El arte y su sombra
 8437619920, 9788437619927

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El arte y su sombra

Colección Teorema

Mario Perniola

El arte y su sombra

T rad u cción d e M onica P o ole

CÁTEDRA TEOREMA

Título original de la obra: L 'arte e la su a ombra

1.a edición, 2002

Reservados tod os los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, qu e establece p en as de prisión y /o m ultas, ad em ás de las co rrespon dien tes indem nizaciones p o r d añ o s y perjuicios, para qu ien es reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o com unicaren públicam ente, en to d o o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transform ación, interpretación o ejecución artística fijada en cu alqu ier tipo de so p o rte o com u n icad a a través de cualquier m edio, sin la preceptiva autorización.

© 2000 Giulio Einaudi Editore, s.p.a. Torino © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2002 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 30.861-2002 I.S.B.N.: 84-376-1992-0 Printed in Spain Impreso en Anzos, S. L. Fuenlabrada (Madrid)

índice In t r o d u c c i ó n .................................................................................... C a pítu lo

9

prim ero . Id io c ia y e sp l e n d o r d e l ar te a c t u a l .

17

1. El shock de io real ...................................................................... 2. Idiocia del realism o a c t u a l...................................................... 3. E splen dor del realism o actual ..............................................

17 19 26

C a p ít u l o 2. S e n t ir 1. 2. 3. 4. 5. 6.

............................................

31

Estética y diferencia ................................................................. G oce y texto ............................................................................... L a epojéy lo n e u tr o .................................................................... D o s versiones del sex apped de lo inorgánico ................ El realism o p s ic ó tic o ................................................................ H acia lo bello extrem o ...........................................................

31 33 35 39 40 44

la d if e r e n c ia

C a p ít u lo 3. W a r h o l

..............................

47

1. L a disensión p o sm o d e m a ..................................................... 2. E l cinism o de W arhol ............................................................ 3. Sexualidad, sufrim iento y g e n é tic a .....................................

47 50 53

C a p ít u l o 4. H a c ia 1. 2. 3. 4. 5.

y lo po sm o d er n o

u n c in e f i l o s ó f i c o ..................................

57

¿U n a filosofía v is u a l? ............................................................... La biblioteca de las im ágenes n o v i s t a s ............................. ¿Es justo castigar a las colaboradoras h o rizo n tale s?......... O n d in ism o iconoclasta .......................................................... Sordera y e n aje n ació n ..............................................................

57 59 61 65 68

7

C a p ít u l o 5. E l

t e r c e r r é g im e n de l a r t e ..............................

1. Arte sin aura, crítica sin teoría ........................................ 2. Sobre la credibilidad del arte y sobre la singularidad del artista ........................................................................... 3. Más allá del aura y de la reproducción técnica ........... 4. Paradigma moderno y paradigma contemporáneo ........ 5. El papel heroico-irónico del arte y de la filosofía ....... 6. Grandeza, justificación, compromiso ........................... C a p ít u lo 6. E l

71

71 72 74

75 78 81

..................................................

85

La filosofía... y las otras artes...................................... El antiarte situacionista y el evento........................... El arte conceptual y la no identidad del arte................ El arte como cripta .........................................................

85 86 91 98

.............................................................................

105

R e f e r e n c i a s .........................................................................................

111

1. 2. 3. 4.

B ib l io g r a f ía

8

arte y el r e s t o

Introducción En la actualidad, el modo de abordar el arte se caracteriza, frecuentemente, por una gran ingenuidad que afecta no sólo a la mayor parte del público, sino también a muchos de sus ama­ teurs. Ésta se manifiesta bajo dos aspectos opuestos a primera vista: considerando las obras de arte como lo esencial del arte o, por el contrario, atribuyendo a la operación artística las ca­ racterísticas de una comunicabilidad inmediata y directa. El primer aspecto de esta ingenuidad identifica el arte con la obra, la cual se percibe como una entidad dotada de un va­ lor cultural, simbólico o, más bien, sólo económico, autóno­ mo e independiente; es, también, el punto de llegada de la ac­ tividad creativa y constituye el eje en tomo al cual se articulan las mediaciones, se organizan los discursos y se centra el goce. Según esta perspectiva, lo que importa en el arte son los pro­ ductos como cuadros, esculturas, libros, edificios, composi­ ciones musicales, representaciones, películas y vídeos, sobre cuya objetualidad ninguna duda es posible. El objeto consti­ tuye lo esencial; así pues, el proceso productivo y las ideas del artista, las intervenciones del historiador, del crítico, del con­ servador y del filósofo, así como la respuesta del público, constituyen algo secundario y accesorio. El arte estaría dota­ do de una identidad muy precisa a la que todo lo demás que­ daría subordinado. Esta perspectiva, en el fondo, es la del pro­ pietario, ya sea coleccionista, autor, editor o productor, públi­ co o privado. Sin embargo, existe, también, una ingenuidad opuesta y complementaria que hoy se manifiesta con especial vigor. 9

Ésta consiste en disolver completamente el arte en la vida, haciendo la competencia a los instrumentos de comunica­ ción de masas, a la información y a la moda. Bajo esta pers­ pectiva, el arte pierde toda especificidad; sus mensajes no se distinguen de los de la publicidad sino es por el hecho de ser autopromocionales. Lo que importa es la manifestación de un relacionismo vitalista que puede ser puramente lúdico y gratuito o encaminado, más bien, a adquirir un valor no en el mercado del arte, sino en el de la comunicación. También en este caso, las mediaciones constituyen parte esencial de la ope­ ración artística, la cual, en cambio, apunta, precisamente, so­ bre su inmediatez completamente desplegada y sin secretos. Como si la actividad del artista no consistiese tanto en la pro­ ducción de obras como en la acción, es decir, en una comu­ nicación no subordinada al logro de un cierto fin político, co­ mercial o de cualquier otra índole, y al margen de cualquier otra función que no fuera la de llegar y, eventualmente, com­ prometer al público. Las dos líneas opuestas confluyen en la atribución al arte de una simplicidad que, en el primer caso, se encuentra en la obra producida, y, en el segundo, en la operación comunica­ tiva; obviamente, para los partidarios de la comunicación ar­ tística la obra es como un fetiche, mientras que para los parti­ darios de la obra de arte la operación comunicativa es como la manifestación de un vitalismo inconsistente. Pero, en am­ bos casos, la problemática del arte deja paso a algo mucho más banal. La ingenuidad de ambas posiciones radica en la pretensión común de captar el arte a plena luz, como entidad bien de­ terminada o como inmediatez comunicativa, ignorando la sombra que, inseparablemente, acompaña tanto la obra como la operación artística. En otras palabras, el arte, hoy más que nunca, deja tras de sí una sombra, una silueta menos lumino­ sa en la que se retrae cuanto de inquietante y enigmático po­ see. Cuanto más violenta es la luz con que se pretende envol­ ver la obra y la operación artística, tanto más nítida es la som­ bra que éstas proyectan; cuanto más diurna y banal es la aproximación a la experiencia artística, tanto más se retrae y se protege lo esencial de la misma en la sombra. 10

Como consecuencia del proceso general de desmitificación y de secularización, que afecta a todas las actividades simbólicas, el arte actual sufre una doble simplificación: por un lado, ésta se plasma en las obras, prescindiendo de todo lo que es condición de la existencia de una obra de arte; por el otro, en la realidad, prescindiendo de la densidad y de la com­ plejidad de lo real. En una época multiforme como la nues­ tra, el mundo del arte parece estar compuesto, en su mayor parte, por necios para los que aquél se consuma en el precio y en la interpretación de las obras, o en la eficacia y en la co­ municabilidad del mensaje. Todo lo demás, es decir, lo que hace posible la categoría del arte y la figura del artista, se con­ sidera como una superfluidad metafísica de la que hay que prescindir, como de una herencia gravosa de la que hay que librarse cuanto antes, como un oropel inútil que oprime la verdadera vida del arte. En definitiva, se considera «natural» que algunos objetos sean obras de arte y que algunas personas sean artistas; cualquier otra cuestión parece superflua. Esta pasividad general del arte ante la gestión de las obras y la comunicación ha provocado la reacción de aquellos que reivindican para el arte el mantenimiento de un estatuto es­ pecial, fundado en la transmisión de la tradición y en la so­ lemnidad de los «valores». Sin embargo, éstos no relacionan el carácter progresivo presente en la ingenuidad y en la nece­ dad actual y se resguardan en la defensa imposible de una trascendencia artística y estética en la que ellos mismos no creen. Como en otros ámbitos de la cultura, también en el arte el tradicionalismo es jactancioso; esto no constituye un remedio contra la ingenuidad, pero prospera a costa de ésta y de aquéllos a los que logra engañar. La reducción del arte a las obras y a la comunicación también produce, de hecho, efec­ tos positivos. No sólo se ha aproximado al arte de masas cada vez con más público e individuos torpes, incapaces de captar la diferencia entre la dimensión real y la simbólica, sino que ha ampliado, enormemente, las fronteras del arte dirigiendo la atención hacia la «cosalidad» y el «tránsito», cuestiones ig­ noradas por concepciones demasiado espirituales y metafísi­ cas del arte. Ahora bien, ¡ni la «cosalidad» ni el «tránsito» son experiencias simples y «naturales»! 11

El error de la reacción tradicionalista consiste en obstinarse en situar lo que es dignó de interés, estima y admiración en lo alto y aun lado; capta muy bien las degeneraciones implícitas en la democratización del arte: la transformación de las gran­ des exposiciones en luna park, el carácter, a la vez, violento y efímero de las operaciones artísticas transgresoras, el predo­ minio de la cantidad sobre la calidad, la tomadura de pelo al público, la reducción de la profesionalidad a tejemanejes de marchantes, la utilización cínica de los artistas y de los críti­ cos, la homologación de los productos culturales, la difusión de un clima de consenso plebiscitario en tomo a las stars, la desaparición de la capacidad de crítica, la merma de las con­ diciones para un crecimiento y un desarrollo originales y el desconocimiento de las excelencias. Pero la reacción tradicio­ nalista se equivoca al oponer a todos estos inconvenientes una idea solemne del arte basada en un «valor» estético cuyas características nadie puede ya exponer. No es en lo alto, en el empíreo de los «valores» estéticos, y aún menos por los suelos, en las oscuras profundidades de lo popular y de lo étnico, donde se puede encontrar un remedio contra la banalización del arte, sino a un lado, en la sombra que acompaña las expo­ siciones de obras y las operaciones artístico-comunicativas. La democratización del arte, con todas sus ingenuidades y banalidades, con su mezcla de estupidez y de fatuidad, repre­ senta un punto sin retomo en la historia de la cultura; por muy desagradables y torpes que sean sus productos, sólo a su sombra puede mantenerse y desarrollarse una experiencia más sutil y refinada, más aguda y atenta de la obra y de la operación artística. Cuanto más crece aquélla, mayor se hace su sombra y mayores son los espacios que no llega a iluminar. Por ello, no es ya en la metáfora del subsuelo sino en la de la sombra donde se reconoce esta experiencia. A primera vista, la sombra parece estar relacionada con una especie de esoterismo, con una cierta necesidad de ocultamiento y de mani­ festación cauta y gradual; sin embargo, este esoterismo relati­ vo no deriva de una estrategia ni de una propedéutica, sino de la naturaleza misma de las cosas, para las que es esencial una cierta protección y tutela y que requieren prudencia y discre­ ción por parte de quien quiere disfrutarlas. 12

Por tanto, la sombra del arte no debe ser considerada como algo negativo que mantiene una relación de oposición anta­ gónica respecto al establishment del arte o respecto al mundo de la comunicación. Sin instituciones artísticas y sin medios de comunicación de masas, incluso la sombra desaparecería; tampoco puede ser considerada como algo parasitario y ser­ vil, sino, en todo caso, como una reserva a la que, constante­ mente, le alcanza lo que está a plena luz. Sin embargo, es con­ natural a la sombra el desaparecer apenas es expuesta a plena luz y, ahí, radica su diferencia respecto a la canonización insti­ tucional y a la transmisión mediática. La ingenuidad del establishment artístico y del inmediatismo comunicativo se revela, abiertamente, en el modo en que és­ tos interpretan el conflicto. En general, tienden a negar la existencia de una oposición y proyectan las relaciones entre las distintas entidades en juego según los modelos de conci­ liación y armonía tradicionales en las construcciones ideoló­ gicas. Cuando esto no es posible, la dialéctica entre positivo y negativo constituye el modo según el cual el canon se renue­ va y el vitalismo logra un nuevo impulso. Pero la sombra no cae en estas viejas trampas. Permanece ajena y diferente: no es el elemento de una armonía más global, ni el momento de un proceso dialéctico que prospera sobre las contradicciones. En el fondo, la ingenuidad consiste en la pretensión de ganar al adversario conciliándose con él o tomando su puesto. Sin embargo, la sombra no se sitúa como adversaria, sino, en todo caso, como la poseedora de un saber y de un sentir que sólo ella puede alcanzar y que desaparece cuando la plena luz quiere apropiárselo. Ello implica una experiencia más pro­ funda del conflicto que la que puedan alcanzar la institución y la comunicación, y, precisamente por ello, resulta inevitable el establecimiento deformaciones de compromiso sin vencedores ni vencidos. Por tanto, la sombra no comparte la idealización del conflicto y de la victoria implícitos en la dialéctica; para la misma, vencer es imposible y pensar en vencer ingenuo. Estas afirmaciones se esclarecen si nos referimos al conte­ nido de los capítulos que forman este libro. El primero versa sobre el retomo del realismo en la experiencia de las artes ac­ tuales; se analiza la categoría de «real», individualizando dos 13

aspectos de esta noción: lo real como idiocia y lo real como esplendor. Ahora bien, lo real como idiocia es adecuado para designar muchas manifestaciones artísticas del establishment y de los medios de comunicación de masas; pero estos fenó­ menos a menudo arrastran una sombra que, paradójicamen­ te, brilla y posee cierta magnificencia. Sin embargo, no es po­ sible llevar a plena luz este esplendor, so pena de que desapa­ rezca. Sólo se manifiesta en la sombra. El segundo capítulo se inspira en dos ideas clave de la es­ tética tradicional, la de obra y la de placer. Roland Barthes las ha sustituido, respectivamente, por texto y goce. Profun­ dizando y radicalizando la investigación y la búsqueda de Barthes, se alcanza lo neutro y la epojé, que pueden ser consi­ derados como la sombra de la obra y del placer. Y, sin duda, pertenece a la dimensión de la sombra la experiencia del sex appeal de lo inorgánico en el que el quehacer artístico y el sentir estético parecen confluir dando título a una de mis obras. El tercer capítulo indaga la figura de Andy Warhol, cuya ac­ tividad representa el máximo logro tanto en el ámbito «del arte de las obras de arte» como en el de la comunicación artística; muestra cómo se vio atrapado en una disensión no reconducible en los términos de una dialéctica entre positivo y negativo. Fue Jean François Lyotard quien formuló la lógica paradójica de la disensión: moderno y posmodemo van acompañados de una sombra en la que se refugia la cuestión del «valor». El capítulo cuarto, explorando la zona fronteriza entre la película con imágenes y la película sin imágenes, examina la posibilidad de un cine filosófico que supera los límites del filme didáctico sin caer en la ingenua pretensión de propor­ cionar una reproducción exacta de la realidad. Se trata de de­ terminar la practicabilidad de un nuevo camino, a la vez fi­ losófico y cinematográfico, que se sitúe en un terreno más allá de la diferencia entre realidad y ficción, entre documental y narración, y que pueda mantener una relación con la «ver­ dad» sin ser oprimido por la mera mimesis de los hechos. Na­ turalmente, esta «verdad» tendrá más las características de la sombra que los de una representación sin velos. En el capítulo quinto se afronta la situación del arte con­ temporáneo con referencia a la investigación sociológica. Par­ 14

tiendo de la distinción entre los dos regímenes de la obra de arte (el dotado de un aura y el caracterizado por el desencan­ to técnico) establecida por Walter Benjamin, se individualiza un tercer régimen del arte que tiene carácter virtual respecto al paradigma que se ha impuesto hoy. Ésto, de hecho, ha desmentido las previsiones de Benjamin y ha constituido una mezcla bastante incongruente de aspectos que provienen del mundo de la inspiración artística, de la opinión y del merca­ do. El tercer régimen del arte, que es una especie de economía política de la grandeza, puede considerarse como la sombra que lleva consigo el paradigma contemporáneo. Al final, en el capítulo sexto se analizan dos nociones afi­ nes a la sombra, la de resto y la de cripta. Teniendo en cuenta que las experiencias del antiarte situacionista, del arte con­ ceptual y del Posthuman han acortado la distancia entre arte y filosofía hasta el punto de que su destino parece convergir, nos preguntamos cómo es posible sustraerse al cinismo me­ lancólico que caracteriza ambas formas culturales. Se apunta como alternativa el dispositivo de la incorporación críptica, la cual puede constituir una defensa ante los procesos de nor­ malización y de estandarización vigentes en la sociedad, que se manifiestan, bien bajo la forma de la institucionalización monumental, bien bajo el aspecto del vitalismo comunica­ tivo.

15

C

a p ít u l o p r im e r o

Idiocia y esplendor del arte actual 1. E

l

«sh o ck » d e lo re a l

En la aventura artística de Occidente se pueden individua­ lizar dos tendencias opuestas: un dirigida hacia la celebración de la apariencia, la otra orientada hacia la experiencia de la re­ alidad. La primera tendencia centra su atención en las nocio­ nes de separación, alejamiento y suspensión, y considera la actitud estética como un proceso de catarsis y de desrealiza­ ción. La segunda tendencia, por el contrario, confiere un én­ fasis especial a la idea de participación, de implicación, de compromiso, y piensa el arte como una perturbación, una fulguración, un shock. Grosso modo, en la primera tendencia se englobarían aquellos que consideran como tarea del arte ale­ jarnos de la realidad y librarnos de su peso, y en la segunda, los que atribuyen al arte la tarea de proporcionamos una per­ cepción más fuerte e intensa de la realidad. Estas dos tenden- ¡ cias opuestas se han enfrentado y han combatido a lo largo de ‘ la vida cultural de Occidente sin que jamás ninguna de ellas llegara a obtener una victoria definitiva sobre la otra. Sin em­ bargo, gracias a esta contienda, se renuevan continuamente, presentándose cada vez con características y aspectos nuevos e inéditos. La primera tendencia ha hallado un potente aliado en el desarrollo de los medios de comunicación de masas: la idea del espectáculo social, la poética de lo efímero, la expansión 17

y la comercialización del tiempo libre han favorecido el as­ pecto hedonista y lúdico del arte. A lo largo de los años 80, todo ello se ha manifestado, ampliamente, en la recuperación de las formas tradicionales de la pintura, la literatura, la ar­ quitectura y la música, en la solemnización de la cultura po­ pular y en el «pensamiento débil», en lo «posmodemo» y en la «transvanguardia». Posteriormente, la noción de virtual ha abierto una nueva problemática que, a primera vista, parece aportar elementos a favor de la desrealización y del aleja­ miento de lo real1. Al mismo tiempo, sin embargo, hemos asistido a la mani­ festación y a la difusión de una sensibilidad artística de signo opuesto que se ha configurado como una verdadera y autén­ tica irrupción de lo real en el mundo rarefacto y, altamente, simbólico del arte. La atención de los artistas se ha centrado en los aspectos más violentos y más crudos de la realidad: los temas de la muerte y del sexo son los que cobran mayor re­ lieve. No se trata —como en el pasado— de una representa­ ción lo más verídica posible de estas realidades, sino de una exposición directa y pobre en mediaciones simbólicas de eventos que suscitan turbación, repugnancia, además de aver­ sión y horror. Las categorías del asco y de la abyección entran, con prepotencia, en la reflexión estética, que se ve obligada a abandonar el ideal de una contemplación pura y desinteresa­ da a favor de una experiencia perturbadora en la que repul­ sión y atracción, miedo y deseo, dolor y placer, rechazo y complicidad se mezclan y se confunden. El cuerpo parece adquirir, así, el máximo relieve, pero el acento ya no está si­ tuado sobre la apariencia de las formas, sino, precisamente, sobre lo que amenaza y compromete su integridad, sea me­ diante penetraciones, desmembraciones, disecciones, sea me­ diante prótesis, extensiones, interfaces. En efecto, lo real que irrumpe y sacude el mundo del arte no es sólo aquello arrai­ gado en la dimensión antropológica, sino también y, sobre todo, aquello más bien ajeno e inquietante de los dispositivos

1 G. Dorfles, F alli efattoidi. Gli pseudoeventi nell'arte e nella società, Vicenza, Neri Pozza, 1997.

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tecnológicos y económicos. El lugar decisivo de este realismo extremo se convierte, así, en el encuentro entre el ser humano y la máquina, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo na­ tural y lo artificial, entre la pulsión y la electrónica, entre la persona y la mercancía. El núcleo duro de lo real con el que estamos obligados a enfrentamos es el cyborg, la cobaya tec­ nológica, la moneda viva, el capital humano. La noción de virtual, que a primera vista nos parecía unida a la tendencia espectacular y desrealizante del arte, asume, por tanto, un sig­ nificado opuesto: el cuerpo virtual, poseído y diseminado en las redes, se convierte en otro objeto, extremadamente in­ quietante, irreducible a la dimensión imaginaria y simbólica. Lo que caracteriza esta realidad es la coincidencia de máxi­ ma efectualidad y abstracción: en otras palabras, esto no hace más que llevar a sus consecuencias extremas aquel proceso de alienación y de enajenación que constituye el motor de la modernidad. No nos movemos por cualquier sendero margi­ nal, sino a lo largo de la vía principal del pensamiento occi­ dental en el punto más avanzado de su recorrido, a lo largo de una frontera que reclama ser traspasada. De ahí el carácter eminentemente experimental y pionero de las experiencias ar­ tísticas que se rehacen en la categoría del «realismo». Cierta­ mente, este realismo, que ha sido definido como «poshuma­ no» (Jeffrey Deitch), «traumático» (Hai Foster) y «psicòtico» (por nosotros mismos), parece tener poco que ver con lo que se ha entendido por este término hasta ahora. No obstante, lo que ha cambiado no es la voluntad de proporcionar una ex­ hibición de lo real, sino la idea misma de lo real, la cual nos parece hoy, contradictoriamente, más pobre y más rica que nunca. Todo ello puede interpretarse como miseria y estupi­ dez extremas, es decir, como idiocia, o como suntuosidad ex­ trema y aún más, es decir, como esplendor. 2. Id io c ia

d e l r e a l is m o a c t u a l

La premisa del realismo actual es el desgaste de todas las coordenadas teóricas y críticas sobre las que se basa el arte contemporáneo. La estética del siglo xx, a pesar de la gran 19

multiplicidad y variedad de sus manifestaciones, puede consi­ derarse, en conjunto, como el desarrollo de los horizontes conceptuales abiertos por Kant y Hegel; ahora bien, estos ho­ rizontes se han explorado en todas las direcciones. Por otra parte, hace tiempo que las orientaciones más innovadoras de 1a reflexión filosófica consideran la estética como una apro­ ximación reductiva e inadecuada a la obra de arte; sin em­ bargo, no han logrado refundar sobre nuevas bases la especi­ ficidad de la experiencia artística. Un deterioro aún mayor ha corroído la crítica de arte: la problemática planteada a princi­ pios del siglo xx por la Escuela de Viena ha sufrido una de­ gradación irremediable. En el mejor de los casos, reproduce discursos que tienen una relación únicamente ocasional y for­ tuita con las obras y los artistas; generalmente, no va más allá de la crónica y de la promoción publicitaria. La profundización de todas las certezas estéticas y críticas lleva a pensar que se puede captar lo real sin ninguna media­ ción teórica y simbólica. Por otra parte, la transformación de cualquier objeto o imagen de la vida corriente en una obra de arte es una práctica común a partir de las neovanguardias de los años 60; pero esta transformación requería la solemniza­ ción del producto a través de la intervención del crítico y de su inserción en la institución artística. El grado cero de la teo­ ría, alcanzado hoy, desvanece también esta ilusión porque priva de toda aura no sólo a la obra y al autor, sino también al crítico y a la institución. Así reza el dicho marxista: «sin teo­ ría ninguna revolución», que es el mismo sobre el que se fun­ damenta la modernidad: «sin teoría ninguna institución». El grado cero de la teoría lleva a una pasividad ante lo que exis­ te de la que nada se salva. El realismo extremo actual tiene, precisamente, esta pretensión: mostrar lo que existe sin nin­ guna mediación teórica. Pero ¿qué es lo real?, ¿lo real privado completamente de toda mediación conceptual?, ¿una existencia totalmente despojada de esencia?, ¿una realidad desprovista de cual­ quier idea?, ¿un ser absolutamente independiente del pensa­ miento? El filósofo que se planteó estas cuestiones, Schelling, defi­ nió lo que existe puramente como intransitivo, inmediato, 20

indudable, inmemorable e infundado. Como escribe un gran intérprete de Schelling, el filósofo italiano Luigi Pareyson: «lo que existe puramente es algo opaco, que permanece cerrado y recalcitrante al pensamiento y refractario e impermeable a la razón»2, «se alza solitario e inaccesible como en un desierto inhabitable y sin caminos; se yergue como un peñasco esco­ cés que no ofrece ningún punto de ataque, como una pared desnuda sin agarraderos, como un muro liso e inaccesible»3. Del mismo modo, otro intérprete de Schelling, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, subraya la divergencia radical, la in­ compatibilidad ontològica entre la razón y lo real primordial, radicalmente contingente, reacia a cualquier teorización: Zizek muestra la afinidad sustancial entre «lo que existe» de Schelling y la noción de «real» elaborada por Lacan4. Precisa­ mente, el pensamiento de éste es el que proporciona la posi­ bilidad de formular la poética del realismo extremo de las ar­ tes actuales. Como es bien sabido, Lacan distingue tres escenarios psí­ quicos fundamentales: el simbólico, el imaginario y el real. Este último es algo radicalmente distinto de lo verdadero, es ajeno al lenguaje y a la dimensión simbólica. Así pues, lo que se resiste a la simbolización es, justamente, esto: imposible de simbolizar e imaginar, presenta aquellas características de irreductibilidad opaca al pensamiento que Schelling le atribuye: es, absolutamente, «sin fisura», ajeno a cualquier articulación dialéctica, a cualquier oposición, incluso a aquélla entre pre­ sencia y ausencia5. El encuentro con lo real genera angustia y trauma; en efec­ to, frente a lo real, todas las palabras y las categorías pierden importancia. De este modo, para Hai Fostcr6 el trauma pare­ ce la noción más adecuada para interpretar el arte actual, ca-

2 L. Pareyson, Ontologia della libertà, Turin, Einaudi, 1995, pâg. 404. 3 Ibid., pâg. 405. 4 S. Zizek, The Indivisible Remainder. A n Essay on Schelling and Related M at­ ters, Londres, Verso, 1996. 5 D. Evans, A n Introductory Dictionary o f Lacanian Psychoanalisis, LondresNueva York, Routledge, 1996. 6 H. Foster, The Return o f the Real, Cambridge (Mass.), The M it Press, 1996.

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racterizado por la voluntad de situar al espectador ante algo terrorífico y abyecto. De hecho, el cadáver constituye el obje­ to perturbador por excelencia de este arte, aquello donde te­ rror y abyección, repulsión y atracción se aproximan y se con­ funden en la experiencia ambivalente e incierta del asco. La tentación de hacer del asco la categoría principal de la estética contemporánea no es pequeña; afecta, sobre todo, a la correspondencia antitética que se establece con la noción de gusto, núcleo central de la estética dieciochesca. La refle­ xión más aguda en torno a la noción de asco sigue siendo la del filósofo húngaro Aurei Kolnai7. Según éste, mientras la angustia se centra en el sujeto, que llega a verse en un estado de peligro y de amenaza y experimenta una necesidad de sal­ vaguardia y protección, el asco está más claramente orientado hacia lo exterior, tiene un carácter «intencional» (en sentido fenomenològico) mayor que la angustia, permitiendo, así, un mayor conocimiento del objeto que lo provoca. Lo asquero­ so se impone a quien lo experimenta con una proximidad y una contigüidad de la que carece lo angustioso y lo odioso; aquél se comporta provocativamente, se acerca y nos empuja, suscita no sólo repulsión, sino una atracción reprimida. Lo que lo caracteriza es la contigüidad, su capacidad de penetra­ ción y de contaminación. También para Kolnai, lo asque­ roso por excelencia es el cadáver, máxima manifestación de la putrefacción, de la descomposición, del paso de la vida a la muerte; es algo que nos resulta extremadamente, próximo porque representa el único destino absolutamente cierto de nuestro cuerpo. Reflexionando sobre las características de otros objetos asquerosos como los excrementos, las secrecio­ nes, la mugre, los gusanos, el interior del cuerpo humano, los tumores y la deformidad fisica, Kolnai llega a la conclusión de que lo esencial de lo asqueroso consiste en un surplus de vida, en una vitalidad orgánica exagerada y anormal que se di­ lata y se propaga más allá de cualquier límite y de cualquier forma y se ramifica homogeneizando todo en una masa in­ forme y pútrida. La vida en sí no es asquerosa, sino su obsti­

7 A. Kolnai,

22

DerEkel (1929), Tübingen, Max Niemeyer,

1974.

nación en permanecer y en extenderse allí donde debería ren­ dirse y cesar; lo asqueroso es, precisamente, la pretensión de lo vital de dilatarse a ultranza corrompiendo todo lo que en­ tra en contacto con él. Esta concepción de la esencia de lo as­ queroso como vida desregulada y rebelde ante cualquier for­ ma permite comprender también el uso moral de la palabra: de hecho, es asquerosa la intrusión de la inmediatez vital (como los impulsos y los intereses personales) en todas las cuestiones que tienen carácter objetivo y formal. La mentira es asquerosa porque está llena de una viscosidad vital y emo­ cional absurda e incongruente. Es asquerosa la impostura cuando, bajo el manto de los idealismos, esconde los afectos codiciosos y desordenados del individuo. Asquerosa es la co­ bardía que consiste en la intrusión de una vitalidad malsana y morbosa en situaciones que requieren la defensa de una elec­ ción, el logro de una meta, el mantenimiento de una deci­ sión. Según Kolnai, el economicismo puro y simple no es as­ queroso cuando se oculta tras la mampara de los valores, de la ideología, es decir, de una afectividad engañosa e hipócrita. Por ejemplo, la institución del arte contemporáneo se con­ vierte en asquerosa cuando oculta su carácter de mercado de bienes de lujo tras la exaltación retórica de idealidades estéti­ cas en las que nadie cree. Indudablemente, algunos aspectos del arte actual pueden interpretarse según las categorías del trauma y del asco. Sin embargo, precisamente el análisis de Kolnai en torno a la na­ turaleza del asco induce a formular algún interrogante: lo real, de lo que Schelling y Lacan han captado la gran diferen­ cia, irreducibilidad y heterogeneidad respecto a la razón, ¿puede identificarse con lo asqueroso?, ¿no es aún el asco algo demasiado próximo al ser humano? Ciertamente, se pue­ de afirmar la independencia y la primacía del asco sobre el gusto y atribuirle un carácter disimétrico que lo libera de toda oposición dialéctica: sin embargo, lo asqueroso está demasia­ do entretejido e impregnado de vitalidad para constituir, ver­ daderamente, una manifestación de lo real. Por lo que, en úl­ timo análisis, parece más el punto de llegada del vitalismo del siglo xx que la apertura de un nuevo horizonte poshumano y posorgánico. Lo asqueroso es, de hecho, una vida impregna­ 23

da de muerte que continúa con más saña que nunca su lucha contra la forma; es una vida desesperada y rabiosa en la que hace estragos un frenesí de destrucción. En la propagación de esta furia no hay nada de heterogéneo y de diferente: así, la descomposición mezcla todo con todo y, al hacer cada cosa indistinta e indiferente, homogeiniza todo lo que contamina. Por tanto, el realismo del arte actual no puede estar sólo ca­ racterizado por el asco y la abyección. Si queremos permane­ cer cerca de lo real, así como intuyeron Schelling y Lacan, es necesario moverse en una dirección completamente distinta del vitalismo. Si se trata de un trauma, está relacionado con un estado de desposeimiento y con la pereza. Schelling utili­ za la expresión «estupor de la razón» y, aunque la distingue de la obtusidad y la estupidez8, la relaciona con un estado de aturdimiento y de estupefacción. En cuanto a Lacan, para él lo real está relacionado con la «cosa», entendida como reali­ dad muda, como algo extraño y ajeno al significado9; la cosa se caracteriza por el hecho de que nos es imposible imaginar­ la10. La idea de que el arte puede proporcionar una vía de ac­ ceso a lo real y a la cosa es, en términos estrictamente lacanianos, insostenible; de hecho, el arte, según su opinión, per­ tenece al orden simbólico y no al real. Sin embargo, no es imposible repetir hoy, con referencia a la cosa lacaniana, la operación llevada a cabo en el siglo XIX por Schopenhauer respecto a la «cosa en sí» kantiana, es decir, atribuir al arte la facultad de establecer una relación más directa y esencial con entidades inaccesibles al pensamiento racional. Esta operación ha sido realizada por el filósofo francés Clément Rosset11, quien introduce la noción de idiocia para in­ dicar el carácter, a la vez, fortuito y determinado de lo real, lo cual está, por un lado, necesariamente determinado, pero esta determinación no implica ninguna racionalidad; en definiti­

8 L. Pareyson, Ontologia deüa liberta, cit., pág. 410. 9 J. Lacan, Le séminaire. Livre VII. L ’éthique de la psychoanalyse (1959-1960), Paris, Seuil, 1986. 10 D. Evans, A n Introductory Dictionary o f Lacanian Psycboanalisis, cit., pág. 205. 11 C. Rosset, Le réel. Traité de l'idiotie, Paris, Minuit, 1977.

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va, una determinación tal se impone con un carácter cons­ trictivo e incluso violento. El término «idiocia» debe enten­ derse en su doble acepción: junto al significado común de es­ túpido y poseído de sinrazón existe el significado etimológi­ co (del griego antiguo, idiotés), que es el de singular, particular, único. Así, lo real sería idiota, precisamente, porque no existe más que por sí mismo y es incapaz de aparecer de otro modo que en el que está. Según Rosset, lo real tiene un carácter pé­ treo y rugoso, es lo contrario a la vitalidad obstinada del asco. Es incapaz de reflejarse, de duplicarse, de redoblarse en una imagen especular. La actividad interpretativa consiste, pues, en hacer salir lo real de su singularidad irreducible introdu­ ciéndolo en un proceso; la producción de significados es un valor añadido a lo real a través de una proyección imaginaria. Este ejercicio interpretativo se lleva a cabo, continuamente, en la vida cotidiana, para la que la experiencia de lo real en su idiocia es algo raro. Según Rosset, captamos lo real en su idio­ cia sólo en ciertas condiciones, como, por ejemplo, cuando es­ tamos borrachos o cuando somos víctimas de una desilusión amorosa. Aún existe una tercera vía hacia la idiocia y es la que representa el arte. Al artista como genio de Schopenhauer y de la tradición romántica le sucede el artista como idiota; lo que tienen en común estas dos figuras, a primera vista antité­ ticas, es la pretensión de captar la esencia de lo real más allá de todas las mediaciones falaces del lenguaje y del pensa­ miento. La conexión entre arte e idiocia ya había sido descubierta por Robert Musil12 en los años 30. Éste distinguía dos tipos de estupidez: en primer lugar, la estupidez sencilla, honesta e ingenua que proviene de una cierta debilidad de la razón; ésta, con frecuencia, va ligada a la poesía y al arte porque en el idiota mismo hay algo de poético en su modo de expresar­ se, ajeno a los lugares comunes habituales. Pero el segundo tipo de estupidez es más interesante, pues, a diferencia de la anterior, está estrechamente ligada a un uso inestable e in­

12 R. Musil, Über die Dummheit (1937), en Prosa und Stikke, Hamburgo, Ro­ wohlt, 1978.

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fructuoso de la inteligencia; la pretensión del arte actual de captar lo real sin ninguna mediación nos hace pensar en este tipo de estupidez. Si la esencia de la estupidez consiste en una cierta inadecuación respecto a la funcionalidad de la vida, su ejercicio le parece a Musil casi necesariamente ligado al arte; por otra parte, no existe sólo la estupidez ocasional de los par­ ticulares, también se da una estupidez constitucional de la co­ lectividad, por lo que no se puede dejar de reconocer que el artista idiota, en cuanto intérprete de su estupidez social, es el verdadero artista orgánico de la sociedad actual.

3. E s p l e n d o r

d e l r e a l is m o a c t u a l

El realismo extremo no se agota en una actitud puramente negativa en la que dominan las categorías del asco y de la idiocia, existe en el mismo una fuerza que se mueve en di­ rección opuesta hacia horizontes positivos o, en cierto modo, operativos. Han surgido dos tendencias claramente definidas, la primera orientada hacia la moda y la segunda hacia la co­ municación. El realismo extremo ha producido una cantidad bastante relevante de imágenes dotadas de un fortísimo impacto emo­ cional que interaccionan con las de la moda, el cine, la tele­ visión, Internet, el grafismo, la publicidad y el diseño, dando lugar a un imaginario social caracterizado por la provocación. La búsqueda de la novedad y del efecto, perseguidos por sí mismos, implica también un desgaste y una obsolescencia rá­ pida de las imágenes que, continuamente, deben ser sustitui­ das por otras con mayor fuerza de impacto o de característi­ cas capaces de llamar la atención. El arte tiende, así, a disol­ verse en la moda, la cual ofusca y apaga la fuerza de lo real, diluye su radicalidad, normaliza y homogeiniza cada cosa en un espectáculo generalizado. El ámbito de lo real se toma de lo imaginario, a lo que Lacan atribuye un poder seductor y anulador: lo imaginario es el reino de la ilusión, del espejis­ mo, del narcisismo. Carece tanto del carácter estructurado y mediado de lo simbólico como de la traumaticidad árida e inaccesible de lo real. Para calificar lo imaginario, Lacan in26

traduce la palabra captation, que indica, precisamente, una do­ ble acción de fascinación y aprisionamiento. Ahora bien, el arte es, sin duda, afín a la moda porque comparte con ésta, además de la excitación de la novedad y del desafío, la ebrie­ dad que proviene de sentirse en contacto directo con el espí­ ritu del tiempo; sin embargo, el arte no es nunca actual en el sentido en que lo es la moda, es decir, sociológicamente do­ minante. Ya el hecho de que el arte anticipe los tiempos veni­ deros lo hace esencialmente «inactual»; aparte de lo que au­ menta esta «inactualidad» está la aspiración a sustraerse al des­ gaste del tiempo y a suscitar siempre sorpresa y asombro. De ahí que a partir del momento en que el realismo extremo se convierte en moda, pierde su relación con lo real y queda atrapado en las redes de lo imaginario. Con respecto al arte, la moda siempre lleva retraso, vive de imitaciones y de sobras. La segunda tentación del arte actual es la de disolverse en la comunicación. En efecto, precisamente el carácter pertur­ bador de los mensajes transmitidos por la experiencia de lo real exalta su valor comunicativo. Para una actividad como la artística que se desenvuelve en un microambiente, muy a menudo desvaído y asfixiante, su ingreso en circuitos comu­ nicativos más vastos como los de la publicidad y la informa­ ción puede parecer, a primera vista, algo atrayente. También en este caso como en el de la moda lo imaginario se impone a lo real y lo simbólico. Según Lacan, existen dos tipos de dis­ cursos que presentan características opuestas: la palabra llena, que articula la dimensión simbólica del lenguaje, se diferencia fundamentalmente de la palabra hueca, que articula la dimen­ sión imaginaria del lenguaje; únicamente, la primera tiene sentido (serts), la segunda sólo significado13. Mientras la se­ gunda es fácil y fluida, la primera es difícil y laboriosa de ar­ ticular. Mientras la segunda está relacionada con los fenóme­ nos de identificación ficticia, de agresividad y de alienación, la primera constituye una palabra fundente que transforma, profundamente, a quien habla y a quien escucha. Ahora bien, es evidente que el arte extremo es tal porque aspira a esta sali­

13 D. Evans, A n Introductory Dictionary ofLacanian Psychoanalisis, cit., pág. 191.

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da; de otro modo, nada lo separaría de las corrientes artísticas de los años 80 de los que con tanta ansia quiere distinguirse. Aparte de la disolución de la obra de arte en la comunicación no habría más que la continuación del vitalismo subjetivo. De hecho, si existe un núcleo duro del arte, no hay que bus­ carlo en el sujeto, en el artista, en su deseo de expresarse y de comunicar, sino en la obra, en su singularidad radical, en su irreducibilidad a una única identidad, en su carácter esencial­ mente enigmático. El arte no puede disolverse nunca en la co­ municación porque contiene un núcleo incomunicable que es la fuente de una infinidad de interpretaciones. Bajo este as­ pecto, es afín a lo real con lo que comparte la áspera y ardua inconveniencia. La positividad del realismo extremo hay que buscarla, pues, en una dirección que salve la especificidad del arte, que no la disuelva en la moda o en la comunicación. Schelling y Lacan siguen indicándonos el camino. El estupor de la ra­ zón, del que habla Schelling, no es sólo aturdimiento y estu­ pefacción, también éxtasis; tal estado debe ser considerado como un punto de partida para una búsqueda positiva que arranca el pensamiento de la fisicidad y del mutismo14. Para Schelling, ésta es la vía de la filosofía positiva, es decir, de una razón que se enfrenta con algo que está situado fuera de la misma y que, a su vez, está puesta fuera de sí. El aspecto esen­ cial es, pues, un proceso de enajenación, el cual aún se perci­ be no como una alienación que hay que superar, sino como una situación que abre nuevos horizontes. La noción de alteridad es fundamental en la obra de Lacan, el cual distingue un «Otro grande» (en mayúscula) y un «otro pequeño»15. El «Otro grande» pertenece al orden sim­ bólico y designa una alteridad radical irreducible a las pro­ yecciones de lo imaginario: el lenguaje y la ley pertenecen al ámbito del «Otro grande»; más específicamente, el lenguaje se considera no como un medio para expresar la subjetividad del yo, sino como una entidad dotada de una dimensión in­

14 L. Pareyson, Ontologia iktta libertà, cit., pàg. 425. 15 D. Evans, A n Introductory Dictionary ofLacanian Psychoanalisis, cit., pàg. 133.

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consciente, completamente diferente con respecto a la con­ ciencia. A propósito del «otro pequeño», Lacan elabora la teo­ ría más interesante y original, especialmente a partir del mo­ mento (desde 1957) en que lo piensa con el nombre de objeto (pequeño) a. De hecho, esta expresión caduca (a partir de 1963) al adquirir las características de lo real: el objeto (pequeño) a es el objeto que no puede alcanzarse jamás por definición, la cosa en su realidad muda, inaccesible tanto al lenguaje como al inconsciente. Lo que pretende alcanzar el realismo extremo del arte ac­ tual es, precisamente, el objeto (pequeño) a del que habla Lacan. ¡A través de éste lo real irrumpe no ya como trauma, sino como esplendor! En el seminario de 1960-1961, Lacan ya piensa el objeto (pe­ queño) a atribuyéndole las características de la palabra griega ágalma, tomada del Simposio de Platón. Ahora bien, dgalma quiere decir gloria, ornamento, don, imagen de una divini­ dad, y proviene del verbo agállo, que significa glorificar, exal­ tar. En 1973 introduce la noción de semblante (semblant): de­ fine objeto (pequeño) a como un «semblante de sep> y, al afirmar que el amor se dirige hacia un semblante, lo pone en relación con el goce16. Sin embargo, para acceder al esplendor de lo real, es nece­ sario un acercamiento más general y global a la obra de Lacan que proviene de la consideración del objeto por excelencia de su pensamiento: la psicosis y sus formaciones. Estas forma­ ciones, es decir, los delirios y las alucinaciones, presentan una característica particularmente importante: imponerse a quien las padece como si pertenecieran a lo real. Para explicar este mecanismo psíquico, Lacan introduce una nueva noción, la de preclusión (forclusion); a diferencia de la remoción (refoulement), la preclusión (que es el mecanismo específico de la psi­ cosis) no está sepultada en el inconsciente, sino que es expul­ sada del mismo. Sus significantes no han sido asimilados en el orden simbólico. El elemento precluso procede del exte­ rior. Lacan altera completamente un lugar común del psicoa­

16 Ibíd., pág. 175.

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nálisis: la enfermedad mental (la más grave de todas la psico­ sis) no nace del rechazo de lo real, sino de una carencia, de un hueco en el orden simbólico. Para subrayar el carácter excén­ trico y externo de estas experiencias, Lacan acuña el término extimidad (en oposición a intimidad), con el que designa una exterioridad radical que va más allá de la antítesis entre inter­ no y externo. Estos materiales teóricos parecen de la mayor importancia para el arte y para la estética. Quien sólo tiene en cuenta la ab­ yección del arte extremo sin ver su esplendor, queda prisio­ nero de una idea ingenua de lo real. En las obras más signifi­ cativas e importantes del realismo psicòtico hay una belleza extrema para la que cabe restablecer un concepto de la tradi­ ción filosófica olvidado hace más de dos siglos, la magnificen­ cia. Durante el siglo x v i i i lo sublime y el lujo ocuparon el lu­ gar de la magnificencia. A ésta, a la que Aristóteles y Tomás de Aquino habían dado un gran reconocimiento teórico, no le queda más que emprender un camino subterráneo a través de los paraísos y los infiernos de las drogodependencias y las psicosis17.

17 S. F. Maclaren, «Magnificenza, lusso, spreco», en Ágalma, núm. 2 (2000).

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C a p ít u l o 2

Sentir la diferencia 1. E s t é t i c a

y d if e r e n c ia

En el título del presente texto confluyen dos problemáticas distintas: la primera, la del sentir, a la que una larga tradición, que se remonta al siglo Xvtii, relaciona con la estética; la se­ gunda, la de la diferencia, en torno a la cual nace y se desarro­ lla una importante corriente de la filosofía contemporánea. El encuentro entre la estética y el pensamiento de la dife­ rencia no es obvio ni fácil. En efecto, la casi totalidad del pen­ samiento estético, en sentido estricto (es decir, el que se iden­ tifica y se autodefine como tal), es ajeno a la problemática de la diferencia. Ello es debido tanto a la Crítica deljuicio de Kant como a las Lecciones de estética de Hegel. Provienen de Kant la estética de la vida y la estética de la forma (la así llamada «Es­ cuela de Viena») y de Hegel la estética cognoscitiva y la estéti­ ca pragmática. En general, está implícita en la estética la ten­ dencia hacia los ideales de armonía, regularidad y unidad or­ gánica; para la existencia de lo estético es esencial, al menos, la prefiguración de un fin del conflicto, de una paz venidera, en la que el dolor y la lucha sean, si no definitivamente suprimi­ dos, al menos temporalmente suspendidos. Por el contrario, el pensamiento de la diferencia nace, pre­ cisamente con Nietzsche, con Freud y con Heidegger, de un rechazo de la conciliación estética: se mueve hacia la expe­ riencia de un conflicto mayor que la contradicción dialéctica, 31

hacia la exploración de la oposición entre términos que no son simétricamente polares el uno respecto al otro. Toda esta gran vicisitud filosófica, la más original e importante del si­ glo xx, se engloba, justamente, en la noción de «diferencia», entendida como no-identidad, como una desemejanza ma­ yor que la del concepto lógico de diversidad y del dialéctico de distinción. En otros términos, el ingreso en la experien­ cia de la diferencia marca el abandono tanto de la lógica de la identidad aristotélica como de la dialéctica hegeliana. Por tanto, no es extraño que los pensadores de la diferencia sean ajenos a la estética en sentido estricto; de hecho, éstos inau­ guran una trama teórica nueva que es irreducible al kantismo o al hegelismo. Sin embargo, su situación al margen de la tra­ dición estética moderna no deriva de una atención exclusiva a los problemas teóricos, de un desinterés respecto al sentir; antes bien, justo al contrario, su estudio es el que les lleva a si­ tuar aparte la estética poskantiana y poshegeliana como epigónica y tardía. En efecto, no está muy claro que la noción de «diferencia» pueda considerarse como un verdadero concepto, análogo al de «identidad» (en torno al cual gira la lógica aristotélica) o al de «contradicción» (en torno al cual gira la dialéctica hege­ liana). Más que en el horizonte de la pura especulación teóri­ ca, se mueve en el ámbito (o su punto de partida al menos) impuro del sentir, de las experiencias insólitas y perturbado­ ras, irreducibles a la identidad, ambivalentes, excesivas, de las que ha estado entretejida la existencia de tantos hombres y mujeres del siglo xx. El pensamiento de la diferencia se ha inspirado en este tipo de sensibilidad que mantiene relaciones de parentesco con los estados psicopatológicos y los éxtasis místicos, con las toxicomanías y las perversiones, con los han­ dicaps y las minusvalías, con los «primitivos» y las «otras» cul­ turas. En definitiva, se trata de un sentir que no tiene nada que ver con aquellas exigencias de perfección y de concilia­ ción que caracterizan el pensamiento estético moderno. Se explica, así, la actitud suspicaz mantenida por los padres fundadores del pensamiento de la diferencia respecto a la es­ tética. Nietzsche considera esta última como un aspecto del optimismo ajeno a la experiencia trágica; para Freud, la esté­ 32

tica se ocupa de argumentos que corresponden a estados de ánimo positivos como lo bello y lo sublime, y obvia aquellos aspectos del sentir que se caracterizan por estados de ánimo negativos, como el perturbador precisamente; Heidegger mantiene que la estética forma parte de la metafísica occiden­ tal, es decir, de aquel pensamiento que se caracteriza por el ol­ vido del Ser. No de otro modo, los pensadores franceses de la diferencia (como Blanchot, Bataille y Klossowski) inauguran una aproximación a las obras de la literatura y del arte que no tiene nada que ver con la estética; también el filósofo italiano Michelstaedter, que puede considerase como el representante más importante de esta tendencia en Italia, es resueltamente hostil a la estética de Croce.

2. G

o c e y texto

Más recientemente, el pensamiento de la diferencia afron­ tó de modo explícito problemáticas estéticas, con Derrida (1978)1 y con Deleuze (1984)2. Sin embargo, esta investiga­ ción sigue la pista de un libro publicado con anterioridad. El placer del texto (1973)’’ de Roland Barthes contiene una in­ vestigación sobre el sentir que se sitúa, fríamente, más allá de la reflexión antigua tanto sobre el placer (el placer puro de Platón o el placer desensibilizado de Aristóteles) como sobre aquélla moderna ligada a la estética dieciochesca y a la idea de una satisfacción sin interés (Kant). El núcleo fundamental del discurso de Barthes se encuen­ tra en el nexo entre placer y obra literaria. Pero éste somete ambas nociones a una profunda transformación, haciendo pasar tanto el placer como la obra de la lógica de la identidad a la experiencia de la diferencia. Más allá del placer descubre el goce (jouissance) y más allá de la obra descubre el texto. El 1 J. Derrida, L a vérité en peinture, Paris, Flammarion, 1978. 2 G. Deleuze, Francis Bacon. L a logique de la sensation, si., Editions de la dif­ férence, 1984. 3 R. Barthes, Le plaisir du texte, en Œuvres Complètes, 3 vols., Paris, Seuil, 1994-1995.

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goce es un sentir que sobrepasa la distinción entre placer y dolor, engloba también lo que es desagradable, aburrido e in­ cluso doloroso. Ello implica la pérdida del sujeto, la desa­ parición, el fading — dice Barthes— de la identidad personal, el abandono de cualquier cálculo cauto y prudente de las gratificaciones. El goce es una experiencia excesiva que irrumpe en la conciencia individual como un rayo, golpeán­ dola y menoscabándola. El intento de superar el carácter hedonista del placer ya había sido llevado a cabo por la estética tradicional a través de la consideración de lo trágico y lo su­ blime; pero en el goce del que habla Barthes hay algo más res­ pecto a lo trágico y a lo sublime. Está el hecho de que éste es una experiencia erótica, estrechamente ligada a la sensualidad. Barthes subraya, repetidamente, el carácter perverso del goce, es decir, su condición ajena a cualquier finalidad imaginable y su inclinación hacia una búsqueda infinita e insaciable de lo nuevo. Pero el goce también puede manifestarse bajo el as­ pecto de una repetición excesiva y maníaca, de una coacción repetitiva que subvierte y anula los significados convenciona­ les a través de la reiteración mimètica y obsesiva, como cuan­ do a fuerza de repetir una palabra la percibimos sólo como mero sonido. Así, en la noción de goce elaborada por Barthes se incluyen una serie de características que pertenecen, por una parte, al libertinaje, por la otra, al masoquismo; por un lado, a la flagrante efervescencia de la moda, por el otro, a la perturbadora sexualidad del dolor. El goce parece, así, un con­ junto de frivolidad y pulsión de muerte. Barthes libera, de este modo, el sentir estético de la dimensión ascética y subli­ mada que le parecía ser esencial, encontrándole un lugar en la experiencia contemporánea. Como él mismo escribe, impri­ me a la vieja categoría de la estética una ligera torsión que la aleja de su fondo regresivo, idealista y la aproxima al cuerpo4. Aplica una estrategia análoga en el paso de la noción de obra a la de texto. Pero ¿qué quiere decir sentir el texto como cuerpo? ¿A través de qué perversión una obra de arte se con­ vierte en un texto? La primera condición de este paso es la li­

4 R. Barthes, (Euvres Completes, cit., III (1995), pág. 158.

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beración de su aspecto ideológico; mientras que la obra sea considerada, simplemente, como portadora de un significado histórico, político, cultural o psicológico, nosotros la conce­ bimos en su identidad, como producto dotado de una uni­ dad lógica y moral. El ingreso de la obra en la problemática de la diferencia resquebraja su perfección objetual, es decir, deja de ser un objeto enteramente determinado por el autor al que el goce no llega a rozar o rasgar lo más mínimo; no obs­ tante, el lector prosigue la actividad creativa del autor en un proceso sin fin. Esto no quiere decir que el texto se disuelva en la comunicación ni que se establezca una primacía de la recepción sobre la producción. Es justo al contrario, el texto es irreducible al diálogo entre sujetos, es algo intransitivo, atópico, paradójico; Barthes lo compara a un tejido, no porque cubra ningún significado oculto, sino porque extiende su tra­ ma incluso sobre éste. En otras palabras, nada escapa al texto. Es ajeno a la lógica dialéctica del diálogo, al encuentro así como al desencuentro de los discursos; el texto es autónomo e independiente de la subjetividad de quien habla o de quien escucha, de quien lee o de quien escribe. Se cumple, así, un cambio de importancia fundamental para la estética: el paso del «yo siento» al «se siente». Todo el ámbito de la afectividad y de la sensibilidad se disloca en el espacio neutro del texto. Si el masoquismo es — como habíamos visto— la perversión del placer, el fetichismo es la perversión de la obra. El fetiche es una especie de animación de lo inorgánico, una coinci­ dencia de abstracción y materialidad. El texto, en efecto, se presenta ante Barthes como algo que siente, desea y goza.

3. L a « e p o jé »

y lo n eutro

En la filosofía de los años 60, Roland Barthes parece el pensador que más ha tratado de unir, íntimamente, el sentir sexual con las prácticas culturales en el cuadro de la proble­ mática de la diferencia, es decir, de experiencias que son irre­ ducibles a los ideales estéticos tradicionales. Quizás, única­ mente Luce Irigaray haya aportado una contribución tan importante, siguiendo caminos diferentes pero no, esencial35

mente, divergentes. Sin embargo, el pensamiento de Barthes sigue prisionero de una dificultad fundamental: en concre­ to, ni su idea de goce ni su idea de texto llegan a librarse completamente de la subjetividad. El goce recae, algunas ve­ ces, sobre la vertiente del hedonismo (es decir, sobre la idea de una ampliación y de una extensión de las fronteras del placer), otras sobre la vertiente del erotismo (es decir, de la infinitud e insaciabilidad del deseo). Ahora bien, ni con el he­ donismo ni con el erotismo es posible ir más allá del sujeto, ambas son vías que nos hacen reincidir en la vertiente de la es­ tética antes que hacemos volver a la vía de la diferencia. Un fe­ nómeno análogo se produce en lo que respecta al texto: la po­ lémica de Barthes contra la institucionalización del texto (es decir, contra la especialización de los teóricos y de los críticos) le lleva a acentuar el carácter personal, episódico e incidental de su escritura, alejándola de la filosofía. Esta tendencia, evi­ dente ya en la obra autobiográfica Roland Barthes (1975), se acentúa en sus siguientes escritos como Incidentes (1987), su obra postuma. No obstante, en la obra Elplacer del texto están presentes ele­ mentos que van en sentido contrario al sujeto, hacia una radicalización del sentir la diferencia. Son importantes dos: la crítica del deseo y la idea del texto como cosa. Según Barthes, la infinitud del deseo, que para muchos es como una garantía de su carácter filosófico, en realidad, no hace más que gene­ ralizar la decepción: ¡la diferencia no es ausencia! Mientras pensemos la alternativa a la metafísica occidental en los tér­ minos de carencia, seguiremos prisioneros de un modo de pensar los opuestos (previsto ya en la metafísica de Aristóte­ les) que es menor, no mayor, que la contradicción dialéctica. La segunda idea, la del texto como cosa, aunque no se for­ mule explícitamente, parece estar contenida en la distinción entre representación y figuración (figuration) establecida por Barthes: mientras que el texto como representación tiene un carácter mediado que lo remite a la estructura tradicional del conocimiento articulado sobre sujeto y objeto, la figuración es un modo de aparición inmediato que lo aproxima a una cosa. Mientras el texto como objeto recae enteramente en el cuadro de la metafísica y de la estética tradicional, el texto 36

como cosa se encuentra en el horizonte abierto de la noción de diferencia. La obra de Barthes L a cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980) puede considerarse como el desarrollo de esta idea. Sin embargo, la aparición de otros dos elementos puede aportar una gran claridad y simplicidad a estas cuestiones in­ trincadas y difíciles. Se trata de la experiencia de la epojé y la noción de neutro. Barthes hace referencia a ambas5, pero no llegan a alcanzar un lugar central en su obra. Y, sin embargo, sólo a través de ellas el sentir sexual y el pensamiento de la di­ ferencia pueden unirse de modo inseparable; sólo a través de ellos la sexualidad y la filosofía revelan su copertenencia esen­ cial. Como habíamos visto, la cuestión en tomo a la cual se centra el pensamiento de Barthes puede ser formulada en es­ tos términos: ¿cómo es posible salir del sentir subjetivo?, ¿cómo es posible sustraer el ámbito de las sensaciones, de la afectividad y de la emotividad a la tiranía del «yo siento»?, ¿cómo se llega al impersonal «se siente»?, ¿qué hay que hacer para descubrir otro territorio diferente, ajeno al sentir, en el que el «yo» y el «tú» cedan finalmente el paso a una expe­ riencia independiente del «se»? La filosofía occidental cono­ ce la respuesta desde la época de la filosofía griega clásica. En efecto, los escépticos y los estoicos introdujeron, por prime­ ra vez, la experiencia de la epojé, es decir, de una suspensión de las pasiones, de los afectos subjetivos. Estos, según los es­ toicos, podían reducirse, todos, a cuatro fundamentales: el placer, el dolor, el deseo y el miedo. La suspensión no debe entenderse, no obstante, como una insensibilidad total, sino como una participación impartícipe, una ebriedad sobria, un sentir a distancia; en otras palabras, como si no fuese yo a sen­ tir o, mejor, como si yo fuese una «cosa que siente» de modo impersonal y sin límites, es decir, sin darse cuenta de dónde acaba mi identidad corpórea y comienza el cuerpo de otra en­ tidad física. Se trata, en suma, de un sentir que borra la sepa­ ración entre el yo y el no yo, entre lo interno y lo externo, en­ tre lo humano y las cosas.

5 Ibíd., II (1994), pág. 1528.

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Parece evidente que este tipo de sentir no puede definirse recurriendo a categorías hedonistas, pues sería un más allá del placer o del dolor; pero es, también, un más allá del goce por­ que éste remite (como el éxtasis) a una experiencia demasiado espiritual, mientras que, aquí, es esencial remitirlo al modo de ser de la cosa, a la cual puede ser pertinente el carácter abs­ tracto pero no el espiritual. Del mismo modo, parecen inade­ cuadas las categorías eróticas: el deseo erótico implica la idea de una tendencia hacia algo y, por tanto, la experiencia de una privación, mientras que aquí se trata de una disponibili­ dad, la cual, sin embargo, no es una verdadera presencia me­ tafísica. En la idea de disponibilidad existe un aspecto más opaco que, por un lado, tiende hacia la virtualidad, y, por el otro, hacia el valor de cambio y el dinero. En fin, este sentir, que es resueltamente ajeno a cualquier intento práctico o cog­ noscitivo, ni siquiera puede considerarse estético porque no tiene nada que ver con la sublimación asexuada de la expe­ riencia estética. Ahora bien, aunque la epojé es una noción bimilenaria, la filosofía occidental la ha utilizado tímida y púdicamente. Ha habido una epojé cognoscitiva (la antigua de los escépti­ cos y la moderna de la fenomenología); ha habido una epo­ jé moral (la del estoicismo y el neoestoicismo); pero no ha habido una epojé sexual porque parece implícito en la se­ xualidad el hecho de correr, vertiginosamente, hacia el or­ gasmo, sin que sea posible ninguna suspensión a no ser tác­ tica, es decir, dirigida a prolongar el placer o a aumentar el deseo. El hecho es que la sexualidad se ha considerado fun­ cional respecto a una gratificación o a la satisfacción de una necesidad, casi nunca en el sentido de una perspectiva filo­ sófica de búsqueda y de exploración de parajes descono­ cidos. La epojé sexual nos lleva, así, hacia una sexualidad más allá del placer y del deseo, no realizada ya en los límites del or­ gasmo sino suspensa en una excitación abstracta e infinita, privada de consideración ante la belleza, la edad y, en general, la forma. En oposición a la sexualidad vítalista, basada en la diferencia de sexos, empapada de hedonismo y de erotismo, se podría definir una sexualidad inorgánica, animada por el 38

«sex appeal de lo inorgánico»6. Aquí, la noción de neutro des­ empeña un papel esencial: la sexualidad inorgánica se en­ cuentra, de hecho, más allá de la oposición entre masculino y femenino. Lo neutro, sin embargo, no debe entenderse como recomposición armónica de lo masculino y de lo femenino, como síntesis dialéctica de su oposición, sino, justo al contra­ rio, como el punto de llegada de la experiencia de la diferen­ cia, irreducible, pues, a una unidad y a una identidad. En otras palabras, una sexualidad neutra no está sublimada ni neutralizada; anulando la división entre masculino y femeni­ no, instaura una multiplicidad de divisiones, dando lugar a infinitas virtualidades sexuales. Ésta es, en efecto, la esencia de la sexualidad: seccionar, establecer divisiones, crear dife­ rencias. Pero para proseguir por esta vía es necesario, ante todo, librarse de la falsa diferencia entre masculino y femeni­ no, cuya función es la de afirmar identidades y sancionar dis­ criminaciones.

4. Dos V E R SIO N E S

D E L «S E X APPEAL» D E LO IN O R G Á N IC O

El sex appeal de lo inorgánico puede considerarse de diver­ sas formas. Si por «inorgánico» se entiende el mundo natural mineral, la sexualidad neutra puede alimentarse de la excita­ ción suscitada por la inversión a través de la cual los seres hu­ manos se perciben como cosas y, al contrario, las cosas como seres vivos. Este fenómeno podría interpretarse como la «ver­ sión egipcia» del sex appeal de lo inorgánico, siguiendo la pis­ ta de un pasaje de Hegel que atribuye, precisamente, a aquel pueblo de la Antigüedad una cosificación de lo humano acompañada de una sensibilización del ambiente7. En la así llamada «egiptomanía», que ha constituido en los siglos pasa­ dos una moda cultural muy importante, está implícita una ex­ citación sexual que se nutre de aspectos fetichistas, sadoma-

6 M. Perniola, Il sex appeal dell’inorganico, Turin, Einaudi, 1994. 1 Ìd., Enigmi. Il momento egizio nella società e nell'arte, Génova, C osta & Nolan, 1990.

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soquistas y necrófilos, de los cuales el bondage evocado por las momias es el más evidente. Además, si se piensa que Egipto ha sido también el país de la escritura ideográfica por exce­ lencia, se consigue aquella fusión entre sexualidad y textualidad que Roland Barthes investiga en el texto sobre el que nos hemos detenido. Otra versión del sex appeal de lo inorgánico es aquella que hace hincapié en la tecnología electrónica y cibernética. Podría definirse como «la versión ciberpunk» del sex appecd inorgánico. Inspirado por una voluntad de superar los límites naturales, se pregunta sobre el sentir del cyborg, es decir, aquel personaje de ciencia ficción cuyos órganos han sido sustituidos por aparatos artificiales (por ejemplo, telecámaras por ojos y antenas por ore­ jas). Esta perspectiva abre un horizonte de tipo «poshumano» o «posorgánico», donde lo esencial es el traslado del centro de la sensibilidad del hombre al ordenador. Nace, así, la problemáti­ ca del «sentir artificial», cuyo carácter esencial es el ser experi­ mental. El aspecto más interesante de esta orientación no es el de proporcionar un sucedáneo de la sexualidad real (como en el cibersexo), sino el de desarrollar la sexualidad neutra, la cual se basa en una experiencia filosófica, la de la epojé. A través de ésta, percibimos nuestro cuerpo como una cosa como, por ejemplo, un vestido o un dispositivo electrónico. En otras pa­ labras, el «sentir artificial» no es una réplica del sentir natural, sino el ingreso en un sentir diferente, en una sexualidad dife­ rente, neutra, no centrada ya en la identidad de la conciencia, sino desbordante y excesiva: me hago un cuerpo ajeno, desob­ jetivo la experiencia, salgo de mí y sitúo mis órganos y mi sen­ tir en algo exterior, me convierto en la diferencia.

5. E

l r e a l is m o p s ic ò t ic o

Además de las versiones «egipcia» y «ciberpunk», existe una tercera versión del sex appeal de lo inorgánico que parece aún más inquietante que las anteriores. Si una de las características esenciales de la sexualidad inorgánica es la de borrar los lími­ tes entre el yo y el no-yo, entre lo propio y lo ajeno, entre el selfy el not-self, aquélla se revela, extraordinariamente, próxima 40

a la locura, más bien, a aquel tipo particular de locura que ha sido definida como psicosis. En efecto, es característico de la psicosis la identificación con el mundo exterior: estoy fasci­ nado por la exterioridad. Me convierto en lo que veo, siento, toco: de este modo, por así decir, la superficie de mi cuerpo se identifica con la superficie del mundo exterior. A menudo, esta tendencia asume un aspecto cósmico; por ejemplo, en un texto clásico de principios del siglo xx, las famosas Memorias de un neurópata (legado de un enfermo de los nervios) de Daniel Paul Schreber, se describe el proceso a través del cual la pérdida de la identidad coincide con la disponibilidad a convertirse en cualquier cosa, a ser todo. Schreber siente que su cuerpo ya no le pertenece: puede convertirse en la virgen María o en una prostituta, en un santo nacional o en una mujer nórdica, en un novicio jesuita o en una joven alsaciana que se retuerce en los brazos de un oficial francés que quiere violarla, o incluso en un príncipe mongol o en algo abstracto como la causa de los fenómenos atmosféricos... Esta experiencia está unida a una excitación que muy pronto se impone como la única ra­ zón de vivir8. El aspecto inquietante de este fenómeno es su difusión en la sensibilidad estética contemporánea. En las tendencias ar­ tísticas más avanzadas, la estructura tradicional de separación entre el arte y lo real parece desplomarse definitivamente; ha nacido una especie de «realismo psicótico» que anula cual­ quier mediación. El arte pierde su distancia respecto a la rea­ lidad y adquiere una fisicidad y una materialidad que nunca había poseído antes; la música es sonido, el teatro es acción, el arte figurativo tiene una consistencia a la vez visual, táctil y conceptual... Ya no son imitaciones de la realidad, sino re­ alidades tout court no mediadas ya por la experiencia estéti­ ca; son extensiones de las facultades humanas que, sin em­ bargo, ya no deben rendir cuentas al sujeto porque éste se ha disuelto completamente en una exterioridad radical. Esta tendencia artística orientada hacia un realismo cada vez más crudo parece tener sus orígenes en el siglo pasado; el

8 R. Calasso, L'im purofo!k, Milán, Adelphi, 1974.

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realismo psicòtico actual podría ser considerado como el pun­ to extremo de llegada del naturalismo, al que ya el filósofo Wilhelm Dilthey, a fines del siglo xix, atribuía la pretensión de captar la realidad de modo inmediato, sin detenerse si­ quiera frente a lo fisiológico y a lo bestial9. Para Dilthey, el na­ turalismo marca el fin de una concepción de la vida y del arte iniciada en Europa en el Renacimiento. La cesión a la mera factualidad empírica, implícita en la poética de la reproduc­ ción de la realidad, representa la liquidación de la herencia fi­ losófica y artística europea. De este modo, muchos años des­ pués, el filósofo Gyorgy Lukács hace del naturalismo el blan­ co polémico por excelencia de su estética, atribuyéndole las mismas características: confusión entre arte y vida, reflejo acritico de la realidad, apología de lo existente10. Desde la época de Dilthey y de Lukács el naturalismo se ha radicalizado. Precisamente durante la década de los 90 ha experimentado un desarrollo renovado y pujante, con­ virtiéndose en la moda literaria y artística más en boga. Las novelas de Bret Easton Ellis11 y de James Ellroy12 constitu­ yen manifestaciones impresionantes del intento de adhe­ sión perfecta de la literatura a las realidades criminales más crueles. El realismo psicòtico también se ha manifestado, justo a par­ tir del comienzo de los noventa, en las artes figurativas a tra­ vés de toda una serie de importantes exposiciones internacio­ nales13 (Posthuman, Hors limites, L’art et la vie y Sensation), así como de revistas de tendencia (Virus de Milán y Bloc Notes de París). Otra expresión de esta tendencia es la representada por los llamados artistas del «cuerpo extremo» (como el es­ 9 W. Dilthey, Die drei Epochen der modernen Aesthetik und ihre heutige Aufgabe, en Gesammelte Schriften, vol. VI, Stuttgart-Göttingen, Teubner & Vandenhoeck & Ruprecht, 1892. 10 G. Lukács, Wider den missverstandenen Realismus, Hamburgo, Claasen Ver­ lag, 1958. 11 B. E. Ellis, American Psycho, Nueva York, Vintage Press, 1991. 12 J. Ellroy, My Dark Places, N ueva York, Random H ouse, 1996. 13 Posthuman, a cargo d e j. Deitch, Rivoli, Castello di Rivoli, 1992; H ors li­ mites. L ’art et la vie, Paris, Centre Georges Pompidou, 1994; Sensation, Londres, Royal Academy o f Arts, 1997.

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pañol Marcel-lí Antúnez Roca, el francés Orlan o el austra­ liano Stelarc), los cuales empeñan su cuerpo en experimen­ tos peligrosos, orientados hacia el descubrimiento de nuevas formas de percibir y de sentir14. En el cine y en el vídeo, la poética de la reproducción de un fenómeno real captado en el momento en que sucede ha sido llevada hasta consecuencias extremas. Ésta ha sido, por otra parte, una aspiración del cine desde sus orígenes (desde los hermanos Lumière) que ha caracterizado toda la proble­ mática del género documental (desde Vertov con el cinéma-vérité de los años 60 hasta la antropología visual). En los años 90, esta problemática se representa de un modo más radical: al­ gunas películas de Wim Wenders y de Derek Jarman consti­ tuyen una importante reflexión sobre el modo en que se arti­ cula, hoy, la relación entre imagen y realidad. Sin embargo, precisamente en el cine es donde el realismo psicòtico muestra sus límites, y por dos razones: en primer lu­ gar, resulta difícil considerar como manifestación de la dife­ rencia el negocio de la reproducción bruta de las realidades más crudas (sexo, violencia extrema, muerte); resulta difícil negar que el gore, el splatter y el trash constituyen una versión banal de experiencias que muy pocos conocen efectivamente; en segundo lugar —esta razón parece más decisiva que la pri­ mera— , no hay ninguna garantía de que sea cierto lo que ve­ mos. De hecho, es posible manipular electrónicamente cual­ quier documento visual. Se desmorona, así, aquel efecto de verdad que constituía la razón principal de la excitación pro­ vocada por este tipo de productos. Se podría decir que es la electrónica y no la moral la que liquida el naturalismo y el cinéma-'vérité. La noción de abyección elaborada por Julia Kristeva15 pare­ ce proporcionar una interpretación bastante perspicaz de es­ tos fenómenos; su carácter esencial es, precisamente, el de­ rrumbe de la frontera entre interior y exterior, entre el den­ tro y el fuera. El análisis de Kristeva se desarrolla en tres

14 T. Macrí, Il corpo postorganico, Milán, Costa & N olan, 1996. 15 J. Kristeva, Pouvoir de l’horreur. E ssai su ri’abjection, Paris, Seuil, 1980.

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niveles: psicoanalítico, religioso y literario. Según su opi­ nión, para quien se identifica con la abyección, la evacua­ ción de contenidos internos (como orina, sangre, esperma, excrementos) se convierte en el único objeto de interés se­ xual, porque desborda su identidad subjetiva, su «fuero in­ terno» y, por tanto, lo garantiza indirectamente. A diferencia de las religiones de sacrificios, que tienden a excluir cual­ quier mezcla entre la pureza interior y la impureza exterior, el cristianismo marca un punto de inflexión de importancia fundamental porque interioriza y espiritualiza la impureza; en un cierto sentido, introduce la abyección en la cultura y en la literatura. Sin embargo, me resisto a considerar la abyección como un punto de llegada. No es preciso olvidar que el aspecto esen­ cial del pensamiento de la diferencia es el esfuerzo de abrir un camino alternativo respecto a las categorías de la ontoteología occidental; en cambio, no es difícil captar en la abyección una manifestación de absoluta hostilidad respecto al mundo y al cuerpo humano, considerados como males. En otras pa­ labras, sentir la diferencia no puede significar cruzarse de bra­ zos ante los hechos más crudos y repelentes. Acabaríamos re­ cayendo, precisamente, en aquello de lo que queremos li­ bramos: el espiritualismo, el fanatismo antimundano, la tradición más represiva. La poética del trash y de la abyección restauran, indirectamente, justo aquello contra lo que se de­ bate el pensamiento de la diferencia: isi el ser humano sólo es una inmundicia, quiere decir que lo único esplendente es lo trascendente!

6. H

a c ia l o b e l l o e x t r e m o

La estética de la diferencia debe encaminarse en otra di­ rección. Puede entreverse este camino profundizando en las nociones de neutro y epojé. Roland Barthes también puede indicarnos el recorrido. Ante todo, neutro no quiere decir neutralización. Lo explica en el breve texto que ilustra el cur­ so que tuvo lugar en el Collège de France en el año acadé­ mico 1977-1978: neutro no significa la abolición de los datos 44

conflictivos del discurso, sino, más bien al contrario, su mantenimiento y su proliferación indefinida. El propósito de Barthes era el de mostrar que «lo Neutro no correspondía necesariamente a la imagen plana, consecuentemente depre­ ciada, que tiene la Doxa, sino que podía constituir un valor fuerte y activo»16. En otras palabras, entro en lo neutro cuan­ do me doy cuenta de que la oposición ofrecida por la opi­ nión pública (por ejemplo, entre masculino y femenino) es inadecuada para describir mi experiencia, no porque haya surgido una posibilidad de conciliación entre los dos térmi­ nos, sino porque interviene un tercer término (por ejemplo, el sentir de una sexualidad inorgánica) que es diferente res­ pecto al modo en que se ha pensado la sexualidad hasta ahora. Así, epojé no quiere decir ni insensibilidad ni indife­ rencia ante datos de hecho, sino, únicamente, no estar impli­ cados en un conflicto falso (por ejemplo, aquél entre mas­ culino y iém em im XA ^ describir el sentimiento amoroso, Barthes prescindía deTTexo~3riiabiatra,-geB«raknente^delo^ otro17. Contra la imposición del mundo contemporáneo de elegir entre dos contendientes, entre dos facciones, entre dos posibilidades, arbitrariamente dispuestas como antinó­ micas, Barthes reivindica «el derecho de poder suspender el juicio propio»18, refiriéndose expresamente a los antiguos fi­ lósofos escépticos. En conclusión, el realismo psicòtico permanece en el ám­ bito de las experiencias alternativas únicamente en la medida en que entiende lo real como lo que excede por definición la banalidad, el status quo, el estado de hecho. Resulta engañoso presentar lo feo como un tipo de belleza y la abyección como una experiencia recomendable; sería como tomar la grosería por sinceridad o la villanía por transparencia. Barthes enseña que en lo más «reside la diferencia», el texto de la vida, la vida como texto19. «Como consecuencia, es una diosa, una figura invocable, una vía de intercesión.» 16 17 18 19

R. Barthes, (Euvres Completes, cit., III, pág. 887. Ib íd , pág. 794. I b íd pág. 893. Ibíd., pág. 143.

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C a p ít u l o 3

Warhol y lo posmodemo 1. L a D IS E N S IÓ N P O S M O D E R N A

«Después de lo moderno aparece lo posmodemo, pero ¿qué hay después de lo posmodemo?» No creo que Andy War­ hol haya pronunciado o escrito esta frase alguna vez, pero sí que pueda constituir un buen punto de partida para plantear­ se su relación con una tendencia que se define a sí misma y se basa en su propia oposición a algo que la ha precedido tem­ poralmente, es decir, a lo moderno. En efecto, desde el principio, lo posmodemo es víctima de una actitud que, por un lado, reconoce la importancia y la im­ prescindibilidad de lo que le ha precedido, y, por el otro, hace depender su propia esencia de la oposición a ello; lo posmo­ demo afirma, al mismo tiempo, la exigencia de la continuación de lo moderno y su abolición. Esta operación se lleva a cabo según una lógica que no es la de la dinámica de la dialéctica hegeliana, en la que la superación (Aujhebung) abre, efectiva­ mente, un nuevo horizonte respecto al pasado, sino aquélla estática de quien inmobiliza el conflicto en la individuali­ zación de caracteres opuestos. Esta es, precisamente, la ope­ ración realizada por uno de los primeros teóricos del posmodemismo, Ihab Hassan, con su famosa tabla de dos columnas 47

en la que, en un lado, se sitúan las nociones clave del moder­ nismo, y, en el otro, aquéllas simétricamente opuestas del posmodernismo; algunas de estas dicotomías (como proyecto y caso, presencia y ausencia, tipo y mutante, semántica y re­ tórica o metafísica e ironía) se han hecho famosas y tienen nu­ merosísimas aplicaciones y variaciones. Al final de su obra, el posmoderno David Harvey1 nos ofrece una tabla en la que las determinaciones de Hassan, principalmente filosófico-literarias, se integran con otras de características económico-políti­ cas (de tipo capital monopolista-empresa, consumo colectivocapital simbólico, industrialización-desindustrialización y si­ milares). Estas tablas, con su esquematismo, son muy útiles para comprender los contenidos de la poética posmodema; sin embargo, es aún más importante preguntarse por qué la for­ ma de la tabla dicotómica tiene una relación esencial con el posmodemismo. De hecho, éste no podría subsistir sin apo­ yarse en la modernidad de la que toma su propia razón de ser. El esquema de la tabla de opuestos desvela el aspecto esencial de lo posmodemo, es decir, su ser bloqueado en una duplica­ ción opositiva. Esta oposición no se configura como una con­ tradicción dialéctica de la que nace algo nuevo; de hecho, lo posmodemo abandona el énfasis puesto en la novedad, en la originalidad, en la vanguardia por la modernidad. Esta oposi­ ción ni siquiera puede pensarse como una polaridad en la que los dos términos son simétricos: lo posmodemo no está en el mismo plano que lo moderno porque va después de éste, aun­ que esta posteridad no debe pensarse, necesariamente, de modo histórico. Desde el punto de vista dialéctico, lo posmo­ demo aparece como un parásito de lo moderno; desde el pun­ to de vista de la polaridad, aparece como un sustitutivo de lo moderno. Visto desde fuera, lo posmodemo parece lo opuesto de lo moderno y, sin embargo, es incapaz de ser verdadera­ mente así. Su oposición sería veleidosa y su antagonismo que­ daría subordinado como si faltasen el valor y la dignidad de

1 D . Harvey, The Condition o f Postmodernity. A n Enquiry into the Origins o f Cultural Change, Oxford, Blackwell, 1990.

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la lucha, como si no llegase a ser el enemigo real de lo mo­ derno. Esta problemática es el tema principal de la reflexión del fi­ lósofo francés Jean-Franfois Lyotard, autor de La condición posmodemS. En efecto, según éste, lo posmoderno forma parte de lo moderno, tanto el uno como el otro se alejan del pasado y lo consideran sospechoso. Pero mientras el primero queda prisionero de aquellos ideales de emancipación de la humanidad, que se han revelado como vanas ilusiones, el se­ gundo se limita a los discursos fáciles y procede a una especie de reelaboración parecida al análisis psicoanalítico. Por ello, lo posmoderno debe ser entendido no como la mera repeti­ ción de lo moderno, sino como su «anamnesis»3, su examen desencantado y sin prejuicios, su versión crítica y desmitifi­ cada. Toda la obra de Andy Warhol se sostiene sobre esta tensión entre moderno y posmodemo; su punto de partida es la ima­ gen de la información moderna como la que se encuentra en los periódicos, en la televisión y en la publicidad. Esta imagen exhibe los mitos modernos de la belleza (Marilyn Monroe), del bienestar (Coca-Cola), del poder (el presidente Mao), del dinero (Agnelli), del éxito (Elvis Presley), etc.; Warhol la so­ mete a un proceso de transformación que la sustrae del bu­ siness, por así decir «directamente competitivo», y la introduce en otro business, el del arte. Sin embargo, este último no es, verdaderamente, una alternativa respecto al primero, pero constituye, precisamente, una especie de duplicado opuesto al primero. El Art Business constituye una especie de business particular, pero es siempre una «producción», no un hacer verdaderamente creativo: mientras el segundo implica la pre­ sencia de un sujeto creador, el primero no tiene «nada de per­ sonal». De ahí saca Warhol la conclusión de que si el artista puede dejar de preocuparse por lo que escriban sobre él, el di­ rector de una empresa artística debe tener en la máxima con­ 2 J.-F. Lyotard, L a condition postmoderne. Rapport sur k savoir, Paris, Minuit, 1979. 3 Id., Le Postmoderne expliqué aux enfants: Correspondance 1982-1985, Paris, Gali­ lée, 1986.

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sideración su imagen por si la puede utilizar de algún modo. En resumen, la promoción de uno mismo es un mecanismo autónomo que, sin embargo, no funciona solo sino que im­ plica el máximo compromiso. Bajo este aspecto, la obra de Andy Warhol, La filosofía de Andy Warhol , constituye una guía muy interesante del trabajo cultural posmodemo; mues­ tra cómo la dirección artística no es menos ardua que la co­ mercial; es una especie de vademecum del saber vivir en el que se pueden encontrar consejos de sabiduría práctica de origen antiguo, más bien estoicos, como no lamentarse nunca de una situación hasta que se padece o distanciarse, totalmente, de las propias emociones (como si se viviese en una película).

2. E l

c in is m o d e

W arh o l

Sin embargo, esta suspensión de la dimensión afectiva es más que un aspecto personal de Warhol y puede considerarse como una característica de la sensibilidad posmodema que ha sido interpretada de diversos modos, ya sea como ironía5 o como superficialidad deliberada6. Según Warhol, aquélla se remonta a los años 60, y, precisamente en aquel periodo, la gente se olvidó del aspecto emocional de la vida y, desde en­ tonces, no lo ha recuperado. Fue el escritor alemán Peter Sloterdijk7 quien se centró en esta problemática. A su modo de ver, la experiencia posmodema destaca, sobre todo, por su cinismo; distingue el cinismo actual, en el que la plena con­ ciencia crítica de la sociedad contemporánea sustenta accio­ nes despreciables y deshonestas, del cinismo antiguo de Diógenes y de sus seguidores, para los que la crítica de las con­

4 A. Warhol, The Philosophy o f Andy Warhol (From A to B and Back Again), Nueva York, Harcourt Brace, 1975. 5 L. Hutcheon, Irony’s Edge. The Theory and Politics o f Irony, Londres-Nueva York, Routledge, 1994. 6 F. Jam eson, «Postmodernism, or the Cultural Logic o f Late Capitalism», en New Left Review, num. 146 (1984). 7 P. Sloterdijk, Kritik dcrzynischen Vemmfi, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1983.

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venciones sociales era inseparable de una coherente práctica de rechazo de los compromisos. Sloterdijk muestra, así, como la anulación de las pasiones puede conducir a salidas opues­ tas: en la antigüedad, a una conducta de libertad y de auto­ nomía individual; en la posmodemidad, a un conformismo cómplice de las peores bajezas. Por ello, el sentir posmodemo parece paralizado por la disensión entre un conocimiento muy lúcido y penetrante y una inmoralidad deliberada sin fre­ nos y sin pudor. Una disensión similar es evidente en Warhol, que ha sido considerado, bastante a menudo, como un ejemplo iniguala­ ble de cinismo. Su visión de la sociedad contemporánea care­ ce de velos ideológicos y se aproxima a la de la contracultu­ ra de los años 60; sin embargo, ello no le lleva a rechazar abiertamente el capitalismo, el modas vivendi americano, sino a establecer con estas realidades una relación de rivalidad pa­ ródica, de duplicación opositiva, que puede compararse a la de los travestís con la feminidad. Ahora bien, ¿qué es un tra­ vestí?, ¿un enemigo o un amigo de la mujer? Parece, más bien, alguien que introduce un juego estratégico diferente no sólo de la lógica tradicional del conflicto político (que consi­ dera al enemigo como un alter ego), sino también de la com­ petencia desleal (que quiere alcanzar el mismo objetivo que el competidor a través de cualquier medio). Pero Warhol no piensa que el arte pueda representar una verdadera oposición a la sociedad burguesa ni que ésta pueda proporcionar un producto que ocupe, también parcialmente, el lugar de la in­ dustria cultural. Las imágenes, los esquemas, las modalidades son los del capitalismo avanzado y no hay otros; la única ac­ ción artística posible consiste en producir cualquier cosa que retome de modo exagerado sus formas despejándolas, dislo­ cándolas en otro contexto que es, a la vez, igual y diferente respecto al punto de partida. Al igual que el travestí es, a un tiempo, superfemenino y antifemenino, el arte de Warhol es supercapitalista y anticapitalista: por un lado, es una supermercancía cuyo valor económico está hiperbólicamente des­ proporcionado con respecto al valor de los materiales emplea­ dos y al trabajo invertido para realizarla; por el otro, el hecho de que utilice los mismos materiales y las mismas formas que 51

los productos de la industria capitalista ridiculiza a esta última en su propio terreno, el de la especulación y la explotación. Así, el travestí, por un lado, exalta la feminidad más allá de todo límite, y, por el otro, reprocha, implícitamente, a la mu­ jer el no ser lo bastante femenina. En ambos casos existe un único discurso posible, el de la feminidad para el travestido, el del capitalismo moderno para el arte posmoderno; sin em­ bargo, al mismo tiempo, ambos tienden a poner en entredi­ cho el horizonte de la feminidad y de la sociedad capitalista. Por lo demás, Warhol está profundamente fascinado por el travestismo. En su película Women itt Revolt, las tres protago­ nistas femeninas son interpretadas por travestís. Sin embargo, a diferencia de cuanto ocurría en la época de la contracultura, que caracterizó los años 60 y parte de los 70, el posmodemismo sabe muy bien que no existe ningún tri­ bunal ante el cual pueda presentar su propia acusación. ¡Es más, si hubiera juicio, el imputado sería él! No está en condi­ ciones de probar que ha sufrido un engaño, en cambio, debe defenderse de la acusación de impostura. Lyotard ha dedica­ do su libro más importante, L a diferencia8, a reflexionar, pre­ cisamente, sobre aquella situación en la que la víctima no puede probar que ha sufrido algún daño. La disensión (différend)consistt, justo, en el hecho de que se priva al actor de los medios para argumentar su causa y, por tanto, se con­ vierte en víctima; en efecto, una lid se transforma en una di­ sensión insoluble cuando no existe una única regla de juicio aplicable a las dos partes encausadas. En el proceso incoado de lo posmodemo a lo moderno, la causa del primero acaba en una paradoja: presentar la repetición y la mimesis como algo nuevo, que desbarata la lógica de la innovación típica de la modernidad, significa caer en una antinomia lógica, que Lyotard define, precisamente, con el término técnico de «di­ sensión»: Extendiendo la lógica paradójica de la disensión a la cuestión de lo posmodemo, me gustaría formular esta alter­ nativa: o lo posmodemo presenta, efectivamente, algo nuevo y entonces continúa la lógica de lo moderno y, por tanto, no

8 J.-F. Lyotard, Le différend, París, Minuit, 1983.

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se le puede dirigir ninguna acusación, o lo posmodemo no presenta nada nuevo y entonces continúa lo moderno y, por ello, es su cómplice. En ambos casos, lo posmoderno es una impostura; en el primer caso porque no dice ser lo que es en realidad (es decir, moderno), en el segundo, porque dice ser aquello que no es (es decir, nuevo). ¡No se puede justificar el primer aspecto del dilema como una forma de «disimulación honesta», porque lo posmodemo ostenta una intención agre­ siva y despreciativa respecto a lo moderno! Puede parecer provocador considerar a Warhol como una víctima a la que resulta imposible hacer valer su propia cau­ sa, ¡precisamente él, que representa el ejemplo por excelen­ cia del éxito económico y mundano en el campo de .la cul­ tura! Sin embargo, existe un lado miserable de Warhol que no ha escondido: las páginas de su libro9 que relatan su preocu­ pación por no faltar al gran «Acontecimiento» mundano que reúne a un gran número de grandes estrellas en Roma, la nueva capital de las celebridades, vierten una luz patética y lastimosa sobre su proyecto artístico. Se nos presenta como un pobre que persigue a los poderosos para fotogra­ fiarse con ellos. Ciertamente, este comportamiento respon­ de al propósito de vender, a peso de oro, la manipulación de sus foto-teselas, lo cual está a años luz del estilo de los ver­ daderos dandis, de aquellos espíritus libres como Brummel y Baudelaire.

3. S e x u a l i d a d ,

s u f r im ie n t o y g e n é t ic a

El travestismo posmodemo de Warhol va acompañado de una desexualización y una deslegitimación del arte, lo que sitúa en la sombra la diferencia y la alteridad tanto de la experiencia se­ xual como de la experiencia artística. Ambas se diluyen en un es­ tetismo conciliador, en una cosmética extenuadora que embota la sensibilidad y la afectividad. Warhol está lejos de la tensión que animaba la vanguardia modernista y, sin embargo, no llega

9 A. W arhol, The Phibsophy ofAndy Warhol, cit.

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a saltar fuera de aquella dialéctica entre desconocimiento y reco­ nocimiento que caracteriza el movimiento del arte moderno. El arte nuevo —observa— nunca es nuevo cuando se ha realizado, llega a ser nuevo, al menos, pasados diez años desde que se pro­ dujo; una vez más es prisionero de una disensión, una antino­ mia de la que no puede salir. Las vicisitudes culturales y artísticas que suceden al posmo­ dernismo van hacia una resexualización y una revalorización del arte; marcan una irrupción de lo real en el arte, de su fac­ ción dura, de su núcleo más traumático y perturbador, que es lo que atrae la atención de los artistas. El posmodemismo ha­ bía desempeñado un papel anestesiante y narcótico respecto al sexo y al sufrimiento. Ahora, la diferencia sexual y la ineliminabilidad del dolor son los que reivindican sus derechos, como muestran las obras de Barbara Kruger, Cindy Sherman o Jana Sterback. Por lo demás, Warhol se topó prematura y dramáticamente con esta realidad, cuando Valerie Solanas, fundadora del Scum (Societyfor Cutting Up Men), atentó con­ tra su vida en 1968. La idea de que la relegitimación del arte pasa a través de la experiencia del dolor corporal está implíci­ ta en las así llamadas representaciones del «cuerpo extremo»; a través de éstas se abre una problemática que no tiene ya nada que ver con lo posmodemo. La sexualidad y el dolor constituyen, por tanto, grandes de­ safíos para el posmodernismo, pero no son los únicos, el tercero procede del multiculturalismo. Este le reprocha su complicidad con una política cultural imperialista, acusación a la que se presta, particularmente, Warhol, pues atribuye a la industria cultural americana una función hegemónica a esca­ la mundial. La experiencia de su colaboración con el pintor de origen caribe Jean-Michel Basquiat, iniciada en 1983, que ha inspirado la película Basquiat de Julián Schnabel (en la que el papel de Warhol lo interpreta magníficamente David Bowie), merecería un atento estudio. De qué modo se conci­ ba el neoprimitivismo de Basquiat con el posmodernismo es una cuestión muy interesante; por un lado, aquél parece portador de instancias vitalistas, profundamente arraigadas en las vanguardias históricas, alternativas a la frigidez posmoderna; por el otro, el neoprimitivismo también puede contem54

piarse como una repetición de un aspecto importante de la sensibilidad moderna. La colaboración entre Warhol y Basquiat da lugar a un dilema insoluble, que podría resolverse sólo con una crítica a la modernidad mucho más explícita y radical que la que se ha hecho al posmodemismo. El problema de fondo es el de una posible convergencia entre la tradición occidental y las culturas extraeuropeas, pero este acuerdo depende de una aproximación de tipo antropo­ lógico a los orígenes antiguos de la civilización occidental que saque a la luz las profundas afinidades con las culturas de Africa y de Asia. Sin embargo, aunque la historia de las reli­ giones y la antropología del mundo clásico (y la etnofilosofia) han recorrido un largo camino en este sentido, aún no se en­ trevé cómo podría afirmarse una tendencia neoantigua (que no neoclásica) en el campo del arte figurativo, que fuese por­ tadora de una sensibilidad alternativa a la imperante en la in­ dustria cultural occidental. Quizás sea del desarrollo de la mú­ sica rock de donde provengan las sugerencias más importantes al respecto; ¡es importante resaltar el hecho de que Basquiat fue, sobre todo, músico! En la mezcla entre la worldmusic y el rock, en efecto, se puede entrever una solución neoantigua a la disensión posmodema. En conclusión, el posmodemismo tiene tres cruces: la se­ xualidad, el sufrimiento y la genética. Estos tres elementos re­ miten al cuerpo entendido como a l g o d e d a t o , sobre lo que se puede operar pero de lo que no se puede prescindir. El posmodemismo se topa con la fisiología. Mientras aquél po­ nía el acento sobre la simulación y sobre la mimesis, la co­ rriente fisiológica enfoca el «ser cosa» en toda su inconceptualidad e incomprensibilidad. Vivimos en un contexto cul­ tural que ya no es el del posmodemismo. Surge una cuestión de importancia capital ante la que éste había adoptado una actitud de negación (Verleugnungj: el va­ lor. En efecto, por un lado, el posmodemismo niega la reali­ dad de una diferencia de valor entre los productos culturales; por el otro, toma conciencia de la existencia de un resto, de un más y de un menos, de algo que no se llega a anular con una operación aritmética cuyo resultado es cero. Como ya se sabe, Freud elaboró la noción de negación utilizando el ejem55

pío privilegiado del fetichismo. Y es, precisamente, la catego­ ría de fetichismo la que Baudrillard10 considera más adecuada para explicar el fenómeno Warhol, con quien la superstición del valor del arte ha sido sustituida por la fe. Contrariamente a Leonardo da Vinci, quien convencía a sus mecenas de que el tiempo dedicado a pensar tenía un va­ lor, Warhol afirma su voluntad de ser pagado sólo por el tiem­ po que dedica a producir; ¡atribuyendo, así, al tiempo de pro­ ducción un valor hiperbólico, anula, prácticamente, su impor­ tancia en la determinación del valor económico de sus obras! Lo que cuenta es la idea inmediata, el concepto, que se fetichiza, precisamente, en la obra. Todo esto podría llevamos a la conclusión de Joseph Kosuth, según la cual la filosofía sucede al arte actual. En efecto, a este respecto, observa melancólicamente Lyotard11 que en un universo en el que el éxito consiste en ahorrar tiempo, pensar sólo tiene un defecto aunque incorregible: ¡que lo hace perder! En la situación posmoderna, lo que cuenta es la presentación publicitaria del libro, la que lo precede y lo di­ suelve, ¡transformándolo rapidísimamente en un fondo de re­ vista! ¿Cómo sustraer la filosofía a esta condición que la co­ loca en una situación de humillación y de envilecimiento res­ pecto al arte?, ¿a través de una producción desmesurada y un presencialismo desatinado en los medios de comunicación?, ¿a través de la producción de «libros de artista» filosóficos?, ¿a través de la invención de un vídeo y un cine filosóficos? La respuesta de Lyotard es otra, el valor de una obra de arte o de una obra de pensamiento depende de su capacidad de generar futuro. En una sola palabra: ¡la obra apuesta por el porvenir! En este término está comprendido el acaecer, el al­ canzar, el llegar al destino... Pero ¿existe aún una posibilidad de llegar para quien ha preferido exaltar a Mao en vez de a Marcuse o a Liz Taylor en vez de a Lyotard?

10 J. Baudrillard, Le complot de l’art, París, Sens & Tonka, 1997. 11 J.-F. Lyotard, Le Postmoderne expliqué aux enfants, cit.

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C a p ít u l o 4

Hacia un cine filosófico 1. ¿ U n a

f il o s o f ía v is u a l ?

El problema de la relación entre el cine y la filosofía atra­ viesa, subterráneamente, toda la historia del cine; desde sus orígenes se ha planteado cuestiones exquisitamente filosófi­ cas como la relación entre la realidad y su reproducción, la potencialidad cognitiva del medio cinematográfico, la representabilidad de las ideas abstractas, el carácter espectacu­ lar del imaginario colectivo o la contribución del filme al conocimiento de las emociones, de los comportamientos y de las experiencias. A los orígenes del cine se remonta, pues, la disputa sobre el carácter esencialmente narrativo y docu­ mentalista de éste: dado que la primera tesis ha contado, además del favor popular, con el apoyo de no pocas refle­ xiones teóricas, me parece difícilmente contestable que una aproximación orientada hacia la producción de un cine fi­ losófico encuentre su punto de partida en el estudio del fil­ me documental. Asimismo, sin reivindicar ninguna prima­ cía del cine mudo respecto al diegético, parece inevitable que los problemas que se encuentra quien quiera conjugar la experiencia filosófica con el cine presenten alguna afini­ dad con los afrontados por el cine científico (histórico, an­ tropológico, sociológico, arqueológico, psicoanalítico...). Por muy difícil que sea definir el cine documental, el cine fi­ 57

losófico encuentra la intención documental, al menos, «al atestiguar la existencia de algo anterior a sí mismo, o inde­ pendiente de sí mismo; de algo que podría abordarse con instrumentos cognitivos diferentes de los del cine»1. Sin em­ bargo, los interrogantes de quien, partiendo de la filosofía, afronta el cine de modo creativo son de signo opuesto: ¿es posible hacer un filme verdaderamente filosófico, es decir, un filme que no sea meramente didáctico, exhortatorio o propagandista pero que constituya en sí mismo una obra fi­ losófica relativamente autónoma? ¿La experiencia filosófica es algo articulable sólo a través del lenguaje, o es posible es­ tablecer relaciones entre el lenguaje y el mundo de las imá­ genes, de los sonidos, de las acciones y de los lugares? ¿Jun­ to a un pensamiento lingüístico existe un pensamiento vi­ sual, sonoro, ritual, espacial? o ¿«las palabras tienen un sentido [...] que las imágenes no tienen», como se ha soste­ nido, provocativamente, a propósito de la obra de Chris Marker?2. ¿Puede crear el cine una obra filosófica total que comprenda y coordine escritura, visión, audición, suceso y espacialidad? Estas preguntas serían vanas si no surgiesen, precisamente, de la confluencia de dos problemáticas, de las que una es fi­ losófica y otra cinematográfica. Por un lado, la filosofía recu­ rre siempre a procedimientos descriptivos que se asemejan a los cinematográficos: por ejemplo, el libro de Gilíes Deleuze sobre el barroco, E lpliegue1, está lleno de metáforas que pare­ cen pedir una transposición fílmica. Por el otro, el cine mis­ mo, en sus manifestaciones más reflexivas y conocidas, alber­ ga dudas sobre la autonomía de la imagen y solicita la inter­ vención de un lenguaje que tenga un estatuto diferente al cotidiano: por ejemplo, el filme A Lisbon Story (1994) de Wim Wenders tiene como argumento la experiencia de la in­ suficiencia de la imagen.

1 R. Nepoti, Storia del documentario, Bolonia, Patron, 1988. 2 I. Perniola, «Le parole hanno un senso...», en Bianco e Nero, UQ, nùm. 1-2 (enero-abril, 2000). 3 G. Deleuze, Lepli. Leibnizetk baroque, Paris, Minuit, 1991.

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2. La b i b l i o t e c a d e l a s i m á g e n e s n o v i s t a s Nacida como un documental sobre Lisboa, la película de Wenders, que es además su contribución a las celebraciones para el centenario del cine, constituye una especie de prope­ déutica de la filosofía visual. Su punto de partida es la cons­ tatación de la crisis de la imagen cinematográfica: suplantado del vídeo, que ya une a la extrema flexibilidad una alta cali­ dad técnica, el cine ha perdido la fe de poder crear un pro­ ducto visual dotado de un estatuto completamente diferente de aquel que comparten la actualidad televisiva, el vídeo do­ méstico o la publicidad. Somos inundados por avalanchas de imágenes-basura, que deterioran y ofuscan nuestra capacidad de discriminación, de sorpresa y de admiración: nos hemos convertido en «vídeo-idiotas». Las imágenes están «de reba­ jas». ¿Qué sentido tiene hacer un documental sobre Lisboa si el resultado visual no se percibe como algo fundamentalmen­ te diferente del que obtienen unos jóvenes provistos de una videocámara? Sin embargo, el cine no es sólo vídeo, también es audio: así, el encanto de A Lisbon Story se basa, precisa­ mente, en el sonido. No en el sonido de una escena, la trama está reducida al mínimo. La reducción de la importancia del aspecto diegético es el punto de partida de la filosofía visual. La película de Wenders toma su propia sustancia de otra pa­ labra que es la de la historia, la poesía, el canto y la filosofía. La historia ante todo; con la unidad europea, Lisboa se trans­ forma de ciudad marginal en ciudad-límite, de lugar secunda­ rio en lugar caracterizante por excelencia. Después la poesía: muy sagazmente el protagonista nos lee amplios trozos de la obra de Pessoa. En efecto, en la película no hay ninguna ima­ gen que pueda llevar a la confrontación. ¡Es indicativo el he­ cho de que Wenders pida ayuda a la poesía y no a la pintura! Después el canto, la música, el paisaje sonoro: ¿qué sería la película sin la exhibición del grupo «Madredeus»? Pregunté­ monos también: ¿qué cambiaría si «Madredeus» fueran in­ ventados en vez de reales? ¿Y si escuchásemos su música sin verlos nunca de verdad? ¿Y si, en cambio, el protagonista de 59

la película, el técnico de sonido Philip Win ter, existiese de verdad? ¿Y si fuera el autor del sonido de la película sin ser el actor? Estas preguntas sirven para hacemos comprender sobre qué trama de efectos de realidad y de efectos de ficción se debe regir hoy un producto cultural que quiera suscitar cier­ to interés; más esencialmente, sirven también para hacernos entender que ninguna obra puede pretender permanecer ce­ rrada en su forma. Se desborda por doquier y requiere una serie de integraciones extrínsecas que alteran la percepción que tenemos de la misma. La filosofía, por fin: cuando apa­ rece sobre la pantalla el gran director portugués Manuel de Oliveira para explicamos que la película es la garantía de exis­ tencia de un momento que pasa inmediatamente, tenemos la impresión de que, después de cien años de historia del cine, la línea documental está prevaleciendo, finalmente, sobre la narrativa. Pero la película de Wenders tiene una ambición aún mayor que está ya plenamente formulada en la frase que reina en las paredes de la habitación que alberga al protagonista: «Ah nao ser eu toda a gente e toda a parte» [Ah, no ser todas las per­ sonas de todos los lugares»]. Esta exclamación puede inter­ pretarse de dos modos: por un lado, manifiesta un carácter esencial de la psicosis; por el otro, revela una actitud cósmica frente al mundo. El rechazo de la identidad individual, ha­ cerse nada y nadie para poder llegar a ser todo, el mimetismo llevado a la identificación completa con el sentir de otro re­ presenta potentes dispositivos de conocimiento del mundo y de la realidad, además de experiencias arrebatadoras, excitan­ tes, diría vertiginosas, que, por un lado, consienten una com­ prensión profunda de aspectos muy inquietantes de la locura, y, por el otro, liberan de la tristeza y de la desesperación de ser prisioneros de una identidad. Pero, además del aspecto psicò­ tico y del cósmico del querer ser todo, existe un tercer aspec­ to de carácter estrictamente cinematográfico que constituye la trama misma de la película de Wenders. Ésta relata la historia de un director que mientras está rodando en Lisboa es presa de una serie de dudas y de perplejidades sobre el estatuto de la imagen cinematográfica como representación de la reali­ dad. De este modo, emprende un experimento que consiste 60

en retomar imágenes de la ciudad sin mirar por la ventanilla de la cámara, abandonándose, al mismo tiempo, a una «deri­ va urbana» sin retorno. El experimento se basa en el presu­ puesto de que tales imágenes tienen una relación más esencial con lo que representan: «¡una imagen no vista está en perfec­ to unísono con el mundo!». Sin embargo, ¡sólo pueden ser vistas por el espectador! Por ello, constituyen un testimonio, un monumento, un fetiche que es «cosa» con el mismo dere­ cho que lo que representan. Entre la ciudad y la imagen cine­ matográfica ya no hay representación ni mimesis, sino identi­ ficación total: el operador y el espectador desaparecen ambos dejando que el objeto y su imagen se conjuguen sin contami­ narse más de la mirada humana. El único documental «ver­ dadero» sobre Lisboa sería «la biblioteca de las imágenes no vistas», radical alternativa a las imágenes-basura de los vídeoidiotas de nuestro tiempo.

3. ¿Es JU S T O

C A ST IG A R A LA S C O L A B O R A D O R A S H O R IZ O N ­

TA LES?

¿Existen imágenes que merezcan ser consideradas por su significado conceptual autónomo? Guy Debord, autor del en­ sayo La sociedad del espectáculo [1967] y de la película homóni­ ma (1973), lo duda. En efecto, su película es, esencialmente, una ilustración del texto: mientras una voz lee pasajes del li­ bro, sobre la pantalla se suceden secuencias tomadas de pe­ lículas de John Ford, de Nicholas Ray, de Joseph von Sternberg, de Orson Welles..., así como de un cierto número de cineastas anónimos, entremezcladas con imágenes de noticia­ rios cinematográficos y de publicidad. La película es, pues, esencialmente, una obra de montaje cuyo hilo conductor está constituido por el lenguaje teórico4. Esto causa un problema fundamental: si sustituimos las imágenes elegidas por otras tomadas de otras películas, ¿sería muy distinto el resultado?

4 La escenografía del filme está comprendida en G. Debord, Œuvres cinéma­ tographiques complètes, París, C ham p Libre, 1978.

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También, cuando Debord adopta imágenes documentales, éstas valen más por su valor simbólico que por su especifi­ cidad visual: por ejemplo, si en vez de los Beatles se mostra­ ran los Rolling Stones y si en vez de Marilyn Monroe viéra­ mos a Brigitte Bardot, no cambiaría nada. Por tanto, de la pe­ lícula surge la impresión de la primacía absoluta del lenguaje teórico, no importa si escrito o hablado. La imagen es algo se­ cundario y accesorio que tiene un valor explicativo o propa­ gandístico. La ironía de la suerte ha querido que el documental Guy Debord, son artet son temps (1994) de Brigitte Cornand lleve a conclusiones opuestas. Realizado con imágenes de repertorio televisivo (telenoticias, actualidades culturales...), contiene al­ gunas de las secuencias más inquietantes y perturbadoras de los últimos años, como la grabación de los últimos instantes de vida de una niña sudamericana ahogada en el cenagal de­ sencadenado por un terremoto, así como del intento de lin­ chamiento de una mujer somalí acusada por sus compatriotas de haber tenido relaciones sexuales con militares de las tropas de la O N U enviadas a África. En estas dos secuencias, el as­ pecto documental del cine experimenta su máxima exaltación: la cámara graba episodios extremadamente trágicos en el mo­ mento en que se producen sin que el operador introduzca ningún juicio o comentario personal. De este modo, el audio en directo nos hace escuchar el saludo desgarrador que la niña dirige a la madre y el tumultuoso clamor que acompaña el desvestimiento de la mujer somalí. Estas imágenes plan­ tean problemas teóricos de la manera más directa y eficaz: ¿por qué la técnica moderna, que consiente la grabación de tales tragedias en el momento en que se producen, es incapaz de prestar ayuda a las víctimas? El caso de la mujer somalí es aún más complejo; en efecto, la grabación muestra cómo la turba amenazadora la obliga a bajar de una camioneta de la O N U ante la impasibilidad de los militares que la ocupan, reacios a inmiscuirse en asuntos que piensan que no les conciernen y que los somalíes tienen que re­ solver entre ellos. Su comportamiento nos trae a la memoria a Poncio Pilatos, con el agravante de que son ellos mismos los causantes del linchamiento. ¡Están en Somalia en misión de 62

paz, para resolver un asunto que los somalíes no llegan a re­ solver entre ellos! ¡Pero entre sucesos públicos y sucesos pri­ vados, entre asuntos militares y asuntos sexuales existe una bonita diferencia! Al defender a la mujer somalí se exponen a un gravísimo peligro; ¡además, la mujer se fue con ellos por propia voluntad, conociendo de antemano a lo que se arries­ gaba! La grabación muestra muchas otras cosas: ante todo, el intento de la mujer de volver a subir a la camioneta, el recha­ zo de un militar, el rostro y las acciones de sus verdugos, como el joven que trata de golpearla con una piedra lanzada con una honda, o el hombre que la persigue sin tregua, ver­ dadero maestro de ceremonias de la lapidación, o muchos otros que la apalean. De gran dramatismo es la carrera de la mujer, que trata de encontrar ayuda en un coche de paso, sus­ citando el miedo y el rechazo de sus pasajeros; brutalmente agarrada y desvestida, vemos cómo le arrancan el tirante del sujetador en medio de una vorágine de puñetazos, bofeta­ das y patadas; después, de un salto, la mujer semidesnuda logra acercarse a un carro de sandías (¿se habían imaginado al­ guna vez que en un linchamiento pudieran aparecer tajadas de sandía?) y coger un cuchillo con el que defenderse. Al mis­ mo tiempo, alguien le arranca la parte inferior del vestido; el intento de cubrirse le impide concentrarse verdaderamente sobre el arma que tiene en la mano; entre tanto, otro la ha agarrado por la muñeca del brazo que sostiene el cuchillo centelleante. En este punto, estamos fascinados por la belleza de la joven, que, enteramente desnuda, parece resplandecer no menos que la deslumbrante superficie de la hoja de su arma. En una decena de fotogramas se lleva a cabo una epifanía que hace ascender a la pobre chica al paraíso de las máximas imá­ genes del erotismo, junto a las Judith, a las Lucrecias y a las Pentesileas del arte y de la literatura. En el tumulto general, ella resbala bajo el carro de sandías; la última imagen de la se­ cuencia muestra una confusa lucha de manos para arrebatarle el cuchillo. Todo ha durado 50 segundos, suficientes, sin embargo, para sumir al espectador sensible y culto en el mayor de los malestares. Sin duda —piensa—, el hecho es atroz; sin em­ bargo, aquí no está sólo en juego el aspecto religioso, relativo 63

al castigo de las adúlteras, sino, y más importante aún, el as­ pecto político relativo a la colaboración con el enemigo: las tropas de la O N U son contempladas, sin duda, como el enemigo por parte del fúndamentalismo islámico, que sos­ tiene, con razón o sin ella (sobre esto el espectador ilustrado no se pronuncia), que su propia supervivencia depende de su capacidad de ser completamente impermeable al estilo de vida de Occidente. Por tanto, deben impedir, por cualquier medio, que sus mujeres, atraídas por los espejismos de Occidente, ayuden al enemigo. Ciertamente, matar es demasiado, pero desvestir y pasear desnuda por las calles a las mujeres que se acuestan con el enemigo es algo que se ha hecho desde la Re­ sistencia (existe una documentación fotográfica en el caso de Francia, de la que se puede deducir la existencia de «maestros de ceremonia» iguales a los somalíes)5; en aquella época, a es­ tas mujeres se las llamaba, con cierta ironía, «colaboradoras horizontales», y es probable que este tratamiento fuera más galante y magnánimo que el que se le hubiera reservado a un traidor de sexo masculino. Así pues, el episodio forma parte de la lógica de la guerra, que prescribe la pena capital para los traidores. Sin embargo, el hecho de que haya sido rodado lo hace insoportable para algunos. ¿Por qué? Dos razones explican el malestar: una de carácter cognoscitivo y otra de carácter ético. Ambas contem­ plan la identificación empática del espectador con escenas si­ milares: la primera concierne al aspecto intelectual y cognos­ citivo, la segunda al aspecto sensitivo y emocional. Sin duda, éstas favorecen una actitud ingenuamente acrítica respecto al vídeo y al cine, como si fuesen espejo de la realidad. En esta bomba no veo elementos que puedan poner en duda la au­ tenticidad de los hechos que representa; sin embargo, la ima­ gen del soldado que mira más o menos indiferentemente la escena podría ser un añadido del montaje. Es cierto que cuan­ to más realista, espontánea e impredecible sea la toma de los hechos, mayor es la intención de que se crea en la misma de

3 K. Stiles, «Shaved Heads and Marked Bodies. Representations from C ul­ tures o f Trauma», en Lusitania, num. 6 (1994).

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modo absoluto; la imagen parece proveer una prueba irrefu­ table que anula cualquier actitud crítica, que exalta las «cues­ tiones de hecho» respecto a las «cuestiones de derecho». Bajo este aspecto, un cine tal no parece favorecer el surgimiento de un espíritu filosófico. La segunda razón se refiere a la excita­ ción que produce al espectador, parecida a la que experimen­ tan los espectadores de la ejecución de una pena capital, con el agravante de su absoluta irresponsabilidad. El espectador se encuentra, pues, en una situación que es moralmente más equívoca que la de los culpables efectivos. El problema, por tanto, concierne a la utilización de una secuencia similar. ¿Debemos colocarla en aquella «biblioteca de las imágenes no vistas» y no visibles de la que habla Wen­ ders? De opinión contraria han sido los autores de la trans­ misión televisiva Blob, que han mostrado esta escena seguida de imágenes del striptease de una actriz de películas eróticas. Su problemática intelectual y su tonalidad emocional queda así anulada completamente, según un presupuesto similar al de Debord, quien considera todas las imágenes intercambia­ bles entre sí. A alguno, en cambio, las imágenes del intento de linchamiento de la somalí no le han parecido iguales a las de un striptease6: tampoco a mí me parecen iguales. No por ra­ zones de contenido, sino por razones estrictamente cinema­ tográficas: en esos 50 segundos, el operador ha realizado un intento perseguido por el cine desde sus orígenes: documen­ tar un suceso único en el momento en que se produce y con­ vertirse en eso mismo, en cuanto hecho fílmico, en un suce­ so único.

4. O

n d in is m o ic o n o c l a s t a

Si para Wenders las imágenes están en oferta y para Debord son intercambiables, hay quien, como Derekjarman, ha lo­ grado hacer una película, Blue (1993), completamente ca­ rente de las mismas, centrada, exclusivamente, en el audio.

6 T. Villani, «Linciaggi», en L a Balena bianca, núm. 6 (1993).

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Sin embargo, no se trata de una obra radiofónica sino cinema­ tográfica; sobre la pantalla se proyecta, incesantemente, du­ rante todo el filme el color azul, mientras el audio es una es­ pecie de diario poético con acompañamiento musical en el que Jarman, enfermo terminal de sida, graba la pérdida pro­ gresiva de la vista y el dramático deterioro de su propia salud. Se trata de una película documental por excelencia, basada en la identificación entre vida y cine, entre enfermedad y arte, llena de episodios irónicos unas veces, dolorosos otras, que, sin embargo, pide ser considerada como una obra y no como el simple protocolo de una agonía. Durante los últimos años se ha difundido en el ámbito de la antropología visual la ten­ dencia a considerar tanto más científicamente interesante una filmación cuanto menor sea la intervención del autor7: se co­ rre así el riesgo de caer en una actitud ingenua, que aunando el cientifismo con la espontaneidad imagina que la verdad puede ofrecerse toda desnuda sin cualquier mediación de la grabadora o de la cámara. La película de Jarman, precisa­ mente por su carácter tan dramáticamente autobiográfico, muestra, en cambio, que la confesión más personal y subje­ tiva tiene siempre en una película (como en un libro) una staged authenticity, una autenticidad puesta en escena, un efecto-verdad. Pero esto no es el límite de la obra: por el contrario, es su grandeza. Lo que importa no es el morirse documentado en su inmediatez, sino lo que Jarman llega a hacer de su morir. Pongamos que no se hubiese muerto; es más, que ni siquiera hubiera estado enfermo y que toda la película fuese un producto de su fantasía; que no fuera un documental sino una película de ficción. ¿Cambiaría algo? Diría que sí. De hecho, veríamos lo que Jarman imagina que siente un enfermo de sida, no lo que Jarman ha hecho de su enfermedad. En definitiva, con Blue nos encontramos en una zona que es diferente tanto de la ficción como del pro­ tocolo, que está descentrada tanto respecto a la imaginación como respecto a la vida vivida, aunque esté en relación con ambas.

7 P. Chiozzi, M anuaíe di antropología visiva, Milán, Unicopli, 1993.

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Blue es una película unitaria, lo que satisface plenamente la actitud filosófica de reconducir la gran variedad del mundo a poquísimas entidades. En este caso, el título compendia tan­ to los aspectos literarios como los metafóricos de la experien­ cia: el oscurecimiento y la pérdida progresiva de la vista —la cual no sólo se enuncia, sino que se propone y se impone al es­ pectador—, el color del mar —el cual ocupa un lugar central en el imaginario de Jarman—, el estado de depresión y de tris­ teza en el que se sumerge, según un significado metafórico de la palabra de la deriva, precisamente, el bines americano, en fin, el horizonte de experiencias sexuales transgresivas de las que proviene la enfermedad y a las que se permanece fiel por­ que constituyen un destino (blue movie quiere decir película pornográfica). Aboliciones de imágenes, sentimiento oceáni­ co del vivir, más allá del principio del placer, sexualidad per­ versa: éstas son las cuatro dimensiones de la «experiencia azul». Una larga tradición nos ha acostumbrado a establecer una estrecha relación entre aniconismo y religiosidad monoteísta patriarcal: la absoluta trascendencia de Dios va acompañada de la prohibición de hacer imágenes sagradas. El aniconismo de Jarman tiene, en cambio, bases teóricas y afectivas com­ pletamente diferentes: es la consecuencia de una pérdida de la identidad y de la forma individual en una entidad indistin­ ta, en el océano primordial, en la gran madre urobórica8, en un arquetipo femenino imaginado como anterior y posterior respecto a nuestra existencia individual. El gran psicólogo de la sexualidad Henry Havelock Ellis ha definido con el térmi­ no «ondinismo» la atracción conjunta de las aguas con el ero­ tismo uretral9. Y, en efecto, el sentir de Jarman parece muy próximo a la fuente de la que Ellis ha tomado su término, el relato romántico «Ondina» de Friedrich de la Motte-Fouqué. Aquí, como en Blue, la sexualidad, el reclamo del agua y la muerte van unidos a la memoria imborrable del amor pasado.

8 E. Neum ann, Die Grosse Mutter, Zurich, Rhein Verlag, 1956. 9 H. H. Ellis, Studies in the Psychology o f Sex, Londres, Sim on y Schuster, 1936.

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5. S o r d e r a y e n a je n a c i ó n

Si en vez de las imágenes quitáramos las palabras, volvería­ mos a la condición que el cine ha conocido en la primera fase de su historia, el cine mudo. Se trataría de una operación meramente regresiva. Hacia el descubrimiento de nuevos ho­ rizontes se mueve, en cambio, la película de Nicolás Philibert Lepays des sourds (1992), un documental sobre la condición de los sordos de nacimiento que se expresan mediante el len­ guaje de los signos, un código que sustituye a los lenguajes fó­ nicos. La esencia de la película, sin embargo, no está, según mi opinión, en el enfrentamiento entre la cultura sonora y la cultura sorda; este enfrentamiento que podría resolverse a fa­ vor de la segunda, como sugiere precisamente el profesor del lenguaje de signos, un personaje dotado de una extraordinaria capacidad expresiva, quien dice por medio de los gestos: «Mi mujer y yo somos ambos no oyentes y, sin duda, habríamos preferido un hijo sordo, en cambio, nuestra hija nos escucha perfectamente... ¡pero la queremos igual!» No se trata tanto de convertir una minusvalía en un don, un defecto en un va­ lor, como de aventurarse por caminos que resultan practica­ bles solamente a través de la experiencia de un handicap. Phi­ libert no nos propone una regresión hacia un mundo silen­ cioso, sino la apertura sobre un horizonte en el cual el silencio y la palabra se potencian el uno al otro. Diderot, en su Lettre sur les sourds et muets, relata que el escri­ tor Lesage, que se quedó sordo en la vejez, iba, de todos mo­ dos, a la representación de sus óperas; afirmaba que nunca ha­ bía logrado juzgar mejor la interpretación y sus propias obras como cuando ya no escuchaba a los actores10. En resumen, parece que la privación del oído se compensa con la adquisi­ ción de una «mirada del de fuera», de un punto de vista ex­ terno y ajeno a las necesidades y a los deseos, que es esencial-

10 D. Diderot, Lettre sur Us sourds et muets (1749), en Diderot Studies, VII, Gi­ nebra, Droz, 1965.

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mente filosófico. No por casualidad, veía Siegfried Kracauer en esta enajenación, precisamente, la esencia del cine, como si marcase el ingreso en una experiencia alternativa respecto a la vida cotidiana11. Quizás el cine está en disposición de dar­ nos lo que la escritura filosófica común logra transmitirnos sólo con gran dificultad: un sentir impersonal y en suspen­ sión o, por utilizar las palabras de Wittgenstein: «una ¿pojé co­ loreada e intensa»12.

11 S. Kracauer, Theoty o f Film. The redemption o f Physical Reality, Nueva York, Oxford University Press, 1960. 12 L. Wittgenstein, Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie, Oxford, Blackwell, 1980.

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C a p ít u l o 5

El tercer régimen del arte 1. A r t e

s in a u r a , c r ít ic a s in t e o r ía

Entre los jóvenes críticos de arte se ha difundido la opinión de que el arte actual puede menoscabar la teoría, por lo que su función debería limitarse a una especie de crónica y de pro­ moción publicitaria de los artistas que les gustan, sin interve­ nir en cuestiones, no ya de estética, sino ni siquiera de poesía y de historia del arte. Esta opinión puede considerarse como una reacción comprensible a la inconsistencia y a la verborrea inconcluyente de gran parte de la crítica de arte de la segunda mitad del siglo xx, con la que muchos jóvenes mantienen una agria polémica. Sin embargo, ésta se basa en intuiciones más profundas que hunden sus raíces, precisamente, en esas ten­ dencias del arte de los años 90, que como el Posthuman, pare­ cen estar caracterizadas por una indiferencia total ante lo que existe, por un ultranaturalismo ajeno a cualquier trascenden­ cia, aunque sólo sea teórica, y por una sensibilidad calada de repugnancia y abyección. Parece así que los jóvenes críticos de arte, en vez de explicar al público a los artistas del Posthuman, quieren hacerles la competencia, captando de su mensaje no el extremismo de las provocaciones y de las transgresiones, sino la inexpresividad, la banalidad y la estupidez de las obras. Por otra parte, sobre esta orientación antiteórica, la crítica de arte se alinea con las demás, siguiendo la crítica de la música juvenil, la cinematográfica y la literaria. El aspecto más para­ 71

dójico de esta orientación consiste en el hecho de que la pasi­ vidad sobre lo que existe no exime, en absoluto, a aquéllos de expresar una opinión sobre los artistas; así, este tipo de crítica abunda en valoraciones, apreciaciones y rechazos del todo in­ motivados y superficiales. Sin embargo, bien visto, ello no de­ pende tanto del hecho de que el crítico reivindica para sí mis­ mo la libertad del artista como de la actitud del diletante que expresa un juicio de gusto personal y privado. «Esto me gusta», «esto no me gusta», la mayoría de las veces no va más allá.

2. S o b r e r id a d

la c r e d ib il id a d d e l a r t e y s o b r e la s in g u l a ­

D EL ARTISTA

El ensayo de Benjamín L a obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica1 constituye un punto de referencia funda­ mental para interrogarse sobre la importancia de la teoría en las artes plásticas actuales. Como es bien sabido, el ensayo de Benjamín se basa en la contraposición entre el régimen tradi­ cional de la obra de arte, caracterizado por el aura, es decir, por el valor cultural atribuido a un objeto único y duradero, que reclama una experiencia estética fundada en una relación de distancia con respecto al que lo disfruta, y el régimen ple­ namente secularizado y desencantado inaugurado por la re­ producción técnica de la obra, el cual confiere a la misma un valor meramente expositivo e inaugura una relación de proxi­ midad con el público. Benjamín no afronta el problema del papel de la mediación teórica en la constitución del valor ar­ tístico en los dos regímenes; sin embargo, sería erróneo dedu­ cir de la masificación implícita en el segundo régimen que ya no necesita la teoría. Benjamín es, sin duda, ajeno a cualquier salida de tipo populista, que considera próxima al fascismo, el cual «ve la propia salvación en consentir que las masas se ex­ presen»2. En la época de la reproducibilidad técnica, la fun­

1 W. Benjamin, D as Kunstwerk im Zeitalter seiner Reproduzierbarkeit, en Ge­ sammelte Schriften (1936), Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1972. 2 Ibid., Postilla.

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ción fundamental de la teoría parece ser, más bien, la de con­ siderar el arte desde un punto de vista secularizado y desen­ cantado. Así, por un lado, la teoría no puede volver atrás ha­ cia el aura; por el otro, sin embargo, tampoco puede autosuprimirse y dejar que sea el público el que establezca empírica e inmediatamente qué es y qué no es el arte. Si se considera la vicisitud de las artes plásticas de los años 60 en adelante, parece que aquélla siguió un camino bastante diferente al marcado por Benjamín; en efecto, éste relaciona la desaparición del aura con la disolución del criterio de au­ tenticidad de la obra y con la transformación del autor en una especie de operador técnico. Ahora bien, estos tres elementos del arte —aura, obra y autor— han sufrido transformaciones inesperadas. En lo que respecta a la permanencia en la expe­ riencia del arte de una dimensión trascendente no distinta de la religiosa, se puede poner en duda que la secularización se haya producido efectivamente. El paradigma religioso articu­ lado sobre las tres figuras del profeta, de los fieles y del cura se ha considerado pertinente para explicar el paradigma artístico, articulado sobre las respectivas figuras del artista, del público y del especialista3. Además, parece necesaria para la superviven­ cia misma del objeto artístico una actitud de «creencia» que permita afirmar su diferencia respecto a los objetos de la vida cotidiana4. En cuanto al principio de autenticidad de la obra, es indudable que se ha reforzado extraordinariamente; de he­ cho, cuanto menos se distingue el objeto artístico del objeto utilitario, como en el ready made, tanto más se debe certificar y garantizar como único, irrepetible y dotado de autoridad cultural. Al final, el artista ha sido implicado en un proceso de singularización sin precedentes, que ha infringido, incluso, aquellos principios de universalidad sobre los que se fundaba la experiencia estética del x v i i i en adelante; su singularidad y sus manifestaciones más transgresoras han acabado constitu­ yendo el único criterio de valor del arte actual. 3 P. Bourdieu, «Une interprétation de la théorie de la religion selon Max Weber», en Archives Européennes de Sociologie, XII (1971), nüm. 1. 4 G. Didi-Huberman, Ce que nous voyons, ce qui nous regarde, Paris, Minuit, 1992.

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3. M ás a l l á d e l a u r a y d e l a r e p r o d u c c i ó n t é c n i c a Sin embargo, no se rinde justicia al ensayo de Benjamín, al considerar, únicamente, la oposición entre el régimen del aura y el régimen de la reproducción técnica. Se ignora su contribución teórica más importante, la relacionada con la determinación del un tercer régimen del arte y de la expe­ riencia estética, caracterizado por la cosificación, por el feti­ chismo y, más en general, por ese fenómeno que él mismo ha definido como «el sex appecd de lo inorgánico». En la perspec­ tiva de esta tercera dimensión, irreducible y diferente a las otras dos, es donde se puede comprender la dinámica del arte contemporáneo, la cual no es ni religiosa en el sentido tradi­ cional ni tecnológica en el sentido funcional del término, pero participa tanto de la patología de la experiencia religiosa en la forma del fetichismo como de la imaginación tecnoló­ gica en la forma de la animación de lo no vivo. Benjamín se refiere a esta tercera dimensión cuando subraya la confusión entre actor e instrumento, entre ser humano y cosa, implícita en la filmación cinematográfica, o cuando ve en la prestación del actor cinematográfico una cosificación no sólo de su ca­ pacidad de trabajo, sino de su cuerpo, de su piel y de sus ca­ bellos, de su corazón y de sus riñones. Ahora bien, precisa­ mente en el arte contemporáneo es donde se dan las mani­ festaciones más extremas de esta mezcla de materialidad y de abstracción; en efecto, la personalidad del artista se transfor­ ma en una marca que garantiza el valor de la mercancía artís­ tica. Las características formales de esta última pierden im­ portancia y, además, pueden ser sustituidas por una idea, como ocurre, efectivamente, en el arte conceptual. Un aspecto verdaderamente singular del arte contemporá­ neo consiste en el hecho de que por muy radical que haya sido su desmitificación, es decir, el descubrimiento de los dis­ positivos económicos e institucionales que lo sostienen, ha comprometido poco su credibilidad cultural y nada la co­ mercial y mundana. Si bien es cierto, el único en quitar al arte su aura no ha sido el pensamiento revolucionario (de Benjamin 74

a Debord, de Castoriadis a Baudrillard), en este proceso de descubrimiento han participado, en mayor medida, los pro­ pios artistas (de Duchamp a Warhol, de Fontana a Boltanski, de Christo a Beuys), autores de un trabajo no menos radical que el de los pensadores. 4 . Pa r a d i g m a

m o d e r n o y p a r a d ig m a c o n t e m p o r á n e o

Com o ha demostrado recientemente la socióloga del arte francesa Nathalie Heinich en su amplia obra Le triple jeu de l’art contemporain^, toda la vicisitud del arte contemporáneo puede interpretarse como una transgresión de las fronteras y como una ampliación extraordinaria de su territorio; sin em­ bargo, este traspasar los límites no debe entenderse como una ausencia de normas, sino como una compleja estrategia del desafio y del escándalo, que parece encajar mejor en la economía de la comunicación y de la información que en la de los productos artísticos entendidos como objetos de co­ lección. A este propósito resulta pertinente la distinción lle­ vada a cabo por Heinich entre paradigma moderno (para el cual el valor artístico reside en la obra y todo lo que le es aje­ no se añade al valor intrínseco de la obra) y paradigma con­ temporáneo (para el cual el valor artístico yace en el conjun­ to de las conexiones —discursos, acciones, retos, situaciones y efectos de sentido— establecidas en tomo o a partir de un objeto, que es sólo una ocasión, un pretexto o un lugar de paso). Ahora bien, mientras no nos queda duda de que el pa­ radigma moderno corresponde perfectamente a lo que indi­ camos en la Introducción como «el arte de las obras de arte», bastante más incierta sería la identificación del paradigma contemporáneo con el vitalismo mediático; Nathalie Heinich entiende por «paradigma contemporáneo», más bien, una si­ tuación intermedia entre el arte de las obras de arte y la co­ municación artística, en la que las instituciones artísticas pú­ blicas (es decir, los grandes museos y las exposiciones intema-

5 N . Heinich, Le tripkjeu de l’art contemporain, París, Minuit, 1998.

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dónales) desempeñan un papel principal jugando en ambos terrenos, el de la valoración de las obras y el del evento me­ diático. En efecto, a diferencia del pasado, se ha ido estable­ ciendo un acuerdo entre la institución y el artista mediáticotransgresor en perjuicio del tercer término del «juego del arte contemporáneo», el público; es decir, mientras en el pa­ sado la institución compartía el punto de vista del público y condenaba las operaciones transgresoras de la vanguardia, hoy, en cambio, la institución cree más conveniente sustentar y favorecer al artista transgresor porque del escándalo recaba un beneficio, en términos de publicidad y de resonancia me­ diática, que es mucho mayor del que podría obtener de la ad­ hesión a los gustos tradicionales del público. De este modo, ha nacido un arte de vanguardia en contacto directo con las instituciones que ha logrado alcanzar, algunas veces, cuotas de mercado más altas que el que se sustenta en las galerías privadas y en el coleccionismo; ¡el comitente privilegiado por el nuevo artista transgresor ya no es el marchante o el co­ leccionista clarividente (como en el paradigma moderno), sino la propia institución! La ruptura entre innovación artísti­ ca y público se ha acrecentado enormemente hasta llegar a convertirse en una verdadera y auténtica disensión irresolu­ ble; el público podría compararse al espectador de una parti­ da de ajedrez que ignora completamente las reglas del juego: ve dos personas que mueven, alternativamente, estatuillas co­ locadas sobre una cuadrícula. Sin embargo, al mismo tiempo, la aceptación por parte de la institución anula el efecto transgresor de la innovación artística y transforma todo el sis­ tema del arte en un juego para iniciados del que —como obser­ va justamente Nathalie Heinich—, ¡están ausentes aquellos que aún podrían inquietarse! ¿Cómo salir de esta condición que termina generando un profundo malestar no sólo en el público, sino en la mayor par­ te de los artistas y de los mediadores (críticos, conservadores, teóricos del arte)? En primer lugar, es necesario abandonar la idea de que la transgresión constituye en sí misma un tipo de oposición eficaz. Lo que ha caracterizado el arte moderno desde la segunda mitad del xix hasta nuestros días ha sido la transgresión, y su función polémica se ha agotado completa­ 76

mente. Una oposición basada en lo que niega ya le parecía a Nietzsche un planteamiento meramente reactivo, incapaz de afirmar la autonomía de la propia diferencia, y la había defi­ nido en el último aforismo de la segunda parte de Humano, demasiado humano, titulado «El viajero y su sombra», como «la enfermedad de las cadenas». El arte actual padece aún esta en­ fermedad y no se ha manifestado todavía en la plenitud de su propia salud. Estas cadenas son «los errores graves y sensatos, a la vez, de las ideas morales, religiosas y metafísicas»6. No basta con desmitificar el arte despojándolo de su aura, la cual consti­ tuye, precisamente, el modo metafísico, moral y religioso en que ha sido pensada la diferencia de la obra de arte respecto al mundo; esta desmitificación, que Benjamín relaciona con la llegada de la reproducción técnica, termina, sin embargo, con la laminación del arte sobre la realidad más insignificante, re­ duciéndola a instrumento de recreación y de espectáculo edifi­ cante. De modo muy elocuente, Gianni Vattimo ha subrayado la importancia de completar el proceso de desmitificación a tra­ vés de un «desenmascaramiento del desenmascaramiento»7: la desmitificación, en efecto, aparece funcional respecto a las exi­ gencias de una sociedad que ya no tiene necesidad de mante­ ner la autonomía relativa de las actividades simbólicas, como el arte, la filosofía y, más en general, los estudios humanistas. Aquélla, por tanto, tiende a transformar a los portadores de las actividades simbólicas en «funcionarios del sistema productivo, sumiéndolos en una relación de referencia inmediata a las exi­ gencias de la producción y de la organización social»8. Bajo este aspecto, el arte sin aura del Posthuman y la crítica sin teoría que la promueve constituirían una aceleración notable de este pro­ ceso. La transgresión de las fronteras del arte no sería, pues, un movimiento progresista, sino que tendería a despojar al artista, al crítico y al conservador de cualquier autonomía, conducién­ dolos al plano de la realidad, es decir, de la dependencia direc­ 6 F. Nietzsche, Menschliches, Alhumenschliches (1879), en Sämtliche Werke, Berlín, Gruyter, 1967 y ss. 7 G. Vattimo, Il soggetto e la maschera. Nietzsche e il problema della liberazione, Milán, Bom piani, 1974. 8 ¡bíd., pág. 141.

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ta de los imperativos económicos. De este modo, la reivindica­ ción del aura de las obras de arte y de la autonomía de los mun­ dos simbólicos asumiría, hoy, un significado de contestación social, porque constituiría la última defensa con respecto al dominio total y directo del capitalismo. En cambio, paradóji­ camente, quien trabaja contra las mediaciones culturales, a fa­ vor de la espontaneidad comunicativa y expositiva, no obstan­ te sus intenciones progresistas, no haría más que acelerar el pro­ ceso de liquidación de los mundos simbólicos. Claro está, que el «paradigma contemporáneo» descrito por Heinich, al que se atienen la mayor parte de las grandes insti­ tuciones de arte actual, no sigue la vía de la desmitificación y del desenmascaramiento, sino que promueve una hipermitificación. Por un lado exagera la singularidad del artista, por el otro, disuelve todos los contenidos de su personalidad; por un lado todavía propone obras a la apreciación del público, por el otro, procede según estrategias desaprensivas de pro­ moción de su propia imagen que no tienen nada que ver con el arte. En otras palabras, el artista, el crítico, el teórico del arte tienen que vérselas con situaciones muy turbias, en las que la mezcla de cinismo, de intereses mercantiles y de rivalidades personales obstaculiza una práctica profesional conecta. Ante estas situaciones, tanto la defensa tradicional del aura como la vía del desenmascaramiento y de la transgresión a ultranza no tienen nada que hacer; en efecto, el «paradigma contemporá­ neo» no niega el aura, pero la adultera a través de la valora­ ción económica hiperbólica de la firma de algunos artistas promovidos mediante estrategias que pertenecen al mercado de la información y no al del arte; tampoco niega la transgre­ sión, pero la hace ineficaz porque se apropia de la misma uti­ lizándola en su propio beneficio. 5. E l

p a p e l h e r o i c o -i r ó n i c o d e l a r t e y d e l a f i l o s o f í a

A pesar de todo esto, el «paradigma contemporáneo» del arte debe situarse entre los aspectos más excitantes de la cul­ tura contemporánea, precisamente, a causa de esta mezcla bastante incongruente de aspectos económicos, estéticos y 78

comunicativos. La reflexión sobre este fenómeno beneficia no sólo a la sociología —como sostiene Nathalie Heinich en su brillante estudio Ce que l’artfait a la sociobgie9— , sino, qui­ zás aún más, a la filosofía. En efecto, mientras para la sociolo­ gía el arte es (al menos, según Heinich) sólo un objeto de es­ tudio que la obliga a afinar sus propios instrumentos de inves­ tigación, para la filosofía es algo mucho más próximo porque ella misma participa de ese régimen de singularidad, construi­ do sobre la unicidad, la irreducibilidad, la originalidad y la transgresión de los cánones sobre los que se rige el mundo del arte. Por ejemplo, resulta difícil considerar una obra filosófica como «buena» sólo porque se atiene a un nivel estándar; de hecho, atribuirle una calificación tal significa desacreditarla, es decir, considerarla carente de aquellos requisitos de innova­ ción y de creatividad que se suponen esenciales en la produc­ ción filosófica. Así, la expresión «carrera filosófica» no suena menos reductiva que «carrera artística» porque implica una es­ tandarización de lo que, por definición, es modelado por el imperativo de la excepcionalidad. Como observa agudamente Heinich, el ejercicio del arte es justo lo contrario de una carre­ ra burocrática: mientras esta última persigue fines personales (la promoción) a través de medios impersonales (la aplicación de reglas), el artista (como el filósofo) persigue fines imperso­ nales (la apertura de horizontes de experiencia caracterizados por una pretensión de universalidad) a través de medios per­ sonales (la tutela y el desarrollo de su propia singularidad). Lo que ya no se puede proponer es la idea de un artista o de un pensador orgánico, es decir, de un productor de in­ novación que obtiene su propia credibilidad únicamente del hecho de expresar las ideas y el modo de sentir de una colectividad. En efecto, esta idea presupone, a su vez, que hoy existe una colectividad, fundada en la nación o en la re­ ligión, en la clase o en el sexo, o en cualquier otro dato, do­ tada de una identidad única. Es interesante observar que, también en los llamados Cultural Studies, las nociones mis­ mas de cultura y de valor entran en colisión unas con otras: el

9 N. Heinich, Ce que l’artfa it a la soáobgie, París, Minuit, 1998.

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concepto de cultura (o de subcultura) parece, de hecho, liga­ do a un presupuesto normativo de tipo tradicionalista y conservador, que, en último análisis, apela a principios de pureza, integridad y vitalidad social10; en cambio, la valora­ ción en el ámbito del arte y de la filosofía implicaría la pro­ moción de opciones y estrategias transgresoras respecto a los cánones que pueden ser entendidos sólo por aquellos que tienen los conocimientos y los instrumentos para compren­ derlos, y que, por tanto, tenderían a constituirse como gru­ po social autónomo dotado de intereses específicos11. Por otra parte, tradicionalmente, las producciones del arte y de la filosofía han reclamado, por sí mismas, un reconoci­ miento universal, en cuanto potencial y virtual; por ello, la innovación respecto a los modelos precedentes no puede ser nunca demasiado grande, so pena de caer en la extravagancia y en la inaccesibilidad. El artista y el filósofo tienden, por tan­ to, a reconocerse en el papel «heroico-irónico»12 que, por un lado, contiene un elemento de desafío con respecto a lo que es socialmente dominante; por el otro, sin embargo, no puede agotarse en la transgresión, so pena de permanecer en aquel estado de subordinación respecto al pasado que Nietzsche de­ finió como «la enfermedad de las cadenas». La cuestión a la que no es fácil dar una respuesta es la de si este papel «heroico-irónico» está hoy más en consonancia con el filósofo que con el artista. Este último, en efecto, parece de­ masiado seducido por las ambigüedades y las incongruencias del «paradigma contemporáneo» como para poder alcanzar aquel tercer régimen del artey de la experiencia estética que está más allá del aura tradicional y del desencanto técnico. Paradójica­ mente, el filósofo del arte parece hoy mejor equipado que el artista para valorar, sin quedar prisionero del culto de las obras, y para comunicar, sin ser víctima de las crudas realida­ des de una transmisión inmediata. 10 J. Frow, CulturalStudies and Culturale Value, Oxford, Clarendon Press, 1995, pàgs. 10-11. 11 Ibid., pàgs. 131 y ss. 12 G. Vattimo, B soggetto e la maschera. Nietzsche e il problema della liberazione, cit., pàg. 140.

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6. G r a n d e z a , j u s t i f i c a c i ó n , c o m p r o m i s o

Es cierto que tanto el arte como la filosofía tienen necesi­ dad de ser puestos a prueba hoy, de compararse con situaciones extemas al microambiente artístico y a la institución filosófi­ ca, respectivamente. De esta prueba depende la posibilidad de acceder a nuevas formas de grandeza que los protejan de la «enfermedad de las cadenas», es decir, de las restauraciones y de las transgresiones. Lo que caracteriza a la puesta a prueba es el enfrentamiento con las cosas; como observan Luc Boltanski y Laurent Thévenot en De la justification. Les économies de la grandeur, los valores de las personas, de los objetos y de las acciones están estrechamente ligados entre sí13 y, precisa­ mente, del descubrimiento de esta interrelación nace el tercer régimen del arte en el que el valor no se centra exclusivamente en la singularidad, en la obra o en la comunicación. Esto requiere una reflexión global de la propia noción de grandeza, a la que Boltanski y Thévenot contribuyen de modo importante. En primer lugar, se aparca la idea metafísica de grandeza, según la cual ésta se basa, únicamente, en la propie­ dad intrínseca de una persona, un objeto o una acción; la teo­ ría del aura encaja, precisamente, en esta primera concepción de la grandeza, la cual prescinde de la existencia de mundos co­ munes. Por el contrario, la noción de grandeza debe pensarse con referencia a la pluralidad de contextos políticos que se han determinado en la experiencia histórica; por tanto, no existe una grandeza absoluta sino varias formas políticas de grandeza. Bol­ tanski y Thévenot distinguen seis, que corresponden a otros tan­ tos mundos, y examinan, detalladamente, sus características a través del examen de los autores que las han teorizado primero: la ciudad inspirada (Agustín), la ciudad doméstica (Bossuet), la ciudad de la opinión (Hobbes), la ciudad cívica (Rousseau), la ciudad mercantil (Smith) y la ciudad industrial (Saint-Simon).

13 L. Boltanski y L. Thévenot, De la justification. Les économies de la grandeur, París, Gallimard, 1991.

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Este anclaje de la noción de grandeza a mundos específicos y a situaciones concretas permite evitar el peligro opuesto a la metafísica, es decir, el relativismo nihilista que ve tras toda gran­ deza una miseria y tras la miseria una voluntad de poder. Esta perspectiva, en cuanto que recurre muy frecuentemente a la noción de «interés», no pertenece, sin embargo, a la esfera eco­ nómica, la cual implica el sacrificio de las pulsiones de lo sin­ gular, en pro de una idea general de grandeza. Según Boltanski y Thévenot, la secularización y el desencanto llevados al extre­ mo se autodestruyen, quebrantan cualquier relación política y hacen retroceder hacia la búsqueda de «una autosatisfacción que ya no se preocupa de establecer un acuerdo con los otros»14, es decir, hacia el infantilismo que ellos definen como el «gozar de la felicidad de ser pequeños»15. El nihilismo sería, pues, una forma de infantilismo; de hecho, son los niños los que no tienen aún acceso a un cierto tipo de generalidad, es de­ cir, a un «universo sometido a la obligación de la justificación», en el que «la racionalidad de las conductas pueda ser puesta a prueba»16. Es importante que Boltanski y Thévenot reconozcan al mundo de la inspiración (en el cual están comprendidas la práctica del arte y de la filosofía) un significado político que no es, en modo alguno, subordinable a los otros mundos; en otras palabras, la práctica del arte y de la filosofía no son asun­ tos privados: «En el mundo en el que los seres se aprecian por su singularidad y en el que lo más general es lo más original, los grandes siempre son, a la vez, únicos y universales»17. Para Heinich, que ha desarrollado este aspecto, hasta ahora, las ciencias sociales no han reconocido la importancia de la sin­ gularidad y de la unicidad como factores de producción y de acción; han adoptado criterios reductivistas dando por des­ contado la superioridad de lo social respecto a lo singular: la reducción a lo social no es un juicio de hecho sino un juicio de valor. Es absurdo que disciplinas como la sociología, que 14 15 16 17

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Ibíd., pág. 414. Ibíd., pág. 413. Ibíd., pág. 290. Ibíd., págs. 201-202.

pretenden ser descriptivas y no normativas, sigan siendo víc­ timas de tales prejuicios. No se trata, en absoluto, de revalorizar el significado ontológico de la singularidad, sino de «ins­ talarse en la observación de la construcción de los valores», tomando en serio las motivaciones proporcionadas por los actores18. En vez de imponer de modo autoritario y dogmáti­ co la primacía de lo social, es preciso «poner en evidencia la pluralidad de los regímenes de acción y de los regímenes axiológicos»19, pasando del análisis de las esencias al de las repre­ sentaciones. En otras palabras, lo relevante no es saber si la originalidad existe de verdad o es una ilusión, sino conocer a través de qué operaciones se construye, se mantiene y se di­ suelve. La concepción de la sociedad como algo orgánico y unita­ rio es un mito sociológico: los distintos mundos individuali­ zados por Boltanski y Thévenot son profundamente diferen­ tes entre ellos. La función de lo teórico no es la de proponer modelos de armonización total y de síntesis. Estos modelos, en cuya invención la estética ha ejercido su fantasía, ocultan las situaciones concretas en las que interactúan los seres hu­ manos. Sin embargo, tampoco debemos asociar, indisoluble­ mente, a cualquier mundo un grupo específico: «cada perso­ na debe afrontar, cotidianamente, situaciones que dependen de mundos distintos, saber reconocerlas y mostrarse capaz de adaptarse a las mismas»20. Pero esta adaptación puede produ­ cirse de dos modos: mediante un ajuste o mediante un com­ promiso. Sólo en el segundo caso se tiene en cuenta la bús­ queda de Un bien común: el ajuste es, en cambio, un acuerdo contingente referido a la conveniencia de las dos partes, ca­ rente de legitimidad y no universalizable. Las concesiones re­ cíprocas sobre las que se basa un ajuste tienden a suspender la disensión sin remontarse a las motivaciones sobre las que se ri­ gen las diferentes valoraciones en tomo a la grandeza de las per­

18 N. Heinich, Ce que l ’artfait a la sociologie, cit., pág. 21. 19 lbíd,, pág. 24. 20 L. Boltanski y L. Thévenot, De la justification. Les économies de la grandeur, cit., pág. 266.

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sonas, de las cosas o de las acciones en juego. Sólo en el com­ promiso la búsqueda de un acuerdo lleva a los contendientes a superar las contingencias y a formular una justificación para sus propias palabras, comportamientos y acciones. Sin ju s­ tificación no es posible, pues, ninguna grandeza ni ningún acuerdo. Si el caso del «paradigma contemporáneo» del arte se so­ mete a esta ambiciosa teoría sociológica, se percibe, rápida­ mente, que aquél se rige por ajustes y no por compromisos. Ins­ tancias procedentes del mundo de la inspiración, del mundo mercantilista y del mundo de la opinión convergen en acuer­ dos que muchas veces no son manifiesto de los principios que los sustentan. Todo ello crea desorientación no sólo en el público, sino también en muchos artistas, críticos y aficiona­ dos, y termina por situar el arte al margen de toda grandeza posible. Sin embargo, los trabajos sociológicos a los que he­ mos hecho referencia restringen la posibilidad de las adultera­ ciones y de las fanfarronadas; en efecto, éstos plantean el pro­ blema de los llamados «valores artísticos» de modo concreto y atento a las situaciones específicas. Su planteamiento tiende a estudiar de cerca las dinámicas de valoración y de devalua­ ción, superando, asi, los límites de una aproximación dema­ siado abstracta a los valores (típico de la filosofía del arte) o demasiado superficial y extrínseca (típico de la sociología del arte). Ello conlleva, también, una profunda renovación teóri­ ca que se manifiesta en una significativa innovación concep­ tual de la estética tradicional: el puesto del juicio lo ocupa la justificación, el del genio la competencia, el del gusto la ad­ miración por la grandeza. En el tercer régimen del arte, mu­ chas oposiciones artificiosas, también, tienden a caer: se dan las condiciones por las que artistas y críticos, conservadores y teóricos se hallan unidos en una única lucha.

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C a p ít u l o 6

El arte y el resto 1. L a

f i l o s o f í a ... y l a s o t r a s a r t e s

Phibsopbie... undandere Künste, éste es el título de una nueva colección alemana de libros filosóficos que ha atraído nuestra atención, ya que sintetiza, de modo excelente, una tendencia emergente en el mundo de la filosofía, y más específicamente de la estética, proclive a considerar la actividad filosófica más afín a las artes que a las ciencias. Ahora bien, la idea de que el texto filosófico pueda ser objeto de una lectura análoga a la de un texto literario no es ninguna novedad: la hermenéutica, el posestructuralismo y el deconstruccionismo ya recorrieron esta vía, ampliando e innovando de modo decisivo los métodos de investigación historiográfica y textual. Sin embargo, en estos ámbitos el paralelo queda limitado al encuentro entre la filoso­ fía y la literatura, individualizando entre los géneros literarios el de la literatura filosófica. Bastante diferente resulta la puesta en juego de la expre­ sión: «La filosofía... y las otras artes», pues, en este caso, no se trata simplemente de considerar el aspecto textual de la filo­ sofía, sino de entender la misma como un arte suigeneris, do­ tado de características específicas y, a pesar de ello, englobable en el género común del arte. Y aquí surgen los problemas, pues si no debería ser demasiado difícil captar la diferencia es­ pecífica de la filosofía respecto a las otras artes, sí resulta, en cambio, muy problemático definir el arte hoy en día. 85

En este ensayo intentaremos, ante todo, explorar las dos vías que, partiendo de las artes, se han dirigido hacia la filo­ sofía, extendiendo notablemente los límites de la noción tradicional de arte y situando la teoría estética ante nuevos problemas de difícil solución. Estos dos movimientos son el antiarte situacionista y el arte conceptual de Kosuth. 2. E l

a n t ia r t e s it u a c i o n is t a y e l e v e n t o

Entre los numerosos movimientos artísticos que, a lo lar­ go del siglo xx, han cuestionado la noción de arte, la Inter­ nacional situacionista ha sido el más radical, el que ha pro­ ducido un rechazo efectivo del mundo del arte. Sin embar­ go, el movimiento, nacido en Italia en 1957, en su primera fase se manifestaba bajo el aspecto de una vanguardia artís­ tica. Pero poco después, en el seno del grupo se condena­ ron las tendencias de la modernidad y toda práctica artísti­ ca se tildó, drásticamente, de «antisituacionista»1. En efec­ to, prevaleció el ala teórica personificada por Debord, quien centró la atención del I. S. en la crítica de la sociedad neocapitalista. Vale la pena preguntarse sobre el significado de este cambio, que marca el alejamiento del movimiento de ar­ tistas tan importantes como Asger Jom, Pinot-Gallizio y del ar­ quitecto Constant. Al reflexionar sobre el desarrollo posterior del movimiento, que tiene su apogeo en 1968 y se disuelve un par de años después entre polémicas y expulsiones, se podría llegar a pensar que Debord había conducido el I. S. a la nada, destruyendo potenciales artísticos y creativos muy prometedores y encerrándose a sí mismo y a sus compañe­ ros en el callejón del extremismo político. En otras palabras, Debord no habría sido capaz de dar a su movimiento esa am­ plitud y esa riqueza de perspectiva y de desarrollo que André Bretón aseguró al surrealismo; el I. S. habría tomado de éste los peores aspectos, el sectarismo y la práctica de las ex-

1 M. Perniola, Disgusti. Le nuove tendenze, estetiche, M ilán, C osta & N olan, 1998.

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pulsiones infamantes, sin heredar su dinamismo y su fuerza de atracción. La causa de este fracaso habría que buscarla en un moralismo antiestético e iconoclasta, cuyos orígenes se remontan a la Reforma. En este sentido, la crítica de Debord a la sociedad contemporánea del espectáculo sería la versión actual del rechazo milenarista del arte y de la con­ dena calvinista del teatro. En Debord permanecería viva y activa la orientación antiestética y antimundana de la revo­ lución religiosa del siglo xvi. Ahora bien, no negamos que esta herencia religiosa esté presente en el I. S.; sin embargo, pretendemos sostener que la opción antiartística de Debord tiene un significado estético y que, precisamente, de este aspecto proviene el interés actual por su pensamiento. A primera vista, parece que para De­ bord, el después del arte es la teoría crítica de la sociedad, la fi­ losofía radical sería la heredera de la vanguardia artística, la cual tiende, justamente, a su desaparición y a su disolución en la teoría revolucionaria. Sin embargo, falta en Debord cual­ quier inclinación hacia la utopía, ya que centra siempre su atención en el conflicto presente, así como en la armonía fu­ tura. De ello deriva la «dureza» que lo ha acompañado a lo largo de su vida y que le ha permitido —como él mismo dice— «estar en guerra con toda la tierra, sin reflexionar»2. Esta «dureza» tiene, según mi opinión, un matiz cínico-es­ toico que constituye la clave para comprender la n 9ción de la que el I. S. toma su nombre, es decir, la situación. Ésta asume su pleno significado en su oposición al espectáculo. Mientras este último es «una relación social entre individuos, mediada por las imágenes»3, la situación es más bien un evento, una di­ mensión del acaecer que implica una fuerte experiencia del presente y que conlleva una cierta coincidencia de libertad y de destino. Ni Debord ni ningún otro situacionista han defi­ nido de este modo la situación. Así pues, lo que proponemos es una interpretación a posteriori de la idea de situación que, por otra parte, corresponde exclusivamente a Debord. En

2 G. Debord, Œuvres cinématographiques complètes, cit. 3 Id., Commentaires sur la société du spectacle, Paris, Lebovici, 1988.

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efecto, el sentido dado por la mayor parte de los situacionistas a esta noción está viciado por un tono subjetivo y vitalista que pertenece a la cultura de la época y que representa el as­ pecto más caduco del movimiento. Justamente por ello, Giorgio Agamben, al presentar al público italiano las obras de Debord en 1990, estableció una conexión entre la noción de si­ tuación y la idea nietzscheana del «eterno retomo de lo mismo»4. La situación no es, en absoluto, ni la espontaneidad creativa que huye de cualquier objetivación, ni la vitalidad desbordante que no se deja atrapar de ninguna forma, ni tampoco la liberación de la subjetividad. A partir del momento en que se entiende la situación como evento, se comprende que la opción antiartística de Debord no es, necesariamente, una opción antiestética; el abando­ no del arte no implica automáticamente también el aban­ dono del horizonte estético. En efecto, desde la Grecia clási­ ca el sentir estético se ha ido determinando sobre la oposición entre dos modos opuestos de concebir la belleza: por un lado, se ha pensado como forma, según una perspectiva orientada hacia la apreciación de la obras de arte; por el otro, como evento, según una perspectiva orientada hacia la expe­ riencia de la sorpresa, de la fulguración, de algo irreducible a la plácida contemplación de las esencias racionales. El filó­ logo clásico italiano Cario Diano fue quien propuso una interpretación del mundo griego basada, precisamente, en la oposición entre los dos principios de la forma y del even­ to [1952]5. Su contribución a la determinación del evento ha sido muy importante: «Que algo suceda no basta para que sea un evento, para ello es necesario que este acontecer yo lo sienta como un acontecer para mí»6. Por tanto, no todo acon­ tecimiento es un evento, sino sólo aquel que se presenta como tyche. ¿Qué entendían los griegos con esta palabra? Ori­ ginariamente, se entendía como lo contrario de amartía, que quiere decir lanzar un proyectil que no alcanza el objetivo, y 4 Ibid., pàg. 239. 5 C . Diano, Forma ed evento. Principiiper una interpretazione M mondo greco, Venecia, Marsilio, 1994. 6 Id., Linee per unafenomenologia dell’arte, Venecia, Neri Pozza, 1956,pàg. 12.

por tanto, fallo, error, pecado, culpa7. Así, en la palabra tyche está implícita la idea del logro. Esto se ajusta, perfectamente, a la sensibilidad situacionista, la cual se ha caracterizado siempre no sólo por un fortísimo sentido de la propia excelencia, sino también por una profunda fe en el propio logro histórico; la raíz de esta postura, que se manifestaba bajo el aspecto de un verdadero y auténtico triunfalismo, debe buscarse no tanto en el hegelo-marxismo profesado por el I. S. como en la dis­ posición cínico-estoica de Debord y en su estética del «gran estilo»8. Al profundizar en la investigación sobre la tyche se esclare­ cen también los problemas teóricos relativos a la noción de si­ tuación. Para Píndaro, que la llama tycha, es una «expresión de una situación de “gracia” que interpreta la experiencia de la victoria»9. Para los escritores de la época clásica, su significado oscila entre el azar (al que los griegos llamaban automaton) y la fortuna (palabra que pertenece a la cultura latina). Definida como «una causa no manifiesta para la razón humana», la no­ ción de tyche desempeña un gran papel en la obra del historiador Tucídides, para quien sería «aquello por lo que la realidad se diferencia del razonamiento pero a lo que el mejor razona­ miento debe saber adaptarse»10. Pertenecen a la tyche los even­ tos a los que no puede darse una explicación racional, es de­ cir, el hecho de que un ser humano tenga determinadas ca­ racterísticas físicas, que haya nacido en un cierto ambiente, que le ocurran ciertas vicisitudes, etc.; más que con la palabra «caso», que contiene muchas implicaciones filosóficas, la tyche designa los «casos» de la vida y puede, por ello, ser traducida convenientemente por «suerte». La reflexión más profunda sobre este tema fue la del estoi­ cismo, el cual logró hacer coincidir destino con libertad, factualidad con racionalidad, el aspecto externo de lo que ocurre improvisadamente y sin una causa lógica con el aspecto in7 A. Magris, L 'id ea di destino nel pensiero antico, 2 vols., U dine, Del Bian­ co, 1984, pàg. 139. 8 M. Perniola, Isituazionisti, Rom a, Castelvecchi, 1998, pàgs. 155-71. 9 A. Magris, L ’idea di destino nelpensiero antico, cit., pàg. 294. 10 lbid., pàg. 297, nota 124.

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temo de lo que parece conforme a la subjetividad y a la ra­ cionalidad de lo particular. Como muestra Aldo Magris, el es­ toicismo es irreducible al subjetivismo socrático, que se limi­ ta a distinguir lo-que-está-en-nosotros de lo que no depende de nosotros, y, por tanto, es prisionero de una concepción bastante limitada de la autonomía del ensayo: considerar la autoconciencia como garantía de libertad significa olvidar que también lo que soy y lo que pienso pertenecen objetiva­ mente al mundo. Para los estoicos, necesidad y libertad for­ man parte, ambas, del destino; lo que piden al particular es que forme parte de un diseño más amplio de su conciencia, dando su consentimiento y orientando, así, su voluntad sub­ jetiva en la dirección que requiere una racionalidad externa. En otras palabras, se produce un evento cuando, en vez de caer prisionero de la oposición entre interior y exterior, entre subjetividad y mundo, encontramos una solución constructi­ va que nos permite colocarnos, positivamente, en un proceso que va más allá de nuestra persona. Esta concepción del evento conduce a la afirmación de una dimensión estética completamente original y nueva respecto a las filosofías precedentes caracterizadas «por una intersección singular entre contemplación y acción», a una especie de «engagement dégagé»n que confiere una importancia decisiva a la acción, separándola siempre del resultado práctico; por ello, en la Antigüedad, el comportamiento estoico no se compara­ ba al arte del médico o del piloto (que debían alcanzar su meta a toda costa), sino al del bailarín. No hay evento sin ejercicio, no hay situación sin repetición. Lo que se impone como lo mejor para nosotros debe ser repetido, elaborado, transforma­ do en lo que queremos subjetivamente; por tanto, bajo cierto aspecto, la situación es un «tránsito de lo mismo a lo mismo», mediante el cual se establece una diferencia radical12. Sólo de este modo un hecho puede convertirse en un evento, es decir, en algo que ocurre para nosotros, aunque no sea nuestra sub­ jetividad la que determine su aspecto concreto.

11 G. Carchia, L ’estetica antica, Roma-Bari, Laterza, 1999, pag. 137. 12 M. Perniola, Transiti, Rom a, Castelvecchi, 1998.

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De esta estética del evento nace la idea del arte como ejer­ cicio: como observa, con agudeza, Gianni Carchia, lo que cuenta en el pensamiento estoico no es la obra de arte sino el ejercicio, es decir, el momento procesual que conduce a la misma, el movimiento productivo que la realiza. Esto desem­ boca en una poética del gran estilo, en un cuidado extremo de la expresión, en la búsqueda de una perfección extrema. No por casualidad, se trata de características que reencontra­ mos en los escritos y en las intervenciones de Debord; dis­ tancia del mundo, estética de la lucha y contacto directo con la historia han constituido, de hecho, características peculia­ res de su modo de ser, que hunden sus raíces en una sensibi­ lidad cínico-estoica madurada a través de la familiaridad con los escritores franceses del siglo x v i i .

3. E l

a r t e c o n c e p t u a l y l a n o id e n t id a d d e l a r t e

El segundo movimiento en el que los caminos del arte y la filosofía se aproximan hasta el punto de fundirse está repre­ sentado por el arte conceptual. Si con Debord y los situacionistas el arte parece terminar en la filosofía, con Kosuth y los artistas conceptuales la filosofía parece terminar en el arte. Existe, por tanto, entre los dos movimientos una especie de paralelismo, aunque orientado hacia direcciones opuestas. Lo que tienen en común situacionistas y conceptualistas es, ante todo, el rechazo de la forma. Kosuth mantiene una postura muy polémica respecto a la modernidad, que habría hecho prevalecer una concepción meramente formal y orgánica del arte: lo que cuenta no es la obra, sino la reflexión sobre la na­ turaleza del arte. «Los críticos y los artistas formalistas — es­ cribe Kosuth en su texto programático más importante, El arte después de la filosofía, de 1969— no cuestionan la naturaleza del arte», mientras que «ser un artista hoy quiere decir poner en cuestión la naturaleza del arte»13. El arte, pues, no consiste

13 J. Kosuth, A rt after Philosophy and After. Collected Writings 1966-1990, pro­ logo deJ.-F. Lyotard, Cambridge (Mass.), The Mit Press, 1991.

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en la producción de formas y de objetos dotados de un esta­ tuto particular, sino en la ampliación de la noción del arte. El arte es, por tanto, una actividad posfilosófica por dos razones al menos: en primer lugar, porque los filósofos se limitan a proponer un concepto estático de arte en vez de ampliar sus fronteras; en segundo lugar, porque, hoy en día, parecen ha­ ber abandonado también esta función reduciéndose a meros Librañans o f the Truth, bibliotecarios de la verdad. El «valor» de determinados artistas posteriores a Duchamp puede sopesarse por «lo que añaden a la concepción del arte»14. La pérdida de credibilidad del arte a lo largo del siglo xx es una consecuen­ cia de la modernidad que ha transformado las obras de arte en «objetos que funcionan como reliquias religiosas»15, fun­ dando su valor sólo sobre bases económicas, es decir, sobre la penuria de mercancías dotadas de aura. Para Kosuth, el reto del arte es, precisamente, la reconquista de su credibilidad: como observa Gabriele Guercio en la introducción a la obra de Kosuth L’arte dopo la filosofia, el artista contemporáneo «vive expuesto al riesgo de que la verdad aportada por la pro­ pia experiencia sea irremediablemente eclipsada por la pre­ sunta fisicidad de las obras»16. Surge así, claramente, una cuestión que había permanecido latente con los situacionistas: el resto. Si lo esencial del arte es la actividad del artista, las obras no son más que un residuo fí­ sico (phisical residue), un resto de algo que es mucho más im­ portante y esencial. «Los coleccionistas son irrelevantes para la “condición artística” de una obra»17, la cual está en una re­ lación de oposición con el espectáculo puesto en escena por los medios de comunicación de masas, con el entretenimien­ to que proporcionan. Una obra de arte no es más que la pre­ sentación de la intención del artista, el cual, tautológicamen­ te, certifica esta cualidad. Por ello, el artista conceptual asume las funciones del crítico y se dirige a un público de artistas. Así, el arte contemporáneo, como la ciencia, no consiente una 14 15 16 17

92

Ibíd., pág. Ibíd., pág. Ibíd., pág. Ibíd., pág.

25. 17. 11. 29.

aproximación «ingenua», requiere una conciencia prelimi­ nar del «estado del arte», de la situación en que se coloca. En teoría, nada impide que los historiadores y los críticos de arte también sean considerados como artistas; si no es así, es por­ que éstos transforman «la cultura en naturaleza»18, es decir, quedan prisioneros de una concepción morfológica y orgáni­ ca del arte. Resaltar la actividad del artista no quiere decir le­ gitimar un subjetivismo ingenuo; en arte no todo es posible, así el arte conceptual, considerándose heredero de la filosofía, tiende a presentar la propia idea del arte como un destino his­ tórico. La respuesta de las instituciones a las ideas provocadoras de Kosuth no se hizo esperar. A principios de los años 70, George Dickie echó por tierra la tesis de Kosuth; no es el úni­ co artista que establece qué es el arte, sino también el mun­ do del arte (artworld). Formula así una teoría institucional del arte, por la cual una obra de arte es un artefacto que ofrece su propia candidatura a la apreciación de algunas personas que actúan por cuenta de las instituciones19. No existe, por tanto, una esencia del arte ni un modo especial de percepción estética diferente al de la vida cotidiana. La teoría elaborada por Dickie tiene dos vertientes polémicas: por un lado, el esencialismo estético, para el que es posible individualizar y definir la identidad del arte; por el otro, el conceptualismo ar­ tístico, para el que esta identidad no es algo estático y defini­ ble de una vez por todas, sino que se va ampliando progresi­ vamente debido a la actividad de los artistas. El esencialismo estético aparece muy ligado a presupuestos metafisicos, da por universalmente válidos gustos y criterios que dependen, estrechamente, de factores histórico-sociales. El conceptualis­ mo artístico, por el que la identidad del arte depende de la decisión del artista, parece, en cambio, hacer demasiadas con­ cesiones al arbitrio subjetivo: repropone la noción romántica de genio, librándola de todo límite y vaciándola de cualquier contenido. El institucionalismo estético constituye una espe­

18 Ibtd., pág. 68. 19 G. Dickie, The A rt Circle: A Theory o f A rt, N ueva York, Havens, 1984.

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cié de vía intermedia entre estas dos teorías opuestas: por un lado, considera el arte como una categoría histórica y no me­ tafísica; por el otro, introduce elementos de objetividad de­ masiado determinables incluso empíricamente. Entre las nu­ merosas críticas que ha suscitado esta teoría institucional del arte nos parece más interesante la que acusa conformismo y reflejo de los poderes consolidados. Sin embargo, para Dickie el mundo del arte no se identifica con un único sistema de arte (es decir, con el mercado artístico), sino que es la totali­ dad de todos los sistemas artísticos y, por tanto, comprende también las redes alternativas de los artistas y de los pensa­ dores no conformistas. La pasividad ante el status quo no es imputable, pues, a la teoría institucional del arte, sino a su in­ terpretación restrictiva y tendenciosa. Lo que requiere, en cambio, es un mínimo de sociabilidad: el genio también pre­ supone la existencia, aunque virtual, de un público o de un pequeñísimo círculo de admiradores; incluso el arte de los lo­ cos se inscribe en una red de personas y de instituciones que se ocupan del mismo. A pesar de rechazar la esencia metafísica del arte, el arte conceptual queda anclado en la idea de una identidad del arte: éste se convierte en móvil, mutable, in progress, pero siempre determinable. En el caso de Kosuth, asume, además, el carácter de una tautología: «Las obras de arte —escribe— son proposiciones analíticas. Es decir, vistas en su contexto — como arte— no proporcionan informaciones de ningún género sobre datos concretos»20. El arte conceptual se perfila, pues, como una operación sin resto, que pretende conseguir la verdad de la tautología que, según Wittgenstein, tiene una certeza insustancial propia: de hecho, la tautología es incondicionadamente verdadera y «no está en ninguna relación de representación en la realidad» [4.462]21. Ésta se puede forma­ lizar en la expresión: «Sip, entoncesp; y si q, entonces q», de donde resulta evidente que no hay resto. De este modo, Ko-

20 J. Kosuth, L ’arte dellafilosofía, cit., pág. 26. 21 L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus ( 1921), en Werkausgabe, Frank­ furt am Main, Suhrkamp, 1984.

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suth aspira a un arte transparente; resulta particularmente sig­ nificativo el hecho de que dedique una gran atención al agua porque ésta carece de forma y de color. En otro orden de cosas, la teoría institucional del arte tam­ bién promueve una idea tautológica del arte; en su caso, la tautología proviene no de una voluntad de romper los lazos entre el arte y la realidad, sino, muy al contrario, de la ten­ dencia a amoldar el arte a lo que existe, confiriéndole un ca­ rácter institucional. No se trata de una tautología lógica, sino de una circularidad social entre el arte, los artistas y el mundo del arte, ninguno de los cuales remite al otro. ¡Tampoco en este caso hay resto! El filósofo francés Jean-Fran^ois Lyotard profundiza y de­ sarrolla el pensamiento de Kosuth. En la introducción al tex­ to de Kosuth, Lyotard pone en evidencia que los escritos que aparecen en sus obras de arte no son nada transparentes ni tautológicos como pretende su teoría: «La obra de Kosuth es una meditación sobre la escritura»22, y la escritura esconde un gesto, un resto de gesto (a remainder ofgesture), más allá de la le­ gibilidad; en efecto, la frase escrita no es nunca transparente como un cristal o fiel como un espejo. «El pensamiento es un arte porque desea hacer “presentes” los otros significados que esconde y no piensa. En el arte, como en el pensamiento, hay un objetivo: el deseo de significar hasta el límite la totalidad de los significados»23. Por tanto, quien dice resto dice tam­ bién excedencia: «Este exceso en el arte y en el pensamiento niega la evidencia del dato, socava lo legible» y muestra «que no se ha dicho, escrito ni presentado todo». Este pasaje de Lyotard es particularmente importante, pues individualiza un punto de encuentro entre arte y filosofía al no competir ya ambos entre sí. Ya no tiene sentido considerar la filosofía como el después del arte (como pensaban Hegel y los situacionistas) ni, por el contrario, considerar al arte como el después de la filosofía (como pensaban Kosuth y el arte

22 J. Kosuth, A rt after Philosophy and After. Collected Writings 1966-1990, cit., pag. XV. 23 Ibid., pag. XVI.

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conceptual). Filosofía y arte coinciden en el hecho de no ser reducibles a una totalidad completa ni a una tautología: las cuentas nunca son exactas; siempre existe una diferencia que se presenta como resto o como exceso; en definitiva, en la filosofía y en el arte siempre tenemos que vérnoslas con un más o con un menos. Y ésta es la diferencia de la filosofía y del arte respecto a la banalidad de lo que es igual a sí mismo. Dice Lyotard: «La escritura deja de escribir el resto (remainder) por el simple hecho de que escribe. Siempre habrá un resto.» En el fondo, tanto los situacionistas como Kosuth preten­ dían eliminar cualquier opacidad: los primeros en la nitidez absoluta de la teoría crítica, el segundo en la evidencia ab­ soluta de la tautología. Lyotard muestra que esta pretensión es ingenua: «Lo perceptible no se percibe completamente; lo visual es más que lo visible.» «La- tautología visible y legible This is a sentence, insinúa la frase antinómica necesariamente ilegible This is not a sentence, but a thing.» ¡Filosofía y arte con­ fluyen, pues, en la experiencia de un exceso o de un resto, que se revela opaco e impenetrable como una cosa! La cosa no es sólo una entidad extema respecto a la filosofía y al arte, sino que se insinúa en la sustancia misma de la escritura filosófica y de la obra conceptual. Lyotard ha interrumpido así la circularidad tautológica del arte conceptual, mostrando la aparición inevitable de un res­ to. Algo parecido ocurre también con la teoría institucional del arte que, al igual que la de Kosuth, excluye la posibilidad de un resto. Aquí, la ruptura del círculo tautológico ha sido llevada a cabo por la socióloga francesa Nathalie Heinich24, según la cual, el juego (jeu) del arte contemporáneo no puede limitarse a los mediadores, a los que se suman, eventualmente, los artistas. Existe un resto al que la teoría institucional del arte no presta la necesaria atención: el público. Hoy en día, no se entiende por «público» la restringida elite de los connaisseurs o de los que frecuentan, tradicionalmente, los museos, a quie­ nes Bourdieu incluye en la categoría de los socialmente dis­ tinguidos. El lugar de los happyfew seguidores respetuosos de

24 N. Heinich, Le tñplejeu de Vart contemporain> cit.

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la religión del arte ha sido tomado por una masa de profanos que, frente a las provocaciones del arte contemporáneo, adopta una actitud de indiferencia o, bastante más a menudo, de franco rechazo. Entre el arte contemporáneo y la gran ma­ yoría de la población se ha abierto un abismo cultural impre­ sionante que se manifiesta en una serie de reacciones que van de la ironía a la acusación de despilfarro de los fondos públi­ cos. La relación entre el arte contemporáneo y el público ya no se estructura, por tanto, sobre la demanda de admiración o sobre el escándalo. El valor artístico tiende a basarse más en el mercado de la información y de la comunicación que en la cultura. El público profano, a cuyo remolque se sitúan los crí­ ticos y los intelectuales tradicionales, interviene en la deter­ minación de lo que es arte, precisamente, mediante su recha­ zo. En efecto, como observa Natalie Heinich, desde hace más de un siglo, las artes plásticas están bajo el signo de la trans­ gresión y del desafío; su impopularidad desempeña un papel muy importante en la determinación de su estatuto. En el cur­ so de las últimas décadas, las instituciones y los administrado­ res, que durante un tiempo compartían el rechazo del gran público ante las provocaciones artísticas, han tendido a pasar­ se al lado de los artistas y a favorecer los escándalos porque, así, obtienen un beneficio publicitario valorable en términos de notoriedad periodística y de afluencia de visitantes a las ex­ posiciones. La vanguardia resulta, pues, ganadora, no tanto en el ámbito del mercado del arte (como ocurrió hasta los años 80) como en el institucional; ha logrado encontrar un aliado en la administración, pero deja fuera un resto. Este resto es, pre­ cisamente, el gran público de los profanos, que se convierte — aunque de modo negativo y paradójico— en la clave del éxito de las operaciones artísticas. La relación entre juicio estético y democracia se ha alterado: ya no es estéticamente interesante lo que complace a la opi­ nión pública, sino lo que la irrita y la escandaliza. Tampoco en el plano sociológico el arte es ya una tautología; ya no se re­ suelve en lo que dictan las instituciones y el mundo del arte. Queda un resto sociológicamente opaco que no pertenece al mundo del arte y que interviene activamente, aunque de modo negativo, en la determinación de su estatuto. Así, siguiendo la 97

problemática del arte conceptual en sus dos aspectos, el analíti­ co y el sociológico, se llega a la misma conclusión: el arte no es idéntico a sí mismo. 4. E l

a r t e c o m o c r ip t a

El conjunto de las vicisitudes artísticas de los años 90, resumibles en la etiqueta del Posthuman, se ha caracterizado por el propósito de transgredir las fronteras que separan el arte de la realidad; así pues, la cuestión de la relación entre arte y filosofía ha dado un salto adelante respecto al modo en que los situacionistas y los conceptualistas planteaban el proble­ ma en su época. Si, de hecho, el arte tiende a hacer desapa­ recer aquellas defensas simbólicas que lo situaban al amparo del enfrentamiento directo con la realidad, éste se halla en el mismo terreno que la filosofía, la cual ha pretendido, desde siempre, mantener una estrecha relación con la realidad, aun­ que a través de la mediación del concepto. Pero también esta diferencia se difumina si se tiene en cuenta la tendencia de la filosofía más reciente a concentrar su atención, precisamente, en aquello que está más allá del concepto, en aquello que es heterogéneo e irreducible a una conquista conceptual segura. A causa de este abandono de sus campos tradicionales, el arte y la filosofía se hallan, ambos, expuestos al peligro de la banalización, de la homogeneización, cuando no de la triviali­ dad; en su empeño de mantenerse en contacto con la socie­ dad, asisten a la erosión de la especificidad de sus mensajes y —lo que es aún más grave— al riesgo de verse suplantados por imitaciones más accesibles y comerciales, según el cono­ cido dicho: «la moneda falsa suplanta a la buena». Para con­ trastar estas calamidades tienen una carta bajo la manga, la del resto, es decir, que la idea subsista en el arte al igual que en la filosofía, como algo irreducible a los procesos de normaliza­ ción y de estandarización vigentes en la sociedad. Esta estrategia, sin embargo, implica una reflexión sobre la noción de resto que va en dirección contraria a aquélla en la que los situacionistas y conceptualistas entendían esta pala­ bra. Para aquéllos, restos son las obras respecto a algo más im­ 98

portante y esencial que es la situación o la idea. En esta acep­ ción, el resto implica un estado de inferioridad o de insufi­ ciencia frente a cualquier cosa que se atribuya un valor ma­ yor; las obras de arte serían un excedente parasitario respecto a la actividad artística que se manifiesta por excelencia en el evento o en la invención. Este planteamiento, sin embargo, ha resultado bastante pe­ ligroso, precisamente, por los destinos del arte y de la filoso­ fía. En efecto, el evento y la invención corren ei riesgo de ser pensados desde una perspectiva vitalista o funcionalista que niega incluso la legitimidad a lo que no se disuelve en la procesualidad biológica o eficientista. Este modo de pensar es el de algunas teorías de la comunicación, que comparan la so­ ciedad con un organismo vivo25 y el arte con un flujo para el que las obras suponen un obstáculo: el resto es considerado, así, como unfetiche, convirtiéndose en objeto de una condena a la vez estética y moral26. El verbo griego leipo, con sus de­ rivados, es el que corresponde a esta acepción que subraya la carencia, la ausencia, el abandono; su equivalente en latín sería linquo, del que derivan muchas palabras de significado tan lejano entre sí como delincuente, reliquia, deliquio. Pero el resto puede entenderse en un sentido opuesto, que está relacionado con la palabra latina restus (de sto) y que re­ mite a la idea de estabilidad, firmeza y resistencia. Bajo este aspecto, el resto del arte sería aquello que en la experiencia ar­ tística se opone y se resiste a la homogeneización, al confor­ mismo, a los procesos de producción de consenso masificado, vigentes en la sociedad contemporánea, y, más en general, a las tendencias a reducir la grandeza y la dignidad del arte. Sin embargo, esta orientación no se dirige, en absoluto, hacia la rehabilitación de la obra entendida como monumento. En la noción de resto está implícita una toma de posición antimo­ numental y anticlasicista. Si el arte es resto, quiere decir que la idea de la obra como algo armónico y conciliado debe ser dejada aparte porque el arte está atravesado por tensiones in-

25 A. Mattelart, L ’invention de h communication, Paris, La Découverte, 1994. 26 S. Benvenuto, «L’orrore discrete del feticismo», en Âgalma, nüm. 1 (2000).

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temas, conflictos y fracturas. Si el arte es resto, quiere decir que lo entero no se mantiene, no se afianza, se rompe en ele­ mentos disimétricos y profundamente discordantes entre sí. La polémica contra el reduccionismo comunicativo no im­ plica, por tanto, ningún paso atrás hacia el arte de las obras de arte ni hacia una concepción metafísica del arte y de la filo­ sofía. En efecto, no hay que olvidar que la situación contempo­ ránea del arte y de la filosofía está abierta desde el fin del cla­ sicismo y desde el hundimiento de la metafísica; está en rela­ ción con aquel evento histórico que Nietzsche denominó «la muerte de Dios», es decir, con el desvanecimiento de todas las certezas estéticas, morales y cognoscitivas elaboradas por la humanidad para vencer el miedo y conferir una cierta seguri­ dad a la vida individual y colectiva, y que constituye lo que el citado filósofo consideró, precisamente, como la premisa del nihilismo. Como es bien sabido, fue Freud quien proporcionó el aná­ lisis más profundo del estado emocional provocado por la pérdida de una persona amada o de una abstracción que ha ocupado su lugar27. Para éste, las vicisitudes psíquicas a las que da lugar este estado pueden ser bastante variadas: sólo la «labor del dolop> permite esa elaboración psíquica que con­ siente en retirar, progresivamente, la libido del objeto amado y trasladarla a otros objetos del mundo exterior. Si este traslado no se produce, puede producirse un síndrome melancólico, ca­ racterizado por un gran abatimiento acompañado de la pérdi­ da de la capacidad de amar y de un envilecimiento del sentido del yo, que se expresa en autorreproches y en un arraigado sen­ tido de culpa. Para Freud, la melancolía es la consecuencia del fracaso de la «labor del luto». Si éste no tiene lugar, surge el sín­ drome patológico en el que a un enorme empobrecimiento del yo se une una actitud de acusación hacia los demás. Este análisis de la melancolía proporciona una clave para comprender el nihilismo, el cual sería una reacción melancóli­

11 S. Freud, Trauer und Melancholie (1917), en Gesammelte Werke, Frankfurt am Main, Fischer, 1960 y ss.

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ca a la caída y a la desaparición de aquellos «valores» metafisicos que han sustentado y apoyado el ascenso del arte y de la filosofía como formas culturales-guía de Occidente. Frente a la pérdida de estos «valores», la cultura occidental no está en disposición de realizar la labor del luto, es decir, de separarse, progresivamente, de su fundamento metafísico repensando la «grandeza» del arte y de la filosofía de modo adecuado a las nuevas condiciones históricas, sociales y económicas. La cul­ tura occidental continúa estando poseída, sin saberlo, por el pasado y revierte sobre sí misma la culpa de su desaparición porque, inconscientemente, se identifica con ella. De ahí de­ riva un cuadro cultural y artístico profundamente patológico que se manifiesta, por un lado, en el sentimiento de una pro­ funda inadecuación de sí mismos que llega hasta la autodenigración y la abyección y, por el otro, en la incapacidad de mantener nada digno de admiración o de estima. El arte y la filosofía quedan prisioneros, así, de aquellos «valores» metafísicos que niegan en apariencia. Su nihilismo (o cinismo) no es una liberación de la tradición, no es un fenómeno de desen­ canto o de secularización, sino, al contrario, es la indolencia de señores decadentes y melancólicos que ya no están en dis­ posición de situarse en la renegociación general de todas las grandezas implícitas en el proceso de globalización. Los nihi­ listas (o cínicos) actuales no son, de ningún modo, los herede­ ros de los espritforts y de los dandies de los siglos pasados: son melancólicos incapaces de reciclarse, de formar parte de la nueva jerarquía de la grandeza. Por otra parte, la negación de los «valores» llevada a cabo por el nihilismo es algo muy próximo a aquel mecanismo descrito por Freud con el término de Vemeinung (negación) que consiste en expresar de modo negativo un pensamiento cuya existencia se diluye28. En el caso específico del nihilismo, la afirmación de los «valores» tradicionales puede entrar en la conciencia a condición de ser negada. Estos «valores» no pue­ den expresarse positivamente porque revelarían el no valor de

28 Id ., D ie Vemeinung (1925), en Gesammelte Werke, Frankfurt am M ain, Fischer, 1960 y ss.

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quien los propugna, su «no estar a la altura» de lo que sostie­ ne. Al mismo tiempo, no pueden suprimirse, apartarse de su realidad psíquica, porque ello requeriría la elaboración de nuevos criterios de valoración. En otras palabras, además de no reconocer su propia inadecuación, el nihilista melan­ cólico prefiere negar la validez de lo nuevo. Así, el mundo del arte y de la filosofía está lleno de melancólicos que se tienen a sí mismos y al mundo «un gran despreció» porque no pue­ den dejar de prolongar, psíquicamente, la existencia de lo que ha perdido «valor». Freud observa que la melancolía pertene­ ce a la constelación psíquica de la rebelión; pero la rebelión del melancólico no será jamás una revolución porque aquélla es, más bien, una queja respecto a algo que falta, queja que se transforma en acusación frente a aquéllos que no comparten su melancolía. Nicholas Abraham y Maria Torok presentan un desarrollo original de las nociones freudianas de luto y de melancolía en la obra Lécorce et le noyeau (1987), que recoge ensayos escritos en las décadas anteriores. Uniéndose a las ideas de un discí­ pulo de Freud, Sándor Ferenczi, explican la labor del dolor mediante el fenómeno de la introyección: el trauma de la pér­ dida puede ser superado a través de una extensión de los in­ tereses del Yo que se enriquece con nuevas perspectivas trans­ firiendo la libido a otros objetos, manteniendo el recuerdo del pasado. Completamente diferente de este proceso es, en cambio, el fenómeno de la incorporación, que determinan de modo muy singular. Mientras la introyección representa una crecida del Yo, en la incorporación se instala en el interior del Yo, de modo casi mágico e instantáneo, una entidad psíquica extraña, dotada de autonomía propia, desconocida para quien la lleva en sí y que constituye «una especie de incons­ ciente artificial», distinto del inconsciente dinámico de la tra­ dición psicoanalítica29. Esta entidad es similar a una tumba se­ creta, a una cripta que preserva, como si estuviera muerto, algo aún vivo y, secretamente, activo.

29 N. Abraham y M. Torok, Ciyptonimie. Le Verbier de l’Homme aux Loups, precedido de Fors de J. Derrida, París, Flammarion, 1976.

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La incorporación críptica es un tercer destino del luto, neta­ mente distinto no sólo de la labor del dolor (introyección), sino también de la melancolía. En efecto, el criptóforo, es de­ cir, aquel que lleva en sí una cripta, se oculta a sí mismo el he­ cho de haber perdido algo, enmascara la herida porque es in­ nombrable, «ya que su mera enunciación en palabras sería mortífera para todos los lugares comunes»30. ¿Qué esconde este complejo dispositivo? Contrariamente a lo que se podría creer, no una ausencia, una carencia o un déficit, sino un gozo que no puede ser reconocido como tal, que es innombrable porque supone un atentado a la dignidad no del sujeto, sino del personaje desaparecido, el cual desempeña una función de ideal del Yo. En efecto, la pérdida ha tenido lugar, pero es tal que no puede ser reconocida ni aun menos comunicada. La cripta asume, así, la dimensión de un resto, entendido no como avance, sino como realidad psíquica, «bloqueo de la rea­ lidad», «tópico de la realidad»31. El fenómeno de la incorporación críptica, descrito por Abraham y Torok, ha sido revisado por Jacques Derrida en el texto F(u)ori (1976), en el que se plantea la singularidad de un espacio que se define, a la vez, como interior y exterior; la cripta, de hecho, es «un lugar comprendido en otro pero rigu­ rosamente separado del mismo, aislado del espacio general mediante paredes, un recinto, un enclave»12; es el ejemplo de una «exclusión intestina» o «inclusión clandestina». Para De­ rrida, es la formación de compromiso de un conflicto que se instaura con violencia y que es imposible resolver; es el único modo de amar sin matar y de matar para no amar; es el teatro general de una maniobra que se representa para evitar que la contradicción se transforme en catástrofe. Pero el aspecto más inquietante de la incorporación crípti­ ca, que se halla sólo apuntado en los trabajos de Abraham y Torok y de Derrida, es su resplandor, su esplendor, el relam­ pagueo de algo que no se explica sólo con la confusión lin­

30 Ibíd., pág. 293. 31 Ibíd., pág. 248. 32 N . Abraham y M. Torok, L 'éco ractk noyau, París, Flammarion, 1987.

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güística entre glance (mirada) y Glanz (centelleo)33. El hecho es que la cripta es una especie de utopía realizada que, precisa­ mente por ello, debe ser silenciada so pena de reabrirse el con­ flicto. Es un tesoro escondido que brilla sólo en la oscuridad. La noción de incorporación críptica proporciona la posibi­ lidad de pensar una tercera salida a la situación planteada por el «hundimiento de los valores» y por la «muerte de Dios»; muestra que es posible sustraerse al cinismo melancólico en el que el arte y la filosofía parecen haber caído irremediable­ mente, aunque al precio de encerrarlos en una cripta a la que es muy complicado acceder. Al menos, así, quedan salva­ guardados tanto de los fanáticos de las «obras» como de los fanáticos de la comunicación. Bajo esta perspectiva, la labor del filósofo-artista será la de guardián de tumbas tan magnífi­ camente descrita: «está, allí, plantado para vigilar los ires y veñires de los parientes próximos que pretenden tener acceso a la tumba a toda costa. Se permite la entrada de curiosos, ino­ portunos o detectives..., será para reservarles pistas falsas o tumbas ficticias. En cambio, los que tienen derecho a visita serán objeto de maniobras y manipulaciones varias. La vida de un guardián de tumbas — que debe tratar con esta multi­ tud heterogénea— ha de estar llena de malicia, astucia y di­ plomacia»34.

33 S. Freud, Fetischismus (1927), en Gesammelte Werke, cit. 34 N. Abraham y M. Torok, L'ecorce et k noyau, cit., päg. 247.

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