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Georges Gurvitch Dialéctica y sociología
El L i b r o d e Bolsillo Alianza E ditorial M adrid
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Título original: Dialectique et Sociologie Traductor: Juan Ramón Capella
Primera edición en «E l 1 ibro de Bolsillo»: 1969 Segunda edición en «E l Libro de Bolsillo»: 1971
@ Flammarion, París, 1968 © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1969, 1971 Calle Milán, 38; * 2 0 0 0045 Depósito legal: M. 24.849- 1970 Cubierta: Daniel Gil Im preso en Ediciones Castilla. M iro. Alonso, 21/Madrid Printed in Spain
P r e fa c io
La revolución que presenciamos en la m etodo logía de las ciencias, y especialmente de las cien cias humanas, hace extremadamente peligroso el empleo de términos aceptados. Dialéctica y Em pirismo pertenecen a esta clase de palabras. Nun ca han estado estos términos tan de moda como hoy, pero tampoco nunca han servido tanto para disimular tomas de posición dogmáticas, sean o no conscientes. El propósito de este libro consis te en mostrar que dialéctica y empirism o sólo pueden contribuir a liberar de dogm atism o a la sociología, a convertirla en científica a condición de unirse. De ahí algunas expresiones que sor prenderán por su necesaria com plejidad, como «Hiper-em pirism o dialéctico» (expresión introdu cida desde hace ya más de diez años), o «D ialéc tica empírico-realista», fórmula a la que se recu rre en este libro con frecuencia. Me explicaré: Dialéctica y Em pirism o han teni do un destino común. Su sentido verdadero, al 7
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igual que su vocación, ha sido deform ado a tra vés de su larga y sinuosa historia. La inspiración prim era de la dialéctica auténti ca es la demolición de todos los conceptos adqui ridos para im pedir su «m om ificación», la cual se deriva de la incapacidad para captar las totalida des reales «en m ovim iento». De la misma manera, la conceptual ización estática no consigue dar cuenta, a la vez, de las totalidades y de sus par tes. Jamás consigue penetrar profundamente en las riquezas inagotables de la realidad, un sector importante de la cual — el de la realidad humana (social e histórica, en particular)— es captado, a su vez, en un m ovim iento dialéctico. Una dialéctica impenitente e intransigente, una dialéctica no domesticada, no puede ser ascenden te ni descendente ni ambas cosas a la vez. No puede conducir ni a la salvación ni a la desespe ración, ni tam poco hacia la prim era a través de la segunda. N o contiene en sí panacea alguna para la reconciliación de la humanidad o de la divinidad consigo mismas. N o se la puede califi car de espiritualista, de materialista o de mística. N o puede ser exclusivamente un m étodo ni ex clusivamente un movimiento real, aunque para las ciencias de la naturaleza constituya sobre todo un método, y a pesar de que para las ciencias del hombre, especialmente la sociología y la cien cia de la historia, la dialéctica sea, ante todo, un m ovim iento real. De todas maneras, las relacio nes entre la dialéctica com o m ovim iento real de lo humano y los métodos que estudian este mo vim iento son, a su vez, dialécticas y deben ser dialectizadas. La causa de la dialéctica está perdida de ante mano si empieza por aliarse a un toma de posi ción filosófica o científica particular. Las precede a todas; las señala el camino, al echar por tierra toda dogmatización de una situación dada o de
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un «punto nodal» determinado, toda solución fá cil y toda sublimación. Según la fórm ula feliz de Jean W ahl, «la dialéctica es... un camino. Por lo demás, ya en la m ism a palabra ‘ dialéctica' se halla esta idea de dia, a través. La dialéctica es más un cam ino que un punto de llegada» ‘. Añadiré que la « dialectización de la dialéctica», exigida p o r Wahl, sólo dará frutos con una con dición: la dialéctica com o m ovim iento de la rea lidad social e histórica; la dialéctica com o mé todo aplicado, por lo demás diferentemente, a las Ciencias del H om bre y a las Ciencias de la Naturaleza; y, por últim o, la dialéctica que pre side la construcción de los objetos concretos de la experiencia y del conocim iento, deben ser uni das, las tres, en el esfuerzo de dialectización; pero unidas después de que previamente hayan sido diferenciadas e, incluso, de que hayan sido contrapuestas. Esto es lo que he tratado de hacer en la segunda parte de este libro (Sección 1), al precisar los tres aspectos de la dialéctica y la dialéctica de sus relaciones. Toda dialéctica efectiva desemboca en la ex periencia, trátese de la experiencia vivida, más o menos inmediata (propia tanto de los «N os otros», de los grupos, de las clases, de las socie dades globales, com o de sus componentes), de la experiencia cotidiana, o bien de la experiencia más o menos construida de las diversas ciencias que llegan, siempre que es posible, a la experi mentación. El empirismo no se reduce a tal o cual inter pretación particular de la experiencia, ya se trate de la apología de las sensaciones aisladas y de su combinación mecánica, en Condillac; de la reflexión que guía las sensaciones por m edio de las asociaciones, en Locke y Hume; o de la glo rificación de los «hechos dados y observados» en una inducción científica, en M ili y en otros posi
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tivistas. Permítaseme señalar, en este sentido, que los representantes más caracterizados de la ten dencia que se denuncia son los actuales partida rios de la «investigación empírica en sociología». Pretenden (ta l es el caso de la mayoría de los sociólogos americanos y de sus émulos france ses) rechazar toda «teo ría », sin advertir que ellos mismos parten precisamente de una idea precon cebida. Suponen, en efecto, que los «hechos so ciales», com o las llores de los campos, sólo es peran a ser recogidos, cuando lo cierto es que, según la excelente fórm ula de Gastón Bachelard, toda ciencia «busca lo oculto». Desde mi punto de vista, por último, el empirism o no se limita tam poco a la «experiencia inm ediata», sea religiosa (James), afectiva (Rauh y Scheler), «n oética» (H usserl» o existencial (H eidcgger, Jaspers y sus partidarios franceses). La experiencia efectiva que opongo a estas interpretaciones filosóficas arbi trarias, trátese de la experiencia vivida, de la experiencia cotidiana o de la experiencia cons truida, es siempre mediata en distintos grados. Se trata de esferas intermedias entre lo inmedia to y lo construido que nos permiten penetrar en la complicada trama de las «mediaciones de lo inm ediato» y de las «inm ediaciones de lo me diato». Así, a través de la experiencia, nos hallamos sumidos en la dialéctica. La unión de la expe riencia y de la dialéctica es lo que proporciona la experiencia en su plenitud. La dialéctica viru lenta, fiel a su vocación, y la experiencia que pe netra efectivamente en las profundidades de lo real, están hechas para entenderse, para ayu darse y para unirse sin ninguna segunda intención previa. A partir del momento en que se formula una teoría unívoca de la experiencia, con el o b jeto de someterla a una concepción previa determ i
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nada (llámese sensualismo, asociacionismo, posi tivismo científico, criticism o, pragmatismo, feno menología o existencialismo), se la deform a, se detiene esa experiencia, se destruye la imprevisibilidad, la infinita variedad y lo inesperado de sus propios marcos. Pues lo que hace que la experiencia se halle tan cerca de la dialéctica, que le sirva de motor, por decirlo así, es que rompe sin cesar sus pro pios marcos de referencia. La dialéctica, seme jante a un auténtico Proteo, se nos escapa cuan do creemos haberla aferrado; cuando creemos haber penetrado su secreto, nos engañamos; cuan do creemos habernos desembarazado de ella, aun que sólo sea por un m om ento, somos sus víc timas. No hay que descuidar tampoco otra afinidad profunda entre la experiencia y la dialéctica: las dos están relacionadas con lo humano, con lo que los actos, las acciones, los juicios, el entorno y el aparato humano representan. Incluso se podría decir que está emparentada con todo lo conta minado p o r la condición humana. La experiencia es siempre humana; no es jam ás infrahumana o sobrehumana. Es el esfuerzo de los hombres, de los «N osotros», de los grupos, de las clases, de las sociedades enteras para orientarse en el mundo, en el mundo social ante todo, pero tam bién, por mediación de éste, en el mundo de la naturaleza. Se trata de la praxis social, colectiva e individual a la vez, sobre la cual ha insistido Karl Marx con tan persuasiva fuerza. La expe riencia científica misma, no solamente en las cien cias humanas sino incluso en las ciencias de la naturaleza, sigue siendo esencialmente una «ex periencia humana». Lleva la huella de lo humano, de lo social, de lo histórico, que repercute en la naturaleza. Se advierte por tanto cuán humano es el hiper-empirismo dialéctico (o la dialéctica
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empírico-realista), y cuán hi per-empíricos y dia lécticos son lo humano, lo social y lo histórico... Me he visto obligado a recordar la inspiración de este libro para justificar el plan del mismo. En la Introducción se intenta precisar dónde re side, a mi modo de ver, el verdadero problema de la dialéctica, recubierto con excesiva frecuenP°F *os lugares comunes y por la abrumadora trivialidad de ciertos pretendidos «dialécticos». La primera parte de este libro contiene una evocación, lo más objetiva posible, del destino y de los avatares históricos de la dialéctica. Aun que esta exposición ocupa gran parte de la obra, carece de la intención y de la pretensión de ser ex haustiva; procede mediante muestras, al objeto de poner de relieve lo típico, lo esencial; la his toria de la dialéctica nos conduce así desde Pla tón hasta Marx (se dedica un apéndice a JeanPaul Sartre). En ella se lucha vigorosamente contra todos los dogmatismos que se cubren so lapadamente con el manto de la dialéctica, pues la verdadera vocación de esta últim a consiste pre cisamente en hacer im posible todo dogmatismo. sea confesado o disimulado. De pasada, nos de tendremos particularmente en los dialécticos que, de Fichte a Proudhon y a Marx (e igualmente J.-P. Sartre), han sabido descubrir que el hogar esencial de la dialéctica se halla en la realidad social y en lo que es parte privilegiada de ésta: la realidad histórica, caracterizada por su cuali dad prometeica. En la segunda y última parte me he esforzado por sacar de la rodera en la que corre el peligro de atascarse la discusión actual s o b re la dialéc tica y su alcance en la sociología y en la historia. Examino también la dialéctica que se establece entre estas dos ciencias hermanas y las demás ciencias sociales. Preciso, al mismo tiempo, el
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sentido exacto «d e los diferentes procedimientos operativos de dialectización», y en este sentido propongo la aplicación directa y con creta al aná lisis de los problemas considerados. Esta segunda parte del libro trata igualmente de mostrar que en sociología, para no derribar puertas que están ya abiertas, una verdadera «in vestigación em p írica» necesita de la dialéctica y de sus múltiples procedim ientos operativos. Y ello tanto para descubrir los hechos sociales ocultos — es decir, para efectuar el desmonte de todos los terrenos susceptibles de servir de marco de referencia a la sociología— como para preparar el camino a la explicación. He aquí, justamente, lo que parece escapar al asombroso sim plism o de la mayoría de los inves tigadores em píricos insuficientemente preparados para su tarea, o a quienes sus maestros han he cho aventurarse en callejones sin salida. El pro pósito de esta segunda parte del lib ro es contri buir a la vinculación de la sociología general y la investigación empírica. Esta vinculación, ar dientemente deseada por todos, sólo puede hacer se efectiva basándose en la dialéctica, y más pre cisamente en la dialéctica empírico-realista. De este m odo se pretende facilitar la colabora ción fecunda de todas las ramas de la «ciencia del H om bre», bajo la doble presidencia de la so ciología y de la ciencia de la historia. Y en el frontispicio de la futura Casa de las Ciencias del H om bre quisiera leer esta divisa: «N a d ie entre aquí que no sea dialéctico.» La desproporción entre la parte histórica de este libro (la prim era), más extensa, y la parte sistemática (Introducción y Segunda Parte), es, a decir verdad, más aparente que real. Pues una buena parte de la historia de la dialéctica (de J. G. Fichte a Karl Marx y, en apéndice, a Jean-
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Paul Sartre) consiste esencialmente en una expo sición crítica de las aplicaciones de la dialéctica a la realidad social y a su estudio intentadas has ta el presente. Esta parte pertenece igualmente a la exposición sistemática y al análisis histórico 2La primera fuente de este libro proviene de la copia estenográfica de un curso público dictado en la Sorbona durante el año escolar 1960-1961. Este texto, reelaborado y sustancialmente com pletado, utiliza también, bajo una nueva forma, publicaciones mías anteriores que se refieren a los problemas suscitados aquí. Espero qu e este es crito contribuya, al menos, a disipar algunos de los malentendidos o de las falsas interpretacio nes que se habían acumulado en to m o a mis en foques precedentes. Georges Gurvitch París, 22 de noviem bre de 1961
Introducción El verdadero problema
Mi ob jetivo es m ostrar que de todas las cien cias, e incluso de todas las ciencias humanas, la sociología es la que más necesita de la aplicación del m étodo dialéctico. Y la ambición es mayor aún: destacar que el objeto de la sociología — los fenómenos sociales totales (esas participaciones de lo humano en lo humano), estudiados en el conjunto de sus aspectos y de sus movimientos— resulta inalcanzable si se rechaza la dialéctica. El propio método de la sociología — la aplicación de una visión de conjunto que tiene en cuenta el carácter pluridimensional de la realidad social y la tensión perpetua entre los elementos no estruc turales, estructurables y estructurados de ésta, así como la construcción de unos tipos sociológicos que corresponden a tres escalas diferentes que son la de los «N o so tro s», la de los grupos y cla ses, y, por último, la de las sociedades globales (escalas que se presuponen recíprocamente)— , a mi m odo de ver exige imperiosamente el recur17 G u r v itc h . 2
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so a la dialéctica. P or ello, al intentar ofrecer, en el Traité de S ociologie \ una definición breve de esta ciencia, di la siguiente: « la sociología es una ciencia que estudia los fenóm enos sociales to tales en el con ju n to de sus aspectos y de sus m ovim ientos, captándolos en tipos dialectizados microsociales, de gru po y globales, en vías de hacerse y de deshacerse». Y esto no es todo. Ya se trate del problema de la vinculación entre sociología general o teo ría sociológica e investigación empírica, lo cual está particularmente a la orden del día; ya se trate del problema de las relaciones entre com prensión, descripción y explicación en sociología; ya se trate, por últim o, del problem a de la rela ción entre sociología, historia y ciencias sociales particulares, ninguno de estos problemas, como me propongo m ostrar en esta obra, puede ser profundizado o resuelto sin recurrir a la dia léctica. Independientemente de las alusiones que se ha llarán en el T ra ité \ he intentado precisar mis ideas sobre esta cuestión en tres artículos: «L'Hyper-Empirisme d ia lectiq u e»3, « L a crise de l'explication en sociologie» 4 y «Réflexions sur Ies rapports entre philosophie et. s o c io lo g ie »5. Si me vuelvo a ocupar del problem a es porque tengo la impresión de que, p o r razón de su importancia y de sus inmensas dificultades, exige un trabajo más detallado y profundo que el que le he dedi cado en m is estudios anteriores. Algunas de mis conclusiones precedentes exigen, igualmente, ser desarrolladas, precisadas, matizadas e incluso co rregidas, al objeto de evitar interpretaciones erró neas.
I. El destino de la dialéctica
En torno a la palabra «dialéctica» y en torno al método que lleva su nombre se han ido acumu lando demasiados malentendidos. La dialéctica cuenta con una historia muy larga y sinuosa. Para evitar los errores pasados y para escapar a equívocos graves es preciso conocer esta his toria y, en la medida de lo posible, indicar las numerosas trampas de que a menudo han sido víctimas los dialécticos. Esto es lo que me pro pongo hacer en la primera parte de esta obra, mediante la consideración y la crítica de las con cepciones más caracterizadas de la dialéctica. Pero, previamente, es preciso adm itir franca mente que todas las dialécticas conocidas en la historia, incluso las más concretas (las de Prou dhon y Marx), no han conseguido evitar el conver tirse en dialécticas consoladoras y apologéticas, fueran ascendentes o descendentes, positivas o negativas. Todas ellas han sido domesticadas — cierto es que en diferentes grados— por pun 19
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tos de vista dogmáticos, aceptados de antemano. Sirvan de ejem p lo la dialéctica ascendente de Platón, que no es sino un penoso ascenso hacia la contemplación de las ideas eternas; la dialéc tica descendente y mística de Plotino, que va de lo Uno a lo M últiple; la dialéctica de la síntesis de lo Uno y lo M últiple de Leibniz, y la dialéctica hegeliana que describe las fases de la alienación de Dios en el mundo y del retom o del mundo hacia Dios, en un tiempo que sublima todo mo vimiento real para preservarlo, conservarlo y ele varlo ( aufheben) en «la eternidad viviente», y para identificar el tiempo, el espíritu, la razón, la humanidad y la divinidad. En cada uno de estos casos las respuestas se conocen de ante mano. Proudhon y M arx, que vincularon preferente mente la dialéctica a la lucha real, a la acción humana en la sociedad, a la sociedad «en acto» (según la expresión de Saint-Simon), no consi guieron tampoco liberarla por com pleto de su carácter ascendente y, p or tanto, consolador. Proudhon, más racionalista que Marx, habla de «la reconciliación universal a través de la con tradicción universal»; Marx, más influenciado que Proudhon p o r la filosofía de la historia, con sidera a su vez que la dialéctica histórica con duce a la reconciliación total del hombre y de la sociedad, desalienados, consigo mismos. Ahora bien, la verdadera misión del método dialéctico consiste en dem oler todos los concep tos adquiridos y cristalizados para im pedir su m om ificación — la cual es debida a la incapacidad para captar las totalidades en m ovim iento— y también en tener en cuenta simultáneamente los conjuntos y sus partes. P or esta razón la dialéc tica, para dar fruto, deberá ser esencialmente antidogmática, es decir, deberá elim inar toda toma de posición filosófica o científica previa.
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La dialéctica im penitente e intransigente, la dia léctica virulenta y fiel a su vocación, no puede ser ascendente ni descendente, ni las dos cosas a la vez. N o puede co n d u cir a la salvación ni a la desesperación, ni a la p rim era a través de esta última. No es ninguna panacea para la reconci liación de la humanidad consigo misma. No pue de ser espiritualista,- m aterialista o mística. N o puede proyectarse en el espíritu ni en la natura leza. La dialéctica, en tanto que m étod o y en tan to que m ovim ien to real, pertenece al dom inio de la existencia humana y, p o r consiguiente, de la existencia social. Y puesto que las relaciones en tre los dos aspectos mencionados son, a su vez, dialécticas y exigen ser dialectizadas, siempre que se habla de dialéctica (considerada bajo cual quier aspecto) interviene la realidad humana. Desde este punto de vista, decir que la sociolo gía necesita — más que cualquier otra ciencia— de la dialéctica, no significa en absoluto que sin tamos la m enor tentación de vincular la sociolo gía a la filosofía. En tanto que método, la dialéc tica sólo tiene sentido com o una especie de depu ración previa, com o una ordalía, com o una dura prueba necesaria a toda ciencia y a toda filosofía. Su propio nombre lo confirm a: dia significa a través, «cam ino hacia». Cam ino ¿hacia qué? Res ponderé a esta cuestión diciendo que hacia expe riencias siempre renovadas y que no se dejan encerrar en ningún cuadro operativo inmóvil. En tanto que m ovim iento real, la dialéctica es el movimiento de los N osotros, de los grupos, de las clases, de las sociedades, de sus obras culturales y de sus estructuras y, p o r último, de sus parti cipantes; m ovim iento que afronta sin cesar difi cultades nuevas e im previsibles, internas y exter nas, a lo largo de su sinuosa ruta. Pueden tranquilizarse, p o r tanto, los lectores que se han sentido preocupados al ver que reía-
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don aba la sociología con una concepción filosófi ca previa particular. Desde mi punto de vista, la dialéctica carecería del m enor interés no sólo sociológico, sino incluso filosófico si tuviera que servir para defender una posición adoptada de antemano. El objetivo consiste, para mí, en libe rar de dogm atism o a la sociología mediante la dialéctica, y no en im poner de antemano a la so ciología, por m edio de la dialéctica, una orienta ción cualquiera, presuponiendo conocida, inde pendientemente del recurso a la experiencia y a las investigaciones em píricas, esa gran X que es la realidad social. N o se trata de ocultar mi ig norancia en este terreno con un ju ego de ambi güedades conceptuales y verbales: se trata, por el contrario, de com batir estas últimas mediante la dialéctica. También he de decepcionar a cuantos espera ban verme relacionar la sociología con el mate rialism o dialéctico de M arx o con la filosofía dia léctica de Hegel, fundada en un esplritualismo teológico-místico. Si las ciencias sociales, y en par ticular la sociología y la historia, m e parecen un cam po privilegiado para la aplicación de la dia léctica, no es, ciertamente, por las razones que pueden hallarse im plícitam ente en H egel e inclu so parcialmente en Marx (a pesar de todo el re lativism o y el realism o sociológico de este último). Para estos autores, la dialéctica se halla arraigada en una filosofía dogmática de la historia a la que yo considero el peor enem igo de la sociología y del saber histórico. Pues esta filosofía de la his toria consiste en la creencia de que la dialéctica está llamada a recon cilia r a la humanidad consi go misma p o r m ediación de la historia transfor mada en teodicea. La dialéctica a la que me refie ro no guarda relación alguna con este concepción. Vincular la sociología con semejante interpreta
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ción de la dialéctica equivaldría a vincularla a un navio en trance de irse a pique... Se advierte, pues, cuánta razón tenía André LaIande al escribir, en su D iction n a ire philosophique, que «el término 'dialéctica' ha recibido acep ciones tan diversas que sólo puede ser empleado útilmente a condición de indicar con precisión en qué sentido se toma». Seguiré esta prudente re gla, no sin señalar que la mayoría de los sentidos divergentes de la palabra «d ialéctica» deben tener algunos puntos en común, dado que han podido ser clasificados bajo el mismo rótulo y, más aún, dado que han tenido una historia. Y a he aludido a ello anteriormente; en la primera parte de este libro trataré de precisar más lo que tienen en co mún a las diferentes interpretaciones de la dia léctica. Pero, previamente, es necesario eliminar uno de los sentidos que a veces se da a este término y que no guarda relación alguna con las auténti cas — aunque divergentes entre sí— concepciones de la dialéctica. A veces se ha definido a la «d ia léctica» com o «e l arte de discutir sutil y hábil mente de todas las cosas», confundiendo así dia léctica y retórica. En este sentido se calificaba a los sofistas, en la antigüedad, de «dialécticos». Ello quería decir, simplemente, que dominaban el arte de la discusión oral. Este sentido peyora tivo vuelve a encontrarse tanto en santo Tomás de Aquino com o en su gran adversario Duns Es coto. Ambos hablaban de la dialéctica únicamen te con desprecio: para santo Tomás, se trataba del «arte de la discusión estéril»; para Duns Es coto, del «a rte de hablar de todo y de nada». En Descartes, el gran adversario de la filosofía escolástica, volvem os a encontrar el mismo des precio por la dialéctica, interpretada de manera análoga aunque con un matiz ligeramente d ife
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rente. «L o s dialécticos — escribe Descartes— creen gobernar la razón humana prescribiéndole cier tas formas de razonamientos.» Pero con la dia léctica ocurre igual que con la retórica, la poéti ca y las artes análogas (p o r ejem plo, la esgrima): al aprenderlas «se pierde más de lo que se gana», pues al aplicarlas termina uno p or dudar de sí mismo, mientras que la fuerza no se aprende sino que se afirma mediante su ejercicio. Esta interpretación errónea de la dialéctica com o artificio retórico — o, en rigor, heurístico— que la reduce a un verbalism o hábil, pero hueco, ha sido recogida por la reacción positivista con tra toda m etafísica en tanto que vana especula ción. El positivismo, com o es sabido, rechaza toda clase de riesgos en el conocimiento. Para él, el conocimiento es positivo sólo cuando se apoya exclusivamente en los hechos y en el entendimien to o razón discursiva, única capaz de registrarlos. T odo lo que va más allá de los hechos ciertos, registrados p o r la razón discursiva — que no pue de pasar de generalizaciones muy parciales y pre vias— , es considerado «qu im érico», «m etafísico» y «n egativo», algo fundado en la «d ialéctica» que disimula la variedad bajo una abundancia de pa labras. Comte llega incluso a rechazar el cálculo de probabilidades, en el que sólo ve un juego «vano y estéril», recordando tal vez que ya Aris tóteles consideraba la dialéctica com o «una ar gumentación relativa a lo probable». A pesar de reforzar la negativa aureola form a da en torno a este término, la concepción positi vista de la dialéctica supera, al menos, la confu sión de esta última con la simple retórica; la vincula a uno de los aspectos históricos de la dialéctica auténtica, en la cual, efectivamente, entra el elemento de lo especulativo, en el sentodo de c o rre r riesgos al objeto de d em oler los conceptos m om ificados.
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Sin embargo, preciso es adm itir que la com binación de la influencia tomista, cartesiana y positivista ha reforzado el prejuicio contra la dia léctica, especialmente en Francia. A este prejui cio se debe en parte el horror que algunos gran des sociólogos franceses, como Durkheim y Mauss, han sentido hacia el término, incluso cuando te nían que enfrentarse, com o Mauss, con los fenó menos sociales totales en movimiento, los cuales son precisamente inconcebibles e inaccesibles sin recurrir a la dialéctica. Incluso muy recientemen te, R. Ruyer, en una comunicación al «C ollège de Philosophie», hacía mención del «m ito de la ra zón d ia léctica »6 que, según él, no hace más que perjudicar al conocimiento. Ruyer no parece re parar en el hecho de que igualmente se podría hablar de la dialéctica de la razón que de la ra zón dialéctica, y que la dialéctica puede ser inhe rente al m ovim iento de determinados sectores de la realidad. Por otra parte, R. Ruyer parece olvi dar que en las ciencias exactas se ha producido un gran cambio, ya que, en el curso de los últi mos treinta años, han sido tocadas, a su vez, por la gracia dialéctica. El m étodo dialéctico, efectivamente, fue intro ducido bajo la form a de la complementariedad dialéctica, p or el fís ic o danés N iels Bohr, al ob jeto de poner fin al conflicto que oponía, en la microfísica, las teorías corpuscular y ondulato ria de la luz; estas dos teorías, según Bohr, no se excluyen, pero tam poco pueden ser aplicadas al mismo tiempo, puesto que la una impide la visión de la otra. E n este sentido se parecen a las dos vertientes de una misma montaña. Louis de Broglie 7 y, posteriormente, Jean-Louis Destouches han extendido la aplicación de la comple mentariedad dialéctica a una serie de problemas de la física nuclear moderna. El matemático y lógico suizo F. Gonseth, al insistir en las ciencias
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exactas modernas sobre el incesante vaivén entre lo especulativo y lo experimental, y en el hecho de que en las matemáticas lo infinitamente gran de y lo infinitamente pequeño dependen lo uno de lo otro y se presuponen recíprocamente, ha re velado que aquí lo intuitivo y lo constructivo están contenidos en una dialéctica de complementariedad. Así, pues, el debate sobre la dialéctica de com plementa riedad abierto por Niels B oh r se ha am pliado de manera asombrosa en las ciencias exac tas de hoy. Dos hechos han contribuido, ciertamente, a la progresiva dialectización de las ciencias exactas: p or una parte, el principio de la relatividad ge neral ha hecho perder a las ciencias sus bases tradicionales, arraigadas en un tiem po y en un espacio universales y unívocos, los cuales han tenido que ser abandonados en fa v o r de una mul tiplicidad de espacios-tiempos; p or otra parte, las ecuaciones de indeterm inación de Heisenberg y von Neumann, han demostrado la imposibi lidad de m edir simultáneamente la posición y la velocidad del electrón. Por ello no puede resul tar sorprendente que desde 1947 aparezca en Zurich una revista internacional llam ada Dialéc tica en la que, bajo la dirección de F. Gonseth, científicos que trabajan en diferentes ciencias exactas confrontan las dificultades conceptuales y experimentales propias de sus terrenos, para buscar su solución en el método dialéctico. P o r su parte, un filósofo de las ciencias tan co nocido como Gastón Bachelard, que empezó a in troducir la dialéctica en el m étodo científico a partir de su obra La dialectique de la durée (1.a ed. 1936), ha manifestado recientemente que el m étodo de las ciencias exactas contemporáneas consiste en la dialectización de lo sim ple *, aña diendo, además, que se trata «d e una dialéctica
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móvil por sí m is m a »9. «L a s dialécticas — añade— se desplazan sin cesar. Es necesario... no sola mente rechazar la unidad de la ciencia, sino vi gilar sin cesar su actividad de diferenciación. Las dialécticas, debidamente racionalizadas, pueden refluir profundamente hacia las posiciones cien tíficas prim eras» ,0. Según él, en tanto que m é todo de las ciencias exactas, la dialéctica está relacionada con procedimientos operativos «q u e convierten en relativo el aparato conceptual de toda ciencia». Estos procedim ientos operativos se identifican con lo que Bachelard denomina «e l racionalismo aplicado de las ciencias exactas de hoy». Según F. Gonseth, «e l trabajo dialéctico es esencialmente... depuración de un conocimiento bajo la presión de una experiencia con la cual se confronta» 11. Otro lógico, M. Barzin, simplifica todavía más: «L o que denominamos ‘dialéctica' — escribe— es una concepción de la ciencia se gún la cual toda proposición científica es en p rin cipio susceptible de revisión.» Es evidente que la dialéctica no ha sido intro ducida en las ciencias exactas para evitar, a cos ta de un conceptualism o hueco, la solución de los problemas más delicados. Muy al contrario, se introduce para a b rir una vía de acceso hacia lo que está o cu lto , hacia lo que d ifícilm en te pue de captarse: para renovar experiencia y experi mentación, y para hacer esencialmente im posible la esclerosis d e los cuadros operativos. Se trata, pues, de una dialéctica que no es arte de d iscutir y de engañar, n i un m edio de hacer la apología de posiciones filosóficas preconcebidas, llámense racionalismo, idealismo, criticism o, esplritualis mo, materialism o, fenom enología o existencialismo. Se trata, a decir verdad, de una dialéctica experim ental y relativista, que recurre a la es peculación para adaptar m ejor los objetos del
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conocimiento a las profundidades de la realidad. Espero que esta conversión de los represen tantes de las ciencias exactas a la dialéctica me descargue de toda sospecha de pretender unir la sociología a no sé qué clase de filosofía, de la cual, justamente, quisiera liberarla mediante el recurso a la dialéctica. N o realizamos este traba jo para que algunos malos espíritus — entre los cuales figuraría el autor de estas líneas— , perdi dos en sus abusivas conceptúalizaciones socioló gicas, busquen en la dialéctica una justificación de su fracaso. Se trata, lo repito, de evitar toda conceptualización dogmática que impida la co nexión entre teoría sociológica e investigación empírica; por ello me he decidido a confrontar Dialéctica y Sociología. Y me hallo aquí en bas tante buena compañía: la de los m etodólogos de las ciencias exactas más cualificados. Sin embargo, nos aguardan en este punto al gunas decepciones. Es necesario advertir que los físicos modernos no han profundizado el térmi no «dialéctica». La lectura de diversos números de la revista Dialéctica nos muestra que todo se reduce a la insistencia en la com plem entariedad de los conceptos operativos, convertidos esencial mente en provisionales y relativos. Como se ha indicado ya, después de que Niels Bohr, Louis de Broglie y J.-L. Destouches aplica ron la dialéctica de com plem entariedad a las on das y corpúsculos, Heisenberg y von Neumann la extendieron a las relaciones entre situación v velocidad de los electrones, y F. Gonscth y sus colaboradores a las relaciones entre lo infinita mente grande y lo infinitamente pequeño en las matemáticas. Sin em bargo, ni el sentido del tér m ino de com plementariedad ni los variados gé neros de esta última (c fr . infra, 2.* parte), ni la relación de este procedim iento con otros proce dimientos de dialectización, ni, por último, sus
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relaciones con el m étodo dialéctico mismo y con la realidad estudiada han sido esclarecidos y pro fundizados en form a conveniente. Si se acepta la definición de complcmentariedad que da Gas tón Bachelard — «procedim iento operativo me diante el cual se trata de descubrir la apariencia de una exclusión recíproca de los términos con trarios que en realidad se muestran al análisis dialéctico com o hermanos gemelos, como dobles que se afirman los unos en función de los otros, o que al menos entran en el mism o co n ju n to »— es forzoso adm itir que los físicos modernos no han tomado conciencia ni de la posibilidad de procedimientos dialécticos distintos de la complementariedad, ni de la multiplicidad de los con juntos a considerar, ni — finalmente y sobre todo— de la dialéctica entre los aparatos con ceptuales y los ám bitos de la realidad que éstos estudian. Y esto no es todo. La introducción de la dia léctica en la física moderna ha dejado de lado no solamente algunos aspectos fundamentales de toda dialéctica, sino también la diferencia entre ciencias naturales y ciencias sociales. Sin em bar go, estas últimas plantean el problem a de la dia léctica con especial agudeza. Y ello porque la realidad humana y social es a su vez dialéctica, cosa que no es la realidad natural. Todavía cabe ir más lejos y d ecir que los teó ricos de las ciencias exactas, imbuidos de la dia léctica de complementariedad, no evitan la apo logía del conocim iento científico. Y en efecto, quitan valor a los demás tipos de conocimiento y subordinan la dialéctica a un racionalismo que, a pesar de ser aparentemente inofensivo p or su carácter práctico y operativo, sigue estando en realidad esencialmente sometido al intelectualismo. De suerte que, también en esta ocasión, la virulenta fuerza de la dialéctica se halla considc-
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rablcmentc debilitada: no sólo sigue siendo ascen dente (ascendente hacia las ciencias, y particular mente hacia las ciencias exactas), sino que incluso la condición humana, las sociedades, las clases, los grupos, los Nosotros, los hechos culturales en toda su plenitud, se hallan más bien excluidos de su esfera de aplicación. La afectividad, la vo luntad y la creatividad, individuales y colectivas, y más ampliamente la «p raxis», la vida social, sus obras y sus estructuras, la realidad histórica — esa parte privilegiada de la realidad social—, habitual mente ni siquiera son rozadas por la dialéctica preconizada por la m ayoría de los re presentantes de las ciencias de la naturaleza. Sin embargo, precisamente en este terreno es donde la realidad estudiada es, a su vez, esen cialmente dialéctica, y donde «la dialecjtización de lo sim ple», seguí} la fórm u la de Gastón Bachelard, se impone más que en parte alguna. Desde este punto de vista, resultan más satis factorias no solamente la dialéctica de Proudhon y de Marx (a pesar de su vinculación a filosofías preconcebidas), sino incluso la dialéctica de los existencialistas modernos. Inicialmente, la dialéc tica existencialista partía de la identificación de lo humano con el ámbito de la conciencia. Evi taba, sin embargo, la identificación de esta últi ma con la subjetividad individual, y a veces to maba en consideración la manifestación de lo humano y de lo consciente en «el trabajo y la cultura». Posteriormente la dialéctica existencialista se ha ampliado un poco, tomando en con sideración, según la nueva term inología de JeanPaul Sartre, el problema de «la dialéctica de los conjuntos prácticos», es decir, del m ovim iento pro pio de la realidad social y su intensificación en la realidad histórica. La dialéctica existencialista ha tropezado desde su comienzos con una triple dificultad: 1) La re
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ducción de la dialéctica a la conciencia descui daba el hecho de que ésta, en sus relaciones con la realidad, al igual que en sus maneras de cap tarse a sí misma, exige ser dialectizada a su vez; 2) la existencia humana se concebía exclusiva mente com o existencia individual; 3) ésta, enten dida a p r io r i com o ambigüedad, desesperación, angustia o «náusea» (según la expresión de JeanPaul Sartre), subordinaba la dialéctica a una pre via concepción filosófica. Así, en sus primeros pasos, la dialéctica existencialista corría el peli gro de ser domesticada, sometida, al igual que tantas otras interpretaciones de la dialéctica (esta vez, a un individualismo pesimista). Estos peligros se atenúan un poco en Les aven tures de la dialectique (1955), del malogrado Maurice Merleau-Ponty, y, sobre todo, en el re ciente lib ro de J.-P. Sartre, C ritique de la raison dialectique, tomo I, Théorie des ensembles pratiques (1960), que tendremos ocasión de analizar detalladamente (c fr. la 1.a Parte de este libro, sec ción 9). Estos dos autores no están en absoluto de acuerdo entre sí. En Les aventures de la dia lectique, la crítica de Merleau-Ponty se dirige en gran parte contra las aplicaciones prácticas que Sartre infiere de su existencialismo. Además, le reprocha a este último el subjetivismo del cogi to l2, que, al separar la dialéctica de la realidad social, la convierte en ilusoria 13 y la sustituye por una filosofía de la creación absoluta ex nihilo ,4. «El tejid o social se hace tan frágil com o el vi drio» I5, escribe Merleau-Ponty; «el Otro se pre senta exclusivamente como rival del Y o » ,6. En el epílogo de su libro Merleau-Ponty afirma que «la dialéctica... es un pensamiento que. no cons tituye el todo, pero que está situado en é l» r/. Parece aventurarse, por tanto, en el sentido de la atribución de m ovim iento dialéctico a la realidad social.
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Merleau-Ponty, sin embargo, interpreta este «so cia l» de una manera muy estricta y no satis factoria: como inter-subjctividad. Además, no explícita el sentido exacto de este último tér mino (¿se trata de los Nosotros, de los grupos, de las clases, de las sociedades? ¿o bien — cosa más verosím il— de las relaciones interindividua les e intergrupos con eí Otro?); no precisa tam poco si la realidad social se reduce enteramente a esta «intersubjetividad», que parece ser de orden psicológico. La concepción de la dialéctica de Merleau-Ponty se reduce, pues, a unas cuantas alusiones vacilantes que carecen de claridad y de elaboración. Sartre, en su C ritiqu e de la raison dialectique (1960), formula detalladamente su concepción de Ja dialéctica. Las críticas que anteriormente le dirigió Merleau-Ponty han perdido parcialmente vigencia, dado que el propio Sartre ha hecho un esfuerzo por referir la dialéctica a la realidad humana; ésta comprende la realidad de la exis tencia individual y la de los «conjuntos prácticos reales», cuyo m ovim iento de- totalización analiza. De pasada, y a títu lo de ejemplificación, desarro lla toda una sociología dialéctica, fundamentada en una síntesis de existencialismo, marxismo y hegelianismo. AI preferir el término «totali zación» a «totalid ad », Sartre destaca que las totalizaciones sociales, por ser dialécticas en sus movimientos reales, imponen la dialéctica como método a las ciencias que las estudian, es decir, a la sociología, a la antropología y a la historia. Sin embargo — com o señala el título mismo del libro— , Sartre hace que la razón dialéctica pre valezca sobre la realidad social, comprendida en un movimiento dialéctico. Más exactamente: no concibe los «conjuntos prácticos» — expresión con la que designa la realidad social— más que guiados por la «razón dialéctica». P o r ello, en
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lugar de plantear el problem a de la «dialéctica de la razón» misma, que puede estar en relación tanto de contradicción com o de reciprocidad con los marcos sociales, y que unas veces puede ser múltiple (cada Nosotros, cada grupo, cada clase, cada sociedad puede poseer, en este sentido, su propia razón) y otras unificada hasta un cierto punto, Sartre concluye en la razón universal (y además sin pretenderlo). La unificación de la ra zón sigue siendo para Sartre el problem a princi pal; y así, a ejem p lo de Hegel, acaba p or conside rar que la fuente del m ovim iento dialéctico debe buscarse en la razón ,8. Probablemente se deba a mi negativa a vet en la razón la fuente del m ovim iento dialéctico y a mi resistencia a hacer concesión alguna a la interpretación hegeliana de la dialéctica, el que Sartre califique al hiper-em pirism o dialéctico que yo defiendo de «neo-positivism o». Escribe: «P oco importa que Gurvitch califique de dialéctico a su hiper-empirismo: lo que quiere destacar con ello es que su o b jeto (los hechos socia les) se presenta en la experiencia com o dialécti co; su dialecticism o es una conclusión em píri ca» l9. Sartre concede — y se lo agradezco— «qu e la desconfianza respecto de un a p rio ri dialéctico está perfectam ente justificada dentro de los lím i tes de una ciencia em pírica» 20. Pero empezamos a divergir a partir del m om ento en que Sartre ca racteriza esta posición com o neo-positivismo, pues considero que el positivism o rechaza toda dialéctica, incluso cuando la impone la experien cia, com o «especulación», mientras que yo creo, en cambio, que el elemento especulativo es p ro pio del aparato conceptual de toda ciencia, aun que en diferentes grados. Por otra parte, tomo mucho rnás en serio que Sartre la realidad social y su m ovim iento dialéctico, y no concedo prim acía alguna a la dia
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léctica de la existencia individual. P o r último, recurro al método dialéctico no solamente para liberar de dogmatismo a la sociología (y a todas las ciencias humanas, e incluso las ciencias exac tas), sino también a la filosofía. Naturalmente, esta última no se reduce en absoluto, para mí, a una síntesis de los conocimientos científicos. Tiene su propio terreno: el de la justificación de lo verídico, terreno que la dialéctica desem baraza de las viejas oposiciones de escuela, como las de m aterialism o, positivismo, esplritualismo, racionalismo, criticism o o sensualismo, al tiem po que abre paso a otra serie de tomas de posi ción filosóficas. Podría responder a la caracteri zación de Sartre, según la cual la dialéctica que deseo prom over es un neo-positivismo, diciendo que la suya es un «neo-racionalism o». Pero no es aquí donde se halla la divergencia mayor. Esta reside en el p rop io esfuerzo de Sartre por encontrar la base de la dialéctica en una concepción filosófica y en su negativa a liberarse de la dialéctica ascendente, mientras que yo tra to de liberar a la dialéctica, en tanto que mo vim iento real y en tanto que método, de toda vinculación con una posición filosófica precon cebida. En tanto que m étodo, la dialéctica es para m í como he observado ya, un fuego purificador, una ordalía, que prepara el camino tanto para las ciencias com o para la filosofía. En tanto que m ovim iento real, la dialéctica, a mi m odo de ver, sólo es propia de la realidad social, y, más ampliamente, de la realidad humana, las cuales en sus esfuerzos v en sus luchas se hallan situa das incesantemente ante nuevos obstáculos. Al seguir la historia dcj la dialéctica, lo cual constituirá la prim era parte de este libro, tendré ocasión de volver sobre la exposición y la crítica de La critiq u e de la raison dialectique de Jean-
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Paul Sari re. Pero destacaré ya desde ahora que a él le corresponde el m érito de haber recordado que no es posible hacer antropología, y con ma yor razón sociología e historia, com o ciencias, sin recurrir a una dialéctica no dogm ática sino crítica. Nuestro punto de acuerdo term ina ahí.
2. Caracterización previa de la dialéctica
Para concluir esta introducción, insistiré en los puntos que unen a todas las concepciones auténticas de la dialéctica a pesar de las diver gencias en sus interpretaciones. 1) Toda dialéctica, trátese del movimiento real o del m étodo, considera a la vez los cotí ¡untos y sus elem entos constitutivos, las totalidades Y sus partes. Lo que la concierne es el movimiento de unos y otros, y en particular el movimiento entre los unos y los otros. Las diferentes inter pretaciones pueden insistir preferentemente sobre la totalidad o sobre las partes, sobre la unidad o sobre la multiplicidad, o, en resumen, sobre tal o cual procedim iento particular de dialectización. Sin embargo, toda dialéctica autén tica se niega a aniquilar la unidad en la multi plicidad o la multiplicidad en la unidad, pues el m ovim iento simultáneo de los conjuntos y de sus partes presupone estos dos aspectos. Tom emos el ejem plo de Aquiles, quien, según 36
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Zenón de Elea, jam ás puede alcanzar a la tor tuga. El secreto de este sofisma es que deja de lado el aspecto del co n ju n to del m ovim iento. En las tesis de De Bonald o en las de Augusto Comte, según las cuales el tod o de la Sociedad y de la Humanidad predomina siempre sobre sus partes (sean éstas los hombres, los grupos o las nacio nes), lo que se ignora es el m ovim iento de las partes; además, se trata de una totalidad que en el fondo permanece inmóvil, incluso a pesar de que en la superficie se mueva. Si llegara hasta el final — cosa que jamás han hecho la mayoría de los dialécticos— , podría de cirse que la dialéctica, para ser consecuente con sigo misma, debería considerar con igual inten sidad el m ovim iento hacia la pluralidad de las totalidades y el m ovim iento inverso hacia sus unificaciones. Advirtamos, además, que los con juntos o totalidades de que hablan las ciencias, sobre todo las ciencias humanas y en particular la sociología y la historia, son realidades limita das, finitas, mientras que las totalidades de que habla la filosofía son totalidades infinitas. Creo que de ahí se podría extraer la conclusión de que el m ovim iento hacia la pluralidad de las to talidades tiene más posibilidades de ser acentua do en las ciencias humanas, y el movimiento hacia la unificación de las totalidades en filosofía. 2) El segundo punto que se ha de destacar a propósito de la dialéctica considerada en tanto que m étodo, es que este último es siempre ne gación; no, como se ha dicho frecuentemente, por oponer tesis y antítesis que habrían de ser antinómicas — lo cual no es más que uno de los varios procedim ientos de dialcctización (e l de la polarización)— , sino porque niega las leyes de la lógica fo rm a l, en la medida en que no están com prendidas en un conjunto que las supere, pues desde el punto de vista dialéctico ningún elemen
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to es idéntico a sí mismo. Si la dialéctica, en todos sus aspectos, niega el aislamiento entre los conjuntos y sus partes, com o hemos visto ya, el m étodo dialéctico niega toda abstracción que no tome en cuenta su propio artificio y no conduzca hacia lo co n creto, sea éste el mundo de las ideas de Platón, «el universal concreto del espíritu» de Hegel, la sociedad concreta y el hom bre concreto de Marx, o, finalmente, los datos concretos de la experiencia que se renuevan sin cesar. El método dialéctico es igualmente nega ción en el sentido de que rechaza todo lo que es discursivo, es decir, todo lo que sigue estando sujeto a unas etapas que hay que recorrer, acce sibles únicamente a la abstracción y a la gene ralización. Ello no quiere decir, sin embargo, que la negación im plicada en el método dialéc tico, o al menos en la negación de la negación, produzca milagros, com o creía Hegel. La nega ción dialéctica no es más que la destrucción de la lógica form al, de lo general, de lo abstracto, de lo discursivo, para alcanzar lo que éstos en cubren. 3) En tercer lugar, la dialéctica, tomada en to dos sus aspectos, es la conmoción de toda esta bilización aparente en la realidad social, al igual que en todo conocimiento, ya que destruye toda fórmula cristalizada. Es un com bate contra la estabilidad artificial, tanto en lo real com o en lo conceptual. Es la demolición de lo que hay de caduco en la realidad, pero que continúa sub sistiendo en ella. Es también la dem olición de los conceptos momificados que, en lugar de servir de puntos de referencia, impiden que se penetre en lo real, y en particular en la realidad social. La dialéctica com o método com bate a la vez el escepticismo y el dogm atism o: los rechaza si multáneamente al dem ostrar cuán complejas, si nuosas y flexibles son la verdad y la realidad, y
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cuántos esfuerzos siempre renovados son nece sarios para no traicionarlas. Sin embargo, hay que admitir que hasta el presente la mayoría de los dialécticos han traicionado a la dialéctica al desembocar en dialécticas apologéticas que se superan a sí mismas para alcanzar una cima (que nada tiene de dialéctica). En este sentido, la cues tión permanece abierta: ¿cóm o evitar la infide lidad a la dialéctica, así como la superación dia léctica de la dialéctica, lo cual entraña finalmente su ruina? Trataré de responder a esta cuestión al tomar posición en favor del hiper-empirismo dialéctico, o, si se prefiere, de la dialéctica empí rico-realista, cuyo sentido precisará este libVo. 4) La dialéctica consiste por una parte en ma nifestar y por otra en poner de relieve unas ten siones, unas oposiciones, unos conflictos, unas luchas, unos contrarios y unos contradictorios (que no son en absoluto idénticos, como se mos trará; solamente los contradictorios pueden ser designados como antinomias o polaridades). La dialéctica es la manifestación y el subrayado de que los elementos de un mismo conjunto se con dicionan recíprocamente y que, con la excepción de las antinomias propiamente dichas (p or ejem plo, el ser y la nada, o la necesidad absoluta y la ilimitada libertad creadora, etc.), la mayoría de las manifestaciones conflictivas unas veces pueden interpretarse en grados diferentes y otras combatirse entre sí con m ayor o menor inten sidad. En una palabra, la dialéctica desemboca en una infinidad de grados intermedios entre los términos opuestos, que hay que estudiar en todas sus variedades efectivas: así, por ejem plo, los grados intermedios entre lo cuantitativo y lo cua litativo, entre la libertad y el determinismo, en tre lo organizado y lo espontáneo, entre indivi duos y colectividades, entre las manifestaciones
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de la sociabilidad, las clases, las sociedades glo bales, etc. La dialéctica presenta tres aspectos, de los que se hablará con más detalle en la segunda parte ( cfr. infra., pp. 245-257), y que se hallan a su vez en relación dialéctica. Ninguno de estos aspectos, al igual que la dialéctica de sus relaciones, ha sido suficientemente precisado hasta ahora por los dialécticos. a ) En tanto que m ovim ien to real, la dialéctica es el cam ino emprendido por las totalidades hu manas, y en prim er lugar por las totalidades so ciales e históricas, en vías de hacerse y de des hacerse, en la generación recíproca de sus con juntos y de sus partes, de sus actos y de sus obras, así como en la lucha que estas totalida des desarrollan contra los obstáculos internos y externos con que tropiezan en su camino. b ) En tanto que m étodo, la dialéctica es ante todo el m odo de conocer adecuadamente el mo vimiento de las totalidades sociales reales e his tóricas. Sin embargo, puede ser aplicable, en al guno de sus procedimientos, para determinadas ciencias de la naturaleza, sin que ello signifique que la realidad natural que éstas estudian sea dialéctica en sí misma. Lo que sucede es que to das las ciencias, incluso las ciencias naturales o las ciencias exactas, tienen que ver con marcos de referencia más o menos artificiales en los que interviene lo humano y, por mediación de éste, la perspectiva social. c ) Por último, el tercer aspecto de la dialéc tica es la relación dialéctica que se establece entre el objeto construido p o r una ciencia, al método empleado y el ser real. La intervención de esta dialéctica es particularmente intensa en la socio logía, y más generalmente en las ciencias del hombre, p or el hecho de que las totalidades rea
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les estudiadas se hallan penetradas por múltiples significaciones humanas e incluyen lo consciente y en m ayor medida lo psíquico, tanto colectivo como individual. T o d o ello nos lleva al carácter com prom etido de las ciencias del hombre, a sus valoraciones conscientes e inconscientes, contra las cuales la dialéctica, tomada en su tercer asjpecto, es la única capaz de luchar eficazmente. Una vez más, espiritualism o y materialismo resultan decepcionantes cuando se recurre a es tas concepciones filosóficas previas para asociar las con la dialéctica. L a dialéctica de los objetos ie conocimiento construidos p o r las ciencias hu manas rechaza con especial vig o r todas estas concepciones previas. Digamos, para term inar estas observaciones preliminares, que toda realidad conocida, com prendida o actuada, está ya dialectizada por el aecho mismo de la intervención de lo humano, colectivo o individual. Este elemento humano que se manifiesta en el movimiento de la reaidad social, en el m étodo para estudiarla, en los (narcos operativos, en los objetos construidos Propios de cada ciencia, y, por último, en la ex periencia, en la práctica, en el esfuerzo, en la acción, etc.), dialectiza todo lo que toca, in cluidos los llamados m edios (natural, técnico, ulturai) que rodean al hombre y a la sociedad -‘ que son a la vez productos y productores suyos. Así, de una manera previa, el conjunto de los •spectos de la dialéctica puede definirse como 2 vía emprendida por lo humano en m ovim ieno para co m b a tir los obstáculos que encuentran n su cam ino las totalidades reales en m ovim ieno, así com o para aprehenderlas y conocerlas, mkiyendo en ello, al la d o de la realidad social, os conjuntos conceptuales o reales que llevan 'róxinra o lejanamente su huella. En la parte histórica de esta obra veremos
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que aunque las diferentes interpretaciones de la dialéctica no han considerado por lo general to dos los puntos sobre los que he insistido aquí, al menos se han referido, im plícita o explícita mente, a uno o a varios de estos aspectos. Toda la importancia de estos tres aspectos quedará de manifiesto cuando tratemos de mostrar cómo los movimientos dialécticos reales, propios de los conjuntos sociales e históricos, exigen ser escla recidos mediante procedimientos dialécticos ope rativos específicos, que constituyen los objetos construidos del conocim iento, característicos de las ciencias sociales y humanas, y en particular de la sociología, p o r una parte, y de la historia, por otra ( C fr. I I Parte de este libro, secc., 3, pá ginas 305-316).
Historia de Jos principales tipos de^dialéctíca
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La historia de la dialéctica que me propongo esbozar no será en absoluto exhaustiva. Trata de ser lo más breve posible; e insiste en las mues tras más notables de los diferentes tipos de dialéc tica. Mi propósito consiste ante todo en mostrar que las dialécticas conocidas hasta el presen te han sido explícita o implícitamente apologé ticas. Por esta razón, jamás han llegado hasta el final y han acabado p or perder, además de la fidelidad a sí mismas, su virulencia. Ello es igual mente cierto para las dialécticas ascendentes p o sitivas, com o las de Platón, Leibniz y el primer Fichte, como para las dialécticas ascendentes ne gativas, com o las del Dionisio Pseudoareopagita, algunos teólogos de la Edad Media (representan tes de la «teo lo g ía negativa»), Pascal v el segun do Fichte, Kierkcgaard y, más recientemente, KarJ Barth y Gogarten, que no hacen más que preparar el cam ino a la fe religiosa. Las dialécticas a la vez ascendentes y descen 45
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dentes, com o las de Plotino y de Hegel, son, des de mi punto de vista, las más dogmáticas de to das, y, por consiguiente, las más inclinadas a la apología de posiciones preconcebidas. Las dialécticas aparentemente no apologéticas, por no ser ascendentes ni descendentes — como las de Kant, la fenomenología, el existencialismo y la física moderna— pueden resultar apologías disimuladas, ya del agnosticismo (Kant), ya de la totalidad infinita de las esencias cualitativas (fenom enología), ya de la intersubjetividad o de la razón totalizante (existencialismo actual), ya, por último, del operacionalism o cientificista. A pesar de que Proudhon y Marx relacionaran la dialéctica a la lucha social, a la acción huma na en la sociedad y a su conocimiento por la sociología y por la historia más que los restan tes dialécticos, no evitaron, sin embargo, caer en la trampa de la dialéctica ascendente, que con duce a la reconciliación de la humanidad, libe rada de todas sus taras, consigo misma. En ellos, pues, esta dialéctica ascendente sigue siendo con soladora, y por tanto apologética del porvenir de la Humanidad. Habida cuenta de todo ello, no es posible acep tar ninguna de las dialécticas formuladas hasta el presente. Ello no impide, sin embargo, insistir en las que m e parecen más apropiadas para pre parar la concepción que me propongo desarro llar de una dialéctica ni ascendente ni descen dente, ni positiva ni negativa, ni consoladora ni desoladora, sino empírico-realista y que desem boca en experiencias siempre renovadas, cuyo contenido y cuyo hogar principal corresponden a la realidad social, que se constituye, capta y conoce a sí misma en un sufrimiento y esfuerzo constantemente renovados.
I. La dialéctica en Platón
La historia de la dialéctica empieza en Platón. Aunque a veces se dice, por influencia de Hegel. que el prim er dialéctico fue Heráclito, lo cierto es que sólo encontramos en él la afirmación de que «el ser es m ovim ien to» y que «jam ás somos iguales a nosotros m ism os»; para darse cuenta de esto no es necesario recurrir a la dialéctica, la cual hace más bien vana la oposición entre Heráclito y los eleáticos, que afirmaban, en contra de aquél, que todo ser es reposo y que el m ovi miento es solamente apariencia. Platón fue el p rim ero en advertir la esterili dad de esta discusión, y también el prim ero que la puso en cuestión recurriendo al método dia léctico, el cual habría de revelar que el m ovi miento de la reflexión da acceso al ser de las ideas eternas, las cuales si son inmutables. Só crates — o, al menos, el Sócrates que Platón pre senta en sus diálogos— utiliza ya el ir y venir de la discusión con los sofistas para reunir en 47
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un conjunto las migajas de verdades dispersas p íritu sinóptico, es decir, un espíritu que no man en afirmaciones contrarias, que parecen falsas tiene a las ciencias en su estado de dispersión sobre todo por ser parciales. Pero la certeza, en sino que capta su vinculación profunda V su re Sócrates, procede menos de este ir y venir que lación con el ser verdadero (V II, IV , 4). La dia de la conciencia misma que juzga y que analiza léctica, en una palabra, es pues, un método ca (cfr. en particular los diálogos Teeteto y Menóti). paz de aprehender a la vez el todo y sus diversas L o que Platón denomina dialéctica es algo di partes, lo cual, según Platón, sólo es posible me ferente. Su propia concepción se halla precisada diante la contemplación pasiva. Platón aconseja por vez primera en el libro V II de La República, elegir a los dialécticos entre las personas que en un texto clásico. Para él, la dialéctica es un hayan alcanzado la edad de treinta años y hayan ascenso penoso hacia la contem plación pasiva de estudiado las ciencias de manera profunda. las ideas eternas jerarqtuzadas, la más elevada Para Platón, la dialéctica es, pues, comparable de las cuales es la idea de Bien. a una escala p o r la que se asciende con dificul Platón se muestra, pues, partidario de una dia tad, a costa de rhuy grandes esfuerzos, para ha léctica ascendente, positiva y racionalista, que llar en su cima la intuición pasiva del mundo conduce a la captación contem plativa de las ideas de las ideas, donde se dan simultáneamente lo eternas. Y, en efecto, según Platón, la dialéctica uno y lo m últiple, donde el descanso de la con es un m étodo que conduce, más allá de las sen saciones engañosas y de las opiniones inestables, templación ha de aliviar el sufrimiento de la de a la intuición inteligible del ser inmutable que puración y del agotador ascenso. La dialéctica es el esfuerzo de superación de lo abstracto, así culmina en el Bien. En la base de la form ación intelectual plató como de la dispersión en lo sensible. Platón la nica de los «filóso fo s» se hallan cuatro ciencias com para a un avance cuyo impulso y movimien preparatorias que utilizan métodos fundados en to conducen a una conquista que es dem olición hipótesis: la aritmética, la geometría, la astro y renovación a la vez. La perfección, la conclusión y el térm ino final nomía y la música. La misión de estas ciencias se hallan en la contemplación pasiva del mundo consiste en ayudar a los discípulos a liberarse del mundo sensible, ese conjunto de «sombras» inteligible, en este reposo que procura la visión entrevistas p or los «p risioneros» en la «caverna». de un mundo que trasciende lo inmutable. Según Pero estos estudios sólo son previos, preparato Platón, el dialéctico, una vez que ha conseguido rios, pues solamente conducen a abstracciones alcanzar la cima, no tiene ya que inclinarse a y no a lo inteligible concreto, que es el mundo aplaudir lo que se halla delante de él. En este del ser de las ideas, y al sol de este mundo, la sentido, escribe: cuando un hombre trata «m e diante la dialéctica, sin la ayuda de sentido algu idea de Bien (R epública, libros V i l y V I II ). Para llegar a él. los discípulos deben entre no, sino p or m edio de la razón, de alcanzar la garse durante cinco años (de los treinta a los idea de cada cosa y no se detiene hasta haber treinta y cinco de edad), a la dialéctica, que per captado con el exclusivo uso de la razón la idea m ite el acceso a la intuición de las ideas eternas. del bien, llega al térm ino de lo in teligib le» (V II, El dialéctico, dice Platón, es el que posee un es* IV, 4). Gurvitch, 4
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Se ha observado frecuentemente que Platón exige de los filósofos cinco años de esludios dia lé cticos , y, p or tanto, de esfuerzos m uy duros y penosos, para que les resulte posible alcanzar esa cima de la intuición intelectual que permite contemplar de frente el mundo de las ideas; sin embargo, apenas precisa esos estudios, esos es fuerzos, ese caminar. Georges Rodier, en su es tudio sobre «L'évolu tion de la dialectique chez Platón», observaba, y no sin razón, que Platón «parece haber vacilado acerca de los medios de realizar su dialéctica. Tal vez no llegó jamás a realizarla de una manera que le satisficiese y que constituyera un ejem plo que pudiera consi derar como definitivo» Se comprende por qué Platón, tras su diálogo sobre La República, v o lvió varias veces sobre la dialéctica, en particular en su diálogo tardío Parménides, que ha sido analizado brillante y pe netrantemente desde este punto de vista por Jean W a h l2. Habiendo insistido en el hecho de que el m étodo de Platón no se parece al de Hegel, ya que conduce a la omnipotencia de la intuición y desemboca en una dialéctica em pírica, Wahl destaca sobre todo el elemento m ístico que sub* yace a la dialéctica platónica tardía. Pone de relieve la tendencia final de Platón a superar la separación de mundo sensible y mundo inteligi ble, y a volver a situar a la dialéctica en el m ovi m iento de las ideas mismas. Como sólo me pro pongo dar unas muestras de las interpretaciones de la dialéctica, creo que es posible dejar de lado este cambio de la dialéctica de Platón — que en algunos aspectos preludia la dialéctica de Plotino— , y atenernos a la posición desarrollada en La República. Explicaré, por lo demás, por qué la concepción platónica no puede ser calificada de «dialéctica em pírica».
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Precisaré ahora los puntos de la dialéctica pla tónica que me parecen más notables: A. En primer lugar, es una dialéctica confesadamente apologética. Se afirma de antemano la existencia de un mundo eterno de ideas inmuta bles, al igual que la tesis de que el mundo sen sible es solamente una apariencia. Para desarro llar estas concepciones, Platón no recurre a la dialéctica. Tam poco necesita del estudio de las ciencias. Asimismo, Platón no emplea la dialécti ca — al menos de manera directa— para la visión del mundo inteligible de las ideas eternas. Este mundo se capta únicamente mediante la intui ción intelectual inmediata. La única función de su m étodo dialéctico es enseñar al hom bre a as cender hacia la intuición intelectual. La dialécti ca es, pues, ante todo, un m étodo y nada más que un método, que debe ser enseñado para fa cilitar a los no iniciados el conocimiento autóno mo del mundo in teligible, mundo frecuentemente ya explorado p or los espíritus más avisados que Ies han precedido. De ahí su inclusión en una especie de «T ratad o pedagógico». Bastaría con que el mundo de las ideas no existiera o con que fuera posible llegar a él por un camino que no fuere la intuición intelectual para que la dialéctica, en el sistema platónico clásico, perdiera su sentido. B. La dialéctica platónica no se caracteriza únicamente por su aspecto apologético y dogmá tico; presenta también otras características dis tintivas. Como se ha dicho ya, es una dialéctica ascendente y no descendente (esta distinción pro cede del propio Platón). Es la «salida de la ca verna». Si nos limitamos a la concepción de la dialéctica en tanto que método, y no en tanto que movimiento de la realidad, la dialéctica no puede ser descendente. Platón, en efecto, no pre
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Prim era parte
tende conocer «el secreto de los dioses»; no pre tende saber de dónde viene la Idea suprema, la idea del Bien; en ninguna parte afirma que esta ¡dea haya creado a las demás, ni que las ideas eternas hayan producido el mundo sensible. Por tanto, su dialéctica no pretende en absoluto con vertirse en «descendente». Sin embargo, sería falso afirmar que, en Pla tón, la concepción de la dialéctica sea completa mente idealista y de carácter metodológico. Ya mucho antes del Parménides, en el que las ideas mismas entran en un movimiento dialéctico, Pla tón habla de un impulso del mundo sensible hacia el mundo inteligible por mediación del Eros, que precipita al prim ero hacia el segundo. Lo que en la caverna era solamente una «som b ra» se con vierte aquí en una mediación, en una realidad intermediaria, comprendida en un movimiento dialéctico. Platón no consigue, pues — como tam poco lo consiguen los demás idealistas— , limitar la dialéctica a la conciencia y al método. El pro pio ser es dialectizado. Si no se mueven las ideas, son los objetos del conocimiento y las relaciones intermediarias entre lo sensible y lo inteligible — y por tanto los hombres salidos de la c a v e rn a ios que manifiestan así un movimiento dialéctico. Pero lo particularmente importante y al pare cer cierto es que, a pesar de todas las vacilacio nes, la dialéctica ascendente de Platón (que ha servido de ejem plo a una serie de dialécticas ascendentes interpretadas de manera diferente) es menos dogmática y se halla más cerca de la experiencia que las dialécticas descendentes (a las que también se podría denominar emanantistas, pues éstas pretenden mostrar cóm o lo su perior — ideas, espíritu, Dios— engendra lo in ferior). C. La dialéctica ascendente de Platón, sin em bargo, se ve dificultada por otros prejuicios, ade-
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más de los mencionados. No solamente presuJpone tesis metafísicas aceptadas de antemano 'sino incluso la posibilidad de determinar lo que es in ferior y lo que es superior, lo bajo v lo ele vado; en suma, una jerarquía ontològica estable. Pues la dialéctica ascendente de Platón postula algo más que un mundo inteligible de ideas: in sinúa que este mundo es superior a la realidad sensible y a las realidades intermediarias, a nues tras «opinion es» (d o x a ), a nuestras abstraccio nes conceptuales y, por último, a nuestras pro pias intuiciones intelectuales, tales como que la idea de Bien es la idea suprema, la cima del mundo de las ideas (V I I , IV, 3). En el platonis mo se advierte más claramente que en parte al guna que la dialéctica ascendente, a pesar de que se propone buscar el camino que ha de conducir a lo auténticamente desconocido, no es en reali dad más que una ascensión escalonada según una jerarquía establecida de antemano. Así, el im pul so dialéctico queda detenido desde el principio: la inmovilidad no se halla únicamente en la cu m bre: aparece en cada etapa de una ascensión im puesta por el engranaje de un orden estable de seres y de valores. N o en vano se queja Platón del mal que padece la dialéctica de su tiempo, y precisa que este mal consiste en que está llena de desorden (V I I , V, 2). Según Platón, es pre ciso tomar precauciones contra ese desorden que el esfuerzo dialéctico puede entrañar. Lo que le horroriza a Plátón es la renovación de la experiencia a la que la dialéctica podría dar lugar, pues para él toda experiencia que no sea la de las ideas, la cual se halla fijada de una vez para siempre, debe ser rechazada. Aquí se advierte claramente que una dialéctica conse cuentemente empirista no puede ser ascendente ni descendente, pues no puede adm itir arriba ni
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Prim era parte
abajo, superior ni inferior, y tampoco puede acep tar fijeza de ningún elemento o experiencia. D. La cuarta característica de la dialéctica pla tónica consiste en ser una dialéctica positiva, que desemboca en un resultado consolador, sa ludable, en una especie de beatitud que la con templación de las ideas eternas hace posible. Hay que observar que no todas las dialécticas ascendentes tiene este carácter; las dialécticas descendentes, en cambio, lo poseen siempre. Señalemos, entre las dialécticas ascendentes que son negativas, es decir, que no desembocan, al menos directamente, en una solución consola dora, saludable, armoniosa y conciliadora, la de Dionisio Areopagita, alejandrino del siglo v (lla mado «Pseudo-D ionisio») (C/r. infra., sección 3, páginas 65-72); la de la teología negativa de la Edad Media, que se contentaba con negar todas las proposiciones positivas relativas a Dios y afir mar la «docta ignorancia»; y, por último, la de Pascal, la del segundo Fichte (c/r. infra., sección 5, pp. 83-100) y la de Kierkegaard. Puede decirse que las dialécticas ascendentes negativas se hallan más cerca del empírio-realismo dialéctico que las dialécticas ascendentes positivas, de las cuales Platón constituye un primer ejem plo. E. Finalmente, la dialéctica platónica, a pe sar de algunas vacilaciones del filósofo en sus últimas obras, es una dialéctica mucho más ra cional que mística. La oposición entre las dialéc ticas racionales y las dialécticas místicas es im portante. Las dialécticas racionales — de las que son un ejem plo, además de la de Platón, las de Leibniz, Kant, el prim er Fichte, Krause, Prou dhon y Marx— rechazan el recurso a la inspira ción sobrenatural para toda ascensión dialéctica, o al menos para todo procedimiento dialéctico. Se niegan a reconocer, además, todo resultado
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de la dialéctica que no sea comprensible para el hombre; la afirmación es válida para todas es tas dialécticas racionales, ya se trate de la in tuición intelectual de las ideas en Platón, de la «unidad en la variedad» en Leibniz y Krause, de la sociedad victoriosa del Estado en Fichte, de la «reconciliación universal mediante la contra dicción universal» en Proudhon o, por último, de la sociedad sin clases en Marx. Por el contrario, las dialécticas de Plotino y Dionisio Areopagita, de la teología negativa de la Edad M edia, de San Agustín y Pascal, del se gundo Fichte, de Kierkegaard y, más reciente mente, de Jaspers, son claramente místicas y re curren, directa o indirectamente, a lo sobrenatu ral. La ascensión dialéctica se interpreta aquí como la ascensión hacia lo Uno, hacia Dios, ha cia lo Absoluto, hacia lo Opaco, hacia lo Inefable, hacia lo Inconcebible. Esta ascensión presupone unas veces la gracia mística — como en Plotino (éxtasis), San Agustín, Pascal y Kierkegaard (gra cia y revelación)— y otras no la presupone — como en Dionisio Areopagita, en determinadas corrientes de la teología negativa, en Fichte en su segunda etapa y en Jaspers— . Pero el resultado es siempre favorable al misticismo, ya sea direc tamente (al desembocar en la participación en lo Uno, en D ios y en lo Absoluto), ya indirectamen te (al preparar de una manera racional la intui ción m ística y religiosa). Hegel, que al principio concentró sus esfuerzos en una dialéctica de descenso, creyéndose en el secreto de Dios, creyó poder perm itirse el lujo de una dialéctica a la vez mística y humanista, sobrenatural y racional, que no es más que una amplia mistificación en la que m ísticos y humanistas se engañan los unos a los otros y cuyo resultado final es la reducción de la historia a teodicea.
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Primera parte
El empirismo dialéctico no puede ser raciona lista ni místico. En vez de pretender la unión de estas dos tendencias, com o Hegel, rechaza a am bas. Desde el punto de vista de una dialéctica empírico-realista, la razón y la experiencia hu mana se hacen y se deshacen sin cesar según sus marcos de referencia, y la mística permanece fuera tanto de la filosofía como de la ciencia. Sin embargo, el empirism o dialéctico reconoce de buen grado el elemento empírico y relativis ta incluido en la negación de toda afirmación referente a lo Inefable. Desde este punto de vista, encontraría más fácilmente un lenguaje común con la dialéctica mística negativa que con la dia léctica positiva, sea mística o racional. En resumen: el tipo de dialéctica que hemos encontrado en Platón — y que podemos caracte rizar como dialéctica apologética, ascendente, p o sitiva y racional— se halla más alejada de la dialéctica empírico-realista, en el sentido en que nosotros la entendemos, que la dialéctica nega tiva, aunque conduzca a una especie de pseudoexperiencia p or la intuición de las ideas y aun que esté más cerca de la dialéctica empíricorealista — puesto que todo es relativo— que la dialéctica hegeliana o la dialéctica de Plotino. Precisaré ahora con más detalle los tipos de dialécticas que he opuesto a la interpretación de Platón y que son esencialmente místicas, a pesar de seguir siendo ascendentes y, naturalmente, apologéticas. Estas dialécticas místicas se d ivi den, como se acaba de indicar, en dos géneros distintos: a ) una dialéctica mística positiva que conduce directamente a la participación en lo U no o en Dios, y que im plica un giro hacia el es plritualismo emanantista; b ) una dialéctica nega~ tiva y fideísta, que recurre a la «d octa ignoran cia » (preparando el camino para la revelación y
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de los principales tipos de dialéctica
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2. La dialéctica en Plotino
Para ilustrar el p rim er subtipo de la dialécti ca mística positiva y participante, nos detendre mos sobre todo en las concepciones de Plotino (205-271, nacido en Alejandría y muerto en Roma). En la historia de la filosofía, esta dialéctica es calificada de «neo-platónica», aunque todos sus esfuerzos — com o señala justamente Léon Brunschwicg— consisten en superar el platonismo mediante el procedim iento de hacer imposible la oposición entre «inmanencia y trascendencia, procesión y emanación, panteísmo y teísm o» \ y — añadiría yo— , entre realidad sensible e ideas. En la Prim era Enéada, tratado I I I , se halla un texto dedicado especialmente a la dialéctica. Pero es relativamente breve, y hay que utilizar las seis Encadas de Plotino — sobre todo la Tercera, tra tados V II y V I I I (sob re la Eternidad y el Tiem po), v las Encadas V y VI (sobre la Contempla ción)— para com prender el conjunto de su dia léctica. 58
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Por una parte, la dialéctica, que « reconoce el e rro r por la verdad que hay en é l» (I , III, 5), «es la más preciosa de nuestras facultades», pues nos perm ite captar no solamente lo que es el ser, sino « lo que está más allá del ser'» y que es «lo Uno»; por tanto, lo Uno es el término final del esfuerzo dialéctico. Por otra parte, la dialéctica abarca no sola mente las esferas que superan lo inteligible sino también las que 1 1 0 lo alcanzan, incluida la ma teria. Escribe Plotino: «S e puede estudiar la na turaleza con la ayuda de la dialéctica. Y si tam bién la aritmética, y otras artes, utilizan la dia léctica, la física se halla mucho más cerca de ella y obtiene de ella mucho más» ( I , III, 6). «L o s procedim ientos racionales obtienen su carácter propio de su fuente dialéctica; aunque se hayan aventurado en la materia, conservan mucho de la dialéctica» (ib id .). Como, según él, Platón no ha precisado sufi cientemente en qué consiste la dialéctica, Ploti no considera que prolonga su obra al establecer las etapas del m ovim iento dialéctico real, a las que denomina hipóstasis. La hipóstasis suprema es lo Uno, el P rim e r Principio, el Bien, que su pera todas las características que se le pudieran atribuir. A continuación viene el ser, lo in telig i ble y la inteligencia, que constituyen una sola e idéntica hipóstasis. A continuación, la tercera hi póstasis es el alma, que flota entre lo inteligible, lo vital y lo sensible. Por último, al lado de estas tres hipóstasis — o etapas dialécticas, lo Uno. el Ser inteligible y el Alm a (Alm a individual y AlmaVida universal)— , Plotin o admite una cuarta hi póstasis: la materia, caracterizada por una muí tiplicidad infinita. La dialéctica ascendente perm ite pasar, pues, de la multiplicidad infinita de la materia (hipós tasis inferior), por mediación del alma individual
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P rim e ra j.-arie
y de! alma universal (vida), hacia «e l mundo del ser inteligible» («pues la inteligencia es visión del ser y, por ello mismo, conocimiento de sí y co nocimiento del mundo inteligible»'), para desem bocar finalmente en la participación en lo Uno. La dialéctica ascendente de Plotino es, pues, una marcha de lo m ú ltiple hacia lo Uno, un ascenso que se produce a la vez en la realidad y en el co nocimiento que estudia el ser. Como Plotino dice que lo Uno es el Bien y que el Mal procede de la materia, es posible que sur jan equívocos acerca del sentido de su pensa miento y que se crea que busca la aniquilación de la materia. Sin embargo, su concepción es muy distinta: según él, en el impulso dialéctico de la materia y de lo múltiple hacia lo Uno, todo lo que es real, verdadero, humano y bello se con serva parcialmente en la etapa superior, pues lo Uno está siempre presente: «L a m ultiplicidad es posterior a la unidad. La multiplicidad esencial tiene p o r principio lo Uno esencial. La multipli cidad real es la inteligencia y lo inteligible con siderados conjuntamente» ( I I I , V I II , 9). Lo múltiple, pues, puede ser elevado hacia lo Uno p o r la dialéctica; lo Uno se presentará en tonces com o la unidad en la multiplicidad, al revelar la dialéctica que lo Uno comprende en su seno a lo múltiple. «¿C óm o lo múltiple viene de lo Uno? Porque lo Uno está en todas partes, y no hay lugar en el que no se halle. Lo llena todo, y, por tanto, también lo m últiple» ( I I I , IX, 4). «P o r ello se asciende siempre a una uni dad. En cada caso, hay una unidad particular a la que es preciso ascender. Todo ser se reduce a la unidad que le es anterior [y no a lo Uno absoluto inmediatamente], hasta que de unidad en unidad se llega a lo Uno absoluto, que no se reduce ya a un O tro » (I I I , V III, 10). En tanto que etapas dialécticas, pues, todas las
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hipóstasis se superan y se conservan parcialmen te en lo Uno, que no se halla situado ni en la eternidad ni en el tiem po sino en la eternidad viviente. Sin embargo, lo Uno supera esta misma eternidad viviente en la que se mueve, de la mis ma manera que supera la unidad y la multipli cidad ( I I I , 7). Consiguientemente, la dialéctica de Plotino en tanto que m étodo es una alternación de la refle xión y de la contemplación, que se superan mu tuamente, de la misma manera que el sujeto y el ob jeto se alternan y se superan al unirse pero sin disolverse. En tanto que m ovim iento real, esta dialéctica lleva todas las hipóstasis — la materia, la natura leza, la vida, el alma. Ja inteligencia, el ser— «ju n to a lo Uno». «V ienen de él y van hacia él; no se alejan de él, sino que permanecen siempre cerca de él y en é l» ( I I I , V II, 6). Semejante concepción mística de la dialéctica ascendente, en la cual toda contradicción se su pera y se conserva a la vez en una unidad supe rior que acaba p or participar en lo Uno, integra la dialéctica c o m o m étodo a la dialéctica com o m ovim ien to de la realidad. Y, lo que es todavía más característico, conduce directamente a la dialéctica descendente, que se propone hallar el cam ino que va de lo Uno hacia lo Múltiple, y es tudiar las hipóstasis com o etapas de la emana ción del mundo real a partir de lo Uno. Plotino hace derivar, p or tanto, la inteligencia y lo inte ligible de lo Uno, el alma y la vida de la Inteli gencia, y la m ateria de la vida. La dialéctica se convierte, pues, a la vez en un proceso de con versión y en un proceso de caída. Se transforma entonces en una operación demiúrgica, y la filo sofía se convierte simultáneamente en teología y en teodicea. Plotino no pretende conocer todos los miste-
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Prim era parte
ríos de Io Uno, pero conoce el secreto de la ema nación de las hipóstasis estables que proceden de lo Uno y el secreto del retorno a él de las hipós tasis inferiores. Este retorno es tanto movimien to real como purificación, contemplación vivien te, oración, ascesis que tiende a liberarse del peso del cuerpo; la dialéctica ascendente se ve facili tada p o r los éxtasis m ísticos, que son al mismo tiempo los del ascenso y los del descenso. La dialéctica de Plotino no hace más que recubrir y explicitar una construcción ontològica pura mente dogmática. San Agustín (354-430), que vivió y trabajó cien to cincuenta años después que Plotino, fue el prin cipal enlace entre la dialéctica mística de Plotino y las opiniones dialécticas que pueden hallarse en algunos filósofos cristianos. La diferencia esencial entre San Agustín y Pio tino reside en los principios de la Gracia y del Am or. La dialéctica ascendente sólo es posible por la gracia, que desciende como un torbellino de am or hacia las criaturas y consigue alzarlas hacia Dios, preparándolas para la revelación por m edio de la intuición mística. Lo Uno se convier te aquí en el Dios trascendente, y la dialéctica, penetrada por el amor y la gracia, pierde su inde pendencia, incluso la aparente. Lo que en Ploti no está disimulado se halla confesadamente en San Agustín. Para él, la dialéctica es el impulso, el m ovim iento del E spíritu Santo que eleva hacia Dios el mundo creado. En la teología cristiana esta concepción es lo que sustituye a la dialéctica. Lo más notable de la dialéctica apologética, po sitiva y m ística del neoplatonismo es que a la mayoría de los presupuestos dogmáticos de Pla tón añade cuatro tesis dogmáticas nuevas, dadas de antemano. I ) A pesar de adm itir que la dialéctica del ser
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y la dialéctica del conocimiento de este ser se corresponden, Plotino despoja al mundo de todo movimiento efectivo. La eternidad viviente de que habla resulta una danza realizada siempre ¡ sobre un mismo lugar; no es sino la justifica^ ción deí inm ovilism o. Cada una de las hipóstasis, cada una de las esferas consideradas como eta pas de la dialéctica ascendente real, en el fondo se basta a sí misma y no se mueve. La inm ovili dad platónica única de las ideas es sustituida por una superposición de mundos inmóviles, creados de una vez para siempre y que sólo con servan la reminiscencia de su caída; esta remi niscencia anima solamente a la dialéctica como método o, más bien, como camino de conversión. 2) Aunque la dialéctica de Plotino admite la i realidad de la materia y de la vida, resistiéndose a la tentación de no ver en ellas más que som bras o reflejos del mundo inteligible, refuerza, sin i embargo, la jerarquía ontológica y la escala in mutable de los valores que encontramos ya en Platón. La materia, el mundo sensible y la vida no son solamente de orden inferior: al separarse de lo Uno, encarnan los valores más bajos. La dialéctica neoplatónica tiene, pues, un carácter mucho más beatificador que la dialéctica plató nica. Es una dialéctica de la salvación mediante la lucha contra el poder de la materia, del cuer po, del alma humana y p or último de la vida. Todo lo que estas etapas pudieran tener de atrac tivo y de positivo se halla transferido y trans mutado en lo Uno. 3) En tercer lugar, la dialéctica neoplatónica insiste con tanta fuerza en la presencia de lo Uno en todas las etapas de la dialéctica ascen dente y descendente que acaba por ver «e l todo en el tod o». Se convierte en una dialéctica del Eterno Presente, según la expresión caracterís tica del m alogrado Louis Lavelle. Es una dialéc
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tica en la que el todo termina por absorber y di solver sus elementos constitutivos. Así, a pesar de todos los esfuerzos, la unidad hace desapare cer la multiplicidad. La dialéctica neoplatónica no solamente ignora el m ovim iento de totaliza ción mediante el que se engendran las totalida des; no solamente no distingue las totalidades finitas de las totalidades infinitas, sino que in cluso estas totalidades infinitas se hallan fundi das en una sola totalidad que en realidad no lo es, pues sus partes son absorbidas en lo Uno. 4) Por último, por su síntesis de dialéctica a cendente y dialéctica descendente, por su emanantismo, por su pretensión de conservar cuanto hay de positivo en las contradicciones superadas, por su oscilación paradójica entre misticismo e intelectualismo, la dialéctica neoplatónica prefigura la mayoría de los errores de la dialéctica hegeliana, sin conseguir introducir en ella el elemen to humano, social e h istórico que constituye el atractivo y la fuerza de Hegel. Solamente la de molición de los conceptos discursivos p o r obra de los éxtasis místicos y su tendencia hacia el realismo han convertido a la dialéctica de Plotino en un punto de partida para nuevas inves tigaciones dialécticas. Como se ha indicado ya, el em pirism o dialéc tico se halla en un desacuerdo mucho más vio lento con la dialéctica apologética, positiva y mís tica (convertida en una dialéctica del «eterno presente» inmutable, y en una dialéctica emanantista descendente) que con la dialéctica de Pla tón. La filosofía de Plotino halla su culminación histórica en la manifiesta degeneración de la dia léctica en sus discípulos directos: Porfirio, Jámblico y Proclo.
3. L a d i a l é c t i c a
m í s t ic a
n e g a t iv a
Completamente distinta es la orientación de la dialéctica mística negativa, cuyos primeros re presentantes fueron Damascio (pagano) y Dioni sio Arcopagita (cristiano), llamado a menudo «Pseudo-D ionisio» (pues podría tratarse de una obra colectiva); ambos fueron contemporáneos y vivieron a finales del siglo v o en la primera mitad del siglo vi. Estos dos dialécticos se dedi caron a con vertir en relativas todas las conceptualizaciones, y a m ostrar que solamente una ex periencia tan sinuosa com o la propia realidad podría dar cuenta de ésta. Su dialéctica, que es exclusivamente un método, conduce en todo caso, como primera etapa, al reconocimiento de la ri queza inagotable de la realidad. Pero esta rea lidad muestra ser fundamentalmente opaca: el conocimiento y la experiencia humanos resultan impotentes ante esta realidad, relacionada con lo Inefable y lo inconcebible. Estos términos, introducidos por Damascio, 65
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tienen varias significaciones o, al menos, varias resonancias. Ante todo, ponen de manifiesto que la dialéctica como método, verdadera ordalía de depuración intelectual, presupone esfuerzos inte lectuales enormes. Estos esfuerzos echan p or tie rra toda estabilidad y seguridad conceptuales. La culminación de la dialéctica no es la supera ción, y menos aún la síntesis; no es tam poco la intuición o el descanso: es el reconocim iento de las contradicciones insuperables con las que aca ban por tropezar todos los conocimientos y todas las experiencias. El segundo sentido de los términos «In efa b le» e «In concebible» im plica que es inadmisible con siderar lo Uno como primer principio y atribuir le funciones positivas de unificación del ser, de la realidad y de ló conocido. Por encima de lo Uno se halla precisamente lo Inefable, del que no sabemos si está unificado o no. Lo que pode mos saber gracias al método dialéctico es que lo real no es ni lo Uno ni lo Múltiple, ni ambos unidos. «E s inaccesible a todos, al estar comple tamente separado, hasta el punto de que no po see siquiera separación, pues lo que está sepa rado de algo guarda una relación con ello .» El tercer sentido de lo Inefable es que se trata de un abismo, de un nada ante la cual nos dete nemos y nos sentimos perdidos, pues se halla fuera y más allá de toda jerarquía, y en ella está aniquilándose. Llegamos al cuarto sentido del término: no se trata de identificar la dialéctica ascendente con la dialéctica descendente, que queda tanto más excluida cuanto más cerca se está del primer principio. Puesto que la dialéctica es s o l a m e n t e un m étodo, no puede introducirnos en los se cretos del movimiento real, sumido en lo Incog noscible. Damascio cree poder afirmar que «cuan to más ascendemos, más hallarnos lo Inefable. Lo
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Uno es más inefable que el ser; el ser, más que la vida; la vida, más que la inteligencia; la inte ligencia, más que el alma, y el alma, más que la m ateria». Por tanto, sería equivocado suponer que el método dialéctico, en su esfuerzo ascendente, hace más com prensible el mundo. Lo cierto es lo contrario: este m étodo no hace más que poner al descubierto nuestra impotencia ante lo Ine fable, enteramente opaco. Por otra parte, hay que evitar, en la medida de lo posible, jerarquizar los inefables, pues esto significaría comprenderlos; lo cierto es que sólo es posible com prender que no se los com prende y que la dialéctica nos conduce a la per dición en el abismo, en la nada de lo Inefable en tanto que verdadero prim er principio. Con todo, Damascio se contradice, pues en realidad llega, sin darse cuenta, a una escala de los ine fables. En todo caso, afirmar, como Jámblico y Proclo, que el prim er principio une las contra dicciones de lo Uno y de lo múltiple, de lo lim i tado y de lo ilim itado, de lo inteligible y de lo sensible, es atribuir separaciones y oposiciones, síntesis e intermediarios que sólo aparecen en la realidad conocida y no en lo Inefable, anterior y posterior a todos sus elementos, en el que éstos desaparecen. Los resultados de los análisis de Damascio son claramente negativos. La dialéctica ascendente no conduce a nada consolador: sólo es desespe ración ante el abism o de lo Inefable. La fuerza de sus argumentos trastorna el sistema de Plotino y la jerarquía de los mundos y de los valores andamiada por éste. Nos hallamos indiscutible mente en presencia de una dialéctica ascendente negativa: ascensión hacia lo Inefable a través de contradicciones que excluyen toda conciliación. Pero, en este caso, ¿ por qué consideramos a
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Prim era fiarte
Damascio com o representante de una dialéctica apologética por una parte y m ística por otra? Porque su dialéctica hace la apología de lo Ine fable y de lo Inconcebible, dados de antemano, y para los cuales el ascenso dialéctico es sólo una confirmación. Presupone que cuanto más auténtico es el ser, menos concebible y expresable es. Lo inefable y lo auténtico, pues, coincidi rían. Y ello permite pensar que Damascio, que no era cristiano sino pagano, perteneció a uno de los numerosos cultos orientales que implica ban misterios e intuiciones místicas. En otras palabras: lo Inefable en filosofía es para Damas cio como el Dios de la religión, y su dialéctica ascendente y negativa en filosofía prepara una teología positiva de lo Inefable en religión. De ahí la sorprendente relación entre la dialéc tica del pagano Damascio y la dialéctica del cris tiano Dionisio Areopagita, personaje misterioso del que durante parte de la Edad Media se creyó haber sido el compañero de San Pablo. En rea lidad, lo más verosímil es que se trate de un pseu dónimo, ya de un solo autor, ya de varios que formaran un areópago. Los escritos de Dionisio Areopagita, que datan de finales del siglo v o prin cipios del siglo vr, fueron citados p o r vez prime ra en el Concilio de Constantinopla. Algunas de sus obras se han perdido. Pero su Teología Mís tica (principios del siglo vi), fue la principal fuente de todas las filosofías místicas cristianas hasta el siglo xix. En esta obra se expone la fa mosa teología negativa que sostiene que ningu na de las cualidades propias de lo sensible, del ser, de las ideas o incluso de la nada conviene a Dios, y que, por tanto, el método dialéctico es incapaz de conducir directamente al conocimien to y a la participación de Dios. Por el contrario, la dialéctica está llamada a preparar el camino a la revelación, a la fe y a la in tuición tnística,
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que superan completamente la inteligencia y el conocimiento. Esta dialéctica le da la razón a T er tuliano y a su célebre fórmula del « Credo quia ahsurdum » (creo porque es absurdo), base de todo fideísmo. La teología negativa — que recha za todas las denominaciones y todas las cualiñcaciones que el sentido común y la razón, por una parte, y la teología positiva, p o r otra, le han atribuido a Dios— es la única capaz de justificar la atribución a Dios de la totalidad de las cu a li dades, pues conduce a la fe por la dialéctica. P o r ello la teología negativa es superior a la teología positiva, pues es la única que la hace posible. Por tanto, para el Pseudo-Dionisio no se trata de transformar la dialéctica ascendente en dialéctica descendente, ni de considerar la dia léctica como característica del Ser o de Dios. Ciertamente, la revelación y la fe nos enseñan qué es Dios y cuáles son sus cualidades. Pero esta revelación no nos explica el orden de las hipóstasis ni la generación de la una a partir de la otra. En suma, el Pseudo-Dionisio elimina todo elem ento de construcción ontològica del neopla tonismo, conservando sólo el m étodo dialéctico ascendente y el éxtasis m ístico, a los cuales opo ne claramente entre sí, pues la dialéctica sólo puede preparar el éxtasis místico, que sigue sien do exterior a ella. El Pseudo-Dionisio afirma que toda su concep ción está sacada de la Escritura. En realidad, aunque polemiza con Plotino y con el neoplato nismo, se halla muy cerca de su contemporáneo Damascio. Sorprende el paralelismo de ambas concepciones, pues ambos atacan la dialéctica ascendente, consideran que la dialéctica es exclu sivamente un método y afirman que conduce a un absoluto incognoscible y opaco, al que el co nocimiento no puede atribuir característica al guna. En relación a este absoluto, todas las opo
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siciones, todos los contrastes e incluso todos los conceptos son relativos. Lo absoluto, designado com o Inefable por Damascio y com o Dios por Dionisio, sólo puede ser captado, tanto en uno com o en otro, fuera de todo con ocim ien to y de toda dialéctica; dialéctica cuyo relativism o queda claramente al descubierto. Evidentemente, la con cepción del cristiano Dionisio Areopagita es más claramente fideísta que la del pagano Damascio. P ero el resultado es idéntico. Pensadores místi cos de la talla de Pascal y de Kierkegaard, o filó sofos y teólogos más recientes com o Jaspers, K arl Barth o Gogarten — celosos guardianes de la teología dialéctica negativa— han seguido el m ism o camino; lodo esto se hace más claro cuan do se relaciona la dialéctica negativa, ya sea con la reacción contra el hegelianismo, ya con la filo sofía de la existencia. Señalaré, para concluir, las razones por las cuales esta dialéctica negativa, agnóstica y fideís ta, a pesar de reducirse únicamente al método y a pesar de su ignorancia del hogar principal de la dialéctica — la sociedad y la humanidad— , me parece más próxima del em pirism o dialéctico que la dialéctica platónica y, sobre todo, que las dialécticas de Plotino y San Agustín. a ) Ante todo, este tipo de dialéctica fideísta v agnóstica se esfuerza por renunciar a todo orden, a toda jerarquía de los seres o incluso a las eta pas de ascenso preestablecidas. b ) Este tipo de dialéctica renuncia también a cualquier escala de valores única y estable, siem pre que se trate del mundo cognoscible, sea real o inteligible. c ) Convierte en relativos los contrastes, las tensiones, los contrarios, los contradictorios y, con mayor razón, toda característica a prior i de lo real, que se presenta com o un am plio campo desconocido, com o una realidad de infinita nque-
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za, en la cual se trata de volver a empezar a bus car sin cesar, renovando infinitamente los cuadros mismos de la experiencia. d) Este tipo de dialéctica excluye toda supe ración de los contrarios y de los contradictorios en el conocimiento, el cual, gracias al método dialéctico, toma conciencia de dificultades siem pre nuevas. La superación y la síntesis dialécti ca son sustituidas finalmente por la intuición mística, la revelación y la fe. Pero cuando se renuncia a la intuición m ística y a la búsqueda de lo Absoluto inefable que encarna la plenitud de las cualidades que le atribuye la mística, y cuando se adopta únicamente el punto de vista terrenal, cabe preguntarse si a donde conduce esta dialéctica no es, simplemente, al empirismo radical, que perm ite el acceso a la riqueza infi nita de la realidad. Si fuera así, ¿qu é sentido tendría hablar aquí de dialéctica ascendente y, por tanto, de dialéc tica apologética? Es aquí donde advertimos la oposición profunda que existe entre la dialéctica agnóstica fideísta y el em pirism o dialéctico. a ) La dialéctica fideísta se llama dialéctica as cendente por haber conservado de la dialéctica de Platón y de Plotino el prejuicio dogmático de que lo relativo es in ferior a lo Absoluto, o, dicho de otro modo, que lo Inefable y lo Inconcebible son superiores a lo concebido y a lo expresado. b ) La dialéctica fideísta sigue aferrada igual mente al prejuicio de que lo Absoluto tiene más valor que lo relativo. c ) Por otra parte, se afirma como apologética en triple sentido siguiente: 1) Ve en la dialéctica la apología de lo Absoluto, reconocido de ante mano como lo único auténtico. Dado que este absoluto aparece solamente a la intuición mís tica, la dialéctica fideísta se aventura por el ca mino del puro misticismo. Ahora bien, la parti
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cipación mística, cuando es total, no necesita, precisamente, de dialéctica alguna; 2) su apolo gía de lo místico es contradictoria: la misticidad, revelada por la gracia o independientemente de toda gracia (en los misterios paganos, por ejem plo), no utiliza obligatoriamente la dialéctica como medio de ascensión. Los beneficiarios de las iluminaciones místicas, ¿necesitan acaso de la ayuda de la inteligencia, ni aun de la dia léctica, para llegar a la participación total en lo Absoluto? ¿N o habría que ver más bien, en este recurso a la dialéctica, una prueba de la debili dad de su fe? P or último, la dialéctica fideísta se afirma como apología del agnosticism o, pues rechaza todo m ovim iento dialéctico real y no re conoce en la dialéctica más que un sufrimiento preparatorio para la fe. Pero la penitencia, la ordalía, la depuración, etc., ¿solamente pueden adoptar formas dialécticas? Esta cuestión, al igual que la anterior, pone al descubierto el artificio de la dialéctica mística negativa y pone de relieve todas sus dificultades, cuya responsabilidad no puede asumir la dialéc tica empírico-realista.
4. La dialéctica de la negación radical de la dia léctica en Kant
Proseguiremos nuestra investigación acerca de los tipos de dialéctica conocidos históricamente ocupándonos ahora de Kant, que tomó posición radicalmente contra el m étodo dialéctico. Según él, este método es la fuente de todos los errores característicos de las metafísicas dogmáticas, a las que se proponía convertir en imposibles me diante su filosofía crítica. Kant habla frecuente mente de las «falsas apariencias dialécticas» (dialektischer S ch ein ). Se trata de ilusiones a las cua les conduce el abuso de las «ideas trascendenta les», que sólo pueden ser consideradas como «r e guladoras». Pero Kant dedica tantas páginas a estas falsas apariencias, muestra con tanta insis tencia la fuerza del impulso hacia «e l abuso de las ideas trascendentales» en los «paralogism os» v en «las antinomias de la razón pura», que, en lugar de elim inar la dialéctica, ha incitado a sus sucesores a ocuparse de ella: Fichte, por una parte, y Hegel, por otra. Según el testimonio de 73
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Proudhon, fue Ja lectura de Kant lo que le con dujo a la dialéctica. Por tanto, he creído que la exposición de la postura de Kant podía titularse «La dialéctica de la negación radical de la dia léctica». Como se ha dicho ya, para Kant la dialéctica no es más que la lógica de las falsas apariencias (S ch ein e ) y de las conclusiones ilusorias (Trugschlüsse) que la filosofía crítica tiene com o mi sión combatir. Sin embargo, Kant subraya el ca rácter inevitable de las ideas trascendentales que, cuando se abusa de ellas, empujan hacia la dia léctica. Caracteriza a esta última y a las ilusio nes a las que conduce com o «necesarias». Por otra parte, en sus principales obras, concede un lugar privilegiado a la discusión relativa a la dia léctica. Así, en la C rítica de la razón pura, más de trescientas páginas — o sea, más del total de las dos partes en las que se abordan los problemas de «la estética» y de la «analítica trascendental»— están dedicadas a la dialéctica. En la Crítica de la razón práctica, y particularmente en la Crítica de la facultad de juzgar, Kant vuelve a ocuparse de la dialéctica en dos secciones distintas: la dia léctica de los juicios estéticos y la dialéctica de los juicios telcológicos. Finalmente, sus argumen tos contra el m étodo dialéctico son frecuente mente muy discutibles y carecen de fuerza per suasiva. Por tanto, no sorprende gran cosa el com probar que este adversario implacable del método dialéctico se halla en el origen de todo el desarrollo de la dialéctica en el siglo xix. La situación de la crítica kantiana en este terreno es, por tanto, paradójica: en vez de elim inar la dialéctica, la resucita, dando lugar a tipos nue vos de dialéctica. Es más: el modo en que Kant niega la validez del método dialéctico experimen ta a su vez un m ovim iento dialéctico, como se mostrará a continuación.
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Según Kant, el lugar propio de las «aparien cias trascendentales» se halla en la razón, opues ta al entendim iento. Las categorías del entendi miento son las que, al ser aplicadas a los datos de los sentidos (clasificados a su vez en las for mas trascendentales sensibles del espacio y del tiempo), constituyen la experiencia (construida), idéntica al conocim iento válido del m undo sen sible. T od o objeto de conocimiento es el fruto de la síntesis de estos elementos. Pero el enten dim iento es discursivo, y la intervención de las formas trascendentales del tiem po y del espacio — y, con mayor razón aún, de los datos de los sentidos— hace que los objetos del conocimiento sean múltiples y dispersos. Se experimenta una necesidad de unificación de lo diverso, caracte rística del mundo conocido mediante el entendi miento. Esta necesidad es satisfecha por la razón, que trata de ordenar las categorías del entendi miento en un conjunto regido por un restringido número de principios. Estos principios son las ideas trascendentales o conceptos de la razón, que son indispensables para dar una unidad a la experiencia pero que no pueden hacerlo sin inducir a error. Estos errores sólo pueden ser evitados con una condi ción: las ideas trascendentales únicamente deben servir de principios «reguladores», que llevan la experiencia hasta su último lím ite pero sin superarla. La razón, en efecto, 1 1 0 puede tener un ob jeto de conocim iento propio, puesto que no pue de llegar a lo sensible (ésta es la función de las categorías del entendim iento) y puesto que la in tuición intelectual o intuición pura es imposible. La razón y sus ideas trascendentales sólo son, pues, principios reguladores que recuerdan las tareas infinitas de todo conocimiento, cuyo lí mite inaccesible es el Todo incondicionado que com prende el con ju n to de las manifestaciones
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parciales del conocimiento. Tom ar este límite inaccesible, o más bien sus diferentes aspectos (com o el alma humana, la causa afirmada como sustancia, el mundo concebido com o totalidad cosmológica o finalmente Dios), por o b jetos del con ocim iento equivale a convertirse en víctima de las conclusiones dialécticas ( dialectische Vernunftschliisse), ya que la razón, como entidad opuesta al entendimiento, es incapaz de llegar a semejantes conclusiones. Si no se resiste a la tentación de inferirlas, se cae en las «ilusiones trascendentales». Los «paralogism os trascenden tales» (el alma com o sustancia), las «antino mías de la razón pura» y, por último, «e l ideal trascendental de la razón pura» son los tres cam pos principales en los que aparecen estas ilusio nes, producidas por la dialéctica y por las con clusiones que se obtienen de ella. Por tanto, es la dialéctica basada en las desmesuradas preten siones de la razón — que pretende ser «constitu tiva», cuando sólo puede ser «regu lad ora»— la fuente de la psicología metafísica, de la cosm o logía metafísica y de la teología especulativa o na tural, incluyendo en ella el argumento ontológico en favor de la existencia de Dios. Unicamente nos detendremos en las antino mias de la razón pura tomando de Kant sola mente uno de los diversos ejem plos que da de ellas: «La antitética de las ideas cosmogónicas». Kant trata de mostrar la idéntica falsedad y ver dad igual en este terreno de las afirmaciones contradictorias siguientes: a ) Tesis: El mundo tiene un comienzo en el tiempo y en el espacio: se trata del finitism o. Antítesis: El mundo carece de comienzo en el tiem po y en el espacio: se trata del infinitism o. b) Tesis: La causalidad según las leyes de la naturaleza no es la única que permite explicar los fenómenos. Es preciso adm itir una causalidad que se deriva de la libertad.
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Antítesis: N o existe libertad, y en el mundo todo está determinado por las leyes de la naturaleza.
Cabría esperar que Kant, que no admite una esfera que supere las leyes de la lógica formal (de la identidad, de la no-contradicción y del ter cero excluido) a las cuales somete igualmente el razonamiento dialéctico, concluyera que las tesis y antítesis que corresponden a «antinomias cos mológicas trascendentales» son igualmente fal sas por ser contradictorias. Pero su conclusión no es precisamente ésta. Aunque subraya que las tesis y antítesis cosmogónicas sustituyen la to talidad reguladora y relativa del inundo por una totalidad absoluta e incondicionada, y que de este modo las ideas aportadas al respecto son siempre inapropiadas p or ser demasiado limita das o demasiado ilimitadas, Kant trata de recon ciliar a los partidarios de las tesis y de las antí tesis. Así, Kant llega finalmente a la conclusión de que, dado que todo comienzo y todo fin tienen lugar en el tiempo, y todo límite en el espacio, y dado que el espacio y el tiempo no son más que formas trascendentales de captación de los datos sensibles, todo lo que pertenece al mundo fenoménico tiene un comienzo y un límite, mien tras que el mundo noum énico carece de ellos. Esto significa, en suma, que la primera anti nomia cosmogónica se resuelve de tal modo que la tesis finitista se proclama com o válida para los fenómenos y la tesis iniinitista como válida para los noúmenos. La solución kantiana es to davía más clara en lo que respecta a la antino mia entre libertad y determ inism o. Se admite que el determinismo reina indiscutiblemente én el mundo de los fenómenos, y la libertad en el de los noúmenos; la relación entre ambos queda asegurada aquí no solamente por los principios reguladores sino también por el im perativo cate-
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górico m ora l, que es una llamada del mundo nouménico al mundo fenoménico. De ello hay que concluir que, en Kant, la ne gación de la dialéctica experimenta a su vez una dialéctica, y que esta dialéctica sigue siendo apo logética respecto de los dogmas aceptados de antemano: a ) apología de la oposición de mundo nouménico y mundo fenoménico; b ) apología del método discursivo que separa y establece com partimentos estancos, sin unirlos al mismo tiem po; en una palabra, apología del entendimiento triunfante sobre la razón, para hablar con el len guaje de Kant; c ) p o r último, apología del mun do nouménico. Tomemos ahora com o ejem plo el tratamiento de la dialéctica en la C rítica de la razón práctica. Kant considera que las filosofías morales que lle gan a afirmar un Bien Supremo que une la virtud y su recompensa por medio del placer y la beati tud son víctimas de la dialéctica. Tam bién aquí se trata de unir en una totalidad incondicionada, que desde el punto de vista de la razón teórica es sólo una apariencia, elementos separados en el mundo fenoménico. Sin embargo, aquí la crí tica del método dialéctico concluye con el reco nocimiento de la validez, en tanto que postula dos morales, de la inmortalidad del alma, de la libertad de los noúmenos y de la existencia de Dios, los cuales com pletan y perfeccionan la mo ral del im perativo categórico. Sin embargo, el re curso a los «postulados» de la razón práctica, más aún que el uso de los «principios reguladores* de la razón pura, recuerda bastante, a decir ver dad, un ejercicio de tiro al blanco, de form a que la proclamación de la «prim acía de la razón prác tica» sobre la razón teórica y el paso de los prin cipios reguladores a los postulados sólo pueden ser interpretados com o un reconocimiento de las dificultades provocadas por el uso exclusivo del
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entendimiento puramente discursivo. En el fon do, Kant prueba lo contrario de lo que se pro pone probar. Ouiere demostrar que el m étodo dialéctico es la fuente de todos los errores en filosofía. Pero de hecho demuestra que, a pesar de todo, no es posible prescindir de la dialéctica, pues sin ella los errores com etidos son todavía más graves, y más fuerte el dogmatismo. Por tanto, está justificado hablar, como hemos hecho, de una dialéctica en Kant, pues siempre que nuestro filósofo se halla ante la necesidad de buscar los puntos de paso entre mundo nouménico y mundo fenoménico recurre a la idea de totalidad. Pero su manera de concebir esta última en tanto que principio regulador, y sobre todo en tanto que postulado, es mucho más dog mática que la de la mayoría de los dialécticos. En último término, excluye las totalidades em píricas, así como todo conflicto entre las totali dades, por no hablar de su m ovim iento real y de la validez conceptual efectiva de los conjuntos para el conocimiento empírico. Por otra parte, Kant no habla más que del m étodo dialéctico, manifestación «d e un mal em pleo de la razón»; por tanto, relaciona la dialéc tica exclusivamente con la conciencia, sede de esa razón. N o admite dialéctica alguna en la rea lidad, en el ser; y sin embargo, precisamente para referir los objetos del mundo sensible al ser de los noúmenos, recurre a los principios regulado res y a los postulados que deben ocupar el lugar de la dialéctica. En ello hay una contradicción: las dificultades de Kant ponen de manifiesto una vez más el hecho de que la regulación entre la dialéctica corno m étodo y la dialéctica como m o vim iento de la realidad plantea problemas que sólo es posible resolver dialécticamente. Pero la orientación de la filosofía de Kant se niega a considerar semejantes problemas.
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Si se quisieran resumir ahora los presupues tos discutibles en que se apoya Kant en su ata que contra el método dialéctico, se podría insis tir en los punios siguientes: 1. Kan! sólo puede demostrar que la dialéc tica conduce a ilusiones y conclusiones erróneas a condición de admitir de antemano: a ). Que el entendimiento se halla separado de la razón por un abismo que jamás puede ser su perado; b ). Que toda experiencia es una experiencia construida, consistente en una síntesis entre las categorías del entendimiento y los datos de los sentidos; que, en consecuencia, no hay experien cia más o menos inmediata; c ). Que no existe intuición no sensible, pura (intelectual o no); d ). Que la razón, al superar el entendimiento discursivo, no puede servir de elem ento consti tutivo del conocimiento; e ). Que las leyes lógicas de la identidad, la nocontradicción y el tercero excluido son aplica bles sin excepción alguna en todos los terrenos; f ) . Que entre los datos de los sentidos, las for mas trascendentales de la intuición sensible, las categorías del entendimiento y las ideas de la razón no hay ningún punto de paso, ningún grado de mediación; g ). Que lo in fin ito sólo existe b ajo la forma de una tarea infinita del conocimiento y de la mora lidad según el im perativo categórico. AI recurrir a estos presupuestos para demos trar la vanidad del m étodo dialéctico, Kant se encierra en un círculo vicioso, pues admite de antemano todo lo que la dialéctica, sea positiva O negativa, niega. Además, se instala en la esfera discursiva de las separaciones estables, a las cua les la dialéctica — rechazada por el— precisa mente quiere superar y convertir en inacepta
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bles. Bastaría abandonar uno o dos de estos pre supuestos — p o r ejem plo, la oposición insupe rable entre entendim iento y razón, o la negación de toda in tuición que no sea la in tu ición sensi ble, o incluso la reducción de toda experiencia a la experiencia construida mediante las catego rías del entendimiento— para que todo el anda m iaje antidialéctico de Kant se viniera abajo. Pero lo que queda de su crítica es el reforza miento de las posiciones de la dialéctica negativa y el intensificado rechazo de la dialéctica positiva, sea racional o mística. 2. En estas condiciones, cabe preguntarse cóm o es posible que la discusión kantiana de la dia léctica se halle no solamente en el origen de las dialécticas claramente antitéticas y negativas (com o las de Fichle-, Kierkegaard o Proudhon), sino también en el origen de la dialéctica sintéti ca y positiva de Hegel. La explicación se halla, a mi m odo de ver, en la manera kantiana de resolver los paralogismos y las antinomias de la razón pura, al proyectar las tesis y las antítesis en las esferas aisladas del mundo fenoménico y del mundo nouménico o inteligible. Esta proyección representa, desde to dos los puntos de vista, una regresión respecto a la obra analítica de Kant. La dialéctica positiva y emanantista de Hegel parece aceptar en un prim er momento la oposición dogmática entre el ser «en sí y para sí» (los noúmenos) y los fenó menos, para superar a continuación esta oposi ción y unir ser y fenómeno mediante un m ovi m iento de dialéctica descendente, el cual, a pesar de revelar que el ser es idéntico a la idea en movimiento, disuelve la lógica en la ontología y esta, a su vez, en la teología. Y, efectivamente, la dialéctica de Hegel se pro pone describir la alienación de Dios y del Espí ritu en el mundo creado, al igual que el retorno G u r v itc h , 6
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de este mundo al Espíritu y a Dios. Así, pues, es mediante una inversión que recuerda a Plotino — transmitido a Hegel p or los místicos alemanes com o Eckhard y Jacob Boehme— , como Hegel trata de resolver las dificultades en que se de bate «la dialéctica de la negación de la dialécti ca», característica del pensamiento de Kant. He gel llega así a entroncar con la tradición de la dialéctica positiva, ascendente y descendente a la vez, especialmente contraria a la inspiración kantiana. 3. Por último — y éste será el últim o punto del presente resumen de las dificultades con que tro pieza la crítica de la dialéctica por Kant— , éste se coloca en una posición delicada al relacionar la razón, que p or sí misma no puede servir de fuente para el conocimiento, con «la idea inevi table y natural», como él la llama, del «tod o, del con ju n to incondicionado de las condiciones», del que no pueden prescindir la experiencia y el co nocimiento discursivo, aunque sólo sea a título de límite inaccesible que les sirve de regulador. Se plantea aquí la cuestión de saber cómo, sin recurrir a la razón, a la intuición y, por último, a la dialéctica, la «filosofía crítica» de Kant pue de llegar a conocer la diferencia entre el enten dimiento y la razón, sus límites y funciones res pectivas y, para emplear un término moderno, su «com plem entariedad». Esta cuestión funda mental debieron de planteársela todos los lecto res de Kant capaces de profundizar en aquello que consideraron válido de los análisis de este autor. Y su respuesta sólo podría consistir — com o señala muy justamente Richard Kroner— 1 en la búsqueda de nuevas interpretacio nes de la dialéctica. Estas se hallan vinculadas a la investigación de la sociedad co m o hogar p ri m ordial de la dialéctica.
5. L a
d i a l é c t i c a e n J. G . F i c h t e
El prim er postkantiano de envergadura — y de gran envergadura— , J. G. Fichte (1762-1814), re coge el hilo de la dialéctica a partir de una nueva base. Fichte fue el p rim e ro en a d vertir que el hogar de la dialéctica, en tanto que m ovim ien to real, reside en la sociedad. Fichte se apoya ante todo en un m oralismo especulativo ligado a un humanismo realista y h eroico cuyo m ovim iento es dialéctico; el método dialéctico es sólo la ma nera en que la humanidad se capta a sí misma. En esta prim era fase de su pensamiento, su terminología (oposición del Y o y del no-Yo, su perada por un Y o práctico primero, por un Y o puro a continuación, que se eleva finalmente ha cia el Y o Absoluto) ha dado lugar a falsas inter pretaciones que traté de com batir en el libro La m orale concréte de Fichte, publicado en 1925 \ mostrando que ninguno de los Y o distinguidos por Fichte son Y o individuales, sino Yo co le cti vos, y que, tras haber atravesado una crisis — con83
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sistcnte en reducir el m étodo dialéctico a una orientación agnóstica y fideísta— , Fichtc llegó, en la última fase del desarrollo de su pensamien to, a distinguir una doble dirección del método dialéctico: una de ellas conduciría al «s e r trans ob jetivo», que, en sí mismo, no es dialéctico; la otra correspondería al m ovim iento real de la so ciedad, dialéctica en sí misma. A partir de ahí, y de manera bastante impreci sa y poco hábil, caracterizaba yo las concepcio nes de Fichte com o una síntesis de dialéctica e ir racionalismo. Con ello trataba de expresar las dos cuestiones siguientes: a ) que el m étodo dia léctico al que llega Fichte conduce a la intuición no solamente de las ideas — como en Platón— sino también de la realidad de los hechos en su inagotable e infinita riqueza, realidad de la cual solamente se captan pequeños sectores (lo que Fichte ha dominado F a k tizita t) 2; b ) que esta in tuición no solamente puede ser contemplativa y pasiva sino también activa, voluntaria y parti cipante en la actividad creadora humana. En este caso, la dialéctica no conduce solamente a la in tuición: muestra ser un m ovim iento propio tan to de lo que es captado — la sociedad en acto— como de quienes captan este m ovim iento — los sujetos colectivos e individuales. Sin duda cometí un error al em plear los tér minos «síntesis» e «irracionalism o». Hay que de cir «dialéctica de p a rticip a ción », y no «síntesis», y realidad de hecho y actividad creadora de la humanidad, y no irracionalismo. Mi única jus tificación se halla quizá en los errores del pro pio Fichte; pues éste no renuncia a introducir lo Absoluto en sus análisis, y tampoco evita la tentación de considerar, tanto a la dialéctica que caracteriza el conocimiento del ser com o a la de la participación en la actividad creadora, como si fueran etapas preparatorias de la intui
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ción m ística que ha de revelar a lo Absoluto en tanto que Dios. Este aspecto del análisis de Fichte me incitó a em plear el térm ino «irracionalism o», y aunque ya entreveía el carácter específicamen te social de la dialéctica de Fichte, sobre todo en su aspecto de m ovim iento real. Algunos textos nos ayudarán a seguir con un poco más de detalle las etapas del desarrollo de Fichte. En una carta impresionante escrita a un corres ponsal suizo, Baggesen, en 1795\ Fichte declara que su rechazo de las premisas dogmáticas de la filosofía kantiana está vinculado al humanis mo realista y heroico de la Revolución francesa: «M i sistema — dice— es el prim er sistem a de la libertad. De la misma manera que la Nación francesa libera a .la humanidad de las cadenas materiales, mi sistema la libera del yugo de la [cosa en s í], y sus primeros principios convier ten al hombre en un ser autónomo. La ‘Doctrina de la Ciencia’ (W issenschaftslehre) nació duran te los años en que la Nación francesa hacía triun far, a fuerza de energía, la libertad política; na ció a continuación de una dura lucha conmigo mismo y contra todos los prejuicios existentes en mí, y esta conquista ha contribuido a hacer nacer mi D octrina de la Ciencia. A l valor de la Nación francesa le debo el haberme elevado todavía más. Le debo el haber estimulado en mí la energía ne cesaria para la comprensión de estas ideas. Mien tras escribía una obra sobre la Revolución sur gieron en mí, com o una especie de recompensa, los prim eros indicios, los prim eros presentimien tos de mi sistema» \ El p u n to de partida de F ichte era pues la hu manidad real en acto. Para él, es la humanidad la que encarna al Espíritu infinito; Fichte decla ra ya en 1794, el mismo año en que escribió su primera Wissenschaftslehre, que «T o d o s los in i
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dividuos [ los Y o individuales] están integrados en la Gran Unidad del E s p íritu ». B ajo un aspecto distinto, esta misma Humanidad es la realidad social, el mundo social, la sociedad. «Solamente entre los hombres se convierte el hom bre en un ser humano», escribía ya en esta época. Y preci sa que la Sociedad es una « Gemeinde d er Iche», un Nosotros, una Comuna de los Yo. X a vier Léon tiene, pues, toda la razón al destacar que en opo sición a las concepciones todavía individualistas de Rousseau y de Kant, Fichte fue el prim ero en descubrir la realidad de lo social, y — añadiría yo— el primero en descubrir la intervención de los Nosotros, de los grupos y de las Naciones, en tanto que sujetos colectivos del conocimiento y de la moralidad. En su primera gran obra filosófica. Doctrina de la Ciencia (W issenschaftslehre) (1794) — la que más tuvieron en cuenta los demás postkantia nos, aunque sólo sea característica de una etapa de su pensamiento— , Fichte se preocupa princi palmente por rechazar el aislamiento en que en cierra Kant a lo finito y lo infinito, al entendi miento y a la razón. Bajo las apariencias de un idealismo subjetivo, debidas a los térm inos poco apropiados de « Y o teórico», « Y o práctico», «Y o puro» y «Y o absoluto» (que no son en absoluto individuos y conciencias individuales sino cen tros suprapersonales del conocimiento y de la ac ción), Fichte presiente ya el realismo que se ma nifiesta a la vez en el N o-Y o y en el Yo-absoluto. El N o-Yo, esa X infinita, no es idéntico a un objeto de conocimiento ni tampoco a un campo de acción, pues comprende lo desconocido y lo no alcanzado p or acción alguna. Las relaciones entre sujeto y ob jeto son interm ediarias entre el Yo que no es un sujeto y el No-Yo que no es un objeto. El conocimiento y la acción m oral sólo son posibles y realizables merced al hecho de
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que el Y o teórico, impulsado por el Y o práctico, al elevarse hacia un Y o que les une — el Y o puro, que a su vez tiende hacia el Y o absoluto— arran ca al No-Yo o a la realidad desconocida y no actuada unas esferas cada vez más amplias pero que no agotan jam ás la infinitud de lo real. Por tanto no es posible aislar lo finito y lo infinito, de la misma manera que es imposible separar el Yo teórico y el Y o práctico del Y o puro. En esto consiste el m étodo dialéctico según el Fichte de la prim era etapa. Esta dialéctica está destinada a revelar los puntos de paso entre lo finito y lo infinito; y lo infinito no es solamente una tarea infinita nunca realizada sino un « in fi nito p o s itiv o » que se realiza en el conocimiento y en la acción propios de la humanidad y de la sociedad. Al m ism o tiempo, esta dialéctica revela en la realidad no objetivada y no actuada un ele mento completamente contingente (z u fä llig ), el hecho bruto del obstáculo que jamás puede fran quearse enteramente (unüberw indbare Faktizi tät). Me parece, pues, que todo lector de la prime ra Wissenschafí sichre de Fichte que haya conse guido penetrar en su pensamiento debería darse cuenta de que los « Y o » invocados por Fichte no son individuos o conciencias individuales, y que su dialéctica no está relacionada con el idealis mo ni con el esplritualism o. Fichte, p or otra par te, se aventura p o r el camino de un m étodo dia léctico antitético, que perm ite presentir en deter minadas esferas de la realidad un m ovim iento dialéctico independiente de todo m étodo. Pero entonces, ¿cóm o explicar el hecho de que Hegel se considerara com o continuador de la dialéctica de Fichte, que no consiguió llevarla hasta el final? Fichte cree que la dialéctica eleva los « Y o » teó rico, práctico y puro hacia el Yo absoluto, y con
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cede a éste una primacía sobre el No-Yo. Hegel pretende que este No-Yo, esta X , se halla absor bido a su vez en el Y o absoluto, lo cual es una interpretación contraria a la inspiración de Fichte. Sin embargo, lo cierto es que Fichte, guiado por el moralismo y el humanismo heroico, con lía de masiado en los « Y o » práctico, puro y absoluto; se inclina a considerar a los tres como actos in finitos que poseen una cierta prim acía ontològi ca sobre el No-Yo. Primacía ontològica y prima cía de valor. En mi libro sobre Fichte caracte ricé este punto de vista como m ora lism o patolò gico; tal vez hubiera sido m ejor decir moralism o ontologico. En todo caso, de ahí proceden tanto las dificultades de la dialéctica de Fichte en su primera fase como la posibilidad de las interpre taciones erróneas de su pensamiento. El método dialéctico de Fichte consiste en una ascensión hacia la captación y la participación de la That-H andlung (Acción-Acto) que precede a toda conciencia y la hace nacer, bien colectiva, bien individual (o incluso, como ocurre casi siem pre, de las dos formas a la vez). Ahora bien, esta That-Handung, a su vez dialéctica, constituye el hogar esencial de la dialéctica. Así, según Fichte, el método dialéctico y la intuición se implican re cíprocamente. No en vano la única intuición (además de la intuición sensible) que admite Fichte en su primera etapa es la intuición de la That-H andlung, y por la That-H andlung que es «transpersonal ». Escribe: «L a única intuición posible es la in tuición de nosotros mismos en la realización de la acción o la certeza inmediata de la libertad de la That-Handlung adquirida en la acción.» Evi dentemente, no atribuye ésta a los individuos ais lados, sino a la Humanidad, a la Sociedad, en las cuales el todo y las partes se engendran recípro camente. Pero como estas totalidades reales son
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identificadas con el « Y o absoluto», cabe pregun tarse si no se trata de una divinización de la Hu manidad y de la sociedad (tentación en la que han incurrido, después de Fichte, varios sociólo gos y pensadores com o Saint-Sirnon, Cornte, Feuerbach y, en cierto sentido, el propio Durkheim). Y si es así, se plantea inmediatamente una nueva cuestión: el No-Yo, esta X de la rea lidad no conocida y no actuada, ¿no podría ser considerado a su vez como creado por el Yo Absoluto-Dios-Humanidad-Sociedad? Precisamen te aquí interviene H egel: transforma el Yo Abso luto de Fichte en un Dios efectivo, que se aliena en el mundo creado y que regresa, con la ayuda de la Humanidad, hacia sí mismo, a través de la Historia. Sea com o sea, la primera interpretación de la dialéctica por Fichte no evita el giro hacia una dialéctica ascendente y apologética, y deja en suspenso el problema de la relación entre la dia léctica com o método y la dialéctica corno m ovi miento real. Por esta razón, tras un período de dialéctica fldeísta, Fichte, en su tercera y última fase, des arrolla más que nunca su tendencia hacia una dialéctica antitética, realista y empirista, que se halla en las antípodas de la dialéctica hegeliana. Sin embargo, hemos de aclarar a continuación que este cam bio condujo a Fichte, desgraciada mente, a renunciar a su antiplatonism o, tan fuer temente acentuado en sus obras iniciales. La dia léctica, tal como se desarrolló en sus últimas obras, desemboca por una parte en la intuición de la realidad y de las ideas eternas que se en carnan en ella (de ahí su expresión de ideal-rea■ lis m o ) \ y, por otra parte, en la That-Handlung o actividad creadora propia de la humanidad y de la sociedad. Entre ambas se inicia una pugna grandiosa.
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«E l ser ideal» y «e l ser real» por una parte, y «el Espíritu» (G e is t), por otra (según términos de Fichte que pueden ser interpretados com o «el ser no objetivado, real e ideal» y «la Sociedad en acto»), libran una guerra sin cuartel cuyos chispazos y compromisos constituyen la trama de la existencia social y humana. Según Fichte, esta lucha gigantesca solamente puede ser aplacada en la intuición mística de lo Absoluto. La dialéc tica, que para Fichte no es únicamente un mé todo sino también un m ovim iento real de la Hu manidad y de la Sociedad, podría ser aplicada igualmente (en tanto que m étodo) a las relacio nes entre el Ser no humano y la Sociedad. Sin embargo, Fichte no llega a esta conclusión: está demasiado ocupado en mostrar que la dialéctica, que continúa siendo esencialmente negativa, no puede alcanzar lo Absoluto sino sólo convertir efectivam ente en relativo todo lo que no lo es. Fichte desarrolló ya esta concepción de la dia léctica en la Doctrina de la Ciencia de 1801, pero la precisó más particularmente en la D octrina de la Ciencia de 1804. Todo conocimiento, dice Fich te, incluso el «conocim iento del conocim iento», que es filosofía, implica una contingencia irreduc tible, una heterogeneidad de hecho, un « hiatus irra tion a lis» mediante cuya acción el propio co nocimiento se convierte en un elem ento encaja do en el ser. La relación entre sujeto y objeto sólo es posible porque es superada: del lado del objeto, p or el ser p u ro de las ideas y de la rea lidad de los hechos contingentes (Fakt.iz.itat); y del lado del sujeto, por la libertad creadora (Fich te dice «libertad m aterial» en contraposición a «libertad fo rm a l») en lucha con el ser puro, bajo su doble aspecto de la realidad de los hechos contingentes y del ser de las ideas (L o g o s ). Entre lo « transobjetivo», que es el ser puro, y lo «transttb jetivo», que es la libertad creadora, se des
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arrolla un drama perpetuo, una lucha grandiosa. Al mismo tiempo se profundiza entre los dos el « hiatus irra tion a lis », e l abismo infranqueable que, pese a actuar sobre todo entre los dos antípodas, repercute también en las fallas propias de cada uno de ellos tomados por separado. Fichte va todavía más lejos. El ser puro de las ideas; captado en una intuición intelectual pasiva ( Sehe = Lichtz.ustand), es a su vez tan esencial mente contingente ( gru n d los) com o la realidad de hecho; desde este punto de vista, las ideas lógicas, a su vez, no siempre se hallan integradas en una unidad coherente. La dialéctica — término que Fichte no utiliza expresamente en su escrito de 1801— consiste tanto en poner de relieve esta diversidad irreductible como en advertir que el análisis filosófico conduce a abismos infinitos. Pero Fichte subraya que estos abismos infinitos no son in fin itos negativos sino « infinitos p o siti v os » que perm iten determ inar lo finito, puesto que su lím ite es lo Absoluto, Absoluto que, en sí, se halla fuera del análisis dialéctico. Por otra par te, Fichte dice que «cada término añadido a la expresión ‘lo Absoluto' destruye su carácter abso luto y sólo lo deja subsistir en una relación lim i tada» (Obras postumas, vol. II, p. 121). Así, lo Absoluto no es sujeto, ni objeto, ni el ser puro de las ideas, ni la contingencia y m ulti plicidad real de los hechos que se oponen a ellas; lo Absoluto se halla alejado de la libertad crea dora como de todo grado de libertad que pudie ra conducir a ella. « L o Absoluto no es ni cono cimiento ni ser, ni la indiferencia ni la identidad de ambos, sino simple y exclusivamente lo abso luto.» «R especto de lo Absoluto, sólo podemos comprender que no lo comprenderemos jam ás» ( ib id., p. 106), pues es «anterior a toda posible com prensión», aunque permita ésta en tanto que
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termino que trasciende lo infinito, haciéndolo po sitivo y no solamente negativo. Lo Absoluto al que Fichte no renuncia no se halla situado ya del lado de lo transubjetivo. com o en su dialéctica de la primera época, ni del lado del ser, sino fuera de los dos, así como fue ra de la dialéctica. Por otra parte, una de las misiones de esta última consiste en mostrar que lo Absoluto es inaccesible tanto al conocimiento com o a la acción, y que sólo sirve para hacer relativos tanto el ser com o la libertad creadora. Sin embargo, se advierte que Fichte, al igual que Damascio y Dionisio Areopagita, espera que la dialéctica negativa de lo Absoluto abra el ca mino, luera del conocimiento y de la acción, a la intuición, mediante la revelación mística de lo Absoluto como Dios. Todos estos aspectos de la dialéctica de Fichte se confirman en la D octrina de la ciencia (1804), en la que Fichte trata de la manera más explícita del método dialéctico. Unas veces le da el nom bre de « Genesis» y otras el de «N achkonstruiere n » (construcción posterior); y trata de mostrar que es im posible aislar la dialéctica de la expe riencia inmediata e intuitiva (Sehe, Lichtzustana); nada son la una sin la otra, ya que aisladas am bas quedan vacías. En el terreno del conocimiento, la unión de la dialéctica y de la experiencia intuitiva conduce «a la aniquilación del pensamiento en el ser» (O p . cit., II vol., pp. 184, 228, 333). Esta aniqui lación, o más bien — para com prender m ejor el término de Fichte— , esta culminación en el rea lism o, este enquistamiento en el ser, es lo que se puede designar como «evidencia genética» ( genetische Evidenz). A ello corresponde, en el terre no de la acción, la participación consciente me diante el esfuerzo en la creación colectiva. Pero com o esta ultima y sus múltiples grados se iden*
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tifican en Fichte con la realidad social, la dialéc tica es aquí propia de los contenidos mismos, y no solamente de los actos que los captan: se trata, pues, de la dialéctica com o m ovimiento de la realidad. Aunque F ich le no lo precisa, con todo es por ahí por donde abre el camino hacia la concepción que sitúa el hogar de toda dialéc tica en el m ovim iento real propio de la huma nidad, de la sociedad y de la historia (punto de vista que Proudhon y Marx, com o discípulos no siempre conscientes de Fichte, desarrollarían pos teriormente). P o r otra parte, la dialéctica, bajo todos sus aspectos, se caracteriza, según Fichte, por el « D u rch » (paso, camino hacia), que rompe sin ce sar (zersch ld gt) sus propios marcos, demoliendo los conceptos fijados y los obstáculos reales que se oponen a la acción para hallar otros nuevos, o mediante viraje en la marcha misma de las to talidades sociales reales. Esta dialéctica — en la que la experiencia, la construcción de los conceptos y de los objetos del conocimiento, los esfuerzos colectivos y, por último, las estructuras sociales reales, se unen para derribar las barreras entre el sujeto y el ser o los obstáculos con que tropiezan la crea ción colectiva y sus obras— no es en principio ascendente n i descendente. En efecto: esta dia léctica no conduce a lo Absoluto y no implica a lo Absoluto en el m ovim iento dialéctico. Con mayor razón tampoco presupone un movimien to de descenso de lo Absoluto hacia lo relativo. La dialéctica de Fichte sitúa a lo Absoluto fuera de la dialéctica. Desdo este punto de vista, no en vano fue acusado Fichte de ateísmo y expul sado finalmente de la Universidad de Jena Por otra parte, dice con todas las letras que «lo Abso luto no es ni lo subjetivo, ni lo objetivo, ni el concepto, ni la génesis, ni la experiencia intuitiva
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ni el ser de las ideas, ni la libertad material y creadora, ni la realidad». Pero entonces, ¿por qué introducir lo Absolu to? Aquí surge la duda. ¿Acaso este Absoluto no sirve de todas maneras para preparar un lugar para la fe, para la intuición mística en la que el Absoluto se revelará a sí mismo com o Dios? La dialéctica de Fichte se transformaría entonces finalmente en una teología negativa, al modo de la de algunos pensadores de la Edad Media, pero con mucha m ayor consecuencia y realismo. Vol verem os más adelante sobre esta cuestión. Por el momento, señalaré que la dialéctica de Fichte, que sigue siendo esencialmente antitética, negativa y humanista, conduce a un pluralismo irreductible cuya manifestación últim a es iel dua lismo de la acción — que participa en la oleada social creadora, que es a su vez dialéctica— y el «s e r » a la vez ideal y real no humano, únicamen te en relación al cual el conocim iento y el método se caracterizan claramente como dialécticos. Debemos ocuparnos ahora con mayor detalle de los contactos que Fichte, por vez primera en la historia de la dialéctica, estableció entre la dia léctica y la realidad social, así com o de su estu dio de esta última. En sus diferentes obras — ya se trate de sus sucesivas Grundlagen des Naturrechts [Bases del derecho natural], en los Sittenlehren [Estudios de los hechos m orales] o en los Grundziige des Gegenwärtigen Zeitalters [Ca racterística de la época actual] y las Statslehren [Teorías del Estado]— Fichte comienza por se ñalar que el sujeto individual, el Otro y la So ciedad, se implican recíprocamente, permanecien do al tiempo opuestos y unidos. Lo cual significa, evidentemente, que se hallan entre sí en relación dialéctica. Lo mismo ocurre en lo que respecta a las relaciones entre experiencias, conocimientos
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y creaciones individuales y colectivas. Fichte, que p or lo demás fue el prim ero en llam ar la aten ción sobre el aspecto colectivo de estos actos, se afirma aqu í como precursor de Saint-Sim on6 (qu e fue contemporáneo suyo, dato que merece la pena destacar). Fichte trató sobre todo de m ostrar que la par ticipación en lo transpersonal, característica de todo lo que es social y m oral, no podía ser redu cida a una separación ni a una identificación entre el Yo, el O tro y el Nosotros. Pero, al confundir en cierto m odo la realidad social y el ideal m o ral, concebía la primera de form a excesivamente armoniosa, pues su antinomismo antitético sólo llega hasta el final en la lucha entre libertad crea dora y ser no social, pero no penetra suficiente mente en el interior de cada una de estas esferas. Sin embargo, Fichte halló en la realidad social dos antinomias esenciales. Ante todo, la que exis te entre el Estado y la Sociedad: «E s necesario no confundir la sociedad... con esta especie par ticular de sociedad que se denomina Estado» (E l destino del sabio, vol. V I, p. 306). «L a sociedad es un fin en sí. Gracias a ella se produce un per feccionam iento de la especie» (ib id ., p. 307). Por el contrario, «e l Estado está llam ado a aniquilar se a sí mismo. El fin de todo gobierno debería consistir en hacerse in ú til» (ib id ., p. 306). «E l Estado es com parable a una candela que se con sume a sí misma al dar luz, y que se apaga cuan do llega el d ía » (Vol. V I, pp. 102-103). «En la so ciedad futura — el im perio del derecho y de la libertad— el gobierno coercitivo tradicional se extinguirá poco a poco, porque ya no tendrá nada que hacer... El poder del Estado dejará de hallar, de año en año, materia sobre la cual ejercerse. Así, el Estado basado en la coerción se hundirá poco a poco tranquilamente, sin que sea necesa
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rio em plear la violencia contra él y solamente en razón de su propia futilidad..., fruto del tiempo» ( Teoría del Estado, 1813; Obras postumas, vol. IV, página 599). Se advierte, pues, que Saint-Simon, Proudhon y Marx no tenían nada que enseña?' a Fichte cuando predecían la extinción próxim a del Estado al disolverse en la sociedad económica. Sin embargo, las opiniones de Proudhon y de Marx al respecto fueron más realistas y más dialécticas que las de Fichte, a quien se podría reprochar no haber seguido lo bastante de cerca las sinuosi dades del m ovim iento dialéctico propio de la rea lidad social. Por otra parte, Fichte descubrió en la realidad social — y la desarrolló todavía con más fuer/a— otra tensión dialéctica, más im portante que la anterior: se trata de la oposición entre el apara to organizado superpuesto a la vida espontánea subyacente de la sociedad, antinomia sobre la cual insistió am pliamente en una obra diversa mente interpretada: Los discursos a la nación alemana (1807). Aquí, Fichte vuelve sobre la opo sición entre el Estado y la Sociedad, pero dán dole otro sentido. Identifica la sociedad con la Nación, espontánea, y al Estado con una organi zación superpuesta a la Nación. El Estado, com o toda organización — explica Fichte— , es impersonal, esquemático y abstrac to; está construido con conceptos. Pero la Nación es espontánea, activa y viva; sólo m u y parcial mente se expresa en el Estado, al igual que en cualquier otro aparato organizado. L a Sociedad espontánea es más favorable a la renovación, al brote de las innovaciones, a las invenciones, a las creaciones, que la organización del Estado. Como dice muy bien su comentarista Emile Lask, «Fich te trata de revolucionar la capa congelada de la vida pública, dominada por las reglas abstractas de la organización estatal, oponiéndole el fres
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cor de la realidad social, recreada perpetuamen te y que está llamada a rejuvenecer, con su mo vilidad espontánea, el esquematismo de las orga nizaciones superpuestas» 1. Fichte descubre aquí una polarización que no trata de eliminar. Sin embargo, no evita la confusión entre el fenómeno social total de carácter global — y por tanto suprafuncional— y el fenómeno social total de ca rácter parcial — y, por ello, funcional— consti tuido por el grupo poli i ico de la vecindad, grupo subyacente al aparato organizado del Estado. Tam poco percibe la dialéctica que caracteriza las relaciones entre los elementos espontáneos y los elementos organizados de la realidad social, los cuales necesitan unos de otros, que se interpenetran y se oponen entre sí, y que, habitual mente, son finalmente utilizados por esos equili brios dinámicos a los que se denomina en la so ciología contemporánea «estructuras sociales»; estas últimas pueden ser tanto parciales como globales. Para concluir esta exposición de la dialéctica de Fichte, resumiré brevemente su activo y su pasivo, tanto desde el punto de vista de la histo ria de la dialéctica como desde el punto de vista de su funcionamiento en la realidad social estu diada por la sociología. M e parece deseable buscar, sin más tardar, la explicación de la escasa influencia de esta dialéc tica, de su fracaso desde el punto de vista histó rico, ya que la gloria de las dialécticas hegeliana y marxista ha condenado al olvido a la dialéc tica del Fichte de la segunda etapa. La explica ción histórica es tal vez la siguiente: al princi pio de su carrera, Fichte se había situado en un punto de vista a la vez antiplatónico y antinoumenista, de m odo que todo lector avisado vio en su filosofía sobre todo un humanismo jacoG u r v itc h . 7
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bino, un prometeísmo activista. Como hemos di cho, fue acusado de ateísmo y ello le costó su cátedra en la Universidad de Jena. Sin embargo, en este momento, en que el público bebía sus palabras, no había llegado todavía a una concep ción perfectamente clara de la dialéctica; ésta, a pesar de su carácter inmanentista, humanista y social, parecía prom eter llevar el Y o teórico, por mediación del Y o práctico, al Y o absoluto, que podía ser tanto la Sociedad o la Humanidad divinizadas como Dios, que se realizaría por la acción de éstas. La dialéctica de Hegel pretendió siempre ser la continuación de esta prim era dia léctica de Fichte, e incluso llevarla a su culmina ción. Y el público lo creyó. En cuanto al propio Fichte, creyó que para llegar a una dialéctica verdaderamente negativa y realista debía v o lv er al platonism o. Tras haber atravesado una crisis de fideísmo místico, recu rrió finalmente a lo absoluto insondable como base de la dialéctica de la «F a k tiz itä t». Murió todavía joven, en 1814, fulm inado por el tifus a los cincuenta y dos años, sin haber publicado la mayoría de las obras de su madurez. Ahora bien, lo que se ha tenido en cuenta de este período no es la indisoluble vinculación entre dialéctica, experiencia, realism o, pluralism o y vida social, sino simplemente su retom o a posiciones muy anteriores. Solamente Krause, Kierkegaard y Proudhon supieron sacar provecho, directa o in directamente, de la segunda dialéctica de Fichte. Este destino trágico no es fru to del azar. Toda la dialéctica de Fichte se desarrolla cada vez más en el sentido de la eliminación del carácter apo logético y del carácter no solamente d e s c e n d e n t e sino también ascendente de la dialéctica. Su po sición exigía, además, la dialectización de las re laciones entre la dialéctica com o m étodo y la dia léctica como m ovim iento real de la sociedad. Sin
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embargo, no puede decirse que Fichte destacara suficientemente su propósito, ni siquiera en su última etapa filosófica. a ) Efectivam ente, el elem ento apologético de la dialéctica de Fichte no reside solamente en la apología de la irreductibilidad del ser no hu mano y de la libertad creadora humana, sino también en la apología de lo Absoluto, que es incognoscible y que no puede ser som etido a la acción humana. Pues, en últim o término, al in troducir lo Absoluto en su análisis, ¿qué otro objetivo hubiera podido perseguir, fuera de uno de los dos siguientes: o bien hallar una base para su afirmación de la riqueza inagotable de lo real (F a k tizitä t), o bien preparar el camino para una intuición mística que revelara a lo Absoluto como Dios, intuición que tendría lugar fuera de la filo sofía? Creo que Fichte vaciló entre estas dos con cepciones, al igual que vaciló, al principio de su carrera, en la cuestión de saber si debía o no divinizar a la Humanidad y a la Sociedad. A pe sar de la orientación m ilitante de su dialéctica contra toda filosofía clásica, Fichte no consiguió, por tanto, desembarazarse completamente del problema teológico. b ) Tam poco su dialéctica pudo liberarse de la tendencia a convertirse en una dialéctica as cendente; ascendente hacia «e l ser puro de las ideas»; ascendente hacia la libertad creadora, y ascendente, finalmente, hacia lo absoluto. Sólo renunciando radicalmente a toda tradición filo sófica anterior hubiera podid o Fichte llevar su propósito hasta el final. c ) En el interior del ser, sea real o ideal, así como en el interior de la libertad creadora en la que participan la sociedad y sus miembros, las antinomias no son puestas suficientemente de relieve. d ) La dialéctica propia de la realidad social
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se identifica demasiado con la dialéctica de par ticipación en la libertad creadora. Y ello tanto más cuanto que Fichte establece una antinomia irreductible entre «e l ser» y la acción-libertad crea dora. Pero, en estas condiciones, ¿es posible con siderar la vida colectiva como perteneciente en teramente a la realidad propiamente dicha? Las características que el propio F'ichte atribuye a la realidad social, ¿acaso no destruyen su cons trucción metafísica de la guerra sin cuartel entre la libertad creadora y el ser, y no sitúan a la sociedad en una esfera interm edia? ¿ Y no es el ser de la sociedad ( que es al m is m o tiem po acto) el que resuelve en Fichte una antinomia consi derada p or él m ism o como insoluble? Fichte, sin precisarlo suficientemente, opone en el fondo dos realidades y, en último término, dos géneros de ser: el ser humano y social, por una parte, y el ser que no lo es, p or otra. A h í supera él mis m o las lim itaciones de su pensamiento. Este, efectivam ente, aporta con frecuencia más de lo que el propio autor ha tratado de ofrecer, y en todo caso más de lo que aportaba conscien temente. Dejando aparte su peligroso juego con lo Absoluto, es preciso reconocer que F ich te no solamente fue el p rim e ro en relacionar la dialéc tica con el m ovim ien to real de la sociedad, sino que tam bién fue el p rim ero que indicó claramen te la orientación hacia el em pirism o dialéctico. Ha sido necesario aguardar hasta nuestra época para que esta última orientación tome cuerpo en tanto que depuración previa y siempre reiniciada de los marcos conceptuales operatorios, ya se trate de la filosofía, de las ciencias humanas o in cluso de las ciencias exactas. Además, com o ha sido señalado ya, no sólo Proudhon sino el pro pio Marx, a menudo sin saberlo, son, por algu nos aspectos de su dialéctica, mucho más deudo res de Fichte de lo que se ha podido crcer.
L a d ia lé c tic a en
H egel
Antes de llegar al estudio de la dialéctica en Proudhon y en Marx es preciso abordar la dia léctica hegeliana; pero no porque sea la fuente efectiva, como se ha afirmado a menudo, de la ie estos dos autores, pues ambos combatieron los errores de la dialéctica hegeliana. Proudhon, ìfectivamente, no se contentó simplemente con desarrollar una dialéctica de inspiración semi kantiana y semifichteana, sino que criticó la dia léctica de H egel. En cuanto a Marx, a pesar de ¡us esfuerzos p o r «v o lv e r del revés» y «desmistifi:ar» la dialéctica hegeliana, y a pesar de sus se beras pero justas críticas a Hegel — de quien -a 'eces se consideraba más deudor de lo que de lecho era— , no p or ello d e jó de tom ar de Hegel, idemás de su term inología, la m ística del destino listórico y el aspecto ascendente de la dialéctica. La dialéctica a la vez ascendente y descendene de Hegel (1770-1831) no era un comienzo sino in final: constituye una reacción en la historia 101
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de la dialéctica, un re to rn o hacia la dialéctica emanantista de Plotin o, b a jo una form a específi camente germánica, procedente sobre todo del m ístico alemán del siglo xvi Jacob Boehme, en quien la historia de Dios y la historia del mundo se mezclan en un em brollo teológico-cosmogénicohistórico. La originalidad de Hegel consiste sobre todo en haber acentuado, por influencia de su época y en particular de Fichte, el papel de la Humanidad, de la Sociedad y de su esfuerzo, y, por último, de la H istoria propiamente humana, en esta teogonia. Para saber de dónde viene Hegel hay que em pezar por analizar sus obras teológicas de juven tud. Publicados por N oh l en 1907 — y algunos fragmentos muy anteriormente, p or Rosenkranz («P rim e r S istem a») y p or Dilthey— , estos textos están dedicados a los diferentes aspectos del cris tianismo. Fueron escritos entre 1795 y 1801, es decir, en la época en que Fichte no solamente había desarrollado ya su primera filosofía sino que acababa de ser acusado de ateísmo y expul sado de la Universidad de Jena p or su humanis m o inmanentista y heroico, basado en su dialéc tica dc^participación en la libertad creadora pro pia de la sociedad humana. Al leer las obras de juventud de Hegel — cuyos m ejores análisis, en Francia, son los de Jean Wahl, autor de una obra notable, Le malheur| de la conscience dans la philosophie de Hegel— sorprende advertir lo poco que H egel se mues tra influido p o r Kant y p or Fichte, aunque pos teriormente, a partir de 1802, fuera considerado su sucesor. Incluso su relación con los románti cos, con H ölderlin y Schelling, parece muy su perficial. Todos los esfuerzos de Georg Lukács, en su trabajo sobre E l joven H e g e l2 para inter pretar las obras de juventud de H egel en función de sus obras posteriores y de la influencia de
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los románticos sobre su pensamiento, han sido inútiles. P or el contrario, las sorprendentes ana logías entre las concepciones del joven Hegel y las de los místicos alemanes de una época ante rior, de Eckhart (1260-1327) y, sobre todo, de Jacob Boehme (1575-1624), tienen una fuerza y una claridad tales que saltan a la vista y no es posible negarlas seriamente. Con Eckhart, el joven Hegel afirm a que Dios y el ser son idénticos p ero que Dios no es nada sin el mundo creado, y que, no solamente para nos otros sino incluso para sí mismo, Dios era in consciente e incognoscible antes de que aparecie ran las criaturas; en otras palabras, que Dios no era Dios antes de la creación, y que, al «crear la criatura», incluido el «s e r», se creó a sí mis mo. Pero, para recordar a las criaturas este dra ma a la vez divino y humano, el alm a debe supe rarse a sí misma para fundirse en Dios. Tanto en Eckhart com o en las páginas del joven Hegel, esta mística se expresa mediante una dialéctica que es a la vez ascendente y descendente y que se formula com o tesis, antítesis y síntesis: I ) Dios idéntico al Ser; I I ) Dios convertido en el Mundo creado, y I I I ) , por últim o, Dios y el mundo, uni dos y reconciliados consigo mismos. Por otra parte, según el joven Hegel, esta síntesis es el Cristo, que encarna a la vez el retorno del mun do creado a Dios y el triunfo de Dios sobre el mundo creado. La relación de las ideas del joven Hegel con las de Jacob Boehme, a quien Alexandre Koyré ha dedicado una excelente tesis3, no es menos sorprendente. Para Boehme no solamente Dios es la primera evidencia porque ha creado al mun do, sino que incluso Dios se halla en perpetua có lera contra el mundo que ha creado, y esta cólera provoca un m ovim iento perpetuo en el mundo creado; esto se halla en el origen del drama del
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v.núes sólo volviendo a Jo en su interpretación de los escritos del joven mundo y de su nistori , p hombres que fíegel esta diferencia hasta deform ar la actitud Dios pueden el mundo c: t y * ^ Como leí joven H egel; Wahl, ateniéndose a los textos, lo h a b i t a n apaciguar « a c ^ historia de simplemente ha om itido esa acentuación, dice muy justamente e ^ confunden en Volvamos a Hegel. En todo caso, hay que mosDios y la historia ^e •„ manera que se Boehme y en Hegel, c a . . />tos V la *us obras, cuando en su prefacio a la Lógica confunden la concien U , I cual, por vol. I, 1812; vol. II, 1816) — la obra relativaconciencia desgraciada del nom o , nente más racionalista de este filósofo— escriotra parte, se convierte en ^ está onosición Sin embargo, la dialéctica de Fich-ca de Hegel se halla «m u y próxim a de los sente ( a i m m trar oue el hogar de la dialéctica sem,entos»: «L a separación — escribe— es el dou u i r Pn ln sociedad y en su»r; la contradicción es el mal; los elementos esfuerzos c r e a d o r e s ) ‘ había tocado ese punto. no,Uestos son elementos no satisfechos Es s o rdejando indiferente al joven Hegel. -endente que a la clave del enigma, a la que deLukács — al contrario que Wahl— ha subraya->mma razón, la llame p rim e ro a m or.» Añadiré tt
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solamente que este sufrimiento — milagroso, por otra parte, pues conduce igualmente a la síntesis— y este amor, así com o la razón misma, son, para Hegel, tanto colectivos com o individuales. Pero ello no modifica en absoluto el hecho de que la síntesis que concilla la tesis y la antítesis es siempre, para Hegel, un m isterio edificante, incluso cuando tiene carácter previo. Esta sínte sis tiene el sentido de una redención, de una sal vación, de una unión mística que conduce a la beatitud, o, en una palabra, tiene el carácter de un retorno a la unidad divina. Ello es igualmen te cierto respecto de la Lógica de Hegel, que en un movimiento de dialéctica descendente pasa del Ser a la Esencia, de la Esencia a la Existencia y de ésta al C oncepto (que es, según él, «la sub jetividad y la libertad unidas»), para remontar se del concepto a la Idea y de la Idea al Espíritu, que, b ajo la form a del «Espíritu absoluto», es, ante todo, religión revelada. La Lógica de Hegel, como toda su filosofía, se propone m ostrar que gracias a la dialéctica del espíritu la humanidad, la sociedad y el hombre se unen de nuevo en Dios, después de haberse alienado en el mundo. Se comprende por qué Proudhon d ijo que en la dialéctica hegeliana la síntesis es gubernamen tal y teológica, y por qué el joven M arx acusó irritadamente a Hegel no solamente de misti cismo sino de m istificación consciente, de sofis ma, de ridículo, de «inconsecuencia verdadera mente repugnante». Y ese pretendido hegeliano añadió: « La dialéctica hegeliana no es más que el resultado necesario de la alienación general del ser humano, y, p o r tanto, también del pensa m iento hum ano.» «L a existencia suprimida es el ser; el ser suprimido es el concepto; el con cepto suprimido es la idea absoluta. Pero ¿qué es la idea absoluta? Se suprime nuevamente a sí misma..., es una totalidad de abstracción» y sólo
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puede ser salvada por una religión revelada, a la cual reconduce el Espíritu Absoluto. A estas citas, tomadas de la C rítica de la filo sofía del Estado de Hegel (1842-1843) y de los Ma nuscritos E con óm ico-F ilosóficos (1844), se aña den las características contenidas en La Sagrada Familia (1844). « E l humanismo realista — escribe Marx en esta obra— no es, en Alemania, enemigo más peligroso que el esplritualismo especulativo que, en Jugar del hombre real, coloca la concien cia y el espíritu.» Añade: « la dialéctica de Hegel hace triunfar al espíritu germ ano-m ístico» y pre tende contribuir «a l descenso del cielo sobre la tierra». Marx concluye: «E n Hegel hay tres ele mentos: la Sustancia de Spinoza, el Y o de Fichte y la unidad hegeliana de los dos, necesariamente contradictoria en sí.» He aquí en qué consiste la síntesis hegeliana: bajo ella se oculta una teo dicea m ística, respecto cíe la cual la dialéctica de la historia humana, al igual que la lógica dialéc tica, sólo son engaños. Estos ataques de Marx preparan las críticas más profundas contenidas en La Id eología Ale mana (1845) y en la Miseria de la Filosofía (1846). Estas críticas, dirigidas form alm ente contra Proudhon, apuntan en realidad contra la dialéc tica hegeliana, cosa que el m arxismo oficial ha tratado de ocultar en la m edida que le ha resul tado posible 8. Nos detendremos en esta cuestión al exponer las concepciones dialécticas de Marx ( infra, Sección 8), donde tendremos ocasión de volver sobre las relaciones entre la dialéctica de Marx y la de Hegel. Dos obras inician la etapa de madurez de Hegel y pueden ser consideradas desde cierto punto de vista com o sus escritos más logrados: la Fenome nología del E s p íritu (1807), que da a la dialéc tica hegeliana una cierta resonancia realista y
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humanista, y la Lógica (t. I, 1812; t. II, 1816), que le confiere una coloración al menos aparen temente racionalista. P o r el contrario, la Enciclo pedia de las Ciencias Filosóficas (1817), y, sobre todo, las obras del período de Berlín — la Filoso fía del Derecho (1821), la Filosofía de la Historia Universal (W eltgeschichte, en 4 volúmenes) y la Filosofía de la Religión (en 3 volúmenes)— reve lan lo que a veces disimula la presentación habi lísima de los dos escritos anteriormente mencio nados: la transmutación directa del mundo y de la humanidad histórica en la «eternidad vivien te » en la cual se hallan preservadas ( aufgehohen, pues « aufheben» quiere decir en alemán preser vación,, más que «superación»). Para Hegel, «el espíritu absoluto se siente en sí por todas par tes», puesto que no hace más que descender y ascender. Como muy bien dice Em ile Bréhier, «el resultado más patente de su filosofía es que con fiere el sello divino a todas las realidades de la naturaleza y de la H istoria: la ciudad terrestre se transmuta en una Ciudad de D io s »9. Entre todas las obras de Hegel, la Fenom eno logía del E spíritu es aquella en la que su dialéc tica adquiere un aspecto más realista y más con creto, que sobre todo h oy llama la atención. El autor de la traducción francesa más reciente de esta obra, Jean H yppolite, ha dedicado su tesis doctoral a la exposición de todos los matices del pensamiento de H egel en 1807 I0. Por otra par te, en el libro 11 que reproduce una lecciones so bre la Fenom enología d el E spíritu dadas entre 1933 y 1939, Alexandre K o jéve basa su exposición de la dialéctica hegeliana en este escrito. Lo que atrae a los intérpretes recientes hacia la Fenom enología del E s p íritu es su orientación aparentemente muy m oderna hacia la descrip ción de lo vivido psíquico, social e histórico. Esta descripción se propone «in tro d u cir» a la filosofía
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y se sitúa, por decirlo así, delante de toda filoso fía y de toda ciencia, adoptando como ob jetivo el de seguir todas las sinuosidades del movimien to de la razón y del espíritu en sus encarnaciones en el ser real. «L a fenom enología de Hegel — es cribe H yppolite— se propone una tarea doble: por una parte, conducir a la conciencia ingenua al saber filosófico, y, por otra, hacer salir a la conciencia individual de su pretendido aislamien to, de su ser para sí exclusivo, para elevarla al espíritu» ,2. En la Fenom enología, Hegel no apli ca abiertamente la dialéctica descendente; e in cluso la dialéctica ascendente, al proceder por síntesis, se halla un poco velada. Todo ello induce a K ojéve a afirmar que para H egel la dialéctica está ligada al tiempo, y que el tiem po es para él humano, es decir, social e histórico. De modo que, para H egel, «solamente la historia se puede y se debe com prender dia lécticam ente» 13. Por otra parte, Kojéve añade: «Sería necesario decirlo, pero Hegel no lo dice. Y creo que ahí está su error básico» 14. K ojéve rechaza toda la «dialéctica de la naturaleza» de Hegel, olvidando sin embargo que, al menos en lo que se refiere al m étodo, las «ciencias natura les» de hoy se han dialectizado cada vez más, y que las propias relaciones entre las ciencias del hombre y las ciencias de la naturaleza, en la me dida en que se trata de sus aparatos conceptua les, pueden ser consideradas de una manera dia léctica. P or otra parte, K ojéve se facilita mucho el trabajo al proyectar sobre la Fenomenología del E s p íritu de Hegel algunas concepciones de Marx elaboradas por éste precisamente en fun ción... ¡ de su rebelión contra Hegel! Al igual que Fichte, en la Fenom enología del E spíritu Hegel pretende llegar a establecer una relación entre dialéctica y experiencia. En el pre facio a la Fenom enología dice: «E l movimiento
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dialéctico que la conciencia ejerce en si misma, tanto en su saber com o en su ob jeto... es la ex periencia» (p . 75). Los dos exegetas recientes de la Fenom enología no han dejado de señalar este punto. Al observar que Hegel pretende desarro llar una «teo ría especulativa de la experiencia», que convierta «a la experiencia misma en dialéc tic a » 15, J. H yppolitc destaca que esta tendencia está producida por la oscilación entre «la certi dumbre subjetiva» y «la certidum bre objetiva», tendencia condenada a desaparecer en las obras siguientes. El comentario de K o jé v e es distinto. Al repro ducir la misma cita, dice: «S i se quiere, el mé todo hegel ¡ano es puramente em pírico: Hegel observa lo real y describe lo que ve, todo lo que ve y nada más que lo que ve. En otras palabras, sigue la experiencia del ser y de la realidad, que son dialécticos» 16. Sin embargo, el comentarista exagera al añadir: « E l m étodo de Hegel no es en absoluto dialéctico y en él la dialéctica es algo completamente distinto de un m étodo de pensar y de exponer» 17. No obstante, si la dialéctica de Hegel posee algunos méritos, éstos consisten pre cisamente en el esfuerzo por m ostrar que la dia léctica como m ovim iento real y la dialéctica como m étodo se hallan en relación dialéctica. Desgra ciadamente esta tesis, presentida ya por Fichte, se halla en H egel com prom etida p or la vincula ción de su pensamiento con un esplritualismo teológico exagerado. Ninguno de los comentadores de Hegel ha pre cisado los m otivos de éste para unir la dialéctica y la experiencia, y tam poco han investigado las razones de su evidente fracaso. L a ambición de H egel en la Fenom enología del E s p íritu consis tía en llegar a un umbral previo a toda ciencia, a toda filosofía c incluso a toda experiencia conceptualizada y construida, estudiando detallada
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mente la com plejidad de la condición humana, colectiva e individual, tal com o es vivida, con todas sus com plem entariedades, ambigüedades y polarizaciones concretas. De ahí la famosa dia léctica «d el am o y del esclavo», de la «conciencia desgraciada» (qu e es desgraciada ante todo p o r que sólo es conciencia), de las alienaciones del hombre en la naturaleza y en las obras cultura les; de ahí también la dialéctica de lo inmediato y de lo mediatizado, de la conciencia moral sub jetiva y de la m oralidad efectiva y concreta, o b je tivada en la sociedad. Esta dialéctica ha atraído justamente la atención de Feuerbach y de Marx, ios cuales apreciaron ciertam ente mucho más la Fenom enología del E s p íritu que las restantes obras de Hegel. Sin em bargo, hay que evitar las exageraciones. No cabe disimular el patente fracaso del esfuerzo de Hegel en esta obra, com o intenta hacer K ojéve. Con todo, K ojéve adm ite que Hegel atribuye «demasiada im portancia a la toma de concien cia», con la que identifica toda satisfacción y per feccionamiento. El fracaso de Hegel en la Fenom enología se debe al hecho de que toda su «concretización de la dialéctica» no le im pide considerar a esta úl tima como un m ovim iento ascendente hacia el Espíritu Absoluto, cuya «fenom en ología» es sólo una apología beatificadora. N o deja de ser sig nificativo el que en las obras posteriores de H e gel la «fenom enología del espíritu» sea sustituida por las fases del «espíritu su bjetivo», del «e s p í ritu o b je tiv o » y del «espíritu absoluto», que re presentan la tesis, la antítesis y la síntesis. En la Fenomenología, Hegel opone al Absoluto conce bido como opaco y en el cual «todos los gatos son pardos» (alude directam ente a Schelling, pero indirectamente también a la «teo lo g ía negativa de lo Absoluto» de Fichte), el Absoluto «c o m o su je
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to o sustancia viviente, consciente de sí misma», que es «a la v e z el único ser verdadero, la única esencia, es decir, el ú n ico ser en sí y para sí» (F enom en ología, pp. 12, 17). Todo m ovim iento dialéctico, ya se trate de la conciencia o del ser, no es para Hegel más que un «m ovim ien to que se une al Espíritu Absoluto», del que ha salido. Su comentarista Jcan Hyppolite se ve forzad o a adm itir que «la dialéctica fenom enológica desemboca en Hegel en una dia léctica noum enológica» ,8. Además, habría que añadir que la primera acaba por ser absorbida y disuelta en la segunda. Es más: la oposición de la naturaleza y de la humanidad con todas sus obras, o, com o prefiere decir Hegel, de la naturaleza y de la historia, se absorbe en el Espí ritu, que a su vez se une a Dios. Resulta significativo que en la «Conclusión» de la Fenom enología cada momento del tiempo his tórico y social sea caracterizado como destino, y cada giro d el Espíritu como identidad de la necesidad y de la libertad. Y todo concluye con la afirmación de que la culminación de la dialéc tica es el «c o n o c im ie n to absoluto» por el cual «e l espíritu se conoce a sí m ism o» a través de todas las actividades y de todas las manifesta ciones, tanto humanas com o naturales. La «fen o m enología» del Hegel permanece, pues, entera mente fiel a una teodicea mística, a la que trata de concretar y de racionalizar para hacerla más aceptable. A pesar de toda su indulgencia respecto de la Fenom enología del E sp íritu de Hegel, Marx no se equivocaba al reprochar a esta obra «haber des embocado en la filosofía más espiritualista y más conservadora. Efectivam ente — añade— , cree ha ber triunfado sobre el mundo real y sensible al sustituir aquí al hombre por el conocim iento» (L a Sagrada Fam ilia). Hegel sólo reconoce —-si-
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gue diciendo Marx— «la abstracción del hombre en el saber, pero no el hom bre real», de la misma manera que disuelve la producción y el trabajo «en el esfuerzo espiritual abstracto» ( Manuscri tos económ ico- filosóficos ). Esta tendencia fue denominada por los con temporáneos de Hegel com o «panlogism o»; para evitar malentendidos, habría que añadir que se trata de un panlogismo que disimula el misticis mo. Esta orientación adquiere particular claridad en la gran Lógica. La dialéctica concreta de la Fenomenología se transforma, en la Lógica, en una dialéctica del omnipotente logicismo, que Hegel expone aquí con una honestidad intelectual mucho mayor que en todas sus demás obras. Precisa en el «P re fa c io » que en la Fenom enología había pretendido des cribir «la conciencia com o el espíritu bajo la forma concreta del conocim iento que ha quedado prisionero de la exterioridad ( Aüsserlicheit) ». En la Lógica, por el contrario, se trata de describir «el conjunto del m ovim iento inmanente del ser que se revela com o espíritu». El prim er libro de la Lógica se titula D octrina del Sery e 1 segundo, D octrin a de la Esencia; jun tos forman la Lógica O bjetiva y constituyen el prim er volumen. El tercer libro, que correspon de al volumen II, está dedicado a la Lógica del concepto, cuya culminación es el Espíritu. Esta parte se titula Lógica Subjetiva. La lógica estudia la verdad sin velos, tal com o es «en sí y para sí» (an tind fiir sich ). En este sentido, cabe decir, con Georg Lasson — uno de los más competentes comentaristas de H egel— , que en conjunto el contenido de la Lógica es «la exposición de Dios, tal com o es en su esencia eterna» 19. ¡ Envidiemos a Hegel por conocer los secretos de Dios! El Ser, en tanto que ser puro, es indetermina do y no posee, pues, cualidad alguna que no se Gurvitch, 8
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oponga a la «nada pura (rein es N ic h ts )», que se halla tan vacía como él. Si no fueran pensados dialécticamente, el Ser y la Nada se identifica rían; pero la dialéctica muestra que la tesis y la antítesis son superadas y preservadas (aufgeh oben ) en la síntesis que es el devenir. Sin em bargo, este devenir es ante todo el de Dios, que se realiza en prim er lugar en el ser determinado (bestim m tes, Sein, D asein) cuya antítesis es la fin itu d ( E n d lich keit) , y cuya síntesis es el infi n ito positivo. Este se presenta ante todo como el ser para sí (f ü r sich S e in ) — o lo Uno— al que se opone lo m ú ltiple (repulsión y abstracción); ambos se sintetizan en su unificación, que con duce a la cantidad, cuya dialéctica se realiza en la mcnsuración, la cual, a su vez, está en lucha con la cualidad, cuya antítesis es lo inmensura ble ( M asslose), y su síntesis, la esencia. Antes de ir más lejos, es preciso, al insistir sobre el espiritualismo no disfrazado de Hegel, darse cuenta del hecho de que el juego de las tesis y antítesis hegelianas es muy artificial y confunde sin cesar verdaderas antinomias y sim ples contrarios, que a menudo muestran complementariedades o incluso implicaciones recípro cas. Hegel se entrega a una verdadera inflación de antinom ias, y esta inflación le lleva a un feti chism o de la negación que le sirve para divinizar las síntesis. Demos algunos ejem plos, tomados ante todo de la Lógica, pero que se encuentran en todas las obras de Hegel, en particular en las aplicacio nes de su dialéctica al mundo social, cuya expo sición figura en la F ilosofía del Derecho. Citar como antinomias la cantidad y la cuali dad, lo abstracto y lo concreto, la identidad y la diferencia, la inmediatez y la reflexión, el con cep to y la idea, lo su bjetivo y lo objetivo, la conciencia y su contenido, es considerar abusi
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vamente unos contrarios — los cuales ninguno puede subsistir sin el otro (tom em os, como caso límite, el polo N orte y el polo S u r)— com o contradictorios antinómicos. La misma observa ción se impone, e incluso salta a la vista, cuando Hegel proclama antinómicos el derecho y la m o ralidad subjetiva, la fam ilia y la sociedad civil, e incluso la libertad y el contrato, así como estos dos últimos cuando son opuestos conjuntamente al poder p olítico. A decir verdad, todos estos fenómenos pueden ser antinómicos o no serlo, pues son capaces tanto de implicarse el uno al otro o de hallarse en reciprocidad de perspectivas, com o de polari zarse. Incluso cuando Hegel cita contrarios más convincentes — com o la esencia y la existencia, el ser y la apariencia, lo fin ito y lo infinito, lo uno y lo m ú ltiple— cabe preguntar si estos con trarios se afirman siempre como tales (pues es posible negar fácilm ente algunas de estas parejas com o dogmáticas o imaginarias —^por ejemplo: la esencia y la apariencia— , y decir de las demás que, según las circunstancias, pueden lo mismo implicarse recíprocam ente que polarizarse). En resumen: esta inflación y fetichismo de las anti nomias muestran que Hegel, en lugar de inves tigar las condiciones en las cuales se produce una polarización efectiva de los contrarios, cons truye estas situaciones arbitrariam ente para que sirvan de glorificación a las síntesis divinizadas. Por otra parte, debemos insistir en confesiones de H egel acerca de lo que entiende p or Aufheben (esta pretendida «s u p e ra c ió n »), confesiones que sus comentaristas recientes — e incluso antiguos— han preferido silenciar. Y a en el prim er libro de la Lógica, al final del prim er capítulo, Hegel es cribe textualmente, en una nota titulada «U b e r den Ausdruck: Aufheben» (Sobre la expresión: sublimar): «L o que es sublimado no se convier
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te en la nada ( N ic h t s )... Aufheben tiene en el lenguaje un doble sentido: el de preservar ( aufhew ahren), es decir, el de conservarse ( erha lten ), y el de terminar, de poner fin... Así, lo sublimado es al m ism o tiem po preservado; solamente ha perdido su inmediatez, sin ser destruido (vernichtet) p o r e llo » P o r tanto, el ser y la nada son «sublim ados y preservados» en el devenir, del cual constituyen instantes precisos que no son ya ni ser ni nada, que siguen siendo su base aun expresándose en la existencia que es su unidad. Yo añadiría — cosa que Hegel no dice— que todo esto sólo es posible a condición de presuponer una « eternidad vivien te» de Dios que disuelve en sí tod o devenir real. En suma: bajo la dialéc tica hegeliana se vuelve a encontrar siempre a Plotino, es decir, una danza realizada siempre sobre un mismo lugar, cuidadosamente disimu lada pero de la que siempre es posible descubrir el engaño. Volvamos a la «esencia» (W essen) que pone de manifiesto el esplritualismo de Hegel. La dia léctica entre lo mensurable y lo inmensurable, entre lo cuantitativo y lo cualitativo, conduce a la segunda parte de la Lógica, la dedicada a la Doctrina de la Esencia. Esta se halla vinculada a la oposición de ilusión y de reflexión, que se superan y se preservan en la relación entre lo absoluto y lo relativo. Este último atraviesa a su vez tres fases de la identidad, de la diferencia y del fundam ento (Grund), síntesis de las dos primeras. «L a esencia se determina a sí misma como base.» «La esencia debe aparecer.» E l «Dasein», la existencia, hace imposible la cosa en sí, pues es lo inmediato superado y preservado, «lo inmediato esencial». Su antítesis es lo que apa rece, el Erscheinung, pero su síntesis es la rea lidad efectiva (W irklichkeit), es decir, la unidad de la esencia y de lo que aparece. En el fondo,
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para Hegel el argumento ontológieo tiene una validez ilimitada para toda determinación del mundo; y ésta es una de las razones por las cua les los historiadores de la filosofía del siglo xix y principios del xx le calificaron de «panlogista». Por otra parte, para Hegel la realidad o el ser es ante todo lo Absoluto (es decir. Dios, como tal); a continuación, lo real propiamente dicho, es decir, el mundo creado; y, por último, la re lación entre ambos. De ahí, según Hegel, se desemboca en la ló g ic a Subjetiva, pues cuando ha finalizado el m ovi miento de descenso empieza el movimiento in verso, el del ascenso, propio de la dialéctica as cendente. Su punto de apoyo es el concepto ( Beg r iff), que es la síntesis de necesidad y libertad. «E n la génesis del concepto — escribe Hegel— la libertad se manifiesta como la verdad de la ne cesidad mediante la cual se afirma su sustancia.» «E l concepto es a la vez sujeto y sustancia; es la sustancia que se ha hecho libre y que se mue ve a sí misma gracias a su conciencia; es la re flexión y- la intuición sintetizadas en vehículos que se elevaron hacia el E spíritu»; en una pala bra, es «la síntesis del ser y de la esencia». «L a génesis (H e rle itu n g ) ... del concepto... consiste esencialmente en lo siguiente: el concepto, en su carácter form alm ente abstracto, se manifiesta como inacabado ( unvollendet) y para pasar, me diante su dialéctica propia, a la realidad, da na cimiento a esta últim a (e rz e u g t), sin que esta realidad sea y pueda ser considerada com o opues ta a él.» Por mucho que disguste a los neohegelianos modernistas, y en particular a Raymond Aron 2I, el texto que acabamos de citar muestra que la orientación panlogista existe efectivam ente en to das las obras de Hegel. Aron y sus amigos, al negar la posibilidad de interpretar a Marx fue
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ra de los esquemas del marxismo vulgar (y ello para facilitar su bien superficial crítica de este últim o), me reprochan que para interpretar a Hegel me atenga a los «manuales de filosofía tradicionales». Se apoyan en el hecho de que admito la correcta fundamentación de las críticas que antaño caracterizaron el pensamiento de He gel com o panlogismo. Pero esta crítica es justa, como acabamos de ver. Evidentemente, no puede ser separada del conjunto de su filosofía, cuya base es la identificación total de la dialéctica como m ovim iento del ser real y de la dialécti ca com o método que permite conocerlo, identifi cación que sólo es posible, según Hegel, gracias a la identificación del ser con la idea, el conoci miento, el espíritu y, por último. Dios. El panlogismo de Hegel no es más que la som bra proyectada p o r un exorbitante esplritualis mo místico, cuya últim a palabra es el retorn o del Dios alienado hacia sí mismo. El concepto es, en primer lugar, la verdad, y, a continuación, «la cosa, el objeto en sí y para sí»; por último, es la idea cuya culminación es el Espíritu Absoluto. «E l concepto puro es el in finito absoluto, lo incondicional y lo que es abso lutamente libre.» A l pasar p or la idea, el concep to se convierte simultáneamente en «vida, cono cimiento y espíritu». Y Hegel no experimenta dificultad alguna al admitir «qu e la marcha de la lógica subjetiva es la marcha hacia Dios». La dialéctica de Hegel, tal como se desprende de su gran Lógica, tiene por vehículo principal «/a mística del con cepto creador» que actúa como el enviado de Dios en la tierra para regresar a él. Así, el concepto se transforma en espíritu y la lógica se convierte en la metafísica del espíri tu. «N o solamente el espíritu es infinitamente más rico que la naturaleza sino que realiza la unidad absoluta de las contradicciones, al inte*
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grar en sí la naturaleza p o r mediación del con cepto.» El espíritu absoluto es Dios; está unido al mundo por su doble m ovim iento de ascenso y de descenso. Esto, según Hegel, muestra la va nidad de una dialéctica que sólo obtuviera resul tados negativos; lo cierto es que la dialéctica manifiesta el m ovim iento del mundo, del ser, del espíritu, del propio Dios, al unirse en ella lo par ticular y lo general, lo fin ito y lo in fin ito, la ne cesidad! y la libertad. La dialéctica de Hegel es a la vez M étod o y M ovim ien to de Dios, que triun fan y se unen en su propia filosofía. Lo que Hegel no dice en la Lógica es que esta pretenciosa dialéctica de la m ística del concepto creador, que se presenta com o la tom a de con ciencia del térm ino de la creación divina y de la culminación final de la historia humana (gra cias a la filosofía de Hegel), es sólo la exposición de una teodicea conocida de antemano que con vierte a toda dialéctica en algo com pletam ente inútil. La dialéctica de Hegel no es solamente una mistificación, com o dice M arx: es además un nar cisism o sistemático. Y en este sentido es la con dena a muerte de la dialéctica. Nos hallamos así ante esta inconcebible paradoja: si Kant, al ne gar la posibilidad de la dialéctica, la hace rena cer, Hegel, al llevarla hasta las nubes, la com promete hasta el lím ite y la empuja al naufra gio. Después de H egel la dialéctica sólo puede continuar cambiando completamente de orienta ción y eliminando todas las secuelas heredadas de Plotino, de la m ística alemana y de Hegel. En esto consiste principalmente la tarea de Proudhon y de Marx; tarea que, por otra parte, ninguno de los dos llevaría hasta el final. Antes de verificar esta apreciación tan negativa de la dialéctica hegeliana mediante el análisis de su aplicación a la realidad social, al derecho y y al Estado — tal com o se manifiesta en la Filo
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s ofía del D erecho (1821) (que sirvió de blanco a las críticas de M arx) y en la Filosofía de la His to ria Universal (4 volúmenes postumos)— , alu d iré brevemente a la Enciclopedia, de las Ciencias Filosóficas (1817), donde el dogm atism o metafísico preconcebido al que se halla sometida total m ente su dialéctica se destaca con especial relie ve. Ilegel considera aquí que la lógica (que des emboca en la idea absoluta, en la posibilidad del espíritu) es la tesis, mientras que la filosofía de la naturaleza (matemáticas, física, fisiología) es la antítesis, y la filosofía del espíritu, la síntesis. E] propio espíritu atraviesa tres fases: tesis: es p íritu subjetivo (alma, conciencia, espíritu); an títesis: espíritu o b je tiv o (derecho, moral subje tiva y moral objetiva cuyo punto culminante es la historia considerada como « Trib u n a l del M un d o », W eltgericht) ; por último, síntesis: espíritu absoluto (religión vinculada al arte, religión re velada y religión identificada con la filosofía hegeliana). N o es necesario añadir que semejante aplicación de la dialéctica — que le priva de todo impulso hacia la investigación, encadenándola— se sitúa exactamente en el punto opuesto de la vinculación de la dialéctica a la experiencia ince santemente renovada. Constituye incluso la nega ción de toda posibilidad de una dialéctica empí rico-realista, a la que se propone abrir un camino este libro. En la F ilosofía del Derecho (1821), la inutili dad de la dialéctica hegeliana se hace particular m ente manifiesta y su fracaso se muestra abier tamente. En la «Introducción» se halla, en efec to, la famosa sentencia «T odo lo que es racional es real, y todo lo que es real es racional» (W as vernünftig ist, ist w irklich, und was wirklich ist, ist vern ü n ftig) (p. 17). Se trata aquí, precisa Hegel, «de la demolición dialéctica de la reflexión subjetiva». Esta sólo ve en la realidad presente
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lo que es vano (e ite l), y cornete también el error inverso de considerar a las ideas como entera mente separadas de lo real. «E s necesario, bajo la apariencia de lo temporal y de lo accidental, captar la sustancia que se ha hecho inmanente y lo eterno que se ha convertido en presente.» La Filosofía del D erecho comienza, pues, una vez más, con una evocación de la «eternidad vi viente» de Plotino, o del «eterno presente» que el desaparecido Louis Lavelle había convertido en lema de su filosofía ultra-espiritualista. «Com prender lo que es, tal es la tarea de la filosofía; pero lo que es, es la razón » (W as ist, ist die Vern u n ft). «E n tre !a razón como espíritu consciente de sí m ism o y la razón como realidad efectiva dada (vorhanaene W irk lic h k e it), hay un mundo, que se trata de dom inar.» «Captar la razón como una rosa que florece en la cruz del presente y gozar así de ella es lo que la razón concede a quienes comprenden que el em pleo de la razón (y ern iin ftige E in s ich t) consiste en la reconcilia ción con la realidad efectiva.» Por otra parte, desde este punto de vista, «la filosofía llega siem pre demasiado tarde», y «E u le (el búho) de Mi nerva comienza a volar con el crepúsculo». Esta concepción, profundamente conservadora en la m edida en que se trata del mundo social, tiene su punto de partida en el Estado p olítico, identificado, como hicieron los antiguos, con la realidad social entera y considerado por Hegcl como la razón encarnada. Así, el Estado se reve la como la plenitud del espíritu objetivo, al ele varse, p or vinculación con la historia universal (\\relige sch ich te) hacia el espíritu absoluto. La Filosofía del Derecho de Hegel afirma que la tesis está constituida por el derecho abstracto (dividido a su vez muy arbitrariamente en tesis — la propiedad— , antítesis — el contrato— , y sín tesis — la coerción que representa la represión
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del crimen— ); la antítesis, por La moralidad sub jetiva (cuya tesis es la premeditación y el senti miento de culpabilidad; su antítesis, el m óvil y el bien deseado, y, por último, su síntesis, el bien com o tal y la conciencia [[Gewissen] ) ; y la síntesis principal, p or la moralidad objetiva concreta (S ittk ic h k e it) (cuya tesis es la familia; su antí tesis, la sociedad civil y, por último, su síntesis, el Estado). Hegel dice de este último, ya a partir de la «In trodu cción », que es «e l espíritu que produce la unificación singular (ungeheure Vereinigung) de la independencia individual y de la sustancialidad general». Toda la Filosofía del D erecho de Hegel no es más que una construcción artificial levantada para gloria del Estado, que encarna no solamente la síntesis extática de la fam ilia y de la sociedad civil — y más ampliamente del dere cho y de la moralidad— , sino incluso la síntesis de «la idea» y de la realidad social, de la razón y de la historia, del destino m ístico colectivo y del m ovim iento en el tiempo. P o r otra parte, He gel aproxima tanto el espíritu y el tiem po que en él las palabras Geist y Z e it, a menudo se con vierten en sinónimas, llegando incluso en ocasio nes a unirlas, como testimonian sus expresiones preferidas de « Zeitgeist» o de « Geist der Z e it ». Ya en su System d er S ittlich k eit (1802) da He gel la clave del enigma que dominará su Filosofía del Derecho (1821). Véase lo que dice en este es crito de juventud: «E l Estado es una suerte (des tino, Schicksal) que se impone con necesidad irresistible... En la medida en que esta unidad se intensifica todavía más y se identifica a la vez con la naturaleza y con la moralidad, se diviniza cada vez más (desto m ehr das G öttliche in sich n im m t).» «E l derecho no es más que la utilidad fijada y definida del Estado.» «E n su totalidad moral se halla contenida la necesidad de la gue
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rra.» La guerra es el verdadero elemento concre to del Estado, lo que lo relaciona con el destino histórico. Por ello, « la salud del Estado se re vela en el m ovim iento guerrero». «E l Estado es elevado p o r encima de todas las oposiciones (de la vida social), puesto que, en él, el mal se halla reconciliado consigo m ism o» [te x to publicado por Rosenzw eig]. Pero el Estado (este grupo entre los demás grupos en que hormiguea la realidad social), al ser elevado por Hegel a la altura no solamente de única realidad social efectiva sino también a la de «m oralidad concreta absoluta», es, por tanto, esta últim a, la cual, a decir verdad, vuelve a caer al nivel más bajo. «L a totalidad mo ral considerada com o una verdadera realidad vi viente, hostil a toda abstracción, se reduce a las relaciones de dominación y de sumisión»; lo so cial, al igual que lo moral, no es más que man dato y dependencia que preparan para la reali zación del destino mediante la guerra, es decir, para la misión histórica. Hegel jamás fue tan sin cero consigo mismo y con sus lectores como en el System der S ittlich k e it (1802). En la Filoso/ía d el Derecho trata de llegar a un arreglo: del derecho romano toma los prin cipios del d om inium (derecho abstracto) y del im perium (poder público); del cristianismo, la conciencia moral ( Gewissen) ; de la Revolución francesa, la idea de libertad política; y de la mís tica alemana, la divinización del Estado. La síntesis que Hegel trata penosamente de conseguir y que designa con el nombre de Estado m oderno — cuya encarnación es la monarquía constitucional prusiana— es un evidente fracaso. Esta síntesis no hace más que tomar de los ele mentos que deben ser « aufgehoben» — es decir, sublimados y preservados al mismo tiempo— lo más repugnante de ellos: el dominium del dere cho romano im pide captar la sociedad c iv il,
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opuesta al Estado (im p e riu m ), com o una verda dera totalidad, lo cual, sin embargo, había sido ya teorizado por Grocio, Leibniz, la escuela del derecho social natura!, Ferguson, los fisiócratas, Fichte, Saint-Simon, von Schlótzer y o tro s n. E! individualismo jurídico, que Hegel no consigue superar, sólo le sirve para interpretar la totali dad social concreta en términos del imperium rom ano, transformando esta totalidad en Estado divinizado, considerado com o un gran individuo personificado. Se advierte p o r qué el joven Marx pudo escribir que «los romanos fueron los racio nalistas y los germanos los místicos de la propie dad privada» y del poder político (d om in iu m et im p eriu m ). Para Hegel, la familia y la sociedad civil — a las que presenta como tesis y antítesis, represen tativa la una de la unión y la otra de la disper sión de las necesidades y de las relaciones— son únicamente elementos abstractos y casi irreales de la única existencia social efectiva, esto es, el Estado en tanto que verdadera realidad del «espí ritu ob jetivo»; he aquí p o r qué solamente el Estado es elevado a la inevitable «eternidad vi viente». Al caracterizar al Estado en la Filosofía del Derecho, Hegel se limita a repetir, detallándolas, las características que conocíamos ya. El Estado representa la realidad de la idea m oral, la tota lidad ética, la realización de la libertad, el orga nismo verdadero, el in fin ito real, el espíritu en su racionalidad absoluta y en su realidad inme diata, así como el poder absoluto en este mundo. La persona humana es un elemento subordinado a esta totalidad moral personificada que es el Estado. La realización de la libertad consiste pues, en la participación en la libertad del Estado, y la única libertad efectiva es la libertad del Estado de realizar su destino m ístico-histórico
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mediante la guerra, libertad de dar vueltas en el asador, cuya única justificación consiste en que éste es manejado por el espíritu absoluto gracias al cual Dios, alienado en el m undo, vuelve a sí m ismo. N o en vano concluye Hegel, para resumir esta mística del Estado — mística que bordea la mis tificación— , que « E l Estado es la venida de Dios a la tierra (d e r Gang Gottes in d er W e lt)... Por tanto, hay que adorar al Estado com o encarna ción de la divinidad en la tierra (ais Ird is h -G ó tili ches v e re h re n )», cuyos caminos son impene trables (pp. 258, 372, 346). Así, el Estado es un m isterio, una encarnación mística imposible de concebir reflexivamente pero que, sin embargo, es la realización de la « razón dialéctica». Esta, afirma Hegel, permite captar la mística del Estado dei ficado, en el cual la libertad personal de los súb ditos es « aufgehoben» (conservada y sublimada a la vez), o sea, encarnada en unos conceptos que guían la voluntad soberana de un ser físico, el monarca (prusiano), el cual personifica la li bertad de todos los ciudadanos, que no tienen más que obedecer. Para hacer aceptable esta odiosa mistificación, Hegel trata de expresarla en los términos del in dividualismo jurídico del derecho romano. Juega entonces con las vetustas categorías de dom inium y de im perium , haciendo que los resultados de su pretendida dialéctica del mundo social sean particularmente opresivos y privándoles al tiem po de toda originalidad y novedad. «L a característica del Estado m oderno — escri be Hegel (ib íd ., p. 260, p. 315)— es p e rm itir al p rin cip io de subjetividad realizarse hasta la ex trem a expresión de la personalidad original, y llevarla al m ism o tiem po al seno de la unidad sustancial.» «E sta compenetración de lo sustan cial universal y particular», que es la realización
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de la libertad personal en el Estado, se realiza mediante la afirmación del Estado en tanto que persona moral. Este últim o es concebido como un individuo engrandecido, único titular de dere chos y único habilitado para concederlos a sus súbditos por su soberana voluntad, cuya encar nación es el monarca ( ibid., pp. 279, 280, 358). En mi tesis sobre L 'ld é e du d roit social (1932), insistía ya en esta paradoja sorprendente: a pe sar de su dialéctica de «totalid ad » y de «univer sal concreto» (que finalmente sólo aplica a Dios y al espíritu absoluto), Hegel se muestra com pletamente incapaz de captar las totalidades so ciales, las unidades inmanentes a las multiplici dades. Disuelve estas totalidades, al igual que el derecho que las rige, en unidades simples y ab sorbentes, grandes o pequeñas, persona o societas del derecho romano, agregados de individuos aislados reunidos por el contrato y vigilados por el im perium . Se sitúa aquí a un n ivel de análisis m uy inferior al que habían alcanzado Fichte y Saint-Simon, para quienes la sociedad es un es fuerzo colectivo de producción, de trabajo y de creación. Se explica así el efím ero carácter de la famosa oposición entre «sociedad civil» y «E stad o» en Hegel. En lo que se refiere a la sociedad civil, Hegel no sólo no es un innovador, sino que ni si quiera hace suyos los análisis de N ottelbladt, de von Schlotzer, de los fisiócratas, de Ferguson y sobre todo de Fichte, todos los cuales la concebían c°rno una totalidad efectiva. Hegel, por el conlr«*rio, no ve en esta sociedad más que una yux taposición de voluntades individuales, una mul tiplicidad descompuesta, que representa la antí tesis de la fam ilia — esa unidad natural— que es a tesis, estando constituida la síntesis por el EsaclO, el único que mediante su intervención pue
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de dar consistencia a la sociedad civil al superar la y al preservarla en su seno. Tras haber descrito la sociedad civil tal com o se presenta en la época del capitalismo de con currencia, com o «im agen de los excesos (Aitsschw eifungen) y de la m iseria», del «com bate de los intereses privados y de la lucha de todos contra todos», H egel trata de probar que estas caracte rísticas no se deben a un régimen particular sino que se desprenden de «la esencia misma de la sociedad civ il en tanto que entidad». «L a socie dad civil está condenada — afirma con seguridad dogmática— a no poder realizar nunca condicio nes sociales satisfactorias» (pp. 182, 185, 278, 289). De manera esencialmente antisociológica y antihistórica, Hegel intenta m ostrar que la so ciedad, considerada independientemente del Es tado, «n o es más que una apariencia» (a u f der S íu fe des Scheines) que se halla siempre total mente desprovista de unidad y de realidad, pro duciéndose estas últimas sólo con la integración en el Estado. Para probarlo, Hegel aplica a la so ciedad, com o entidad opuesta al Estado, las con cepciones atomistas de los siglos xvir y x v m , sin advertir que se trata solamente de ideologías que justifican la situación de esta sociedad al princi pio del capitalismo y que las relaciones mismas entre Estado y sociedad — como han demostrado Fichte, Saint-Simon, Proudhon y Marx— depen den de la estructura de esta última. La dialéctica de H egel, aplicada a las relacio nes entre Estado y sociedad civil, no solamente desemboca en la sacralización de los comienzos del capitalism o de concurrencia («su b lim ad o» hasta ser convertido en la esencia misma de la sociedad), sino también en la proyección de la sombra del Estado divinizado sobre la sociedad civil al o b jeto de elevarla hacia él. A este objeto
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introduce HegeJ la acción de las corporaciones estatalizadas y convertidas en «órganos de la po licía», según la expresión que no vacila en em plear en su exposición dedicada a la sociedad civil. Previstas p or Hegel corno el único medio de dar unidad y realidad a la sociedad civil, estas «corporaciones policíacas» habrían de ver la luz un siglo después de su muerte en Italia y en Ale mania, donde Mussolini y H itler dieron un sen tido trágicamente concreto a la siguiente frase de Hegel: «L a acción del Estado consiste en lle var a la Sociedad C ivil, así co m o a la voluntad v la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre po der, estas esferas subordinadas, para conservar las en la unidad inmanente y sustancial del Estado.» He aquí, pues, cómo las síntesis extáti cas de la dialéctica mística, con su aufheben (o acción de sublimar conservando), llevaron a Hegel a la inmediata vecindad de las doctrinas fascistas, de las cuales es una auténtica fuente, como fue reconocido frecuentemente, sobre todo por parte de los teóricos del fascismo italiano. Para terminar, citaremos las críticas que el jo ven Marx dirige a la Filosofía del Derecho de Hegel. Cuando en 1932, en mi tesis mencionada más arriba u, redactaba el acta de acusación con tra la aplicación de la dialéctica hegeliana a la vida social, no había podido conocer las críticas formuladas por el joven Marx, dado que esos tex tos no habían sido todavía publicados. Por ello me fue particularmente grato com probar que, en conjunto, y a pesar de los cien años transcurri dos, las críticas del joven Marx iban en el mismo sentido que las mías, a pesar de que nunca haya estado tan lejos del pensamiento de Marx corno en el momento de redactar esa tesis.
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He aquí lo que dice Marx en la C rítica de la Filosofía del Estado de H egel *: «L a realidad de la idea moral aparece aquí com o la religión de la propiedad privada» (p. 159). La posición de Hegel sólo se distingue de la de los juristas romanos en lo siguiente: «L o s romanos son los racionalistas y los germanos los m ísticos de la propiedad pri vada soberana» (p. 167). De este modo, la teoría del Estado de Hegel es a la vez estatista e indi vidualista, pues identifica toda sociedad civil con la suma de las voluntades individuales y recurre al Estado todopoderoso para mantenerla en esta situación. Ilegel desarrolló, pues, una concepción atom ista de la sociedad civil ( ibid., p. 90). N i si quiera advirtió que «la abstracción del Estado com o tal sólo pertenece a los tiempos modernos, puesto que la abstracción de la vida privada úni camente pertenece a ellos» (ib id ., p. 59). Tam poco advirtió que «N o es, pues, el Estado el que man tiene en cohesión los átom os de la sociedad bur guesa, sino el que sean esto, átomos, solamente en la representación, en el cielo de su imagina ción... Solamente la superstición política puede imaginarse todavía en nuestros días que la vida burguesa debe ser mantenida en cohesión por el Estado, cuando en la realidad ocurre al revés, que es el Estado quien se halla mantenido en cohe sión p or la vida burguesa (L a Sagrada Familia **, página 187). «E s absurdo — dice Marx en la C rí tica de la Filosofía del Estado de Hegel— que se form ule una síntesis que se deduce cínicamente de la representación que se hace del Estado po lítico considerado como una existencia separada
* Se cita según la trad, cast., publicada por la Edito ra Política de La Habana, 1966. [T .] ** Según la trad. casi, de W. Roces, México, 1962. G u rvitch . 9
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de la sociedad civil, que no se desprende más que de la concepción teológica del Estado político» (op. cit., p. 183). Marx precisa, resumiendo sus críticas, que Hegel tiene razón cuando opone «el Estado abstrac to, racional y, además, dotado de atribuciones m ísticas» a la sociedad burguesa histórica. Ve en la integración de ésta al Estado la solución de todos los problemas y el punto culminante del m ovim iento dialéctico real que se manifiesta en el mundo social. De hecho, sin embargo, el fracaso de su m étodo dialéctico en el estudio de este terreno es total: Hegel sublima e idealiza una situación social e histórica dada que quisiera conservar. «En todas partes Hegel cae del espiri tualismo político al m aterialism o más grosero» (página 163), lo cual confirma la tesis de Marx, inspirada en Saint-Simon: «E l esplritualism o abs tracto es materialismo abstracto; el materialismo abstracto es el esplritualism o abstracto de la ma teria» (p. 139). El Estado abstracto e ideal de Hegel se revela no solamente como el Estado burgués sino com o el Estado monárquico prusia no. «E n sus funciones más elevadas, el Estado adquiere una realidad animal. La naturaleza se venga de Hegel por el desprecio que manifiesta hacia e lla » (p. 163). Por último, el método dialéctico hegeliano sólo lleva, en el terreno social, a «cerrar los ojos ante el hecho de que los asuntos y actividades del Es tado no son más que los m odos de existencia y de actividad sociales de los hombres» (ibid., pá£Jpp ^4). Hegel razona «co m o si el pueblo no fuese Ki* ° rea*’ ^ Estado es lo abstracto. Sólo el pueblo es iQ concreto» (ib id ., p. 53). «De igual lT?°¿ ^ uc Ia religión no crea al hombre, sino que c Qrnbre crea a la religión, la constitución no c al pueblo, sino que el pueblo crea la consti
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tución» (ibid., p. 56). «E n la democracia, el Estado abstracto ha deiado de ser el elemento dominan te» (ih id ., p. 58). El hombre real, el ser concreto, no es el ciudadano, sino el miembro de la sociedad (ib id ., pp. 128-129), que participa en actividades sociales determinadas, en la acción común que se transforma sin cesar (ibid ., p. 183). Con sus síntesis extáticas que conducen a la apología de la propiedad privada y del Estado com o aufgehoben (sublimados en la eternidad v i viente del espíritu y, por mediación suya, en la eternidad de Dios), el m étodo dialéctico hcgeliano se sitúa, según Marx, lo más lejos posible de un análisis sociológico e histórico efectivo. Aho ra bien, ¿pueden estos últimos prescindir de la dialéctica? Ciertamente que no, responde Marx. Pero los problemas de la dialéctica — en tanto que método y en tanto que m ovimiento— tal com o los concibe Marx nada tienen que ver con la dialéctica hegeliana, que les sirve de elemento contraste y únicamente de esto. Lo que acabamos de decir acerca de la dialéc tica de Marx es válido igualmente de la de Proudhon, que precede cronológicamente a Marx. A es tas dos dialécticas, esencialmente ligadas al m ovim iento real de la sociedad, a la lucha de cla ses y de grupos, así como a su estudio sociológi co, dedicaremos el resto de nuestra exposición de la historia de la dialéctica. Esta historia con cluirá con un análisis crítico del libro de JeanPaul Sartre mencionado ya en la introducción, el cual, a mi m odo de ver, concede demasiado a Hegel a pesar de su esfuerzo por entroncar con Marx — lo que constituye, a mi juicio, uno de los indicios del fracaso de Sartre— Si introduzco en la exposición histórica la discusión de sus concep ciones no es porque les conceda tanta importan cia com o a las de los autores clásicos de los que
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me he ocupado; no obstante, considero que las interpretaciones de Ja dialéctica p or Sartre son características de una sobrevaloración de Hcgel, sobrevaloración hacia la que se inclina gran nú m ero de autores recientes o más antiguos, y a la que soy decididamente opuesto.
7. L a
d ia lé c t ic a en
P rou d h on
Tal vez sorprenda m i afirmación de que el pen samiento dialéctico de Proudhon puede ser con siderado com o una violenta y fructífera reacción contra Hegel. Tras la publicación de las Contra dictions économ iques (1846), Proudhon fue con siderado, efectivam ente, como hegeliano." Y Marx, en la Miseria de la Filosofía, le reprocha no ha ber comprendido a Hegel, mientras que Grün se jacta de habérselo dado a conocer (lo cual con tradice formalmente Proudhon, al escribir que Grün no le ha dado a conocer nada en absoluto y al prohibir Ja publicación del prefacio de Grün a la traducción alemana de las Contradictions). Por otra parte, Proudhon se acusa a sí mismo, en el libro V de De la Justice dans la Révolution et dans VEglise y en su obra postuma sobre La propriété, de haber «utilizado demasiado la ter m inología» de Hegel en las Contradictions. Ello ha hecho pensar a algunos comentaristas que Proudhon fue prim ero un adepto de la dialéctica 133
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hegel iana, abandonándola posteriormente. Sea com o fuera, Proudhon declaró muchas veces, y ya a partir de La création de VOrdre (1843), que llegó a su método sin contacto alguno con la filo sofía de Hegel. Señalemos además que Proudhon no leía el alemán. Ello no significa que no hubie ra oído hablar de Hegel durante el período 18381840: en esa época Proudhon estudiaba en París, donde escribió sus dos primeras obras, De la célébration du dimanche (1838) y Quest-ce que la propriété (1839); ahora bien, en esa época He gel era ya conocido en París. Proudhon afirma, sin embargo, que en aquel momento leía a Kant «todos los días», y escribió al traductor francés de Kant, Tissot: «A l leer las antinomias de Kant, he visto en ellas no ya la prueba de la debilidad de nuestra razón sino una indicación de un cami no nuevo.» Marx acusó directamente a Proudhon de «im itar el método antinómico de Kant, el único filósofo que conocía». Sin embargo, Proudhon no es en absoluto kan tiano. Le reprocha a Kant su idealismo abstracto y complicado, así com o la falta de un punto de vista ideo-realista. Al mismo tiempo, menciona a Hegel y le critica incluso antes de haber escrito La création de VOrdre, es decir, antes de 1840. En una carta a Tissot fechada en 1839, donde cita por vez primera el nom bre de Hegel. puede leer se: «N o me dejo engañar por la metafísica y por las fórmulas de H egel», que «se anticipa a los hechos en lugar de esperar a que ocurran» y cuyo pensamiento representa «una tentativa infructuo sa de construir el mundo de las realidades par tiendo de las fórmulas de la razón». La mística del «concepto C reador» de Hegel. que hubiera debido sorprenderle todavía mucho más, se le es capa por completo. Dado que Hegel no fue traducido al francés en vida de Proudhon, la reacción de este último con
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tra él sólo pudo basarse en exposiciones de la dialéctica hegeliana publicadas en francés, es de cir, en fuentes de segunda mano. C. Bouglé ha dado una enumeración de ellas en su «Introdu c c ió n » a una nueva edición de La création de l'O rd re de Proudhon (1843) *. Por mi parte, creo que la fuente más probable es el Cours de Psychologie (t. I, 1836; t. II, 1838) de Ahrens, em i grado alemán, discípulo de Krause, que daba cur sos libres en el Colegio de Francia en 1839-1840. En el prim er volumen de la citada obra expone Ahrens detalladamente la historia de la filosofía alemana desde Leibniz hasta Hegel y Krause 2. El conocim ento de este texto — al que con posterio ridad debían añadirse las conversaciones con Marx, Grün y Bakunin— fue suficiente para des pertar en Proudhon una oposición violenta con tra la interpretación hegeliana de la dialéctica, cuyas huellas se encuentran en todas sus obras. Proudhon opone a la dialéctica hegeliana una dialéctica antinómica, antiteológica, antiestatal, a nticonform ista y revolucionaria. Poco más adelante reproduciré las sucesivas críticas que Proudhon dirige a Hegel, para estu diar después la aplicación de la dialéctica proudhoniana al mundo social. Pero señalaré prim ero que la orientación general del pensamiento de Proudhon va en sentido exactamente opuesto a la de Hegel. Este transforma la sociedad y la his toria humanas en teodicea. Proudhon exage ra su ateísmo m ilitante, proclama que Dios es el M a l y opone a él a Prometeo, que hace la histo ria por sí mismo mediante el trabajo propia mente humano. Hegel «etern iza» la propiedad privada, a la que su dialéctica sublima en la eter nidad viviente; Proudhon considera que la pro piedad privada es la fuente de todos los males. Debe desaparecer com o tal y ser atribuida a un sujeto federal, lo cual transforma la naturaleza
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misma de la propiedad. En una fórm ula breve y escandalosa que se ha hecho célebre, proclama que La propiedad es el robo. Hegel diviniza al Estado y lo considera — al igual que al concepto— el vehículo místico del espíritu absoluto. Proudhon considera que el Estado y la propiedad pri vada — dom inium et im perium — están relaciona dos. Es anti-estatista y afirma, tras un período de vacilación, prim ero que la revolución social hará desaparecer al Estado, y después que el Estado puede ser transformado si es «contrape sado» y limitado por una sociedad económica autónoma, basada en la «democracia industrial». Y proclama, en otra fórm ula célebre, que E l Go bierno es la Anarquía, lo cual significa por lo de más para Phoudhon que la soberanía del poder del Estado será sustituida por la «soberanía del derecho» social engendrado por la sociedad. H egel sigue dominado por la tradición del de recho romano, mientras que Proudhon. al señalar «el perpetuo plagio entre individualismo y esta tism o» (finalmente entre dom inium e im perium ), opone al derecho romano un «derecho nuevo» que haga valer las totalidades inmanentes a la multi plicidad de los participantes y promueva de este modo el derecho estatutario de las agrupacio nes autónomas, al igual que el derecho espontáneo de la sociedad económica, base de la planifica ción industrial fundada en la autogestión obrera. P or tanto, no es de extrañar la extrem a hosti lidad de Proudhon hacia el método dialéctico hegeliano, al que critica tanto en lo que se refiere al fondo como a sus aplicaciones. «L a antinomia — escribe efectivamente Proudhon— no se resuel ve; ahí está el vicio fundamental de toda la filo sofía hegeliana. Los dos términos de que se com pone la antinomia se equilibran, ya sea entre sí, ya con otros términos antinómicos, lo cual con duce a resultados nuevos» (D e la Justice, vol. V,
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página 148). «L o s términos antinómicos no se re suelven, de la misma manera que los polos opues tos de una pila eléctrica no se destruyen. El pro blema consiste en hallar, no ya la fusión, que sería su muerte, sino su equilibrio, incesantemente in estable, y variable, según el desarrollo de la sociedad» (T h é o rie de la propriété, p. 52). El equi librio inestable entre los dos términos «no nace en absoluto de un tercer término, sino de su ac ción recíproca». En resumen: «la fórm ula hegeliana sólo es una tríada por arbitrariedad o error del Maestro, que enumera tres términos donde real mente sólo existen dos, y que no ha advertido que la antinomia no se resuelve sino que implica bien una oscilación, bien un antagonismo susceptibles únicamente de equilibrarse. Desde este punto de vista, habría que rehacer nuevamente todo el sis tema de H egel» (D e la Justice, vol. I, pp. 28-29). La síntesis de Hegel, al «su p rim ir» la tesis y la antítesis ( aufheben: ahí está el error de las traducciones utilizadas por Phoudhon, quien dice también «a l absorber»), es gubernamental. Inclu so añade, con gran agudeza que es «anterior y superior a los términos que une»; esto, observa Proudhon, es lo que conduce a Hegel a la «p re potencia del E stado» y «a l restablecimiento de la autoridad» (L a pornocratie, Obras póstumas). «H egel desembocaba, con Hobbes, en el absolu tismo gubernamental, en la omnipotencia del Es tado, en dar un carácter subalterno a los indivi duos y a los grupos. Ignoro si, en lo que se refiere a esta parte de su filosofía, Hegel conserva en Alemania un solo partidario. Pero puedo decir que hablar así... es deshonrar a la filosofía» (G uerre et Paix, 1861). «H egel llama libertad al m ovimento orgánico del espíritu, dando al movimiento de la naturale za el nombre de necesidad. En el fondo, dice, es tos dos movimientos son idénticos; por eso
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— añade el filósofo— la más elevada libertad... consiste en saberse determinado por la idea ab soluta... Es com o si alguien dijera que la más elevada libertad política de los ciudadanos con siste en saberse gobernados por el poder absolu to, lo cual debe com placer mucho a los partida rios de la dictadura perpetua» (D e la Justice, vo lumen I II , estudio V I II ). A la dialéctica hegeliana opone Proudhon otra dialéctica: la suya. N o se trata solamente de una dialéctica antinóm ica, negativa, antitética y que rechaza toda síntesis. Se trata de un método dia léctico que se propone buscar la diversidad en todos sus detalles. Sin embargo, la diversidad en todos sus detalles sólo puede ser captada me diante la experiencia. En este sentido, el método dialéctico de Proudhon se acerca al empirismo dialéctico; conduce a una experiencia siempre renovada y desemboca en un pluralismo que ad mite diversas interpretaciones. Sin embargo, el empirismo y el pluralismo a los que conduce la dialéctica prudoniana tienen sus límites. Esta dialéctica busca «la reconciliación universal por la contradicción universal», lo cual se realiza por medio de equilibrios. Y estos equilibrios se esta blecen por integraciones en conjuntos no jerár quicos, donde los contradictorios se completan a veces demasiado fácilmente en lugar de pasar por diferentes fases de conflictos sin fin. Así, a pesar de todos los esfuerzos de Proudhon para que su m étodo dialéctico desemboque en la experiencia de la realidad social diversa y múlti ple — experiencia siempre renovada— esta dia léctica desemboca en un pluralismo tan bien ordenado, tan bien integrado y tan bien equili brado que surge la sospecha que esta integración y este equilibrio han sido preconcebidos y dis puestos de antemano. Y a en su prim era obra, De la célébration du
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dimanche, Proudhon proclam a que su m étodo consiste en la búsqueda de los equilibrios en la diversidad. Hay que señalar, pues, todas las d i versidades efectivas; y una vez llevada hasta el final la descripción de éstas, se debe estudiar la posibilidad de integrar las diversidades halladas en conjuntos y totalidades a su vez múltiples pero en los que las diversidades del mismo géne ro podrían estar equilibradas. Ello lleva, por una parte, a las totalidades no jerárquicas, de las que está excluida toda «subalternización de los ele mentos com ponentes» y, p o r otra, a una plurali dad de las totalidades, entre las cuales también es posible establecer equilibrios. Este punto de vista se desarrolla con más pre cisión en La création de TOrdre. Proudhon habla aquí de «la intuición de diversidades de las tota lizaciones en su división». Estas diversidades, al igual que estas «totalizaciones» (este últim o tér mino es utilizado por Sartre, quien no parece conocer su origen ) \ son irreductibles. «Existe una independencia de los diversos órdenes de series, y la im posibilidad de una ciencia universal... Se impone la multiplicidad de puntos de vista», de la misma manera que se imponen la m ultiplici dad de los agrupamientos en la realidad social y la pluralidad de los conjuntos sociales en que se hallan integrados. «R esolver la diversidad actual en una identidad — escribe Proudhon— es aban donar la cuestión», como hicieron Schclling y Hegel. La búsqueda de las diversidades integradas en totalidades en las que se equilibran puede recor dar el panarmonismo de Leibniz, cuya dialéctica se reducía al estudio de «la unidad en una varie dad tan amplia com o sea posible». Efectivamen te: Krause y Ahrens — de los cuales fue discípulo Darimon, un am igo de Proudhon— concebían el m étodo dialéctico como un «camino de análisis
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ascendente que concluye con una intuición de las totalidades de variedades». Pero Proudhon, que conoce a Leibniz (a quien cita a menudo), toma todas las precauciones necesarias, tanto en La création de VOrdre com o en De la justice dans la Revolution el dans VEglise, para oponer su dia léctica, concebida a la vez com o método y como movimiento de la realidad social, a cualquier for ma de armonicismo. Protesta contra la idea leibniziaria del orden trascendente y contra su opti mismo de la armonía preestablecida entre las mónadas irreductibles. El orden — o, más bien, la multiplicidad coherente de los conjuntos— sólo se constituye mediante penosos esfuerzos de la humanidad y a través de las antinomias de los grupos y de las clases. Uno de los principales as pectos de esta lucha prometeica es el hecho de que «la marcha de la sociedad se mide por el des arrollo de la industria y por la perfección de sus instrumentos» (p. 242). Lo que le falta a Leib niz, insiste Proudhon en De la justice, no es solaménte la pluralidad efectiva de los conjuntos y la huella de lo humano que llevan consigo, sino in cluso las antinomias insolublcs, las únicas que pueden conducir a las auténticas irreductibilidades y a un pluralismo consecuente consigo mismo. La dialéctica proudhoniana se precisa todavía más en los dos volúmenes de las C o n tra d ic tio n s é c o n o m iq u e s (1846). Proudhon se esfuerza, en pri mer lugar, por hacer esta dialéctica lo más realista posible. El método de las antinomias debe ser aplicado no solamente a las doctrinas y a las ideas sino todavía más a las realidades sociales que las engendran y que se hallan a su vez en m ovimien to dialéctico, lo cual se verifica particularmente en sus manifestaciones económicas. Ya en la pri mera memoria sobre la propiedad insistía Prou dhon en la imposibilidad de com prender la vida económica sin seguir su m ovim iento dialéctico
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real. «L a propiedad es el producto espontáneo de la sociedad y la disolución de la sociedad... La propiedad es el precio del trabajo y la negación del trabajo... La propiedad es la libertad, la pro piedad es el robo.» «L a propiedad es la institución de la ju s tic ia » y «la propiedad es el rob o». Ocu rre, pues, con la propiedad lo mismo que con el Estado: considerados fuera de un marco social determinado, sólo son abstracciones perniciosas, que causan el m ayor perjuicio al hombre y le em pujan hacia la alienación; considerados com o ele mentos relativos y móviles en el interior de un conjunto social en movimiento, se hallan en per petua transform ación y pueden modificarse ente ramente y participar en equilibrios imprevistos. Otro aspecto del m ovim iento dialéctico propio de la realidad social es el de las « fuerzas co le cti vas». Estas fuerzas colectivas son irreductibles a las fuerzas individuales y no consisten en ab soluto en la suma de ellas, pues en un grupo, en una clase o en una sociedad, la asociación de esfuerzos produce fuerzas centuplicadas. Ahora bien, estas fuerzas colectivas pueden hacerse des tructivas, sombrías, opresoras, y amenazar la propia existencia de la sociedad y, sobre todo, su impulso hacia la creación. Sólo mediante la afirmación del elemento antinómico de la «razón colectiva» — que com bate los abusos de las fuer zas colectivas y, p or ello mismo, las dirige— es tas fuerzas se convierten en actividades produc tivas y creadoras. A su vez, la razón colectiva, separada de las fuerzas colectivas, es solamente una quimera, más peligrosa todavía que la razón individual. Solamente la dialéctica entre fuerzas colectivas y razón colectiva, cuyo combate cons tantemente renovado constituye la trama de la realidad social, revela el carácter efectivo de esta última. Puesto que la dialéctica entre fuerzas colecti
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vas y razón colectiva se realiza en el esfuerzo colectivo productivo y creador, se manifiesta muy particularmente en el trabajo. El mito de Pro meteo, al que Proudhon recurre insistentemente tanto en Les Contraclictions économ iques como en De la Justice, se refiere esencialmente a la dialéctica del trabajo. Este último puede ser, se gún las circunstancias, la m ayor alegría o el ma yor sufrimiento; el trabajo constituye la libera ción del hombre pero igualmente un constante riesgo de esclavizamicnto. Por ello, el esfuerzo de Prometeo, sancionado con sufrimientos, es el símbolo del trabajo. Por una parte, el hombre, en el trabajo, es un demiurgo. «E l trabajo, aná logo a la actividad creadora, es la em isión del espíritu...; es el triunfo de la libertad.» P o r otra, el trabajo se convierte en una pena sin límites cuando no es libre. La alienación amenaza sin cesar al trabajo. Esta amenaza es tanto más pesada cuanto que «el hombre muere por el trabajo», pues «trabajar es gastar la vida», y el goce procurado p o r el tra bajo jamás es completo. La dialéctica inherente al trabajo se hace trágica cuando la organización del trabajo se impone desde arriba a los trabaja dores, p o r la voluntad de los propietarios ociosos (señores feudales y sacerdotes), de los patronos privados o del Estado y sus funcionarios. Las antinomias propias del trabajo no pueden ser resueltas pero se debe tratar de atenuar en la medida de lo posible lo que tienen de agotador instituyendo la autogestión obrera, base de una democracia industrial que, al planificar la eco nomía, limitará al Estado. La dialéctica propia del movimiento real de la sociedad, de la economía y del trabajo, exige al mismo tiempo, según Proudhon, un método no solamente para estudiar estas realidades sino también para com batir los errores doctrinales
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comunes al individualism o de la economía polí tica clásica y al estatism o económico. Los extre mos se tocan, observa Proudhon. El individualis mo y el estatismo llegan finalmente a los mismos resultados y en el fondo parten de las mismas premisas. El estatismo hegeliano y el estatismo comunis ta (Proudhon se refiere sobre todo a Cabet y a los saint-simonianos, en particular a Enfantin) disuelven la sociedad en el Estado al hacer des aparecer la diversidad en una unidad trascen dente y la pluralidad de los grupos en la centra lización. Así, terminan por ver en las totalidades sociales solamente un gran individuo. Sólo se dis tinguen del individualismo en el hecho de que confieren dimensiones gigantescas al individuo. Puesto que la voluntad del Estado sustituye a todos los vínculos sociales, el estatism o econó m ico no es más que un superindividualismo. La misma demostración dialéctica es válida para el individualismo. Este olvida que «fuera de la sociedad el hombre es una materia explotable, un instrumento, frecuentemente un mueble in cóm odo e inútil, pero no una persona». Así, el individualismo «presto a sacrificarlo todo a la persona, en realidad la mata y llega al mismo re sultado que el estatism o». De ahí «el plagio perpe tuo y recíproco entre individualismo y estatismo», que es «la condena irrevocable de am bos». Sola mente la dialéctica antitética, al revelar la inca pacidad de los dos adversarios para captar las totalidades sociales reales, consigue poner de re lieve este círculo vicioso. Es también esta dia léctica la que pone de manifiesto «qu e la nega ción sistemática de la propiedad es concebida bajo la influencia directa del prejuicio de la pro piedad, y (que) es la propiedad Ja que se halla en el fondo de todas las teorías comunistas (re cordemos que con este término Proudhon se re-
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ñere a Cabet y a todas las concepciones que re ducen el colectivism o a un capitalism o de Esta do). «E l propietario-Estado no tiene entrañas, no tiene remordimientos. Es un ser caprichoso, in flexible, que actúa en el círculo de su idea, como la muela que, al girar, aplasta el grano.» «E s el m onopolio elevado a la segunda potencia.» «N o se cura la rabia m ordiendo a todo el mundo... N o es convirtiéndose [e n propiedad del Estado] com o la propiedad puede hacerse social.» La dia léctica, al. combatir estas concepciones erróneas, ha puesto al desnudo la identidad de los términos propiedad absoluta, p od er ilim itado y dictadura. « E l estatismo económ ico es la g lorifica ció n de la p o licía », escribe Proudhon, refiriéndose a Cabet (Voyage en 1carie) y a Hegel. En resumen: el m étodo dialéctico no solamen te sirve para revelar las antinomias irresolubles y, por mediación suya, la diversidad de las tota lidades sociales reales y la de los elementos inte grados en ellas; perm ite igualmente revelar ilu siones, o, más bien, m ostrar que existen contra dicciones que solamente son aparentes, no con tradicciones reales; así, por ejem plo, la oposi ción entre individualismo y estatismo. Cabe reprochar a Proudhon el carácter excesi vamente rígido y abstracto de sus análisis, que no precisan los marcos sociales concretos (en los cuales se plantea el problem a de la estatalización de la economía, que puede tener diferentes sen tidos y que, por otra parte, representa solamente una etapa) y a los que les falta la dimensión his tórica. Así, Proudhon no distingue entre el ca pitalismo de Estado, la inclinación tecnocrática* y el comunismo, lo que da lugar a la observa ción irritada de Marx de que «Proudhon no ve en las relaciones sociales reales más que princi pios, categorías». Esta crítica, parcialmente fun dada en lo que se refiere a la discusión de las
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doctrinas opuestas, es injusta respecto del con junto del pensamiento de Proudhon, en el que la dialéctica se concibe tanto com o m ovim iento real de la sociedad y de los grupos cuanto como método. Mi interpretación halla confirmación en De la Justice dans la R évolu tion et dans VEglise (1858) y en La G uerre et la Paix (1861). La prim era de estas obras se inclina aparentemente hacia el espiritualismo. Coloca a la Justicia en el centro de la realidad social e incluso del mundo, e insiste más que nunca en la idea de que la dialéctica antitética y negativa (com o m ovim iento real y com o m étodo) debe conducir a la «reconcilia ción universal por la contradicción universal», lo cual sólo es posible mediante la búsqueda de equilibrios demasiado bien ordenados y, por de cirlo así, un poco prefabricados. Se advierte aquí el temor, no carente de fundamento, de que al expulsar las síntesis por la puerta Proudhon las deje volver a entrar p or la ventana, por el exce sivo crédito que concede a los equilibrios. Sin embargo, este tem or sólo parcialmente está jus tificado. Es, precisamente, en De la Justice dans la Ré volution et dans VEglise donde aparecen orienta ciones que inclinan la dialéctica de Proudhon no solamente hacia un realismo más consecuen te sino incluso hacia un relativismo y un empi rismo más profundos. Mucho antes que Marx, Proudhon relaciona la dialéctica con la práctica social y la orienta hacia un contacto con el prag matismo, no como doctrina sino en tanto que manifestación de la vida social cotidiana. En el «Estudio Sexto», en particular, escribe la céle bre frase «L a idea, con sus categorías, nace de la acción y debe volver a la acción, si no quiere constituir un fracaso para el agente» (pp. 69-73)5. Esta acción, fuente de la idea, es al mismo tiemG u r v i t c h . 10
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po producto suyo (acciones y productos tanto colectivos com o individuales). La dialéctica entre acción e idea se maniliesta particularmente en la herramienta, medio a la vez de esclavización y de liberación del hombre. La analogía con la concepción de la praxis so cial, formulada por M arx en las Tesis sobre Feuerbach (incluidas en La ideología alemana, pero publicadas por Engels por vez prim era en 1883. es decir, casi veinte años después de la muerte de Proudhon), resulta sorprendente. Marx preci sa que la cuestión de saber si la verdad objetiva se corresponde con el pensamiento humano no es una cuestión teórica sino práctica. El hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad, el poder y la materialidad de su pensamiento, en la práctica social. La práctica revolucionaria es lo que se halla en el origen de las ideas, y es en aquella donde éstas se verifican. Resulta in teresante señalar aquí que estos dos feroces ad versarios — el pretendido racionalista y espiri tualista Proudhon y el pretendido materialista Marx— coinciden en su búsqueda de una dialéc tica que se halle ligada a la práctica social y que se oriente hacia las experiencias realizadas por las sociedades en acto. En Marx, al igual que en Proudhon, encontramos reminiscencias de la ins piración de la dialéctica fichteana, así com o de la visión de Saint-Simon de la sociedad en acto. Deberemos determ inar cuidadosamente dónde empiezan las líneas divisorias entre Proudhon y Marx, y en qué consisten. Para volver a Proudhon, señalemos que la orientación de su dialéctica hacia su entroncam iento con un realismo social pragm ático queda confirmada en varios textos de la obra que ana lizamos. En su exposición, la propia justicia muestra ser menos una idea (y menos aun un ideal) qUe una equivalencia que implica equili'
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brios variables entre grupos y clases en lucha, confrontación, equivalencia y equilibrio de las fuerzas colectivas, de las conciencias colectivas diversas y de los principios específicos que ac túan en su seno. Igualmente, la dialéctica proudhoniana mues tra que en la realidad social la libertad y el determinismo social se interpenetran, se com ple tan, se oponen y se polarizan de diferentes ma neras. Las manifestaciones más palpables tanto de la libertad colectiva como de la libertad in dividual son las revueltas y las revoluciones, que pueden tener éxito o fracasar pero que, en todo caso, hacen imposible todo progreso automático y toda seguridad frente a la posible decandencia y el estancamiento. La dialéctica entre libertad y determinismo en la realidad social muestra que esta última no puede v iv ir ni m overse sin acciones, sin esfuerzos, sin luchas incesantes que rompan continuamente los equilibrios (incluidos, cabría añadir, los equilibrios racionales construi dos por Proudhon para reconciliar a los elemen tos contradictorios, cosa que él no advierte). Sea com o sea, M arx se equivoca al estigm ati zar a Proudhon com o «un caballero del lib re ar b itrio» abstracto, ya que la verdad es que inves tiga precisamente el funcionamiento de la Iibertal humana en la realidad social. Su dialéctica conduce a Proudhon a poner de relieve las limi taciones del determinismo sociológico con mu cho más énfasis que Marx (cuyo determinismo es, por lo demás, com o se mostrará, mucho me nos riguroso de lo que a menudo se cree). La orientación de la dialéctica proudhoniana hacia el realismo y hacia la experiencia obtiene una aparatosa confirmación en La G uerre et la Paix (1861). Según Proudhon, la guerra es sólo un término genérico que designa todo lo que es lucha, acción, virilidad, sin las cuales es imposi-
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ble la vida social, de la misma manera que son imposibles — particularmente— la revolución y el trabajo. Pero las formas de la guerra cambian con los diferentes tipos de sociedades, de la mis ma manera que el Estado y la propiedad. En los regímenes pre-industriales, la guerra es sobre todo guerra exterior de una sociedad contra otra; bajo el capitalismo, es a la vez exterior e interior; bajo el régimen de la «dem ocracia in dustrial», adopta la form a de competencias, de tensiones y de equilibrios entre el Estado y la democracia industrial que planifica la economía. Lo mismo ocurre entre las empresas y las pro fesiones que se hallan en competencia de produc tividad. La guerra cambia de carácter, pero no desaparece. Sin embargo, a pesar de mantener estas opi niones en su ob ra sobre L e p rin cipe fédératif (1863) y en su lib ro postumo sobre La propriété, Proudhon no resiste a la tentación de utilizar su dialéctica antitética para desembocar en equili brios racionales y estables que se confunden con su ideal social. Es cierto que insiste una vez más en el hecho de que «el mundo social y el mundo m oral... descansan sobre una pluralidad de ele mentos irreductibles y antagónicos, v [q u e ] de la contradicción de estos elementos resultan [su ] vida y [su ] m ovim iento». Es más: pone por de lante la afirmación de que el m étodo dialéctico está llamado a seguir las antinomias de los con juntos reales en movimiento, tales com o los gru pos y las clases y, sobre todo y ante lodo, el Es tado y la sociedad económica, incluso cuando ésta asume el carácter de una democracia indus trial. Como aquí se trata también de una «opo sición de potencias», «de la delimitación del Es tado por unos grupos», del «choque d e p o d e r e s del que se puede abusar», estas afirmaciones si guen siendo válidas para el Estado transformado
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y para la propiedad atribuida a una organiza ción económica planificada después de la desapa rición de la patronal. P o r tanto, para evitar una nueva sumisión, hay que utilizar un conjunto contra otro. Así, la libertad religiosa sólo pudo conseguirse gracias a la pluralidad de iglesias que limitaban al Estado, lo cual daba la posi bilidad de recurrir a una instancia en contra de la otra. Por tanto, ahí está, según Proudhon, el camino a seguir para com batir, en la sociedad del mañana, los peligros del estatismo económi co por una parte y los de la anarquía económica p or otra. Para Proudhon, la clave universal que abre to das las puertas que llevan al fin de la esclavitud humana — lo que significaría la culminación de la dialéctica (tanto com o m ovim iento real cuan to como m étodo)— es el federalism o. Federalis mo político, que equilibra el Estado desde el in terior, y federalism o económico, que une e inte gra a la sociedad planificada, la cual se asienta, a su vez, en una propiedad federalizada — la pro piedad mutualista— que pertenece simultánea mente al conjunto de la sociedad económica, a cada una de las empresas y a cada trabajador. «E l objetivo de toda federación particular de obreros... es sustraerse a la explotación capita lista y bancocrática ( b a n co cra tiq u e ): en su con junto integran, por oposición al feudalismo in dustrial y financiero, dominante hoy, lo que denominaré federación industrial-agrícola y demo cracia industrial» (L e P rin cip e Fédéraliste). «S er vir de contrapeso al p od er público del Estado y asegurar así la libertad será, en el sistema fede rativo, la principal función de la propiedad... De la oposición de estos dos [térm inos irreductibles: Estado federalista y propiedad federalista] bro ta la libertad» de los grupos y de los individuos. «Quien dice libertad dice federación o no dice
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nada.» «Quien dice república dice federación o no dice nada.» «Quien dice socialismo dice fede ración o no dice nada.» Ante esta culminación de la dialéctica proudho niana, rematada por los equilibrios estabilizados y racionalizados del federalism o universal, se queda uno algo perplejo y angustiado. Volveré sobre la cuestión al form ular las observaciones críticas. Pero para ser justos con Proudhon, es preciso convenir que si bien este g iro dogmá tico de su dialéctica existe realmente, 1 1 0 la ago ta en absoluto. La dialéctica de los diversos as pectos de la realidad social — la de la propiedad, la de la libertad y el determinismo, y por último la de las revoluciones, y en particular la de la lucha de clases (sin la cual no puede triunfar la democracia industrial)— aparece claramente desde la primera a la últim a obra: D e la capa cité p olitiqu e de la classe ouvrière. Aquí Proudhon recurre a la energía revolucionaria y a la fuerza creadora de esta clase para hacer posible la de mocracia industrial. Estos múltiples m ovimientos dialécticos distan mucho de ser «equ ilib rios» más o menos artificiales, y corresponden a los dramas efectivos que se representan en la realidad so cial. Para concluir la exposición de la dialéctica proudhoniana falta dar una apreciación crítica de ella. Lo haré en dos etapas. Expondré en pri mer lugar las críticas formuladas p o r Marx en la M iseria de la filosofía (1846), para señalar su verdadero sentido y para discernir lo verdadero de lo falso en esta acta de acusación; a conti nuación criticaré la dialéctica proudhoniana des de m i propio punto de vista. Marx, como es sabido, es muy severo con la dialéctica de Proudhon. Por tana parte, le acusa de no haber comprendido el sentido de la dialéc
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tica hegeliana; por otra, le hace responsable, con juntamente con Hegel, de los errores de este úl tim o. a ) Marx reprocha a Proudhon, en primer lu gar, el ligar a la dialéctica con el humanismo, sim bolizado p or el mito de Prometeo. Considera que en Proudhon Prometeo es «un extraño per sonaje abstracto, fantasma sin brazos ni piernas». M arx olvida así que en su propia tesis sobre la Diferencia entre la filosofía de la naturaleza en D em ó crito y en E p icu ro (1841) había escrito: «E n el calendario filosófico, Prom eteo ocupa el prim er lugar entre los santos y los mártires. La filosofía lo sabe. Hace suya la profesión de fe de Prom eteo.» Y en las Tesis sobre Feuerhach precisa que «E l punto de vista del antiguo m ate rialism o es la sociedad burguesa; el punto de vista del m aterialismo nuevo es la sociedad hu mana o la humanidad social». En resumen: am bos adversarios — Proudhon y Marx— refieren la dialéctica al m ovim iento real de la sociedad hu mana. Y si «humanismo dialéctico» designa el ca m in o emprendido p o r lo humano en m ovim ien to para captar las totalidades reales que se m ue ven y que p róxim a o rem otam ente llevan su hue lla, incluyendo, ante todo y sobre todo, el m o vim ien to real de la sociedad misma, a prim e ra vista no se entiende muy bien cuál es la di ferencia entre Proudhon y Marx. Y ello tanto más cuanto que los dos consideran que el m ovi m iento dialéctico propio de la realidad social se produce en las tensiones entre diversos aspectos de ésta (fuerzas colectivas, reglamentaciones y razón colectiva en Proudhon; fuerzas producti vas, relaciones de producción, conciencia real y sobrecstructura ideológica en M arx), en la lucha incesante entre grupos (incluidos el Estado, la Iglesia y la sociedad económica), en los conflictos de las clases y, por últim o, en las revoluciones.
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En realidad, Marx rechaza el humanismo dia léctico de Proudhon porque sospecha, y no sin razón, que idealiza y moraliza lo humano, apro vechándose de esto para hacer prevalecer, apo yándose en su característica «id eal-rea lism o»6, las ideas y la razón colectiva sobre las fuerzas colectivas. Desde este punto de vista, efectiva mente el p eligro existe; pero procede no ya de la dialéctica proudhoniana misma, sino de la ten tación que sobre Proudhon ejerce un platonism o humanizado del que no consigue liberarse. h ) Esto nos lleva al segundo punto de la crí tica de Marx. Escribe: «Proudhon no ve en las relaciones reales más que las encarnaciones de los principios que dormitan en el seno de la ra zón impersonal de la humanidad.» Es cierto que la' dialéctica proudhoniana manifiesta a veces esta inclinación. Sin embargo, por una parte Marx exagera; p o r otra sólo tiene razón en lo que se refiere a las Contradictions économiques, y no en lo que respecta a las obras posteriores de Proudhon, que Marx no podía conocer en 1846 y que no tom ó en consideración cuando fueron publicadas. Cuando M arx escribe contra Prou dhon: «Las categorías económicas no son más que expresiones, abstracciones de las relaciones so ciales de la producción... Las relaciones sociales determinadas son para los hombres productos tanto como la tela, el lino, etc. Los mismos hom bres que establecen las relaciones sociales con form e a su productividad material producen tam bién los principios, las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales», está predi cando a un convencido; en realidad sólo se trata de una diferencia de acentos, pues Proudhon, al igual que Saint-Simon antes y que Marx después, busca en los fenómenos sociales totales Ja fuente de la producción a la vez material y espiritual. Sólo que M arx acentúa cada vez más la primacía
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de la producción m aterial, mientras que Proudhon acentúa demasiado, sobre todo al principio de su carrera, la producción espiritual. De hecho, lo que inquieta a Marx, con justa razón, es la ten dencia de Proudhon a inm ovilizar las contradic ciones, tanto reales com o ideales, al buscar sus equilibrios. Con todo, ello no im pide que el pro pio Proudhon subraye que la propiedad, el dere cho, la justicia, el E stado y la sociedad económi ca se hallan en un perpetuo devenir y cambian de carácter. Marx no menciona estos textos. Igual mente ignora el giro de la dialéctica proudhoniana en las obras más maduradas del autor, que trata de hacer surgir las ideas de la acción y de la práctica sociales. c j En tercer lugar, Marx reprocha a Proudhon no elevarse jamás p o r encima de los primeros escalones de la tesis y la antítesis. Pero ello era precisamente lo que se proponía Proudhon en su lucha contra la síntesis hegeliana que, según él, es «gubernam ental» e ideológica. Aquí la crítica de Marx es tautológica y dogmática. Por su par te, Marx conserva las síntesis de la dialéctica he geliana, pero sólo quiere ver en ellas «síntesis reales del proceso histórico». La síntesis, para él, es por ejem plo la victoria de una clase social sobre otra, o la adaptación de las relaciones so ciales rezagadas respecto de la expansión de las fuerzas productivas, por delante de ellas. El re chazo proudhoniano de la síntesis en principio abriría más posibilidades que la síntesis marxista de desembocar en la experiencia variada y siempre renovada, pero a condición de mantener este rechazo hasta el final. Ahora bien, la debilidad de la dialéctica anti tética de Proudhon no se halla exactamente don de la busca Marx. Reside ante todo en un peli groso acercamiento de la tesis y la antítesis (co locadas en situación de equ ilibrio) a la síntesis.
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es decir, en un esfuerzo exagerado por crear equi librios. Consiste en el olvido del hecho de que la tesis y la antítesis pueden interpenetrarse par cialmente. Con todo, la fuerza de Marx frente a Proudhon es un sentido de la historia mucho más agudo. d ) Marx reprocha a Proudhon, por una parte, no haber com prendido en qué consiste la contra dicción; por otra, ser él mism o una «contradic ción viviente». A d ecir verdad, los dos reproches se excluyen, pues si Proudhon es una contradic ción viviente al menos hay que concederle que por propia experiencia sabe bien lo que es una contradicción. En realidad, M arx reprocha a Proudhon interesarse demasiado por las contra dicciones y poco p o r las soluciones. Pero aquí se trata nuevamente de un reproche tautológico y dogmático. Pues toda la dialéctica proudhoniana está basada en la convicción de que las contra dicciones constituyen la tram a de la vida del hombre y de la sociedad, las cuales son esencial mente antinómicas. Desde este punto de vista, más bien cabría reprochar a Proudhon lo que antes he reprochado a ITegel y lo que, por lo demás, le reprocharé a Marx más adelante: la in fla c ió n de c o n tra d ic c io n e s a la que se entregan los tres al confundir contradictorios y contrarios, y al no observar que la dialéctica se expresa y se advierte tanto en las polarizaciones com o en las complemcntariedades, las ambivalencias, las im plicaciones mutuas y las reciprocidades de pers pectivas. Volveré sobre ello al form ular mis pro pias críticas a la dialéctica proudhoniana, así corno en la segunda parte de este libro 7. Pero previamente es preciso subrayar que las c-n'ticas más virulentas y más fuertes que Marx c|irige a la dialéctica proudhoniana en la M iseria üe la filo s o fía se dirigen más contra H egel que c°ntra Proudhon.
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La verdadera batalla se produce en un capítulo de la Miseria, titulado «L a metafísica de la eco nom ía» (pp. 348 y ss.) *, dondo se muestra que Tíegel (aunque Proudhon no lo comprendiera nun ca) es la fuente de todos los errores proudhonianos y en general la fuente de todos los errores contra los que deben luchar tanto la dialéctica como la sociología de Marx. « S i los ingleses — es cribe M arx— transforman a los hom bres en som breros, los alemanes transform an los som breros en ideas. E l inglés es R ica rd o; el alemán, H egel.» «H e aquí lo que distingue al filósofo del cristia no: el cristiano sólo tiene una encarnación del Logos, a pesar de la lógica: el filósofo no acaba nunca, con las encarnaciones» (p. 350). «L o mis mo que a fuerza de abstracción hemos transfor mado toda cosa en categoría lógica, de la misma manera basta con hacer abstracción de todo ca rácter distintivo de los diferentes m ovimientos para llegar al movimiento en estado abstracto, al m ovim iento puramente form al, a la fórmula puramente lógica del m ovim iento. Si encontra mos en las categorías lógicas la sustancia de toda cosa, en la fórm ula lógica del m ovim iento nos imaginamos encontrar el m étod o absoluto, que no solamente explica toda cosa sino que además explica el m ovimiento de la cosa.» Hegel habla en los siguientes términos de este m étodo abso luto: «E l m étodo es la fuerza absoluta, única, suprema e infinita, a la cual no puede resistirse ningún objeto; es la tendencia de la razón a re conocerse a sí misma en todas las cosas» (L ó g i ca, t. I I I ) . «¿O u é es, pues, este m étodo absoluto?», pre gunta Marx a Hegel. Y responde por el: «L a abs tracción del movimiento. ¿Q ué es la abstracción * Se cita según la traducción de F. Rubio Llórente, contenida en K. Marx, Escritos de juventud, Caracas, 1965 [T ].
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del m ovim iento? El m ovim iento en estado abs tracto. ¿Qué es el m ovim iento en estado abstrac to? La fórmula puramente lógica del movimiento o el m ovim ien to de la razón p u ra .» Consiste en «ponerse, oponerse, componerse, form ularse como tesis, antítesis y síntesis, o bien en afirmarse, en negarse y en negar su negación» (p. 351). «¿C óm o hace la razón para afirmarse, para plantearse com o categoría determinada? Esto es asunto de la razón misma y de sus apologistas» (p. 351). Este juicio es muy severo y exagera algo el aspecto panlogista en relación con el aspecto m ístico de la dialéctica de Hegel, y concluye con una condena definitiva: «Para H egel — escribe Marx en la M iseria de la filosofía— no hay pro blema a plantear.» «Cuanto ha ocurrido y cuan to ocurre todavía es a lo sumo lo que ocurre en su propio razonamiento. Así, la filosofía de la his toria no es más que la historia de la filosofía, de su filosofía. Y a no hay historia según el orden de los tiempos: sólo hay sucesión de las ideas en el entendimiento.» «C ree construir el mundo por el m ovim iento del pensamiento, mientras que no hace más que reconstruir sistemáticamen te y ordenar según el m étodo absoluto los pensa mientos que hay en la cabeza de todo el mundo» (página 352). La guerra que en la M iseria de la filosofía de clara Marx a la dialéctica hegeliana no es, pues, un simple accidente sino una consecuencia de su realism o sociológico, al que denomina también, de manera poco feliz, «nuevo m aterialism o» o «m aterialism o que coincide con el humanismo». A pesar de todo, esta hostilidad contra la dia léctica hegeliana no es en absoluto — evidente mente— una hostilidad contra toda dialéctica. Desde este punto de vista, no d eja de tener interés señalar un hecho curioso. Un marxísta francés muy enterado, Henri Lefebvre, se había
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dedicado p rim ero en varias de sus obras a apro xim ar todo lo posible a Hegel y Marx. Sin em bargo, en su libro La pensée de M arx (1947), se ve obligado a confesar que Marx es muy hostil a la dialéctica hegeliana en la M iseria de la filo sofía. Y com o tiende a identificar, equivocada mente, a H egel con la dialéctica, a propósito de los pasajes que acaban de ser citados escribe: «Resulta d ifícil form ular una condena de la dia léctica más radical que ésta. Indudablemente le parecía a M arx, en 1846, in a p ela b le»8. «M arx — añade— condena todo m étodo, toda teoría dia léctica y parece aproximarse al p o sitivism o »9. Sin embargo, esto no es nada exacto, pues Marx siempre fue partidario de su propia dialéctica y no de la de Hegel, a quien apuntaba a través de sus ataques contra Proudhon. Pero este últi mo tenía, a su vez, su propia concepción de la dialéctica, mucho más próxim a a la de Marx (a pesar de sus aparentes divergencias) que a la de Hegel. Puedo form u lar ahora mis propias críticas de la dialéctica proudhoniana. 1) Ante todo, he de señalar que la dialéctica proudhoniana, a pesar de su carácter antitético y negativo, sigue siendo una dialéctica ascenden te. Lo es, en prim er lugar, en el sentido de que abre un cam ino que lleva, según Proudhon, a la posibilidad de realizar un ideal social determina do: el de la liberación del hombre, de los grupos y de la sociedad entera de todas sus servidum bres mediante el establecirniento de una estruc tura pluralista y federalista, donde la democra cia política y la democracia industrial se limitan y se completan y donde el derecho triunfa sobre el poder y sobre todas las demás reglamentacio nes sociales. Su dialéctica empuja, pues, a pesar de todas las reservas de Proudhon, hacia el pro-
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grcso de la sociedad; el cual, es cierto, no tiene nada de automático y presupone luchas y riesgos, pero a pesar de todo embarca a la sociedad en una continua marcha ascendente. Verem os que, en este sentido, la dialéctica marxista es igual mente, de diferente manera pero tan acentuada mente como ésta, una dialéctica ascendente. Así, parece legítim o preguntarse si una dialéctica — y en particular, una dialéctica concebida como m o vim iento real de la sociedad— puede ser ascen dente sin presuponer de antemano e independien temente de toda dialéctica una escala estable de valores 3 ' un m ovim iento de la sociedad hacia su realización o en otras palabras, si esa dialéctica es posible sin form ular presuposiciones dogmá ticas con anterioridad a todo recurso a la dia léctica. La dialéctica proudhoniana es una dialéctica ascendente también en otro sentido. Dado que el ideal-realismo de Proudhon conserva, a pesar de todos sus esfuerzos, un elemento platónico, el acceso a la captación de las ideas, así com o de las antinomias y de los equilibrios entre las ideas, sigue siendo una marcha ascendente. Esta presupone que el elemento ideal de la realidad social (la «razón colectiva», el «espíritu social», incluso si se trata más precisamente de las con ciencias colectivas y de sus obras) es superior en todos los marcos sociales a las fuerzas colec tivas, al trabajo, al esfuerzo y a la acción que los realiza. A qu í la dialéctica proudhoniana se muestra vacilante, fluctuante, incluso ambigua; y Proudhon, a pesar de recurrir a la práctica social, no consigue elim inar su inicial orienta ción espiritualista. 2 ) En segundo lugar, a pesar de su carácter antitético y negativo, la dialéctica proudhoniana sigue siendo apologética. Se trata de la apología del equilibrio, de la reconciliación de las antino
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mias, de su integración en conjuntos no jerár quicos, de la equivalencia de las fuerzas colecti vas, de los valores transpersonales y personales, de la libertad de los individuos y de los grupos, de! federalismo de diferentes especies, de la co propiedad federalista a la vez colectiva e indivi dual, de la democracia industrial y política. Sin embargo, todos estos elementos, todos estos prin cipios morales y jurídicos y todas estas técnicas de organización (que pueden ser válidas para estructuras sociales de determ inado tipo sin que lo sean para estructuras y coyunturas distintas) no son en absoluto el resultado de un análisis dialéctico imparcial — llamado a dem oler todos los dogmatismos y a hacer relativos todos los datos, todos los principios y todas las técnicas— , sino que son aceptados p or Proudhon con ante rioridad a toda dialéctica. Esta sirve sólo para exponerlos, para hacerlos explícitos, para justi ficarlos. Y así, a pesar de todo su esfuerzo de orientación hacia la experiencia siempre renovada de lo diverso, la dialéctica proudhoniana conduce a una diversidad muy bien ordenada, bien equi librada, bien integrada y bien racionalizada, pues es una diversidad preconcebida. Así, pues, la lu cha entre lo apologético y lo em pírico en la dia léctica proudhoniana concluye con una victoria de lo apologético. 3) En tercer lugar, la confusión de la dialéctica con una doctrina social particular, de la que aca bamos de hablar, se manifiesta particularmente en Proudhon en la identificación del pluralismo social como hecho con un ideal pluralista, así com o con los medios pluralistas de su realiza ción. Proudhon ni siquiera advierte que no es en absoluto necesario que la aplicación de un ideal social pluralista a un pluralismo de hecho con duzca, en todo marco social y en toda situación concreta, a una organización pluralista. Así, en la
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época de la Revolución francesa lo que se pro dujo fue precisamente lo contrario. La Revolu ción m ostró que resultaban indispensables las medidas unitarias y estatistas destinadas a limi tar y debilitar un pluralismo de hecho, anquilo sado y degenerado, que sólo servía para la per petuación de la servidumbre y de la autocracia en los grupos y que no hacía más que cerrar el camino a la penetración de los valores democrá ticos en la organización política y social. Igual mente, el «N e w Dea!» de Roosevelt (qu e trataba de prom over en los Estados Unidos la acción de los sindicatos obreros, desmoralizados por la in gerencia patronal), empezó por com batir a los trusts y a los cártels y por reforzar el poder de intervención del Estado en la vida económica. En estos dos casos tan distintos se abre paso una dialéctica de la intervención del Estado, el cual fomenta la fuerza de unos grupos a los que se considera dignos de lim itar posteriorm ente a este último; dialéctica que Proudhon no parece tener en cuenta y ni siquiera imaginar. Parece legítimo preguntarse si puede plantearse el mismo proble ma para cualquier revolución social, y si una pla nificación descentralizada, fundada en la autoges tión obrera, no presupone, previamente, la des posesión de los patronos p or el Estado. Se advierte, pues, que, a pesar de su carácter antitético y de su investigación de detalle, la dia léctica de Proudhon no desemboca en un realis mo efectivo, más ausente todavía de su elabora ción que un empirism o consecuente. 4) Finalmente, el último reproche que he de form ular a Proudhon se refiere a la inflación de antinomias, inflación conseguida a costa de múl tiples confusiones entre contradictorios y con trarios. Esta inflación, que ya hemos advertido en Hegel, se hace tanto más flagrante en Prou dhon cuanto que éste trata de orientar la dialéc
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tica hacia un realismo social. Cuando Proudhon opone como antinómicos la sociedad y la propie dad privada, el maquinismo y la concurrencia, el Estado y la sociedad económica, las fuerzas co lectivas y la conciencia colectiva, el poder y el derecho y, por último, la libertad humana y el determ inism o social, em puja a la polarización a unos elementos que sólo se hallan más o menos en tensión o que son virtualmente conflictivos, sin que sean necesariamente contrarios ni, con m ayor razón, antinómicos. Así, en determinadas fases del capitalismo, el maquinismo y la concu rrencia son com plem entarios y no contradicto rios; el Estado y la sociedad económ ica pueden unas veces polarizarse y otras complementarse, implicarse mutuamente o, incluso, entrar en reci procidad de perspectivas. Las fuerzas colectivas y la conciencia colectiva sólo excepcionalmente son contradictorias, sólo rara vez desempeñan el pa pel de contrarias, y tienden normalmente hacia relaciones de ambigüedad, de compiementariedad o de reciprocidad de perspectivas. El poder y el derecho son más frecuentemente contrarios que contradictorios, y pueden hallarse en relacio nes de implicación mutua. Lo mism o ocurre, y de manera todavía más decisiva, en el caso del determinismo social y la libertad humana, con sus variadas gradaciones y en los que predomina la complementariedad. La inflación de antinomias y de sus polarizacio nes refuerza el dogm atism o y la falta de relativis mo de Proudhon, lo cual a menudo tiene por con secuencia un antih¡storicism o racionalista. Este pluralism o no ha sabido descubrir la pluralidad de los aspectos del m ovim ien to dialéctico real y de los procedim ientos operativos necesarios para conocerlos. Su dialéctica negativa se halla pues, a veces, falta de capacidad de penetración en la realidad, al igual que de armas para seguir los C u r v i t e l i . 11
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cambios de ésta. En ello reside el límite más pa tente de la dialéctica prudhoniana. Este fallo, re forzado p or la búsqueda excesivamente insisten te de equilibrios dogmáticos y más bien rígidos, la separa peligrosamente de la relatividad flexi ble, sinuosa y en m ovim iento de la realidad social y, en particular, de su dimensión histórica.
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Marx, a pesar de que en su dialéctica no renun cie a las síntesis y de que en sus consideraciones falte una vinculación clara de esa dialéctica con la relatividad, la diversidad y la pluralidad, mues tra, en última instancia, ser menos dogm ático que Proudhon, al estar dotado de un sentido de la historia más agudo *. Las síntesis dialécticas de Marx, efectivamente, se identifican preferente mente con los giros históricos por una parte y con las crisis revolucionarias p or otra. Se reali zan en esfuerzos colectivos que crean y recrean la sociedad y el hombre, que adaptan las relacio nes sociales a las fuerzas productivas y que se manifiestan en la lucha de clases. Al igual que Proudhon, Marx, com o veremos, no evita la dia léctica ascendente ni la inflación de antinomias; tampoco da suficiente relieve a los diferentes as pectos del m ovim iento dialéctico, pues, aunque llega a mostrarlos, descuida, a pesar de todo, la variedad de los procedimientos operativos que 163
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permiten captarlos. Pero Marx está mucho más próximo a la realidad social que Proudhon gracias a su constante recurso a la colaboración entre so ciología e historia: de ahí sus expresiones, por otra parte ambiguas y desgraciadas, de «m ateria lismo histórico», «m aterialism o práctico» o «ma terialismo nuevo», agravadas todavía más por las fórmulas' de Engeís, mucho peores e indiscutible mente falsas, de «m aterialism o dialéctico» y «ma terialismo económ ico». A pesar de mantener a la dialéctica en lo concreto, el historicismo socioló gico de Marx a veces la compromete en la medida en que esta dialéctica no evita la tentación de abandonar el saber histórico para recaer en la filosofía de la historia y de atribuir a las clases sociales en lucha «destinos históricos» que son pa rientes cercanos de los que Hegel atribuía a las naciones y a los Estados. Trataré dé exponer tan objetivam ente como sea posible la dialéctica de Marx, para someterla a una apreciación crítica. Para mostrar m ejo r que la dialéctica es, ante todo, el movimiento mism o de la realidad econó mica, social e histórica (que por otra parte cons tituyen una sola y única realidad, la de la socie dad en acto), y que solo accesoriamente y de ma nera secundaria es un método, Marx busca un término apropiado. L o necesita tanto más cuanto que opone su dialéctica a la de Hegel (que vinculó el destino de la dialéctica al de su espl ritualismo místico), a la de Platón (para quien la dialéctica es únicamente un m étodo para llegar a la contemplación de las ideas eternas) y a la de Proudhon (a quien acusa de conceder demasiado a la dialéctica platónica y a la dialéctica hege* liana). El joven Marx caracteriza su posición, en La Sagrada Familia (p. 44), como un humanismo realista. Cabe decir que la expresión más apro
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piada para expresar su orientación dialéctica se ría la de dialéctica del hum anism o realista, pues insiste en el hecho de que todo cuanto correspon de a la realidad humana en tanto que movimiento real y en tanto que tom a de conciencia de este m ovim iento es dialéctico. Marx dice incluso que su dialéctica se manifiesta, entre otras cosas, en el «nuevo m aterialism o» o «m aterialism o prácti c o », que nada tiene en común con el antiguo ma terialismo. Añade que esta dialéctica se afirma también en «la historiografía de base materialis ta», sin decir que estas sean las únicas expresio nes posibles de su dialéctica y precisando que el «m aterialism o nuevo» coincide con el humanismo (p. 192). Sin embargo, la elección de estos térm i nos fue desgraciada, no solamente porque condu jo a Engels y al m arxismo vulgar a hablar de «m aterialism o econ óm ico» y de «m aterialism o dialéctico» — en lo cual Marx no pensó nunca, en ninguna de las fases de su desarrollo— , sino so bre todo porque para él la dialéctica se liga a la práctica social, en la cual el m aterialism o y el es plritualism o pierden su oposición, según su pro pia fórmula E llo es tanto más cierto cuanto que, por otra parte, las sociedades son totalidades, en las que se incluyen a la vez las fuerzas productivas ma teriales, las relaciones de producción, la concien cia real (individual y colectiva), así como sus obras y la ideología; y, p or otra parte, uno de los aspectos esenciales del m ovim iento dialéctico está constituido por las alienaciones, las cuales, aunque revisten diferentes formas, en la mayoría de los casos guardan poca relación con el elemen to material de la sociedad. Igualmente Marx in siste, en esta época, en el hecho de que «el m odo de acción común es, a su vez, una fuerza produc tiva (L a ideología alemana, 1845, p. 280) y en que «d e todos los instrumentos de producción, el ma-
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La dialéctica propia del humanismo realista y o r poder productivo es la clase revolucionaria extiende sus repercusiones metodológicas al pro mism a» (M iseria de la filosofía, 1847, p. 363). Ello blema de las relaciones entre ciencias naturales y equivale a decir que la dialéctica de las fuerzas ciencias humanas. Su dialéctica conduce, según productivas, al igual que la dialéctica de lucha de el joven Marx, a la superación de la tentación clase y la dialéctica de las revoluciones, implica, naturalista en las ciencias humanas. «E l ser hu al mismo tiem po que las fuerzas materiales, la mano de la naturaleza sólo existe para el hom bre toma de conciencia de clase, las aspiraciones, los social; pues sólo ahí existe para él com o vínculo i deajes, las obras culturales. M arx dice textual con el hombre, com o existencia para los otros y mente en La ideología alemana (p . 276): «L a pro com o existencia de los otros para é l». «La socie ducción de las ideas, de las representaciones y dad es, pues, la consustancialidad acabada del de la conciencia está al principio directamente entrelazada con la actividad m aterial de los hom hombre con la naturaleza..., la realización del na turalismo del hombre y del humanismo de la na bres» y es el lenguaje de la vida (p. 276). turaleza». Así, gracias a la sociedad, «el natura N o sorprende, pues, leer en los Manuscritos lismo acabado es humanismo y el humanismo econ óm ico-filosóficos (1844): «Solam ente en el estado social el subjetivism o y el objetivism o, el acabado, naturalismo. Si «las ciencias naturales han intervenido en la vida del hombre y la han esplritualism o y el materialism o, la actividad y la pasividad dejan de ser contrarios y, por con transform ado», «la ciencia del hom bre ha de en siguiente, su razón de ser com o tales contrarios. globar a las ciencias naturales». Esta dialéctica, Se advierte que la solución de las oposiciones pues, lleva a ad vertir que lo humano y lo social teóricas solamente es posible de manera práctica, intervienen en la naturaleza conocida o actuada, p o r la energía práctica del hombre en sociedad» y, con m ayor razón en las ciencias naturales, pues ( E . J., p. 210). La sociedad es la «realidad humana «toda ciencia es una actividad social práctica [cu yas] manifestaciones [s o n ] tan múltiples e implica un fuerte coeficiente humano» (Tesis com o las determinaciones y las actividades hu sobre Feuerbach e Ideología alem ana). Por tanto, manas» ( i b i d p. 204). En este terreno, «pensar el joven Marx prevé la aplicación de la dialéctica y ser son a la vez diferentes y lo m ism o». Se trata a las ciencias naturales p or mediación de la prác ah í de un «humanismo que procede a partir de tica social y de la sociología. Marx, en La Sagrada Familia, añade por otra sí mismo, el humanismo p ositivo» ( E. p. 261), y este humanismo es, a la vez, dialéctico, tanto parte: «si el hombre toma todos sus conocimien com o ser cuanto com o pensamiento, los cuales se tos del mundo físico y de la experiencia realizada hallan en relación dialéctica.» P o r ello M arx se en el mundo físico, de lo que se trata es de orga queja, en La Sagrada Familia (1845), de que «des nizar este mundo de tal m odo que el hombre pués de que sé ha com batido en todos sus aspec encuentre y se asimile en él lo que es verdade tos la vieja antítesis de espiritualismo y materia ramente humano, que se experimente a sí mis lismo... la crítica [neohegeliana] la convierte de mo en cuanto hom bre» (p . 197). «S i el hom bre es nuevo, y bajo la más repugnante de las formas, form ado por las circunstancias, será necesario en dogma fundamental, y hace que triunfe el es fo rm a r las circunstancias humanamente. S i el hom bre es social, p o r naturaleza, sólo desarrollapíritu cristiano-germánico» (p. 160).
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rá su verdadera naturaleza en la sociedad» (ib i d em ). El joven Marx rechaza, pues, en nombre de su realismo humanista dialéctico no sólo el materialismo sino incluso un determinismo de masiado estricto y riguroso. Recurre a la socie dad y al hombre en acto. Todos estos puntos son de nuevo íecogidos en las famosas Tesis sobre Feuerbach, que constitu yen la introducción a la Ideología alemana, es crita en 1845 y publicada en 1932. Precisemos que las Tesis en sí fueron conocidas mucho antes, pues Engels las incluyó en su libro Ludwig Feuer bach y el fin de la filosofía clásica alemana (1886). La tesis tercera incide directamente sobre lo que se había dicho en La Sagrada Familia a propósito del determinismo materialista: «L a doctrina ma terialista — se lee aquí— que pretende que los hombres son el producto de las circunstancias y de la educación y que, por consiguiente, hombres cambiados son el producto de otras circunstan cias y de una educación cambiada, olvida que son precisamente los hombres quienes modifican las circunstancias, y que es preciso educar al edu cador mismo.» P o r ello Marx escribe en la prim e ra tesis que «E l defecto principal de todo el ma terialismo anterior, incluido el de Feuerbach, es que el objeto, la realidad, el mundo sensible, sólo son considerados bajo la form a de objeto o de intuición, pero no en tanto que actividad huma na concreta, en tanto que práctica. E llo explica por qué el lado activo ha sido desarrollado por el idealismo en oposición al materialismo, pero sólo abstractamente, pues el idealismo ignora la actividad real, concreta, com o tal». Y en la tesis cuarta: «P ero el hecho de que el fundamento pro fano se separe de sí mismo y se atribuya un im perio independiente en las nubes, com o reino in dependiente, sólo puede explicarse por ese otro hecho de que este fundamento... está falto de
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cohesión y se halla en contradicción consigo mis mo. Por consiguiente, es necesario que este fun damento sea a su vez com prendido en su contra dicción tanto com o revolucionado en la práctica». Tesis octava: «T od a vida social es esencialmente práctica.» Todos los problem as hallan «su solu ción racional en la práctica humana y en la com prensión de esta práctica». Tesis novena y déci ma: «E l nuevo materialism o comprende la ma terialidad com o actividad práctica»; su «punto de vista, es la sociedad humana, o la humanidad social». Com o bien se advierte, la palabra «m aterialis m o» está mal elegida, pues se trata de un huma nismo realista dialéctico, que es totalmente prác tico. El mismo joven M arx lo señala con fuerza 2: «E l hombre produce al hombre, a sí mismo y al otro hom bre» ( E . p. 204). Esta «producción del hombre por el trabajo hum ano» (ibidetn, p. 249), ¿es únicamente m aterial? No, pues por su con tenido, al igual que por su ejercicio, «la activi dad y el espíritu son, según su existencia, socia bilidad, actividad social y espíritu social» ( ibid em , página 204). « E l derecho, la moralidad, la cien cia, el espíritu, etc., son únicamente modos par ticulares de la producción» ( ibid., p. 203). Se tra ta, por tanto, evidentemente, no de materialismo, sino de realismo humanista dialéctico. Efectivam ente, la expresión «nuevo materialis m o» se explica sólo por razones históricas. Sólo se emplea para protestar contra el esplritualismo teológico de H egel y de los neohegelianos, y cons tituye una referencia a Feuerbach, que se consi deraba ya com o materialista. Por otra parte, Marx lo dice claramente en el prólogo a La Sagrada Fa m ilia (p. 73): « E l hum anism o real no tiene en A le mania enemigo más peligroso que el espiritualis m o o idealismo especulativo, que suplanta al h om bre individual y real por la autoconciencia o el
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espíritu .» Repite esta afirmación con otra forma y con matices diferentes, sobre los cuales volvere mos, en el prefacio de la segunda edición del li bro primero del Capital: «M i m étodo dialéctico no solamente difiere en cuanto al fundamento del m étodo hegeliano, sino que es su contrario di recto. Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que convierte, con el nombre de idea, en sujeto autónomo, es el creador de la realidad, y ésta sólo es su fenómeno externo». Para destruir «la mistificación en que concluye la dialéctica en He gel, y que no hace más que transform ar lo que existe», es preciso «vo lverla del revés», «ponerla sobre los pies», pues está «d el revés» y «anda de cabeza.» P or tanto, Marx acepta el desgraciado término de «m aterialism o» para oponerse a la mistificación espiritualista hegeliana (que se pre senta como dialéctica), aunque ese térm ino no ex prese en absoluto su pensamiento. Trataré de m ostrar que incluso cuando Marx, en la C ontribución a la crítica de la economía política (1859), endurece sus posiciones al conce der la primacía a las fuerzas productivas mate riales, al afirmar que «la anatomía de la sociedad debe ser buscada en la econom ía» y al situar la mayoría de las obras culturales entre las «sobreestructuras ideológicas», no p or ello se con vierte en materialista sino que simplemente ca racteriza un tipo particular de sociedad — la del capitalismo— y busca puntos de referencia para reconstituir la totalidad de la sociedad, que es siempre, para él, mucho más que su economía, pues el m ovim iento dialéctico de la primera mo difica las características de la segunda. Marx, aunque no siem pre los diferencia con claridad, tiene en cuenta al menos siete movimien tos dialécticos en la realidad social. Parece esen cial reconstituirlos:
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1. En prim er lugar, la dialéctica de las sínte sis revolucionarias. 2. A continuación, la dialéctica entre las fuer zas productivas, las relaciones de producción, las tomas de conciencia, las obras culturales y las ideologías; dialéctica que cabe designar, en mi propia terminología, com o dialéctica de los ni veles en profundidad de la realidad social. 3. En tercer lugar, la dialéctica de las clases sociales y su lucha, de los cambios de su función, de su número y de sus divisiones internas. 4. Después la dialéctica de las alienaciones, que adquieren sentidos y formas diferentes y que se hallan particularmente reforzadas bajo el régimen capitalista. 5. Llegamos a la dialéctica de la vida econó mica en general y de la economía capitalista en particular. 6. Uno de los aspectos de ésta es la dialéctica entre las sociedades en tanto que totalidades y entre sus economías en tanto que sectores de es tas totalidades, lo cual puede llevar igualmente a una dialéctica entre ciencia económica y socio logía. 7. La dialéctica del m ovim iento histórico co rona el edificio. Esta dialéctica tiende a englobar a todas las demás, pero sin embargo, suscita en el propio Marx una dialéctica entre sociología y saber histórico o ciencia de la historia. 1. La dialéctica de las síntesis revolucionarias es el más espectacular de los movimientos dialéc ticos. Marx escribe al respecto en La ideología alemana: «L a fuerza de producción, el estado so cial y la conciencia pueden y deben entrar en con tradicción» (E . /., p. 283). «Esta contradicción en tre las fuerzas productivas y las formas de las relaciones sociales que, como acabamos de ver, se ha manifestado ya varias veces en la historia,
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tenía que traducirse necesariamente en una revo lución, pero adoptando al mismo tiempo diver sas formas accesorias, com o totalidad de colisio nes, colisiones de diversas clases, contradicción de la conciencia, lucha de ideas, lucha política, etcétera» (p. 314-315). El crecimiento de las fuer zas productivas provoca el estallido de una es tructura social, de las relaciones de producción; el trastorno de la conciencia social e individual, así como el de las obras culturales, la decadencia de las antiguas ideologías y la floración de ideolo gías nuevas. La revolución es la síntesis dialéctica real, pro ducto del esfuerzo humano que restablece la co rrespondencia entre los niveles de la realidad social. Al m ism o tiempo, la síntesis dialéctica re volucionaria se halla ligada a la dialéctica del movimiento histórico, pues las revoluciones son acontecimientos históricos. Entran en la historia y, por mediación suya, las clases sociales des empeñan su m isión histórica y modifican su papel social. «La emancipación de la clase oprimida im plica, pues, necesariamente — escribe Marx en la Miseria de la filosofía— , la creación de una so ciedad nueva» (en E. J., p. 363). «L a organización de los elementos revolucionarios supone la exis tencia de todas las fuerzas productivas» que tro piezan con la resistencia de la estructura social en vigor y la hacen estallar en la revolución,- sín tesis dialéctica. En el M anifiesto comunista, M arx analiza prim ero la revolución burguesa y a con tinuación la revolución proletaria del mañana, in sistiendo en las contradicciones dialécticas que preparan el estallido de las estructuras sociales. En E l Capital, al poner al descubierto las contra dicciones internas de la estructura social que co rresponde al capitalismo, Marx concluye que el estallido de esta estructura en una nueva crisis revolucionaria es inminente. Muestra Marx, efec
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tivamente, que estas contradicciones consisten, tanto en el desencadenamiento de fuerzas pro ductivas ilimitadas — pero para las cuales consti tuye un obstáculo la existencia misma de la clase patronal— como en el papel decisivo que desem peñan las grandes masas obreras en la produc ción, a la cual se hallan al mismo tiempo someti das. La dialéctica del régimen capitalista suscita la energía revolucionaria del proletariado, al pre parar la síntesis de la revolución social. N o en vano escribió Marx en el postfacio (1874) a la segunda edición alemana del libro prim ero de E l Capital que «la dialéctica, al captar el movimien to mism o de la sociedad, de la cual toda form a adquirida no es más que una configuración tran sitoria», «esta dialéctica... es esencialmente crítica y revolucionaria» (p . X X IV ). 2. Abordemos el segundo de estos movimien tos dialécticos. Menos espectacular que el anterior, corresponde a los períodos más tranquilos de la vida social y consiste en interpenetraciones y tensiones parciales de los diferentes aspectos de la realidad social. En La ideología alemana el jo ven Marx esclarece la gran complejidad de la rea lidad social y de los movimientos dialécticos que corresponden a ella. Distingue, al menos, cuatro aspectos en ella o, como diría en mi lenguaje, cuatro escalones o niveles de la realidad social, que unas veces se interpenetran, otras entran en tensión y en conflicto y otras veces se polarizan: 1. Las fuerzas productivas materiales y los modos de producción. 2. Los marcos sociales (a los que denomina relaciones sociales, o «relaciones de producción», o «estructuras sociales»). 3. La conciencia real, a la vez social e indivi dual, con sus obras culturales efectivas (lengua, derecho, saber, arte, técnica, etc.).
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4. La ideología, o «sobreestructura ideológi ca», que comprende todas las deformaciones par tidistas conscientes o inconscientes del nivel an terior, a menudo sistematizadas por doctrinas dogmáticas y por la religión. Posteriorm ente Marx amplió el sentido del término «id eología», atribu yéndole varias significaciones diferentes e inclu yendo en él la m ayoría de las obras culturales, con excepción de las ciencias exactas y de la sociología económica (en el sentido que le da Marx). E llo tuvo la consecuencia de reforzar la importancia de la ideología en el conjunto de la realidad social y de los movimientos dialécticos propios de ella. Según Marx, son sobre todo los tres primeros escalones o niveles los que entran en relaciones de tensión y de interpenetración incesantes. La realidad social representa su síntesis dialéctica. El nivel ideológico, que en principio padece de «p ér dida de realidad» ( E n tw irk lich u n g), queda un poco fuera del juego. Sin embargo, cuando pos teriormente Marx am plió el sentido de este tér mino \ incluyó ostensiblemente a la ideología en el juego dialéctico que caracteriza el engrana je de los fenómenos sociales totales. Aunque a primera vista se concede una preemi nencia, en esta dialéctica, a las fuerzas produc tivas materiales que representan la actividad eco nómica propiamente dicha, Marx nunca olvidó la dialéctica de los diferentes aspectos o escalones de la realidad social, tanto más cuanto que los términos «fuerzas productivas» y «econ om ía» son empleados unas veces en sentido estricto y otras en un sentido mucho más amplio. Los marcos sociales y la conciencia real son, en cierto senti do, producto de las fuerzas productivas stricto sensu; pero bajo o tro aspecto son también los productores de ellas, afirmándose de este modo como elementos reales de la vida social. Sola
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mente las ideologías tienen el carácter de un epi fenómeno, de una proyección «desrealizada», de una E n tw irklich u n g. Sin embargo, también éstas terminan siendo obstáculos o incitaciones a la constitución de las clases sociales, así com o para el desarrollo de las fuerzas productivas, desem peñando así en ellas un papel que no se debe des cuidar. En otras palabras: cuanto más conside rables son las fuerzas productivas — no como factores aislados sino como acción social total— más se entiende su concepto en el sentido de ex tensión máxima, al identificarse con el conjunto de los niveles o escalones de la realidad social. El segundo aspecto o nivel lo constituyen los marcos sociales, a los que M arx denomina «rela ciones de producción» o «m od os de las relacio nes sociales» y en los que incluye la división del trabajo social, las relaciones de propiedad, los grupos y las clases sociales, el Estado, las estruc turas parciales y globales y, p o r último, las orga nizaciones. Subraya que, a pesar de correspon der a un determ inado nivel de las fuerzas pro ductivas, estos marcos sociales pueden ser adap tados a su base en grados muy variables. Sus manifestaciones estructuradas y organizadas en tran en conflicto con las fuerzas productivas cuando, al tomar un carácter estabilizado y cris talizado, llegan a constituir un obstáculo para ellas; en otras circunstancias pueden desempe ñar, en cambio, el papel de elemento catalizador. El tercer aspecto o nivel del fenómeno social total — la conciencia real y sus obras culturales efectivas— constituye lo que el joven Marx deno mina «producción espiritual» o «fuerzas produc tivas espirituales». A pesar de que ya aquí pro clama que «n o es la conciencia lo que determina ¡a vida, sino la vida la que determ ina la concien cia » ( Id. alem., en E. f., p. 2 7 7 )4 — tesis mucho más vitalista que materialista (se advierte, pues,
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toda la esterilidad de la discusión sobre los presu puestos «m aterialistas» de Marx)— , destaca que « e l hombre, con todas sus cualidades, incluido el pensamiento... es un ser presente rea l» ( Ib id e m ). La conciencia, que jam ás puede ser separada del conjunto de la realidad social, se halla incluida en ella com o un elemento real, al igual que sus obras no deformadas y no «desrealizadas» por la ideología (ib id ., pp. 281-282). En el m arco social, el papel de la conciencia, a la vez colectiva e individual, se manifiesta ante todo por el lenguaje. «E l lenguaje es tan viejo com o la conciencia. El lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real que existe también para los otros hombres, y que, p o r tanto, existe también para mí mismo, y el lenguaje sólo nace, com o la conciencia, de la necesidad, de los apre m ios del intercambio con otros hom bres» (ibid., página 281). Otra manifestación del papel de la conciencia en los marcos sociales es el derecho, que inter viene de manera particularmente ostensible en las relaciones de propiedad (ib id ., pp. 306 y ss.). N o se trata aquí de las mistificaciones ideológi cas relativas al derecho (especialm ente de las «ilu siones jurídicas que reducen el derecho a la vo luntad exclusivamente» (ibid., p. 307) del estado o del individuo. Se trata del derecho que no se identifica enteramente con el derecho legislado y que es engendrado directamente p o r los agrupamientos económicos y por las clases sociales. El papel de Ja conciencia en los marcos socia les y su estructuración se manifiesta también de manera directa por la «conciencia de clase», pues las clases sólo se constituyen definitivamente, se gún Marx, mediante una «tom a de conciencia» de su existencia, mediante una afirmación cons ciente de la solidaridad en el seno de una clase. P or ello, cuando Marx habla del proletariado, a
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pesar de señalar su existencia virtual por el he cho de que desempeña un papel en la producción, dice que para que pueda constituirse o form ar una clase necesita prim ero tom a r conciencia de si, lo cual, para el proletariado, equivale a una «tom a de conciencia de la necesidad de una re volución rad ica l» (ib id .f p. 310). Finalmente, el papel de la conciencia real se manifiesta» en la vida colectiva y en sus expresio nes estructuradas mediante la intervención del conocim iento, y en particular mediante el des arrollo de las ciencias. Así, el conocimiento téc nico y, p o r mediación suya, el conocimiento científico se integran directamente en las fuerzas productivas) Ello confirm a una vez más la interpe netración dialéctica y tensa entre «fuerzas pro ductivas», «relaciones de producción» (m arcos sociales), conciencia real y obras culturales, cuya posibilidad de implicación mutua, de complementariedad, de reciprocidad de perspectivas o de ambivalencia pone de relieve con tanto vigor el joven M arx: la orientación hacia la polariza ción de estos elementos no se produce corriente mente más que en el momento de las revolu ciones. Las ideologías, que, según la primera interpre tación de M arx, lo «vuelven todo del revés», cons tituyen una «m istificación» o, más sencillamente, no son más que representaciones falsas que los hombres se hacen de sí mismos, se definen com o ilusiones colectivas inconscientes, o incluso cons cientes o semiconscientes. Marx (que posterior mente introduciría otros varios sentidos del tér mino) señala su triple infraestructura: las fuer zas productivas, los marcos sociales y las obras culturales de la conciencia real. De estas obras culturales, solamente la religión es siempre ideo logía. Sin embargo, p or mediación de las clases sociales, incluso las ilusiones colectivas incons G u r v itc h , 12
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cientes o conscientes llegan a penetrar incluso las fuerzas productivas. No hay que suponer que este segundo aspecto del m ovim iento dialéctico real es tomado sólo en consideración por M arx en sus obras de ju ventud. Volvem os a encontrarlo en el Marx ma duro, tanto en la C ontribución a la crítica de la economía p o lítica com o en E l Capital. Reprodu ciré ante todo el fam oso pasaje de la «In trodu c ción » a la prim era de estas obras, sobre el cual se basan las interpretaciones habituales del marxis mo: «E n la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas...; estas relaciones de producción corresponden a un determinado grado de desarrollo de sus fuer zas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una sobreestructura jurídica y política y a la cual corresponden form as de conciencia social determinadas... N o es la conciencia del hombre lo que determ ina la realidad social; por el con trario, es la realidad social la que determina la conciencia.» «E s necesario distinguir siempre en tre la transformación material de las condiciones de producción económica — que se debe señalar fielmente con ayuda de las ciencias físicas y na turales— y las form as jurídicas, religiosas, ar tísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas b a jo las cuales los hombres se hacen conscientes de los conflictos», entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción exis tentes. «A I llegar a cierto estadio de su desarro llo, las fuerzas productivas de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes o, lo que es sólo su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales se habían m ovido hasta entonces.» Com o estas relaciones se convierten en obstácu-
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Jos para estas fuerzas, el movimiento dialéctico que se manifiesta entre las dos asume el carác ter de una antinomia. Este texto, muchos de cuyos puntos exigen aclaraciones, ¿excluye toda dialéctica que no sea la de las revoluciones? No lo creo. En él se man tienen claramente tres aspectos o escalones: a ) Las fuerzas productivas; b ) las relaciones de producción; c ) las ideologías tomadas en sentido amplio, que incluyen a la mayoría de las obras culturales. A primera vista, el aspecto o nivel de la conciencia real, individual o colectiva, pare ce excluido y proyectado en la ideología. Pero examinando las cosas más de cerca, esta im pre sión muestra ser falsa. Cuando Marx dice que «n o es la conciencia lo que determina la realidad social, sino la realidad social la que determina la conciencia», se trata precisamente del ser so cial que supera en su totalidad tanto a las fuer zas productivas como a las relaciones de produc ción y a las ideologías, y que incluye a la con ciencia y a sus obras. Que la conciencia, sea individual o colectiva, es inmanente a la sociedad (o, com o decía el jo ven Marx, a la vida social) es cosa que había afirmado ya en sus obras de juventud. Y muchos sociólogos han dicho lo mismo antes y después que él: Saint-Simon, Proudhon, Durkheim y Mauss — p o r citar sólo algunos nombres— con matices y acentos diferentes. Lo que debería sus citar las reservas más expresas es el empleo por Marx del verbo determ inar. Sin embargo, este término nunca es muy preciso en Marx; y en el texto que acabamos de citar significa sobre todo que Marx concede im portancia a que los hom bres «se hacen conscientes del conflicto entre fuerzas productivas y estructuras sociales» y sa can de ello las oportunas consecuencias. Por otra parte, la conciencia de clase en general, y
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la conciencia de clase proletaria en particular, sobre todo cuando está guiada por la doctrina marxista, conserva todos sus derechos y toda su importancia en la realidad social. Y esto no es todo. En el «Apéndice» de la Con tribu ción a la crítica de la economía política, que debía desempeñar el papel de una introduc ción más detallada, Marx subraya que la econo mía es sólo un sector de lo social en su conjun to, y que es este conjunto el que tiene la prima cía. «Considerando las sociedades enteras», sus diferentes elementos «no son idénticos, sino as pectos de una totalidad, diferencias dentro de una unidad». «E n tre los diferentes momentos se produce una acción recíproca. Tal es el caso para cada t o d o » 5. «S on individuos quienes producen en sociedad, y por tanto la producción de los individuos es aquí el punto de partida.» «U n cuer po social dado... ejerce su actividad en ramas de producción»; en otras palabras: la sociedad en tanto que totalidad tiene primacía sobre la eco nomía y puede transform arla; y ello tanto más cuanto que, com o admite Marx en el borrador de la C ontribución 6, todo lo que es producción, consumo, distribución, etc., cambia enteramente según los diferentes marcos de las sociedades globales. En resumen: el punto de vista de los diferen tes aspectos, niveles o escalones de la realidad social, en tanto que totalidad que im plica movi mientos dialécticos diversos, queda mantenido y confirmado. «L o concreto social — escribe Marx en el ‘Apéndice' citado— es concreto por ser la síntesis de muchas determinaciones, y por tanto la unidad en lo diverso»; esta diversidad está constituida por los diferentes aspectos o escalo nes de la realidad social. En el mismo «Apéndice», Marx va incluso más lejos al subrayar que la correspondencia entre
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el conjunto y sus diversos niveles puede faltar sin que sea posible hallar la explicación de ello. Escribe, efectivamente: «L a cuestión realmente d ifícil... es saber a veces cóm o las relaciones de producción y las formas jurídicas que se derivan de ellas evolucionan de manera desigual.» Y esto se hace todavía más d ifícil en lo que respecta al arte: «E s sabido que los períodos de floreci m iento determinados del arte no siempre guar dan relación con el desarrollo general de la so ciedad, y tampoco, por consiguiente, con la base m aterial, que de alguna manera es la osamenta de su estructura.» Por otra parte, «lo más difícil no es tanto comprender, p or ejem plo, la vincula ción del arte griego con la estructura social correspondiente, sino que hoy este arte pueda procurarnos un goce estético y que pueda ser considerado com o un m odelo inaccesible». Como se ve, Marx plantea aquí, sin resolverlo, el impor tante problema de la dialéctica de las obras maes tras de las civilizaciones y de los m arcos sociales en que han surgido. Lo que en todo caso es cierto es que en las obras de la madurez de Marx subsiste la dialéc tica de las tensiones y las implicaciones mutuas entre los diferentes aspectos de la realidad so cial, incluida la conciencia y sus obras. Por lo demás, Marx hace alusión a ello en el postfacio a la segunda edición del libro prim ero de E l Ca pital, donde, al hablar de la dialéctica, observa justamente: «u n análisis más profundo del fenó meno social ha mostrado... que los organismos so ciales se distinguen unos de otros», pues la «sín tesis» dialéctica de sus diversos aspectos, que no siempre es fácil de realizar, adopta cada vez un carácter distinto. Por eso, cuando al final de su carrera (en 1894, en una carta a Starkenberg que hizo algún ruido) Engels recordó, simplificándolas, las posiciones de
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Marx en cuanto a la dialéctica de los aspectos o niveles de la realidad social, no descubría nada. He aquí el texto de Engels: «Los desarrollos polí tico, jurídico, filosófico, literario y artístico des cansan sobre el desarrollo económico, pero tam bién reaccionan entre sí, y sobre la base eco nómica. La situación económica no es la única causa activa, no siendo todo lo demás un efecto pasivo. Existe más bien, en el interior del ámbito en el que actúa la determinación económica, una reciprocidad que, en ú ltim o térm ino, se afirma siem pre. Igualmente, el materialismo histórico no niega el papel que desempeña la tradición social al m odificar el ritm o del cambio en los aspectos no materiales de la civilización.» Engels transcribe erróneamente, en términos de causalidad y de acción recíproca que no vienen al caso, el com plicado juego dialéctico señalado p o r Marx entre los diferentes aspectos o niveles de la realidad social, tan p ron to interpenetrados com o en ten sión pero constituyendo siempre una totalidad en la cual se hallan integrados. Aunque la riqueza de estos m ovim ientos dialécticos aparece con mayor claridad en el joven Marx, no por e llo desapare cen en el Marx de la madurez. 3. El tercer aspecto del m ovim iento dialéctico en la sociología de Marx es el de la transforma ción de las clases, de sus luchas, de sus papeles y de sus divisiones internas7. M arx aplica esta dialéctica a Ja clase burguesa con el máximo de detalles y de éxito. Desde este punto de vista de bemos detenernos, ante todo, en los textos del M anifiesto com unista. En esta obra la atención de Marx se concentra sobre todo, aunque pueda parecer paradójico, en la clase burguesa. Subra
ya Prim ero la m ultiplicidad de sus aspectos antes tjc * advenim iento del capitalismo. «Clases oprim idas por el despotism o feudal, asociaciones arma
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das que se administraban a sí mismas en las co munas; aquí, república urbana independiente; allí, tercer-estado sometido a la Monarquía, y después, durante el período manufacturero, sir viendo de contrapeso a la nobleza... Piedra angu lar de las grandes monarquías, desde el estable cim iento de la gran industria y del mercado mun dial la burguesía se ha hecho finalmente con la soberanía exclusiva en el Estado representativo moderno. El gobierno moderno no es más que un com ité que administra los asuntos comunes de toda la clase burguesa» (en O. E., pp. 15-16). Posteriorm ente Marx m atizó esta tesis de d ife rentes maneras: hace aparecer la dialéctica in terna de la división de la clase burguesa en va rias fracciones, acompañada de la dialéctica que em puja a la burguesía a abdicar de su papel en la producción en favor de los directores técnicoburócratas que dirigen las empresas; al mismo tiem po, subraya la dialéctica de la burocracia del Estado, que se erige en cuerpo independiente y trata de aprovecharse de los com prom isos tem porales entre las diversas clases para hacer al aparato del Estado relativamente independiente de la burguesía. En el M anifiesto, lo que a Marx le interesa es sobre todo la dialéctica del paso de la burguesía de un papel p rim ero revolucionario, a un papel conservador. « L a burguesía — escribe— ha des empeñado un papel eminentemente revoluciona rio .» «H a ahogado los estrem ecim ientos sagrados del éxtasis religioso, el entusiasmo caballeresco de la mentalidad pequeño-burguesa, en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha convertido la dig nidad personal en un sim ple valor de cam bio... En una palabra, en lugar de la explotación que enmascaraban las ilusiones religiosas y políticas, ha colocado una explotación abierta, directa y bru tal» (ib id ., p. 16).
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La burguesía ha m inado una serie de escalas de valores tradicionales. «H a quitado su aureola a todas las actividades que pasaban hasta aquí por venerables y que se consideraban con santo respeto. Del médico, del jurista, del sacerdote, del poeta, del sabio, ha hecho empleados a suel d o » (ib id e m ). «L a burguesía ha desgarrado el velo de sentimentalismo que recubría las rela ciones fam iliares y las ha reducido a no ser más que simples relaciones de dinero» (ib id e m ). Pero hay una contradicción dialéctica que ad quiere cada vez más relieve en la existencia y en la acción de la burguesía: «L a burguesía — es cribe Marx en el M anifiesto— sólo puede existir a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción, y, p or consiguiente, las condiciones de la producción y con ello todas las relaciones sociales. El mantenimiento del an tiguo modo de producción era, p o r el contrario, para todas las clases anteriores, la prim era con dición de su existencia. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, un m ovim iento y una inseguridad constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las rela ciones sociales estancadas y enmohecidas, con su cortejo de ideas y creencias admitidas y vene radas quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. T odo lo que es estamental y estancado se esfuma; todo lo sagra do es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condicio nes de existencia y sus relaciones recíprocas» ( ib id em ). «L a burguesía suprime cada vez más el frac cionam iento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. H a aglom erado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos
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pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política... La burguesía, con su dom inio de clase que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las ge neraciones pasadas juntas» (ib id ., p. 17). Pero «la s relaciones burguesas de la producción y de cam bio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al aprendiz de brujo, que ya no sabe dom inar Jas potencias infernales que ha desencadenado» (ibid ., p. 18). En el M a n ifiesto com unista, Marx piensa en particular en las crisis económicas, pero en otras obras insiste en el hecho de que la propia burguesía es víctima de la dialéctica de las alienaciones, las cuales se han reforzado especialmente bajo e l régimen ca pitalista. Dentro de un momento insistiré en esta dialéctica de las alienaciones, que constituye uno de los aspectos del m ovim iento dialéctico propio de la realidad social revelados p o r Marx. M e limitaré a señalar brevemente aquí las alie naciones particulares de la dialéctica de la clase burguesa. Obsérvese para empezar que la bur guesía es la prim era víctim a de la proyección de las fuerzas productivas en elementos imposibles de dominar. «L a s fuerzas productivas se le apa recen como absolutamente independientes» (Id e o logía alem .). En segundo lugar, experimenta ella misma «la alienación de las relaciones sociales en las relaciones de propiedad privada». Con la bur guesía, el dinero es lo que desnaturaliza la vida social. Pues el dinero «convierte todos los víncu los sociales en su con tra rio» provocando «su in mersión y su confusión». El dinero, en particular, ^convierte la fidelidad en infidelidad, el vicio en /irtud, el criado en amo, el amo en criado, la ístupidez en inteligencia, la inteligencia en estu-
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pidez». Aunque las alienaciones de la clase bur guesa son más atenuadas cuando se trata de alie naciones a su propia clase o al Estado, pues su tendencia hacia la concurrencia y al individualis m o entra en contradicción con su propia con ciencia de clase [M arx escribe que el burgués puede «sacrificar su propio interés de clase a sus más lim itados intereses particulares» en E l 18 B rtim ario de Luis Bonaparte'], sin embargo se ven reforzadas en la ideología burguesa expre sada en la economía política clásica. Al atacar «e l fetichism o de la mercancía pro pio de la clase burguesa» y su «m undo encanta do, mundo al revés, donde el Señor Capital y la Señora T ierra desempeñan un papel fantástico, siendo a la vez fuerzas sociales y simples cosas», Marx, en el prim er volumen de E l Capital, escri be: «Tratan de fórmulas que llevan estampado en la fren te su estigma de fórm ulas propias de un régimen de sociedad en que es el proceso de producción el que manda sobre el hombre, y no éste sobre el proceso de producción; pero la con ciencia burguesa de esa sociedad las considera com o algo necesario p or naturaleza, lógico y evi dente com o el propio trabajo productivo» (E l Capital, I, p. 45). La alienación en tanto que des realización de la conciencia ( E n tw irk lich u n g) funciona, pues, plenamente para la clase bur guesa. Pero la dialéctica de Marx no se detiene aquí. En sus obras históricas. La lucha de clases en Francia (1850), E l 18 B rum ario de Luis Bonapar te (1852) y La guerra c iv il en Francia (1871), Marx trata de describir la dialéctica de las diferentes fracciones de la burguesía — com o la burguesía financiera, la burguesía com ercial, la burguesía industrial— tanto en sus relaciones recíprocas com o en sus relaciones con el grupo bu roeráticomilitar. Señala que las variaciones de estas reía-
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ciones, así como de las que se establecen entre la clase burguesa, la clase media y la clase cam pesina, pueden m odificar considerablemente el papel social de la burguesía. Y observa que fue ra de la lucha de clases entre burguesía y prole tariado, la dialéctica que se desarrolla entre la burguesía y el Estado que ella misma ha susci tado puede conducir a que «e l poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y m ili tar, su ejército de funcionarios y su o tro ejér cito de soldados..., terrible cuerpo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la socie dad francesa..., consiga hacerse independiente para dom inar a todas las clases en nom bre de un grupo burocrático y m ilitar» (C/r. O. E., p. 215). Corrige y precisa estas conclusiones en La guerra c iv il en Francia (1871): el Im p erio «era la única forma de gobierno posible en una época en que la burguesía había perdido ya y la clase obrera no había conquistado todavía la facultad de go bernar a la nación... Bajo la dominación [del Im p erio], la sociedad burguesa, liberada de pre ocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni siquiera ella misma había esperado. La indus tria y el com ercio alcanzaron proporciones gigan tescas» (C/r. O. E., p. 355). Pero aquí se trata más bien de consideraciones, p or lo demás dis cutibles, sobre la causalidad histórica, más que de dialéctica de las clases propiamente dicha. Como se ha indicado ya, M arx estudia con par ticular atención el m ovim iento dialéctico propio de la clase burguesa, que no solamente cambia de papel social sino que — según él— se halla cada vez más en contradicción con el régimen económ ico del cual es la principal bencficiaria. Esta antinomia se manifiesta entre otras cosas, según M arx, por el hecho de que «la burguesía no solamente ha forja d o las armas que le cau sarán la muerte, sino que ha producido también
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a los hombres que manejarán estas armas: los obreros modernos, los proletarios» (M an. com u nista, en O. E., p. 18). «La industria moderna... ha convertido a masas de obreros amontonados en las fábricas... en simples soldados de la indus tria. Están bajo la vigilancia de una jerarquía completa de oficiales y suboficiales. N o son sola mente los esclavos de la burguesía, del Estado burgués, sino incluso... de la máquina, del con tramaestre y, sobre todo, del fabricante burgués» (ib id ., p. 19). Los proletarios son quienes expe rimentan la alienación al máximo. Por eso, la «tom a de conciencia» sólo se produce lenta y penosamente en la clase proletaria. Esta con ciencia de clase, sin embargo, se halla tan poco «desrealizada» y es tan clarividente com o resul ta posible, pues consiste en darse cuenta de que «la burguesía es incapaz de desempeñar por más tiempo su papel de clase dirigente y de imponer a la sociedad sus propias condiciones de exis tencia». Es más: el proletariado sólo se consti tuye como clase tomando conciencia de que está llamado a crear una estructura social en la cual ya no habrá clases. El proletariado, pues, está destinado, al rebelarse contra todas las alienacio nes que padece, a salvar a la sociedad futura de toda clase de alienación. Lo menos que cabe decir es que la dialéctica de las clases de M arx nada tiene que ver con una síntesis. Es la victoria de la antítesis. Sorprende observar que la dialéctica de la tesis — la bur guesía— es estudiada cuidadosamente, mientras que la dialéctica de la antítesis — el proletariado, su m ovim iento hacia la tom a de conciencia de clase a través de las alienaciones y hacia la libe ración gracias a la revolución— apenas se esboza. Para justificar a Marx es posible observar que ia dialéctica real del proletariado — la de la rela ción entre su totalidad viva y los aparatos de sus
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múltiples organizaciones, a menudo momificadas y pesadas, la de sus diferentes estratos, la de sus relaciones con el Estado burgués, proletario o cesarista— no aparecía claramente todavía en tiempos de Marx. Para éste, la burguesía era una realidad compleja, cuya dialéctica estudió con precisión, mientras que el proletariado apa recía más bien como la construcción ideal de un salvador terrestre. Pero volvam os a la dialéctica de la burguesía. De pasada, han sido mencionados ya los dos nue vos aspectos de esta dialéctica indicados en E l Capital. Por una parle, cuanto más se desarrolla el capitalismo, más administradores y directores necesita la clase burguesa. Marx señala ya en el libro 1 del Capital que «la vigilancia inmediata y constante de los obreros» escapa a los patronos y se convierte en tarea de un grupo especial de asalariados ( ib id ., p. 268). «A l igual que en un ejér cito, una masa de obreros que trabajan juntos bajo el mando de un mism o capital, necesita ofi ciales superiores (dirigentes) y suboficiales (v i gilantes, contramaestres) que, durante el proceso del trabajo,, mandan en nombre del capital. El trabajo de vigilancia se convierte en función ex clusiva suya» (ib id .). ¿Acaso la clase burguesa no suscita por sí misma aquí una nueva clase que podrá alzarse tanto contra ella como contra el proletariado? Marx vuelve sobre esta cuestión en el libro I I I del Capital, donde insiste una vez más en la especificidad del grupo de los «v ig i lantes-regidores, cuya independencia es especial mente grande en las sociedades por acciones» (C/r. Cap., I I I , p. 367). Marx llega de este m odo a otro descubrimiento relativo a la dialéctica de la clase burguesa: el patrón anónimo ya no desempeña papel alguno en la producción. «Es sustituido por el directorfuncionario; el director se encarga de todas las
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funciones; el capitalista se convierte en un per sonaje superfluo.» En este sentido ocurre — ob serva Marx— lo que había ocurrido con las fun ciones judiciales y administrativas a finales del régimen feudal; abandonadas poco a poco a unos interm ediarios, estos últimos, mediante su acti vidad, hicieron superfluos a los señores feudales. ¿Alude esta dialéctica de la clase burguesa al ascenso de una nueva clase, la de los tecnócratas? Es posible. H ay un punto de esta aplicación de Marx de la dialéctica a la sociología de las clases que sor prende: la distinción entre dialéctica y explica ció n disminuye hasta tal punto que los dos tér minos parecen confundirse. Ahora bien, es legí tim o preguntarse si la dialéctica puede sustituir a la explicación, pues esta última debe partir de situaciones concretas y, para estudiarlas, deben unirse la sociología y la historia. El propio Marx ofrece ejem plos de ello en sus escritos históri cos. A título de ilustración citaremos una carac terística que da en La lucha de clases en Fran cia a propósito de su papel efectivo durante la revolución de 1848. Escribe: «E n Francia, el pe queño burgués hace lo que normalmente debería hacer el burgués industrial; el obrero hace lo que normalmente correspondería al pequeño bur gués; y ¿quién realiza la tarea del obrero? Na d ie .» Está claro que ninguna dialéctica, conside rada como m ovim iento real o com o método para estudiar este m ovim iento, puede proponer aquí una explicación; la prim era no puede más que preparar la segunda. Sin embargo, se trata de una cuestión que Marx, y sobre todo sus partida rios, han perdido de vista con frecuencia. Seduci dos por el ambiguo concepto de «dialéctica históri c a » no han sabido precaverse contra la exageración de la omnipotencia de la dialéctica8.
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4. Pasemos al cuarto aspecto del movimiento dialéctico propio de la sociedad, según Marx: la dialéctica de las alienaciones. Marx desarrolla abundante y detalladamente esa dialéctica en sus obras de juventud, pero sigue fiel a ella en E l Ca pital, sobre todo a la hora de describir la servi dum bre obrera y de prometer « la desalienación to ta l» en la sociedad futura. Es muy probable que Marx tomara este término de La esencia del cristianism o de Feuerbach y de la Fenomenología del E spíritu de H egel. Pero a este concepto, pri m ero teológico y después humanista y m orali zante, le da una tonalidad más sociológica y rea lista. En el fondo, la ¡dea, ya que no la palabra, se halla en Saint-Simon, según el cual en todos los regímenes sociales que han existido la socie dad y sus miembro's se han visto siempre im pe didos para entrar en plena posesión de sus pro pias fuerzas. El interés del análisis de Marx re side en las diversas acepciones que da al término alienación. Aunque no siempre se da cuenta de esas diferenciaciones, permanentemente se es fuerza por ligar estas múltiples significaciones mediante un m ovim iento dialéctico unificador. Al mismo tiempo, utiliza este m ovim iento para captar las contradicciones propias de los diferen tes tipos de sociedad, y, en particular, del régi men capitalista. He aquí las seis acepciones diferentes que da Marx al término «alienación»: a ) «V e r gegenständlich u n g »: medida de la objetivación de lo social; b ) « Verselbständigung»: medida de la autonomía de lo social; c) « Entáusserung»: exteriorización más o menos cristalizada de lo social en estruc turas y organizaciones; d ) « Veraüsserung»: me dida de la trascendencia de las organizaciones que tienden a transformarse en aparatos de do minación; e ) « Entfrem d ung»: proyección exte rior y pérdida de sí, trátese del hombre, del gru-
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po, de la clase o de la sociedad entera; f) por último, « E n tw irklich u n g»: «desrealización», que se refiere sobre todo a la conciencia y a las ideo logías engañosas, mistificadoras e ineficaces. Marx trata de mostrar que estas diversas sig nificaciones del térm ino alienación pasan por una dialéctica en la que se relacionan mutuamente y en la que se refuerzan, y que alcanzan su apo geo en el régimen capitalista, preparando la des alienación total b a jo el régimen comunista. De este modo, esta dialéctica revela toda la multi plicidad de sus aspectos bajo el régim en capita lista; enumeraremos en seguida sus manifesta ciones. Pero antes se impone una doble observación: por una parte, algunas formas de alienación men cionadas por Marx son de hecho manifestaciones inherentes a toda realidad social, independiente mente de cual sea su especie. Tal es el caso de la dialéctica entre el individuo y la sociedad, cuya im plicación mutua y reciprocidad de perspecti vas siguen siendo siempre relativas y aleatorias; de la dialéctica entre los fenómenos sociales to tales y sus expresiones en las estructuras y en las obras culturales; de la dialéctica entre los elementos espontáneos, estructurados y organi zados en la realidad social. A menos que se con funda la sociedad futura, cualquiera que sea, con el paraíso en la tierra, estas clases de «aliena ción» forzosam ente subsistirán en el porvenir. Por otra parte, hay también alienaciones que son manifestaciones de las servidumbres efecti vas propias de determinados tipos de sociedad. Así, la sumisión a la propia clase y a las orga nizaciones de dominador, superpuestas a la so ciedad global; la proyección exterior y la pérdi da de sí del hombre y de la sociedad, y, por últi mo, la «desrealización» de la conciencia, de las obras culturales, etc., convertidas en ineficaces.
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En este caso, aunque se puede esperar que el fin del régimen capitalista aportará cambios, no es posible tener la seguridad de que las sociedades del mañana no conozcan nuevas servidumbres. En particular, puesto que Marx insiste en el hecho de que todo Estado es una manifestación de la alienación en el sentido fuerte del término, no es posible tener la seguridad de que el Estado se extinguirá efectivam ente en un régimen colec tivista. En una palabra: a pesar de sus méritos, la dialéctica de las alienaciones de Marx sigue siendo muy ambigua y conjuga el realismo so ciológico con el utopismo profètico. Este aspec to del m ovim iento dialéctico en Marx revela cla ramente que su dialéctica sigue siendo ascenden te y apologética. Dicho esto, precisemos los variados aspectos del m ovim iento dialéctico de las alienaciones que Marx señala com o características de la sociedad capitalista. Al lado de las alienaciones que ya co nocemos y que han sido mencionadas com o espe cíficas de la clase burguesa — la «estabilización de la actividad social... en una fuerza que nos domina, que escapa a nuestro control, que actúa en contra de nuestras esperanzas y da al traste con nuestros cálculos»; la dominación de las re laciones de propiedad sobre todas las demás re laciones sociales; la alteración de la vida social por el dinero; y, por último, la «desrealización de la conciencia de clase»— Marx insiste en los aspectos siguientes: a ) el trabajo está alienado y las condiciones del trabajo se han convertido en insoportables. «E l trabajo transformado en mercancía se ha hecho extremadamente penoso» ( Id eol . aleni., en E. J., p. 303). Precisamente en el momento en que los obreros aumentan en nú mero y en importancia, en el proceso de produc ción, «su propia condición de vida, el trabajo, y, ¡ a continuación, todas las condiciones de la exis G u rvitch , 13
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tencia se han convertido en algo deprimente»; b ) Se trata al m ism o tiem po de la «alienación política», pues la clase obrera está alienada al Estado que, aun siendo un órgano de domina ción de la clase burguesa, termina por dominar a esta misma clase; c ) también la división del trabajo, tanto social como técnico, se halla alie nada, sometida a la propiedad de los medios de producción y al arbitrio de los gerentes-vigilan tes; d ) por último, la clase proletaria, enteramen te alienada a la clase burguesa, se ve amenazada además por una nueva alienación: la de los pro letarios respecto de su propia clase. «E sta clase — escribe Marx— se hace cada vez más indepen diente ( « verselbständigt sicht s te ts ») de los indi viduos que la componen, y se mueve con nuevas cadenas» (neue Fesseln) (Id e o l. alem., en E. J.t páginas 303-304). Finalmente así es como los m iem bros de una clase, los participantes de la cla se proletaria en particular, «hallan sus condiciones de existencia predestinadas y ven que la clase les asigna su posición social y, posteriormente, su desarrollo personal; quedan sometidos a su clase» (Id e o l. alem., en E. J., p. 303) y corren el peligro de «la proyección exterior y de la pérdida de sí». Pero aquí Marx se decide a exceptuar al grupo «d e los proletarios revolucionarios», el cual, gra cias a su eficaz tom a de conciencia, se desaliena anticipadamente, incluso antes de que su lucha por la desalienación total de la sociedad haya podido dar fruto, antes de que el Estado y las clases hayan ya desaparecido. Una vez más la dialéctica de las alienaciones reales concluye en una utopía de la desalienación, la- cual, para la m inoría revolucionaria, se produciría inmediata mente por la gracia de la fe marxista. Aquí el profetism o triunfa sobre la dialéctica realista de las alienaciones.
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5. El quinto movimiento dialéctico que la so ciología de M arx pone de manifiesto es el de las contradicciones económicas del régimen capita lista. Pese a las acerbas críticas dirigidas a las Coníradietions économ iques de Proudhon, Marx se aventura p or un camino muy análogo al de éste y sólo se separa de él en la elección de las contradicciones puestas de relieve. Marx trata de mostrar cóm o entran en conflicto la produc ción, los salarios, la inversión de capitales y el beneficio, por una parte, y el valor de uso, el valor de cambio, el precio de una mercancía y el dinero por otra, de la misma manera que cho can entre sí el trabajo inseparable del obrero, la «fuerza de trabajo» adquirida p o r el capital y el producto del trabajo, frecuentemente inac cesible para el trabajador. La plusvalía produci da por los trabajadores es el resultado de estas antinomias, pues bajo «la fuerza del trabajo re tribuido se oculta el trabajo inalienable cíe los trabajadores». Esta contradicción revela que el capital no es una cosa sino una relación de pro ducción que descansa sobre la plusvalía ilegíti mamente adquirida mediante la com pra de la «fu erza de trabajo», tratada como una mercan cía. Pues en realidad el trabajo no es solamente la fuerza de trabajo, y la fuerza de trabajo mis ma no puede ser reducida a una mercancía. El trabajo es idéntico al hom bre considerado a la vez como individuo y com o participante en los grupos form ados por la fábrica, por la profesión, por la clase y por la sociedad entera. Según Marx, en la misma plusvalía, «la plusva lía absoluta» y la «plusvalía relativa» se hallan en contradicción. La plusvalía absoluta procede de la cooperación en el trabajo, que funciona com o fuerza colectiva. «E l capitalismo paga a cada uno de sus obreros su fuerza de trabajo, pero no paga su fuerza combinada, la fuerza pro-
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ductiva que los asalariados despliegan al funcio nar como trabajador colectivo.» Aquí Marx uti liza palabra p or palabra los análisis y los térm i nos de Proudhon, sin nombrarle. Pero a la plus valía absoluta que procede de la colectividad y de la cooperación en el trabajo se opone la «plus valía relativa», que form a una antinomia con la anterior. Esta «plusvalía relativa» es el resultado del gran desarrollo de la división técnica del trabajo, del maquinismo y de la gran industria — y, hubiera podido añadir Marx si hubiera previsto el por venir— de la automación. La plusvalía relativa puede poner en peligro la plusvalía absoluta al embrutecer a los obreros reunidos y al esclavi zarlos a las máquinas y a las industrias que ne cesitan un aumento de la plusvalía relativa para suplir una parte de la plusvalía absoluta y aten der a los siempre crecientes gastos de inversión. Adviértase de pasada que esta observación de Marx excede — sin que se dé cuenta de ello— el m arco del régimen capitalista y también plantea problemas a las estructuras colectivistas. Las dos últimas contradicciones económicas que Marx señala consisten, por una parte, en la tendencia hacia una expansión ¡limitada de la economía, a la que el advenimiento de crisis eco nómicas periódicas detiene; y, por otra, en la antinomia entre la situación de la clase obrera, Jl^pulsada a organizarse y a adoptar una acti tud revolucionaria, y la propiedad privada de los Inedios de producción. Así, estas contradicciones ^9°nómicas se sitúan de nuevo en el movimiento *aléctico propio de la estructura específica de la °ciedad capitalista. Qij 6 c*Ll*nto aspecto del m ovim iento dialéctico cJ e. Marx acentúa en su análisis de la economía Pitahsta exige varias observaciones. Aquí uno c*ie la impresión de que las contradicciones han
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sido construidas artificialmente, y que el análisis de Marx sobre el funcionamiento del régimen ca pitalista podría prescindir de la dialéctica. Y, efec tivamente, la dialéctica apenas interviene aquí más que como m edio de exposición de unas con clusiones a las que Marx ha llegado independien temente de toda dialéctica. Además, dado que por inlluencia del ambiente evolucionista y posi tivista propio de Inglaterra, donde fue escrito E l Capital, Marx, en el prefacio al libro primero, habla de las «leyes naturales de la producción capitalista», de la «le y natural de la evolución capitalista», etc., parece situarse, al menos apa rentemente, fuera del movimiento de la dialéc tica propio de la realidad humana. Sin embargo, el propio Marx es consciente de que las dos concepciones no pueden unirse fácil mente, pues el naturalismo y el humanismo 9, el evolucionismo (incluso social) y la dialéctica, no pueden ser identificados. Por ello, en el postfacio a la segunda edición alemana del libro primero del Capital, Marx indica, no sin cierta incomo didad, que en esta obra emplea la dialéctica pre ferentemente como método de exposición del re sultado de sus investigaciones económicas. Evi dentemente, se halla en una posición delicada, puesto que la dialéctica com o método de expo sición carece de sentido, según el propio Marx, si no se halla en relación con la dialéctica como m ovim iento real. A pesar de todo, preciso es admitir que las di ficultades señaladas aquí son menos graves de lo que parecen a primera vista, pues se deben, al menos en parte, a los excesos terminológicos de Marx. Efectivamente: al hablar de las «leyes de evolución económica del capitalismo», y al caracterizarlas a veces incluso como «naturales», Marx se refiere en realidad no ya a unas leyes generales sino a regularidades tendenciales pro-
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pias del régimen capitalista en tanto que tipo particular de estructura social. Si esta estructura social cambia, deja de ser válida toda ley econó mica. Si el proletariado consigue, por ejem plo, hacer saltar e l régimen capitalista, anula con ello las «leyes económ icas» que rigen este tipo de es tructura. Marx, en E l Capital, no cesa de atacar «los pre juicios de la economía política clásica que con vierte los fenómenos y las tendencias de la eco nomía capitalista en fenómenos universales y en leyes naturales». Recordem os el texto siguiente del Capital: «Unas form as que manifiestan a pri mera vista que pertenecen a un período social en el cual la producción y sus relaciones» tienen un carácter particular, «aparecen a la conciencia burguesa com o una necesidad completamente na tural». Y, en el postfacio a la segunda edición mencionada, escribe claramente: «N o existen le yes (económ icas) abstractas. Por el contrario, cada período histórico tiene sus propias leyes (económ icas).» Igualmente, ningún economista ha atacado con más fuerza que Marx la abstrac ción del «hom bre económ ico», separado del hom bre social, del hombre concreto que, a su vez, es inseparable de los grupos, de las clases, de las sociedades específicas de que forma parte. Y com o Marx recurre al mismo tiempo al esfuerzo hu mano, a la voluntad revolucionaria de los p ro letarios para destruir la estructura social capi talista, su naturalismo aparente es solamente verbal y no le da derecho a hablar de «leyes natu rales», pues las leyes, o m ejor dicho las tenden cias que advierte en los diferentes tipos de socie dad, no son generales ni inevitables. Pero aún hay más. Marx, en E l Capital, des arrolla una sociología económica que pone de manifiesto que los fenómenos económicos, las actividades económicas e incluso las categorías
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económicas de producción, circulación, distribu ción y consumo pierden su sentido y su carácter cuando se hallan separadas del conjunto especí fico de la sociedad, de su particular estructura, del tipo de esta últim a y del fenómeno social subyacente. Varían precisamente en sus signifi caciones en función de marcos sociales cualitati vamente distintos. H ay, pues, un m ovim iento dia léctico entre las estructuras sociales y sus mani festaciones económicas. Este es, precisamente, el sexto aspecto del m ovim iento dialéctico real que nos hace advertir Marx. Antes de examinar este punto con detalle, se ñalaré que eso explica un poco, a mi modo de ver, por qué Marx, en E l Capital, considera que puede hablar de la dialéctica com o de un método de exposición. Este m étodo de exposición, a veces artificial, de los diferentes aspectos de la vida económica bajo el régim en capitalista queda va lidado ante Marx p o r el hecho de que ningún fenómeno económico es comprensible sin ser in tegrado en el fenóm eno social total cuyo m ovi miento real es dialéctico. Marx lo señala discre tamente al decir que la dialéctica como método de exposición se apoya en la dialéctica com o mo vimiento social real. El m étodo de exposición dialéctico no es un simple artificio, pues ayuda a «desgarrar el v e lo » — según la expresión de Marx— y a discernir bajo las contradicciones económicas las antinomias propias de una es tructura global y del fenómeno social total sub yacente. En una palabra: en E l Capital, el mé todo dialéctico de exposición no hace más que ayudar a destruir lo aparente para llegar al ser que, en este caso, es la realidad social concebida como totalidad en movimiento dialéctico.
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6. Llegamos así al sexto aspecto del m ovi miento dialéctico real observado por M arx: el de la relación entre la estructura social y las ma nifestaciones económicas de los fenómenos socia les totales ,0. Podemos estudiarlo brevemente por que ya me he referido antes con am plitud a este problema tanto a propósito de la dialéctica pro pia de la vida económica com o en la exposición de los demás aspectos de la dialéctica, particu larmente en el apartado relativo a la dialéctica entre las capas de la realidad social. De este modo se ha podido advertir que la estructura social y la economía, a pesar de tender hacia una reciprocidad de perspectivas o hacia una im pli cación mutua, también pueden entrar en contra dicción. Según Marx, no solamente la técnica industrial es función del régim en económ ico (así la manufactura, con su división del trabajo téc nico, ha empujado hacia el m aqum ismo), sino que incluso el papel mismo de la economía y su carácter cambian con las estructuras sociales en las que se halla integrada esta economía. Así surge una dialéctica entre las fuerzas produc tivas y las estructuras sociales. Si el nivel de las tuerzas productivas materiales es esencial para reconstituir la totalidad de la sociedad, esta úl tima es esencial para com prender en qué con sisten tales fuerzas productivas. Es más: su im portancia depende de esta totalidad de la socie dad global. Así, el papel de la vida económica es particularmente grande b a jo el régimen ca pitalista, lo cual quiere decir que no es tan con siderable en otros tipos de estructuras. En suma: esta dialéctica entre fuerzas produc tivas materiales y estructura social global con duce a Marx a integrar la econom ía en el con ju n to de la sociedad. Desde este punto de vista, afirmar que Marx redujo toda la vida social a la vida económica es fundamentalmente erróneo.
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pues en realidad hizo exactamente lo contrario: puso al descubierto la dialéctica que existe entre la vida económica y el conjunto de la vida so cial, del cual es parte integrante la prim era, de form a unas veces preeminente y otras más difuminada. E incluso cuando la vida económica predomina en la totalidad de la sociedad, como ocurre en la estructura capitalista, b a jo las rela ciones económicas siguen ocultándose las rela ciones sociales. E llo hizo que Marx, en el libro I I I del Capital, ironizara a propósito de «E l Señor Capital y la Señpra T ierra» que, en la economía política clásica, desempeñan el papel de «cosas naturales», cuando en realidad no hacen más que expresar estructuras sociales de un tipo par ticular. Esto nos lleva a examinar una manifestación complementaria de la dialéctica entre economía y sociedad: la dialéctica entre econom ía políti ca analítica y sociología económica. En la « In tro ducción-Apéndice» a la C ontribu ción a la crítica de la econom ía política, borrador descubierto por Kautsky, Marx insiste en «el doble recorrido de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo abstracto»; la economía política analítica y la sociología económica concreta necesitan la una de la otra y se corrigen recíprocam ente para llegar a captar la variada realidad social de la actividad económica. Por ejem plo, al criticar las categorías económicas tal como aparecen más claramente bajo el régimen burgués, y al mos trar su relatividad, se consigue de todos modos, gracias a estas abstracciones y teniendo en cuen ta sus límites, «una m ejor comprensión de la economía oriental, antigua, feudal, etc.» integra da en la estructura social global correspondiente.
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7. El último aspecto — que por lo demás re cubre, según Marx, las restantes orientaciones del m ovim iento dialéctico real que acabamos de distinguir— es la dialéctica histórica. Consiste ante todo en que, según una célebre fórm ula de Marx, «lo s hombres hacen su historia, pero no siempre saben que la hacen» (Id eo l. alemana). O, com o precisa en E l 18 B rum ario de Luis Bonaparte, «los hombres hacen su historia por sí m ism os», pero la hacen a través de sus esfuerzos colectivos de producción, a través de luchas in cesantes contra obstáculos interiores y exterio res, a través de los antagonismos de clases, a .través de las revoluciones, a través de las con tradicciones entre fuerzas productivas y relacio nes de producción, y a pesar de que a menudo se hallan al mismo tiempo ofuscados p or las ideo logías. Marx opone la Historia al socialismo utópico, en el M anifiesto comunista, al insistir sobre el hecho de que el m ovim iento obrero contra la burguesía es un m ovim iento histórico, una fase de la historia. En. la Ideología alemana leemos: «E l proletariado sólo puede existir... en función de la historia universal, de la misma manera que el comunismo, su acción, sólo puede existir en tanto que existencia que pertenece a la historia universal» (C/r. E. J., pp. 287-288). «E n el des arrollo de las fuerzas productivas se llega a un grado en que se suscitan fuerzas de producción que, en las condiciones existentes, no son ya fuer zas productivas, sino fuerzas de destrucción; como consecuencia se suscita una clase que tie ne que soportar todas las cargas de la sociedad sin gozar de ninguna de sus ventajas y que, apar tada de la sociedad, queda relegada a la más cla ra oposición respecto de todas las demás clases; una clase que constituye la mayoría de todos los m iembros de la sociedad y de la cual parte la
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conciencia de la necesidad de una revolución radical» (ib id .). Esta revolución constituye la misión histórica del proletariado. «E l papel de emancipación ha pasado sucesivamente, en un dramático m ovim iento, a las diferentes clases, hasta llegar a la clase que realiza la abolición de la sociedad dividida en clases y realiza la li bertad (M an. corn.). La dialéctica de la historia revela por este he cho que «la sociedad ya no puede vivir bajo la burguesía, o, en otras palabras (q u e ) la burgue sía ya no es com patible con la sociedad» ( ib id e m ). Para Marx, en suma, la dialéctica histórica que conduce a la fusión de la dialéctica revoluciona ria, de la dialéctica de las clases, de la dialéctica de la superación de las alienaciones v de la d ia léctica de las contradicciones económicas es un m ovim iento que culmina en el papel del proleta riado como emancipador y com o salvador de la humanidad. La dialéctica histórica prevalece sobre todos los demás m ovim ientos dialécticos que hemos distinguido anteriormente, pues se identifica con la marcha de la humanidad hacia su liberación. Es la dialéctica de la salvación, que conduce al paraíso terrenal, a la reconciliación del hombre y de la sociedad consigo mismos y entre sí, a la desalienación total, a la desaparición de las cla ses y a la disolución del Estado. La dialéctica de Marx tiene un aspecto profètico y beatificador. Se revela aquí, entre otras cosas, el peligro que hace correr a la dialéctica cualquier elem en to positivo de síntesis. Cuando Marx dice que las síntesis propias de la dialéctica histórica se ba san en luchas reales, en el interior y en el exte rio r de la sociedad, en el choque con los obs táculos y en su superación, se trata de síntesis que de tales solamente tienen el nombre, y que en realidad son antinomias. Pero cuando se tra-
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ta del futuro, del que Marx espera una síntesis efectiva, llega a una utopía realizada, a la salva ción definitiva en la tierra. Por esta razón, la dialéctica histórica, al igual que el término mismo de «h istoria», adquiere en Marx varios sentidos diferentes que se mantienen a lo largo de todas sus obras. Cuando, en la Ideo logía alemana, declara que «sólo conocemos una ciencia [hum ana]: la de la historia», y cuando habla de «h istoriografía» a base de «m ateria lismo práctico» (lo cual, en su term inología, sig nifica el estudio de la « praxis s o cia l»), sorpren de ante todo que M arx no insista suficientemente en la diferencia que existe entre la «realidad his tórica» y la toma de conciencia de esta realidad, que la «reconstruye» en el saber histórico o cien cia de la historia. Y ello incluso a pesar de su propia concepción, pues toda historia, en tanto que ciencia humana, presupone la intervención de la ideología de las clases y más ampliamente de un acentuado coeficiente humano y social. Desde este punto de vista, las sociedades, las clases y los grupos se ven llevados a reescribir incesantemente su propia historia, de form a que entre la realidad histórica y el saber histórico que la estudia surge una dialéctica. Marx es perfec tamente consciente de ello, tanto en La ideología alemana com o cuando se ocupa de trabajos pro piamente históricos, p or ejem plo, sus excelentes estudios La lucha de clases en Francia, E l 18 B rum ario de Luis Bonaparte o La guerra c iv il en Francia. Pero precisamente en estas obras no in terviene «dialéctica histórica» alguna en el sen tido estricto en que Marx usa esencialmente este término. Por otra parte, si «dialéctica histórica» significara simplemente dialéctica de la «realidad social», en la medida en que esta última es con siderada en sus manifestaciones más singulari zadas, más concretas, y que implican un vislum
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bre de la conciencia de que los hombres hacen por sí mismos su historia (lo cual distinguiría a las sociedades históricas de las sociedades arcai cas), sólo se trataría de la dialéctica de las revo luciones, de los aspectos de la realidad social, de las luchas de clases, etc. La dialéctica histórica, en este caso, no se diferenciaría de las que hemos analizado anteriormente. Ahora bien, en Marx la «dialéctica histórica» oculta una « filosofía de la h is to ria » y sirve para confundir la realidad histórica, la historiografía (o saber histórico), y una visión escatológica y utópica del futuro de la sociedad. Desde este pun to de vista, su «dialéctica histórica» se basa en una idea preconcebida del destino de la huma nidad. Este destino consiste en «la verdadera solución del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre; la ver dadera solución de la lucha entre el origen y el ser, entre la objetivación y la subjetivación, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie» (M anuscritos en E. J., p. 208). Y como este destino es conocido con anterioridad a todá dialéctica, la «dialéctica histórica» de Marx se convierte en dogmática. Ahí reside la gran paradoja de la dialéctica de Marx, que a pesar de todo es la más realista y la más concreta que se ha desarrollado hasta el pre sente. Con la utilización de una «dialéctica histó rica» que sólo sirve para disimular una filosofía escatológica de la historia, no evita el escollo del dogmatismo. Y ello confirma, una vez más, mi convencimiento de que el más temible enemigo de la sociología — al igual que de la ciencia de la historia y, se pudría añadir, de una dialéctica consecuente consigo misma— es la filosofía de la historia.
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Trataré ahora, antes de abandonar la dialécti ca de Marx, de hacer un balance más detallado de su activo y de su pasivo. 1) La primera conquista de la dialéctica de Marx es su pretensión de antidogmática, de tra tar de excluir toda posición filosófica previa (como el espiritualismo, el materialismo, el es cepticismo o incluso el m oralismo). Marx se es fuerza por destacar lo relativo, lo perecedero, lo tenso, lo variable. Contrariamente al ideal-realis mo de Proudhon, Marx pretende ser com pleta mente realista, lo cual no le impide incluir en esta realidad el esfuerzo, la acción, las significa ciones, la conciencia real, las obras culturales, las ideologías y, por último, la libertad. El realismo dialéctico de Marx im plica una doble orientación. Ante todo, el m ovim iento dia léctico es un movimiento real, que caracteriza a la realidad social entera, a los fenómenos socia les en marcha. Pero, al mismo tiempo, este rea lismo dialéctico representa un método para cap tar el m ovim iento social real, para darse cuenta de él, para ser consciente de él, para estudiarlo. Así, la dialéctica se convierte en un m étodo de investigación. Cabe preguntarse si Marx reflexio nó suficientemente sobre el hecho de que las propias relaciones entre la dialéctica com o mo vimiento real y la dialéctica com o m étodo exigen ser dialectizadas; es decir, que entre ellas puede haber unas veces correspondencia (complementariedad, implicación mutua, reciprocidad de perspectivas) y otra separación (ambigüedad y polarización). En todo caso, bajo este doble aspecto de la dialéctica (com o m ovimiento real y com o méto do) Marx se acerca, incluso más que Proudhon, al empirism o dialéctico que desemboca en la ex periencia siempre renovada de las sinuosidades concretas, de los giros frecuentemente irnprevisi-
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bles y a menudo inesperados de la realidad social. A decir verdad, las «síntesis dialécticas» que a M arx le gustaba mencionar son preferentemente el resultado de esfuerzos, de invenciones, de crea ciones de la voluntad humana, tanto colectiva como individual, que se expresan a través de las luchas y de los conflictos de los grupos, a través de la tensión entre fuerzas productivas y relacio nes de producción (a condición de que estas sín tesis no se transform en en una visión escatológi ca del porvenir). 2) N o s vemos llevados así a la segunda con quista de la dialéctica de M arx: la concentración exclusiva de la dialéctica, concebida com o movi miento real, en la realidad social, en su expresión histórica, en lo hum ano tanto colectivo com o in dividual. Proudhon, que se había propuesto el mismo objetivo, no consiguió enteramente la in tegración de la dialéctica de las ideas y de las doctrinas en el movimiento de la realidad social. M arx, p o r el contrario, insistió tanto en esta in tegración que a veces cabe sospechar qu e en las obras culturales, en las ideas y finalmente en las doctrinas no vio más que proyecciones, epifenó menos, de la realidad social o, en el m e jo r de los casos, ideologías. Sin em bargo, no e ra ésta la inspiración de M arx. Esa inspiración se acercaba mucho a la de Saint-Simon, el cual consideraba las obras, las ideas y los valores como partes in tegrantes de los fenómenos sociales totales y de los actos totales que los producen. M arx adm itía que las ideologías mismas se hallan en movimien to dialéctico, lo cual les devuelve una parte de su veracidad al darles una eficacia relativa en la realidad social. M a rx no habló jam ás de dialéctica de la natu raleza; fue Engels quien lo hizo, después de la m uerte de M arx, confundiendo además b a jo esta expresión dos problem as diferentes: el m ovim ien
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to real de la naturaleza y el m étodo de las cien cias naturales. Marx consideró solamente la dia léctica entre los métodos de las ciencias humanas V los métodos de las ciencias de la naturaleza; dialéctica que, al garantizar un carácter más científico a las ciencias humanas, hacía al mismo tiempo más humanas a las ciencias de la natura leza pues revelaba el coeficiente social y humano que existe en ellas. Según Marx, la fuente última de esta dialéctica entre los métodos de las dife rentes ciencias es el m ovim iento dialéctico real de la sociedad, que repercute sobre los propios m étodos de las ciencias naturales. El malentendido que existe en torno al preten dido «naturalism o» de la obra de Marx no se habría producido si Marx hubiera cuidado de precisar la dialéctica entre el m ovim iento dialéc tico real, que es el de la sociedad, y el m étodo dialéctico aplicable a todas las ciencias, tenien do en cuenta que éstas se desarrollan en m arcos sociales y que exigen esfuerzos colectivos. Aquí, las ciencias de la naturaleza se hallan implicadas también, pero en medida muy inferior que las ciencias del hombre, que corresponden directa mente al m ovim iento dialéctico de la realidad social. 3) Una tercera conquista de la dialéctica de M arx es el descubrimiento de una m ultiplicidad de orientaciones posibles del m ovim iento dialéc tico real observable en la vida social. En el curso de la exposición he señalado, a título de e je m plos, siete direcciones diferentes de estas orien taciones: la dialéctica de las revoluciones; la dialéctica de los aspectos de la realidad social; Ja dialéctica de las clases y de sus luchas; la dia léctica de las alienaciones; la dialéctica de las contradicciones económicas; la dialéctica entre realidad social y economía, y, por último, la dia léctica histórica.
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Si bien Marx no diferenció siempre lo suficien te entre esas dialécticas, por su excesiva confianza en que la dialéctica histórica las sintetizaría y uniría, sin embargo, dio las indicaciones suficien tes como para poder advertir que la m ayoría de ellas no se superponen entre sí por completo. Esto nos lleva a la conclusión de que M arx no tuvo en cuenta una cuestión importante, y que esta omisión debilita su descubrimiento o, al menos, su im plícito presentimiento. Si el movi miento dialéctico real puede aventurarse en di recciones diferentes, ¿no habría que recurrir a procedimientos dialécticos distintos para estudiar los y para seguir sus variadas sinuosidades? En otras palabras, y más exactamente: si los m ovi mientos dialécticos reales tienen primacía sobre los caminos y los medios que permiten descu brirlos y expresarlos, ¿no es entonces inadmisible reducir todos los procedim ientos operativos que podría utilizar el m étodo dialéctico a uno solo de ellos, el de la antinomia o polarización entre las contradicciones, vaya o no acompañado de su unificación o de su eliminación en las síntesis? Si, p or ejemplo, para estudiar la dialéctica de las revoluciones se impone el procedimiento de polarización, para estudiar la dialéctica de los as pectos de la realidad social estarían mucho más indicados los procedimientos de puesta en rela ción de complementariedad, de implicación mu tua, de ambigüedad y de reciprocidad de pers pectivas. A su vez, la dialéctica de las clases sociales — precisamente en la medida en que no se trata siempre de dos clases sino de varias (lo cual ocurre frecuentemente en los análisis con cretos de Marx, en los que menciona cinco o seis clases y numerosas fracciones dentro de éstas)— exige la aplicación, al lado de la polarización, de la relación de complementariedad o de ambigüe Gurvitch, 14
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dad dialéctica. Este último procedim iento se muestra necesario cuando se trata de fracciones de clases susceptibles de constituir nuevas clases. Solamente los procedimientos de puesta en reci procidad de perspectivas y de im plicación dialéc tica mutua quedan excluidos aquí, por el hecho de que el carácter de cualquier clase es irreduc tible a cualquiera de las demás. Los diferentes sentidos que adquieren en Marx las alienaciones y, p o r tanto, sus movimientos dialécticos reales, deberían conducir igualmente, mediante su estudio, a la multiplicación de los procedimientos dialécticos. Así, las alienaciones comprendidas ya sea com o objetivación, ya como autonomía de lo social, ya com o su estructura ción y organización (a condición de que esta úl tima siga siendo democrática), exigen todavía más, para el estudio de sus m ovimientos, tanto el ser colocados en relación de im plicación mu tua o de reciprocidad de perspectivas con la es pontaneidad del fenómeno social total subyacen te, como el recurso a la polarización. Por el con trario, las alienaciones concebidas como subor dinación a las organizaciones de dominación, com o proyección y pérdida de sí y, por último, com o pérdida de realidad de la conciencia, exi gen, ante todo, para el estudio de sus m ovimien tos, el recurso al procedimiento de polarización dialéctica. Lo mismo ocurre con la dialéctica de la vida económica, donde una serie de tensiones, incluso bajo el régimen capitalista (com o la tensión en tre la plusvalía absoluta y la plusvalía relativa, por ejem plo), son empujadas artificialm ente ha cia unas polarizaciones, cuando en realidad su estudio frecuentemente sólo exige que sean colo cadas en la relación de complementariedad o de implicación mutua. E llo es aún más cierto en lo que se refiere a la dialéctica entre economía y
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estructura social; y Marx lo reconoce im plícita mente, pues tiende incluso a exagerar la recipro cidad de perspectivas entre ambas. En cuanto a la dialéctica histórica, una vez liberada de su ele mento profètico y escatològico y reducida a los movimientos de los fenómenos sociales totales y de sus estructuras — en la m edida en que estos m ovimientos van acompañados de la conciencia prometeica de la posibilidad de cambios debidos a la intervención de la libertad humana— , cons tituye únicamente una parte privilegiada de la dialéctica de los diferentes niveles o escalones de la realidad social. Como se ha indicado ya — y com o se desarrollará en la parte sistemática de este libro (c fr. secciones 2 y 3 de la segunda parte)— esta dirección del m ovim iento dialéctico real de la vida social exige la aplicación de todos los procedimientos operatorios, según las circuns tancias y las coyunturas particulares. En cualquier caso, estas observaciones a pro pósito de la diferencia que existe en Marx entre su descubrimiento de la multiplicidad de las orientaciones del m ovim iento dialéctico real de la sociedad y la unicidad del procedim iento ope rativo que emplea para estudiarla — y que le lleva, como a Hegel y a Proudhon, a una auténtica in flación de antimonias— perm iten precisar los de fectos de su dialéctica: 1) El prim er error esencial de esta dialéctica consiste en no haber profundizado suficientemen te el problema de la relación entre la dialéctica como m ovim iento real de la humanidad, de la so ciedad, y, por último, de la realidad histórica, y los procedimientos dialécticos que permiten estu diarlas. Como se ha dicho ya, esta relación es, a su vez, dialéctica. Pero, a pesar de sus propias alusiones a la distinción entre dialéctica como m ovimiento real y dialéctica com o método de in-
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vestigación, Marx no puso de relieve ni analizó esta última. Las razones de esta evidente laguna parecen ser las siguientes: Marx acentuó dema siado su realismo, lo cual le condujo a fórmulas imprudentes, que iban más lejos que su pensa m iento, como «nuevo m aterialism o», «historio grafía de base m aterialista», fórm ulas por las cuales sus adeptos — empezando por su antiguo colaborador, Engels— se creyeron autorizados a hablar de «m aterialism o histórico», de «materia lismo económ ico» y, por último, de «m aterialis mo dialéctico». Estas expresiones, algunas de las cuales son más defectuosas que las otras, sólo han conducido a malentendidos y deformaciones del pensamiento de Marx. La tendencia a disol ver todas las direcciones del m ovim iento dialéc tico real en la dialéctica histórica, que he criti cado ya, em pujó a Marx en el m ism o sentido. A estas razones hay que añadir la confusión.entre análisis dialéctico — que sólo puede preparar el terreno— y explicación causal propiam ente di cha, que siempre debe ser emprendida de nuevo, confusión que Marx no siempre consiguió evitar. 2) El segundo error de la dialéctica de Marx, más grave todavía y que por otra parte se halla en la raíz del prim ero, es que esta dialéctica es una dialéctica ascendente, como la de todos los dialécticos que le precedieron y que supieron evi tar la tentación (mucho peor aún) de una dia léctica descendente (cuyos principales promoto res y víctimas más evidentes fueron Plotino y Ilegel). Si para Platón la dialéctica es un m étodo para elevarse a la intuición de las ideas eternas; si para los representantes de la teología negativa es una ordalía preparatoria a la intuición mística; si para Fichte y para Proudhon es un esfuerzo real de la humanidad (idéntico a la acción moral de Prom eteo) hacia la reconciliación universal a
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través de la contradicción universal, en Marx la dialéctica, a pesar de su innegable carácter rea lista y dramático, sigue siendo el ascenso de la humanidad desgarrada y doliente hacia la salva ción definitiva. Aunque menos moralizante que las dialécticas de Fichte y de Proudhon, la dialéctica ascendente de Marx, sin embargo, conduce incluso más que ellas al sueño realizado del paraíso terre nal, en el que todas las dificultades y tensiones propias de la vid a social han sido eliminadas para siempre. Gracias a la dialéctica histórica, la dia léctica ascendente de Marx es una marcha triun fal, a través de las revoluciones, hacia una hu manidad finalmente desalienada de todas sus ser vidumbres y reconciliada consigo misma. 3) Llegamos así al tercero y últim o error pro pio de la dialéctica de Marx: no solamente es una dialéctica .ascendente sino que es también una dialéctica apologética. Es la apología de la segun da fase del comunismo, la apología de la sociedad sin clases, la apología de la extinción gradual del Estado, la apología de la desaparición de toda coerción y de todo obstáculo, la apología de la perfecta armonía en la tierra. Es la apología del fin de la historia. La dialéctica realista de Marx concluye, pues, en una escatologia en la que se unen el anuncio profètico de la salvación y el final de la historia. ¿Es necesario insistir en el hecho de que la dialéctica ascendente y apologé tica de Marx, a pesar de todo el realismo desple gado en el curso del camino, sólo sirve finalmente para probar lo que ya se había admitido de ante mano: que el ideal terrestre edificado por el pro letariado no tardará en realizarse? Me parece que este giro inesperado de la dia léctica de Marx aporta una pruaba decisiva de la tesis que he adelantado al principio de este libro y que desarrollaré sistemáticamente en la según-
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da parte: para dar todos sus frutos, la dialéctica, tanto com o m ovim iento real cuanto com o méto do, debe empezar por desembarazarse despiada damente de todo elemento ascendente y apologé tico, de todo supuesto o concepción previa, y desembocar en experiencias siempre renovadas. Solamente el h i per-empirismo dialéctico perma nece fiel a la dialéctica hasta el final.
9. A p é n d ic e :
L a d ia lé c t ic a en J ea n -P a u l S a r t r e
Para cerrar esta historia-muestrario de la dia léctica, trataré de ofrecer una breve exposición y una apreciación crítica de la contribución a la dialéctica que Jean-Paul Sartre aporta en su li bro C ritique de la Raison dialectique, tom o I, T h éorie des Ensembles pratiques, 1960. N o se trata de situar a este autor — cuyos refinamientos y sutileza son indiscutibles— al mism o nivel que los pensadores de prim er plano que han sido analizados hasta el momento. No se trata tam po co de elegirle com o blanco de críticas privilegia do. Considero que su obra tiene un m érito do ble: trata de liberarse de los dogmatismos acos tumbrados, y es típicamente representativo del pensamiento dialéctico de todos los autores m o dernos que se niegan a romper completamente con la tradición hegeliana, la cual, por mi parte, rechazo con todas mis fuerzas. Ante todo, se trata de delimitar claramente la posición de Sartre y de distinguirla de la que 215
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será desarrollada sistemáticamente en la segunda parte de este libro, pues bajo la apariencia de algunas convergencias superficiales se ocultan di vergencias muy profundas, por no decir antinó micas. Se trata también de averiguar si Sartre ha conseguido realmente desdogmatizar la dialécti ca de Marx y reanimar al marxismo, el cual, se gún una afirmación suya que acepto plenamente, «se ha detenido» l. La exposición no será fácil, pues basaré mi análisis en textos de Sartre para no traicionar su pensamiento; sin embargo, la lectura de estos textos resulta a veces difícil. Sartre tiene toda la razón cuando se pronuncia contra toda proyección de la dialéctica en la na turaleza en tanto que tal. Ataca de modo convin cente a Engels cuando le reprocha «haber matado la dialéctica al pretender descubrirla en la natu raleza» (p. 670). Relaciona justamente la dialécti ca con la condición humana, con la praxis — tér m ino tomado de Marx y que significa acción, producción, trabajo, creación— que se manifiesta en la vida de los hombres, de los grupos, de las clases sociales y, por último, de la realidad his tórica, pues todo movimiento dialéctico lleva las huellas de los esfuerzos humanos. Sartre insiste con mucha fuerza en el hecho de que las totalida des de que se trata en la dialéctica nunca son to talidades acabadas, estáticas, sino totalidades en vías de hacerse o rehacerse, totalidades dinámi cas, totalidades que se mueven, «totalidades en marcha», según mi propia terminología. Para Sar tre, el m ovim iento dialéctico es un movimiento de «totalización» y «destotalización», lo cual ex cluye toda totalidad com o sustancia o ideal (en tanto que productos de una falsa dialéctica). Las totalidades humanas y sus partes, sus miembros, se engendran recíprocamente en la acción, en la producción de sí mismos y de las obras materia les y culturales que les rodean. A Sartre le corres
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ponde el mérito de haber puesto de relieve este carácter de inacabamiento, llen o de acontecim ien tos inesperados y de emboscadas, de toda totali dad humana, lo cual es uno de los aspectos de su dialéctica real. Pero Sartre va mucho más lejos todavía: a veces parece identificar el movimiento dialéctico, la praxis humana, con la libertad hnmana. Así, habla de «libres acciones dialécticas» (p . 398) y de la praxis humana com o libertad (p. 438), sin que, no obstante, explique más ampliamente esta cuestión, salvo la indicación puramente negativa de que la libertad «representa la irreductibilidad del hombre a la naturaleza». Como la praxis hu mana, al igual que la libertad humana, tropieza con obstáculos de diferentes grados, Sartre intro duce la inercia no solamente en la praxis humana (habla mucho de p ráctico-inerte), sino incluso en la dialéctica misma como momento «antidialéc tico» de la dialéctica. Al m ism o tiempo, puesto que los «conjuntos prácticos» que representan la dimensión social de la existencia (qu e Sartre había dejado de lado en L 'E tre et le N éa n t) se hallan siempre amena zados, según él, de recaer en la inercia y en la dispersión «d e la serialidad», sobre lo que Sar tre denomina «las formas elementales de los con juntos prácticos» se ciernen un escepticismo y un pesimismo desmesurados. Así, llega a decir incluso que «los conjuntos práctico-inertes» son «antidialécticos» y carecen de praxis, de acción, de producción efectiva (p. 678). Para él, la socie dad no es «un agrupamiento de grupos», sino una dispersión «d e las series de series» cuya com binación es lo que nuestro autor designa median te el térm ino di* «co lectivo». Más adelante habla ré con mayor detenimiento de estos conjuntos práctico-inertes, con stitu id os, según Sartre, por las series y los colectivos. Por el momento advertí-
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ré solamente que esos conjuntos representan, se gún él, a la vez la m atriz de los grupos y su tumba. Los «gru p os» y las «clases», sobre los cuales tam bién habrá que volver y a los que Sartre admite como los hogares prim eros de la praxis común, se hallan a su vez incesantemente amenazados de «disolución de la serialidad» (pp. 637, 644), en los colectivos práctico-inertes. Pero si así es, preguntarán los lectores de Sar tre insuficientemente atentos, ¿de dónde proce de la importancia que atribuye, en el mundo so cial, al movimiento dialéctico real por una parte y al m étodo dialéctico por otra? ¿ Y por qué su deseo de «sentar las bases de los prolegómenos a toda antropología futura» (incluyendo, además de la historia humana, la sociología y la etnología) basándose en la dialéctica? (p. 153). Cabe indicar tres m otivos diferentes que inspiran el interés de Sartre por la dialéctica de los conjuntos sociales y que compensan el escepticismo y el pesimismo iniciales con un notable optimismo: a) en prim er lugar, su confianza en la praxis, en la libertad, en la dialéctica de la existencia individual, esa exis tencia individual que se convierte en él, sin que se dé cuenta, en la verdadera base y en el verda dero m otor de los conjuntos prácticos; la dia léctica se convierte entonces en la dialéctica ne gativa de los conjuntos prácticos y se reduce a un método que demuestra que no son realidades sino sombras (o casi sombras) proyectadas por las existencias individuales, por una parte, y por la historia universal idéntica a la razón, por otra; h ) en segundo lugar, la creencia en la om nipo tencia de la «razón dialéctica», que se identifica en él a la vez con la praxis individual y con el movimiento dialéctico de la historia que realiza la «razón universal», pero que acaba por triunfar sobre las dos; c ) por último, la creencia en la «inteligibilidad perfecta de la historia», en la que
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la dialéctica conduce a la victoria de la razón universal sobre todos los obstáculos: en otras palabras, se trata de la reconciliación de Descar tes y Hegel. El libro I de la Critique de la Raison Dialectique se titula De la praxis individual a lo práctico-inerte (pp. 165-377). La praxis individual — orientación en el mundo, esfuerzo y producción individuales— es el punto de partida de toda dia léctica y de toda libertad; constituye el esbozo de toda totalización (p . 165). «S i no queremos que la dialéctica vuelva a convertirse en una ley di vina, en una fatalidad metafísica, es preciso que proceda de los individuos y no de cualesquiera conjuntos supraindividiíales» (p. 131). Es más: «Son las dialécticas individuales las que, tras ha ber creado simultáneamente la anti-fisis, como reinado del hombre sobre la naturaleza, y la anti humanidad, como reinado de la materialidad in organizada sobre el hombre, crean, mediante la unión, su propia anti-fisis para construir el rei nado humano, es decir, las libres relaciones de los hombres entre s í» (p. 377). La verdadera rea lidad «es el hombre singular en el campo social» (página 76). «S i nos negamos a ver el m ovim iento dialéctico original en el individuo y en su em presa... habrá que renunciar a la dialéctica» (página 101). La propia experiencia «partirá de lo inmediato, es decir, del individuo» (p. 143). Así, el punto de partida se halla para Sartre en «las li bres acciones dialécticas de cada uno en tanto que son por sí mismas translúcidas y dialécti cas» (p. 398). De este modo, la totalización no puede produ cirse sin la «comprensión de sí». Sartre no sola mente no renuncia a su individualism o funda mental sino que parece aventurarse hasta el um bral mismo del subjetivismo. Sin embargo, para combatir esta inclinación, recurre a una dialéc
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tica entre lo subjetivo y lo objetivo, insistiendo en el doble m ovimiento de «la interiorización de lo externo» y de «la exteriorización de lo interno» (p. 66). Sin embargo, renuncia a desarrollar esta dialéctica, apuntada ya p or diversos autores con temporáneos y que im plica no solamente que se alcance la subjetividad a través de la objetividad y recíprocamente, y que las dos posean múltiples grados — lo cual podría adm itir Sartre— sino también que los dos términos sólo tengan sen tido cuando hayan sido situados nuevamente en una realidad que sea por una parte transobjetiva y por otra tran su bjetiva 2, lo cual presupone la concepción de la conciencia abierta y el recono cimiento, al lado de la subjetividad individual, de la subjetividad colectiva, que Sartre rechaza. Por ello, Sartre prefiere aventurarse por otro camino para lim itar su inclinación individualista y subjetivista. La praxis individual constituye ori ginariamente una respuesta a las necesidades que esclavizan al hombre a la materialidad circun dante; consiste particularmente en el trabajo, «esta praxis original que es enteramente dialéc tica» (pp. 166 y ss., 177 y ss.) y representa «una lucha encarnizada contra la escasez» (p. 201) de los bienes y de los productos materiales, es casez opuesta a la abundancia, pues no es posible satisfacer todas las necesidades. Ahí «surgen re laciones con los otros o relaciones humanas que son relaciones de recip rocid a d »3; pero como es tas relaciones se hallan mediatizadas por los di ferentes sectores de la materialidad, «n o prote gen a los hombres de las alienaciones» (p. 191) que son «relaciones inhumanas». El hecho de que «en el reconocim iento cada uno revela... el proyecto del otro como existente... fuera de su propio proyecto» no excluye la lucha, el odio, la explotación ni la violencia (que preocupa mucho a Sartre y en la cual advierte al principio «la
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escasez interiorizada»). Así, ai hacer nacer el tra bajo, la escasez, las luchas, las alienaciones y la violencia, por la dialéctica de la praxis indivi dual, Sartre se aproxima paradójicamente (y de manera más bien inesperada) al individualismo mecanicista y atomista de Hobbes, el cual, cier tamente, no tiene riada de «d ia léctico» y que des cansa en el supuesto de la guerra de «todos con tra todos». Sartre se da cuenta de que el trabajo se produce dentro de marcos sociales (p. 199) y que adopta caracteres diferentes según los varia dos modos de producción, pero ignora que no es posible separar el trabajo, la escasez y las alie naciones de su aspecto colectivo (qu e siempre es lo más im portante) y se engaña al pensar que es posible obtener mediante una dialéctica om nipo tente — por no decir mágica— los marcos socia les de la praxis individual. Mediante esta extraña combinación del cxistencialismo, de Hobbes, de H egel y de Marx, Sartre llega a un mundo hu mano un tanto imaginario y en todo caso com pletamente abstracto. Para salir de él, Sartre recurre por una parte a la razón universal, y, por otra, a la historia. Las dos tienen en común que llegan a las más vastas totalizaciones posibles. La razón es la «v e r dad totalizante», «la inteligibilidad cuasi-perfecta», «la reconciliación de la libertad y la necesi d a d »; es «constituyente y constituida», «regresi va y progresiva, concreta y universal». Sartre escribe, refiriéndose directamente al autor de es tas líneas, que «e l carácter provisional del hiperempirism o dialéctico me obliga a concluir que la universalidad dialéctica debe imponerse a priori como una necesidad» (p. 130). Esta universa lidad y esta necesidad «se hallan contenidas en toda experiencia y desbordan cada experiencia» (ib id e m ). Son «la razón» en la que se identifican la universalidad y la totalización para combatir
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juntas la dispersión empírica y el relativism o. Gra cias a la razón, triunfa la universalidad, « pero com o término concreto y oculto de toda expe riencia y como el fundamento últim o de la pro gresión racional» (p. 159, núm. !). N o en vano Sartre titula esta obra C :... la razón dialéctica. Y es que para el la ;a¿ca es «a la vez inmanente a la praxis individual y a la historia»; la razón se aliena en los conjuntos prácticos-inertes y empieza a encontrarse en di ferentes grados en los grupos y en las clases so ciales. Bajo este aspecto, la dialéctica de Sartre manifiesta una resonancia hegeliana muy clara y conserva un sabor espiritualista e incluso panlogista a pesar de todas las protestas del au tor4. Así, por ejem plo, cree hallar en los grupos «e l juram ento» com o base de las organizaciones; en las instituciones (que distingue de las organiza ciones), «la inercia juramentada»; y en las clases sociales, por último, la «com prensión racionali zad a» de su situación, victoriosa de su inercia, et cétera. La razón, pues, para Sartre, triunfa p or todas partes al prod u cir la realidad social misma p o r su dialéctica. Observemos de pasada que en el racionalismo analítico y mecanicista de Hobbes es también el recurro a la razón lo que hace nacer los conjuntos sociales, con la diferencia de que aquí su generación se halla muy simplificada por el hecho de que la complejidad de los obstácu los no se toma en consideración, de que el único conjunto considerado es el Estado fundamentado en el contrato hipotético, y de que también se ignora la dimensión histórica. En Sartre, p or el contrario, esta dimensión his tórica es lo predominante. La segunda parte de su libro se titula «Del grupo a la historia». Es en la historia donde la dialéctica y la praxis humanas alcanzan su apogeo. La sociología «só lo es un momento provisional de la totalización históri
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ca»; estudia las form as elementales que la his toria totaliza en la medida de lo posible (pp. 557, 755). Aquí, y por oposición al «m étod o regresivo» de la sociología, se im pone el m étodo «sintético progresivo» que totaliza tanto las formas elemen tales de los conjuntos prácticos com o los acon tecimientos singulares y que «vu elve a encontrar el m ovim iento de enriquecimiento totalizador que engendra cada momento a partir del mom ento anterior» (p . 93). La historia es «la totalización de todas las multiplicidades prácticas y de todas sus luchas»; «los com plejos productos de los conílictos y de las colaboraciones de estas m ultipli cidades tan diversas deben ser inteligibles en su realidad sintética, es decir, deben ser com pren didos com o el producto sintético de una praxis totalitaria» que es la de la historia (p. 75). La historia — en la cual Sartre no distingue la rea lidad histórica y la historiografía o saber histó rico— sustituye para él a las sociedades globa les, cuya existencia no admite. Pero en la m edi da en que estas últimas poseen una conciencia prom eteica y que los grupos y clases que se ha llan integrados en e l l a 5, cobran efectivam ente una historicidad. Así, pues, mi divergencia con Sartre sería en este punto, al menos en parte, sólo de orden terminológico. Sin em bargo, Sartre va mucho más lejos. Para él, en la dialéctica de la historia se prefiguran no solamente la identidad de la libertad y la ne cesidad (p . 377) y la victoria de la praxis indi vidual sobre la praxis colectiva, sino también la verdad de la historia como cosa opuesta a las «verdades» (p . 152), es decir, «la razón histórica» (página 106), cumbre de la razón dialéctica. Pues hay «una historia humana, con una verdad», que nos hace descubrir el «sentido de la historia» (p á gina 156) al hacer «in teligib les» los conjuntos prácticos. «S i la verdad debe ser una en su ere-
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cíente di versificación... descubriremos la significa ción profunda de la historia y de la racionalidad dialéctica» (p. 755). Con estas palabras concluye el prim er volumen de la obra de Sartre. A la espe ra de que el segundo precise cómo concibe el autor el «sentido de la historia», es preciso se ñalar que ya en el primer volumen su dialéctica se nos muestra a la vez com o una «filosofía de la historia» y com o una filosofía individualista que confían en el triunfo de la razón y — según la expresión del propio Sartre— en «la lógica de la libertad» (p. 156), concebida como libertad in dividual. Esta descripción de la posición general de Sar tre, por esquemática que sea, contiene ya, como habrá sido posible advertir, un esbozo de mis apreciaciones críticas. Sin embargo, al objeto de hacer un balance tanto de lo conseguido como de lo discutible en la obra de Sartre — tan rica en sutilezas y matices— hay que precisar deta lladamente lo que éste entiende por «dimensión social». Pues, en efecto, atribuye un poder tal —por no hablar de omnipotencia— a la razón dialéctica que cree poder hacerle engendrar la realidad social en todas sus manifestaciones, al igual que las ciencias humanas que la estudian, incluida la sociología, como «m om ento de un em pirismo vigilado» (p . 58). De este modo, a pesar de que anuncia que no abordará «la historia hu mana, Ja sociología ni la etnología» en cuanto a su contenido, considerando exclusivamente su «fundamento» (p. 153), Sartre se ve llevado en realidad a desarrollar una sociología. Esta em pieza» como se ha dicho ya, con el estudio de los «conjuntos práctico-inertes», prosigue con el de los grupos de diferentes géneros v desemboca en las clases sociales, que constituyen, según él, el paso hacia la historia. Los conjuntos práctico-inertes son, según Sar
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tre, «m aneras de existir fuera de sí», «com o me diación entre la materia trabajada y lo humano, mediación que es al m ism o tiempo objetivación alienada» (p. 231). En este terreno Sartre incluye «la instrumentalización de la realidad m aterial» (página 231), con todo el aparato técnico que ro dea al hombre y, más ampliamente, con todas las expresiones exteriorm ente perceptibles de los p ro ductos humanos: en una palabra, con todo lo que los sociólogos acostumbran a designar com o aspecto, base o superficie m orfológica de la vida social. Pero también incluye en ello lo que desig na mediante las expresiones «serialidad » y «c o lectividad», que, según él, representan aígunas «form as elementales de la vida social». Sin pre ocuparse por el hecho de que en el prim er caso se trata (por emplear su propia term inología) de los «cam pos práctico-inertes» y en el segundo de los «conjuntos práctico-inertes» — expresiones que emplea, desgraciadamente, sin distinguir las— , justifica esta inclusión, tan discutible, por su interpretación de Marx. Pues, para Sartre, lo serial y lo colectivo son sólo resultantes del papel m ediador de lo humano respecto de la ma teria trabajada por el hombre. Sartre escribe: «E l destino y el interés... señalan los límites del campo práctico-inerte, en tanto que la materia trabajada produce a sus hombres com o medios suyos, con sus conflictos y sus relaciones de tra bajo, es decir, en ese m om ento de la experiencia dialéctica en que el hombre, por su ser-fuera-de-sí, se define com o materia em brujada» (p. 279). Este «infierno cambiante del cam po de pasividad prác tica » (ib id .) es considerado por Sartre tan pron to com o «totalización pasiva» com o «m om ento anti-dialcctico» de la experiencia (p. 376). Ello se muestra con particular claridad cuan do nuestro autor trata de lo «s e ria l» y de lo «c o lectivo». Empieza por definir lo «s e ria l» com o G u rvitcb . 15
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una pluralidad de soledades (p. 308): «Soledad experimentada, soledad vivida, soledad como es tatuto social del individuo, soledad com o reci procidad de aislamientos en una sociedad crea dora de Masas» (p. 310). Cabe preguntarse en qué se distingue la serie de una simple colección dispersa de elementos sem ejantes6; y ello tanto más cuanto que Sartre propone com o ejem plo de «s e rie » a los usuarios de una línea de autobús que esperan el mismo vehículo, los cuales sólo se distinguen por su número (pp. 310-311). Sin embargo, insiste, por una parte, en el hecho de que, en la serie, «cada uno se convierte en sí (com o distinto de sí) en tanto que es distinto de los otros, es decir, en tanto que los otros son distintos de é l» (p . 313), y acentúa, por otra, la «unidad serial» com o interés común que «se im pone» (p. 312). Existen — observa— «conductas seriales, pensamientos y sentimientos seriales, o, dicho de otra manera, la serie es un m odo de ser de los individuos los unos respecto de los otros y respecto del ser común, y este modo de ser les m etamorfosea» (p . 316). Al leer estas caracteri zaciones uno tiene la im presión de que Sartre ha querido unir bajo el m ism o término de «serie» lo que en mis trabajos he denom inado «relacio nes de alejamiento pasivo con otro», por una parte, y «Masas pasivas», p o r otra, siendo las dos entidades opuestas a las «colecciones». Esta impresión se refuerza cuando Sartre habla de reglas seriales de distandam iento (p. 327), así como de «la impotencia com o vinculación real entre los miembros de la s e rie » (p. 325). A decir verdad, no se advierte la utilidad de reunir, bajo el término poco claro de serie, tres o cuatro manirestaciones diferentes de la vida social (relacio nes de distanciamiento. Masas, solidaridad me cánica en el sentido de Durkheirn y, por último, co ección dispersa, de individuos que siguen el
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mismo m odelo). Por eso, no sorprende que Sartre señale que «lo serial tiende a ser descuidado por los sociólogos» (pp. 318-319). P o r lo demás, olvida que Fourier y Proudhon utilizaron este concepto, pero sin éxito alguno. Resulta más inquietante que Sartre afirme que las series «sirven de fundamento a toda socialid ad » (ib id .), lo que equivale a decir qüe esta «socialidad» — o, según m i propia terminología, esta sociabilidad— no tiene más existencia que una sombra. De esta manera Sartre puede con cluir fácilmente que «la totalidad es aquí totali zación práctico-inerte de la serie de las negacio nes concretas de toda totalidad» (p. 328), o, en otras palabras, que la dialéctica real no inter viene en la sociabilidad. Así, la construcción se rial de Sartre om ite que existen relaciones con el otro mixtas, en las cuales uno se aproxima ale jándose y se aleja aproximándose; que estas re laciones pueden ser activas o pasivas; que todas ellas presuponen, por lo demás, la existencia de un N osotros que les sirve de fundamento; y que las Masas pueden convertirse en activas. De una manera general, por otra parte, Sartre no parece adm itir la existencia de los Nosotros, es decir, las interpenetraciones de las concien cias y de las conductas, las fusiones parciales, o los fenómenos de participación directa de los individuos en las totalidades espontáneas. Sin embargo, estos Nosotros se hallan incluidos pre cisamente en un m ovim iento dialéctico real, por la mera razón de que interpenetrarse o fusionar se parcialmente no quiere decir en absoluto iden tificarse, sino afirm arse a la vez corn o irred u cti bles y participantes, co m o unidos y m últiples. Y justamente aquí, cuando la sociología necesita esencialmente p o r vez prim era de la dialéctica, S artre la abandona a su propia suerte, pues ha construido artificialm ente series para evitar los
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problemas de la «m icrosociología» y para mos trar »m ejor que los grupos y las clases son las primeras antítesis saludables que se oponen a los conjuntos práctico-inertes, por los cuales si guen siempre amenazados. Los segundos conjuntos práctico-inertes son lo que Sartre denomina «colectivos», los conjuntos práctico-inertes de todas las series múltiples. «Son los seres sociales inorgánicos» que no con siguen la síntesis efectiva de la multiplicidad de las series (p . 305). «Denom ino colectivo — escribe pocas páginas más adelante— a la relación de doble sentido de un objeto material y trabajado con una m ultiplicidad que halla en é! su unidad de exteriorización» (p. 319). «Pu edo captar igual mente el ob jeto inorgánico com o corroído por la huida serial... e, inversamente..., partir de la unidad serial y definir las reacciones de ésta (com o unidad práctico-inerte de una m ultiplici dad)... sobre las transformaciones que operan en el objeto» (ib id .). Lo «c o le c tiv o » es particularmente perceptible, según Sartre, en la clase social, de la cual cons tituye uno de los elementos: «su peso m uerto y antidialéctico» (pp. 345, 359), su «cam po de ser vidum bre» (p. 369). «L a clase, al nivel del campo práctico-inerte», se presenta «co m o un colectivo, y el ser de la clase es entonces un estatuto de serialidad impuesto a la m ultiplicidad que la com pone» (p. 365). «Así, la otra form a de la clase, es decir, el grupo totalizante en una praxis, nace en el corazón de la form a pasiva y como nega ción suya. Una clase enteram ente activa — es de cir, cuyos miembros estuvieran integrados en una sola p raxis...— sólo se ha realizado en mo mentos muy raros (y todos ellos revolucionarios) de la historia» (p. 357). La aplicación que da Sartre a lo «co lectivo» com o conjunto práctico-inerte para comprender
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m ejor el carácter com p lejo de las clases sociales es atractiva, sobre todo si la compara con las simplificaciones antimarxistas y marxistas que representan a las clases sociales unas veces como categorías abstractas de individuos dispersos y otras com o órganos de combate, únicos hogares activos de la libertad humana y de la historia. Sin embargo, el elem ento de lo «c o lec tiv o » en el sentido sartriano, aplicado a las clases socia les, cubre varias manifestaciones de estas últi mas muy diferentes entre sí. Se trata unas veces de la clase en form ación, que no ha cobrado conciencia de sí m ism a ni se ha estructurado to davía; otras, de las clases ya constituidas pero en las que las Masas pasivas predominan sobre las Masas activas y donde, al mismo tiempo, no aparecen los Nosotros más intensos — las Comu nidades y las Comuniones— ; otras, por último, de medios que gravitan en tom o a una clase sin entrar en ella. P o r ello no se ve muy bien la utilidad de denominar a estas manifestacio nes variadas de la inercia y de la pasividad de una clase, mediante el término «colectivo», dán dole un sentido directamente contrario a aquel en el cual se emplea habitualmente. Según Sartre, la primera reacción saludable contra los conjuntos práctico-inertes procede de los «gru pos». Pues éstos se defienden de la ame naza de recaer en la serie o en lo colectivo que se cierne perpetuamente sobre ellos (p. 383). «Los miembros del grupo son terceros, lo cual no es alteridad sino reciprocidad mediada» (p. 404); la praxis, aparece aquí bajo su aspecto «com ún», y, con la praxis, la libertad, a costa a veces de la violencia hecha a la necesidad (p. 438). P or otra parte, todo grupo lleva en sí, según Sartre, la virtualidad de la fraternidad por una parte y del terror por otra (pp. 458, 478), lo cual está im plíci to en el hecho de que representa «el vínculo inme
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diato de la libertad y de la coerción», cuya síntesis es precisamente el grupo (p. 456); y el grupo no puede hacerse inteligible sin la dialéctica entre proyecto, juramento, invención y tem or, que son la fuente de «la dimensión de la com unidad» y, más precisamente, de la «praxis com ún» (p p . 439453), la cual es al m ism o tiempo una «vincula ción de reciprocidad am bivalente». , Sorprende descubrir a través de estas carac terísticas el esfuerzo desesperado de Sartre para desembocar en el N osotros bajo el aspecto de la «comunidad» o de la «praxis com ún», esfuer zo que, en el fondo, su manera de planiear el problema hace im posible. ¿N o se ve acaso for zado a hablar de la «p raxis com ún» com o de algo «qu e no existe en parte alguna fuera de en todas partes»? Y, efectivam ente, esta «ubicuidad no significa en absoluto que en cada individuo se haya encarnado una realidad nueva», «sin o que por el contrario se trata de una determinación práctica de cada uno p or cada uno y de cada uno por todos» (p. 507). Así, nuestro autor ¿n o redu ce acaso, en último término, «la comunidad prác tica a una destotalización perpetua» (pp. 562 y si guientes). Sin embargo, para Sartre estas comuni dades prácticas son indispensables, pues ve en ellas lo que mantiene la cohesión relativa de un grupo en su oposición a la serie. Ante este calle jón sin salida, Sartre cree poder recurrir a la dialéctica de las existencias individuales para concebir un grupo, evitando al mismo tiem po el volver a caer en un sim ple contractualismo. Ad mite que su recurso al «ju ram en to» puede recor dar el contrato social, que es algo com pletam en te absurdo. Por eso justifica el juram ento como «m om ento dialéctico de paso necesario de una forma inmediata, pero en peligro de disolverse, a otra form a del grupo, reflexiva y permanente» (página 439). La dialéctica se convierte aquí, una
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vez más, en omnipotente y m ilagrosa: recubre los abismos y las nadas que Sartre crea artificial mente, y engendra la realidad de los grupos a pesar de su imposibilidad. Sartre distingue tres géneros de grupos: gru pos en fusión, que sólo se hacen en la praxis común, grupos organizados y grupos-instituciones (páginas 391-433, 457-487, 581-608). Por «grupos en fusión», si he com prendido bien, entiende los gru pos desprovistos de aparatos organizados. Pero el ejem plo que da de ellos — el de las ciudades (páginas 391 y ss.)— no es m uy afortunado; en efecto, éstas poseen siempre organizaciones mu nicipales que expresan, es c ie rto que de manera muy inadecuada, la vida tumultuosa y particu larmente com pleja de las grandes ciudades; pero ¿acaso lo propio de toda organización no es di simular más que expresar la riqueza espontánea del grupo al que se superpone? A propósito de los grupos organizados, que es tablecen «un reparto de las tareas» (p. 460) y «aparatos especializados» que «dirigen, contro lan y corrigen la praxis com ún» (pp. 457-487), Sartre no dice nada original; insiste simplemen te en el poder del grupo (b a jo su aspecto de «poder ju ríd ic o ») y en la vinculación de la orga nización con el «estatuto», com o si toda organi zación se apoyara exclusivamente sobre el dere cho y com o si todo derecho se redujera a los estatutos formulados. Lo que sorprende aquí es que la dialéctica de Sartre no le ayude a entre ver los conflictos reales entre tres elementos que hay que distinguir: los aparatos organizados, las estructuras propiamente dichas y, por último, la vida espontánea de los grupos; por no hablar de la tensión entre su poder efectivo y su poder jurídico o de la oposición entre las organizacio nes democráticas y las organizaciones autorita rias. Igualmente, en el in terior de los grupos, se
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ignora la lucha de las prácticas efectivas y los estatutos y, lo que es todavía más importante, la competencia entre las reglamentaciones jurí dicas y no jurídicas. En este terreno,. Sartre se muestra una vez más muy racionalista y muy poco dialéctico. Su recurso a los grupos-instituciones es curio so (p p . 581-631). Sartre admite, efectivamente, que el concepto de institución es «con trad ictorio» por referirse a la vez a «la praxis y a la cosa»; y, podría añadir, por no reproducir en absoluto la dialéctica de las estructuras: actos y obras, maneras de ser y modos de verse (este concepto de estructura que ignora Sartre es e l concepto más dialéctico de la soc io lo g ía )7. Pero, al mismo tiempo, Sartre procura conservar el concepto de institución, considerando que la institución re presenta la imperatividad, la autoridad, la sobe ranía en la dimensión social, aunque éstas se afir men, sin embargo, «a través de una mistificación permanente» (p. 587). P or las instituciones, «el im perativo y la impotencia, el terror y la inercia se fundamentan recíprocam ente» en «lo que se puede denominar la auto-domesticación del hom bre p o r el hom bre» (p. 585). En tanto que insti tución, «el ser real de la fuerza (del grupo) le viene del vacío, de la separación, de la inercia y de la alteración serial» (p. 593). «E l ser de la institución como lugar geométrico de las inter secciones de lo colectivo y de lo común es el no-ser del grupo que se produce com o vínculo entre sus m iem bros» (p. 583). En suma, la institución no es más que la en carnación de la amenaza que se cierne sobre todo grupo de recaer en la serial idad, a causa de sus exageradas pretensiones. Pero entonces, ¿por qué introducir la institución com o género específico de los grupos? Se nos revela el secre to en la página 608, en la que leemos: «E l conjun
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to institucional recubierto y reunificado por la institución soberana, por él Estado, en tanto que grupo restringido de organizadores, de adminis tradores y de propagandistas, se encarga de im poner las instituciones modificadas en los colec tivos, en tanto que vínculos seriales que unen serialidades» (pp. 608-609). Es, pues, para com batir el m ito de la existencia del Estado com o grupo suprafuncional que integra a todos los demás — cuando de hecho es sólo un grupo bu rocrático— , p or lo que Sartre ha conservado el confuso térm ino de institución. Pero, para negar la realidad del Estado ¿se necesitan realmente la dialéctica y la sociología? N o lo creo; y sor prende ad vertir que al ignorar deliberadamente la variedad y la relatividad de las funciones del Estado, Sartre, en su anti-estatismo disimulado, se muestra incomparablemente más dogmático que todos los pensadores que han predicho la desaparición del Estado en el porvenir, trátese de Fichte, de Saint-Simon, de Proudhon o de Marx. Tras este breve examen de la sociología de Sartre, la conclusión que parece imponerse es que esta sociología no utiliza en absoluto la dia léctica para estudiar la realidad social, y que se ocupa sólo de un mundo social imaginario, to talmente engendrado por la omnipotente razón dialéctica y disimulando una filosofía precon cebida. ¿ Podría ser de otro modo, habida cuenta de que Sartre no admite distinción alguna entre la dialéctica y cualquier toma de posición filosófica determinada? N o advierte que la dialéctica com o método es previa a toda filosofía y a toda ciencia, pues, mediante la ordalía de depuración antidog mática que impone, facilita la elaboración de las múltiples teorías científicas y filosóficas, siempre que sea elim inado todo elemento preconcebido
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y de sublimación de los hechos. Sin embargo, aun advirtiendo con razón que las ciencias hu manas, y por tanto la sociología, están particu larmente necesitadas de la dialéctica, Sartre con cluye equivocadamente que sólo son posibles si se fundamentan en una doctrina filosófica pre cisa. De este m odo transforma lo que denomina «antropología humana» en filosofía social. Una de las razones de esta conclusión — que a mi modo de ver significa un lamentable paso atrás— es el convencimiento de Sartre de que el cono cimiento científico no puede superar lo que de nomina corrientemente «razón analítica» y a ve ces «razón positivista» (y que en el fondo no es más que el m étodo discursivo), cuyo uso el mé todo dialéctico estaría llamado a limitar. Sartre no concede atención alguna a la dialectización de las ciencias de la naturaleza, debido al doble he cho de que las categorías operativas son frecuen temente especulativas y a que la experiencia so bre la que se fundamentan no puede ser separada de la experiencia humana (que el propio Sartre reconoce como «experiencia dialéctica»). A propósito de este último término, en el espí ritu de Sartre parece subsistir una cierta ambi güedad; unas veces se trata de la dialéctica pro pia de toda experiencia, con su com plejo juego entre los diferentes grados de lo m ediato y de lo inmediato, y otras de la experiencia del movi miento dialéctico real en la existencia individual, en la existencia social y en la historia. Al basarse su creencia en la omnipotencia de la dialéctica, Sartre consigue superar el punto muerto: para él, «la dialéctica propia de la experiencia huma na» y la experiencia del m ovim iento dialéctico real son siempre «una sola y la misma dialéc tica» (p. 119). Por ello cree poder culpar al autor de estas líneas de que «su dialecticism o es una conclusión
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em pírica», y considera que la superioridad de su propia dialéctica reside en que se basa «en la estructura apodíctica (es decir, evidente a p r io r i) de la experiencia dialéctica» (p. 286), o, en otras palabras, en la universalidad de la razón dialéc tica. Ahora bien, puesto que no creo en la univer salidad de esta razón ni en los elementos a p o d ío ticos de la experiencia — en suma, puesto que rechazo todos los a p r io r i y considero que el mé tod o dialéctico carece de sentido a menos de que preceda a toda filosofía y a toda ciencia libera das de dogmatismo— S a rlre no vacila en lanzar contra mí la acusación de «neoposi ti vista». Con fieso que no la entiendo muy bien. Efectivam en te: el propio Sartre ha identificado el positivis m o con el racionalismo dogm ático por una parte y con el racionalismo discursivo por otra, a lo cual habría que añadir el temor de todo riesgo del pensamiento. Sin em bargo, el h iper-empiris m o dialéctico que defiendo considera que todo conocim iento científico, al igual que todo cono cim iento filosófico, se basa en el riesgo, en la li mitación de lo discursivo y en la lucha contra todo abuso de la razón. Podemos ahora tratar de echar cuentas de lo positivo y de lo que es discutible en la concep ción sartriana de la dialéctica. 1) El prim er punto conquistado consiste en la lim itación de la dialéctica en tanto que m ovi miento real al mundo de lo humano, su exclusión del mundo de la naturaleza com o tal, y la elim i nación de su proyección sobre las relaciones en tre lo relativo y lo absoluto. Aquí Sartre tiene el m érito de perfeccionar la obra de Proudhon y sobre lodo la de Marx, evitando todos los posi bles malentendidos. 2) El segundo punto ganado es el esfuerzo por poner de relieve y por examinar detalladamente
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todas las mediaciones, todos los intermediarios entre el doble m ovim iento del mundo humano que se somete a sus propias expresiones, obras, realizaciones y producciones, a la vez que se se para parcialmente de éstas. En Marx, el mundo humano o bien se perdía enteramente en sus alie naciones o bien se liberaba completamente. En Sartre el mundo humano no llega jamás a estos casos-límite; subsiste siempre un vaivén, que es la dialéctica real que se impone a cada giro de la vida social. 3) El tercer punto conseguido concierne a las ciencias humanas, que no pueden estudiar el mundo humano sin advertir la intensidad del movimiento dialéctico que le es propio; al igno rarlo dejan escapar lo que, precisamente, se pro ponen conocer. Y si bien el mundo humano, en el futuro, consigue liberarse de su sumisión a sus propias obras y exteriorizaciones, esta liberación no puede conducir, sin embargo, como Marx pa rece creer a veces, a liberar en un régim en sin clases a la vida social y a las ciencias sociales que la estudian de su dialéctica. 4) El cuarto punto conseguido se refiere a la afirmación según la cual la dialéctica no se re duce a un simple movimiento de las totalidades humanas en marcha, así com o a la experiencia y al conocimiento correspondientes. Es totaliza ción * y destotalización, en vías de hacerse y de rehacerse; lo cual implica, con infinitos grados, un engendramiento recíproco de los todos y de sus partes, excluyendo en principio toda culmi nación y dejando siempre inacabadas las totali dades humanas. 5) Finalmente, el quinto y último punto par cialmente conseguido — y al que no me he refe rido en mi exposición porque Sartre sólo lo men ciona, ligando equivocadamente toda explicación a la «razón analítica» (pp. 53, 95, 659, 687)— es
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que la dialéctica en si misma no puede servir de explicación, pues esta última presupone determinismos específicos cuyo carácter es preciso hallar nuevamente cada vez. Sin embargo, al iden tificar equivocadamente la explicación con la cau salidad y ésta con la causalidad mecanicista, Sar tre sólo ve en la explicación un «lím ite negativo» de la dialéctica (p. 659), cuando lo cierto es que la dialéctica prepara el camino a la explicación; la cual, en el saber histórico por ejem plo, con siste en la causalidad singular, característica so bre todo de las totalidades concretas e irrepeti bles. Ahí es donde se revelan todos los prejuicios disimulados de Sartre contra el conocimiento científico, incluidas las ciencias humanas. E l examen de este quinto punto, en el que lo p ositivo y lo discutible se mezclan, nos conduce a las dificultades con que tropieza la concepción sartriana de la dialéctica: 1. El prim er punto discutible se refiere a que Sartre — más, incluso, que algunos de sus prede cesores— vincula a la dialéctica con una filosofía particular — la suya propia— que es postulada sin dialéctica alguna. Esta filosofía sublima la existencia humana individual, que a través de sus alienaciones en el mundo natural y en el mundo social vuelve a sí misma, recuperando la libertad. Aparece aquí una primera analogía entre la filo sofía de Sartre y la de Hegel. Si, para Hegel. Dios se aliena en el mundo para volver a sí a través de la humanidad, en Sartre el hombre vive la misma aventura a través del mundo social. 2. En segundo lugar, se advierte que la filoso fía dialéctica de Sartre es menos consistente que la de Hegel; pues, naturalmente, la existencia in dividual no puede, al igual que Dios y el espíritu absoluto de Hegel, crear el mundo en general, o engendrar siquiera el mundo social, sino que en realidad se debate en una esfera de simulacros
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proyectados por el hombre y por sus necesidades, liberándose de ellos sólo muy parcialmente. Por ello Sartre recurre, y de un m odo más apremian te todavía que Hegel, por una parte a la razón creadora, y por otra a la «h is to iia » o, más exac tamente, a la «razón histórica». N o se trata sólo de que su filosofía dialéctica sea una filosofía de la existencia individual, sino de que es también una filosofía de la razón uni versal y una filosofía de la historia, llamada en auxilio de la existencia individual presa de difi cultades irresolubles. Es cierto que de esta ma nera razón universal y razón histórica tropiezan con numerosos obstáculos que les cierran el ca mino. Pero como, según la propia expresión de Sartre, estos obstáculos se hallan «en posición vigilada», la dialéctica que nuestro autor desarro lla, y que se muestra cada vez más confiada y sonriente, cree poder garantizar la victoria final del optimismo. 3. P o r ello la dialéctica de Sartre, al igual que la de Hegel — y esto es un paso atrás en relación a Marx— , es a la vez descendente y ascendente, e implica, por otra parte, la identificación del m ovim iento dialéctico real y del m étodo dialéc tico que sirve para estudiarlo. Efectivam ente: en Sartre, la dialéctica es descendente en la medida en que parte de la existencia individual y de la razón universal para llegar a las «dimensiones sociales»; es ascendente en la medida en que par te de lo «práctico-inerte» para desembocar en la historia y, a través de ésta, en su «sen tido», reve lado por la filosofía de la historia. Al m ism o tiem po, la dialéctica de Sartre realiza la fusión del m ovim iento dialéctico real y de la comprensión, de la tom a de conciencia de esta dialéctica. Sar tre ni siquiera se pregunta si la relación efectiva entre el m ovim ien to dialéctico real característico de todo lo que es la realidad humana y el método
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dialéctico propiamente dicho no es, a su vez, dia léctica. Y ello a pesar de adm itir que hay «dialéc tica en la dialéctica» (p. 281). Así, aun sin caer en la dialéctica mística de Hegel — a la que re procha haber «identificado ser, hacer y saber»— , y a pesar de conceder a Marx que «la existencia material es irreductible al saber» (p. 122) (sería más exacto hablar de la existencia real), Sartre atribuye una m ilagrosa om nipotencia al m étodo dialéctico en el mundo de lo humano, com o con firma su aplicación de la dialéctica a la sociología. 4. Llegamos así al cuarto punto discutible de la concepción de Sartre. En vez de contribuir a desdogmatizar el estudio de los con juntos sociales y de seguir las sinuosidades y los meandros de sus m ovimientos reales, su dialéctica se encarga de engendrarlos, de hacerlos nacer, produciendo así un mundo de «realidad parasitaria» (p. 55), según su propia expresión, o más bien un mundo artificial, irreal, cuasi-imaginario, cuyos ejemplos más sorprendentes son las series, los colectivos práctico-inertes y las instituciones. Estas series, colectivos e instituciones se hallan instalados com o antítesis, com o una oposición burlesca a la praxis individual, a las clases sociales activas y, por último, a la historia, por donde pasan la li bertad humana y su sonrisa. 5. El conjunto de estos errores conduce a Sar tre a una quinta dificultad. N o utiliza su propio descubrimiento de que la dialéctica no se reduce únicamente a las antinomias y a las síntesis sino que implica igualmente reciprocidades, ambigüe dades y contrarios, por no hablar de complementariedades y de implicaciones mutuas (pp. 77, 82, 152). De hacerlo, hubiera distinguido diferentes procedimientos de dialectización, indispensables para el m étodo dialéctico en su esfuerzo por se guir las variedades de los movimientos dialécti cos, y ello tanto más cuanto que habla, como
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acabamos de ver, «d e la dialéctica en la dialécti ca». Pero com o nuestro autor sabe de antemano que ésta desemboca en el triunfo necesario de la libertad y de la razón, que es a la vez universal, singular e histórica, la síntesis sartriana elimina finalmente toda la diversificación posible tanto de los procedim ientos dialécticos com o de los mo vim ientos dialécticos reales. 6. Llegam os al sexto y último punto discuti ble. Aunque Sartre concede un lugar provisional al hiper-empirismo dialéctico y, lo que es más im portante aún, a pesar de que habla de la expe riencia dialéctica «d on d e se trata de aprender y no de corrob orar» (p . 103), «en la que nada es seguro» y donde es preciso «prosegu ir» (p. 753), se halla mucho más alejado en última instancia de lo que estuvo Marx de una renovación perpe tua, gracias a la dialéctica, de la experiencia hu mana en sus contenidos y en sus marcos de referencia. N o sé si la dialéctica histórica de Sar tre será menos dogmática que la de Marx, el cual no evita, a pesar de su relativism o realista, el giro escatológico. Pero no cabe duda de que a pesar de una m ayor insistencia en el carácter esencialmente humano de la dialéctica real y los múltiples grados de las mediaciones, Sartre se muestra incomparablemente más dogmático que Marx, tanto en su concepción general de la dia léctica com o en sus aplicaciones a la sociología. En resumen: es preciso concluir que el esfuer zo de Sartre para sintetizar el existencialismo, Hegel y Marx en su teoría de la razón dialéctica ha fracasado; sus escasas veleidades de seguir adelante — com o poner de relieve lo que es pro piamente «hum ano» y la insistencia en grados y en matices casi infinitos de la sumisión y de la liberación de lo humano, que no pueden prescin d ir de múltiples mediaciones— quedan com pro metidas por retrocesos lamentables.
Segunda parte: Exposición sistemática; tres aspectos de la dialéc tica; procedimientos dialécticos en sociología; dialéctica entre la sociología y las demás cien cias sociales.
G u rv itc h , 16
Las críticas y las dudas formuladas en las par tes anteriores de este libro no tenían p or objeto poner en cuestión la dialéctica, o siquiera qui tarle su capital im portancia para una sociología no dogmática. P or el contrario, mi tendencia constante ha consistido en tratar de dar a la dia léctica toda la virulencia, toda la fuerza y toda la com batividad posibles. Por ello he intentado liberarla de las múltiples sumisiones o, al menos, de los com prom isos conscientes o inconscientes de que hasta el presente se han hecho responsa bles incluso los más consecuentes dialécticos, al ser iníieles a la dialéctica de diferentes maneras. Deseo evitar a toda costa semejantes infideli dades. La expresión H iper-em pirism o dialéctico, con la que designo mi propia posición/ tiene su fuente en esta preocupación de fidelidad cons tante a una dialéctica impenitente. Sin embargo, dicha expresión ha suscitado algunos malentendi dos que quisiera disipar en las páginas que si243
Segunda parte
1.
T r e s
a s p e c to s
d e
la
d ia lé c t ic a
guen. Sin sacrificar nada de esta posición, pero esforzándome por precisarla y detallarla más, po dría denominarla también Dialéctica em piricorealista y señalar que culmina en un dinamismo relativista y pluralista en el que desemboca toda sociología antidogmática consciente de sí misma. Con todo, lo que importan no son las palabras, sino los problemas. Los examinaremos en las tres secciones siguientes: /. Aspectos de la dialéctica; II. M ultiplicidad de los procedim ientos dialécti cos operativos y su aplicación en la sociología; I I I . Dialéctica entre la sociología y las demás ciencias sociales.
La dialéctica se manifiesta bajo tres aspectos, que, ante todo, habría que distinguir cuidadosa mente para poder seguir de esta form a las sinuo sidades dialécticas de sus propias relaciones. A. Se trata, en prim er lugar, de su ámbito, que es a la vez el m ovim ento de totalización y de destotalización de las realidades humanas, so bre todo de la realidad social, considerada en to das sus manifestaciones, dimensiones, obras y expresiones. En tanto que movimiento real, la dialéctica es el camino (d ia ) adoptado por las to talidades humanas en vías de hacerse y deshacer se, en el engendramiento recíproco de sus conjun tos y de sus partes, de sus actos y de sus obras, así com o en la lucha que estas totalidades des arrollan contra los obstáculos internos y externos con que tropiezan en su camino. Dado que en es tas totalidades en m ovim iento reales se hallan incluidas las conciencias colectivas e individua245
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les, y, más ampliamente, los fenómenos psíquicos totales, con las múltiples significaciones humanas que captan y que los penetran, la dialéctica, en tanto que m ovim iento real, excluye toda proyec ción, tanto en el ser de la naturaleza como en la razón y en las conciencias separadas de las rea lidades de las que forman parte. En otras palabras: la dialéctica como m ovi miento real concierne a una realidad muy especí fica, la realidad humana cuya manifestación por excelencia es la realidad social. Ello prohíbe ini cialmente cualquier intento de referir la dialécti ca a todo materialismo, a todo esplritualismo, sea cual sea su form a, incluso aunque el ligar su des tino a una concepción filosófica aceptada de an temano no equivalga, de manera absoluta, a do mesticar la dialéctica y por ello a hacerla abso lutamente vana. B. En segundo lugar, la dialéctica es un mé todo y, más ampliamente, una manera de captar, de com prender, de con ocer — incluso fuera de todo método (p o r acción, por participación, por conocimientos que no sean científicos o filosófi cos)— el m ovim iento de las totalidades humanas reales. Dado que cualquier realidad que podemos captar, com prender o conocer está ya dialectizada por el m ero hecho de la intervención de lo humano, sea colectivo o individual, que convierte en dialéctico cuanto toca, el método dialéctico puede, en algunos de sus procedimientos, con vertirse en aplicable a tal o cual ciencia de la na turaleza, sin que por ello la realidad natural sea dialéctica en sí misma. En efecto: toda ciencia tiene que ver con marcos de referencia más o menos artificiales, con objetos construidos; en ellos interviene lo humano y, por mediación suya, la perspectiva social. Pero me parece cierto que el m étodo dialéctico se impone con vigo r infinita
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mente m ayor en las ciencias del hombre, donde se enfrenta con el m ovimiento dialéctico real. El m étodo dialéctico se caracteriza por algunos rasgos indicados parcialmente ya en la In tro d u c ción de esta obra. a) Consiste, ante todo, en la dem olición de todos los conceptos adquiridos y cristalizados, para im pedir su m om ifica ción , que procede de la incapacidad para captar las totalidades sociales en marcha, así com o en tener en cuenta sim ultá neamente los todos y sus partes, que se engen dran recíprocam ente. b) E l m étodo dialéctico contiene siempre un elemento de negación, no en el sentido de crear obligatoriam ente antinomias — lo cual no es más que uno de sus múltiples procedimientos opera tivos— sino porque niega las leyes de la lógica formal, cualquier abstracción, cualquier separa ción que no tenga en cuenta los conjuntos con cretos; en una palabra, porque niega la exclusi vidad de lo discursivo, que somete las totalidades concretas a unas etapas de recorrid o sin aplicar les una visión de conjunto. c ) En tercer lugar, el m étodo dialéctico es un m étodo de lucha contra toda simplificación, cristalización, inmovilización o sublimación en el conocimiento de los conjuntos humanos reales y, en particular, de las totalidades sociales. Pone de relieve com plejidades, sinuosidades, flexibilida des, tensiones siempre renovadas, así com o giros inesperados que la captación, comprensión y co nocimiento de estos conjuntos deben tener en cuenta para no traicionarlos. Por ello, el m étodo dialéctico, si quiere ser fiel a sí mismo, sólo puede abrirse sobre experiencias siempre renovadas, en las cuales se hacen varia bles y m óviles no solamente los contenidos (las mediaciones de diferente grado entre lo inmedia to y lo construido) sino los marcos de referencia
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mismos. En otras palabras: el método dialéctico desemboca, por una parte, en la experiencia del m ovim iento dialéctico real y, por otra, en la dialectización de la experiencia, que sigue siendo siempre, incluso en las ciencias de la naturaleza, una experiencia humana. La sorprendente afinidad que existe entre la dialéctica — tanto com o movimiento real cuanto como m étodo— y la experiencia ', pues ambas se apoyan mutuamente, se basa en el hecho de que las dos están referidas a lo humano. Nos deten dremos más detalladamente en la relación entre dialéctica y experiencia al objeto de precisar el sentido del «hiper-empirismo dialéctico», al que considero la única orientación dialéctica conse cuente consigo misma. Pero previamente quisie ra terminar de caracterizar el método dialéctico e insistir en las relaciones dialécticas que se es tablecen entre éste y el movimiento dialéctico real. d) Para dar todos sus frutos, el m étodo dia léctico sólo puede ser, repito, una purificación, una ruda prueba, una ordalia que mediante su fuego purificador elim ina toda toma de posición filosófica y científica previa, que derriba toda una serie de doctrinas clásicas y tradicionales y que prepara el camino para doctrinas nuevas, siem pre susceptibles de revisión. Así, en las ciencias de la naturaleza, el m étodo dialéctico rechaza por igual el mecanismo y el vitalismo, el geneticismo continuista y la teoría de las mutaciones bruscas, la concepción ondu latoria y la concepción corpuscular de la luz to mados separadamente, etc. En las ciencias del hombre, la necesidad del método dialéctico es especialmente intensa dado corresponde al m ism o movimiento de la rea lidad que se trata de seguir y perseguir. Este mé todo derriba las concepciones «institucionales» y
Tres asp ectos de la dialéctica
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las «concepciones culturalistas»; la oposición en tre lo estático y lo dinámico: el estructuralismo axiomático que se separa de los fenómenos socia les totales en marcha; el form alism o y el historicismo aislados el uno de! otro, etc. *. En resumen: el m étodo dialéctico es un llamamiento a la per petua destrucción de los «sistem as» en favor de la profundización siempre renovada de los pro blemas. N o es necesario recordar que el m étodo dialéc tico concebido de esta form a — esto es, hecho im penitente e intransigente, y por ello convertido en viru len to y siguiendo realmente su vocación— no puede ser ascendente ni descendente, ni, naluraímente, las dos cosas a la vez. Nío puede con ducir a la salvación ni a la desesperación, ni a la prim era a través de esta última. N o es ninguna panacea de reconciliación de la humanidad con sigo misma. Sólo es un arma muy eficaz contra todo dogmatismo, abierto o disimulado, tanto en las ciencias — y especialmente en las ciencias hu manas— como en la filosofía. Dado que la ma yoría de estas características son verdaderas tan to para el m ovim iento dialéctico real como para el m étodo dialéctico, llegamos así al tercer as pecto de la dialéctica: el de las relaciones dia lécticas entre el m étodo dialéctico y el movimien to dialéctico real. C. Este tercer aspecto de la dialéctica casi no ha llam ado la atención hasta el presente. Sin embargo, me parece capital. Si este aspecto ha sido descuidado, la responsabilidad de ello in cumbe tanto a dialécticos com o Hegel e incluso Marx com o a un espíritu tan cerrado para la dialéctica como fue Augusto Comte. Efectivamen te: para el espiritualismo de Hegel, el método dialéctico es om nipotente y se identifica con el concepto y con la razón que ayudan a Dios a crear
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el mundo y a volver a sí mism o por mediación suya. A la inversa, Marx considera que el método dialéctico es de im portancia secundaria, pues se limita a reproducir de modo más o menos ade cuado el m ovim iento dialéctico real. Si o embar go, ya vimos que ni en el propio Marx el método dialéctico refleja, siquiera parcialmente, la mul tiplicidad de los m ovim ientos dialécticos efecti vos (qu e Marx tuvo el gran m érito de destacar en la realidad social), pues este método sólo re curre a un solo y único procedimiento operativo. Al plantear el m ism o problema, pero de otra manera, cabe advertir que no existe un paralelis mo riguroso entre las esferas de lo real y las cien cias que las estudian. Tal paralelismo, presupues to en el dogm atism o racionalista de Augusto Comte, condujo a éste a ignorar las ciencias interme diarias (com o la físico-química, la bioquímica, la psicofisiología, la psicosociología, etc.). De hecho, el número de las ciencias no solamente no se corresponde con el de las esferas disccrnibles de la realidad, sino que cada ciencia construye su objeto utilizando sus propios marcos operatorios, más o menos artificiales, pero destinados a hacer ese ob jeto m anejable con vistas a la verificación y a la explicación, e incluso, en el peor de los casos, a la experimentación controlada. Cabe de cir que cada ciencia toma carrerilla ante una de las esferas brutas de la realidad para penetrar en ella m ejor y más profundamente. Se advierte, pues, que existe una dialéctica en tre las esferas de lo real, el marco operativo de una ciencia, incluido el m étodo que aplica, y, por último, el objeto que de esta manera construye. Ahora bien, esta dialéctica es particularmente in tensa en las ciencias del hombre debido a su carácter com prom etido y a las valoraciones cons cientes e inconscientes contra las que debe luchar sin tregua.
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Con m ayor razón es imposible pretender que el m étodo dialéctico corresponda a la multipli cidad de los m ovimientos dialécticos reales, pues asi acabaría p or fragmentarse hasta el infinito. En sentido opuesto, el mantenimiento de un solo procedim iento operativo del método dialéctico, aplicable a la multiplicidad de los movimientos dialécticos reales diversamente orientados y a veces irreductibles, muestra ser también insos tenible: ello implicaría una inflación y un fe ti ch ism o de las antinomias, y provocaría, a través de ello, un retorno al dogmatismo. Consiguientemente, el único camino que se abre ante nosotros consiste en la distinción entre va rios procedim ientos operativos de dialectización o esclarecim iento dialéctico, procedimientos que corresponden, todos ellos, al m étodo dialéctico pero que son aplicables ya exclusiva, ya concu rrente, ya conjuntamente. El número de estos procedim ientos de dialectización no me parece lim itativo. Siem pre pueden descubrirse otros nue vos. En el estado actual de nuestros conocimien tos, creo poder distinguir cinco procedimientos operativos en los cuales se manifiesta el método dialéctico. 1. La com plem entariedad dialéctica 2. La im plicación dialéctica mutua. 3. La ambigüedad dialéctica. 4. La polarización dialéctica. 5. La reciprocidad de perspectiva. En la próxim a sección trataré de precisarlos de manera detallada, eligiendo mis ejemplos so bre todo en el terreno de la sociología, donde co bran excepcional relieve. Las características distintivas de cada uno de estos procedimientos, así como los problemas que exigen su aplicación preferencial, concurrente o concomitante, serán definidos con detalle. Seña laré, por el momento, que es siempre la expe-
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rien d a misma la que, en última instancia, decide por sus contenidos concretos la opción a realizar entre los múltiples procedimientos operativos de dialectización, a pesar de que la misma experien cia, a su vez, se profundiza, se amplía, se hace infinitamente flexible y variable incluso en sus marcos de referencia mediante la aplicación de estos procedimientos. Partiendo de este tercer y último aspecto de la dialéctica — el de las relaciones entre el m é todo dialéctico, el movimiento dialéctico real y los objetos dialectizados por el conocimiento, en particular en las ciencias humanas y especialmen te en la sociología— , he creído poder designar mi concepción como h iper em pirism o dialéctico o com o dialéctica empírico-realista. Pero, se objetará, tal vez, ¿no es acaso una con tradicción flagrante pretender vincular el destino de la dialéctica al em pirism o y ai realismo, tras haber rechazado toda toma de posición filosófica previa a la dialéctica, que la convertiría en vana y dogmática? El empirismo y el realismo, sea cual fuere el modo de interpretarlos, siguen siendo doctrinas filosóficas; en este caso concreto su apología sería realizada mediante la falsificación de la dialéctica. Para responder a esta objeción creo necesarias las precisiones siguientes: 1. Para el hiper-empirismo dialéctico, el m éto do dialéctico es un camino que desemboca, no ya en el empirismo, tomado en el sentido de una doctrina cualquiera, sino en experiencias infini tamente variadas cuyos marcos de referencia se renuevan sin cesar. Estas experiencias nos reser van siempre nuevas sorpresas, muestran giros imprevisibles e inesperados, en los que a veces se abren abismos insospechados. N o se trata de superponer a la dialéctica un nuevo empirismo, sino de unir la demolición perpetua de los con
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ceptos a nuevos puntos de partida y a nuevos puntos de llegada convertidos en contingentes y móviles, para seguir la inagotable riqueza de lo real. He aquí el prim er sentido de la afirmación de que la dialéctica impenitente e intransigente es hiper-empirista y realista, y de que la experien cia que m odifica sin cesar sus propias bases im plica la dialéctica de manera inmanente. 2. En segundo lugar, la sorprendente afinidad que existe entre dialéctica y experiencia se con firma p or el destino en cierto modo análogo que han tenido en la historia del pensamiento el em pirismo y la dialéctica. lie recordado ya esta his toria en el Prefacio de este libro. Se me excusará que vuelva sobre ella. El empirismo, en su ins piración primera, no es una toma de posición filosófica sino una tarea de limpieza previa, de destrucción de cuanto se opone directa o indi rectamente a que se entre en contacto con las sinuosidades de lo real, a que se penetre en este último. A l igual que la dialéctica, el empirismo ha sido desviado de su vocación por el carácter apologético y subordinado que se le ha atribuido. También ha sido transformado en instrumento de justificación de tesis preconcebidas, que le son esencialmente extrañas. Este hecho es cierto para todos los tipos de doctrinas empiristas conocidos históricamente. Se refiere no solamente a las formas clásicas del empirismo: comprende tam bién la apología de las sensaciones aisladas y su combinación mecanicista en Condillac; la de la reflexión que guía las sensaciones por mediación de las asociaciones en Locke y Hume; la glorifi cación positivista, desde Mili y Littré hasta la mayoría de los sociólogos americanos y de sus imitadores europeos, de los «hechos dados y ob servados» como si fueran guijarros diseminados en un cam ino y que sólo exigen ser recogidos. Estos sociólogos han elevado a culto la disper-
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sión y -Ja recolección, pues les libera de todo es fuerzo de análisis y de explicación. El empirismo sigue estando domesticado y continúa siendo también apologético en interpretaciones más re finadas y recientes de la experiencia que se pre sentan como «radicales»: « lo inm ediato», que se supone es alcanzado en la experiencia religiosa en James, en la experiencia afectiva en Rauh y Scheler, o en la experiencia de las esencias por el Y o trascendental en Husserl, o, por último, en la «experiencia existencial» del individuo en Sartre. Sin embargo, este «lo inm ediato» 1 1 0 es más que una construcción introducida artificialmente de antemano en la experiencia, para encontrarla en ella a continuación. 3. A decir verdad, toda experiencia (trátese de la experiencia vivida, de la experiencia cotidiana o, por últim o, de la experiencia preparada por los marcos operativos de las diferentes ciencias) im plica «m ediaciones», intermediarios, grados di versos entre lo inm ediato y lo construido. Estos dos extremos, efectivam ente, son solamente ca sos lím ites y suponen una infinidad de pasajes. En resumen: toda experiencia nos sitúa ante ma dejas irresolubles de «mediaciones de lo inme diato» e «inmediaciones de lo m ediato», lo cual convierte en dialéctica toda experiencia. A partir del m om ento en que se form ula una teoría unívoca de la experiencia con el objetivo de servir a una concepción previa — llámese sen sualismo, asociacionismo, positivismo, criticismo, pragmatismo, fenom enología, existencialismo o misticismo—- se deform a la experiencia, se la de tiene, se destruye lo im previsible, la infinita va riedad y lo inesperado de sus propios marcos, al utilizarla com o patrón de validación de una posición adoptada de antemano. Sin embargo, lo que hace a la experiencia tan próxima de la dia léctica bajo todos sus aspectos y lo que hace de
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la dialéctica — por decirlo así-— el m otor de la experiencia, es el carácter muy particular de esta última. I..a experiencia, efectivam ente, rompe sin cesar sus propios marcos de referencia. Repetiré las fórm ulas del Prefacio, pues no consigo hallar otras más adecuadas. La experiencia es semejan te a un auténtico Proteo. Se nos escapa cuando creem os tenerla, nos engañamos cuando creemos haber penetrado en su secreto, som os sus v icti mas cuando creemos habernos liberado de ella, aunque sólo sea por u n instante. Además, bajo la dispersión puede ocultarse una cierta unidad; y, bajo la coherencia impuesta desde hiera (p or ejem plo, por el experim entador), una m ultiplici dad irreductible. ¿Cóm o es posible negar, en es tas condiciones, el parentesco profundo entre ex periencia y dialéctica? Sin em bargo, hay que distinguir la experiencia trabajada p or las ciencias de la naturaleza — en la que sólo se prestan a la dialectización los marcos operativos (el aparato conceptual) por que son inseparables de la intervención del coe ficiente humano, y en particular social— , de la experiencia trabajada p or las ciencias del hom bre y especialmente p or la sociología. En este últim o caso, no se trata simplemente de una dia lectización particularmente intensa de los mar cos operativos, del aparato conceptual que inter viene en la experiencia, sino del contenido real de la experiencia misma, que es a su vez dialéc tica. Pues lo que es experim entado en estas cien cias humanas, y fuera de estas ciencias, es la rea lidad humana y social, com prendida esencialmen te en un m ovim iento dialéctico. Aquí, pues, la experiencia se hace doblem ente dialéctica: por su carácter y p or su contenido. Ello nos conduce a precisar ahora el sentido exacto del realismo dia léctico. 4. No se trata, para mí. de reanudar la anti-
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p a rte
gua disputa filosófica entre idealismo y realismo, o de aprovechar la dialéctica para demostrar su inutilidad. Esto es asunto de la filosofía, y aquí no me ocupo de ella. La dialéctica empírico-rea lista que sostengo se refiere a otro problema: el de la im posibilidad de una dialéctica que rio sea manifestación de un m ovim iento propio de esta realidad específica que es la realidad de lo huma no y de lo social. Aquí el empirism o dialéctico y el realism o dialéctico no son solamente parientes cercanos: representan una sola y la misma cosa. Si la experiencia es siempre humana v nada más que humana, la realidad que se halía en movi miento dialéctico posee igualmente los mismos caracteres. Tanto que, en la realidad social, la experiencia y la dialéctica se recubren perfecta mente, pues las tres consisten en obras y en ac tos colectivos e individuales, muy frecuentemente interpenetrados, que se extienden sobre cuanto de cerca o de le jos es obra de lo humano y de lo social, sobre cuanto rodea a la sociedad y a sus participantes y es modificado por ellos. La experiencia directa, idéntica a la realidad social, que a su vez es idéntica al movimiento dialéctico, es el esfuerzo de los hombres, de los Nosotros, de los grupos, de las clases, de las so ciedades globales para orientarse en el mundo, para adaptarse a los obstáculos y para vencerlos, para modificarse y modificar su entorno. Se trata de la praxis individual y colectiva a la vez, que incluye la producción de obras culturales, y, por último, la producción de los hombres, de las co lectividades y de las estructuras, de las que habló Marx. Igualmente, la experiencia trabajada por las ciencias humanas, y muy particularmente por la sociología, es la que se halla más cerca de la ex periencia de lo humano por lo humano en Ja praxis social directa, en tanto que primera mani
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festación del m ovim iento dialéctico real. Pues, al igual que la praxis directa, esta experiencia de la realidad social trabajada por las ciencias hu manas no solamente pone de relieve la necesidad de recurrir a los procedimientos dialécticos ope ratorios sino que representa una experiencia de los contenidos dialécticos: la experiencia del m o vim iento dialéctico real propio del mundo huma no y de las manifestaciones de este movimiento en los objetos del conocimiento, construidos por la sociología y por la historia. P o r el contrario, a pesar de seguir, siendo hu mana y de adm itir una dialectización — y ello tan to más cuanto que las ciencias de la naturaleza form an parte de las obras culturales y actúan sobre las estructuras sociales, de la misma ma nera que llevan la huella de éstas— la experien cia trabajada p o r las ciencias de la naturaleza se refiere a contenidos que, en sí mismos, no tienen nada de dialéctico. P o r ello, la aplicación de los procedimientos de dialectización es muy limitada en las ciencias de la naturaleza, y la mayoría de ellas carecen de utilidad. En las Ciencias del H om bre, y espe cialm ente en sociología y en historia, la situación es la inversa. Estas ciencias no pueden prescin dir, sin caer en el dogmatismo y en la sublima ción arbitraria de situaciones particulares, del conjunto de los procedimientos dialécticos ope rativos. Por consiguiente, analizaré los diferentes m o dos de dialectización preferentemente en sus apli caciones a la sociología, pues es la m ejor manera de poner de relieve su alcance exacto. Llegamos así a la segunda sección de la exposición sistemá tica: «M ultiplicidad de los procedimientos dia lécticos operativos y su aplicación en sociología.»
C u rvi tch, r»
2. Multiplicidad de los procedimientos dialécticos operativos y su aplicación en sociología
C om o se ha señalado ya, uno de los graves errores de todas las dialécticas elaboradas hasta el presente ha sido su tendencia a reducir todos los procedim ientos dialécticos operativos a uno solo, e l de la antinomia, es decir, la polarización entre los contradictorios. Incluso aquellos pensa dores que han advertido que la dialéctica como m ovim iento real puede desenvolverse a diferen tes niveles y en direcciones variadas, han impul sado sin embargo, a la dialéctica, considerada como m étodo, hacia la polarización de los con tradictorios. Por ello no me he cansado de denun ciar esta inflación de antinomias en la mayoría de los dialécticos, inflación artificial y que con duce al fetichism o de la antinomia. Desde este punto de vista, los adversarios de las síntesis o de las superaciones dialécticas de los contradic torios (com o Damascio, Fichte, Proudhon o Kierkegaard) no son menos culpables que los parti darios de estas mismas síntesis (llám ense Plotino, 258
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Leibniz, Hegel, Marx o, más recientemente, JeanPaul Sartre). Por otra parte, la introducción actual del mé todo dialéctico en las ciencias de la naturaleza, cuyo ámbito real no tiene en sí mismo nada de dialéctico, va acompañado de la tendencia inver sa a reducir todo el m étodo dialéctico al proce d im iento operativo de la complementariedad. Esto es lo que se desprende claramente de las obras de N iels Bohr, Louis de Broglie, Heisen berg, von Neumann o Gonseth, cuyos nombres he tenido ya ocasión de citar en la In trodu cción de este libro. El error consiste aquí en concluir con excesivo apresuramiento que si en las cien cias de la naturaleza el procedimiento operativo de la complementariedad dialéctica es el único aplicable, e llo debería ser igualmente cierto para las ciencias del hombre. Pero esto es olvidar la diferencia esencial entre las ciencias del hombre y las ciencias de la naturaleza, su dualidad basa da en la irreductibilidad de los ámbitos en las qüe se proponen penetrar: por una parte, la rea lidad humana y social, sometida a un m ovimien to dialéctico, y, por otra parte, la realidad de la naturaleza, que no es dialéctica. Ahora bien, esta divergencia fundamental tiene por consecuencia que el estudio de la realidad humana y social exi ge la aplicación del con ju n to de los procedim ien tos operativos disponibles, mientras que el estu dio de la realidad de la naturaleza sólo admite algunos, e incluso de manera restrictiva. Precisaré ahora en qué consisten los cinco p ro cedim ientos operativos dialécticos, para mostrar de pasada p o r qué cada uno de ellos resulta igual mente indispensable, concurrente o conjuntamen te, para el trabajo de esta ciencia humana pri m ordial que es la sociología.
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1. La com plem entariedad dialéctica.— E n este procedim iento operativo se trata de poner de ma nifiesto que una determinada exclusión recíproca de términos o de elementos contrarios es sólo aparente; y que en realidad esos términos o ele mentos se muestran gemelos, com o dobles que se afirm an recíprocam ente y que entran, por ello, en los mismos conjuntos, lo s cuales, p o r otra parte, pueden ser de muy diferentes géneros. En efecto, estos conjuntos pueden ser concep tuales o reales, más coherentes o menos coheren tes. Por ejem plo, en las ciencias de la naturaleza inanimada se trata de conjuntos puramente con ceptuales y de coherencia muy relativa. Así, des pués de que Niels Bohr, Louis de Broglie, J.-L. Destouches, etc., aplicaron la dialéctica de com ple mentariedad a las ondas y corpúsculos, Heisen berg y von Neumann la aplicaron a las relaciones entre posición y velocidad de los electrones. Está claro que aquí la dialéctica de com plem entarie dad se propone simplemente mostrar la relativi dad y la insuficiencia de los conceptos contrarios, utilizados para expresar un conjunto conceptual que no se consigue delim itar de otra manera. Ateniéndonos aún a los conjuntos conceptua les pero pasando a las ciencias humanas (y en particular a la sociología), observemos que los tipos microsociales (manifestaciones de la socia bilidad), los tipos de agrupamientos, los tipos de clases sociales y los tipos de sociedades globales se presentan, ante todo, como incluidos también en una dialéctica de complementariedad. E fecti vamente: cada uno de estos cuatro tipos parece entrar en conflicto con los demás, cuando lo cier to es que los unos carecen de sentido sin los otros, pues no pueden ser aislados entre sí ni reducidos los unos a los otros. No es posible, en efecto, establecer una tipología de las sociedades
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globales y de las clases sin tomar en considera ción la tipología de los grupos y de las manifes taciones de Ja sociabilidad que surgen en su seno, y recíprocamente. Pero com o los conjuntos con ceptuales de los que se ocupa Ja sociología son mucho más coherentes que los edificados por las ciencias de la naturaleza, ya que deben servir para estudiar con juntos reales que se engendran a su vez en un movimiento dialéctico directo, la dialéctica de complementariedad resulta aquí una etapa previa, una primera etapa de dialectización. En efecto, dado que los tipos sociales de esca las diversas sólo pueden ser construidos en fun ción los unos de los otros, exigen la iluminación de la «im plicación mutua». Pueden llegar a ser hasta tal punto simétricos que tengan que ser colocados en reciprocidad de perspectiva, lo cual no excluye en absoluto que no puedan entrar en contradicción y exigir así la iluminación dialéc tica de la polarización. Ello es todavía más cier to, evidentemente, cuando no solamente se trata en sociología de los marcos conceptuales opera tivos — tales como los tipos— sino de las mani festaciones de los conjuntos sociales reales mis mos (com o los Nosotros, los grupos, las clases, las estructuras, las sociedades globales). Natural mente, volveré más adelante sobre el alcance de la complementariedad dialéctica en este terreno. Previamente, sin embargo, insistimos en dos puntos que no hay que perder de vista cuando se discute sobre el problema de la «complemen tariedad» dialéctica. Primera precaución: no de jarse engañar p or complementariedades dialécti cas falaces y engañosas, y que en realidad no son en absoluto tales. Segunda precaución: distinguir cuidadosamente entre tres géneros muy diferen tes de complementariedad dialéctica. Sería completamente equivocado confundir la complementariedad dialéctica con extremos que
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es posible unir. Por ejem plo, no hay duda de que el polo N orte y el polo Sur, el Oriente y el Occi dente, el polo positivo y el polo negativo de la corriente eléctrica, el blanco y el negro, lo alto y lo bajo, el día y la noche, lo caliente y lo frío, el invierno y el verano, la derecha y la izquier da, etc., son complementarios. Estos extremos carecen de sentido los unos sin los otros. Con todo, nada tienen que ver con la complementariedad dialéctica. En efecto: a pesar de la pre sencia de múltiples interm ediarios entre estos extremos, una vez que éstos han sido alcanzados no se plantea problema alguno de un conjunto, de una totalidad no ya real sino incluso concep tual, ni se entrevé incapacidad alguna de los Con ceptos en cuestión. En otras palabras: los pro cedim ientos discursivos resultan en estos casos enteramente suficientes, y la dialéctica no tiene realmente nada que ver en ello, ni siquiera bajo su aspecto más simplificado de puesta en relación de complementariedad dialéctica. Para volver a esta última, conviene distinguir tres géneros de este procedim iento operativo, cosa que no hacen los protagonistas de la «com plementariedad' dialéctica», procedentes de las ciencias exactas. Estos tres géneros de com ple mentariedad dialéctica son los siguientes: a ) Com plementariedad de las alternativas que resultan no ser tales; b ) complementariedad de las com pensaciones; c ) complementariedad de los ele mentos que van en la misma dirección. Lo que une a estos tres géneros de complementariedad es que se trata siempre de términos o de elemen tos que se completan en un m ism o conjunto. A. Com plem entariedad de las alternativas que resultan no ser tales. Este genero de com ple mentariedad es el que ha sido aplicado por los físicos modernos. Se trata de complementariedadcs que se ocultan recíprocamente, que ocultan
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la una la visión de la otra, como ocurre — lo re petiré pues la imagen es clara— con las dos ver tientes de una misma montaña, las cuales sólo se hacen visibles simultáneamente cuando se llega a la cumbre. La imagen, ideada por el matemá tico F. Gonseth, se refiere a los conjuntos con ceptuales de las ciencias exactas. Así ocurre en la relación entre corpúsculo y onda, entre posi ción y velocidad, entre infinitamente grande e in finitam ente pequeño, y, más ampliamente, entre todas las alternativas que equivocadamente se considera que no pueden encontrarse — y por tan to entrar en lucha— porque se rechaza su inte gración en un m ism o conjunto donde, al dejar de ser alternativas, se completan. Esta complementariedad de las alternativas que se ocultan recíprocamente porque se ignora que entran en el mismo conjunto (del que son únicamente aspectos) es característica, entre otras, de las diferentes concepciones sociológicas del siglo x ix que han insistido en un «fa c to r pre dom inante» (geográfico, biológico, demográfico, técnico, psicológico, espiritual, etc...) que actua ría separadamente en la realidad social y que destruiría así su totalidad. Igual tendencia carac teriza a las erróneas concepciones de los repre sentantes de las ciencias sociales particulares, que frecuentem ente oponen «lo económ ico», «lo p olítico», «lo cultural», etc., como irreductibles entre sí, sin advertir que se trata de aspectos complementarios de los fenómenos sociales to tales. En filosofía, los kantianos interpretaron así, equivocadamente, la relación entre norma y rea lidad, así como la relación entre libertad y determinismo. También así los seguidores de Dilthey y de M ax Weber ayer y los partidarios de la feno m enología y del existencialismo hoy pretenden resolver, equivocadamente, el problema de la re
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lación entre «explicación » y «com prensión». Aquí, el progreso del análisis filosófico podría consistir en demostrar que las alternativas que parecen m overse en esteras separadas son en realidad complementariedades que se velan recíprocam en te porque no se consigue entrever el conjunto específico al que pertenecen: el de la condición humana y de las totalidades sociales ( donde ade más pasan de la complementariedad dialéctica previa a la dialéctica de im plicación mutua). Así, el aislamiento de las normas y de la rea lidad resulta inútil cuando se advierte que las prim eras están llamadas a com batir los obstácu los concretos que se oponen a la realización de los valores. Es evidente que no se prescribe a una madre que quiera a sus hijos que los ame, ni a un soldado valeroso que lo sea. Esta dialéc tica de complementariedad entre norma y reali dad se hace más profunda cuando se considera el funcionamiento de las normas en la realidad social a la vez com o prescripciones y como cau sas. P or otra parte, cuanto más eficaces mues tran ser las reglas, menos acentuado se halla su elem ento normativo, sin hablar de los «hechos norm ativos» que corresponden al ám bito del de recho o de la garantía de la eficacia del «d eb er ser» conducido al ser *. La dialéctica de complementariedad entre com prensión y explicación nos servirá de segundo ejem plo. Para «explicar», es preciso integrar he chos particulares en un conjunto más o menos coherente del que son manifestaciones. Pero, para hacerlo, hay que «com prender» este conjunto y los caracteres de su coherencia. N o es posible, pues, explicar sin comprender ni comprender sin desembocar en una explicación, pues los dos tér minos se muestran como momentos de un solo e idéntico proceso 2. Cuando se tratan conjuntos sociales penetrados de significaciones humanas
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y que se afirman com o totalidades de los esfuer zos mediante los cuales estos conjuntos se engen dran a sí mismos, la complementariedad dialéc tica entre comprensión y explicación se transfor ma en dialéctica de implicación mutua. B. E l segundo género de com plem entariedad dialéctica es el de la com pensación u orientación en la d irección inversa. Así es, en el conjunto de la experiencia humana e independientemente de su manipulación por las Ciencias del Hom bre, la relación entre esfuerzo y resistencia, dado y construido, mediato e inmediato, continuo y dis continuo, superficial y profundo, cualitativo y cuantitativo, etc. Sólo se trata aquí de direccio nes que van en sentido inverso y cuyos puntos de culminación no es posible alcanzar. Este gé nero de complementariedad abre un camino par ticularmente amplio a grados cuasi-infinitos de pasajes intermedios. En el ám bito de la realidad social, las relacio nes entre lo organizado y lo espontáneo, lo es tructurado y lo no estructural, lo sim bolizado y el símbolo, exigen esencialmente ser esclarecidos mediante la complementariedad dialéctica de compensación. Lo m ism o ocurre con las relacio nes entre «N o so tro s» y «Relaciones con O tro», o con las que se establecen entre los tres grados de N osotros (la Masa, la Comunidad y la Comu nión). Tom emos algunos ejemplos. Lo organizado corre el peligro de esclerotizarse; lo espontáneo, el de la impotencia. Lo organizado es vivificado en diferentes grados por la penetración de lo es pontáneo, pero, más allá de un cierto lím ite, corre el peligro de ser destruido o de estallar p or su presión explosiva. A la inversa, lo organizado que trata de dominar lo espontáneo puede romperse o amenazar la existencia de las estructuras y fe nómenos sociales totales subyacentes. Con fre
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cuencia, cuanto más dom ina lo organizado menos interviene la espontaneidad, y cuanto más actúa esta última menos se impone lo organizado. Esta mos entonces en plena dialéctica de complementariedad por compensación. Pero esto no excluye en absoluto que en otros momentos lo espontá neo y lo organizado se impliquen mutuamente (com o en las organizaciones que consiguen man tener una democracia eficaz) o, por el contrario, que se polaricen en antinomias irreductibles (com o ocurre durante los períodos pre-revolucionarios o durante las contrarrevoluciones). Para acudir a otro ejem plo, señalaré el juego de complementariedad de compensación dialéc tica que se desarrolla entre los símbolos y los contenidos simbolizados. Si todos los símbolos a la vez revelan al ocultar y ocultan al revelar; si simultáneamente impulsan a la participación y constituyen obstáculos para esta última, se puede advertir que, cuanto más com plejos y po derosos son los símbolos, menor im portancia y eficacia conserva lo simbolizado, que en último extrem o termina por ser engendrado p or los sím bolos. Por el contrario, cuanto más consigue lo simbolizado dom inar los símbolos, menos indis pensables se hacen éstos. En último término, su simplificación y su relatividad conducen a la ade cuación de la expresión y a la participación di recta. Pero aquí estas relaciones de complemen tariedad de compensación no son tampoco ex clusivas. En algunos momentos, que correspon den a las épocas creadoras de desarrollo de nue vas obras culturales, los símbolos y los conteni dos simbolizados pueden implicarse mutuamen te, apoyarse con intensidad o incluso, en cierto grado, entrar en reciprocidad de perspectivas. Pero también pueden, en las épocas de crisis y de decadencia (épocas de fatiga general de los símbolos, en las que no se consigue hallarles su-
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cesorcs y en las que los contenidos simbolizados que han perdido todo su atractivo se debilitan), entrar en conflicto, polarizarse y convertirse en antinómicos. Tomemos, como tercer ejem plo de la complementariedad por compensación dialéctica, la que puede afirmarse entre los Nosotros v las «rela ciones con O tro». Si los Nosotros — es decir, las fusiones parciales en las que los miembros se afirman a la vez com o irreductibles y como parti cipantes en un todo, com o múltiples y a la vez uni dos por la interpenetración— representan uno de los prim eros hogares del m ovim iento dialéctico en la realidad social, las relaciones con Otro — es decir, las manifestaciones de la sociabilidad por oposición parcial, que presuponen los Nosotros— no hacen sino ampliar este movimiento. Los par tidarios americanos de las « interpersonal rela tio n s » y sus émulos europeos, que pretenden re ducir toda la realidad social a las relaciones con Otro, ignoran tanto el carácter dialéctico de estas relaciones com o el del conjunto de la realidad social. También aquí se manifiesta la dialéctica bajo un aspecto doble. Por una parte, las relaciones con Otro no pueden ser aisladas de los Nosotros ni tampoco confundidas con estos últimos (lo cual presupone el esclarecimiento de la implicación dialéctica mutua); por otra parte, tales relacio nes frecuentemente tienden a convertirse en com plementarias de los Nosotros, en el sentido del ju ego de compensación. Así, cuanto más se hallan integrados los m iem bros de un Nosotros efecti vamente en él, menos necesitan de las relaciones con los Otros que form an igualmente parte de él. A la inversa, cuanto menos efectivamente se ha llan integrados en un Nosotros, más necesitan, a título de compensación, de relaciones con Otros intrínsecas o extrínsecas a este Nosotros. Desde
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este punto de vista, la comunidad es indiscutible mente un hogar más propicio a relaciones múl tiples con Otro que la comunión. Si es equivocado afirmar sin reservas que la masa aparece como un hogar todavía más favorable que la comuni dad a las relaciones con otro, ello se debe exclu sivamente al hecho de que, en este caso, se trata sobre todo de fusión a distancia, y a menudo de gran envergadura. Para cerrar estas ilustraciones sociológicas de la complementariedad dialéctica ligada a un jue go de compensación, mencionaré los diferentes papeles sociales que los individuos se ven obli gados a desempeñar en tanto que participantes en diversos grupos sociales. Así, es posible asu mir un papel importante en un sindicato, un par tido político o el parlamento y desempeñar un papel muy borroso en la propia fam ilia. Se pue de ser un buen compañero, no superar la media en la oficina o en la fábrica y ser en casa un au téntico verdugo. Se puede desempeñar un papel considerable com o científico o profesor y no con seguir desempeñar el menor papel en el propio partido, en el sindicato o siquiera en el hogar, et cétcra 3. En el ámbito de la vida psíquica, las coloracio nes intelectual, em otiva o voluntaria del fenóme no psíquico total, así como los «estados menta les», las opiniones y los «actos mentales» que ca racterizan ese mism o fenómeno, exigen a su vez, para ser estudiados en todas las sinuosidades de sus relaciones, el esclarecimiento del procedi miento dialéctico operativo de la complementa riedad de compensación 4. Por último, cuando se trata de los diferentes grados de la libertad humana, tanto colectiva como individual (y muy frecuentemente de las dos a la vez), libertad que pertenece simultánea mente a la vida psíquica y a la vida social, el es-
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cíarecimiento p or la dialéctica de la complementariedad por compensación parece imponerse. Efectivamente: si, en la libertad humana, se dis tinguen los grados siguientes: a) la libertad que decide según sus preferencias subjetivas; b ) la libertad que es realización novadora; c ) la liber tad-opción; d ) la libertad-invención; e ) la liber tad-decisión, y f ) la libertad-creación, entonces para seguir las sinuosidades concretas de sus re laciones resulta indispensable la complementariedad de compensación. Y, en efecto, el fallo o la debilidad en uno de estos grados tiende a ser compensado por el éxito o la intensidad de los demás 5. C. E l tercer género de com plem entariedad dia léctica es la com plem entar iedad de elementos que van unas veces en la misma dirección y otras en direcciones inversas. Se trata aquí de contra rios que se complementan, en el seno de un con junto, por un m ovim iento doble que consiste en crecer e intensificarse tan pronto en la misma dirección como en direcciones opuestas, gracias al juego de las compensaciones. Por ejemplo, si la realidad social se revela para nosotros como pluridimensional — es decir, dis puesta en escalones o niveles en profundidad— advertim os que, según los tipos de sociedades globales, de las clases y de los grupos (y tam bién según las coyunturas particulares), la base m orfológica, los aparatos organizados, las prác ticas, los modelos, los papeles, las actitudes, los símbolos, las conductas efervescentes y las ideas y valores colectivos pueden unas veces orientarse todos ellos en una misma dirección y mostrar en otras ocasiones divergencias considerables y tender entonces a compensaciones. Así, cuando los aparatos organizados, las actitudes, las ideas y los valores divergen en una sociedad, pueden, antes de chocar y polarizarse, compensarse.
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Daremos algunos ejemplos de ello. Si por ra zón de su situación geográfica, de la penuria de población o de la superpoblación, por la escasez de sus riquezas naturales, etc., la base m orfoló gica plantea problemas especiales, entonces los aparatos organizados, las prácticas y los mode los, los papeles, las actividades y los símbolos, y los esfuerzos colectivos directos pueden, sepa rada o conjuntamente, tender a compensar este desfallecimiento (ta l es en cierto modo el sentido de los famosos «desafíos» de Toynbee). Los apa ratos organizados ineficaces o demasiado pesa dos pueden ser compensados por prácticas ac tuantes y símbolos apropiados, etc. Inversamen te, los modelos y símbolos esclerotizados pueden ser compensados tanto por organizaciones diná micas como por papeles, actitudes, ideas y valo res que manifiesten un talante particular. Nos hallamos aquí en plena dialéctica de complementariedad por compensación. Igualmente, en determinadas situaciones, llega a ocurrir que los Yo, los Otros y los Nosotros se completen al orientarse todos en una misma dirección, y que, en otras, entren en un juego de compensaciones al orientarse en direcciones inversas, lo cual también ocurre en el caso de los elementos microsociales, de grupo y globales. Por ejem plo, la debilidad de determinados gru pos puede ser parcialmente compensada por la intensidad de los Nosotros que entran en su seno, o la debilidad relativa de una sociedad global puede ser compensada por la fuerza de los gru pos que se hallan integrados en ella. E llo es igualmente cierto en la vida psíquica, en lo que se refiere a contrarios tales como lo consciente y lo inconsciente, que se completan en el fenómeno psíquico total: frecuentemente son comprendidos en un ju ego de compensacio
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nes dialécticas, lo cual no les impide ir a veces en el mismo sentido. P o r último, fuera de la realidad humana, este género de complementariedad dialéctica de doble orientación es también aplicable al estudio de la relación de las células de un cuerpo vivo, las unas con respecto a las otras, por una parte, y en su conjunto, por otra, e igualmente a la rela ción entre lo vital, lo fisiológico y lo psíquico. Ello podría contribuir a cerrar la discusión entre mecanicistas y vitalistas, o entre fisiólogos y psi cólogos... Sin embargo, es preciso destacar que si el pro cedimiento de complementariedad dialéctica cu yos tres géneros hemos distinguido halla, en al gunos casos muy limitados, aplicaciones en las ciencias de la naturaleza (donde se refiere sólo al aparato conceptual y no a un movimiento real), los otros procedimientos dialécticos — la im pli cación mutua, la ambigüedad dialéctica, la pola rización y la reciprocidad de perspectivas— sólo son aplicables en las ciencias humanas y en par ticular en la sociología, donde los imponen las propias totalidades reales en movimiento. Por otra parte, la mayoría de los ejem plos que he mos tomado en la realidad social — com o los ni veles o escalones en profundidad, las relaciones entre el Yo, el Otro y el Nosotros, v por último las relaciones entre las manifestaciones de la sociabilidad, los grupos y las sociedades globa les— exigen, según las situaciones y los cambios de sus movimientos, la aplicación conjunta y con currente del esclarecimiento de todos los demás procedimientos operativos dialécticos. 2. Llegamos así a la im plicación dialéctica m u tua. liste segundo procedim iento del método dia lé ctico consiste en hallar en los elementos o tér m inos a prim era vista heterogéneos o con tra rios,
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unos sectores, por decirlo así, de intersección, que se delimitan, se contienen y se interpenetran has ta cierto punto, o que son parcialm ente inmanen tes los unos respecto a los otros. Por ejem plo, es imposible precisar la relación entre la vida psíquica y la vida social — o. más exactamente, la relación entre los fenómenos psí quicos totales y los fenómenos sociales totales— 6 sin recurrir al esclarecimiento dialéctico de la implicación mutua. Pues en lo social existe el elemento psíquico, y en lo psíquico existe el ele mento social. Si la realidad social no se reduce a sus exteriorizaciones en la base m orfológica, en las técnicas y en las organizaciones; si no se reduce a sus cristalizaciones en las estructuras y en las obras culturales, lleva en sí tensiones crecientes o decrecientes hacia reacciones más o menos espontáneas que se manifiestan en los grados variados de lo inesperado, lo fluctuante, lo instantáneo y lo imprevisible, y que corres ponden a lo que se denomina lo «psíqu ico». In versamente, lo psíquico no es el estado interno de una conciencia individual cerrada y replegada sobre sí misma. Lo psíquico implica inevitable mente una triple orientación hacia lo m ío, lo l'tiy o y lo N uestro (Nosotros, grupos, clases y sociedades globales), acentuados diferentem ente pero siempre inseparables de lo real y siempre enquistados en ello, en esa realidad que es ante todo la realidad social. Finalmente, tanto en lo psíquico co m o en la realidad social actúan m odelos y sím bolos, y, más en general, obras culturales, pro ductos y al mismo tiempo productores de la vida social y de la vida psíquica. En estas condiciones, ¿cóm o concebir lo psíquico sin im plicación de lo social? Solamente el esclarecimiento por m edio del procedimiento dialéctico operativo de la im plicación mutua, que tiene en cuenta esta traba zón compleja y esos grados cuasi-infinitos, puede
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orientar aquí tanto al psicólogo com o al sociólogo. Lo mism o ocurre con la relación entre el psiquismo individual, el psiquismo interpersonal o intergrupal (llam ado «s o c ia l») y el psiquismo co lectivo. En un cierto grado, cada uno de estos psiquismos implica a los otros dos. Ello es par ticularmente evidente en lo que se refiere al psi quismo interpersonal o intergrupal, especialmen te en lo que se refiere a sus manifestaciones en la «com unicación». N o puede producirse comunica ción alguna sin una fusión previa de las concien cias en el psiquismo colectivo, fusión que garan tiza la misma significación a los signos y símbo los (a las palabras de un lenguaje, por ejem plo). Pero, al mismo tiempo, los que se comunican son los psiquismos individuales, lo cual supone, al igual que su fusión, su diferenciación. Igualmen te, el psiquismo individual implica, en diferentes grados, la inmanencia de los otros dos psiquis mos, y lo mismo recíprocamente. Los grados de implicación mutua y de inma nencia recíproca entre los tres psiquismos men cionados pueden aumentar cuando se pasa: a ) del marco social de la Masa al de la Comunidad, y del marco de la Comunidad al de la Comunión 7; b ) de los grupos, clases y sociedades globales en formación o en decadencia a las mismas unida des colectivas que se hallan en estabilidad y cal ma relativas; c ) p or último, cuando se pasa de los «estados mentales» (representaciones, pasio nes, recuerdos, veleidades), que se hallan siem pre un poco replegados sobre sí mismos, a las opiniones, las cuales, a pesar de la superación de este repliegue, son vacilantes e inciertas; y, tam bién, cuando se pasa de éstas a los «actos men tales» (intuiciones y juicios). Es fácil advertir que al seguir estos tres movimientos de intensi ficación de los grados de implicación mutua de los tres psiquismos nos encaminamos hacia la Gurvitch, 18
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reciprocidad de perspectivas, que, por otra par te, puede conducir, com o veremos más lejos, en determinadas circunstancias a rupturas inespe radas que exigen el esclarecimiento de la polari zación y de la ambigüedad. La implicación dia léctica mutua no es, pues, un dogma sino un m edio de tener en cuenta la experiencia y el m ovi m iento real en el mundo humano, pues los dos nos reservan sin cesar nuevas sorpresas. Pero veamos aún otros ejemplos. Así, detengá monos en las complejas relaciones entre estruc turas sociales y obras culturales. En tanto que elementos de la realidad social, las estructuras sociales son esencialmente dialécticas, pues se hallan sometidas a un m ovim iento continuo de estructuración y desestructuración. Efectivam en te, las estructuras sociales, constituidas por equi librios precarios entre múltiples jerarquías de niveles en profundidad, agrupamientos, de clases sociales y manifestaciones de la sociabilidad, son interm ediarias entre los fenómenos sociales to tales y su expresión en las reglamentaciones so ciales, en las diferentes significaciones humanas que se insertan en ellas, y por últim o en las or ganizaciones (que unas veces las apoyan y otras las traicionan). Es más: las estructuras son, para los fenómenos sociales totales, intermediarias entre su manera de ser y su manera de verse y de representarse8. Por ello su estudio exige, se gún las circunstancias, el empleo de todos los procedim ientos dialécticos disponibles. Además, los equilibrios precarios de las estruc turas son cimentados por obras culturales com o la religión, el derecho, la moral, el saber, el arte, la educación y, por último, la técnica. La im pli cación dialéctica mutua de las obras culturales en las estructuras sociales y de las estructuras sociales en las obras culturales se impone in evi tablemente. Pues las estructuras sociales son lo
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que hace eficaces las obras culturales que nacen del subsuelo de los fenómenos sociales espontá neos, y estas mismas obras culturales son lo que ayuda a mantenerse a esas estructuras. Así, pues, no es posible prescindir del esclarecimiento de la implicación dialéctica mutua, que pone de relie ve la impotencia y la falsedad tanto del «estructuralismo a b stra cto»9 como del «culturalism o abstracto» en sociología. De manera más general, toda separación artifi cial entre sociedad y cultura es destruida por la dialéctica. Pero ello no excluye la posibilidad, para algunas obras culturales, en circunstancias determinadas, de desbordar las estructuras socia les y los fenómenos sociales totales que las han engendrado o las han hecho eficaces. Inversamen te, ello no im pide-que determinadas estructuras sociales puedan convertirse más bien en benefi ciarías que en productoras o en apoyos de las obras culturales, las cuales, nacidas en otra parte, solamente se hallan adaptadas a la estructura en cuestión. Se ha observado este fenómeno en las re laciones entre la Grecia antigua y el Im perio romano, al igual que entre diferentes provincias de este Im perio. La misma situación se advierte entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos de la época colonial o incluso entre los Estados coloni zadores y sus colonias en el siglo xix. América del N orte se benefició de las obras culturales bri tánicas tratando de modificarlas para cimentar una estructura social diferente. Las colonias to maron prestadas artificialmente las obras cultu rales occidentales, que tropezaron con obstáculos tanto en las estructuras como en las obras cultu rales autóctonas. Naturalmente, también son po sibles, e incluso frecuentemente observables, rup turas y polarizaciones entre estructuras sociales y obras. Este es el caso del último ejem plo citado, cuando esta situación se lleva al límite. Así, la
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implicación dialéctica mutua entre las estructu ras sociales y las obras culturales sólo correspon de a situaciones concretas e implica múltiples grados de variación. Com o último ejem plo citaré, para recordarlo, la implicación mutua entre las manifestaciones de la sociabilidad, los grupos, las clases y las so ciedades globales, y las relaciones que se desarro llan normalmente — pero no en momentos de crisis y de revoluciones— entre los diferentes planos superpuestos de la realidad social. Su complementariedad unas veces va en el mismo sentido y otras en sentido inverso, y es insufi ciente para estudiar su vaivén. La base m orfoló gica, los aparatos organizados, los m odelos cul turales y técnicos, las conductas más o menos regulares, los papeles socia!esr las actitudes, los símbolos sociales, las conductas innovadoras, los valores y las ideas colectivas, los actos y los esta dos colectivos se interpenetran entre sí hasta cier to punto, a pesar de seguir en tensión, a pesar de poder entrar en conflicto y de poder convertirse luego en antinómicos. ¿C óm o seguir todas las si nuosidades concretas de sus variadas interpene traciones sin someterlas al esclarecimiento de la implicación dialéctica mutua, cuya intensidad fluctúa, y que puede asumir un carácter unas ve ces virtual y otras actual? ¿ H a y que insistir sobre la fuerza de vinculación que se muestra aquí en tre la aplicación de este procedim iento dialéctico y el verdadero empirismo sociológico? Pues está claro que solamente la experiencia siempre reno vada de los movimientos dialécticos reales es ca paz de determinar el grado de compenetración efectivo de los niveles en profundidad de la rea lidad social, de la que las propias estructuras de las sociedades globales son sólo esquemas pre vios. Llegamos así al tercer procedim iento de di¿
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lectización: el esclarecimiento de la ambigüedad dialéctica. 3. La ambigüedad dialéctica. Que todo lo pro cedente de la realidad humana lleva el sello de la ambigüedad, fue un descubrimiento de Freud. Sin embargo, Freud se equivocó no solamente al li m itar excesivamente la ambigüedad — al encerrar la solamente en la sexualidad y al reducir toda la ambigüedad a esta última— sino incluso al simplificarla hasta el extrem o de tratarla de ma nera dogmática y de no sospechar su vinculación con la dialéctica. Las totalidades humanas en marcha, en sus m ovimientos de totalización o de destotalización, implican una gran parte de am bigüedad; ésta se exarceba hasta llegar a la am bivalencia. en las relaciones entre estructuras y organizaciones. Por otra parte, la ambivalencia interviene también en las relaciones entre los sím bolos y lo simbolizado, y a veces incluso en las relaciones con el Otro, sobre todo cuando adoptan un carácter m ixto y pasivo, en que existe a la vez, atracción y repulsión — o incluso indife rencia— , pero también trastorno. De manera general e independientemente de to d o problema sexual, la realidad social es el ám bito privilegiado de la ambigüedad y de la am bi valencia; por tanto, para ser estudiada, exige m uy a menudo la aplicación del procedim iento dialéctico correspondiente. La sociología precisa en alto grado de este procedim iento operativo, al lado de todos los demás. El hecho mism o de que exija la aplicación conjunta de todos los proce dimientos dialécticos indica que la sociología ac túa dentro de un campo lleno de ambigüedad. Efectivamente: estar vinculados V seguir sien do en cierta medida irreductibles; interpenetrarse, fusionarse parcialmente sin llegar a identifi carse; participar en las mismas totalidades y
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combatirse; mostrarse frecuentemente amigos y enem igos a la vez, centros de atracción y de re pulsión simultáneamente; constituir lugares de consuelo y de amenaza — destino del hom bre que vive en sociedad, de los Nosotros, de los grupos, de las sociedades enteras— , ¿acaso no es m over se no solamente en la esfera de la complementariedad por compensación sino incluso en la de la ambigüedad, una ambigüedad que fácilmente se exacerba hasta convertirse en ambivalencia? La relación entre lo espontáneo (lig a d o a los fenómenos sociales totales), las estructuras y los aparatos organizados, a la que se ha aludido ya en el parágrafo anterior, refuerza esta situación cuando sus sinuosidades son seguidas hasta el final. Las estructuras de la vida social — tan pron to retrasadas com o adelantadas en relación a los fenómenos sociales totales que ellas están destina das a expresar, a mantener y a veces incluso a pro m over— se hallan a menudo en relaciones de am bivalencia dialéctica tanto con lo espontáneo com o con lo organizado. Sirven tanto de punto de partida como de obstáculo a los m ovim ientos de flujo y reflujo de los fenómenos sociales totales. Al mism o tiempo, los aparatos organizados (que pueden entrar en los equilibrios que constituyen las estructuras pero cuya presencia no es indis pensable para estas últimas) jamás se identifican con las estructuras y en la mayoría de los casos resultan más pesados que ellas. Pero no queda excluido por ello que los aparatos organizados puedan llegar a ser a veces más dinám icos que las propias estructuras. A decir verdad, las estructuras sociales actúan frecuentemente com o tertium gaudens, com o «ter cer hom bre» o tercero en discordia; tratan de aprovecharse de la tensión entre lo organizado y lo espontáneo para dominar a estos contrarios (que p or lo demás tienden a veces a compensar
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se) y som eterlos a sus propios fines pero sin lle gar siempre a conseguirlo. Por el contrario, las estructuras frecuentemente son víctim as de la ex cesiva rigidez de las organizaciones o de la exce siva fuerza explosiva de los elementos espontá neos, o incluso — lo que es bastante frecuente— de la combinación de ambos peligros. ¿Acaso no actúa, entre los elementos que acaban de ser mencionados, una dialéctica de ambivalencia cla ramente acentuada? ¿ Y acaso esta ambivalencia no prepara el camino, en determinadas circuns tancias, para otro procedim iento dialéctico, el de la polarización? Veamos otro ejemplo, el de la relación entre Masa, Comunidad y Comunión, que también he mos tenido ya ocasión de mencionar en el pará grafo anterior. Entre estos tres grados de inten sidad del Nosotros, el juego de la compensación adquiere a menudo — por razones que detallare mos a continuación— un carácter de ambigüedad e incluso de ambivalecia: « ) Ante todo, la intensidad y el volumen de las fusiones parciales no van en absoluto acom pasados. Cuanto más amplias son estas últimas, menos intensas resultan, salvo en casos excepcio nales. Un N osotros que se encierra en sí mism o y que se identifica hasta llegar a la Comunión no solamente co rre el peligro de perder volum en y extensión sino incluso el de padecer perpetuas escisiones. Inversamente, un Nosotros que se di lata y que se relaja hasta llegar a la Masa fácil mente puede perder, al hacerse cada vez más amplio, toda consistencia, es decir, puede evapo rarse en lo difuso. En cuanto a la Comunidad — el grado interm edio entre los dos extremos— corre el peligro de anquilosarse, de tratar de im pedir el paso a las comuniones por una parte y a las masas p o r otra, por el hecho mismo de su tendencia hacia la estabilización y por una cierta
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correspondencia, en principio al menos, entre ex tensión e intensidad de fusión. Se revela así el primer aspecto de la ambigüedad de la relaciones entre masa, comunidad y comunión. Fraternas y enemigas, se combaten en ciertos momentos y se sostienen en otros; unas veces chocan entre sí como obstáculos mutuos y otras se ayudan mu tuamente, con frecuencia se aventuran en los dos sentidos al mismo tiempo. Se trata de una ambi valencia indiscutible, cuyo estudio exige la apli cación del procedimiento dialéctico que analiza mos; y ello tanto más cuanto que las relaciones electivas entre masa, comunidad y comunión no pueden ser precisadas de manera concreta más que integrándolas en grupos, clases y más aún, en sociedades globales. b) En segundo lugar, la. masa, la comunidad y la comunión pueden afirmarse la una por rela ción a la otra, a la vez como aumentos y como disminuciones sucesivas de presión. Por una par te, efectivamente, la masa — la fusión más super ficial—- se presenta a la comunidad (y ésta a la comunión) como pesada y opresora. Inversamen te, la comunión se afirma como liberadora de la comunidad y, con m ayor razón, de la masa. Ello se debe tanto a los grados de la fuerza de atrac ción y de repulsión ejercida por estas manifesta ciones de los Nosotros sobre sus m iembros como a los grados de participación de estos últimos en los primeros. Sin embargo, la situación puede invertirse, pues a comunión tiende a disminuir no solamente su ^ ten sión sino también el contenido «en el que se com ulga». Por otra parte, la masa, sobre todo cljando es muy amplia, resulta a menudo más ge nerosa y rica en contenido que la comunidad y. so ->re todo, que la comunión. La masa se presen i l entonces com o liberadora de las presiones de comunidad; y ésta, como liberadora de las
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opresivas estrecheces de las comuniones. Así, los centros de atracción y de repulsión cambian de lugar. ¿ N o nos hallamos acaso, aquí, en plena ambigüedad dialéctica, que se exacerba hasta con vertirse en ambivalencia? ¿ Es posible estudiar todas las sinuosidades de las relaciones entre masa, comunidad y comunión sin recurrir al pro cedimiento dialéctico correspondiente, que per mite además integrar los tres elementos mencio nados en la totalidad macrosocial de un grupo, de una clase y finalmente de una sociedad glo bal? c) Finalmente, la masa, la comunidad y la comunión se presentan bajo aspectos diferentes según los diversos puntos de vista de quienes par ticipan en ellas sin reservas, de los participantes recalcitrantes y de quienes no participan (bien porque se adhieran a masas, comunidades o co muniones opuestas o concurrentes, bien porque sean «excluidos de la horda»). En estos últimos casos el encanto se ha roto. L o que es liberación para quienes participan sin reservas resulta pe nosa ambivalencia para los recalcitrantes y servi dumbre para los extraños. De ahí las sorprenden tes contradicciones en los ju icios de va lor dentro de un conjunto macrosocial en relación con las tres manifestaciones de los Nosotros. Los soció logos no deberían extrañarse, dado que en los diferentes tipos de sociedades la acentuación de estos juicios varía de forma evidente. Y , también aquí, el recurso al esclarecimiento mediante la ambigüedad dialéctica sólo puede conducir a que sean tomadas en consideración situaciones con cretas y a que se realice una investigación empí rica digna de este nombre. Como último ejem plo de la aplicación del pro cedimiento de la ambigüedad dialéctica, situémo nos en el terreno del estudio de las relaciones con Otro, especialmente en aquellas que puedan
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ser clasificadas com o «relaciones mixtas pasivas». Las relaciones mixtas son aquellas en las que se produce aproximación al alejarse y alejam iento al acercarse. Bajo el aspecto activo, se trata de los intercambios, de las relaciones contractuales, de las relaciones de crédito, de los compromisos, de las diversas promesas. A pesar de su carácter, fundado en la reciprocidad, sobre estas relaciones se cierne ya una cierta ambigüedad. Im plican a la vez cierta armonía de intereses — en cuanto a la validez de las obligaciones previstas— y un conflicto de intereses— en cuanto a la interpreta ción de sus cláusulas materiales y a los modos de ejecución. Pero esta ambigüedad se exacerba hasta con vertirse en ambivalencia cuando las «relaciones con O tro» de carácter mixto adoptan una forma pasiva. Los Y o y los Otro (individuos, grupos y sociedades globales) se atraen y rechazan enton ces entre sí; son, al mismo tiem po, indiferentes y curiosos, fatigados e interesados, malevolentes y benevolentes, amigos y enemigos, rivales y aso ciados, y se hallan simultáneamente vinculados por la simpatía y la antipatía, p or el am or y el odio. En estas mezclas, que no siempre se basan en la «reciprocid ad », el papel de los elementos positivos y negativos es tanto más difícil de dis cernir cuanto que se trata de relaciones cuyo ma tiz escapa frecuentemente a los participantes individuales o colectivos. Al no conseguir perci birlos, rechazan con frecuencia las relaciones en cuestión al semi-consciente o al inconsciente. El estudio sociológico y psicológico de estas relacio nes con Otro mixtas y pasivas es, sin embargo, ne cesario. Evidentemente, no puede realizarse sin la aplicación minuciosa y consciente del procedi m iento dialéctico de la ambigüedad, que pone de relieve todas las sinuosidades concretas de las
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ambivalencias propias de situaciones de conjunto siempre específicas. Como se ha señalado, las complementariedades, las implicaciones mutuas y las ambivalencias dia lécticas pueden convertirse, en la realidad social y humana, bajo determinadas condiciones, en an tinomias. Debemos detenernos ahora, pues, en el procedim iento de polarización dialéctica, nece sario para estudiarlos. 4. La polarización dialéctica. Este esclareci miento mediante la polarización de elementos que en otras circunstancias no se presentan como antinómicos es impuesto por la experiencia del m ovim iento real de las totalidades humanas. El recurso a las polarizaciones jam ás es obligatorio «en s í» para el partidario de una dialéctica empírico-realista, pues éste no puede ver nada salu dable ni nada aterrador en las antinomias y en su estudio. Sobre todo debe evitarse la inflación artificial de las antinom ias, así com o su fetichis mo. Tam bién es preciso acabar a toda costa con la m ística de las antinomias, no menos peligrosa que la de las «síntesis», a la que pretende supe rar pero a la que en realidad fomenta consciente o inconscientemente con el abuso de las polariza ciones. E l hiper-empirismo dialéctico revela que la experiencia, perpetuamente reanudada y reno vada, sigue siendo aquí la orientación suprema. En suma: sólo en el interior de determinadas doctrinas filosóficas pueden presentarse «antino mias en sí», como la antinomia del ser y de la nada, o la de la creación ex nihilo y de la necesi dad absoluta; antinomias que, por otra parte, otras doctrinas pueden tratar de desenmascarar como aparentes o construidas artificialmente. Pero no es éste mi propósito. En la realidad humana, y especialmente en la realidad social, así como en las ciencias que las
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estudian, no se encuentran ni es posible encon trar elementos contradictorios o antinómicos que lo sean siempre, en todo tiempo y en todo lugar, en todas las circunstancias y en todos los cam bios. Las tensiones de diferentes grados, los con flictos, las luchas, los contrarios comprendidos en relaciones de complementariedad, de im plica ción mutua o de ambigüedad, pueden exacerbar se hasta convertirse en antinom ias y exigir en tonces el esclarecimiento mediante el procedi miento de la polarización dialéctica. Pero en otros momentos también pueden hallarse com prom e tidos en relaciones completamente diferentes y exigir para ser estudiados, por consiguiente, p ro cedimientos distintos al de la polarización. In ver samente, llega a ocurrir que las manifestaciones de la realidad social que parecen normalmente menos antinómicas y más próximas a una com pleta simetría exijan el esclarecimiento de la «puesta en reciprocidad de perspectivas» y ocul ten sorpresas. Así ocurre, por ejem plo, con las relaciones entre individuo y marcos sociales (N o s otros, grupos, clases y sociedades globales). E fec tivamente: en ciertas circunstancias, como vere mos en el parágrafo siguiente, estas manifesta ciones pueden convertirse repentinamente en an tinómicas y exigir por ello el esclarecimiento dia léctico de la polarización. Pero prim ero tomemos com o ejem p lo los fen ó menos aparentemente más antinómicos de la rea lidad" social, esto es, las clases sociales. Las cla ses son mundos enteros, universos que tienden o a dominar a lo otros mundos o a convertirse en mundos excluyentes de todos los demás. Sin em bargo, no siempre son antinómicas; y sólo exi gen el esclarecimiento de la polarización dialéc tica cuando se alinean en dos campos opuestos. Esto es lo que ocurre habitualmente bajo el ré gimen del capitalismo de concurrencia y bajo el
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del capitalismo organizado. Sin embargo, no ocu rría así al comienzo del capitalismo, y probable mente tampoco ocurrirá bajo determinados regí menes colectivistas, aunque la desaparición de las ciases en estos regímenes siga siendo muy problemática. Marx, que tanto insistió en la antinomia de las clases integradas en los dos bloques opuestos de la burguesía y del proletariado, tuvo que recono cer a pesar de todo que incluso bajo el régimen capitalista puede ocurrir que varias clases que hayan llegado a tener la misma fuerza traten de pactar entre sí y utilicen con este fin clases inter medias (com o, por ejem plo, la clase campesina y las clases medias). P o r otra parte, las fracciones de las clases (com o la burguesía financiera, com er cial o industrial, de las que habló Marx), al igual que los agrupamientos tecno-burocráticos, pueden representar, llegado el caso, embriones para la constitución eventual de clases diferenciadas. Por último, si bien es de prever la aparición de nuevas clases en las sociedades postcapitalistas, su carácter propiamente antinómico no puede ser afirmado de antemano, pues la posibilidad de conseguir evitar las desigualdades económicas gracias a un sistema de compensaciones planifi cadas no queda excluida a p riori. Adviértase que las afirmaciones de esta índole complican el pro blema de la relación entre las clases. Estas rela ciones — que pueden convertirse en relaciones de ambivalencia y de complementariedad— exigirían siempre ser esclarecidas por procedimientos dia lécticos, pero no necesariamente por la polariza ción. Solamente las implicaciones mutuas y las reciprocidades de perspectivas son inaplicables a las clases sociales. Tomemos otro ejem plo en que las antinomias dominan en la realidad social pero en el que se hallan directamente ligadas a momentos particu-
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lares de la existencia de esta realidad. Evidente mente, su estudio no puede ser llevado a térm i no sin la aplicación del procedim iento operativo de la polarización dialéctica. Así ocurre con los estallidos de las estructuras globales, con las re voluciones, con las mutaciones del conjunto de las obras culturales que han sostenido una es tructura. Así, en la época de las revoluciones po líticas y sociales, se produce una ruptura entre los diferentes escalones o niveles en profundidad de la realidad social, así como una transmuta ción de la jerarquía de estos escalones o niveles, propia de esta estructura. Aparecen antinomias entre los aparatos organizados, los modelos, los papeles, los símbolos, las conductas efervescen tes, las mentalidades colectivas, las ideas y los valores. Para estudiarlas en detalle, el procedi miento de la polarización dialéctica resulta abso lutamente necesario. Marx, tras haber centrado su sociología de las revoluciones, preferentem en te en las revoluciones burguesas y en las futuras revoluciones proletarias, hablaba sobre todo de manera simplificadora de las antinomias entre fuerzas productivas y relaciones de producción, que hacen que el régimen capitalista sea particu larmente explosivo. Sin embargo, en la época de las revoluciones, las antinomias son mucho más numerosas y va riadas. Y cuando las revoluciones conquistan con tinentes enteros, com o ocurre actualmente con Asia y Africa, se trata de antinomias entre diver sas estructuras y civilizaciones irreductibles. Este fenómeno pudo ser observado ya en la decaden cia y caída del Im perio romano. Por otra parte, cuando las revoluciones ¿>e ligan con el final de un período colonial, las antinomias mencionadas se complican por la imposición artificial de las estructuras sociales y las obras culturales por los colonizadores-conquistadores. Aunque esta im
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posición triunfe parcialmente al destruir en ma y o r o m enor grado las civilizaciones o incluso las estructuras autóctonas, o aunque fracase al resultar en gran parte ficticia, suscita siempre violentas resistencias que desembocan en el en granaje de antinomias específicas. Las revolucio nes anticolonialistas agudizan al máximo estas antinomias. En todos estos casos, las estructuras sociales y las obras culturales, que normalmente tienden a hallarse en relaciones de im plicación mutua, entran en antagonismo y exigen ser estudiadas mediante el procedimiento de polarización dia léctica. Puesto que hablamos de obras culturales y de estructuras tomemos otro ejem p lo en la situa ción dramática en que vivim os hoy. Antinomias nuevas, que nadie había previsto, están a punto de abrir precipicios bajo nuestros pies. En la actualidad, las técnicas han llegado a desbordar las estructuras sociales que las han hecho nacer. Sin embargó, la historia de las técnicas permite com probar que estas últimas jam ás han engen drado las estructuras sociales, sino que, p or el contrario, han sido las estructuras las que han suscitado p rim ero y dominado después técnicas apropiadas. Y como las estructuras sociales son cimentadas por las obras culturales, puede decir se que hasta el presente las obras culturales notécnicas han guiado y dominado siempre a las técnicas propiamente dichas. Con todo, hemos llegado a una época en que se ha producido una ruptura brutal, que se hace cada día más profunda, entre las estructuras so ciales y sus obras culturales, p o r una parte, y las técnicas, que se han hecho independientes, por otra. Nos hallamos ante una nueva clase de alienación, que Marx, a pesar de haber conside rado un número considerable — y por otra parte
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exagerado— de form as de alienación, no llegó a prever. Se trata de la alienación de todas las obras culturales y de estructuras sociales enteras a unas técnicas desencadenadas que las estructu ras sociales y las obras culturales ya no consi guen dominar ni guiar. ¿ Es preciso insistir en el hecho de que para estudiar seriamente la si tuación en que se debaten las sociedades actua les hay que partir de la polarización de las téc nicas y de las demás obras culturales? 10 Se ad vierte aquí, una vez más, que los movimientos dialécticos propios de la realidad social 1 1 0 siem pre se dejan prever; que preparan sorpresas y acontecimientos inesperados, y que todos los pro cedimientos de dialectización disponibles resul tan necesarios para la sociología. Elegiré, como cuarto ejem plo, los antagonis mos que pueden surgir entre el Yo, el O tro y los Nosotros, así como entre las manifestaciones de la sociabilidad, los grupos y las sociedades glo bales. Aunque estos elementos tienden habitual mente a la reciprocidad de perspectivas o al me nos a la implicación mutua, la ruptura de éstas siempre es posible, según las circunstancias, las coyunturas y las estructuras parciales y globales. En los Y o , en ciertos momentos, pueden hallarse acentuadas tendencias o niveles en profundidad distintos de los que caracterizan a los Nosotros en los que hasta entonces habían participado sin tropiezos. O bien, un cambio producido en el Nosotros, situado ante un dilema imprevisto, impulsa a algunos Y o que participan en él a con vertirse en heterogéneos respecto de ese Nos otros o a participar en otros Nosotros. También puede ocurrir que lo que se halla acentuado en un Nosotros sea la Masa, en lugar de la Comuni dad, a la que sigue permaneciendo liel un Y o . Pue de ocurrir también que un visible desfase de movi mientos, de tiempos sociales o de orientaciones
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suscite un choque violento entre grupos y socieda des globales, así com o entre determinadas mani festaciones de la sociabilidad y los grupos en los que se hallan integradas. Estos choques pueden convertirse en el signo de la destrucción de la jerarquía de los agrupamientos, de la desestruc turación de las sociedades globales, del hundi miento de determinados grupos particulares. El procedimiento de polarización dialéctica se im pone im periosam ente para estudiar estos fenó menos, que también pueden ser observados, como se ha dicho ya, en lo que se ha denominado «aculturación», particular característica de los proce sos provocados p or los males del colonialismo. Para concluir el análisis del procedim iento de polarización dialéctica, detengámonos en un úl timo ejem plo de antinomias pretendidamente inevitables y que no lo son exclusivamente. Si no se confunde el determinismo con la necesidad lógica y m etafísica, y la libertad con la creación ex nih ilo, se puede advertir que los diferentes grados de la libertad humana y las variadas ma nifestaciones del determ inism o sociológico 11 pue den implicarse mutuamente e incluso entrar en reciprocidad de perspectivas. Sobre esto último, y sobre el procedim iento de dialectización corres pondiente, nos detendremos más ampliamente en el siguiente parágrafo. Aquí sólo deseo señalar que estas observaciones no excluyen en absoluto la posibilidad de que el determ inism o sociológi co y la libertad humana entren en conflictos que se exacerben hasta convertirse en antinomias y que exijan, para su estudio, la aplicación del pro cedimiento de polarización dialéctica. Esto ocurre tanto en el caso de las sociedades arcaicas (que son sociedades no prometeicas en las que la misma conciencia de la posibilidad de cambios de estructura p o r intervención de la libertad humana se halla totalmente ausente) G u rviteh .
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como en el caso de algunas sociedades históricas (p or ejemplo, las sociedades patriarcales), en las que la tradición triunfa esencialmente sobre la innovación. Las Ciudades-Estado transformadas en Imperios son otro ejem plo de ello. A la vez que suscitaban, en una capa privilegiada de la población, una conciencia aguda de la libertad humana individual, alzaban al mismo tiempo, por el engarce de sus rígidas estructuras, una barre ra infranqueable o casi infranqueable a la pe netración de la libertad humana en la realidad social. Estas estructuras favorecían, efectivamen te, la concentración del determinismo sociológi co en manos de un Estado dominador, que se cernía sobre un vacío de individuos dispersos. Si en todos los ejemplos que acabo de dar se impone la polarización dialéctica, para estudiar las relaciones entre el determinismo sociológico y la libertad humana, existen casos tales como las sociedades feudales y las sociedades que corresponden a los inicios del capitalism o o al capitalismo dé concurrencia, así com o los dife rentes tipos de sociedades planificadas, en que otros procedimientos de dialectización muestran ser más eficaces. En resumen: en sociología y en ciencias huma nas, la polarización dialéctica nunca es un pro cedim iento universal ni tiene nada de exclusivo. Se impone por las antinomias propias de ciertas manifestaciones, de ciertos giros, de ciertas co yunturas y estructuras de la realidad social. Se trata, en cada caso, de tenerlas en cuenta sin tra tar de disminuir ni de exagerar su número y su fuerza explosiva. 5. El quinto y últim o procedim iento operativo de dialectización correspondiente al estudio de las totalidades humanas en m ovim iento es el de la reciprocidad de perspectivas. Se trata de mos
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trar, en unos elementos que no admiten ni iden tificación ni separación, su inmanencia recíproca, la cual se ha hecho tan intensa que conduce a un paralelismo o a una sim etría más o menos rigu rosa entre sus manifestaciones. La aplicación de este procedimiento dialéctico operativo en socio logía, como el de todos los demás, lo impone el movimiento dialéctico real. Se trata de manifes taciones particularmente fuertes de las totaliza ciones, de las que cabe indicar algunos casos privilegiados sin excluir la posibilidad de que la reciprocidad de perspectivas pueda romperse y convertirse en antinomias o en ambigüedades. Por otra parte, el esclarecimiento por la recipro cidad de perspectivas adm ite variados grados de intensidad, grados que dependen a su vez de las sinuosidades del m ovim iento y de los diversos aspectos de la realidad social. Nada más peligro so que convertir en dogma «la reciprocidad de perspectivas» y ver en el procedim iento opera tivo correspondiente una solución-clave. La reci procidad de perspectivas es, pues, tan poco universal y también tan poco exclusiva como la polarización o com o todos los demás procedi mientos dialécticos. Recurriremos, como hemos hecho para los de más procedimientos, a una serie de ejemplos. Es posible mostrar que lo individual y lo social ma nifiestan corrientemente, en todas sus escalas, una tendencia hacia la reciprocidad de perspec tivas: a ) al nivel de los Nosotros, en que se reve la un paralelismo entre las presiones ejercidas por la masa sobre la comunidad o por ésta sobre la comunión y las presiones que, en el propio individuo, ejerce el participante en la masa sobre el participante en la comunidad y éste sobre el participante en la comunión; b ) al nivel de los grupos, donde, a la lucha entre los diferentes agrupamientos en los que participa el individuo
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corresponde el desgarramiento entre los diferen tes Y o del mismo individuo, que desempeña en estos grupos papeles sociales diversos; c ) al ni vel de las clases sociales y de las sociedades en teras que elaboran sus criterios de armonización de la personalidad humana; se trata de lo que se ha llamado — de manera m uy poco fe liz— el problema de la «personalidad básica». En prin cipio, se impone aquí el esclarecimiento de la re ciprocidad de perspectivas. Sin embargo, este procedim iento no concede la misma resonancia y no perm ite advertir los mismos grados de paralelismo y de simetría cuan do, en particular bajo el aspecto psicológico, se aplica la reciprocidad de perspectivas a las rela ciones entre las diferentes manifestaciones de la mentalidad colectiva y de la mentalidad indi vidual. Así, cuando se trata de relaciones entre estados mentales — esas manifestaciones de lo psíquico y de lo consciente que no van más allá de sí mismas y en las que la tendencia a la aper tura que caracteriza a todo fenóm eno consciente sólo alcanza un débil grado (c o m o las represen taciones, la memoria, las percepciones, los sufri mientos, las satisfacciones, las atracciones, las repulsiones, las alegrías, las tristezas y las cóle ras; las veleidades y los esfuerzos)— , la recipro cidad de perspectivas entre la mentalidad colec tiva y la mentalidad individual sigue siendo más bien sumaria, pues se halla fuertemente limitada por tensiones, desfases y conllictos. Cuando se trata de las « opiniones» — esas ma nifestaciones intermedias entre estados y actos nicntales, en las que la conciencia se entreabre más pero no llega a trascenderse y sigue siendo siempre vacilante, incierta y fluctuante— la reci procidad de perspectivas entre las opiniones co lectivas y las opiniones individuales se hace mu cho más intensa que en el caso de los estados
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mentales, sin alcanzar, sin embargo, la simetría y el paralelismo com pletos característicos habi tualmente de los actos mentales que tienden a ser simultáneamente colectivos e individuales. Los actos mentales — término con el que desig namos las manifestaciones más intensas de lo consciente, que se trascienden a sí mismas en la captación, en el conocim iento o en la participa ción en los contenidos reales, experimentados, afirmados o actuados en tanto que heterogéneos a los actos mismos (com o las intuiciones intelec tuales y los juicios, las preferencias y las repug nancias que se refieren a los valores, la simpatía, el amor, el odio; y, por últim o, las opciones, las decisiones y las creaciones)— , a pesar de tender hacia la más com pleta reciprocidad de perspec tivas, en cuanto a sus aspectos colectivos e indi viduales, varían sin em bargo en cuanto a sus acentuaciones según los tipos de marcos sociales reales en los que se hallan encuadrados (en par ticular, según los tipos de clases y de sociedades globales). Así, incluso en los casos más favora bles, el procedim iento de la reciprocidad de pers pectivas no es tanto una solución a los proble mas com o una manera de plantearlos, inspirada por la dialéctica. igualm ente, no sería difícil mostrar que el es clarecim iento de la reciprocidad de perspectivas no da el mismo resultado en su aplicación a la coloración intelectual, afectiva o voluntaria, de la vida psíquica colectiva y de la vida psíquica individual. Se puede advertir así que en princi pio la posibilidad de intensificación de la reci procidad de perspectivas entre las dos mentali dades, la fuerza de su paralelism o y de su sime tría, crecen al pasar de la coloración intelectual a la coloración em otiva, y de ésta a la coloración voluntaria. Dado que la distinción de estas co loraciones se entrecruza con la de los estados.
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opiniones y actos mentales, nos hallamos en pre sencia de toda una gama de matices que se ex tiende desde los estados mentales de coloración intelectual a los actos mentales de coloración voluntaria (ordenados, a su vez, según unos gra dos que son la elección, la invención, la decisión y la creación). Estos matices hacen que aumente o disminuya la reciprocidad de perspectivas en tre el psiquismo individual y el psiquismo co lectivo, e imponen un estudio detallado de los grados del paralelismo y de la simetría entre las dos mentalidades, siempre a reanudar en función de las situaciones concretas. Por otra parte, el crecimiento de la reciproci dad de perspectivas, e incluso su reforzamiento último en los actos de creación voluntaria en que lo individual y lo colectivo participan habitual mente el uno en el otro de manera evidente, pue de reservar las mayores sorpresas. Precisamente es en los casos en que se afirman los más inten sos paralelismos y simetrías — como en e l terre no de los actos voluntarios, y especialmente en los grados extremos de la invención, de la crea ción y de la decisión— donde aparecen a veces rupturas, frecuentemente inesperadas, en la re ciprocidad de perspectivas entre lo colectivo y lo individual. Estas rupturas tienden a adquirir el carácter de choques violentos que se exacer ban en antinomias siempre nuevas. Así, el pro cedimiento de la reciprocidad de perspectivas puede, en algunas situaciones concretas, necesi tar un retorno al procedim iento de polarización dialéctica. Estos hechos se confirman a través de otros ejemplos en los que la simetría que se manifies ta en la realidad social exige, para ser estudiada, el esclarecimiento dialéctico de la reciprocidad de perspectivas. Así, ocurre con la relación entre la contribución colectiva y la contribución indi
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vidual a las obras culturales, y, en particular — en orden decreciente— , a la moralidad, a la educación, aJ arte y al conocimiento. En estos terrenos, la reciprocidad de perspectivas admite infinitos grados, mientras que en la religión y en el derecho apenas se advierte, pues el equili brio se inclina claramente hacia el predominio de la contribución colectiva sobre la contribu ción individual. Los grados de intensidad diferente de recipro cidad de perspectivas entre la contribución de los actos colectivos y la de los actos individua les a las obras que corresponden a la moral, a la educación, al arte y al conocimiento dependen de las estructuras sociales, y también de los gé neros de la vida m oral, de la educación, del arte y del conocimiento que predominan en e lla s ,2. A sí,. sería fácil señalar que la reciprocidad de perspectivas entre' lo individual y lo colectivo es extremadamente fuerte en la moralidad de aspi ración y de creación, y que es mucho menos pro nunciada en la moralidad de los deberes y en la moralidad tradicional. Igualmente, para el cono cimiento perceptivo del mundo exterior, para el conocimiento del sentido común, para el cono cimiento político, para el conocimiento técnico y por último para el conocimiento científico, la reciprocidad de perspectivas (a pesar de ir de creciendo en nuestra enumeración) se halla más fuertemente acentuada que para el conocimiento filosófico. Sin embargo, a pesar de esta variedad de gra dos y a pesar de estas tendencias específicas en las relaciones entre las contribuciones colectivas v las contribuciones individuales a las obras cul turales, su reciprocidad de perspectivas, aunque sea relativa, puede estallar siempre en función de coyunturas concretas y dar lugar a ambigüe dades o incluso a polarizaciones dialécticas. De
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ahí, por ejem plo, los innumerables choques entre las aspiraciones, las creaciones, las intelecciones colectivas e individuales en el ám bito de la mo ralidad, de la educación, del arte, del conoci miento e incluso del derecho. Aquí se puede ad vertir m ejor que nunca cóm o el procedim iento de la reciprocidad de perspectivas no tiene nada de excluyente y deja la puerta abierta de par en par a todos los demás esclarecimientos exigidos por la diversidad de la realidad y de la experien cia humanas. Tom em os un último ejem plo: nos parece que en determinados tipos de estructuras sociales contemporáneas que luchan por el predominio, los grados más intensos de la libertad humana (decisión, invención, creación) presentan su can didatura para el acceso a las palancas de mando de los determinismos sociológicos propios de estas estructuras. Por mediación de los planes que inspiran la actividad de las organizaciones de m ayor envergadura, por el elemento de la «em presa consciente» (proyección, dirección, planifi cación), la libertad humana no solamente trata, com o ha hecho siempre, de penetrar en las fallas de los determinismos sociológicos específicos, sino también de dirigirlos desde arriba. Si a pesar de múltiples obstáculos — de los cuales mencionaré solamente el de la tecnocracia, en que la libertad humana, al proponerse vencer los determinismos sociológicos, se halla en la situación del apren diz de brujo (pues se ve dominada y ahogada por artificios técnicos fulminantes y por sus deten tadores, que son omnipotentes respecto de sus semejantes, .pero se hallan a la vez sometidos a estos artificios)— , la libertad humana consiguie ra d irigir los determinismos sociológicos, se ad vertiría una simetría, una paralelismo y una re ciprocidad de perspectivas entre los grados más
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elevados de la libertad y los grados más intensos del determinismo sociológico correspondiente. Es evidente que, en el caso de semejante acce so de la libertad humana, a las palancas de man do, el esclarecimiento de la reciprocidad de pers pectivas resultaría necesario para estudiar sus realizaciones. Pero también aquí, com o en todas partes, es siempre posible una ruptura de esta reciprocidad de perspectivas en función de los obstáculos que pueden aparecer en toda estruc tura — incluso en la que concebimos bajo la for ma de un «colectivism o descentralizado, basado en la autogestión obrera»— , pues ninguna es tructura social carece de defectos. La reciprocidad de perspectivas, pues, puede reservamos siem pre sorpresas y conducirnos a advertir en situaciones concretas la ruptura del paralelismo y la simetría. Tam bién aquí, pues, nos vemos reconducidos al hiper-empirismo dia léctico a través de la limitación im previsible y a veces inesperada de los resultados de la coloca ción en reciprocidad de perspectivas. Esta no tiene jamás nada de definitivo, y no hace más que poner de relieve uno de los aspectos de la dialéctica empírico-realista. Así, la experiencia del m ovim iento real de las totalidades humanas en m ovim iento es lo decisi vo. Solamente esa experiencia determina la op ción entre los múltiples procedimientos dialécti co operativos, lo cual no impide que a su vez sea guiada, profundizada y ampliada, hecha fle xible e infinitamente variable en sus propios mar cos, por los diferentes procedim ientos dialécticos que han sido analizados y que he tratado de ilus trar mediante ejemplos extraídos preferentemen te de la sociología. Antes de concluir esta sección de la exposición sistemática quisiera precisar una cuestión esen
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cial. He atribuido una importancia m uy grande a la dialéctica en todos sus aspectos (m ovim iento real, método y procedimientos operativos, apara to conceptual y objetos construidos p or el cono cim ien to) en todo lo que se refiere a las ciencias sociales y humanas y en particular a la sociolo gía. Debo indicar ahora sus límites. Aunque la dialéctica ayuda a elim inar toda dogmatización de una situación, toda solución fácil, toda sublimación consciente o inconsciente, todo aislamiento arbitrario, toda detención del movi m iento de la realidad social, no explica, no pro p orcion a un esquema de explicación. E n sociolo gía nos lleva hasta el um bral de la explicación, pero no lo franquea jamás. Nos enseña que hay que buscar la explicación en los fenómenos so ciales totales en movimiento, trabajados por fuer zas volcánicas en flujo y en reflujo. Describe los movimientos de estructuración y de desestruc turación de estos fenómenos sociales totales en curso de totalización y de destotalización. Nos enseña que ni siquiera los propios tipos socioló gicos son « images d'E p iñ a l», sino m arcos opera tivos destinados a servir de puntos de referencia para seguir a los marcos sociales reales en su perpetuo dinamismo. La dialéctica empírico-realista sólo puede plan tear cuestiones; por sí misma, no da respuestas. Me parece que el recurso a la dialéctica como explicación no hace más que fom entar la pura descripción; una descripción, ciertamente mucho menos grosera y vacía que la de la «investigación» sociológica americana y sus émulos franceses, pero nada más que descripción. « L a muchacha más bella de Francia sólo puede dar lo que tie n e...» La dialéctica no hace más qu e preparar los marcos de la explicación. Esta debe ser bus cada en cada caso para cada marco social particu lar, para cada estructura, para cada coyuntura
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concreta. La m ultiplicación de los procedim ien tos dialécticos operativos sólo puede m atizar y aliñar todavía más la descripción de la realidad social y poner de relieve la com plejidad de toda explicación válid a en sociología. Pero ni la complementariedad ni la im plicación mutua, ni la ambigüedad, ni la polarización de las antinomias, ni, por último, la reciprocidad de perspectivas son explicaciones, aunque preparen la explica ción de manera particularmente intensa. Efectivam ente: los procedim ientos propiamen te explicativos — las correlaciones funcionales, las regularidades tendencjales, los cálculos de probabilidad, la causalidad singular, o la inte gración directa en conjuntos— 13 presuponen to talidades concretas cuyos m ovimientos son con tingentes y cuyos grados de coherencia son esen cialmente variables. Por tanto, ninguna dialectización puede sustituir a la explicación; y si trata de hacerlo, no pasa de las falsas apariencias. De todos los procedimientos explicativos de que dispone la sociología, la causalidad singular (ligada a las particularidades de la estructura y del fenómeno social total, del que la sociología construye tipos discontinuos y cualitativos) es el que proporciona mayor satisfacción. Es también el más alejado de los procedim ientos dialécticos operativos. Pero, en definitiva, desemboca en un encadenamiento propiam ente irrepetible y par ticularmente concreto cuando se llega a la « cau salidad h is tó rica ». Desde este punto de vista, la historia ( tomada en el sentido de saber h istórico cien tífico o h is to riog ra fía ) explica m ejor y con m ayor seguridad que la sociología. Pero la socio logía es la que, a su vez, proporciona a la his toria marcos conceptuales y la que le ayuda a reducir al m ínim o su coeficiente ideológico, sub rayado por la ambigüedad del tiempo histórico transcurrido, reconstruido y vinculado a los cri-
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3. La dialéctica entre la sociología y las demás ciencias sociales
terios aplicados a esta reconstrucción, criterios tomados de la sociedad actual. Hay, pues, una dialéctica en las relaciones entre el, conocim iento sociológico y el conocim iento histórico. Me ocuparé de ello en el parágrafo que abre la próxima y última sección de este libro. Observaré solamente, por el momento, que una crítica mutua y una colaboración eficaz entre causalidad sociológica y causalidad histórica son indispensables, pues ambas representan aproxi maciones a la causalidad singular de las totalida des humanas concretas. Este es el m ejor modo de alcanzar la explicación de los fenómenos so ciales, cuyo terreno es preparado por la dia léctica.
A.
Preliminares
Desde el nacim iento de la sociología, sus rela ciones con las demás ciencias sociales han plan teado delicados problemas cuyas sucesivas solu ciones jam ás han obtenido un consenso unánime. La historia de estas relaciones muestra que en los diferentes momentos del desarrollo de estas cien cias sus representantes se han mostrado tan pron to com petidores com o colaboradores de la socio logía. Creo que solamente el recurso de la dia léctica puede perm itir aquí dar cuenta de la situación exacta. En la dialéctica entre sociología y ciencias par ticulares se trata, naturalmente, de la dialéctica entre los métodos, los aparatos conceptuales y, por último, los objetos construidos del conoci miento específico de las ciencias sociales corres pondientes. Esta dialéctica no se refiere, al me nos directamente, a un m ovim iento propio de 301
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los sectores de la realidad social. Con todo, para no suscitar malentendidos, precisaremos y mati zaremos esta afirmación previa antes de entrar en el núcleo del tema. Efectivamente: si no llegara a descubrirse re lación alguna entre el m ovim iento dialéctico real de los marcos sociales y la dialéctica de los apa ratos conceptuales de las ciencias que los estu dian, ¿no sería lógico disolver todas las ciencias sociales en una sola? En ese caso el cam ino que daría abierto de par en par a las pretensiones imperialistas de la sociología, de la historia, de las ciencias económicas, etc. Ahora bien, estos «im perialism os» de la adolescencia de la socio logía, de la historia y de las ciencias económicas precisamente se hallan en vías de ser superados. Me creo con derecho, por tanto, a preguntar si esta orientación implica el reconocim iento del hecho de que en el. origen de la multiplicidad de las ciencias sociales y de la dialéctica entre sus conceptualizaciones se halla la propia com pleji dad de la vida social y de su m ovim iento. A esta prim era afirmación se añaden otras tres: a ) la diferenciación entre ciencias sociales par ticulares, por una parte, y sociología e historia, por otra, ¿ se fundamenta acaso, además de en la especificidad de los métodos, en el hecho de que las primeras se limitan al estudio de los di versos niveles de la realidad social, mientras que las segundas esencialmente ponen de relieve sus conjuntos, que se afirman en los fenómenos so ciales totales y en sus estructuras? b ) Por lo demás, ¿no es acaso uno de los as pectos de las relaciones entre sociología e histo ria el que la realidad histórica es un sector pri vilegiado que se inscribe en el círculo más amplio de la realidad social? c ) Por últim o, la dialéctica conceptual entre la sociología y las demás ciencias sociales, ¿ no re
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fleja a veces — parcialmente y trasponiéndolas— tensiones reales en los medios sociales corres pondientes, incluidos los que provienen de tomas de posición políticas e ideológicas de los repre sentantes de estas ciencias? Me siento inclinado a responder afirm ativa mente a estas tres preguntas; pero mientras que las dos primeras nos introducen directamente en el terreno de nuestro análisis, la tercera corres ponde a la sociología del con ocim iento socioló gico e h is tó rico , y se halla, por ello, fuera de nues tras preocupaciones, al menos por el momento. Antes de entrar en los detalles de la discusión, resumiré brevemente mi posición en los términos más concretos posibles. Las ciencias sociales se distinguen de la sociología ante todo por su mé todo, que puede ser sistemático (analítico o des criptivo) o individual ¡/.ador. A continuación, se diferencian de ella por su objeto, el cual, salvo en la historia y en la etnología (pero para mí esta última form a parte de la sociología, en tanto que tipología de las sociedades llamadas arcaicas), sólo toma en consideración un nivel o escalón de la realidad social. En principio, ello debería con ducir a un duunvirato de la sociología y de la historia sobre las demás ciencias sociales. Sin em bargo, no hay que olvidar que muchas ciencias sociales se han constituido con anterioridad a la sociología, que posteriormente han conservado una autonomía m ayor de la que cabía esperar, y que sus relaciones han variado frecuentemente en los diferentes momentos de su desarrollo re cíproco. Estas indicaciones sumarias no bastan para re solver el problema de la relación entre los dos principales candidatos a la presidencia del con junto de las ciencias sociales. Pues tanto la socio logía com o la historia se ofrecen para guiar y organizar el acercamiento entre las ciencias socia-
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Ies particulares. La historia, al igual que la socio logía, estudia los fenómenos sociales totales; al igual que ésta, halla en su camino el problem a de las estructuras y de las coyunturas; ambas plan tean en términos diferentes el mism o problema de los tiempos múltiples y de sus variadas unifi caciones; p o r último, ambas son ciencias expli cativas. Tal cantidad de puntos comunes hace que la dialéctica entre sociología e historia sea extremadamente com pleja y, por esta razón, par ticularmente atractiva para el análisis. Empezaré, pues, por la dialéctica entre sociolo gía e historia. Y ello con mayor razón cuanto que de Marx a Sartre (p o r no hablar del marxismo vulgar de los historiadores demasiado enamora dos o demasiado imbuidos de su especialidad), la mayoría de los autores han caído en una tram pa. Al confundir realidad histórica y saber histó rico, y al identificar equivocadamente el carácter prometeico de la primera con el progreso hacia un ideal, han pretendido hallar en «la historia» (disuelta en la «filosofía de la h istoria ») el único hogar de la dialéctica y la solución única de los problemas que esta última plantea. Tras haberse dedicado a desdogm atizar y a desmistificar la so ciología, la dialéctica empírico-realista o el hiperempirismo dialéctico, cuya causa he abrazado a lo largo de todo este libro, tienen igualmente la obligación de demoler la leyenda, la m itología y la mística «h istoricista». Este es el sentido de la dialéctica entre sociología e historia, y así pre tendo considerarla. Efectivam ente: estoy conven cido de que recurrir incansablemente a la diversi dad de los procedim ientos operativos de dialectización es lo único que puede conducir a una colaboración confiada y fructífera de las dos ciencias.
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B.
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La realidad histórica, a la que algunos autores denominan todavía «h istoricidad», es un sector privilegiado de la realidad social, es decir, de los fenómenos sociales totales en flu jo y en reflujo, así como de las estructuras, obras y coyunturas por las cuales se expresan. Se caracteriza, en efec to, por la conciencia colectiva e individual de la libertad humana, cuya acción concentrada puede conseguir derribar o m odificar las estructuras y permitir, en cierta medida, la rebelión contra la tradición. La realidad histórica, pues, no es más que la parte prom eteica de la realidad social; se opone a la parte dé esta realidad que no es prometcica o que sólo lo es en grado muy débil, com o ocurre con las sociedades llamadas arcaicas y también, con algunas reservas, con las socieda des patriarcales o tradicionales. La realidad his tórica, al coincidir con ese sector de la realidad social en que los hombres, tomados individual y colectivamente, entreven la posibilidad de la trans formación o del estallido de las estructuras so ciales mediante la acción humana concentrada, tiene su caso límite en todo fenómeno social total de carácter global en el que surge la conciencia de una revolución o de una contrarrevolución po sibles por voluntad de los participantes. No es necesario insistir en el hecho de que los grados de prometeísmo o de carácter histórico de una realidad social son múltiples, y que a la sociolo gía corresponde determ inar una escala de ellos en correlación con los tipos de los marcos socia les que elabora. Esa «realidad histórica» es estudiada tanto pol la ciencia de la historia como p or la sociología. Pero mientras que la historiografía o saber his tórico se concentra exclusivamente sobre ella, la G u r v i l c h . 20
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sociología trata de confrontarla con los marcos sociales no históricos o escasamente históricos y, por tanto, de situarla nuevamente en conjuntos sociales más amplios en los que, por lo demas, se insertan también conjuntos microsociales y de grupo que sólo en m ayor o menor grado se hallan penetrados por la «h istoricid ad». Se advierte ya aquí una primera tensión posible entre la ciencia de la historia y la sociología; pues si la primera acentúa demasiado la prim acía de las sociedades globales «haciendo la historia», la segunda se halla excesivamente preocupada por destacar el com plicado juego entre las escalas de lo social, que se presuponen la una a la otra. A esta prim era tensión, que sólo puede ser mos trada por la dialéctica empírico-realista, se añade otra. Si los historiadores tienden hacia una unifi cación demasiado intensa de la realidad social (aunque paradójicam ente las manifestaciones prometeicas de esta realidad se prestan mucho menos que las demás a esta unificación), los so ciólogos manifiestan la tendencia contraria: ex perimentan la tentación de entregarse a una dife renciación, a una diversificación demasiado am plia de los marcos sociales que compiten entre sí, aunque, en algunos sectores del campo que estu dian, la unificación halla menos resistencia que en la realidad histórica. Esta paradójica situa ción, que va en el sentido de la complementariedad dialéctica entre sociología e historia, se ve reforzada por la confrontación entre los métodos y las conceptualizaciones propios de las dos cien cias y, naturalmente, p or la confrontación entre los objetos del conocim iento construidos por cada una de ellas. La sociología tiene com o m étodo la tipología de los fenómenos sociales totales, así como la de sus estructuras y la de las obras culturales que cimentan estas últimas. Sin rechazar la tipología,
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la ciencia de la historia la supera al buscar lo irrepetible y lo irremplazable en los giros de la marcha de las sociedades prometeicas. De este m odo singulariza el máximo las estructuras y las coyunturas globales, y todavía más los m ovimien tos de los fenómenos sociales totales subyacen tes que les desbordan. Al hacerlo, acentúa la continuidad de paso entre las estructuras, la con tinuidad de sus desbordamientos, la continuidad de sus mismas rupturas y, p o r ú ltim o , la c o n ti nuidad de los encadenamientos irrepetibles. In versamente, la sociología acentúa la discontinui dad de los tipos, al igual que la discontinuidad de las estructuras y de los fenómenos sociales to tales, en el interior de cada escala, así como en las relaciones entre estas escalas. Desde el punto de vista del método, la historia com o ciencia se ve llevada a cegar las rupturas y a tender puentes entre las diversas estructuras, entre éstas y los fenómenos sociales totales y, finalmente, entre estos últimos. E l m étodo histórico es, pues, m u ch o más continuista que el de la sociología. E llo hace que un historiador tan consciente de su mé todo como Fernand Braudel diga que quisiera «reconstituir la luz blanca unitaria que le es in dispensable» olvidando que esta luz solamente se halla en la ciencia de los historiadores y no en la realidad histórica. Con todo, ahí reside, precisamente, uno de los aspectos de la dialécti ca existente entre sociología e historia, dialéctica cuyos términos en seguida trataré de precisar. El continuismo del método histórico se con firm a por el carácter a la vez singular y apretado de la «causalidad histórica». En la explicación sociológica, la causalidad no es el único procedi miento de explicación. Por otra parte, la causa lidad sociológica, que es ya singular, nunca llega hasta el final de esta singularidad sino que im pli ca grados variados. La «causalidad histórica».
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por el contrario, intensifica mucho más la singu laridad del vínculo causal que la causalidad so ciológica, al hacer que las relaciones entre causas y efectos sean más fuertes, más continuas y por ello m ism o más seguras. En efecto: en el tiempo ya transcurrido — pero reconstruido v convertido en presente— del que se ocupa el «saber histó rico», el encadenamiento causal, a pesar de afir marse com o rigurosamente irrepetible e insusti tuible, se refuerza tanto y se hace tan continuo que el historiador alcanza explicaciones mucho más rigurosas y mucho más satisfactorias que las que puede proponer el sociólogo. ¿Se halla ahí la razón de la creencia un poco exagerada de algunos historiadores en la fuerza del determinismo histórico? Esta creencia se ad vierte ya en Marx 2, pero es sobre todo producto del marxismo oficial, que la ha revestido de tér minos exuberantes, como «las vueltas implaca bles de la rueda de la historia» o «la inevitable victoria del comunismo, impuesta por la historia». Este supuesto, bastante difundido entre algunos historiadores contemporáneos que pretenden ser sociologizantes, se halla incluso en Sartre, quien se propone reconciliar la libertad y la necesidad mediante la «razón histórica». Para evitar la ten tación del dogmatismo historieista, se impone nuevamente aquí el recurso a la dialéctica entre sociología y ciencia histórica, que revela la com plementar ¡edad y la implicación mutua de expli cación histórica y explicación sociológica. Lo mismo ocurre con la relación entre los tiempos sociológicos y los tiempos históricos , cuya m ultiplicidad las dos ciencias ponen de re lieve, pero presentándola bajo diferentes aspectos y planteando d e manera particular el p r o b l e m a de su unificación. La sociología acentúa preferen temente la discontinuidad de los tiempos s o c ia le s múltiples, así com o la relatividad de sus unifica
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ciones. La historia com o ciencia, por el contrario, da tanta im portancia a la continuidad de los múltiples tiempos que la unificación amenaza di solver su propia multiplicidad. La divergencia se debe a la diferencia de los métodos propios de estas dos ciencias. En la realidad histórica, la multiplicidad de los tiempos sociales se acentúa por su vincula ción al prom eteísm o. Este último, efectivamente, privilegia el tiem po de latidos irregulares, el tiem po que se adelanta a sí mismo, y el tiempo de creación, por últim o, a pesar de que estos tiem pos se hallen lim itados por el tiempo de larga duración y por el tiempo muy lento, que frecuen temente les corta las alas4. Sin embargo, en la ciencia de la historia («!a historiografía» o «saber h istórico»), estos tiempos históricos reales son reconstruidos según el punto de vista ideológico del historiador, q u e siente la tentación de prefe rir algunos de estos tiem pos en detrim ento de los demás. Ocurre que los tiempos estudiados por la cien cia de la historia, ya transcurridos, son recons truidos según los criterios de las sociedades, de las clases y de los grupos contemporáneos a los historiadores. Así, las sociedades se ven empuja das a volver a escribir incesantemente su historia, haciendo que el tiem po pasado se convierta a la vez en presente y en ideológico. La multiplicidad de los tiempos con que se enfrenta el historiador, así com o su exagerada unificación, no es tanto la de la realidad histórica cuanto la de reconstruc ciones de los tiem pos pasados y transcurridos, así com o la de sus restablecidas y reforzadas unidades. Pero esta segunda multiplicidad y esta segunda unificación — que aquí son inevitables— se redu cen a ser interpretaciones múltiples de la conti nuidad de los tiempos. La competencia entre esta
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doble m ultiplicidad y esta doble unificación de los «tiem pos históricos» se hace tanto más dra mática cuanto que los historiadores que pertene cen a las diferentes sociedades, clases o grupos sólo consiguen resucitar los tiempos pasados a costa de la proyección de su «presen te» en el «pasado» que estudian. Sin embargo, no pueden conseguir esta proyección sin suponer una con tinuidad y una unidad entre las diferentes escalas de tiem po propias de las diversas sociedades. Por ello la gran tentación que acecha a la ciencia de la historia es la « predicción del pasado», que a menudo se con vierte en proyección de esta pre dicción en el p orven ir. Así, en el corazón mismo del saber histórico, se esboza una dialéctica que manifiesta toda su envergadura en las complejas relaciones entre sociología e historia. En resumen: la ambigüedad del tiem po históri co, así como la ambigüedad de su multiplicidad y de su intensificada unificación, se halla: a) en el desfase entre los tiempos de la realidad histó rica y los tiempos que proyectan en ella los his toriadores; b ) en la tensión entre la doble mul tiplicidad y la doble unificación de los tiempos históricos: por una parte, se trata de una multi plicidad y de una unificación reales; por otra, proceden de interpretaciones variadas; c) en la competencia entre sus m ultiplicidades, a la vez reales y proyectadas, y de sus unificaciones continuistas, más proyectadas que reales; d) en la rigurosa singularización de los tiempos históri cos, que no hacen más que reforzar sus continui dades construidas; e ) se halla, por último, en el hecho de que los tiempos trancurridos, realiza dos, tienen muy pocos rasgos en común con los tiempos en vías de producirse. ¿Cóm o estudiar las peripecias del tiempo his tórico, de su m ultiplicidad y de su exagerada unidad, sin recurrir al procedim iento de la ambi
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güedad dialéctica ? Pero estas ambigüedades se exacerban, en algunos momentos, hasta conver tirse en antinomias, las cuales exigen, a su vez, el esclarecimiento del procedim iento de polariza ción dialéctica. Al abordar la dialéctica propiam ente dicha en tre sociología y ciencia histórica conviene señalar previamente el carácter paradójico de su relación. Nos hallamos, en efecto, ante la paradoja de una ciencia histórica continuista que estudia una rea lidad histórica que por su prom eteísm o se inclina hacia la discontinuidad, y de una sociología no continuista por su método tipológico, que estudia una realidad social relativamente más continuista que la que corresponde a la historia. ¿ N o incluye acaso la sociología marcos sociales no prometeicos, y no pone de relieve grados variados en la intensidad del prom eteísm o? Esta paradoja es imposible de analizar sin la concurrencia de to dos los procedimientos operativos d e dialectización. Esta es la tarea de la que vamos ahora a ocuparnos. Las relaciones entre sociología e historia exigen ante todo el procedim iento operativo de dialectización que consiste en el esclarecim iento p o r com plem entariedad recíproca, en particular por complementariedad de compensación o, en cier tos momentos, también por la complementarie dad de crecim iento en la misma dirección. Así, en lo que se refiere a las relaciones entre estructuras globales y fenómenos sociales totales subyacentes, entre lo diferencial y lo unitario, entre la conti nuidad y la discontinuidad y, por últim o, entre la multiplicidad de los tiempos sociales y su unifi cación. la sociología y la ciencia histórica se ha lian comprendidas en un m ovim iento de comple mentariedad por compensación que exige, para ser conocido, el esclarecimiento del procedimien
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to correspondiente. El saber histórico, por ejem plo, muestra m ejor que la sociología el desborda m iento de las estructuras por los fenómenos sociales totales, al menos en las épocas relativa mente tranquilas de la vida social. Igualmente descubre m ejor el paso de las estructuras a los fenómenos sociales totales que las animan. Pero lo que pone de relieve la distinción entre estos dos elementos, al igual que sus variados conflic tos, es la sociología. Además, aunque la historia com o ciencia muestra m ejor la unificación diná m ica de las sociedades globales en marcha, la sociología, en cambio, precisa m ejor los variados grados de estas unificaciones y la importancia de los obstáculos con que tropiezan; también revela más eficazmente las posibles implicaciones ideo lógicas de las primeras. De este m odo ayuda a la ciencia de la historia a reducir, en la medida de lo posible, el carácter partidista de su verdad. Para tom ar ahora ejem plos de la complementariedad dialéctica de crecim iento en la misma dirección entre historia y sociología, indicaré el paso de los tipos a las situaciones sociales con cretas, de la causalidad singularizada que puede repetirse b ajo ciertas condiciones a la causalidad estrictamente irrepetible: en una palabra, de la explicación sociológica a la explicación histórica. Aquí, sociología e historia son complementarias en el sentido de que la segunda refuerza la ten dencia de la primera hacia la limitación de lo general mediante totalidades concretas y sus ti pos cualitativamente distintos, para desembocar en encadenamientos estrictamente singularizados. Sin embargo, la sociología, a su vez, no puede prescindir de esos encadenamientos históricos que le proporcionan los principales materiales para la construcción de los tipos de sociedades globales. Y menos todavía puede prescindir de
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las explicaciones históricas, mucho más rigurosas que las que ella puede proporcionar. En determinados casos, la com plem entariedad dialéctica necesaria para precisar las relaciones entre sociología e historia se intensifica hasta convertirse en im plicación dialéctica mutua. Así ocurre, por ejem plo, en el estudio de las revolu ciones, de las crisis graves o, por último, de las guerras. N o es posible hacer sociología de las revoluciones sin hacer al mismo tiempo su histo ria e, inversamente, no es posible estudiar esta última sin hacer simultáneamente la primera. La misma observación es válida — p or tomar otro ejemplo, que por lo demás se relaciona con el anterior— respecto a la sociología de las clases sociales en lucha y a su estudio histórico. La una y el otro se implican mutuamente y no es posible que actúen p o r separado si quieren llegar a resul tados. Por esta razón, los sociólogos que hacen de las revoluciones y de las luchas de clases el centro de su reflexión son siempre «historizantes» al máximo; y, también por ello, los historiadores que consagran toda su labor a un mismo campo son siempre muy «sociologizantes». Sin em bargo, incluso en los ejemplos citados no se trata en absoluto de fusión o de identidad de sociología e historia sino de implicación dia léctica mutua, pues la historia de las revolu ciones y de las luchas de clases es mucho más ideológica que su sociología, siendo esta última mucho más conceptual y discontinuista que la p ri mera. Y ello tanto más cuanto que la dialéctica de la revolución entre el tiempo sociológico y el tiem po histórico resulta aquí particularmente in tensa y exige imperiosamente el esclarecimiento mediante la ambigüedad dialéctica. H e dado ya ejem plos de la aplicación de este procedim iento en el análisis de las relaciones en tre continuidad y discontinuidad en sociología y
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en historia; ello ha perm itido descubrir la ambi güedad d el tiempo histórico y precisar el com pli cado ju ego de las opiniones de los historiadores y de ¡os sociólogos en cuanto a la multiplicidad de estos tiempos y a sus variadas unificaciones. Me lim itaré, pues, a añadir solamente un ejem plo. Los historiadores que, por amor a la so ciología, quisieran disolverla en su ciencia, y los sociólogos que, por am or al saber histórico, qui sieran absorberlo en la sociología, se hallan sin darse cuenta en plena ambivalencia dialéctica. La historia que se apropia de la sociología y la so ciología exclusivam ente histórica no son más que im perialism os disimulados que desembocan en un dogm atism o inconsciente, al que el hiperem pirism o dialéctico tiene por misión combatir. La polarización dialéctica entre historia y so ciología se produce sólo por reacción contra este im perialism o recíproco que acabamos de men cionar. Tam bién puede ser suscitada por conceptualizaciones erróneas y dañosas para las dos ciencias, com o lo « événernentiel» en la primera y lo «in stitu cion al» en la segunda5; o la falsa identificación de todas las sociedades globales con las sociedades prom eteicas; o la exageración abusiva de la continuidad y de la unidad en la historia y de la discontinuidad y la multiplicidad en la sociología. P o r lo demás, la polarización entre sociología e historia aparece cuando los historiadores, al ignorar los fenómenos sociales totales cuyo m ovim iento dialéctico singularizado están llam ados a estudiar, se atienen a lo super ficial y aíslan «la historia política», «la historia económ ica», «la historia de las civilizaciones», «la historia geográfica» o «la historia social»; com o si todas estas historias no estuvieran im plicadas la una en la otra y no recondujeran la una a la otra cuando se las utiliza como puntos de partida para llegar a reconstituir las totalida
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des sociales globales en m ovim iento singulariza do. Igualmente, sociología e historia se polarizan cuando la primera se entrega a «form alism os» de diversas clases o, lo que es peor aún, a «la axio mática de los m odelos». Por últim o, la búsqueda de «factores predom inantes», que destruyen la realidad social, entraña la polarización de las dos ciencias. Queda el esclarecim iento por «reciprocidad de perspectivas». Este procedim iento dialéctico ope rativo representa más bien un «id e a l» no alcan zado y d ifícil de alcanzar cuando se trata de las relaciones entre sociología e historia. Para apro ximarse a él es preciso darse cuenta de que la realidad histórica sólo es un sector privilegiado de la realidad social, la cual representa un círcu lo mucho más am plio. Probablemente esta aspi ración hacia la «reciprocid ad de perspectivas» entre historia y sociología — p o r lo demás siem pre susceptible de rom perse— es la que inspira a Fernand Braudel cuando escribe que «la socio logía y la historia son una sola y la misma aven tura del espíritu, no el revés y el derecho de una misma tela, sino la tela misma, en todo el espe sor de sus h ilo s »6. Con todo, la «te la » no es exactamente la misma, porque existen sociedades no prometeicas y p orqu e los marcos microsociales y de grupo pueden estar muy poco penetra dos por la realidad histórica. Sólo mediante la toma de conciencia del hecho de que la «reci procidad de perspectivas» constituye únicamente un procedim iento dialéctico operativo entre otros es posible llegar a la aplicación de esta recipro cidad, en medida bastante limitada por lo demás, a las relaciones entre sociología e historia. Debería estar ya clara la inspiración de estos análisis, pero prefiero, a riesgo de repetirm e, ponerla todavía más de relieve.
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a) Para llegar a una colaboración fraterna, efi caz y fructífera entre sociología e historia, y para que tanto de un lado com o de otro se excluya toda segunda intención imperialista, es preciso someter a ambas ciencias a las angustias y orda lías de depuración antidogmática que correspon den a los diferentes procedimientos operativos de dialectización sobre los que se apoya la dia léctica empírico-realista. b ) Esta dialéctica es la única capaz de desmis tificar la ciencia histórica y de hacer efectiva mente relativista a la sociología. Además, es la única que se halla en situación de liberar a estas dos ciencias tanto del profetism o com o del con formismo. Entonces, pero solamente entonces, sociología e historia se harán plenamente capa ces de constituir un duunvirato fraterno para pre sidir la integración de todas las ciencias sociales en la «Ciencia del Hom bre». C.
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Si la sociología (en la cual incluyo la etnología) y la historia no pueden ser calificadas de «cien cias sociales particulares», pues se trata de cien cias-maestras que sirven de guía a todas las de más, estas últimas merecen el calificativo de «par ticulares». Efectivamente: no toman en conside ración más que un solo escalón o nivel de la rea lidad social, al que aplican o bien un método sistematizador y analítico, o bien un m étodo pu ramente descriptivo. En cualquiera de los dos casos, son muy poco explicativas, pero preparan el camino a la explicación al suministrarle los materiales adecuados. Asi, p or ejem plo, la «ciencia del derecho», sis tematizada con un objetivo práctico por los ju
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ristas, sólo toma en consideración m odelos abs tractos del derecho para facilitar su aplicación por los tribunales de un país dado donde domi na una estructura global particular. La gramática sólo tiene en cuenta los signos y sím bolos de un lenguaje al ob jeto de facilitar, mediante su siste matización, su difusión y su enseñanza. Así, la geografía (que incluso cuando se trata de geografía física sigue siendo humana y por consiguiente social) no va más allá del escalón m orfológico de la realidad social cuando describe el relieve, los climas, las poblaciones, el suelo y los recur sos en función de la condición humana y de un marco social particular. Y también así la etno grafía propiam ente dicha (diferente de la etnolo gía, que es una rama de la sociología) no hace más que describir los ritos y los procedimientos, las prácticas, costumbres, rutinas o géneros de vida de los pueblos observados, es decir, sus conduc tas de una cierta regularidad, sin profundizar en el problem a del fenóm eno social total y de su estructura. Y así, finalmente, la economía políti ca clásica analiza y sistematiza determinadas con ductas colectivas regulares relativas a la produc ción más eficaz y a los intercambios más venta josos, al objeto de predecir la relación de la oferta y la demanda en el marco de una estruc tura global particular, cuya especificidad y varia bilidad corrientem ente se le escapan. Si se comparan estas ciencias sociales particu lares con las ramas especiales correspondientes de la sociología — sociología del derecho, socio logía del lenguaje, sociología geográfica, sociolo gía etnológica, sociología económica, etc.— se ad vertirá en seguida que su diferencia estriba en tomar o no en consideración los fenómenos so ciales totales y el estudio tipológico tanto de es tos últim os com o de sus expresiones en unas es tructuras.
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En efecto: al igual que las ciencias sociales particulares, las ramas especiales de la sociología toman como punto de referencia uno o varios es calones en profundidad de la realidad social, pero no para permanecer en ellos. Por el contrario, tratan de relacionarlos a todos los demás niveles de los fenómenos sociales totales y, p o r media ción de ellos, al conjunto de estos últim os para terminar por explicarlos. Las estructuras y las obras culturales que las cimentan son, a su vez, unos intermediarios sometidos a m últiples ten siones dialécticas. Lo mismo ocurre con los tipos discontinuos que la sociología establece para que le sirvan de marcos de referencia conceptuales, los cuales sólo consiguen desempeñar el papel que se les asigna — el de prom over la explicación— si han sido dialectizados. Naturalmente, las ciencias sociales particula res necesitan enormemente de la sociología para permanecer en contacto con la realidad y para conocer al mismo tiempo sus límites. Pero no es menos evidente que las ramas especiales de la sociología tienen igual necesidad de las siste matizaciones y de las descripciones de las cien cias sociales particulares, mostrando, p or lo de más, a la vez su relatividad y su carácter parcial y previo, así com o la necesidad de su integración en marcos sociales determinados, en particular en tipos de estructuras. Esta situación se hace particularmente visible en los estudios sociológicos de las obras cultura les (sociología del derecho, de la vida moral, de la religión, del arte, del lenguaje, del conocimien to, de la educación, etc.), hasta el punto de haber dado lugar, com o en Max W eber , a interpreta ciones abusivas. Inversamente, las sistematizacio nes de las ciencias sociales particulares corren el peligro de ser completamente ineficaces y de marrar completamente su ob jetivo si ignoran las
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contribuciones de la sociología. Estas últimas no solamente revelan los marcos reales de referen cia de las sistematizaciones en cuestión sino que explican también sus funciones y su origen. Nos hallamos situados nuevamente ante enmaraña mientos de tensiones de diversos caracteres dia lécticos, cuyo estudio impone el esclarecimiento de todos los procedim ientos de dialectización dis ponibles. Sociología y ciencias sociales particulares exi gen en primer lugar ser situadas en relaciones de com plem entariedad dialéctica: ante todo, com plementariedad de orientación en el mismo sen tido, combinada frecuentemente con la com ple mentariedad de compensación. Cuando se trata de las ciencias sociales particulares puramente descriptivas — com o la geografía, la etnografía o la «ciencia p olítica», por ejem plo— , la com ple mentariedad entre estas ciencias y la sociología se rcduce al hecho de que esta última, al utilizar sus materiales, profundiza sus estudios, pues los sitúa de nuevo en marcos sociales totales, limita su alcance y pone de relieve su relatividad. Cuan do se trata de ciencias sociales particulares pro piamente sistematizadoras y analíticas (desde la ciencia del derecho y la lingüística a la economía política analítica, etc.), sus relaciones con la so ciología exigen el esclarecimiento mediante la complementariedad de compensación, combina da con la complementariedad de orientación en el mism o sentido. Por una parte, en efecto, la es pecificidad y las variaciones de los marcos socia les modifican com pletam ente la coherencia y la eficacia de los modelos, signos y símbolos, inves tigados por sus sistematizadores-analistas; lo cual frecuentemente se Ies escapa a estos últimos, te niéndoselo que recordar los sociólogos. La com plementariedad dialéctica de compensación se impone, pues, aquí con particular intensidad.
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Por otra parte, esta com piem entariedad va pre cisamente en el mismo sentido en la medida en que la sociología de las obras culturales — que pone de manifiesto el papel de estas últimas en tanto que productos y productores, simultánea mente, de las estructuras sociales— profundiza y delim ita el trabajo de las ciencias sociales sis tematizadoras. La puesta en relación de im plicación dialéctica mutua no se aplica directamente a las tensiones entre sociología y ciencias sociales particulares, salvo que resulte de interpretaciones aberrantes de la una y de las otras. Así, una resistencia exa gerada tanto a las pretcnsiones desmesuradas de la sociología com o a su legítim a tendencia a «in vad ir» todos los ámbitos de la vida social puede suscitar la aparición, en el seno de las ciencias sociales particulares, de «sociologías espontá neas» y un tanto arbitrarias. Ello se ha podido advertir, por ejem plo, en la ciencia del derecho, en la crim inología, en la «ciencia p o lítica » y en la economía política, celosas de su autonomía. En el extremo opuesto, los sociólogos que nega ban a las ciencias sociales particulares todo de recho a existir tendían a sustituir p o r sus pro pias sistematizaciones analíticas de los modelos y de los símbolos a las que tenían existencia efec tiva en las diversas sociedades. Aunque en estos varios casos podemos advertir un cierto juego de implicación dialéctica mutua, este juego es inconsciente para los estudiosos aludidos. Por el contrario, frecuentemente es preciso re currir al esclarecimiento p or la ambigüedad dia léctica en el estudio de las relaciones entre so ciología y ciencias sociales particulares. Se trata de que, en tanto que ciencias compañeras, no pueden por menos que sentirse celosas de los resultados y de los éxitos respectivos. Entre ellas existe tanta atracción com o repulsión, tanto de
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seo de cooperar como de competir. Esta ambi güedad se aviva incluso más por el hecho de que la sociología debería lógicamente, al lado de la historia, presidir la integración de las ciencias sot iales particulares en la «Ciencia del Hom bre», es decir, orientarlas beneficiándose de su traba jo. Ello, evidentemente, no puede producirse sin tropiezos. Sin embargo, es posible disminuir es tos últimos haciéndoselos conscientes a intere sados por el esclarecimiento de la ambigüedad dialéctica. En algunos casos, la ambivalencia de tas relaciones entre sociología y ciencias sociales particulares puede llegar tan lejos que, sin darse cuenta, sientan la tentación de devorarse recípro camente. Esto pudo observarse particularmente, en tiem pos de Proudhon y de Marx, a propósito de las relaciones entre ciencia económica y so ciología. La polarización dialéctica entre sociología y ciencias sociales particulares puede deberse a las pretensiones naturalistas de la sociología, que se degrada a sí misma al negar la eficacia de todas las reglamentaciones, normas, simbolizaciones o valores en la realidad social, a los que reduce a fenómenos naturales (geográficos, demográficos, antropo-raciales, de selección entre fuertes y dé biles en la lucha por la existencia, etc.). Esta po larización puede también proceder de un exceso de dogmatismo: dogm atism o de los juristas, que a veces niegan la posibilidad misma de todo en cuentro entre ser y deber ser; dogm atism o de los lingüistas, de ¡os economistas, etc., que se niegan a reconocer la variabilidad de sus mode los sistematizados en función de los cambios de los m arcos sociales. Durkheim ha suscitado otra clase de polaiización ni insistir sobre la necesidad de disolvei la£ ciencias sociales particulares en la sociología y en sus ramas especiales, lo cual ha suscitado una G u rvitcb , 21
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violenta reacción de estas diversas ciencias. Pero esta polarización ha tenido consecuencias inespe radas, pues las ciencias sociales particulares, es pecialmente en Francia, se han «sociologizad o» inmanentemente, aunque conservando una cierta autonomía metodológica. Se hallan cada vez más dispuestas a colaborar lealmente con las ramas correspondientes de la sociología, y a entrar en relaciones de complcmcntaricdad intensificada con ellas. Por último, el esclarecimiento p or el procedi m iento dialéctico operativo de reciprocidad de perspectivas sólo consigue resultados muy gene rales y muy sumarios cuando se trata de las re laciones entre sociología y ciencias sociales par ticulares. La reciprocidad de perspectivas cons tituye aquí más bien un ideal o una tarea infinita que debe imponerse a sí misma la sociología, en la medida en que está llamada a presidir y a conducir la integración de las ciencias sociales particulares en la Ciencia del Hom bre. Lo dicho acerca de la dialéctica entre sociolo gía y ciencias sociales particulares podría ser repetido, con algunos matices, a propósito de las relaciones entfe estas ciencias y la historia. Las ciencias sociales particulares tienen que contar tanto con la historia com o con la sociología. La prim era utiliza, a ejem plo de la segunda, los re sultados de estas diversas ciencias, a pesar de com batir su tendencia al dogmatismo y al aisla miento. Por tanto, son necesarios todos los pro cedimientos dialécticos operativos para estudiar las relaciones entre historia y ciencias sociales particulares; sin embargo, hay que confiar en los historiadores en lo que se refiere a su aplicación. Para terminar, y una vez más para eliminar de raíz toda sospecha de que m i concepción de
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la dialéctica y de su papel en la sociología pueda estar inspirada por una toma de posición filosó fica disimulada o inconsciente, precisaré muy brevem ente la dialéctica que creo entrever en las relaciones entre sociología y filosofía. Estas dos disciplinas están llamadas — particularmente cuando se trata del estudio de las obras cultura les— a colaborar negativa y positivam ente a la vez pero siempre sin confundirse, criticándose mutuamente y planteándose recíprocam ente pre guntas. Los procedimientos de dialectización muestran ser aquí, pues, indispensables una vez más para clarificar la situación. Sociología y filosofía se hallan en relaciones de com plem entariedad dialéctica, en el sentido de que el análisis filosófico acude en apoyo de la sociología de las obras culturales cuando se trata de diferenciar, en la realidad social, los he chos m orales, cognitivos, estéticos, jurídicos, et cétera. A su vez, la sociología ayuda a la filosofía a darse cuenta de las variaciones concretas y efec tivas de estos fenómenos en su infinita m ultipli cidad. Pero esto no presupone tom a de posición particular alguna por parte de la filosofía ni por parte de la sociología. Sociología y filosofía se hallan en relaciones de im plicación dialéctica mutua, puesto que la filo sofía no puede ignorar los sujetos colectivos de los actos cognitivos y morales (com o los N os otros, los grupos, las clases y las sociedades en teras), y puesto que la sociología no puede igno rar las significaciones, los símbolos, las ideas y los valores cuya eficacia en la realidad social ad vierte. La ambigüedad dialéctica entre sociología y fi losofía no se refiere solamente a los representan tes de ambas ciencias, ni siquiera a sus recípro cas pretensiones imperialistas. Aparece también en el hecho de que algunos sociólogos, al q t■ «~er
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disolver la filosofía en la sociología, en realidad han subordinado esta últim a a una doctrina filo sófica determinada (Com te, por ejem plo, a la de Bossuet y De Bonald; Durkheim a la de K ant), y de que filósofos como H egel o Dewey, al querer disolver la sociología en la filosofía, lo que en realidad hicieron fue convertir en más socioló gico un determinado sector de su filosofía. La polarización dialéctica entre filosofía y so ciología se aplica a interpretaciones dogmáticas de la filosofía (incluido el idealism o kantiano); o a interpretaciones mecanicistas o «behavioristas» de la sociología que empobrecen arbitraria mente su terreno; o bien a la oposición entre la tarea explicativa de la sociología y la tarea jus tificativa y verificadora de la filosofía. Por último, la reciprocidad de perspectivas en tre filosofía y sociología, paralelas y simétricas en sus resultados, sólo puede ser considerada com o una directiva muy general. Sólo admite soluciones muy aproximativas, fru to de una co laboración prudente y diligente entre filósofos y sociólogos, prestos siempre a advertir el surgi miento de nuevas antinomias inesperadas que exigen el recurso a posibles polarizaciones. Al llegar al final de este libro quisiera expresar una esperanza. Consideraré 'que m i esfuerzo ha tenido éxito si he conseguido hacer comprender que no pretendía en absoluto, al vincular el des tino de la sociología al de la dialéctica, embar car a la primera en una nueva aventura filosófica, o, dicho de otra manera, unirla a un navio a pun to de irse a pique. Por el contrario, me he pro puesto liberar a la sociología, en la medida de lo posible, de todo com promiso ideológico, político o filosófico, al tratar de reducir al mínimo ios coeficientes sociales e históricos de esta ciencia. Mi única ambición ha sido liberar de dogrnatis-
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m o a la sociología, liberar de dogm atism o a la ciencia de la historia, liberar de dogm atism o a las ciencias sociales particulares para obligarlas a colaborar juntas eficazmente Y sólo es posible acercarse a este ob jetivo gracias a la dialéctica, depurada a su vez de todo dogm atism o. Dialectizar la dialéctica para hacerla virulenta y eficaz hasta el fin a l, tal ha sido la divisa de estas páZ^a s. y quisiera que en el frontispicio de la «Casa de la Ciencia del H om bre» (actualm ente en construcción) pueda leerse: « N a die entre aquí qu e no sea d ia léctico». P*ues la dialéctica no dog mática constituye el único medio de liberar las investigaciones empíricas, tan necesarias para la sociología, de su vulgaridad (hoy, desgraciada mente, demasiado frecuente), y de conducirnos hacia una aproxim ación eficaz entre las diversas ciencias sociales, bajo la presidencia doble de Ja Sociología y de la Historia, a su vez en rela ción dialéctica.
M o tas
Ai prefacio
yo't, % 3 Jppn 696-697
* * MétaPh>si« “ ^ Paris, Pa-
1 Cfr. infra, pp. 83-240. A la introducción 1 Georges Gur^itch (b a jo la dirección de). T ra ité de Sociologie, t. I. 1958, p. 27. * Op. cit., t. I. Cahier 5 internationaux de Sociologie, vol. X V 1953 4 Ibid., vol. X X I, 1956. ' 5 Ibid., vol. X X II. 1957. * Cfr. su artículoi en la Revue de Métaphysique et de Morale, 1961» n.° 1-2, pp. 1-34. * , 7 S I r* L.vÆ; Broglie, /.a physique nouvelle et les quan ta, Paris, 1937. ' Le Rationalism e appliqué, Paris, 1949, p. 241. p , r i ^ r ^ ratiorinclle de la physique contem poraine, ,0 Ibid., pp. 111-112. " Dialéctica, junio de 1948, p. 94. 2i” Les aventures de la dialectique, Paris, 1955, pp. 213327
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u Ib id., p. 135. •« Ibid., p. 138. ,J Ibid., pp. 153, 188. 16 Ibid., p. 253. 17 Ibid., p. 274. " Cfr. críticas más detalladas, en la Prim era partí, de este libro, § 9, pp. 215-240. *• Op. cit., Paris, 1960, p. 117.
M Ibidem.
Primera parte: 1 1 Cfr. Georges Rodier, Études de Philosophie Grec que, Paris. 2.* éd., 1926, p. 64. 2 Cfr. Jean Wahl, Étude, sur le Parm énide de Platon, Paris, 3.&éd., 1926. 2 1 Le progrès de la conscience dans la philosophie occidentale, Paris, 1927, vol. I, p. 87. 4 1 Cfr. R. Kroner, Von Kant bis Hegel, vol. I, Tübin gen. 1921, p. 132. 5 1 Este libro, escrito durante mi estancia en Checos lovaquia (1921-24), fue publicado en alemán en 1925 (ed. Mohr, Tübingen), y nunca ha sido traducido al fran cés; rem ito al lector a un breve resumen de las ideas de Fichte incluido en mi M orale théorique et Science des moeurs, 3.“ ed. corregida (Paris, Presses Universitai res de France. 1961, pp. 50-57). Sin embargo, dado que este resumen sólo se refiere al problema de la relación entre la sociología de la vida moral y la filosofía según Fichte, me permitiré indicar también mi Itinéraire in tellectuel, publicado en «Les Lettres Nouvelles», 1958. n.° 62. pp. 65-83, pues este artículo revela el papel que mi interpretación de Fichte ha desempeñado en la for mación ulterior de mi pensamiento. Evidentemente, mi actual exposición de la Dialéctica en Fichte es nueva. 1 Expresión que ha tenido éxito recientemente. Cfr., por ejem plo, la obra de Jaspers.
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J i i ä * a C av a ?olaT mfente fu e descubierta y publicada en 1924 por X a v ie r Léon, a u to r de la m e jo r obra sobre iaSi1 ^ ? pa4reCjdarTei™ Francia» F ich te et son temps, 19221927 C/r. tom o I I , Segunda parte, p. 288. 1 Ibid. Esta expresión fue p osteriorm en te utilizada por 1 ; oudhon. quien la conoció a través de Ahrens. ('fr - mis lecciones ciclostiladas: Saint-Sim on, socioá Y e ,(Pans¿ 2 * ?d ** *962. C. D. U.), así co m o mis dos artícu los: «P o u r le deuxièm e Centenaire d e la naissance . SÎ51Î n }o n »; en Cahiers Internationaux de S ociolo gie, \)60, vol. X X I X , pp. 2-13, y «Saint-Sim on et M arx», en Revue Internationale de Philosophie, n.° 53-54 1960 fasc. 3-4, pp. 1-18. 7 Cfr. Em ile Lask, Fichtes Idealismus und die Ges chichte, Tübingen und Leipzig, 1902, p. 257.
' Prim era edieiön, Paris, 1929; 2.» ed.. 1951 • ? erIi V : r' 1948; '■ " • 1954 £,lay trad- cast. de M. Sacristan, M exico. G rija lb o. 1963]. I . Alexandre K o y ré , La philosophie de Jacob Boehme, Paris, Vrin, 1929. Jean Wahl. L.e malheur de la conscience dans la
philosophie de Hegel. 5 .Tean Wahl, op. cit., p. 108. 6 Ibid., p. 107. Cfr. G. Lasson, en Säm tliche Werke (1.» ed., 1911; 2\ 1923)- p refa cio a Wissenschaft der Logik,’ p. 68 „ . . . m is lecciones ciclostiladas, Im Sociologie de
pp 2S29rjt' 3150ed" 1959' 2‘a Cd*’ 1961* PaHs' C D U9 E. Bréhier, H isto ire de la Philosophie, Paris t II
vol. I I I , pp 183-184. Jean H yppolite, Genèse et structure de la Phäno m enologie de VEsprit, Paris, 1946. " Alexandre K o jè v e , In trod u ction à la lecture de Hegel, Pans. 1947.
“ prit, II 14
Genèse et structure de la Phénom énologie de VEs op. cit., p. 311. In trod u ction à ta lecture de Hegel, op. c it p 377 Op. cit., p. 378. Genèse et structure, op. cit., pp 566-567 “ Introd uction, op. cit., p. 451. " Ibid., p. 453. “ Genèse, op. cit., p. 522. I* Cfr. G. Lasson, en Säm tliche Werke, vol. III, «E in leitu ng», p. 31.
330
N o ta s
J0 Cito según la reciente edición de las obras de He gel, al cuidado de H . Glöckner, Säm tliche W erke, vol. TV, 1.958, pp. 120-121. 11 Aron ine ha acusado de vo lver a las «anticuadas» interpretaciones panlogistas de Hegel. n C fr. mis análisis en L 'íd é e du D ro it social, Paris, 1932, pp. 171-260, 297-327 v 407-487 ” C fr. p. 126. 7 1 C ito a Proudhon preferentem ente según ia nueva edición de sus Oeuvres Com pletes, publicadas por las Éditions de M arcel Rivière. Paris. * C fr. Ahrens, Cours de Psychologie, t. I, pp. 47-132. C fr. itifra, Secc. 9, pp. 215-240. 4 Proudhon habla del «Im p e rio industrial» refirién dose a los elem entos semitecnocráticos y semifascistas de la política económ ica y social de Napoleón III. 5 V oi. I I I de la nueva edición de De la Justice, por G. Séailles, C. Bouglé, G. Guy-Grand y J.-L.. Puech, edi tada p o r Marcel Rivière. * Proudhon tom ó este térm ino de Fichte y de Krause, a través de Ahrens, como he indicado ya. 1 C fr. infra, segunda parte, sección 2, pp. 258-300. * O p. cit., p. 34. M ib id ., p. 131. 8
' Georges Gurvitch, en la versión original de este li bro, cita a M arx según traducciones francesas (de Molitor y las publicadas p or las Éditions Sociales, principal mente). La referencia de las citas a traducciones al castellano ha suscitado algunos problemas, debido sobre todo a la dispersión de fuentes editoriales. Se ha optado por la solución siguiente: La ideología alemana, la M iseria de la filosofía y los M anuscritos económ icofilosóficos de 1844 se citan según las traducciones de F. R ubio Llórente contenidas en el volumen K. Marx, E scritos de Juventud ( E . J. en adelante), Caracas, Univer sidad Central de Venezuela, 1965 [la traducción de los M anuscritos de F. Rubio Llórente ha sido publicada también en la siguiente edición, K arl Marx, Manuscritos econom ía y filosofía, Alianza Editorial, El Libro de Bolsillo, n.° 119]; La Sagrada Fam ilia, según la trad. de W. Roces (M éxico, Grijalbo, 1962); el M anifiesto com u nista, La Guerra c iv il en Francia, F£l 18 B rum ario de
N o te s
331
L ilis Bonaparte y La lucha de cluses en Francia, según las traducciones del 1. M. L., contenidas en el volumen Marx-Ettgels, Obras Escogidas (citado O. E .), Buenos Aires. E ditorial Cartago, 1957 (h av otra edición, análoga, de «E d ito ria l Lenguas E xtranjeras» de Moscú, 1952). F.l Capital se cita según la traducción de Roces (M éxico, Fondo de Cultura Económica, 4.“ cd., 1966). Existe, por otra parte, una edición castellana reciente de La lucha de clases en Francia, de la Editorial Ciencia Nueva en M adrid. [T .] 1 M anuscritos, en EJ. Cfr. al respecto mi libro Déterm inism es sociaux et L ib e rté humaine (Paris, P. U. F., 1955, p. 136. nota), y mis clases ciclostiladas: Les classes sociales de M arx à nos jou rs (Paris, 1959, 3.» éd., 1959, pp. 55-61, C. D. U ) y La Sociologie de K a rl M arx (Paris, 1959, 2* éd., 1961 pp. 63 y s.) 4 En EJ. * Cf. también el borrador Grundrïsse der K ritik dcr Politischen Oekonom ie, publicado en 1939-40 m . e . g . a . 6 Ibidem . 7 Cfr. sobre las clases sociales en Marx mi tra bajo La S ociologie de K a rl Marx. op. cit., pp. 47-62 y 66-67. * C fr. infra., 2.* parte, sección 3, § 1, pp. 301-304. C fr. las consideraciones del joven Marx sobre !a dialéctica entre las ciencias naturales y las ciencias del hom bre en los M anuscritos económ ico'filosóficos, y mis análisis sobre esta cuestión en La S o cio log ie de K a rl M arx, op. cit., pp. 34 y s., y 91-93. 10 Cf. sobre la sociología económica de Marx, mi cur so La Sociologie de K arl Marx, citado, pp. 77-92. 9 1 Cfr., op. cit., p. 25. 1 C fr. mis diferentes análisis, en particular «Les pro blèmes de la sociologie de la connaissance», en Traité de Sociologie, t. II, I960, pp. 103 y s. 1 Sartre parece ignorar las «relaciones con otro» en las que no aparece reciprocidad alguna ni siquiera v ir tualmente, com o las relaciones posibles de alejamiento o mixtas. * P o r otra parte, pasa muy fácilmente del «universal concreto» de ITegel a la sim ple universalidad de Des cartes. s C fr. al respecto mis análisis en «Continuités et dis continuité en histoire et sociologie» (Annales, 1957, pá ginas 73-84). y también en I,a m u ltip licité des temps
332
Notas
sociaux (Paris, 1959, C. D. U.). y en «Structures sociales et m ultiplicité des tem p s» (Paris, 1960), Bulletin de la Société française de Philosophie (Paris, 1958, n.° 3, pá ginas 114-116, 124-125). ‘ Cfr. mis críticas al concepto de «categorías sociales» que sólo sirven para la disolución de «estratos sociales en colección». Cf. mi Vocation actuelle de la sociologie, 2.a éd., vol. I, 1957, pp. 292 y s., et passim. 7 Cfr. al respecto m is exposiciones en el T ra ité de So ciologie, t. I, pp. 203 y s., y en Vocation, citada, 2.* éd., vol. JL, pp. 429-442. * La expresión de «totalización» fue inventada por Proudhon (cfr. La créa tion de l'o rd re ), al que Sartre pa rece ignorar; por consiguiente, ha reinventado el tér mino. Segunda parte: 1 1 Se ha insistido ya sobre esta cuestión en el Prefacio de este libro. * Sobre todos estos puntos, cfr. mis análisis en la V ocation actuelle de la Sociologie, 2.* éd., vol. ï, 1957, páginas 289 y s., 321 y s., 403 y s., 423 y s., y en el Traité de Sociologie, t. I, 1958, pp. 3-27 y 155-251.
1 Cfr. al respecto m is libros: Expérience Juridique et Philosophie Pluraliste du D roit, 1936; Elém ents de So ciologie du Droit, 1940; Sociotogy o f Land, 3.® éd., 1956. 1 Cfr. al respecto m is análisis más detallados en Dé term inism es sociaux et Liberté humaine, 1955, pp. 40 y s. y en «Les règles de l'explication en sociologie», en Traité de Sociologie, t. I, 1958, pp. 236-261. * Cfr. para los detalles de los problemas suscitados aquí, mi Vocation actu elle de la Sociologie, op. cit., pá gina 80 y s., 89 y s. y 130 y s. 4 Ibid., p. 105 y s., y mi aportacion al t. T1 dcl Traité de Sociologie, 1960. «N o te sur le concept de phé nomènes psychiques totaux», pp. 333 y s. 1 Cf. para más detalles mis obras Déterm inism es so ciaux et Liberté hum aine, citado, pp. 68-102, y Morale théorique et Science des moeurs, 3.n éd., 1961, pp. 121-125. * Cf. al respecto m i aportación va citada al t. II del Traité de Sociologie, op. cit., pp. 333 y s. 1 Cf. para estas tres manifestaciones del Nosotros mi Vocation, op. cit., pp. 143-178. * Cf. para una exposición más detallada, mi aporta
N otas
333
ción sobre «Les structures sociales» en el tomo T del 9 « de SoctoI°g te ' op. cit., pp. 205-215. P o r no hablar del «estructuralism o axiom ático», que es la negación tanto de toda dialéctica como de la existencia misma de la realidad social. El éxito actual , e ¡a empresa de Claude Lévi-Strauss es un síntoma de la decadencia de la sociología. 10 C fr. mi discurso de conclusión 3Î f i l Coloquio de la «Association Internationale des Sociologues de Langue Française» (Ginebra, 1960), dedicado a las Structures sociales et D ém ocratie économ ique, y cuyos traba ios acaban de ser publicados por el Instituto de Sociología (Fundado por Ernest Solvay), Bruselas, 1961. El título de mi contribución es: «Les oeuvres de civilisation et les structures sociales sont-elles menacées par le dé chaînement actuel des techniques?» (pp. 269-280). ' C fr. sobre este problema m i Déterm inism es sociaux et L ib e rté humaine, op. cit., pp. 163-297. C fr. al respecto mis aportaciones sobre los «P rob lè mes de la sociologie de la vie m orale» y «Problèm es de là sociologie de la connaissance», en T ra ité fie S o c io lo gie. op. cit., vol. II, pp. 103-172. C fr. cl análisis detallado de estos procedimientos de explicación en Déterm inism es sociaux et Liberté hu maine, op. cit., j:p. 41 y s., y en rni aportación al T raité de S ociologie, t. op. cit., «L e s règles d e l'explication en sociologie», pp. 236-250.
C fr. F. Bz andel, «H istoire et Sociologie», en Traité de S ociologie, 1958, t. I, op. cit., p. 96. [H a y traducción castellana en: Fcrnand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Alianza Editorial. El L ib ro de Bolsillo, n.° 139.] J Y ello a pesar de que M arx admite que « los hom bres hacen su propia historia»; sin embargo, añade «no siem pre saben que la hacen». Esta frase exige una doble distinción: a ) si son m ás o menos conscientes de ello en las sociedades históricas o proineteicas, ja más lo son en las sociedades llamadas arcaicas; b ) para las primeras, M arx se muestra demasiado pesimista al atribuir solamente a la clase proletaria, cuya concien cia de clase se confunde con su d oitiin a , el poder de hacer la historia conscientemente C fr. al respecto mis clases ciclostiladas La m u ltip li cité des temps sociaux (Paris, C. O. U., 1958. passim), y particularm ente las páginas 35-39 y 129. que contienen mi respuesta a las críticas de Braudel. Cfr. también mi comunicación «Structures sociales et M ultiplicité des
334
Notas
tem ps» en el Bulletin de la Société française de Philoso phie, año 52, sesión del 31 de enero de 1959, pp. 99-142. * Cfr. sobre «La longue durée» el artículo con este titulo de F. Braudel, en Annales, 1958. n.° 4, pp. 725-753 [H a y traducción castellana, incluida en: Fernand Brau del, La historia y las ciencias sociales, Alianza Editorial, El Libro de Bolsillo, n.° 139j, que discute mis pumos de vista en particular en las páginas 750751 sin tener en cuenta m is análisis recientes, ya citados, Ixi M u lti p licité des tem ps sociaux, 1958, pp. 35-39 y 139 (clases ciclostiladas) y «Structures sociales et m ultiplicité des tem ps», en B ulletin de la Société française de philoso phie, 1959, pp. 99-142. En las páginas que siguen el lector hallará, creo, una respuesta a las críticas de F. Braudel. 5 Recuérdese la fam osa polémica entre el historiador Seignobos y el sociólogo Simiand a principios de siglo. 6 Cfr. F. Braudel. «H is to ire et Sociologie», en Traite, de Sociologie, op. cit., t. I, 1958, p. 88. 7 Max W eber, de espíritu esencialmente anti-dialéctico, som etió equivocadamente las ramas especiales de la sociología a las sistematizaciones de las ciencias socia les particulares.
Indice
Prefacio
........................................................................
7
Introducción: El verdadero problema ...............................................
15
1. El destino de la dialéctica ................................. 2. Caracterización previa de la dialéctica .......... .
19 36
Prim era parte: Historia de los principales tipos de dialéctica ........ 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
La dialéctica en Platón .................................... La dialéctica en Plotino .................................. La dialéctica mística negativa ....................... La dialéctica de la negación radical de ladia léctica en Kant .................................................... La dialéctica en J. G. Fichte __ . ... ............... La dialéctica en H egel ................................... La dialéctica en Proudhon ............................... La dialéctica en Karl Marx ........................... Apéndice: La dialéctica en Jean-PaulSartre ... 335
43 47 5# 65 73 83 101 133 163 215
336
In dice
Segunda parte: xposición sistemática: T re s aspectos de la dialéc tica; Procedim ientos dialécticos en sociología; Dia léctica entre la sociología y las demás ciencias sociales ......................................................... ...
241
Tres aspectos de la dialéctica .......................... 2 M ultiplicidad de los procedimientos dialécticos operativos y su aplicación en sociología ......... i. La dialéctica entre la sociología v las demás ciencias sociales ............................................ ......
245
A. Prelim inares ................. .. ................... ........ D. Dialéctica entre sociología e historia ......... C. Dialéctica entre sociología y ciencias sociales particulares .. ...............................................
3»M 305
Notas
...................
......................................................
258 30 ¡
316 327
El Libro de B o lsillo
A lian za Editorial
M ad rid
Una colección para todos, cuidada, económ ica y variada A b o n d ro th . W o lf g a n g : C o n v e r s a c io n e s c o n L u k á c s {1 90 } A o u lr re . J e s ú s : C r i s t i a n o s y m a r x ls t a s : l o s p r o b le m a s d e un d iá lo g o (153) A lc a lá G a lia n a . A n t o n io : L it e ra t u ra e s partóla s i g l o X I X (170) A ld e c o a . Ig n a c io : S a n t o O la ja d e a ce ro y o t ra s h i s t o r i a s (127) A n d e ra o n , S h e r w o o d : W in o s b u r a . O h lo (118) A n d r z e j e w s k l, J e rz y : H e lo a q u ( q u e v ie n e s a lt a n d o p o r la s m o n t a ñ a s (182) A n t o lo g ía d o la lite ra tu ra e s p a rt ó la . 1. S e le c c ió n d e G e r m á n B le lb e r g (* *2 2 0 ) A n t o lo g ía d e la p o e s ía h is p a n o a m e r i ca n a : 1914-1070. S e le c c ió n d o José O l l v i o J im é n e z (**2 8 9 ) A n t o n lo n l, M lc h o la n g e lo : La n o c h e / El e c llp s u / E l d e s ie r t o ro jo ( 8 7 ) ; B lo w u p / El g r it o / L a s a m ig a s / L e a v e n tu ra (* *1 1 5 ) A rn n g u re n , J o s é L u i s L.: E x p e r ie n c ia de la v id a (1 4 ) ; E l m a rx is m o c o m o m o ral (1 01 ); C r i s t i a n o s y m a r x is t e s : lo s p ro b le m a s d e u n d iá lo g o (1 5 3 ); La c r i s i s d e l c a t o lic is m o (184) A r n lc h e s . C a r l o s : E l sa n to d e la ( s i d ra / El a m ig o M e lq u ía d e s / L o s c a c iq u e s (209) A ro n . R a y m o n d : E n s a y o so b re l a s lib e r ta d e s (3) A s o c ia c ió n d o C ie n t íf ic o s A le m a n e s : La o m o n o z a m u n d ia l d e l h a m b re (2 2 7 ) A u z ia s , J e a n - M a r le : E l e s t ru c tu ra l ís m o (176) A y a la , F r a n c is c o : M u e rto s de p e rro (1 5 6 ); E l f o n d o d e l v a s o (2 2 9 ) A zc á ra te , P a b lo d e: La g u e r ra d e l 98 (145) A z o r ín : E x p e r ie n c ia d e la v id a lít ic a y lit e ra t u ra (150)
(1 4 ) : P o
Ü a c h e la rd . G a s t ó n - P s i c o a n á li s i s d e l fueg o (32) Banfl. A n t o n io : V id a d e G a llle o G a l lle i (80) B a rn e tt, S . A . : U n s i g l o d e s p u é s de D a rw ln : 1. L a e v o lu c ió n (2 4 ) ; 2. El o r ig e n d e l h o m b r e (25) B a ra ja . P ío : C u e n t o s (7 ): E l á r b o l de I b c ie n c ia (5 0 ) ; L a s c iu d a d e s: C é s a r o ru.da / El m u n d o o s a n s í / L a s e n s u a l Ided p e r v e r t id a (•*100) B a st id o . R o g o r: L a s A m é r lc a s n e gras (207) B e c c a ria . C e s a r e d e : d e la s p e n a 3 (1 33 )
De
lo s
d e lit o s
B o c ke tt. S a m u e l: M o l lo y (266) B é c q u o r. G u s t a v o rrotíva . p a p e le s
A d o lfo : P o é tic a , p e r s o n a le s (2 8 4 )
na
y
B o n e t G o itla , Ju a n : N u n c a lle g a rá s u n a d a (189) 8 la k e lo y , T h o m a s J.: L a e s c o lá s t ic a s o v ié t ic a (196) B d h lu r, E u g e n : E l futuro, p ro b le m a d e l h o m b r e m o d e rn o (72) B o l ív a r , S im ó n : E s c r it o s p o lí t i c o s (175) 3611. H e in rlc h : L o s d ie z m a n d a m ie n t o s (1 79 ) B o r ro w . G e o rg e : La B ib lia e n Esp arta ( 254) B r a u d o l. F e rn an d : La h is t o ria y la s c i e n c i a s s o c i a le s (139) B r e c h t. Be rto lt: Poem as y c a n c io n e s (1 0 3 ) B u ig á k o v . M i j a i l A . : N o v e la teatral (5 7 ): El m a e s tr o y M a r g a r it a C * 1 2 4 ) B u rn e t. M a c f a rla n e : H is t o r ia d e la s e n fe r m e d a d e s In f e c c io s a s (54) C a ld e r ó n d e la B a rc a . P edro: T r a g e d ia s . 1: La v id a o s s u e ñ o / La h ija d o l a ir e / E l m a y o r m o n s tru o d e l m u n d o ( * * 9 3 ) ; T r a g e d ia s . 2: A • s e c r e t o a g ra v io , s o c r e t a v e n g a n z a / E l m ó d ic o d e s u h o n r a / E l p in to r d e s u d e s h o n r a ( “ 152); T ra g e d ia s . 3: L o a c a b e llo s do A b s a l ó n / L a d e v o c ió n d e la c ru z / El m á g ic o p r o d ig io s o / L a c i s m a d e In g la te r ra C * 2 0 4 ) C a ld w e fl, E rs k ln o : A la s o m b r a del c a m p a n a r io (126) C a lle . R a m ir o A .: v y o g a (161)
T e o r ía
y
t é c n ic a
del
C a p e k . J o so t y K a re l: R .U .R . / El J u e go d e l o s in s e c t o s (20) C o ro B a ro ja. J u lio : L a s b ru ja s y s u m undo (1 2); E l s e ñ o r In q u is id o r y o t r a s v id a s p o r o f ic io ( 1 1 4 ) C a r r. E d w a rd H.: E s t u d io s s o b r e la r e v o lu c ió n (134) C a r r o ll, L e w is : A l i c i a m a r a v il la s (276)
en e l p a f s de la a
C a s t e la o . A lf o n s o R.: C o s a s / L o s d o s d e s ie m p r e (70) C a s t illa d o l P in o . C a r lo s : P s ic o a n á l i s i s y m a r x is m o (213) C a s t r o . A m é r ic o : h i s p á n ic o (252) Cé( ¡ 4 ? í
A sp e cto s
L o u is F o rd ln a n d :
del
v iv i r
S e m m e lw e ls
•C l a r í n » . L e o p o ld o A la s . 1.a R e g e n te C * 8 ) ; S u ú n ic o h ij o (21) C o le g a t e . Is a b e l: E s t a t u a s o n u n J a rd in (5 2) C o n t r e r a s . A lo n s o de: V ld s del c a p itá n A l o n s o de C o n t r e r a s (89) C o p l a s s a t ír ic a s y d ra m á tic a s do la E d a d M e d ia . S e le c c ió n de E. R in c ó n (1 57 )
losta, Joaquín: O lig a rq u ía y c a c iq u is mo / C o le ctiv ism o agrario y otros e sc rito s (51) owley, M alco lm : de negros (121)
H istoria de la trats
liappat, Djónane: limpieza (282)
D iccionario
de
la
harléty. Sábafttien: H istoria del sa n sintonism o (*212) haves Nogales. M a n u e l: JuBn Be lm en te, matador de toros ( ’222) hizhevskl. üm itri: H istoria del e s p íritu ruso: l. La Santa R u sia 158): 2 R u sia entro O riente y Occidente (59) íue ca Goltla. Fernando: Breve historia del urbanism o (136) »wson, (*271)
Baymond:
El
carnaloón
chino
tlibes, M iguel: La partida (60): V io las historias de C astilla la Vieja (164); La mortaja (233) az del Moral. Juan: H istoria de las igifacion e s ca m p e sin as a n d a l u z a s ( * * 68)
az Plaja, Guillerm o: El oficio do e s c r i bir (159) nington. Robert: Los instrum entos de n ú sica (76) ayer. Cari Th.: Juana de Arco / D ie s rae (223) barbler. G eorgesr La China del s i llo X X (84)
Frnncasto!. Pierre: H istoria tura francesa (**238)
de
la
pin
Freud. S ig m u n d P sico p a to io g ia do la vida cotidiana (19); La Interpretación do los s u e ñ o s (34 . 35. 36): Tótem y tabú (41); Ensaynn sobro la vida se xual y (a te o ría do las n e u r o s is (62): Introducción al p s ic o a n á lisis (**82); La histeria (96); El ch isto y s u re lación con lo Inconsciente (162): A u tobiografía (172); P sic o lo g ía do los m a sa s (193): P sic o a n á lisis del arto 1224); E s c rit o s sohrw Juda ism o y sntl se m itism o (258); El m a lestar on la cultura (280) Turón, Raym ond: El agua en
el
Galba, M a rti Joan de: Tirant í**173. **17 4)
mundo
lo Blanc
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Volumen
doble