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MURRAY BOOKCHIN
EL ANARQUISMO EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO
R”
editorial l/airós
avda. generalísimo, 493 barcelona-15
Título original: Post Scarcity Anarchism Portada: Joan Batallé Traducción: Rolando Hanglin
© 1971 by M urray Bookchin y Editorial Kairós, S. A., 1972 Avda. Gmo. Franco, 493 - Barcelona-15 Primera edición: Abril 1974 Segunda edición: Abril 1976 Impreso en España Printed in Spain Depósito Legal: B. 17.190-1976 ISBN: 84-7245-061-9
Chímenos, S. A. - Granollers (Barcelona)
E n m em oria de Jo sef W eber y Alian Hoffman
E ste ensayo que hoy se presenta al lector de habla hispa na debe situarse en el contexto cultural de una sociedad de la abundancia relativa, un contexto que naturalm ente no todos los países hem os alcanzado. Con todo, y dado que nos encontram os en un m undo progresivam ente intercom unicado, nunca está de más) conocer cuáles son los problem as y las polémicas que se van produciendo en los países más tecnificados. Se cum ple así una función específicam ente inform ati va; se levanta acta de un test social, al m argen de cualquier tipo de apologética. La cuestión de fondo está en cuáles son, o podrían ser, las repercusiones socio-políticas correspondientes a la crisis del pluralismo, del automatismo, de la tecnología avanzada y de la nueva conciencia ecológica. La nueva polémica gira en tor no a un conjunto de interrogantes. ¿Qué nuevos planteam ien tos han surgido en el viejo juego del poder, la legitimidad y la utopía?; ¿de qué manera afecta todo esto al tem a del consensus y el conflicto?; en una sociedad pluralista, ¿hasta qué punto es necesario o incluso posible que los distintos grupos participen en modelos racionales co m u n es?; ¿no se podría ya convivir en la diferencia en tanto que diferencia?; ¿q u é nueva legitimación tiene el p od er?; ¿q u é pautas deben regir en la socialización y la escolaridad?; ¿hasta qué punto las institu ciones nacidas de la prim era sociedad industrial son adap tables a la segunda? Desde un punto de vista socio-político cabría esquem ati zar tres grandes corrientes. E n un exterm o están los que tien
den a m antener la estabilidad social con las form as antiguas de la institucionalización autoritaria ( ante todo, «la ley y el o rd en » ); en el centro están los que conservan suficiente con fianza en las principales instituciones ( o, al menos, en el principio de racionalidad w eberiano) para tratar de encon trar, a través de una reform a perm anente, una nueva adapta ción a la movilidad de la sociedad tecnológica; finalmente, y en el otro extrem o, están los que habiendo perdido toda fe en las instituciones vigentes, proponen disolverlas d esd e un con texto deliberadam ente utópico. E l com ún denom inador de esta última tendencia suele ser el rechazo del sentim iento de culpabilidad como factor de cohesión social, y el presupuesto d e que la ética puritana del trabajo carece de vigencia en una época de relativa prosperidad económica. Por relativa y vulnerable que sea, la prosperidad eco nóm ica es el gran condicionante nuevo. Dejando a un lado que la idea de la «Abundancia-Automática-Creciente» no deje de ser todavía un mito ( toda vez que cuanto mayor es el tiempo que ahorramos en la producción, mayor es el tiempo que se nos va hacia los servicios); dejando a un lado que el capítulo que lord K eynes no escribió se llame «Pleno Em pleo sin Inflación», y que el capítulo que ni siquiera previo se llame stagflación, y que, al m enos desde 1968, se viene produ ciendo en el m undo occidental un cierto crecim iento del paro forzoso; dejando a un lado la crisis post-keynesiana y la re belión del T ercer Mundo, lo cierto es que en una parte del planeta se ha inaugurado una nueva era condicionada por la tecnología avanzada y la prosperidad económica. Ello ha obli gado a un replanteam iento de los clásicos temas' sociales. E l centro d e gravedad está hoy en la dialéctica entre adaptación e inconform ism o, dado el creciente poder de coerción que tiene la sociedad sobre los individuos. R ecordem os que Durkheim y W eb er espíritus poco revolucionarios, ya advirtieron el carácter constrictivo, la contrainte sociale, de la mayoría por no d ecir de todas las instituciones. D urkheim distinguió más o menos, entre instituciones vivas e instituciones m uer tas, según que hicieran posible o no la acción innovadora; o dicho con su propia terminología, según que garantizaran una solidaridad orgánica o sólo una solidaridad mecánica. Pero el telón de fondo del institucionalismo durkheimiano,
que tanto ha pesado en la tradición sociológica del m undo occidental, era siem pre el de la contrainte sociale. E n una economía de la escasez, y en eso coincidían D urkheim y Weber, la libertad sin condiciones era sólo un fantasma. Ahora bien, ¿de qué m anera queda todo esto alterado en el contexto de una economía más holgada? He aquí una nueva temática, y he aquí por qué, si de un lado aparece el renacim iento de la «ley y el o rd en » (p o r considerarse que la prosperidad es una flor todavía demasia do delicada y frágil para que podamos prescindir de la «ra cionalidad» autoritaria), del otro lado asistimos a un curioso renacimiento del anarco-comunismo. E se anarco-comunismo no por se r minoritario deja de ser relevante. E l autor del presente libro puede considerarse com o una de tas voces más características de este nuevo pensam iento utópico. E scrib e Murray B oo k ch in : «Tanto los hom bres como la naturaleza han sido siem pre las víctimas com unes de la sociedad jerárquica. Las institu ciones y valores de la sociedad jerárquica han agotado su función histórica. No hay ya justificación social para la pro piedad y las clases, para la monogamia y el patriarcado, para la jerarquía y la autoridad, para la burocracia y el Estado. Estas instituciones y valores, junto con la ciudad, la escuela y los instrum entos del privilegio han chocado con su techo histórico... Las instituciones han perdido su autoridad moral, y de ahí también el aspecto reaccionario del proyecto socia lista, puesto que conserva las nociones de jerarquía, autori dad y Estado, y también los de propiedad (nacionalizada) y clase (dictadura del proletariado). Los diversos marxistas or todoxos (maoístas, trotskistas, stalinistas y demás sectas) m e diatizan ideológicamente los aspectos positivos y negativos del desarrollo social general, precisamente en el momento en que son más irreconciliables que nunca en un plano ob jetivo,.» Nos encontram os, pues, con una especie de vuelta a Rous seau, vía automatismo y dentro de un contexto enfáticam ente antijerárquico. Existe un cansancio frente al modelo «racio nal», un pathos antiburocrático y un renacimiento de lo mís tico. R ecu érdese también el recurso a la acción directa y a la espontaneidad, el rechazo del liderazgo político y la corriente
libertaria del movimiento estudiantil de mayo de 1968. Parece como si estuviera en el aire el deseo de terminar, no sólo con la división del trabajo, sino también con la división en tre trabajo y ocio, cultura y naturaleza, psique y sociedad, y así sucesivam ente; terminar, en suma, con las separaciones de la conciencia desventurada, hoy convertida en -falsa con ciencia feliz, según M arcuse. Por otra parte, el nuevo debate cultural hace que algunas de las viejas e históricas convenciones de la semántica políti ca cada vez sean m enos definitorias. Tengo a la vista un libro titulado Radicalismo libertario, editado en N orteam érica, y en el que se habla de hacer abdicar al Estado, de redescubrir el anarquismo, de descentralizar el poder, y así sucesivam en te. Pero en contra de lo que uno pudiera creer, no se trata de un manifiesto de la Nueva Izquierda, sino de un docum ento explícitam ente subtitulado «Una alternativa para una Nueva D erecha». La tesis del trabajo es que los valores clásicos del pensamiento conservador sólo pueden ser realizados hoy a través de un nuevo anarquismo. Reaparece el viejo dilema de Tónnies, bien que con una riqueza m ucho mayor de modula ciones — y también de contradicciones. E n su form a más sofisticada, el neoanarquism o se p resen ta, pues, como un movimiento revolucionario basado en la autodisciplina y no en la coerción. Su solución al problem a sociológico de la cohesión se basa en la teoría de los grupos espontáneos o grupos de afinidad, en donde las relaciones hum anas son al m enos tan im portantes como los objetivos sociales. La praxis anarquista se define por la acción directa, un método para abolir al Estado y a todo tipo de institucio nes autoritarias, sin recu rrir a técnicas de esas instituciones y del Estado. Al mismo tiempo, esa acción directa es una estrategia para prom over la individuación de las masas, para afirm ar la identidad de lo particular, y para despertar no sólo la conciencia colectiva, sino también la conciencia de cada individuo, de suerte que cada individuo sea capaz de m odificar su propio destino. M erece la pena recordar que desde un contexto no exacta m ente homologable, Ivan Illich también ha hecho una llama da explícita a la «revolución de las instituciones» y ha denun ciado un sistema de p od er que organiza la impotencia progre~
siva de los ciudadanos. S u idea general es que las institucio nes que se han ido form ando en el curso de los últimos años no han hecho más que resolver problem as viejos al precio de crear problem as nuevos y todavía más insolubles. Lo que solemos llamar «progreso » consiste en sacrificar la praxis en beneficio de la poiesis ( el ser en beneficio del tener, podría mos traducir con voluntaria inexactitud). IUich reelabora de este modo una crítica que proced e ya de Aristóteles, y tam bién de Marx, para proponer una inversión de las institucio nes y rom per el círculo vicioso, o canceroso, de ir creando rem edios cada vez más poderosos para curar males p ro ce dentes de otros rem edios que a su vez fueron los rem edios de otros rem edios anteriores, y así ad inñnitum. Particularm en te nefasta es a juicio de Illich la institución escolar, al m enos tal como se plantea en la actualidad. La idea de que el Estado debe proporcionar a todo el m undo una educación obliga toria en centros oficiales de enseñanza es considerada como un ejem plo de institución manipuladora. (Paul Goodman hu biera hablado de antieducación). Del mismo modo que se construyen carreteras cada vez más amplias, transmutando el deseo real de movilidad en falso deseo de automóviles, el Sistem a tiende a producir escuelas cada vez mayores trans mutando el deseo real de aprender en el deseo falso de esco laridad. E n fin; en la misma dirección apuntan las voces de la antipsiquiatría, el women’s lib y la contracultura. Se trata siem pre de movimientos deliberadam ente utópicos que d e nuncian tanto al sistema capitalista como al socialista, puesto que ambos son, a la postre, «sistemas». Se podrá o no estar de acuerdo con esos presupuestos contraculturales; pero es difícil no admitir, al m enos, sus di m ensiones de estímulo intelectual. Personalm ente entiendo que el vicio del nuevo movimiento anarquista consiste en distinguir todavía entre Gesellschaft y Gemeinschaft. ¿Por qué la familia, la comuna o los grupos espontáneos iban a ser entidades más «naturales» que la em presa organizada? ¿Acaso la naturaleza no es también una organización? La ciencia opera a través de proposiciones formalizadas en un lenguaje operativo que perm ite su tratamiento lógico. Su re ferencia a la realidad es siem pre una referencia a una rea lidad que a su vez está ya previam ente codificada. Lo que
o cu rre es que algunos de los códigos condicionantes nos re sultan tan estables, familiares y universales que nadie los suele discutir. Sentir dolor cuando a uno le pinchan el brazo y sentir placer cuando a uno le acarician, p arecen fenómenosnaturales y los tomamos p o r naturales, aunque en rigor sean fenóm enos estrictam ente codificados, y que podrían funcio nar de m anera inversa a la usual. Hay que co m p ren d er que todo lenguaje es un código. La ciencia opera con modelos, sistemas y teorías; es decir, opera con form alizaciones diver sas, las cuales expresan a través de algún lenguaje y respon diendo a las distintas preguntas que cada disciplina le hace a lo real. Al conjunto de proposiciones m ediante las cuales explicam os un fenóm eno, se le suele llamar hoy sistema. Todo sistem a posee una estructura, cuya articulación lógica viene definida p or las relaciones entre sus variables. No se trata, pues, d e que con la progresiva formalización de los* lenguajes tengamos que reconocer una racionalidad de lo real y una existencia de leyes naturales; se trata más bien de la imposibilidad epistemológica de salirse de los códigos. La progresiva formalización de los lenguajes rem ite a una «rea lidad» que viene tam bién codificada en sus niveles aparente m ente más inmediatos, ingenuos y «espontáneos». H e aquí por qué los propios anarco-tecno-comunistas son conscientes hoy de que no es posible la vuelta a un estado d e inmediatez prerracional respecto a la natura. E n p rim er lugar, porque no existe la natura. E n segundo lugar, porque nos hallamos siem p re mediatizados p or algún código, símbolo, sistema. Por esto, cabe d ecir que si bien el nuevo anarquism o as pira a no disociar la psique de lo social, p a rece subestim ar las interiorizaciones que la conciencia colectiva realiza dentro d e cada individuo. Evidentem ente, pocos pietisan hoy que se pueda volver al concepto rom ántico del liberalism o o a la idea de un yo separado de la sociedad, al estilo del «indivi duo b u rg u és» decim onónico qu e creía ser el propietario pri vado de sí mismo. La alternativa entre individuo y sociedad, lo m ism o qu e la alternativa entre cultura y naturaleza es, a fin de cuentas, artificial. Ahora bien; aun sin com partir forzosam ente todos los puntos de vista del nuevo anarquismo, m e parece que nada se p ierd e con estudiarlo. Además, si las instituciones sociales
nomo la propiedad, la monogamia, el patriarcado, la burocra cia V t‘l listado no son capaces de resistir p or sí m ism as la critica de quienes han dejado de cre er en ellas, poca confian:,ii tienen en sí mismas esas instituciones. Y si hem os de cernirn o s a toda crítica, mal irán el cambio y la creatividad qu e son las enzimas para la transform ación perm anente del cuerpo social. lis preciso co m p ren d er que incluso desde el contexto de lu Teoría de Sistem as, sin un m ínim o de azar y d e crítica la vida no evoluciona. Las invariantes de los sistemas -— es d e cir, las famosas estru ctu ra s— tienden a perpetuarse indefi nidam ente a sí mismas. Desde el punto de vista de la evolu ción, tampoco estará de más record a r que este fenó m eno tan im probable que hoy llamamos vida es, en última instancia, energía solar transformada. ¿Transform ada en q u é ? Trans form ada en estructura antientrópica. Pero, ¿cóm o se produ jeron las condiciones favorables para esa transform ación? Todo parece indicar que esas condiciones fueron las de un cierto desorden lim itado: con el aum ento de la agitación m olecular aum entaron las probabilidades de fo rm a r com bi naciones relaciónales nuevas. Por este camino, p or el cam ino de un progresivo desorden ordenado, se fue avanzando hasta alcanzar ese estado im probable que llamamos vida. Luego la vida se fue complejizando, y hoy hem os cobrado conciencia de que el cuerp o social también es un cuerpo vivo en evolu ción. Pero la teoría de la evolución nos enseña qu e sin un cierto desorden, sin unas ciertas fallas de ortografía genéti ca, la vida se limita a repetirse m onótonam ente a sí misma. No avanza. E xiste un límite en el m antenim iento del orden, que si se excede, im pide la evolución. La entropía no es una m edida del desorden, sino una m edida de la m uerte. La vida no es, en sí misma, ni orden ni d eso rd en : es tensión e im probabilidad. No podem os vivir sin un cierto o rden; tampoco podem os vivir sin un cierto desorden. La mayoría de edad de una sociedad se dem uestra , y se mide, en función de su capacidad para encajar la crítica, y en función de su capacidad para ir revisando, tam bién crí ticamente, la legitimidad de sus presupuestos básicos. E sq u e m áticam ente existen tres m aneras de d efen d er un sistem a: una, prohibiendo que se critique al sistem a; otra, perm itien
do que se critique al sistema, pero de tal form a que en nin gún caso la crítica pueda m odificarlo esencialm ente; final m ente, cabe perm itir la crítica con un m argen tal que el sistem a pueda realm ente cambiar. Esto último implica va rios p resupuestos y está en la raíz de lo que solem os llamar dem ocracia. E n tre los presupuestos podríam os cita r: 1) un cierto pathos de la libertad; 2) un m ínim o gusto p or el ries go y lo desconocido; 3 ) una confianza básica en la creativi dad del h om bre, cuando éste tiene cubiertas sus necesidades básicas. E n resum en. Tal vez este libro no sea apto para mayores de J8 años; pero m e parece que contiene suficientes elem en tos críticos para contribuir al desentum ecim iento de nues tros clisés mentales. Y eso siem p re es benéfico. Incluso para los que son m ayores de edad.
S alvador P á n ik e r
INTRODUCCION
Por lo general, vivimos inm ersos en el presente de form a tan absoluta que a menudo ignoram os lo mucho o poco que nuestro propio período social difiere de los anteriores, in cluso de la generación que nos precedió en form a inmediata. E sta sujeción a lo contem poráneo puede ser muy perniciosa. Puede encadenarnos, inconscientem ente, a los aspectos m ás reaccionarios de la tradición, sean sus valores e ideologías, sus form as jerárquicas o sus modos de com portam iento po lítico. A menos que nuestras raíces en la vida contem poránea se amplíen a través de una rica perspectiva, distorsionarán fácilmente nuestra com prensión del mundo real, así com o sus potencialidades de cara al futuro. E l mundo está cambiando m ucho m ás de lo que nosotros creem os. H asta muy recientem ente, la sociedad humana se ha desarrollado en torno a los brutales problemas planteados por una insoslayable escasez de ca rá cte r m aterial y su con trap artid a subjetiva en térm inos de renunciam iento y culpa. Las grandes variaciones históricas que destruyeron a las an tiguas sociedades orgánicas, dividiendo al hombre con tra sí mismo y al hom bre contra la naturaleza, tuvieron su origen en los problem as de la supervivencia, problemas referidos al mero m antenim iento de la existencia humana *. La escasez de * E l térm ino “ sociedades orgánicas” alude a fo rm as de organización m ediante las cuales la com unidad se une con lazos de parentesco c intereses com unes, de cara a los m edios de vida. L a s sociedades orgánicas no se encontraban, aún, divi didas en las clases y burocracias de contenido explotador que hallam os en la so ciedad jerárq u ica.
m aterial brindó el justificativo histórico para el desarrollo de la familia patriarcal, la propiedad privada, la dominación de clases y el Estado; nutrió las grandes divisiones de la socie dad jerarquizada: la ciudad contra el campo, la m ente con tra la sensualidad, el trabajo contra el juego, el individuo con tra la sociedad y, finalmente, el individuo con tra sí mismo. No tiene sentido preguntarse si este largo y tortuoso des arrollo pudo haber seguido un curso distinto o más benig no. La evolución escapa a nuestro alcance. Tal vez como aquella m ítica manzana que, tras el prim er bocado, debe ser com pletamente consumida, la sociedad jerárquica debe com pletar su cruento viaje antes de que podamos exorcizar sus infernales instituciones. De todos modos, nuestra posición dentro del dram a histórico difiere fundamentalmente de la que vivieron todos los individuos del pasado. En este siglo veinte, nos encontram os convertidos en virtuales herederos de la historia humana, legatarios del antiguo esfuerzo del hom bre, empeñado en liberarse de la fatiga y la inseguridad m aterial. Por prim era vez en la larga sucesión de las cen turias, este siglo — y sólo é s te — ha elevado a la humanidad a un nivel enteram ente nuevo de capacitación tecnológica, y a una visión decididamente única de la experiencia humana. E s en este siglo cuando, finalmente, abrimos las puertas de un futuro de abundancia disfrutable por todos los hom bres : los medios de vida se acercan a un nivel de suficiencia, sin necesidad, ya, del laboreo cotidiano y frenético de los hombres. Hemos descubierto recursos, no sólo para el hom bre sino también para la industria, que hace una generación eran totalm ente desconocidos. Hemos concebido máquinas que fabrican otras máquinas en form a autom ática. Hemos perfeccionado dispositivos que pueden ejecutar pesadas ta reas con m ayor eficiencia que los músculos humanos más fuertes, que pueden desbordar la habilidad industriosa de las manos humanas m ás dotadas, que pueden calcular con m ayor rapidez y precisión que las más privilegiadas mentes huma nas. A horcajadas de esta tecnología cualitativam ente nueva, podemos com enzar a brindar comida, techo, abrigo y una am plia gama de comodidades sin devorar el precioso tiempo de la humanidad, y sin disipar su reserva invalorable de energía creativa en trabajos puramente m ecánicos. Para abreviar:
por prim era vez en la historia estam os en el umbral de una sociedad en la cual la escasez habrá sido abolida. Deberíamos subrayar la expresión «umbral», pues la so ciedad actual no ha asumido el potencial de su tecnología, en el sentido de suprim ir radicalm ente la escasez. Los «privile gios» m ateriales que el capitalism o moderno permite, apa rentem ente, a las clases medias, y su dispendioso despilfarro de recursos, tam poco reflejan el contenido racional, hum a nístico, realm ente desalienado, que esperaríam os de una so ciedad post-escasez. Si por «post-escasez» entendemos simple mente una gran cantidad de bienes socialmente disponibles, caem os en un absurdo; sería como ver en un organismo vivo nada m ás que una gran cantidad de procesos químicos *. En prim er lugar, porque la escasez es m ás que una situación de recursos insuficientes: para que esta palabra signifique algo en térm inos humanos, ha de englobar las relaciones sociales y el aparato cultural que nutren la inseguridad en la m ente. E n el caso de las sociedades orgánicas, esta inseguridad pue de ser función de los opresivos límites establecidos por un mundo natural precario; en una sociedad de tipo jerárquico, es una función de los límites represivos establecidos por una estructu ra clasista explotadora. E n este mismo sentido, la expresión «post-escasez» implica, fundamentalmente, más que una m era abundancia de medios de vida: debemos in cluir, sin duda alguna, el tipo de vida posibilitada por estos medios. Las relaciones humanas y la psique individual en una sociedad post-escasez deben reflejar plenamente la libertad, la seguridad y la expresión personal que hace posible la abun dancia. La sociedad post-escasez es la realización de las po tencialidades sociales y culturales latentes en una tecnología de abundancia. E l capitalism o, lejos de brindar «privilegios» a las clases medias, tiende a degradarlas más que a cualquier otro estra to de la sociedad. El sistema despliega su capacidad de abun dancia para a rra stra r al pequeño burgués a una complicidad * D e aq u í que resulte absurdo el uso que T o m Hayden hace de la expresión “post-escasez” en su recien te libro E l tem o r de Hayden de que la cultu ra juvenil podría transform arse en un “hedonism o post-escasez”, de ca rá cter social m ente pasivo, in d ica su insuficiente com prensión del significado de la ab olición de la escasez, así com o de la naturaleza de la cultura juvenil.
The Trial.
con su propia opresión: prim ero, lo convierte en una m er cancía, en un objeto que se negocia en el m ercado; luego asi m ila sus propios deseos al contexto del m ercado. Así tira nizada por todas y cada una de las vicisitudes de la sociedad burguesa, toda la personalidad del pequeño burgués vibra de inseguridad. Sus soporíferos — m ercancías y más m ercan cías — actúan como auténticos venenos. En este sentido, nada hay más opresivo que el «privilegio», pues los más profundos rincones mentales del hombre «privilegiado» son campo abierto a la explotación y la dominación. Pero, a través de una suprema pirueta de la ironía dialéc tica, este veneno constituye, a la vez, su propio antídoto. La capacidad del capitalismo en m ateria de abundancia — los so poríferos que emplea para la dom inación— agita extrañas figuras en el mundo onírico de sus víctim as. Se entrevé el fantasm a de la libertad en la pesadilla de la opresión y aflo ra una intuición reprimida de que lo que es podría ser de o tro modo, si la abundancia sirviera a fines m ás humanos. Del mismo modo que la abundancia invade al inconscien te p ara manipularlo, el inconsciente invade a la abundancia p a ra liberarla. La contradicción m ás notoria del capitalismo actu al es la tensión entre lo-que-es y lo-que-pudiera-ser, entre la realidad de la opresión y la potencialidad del libre albedrío. L a simiente de destrucción de la sociedad burguesa germina en. los propios medios que ella emplea para su conservación: u n a tecnología de abundancia, capaz de proporcionar, por p rim era vez en la historia, las bases m ateriales de la libera ción. E l sistema, en cierto sentido, conspira contra su propio ser. Como dijera Hegel, en otro con texto: «La lucha es ya tard ía; y cada remedio que se intenta agrava la enferme d ad ...» (1). Si la lucha para preservar la sociedad burguesa tiende a asu m ir un carácter auto-invalidatorio, lo mismo ha de ocurrir co n la lucha por destruirla. E n la actualidad, la máxima fuer z a del capitalismo radica en su prodigiosa habilidad para subvertir los objetivos revolucionarios por medio de las ideo logías de la dominación. A favor de esta fuerza debemos se ñ alar el hecho de que la «ideología burguesa» no es sólo bur guesa. E l capitalismo es heredero de la historia, legatorio de
todas las modalidades represivas de las sociedades jerarqui zadas del pasado, y la ideología burguesa se compone de los elementos m ás antiguos de la dominación y del condiciona miento so cial: elementos tan venerables, y aparentem ente tan incuestionables, que a menudo los confundimos con la «natu raleza humana». No hay com entario más elocuente sobre el poder de este legado cultural que el grado en que ha sido contagiado el mismísimo proyecto socialista con el sexismo, la jerarquizaeión y la privación. De estos elementos provie nen todas las enzimas sociales que catalizan las relaciones cotidianas del mundo burgués y del llamado «movimiento ra dical». Jerarquizaeión, sexismo y privación no desaparecen con el «centralism o dem ocrático», la «vanguardia revolucionaria», el «E stad o proletario» y la «economía planificada». Por el contrario, la jerarquizaeión, el sexismo y la privación fun cionan con suprema eficacia cuando el centralism o parece «dem ocrático», los líderes tienen aire «revolucionario», el Estado parece pertenecer al «proletariado» y la producción de m ercancías se halla «planificada». E n la medida en que el proyecto socialista se m uestra incapaz de n otar la existencia m ism a de estos elementos (no hablemos ya de su carácter pernicioso), la propia «revolución» deviene una fachada de la contrarrevolución. Mal que pese a la concepción de Marx, lo que tiende a «m architarse» tras esta especie de «revolu ción» no es el Estado, sino la propia conciencia de la opre sión. E n realidad, mucho de lo que pasa por «economía plani ficada» en la teoría socialista ha sido alcanzado ya por el capitalism o; de aquí la capacidad que dem uestra el capita lismo de Estad o para asim ilar vastas secciones de la doctrina m arxista com o ideología oficial. Más aún, en los países capi talistas desarrollados, el mismo progreso tecnológico ha su primido una de las razones m ás im portantes para justificar la existencia del «Estado socialista»: la necesidad (según las palabras de Marx y Engels) «de increm entar el total de fuer zas productivas en la form a m ás rápida posible» (2). Así, seguir insistiendo con la cancioncilla de la «economía plani ficada» y el «Estado socialista» — conceptos creados por un estadio ya superado del capitalismo, y para un nivel de des
arrollo tecnológico inferior al actual — indicaría cretinismo sectario. E l proyecto revolucionario debe guardar proporción con las enormes posibilidades sociales de nuestro tiempo, pues así com o los prerrequisitos m ateriales de la libertad se han expandido más allá de los m ás generosos sueños del pasado, así también lo ha hecho el concepto mismo de liber tad. Ante la inminencia de una sociedad caracterizada por la abolición de la escasez, la dialéctica social comienza a madu ra r, no sólo en térm inos de lo que deberíamos suprim ir sino también de cara a lo que habremos de crear. No sólo debe mos poner fin a las relaciones sociales de la sociedad burgue sa sino, también, al legado de dominación que nos viene de largos milenios de sociedades jerarquizadas. Lo que debemos elaborar p ara reem plazar a la sociedad burguesa no es sólo aquella sociedad sin clases que profetiza el socialismo, sino también la utopía no-represiva.
H asta aquí nos hemos ocupado principalmente de las ca pacidades tecnológicas de la civilización burguesa, su poten cial p ara sostener una sociedad post-escasez y la tensión que todo esto crea entre lo-que-es y lo-que-debiera-ser. No caiga mos en el erro r de im aginar que esta tensión flota vagamente entre abstracciones teóricas. E s una tensión real y halla ex presión diaria en las vidas de millones de seres. Aunque con frecuencia en un plano intuitivo, la gente comienza a en co n trar intolerables las condiciones sociales, económ icas y culturales que hace una década, poco más o menos, se acep taban pasivamente. E l crecim iento del movimiento negro de liberación a lo largo de la últim a década constituye una evidencia explosiva de esta evolución. La liberación de los negros h a sido seguida por la liberación femenina, la juve nil, y la infantil sucesivamente. Cada grupo étnico y, virtual mente, cad a profesión, son el teatro de un ferm ento que hace sólo una generación hubiera resultado inconcebible. Los «pri vilegios» de ayer se están convirtiendo en «derechos» de hoy en una sucesión casi embriagadora, entre los estudiantes, la gente joven en general, las m ujeres, las minorías raciales y, a veces, entre los mismísimos estratos a que ha recurrido tradicionalm ente el sistema en busca de apoyo. El concepto
mismo de «derecho» es ahora sospechoso de expresar la soberbia de una élite que expropia y niega «derechos» y «pri vilegios» a sus inferiores. La batalla co n tra el elitismo y la jerarquía, reem plaza ahora a la lucha por determinados «de rechos». Y a no se exige justicia sino, más bien, libertad. La sensibilidad m oral en m ateria de abusos — incluyendo algu nos de cará cte r m enor, según las pautas anteriores — ha co brado una viveza que hubiera resultado increíble hace sólo unos pocos años. E l eufemismo liberal con que se alude a la tensión entre realidad y potencialidad e s: «exigencias crecientes». Pero lo que esta frase de tono sociológico no dice es que tales «exi gencias» continuarán «creciendo» hasta la obtención de la utopía m isma. Y con buenas razones. Lo que im prime «creci miento» a las «exigencias» — multiplicándolas, para ser m ás exactos, con la conquista de cada «derecho»— es la irracio nalidad del propio sistema capitalista. En momentos en que la m aquinaria autom ática y computerizada podría reducir el esfuerzo humano hasta casi el cero absoluto, no hay despro pósito m ayor, a los ojos de los jóvenes, que dedicar toda una vida al trabajo. En mom entos en que la industria está en condiciones de brindar abundancia para todos, nada resulta más perverso, para los pobres, que la idea de resignarse a una vida entera de pobreza. E n m om entos en que existen todos los recursos necesarios p ara la promoción de la igual dad social, las m inorías raciales conceptúan su subyugación com o criminal, y lo m ismo vale para las m ujeres, etc. Estos contrastes podrían extenderse indefinidamente, abarcando to dos los problemas que han producido la agonía social de nuestra era. E n su intento de defender la escasez, el esfuerzo físico, la pobreza y la explotación contra el creciente potencial de term inado por el ocio, la abundancia, la libertad, en una pa labra la post-escasez, el capitalismo se perfila cada vez m ás netam ente com o una sociedad irracional y, sobre todo, arti ficial. La sociedad actual está cobrando el aspecto de una fuerza totalm ente ajena, y enajenante. Se nos presenta como el «otro», por así decir, de los m ás profundos deseos e im pulsos de la humanidad. E n una escala cada vez m ayor, la potencialidad está comenzando a determ inar y conform ar
la vida nuestra de cada día, su concepto de la realidad, hasta arrib ar al punto en que todo lo relativo a la sociedad — in cluyendo sus amenidades más «atractiv as»— nos parece por com pleto insano, el resultado de una demencia social masiva. No es sorprendente que comiencen a em erger subculturas tendentes a enfatizar una dieta natural, contrapuesta a la dieta sintética de la sociedad; una familia extendida, contra puesta a la monogámica; una libertad sexual, contrapuesta a la represión; una tribalización, contrapuesta a la atomiza ción; una comunidad, contrapuesta al urbanism o; una ayuda mutua, contrapuesta a la com petencia; un comunismo, con trapuesto a la propiedad y, finalmente, un anarquismo contra puesto a la jerarquía y al Estado. En el propio acto de re chazar la vida de austeridades burguesas, se siembran los prim eros gérmenes de un estilo de vida utópico. La negación se convierte en afirmación; el repudio de lo presente deviene una proclam ación del futuro, en las mismas entrañas del sis tem a capitalista. E l «drop o u t» * se transform a en un modo de proyectarse dentro (d ro pp in g in) de las relaciones socia les de utopía, tentativas experimentales y eminentemente am biguas. Tomado com o fin en sí mismo, este estilo de vida no consum a la utopía; más aún, podría ser dolorosam ente in completo. E n tanto que medio, sin embargo, este estilo de vida y los procesos que a él conducen son indispensables en la re-formación del revolucionario, en el despertar de sus sensibilidades de cara a todo lo que ha de cam biar. La tensión entre realidad y potencialidad, entre presente y futuro, adquiere proporciones apocalípticas en medio de la crisis ecológica de nuestro tiempo. Aunque una gran parte de este libro versará sobre problemas relativos al medio ambiente, se impone subrayar varias conclusiones generales. H a de rechazarse, por quimérico, todo intento de resolver la crisis ambiental dentro del m arco burgués de referencia. El capitalism o es por naturaleza anti-ecológico. La competen cia y la acumulación constituyen sus leyes vitales esenciales * E l modismo am ericano “drop out” alude a la retirada o abandono de las convenciones de la vida burguesa.
(N. del T.)
y fueron resum idas por un M arx punzante en la frase «pro ducción por la producción misma». Todas las cosas, por más raras o santas que fueran, «tienen su precio» y son acogidas por el m ercado. En una sociedad de este tipo, la naturaleza recibe el trato que corresponde a un mero recurso, digno de ser explotado y saqueado. La destrucción del mundo natural, lejos de ser una consecuencia de excesos o errores disparata dos, parece resu ltar de la propia lógica de la producción ca pitalista. La actitud esquizoide del público hacia la tecnología — ac titud que m ezcla tem or con esperanza— no puede ser sosla yada con ligereza. Expresa una verdad intuitiva: la m isma tecnología que podría liberar al hombre en una sociedad or ganizada en torno a la satisfacción de las necesidades huma nas tiende a destruirlo en el contexto de una sociedad basada en la «producción por la producción misma». Podemos estar seguros de que el dualismo maniqueo que se imputa a la tecnología no constituye un aspecto de la tecnología como tal. Las capacidades de la tecnología m oderna en térm inos de crear o destruir no son más que dos caras de una dialéctica social com ún: facetas positiva y negativa de la sociedad je rarquizada. Si hemos de reconocer alguna verdad en la afir m ación de M arx de que la sociedad jerárquica era «históri cam ente necesaria» para «dominar» a la «Naturaleza», lo ha rem os sin olvidar jam ás que el concepto de «dominación» de la naturaleza fue una proyección de la dominación del hombre por el hombre. Tanto los hombres com o la natura leza han sido siempre las víctim as comunes de la sociedad jerárquica. E l hecho de que ambos se enfrenten, ahora, con la extinción ecológica, es una evidencia de que los instru m entos de producción han term inado por resultar demasiado poderosos para que se los adm inistre como medios de domi nación social. Hoy en día, en tanto transcurre la etapa term inal en la evolución de la sociedad jerarquizada, sus aspectos negativos y positivos se alzan como totalidades m utuam ente excluyentes. Las instituciones y valores de la sociedad jerárquica han agotado sus funciones «históricam ente necesarias». Hay que reconsiderar la justificación social de la propiedad y las cla ses, de la monogamia y el patriarcado, de la jerarquía y la
autoridad, de la burocracia y el Estado. E stas instituciones y valores, junto con la ciudad, la escuela y las instrum enta ciones del privilegio, han chocado contra su techo histórico. E n contraste con Marx, poco tendríam os que objetar al con cepto expresado por Bakunin, en el sentido de que las insti tuciones y valores de la sociedad jerarquizada fueron siem p re un «mal históricam ente necesario». Si el veredicto de Bakunin parece gozar de cierta superioridad sobre el de M arx, hoy en día, esto se debe a que las instituciones en cues tión han perdido autoridad moral. De ahí el aspecto reaccio nario del proyecto socialista, que conserva aún las nocio nes de jerarquía, autoridad y Estado com o partes integrantes del futuro postrevolucionario de la humanidad. E ste proyecto tam bién conserva, en consecuencia, los conceptos de propie dad («nacionalizada») y clases («dictadura del proletariado»). Los diversos m arxistas «ortodoxos» (m aoístas, trotskistas, stalinistas y las sectas que resultan de las distintas hibrida ciones de estas tres tendencias) mediatizan ideológicamente los aspectos negativos y positivos del desarrollo social gene ral, precisam ente en el momento en que son m ás irreconcilia bles que nunca, en un plano objetivo. E n este mismo sentido, la revolución venidera y la utopía por ella generada deben ser concebidas com o totalidades. Ningún área de la vida contam inada por la explotación ha de quedar intacta *. A p artir de la revolución ha de surgir una sociedad que trascenderá todos los quebrantos del pasado; esta sociedad em ergente ofrecerá a cada individuo, sobre todo, la fiesta de una experiencia total, m ultifacética, re donda. He descrito esta utopía como «anarquismo», pero también pude haberla llamado «anarco-comunismo», expresión equi valente. Ambos térm inos indican una sociedad descentrali zada, sin clases y en cuyo seno las grietas creadas por * H e aquí lo revolucionario del m ovim iento de liberación de la m ujer, que ha expuesto a l público la sintaxis interna, la m usculatura de la dom inación. D e este modo, el m ovim iento h a cuestionado a la propia vida cotidiana, dejando a im lado abstracciones com o “Sociedad”, “Clase” y “P roletariad o” . E n este punto mo to c a disculparm e por el uso de la expresión genérica “H om bre” , de género m asculino. C areciendo de otros sinónim os para “ gente” o “individuos” , reconozco que mi vocabulario está, sin duda, groseram ente viciado. Tam bién debem os liberar nuestro lenguaje.
la cultura de la propiedad privada sean trascendidas por relaciones humanas nuevas y desalienadas. Una sociedad anarquista, o anarco-com unista, presupone la distribución de los bienes conform e a las necesidades individuales, la disolu ción de las relaciones m ercantiles, la rotación del trabajo y una decidida reducción del tiempo que se dedica al mismo. Sin embargo, esta descripción nos pinta nada más que una anatom ía de la sociedad libre. Nos haría falta un cuadro de la fisiología de la libertad; de la libertad com o proceso de comunización. En efecto, nuestra descripción carece de las dimensiones subjetivas que ligan la reconstrucción de la so ciedad con la de la psique. E s probable que los anarquistas hayan prestado más aten ción a los problemas subjetivos de la revolución que cual quier otro movimiento revolucionario. Desde el punto de vis ta de una amplia perspectiva histórica, el anarquism o es una em anación de la libido popular, una ebullición del sub consciente social que se rem onta, bajo muchos nom bres di ferentes, a las m ás tem pranas batallas de la humanidad. Es mínimo su com prom iso con m am otretos doctrinarios. En su activa preocupación por las cuestiones de la vida diaria, el anarquismo se ha cuidado siempre de estilos de vida, de la sexualidad, la comunidad, la liberación femenina y las rela ciones hum anas. Su foco central ha apuntado siempre hacia el único objetivo social significativo que puede plantearse la revolución social: una reconstrucción del mundo de modo tal que los seres humanos resulten fines en sí mismos, y la vida hum ana una experiencia reverenciada e, incluso, m ara villosa. P ara la m ayoría de las ideologías radicales, este ob jetivo no ha sido más que. periférico. Con frecuencia, estas ideologías, enfatizando sus abstracciones en detrim ento de la gente, han reducido a los seres humanos al papel de sim ples m edios; y todo en nombre, irrisoriam ente, de «el Pueblo» o de «la Libertad». La diferencia entre socialistas y anarquistas no sólo se presenta en los conflictos teóricos sino también en tipos con trapuestos de organización y praxis. Y a he señalado que los socialistas se organizan conform e a cuerpos jerarquizados. P or contraste, los anarquistas basan sus estructuras organiza tivas en el grupo de afinidad, reunión de amigos que no se
refiere m enos a sus relaciones humanas que a sus objetivos sociales. E l propio modo de organización anarquista tras ciende la fractu ra tradicional entre psique y mundo social. De presentarse la necesidad, nada impide a los grupos de afinidad una coordinación dentro de movimientos bastante amplios. E stos movimientos, a la vez, tienen la ventaja de que el control sobre la organización m ayor lo conservan siempre los grupos de afinidad, sin delegarlo en los cuerpos coordina* dores. Toda acción, por otra parte, se basa en el voluntarismo y la autodisciplina, no en la coerción ni en una orden de tipo m ilitar. En esta clase de organización, la praxis tiene un valor liberador tanto en el terreno personal com o en el social. La propia naturaleza del grupo alienta al revolucionario a revolucionarse a sí mismo. E ste enfoque liberador de la praxis llega aún m ás lejos en la concepción anarquista de la «acción directa». General m ente se considera a la acción directa com o táctica, como m étodo para abolir el Estado sin recu rrir a instituciones y técnicas propias del Estado. Aunque esta interpretación es co rre cta dentro de su alcance, no podemos negar que el tal alcance es corto. La acción d irecta es una estrategia revolu cionaria básica, un modo de la praxis encaminado a prom o ver la individuación de las «m asas». Su función consiste en afirm ar la identidad de lo particular, dentro del m arco de lo general. Más im portantes que sus implicaciones políticas re sultan, sin duda, sus efectos psicológicos, pues la acción di re cta despierta en la gente una conciencia de cada individuo, capaz com o tal de modificar su propio destino *. Finalm ente, la praxis anarquista tam bién subraya la es pontaneidad: se tra ta de una concepción de la praxis como proceso interno y no exterior o manipulado. Mal que pese a sus críticos, este concepto no hace del m ero «impulso» indiferenciado un fetiche. Como la vida m isma, la espontanei
* A quí debería yo agregar que el slogan “P od er al pueblo” sólo podrá po n erse en práctica cuando los poderes ejercid o s por las élites so ciales se disuelvan en el seno de! pueblo. C ad a individuo reco b rará, así, el control de su vid a diaria. S i “P od er al pueblo” sólo significa poder p ara los “líderes” del pueblo, este últim o se m antiene tan ind iferenciad o, ta n m anjpulable, ta n m asa, tan desposeído después de la revolución com o lo estab a antes. E n últim o análisis, el pueblo jam ás podrá deten tar el poder hasta que desaparezca com o “pueblo” .
dad puede darse en m uchos niveles diferentes; puede estar m ás o menos em papada de conocim iento, intuición y expe riencia. E n una sociedad libre, la espontaneidad de un niño de tres años difícilmente pertenecerá al mismo orden que la de un sujeto de trein ta años. Aunque ambos se encontrarán libres para desarrollarse sin restricciones, la conducta de la persona de trein ta años se basaría en un yo más definido y m ejor inform ado. Del m ism o modo, la espontaneidad podría darse m ás estru ctu rad a en un grupo de afinidad que en otro, tal vez m ejor estacionada por el conocim iento o la expe riencia. Pero la espontaneidad no es una «técnica» organizativa, así com o la acción directa no se reduce a m era táctica opera tiva. La creencia en la acción espontánea form a parte de una fe aún m ás am p lia: la fe en el desarrollo espontáneo. Todo desarrollo debe ser libre, para alcanzar su propio equilibrio. L a espontaneidad, lejos de incitar al caos, implica una libe ración de las fuerzas internas de un proceso evolutivo para que den con su orden auténtico y su propia estabilidad. Como veremos en los capítulos que siguen, la espontaneidad, en la vida social, converge con la espontaneidad de la naturaleza, sentando las bases de una sociedad ecológica. Los principios ecológicos que conform aron las sociedades orgánicas resur gen bajo la form a de principios sociales, para presidir la consum ación de la utopía. Pero estos principios se alimen tan hoy de las conquistas m ateriales y culturales de la his toria. ecología natural deviene ecología social. E n la uto pía, el hom bre no regresa a su ancestral inmediatez con la naturaleza, así com o el anarco-com unism o no reitera un co munismo primitivo. Tanto ahora com o en el futuro, las rela ciones hum anas con la naturaleza observarán siempre la me diación de la ciencia, la tecnología, el conocimiento. Pero de penderá de la capacidad del hom bre para elevar su condición social que la ciencia, la tecnología y el conocim iento m e joren a la naturaleza en su propio beneficio. O bien la revolu ción cre a una sociedad ecológica, con nuevas ecotecnologías y ecocom unidades, o la humanidad y el mundo natural, tal com o los conocem os hoy día, perecerán.
La
Toda época revolucionaria es un período de convergencia durante el cual procesos aparentem ente separados se conju gan, dando form a a una crisis socialm ente explosiva. Si nues tra propia época revolucionaria parece, a menudo, más com pleja que otras del pasado, esto sólo se debe a que los pro cesos que se han acumulado son más universales que los que ha registrado la historia. Nuestro punto de partida no tiene precedentes históricos tranquilizadores en que podamos basarnos. Los períodos revolucionarios anteriores se refirie ron, al menos, a categorías institucionales con las que está bam os fam iliarizados: religión, propiedad, trabajo, familia, E stado, eran presupuestos básicos, aunque se objetaran sus form as *. La sociedad jerárquica aún no había agotado estas categorías. Aún no se había consumado su evolución hacia relaciones sociales más imperativas y comprehensivas. En nuestro tiempo, sin embargo, esta evolución ha llega do a su nivel de saturación. La sociedad jerárquica ya no puede arrogarse ningún futuro, y a nosotros sólo nos quedan las alternativas de la utopía o la extinción social. Tan gravo sa nos es la resaca del pasado, tan preñados estam os con las posibilidades del futuro, que nuestro extrañam iento del mun do alcanza el tono de la angustia. Pasado y futuro se sobreimprimen como las imágenes que entrevemos en una doble exposición fotográfica. El elemento fam iliar está allí presente, pero, com o en los posters psicodélicos, cuyas letras sugieren retorcidos m iem bros humanos, se mezcla en form a escurri diza con lo extraño. Un ligero cam bio de posición, y una realidad dada resultará com pletam ente invertida. Aprender a vivir se nos presenta como único modo de supervivencia, el juego como único modo de trabajo, lo personal como único modo de lo social, la abolición de roces sexuales como úni co modo de la sexualidad, el tribalismo com o único modo de la familia, la sensualidad como único modo de la razón. E ste entretejido de lo viejo y lo nuevo, con sus increíbles rever siones, no equivale al «doble-sentido» habitual del orden es-
*
E sta situación no cam bió con la R evolución R usa o las revoluciones “socia listas" que han ocurrido luego. L a s categorías institucionales no han desaparecido; a lo sumo se les ha mudado el nom bre.
tnblccido; es un hecho objetivo, que refleja los vastos cam bios sociales hoy apuntados. Cada época revolucionaria, por o tra parte, no sólo reúne procesos aparentem ente separados sino que tam bién los pro yecta sobre un lugar específico en el tiempo y en el espacio, donde ia crisis social es m ás aguda. En el siglo diecisiete este centro era Inglaterra; en los siglos dieciocho y diecinueve, Francia; en los comienzos del veinte, Rusia. E l centro de la crisis social, en la segunda m itad del siglo veinte, se halla en los Estados U n idos: un coloso industrial que produce más de la m itad de los bienes del mundo con poco m ás de un cinco por ciento de la población del planeta. He aquí la Roma del capitalism o mundial, la piedra angular de su ca tedral im perialista, taller y m ercado de sus m ercancías, ga binete de su hechicería financiera, templo de su cultura, ar senal para sus guerras. Aquí se encuentra, también, el centro mundial de la contrarrevolución, así como el de la revolución social que puede suprim ir a la sociedad jerárquica com o sis tema histórico de alcance mundial. Ignorar la posición estratégica de los Estados Unidos, tan to en lo histórico como en lo internacional, revelaría una increíble falta de sensibilidad de cara a la realidad. Dejar de plantearse todas las im plicaciones de esta posición estra tégica para actu ar conform e a ellas delataría una negligencia de proporciones criminales. Los riesgos son demasiado im portantes com o para perm itirnos una postura oscurantista. América, hemos de subrayarlo, ocupa el terreno social más avanzado del mundo. Más que ningún otro país, Am érica está preñada con la crisis social m ás im portante de la historia. Todos los planteam ientos tendentes a la abolición de la so ciedad jerarquizada y a la construcción de la utopía se pre sentan aquí con más claridad que en ninguna o tra parte. Es aquí donde se hallan los recursos para anular y trascender lo que M arx llamaba la «prehistoria» de la humanidad. Aquí se dan, también, las contradicciones que producen la form a m ás avanzada de lucha revolucionaria. La decadencia de la estru ctu ra institucional de A m érica no resulta de ninguna «falta de nervio» de tono m ístico, o de sus aventuras impe rialistas por el T ercer Mundo, sino, principalmente, del des borde del potencial tecnológico am ericano. Como esos fru
tos que penden de una ram a, con sus semillas plenamente m aduras, toda la estru ctu ra puede desplom arse al m ás ligero golpe. É ste tal vez provenga del T ercer Mundo, de alguna conm oción económ ica considerable, incluso de una repre sión política p rem atura; pero lo cierto es que la estru ctu ra debe caer, a causa de su madurez y declinación. E n una crisis de esta magnitud, los problemas centrales de la sociedad jerárq u ica pueden ser enfocados desde cual q u ier faceta de la vida, sean personales o sociales, políticos o ecológicos, m orales o m ateriales. Todo acto o movimiento crítico erosiona el edificio dom éstico tanto com o el imperial. Repeler toda expresión de descontento con arengas secta rias, copiadas de contextos distintos y períodos por com ple to diferentes de conflicto social, no es m ás que ceguera. Lle vada hasta sus últim as conclusiones, la batalla de la libera ción de los negros es una lucha con tra el im perialismo; la batalla por un medio-ambiente equilibrado es una lucha con tra la producción de m ercancías; la batalla por la liberación femenina es una lucha por la libertad humana. E s cierto, gran parte de la energía de este descontento puede ser desviada hacia canales institucionales establecidos, durante un tiempo. Pero sólo durante un tiempo. La crisis social es demasiado profunda, está demasiado im bricada en la historia y en el mundo para que las instituciones estable cidas puedan contenerla. Si el sistem a no logró asim ilar al movimiento negro, a la «generación del am or» ni al movi m iento estudiantil de los años sesenta, no fue por falta de flexibilidad institucional o recursos. A pesar de las agore ras predicciones de la «izquierda» am ericana, estos movi m ientos rechazaban, esencialmente, lo que las instituciones establecidas les ofrecían. Más precisam ente, sus exigencias iban creciendo a medida que les iban siendo concedidas. Al m ismo tiempo, se expandía la base física de los movimientos. Irradiando desde unos pocos centros urbanos aislados, el ra dicalismo negro, hippie y estudiantil se derram ó sobre el cam po, em papando universidades y colegios, suburbios y ghettos, com unidades rurales y ciudades. O bjetar el valor de estos movimientos porque sus reclutas suelen pertenecer a la juventud de la clase media blanca equi vale a perder el hilo del problema. Tal vez no exista m ejor
testimonio sobre la inestabilidad de la sociedad burguesa que el hecho de que m uchos m ilitantes radicales tiendan a pro venir de los estratos relativam ente más prósperos. Se olvida (convenientem ente) que en los años cincuenta hubo otra cla se de profecías — las de la «generación de Orwell» — que nos advirtieron que la sociedad b u rocrática estaba prefabricando una juventud am ericana prolijam ente conform e con el astablishment. De acuerdo con las predicciones de aquel en tonces, la sociedad burocrática encontraría su apoyo m ás de cisivo en las sucesivas generaciones de jóvenes. Se afirmaba que en la generación decadente de los años trein ta estaría el último reverbero de los valores hum anísticos y radicales. Como está a la vista, las cosas han ocurrido al revés. La ge neración de los años trein ta se ha convertido en uno de los sectores m ás deliberadam ente reaccionarios de la sociedad, m ientras que la gente joven de la década de los sesenta se define com o caldo de cultivo radical. E n esta aparente paradoja, la contradicción entre la es casez y el potencial de la post-escasez tom a la form a de una abierta confrontación. Una generación cuya psique ha sido enteram ente form ada por la escasez — esto es, la depresión y las inseguridades de los años tr e in ta — se enfrenta a otra que ha sufrido la influencia potencial de una sociedad post escasez. La juventud de la clase media blanca dispone del privilegio de repudiar su falso «privilegio». En con traste con sus padres, vencidos por la represión, los jóvenes se sienten desencantados ante un consum ism o fraudulento, que paci fica pero jam ás satisface. E l abismo generacional es real. Refleja la brecha objetiva que ahora mismo está separan do a A m érica — en form a cada vez más n ítid a— de su propia historia social, de un pasado que se va tornando ar caico. Aunque este pasado está aún insepulto, nos hallamos ante la em ergencia de una generación que bien podría hacer las veces de sepulturera. C riticar, en esta generación, sus «raíces burguesas», de n otaría una sapiencia sim ilar a la de esos tontos que ignoran que sus observaciones m ás serias no producen más que risa. Todos los que viven en esta sociedad tienen «raíces burgue sas», sean obreros o estudiantes, jóvenes o viejos, negros o blancos. ¿H asta qué punto es uno burgués? Esto depende ex-
elusivamente de lo que uno acepta de la sociedad. Si la gente joven repudia el consum ismo, la ética del trab ajo, la je ra r quía y la autoridad, será m ás «proletaria» que el proletaria d o : este despropósito sem ántico debería exhortarnos a en te rra r de una buena vez los raídos elementos de la ideología socialista junto al arcaico pasado del que derivan. Si estas entelequias aún concitan cierta atención, esto se debe solamente al ca rá cte r aném ico del proyecto revolucio nario en los E stad os Unidos. Los revolucionarios norteam eri canos deben todavía dar con una voz que se refiera a sus pro pios problem as específicos. Los planteam ientos del T ercer Mundo no pueden aplicarse al Prim er Mundo; m ás aún, no de bem os trazar un puente entre ambos retrocediendo hacia ideo logías que fueron generadas por la problem ática del siglo die cinueve. M ientras los revolucionarios am ericanos sigan tom an do prestadas las fórmulas de Asia y Latinoam érica, estarán haciendo un flaco favor al T ercer Mundo. Lo que este último necesita es una revolución en Am érica, y no sectas aisladas e incapaces de modificar el curso de los acontecim ientos. E l a cto supremo de internacionalism o y solidaridad con los pue blos oprimidos del mundo consistiría en prom over aquella revolución; esto requeriría un criterio y Un movimiento re feridos estrictam ente a los problem as de los Estados Uni dos. N ecesitam os un enfoque coherente y revolucionario para la problem ática social am ericana. Todo aquel que se declare revolucionario en los Estados Unidos será inevitablem ente un intem acionalista, en virtud de la posición que América ocupa dentro del mundo, de modo que no es necesario que yo me justifique por la atención que presto a este país. Los capítulos que constituyen este libro deben conside rarse com o totalidad unificada. Lo que, esencialm ente, los vincula, es el concepto de que los sueños más visionarios del hom bre en m ateria de liberación se han convertido ac tualm ente en imperiosas necesidades. Todos éstos capítulos están escritos desde la perspectiva de que la sociedad je rá r quica, luego de tantos y tan sangrientos milenios, ha alcan zado, finalmente, la culminación de su desarrollo. Los pro blemas de la escasez, de donde surgieron las form as de pro piedad, las clases, el estado y toda la parafernalia cultural de la dominación, pueden resolverse ahora en el seno de una
Sociedad post-escasez. Alcanzado el punto de erradicación de la escasez, se advierte que la sociedad resultante no sólo es deseable o posible, sino tam bién absolutam ente necesaria para la supervivencia de la propia civilización. E l desarrollo de las bases m ateriales de la libertad hace que una conse cuencia acabada de la m ism a cobre valores de necesidad social. P ara que la humanidad viva en equilibrio con la natura leza, debemos dirigirnos a la ecología, en busca de las direc ciones esenciales que regirán la organización de la sociedad futura. Nuevamente, hallamos que lo deseable es, también, necesario. E l deseo que experim enta el hombre de expresión espontánea y no reprim ida, de variedad en la experiencia y en el entorno físico, y de un medio ambiente a escala de la dimensión hum ana, debe ser, también, satisfecho para obte n er el equilibrio natural. Los problem as ecológicos de la vieja sociedad revelan, pues, los métodos que darán form a a la sociedad nueva. La intuición de que todos estos proce sos están convergiendo hacia una form a de vida totalm ente nueva tiene su confirmación m ás con creta en la cultura ju venil. La generación actual, que ha superado am pliamente la psicosis de escasez de sus m ayores, anticipa el desarrollo que nos espera. E n las actitudes y la praxis de la gente jo ven, que van desde el tribalism o h asta una afirmación arre batada de la sensualidad, podemos trazar una prefiguración cultural de la utopía del futuro.
Aunque yo dedico la m ayor parte de m i exposición a lo que hay de nuevo en el actual desarrollo social, no tengo la m enor intención de ignorar lo que hay de antiguo. Explota ción, racism o, pobreza, lucha de clases e im perialism o son aún realidades existentes, y en muchos sentidos han profun dizado su acción en la sociedad. E stos tem as jam ás podrán estar ausentes de la p ráctica y la teoría revolucionarias, has ta que se hayan resuelto por com pleto. Poco puedo agregar a lo dicho sobre ellos, sin em bargo, pues ya han sido ex puestos en form a exhaustiva por otros autores. Lo que jus-
tífica mi énfasis utópico es la actual ausencia (casi total) de m aterial referido a las potencialidades de nuestro tiempo. Si no hacem os un esfuerzo para am pliar esta área tan mez quinamente explorada, hasta los tem as tradicionales del m o vimiento radical se nos aparecerán bajo una falsa luz, nos resultarán una antigualla. Esto distorsionaría nuestro pro pio contacto con lo familiar. Aunque los tem as generados por la explotación no sean suplantados por el de la alienación, m e parece indudable que el desarrollo de la prim era ha sido poderosam ente influido por el de la segunda. Planteem os un ejemplo de lo que esto significa. El movi miento sindicalista clásico ya no volverá. A pesar de algunas revueltas de base, los planteamientos de «pan y mantequilla» suelen estar demasiado bien encarados dentro del sindicalis mo burgués com o para inspirar a un antiguo gremialismo de tipo socialista. Pero los trabajadores podrían fo rm ar organi zaciones radicales para luchar por cam bios en la calidad de sus vidas y trabajos, y en última instancia por una autoges tión obrera de la producción. Los trabajadores no form a rán organizaciones radicales h asta que perciban la misma tensión entre lo-que-es y lo-que-podría-ser que siente, hoy en día, m ucha gente joven. Creo que han de experim entar m u chos cam bios básicos en sus valores, y no solamente aquellos valores referidos a la fábrica, sino tam bién los que afectan a sus vidas. Sólo cuando los problem as existenciales predo minen sobre los fabriles, será posible asim ilar la situación la boral a la situación vital. Entonces, la huelga de carácter económico podrá convertirse en paro social, culminando en un golpe masivo contra la sociedad burguesa. E l hecho de que los jóvenes de origen fam iliar obrero se integren, cada vez más, a la cultura de los jóvenes de la clase media, es uno de los signos m ás esperanzadores, en el sentido de que la fábrica no será una entidad refrac taria a las ideas de la revolución. Una vez que planta raí ces, todo avance cultural, así como tecnológico, se difunde en círculos cada vez m ás amplios, particularm ente entre aquellas personas que aún no han sido endurecidas por la edad y el condicionamiento social. La cultura juvenil, con su libertad para los sentidos y el espíritu, tiene un atractivo propio e innato. La expansión de esta cultura en los cole
gios
y escuelas secundarias, y aún prim arias, es uno de los fenómenos sociales m ás subversivos en el mundo actual. Los capítulos de este libro son una cuidadosa elaboración los conceptos que hemos planteado en estas páginas in troductorias. Tienden a im prim ir un nuevo énfasis sobre los problemas de la libertad, el medio am biente, los estilos de y roles sexuales, y proponen opciones vastas y utópicas el orden social actual. E stoy convencido de que estos nuevos énfasis resultan absolutam ente indispensables para desarrollo de un proyecto revolucionario en América. La m ayoría de estos capítulos fue escrita entre 1965 y 1968, decir, hace muy pocos años según el calendario, pero varias edades atrás en térm inos ideológicos. El movimiento hippie aún estaba cogiendo fuerza en Nueva York cuando se publicó Ecología y Pensam iento Revolucionario, y la de sastrosa convención de la SDS * de junio de 1969 aún no había tenido lugar cuando se corregían las últimas líneas de IE scu ch a , M arxista! Muchos de estos capítulos fueron pu blicados en form a de artículos en la revista Anarchos o dis tribuidos com o panfletos de Anarchos. Unos pocos fueron re producidos por la prensa u n d ergro u n d o reim presos por las colecciones de la Nueva Izquierda. Exceptuando la inclusión de algunos párrafos y la supresión de otros pocos, la mayo ría de los cam bios han sido de carácter estilístico. Un capítulo, Las Form as de la Libertad, fue objeto de una modificación sustancial, para librarlo de ciertos malen tendidos en mis juicios sobre los com ités obreros. He creído durante m uchos años que estas form as serían necesarias para hacerse cargo de la econom ía en un período post-revolucionario. Originariamente, este capítulo limitaba su exposi ción sobre los com ités obreros a una crítica de sus defectos como cuerpos creadores de política. En mi segunda redacción de varios pasajes de Las Form as de la Libertad he tratad o de diferenciar la función de estos com ités com o órganos ad m inistrativos de la que les toca com o órganos creadores de política. He dedicado este libro a Josef W eber y Alian Hoffman;
de
vida para el es
4
“Studcnts ío r D em o cratic Soeiety’’, p rincipal agrupación izquierdista estudiantil de los U S A .
(N. del T.)
esto encierra algo m ás que un m ero gesto sentim ental hacia dos de m is m ás íntim os cam aradas. Jo sef W eber, un revolu cionario alem án que murió en 1958 a la edad de cincuenta y ocho años, formuló hace m ás de veinte años las grandes lí neas del proyecto utópico que yo desarrollo en este libro. Más aún, él fue, para mí, un lazo viviente con todo lo que había de libertario y vital en la gran tradición intelectual del socialism o alem án de la era pre-Ieninista. Gracias a Alian Hoffm an, cuya m uerte en un accidente autom ovilístico, ocu rrid a este año a la edad de veintiocho años, fue una pérdida irreparable para el movimiento de las com unas de California, adquirí un sentido m ás amplio de la totalidad a que aspiran la con tracu ltu ra y la revuelta juvenil. Tengo una gran deuda contraída con m is herm anas y her m anos del grupo A narchos, por la continua interfecundación de ideas así com o por el calor de nuestras relaciones hum a nas. E n cierto sentido, lo que este libro tiene de valor provie ne de los conceptos de mucha gente que conocí en el L ow er E ast S id e de Nueva Y ork, en Alternate V, y en grupos y co munidades de todo el país. M urray Bookchin Nueva Y ork , octubre de 1970
/. E L ANARQUISMO TRAS LA SU P R ESIO N D E LA E SC A SE Z
P recondiciones y posibilidades Todas las revoluciones logradas en el pasado han sido re voluciones particu laristas de clases m inoritarias que aspira ban a con sagrar sus intereses específicos com o propios de la sociedad en su conjunto. Las grandes revoluciones bur guesas de los tiem pos m odernos presentaron una ideología de arrasad o ra reestru ctu ración política, pero en realidad se limitaban a certificar la dom inación social de la burguesía, brindando una expresión política form al al ascenso econó m ico del capital. Las etéreas nociones del «ciudadano libre», la «igualdad ante la ley» y la «nación» encubrían la realidad mundana del estado centralizado, el hom bre aislado y ato mizado y el reinado del interés burgués. A pesar de sus grandiosos pretextos ideológicos, las revoluciones p articula ristas reem plazaron el reinado de una clase por o tra, un sistem a de explotación por otro, un régimen de trabajo p or otro y, tam bién, un sistem a de represión psicológica por otro. Lo que resulta único en nuestra era es el hecho de que lá revolución es generalizada, com pleta y totalizadora. La socie dad burguesa, si es que ha logrado algo, ha sido revolu cion ar los m edios de producción en una escala sin prece dentes históricos. E sta transform ación tecnológica que. cul m ina con la cibernética ha creado las bases objetivas, cuan titativas, p ara un mundo sin-dom inación clasista, explotación; esfuerzo físico ni privaciones m ateriales. Existen ya los m e dios necesarios para el desarrollo de un hom bre global: el hom bre total, liberado de la culpa y de la acción de lás for^
m as au toritarias de adiestram iento, entregado al deseo y a la aprehensión sensual de lo m aravilloso. Ahora es posible concebir la experiencia futura del hombre, en térm inos de un proceso coherente destinado a resolver bifurcaciones com o pensam iento y acción, m ente y sensualidad, disciplina y espontaneidad, individualidad y comunidad, hom bre y na turaleza, ciudad y cam po, educación y vida, trabajo y juego, que arm onizarán orgánicam ente en las nupcias oficiadas por el nuevo reino de la libertad. Así com o la revolución p arti cularista produjo una sociedad particularizada, bifurcada, la revolución generalizada dará a luz una comunidad orgá nicam ente unificada y de ca rá c te r m ultilateral. Ahora es posi ble restañ ar la gran herida abierta por la sociedad de la apropiación, en form a de «cuestión social». Y a está bastante claro que la libertad debe ser concebida en térm inos hum anos, no anim ales: en térm inos de vida y no de supervivencia. Los hom bres no suprim irán las ataduras de su servidum bre, deviniendo plenam ente humanos, por el m ero expediente de abolir la dom inación social y p roclam ar la libertad en sentido abstracto. También han de liberarse co n creta m en te : liberarse de las privaciones m ateriales, del esfuerzo físico, de la carga que im plica dedicar la m ayor par te de su tiempo — esto es, la m ayor p arte de sus vidas — a la lucha con tra la necesidad. E sta percepción de los prerrequisitos m ateriales para la libertad hum ana, este énfasis sobre la libertad com o consecuencia del tiempo libre y la abundan cia m aterial, es la gran contribución de K arl M arx a la m o derna teoría revolucionaria. E n este sentido, las preco n dicio nes de la libertad no de ben confundirse con las condiciones de la libertad. La posi bilidad de la liberación no es idéntica a su realidad. Junto a sus aspectos positivos, el progreso tecnológico lleva una fa ceta definidamente negativa, regresiva en el plano social. Si bien es indudable que la evolución tecnológica amplía una potencialidad histórica de libertad, tam bién lo es que el con tro l burgués de aquella tecnología robustece la organización establecida de la sociedad y la vida cotidiana. La tecnología y los recursos de la abundancia proveen al capitalism o con los medios hábiles para asim ilar grandes sectores de la co munidad al sistem a establecido de jerarquías y autoridades.
Brindan al sistem a un arm am ento, unos m ecanism os detec tores y unos m edios propagandísticos que le perm iten am e nazar con la represión m asiva y aplicarla efectivam ente. Por SU naturaleza centralizada, los recursos de la abundancia re fuerzan las tendencias m onopolizadoras, centralistas y buro cráticas del ap arato político. E n pocas palabras, ponen en manos del E stad o unos m edios inéditos para m anipular y movilizar todo el universo viviente, perpetuando las je ra r quías, la explotación y la ausencia de libertad. E s necesario subrayar, sin em bargo, que esta m anipula ción y esta movilización del universo viviente son extrem a dam ente problem áticas y arrastran crisis reiteradas. Lejos de encam inarnos hacia una pacificación (ni muchísim o m e nos, una arm onización) el intento de la sociedad burguesa de co n tro lar y explotar su medio am biente natural, así com o social, tiene consecuencias devastadoras. Se han escrito vo lúmenes enteros sobre la contam inación de la atm ósfera y las vías de agua, sobre la destrucción del suelo y los terre nos arbolados y sobre los m ateriales tóxicos que infectan la com ida y los líquidos. Aún m ás am enazadora, por sus re sultados finales, es la contam inación destructiva de la eco logía específicam ente im prescindible para un organism o com plejo com o es el propio ser humano. La concentración de desperdicios radiactivos en los seres vivientes im plica una amenaza p ara la salud y el acervo genético de casi todas las especies. L a polución a escala mundial ocasionada por los pesticidas, inhibiendo la producción de oxígeno en el planc ton, o la que indican los niveles casi tóxicos de em anaciones por consum o de gasolina, son ejem plos de una contam ina ción persistente, que am enaza la integridad biológica de to das las form as avanzadas de vida, incluido naturalm ente el hom bre. No m enos alarm ante es la necesidad de revisar drástica m ente nuestra noción tradicional de lo que constituye un agente de contam inación del medio ambiente. H ace unas po cas décadas, hubiera sido absurdo calificar com o agentes con tam inadores, en el sentido habitual de la palabra, al dióxido de carbono y el calor. Sin em bargo, ambos pueden muy bien con tarse en tre las fuentes m ás serias de los futuros desequi
librios ecológicos y de las m ás graves am enazas a la vida del planeta, A raíz de las actividades de com bustión en los pla nos industrial y dom éstico, la cantidad de dióxido de carbono que contiene la atm ósfera ha aum entado aproxim adam ente en un veinticinco p o r ciento, dentro de los últim os cien años, y bien pudiera duplicarse hacia el fin de este siglo. Los m edios han hablado m ucho del fam oso «efecto de inverna dero» que, según se supone, acab ará p o r producir la crecien te cantidad de gases; se anuncia que el gas inhibirá la disi pación del calor del planeta en el espacio, ocasionando un aum ento general de las tem p eratu ras que d erretirá el hielo de los casquetes polares, inundando vastos territorios coS' teros. La polución térm ica, que ha resultado principalm ente de las aguas calientes descargadas por las plantas energéticas, tanto atóm icas com o convencionales, ha provocado efectos desastrosos en la ecología de Jagos, ríos y estuarios. E l aum en to de la tem p eratu ra de las aguas no sólo daña las actividades fisiológicas y rep rod u ctoras de los peces sino que prom ueve, tam bién, una gigantesca proliferación de algas, en la actuali dad convertida en problem a form idable para las vías acu á ticas. Ecológicam ente, la explotación burguesa y la m anipula ción social están m inando la propia aptitud de la tierra com o m edio sustentador de fox-mas de vida avanzada. La crisis se intensifica, a favor de increm entos m asivos en la polución aérea y acu ática, de la acum ulación de desperdicios no degradables, residuos m etálicos, efectos colaterales de pestici das y aditivos tóxicos en los com estibles; de la expansión de las ciudades y sus extensos cinturones urbanos; de las crecientes tensiones debidas a la vida en medios m asivos y congestionados, y de la desenfrenada m ortificación de la tie rra que vienen efectuando los aserrad ero s, la m inería y los especuladores de la propiedad territorial. E n consecuen cia, la tie rra ha sido expoliada, al cabo de unas décadas, a una escala que no tiene precedentes en toda la historia de la presencia hum ana sobre el. planeta. Socialm ente, la explotación y la m anipulación burguesas han llevado a la vida cotidiana al m áxim o grado de vacuidad y tedio. Puesto que la sociedad se ha convertido en fábrica
y m ercado,
la razón m ism a de la vida se reduce a la prod u c ción por la p ro d u cción ... y al consum o por el com unism o*.
La dialéctica red en to ra ¿E x iste una dialéctica red en tora capaz de guiar la evolu
ción social en la dirección de una sociedad anárquica, donde las gentes dispusieran de un co n tro l pleno sobre su vida diaria? ¿O acaso el capitalism o pone fin a la dialéctica social, sellando sus posibilidades m ediante el uso de una tecnología avanzada con propósitos represivos y coercitivos?
Debemos to m ar ejemplo de las lim itaciones del m arxis mo, un p royecto que — cosa com prensible en un período de escasez m a te r ia l—- localizaba las contradicciones internas y la dialéctica social del capitalism o en el terreno económ ico. M arx, ya ha sido subrayado, exam inaba las p reco n d icio n es para la liberación y no las co n dicio n es d e la liberación. La crítica m arxian a tiene sus raíces en el pasado, en una era privaciones m ateriales y desarrollo tecnológico relativa m ente lim itado. Inclusive, su hum anística teo ría de la alie nación gira, prim ordialm ente, en to rn o a la cuestión del tra b ajo y la alienación del hom bre con resp ecto al producto su esfuerzo. E l capitalism o de hoy, por co n traste, es un parásito del futuro, un vam piro que sobrevive gracias a la tecnología y recu rsos propios de la libertad. E l capitalism o industrial de los tiem pos de M arx organizaba sus relaciones m ercantiles alrededor de un sistem a general de escasez m a terial; el capitalism o de E stad o de la actualidad organiza sus desplazam ientos de m ercancías en el contexto de un sistem a general de abundancia m aterial. H ace una siglo, la escasez debía ser soportada; hoy se la refu erza: de aquí la im portan
de
de
* C a b e señ a la r que el surgim iento de la “sociedad de consum o” sien ta uná notoria ev id en cia de la diferen cia observab le en tre el capitalism o industrial de los tiem pos de M a rx el capitalism o de E sta d o de la actualidad. E n la concep ción de M arx, el cap italism o , en ta n to que sistem a basad o en l a “ p rod u cción p or la prod ucción m ism a” , generaba la pau perización eco n ó m ica del p roletariad o. L a “ pro d u cción por Ja p rod u cción m ism a” tien e h o y un paralelo en el “ consum o por el consum o m ism o” , que confiere a la pau perización un to n o esp iritual, m ás que eco n ó m ic o : es h a m b re, sí, pero h am b re de vida.
y
cia del E stad o en nuestra era. No se tra ta de que el m oderno capitalism o haya resuelto sus contradicciones* anulando la dialéctica social, sino m ás bien de que la dialéctica social y las contradicciones del capitalism o se han expandido, pasan do de los planos económ icos de la sociedad a los jerárquicos, del a b stracto dominio «histórico» a las co n cretas m inucias de la experiencia cotidiana, del reino de la superviviencia al de la vida. L a dialéctica del capitalism o b u ro crático de E stad o se o ri gina en la con trad icción entre el c a rá c te r represivo de la sociedad de las m ercancías y el enorm e potencial liberador generado por el progreso tecnológico. E sta contradicción tam bién opone a la organización de una sociedad explotadora co n tra el mundo natural; mundo éste que no sólo incluye al m edio am biente natural sino tam bién a la «naturaleza» del hom bre, los impulsos de su E ro s. La contradicción en tre la organización explotadora de la sociedad y el medio am biente n atural escapa a toda m anipulación: la atm ósfera, las vías acu áticas, el suelo y la ecología im prescindibles p ara la vida hum ana no se salvarán con reform as, concesiones o modi ficaciones de la estratagia política. No hay sustituto posible p ara los sistem as hídricos del planeta. Ninguna tecnología podrá rep rod ucir al oxígeno atm osférico en cantidades su ficientes p ara sostener la vida en la tierra. No hay técnica capaz de elim inar una m asiva contam inación am biental cau sada p or isótopos radioactivos, pesticidas y residuos m etáli cos e hidrocarbúricos. Tam poco se percibe la m ás ligera evi dencia de que la sociedad burguesa esté en condiciones de dism inuir, en algún m om ento del futuro previsible, su in ter ferencia con los m ás vitales procesos ecológicos, su explo tación de los recu rsos naturales, su utilización de la atm ós fera y las vías acu áticas com o depósitos de residuos o su can cerosa m odalidad de urbanización y abuso de la tierra. Aún m ás inm ediata resu lta la contradicción entre la or ganización explotadora de la sociedad y los impulsos del E ro s h u m an o : este fenóm eno se m anifiesta com o banalización y
* L a s co n tra d iccio n es eco n ó m icas del capitalism o no han desaparecido, pero el grado de planificación del sistem a ha elim inado ias ca ra cterística s explosivas que alguna vez tuvieron.
em pobrecim iento de la experiencia en una sociedad de m a sas, im personal y b urocráticam ente m anipulada. Los impul sos eróticos del hom bre pueden ser reprim idos y sublimados, pero jam ás eliminados. Se renuevan cada vez que nace un ser hum ano, cada vez que una generación juvenil aparece sobre la tierra. No es sorprendente que, hoy día, los jó venes articulen m ás que cualquier clase o e stra to económ ico los im pulsos vitales de la naturaleza h u m an a: las urgencias del deseo y la sensualidad, la fascinación por lo m aravilloso. Así pues, la m atriz biológica de la que, hace milenios, surgió la sociedad jerarquizada, reaparece a un nuevo nivel con el despuntar de una era que señala el fin de las jerarquías; sólo que ahora esta m atriz está saturada de fenóm enos so ciales. E l plasm a germ inal de la humanidad aún escapa a la m anipulación: sólo anularán los impulsos vitales con la ani quilación de la especie humana. Las con tradicciones internas del burocratizado capitalis mo de E stad o im pregnan todas las form as jerárq u icas desa rrollad as y exageradas por la sociedad burguesa. Las form as jerárq u icas que, durante siglos, han nutrido a la sociedad de la apropiación, im pulsando su progreso — E stad o, ciudad, econom ía centralizada, bu ro cracia, familia p atriarcal y m er c a d o — han agotado su ca rre ra en la historia. Su función so cial se ha consum ido, descalificándolas com o modos de es tabilización. No es cuestión de que estas form as jerarqui zadas fueran o no, alguna vez, «progresistas» en el sentido m arxian o* del térm ino. Ha observado Raoul V aneigem : «Tal vez no resu lte suficiente decir que el poder jerárq u ico ha preservado a la hum anidad durante miles de años, com o el alcohol conserva a un feto, deteniendo tanto el crecim iento com o la descom posición» (3). Hoy día, estas form as cons tituyen el blanco de todas las fuerzas revolucionarias gene radas por el capitalism o m oderno, y puede pronosticárseles un futuro de catástro fe nuclear, o bien uno de desastre eco lógico, pero lo cierto es que están am enazando, aquí y ahora, la supervivencia m ism a de la hum anidad. * S e respeta el uso que B o o k ch in h a c e del térm ino “m aridan” “m arxist” , aludiendo aquél a las exp resiones o rigin ales de M arx .
en lugar
(N . del T.)
de
E sta transform ación de las estru ctu ras jerárquicas en am enaza p ara la existencia de la hum anidad no anula la dialéctica so cial: muy por el co n trario , la proyecta a una nueva dimensión. La «cuestión social» se plantea en form a enteram ente nueva. Si alguna vez el hom bre debió conquistar las condiciones de la supervivencia p ara poder vivir (com o señalaba M arx) ahora tendrá que alcanzar las condiciones de la vida p ara sobrevivir. Invertida de este modo la relación entre supervivencia y vida, la revolución cobra un renovado acento de urgencia. Y a no estam os ante la fam osa opción planteada por M arx: socialism o o barbarie. Los problem as de la necesidad y la supervivencia son, ahora, congruentes con los de la libertad y la vida. Y a no requieren mediaciones teóricas, estados de «transición», ni organizaciones centrali zadas que hagan las veces de puente entre lo que existe y lo posible. Lo posible, de hecho, es todo lo que puede existir. P or lo tanto, aquellos problem as de la «transición» que tanto preocuparon a los m arxistas durante cerca de un siglo, quedan eliminados, no sólo por el progreso tecnológico, sino p or la propia dialéctica social. Los problem as de la recon s trucción social se han reducido al nivel de tareas p rácticas que pueden resolverse, espontáneam ente, a través de las ac ciones auto-liberadoras de la sociedad. En realidad, la revolución 110 sólo adquiere, de este m odo, un nuevo sentido de im periosidad, sino tam bién un flamante tono de prom esa. E n el tribalism o hippie, en el estilo de vida drop-out y la nueva libertad de millones de jóvenes, en los espontáneos grupos de afinidad hallam os form as afir m ativas nacidas de actos de negación. Con la inversión de la «cuestión social» se produce, también, una inversión de la dialéctica social; un «sí» se alza sim ultánea y au tom ática m ente junto al «no». Las soluciones tienen su punto de partid a en los proble mas. Llegado el m om ento histórico en que el Estado, la ciu dad, la bu rocracia, la econom ía centralizada, la fam ilia pa triarcal y el m ercado agotan sus posibilidades de desarrollo, lo que se nos plantea no es ya un cam bio form al, sino la negación de todas las form as jerárqu icas com o tales: una situación en la que los hom bres no sólo liberan a la «histo ria», sino tam bién a todas las circunstancias inm ediatas de
SU vida cotidiana. La negación absoluta de la ciudad es la com unidad, caracterizad a por un ám bito social descentrali zado en el seno de com unas globales, ecológicam ente equi libradas. L a negación absoluta de la b u ro cracia se expresará unas relaciones inm ediatas — es decir sin m ediación — que reem plazarán la representación por el encuentro caraft-cara de individuos libres en una asam blea general. L a ne gación absoluta de la econom ía centralizada es la ecotecnología regional: situación en la que los instrum entos de pro ducción se am oldan a los recu rsos de un ecosistem a. La ne gación absoluta de la fam ilia p atriarcal es la sensibilidad liberada: la expresión del erotism o entre iguales, espontá nea, desinhibida, que trasciende todas las form as de regu lación sexual. L a negación absoluta del m ercado es la abun dancia colectiva y la cooperación, transform ando el trabajo juego y la necesidad en deseo.
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E spontaneidad y utopía No es casu al que a cierta altu ra de la historia, cuando el poder jerárqu ico y la m anipulación alcanzan sus prop orcio nes m ás alarm antes, los propios conceptos de jerarq u ía, po der y m anipulación caigan en tela de juicio. La objeción a estos conceptos proviene de un redescubrim iento de la im portancia de la espontaneidad: redescubrim iento alim entado por la ecología, por una elevada concepción del auto-desarrollo y por una nueva com prensión del proceso revolucio nario en la sociedad. Lo que h a dem ostrado la ecología es que, en la naturaleza, el equilibrio está determ inado por la variación y la com ple jidad orgánicas, no así por la homogeneidad o la simplifica ción. Por ejem plo, cuanto m ás variadas son la flora y la fauna de un ecosistem a, tanto m ás estable es la población de una plaga potencial. Al dism inuir la diversidad del medio am biente, tiende a fluctuar la población de la especie, plaga potencial, con la probabilidad de que se descontrole. Libra do a su propia evolución, un ecosistem a tiende espontánea m ente h acia la diferenciación orgánica, hacía una variedad cada vez m ayor de flora y fauna, diversificando el núm ero
de presas y depredadores. E sto no significa que el hom bre deba abstenerse de toda interferencia. La necesidad de una agricultura productiva — que im plica, de por sí, una inter ferencia con la n atu raleza— debe estar siem pre presente com o trasfondo de todo enfoque ecológico del cultivo de com estibles y la adm inistración forestal. No es menos im portante el hecho de que el hom bre se encuentre, a menudo, en condiciones de producir cam bios en un ecosistem a que redunden en vastas m ejoras de su calidad ecológica. Pero estos esfuerzos requieren percepción y com prensión, no el ejercicio de la fuerza bruta no el de la manipulación. E ste concepto de la adm inistración, esta nueva visión de la im portancia de la espontaneidad, tiene aplicaciones de lar go alcance p ara la tecnología y la com unidad; y las tiene, desde luego, para la imagen social del hom bre en una socie dad liberada. Configura un desafío a la idea capitalista de que la agricultura debe ser operada com o una industria, or ganizada en torno a inmensos latifundios, de control cen tra lizado, para explotar form as de m onocultivo altam ente es pecializadas, convirtiendo al terreno en m ero piso de fábri ca, sustituyendo procesos orgánicos por productos quími cos y trabajando a base de cuadrillas. Para que el cultivo de com estibles sea un modo de cooperación con la naturaleza, y no ya un com bate entre adversarios, el agricultor debe gozar de una profunda fam iliaridad con la ecología de la tierra; debe adquirir una nueva sensibilidad hacia sus ne cesidades y posibilidades. E sto presupone una reducción de la agricultura a escala humana, una restauración de las uni dades agrícolas de tam año interm edio y una diversificación de la situación agraria; en pocas palabras, presupone un sistem a ecológico y descentralizado para el cultivo de co mestibles. El m ism o razonam iento se aplica al control de la polución. E l desarrollo de gigantescos com plejos industriales y el uso de fuentes energéticas simples o duales son responsables de la contam inación atm osférica. Sólo desarrollando unida des industriales más pequeñas y diversificando las fuentes de energía m ediante el uso intensivo del poder limpio (solar, hídrico y eólico) será posible una reducción de la polución industrial. Los medios para esta radical transform ación te c
nológica están ya a nuestro alcance. Los tecnólogos han ela borado sustitutos m iniaturizados para la operación industrial en gran e sca la : máquinas pequeñas y versátiles, métodos sofisticados para convertir la energía del sol, el viento o el agua en poder utilizable por la industria y el hogar. A menu do, estos sustitutos resultan m ás productivos y económi cos que las m aquinarias pesadas existentes en la actu a lidad.* Las im plicaciones com unitarias de una agricultura y una industria en pequeña escala son obvias: p ara que la huma nidad se sirva de los principios necesarios en el manejo de un ecosistem a, la unidad com unal básica de la vida social debe convertirse, ella m ism a, en un eco siste m a: una ecocomunidad. También ella se diversificará, expresando cierta totalidad, cierto equilibrio. E ste concepto de com unidad no está exclusivam ente m otivado, en modo alguno, p o r la nece sidad de un equilibrio perdurable entre el hom bre y el m un do natural; también concuerda con el ideal utópico del hom bre total, aquel individuo cuyas sensibilidades, gama de experiencia y estilo de vida se nutren de un am plio espectro de estím ulos, de una diversidad de actividades y de una escala social que jam ás escapa a la com presión del ser hu mano individual. Es así com o los medios y condiciones de la supervivencia devienen medios y condiciones de la vida; la necesidad, deseo, y el deseo, necesidad. Llega un momento en que la m ás aguda descom posición social proporciona las fuentes de una form a superior de integración social, reunien do en un enfoque común a las necesidades ecológicas más im periosas y los más elevados ideales utópicos. Si es cierto, com o observa Guy Debord, que «la vida co tidiana es la medida de to d o : de la satisfacción o insatisfac ción que brindan las relaciones hum anas, del uso que damos a nuestro tiempo» (4) se nos presenta un in terro g an te: ¿Quié nes som os «nosotros», aquellos cuyas vidas cotidianas deben resu ltar satisfactorias? ¿Y cóm o será generado el yo libera do, capaz de convertir el tiempo en vida, el espacio en co munidad y las relaciones hum anas en m aravilla? * P a ra una exp osición detallada de esta tecn ología “en m iniatu ra” , yer “H acia una tecn ología lib era d o ra ".
L a liberación del yo supone, ante todo, un proceso social. E n el seno de una sociedad que ha encogido al yo, dándole el valor de una m ercancía — objeto m anufacturado p ara el intercam bio — no puede existir un yo realizado. Sólo hem os de h allar en ella insinuaciones de la persona hum ana, el aflo rar de un yo que busca su realización, definido prim ordial m ente p o r los obstáculos que debe salvar en su cam ino. Para esta sociedad cuyo cinturón ya ap rieta com o p ara h acerla estallar, cuyo estado crónico es una serie interm inable de dolorosos esfuerzos, cuya condición real es la de aguda em er gencia, sólo cabe un acto, una id ea: dar a luz. Todo ám bito, social o privado, que no haga de este hecho el cen tro de la experiencia hum ana, es una im postura que disminuye el poco yo que nos resta y después de beber el cotidiano veneno de la vida diaria en la sociedad burguesa. E s evidente que el objetivo de la revolución, hoy, debe ser la liberación de la vida cotidiana. Toda revolución que no alcance este objetivo es contrarrevolución. Sobre todas las cosas, som os nosotros quienes debem os ser liberados, n u es tra vida diaria con todos sus m om entos, horas y días, y no universalidades com o la «H istoria» o la «Sociedad».* E s necesario que el yo sea siem pre iden tifica ble en la revolu ción, que esta últim a no lo desborde. Siem pre se debe p e r cib ir al yo en el proceso revolucionario, no sum ergido sino manifiesto. No hay palabra m ás siniestra, en el vocabulario «revolucionario», que «m asas». L a liberación revolucionaria debe consistir en una liberación del yo que alcanza dimen siones sociales, no en una «liberación de m asas» o «libera ción de clases», térm inos que ocultan el reinado de una élite, una jerarq u ía y un Estad o. Si una revolución es incapaz de p rod u cir una nueva sociedad a través de la actividad y la m ovilización personales de los revolucionarios, si no supone la fo rja de un yo en el proceso revolucionario, en nada afec ta rá a la vida cotidiana, invariable una vez m ás, ni benefi ciará a quienes deben vivir su vida de cada día. De la revo * L a izquierd a trad icion al aún no h a tom ado en serio — olvidando su ap or ta ció n a la d ia léctica — ei “ co n creto universal” de H egel, no ya co m o m ero co n cepto filosófico sino co m o program a so c ia l. E s to sólo ap arece en los prim eros escrito s de M a rx , en los de los grandes uto p istas (F o u rie r y W illiam M o rris) y en la juventud de nuestros días.
drop-out
lución ha de surgir un yo que tom ará posesión plena de la vida diaria, y no una vida diaria que vuelva a posesionarse del yo. L a form a m ás avanzada de conciencia de clase devie ne, así, au to co n cie n cia: una con cen tració n en la vida coti diana de lo universal, inm enso y liberador. Aunque sólo fuera por esta razón, el m ovim iento revolu cionario está íntim am ente ligado a un estilo de vida. Debe tr a ta r de vivir la revolución en su totalidad y no sólo de p articip ar en ella. Debe preocuparse fundam entalm ente por la fo rm a en que vive el revolucionario, sus relaciones con el entorno am biental y su grado de em ancipación personal. E n su búsqueda del cam bio social, el revolucionario no puede evitar los cam bios personales que le demande la reconquis ta de su propio ser. Como el m ovimiento del que particip a, el revolucionario debe tra ta r de reflejar las condiciones de la sociedad que está tratan d o de alcanzar; al m enos, en la m edida posible dentro de las condiciones actuales. Los fracaso s y traiciones del últim o medio siglo arro jan un saldo a x io m ático : no hay separación posible en tre p ro c e so y objetivo revolucionarios. Una sociedad cuya aspiración fundam ental es la auto-adm inistración en todas las facetas de la vida sólo podrá alcanzarse a través de la auto-actividad. E l poder del hom bre sobre el hom bre sólo puede ser des truido p o r medio del proceso m ism o de adquisición, por el hom bre, de poder sobre su propia vida, en el cual no sólo «se descubre» sino tam bién, y m ás significativam ente, for m ula todas las dimensiones sociales de su persona. Una sociedad libertaria sólo sobrevendrá a una revolu ción lib ertaria. L a libertad no puede ser «entregada» al in dividuo com o «producto final» de una «revolución»; no es posible legislar o d ecretar la existencia de la asam blea y la com unidad. Un grupo revolucionario puede prom over, deli berada y conscientem ente, la creació n de estas form as, pero si no se p erm ite que la asam blea y la com unidad su rjan or gánicam ente, si su crecim iento no m adura con un proceso de desm asificación, por medio de la actividad personal y la autorrealización, no quedará de todo esto sino puras form as, com o los soviets de la Rusia postrevolucionaria. La asam blea y la com unidad deben florecer durante el proceso revolucio nario; m ás aún, el proceso revolucionario ha de ser la form a
ción de la asam blea y com unidad, y tam bién la destrucción del poder, la propiedad, la jerarq u ía y la explotación. La revolución com o actividad de la persona hum ana no es privativa de nuestro tiem po. E s el rasgo p anorám ico de todas las grandes revoluciones de la historia m oderna. P rá c ticam en te todos los alzam ientos revolucionarios de la histo ria de nu estro tiem po han sido iniciados espontáneam ente p or la auto-actividad de las «m asas», a m enudo desafiando, lisa y llanam ente, a las políticas vacilantes propuestas por los organism os revolucionarios. Cada tina de estas revolucio nes se ha caracterizad o por una extrao rd in aria individua ción, por una solidaridad y una alegría que convertían la vida cotidiana en un festival. E sta dim ensión su rrealista del proceso revolucionario, este estallido de las fuerzas de la li bido, profundam ente asentadas en el hom bre, sonríen furiosa m ente a través de las páginas de la historia, com o el ro stro de un sátiro que se reflejara en aguas revueltas. No faltaba razón a los com isarios bolcheviques cuando rom pieron las botellas de vino en el Palacio de Invierno, la noche del 7 de noviem bre de 1917. E l puritanism o y la ética de trab ajo de la izquierda tra dicional tienen su origen en una de las m ás poderosas fuer zas que, hoy día, se oponen a la rev o lu ció n : la capacidad del medio burgués p ara infiltrarse en el pensam iento revolucio nario. Las fuentes de este poder radican en la naturaleza m er cantil del hom bre bajo el capitalism o, cualidad ésta que re sulta casi au tom áticam en te transferida al grupo organizado, y que el grupo, a su vez, refuerza en cad a uno de sus m iem b ros. Como subrayara el desaparecido Josef W eber, todos los grupos organizados observan «la tendencia a arro g arse cier ta autonom ía, es decir, a alienarse de su propósito ori ginal convirtiéndose en un fin en sí m ism os, en las m anos de quienes los adm inistran» (5). E ste fenóm eno es tan cierto p ara las organizaciones revolucionarias com o para las ins tituciones estatales o sem i-estatales, partidos oficiales y sin dicatos. Ja m á s podrá resolverse el problem a de la alienación al m argen del propio proceso revolucionario, pero podem os pro tegernos de él por medio de una aguda conciencia de que el problem a existe, y resolverlo p arcialm en te con una tran s
form ación voluntaria pero d rástica del revolucionario y su grupo. E sta tran sform ación sólo puede com enzar cuando el grupo revolucionario se recon oce com o catalizador del pro ceso social y no com o «vanguardia». E l grupo revolucionario debe asu m ir con total claridad que su objetivo no es la loma del poder sino su disolución; m ás aún, ha de com pren der que todo el problem a del poder, del control desde abajo y el co n tro l desde arrib a, sólo quedará resuelto cuando no haya ab ajo ni arrib a. Por encim a de todo, el grupo revolucionario debe despo jarse de tod a fo rm a de p o d er: estatu to s, jerarq u ías, propie dad, opiniones aceptadas, fetiches, parafernalia, etiqueta ofi cial, así com o de las m ás sutiles pero tam bién m ás obvias m odalidades b u ro cráticas que, consciente e inconscientem en te, refuerzan la au toridad y las jerarq u ías. E l grupo ha de m antenerse abierto al escrutinio público no sólo a través de sus decisiones ya form uladas sino tam bién del propio p ro ce so de form u lación. Debe ser coherente en el profundo sentido de que su teo ría es su p rá ctica , y su p ráctica, teo ría. Debe su perar tod as las relaciones m ercantiles en su existencia de cada día y con form arse según los principios organizativos descentralizados que caracterizan a la propia sociedad que desea e sta b le ce r: com unidad, asam blea, espontaneidad. P ara decirlo co n las suprem as palabras de Jo sef W eber, debe estar «siem pre caracterizad o por la sim plicidad y la claridad, para que m iles de personas sin prep aración previa puedan siem pre e n tra r en él y dirigirlo, conservando su incesante trans p arencia p a ra todos y controlado por todos» (6). Sólo en tonces, cuando el m ovim iento revolucionario dem uestre su congruencia con la com unidad descentralizada que aspira a edificar, ev itará convertirse en un obstáculo elitista m ás en la senda del desarrollo social, para disolverse en la revolu ción, com o los puntos de sutura en una herida que cica triza.
P erspectiva E n la A m érica de hoy, el m ás im portante proceso en m ar cha es la precipitada des-institucionalización de la estru ctu ra
social burguesa. Se están desarrollando una falta de respeto b ásica, de largo alcan ce, y una profunda deslealtad h acia los valores, form as, aspiraciones y, sobre todo, instituciones del orden establecido. E n una escala que no tiene precedentes en la h isto ria de A m érica, m illones de personas están desli gándose de todo com prom iso con la sociedad en que viven. Y a no creen en sus aspiraciones. Y a no respetan sus sím bo los. Y a no acep tan sus fines y, lo que es m ás significativo, se niegan, casi intuitivam ente, a vivir conform e a sus códigos sociales e institucionales. E ste repudio crecien te opera a nivel profundo. A barca desde la oposición a la g u erra h asta el desprecio p o r la m a nipulación política en todas sus form as. A p a rtir de una con dena del ra cism o , pone en cuestión la propia existencia del poder jerárq u ico , com o tal. E n su ab ju ración de los valores y estilos de vida de la clase m edia, evoluciona rápidam ente h acia un rechazo del sistem a m ercan til; su irritació n p o r la con tam in ación am biental se convierte en una condena de las ciudades am erican as y del m oderno urbanism o. P ara ab re viar; tiende a trascen d er toda crítica p articu lar de la so ciedad, volcándose en una oposición generalizada co n tra el orden burgués, a escala cad a vez m ás am plia. E n este sentido, el período en que vivim os recu erd a no tablem ente al revolucionario Ilum inism o que conm ovió a F ra n cia d u rante el siglo dieciocho, un período que reelaboró totalm en te la conciencia fran cesa, preparando las condicio nes p a ra la Gran Revolución de 1789. E n to n ces com o ah ora, las viejas instituciones sufrieron una lenta pulverización des de abajo, de acció n m olecular, antes de que las golpeara la a rrem etid a revolucionaria de las m asas. E s te m ovim iento m olecular c re a una atm ó sfera general de ilegalidad: una des obediencia personal, cotidiana, que va creciendo, una ten dencia a no «acom pañar» al sistem a existente, un intento ap aren tem en te «trivial», pero sin em bargo crítico , de so rte a r las restriccion es en cad a aspecto de la vida diaria. La socie dad, en consecuencia, se m u estra desordenada, indisciplina da, dionisíaca; esta condición tiene su prueba m ás esp ecta cu lar en el índice crecien te de acto s crim inales. Se d esarrolla una am plia crítica del sistem a — esto vale tanto p ara el p ro pio Ilum inism o de h ace dos siglos com o p ara el furioso cri
ticism o de n uestros d ía s —• penetrando profundam ente en la sociedad y acelerando el m ovim iento m olecular de las bases. Bien sea por un gesto de iracundia, p o r un escándalo calle je ro p o r un cam bio consciente en su estilo de vida, un nú m ero creciente de personas -—que no están m ás com prom e tidas con cualquier organización revolucionaria que con la propia so cied ad — se lanza espontáneam ente a difundir su propia, desafiante y co n creta propaganda. E n sus detalles m enores, el p ro ceso de desintegración so cial se alim enta de v arias fuentes. E s te p ro ceso se desarrolla con todos los altib ajos y, tam bién, con todas las co n trad ic ciones que ca ra cterizan a los fenóm enos revolucionarios. E n la F ran cia del siglo dieciocho, la ideología rad ical oscilaba en tre un cientificism o rígido y un rom anticism o blanduzco. L as nociones de libertad se am oldaban a un ideal preciso, lógico, de auto-control, y tam bién a u n a n o rm a vaga e ins tintiva de espontaneidad. R ousseau fue m ás allá que d'Hollbach, Diderot fue m ás allá que V oltaire; y, sin em bargo, al analizarlos retro sp ectiv am en te com prendem os que no sólo uno trascen d ía al o tro sino que tam bién lo presuponía en un desarrollo acum ulativo hacia la revolución. E l m ism o tipo de evolución despareja, co n trad icto ria y acum ulativa existe hoy, y en m uchos casos sigue un cu r so notablem ente recto . E l m ovim iento «beat» creó una b rech a muy im p o rtan te en los sólidos valores de clase m edia de los años 50, b recha que fue enorm em ente am pliada por las ilegalidades de pacifistas, m ilitantes de los derechos ci viles, o b jeto res del reclu tam ien to y m elenudos en general. Más aún, la resp u esta m eram en te reactiv a de la rebelde ju ventud am erican a ha producido fo rm as invalorables de afir m ación lib ertaria y u tó p ic a : el derecho a h a ce r el am o r sin restriccion es, la aspiración de com unidad, el repudio del di n ero y las com odidades, la creen cia en la ayuda m u tu a y un nuevo resp eto por la espontaneidad. Aunque a los revolu cion arios les resu lte fácil c ritica r las tram p as que oculta esta orien tación de los valores sociales y personales, es in discutible que han jugado un papel p rep arato rio de im por tan cia decisiva al g en erar la actu al atm ó sfera de indisciplina, espontaneidad, libertad y radicalism o.
Un segundo paralelo entre el Ilum inism o revolucionario y nuestro propio tiem po es la em ergencia de la m ultitud, el llam ado «populacho», com o vehículo esencial de p ro testa social. Las típicas form as institucionalizadas de insatisfacción pública en nuestros días, elecciones periódicas, m anifestacio nes y m ítines m asivos tienden a ceder su lugar a la acción d irecta de la m asa. E ste cam bio de las p rotestas predecibles y em inentem ente organizadas dentro del m arco de referen cias de la sociedad actual por asaltos esporádicos, espontá neos, casi insurreccionales, exteriores y aún co n trario s a las form as socialm ente acep tad as, refleja una profunda altera ción de la psicología popular. E l «agitador» ha com enzado a rom p er, aunque parcial e intuitivam ente, con las norm as de con du cta, profundam ente establecidas, que, trad icion al m ente, soldaban a las «m asas» con el orden establecido. El co n testatario co rro e, activam ente, la e stru ctu ra internalizada de la autoridad, el cuerpo de reflejos condicionados tan lar gam ente cultivado y las pautas de som etim iento, basadas en la culpa, que nos atan al sistem a con m ayor efectividad que los tem ores que pudiera o casion ar cualquier violencia po licial o represalia jurídica. A pesar de lo que suponen los psicólogos sociales, que ven en estas m odalidades de acción d irecta una servidum bre del individuo hacia una terrorífica entidad colectiva denom inada «turba», la verdad es que los «disturbios» y algaradas callejeras representan los prim eros pasos de las m asas h acia la individuación. La m asa tiende a desm asificarse en el sentido de que com ienza a oponerse a las respuestas au to m áticas, realm ente m asificadoras, que pro ducen la fam ilia burguesa, la escuela y los m edios de m asas. A ía vez, estas acciones im plican un redescubrim iento de las calles y un esfuerzo por liberarlas. E n últim a instancia, es en las calles donde ha de disolverse el poder, pues la calle, escenario de la vida cotidiana que debem os sop ortar, m as tica r y padecer, donde el poder resu lta desafiado y com ba tido, debe con vertirse en un territo rio para el goce de la vida diaria, cread a y nutrida dentro de ese m arco. La m ul titud en rebeldía no sólo m arcó el com ienzo de una espon tán ea tran sm u tació n de la revuelta privada en social, sino tam bién un regreso de las ab straccion es de la p ro testa so cial a los problem as de la vida cotidiana.
Finalm ente, y tal com o ocu rrió durante el Iluminismo, estam os an te la em ergencia de un estrato inm enso y creciente de desclasados, un cuerpo de individuos lum penizados, pro venientes de los diversos estam entos sociales. Las clases me dias de n u estra época, cró n icam en te endeudadas y socialmenle inseguras, pueden muy bien co m p ararse a aquella nobleza crónicam ente insolvente e inestable de la F ran cia prerrevolucionaria. U na v asta m asa flotante de gentes educadas emer gía, entonces com o ahora, con una vida caracterizad a por su liberalidad y su caren cia de c a rre ra s fijas o raíces sociales establecidas. En la b ase de am bas estru ctu ras hallam os un gran núm ero de pobres crón icos — vagabundos, m erodeado res, p ersonas con em pleos de m edia jorn ad a o desempleados, am enazadores e ilegales sa n s-a do ttes — que deben su super vivencia a la ayuda pública y a los desperdicios segregados por la sociedad, los pobres de los arrab ales de París, los negros del ghetto norteam erican o. Pero aquí concluye el paralelism o. E l Ilum inism o francés correspond e a un período de transición revolucionaria entre el feudalism o y el capitalism o, dos sociedades igualm ente ba sadas en la escasez económ ica, las clases, la explotación, las jerarq u ías sociales y el poder del E stad o . La resistencia po pular que, día tra s día, caracterizó al siglo dieciocho, culmi nando con una revolución abierta, fue rápidam ente discipli nada p o r el flam ante orden industrial, así com o por la fuerza desem bozada. La gran m asa de desclasados y sans-culottes fue absorbida cóm odam ente por el sistem a fabril y domesti cad a p o r la disciplina industrial. E l nuevo orden burgués brindó ubicaciones seguras, en las jererq u ías económ icas, po líticas, sociales y culturales, a los intelectuales desarraigados y a los nobles sin com pi'om isos. La sociedad volvió a endu recerse, pasando de una condición social y cultural m arcada m ente fluida a unas form as institucionales rígidas y parti cularizadas : ap arecía la clásica era victoriana, no sólo en In g laterra sino, con m ayor o m enor intensidad, en toda E uro pa occiden tal y en Am érica. La crítica sedim entó en apología» la revuelta en reform a, los desclasados en clases nítidam ente delim itadas y las «turbas» en form aciones políticas. Los «dis turbios» se convirtieron en esas disciplinadas procesiones que ah ora llam am os «m anifestaciones», m ientras que la es
pontánea acción directa era reem plazada por el rito electoral: N uestra propia era es una era de transición, pero con una diferencia profunda y nueva. E n la últim a de sus gran des insurrecciones, los sans-culottes de la Revolución F ran cesa se alzaron al fiero grito de « ¡ Pan y la Constitución del 9 3 !» Los sans-culottes negros de los ghettos am ericanos se movilizan con aquellos de «B lack is B eautiful» *. E n tre estos dos slogans se ha producido una evolución cuya m agnitud no tiene precedentes. Los desclasados del siglo dieciocho se ha bían agrupado durante la lenta transición de la era agrícola a la era industrial; eran el p rod u ctor de una pausa en la transición h istórica de un régim en de producción a o tro. La exigencia de pan podría haber sido oída en cualquier m om en to de la evolución de la sociedad de apropiación. Los nuevos desclasados del siglo veinte están apareciendo com o resul tado de la b an carro ta de todas las form as sociales basadas en el esfuerzo hum ano. Son el producto term inal del propio proceso de la sociedad de apropiación y de los problem as sociales planteados por la supervivencia física. E n una era en que el progreso tecnológico y la cibernética han puesto en tela de juicio la explotación del hom bre p o r el hom bre, el esfuerzo físico y las privaciones m ateriales en cualquiera de sus form as, el clam or de «B lack is Beautiful» o «Haz el am or, no la guerra» indica la tran sform ación del reclam o tradicional de supervivencia en un reclam o, históricam ente nuevo, de vida **. Lo que apuntala cad a conflicto social en los E stad os Unidos, hoy, es la exigencia de la realización de to das las potencialidades hum anas en un estilo de vida plena m ente redondeado, equilibrado, to talista. E n pocas palabras, las potencialidades revolucionarias de A m érica son hoy idén ticas a las potencialidades generales del hom bre. Som os testigos de la decadencia de una vida burguesa que 4 L itera lm en te, “ negro es h ern io so ” . ** E sta s lín eas fu ero n escritas en 1966. P osterio rm en te hem os visto las leyen das pintadas en lo s m uros de P a rís durante la revolución de m ayo -ju n io: “T od a la im aginación al p o d er” ; “ C reo que m is deseos deben ser realid ad, porque creo en la realid ad de m is deseos” ; “ N un ca tra b a je s” ; “ C u anto m ás hago el am or, m ás quiero h a ce r la revolución ” ; “V id a sin tiem pos m uertos” ; “ C u anto m ás consum es, m enos vives” ; “L a cu ltu ra es una inversión de la vida” ; “L a felicid ad n o se co m pra, se ro b a ” ; “ L a sociedad es una flo r carn ívo ra” . M ás que sim ples leyendas m u rales, éstas son un prog ram a para la vida y el deseo.
ha durado siglo y m edio, de la pulverización de todas las Instituciones en u n punto d e la historia en qu e los más auda ces co n cep to s utópicos son realizables. Y , p ara el orden b u r gués actual, no hay sustituto posible ante la destrucción de sus instituciones tradicionales, fuera de la m anipulación b u ro crática y el capitalism o de E stad o . E ste proceso se des envuelve con m áxim a espectacularidad en los E stad os Uni dos. E n un lapso que apenas supera las dos décadas, hem os visto el colapso del «Am erican D ream », o lo que es lo m is mo, una destrucción im placable, en los E stad os Unidos, del mito de que la abundancia m aterial, basada en relaciones m ercantiles en tre los hom bres, puede m itigar la m iseria in herente a la vida burguesa. E ste proceso puede culm inar con una revolución o con el aniquilam iento h u m an o : esto dependerá fundam entalm ente de la habilidad de los revolu cionarios p a ra expandir la conciencia revolucionaria y defen der el p roceso tran sform ad or de ideologías au toritarias, tan to si provienen de la «izquierda» com o de la derecha.
2. ECOLOGÍA Y P E N SA M IE N T O REVOLUCIONARIO
En casi todos los períodos posteriores al Renacim iento, el desarrollo del pensam iento revolucionario ha estado fuer temente influido por alguna ram a de la ciencia, a menudo en conjunción con una escuela filosófica. La astronom ía, en tiem pos de Copérnico y Galileo, ayudó a cam b iar el m ovim iento de ideas del mundo medieval, in filtrado por la superstición, abriendo paso a una concepción im pregnada de racionalism o crítico y abiertam ente n atu ra lista y hum anística en su enfoque. Durante el Ilum inism o — la era que culm inó con la Revolución F ran cesa — este liberador m ovim iento de ideas fue reforzado por los progre sos en la m ecánica y en las m atem áticas. La era victoriana fue conm ovida en sus m ism os cim ientos por las teorías evo lucionistas en la biología y la antropología, por las co n tri buciones de M arx a la econom ía política y por la psicología de Freud. E n nuestro tiempo, hemos visto la asim ilación de estas ciencias, antes liberadoras, por el orden social establecido. Hem os com enzado, incluso, a ver en la ciencia m ism a un instrum ento de con trol sobre los procesos m entales y el ser físico del hom bre. E ste recelo h acia la ciencia y hacia el m é todo científico no carece de justificación. «Muchas personas sensibles, especialm ente artistas — observa Abraham Maslo w — tienen la im presión de que la ciencia ensucia y de prim e, separa las cosas en lugar de integrarlas; esto es, que
m ata en lugar de crear» (7). Y tal vez tan im portante como lo a n te rio r: la ciencia m oderna ha perdido su arista crítica. Decididamente funcionales o instrum entales desde un prin cipio, las ram as de la ciencia que alguna vez rom pieron las cadenas del hom bre son utilizadas, ahora, para perpetuarlas y reforzarlas. La propia filosofía se ha inclinado ante el instrum entalism o, convertida en poco m ás que un cuerpo de fórm ulas lógicas; tiene más afinidades con una com putadora que con un revolucionario. Hay una ciencia, sin embargo, que podría llegar a restau ra r y aun superar el potencial liberador de las ciencias y filosofías tradicionales. Se le ha dado el nom bre bastante vago de «ecología», térm ino que acuñó H aeckel hace un si glo p ara aludir a «la investigación de las relaciones to ta les del animal con su medio am biente orgánico e inorgá nico» (8). A prim era vista, la definición de Haeckel pai'ece inocua; y, en efecto, la ecología concebida estrecham ente com o una m ás entre las ciencias biológicas suele reducirse a una m era acum ulación de datos biom étricos, fruto de los esfuerzos de afanosos investigadores de campo que corren tras las cadenas de alimentación y las estadísticas de pobla ción animal. Hay una ecología de la salud que no ofendería en absoluto a la Asociación Médica Am ericana, y un concep to de ecología social que podría arm onizar con las nociones más m ecánicas de la Comisión de Planificación de la Ciudad de Nueva York. Sin em bargo, si la concebim os en un sentido amplio, la ecología se refiere al equilibrio de la naturaleza. En tanto y en cuanto la naturaleza incluye al hom bre, esta ciencia trata básicam ente de la arm onización del hom bre y la naturaleza. Las explosivas implicaciones de un enfoque ecológico no se deben sólo a que la ecología posea, intrínsecam ente, una con dición crítica — y a una escala crítica que le envidiarían los sistem as m ás radicales de la economía política — sino también a que se trata de una ciencia integradora y reconstru cto ra. E ste aspecto integrador y reco n stru cto r de la eco logía, llevado hasta sus últim as im plicaciones, conduce direc tam ente al territorio anarquista del pensamiento social. Pues, en último análisis, resulta imposible alcanzar una arm onía entre el hom bre y la naturaleza sin crear una comunidad
humana que viva en equilibrio perdurable con su medio am biente natural.
La naturaleza crítica de la ecología La a rista crítica de la ecología, condición exclusiva de esta ciencia en un período de docilidad científica generalizada, pro viene del tem a de que se o cu p a: de su propio cam po. Los lemas a que se refiere la ecología son im perecederos, en el sentido de que no pueden ser ignorados sin poner en cues tión la supervivencia del hom bre y la del propio planeta. La arista crítica de la ecología no se debe tanto al poder de la la razón hum ana — poder venerado por la ciencia durante sus períodos m ás revolucionarios — cuanto a una potencia aún m ás elevada, la soberanía de la naturaleza. El hombre podrá ser manipulable com o aseguran los propietarios de los medios de com unicación de m asas, y tam bién los elementos naturales, com o dem uestran los ingenieros, pero la ecología prueba claram en te que la totalidad del mundo natural — la naturaleza considerada en todos sus aspectos, ciclos e interrelaciones — cierra el paso a toda pretensión hum ana de se ñorío sobre el planeta. Las vastas zonas desoladas del Medi terráneo, que o tro ra fueron áreas de floreciente agricultura o rica flora natural, son evidencia histórica de la venganza de la naturaleza co n tra el parásito humano. Ningún ejem plo histórico puede com pararse, en peso y amplitud, con los efectos de la depredación hum ana — y la venganza de la n atu raleza— desde los días de la Revolución Industrial, y especialm ente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los antiguos ejem plos del parasistim o humano fue ron de un alcance esencialm ente local; precisam ente, eran sólo ejem p lo s de la capacidad destructiva del hom bre, y nada más. A menudo, quedaron com pensados con notables m ejoras en la ecología natural de una región, com o fue el caso del soberbio reacondicionam iento del suelo que efectuaron los cam pesinos europeos a lo largo de siglos de cultivo, o las realizaciones de los agricultores incas, con sus terrazas so bre las laderas andinas, en tiem pos precolom binos. El hom bre moderno ha depredado el medio am biente a
escala tan global com o la del im perialism o. Incluso tiene sus proyecciones extraterrestres, como prueban las perturbacio nes registradas hace aigunos años en el Cinturón de Van Alien. Hoy, el parasitism o humano perturba más que la a t m ósfera, el clima, los recursos acuáticos, el suelo, la ñora o la fauna de una región determ in ad a: virtualm ente, indispone a todos los ciclos básicos de la naturaleza y amenaza con soca var la estabilidad del medio am biente a escala mundial. Como ejemplo del alcance destructivo del hom bre m o derno, se ha estim ado que la com bustión de fluidos fósiles (carbón y petróleo) suma unos 600 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atm ósfera terrestre en un año, cerca de un 0,3 por ciento del total de la m asa atm osférica; y esto al m argen, agregaría yo, de una cantidad incalcula ble de tóxicos. Desde la Revolución Industrial, la m asa gene ral de dióxido de carbono ha aum entado en un 25 por ciento con respecto a los niveles anteriores, m ás estables. Puede p ronosticarse en térm inos teóricos muy m oderados que esta creciente m anta de dióxido de carbono, interceptando el calor que irradia la tierra, acab ará por determ inar pautas mucho m ás destructivas para las torm entas, derritiendo fi nalm ente el hielo de los casquetes polares, con lo que aum en tará el nivel de los m ares y se inundarán grandes áreas cos teras. Un diluvio tal es aún rem oto, pero la alteración de las proporciones del dióxido de carbono con los demás ga ses atm osféricos es una advertencia sobre el im pacto causa do por el hom bre en el equilibrio natural. Un tema ecológico más inmediato es la extensiva polu ción que el hombre ha descargado sobre las vías acuáticas del planeta. Aquí no se trata ya de que el ser humano con tam ine una determ inada fuente, río o lago, cosa que ha he cho durante siglos, sino de la magnitud que la contam ina ción de las aguas ha alcanzado en las últim as dos generacio nes. Prácticam ente todas las aguas están contam inadas, hoy, sobre el territorio de los Estados Unidos. Muchas corrientes de agua de A m érica son sumideros abiertos que podrían muy bien considerarse como extensiones del sistem a de cloacas urbanas. Describirlas com o ríos o lagos es un eufemismo. Lo que es más significativo: grandes cantidades de agua regis tran un grado tan alto de polución que ya no son potables;
¡il ra strearse los orígenes de cierto núm ero de epidemias locales de hepatitis se ha llegado a las contam inadas cister nas de algunas zonas suburbanas. En con traste con la con1anim ación del agua superficial, la polución del agua sub terránea resulta inm ensam ente difícil de eliminar, y tiende a persistir durante décadas, después de suprim idas las fuenles m ismas de la polución. Un artículo de una revista de circulación masiva describe acertadam ente a las contam inadas vías de agua de los Eslados Unidos com o «nuestras aguas m oribundas». E sta des cripción apocalíptica, desesperada, del problema de la polu ción acuática en los Estados Unidos, se aplica en realidad al mundo entero. Las aguas de la tierra están muriendo. La polución m asiva está destruyendo com o medios de vida a los ríos y lagos de África, Asia y A m érica Latina, así como a las largam ente m altratadas vías acuáticas de los conti nentes industrializados. (No me estoy refiriendo sólo a los contam inantes radioactivos que producen las explosiones nucleares o los reactores energéticos, que aparentem ente afectan a la totalidad de la fauna y llora m arinas; los des perdicios de aceite y la descarga de petróleo diesel se han convertido tam bién en problem as de polución masiva, co brando anualm ente un enorm e núm ero de víctim as entre las formas de vida m arítim a.) E l m ismo cuadro se presenta virtualm ente en todos los sectores de la biosfera. Podrían escribirse m uchas páginas sobre las inmensas pérdidas de terreno productivo que tie nen lugar, anualm ente, en casi todos los continentes del planeta; sobre los casos m ortales de polución atm osférica en las grandes zonas urbanas; sobre la distribución mundial de agentes tóxicos com o los isótopos y residuos radioactivos; sobre la quim ijicación * del medio am biente inmediato del hombre — su m esa fam iliar, podríam os decir — con residuos de pesticidas y aditivos alimenticios. Agrupadas com o las piezas de un rom pecabezas, todas estas am enazas con tra el medio am biente constituyen una pauta destructiva que no tiene precedentes en la larga historia del hom bre sobre la tierra. *
Literalm en te, “ chem icaJization” .
(N . del T.)
Obviamente, se podría describir al hom bre com o un pa rásito altam ente destructivo que amenaza con m atar a su huésped — el mundo natural — y finalmente a sí mismo. E n ecología, sin embargo, el térm ino «parásito» no implica respuesta a una pregunta, sino que, en sí mismo, plantea un interrogante. Los ecólogos saben que un parásito destruc tivo de este tipo refleja, usualm ente, el colapso de una si tuación ecológica; adem ás, m uchas especies que parecen emi nentem ente destructivas bajo un conjunto determ inado de condiciones resultan de gran utilidad en otro contexto. Lo que confiere a la ecología una función profundam ente críti ca es la pregunta que sugieren las' capacidades destructivas de la especie hum ana: ¿Cuál es la fractu ra que ha conver tido al hombre en un parásito destructivo? ¿Qué es lo que produce una clase de parasitism o que no sólo conduce a vas tos desequilibrios naturales sino que amenaza, también, la existencia de la propia humanidad? E l hom bre ha ocasionado desequilibrios no sólo en la na turaleza, sino, fundam entalmente, en sus relaciones con el prójim o y en la propia estru ctu ra de la sociedad. Los des equilibrios que el hombre ha causado en el mundo natural tienen su origen en los del mundo social. H ace un siglo hu biera sido posible juzgar la polución atm osférica y la con tam inación de las aguas com o resultado de actividades egoís tas de m agnates industriales y burócratas. Hoy día, esta ex plicación m oral im plicaría una grosera supersimplificación. E s verdad, fuera de toda duda razonable, que la m ayoría de las em presas burguesas se guían por un criterio de «al-diablocon-el-público», com o dem uestra la reacción que, ante los problem as de la polución, han exhibido las grandes em pre sas energéticas, autom otrices o m etalúrgicas. Pero m ás se rio que la actitud de los propietarios es el problem a plan teado por las propias dimensiones de las em p resas: su s.en or m es proporciones, su ubicación en determ inadas regiones, su densidad con respecto a una comunidad o vía de agua, sus. exigencias de agua y m ateria prim a y su papel dentro de la división nacional del trabajo. Lo que estam os viendo en la actualidad es una crisis de la ecología social. La sociedad m oderna, especialmente como
la conocem os en los Estados Unidos y Europa, se está orga nizando alrededor de inmensos cinturones urbanos, una agri cultura altam ente industrializada, y abarcando a los dos anteriores, un aparato estatal anónimo, burocratizado, paquidérmico. Si damos de lado todas las consideraciones m o rales, por un m om ento, para exam inar la estru ctu ra física de esta sociedad, lo que necesariam ente ha de llam arles la «tención serán los increíbles problem as logísticos que debe solucionar: problem as de transporte, y densidad, de abaste cimiento (m aterias prim as, m anufacturas, alim entos) de o r ganización política y económ ica, de ubicación industrial, etc. Una sociedad centralizada y urbanizada de este modo coloca una enorm e carga sobre cualquier área continental.
Diversidad y sim plicidad E l problem a cala aún m ás hondo. La noción de que el hombre debe dom inar a la naturaleza emerge directam ente de la dominación del hom bre por el hom bre. La familia pa triarcal sem bró la simiente de la dominación en las relacio nes nucleares de la humanidad; la clásica fractu ra del m un do antiguo entre espíritu y realidad — en realidad, entre la mente y el tr a b a jo — la nutrió. Pero sólo cuando las rela ciones propias de las comunidades orgánicas, de form a feudal o cam pesina se disolvieron en las relaciones de m er cado, el planeta entero fue reducido a la categoría de re curso explotable. E sta tendencia de siglos se manifiesta con m áxim a intensidad en el capitalism o moderno. Debido a su propia naturaleza com petitiva, la sociedad burguesa no sólo enfrenta a los hom bres entre sí; también enem ista a la m asa de la humanidad co n tra el mundo natural. Así como los hom bres se convierten en m ercancías, lo mismo sucede con todos y cada uno de los aspectos del reino natu ral, que deben ser m anufacturados y com ercializados des enfrenadam ente. Los eufemismos liberales para los proce sos que esto implica son el «crecim iento», la «sociedad in dustrial» y la «civilización urbana». Pero cualquiera que sea el lenguaje con que se los describa, estos fenómenos tienen sus raíces en la explotación del hom bre por el hombre.
La frase «sociedad de consumo» com plem enta la descrip ción del actual orden social com o «sociedad industrial». Las necesidades son confeccionadas por los medios de m asas, para crear una demanda pública de m ercancías rem atadam en te inútiles, cada una de las cuales ha sido cuidadosamente di señada para deteriorarse al cabo de un período de tiempo previsto. El saqueo del espíritu humano por el m ercado es com parable y paralelo al saqueo de la tierra por el capital. A pesar del clam or que actualm ente se ha desatado acer ca del crecim iento de la población, las claves estratégicas de la crisis ecológica no deben buscarse en el crecim iento de mográfico de la India sino en el crecim iento de la produc ción en los Estados Unidos, un país que produce más de la mitad de los bienes del mundo entero. Aquí, también, hay eufemismos liberales como «afluencia» para evitar la des agradable impresión que produciría una palabra rotunda como «despilfarro». Con la novena parte de su capacidad industrial dedicada a la producción bélica, los EE.U U . están literalmente pisoteando la tierra y destruyendo ligazones ecológicas que son vitales para la supervivencia humana. Si las. proyecciones industriales actuales resultan correctas, los treinta años que restan de este siglo presenciarán una quintuplicación de la producción de energía eléctrica, ba sada principalmente en el carbón, los fluidos y las plantas nucleares. Ño es necesario describir la colosal carga de des perdicios radiactivos y los demás efectos que este desarro llo causará en la ecología natural del planeta. E l problem a no es menos inquietante cuando lo examinamos según una perspectiva de corto alcance. En los próximos cinco años, la producción m aderera puede experim entar un crecim iento ge neral del veinte por ciento; la de papel, de un cinco por cien to anual; la de plásticos (que en la actualidad constituyen del uno al dos por ciento de los residuos municipales) de un siete por ciento anual. Este grupo de industrias representa el más serio agente de contam inación del medio ambiente. La mo derna actividad industrial, con su atroz carencia de sentido, quedará, tal vez, m ejor ilustrada con la declinación sufrida por la producción de botellas de cerveza con devolución (re-utilizables) que en 1960 alcanzaba a 54 billones y, actual-
monte, asciende a 26 billones. La m erm a ha sido absorbida por las botellas «one-way» (sin devolución) que en el m ismo período pasaron de 8 a 21 billones, y por otro lado los botes do aluminio, de 38 a 53 billones. Las botellas «one-way» y los lióles o latas plantean, como es natural, tremendos problem as para la eliminación de residuos sólidos. Considerado como simple montón de minerales, el planela puede sop ortar estos desaprensivos increm entos en la desta ig a de desperdicios. Pero la tierra, concebida com o co m pleja red de vida, ciertam ente no ha de resistirlo. La única incógnita es si la tierra sobrevivirá al pillaje durante un lapso suficiente para que el hombre tenga tiempo de reem plazar ol sistema social destructivo de nuestro días por una so cie dad hum anística de orientación ecológica. Suele preguntarse a los ecólogos, en tono burlón, cuál es, con toda exactitud científica, el punto ecológico de ru p tu ra de la naturaleza: el punto en el que el mundo natural se volverá contra el hombre. Esto equivale a solicitar a un p si quiatra que precise el m omento en que un neurótico se co n vertirá en psicótico no-funcional. E ste tipo de respuestas no es posible. Pero el ecólogo puede proporcionar una ap recia ción estratégica de las direcciones que parece estar siguien do el hom bre como resultado de su fractu ra con el m undo natural. Desde el punto de vista de la ecología, el hombre está supersimplificando peligrosamente su medio ambiente. La c iu dad m oderna representa una regresiva intrusión de lo sin té tico en lo natural, de lo inorgánico (concreto, m etales y vi drio) en lo orgánico, de estímulos crudos y elementales en otros abigarrados y de amplio espectro. Los vastos cinturones urbanos que actualm ente se desarrollan en las zonas d e s arrolladas del mundo no sólo ofenden groseramente a la viísta y al oído sino que se encuentran en un estado crónico de saturación de gases y ruidos, y prácticam ente paralizados por la congestión. El proceso de simplificación del medio ambiente hum ano y su progresiva reducción a térm inos elementales y c ruidos tiene una dimensión cultural, tan apreciable com o su m an i festación física. La necesidad de m anipular inmensas p o b la ciones urbanas — transportar, alimentar, emplear, educa r y
entretener, de una m anera u otra, a millones de seres densa m ente concentrados — produce una decadencia crucial en los modos cívicos y sociales. Un concepto masivo de las rela ciones hum anas — totalitario, centralista y regim entado en su o rien tació n — tiende a predom inar sobre los conceptos del pasado, m ás individuales. Las técnicas bu rocráticas de adm i nistración social tienden a reem plazar a los criterios hum a nísticos. Todo lo que es espontáneo, creativo e individual se subordina a lo regulado, masificado y estandarizado. E l es pacio del individuo resulta férream ente construido por las restricciones que le impone un aparato social im personal, sin ro stro . Todo reconocim iento de cualidades personales únicas se som ete, cada vez más, a la manipulación según el más bajo denom inador com ún de la m asa. Un enfoque cuantitativo, es tadístico, una m odalidad de tratam iento humano inspirada en la colmena, tienden a imponerse sobre la actitud indivi duada y cualitativa que pone m ayor énfasis en la unicidad personal, la libre expresión y la com plejidad cultural. La m ism a simplificación regresiva del medio ambiente ocurre en la agricultura m oderna *. La manipulada problación de las ciudades m odernas debe ser alimentada, y para h acer lo se requiere una extensión de la agricultura industrial. De ben cultivarse los vegetales com estibles en form a que per m ita un alto grado de m ecanización: no para reducir el es fuerzo físico humano, sino para aum entar la productividad y la eficiencia, para m axim izar las inversiones y para m ejor explotar la biosfera. Conforme a estos propósitos, ha de con vertirse al terreno en una chata planicie — un piso de fábrica, si ustedes prefieren — eliminándose, dentro de lo posible, las variaciones naturales de la topografía. E l crecim iento de los sem brados debe ser estrictam ente regulado para cum plir con las exigentes program aciones de las fábricas procesadoras de alim entos. Se aplica una escala m asiva a los trabajos de
*
The Soil and Our Synthetic
P a ra m ayor info rm ació n sob re este problem a, el lecto r puede consultar Charles S . E lto n (W lley ; N ueva Y o rk , 1958), H yam s (Tham es and H udson; Londres, 1952), B o o ck cilin (seudónim o Lew is H erb er; K n o p f; N ueva Y o rk , de Racliel C arson (H oughton M ifflin ; Bo ston , 1962). E ste último n o debe leerse com o una d iatriba contra los pesticidas, sino com o plegaria en favor de la diversificación ecológica.
Ecology o f Invasión, de Civilisation por Edw ard Enxirom ent de M urray 1962) y Silent Spring
nrado, fertilización, siem bra y cosecha, a menudo sin p restar l¡i m enor atención a la ecología natural de la zona. Grandes territorios son destinados a un solo cultivo, form a ésta de plantación agrícola que no sólo tiende, por sí sola, a la m eca nización, sino que favorece las infecciones. Un cultivo único es el medio ambiente ideal para la proliferación de especies que se convierten en plagas. Por fin, se utilizan dispendiosa mente ciertos agentes químicos para h acer frente a los proble mas creados por insectos, m alas hierbas y enfermedades de las plantas, p ara regular la m arch a de los cultivos y maxinrn zar la explotación del suelo. E l símbolo verdadero de la agri cultura m oderna no es y a la hoz (ni tam poco el tracto r, por o tra p arte) sino el aeroplano. La representación del moderno cultivador de alim entos no es ya un labrador, un cosechador; ni siquiera un agrónom o — hom bres de quienes se espera una íntima relación con las cualidades únicas de la tierra en que crecen sus cultivos — sino un piloto o un químico, para quie nes el suelo no es m ás que un recurso, una m ateria prim a inorgánica. E l proceso de simplificación va aún más lejos gracias a una exagerada división del trab ajo tanto regional com o nacio nal. Inm ensas áreas del planeta quedan reservadas a objeti vos industriales específicos, cuando no se las reduce a depó sitos de m ateria prim a. Otx~as se convierten en centros de poblaciones urbanas, principalm ente ocupadas en el com er cio. Ciudades y regiones (en realidad, países y continentes) resultan identificadas con productos específicos: Pittsburg, Cleveland y Youngstown con el acero, Nueva Y ork con las finanzas, Bolivia con el estaño, Arabia con el petróleo; Europa y los Estados Unidos con los productos industriales y el res to del mundo con las m aterias prim as de uno u otro tipo. Los com plejos ecosistem as que constituyen las regiones de un continente están sumergidos por la organización de las naciones en entidades económ icam ente racionalizadas; cada uno de ellos es una escala en un vasto sistem a mundial de cinturones industriales. Sólo es cuestión de tiem po para que las más atractiv as áreas cam pestres sucumban a la m ezcla dora de cem ento, com o ya les ha ocurrido a la m ayoría de las costas del este de los Estados Unidos, aniquiladas por bun galows y parcelam ientos. La poca belleza natural qué quede
por el cam ino será rápidam ente m asacrada por áreas de cam ping, parques de venta de casas rodantes, ca rre te ra s «panorá m icas», m oteles, depósitos de com estibles y esos brillantes residuos aceitosos que dejan las lanchas a m otor. E l caso es que el hombre está deshaciendo la obra de la evolución orgánica. Creando vastas aglom eraciones urbanas de horm igón, m etal y vidrio, socavando y manoseando los ecosistem as com plejos y sutilm ente organizados que deter m inan las diferencias locales en el mundo natural — para abreviar, reem plazando un medio am biente orgánico de alta com plejidad por otro inorgánico y simplificado — el hom bre está desarticulando la pirám ide biótica que sustentó a la hu m anidad durante incontables milenios. E n el transcurso de este trab ajo de substitución de las com plejas relaciones eco lógicas, de las que dependen todos los seres vivos, por otras relaciones más elem entales, el hom bre está devolviendo a la biosfera al estadio en que sólo era capaz de sustentar form as de vida más simples. Si esta gran reversión del proceso evo lutivo continúa, no es aventui’ado suponer que los prerrequisitos de las form as superiores de la vida term inarán por des truirse irreparablem ente, y que la tierra no podrá sustentar al propio ser humano. La ecología debe su arista crítica no sólo al hecho de que, entre todas las ciencias, sólo ella presenta este temible m en saje a la hum anidad, sino tam bién a que lo hace en una nue va dimensión social. Desde un punto de vista ecológico, la reversión de la evolución orgánica es el resultado de insalva bles conti’adicciones entre la ciudad y el cam po, el Estado y la com unidad, la industria y la agricultura, la m anufactura de m asas y el artesanado, el centralism o y el regionalism o, la escala b u ro crática y la escala hum ana.
La naturaleza recon stru cto r a de la ecología H asta hace poco, los intentos de resolver las con trad iccio nes generadas por la urbanización, la centralización, el cre cim iento b u ro crático y la estatifiación fueron considerados una vana resistencia al «progreso», a la que debía descartarse por quim érica y reaccionaria. Se veía al anarquista com o a un
desdichado visionario, un m arginado social nostálgico del vi llorrio cam pesino o la com una medieval. Sus peticiones de una sociedad descentralizada y una com unidad hum anística en arm onía con la naturaleza y las necesidades del individuo — el individuo espontáneo, sin sujeción a la au to rid ad — eran recibidos com o reacciones de un rom ántico, o de un artesano desclasado, o un intelectual «despistado». Su p ro testa con tra In centralización y la estatización convencía poco porque se «poyaba básicam ente en consideraciones é tic a s : nociones utó picas, ostensiblem ente «no realistas» sobre lo que el hom bre podría ser y no sobre lo que era. Como respuesta, los enemi gos del pensam iento anarquista — liberales, derechistas e «iz quierdistas» a u to rita rio s— se proclam aban portavoces de la realidad histórica, puesto que sus nociones estatizantes y cen tralistas tenían sus raíces en el mundo práctico y objetivo. El tiem po no es muy am able con las ideas en conflicto. Cualquiera que haya sido la validez de las concepciones li bertaria y no-libertaria en aquellos años, el desarrollo histó rico ha hecho que, hoy en día, todas las objeciones al pensa miento anarquista carezcan de sentido. La ciudad m oderna y el E stad o, la tecnología m asiva de carbón y acero de la Revo lución Industrial, los sistem as posteriores y m ás racionaliza dos de producción y trab ajo en serie, la nación centralizada, el E stad o y su aparato b u ro crático : todo esto ha llegado a su lím ite. Por progresista o liberadora que haya sido la fun ción que cum plieron en el pasado, se han convertido ahora en elem entos totalm ente regresivos y opresoi'es. No sólo son regresivos porque corroen el espíritu humano y despojan a la com unidad de toda su cohesión, solidaridad y m odos éticoculturales; lo son tam bién desde un punto de vista objetivo, desde un punto de visto ecológico. Pues socavan el espíritu y la com unidad humanos y tam bién la viabilidad del planeta y de todos los seres vivientes que en él habitan. Nunca insistirem os demasiado en el hecho de que los con ceptos anarquistas de com unidad equilibrada, dem ocracia cara-a-cara, tecnología hum anística y sociedad descentraliza da — estos ricos conceptos libertarios — no son ya sólo de seables sino tam bién necesarios. No sólo pertenecen a las grandes visiones del futuro hum ano: ahora constituyen los prerrequisitos básicos de la supervivencia del hom bre. El pro
ceso de evolución social los ha sacado de la dimensión ética, subjetiva, instalándolos en el plano objetivo y p ráctico . Lo que alguna vez se consideró cosa de visionarios, ahora resul ta em inentem ente p ráctico. Y lo que antes se tenía por p rácti co y objetivo se ha vuelto em inentem ente poco p ráctico e irrelevante en función del desarrollo hum ano hacia una exis tencia m ás plena y libre. Si asum im os las exigencias de com u nidad, dem ocracia directa, tecnología hum anística liberado ra y descentralización, reacciones co n tra el actual estado de cosas — un vigoroso «no» ante el «sí» de lo que hoy exis t e — podem os form u lar una defensa objetiva e irrebatible de la viabilidad de la sociedad anarquista. Un rechazo del actual estado de cosas es lo que inspira, a mi juicio, el explosivo crecim iento de un anarquism o intui tivo entre la juventud. El am or de los jóvenes por la n atu ra leza es una reacció n co n tra las características esencialm ente sintéticas de nuestro medio urbano y sus viles productos. Su inform alidad en el vestir y en las costum bres es una reacción co n tra la form alizada, estandarizada, vida m oderna. Su pre disposición hacia la acción directa es una respuesta a la burocratización y centralización de la sociedad. Su tendencia hacia el drop-out, hacia un rechazo del trab ajo y la com pe tencia, refleja una indignación creciente co n tra la insensata rutina industrial instaurada por la m anufactura de m asas en las fábricas, oficinas y universidades. Su intenso individua lismo constituye, a su m anera elem ental, una descentraliza ción d e facto de la vida so cia l: una retirad a personal de la sociedad de m asas. E l aspecto m ás significativo de la ecología es su capacidad de convertir este rechazo del status quo, a menudo nihilista, en una afirm ación enfática de la v id a: m ás aún, en un credo reconstruido p ara la sociedad hum anística. La esencia del m ensaje re co n stru cto r de la ecología puede resum irse en la p alabra «diversidad». Desde un punto de vista ecológico, el equilibrio y la arm onía de la naturaleza, de la sociedad y, en consecuencia, de la conducta hum ana, no se obtienen por medio de la estandarización m ecánica sino todo lo co n tra rio, a través de la diferenciación orgánica. E ste m ensaje sólo puede com prenderse claram ente a la luz de sus im plicacio nes p rácticas.
Consideremos el principio ecológico de diversidad — que Charles E lto n denom ina «conservación de la v aried ad »— tal com o se aplica en biología, específicam ente en agricultura. Una cantidad de estudios — los m odelos m atem áticos de Lotka y V olterra, los experim entos de B ause con medios contro lados y una exten sa investigación de cam po — dem uestran claram en te que las fluctuaciones en las poblaciones animales y vegetales, desde las m ás suaves hasta las que tienen pro porciones de plaga, dependen sustancialm ente del núm ero de especies que viven en un ecosistem a y del grado de variedad del medio am biente. Cuanto m ayor es la variedad de presas y depredadores, tanto lo es la estabilidad de la población; al diversificarse el m edio am biente en térm inos de flora y fau na, se reduce la inestabilidad ecológica. La estabilidad es una función de la variedad y la diversidad: si el medio am biente es simplificado, m erm ando la variedad de especies animales y vegetales, se acentúan las fluctuaciones en la población, que tiende a descontrolarse. Las especies m uestran propen sión a convertirse en plagas. E n el caso del con trol de las plagas, m uchos ecólogos han llegado a la conclusión de que podem os evitar el uso reitera do de p rodu ctos químicos tóxicos com o los insecticidas y her bicidas perm itiendo un juego m ás amplio entre las especies. Debemos d ejar m ás cam po a la espontaneidad natural de las diversas fuerzas biológicas que integran una situación ecológi ca. «Los entom ólogos europeos están hablando actualm ente de ad m in istrar la com unidad total de insectos y plantas — ob serva R ob ert L. Rudd — en lo que se denomina manipulación de la biocenosis *. El medio biocenótico es variado, com ple jo y dinám ico. Aunque las cantidades de individuos varíen constantem ente, ninguna especie alcanzará, norm alm ente, proporciones de plaga. Las condiciones especiales que favo
* E l térm ino “m anipu lación” de R ud d puede croar la erró n ea im presión de que una situ ació n eco ló g ica puede ser d escrita con sim ples térm inos m ecán icos. P a ra ev itar esta im presión, quisiera su b rayar que nuestro con ocim ien to de una situ ación eco ló g ica y el uso p rá ctico qu e de él hagam os son m a teria de intuición m ás que de poder. C h a lle s E lto n p lan tea en lo s siguientes térm inos la problem á tica de la adm inistración de una situ ación e c o ló g ica : “ D eb em os m a n e ja r el futuro del m undo, pero esta op eració n no h a de p arecerse a un ju ego de a je d re z ... (sino) a la fo rm a de dirigir una b a rc a .”
recen el desarrollo de poblaciones demasiado altas p ara una sola especie, en un ecosistem a com plejo, son muy inusuales. E l m anejo de la biocenosis o ecosistem a, aunque parezca problem ático, debería convertirse en nuestra principal aspi ración» (9). La «m anipulación» de la biocenosis en un sentido positivo supone una amplia descentralización de la agricultura. Don de quiera que sea factible, la agricultura industrial debe ce der su lugar al laboreo cam pesino del agro; el piso de fábrica debe ser reem plazado por la jardinería y la horticultura. No estoy recom endando que renunciem os a los beneficios adqui ridos por la agricultura en gran escala y la m ecanización. Lo que sí afirmo, en cam bio, es que la tierra debe ser cultivada com o un jard ín; debe diversificarse y atenderse cuidadosa m ente su flora, equilibrada con la fauna y las áreas forestales que resulten apropiadas en cada región. Además, la descen tralización no sólo es im portante para el desarrollo de la agricultura sino también p ara el del agricultor. E l cultivo de alimentos, practicado en un sentido realm ente ecológico, presupone en el agricultor una fam iliaridad con todos los aspectos y sutilezas del terreno en que crecen sus sem brados. Debe h acer gala de un conocim iento exhaustivo de la fisio grafía del terreno, sus variados sectores — cultivos, bosques, pastos — , su contenido m ineral y orgánico y su m icroclim a, prestando continua atención al estudio de los efectos produ cidos por las innovaciones en la flora o la fauna. Debe des arrollar su sensibilidad de cara a las posibilidades y necesida des de la tierra, convirtiéndose él m ismo en parte orgánica de la situación agrícola. Podemos abrigar escasas esperanzas de alcanzar este alto grado de sensibilidad e integración en el cultivador de alim entos si no reducim os la agricultura a una escala hum ana, proporcionándola al individuo. Para satis facer las exigencias de una concepción ecológica del cultivo de com estibles, la agricultura debe ser redim ensionada, pa sando de la escala de las grandes granjas industriales a la de las unidades de tam año m oderado. E l mismo razonam iento se aplica a un desarrollo racional de los recursos energéticos. La Revolución Industrial incre m entó la cantidad de energía utilizada por el hombre. Aun que es indudablemente cierto que las sociedades preindus-
lríales dependían básicam ente de la energía anim al y los músculos hum anos, com plejas pautas energéticas se desarro llaron en m uchas regiones de Eu rop a a partir de una sutil integración de recursos com o el poder del viento, el agua y una variedad de com bustibles: m adera, turba, carbón, almi dones vegetales y grasas animales. La Revolución Industrial superó y eliminó estos modelos L'nergéticos regionales, reem plazándolos prim ero por un sis tema único de energía (carbón) y luego por un sistem a dual: carbón y petróleo. Desaparecieron las regiones com o modelos de integración e n erg ética: el propio concepto de integra ción p or la diversidad fue, en verdad, abolido. Como dije antes, m uchas regiones se convirtieron en áreas predom i nantem ente m ineras, dedicadas a la extracción de un úni co recurso, m ientras otras albergaban inmensos com plejos in dustriales, a menudo concentrados en la fabricación exclusi va de unos pocos bienes. No es necesario exam inar el papel que este colapso del auténtico regionalismo jugó en la polu ción del aire y el agua, el daño que inlligió a grandes zonas del cam po y la perspectiva que nos plantea el futuro agota miento de nuestros preciosos com bustibles hidrocarbúricos. Por supuesto, podemos recu rrir a la energía nuclear, pero esto resulta escalofriante si pensam os en las cantidades de residuos radiactivos m ortíferos que supondrían las plantas nucleares si fueran nuestra única fuente de energía. Tarde o tem prano, un sistem a energético basado en m ateriales radiac tivos produciría una contam inación extensiva del medio am biente: al principio en form a sutil, pero luego a una escala masiva y palpablem ente destructiva. La alternativa es aplicar los principios ecológicos a la solución de nuestros problemas energéticos. Podríam os tra ta r de restablecer antiguas pau tas energéticas regionales, utilizando un sistem a combinado, basado en el viento, el agua y la energía solar. Podríam os ser virnos de m ecanism os m ucho más sofisticados que los que se utilizaron en el pasado. Los m ecanism os solares, las turbinas de viento y los re cursos hidroeléctricos, tom ados individualmente, no resuel ven nuestros problem as energéticos ni mitigan la perturba ción ecológica creada por los com bustibles convencionales. Pero, am algam ados com o en un m osaico, com o pauta orgá
nica de energía derivada de las potencialidades de cada región específica, podrían satisfacer am pliam ente las necesidades de una sociedad descentralizada. E n latitudes muy soleadas po dríam os re cu rrir con preferencia a la energía solar, y no ya a los com bustibles. E n otras, caracterizad as por la turbulen cia atm osférica, nos apoyaríam os en los m ecanism os eólicos; y en áreas co steras adecuadas, o regiones m editerráneas ba ñadas por cuencas y ríos, la m ayor p arte de nu estra energía provendría de instalaciones hidroeléctricas. En todos los ca sos, podem os utilizar un m osaico de energías nucleares, com bustibles y no-combustibles. Lo que quiero d em ostrar es que, diversificando nuestro uso de recursos energéticos, organizándolos conform e a modelos ecológicam ente equilibra dos, podem os com binar el poder del viento, el agua y el sol en una región determ inada para cu b rir las necesidades in dustriales y dom ésticas de una com unidad dada con el uso estrictam ente mínimo posible de com bustibles dañinos. Y , eventualm ente, podríam os sofisticar nuestras instalaciones energéticas sin com bustión h asta h acer posible la elimina ción de todas las fuentes contam inantes de energía. Como en el caso de la agricultura, sin em bargo; la aplica ción de los principios ecológicos a los sum inistros de energía supone una am plia descentralización de la sociedad y un concepto genuinam ente regional de organización social. E l m antenim iento de una gran ciudad exige inmensas cantida des de carbón y petróleo. Por co n traste, la energía del sol, el viento, y las m areas nos llega prim ordialm ente en peque ñas unidades; a excepción de las espectaculares presas hi dráulicas, estos m ecanism os pocas veces sum inistran m ás de unos pocos miles de kilovatios-hora de electricidad. Cuesta cre e r que algún día podam os diseñar colectores solares capa ces de brindarnos las inm ensas cantidades de electricidad que produce una gigantesca planta de vapor; igualmente difí cil es im aginar una b atería de turbinas de viento capaz de proveer la electricidad necesaria para ilum inar la isla de M anhattan. Si los hogares y fábricas m antienen su apretada concentración, estas instalaciones p ara el uso de fuentes energéticas limpias no serán m ás que juguetes; pero si las com unidades urbanas se reducen en tam año y se dispersan am pliam ente en el territorio, no habrá razón para que estas
Instalaciones no puedan com binarse, sum inistrándonos todas las com odidades de la civilización industrial. Para utilizar efectivam ente la energía solar, eólica e hídrica, las megápolis deben sufrir un proceso de descentralización. Un nuevo tipo de com unidad, trazado cuidadosam ente a la medida de las características y recursos de cad a región, debe reem plazar a los descontrolados cinturones urbanos que han surgido en los últim os tiem pos. No cabe duda de que un planteam iento objetivo de la des centralización 110 se agota en este exam en de la agricultura y los problem as creados por los com bustibles energéticos. La validez de la tesis descentralizadora puede dem ostrarse a tra vés de casi todos los problem as «logísticos» de nuestro tiem po. Perm ítasem e cita r un ejem plo en ese problem ático asun to que es el tran sporte. M ucho se ha escrito sobre los efectos dañinos de los vehículos m otorizados a gasolina: su despil farro, su contribución a la polución atm osférica, su papel en la sum a de ruidos que atruenan el medio am biente urbano, la enorm e cu o ta de m uertes que se cobran anualm ente en las grandes ciudades y ca rre te ra s. E n una civilización alta m ente urbanizada sería inútil reem plazar estos vehículos no civos por otros a b atería, m ás limpios, eficientes, virtualm en te sin ruidos y sin duda m ás seguros. E l m ejor de nuestros autom óviles eléctricos debe ser recargado aproxim adam ente cada cien m illas, característica que lim ita su utilidad en las grandes ciudades. E n una com unidad pequeña y descentrali zada, sin em bargo, sería factible utilizar estos vehículos eléc tricos p a ra el tran sp orte urbano o regional, estableciendo re des de m onorraíles p ara el tran sp orte a larga distancia. E s b astan te conocido el hecho de que los vehículos de ga solina contribuyen enorm em ente a la polución atm osférica urbana, y existe una fuerte inclinación a «rediseñar» las ca racterísticas m ás nocivas del autom óvil. N uestra era intenta siem pre resolver sus irracionalidades con a p a ra to s : depura dores p ara los gases tóxicos de la gasolina, antibióticos para las enferm edades, tranquilizantes p ara las perturbaciones m entales. Pero el problem a de la polución atm osférica ur bana no podrá resolverse con este tipo de chism es. Funda m entalm ente, la causa de la polución atm osférica es la pro pia densidad dem ográfica, la excesiva concentración humana
en zonas reducidas. Millones de personas, densamente agluti nadas en una gran ciudad, producen necesariam ente cierta polución atm osférica local a través de sus actividades coti dianas. Deben quemar combustibles con fines dom ésticos e industriales; deben construir o derribar edificios (las partícu las aéreas generadas por estas actividades constituyen una fuente im portante de polución atm osférica urbana); deben producir inmensas cantidades de desperdicios; deben viajar en automóvil, consumiendo neum áticos cuya erosión, junto a la de la superficie de las carreteras, genera partículas que increm entan significativamente la polución del aire. Cuales quiera que fueran los dispositivos de control anti-polución que agregáram os a los automóviles y plantas energéticas, las m ejoras obtenidas en la calidad de la atm ósfera urbana se rían rápidam ente absorbidas y eliminadas por el futuro cre cim iento megapolitano. El anarquismo no acaba en las comunidades descentrali zadas. Si he exam inado esta posibilidad con cierto detalle ha sido para d em ostrar que una sociedad anarquista, lejos de constituir un ideal rem oto, se ha convertido hoy en una precondición para la práctica de los principios ecológicos. Para resum ir el crítico m ensaje de la ecología: si reducim os la variedad del mundo natural, minamos su unidad y su inte gridad; destruim os las fuerzas que sustentan la arm onía na tural y perm iten un equilibrio perdurable; y, lo que es aún más im portante, introducim os una regresión absoluta en el desarrollo del mundo natural que, en consecuencia, tiende a convertirse en un medio ambiente inadecuado para las for mas superiores de la vida. Y, resumiendo el m ensaje recons tru cto r de la ecología: si deseamos prom over la unidad y estabilidad del mundo natural, si deseamos arm onizarlo, de bemos conservar y estim ular la variedad. Sin duda alguna, la variedad por la variedad m ism a no es m ás que una aspi ración vacía. En la naturaleza, la variedad emerge espontá neamente. Las capacidades de una nueva especie son puestas a prueba por los rigores del clim a, por su idoneidad para ha cer frente a los depredadores y su aptitud para establecer y aum entar su territorio. Sin em bargo, la especie qu e logra ex ten d er su territorio en el m edio am biente también expande la situación ecológica total. Tomando prestada la frase de
E. A. Gutkind, «extiende el medio ambiente» (10) para sí y para las especies con las que sostiene una relación equili brada. ¿Cómo aplicar estos conceptos a la teoría social? Supongo que para muchos lectores bastará con decir que, en la medi da en que el hom bre es parte de la naturaleza, un medio am biente natural en expansión enriquece las bases del d esarro llo social. Pero la respuesta a esta pregunta es m ás profun da de lo que sospechan m uchos ecólogos y libertarios. Perm í taseme, o tra vez, volver al principio ecológico de totalidad y equilibrio, com o productos de la diversidad. Si tenemos presente este principio, el prim er paso hacia una respuesta nos lo brinda un párrafo de T h e Philosophy of A narchism de H erbert Read. Al presentarnos su «medida del progreso», observa R ead : «El progreso se mide por el grado de diferen ciación de la sociedad. Si el individuo es una unidad en una m asa aglutinada, su vida resultará lim itada, opaca y m ecá nica. Si el individuo es una unidad por sí mismo, con espa cio y poder p ara la acción independiente, estará, en conse cuencia, m ás sujeto a la casualidad o a lo accidental, pero al menos podrá expandirse y expresarse. Podrá desarrollar — desarrollar, sí, en el único sentido real de esta palabra — conscientem ente su fuerza, vitalidad y alegría.» E l pensam iento de Read, infortunadam ente, no se halla desatollado en su plenitud, pero plantea un interesante pun to de partida. Lo que nos im presiona, ante todo, es que tanto el ecólogo com o el anarquista coloquen el acento sobre la espontainedad. El ecólogo, puesto que es algo más que un técnico, tiende a rechazar ]a noción de «poder sobre la natuleza». E n cam bio, habla de «pilotar», llevar un rumbo a tra vés de una situación ecológica, m a n eja r m ás que rec rea r un ecosistem a. E l anarquista, a su vez, habla en térm inos de espontaneidad social, de liberar las potencialidades de la so ciedad y la com unidad, de dar curso libre y sin ataduras a la creatividad del pueblo. Ambos, cada cual a su modo, consideran que la autoridad es inhibitoria, como un peso que oprim iera el potencial creativo en una situación natural y social. Su aspiración no consiste en go bern ar un cam po Sino en liberarlo. Para ellos, la intuición, la razón y el cono cim iento son medios para satisfacer las potencialidades de
una situación, p ara facilitar la elaboración de la lógica propia de una situación, y no para reem plazar sus potencialidades por nociones preconcebidas, ni p ara distorsionar su desarro llo con dogmas. Volviendo a las palabras de Read, lo que llam a nuestra atención es que tanto el ecólogo com o el anarquista conciban la diferenciación com o m edida del progreso. E l ecólogo uti liza el térm ino «pirám ide biótica» en referencia a la progre sión biológica; elanarquista , el térm ino «individuación» para denotar una evolución social. Si vam os m ás allá que Read observarem os que, tanto para el ecólogo com o para el anar quista, la unidad en crecim iento es una consecuencia de la crecien te diferenciación. Un todo en expansión es creación del en riq u ecim iento y la diversificación de sus partes. Así com o el ecólogo aspira a expandir el espectro de un ecosistem a, prom oviendo el libre espectro de la experiencia social eliminando todas las trabas que perturban su d esarro llo. E l anarquism o no es sólo una sociedad sin E stad o sino tam bién una sociedad arm onizada en cuyo seno el hom bre está expuesto a los estím ulos de la vida agraria y la urbana p or igual, a la actividad física tanto com o a la m ental, a la sensualidad irreprim ida y a la espiritualidad auto-dirigida, a la solidaridad com unal y al desarrollo individual, a la unici dad regional y a la fraternidad mundial, a la espontaneidad y a la autodisciplina, a la eliminación del esfuerzo físico y a la prom oción del artesanado. E n nuestra sociedad esquizoide, estas aspiraciones se consideran m utuam ente excluyentes; in cluso, se las ve com o opuestas e irreconciliables. Parecen dualidades a causa de la propia logística de la sociedad de nuestros días — donde el cam po y la ciudad están separados, el trabajo especializado y el hom bre atom izado — y sería ab surdo cre e r que estas dualidades se resolverán sin una con cepción general de la estru ctu ra física de una sociedad an ar quista. Podem os hacernos una idea de lo que sería una so ciedad tal leyendo N ew s F ro m N ow here* de William Mo n i s o los escritos de Peter K ropotkin. Pero estos trab ajos sólo nos presentan ligeros retazos. No tom an en cuenta el
*
N oticias de ninguna parte,
(N. del T.)
desarrollo tecnológico de la segunda postguerra ni las con tribuciones debidas a la ecología. No es este lugar adecuado para em barcarnos en una «literatu ra utópica», pero podemos presentar algunas líneas orientadoras, aun en esta exposición general. Y , al presentar estas líneas generales, quisiera subra yar no sólo las prem isas ecológicas más obvias, que las sus tentan, sino tam bién las de ca rá c te r hum anístico. Una sociedad anarquista debería ser una sociedad descen tralizada, no sólo p ara establecer una base perdurable para la arm onización del hom bre en la naturaleza, sino tam bién para a gregar nuevas dim ensiones a la arm onización entre h o m b re y h om b re. A menudo se nos recuerda que los grie gos se hubieran horrorizado ante una ciudad cuyo tam año y población excluyeran la relación cara-a-cara, casi fam iliar, entre los ciudadanos. Reducir las dimensiones de la com uni dad hum ana es, directam ente, una necesidad: en p arte para resolver nuestros problem as de polución y tran sp orte, en p arte tam bién p ara crear com unidades reales. E n cierto sen tido, debem os hum anizar a la hum anidad. Los dispositivos electrónicos com o el teléfono, el telégrafo, la radio y la te levisión deberían ser utilizados en la mínima m edida posible com o m ediaciones de la relación humana. P ara adoptar de cisiones colectivas — la antigua polis ateniense fue, en cier tos aspectos, un modelo p ara la elaboración de decisiones sociales — todos los m iem bros de la com unidad deberían te n er oportunidad de exam inar acabadam ente a todo aquel que se dirige a la asamblea. Deberían estar en condiciones de absorber cad a una de sus posturas, estudiar sus expresiones, sopesar sus m otivaciones e ideas en un encuentro personal y a través de la discusión cara-a-cara. N uestras pequeñas com unidades deberán estar económ i cam ente equilibradas y bien redondeadas, en p arte para que hagan pleno uso de las m aterias prim as y recursos energé ticos locales, en p arte tam bién para expandir la gam a de estím ulos industriales y agrarios a que se exponen los indi viduos. Al m iem bro de una com unidad que m uestre inclina ción hacia la ingeniería, por ejem plo, debe exhortársele a hundir las m anos en el hum us; al hom bre de ideas se le alentará p ara que emplee su m usculatura; el granjero «de •nacimiento» tendrá que fam iliarizarse con los trabajos de un
molino. Cuando se separa al ingeniero de la tierra, al pen sador de la espada y al granjero de la industria se pro mueve un grado de super-especialización vocacional que transfiere peligrosam ente el control social a los especialistas. Y , lo que tam bién es im portante, la especialización profesio nal y vocacional aleja a la sociedad de un objetivo v ita l: la hum anización de la naturaleza a través del técnico y la na turalización de la sociedad a m anos del biólogo. Sostengo que una com unidad anarquista im plicaría un ecosistem a claram ente definible: diversificado, equilibrado y arm ónico. Puede discutirse sobre si este ecosistem a adqui riría la configuración de una entidad urbana con un centro definido, com o hallam os en la polis griega o en la com una medieval, o bien, com o sugiere Gutkin, se com pondría de com unidades am pliam ente dispersas sin un cen tro definido. E n cualquier caso, la escala ecológica para estas com unida des estaría determ inada por el m ás pequeño ecosistem a ca paz de su sten tar a una población de dimensiones m oderadas. Una com unidad relativam ente autosuficiente, que depen diera visiblem ente de su entorno com o medio de vida, adqui riría un nuevo respeto por las interrelaciones orgánicas que la sustentan. A largo plazo, creo que el intento de aproxim ar se a la autosuficiencia resu ltará m ás eficaz que la exagerada división nacional del trab ajo que prevalece actualm ente. Aun que, sin duda, h ab rá m uchas duplicaciones de pequeños bie nes m anufacturados de una com unidad a otra, la fam ilia ridad de cad a grupo con su medio am biente local y su rai gam bre ecológica favorecerá un uso m ás inteligente y más am able del medio ambiente. A mi juicio, lejos de generar un cierto provincialism o, este relativo autoabastecim iento cre a rá una nueva pauta para el desarrollo individual y conm u n a l: una unidad con el entorno que revitalizará a la co munidad. L a rotación de las responsabilidades cívicas, vocacionales y profesionales estim ulará los sentidos en el plano del ser individual, creando y redondeando nuevas dimensiones del auto-desarrollo. E n una sociedad com pleta podrem os asp irar a crear hom bres co m p letos: en una sociedad total, hom bres totales. E n el mundo occidental, los atenienses, a p esar de todas sus lim itaciones, fueron los prim eros en ofrecernos
esta noción de totalidad. «La polis fue cread a p ara el amaieur — afirm a H. D. F. K itto — ...S u ideal era que todo ciu dadano (esto dependía de que la polis fuera oligárquica o dem ocrática) ju gara su papel en todas sus m uchas activida des : este ideal desciende a ojos vista de la generosa concep ción hom érica de arete com o una excelencia global y una a c tividad total. Im plica cierto respeto por la totalidad y uni cidad de la vida, y un consiguiente repudio de la especialización. Supone un desprecio por la eficiencia: o, tal vez, un ideal superior de eficiencia, no ya com o calificación de un departam ento de la vida sino com o condición de la vida m is ma» (11). La sociedad anarquista, aunque sin duda aspirará a m ás, difícilm ente puede conform arse con algo m enos que este estado espiritual. Si alguna vez se fundara, en la p ráctica, una com unidad ecológica, la vida social albergaría un desarrollo sensitivo de la diversidad hum ana y natural, am bas reunidas en un todo arm ónico y equilibrado. Desde las com unidades hasta los continentes enteros, pasando por las regiones, veríam os una colorida diferenciación de grupos y ecosistem as hum a nos, desarrollando cada uno de ellos sus potencialidades úni cas y exponiendo a sus m iem bros a un vasto espectro de estím ulos económ icos, culturales y existenciales. Seríam os testigos del florecim iento excitante, con frecuencia d ram áti co, de una variedad de form as com unales, caracterizad as ora por la adaptación arquitectónica e industrial a un ecosistem a sem i-árido o de praderas, o ra p o r la adaptación a las áreas boscosas. Presenciaríam os un juego creativo entre grupos e individuos, com unidades y medio am biente, hum anidad y naturaleza. E l criterio que hoy día organiza las diferencias entre los hum anos y o tras form as de vida conform e a esta m entos jerárqu icos y a térm inos de «superioridad» o «infe rioridad» cedería a una actitud abierta hacia la diversidad, a la m an era ecológica. Se resp etarán las diferencias en tre las personas, que serían incluso honradas com o elem entos enriquecedores de la unidad de experiencias y fenóm enos. La relación tradicional que contrapone objeto y sujeto sufriría una alteración cualitativa; lo «externo», lo «diferente», lo «otro» sería concebido com o p arte individual de una to ta lidad que es m ás rica cuanto m ayor sea su com plejidad. E ste
nuevo sentido de unidad reflejará en el futuro la arm oniza ción de los intereses individuales y la sociedad y naturaleza. Liberados de una rutina opresiva, de represiones e insegu ridades paralizantes, de la carga del esfuerzo físico y las falsas necesidades, de las ataduras autoritarias y la compul sión irracional, los individuos se encontrarán por fin, por vez prim era en la historia, en condiciones de realizar sus potencialidades com o m iembros de la comunidad humana y del mundo natural.
3.
HACIA UNA TECNOLOGÍA LIBERADORA
Desde los días de la Revolución Industrial, no han fluc tuado las actitudes populares con respecto a la tecnología tan vivamente com o en las últimas décadas. Durante la m a yor p arte de los años veinte, y aún bien entrados los treinta, la opinión pública aplaudió las innovaciones tecnológicas, identificando el bienestar del hombre con los progresos in dustriales que traían los nuevos tiempos. E ra éste un período durante el cual las apologías soviéticas se perm itían justifi car los peores crím enes y m ás brutales m étodo de Stalin, pintándolo como el «industrializador» de la Rusia moderna. También fue el período en que la crítica m ás efectiva de la sociedad capitalista se basaba en los datos concretos de es tancam iento económ ico y tecnológico de los Estados Unidos y Eu ropa occidental. Mucha gente creyó ver una relación di recta, autom ática, entre el progreso tecnológico y el social; el fetichism o creado en torno a la palabra «industrialización» excusaba los aspectos más abusivos de los planes y progra m as económicos. Actualm ente diríamos que estas posiciones eran ingenuas. Exceptuando, tal vez, a los técnicos y científicos que diseñan la «quincalla», el sentimiento de la gente hacia las innova ciones tecnológicas podría describirse como esquizoide, divi dido com o está en un corrosivo tem or por el exterm inio nu clear por un lado, y una aspiración de abundancia m aterial, ocio y seguridad, por el otro. También la tecnología pare ce librar un duedo consigo misma. La bomba se alza con tr a el re a cto r nuclear, el cochete intercontinental con tra el
satélite de com unicaciones. La m ism a disciplina tecnológica tiende a presentar, a la vez, una ca ra am iga y o tra enemiga de la hum anidad; ciencias de orientación tradicionalm ente hum anística, com o la medicina, ocupan tam bién una posi ción am bivalente, com o atestiguan las positivas prom esas de nuevos progresos en la quim ioterapia y la grave amenaza cread a por la investigación en el terren o de la guerra bio lógica. No es sorprendente que la tensión entre prom esas y am e nazas se resuelva cada vez m ás en favor de estas últim as, a través de un rechazo global de la tecnología. Crece la sensación de que la tecnología es un demonio, provisto de su propia y siniestra vida, y que acab ará por m ecanizar al hom bre si éste no se apresura a exterm inarla. E l profundo pesim ism o que alberga esta concepción adolece frecuente m ente del m ismo exceso de simplicidad que caracteriza al optim ism o de décadas anteriores. E xiste el peligro muy con creto de que perdam os nuestra perspectiva con respecto a la tecnología, de que descuidemos sus tendencias liberadoras y, peor aún, de que nos som etam os fatalísticam ente a su utilización p ara fines destructivos. P ara que esta nueva for m a de fatalism o social no nos paralice, hem os de acced er a un cierto equilibrio. E l pronóstico de este capítulo es exam inar tres in terro gantes. ¿Cuál es el potencial liberador de la tecnología m o derna, tanto en lo m aterial com o en lo espiritual? ¿E xisten tendencias — y en caso afirm ativo, cu á le s— que están refor m ando la m áquina para su uso p o r una sociedad orgánica, de orientación hum anística? Y , finalm ente: ¿Cóm o pueden utilizarse los nuevos recursos y la nueva tecnología en un sentido ecológico, esto es, favoreciendo el equilibrio de la N aturaleza, el pleno desarrollo de las regiones naturales y la creación de com unidades de características orgánicas y hu m anísticas? E n las expresiones del p árrafo anterior debe volcarse todo el énfasis sobre el térm ino «potencial». Y o no afirmo que la tecnología sea necesariam ente liberadora, ni benéfica p or naturaleza, para el desarrollo hum ano. Pero tam poco que el hom bre esté destinado a que lo esclavicen la tecno logía o las form as m entales tecnológicas, com o suponen
Juenger y Elul en sus libros sobre este tem a.* Por el con trario, m e propongo d em o strar que una form a orgánica de vida, privada de su com ponente tecnológica, resultaría tan poco funcional com o un hom bre sin esqueleto. La tecnología debe considerarse com o apoyatura estru ctu ral básica de una sociedad; es literalm ente el m arco referencial de una econo mía y de m uchas instituciones sociales.
Tecnología y Libertad El año 1848 ha sido señalado com o un punto en que la historia de las revoluciones m odernas cam bió de curso. En dicho año, el m arxism o hizo su debut com o ideología dife renciada, a través de las páginas del M anifiesto Com unista, y el p roletariado, representado por los trab ajad ores de Pa rís, apareció tam bién por vez prim era com o fuerza política distintiva en las b arricad as de junio. También podría decir se que 1848, a un paso del punto medio del siglo diecinueve, representó la culm inación de la tecnología tradicional, ba sada en el vapor, que iniciaran las nuevas máquinas de un siglo y medio atrás. Lo que nos sorprende en la convergencia de estas claves ideológicas, políticas y tecnológicas en su grado de antici pación con resp ecto a su propia época, visible tanto en el M anifiesto Com unista com o en las b arricad as de junio. En la década de 1840, la Revolución Industrial giraba en torno a tres áreas de la eco n o m ía: la producción textil, la del acero y el tran sporte. Las invenciones de la m áquina hila dora de Arkwright, la de vapor de W att y el telar de Cartw right acababan de introducir el sistem a industrial en la producción textil; entretanto, una cantidad de sorprendentes innovaciones en la tecnología del acero aseguraban el sumi
* T an to Ju en g er com o Elul creen que el desbordam iento del hom bre a manos de la m áquina es un fenóm eno inherente al d esarrollo te cn o ló g ico , y sus tra b a jo s concluyen con un am argo to n o de resign ación . E s te punto de vista re fleja el fa ta lism o so cia l a que m e refiero, esp ecialm en te en el caso de E lu l, cuyas ideas son m ás sin to m áticas de la cond ición hum ana contem porán ea. V e r, de F rie d rich G eorge Ju en ger, (R eg n ery; C hicago, 1956) y Ja c q u e s E lu l, (K n o p f, N ueva Y o rk , 1968).
The Failure of Technology Teclmological Society
The
nistro de los m etales baratos y de alta calidad que requería la expansión de las fábricas y ferrocarriles. Pero estas inno vaciones, aunque im portantes, no fueron acom pañadas por cambios proporcionales en otras áreas de la tecnología in dustrial. E n prim er lugar, pocas máquinas de vapor supe raban los quince caballos de fuerza, y los m ejores altos hornos sum inistraban poco más de un centenar de toneladas semanales de acero, apenas una fracción de las mil tonela das que, actualm ente, producen diariam ente las acerías m o dernas. Más im portante a ú n : los demás aspectos de la econo mía no fueron significativamente afectados por la innovación tecnológica. Las técnicas de la m inería, por ejemplo, habían cambiado poco desde los días del Renacimiento. E l minero aún trabajaba el mineral con un pico de mano y una barreta, y las bom bas de drenaje, los sistem as de ventilación y aca rreo no diferían m ayorm ente de las clásicas descripciones mi neras que escribiera Agrícola tres siglos atrás. La agricultura apenas salía de su letargo de siglos. Aunque grandes territo rios habían sido desmontados para el cultivo de com estibles, los estudios del suelo eran aún una novedad. En realidad, pesaban tanto la tradición y el conservadurism o que la mayo ría de las cosechas se realizaban a m ano, a pesar de que la segadora m ecánica había sido perfeccionada ya en 1822. Los edificios, aunque inmensos y muy ornam entados, eran pri m ariam ente construidos a base de esfuerzo m uscular; la grúa de m ano aún ocupaba el centro m ecánico del sitio de construcción. E l acero era tenido por un m etal relativam ente ra ro : aún en fecha tardía como 1850 su precio era de 250 dólares la tonelada y, hasta el descubrimiento de la convertidora de Bessem er, las técnicas siderúrgicas sufrieron un estancam iento de siglos. Finalmente, aunque las herram ien tas de precisión habían dado ya grandes pasos progresivos, cabe señalar que los esfuerzos de Charles Babbage por construir una sofisticada com putadora m ecánica se atasca ban por causa de las inadecuadas técnicas de su tiempo. He revisado todos estos progresos tecnológicos porque tanto sus limitaciones como las prom esas que en ellos se inspiraban ejercieron una profunda influencia sobre el pen samiento revolucionario del siglo diecinueve. Las innovacio nes en la tecnología textil y siderúrgica imprimieron al pen
samiento socialista y utópico un nuevo tono de prom esa, e incluso un nuevo estímulo. Nació en el teórico revolucio nario la sensación de que, por prim era vez en la historia, podría fundam entar su sueño de una sociedad liberadora so bre la notoria perspectiva de abundancia m aterial y ocio cre ciente que se abría a los ojos de la humanidad. E l socialismo — argüían los teóricos — podría basarse en el propio interés y no ya en la dudosa nobleza espiritual y m ental del hom bre. Las innovaciones tecnológicas habían transm utado el ideal socialista: de vaga esperanza hum anitaria a program a práctico. E sta recién adquirida arista p ráctica persuadió a muchos teóricos socialistas, en particular M arx y Engels, de poner la proa contra las limitaciones tecnológicas de aquellos tiem pos. Se enfrentaban a un tem a estratégico: en todas las revoluciones anteriores, la tecnología no se había desarro llado lo suficiente para que los hom bres pudieran liberarse de las privaciones m ateriales, el esfuerzo físico y la lucha contra las necesidades de la vida. Por más resplandecientes y etéreos que fueran los ideales revolucionarios del pasado, la vasta m ayoría del pueblo, aplastada por las privaciones, se vio obligada a abandonar el escenario histórico, una vez consum ada la revolución, para volver al trabajo, confiando el gobierno de la sociedad a una nueva y ociosa clase de explotadores. En realidad, cualquier intento de distribución igualitaria de la riqueza social no hubiera eliminado las pri vaciones, sino que las hubiera convertido lisa y llanamente en una característica general de la sociedad en su conjunto, creando de ese modo las condiciones para una nueva lucha por las cosas m ateriales de la vida, por nuevas form as de apropiación y, finalmente, por un nuevo sistema de dominio clasista. E l desarrollo de las fuerzas productivas es «la pre m isa p ráctica absolutam ente necesaria (del com unism o)» es cribían M arx y Engels en 1846, «porque sin ella se genera liza la privación, y en presencia de esta última se reprodu ciría inevitablemente la lucha por las necesidades y todos los viejos negocios sucios» (12). V irtualm ente todas las utopías, teorías y program as re volucionarios de comienzos del siglo diecinueve afrontaron el problem a de la necesidad: cómo distribuir el trab ajo y los
bienes m ateriales, dado un estadio relativamente bajo del desarrollo tecnológico. Estos problemas impregnaron el pen samiento revolucionario en form a sólo com parable a la del pecado original en la teología cristiana. El hecho de que los hombres tuvieran que destinar una parte sustancial de su tiempo al esfuerzo físico, por lo cual recibirían un magro estipendio, constituía una premisa fundamental de toda la ideología so cialista: autoritaria o libertaria, utópica o cien tífica, m arxista o anarquista. La noción m arxista de econo mía planificada supone implícitam ente un hecho que estaba muy claro en tiempos de M arx: el socialismo también debe soportar la carga de una relativa escasez de recursos. Los hombres deberán planear — en realidad, restrig u ir— la dis tribución de bienes, racionalizando — en realidad, intensifi ca n d o — el uso del trabajo. B ajo el socialismo, el esfuerzo físico se convierte en deber, responsabilidad que todo in dividuo orgánicam ente apto debe asum ir. El propio Proudhon anticipaba esta austera concepción cuando escribía: «Sí, la vida es una lucha. Pero esta lucha no enfrenta al hombre contra el hombre sino contra la Naturaleza; y es deber de cada uno com partirla» (13). Este énfasis casi bíblico sobre la lucha y el deber refleja la característica aspereza del pen samiento socialista durante la Revolución Industrial. E l problema de lidiar con las privaciones y el trabajo — problema ancestral, perpetuado por la Revolución Indus trial — originó la gran divergencia de ideas revolucionarias entre el socialismo y el anarquismo. La libertad aún estaría condicionada por la necesidad, luego de la revolución. ¿Cómo se «adm inistraría», pues, este mundo de necesidad? ¿Cómo se decidiría la distribución de bienes y obligaciones? M arx dejó esta decisión en manos de un poder estatal, un transi torio Estado «proletario», que jam ás se convertiría en cuerpo coercitivo ni se establecería por encima de la sociedad. Se gún Marx, el Estado se «disolvería» a medida que la tecnolo gía desarrollara y ampliara los dominios de la libertad, garan tizando a la humanidad una gran abundancia m aterial y mu cho tiempo libre para ocuparse directam ente de sus asun tos. E ste extraño pronóstico en que el Estado mediaba entre la libertad y la necesidad no difería mayorm ente, en el plano político, de la opinión radical democrático-burguesa del pa
sado siglo. La esperanza anarquista, cifrada en una aboli ción inmediata del Estado, por su parte, confiaba principal mente en la acción de los instintos sociales del hombre. Bakunin, por ejemplo, pensaba que las nuevas costum bres sociales obligarían a los individuos con inclinaciones antiso ciales a cum plir con los valores y necesidades colectivistas, sin que fuera necesario el uso de la fuerza por la socie dad. Kropotkin, que ejercía m ás influencia sobre los anar quistas en este terreno especulativo, invocaba ia tendencia humana a la ayuda mutua — básicam ente, un instinto so c ia l— como garantía de solidaridad en una comunidad anar quista; concepto éste que él había extraído de su estudio de la evolución animal y social. Lo cierto es, de todos modos, que en ambos casos — marxista y anarquista — la respuesta al problema del trabajo y la privación pecaba de ambigüedad. El reino de la necesidad configuraba un presente brutal; no podía conjurárselo con teorías ni especulaciones. Los m arxistas podían confiar en adm inistrar la necesidad a través de un Estado, y los an ar quistas planearían resolverlo mediante comunidades libres, pero, dado el escaso desarrollo tecnológico del siglo pasado, en último análisis, ambas escuelas referían a un puro acto de fe la solución del problema del trabajo y las privaciones. Los anarquistas í'eplicaban al m arxism o con la afirmación de que cualquier Estado transiciona!, por revolucionaria que fuera su retórica, o dem ocrática su estructura, tendería a auto-perpetuarse: a convertirse en un fin en sí mismo, pieservando las propias condiciones sociales y m ateriales para cuya rem oción había sido creado. Para que un Estado de este tipo «se disolviera» (esto es, prom oviera su propia desa parición) sus líderes y burócratas deberían poseer cualidades morales sobrehumanas. Los m arxistas, a su vez, invocaban a la historia, dem ostrando que las costum bres o las incli naciones m utualistas jam ás constituyeron barreras efectivas contra las presiones de la necesidad m aterial, o de la apro piación, o del desarrollo de la explotación y la dominación de clases. Desde este punto de vista, descartaban al anar quismo por considerarlo una doctrina ética, una m ística re diviva del hombre natural y sus virtudes sociales innatas. El problema del trabajo y la privación — el reino de la ne-
cesiclad— no fue satisfactoriam ente resuelto por ninguno de estos dos cuerpos doctrinarios del siglo pasado. Debe reco nocerse al anarquismo su intrasigente fidelidad a un elevado ideal de libertad: el ideal de la organización espontánea, de la comunidad y la abolición de toda autoridad, confinado luego al plano de las visiones del futuro humano. E l m arxis mo com prom etió paulatinamente su ideal de libertad; dolorosas limitaciones, estadios de transición y mediaciones polí ticas lo convirtieron en lo que es h o y : una desembozada ideo logía de poder, eficiencia pragm ática y centralización social que ya no se distingue del moderno capitalismo de Estado'"'. Retrospectivam ente, resulta asom broso el largo tiempo durante el que se ha proyectado la som bra del problem a del trabajo y las privaciones sobre la teoría revolucionaria. En un lapso de sólo nueve décadas -— las que median entre 1850 y 1940 — la sociedad occidental creó, atravesó y superó dos grandes eras de la historia tecnológica: la edad paleotécnica del carbón y el acero; la edad neotécnica de la energía eléc trica, los químicos sintéticos, las máquinas electrónicas y la com bustión interna. Irónicam ente, ambas etapas tecnológicas parecen haber acrecentado la im portancia del esfuerzo físico en la sociedad; A medida que aum entaba el número de tra bajadores industriales, en proporción al de las demás clases sociales, el trabajo — más precisam ente, el esfuerzo físi co — ** adquiría una categoría cada vez más elevada dentro del pensamiento revolucionario. Durante este período, la pro paganda de los socialistas solía sonar como un cántico de ala banza al trabajo; el esfuerzo físico «ennoblecía», y no sólo esto... los trabajadores eran exaltados com o únicos individuos útiles de la fábrica social. Estaban dotados de una supuesta capacidad superior, de carácter instintivo, que los habilitaba com o árbitros de la filosofía, el arte y la organización social. E sta puritana ética laboral de la izquierda no menguó con el * C reo personalm ente que el desarrollo del “Estado obrero” en R u sia confirm a acabadam ente la c rítica anarquista del estatism o de M arx. P o r o tra parte, los m odernos m arxistas harían bien en consultar el exam en deí fetichism o de las m er cancías en el propio para com prender cóm o todo (incluyendo al Estado) tiende a convertirse en un "fin en sí m ismo b a jo las condiciones del intercam bio m ercantil. * * ’ L a distinción entre trab ajo agradable y esfuerzo físico oneroso debería tenerse siem pre presente.
Capital
paso del tiem po: en realidad, cobró cierto tono perentorio en los años 30. E l desempleo masivo hizo del. empleo y la organi zación sindical los tem as centrales de la propaganda socialisla durante la década de 1930. E n lugar de basar su m ensaje en la em ancipación del hombre con respecto al esfuerzo físico, los socialistas tendían a pintar el socialismo com o una zum bante colmena de actividad industrial, con trabajo para todos, l.os com unistas señalaban a Rusia com o la tierra de la conlinua demanda de trabajo. Aunque hoy parezca sorprendente, hace poco m ás de una generación el socialismo se identificaba con una sociedad fundada en el trabajo, y la libertad se equi paraba a la seguridad m aterial posibilitada por el pleno em pleo; E l mundo de la necesidad había invadido sutilmente, había corrom pido el ideal de libertad. Que las naciones socialistas de la últim a generación nos parezcan, ahora, anacrónicas, no se debe a que tengamos una percepción superior. Las últimas tres décadas, particularm en te los años finales de la del 50, han presenciado un giro en el desarrollo tecnológico, una revolución que niega todos los valores, esquemas políticos y perspectivas sociales asumidos por la humanidad a lo largo de toda la historia conocida. Des pués de miles de años de tortuosa evolución, los países del mundo occidental (y, potencialm ente, todos los países) ven la posibilidad de una era de abundancia m aterial y casi ningún trabajo, en la cual la m ayor p arte de los medios de vida po drán ser provistos por máquinas. Como verem os luego, ha surgido una nueva tecnología que podría perfectam ente reem plazar el reino de la necesidad por el de la libertad. Este he cho resulta tan obvio a millones de personas en los Estados Unidos y en Europa que no requiere ya explicaciones elabo radas o exégesis teóricas. E sta revolución tecnológica y las perspectivas que presenta a la sociedad global conform an las prem isas de estilos de vida radicalm ente nuevos entre los jó venes de nuestro tiempo, una generación que se está despren diendo velozmente de los valores y tradiciones ancestrales, m arcadas por el trabajo y heredadas de sus mayores. Hasta las recientes reclam aciones de un ingreso anual garantizado suenan com o débiles ecos de la nueva realidad que actualm en te impregna la mente de los jóvenes. Debido al desarrollo dé la cibernética, la noción de un tipo de vida sin esfuerzo físi-
co se ha convertido en artículo de fe para un número cada vez mayor de gente joven. De hecho, la cuestión real de nuestro tiempo no gira en torno a la aptitud de esta nueva tecnología para sum inistrar nos los medios de vida en una sociedad sin esfuerzo físico : debemos preguntarnos si dicha tecnología podrá ayudar a humanizar nuestra sociedad, si podrá contribuir a la creación de unas relaciones totalm ente nuevas entre los hombres. La exigencia de un ingreso anual garantizado se apoya, aún, en la promesa cuantitativa de la tecnología, en la posibilidad de satisfacer las necesidades materiales sin esfuerzo físico. Este enfoque cuantativo se encuentra ya rezagado tras una evo lución tecnológica que plantea nuevas promesas cualitativas: estilos de vida descentralizados, com unitarios, que yo prefie ro llamar form as ecológicas de asociación humana *. Mi pregunta es bastante distinta al interrogante que nor malmente se plantea de cara a la tecnología moderna. ¿Abre esta tecnología una nueva dimensión en la libertad humana, en la liberación del hombre? ¿Puede no sólo liberar al hom bre de las privaciones y l'atigas sino también conducirlo a una comunidad libre, arm ónica, equilibrada, una eco-comu nidad favorable ai desarrollo ilimitado de sus potencialida des? Finalm ente: ¿Puede trasladar al hombre más allá del reino de la libertad, hacia una existencia de vida y de deseo?
Las potencialidades de la tecnología moderna Perm ítaseme intentar dar respuesta a estas preguntas, se ñalando un nuevo aspecto de la tecnología moderna. Por pri1 Y o agregaría que un enfoque exclusivam ente cuantitativo de la nueva tecno logía no sólo resulta arcaico en térm inos económ icos, sino también regresivo en el plano m oral. Este enfoque participa del viejo principio de ju sticia, contrapuesto al principio nuevo de libertad. H istóricam ente, la ju sticia deriva del mundo de necesidad m aterial y esfuerzo físico ; supone unos recursos relativam ente escasos que se distribuyen según un principio moral que puede ser “ju sto” o “injusto” . 1.a ju sticia, incluso la justicia “igu alitaria", es un concepto lim itativo que implica la retención de ciertos bienes > el sacrificio de tiempo y energía en pro de la producción. Una vez que superamos el concepto de ju sticia — en verdad, al pasar de las potencialidades cuantitativas a las potencialidades cualitativas de la tecn o logía moderna — ponemos pie en los inexplorados dom inios de la libertad, basados en la organización espontánea y el pleno acceso a los medios de vida.
mera vez en la historia, la tecnología se halla ante un futuro abierto. El potencial del desarrollo tecnológico, en cuanto a la provisión de máquinas substitutivas del trabajo, es virtual mente ilimitado. La tecnología ha pasado finalmente del reino de la invención al del d iseño : en otras palabras, del hallazgo fortuito a la innovación sistem ática. Vannevar Bush, antiguo director de la Oficina de Investi gación y Desarrollo Científico, ha expresado el contenido de este progreso cualitativo en form a bastante audaz: «Suponed que, hace cincuenta años, alguien hubiera ideado un mecanismo para que los automóviles siguie ran una línea blanca a lo largo de la carretera, autom á ticam ente, aún cuando el conductor estuviera dormi do... Se hubieran reído de él, hubieran dicho que su idea era absurda. Y, en efecto, lo hubiera sido por aquel entonces. Pero imaginemos que alguien quiere uno de estos mecanismos hoy día, y está dispuesto a pagar por él, al margen de que la novedad le resul te útil o no. Surgiría cualquier cantidad de interesados dispuestos a firmar un contrato y construirlo. No haría falta ningún tipo de invención verdadera. Hay miles de hombres jóvenes en este país para quienes el diseño de un mecanismo como éste sería un placer. No tendrían más que echar mano a fotocélulas, tubos termiónicos, servo-mecanismos, y finalmente lo lograrían. Y funcio naría. El caso es que la presencia de una gran variedad de chismes muy versátiles, baratos y con hables, y la de hombres que comprenden plenamente su com porta miento, ha hecho de la confección de mecanismos auto m áticos una cosa prácticam ente de rutina. Ya no se trata de que esto o aquello pueda ser construido; más bien el problema es si vale la pena construirlo» (14). Bush centra su enfoque en las dos características princi pales de la nueva, la «segunda» revolución industrial, a saber las enormes potencialidades de la tecnología moderna y las limitaciones que sobrelleva, no de carácter humano sino finaciero. Es un hecho que el factor costos — para decirlo di rectam ente, el problema de los beneficios — inhibe el uso de
innovaciones tecnológicas. E stá bastante bien establecido que cu m uchas áreas de la econom ía resulta más barato utilizar mano de obra que máquinas *. Sin em bargo, yo quisiera ana lizar algunas innovaciones que nos han llevado a este futuro abierto en m ateria de tecnología, examinando una cantidad tic aplicaciones prácticas que han afectado profundam ente la función del trabajo en la industria y la agricultura. Tal vez el progreso más obvio de cara a la nueva tecno logía es el que representa la creciente interpenetración de la abstracción científica — métodos analíticos y m atem ático s— , con los objetivos concretos, pragm áticos y m ás bien munda nos de la industria. Éste es un nuevo tipo de relaciones. Tra dicionalmente, la especulación, la generalización y la activi dad racional estaban agudamente divorciadas de la tecnolo gía. E sta fractu ra rebajaba el abismo que, en las sociedades antiguas y medievales, separaba a las clases ociosas de las tra bajadoras. Si damos de lado las inspiradas obras de unos pocos hom bres excepcionales, la ciencia aplicada no existió antes del Renacimiento, y su florecimiento se produjo en los siglos dieciocho y diecinueve. Los hom bres que personifican la aplicación de la ciencia a la innovación tecnológica no son caldereros ingeniosos como Edison sino investigadores sistem áticos con intereses universales com o Faraday que enriquecen simultáneamente Jos principios científicos y Ja ingeniería. En nuestros días, esta síntesis, antes corporizada en el trabajo inspirado de un genio único, es el trabajo de equipos anónimos. Aunque éstos tienen evidentes ventajas, suelen también adolecer de los m ismos defectos que las oficinas burocráticas, lo que redunda en un tratam iento m ediocre y poco imaginativo de los problemas técnico-científicos. Menos obvio es el im pacto producido por el crecim iento industrial. Este impacto no siempre es de ca rácter tecnoló gico; no se reduce a la sustitución del trabajo humano por las máquinas. En realidad, una de las formas más efectivas de increm ento productivo ha consistido en una continua reorganización del proceso laboral, cuya división se ha am * P or ejem plo, en las plantaciones algodoneras del Sur, en autom óviles,, en la industria del vestido.
!a fabricación de
pliado y sofisticado progresivamente. Lo paradójico es que la subdivisión de tareas, llevada a escala cada vez más inhu mana — la minucia intolerable, las series fragm entarias de operaciones, la simplificación más cruel del proceso laboral — prefigura ya a la máquina que habrá de recom binar todas las faenas desmenuzadas de muchos obreros, resumiéndolas en una operación única, de carácter m ecánico. H istóricam en te, sería difícil com prender cóm o surgió la m anufactura me canizada masiva, cóm o fue la máquina desplazando gradual mente al trabajo humano, sin seguir los pasos del desarrollo del proceso laboral: desde el artesanado, en el cual un traba jador independiente, altam ente capacitado, realizaba una can tidad de labores diferentes, hasta el molino tecniñcado, en que las tareas de m uchas personas quedaron a cargo de má quinas manipuladas por unos pocos operarios, y finalmente la planta cibernética y autom ática, donde los operadores son reemplazados por técnicos supervisores y encargados de mantenimiento altam ente especializados; entre el artesanado y la cibernética, el purgatorio de la fábrica, caracterizado por el infinito parcelam ienlo del trabajo en operaciones simples que se encomiendan a una multitud de trabajadores no es pecializados, o serni especializados. Siguiendo nuestro análisis, hallamos otra innovación sig nificativa: la máquina ha evolucionado la extensión de la m usculatura humana v la extensión del sistema nervioso del hombre. En el pasado, tanto las herram ientas como las má quinas aum entaban el poder m uscular del hombre sobre las m aterias prim as y fuerzas naturales. Los dispositivos m ecá nicos y máquinas creadas durante los siglos dieciocho y die cinueve no reemplazaron los músculos humanos, sino que aum entaron su efectividad. Aunque las máquinas permitieron un enorme increm ento de la producción, los músculos y el cerebro del trabajador eran aún necesarios para hacerlas fun cionar, incluso en las faenas más rutinarias. Podría formu larse un cálculo del progreso tecnológico en térm inos estric tos de productividad lab o ral: un hombre, usando una má quina determ inada, producía cinco, diez, quince o cien veces más m ercancías que antes dé que la máquina fuera incorpo rada. El m artillo de vapor de Nasmyth, exhibido en 1851, moldeaba b arras de acero con unos pocos golpes, esfuerzo
que sin la máquina hubiera requerido m uchas horas-hom bre. Pero este m artillo aún necesitaba de los músculos y el buen juicio de m edia docena de hom bres aptos p ara colocar, aguantar y retirar la colada. Con el tiempo, m ucho de este trabajo disminuyó gracias a la invención de nuevos adminícu los, pero el esfuerzo y la habilidad necesarios para operar las m aquinarias perm anecieron com o parte indispensable del proceso productivo. E l desarrollo de máquinas totalm ente autom áticas para operaciones com plejas de m anufactura masiva, requiere la aplicación adecuada de por lo menos tres principios tecnoló gicos : estas m áquinas deben poseer una capacidad incorpo rada para corregir sus propios erro res; deben tener m eca nismos sensoriales para sustituir el tacto, la vista y el oído del operario; y, finalmente, han de co n tar con dispositivos equivalentes al buen sentido, el entrenam iento y la m em oria del trabajador. E l uso efectivo de estos tres principios supone tam bién un desarrollo de los medios tecnológicos p ara aplicar a las tareas industriales de cada día los m ecanism os senso riales, de control y cerebración electrónica; adem ás, un fun cionam iento efectivo supone la adaptación de las máquinas existentes o la creación de nuevas m áquinas para m anipular, conform ar, reunir, envasar y tran sp ortar productos semiterm inados y term inados. El uso de dispositivos de control autom ático, autocorreclores, no es nuevo en las operaciones industriales. E n 1788, Jam es W att ideó un novedoso m étodo de auto-regulación para las m áquinas de vapor. E l regulador, que está sujeto por bra zos de m etal a la válvula de la m aquinaria, consta de dos esferas m etálicas m ontadas sobre un delgado eje rotativo. Cuando el m otor comienza a operar demasiado rápidam ente, la excesiva rotación del eje impulsa a las esferas hacía fuera por centrifugación, cerrando la válvula; a la inversa, cuando la válvula no da paso a vapor suficiente para que la máquina trab aje al régimen deseado, las esferas descienden y aquélla se abre. Un principio sim ilar se aplica en el term ostato de los equipos de calefacción. El term óstato, al que un dial acciona do m anualm ente ha fijado el nivel de tem peratura deseado, comienza a funcionar en form a autom ática cuando baja la
tem peratu ra am biente, y se detiene del mismo modo cuando la tem peratura sube sobre la pauta preestablecida. Ambos m ecanism os de control ilustran lo que actualm en te se denomina principio de «feedback» o program ación. En los modernos equipos electrónicos, cuando una máquina se desvía del nivel deseado de operación, produce señales eléc tricas que sirven al m ecanism o de control para corregir la desviación o error. Las señales eléctricas generadas por el e rro r son amplificadas y transm itidas por el sistem a de con trol en que el propio alejam iento de la normalidad es directa mente utilizado p ara aju star la máquina; reciben el nom bre de sistem as cerrados. Por el contrario, en los abiertos, con un interru ptor manual, o incluso un ventilador eléctrico, el control opera al m argen del m ecanism o. E sto es que, accio nando el interruptor, se encienden las luces, aunque fuera de día; el ventilador eléctrico gira a la m ism a velocidad, cualquiera que sea la tem peratu ra de la habitación. El venti lador puede ser autom ático en la acepción popular de esta palabra, pero no se auto-regula com o la invención de W att o el term ostato. Un paso im portante hacia el desarrollo del control autorregulado fue el descubrim iento de los m ecanism os sensoria les. Hoy día, este cam po incluye células fotoeléctricas, má quinas de rayos-X, cám aras de televisión, transm isores de rad ar, etc. Las m áquinas se sirven de ellos — separadam ente o en form a com binada — para adquirir un alto grado de auto nomía. Aun sin com putadoras, estos dispositivos sensoriales perm iten a los trab ajadores la realización de operaciones ex trem adam ente com plejas por control rem oto. También se los aplica para convertir sistem as tradicionalm ente abiertos en cerrados, ampliando la gama de operaciones autom áticas. Por ejemplo, una luz eléctrica controlada por un reloj representa un sistem a abierto bastante simple; su efectividad depende totalm ente de factores m ecánicos. Regulada por una célula fotoeléctrica que la desconecta al percibir la luz del día, la luz responde a las cotidianas variaciones de la hora del cre púsculo. Su acción se am olda perfectam ente a la función prevista. Con el advenimiento de la com putadora, hem os ingresado a una nueva dimensión de los sistem as de control industrial.
La com putadora es capaz de realizar todas las faenas ruti narias que han sido una carga para el trab ajad or medio hasta hace poco tiempo. B ásicam ente, la m oderna com putadora bi naria es un ap arato calculador capaz de realizar operaciones aritm éticas a velocidades enorm em ente superiores a las del cerebro h u m an o *. E ste facto r de velocidad es cru cia l: la extraordinaria rapidez de las operaciones com puterizadas — superioridad cuantitativa de la com putadora sobre los cálculos h u m an os— tiene una profunda im portancia cualita tiva. Gracias a su velocidad la com putadora puede com pletar operaciones lógicas y m atem áticas altam ente sofisticadas. Ali m entada por unidades de m em oria que atesoran millones de fragm entos de inform ación, y utilizando aritm ética binaria (la substitución de los dígitos de 0 a 9 por los dígitos 0 y I) una com putadora adecuadam ente program ada realiza opera ciones com parables a muchas actividades lógicas elevadamentc desarrolladas de la mente hum ana. Puede discutirse si la «inteligencia» com putarizada es, o será alguna vez, creativa o innovadora (aunque hay nuevos cam bios espectaculares en la tecnología cibernética cada dos o tres años) pero no cabe duda de que la com putadora binaria es capaz de habérselas con todas las tareas mentales característicam en te fatigosas y no-creativas del hom bre en la industria, la ciencia, la inge niería, la inform ación y el transporte. El hombre m oderno, en efecto, ha producido una «m ente» electrónica para coor diñar, efectu ar y evaluar la m ayor parte de sus operaciones industriales de rutina. Bien utilizadas y dentro de la esfera de com petencia para la cual fueron creadas, las com putado ras son m ás rápidas y eficientes que el propio ser humano. ¿Cuál es la significación concreta de esta nueva revolución industrial? ¿Cuáles, sus consecuencias inmediatas y previsi bles en el trab ajo? Para dar una idea del im pacto de la nue va tecnología en el proceso laboral, examinemos su aplica ción a la m anufactura de m otores de automóviles en la plan ta Ford de Cleveland. E ste solo ejemplo de sofisticación tcc-
* Hay dos grandes grupos de com putadoras en liso actu al: el analógico y el binario. L as del prim er tipo tienen una utilidad bastante lim itada en la industria. M i exposición sobre el tem a de las com putadoras, en este artículo, se refiere exclu sivam ente a las de tipo binario.
nológica nos ayudará a c o m p r e n d e r el potencia] liberador de la nueva tecnología en toda la industria m anufactura. H asta el advenimiento de la cibernética en la industria autom otriz, la planta Ford requería alrededor de trescientos obreros, servidos de una gran variedad de máquinas y h erra mientas, p ara convertir un bloque de mcLal en m o to r term i nado. E l proceso que va desde la colada de fundición hasta el m otor arm ado consum ía m uchas horas-hom bre de trabajo. Con el desarrollo de lo que com únm ente llamamos sistem a «autom atizado», el tiempo necesario para transform ar la co lada en m otor se redujo a menos de quince m inutos. Al m ar gen de unos pocos técnicos, encargados de vigilar los table ros de control autom ático, la prim itiva plantilla de trescien tos trab ajad ores fue eliminada por com pleto. Luego se incor poró una com putadora al sistem a, convirtiéndoselo en un auténtico sistem a cerrado, cibernético. La com putadora re gula todo el proceso, operando a base de una pulsión elceIroñica cuyos ciclos son de tres décimas de millonésima de segundo. Pero tam bién este sistem a está obsoleto. «La próxim a ge neración de m áquinas com putadoras operará mil veces más rápido: una pulsión en cada diez décim as de billonésim a de segundo» observa Alice M ary Hilton. «Las velocidades de m i llonésimas y billonésimas de segundo no son realm ente inte ligibles para nuestras lim itadas m entes. Pero sin duda pode mos com prender que se ha multiplicado el rendim iento por mil en sólo uno o dos años. Podem os disponer de mil veces más inform ación en el m ism o lapso, o de la misma inform a ción en un lapso de tiem po mil veces m ás breve. ¡E l trabajo que consum ía más de dieciséis horas podrá realizarse en un m inuto! ¡Y sin intervención hum ana! ¡Un sistem a tal no sólo puede con trolar una línea de arm ado sino un proceso com pleto de m anufactura in d u strial!» (15). No hay razón alguna para que los principios tecnológicos básicos que supone la aplicación de la cibernética en la pro ducción de automóviles no puedan utilizarse en prácticam en te todas las áreas de la m anufactura m asiva: desde la indus tria m etalúrgica a la del procesam iento de alimentos, de la industria electrón ica a la de los juguetes, de los puentes pre fabricados a las casas prernoldeadas. Muchas fases de la si
derurgia, el equipamiento electrónico, la industria química, han sido ya parcial o totalm ente autom atizadas. Lo que tien de a dem orar e! desarrollo de una autom ación total en cada fase de la industria m oderna es el enorm e costo que supone reem plazar las instalaciones industriales existentes por otras nuevas y m ás sofisticadas, así com o el innato conservaduris mo de m uchas corporaciones de p rim era línea. Finalm ente, com o ya he observado, todavía es m ás barato utilizar obreros en lugar de máquinas, para m uchos sectores industriales. Indudablemente, cada industria tiene sus propios proble m as específicos, y la aplicación de una tecnología que supri m iera el esfuerzo humano en una planta determ inada desen cadenaría una m ultitud de inconvenientes para los que habría que b u scar soluciones en form a im periosa. En m uchas indus trias se haría necesario alterar la form a del producto y el diseño de las plantas, para que el proceso de producción se p restara a la autom ación. Pero deducir, por estos previsibles problem as, que la aplicación de una tecnología plenamente autom atizada a una industria específica es imposible sería tan absurdo com o haber proclam ado, hace ochenta años, que el vuelo era imposible porque la hélice de un avión experim en tal no giró con suficiente velocidad, o sus frágiles alas no resistieron la fuerza del viento. Prácticam en te no hay indus tria que no pueda ser autom atizada, si accedem os a reestru c tu ra r el producto, la planta, los procedim ientos de la fabri cación y los m étodos de m anipulación. De hecho, las dificul tades que, hoy día, nos plantea la descripción de cómo, cuándo o dónele se autom atizará una industria determ inada, no se deben a los problem as únicos y específicos que son de esperar, sino a los inmensos saltos que la tecnología mo derna viene registrando en el térm ino de pocos años. Casi Lodo planteam iento de autom ación aplicada debe considerar se, hoy, com o provisional: apenas uno acaba el proyecto de una industria autom atizada cuando las innovaciones tecnoló gicas lo hacen obsoleto. Sin em bargo, hay un área de la econom ía en la que cual quier m ejora técnica es bienvenida: las tareas hum anas más degradantes y em brutecedoras. Si es cierto que el nivel mo ral de una sociedad puede estim arse conform e al trato que brinda a sus m ujeres, su sensibilidad hacia el sufrim iento hu
m ano ha de proporcionarse, también, a las condiciones de trabajo que exhibe en las industrias de m ateria prim a, p arti cularm ente minas y canteras. En el inundo antiguo, la mine ría solía ser una form a de servidum bre penal, originariam en te reservada a los crim inales m ás endurecidos, los esclavos más intratables y los más odiados prisioneros de guerra. La mina realiza cotidianam ente la idea humana del infierno; es un mundo inorgánico, lóbrego y cerrad o que exige puro es fuerzo físico. El cam po y el bosque y los ríos y el océano son el entorno de la vida: la mina es el medio exclusivo de los m inerales, piedras y m etales (escribe Lewis Mumfo rd )... M ientras pica y socava los contenidos de la tie rra , el m inero no divisa la form a de las co sa s: lo que ve es m ateria bruta y, hasta que arrib a a la veta busca da, sólo un obstáculo que él destroza, obcecado, y envía a la superficie. Cuando el m inero ve form as sobre las paredes de su caverna, al parpadear su candil, son sólo m onstruosas distorsiones de su pico o su b razo : silue tas de te rro r. E l día ha sido abolido y roto el ritm o n a tu ra l: fue aquí donde nació la producción continua, uniendo día y noche. E l m inero debe tra b a ja r con luz artificial aunque el sol brille fuera; también es artificial la ventilación, el aire que respira, allá en las profundi d a d e s: todo un triunfo del «medio am biente m anufac turado» (16). La abolición de la m inería com o esfera de la actividad humana sim bolizaría, a su m anera, el triunfo de una tecnolo gía liberadora. El hecho de que podamos ya avizorar este logro, aunque sólo fuera en este libro, constituye un presagio de la abolición del esfuerzo físico que está im plícita en la tecnología de nuestra era. E l prim er paso significativo en esta dirección fue el continuous ininer, una gigantesca co rtad o ra m ecánica con hojas de nueve pies que en un minuto produce ocho toneladas de carbón en tajadas. Debido a esta m áquina y a otras del m ismo tipo, el nivel de empleo en zonas m ineras com o Virginia Oeste bajó a un tercio del que se registraba en 1948, al tiempo que se duplicaba, aproxim adam ente, la pro
ductividad individual. Las minas de carbón, no obstante, aún requerían la presencia de mineros para ubicar y operar las máquinas. Las innovaciones tecnológicas más recientes, por fin, substituyen a los operadores con aparatos de radar, eli minando por com pleto la figura del minero. Con la incorporación de dispositivos sensoriales a la ma quinaria autom ática podríamos eliminar al trabajador no sólo de las grandes minas que son necesarias para la economía sino también de las form as de actividad agrícola creadas por la industria m oderna. Aunque la conveniencia de industria lizar y m ecanizar la agricultura se me antoja altam ente dis cutible (volveré a este tema más adelante) el hecho es que, si la sociedad así lo decidiera, podría autom atizar grandes áreas de agricultura industrial, abarcando desde la recolec ción del algodón a la cosecha del arroz. Podríam os operar casi todas las máquinas, desde una pala gigante en una mina hasta una cosechadora de granos en las praderas, bien por medio de aparatos sensoriales cibernéticos, bien por medio de control rem oto con cám aras de televisión. El esfuerzo necesario para operar estos aparatos y máquinas, a prudente distancia, desde confortables oficinas, sería mínimo, supo niendo que aún se requiriera algún tipo de operador humano. Es fácil imaginar un futuro, nada rem oto, en que una eco nomía racionalm ente organizada podrá proveer autom ática mente fábricas «envasadas», sin trabajo hum ano; las piezas se producirían con tan poco esfuerzo que la m ayoría de las tarcas de mantenimiento se reducirían al simple acto de re tirar la unidad defectuosa de una máquina para reem plazarla por o tra : un trabajo no más difícil que poner y quitar cosas de una bandeja. Las máquinas necesarias para el manteni miento de una economía tan industrializada serían fabri cadas y reparadas por otras máquinas. Una tecnología así planteada, en función exclusiva de las necesidades hum anas y liberada de toda preocupación por las pérdidas y ganan cias, eliminaría los dolores de la privación y el esfuerzo fí sico : el castigo que, bajo la form a de sufrimiento, negación e inhumanidad nos inflige esta sociedad basada en el trabajo y la escasez. Las posibilidades determ inadas por una tecnología ciber nética no se limitarían a la m era satisfacción de las necesida
des m ateriales. Tendríam os la libertad de solicitar a la má quina, la fábrica y la mina una custodia de la solidaridad humana, una labor favorable a la creación de relaciones equi libradas con la naturaleza en el seno de una ecocomunidad auténticam ente orgánica. ¿ E s ta nueva tecnología se basaría en una división nacional del trabajo similar a la que existe actualm ente? El estilo actual de organización industrial — de hecho, una extensión de las form as creadas por la Revolución In d u strial— tiende a la centralización, pero un sistem a de adm inistración laboral basado en la fábrica corno unidad y en la especificidad com unitaria avanzaría decididamente ha cia la supresión de esta tendencia. ¿ 0 tal vez la nueva tecnología no se presta a un sistema de producción en pequeña escala, basado en las economías regionales y estructurado físicam ente a escala hum ana? Este tipo de organización industrial descarga todas las decisiones económ icas en manos de la comunidad local. En la medida en que la producción m aterial se descentraliza y localiza, aflora una prim acía de la comunidad sobre las instituciones nacionales, en caso de que estas instituciones supervivan. En estas circunstancias, la asam blea popular de la comunidad local, a base de una dem ocracia cara-a-cara, asume el pleno gobierno de la vida social. La cuestión es si la sociedad futura se organizará en torno a la tecnología o si esta últim a es ya tan maleable que puede desarrollarse en función de la socie dad. Para responder a esta pregunta, liemos aún de anali zar ciertas características de la nueva tecnología.
La nueva tecnología y la escala humana En 1950, J. Prespcr Eckei't, Jr., y John W. Mauchly, de la Universidad de Pennsylvania, dieron a conocer la ENIAC, prim era com putadora de régimen binario totalm ente conce bida conform e a principios electrónicos. Destinada a la solu ción de problemas balísticos, ENIAC necesitaba alrededor de tres años de trabajo para diseñar y construir. E ra ésta una com putadora enorme. Pesaba más de treinta toneladas, con tenía 18.000 tubos de vacío con medio millón do conexiones (cuya soldadura consumió dos años y medio de esfuerzo a
E ck ert y MauchLy), una vasta red de resistencias y millas de cables. La com putadora requería un gran acondicionador de aire para enfriar sus componentes electrónicos. E ste disposi tivo solía descom ponerse o actu ar en forma desconcertante, lo que suponía una gran pérdida de tiempo en reparaciones y mantenim iento. Sin em bargo, de acuerdo con todas las pau tas anteriores del desarrollo de com putadoras, la ENIAC era una m aravilla electrónica. Podía efectuar cinco mil operacio nes por segundo, generando pulsiones eléctricas a razón de 100.000 por segundo. Ninguna de las com putadoras m ecánicas o electrom ecánicas que se usaban en aquel m omento podía siquiera aproxim arse a este nivel de velocidad. Unos veinte años después, la Computer Control Company de Fram ingham , M assachusetts, presentaba la DDP-124 a la venta pública. Es ésta una com putadora pequeña y com pac ta que tiene todo el aspecto de un receptor de radio AM de los que se colocan sobre las mesillas. El aparato com pleto, in cluyendo una máquina dactilográñca y una unidad de memo ria, ocupa un escritorio de oficina de dimensiones medias. La DDP-124 realiza más de 285.000 com putaciones por segundo. Posee una auténtica m em oria con program ación alm acenada que puede expandirse hasta retener unas 33.000 palabras (la «m em oria» de la ENIAC, basada en clavijas eléctricas prefija das, carecía de la flexibilidad de las com putadoras actuales); el ciclaje de pulsión es de 1.75 billones por segundo. La DDP-124 no necesita instalaciones de aire acondicionado; es com pletam ente confiable y trae muy pocos problem as de m antenim iento. Su construcción representa una pequeña par te del costo que supuso la ENIAC. La diferencia entre ENIAC y DDP-124 es de grado, y no de calidad. Aparte de las unidades de m em oria, am bas com pu tadoras binarias operan conform e a los m ism os principios electrónicos. Sin embargo, la ENIAC se constituía originaria m ente de elementos electrónicos tradicionales (tubos de va cío, resistencias, etc.) y miles de pies de cable; la DDP-124, por su parte, se basa esencialmente en m icrocircuitos. Estos m icrocircuitos son pequeñas unidades electrónicas que em paquetan el equivalente de los elementos electrónicos clave de la ENIAC en cuadrados cuyos lados miden una fracción de pulgada.
Paralelam ente a la m iniaturización de las partes de las com putadoras, se aprecia una notable sofisticación en ciertas lorm as tecnológicas tradicionales. Aparecen máquinas cada vez más pequeñas que sustituyen a otras muy grandes. Por ejemplo, hay una fascinante innovación en la reducción del tamaño de la banda continua de los talleres de laminado de acero. E stos últimos constituyen un tipo de instalación que se cuenta entre las m ás grandes y costosas de la industria moderna. Puede considerárseles com o una sola máquina, de una m edia milla de largo, capaz de convertir una plancha de acero de diez toneladas — seis pulgadas de grosor y cincuenta de ancho — en una delgada cinta de metal laminado cuyo gro sor no superará a una décima o una duodécima parte de pulgada. E sta sola instalación, incluyendo hornos, bobinadoras, rodillos, tarim as y el propio taller, puede co star decenas de millones de dólares, cubriendo m ás de cincuenta acres. Produce trescientas toneladas de acero por hora. Para una explotación eficiente, este tipo de planta debe operar junto a grandes baterías de hornos de coque y otras instalaciones. Todo el com plejo puede cubrir varias millas cuadradas. Una instalación siderúrgica de estas dimensiones está asociada a cierta división nacional del trabajo, a fuentes altam ente concentradas de m ateria prima (que generalm ente se encuen tran a considerable distancia del com plejo) y a grandes m er cados nacionales e internacionales. Aún cuando estuviera to talmente autom atizada, su funcionam iento y adm inistración superarían por completo !a capacidad de una comunidad pe queña y descentralizada. El tipo de adm inistración requerido en este caso tiende a favorecer las form as sociales centrali zadas. Afortunadam ente, disponemos en la actualidad de una se rie de alternativas — que en muchos aspectos son más eficien t e s — para oponer al moderno com plejo siderúrgico. Podemos reem plazar los altos hornos por una variedad de hornos eléc tricos que, en térm inos generales, son bastante reducidos y producen excelente acero; no sólo trabajan con coque sino también con an tracita, carbón y aun lignito. También pode mos recu rrir al proceso HyL, en el cual se utiliza gas natural para convertir m inerales de alta graduación o concentrados en acero esponjoso. 0 podemos inclinarnos por el sistem a de
Wilberg, que supone el uso de carbón, monóxido de carbono e hidrógeno. En cualquier caso, reduciríam os la necesidad de hornos de coque, altos hornos y demás procedim ientos simi lares. Uno de los m ás im portantes progresos de cara a una nueva dimensión de las plantas siderúrgicas a escala comuni taria se la llamada planta planetaria de T. Senzimir. E sta instalación reduce el típico taller de laminado a una única tarim a planetaria y una sección de pulimento. Las planchas de acero caliente, de un grosor de dos pulgadas y cuarto, pa san a través de dos pequeños pares de rodillos calentados de alimentación y un conjunto de rodillos de trabajo, m ontados sobre dos jaulas circulares que también contienen dos rodi llos de retroceso. Al operar las jaulas y los rodillos de retro ceso a distintas velocidades de rotación, los rodillos de tra bajo funcionan en dos direcciones. E sto perm ite una acción muy violenta sobre la plancha de acero, que reduce su gro sor hasta sólo un décimo de pulgada. Lo de Senzimir es un golpe de talento ingenieril; los diminutos rodillos de trabajo, girando en las dos jaulas circulares, eliminan la necesidad de las cuatro enorm es secciones de trabajo en bruto y las seis secciones de term inación de los talleres clásicos de laminado. El procesam iento de las planchas de acero caliente según el sistem a Senzimir requiere un área de trabajo muy inferior a la de las plantas de laminado. Con una fundición continua podremos incluso producir láminas de acero sin recu rrir a las planchas grandes y caras que se utilizan en la actualidad. El com plejo siderúrgico del futuro, basado en fundición con tinua, hornos eléctricos, una planta planetaria y una pequeña planta continua reductora de frío, requeriría sólo una frac ción de la superficie ocupada por las instalaciones convencio nales. Resultaría plenamente apta para satisfacer las necesi dades de acero de una comunidad de dimensiones m odera das, con bajas cantidades de combustible. E l com plejo que acabo de describir no está planeado para absorber las necesidades de un m ercado nacional. Por el contrario, sólo se presta al sum inistro del acero necesario para comunidades pequeñas o medianas o países industrial m ente no desarrollados. La m ayoría de los hornos para la producción de hierro en lingotes fabrican de cien a doscien-
las cincuenta toneladas diarias, en tanto que los altos hornos superan las trescientas al día. Una planta planetaria sólo pro duce unas cien toneladas de cinta de acero por hora, lo cual equivale aproxim adam ente a una tercera parte de lo pro ducido por las plantas convencionales. Sin embargo, la propia escala de nuestro hipotético complejo siderúrgico constituye una de su características más atractivas. Además, el acero producido por nuestro com plejo es m ás durable, de modo que reduciría substancialm ente las necesidades de recam bio de acero de la comunidad. Puesto que este com plejo más pequeño requiere cantidades relativam ente pequeñas de mi neral, combustible y agentes reductores, m uchas com unida des podrían obtener suficiente m ateria prim a en las fuentes locales, economizando de tal modo los recursos m ás concen trados de las fuentes de sum inistro m ás céntricas, reforzando la independencia de la propia comunidad con respecto a la econom ía centralizada tradicional y reduciendo los costes de transporte. Lo que, a prim era vista, parece una costosa e ineficaz duplicación de esfuerzos que podría evitarse ins talando un puñado de complejos siderúrgicos centralizados, resultaría, a largo plazo, no sólo más eficiente sino más posi tivo en un contexto social. La nueva tecnología ha producido, adem ás de elementos electrónicos miniaturizados y m ercancías productivas más reducidas, unas máquinas polifuncionales, de notable versa tilidad. Durante más de un siglo, la tendencia en el diseño industrial apuntó insistentem ente hacia una especialización tecnológica determ inada por m aquinarias de una sola fun ción, acentuando la aguda división del trabajo que observaban Jos nuevos sistem as de fábrica. Las operaciones industriales estaban totalm ente subordinadas al producto mismo. Con el tiempo, este enfoque de estrecho pragm atism o «alejó a la industria de la línea del desarrollo racional en Ja maquinaria productiva», señalan E ric W. Leaver y John J. Brow n. «Ha producido una especialización cada vez menos económ ica... Las m áquinas especializadas en términos de un producto fi nal, deben ser desechadas cuando el producto deja de ser ne cesario. Sin em bargo, el trabajo que efectúa la máquina pro ductiva puede reducirse a una serie de funciones básicas — m oldear, sostener, co rta r y d em ás— que, correctam ente
analizadas, pueden agruparse para su aplicación parcial en los casos que fueran necesarios» (17). En térm inos ideales, un barreno del tipo imaginado por Leaver y Brown horadaría con idéntica aptitud orificios di minutos para sostener pequeños cables o grandes boquetes para adm itir caños. Alguna vez se consideró que las máqui ñas de tan amplia gama funcional eran económ icam ente pro hibitivas. A mediados de la década del 50, sin em bargo, se diseñó y utilizó realm ente una cantidad de estas máquinas. Por ejemplo, en 1954, un barreno horizontal fue construido en Suiza por encargo de la Ford M otor Company para sil planta River Rouge de Dearborn, Michigan. E ste barreno era digno de la inventiva de Leaver y Brown. Equipado con cinco calibradores m icroscópicos, perforaba agujeros más peque ños que el ojo de un aguja y más grandes que el puño de un hombre. La precisión llegaba a la cliez-milésima de pulgada. La im portancia de este tipo de máquinas de gran espectro operacional es inestimable. Posibilitan la fabricación de una gran variedad de productos en una planta única. Una com u nidad pequeña o mediana, utilizando máquinas multifuncionales, podría satisfacer m uchas de sus necesidades industria les cuando su explotación es insuficiente. Disminuirían las pérdidas por concepto de herram ientas en desuso y la nece sidad de plantas unifuncionales. La economía de la comuni dad resultaría m ás com pacta y versátil, más redondeada y autosuficiente que la que hoy pueden exhibir las comunida des de los países industrialmente más avanzados. Se reduci ría enorm em ente el esfuerzo que supone la adaptación de m aquinarias para productos nuevos. Estos trabajos de adap tación consistirían más bien en un redimensionamiento que en una renovación de diseños. Finalmente, las máquinas multifuncionales con amplios espectros operacionales se presta rían con relativa facilidad a la automación. Los cambios re queridos para la incorporación de estas máquinas a un com plejo industrial cibernético se referirían generalmente a la program ación o a los circuitos, y no ya a la form a y estruc tura de las propias máquinas. Por supuesto, las plantas unifuncionales continuarían exis tiendo, y se las utilizaría en la m anufactura masiva de una gran variedad de bienes. Ahora mismo, muchas máquinas uni-
Funcionales, eminentemente autom áticas, podrían em plearse con muy pocas modificaciones en comunidades descentraliza das. Las plantas de envase y embotellamiento, por ejemplo, son instalaciones com pactas, autom áticas y altam ente racio nalizadas. Puede preverse la aparición de maquinarias auto m áticas más reducidas en la producción textil, el procesa miento químico y el ram o alimenticio. Un giro significativo de la producción de vehículos, que pasaría de los autom óvi les, autobuses y camiones convencionales a nuevos vehículos eléctricos im plicaría, sin duda, el surgimiento de instalacio nes industriales mucho más reducidas que las actuales plan tas autom otrices. Muchas de las instalaciones centralizadas rem anentes podrían descentralizarse efectivamente recurrien do al método de hacerlas tan pequeñas como fuera posible y repartiendo su servicio entre varias comunidades. No sostengo que todas las actividades económ icas del hombre puedan ser descentralizadas por com pleto, pero es seguro que la m ayoría de ellas pueden redim ensionarse a es cala humana y com unitaria. Una cosa es indudable; podemos desplazar el centro de poder económ ico, de la escala nacional a la escala local, y de las form as b urocráticas centralizadas a las asam bleas locales y populares. E sta transform ación su pone un cam bio revolucionario de vastas proporciones, pues implica la creación de poderosos cim ientos económicos para la soberanía y la autonom ía de la comunidad local.
E l uso ecológico de ¡a tecnología He intentado exponer, hasta aquí, la posibilidad de elimi nar el esfuerzo físico, la inseguridad m aterial y el control económ ico centralizado; aunque «utópicas», estas aspiracio nes son al menos tangibles. En este capítulo voy a referirm e a un problem a que puede parecer eminentemente subjetivo, pero que creo, sin em bargo, de im portancia insoslayable: la necesidad de que la dependencia del hombre hacia el mundo natural se integre como parte visible y viviente de su cultura. En realidad, este problem a es privativo de las sociedades altam ente urbanizadas e industrializadas. En casi todas las culturas preindustriales, la relación del hom bre con su en
torno natural estaba bien definida y santificada por todo el peso de la tradición. Los cambios estacionales, las variaciones en las precipitaciones, los ciclos vitales de las plantas y ani males de que dependían los hom bres para vestirse y alimen tarse, las características específicas de la zona ocupada por la comunidad, todo esto era comprensible y fam iliar, evocan do en el hom bre una especie de tem or religioso, una cierta unidad con la naturaleza. Cuando miramos hacia atrás, hacia las prim eras civilizaciones del mundo occidental, pocas ve ces damos con evidencias de sistem as de tiranía social tan impías com o para ignorar esta relación. Las invasiones bár baras y, más insidiosamente, el desarrollo de las civiliza ciones com erciales, pueden haber destruido la actitud reve rencial de las culturas agrarias hacia la naturaleza, pero el desarrollo normal de los sistemas agrícolas — por m ás des piadada que fuera la explotación a que sometían a los hom b re s — rara vez produjo la destrucción del suelo natural. Durante los períodos más opresivos de la historia de Egipto y Mesopotamia, las clases dominantes m antuvieron los di ques de riego en buen estado y trataro n de prom over el de sarrollo de métodos racionales para el cultivo de com esti bles. H asta los antiguos griegos herederos de un terreno es trecho m ontañoso, cubierto de bosques, que sufría una agu da erosión, m ejoraron astutam ente gran parte de sus tierras arables, por medio de la horticultura y la viticultura. El entorno natural no sufrió el saqueo sin compasión que hoy conocem os hasta el advenimiento de los sistem as agrícolas com erciales y las sociedades altam ente urbanizadas. Algunos de los más graves atentados contra el suelo, en el mundo antiguo, fueron perpetrados por las gigantescas granjas co m erciales, operadas por esclavos, del Norte de África y la península italiana. En los tiempos actuales, el desarrollo tecnológico y el crecim iento de las ciudades han llevado a la alienación del hombre con respecto a la naturaleza a su punto crítico. E l hom bre occidental se encuentra confinado en un entorno urbano casi totalm ente sintético, físicam ente distanciado de la tierra, y sostiene con el mundo natural una relación media da por las máquinas. No está familiarizado con la form a en que se produce la m ayoría de sus bienes, y sus alimentos
guardan escaso parecido con los animales y plantas de que derivan. Em butido como está en un medio urbano esterili zado (casi institucional en form a y apariencia) al hombre mo derno se le niega hasta la condición de espectador en los sistem as agrarios e industriales que satisfacen sus necesida des. Es un consum idor puro, un receptáculo inexpresivo. Tal vez sería injusto decir que no tiene respeto por el medio na tural; el hecho es que sabe poco sobre lo que significa la eco logía o sobre lo que necesita su entorno natural para conser var el equilibrio. Debemos restau rar el equilibrio entre el hombre y la na turaleza. He tratado de dem ostrar en o tra parte que, a menos que establezcam os algún tipo de reciprocidad entre el hom bre y la naturaleza, la propia existencia de la especie hum a na estará en grave peligro.* Me propongo exponer, a conti nuación, el modo en que la nueva tecnología puede ser utili zada ecológicam ente para reanim ar en el hombre un sentido de dependencia hacia la naturaleza; trataré de dem ostrar có mo, reintegrando el mundo natural a la experiencia del hom bre, podemos contribuir al logro de la totalidad humana. Los utopistas clásicos com prendieron plenamente que el prim er paso hacia la totalidad debía consistir en la supresión de la contradicción entre la ciudad y el campo. «E s imposible — escribió Fourier hace aproxim adam ente un siglo y me d io — organizar una asociación regular y bien equilibrada sin poner en juego las tareas del campo, o al menos los jardines, huertos, m anadas, rebaños, gallineros: una gran variedad de especies animales y vegetales.» Alarmado por los efectos so ciales de la Revolución Industrial, acotaba F o u rier: «Este principio es ignorado en Inglaterra, donde se experim enta con el artesanado, con el trabajo m anufacturero que, por sí solo, no basta para sostener la unión social» (18). Aconsejar que el m orador de las ciudades vuelva a disfru tar de «las tareas del cam po» sonaría a chiste fúnebre. Una restauración de la agricultura cam pesina que predominaba en tiempos de Fourier no sería posible ni deseable. Charles Gide estaba en lo cierto, sin duda, cuando observaba que
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V er "E co lo g ía y pensam iento revolucionario’'
los trabajos agrícolas «no son necesariam ente m ás atractivos que las faenas industriales; siempre se ha considerado a la labranza... com o el tipo doloroso de esfuerzo físico, el traba jo que se hace con el sudor de nuestra frente» (19). Fourier no lograba rebatir esta objeción sugiriendo que sus huestes sólo cultivarían frutos y legumbres, en lugar de granos. Si nuestra concepción no fuera más allá de las técnicas conoci das de adm inistración agraria, la única alternativa a la agri cultura cam pesina sería una modalidad altam ente especializa da y centralizada de explotación de granjas, de métodos pa ralelos a los que hoy en día utiliza la industria. Lejos de lograr el equilibrio entre el campo y la ciudad, nos encontra ríam os con que el entorno sintético acabaría por asim ilar to talmente al mundo natural. Si aceptam os que la comunidad y la tierra deben ser físi cam ente reintegradas, que la comunidad debe existir dentro del contexto agrícola que pone en evidencia la dependencia del hom bre hacia la naturaleza, nuestro problema radicará en cóm o obtener esta transform ación sin obligar a la comunidad a realizar un «esfuerzo físico doloroso». Para ab rev iar: ¿Es posible, y cómo, p racticar a escala humana la agricultura, la actividad granjera y un cultivo de com estibles en form a eco lógica, sin sacrificar la m ecanización? Algunos de los más prom etedores progresos tecnológicos que la agricultura ha registrado después de la Segunda Gue rra Mundial son tan aplicables a las formas ecológicas de ac tividad agrícola en pequeña escala como a las unidades co m erciales inmensas, de tipo industrial, que han predominado a lo largo de las últim as décadas. Consideremos un caso espe cífico. Los nuevos sistem as de alimentación de animales ex presan un principio cardinal de la mecanización racional de las g ran jas: el despliegue de máquinas y aparatos convencio nales para suprim ir las faenas m ás arduas del campo. Unien do una serie de silos por medio de un conducto, diferentes tipos de nutrición pueden ser mezclados y transportados a los corrales con solo ap retar algunos botones. E ste trabajo, que podría requerir el esfuerzo de cinco o seis hom bres, afa nándose durante media jornada con sus horcas y cubos, pue de ahora ser realizado por un solo hom bre en pocos minutos. E ste tipo de mecanización es intrínsecam ente n e u tra : tanto
sirve para alim entar gigantescos rebaños com o unos pocos cientos de cabezas de ganado; los silos pueden contener ali mentos naturales o sintéticos y horm onales; pueden n utrir a pequeñas granjas con distintas especies animales o a gran des ranchos dedicados a la producción de bistec en gran es cala, o bien a granjas lecheras de cualquier tam año. En po cas palabras, que este sistem a tanto puede instalarse al ser vicio de la más abusiva de las explotaciones com erciales co mo perm itir la aplicación más sensible de los principios eco lógicos. E sto también vale para las m aquinarias de granja que han aparecido en los años recientes, simples modificaciones, en m uchos casos, de herram ientas ya existentes, para obtener mayor versatilidad. El tra c to r moderno, por ejemplo, delata una sublime ingenuidad m ecánica. Los modelos de tipo ja r dinero pueden servir, con extraordinaria flexibilidad, para una gran variedad de funciones; son ligeros y extrem adam en te m anejables, y capaces de seguir el contorno del terreno más severo sin dañarlo. Los grandes tractores, especialm ente los que se utilizan en zonas de clim a cálido, suelen tener ca binas con aire acondicionado; además del equipamiento de tracción, pueden incluir instalaciones suplem entarias para cavar pozos, recoger cosechas e incluso unidades de energía para elevadores de granos. Se han perfeccionado arados para atender a todas las contingencias de la labranza. Los modelos más avanzados vienen incluso con regulación hidráulica, para subir o b ajar de acuerdo al tendido del terreno. Se dispone de sem bradoras m ecánicas para prácticam ente todos los ti pos de semillas. «Labranza mínima» es lo que ofrecen las máquinas que descargan simiente, fertilizante y — ¡ por su p u e s to !— pesticida en form a simultánea, técnica ésta que reúne varias operaciones diferentes en una sola, reduciendo el aplastam iento del suelo que a menudo ocasiona el uso re petido de m aquinaria pesada. La variedad de las cosechadoras m ecánicas llega a propor ciones alucinantes. Se las encuentra para muchos tipos dife rentes de vides, frutos, legumbres, espigas y granos. Los es tablos, los graneros, los corrales de alim entación y los siste mas de alm acenam iento han sido totalm ente revolucionados por las cintas transportadoras, la recolección autom ática de
abono, los m ecanism os de control clim ático, ctc. Las cose chas son descortezadas, lavadas y contadas m ecánicam ente, preservadas en frío o en botes de lata, empaquetadas y agru padas. La construcción de cunetas de irrigación de concreto se ha convertido en una simple operación m ecánica de la que dan rápida cuenta dos máquinas excavadoras. Las zonas de fectuosas en desagüe o subsuelo m ejoran bajo la acción de equipos que remueven la tierra y la labran en profundidad. Aunque gran parte de la investigación agrícola se dedica al desarrollo de nocivos agentes químicos y cultivos de du doso poder nutritivo, ha habido extraordinarios progresos en el m ejoram iento genético de las plantas alimenticias. Muchas variedades nuevas de granos y legumbres son resistentes a los insectos depredadores, a las enfermedades de las plantas y al frío. E n muchos casos, estas variedades presentan decidi das m ejoras sobre los ancestrales tipos naturales, y han ser vido p ara incorporar grandes áreas de tierra antes inservible al total de la superficie cultivada. Hagam os ahora una pausa para determ inar cóm o podría integrarse nuestra comunidad libre con su entorno natural. Suponemos que la comunidad le habrá establecido luego de un cuidadoso estudio de su ecología n a tu ra l: sus recursos de agua y aire, su clima, sus formaciones geológicas, su ma teria prim a, su suelo, su flora y fauna naturales. La comuni dad adm inistra sus tierras conform e a principios ecológicos, de modo que se mantiene el equilibrio entre el medio am biente y sus pobladores humanos. Industrialm ente globalizada, la comunidad form a una unidad diferenciada en una m atriz natural; presenta un equilibrio social y estético con el área que ocupa. La comunidad posee una agricultura altamente mecaniza da, pero también la m ayor variedad posible en m ateria de cosecha, animales y m aderas. Se promueve la diversificación de flora y fauna, para controlar las plagas y em bellecer el territorio. Sólo se practica la agricultura en gran escala don de no entra en conflcto con la ecología de la región. Debido al ca rá cte r generalmente m ixto del cultivo de com estibles, la agricultura está en manos de pequeñas granjas, separadas en tre sí por hileras de ái-boles o arbustos, prados y dehesas. E n tierras m ontañosas o serranías pedregosas, las abruptas
pendientes se cubren de árboles que evitan la erosión y con servan la humedad del suelo. Se estudia cuidadosam ente el terreno en cada acre, destinándoselo exclusivam ente a los cultivos que le son favorables. Se hacen todos los esfuerzos para m ezclar el cam po y la ciudad sin sacrificar la contribu ción específica que cada uno puede ofrecer a la experiencia humana. La región ecológica establece los límites vivos de orden social, cultural y biótico de la comunidad o de las di versas com unidades que la com parten. Cada com unidad con tiene num erosos jardines de flores y legumbres, bellas arbo ledas, parques y aun ríos y estanques donde abundan los pe ces y aves acuáticas. El cam po, que brinda los alimentos y m aterias prim as, no sólo constituye la zona aledaña inmedia ta a la comunidad ■ — accesible para todos en una co rta cam i nata — sino que la invade. Aunque la ciudad y el cam po con servan su identidad, y la singularidad de cada uno es valora da y protegida, la naturaleza aparece por doquier en la ciu dad, m ientras que esta últim a parece haber acariciado a: aquélla, dejándole una huella suave, humana. Creo que una comunidad libre debe considerar a la agri cultura como horticultura, una actividad tan placentera y ex presiva como la artesanía. Aliviados de toda fatiga por las maquinarias agrícolas, los com unitarios abordarán la agricul tura con el m ismo ánimo creativo y plácido que suelen poner los hom bres en la jardinería. La agricultura se convertirá en una p arte viviente de la sociedad humana, una fuente de ac tividad física agradable y, en virtud de sus exigencias eco lógicas un com prom iso intelectual, científico y artístico. Los com unitarios se m ezclarán con el mundo de la vida, que los rodea, tan orgánicam ente como la comunidad se integra con su región. R ecobrarán la sensación de unidad con la natura leza que existía en los hombres primitivos. La naturaleza y las modalidades de pensamiento orgánico que en ella se apo yan devendrán parte orgánica de la cultura humana; esto quedará patentizado en el nuevo y fresco espíritu que domi nará la pintura, la literatura, la filosofía, la danza, la arqui tectura, la decoración de interiores y los propios adem anes y actividades cotidianos. Un nuevo animismo em papará la cul tura y la psique humana. Aunque jam ás explotada, la región será utilizada hasta el m áxim o de sus posibilidades. La com u
nidad hará todos los esfuerzos necesarios para satisfacer sus exigencias en un contexto local: las fuentes energéticas regio nales, los minerales, la m adera, el suelo, el agua, los animales y plantas del lugar, en la forma más racional y humana po sible y sin violar los principios ecológicos. En este sentido podemos predecir que la comunidad empleará nuevas téc nicas que aún están en vías de desarrollo, m uchas de las cu a les se prestan magníficamente a una econom ía de tipo regio nal. Me refiero a métodos para la extracción de recursos di luidos o diseminados en la tierra, el agua y el aire; a la ener gía solar, eólica, hidroeléctrica y geotérm ica; al uso de bom bas de calor, combustibles vegetales, estanques solares, transform adores term oeléctricos y, eventualmentc, reaccio nes term onucleares controladas. E xiste un tipo de arqueología industrial que revela, en m uchas áreas, evidencias de actividades económ icas alguna vez florecientes y luego abandonados por nuestros predece sores. En el Valle del Hudson, en el Valle del Rhin, en los Apalaches y los Pirineos, hallamos vestigios de minas y ta lleres m etalúrgicos que en su tiempo exhibían un alto desa rrollo, así com o restos fragm entarios de industrias locales, cimientos de granjas abandonadas hace mucho tiem po: to dos estos indicios apuntan hacia comunidades florecientes que se basaban en m aterias prim as y recursos locales. Estas comunidades debieron su decadencia al hecho de que sus productos fueron desplazados por las industrias nacionales de escala m ayor, basadas en técnicas de producción masiva y en fuentes concentradas de m ateria prima. A menudo, aquellos viejos recursos aún están a disposición de cada una de las localidades que quieran utilizarlos; «sin valor» en una sociedad altam ente urbanizada, resultan eminentemente funcionales para comunidades descentralizadas y allí están, esperando la aplicación de técnicas industriales adaptadas a la producción en pequeña escala. Si efectuáram os un cuida doso inventario de los recursos disponibles en m uchas zonas despobladas del planeta, es probable que la posibilidad de que las comunidades satisfacieran m uchas de sus necesida des m ateriales en un contexto local nos pareciera mucho m ayor de lo que sospechamos. La tecnología, en su continuo desarrollo, tiende a expandir
las posibilidades locales. Tomemos por caso los recursos aparentem ente inferiores y de dificultosa explotación que, gracias a los progresos técnicos, comienzan a ser útiles. A lo largo de los últimos años del siglo diecinueve y los prim eros del siglo veinte, la planicie de Mcsabi, en Minnesota, suminis tró m inerales de extraordinaria riqueza a la industria side rúrgica am ericana, promoviendo una rápida expansión de la producción de bienes m etálicos de uso dom éstico. Al declinar estas reservas, el país se vio ante el problem a de la e xtrac ción de la taconita, mineral de baja graduación que contiene un cuarenta por ciento de hierro. La minería convencional re sulta virtualm ente imposible; un barreno común tarda una liora en carcom er sólo un pie de taconita. Sin em bargo, la extracción de este mineral se ha vuelto posible en fecha re ciente; se ha ideado un taladro de llama que atraviesa el mineral a razón de veinte o treinta pies por hora. Una vez que la llama ha horadado el mineral, éste es procesado pol los altos hornos de la industria siderúrgica m ediante opera ciones recientem ente perfeccionadas de pulverizado, sepa ración y aglomeración. Pronto podrem os extraer m ateriales altam ente diluidos en la tierra, en una amplia variedad de desechos gaseosos y en el m ar. Algunos de nuestros m etales más valiosos son, en realidad, bastante com unes, sólo que existen en cantidades y form as vestigiales o desperdigadas. Apenas no existe un trozo de terreno o de simple roca que no contenga huellas de oro, proporciones algo mayores de uranio y otras aún más considerables de elementos de utilidad industrial com o el magnesio, el zinc, el cobre y el sulfuro. Alrededor del cinco por ciento de la corteza terrestre es hierro. ¿Cómo extraer estos recursos? El problema ha sido resuelto, al menos en principio, por las técnicas analíticas que los químicos em plean para d electar la presencia de estos elementos. Como señala el químico Jacob Rosin, si un elemento puede ser de tectado en el laboratorio, hay motivos para suponer que pue de extraérselo en escala industrial. Durante más de medio siglo, la m ayor parte del nitrógeno com ercial del mundo ha sido extraído de la atm ósfera. El magnesio, la soda cáustica, el cloruro y el brom uro se deri van del agua de m ar, el sulfuro del sulfato de calcio y los
desechos industriales. Grandes cantidades de hidrógeno in dustrial podrían obtenerse com o subproductos de la electró lisis de la salm uera, pero norm alm ente son quemadas o li beradas en la atm ósfera por las plantas productoras de clo ruro. Podrían rescatarse del humo enormes cantidades de carbón, que luego se utilizaría en la industria (es relativa mente raro en la naturaleza) pero en la actualidad se disipa en la atm ósfera, junto a otros com puestos gaseosos. El problem a que preocupa a los químicos industriales, en cuanto a la extracción de elementos valiosos del m ar o de la roca ordinaria, reside en el costo de la energía. Existen dos métodos — el intercam bio iónico y la crom atografía-—■ que, perfeccionados para una aplicación industrial, podrían servir para seleccionar o separar las sustancias deseadas de las so luciones en que se encuentran, pero el monto de energía que requieren estos métodos resultaría muy caro en térm inos de riqueza real. A menos que se presente una innovación ines perada en las técnicas extractivas, hay pocas probabilidades de que las fuentes energéticas convencionales — combusli bles fósiles como el carbón y el petróleo — puedan utilizarse p ara resolver el problema. No es que no falte la energía p er se, sino que sólo esta mus aprendiendo a utilizar algunas fuentes cuya disponibili dad es casi ilimitada. La energía total que, en concepto de radiaciones solares, baña la superficie terrestre, ha sido esli mada en más de tres mil veces el consumo anual de energía de la humanidad actual. Aunque parte de esta energía se con vierte en viento, o nutre a los vegetales a través de la fotosín tesis, queda una asom brosa cantidad disponible para otros usos. E l problem a consiste en recogerla para satisfacer parle de nuestras necesidades. Si la energía solar pudiera servir para la calefacción de viviendas, por ejemplo, quedaría libre del veinte al treinta por ciento de los recursos energéticos convencionales que empleamos norm alm ente. Si pudiéramos alm acenar energía solar para alim entar totalm ente, a casi, los servicios de agua caliente, fundiciones y fuerza eléctrica, nuestras necesidades de combustibles fósiles serían relativa m ente pequeñas. Para casi todas estas funciones ya han sido diseñados aparatos de energía solar. Podemos cocinar, lu í vil- agua, fundir metales, producir electricidad y calentar e.i
sas con m ecanism os basados exclusivam ente en la energía del sol, pero esto no funciona con idéntica eficiencia en todas las latitudes terrestres, y aún existe una cantidad de proble m as técnicos que sólo se resolverán tras intensivos progra m as de investigación. En el m om ento en que escribo estas líneas, se han cons truido unas pocas casas con calefacción solar. En los E sta dos Unidos, las más conocidas son las construcciones expe rim entales MIT de M assachusetts, la casa Lof en Denver.y los hogares Thomason de Washington, D. C. Thomason parece haber logrado uno de los sistem as más p rá c tic o s : el costo de com bustible de su casa de calefacción solar apenas llega a los 5 dólares anuales. El calor del sol, en la casa de Thomason, es recogido en el techo y transferido por agua circulante a un tanque de alm acenaje, en los sótanos. El agua, por o tra parte, también puede servir para refrigerar la casa y como provisión de em ergencia para beber, amén de otros usos. El sistem a es simple y bastante barato. Ubicadas en Washing ton, cerca del paralelo cuarenta de latitud, las casas Thom a son están sobre el límite del «cinturón solar», que ab arca las latitudes entre cero y cuarenta, al n orte y al sur del E cu a dor. E sta fran ja es el área geográfica en que los rayos del sol pueden utilizarse efectivam ente con fines energéticos, tan to industriales com o dom ésticos. Con una calefacción solar adecuada, Thomason recu rre a una pequeñísima cantidad de combustible convencional suplem entario para la calefacción de sus casas de W ashington. En áreas más frías, hay dos criterios posibles para enca rar la calefacción so lar: los sistem as de calefacción podrían ser m ás elaborados, lo que reduciría el consum o de com bus tibles convencionales hasta niveles aproxim ados a los de las casas Thomason; o podría recu rrirse a simples sistem as de com bustible convencional para satisfacer del diez al cincuen ta por ciento de las necesidades de calor. Como observa Hans Thirring, atento a los costos y esfuerzos: «La definitiva ventaja del calor solar reside en el he cho de que no implica costos periódicos de consumo, excepto las facturas de electricidad debidas a los venti ladores, lo que es poco dinero. De modo, pues, que una
sola inversión en el mom ento de la instalación inicial paga los costos de calefación para toda la vida de la casa. Además, el sistema funciona autom áticam ente y sin humo ni hollín, suprimiendo una cantidad de pro blemas de recam bio de com bustible, limpieza, rep ara ciones, etc, La incorporación del calor solar al siste ma energético de un país ayuda a increm entar la rique za nacional, y, si todas las casas ubicadas en áreas geo gráficamente favorables fueran equipadas con servicios de calefacción solar, el ahorro de divisas en com busti bles convencionales ascendería a millones de libras. La obra de Telkes, Hottel, Lof Bliss y otros científicos que están allanando el camino hacia la calefacción solar es, en verdad, digna de pioneros, y en el futuro próxi mo apreciarem os más claram ente su pleno significa do» (20). Las aplicaciones más difundidas de los aparatos de ener gía solar corresponden al campo de la cocina y el agua ca liente. Muchos miles de estufas solares se utilizan en los paí ses subdesarrollados, en Japón y en las latitudes cálidas de los Estados Unidos. Un calentador solar es un simple reflec tor con form a de sombrilla, equipado con una parrilla donde puede asarse carne o hervir agua en quince minutos, si el sol está fuerte. Este artefacto es seguro, portátil y lim pio: no se precisa combustible ni cerillas, ni produce humos mo lestos. Un horno solar portátil perm ite obtener tem peratu ras de hasta cuatrocientos cincuenta grados y es aún más com pacto y de manejo más fácil que el interior Los calenta dores solares de agua son am pliamente utilizados en casas privadas, edificios de apartam entos, lavanderías y piscinas. Unas veinticinco mil unidades de este tipo están en uso en Florida y, poco a poco, se están imponiendo también en Cali fornia. Algunos de los más sugestivos progresos en el uso de la energía solar han aparecido en la industria, aunque la m a yoría de estas aplicaciones son marginales, en el m ejor de los casos, y de naturaleza fundamentalmente experimental. La más simple es el horno solar. Usualmente, el colector no es m ás que un gran espejo parabólico, o, más bien, un enor
me conjunto de espejos parabólicos montados en un edifi cio. Un heliostato — esto es, un espejo más pequeño, m onta do horizontalm ente, que sigue el movimiento del so l —- refle ja los rayos hacia el colector. Varios cientos de e sto s hornos se encuentran ya en funcionamiento. Uno de los más; grandes, el del Dr. Félix Trombe en Mont Louis, desarrolla sesenta y cinco kilowatios de potencia eléctrica y sirve principalm ente para la investigación de altas tem peraturas. Puesto que los rayos del sol no contienen impureza alguna, el h o rn o es ca paz de fundir cien libras de m etal sin la contam inación que producen las técnicas convencionales. Un horno s o la r cons truido por el U.S. Q uarterm aster Corps en N attick, M assachusetts, desarrolla cinco mil grados centígrados, tem p eratu ra suficiente para fundir en doble T ( I-beans) de acero . Los hornos solares tienen muchas lim itaciones, pero no insuperables. Su eficacia puede disminuir apreciablem enle por causa de la brum a, la neblina y el polvillo atm osférico; también puede o cu rrir que fuertes ráfagas de viento despla cen el equipo, descalibrando el ángulo de incidencia de los rayos del sol. Se está intentando resolver algunos de estos problemas por medio de Lejados corredizos, m ateriales de co bertura de los espejos y emplazamientos firmes y p ro tecto res. Por otro lado, los hornos solares son limpios, funcionan a la perfección cuando se los mantiene en buen estado y pueden producir m etales de una pureza imposible para los hornos convencionales que se utilizan en la actualidad. Otro prom etedor cam po de investigaciones lo com ponen los intentos actuales de convertir la energía solar en electri cidad. Teóricam ente, un área aproxim ada de 91 cm 2, en posi ción perpendicular a los rayos del sol, recibe energía equi valente a un kilowatio. «Considerando que en las zonas ári das del mundo muchos millones de m etros cuadrados de te rreno desértico están disponibles para la produción de ener gía — observa T h irring— se deduce que, utilizando sólo el uno por ciento del área disponible para plantas solares, al canzaríam os una capacidad muy superior al total de la ca pacidad instala en las plantas energéticas del mundo entero, incluyendo las hidroeléctricas y las de combustible» (21). Las consideraciones financieras han inhibido la puesta en p rác tica de las ideas de Thirring, que por o tra parte chocan con
factores de m ercado (no hay grandes demandas de energía en las zonas tórridas y subdesarrolladas del mundo en que podría llevarse a cabo este proyecto) y, esencialmente, con el profundo conservadurismo de los especialistas en m ateria energética. La investigación ha puesto el énfasis en el desa rrollo de las baterías solares, fruto de los trabajos para el «program a espacial». Las baterías solares se basan en el efecto term oeléctrico. Por ejem plo: si unimos en un anillo dos cintas de antimonio y bismuto, al aplicar calor en una junta se produce electrici dad. La investigación en el cam po de las baterías solares de la últim a década fructificó en aparatos cuya eficiencia de con versión de energía asciende al quince por ciento, lo que po dría aum entarse a un veinte o veinticinco en un futuro no demasiado lejano.* Agrupadas en grandes paneles, las bate rías solares han servido para abastecer automóviles eléctri cos, barcas pequeñas, líneas telefónicas, radios, fonógrafos, relojes, máquinas de coser y otros aparatos. Es previsible que el costo de la producción de baterías solares disminuya hasta el punto de que absorban el abastecim iento eléctrico de casas e, incluso, de pequeñas instalaciones industriales. Finalm ente, la energía del sol puede ser utilizada en otra f o rm a : alm acenando calor en una m asa de agua. Desde hace algún tiempo, los ingenieros estudian posibles métodos de aprovecham iento de las diferencias de tem peratura que pro duce el calor del sol en el m ar, para la producción de ener gía eléctrica. Teóricam ente, un estanque solar de un kilóme tro cuadrado podría generar trein ta millones anuales de kilow atios-hora: esto es, aproxim adam ente, lo que produce una planta convencional de tam año considerable, funcionando durante más de doce horas diarias, todos los días del año. La fuerza, señala Henry Tabor, se adquiriría sin gastos de combustible, «tan sólo con ese estanque expuesto al sol» (22). Puede extraerse el calor desde el fondo del estanque, tran s portando el agua caliente a una convertidora de calor y luego devolviéndola al estanque. En zonas cálidas, la aplicación de este método sobre diez mil millas cuadradas brindaría suíiS: P ara dar una pauta com parativa. l;i elid en cía del m otor de gasolina se estima en un once por ciento.
cíente electricidad para satisfacer las necesidades de cuatro cientos millones de personas... Las m areas oceánicas son también un recurso inexplotado al que podríamos acudir en busca de energía eléctrica. Po dríamos recoger las aguas del océano en un receptáculo na tural, digamos la desem bocadura de un río, o una bahía, du rante la m area alta, liberándola luego a través de turbinas durante la m area baja. Existe una cantidad de lugares donde las m areas son suficientemente altas para producir grandes cantidades de energía eléctrica. Los franceses ya han cons truido una inmensa instalación de este tipo cerca de la de sem bocadura del río Ranee en St. Malo, con una fuerza pre vista de 544 kilowatios-hora al año. También proyectan cons truir una de estas presas en la bahía de Mont-Saint-Michel. E n Inglaterra existen condiciones muy propicias para una presa de m areas en la confluencia de los ríos Severn y Wie. La instalación de una planta en este lugar brindaría tanta energía eléctrica como la que producen al año un mi llón de toneladas ele carbón. También hay un sitio magnífico para el aprovecham iento energético de m areas en la bahía de Passamaquodcíy, sobre el límite entre los estados de Maine y New Brunswick, así como en el golfo de Mezen, área cos tera rusa sobre el Ártico. Argentina planea construir una presa de este tipo, atravesando el estuario de!, río Deseado, cerca de Puerto Deseado, en la costa atlántica. Muchas otras zonas costeras podrían ser utilizadas para extraer fuerza eléc trica del movimiento de las m areas, pero a excepción de F ran cia ningún país ha comenzado a trab ajar efectivamente en este sentido. Podríam os utilizar las diferencias de tem peratura en el m ar o en la tierra para generar energía eléctrica en apreciables cantidades. Las diferencias térm icas de hasta diecisiete grados centígrados son comunes en las capas superficiales de los m ares del trópico; en las costas de Siberia, durante el invierno, se registran diferencias de hasta treinta grados de tem peratu ra entre el agua que está debajo de la costina de hielo y el aire. E l interior de la tierra se torna más cálido a medida que descendemos, presentando m arcadas diferen cias de tem peratura con la superficie. Podrían utilizarse bom bas de calor para aprovechar .estas diferencias con fines in
dustriales o dom ésticos, por ejemplo para la calefacción requieren costosas chimeneas, no contaminan la atm ósfera \ eliminan las molestias de atizar el fuego y re tira r las cení zas. Si pudiésemos obtener electricidad, o calor directo, til la fuente solar, el viento o las diferencias térm icas, el sislem.i de calefacción de una casa o fábrica se autoabastecería total m ente; no m erm aría las valiosas reservas de hidrocarburo-, ni precisaría de fuentes externas de abastecimiento. También podrían utilizarse los vientos para proveer em-i gía eléctrica a muchas zonas del mundo. Cerca de una cna dragésima parte de la energía solar que llega a la superficiede la tierra se convierte en viento. Aunque buena parte se con sume en la propia generación de la corriente de aire, pucil< recogerse aún, a pocos cientos de m etros sobre el vuelo, una gran cantidad de energía cólica. Un informe de las Naeioin-1. Unidas, recurriendo a términos monetarios para calibrar la-, posibilidades de la energía cólica, afirma que, en muchas zn ñas, plantas de este tipo podrían producir electricidad a un costo global aproxim ado a! de la energía que comercializan los sistem as convencionales. Ya han sido utilizados con éxito algunos generadores a viento. El famoso generador de viento de 1.250 kilowatios, instalado en Granpa’s Knob, cerca de Rutland, Vermonl, suministró corriente alternada a las línea-, de la Central Vermonl Public Service Co, hasta que una e*. casez de piezas obstaculizó el buen mantenimiento de la ins lalación, durante la Segunda Guerra Mundial. Desde en ton ces, han sido diseñados generadores más grandes y eficientes P. H. Thomas, contratado por la Federal Power Commission, ideó un molino eléctrico de 7.500 kilowatios que suministraría energía eléctrica a un costo de inversión estimado en los 6K dólares por kilowatio. Eugene Ayres señala que, aunque lo-, costos de construcción del molino de viento de Thomas du
plicaran ¡as estim aciones de su creador, «las turbinas de viento aún com petirían ventajosam ente con los costos de las instalaciones hidroeléctricas, que ascienden a 300 dólares por kilowatio (23). En muchas regiones del planeta existen enor mes potencialidades para la generación de electricidad por medio de molinos de viento. En Inglaterra, por ejemplo, donde se efectuó un cuidadoso estudio durante tres años so bre posibles emplazamientos de plantas de este tipo, se afirma que las nuevas turbinas de viento podrían generar varios mi llones de kilowatios, ahorrando anualmente de dos a cuatro millones de toneladas de carbón. No hay que hacerse demasiadas ilusiones acerca de la extracción de vestigios minerales de las rocas, la energía del sol o la del viento, o el uso de las bombas de calor. E xcep tuando, tal vez, la energía de las m areas y la extracción de m aterias primas del m ar, todas estas fuentes no pueden brin dar al hombre las abultadas cantidades de m ateria prim a y la m asa de energía necesarias para sostener poblaciones densam ente concentradas e industrias altam ente centraliza das. Los aparatos solares, las turbinas de viento y las bombas de calor producirán cantidades de energía relativam ente pe queñas. Utilizadas en form a local y combinadas con otros sistem as, es probable que lograran satisfacer las necesidades de pequeñas com unidades, pero no podemos predecir cuándo estarán en condiciones de sum inistrar la energía que hoy consum en ciudades del tam año de Nueva York, Londres o París. Desde el punto de vista ecológico, sin embargo, este al can ce limitado constituye una profunda ventaja. El sol, el viento y la tierra son realidades de la experiencia humana a las que los hombres han respondido con sensualidad y re verencia desde tiempo inmemorial. A partir de estos elemen tos primigenios, el hom bre desarrolló su sentimiento de de pendencia hacia — y de respeto p o r — el entorno natural, controlando así sus acciones destructivas. La Revolución In dustrial y el mundo urbanizado que le siguió oscurecieron el rol de la naturaleza en la experiencia hum ana: una capa de humo ocultó al sol, los vientos fueron obstruidos por la m asa de edificios, la expansión de las ciudades devastó la tie rra. La dependencia del hombre hacia el mundo natural se
tornó invisible; cobró un valor teórico e intelectual, como tem a libresco de m onografías, conferencias y tratad os. Es cierto que esta dependencia teórica nos proporcionó diversas visiones del mundo natural (visiones parciales, en el m ejor de los casos) pero su condición unilateral nos escam oteó el con tenido sensorial de nuestra dependencia hacia la naturaleza, despojándonos de todo contacto visible o sentido de unidad con ella. Al perder esto, extraviam os una parte de nosotros mismos en tanto que seres sensuados. Quedamos alienados de la naturaleza. N uestra tecnología y nuestro medio ambiente se volvieron por completo inanimados, sin tético s: un entorno puram ente físico que promovía la desanimízación del hom bre y su pensamiento. Si el sol, el viento, la tierra — el mundo de la vida, en una palabra — se reincorporaran a la tecnología, a los medios de la supervivencia humana, los lazos que unen al hombre con la naturaleza experim entarían un cambio revolucionario. La renovación cobraría un valor auténticam ente ecológico si al restau rar esta dependencia prom oviéram os el sentido de unicidad regional de cada comunidad, esto es, no sólo un sentido de dependencia generalizada, sino expresada e n cada región conform e a las características que le son propias. Em ergería así un sistem a ecológico real, un delicado ca ñamazo de recursos locales, a favor del estudio continuo y la modificación estética. Con el crecim iento de una genuina inspiración regionalista, cada recurso hallaría su puesto den tro de un equilibrio natural y estable, unidad orgánica de elem entos sociales, tecnológicos y naturales. Asimilando a la tecnología, el arte se convertiría en arte social, referido a la comunidad total. La comunidad libre estaría en condiciones de redim ensionar el tem po de la vida, las pautas de trabajo del hom bre, su propia arquitectura y sus sistemas de trans porte y com unicaciones, todo a la medida del hombre. El coche eléctrico, silencioso, lento y limpio, se convertiría en form a de transporte urbano por excelencia, reemplazando al ruidoso, sucio y veloz m otor de gasolina. Habría m onorraíles p ara unir una com unidad con o tra, reduciendo el número de autopistas que se extienden com o cicatrices sobre el campo. Las artesanías recuperarían su honrosa posición como com plemento de la m anufactura de m asas; se convertirían en una
especie de a rte dom éstico y cotidiano. Un alto nivel de cali dad reem plazaría, a mi juicio, a los criterios estrictam ente cuantitativos que presiden la producción en nuestros días; los criterios dignos de m ercaderes ambulantes y vendedores de b aratijas que han conducido a los productos que hoy consum im os, preparados para una rápida obsolescencia, da rían lugar á un nuevo respeto por la durabilidad de los bie nes y la conservación ele la m ateria prim a. La com unidad se convertiría en un bello escenario para la vida hum ana, fuente vitalizadora de cu ltura y de una solidaridad hum ana profun dam ente personal y nutricia.
Una tecnología al servicio de la vida E n una futura revolución, la misión más aprem iante de la tecnología será producir bienes hasta la saciedad, con un mínimo de esfuerzo. El propósito inmediato de este plantea miento consiste en abrir perm anentem ente el escenario social al pueblo revolucionario, m a n ten er la revolución p erm a n en te. H asta ahora, todas las revoluciones sociales se han ido a pi que porque las cam panadas de alarm a term inaron por resul tar inaudibles a causa del alboroto de los talleres. Los sueños de libertad y abundancia fueron contam inados por la munda na responsabilidad del trabajo cotidiano para producir los medios de supervivencia. Si revisamos los hechos concretos de la historia, descubrirem os que los pueblos, convertidas las revoluciones en m otivo de sacrificios y privaciones, abando naron las riendas del poder en manos de los políticos «pro fesionales», las m ediocridades del Termidor. Los girondinos de la Convención F ran cesa com prendieron tan bien esta rea lidad, según se deduce de sus esfuerzos para reducir el fer vor revolucionario de las asam bleas populares de París — las grandes asociaciones de 1793 —- decretando que las reuniones habrían de finalizar «a las diez de la noche», esto es, como bien dice Carlyle, «antes de que volvieran los trabajadores»... de sus empleos (24). La medida resultó infructuosa, pero no estaba mal pensada. La tragedia fundam ental de las revolu ciones del pasado ha sido que, tarde o tem prano, sus puertas com enzaron a cerrarse «a las diez de la noche». La función
más crítica de la tecnología m oderna, pues, d ebe ser m anir n er siem pre abiertas tas puertas de la revolución. Hace aproxim adam ente medio siglo, m ientras los teóricos socialdem ócratas y com unistas balbuceaban sobre una socadad con «trabajo para todos», los dadaístas, aquellos locos m aravillosos, exigían desempleo para todos. El paso de las décadas no ha restado significado a esta exigencia, y su con tenido no ha hecho más que aum entar. Desde el momento en que el esfuerzo se reduzca al mínimo posible, o desapa rezca por com pleto, los problemas de la supervivencia se trasvasan a la problem ática de la vida, y la propia tecnología deja de ser un sirviente de las necesidades inmediatas del hombre para convertirse en aliado de su creatividad. Exam inem os este asunto con detenimiento. Mucho se ha escrito sobre la tecnología como «extensión del hombre». La frase no va por buen camino si pretende referirse a la lee nología com o totalidad. Tiene cierta validez, en principio, si se la aplica a la artesanía tradicional y, tal vez, a los pri meros pasos del maqumismo. E l artesano domina su herra m ienta; su faena, sus inclinaciones artísticas, su personal i dad, son los factores soberanos en el proceso productivo. E l trabajo no es una m era entrega de energía; es también la obra personalizada de un hombre cuyas actividades se din gen sensorialm ente a la preparación de un producto, a su term inación y, finalmente, a su decoración para servir a l a s gentes que lo adquieren. El artesano gobierna a su herra m ienta, y no a la inversa. Toda alienación que pudiera existir entre el artesano y su producto se disipa inmediatamente, com o subrayara Frieclrich Wilhemsen, «por medio de un jui ció a rtístico : un juicio inherente a la propia factura del oh jeto» (25). La herram ienta amplía los poderes del artesano como ser hum ano; aum enta su poder para ejercer su arto, com unicando a la m ateria prim a su identidad de ser creativo. El desarrollo de la máquina tiende a rom per la íntima re lación que une al hombre con los medios de producción. E l trabajador es asimilado a objetivos industriales predetermi nados, sobre los cuales no tiene control alguno. La máquina se presenta, pues, como una fuerza ajen a: separada, pero sin em bargo, acoplada a la producción de los medios de supervi vencia. Aunque inicialmente una «prolongación del hombre»,
la tecnología se convierte en una fuerza que opera sobre el hombre, orquestando su vida conform e a las pautas que traza una burocracia industrial; repito, no hom bres sino una bu rocracia, una m áquina social. Con el advenimiento de la pro ducción en serie com o modalidad predom inante del trabajo, el hom bre se convirtió en extensión de la máquina, y esta servidum bre no sólo se refiere a la instrum entación m ecánica del proceso productivo sino también a la instrum entación so cial del proceso social. Al devenir una prolongación de la maquinaria, el hom bre deja de existir por sí mismo. La socie dad se rige por una dura m áxim a: «Producción por la pro ducción m isma.» La degradación de artesano a obrero, de una personalidad activa a o tra cada vez más pasiva, se com pleta por la m etam orfosis del hombre en consum idor: entidad pu ram ente económ ica, esta últim a, cuyos gustos, valores, pen sam ientos y sensibilidades son m anufacturados por «equi pos» b urocráticos. Estandarizado por las máquinas, el hom bre mismo se convierte en máquina, El hombre-máquina es un ideal burocrático *. E s un ideal constantem ente desafiado por el renacim iento de la vida, por la reaparición de los jóvenes, por las contradicciones que descomponen a la propia burocracia. Toda generación requie re un nuevo trabajo de asimilación, y cada una ofrece una resistencia explosiva. La burocracia, a su vez, jam ás vive de acuerdo con su propio ideal técnico. Congestionada de me diocridades, yerra sin cesar. Sus juicios van siempre a la zaga de situaciones nuevas; padece de inercia social y recibe las bofetadas de la casualidad. Las fuerzas de la vida agran dan todos los huecos que se abren en la maquinaria social. ¿Cómo sanar la fractu ra que separa a los hombres vivos de las m uertas máquinas sin sacrificar hombres ni máquinas? ¿Cómo transform ar una tecnología al servicio de la supervi* El "h o m b re ideal” de la burocracia policial es un ser cuyos pensam ientos más íntim os pueden ser invadidos por m edio de detectores de m entiras, grabado res ocultos y "drogas de la verdad5’. E l “hom bre ideal” de la bu rocracia política es un ser cuya vida íntima puede ser conform ada a través de productos quím icom utagenéticos y socialm ente asim ilada por los medios de com unicación de m asas. El '‘hom bre ideal” de la burocracia industrial es un ser cuya vida privada puede invadir la propaganda subí ¡m ina! y la de efecto program ado. E l “hom bre ideal” de la b u ro cra cia m ilitar es un ser cuya vida íntim a puede ser regim entada para el genocidio.
vencía e n una tecnología al servicio de la vida? Sería idiota responder a estas preguntas con autoridad olímpica. Los hom bres liberados del futuro escogerán entre una gran variedad de estilos de trabajo m utuam ente exclusivos o combinables; cada uno de los cuales se basará en innovaciones técnicas imprevisibles. 0 tal vez estos hom bres del futuro prefieran pasar sobre el cadáver de la tecnología. Podrían sum ergir la maquinaria cibernética en un submundo tecnológico, divor ciándola totalm ente de la vida social, la com unidad y la crea tividad. Aunque ocultas de la sociedad, las máquinas trab a jarían para el hombre. Las com unidades libres esperarían en las term inales de las líneas de producción en serie, ces ta en m ano, para llevar el producto a casa. La industria, como el sistem a nervioso autónomo, podría trab ajar por sí sola, con reparaciones ocasionales como las que requieren nues tros cuerpos durante sus esporádicas enfermedades. La frac tura que separa al hombre de la máquina podría no ser sub sanada, sino simplemente ignorada. Naturalm ente, ignorar a la tecnología no es una solución. El hombre clausuraría así una vital experiencia hum ana: el estímulo de la actividad productiva, el estímulo de la máqui na. La tecnología puede desem peñar un papel vital en la for mación de la personalidad humana. Todo arte, com o señala Lewis Muinford, tiene una faceta técnica que requiere la mo vilización autónoma de la espontaneidad dentro de un orden expreso y brinda un contacto con el mundo objetivo durante los m ás extáticos m om entos de experiencia. Una sociedad liberada, según creo, no negará a la tecno logía, precisam ente porque está liberada y es capaz de esta blecer un equilibrio. Bien podría op tar por asim ilar la má quina al oficio artístico. Me refiero a que la máquina podría absorber todo el esfuerzo del proceso productivo, dejando al hom bre su totalización artística. La máquina participaría, efectivamente, de la creación hum ana. No hay razón para que la maquinaria autom ática, cibernetizada, no pueda utilizarse de modo que la term inación de los productos, particularm en te aquellos de uso personal, quede a cargo de la comunidad. La máquina puede eliminar el esfuerzo físico inherente a la extracción, la fundición, el transporte y fraccionam iento de las materias prim as, dejando al individuo los pasos finales de
ca rá cte r artístico o artesanal. La m ayoría de las piedras que com ponen las catedrales medievales han sido cuidadosam ente estandarizadas y cuadradas para facilitar su perfecta super posición, sus junturas im pecables: tarea ingrata, repetitiva y tediosa que ahora pueden hacer las m aquinarias modernas con toda velocidad y ningún esfuerzo humano. Una vez ubi cados los bloques de piedra, hacían su aparición los artesa nos; el trabajo creativo del hom bre tom aba el lugar de la fuerza física. En una comunidad liberada, la combinación de las m aquinarias industriales y los útiles del artesano podría alcanzar un grado de sofisticación e interdependencia crea tiva sin paralelos en ningún período de la historia humana. La visión de William Morris sobre el regreso al artesanado se liberaría del matiz nostálgico. Podríam os hablar con verdad de un nuevo progreso cualitativo de la técn ica: una tecno logía al servicio de la vida. Habiendo adquirido un vitalizante respeto por el entorno natural y sus recursos, la comunidad libre y descentralizada daría una nueva interpretación al vocablo «necesidad». E l «reino de la necesidad» de Marx, en lugar de expandirse inde finidamente, tendería a contraerse; se humanizarían las nece sidades, redimensionadas en térm inos de una evaluación m ás elevada de la vida y la creatividad. La calidad y el arte su plantarían al énfasis actual sobre la cantidad y la estandari zación; la producción ya no acentuaría la consumibilidad de los bienes sino su duración; una econom ía de objetos precia dos, santificados por un sentido de la tradición, por la adm i ración de la personalidad y el arte de las generaciones pasa das, rem plazaría a la renovación estacional e insensata de las m ercancías; las innovaciones se inspirarían en las inclinacio nes naturales clel hom bre, y no ya en la degradación del buen gusto que es propia de los medios de comunicación de m asas. E n todas las cosas, la conservación rem plazaría al despilfa rro . Libres de toda manipulación burocrática, los hom bres redescubrirían la belleza de una vida material más simple y ordenada. El vestido, la comida, los muebles y las casas gana rían en arte, personalidad y espartana sobriedad. El hom bre recu p eraría el sentido de las cosas que son para el hom bre, en contraposición con las cosas que le han sido im puestas. Abolido el'repulsivo ritual del acaparam iento y el regateo,
aflorarían actos sensitivos como dar y hacer. Las cosas deja rían de ser muletas para un ego em pobrecido, mediaciones entre personalidades abortivas; se convertirían en produc ciones de individuos creativos y totales, en dones de seres in tegrados en desarrollo. Una tecnología al servicio de la vida podría cum plir la vi tal función de integrar a una comunidad con otra. Reevaluada en térm inos de un renacim iento de los oficios y una nueva concepción de las necesidades m ateriales, la tecnología podría también funcionar como tendón de las confederacio nes. La división nacional del trabajo y la centralización in dustrial son peligrosas porque la tecnología comienza a trascender la escala humana; se torna cada vez menos inte ligible y propicia la manipulación burocrática. En la medida en que la comunidad pierde el control en térm inos reales, m ateriales (esto es, económicos y tecnológicos) las institucio nes centralizadas adquieren poder concreto sobre las vidas de los hom bres y amenazan con convertirse en fuentes de coacción. Una tecnología al servicio de la vida ha de basarse en la com unidad; debe ser cortada a la medida de la cotnu nidad y el contexto regional. A este nivel, sin em bargo, gni pos com unitarios que com partieran fábricas o recursos ten derían a establecer lazos de solidaridad; el proceso confede rativo no expresaría sólo una comunidad de intereses espiti tuales y culturales sino también de necesidades materiales A p artir de los recursos propios y características únicas de cada región, podría arribarse a un punto de equilibrio huma nístico entre los criterios de confederación industrial aulái quica y de división nacional del trabajo. ¿E s tan «com pleja» la sociedad que una civilización indus trial avanzada se contradice con una tecnología descent ral i zada al servicio de la vida? Mi respuesta a esta pregunta