmente sospechosas

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* Este artículo apareció en el número de septiembre/octubre de 1985 de Channels Magazine.

Los niños y la televisión 135 a los adultos que no tuvieron oportunidad de disfrutarlas en su infancia. A la mayoría de los padres lo bastante jóvenes como para haber disfrutado de la tele­ visión en su infancia les preocupa menos sus efectos perniciosos. Saben que las horas que pasaron ante el televisor no les impidió recibir una educación ni vivir una vida constructiva. Lo que les intranquiliza es el uso de la televisión como «canguro» de sus hijos. Pese al gran interés y los innumerables artículos sobre los efectos de la tele­ visión en los niños, las conclusiones son poco consistentes y difíciles de estable­ cer. Sabemos poco sobre el tema, como poco sabía la generación de mis padres sobre el efecto del cine en nosotros. A mis padres les preocupaba que los chicos pasaran tanto tiempo en los oscuros palacios cinematográficos, castillos en los que nos perdíamos en sueños, con la frecuencia que permitían nuestras flacas fi­ nanzas. Al menos la televisión no exige que el niño salga de su casa ni gaste la mayoría de su paga en entradas. Uno de los atractivos del cine, aunque no éramos conscientes de ello, consistía en que nos facilitaba la huida de las escrutadoras miradas de nuestros padres, y de otros conflictos infantiles. En el cine soñábamos despiertos con poder ser tan afor­ tunados en la vida y en el amor como sus héroes y heroínas. Participábamos en ex­ citantes fantasías que hacían nuestra monótona (por no decir vulgar) existen­ cia más soportable. Después de ver la película -h io una, sino dos o tres veces, siempre que nos dejaban los acomodadores-, regresábamos a la vida cotidiana. Los niños se las arreglan para hacer lo mismo, pero en sus casas, sin acomo­ dadores que les impidan ver lo que es en esencia el mismo programa una y otra vez. Ni se aburren ni se atontan, todos necesitamos soñar el mismo sueño hasta hartamos. En la controversia pública sobre los efectos de la televisión en los ni­ ños, se da por sentado, sin apenas discusión, el hecho de que los programas nu­ tren la sustancia de nuestros sueños. No cabe la menor duda de que la mayoría de nosotros necesitamos soñar despiertos, y cuanto más frustrante es la realidad para nosotros, más necesidad tenemos. Aunque nos gusta creer que la vida de los niños pequeños carece de proble­ mas, en realidad está llena de desilusiones y frustración. Los niños aspiran a mucho, pero tienen muy poco control sobre sus vidas, que suelen estar domina­ das por adultos insensibles a sus prioridades. Por eso, los niños sienten más ne­ cesidad de soñar despiertos que los adultos. Y puesto que sus vidas han sido re­ lativamente limitadas, tienen mayor necesidad de una materia con la que tejer sus sueños. En el pasado los niños saturaban su imaginación con los cuentos de hadas, los mitos y las historias de la Biblia. Por supuesto, habrían preferido ver, además de oír, los cuentos, si hubiera sido posible representarlos ante sus ojos. Los relatos del Antiguo Testamento están llenos de violencia y crímenes, y también los cuentos de hadas. En la tragedia griega hay crueldad, enemistades familiares, homicidios, e incluso parricidios e incestos, como también en las obras de Shakespeare. Lo cual demuestra que la gente siempre ha necesitado cierta dosis de fantasías violentas como elemento integrante del entretenimiento po­

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pular. Aristóteles dijo que la catarsis exige semejante dosis, para aliviar las ten­ siones emocionales. Los niños necesitan este desahogo tanto como los adultos -o tal vez más- y siempre lo necesitarán. La principal consideración sobre el efecto de la televisión en los niños es que los induce a la violencia. Ninguna otra consideración se ha investigado con más detalle. Aunque a mí personalmente me desagrada la violencia en la pantalla, no puedo negar que cuando no es brutal, ni cruel -que suele serlo-, encierra cierta fascinación. Muchos niños no sólo disfrutan con las fantasías agresivas, sino que las ne­ cesitan. Necesitan material para sus sueños agresivos y de venganza, a través de los cuales afloran sus sentimientos agresivos sin herir a sus parientes. Mientras que el niño pequeño puede golpear una muñeca (pensando en el nuevo bebé que se interpone en su camino) o puede pegar a un progenitor, el niño un poco más mayor ya no puede expresar su agresión directamente. En un desarrollo sano, el niño pronto se inclina por fantasías en las que algún doble descarga su ira contra otro personaje imaginario y distante. Por eso resulta tan tranquilizador que un dibujo animado muestre a un animalillo indefenso, como un ratón, ridiculizan­ do a animales mucho más grandes y peligrosos. Como parte de un estudio en tomo a la violencia y la televisión publicado en 1976, en un experimento se pasaron dibujos animados violentos a niños norma­ les y a niños con trastornos emocionales. Dada su inestabilidad, se creía que es­ tos últimos serían más vulnerables al influjo de los dibujos animados. Pero tras observar las escenas violentas, los niños de ambos grupos expresaban su agresi­ vidad de modo menos caótico e indiscriminado. Al extrovertir sus sentimientos agresivos a través de la fantasía mientras veían los dibujos, la mayoría de estos niños no necesitaba actuar agresivamente en la realidad. Por otro lado, los dibujos aumentaron la violencia de ciertos niños con serios trastornos. A algunos de los más pequeños lo que vieron en la pantalla les dio ideas de actuación agresiva qué intentaron aplicar a la vida real. El factor decisi­ vo no es el tipo de hecho que se exhibe en la pantalla, sino la propia personali­ dad del niño (que se forma en el hogar bajo la influencia de los padres) y, aun­ que en menor grado, la situación presente del niño. También a los niños normales la televisión les ofrece una amplia gama de modelos con los que fantasear y ensayar. Los niños tienden a vestirse, posar, ca­ minar y hablar como los personajes de televisión que ellos admiran. Según pare­ ce, esto ayuda o perjudica a los más pequeños en concreto, según él personaje de televisión con el que se identifiquen. Lo cual viene determinado más por su personalidad y el problema al que se enfrenta en ese momento que por lo que ve en la pantalla. Wilbur Schramm y otros investigadores reconocieron hace más de dos déca­ das: «La importante función que la televisión ejerce en la vida de los niños de­ pende tanto de lo que el niño aporta a la televisión como de lo que la televisión aporta al niño». Cuanto más pequeño es el niño, más se cumple.

Los niños y la televisión

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En un experimento descrito en 1978 en Child Developmení, unos niños de segundo grado veían un programa y luego se les pedía que contaran el argu­ mento para que «alguien que no lo hubiera visto se enterase de lo sucedido». La reacción de los niños fue encadenar los hechos al azar. Demostraban no re­ conocer ni recordar la relación entre los hechos. Pero los niños algo mayores, como los de quinto grado, eran capaces de recordar muy bien lo que habían visto. Así pues, cuanto más pequeño es el niño, menos sensible es al contenido real del programa; responde a él en función de su vida interior. Sólo el niño cuya vida emocional es muy vacía o cuyas condiciones de vida son extraordinaria­ mente nocivas «vivirá» en el mundo de los programas televisivos. En su caso, quizás sea preferible que lo haga a enfrentarse a su vida real, lo cual podría ha­ cerle perder toda esperanza o explotar en violencia contra aquellos que hacen su vida desgraciada. De hecho, muchos niños buscan refugio a veces en fantasías alimentadas por la televisión, aunque no suelen permitir que absorba más que ciertas partes muy limitadas de su vida. La televisión es en verdad el medio ideal para este propósi­ to, porque permite al niño pasar inmediatamente de la fantasía al mundo real y huir raudamente al mundo de la televisión cuando la realidad escapa a su con­ trol. Sólo tiene que apretar el interruptor. Debemos recordar las restricciones que se han impuesto a las vidas de los ni­ ños. Antes se dejaba que los niños vagasen por su cuenta buena parte del día, o en compañía de otros niños. Solían jugar en el barrio, o en una casa abandonada, o merodeaban por bosques y campos. Allí podían soñar despiertos, sin que sus padres les exigieran que ocuparan su tiempo en algo más constructivo. Hoy, por la propia seguridad de los niños, no podemos permitirles que anden solos de ese modo. No obstante, para crecer bien, todo niño necesita un tiempo y un espacio privado. Ver la televisión les da esa oportunidad. Para el niño mo­ derno, ser capaz de elegir el programa con el que desea soñar se ha convertido en un medio de ejercitar su determinación, una importante experiencia en su desarrollo. Raras veces el vertiginoso mundo de la ficción televisiva contribuye al desa­ rrollo personal. La mayor necesidad del niño es aprender de sus experiencias y crecer gracias a ellas. Por eso a los niños les benefician más los programas que muestran cómo las experiencias de los personajes los cambian, de personalidad, de actitud ante la vida, en las relaciones con los demás, en la capacidad para afrontar mejor futuros acontecimientos. No sólo los programas infantiles sino también aquellos programas para adultos que ven los niños deberían evitar per­ sonajes de una pieza que siguen siendo predeciblemente idénticos a sí mismos. Incluso un programa tan excepcional como All in the Family se centraba en tomo a personajes principales que nunca cambiaban ni aprendían, por muy evi­ dente que fueran las lecciones de los episodios pasados. En este, como en mu­ chos otros programas de menor mérito, los chicos buenos aprendían tan poco de sus experiencias como los chicos malos. Incluso tras los incidentes más increí­

138 El peso de una vida bles, los personajes seguían siendo los mismos. El niño necesita crecer y desa­ rrollarse, y necesita imágenes de dicho crecimiento para creer que también él puede crecer. Necesita fantasear sobre cómo cambiará, aprender y convertirse en una persona mejor a través de lo que la vida le enseña. Los personajes de televisión no sólo no aprenden de sus experiencias, sino que, al margen de la importancia de sus dificultades, los guionistas siempre les ofrecen soluciones simples, fáciles, instantáneas, tan simples como las que pro­ meten los anuncios. El uso de cierta marca de laca garantiza el éxito en la vida y el amor, tomar ciertas píldoras borra todas nuestras preocupaciones. Los progra­ mas y los anuncios engañan al niño simulando que existe, o debería existir, una solución fácil para cada problema con el que se topa, y que algo no debe funcio­ nar bien en él, en sus padres y en la sociedad si se les escapan estas respuestas tan fáciles. A este respecto, hasta los programas educativos de la televisión pública son engañosos. Tanto Barrio Sésamo como Nova crean la ilusión de que uno puede recibir fácil y prontamente una buena educación. Y si al niño se le promete po­ pularidad a través de los anuncios de un dentífrico o conocimiento a través de la enseñanza a distancia, se le induce a creer que el éxito se consigue sin esfuerzo. Lo cual no es cierto, y se sentirá insatisfecho de sí mismo y de la sociedad. Buena parte del problema es inherente al medio. Para captar la atención de los espectadores, los programas de televisión deben simplificar los asuntos y eludir el arduo proceso que se requiere para que una persona adquiera conoci­ miento. Algunos programas nos dicen lo lento y difícil que es el saber, pero oír­ lo por televisión causa poca mella en el niño, cuando los personajes del mismo programa suelen resolver las mayores dificultades en treinta o sesenta minutos. Después de todo, la televisión es un medio muy apto para el entretenimien­ to; no se presta al juicio equilibrado, a la consideración de los pros y los con­ tras de un asunto. No podemos esperar de este medio lo que es contrario a la naturaleza. La información recibida de los programas televisivos siempre tien­ de a ser unilateral, tendenciosa y simplista. Por eso, un niño pequeño no puede aprender viendo la televisión, ni siquiera del mejor programa, ni de aquellos propios de su edad; su experiencia de la vida es muy limitada. Los adultos o los adolescentes pueden aportar su experiencia de la vida a lo que ven en televisión, lo cual les permite construir una perspectiva propia. El niño necesita la ayuda de un adulto. Hay pocos programas de los que un niño no pueda aprender mucho, si un adulto responsable le presta la ayuda necesaria. Los programas violentos no son una excepción, siempre que el niño no esté tan preocupado o tan exasperado que lo que ve le supere por completo. Es muy importante que los niños desarrollen las actitudes correctas ante la violencia, y cerrar los ojos ante la violencia exis­ tente no puede considerarse una actitud constructiva. Todo niño necesita apren­ der qué es lo malo de la violencia, y por qué, por qué se produce la violencia y cómo debe tratar la propia y la de los demás.

Los niños y la televisión

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Los padres deben explorar con el niño aquello que él, por su cuenta, extrae de lo que ve y oye. Debemos dejar que el niño extraiga sus propias conclusio­ nes del programa, y a partir de ahí ayudarle a distinguir qué impresiones pro­ ceden de dentro de sí y cuáles del programa, cuáles son buenas y cuáles no, y por qué. Por supuesto, esto requiere que el adulto vea la televisión con el niño. Al ha­ cerlo, el padre ya no puede emplear la televisión como excusa para no pasar tiempo con su hijo. Creo que ese es el verdadero peligro de la televisión, una li­ mitación humana, no inherente al medio. No debemos culpar a los niños, ni a la televisión, si la razón de que la vean es que nosotros no queremos dedicarles tiempo. Debemos pensar que cuanto más tiempo les dediquemos, menos tiempo pasarán viendo la caja. Cuanto más tiempo destinemos a hablar con ellos sobre lo que han visto, más inteligentes y reflexivas serán sus ideas. Nuestras persona­ lidades y valores serán mucho más efectivos que la televisión a la hora de mode­ lar a los niños y su actitud ante la vida.

Profesora magistral y alumna prodigiosa*

a historia de cómo Anne Sullivan fue capaz de recondicionar la mente de Helen Keller posee para mí particular interés, porque, según creo, era la primera vez que se inventaba un método de terapia tan singular que no tenía nombre, pero que resultó maravilloso. Cuando, a principios de los años cuaren­ ta, presenté la terapia situacional como tratamiento para niños con graves tras­ tornos en la Escuela Ortogénica Sonia Shankman de Chicago, no tenía noticia de la invención de Sullivan, que consistía en esencia en el mismo tipo de trata­ miento. En 1948 escribí sobre él y le di el nombre de «terapia situacional» [milieu therapy]. Los elementos básicos de este nuevo método para intentar comu­ nicarse con los niños más aislados, insociables y taciturnos ya habían sido em­ pleados por Anne Sullivan en su tentativa de devolver a Helen Keller su humanidad. Para conseguir una total comunicación con Helen, Anne tuvo que separarse de su familia y obligarse a vivir día y noche sólo en su compañía. Anne aceptó e intentó comprender la conducta atroz y violenta de su alumna. Procuró satisfacer las necesidades de Helen de la manera más cariñosa y con el tiempo pudo inducir a la niña a relacionarse con ella de tú a tú. Los resultados de tan extraordinarios esfuerzos por comunicarse con niños aparentemente inacce­ sibles pueden parecer milagrosos a los profanos. En realidad, son el resultado de una labor extremadamente difícil, de una gran entrega y de la aceptación, fruto de la empatia derivada de experiencias propias muy difíciles y dolorosas, de una conducta incomprensible. El milagro de Helen Keller nos fascina y -gracias a la obra teatral de Wi­ lliam Gibson, The Miracle Worker- nos fascina Anne Sullivan, quien lo hizo posible. En vida fueron compañeras inseparables, de merecida fama internacio­ nal. No sólo Helen Keller escribió sobre las vidas de ambas, sino también otros autores. Las dos mujeres nos ofrecen imágenes de ellas mismas que deseamos

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* Este ensayo apareció con el título «Miracles», en The New Yorker del 4 de agosto de 1980. Se basa en el libro de Joseph Lash Helen and Teacher: The Story of Helen Keller and Anne Sulli­ van Macy, Delacorte, Nueva York, 1980.

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creer y que, por razones de su incumbencia, ellas no desean alterar. Nuestro an­ helo de conceder credibilidad a la posibilidad de los milagros nos impide ver buena parte de la realidad oculta y dolorosa de esta historia. Sin embargo, el li­ bro de Lash, Helen and Teacher: The Story ofHelen Keller and Anne Sullivan Macy, nos abre los ojos a la discrepancia existente entre la cuidada imagen de Helen y Anne y la difícil realidad impuesta por las extremas incapacidades que Helen había sufrido desde la infancia. Llegar a captar esta realidad no es tarea fácil. Nos gustaría creer que es po­ sible superar por completo las más graves limitaciones físicas -incluso la ce­ guera y la sordera completas, agravadas por un mutismo parcial- cuando existe voluntad y un colaborador entregado. De hecho, la mayor parte del libro de Lash brinda al público esa imagen conocida y adorada por millones de personas corrientes. A todos los que vieron y oyeron a Helen, o la conocieron en persona, les conmovió su valor y su muestra de optimismo a pesar de la más terrible ad­ versidad. Pero Lash también dejó hablar a las dos mujeres, a veces a costa de hacer reiterativa y tediosa la lectura, pero revelando el verdadero yo de Helen y Anne. ¿Quién de ellas fue el milagro y quién la que lo hizo? En una simbiosis que duró toda una vida, es difícil asegurarlo, carece de importancia, y no es la pre­ gunta pertinente. Un antiguo proverbio chino dice que aquel que salva una vida queda por siempre en deuda con la persona a quien ha salvado; no alude, por ser obvio, al hecho de que la persona salvada debe la vida a su salvador. Las vidas de Anne y Helen se imbricaron de tal manera que a duras penas se puede decir a quién benefició más la relación. Anne convirtió a una pequeña salvaje, ciega, sorda y muda en el más maravilloso de los seres humanos. La Helen Keller que nosotros conocemos fue su creación. Al formar a Helen, Anne se transformó de una adolescente brillante, valerosa pero limitada, exasperantemente obstinada en uno de los más sobresalientes educadores de todos los tiempos. En este pro­ ceso, dos seres humanos esencialmente corrientes, que hasta entonces sólo se habían distinguido por las privaciones que habían sufrido, se convirtieron si­ multánea y mutuamente en genios. La obra de Gibson termina cuando Helen dice su primera palabra y, lo que es más importante, comprende por primera vez el poder de las palabras, compren­ de que sólo a través de ellas puede uno aprehender el mundo y comunicarse con los demás. Pero es simplemente el momento más dramático de la creación de Helen por parte de Anne. Anne empezó a crear a Helen desde el momento en que la conoció. Helen era el reflejo de lo que Anne quiso que fuera, aun cuando Anne, mucho más realista, solía mostrarse escéptica ante el idealismo de Helen, que era el resultado de su falta de experiencia de la realidad cotidiana. Helen y Anne hicieron algunos débiles intentos por convertirse en seres autónomos, pero ninguno serio. En 1905, John Macy se casó con Anne, pero se casaba con dos personas que habían decidido que ese matrimonio no cambiaría nada. Des­ pués de nueve años el matrimonio se rompió, aunque Anne amaba profunda­

142 El peso de una vida mente a John Macy. Siguió amándole después de que la dejara e incluso después de su muerte. No obstante, Anne sabía que no podía abandonar a Helen. El crea­ dor no puede, ni quiere, librarse de su creación. Anne Sullivan sabía bien que el buen maestro, por mucho que desee conser­ var a sus alumnos aventajados, tiene la obligación de ayudarlos a liberarse de su maestro y enfrentarse al mundo. El día de Helen Keller en la Exposición Panama-Pacific de 1915, en San Francisco, cuando a Anne le concedieron la Teacher’s Medal, en su discurso de agradecimiento, dijo: «Durante años he conoci­ do la suprema recompensa del educador, la de observar al niño que ha educado convertirse en una fuerza vital». Por experiencia propia Anne, conocía la inelu­ dible dificultad a la que el estudiante aventajado debe enfrentarse para despren­ derse del maestro. La propia Anne se había quedado casi ciega como secuela de una enfermedad infantil. A los catorce años entró en la Perkins Institution for the Blind en Boston y se convirtió en la estudiante predilecta del director, Michael Anagnos, quien la quería como a una hija y deseaba retenerla. La ruptura entre ambos, que ella provocó, fue una tragedia para Anagnos. Anne había estado muy unida a Anagnos y sabía lo que le debía a su maes­ tro; para ella fue extraordinariamente doloroso librarse de su influencia posesi­ va. Pero Anne no podía dejar marchar a Helen, porque las limitaciones de Helen le impedían llevar una vida independiente sin Anne. De modo que Anne fue du­ rante toda su vida la maestra de Helen. En el discurso que acabo de citar, Anne dijo también: «Tienen ante ustedes a una maestra que ha dedicado su madurez al cumplimiento de una labor, la instrucción de un ser humano». Helen no era una estudiante a quien la maestra pudiera lanzar al mundo, por­ que no podía valerse en el mundo sin una maestra que en todo momento literal­ mente la guiase de la mano. Anne pagó un precio muy alto por convertirse en esa maestra. Incluso cuando fue galardonada con la Teacher’s Medal, el aconte­ cimiento tuvo lugar no en «el día de Anne Sullivan», sino en el «día de Helen Keller». Cuando Helen obtuvo la licenciatura en arte en Radcliffe, nadie reco­ noció el mérito de Anne, que se había sentado junto a Helen en todas sus clases, deletreando en su mano lo que el profesor decía, y leyendo a Helen los libros que le exigían. Se ignoró al creador en favor de su creación. Helen, que amaba profundamente a Anne y no podía vivir sin ella, sabía que la mayor virtud de Anne no consistía en ser su mejor amiga e infinitamente amada compañera, sino su «Maestra». Helen siempre se refería a Anne de este modo. Era el mayor elogio que podía dirigir a quien hacía su vida posible y so­ portable. Y de este modo Anne fue toda su vida la maestra de una sola alumna. Pero para ambas fue una experiencia instructiva y enriquecedora. Cuanto más celosa estaba Anne de su creación, más se esclavizaba a las exi­ gencias que esto le suponía. Se convirtió en el vehículo del crecimiento de He­ len. Todo el conocimiento pasaba a través de Anne cuando deletreaba el saber acumulado durante años, en la mano de Helen, pero era Helen la que se benefi­ ciaba y enriquecía. Puesto que Helen era la vida de Anne, se comprende que de­

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sease retenerla bajo su control. Por ejemplo, cuando le sugirieron que Helen de­ bía aprender a hablar, la respuesta inmediata de Anne fue: «No quiero que ha­ ble». Helen aprendió a hablar, aunque rara vez hablaba con voz propia; escribía, pensaba e incluso decía las palabras que Anne le había dado. Helen, que sólo te­ nía contacto directo con el mundo a través del tacto, el gusto y el olfato, podía emplear esas palabras para pensar en abstracto, e incluso poéticamente, pero casi nunca de un modo concreto, con una única excepción: su insistencia en que los ciegos y los mudos debían tener la oportunidad para ser autosuficientes, de modo que pudieran ganarse su propio respeto. Tan extraña es la relación entre creador y creación, que Helen, en quien Anne depositó sólo lo mejor de sí misma, terminó siendo la mejor de las dos, aunque algo irreal. Debido a sus impedimentos, Helen siempre fue un tanto uni­ dimensional, la encamación de la bondad, en la medida en que le es posible a un ser humano. Anne, que creó esta bondad, nunca aspiró a ella para sí misma. Po­ día reconocer y aceptar sus limitaciones y sentir remordimientos por ellas. He­ len no podía permitirse ese lujo y se sintió obligada a ser siempre cariñosa y tolerante, excepto en su lucha por los ciegos-sordos y contra aquellos cuya polí­ tica rechazaba, en su a menudo partidista e ingenua opinión, por no amar sufi­ cientemente a la humanidad. ¿Cómo Anne, una muchacha pobremente educada e inexperta de veinte años, halló dentro de sí el conocimiento necesario para transformar a la fierecilla sal­ vaje que era Helen en una persona creativa, sensible, mucho más culta que ella misma? El tratamiento que Anne aplicó a Helen se basó en parte en la obra de aquellos que la precedieron: sobre todo el doctor Samuel Gridley Howe, de la Perkins Institution, que fue el primero en enseñar el lenguaje a una ciega sordomuda, Laura Bridgman, deletreándole las palabras en la mano. Michael Anagnos, que tan importante fue para el desarrollo y la vida de Anne, continuó su labor, aceptando a Anne en la Perkins Institution. Fue él quien dispuso que fuera la tutora de Helen. Por mucho que Anne aprendiera de esos hombres, su acercamiento a Helen se debe sólo a ella. Nadie pudo enseñarle cómo ganarse la confianza de Helen para poder comunicarle cosas, porque nadie sabía cómo hacerlo. Decir que Anne Sullivan sacó la inspiración de su interior es cierto, pero ex­ plica muy poco. Si comprendemos los recursos internos que empleó para poder acercarse a Helen, quizás entendamos de dónde procede la inspiración de una maestra realmente excepcional e innovadora. Como en tantos otros grandes des­ cubrimientos, Anne disponía de recursos muy simples. No se había cerrado a las experiencias de su primera infancia, como hace la mayoría de la gente, en un proceso que se ha denominado desarrollo de la amnesia de la infancia. Anne co­ nocía y nunca olvidó la desesperada soledad de una niña, totalmente impedida y casi ciega, apenas capaz de vegetar en las más míseras condiciones de un hospi­ cio decimonónico. Y lo que es peor, allí había perdido a la única persona a la que amaba y de la que se sentía responsable: su hermano pequeño. Nunca olvi­

144 El peso de una vida dó lo que entonces había deseado más que nada en el mundo: que alguien la qui­ siera profundamente, como ella había querido a su hermano, alguien a quien no sólo pudiera amar sino que la sostuviera firmemente y con determinación, sin permitir que nadie se interfiriera en su relación, que sería todo su mundo. Anne guardó esta experiencia de su niñez como su tesoro más preciado. Hasta muy tarde no le habló de ello a Helen, y aun entonces con reticencia. Ade­ más, Anne nunca permitió que lo que otros le habían enseñado sobre la educa­ ción de ciegos-sordos borrase lo que sabía por experiencia propia. Esta fue la fuente de su genialidad: para dar vida a Helen como ser humano, Anne de­ bía convertirse en todo su mundo, lo mismo que ella había anhelado para ella y para su hermano pequeño. Estaba resuelta a no perder otra vez. Este es el secre­ to del «milagro». El día en que Anne conoció a Helen, deletreó en su mano las palabras «mu­ ñeca» y «pastel», las dos cosas que le había llevado en su primer encuentro. Cuánto debió ansiar Anne tales cosas en los años que pasó en el hospicio, sin ju­ guetes ni comida decente. Así que, desde el mismo inicio de su relación, Anne quiso para Helen lo que más había deseado para sí. Pero Anne también sabía que si queremos que un niño comprenda las palabras, las lea y, lo que es más im­ portante, las quiera, debemos ofrecerle palabras que expresen nuestro amor por él o puedan proporcionarle lo que él más desea. Dar al niño el significante sin darle también el significado es una manera muy pobre de enseñar. En realidad, así es cómo enseñan a leer en los colegios, con las nefastas consecuencias que todos sabemos. Aún no hemos aprendido lo que Anne sabía la primera vez que vio a Helen: que la comida y los juguetes simbolizan amor y afecto al niño, y que sobre esos símbolos y en lo que simbolizan se pueden construir relaciones que humanicen realmente al niño. A los diecinueve meses, Helen se quedó ciega, sorda y pronto también muda, lo que la redujo a una existencia semejante a la de un animal. Cinco años más tarde, su vida como ser humano volvió a empezar cuando una persona ma­ ternal se hizo cargo de todas sus necesidades, como si se tratase de un bebé: esa persona era Anne. Anne sabía -o quizás sea más preciso decir que sentía empáticamente- que sólo esos cuidados maternales podían recuperar a Helen. Así que insistió en que al principio, al menos durante unas pocas semanas, nadie más entrase en la casita en la que las dos pasaban día y noche. Allí, durante un mes, Anne se ocupó de todas las necesidades de Helén, y Helen le permitió que la tomara en su regazo, la acariciara y durmiera con ella en la misma cama. El resultado fue que Helen pudo reanudar lo que había dejado al enfermar: empezó de nuevo a sentir lo que un ser humano podía significar, lo que podía ofrecerle, así que intentó comunicarse con Anne. Por casualidad, la primera palabra que Helen comprendió y trató de decir fue «agua». Con esto no quiero decir que hubiera podido ser cualquier otra. Tenía que ser una palabra de gran significación emocional, o algo de gran importancia para ella, un juguete querido, una comida esencial, una persona querida. (Por

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esta razón, la primera palabra de la mayoría de los niños es «mamá» o «papá».) Helen no sabía que la vida comenzó en el agua, que la vida no es posible sin el agua. Sin embargo, inició su intento por comprender el mundo respondiendo al signo del alimento más importante, y esto fue posible cuando le deletrearon el signo en una mano mientras con la otra tocaba lo que significaba el signo; el sentido del tacto permitió a Helen entrar «en con-tacto» con la realidad. La ge­ nialidad de Anne fue saber todo esto, aunque de un modo oscuro o inconsciente, a partir de su propia experiencia. Recordar que ella misma estuvo casi ciega du­ rante cierto tiempo y tuvo que confiar en su sentido del tacto debió de ayudarla, sin duda, a comunicarse con Helen. Si la genialidad de Anne consistió en recordar sus experiencias infantiles y aplicarlas a una primera «toma de con-tacto» y más tarde a la enseñanza de He­ len, la genialidad de Helen residió en su gran ansia de conocimiento, su entu­ siasmo por aprender palabras una vez descubierto un universo de significantes, y su determinación, a pesar de su ceguera y su sordera, a construir una semblanza del mundo a partir de los significantes. Helen nunca se cansaba de aprender, pa­ recía una adicción. De repente, el mundo de las palabras, los conceptos, las ideas, se abrió ante ella como por encanto, ^prendió cientos de palabras en pocas se­ manas, aprendió a leerlas cuando las deletreaban en su mano y a volverlas a de­ letrear en la mano de Anne. Se necesitan años para enseñar a un niño corriente a leer y deletrear un nú­ mero limitado de palabras, todas mucho más sencillas que las que Helen domi­ nó tan ansiosa y rápidamente. Quizás eso nos dé una lección sobre la educación de los niños. Quizás en lo relativo al conocimiento académico, debemos dejar que el niño siga sus propias inclinaciones durante unos años; su intelecto estará mucho más preparado para sumergirse en el pensamiento abstracto después de satisfacer experiencias concretas elegidas por él mismo. Seguro que Anne lo creyó así. «Todo niño empieza la vida como una criaturita ávida -decía-, siem­ pre haciendo algo, siempre intentando conseguir algo que ansia... Nuestro siste­ ma educacional desperdicia este sano entusiasmo ... Nuestras escuelas ... matan la imaginación en flor. Arrancan los ideales creativos de la infancia e implantan en su lugar ideales inútiles ... Este espléndido sustrato del niño tiene mayor im­ portancia que las buenas notas, aunque el sistema hace que los alumnos valoren las notas más que el conocimiento.» Helen aprendió muy rápido, una vez que tuvo acceso al mundo de las palabras. Toda su vida siguió aprendiendo; leía vorazmente todo lo que podía conseguir en Braille. Todo ello a pesar de que desde los diecinueve meses hasta que tenía casi siete años no había podido tener acceso a ningún conocimiento intelectual. Su an­ sia de saber la llevó hasta Radcliffe y más allá, y a pesar de sus limitaciones (se comprobó que su inteligencia e incluso su sentido del tacto no pasaban del prome­ dio), su uso de las palabras y de su inteligencia consiguió maravillar al mundo. Helen Keller dedicó su vida a trabajar para los ciegos-sordos. Aunque reali­ zó la mayoría de su trabajo para la American Foundation for the Blind y bajo

146 El peso de una vida sus auspicios, su mayor interés eran aquellos que están tan aislados del mundo que deben confiar en otros para adquirir conocimientos, como a ella le ocurrió. Sus múltiples logros fueron posibles gracias a Anne, pero también a la adoración del mundo. Helen necesitaba ese respaldo. Por eso viajaba incesantemente por todo el mundo, nunca se cansaba de conocer gente, y trabajaba tanto que habría extenuado a cualquiera. Continuó haciéndolo en su vejez. ¿Por qué recibió tan extraordinaria adoración? ¿Por qué todos la querían, la aplaudían? ¿Por qué, a pesar de todo, de esos millones de personas, casi nadie intentó hacerse su amigo? En realidad, aquellos que tanto la admiraban y la ayudaban -que eran muchosevitaban hacerse cargo de ella, dedicar su tiempo a esa persona maravillosa, dele­ trear el mundo en su mano. Sólo una Maestra lo hizo y nadie más. Tras la muerte de Anne, Polly Thomson, que intentó ocupar el lugar de la Maestra, poco pudo hacer por Helen, lo cual sólo hizo a Polly más posesiva, para perjuicio de Helen. El mundo se deshacía en elogios a Helen porque ella mantenía en pie la ilu­ sión de que se puede llevar una vida completa y feliz aunque se sea ciego y sor­ do. Nos gusta engañamos a nosotros mismos diciendo que quienes tienen serios impedimentos no están excluidos de la vida, y por tanto no les debemos una compasión que exceda las palabras, pero obras son amores y no buenas razones. Anne quiso que Helen tuviera una vida plena a través de ella, e intentó cumplir este deseo a expensas de su propia vida. Anne dio a Helen la fortaleza para lle­ var adelante la ficción de una vida propia y esta ficción nos libró a nosotros, el público, de nuestra obligación de velar por nuestra hermana impedida. Por eso Helen fue admirada y querida..., desde lejos. Sus actos públicos, la agudeza de su ingenio, su sentido del humor, nos permitían olvidar su terrible sufrimiento. Como Helen nunca pudo realmente ser una persona autosuficiente, por mu­ cho que lo pretendiera para nuestro provecho, Anne siempre fue su «Maestra». Helen jamás superó el estadio de alumna. Simulando llevar una vida plena, simulando que a través del tacto sabía cómo era una escultura, las flores o los árboles, que mediante las palabras de otros sabía cómo era el cielo o las nubes, simulando que podía oír la música sintiendo las vibraciones de los instrumentos musicales, no engañaba ni a su maestra ni a sí misma. Pero la amamos porque nos permitía ser indulgentes con nosotros mismos imaginando que quienes pa­ decen terribles incapacidades no sufren horriblemente en todo momento de sus vidas. Y nos engañamos porque nos angustia que podamos perder la facultad de oír o ver. Las ficciones de Helen nos convencen de que no debe ser tan horrible. Por eso la querían, además de la admiración que bien se merecía por su valor y su determinación de labrarse una vida más provechosa. No engañaba a nadie. Algunos reconocieron la terrible soledad en la que vi­ vió Helen. Will Cressy, que escribía una columna de celebridades para el New York Star, dijo: Nunca he conocido a nadie que me atrajera y fascinara más que Helen Keller... La veo haciendo cualquier cosa. En cierto modo, nunca he olvidado la sensación

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de Helen sentada en esa celda de acero, sola, en silencio total y absoluta oscu­ ridad, alargando las manos para entrar en contacto con el mundo, que debía parecerle tan lejos de ella. Me he sentado en su habitación y la he observado esperar, tan paciente y sin embargo tan ansiosa de que le dijeran lo que estaba ocurriendo, lo que se estaba diciendo y haciendo. Sus manos buscaban continuamente los labios de Miss Sullivan para saber si estaba hablando. O sus manos volaban hacia las de Miss Sullivan para deletrearle alguna pregunta. Allí sentada, en su invisible celda de acero.

Por fin, a los setenta y siete años Helen se permitió decir públicamente: «Na­ die conoce -ni puede conocer- las amargas barreras de la limitación mejor que yo. No me engaño sobre mi situación. No es cierto que no sienta tristeza ni me rebele, pero hace mucho tiempo tomé la determinación de no lamentarme. Los que están mortalmente heridos deben esforzarse por vivir sus días alegremente para el bien de los demás». No estoy seguro de que Helen nos haya hecho algún favor ocultándonos la aflicción que escondía su habilísima demostración de alegría. Quizás el libro de Joseph Lash nos ayude a no imponer a los gravemente impedidos semejante vida de engaño y a permitirles que griten la verdad de su sufrimiento. Ese libro nos ayuda a aceptar que, aunque quizás existan hacedores de milagros, los mila­ gros no existen, y el mundo está lleno de seres humanos que sufren y necesitan desesperadamente nuestra aceptación y nuestra ayuda.

Niños salvajes y niños autistas*

n la ciencia, más que en ningún otro campo del esfuerzo humano, la en­ mienda de un error muy difundido suele contribuir más a la solución de un espinoso problema que cualquier descubrimiento o nueva teoría, pues las ideas erróneas impiden el buen uso del conocimiento veraz del que disponemos. «The Wolf Boy of Agrá» del profesor Ogbum, que desmiente el supuesto origen sal­ vaje del niño Parasram, es buen ejemplo de ello. Durante años, debido a mi ex­ periencia con niños autistas profundos, me he convencido de que los denomina­ dos niños salvajes eran en realidad niños que padecían la forma más grave de autismo infantil, aunque algunos de ellos eran deficientes mentales, como podía ser el caso del niño salvaje de Aveyron.1 Los niños que sufren un autismo infantil temprano son incapaces de relacio­ narse del modo habitual con personas y situaciones, desde el inicio de su vida. Su aislamiento extremo les cierra las puertas al exterior. Algunos adquieren la facultad de hablar, mientras que otros siguen mudos, pero en ningún caso em­ plean el lenguaje para transmitir significados a los demás. El comportamiento general del niño autista está gobernado por un angustioso y obsesivo deseo de preservar su identidad. En cambio, la expresión «niño salvaje» no es un diagnóstico concreto, sino

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* En la década 1940 dos publicaciones despertaron el interés mundial, sobre todo entre los psi­ cólogos infantiles, diciendo que en la India se había descubierto a dos niñas, Amala y Kamala, cria­ das por lobos. Ello resucitó una antigua creencia en los «niños lobo». En Occidente al contar con la autoridad de Gesell el cuento cobró importancia, pues parecía confirmar ciertos principios del conductismo. Cuando una década más tarde se informó que en la India se había encontrado otro niño lobo, Parasram, William Fielding Ogbum de la Universidad de Chicago investigó los hechos y des­ cubrió que las pretensiones eran falsas. Su informe se tituló «The Wolf Boy of Agrá» y apareció a la vez que mi ensayo «Niños salvajes y niños autistas» en marzo de 1959, en el American Journal o/Sociology. Desde ese momento no se han hecho más descubrimientos de niños pretendidamente criados por animales, de modo que esperamos que estas dos publicaciones tengan éxito y pongan fin a un an­ tiguo mito. Sin embargo, la idea de los niños lobo es muy persistente, y las razones por las que la gen­ te cree en ella son interesantes, de modo que la reedición de este artículo parece justificada. 1. J. M. C. Itard, The WildBoy of Aveyron, Century, Nueva York, 1932.

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que denota vagamente a un niño muy indómito y/o a aquellos supuestamente criados por animales. A partir de los relatos históricos de la mayoría de los ni­ ños así calificados, no puede establecerse un diagnóstico. Pero cuanto más deta­ llados son los relatos, más claramente parecen describir a niños autistas. Por fortuna, en el caso de las dos famosas «niñas lobo» de Midnapore,2Amala y Kamala, se ha publicado una descripción muy detallada del comportamiento de la niña mayor y de las etapas de su recuperación parcial. La historia de la conducta de estas niñas es muy similar a nuestras experien­ cias con niños autistas en la Escuela Ortogénica Sonia Shankman, una escuela experimental de la Universidad de Chicago dedicada a la educación y al trata­ miento de los niños con severos trastornos. Estos niños nunca han vivido en compañía de animales salvajes y fueron criados por seres humanos. Las seme­ janzas son tantas y tan inequívocas que no cabe más conclusión que las dos «ni­ ñas lobo» también padecían de un autismo infantil profundo, totalmente expli­ cable sin recurrir a la historia de que fueron criadas por animales. No dudo de la veracidad de la descripción del reverendo Singhs sobre la conducta y el desarro­ llo de las «niñas lobo», tan familiar para aquellos que hemos vivido con niños autistas. De hecho, yo estaba quizás más predispuesto que nadie a creer en la exactitud de su relato, y por eso caí en la equivocación de creer su historia del hallazgo. Pero tras leer el informe de Ogbum algún tiempo después de los relatos de Singh, de repente se me cayó la venda de los ojos y lo vi todo claro: el relato de Singh de su estrecha asociación con las niñas podía ser, y creo que era, total­ mente correcto, pero su interpretación del origen de sus comportamientos -que habían sido criadas por lobos- era falsa. Se dejó llevar por la imaginación con respecto al único hecho que sostiene o destruye su interpretación: las circuns­ tancias en que las niñas fueron halladas. Singh relata que, al expulsar a tres lobos adultos del hueco de un «termitero tan alto como un edificio de dos pisos», se encontró con «dos lobeznos y esas otras dos criaturas horribles, acurrucados los cuatro en un rincón». Sin embargo, cuando le preguntaron: «¿Suelen los lobos habitar en termiteros abandonados?», Singh respondió que «ese era el único ter­ mitero habitado por lobos de que hubiera noticia». Es fácil analizarlo retrospectivamente. Ahora distingo el paralelismo entre la historia de Singh del hallazgo de las niñas y las locas fantasías que en la Escue­ la Ortogénica barajábamos sobre el pasado de los niños autistas cuando los co­ nocíamos por primera vez. Nuestras especulaciones se originaban en parte en nuestros intentos por encontrar explicaciones emocionalmente aceptables a una conducta casi inexplicable y del todo inaceptable. Más tarde, reconocimos que esta especulación tenía su origen en dos necesidades psicológicas nuestras como personas que trabajan con niños muy difíciles. Primero, nuestra reticencia 2. J. A. L. Singh y R. M. Zingg, WolfChildren and Feral Man, Harper & Bros., Nueva York, 1940, y A. Gesell, WolfChild and Human Child, Harper & Bros., Nueva York, 1940.

150 El peso de una vida a admitir que esas criaturas que parecían animales podían tener un pasado pare­ cido al nuestro (el mismo narcisismo que rechazaba la teoría de la evolución). En segundo lugar, satisfacía nuestra necesidad de comprender y explicar el comportamiento de estos niños, pues cuanto más raro y menos aceptable es un fenómeno, mayor es nuestra necesidad narcisista de una explicación. Quizás también, cuanto más repulsivo era su comportamiento, menos deseábamos pen­ sar en él, atribuyéndolo a una reacción emocional o alguna cosa igual de simple que no requiriera mayor reflexión.3 En la historia de Amala y Kamala, la excepcionalidad de la conducta de las niñas y la exactitud del relato de Singh parecían demostrar que decía la verdad en todo lo demás: en su historia sobre las circunstancias en que las encontró y en su interpretación de que el comportamiento de las niñas se debía a su convi­ vencia con lobos, y sólo así se podía explicar. El mecanismo que ocupaba aquí era, al parecer, el de la mente racional, que al principio rechazaba la historia, casi increíble, de la conducta de Kamala, y que resultó ser un instrumento poco fidedigno, pues el relato era cierto. En lo relativo a esas historias se silenciaba la voz crítica de la mente racional y por tanto daba crédito a todo el relato. En la Escuela Ortogénica eso no nos sorprendió. Muchas veces, al describir la conducta de ciertos niños autistas profundos -cómo orinaban y defecaban sin más consciencia de ello que cuando caminaban o correteaban; su intolerancia a la ropa, y de ahí su desnudez; su incapacidad para hablar y que sólo emitieran gemidos y aullidos; su ingestión sólo de alimentos crudos; sus mordiscos fre­ cuentes y tan fuertes que a menudo requeríamos tratamiento médico-, hasta las personas muy familiarizadas con niños perturbados reaccionaban con educada, o no tan educada, incredulidad. Pero más tarde, cuando conocían a los niños, sus dudas se convertían en absoluta fe, y entonces habrían aceptado de buen grado todo lo que les contásemos sobre los niños y su pasado. Gracias a la investigación de Ogbum sabemos que a Parasram no le encon­ traron en compañía de lobos. Por tanto, tenemos una buena razón para dudar de que Amala y Kamala fueran halladas entre lobos. Pero, así como es cierto que encontraron a Parasram en estado salvaje, no hay motivo para dudar de que Ama­ la y Kamala fueran halladas viviendo en estado salvaje en la jungla. ¿Cómo pudieron sobrevivir estas niñas solas en la jungla?, ¿cómo se perdie­ ron? Dada mi experiencia con niños autistas, creo que las niñas salvajes no ha­ brían sobrevivido mucho tiempo por cuenta propia, a pesar de la clemencia del clima de la India. Ni su aspecto montaraz ni la carencia de ropa ni «la asquerosa maraña de pelo»4 demuestran que llevaran mucho tiempo perdidas: algunos de nuestros niños autistas insisten en conservar su aspecto salvaje durante meses. 3. Ciertos años durante la segunda guerra mundial, dado que se comportaban de modo tan in­ humano, los nacionalsocialistas alemanes fueron considerados subhumanos y las teorías que defen­ dían que los nazis eran locos hallaron gran aceptación y fueron defendidas por algunos psiquiatras. 4. Singh y Zingg, op. cit., p. 18.

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En cuestión de minutos pueden arrancarse la ropa. Incluso después de llevar años con nosotros, una niña autista bien peinada podía convertir su pelo en una «asquerosa maraña», amasada con saliva, restos de cómida, porquería e infini­ dad de cosas. Una de nuestras niñas autistas ocultó su rostro durante meses tras semejante cortina de pelo. Ogbum conjeturaba que las niñas indias podían haberse perdido, ser defi­ cientes mentales o las hijas abandonadas de prostitutas. Son explicaciones tan plausibles como cualquier otra. Mi hipótesis es que fueron emocionalmente, y quizás también físicamente, abandonadas. En el informe de las dos niñas de Midnapore el obispo H. Pakenham-Walsh nos dice: «Los pueblos muy primiti­ vos que habitan en la zona donde fueron halladas las niñas, que no son bengalíes, con bastante frecuencia abandonan a sus hijos recién nacidos».5Si esa gen­ te solía abandonar o repudiar a los bebés normales, ¿tan improbable es que tam­ bién abandonasen a niños mayores que se comportaban como bebés (tal como hacen los niños autistas) o a los niños que les parecían extraordinariamente anormales? Además, ¿qué edad tienen estos «hijos recién nacidos»? ¿A qué edad se deja normalmente de abandonar a los niños? Todas estas preguntas que­ daban en el aire en el relato de Amala y Kamala.6 Nuestra experiencia nos indica que quizás las niñas en cuestión resultaban por algún motivo inaceptables para sus padres. Esta es la característica de todos los niños autistas, no importa su edad; los padres se las arreglan para deshacerse de ellos ingresándolos en una institución (como hoy ocurre en los Estados Uni­ dos) o abandonándolos a su suerte en el bosque, o, la explicación más probable en este caso, no yendo a buscarlos cuando se escapan. En nuestra experiencia con padres de niños autistas, muchos de los cuales son personas de clase media, buenas y con educación, no cabe duda de que en lo más profundo de su ser desean desembarazarse de estos niños totalmente incon­ trolables. Por supuesto, no pueden afrontar tales deseos de un modo consciente ni ponerlos en práctica debido a las exigencias de su conciencia, al comporta­ miento que se espera de los padres en los Estados Unidos y a la práctica imposi­ bilidad de que un niño ande siempre perdido en nuestras ciudades. Pero, en Nor­ teamérica, pocos padres de niños autistas del siglo xx, conscientes de la vigilan­ cia que requieren, no han experimentado con relativa frecuencia la pérdida de sus hijos entre los tres y los cuatro años. Por tanto, es razonable suponer que, en condiciones de vida más primitivas, debe ser más fácil para tales niños separar­ se de sus padres. Pero, ¿qué inspira la creencia de que existen niños salvajes en general y ni­ ños lobo en particular? En primer lugar, los niños así clasificados no son mudos, pero no hablan; y el lenguaje, más que cualquier otra cosa, distingue a los huma­ 5. Ibid., p. xxvi. 6. Mientras que Parkenham-Walsh, que conocía la zona, hablaba de «hijos recién nacidos», R. R. Gates, en sus comentarios introductorios al informe de las niñas lobo, menciona que zonas de la jungla de la India «aún se abandona de vez en cuando a las hijas» {ibid., p. xra).

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nos de los animales. Los animales no pueden hablar; luego se supone que estos niños tienen algo en común con los animales. En segundo lugar, todos los niños normales, incluso los deficientes mentales, necesitan que los humanos se ocu­ pen de ellos, pero estos niños rehuyen la compañía de los humanos. En tercer lu­ gar, algunos de estos niños son feroces en sus ataques a los demás, para lo que utilizan uñas y dientes, como los animales. Aparte de esto, sólo puedo ofrecer una hipótesis sobre los niños salvajes. Por ejemplo, si la gente de la región don­ de se halló a las dos niñas de Midnapore creía en la transmigración de las al­ mas y se enfrentaron al comportamiento de las dos niñas, es posible que creye­ ran que estas niñas habían sido lobos en una reencarnación anterior, o que su reencarnación actual fuera medio lobuna, medio humana. El reverendo Singh no podía aceptar tales creencias, pero quizás formaban parte de su pensamiento innato antes de entrar en el Bishop’s College de Calcuta. Ya he indicado el papel que cabe al narcisismo humano en la credibilidad de las historias de los niños salvajes. Mientras pudimos creer que los locos estaban poseídos por fantasmas o demonios, su «salvajismo» era un golpe menos duro a nuestra imagen como seres humanos. Pero, en esta época científica, los orígenes del comportamiento subhumano y casi animal de estos niños ya no puede bus­ carse en el mundo de los espíritus. En estos tiempos de la razón, creemos que el entorno del niño es la fuente de su comportamiento. Pero su salvajismo, su total retraimiento, su «hostilidad», su violencia, su comportamiento inhumano, casi animal, nos superan y exceden los intentos de aproximación racional, y, a pesar de nuestro conocimiento, también sentimos la tentación de creer que están poseí­ dos, que son «animales». Citaré una reacción típica ante un ejemplo bastante moderado de comportamiento semejante, exhibido por Anna, una de nuestras niñas salvajes: «Mientras observaba su continua aplicación de saliva a todas las partes de su cuerpo, su mordisqueo de los dedos de los pies, pensé “Es un ani­ mal lavándose destructivamente”». La solución más fácil al problema de su comportamiento es creerlo el resultado de una crianza animal. Existen otras razones más específicas para la comparación de estos niños autistas, gravemente trastornados, con animales. Al cabo de un año en la Escue­ la Ortogénica, un solo miembro del equipo requirió asistencia médica más de una docena de veces debido a los mordiscos de Anna. Allí todos los niños ense­ ñan regularmente los dientes cuando están enfadados o furiosos. También es algo diferente, y recuerda a los animales, su merodeo durante la noche, en agudo con­ traste con su tranquilo retraimiento en un rincón durante el día. Cuando por fin pudimos establecer contacto con una de estas niñas, llegó a aceptar el contacto humano sólo si su instructor favorito deambulaba por el edificio con ella algu­ nas horas por la noche. Y sólo entonces aceptaba comida de nosotros. Estos niños tienen debilidad por los alimentos crudos, en particular por las verduras. Algunos harían lo que fuera por una cebolla, una lechuga o alimentos por el estilo, y estallan en violentas rabietas si no los consiguen inmediatamen­ te. Otros chupan sal durante horas, pero sólo de sus propias manos. Otros se

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construyen refugios en rincones oscuros o armarios y no duermen en ningún otro lugar, prefiriendo pasar todo el día y toda la noche allí. Otros se construyen cuevas con sábanas, colchones y otros objetos apropiados. No permiten que los toquemos ni que toquemos sus habitáculos, y al menos dos de ellos sólo comen si pueden llevarse la comida a sus cuevas o cabañas, donde la ingieren sin ayuda de ningún utensilio. Algunos de estos niños, al ver animales responden como si hubieran encon­ trado a un amigo querido y largo tiempo perdido. Por ejemplo, una niña se exci­ tó extraordinariamente al ver un perro, sintió un fuerte deseo de correr hacia él y gritó o aulló como un animal, en concreto como un lobo. Se puso a cuatro patas, saltaba como un perro con su cabeza gacha y hacía gestos amenazadores de morder. De haber creído en el origen salvaje de esta niña -cuya vida, a propósi­ to, conocíamos muy bien-, quizás habríamos pensado que, al ver a esa criatura lobuna, recordaba sus felices épocas entre los lobos y regresaba a lo que había aprendido de ellos. Podría decirse que las semejanzas entre el comportamiento de algunos de nuestros niños autistas y el de los niños salvajes que se describen en la literatura son semejanzas superficiales, fruto de la casualidad, y que una inspección más detallada revelaría importantes diferencias. Para decidir si Amala y Kamala eran niñas autistas, debemos determinar si presentan todas las características tí­ picas del comportamiento de nuestros niños autistas y del autismo infantil refle­ jado en la literatura científica. En su descripción de la conducta de las niñas, Singh afirma que lo más ca­ racterístico de las dos niñas lobo era, en primer lugar, lo que denominaba su ais­ lamiento, y en segundo, su timidez o miedo: La presencia de otros en la habitación les impedía hacer nada, ni siquiera me­ near la cabeza en una u otra dirección, moverse un poco, cambiar de lugar o darse la vuelta. Incluso que las mirasen les resultaba intolerable. Querían estar solas y rehuían la sociedad humana. Si nos acercábamos, hacían muecas y a veces nos enseñaban los dientes, como si no tolerasen nuestro contacto ni nuestra compa­ ñía. Esto ocurría todo el tiempo, incluso de noche ... Durante casi tres meses ... existió un completo extrañamiento y disgusto no sólo por nosotros, sino por habi­ tar entre nosotros, por el bullicio y la diversión, en resumen, por todo lo humano.7

Un psicoanalista infantil describió lo que consideraba más peculiar de una de sus niñas autistas de diez años: «El rasgo más general de su comportamiento es su reacción de pánico incontrolable a la más mínima interferencia del exte­ rior, a veces desatado sin un motivo externo visible». Ese es el comportamiento típico de todos los niños autistas. Pero, ¿cómo lo explican Singh y Zingg? Según ellos, el retraimiento del mundo circundante se debía a lo siguiente: 7.

Ibid., pp.

15-16.

154 El peso de una vida Tras su rescate y posterior captura buscaban a los lobeznos y a los lobos. Era evidente que deseaban su compañía y su proximidad, pero como no podían en­ contrarlos aquí, se negaban a mezclarse con los niños o con nadie ... No podían encontrar a sus compañeros de la jungla, no podían merodear con los lobos, añoraban su cómoda hura y no podían comer carne ni leche. En conse­ cuencia, la imagen de su antiguo entorno pesaba de modo opresivo en sus mentes y su idea era recuperar su antigua residencia y compañía. Este hecho las hacía contemplativas y hurañas.8

Pero ¿Cómo podía ser «evidente que deseaban» la compañía de lobos? o ¿cómo deducían que «la imagen de su antiguo entorno pesaba de modo opre­ sivo en sus mentes» y que «añoraban su cómoda hura»? Los niños auristas que hemos rehabilitado con éxito hasta el punto de que han podido hablamos de su pasado autista sólo tenían una vaga noción de las fantasías que ocupa­ ban sus mentes durante el estado de total aislamiento. Ciertamente podemos decir que quienes habían sido mudos durante largo tiempo y más tarde pudie­ ron reflexionar sobre ello, sólo recuerdan haber atravesado vagos estados de terror, interrumpidos por fantasías igualmente vagas, carentes de contenido, que los expertos han caliñcado de «fantasías de reunión oral». Pero incluso esta última explicación dota de un contenido demasiado concreto a lo que son lagunas y estados vagos básicamente carentes de contenido y retraimien­ to a las relaciones con el entorno, o intervalos de relativa comodidad o inco­ modidad. Las descripciones de Singh -aunque fidedignas- están tan imbuidas de sus convicciones sobre el pasado de las niñas salvajes que me gustaría, antes de compararlas con nuestras experiencias y con la literatura científica, citar el relato del otro único testigo presencial del comportamiento de Kamala, porque es más conciso y menos dado a especulaciones. El obispo PakenhamWalsh nos da una excelente descripción de la conducta de Kamala cuando se le calculaban catorce años (unos seis después de ser encontrada). En aparien­ cia, era la persona, si no más inteligente, de más educación de quienes la vieron. Dice así: Cuando vi a Kamala, hablaba bastante clara e inteligiblemente unas treinta palabras; cuando le pedían que dijera qué era cierto objeto, lo nombraba, pero nunca empleaba las palabras espontáneamente. Por ejemplo, nunca pedía lo que deseaba nombrándolo, sino que pacientemente esperaba a que la señora Singh le preguntara, una a una, si era tal o cual cosa la que deseaba, y cuando la nombraba ella asentía. Tenía una sonrisa muy dulce cuando le hablaban, pero inmediata­ mente después su rostro adoptaba una expresión de estupidez; y si se la dejaba sola, se retiraba al rincón más oscuro, se acurrucaba y permanecía de cara a la pa­ red, absolutamente aletargada y con el rostro en blanco. Sentía afecto por la seño­ ra Singh y, cuando yo la vi, era muy obediente a sus órdenes. No le interesaba 8. Ibid., pp. 15-17.

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nada ni temía nada, ni le importaban los demás niños, ni sus juegos. Caminaba er­ guida, pero no podía correr. La vi al cabo de dos años [cuando debía de tener dieciséis] y excepto que ha­ bía aprendido muchas más palabras, no percibí ningún cambio mental.9

En los últimos años he tratado al menos diecinueve niños en la Escuela Orto­ génica cuyo diagnóstico era precisamente autismo infantil. Hemos convivido con ellos un año, y con la mayoría varios años. Si un hombre inteligente y profano como Pakenham-Walsh los hubiera observado en el primer año (y a muchos du­ rante el segundo o tercer año) que pasaban con nosotros, durante un período de tiempo comparable al que pasó con Kamala, su descripción habría sido exacta a la de esta «niña lobo». En la actualidad, tenemos doce niños autistas, diez de los cua­ les, durante un año o dos, presentaban el mismo comportamiento, aunque la ma­ yoría realizó notables avances intelectuales. Tres de los niños que han pasado con nosotros menos de dos años están ahora en el estadio de conducta descrito por Pa­ kenham-Walsh al ver a Kamala a los catorce años; un cuarto niño aún no lo ha al­ canzado, pues todavía no ha dicho una sola palabra. Lleva con nosotros un año. Es interesante que dos de los niños dijeran sus primeras palabras después de un año con nosotros; se parece a lo que se relata de Kamala, que dijo sus prime­ ras palabras tras trece meses, cuando empezó a «balbucear como un bebé».10 Según nuestra experiencia y según la descripción de Pakenham-Walsh, dudo que balbuceara como un bebé, pues eso es el resultado de un esfuerzo voluntario y de un juego placentero con la vocalización primero y con la verbalización des­ pués. Estos niños autistas, incluso tras adquirir la facultad de decir unas pocas palabras -o quizás, debería decir, cuando superan su reticencia a aventurar unas pocas palabras- prefieren no emplearlas y dejar que nosotros las digamos por ellos, como se observó en Kamala al cabo de seis años. La tímida, titubeante y a menudo ecolálica pronunciación de palabras preferiblemente cortas y aisladas que caracteriza el habla de los niños autistas es muy diferente de la que surge del feliz parloteo corriente de los bebés. También contrastan con los niños normales los agudos y salvajes gritos de los niños autistas que les hacen apenas audibles, una enunciación difícil de palabras aisladas que parece deberse, aunque sea mí­ nimamente, al deseo positivo de hablar. Tal como se describe, el comportamiento de Kamala es el típico de los niños que sufren autismo infantil, como lo presenta la literatura científica. En su des­ cripción clásica de esta enfermedad, Kanner y Mahler11 afirman que el rasgo 9. Ibid., p. xxvi. 10. Ibid., p. 121. 11. L. Kanner, «Autistic Disturbances of Affective Contact», Nervous Child, II (1942-1943),' pp. 217-250; «Early Infantile Autism», Journal o f Pediatris, XXV (1944), pp. 212-217; Child Psychatry, Charles C. Thomas, Springfield, DI., 1948, pp. 716-729; «Early Infantile Autism», Ame­ rican Journal of Orthopsychiatry, XIX (1949), pp. 416-426; M. Mahler, «On Child Psychosis and Schizophrenia», Psychoanalytic Study ofthe Child, VII (1952), pp. 286-303; y M. Mahler y G. Gosliner, «On Symbiotic Child Psychosis», Psychoanalytic Study ofthe Child, X (1955), pp. 195-211.

156 El peso de una vida más característico del autismo infantil es un profundo rechazo del contacto con la gente, un deseo obsesivo de preservar su identidad, que nadie más que el niño en raras ocasiones puede alterar, y cuando lo hace presenta una expresión inteli­ gente y absorta. Otra característica es el mutismo o un tipo de lenguaje aparen­ temente no destinado a la comunicación. El niño es incapaz de relacionarse con la gente y con las situaciones desde el principio de su vida, se le califica de autosuficiente, actúa como si la gente no existiera y da la impresión de una callada sabiduría. El primer caso de Kanner, Donald, a los cinco años demostró «una abstrac­ ción de mente que le hacía totalmente insensible a todo lo que le rodeaba. Pare­ cía estar siempre pensando, y captar su atención requería romper una barrera mental entre su consciencia interior y el mundo exterior».12Se parece al acurrucamiento de Kamala en un rincón durante horas, como si meditara sobre un gra­ ve problema, tan indiferente a lo que ocurría que nada podía atraer su atención.13 En el «caso 9» de Kanner «lo más impresionante es su indiferencia e inacce­ sibilidad. Camina como en la sombra, vive en un mundo propio con el que no se puede establecer contacto. Carece de sentido de la relación con las personas. Atravesó una fase en la que repetía lo que decía otra persona; nunca ofrece nada de sí mismo. Toda su conversación es una réplica de lo que se le ha dicho».14Es sorprendente el parecido entre el retraimiento y la timidez de las niñas lobo, y el hecho de que este niño nunca hablase espontáneamente lo asemeja a la descrip­ ción de Kamala que hace Pakenham-Walsh. Podría parecer que ciertos rasgos específicos de la conducta de Kamala (Amala era mucho más pequeña y murió tan pronto que Singh hace pocas refe­ rencias a ella) son tan distintos de la conducta de los niños autistas como para justificar la creencia de Singh en su etiología salvaje. Para dilucidar si es así, he realizado un extenso análisis de la conducta de las «niñas lobo». Entre las des­ cripciones de Singh, sólo nos extraña un punto cuya explicación se atribuye re­ petidas veces a su experiencia de la vida salvaje y sólo a ella. Es también el úni­ co en el que no podemos establecer paralelismo con los niños autistas de la Es­ cuela Ortogénica. Se trata de la incapacidad de Amala y Kamala para caminar erguidas cuando las encontraron por primera vez. Aunque algunos de nuestros niños autistas han preferido gatear durante cierto tiempo, y otros durante mucho tiempo caminaron sólo agachados, ninguno era en realidad incapaz de andar er­ guido cuando lo conocimos. Sin embargo, algunos hechos del relato de Singh sobre la vida de las niñas bastarían para explicar este fenómeno. Una vez capturadas, las metieron en «una empalizada hecha con largos postes, que les impedía salir. La superficie del re­ cinto era de dos metros y medio por dos metros y medio». Singh las dejó en ese 12. Kanner, «Autistic Disturbances», p. 218. 13. Singh y Zingg, op. cit,, p. 15. 14. Kanner, «Autistic Disturbances», p. 238.

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limitado cautiverio y cuando volvió al cabo de cinco días se encontró con que sus cuidadores las habían abandonado sin comida ni bebida. «La situación [era] muy crítica... las niñas yacían sobre sus propios excrementos, esforzándose por sobrevivir al hambre, la sed y el miedo. Alimentarlas fue un problema. No que­ rían aceptar nada en la boca». Por fin, logró que chuparan té impregnado en una mecha, como si fueran bebés. Antes de que a las niñas les diese tiempo a recu­ perarse, emprendieron un viaje de ciento veinte kilómetros, que duró siete días, durante el cual fueron transportadas en una traqueteante carreta de bueyes, de modo que pasaron otros siete u ocho días en su exigua prisión. Cuando llegaron a Midnapore, «estaban tan débiles y demacradas que no podían moverse». Si les sucediera esto a algunos de nuestros niños autistas, creemos que la completa y prolongada privación de comida, bebida y posibilidad de movimien­ to bastaría para explicar la total regresión al infantilismo, que supondría no an­ dar y sólo ser capaces de chupar. La mayoría de descripciones que tenemos del modo de andar de las niñas indias se refieren a la época de su llegada a Midna­ pore. En una anotación fechada veinte días más tarde (es decir, el 24 de noviem­ bre de 1920), Singh menciona «grandes callos en la rodilla y en la palma de la mano cerca de la muñeca, que se les han formado por caminar a cuatro patas». Las heridas sanaron pero sólo «el diecinueve de diciembre fueron capaces de moverse un poco, gateando».15 Así pues, no se observó ningún movimiento en Amala ni en Kamala desde su captura hasta unos sesenta y dos días más tarde, cuando empezaron a gatear como niñas pequeñas normales, un tipo de comportamiento del todo explicable, dada la profunda regresión experimentada en todos los demás aspectos. Atribuir el hecho de que las niñas caminaran a cuatro patas a su convivencia entre lobos es pura conjetura.16 Me parece más razonable suponer que camina­ ban a cuatro patas debido a su regresión al estadio gateador, como observamos con frecuencia en algunos de nuestros niños autistas. Una característica de las «niñas lobo» achacada a su pasado salvaje es que sus ojos estaban muy abiertos de noche, como los de un gato o un perro. Tam­ bién se nos dice que podían ver mejor de noche que de día, aunque ningún exa­ men objetivo demuestra dicha afirmación. Se consigna esta rara actividad de la visión el día 20 de diciembre, un día después de que gatearan por primera vez, cuando acababan de salir de la total inmovilidad y de la debilidad extrema.17No acierto a comprender cómo podía estar Singh seguro de que veían mejor de no­ che que de día, en un momento en que apenas podían moverse ni hacer ninguna otra cosa. 15. Singh y Zingg, op. cit., pp. 8-12. 16. R. R. Gates, en una nota a pie de página a la descripción del gateo de los niños, menciona que A. Hrdlicka en su libro Children Who Run on All Fours, publicado en 1931, reunió 387 casos, la mayoría niños blancos de padres civilizados. Esto sugiere que gatear no es única ni necesariamente debido a una crianza salvaje (cf. Singh y Zingg, op. cit., p. 13). 17. Singh y Zingg, op. cit., p. 22.

158 El peso de una vida Otra facultad vinculada a su pasado salvaje es su capacidad para oler alimen­ tos o cualquier otra cosa a gran distancia, como los animales. Quienes hayan tra­ bajado con niños psicóticos y los hayan examinado con detención habrán obser­ vado un extraño hiperdesarrollo de los sentidos del olfato y el tacto, en constraste con prolongados períodos de insensibilidad a la visión. La audición suele ocupar una posición intermedia, en ocasiones se bloquea y otras veces, o en otros casos, se incrementa. En general, los niños psicóticos están dotados de los senti­ dos de proximidad (el tacto y el olfato) y distancia (audición y visión) de modo inverso a las personas normales. En otro libro he explicado la aguda sensibilidad olfativa de los niños esquizofrénicos, que huelen lo que nosotros no podemos.18 Se habla de la capacidad de -Kamala para abrirse camino en la oscuridad como algo raro y probablemente debido a sus experiencias salvajes. Pero no tie­ ne nada de raro en muchos niños autistas, que en general confían poco en la vis­ ta para orientarse. Por ejemplo, una de nuestras niñas autistas que no hablaban pasó días con los ojos cerrados. Eso no alteró su capacidad para orientarse, in­ cluso cuando colocábamos intencionadamente obstáculos en su trayectoria con la esperanza de obligarla a abrir los ojos. Ella percibía exactamente el lugar donde se encontraba el obstáculo y lo rodeaba. Se describe que Amala y Kamala comían y bebían «como perros de su co­ medero, bajando la boca hasta el plato», a lo que se añade una nota a pie de página que dice: «Su modo de comer era un reflejo condicionado aprendido de los lo­ tos».19Por lo que nosotros sabemos, Joe, cuya historia se relata más adelante, nun­ ca comió de otro modo, y aún come así, después de llevar más de un año con noso­ tros. Otros niños autistas sólo se echan la comida en la boca con la mano como si fuera una garra, mientras que otros sólo se alimentan por sus propios medios.20 Singh nos dice que «desconocen la percepción del frío o el calor», a lo que se añade una nota a pie de página diciendo que se trataba de «otro reflejo condi­ cionado por su experiencia con los lobos».21 Sin embargo, algunos de nuestros niños autistas han intentado escapar a la calle desnudos a pesar del clima inver­ nal de Chicago, donde la temperatura es muy distinta a la de Midnapore. Siem­ pre los hemos atrapado rápidamente, aunque parecían totalmente insensibles a tales incidentes, que jamás les acarrearon ni siquiera un resfriado. Los niños esquzofrénicos se comportan como si fueran totalmente insensi­ bles al frío y al calor, como Amala y Kamala, cuyas actitudes hacia la tempera­ tura ni son exclusivas ni demuestran su pasado animal. 18. Truantsfrom Life, Free Press, Glencoe, DI., 1955, p. 222. 19. Singh y Zingg, op cit., p. 27. 20. Para este y similares casos de extraños comportamientos en la comida, véase mi artículo «Chilhood Schizophrenia as a Reaction to Extreme Situations», American Journal o f Orthopsychiatry, XXVI (1965), p. 515. 21. Singh y Zingg, op. cit., p. 31 22. Cf. mi libro Love is Not Enough, Free Press, Glencoe, 111., 1950, p. 300 (hay traducción castellana: Con el amor no basta, Hogar del Libro, Barcelona, 1983).

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Asimismo, en los niños psicóticos la sensibilidad al dolor es distinta a la de los niños normales y tiene que ver con la naturaleza de su trastorno, no con su pasado salvaje.23 Esto deja una sola característica inhumana en el catálogo, la incapacidad de reír de las «niñas lobo». También este hecho caracteriza a la mayoría, si no a to­ dos, los niños autistas. Por lo que puedo recordar, nuestros niños autistas no ríen hasta el momento en que, según creemos, pasan del autismo infantil a una neu­ rosis grave, un grado mucho más benigno de trastorno emocional. En realidad, el catálogo de rasgos de conducta animal de las «niñas lobo» es bastante reducido. En comparación con lo que los expertos en psicología animal, como Lorenz, nos dicen sobre la gran variedad del comportamiento animal, por no hablar de la increíble diversidad del comportamiento humano, la mayoría de nuestros niños autistas presentan sólo escasas características que los asemejen con los animales. Pero estos pocos rasgos o tipos de comportamiento son tan extraor­ dinarios que para nosotros asumen una importancia y una magnitud totalmente desproporcionadas con respecto a su repetición y su significado reales a lo laigo de la vida de los niños. Si catalogáramos el comportamiento de los niños autistas salvajemente impulsivos (acting-out), se destacarían dos cosas: primero, que la mayor parte del tiempo no hacen nada y evitan cualquier contacto con el mundo (por ejemplo, el retraimiento de los «niños lobo»), y segundo, que incluso cuan­ do rompen su aislamiento durante breves períodos, hacen pocas cosas en compa­ ración con los niños normales de su edad. Cuando esporádicamente se comportan como animales, nos impresionan tanto que perdemos de vista todo lo demás. ¿Cuál era la verdadera naturaleza del pasado de las «niñas lobo»? Si las ex­ periencias salvajes no explican su conducta, entonces ¿qué la explica? Se igno­ ra la historia anterior de las dos niñas, pero quizás la de nuestros niños autistas indique cuál pudo ser su pasado real, en cuanto opuesto al imaginario. Me gus­ taría destacar que, aunque seguimos estudiando en profundidad a estos niños, en el momento de escribir este artículo nos reservamos la opinión sobre las causas del autismo infantil. Estamos bastante seguros del importante cometido de cier­ tos factores, pero no hemos determinado si son causantes o sólo contribuyen al autismo. En 1967 publiqué un estudio mucho más extenso sobre el autismo in­ fantil con el título The Empty Fortress, Free Press y Collier-Macmillan, Nueva York y Londres.* Debo volver a insistir en que sólo una minoría de los niños autistas son «sal­ vajes». Por ejemplo, sólo unos pocos casos de Kanner presentaban los rasgos característicos de Kamala, y es posible que también de Amala; la mayoría eran más parecidos a Parasram. En la Escuela Ortogénica hemos trabajado tanto con 23. Mahler describe cómo uno de sus pacientes psicóticos deliberadamente se quemó los la­ bios con un cigarrillo y no reaccionó, sigue diciendo que esta sensibilidad infantil es muy anormal y la explica como un «síntoma de la carencia o la deficiencia de catexis periférica en los pacientes autistas». M. Mahler, «On Child Psychosis and Schizophrenia», p. 291. * Hay traducción castellana: La fortaleza vacía, Laia, Barcelona, 19874. (N. de la í.)

160 El peso de una vida niños parecidos a Parasram como a Kamala; ambos grupos tienen en común to­ dos los rasgos esenciales, a excepción de la ferocidad animal de la última. ¿Qué puede provocar esta diferencia de comportamiento? Durante un tiem­ po, pensamos que el origen de la diferencia podía estar en el entorno familiar. Todos los casos de Kanner son hijos de padres muy inteligentes, lo cual se cum­ ple en algunos de nuestros diecinueve niños autistas. Algunos de nuestros niños salvajes tuvieron experiencias peculiares en la infancia, como veremos en la historia de Anna, a cuyos padres no se puede calificar de intelectuales. Sin em­ bargo, otros dos niños autistas muy salvajes proceden de hogares intelectuales. Al menos cinco de nuestros niños autistas más pacíficos, que son muy parecidos a los descritos por Kanner, proceden de hogares no intelectuales, y otros cuatro proceden de un ambiente de clase media baja, en el que los padres han recibido una educación modesta. Se dispone de mucho material sobre el tipo de niño autista pacífico, más pa­ recido a Parasram, sobre todo en los casos estudiados y publicados por Kanner. En cambio, relataré la historia de Anna, una niña salvaje con rasgos semejantes a los de un animal, a la que ya hemos aludido. Anna nos llegó a los diez años. Antes de entrar en la Escuela Ortogénica, su conducta incontrolable y salvaje había hecho la vida imposible a su familia. Su hermano, seis años menor que ella, había corrido constante peligro de perder la vida debido a la violencia de Anna, y todo el tiempo debían protegerle de ella. Los vecinos habían avisado con frecuencia a la policía porque Anna intimidaba a sus hijos. Habían fracasado varios intentos de ingresar a Anna en institucio­ nes terapéuticas. En una famosa institución para niños perturbados duró apenas medio día; en escasas horas se las arregló para armar tal tumulto y hacer tanto daño que no la pudieron acoger. Incluso en un hospital psiquiátrico pudo perma­ necer sólo un mes, porque tampoco estaba equipado para albergar a una niña tan feroz. Allí estaba en una habitación de máxima seguridad, sin ningún mueble, donde pasaba los días desnuda porque inmediatamente se arrancaba cualquier ropa que le pusieran. La mayor parte del tiempo Anna se acurrucaba en un rin­ cón totalmente aislada, aislamiento que rompía con cortos períodos de llanto salvaje, correteos, saltos y golpes contra las paredes y la puerta. Como este comportamiento impedía tener a Anna en el pabellón infantil, el hospital se vio obligado a ingresar a la niña en la zona de máxima seguridad para adultos, una disposición demasiado inadecuada como para mantenerla allí. La vida de Anna había empezado en un refugio subterráneo bajo una granja en Polonia, donde sus padres judíos se ocultaban de los alemanes y de los cam­ pos de concentración. Los padres de Anna se llevaban extraodinariamente mal. La madre, que encontraba al padre carente de cualquier atractivo, lo había re­ chazado durante años mientras él la cortejaba en vano. Ambos notaban que tenían temperamentos y procedían de ambientes muy distintos. Al estallar la se­ gunda guerra mundial, el padre ya había perdido la esperanza de conquistar a la madre, pero la invasión alemana de Polonia cambió la situación. Suponiendo lo

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que sucedería después de que Alemania ocupara Polonia, este hombre hizo aco­ pio de gran cantidad de lana y dispuso con un campesino gentil amigo almace­ narla en un refugio subterráneo bajo su granja, donde instalaron un telar. Cuan­ do los alemanes empezaron a exterminar judíos, el padre de Anna se refugió permanentemente en ese pequeño sótano excavado en la tierra. Pero antes trató una vez más de convencer a la mujer que amaba de que le acompañase. Ella no dudó en rechazar la proposición. A ella no le gustaba y prefería que la mataran los alemanes a vivir con él. Pero pronto las cosas empeoraron, mataron a la ma­ yoría de su familia. En ese momento, el padre, que ya no podía abandonar su es­ condite, volvió a enviarle recado a través de su amigo gentil para que se reunie­ ra con él. Por aquel entonces, ella se había quedado sola y no tenía donde escon­ derse de los alemanes. Contra su voluntad se refugió con el padre en ese agujero bajo la tierra, su amigo campesino aceptó ocultarlos a ambos, pero con una con­ dición: que no tuvieran relaciones sexuales. El padre se las arregló para mantener a los dos y, en parte, también al campe­ sino que los ocultó durante la ocupación alemana, tejiendo en su agujero. El campesino vendía las prendas que él tejía y de lo que obtenía de ellas (el vestido era difícil de conseguir) podían vivir los tres. Pero el refugio era tan pequeño que no había suficiente espacio para los padres, hasta tal punto que para acostar­ se por la noche tenían que retirar el telar. Entonces podían dormir, y la lana les servía de cama y cobijo. De modo que cada noche tenían que desmontar el telar y cada mañana volverlo a montar. Los alemanes registraron la granja varias ve­ ces, pero no los encontraron en el sótano; la trampilla estaba recubierta de tierra hollada, como el resto del suelo de la granja. Una vez (según otras historias que la pareja nos contó, ocurrió varias veces) los alemanes dispararon a la granja. Al correr del tiempo las condiciones de vida empeoraron, los dos se importunaban sin respiro. No obstante, durante más de un año la madre de Anna se negó a hacer vida conyugal con su marido. Lo re­ chazaba porque se sentía cultural y socialmente superior, y le repelía físicamen­ te. Según el padre de Arma, aunque le exasperaban sus continuas negativas, res­ petó sus deseos y no la forzó. Sobre lo sucedido entonces, la historia de los padres difiere. Según el padre, cada día temían por sus vidas, pero al menos tenían su trabajo para mantenerse, aunque la madre de Anna empezó a perder las ganas de vivir. Desesperado, él decidió que si tenían un hijo ella recuperaría el deseo de vivir y tal vez incluso le aceptaría. De modo que la convenció de que tuvieran un hijo, y ella aceptó tener relaciones con él sólo con este fin. Debido a estas circunstancias ella se quedó embarazada. Según la madre, el padre la acosaba sexualmente todo el día. Después de un año, no siendo ya capaz de soportar la presencia de la mujer a quien tanto amaba y que le rechazaba, la amenazó con echarla del refugio, de modo que ella no tuvo más remedio que acceder o irse, lo que equivalía a ser asesinada por los alemanes. Únicamente bajo coerción acabó por ceder.

162 El peso de una vida Cuando, en la primavera de 1943, nació Anna, el producto de esta relación, eso mantuvo a la madre ocupada y le aportó cierto interés por la vida, pero hizo su existencia aún más difícil en su exigua reclusión. Cuando Anna intentaba llo­ rar, como todos los niños, uno de los padres tenía que taparle la boca con la mano, pues el ruido, y sobre todo el llanto de un niño, los habría descubierto. También el campesino, que con razón temía por su vida si se descubría que es­ condía judíos, se asustaba y se enfadaba cada vez más cuando la niña hacía al­ gún ruido, pues complicaba las cosas. De modo que los padres y el granjero, que temían a los alemanes, se esforzaban para que la niña estuviera absolutamente callada todo el tiempo y molestara lo menos posible en todos los aspectos. Mientras la madre pudo alimentarla, Anna tuvo suficiente comida. Pero la leche se le acabó antes de que Anna cumpliera un año y medio. Entonces sólo pudieron alimentarla con verduras crudas o cosas por el estilo, pues no podían cocinar. En 1945, cuando la ocupación rusa sustituyó a la alemana, las cosas mejoraron, pero ya entonces Anna se había vuelto intratable. Por la noche co­ rría, saltaba y chillaba, a veces durante horas, a veces toda la noche. Nunca se dormía antes de las dos o las tres de la madrugada. Cuando no chillaba ni era violenta, no hacía nada, «pensaba y pensaba, sentada sola y se pasaba la vida pensando». Por fin, los padres pudieron llegar a Alemania y estuvieron primero en uno, luego en otro y por último en un tercer campo de refugiados. Pero una vez en Alemania y disfrutando de relativa libertad, la madre empezó a tener relaciones adúlteras. Cuando su marido se enteró, se produjeron nuevas y violentas peleas entre ambos. La madre quería abandonarlo de una vez por todas, pero Anna se interponía en su camino. Deseaba quedarse a la niña, pero su amante no quería a Anna. Estaba dispuesta a abandonar a Anna para vivir con su amante, pero no quería dejar a Anna con su padre. De modo que propuso que Anna se quedase con su madre. El padre no aceptó; emigraría a los Estados Unidos, donde tenía parientes, y se llevaría a Anna. Durante los años que pasaron en Alemania, los padres pensaron frecuente­ mente en el divorcio, pero en el último momento el padre nunca consentía, temiendo que le dieran la custodia de Anna a la madre, que no se ocupaba ni de Anna ni de él. Delante de Anna se produjeron violentas peleas. Esta es la des­ cripción de una de ellas: «Gritábamos y nos peleábamos todo el tiempo delante de la niña». Los sentimientos del padre con respecto a su mujer se expresan en este lamento: «Hubiera dado mi vida por ella y ella me traicionó». Mucho antes de que Anna llegara a este país, incluso antes de que naciera su hermano, un médico norteamericano de uno de los campos alemanes de refugia­ dos la examinó y la identificó como una niña autista que necesitaba tratamiento en una institución. Como lo que nos interesa es el entorno de los llamados niños salvajes y puesto que Anna fue reconocida como salvaje y como autista a los cinco o seis años, no hay nada más que decir de su historia anterior. Pero como he mencionado antes que en el primer año que Anna pasó con nosotros, los

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miembros del equipo médico -una enfermera especializada en psiquiatría infan­ til—que trabajaban más intensivamente con Anna necesitaron asistencia más de una docena de veces por sus mordiscos, debo decir cómo los mordiscos de Anna al equipo médico cesaron al segundo año. Una vez más mordió a la misma inte­ grante del equipo que para entonces estaba dedicada intensamente a ella. Aun­ que antes intentaba evitar como mejor podía que Anna la mordiera, esta vez, dado el cariño que sentía por la niña, a pesar del dolor que el mordisco le produjo, la enfermera le dijo: «Anna, vigila,: vas a hacerte daño en los dientes». Esto, dada la relación que se había creado entre las dos, debió causar a Anna una pro­ funda impresión. El hecho de que la enfermera le dijera que no le preocupaba el dolor que el mordisco le producía, sino el dolor que movía a Anna a morder, conmovió a Anna, que inmediatamente la soltó. A partir de ese momento, Anna nunca más mordió a este miembro del personal, y poco después dejó de morder a la gente. Se volvió menos salvaje y más humana. Aunque esto era una buena evolución de un comportamiento autista salvaje a unas reacciones más humanas, después de otro año y medio tuvimos que dejar de trabajar con ella, pues aunque había hecho considerables progresos en lo re­ ferente al comportamiento humano, el daño que previamente le habían causado era demasiado grave para conseguir la rehabilitación completa, que es nuestra meta. Estamos convencidos que se debe únicamente a la casualidad que nuestras dos niñas más salvajes sean de origen extranjero y vinieran al mundo en la épo­ ca de la segunda guerra mundial. Miles de niños nacieron en los campos de re­ fugiados y se desarrollaron con normalidad y la mayoría de nuestros niños au­ tistas se criaron en hogares de clase media normales. Aún más que el profundo rechazo entre los padres, el total aislamiento emocional ocasiona el retraimiento autista, aunque, como he dicho antes, nos reservamos el juicio definitivo hasta que obtengamos más datos. En general, nuestros niños autistas parecen en po­ tencia muy inteligentes y sensibles; por eso reaccionan con tanta intensidad ante las emociones de sus padres que de algún modo perciben como una amenaza a su existencia. Para proteger sus vidas, dejan de existir como seres humanos, o eso parece. Otro ejemplo es Joe, uno de nuestros niños autistas salvajes que pro­ cede de una familia de clase media. Joe era hijo de unos norteamericanos muy inteligentes y ambiciosos, exacta­ mente lo que Kanner describe como el típico niño autista. Joe tenía nueve años cuando vio por primera vez a sus padres. Por aquel entonces, las actitudes que ellos recuerdan hacia el niño estaban impregnadas de sentimiento de culpabili­ dad, aunque se trataba de un caso claro de extrema negligencia y aislamiento. La primera investigación en la historia de Joe tuvo lugar cuando aún no ha­ bía cumpüdo tres años. Varios estudios psiquiátricos precedieron a su ingreso en la Escuela Ortogénica y a nuestra entrevista con sus padres. De cada estudio surgía la misma imagen de los primeros años del niño. Ambos padres iniciaron su psicoterapia pocos años después del nacimiento de Joe y nos dieron permiso

164 El peso de una vida para consultar a sus terapeutas, quienes declararon que ambos nos habían conta­ do un relato fiel de su primer trato con Joe, relatos que también expresaban sus respectivas personalidades y sus actitudes presentes y pasadas, como se reveló durante el tratamiento. Joe nació a los diez meses de la boda de los padres, momento en que ambos estaban agobiados y agotados física y emocionalmente. El padre, en el tercer año de la facultad de medicina, tenía dos empleos, uno de ellos un trabajo noc­ turno, para mantener a su familia. Es comprensible que estuviera irritable. La ta­ rea de ocuparse de un bebé asustaba a los padres. Y, tal como el padre hizo toda su vida cuando estaba asustado, atacó. La reacción de la madre al tener un bebé fue de miedo y pánico, lo cual aumentaba la exasperación del padre. Lo que el padre llama exasperación y belicosidad hacia el bebé, la madre lo describe como arrebatos violentos, que la tenían aterrorizada. Por último, dice ella, des­ pués de vivir «aterrorizada y temblando de miedo», de repente reaccionó e ini­ ció una «contraofensiva», ya que su marido aparecía ante ella como un simple enemigo al que derrotar. Aunque la madre declara que «le emocionaba la idea de tener un hijo», el pa­ dre dice que su actitud cambió inmediatamente después del nacimiento de Joe. Se deprimió y le entró mucho miedo, por no decir pánico, ante la crianza. En realidad le asustaba todo lo referente a Joe, en concreto si tendría bastante que comer. Al mismo tiempo le hacían sufrir los pezones agrietados y no sabía con qué frecuencia debía amamantarlo. Joe no era obviamente un bebé feliz. Se sacudía mucho, se arañaba seria­ mente la cara y lloraba mucho. Sufría cólicos y al final del primer mes de vida ambos padres estaban «hartos de él». Aceptaron el consejo de un pediatra de de­ jarlo estrictamente solo, en particular cuando lloraba. La madre, que antes con­ sideraba las exigencias de Joe monstruosamente excesivas, se alegró de seguir el consejo al pie de la letra. Al cabo de pocas semanas cesaron sus intervalos de llanto diarios, pero siguió pasando sólo la mayor parte del tiempo. Por ejemplo, su madre cuenta que cuando Joe tenía seis meses, «un día volvimos a tener una violenta riña. Gritamos y luchamos físicamente durante media hora o más. An­ tes de que la pelea empezara, acababa de dejar a Joe en el suelo, y fue testigo de todo lo ocurrido. Se quedó allí sentado, sin moverse ni reaccionar». Cuando Joe no tenía todavía año y medio, la madre ingresó en el hospital para evitar un aborto y, como el padre era médico, 16 más sencillo parecía dejar a Joe en pediatría. Esto precipitó un episodio regresivo en el que volvió a chu­ parse el pulgar, a sacudirse y dejó de hablar las escasas palabras que ya había aprendido. Unas semanas más tarde la madre abortó y tuvo que ser hospitaliza­ da durante algún tiempo. De nuevo, pese a los funestos efectos que tenía sobre Joe, lo metieron en pediatría por conveniencia. Por aquel entonces, los padres habían perdido su interés por Joe. El padrp se sumergió totalmente en su trabajo, la madre volvió a quedarse embarazada y Joe pasaba la mayor parte del tiempo solo, ya fuera en el patio o en una playa cercana. No tenía a nadie con quien ju­

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gar, no se movía, pasaba todo el día simplemente aferrándose a un juguete u otro, una pelota por ejemplo. Los padres se dieron cuenta por primera vez de la gravedad de las dificulta­ des de Joe cuando tenía dos años y medio, momento en el que el nacimiento de un hermano agudizó sus síntomas: girar, sacudirse, chuparse el pulgar y no ha­ blar. Cuando entró en un parvulario, su retraimiento total fue más evidente. Se probó un tratamiento pero fracasó. Los padres deseaban creer que sus dificultades eran orgánicas, pero los ex­ haustivos exámenes físicos en tres destacados centros médicos no revelaron ninguna prueba que lo confirmara: cada vez, la conclusión fue que sus dificulta­ des eran de origen emocional. Los resultados coincidían en el extremo retraso intelectual de Joe y en la gravedad de su trastorno emocional, como demostraba su total retraimiento, la preocupación por sí mismo y la incapacidad para rela­ cionarse emocionalmente con los demás y de establecer cualquier otro tipo de contacto, aunque los demás intentaran una aproximación física. Joe estaba in­ merso en su mundo autista y no había ninguna prueba tangible de un contenido fantástico en su solitario juego infantil ni en su primitiva actividad de chuparse el dedo. Un diagnóstico fue psicosis infantil, los otros dos indicaron autismo infantil. Se recomendó el tratamiento fuera de casa y Joe, que aún no había cumplido los cuatro años, ingresó en una institución, en la que permaneció sin mayor cambio hasta los nueve, en que entró en la Escuela Ortogénica. En aquella época no emitía sonidos articulados, aunque comprendía órdenes simples. Cogía la comi­ da con las manos, lamía el plato como un perro, atacaba a los demás de diversos modos, incluidos los arañazos y los mordiscos: en una palabra, se comportaba como un niño «salvaje». En resumen, el estudio de los llamados niños salvajes y su comparación con los niños salvajemente autistas conocidos y estudiados sugiere que su conducta se debe en buena parte, si no completamente, a un extremo aislamiento emocio­ nal combinado con experiencias que, según ellos las interpretan, les amenazan con su total destrucción. Semejante psicosis parece ser el resultado de la inhu­ manidad de ciertas personas, normalmente sus padres, y no el resultado, como se había creído, de la humanidad de los animales, por ejemplo los lobos. Por de­ cirlo de otro modo, los niños salvajes no se originan cuando los lobos se com­ portan como padres, sino cuando los padres, por la razón que sea, rechazan a uno de sus hijos hasta el extremo de que el niño llega a pensar, desde una tierna edad, que no lo aceptan como ser humano. El retraimiento del niño con respecto a la humanidad es su respuesta a lo que su experiencia interior le dice: no sólo que no es deseado, sino que sería mejor que no existiera.24

24. Para nuestros éxitos y nuestros fracasos en el tratamiento de niños autistas, véase mi libro The Empty Fortress, pp. 413-416.

Tercera parte

Sobre los judíos y los campos de concentración

Janusz Korczak: un cuento para nuestro tiempo*

T T ermosa a ojos del Señor es la muerte de los justos», dice el salmo. Si ' ' 1 1 alguien se pregunta por qué al Señor le resultan más preciosas las muertes de los justos que sus vidas, la respuesta es la siguiente: al Señor le com­ placen los justos porque llevan una vida recta, pero sólo a sus muertes tiene la certidumbre de que nunca se han desviado del camino recto. Un antiguo mito judío, de al menos mil quinientos años de antigüedad, ase­ gura que en la tierra deben vivir al mismo tiempo treinta y seis personas justas. La mera existencia de estos justos justifica la continuación de la humanidad a los ojos del Señor; de no ser así, Dios daría la espalda a la tierra y todos perece­ ríamos. En tanto en cuanto esos justos caminen sobre la tierra, nadie debe saber quié­ nes son, resultan desconocidos a los otros hombres. A nosotros nos parecen per­ sonas comentes, sólo a su muerte descubrimos su identidad. Entonces se distin­ guen algunos y la posteridad reconoce su virtud y les admira, admira sus vidas y sus hazañas. Quienesquiera que hayan sido los justos en el transcurso de mi vida, por el momento puedo estar seguro de dos, aunque el mundo es consciente de ellos sólo después de que hayan sido martirizados. Y como prueba de lo que dice el salmo, su muerte, libremente elegida, reveló la absoluta rectitud de sus vidas. Una de estas personas fue un sacerdote franciscano, el padre Maximilian Kolbe. El otro fue un médico y educador judío, el doctor Janusz Korczak. Am­ bos murieron voluntariamente en los campos de concentración alemanes duran­ te la segunda guerra mundial. El padre Kolbe se presentó voluntario para morir de hambre en lugar de otro prisionero, permitiéndole vivir y regresar junto a su esposa y sus hijos, familia que el padre no tenía. Así pues, el padre Maximilian Kolbe fue asesinado, lo de­ * Esta es una edición aumentada y corregida de una conferencia sobre Janusz Korczak que pronuncié como Flora Levi Lecture in the Humanities en la University of Southwestem Louisiana. Un pequeño fragmento fue publicado como introducción a su King Matt the First (El rey Matías), Farrar, Straus & Giroux, Nueva York, 1986.

170 El peso de una vida jaron morir de hambre. Pero el prisionero a quien salvó sobrevivió para contar la historia, al igual que otros prisioneros que fueron testigos de la muerte de Kolbe, y algunos de los guardias de las SS a quienes impresionó mucho el valor con el que afrontó su terrible destino. El segundo de estos dos hombres justos, el doctor Janusz Korczak, rehusó firmemente varias ofertas para salvarse del exterminio de los campos de la muerte. Se negó a abandonar in extremis a los niños huérfanos a cuyo bienestar había dedicado la vida, para que aun a su muerte conservaran la fe en la bondad humana: la del hombre que había salvado sus cuerpos y alimentado sus mentes, que les había rescatado de la absoluta miseria y restaurado su creencia en ellos mismos y en el mundo, que había sido su maestro en los asuntos prácticos y en los espirituales. Korczak se sacrificó para conservar la confianza de los niños, cuando le hu­ biera resultado fácil salvarse. Muchos admiradores y amigos polacos le instaban constantemente a hacerlo, pues en la época de su muerte era una eminente figu­ ra de la vida cultural polaca. Gentes de buena voluntad le ofrecieron falsos do­ cumentos de identidad que le permitirían vivir libremente, ellos arreglarían la manera de escapar del gueto de Varsovia y vivir sano y salvo en el exterior. Los niños ya mayores a quienes él había salvado en el pasado le imploraban que les permitiera salvarlo, pues él había sido su salvador. Pero como superior y direc­ tor espiritual del orfanato judío de Varsovia durante treinta años, Korczak esta­ ba resuelto a no abandonar a ninguno de los niños que habían depositado su confianza en él. A todos los que le imploraban que se salvase les decía: «Uno no abandona a un niño enfermo en mitad de la noche» y «Uno no abandona a los niños en un momento así». Cuando se produjo la ocupación alemana de Varsovia, todos los judíos fue­ ron obligados a vivir en un gueto, donde les esperaba la muerte. El orfanato que Janusz Korczak dirigía también fue trasladado allí. Perfectamente consciente del gran rieso que su persona corría, Korczak acudió al cuartel general del man­ do alemán para exponer el caso de sus niños. Como era su costumbre, en estas ocasiones, fue allí vistiendo su viejo uniforme de doctor del ejército polaco, ne­ gándose a llevar la obligatoria estrella amarilla. Cuando le dijeron que no se to­ mara molestias con los niños judíos y que dedicara su habilidad médica sólo a los niños polacos, Korczak declaró que él era judío. Así que lo metieron en la cárcel y lo juzgaron por «comportamiento subversivo». Poco después, algunos de sus anteriores discípulos lo rescataron, comprando su libertad. A partir de entonces, intentaron fervientemente y repetidas veces convencer a Korczak de que abandonara el gueto y se salvara, facilitándole ru­ tas de escape seguras, documentos falsos, lugares donde vivir. Pero Korczak rehusó con obstinación abandonar a sus niños, aunque sabía cuál sería su fin. Trabajó sin cesar por el bienestar de sus alumnos, utilizando su influencia y an­ tiguos contactos para pedir alimentos, medicinas y otros artículos de primera necesidad, con sorprendente éxito. Incluso los contrabandistas conocían y ad­

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miraban a Korczak y a su obra, y le ayudaban a él y a sus niños lo mejor que po­ dían. Los nazis ordenaron que el 6 de agosto de 1942, los doscientos niños del or­ fanato judío del gueto de Varsovia fueran llevados a una estación de tren, para embarcar en vagones de mercancías. Korczak, como el resto de los adultos del gueto, sabían que los vagones conducirían a los niños a la muerte en la cámara de gas de Treblinka. En un fructífero esfUerzo por aliviar la angustia de los niños, Korczak les dijo que iban a ir de excursión al campo. El día señalado, el mayor de los niños les guiaba, enarbolando la bandera de la esperanza, un trébol dorado de cuatro hojas sobre un campo verde, el emblema del orfanato. Como siempre, incluso en esta terrible situación, Korczak había dispuesto que un niño, y no un adulto, guiase a los demás. Caminaba justo detrás del guía, llevando de la mano a dos de los niños más pequeños. Tras ellos desfilaban los demás, de cuatro en cuatro, en excelente formación, seguros de sí mismos, como les había enseñado duran­ te su estancia en el orfanato. La impresión que producía a quienes observaban el desfile de los niños era de que mantenían sus cabezas bien altas, como en silenciosa protesta o desafío a sus asesinos; pero lo que estos observadores interpretaron era probablemente sólo la confianza en sí mismos de los niños, que habían adquirido de su maestro. Cuando su procesión llegó al lugar que les habían ordenado, los policías, hasta entonces ocupados en meter a golpes a los judíos en los vagones y maldiciéndoles mientras lo hacían, de repente se quedaron sorprendidos al ver a Korczak y a los niños y les saludaron. El oficial alemán de las SS que mandaba a los guardias estaba tan asombrado de la dignidad de Korczak y los niños que pre­ guntó maravillado: «¿Quién es ese hombre extraordinario?». Incluso en la esta­ ción, se produjeron los últimos intentos por salvar al doctor Korczak. Uno de los guardias le dijo que se marchara -que en la estación sólo se había citado a los niños y no a él- e intentó arrojar a Korczak del tren. Pero Korczak se negó, como antes, a separarse de los niños y les acompañó a Treblinka. Durante años, antes de que esto ocurriera, toda Polonia conocía al doctor Ja­ nusz Korczak como «el viejo doctor», que era el nombre que empleaba cuando pronunciaba sus charlas radiofónicas sobre niños y educación. Gracias a ello su nombre resultaba familiar incluso a quienes no habían leído sus muchas novelas -por una de las cuales recibió el más alto premio literario de Polonia-, ni visto sus obras teatrales, ni leído sus numerosos artículos sobre niños, ni conocían su divulgada labor con los huérfanos. Por ejemplo, en 1981, en un congreso sobre Janusz Korczak, el profesor de teología polaco Tamowski recordaba que de jo­ ven admiraba las charlas radiofónicas del «viejo doctor» sin saber que la perso­ na que escuchaba era el conocido autor de uno de sus libros favoritos, El rey Matías. Las charlas radiofónicas de Korczak eran sensacionales para el joven Tar-

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nowski, como lo fueron para casi todos sus demás oyentes, porque por primera vez en su vida le demostraban que un adulto podía entrar con facilidad y natura­ lidad en el mundo de los niños. Korczak no sólo comprendía el punto de vista de los niños, sino que lo respetaba y apreciaba profundamente, mientras que el res­ to de los adultos eran incapaces de hacer justicia al mundo de los niños. Lo mejor que Korczak enseñaba, citando el título de uno de sus libros más importantes, era «cómo se debe amar a un niño». Korczak amaba intensamente a los niños; les dedicó todos los momentos de su vida. Los estudió y los comprendió con más detenimiento que la mayoría. Como los conocía de verdad, no los idealizó. Igual que hay adultos buenos y adultos malos, de todo tipo y especie, Korczak también sabía que existe toda clase de niños. Trabajando con ellos de muchos modos en el curso de su vida y viviendo con ellos en el orfanato, Korczak conoció a los niños por lo que son y siempre estuvo muy convencido de su integridad. Sufría cuando los niños eran tratados de modo injusto, sin concederles el crédito que merecían por su inteli­ gencia y honestidad esencial. Korczak era muy crítico con nuestro sistema educativo que, tanto entonces como ahora, cargaba a los niños con información irrelevante e inconsecuente, cuando la principal tarea de la educación debería ser ayudar y preparar a los ni­ ños a cambiar su realidad presente en una futura mejor. Korczak estaba conven­ cido de que las relaciones de poder entre adultos y niños eran totalmente erró­ neas, que debían cambiar para que los adultos se disuadieran de su derecho -concebido incluso como una obligación- a disponer a su voluntad de la vida y del mundo de los niños, sin tener en cuenta los sentimientos de éstos. En opi­ nión de Korczak, sólo una educación que se tome muy en serio la visión de las cosas del niño, puede mejorar el mundo. Su creencia más arraigada consistía en que el niño, por una tendencia natural a establecer dentro de sí un equilibrio práctico, tiende a mejorar cuanto puede, si se le presenta la suerte, la libertad y la ocasión de hacerlo. Ofrecer a los niños estas oportunidades era el centro de todos sus esfuerzos. Aquellos que como Korczak se dedican tenazmente a construir este mundo mejor para los niños suelen estar motivados por una infancia desdichada. El su­ frimiento les causó tan duradera impresión que toda su vida trataron de cambiar las cosas para que otros niños no tuvieran que sufrir semejante destino. El nombre real de Janusz Korczak era Henryk Goldszmit, vastago de dos ge­ neraciones de judíos cultos que habían roto con la tradición judaica para asimi­ larse a la cultura polaca. El abuelo de Korczak era un apreciado y brillante mé­ dico, su padre, un famoso e igualmente brillante abogado. En el aspecto exter­ no, la vida anterior de Henryk transcurrió en una situación plácida, en el hogar de alta burguesía adinerada de sus padres. No obstante, desde muy pronto se fa­ miliarizó con las dificultades emocionales: su padre tenía ideas grandilocuentes y fantasiosas sobre el mundo, y tenía gran dificultad para desenvolverse en la realidad. Por ejemplo, retrasó el registro, del nacimiento de su único hijo,

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Henryk, y en consecuencia no se sabe si Henryk nació el 22 de julio de 1878 o de 1879. Cuando Henryk era un niño pequeño, aunque todo parecía ir bien, su familia vivía en una atmósfera de alienación, psicológica, cultural y social, que debió de contribuir a la inestabilidad mental de su padre. Aunque habían nacido judíos, los padres de Henryk se alienaron abrazando la cultura polaca. Sin embargo, una vez integrados en esta cultura, se distanciaron de la cultura de los judíos po­ lacos, que en esa época era peculiar y vital. Casi todos los judíos que vivían en Polonia en aquel tiempo hablaban y leían el yiddish; las tradiciones y ritos judíos regían sus vidas. La religión guiaba todo aquello que hacían y pensaban. Por el contrario, los padres de Henryck eran judíos no practicantes que sólo hablaban polaco. Así que, a pesar de disfrutar de niño de muchas atenciones, supo desde su nacimiento lo que significaba ser un marginado. Y toda su vida fue un margi­ nado. Cuando Henryk tenía sólo once años, su padre empezó a sufrir serios trastor­ nos mentales, que requirieron su intemamiento en una institución mental. Mu­ rió cuando Henryk tenía dieciocho años. Con el deterioro del padre de Henryk, que era quien ganaba el sustento familiar, la familia conoció dificultades econó­ micas. A partir de entonces, Henryk tuvo que contribuir al mantenimiento de la familia, hasta convertirse en el único medio de subsistencia. En la escuela gana­ ba algún dinero dando clases a niños más pequeños. Cuando estudiaba en la uni­ versidad empezó a mantener a su madre y a su hermana por medio de la escritura. En esa época adoptó el seudónimo por el que el mundo le conoce. Deseaba participar en un concurso literario y temía no tener ninguna oportunidad de ga­ nar si empleaba su nombre, de modo que Henryk presentó su obra con un nom­ bre de sonoridad polaca, Janusz Korczak, que sacó de una novela polaca que es­ taba leyendo en aquel momento. Aunque no ganó el certamen literario, a partir de entonces utilizó este seudónimo. En aquella época, aun habiendo elegido la medicina como estudio, Korczak estaba resuelto a dedicar su vida a mejorar la suerte de los niños. Se presentó a sí mismo a una compañera universitaria diciéndole que era «el hijo de un loco que estaba resuelto a convertirse en el Karl Marx de los niños». Así como Marx de­ dicó su vida a la revolución que liberaría al proletariado, así Korczak consagra­ ría la suya a la liberación de los niños, que requería cambios revolucionarios en el modo en que los consideraban y trataban los adultos, quienes anulaban a los niños aún más dolorosamente que, según Marx, se anulaba al proletariado. Cuando le preguntaron qué implicaría dicha liberación de los niños, Korczak respondió que uno de sus rasgos más importantes sería concederles el derecho a gobernarse a sí mismos. Incluso en este primer período, estaba convencido de que los niños eran capaces de gobernarse a sí mismos, al menos tan bien, o mu­ cho mejor, que sus padres y educadores. En sus años de universitario, Korczak pensaba que el mejor modo de ayudar a los niños sería convertirse en pediatra y eso es lo que hizo.

174 El peso de una vida Desde muy pronto, Korczak estaba seguro de que no se casaría, porque no deseaba engendrar hijos. Cuando la compañera universitaria a quien reveló es­ tos planes le preguntó sorprendida por qué, si estaba dispuesto a dedicar su vida a los niños, no quería tener sus propios hijos, Korczak le respondió que no ten­ dría unos pocos sino cientos de niños a quienes cuidar. Por lo que nosostros sa­ bemos, nunca dijo en concreto que no deseara casarse ni tener hijos, pero parece probable que temiera haber heredado la tendencia de su padre a la locura y le aterrorizara transmitirla, o tener un hijo que sufriera las dificultades que él había experimentado a causa de la inestabilidad mental de su padre. Como estudiante de pediatría, Korczak trabajó en los suburbios de Varsovia. Tenía la esperanza de que, combinando la asistencia médica a las enfermedades de los niños con la ayuda espiritual, podría realizar cambios fundamentales en sus condiciones de vida. Escribió su primera novela, Los niños de la calle, pu­ blicada en 1901, lleno de rabia ante la degradación a la que las vidas de estos ni­ ños se veían sometidas. En 1905, tras recibir el título de medicina, Korczak empezó a trabajar y a vi­ vir en un hospital para niños, a estar cerca de ellos en todo momento. Mientras tanto, seguía publicando obras sobre diversos temas, algunos de ellos literarios, otros educativos, médicos y sociopolíticos. Publicó otra novela, basada en bue­ na parte en sus experiencias vitales, titulada El niño del salón. En ella trató te­ mas que habían ocupado su mente ya en quinto curso, cuando consideraba que era necesario abolir el dinero y las riquezas, para que no hubieran más niños su­ cios, abandonados y hambrientos (con quienes, en quinto, no le permitían tener contacto alguno). No debían existir niños que vivieran en elegantes estudios, aislados de los otros menos afortunados, ni tampoco debía haber niños en los suburbios. En 1905, cuando estalló la guerra ruso-japonesa, Korczak fue llamado a filas como médico militar, experiencia que encontró desconcertante, pero que le puso en contacto directo con el sufrimiento de los pobres. En el curso de ocho años de lenta evolución decidió abandonar la práctica de la medicina y dedicar­ se por entero a la ayuda de los niños que sufrían. Una vez, explicó este cambio de rumbo de la siguiente manera: «Una cucharada de aceite de castor no cura la pobreza ni la orfandad». Quería decir que ni siquiera el mejor tratamiento médi­ co puede borrar el mal que la extrema miseria causa en los niños. Así que, en 1912, cuando acababa de cumplir treinta años, Korczak se con­ virtió en el director del orfanato judío de Varsovia, dejando a los niños del hos­ pital con los que había vivido y trabajado hasta el momento. A partir de enton­ ces y hasta su muerte, vivió y trabajó en el orfanato, con la única interrupción de su servicio en el ejército ruso como médico durante la primera guerra mundial. Pero incluso en el campo de batalla, disponiendo de poco tiempo para sí mismo, el interés principal de Korczak eran los niños. En lugar de descansar de sus ar­ duas tareas como médico de primera línea, cuando tenía ocasión, por la noche, en lugar de dormir, escribía el que probablemente será su libro más importante,

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Cómo hay que amar a un niño. Al finalizar la primera guerra mundial, se con­ virtió en codirector de un orfanato católico que él llamó Nuestro Hogar, y que albergaba tanto a niños católicos como judíos. La mayoría de las obras de Korczak sobre niños tratan de cómo debemos re­ lacionamos con ellos, comprenderlos, tratarlos y educarlos, y lo que es aún más importante, cómo respetarlos y amarlos. Sus obras son de naturaleza aforística, pues creía que cualquier tratamiento sistemático de estos temas tendía a ser de­ masiado abstracto y, por tanto, no hacía justicia a las múltiples expresiones de vitalidad de un niño. Repetidas veces y en distintos ejemplos, Korczak afirmó que la razón por la cual la mayoría de los expertos no conocen a los niños es porque los estudian en el laboratorio o en abstracto, en lugar de proceder clíni­ camente y observarlos en la vida cotidiana día tras día. Uno de sus ideales res­ pecto al estudio de los seres vivos era el entomólogo Jean Henri Fabre, quien toda su vida observó y estudió insectos sin dañar a ninguno de ellos, y mucho menos matándolos, mientras que sus colegas acababan matando el objeto de su estudio. El método de enseñanza de Korczak en el Instituto de Pedagogía de Varso­ via, donde ejerció la docencia durante muchos años, queda ilustrado por su afi­ ción a invitar a sus estudiantes a observar las evoluciones del corazón de un niño a través de la pantalla de un aparato de rayos X. El niño permanecía de pie frente a la pantalla en una sala oscura y por naturaleza sentía aprehensión ante la oscuridad, los ruidos desconocidos y la maquinaria extraña. Hablando con mu­ cha ternura, para no incrementar el temor del niño, y profundamente conmovido por lo que veía en la pantalla, Korczak exhortaba a sus estudiantes a echar un vistazo y no olvidar jamás lo que veían: «Con qué ímpetu late el corazón de un niño asustado y aún más cuando su corazón reacciona ante el enojo de un adul­ to, por no hablar de cuando teme un castigo». Muchas de las ideas del doctor Korczak son ahoras ideas trilladas, pero a principios de siglo eran radicalmente nuevas. Una y otra vez hacía hincapié en la importancia del respeto al niño y a sus ideas, incluso cuando no se estaba de acuerdo con él. Insistió en el error de basar las medidas educativas en nuestras nociones de lo que el niño necesitará saber en el futuro, porque la verdadera educación debe ocuparse de lo que el niño es en el presente, no en lo que desea­ ríamos que fuera en el futuro. Hoy no somos conscientes de nuestra deuda con el doctor Korczak respecto a estas y muchas otras ideas «modernas» sobre los niños. Muy pocos educadores coetáneos, como Dewey, compartían algunas de estas ideas. Pero mientras que los educadores como Dewey sólo conceptualizaban, Korczak ponía en práctica sus ideas al vivir con los niños según sus propios principios, los cuales Ies ayudaba a descubrir y poner en práctica. Otros, como el eminente Neill de Summerhill, las pusieron en práctica más de una década después de que el doctor Korczak las aplicara a diario. En parte, las creencias de Neill se fundaban en la práctica y en las experiencias de Korc­ zak. Ni siquiera Neill, probablemente el reformista más radical de la vida de los

176 El peso de una vida niños después de Korczak, llegó tan lejos como éste en su insistencia en el auto­ gobierno de los niños. Korczak ayudó a sus niños a crear su propio tribunal y se sometió a sus juicios. Korczak sabía bien que, a pesar de su extraordinaria devoción por los niños, él mismo era el producto de una educación defectuosa y por tanto no estaba li­ bre de imperfecciones; hasta cierto punto, su carácter había sido malogrado por el modelo de educación, como nos ocurrió a todos. Así que, para Korczak, el tri­ bunal era una institución, de la sociedad de niños que había creado en el orfana­ to, más importante aún que el parlamento, el periódico y el resto de sus empre­ sas independientes. Korczak relata que en un período de seis meses fue acusado al menos cinco veces ante el tribunal de los niños. Una vez, arrastrado por sus emociones, abofeteó a un niño que le había provocado gravemente. Admitió raudo su culpa y que la gravedad de la provocación no era excusa para abofetear al niño. Otra de sus faltas fue echar del dormitorio a un niño alborotador para que los demás pudieran conciliar el sueño. Su culpa fue actuar según su propio criterio, mientras que hubiera debido someter al juicio del resto de los niños si deseaban dormir a costa de echar de la habitación al niño transgresor. En otra ocasión fue juzgado y declarado culpable por el tribunal de niños porque duran­ te un juicio había ofendido a uno de los jueces. Y otra vez acusó a una niña de hurto, en lugar de permitir que el tribunal de niños decidiera si era culpable. Debemos a uno de los niños jueces que halló a Korczak culpable de su quin­ ta infracción un animado relato de los procedimientos judiciales. Jugando, Korczak había subido a una niña pequeña a un árbol y cuando le entró miedo se burló de ella. Fue declarado culpable de acuerdo a la regla número cien del tri­ bunal de los niños. La decisión del juez fue: «Sin excusa, defensa o perdón del acusado, el tribunal le encuentra culpable». En cuanto se oyó el veredicto, la niña que le había acusado se echó llorando a sus brazos y lo abrazó tiernamente. Con tales disposiciones podríamos pensar que la vida en el orfanato era caó­ tica y anárquica. Sin embargo, distaba mucho de eso, como demuestran la auto­ rregulación y el tribunal de los niños. Korczak sabía muy bien que el autocon­ trol era el ingrediente más necesario para una vida feliz. Afirmaba que cuando todo está permitido, no se desarrolla una fuerza de voluntad; pero la fuerza de voluntad es muy necesaria para que el niño afronte con éxito las adversidades de la vida. No sólo cuando era acusado el viejo doctor se sometía contento al juicio de los niños, sino que lo buscaba siempre en todo lo que hacía. Por ejemplo, Korc­ zak les leía sus libros, les pedía críticas y se las tomaba muy en serio. Una y otra vez decía y escribía que los niños eran sus mejores y más importantes maestros, que todo lo que sabía lo había aprendido de ellos. La valentía personal y el sentimiento profundo con que Korczak vivía sus ideas lo hacen extraordinario. La naturaleza de estos sentimientos la ilustra la respuesta de Korczak a una pregunta sobre los principios que subyacían a sus acciones. Respondió: «Beso a los niños con los ojos y con mis pensamientos,

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mientras me pregunto: ¿quién eres tú, tú que eres para mí tan maravilloso secre­ to? ¿Cuáles son las preguntas que no te atreves a formular? Los beso a través de mi ardiente deseo de descubrir de qué manera puedo ayudarlos en sus proble­ mas. Los abrazo mentalmente como el astrónomo intenta abrazar mentalmente la estrella que existe, ha existido y existirá». Y los niños eran en realidad las es­ trellas que intentaba alcanzar, mediante las que guiaba su vida. La filosofía de Korczak se expresa en las palabras de despedida a un grupo de huérfanos que se «graduaban» del orfanato, pues habían superado lo que éste podía ofrecerles. Les dijo: Os decimos adiós y os deseamos éxito en vuestro largo viaje a un país lejano. Vuestro viaje sólo tiene un nombre y un destino: vuestra vida. Hemos estado dán­ dole vueltas a cómo deciros adiós, qué consejo daros para el camino. Por desgra­ cia las palabras son pobres y débiles vehículos para expresamos. De modo que no podemos ofreceros nada para el camino. No os damos ningún Dios, porque debéis buscarlo en vuestra alma, en una lu­ cha solitaria. No os damos ninguna patria, porque tenéis que encontrarla con los esfuerzos de vuestro corazón, de vuestros pensamientos. No os damos amor por vuestros camaradas porque no hay amor sin perdón, y el perdón es una tarea ar­ dua, una penalidad que sólo la persona puede decidir asumir. Sólo os damos una cosa: el deseo de una vida mejor que no existe aún, pero que existirá algún día, una vida de verdad y justicia. Quizás el deseo de que sea posible os guíe hasta Dios, hasta una patria real y hasta el amor. Buen viaje, no lo olvidéis.

Para ayudar a otros adultos y niños a superar su alienación, fatal para ambos, Korczak escribió una novela, Cuando sea pequeño otra vez, en la que se descri­ bía como adulto y como niño, como maestro y como discípulo, intentando hacer comprender a cada uno los problemas del otro, las alegrías y frustraciones, com­ prender la vida del otro. Pero este libro no sirvió a sus propósitos todo lo bien que él deseaba. Así que Korczak lo intentó de nuevo y escribió su libro de más éxito, de más difusión: El rey Matías, publicado en 1928. Fue el libro que el profesor Tarnowski, en la evocación de su niñez, declaró que había cambiado su idea de los adultos, porque se dio cuenta de que al menos el autor de esta novela compren­ día totalmente a los niños, comprendía su modo de sentir y de actuar. El rey Ma­ tías es la historia de un niño que a la muerte de su padres se convierte en rey e inmediatamente intenta reformar su reino para beneficio de niños y adultos por igual. Tanto en el original polaco como en la traducción alemana, esta historia se ha convertido en un favorito de los niños; por fin, en 1986 fue publicada en su país. El rey Matías no es otro que el propio Korczak recreado como niño, que lu­ cha valerosamente contra las injusticias del mundo, la mayoría de las cuales se infligen a los niños. Todo se nos narra desde la perspectiva de ese muchacho sincero a ultranza, quien, pese a que sigue siendo un niño, persevera en sus ideas

178 El peso de una vida con coraje y determinación: reconstruir un mundo, muy parecido al nuestro, convertirlo en un mundo bueno para los niños, y por ello crear un mundo mejor para los adultos. Korczak aparece en la historia también en forma de adulto, como el viejo doctor que prevé los problemas que atravesará el rey Matías y que siente gran pena por él. El viejo doctor trata de ayudar pero fracasa en su inten­ to; el mundo es sencillamente insensible a las necesidades de los niños, no sabe lo que es bueno para ellos, no valora su sinceridad, su capacidad para ocupar­ se de sus propios asuntos, ni sabe cómo construir un mundo mucho mejor para todos. La exquisita penetración en la psicología de los niños hace de esta obra una fábula única, incluida la inmadurez de algunos de sus planes, que inevitable­ mente conducirán a su destrucción. Es maravilloso cómo en esta historia, el mundo moderno y su gente coexisten codo a codo con un mundo completamen­ te imaginario, creado a partir de las esperanzas, aspiraciones y fantasías de un muchachito audaz, muy inteligente, imaginativo, sensible y honesto. El rey Matías es una rara obra maestra que nos revela la visión que un mu­ chacho tiene del mundo de los adultos y sus maniobras, y cómo cuando se le da libertad para hacerlo, reacciona de modo espontáneo ante él. Al describir las ex­ periencias de Matías, la historia relata cómo un niño confía una y otra vez en los adultos, sólo para que lo desilusionen profunda y dolorosamente. Demuestra la perfidia de los adultos en su trato con los niños y también con los demás adultos, y cómo los niños son mucho más directos y honestos con los adultos y entre sí. Demuestra, además, cómo ciertos adultos de buena voluntad son incapaces de comprender en verdad la esencia de los intereses, deseos y esperanzas más ínti­ mos de los niños. El relato ofrece una imagen real de cómo la seria e ingenua pero verdadera sabiduría de los niños en la comprensión del mundo se entre­ mezcla con la necesidad de juego infantil, de amistad sincera con los adultos y con sus iguales, de una vida de imaginación; pero sobre todo, una vida de liber­ tad, dignidad y responsabilidad. El rey Matías es una flor tardía en la venerable tradición del Bildungsroman, tan característico de la mejor literatura de la Ilustración. Wilhelm Meister, de Goethe, Der Grüne Heinrich, de Gottfried Keller, y Jeati Christophe, de Romain Rolland, son tres ejemplos del género, que relatan la evolución emocional, moral y personal del héroe ante el impacto de los caprichos, penalidades y tribu­ laciones de la existencia. Mientras que todas las demás novelas de este tipo si­ guen el crecimiento interno del héroe hasta la madurez, El rey Matías sólo habla del desarrollo personal durante la niñez. En eso, como en muchos otros aspec­ tos, la novela de Korczak es realmente única. No es raro que Korczak haya escrito semejante novela, porque dedicó toda su vida a la educación de los niños. El rey Matías, además de ser entretenida, descubre el modo en que los niños ven a los adultos, qué desean de ellos y de la vida. La lista de reformas que el parlamento de los niños del rey Matías desea promulgar es particularmente reveladora.

Janusz Korczak: un cuento para nuestro tiempo 179 De entre estas reformas, una de ellas en particular me agrada, por razones personales: el deseo de los niños de abolir que los adultos los besen. Hace mu­ chos años, sugerí esta idea, sin saber que Korczak había hecho lo mismo mucho antes, porque todos los niños que conocía que se atrevían a expresar su opinión sobre este asunto coincidían en su aborrecimiento a que les besaran indiscrimi­ nadamente. Mi sugerencia topó con las más enérgicas objeciones. Esto, entre otras experiencias, me enseñó lo difícil que es para los adultos aceptar que los niños experimentan las cosas de diferente manera, y lo pronto que los adultos olvidan cómo se sentían cuando eran niños. La mayoría de los adultos están convencidos de que lo que para ellos es una expresión de amor y afecto, debe serlo también para los niños; no se dan cuenta de que los niños y los adultos ex­ perimentan el mismo hecho de modo muy diverso. Los niños disfrutan y necesi­ tan del contacto corporal, no a la manera de la sexualidad adulta, con besos, sino siendo aupado, abrazado y acunado, es decir, a través de la implicación de todo el cuerpo en agradables experiencias cinestéticas, en lugar de un contacto con­ centrado en un órgano del cuerpo concreto, como es la boca. A travos de sus lec­ ciones y sus escritos, Korczak nos dice cómo disfrutan los niños cuando los adultos les demuestran afecto del modo que desean recibirlo: sobre todo, to­ mándolos en serio, y después, tratándolos y jugando con ellos en el plano en que ellos se divierten. Parte de la tradición de la Ilustración a la que pertenece El rey Matías consis­ te en la noción rousseauniana del buen salvaje que, aunque primitivo de ideas, costumbres y conducta, es en realidad más decente y moral que sus iguales eu­ ropeos. Esta noción se encuentra en El rey Matías junto con otra, la convicción de que los niños son más decentes y morales que los adultos. En la novela es un rey negro quien está más dispuesto a aplicar las reformas propuestas por Matías, intentando ser mejor persona y facilitándole las cosas a su pueblo. Sólo los re­ yes negros son los verdaderos amigos de Matías, prestos a dar la vida por él, mientras que los reyes blancos, a pesar de sus bellas promesas, acaban traicio­ nándolo escandalosamente. La historia finaliza cuando la reforma planeada por Matías, minuciosa pero demasiado infantil, se derrumba como resultado de la perversa traición del mundo de los adultos y porque los niños, al ser niños, ejecutan sus planes dema­ siado despreocupada, pueril y, en ocasiones, egoístamente. Cuanto más éxito tenía Korczak con los niños, más se aislaba del mundo ex­ terior. Cuanto más conocido era por el fervor con que luchaba por la libertad de los niños para disponer de sus propias vidas, para desarrollarse del modo que eligiesen, más se convertía en un ser marginal. He mencionado que sus padres habían sido marginados con respecto a la cultura polaca dominante que habían abrazado, porque eran judíos, y habían sido marginados con respecto a los ju­ díos, porque se habían integrado por completo en el mundo polaco. Además de esta alienación que Korczak había heredado de sus padres, se vio alienado de la

180 El peso de una vida derecha polaca por reformista radical y de la izquierda porque luchaba obstina­ damente por la liberación de los niños, sin creer que ésta se convertiría automá­ ticamente en parte de la revolución socialista. Para los diversos grupos literarios polacos, Korczak resultaba sospechoso a pesar de sus grandes éxitos literarios, porque no se adhirió a ninguno de los di­ versos movimientos literarios y no extraía su estímulo de ellos, sino de los ni­ ños. Los educadores lo temían y lo rechazaban porque criticaba severamente sus métodos. Alienado de estos círculos adultos, se aproximó al mundo de los niños, quienes como él estaban alienados del mundo de los adultos. Sin embar­ go, trabajó toda su vida para romper la alienación de los niños por parte de los adultos y viceversa. En 1939, en el momento de la invasión alemana de Polonia, Korczak sabía que se acercaba el fin. Su creciente sentimiento de desolación le dio ansias de dejar un testamento final. El diario que escribió durante los últimos meses de su vida en el gueto, sobre todo durante los meses de mayo y agosto de 1942, repre­ senta, en sus propias palabras, «no tanto un esfuerzo de síntesis como un sepul­ cro de esfuerzos, experimentos, errores. Quizás resulte útil a alguien, en algún momento, dentro de cincuenta años ...». Fueron palabras proféticas, porque pronto hará cincuenta años que el viejo doctor las escribió y ahora sus obras y sus hechos son más conocidos, comprendidos y valorados de lo que jamás lo fueron. En julio de 1942, menos de un mes antes del fin de Korczak, sus fieles segui­ dores y amigos hicieron otro intento por salvarle. Su colaborador y amigo ario Igor Newerly le proporcionó documentos falsos, que le habrían permitido dejar el gueto con él. Aunque los ruegos de Newerly no lograron alterar la determina­ ción de Korczak de no abandonar a sus niños, para demostrale su aprecio Korc­ zak le prometió que le enviaría el diario que había escrito en sus años de gueto. Como siempre, Korczak cumplió su palabra y, pocos días después de que los ni­ ños fueran conducidos a Treblinka, Newerly recibió el diario. Lo depositó bajo unos ladrillos en una casa segura y después de la guerra fue a rescatarlo. Se ha publicado con el título Diario del gueto, y junto con El rey Matías es el único de los diversos libros de Korczak que ha aparecido en inglés. En este diario, Korczak menciona la última obra que eligió para que los niños representaran ante una audiencia del gueto, poco antes de que él y los niños fue­ ran asesinados. Aunque los judíos tenían prohibido representar obras de autores arios, la obra elegida fue El cartero del rey. (Korczak, como siempre, no reparó en el riesgo de castigo por desafiar las órdenes de las SS.) El personaje central de la obra es un muchacho agonizante, cuyo fin le resulta soportable porque cree que el rey le visitará y satisfará sus deseos más anhelados. Korczak debió de escoger esta obra porque sabía cómo hacer soportable la muerte a los niños. Cuando, después de la actuación, le preguntaron por qué había elegido esa obra, respondió que uno debía aprender a aceptar con serenidad al ángel de la muerte. Korczak lo aprendió y enseñó a los niños a hacer lo mismo. En las últimas

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páginas de su diario del gueto, escribió esta confesión: «No estoy enfadado con nadie. No deseo a nadie ningún mal. Soy incapaz de desearlo. No se cómo al­ guien puede hacerlo». Hasta el final, vivió de acuerdo con lo que los padres rabínicos escribieron antaño. Cuando le preguntaron: «¿Qué debe hacer un hom­ bre cuando todos actúan de modo inhumano?», su respuesta fue: «Volverse más humano». Eso es lo que hizo Korczak al final de su vida. Después de la segunda guerra mundial, la vida y la obra de Janusz Korczak se convirtieron en una leyenda, no sólo en Polonia. Ahora, los educadores euro­ peos y de muchos otros países de fuera de Europa conocen bien su vida y su obra. Su obra se estudia en las universidades europeas y se le dedican con­ gresos. Han erigido monumentos en su honor. Se ha difundido una obra de tea­ tro titulada Korczak y los niños. Se han reeditado sus obras y traducido a diver­ sos idiomas. Se le concedió, a título postumo, el premio alemán de la paz. La UNESCO declaró el cien aniversario de su nacimiento Año Korczak, 19781979, y también Polonia y otros muchos países. El papa Juan Pablo II dijo una vez que para el mundo actual, Janusz Korczak es un símbolo de la verdadera re­ ligión y la verdadera moral. El memorial en Treblinka de los 840.000 judíos asesinados consiste en unas grandes rocas que indican la zona donde murieron. Estas rocas no llevan más inscripción que el nombre de la ciudad o del país de donde procedían las vícti­ mas. Sólo una roca lleva grabado el nombre de un hombre, dice así: «Janusz Korczak (Henryk Goldszmit) y los Niños». Le hubiera gustado que hoy le re­ cordasen de este modo, como el más fiel amigo de los niños.

Esperanza en la humanidad*

e conmovió el libro Anne Frank Remembered, escrito por Miep Giese y Allison Leslie Gold. Miep Giese, sobre quien Ana Frank escribió en su diario, «parece que nunca estamos lejos del pensamiento de Miep», conoció a Ana Frank muy bien, la vio crecer y llegó a amarla. De modo que nos puede contar muchas cosas de ella. Pero me conmovió la historia de Miep porque ha­ bla de la gran humanidad de una persona común y corriente. Ana Frank debe a Miep Giese la posibilidad de escribir su diario, pues fue ella quien, a riesgo de su vida, proporcionó a la familia Frank -y a los demás que se ocultaban con ellos- la comida que les mantenía vivos y el compañeris­ mo humano que necesitaban para soportar su desesperado aislamiento. Miep nació en Viena en 1909. Debido a las severas privaciones que experi­ mentó durante la primera guerra mundial y los años de hambre que siguieron, fue una niña muy enfermiza, casi desnutrida. Había muchos como ella y ciertos países neutrales intentaron salvar a estos niños. Los trabajadores socialistas ho­ landeses realizaron uno de estos esfuerzos, alojando a los niños de los trabaja­ dores socialistas vieneses en sus hogares. En diciembre de 1920, Miep fue aco­ gida por los Nieuwenhuises, una familia holandesa trabajadora de medios muy modestos. Ya tenían cinco niños propios, pero, como ellos decían, donde comen siete, comen ocho. El plan era alimentar a estos niños vieneses durante tres me­ ses y luego devolverlos a sus padres en Viena. Pero, al concluir los tres meses, Miep estaba todavía tan enferma y débil que sus padres adoptivos se la queda­ ron y, excepto una breve visita de sus padres, creció con los Nieuwenhuises como si se tratase de su propia hija. Podría pensarse que la experiencia de ser rescatada hizo que Miep se sintiera obligada a rescatar a otros. Pero después de leer su relato, estoy convencido de que no arriesgaba su. vida para rescatar a quienes se encontraban en la extrema

* Tras haber dedicado un ensayo a llamar la atención de mis lectores sobre Janusz Korczak, creo adecuado hacer lo mismo con Miep Giese, al menos en la forma de un comentario sobre su li­ bro conmovedor. Apareció en Washington Post Book World en la forma que aquí se reproduce.

Esperanza en la humanidad 183 necesidad por obligación, sino por pura decencia humana. Hizo lo que creía co­ rrecto, sin importarle su propia seguridad, debido a su propia personalidad. Al inicio de su libro, Miep cuenta cómo se veía y aún se ve a sí misma: No soy una heroína ... Más de veinte mil holandeses ayudaron a ocultarse a los judíos y a otros que en aquellos días tenían necesidad de ocultarse. Por mi pro­ pia voluntad hice lo que pude para ayudar. Mi marido también. No fue suficiente. No tengo nada de especial. Nunca he deseado ninguna atención especial. Tan sólo estuve dispuesta a hacer lo que se me pidió y lo que me parecía necesario en aquella época.

En 1933, cuando Miep tenía veinticuatro años, se empleó, más o menos por casualidad, con el señor Frank, que acababa de escapar de Alemania tan deprisa que su esposa y sus dos hijas aún no se habían reunido con él en Amsterdam. Cuando lo hicieron, Miep y más tarde su futuro marido, Henk Giese, se hicieron amigos de los Frank, y también del grupo de refugiados judeoalemanes. Sus vi­ das transcurrían con normalidad, sin sobresaltos, hasta la ocupación alemana de Austria en 1938. En esa época, se ordenó a Miep que se presentara en el consu­ lado alemán, donde tenía que cambiar su pasaporte austríaco por uno alemán. Poco después, en la casa de sus padres adoptivos, donde ella vivía, recibió la vi­ sita de una muchacha alemana a quien el consulado alemán había dado su nom­ bre. La muchacha invitó a Miep a unirse a una asociación femenina nazi. Cuan­ do Miep se negó, la visitante insistió y le presionó para descubrir las razones de su negativa. Como respuesta, Miep mencionó, entre otras razones, el modo en que trataban a los judíos en Alemania. En ese momento no prestó atención a este incidente, que, tras la ocupación de Holanda por el ejército alemán, tuvo para ella graves consecuencias. Se le ordenó presentarse al consulado alemán y, debido a su negativa a incorporarse a la asociación femenina nazi, invalidaron su pasaporte y le ordenaron regresar a Viena en el plazo de tres meses. Desespe­ rada, pidió ayuda a las autoridades holandesas, quienes le dijeron que el único modo de permanecer en Holanda era casarse con un holandés. Ella y Henk Gie­ se habían planeado casarse en cuanto encontrasen un piso para vivir. Entonces decidieron casarse de inmediato. Podían hacerlo, pero tenía que ser rápido, de­ bido a las dificultades de Miep para adquirir los documentos que necesitaba de Viena. Poco después de la ocupación de Holanda, la persecución de los judíos, en particular de los refugiados alemanes, se volvió insoportable y empezaron las deportaciones a los campos. En 1942, el señor Frank decidió esconderse en la parte trasera del edificio en donde estaba situada su oficina. Por aquel entonces había cedido su negocio a cierto holandés gentil, pero seguía trabajando allí. Antes de iniciar los preparativos para ocultarse con su familia, preguntó a Miep: «¿Estás dispuesta a aceptar la responsabilidad de hacerte cargo de nosotros mientras estamos escondidos?». Ella respondió: «Por supuesto». El señor Frank

184 El peso de una vida le advirtió: «Miep, el castigo es severo para los que ayudan a los judíos, tal vez la cárcel...». Ella le interrumpió: «He dicho “por supuesto”. Y lo he dicho en se­ rio». Y así fue, no se respondieron ni se plantearon más preguntas. Cuanto me­ nos supiera uno, menos podía revelar en los interrogatorios. Antes de que los preparativos estuvieran concluidos, los Frank se vieron obligados a esconderse, porque a la hermana de Ana, Margot, le ordenaron que se presentara para ser embarcada hacia Alemania para hacer trabajos forzados. Aunque cualquier contacto entre gentiles y judíos se consideraba un crimen cas­ tigado con dureza, al saber la situación, Miep y su marido fueron a casa de los Frank, y cogieron todas las prendas de vestir y artículos de primera necesidad que pudieron meterse en los bolsillos y ocultar bajo sus abrigos para llevarlos al escondite, pues no se podía hacer abiertamente ante el riesgo de ser denuncia­ dos. Entonces los judíos debían llevar la estrella de David, lo cual hacía arriesga­ do que un gentil caminara junto a un judío. Sin embargo, muy temprano a la ma­ ñana siguiente, Miep acompañó a Margot al escondite. El señor Frank apareció a la hora de trabajo acostumbrada y más tarde esa misma mañana acudieron la señora Frank y Ana, con el pretexto de visitar al señor Frank. Todas esas precau­ ciones eran necesarias para evitar que la gente que vivía en el mismo edificio que los Frank sospecharan o adivinaran dónde se escondían. Si no informaban de tal desaparición a las autoridades alemanas, los que mantenían el secreto eran considerados criminales. Al cabo de poco tiempo, el señor y la señora Daan se unieron a los Frank en su escondite, junto con su hijo Peter, que más tarde jugaría un importante papel en la vida de Ana. Cuando uno se escondía, se debía proceder con sumo cuida­ do, como ilustra el caso del doctor Dussel, un dentista judeoalemán que pidió a Miep, en quien él sabía que podía confiar, que le encontrara un escondite. Miep habló de él a los Frank y decidieron que podían compartir con él su escondrijo. Miep no se atrevió a decirle dónde se escondería, por temor a que, por error o mala suerte, se lo dijera a su esposa gentil y revelara a alguien el secreto. Así que él y su esposa creyeron que Miep le había encontrado un lugar seguro en el campo. Todo lo que Miep le dijo es que el lunes siguiente a las once de la maña­ na diese un paseo frente a la oficina central de correos. Un hombre se le acerca­ ría como por casualidad y le diría: «Sígame». Él debía hacerlo sin mediar pala­ bra. No debía llevar nada para no levantar sospechas. Tras decirle esto, Miep le deseó buen viaje. No dijeron nada más, pues sabían que el peligro acechaba por doquier en el camino de un judío hacia su escondite. El hombre con el que con­ tactó era el señor Koophuis, a quien el señor Frank había cedido su negocio. No conocía al doctor Dussel, ni el doctor Dussel había estado jamás en la oficina del señor Frank. De modo que el doctor Dussel debía confiar su seguridad y su vida a un completo extraño. Le sorprendió todavía más que no le condujese al campo, sino a donde los Frank se escondían. Después, una vez a la semana Miep llevaba a la señora Dussel una carta de su marido, y su esposa le daba a

Esperanza en la humanidad 185 Miep cartas y paquetes para él. Sabía que era mejor no hacer preguntas y creía que Miep intercambiaba estas cosas a través de un contacto lejano. Sólo de este modo, si interrogaban a la señora Dussel sobre su marido, no revelaría su para­ dero. Era tan absolutamente necesario guardar secreto que Henk Giese sólo le dijo a su esposa -a quien proporcionó cartillas de racionamiento falsas para que pu­ diera alimentar a los que ocultaba- que se había unido a la resistencia, unos cuantos meses después de hacerlo y se lo dijo porque ella debía saber cómo es­ tar informada si lo apresaban o se veía en la necesidad de esconderse. Para un judío, o para cualquier otra persona en peligro, encontrar un lugar relativamente seguro era sólo el primero de una serie de interminables y difíci­ les problemas que se planteaban a aquellos que los ocultaban. Un problema dia­ rio era buscar el medio de alimentarlos, pues las pequeñas raciones de las carti­ llas de racionamiento apenas alcanzaban para sus poseedores. O la resistencia proporcionaba cartillas falsas, con los riesgos que implicaba el descubrimiento del fraude, o se obtenía comida del mercado negro, que resultaba caro, compli­ cado y también peligroso. Cuando una persona oculta caía enferma generaba problemas particularmente dramáticos, como ocurrió con un joven estudiante alemán a quien los Giese escondían en su propia casa. No se podía llamar al médico, por grave que fuera la enfermedad, y ni pensar en llevarlo a un hospital, porque no sólo el enfermo perdería la vida al ser capturado por la policía, sino también la persona que lo llevase al hospital. Como Miep explica: En invierno de 1943 ... todos los judíos de Amsterdam se habían ido. La única manera de ver un judío era flotando bocabajo en un canal. La gente que los había ocultado los arrojaba allí, pues una de las peores situaciones que podía presentar­ se era que alguien a quien ocultabas muriese. ¿Qué hacer con el cadáver? Era un terrible dilema, como judío no podía ser enterrado adecuadamente.

Pero todo lo que Miep, su marido y sus ayudantes hicieron por sus amigos ocultos fue en vano. No está claro quién traicionó a los Frank y a sus amigos, ni cómo la policía descubrió su escondrijo, pero el 4 de agosto de 1944 la policía nazi se llevó no sólo a los que se escondían sino al señor Koophuis, que dirigía el negocio, y al señor Kraler, el segundo de a bordo, pues era evidente que cono­ cían el escondite. Miep evitó de milagro ser arrestada. Por el acento, Miep reco­ noció que el policía jefe era vienés y le dijo que también ella lo era. Cuando vio en su documento de identidad que Miep había nacido en Viena, se quedó perple­ jo. Aunque la amenazó y la maldijo llamándola traidora que merecía un terrible castigo, finalmente no la arrestó, como favor a una paisana vienesa. Separaron al señor Koophius y al señor Kraler, pues eran holandeses genti­ les, de los Frank y sus amigos, a quienes enviaron a un campo de concentración. Los dos empresarios fueron encarcelados; después de un tiempo el primero fue liberado, mientras que el segundo se las arregló para escapar. Cerraron inmedia­

186 El peso de una vida tamente el anexo donde habían estado escondidos los judíos y prohibieron la en­ trada a todo el mundo, pues toda posesión judía se convirtió en nazi y era carga­ da en vagones. Pero antes de que esto ocurriera, Miep, que tenía una segunda llave del anexo, se arriesgó una vez más entrando en él. Buscando entre la de­ vastación, encontró el diario de Ana encuadernado en tela y los viejos libros de cuentas que Miep le había dado para que los usara cuando se le terminara. Miep recogió todos los escritos de Ana que pudo hallar, se los llevó y los ocultó en su despacho. Miep sabía lo importante que el diario había sido para Ana y el secreto que mantenía sobre él. Por interesada que estuviera en su contenido, creyó que no debía interferir en los pensamientos privados que Ana se había esforzado en ocultar. Así que Miep no leyó los diarios entonces, sino que los conservó intac­ tos, con la esperanza de que algún día pudiera devolvérselos a Ana. Por desgra­ cia no fue posible. Cuando la guerra acabó, sólo regresó el señor Frank. Privado de su familia, vivió siete años con Miep y su marido como parte de su familia. Luego emigró a Suiza donde vivía aún su anciana madre. El respeto de Miep por la privacidad de Ana preservó el diario para la poste­ ridad. Cuando se supo que Ana había muerto, y después de que el señor Frank autorizase la publicación dé ciertos extractos del diario, por fin pudo persuadir a Miep de que leyese los diarios enteros. Hasta entonces se había obstinado en no hacerlo, porque no quería inmiscuirse en lo que Ana deseaba que fueran sus pensamientos privados. Pero cuando Miep leyó los diarios, se percató de que si los hubiera leído antes, durante la ocupación, los habría destruido. Me sorprendí mucho de lo que supuso esconder algo de lo que no sabía nada en absoluto. En seguida agradecí no haber leído el diario después del arresto, du­ rante los últimos nueve meses de ocupación, mientras descansaban a mi lado cada día en el cajón derecho dé mi escritorio. De haber leído el diario, lo habría que­ mado porque habría sido demasiado peligroso para la gente sobre la que Ana ha­ bía escrito.

Fue la decencia humana de una persona sencilla y corriente lo que hizo posi­ ble que Ana sobreviviera en su escondite lo suficiente como para escribir su dia­ rio. La valentía de Miep le hizo ignorar el riesgo que corrían ella y su esposo, y su deseo de proteger la vida privada de Ana conservó el diario. Sin Miep, el dia­ rio no habría existido. Su valor, su humanidad y su decencia nos dan esperanzas en la humanidad.

Niños del holocausto*

s terrible el silencio de los niños qüe se ven obligados a soportar lo inso­ portable. Es una muda agonía, pues necesitan, con todas sus fuerzas, ente­ rrar en las profundidades de su alma uña herida, una angustia que nunca les abandona, una pena tan cruel que desafía toda expresión. Y persiste a lo largo de toda la vida, no sólo mientras duran los acontecimientos destructivos, el tiempo inmediatamente posterior y la infancia, en la que atravesamos los difíciles mo­ mentos de traducir a palabras el resentimiento, las graves preocupaciones y los temores. Duele tanto la herida y es tan omnipresente, tan inmensa, que parece imposible hablar de ella, incluso cuando ha transcurrido toda una vida desde que fue infligida. Para aquellos que continúan sufriéndola, no fue algo que ocu­ rrió en el pasado; al cabo de los años la herida está tan presente y real como el día en que ocurrió. A pesar de cualquier apariencia externa de lo contrario, en el presente estas víctimas de pasados hechos no pueden llevar una vida normal. De los 75.721 judíos que fueron deportados desde Francia entre 1942 y 1945, apenas el 3 por 100 regresaron. Un número desgraciadamente exiguo de niños judíos sobrevivieron a la ocupación alemana de Francia, al adoptarlos fa­ milias francesas u ocultarse de otras maneras. Claudine Vegh fue una de ellos, una pareja francesa sin hijos de la zona no ocupada simuló que se trataba de su propia hija. Claudine describe ciertos aspectos de esta experiencia en su libro, constituido básicamente por conversaciones con otros diecisiete hombres y mu­ jeres que, como ella, sobrevivieron gracias a ser bruscamente separados de sus padres. Primero explica la gestación del libro: durante una ceremonia de Bar Mitzvá experimentó tal turbación que, como resultado, abandonó la investiga­ ción que había emprendido y planeaba presentar para obtener la titulación de psiquiatra. En su lugar decidió que debía descorrer la cortina que durante más de treinta y cinco años había ocultado su pasado y el de otros niños judíos que, como ella, habían sobrevivido a las deportaciones realizadas durante los años de

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* Este ensayo apareció, en una versión algo diferente y en francés, en un «post scriptum» a Je ne luí ai pos dit au revoir, Gallimard, París, 1979.

188 El peso de una vida Hitler en Francia. Intentó descubrir qué habían significado para ellos tales expe­ riencias y por qué, y gracias a qué milagro, seguían con vida. Claudine Vegh inicia su conmovedor relato -su propia historia y otras simi­ lares- con lo ocurrido durante una ceremonia que, en circunstancias normales, habría sido de júbilo: el Bar Mitzvá de un amigo de su hija. Pero en lugar de de­ mostrar el orgullo, la felicidad que cabría esperar de una madre que asiste a la ceremonia religiosa que celebra la entrada de su hijo en la madurez, la madre de este muchacho se reconcentró en sí misma, ocultó el rostro y empezó a llorar en el momento cumbre de la ceremonia. A otra madre que asistía le sorprendió tal aflicción en una ocasión feliz y se lo comentó a Claudine Vegh. Eso hizo recor­ dar a la señora Vegh sus sensaciones cuando, un año antes, su propio hijo había tenido su Bar Mitzvá. También había experimentado gran angustia. Con todo esto cayó en la cuenta de que los momentos que normalmente pro­ porcionan gran felicidad en la vida no son tales para quienes han sufrido una dolorosa mutilación emocional en su niñez. Para ellos, los momentos importantes de sus vidas adquieren significados y dimensiones muy diferentes. Debido a sus sufrimientos pasados, en tales momentos su pena se hace más aguda. Estos mo­ mentos especiales reactivan los terribles traumas sufridos en la infancia, los re­ viven en la mente a plena potencia. Aquellos acontecimientos que en circuns­ tancias normales serían felices, hacen que estos heridos sientan más dolorosa­ mente aún la irreparable pérdida que sufrieron en su niñez y recuerden agria­ mente que han perdido para siempre la posibilidad de llevar una vida normal. Charles, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, comenta: «No sé lo que significa estar alegre, no sé lo que significa, ni lo he sabido nunca». Lazare lo expresa con más concisión: «El momento de la felicidad es el que se experi­ menta como el más terrible». Louise, que intentaba mantenerse serena y tran­ quila, sabía en lo más profundo de su ser que en realidad su vida era «un eterno equilibrio entre la indignación y las lágrimas». Hacen falta veinte años o más para comprender que la tragedia particular su­ frida en la infancia ha transformado tu vida. Saúl Friedlander, en su libro When Memory Comes, escribe: «Sólo en un período tardío de mi vida, a los treinta años, comprendí hasta qué punto el pasado modificaba mi idea de las cosas, transformaba mis experiencias esenciales como si las viera a través de un pris­ ma especial del que era imposible librarme». En el instante en que Claudine Vegh se dio cuenta de que experimentaba el Bar Mitzvá a través de ese prisma, evocando emociones enteramente diferentes a las de quienes ella consideraba normales, tomó la decisión de abandonar la tesis psiquiátrica, que ya tenía bas­ tante avanzada. En su lugar, decidió embarcarse en una investigación muy dis­ tinta y mucho más significativa: desvelar la naturaleza de ese prisma particular a través del cual se presentaba la vida para ella. Su decisión tenía mucho sentido para una persona que se preparaba para ser psiquiatra. Para poder ayudar a los demás en sus dificultades para afrontar la vida, el psiquiatra debe comprender qué ha convertido a cada paciente en la per­

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sona que es. Y lo que es más importante, los psiquiatras deben saber cómo se han convertido en lo que son y en qué aspectos experimentan las cosas de dife­ rente manera que aquellos a quienes pretenden tratar. Es una buena razón para explorar no sólo la propia historia, sino también la de otros que han sufrido como uno. Pero los resultados de la investigación de Claudine Vegh son de ma­ yor importancia que una tesis de psiquiatría normal. Mediante las conversaciones que entabló con quienes de niños habían sufri­ do como ella, Claudine Vegh exploró una de las grandes tragedias de nuestro tiempo y las consecuencias permanentes que acarreó a sus víctimas. Sintió la necesidad de ponderar cómo se las habían arreglado estas víctimas para sobrevi­ vir, al menos en algún aspecto, y es probable que también le motivara la espe­ ranza de que su investigación la ayudaría a liberarse de la terrible carga de su pasado. Puede que sintiera, quizás de manera inconsciente, que si quienes habían sufrido como ella podían compartir su carga, tal vez ella pudiera hacer lo mis­ mo, una vez comprendiera de qué se trataba. Como lectores le estamos agradecidos por el coraje con el que emprendió una tarea difícil y dolorosa. Sus investigaciones arrojan luz sobre aflicciones que exigen reconocimiento, que deben comprenderse en su magnitud y con la compasión debida, si queremos vivir en paz con nosotros mismos. Estemos cer­ ca de tales cosas o lejos, también vivimos en un mundo de redadas, deportacio­ nes, campos de concentración y exterminio. Formamos parte de este mundo de niños sufrientes, por lejos que nos hayamos trasladado en este momento. Lo que sucedió allí, el destino de las víctimas, ha dejado su huella en todos nosotros y en el mundo en el que vivimos. ¿Por qué las jóvenes víctimas eran incapaces de hablar sobre lo que les ocu­ rrió? ¿Por qué, incluso después de veinte o treinta años, les resulta tan difícil ha­ blar de lo que les ocurrió en la niñez? Y ¿por qué es tan importante hablar de ello, para ellos y para nosotros? Creo que estas preguntas están en íntima rela­ ción: porque aquello de lo que uno no puede o no desea hablar es justo aquello que uno no puede olvidar, no puede conciliar, y es precisamente lo que debemos intentar, por duro y doloroso que sea. Si no curamos estas viejas heridas, conti­ nuarán empozoñándose de generación en generación. Como Raphael dijo: «El mundo debe saber que estas deportaciones [de sus padres y de ellos mismos] nos han marcado hasta la tercera generación. Es horrible». Si hubiera alguna duda sobre si estos viejos horrores siguen marcando a la siguiente generación, el libro de Helen Epstein Children ofthe Holocaust1la di­ sipa. Sus padres fueron supervivientes de los campos de exterminio. La expe­ riencia de sus padres y la incapacidad de hablar de ello dañaron seriamente su vida, a pesar de haber nacido y haberse educado en la seguridad de los Estados Unidos. A diferencia de los entrevistados por Claudine Vegh, nunca fue arran­ cada de sus padres, nunca tuvo que esconderse y negar lo que era y sus circuns­ 1. Publicado por G. P. Putnam, Nueva York, 1979.

190 El peso de una vida tancias para salvar su vida, como hicieron aquellos cuyas historias componen el libro de Vegh. Al contrario, los padres de Helen Epstein se esforzaron ardua­ mente para evitar que su hija conociera y sufriera por su pasado. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la hija sufría por la carga de sus padres, al sentir cuánto habían sufrido sin ni siquiera hablarle de ello. De adulta, Helen Epstein deseó descubrir si su destino era único o si lo compartía con otros niños cuyos padres atravesaron por las mismas circunstancias. Los buscó y los indujo a hablar, de modo parecido a Claudine Vegh. Al igual que Helen Epstein, aquellos a quienes entrevistaba se habían criado en un ambiente de seguridad física. No obstante, descubrió que a todos, como a ella, les oprimían las experiencias de sus padres. Por diferentes que fueran sus historias, todos habían sufrido por la incapacidad de sus padres de hablar de sus penalidades y de las consecuencias de estas pena­ lidades. Helen Epstein emplea una conmovedora imagen para describir su sufrimien­ to: la de forjar una caja de hierro que ocultó en lo profundo de su ser, una caja que le hacía la vida más ardua y dolorosa. «Durante años -escribe Helen- mi pena descansaba en una caja de hierro, enterrada tan dentro de mí que nunca es­ tuve segura de lo que era. Sabía que contenía cosas más secretas que el sexo y más peligrosas que cualquier sombra o fantasma. Los fantasmas tienen forma y nombre. El contenido de mi caja no lo tenía. Fuera lo que fuese aquello que vi­ vía en mi interior, era tan potente que las palabras se desintegraban antes de que pudiera describirlo». La incapacidad para nombrar y describir nos oprime tan ferozmente que nos obliga a enterrar lo opresivo muy hondo en nuestro interior y ya no podemos al­ canzarlo. Aunque parezcan tener una existencia independiente que corroe nues­ tra vida, las cosas reprimidas tan profundamente destruyen el derecho a disfru­ tar, incluso destruyen la sensación de que uno tiene derecho a vivir. Jean, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, se pregunta: «¿Por qué no puedo sacarle provecho a la vida». Expresa el temor a que su «caja de hierro» encierre senti­ mientos de violencia, consecuencia de lo que se le hizo. Dice: «Ya sabes, temo la violencia que a veces siento en mí. Parece como si se revolviera contra la pro­ pia vida. Y lo que es más extraño, siento que no tengo derecho a vivir». Los padres de Saúl Friedlander lo confiaron, tratándose de su único hijo, a una señora católica francesa. Para salvarlo, tuvo que bautizarlo y para mayor se­ guridad lo educó en una escuela jesuíta. Se sentía tan católico que intentó hacer­ se sacerdote jesuíta. Pero cuando estaba a punto de entrar en el seminario, le re­ velaron su circunstancia y el hecho de que sus padres hubieran muerto en Auschwitz. A partir de ese momento su vida se convirtió en una difícil batalla contra su destino, como ardientemente describe en su libro When Memory Co­ mes} Con el tiempo, encontró su camino hacia el judaismo. Aunque ahora está felizmente casado, tiene hijos y está bien establecido como profesor de historia 2. Publicado por Farrar, Straus & Giroux, Nueva York, 1979.

Niños del holocausto 191 en la Universidad de Tel Aviv y en la Universidad de California en Los Ángeles, continúa sufriendo de su herida interna, que describe de modo muy similar al de Helen Epstein: «Ahora conservo muy dentro de mí, ciertos fragmentos discor­ dantes, incompatibles, de mi existencia... como aquellos fragmentos de metra­ lla que a veces llevan en el cuerpo los supervivientes de las grandes batallas». También escribe: «Me costó mucho tiempo encontrar el camino de regreso a mi pasado. No podía rastrear en la memoria los acontecimientos, porque cuando intentaba hablar de ellos, o coger una pluma para describirlos, de inmediato me sentía extrañamente paralizado». ¿Cuál es la causa de la parálisis? ¿Por qué aquellos a quienes Claudine Vegh entrevistó, y ella misma, erigieron un muro de silencio tan pronto como experi­ mentaron la pérdida de sus padres? Es esta reluctancia, o mejor dicho esta inca­ pacidad, a hablar de ello la que describe dramáticamente Claudine Vegh. Mien­ tras la señora que la rescató instaba a sus padres a separarse de su hija y a escon­ derse para salvarse, y ellos dudaban en dejar a su única hija, Claudine les dijo: «Rápido, marchaos, yo me quedaré aquí». Es probable que fuera el dolor de no haberse despedido de ellos de mejor modo, y el hecho de no volver a ver a su padre, lo que dio título al libro: Je ne lui ai pas dit au revoir, «No le he dicho adiós». Creo que la urgencia de Claudine a que sus padres la dejaran rápido se debió sólo en pequeña parte al miedo por la seguridad de éstos. Es más probable que la niña no hubiese aceptado quedarse con sus nuevos padres de haberle dado tiem­ po a meditar la idea de que nunca volvería a ver a sus verdaderos padres. De ha­ ber creído que los perdería para siempre, habría intentado a toda costa quedarse con ellos. De modo que apresuró su partida para acortar una separación que de otro modo la habría destruido por completo. De haberse dado tiempo a explicar sus propios sentimientos, el tiempo a decirles adiós, no habría podido separarse de ellos. Al urgirles a marcharse, evitaba tener tiempo de pensar y sentir. Sólo podía separarse de ellos imaginando que sería una separación estrictamente temporal. Tras la liberación, cuando la madre de Claudine regresó con ella y le dijo que su padre había muerto, su reacción fue igual de instantánea y decisiva. Tan pronto vio a su madre, sin derramar ni una sola lágrima, le dijo: «Lo sé. Al me­ nos me queda uno de vosotros. No hablemos nunca de ello». Y durante veinte años fue incapaz de hablar de ello, ni siquiera de pronunciar la palabra «padre», ni se permitió ninguna referencia a este aspecto de su infancia. Su respuesta no fue única. Al contrario, parece ser la reacción típica de los niños que perdieron a sus padres en el holocausto. Era un mundo extraño, dice ella, el mundo de los niños que habían perdido a sus padres. Aquellos a quienes ella conoció, incluso de niña, después de la liberación en un campamento para tales niños en Francia, nunca hablaban de sus padres, ni de sus familias, su pasa­ do, sus hogares. «No hablar nunca de estos asuntos era una regla que nadie ha­ bía impuesto. Hablar de su infelicidad, sus penas, derramar lágrimas, les resul­

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taba totalmente inaceptable, y también a mí.» ¿Por qué reprimieron totalmente sus sentimientos? ¿Por qué negaban la evidencia y la importancia de tales he­ chos, hechos que constituían el aspecto más significativo de sus vidas? Lo que les hicieron en la infancia a aquellos que finalmente, gracias a los es­ fuerzos de Claudine Vegh, pudieron poner en palabras su experiencia, les había destruido, arruinado su vida de tal forma que eran incapaces de hablar de ello, ni siquiera con los más íntimos. Como uno de ellos dice: «Nunca he hablado de ello, ni siquiera con mi esposa, y menos aún con mi madre». Existen bastantes razones por las cuales no pueden hablar, no desean hablar, de ello. No es que re­ huyan pensar en lo que ocurrió, porque ni por un instante han sido capaces de olvidarlo; toda la vida les ha obsesionado. Una razón por la que los entrevistados por Claudine Vegh eran tan reticentes a hablar es que estaban convencidos de que las palabras no se adecuaban a ex­ presar lo que les había sucedido; ninguna palabra les daría la paz. Otra razón más profunda es que se percataron, o al menos creyeron, que los demás desea­ ban que se conciliaran con lo que les había ocurrido, y ellos sabían que es impo­ sible. Los oyentes creen que comprenden las torturas que la víctima ha sufrido, pero la víctima sabe que, en el mejor de los casos, entienden sólo los hechos, pero en realidad no comprenden la naturaleza de sus sufrimientos. ¿Qué bien les haría, pues, hablar de ello? Por eso pudieron abrirse sólo a una persona como Claudine Vegh, que había sufrido como ellos. Pero incluso a ella, al principio, le hablaban sólo con mucha reticencia. Para estas víctimas el enorme sentimiento de pérdida es tan demoledor que amenaza con engullirlos, destruir los muros que han levantado para que no les entierre su pena. Tienen que construir tales muros para ser capaces de afrontar la ardua tarea de crear una vida, una vez la devastación ha concluido. Se requiere gran esfuerzo y el resultado es bastante precario; por tanto, no desean ver ame­ nazado su equilibrio. Para poder construirse un modus vivendi, las víctimas ocultan sus verdaderos sentimientos tan profundamente, en las capas más internas de su ser, que ni ellos mismos pueden encontrarlos. Lo hacen para poder seguir viviendo, para sacar buenas notas en la escuela, superar exámenes, prepararse para una profesión y más tarde casarse, tener niños, intentar cumplir las obligaciones de la vida fami­ liar. Así pues, el sentimiento se reprime tanto, que todo lo que saben es que la vida les resulta extraordinariamente difícil y vacía en el sentido más estricto. Colette, una de las entrevistadas por Vegh, sentía tanto ese vacío interior que in­ tentaba escapar por todos los medios, como preguntándose qué sentido tenía para ella ser judía cuando conducía a tanto sufrimiento, sobre todo dado que su marido no era judío y sus cuatro hijos habían crecido sin ninguna religión. Co­ lette decía: «Tengo la impresión de que he luchado tanto toda mi vida, y ahora he olvidado el sentido de esta lucha. Existe un gran vacío a mi alrededor, un va­ cío que, a pesar de mis esfuerzos, soy incapaz de llenar». Y lo resume diciendo: «Sí, es realmente muy difícil vivir. Es extraordinariamente difícil».

Niños del holocausto 193 Todos aquellos a quienes Claudine Vegh pudo convencer para que hablaran de sus sentimientos pasados y presentes sabían que hablar sobre el pasado des­ pertaría sentimientos demasiado penosos de soportar. Por eso temían las entre­ vistas. Sonia, una de ellas, le dijo que le daba pánico pensar en lo que podía de­ cir. Ella también temía el vacío que volvería a experimentar. Decía: «Tengo la impresión de un vacío en mi infancia, un vacío que me conturba intensamente». Paulette, otra superviviente, empezó la conversación diciendo: «Ya sabes, aun­ que he aceptado esta conversación, estoy muy angustiada, me produce una gran ansiedad». Esto ocurría unos treinta y cinco años después de los acontecimientos que les horrorizaba recordar. Cabía esperar que después de todos estos años, durante los cuales habían llevado lo que parecían vidas normales, durante los cuales ha­ bían alcanzado la madurez, se habían hecho un lugar en la sociedad, creado un hogar, tenido hijos, las viejas heridas habrían cicatrizado. Pero, para ellos, no se trataba de viejas heridas largo tiempo cicatrizadas. Al contrario, dichas heridas nunca sanaron, y en cuanto uno las toca empiezan a sangrar de nuevo profusa­ mente. En otras ocasiones, como resultado de otros acontecimientos catastróficos -terremotos, inundaciones, hambres- los niños han perdido a sus padres. Estos niños también sufren cruelmente, pero no son incapaces de expresar sus senti­ mientos, de hablar de sus padres y de su terrible pérdida. En resumen, estos ni­ ños se pueden lamentar, pueden llorar abiertamente. Al hacerlo, pueden recon­ ciliarse poco a poco con su destino. En consecuencia, no llegan a pensar que la muerte de sus padres les ha privado del derecho a la vida. La tragedia de aquellos de quienes Claudine Vegh habla es que su destino les impide afligirse por sus padres, lamentarse por ellos, porque sus viejas heridas no sanan. Al principio, estos niños esperaban que sus padres regresaran, y conservaron la esperanza todo lo que les fue posible. Sonia explica que ni ella ni su hermano formularon una sola pregunta sobre sus padres, ni sobre el porqué habían cam­ biado de colegio. Para mantener la esperanza preferían no formular preguntas, ni siquiera veladamente. Ella y su hermano nunca hablaron de ello entre sí, ni con ninguna otra persona, según Sonia «porque siempre esperaron y conserva­ ron la esperanza». Asimismo, Claudine Vegh, al igual que los demás, no hizo ninguna alusión a su padre durante más de veinte años. Creo que la razón más poderosa de su silencio es que inconscientemente nunca perdieron la esperanza de que en realidad su padre ausente no estuviera perdido y regresase por algún milagro. André sugiere esta relación inconsciente entre el hecho de no hablar de su padre y mantenerlo vivo en lo más profundo de su ser: «Nunca hablaba de mi padre con nadie, porque él vive en mí, eso es todo, eso me basta». Por el mismo motivo, Robert siguió creyendo durante años que sus padres regresarían, en su insconsciente continuaba creyendo que aún vivía con ellos, tanto es así que dice: «No sé lo que significa vivir», refiriéndose a vivir en el presente, y añade:

194 El peso de una vida «Vivo en el pasado». Su vida real está sólo en el pasado, en un tiempo en el que sus padres todavía estaban vivos. Incluso en circunstancias normales, es difícil perder la esperanza del regreso de un padre que de repente desaparece sin dejar rastro. Hasta que no encuentran una prueba incontrovertible de su muerte, quienes aman a la persona desapare­ cida no aceptan que ha muerto. Sobre todo en los niños, el deseo de creer que la persona perdida está viva es tan fuerte que necesitan pruebas para aceptar el desgraciado acontecimiento. Esto ocurre incluso en circunstancias normales, y las condiciones de existencia de estos niños distaban mucho de ser normales. No obstante, si estos niños terriblemente heridos no pueden admitir que sus padres han muerto, ni conciliar esta idea al cabo de muchos años, no sólo se debe a que resulta lamentable abandonar la esperanza que uno ha albergado du­ rante tanto tiempo. Existen razones más complejas. Después de semejante pérdida, para poder enfrentarse de nuevo a la vida, uno debe llorar la pérdida. El duelo, como Freud ha demostrado, es un proceso psicológico complejo, pero del todo necesario para superar la depresión en la cual nos ha sumido la pérdida. El duelo requiere que durante algún tiempo uno se concentre con sinceridad en la tarea, dedicándole todas las energías psíquicas durante días o meses. La ceremonia del funeral ayuda y también las diversas costumbres que hemos creado para afrontar la muerte de un ser querido. Entre los judíos está la costumbre del shivah* entre los irlandeses se vela el muerto y se realizan ceremonias religiosas y misas por él. Las costumbres permiten al que está de luto aceptar la pérdida, al menos hasta cierto punto, y regresar despacio a la vida, a pesar de la depresión causada por la pérdida. El trabajo del duelo se facilita cuando podemos preparamos en cierta medida para la pérdida. Cuando un padre querido sufre un período de enfermedad antes de morir, nuestra atención al enfermo durante este tiempo nos ayuda a preparar­ nos emocionalmente a lo que ha de venir, nos ayuda a separamos. Incluso cuan­ do no es posible, normalmente, cuanto menos podemos despedimos del cadá­ ver, participar en el entierro y en los ritos funerarios. Todo ello nos ayuda a comprender, por poco que estemos dispuestos a hacerlo, que esa persona ha muerto, que es un hecho que debemos aceptar. A pesar de todos estos ritos es casi imposible aceptar la muerte de un ser querido y regresar a la vida sin la ayuda de los demás. Necesitamos sobre todo la ayuda y la colaboración de los íntimos, en general de los miembros de nuestra familia. Necesitamos su presencia física y su participación directa en nuestro * Período de siete días de luto prescrito que empiezan inmediatamente después de la muerte de un padre, una esposa, un hijo, un hermano o una hermana y concluye con el ocaso del séptimo día. El shivah tradicional exigía que los que están de luto permanezcan sentados en la casa del finado, todos los espejos se tapen y no vistan ropas nuevas ni zapatos de piel; no pueden cortarse el pelo, ni afeitarse, ni tomar parte en los asuntos ordinarios, ni comprometerse en relaciones matrimoniales. Algunos encienden una vela durante siete días en memoria del muerto. La costumbre actual varía considerablemente. (N. de la t.)

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duelo. Su presencia y el consuelo que nos ofrecen nos permite creer que no todo se ha perdido, que queda gente que desea ayudamos a seguir viviendo. No es al muerto a quien se le presentan los respetos, sino al superviviente. Por eso, desde los tiempo más remotos, los ritos funerarios se cuentan entre los más elaborados de todos los ritos religiosos. Por muchas razones, estos niños cuyos padres desaparecieron en las redadas nazis, no podían emprender el trabajo del duelo. En primer lugar, esperaban a que sus padres regresaran. Y puesto que unos pocos regresaron, ¿por qué no podían sus padres estar entre ellos? Cuando cabía la posibilidad, por pequeña que fuera, de que uno o ambos padres pudieran estar aún con vida, a los niños les resultaba imposible pensar o hablar de ellos como si hubieran muerto. No hablar de ellos era el único medio por el que podían impedir que los demás lo hicieran, y el úni­ co medio por el que los niños podían conservar sus esperanzas. Pero, al no po­ der hablar de sus padres, no poder mencionar lo que para ellos era más impor­ tante, nada de lo que pudieran hablar poseía verdadera importancia. Puesto que debían negar la realidad de la desaparición de sus padres, nada de lo que podían hablar les parecía real. Para que sintamos algo como real, la realidad necesita ser validada por los demás. Por eso, en el duelo es tan importante que hablemos de la persona que ha muerto. Les brinda a los demás la oportunidad de convencer­ nos de que en verdad la persona ha muerto. Cuando no hablamos de la muerte de una persona amada, su muerte sigue siendo hasta cierto punto irreal y enton­ ces no podemos lamentamos. Además, estos niños nunca recibieron una prueba tangible y física de la muerte de sus padres: no hubo cadáver que enterrar, ni tumba que visitar. No hubo ritos que señalaran el principio del trabajo del duelo, para organizarlo a la manera tradicional. Incluso dada la participación en todos los ritos normales que ayudan a los vivos a separarse de los muertos, el luto debe durar mucho tiempo antes de que pueda ser concluido, sin duda durante muchos meses, y en menor modo durante años y a veces durante toda una vida. En algunas culturas uno viste de luto un mes, en otras un año, y sirven como signo de todo el que está de luto. Según la costumbre judía, la losa sepulcral sólo se coloca en el ani­ versario de la muerte o del funeral, y señala la conclusión del período oficial de luto. Los hijos del holocausto no saben la fecha de la muerte de sus padres, por tanto, no saben cuándo empezar el período de luto, ni cuándo concluirlo. Sin estas fechas claras de principio y final del duelo, éste parece no tener fin y existe la posibilidad real de que se prolongue dolorosamente durante toda la vida de la persona. Saúl Friedlander comenta que cuando la gente nos deja, su presencia echa el ancla y sobrevive en la memoria de los que se quedan, en sus recuerdos y sus conversaciones diarias, en los álbumes de fotografías que uno enseña a sus hijos. De vez en cuando ponemos flores en su tumba y allí está su nombre, grabado en una lápida. Pero a estos niños les robaron la oportunidad de entrar en el perído de luto, que habría delimitado no sólo el principio sino tam­ bién un final concreto.

196 El peso de una vida Jean, uno de los entrevistados por Claudine Vegh, confirma este dilema. De­ bido a la ausencia de signos tangibles que testificaran la vida y la muerte de sus padres, le resultaba imposible olvidarlos y llevar una vida normal. Decía: «A menudo me pregunto por qué soy incapaz de disfrutar de la vida. Si pudiera ol­ vidar el pasado por completo, es posible que pudiera vivir como el resto de la gente, feliz de lo que tengo, y no pensaría todo el tiempo en lo que he perdido. No tengo fotografías de mis padres, no tengo una última carta de ellos, ninguna tumba reúne mis pensamientos a su alrededor. Todo lo que tengo es una nota: Desaparecidos... Auschwitz 1943. Es terriblemente duro». La ausencia de prue­ bas tangibles no permiten un duelo normal, que evitaría un eterno lamento. Algunos comentarios de Sonia aclaran que es imposible abandonar la espe­ ranza y librarse de su consecuencia, que consiste en estar siempre sobre ascuas, hasta el día en que uno recibe una prueba real. Sonia cuenta cómo por fin supo que sus padres habían muerto, gracias a un libro de Karsfeld, publicado en 1978. Allí encontró bajo la fecha del 29 de abril de 1944, los nombres de sus pa­ dres. Fue una terrible conmoción hallar esta prueba, a pesar de que habían trans­ currido treinta y cinco años del acontecimiento. Todos esos años conservó la es­ peranza, no lo pudo evitar, porque sin duelo no podemos creer en realidad que el ser querido ha muerto y sin evidencia de la muerte no puede haber duelo. Sólo después de leer la prueba de la muerte de sus padres pudo iniciar su duelo. Por influyentes que sean los factores que impedían a estos niños el duelo por sus padres, se desvanecen en la insignificancia si los comparamos a las condi­ ciones psicológicas de los niños tras ser separados de sus padres. Para poder sobrevivir, estos niños no se permitieron el duelo, caer en la de­ presión que forma parte de él. Necesitaban toda su energía mental para hallar los medios de afrontar, de adaptarse a una nueva forma de vida, de aprender a vivir con gente a la que no conocían, en condiciones totalmente nuevas y extra­ ñas. No había nada familiar alrededor que les pudiera dar el amoroso apoyo que habrían necesitado para asimilar lo que les había sucedido. Claudine Rozengard, que era como se llamaba Claudine Vegh en ese mo­ mento, tuvo la suerte de ser adoptada por unos padres que la amaban tanto como si fuera su propia hija. Pudieron ofrecerle unas condiciones de vida muy favora­ bles, sus circunstancias fueron excepcionalmente raras y afortunadas. A pesar de todo, Claudine sufría. Las historias de aquellos a quienes entrevistó demuestran las inimaginables dificultades que estos niños tuvieron que superar, los reveses que debieron afrontar, sólo para sobrevivir. La historia de un niño judío, que en esa época aún no había cumplido los diez años, lo demuestra. Sus padres lo enviaron a un reca­ do. A su regreso vio que su casa estaba rodeada por la policía. Fue suficiente para imaginarse lo sucedido. Sin perder tiempo huyó al campo y se escondió en un bosque cercano. Todo lo que tenía era la dirección de una persona que vivía a unos cincuenta kilómetros. No se atrevía a subir a un tren, por miedo a ser des­ cubierto. Durante el día se escondía en los bosques y sólo caminaba por la no­

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che, evitando las carreteras. Todo lo que tenía para alimentarse eran las provi­ siones que le habían enviado a comprar; vivió de ellas los dos días y las dos no­ ches que tardó en llegar a la dirección. Pero esta persona no se atrevió a quedar­ se con él y lo despachó. Lo mismo le ocurrió otras dos veces. Por último, un granjero le ocultó durante dos días y luego lo ingresó en un hogar para niños de­ ficientes. Allí estuvo a salvo durante un tiempo, hasta que los niños deficientes empezaron a sospechar, pues nadie le visitaba, ni recibía cartas y era distinto de ellos. Así que empezaron a hacer preguntas, que obligaron al director a enviarlo a otra institución infantil, que, por fortuna, a los pocos meses de su llegada, fue liberada por las tropas aliadas. Este chico sobrevivió a duras penas, pero sobre­ vivió. Para poder hacerlo tuvo que reunir toda su energía mental y concentrarla en su supervivencia. Si cedía a los sentimientos que le despertarían saber que habían deportado y probablemente asesinado a su familia, no habría tenido fuer­ zas para seguir adelante. Debía reprimir sus sentimientos para poder sobrevivir. Por eso es ahora el único superviviente de lo que en otro tiempo fue una familia numerosa. Ya he mencionado que el rasgo esencial de casi todos los ritos de duelo es el consuelo que proporcionan la familia, los amigos y la comunidad, y que sólo este consuelo permite a los que están de duelo recuperarse después de su pérdida. También he mencionado que los niños que han perdido a sus padres por otras catástrofes, por real que sea su sufrimiento, logran sobrevivir sin esta herida irreparable. Esto me conduce a mi último interrogante: ¿por qué fue tan distinto para los niños judíos que perdieron a sus padres en el holocausto nazi? Los niños que pierden a sus padres debido a otras catástrofes sienten la reac­ ción del mundo ante su desgracia, y responden a esta reacción positiva. Saben que el resto del mundo les compadece, desea ayudarles y espera que su destino no les destruya. Como todos parecen alegrarse de que se hayan salvado y todos quieren ayudarles, esto les permite, una vez cesa la amenaza inmediata hacia sus vidas, empezar el proceso de duelo, de acuerdo con su edad y su madurez. Además, se llevan a cabo todos los esfuerzos posibles para encontrar los cadá­ veres de sus padres y enterrarlos conforme a los ritos apropiados. Todo esto ayuda a estos desafortunados niños a aceptar los hechos, a aceptar que son irre­ versibles, evita que conciban falsas esperanzas y les ayuda en un proceso de duelo normal. En los países ocupados por los nazis, la situación psicológica era exactamen­ te la contraria. Ciertamente, los nuevos padres de Claudine deseaban que sobre­ viviera e hicieron todo lo posible para que así fuese. Todos los niños que so­ brevivieron fueron ayudados por determinadas personas. Quienes les ayudaron corrieron grandes riesgos. Pero estas actitudes, que ofrecieron a estos niños la única oportunidad de sobrevivir, no alteran el hecho de que la sociedad en ge­ neral, el gobierno, los poderes que controlaban toda la vida-los propios poderes cuya obligación debía haber sido proteger la vida de estos niños-, estaban re­ sueltos a destruirlos. Primero les habían arrebatado a sus padres y luego los ha­

198 El peso de una vida bían asesinado. Estos niños no sufrieron su pérdida por un episodio desafortu­ nado, como el caso en que los padres mueren de enfermedad o en una catástrofe natural. Sus padres fueron llevados al matadero porque eran judíos, y también los niños lo eran. No hay modo de escapar a la raza en la que uno ha nacido y esto lo saben los niños pequeños, al menos hasta cierto punto. Uno no puede llorar la pérdida de un padre cuando sabe que también él mismo está destinado a ser asesinado. La desolación y la negativa a sentir son las únicas reacciones psicológicas posibles. En el año que pasé en Dachau y Buchenwald me encontré en una situación pa­ recida. Uno se entristecía cuando asesinaban a un camarada, pero no lloraba, por­ que uno mismo estaba a un pelo de la muerte. De haber cedido a esta tristeza que es parte del duelo, el riesgo de no poder reunir la fuerza necesaria para luchar por la supervivencia, de perder la resolución necesaria, habría sido mucho mayor. En semejante situación, el duelo se convierte en un obstáculo para la supervivencia. Claudine Vegh habla de un sentimiento aplastante: el predominante peligro de muerte. Ella lo menciona en un contexto diferente. Creo que este sentimiento tiene su origen en lo que experimentó cuando se escondía, temblando de miedo a ser descubierta, en lo que creía que los otros sentían cuando se ocultaban para escapar a los campos de exterminio. Sabían que aunque se escondieran y goza­ ran de relativa seguridad durante algún tiempo, uno no puede escapar a su pro­ pio nacimiento. Por eso, cuando a un entrevistado le preguntó sobre sus oríge­ nes, éste respondió que era «un buchenwaldiano». Al rechazar, al negar, sea lo que sea lo que uno niega, uno se aliena de lo ne­ gado. Para aplicar la imagen de Helen Epstein, uno encierra estos sentimientos en una caja de la que ha perdido la llave, la ha perdido a conciencia y para siem­ pre. Pero, a pesar de sus esfuerzos, uno no consigue librarse de esta caja. Sigue siendo algo extraño dentro de uno mismo, y tiene poder sobre la vida de uno. Claudine Vegh concluye su libro diciendo: Nosotros, los niños judíos que vivimos en la época nazi, hemos rechazado esta experiencia como algo que es «exterior a nosotros mismos». Pero no ha fun­ cionado. No podemos expulsar de nosotros lo que en realidad es la prueba más dura de nuestras vidas. Si intentamos hacerlo, disociamos nuestra propia existen­ cia. Debemos aceptar estas experiencias como el aspecto más importante de nues­ tras vidas. Los relatos de este libro demuestran que esto es exactamente lo que ha sucedido. Hasta el punto de que hemos intentado reprimir estos recuerdos, hasta el punto de que han acabado por dominar nuestras vidas. Para quienes han participado en su creación, este libro se ha convertido en un significativo paso adelante. Pone fin a los intentos de represión y negación, y es un principio retardado del duelo por nuestros padres, para que, de algún modo, en­ terremos los recuerdos y por fin los niftos puedan llevar una vida normal.

Este ensayo se ha centrado en la ausencia del duelo, más que en los horrores sufridos por quienes aparecen en este libro, en su heroico valor y la pesada caiga

Niños del holocausto 199 de sus recuerdos. Me he centrado en el duelo, porque creo que es lo que ha dado significado e importancia a sus conversaciones con Claudine Vegh. Como ella describe, lo han demostrado al revolver una y otra vez dentro de sí, mientras ha­ blaban del pasado y de la pérdida de sus padres. Se apartaban cada vez más de ella, mientras se sumergían aún más en su pasado, salían de la habitación, se metían en sus camas, llorando. Como ellos decían, la conversación era «un mo­ nólogo interminable consigo mismos». No obstante, terminaron contándolo todo en voz alta a una persona que los escuchaba con compasión. Eso es exactamente lo que ocurre durante el duelo: uno habla de lo que ha perdido y al hacerlo uno habla sobre todo de sí mismo, pero ante una persona que está dispuesta a acarrear con parte de ese peso, que comprende, desea ayudar. Eso es lo que confiere el valor, la fortaleza, para la­ mentarse, para estar en un estado de duelo. Los entrevistados dieron los primeros pasos hacia el luto tanto tiempo pos­ puesto, como revelaron a Claudine Vegh cuando al día siguiente de sus entrevis­ tas, se sentían mejor, se sentían aliviados. Quizás muchos otros, en la misma situación, se sentirían mejor si pudieran empezar el luto por las terribles pérdidas que han sufrido.

Regreso a Dachau*

urante varios años, mucho antes de que mi experiencia lo convirtiera en un asunto personal y primario, el problema de las sociedades totalitarias ha ocupado mi mente. Un año (1938-1939) de encarcelamiento en los campos de concentración de Dachau y Buchenwald me hizo ver el cometido central del campo de concentración (o de la cárcel) como instrumento de control bajo el to­ talitarismo, y su función esencial en la modificación de la personalidad del indi­ viduo en el tipo que tal sociedad requiere. En un principio, lo que más me inte­ resaba era la psicología y la sociología del campo de concentración. El primer artículo que escribí sobre los campos de concentración fue una monografía publicada durante la segunda guerra mundial, cuando la informa­ ción sobre los campos era aún escasa. Me topé con el escepticismo del público norteamericano. En el artículo describía los modos en que el régimen del campo minaba la integridad del ser humano y el cambio radical que sufre la personali­ dad. Era un principio, pero faltaba escribir un estudio mucho más importante que tratase del problema de resucitar, restaurar y reintegrar la personalidad del que sufre la experiencia de los campos de concentración. Durante años, ese problema, la rehabilitación de los individuos traumatizados o «destruidos», ha constituido mi vocación y he escrito gran número de libros sobre el tema. Una de las razones por las que en 1955 acepté la invitación de pasar varios

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* Este ensayo apareció en Commentary, XXI, 2 (febrero de 1956). En los años que han trans­ currido desde su redacción, las cosas han cambiado radicalmente en Alemania occidental. Ya no hay personas desplazadas viviendo en los barracones del campo de Dachau, ni soldados norteame­ ricanos en lo que habían sido los cuarteles de las SS. En el tiempo de escribir este ensayo, la mayo­ ría de alemanes adultos habían vivido durante el período de Hitler, ahora la mayoría de adultos ale­ manes han nacido después de él o eran niños muy pequeños en los años de Hitler. Sin embargo, el problema de la reacción a lo ocurrido en Alemania bajo Hitler aún es un pro­ blema real, no tanto por los supervivientes de este período sino también para muchos de sus hijos. Vale la pena volver a publicar este artículo en una forma revisada. Aunque ha pasado más de una generación -unos cincuenta años- desde que fui prisionero en Dachau y más de treinta años desde que escribí este artículo, a pesar de las diversas visitas que entretanto he realizado a Alemania oc­ cidental, al releerlo he descubierto que se ajusta muy bien a mis ideas actuales.

Regreso a Dachau 201 meses en la Universidad de Frankfurt era la certeza de que trabajaría con un gru­ po de sociólogos que me ayudarían a comprender el proceso de rehabilitación. Originalmente mi plan de investigación era sencillo: entrevistaría a alemanes que hubieran estado en campos de concentración, para intentar descubrir cómo habían afrontado tales experiencias. Pero unas pocas semanas de cuidadosa ob­ servación me convencieron de que había planteado el problema de un modo de­ masiado simple. Aunque yo mismo había dicho por escrito que ninguna persona que hubiera pasado por un campo de concentración nazi era inmune al efecto de estas insti­ tuciones sobre su personalidad, no me daba cuenta de la abrumadora importan­ cia que la experiencia nazi tuvo para la población alemana. Después de unas cuantas semanas de charlas con los alemanes sobre todos los ámbitos de la exis­ tencia y después de observar el modo presente de vida -en las universidades, en la calle o en los lugares de trabajo-, llegué a la conclusión inevitable de que todo alemán había sido, de un modo u otro, interno de ese enorme campo de concentración que fue el Tercer Reich. Todo alemán que hubiera vivido bajo el régimen nazi, ya lo hubiera aceptado o luchado contra él, había pasado, en cier­ to sentido, por un campo de concentración. Algunos, los verdaderos internos de los campos, lo habían hecho como esclavos torturados; otros, la mayoría de los alemanes, como consignatarios, por así decirlo. Básicamente, bajo Hitler el ciudadano alemán sólo podía tomar dos postu­ ras: preservar su integridad interna luchando contra todos los aspectos del Esta­ do nazi -lo cual hizo una pequeña minoría-, o aceptarlo de un modo general y modelar su personalidad de acuerdo con sus exigencias, lo cual hizo la mayoría. Esta diferencia entre la minoría y la mayoría persiste aún en la Alemania de Adenauer y con toda probabilidad también en la zona este. Existen quienes aún no pueden abandonar su lucha contra la sociedad del campo de concentración, y quienes no pueden librarse de su consentimiento o resignación. Psicológicamente hablando, podría decirse que ambos grupos fueron seria­ mente traumatizados. Pero, como la naturaleza de sus traumas es antitética, han reaccionado de modo diferente. Aquellos que más o menos aceptaron la socie­ dad de los campos de concentración niegan la naturaleza de los campos y sus horrores; en su caso es obvio que se desata una amnesia defensiva. Cuando re­ mite, semejante amnesia intenta restablecerse mediante frenéticas negaciones, excusas y formaciones reactivas (quejas sobre lo que los norteamericanos y los rusos hicieron a los alemanes, lo que los norteamericanos hacen a los negros, etc.). Tal repertorio de mecanismos defensivos se pone en movimiento cuando desde el exterior se amenaza la amnesia que un individuo necesita para seguir funcionando. Sin embargo, quienes combatieron contra el régimen nazi no están mejor do­ tados para vivir con tranquilidad. Ellos no niegan, ni bloquean por medio de la amnesia, la sociedad de los campos de concentración; al contrario, parecen revi­ vir ese trauma de un modo «desintegrado». Conocí a un hombre que deseaba

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El peso de una vida

vehementemente construir una Alemania mejor. No se trataba de un individuo común, sino de un líder activo de la vida intelectual alemana. Después de un rato, nuestra conversación derivó hacia los campos de concentración, tras lo cual sacó de su cartera el recorte de un periódico de hacía dos años y me lo mos­ tró. Informaba de que el guía alemán había dicho a un visitante de Dachau que en los campos no encerraron más que a criminales, que nunca se practicó la tor­ tura y que lo que decía la mayoría de la gente era todo mentira, jamás se envió a ningún ciudadano decente a un campo de concentración. Como es natural, se quedó tan impresionado de que semejantes mentiras hallaran tanta aceptación y se publicaran en un periódico respetable, que no descartó esa prueba de la nega­ ción palmaria de los hechos. Me impresionó que ese hombre llevase el recorte en el bolsillo de su americana durante dos años -en su corazón, por así decirlo-, lo cual me indicaba que él tampoco era capaz de olvidar los campos de concen­ tración, ni por un momento. En ese viaje me dijeron que Dachau se conservaba como una especie de con­ memoración y me planteé la idea de volver a visitarlo. El recorte del periódico y el modo dramático de atraer mi atención me convencieron de ello. Pasé la primavera y el verano de 1938 en Dachau, antes de ser trasladado a Buchenwald. De algún modo, deseaba que me condujese el guía que negaba el horror del campo; eso confirmaría mi creencia de que los alemanes actuales pre­ fieren negar toda la experiencia nazi. Pero, como suele ocurrir, la realidad fue totalmente distinta. En mi camino a Dachau me albergué en uno de los mejores hoteles de Mu­ nich, me registré como ciudadano norteamericano y deliberadamente no hablé más que inglés. Cuando pedí que me prepararan una visita al campo de concen­ tración de Dachau, el empleado, que hasta entonces había sido muy cortés y ser­ vicial, de repente atendió a otro cliente. Al presionarle, me dijo que no sabía si se podía visitar Dachau, ni cómo hacerlo, y que allí no quedaba nada de interés. A pesar de ello, insistí y volvió a darme la espalda, esta vez indicándome que demostraba tener muy mal gusto. Después de esperar un rato, dirigí a otro em­ pleado la misma pregunta y obtuve una respuesta parecida. Por último, ante mi insistencia, me dijeron que no sabían cómo llegar al campo, pues quedaba un poco lejos de la estación de tren, y un coche de alquiler hasta Munich me resultaría muy caro. Respondí que tomaría el tren e intentaría coger un taxi en la estación de Dachau. Me comunicaron que eso sí era posible, pero no estaban seguros de si allí encontraría un taxi. Les dije que me arriesga­ ría. ¿No es un lugar memorable, aunque siniestro, interesante para visitar? Qbtuve un silencio glacial por respuesta. Pregunté el horario de trenes y me dijeron que pasaban muchos trenes hacia Dachau. ¿Cuándo salía el próximo? Me mos­ traron un gran horario que indicaba todos los trenes que partían de Munich en todas direcciones. Estaba sobre el mostrador, de cara a los empleados, de modo que tuve que darle la vuelta. Hasta entonces no me sentía con fuerzas para visitar Dachau, pero esos em­

Regreso a Dachau 203 pleados del hotel despertaron poco a poco en mí una rabia remota, primero por su negación implícita de la importancia del campo y después por la actitud de desaprobación que manifestaron hacia alguien que demostraba interés. Una vez a bordo del tren de Munich a Dachau, reviví algunos de los sentimientos que ha­ bía experimentado en el campo. Sentí el brusco contraste entre ese fácil y cómo­ do viaje de media hora y mi viaje de diecisiete años atrás, con toda la brutalidad que suponía el asesinato de buenos amigos y la mutilación de otros. Cuando ca­ minaba desde la pacífica estación de Dachau hasta uno de los taxis allí aposta­ dos, me preparé para una experiencia emocional. Había planeado el viaje a tenor del recorte del periódico y motivado en parte por él. Decidí hacer el papel de austríaco escéptico. En mi mejor dialecto vienés pregunté al taxista a qué distancia estaba el campo, si había algo que ver allí y cuánto tiempo tardaríamos en visitarlo. Su amabilidad y su disposición para ha­ cer negocios con un turista me desarmó, me alentó a visitar el lugar y se ofreció a indicarme los lugares de interés, diciendo que los conocía muy bien. Entonces, como por casualidad, mencioné que había oído muchas historias contradictorias y, puesto que disponía de tiempo, sentí el impulso de descubrir la verdad sobre el campo de Dachau. Añadí que la gente exageraba y dramatiza­ ba las cosas, y me respondió que no era posible exagerar los horrores de Da­ chau. Empezó a contarme incidentes, de algunos de los cuales curiosamente yo había sido testigo. Me habló de las dificultades que había tenido con los hom­ bres de las SS que guardaban el campo y las mayores dificultades que experi­ mentaron los campesinos de los alrededores. Me describió la matanza de prisio­ neros en 1938 y 1939, y la actitud increíblemente desalmada de los hombres de las SS, exactamente lo que yo había presenciado tantas veces. Empezaba a pre­ guntarme cómo ese hombre podía aceptar la verdad de los campos de concen­ tración con tanta ecuanimidad, cuando él me dio la respuesta o, cuanto menos, me proporcionó una pista. De repente interrumpió la historia de Dachau para re­ cordar los cuatro años que pasó en un campo de prisioneros de guerra en Siberia; el temor que sintió por su vida entre los guardias rusos, el frío, la suciedad y el hambre. Era como si una historia sobre un campo de prisioneros condujera de modo natural a la otra. Esa era la respuesta. Ese alemán había sufrido bajo Hitler tanto como los que estuvieron en campos de concentración hitlerianos. De modo que se sentía libre de culpa. Como residente del pueblo de Dachau, no sólo conocía la existencia del campo, sino que había temido su presencia más que la mayoría de los alema­ nes. Es cierto que se alegró de los éxitos militares alemanes mientras duraron, y aprobó la mayor igualdad en la distribución de provisiones (sobre todo comida) bajo los nazis, que en los años inmediatamente posteriores a 1945, cuando unos tenían mucho mientras otros se morían de hambre. Sin embargo, odiaba a Hitler, sobre todo por razones muy personales. Antes de la guerra, los hombres de las SS del campo de Dachau llenaban las tabernas de la ciudad y monopolizaban las chicas solteras. Lo que era peor, in­

204 El peso de una vida terfirieron en uno de los mayores placeres de la juventud de este hombre, que consistía en sentarse en la taberna con sus amigos y quejarse de todo lo que le molestaba. La presencia constante de los hombres de las SS impedía que habla­ sen con libertad. El taxista se acaloraba aún más cuando me describía cómo el bribón de Hitler había situado el campo en las inmediaciones de su bonita ciu­ dad natal, dándole mala fama ante el mundo. Cuando este hombre viajaba, pre­ fería no decir dónde vivía, pues invariablemente conducía a una incómoda dis­ cusión. De este pequeño incidente se desprende que un hombre como ese, que había experimentado en primera fila la proximidad del campo de concentración de Dachau, jamás lo podía ver bajo un aspecto favorable. Ni, a diferencia de la ma­ yoría de los alemanes actuales, podía quitárselo de la cabeza, al vivir tan cerca de ese lugar. No podía considerar el campo como una experiencia aislada, una pesadilla que era posible expulsar de la memoria; para él, era una realidad con la que se había visto obligado a convivir a través de los años. Aunque en un princi­ pio el campo de Dachau no le hizo volverse contra el régimen nazi, que, según él, había hecho mucho por la buena gente como él, nunca pudo aceptar el cam­ po. Al mismo tiempo, como ese régimen le causó sufrimientos que comparaba a los de los prisioneros de Dachau, no necesitaba sentirse culpable, ni negarlo. Su contacto constante con la realidad del campo, de tal modo que su horror le había afectado no rápida sino lentamente, le evitó un trauma de naturaleza pesadillesca que habría ensombrecido su vida, o habría exigido su negación. A su manera sencilla, había penetrado en la realidad y el significado de Dachau, y su actitud era, por tanto, un hecho consumado. Mientras el taxista me mostraba los alrededores de Dachau, me sentía muy cómodo en mi papel de ingenuo visitante. Me señaló lo que pudo, con calma, sin omitir ni ocultar nada de lo que se suponía que sabía. Me habló de la torre sobre la puerta de la entrada al campo. Me la señaló des­ de lejos, lamentando el hecho de no poder acercarse más porque, como podía ver, ahora formaba parte de una instalación del ejército norteamericano y era una zona restringida. De haberme dirigido al oficial en jefe, es probable que hu­ biera obtenido permiso para entrar, pero no tenía ningún sentido. No intentaba volver a visitar lugares o edificios concretos, no deseaba impresiones fuertes. Y el hecho de que la horrible torre fuese parte de una instalación del ejército norte­ americano la despojaba de todo su horror. Lo que nosotros, los prisioneros, no nos atrevíamos a esperar, y apenas nos atrevíamos a soñar -que las barras y es­ trellas ondeasen en la torre-, se había convertido en una realidad. Por tanto, ¿qué sentido tenía mirar un conjunto de piedras juntas? Conducíamos alrededor de la empalizada, la valla electrificada, las torres de vigilancia, el foso que solía estar lleno de agua. Pero los troncos de lo que en otro tiempo había sido una formidable empalizada estaban derribados, podridos y carcomidos, el feroz alambre colgaba roto, el lecho del foso se había secado, sus orillas se desmoronaban lentamente y se cubrían de hierba, maleza y flores

Regreso a Dachau 205 silvestres. Era el mismo lugar y sin embargo no lo era. Sólo mediante un acto deliberado de memoria logré recrear el pasado, que a cada paso contradecían el aspecto de las torres, las paredes de la empalizada, el foso cubierto de hierba, que le daban un aspecto de antiguas ruinas, y sobre todo la presencia de solda­ dos y armamento norteamericanos. Atravesamos lo que antaño había sido la calle principal del campo, que con­ tenía doble fila de barracones. Nos acercamos despacio a aquel en el que yo ha­ bía vivido. Por un momento sentí la tentación de pedirle al conductor que se de­ tuviera y me dejara salir, pero los niños jugaban ante él y creí mejor no turbar su juego con lo que ahora era una vacua curiosidad. El campo alberga ahora a refugiados de Alemania del Este y la administra­ ción ha intentado mejorar el aspecto del lugar. Las ventanas -a través de las cua­ les giraban los focos de luz que resplandecían toda la noche en los ojos de los prisioneros, hombres que intentaban conciliar el sueño o aprovechar un momen­ to de descanso hasta la tortura y la amenaza de muerte del día siguiente- estaban dulcificadas por cortinas, gracias a los esfuerzos de los hombres y las mujeres que habitaban tras ellas. Era como cualquier otro campo de deportados, desola­ dor, pero, como mínimo, sus habitantes tenían la esperanza de salir de allí. No era Dachau. Era como si el campo de concentración nunca hubiera exis­ tido. No era ni un monumento para recordar un terrible pasado, ni un monumen­ to que prometiera un futuro mejor. Simplemente representaba la utilización práctica de las ventajas que ofrecía, del mismo modo que las tropas norteameri­ canas utilizaban los excelentes medios que en otro tiempo construyeron a fuerza de látigo los prisioneros para las tropas de las SS. No creo que este modo de borrar el pasado fuera deliberado. La ocupación militar, y de hecho toda la historia de la posguerra alemana, se ha prestado a la aniquilación del pasado nazi, o mejor dicho, los intensos deseos de los propios alemanes, combinados con la historia, lo han conseguido. En aquellas inmedia­ ciones y en aquel momento, daba la impresión de que sólo el taxista y yo recor­ dábamos el pasado de Dachau, por razones muy diferentes y quizás con senti­ mientos muy distintos. ¿Qué había del monumento conmemorativo? Circulábamos hacia un cerca­ do conspicuamente señalado, donde dos soldados norteamericanos de guardia nos saludaban con la mano de una manera cordial. Había un pequeño espacio en el que estaban aparcados tres coches, que ostentaban matrículas de las fuerzas de ocupación norteamericanas. La omnipresencia de los símbolos del ejército de los Estados Unidos, aunque confortante, en cierto modo constituía el reverso de mi experiencia personal del espíritu del lugar. La reacción de los empleados del hotel de Munich ante mis inquisiciones me había despertado una vieja angustia; los emigrados que vivían en el campo y la presencia de los militares norteameri­ canos volvió a calmarme. No tiene sentido pegar a un perro muerto, aunque en vida hubiera golpeado, mutilado y asesinado. El monumento conmemorativo ocupaba sólo una pequeña zona, e incluía la

206 El peso de una vida antigua sala de ejecución, las horcas, la cámara de gas, el crematorio y dos o tres (el taxista no estaba seguro) fosas comunes. En el centro de todo esto se levanta­ ba la estatua de un prisionero del campo de concentración con el uniforme típi­ co. Su rostro y su figura reflejaban el sufrimiento físico y mental. Era real como la vida misma, pero al mismo tiempo era una idealización. No era una gran obra de arte, pero al menos era decente y bienintencionada. Quizás estamos aún de­ masiado cerca de lo sucedido en los campos como para expresarlo de una mane­ ra más simbólica y por tanto de una forma estéticamente válida. En esa agradable arboleda, entre bien conservados lechos de flores, sólo la estatua del prisionero y mi esfuerzo consciente transmitieron a mi mente que el monumento conmemorativo estaba allí para conmemorar. Por supuesto, vi car­ teles explicando para qué se había empleado cada lugar de horror. Costaba ima­ ginar, al mirar la preservación de todo, que decenas de miles de personas habían sufrido durante tantos años tan increíble degradación y dolor, que habían muer­ to violentamente. Es cierto que, de algún modo, la pulcritud y la celeridad con la que se efectuaron las transacciones burocráticas de vidas humanas, constituían uno de los horrores supremos del lugar. Pero tampoco eso se adivinaba ante el presente orden e higiene. Quizás lo que me oprimía era la pequeñez de todo. Aquella cajita que había sido la cámara de la muerte no pudo haber albergado a muchos prisioneros a la vez. Sólo existían dos entradas al homo crematorio, cada una admitía sólo un cuerpo al mismo tiempo. Las dos fosas, una señalada con una cruz de madera y la otra con una estrella judía, acogían las cenizas de miles de seres humanos que habían sido arrojados allí, cada una no más grande que una tumba individual. Las coronas de flores marchitas, con sus inscripciones medio borradas, acre­ centaban la ilusión de que todo pertenecía a un pasado remoto. Las paredes de la cámara de la muerte y el crematorio estaban cubiertas de graffiti, con los nom­ bres y comentarios de los visitantes -tan típico de los monumentos históricos-, pero ni siquiera estos emblemas de los turistas suscitaron en mí más que una moderada aversión. Después de todo, la mayoría de los visitantes eran judíos y norteamericanos. ¿Por qué enojarme con aquellos que habían deteriorado las paredes del monumento conmemorativo, si sentían sincera compasión por los que sufrieron allí? El hecho de escribir sus nombres y la fecha de su visita ex­ presaba su consciencia de que se encontraban en un lugar histórico, tan distante de sus vidas presentes que, lejos de sobrecogerse por la naturaleza del lugar, in­ tentaban establecer una relación con él dejando signos de su presencia en las pa­ redes. Algunas inscripciones contenían comentarios de indignación, pero pare­ cían fuera de lugar o infantiles, debido al abismo entre lo que querían expresar y lo que realmente decían. Si mi experiencia en el campo se hubiera limitado a un solo hecho aislado, quizás hubiera podido volver a captar la antigua sensación que me provocaba el lugar. Pero lo que hacía a Dachau memorable eran las innumerables experien­ cias: el día en que cientos de camaradas y yo nos quedamos ciegos de repente, a

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causa de un edema temporal en los párpados, el asesinato de un amigo, el suici­ dio de otro que deliberadamente corrió hacia un alambre electrificado y, sobre todo, los continuos y constantes pequeños sufrimientos, degradaciones y la fre­ nética y desesperada forma de mantenerse uno mismo ante todo eso. Un pequeño grupo paseaba al mismo tiempo que nosotros: un mayor nor­ teamericano, un capitán y dos o tres señoras. Seguramente habían llegado en los coches que habíamos visto en el aparcamiento. El mayor parecía triste e irritado al inspeccionar la cámara de gas y el crematorio, pero los otros permanecían in­ diferentes, incluso un poco aburridos, si es que interpreté bien sus rostros. Ade­ más, un profesor guiaba a un grupo de escolares alemanes, niños y niñas de unos diez u once años, unos veinticinco en total. No parecían ni interesados ni impresionados. El profesor les dijo algo sobre el número de personas que allí habían muerto. Los niños se burlaron, sin mirar apenas el pequeño edificio ni las inscripciones. Me dio la impresión de que disfrutaban al escapar de las aulas, pero que el lugar no significaba nada para ellos, a pesar de las explicaciones ob­ jetivas del profesor, que no eran más que un insípido recital de los hechos. Tam­ bién él parecía carecer de interés y después de una rápida inspección se fue con sus pupilos. No sé cómo deben sentirse los demás cuando lo que antaño fue una parte te­ rrible de sus vidas se convierte en un monumento para que lo visiten los turistas. En cuanto a mí, no es el modo correcto de volver a experimentar el pasado. Mi reacción fue similar a la de los niños. Toda mi vida he evitado las fosas comunes porque no tienen ningún sentido para mí. La tumba del soldado desconocido me afecta, la fosa común de Verdún, no. Mientras estaba allí de pie en Dachau, el campo de concentración estaba más lejos y más olvidado que cuando pensaba en él desde la lejana Chicago. La conmemoración masiva de las decenas de mi­ les de víctimas de Dachau consagraba la lejanía de la crónica de sus muertes y de sus vidas. Me causó más emoción cuando, unos días más tarde, unos parientes de Viena me indicaron el lugar donde, para escapar de la Gestapo, una persona había saltado desde una ventana y otra se había ahorcado. Se trataba de hechos humanos individuales y su pérdida me producía una sensación de proximidad. Circulando de regreso a la estación, el taxista dejó aflorar su corazón y por tanto redujo Dachau una vez más a la experiencia humana que era para él. ¿Por qué tuvieron que situar el campo en Dachau, su ciudad natal, en vez de en cual­ quier otro lugar? Se debió a un viejo granjero y a sus inútiles hijos, que no sabían cultivar la tierra. El emplazamiento del campo fue en otro tiempo una gran gran­ ja, luego la vendieron al gobierno que, antes de la primera guerra mundial, cons­ truyó una fábrica de municiones o armas. Cuando los nazis subieron al poder, la emplearon como campo de concentración porque ya existían los barracones, una empalizada y una valla de alambre de espino. Fue sólo por razones de utili­ dad, como ahora resultaba útil a las autoridades norteamericanas emplear parte del campo y al gobierno de Bonn usar el resto para albergar expatriados. Al salir de Dachau, volvimos a pasar por los barracones, y eché una última

208 El peso de una vida ojeada al campo y a su horrible puerta, que ahora cruzaban unos jeeps. Una gran instalación del ejército de los Estados Unidos, un gran campo de refugiados y unos pocos edificios pequeños como memorial del pasado, no podía aceptarlo. Por razones personales habría preferido que dejaran el campo tal como estaba cuando fue liberado. Entonces es probable que hubiera podido recobrar mejor mis recuerdos, Dachau habría vuelto a la vida al fluir mis viejos sentimientos de ira, degradación y desesperanza. Pero la historia (y el crematorio) habían sido relegados a una pequeña zona, situada, simbólicamente, en la esquina más dis­ tante del campo, lejos del bullicio presente. Mientras esperaba en la estación del tren, escuchaba a los refugiados alema­ nes que bebían cerveza y hablaban de que lo habían perdido todo. En el camino de regreso a Munich vi a través de la ventana del tren las zonas bombardeadas. Cuando estaba en la estación de Munich y contemplé la total destrucción a mi alrededor, me di cuenta de que, de modo inconsciente, deseaba que los alema­ nes dedicaran para siempre el viejo Dachau como monumento a mis sufrimien­ tos y al de mis compañeros judíos y antifascistas, pero no quería que dedicaran ningún monumento a su propio sufrimiento, que era casi por igual un resultado del nazismo. Los internos de Dachau habían sido las víctimas desvalidas del régimen de Hitler, mientras que los alemanes, o casi la mitad de ellos, lo habían adoptado por su propia voluntad. ¿No tenía derecho a esperar inconscientemente que de­ dicaran un Dachau inalterado a un monumento a la vileza de los torturadores que lo crearon y lo dirigieron, en vez de a un monumento conmemorativo de sus víctimas? Aprendí una lección: uno no puede dedicar monumentos a la depravación de un sistema cuidando minuciosamente las tumbas de sus víctimas. Después de todo, son los mártires cristianos quienes simbolizan su fe y su credo religioso, no es la crueldad de sus torturadores, que es sólo accidental, o al menos eso nos parece, lo que en realidad cuenta. Me di cuenta de que había acudido a Dachau con el espíritu equivocado. Para mí, Dachau era un símbolo de la crueldad que asóla a los seres humanos y los convierte en cifras para ser procesados en una cámara de gas, en lugar de un símbolo de la humanidad sufriente. Uno no puede simplemente observar la estatua de piedra o bronce de un prisionero del campo de concentración, cuando él mismo ha sido un prisionero. El superviviente no puede mirar las tumbas de sus compañeros de sufrimiento y decir: ¡Contemplo la grandeza de mi sufrimiento y la admiro! Sólo viviendo y actuando se puede hacer algo por el propio sufrimiento y el de los demás. Entonces me percaté de que el estado de Dachau estaba más cerca de la rea­ lidad, de la realidad del presente, de lo que estaría si lo hubieran conservado tal como estaba cuando su liberación, como, según me han dicho, es el caso de Buchenwald. Conservar el lugar intacto lo aparta de la corriente de la historia, hace de él un monumento que ya no es de este tiempo ni de este lugar. En realidad, la presencia de estos refugiados conmemora, mejor que el mo­

Regreso a Dachau 209 numento, los sufrimientos de los seres humanos a manos de sus congéneres. La extrema tristeza de Dachau pertenece al pasado, pero la tristeza en general so­ brevive; todavía se saca a la gente de sus hogares mediante el miedo y el terror. Las víctimas de ese momento eran los alemanes, pero no encontré ningún tipo de justicia histórica en el hecho. Si uno cree, como yo, que nuestra primera obli­ gación es ocupamos de los vivos, se comprende que también para los alemanes los horrores del régimen de los campos de concentración se desvanezcan ante la miseria de los refugiados que lo ocupan. Eso fue lo que aprendí de mi visita a Dachau: que era mejor conservarlo en mi mente. Otros supervivientes de los campos, que, como yo, han abandonado Alemania harían lo mismo, porque no es necesario que nuestras vidas continúen centrándose en Dachau. Nos hemos separado radicalmente del país del que una vez fue una institución primordial. Podría conservar el viejo Dachau intacto como experiencia emocional. Podría digerir su impacto trabajándolo emocional y psicológicamente, y persistiría la huella de un Dachau que conservaría su vie­ ja realidad física intacta, porque ya no estaba unido a la realidad física de Ale­ mania. Para mí, Dachau se había convertido en un problema de naturaleza hu­ mana y una experiencia personal, pero no era un lugar particular en el país don­ de habitaba. Sin embargo, los alemanes, habían tenido que convivir más íntimamente que yo con el recuerdo de sus campos de concentración. Durante la guerra y mucho tiempo después, habían vivido con él cada día. No podían librarse del sufri­ miento fruto del nazismo atravesando el océano e iniciando una nueva vida. Si querían ser algo más que meros supervivientes del nazismo y de la derrota, los alemanes tenían que considerar a Dachau como lugar y como crimen. De con­ servar Dachau intacto como un monumento a la vergüenza del nazismo y al in­ menso sufrimiento que provocó, por la misma regla de tres hubieran tenido que conservar sus ciudades en ruinas como un monumento a sus sufrimientos. Así que, probablemente los alemanes hicieron lo correcto cuando dedicaron sólo una pequeña parte de Dachau al recuerdo de las víctimas y emplearon la mayor parte para un campamento de refugiados y permitieron que los norteame­ ricanos utilizaran el resto como instalación militar. He escrito «permitieron», como si tuvieran la posibilidad de elegir. Recordé haber visto circular vehículos con matrículas que decían «U.S. Forces in Germany» [Tropas de los Estados Unidos en Alemania]. En Alemania occidental se ven por doquier estas matrí­ culas, lo que me llevó a plantearme: Supón que ocurriera lo inimaginable y los japoneses hubieran invadido los Estados Unidos ¿Cómo se encontrarían y afrontarían y trabajarían los norteamericanos durante diez años de vida con sím­ bolos de su derrota por todas partes y sus vencedores circulando por la calle? ¿Construirían un monumento conmemorativo de algo que les recordara su de­ rrota? No lo sé. Pero ahora sé que el único modo de sobrevivir a semejante pasa­ do no es dejarlo intacto y encapsulado, sino confinándolo a un lugar pequeño, como se había hecho con el memorial de Dachau.

210 El peso de una vida Por triste que sea para mí y para todos los amigos y parientes de los millones de seres asesinados por los nazis, no podemos esperar que los alemanes actuales tengan una actitud muy diferente hacia sus víctimas que la que tienen hacia sus ciudades devastadas. Pues ellos son más realistas sobre las ruinas de sus casas que yo, y debo aceptar su realismo con respecto a Dachau. Como si se tratase de una venganza, la actual Alemania da la espalda a la destrucción del pasado y se dedica a la construcción del presente y del futuro. Sí, lo hacen por convicción y venganza, como si necesitaran tapar, olvidar y destruir el pasado, incluido Da­ chau. Es obvia la frenética actividad. ¿Conducirá a un futuro mejor? Es difícil decirlo, dependerá de su actitud y nuestra actitud hacia su pasado.

Liberarse de la mentalidad de gueto*

o hay luz sin sombra, y por eso, junto con las grandes contribuciones a la cultura humana que los judíos han realizado a lo largo de su dilatada histo­ ria, se presentan también ciertas zonas oscuras. Creo necesario que los judíos reflexionemos sobre todos los elementos de nuestra herencia y, aunque este en­ sayo está dirigido por un judío a sus compañeros judíos, los temas planteados son de interés común, debido a las terribles implicaciones del holocausto para toda la humanidad. Como psicoanalista, creo que lo oculto, lo negado y reprimido continúa per­ turbando nuestra vida consciente hasta que lo sacamos a la luz del día y le echa­ mos una buena ojeada, para libramos de ello de una vez para siempre. De otro modo, seguimos acarreándolo como una secreta vergüenza. De todos es sabido que la historia judía es una extraña mezcla de universalis­ mo y provincianismo, grandes movimientos hacia la libertad espiritual e intole­ rancia a ultranza. Los judíos aparecen por primera vez en la historia como agentes de la mayor consecución del hombre en los primeros días de la humanidad, como descubridores del monoteísmo y adalides de un vida sometida a la Ley. Pero desde muy temprano la historia judía también hace referencia a estreche­ ces mentales y en ocasiones a un nacionalismo agresivo. Más tarde, entre los ju­ díos por primera vez el hombre se levanta contra un Dios arbitrario, la historia de Job es un ejemplo. En la actualidad, la obra de Archibald MacLeish JB ha re­ planteado bellamente este tema. Pero, casi al mismo tiempo en que Job afirma­ ba la humanidad del hombre incluso contra el propio Dios, encontramos intran­ sigencia religiosa, por ejemplo entre los fariseos. No es mi intención difamar al importantísimo movimiento religioso que lleva su nombre, sino explicar aquí esa actitud de estrechez mental a la que solemos referimos cuando hablamos de

N

* Este ensayo combina la conferencia Lessing Rosenwald de 1962 con un artículo de este titu­ lo que apareció en Midstream en la primavera del mismo año. Ambos se dirigían a una audiencia judía. En su actual forma no ha sido publicado antes. (También contiene partes de mis Survival of theJews y Their Speciality Was Murder).

212 El peso de una vida fariseísmo. Muchos siglos más tarde nos encontramos con que Spinoza, el gran héroe cultural, es coetáneo de la persecución de Uriel Acosta a manos del judais­ mo oficial. Por mucho que los judíos pretendamos olvidarlo, en la historia judaica exis­ ten estas dos tendencias contradictorias. Los judíos estamos tan acostumbrados a enorgullecemos de nuestras grandes contribuciones a la liberación del espíri­ tu, que tendemos a restar importancia al hecho de que no todo es amable y lumi­ noso en su historia. Como creo que, para nuestro propio provecho, los judíos de­ bemos libramos de cualquier resto de provincianismo intolerante que con fre­ cuencia se encuentra en nuestro legado, reflexionaré sobre este rasgo cultural. No cabe duda de que debido a Hitler, lo que sucedió bajo su mandato y des­ pués de él, la imagen que los judíos teníamos de nosotros mismos ha cambiado radicalmente. Existe una peocupación por lo que será el futuro de los judíos y lo que debería ser su función en el mundo. Con la creación del Estado de Israel, otra cuestión se ha añadido a las antiguas: el problema de las posturas políticas nacionales e internacionales de los judíos. La mayoría de los judíos americanos han rechazado un sionismo de miras estrechas o una posición nacionalista. Pero, si no son sionistas se les presenta un problema inevitable en la educación de sus hijos: ¿qué significa con exactitud ser judío? Cuando era un niño en la Viena antisemita, la petición pascual de «el año que viene en Jerusalén» tenía para mí un hondo significado sentimental. No por­ que sintiera inclinaciones nacionalistas -sufrí demasiado a causa de un naciona­ lismo pangermánico y su antisemitismo concomitante, como para encontrar atractivo cualquier nacionalismo-, sino porque la plegaria constituía un sím­ bolo del final de la persecución de los judíos. Más que nada en el mundo, lo que me ligaba al judaismo eran los sólidos lazos que sentía hacia todos los per­ seguidos. Pero en Norteamérica no se persigue a los judíos. ¿Qué les mantendrá, pues, unidos en el futuro? La cuestión es si una religión, una tradición común, una historia común o un concepto tan vago como la etnia, podrá unir a los judíos norteamericanos en los tiempos venideros. La mayoría de ellos creen que segui­ rán existiendo como grupo singular. Desean que así sea porque están convenci­ dos de que tienen una contribución única a hacer. Pero, por desgracia, aparte de esto, no existe consenso sobre por qué ha ser así, ni en qué consiste esta singula­ ridad. Los judíos no son el único grupo que se enfrenta a la dificultad de conservar una identidad étnica en Norteamérica. Hace poco tiempo, un grupo japonésnorteamericano me pidió que les hablase sobre los problemas con los que se to­ paban en la educación de sus hijos, quienes hacían frente a la dicotomía entre su bagaje japonés y sus fidelidades norteamericanas. Al pedirme consejo, uno de los líderes japoneses-norteamericanos resumió el problema de la siguiente ma­ nera: a medida que el grupo issei (japoneses emigrados a los Estados Unidos) envejece, se acentúan sus dificultades con su propia imagen, la contradicción

Liberarse de la mentalidad de gueto 213 entre ésta y la de sus hijos, sobre todo ante lo que consideran limitaciones cultu­ rales de la sociedad contemporánea. Cada vez más, la primera generación de ja­ poneses nacidos en Norteamérica, los nisei, entra en conflicto a la hora de man­ tener una identificación consistente de ellos mismos como norteamericanos de antecedentes japoneses, y esa confusión se la han transmitido a sus hijos, los sansei. Frases como «Debemos conservar lo mejor de nuestra formación japo­ nesa» y el temor a que la generación más joven pierda la identidad japonesa («Deben aprender a sentirse orgullosos de su herencia japonesa») reflejan las preocupaciones de muchos padres nisei de hoy. Al igual que los nisei, los hijos de judíos nacidos en Norteamérica sienten que deben hacer un esfuerzo para conservar lo mejor de su herencia judía y en­ señar a sus hijos a estar orgullosos de la misma. Así pues, se trata de un proble­ ma para cualquier grupo emigrante que tenga motivos para enorgullecerse de su tradición singular. En el grupo judío es la tradición ilustrada,* la compasión por los demás, la responsabilidad, la labor cívica y social, etc. ¿Cómo se cumple esta tradición en la comunidad judía norteamericana ac­ tual? Es probable que el estudio más interesante y completo de las actitudes de la comunidad judeonorteamericana con respecto a estas cuestiones sea el estu­ dio Rivertown del American Jewish Committee.1Descubrió que, al contrario de lo que se creía, no era una filosofía religiosa común, sino un rito común el que mantenía unida a la población judía. En muchos otros aspectos, las diferencias entre la mayoría de los judíos norteamericanos y el mundo gentil que les rodea, en un nivel socioeconómico similar, son mínimas. Pero estas pequeñas diferen­ cias aumentan en importancia, se consolidan, se magnifican, por medio de se­ rios esfuerzos de autoidentificación. Parece que el congregacionalismo, el de­ seo de reunirse y vivir junto con los que son como uno, más que la religión, une a los judíos norteamericanos. Aunque todos los que respondieron a las preguntas de este estudio estaban convencidos de que los judíos debían continuar siendo un grupo distinto, hubo poco consenso sobre las razones. Debido a esa autoidentificación, en general, se daba un sentimiento de superioridad, aunque matizado por rasgos de humildad. Existía, por tanto, un sentimiento de que los judíos eran los mejores, sobre todo porque se consideraban más filantrópicos que los demás, más interesados en el bienestar de los seres humanos y más dispuestos a sacrificarse por ellos. ¿Qué consideraban esos judíos «esencial» para ser buenos judíos? La condi­ ción que les pareció más determinante fue: «Llevar una vida ética y moral» (un * En inglés, tradition ofenlightenment. Se refiere a la tradición, dentro del judaismo, surgida a partir de la Haskalah, movimiento de finales del siglo xvra y principios del xix, que supuso la apertura de los judíos hacia la cultura occidental, una «renovación» de la cultura hebraica, que no compartían los judíos más ortodoxos. Esta «ilustración» producía en ocasiones la total asimilación de los judíos a otras culturas. (N. de la t.) 1. Dr. Marshall Sklare, «The Changing Profile of the American Jew: A preliminar^ report on a Study of a Midwestem Jewish Community».

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El peso de una vida

93 por 100 de los entrevistados lo consideraron necesario). Las otras cuatro ca­ racterísticas «esenciales» más elegidas fueron: Aceptar ser un judío y no intentar ocultarlo Apoyar todas las causas humanitarias Promover mejoras cívicas y progresos en la comunidad Ganar el respeto de los vecinos cristianos

85 % 67 % 67 % 59 %

No sé cómo debe sentirse uno con respecto a esta lista, pero a medida que la estudiaba sentía que en el proceso está implícita una redefinición del judaismo, o quizás, para ser más exactos, una redefinición del criterio por el cual debe me­ dirse la calidad del judaismo de un individuo. Aunque la religión judía siempre ha reforzado la vida ética, al mismo tiempo ha reforzado la atención a un com­ plejísimo código de observancia personal del rito. Ambas están íntimamente re­ lacionadas; de hecho, se trataba de que mediante la observación del rito, el indi­ viduo era guiado hacia la vida ética. Tal énfasis en la observancia del ritual no está incluido en la lista antes men­ cionada. El hecho de aceptar el judaismo sin tratar de ocultarlo no posee una orientación grupal, sino ritualista. Sin embargo, sugiere una orientación, igual­ mente poderosa, hacia la psicología popular, la importancia de un estado mental sano, en el que se dé el debido respeto por uno mismo. Según las afirmaciones anteriores, parece ser que para los judíos norteameri­ canos, ser un buen judío equivale a ser una buena persona. El rito judío, el estu­ dio de la Torá y la obediencia a sus leyes, es sustituido por una moralidad gene­ ralizada; la cualidad primordial del buen judío es una conducta ética, un huma­ nitarismo general y un aguzado espíritu cívico. Refuerza esta idea el hecho de que sólo el 24 por 100 de los entrevistados considere importante para un buen judío que asista a los servicios religiosos, ni siquiera en las fiestas señaladas. Por tanto, la adhesión a unos preceptos morales y éticos generales se considera más esencial para ser un buen judío que la adhesión a los preceptos particulares del judaismo. Es una idea que los entrevistados resumen diciendo: «Ser una buena persona hace de ti un buen judío». En las generaciones anteriores la res­ puesta más típica habría sido: «Ser un buen judío hace de ti una buena persona». Mientras que para los judíos modernos ser un buen judío significa seguir una vida ética de ilustración y liberalismo, si uno se remonta hacia atrás en la histo­ ria y observa las tradiciones judaicas se da cuenta de que la ilustración no ca­ racterizaba, ni muchísimo menos, las vidas de los antepasados de los guetos de Europa. Por el contrario, se trataba de una religiosidad de miras estrechas en muchos aspectos, tal como, me temo, el movimiento sionista representa un na­ cionalismo honesto pero algo estrecho de miras. Así pues, históricamente ha­ blando, aquellas cualidades y valores que los judíos norteamericanos más desean conservar y desarrollar en el judaismo, no forman parte de la antigua herencia

Liberarse de la mentalidad de gueto 215 judía. Sino que más bien son, en gran medida, consecuencias del período de ilustración, o de asimilación. Por ejemplo existe una contradicción palmaria entre la demanda de equidad social e igualitarismo en los judíos y la extendida práctica del aislamiento social dentro de la vida comunal judía. A pesar de la insistencia de los judíos en que no se deben poner barreras a la vivienda y que todos los hombres deben vivir con los demás en igualdad, un examen de las preferencias residenciales entre los ju­ díos revela ambigüedades más sutiles y flagrantes. Parece ser que los deseos judíos con respecto a la vivienda son completamente contradictorios. Sin duda desean residir en comunidades libres de segregación. No obstante, se sienten cómodos sólo cuando viven en íntima relación con los demás judíos. Esto im­ plica una comunidad de mayoría judía. En esencia, fundamentalmente desean cambiar las tomas con los gentiles: dado que durante mucho tiempo han vivido como minoría entre los gentiles, ahora desean que sean los gentiles quienes vi­ van entre ellos en minoría. Ante semejantes tendencias hacia la reclusión en un tipo de aislamiento étnico o religioso norteamericano moderno, no podemos despreciar a la ligera la idea de que aún no hemos abandonado las tradiciones del gueto; después de todo, a los judíos no siempre se les impuso las juderías medievales, sino que a menudo las preferían para conservar su identidad. La cuestión de si aún persisten reminiscencias de las actitudes de gueto y, de ser así, cuáles serían, constituye el tema del resto de este ensayo. Muchos judíos norteamericanos se han liberado de dichas actitudes, pero lo preocupante es que sólo se cumple en un grupo concreto y no en toda la comunidad judía. Muchos de los autores que han escrito sobre el holocausto emplean la histo­ ria judía para explicar el fracaso de los judíos del gueto para asimilar lo ocurrido en el siglo XX. El historiador Raúl Hilberg escribió en The Destruction of the European Jews:2 Se ha hablado y escrito mucho sobre el Judenraete, los informadores, la poli­ cía judía, los capos, en resumen, de todas aquellas personas que, deliberadamente y como política, cooperaron con los alemanes. Pero estos colaboradores no nos interesan tanto como las masas de judíos que reaccionaron ante cualquier orden alemana, cumpliéndola por sistema. Para comprender el significado administrati­ vo de este cumplimiento, debemos considerar que el proceso de destrucción se componía de dos tipos de medidas alemanas: las que se perpetraban sobre los ju­ díos ... [tales como] el fusilamiento o la gasificación, y las que requerían a los ju­ díos a hacer algo, por ejemplo, los decretos u órdenes que exigían que registraran su propiedad... se presentaran en un lugar indicado para realizar trabajos, ser de­ portados o fusilados, presentaran listas de personas... transfirieran propiedades ... excavaran sus propias tumbas, etc. El éxito de estas últimas medidas dependía de la reacción de los judíos. Sólo cuando nos percatamos de que buena parte del pro­ 2. Publicado por Quadrangle, Nueva York, 1985.

216 El peso de una vida ceso de destrucción dependía del cumplimiento de tales medidas, podemos apre­ ciar el papel de los judíos en su propia destrucción. Por tanto, si contemplamos el modelo de reacción de los judíos en general, observamos que, a grandes rasgos, es un intento de evitar la acción, cuando no del cumplimiento automático de las órdenes. ¿Por qué fue así? ¿Por qué los judíos actuaron de este modo?

Hilberg considera que se debe a su «experiencia de doscientos años de anti­ güedad» y explica que «en el lapso de unos siglos, los judíos habían aprendido que, para sobrevivir, debían evitar la resistencia... Los judíos nunca habían sido realmente aniquilados. Después de sobrevivir a los daños y perjuicios, los su­ pervivientes siempre habían proclamado, como afirmación de su estrategia, la divisa triunfante: “El pueblo judío vive”. Esta experiencia estaba tan arraigada en la consciencia judía que tenía la fuerza de una ley». Pero, aunque Israel vive, los judíos del gueto -con su religión y cultura úni­ cas que habían sobrevivido inalteradas desde la Edad Media- fueron extermina­ dos por Hitler, junto con los gitanos y gran número de personas diversas. Sólo aquellos que habían roto con los guetos resistieron, como los jóvenes del Hashomer Hatzair [‘El Joven Vigilante’] y de los Poale Zion [‘Obreros de Sión’], la Bund* y los comunistas, que juntos formaron un movimiento de resistencia armada. Y éstos, como dijo su delegado, subsistieron en Polonia por casualidad. Como dijo un sionista capturado en Vilnius: «Nuestra vida está volcada hacia Israel, nuestro exilio es un simple accidente. En este momento el judaismo euro­ peo sufre una catástrofe, pero rompimos con ella el día en que nos unimos al movimiento». En el siglo xrx, o quizás incluso antes, pero sobre todo a partir de ese siglo, los guetos orientales habían devenido un anacronismo. Después de la primera guerra mundial, Buber recopiló historias del hasidismo, tal como los antropólo­ gos recopilan las historias de ciertos pueblos primitivos antes de que sea dema­ siado tarde, bien porque están pereciendo o bien porque sus usos peculiares se están occidentalizando. Mucho antes de que Chagall se hiciera famoso por sus cuadros de escenas románticas del gueto o El violinista en el tejado se convirtie­ ra en una comedia musical de atractivo nostálgico, Sholom Aleichem, Isaac Bashevis Singer y muchos otros habían descrito con añoranza la pintoresca y le­ jana vida en el gueto. En cada caso se trataba de un modo de vida con el que el artista había roto y ya no podía adoptar, por muy tiernamente que lo describiera. Antes de pintar estas conmovedoras escenas de gueto, Chagall se había integra­ do, primero en Munich y luego en París. Su odisea es la típica de un espíritu in­ dependiente nacido en el gueto. * Bund: unión general de trabajadores judíos de Lituania, Polonia y Rusia, movimiento políti­ co judío-socialista fundado en Vilnius en 1897 bajo la Rusia zarista, abogaba por la abolición de la discriminación contra los judíos y la reconstitución de Rusia a partir de líneas federales. Permane­ ció activa en Polonia entre la primera y la segunda guerras mundiales. (N. de la /. )

Liberarse de la mentalidad de gueto 217 Durante unas tres generaciones, en el mundo moderno, quienes ya no esta­ ban dispuestos a soportar condiciones por debajo de un mínimo de dignidad de­ jaron el gueto. Al igual que todos aquellos que deseaban formar parte de ese nuevo mundo moderno, y luchar por su libertad y la de otros. Tanto en Rusia como en Occidente, muchos se unieron o incluso se convirtieron en líderes de los movimientos y partidos socialistas y comunistas, y por supuesto del sio­ nismo. Como escapar del mundo circundante era extraordinariamente difícil, quie­ nes estaban descontentos de las costumbres del gueto permanecían no obstante fijos allí. Éstos forzaron ciertas reformas para superar el desafío de los nuevos tiempos, pero la última de estas reformas internas había sido la del movimiento hasídico hacia 1750. A partir de entonces, precisamente el hecho de que la so­ ciedad circundante se abriera a los judíos, estatificó buena parte del judaismo oriental en una postura de gueto. Desde ese momento se anclaron en sus tradi­ ciones anticuadas y poco operativas. La doctrina religiosa reguló hasta el más mínimo aspecto de la vida cotidiana y era difícil realizar la más mínima trans­ formación. No sólo la vida religiosa de los judíos del gueto no evolucionó; la apariencia externa en general, incluso en materia de vestido, educación y len­ guaje, siguieron siendo casi medievales. Una triple tiranía obligó a muchos a abandonar: la mentalidad de los pogromos del mundo gentil, la discriminación gubernamental (política, económica y social) y la tiranía endógena de una tradi­ ción religiosa asfixiante. Es difícil estimar la repercusión en un pueblo del hecho de que durante tres generaciones abandonaran el grupo los miembros más activos -los dedicados a luchar por la libertad- y sólo se quedaron aquellos que carecían del coraje o la imaginación necesarios para concebir una nueva forma de vida. Por ejemplo, la elite judía que destaca en la vida cultural norteamericana, estuvo perdida duran­ te un siglo para las comunidades judías de Europa oriental. Fue un judío vienés totalmente integrado, Herzl, quien, tras abogar por la to­ tal integración, incluso por el bautismo, inició un movimiento por una patria donde pudiera nacer una moderna nación judía. Israel vive gracias a que, mucho antes del holocausto, los elementos activos del antiguo judaismo habían roto con la cultura medieval para crear una nación nueva, completamente distinta. La religión del gueto no tenía cabida en ella, salvaguardada por una minoría anacrónica, que padecía de nostalgia y sentimentalismo. El judío israelí no tiene en común con los judíos del gueto más que el nombre. Nada ilustra mejor la diferencia de mentalidad entre el judaismo oriental y el occidental que el hecho de que bajo Hitler unos 350.000 judíos huyeron de Ale­ mania, Austria y Checoslovaquia, decenas de miles huyeron de Bélgica y París y la mayoría de los judíos de la Rusia comunista huyeron o fueron evacuados cuando la invasión alemana, pero, por el contrario, en Polonia, aunque existía una ruta de evasión no vigilada a través de los pantanos del Pripet, sólo unos cientos de judíos se concedieron a sí mismos esta oportunidad. En el gueto prin­

218 El peso de una vida cipal, los judíos contemplaban la huida con una sensación de futilidad. Habían perdido hacía tiempo el liderazgo activo que una población explotada necesita para sostener cualquier resistencia o revuelta. La mentalidad de gueto se explica precisamente por la ausencia de este ele­ mento activo y los muchos cientos de años de «sumisión», y no por cierta heren­ cia racial de los judíos. En cierto modo, los nazis, que al principio se extrañaron de la condescendencia de los judíos en su propia destrucción, más tarde sacaron partido de este hecho. El 2 de abril de 1942, en el transcurso de una cena, Hitler señaló: «No se debe tener piedad de un pueblo que está predestinado a perecer». Puede ocurrir, y ha ocurrido, que un pueblo se extinga. Pero el destino de un pueblo jamás consiste en ser asesinado, sean incas, indios o judíos. Sin embar­ go, sobrevivir exige una clara comprensión de lo que está sucediendo y una re­ sistencia bien planeada antes de que sea demasiado tarde, antes de que se llegue al punto desde el cual es imposible el retomo. En la historia de la humanidad y en la del mundo occidental abundan las per­ secuciones por motivos religiosos o políticos. En otros siglos también se exter­ minó a grandes cantidades de personas. La propia Alemania fue despoblada du­ rante la guerra de los Treinta Años, en la que murieron millones de civiles. Y si no hubiera sido frenado por dos bombas atómicas, quizás Japón habría extermi­ nado a muchos millones de personas, igual que en los campos alemanes. La guerra es terrible y la inhumanidad del hombre para con el hombre lo es todavía más. La importancia de los relatos de los campos de exterminio reside no en su historia demasiado familiar, sino en algo más raro y horripilante. Reside en una nueva dimensión del hombre: un aspecto que todos desearíamos olvidar, pero que sólo podemos olvidar por nuestra cuenta y riesgo. Por extraño que parezca, el rasgo distintivo de los campos de exterminio no es que los alemanes extermina­ ran a millones de personas, lo cual posiblemente hayamos aceptado en nuestra imagen del hombre, aunque durante siglos no había ocurrido a tal escala y tal vez nunca con tanta crueldad. Lo nuevo, distintivo y aterrador era que millones de personas, cual lemmings,* caminaban por su propio pie hacia su muerte. Eso es lo increíble y lo que intentamos comprender. Por raro que parezca, fue un austríaco quien forjó las herramientas necesa­ rias para tal comprensión, y los actos de otro austríaco nos provocaron la inelu­ dible necesidad de comprender. Algunos años antes de que Hitler enviara a mi­ llones de personas a la cámara de gas, Freud insistió en que la vida humana es una larga batalla contra lo que él denominaba la pulsión de muerte y en la que debemos aprender a refrenar estas tendencias destructivas, pues de otro modo nos conducen a la destrucción. El siglo xx acabó con antiguas barreras que en * Pequeños roedores que emprenden migraciones periódicas en manadas, atravesando gran­ des distancias, evitando los cursos de agua, hasta llegar al mar, donde perecen ahogados o son presas de los carnívoros, (iV. de la t.)

Liberarse de la mentalidad de gueto 219 otro tiempo evitaron que se desmandaran las tendencias destructivas, tanto den­ tro de nosotros mismos como en la sociedad. Se cuestionaron el Estado, la fami­ lia, la Iglesia, la sociedad y se los consideró deficientes. De modo que se debili­ tó su poder para reprimir o canalizar nuestras tendencias destructivas. La reclasificación de todos los valores que Nietzsche (el profeta de Hitler, aunque Hitler, al igual que otros, lo malinterpretó por completo) predijo que el hombre occidental necesitaría para sobrevivir en la moderna era de la máquina, aún no se había producido. Así, los viejos medios de control de la pulsión de muerte habían perdido buena parte de su influencia y aún no se había llegado a la nueva y más elevada moral que debía reemplazarlos. En este interregno entre la vieja y la nueva organización social -entre la obsoleta organización interna del hombre y la nueva estructura aún no adquirida- poco quedó para refrenar las tendencias destructivas del hombre. En esta era, sólo la capacidad personal del hombre para controlar su propia pulsión de muerte podía protegerle cuando las fuerzas destructivas de los demás, como en el Estado de Hitler, campaban por sus respetos. El fracaso en el dominio de la propia pulsión de muerte podía adoptar diver­ sas formas. La forma que adoptó en aquellos prisioneros de los campos de ex­ terminio que caminaban hacia la cámara de gas empezó por su adhesión a la po­ lítica de «hacer vida normal». A quienes intentaban facilitar a sus ejecutores lo que en otro tiempo habían sido sus capacidades civiles, como los médicos, se les permitió meramente continuar, si no con sus negocios, al menos con su vida normal. Por medio de lo cual abrieron la puerta a su propia muerte. Del todo distinta fue la reacción de quienes interrumpieron su vida normal y no se unieron a las SS ni en la experimentación ni en el exterminio. Algunos de los que narran esta experiencia se preguntan desesperadamente, ¿cómo fue po­ sible que la gente negara la existencia de las cámaras de gas cuando todo el día veían arder los crematorios y percibían el olor a carne quemada? ¿Por qué prefi­ rieron no creer en el exterminio para evitarse luchar por su propia vida? Por ejemplo, Olga Lengyel, en Five Chimneys: The Story ofAuschwitz (Ziff Davis, Chicago, 1947), explica que, a pesar de que ella y sus compañeros vivían justo a menos de cien metros de los crematorios y las cámaras de gas y sabían para qué servían, después de meses muchos prisioneros negaban saberlo. Los civiles ale­ manes también negaron las cámaras de gas, pero su negación no tiene el mismo significado. Los civiles que afrontaban los hechos y se rebelaron se exponían a la muerte. Los prisioneros de los campos de concentración ya habían sido sen­ tenciados. Por tanto, la rebelión sólo podía salvar su vida, que perderían de cual­ quier modo, o la vida de los demás. Cuando eligieron a muchos otros prisioneros junto con Lengyel para ser en­ viados a la cámara de gas, no intentaron escapar, como ella hizo con éxito. Y lo que es aún peor, la primera vez que lo intentó, algunos de sus compañeros lla­ maron a los supervisores y les dijeron que Lengyel trataba de escapar. Lengyel no puede dar ninguna explicación de esta conducta, excepto el resentimiento

220 El peso de una vida hacia aquellos que intentaban salvar la propia vida del destino común, porque ellos carecían del valor necesario para arriesgarse. Creo que lo hicieron por­ que habían perdido la voluntad de vivir y habían permitido que sus tendencias de muerte les desbordasen. Como resultado, se identificaban más con las SS, que se dedicaban a ejecutar las tendencias destructivas, que con su compañeros prisioneros que aún se aferraban a la vida e intentaban escapar de la muerte. Pero esto era sólo el último paso en la lenta rendición de la propia vida, en la negativa a desafiar la pulsión de muerte, que, en términos más científicos, se ha denominado «principio de inercia». El primer paso se dio mucho antes de que nadie ingresara en los campos de la muerte. La inercia condujo a millones de ju­ díos a los guetos que las SS crearon para ellos. La inercia hizo que cientos de miles de judíos se sentaran en sus hogares a esperar a sus ejecutores, cuando fueron confinados en sus casas. Aquellos que no permitieron que la inercia los venciera, consideraron la im­ posición de dichas restricciones el aviso de que había llegado el momento de entrar en la clandestinidad, unirse a los movimientos de resistencia, buscar do­ cumentos falsos, etc., si es que no lo habían hecho antes. La mayoría de ellos so­ brevivió. De nuevo, para los no judíos la inercia no fue lo mismo. No suponía la muerte segura, sino la opresión. La sumisión y la negación de los crímenes de la Gestapo fueron, en su caso, esfuerzos desesperados por sobrevivir. Aunque muy reducido, quedaba un margen para la existencia humana. Así pues, el mismo modelo de comportamiento que colaboraba a la supervi­ vencia en un caso, la impedía en el otro. Para los alemanes se trataba de una conducta realista, para los judíos y para los prisioneros de los campos de exter­ minio, de los cuales la mayoría eran judíos, se trataba de autoengaño. Cuando los prisioneros empezaron a servir a sus ejecutores, a ayudarles a acelerar la muerte de su propia especie, las cosas excedieron la simple inercia. Por aquel entonces, la pulsión de muerte, que campaba a sus anchas, se había añadido a la inercia. Lengyel menta al doctor Mengele, uno de los protagonistas de Auschwitz, en un ejemplo típico de la actitud de «hacer vida normal», que permitió a algu­ nos prisioneros, y sobre todo a las SS, conservar el equilibrio interno a pesar de lo que estaban haciendo. Lengyel describe cómo el doctor Mengele tomaba las precauciones necesarias durante el parto, observaba con rigor todos los princi­ pios asépticos, cortaba el cordón umbilical con gran cuidado, etc. Pero sólo me­ dia hora más tarde, enviaba a la madre y al recién nacido al crematorio. Todo esto pertenecería al pasado, pero la propia actitud de «hacer vida nor­ mal» obstaculiza los diversos esfuerzos por olvidar o incluso negar por comple­ to dos cosas: que hombres del siglo xx como nosotros enviaron a millones de personas a la cámara de gas y que millones de hombres como nosotros camina­ ron hacia su propia muerte sin ofrecer resistencia. En Buchenwald, hablé con los cientos de prisioneros judeoalemanes que fueron conducidos allí en otoño de 1938. Les pregunté por qué no se habían marchado de Alemania, dadas las con­

Liberarse de la mentalidad de gueto 221 diciones extremadamente degradantes y discriminatorias a las que les sometie­ ron. Su respuesta era: ¿Cómo íbamos a marchamos? Eso habría significado de­ jar sus hogares, sus puestos de trabajo. Sus bienes terrenales habían tomado po­ sesión de ellos, de modo que les impedían moverse. En lugar de utilizarlos, los estaban dominando. La actitud de «hacer vida normal» permitió a millones de judíos vivir en los guetos, donde no sólo trabajaban para los nazis, sino que ele­ gían por ellos a sus camaradas judíos para enviarlos a la cámara de gas. La mayoría de los judíos polacos que no creyeron en la política de «hacer vida normal» sobrevivieron a la segunda guerra mundial. A medida que se acer­ caban los alemanes dejaron todo atrás y huyeron a Rusia, aun cuando la mayoría desconfiaba del sistema soviético. Pero allí, aunque quizás considerados ciuda­ danos de segundo orden, eran aceptados como seres humanos. Los que se que­ daban y hacían vida normal caminaron hacia su propia destrucción y perecie­ ron. Así pues, en el sentido más profundo, el camino a la cámara de gas era sólo la última consecuencia de una filosofía que consistía en «hacer vida normal». Es cierto que esta conducta suicida tenía otro significado. Suponía que se puede presionar a un hombre hasta un punto, pero no más allá; más allá de cierto lími­ te preferirá la muerte a una existencia inhumana. Pero el primer paso hacia esa terrible elección era la inercia que le precedió. He conocido a muchos judíos, y también a muchos gentiles, que sobrevivie­ ron en Alemania y en los países ocupados. Pero todos eran personas que caye­ ron en la cuenta de que cuando el mundo se hace añicos, cuando reina la inhu­ manidad suprema, el hombre no puede hacer vida normal. Entonces uno debe reevaluar de manera radical todo lo que ha hecho, ha creído, ha defendido. En resumen, uno debe tomar partido a partir de la nueva realidad, debe adoptar una postura firme y no retirarse a una mayor reclusión. Parece que es extenderse sobre lo obvio señalar que los judíos europeos po­ dían adivinar lo que les aguardaba, porque Hitler se lo decía una y otra vez. Pero las abundantes críticas que he recibido en respuesta a mis artículos, afirmando que no podían saberlo, hacen necesaria la revisión de ciertos hechos. Por ejemplo, Harry Golden, en una amable crítica de mis escritos sobre el tema, dice que los judíos no lucharon por la razón de que «nunca antes había su­ cedido una cosa así en toda la historia. Los antinazis, los sacerdotes cristianos, los liberales, los hombres que hacían chistes sobre Hitler y los ambiciosos que deseaban sacarle provecho a la situación comprendieron que no se trataba de un juego de niños, sino de una cuestión de vida o muerte. En consecuencia, estaban moralmente preparados para ofrecer resistencia. Los judíos nunca lo entendie­ ron del todo. No creyeron que los iban a matar por el mero hecho de ser judíos». Esa es exactamente la cuestión. ¿Por qué los judíos no entendieron del todo aquello que los sacerdotes cristianos comprendieron muy bien? ¿Por qué no po­ dían creer que, si no probables, eran posibles tales acontecimientos? La respues­ ta reside en un modo de pensar que no tiene en cuenta la historia ajena al gueto.

222 El peso de una vida Quienes así pensaban creían que aquello que nunca había ocurrido a los judíos, no les sucedería a ellos. Pero una breve mirada a la historia demuestra que se­ mejantes masacres raciales han tenido lugar en muchas ocasiones y también en nuestra época. Para saberlo, y por tanto para estar preparado, sólo se requería una cosa: tomar en serio el mundo exterior a los límites, considerarlo digno de atención. El juicio de Eichmann y los continuos juicios contra los criminales de guerra nazis recientemente capturados, el asunto Kastner, toda una biblioteca de obras que van desde el mérito artístico de The Last ofthe Just a la histeria de Perfidy, son signos de que la actual generación de judíos no puede evitar preocuparse por el interrogante de cómo pudieron morir seis millones de judíos. ¿Cómo fue posible que no nos apremiáramos a detener la matanza? Estas preguntas conti­ núan perturbándome, como a todos los judíos, y también a algunos gentiles. Por nuestro propio bien, presente y futuro, los judíos debemos buscar las respuestas; sin embargo, aunque las logremos, quienes lo vivimos nunca conoceremos la paz de espíritu. Este ensayo representa otro intento por hallar una respuesta, aunque no pretendo haberla encontrado. Hace algún tiempo pregunté por escrito por qué existe tanta admiración por El diario de Ana Frank. Recibí muchas respuestas, positivas y negativas, pero estuvieran o no de acuerdo quienes me hicieron conocer sus reacciones, presen­ taban un rasgo común: una profunda compasión por quienes ellos llamaban víc­ timas «inocentes» de la agresión nazi. ¿Es necesario que diga que comparto su compasión y sus sentimientos de in­ dignación? Sin embargo, no coincido en el tema de la inocencia. «Inocencia» es una palabra cuya connotación no podemos ignorar. La primera definición del diccionario Webster es «libre de culpa o pecado». Pero no se trata de esto, pues ¿quién de nosotros está totalmente libre de culpa o pecado? La segunda defini­ ción es «libre de la culpa de un crimen particular». Eso se aproxima más; sin embargo los nazis no culparon a los judíos de cometer crímenes en el sentido or­ dinario. En cambio, identificaron a los judíos con una minoría indeseable, al igual que los gitanos o los testigos de Jehová, cuya existencia no se adaptaba a los planes de la raza superior. Me sorprendió aún más que, en muchas de las cartas que recibí, los judíos sólo aplicaban el adjetivo «inocente» a las víctimas judías. Nadie se refería a los gitanos inocentes o a los testigos de Jehová inocentes, aunque ellos, como los judíos, fueron minorías internas, una de las cuales, los gitanos, fue exterminada in toto. Quizás lo haya olvidado, pero, a pesar de la investigación, no puedo re­ cordar referencias populares a los inocentes noruegos, por ejemplo, a quien los nazis asesinaron en grandes cantidades. Se debe a que los noruegos lucharon y el que lucha en defensa propia sabe lo que está haciendo, por tanto ¿no se le aplica el término «inocente»? Esto me llevó hasta la tercera definición de inocencia del Webster: «sin ma­ licia, cándido, inocuo, ignorante, simple, ingenuo, crédulo; por tanto, estúpida­

Liberarse de la mentalidad de gueto 223 mente ignorante o confiado, tonto». ¿Es en verdad este el sentimiento de los ju­ díos hacia los judíos?, ¿son cándidos e ingenuos como grupo? Si no es así, y puesto que los judíos no se consideran libres de pecado o culpa, ¿por qué el uso insistente de ese adjetivo? Es cierto que las víctimas judías estaban libres de culpa, en el sentido legal, pero nunca se planteó de este modo, como ya he men­ cionado. Así pues, ¿qué están afirmando los judíos de los judíos cuando cons­ tantemente les aplican el adjetivo «inocente»? Creo que tratamos de afirmar, por implicación, que los de fuera de Alemania que no se levantaron ni lucharon están libres de culpa, aunque en el fondo sabe­ mos que somos culpables de no actuar, culpables de no haber hecho todo lo que podíamos, y debíamos haber hecho más. Por eso los judíos no hablan de gitanos o polacos inocentes, no tenemos el mismo sentimiento de obligación hacia ellos, no sentimos que deberíamos haber luchado para salvarlos de la destrución. El argumento tácito, y creo inconsciente, es el que sigue: si los judíos que vivieron directamente bajo los nazis pudieron ser tan inocentes ante las amena­ zas de los nazis, si pudieron ignorar lo que Hitler decía que iba a hacer (e hizo), entonces, nosotros, que estábamos mucho más lejos, no somos culpables por haber mantenido la misma ignorancia «inocente». Lo que me interesa es por qué los judíos, tanto de dentro como de fuera de Alemania, creyeron que podían conservar la inocencia ante la profusión de ase­ sinatos masivos. Cuando millones de personas son sacrificadas, nadie, excepto un niño cándido, sigue siendo inocente. Todos estamos contaminados. ¿Por qué ni ellos ni nosotros lo supimos, ni lo quisimos saber? ¿Por qué ni nosotros ni ellos fuimos inocentes, pero intentamos mantenemos en la ignorancia? Si las personas inteligentes y maduras conservan una inocencia teñida de ig­ norancia sobre las cuestiones de la vida y la muerte, el psicoanalista no puede simplemente ignorarlo. Y si la inocencia lo explicara todo, estaríamos satisfe­ chos y cesarían las preguntas. No nos preguntaríamos una y otra vez: «¿Cómo pudo ocurrir?». Después de discutir por escrito este problema y otros anexos, recibí una car­ ta de la viuda de un rabino liberal de una de las comunidades más antiguas de Alemania, que ahora vive en Norteamérica con sus hijos. Escribía: «Me sentí tan emocionada y hasta cierto punto aliviada, cuando leí lo que según usted ha­ bía de malo en nosotros los judíos alemanes. Perdí a mi marido, el rabino, como consecuencia de su estancia en un campo de concentración. No acertaba a com­ prender por qué los judíos ofrecieron tan poca resistencia y recuerdo enrojecer de vergüenza por la pasividad de mis compañeros judíos que aceptaban con tan­ ta sumisión lo que los nazis les hacían. No puedo vivir en paz conmigo misma, pensando cómo nosotros, los judíos, aceptamos sin resistencia lo que hicieron los alemanes, y no hicimos lo suficiente para salvar a los que podíamos. Tam­ bién yo podía haber hecho más para salvar a algunos de mis parientes». Acusar de «traidores» a tal o cual grupo u organización, judíos o no judíos, no resuelve el problema de su inocencia ni de la nuestra; su inocencia, que disi-

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El peso de una vida

muía una deliberada ignorancia, y nuestra ignorancia, que tampoco era inocen­ te. Creo que esta inocente ignorancia es parte de un fenómeno que, a falta de una palabra mejor, denominaré mentalidad de gueto. Las ideas del gueto corresponden al judío del gueto, quien, recordemos, es el judío en el exilio, disperso. El otro judío, el israelita, que vive en Judea, posee una tradición distinta. No es sumiso, sino que lucha, como hace hoy Israel. Entre los judíos existen diversos tipos de mentalidades y actitudes de gueto, y cada una contiene buenos y malos aspectos. Apreciamos algunos de ellos: la solidez de los lazos familiares, la calidez de la comprensión humana, la comuni­ cación directa con Dios, la humildad, la capacidad para aceptar las penalidades; todos esos y muchos más son aspectos de la vida del gueto pertenecientes a la herencia judía, que deseamos preservar en nuestras vidas. Pero no ponemos es­ tas cualidades en tela de juicio, no nos ponen en peligro y por tanto no nos inte­ resa discutirlas aquí. Nos incumbe cómo la herencia centenaria de vida judía en los guetos euro­ peos parece haber cegado a muchos judíos. Para justificar una existencia, dentro o fuera del gueto, contraria a la dignidad humana, los judíos recurrieron a excu­ sas psicológicas que les permitieron soportar lo que en esencia era intolerable y vivir en condiciones infrahumanas. Con el fin de sobrevivir se insensibilizaron a la degradación a la que les sometía el opresor. Puesto que, en general, en el mundo del gueto el opresor retrasaba el final y puesto que la sumisión del judío le destruía como ser humano autónomo, le permitieron sobrevivir, incluso me­ drar materialmente. En resumen, para poder sobrevivir a esa condición particu­ lar que significaba ser judío, los judíos se vetaron a sí mismos la condición hu­ mana universal. Esa era la realidad de la existencia del gueto. La creencia en que la situación era la misma con los nazis estaba transfiriendo la mentalidad de gueto al mundo del siglo xx, donde ya no tenía validez. De joven leía un libro, entonces muy popular, escrito por un compañero ju­ dío de Viena, Los cuarenta días de Musa Dagh, de Franz Werfel. En él, describe cómo los turcos eliminaron al pueblo armenio. Werfel, que se había librado de la mentalidad de gueto, sabía que en nuestro tiempo era perfectamente posible el exterminio de todo un pueblo. ¿Es necesario que diga que, en consecuencia, fue capaz de ver lo que se avecinaba y huir a tiempo? Todos nosotros pudimos leer como Stalin había exterminado millones de personas de su propio pueblo porque no se adaptaban al nuevo orden de cosas. Millones de kulaks fiieron ase­ sinados directamente y a otros los dejaron morir de hambre, igual que a los ju­ díos en los campos de concentración. Con esos ejemplos modernos de exterminio masivo de minorías internas, decenas de miles de judíos no limitados por el modo de pensar del gueto creye­ ron a Hitler cuando anunció repetidas veces que, después de la guerra, no que­ daría ni un solo judío en Europa y escaparon a tiempo. Muchos de quienes se aferraron a la mentalidad de gueto perecieron.

Liberarse de la mentalidad de gueto 225 Semejante pensamiento no se ha desvanecido con Hitler ni con la abolición de los guetos. Me topo con él una y otra vez. En general me enfrento a una in­ crédula sorpresa cuando recuerdo a los judíos norteamericanos lo que deberían saber: que Hitler destruyó a millones de rusos y polacos, y a toda la población gitana de Europa. Se trata de la misma incredulidad que había hallado antes en­ tre mis amigos judíos cuando les dije que en Dachau y en Buchenwald en 1938 y 1939, la mayoría de mis compañeros prisioneros no eran judíos, sino alema­ nes gentiles. Para esos judíos, mediatizados por la mentalidad de gueto, sólo contaba lo ocurrido a los judíos, no eran conscientes de lo ocurrido a los de­ más. Al carecer de interés, no podían aprender de las experiencias de los demás. Aquellos judíos que estaban interesados en aprender de ellas consiguieron sal­ varse. Creo que es una trágica mentalidad de gueto que muchos judíos contem­ plen aún la mayor tragedia en la historia del judaismo sólo desde la perspectiva de su propia historia y no desde la historia mundial, a la que pertenece. La idea de que los judíos europeos no sabían lo que se les venía encima care­ ce de fundamento. Recuerdo como si fuera ahora y estoy seguro de que cual­ quiera que haya vivido ese período recordará, tras la invasión de Austria, la ima­ gen de los judíos limpiando las calles, donde eran ridiculizados y se burlaban de ellos. Pero no viene al caso recitar la misma vergonzosa letanía. Todos conoce­ mos bien los hechos y en aquella época los diarios austríacos y alemanes, así como las últimas páginas de la prensa extranjera, nos informaba de ellos con re­ gularidad. Dentro de Alemania, en los periódicos abundaban las declaraciones, de to­ dos los matices, de que ya no había sitio para los judíos en el Reich alemán. Otros artículos hablaban con euforia y orgullo de la cantidad de judíos que se habían visto obligados a emigrar y de que el resto los seguiría pronto. Ignorar estas advertencias, seguir siendo «inocente» ante las fauces de un desastre, era tentar a la muerte. En realidad, antes del estallido de la guerra, un judío tenía más posibilidades de salir de un campo de concentración que un alemán gentil. En 1938, cuando estuve en Buchenwald y Dachau, de vez en cuando se difundían por el campo sentimientos antisemitas, de resentimiento ante el hecho de que los prisioneros judíos sólo debían demostrar que abandonarían Alemania de inmediato para ser liberados. En 1939, en Buchenwald se decía que sólo había dos maneras de de­ jar el campo, como cadáver o como judío. Los judíos alemanes (y también los de Polonia) se permitieron el lujo de se­ guir siendo inocentes, evitaron comer del árbol de la ciencia e ignoraron la natu­ raleza del enemigo. Lo hicieron porque temían que saber significara tener que pasar a la acción. Mi tesis es que el propósito de cierto tipo de mentalidad de gueto era evitar la acción. Era un tipo de anestesia de los sentidos y las emociones, para que uno no deba doblegarse ante el mujic que le tira de las barbas y poder reír con el ba­ rón de sus historias antisemitas, degradarse para que le permitan sobrevivir.

226 El peso de una vida Formaba parte de la mentalidad de gueto cuando, después del boicot de los puestos de trabajo judíos, los particulares y las organizaciones judías proclama­ ron, faltando a la verdad, que no les habían molestado. Era mentalidad de gueto cuando los judíos alemanes objetaron que se hiciera pública la verdad sobre sus malos tratos y cuando las organizaciones judías de Alemania pusieron objecio­ nes a la respuesta de los judíos norteamericanos de boicotear los productos ale­ manes. Les motivaba el desasosiego y un deseo de congraciarse servilmente. En eso consiste precisamente la mentalidad de gueto: creer que uno puede congra­ ciarse con un enemigo mortal negando que sus golpes le atormentan, negando la propia degradación a cambio de un momento de respiro, apoyar al enemigo que usará su fuerza para destruimos. Todo esto forma parte de la filosofía del gueto. No es que los judíos alemanes estuvieran demasiado bien integrados, como a veces se dice, y que este fuera su error. La mayoría de los que en realidad esta­ ban integrados -es decir, aquellos integrados no en Alemania, sino en el mundo del que uno forma parte- huyeron de Alemania mucho antes de las leyes de Nuremberg, muchos antes de que los nazis pensaran siquiera en enviar a los judíos a campos de concentración, excepto si se trataba de enemigos políticos. Es cierto que muchos judíos no podrían haber emigrado a países en los que no eran deseados. Fui testigo de cómo los judíos rechazaron permisos para ir a las Filipinas, porque preferían esperar el permiso para entrar en el contingente destinado a Estados Unidos. Durante mucho tiempo todo el que quería ir, y esta­ ba en condiciones de costearse el pasaje, podía ir a Shanghai, y no resultaba di­ fícil conseguir un visado cubano. Existían muchos otros lugares, pero no eran apetecibles y muchos los rechazaron porque no comprendieron la naturaleza de los nazis. De no haber sido «inocentes», ningún lugar en la tierra les habría pa­ recido poco apetecible comparado a Buchenwald -y no digamos Auschwitz-, aunque la muerte en los campos pertenece a un período posterior, en que saber­ lo ya no habría servido de nada. Fue la dilación de los judíos ante la aniquilación de su dignidad como perso­ nas lo que dio tiempo a los nazis a desarrollar una política de aniquilación física. Ahora pueden trazarse los pasos de esta evolución. Documentos desenterrados para el juicio de Nuremberg y de Eichmann de­ muestran de modo convincente cómo los judíos conservaron su ignorancia cuando era fácil saber. En realidad a partir de 1937, estaba claro que el gobierno nazi no repararía en métodos para eliminar a los judíos del Tercer Reich. Ya en 1935, toda una rama de la Gestapo tenía el único propósito de obligar a emigrar a los judíos. En 1937, Eichmann, en una conversación con el representante de una organización judía, le dijo claramente que el gobierno estaba insatisfecho porque sólo el 20 por 100 de los judíos alemanes había abandonado Alemania y que todos debían marcharse. En ese momento, los altos oficiales nazis plantea­ ron la cuestión de mantener a los judíos como rehenes en caso de guerra. Se re­ chazó esta sugerencia porque era mayor el deseo de que todos emigraran, no los querían ni como rehenes.

Liberarse de la mentalidad de gueto 22 7 Hasta la invasión de Austria en 1938, no se sistematizaron las medidas de te­ rror destinadas a inducir a los judíos a emigrar, pero esto cambió con la creación de una oficina central para la emigración judía. Se perpetraron actos de terror individuales, muy publicitados, y se tomaron medidas más severas para demos­ trar que los judíos debían abandonar Alemania. Se privó de la nacionalidad ale­ mana a unos cincuenta mil judíos, con el pretexto de haber sido ciudadanos polacos y, en octubre de 1938, se los transportó hasta la frontera polaca, donde las autoridades polacas se hicieron cargo de ellos. Grynszpan pertenecía a una de las familias expulsadas y por este ultraje decidió asesinar a un miembro de la embajada alemana en París, que resultó ser Vom Rath. En represalia por el acto de Grynszpan, la destrucción de las sinagogas, ho­ gares y puestos de trabajo judíos fue sólo la última y más visible demostración de que el gobierno alemán no cejaría en su empeño de eliminar a todos los ju­ díos. Llevaron a cientos de miles a campos de concentración y se les dejó bien claro que si emigraban, dejando atrás sus pertenencias, los liberarían en el acto. Disponemos del informe de una reunión entre Heydrich y Goering el 12 de noviembre de 1938, en el que hacían patente que su propósito era simplemente obligar a los judíos a emigrar. En esa reunión, Heydrich, con mucho orgullo, in­ formaba que había conseguido expulsar a cincuenta mil judíos austríacos y aún se podía obligar a emigrar a más. La dificultad no era obligar a los judíos pobres a marcharse, sino hacer que los judíos ricos financiaran el pasaje de los que ca­ recían de dinero. Así pues, no fueron sólo los judíos de los países extranjeros los que no hicie­ ron lo suficiente. Era extraordinariamente difícil conseguir que los judíos ale­ manes ayudaran a sus compañeros judíos a emigrar. En el Kultus Gemeinde vienés fui testigo de cómo los funcionarios suplicaban a los judíos ricos y regatea­ ban con ellos para que permitieran que parte del dinero que dejaban atrás pudiera emplearse para financiar la emigración de los judíos pobres. Hubo un enorme regateo y se perdieron grandes sumas de dinero porque no podían trans­ ferirse fuera del país. Pero muchos de los ricos, o moderadamente ricos, sólo permitieron que un pequeño porcentaje recayese sobre las organizaciones judías que buscaban dinero para pagar los gastos de emigración de los judíos más pobres. No se trataba de cruel egoísmo. Se trataba de ignorancia deliberada de lo que podían transferir a los judíos que quedaban atrás y del hecho de que sus fortunas personales, obtenidas con tanto esfuerzo, ahora se perderían. Así pues, obstina­ damente «inocentes» con respecto a sí mismos y con aquellos que no tuvieron más remedio que quedarse, estos judíos fueron inhumanos, no por maldad, sino porque se permitieron a sí mismos no saber. He dedicado la mayor parte de mi vida a estudiar por qué ciertos hombres abrazan la esclavitud de la enfermedad mental, en lugar de luchar por la libertad mental. También me he dedicado a conciencia al problema de por qué millones

228 El peso de una vida de judíos no retrocedieron ante la muerte, sino que evitaron luchar por sus vi­ das. Escribí un libro sobre el tema que se titula The Informed Hearth, en parte para indicar que aunque mucha gente tenga buen corazón, por desgracia puede tener un corazón mal informado. Hace doscientos años, Hillel dijo sobre las consecuencias de la ignorancia: «El que no aumenta su conocimiento, lo merma. El que no aprende merece la muerte». Pero no sólo fue la falta de conocimiento lo que llevó a millones de personas a su fin, fue también la renuencia a luchar por sus vidas y por las vidas de los que amaban. Esta renuencia a luchar era consecuencia directa de la ino­ cencia ignorante, propia de la mentalidad de gueto. En el gueto, uno se sometía y esperaba que la tempestad amainara. Los judíos no se molestaron en compren­ der que las cosas habían cambiado; por lo tanto, no podían saber que esa tem­ pestad era un orden totalmente nuevo. Pero, si nosotros no luchamos, nadie lo hará en nuestro lugar. Aquellos ju­ díos que, bajo Hitler, no lucharon por ellos mismos, perecieron. La mayoría de quienes lucharon por sus vidas sobrevivieron, a pesar de Hitler. Muchos judíos no lucharon y nadie luchó por ellos. Porque, como Hillel preguntaba: «Si yo no me defiendo, ¿quién me defenderá?». Si alguien tiene alguna duda, los supervivientes de Varsovia no lo dudan. Allí un puñado de hombres, que no poseían mentalidad de gueto, intentaron de­ sesperadamente, y casi desde el principio, movilizar la resistencia. Se encontra­ ron con la ciega negativa interior y con la hostilidad o la indiferencia exterior. Es de lo más instructivo e impresionante cómo la ayuda polaca desde el otro lado del muro se materializó casi en el mismo instante en que se dieron las pri­ meras muestras de resistencia, de autodefensa, por parte de los famélicos judíos que quedaban en el interior del gueto. Pero según el erudito informe de Raúl Hilberg, The Destruction ofthe European Jews: «Comparadas a las bajas alemanas, la oposición judía se reduce a la insignificancia. La batalla más importante se libró en el gueto de Varsovia», donde murieron casi cuatrocientos mil judíos. En el momento del levantamiento sólo quedaban unos setenta mil judíos en el gueto y su brazo armado era de quince mil. La suma total de las fuerzas alemanas, más poderosas y mejor equi­ padas, era de unos dos mil a tres mil hombres. El balance fue de «dieciséis muertos y ochenta y cinco heridos en el bando alemán, incluyendo a los colabo­ radores. En Galitzia, la resistencia esporádica causó bajas en las SS y en la poli­ cía. Ocho muertos y doce heridos. Dudo que los alemanes y sus colaboradores perdieran más de unos pocos cientos de hombres, entre heridos y muertos, en el transcurso del proceso destructivo». Es decir, murió menos de un centenar de alemanes frente a más de cuatro millones de judíos. Esa es la proporción real de lo ocurrido. En refutación a mi tesis se ha argumentado que la pasividad ante la persecu­ ción es en esencia una virtud judía. Por supuesto, podría responderles con histo­ rias de la lucha por Palestina en los tiempos antiguos y de las batallas actuales

Liberarse de la mentalidad de gueto 229 de Israel. Otros dicen, y es cierto, que en tiempos antiguos los judíos eran lucha­ dores, pero que la moral judía se ha refinado desde entonces. La nueva tradición judía es una tradición de sufrimiento pasivo de la violencia, lo cual es moral­ mente superior a responder a la violencia con la violencia y supone una moral más elevada someterse a la muerte antes que matar. Por desgracia para esta tesis, el comportamiento judío ofrece poca credibili­ dad como guía explicativa de la conducta de millones de judíos europeos. A me­ nudo, quienes se sometieron con pasividad al exterminio por parte de los nazis, y dicen que lo hicieron por convencimiento de que era mejor morir que matar, son los mismos que habían luchado valerosamente y matado en los ejércitos im­ periales del káiser o del zar hacía sólo un par de décadas. Si millones de judíos no se resistieron a su exterminio porque preferían sufrir antes que recurrir a la violencia, ¿dónde estaban los millones de judíos que hubieran sido objetores de conciencia en la primera guerra mundial? Creo que no es este rechazo a la violencia lo que explica la pasividad judía bajo los nazis, sino su incapacidad para actuar como judío en su propia defensa, por cuenta propia. Las mismas personas habían sido capaces de actuar violenta y agresivamente cuando se lo ordenaba la autoridad de un Estado. Pero la sumi­ sión a un Estado -asesinar a otros cuando éste lo decreta y permitir que te asesi­ nen cuando así lo requiere- es algo muy distinto de la no violencia. El libro de Fran^ois Steiner sobre la revuelta de Treblinka3plantea la contra­ dicción básica entre estas reacciones judías, sin que ni siquiera se reconozca como tal. No obstante, desde el primer momento, anula la tesis del relato. Por un lado, Steiner admira e identifica a todos los judíos con aquellos que aceptaron la vida en las condiciones del gueto, donde «los judíos nunca se defendieron, ni se rebelaron. Los más piadosos consideraron [los pogromos] como un castigo divi­ no, los demás como un fenómeno natural, comparable a un granizo sobre los vi­ ñedos ... Habían aprendido una cosa: el gentil es más fuerte, resistir sólo aumen­ ta su ira... Este derecho al linchamiento era una especie de ley no escrita que na­ die se atrevía a desafiar». Al mismo tiempo, Steiner también admira a aquellos que, como su propio padre, desafiaron la ley no escrita abandonando el gueto. Más tarde contrasta los dos tipos de judíos: los que aceptaron las leyes del gueto y los que las recha­ zaron, ya por integración o porque abrazaron el sionismo o el comunismo ruso. La diferente actuación de estos dos tipos la ilustra en el espeluznante relato de cómo los judíos de Vilnius traicionaron al líder de la resistencia, el comunista Wittenberg. Por temor a sus vidas, que en aquel momento debían saber que no salvarían con la sumisión, estos judíos del gueto entregaron a Wittenberg a la Gestapo como les ordenaron. Steiner también cuenta la historia del primer grupo de miles de judíos que fueron conducidos desde Vilnius al exterminio. Entre este grupo estaba un ofi­ 3. Treblinka, Simón & Schuster, Nueva York, 1967.

230 El peso de una vida cial judío del ejército rojo que se había quedado tras la retirada rusa para organi­ zar la lucha de guerrillas, pero había sido capturado. Mientras él y los demás avanzaban hacia su muerte, les dijo: «Ahora o nunca». Sabía que habían llega­ do al punto de imposible retomo y actuó en consecuencia, abalanzándose sobre el guardia más cercano, cogiéndole el arma y aleccionando a los demás a la re­ vuelta. Pero todos los hombres humillaron la cabeza y murmuraron el Sh’ma Yisroel: «Si Dios existe no puede ocurrir nada que él no haya deseado». Y uno de los pocos guardias que guiaba la columna de prisioneros no halló ninguna re­ sistencia mientras abatió de un disparo al soldado del ejército rojo. Sólo quienes habían roto desde hacía mucho tiempo con la vida y los usos del gueto, como el oficial ruso, decidieron no someterse pasivamente a la «vo­ luntad de Dios», sino luchar activamente por una nueva vida, tanto antes como después de la invasión alemana. Al crecer con valores semejantes a los de ese oficial ruso, Steiner no tuvo más remedio que adoptarlos, pues sus verdaderos héroes eran quienes lucha­ ban y morían luchando. En realidad, todos ellos, miembros activos de la resis­ tencia de Vilnius y rebeldes clave en Treblinka, habían roto con el gueto hacía tiempo. Kleinman, que representó un papel importante en la revuelta como supervisor del comando de camuflaje, y que derrotó a los alemanes en el pri­ mer encuentro armado posterior a la ruptura, «se había educado en la severa escuela de los Hashomer Hatzair, uno de los más duros movimientos sionistas juveniles». Adolf Djielo, otro héroe de la revuelta, había sido «el capitán Bloch del ejér­ cito checo». Adolf abandonó su hogar a los dieciséis años, sirvió en la legión extranjera francesa y regresó a Lodz para instar a su familia a escapar a Rusia. Pero no pudo convencer a su padre de que huyera, de modo que se quedó, orga­ nizó un movimiento de resistencia y finalmente fue capturado. Meir Berliner, el único judío en esta historia que mató a un hombre de las SS dentro del campo con una sola mano, abandonó Varsovia y a su familia a los tre­ ce años, abriéndose paso hasta Argentina. Fue capturado en el gueto de Varso­ via, al que había regresado en busca de sus padres. Mató a un guardia de las SS con un cuchillo ritual, después de ver como golpeaba a su padre y enviaba a su padre y a su madre a la cámara de gas. También fue un judío integrado, antiguo oficial de la reserva, quien, cuando le pidieron que hiciera de director judío del campo, se negó, diciendo que prefe­ ría suicidarse a convertirse en un esclavo de los nazis. Su negativa le costó la vida en el acto. Lo mismo que Berliner y quienes resistieron individualmente. Pero esto también le ocurrió al resto de los judíos atrapados por la máquina nazi. Una resistencia eficaz habría requerido que los judíos se levantaran en masa, y en el acto, antes de la deportación. Simone de Beauvoir, que escribió en la introducción que esta historia de una revuelta ante el exterminio masivo es una historia de orgullo, recomendó enca­ recidamente el libro de Steiner. Pero no puedo aceptar que sea un motivo sufi-

Liberarse de la mentalidad de gueto 231 cíente de orgullo el que ochocientos mil prisioneros caminaran pasivamente ha­ cia su muerte en Treblinka; sólo los últimos miles, y sólo cuando su muerte era inminente, intentaron por fin acabar con esa carnicería humana. Según David Ben-Gurión, una de las razones para deportar a Eichmann de Argentina para juzgarlo en Israel era ofrecer a la generación nacida después del holocausto nazi una mayor comprensión de sus víctimas y promover cierta identificación con ellas. Dudo que tuviera ese resultado. En realidad, los niños israelíes se muestran incrédulos cuando les hablan de la exterminación de millo­ nes de judíos a manos de Hitler. Su respuesta era: «No pueden haber sido judíos. Un judío no se deja sacrificar, nunca caminaría pasivamente hacia su muerte». Esta es la actitud de una generación cuyos padres arriesgaron sus vidas para lu­ char por la vida y por la libertad, una nueva generación que no sabe nada de la mentalidad de gueto. No es una cuestión de falta de valor. En los ejércitos europeos y norteame­ ricanos los soldados judíos lucharon tan bien como cualquiera. En Israel lu­ charon mejor que muchos. ¿Por qué, entonces, los judíos europeos no lucha­ ron contra Hitler? Creo que se trata de un motivo interno: porque su idea de sí mismos era una idea de gueto, se consideraban a sí mismos una minoría impo­ tente, rodeada por un enemigo todopoderoso. Eran una minoría, y quizás tam­ bién estaban rodeados por el enemigo. Pero no eran impotentes ni inermes para resistir. La razón por la que podían haber luchado y no lo hicieron reside en sus sen­ timientos internos de resignación, en la cuidadosa erradicación, a través de los siglos, de las tendencias a la rebelión, reside en el inveterado hábito de creer que quien se doblega no se quiebra. Dan testimonio de ello los héroes del gueto de Varsovia, los pocos cientos que, aunque tarde, lucharon y murieron luchando, pero también algunos de ellos sobrevivieron y escaparon. Su heroísmo demues­ tra que resignarse y dejar de luchar no tiene nada que ver con las expectativas de victoria. Lucharon cuando las probabilidades de vencer y sobrevivir eran nulas, mientras que cientos de miles no se resistieron cuando las posibilidades de ven­ cer y sobrevivir eran mucho mayores. Estos héroes que lucharon eran también judíos, pero se habían desprendido de un gueto interior. Al igual que quienes abandonaron Europa en cuanto el hitle­ rismo amenazó su dignidad como personas, dejaron atrás sus bienes materiales para salvar su vida y el respeto por sí mismos. Era posible liberarse de la menta­ lidad de gueto. Por desgracia, la mayoría se quedó y murió porque se aferró a una anticuada noción de la realidad. Convencidos de que, al final, el opresor del gueto cedería, permitieron que les dominaran preocupaciones secundarias. Ig­ noraron la posibilidad de morir y temían más arriesgarse a ver un sol extranjero. La dependencia y la devoción a la vida lujuriosa de Egipto fue la mentalidad de gueto anterior a un primer éxodo, pero los judíos modernos no tenemos a nin­ gún Moisés. Sin profetas que nos tomen de la mano, debemos luchar cada uno a nuestro modo contra cualquier tendencia interior a la mentalidad de gueto. De

232

El peso de una vida

ahí mi insistencia y mi interés por cualquier resquicio de ella que florezca entre nosotros. Es el mismo interés que llevó al fiscal general de Israel, Gideon Hausner, a preguntar a los supervivientes de los campos de la muerte una y otra vez, mien­ tras declaraban en el juicio de Eichmann: ¿Por qué no se rebeló? Como tantos otros días del juicio, el fiscal general se lo preguntó al doctor Moshe Bejski, que describía cómo unos quince mil judíos fueron obligados a contemplar el ahorcamiento de un muchacho de quince años por el crimen de cantar una melodía rusa. El fiscal general preguntó: «¿Por qué unos quince mil hombres frente a diez, o en el mejor de los casos cien, hombres de la policía, no se sublevaron? ¿Por qué no se rebelaron?». El periódico dice que el testigo se quedó perplejo ante la pregunta y tuvo que sentarse. Nosotros también estamos perplejos y tratamos de olvidar. Pero no podemos. Ese mismo día interrogaron a otro testigo, Yaacov Gurfein. Había escapado de un tren de judíos embarcados hacia las cámaras de gas. El juez Benjamin Halevi le preguntó por qué no habían ofrecido resistencia y el testigo replicó que no existía voluntad de resistir. «Pues, ¿por qué saltó por la ventana del tren?», preguntó el juez. Y Gurfein respondió: «No habría saltado si mi madre no me hubiera empujado». La pregunta que nos obsesiona es: ¿por qué estos judíos no saltaron por su propia voluntad? Debo a Hanna Arendt un ejemplo final. Explica cómo varios miles de muje­ res judías se reunieron en un campamento francés antes de entregarse a los ale­ manes. Al segundo día en el campo, que acababa de ser organizado, los miem­ bros franceses de la resistencia entraron al complejo, que aún no estaba vallado, y ofrecieron papeles falsos y la oportunidad de huir a todas las que lo desearan. Aunque les habían descrito de un modo muy gráfico lo que les aguardaba, la mayoría de las mujeres fueron incrédulas y no demostraron interés por esta oportunidad de salvar la vida. Sólo unas pocas, menos del 5 por 100, aprovecha­ ron la oferta, entre ellas Hanna Arendt. Todas ellas pudieron escapar y la mayo­ ría está aún con vida. El resto quería pensarlo con más detenimiento, no estaban seguras de que escapar fuera lo mejor. Un día después fue demasiado tarde, va­ llaron el campo. Las que dudaron pasar a la acción acabaron sus días en la cá­ mara de gas. Todos aquellos, judíos o gentiles, que no se atreven a defenderse cuando sa­ ben que están en su derecho, que se someten al castigo no por lo que han hecho, sino por lo que son, ya están muertos por decisión propia; sobrevivir o no física­ mente depende de la suerte. Si las circunstancias no son favorables, acaban en la cámara de gas. Simone Weil, una mujer judía que conoció la persecución y el valor de la vida, explica cómo la total sumisión ante la violencia brutal significa la muerte, aunque uno pueda seguir respirando durante mucho tiempo. En un brillante ensayo, «La Ilíada o el poema de la fuerza», escrito después de la caída de Francia en 1940, trató sobre lo que Homero sabía muy bien:

Liberarse de la mentalidad de gueto 233 ... la fuerza que no mata, es decir, que aún no mata, [que] simplemente pende so­ bre la cabeza de la criatura a la que puede matar en cualquier momento, convierte al hombre en una piedra, convierte al ser humano en una cosa mientras aún está con vida. Un hombre está de pie, inerme y desnudo mientras le apunta un arma. Esa persona se convierte en un cadáver antes de que nadie ni nada le toque. Si un extraño, completamente inválido, inerme, sin fuerza, se somete a la merced de un guerrero, no está condenado a muerte por este acto, pero un mo­ mento de impaciencia por parte del guerrero bastará para quitarle la vida... Solo entre todas las cosas vivas, el suplicante que acabamos de describir ni tiembla ni se estremece. Ha perdido el derecho a hacerlo. Así pues, cuando Príamo entra en la tienda de Aquiles y «se detiene, coge las rodillas de Aquiles y besa sus manos», se ha reducido a una cosa de la que se pue­ de disponer en seguida. Aquiles lo sabe y «cogiendo del brazo al viejo, lo aparta de su lado». Mientras agarraba las rodillas de Aquiles, Príamo era un objeto iner­ te, sólo levantándolo y apartándolo de sus rodillas, Aquiles le devuelve la cuali­ dad humana.

Es precisamente esta cuestión la que me hace ser crítico, no con la familia Frank, ni con Ana Frank, sino con la recepción universalmente positiva que ha tenido su diario en el mundo occidental. Me gustaría resaltar una vez más que no me quejo de los Frank, y menos aún de la pobre Ana. Sino que critico con fervor la filosofía del gueto que parece haber impregnado no sólo a la intelec­ tualidad judía sino a grandes sectores del mundo libre. Parece que descubra­ mos grandeza humana en la sumisión pasiva a la espada, en humillar la cabeza, que, como Weil dice de modo punzante, degrada al ser humano a una mera cosa. La familia Frank creó un gueto en el local anexo, la Hinter Haus, a donde fueron a vivir. Era un gueto intelectual, sensible, pero gueto al fin. Creo que de­ bemos comparar su historia con la de otras familias judías que huyeron para ocultarse en Holanda. Estas familias, desde el primer momento planearon rutas de huida para cuando la policía los fuera a buscar. A diferencia de los Frank, no se fortificaron en habitaciones sin salida, no deseaban que los atraparan. Se pre­ pararon, algunos planearon y convinieron que si la policía llegaba, el padre in­ tentaría discutir con ellos o resistirse para dar tiempo a escapar a su mujer y a sus hijos. A veces, cuando llegaba la policía, los padres los atacaban físicamen­ te, sabiendo que de este modo morirían pero salvarían a sus hijos. Al menos en un caso conocemos una variante trágica. Ambos padres permanecieron pasivos, convencidos de que «eso no puede pasarme a mí». Sólo la hija, una simple niña, tomó la iniciativa de huir, aunque no había sido la intención original de los pa­ dres. Esta es la historia de Marga Mineo, que vivió para contarla en su libro BitterHerbs (Oxford University Press, Nueva York, 1960). La glorificación de los Frank es parte de la mentalidad de gueto, que niega una realidad que les obligaría a pasar a la acción. Es un indicativo de lo difundi­ da que está la tendencia a negar la realidad, tanto entre los judíos como entre los

234 El peso de una vida gentiles, en el mundo occidental, a pesar de que la historia de Ana demuestra cómo esta negación puede acelerar nuestra propia destrucción. Si el gueto judío ha muerto y el judío israelí ha nacido para la resistencia, el resto del mundo judío se encuentra a medio camino. Estos judíos que no son ni del gueto ni israelíes están en medio, tienen su hogar en ninguna parte. Ellos, como el autor, se sienten desgarrados por dentro. Fue una bendición que el sec­ tor más vital del pueblo judío preparase el nacimiento de una nación nueva y distinta. Pero, que Israel viva, no cambia el hecho de que el pueblo judío del gueto fuera exterminado por Hitler. Las víctimas infortunadas están muertas, nada de lo que hagamos cambiará la vergüenza del siglo, de la que formamos parte. No ha sido mi intención juzgar ni a Ana Frank, ni a los seis millones de judíos que perecieron. No deseo criticar ni disimular, sino comprender y aprender. Pido que no despreciemos la lección que seis millones de víctimas involuntariamente nos enseñan, a costa de sus vi­ das. La mentalidad de gueto no es un crimen, es un error fatal. Quizás ha llegado el momento en que, debido a su singular experiencia, los judíos tengan algo que enseñar, algo de la mayor importancia. En muchos as­ pectos, el propio mundo occidental parece abrazar una filosofía de gueto al no querer saber, no querer comprender lo que está ocurriendo en el resto del mun­ do. Si no tenemos cuidado, el mundo occidental blanco, que es una minoría de la humanidad, se amurallará en su propio gueto, por medio de los llamados ins­ trumentos de disuasión. Dentro de dicho cerco protector -que también es un cerco constrictivo- muchos piensan cavar sus refugios. Como los judíos que quedaban en los guetos orientales después de la llegada de los nazis, sólo les in­ teresa que el negocio funcione bien en nuestra gran shtetl, sin importamos lo que sucede en el resto del mundo. En la medida en que nosotros, los judíos, hemos logrado liberamos de cual­ quier resquicio de mentalidad de gueto que aún albergábamos, tendríamos que enseñar al mundo occidental que debe, debemos todos, ensanchar el sentimien­ to de comunidad más allá de nuestro grupo, más allá de los telones de acero, no porque los hombres sean básicamente buenos, sino porque la violencia es tan natural en el hombre como la tendencia al orden.

Indice alfabético

Acosta, Uriel, 212 agresividad, 56 infantil, 136 véase también violencia Aichhom, August, 27 alemanes reacción al Estado nazi y los campos de con­ centración, 201-202,203-204,205-206, 209-210,219-220,224 y judíos, véase judíos y nazis véase también nazis Alemania y Austria segunda guerra mundial, 183,227 siglo xix, 18 Alt in the Family (programa de televisión), 137138 Amala y Kamala (niñas salvajes), 148n., 149152,153-160 American Foundation for the Blind, 145 American Jewish Committee (estudio Rivertown), 213 y n. Anagnos, Michael, 142,143 analista Bettelheim como, 91-92 como doctor (o no), 37-38 papel, y relación con los pacientes, 35-37 razones para escoger la profesión, 56 anima (concepto jungiano), 61-62 Anna (niña salvaje/autista), 152,160-163 antisemitismo de los nazis, véase judíos y nazis en Viena, 212 Freud y el, 50 véase también judíos anuncios, 122 comerciales en televisión, 138 Arendt, Hannah, 84,232

Arístides el Justo, 117 Aristóteles, 136 arte apreciado en la vejez, 94-95 en Viena, 25-26 expresionismo, 100 frente a sueño y neurosis (Trilling), 87 imágenes en movimiento, 103-115 infantil, 17 popular y de elite, 110,111 y entretenimiento, 110-111 Atenas, 118 Auschwitz (campo de concentración), 220, 226 Austria historia cultural y política, 15-17 segunda guerra mundial, 183,227 y Alemania (siglo xk), 18 véase también Viena autismo infantil, véase niños autistas

Babel, Isaac, 80,83 Bacon, Francis, 128 Balzac, Honoré de, 123 Barras, Maurice, 20 Barrio Sésamo (programa de televisión), 138 Beauvoir, Simone de, 230 Bejski, Moshe, 232 Ben-Gurión, David, 231 Berggasse, 19 (Viena) (residencia de Freud), 27-31 Berliner, Meir, 230 Bemays, Minna (cuñada de Freud), 49 Bettelheim, Bruno abuelos de, 120-122 identidad judía, 100 juventud en Viena, 32-34,103-105,119-123 primeros estudios, 35

236 El peso de una vida primeras lecturas, 95-100 y Chicago, 123-124 biologismo, 81-83 Bleuler, Eugen, 73-74 Brahms, Johannes, 17 Requiem alemán, 24 Breuer, Josef, Estudios sobre histeria, 24 Bridgman, Laura, 143 Buber, Martin, 24,100,216 cuentos de Rabbi Nachman, Los, 101 Legenden desBaalshem, Die, 101 Buchenwald (campo de concentración), 198, 200,202,208,220,225,226 Bund (Alemania), 216 Burckhardt, Jacob Cicerone, El, 101 cultura del Renacimiento en Italia, La, 101102

Reflexiones sobre la historia del mundo, 101 campos de concentración, 218-227 Bettelheim en los, 42,198,202,206-207,220; visita de retomo a Dachau, 200-210 como instrumento de totalitarismo, 200 niños supervivientes, 187-199 véase también Auschwitz; Buchenwald; Da­ chau; Treblinka Canetti, Elias, Die Fackel im Ohr, 17 Carlos V, emperador, 16 Carotenuto, Aldo, A Secret Symmetry, 59-78 catarsis, 107,136 Céline, Louis Ferdinand, Viaje alfin de la noche, 118 ciencia ficción, películas de, 114 ciudad, véase experiencia urbana; y ciudades concretas Cizek,Franz, 17 Coleridge, Samuel Taylor, 87 comunismo y comunistas, 216,217,229 comprensión cultural, 83,130-131 conflictos edípicos, 21,25,72-73,86 Congreso de Viena (1814-1815), 16 consenso, falta de, 112-113,114 Cressy, Will, 146-147 cristianismo y cristianos, 110,221; véase también religión cuentos de hadas, 95-96,120,135

Chagall, Marc, 216 Chicago, 123-124; véase también Escuela Ortogénica Sonia Shankman

Dachau (campo de concentración), 198,225 visita de Bettelheim, 200-210 Darwin, Charles, 52,54 darwinismo, 54 demonio, 62 desarrollo personal, televisión y, 137-138 Dewey, John, 98,101,175 dibujos animados, 136 Diderot, Denis, El sobrino de Rameau, 86 Djielo, Adolf, 230 2001 odisea del espacio (película), 114 Dostoievski, F., 92 Douglas, Paul, 124 drama, 93-94 como experiencia interpersonal, 96 griego, 94,105,108,110,135 popular y de elite, 110-111 véase también Goethe; Shakespeare duelo, 194-196,197,198-199

educación y teorías educativas, 96-98 Anne Sullivan sobre, 144-146 Korczak sobre, 172,175-176 primeros libros de texto y de lectura, 124126 sexual, 130 Eichmann, Adolf, juicio de, 222, 226, 231, 232 Eisenstein, Sergei M., 105 acorazado Potemkin, El (película), 105 Empty Fortress, The, 159 Engelman, Edmund, Sigmund FreuiTs Home and Office, Vienna 1938,27,29-30 entretenimiento, véase imágenes en movimiento; televisión Epstein, Helen, Children ofthe Holocaust, 189190 eros, 81-87; véase también pulsión sexual escepticismo (mecanismo de defensa), 18 véase también judíos y nazis (desconoci­ miento de su destino) Escuela Ortogéilica Sonia Shankman, Chicago, 40,140 tratamiento de niños amistas, 149, 150, 155 esquizofrenia, 16,59 Eurípides, 117 experiencia urbana influencias literarias e imágenes, 117, 118120,122-124; libros de texto infantiles, 124-126 percepción infantil, 116-117, 119-126; de Bettelheim, 119-123 expresionismo, 100

índice alfabético 237 Fabre, Jean Henri, 175 fantasías infantiles, 134, 135-136, 137; véase también soñar despierto Farrell, James, Studs Lonigan, 123 Fenichel, Otto, 32-33 Ferenczi, Sándor, 48 Fitzgerald, Francis Scott, 84 Forster, Edward Morgan, Howard's End, 84 Francisco Femando, archiduque de Austria, 21 Francisco José, emperador de Austria, 17, 18, 20-23 y Freud, 22-23 Frank, Ana, 182-186,233-234 diario de, 182,186,222 Frank, familia, 182-186,233 Freud, Anna, 27 Freud, Sigmund biografía de Jones, 44-51 Estudios sobre la histeria, 24 futuro de una ilusión, El, 95 identidad judía, 29,30 Inteligencia y subconsciente, 34 interpretación de los sueños. La, 34,49 Lecciones de introducción al psicoanáli­ sis, 33 malestar en la cultura. El, 81,82,101 Moisés y el monoteísmo, 100,101 Psicopatología de la vida cotidiana, 34 razón y racionalismo, 52-53,54 relación con sus seguidores, 47, 48-49, 53 sobre biologismo, 81-83 sobre el duelo, 194 sobre la pulsión de muerte, 22, 81-82, 186, 218 su colección de arte y antigüedades, 27, 30-31 y Fromm, 51-58 y Goethe, 95 y Jung, 59-61, 64-66, 67-68, 69, 71-73, 74-78 y la religión, 34; véase también identidad judía y Spielrein, 59, 60, 61, 69-72, 74, 75, 76 y Trilling, 79-88 y Viena, su actitud hacia, 49-51; como cen­ tro cultural, 15-16,28-29; residencias y lugar de trabajo, 22,27-31 véase también psicoanálisis Freud y el alma humana, 47n. Friendlander, Saúl, When Memory Comes, 188, 190 Fromm, Erich, Sigmund Freuds Mission, 51-58 Frost, Robert, 115

Gates, R. R., 151n, 157n Gesell, Amold Lucius, 148n. Gibson, William, The Miracle Worker, 140141 Giese, Henk, 183,185 Giese, Miep, 182-186 Anne Frank Remembered, 182 gitanos (persecución nazi), 216,222,225 Goering, Hermann, 227 Goethe, J. W„ 100,102 Fausto, 94,99,102 Viaje a Italia, 102 Werther, 134 Wilhelm Meister, 102,178 y Freud, 95 Gold, Allison Leslie, Anne Frank Remembered, 182 Golden, Harry, 221 Goldszmit, Henryk, véase Korczak, Janusz Grynszpan, Herschel, 227 guerra de las galaxias, La, 114 gueto, experiencia y mentalidad de, 215-218, 221, 224-226, 228, 229,230,231-232, 233234 Gurfein, Yaacov, 232

Habsburgo (imperio), 16 decadencia, 16-18,26,98 Halevi, Benjamín, 232 Hashomer Hatzair, 216,230 hasidismo, 24,100,216,217 Hausner, Gideon, 232 Henick, Robert, 131 Herzl,Theodor, 17,24,217 Heydrich, Reinhard, 227 Hilberg, Raúl, The Destruction ofthe European Jews, 215-216,228 Hillel, rabino, 228 Hitler, Adolf y Jung, 67-68 y los judíos, 212, 217-218, 221, 224-225, 228, 231, 233-234; véase también ju­ díos y nazis y Nietzsche, 219 véase también nazis Hoffmann, Josef, 17 Hoffmannsthal, Hugo von, 24 caballero de la rosa, El, 123 holocausto, véase campos de concentración; ju­ díos y nazis (persecución de los nazis) Homero, 112 litada, 108,232

238 El peso de una vida Homey, Karen, 80 Hospital Mental Burghülzli, Zurich, 60, 70, 72,76 Howe, Samuel Gridley, 143 Howells, William Dean, 84

identidad judía, 211-215 Bettelheim, 100 Freud, 29,30 Jung, 67-68,75 Trilling, 83 iglesias, función cultural de las, 127 imágenes en movimiento, 103-115 artfilm, 110 ciencia ficción, 114 como mala influencia, 134,135 inspiradoras de sueños, 104,135 y mitos, 108-109,112-115 y otras experiencias (comparación), 103-106 y sueño, 106 westerns, 113 imperio contraataca, El (película), 114 impulso destructivo, 21, 61, 77, 218-219; véase también pulsión de muerte Informed Heart, The, 228 Isabel de Baviera, emperatriz de Austria, 2021,26 Israely los israelíes, 212,216,217,224,229,231, 234; véase también sionismo y sionistas issei (americanos de origen japonés), 212-213

James, Henry, Las bostonianas, 83 Jauregg, Wagner von, 15 Job, 211 Joe (niño autista/salvaje), 163-165 Jones, Emest: biografía de Freud, crítica de Bettelheim a, 44-51 Juan Pablo n, papa, 181 judíos aislamiento, 215 en la segunda guerra mundial, 160-162,216, 217-218, 221, 224, 225-226, 228, 229 esclavitud en Egipto, 108 ética y moral, 213-215 experiencia y mentalidad de gueto, 215-218, 221, 224-226, 228, 229, 230, 231-232, 233-234 véase también antisemitismo; identidad judía judíos y nazis cooperación y sumisión de los judíos, 215234

judíos como víctimas inocentes, 222-224, 227-228 judíos: desconocimiento de su destino, 221224,225-226 persecución nazi, 169-171, 180-181, 183186, 196-199, 212, 217-218, 225-234; véase también campos de concentración resistencia judía, 216,218,221,228-230,232 Jung, Cari Gustav, 59-61, 64-66, 67-68, 69, 7173,74-78 sobre el papel de la sexualidad, 65,75 y Freud, 59-61,64-66,67-68,69,71-73,74-78 y los judíos, 67-68,75 y Spielrein, 59-78 Jung Wandervogel (movimiento juvenil aus­ tríaco), 32,97 justa, gente, 169-170

Kagemusha (película), 111-112 Kamala, véase Amala y Kamala (niñas salvajes) Kanner, L., 155 y n., 156,159-160,163 Kant, Immanuel, 101 Kastner, asunto, 222 Keats, John, 88 Keller, Gottfried, Der Grüne Heinrich, 178 Keller, Helen su lucha por los ciegos-sordos, 143,145-146 su relación con Anne Sullivan, 140-147 Kleinman, 230 Klimt, Gustav, 25 Kokoschka, Oskar, 17,25 Kolbe, padre Maximilian, 169-170 Korczak, Janusz, 169-181 carácter y personalidad, 179-180 como autor, 171,174-175,177-179 Cómo hay que amar a un niño, 175 Cuando sea pequeño otra vez, 177 charlas radiofónicas, 171-172 diario (1942), 180-181 ideas educativas, 172,175-176 niño del salón, El, 174 niños de la calle, Los, 174 primeros años, 172-173 profesión, 173-175 rey Matías, El, 171,177-179 y los niños, 169,170-171,172,173-181 Krafft-Ebing, Richard von, 15 Kraus, Karl, 17,123 Fackel, Die, 97 Krupnik, Mark, Lionel Trilling and the Fate of Cultural Criticism, 83 Kurosawa, Akira, Kagemusha, 111-112

índice alfabético 239 Lamb, Charles, 87 Lange, F. A., 98-99 History of Materialism, 98 Lasch, Christopher, 112 Lash, Joseph B., Helen and Teacher, 140n., 141, 147 LastLaugh, The (o The Last Man, película), 112 Léhar, Franz, 19 Lengyel, Olga, Five Chimneys, 219,220 Lessing, Thepdore, Geschichte ais Sinngebung des Sinnlasen, 98-99 Lewis, R. W. B., The American Adam, 113 Lewis, Sinclair, Arrowsmith, 92 libros de texto y de lectura para niños, 124-126 influyentes, 91-102 literatura apreciada en la vejez, 94-95 como experiencia interpersonal, 95-96 expresionismo, 100-101 y Freud y el psicoanálisis, 82-88 y la experiencia urbana, 117,118-120,122-126 véase también cuentos de hadas; drama; poesía Literature and the Urban Experience, 116n. Ljunggren, Magnus, 78 Lorenz, Konrad, 159 Lucas, George, 114 Lueger, Karl, 50 Luksch, Richard, 26 luto, véase duelo

MacLeish, Archibald, JB, 211 Macy, John, 141-142 madre, experiencia como buena o mala, 118-119 Mahler, Gustav, 17,24 Mahler, M„ 155 y n„ 156,159n. Marx, Karl Freud y, 55-56 Korczaky, 173 marxismo, Trilling y el, 80-81,83,84,85 May, Karl, 96 Mengele, Josef, 220 Mettemich, príncipe Klemens von, 16 Miguel Ángel, 94 David, 111 Moisés, 53 Mineo, Marga, Bitter Herbs, 233 mito, e imágenes en movimiento, 108-109, 112115 Moisés (Freud y), 52,53-54,100 Moser, Kolo, 26

movimiento psicoanalítico, 58 Freud sobre el, 51-58 relación de Freud con sus seguidores, 47,53 muerte actitud americana hacia la, 81 conciencia de, e imposibilidad de felicidad, 83-84 Museo Guggenheim, Nueva York, 227 Museo Nacional de Arte, 129 museos, 127-133 de arte, 131-132 música (en Viena), 17,19,24,25 Musil, Robert, El hombre sin atributos, 123 Muthman, Arthur, 69,72

narcisismo, 23 nazis persecución de judíos, véase judíos y nazis y Freud, 27 y los gitanos, 216,222,225 Neill, A. S., 175-176 neurosis fascinación por la (en Viena), 20-21 Freud y, 22-23,24,56 y arte (Trilling), 87 Newerly, Igor, 180 Nietzsche, F. W., 219 niñas lobo de Midnapore, véase Amala y Kamala (niñas salvajes) niño salvaje de Aveyron, 148 y n. niños arte de los, 17 auristas, 148-165 Korczaky los, 169,170-172,173-181 psicóticos, 40-41,158 salvajes, 148-165 supervivientes de los campos de concentra­ ción, 187-199 vida de fantasía, 134,135-136,137 violencia en los, 136 y la educación sexual, 130 y la experiencia urbana, 116-117, 119-126 y la televisión, 118,134-139 y los museos, 128,130-133 véase también educación niños autistas Anna, 152,160-163 conducta animal (comparación), 152-153, 159 Joe, 163-165 relación con sus padres, 151 y niños salvajes (comparación), 148-165

240 El peso de una vida niños salvajes Amala y Kamala, 148n., 149-152, 153-160 Anna, 152,160-163 Joe, 163-165 Parasram, 148,150,159-160 y niños auristas (comparación), 148-165 niños lobo, véase niños salvajes nisei (japoneses en América), 213 noruegos, y la persecución nazi, 222 Nova (programa de televisión), 138 Nuremberg, juicio de (1946), 226

Ogbum, William Fielding, «The Wolf Boy of Agrá», 148 y n., 149,150-151

Pakenham-Walsh, obispo, 151 y n., 154-155 Panofsky, Erwin, El significado de las artes vi­ suales, 132-133 Parasram (niño salvaje), 148,150,159-160 París, 118,123 Patton (película), 112 películas, véase imágenes en movimiento Perkins Institution, 143 perversiones sexuales, 15 Pestalozzi, Johann Heinrich, 98 Piaget, Jean, 59 Platón, 52,54,87,134 Poale Zion, 216 poesía definición de Frost, 115 Freud y (Trilling), 82 Preiswick, Helene, 68 primera guerra mundial, 96,98 principio de placer, 87-88 principio de realidad, 86,87-88 Proust, Marcel, 122,123 psicoanálisis Bettelheim y el, 32-43,97 como ciencia, 52 influencia de Viena en el desarrollo del, 1516,17-18,20-26 Trilling y el, 79-88 véase también movimiento psicoanalítico psicoanalista Bettelheim como, 91-92 como doctor (o no), 37-38 papel y relación con los pacientes, 35-37 razones para escoger la profesión, 56-57 psicóticos y psicosis, 40-42,78,158 pulsión (teoría freudiana), 81; véase también pul­ sión de muerte; pulsión sexual

pulsión de muerte Freud sobre la, 21-23, 81-82, 86, 218-219 manifestada en la segunda guerra mundial, 218-220 Spielrein sobre la, 61-62 y pulsión sexual, 21-23,24,25,61 pulsión sexual Freud sobre la, 24,81 y pulsión de muerte, 21-23,24,25,61

Rank, Otto, 48 Rath, Emst vom, 227 regresión, imágenes en movimiento y, 106 religión decadencia cultural de su papel, 107,108,110 Freud sobre la, 53-54 véase también cristianismo Rembrandt, 94 represión sexual, 56,97-98 Rilke, Rainer María, Cuento de amor y muerte de Cornet Cristóbal Rilke, 24 rito y ritualismo judío, 213-214 Rodolfo, archiduque de Austria, 21 Rolland, Romain, Jean Christophe, 92,178 Rosegger, Peter, When I Was Still a Poor PeasantBoy in the Mountains, 121-122 Rousseau, Jean Jacques, 98,179 Rozengard, Claudine, véase Vegh, Claudine Ruskin, John, 132 rusos, y la persecución nazi, 217,225

Sakel, Manfred, 16 sansei (japoneses en América), 216 Scheftel, Pavel, 75-76 Scheftel, Renate, 76 Schiele, Egon, 25 Schiller, J. C. F. von, 100 Schimkovitz, Othmar, 26 Schmidt, F. V., 22 Schnitzler, Arthur, 23-24 Liebelei, 23 Fráulein Else, 20,24 WeiteLand, Das, 23,26 Scholem, Gershom, 100 Schónberg, Amold, 25 Schopenhauer, Arthur, 132 Schramm, Wilbur, 136 Schwarz-Bart, André, The Last of the Just, 222 segunda guerra mundial, véase campos de con­ centración; Hitler; judíos y nazis sentimiento oceánico (concepto freudiano), 105

índice alfabético 241 sexualidad actitudes juveniles hacia la, 33 Freud sobre la, 33,56,97-98 Jung sobre la, 65,75 véase también perversiones sexuales; pul­ sión sexual Shakespeare, William, 85, 108-109, 111, 117, 135 Hamlet, 109 «shock de reconocimiento», 91-93,105,132 Sholom Aleichem, 216 Sinclair, Upton, La jungla, 123 Singer, Isaac Bashevis, 216 Singh, J. A. L„ 149 y n„ 152,153-154 sionismo y sionistas, 17, 55, 212, 214, 216, 217 Sklare, Marshall, «The Changing Profile of the American Jew», 213 y n. Smithsonian Institution, Washington D. C., 130 sombra (concepto jungiano), 62 soñar despierto, 104,135-137 Spengler, Oswald, La decadencia de Occiden­ te, 99 Spielrein, Menilche, 78 Spieliein, Sabina como psicoanalista, 59,61-62,74,77-78 su diario, 61,62,63,68 su muerte, 62,78 y Freud, 59,60,61,69-72,74,75,76 y Jung, 59-78 Spinoza, Baruch, 48,212 Stalin, Jósiv, 224 Steiner, Jean-Fran^ois, Treblinka, 229-230 Sterba, Richard, 35-36 Strauss, Richard, y Hugo von Hoffmannsthal caballero de la rosa. El, 123 Electra, 24 sueños, soñar, 35 Bettelheim y los, 123 e imágenes en movimiento, 106 y arte, 87 véase también soñar despierto Sühnhaus, Viena, 22 Sullivan, Anne, 140-147 Suppé, Franz von, 19

Tagore, Rabindranath, El cartero del rey, 180 tánatos, véase pulsión de muerte Tamowski, Janusz, 171-172,177 teatro, 93-94; véase también drama televisión (sus efectos en los niños), 118, 134139

terapia situacional, 10,140 «Tesoros de Tutanjamon» (exposición), 129 testigos de Jehová (persecución nazi), 222 Thomson, Polly, 146 Tiziano, 94,132 Tolstoi, Lev Nikolaievich, 115 Treblinka (campo de concentración), 171, 181, 229-231 Trilling, Lionel, 79-88 Beyond Culture, 87-88 «Freud and Literature», 86-87 «Freud and the Crisis of our Culture», 81-83 «Freud ’s Last Book», 85 «Freud: Within and Beyond Culture», 8183 Liberal Imagination, The, 79,84, 86 Opposing Self, The, 85 «Progressive Psyche, The», 80 Sincerity and Authenticity, 81, 85,87 «William Dean Howells and the Roots of Modem Taste», 84

Vaihinger, Hans, The Philosophy of «As If», 99 Varsovia, 228,230,231 Korczaken, 170-171,174-177,179-181 Vegh, Claudine, 187-190,191-193,198 Je ne lui aipas ditau revoir, 187n., 191 Viena arquitectura, 18-19,22-26 experiencia de juventud de Bettelheim en, 119-123 Exposición Universal de 1873,18-19 historia, 16-17 imágenes en movimiento, 104,135 museos en, 128-129 teatro y drama en, 93 vida artística, 25-26 vida musical, 17,19,24,25 y Freud: su actitud hacia, 49-51; influencia cultural, 15-19, 28-29; residencias, véa­ se Berggasse, 19; Sühnhaus Vilnius, Polonia, 216,229-230 violencia actitud de judíos e israelíes hacia la, 211, 228-230 en los entretenimientos populares (como ca­ tarsis), 136' y televisión, 136,139 véase también agresividad violinista en el tejado, El (comedia musical), 216

242 El peso de una vida Wagner, Otto, 26 Wagner, Richard, 67 Warshaw, Robeit, The Immediate Experience, 113 Weil, Simone, «La Diada o el poema de la fuerza», 232-233 Weininger, Otto, Sexo y carácter, 22 Werfel, Franz, Los cuarenta días de Musa Dagh, 224 Wilson, Edmund, 91 Wirth, Louis, 124

Wittenberg, Yizhak, 229 Wordsworth, William, 87 Wyneken, Gustav, 97,101

Yeats, William Butler, 88

Zingg, R. M„ 149n„ 153-154 Zola, Émile, 123 Zweig, Amold, 44

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índice

Introducción

9 —Primera parte— Sobre Freud y el psicoanálisis

La Viena de Freud Berggasse, 19 Cómo me inicié en el psicoanálisis Dos visiones de Freud Una secreta asimetría Lionel Trilling: de la literatura y el psicoanálisis

15 27 32 44 59 79

—Segunda parte— Los niños y yo Libros esenciales en nuestras vidas El arte de las imágenes en movimiento La percepción infantil de la ciudad Los niños y los museos Los niños y la televisión Profesora magistral y alumna prodigiosa Niños salvajes y niños auristas

91 103 116 127 134 140 148

—Tercera parte— Sobre los judíos y los campos de concentración Janusz Korczak: un cuento para nuestro tiempo Esperanza en la humanidad Niños del holocausto Regreso a Dachau Liberarse de la mentalidad de gueto

169 182 187 200 211

índice alfabético

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