El caminante y su sombra
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EL CAl\fINANTE Y SU SOMBRA

FRIEDRICH NIETZSCHE

lntroducci ón:

ENRIQUE LóPEZ CASTELLÓN Traducción:

LUIS ÜÍAZ MARÍN

EDIMAT LIBROS Ediciones y Distribuciones Mateos Calle Primavera, 35 P olígono Industrial El Malvar

28500 Arganda del Rey MADRID - ESPAÑA

Copyright© EDIMAT LIBROS, S. A.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, dist1ibuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transfor­ mación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización por escrito del propietario del copyright.

ISBN: 84-8403-447-X Depósito legal: M-5843-1999 Autor: Friedrich Nietzsche Introducción: Enrique López Castellón Traducción: Luis Díaz Mar ín Diseño de cubierta: Juan Manuel Domínguez Impreso en: BROSMAC EDMCSel.CS El c ami n ante

y su sombra

IMPRESO EN ESPAÑA- PRINTED IN SPAIN

SOLILOQUIOS DE UN FILÓSOFO ERRANTE Por Enriq ue LÓPEZ CASTELLÓN I

El 1 1 de septiembre de 1 879 Nietzsche se encontra­ ba en S aint Moritz. Desde allí en vió la mayor parte de El caminante y su sombra a Peter Gast, el j oven músi ­ co y fiel colaborador de nuestro autor, que había acudi ­ do a Venec i a buscando i n spi raci ón para sus composi­ ciones. La carta que le dirige dándole cuenta de su envío constituye un testi monio inapreciable de la situación psi­ cológi ca en que se hal l a Nietzsche: «Cuando lea usted estas líneas - le dice-, estará ya en sus manos el manuscrito. Él por sí mismo le h ará a usted el ruego : yo no tengo el valor para ello. Sin em­ bargo, usted compartirá unos momentos de la dicha que siento al pensar en mi obra ahora terminada. » Nietzsche ha puesto e n manos de Gast u n manuscri­ to casi i legible: es todo lo que le permite su vista extra­ ordinari amente deteriorada que le impide resistir la l uz bri l l ante y le obliga a acercar de un modo desmesurado la cabeza al papel . Aquellos garabatos casi i l egibles no pueden ser enviados a la imprenta, y el fi losofo, no sin cierta timidez , solicita del músico que le copie el ma­ nuscrito con su hermosa y clara caligrafía. En compen­ sación por el esfuerzo le h ace estas sinceras confesio­ nes: «Estoy l legando al fi nal de los trei nta y cinco años, 5

"la mitad de l a vida", se decía hace ya mi lenio y medi o . A e s a edad perfiló D ante s u s v isiones, según recuerda en el primer verso de su poema. Yo me encuentro aho­ ra a la mitad de la vida, pero tan "rodeado por la muer­ te", que ésta puede poner su mano sobre mí en cualquier momento. Dada la naturaleza de mi mal, tengo que con­ tar con una muerte repentina, víctima de un ataque, si bien yo preferiría cien veces, aun cuando fuese mucho más dolorosa, una agonía lenta y lúcida, durante la cual pudiera hablar con mis ami gos. En este aspecto me sien­ to terriblemente envej ecido, quizá también porque mi vida ya ha dado sus frutos . He alimentado l a lámpara de aceite y no seré olvidado . En reali dad ya he pasado l a prueba de fuego de l a vida: muchos tendrán que pasar­ l a tras de mí. Los incesantes y dolorosos padeci mientos no han doblegado hasta hoy mi áni mo, e incluso en oca­ siones me siento más alegre y benévolo que en toda mi vida pasada: ¿a qué atribuir este influj o reconfortante y s al udable? A los hombres no, por supuesto, pues, con excepción de muy pocos, los demás, durante los últimos años , se han "escandalizado de mí" y no han v acilado en demostrármelo.» Pese a lo que aquí se dice, l a muerte de Nietzsche no se produj o sino veintiún años más tarde . Durante una década el fi lósofo llevará una v i da errante por Europa entre agudos e i ntermitentes malestares físicos en me­ dio de los cuáles producirá lo mejor de su obra. Al final de e stos diez años, sufrirá en Turín el derrumbamiento definitivo que desemboc�r5 en ena existenci a casi ve­ getativa, truncada por la muerte el 25 de agosto de 1900. S í se encuentra, empero, Nietzsche en un momento cru­ c i al de su vida. Sus crónicas dolencias le han l levado a presentar su renuncia a l a cátedra de l a Universidad de B asilea. S u l ibro de estos tiempos (Humano, demasia­ do humano) ha sido un fracaso editorial y una piedra de escándalo para sus pocos lectores. De hecho, ha supuesto l a ruptura defi ni ti va de su ami stad con Wagner, al que 6

el autor situaba «en el crepúsculo del arte» . Hasta Rohde manifestó su desacuerdo con una obra que descubría a un Nietzsche desconocido y al que rechazaba. Lo que más disgustó a Rohde fue que su ami go negase la res­ ponsabilidad del hombre por sus actos en un mundo ca­ rente de sentido en sí mismo: Nadie me hará creer jamás en una doctrin a semej ante : no puede haber n adie que crea en ella, ni siquiera tú. Ciertamente, como destaca lvo Frenzel , comentando Humano, demasiado humano, «sorprende ver emerger en un Nietzsche antin-acionali sta una tendenci a hacia un racionalismo escéptico. Al desmoronamiento del in-a­ cionali smo dionisíaco y a la negación de la trascenden­ cia metafísica sigue una i nvocación a la "libertad de la razón" . "El hombre a sol as consigo mi smo" sólo tiene una vía de escape : la del peregrino que siempre se alej a un poco mas del desierto de la realidad; tan sólo ese vi a­ je sin fin garantiza la sinceridad en el mundo, y con ello la libertad. » Nietzsche se h a desprendido del si stema fi ­ losófico-moral de Schopenhauer. La crítica racionali sta de la Ilustración ha llegado a sus últimas consecuenci as : aventar los fantasmas d e la metafísica. L a fascinación que Nietzsche sentía por el romantici smo in-acionali sta de Wagner y por la metafísica nihili sta de Schopenhauer se convierte ahora en la adopción de una actitud crítica, fría y dura que hace del autor un heredero directo de la filosofía de la Ilustración . Humano, demasiado humano es la crónica de la liberación de toda forma de trascen­ dental i smo. También es el test1moni o autobiográfico de una n ueva forma de vi da: la del fi l ósofo errante . Es el modo de exi stencia que va a llevar Nietzsche a partir de ahora hasta que su enfermedad le reduzca a la demen­ cia. El último afori smo de Humano, demasiado huma­ no expone con un l i ri smo que preludi a el esti lo de Así habló Zaratustra la acti tud vi ajera del fi l ósofo ante la vida: «El que quiere l legar en ci erta medida a la li ber­ tad de l a razón no tiene derecho, durante cierto tiempo, 7

a sentirse sobre l a tierra otra cosa que un viajero, y ni si ­ quiera un viaj ero hacia un paraje determinado, pues no tiene ninguna dirección . Pero se propondrá observar y conservar los oj os abiertos para todo lo que pasa en el mundo; por eso no puede l igar fuertemente su corazón a nada particular: es preciso que haya siempre en él algo del viaj ero que encuentra su placer en el cambio y en el paisaje. Sin duda, este hombre pasará mal as noches o se sentirá cansado y encontrará cerrada la puerta de la ciu­ dad que l e p udiera ofrecer un reposo : quizá como en Oriente se extienda el desierto hasta esta puerta y se oiga rugir a las fieras lejos o cerca y el viento se encrespe para arrebatarle sus acémilas . Entonces es posible que la no­ che descienda para él como un segundo desierto sobre el desierto y su corazón se encuentra fatigado de viaj ar. Que se eleve entonces el alba para él , ardiente como una divinidad encolerizada; que se abra la ciudad; all í verá entonces quizá en los rostros de los habitantes m ás de­ sierto aún, suc iedad, perfidia e inseguri dad que ante l as puertas, y el día será casi peor que la noche . Así le pue­ de suceder, a veces , al viaj ero ; pero l uego vienen , en compensación, las mañ anas delici osas de otras regiones y de otros días, en los que desde el despuntar del sol ve en la bruma de los montes los coros de las musas avan­ zar danzando a su encuentro ; en que luego, cuando en el equilibrio espiri tual de l as mañanas se pasee baj o los árboles, verá caer de sus cimas y de sus frondas una llu­ via de cosas buenas y claras, las ofrendas de todos los espíritus l ibres que vi ven en l a montañ a, en el bosque y en la soledad, y que, como él , a su manera, unas veces gozosa y otras reflexiva, son viajeros y fi lósofos. Nacidos de los m isterios de la mañ ana, piensan en qué es lo que puede dar al día, entre la décima y l a duodécima cam­ panada, una faz tan pura, tan l um inosa, tan radiante de c l aridad: es que buscan la fil osofía de l a mañana.» ¿Quién puede resistir semej ante ascesis, que anunci a ya el deber de endurecerse impuesto por Zaratustra a sus 8

di scípulos? Ser libre es estar solo, desprenderse de to­ dos y de todo, extrayendo así de uno mi smo la luz de un futuro di stante . Para ello se preci sa, además, la presen­ cia de un pai saje que armonice con el alma del fi lósofo, que sea «SU doble» . Ni etzsche hallará ese pai saje en las cumbres boscosas de la Alta Engadina, adonde l lega en el verano de 1879, un a vez liberado definiti vamente de sus obligaci ones docentes. ¿Qué fortaleza de espíri tu h ay que suponer en Nietzsche cuando solo, fracasado y abatido por su em­ peorada enfermedad, se i mpone un modo de exi stenci a y hasta una dieta ali menticia tratando de lograr el equi ­ librio psicológi co en medio de unas condiciones econó­ micas real mente modestas? El 24 de j unio escri be a su hermana desde Sai nt Moritz: «Tengo la sensación de es­ tar en la tierra prometida. Un continuo octubre con sol y, por primera vez, sentimiento de alivio. Vivo completa­ mente sólo y corno en el cuarto, igual que en B asilea y también casi las mismas cosas, aunque no higos. No como casi ninguna carne, pero bebo, en cambio, mucha leche, lo cual me sienta bien. Voy a permanecer aquí largo tiem­ po, pero oculta cui dadosamente mi dirección, porque si no tendría que marcharme.» El autor dej ará reflej ado este sentimi ento de comuni ón con la naturaleza en los afo­ ri smos 295 y 338 de El cam inante y su sombra. S i n embargo, Nietzsche no trasl ada a su nuevo libro el estado de ánimo en que se encuentra. Parece que no quiere dar sati sfacción a sus enemigos, que desearían verle decaído y desamparado. Eso es lo que dej a entre­ ver en la carta a Peter Gast a la q ue antes me re fería. »Lea usted, mi queri do ami go -le dice-, este ma­ nuscri to con deteni miento y pregúntese siempre si en él se encuentran rastros de sufri miento y de depresión . Yo no lo creo, y esta fe es ya un síntoma de que en estas ideas tienen que al bergarse energías, no desmayos ni des a­ lientos, que es lo que buscarán los que no me son afec­ tos .» Por otra parte, ¿cómo puede ser tri ste un li bro que 9

impli c a una reacción contra e l pesimi smo de l o s indi ­ gentes, d e l o s fracasados, de l o s vencidos? E n este sen­ tido, El caminante y su somb ra pretende ser --en pala­ bras de su autor- una «doctrin a de l a salud», un a «disciplina voluntaria». Nietzsche rechaza enérgicamente la actitud de quien expone sus dolores para suscitar com­ pasión . S u postura, por el contrario , queda c laramente expresada en el afori smo 128: «Quien l leva al papel l o q u e "sufre" e s un autor tri ste ; pero se convierte e n u n autor serio cuan do nos dice l o q u e " h a sufri do" y por qué en el presente le con suela la alegría.» La realización de semejante programa exige, sin duda, esfuerzo, un esfuerzo que a veces adquiere proporci o­ nes sobrehumanas. Por eso, c uando e l dil i gente Peter Gast devuelve a N ietzsche su manuscrito copiado, co­ rregido e incluso con algunas notas sugiri én dole cam­ biar o reducir determinados párrafos, éste le escribe: «El m an u scrito que u sted recibió de S ai n t Moritz h a s i do comprado tan duramente y tan caro, que quizá n adie que hubiera podido evitarlo lo hubiera escri to a este precio. Al leerlo, especi al mente los párrafos más l argos , me ho­ rrorizo a menudo con el terrible recuerdo. Todo, con ex­ cepción de algunas pocas l íneas, ha sido pensado mien­ tras paseaba y esquematizado con l ápiz en seis pequeños cuaderno s ; el pasarlo a l i mpio me ponía enfermo c asi siempre. Unas veinte sucesiones de pen samientos, des­ graci adamente muy esenciales, he teni do que dej arlas escapar, porque no encontré tiempo bastante para extraer­ l as de los i legibles garabatos a l ápiz, tal como ya me su­ cedió el verano pasado. Después pierdo de la memori a l a concatenación de los pensamientos : y es que tengo que hurtar a un cerebro doliente, a esa "energía del ce­ rebro" de la que usted habla los minutos y l os cuartos de hora. A veces siento que no podría volver a hacerlo. Leo su copia y me resulta extremadamente difíci l compren­ derme a mí mismo, tan cansada está mi c abeza.» Y un mes después añade refiriéndose también a El caminan10

te y su sombra: «Ronda tan a menudo el error en este es·­ crito; la c ausa es la brevedad, el maldito estilo telegrá­ fico al que me obligan la cabeza y los ojos.» Nietzsche escribe, pues, el presente libro en 1879, du­ rante los mese s que preceden al final del veran o . Instalado sucesivamente e n diferentes pueblecitos de l a Suiza central , busca las zonas umbrías de los bosques y el aire l impio de las altas montañas para dar prolon ga­ dos paseos por cómodos senderos, rehuyendo la i nten­ sa luminosidad solar que perj udica a sus ojos. Durante estas caminatas , nuestro autor lleva a cabo un diálogo consigo mismo, o mejor, con su sombra, ese segundo yo que le acompaña en medio de su soledad. El título que da a su n uevo libro, De r Wande re r und se in Schatten , expresa la circunstancia de su génesi s . Wanderer, en ale­ mán , significa "caminante" , "excursioni sta" , y hace re­ ferenc i a a l as c on dici ones i de ales en las que, según Nietzsche, se debe pensar: paseando sin una orientación determinada, a muchos pies de altura, sobre lagos y pre­ cipicios, entre zonas boscosas. La disputa mordaz contra sus adversarios ha cedi do su puesto al soliloquio sosegado . Muchos días, los do­ lores de cabeza y de ojos y las intensas náuseas le obli­ gan a guardar cama en el modesto cuartito donde habi ­ ta. Pero siempre que puede , su e spíritu le i mpulsa a emprender soli tari as excursiones por agrestes parajes . E s entonces cuando, e n e l trasfondo de s í mismo, e l pen ­ sador se esfuerza en esc uchar el murmullo de sus pro­ pias ideas, que por todas partes le rodean y acompañan, a la m anera de esas sombras al argadas que el sol pro­ yecta al ocultarse. Nietzsche está cobrando conciencia de sí mismo, fuera de los círculos intelectuales , alejado incluso de la influencia de los libros que sus oj os dolo­ ridos y miopes le impiden leer. En esta situación aflora toda la riqueza de su vida interi or; l as i deas le asaltan sin buscarlas, sin tratar de si stematizarl as, en medio de estos senderos de montañ a, y Nietzsche las va regis11

trando como puede en sus cuaderni tos de notas. Luego, entre el desorden de su cuarto, ante su mesa de trabajo, tratará de perfi larlas con un esti l o que resultará n uevo en la prosa alemana. Se trata, en suma, de una expresión escrita que rechaza el apasionamiento afectado, tan habitual en los autores ro­ mánticos . Nietzsche persigue una prosa sobria, sin imá­ genes, en la que se den cita la pureza de Sófocles y la con­ sistencia de Tucídides. Le fascina el estilo agudo y pulido, mezcla de ironía y de escepticismo, de los moralistas y epi­ gramatarios franceses: Montaigne, La Rochefoucauld, La B ruyere, Fontenelle, Chamfort y Stendhal . En referencia a Humano, demasiado humano, ya l e había escrito Jacob Burckhardt meses antes: «¿Qué efecto produciría usted en La Rochefoucauld, en La Bruyere y en Vauvenargues, si l legaran a leer su libro en el Hades? ¿ Y qué diría el viejo Montaigne? En cualquier caso, sé que La Rochefoucauld le envidiaría seriamente numerosas máximas.» Aunque es evidente que los dolores de cabeza y de oj os forzaron a Nietzsche a recurrir al aforismo para expresar su pensa­ miento, a la larga esta coacción se reveló más conforme con l as exigencias de su genio. Como apunta Lou Andreas Salomé, «Nietzsche no veía sus i deas desarrol l arse baj o s u mirada con la continuidad de u n trabajo sistemático gra­ bado sobre e l papel . Escuchaba sus i deas como si fuera un diálogo franco y abierto que cada vez trata de un tema dis­ tinto, que sus oídos "hechos para oír cosas inauditas" l o­ graban captar como si fueran palabras reales.» Por todo l o dicho se entenderá que en el afori smo 109 de El caminante y su somb ra Nietzsche si túe los Aforismos de Georg Cri stoph Lichtenberg entre los me­ j ores libros de l a l iteratura alemana, a l a altura de los es­ critos de Goethe. Junto a esa obra maestra del humoris­ mo uni versal que son los Afo rismos menci on ados, n uestro autor cita una novela de Adalbert S ti fter titula­ da El Veranillo, cuya lectura le había causado una hon­ da i mpresión hasta el punto de que se la envi ó cuidado12

samente encuadern ada como un don precioso a Peter Gast en prueb a de agradeci mi ento por l a c opia y co­ rrección de El caminante y su sombra . En real i dad, l a novel a de este escri tor y educador austríaco ofrecía a Nietzsche un modelo de vida armonizable con l as aspi ­ raciones que abrigaba en este momento. Efectivamente, l a novela en cuestión narra l a historia del barón Gustavo Ri sach , en amorado de l a baronesa Matil de, con quien no puede casarse a causa de l a opo­ sición de l os padres de ésta, dada su escasez de medios económicos. Risach, uno de esos grandes l iberales de­ masi ado desin teresados para buscar el poder y dema­ siado puros para no abandonarl o si ello compromete l a di gnidad del carácter, rechaza los más elevados honores para encamar un a sabiduría ascética, preocupada no de los éxitos i nmedi atos , sino de l a reforma profunda del espíritu público. Retirado a su antigua y confortable man­ sión , en medio de un jardín de rosas, Ri sach se dedica a l abores de jardinería, granja y agricultura, creando ade­ más un tall er donde un grupo de artesanos emprenden la obra de restaurar bel los muebles, artesonados, coros y retablos de los pal acios y l as iglesias de l a región . Una biblioteca de l i bros escogidos, una colección de cuadros descubiertos con ingenio, camafeos antiguos y otros ob­ jetos raros y preci ados consue l an su soledad activa, en­ tregada a la reflexión seren a. Mati l de, que ha sido fie l a l amor de Ri sach, pese a un matrimonio de convenien­ cias, se instala ya vi uda en l as proximidades de la man­ sión de éste, reanudando con él en la vejez de ambos una rel ación impregnada de amables sentimientos . La vida de Mati l de y de Gustavo se convierte entonces en uno de esos otoños soleados y cálidos como un retomo i nes­ perado a un verano que parecía ya tran scurri do para siempre. Huel ga decir que esta elegante obra, l l ena de di stin­ guidos prejuicios, mostraba un total desconocimiento de l as l uchas soc i a l e s de l a époc a y un arraigado y c on 13

venci do conservadurismo que suponía una clase obrera indefinidamente respetuosa con los patronos cultos que la protegían . De cualquier forma, Nietzsche se sentía conmovido por este espíritu aristocrático que abrigaba entre l as rosas y los obj etos hermosos el sereno sufri­ m iento de su amor frustrado y que acumulab a bienes morales y materiales para l as generaciones venideras . Este modelo de vida y el retiro de Epicuro, que cono­ cía a través de sus lecturas de Diógenes Laercio rodeado en su j ardín de un reduci do grupo de amigos y alimen­ tándose con frugalidad --como se expresa en el aforis­ mo 192-, constituían las aspiraciones de Nietzsche para combatir su dolorosa situación. Sus sufrimientos, empe­ ro, llegan a tal extremo, que hacia fi nales de agosto de este fatídico año de 1879 -«el más terrible de su vida», según testimonia a su hermana-, comprende l a i mposi­ bilidad de llev ar a feliz término el género de vida pen­ s ante al que estaba dispuesto a entregarse semanas antes en la Alta Engadina, en medio de sus paseos solitarios . La carta que escribe a su madre el 29 de agosto resulta expresiva al respecto: «Estoy tan harto de los muchos pa­ seos . . . , mis ojos quieren oscurecerse; y después, mucha lectura en voz alta para no meditar de continuo -mi úni ­ ca ocupación-, aparte d e mis eternos dolores. "No pue­ do leer", no "puedo" tratar con personas, conozco de me­ moria la naturaleza, no me atrae. El aire es, sin embargo, sumamente bueno, me horroriza dej arlo.» Nietzsche tiene, pues, que hacer otros planes para el invierno. «Hay un estado -escribe a Peter Gast- en el que me parece que lo más oportuno es hallarse en las pro­ ximidades de la madre, del lugar natal y de los recuerdos de la niñez.» Sin embargo, antes que nada, el filósofo quie­ re ver acabado y publicado El caminante y su sombra, obra que aparecerá primero editada por separado, pero que, j unto con Miscelánea de opiniones y sentencias, aca­ bará constituyendo la segunda parte de Humano, dema­ siado humano, a manera de «apéndice» o «epílogo». 14

II El caminante y su sombra es, pues, una continuación , un punto final puesto a Humano. demasiado humano, si bien la obra anterior gana en si stematicidad y liri smo en esta última parte . Como di ce Charl es Andler, «hay un toque de misteri o y de broma ática en el prólogo y en la conc lusión , donde Nietzsc he h ace convers ar al c ami ­ nante que le gusta ser con la sombra que le si gue y que se desvanece con la luz» . La intensa soledad de Nietzsche -soledad lúcida, so­ ledad en medio de una radiante luz-- acaba haciéndole ver pasaj eros fantasmas . Su propi a sombra se eri ge en interlocutora de sus pensamientos durante un a de sus so­ litarias excursiones por los alrededores de S aint Moritz. El hecho es tan insólito como el ver pasar unos exóticos camellos por un bosque cercano a Pisa. Sin embargo, el li bro no constituye un diálogo del ca­ minante con su sombra. Nietzsche rech aza la artificial i ­ dad de l o s diálogos escritos. «Si a Platón le hubiera gus­ tado menos escribir en diálogos -nos dice-, a sus lectores les h abría complacido más leerle.» Más bien la sombra se convierte en la oyente muda de los pensa­ mientos del filósofo, que éste va expresando en voz alta sin un afán di scursivo ni sistematizador. De este modo, la presenci a de un ser ajeno obliga al autor a dar forma verbal a las i deas que rondan en tomo a su cerebro. Las caza como mariposas que revolotean por el bosque y las expresa dirigiéndolas a su sombra. Toda la obra será una sucesión de pensamientos --con una cierta concatena­ ción temática en algunos bloques de afori smos- ex­ puestos más o menos brevemente durante un supuesto paseo. Al final de la tarde, con la caída del sol , la som­ bra desaparecerá del lado del caminante y, en el crepúscu­ lo, Nietzsche volverá a encontrarse totalmente solo. Hay, pues , un c ierto pateti smo en ese buscar i núti lmente en 15

tomo suyo a su sombra, esfumada al desvanecerse el úl­ timo rayo de l uz. E l simboli smo de l a sombra que tiene voz propia pa­ rece reflej ar el hecho de que no nos conocemos con una visión directa. Conocer es desdobl arse. Nietzsche lo ex­ presará posteriormente en Así habló Zaratustra: «Uno siempre a mi alrededor es excesivo -piensa el solita­ rio-. Uno por un o acaban siendo dos . Yo y mí están con stantemente dialogan do con apasionamiento.» Este diálogo del yo consigo mismo se expresa simbólicamente en la conversación del caminante con su sombra. La l uz en l a que se mueve el hombre proyecta inverosími les si­ l uetas , que nos si guen con dedic ación y afecto sumi so. Todos n uestros pensamientos, pal abras y obras se redu­ cen a esos j uegos de sombras que aparecen a tenor del l ugar que ocupamos con respecto a la l uz. Esto es todo lo que los demás pueden captar de nosotros y posibl e­ mente sea también lo que captemos de nosotros mismos en un diálogo interior, en un soliloquio fugitivo. Durante escasos pero fructíferos momentos, el fi lósofo entra en estrech a comunión con si go mi smo -con su sombra­ y con l a n aturaleza. Entonces acumul ará esas reservas que no se forman más que en el silencio y que qui zá re­ sulten necesarias en el futuro (aforismo 229) . Una sole­ dad sin amigos, sin obligaciones y sin pasi ones produ­ ce hastío, desaliento y aburri miento. En compensación , c abe cosechar i n esperadamente u n cuarto de hora del más profundo recogimiento durante el cual el fi l ósofo se siente muy cerca de sí mi smo y de l a n aturaleza, dos realidades que en estos i n stantes supremos se superpo­ n en hasta identificarse prácticamente (aforismo 200). Al escuchar así, en la l uz silenciosa, a l as voces que hablan en su corazón, a Nietzsche le parece que proyecta un re­ flej o creciente de sí mi smo, que entra en posesión del futuro. Por eso -como señala Andler-, «en n in gún l i ­ bro h a recogido m á s sueños sobre l a psicol ogía d e l as épocas, sobre l as causas que h acían afluir al cere bro de 16

l os griegos esa sangre pura y ligera, de la que procedían unas ideas tan l impias ; sobre las poderosas pasiones de la edad medi a, tan jóvenes en unos cuerpos de bárbaros recién salidos de su se lva virgen , tan viej as y can sadas también en los oj os febri les de los místicos. Nietzsche medita sobre toda la preh i stori a del derecho, del talión ; sobre el equi li brio de las fuerzas salvajes de don de sur­ gió la primitiva equidad. Estos afori smos con vi ven con reflexiones sobre las formas primiti vas del intercambio, sobre el valor de l trabajo en los tiempos anti guos y en­ tre nosotros ; sobre los medi os de realizar l a j usticia en el reparto de las propiedades» . Por todas partes este fi ­ lósofo curado del pesimismo de Schopenh auer cree en­ contrar promesas de felicidad. Así, en medio de l os in­ decibles dolores que le torturan, Nietzsche es lo bastante fuerte para escri bir: « ¡ Avancemos , amigos, unos miles de años ! Muchos goces aguardan al hombre, goces cuyo aroma no ha l legado todavía hasta nosotro s . S i n em­ bargo, tenemos derecho a permitirnos ese goce, a invo­ carlo, a anunciarl o como al go necesari o, si empre que n o se estanque el de s arro l l o de l a razón h uman a . » (Aforismo 183. ) Si examinarnos las obras posteri ores de Nietzsche y l a misión que se impone a partir de Aurora -el l i bro que escribi rá inmedi atamente después de El caminante y su sombra- cabe destacar en este último como deno­ minador común de sus preocupaciones y más al l á de su revoloteo temático, la inten sa i nquietud por la supera­ ción de los prejuicios morales, religi osos y metafísicos . E n el lo consi ste la liberación del hombre, la ruptura de las caden as que le mantienen atado aún al animal . De este modo, abundan en el li bro las reflex iones sobre l a arbitrariedad que supone apl icar casti gos, lo absurdo del remordi miento, el sentimiento de venganza que se es­ conde tras la condena moral de los actos ajenos: en suma, la mitología fil osófica que impl ica la creencia en el li­ bre albedrío. A veces, como en el afori smo 27, donde el 17

autor ofrece una explicación del goce que sentimos ante el mal aj eno. Nietzsche se revel a ya como el fi no psicó­ l ogo que bucea en l as profundidades del alma h uman a. En otras ocasiones, aflora igual mente la crítica al cris­ tianismo que, en el últi mo período de su vida, culmina­ rá en su obra El Anticristo. S i n duda n uestro autor tiene conciencia de que la su­ peraci ón de los prej uicios morales, religiosos y metafí­ sicos en virtud de la c apacidad de desvanecer fantasmas que posee la luz cada vez más radiante de la razón -no olvidemos que en El caminante y su sombra Nietzsche e s un i lustrado-, desemboca en una utopía social . Los obreros de h oy, que construyen ciclópeas murall as para salvaguardamos de l as dev astaciones de otras épocas , no hacen sino preparar el terreno sobre el que actuará el j ardinero del futuro (afori smo 271) . Los pensamientos que participan de l a grandeza, de l a serenidad y de la luz del sol constituyen «la gran trinidad de la alegría» ; com­ pendi an l as e speranzas , los deberes y l as pretensiones del filósofo, porque son pensamientos que elevan , tran­ q ui l i zan e i l um i n an ( afori smo 332) , permi ti endo l a transfi guración de l a vida en l a tierra. Por e l momento se requieren, empero, cadenas que domen a la fiera hu­ mana y terrib l e s sanciones psicol ó g i c as (remordi ­ miento, sentimiento de culpa), que recuerdan a l as es­ pantosas torturas físicas de antaño . Pero tal vez l legue u n día en que la dulzura creci ente del hombre y su ale­ gre cordura le permitan prescindir de las creenci as que hoy son necesarias. Esta sería la prueba de que ha muer­ to l a fi era y que comienza l a h uman idad, de que se h a i n i c i ado u n a era n ueva, como l a que entrevieron pre­ m aturamente l os pastores de Belén cuan do oyeron de­ c i r des de u n cielo i l um i n ado: «Paz a m i alrededor y buena voluntad para con todo l o que está cerca de mí.» ( Aforis mo 350. ) Para e l hombre de hoy esta divisa aún resulta pel i grosa porque su alma es todavía enfermiza y está c argada de c adenas. «Sólo al "hombre ennoble18

cido" --escribe Nietzsche- le es dada la "libertad de es­ píritu"; únicamente para él la vida se hace más l i gera y pone bálsamo en sus heridas ; él es el primero que puede decir que vive a causa de su alegría y de ningún otro fin .» Esta es l a razón de que Nietzsche no escriba para el gran público y que no le importe demasiado el fracaso editorial de sus obras . Su indi viduali smo es una doctri­ na provi si onal , como señala Andler. Exige de nosotros una gran paciencia, no autoriza más que l a emancipa­ ción de l as almas más elevadas . Ya en Humano, dema­ siado humano h abía escrito: «Quien nace siendo un aris­ tócrata del espíritu no es demasiado presuroso; sus obras aparecen y caen del árbol en una tranquil a tarde de oto­ ño, sin que hayan sido ardientemente deseadas, solitd­ tadas, apremi adas por l a novedad.» Nietzsche dispuso de esa fecundidad serena que procede de la generosi ­ dad de l a savia, aunque en ocasiones, como en e l afo­ rismo 320, se pregunte qué es el hombre rico si vive en la soledad del desierto, y en Así habló Zaratustra cante el gran anhelo de esa viña fértil , de repletos y dorados racimos, que es el alma noble que espera ansiosa, aver­ gonzada y compren si va la l legada del viñador para sa­ ciar su hambre y apagar su sed. La ambición secreta de Nietzsche fue -en palabras de Andler- que «sus l i ­ bros pudieran unirse u n día a esos libros "europeos" en los que re vi ve algo de la Grecia antigua. Las obras del período i ntelectualista pertenecen a esta vendimia que hizo en los mej ores viñedos de la p rosa francesa y de l a prosa ateniense. U n poco amargas a l paladar por su no­ vedad, ganan en aroma, en dulzura aterciopelada, en l im­ pio bri ll o baj o el polvo de los años» . Los otros dos grandes bloques temáticos en l os que cabe estructurar El caminante y su sombra son el rel ati­ vo a exponer las opiniones del autor sobre cuestiones es­ tilísticas y literarias (afori smos 87 al 148, más algún otro aislado) , y el dedicado a expresar sus gustos musicales (aforismos 149 a 169) . 19

En el primer bloque Nietzsche l anza diatribas contra l a mala prosa alemana, desmitificando a l os autores te­ n i dos por c l ásicos, de entre l os que salva a Goethe, si bien denuncia la fal ta de naturalidad de su Fausto y e l carácter demasiado conciliador de este drama. Considera que l as cualidades de un buen escritor son l a conci sión sólida, l a seren idad y la madurez, y rech aza la n ovedad de i deas y de l en guaje, el uso de imágenes y de símbo­ los que persuaden pero no demuestran, y l a afectación por parte de un autor de sentimientos que n o experi ­ menta. Adelantándose a tesis de l a moderna l in güísti ­ ca, Nietzsche destaca l a mediación del l enguaj e en e l pensamiento . E n e ste sentido l a c laridad d e esti l o de­ te1fmin a l a c laridad y preci sión de i deas , y toda correc­ ción que se introduzca en la forma de escribir repercu­ tirá necesariamente en una vari aci ón del pens am iento y del discurso. La mayoría de los veinte afori smos dedicados a cues­ tiones musicales p arece respon der a l a obsesión q ue Nietzsche siente por Wagner, pese a que n o l e cite en nin gún momento. ¿ Celos del filósofo dol i ente y aban­ donado ante el éxito de quien fuera su ami go? ¿Choque de dos caracteres vehementes y explosivos, cuyas con­ secuenci as atormentarán a Nietzsche h asta el fin de su vida? En E l caminante y su sombra el autor se inclina p or l a melodía serena, senci l la, que h ab l a directamente al corazón , frente al estruendo y l a ampulosidad de l a mú­ sica que h a de recurrir a todas l as estri dencias del metal para despertar, entusi asmar, extasiar, conmover y em­ bri agar al espíritu c an s ado y embotado del l aborioso hombre moderno. Arremete contra el drama musical que, para é l , desnaturaliza el senti do mi smo de la música, y contra l a dicción musical de su tiempo, que remeda los gestos del gran pecador en el sentido cristiano. ¿Es pre­ ciso señalar que Nietzsche se está refiriendo al texto del Parsifal wagneri ano? 20

De todos modos, en el prólogo que escri be en 1886 para integrar Miscelánea de opiniones y sentencias y El caminante y su sombra como segunda parte de Humano, demasiado humano, Nietzsche dec l ara abiertamente l a profunda i mpresión que le causó el espectáculo d e un Wagner romántico, caduco y desesperado, cayendo ano­ nadado ante la santa cruz. ¿Cabe explicar la aversión an­ ticristiana de Nietzsche en función de su enemi stad c on Wagner que se vuelve re ligioso? Los extremi smos de nuestro autor parecen dar pie a el lo. Conozcamos el tes­ timonio de la misión que se impone: «Comencé por prohi­ birme, radicalmente y por principi o , toda música ro­ mántica, ese arte ambiguo, fanfarrón , sofocante, que priva al espíritu de su severidad y de su alegría y que hace po­ pular toda clase de vagos deseos y de envi dias esponj o­ sas. Cave musicam* es también hoy el con sejo que doy a todos los que son bastante viri les para velar por la pu­ reza de las cosas del espíritu. Semejante música enerva, ablanda, afe mina, su eterno "fe menino" tira de nosotros hacia abaj o . . . Mis primeras sospechas se dirigieron en­ tonces "contra" la música romántica: tomé mis precau­ ciones; y si yo esperaba aún algo de la música, era en la idea de encontrar un músico suficientemente audaz, per­ verso, mediterráneo y desbordante de salud, p ara ejercer sobre esta música una "venganza" inmortal .» Parece que Nietzsche halló a este músico en la persona de Bizet des­ de que en 1881 oyó en Génova su ópera Cam1en. La ruptura de su ami stad con Nietzsche intranquiliza también a Wagner, que le considera como un «pobre des­ carriado» , sumido en «Un estado desconsol ador» , ante el que no cabe otra actitud que «guardar un si lencio emo­ cionado» . Cuando l lega a manos del músico El caminante y su sombra, el nuevo libro le parece a Wagner una mues­ tra de «repugnante nihilismo» . Especialmente le moles­ ta el trato irrespetuoso que en él se da a la figura de Cristo *

«Cuidado con la música.»

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y l as desconsideraciones que merece el Fausto de Goethe, tenido por Wagner como un « li bro sagrado» . S i n embargo, l a obra que Nietzsch e acabab a de pu­ blicar h alló buena acogida en su reducido grupo de ami­ gos , movidos tal vez más por el afecto inspirado por el recuerdo de su persona, que por el conteni do del libro. A l menos es lo que cabe deducir de l as cartas que le en­ vían. Así, la señora B aumgartner le dice: «Mientras leía me resultaba como si usted mismo estuviera otra vez ha­ b lándome con aquella viej a confianza, serena pero arro­ gante, y como si volviera a escuch ar el agradable salu­ do, que yo oía con tanto gusto, cuando u sted s ubía l a e scalera: "¡ Aquí estoy ! " ; y todo m e resultó tan natural, tan c laro y senci l lo, como sólo e s posible cuando se co­ noce y a la vez se ama una voz . » Y su viej a amiga Malwida von Meysenbug le señala: «Como un mensa­ j ero de salvación me l legó h ace unos días El caminante y su sombra, puesto que me traj o por fin la nueva de que el amigo no sólo sigue caminando, sino que, en vivo in­ terc ambio con sus propios pensamientos, goza de aque­ l l a suerte única que no proporcion a ninguna otra rel a­ c ión y que nos eleva a nosotros mismos por encima de los padeci mientos, mientras éstos no nos l leven consi ­ go . Gracias, e l mej or paseante , por e l bell o obsequio c uyo goce me es deparado sólo lentamente, puesto que los enemi gos ya conocidos me obligan, por desgraci a, a l a moderación en lo mej or que el hombre posee. » No es preciso decir lo lej os q u e se encuentran estas aprec1aciones del contenido del libro de Nietzsche y del e stado físi c o y psicológico de éste. Con las personas con las que tiene más confi anza, su respuesta se orien­ ta a des h acer el malentendi do. «Mi e stado es más ho­ rrible e inquietante que nunca. No comprendo cómo he sobrevivido a estas últi mas cuatro semanas » , confiesa a l a señora B aumgartner. Más dramático es aún el des­ mentido que hace de l a interpretación de Malwida von Meysenbug: « Aun cuan do el escribir c uenta entra los 22

frutos más estrictamente prohibidos, usted, a quien quie­ ro como una herman a mayor, tiene que recibir, sin em­ bargo, todavía esta carta que va a ser con seguridad l a última. E l tormento terrible y casi ininterrumpido me h ace suspirar por el fin , y, a juzgar por algunos sínto­ mas , el ataque al cerebro se halla suficientemente pró­ ximo para abrigar esperan zas . Por lo que a martiri o y a renunciación se refiere, mi vida de los últi mos años pue­ de medirse con l a de l o s ascetas de una époc a cual ­ quiera; a pesar de ello, de estos años he sacado mucho para l a purificación y sosiego de m i alma, y no necesi­ to ya aquí ni rel i gión ni arte. Usted notará que estoy or­ gulloso de ello y, en efec to, sólo el abandono total me ha hecho descubrir mi s propias fuentes de energía. Creo h aber dado c i m a a l a obra de mi vida, aunque , desde luego, como alguien a quien no se le h a dej ado tiempo. Sé, empero, que he vertido una gota de buen aceite para muchos y que he dado a muchos también una i ndica­ ción para que se levanten y adquieran un ánimo sereno y justo. ( . ) A usted, mi queri da y fratern almente ve­ nerada amiga, el saludo de un viejo j oven, que no guar­ da rencor a la vida, aun cuando se ve en el caso de an­ helar su fin . » Como s e v e , e n estas cartas prevalece el afe cto mu­ tuo por encima de toda consideración intelectual . Puede suponerse, entonces, que Nietzsche deseara conocer l a impresión que E l caminante y su sombra h abía produ­ cido en su antiguo amigo, el pre stigioso filólogo Erwi n Rohde, a quien envió uno ele los primeros ejemplares sa­ l i dos de l a i mprenta. El filósofo h abía encontrado en Rohde, un hamburgués un año más joven que él, un ami­ go que no se le rendía ni se le subordinaba como Peter Gast, sino que de alguna manera le consideraba como un igual . Unía a los dos amigos un profundo interés por la Grecia clásica y, en su momento, una vincul ación a la persona de Wagner. . .

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La respuesta de Rohde l legó a Nietzsche en vísperas de l as n avidades de 1879, y vale la pena conocerla como muestra de lo mucho que se distanci a el filólogo de l as i deas del caminante solitario para sal var su efecto per­ sonal : «Debería consolarte de todos tus tormentos; pero no puedo decir otra cosa que tus últimos l i bros , aun con toda la tranqui l i dad posible de áni mo, me producen un continuo tormento compartido : todo esto no rebosa de sí como si se tratara de una superabundancia de senti­ miento vital . . . se produce una profusa corriente de pen­ samientos de todo tipo, es verdad, pero rebosa tanta re­ nuncia de todo tipo y sufrimiento personal, que al amigo que se dej a l levar por el l a le afl ige el corazón . . . Como c on oj os cerrados ves l a riqueza toda del mundo y del i mpulso humano, concebida correctamente, pero sin que te sientas tú m i smo empuj ado y arrastrado por el l a, y esto duele al lector que te quiere . . . Pero, en verdad, ale­ grémonos j untos de que tus conversaciones con sombras te l leven por enci ma y tan lej os de todo lo personal . . . Lo que tú das como regalo a l os pocos "lectores" de tu l i ­ bro, apenas puedes t ú mi smo juzgarlo, puesto que t ú v i ­ v e s e n t u propio espíritu, y nosotros, l o s demás, "j amás" oímos estas voces, sino aquí, ni habladas , ni i mpresas, y así me sucede a mí ahora, igual que siempre que he es­ tado en tu compañía: durante un tiempo soy elevado a un ni vel m ás alto, como si fuera ennoblecido espiritual ­ mente . . . El final de tu libro rompe a uno el alma; tienen y deben l legar todavía acordes más suaves tras esta des­ garrada di sarmonía . . . Adiós, mi querido amigo; tú eres siempre el donante, yo siempre el receptor: ¿Qué podría yo darte y ser para ti si no es tu "amigo"?, que en todas l as circunstancias sigue igual de adicto y deudo tuyo.» Nietzsche tiene conciencia del apoyo afe ctivo que le prestan y de la falta de recepción que encuentran sus ideas. Por eso, su respuesta a Rohde rechaza toda polémica in­ telectual y se mueve exc lusi vamente en e l terreno del afecto: « ¡ Muchas gracias, querido amigo ! Tu antiguo ca24

riño, sel l ado de nuevo, h a sido e l más preci ado regalo e l día d e Nochebuena. Raras veces h e tenido tan buena ex­ periencia� de ordi nari o, e l resultado person a l de un li bro ha si do, para mí, que un amigo me abandonara ofendi ­ do, como lo hace mi sombra . Conozco muy bien el sen ­ ti miento de l a sol edad sin ami gos , y e l magnífi co testi ­ monio de tu fidelidad, me h a conmovido profundamente. Mi estado actual es, de nuevo, desesperante, un marti­ ri o atroz.» Resta a Nietzsc he un l argo camino de incomprensi ón inte l ectual h asta que Georg Bran des anuncie en 1888 que l a Uni versidad de Copcnhague dará unos cursos so­ bre su fi l osofía , marcan do así el inici o de un a influen­ cia que nuestro pensador no pudo di sfrutar. Tras un as tri stes semanas pasadas cerca de su fami l i a, Ni etzsche comprende que ni su salud ni su género de vida l e per­ mi ten dedi carse a la agri cul tura en el viejo torreón ro­ deado de un j ardín que h a alqui l ado en Naumburgo . Reemprenderá, así, su vida itinerante en febrero de 1880, acompañ ado de sus sombras, de sus dol ores y de sus ob­ sesiones , pero con un a conc iencia c ada vez más nítida de cuál es su mi sión y de h acia dónde debe diri gir l o s dardos de sus reflexiones y de sus escritos .

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INTRODUCCIÓN sombra.-Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quiero ofrecerte l a oportuni dad de que lo hagas. El caminante.-¿Quién es? ¿Dónde hablan ? Me parece que me oigo h ablar, aunque con un a voz más débi l que l a mía. La sombra.-(Tras una pausa) ¿No te agrada tener la oportuni dad de habl ar? ¡ Por Dios y por el resto de cosas en las El caminante que no creo ! ¡ Es mi sombra la que h ab la ! : l a estoy oyendo, pero no me lo creo. La sombra.-Supongamos que así es. No pienses más en eso. Dentro de una hora habrá ac abado todo. El caminante.-En eso preci samente estaba yo pensan­ do, cuando en un bosque de los alrededores de Pisa vi unos camellos, pri mero dos y luego cinco. La sombra.-B ueno será que t anto tú como yo seamos i gualmente paci entes con nosotros mi smos, una vez que nuestra razón guarda si lenci o; de este modo, no usaremos pal abras agri2s en nuestra conversación , ni nos pondremos reticentes el uno con el otro si no nos entendemos. Si no se s abe dar un a respuesta com­ pleta, basta con deci r algo; es l a condi ción que pon­ go para charlar con alguien . En toda conversación un tanto l arga, el más sabio dice por lo menos una locu­ ra y tres estupi deces . El caminante .-Lo poco que exi ges no es muy halaga­ dor para el que te escucha. La

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La sombra .-¿Es que tengo que adularte? El caminante .-Yo creía que l a sombra del hombre era su van idad y que, en tal caso, no preguntaría si h abía de adular. La sombra.-Por lo que yo sé , l a v an idad del hombre no pregunta, como he hecho yo dos veces, si puede h ablar: h abla siempre . El caminante.-Observo que h e sido muy descortés con­ tigo, que1i da sombra, aún no te he dicho cuánto «me agrada» oírte, y no sólo verte. Tú ya sabes que me gus­ ta la sombra tanto, como la luz. Para que un rostro sea bello, una palabra clara y un carácter bondadoso y fir­ me, se necesita tanto la sombra como la luz . No sólo n o son enemigas, sino que se dan ami stosamente l a mano, y cuando desaparece l a luz, l a sombra s e mar­ cha detrás de el la. La sombra.-Pues yo aborrezco l a noche tanto como tú; me gustan los hombres porque son di scípulos de l a luz, y m e alegra l a claridad que i l umina sus ojos cuan­ do esos incan sables conocedores y descubridores co­ nocen y desc ubren . Yo soy l a sombra que proyectan los objetos cuando inci de en e llos el rayo solar de l a ciencia. El caminante.-Creo que te comprendo, aunque te ex­ preses como lo h acen l as sombras . Pero tienes razón : a veces los amigos, como signo de inte l i genci a , i n ­ tercambi an una palabra oscura, que para los dem ás es un eni gma. Y n osotros somos buenos amigos. De modo que basta de preámbulos. Centen ares de pre­ guntas pesan sobre mi alma y quiz á di sponga de un menor tiem po para contestarlas. Veamos rápida y tran­ quilamente de qué vamos a hablar. La sombra.-Pero l as sombras son m ás tími das que los hombres: supongo que no l e dirás a n adie cómo se ha desarrollado n uestra con versación . El caminante.-¿El modo como se h a desarrollado n ues­ tra conversación ? ¡ Líbreme el cielo de los diálogos es28

critos de l argo aliento ! Si a Platón le hubiera gustado menos escribir en di álogos , a sus lectores l es h abría complacido más leerle. Una conversación que en la re­ ali dad nos agrada, escri ta y leída se convierte en un cuadro en el que todas las perspecti vas son fal sas: todo es demasiado l argo o demasi ado corto. Sin embargo, qui zá publique algo en lo que estemos de acuerdo. La sombra.-Eso me basta, nadie verá en ello nada más que tus opiniones ; nadie pen sará en la sombra. El caminante.-Puede que te equi voques, ami ga. Hasta ahora, en m i s opi niones, se ha creído ver más a mi sombra que a mí mismo. La sombra.-¿Más la sombra que la luz? ¿Es posible? El caminante .-Ponte seri a, atolondrada, pues mi pri ­ mera cuesti ón exige seri edad.

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Sobre el árbol de la ciencia.--Verosimi litud, pero no verdad� apariencia de l i be rtad, pero no libertad, Gracias a estos dos frutos , e l árbol de la ciencia no corre e l pe­ ligro de que le confundan con el árbol de l a vida. 2 La razón del mundo.--EI mundo no es el substrato de una razón eterna, lo que puede probarse irrefutabl e­ mente por e l hecho de que esa parte del mundo que co­ nocemos --me refiero a la razón humana- no es muy razonable. Y si ella no es si empre y plenamente sabi a y racion al , n o lo va a ser más el resto del mundo. El razo­ n amien to de menor a mayor y de l a parte al todo puede aplicarse aquí con una fuerza dccisi va. 3 »Al principio era . . . » -Exaltar los orígenes es una es­ peci e de retoño metafísico que renace con stantemente en la concepción de la hi storia y que nos h ace estar to­ talmente con vencidos de que en el conocimiento de to­ das l as cosas se encuentra lo que hay en ell as de más va­ lioso y esencial . 4

Medida del valor de la verdad.-¿No nos da una me­ dida de la altura de una montaña el can sancio que se ex31

peri menta al escalarla? ¿No sucederá lo mi smo con l a cienci a?, nos dicen algunos que pretenden pasar por ini­ ciados . ¿ No determina el valor de una verdad el trabaj o que cuesta alcanzarl a? Esta moral ab surda parte d e l a i dea de que las «verdades» no son más que aparatos de gimnasi a, en los que debemos ej ercitarnos incansab le­ mente . Se trata de un a moral para atl etas del espíri tu. 5 Lenguaje y realidad. -Hay un desprecio hipócrita de todas l as cosas que los hombres consi deran realmente i mportantes, de todas las cosas próximas. Se dice, por ejempl o, que «sólo se come para vi vir» , lo que con sti ­ tuye una mentira tan execrabl e como hablar de engen­ drar h ijos en términos de la con secuencia propi a de toda voluptuosidad. A l contrari o, l a gran estimación de l as «cosas i mportantes» casi nunca es totalmente verdade­ ra; aunque los sacerdotes y los metafísicos nos h ayan h abituado en estas cuesti ones a un lenguaje hipócrita­ mente exagerado, no h an con seguido cambi ar el senti ­ miento que no concede a estas cosas importantes tanto val or como a esas cosas próxi mas que se desprecian . De esta dob l e h ipocresía se desprende una m o lesta con se­ cuenci a: que l as cosas m ás inmedi atas , como la ali men­ tación , la vivienda, el vestido, las rel aci ones soci ales, no pasan a ser materia de reflexión y de reforma con stan­ te, l ibre de prejuicios y general, sino que, por ser con si ­ deradas inferiores, se excluye de ellas toda seriedad in­ telectual y artística: hasta el punto de que, por una parte, el hábito y la frivolidad se imponen en el terreno no con­ si derado, como le sucede a la juventud sin experiencia, por ejemplo: mientras que, por otra parte, nuestras cons­ tantes tran sgresiones de l as leyes más simples del cuer­ po y del espíritu nos conducen a todos, jóvenes y viejos, a una esclavitud y a un a dependenci a vergonzosas ; me refiero a esa dependencia, en el fondo superflua, de mé32

dicos, maestros y curanderos de almas , que ejercen siem­ pre su presi ón , incluso hoy, sobre toda la sociedad. 6 La imperfección terrestre y su causa p rincipal. -Al mirar a nuestro alrededor, siempre vemos hombres que han comido huevos toda su vida sin percatarse de que los más alargados son los m ás sabrosos, sin darse cuenta de que una tempestad es saludable para el vientre , que los perfumes son más olorosos en un aire frío y claro, que nuestro senti do de l gusto no es igual en todas las partes de la boca, que toda comi da en la que se dicen o escu­ chan cosas interesantes perjudica al estómago. Haremos bien en no contentarn os con estos ej emplos, que de­ muestran la falta de espíritu de observación ; en cualquier caso hemos de reconocer que las cosas más inmediatas están mal vistas y son mal estudi adas por la mayoría de la gente . ¿Es esto indiferente? Con sideramos , por últi­ mo, que de esta falta proceden casi todos los vicios cor­ porales y morales de los indi viduos; no saber lo que nos perjudica en el terreno de la vida, de la división de la j or­ nada, del tiempo a dedicar a las relaciones sociales y de la elección de éstas, de nuestro trabaj o y de nuestro ocio, del mando y la obediencia, de las sensaciones ante la na­ turaleza y l a obra de arte, de la comi da, el sueño y l a re­ flexión ; ser i gnorante en las cosas más mezquinas y co­ rrientes es lo que h ace que la tierra sea para tantas personas un «campo de perdición» . No se diga que se trata aquí, como siempre. de falta de cordura en los se­ res humanos; por el contrario, hay cordura suficiente y más que sufi ciente , pero está diri gida en un sentido fal­ so y artificialmente desviado de esas cosas mezquin as y próximas. Los sacerdotes, los maestros y la subli me am­ bición de los idealistas de toda especie, sutil y tosca, per­ suaden ya al niño de que se trata de otra cosa: de l a sal ­ vación del alma, del servici o del Estado, del progreso de 33

l a c iencia, o bien de consideración y de propiedad como un medio de prestar servic ios a toda la humanidad, mien­ tras que, por el contrario, dicen que las necesi dades gran­ des y pequeñas del indi vi duo, durante l as veinticuatro h oras del día, son al go desdeñab l e o i n diferente . Ya S ócrates se puso en guardia con toda su energía contra ese orgul loso descuido de l o h umano en beneficio del hombre y se complacía en recordar, citando a Homero, los auténticos l ímites y el verdadero objeto de todo cui­ dado y de toda reflexión : «Existe y sólo exi ste l o bueno y l o malo que me sucede.» 7 Dos formas de consolarse.-Epicuro, el hombre que sosegó l as almas de la antigüedad agonizante, tuvo la vi­ sión admirable -hoy tan rara- de que, para el descanso de l a conciencia, no es del todo necesaria la solución de los problemas teóricos últimos y extremos. Le bastaba decir a las gentes atormentadas por «la i nquietud de l o divino» que «si existen los dioses, no s e ocupan de no­ sotros» , en lugar de discutir i núti l mente y desde lejos el problema último de saber si , en suma, existen o no los dioses. Esta posición es mucho m ás favorable y más fuer­ te : se cede unos pasos ante e l adversario y así se le dis­ pone mej or a escuchar y reflexionar. Pero desde el mo­ mento en que se acepta el deber de demostrar lo contrario -es decir, que los dioses se ocupan de nosotros-, ¡ en qué l aberintos y en qué malezas se pierde e l desdicha­ do, por su culpa y no por l a sagacidad de su contrario, a quien l e basta con ocultar, por humanidad y del icadeza, l a compasión que le inspira este espectáculo ! Al final , al otro l l ega a aburrirle su propia opinión , l o que cons­ tituye el argumento más fuerte contra toda proposición ; se enfría y se march a en l a misma disposición de áni mo que el puro ateo: «¿Qué me i mportan a mí los dioses? ¡ Que el di ablo se los l leve ! » En otros c asos, especial34

mente cuando una hipótesi s medio física y medio moral h abía obnubil ado la conciencia, no refutaba esa hipóte­ sis lo más mínimo, sino que admitía la posibi l i dad de que hubiese una segunda hipótesis para explicar el mis­ mo fenómeno, que tal vez las cosas pudi eran suceder también de otro modo. La pluralidad de l as h i pótesi s basta también en nuestro tiempo, por ej emplo, respecto al ori gen de los escrúpulos de concienci a, para extirpar del alma esa sombra que surge tan fáci lmente, de los re­ finamientos a partir de una h ipótesi s únic a, exclusiva, visible y por l o tanto, muy respetada. Por consi guiente , quien desee consol ar a los infelices, a l o s cri mi n ales, a los h ipocondríacos , a los agonizantes, no tiene m ás que acordarse de los dos artificios calmantes de Epicuro, que pueden aplicarse a muchos problemas . En su forma m ás s i mple, podrían expresarse apro xi madamente en esos términos : primero , si es así, no nos importa: segundo, puede ser así, pero también puede ser de otra m anera. 8 Por la no che. Desde que anochece, se transforma la vi sión que tenemos de los obj etos familiares . Por un lado, parece que el viento atraviesa caminos prohibidos murmurando como si buscase algo y se enfadase al no encontrarlo. Por otro lado, el respl andor de las l ámpa­ ras , con sus confusos rayos roj izos, su tenue claridad, lucha pesadamente con la noche, escl ava i mpaciente del hombre que vela. La res p i ración del que duerme, su rit­ mo i nquietante, sobre el que una i nquietud s iempre re­ naciente parece entonar una melodía. Nosotros no la oí­ mos, pero cuando se eleva el pech o del que duerme, sentimos el corazón opri mido, y cuando l a respiraci ón di smi nuye , c asi expirando en su si lenci o de muerte, pen samos : « ¡ Descan s a un poco, po bre e spíri tu ator­ mentado ! » Deseamos a todo vi viente, por el hecho de vivi r en esa opresión , un descanso eterno; la noche in-

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vita a l a muerte. Si los hombres prescindieran del sol y l ibraran el combate contra l a noche a la l uz de l a l una o a l a de una l ámpara de aceite, ¡ qué filosofía les envolve­ ría con su manto ! B astante sabemos ya de lo sombría que ha vuelto la vida esa mezcl a de tinieblas y de falta de sol que es l a actividad intelectual y moral del hombre. 9 Origen de la teoría del libre albedrío.-En uno, l a necesidad reviste l a forma d e sus pasiones ; e n otro, es la costumbre de escuchar y obedecer; en un tercero, se da mediante la conciencia lógica, y en un cuarto, se mues­ tra en el c apricho y e l placer extravagante de l eer sal­ tándose p áginas . Pero todos ellos buscan e l libre albe­ drío preci samente allí donde están más encadenados. Es como si el gusano de seda hiciera consi stir su l ibre al­ bedrío en su acción de h i l ar. ¿ A qué se debe esto? Evidentemente a que c ada cual se con si dera l i bre all í donde es más fuerte s u sentimiento de vivir, y , e n con­ secuencia, como he dicho, unos los h acen en l a pasión, otros en el deber, otros en l a investigaci ón científica, otros en l a fantasía. Involuntariamente el individuo cree que e l elemento de su l ibertad radica en aquello que l e h ace fuerte , en l o q u e anima su vida. Vincula depen­ denci a con torpeza e independencia con sentimiento de vivir, como parej as inseparables. En este caso, una ex­ periencia que e l hombre h a adquiri do en e l terreno po­ l ítico y social la traspasa indebidamente al campo de l a metafísica trascendental ; aquí el hombre fuerte e s tam­ bién e l hombre libre; el vigoroso sentimiento de alegría y de dolor, l a e levación de l as esperanzas , la audaci a de los deseos y el poder del odio son patrimonio del sobe­ rano e independiente , mientras que el súbdito y el es­ c l avo viven en un e stado de opresión y de necedad. La teoría del l ibre albedrío es un i nvento de l as c l ases diri­ gentes. 36

10 No sentir ya el peso de nuevas cadenas. Mientras no nos sentimos dependientes de algo nos creemos in­ dependientes, concl usión equivocada que demuestra h as­ ta qué extremo l lega el orgullo y el ansia de dominio del hombre; pues está admitiendo que en toda c ircunstancia ha de advertir y reconocer su dependencia, en c uanto la experimenta, en virtud de la idea preconcebida de que corrientemente vive en la independencia, y que si ex ­ cepci onalmente l a pierde, siente de inmediato una im­ presión de contraste. Pero, ¿y si l a verdad fuese lo con­ trario, es decir, si viviera siempre en una dependenc i a múltiple y s e considerase libre porque l a fuerza, d e l a costumbre le hubiese hecho n o sentir el peso d e l as ca­ denas? Sólo nuevas caden as le vuelven a hacer sufrir. La expresión «libre albedrío» no quiere decir realmen­ te otra cosa que el hecho de no sentir nuevas cadenas . -

11 El libre albedrío y el aislamiento de los hechos.-La observación inexacta a l a que estamos habituados consi ­ dera como una unidad a un grupo de fenómenos y le da el nombre de «hecho», creyendo que entre un hecho y otro se da un espacio vacío, es decir, aísla unos hechos de otros. Sin embargo, el conjunto de nuestra actividad y de nues­ tro conocimiento no es realmente una serie de hechos y de espacios intermedios vacíos, sino una corriente conti­ nua. Ahora bien , la creencia en el li bre albedrío resulta preci samente incompatible con la concepción de una co­ rriente continua, homogénea e indi vi sible, pues supone que todo acto particular es un acto aislado e indivisible; se trata de una atomística en el terreno del querer y del saber. Del mismo modo que comprendemos con inexac­ titud los caracteres, nos sucede con los hechos. Hablamos de caracteres idénticos y de hechos idénticos, y no existe 37

ni lo uno ni lo otro. Ahora bien, en último término, solo elogiamos o censuramos en virtud de la falsa i dea de que hay hechos idénticos, que existe un orden gradual de gé­ n eros de h echos, que responde a un orden gradual de v alor. De este modo, no sólo aislamos el hecho particu­ lar, sino también los grupos de hechos supuestamente idén­ ticos (actos de bondad, de maldad, de compasión, de en­ vidia, etc.), unos y otros por error, La palabra y el concepto son la c ausa m ás visible que nos induce a creer en este aislam iento de grupos de acciones: no nos servimos de ellos únicamente para designar las cosas, sino que cree­ mos originariamente que por ellos conocemos su esencia. Las palabras y los conceptos nos l levan incluso hoy a re­ presentamos continuamente las cosas como más simples de lo que son, separadas unas de otras, indivisibles, te­ niendo, cada una, una existencia en sí y para sí. En el len­ guaje se oculta una m itología fi losófica, que reaparece a c ada i nstante, por muchas precauciones que se adopten La creencia en el libre albedrío, esto es, la creencia en los hechos idénticos y en los hechos aislados tiene en el len­ guaje un apóstol y un representante perpetuo. 12 Los errores fundamentales. -Para que el hombre ex­ perimente un placer o un desagrado moral cualesquie­ ra, es preciso que e sté dominado por una de estas dos i l usi ones : o bien que crea en l a identidad de ciertos he­ c hos, de c iertos sentimientos y sienta entonces, al com­ parar estados actuales con estados anteriores y al i den­ tificar o diferenciar dichos estados (como sucede en todo recuerdo), un placer o un desagrado morales, o bien que crea en el l i bre albedrío , por ej emplo, cuando piensa que «no debiera h aber hecho una cosa» o que algo «po­ día h aber sucedido de otra manera» , sintiendo entonces también placer o desagrado. Sin los errores que deter­ minan todo placer o desagrado morales , nunca hubiera 38

surgido una humanidad cuyo sentir fundamental es y se­ guirá siendo que el hombre es el ser libre en el mundo de la necesidad, el eterno realizador de milagros, h aga el bien o el mal, la admirable excepción , el superanimal , el casi Dios, el sentido de l a creación , lo que no se pue­ de eliminar con el pensamiento, la clave del enigma del cosmos, el gran domin ador de la natural eza y su gran despreciador, el ser que llama historia universal a su his­ tori a. ¡ El hombre es «van idad de vanidades» ! 13 Decir dos veces las cosas.-Es bueno decir al go dos veces, una detrás de otra, y darle un pie derecho y un pie izqui erdo . Aunque es cierto que la verdad puede soste­ nerse con un solo pie, con dos andará y h ará su camino. 14 El hombre, comediante del mundo. -Habría que ser más perspicaz de lo que es el hombre sólo para disfrutar a fondo de l a humorada que supone el hecho de que el hombre se considere el fin de todo el uni verso y de que la humanidad declare seriamente que no se contenta con menos que con l a perspecti va de una misión universal . Si un Dios ha creado el mundo, ha creado al hombre para ser el mono de Dios, como un moti vo permanente de di­ versión en esa eternidad suya tan excesivamente larga. La armonía de las esferas alrededor de la tierra podría ser en­ tonces la carcaj ada del resto de las cri aturas que rodean al hombre. El dolor sirve a ese ser inmortal que se aburre para hacer cosqui llas a su animal favorito, para disfrutar con sus actitudes orgullosamente trágicas y con las inter­ pretaciones que da a sus sufri mientos, y sobre todo para la invención intelectual de la más vana de las cri aturas, por ser el inventor de ese invento. Pues el que inventó al hombre para reírse de él, tenía mas ingenio que él , y tam39

bién le producía m ás placer su ingeniosidad. Incluso hoy, cuando nuestra vanidad quiere al fin humillarse volunta­ riamente, la vanidad nos juega una mal a pasada, al ha­ cemos creer que los hombres seríamos, al menos en lo que a esa vanidad se refiere, algo incomparablemente mi­ lagroso. ¡ Nosotros, únicos en el mundo ! ¡ Qué cosa tan in­ verosímil ! Los astrónomos, que a veces ven realmente un horizonte alej ado de la tierra, dan a entender que l a gota que supone la vida en el mundo carece de i mportancia ante la totalidad del inmenso océano del devenir y del pe­ recer; que hay astros, de los que nada sabemos, que pre­ sentan caracteres análogos a l os de la Tierra para generar la vida, que son muy numerosos, aunque, en realidad, no pasen de ser un puñado pequeño en comparación con el infinito número de planetas en los que no se dio el primer i mpulso de la vida o que se h an curado de él desde h ace mucho tiempo; que la vida en c ada uno de esos astros, comparada con la duración de su exi stencia, ha sido un instante, un rel ámpago seguido de l arguísi mos espacios de tiempo, y que, en consecuencia, la vida no es el obje­ tivo ni el fin último de la existencia del universo. Quizás la hormiga en el bosque se figura también que es el obje­ tivo y el fin del bosque, como h acemos nosotros cuando nuestra imagin ación une casi involuntariamente la des­ trucción de la human idad con la destrucción de la tierra. Y todavía somos modestos cuando no pasamos de aquí y no nos representamos un ocaso general del mundo y de los dioses para celebrar solemnemente los funerales del ultimo mortal . El astrónomo más libre de prej uicios no puede representarse la Tierra sin vida sino como e l se­ pulcro i luminado y flotante de l a humanidad. 15 Modestia del hombre. -¡ Qué poco placer l e basta a l a mayoría de l a gente para encontrar agradable l a vida ! ¡ Qué modesto e s ser hombre ! 40

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Donde es necesaria la indiferencia.- Nada seria más absurdo que tratar de esperar a que l a cienci a establez­ ca la conclusión definiti va sobre l as cosas primeras y úl ­ timas, y mientras tanto pen sar de la manera tradicional ( ¡ y sobre todo creer así ! ) , como suele aconsej arse a me­ nudo. La tendencia a no querer tener sobre este tema más que certezas absolutas no es más que un atavismo reli­ gioso, una forma encubierta con la idea de que durante mucho ti empo aún y hasta entonces, el «creyente» no tiene derecho a despreocuparse total mente de este orden de cosas. Pero el caso es que n o tenemos una total ne­ cesidad de estas certezas para vivir una vida humana só­ lida y plena, como tampoco tiene necesi dad de ellas l a hormiga para ser una buena hormiga. Por el contrari o, nos interesa más aclarar de dónde proviene realmente la i mportancia que de un modo fatal veni mos atribuyendo a tales cosas desde tanto ti empo atrás , y para eso nece­ si tamos la h istoria de los sentimientos morales y reli­ giosos, ya que sólo mediante l a influencia de tales sen­ timientos se han convertido estos problemas culminantes del conocimiento en al go tan grave y formidable. En los terrenos más exteriores, hacia los que se dirigen los ojos del espíritu sin penetrar aún en ellos, se h an introduci ­ d o c landestinamente conceptos como l o s d e falta y cas­ tigo ( ¡ y hasta el de casti go eterno ! ) , y ello con tanto me­ nos escrúpu l o cuanto más oscuros eran para nosotros esos terrenos. Desde la más remota antigüedad se h an hecho afirmaciones total mente gratuitas en estos temas , persuadiendo a l a gente de que estas imaginaciones son algo serio y verdadero , y haciendo uso de la execrabl e proposición de que más vale creer que saber. Ahora bien , lo que hoy necesitamos respecto a estas cosas últi mas no es el saber contrario a l a creencia, sino la influencia frente a la creencia y al presunto saber en tales cues­ tiones. Hay otras cosas que deben preocupamos más que 41

esas cosas que hoy se h an predicado como m ás i m p or­ tantes (cuál es el fin del hombre, qué destino le espera después de l a m uerte , cómo se reconcil i a con D ios) . Y tan poco como estas cuestiones de los dogm áticos re­ l igiosos nos deben preocupar l as de los dogmáticos fi­ losóficos, sean éstos i dealistas, materi alistas o realistas . Tanto unos como otros tratan de l levamos a tomar una decisión respecto a unas cuesti ones en las que no se ne­ cesita ni creer ni saber. Hasta para los que m ás se apa­ sionan por la ciencia resulta m ás ventajoso extender as­ tutamente alrededor de estos temas un cerco de pantanos nebulosos, una venda i mpenetrable, una corriente eter­ na e i mposible de vadear. Porque lo que h ace crecer in­ cesantemente e l mundo de la ciencia, lo que h ace que éste sea c ada vez más c laro y próxi mo, muy próxi mo, es preci samente l a comparaci ón que de él h acemos con el reino de la oscuridad, situado en los límites del saber. Es preci so que nos reconciliemos con los objetos próxi ­ mos y que dej emos de mirarlos con desprecio, como se h a hecho h asta ahora, en que se h a estado diri giendo la v ista a l as nubes y a los espíritus nocturnos . Durante si­ glos enteros, en los diferentes estadios de l a civilización , el hombre h a estado viviendo mi serablemente en bos­ ques y c avernas , en terrenos pantanosos y b aj o cielos c ub iertos de nubes. Ahí ha aprendido a despreciar lo presente e inmediato, la vida y a sí mi smo; y nosotros, a pesar de h abitar en los planos m ás l uminosos de la n a­ turaleza y del espíritu, conservamos aún por herencia en n uestra sangre algo de ese veneno que es e l despreci o h acia l as cosas i nmedi atas. 17 Explicaciones p rofundas Quien explica e l pasaj e de u n autor de u n modo más profundo que la concepción origin al , no explica a dicho autor, sino que le oscurece. Esto es l o que h acen nuestros metafísicos con e l texto .-

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de l a n aturaleza, y lo que es peor, lo corrompen, dado que empiezan por deformar el texto para acomodar a é l sus profundas explicaciones. Por poner u n curioso ejem­ plo de corrupción del texto y de oscurecimiento del au­ tor, citemos aquí las ideas de Schopenhauer sobre el em­ barazo de la m ujer: «La señal de la persi stenci a de l a vol untad de vivir -dice- e s e l coito: l a señal de l a cla­ ridad del conoci miento, asoci ada a esta voluntad, que muestra la posibilidad de la liberación, y ello en el gra­ do más elevado de claridad, es l a nueva encam ación de la voluntad de vivir. Y el si gno de ésta es el embarazo que, por tal razón , avanza abierta y libremente, y hasta con orgullo, mientras que el coito se esconde como un cri minal .» De este modo , Schopenh auer pretende que toda mujer, si fuera sorprendida en el acto de la fecun­ dación , se moriría de vergüenza, mientras que «exhibe su embarazo, sin el más mínimo pudor, y hasta con cier­ to orgullo» . Ante todo habría que dec ir que este estado no se dej a ver, sino que se muestra él mismo, pero Schopenhauer, al destacar deliberadamente lo premedi ­ tada que es esta exhibición , modifica su texto para adap­ tarl o a l a «explicación» previ sta. Por otra parte, no es cierto lo que dice de la generali dad del fe nómeno a ex­ plicar, ya que habla de S in embargo . hay una diferenc i a · el dentista logra al menos s u propósito d e eli minar el do­ l or del enfermo, aunque lo haga de una forma tan bár­ bara y ridícula, mientras que el cri sti ano que obedece semej ante precepto y que cree h aber vencido su sexua­ l idad, se equivoca, pues ésta sigue existiendo de una for­ ma m i steriosa y vampírica, y le tortura baj o repugnan­ tes di sfraces. 84 Los presos. -Un a mañana sal i eron los presos al pa­ tio a trabajar; e] carcelero se hallaba ausente. Unos, como tenían por costumbre, se dedi c aron i nmedi atamente a trabaj ar, pero otros se quedaron sin h acer n ada y m ira­ ban a su alrededor con aire provocador. Entonces sal i ó u n o d e l as fi las y dij o a voces: «Haced lo que querái s : trabaj ad o n o trabaj ad; da i gual . E l carcelero h a descu­ bierto vuestros secretos manejos y va a castigaros muy duramente. Ya sabé i s que es i mplacable y rencoroso. Pero escuchad l o que os voy a decir: hasta ahora no me conocíais ; yo no soy lo que pensái s . S oy el h ij o del car­ celero y puedo l ograr de él cualquier cosa. Puedo sal­ varos y voy a hacerlo. Pero he de adve11iros que sólo sal­ varé a los que creái s que soy el hijo del carcelero . Q ui en no me crea, recogerá los frutos de su i n c reduli dad.» « ¡ Muy bien ! -dij o tras una breve pausa uno de los pre­ sos mas m aduros-; ¿qué te i mporta que te creamos o no? S i eres real mente el h ijo del carcel ero y puedes ha­ cer lo que di ces, i ntercede en n uestro favor y harás una buena obra. Pero, ¡ déj ate de hablar de ercer o no creer ! » « ¡ Yo n o t e creo ! -i n tervi no un j oven-. ¡ Esto es un a locura ! Apuesto a que dentro de ocho días estaremos aún aquí, corno ahora, y que el carcelero no sabe nada. » «Y aunque supiera algo, ya no sabe -exc l amó otro preso que había baj ado al patio en último l ugar-, porque nues­ tro carcelero acaba de morirse de repente.» « ¡ Bravo, bra-

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vo ! -gritaron casi todos los presos a l a vez--; ¿conque tú eras h ij o suyo ? ¿ Qué h ay entonces de l a heren c i a ? ¿Es que somos ahora presos tuyos?» «Ya o s l o h e dicho -contestó dulcemente e l al udi do en medio de l as bur­ las--; daré la l i bertad a quien tenga fe en mí, y lo afi r­ mo con tanta con vicción como que mi padre vi ve toda­ v ía . » Los presos ya no se ri eron ; se encogi eron de hombros y le dej aron so lo. 85 El perseguidor de Dios. -San Pablo formuló l a i dea que luego Cal vino desarro l l ó : desde toda l a eternidad , un número infinito de seres humanos ha sido conden a­ do, y este m aravi l l oso plan universal ha sido trazado para que pueda man i festarse en él la gl ori a de Dios . El ci elo, el i n fierno y l a humanidad h an de exi sti r, pues, para sa­ ti sfacer l a vani dad de Dios . j Qué vani dad tan cruel e in­ saciable debió arder en el al ma del p1i mero o del segundo que conci bi ó una cosa semej ante ! Por eso, pese a todo, Pab l o si gui ó si endo s i e m pre S a u l o , e l p e rsegu ido r de D ios.

86 St)crates. -De seguir así l as cosas, l l egará un día en q ue para avanzar en el terreno de la m oral y de la ra­ zón , en l ugar de la B i blia, se recuni rá a los Memorables de S ócrates y se con s i derará a Montaigne y a Horac i o como i n i ci adores y guias para e nten der a e s e sabi o me­ diador, el más senci l l o e i mperecedero de todos, que fue Sóc rates. En é l con verge n las más di spares reglas fi lo­ sóficas, que son , en últi m a i n st anc i a, l as reg las de los distintos tem peramentos, fij adas por la razón y l a cos­ tumbre , todas l as cuales apun tan a l a alegría de v i vir y al goce que se si ente de uno m i s m o ; de donde se podrá deducir que lo más urigm al de Sc>c rates fue q ue parti ci-

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pó de todos los temperamentos . S ócrates es superior al fundador del cristian ismo por su forma alegre de ser se­ rio y por esa sabiduría suya llena de rasgos de buen hu­ mor, que constituye el estado más hermoso del alma hu­ mana. Además, su i nteli genci a era superior. 87

Aprender a escribir bien. -Ya ha pasado e l tiempo en que se h ablaba bien, porque ya no estamos en la épo­ ca de la civilización de l as ciudades. Hoy nos es i ndife­ rente el límite que Aristóteles trazaba a una gran ciudad -el heraldo debía ser capaz de h acerse oír ante todos los ciudadanos reunidos en asamblea-, como también nos es indiferente el tamaño de un municipio, pues que­ remos que se nos entienda incluso más allá de l as fron­ teras n acion ales . Por eso todo el que en Europa ten ga b uenas i deas debe aprender a escribir bien y cada vez mejor; no vale de n ada h aber n acido en A lemani a, don­ de se considera que escribir mal con stituye un pri vi le­ gio n acion al . Ahora bien, escribir mej or significa i gual­ mente pensar mejor; descubrir cosas que sean c ada vez más dignas de comunicarse y saber comunicarlas real ­ mente ; poder ser traducido a otros idiomas vecinos; h a­ cerse comprensible a los extranjeros que estudian nues­ tra lengua. Hacer que todo lo bueno sea universal y que todo sea l i bre para los hombres libres; preparar, por ú l ­ t i m o , e s e estado d e cosas todavía l ej ano e n el q u e l o s buenos europeos s e unirán e n pro d e e s a grandi osa mi­ sión suya que es diri gir y vigilar l a civi li zación univer­ sal en la tierra. Quien predica lo contrari o y no se preo­ cupa de escribir ni de leer bien -ambas virtudes crecen y disminuy en a l a vez- muestra efect i v amente a l o s pueblos el camino que l e s conducirá a ser cada vez más nacionales, por l o que agrava la enfermedad de este si­ glo y se decl ara enemi go de l os buenos europeos, de l os espíritus libres. 82

88 La escuela del mejor estilo.-La escuela del estilo pue­ de ser, por un l ado, la escuel a que enseña a dar con la ex­ presión medi ante la cual pueden comunicarse a lectores y oyentes todos los estados anímicos, y, en segundo l u­ gar, l a escuela que enseñ a a descubti r el estado anímico más deseable para el hombre y que, por consiguiente, se ansía transmiti r: me refiero al estado anímico en que se encuentra el hombre hondamente emoci on ado , el hom­ bre de espíritu alegre, l úcido y recto, que h a dom i n ado las pasiones . Esta será l a escuela del mej or estil o y co­ rresponde al hombre bueno. 89 Cuidar el aire.-El aire de l as frases i ndica si el au­ tor se encuentra c ansado ; c ada expresión por separado puede seguir siendo enérgica y hermosa, porque ya fue usada otra vez, cuando nac i ó l a i dea en el autor. Así su­ cede a men udo en Goet he, que di ctaba con m ucha fre­ cuen cia cuando se hal l ab a cansado . 90 YcL y todavía. -í\.· « La prosa aleman a es todavía m uy joven : Goethe cree que s u p au re fue Wi el and. » B: « ¡ Tan j oven y ya tan ue fonnc ! C. « P u e s , si no me equi V OC O , e l obi spo U l fi l as escri bía Y