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DESIGUALDADES Tolerancia, legitimación y conflicto en las sociedades latinoamericanas
mayarí castillo gallardo claudia maldonado graus
Desigualdades. Tolerancia, legitimación y conflicto en las sociedades latinoamericanas
RIL editores bibliodiversidad
Mayarí Castillo Gallardo Claudia Maldonado Graus (Editoras)
Desigualdades Tolerancia, legitimación y conflicto en las sociedades latinoamericanas
305.098 Castillo, Mayarí I Desigualdades: tolerancia, legitimación y conflicto en las sociedades latinoamericanas / Editoras: Mayarí Castillo G. y Claudia Maldonado G.. – – Santiago : RIL editores, 2015. 498 p. ; 23 cm. ISBN: 978-956-01-0176-1 1 desigualdad social. 2 conflicto social-américa latina. 3. planificación política.
Desigualdades Tolerancia, legitimación y conflicto en las sociedades latinoamericanas Primera edición: abril de 2015 © Mayarí Castillo G. y Claudia Maldonado G., 2015 Registro de Propiedad Intelectual Nº 249.293 © RIL® editores, 2015 Los Leones 2258 cp 7511055 Providencia Santiago de Chile (56) 22 22 38 100 [email protected] • www.rileditores.com Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores Fotografía de portada: gentileza Gartzen Anduaga Impreso en Chile • Printed in Chile ISBN 978-956-01-0176-1 Derechos reservados.
Índice
Agradecimientos.........................................................................11 Presentación. Apuntes sobre los conceptos de desigualdad, legitimación y conflicto para el análisis de las sociedades latinoamericanas Nicolás Orellana, Claudia Maldonado y Mayarí Castillo...............13
Herramientas teóricas contemporáneas para el estudio de tolerancia, legitimación y conflicto sobre desigualdades en América Latina Más allá de la legitimación. Cinco procesos simbólicos en la construcción de la igualdad y la desigualdad Luis Reygadas................................................................................39 Las experiencias sociales y la creencia en la legitimidad Kathya Araujo................................................................................69 Desigualdades en América Latina: desde la Ilustración hasta el siglo XXI Göran Therborn ............................................................................95 Asimetrías, diferencias, interdependencias: regímenes de desigualdad en América Latina Sérgio Costa.................................................................................125
Tolerancia a la desigualdad y justicia social. Una agenda teórica de investigación Emmanuelle Barozet y Oscar Mac-Clure.....................................151 Marginalidad, etnicidad y penalidad en la ciudad neoliberal: una cartografía analítica Loïc Wacquant.............................................................................183
Análisis contemporáneos sobre tolerancia, legitimación y conflicto en torno a las desigualdades en América Latina La relación entre desigualdad e impuestos como fuente de conflicto social: el caso de Chile Jorge Atria....................................................................................217 El discurso de la igualdad de género en el Chile neoliberal: ¿«nuevos» significados para la igualdad? Carmen Gloria Godoy Ramos.....................................................249 Percepción de conflicto en Chile: un análisis desde la opinión pública 2006-2013 Francisco Olivos, Bernardo Mackenna, Juan Carlos Castillo y Matías Bargsted.........................................................................273 Desigualdad, conflicto y movilización social. Algunas posibilidades teóricas para pensar la política y la hegemonía en el Chile actual Claudia Maldonado Graus...........................................................299 El carácter oligárquico de la clase dominante salvadoreña: análisis histórico de la persistencia de la desigualdad social a partir de la base estructural Melissa Salgado............................................................................321
El papel del terror en la resemantización de la justicia social en Chile Patricia Castillo............................................................................345 «O paga o se muere»: el conflicto contra la privatización de la salud en El Salvador. Una lectura desde las desigualdades sociales Irene Lungo Rodríguez................................................................369 Desigualdades socioecológicas. Miradas etnográficas sobre el sufrimiento ambiental en los casos de Ventanas y Arica Mayarí Castillo ...........................................................................403 Discursos nacionalistas y horizontes de igualdad en el Estado boliviano contemporáneo Eduardo Paz Gonzales.................................................................429 ¿Emergentes iguales o empresarios de la diferencia? El caso de una marca brasileña de moda NicolasWasser..............................................................................451 Legitimación de desigualdades socioespaciales en la Argentina posneoliberal. Límites y estigmas en la experiencia urbana de sectores populares de la Región Metropolitana de Buenos Aires Ramiro Segura.............................................................................471
Agradecimientos
Este libro ha contado con el apoyo institucional de cuatro organizaciones: la Escuela de Antropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano; Red Desigualdades.net–International Research Network on Interdependent Inequalities in Latin America, Freie Universität Berlin; el Proyecto FONDAP N° 15130009: Centre for Social Conflict and Cohesion Studies y el Proyecto FONDAP N°15110006: Interdisciplinary Center for Indigenous and Intercultural Studies (ICIIS). Estamos profundamente agradecidos de la ayuda que nos han brindado para la edición de esta este libro. Agradecemos a todos los miembros del Grupo de Investigación «Desigualdad, Legitimación y Conflicto», por su compromiso con este proyecto a lo largo de estos años y por destinar su valioso tiempo a la reflexión colectiva y a la producción de conocimiento desde el sur. Agradecemos también a todas las voces que, desde distintos lugares de América Latina, nos permitieron contar las historias que le dan vida a este volumen.
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Presentación Apuntes sobre los conceptos de desigualdad, legitimación y conflicto para el análisis de las sociedades latinoamericanas Nicolás Orellana, Claudia Maldonado y Mayarí Castillo
Introducción Este libro nace como un esfuerzo colectivo hace años atrás. Es la continuidad de una serie de diálogos en torno a la legitimidad de las desigualdades en las sociedades latinoamericanas, que comenzaron en México D.F., continuaron en Berlín y que culminan hoy en Santiago de Chile, casi 6 años después. En el camino, este esfuerzo colectivo creó y publicó un primer libro, organizó dos seminarios y entabló un diálogo, donde alrededor de una veintena de investigadores de diversos países establecieron líneas de reflexión sobre el tema. En esta segunda etapa se planteó el desafío de construir un segundo tomo a partir de una convocatoria abierta, con el fin de integrar a esta reflexión a distintos investigadores jóvenes que estuvieran produciendo análisis empíricos sobre el tema desigualdad, legitimación y conflicto. Considerábamos que en América Latina había una tradición de alta calidad en estudios sobre desigualdad, pobreza y conflicto, y que esta tradición estaba produciendo interesantes aproximaciones empíricas para comprender la región. Queríamos, a la vez, rescatar los aportes teóricos de aquellos que están pensando y aportando herramientas para analizar la realidad latinoamericana hoy desde miradas nuevas o relecturas de los clásicos. Para esto, contamos con los valiosos aportes de investigadores consolidados que aceptaron colaborar con este desafío de pensar desde y 13
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para América Latina. A través de ambas estrategias buscábamos destacar la productividad de la academia latinoamericana, la particularidad de la región y la necesidad de herramientas teórico-metodológicas adecuadas para la interpretación de estas particularidades. En este sentido, creemos que el objetivo ha sido logrado, pero no sin dificultades. Una de las principales fue que, a poco andar, nos dimos cuenta de que la convocatoria pública no tuvo el efecto esperado, sobre todo en términos de representatividad de los países que componen la región. La principal razón de esto fue que nosotros estábamos olvidando lo heterogénea que es América Latina, no solo en relación a sus trayectorias históricas, sino también en los ejes que articulan el debate académico. Estábamos buscando investigación empírica sobre un tema que tenía gran importancia en algunos países, como es el caso de Chile y México, pero que tenían importancia marginal en otros, como es el caso de Venezuela, Uruguay o Ecuador. Nos dimos cuenta de que las preocupaciones académicas en cada país estaban estrechamente enlazadas a procesos contingentes y particulares de cada realidad, distantes entre sí o conectadas por otros eslabones y/o conceptos. Esto fue un problema para el libro, ya que generó una sobrerrepresentación de ciertos países y dejó fuera realidades nacionales que hubieran sido interesantes conocer aquí. Sin embargo, esto da cuenta de una academia latinoamericana —pese a todas sus falencias— inmersa en su realidad, dialogante con los procesos específicos que le toca enfrentar y buscando aportar con investigación empírica a aquello que más preocupa a cada país. En ese sentido, creemos que la representación de casos que acá se presenta es sintomática de esta heterogeneidad y de estas trayectorias diferenciadas. Por esto no busca representar al conjunto de la región, sino dar un panorama general sobre cómo se está trabajando este tema en específico en algunos países de América Latina. Dentro de esto, llama la atención la sobrerrepresentación del caso chileno, que resulta igualmente claro respecto al vínculo entre las preocupaciones académicas y la realidad social en la que se insertan. Con una de las sociedades más desiguales de la región y el incremento paulatino de la conflictividad en la última década, los académicos chilenos no solo han querido, sino que también han debido dar cuenta de estas transformaciones, que se han instalado en el centro de las preocupaciones de la sociedad hoy. Para esto han abordado distintos caminos teóricos y metodológicos, como podrán ver en los textos que acá se presentan. Situaciones similares suceden con los investigadores de otros países que participaron en este tomo. 14
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«Desigualdad», «legitimidad» y «conflicto» son términos de gran complejidad teórica y trayectoria en el pensamiento social. Existe tanta variedad de acepciones para cada uno de estos, que muchas veces resultan difíciles de ubicar y trabajar con ellos. A continuación buscamos situarlos brevemente dentro de una discusión teórica, mostrando su trayectoria, la relación entre estos y su transformación, con el fin de aportar un marco común a los textos presentados. El objetivo es entregar los elementos generales que construyen la unidad de un volumen e insertar en ella las miradas de los autores del libro en una discusión común. Con este fin, se establecen brevemente las principales trayectorias de los conceptos centrales que componen este libro: desigualdad, legitimación y conflicto. En cada uno de ellos se realizó un esfuerzo por sintetizar tradiciones teóricas complejas, por lo que la simplificación es inevitable, pues se encuentra más orientada a nodos problemáticos clave que a la exhaustividad. a) De la desigualdad a las desigualdades El problema de la desigualdad se vincula con la distribución de recursos socialmente valorados, con la pregunta de quién recibe qué y basado en qué criterios. Esta pregunta cruza a todas las sociedades humanas, observándose a lo largo de la historia una transformación de los patrones distributivos y de los principios que los sustentan, dependiendo de las dinámicas del conflicto social y de los acuerdos entre sujetos. Si existe un plano en donde es posible ver la acción y la historicidad del mundo social en el marco de aquello que se considera justo, legítimo o inaceptable, es precisamente a través del estudio de los patrones distributivos, el conflicto en torno a ellos y cómo a través de esta relación se han ido transformando nuestras sociedades. El problema distributivo ha estado presente desde los inicios del pensamiento social occidental, a partir de la reflexión de autores como Platón o Aristóteles sobre la adecuada distribución de responsabilidades en el marco de un buen gobierno y las características del ciudadano. En estos pensadores, las diferencias en el acceso de recursos o bienes socialmente valorados estaban remitidas a la esfera de lo privado, y por ello no encontraban lugar en la reflexión política sino a través de la necesidad de establecer relativas condiciones de igualdad al interior de la esfera pública. Tal y como señala Arendt (1958), en el mundo de la Grecia Clásica, la igualdad era una condición que se alcanzaba a través de la acción en el mundo público, en términos de igualdad de libertad positiva: posibilidad de influir en la gestión de la ciudad y las decisiones al respecto. Esto requería 15
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asegurar las condiciones de igualdad entre ciudadanos, con el fin de que esta libertad positiva se pudiera producir, existiera una gestión responsable y hubiera un tratamiento entre pares en el intercambio de opiniones. En este tenor, los asuntos públicos eran patrimonio de un sujeto susceptible de cumplir con estas condiciones: hombres libres, pertenecientes a la ciudad y con patrimonio. La reflexión sobre los sujetos excluidos de este espacio de igualdad —tales como mujeres, esclavos, migrantes o sujetos sin patrimonio— y sobre otros problemas distributivos, no encontró en ese momento un espacio en la reflexión política, sino para fundamentar algunos aspectos específicos de la necesidad de la funcionalidad de estas diferencias. La igualdad en el pensamiento griego fue igualdad para actuar en el espacio público, pero entre sujetos que reunían ciertas características de privilegio, las que no encontraron mayores cuestionamientos en el pensamiento social de esa época. Es a partir de la «pasión igualitaria» de la modernidad que la desigualdad es conceptualizada como un problema susceptible de reflexión. Los autores ilustrados —Rousseau, Locke y otros— introdujeron reflexiones poderosas sobre el origen, validez y efectos de la desigualdad, marcando las trayectorias del debate hasta nuestros días. Una de las reflexiones más influyentes al respecto se dio en el marco de los escritos de Rousseau y su discurso sobre «El origen de la desigualdad» (1778), en donde estableció las bases para posteriores desarrollos teóricos que apuntarían al nacimiento de la propiedad privada como principio de la desigualdad entre los hombres, base de los enfoques críticos en el estudio sobre estratificación y desigualdad. De la misma forma, pensadores como Locke (1680) sentaron las bases de aquellos enfoques agrupados en los desarrollos de la teoría liberal, al establecer la desigualdad de talentos y características de los individuos como base a partir de la cual debe ser analizado el problema de la desigualdad. En el pensamiento de estos autores podemos ver la síntesis de un importante conflicto social entre aquellos distintos sectores sociales por un nuevo orden, que con el tiempo fue desplazando lentamente los patrones distributivos hacia otra dirección. Es posible decir así que la desigualdad es conceptualizada como un problema social a partir del período moderno, al desencajar los patrones tradicionales de autoridad y distribución de la riqueza, estableciendo por primera vez una de las preguntas que antes parecía invisible. ¿Por qué hay personas que tienen más que otras y son tratadas de manera diferente a nivel político y social? ¿Es eso justo? ¿Es eso positivo para la sociedad o tiene efectos negativos en el largo plazo? En el centro de estas preguntas planteadas hay sujetos que se 16
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encuentran disputando los bienes socialmente valorados, pero también la legitimación y establecimiento de nuevas normas distributivas y consensos (Rosanvallon, 2012). La modernidad establece en una primera instancia la idea de la igualdad como imperativo ético, condensado en la noción de los hombres «libres e iguales». En este momento, el «espíritu de la igualdad» (Rosanvallon, 2012) logró establecer un consenso en torno a derechos políticos/jurídicos vinculados a la idea de ciudadanía, pero ya no en la forma de libertad positiva, sino más bien en torno a lo que se denomina libertad negativa: la defensa contra los poderosos, la defensa contra los malos gobernantes y la necesidad de establecer principios jurídicos y políticos capaces de proteger al ciudadano y de abolir los privilegios en este plano. Este pasaje de libertad negativa a libertad positiva, representado en la historia por los conflictos sociales que resultaron en la Revolución francesa, ha sido referido como el logro de una igualdad formal, pero a su vez estableció las bases para la posterior problematización y crítica contra otro tipo de desigualdades. Como proceso social —plagado de contradicciones, avances y retrocesos—, el período que culminó en la Revolución francesa estableció marcos a partir de los cuales se pensó el problema de la igualdad/ desigualdad en el mundo occidental. Pese a esto, la discusión sobre la ampliación de esta igualdad/desigualdad a otros aspectos vinculados a aspectos socioeconómicos entre individuos —aunque presente en algunas corrientes del pensamiento social— debió esperar bastante para adquirir una posición desde la cual influir en la configuración de las sociedades humanas. Si la modernidad estableció la categoría de ciudadanía como uno de los ejes claves de una sociedad igualitaria, la noción de igualdad del siglo XX se orientó en la discusión de la igualdad en términos de apropiación del producto social y sus efectos sobre las diferentes trayectorias entre los individuos (Rosanvallon, 2012). Este desplazamiento del nodo de la discusión puede verse en la importancia que adquieren los enfoques críticos adscritos al pensamiento de Marx, pero también en el reimpulso y reorientación de la tradición liberal observada en la teoría de la justicia de Rawls (1971) a partir de los setenta del siglo XX, que apuntó a rediscutir algunos supuestos tras la teoría liberal frente a la presión redistributiva y el avance de las teorías críticas. Esta teoría desarrolla así la posibilidad de construcción de normas distributivas justas a partir de un contrato social entre individuos, mediado por la ignorancia futura de sus posiciones en la sociedad. En un contexto de ignorancia completa, el autor señala que los individuos 17
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pactarían aquello que más les beneficiaría en cualquier situación, pues no saben qué posición les tocará: estas serían las normas más justas. Estas normas, emanadas de un consenso social construido en esta posición de ignorancia originaria, tolerarían las desigualdades en la distribución de bienes primarios solo si benefician a los menos favorecidos de la sociedad (Rawls, 1971). Este desarrollo teórico marcó uno de los grandes hitos al interior de la teoría política liberal y su influencia sigue siendo poderosa incluso hoy, al ser uno de los primeros intentos sistemáticos de introducir una reflexión sobre la legitimidad de ciertas desigualdades en esta corriente de pensamiento. En este marco, vemos que desde el siglo XX se cuestiona entonces que la existencia de una igualdad de estatus político/jurídico debilite el peso de la adscripción —las condiciones de origen— en el futuro de los sujetos, en su «horizonte de lo posible». En estos términos, tanto el pensamiento social como el conflicto político estuvieron centrados ya no en la igualdad de estatus político como forma de construcción de sociedades más justas, sino en la disputa de una igualdad de distribución de recursos económicos, focalizados en la variable de clase/estrato/grupo socioeconómico, por diversificar tanto la conceptualización tras esta discusión como las trayectorias teóricas tras este debate (Rosanvallon, 2012). Es en este contexto que tanto el pensamiento como los actores sociales buscaron desplazar y ampliar lo que se encontraba en la base de la igualdad jurídico-política, estableciendo la necesidad de igualar la repartición del producto social de una sociedad histórica determinada. Los movimientos sociales y las políticas redistributivas del siglo XX en el mundo y sobre todo en América Latina, son un ejemplo claro de la correspondencia de esta ampliación de la reflexión respecto del tipo de igualdad que se busca y sobre qué clase de desigualdades resultan intolerables para una sociedad. En este tenor, el pensamiento social también quiso ampliar y complejizar el concepto de igualdad/desigualdad, estableciendo condiciones para el ejercicio de una igualdad en términos políticos y jurídicos. Esta ampliación de la noción de igualdad requirió un movimiento teórico en las distintas escuelas referidas al tema. El desarrollo de la escuela liberal, de la mano de la nueva preocupación por la igualdad introducida por Rawls, reelaboró parte de su pensamiento utilizando como eje la idea de libertad individual, una de las premisas básicas de este enfoque. En esta línea, se cuestionó la oposición entre libertad e igualdad y se estableció la desigualdad como problema en tanto constituía un fenómeno que impedía el logro de la libertad individual. En ese sentido, se hacía preciso 18
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establecer una igualdad de oportunidades que permitiera a los sujetos desarrollar una trayectoria de vida basada en la real meritocracia. Quizás unos de los más complejos trabajos en esta línea es el elaborado por Amartya Sen (1999; 2010), quien complejizó el pensamiento liberal sobre los temas de desigualdad y pobreza al ampliar la mirada e incluir factores políticos, sociales y culturales en el desarrollo de una verdadera igualdad a través del concepto de igualdad de capacidades, que busca centrarse en la distribución desigual de «herramientas» —en el plano político, cultural, económico y social— que le permitan al individuo desarrollar su proyecto de vida en libertad. Este enfoque, base del Índice de Desarrollo Humano (IDH) aplicado en el mundo, se convirtió en uno de los más influyentes en América Latina durante la década de los noventa y continúa siendo utilizado en el marco de las políticas públicas de la región. En la tradición crítica, esta ampliación de la idea de igualdad significó un relativo auge de los enfoques articulados en torno a la noción de clases/estratos/grupos en el marco de los estudios de estratificación y desigualdad, pero también una complejización de modelos que permitieran visibilizar elementos de importancia periférica en las aplicaciones clásicas. Los trabajos de Bourdieu (1969; 1998; 2000a) sobre los aspectos culturales y simbólicos en la configuración de las sociedades desiguales, de Goldthorpe (1980, 1983, 1992) sobre elites y movilidad social, de Castells (2006, 2009, 2012) sobre el rol del conocimiento y de Wright (1980, 1985, 2009) sobre las modificaciones en el mundo laboral y las clases medias, son avances que complejizan e incorporan elementos antes no considerados en la reflexión respecto de sociedades desiguales. Cada uno de estos autores, con una amplia obra a su haber, mostró la necesidad de repensar la desigualdad a la luz de las nuevas configuraciones de lo social a partir de los años setenta. En esta línea misma línea, el trabajo de Juan Pablo Pérez Sainz presentado en este volumen busca revitalizar esta tradición crítica que tiene larga historicidad y calidad en la región, desarrollando una apuesta teórica orientada a la comprensión de las desigualdades en América Latina, capaz de considerar los procesos históricos particulares y la pregunta por el rol que tienen la esfera política y la ciudadanía en estos procesos. En el marco de estas complejizaciones de las nociones de igualdad/desigualdad en ambas corrientes antes mencionadas, es que se va a establecer hacia las últimas décadas del siglo pasado un último giro en la discusión, que apunta a la necesidad de reconocimiento de grupos sociales diversos y de la influencia de este aspecto en la configuración de posiciones des19
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iguales. Este giro apuntó particularmente a la necesidad de incorporar tres variables claves para el estudio de la desigualdad, que deviene persistente: la raza, la etnicidad y el género. Estas variables —hasta este entonces subsumidas en los análisis sobre desigualdad como elementos periféricos en la configuración de patrones distributivos— se vuelven centrales a partir de la década de los ochenta, con la emergencia de los conflictos étnicos y raciales, así como de la persistencia de las desigualdades de género. Dos de los conceptos claves en esta línea fueron la idea de desigualdades categoriales de Charles Tilly (2000) y el concepto de interseccionalidad de Crenshaw (1991; MacCall, 2006; Acker, 2005). La idea de desigualdad categorial de Tilly gira en torno la configuración de desigualdades persistentes desde una perspectiva que buscaba incorporar dimensiones culturales e institucionales a la reproducción de la desigualdad. El autor muestra así cómo las desigualdades tienen su origen en la necesidad de resolver problemas distributivos, organizando pares categoriales desiguales (blanco/negro) a partir de determinadas circunstancias históricas. Estos pares son poco a poco incorporados a las instituciones sociales y se van extendiendo a la vida cotidiana, configurando desigualdades que se vuelven persistentes en el tiempo y que resultan entramados complejos difíciles de desentrañar desde un solo plano. En esta línea de reflexión, el trabajo de Luis Reygadas presente en este volumen, entrega importantes herramientas teóricas para aproximarse a la comprensión de estos fenómenos desde una mirada centrada en los procesos socioculturales que se encuentran en la base de la reproducción de las desigualdades de la región. El autor identifica cinco procesos simbólicos que construyen y deconstruyen estas disparidades, por un lado creando dispositivos y estrategias que producen y refuerzan desigualdades. Estos cinco mecanismos —clasificación, valoración, relación diferencia/desigualdad y producción/distribución de capitales— son, por otro lado, capaces de establecer condiciones para la crítica y transformación de condiciones inequitativas, promoviendo a la larga la igualdad. El segundo de los conceptos claves para pensar las desigualdades fue establecido a mediados de la década de los ochenta por la feminista negra Kimberle Crenshaw (1991), modificando de manera central la discusión sobre desigualdad, desplazándola hacia una discusión sobre desigualdades. En su trabajo, la autora señala que si se busca entender las posiciones desiguales de ciertos sujetos, hay que considerar que existen distintas variables que, históricamente, van configurando estructuras a través de las cuales se distribuyen los bienes socialmente valorados. Estas estructuras existen y 20
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afectan simultáneamente las trayectorias de los sujetos, no a modo de una sumatoria de criterios de exclusión, sino intersectándose y reforzándose entre sí. Nace entonces el concepto de interseccionalidad (MacCall, 2006; Acker, 2005), el que tiene dos efectos teóricos relevantes. En primer lugar, configura sujetos distintos que se encuentran en condiciones de desigualdad diversas. Ya no es posible hacer estudios ni establecer políticas que vayan en contra de la desigualdad sin considerar aquellos aspectos que marcan las particularidades de la situación de cada sujeto. Hay sujetos que se encuentran en situaciones de desigualdad que requieren un apoyo especial, por ejemplo, en el caso analizado por la autora. Ella demuestra que las variables de género, de ingreso y residencia se intersectan entre sí en el caso de las mujeres negras de los barrios marginales, configurando estructuras simultáneas que agudizan la condición de vulnerabilidad de estas mujeres, en relación a sus pares hombres de igual condición. Acá se generan verdaderas «rejillas» que van encerrando a los sujetos y van haciendo cada vez más difícil la garantía de una igualdad, ya sea de oportunidades, condiciones o resultados. Por otro lado, a partir del concepto de interseccionalidad ya no es posible trabajar con indicadores de desigualdad que se enfoquen exclusivamente en el ingreso, como históricamente se había trabajado la desigualdad en términos de los estudios macro, sino que también se hace necesario estudiar otras variables y, sobre todo, el efecto que estas tienen al interactuar entre sí en casos específicos. Se hace preciso el desarrollo de indicadores interseccionales o integrados, capaces de mostrar la interacción de mecanismos tras la reproducción de desigualdades. En esta línea, los trabajos de los autores presentes en este volumen —Göran Therborn y Sérgio Costa— buscan hacerse cargo de este desafío para la región, reflexionando teóricamente sobre la necesidad de comprender el entrecruzamiento de variables y niveles relevantes para la configuración de desigualdades. En esos términos, hoy existe un cierto consenso en que la noción de igualdad/igualdades requiere ser complejizada, para lograr sociedades más justas. Es preciso observar los distintos niveles en los que circulan los bienes socialmente valorados y según qué variables son distribuidos desigualmente. Este aspecto es destacado por Sérgio Costa a través del concepto de «ejes de estratificación» desarrollado en el artículo de este volumen, que apunta precisamente a observar las distintas estructuras que delimitan la estratificación social. Junto con desarrollar una importante propuesta teórica, muestra su posible aplicación empírica al caso latinoamericano, donde atendemos a desigualdades de larga data estructuradas 21
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desde tiempos coloniales por variables de clase, género, territorio, etnicidad y raza, a través de su investigación con población afrodescendiente. A través de esta aplicación, el autor rescata la importancia de incluir los entrelazamientos entre variables que determinan la reproducción de desigualdades, a la vez que releva la importancia de ampliar la dimensión puramente socioeconómica de las desigualdades a través de la noción de «régimen de desigualdad», la que permite la comprensión de las sociedades latinoamericanas como formaciones sociopolíticas, económicas y culturales complejas como marco de los estudios sobre el tema. b) Sobre la noción de conflicto En todos los desarrollos anteriores, sobre todo los de la línea crítica de los estudios sobre desigualdad y estratificación, está presente la construcción conflictiva de acuerdos en torno a normas distributivas y procedimientos de asignación de recursos. Tal como señalábamos anteriormente, si hay un espacio en el cual es posible observar las distintas manifestaciones, evolución, características y análisis del conflicto en el marco de la teoría social, es precisamente en este tema. Las herramientas teóricas para el análisis del conflicto, sin embargo, constituyen un campo de estudios que ha transitado de manera aparentemente independiente. Sin embargo, en términos de conceptos, trayectorias y discusiones, las conexiones son evidentes: la pregunta por lo que, parafraseando a Lechner (1984), sería la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado. Así, el conflicto debe ser comprendido como formación y transformación de órdenes. De un orden que contempla en todo momento el debate distributivo como eje. Así, para comprender la noción de conflicto ha habido variadas escuelas que, grosso modo, pueden dividirse en dos modelos: el del orden y el del conflicto, pues cada uno le da prioridad a una de las partes de la dicotomía. El primero se desarrolla en torno a una normatividad de las ciencias sociales que responde a las premisas de las ciencias naturales. El padre de este tipo de acercamiento es sin duda Durkheim (2004), a quien le interesaba la posibilidad de extender el racionalismo científico al estudio de la conducta humana. Podemos ver dicha preocupación en un debate entre él y Lagardelle, donde Durkheim (2002[1906]) dice que la lucha de clases implicaría la destrucción de la sociedad, que la industrialización es un proceso armónico y natural de extensión progresiva de la industria local y de sus consecuentes instituciones jurídicas y morales. De lo anterior podemos extraer una noción de orden de tipo armónico, que envuelve la concepción del autor. Pero también se observa una in22
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capacidad de ver el conflicto sino como anormalidad y desorganización, donde la lucha (a partir del antagonismo entre capital y trabajo) hace desvanecer la solidaridad normal producida por la división del trabajo (Durkheim, 2007). En lo que respecta a los conflictos sociales, dos autores destacan en su tratamiento dentro de los marcos de la teoría estructural funcional: Robert Merton y Lewis Coser. Para el primero (Merton, 1938), los sistemas sociales tienden a un funcionalismo continuo. Se pueden admitir los conflictos como resultado de las estructuras sociales, pero su importancia o lugar se definen en torno a la noción de disfunción. Los conflictos contribuyen a que una sociedad o sistema social no funcionen, sean disgregadores y disfuncionales. Coser (1970), dentro de la misma tradición que Merton, intenta vincular de modo más orgánico el estudio de los conflictos dentro de la teoría funcional, señalando que los conflictos pueden ser disgregadores, pero no siempre, ya que hay veces en que contienen elementos funcionalmente positivos. Coser agrega, no obstante, que el conflicto social supone y crea una comunidad entre las partes en lucha, ya que se desarrollan entre grupos sociales que tienen una relación. El segundo modelo, de conflicto, tiene sus raíces en Marx. Este centra sus análisis en una lógica de contradicción y lucha de clases en lugar de concentrarse en las relaciones conflictivas propiamente tales1. Un alcance que debe hacerse en torno a este modelo es que, en principio, sitúa al conflicto (o, en el caso de Marx, la contradicción) como constitutiva de las sociedades2. La diferencia sustancial entre este modelo y el del orden es que este último ubica al conflicto como problema de las sociedades que, si bien pueden conducir a un cambio, generan en un primer momento un desorden. El modelo de conflicto pone a este al centro del análisis social y es fundamental para la comprensión de las sociedades. Los representantes más relevantes de esta postura son Simmel, Dahrendorf, Touraine y Mouffe. La preocupación principal de Georg Simmel fue la «delimitación epistemológica e institucional de una disciplina encargada de estudiar lo social» (Chernilo, 2004:178). Este autor es reconocido por desarrollar una Ver especialmente el Capítulo LII de El Capital, El Manifiesto del Partido Comunista y el Prefacio de la Contribución a la Crítica de la Economía Política. 2 No se debe confundir el modelo de conflicto con una postura crítica respecto de la configuración de relaciones sociales. Para un buen análisis sobre qué es la crítica y cuáles son sus diferentes dimensiones, ver De Munck, Jean, «Les trois dimensions de la sociologie critique», SociologieS [En ligne], La recherche en actes, Régimes d’explication en sociologie, mis en ligne le 06 juillet 2011, consulté le 10 avril 2014. Disponible en: http://sociologies.revues.org/3576. 1
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teoría microsociológica y por la relevancia de la interacción como fundamento de las relaciones sociales, no obstante desarrolla una teoría macrosocial del conflicto (Rizo, 2006). Para Simmel (2003), la significación sociológica del conflicto es que, a pesar de lo paradojal que pudiera parecer, suscita o modifica comunidades de interés, reagrupamientos y organizaciones. Ralf Dahrendorf (1971) considera que todas las unidades de la organización social se modifican constantemente y la tarea es descubrir los factores que intervienen en este proceso normal de cambio, no buscar las variables que lo producen. Lo que impulsa el cambio, la energía creadora de la historia es precisamente el conflicto social. Dahrendorf sostiene que las sociedades se mantienen unidas por coacción y no por consenso, la función de los conflictos, entendiéndola sin referencia a un sistema de equilibrio, sería la de «mantener y fomentar la evolución de las sociedades en sus partes y en su conjunto» (Dahrendorf, 1971:118). El conflicto debe ser el centro de cualquier análisis. Touraine forma parte de lo que se podría denominar la «facción identitaria» en el análisis de los —nuevos— movimientos sociales, en oposición a la «facción estratégica» (Escobar y Álvarez, 1992), compuesta por los teóricos de la movilización de recursos y del modelo del proceso político3. Para él4, la sociedad es concebida como un drama, en el que no hay ni situación ni intención, sino acción social y rapports sociales (Touraine, 1978:9). Intenta ir más allá de la lógica metasocial de la contradicción propia del marxismo y propone una concepción donde los actores sean definidos por sus orientaciones culturales y los rapports sociales. Para él, un rapport social es diferente a la noción de relación social, ya que los primeros son una interacción en la que su resultado produce lo que devendrá, por la vía de la institucionalización, un elemento de la situación social (Touraine, 1981). La orientación principal del trabajo de Chantal Mouffe es el problema de la radicalización de la democracia5. A partir de la crítica a la postura consensualista, propia de lo que denomina la pospolítica (Mouffe, 2011), la autora postula que el objetivo para una política democrática debería «promover la creación de una Destacan en este enfoque autores como Doug McAdam, John McCarthy, Mayer Zald, David Snow, Sidney Tarrow y Charles Tilly. 4 Se debe dejar en claro que estamos hablando de la fase de Touraine de los NMS, no del Touraine sujeto ni del de la afirmación de derechos universales. Para profundizar estos puntos, ver: Touraine, Alain; Khosrokhavar, Farhad (2000), La recherche de soi. Dialogues sur le sujet, Fayard, Paris y; Touraine, Alain (2013), La fin des sociétés, Éditions du Seuil, Paris. 5 Uno de los primeros aportes en este sentido es su libro con Laclau: Laclau, Ernesto; Mouffe, Chantal (2010 [1985]), Hegemonía y estrategia socialista. Hacia la radicalización de la democracia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires. 3
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esfera pública vibrante de lucha “agonista”, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos. Esta es […] la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia» (Mouffe, 2011:11). La confrontación política, definida según categorías políticas, es una confrontación entre adversarios, el antagonismo está siempre potencialmente presente, no existe fundamento último de ningún orden. Pero ¿qué se puede encontrar en torno a este tópico en América Latina? En nuestra región ha habido innumerables esfuerzos, la mayoría indirectos, por analizar y comprender los conflictos en sus diferentes niveles. Sería sumamente ambicioso intentar una sistematización, puesto que se deberían abordar todas las disciplinas, subdisciplinas y áreas de estudio. No obstante lo anterior, existen dos iniciativas que explícitamente están abocadas al análisis, teórico y empírico, del conflicto social que merecen la pena destacar. La primera son las Cronologías del Conflicto Social de CLACSO6. Se trata de un esfuerzo —probablemente el más— sistemático que, desde el año 2000, promueve y divulga la investigación y análisis de los conflictos y movimientos sociales en la región. En ellas podemos encontrar las cronologías, por día, mes y año (2000-2012), de diecinueve países de la región y es sin duda un registro excepcional para analizar la conflictividad, identificar actores, oponentes, acciones, objetivos, dimensiones, etc. La segunda iniciativa es la Revista de Conflicto Social del Instituto Gino Germani de la UBA7, la cual desde el año 2008, ha desarrollado la problemática del conflicto desde la esfera teórica (especialmente el número cero) y ha abordado diferentes dimensiones del mismo, entre ellas las de clase, género, memoria, medioambiente, etc. Sin duda estos esfuerzos, junto a otros menos institucionalizados (palabra paradójica), nos invitan a esforzarnos por profundizar nuestros análisis de los conflictos en la región y su relación con el fenómeno de las desigualdades. c) Legitimidad y legitimación Este apartado pretende dar cuenta del concepto de legitimidad y legitimación en torno al problema de las desigualdades y el conflicto, intentando dar respuesta a algunas de las preguntas que constituyen la base de este volumen: ¿qué tipo de desigualdades generan consenso entre la población y cuáles son consideradas injustas? ¿Cuál es la relación entre Ver www.clacso.org. Ver http://www.webiigg.sociales.uba.ar/conflictosocial/revista.
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estas percepciones y la emergencia de conflicto en torno a los patrones distributivos de una sociedad? Para esto, es necesario considerar que esta preocupación ha estado también en el centro del pensamiento social durante varias décadas. Ha tomado, eso sí, formas diversas y se ha articulado en torno a conceptos divergentes según la trayectoria teórica de los autores que las desarrollan. En torno al tema de los patrones distributivos y la generación de consenso/ tolerancia entre los sujetos de una sociedad histórica, podríamos distinguir —grosso modo— tres grandes vertientes: los desarrollos adscritos a la línea del pensamiento de Weber, la corriente de pensamiento liberal y la corriente crítica tributaria del concepto de ideología en Marx. Pese a estas diferentes corrientes, uno de los primeros autores de relevancia en trabajar directamente con este concepto, definiéndolo en términos sociológicos y estableciendo una diferenciación entre la dimensión normativa —legitimidad— y la procesual —legitimación—, fue Max Weber. Casi todos los trabajos posteriores representan una relectura del trabajo de este autor sobre autoridad política, contenida en su trabajo clásico: Economía y sociedad (1964 [1956]). En este trabajo, el autor se pregunta por los distintos principios que subyacen tras la obediencia de los sujetos a la autoridad política y cómo esto tiene relación con las dinámicas de dominación. Al reflexionar sobre esto, Weber definió lo que consideraría una autoridad legítima, es decir, aquella que produce consenso en los sujetos en torno a la norma que hay tras su autoridad y que generan obediencia, distinguiendo principalmente tres: la legitimidad tradicional, la legitimidad carismática y la legitimidad burocrática y/o procesual. En paralelo con esto, Weber distingue conceptualmente entre esta legitimidad y el proceso a través del cual esta se construye, ya sea por parte de los sujetos o por el aparato político. A esta dimensión procesual la denomina como legitimación. Los escritos, sin embargo, son confusos en la distinción entre ambas dimensiones del fenómeno y esto ha generado una serie de interpretaciones diversas , tal y como es posible ver en la discusión realizada por Habermas (1998; 1991). Así, los escritos desarrollados después han intentado subsanar la ambigüedad de la distinción, con consecuencias notables, sobre todo si se aplican estos conceptos al análisis de la legitimidad de los patrones distributivos y/o a los procesos conflictivos de todas las sociedades. Acá resulta sumamente relevante distinguir entre aquellas normas que generan consenso normativo —«esto es justo»— entre los sujetos y aquellas que se encuentran en proceso de legitimación, es decir, que intentan generar dicho consenso pero que muchas veces no 26
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lo logran, sino que simplemente generan indiferencia o apatía: «esto es así». Algunos desarrollos tributarios del trabajo de Weber, como el del Boltanski y Chiapello (2002), han dado cuenta de esto a través de relevar el rol de la crítica en los procesos de legitimación de ciertos aspectos del sistema capitalista que son percibidos por los sujetos como «injustos», es decir, que no se distinguen como «legítimos», según los términos de Weber. Acá los procesos de legitimación estarían directamente relacionados con los mecanismos de dominación que mantienen las estructuras desiguales. Un aporte interesante es el trabajo de análisis en esta línea por Kathya Araujo en el trabajo del presente volumen. La autora presenta una lectura crítica al problema de cómo el individuo se orienta en concordancia con la norma, asunto discutido y contestado por Weber. A partir de la respuesta otorgada por este autor, Araujo propone con base en datos centrados en la región, discutir dos aspectos no considerados en la teoría de weberiana y que son de vital importancia para comprender el impacto efectivo del principio de igualdad y de la noción de derecho en las formas de acción cotidianas y ordinarias de los individuos para el caso latinoamericano (Araujo, 2014). En esta misma línea, el trabajo de Emmanuelle Barozet y Oscar Mac-Clure muestra la importancia de esta discusión en el pensamiento sociológico y destaca, a la vez, la relevancia de la dimensión individual en el análisis de la legitimación de las desigualdades, a partir de evidencia empírica reciente. En otra línea de pensamiento, para la corriente liberal el acuerdo de los sujetos en torno a las normas distributivas se basa en que los individuos libres asumen un compromiso contractual, un acuerdo básico de convivencia a través del cual se pactan ciertas formas de distribución de bienes socialmente valorados de una manera tal, que no obstaculice la acción individual y sus recompensas. El contractualismo (Locke, 1689) se vuelve uno de los principios básicos tras la legitimidad de las normas en general y distributivas en particular, elemento que se ve representado también en la reelaboración de esta tradición en la teoría de Rawls8 (1975). En este autor, la dimensión procesual es clave para la legitimidad: tras un «velo de ignorancia», los sujetos pactan libremente una serie de principios sobre cómo se distribuirán los bienes primarios. Esta norma será la norma justa y la que será respetada por los individuos. Para los desarrollos teóricos provenientes de la tradición marxista, en cambio, la pregunta por el acuerdo de los sujetos frente a las normas
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Nos referimos al libro Teoría de la Justicia, publicado por primera vez en español por el Fondo de Cultura Económica, México (1975). 27
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distributivas desiguales ha sido respondida por distintas versiones del concepto de ideología susceptibles de ser encontradas en esta amplia tradición9. Tanto para las versiones más clásicas como para las recientes elaboraciones del llamado «posmarxismo», existe acción concertada de los sectores dominantes, orientada a generar acuerdo entre los individuos, obstaculizar su percepción sobre las relaciones en las que se encuentran y encubrir la posición objetiva de los sujetos en la estructura social desigual. Esta representación —encubierta, falsa, distorsionada (Althusser, 1989) tal y como ha sido abordado por las distintas escuelas del marxismo— es la ideología, componente fundamental en la reproducción del orden desigual, anclada en las percepciones de los sujetos sobre la realidad y el entramado cultural en el que se encuentran. Esta mirada marcó profundamente la forma de mirar el problema de la dominación en las sociedades contemporáneas y fue posteriormente criticada, tanto en su versión marxista como en sus vertientes mixtas, por el escaso margen de acción otorgado a los sujetos, sus representaciones del mundo y su conocimiento. Sin ir más lejos, el propio Bourdieu (2003, 2007), si bien profundamente influenciado por este paradigma, reelaboró la noción de ideología en función de un nuevo concepto: la doxa, que buscaba desterrar la idea de que el conocimiento proveniente de la experiencia de los sujetos dominados estaba constituido en torno a percepciones «falsas» o «distorsionadas». Pese a ello, la noción de doxa de Bourdieu ha sido criticada posteriormente por inscribir la obediencia en la dimensión corporal, al borde de lo preconsciente y, con ello, dejar un escaso espacio para el cuestionamiento de las posiciones desiguales en las que se encuentran los sujetos. Cabe señalar, de todos modos, que los debates contemporáneos tanto en torno a estos conceptos como a los otros mencionados, sus trayectorias teóricas y su aplicabilidad empírica muestran que es un debate hoy más vivo que nunca. En esta línea de pensamiento, el trabajo del Loïc Wacquant presentado en este volumen es una interesante aplicación de esta tradición al análisis empírico de fenómenos contemporáneos, tales como la criminalización de la pobreza. Dentro del debate actual sobre la desigualdad en América Latina, quizás uno de los aspectos que suscite mayor inquietud, sea el referente a los niveles de legitimidad que la desigualdad ha alcanzado al interior de nuestras sociedades. Una primera mirada nos podría llevar a concluir que ya que nos situamos en sociedades con desigualdades de larga data, estas se encuentran relativamente legitimadas o son aceptadas como dadas por los Dada esta misma complejidad, no nos detendremos en la discusión sobre los distintos matices de esta noción.
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sujetos, debido que se han mantenido en el tiempo. Pero los estudiosos de los movimientos sociales y políticos de los siglos XIX y XX han mostrado de manera contundente que esta discusión ha estado presente de distintas maneras en los diferentes movimientos y estallidos sociales en la región durante gran parte de su historia, desde que se conforman como países independientes. El movimiento redistributivo propio de la política de sustitución de importaciones en gran parte de los países latinoamericanos es una muestra de esto y así podemos encontrar numerosos ejemplos de esto a lo largo del período previo a la implantación del modelo liberal en la región. En numerosas ocasiones, los movimientos sindicales o populares utilizaron la noción de igualdad en el discurso político, apelando con esta a distintas nociones y significados de la misma. En esta línea, los retrocesos en este movimiento redistributivo observados en la década de los ochenta y los noventa no generaron mayor conflictividad, en parte por el complejo contexto político social en que fueron implementadas las primeras medidas y en parte también por la relativa expectación que se mantuvo en la ciudadanía durante los primeros años del proceso de democratización vivido en la región. Durante este período, la convivencia entre aumento de las desigualdades y democracia se mantuvo relativamente armónica, aun en sociedades con tasas sostenidas de crecimiento económico. Lo particular de este fenómeno de convivencia estable —o de consenso— entre altos niveles de desigualdad y bajos niveles de conflictividad social, es que pareció ir en dirección opuesta a lo señalado por los autores, los que consideraban que mantener altos niveles de desigualdad social podría mermar las bases de contrato social, detonar conflictos al activar resentimientos profundos, generar crisis y trastornos sociales y económicos, llegando incluso a la revolución (Lipset, 1959; O’Donnell, 1999; Champernowne y Cowell, 1998; Burchardt, 2012). La realidad latinoamericana pareciera hablarnos, aunque de modo aparente, justamente de lo contrario hasta hace una década. Sin embargo, durante la última década se observa nuevamente una mayor prevalencia de demandas redistributivas y discursos políticos en torno a la idea de igualdad. ¿Cómo se dio el proceso de instalación de la noción de igualdad en la región? La forma en que se movilizó esta noción —ya sea a través del discurso político o de los instrumentos del Estado tales como las políticas públicas— ¿influyó en el procesamiento de la problemática? Al respecto, quisiéramos mencionar dos hechos. En primer lugar, durante el período inicial del proceso democratizador, se construyó una ficción discursiva que unificaba la idea de la recuperación 29
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de la democracia con un avance en materias de igualdad, generando expectativas que en un primer momento mantuvieron bajos los niveles de conflictividad, pero que posteriormente al no ser cumplidas establecieron condiciones para un aumento de estos. Cabe señalar que en este punto, la discusión se trasladó en un primer momento hacia la atención sobre la pobreza, desplazando la disputa sobre el aumento de la desigualdad a un segundo plano en el debate público; no solo la desigualdad relativa a ingreso, sino también aquellas en torno a las demandas de igualdad provenientes de los movimientos de género y diversidad sexual, etnicidades y otros aspectos que ya estaban presentes en el espacio público desde principios de los años ochenta en la región. Las sociedades latinoamericanas en transición andaban «con pies de plomo» y el debate sobre desigualdad debió esperar a los primeros estallidos sociales. Este tema entró recién a nivel de políticas públicas hacia finales de los noventa, postura incentivada sobre todo desde los organismos internacionales (CEPAL, BM, FMI, BID) a través de los estados nacionales por medio de políticas públicas focalizadas. En este momento se señaló a nivel internacional que la desigualdad afectaba directamente el crecimiento del nivel macroeconómico y se instó a los países de la región a ocuparse de este problema a fin de mantener sus tasas de crecimiento relativamente estables. En este contexto, la visión que se privilegió fueron las nociones de equidad10 e igualdad de oportunidades11 (Araujo, 2013: 116) y a pesar de su centralidad en las recién reinauguradas democracias latinoamericanas, el objetivo y vehículo primordial de este tema fue el desarrollo económico. Tenemos así, casi dos décadas de priorización del crecimiento económico (aspecto notoriamente exacerbado luego de las reformas estructurales) y de divulgación de una idea de justicia basada en la igualdad de oportunidades, promovida principalmente por los Estados cuyas premisas, a la luz de los distintos procesos de movilización social en la región, parecen haber encontrado su límite. Las primeras señales de visibilización del descontento comenzaron con las diferentes movilizaciones de actores y movimientos sociales que condenaban las condiciones desiguales de vida. En este punto, los movimientos quizás no encontraron en un primer momento una «gramática Garretón señala «que el concepto de equidad se refiere a la igualdad de oportunidades individuales para la satisfacción de necesidades básicas o aspiraciones definidas socialmente» (Garretón, 1999:45). 11 Igualdad de oportunidades será considerada en términos de una noción de igualdad centrada en el individuo (probabilística y posibilista) (Rosanvallon, 2011:315, en Araujo, 2013). 10
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de la desigualdad» como nos señala Boltanski, sino que esta se fue construyendo poco a poco en la constante problematización de desigualdades que superaban el tema del ingreso, tales como el acceso a servicios sociales como salud, educación y protección social, el reconocimiento y reparación para los pueblos indígenas, entre otras demandas. Así, los movimientos lograron ampliar los campos a los que la igualdad como medida debía ser aplicada, sacándola de la pura dimensión socioeconómica para integrar otras dimensiones y construir la noción de desigualdades que resulta hoy la forma más adecuada de realizar investigación en esta línea. Contribuyeron también a través de sus luchas a poner en el centro y de manera renovada, la disputa por la cuestión de la ciudadanía que, en última instancia, es la disputa desde los inicios de la modernidad por la igualdad (Araujo, 2013:117). Este hecho nos ha puesto el desafío de buscar respuesta a una serie de preguntas: ¿hasta qué punto es legítima la desigualdad en América Latina? ¿Qué condiciones han hecho posible la visibilización de este malestar en los últimos años? ¿Qué tipo de desigualdades están siendo cuestionadas hoy en día? Interrogantes que cobran relevancia en el contexto de este libro. La discusión entonces se da en torno a la existencia o no de legitimidad de la desigualdad en el contexto latinoamericano, en un primer momento. En un segundo momento, entre quienes reconocen que existe una legitimidad de las desigualdades en nuestro continente, la investigación ha estado orientada a establecer en qué grado esta desigualdad es legítima y cuáles son las causas/mecanismos tras su legitimidad. Entre quienes consideran que la desigualdad en la región no es legítima sino meramente aceptada o tolerada por los sujetos, la investigación ha estado orientada a mostrar aquellos puntos de inflexión en los que esta aceptación, tolerancia o comportamiento legitimantes se ponen en cuestión y son capaces de establecer condiciones para el surgimiento del conflicto. Entre los primeros encontramos el trabajo realizado para el caso chileno por Castillo, Miranda y Carrasco (2011). Para estos autores, el punto de partida para comenzar a hablar sobre legitimación de la desigualdad son dos supuestos: el del «espejo», donde la percepción de igualdad estaría relacionada con la distribución económica existente en una población (contextos con mayor desigualdad económica, perciben una mayor desigualdad). El segundo es el supuesto de que la percepción de desigualdad estaría relaciona con motivos racionales de los individuos. Esto quiere decir que existiría una influencia del nivel socioeconómico de los individuos en su percepción de desigualdad (individuos con menor nivel 31
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socioeconómico se ven más afectados por la desigualdad y, por lo tanto, expresarían mayores niveles de desigualdad percibida). Ambos supuestos son contrastados y falseados por medio de investigación empírica realizada en el contexto chileno12. Respecto al primero, los autores basándose en evidencia empírica señalan que las imágenes distan de ser un «espejo» de la realidad, ya que se ven afectadas por una serie de determinantes que actúan como filtros o sesgos perceptuales. «Estos filtros producirían efectos que se alejan de lo esperable en el sentido común, tales como la tendencia a percibir mayor desigualdad en individuos de mayor estatus (particularmente mayor educación), la falta de influencia de variables de identificación política en percepción de desigualdad, la tendencia a sobreidentificarse con estratos medios y el impacto de un mayor estatus subjetivo en una menor percepción de brechas» (Castillo, Miranda y Carrasco, 2011:21). Respecto del segundo, los autores señalan diversas investigaciones de finales de la década del 90 en el área de prestigio profesional que «revelan que la capacidad de discriminar entre salarios para ocupaciones de alto y bajo estatus disminuye de acuerdo al estatus individual (Wegener, 1987, 1990, 1992 [citado por los autores]); es decir, al menos en términos de percepción de desigualdad salarial, a menor nivel socioeconómico, menor es la desigualdad percibida» (Castillo, Miranda y Carrasco, 2011:2). Entre quienes abordan la investigación empírica sobre este tema desde la otra perspectiva, encontramos el trabajo de Araujo. Para esta autora, otro punto importante para el análisis de la legitimidad de la desigualdad, es tomar como punto de partida la crítica sobre el tratamiento dado a la igualdad como un principio normativo abstracto despojado Nos referimos al estudio empírico «La percepción desigualdad de la desigualdad» realizado por los investigadores Juan Carlos Castillo, Daniel Miranda y Diego Carrasco. Esta investigación se centró en dos aspectos relacionados con la medición de percepción de desigualdad: diferencias entre indicadores y diferencias entre la influencia de predictores sobre estos indicadores. El modelo de análisis consideró tres indicadores de percepción de desigualdad que se encuentran presentes en los datos chilenos de la encuesta del International Social Survey Programme (ISP) 2009: percepción general de desigualdad, percepción de brechas salariales y percepción de distribución económica. En este terreno, los autores intentarán innovar respecto a las investigaciones sobre percepción de la desigualdad, tratando de suplir la falta de estudios que i) comparen distintas medidas de percepción de desigualdad, y ii) comparen las diferencias individuales en percepción de la desigualdad. El estudio cotejó tres medidas de percepción de desigualdad en Chile: percepción general de la desigualdad, percepción de brechas salariales, y percepción de diagramas de distribución. A ellas se agregaron tres determinantes económicos: la influencia del estatus socioeconómico, la posición política y la evaluación de justicia salarial (Castillo, Miranda y Carrasco, 2011).
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de todo contexto. Espacio donde el papel de los procesos sociales en la consolidación y especificación de la igualdad ha quedado oscurecido (Araujo, 2013:110). En este sentido, el ideal que deba contener al principio igualitario deberá ser visto como una idea flexible y plástica relacionada a los contextos en los que se evalúe. Así, sus contenidos deberían ser especificados y transformados según las condicionantes estructurales e históricas13 (Araujo, 2013:109-110). Este será, a su vez, la referencia en la que cada sociedad construirá los niveles de legitimidad. Dentro de esta misma línea, podemos encontrar el trabajo de Barozet en este libro, quienes a través de su equipo conformado por académicos como María Luisa Méndez y Oscar Mac-Clure han mostrado la importancia de las distinciones sociales y las fronteras simbólicas en la legitimación cotidiana de las desigualdades. Para los autores, atender a las actitudes prácticas de los sujetos de manera cotidiana constituye una de las vías más prometedoras para el trabajo en este tema, ya que nos permite ver la interacción entre aquellos grandes imperativos éticos, la acción cotidiana, la acción grupal e individual en la explicación de desigualdades persistentes. El recorrido realizado ha intentado mostrar nodos comunes en tres campos de discusión en ciencias sociales con amplia trayectoria y desarrollo. En este tenor, ha buscado los puntos de conexión que podrían marcar futuros pasos que seguir y que han comenzado a ser abordados por los autores de la sección teórica de este volumen. De manera paralela, el libro intenta mostrar en una segunda sección análisis empíricos recientes que ponen en jaque los desarrollos teóricos, reelaboran conceptos a la luz de los datos y articulan consistentes explicaciones en torno a la relación entre desigualdad, legitimidad y conflicto para la región. Todos estos trabajos representan un punto de inicio de una agenda de investigación de gran relevancia para la región en las próximas décadas. Esperamos haya sido un aporte en esta dirección.
Una referencia importante a este planteamiento la encontramos en las investigaciones realizadas en Chile por K. Araujo y D. Martuccelli, (2012), donde se corrobora que para el caso específico de Chile, se extiende la demanda de igualdad más allá de la igualdad jurídica, política o social, y se centra en lo que podríamos denominar como igualdad interactiva o el lazo social (Araujo, 2013:110).
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Herramientas teóricas contemporáneas para el estudio de tolerancia, legitimación y conflicto sobre desigualdades en América latina
Más allá de la legitimación. Cinco procesos simbólicos en la construcción de la igualdad y la desigualdad Luis Reygadas
Este capítulo busca mostrar que la cultura es una dimensión central en la construcción social de las desigualdades, así como explorar los procesos simbólicos que intervienen en dicha construcción. En los estudios sobre desigualdad tienden a predominar los enfoques que se centran en aspectos económicos, políticos y sociales, dejando de lado o concediendo poca importancia a las dimensiones culturales. A veces se incluyen, pero solo para analizar el papel de la cultura en la legitimación de la desigualdad. Por el contrario, si se ve a la cultura como una dimensión simbólica constituyente de todos los fenómenos sociales, es posible advertir procesos culturales muy diversos que intervienen de maneras distintas en la configuración de las disparidades sociales. Argumentaré que los procesos simbólicos no solo legitiman las desigualdades, también las construyen y las deconstruyen. Propongo analizar cinco procesos simbólicos que se relacionan con la igualdad y la desigualdad, en cada uno de los cuales puede distinguirse la oposición entre dispositivos y estrategias que producen y refuerzan las
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Antropólogo, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (México). Correo electrónico: reygadasl@ gmail.com. 39
Luis Reygadas
desigualdades y aquellos otros que critican la inequidad y promueven la igualdad. Estos cinco procesos son: 1. La creación de clasificaciones, categorías y límites que agrupan y/o separan a las personas (de manera jerárquica y excluyente o de manera igualitaria e incluyente). 2. Los procesos de valoración de los individuos y/o grupo (sobrevaloración de los sectores hegemónicos en detrimento de los subalternos, valoración inversa, asignación de valencias diferenciales o valoración de todas las personas como iguales). 3. La relación entre diferencia y desigualdad (conversión de los diferentes en desiguales o construcción de la igualdad en la diferencia). 4. Producción, distribución y apropiación del capital cultural, simbólico y educativo (producción de individuos con capacidades desiguales vs. producción de personas con igualdad de capacidades). 5. Disputas en torno a la legitimación de las desigualdades (legitimación de las desigualdades frente al cuestionamiento de las mismas). En la primera sección del capítulo analizaré la triple ausencia de la cultura en la mayoría de los estudios sobre la desigualdad. La segunda sección revisa los aportes de diversos autores, clásicos y contemporáneos, a la indagación de las relaciones entre cultura, desigualdad e igualdad. La última sección describe los cinco procesos simbólicos que construyen/ deconstruyen la desigualdad, mencionados anteriormente.
1. Una triple ausencia Este texto puede verse como una reacción crítica frente a una triple ausencia en la investigación de las inequidades: 1) en la gran mayoría de los estudios sobre la desigualdad los factores culturales no se toman en cuenta (ausencia de la cultura); 2) cuando se introduce la dimensión cultural, por lo general, solo se la considera en relación con la legitimación de la desigualdad (ausencia de procesos simbólicos distintos a la legitimación), y 3) cuando se incorporan otros elementos de la relación entre simbolismo y desigualdad, casi siempre se hace énfasis en aquellos aspectos de la cultura que producen, refuerzan y reproducen las desigualdades, relegando los procesos culturales que implican resistencia a la desigualdad y/o promueven mayor igualdad (ausencia de procesos simbólicos que cuestionan la desigualdad). 40
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1.1. Ausencia de la cultura En la gran mayoría de los estudios sobre la desigualdad, los factores culturales están ausentes o solo ocupan un lugar secundario o residual. La investigación sobre la desigualdad social ha estado dominada por el análisis de la desigualdad económica, es decir, aquella que tiene que ver con la manera en que «los recursos materiales son distribuidos a través de la sociedad» (OECD, 2011:66). A partir de esta idea se analiza el comportamiento de los mercados y la asignación de diferentes bienes y recursos, en particular los recursos monetarios. Por supuesto que es crucial cómo están distribuidos el capital, las tierras, la maquinaria y otros recursos materiales, pero la desigualdad no solo es económica, sino que atañe a todos los aspectos de la vida. Puede tomarse como punto de partida la disparidad de ingresos, que es sobre la que existe mayor información y sobre la que es posible hacer comparaciones entre países, regiones, sectores y períodos, pero hay que destacar que la desigualdad afecta al conjunto de la experiencia social. Como dice John Rawls, las teorías de la justicia deben preocuparse por la distribución de «las cosas que los hombres se esfuerzan por alcanzar o evitar» (Rawls, 1986:20). Hay que incluir la distribución del dinero y las mercancías, pero también de muchas otras cosas, como la estima, el prestigio, el conocimiento, la salud, la seguridad, las libertades y el poder. También hay que analizar la asignación de las desventajas sociales, de aquellas situaciones que son evitadas o despreciadas: la pobreza, la exclusión, la estigmatización, la ignorancia, la enfermedad, la inseguridad, la falta de libertades, los trabajos penosos, la exposición a riesgos ambientales y la subordinación. Como ha mostrado Amartya Sen, las desigualdades más sustanciales son las que tienen que ver con las diferencias en las libertades para alcanzar los propósitos que cada uno tiene, por eso pone en el centro el tema de las capacidades (Sen, 1999 y 2004). No solo hay que considerar las asimetrías en la repartición de los recursos, también hay que tomar en cuenta lo que Göran Therborn ha llamado la desigualdad vital (disparidades en las oportunidades de vida de las personas en tanto organismos biológicos), y la desigualdad existencial (diversos grados de libertad, distribución dispareja de reconocimiento, respeto y autonomía) (Therborn, 2011:21). Estos aspectos de la desigualdad tienen un componente cultural ineludible. Las diferencias económicas entre las personas se encuentran estrechamente vinculadas con la clase social, el género, la etnia y otras formas de clasificación social. Durante mucho tiempo, el estudio de la desigualdad ha estado dominado por el individualismo metodológico que explica las 41
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disparidades a partir de los diferentes recursos o dotaciones que tiene cada persona. Estas dotaciones son cruciales, pero no bastan para explicar las asimetrías de ingreso, se requiere entender la construcción social de la economía, ya que el acceso a los recursos económicos no depende solo de las características individuales, sino también de dinámicas institucionales que operaran en función de la pertenencia étnica, de los grupos sociales, de las relaciones de género y de otros dispositivos de clasificación y jerarquización que pasan por el tamiz de la cultura. La desigualdad es resultado de procesos de muy diversa índole. Además de los factores económicos, hay que analizar los procesos sociales, políticos y culturales que inciden sobre el acceso diferenciado a los recursos. La desigualdad es, en última instancia, una cuestión de poder (Lenski, 1966; Picketty, 2013). Ni siquiera las disparidades en los ingresos pueden ser explicadas recurriendo en forma exclusiva a factores económicos, es necesario tomar en consideración cuestiones eminentemente políticas, como son las capacidades relativas de los agentes, sus interacciones, la estructura de las relaciones de poder, por mencionar solo algunas. La distribución de los bienes y servicios nunca sigue una lógica culturalmente neutra, ni se ajusta al funcionamiento de un mercado perfecto, sino que pasa por los filtros de la cultura, cuyos procesos de valoración, clasificación, jerarquización, distinción, contradistinción, equiparación y diferenciación inciden en la determinación de la cantidad y la calidad de los beneficios que recibe cada individuo y cada grupo. La ausencia de la cultura en los estudios de la desigualdad se debe, en parte, al peso de perspectivas objetivistas y economicistas, que dejan de lado todo lo que no son recursos materiales cuantificables, en especial los procesos de creación de significados, por considerar que son aspectos subjetivos que no tienen mayor importancia o no se pueden medir. A veces se mencionan los factores culturales, pero solo como una cuestión secundaria, cuya influencia sería mínima: lo realmente importante sería lo que ocurre en los mercados, como si funcionaran al margen de los procesos de significación. Este menosprecio de la cultura también tiene que ver con una concepción mecánica de la sociedad: se piensa que la economía es la estructura fundamental de la sociedad (cimientos, columnas, trabes, pisos, techos y paredes), mientras la cultura es vista como un mero adorno que puede cambiar un poco el aspecto del edificio, pero no incide en lo sustancial.
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1.2. Ausencia de procesos simbólicos distintos a la legitimación Algunos estudios sobre desigualdad incluyen variables culturales, pero solo en relación con la legitimación de las disparidades. Analizan cómo se reproducen las desigualdades en la medida en que la mayoría de la sociedad, o al menos una parte importante de ella, las acepta como legítimas o como resultado de procesos que considera adecuados. Es cierto que dicha legitimación existe, pero el excesivo énfasis en ella deja de lado muchos otros procesos simbólicos que son fundamentales en la construcción de la desigualdad. Además, la centralidad del tema de la legitimación parece estar asociada a la perspectiva economicista que se mencionaba antes: lo realmente importante serían los procesos económicos que producen las desigualdades, ya después vendría la cultura a cumplir la función de legitimar dichas desigualdades, que se produjeron antes y sin la intervención de la cultura. Las investigaciones etnográficas parecen mostrar una temporalidad inversa: en muchas sociedades, las distinciones y diferenciaciones simbólicas aparecieron mucho tiempo antes de que se llegaran a convertir en desigualdades en términos económicos. La sobreestimación de la legitimación también tiene que ver con una vieja tradición analítica que reduce la cultura a sus aspectos ideológicos, en el sentido de pensar que la ideología es una visión distorsionada o ilusoria de la realidad, en contraposición a la ciencia, que representaría una mirada objetiva. Desde ese punto de vista, la mayoría de las personas aceptarían las desigualdades existentes porque carecen de una comprensión acertada de sus causas, porque comparten las explicaciones dominantes que presentan la desigualdad como un hecho natural, inevitable o incluso deseable. Lo que es curioso es que muchos autores que sobrevaloran la legitimidad presentan información empírica que contradice sus conclusiones1. Al menos en América Latina, en las encuestas y entrevistas la mayoría de las personas afirman que las desigualdades sociales en su país les parecen excesivas y que son resultado de mecanismos que consideran poco legítimos, por ejemplo la discriminación, las ventajas que otorga el origen social, o la corrupción.
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Por poner un ejemplo, un estudio sobre la legitimación de las desigualdades en Brasil señala que «es posible afirmar que existe un discurso legitimador de la desigualdad que la hace aparecer como algo natural» (Damm, 2011:198), a pesar de que presenta el dato de que 86% de los brasileños consideran muy altas las desigualdades salariales que hay en el país. 43
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1.3. Ausencia de procesos simbólicos que cuestionan la desigualdad Cuando se incorporan en las investigaciones otros aspectos de la relación entre cultura y desigualdad, casi siempre se hace referencia a aquellas dimensiones de la cultura que producen, refuerzan y reproducen las desigualdades, estando ausentes o en un papel muy secundario los procesos simbólicos que implican resistencia a la desigualdad o que promueven mayor igualdad. Hay una tendencia a sobreestimar la capacidad de la cultura para reproducir las estructuras existentes. La cultura suele aparecer como algo homogéneo, como una fuerza unificadora, que cumple la función de estabilizar y hacer corresponder los valores y deseos de los individuos con los requerimientos estructurales del sistema. Ya sea que esta coincidencia entre valores y estructura social se vea como algo positivo (porque permite el consenso y la estabilidad) o como algo negativo (porque expresa el predominio ideológico de la clase dominante y contribuye a reproducir relaciones sociales injustas), el caso es que suele darse por sentada la correspondencia entre la estructura social inequitativa y la manera de pensar y los valores de las personas. Unos la celebran y otros la deploran, pero tiende a sobreestimarse la capacidad que tiene la cultura para legitimar, naturalizar, estabilizar y reproducir las desigualdades. Suele concederse poca importancia a otras prácticas simbólicas que critican la desigualdad, que cuestionan que sea algo natural, que promueven mayor igualdad. En los estudios sobre cultura y desigualdad hay un desequilibrio que llama la atención: existen abundantes y sofisticados análisis sobre los mecanismos que generan inequidades de todo tipo, lo que contrasta con la escasa y limitada importancia que tienen las investigaciones sobre los procesos que contrarrestan la desigualdad y se resisten a ella. Pareciera que lo que sucede en la realidad social se hubiese filtrado al ámbito de la teoría. Así como en la mayoría de las sociedades contemporáneas han prevalecido las dinámicas de injusticia y exclusión, en la reflexión sobre ellas predominan los enfoques que ponen el acento en la generación de desigualdades. Contamos con las poderosas lentes de Max Weber para reconocer los cierres sociales, los monopolios sobre los recursos y las diferencias de estatus, pero no tenemos instrumentos analíticos de igual calidad para identificar los esfuerzos para abrir esos cierres, desmantelar los monopolios y cuestionar las disparidades de prestigio. Con base en Bourdieu se han develado los sutiles dispositivos simbólicos que sostienen la distinción social y reproducen la distribución clasista del capital cultural, pero ¿cuánto se sabe acerca de las estrategias de contradistinción o de las prácticas populares para deslegitimar las culturas de las elites? La adopción 44
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de los postulados de Foucault ha mostrado los panópticos y los resortes microscópicos del poder que sostienen el autoritarismo y la exclusión, pero son más escasos los estudios que, con igual minuciosidad, desmenucen la resistencia cotidiana y sus consecuencias sobre la estructura social. Este desequilibrio se relaciona con la imagen de las culturas como un todo homogéneo, sin fisuras ni paradojas. Cabe recordar la crítica del historiador E.P. Thompson a las concepciones «demasiado consensuales de la cultura». En su libro Costumbres en común, el historiador inglés cuestiona las visiones de la cultura que dejan de lado las tensiones, las contradicciones y las relaciones de poder: En una inflexión antropológica que ha influido en los historiadores sociales, esto puede sugerir una visión demasiado consensual de esta cultura como «sistema de significados, actitudes y valores compartidos, y las formas simbólicas (representaciones, artefactos) en las cuales cobran cuerpo». Pero una cultura también es un fondo de recursos diversos, en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos (...) Y, a decir verdad, el mismo término «cultura», con su agradable invocación de consenso, puede servir para distraer la atención de las contradicciones sociales y culturales, de las fracturas y oposiciones dentro del conjunto (Thompson, 1995:19).
Thompson critica los enfoques funcionalistas de la cultura, que la conciben como un conjunto de normas y valores compartidos por todos los miembros de la sociedad. Desde esas perspectivas, la cultura y todos sus dispositivos (mitos, rituales, visiones del mundo, etcétera) son una fuerza integradora que contribuye a la armonía social y al mantenimiento del statu quo. Siguiendo a Thompson, me parece más adecuado considerar a la cultura como una palestra de elementos conflictivos, como un lugar de tráfico, de confrontación, de negociación y de disputas simbólicas. Parto de una concepción histórico-semiótica de la cultura, es decir, la veo como un proceso de producción, circulación y apropiación de significados, inscrito en contextos sociohistóricos y atravesados por relaciones de poder y diversidad de intereses que producen conflictos y tensiones. Esto se opone a las concepciones esencialistas, que ven a las culturas como conjuntos homogéneos, claramente diferenciables al exterior y uniformes al interior. En relación con la desigualdad, la dimensión simbólica de la sociedad puede ser vista como una arena en la que se enfrentan diferentes actores y 45
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en la que compiten fuerzas a favor y en contra de la equidad, en el terreno de los significados. En esa arena se expresan diversas concepciones sobre lo que es justo e injusto, sobre qué tan grandes deben ser las diferencias de ingresos, sobre qué tan amplias deben ser las brechas sociales. Es un campo en el que hay una disputa simbólica en torno al valor de las personas, en torno a las jerarquías y en torno a las diferencias. Y también hay una lucha en torno a la distribución y apropiación del capital simbólico, cultural y educativo. Esas disputas no son una cuestión secundaria ni actúan a posteriori sobre las desigualdades, son un elemento central que interviene desde el momento mismo en que esas desigualdades se están produciendo o están siendo cuestionadas. Como ha señalado Polymya Zageffka: La dimensión cultural adquiere una nueva legitimidad por el reconocimiento de que los hechos culturales son constitutivos de las desigualdades construidas, sentidas, puestas en actos y en palabras. (…) la potencia social de las formas culturales no se puede reducir sólo a su capacidad de fabricar lo simbólico. Por el contrario, reside en su materialidad en términos de capital, tiempo, trabajo, técnicas y tecnologías, aprendizaje y saber hacer (Zageffka, 2011:11-12)2.
2. Cultura, igualdad y desigualdad: reflexiones clásicas y contemporáneas 2.1. Dispositivos simbólicos que producen desigualdades La relación entre los símbolos, el poder y los grupos sociales es un tema clásico de las ciencias sociales, abordado tempranamente por Durkheim, Mauss y Weber (Durkheim, 1982 [1912]; Durkheim y Mauss, 1996 [1903]; Weber, 1996 [1922]). Debemos a Durkheim y Mauss, en su trabajo sobre las clasificaciones primitivas, la idea de que, por medio de símbolos, las sociedades y grupos establecen límites que definen conjuntos de relaciones. Así, al clasificar las cosas del mundo se establecen entre ellas relaciones de inferioridad/superioridad y exclusión/inclusión, directamente vinculadas con el orden social (Durkheim y Mauss, 1996:30). El hecho de ordenar, agrupar y separar objetos, animales, plantas, personas e instituciones, «La dimension culturelle acquière une nouvel légitimité de par la reconnaissance des faites culturels comme étant constitutifs des inégalités construites, ressenties, mises en actes et en paroles. (…) la puissance sociale des formes culturelles ne se réduit nullement à leur seule capacité à fabriquer du symbolique. Elle repose au contraire sur leur matérialité en termes de capital, de temps, de travail, de techniques et de technologies, d’apprentissage et de savoir-faire».
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marca diferencias, límites y fronteras entre ellos, define jerarquías, incluye o excluye. Al analizar estas operaciones en el contexto de relaciones de poder y de distribución de recursos, privilegios y oportunidades, se entra de lleno en el estudio de la desigualdad. El funcionamiento de los cierres sociales, de los que habló Weber, está ligado de manera directa con operaciones simbólicas que establecen qué características se requieren para pertenecer a un grupo de estatus, al que se le ha asignado cierta estimación social, positiva o negativa (Weber, 1996 [1922]:684 y ss.). Esta asignación es un hecho cultural, independientemente de que pueda estar asociada a factores económicos y políticos. Weber va más allá: postula la existencia de marcas rituales que acompañan a la constitución de muchos grupos de estatus (Weber, 1996 [1922]:689). Relacionar la impureza y las manchas con las clasificaciones sociales ha sido un recurso empleado en diversas ocasiones. Tal vez nadie le haya prestado tanta atención como Mary Douglas, quien recurrió al análisis de lo puro y lo impuro, de lo limpio y lo contaminado para comprender los límites simbólicos que separan a los grupos. Lo sucio es lo que está fuera de lugar, lo que no corresponde con la estructura esperada. Al descifrar las estructuras simbólicas con las que una sociedad distingue lo impoluto, lo limpio y lo inmaculado de lo contaminado, sucio o manchado puede aprenderse mucho de sus estructuras sociales (Douglas, 1984). Mirar las relaciones entre las clases sociales, los grupos étnicos y los géneros desde la ventana abierta por Douglas es un camino para descubrir formas sutiles de exclusión y discriminación. Desde un registro muy diferente, Erving Goffman reflexiona sobre un tipo particular de máculas: los estigmas, que marcan de manera profunda a quienes los sufren y definen el tipo especial de relaciones que se debe establecer con ellos (Goffman, 1986). A Goffman no le interesan tanto las estructuras simbólicas que agrupan y distinguen a los individuos, sino las acciones e interacciones mediante las cuales estos se etiquetan a sí mismos y a los demás. Podría decirse que se preocupa más por las estrategias de clasificación que por las clasificaciones. Para él, los pequeños actos de deferencia o rebajamiento son los que, al acumularse, constituyen las grandes diferencias sociales (Goffman, 1956). En un estudio sobre las relaciones entre establecidos y forasteros en una pequeña comunidad de clase obrera en Londres, Norbert Elias analizó los procesos de estigmatización de los forasteros, mediante los cuales los miembros del grupo establecido se presentaban como seres humanos mejores que el resto, establecían tabúes para restringir contactos no 47
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ocupacionales entre los dos grupos y se apropiaban de los puestos dirigentes en organizaciones locales. Las fantasías grupales de elogio y de condena, así como la complementariedad entre el carisma grupal (propio) y la vergüenza grupal (la de los otros) crean una barrera emocional que es fundamental en la reproducción de asimetrías en las relaciones de poder. Muchas veces los grupos excluidos llegan a experimentar emocionalmente su inferioridad de poder como un signo de inferioridad humana (Elias, 2006:220-223 y 226-229). Los mitos también desempeñan un papel en la construcción de desigualdades, como lo muestra Maurice Godelier en su estudio sobre la dominación masculina entre los Baruya. En este pueblo de Nueva Guinea una compleja narrativa mítica consagra la supremacía de los hombres, a cuyo semen se atribuye un cúmulo de virtudes (produce la concepción, nutre al feto, alimenta a la esposa, fortalece a los jóvenes iniciados, etc.), mientras que la sangre menstrual es considerada una sustancia dañina y peligrosa. Esta narrativa se prolonga en diferencias en torno a los cuerpos (el del hombre se considera bello, puede usar cintas, plumas y otros adornos) y en torno a los espacios (hay caminos dobles, los de los hombres son más altos, una línea imaginaria divide áreas masculinas y femeninas dentro de las casas). Esta pesadísima trama contribuye a la existencia de discriminaciones de género en los ámbitos económico y político (Godelier, 1986). Los estudios de género han contribuido a mostrar que las asimetrías entre hombres y mujeres han estado asociadas con construcciones simbólicas sobre lo que significa ser varón y ser mujer y con las relaciones de poder entre personas de distinto sexo (Butler, 1996; Lamas, 1996; Ortner, 1979). La cosmología de muchas culturas está poblada de oposiciones entre lo masculino y lo femenino, mismas que con frecuencia sobrevaloran las cualidades positivas de los hombres e infravaloran las de las mujeres, hecho que contribuye a producir y reproducir relaciones de dominación entre los géneros. La antropología también ha mostrado cómo la subordinación de las mujeres y los sistemas de matrimonio se encuentran en el origen de muchas otras asimetrías sociales (Godelier; 1986; Rubin, 1996). En un texto sobre las elites en Sierra Leona, Abner Cohen (1981) estudió los rituales de exclusividad que permitían a un grupo étnico preservar sus privilegios sociales, políticos y culturales. Habla de la «mística de la excelencia» y de los «cultos de elite» que permiten a un grupo validar y sostener su estatus privilegiado, al afirmar que poseen cualidades escasas y exclusivas que son esenciales para la sociedad en su conjunto. La ideología de la elite estaría objetivada, desarrollada y sostenida por un elaborado 48
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cuerpo de símbolos y desempeños dramáticos, que incluyen los modales, la etiqueta, los estilos de vestir, el acento, los patrones recreativos, las costumbres y reglas matrimoniales. Este estilo de vida solo se adquiere a través de largos períodos de socialización y entrenamiento, en particular en espacios sociales informales como la familia, los grupos de pares, los clubes y las actividades extracurriculares de las escuelas (Cohen, 1981:2-3). Para este autor, el trabajo simbólico de las elites les permite distinguirse del resto de la población mediante el decoro, la elegancia, la educación y otros atributos que, no obstante su vaguedad, les posibilitan acceder a privilegios y recompensas extraordinarios. De una manera similar, Pierre Bourdieu encontró en el análisis del gusto algunos de los resortes más sutiles de la diferenciación clasista en las sociedades contemporáneas. Fue más allá del análisis del consumo cultural como un poderoso marcador de estatus, para indagar en torno a los habitus de clase, es decir, los esquemas de disposiciones duraderas que gobiernan las prácticas y los gustos de los diferentes grupos sociales, que resultan en sistemas de enclasamiento que ubican a los individuos en una determinada posición social no solo por su dinero, sino también por su capital simbólico (Bourdieu, 1988). Hasta en detalles aparentemente insignificantes, como la manera de hablar o la forma de mover el cuerpo, estaría inscrita la ubicación de un sujeto en la división social del trabajo (Bourdieu, 1988:477 y 490). Los habitus crean distancias y límites, que se convierten en fronteras simbólicas entre los grupos sociales. Esas fronteras fijan un estado de las luchas sociales y de la distribución de las ventajas y las obligaciones en una sociedad. Además, producen transacciones desiguales, ya que el reconocimiento de las barreras de distinción conduce a pactos y relaciones sociales en las que se asumen obligaciones y derechos diferenciados. En ocasiones, las fronteras simbólicas adquieren una realidad material que separa a los incluidos de los excluidos. El concepto de campos, también propuesto por Bourdieu (1990), ayuda a entender que las interacciones entre los agentes se producen en espacios sociales que siguen determinadas reglas, de acuerdo con las cuales los poseedores del capital cultural legítimo reciben los mayores beneficios que se producen en ese campo. No son, entonces, las capacidades en abstracto las que permiten apropiarse de la riqueza generada en el campo, sino capacidades que se ejercen bajo relaciones de poder y son sancionadas, ya sea en forma positiva o negativa, por la cultura. Charles Tilly (2000) hizo un detallado análisis sobre la desigualdad categorial, es decir, aquella que surge de la distinción de diferentes categorías 49
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de personas, socialmente definidas. La institucionalización de las categorías y de sistemas de cierre, exclusión y control sociales que se crean en torno a ellas es lo que hace que la desigualdad perdure. Se interesa en las diferencias que resultan de la existencia de categorías pareadas que separan claramente a las personas en dos grupos, como negro/blanco, varón/mujer, ciudadano/extranjero o musulmán/judío. Tilly critica las aproximaciones individualistas al fenómeno de la desigualdad, es decir, aquellas que se centran en la distribución de atributos, bienes o posesiones entre los actores. En contrapartida, propone un enfoque relacional de la desigualdad, atento a las interacciones entre grupos de personas. Le interesa el trabajo categorial que establece límites entre los grupos, crea estigmas y atribuye cualidades a los actores que se encuentran a uno y otro lado de los límites (Tilly, 2000:79 y ss.). La desigualdad categorial tiene efectos acumulativos, a la larga incide sobre las capacidades individuales y se crean estructuras duraderas de distribución asimétrica de los recursos de acuerdo con las clasificaciones. Cada autor hasta aquí revisado parte de una perspectiva diferente, pero tienen algo en común. Todos ellos señalan que los símbolos y el poder desempeñan un papel fundamental en la creación y reproducción de las desigualdades. No todas las desigualdades tienen un origen cultural, algunas se derivan del simple uso de la fuerza o de diferencias materiales, así como algunas tienen origen biológico. Pero incluso estas van a ser filtradas por el entramado simbólico. Las clasificaciones simbólicas no son condición suficiente para la producción de desigualdades, pero casi siempre son un requisito necesario para su existencia, al combinarse con jerarquías, instituciones y relaciones de poder específicas. Los dispositivos simbólicos operan de diversos modos para lograr su eficacia. Probablemente el más analizado de ellos sea el ritual, por la enorme fuerza expresiva que tienen las dramatizaciones rituales al ser capaces de concentrar una gran cantidad de símbolos que vinculan emociones y prescripciones. El ritual es uno de los mecanismos más poderosos para conferir estatus y legitimar la obtención de privilegios (Turner, 1988; Kertzer, 1988). Pero no todo se reduce al ritual. La construcción simbólica de las desigualdades también pasa por los mitos, por las rutinas cotidianas, por el discurso, por el habitus, por las narraciones y argumentaciones, por el simbolismo del cuerpo y el espacio, por las cosmovisiones y por un sinfín de acciones simbólicas que elevan, degradan, separan y legitiman las distancias y diferencias sociales. Todos estos procesos simbólicos pueden tener repercusiones decisivas sobre los mecanismos que producen desigualdades. 50
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Pueden dar lugar a discriminación y tener efectos de segmentación en el mercado de trabajo, pueden incidir sobre las oportunidades de aprendizaje y organizar la distribución de recursos en las familias, en los grupos sociales y en las organizaciones. La insistencia en la capacidad que tienen los procesos simbólicos para generar fronteras y diferencias ayuda a comprender mejor la dinámica de la desigualdad, pero también entraña riesgos. Uno de ellos, es el de sobrestimar el poder legitimador, hasta el punto de pensar que los sectores subalternos simplemente aceptan el lugar que les ha asignado la división social del trabajo3. Esto no es así, como ha señalado Viviane Brachet-Márquez: «(…) no siempre acatamos estas reglas. Solemos reparar, postergar y protestar y arrastrar los pies, y a menudo fingimos cumplir a la vez que saboteamos esas reglas con toda tranquilidad (…) También entramos en conflictos en cuanto a quién es dueño de qué, o quién tiene derecho a qué» (Brachet-Márquez, 2012:113). Otro riesgo tiene que ver con el hecho de que muchas contribuciones sobre el tema se enfocan de manera primordial en las acciones de los actores dominantes de la sociedad. Hay una fascinación especial de los analistas por lo que hacen los poderosos: hombres que sojuzgan mujeres, caciques locales que concentran y redistribuyen recursos para incrementar su poder y su prestigio, castas dominantes que erigen fronteras simbólicas y tabúes para alejarse de las castas inferiores, elites que acaparan recursos y protegen sus monopolios mediante sofisticados rituales, etnias privilegiadas que denigran a quienes son diferentes, clases altas que acrecientan su capital simbólico para distinguirse de la masa y reproducir sus privilegios, etc. Sin embargo, esto es solo una cara de la moneda. Es imprescindible estudiar lo que hacen los dominados para erosionar los monopolios simbólicos y materiales, cuestionar los rituales elitistas, ridiculizar las estrategias hegemónicas, crear criterios alternativos de distinción, acotar las inequidades, derribar, traspasar o invertir las clasificaciones y las fronteras culturales, darle fuerza ritual a la resistencia y la rebelión. No basta con estudiar la distinción, también hay que explorar los procesos de contradistinción y deconstrucción de Como señala Pierre Bourdieu: «(…) los dominados tienden de entrada a atribuirse lo que la distribución les atribuye, rechazando lo que les es negado (“eso no es para nosotros”), contentándose con lo que se les otorga, midiendo sus esperanzas por sus posibilidades, definiéndose como los define el orden establecido, reproduciendo en el veredicto que hacen sobre sí mismos el veredicto que sobre ellos hace la economía, destinándose, en una palabra, a lo que en todo caso les pertenece» (Bourdieu, 1988:482).
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la desigualdad. Para enfrentar estos riesgos, resulta crucial advertir que los procesos políticos y culturales pueden actuar en sentido inverso, es decir, pueden contribuir a limitar las desigualdades, a generar solidaridad, a cuestionar los argumentos legitimadores del poder y a erosionar las fronteras entre los grupos. 2.2. Dispositivos simbólicos que producen equidad y cuestionan la desigualdad Por medio de los símbolos, los seres humanos no solo establecen diferencias y fronteras en una realidad continua, también hacen lo contrario: afirman continuidades y afinidades en realidades que de otro modo serían discontinuas y fragmentadas. Así como diversos dispositivos simbólicos generan, reproducen y refuerzan las desigualdades, hay muchos otros que las acotan o las cuestionan, y que son fundamentales para la construcción de la equidad. En primer término, los dones y la reciprocidad, que revelan la existencia de mecanismos sociales de igualación, compensación y redistribución. En segundo lugar, los dispositivos simbólicos de la resistencia cotidiana a la desigualdad y los imaginarios y utopías en los que las asimetrías sociales son cuestionadas o invertidas. A principios del siglo XX, el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, en su conocido texto Los argonautas del Pacífico Occidental (1995 [1922]), hizo una contribución decisiva al estudio de la reciprocidad al presentar una detallada descripción del kula, sistema de intercambio ceremonial de los habitantes de las islas Trobriand. El kula es una amplia red intertribal que une a gran número de personas mediante lazos de obligaciones recíprocas, en la que circulan objetos rituales (brazaletes y collares de conchas). No tiene como finalidad la ganancia o la acumulación, ya que el receptor de un objeto kula solo lo podrá poseer y exhibir durante un tiempo y después tendrá que donarlo a otro asociado del circuito. El intercambio kula, absurdo a los ojos del empresario racional y calculador, le permite a Malinowski hacer una crítica de la noción de homo oeconomicus, y destacar que esta actividad contribuye a crear redes de asociación y reciprocidad que preservan la paz y mantienen el flujo de las relaciones sociales. Malinowski reconoce que entre los trobriandeses no están ausentes ni el deseo de posesión ni la búsqueda del prestigio que se obtiene al regalar brazaletes y collares particularmente valiosos, pero estas tendencias se encuentran reguladas por normas y principios que aseguran los vínculos entre los asociados del circuito kula. En otras palabras, la lógica de la distinción, descrita 52
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más arriba, se encuentra acotada por la lógica de la reciprocidad. Como ha señalado Godbout, el kula tiene como objeto esencial la apropiación del poder de dar, más que la apropiación de objetos (Godbout, 1997:143 y 148). La apropiación de la riqueza puede estar regulada por normas que regulan adquisición del prestigio, en algunos casos el prestigio se adquiere mediante donaciones, no mediante exacciones. Dos años más tarde, en 1924, Marcel Mauss publicó su famoso Ensayo sobre los dones (Mauss, 1979 [1924]), referencia obligada para la mayoría de las discusiones posteriores sobre el tema de la reciprocidad. Mauss se apoyó en el texto de Malinowski, en escritos de Boas acerca del potlach de los kwakiutl y en numerosas fuentes etnográficas e históricas sobre los intercambios rituales en diversas culturas, para proponer una ambiciosa interpretación de la importancia de la lógica del don en los pueblos primitivos y aún en las sociedades modernas. Mauss sostiene que en el kula, el potlach y otras instituciones similares quienes participan no son individuos aislados, sino grupos, tribus, familias y otros sujetos colectivos. Por medio de ellas «los pueblos consiguen sustituir la guerra, el aislamiento y el estancamiento, por la alianza, el don y el comercio» (Mauss, 1979 [1924]:262). Para Mauss, los procesos simbólicos que forman parte del don (ceremonias, tabúes, creencia en el hau o espíritu de las cosas, ritos, conjuros, etc.) tienen un sentido moral y social, la finalidad esencial sería la creación de un vínculo, la producción de un sentimiento de amistad, de recíproco respeto (Mauss, 1979 [1924]:177 y 199). Muchas interacciones humanas son evaluadas bajo los términos de un código de reciprocidad. Esto no quiere decir que la mayoría de las relaciones sociales sean recíprocas o justas, por el contrario, casi siempre se presentan asimetrías y desigualdades, pero en muchos casos los agentes implicados en ellas consideran que deberían ser recíprocas. Muchas desigualdades logran legitimarse cuando son vistas como resultado de un pacto en el que existe reciprocidad, a diferencia de las que son consideradas ilegítimas, fruto de alguna imposición. La persistencia de la reciprocidad en la interacción social y en los discursos acerca de ella (cotidianos y científicos) se debe, en parte, a la fuerza que tiene la narrativa igualitaria, que se sostiene en un entramado simbólico tan denso como el que nutre los mecanismos de la distinción. Equidad y diferencia son dos caras de la misma moneda, pero dos caras contradictorias, expresan tendencias y contratendencias que atraviesan a los grupos humanos. Victor Turner planteó de una manera sugerente esta
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confrontación, al referirse a la potencialidad que tienen los rituales para crear una communitas: En la historia humana, yo veo una continua tensión entre estructura y communitas, en todos los niveles de escala y complejidad. La estructura, o todo lo que mantiene a la gente aparte, define sus diferencias y constriñe sus acciones, es un polo de un campo cargado, para el cual el polo opuesto es la communitas, o anti-estructura, el igualitario «sentimiento para la humanidad», del cual habla David Hume (Turner, 1987:274)4.
Para Turner, en la fase liminal del ritual se disuelven temporalmente las diferencias entre los participantes y se crean entre ellos vínculos directos e igualitarios que ignoran, revierten, cruzan u ocurren fuera de las diferencias de rango y posición que caracterizan a las estructuras sociales cotidianas. De acuerdo con Turner, el ritual, al crear la communitas, construye un «nosotros», lanza el mensaje de que todos somos iguales, aunque sea un mensaje pasajero para que después la sociedad pueda funcionar de manera ordenada dentro de su lógica estructural de distancia, desigualdad y explotación. Pese a sus diferentes puntos de vista, estos tres antropólogos apuntan hacia la misma dirección: en diversas sociedades existe una lógica del don, que establece obligaciones de dar, recibir y devolver regalos ceremoniales, que crean vínculos de reciprocidad entre individuos y grupos, generan flujos de bienes, personas, fiestas y rituales, algunos de los cuales funcionan como mecanismos de redistribución de la riqueza: pueden limitar el enriquecimiento de algunos, vincular la adquisición de estatus a la compensación de los menos favorecidos o legitimar la apropiación por parte de estos últimos. La dinámica del don indica la presencia, en palabras de Godbout (1997), de un homo reciprocus, que se guía por creencias igualitarias y principios de correspondencia. Pero no debe exagerarse su fuerza ni caerse en la ingenua suposición de que la solidaridad y el igualitarismo son tendencias únicas en algunos individuos o grupos sociales. El homo reciprocus es un tipo ideal, que puede describir una dimensión de la vida social, aquella que se orienta «In human history, I see a continuous tension between structure and communitas, on all levels of scale and complexity. The structure, or all that which holds people apart, defines their differences, and constrains their actions, is one pole in a charged field, for which the opposite pole is communitas, or anti-structure, the egalitarian “senting for humanity”, of which David Hume speaks».
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por las normas del don, pero existen otras dimensiones por considerar, por ejemplo, la lógica de la maximización de los beneficios que ha sido bien descrita mediante otro tipo ideal, el del homo oeconomicus. También puede ser útil recordar la distinción que hace Dumont (1977) entre homo aequalis y homo hierarquicus, para señalar que los seres humanos estamos atravesados por la tensión que existe entre la búsqueda de la igualdad y el afán por obtener un estatus superior. Es necesario trascender el dualismo que separa de manera tajante dones y mercancías, reciprocidad y jerarquía, sociedades primitivas y sociedades modernas, para ver las interconexiones entre ellos y su incidencia sobre la dialéctica entre igualdad y desigualdad. La equidad no solo se construye mediante el recurso de la reciprocidad. Hay que considerar también los dispositivos simbólicos que sostienen, justifican y legitiman la resistencia cotidiana frente a la desigualdad y las «expropiaciones desde abajo» que realizan los sectores explotados o excluidos. En un famoso ensayo sobre los motines de subsistencia que realizaban los campesinos y trabajadores ingleses durante el siglo XVIII, el historiador Edward P. Thompson proporcionó importantes claves analíticas para el estudio del entramado cultural que sustenta las prácticas populares igualitaristas. Durante dichos motines, que por lo general se presentaban en épocas de escasez y precios altos, los trabajadores confiscaban el grano, la harina o el pan y obligaban a los agricultores, molineros, panaderos y comerciantes a venderlos a un precio accesible, o bien lo vendían por su cuenta y devolvían a los propietarios el dinero obtenido de la venta. En estas acciones se pueden encontrar nociones legitimadoras, los hombres y las mujeres que las realizaban creían estar defendiendo derechos o costumbres tradicionales. Los motines estaban guiados por una «economía moral de los pobres», vinculada con antiguas ideas de reciprocidad: (…) operaban dentro de un consenso popular en cuánto a qué prácticas eran legítimas y cuáles eran ilegítimas en la comercialización, en la elaboración de pan, etc. Esto estaba a su vez basado en una idea tradicional de las normas y obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de los distintos sectores dentro de la comunidad que, tomadas en conjunto, puede decirse que constituían la «economía “moral” de los pobres» (Thompson, 1984:65-66).
El texto de Eric Hobsbawm (1979) sobre los destructores de máquinas en Inglaterra muestra cómo la crítica de la Revolución Industrial estaba 55
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enraizada en tradiciones artesanales y en formas cotidianas de oposición al maquinismo y a la pérdida del control sobre el proceso de trabajo. En otro escrito, Hobsbawm analiza el caso de los bandidos, que eran apoyados y admirados por los campesinos: Lo esencial de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la ley, a los que el Señor y el Estado consideran criminales, pero que permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar (Hobsbawm, 1976:10).
Estos bandoleros sociales expropiaban, aunque fuera en pequeña escala, una porción de la riqueza acumulada por los poderosos. Para los campesinos, se trataba de una recuperación justa y válida. En las acciones cotidianas de los trabajadores pueden encontrarse escamoteos similares, minúsculos actos de bandolerismo social. Alain Cottereau (1980) realizó una investigación sobre la oposición consuetudinaria de los obreros parisinos hacia 1870. En ella, a través de la narración de un antiguo capataz, descubre cómo en las burlas, la aparente pereza, el consumo de alcohol y las costumbres familiares de los trabajadores conocidos como «sublimes», se expresaba la resistencia tenaz de un grupo de operarios muy calificados, que así evitaban la intensificación del ritmo de trabajo y protegían los conocimientos y los secretos del oficio, que los patrones buscaban expropiarles por todos los medios. También ensalzaban su propia capacidad laboral, lo que les permitía exigir salarios altos y preservar su poder en el lugar de trabajo. Por su parte, James Scott (1990) propone el concepto de «guiones ocultos» (hidden transcripts) para explicar el sustrato cultural que alimenta múltiples y diversas acciones de resistencia subterránea de los campesinos, esclavos y otros sectores populares. Argumenta que cuando están frente a los poderosos pueden seguir un guión público de respeto y deferencia, pero en los espacios ocultos a la mirada vigilante de los dominantes, los sectores subalternos tienen otro tipo de discursos y desarrollan comportamientos cotidianos de resistencia que, pese su pequeña escala, adquieren relevancia por el gran número de veces que se repiten. Los guiones ocultos contienen argumentos que legitiman las acciones de resistencia y, de ese modo, desempeñan un papel importante en limitar y acotar la desigualdad5. Entre otros trabajos sobre las expresiones simbólicas de la resistencia cotidiana pueden consultarse Comaroff (1985), Keesing (1992) y Taussig (1980).
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Existen innumerables expresiones populares en las que el uso de la ironía sirve para criticar la desigualdad y cuestionar las clasificaciones simbólicas que la sostienen. James Scott señala que los guiones ocultos están poblados de utopías justicieras, burlas y sátiras acerca de los ricos y poderosos, dramatizaciones rebeldes, protestas alegóricas, figuras imaginarias que niegan o invierten la dominación, fantasías y leyendas que, en conjunto, desempeñan un papel importante para erosionar las fronteras de la desigualdad. Frente al boundary work que erige barreras de inclusión para pocos y exclusión para muchos, hay un trabajo inverso que socava esos muros, desafía las clasificaciones establecidas, transgrede los límites y critica las jerarquías y los privilegios. «Huellas de rebelión contra la autoridad hormiguean por todos lados dentro del ritual que envuelve a los poderosos», ha escrito Kertzer (1988:55)6. Por su parte, George Balandier ha señalado que existen figuras que utilizan recursos simbólicos que alteran, embrollan o invierten el orden establecido: mediante la burla, la parodia, la ridiculización, la transgresión las reglas, el cruce de los límites y la inversión simbólica hacen aflorar el desorden, muestran las fisuras, ambigüedades y contradicciones de la estratificación social7. Balandier pone numerosos ejemplos procedentes de muy diversas culturas. Uno de ellos es Ryangombé, un héroe mítico de Ruanda, que surge en el contexto de un régimen de monarquía absoluta y de agudas desigualdades: Ryangombé era aquel por cuya causa todo se transformaba: la sociedad inigualitaria en fraternidad iniciática, el orden en desorden, la sumisión en superpoderes. Su culto acababa con las relaciones autoritarias y las censuras y promovía una negación teatral del poder real y de su orden, de las desigualdades fundamentales, de la dominación basada en criterios de sexo y edad, de las preeminencias regidas por el parentesco, de las reglas que gobernaban la sexualidad y la decencia (Balandier, 1994:94).
Durante los últimos lustros, época en la que muchas otras desigualdades se han agravado, hay avances significativos en la construcción de la equidad de género, aunque quede un largo trecho por recorrer. Esta «Traces of rebellion against authority everywhere creep into the ritual that envelopes the mighty». 7 Balandier, 1994. Sobre el papel de la parodia y de las inversiones simbólicas en la resistencia frente a la desigualdad, se pueden consultar también Gledhill (2000) y Keesing (1992). 6
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construcción no puede entenderse sin los procesos simbólicos que están transformando de raíz las relaciones entre mujeres y hombres. Los estudios de género han hecho un aporte fundamental para la comprensión de la resistencia a la inequidad, al mostrar los dispositivos que han permitido comenzar a revertir una de las desigualdades de más larga data. Entre muchos otros, cabe mencionar la revaloración de las mujeres, el cuestionamiento de la opresión patriarcal, la desnaturalización del género y la deconstrucción de las categorías hegemónicas con las que, durante siglos, habían sido clasificados hombres y mujeres. Todo esto ha erosionado muchos monopolios masculinos y ha contribuido a una mayor equidad en las relaciones entre los géneros.
3. Construcción y deconstrucción. Disputas simbólicas en torno a la desigualdad Hasta aquí, he descrito por separado diversos dispositivos simbólicos, unos que producen desigualdades y otros que las cuestionan. Pero esos dispositivos no actúan de manera aislada, sino que se entrelazan para configurar estrategias utilizadas para producir y reforzar la desigualdad, a las que se oponen otras estrategias que tratan de reducirla. Si combinamos varios dispositivos en una estrategia y la confrontamos con la opuesta, podemos diseñar un cuadro que sintetice cinco diferentes procesos simbólicos involucrados en la construcción y deconstrucción de las desigualdades.
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Cuadro 1. Procesos simbólicos en la construcción/deconstrucción de la desigualdad Estrategias simbólicas que producen y refuerzan las desigualdades
Estrategias simbólicas que deconstruyen las desigualdades y promueven equidad
1. Clasificación, creación de categorías y definición de fronteras —Clasificación, ordenamiento y agrupación —Categorías pareadas —Creación de fronteras y límites entre las categorías (materiales, legales, simbólicos, visibles, invisibles, emocionales) —Cierres sociales —Techos de cristal
1. Reclasificación y redefinición de fronteras —Deconstrucción de categorías hegemónicas —Clasificaciones alternativas —Categorías incluyentes, categoríaspuente —Utopías igualitarias y narrativas comunales —Intercambios ceremoniales, dones —Liminalidad y creación ritual de communitas —Disolución temporal de las fronteras —Transgresión, ridiculización y parodia (de las categorías y de las fronteras)
2. Sobrevalorar lo propio, demeritar lo ajeno —Atribución de características positivas y negativas a las categorías —Sobreestimación del propio grupo, devaluación de los otros grupos —Calificaciones de pureza e impureza —Estigmatización —Jerarquización —Distinción —Generalizaciones de superioridad/inferioridad —Rituales de exclusividad, mística de la excelencia
2. Revaloración de lo subalterno —Inversión simbólica de las características positivas y negativas —Sobreestimación de lo popular, devaluación de las elites —Idealización de los bandidos sociales y de los héroes de los pobres —Crítica de la pureza —Resiliencia contra la estigmatización —Cuestionamiento de las jerarquías —Contradistinción, escalas de valor alternativas —Rituales de inclusión, sátiras de la excelencia
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Luis Reygadas 3. Conversión de las diferencias en desigualdades — Gramáticas de identidad y alteridad —Construcción del sí mismo y de los otros —Construcción cultural del género, la raza y la etnicidad —Racismo, sexismo y discriminación —Discursos de asimilación y homogeneidad —Narrativas de exclusión —Niveles de inclusión/exclusión relacionados con la afinidad y la alteridad
3. Construcción de la igualdad en la diferencia —Reconocimiento del derecho a la diferencia —Gramáticas alternativas de la identidad y la alteridad —Deconstrucción del género, la raza y la etnicidad —Discursos antidiscriminatorios —Narrativas pluralistas e incluyentes —Equidad intercultural —Desarticulación del vínculo inclusión/afinidad cultural
4. Construcción de individuos desiguales —Creación de habitus desiguales —Asimetrías en el capital cultural, simbólico y educativo —Distanciamiento simbólico
4. Construcción de personas con igualdad de capacidades —Creación de habitus equivalentes —Igualdad en materia de capital cultural, simbólico y educativo —Acercamiento
5. Legitimación de las desigualdades —Universalización de intereses particulares —Naturalización de las desigualdades —Presentación de los resultados desiguales como frutos de las capacidades individuales —Internalización de los valores, reglas y estructuras de la desigualdad —Hegemonía ideológica y creación de consensos
5. Resistencia y deslegitimación de las desigualdades —Subversión —Economía moral de los pobres —Legitimación de la resistencia cotidiana —Guiones ocultos —Protestas alegóricas —Redistribución ritual
El primer proceso es la creación de clasificaciones, categorías y límites entre las categorías. Por el lado de la construcción de la desigualdad, una estrategia fundamental es la clasificación de las personas en categorías o grupos, ordenados de manera jerárquica. No basta con clasificar en grupos jerarquizados, también se requiere preservar la separación entre las agrupaciones conformadas, por lo que entran en juego los dispositivos que establecen fronteras y mantienen las distancias sociales. Así, el trabajo de construcción y reproducción de barreras simbólicas y emocionales (Elias, 2006; Lamont y Fournier, 1992) crea situaciones de inclusión-exclusión y sostiene los límites materiales, económicos y políticos que separan a los grupos. A partir de esta separación se pueden crear cierres sociales, techos de cristal y muchas otras formas de inclusión y exclusión. Los textos de Tilly sobre la desigualdad categorial ilustran con claridad esta estrategia. 60
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La estrategia opuesta, que se orienta hacia la igualdad, es la reclasificación y la transgresión de las fronteras. Incluye la elaboración de clasificaciones alternativas, la creación de categorías abarcadoras que incluyen a todas las personas y la creación de categorías-puente que desafían las fronteras que separan a los grupos. También se refiere a todas aquellas acciones simbólicas que disuelven, relativizan o suspenden las diferencias entre los actores sociales, creando entre ellos sentimientos y nociones de igualdad, solidaridad, amistad, de ser parte de una comunidad. Trabajan en este sentido los mitos y narrativas niveladoras e igualitarias, ya sean de carácter religioso, político, social o filosófico, lo mismo que las dimensiones del ritual que producen inclusión o communitas y aquellos procesos simbólicos que transmiten el significado de que todos somos iguales. Los grupos que se encuentran en desventaja en las relaciones de desigualdad pueden criticar las categorías hegemónicas, proponer clasificaciones alternativas, crear categorías más incluyentes o transgredir y ridiculizar las categorías y las fronteras que las separan. Las categorías no deben verse como algo estático, sino como procesos históricos de clasificación y reclasificación, en los que se contraponen diversas fuerzas y en los que las fronteras entre los grupos se redefinen continuamente. El segundo proceso tiene que ver con el valor relativo que se asigna a las personas y a las categorías. Aquí es posible identificar una estrategia dominante para sobrevalorar las características de los miembros de los sectores privilegiados. Esta estrategia recurre a imputar características positivas al grupo social al cual se pertenece. En la misma línea actúan la sobrevaloración de lo propio, las autocalificaciones de pureza y todas aquellas operaciones que presentan los privilegios que se poseen como resultado de la posesión de rasgos especiales. La mística de la excelencia y las estrategias de distinción constituirían una variante de estos mecanismos, en la medida en que presenta el estatus superior como un resultado del esfuerzo, de la inteligencia, de la elegancia, del buen gusto, de la cultura, de la educación, de la belleza o de cualquier otra característica que posea el grupo propio. Como complemento de lo anterior están todos aquellos dispositivos simbólicos que atribuyen características negativas a los otros grupos: estigmatización, satanización, señalamientos de impureza, rebajamiento e infravaloración de lo ajeno o extraño. Todas ellas justifican el estatus inferior de los otros por la posesión de rasgos físicos, sociales o culturales que se consideran poco adecuados o de menor valor. En conjunto, estos recursos simbólicos constituyen dispositivos de categorías pareadas, clasificaciones y ordenamientos que producen jerarquías y 61
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sistemas de enclasamiento. Trabajando en dirección opuesta está la estrategia de revaloración de lo subalterno. Esta última produce una inversión simbólica de lo que se consideran características positivas y negativas. Así, se revalora lo popular y se critican los discursos de pureza y excelencia. También incluye el cuestionamiento de las jerarquías y la resiliencia contra la estigmatización. Revaluar lo subalterno implica una narrativa de contradistinción, apoyada en escalas de valor alternativas, opuestas a las de los grupos hegemónicos. La valoración de los grupos y de los individuos no es un dispositivo de poder unidireccional, con un solo régimen de verdad (Foucault, 1989), sino una arena de contiendas en las que varios grupos disputan diferentes regímenes de valor (Appadurai, 1991; Myers, 2001). El tercer proceso simbólico apunta a las relaciones entre diferencia y desigualdad. La creación de una distancia cultural y afectiva es fundamental para hacer posibles distancias de otra naturaleza. El grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan diferentes se considera a los excluidos y explotados, además de qué tanto esas distinciones se han cristalizado en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder (Kelley y Evans, 1993). En este sentido, la estrategia de convertir a los diferentes en desiguales resulta fundamental. Aquí opera lo que Gerd Baumann (2004) llama gramáticas de identidad y alteridad, las reglas con las que las personas se construyen a ellas mismas y a los demás, las estructuras clasificatorias para definir quiénes pertenecen al «nosotros» y quiénes son los «otros». La construcción cultural del género, la raza y la etnicidad son un buen ejemplo de estas gramáticas. Los discursos de homogeneización y asimilación rechazan y excluyen a quienes son diferentes o los integran en condiciones de desventaja. También establecen niveles de inclusión/exclusión relacionados con grados de afinidad y de otredad. La estrategia opuesta apunta hacia la construcción de la igualdad en la diferencia. La estrategia de respeto y reconocimiento del derecho a la diferencia busca que los diferentes puedan participar en la sociedad en condiciones equitativas. Para ello realiza una deconstrucción del género, la raza y la etnicidad. También incluye formas alternativas de construir la identidad y la alteridad, ya sea afirmando las identidades subalternas o promoviendo identidades más abiertas y flexibles. En esta estrategia se incluyen los discursos en favor del pluralismo y en contra de la discriminación, así como todos aquellos que siguen una gramática incluyente, que rompe con el vínculo entre alteridad y exclusión.
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Un cuarto proceso, que se considera crucial, es el de la producción, distribución y apropiación de capital simbólico. En el polo de la desigualdad, en este proceso se encuentran los dispositivos culturales que generan asimetrías en la distribución de los bienes educativos, simbólicos y culturales. La noción de habitus de Pierre Bourdieu (1988) expresa de una manera precisa la manera en la que la estructura simbólica de las sociedades contemporáneas produce individuos con disposiciones y capacidades profundamente desiguales. La desigualdad de capacidades es un producto social, pero tiene la apariencia de ser resultado de las características personales de los individuos. Esta desigualdad de capacidades es fundamental para el distanciamiento, un mecanismo productor de desigualdad que Göran Therborn considera «el principal camino para incrementar la desigualdad hoy en día. Es el más sutil de los mecanismos, el que es más elusivo desde el punto de vista moral y político» (Therborn, 2009:5)8. Esta estrategia produce desigualdad en el acceso a bienes simbólicos como la educación y la cultura. En este caso, el dispositivo simbólico (el sistema educativo, las industrias culturales) no solo facilita, justifica o refuerza la desigualdad, sino que la genera de una manera directa, al producir individuos desiguales en lo que se refiere a su capital simbólico, cultural y educativo. La estrategia opuesta es la construcción de personas con igualdad de capacidades. Esta estrategia incluye todo tipo de narrativas acerca de la igualdad ontológica de todos los seres humanos. Pero más importante que los discursos son los mecanismos simbólicos que producen igualación en los capitales cultural, simbólico y educativo de todas las personas. Alcanzar mayor igualdad de capacidades es un requisito ineludible para lograr mayor justicia en las sociedades contemporáneas. La asimetría en habitus es una de las características más necias y persistentes de las desigualdades, pero hay fuerzas que trabajan para reducirla, en especial los esfuerzos de millones de personas que tratan de no quedarse atrás, de acercarse, de reducir el distanciamiento que se produce con respecto a quienes se adelantan (Therborn, 2013). Por último, están las luchas simbólicas en torno a la legitimidad de la desigualdad. He dejado hasta el final el tema de la legitimación, no porque piense que no es importante, sino porque creo que pueden comprenderse mejor sus alcances si se le ubica en el contexto más amplio de todos los procesos culturales que inciden sobre la igualdad y la desigualdad. Algunas de las estrategias analizadas anteriormente (clasificar, sobrevalorar/ «The main road to increasing inequality today. It is the most subtle of mechanisms, the one most difficult to pin down morally and politically».
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demeritar, convertir las diferencias en desigualdades y construir individuos desiguales) contribuyen a la justificación de las desigualdades. Estas se legitiman no porque las personas estén equivocadas o tengan una percepción ilusoria o errónea de la realidad, sino porque están en juego muchos dispositivos simbólicos, económicos, políticos y sociales que las producen y refuerzan. La estrategia de legitimación de las desigualdades incorpora dispositivos simbólicos que presentan los intereses particulares de un grupo como si fueran universales, como si su satisfacción beneficiara al conjunto de la sociedad. Los discursos que naturalizan la desigualdad, o que la consideran inevitable o normal, también entran en esta categoría. Para que esta estrategia funcione, es fundamental que los grupos privilegiados convenzan al resto de la población de que la distribución de la riqueza corresponde a las contribuciones que cada grupo hace a la colectividad. Los discursos que legitiman la desigualdad son muy poderosos, pero no hay que exagerar su fuerza. La mayoría de las personas desaprueban las desigualdades que son muy grandes o que no son fruto del esfuerzo. Existen discursos que critican las desigualdades y las presentan como fruto de algún abuso o resultado de un proceso ilegítimo. A veces estas críticas no se presentan de manera directa, sino como guiones ocultos y protestas alegóricas. Puede ocurrir que los subalternos toleren, a regañadientes, una situación de desigualdad, no porque la consideren legítima, sino porque advierten que no existen condiciones apropiadas para actuar en contra de ella9. Hay que considerar también todo aquello que contribuye a legitimar la igualdad y las acciones que buscan una distribución más justa de los recursos: la economía moral de los pobres, la redistribución ritual y la defensa de la resistencia cotidiana contra las injusticias. Al igual que en los otros procesos analizados, la legitimación de las desigualdades no es un proceso unilateral ni unívoco, sino un campo de disputa en el que se entrecruzan argumentos que legitiman las desigualdades con otros que las cuestionan y critican.
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Dice Ismael Puga que «al evaluar la realidad social y enfrentarse a su propia práctica legitimante, los actores renuncian a “lo justo”, para actuar en “lo posible”» (Puga, 2011:158). Tiene razón al señalar que los actores pueden pensar que una situación es injusta y, al mismo tiempo no actuar para combatir esa injusticia; sin embargo, no creo que esa actitud sea necesariamente «una práctica legitimante», puede ser una práctica prudente o realista: hay desigualdades que reprobamos y, si no hacemos nada para suprimirlas, no es porque tengamos una práctica legitimante, sino porque, la mayoría de las veces, es poco lo que podemos hacer frente a ellas. 64
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La desigualdad no es un estado fijo e invariable, sino una configuración que continuamente se reproduce, pero siempre se ve desafiada. Los cinco procesos simbólicos aquí analizados expresan estas tensiones y contradicciones, pero también las configuran. Muchos rituales sirven para elevar de rango a los individuos, para permitirles adquirir un estatus superior y, en ese sentido, para dar paso a desigualdades y jerarquías de diversa índole. Pero el ritual también puede igualar y equiparar. Esta misma tensión recorre todas las construcciones simbólicas: excluyen e incluyen, elevan y denigran, disuelven clasificaciones tanto como las refuerzan, erigen y derriban fronteras, legitiman a los poderosos y cuestionan la dominación. No tiene sentido atribuir a priori a los procesos y artefactos culturales una función de producción de equidad o de generación de distinciones, ya que ambas posibilidades existen y los efectos de igualdad o desigualdad dependen mucho del contexto, de las relaciones de poder y de los intereses y acciones de los diversos grupos sociales. Hay que investigar en cada caso cómo los grupos y las personas recurren a un vasto arsenal simbólico para lidiar con la diferencia, la igualdad y la desigualdad.
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Este artículo pretende acercarse al problema de cómo se entiende que las acciones de un individuo se orienten en concordancia con una norma o un principio normativo. Un problema que está en la base de cuestiones centrales para entender la vida social, cómo, por ejemplo, el impacto efectivo del principio de igualdad o de la noción de derecho en las formas de acción e interacción cotidianas y ordinarias de los individuos. Nos detendremos especialmente a revisar de manera crítica y a partir de resultados de investigaciones empíricas desarrolladas en los últimos años, una de las respuestas más influyentes que se ha dado a este problema: los aportes de Max Weber, que subrayan la importancia de la creencia en la legitimidad para comprender este fenómeno. Contra una lectura habitual de Weber que subraya el problema de la legitimidad a partir de la cuestión del poder, la autoridad y el dominio, aquí pondremos especial atención a sus consecuencias para pensar la relación entre normas y principios normativos, y conducta. Lo haremos con el objeto de desprender de ello indicaciones para el desarrollo de la investigación sociológica en este campo. Son dos cuestiones las que discutiremos aquí. Primero, la relevancia, no observada por Weber, de las experiencias cotidianas ordinarias en la constitución de la legitimidad. Contra lo planteado por Weber, y base a resultados de investigación empírica, primero, argumentaremos que no es solo el apego a una representación lo que produce la creencia, sino también lo que sabemos acerca de su eficiencia práctica. Segundo, los límites que
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Doctora en Estudios Americanos. Profesora, Instituto de Humanidades de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. 69
Kathya Araujo
tiene una concepción compacta y homogénea de la legitimidad como la weberiana, para captar la disimilitud de la fuerza de la creencia en ella sobre un asunto al interior de una misma sociedad. Una dimensión que permite introducir en el corazón mismo de la creencia una explicación para el conflicto y el cambio. Pero, antes de entrar en detalle en cada uno de estos puntos, empezaremos por situar brevemente la cuestión de la relación de los individuos con las normas en la teoría social, seguida de la presentación de los aportes de Weber.
1. Individuos y normas en la teoría social ¿Por qué los individuos se orientan por una norma o un principio normativo? La teoría social ha dado algunas respuestas. El primer enfoque es el de la coerción pura u objetiva1. Se trata, en este caso, de coerciones de naturaleza material caracterizadas por un alto grado de exterioridad que se imponen a la acción humana (Martuccelli, 2005:61). Los individuos actúan porque son forzados a hacerlo ya sea por imposición directa (coacción física inmediata) o por temor a las consecuencias de la no obediencia. Obedezco porque soy físicamente obligado a hacerlo o porque de no hacerlo recibiré un disparo en la sien, o saldré lentamente del mercado de trabajo sin posibilidad de retorno. Por supuesto, estos dos últimos casos no son asimilables. El grado de libertad en ambos casos es diferencial, en función de los costos de la misma, aunque está siempre presente, como bien ha señalado Simmel (1986:148). Lo que es central es que ya sea en razón de constreñimientos de tipo físicos o sistémicos, la acción aparece como forzada, es decir, con bajísimos grados de conciliación entre la voluntad del individuo y la acción. El segundo enfoque es el del consentimiento. Se sigue o se observa una norma porque se la acepta. Pago mis impuestos porque estoy de acuerdo con el principio de solidaridad social o me visto con ropas de marca exclusiva porque estoy convencida de que «es así como es» para mí la forma de estar en el mundo. Estas dos respuestas no necesariamente se excluyen, sino que explican modalidades posibles de relación con la norma dependiendo del contexto. Pero, por cierto, es la segunda la que ha concentrado de manera mayoritaria el interés de los teóricos sociales y también el de los filósofos políticos. Una razón evidente para el interés diferencial antes descrito es que la obediencia forzada, sea explícita o implícitamente, aparece como un Para una discusión de los diferentes tipos de coerciones, objetiva, simbólica, interactiva e interior, ver Martuccelli (2005), especialmente páginas 61-71.
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fenómeno mucho más fácil de entender y explicar que la voluntaria. Pero, todavía más, porque acercarse a esta última requiere responder a una pregunta compleja y fundamental que ha movido buena parte de la reflexión occidental en la modernidad, tan fuertemente influida por la idea de autonomía: ¿por qué alguien concedería someterse voluntariamente a un poder externo y obedecerle? Son diversos los acercamientos que se han ensayado en torno a esta interrogante, pero es posible agruparlos en dos grandes conjuntos. Un primer conjunto de autores considera el consentimiento como resultado él mismo de un tipo particular y sutil de coacción, se trata de un consentimiento coaccionado. Desde estas perspectivas, consentimiento y dominación (en el sentido de sujeción), son elaborados en asociación y conjunto. Dicho de otro modo, para estos autores, se adhiere a una norma o a un principio normativo con el convencimiento de hacerlo por voluntad propia cuando ello es, en realidad, efecto de un sometimiento no consciente resultado de mecanismos de reproducción social: «habitus» en el caso de Bourdieu (1980); el par subjetivación-sujeción en Foucault (1972 y 1975); o la «alienación» en sus múltiples vertientes en el debate marxista «clásico» (Lukács, 1969; Gramsci, 1984; Marcuse, 1993; Althusser, 1992) y «tardío» (Jameson, 2010; Zizek, 1992 y 2010). En todos estos casos, reconociendo sus claras divergencias, se trata de dar cuenta de mecanismos que hacen que una obediencia ciega o una influencia infraconsciente aparezcan como voluntarias. En estos autores, el interés analítico está colocado en el ejercicio del poder como dominación. El individuo es percibido, principalmente, en cuanto reproductor pasivo a partir de la noción de agente, sujeto o conciencia, respectivamente. La segunda manera de acercarse al problema del consentimiento, ha involucrado el problema de los individuos y las razones o fundamentos que tienen los mismos para su aceptación (cf., entre otros, Weber, 1978; Parsons, 1937; Habermas, 1991 y 1981; Gadamer, 1989; Kojève, 2004). El consentimiento aquí es pensado, cierto que de maneras distintas, considerando un cierto grado de libertad individual, por lo que el problema de la motivación es un asunto relevante para comprender la aceptación de la norma. Esta perspectiva, por cierto, ha estado incorporada de manera muy temprana en el debate especialmente en la filosofía política (Hobbes y Locke, notablemente), pero las razones de su interés e importancia no han dejado de estar vigentes. Por un lado, ella resulta importante, porque, a diferencia de las posiciones fuertemente ancladas al problema de la sujeción, recién aludidas, procura dar cuenta de modelos de gobierno no 71
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tiránicos, y, por tanto, es base para una reflexión sobre la democracia y las formas de regulación y control social en sintonía con estos principios. En coherencia con lo anterior, lo que la hace una perspectiva atractiva es que busca explicar la subordinación a la norma sin hacer de ella un equivalente al sometimiento. Esto es, que a partir del análisis de este tipo de consentimiento resulta posible ya sea imaginar o explicar formas de ejercicio de poder que no tengan como contraparte necesariamente la anulación de la voluntad y la libertad de los individuos, problema agudizado en la era moderna (Höffe, 2008; Blumemberg, 1966). Uno de los desarrollos que mayor impacto han tenido en esta vertiente del campo de debate han sido los de Max Weber2. Su trabajo es un referente obligado en el estudio de las relaciones con las normas y de la autoridad, y también punto de partida en muchos casos de críticas que permiten avanzar en nuevas direcciones.
2. Weber y la creencia en la legitimidad Weber define un orden como un sistema de máximas o reglas respecto de las cuales se orienta el comportamiento. Pero el autor es sensible a un hecho fundamental: entre la norma y la acción individual hay una brecha, o, dicho de otro modo, que no hay una influencia directa de la primera sobre la segunda. Resulta, pues, indispensable dar cuenta de cómo ello acontece, no solo por razones teóricas puras sino porque esto tiene consecuencias centrales para la comprensión política de las sociedades, cuestión particularmente relevante para Weber. La respuesta que el autor da es que la acción orientada por una norma puede fundarse en tres aspectos. Primero, la costumbre, dada por el ejercicio de hecho, el que tiene un arraigo duradero. Oriento mi conducta en función a una norma, porque es parte de los usos establecidos de hecho. Segundo, mi acción se orienta en función de una norma resultado de una evaluación racional que tiene como referencia la mayor eficiencia a la hora de perseguir fines propios. Lo hago, porque hacerlo responde a mis intereses. Tercero, mi conducta se ajusta a las orientaciones de una norma porque funciona en mí la representación (Vorstellung) de la existencia de un orden legítimo de la que esta hace parte. Es decir, es la legitimidad del orden completo lo que En lo que sigue usaremos como referencia central el establecimiento de texto y traducción al inglés de Wirtschaft und Gesellschaft realizada por Henderson y Parsons (Weber, 1978). No obstante, en algunos casos en que encontramos diferencias relevantes de esta traducción con el original, referimos y hacemos una traducción libre de Soziologische Grundbegriffe (Weber, 1984).
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hace que la norma funcione orientando el comportamiento. Para Weber, resulta indispensable subrayarlo, es este último caso el más importante. Lo es porque es el que otorga mayor estabilidad y regularidad a la acción y, por tanto, al orden social o político. Como lo propone, la estabilidad está mucho más asegurada cuando un orden «enjoys the prestige of being considered binding, or as it may be expressed, of “legitimacy”» (Weber, 1978:125)3. Debido a que un orden tiene legitimidad, no resulta necesario obligar activamente la conducta de los individuos, pues ellos de mutuo acuerdo propio y consentidamente actuarán en función de las regulaciones (normas o principios normativos), y lo harán de manera estable. Sin embargo, la legitimidad no es un puro efecto objetivo. No es inherente a sí misma, sino que depende de que aquel a quien va dirigida crea en ella. Un orden establece pretensiones de legitimidad, como subraya Weber, pero ello no es suficiente. Resulta necesario que exista del otro lado la creencia en esa legitimidad. Es decir, la legitimidad es un efecto interrelacional. Bien visto, la respuesta que da Weber otorga, en última instancia, un peso decisivo a la creencia en la legitimidad. Vale la pena subrayar que de lo planteado se desprende, que, por transferencia, un orden legítimo, gracias a la creencia en su legitimidad, permite que las normas orienten la conducta, y lo hagan basadas en la propia motivación del individuo. La creencia en el orden se desplaza hacia la norma, invistiéndola de legitimidad. Gracias a la convicción en ellas, y a que se las toma como propias, las normas, pero también los principios normativos, son experimentados como obligatorios para el comportamiento. Se actúa siguiendo un mandato o una norma porque se la considera como si fuera propia (Weber, 1978), lo que aumenta su regularidad y, por tanto, afirma el orden establecido. La centralidad de la legitimidad es tal en Weber, que ella funciona como nexo entre sus desarrollos sobre las normas y la autoridad. Si bien normas y autoridad no son lo mismo, como el propio autor y otros se han encargado de hacer notar (Arendt, 1996), existe un orden de interacción subyacente entre ambas (Spencer, 1970:124). Así como la legitimidad es fundamento de la relación con la norma, también lo es de la autoridad, esta última entendida como una dimensión de las relaciones de mandoobediencia entre individuos, relaciones ineludibles que aseguran la coordinación. Si un orden, como el autor lo propone, es un sistema de máximas Punto de encuentro con las propuestas de Durkheim (2002).
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o reglas respecto de las cuales se orienta el comportamiento, quiere decir que todo orden es una forma de dominio. Un orden legítimo es siempre en última instancia una forma de dominio, gobierno legítimo. Así, según Weber, la legitimidad es un modo de hacer comprensible que existan formas de ejercicio del poder, formas de dominio o gobierno, que pueden prescindir de la violencia o del forzamiento coactivo directo. No obstante, la función adjudicada a la legitimidad es todavía mayor. Weber considera incluso que los tipos de dominio legítimo se especifican a partir de los tipos de legitimidad a los que cada uno de ellos aspira. Es decir, es el tipo de legitimidad el que en última instancia va a definir el tipo de ejercicio de autoridad4, o dominio. Pero ¿qué sostiene la creencia en la legitimidad? Son cuatro las fuentes que el autor identifica: 1) la fuerza de la tradición: la validez (Geltung) de lo que siempre existió; 2) la fuerza de la creencia afectiva (en especial emocional): la validez de lo nuevo revelado o de lo ejemplar; 3) la creencia racional con arreglo a valores: validez de algo que se tiene como valor absoluto; 4) la fuerza de lo estatuido positivamente, en cuya legalidad se cree (lo que pudo haber extraído su legitimidad mediante acuerdo de los interesados o por imposición de un poder considerado legítimo) (1984:62)5. La creencia en la legitimidad se apoya, y esto es esencial para Weber, en dimensiones (tradición, valor absoluto, afectivo-emocional, legal) que tienen una cierta permanencia y que poseen en sí mismas una cierta validez (Geltung), en el triple sentido de ser válidas, vigentes y valiosas. Puesto en otros términos, la creencia en la legitimidad se sostiene en elementos que poseen, con un cierto grado de estabilidad, alguna carga de valor o fuerza de atracción que los hace capaces de movilizar a los individuos en determinadas direcciones, o, para retomar a Freud, que cumplen una función de ideal para ellos (Freud, 1921). Esta es la razón por la que Weber descarta como fuente de la creencia en la legitimidad, las orientaciones racionales con arreglo a fines (zweckrational), o sea, aquellas sostenidas en intereses particulares. Las desecha porque ellas se caracterizan por su inestabilidad, su naturaleza acotada y la posibilidad siempre virtual de su Para Weber, existen tres tipos de dominio legítimo, definidos por el tipo de legitimidad a la que aspiran: racional-legal; tradicional (creencia en el carácter sagrado de las tradiciones); carismática (basada en la entrega a los rasgos considerados excepcionales de una persona) (Weber, 1978). 5 Es precisamente esta última, la legitimidad basada en la creencia en la legalidad (que implica la racionalidad formal de sus normas y el cumplimiento de un procedimiento considerado correcto), la que sería la que caracterizaría el momento actual (Weber, 1984:62-63). 4
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transformación según las coyunturas. Todas estas características hacen del interés personal insuficiente para ser base de la creencia en la legitimidad, o, aún de manera más general, para sostener una creencia. De esta manera, en su argumento, son las creencias y representaciones las que intervienen en función de garantía del orden social o político. Un orden legítimo es posible de entender cuando se considera el lazo entre legitimidad y motivación para la acción, y este vínculo está asociado con la creencia. La subjetivación aparece, pues, como una dimensión analítica central (Revault d’Allonnes, 2008:150-172). Por supuesto, como ya vimos, el autor reconoce que la obediencia no reside solamente en la creencia. Por un lado, porque la obediencia también y siempre obedece al temor a las sanciones. Por otro, porque se puede obedecer por rutina, por razones oportunistas o por desvalimiento, y no necesariamente porque se crea. Sin embargo, ella es el elemento fundamental de estabilización del orden. La propuesta de Weber redunda en formas específicas de enfrentar la comprensión y el estudio de las relaciones de los individuos con las normas. Para graficarlo pongamos como ejemplo el principio normativo de igualdad. Siguiendo a Weber, podríamos decir que solo si hay creencia en la legitimidad de la igualdad como principio regulador de ordenamiento de las relaciones sociales, ella será capaz de orientar de manera efectiva las conductas de los individuos (por ejemplo, que estén dispuestos a renunciar a ciertos privilegios o que actúen en consonancia con este principio al momento de decidir el reparto de bienes simbólicos o materiales). Aunque, por supuesto, es posible que se actúe en concordancia pero por razones de interés, de rutina o cálculo. Pero, en estos casos, no se puede esperar que el principio, y su influencia, tengan la estabilidad con la que contarían en el caso de que estuviera ligado a la creencia en su legitimidad por cuenta de su validez en cuanto valor absoluto, por ejemplo. Pero más allá de ello, y dado que la legitimidad de la norma no es sino una transferencia del orden establecido, la del principio dependerá de la capacidad del orden más general para afirmar sus pretensiones en la creencia de la legitimidad de aquellos que se someten a él. Si se extraen rigurosamente las consecuencias de los planteamientos de Weber, resulta evidente que la percepción de la legitimidad social que pretende un principio normativo, permite darme cuenta de que la igualdad como principio extendidamente defendido o presentado como legítimo en mi sociedad, no es suficiente para orientar mis actos en función de él. Para que esto último acontezca, es necesario un paso más: creer, o lo que es lo mismo, realizar un trabajo de subjetivación por el 75
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cual la legitimidad sea producida como propia, es decir, como proviniendo de sí misma. Existe una diferencia sustancial entre un enfoque que pone el acento en la percepción y el trabajo mismo de producción de legitimaciones (exolegitimidad), y aquel que subraya la cuestión de la creencia, en el sentido fuerte del término, en que un elemento es legítimo (endolegitimidad), aunque ambas estén relacionadas, no puedan entenderse, como Weber no deja de insistir, una sin la otra. De este modo, la cuestión del estudio de la creencia en la legitimidad no debe ser confundida con aquella relativa a en qué medida y de qué modo una norma o un principio normativo están sujetos a un trabajo de legitimación, esto es, el trabajo de las instituciones o personas para mostrar que se es merecedor de legitimidad porque se cumple con las pretensiones de legitimidad (Habermas, 1991). Este tipo de pregunta, si bien guía estudios con niveles muy distintos de complejidad, desde aquellos que miden, por lo general con instrumentos de medición cuantitativos, percepciones y niveles de aceptación o rechazo, hasta aquellos que con metodologías más cualitativas se concentran en formas específicas de legitimación y justificación (Boltanski y Chiappelo, 2002; Boltanski y Thevenot, 1991), y que puede llegar a ser muy productiva, no integra lo esencial de la perspectiva teórica recién expuesta. ¿Por qué? Porque nada garantiza que las personas crean en esa legitimidad, por más que el trabajo de legitimación sea vigorosamente realizado. La legitimación que produzco de una posición puede, como ha señalado el propio Weber, ser más el resultado de mis intereses que de mis convicciones. Más un trabajo de justificación personal que uno de creencia. Es esta diferencia la que permite explicar que la legitimidad otorgada socialmente a un principio o una norma no vaya acompañada necesariamente con actitudes o conductas consistentes con ella. La riqueza de esta mirada no puede ser en modo alguna minimizada. Por un lado, por la importancia de su invitación a integrar la dimensión subjetiva para la comprensión del problema de la acción de las normas y los principios normativos. Por otro lado, porque resulta especialmente relevante su indicación respecto a que la capacidad de influencia de una norma o principio normativo sobre el comportamiento está íntimamente ligada al grado de legitimidad del orden del que hace parte. Con ello se subraya una cuestión esencial: que las relaciones de los individuos con las normas no pueden ser estudiadas sin considerar los modos de representación del orden del que estas normas hacen parte. Es decir, sin ponerlas en el contexto más general. Sin embargo, existen al menos dos dimensiones de esta noción, tal como ha sido movilizada, que resulta necesario revi76
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sar y ajustar para aumentar su potencia y afinarla. Primero, el carácter puramente ideal y autocentrado de las fuentes de la creencia. Segundo, la compacidad y falta de consideración respecto de las disimilitudes de la creencia en la legitimidad al interior de una misma sociedad, y no solo históricas.
3. Repensar la creencia en la legitimidad 3.1. Los componentes de la creencia en la legitimidad La creencia, para Weber, tiene fuentes racionales (valor absoluto o legal) o situadas en apegos no racionales (tradición o afectivos). En ambos casos, como ha sido discutido críticamente, la referencia última radicaría en el propio individuo, lo que afectaría la arquitectura del modelo. Aunque las posiciones de quienes han hecho esta crítica son muy distintas entre sí, ellas apuntan a resolver una cuestión esencial obliterada en la propuesta weberiana: la respuesta a la pregunta ¿cuál serían los referentes de esta creencia? Una cuestión que roza el problema del carácter circular de la argumentación weberiana. En efecto, hay una dimensión tautológica en juego en un planteamiento que sostiene que un orden es legítimo porque se cree en él, y, al mismo tiempo, que se cree en un orden porque este es legítimo. El esfuerzo de estas críticas es tratar de producir un corte a este movimiento circular al definir un elemento que se encuentre en exterioridad. Si bien esta crítica es extremadamente productiva, pues permite ir más allá del carácter circular de la tesis, como veremos, ellas, a pesar de sus filiaciones muy distintas, han tendido a dejar intocado otro problema esencial en el edificio weberiano: el carácter puramente representacional e idealista de las fuentes de la creencia. Veámoslo con detalle. Empecemos por la crítica racionalista-axiológica de Habermas. Este autor ha reconocido la centralidad de la propuesta weberiana para entender la legitimidad, y, en buena parte, su propio trabajo en esta temática no es sino resultado de un diálogo permanente con aquella. Es en este contexto que Habermas (1981) ha reclamado a Weber que sucumbiera a la neutralidad axiológica y no incluyera una reflexión normativa, lo que lee como resultado de su esfuerzo por crear un enfoque «wertfrei» en las ciencias sociales. Una omisión teórica especialmente importante para la construcción de una teoría crítica. Para el autor, lo que está obliterado en la propuesta de Weber es la referencia inmanente a la verdad en cada creencia eficaz de legitimidad. Es porque ha obviado esta referencia, que Weber reduciría la creencia, a un fenómeno empírico que tendría básicamente, entonces, una 77
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pura significación psicológica, y perdería todo peso desde una perspectiva sociológica (Habermas, 1991:120-121). Si no hay una pretensión racional de validez que le dé su fundamento, la creencia explota o se difumina, como se quiera, en puras razones particulares. Es la dimensión axiológica la que le daría un anclaje. En la orilla opuesta se sitúan críticas que han puesto en relieve el hecho paradojal de que la creencia en la legitimidad resulte central en el edificio teórico weberiano, y, sin embargo, esta no termine por ser recogida en todas sus consecuencias por el propio Weber. Ricoeur (2001) ha indicado que esto aconteció porque Weber la trató como un hecho puro y simple derivado de la experiencia, sin detenerse de manera exhaustiva en algo que el mismo argumento weberiano sugiere: el carácter irracional, de exceso u opaco en donde se ubicaría el origen mismo de la creencia. Este autor saca de esta constatación la siguiente conclusión : «La croyance en la legitimité indique quelque chose de plus, et c’est ce plus qui doit nous intriguer» (Ricoeur, 2001:165)6. Habría una brecha constitutiva entre las pretensiones de la legitimidad y la creencia, entendida como una racionalidad que se organiza desde los intereses consuetudinarios o emocionales. «La creencia agrega algo más que permite que la pretensión (de legitimidad K/A) sea aceptada o dada por descontada por quienes están sometidos al orden correspondiente» (1999:228). Este sería precisamente el lugar vacío que habría dejado Weber, en el que resultaría necesario colocar, según Ricoeur, a la ideología. Así, mientras que una subraya los límites de Weber en la apelación a la racionalidad en su concepción sobre la creencia en la legitimidad en las sociedades modernas (su relación con la verdad); la otra, exactamente de manera opuesta, remarca el papel constitutivo de una dimensión oscura e irracional para toda creencia en la legitimidad (la ideología). Pero ambas, se aúnan en cuanto buscan elaborar una referencia más allá del individuo que dé cuenta de los resortes últimos de esta creencia. Ambas buscan avanzar más allá de una formulación que termina por encontrar su fundamento en cuestiones puramente psicológicas o simplemente fenomenológicas del problema. Si estas posiciones aportan un punto crítico extremadamente valioso para la comprensión teórica del problema de la legitimidad y su operacionalización empírica (la cuestión de las referencias externas), ellas, Para aportes que destacan el carácter irracional y opaco del origen de la creencia, pero con respuestas distintas al teorizar esta dimensión, cf. Zizek, 1999; Derrida, 1997.
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sin embargo, también comparten un límite. Ambas consideran, y esto a pesar de las intenciones declaradas de Ricoeur (1999), que estos puntos de referencia son puramente representacionales (verdad o ideología). La creencia en la legitimidad estaría, en continuidad con la idea weberiana, nutrida por dimensiones de tipo ideal, jugándose básicamente a nivel de la acción de los imaginarios o representaciones. Estos planteamientos reiteran lo que es un aspecto criticado ya para el caso de Weber: el hecho que oblitera lo que la creencia en una norma, y, por ende, en un orden, le deben al funcionamiento social mismo: que no tome en cuenta las condiciones estructurales en las que se produce la avenencia o no con un sistema normativo (Blau, 1963). La tesis de Weber, como muchos de aquellos que tienen una perspectiva de tipo idealista al acercarse al estudio de las relaciones con la norma, deja fuera de manera problemática, las constricciones y lógicas estructurales que caracterizan una sociedad y en las que se entraman las relaciones con las normas de los individuos que conforman aquella sociedad. Una cuestión que intentaremos desarrollar y argumentar en lo que viene tomando apoyo en resultados de investigación empírica7. Sin embargo, antes de entrar de lleno a esta argumentación, y por razones de claridad, nos detendremos brevemente a presentar el estudio sobre el que nos basamos de manera más directa aquí. a) Un estudio empírico Nuestra investigación8 se interesó en la actuación de la noción de derecho en cuanto principio normativo. Partimos de la evidencia de que, en la actualidad, el derecho aparece como uno de los más extendidos principios regulatorios de la vida social, al punto que se ha constituido en un verdadero ideal normativo (Habermas, 1998). Sus efectos discursivos y procedimentales se revelan en la creciente juridificación de la vida social (Habermas, 1981; Blichner y Anders, 2005; Teubner, 1987), la judiciali Aunque por razones de espacio y foco argumentativo no lo desarrollemos aquí, vale la pena subrayar que una crítica inversa se puede realizar a posiciones puramente pragmáticas, en las cuales la dimensión moral que plantea la relación con las normas queda invisibilizada tras una concepción puramente estratégica del actor. 8 Un estudio sobre la actuación del derecho como principio normativo en interacciones cotidianas, realizada con el apoyo de OXFAM-GB. Estas reflexiones se apoyan, también, en los resultados de la investigación «La autoridad y la democratización del lazo social en Chile», FONDECYT N° 1110733 (CONICYT), aunque no haga por razones de espacio uso explícito de ellos aquí. Agradezco a ambas instituciones por el apoyo otorgado. 7
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zación de los conflictos políticos y sociales, así como la conversión de la ciudadanía en una noción política clave (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002). De hecho, y como ya ha sido señalado, un rasgo central del mundo occidental es que la formulación del principio de respeto se ha realizado de manera relevante en términos de derecho (Taylor, 1992). América Latina no ha resultado ajena a este proceso. La importancia del derecho como ideal normativo para la regulación de las relaciones sociales, apareció con fuerza inusitada en las décadas recientes; para muchos de los países sudamericanos, en un momento que coincide con la salida de las dictaduras. En el caso de Chile, en donde este trabajo empírico fue realizado, la expansión del ideal normativo coincide con el retorno a la democracia en los años noventa, luego de diecisiete años de dictadura. Es un proceso en el que participan de manera explícita o implícita diversos actores: el Estado, los movimientos sociales, los organismos internacionales, etc. (Araujo, 2009b; Drake y Jaksic, 2002; Toloza y Lahera, 1998; Garretón, 2000; De la Maza, 2002), con grados distintos de compromiso y consistencia. Es esta una expansión que debe ser entendida en el contexto de una retórica política que conjugó las tareas de modernización y democratización (Garretón, 2000). El estudio se acercó a la comprensión de estos procesos de penetración del derecho como ideal normativo, pero alejándose de la perspectiva que ha primado en los estudios en este campo, la que enfatiza temáticas como la transformación de los cuerpos legales, los procesos de cambio en las instituciones del Estado, las formas de ejercicio de la justicia, la efectividad de la ley o los términos de la ciudadanía, esto es, las dimensiones normativas e institucionales del fenómeno (Smulovitz y Urribarri, 2007; Mendez, O’Donnell y Pinheiro, 2002, entre otros). Se centró, así, en el impacto del principio normativo de derecho en las interacciones ordinarias y, por tanto, en las formas de establecimiento del lazo social, cuestión extremadamente importante si, como lo sostiene Weber, un orden normativo es mantenido o erosionado por individuos en interacción con otros individuos o instituciones. O, para decirlo de otra forma, que la efectividad regulatoria del principio normativo de derecho depende de su capacidad vinculante para los individuos. En concordancia con estas últimas indicaciones, la investigación desarrollada se propuso estudiar la relación de los individuos con las normas tomando como objeto de análisis la noción de derecho, no como derecho positivo, sino como principio normativo presente en nuestras sociedades. El objetivo era identificar las modalidades en las cuales el derecho aparecía o 80
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no actuando en los individuos e influyendo en la orientación de las formas de presentación, legitimación y prácticas de los mismos, en situaciones cotidianas y ordinarias, al mismo tiempo que situar los elementos que podrían explicar las modalidades encontradas9. Para ponerlo en los términos que hemos movilizando en la discusión teórica: se trataba de saber si y cómo, en la sociedad chilena, la noción de derecho en cuanto principio normativo, participaba en la orientación de las formas de presentación, legitimación y acción de los individuos, y cuáles los factores que explicaban esta influencia o la falta de ella10. Una pregunta que obliga a confrontarse con el problema de la creencia en la legitimidad del principio regulatorio del derecho y, por tanto, del orden de derecho. b) Más allá del ideal: las experiencias Los resultados de nuestro trabajo sugieren, que las orientaciones de la acción en función de una norma o un principio normativo son íntimamente dependientes de lo que aportan de manera simultánea dos dimensiones: los ideales inscritos en los individuos, que surten de la fuerza de apego; y las experiencias sociales que se decantan en saber sobre lo social, las que surten de los contenidos de la racionalidad práctica en juego para los individuos. Subrayemos que cuando hablamos de ideales, lo hacemos en cuanto inscritos en los individuos. Esto apunta a una distinción sustancial: la diferencia entre los ideales sociales y la acción del ideal inscrito. Los ideales sociales son elementos fragmentarios, múltiples y con frecuencia contradictorios entre sí, que aparecen ofertados a la identificación para los sujetos en los discursos y representaciones sociales —lo que abre, precisamente, a la posibilidad de un trabajo de los individuos alrededor de ellos—. Pero la actuación de los ideales sociales depende de la manera en que consigan inscribirse en los individuos, y este no puede ser entendido como un proceso directo y mecánico. No todo ideal social encuentra el camino para conseguir cumplir una función de modelación del yo, lo que explica la variabilidad de su influencia. Ellos deben encontrar la vía para inscribirse en los individuos. Para una presentación exhaustiva, ver Araujo (2009a). Para llevar a cabo este estudio se realizaron 20 Grupos de Conversación Dramatización (GCD), una técnica que combina las técnicas de Grupos de Conversación y de Dramatización vinculadas al teatro y la performance, de entre 5 a 8 participantes, compuestos por hombres y mujeres de sectores populares y medios, jóvenes y adultos. Para una presentación detallada de los aspectos metodológicos, ver Araujo (2014 y 2009a).
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En cuanto inscrito como Ideal del Yo, para servirnos de un término acuñado por el psicoanálisis, es que el ideal social aporta con estabilidad al perfilamiento del sujeto, orienta las significaciones e influye, aunque no necesariamente, y esto no es para nada menor como veremos más adelante, en los trayectos seguidos por este (Freud, 1921). La estabilidad de su influencia viene de que los elementos que componen el Ideal del Yo (ser útil, ser trendy, ser respetuoso de la ley, la observancia del principio de la igualdad, etc.), y esto es central, no son meras representaciones, sino que están dotadas de una fuerza compulsiva (que vincula estos contenidos con el deber ser) y de una energía libidinal de apego (pues constituyen el complejo de los rasgos a partir de los cuales se define lo que nos hace dignos del amor del otro). Es decir, no son meras representaciones, son representaciones que se encuentran cargadas libidinalmente (Zizek, 1992:147), lo que les da, para ponerlo en términos de la discusión del concepto weberiano, su fuerza y su estabilidad. En breve, una norma o un principio normativo adquieren su auténtica fuerza vinculante en la medida en que no solo son representaciones percibidas o reconocidas sino cuando se cargan de «fuerza enigmática», o, para ponerlo en nuestros términos, en cuanto están colocadas en el lugar de ideal inscrito para los individuos. Pero esto no es todo, y no lo es porque el ideal no es equivalente ni componente único que sostiene la creencia de la legitimidad de un orden. No es el único componente que explica la adhesión a él y la coherencia de la acción con sus principios. A distancia de una discusión que ha tendido a dejar este problema en términos idealistas, lo que encontramos en nuestro trabajo es, además, que la inscripción de un elemento en cuanto ideal, aunque pueda participar en las formas de presentación y legitimación de los sujetos no garantiza necesariamente que los individuos se conduzcan o inscriban sus actos en el marco señalado por él. Hay una brecha entre el ideal y las conductas que no es resultado de un déficit, sino que es constitutiva. Sin esta brecha, la agencia, y la necesaria distancia respecto a determinaciones absolutas sobre la que se constituye, desaparecería. Como es fácil reconocer, y veremos con detalle en los ejemplos de nuestro trabajo empírico algo más adelante, los individuos no solamente no actúan exclusivamente orientados por el ideal, muchas veces lo hacen incluso en contradicción con él, lo que no obstante, no modifica el lugar otorgado al ideal en las formas de comprensión de sí y el mundo. Un aspecto que, digámoslo de paso, ha sido por lo general descuidado en muchos análisis sociales. Dicho de otro modo, y a distancia de lo que pensaba Weber, incluso en el momento en que una norma o un principio normativo 82
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son colocados en el lugar del ideal, es decir, sostenidos por una fuerza enigmática que nos apega a ellos, no hay ninguna certeza o garantía que ellos consigan orientar nuestras acciones. El ideal puede participar en las formas de presentación y legitimación y, sin embargo, no tener la misma influencia para orientar las conductas o prácticas. Lo que define la brecha entre el ideal y las prácticas puede, por cierto, ser explicado, como lo ha hecho el psicoanálisis, a partir de la economía psíquica individual. Sin embargo, una respuesta como esta sería puramente psicológica, y por tanto, insuficiente para el análisis social (Habermas, 1991). Lo que nuestro trabajo nos ha mostrado es que si la dimensión ideal está en juego para cada cual, la distancia entre el Ideal y las prácticas no hay que entenderla como resultado de un déficit o una desviación sino del papel que poseen las experiencias sociales: lo que ellas entregan como insumo para la orientación y acción en el mundo social. Son las experiencias sociales las que aportan a la comprensión de la distancia entre el deber ser y el ser. Los encuentros con otros y el mundo, y por ende con sus límites, son constituidos en experiencia vía el trabajo de significación y representación individual desarrollado en torno a ellos. La decantación de estas experiencias produce un saber sobre lo social que interviene orientando las relaciones del individuo con el mundo. Un saber sobre las lógicas que gobiernan las interacciones en la vida social. Me orientan porque me muestran las formas eficientes de conducirme en el mundo. Es decir, entregan insumos de racionalidad práctica para la acción. Pero del mismo modo que en el caso del ideal, las experiencias y lo que ellas me dan en cuanto saber, no son tampoco suficientes por sí mismas para orientar mi conducta. Puedo, por ejemplo, saber que para conseguir un puesto debería recurrir a influencias personales de cercanos, pero puedo al mismo tiempo abstenerme de hacerlo aun sabiendo el riesgo que eso supone. La acción del ideal interviene de manera constante, aunque con grados diferenciales de impacto. En cualquier caso, lo central es que no está asegurada la coherencia entre mi acción con lo que me informa el saber sobre lo social decantado de mis experiencias. El «saber-hacer» está en interrelación permanente con el «deber ser» y «querer ser». La relación con la norma, el tipo de normas que observo o me orientan o las que desconozco, no es mero resultado de una relación abstracta con estas o con una especie de espacio de representación normativo total (la ley), sino que resulta, en cada caso, de la compleja actuación simultánea
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de los ideales y de las experiencias sociales. Una articulación que debe concebirse como un ordinario y exigente trabajo moral. Es así, en última instancia, una combinación de estos factores, ideales y experiencias, la que determinará el grado de la creencia en la legitimidad. Lo anterior implica que la creencia en la legitimidad propuesta por Weber como fundamento de un orden legítimo, y, por tanto, componente esencial de la relación que los individuos establecen con las normas, no solo está fundada en la validez de lo afectivo, la tradición, valores o la legalidad, sino que también en experiencias sociales ordinarias, a partir de las cuales los individuos se topan con las constricciones estructurales y las lógicas sociales que ordenan las relaciones en su sociedad. Es decir, que la creencia en la legitimidad no debe entenderse como un puro efecto de constelaciones de valores o representaciones ideales. Contra lo planteado por Weber y, como vimos, también por Ricoeur y Habermas, lo que nuestro trabajo de investigación nos ha mostrado es que no es solo un apego a una representación, por las razones que sean, lo que produce la creencia, sino también lo que sabemos acerca de su eficiencia práctica. Las experiencias decantan en un saber sobre lo social que informan sobre la efectividad de la norma en su pretensión de regulación, y, por tanto, de la medida en que resulta conveniente (o no) para la orientación de la propia acción. Por esta vía, las experiencias ordinarias y cotidianas intervienen erosionando o afirmando el ideal y, por tanto, definiendo el perfil que toma la creencia en la legitimidad. Una parte de lo obtenido en el trabajo empírico sobre el caso del ideal normativo de derecho, servirá para sustentar y ejemplificar el argumento desarrollado. c) La creencia en el principio regulatorio de derecho En los sectores medios se aprecia la enorme difusión y extensión de la noción de derechos. Esto se revela, en primer lugar, en la alta circulación de información y sofisticación en la identificación de tipos de derechos. A los derechos tradicionales como los políticos o laborales, se suman otros como el derecho a la información, a la propiedad intelectual o derechos específicos como los de las mujeres, los que son movilizados permanentemente para dar cuenta de su experiencia y de su lectura crítica de lo social: «Creo que la información es algo súper importante, que hay que estar informado, no sé, porque después vas a votar, va a contradecir ejercer sus derechos, y yo creo que estar informado es un derecho y de hecho 84
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la mayoría de los medios son dirigidos, son manipulados…» (Hombre, GCD mixto jóvenes). Pero, más allá de eso, nuestros resultados permiten sostener que este principio regulatorio se encuentra inscrito en los individuos: es parte constituyente de lo que consideran los hace dignos de amor, y es un elemento que, por tanto, puede exigir idealmente como componente del respeto de otros. Es decir, está colocado en condición de ideal inscrito. La noción aparece como una herramienta nuclear a partir de la cual los individuos codifican y producen significaciones y juicios en los diferentes ámbitos de la experiencia social. Esto explica el elevado grado en que él es movilizado en la lectura de lo social y en el modo más bien indiscriminado en que esta argumentación basada en la noción de derecho es aplicada. Los derechos son percibidos como potencialmente actuantes en todos los ámbitos de su experiencia y relación, los que aún no están sometidos a la regulación por los derechos positivos, como por ejemplo las normas de cortesía, aparecen siendo concebidos como campos regulados por la lógica del derecho. «Creo que los derechos se pasan a llevar día a día, uno mismo al interrumpirte por ejemplo, me estoy equivocando y te estoy pasando a llevar (tus derechos)» (GCD hombres jóvenes). En estos sectores, la noción de derechos adquiere una función sobrecargada y un carácter que podríamos denominar excesivo, pues termina por establecer una modalidad hegemónica y monocorde, de apelar a los principios plurales de justicia. No obstante, esta extensión e inscripción del ideal normativo se acompaña paradójicamente con la lectura, por parte de estos sectores, de la experiencia social como un campo de vulneración de los mismos y, más específicamente, de una vulneración normalizada. Lo que la experiencia social les muestra es que son principalmente, aunque no únicamente, dos lógicas que ponen en cuestión el orden de derecho y lo que es reconocido como su fundamento por estos sectores: el principio de igualdad. Por un lado, la lógica del privilegio, expresada en la experiencia de una sociedad poco meritocrática (Navia y Engel, 2006), en la que, por ejemplo, es indispensable como elemento de nivelación y recurso el pituto (movilizar influencias) (Barozet, 2006), en el que el nepotismo es una práctica recurrente y extendida en la clase política y más allá de ella, en la que el apellido y las redes familiares son centrales para definir las oportunidades (Núñez y Gutiérrez, 2004). Por el otro, la lógica de la confrontación de poderes. El espacio social es percibido como un campo de enfrentamiento de poderes, en el cual el abuso es una constante debido a la desregulación de estas relaciones. El uso desregulado 85
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del poder y la confrontación como clave están en la base de las maneras de definir no tan solo el acceso a bienes o prerrogativas, sino aún más el propio lugar social. «(La sociedad) está llena de escalones, estai acá, pero hay alguien en un escalón más arriba, y más allá está tu papá y tu tío que está un escalón más arriba. La sociedad está estructurada en base a estas cosas de poder» (GCD, jóvenes, sectores medios). Esto tiene como efecto la desmedida importancia que tiene en ella la movilización constante aunque cauta de signos de poder, los juegos de «tasación» y las estrategias sociales de cálculo y evitación que gobiernan las relaciones. Toda posibilidad de horizontalidad es desarmada, porque los signos de horizontalidad tienden a ser leídos como signos de debilidad. Tanto la lógica de los privilegios como la de confrontación de poderes testimonian la remanencia de una sociedad fuertemente jerárquica (Bengoa, 2006; Larraín, 2001; Salazar y Pinto, 1999), pero lo más importante es que revelan la extensión del uso de recursos que no corresponden al marco de derecho, pero que se movilizan y actualizan en campos de relaciones que se suponen reguladas por este. Al hacerlo, apoyan la deslegitimación de una visión de la vida social como un orden regido por este principio regulatorio. La paradoja para estos sectores está, por tanto, en el reconocimiento que para sostenerse como sujetos en lo social, resulta absolutamente necesario participar en las lógicas sociales que ellos mismos denuncian como atentatorias contra lo que preservan a pesar de todo como ideal. La movilización por los derechos debido a lo que las experiencias sociales les revelan es principalmente retórica: central en la constitución de la imagen de sí, bastante más debilitada en la comprensión de la sociedad y en la orientación de la acción. La figura del pragmático es la configuración de sujeto más extendida en este sector: sometimiento retórico al ideal, orientación de la acción por el saber decantado de la experiencia social que contraviene al ideal, y, por sobre cualquier cosa, un trabajo permanente de autojustificación. Lo que encontramos es un ideal magnificado que alcanza para modelar formas de presentación y legitimación, pero que sin embargo, no son siempre suficientes para orientar las acciones por causa de lo que las experiencias sociales les muestran acerca del funcionamiento efectivo de este principio en la vida social ordinaria. Lo hasta aquí referido apoya, entonces, nuestro argumento principal en este texto. La creencia en la legitimidad, no puede ser entendida esencialmente como resultado del apego a una representación (idea, norma, principio normativo, entre otras). Está influida fuertemente por el ideal, 86
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pero no es solamente ideal. La creencia en la legitimidad depende también de lo que las experiencias sociales aportan. Es debido a lo anterior que se explica que aunque el derecho se haya constituido en un verdadero ideal para los sectores medios, ello no significa que con ello se ha resuelto la creencia en su legitimidad. El ideal no alcanza para orientar las conductas. Esto es central, porque no hay que olvidar que esta, la orientación de la conducta en consistencia con una norma o una orden, es la prueba misma de la existencia de la creencia en la legitimidad para Weber. En el caso de los sectores medios, el saber sobre las lógicas que gobiernan las interacciones sociales concretas hace que sean otras las estrategias a las que los individuos apelan. Aunque se lea la situación en términos de derecho («está vulnerando mi derecho»), se actúa sobre la base de lógicas efectivas distintas (se hace uso del tráfico de influencias o se produce una posición de «sometimiento estratégico» a las arbitrariedades del otro, por ejemplo). Las experiencias erosionan el ideal. Ahora bien, es precisamente esta acción articulada de ideales y experiencias lo que permite entender, además, un asunto central: la variabilidad de la creencia en la legitimidad en el marco de un mismo orden normativo. 3.2. Los diferenciales en la creencia en la legitimidad Es en buena medida debido a su enfoque de tipo primordialmente ideal y, sin duda, a las aspiraciones de generalización que caracterizan su obra, que se explica que Weber no se haya adentrado en un aspecto relevante bien subrayado por Eisenstadt: el diferencial de adhesión a la norma por parte de individuos aun compartiendo un mismo sistema normativo. Como lo ha planteado este autor: «Any institutional system is never fully “homogeneous” in the sense of being fully accepted or accepted to the same degree by all those participating in it. These different orientations to the central symbolic spheres may be all become foci of conflict and of potential institutional change» (1968:iv). Este diferencial es esencial para comprender la vida social no solo porque le restituye la heterogeneidad, sino también porque permite explicar el conflicto y el cambio. Proponemos, a partir de lo expuesto hasta ahora, que este diferencial puede ser explicado tomando en consideración que cada posición social no solo implica grados distintos de exposición al ideal, sino también, y por sobre todo, experiencias sociales diferenciales a las que los individuos están expuestos. Nuestros resultados mostraron, por ejemplo, que aunque la noción de derecho es una oferta extendida, su inscripción es diferencial en el caso de los sectores populares y medios: si los segundos, 87
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como vimos, revelan lo que podría denominarse la desmesura retórica del ideal (vinculada con una excesiva legitimidad retórica y una comparativamente muy reducida legitimidad práctica), los primeros evidencian un grado significativo de difuminación del ideal (asociada con una pérdida de legitimidad bastante mayor que en el otro caso). En los sectores populares, la legitimidad del derecho está bastante debilitada debido a la acción de las experiencias sociales. Ellas son tan masivas que debilitan incluso la posibilidad misma de que se afirme como ideal, debido al socavamiento de la confianza en su capacidad para ser instrumento eficiente y adecuado para la orientación de la acción. Esto acontece particularmente a partir de la presencia de una experiencia ordinaria de «borramiento de sujeto», especialmente vívida en las interacciones con instituciones e individuos que están localizados en el paisaje social en posiciones más ventajosas. Su condición de «pobres», una forma frecuente de autoidentificación, los ubica en una posición de extrema vulnerabilidad y de exposición al abuso y a la discriminación: Hay cuestiones que tienen que ver con la cuestión clasista que hay con esta cosa de la visión de los pobres eso a nosotros mismos como pobres nos hace menoscabarnos y sentirnos menos y tener la necesidad de ser otra cosa, es como una negación de la identidad de ser pobre, o sea, si soy pobre, soy marginal, soy delincuente, y la verdad es que yo no lo soy: soy pobre. Sin embargo, toda esta carga social me niega mi identidad (Hombre, GCD mixto adulto).
Como efecto de estas experiencias, que dan cuenta de la reducida efectividad del derecho y capacidad para dotar de sentido sus experiencias, en estos sectores se asiste a un limitado uso del mismo como clave interpretativa. Si en los grupos medios el derecho es una clave generalizada de lectura, en estos sectores no lo es. Su experiencia es leída principalmente en términos de discriminación. La acción regulatoria del derecho es percibida como remota a ellos. Está hecho y sirve para otros, que se definen a partir de un claro criterio de clase. Su actuación, en muchos casos, es considerada más bien como un testimonio más de lo que define la diferencia entre ellos, los «pobres», y los otros. Como consecuencia, la noción de derechos es movilizada instrumentalmente, pero no hay una adhesión voluntaria y convencida a ella. Es una herramienta práctica, mas no un principio regulatorio concebido como 88
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propio, porque ha sido horadada por la experiencia social. La noción de derecho en los sectores de menos recursos aparece con una suerte de carácter impuesto. Es vista como una herramienta entre otras, la que puede ser movilizada de manera discrecional en sus estrategias (como justificación de sus demandas, por ejemplo). Una profunda descreencia es neutralizada por un pragmatismo enraizado en la necesidad de responder a los requerimientos sociales. Por supuesto, esto no implica en absoluto que no haya obediencia o que la acción no considere las exigencias normativas. La falta de legitimidad no anula la obediencia o el acatamiento, solo cambia los términos de la misma. Para decirlo en términos weberianos, debido a la acción de las experiencias sociales, las pretensiones de legitimidad del orden de derecho, no son acompañadas por la creencia en esa legitimidad, aunque se pueda actuar en concordancia con este orden en razón de rutina, interés o cálculo. Si el problema que interpela a los sectores medios es vérselas con su recurrente traición al ideal, en los sectores populares lo que resulta una exigencia es hacer consistente el hecho de que se debe actuar observando un principio regulatorio en el que la creencia es baja. En breve, las experiencias sociales diferenciales dan cuenta de los destinos distintos de la relación con el ideal, y conducen a perfiles distintos de la creencia en la legitimidad. En los sectores de menores recursos, por intermediación de las experiencias sociales tales como de desigualdad en trato, discriminación y abuso de poder, la creencia en el ideal normativo de derecho como clave de sentido y orientación de las prácticas e interacciones sociales está debilitada (aunque otros principios están presentes activamente). La sociedad es vista como dos esferas que no se tocan, los ricos y los pobres, arriba y abajo, y la ley está situada por sobre, de manera que la norma se encuentra en exterioridad. En los sectores medios, la fortaleza de la legitimación moral del principio regulatorio y su papel como fundamento de un orden de derecho, se topa con una orientación pragmática que los lleva a ser sostenes activos de prácticas reñidas con los principios que dicen asumir. :::::::: La creencia en la legitimidad es básica para sostener un orden normativo legítimo, como lo propuso Weber, porque ella es fundamento de la capacidad de una norma para orientar la acción de los individuos. Pero, en contra de Weber y quienes han continuado en esta línea, como lo muestra el caso estudiado, ella no solo debe entenderse como efecto 89
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de constelaciones de valores o representaciones que se han inscrito como ideales. La creencia en la legitimidad depende, también, del efecto de constricciones estructurales y de lógicas que gobiernan las interacciones con las que los individuos se topan en sus experiencias sociales ordinarias. Estas experiencias decantan en un saber sobre lo social que les informa sobre la efectividad de la norma en su pretensión de regulación y, por tanto, de la medida en que resulta apropiada o no para la orientación de la propia acción. Las experiencias sociales, en este sentido, pueden aportar a fortalecer la creencia en la legitimidad o debilitarla; rigidizarla o transformarla. Pero, además, dado que las experiencias sociales se reparten de manera disímil en intensidad y modalidad según la encrucijada posicional ocupada por los individuos, ellas contribuyen a explicar la falta de homogeneidad en la aceptación de las normas y la heterogeneidad encontrada en términos de creencia en la legitimidad no solo entre sociedades, sino al interior de una misma sociedad. Si la creencia en la legitimidad puede ser una noción útil para nuestros estudios, ella lo es en la medida en que pueda pensarse en el contexto de la articulación entre ideales y experiencias. Solo así resulta posible complejizar la mirada al problema de la relación con la norma y dar cuenta de la variabilidad de la creencia en la legitimidad, como lo vimos. Pero también, porque solo incorporando las experiencias y con ellas los factores estructurales, será factible analizar la cuestión de las normas y los principios normativos en el contexto de cada específico conjunto sociohistórico, y evitar así, las generalizaciones abusivas de un enfoque normativista e idealista, a partir del cual se tienden a leer las particularidades societales en las relaciones con las normas bajo el prisma de la anomalía. Una cuestión especialmente extendida y sensible para quienes situamos nuestro trabajo en y desde América Latina.
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Desigualdades en América Latina: desde la Ilustración hasta el siglo XXI* Göran Therborn**
1. Desigualdad, modernidad y América Latina 1.1 El espectro de la modernidad Justicia distributiva es un antiguo concepto desarrollado por Aristóteles en su Ética nicomáquea. Pero la desigualdad, como una forma mayor de injusticia, es un descubrimiento moderno. Si bien los movimientos «heréticos» de levantamientos sociorreligiosos a principios de la modernidad europea —como los Wiedertäufer alemanes en el siglo XVII y los Levellers un siglo después durante la revolución inglesa— lucharon por esta igualdad mundana, es recién durante la Ilustración del siglo XVIII que la desigualdad se convierte en gran medida en una importante preocupación política. En 1753, la Academia de Dijon anunció que entregaría un premio al mejor ensayo sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Uno de los participantes, quien no obtuvo el premio, fue Jean-Jacques Rousseau. Su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres se convirtió casi de inmediato en un clásico de la filosofía política de la Ilustración, fue traducido rápidamente al alemán e inglés y luego al ruso, entre otros idiomas. El mensaje de Rousseau (1971[1753]:145) era que la desigualdad iba en contra de la ley natural, que se opone a que Texto publicado originalmente el 2011 en inglés : «Inequalities and Latin America: From the Enlightenment to the 21st Century» Working Papers Series Nº1, international research network on interdependent inequalities in latin america, Freie Universität Berlin. Se agradece al autor los derechos de traducción y reproducción en este volumen.
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Profesor emérito de Sociología, Universidad de Cambridge.
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un «puñado de personas estén rebalsados de abundancia [regorge des superfluidités], mientras que la multitud famélica carece de lo necesario». Esta era una concepción política y social nueva. La justicia distributiva aristotélica no estaba interesada en la desigualdad, sino en la distribución «de acuerdo al valor» (Raphael, 2001:46-47). Solo una minoría radical seguiría a Rousseau hacia su conclusión socioeconómica, pero su denuncia de una «desigualdad moral o política» hecha por el hombre, con privilegios apuntalados por respaldo legal, se hizo común en la Ilustración. Y es así como tal igualdad fue consagrada en los dos documentos políticos principales de la época: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de l976: «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales (…)»; la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1793: «Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley». América Latina formó parte de la Ilustración europea, aunque de modo periférico, y también se vio afectada por sus corrientes igualitarias. Estas provenían de arriba, a través del «despotismo ilustrado» de los Borbones de España y Pombal en Portugal, y del centro, a través de los circuitos intelectuales transatlánticos, tanto teológicos como seculares. Como ha destacado la historiografía reciente, esta Ilustración del período colonial tardío tuvo un impacto importante en las políticas de la independencia latinoamericana, al proveer concepciones e instituciones de amplia participación masculina en la política, a través de los cabildos de las ciudades centrales, que iniciaron el proceso (Demélas, 2003; Sabato, l999). Tras la ocupación napoleónica de la mayor parte de Iberia y la derrota de sus dos coronas coloniales, América Latina fue empujada hacia un camino desconocido que de un modo muy sinuoso la llevaría hacia la independencia. Aquí nos conciernen solamente los efectos constitucionales de la (des)igualdad política. Resulta entonces sorprendente que existiera un amplio sufragio político. En la Constitución de Cádiz de 1812 del reino trasatlántico español no se especificaba clases sociales ni barreras de ingresos para poder votar. Los sirvientes domésticos y peones estaban excluidos así como los «dependientes» (como mujeres y niños), al igual que los esclavos, no así los artesanos. En principio, todos los indígenas eran incluidos, lo que contrastaba fuertemente con su exclusión en Estados Unidos. Había solo una barrera étnica, que excluía a las castas —las personas que se suponía eran de ascendencia africana— incluso si se trataba de hombres libres. Cabe señalar que los delegados latinoamericanos los
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querían incluir —cosa meritoria—, pero el racismo español los mantuvo afuera. Las constituciones de la Latinoamérica independiente propagaban igualdad política, en general incluyendo a las castas y a los esclavos liberados. Así fue también el caso del nuevo Brasil «imperial», que hacia el final del Imperio tenía un universo electoral (electores primarios) de alrededor de un millón de votantes. Ahora bien, los electores no tenían mucha importancia en la América Latina del siglo XIX. Esto, por dos motivos; en primer lugar, toda la votación nacional era indirecta, y los electores de la segunda vuelta tendían a ser, mayoritariamente, de la clase alta. Segundo, las armas eran a menudo más importantes que los votos, en un escenario inestable de guerras civiles de pequeña escala y golpes de Estado. Sin embargo, en ese período la limitada desigualdad política se podía afirmar también a través de las armas. Las milicias armadas eran un legado del colonialismo, y en Brasil incluso incluyeron milicias de negros liberados (Graham 1999:354f). En la América Latina independiente, las guardias nacionales plebeyas y multiétnicas eran instituciones muy importantes, que además de inestabilidad producían movilidad política. Sin embargo, las raíces y dimensiones más profundas de la desigualdad no eran tratadas en la América Latina liberal/conservadora; la distribución de ingresos de la minería y de la tierra, la jerarquización de razas —que era muy diferente de la dicotomía entre blancos y negros en Estados Unidos— la separación urbana-rural. En la segunda mitad del siglo XIX, el racismo se intensificó y se hizo más agresivo —tanto en Europa como en Estados Unidos— y la solución al problema social era a menudo vista como un tipo de genocidio discreto, que consistía en sumergir a los que no eran blancos dentro de oleadas de inmigración europea «blanqueadora». Así, la América Ibérica había construido imperios de desigualdad. El erudito y explorador de la Ilustración alemana Alexander von Humboldt visitó Nueva España, ahora México, de l804 a 1805, y se espantó con su cruda desigualdad económica (v. Humboldt, 1822). Brasil fue el último país grande en abolir la esclavitud, en l888. Es cierto que anteriormente tenía una clase sustancial conformada por negros liberados, sin embargo, no existía ningún movimiento significativo de emancipación colectiva.
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2. La trayectoria moderna: interpretaciones contradictorias En la modernidad, la desigualdad se convirtió en un tema controvertido y cargado de valor. Anteriormente, era tan evidente que no merecía mayor análisis. En vez de marcar un solo camino de la verdad, debiéramos esperar que las ciencias sociales reflejen esta controversia, con bases empíricas en el trabajo de sus mejores representantes. Podemos distinguir que las ciencias sociales hacen tres lecturas principales muy diferentes de la desigualdad económica, dos provienen del siglo XIX y una básicamente del siglo XX. Las tres han sido superadas ahora, pero alguna vez fueron clásicas en su campo, aunque nunca confluyeron. 2.1 Leyendo el siglo XIX Primero estuvo Alexis de Tocqueville, quien hizo dos contribuciones ahora clásicas a las ciencias sociales, El Antiguo Régimen y la Revolución (l856), y La democracia en América (l835-40). Aunque ha sido a menudo superado en cánones sociológicos, es una figura importante para los cánones de la ciencia política. Un aristócrata francés liberal, De Tocqueville estaba interesado principalmente en lo que un lector de épocas posteriores podría llamar la transición del feudalismo-absolutismo al capitalismo. Desde su punto de vista principalmente legal-político, la modernidad era una edad de igualdad: Veo que los bienes y los males se reparten con igualdad en el mundo; las grandes riquezas desaparecen; el número de las pequeñas fortunas crece y los goces y los deseos se multiplican: no hay prosperidades extraordinarias ni miserias irremediables. De la démocratie en Amérique (1840) (1961, II:452).
Escribiendo unas pocas décadas después, Karl Marx llegó a una conclusión absolutamente opuesta. Esta era la época de las economías capitalistas, y el capitalismo implicaba tendencias inherentes de una desigualdad cada vez mayor. A la par con la disminución constante del número de magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la miseria, de la opresión, de la
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esclavitud, de la degradación y de la explotación(…). Das Kapital (1867) (l921, I:728).
Da que pensar sobre los diagnósticos sociales, que dos eruditos tan eminentes pudieran ver el mundo de modo tan diferente. Ellos miraban el mundo desde dos perspectivas temporales muy disímiles, y tenían diferentes objetos y objetivos en mente. De Tocqueville estaba centrado en los resultados de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la de Francia y de Estados Unidos. Estaba interesado principalmente en la política y en la ley. Políticamente era liberal, y estaba cómodo en la liberal monarquía de Julio. Marx estaba concentrado en analizar el nuevo sistema económico que emergía de la Revolución Industrial, tras el desmantelamiento del orden aristocrático. Su estudio estaba centrado en las condiciones socioeconómicas de una nueva clase, el proletariado industrial. Como socialista intelectual, su objetivo político era inducir la nueva clase obrera hacia la acción. Probablemente también sea relevante que los dos analistas estaban observando países distintos, De Tocqueville a Francia y Estados Unidos, Marx a Inglaterra. Entonces, De Tocqueville y Marx estaban hablando en gran medida sin escucharse el uno al otro, y posteriormente la historiografía de las ciencias sociales no intentó casi nunca relacionarlos y compararlos. Sin embargo, desde sus puntos de partida radicalmente diferentes, los diagnósticos de De Tocqueville y Marx sí se toparon, como muestran las citas anteriores. Por tanto, ¿quién tenía la razón y quién se equivocaba? Podemos decir que ambos la tenían, con el conocimiento a posteriori de las investigaciones de nuestros días. De Tocqueville tenía la razón en que la Revolución Francesa había puesto fin a las desigualdades legales y políticas de linaje y patrimonio del ancient régime, y que en la primera mitad del siglo XIX, el poder emergente de Estados Unidos era casi en todos los aspectos —exceptuando la esclavitud en el sur y el genocidio de los indios en Occidente— mucho más igualitario que el del Viejo Mundo de Europa. Además, la Revolución francesa había disminuido la desigualdad económica; este resultado no fue deshecho por completo por la restauración ni la monarquía de Julio (Morrisson, 2000: table 7b). Gran Bretaña del siglo XIX era uno de los países con mayor desigualdad del Atlántico Norte, claramente más que Prusia, pero estaba a la par con la Francia de la posrevolución (Lindert, 2000: tabla 1 y Morrisson 2000: tablas 6c y 7b). Era el hogar de los «trituradores oscuros y satánicos» (William Blake) de los inicios de la industrialización. Hubo un significativo 99
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aumento de largo plazo de la cuota de ingresos reales del cinco por ciento de los más ricos en Inglaterra y Gales, en el período de mediados del siglo XVIII hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial, y un marcado aumento de la riqueza del uno por ciento superior desde principios del siglo XVIII hasta alrededor de 1875, después de esta fecha se mantuvo en un nivel alto hasta mediados de la década de l920. En la primera mitad del siglo XIX, también hubo una dispersión más amplia en los ingresos por mano de obra (Lindert, 2000:179). En general, la industrialización capitalista produjo más desigualdad en Europa, como fue el caso de Francia en las décadas de l830 a l860 y el de Alemania después de 1870 (Morrisson, 2000:234 y 236). En Suecia y los Países Bajos la desigualdad económica empezó a surgir, como en Inglaterra, ya en el siglo XVIII, y en los Países Bajos en el siglo XVII (Morrisson 2000:229 y 238). En Estados Unidos, la desigualdad aumentó fuertemente en el curso del siglo XIX, aunque aún no se han datado con exactitud los puntos de inflexión de la curva de distribución. También creció la desigualdad en salud y expectativa de vida entre 1790 y l870 (Lindert, 2000:192). En síntesis, Marx tenía la razón, y aún más que De Tocqueville, con respecto a las condiciones socioeconómicas. 2.2 El fin del corto siglo XX Mi intención aquí no es esbozar una historia de desigualdad, sino más bien destacar la existencia de diferentes puntos de vista e insinuar cómo se pueden enfrentar. Pero no sería esclarecedor concluir que Marx merece ser colocado en un pedestal por su exactitud. A estas alturas, sabemos también que la tendencia marxista de polarización no continuó en el siglo XX. Siguió a nivel internacional —globalmente hasta la década de 1950, y entre los países más ricos y más pobres aún está vigente— pero a nivel nacional, en todos los centros de capitalismo se revirtió con una igualación. Esta inversión comenzó en Europa con la Primera Guerra Mundial y en Estados Unidos con la Gran Depresión de la década de 1930, y reinó hasta la crisis del petróleo de la década de 1970, aunque sus trayectorias concretas variaron de una nación a otra. Las causas más plausibles de este cambio parecen ser las conmociones sistémicas de las dos guerras mundiales y la Depresión, que destruyeron gran parte de la riqueza acumulada y privilegios, y un surgimiento sistémico de la fuerza de la clase obrera a través del desarrollo del capitalismo industrial —cosa que fue prevista por Marx, pero que no alcanzó los niveles de su predicción socialista— ayudada por el desafío de las revoluciones comunistas de la periferia. 100
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En la década de l950, durante el apogeo del desarrollismo y las teorías sociológicas del desarrollo, un gran economista e historiador económico estadounidense, Simon Kuznets (1955), presentó una hipótesis sobre el desarrollo histórico de la desigualdad. Fue un gran éxito que pasó a ser conocida como la «curva de Kuznets», y puede ser considerada como la tercera gran lectura de la trayectoria moderna de la desigualdad. Teniendo en cuenta ciertas variaciones temporales en las distintas naciones, Kuznets creía que en los tiempos modernos, la desigualdad tomaba la forma de una curva en U invertida. El crecimiento económico y la industrialización significaron que aumentó la porción de personas en sectores de alta productividad, con altos ingresos, lo que llevó a una mayor desigualdad general. Más adelante, a medida que avanzaba el crecimiento económico, el resto de la población los alcanzaría, y bajaría la desigualdad. Sigue siendo controvertido hasta qué punto esta «conjetura» (Kuznets) efectivamente reflejó alguna vez los procesos distributivos del corto siglo XX, tanto entre economistas como historiadores. Lo que no se puede negar, es que desde alrededor de l980 la tendencia arrolladora, si no universal, de los centros del capitalismo, es de una creciente desigualdad de ingresos. La curva se inclina nuevamente hacia arriba (Cornia, 2004). El giro ha sido más pronunciado en Estados Unidos y en general en los centros de habla inglesa, impulsado por el alza de los ingresos de los más ricos, el 10 por ciento, 5 porciento, 1 porciento, 0,1% de la población (Atkinson y Piketty, 2007:539ff).
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Figura 1. Curvas estilizadas de desigualdad del ingreso en países desarrollados, mediados del siglo XIX-siglo XX
La curva estilizada de Kuznets de modernización, desigualdad primero aumentando y después declinando. La curva estilizada real de desigualdad en los países ricos de fines del siglo XIX-XX, mejor ilustrado en Gran Bretaña y Estados Unidos Fuentes: Kuznets (1955), Cornia (2004), Atkinson y Piketty (2007).
En otras palabras, el legado del siglo XX es un retorno a la desigualdad.
3. América Latina en la historia de la desigualdad Aunque fue tocada por el igualitarismo legal-político de la Ilustración —como vimos anteriormente—, en el período colonial tardío América Latina era extremadamente desigual en términos económicos. Al erudito alemán de la Ilustración Alexander von Humboldt le espantó esta desigualdad, más aún de lo que su compañero aristócrata francés De Tocqueville se impresionó con la igualdad estadounidense algunas décadas después. Las cifras de los ingresos de la jerarquía eclesiástica en Nueva España eran realmente notables. El índice del ingreso del arzobispo de México —que durante algunos años era solo una novena parte de la renta por minería del conde de Valenciana, y normalmente entre un tercio y un quinto de este— y de un clérigo común de Guanajuato era de más de 1000:1 (Von Humboldt, 1966[1822]:83 y 85). Podemos comparar esa jerarquía con 102
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la británica de 1688, donde el rango de ingresos eclesiásticos era de 26:1 (ciertamente, esto se compensa al referirse por una parte al ingreso promedio de 26 lords espirituales y por otra parte a «clérigos de rango inferior»). Doscientos lords temporal británicos tenían un ingreso promedio de 400 veces el ingreso de un obrero o sirviente de exteriores (Maddison, 2007: table 5.9b) Es verdad que, como observó Von Humboldt, México y Nueva España eran extraordinariamente desiguales dentro de América Hispana. Los ricos en Lima, La Habana o Caracas eran mucho menos ricos, pero él no ofreció una comparación sistemática. No se sabe mucho —al menos no lo sabe este escritor— del desarrollo de la desigualdad en Latinoamérica en el siglo XIX y principios del siglo XX. Un estudio extraordinario, que usa datos de altura masculina de los registros de reclutamiento y pasaportes, muestra que la desigualdad vital creció fuertemente durante el Porfiriato mexicano; las masas se hicieron más bajas y la elite más alta (López-Alonso, 2007). En términos de la distribución de riqueza, Brasil al menos no compartía la experiencia europea-estadounidense de igualación del siglo XX. Para fines de esos años, la cuota en manos del decil más rico, 75%, era similar y probablemente un poco más alta que la cuota que poseían a fines de los siglos XVIII y XIX (Pochmann et al., 2005:28). La apropiación de bienes en manos de los ricos fue originalmente más pequeña en Brasil que en Inglaterra, donde el 5 por ciento superior mantenía 82-87 por ciento del patrimonio neto comercializable entre 1670 y 1925, pero solo el 38 por ciento en 1976-89 (Lindert, 2000: tabla 2). Lo que está claro, es que América Latina siguió el giro que se produjo en Europa y Estados Unidos después de 1980 hacia una mayor desigualdad. La década de 1970 fue una de igualación, luego esta se revirtió alrededor de 1980 y se aceleró hacia una mayor desigualdad en la década de l990 (Londoño y Székely, 1997:10ff). 3.1 Cambios de perspectivas El fin del siglo pasado también conllevó otros giros intelectuales de perspectivas sobre la desigualdad, además del desafío que planteaba el cambio inesperado en la distribución de ingresos. Los estudios de movilidad social intergeneracional y de (des)igualdad de oportunidad habían sido uno de los núcleos de la sociología puramente empírica, destacando las características comunes internacionales y variaciones menores en las sociedades industriales. Esta rama de la sociología estuvo siempre impulsada en gran medida por un interés en el cambio estructural industrial y por una 103
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preocupación por la distribución de sus oportunidades. Aunque aún se llevan a cabo, estos estudios parecen haber perdido ímpetu en las nuevas sociedad desindustrializadas. Entre estos estudios sigue siendo emblemático el monumental The Constant Flux (de l992) de John Goldthorpe y Robert Eriksson. Mapear topografías de la desigualdad social fue una preocupación central de oleadas y agrupamientos distintivos de los sociólogos del siglo XX, tanto amateur como profesionales. Podemos destacar cuatro grandes enfoques —aun si esto nos significa faltar a la justicia de todos los grandes esfuerzos que se han hecho al respecto—. Uno fue una corriente estadounidense prevaleciente que estaba interesada en la «estratificación social», concebida como ranking social o distribución de prestigio social. Emergió empíricamente en el período entre guerras, en estudios de pequeñas ciudades locales, con W. Lloyd Warner como su norte, y recibió formulaciones teoréticas claves de Talcott Parsons, Kingsley Davis y Wilbert Moore en la nueva sociología funcionalista de la década de 1940. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la ayuda de nuevas técnicas de encuestas de muestreo, mutó hacia imágenes nacionales de prestigio ocupacional, con Alex Inkeles y otros1. Una segunda corriente, de una minoría crítica, también con centro en Estados Unidos, estudios de elites de poder, fue iniciada a nivel local en «Middletown» por los Lynds en la década de 1920 y 1930 (Lynd y Lynd, 1937), y fue llevada a escala nacional por C. Wright Mills (l956), seguido por William Domhoff y otros. En tercer lugar, después de la Segunda Guerra Mundial en Gran Bretaña las distinciones de clase y las discusiones sobre estas constituyeron un deporte nacional de intereses de amplio alcance, desde el lenguaje de la clase alta versus la no-clase alta hasta la pobreza infantil, que atrajo a escritores free lance, además de sociólogos e historiadores sociales (Cannadine (1997) entrega un resumen breve y nítido, aunque no completo, hecho por un historiador consumado). Finalmente, hubo una ola neomarxista de mapeo de clase —con estructura ocupacional del capitalismo contemporáneo— integrada por intelectuales militantes además de académicos dedicados, destinado a encontrar y calibrar las fuerzas potenciales del cambio social radical. Tuvo su culminación en la década de 1970. Se elaboraron mapas de clase en casi todos los países desarrollados capitalistas, y Alemania Occidental llevó a cabo el proyecto extraacadémico más elaborado, el Projekt Klassenanalyse. Académicamente e internacionalmente, la cartografía por lejos Se puede recuperar un indicio de esa era en Lipset y Smelser, 1961:10-11 y parte 3.
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más influyente fue diseñada por Erik Olin Wright (l997) en la Universidad de Wisconsin en Madison, Estados Unidos. Actualmente, pero no necesariamente por siempre, todos estos esfuerzos han dejado de estar en el centro de atención. La estratificación suponía un consenso de ranking, local o nacional, que resulta sospechoso en las sociedades fragmentadas y segmentadas de hoy, aunque el término ahora también es usado por una corriente académica especializada, interesada en la movilidad social pero no en las clases (Treiman y Ganzeboom, 2000). Los estudios de elites de poder han perdido su esplendor, en un mundo donde el poder de los que firman acuerdos y hacen la guerra son expuestos públicamente, y también porque parecen no haber captado las instituciones y los procesos institucionales que mantienen a aquellos que son ajenos a la elite, como Barack Obama por ejemplo, en un curso institucional predeterminado. Entre los británicos aún sobrevive la fascinación por la clase, pero también su ambigüedad, ilustrada en el plan de 2011 de la BBC de emitir una nueva serie sobre el tema de clases de Upstairs and Downstairs. La pertinencia del análisis convencional marxista de clase se está desvaneciendo con el descenso central de la clase obrera industrial, y es cuestionada por la existencia de diferentes parámetros sociopolíticos en países (aún) periféricos como China, India, e incluso Brasil y México. En síntesis, los análisis sociales igualitarios están volviendo a la preocupación por la desigualdad, propia de la Ilustración, después de que la preocupación principal del siglo diecinueve y veinte fuera la de clase —pero con una herencia intelectual mayor, tanto del pasado reciente como de la historia de la modernidad.
4. Un campo de horizontes más amplios. El nuevo legado El saliente siglo XX hizo una contribución teorética extraordinariamente rica a los estudios de desigualdad, que a nosotros corresponde cosechar, a través del trabajo práctico, esto es, empírico. Una fue el avance del feminismo, como fuerza social y también como una corriente intelectual de alto calibre, de por ejemplo Juliet Mitchell (1966) hasta Martha Nussbaum (2000). Las dimensiones de género y sexo de la desigualdad —con gran deuda intelectual a Judith Butler (1990)— ya no pueden ser ignoradas. Los debates feministas también levantaron la pregunta de «diferencia» y su relación con la desigualdad.
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Otra, fue la introducción de la filosofía moral y social, liderada por John Rawls (1971) y profundizada y conectada a las ciencias sociales por Amartya Sen (1992, 2009). Rawls exploró las consecuencias sociales de largo alcance de la justicia como imparcialidad, un tropo clásico liberal anglosajón. Sen levantó y disecó la audaz pregunta «¿desigualdad de qué?» y argumentó a favor de «capacidad», «el poder de hacer algo» como la mejor respuesta a las preocupaciones de igualdad y justicia. La pobreza entonces significa la privación de capacidad, que puede operar de muchos modos, no solo por escasez de ingresos. A fines del siglo XX, la (des)igualdad se convirtió en un tema central de la filosofía. Ha enriquecido enormemente nuestro entendimiento de los temas. Hasta ahora la mayor interconexión se ha dado entre la filosofía y la economía, pero los sociólogos tienen mucho que aprender del discurso filosófico —los sociólogos lo han hecho en el pasado, por cierto. En el frente empírico, el desarrollo más reciente ha sido el de la epidemiología social o medicina social. Hemos aprendido de eruditos eminentes de epidemiología, como Richard Wilkinson (2005); Wilkinson y Pickett (2009); Marmot (2004), que, en cierta medida, incluso la desigualdad mata. Las hormonas de estrés generadas por organizaciones y disposiciones de inferioridad social incrementan la susceptibilidad a varias enfermedades, y aumentan la probabilidad de muerte prematura. Aquí hay una interrelación extraordinariamente importante de medicina y sociología, y frontera de investigación social, que es un área aún poco explorada. La teoría del sistema-mundo (Wallerstein, 1974) produjo un cambio mayor de perspectiva macro, al abrirnos los ojos al pensamiento y estudio sistemático de las interrelaciones en diferentes partes del mundo, en otras palabras la desigualdad global. La fascinación de la década de 1990 con la «globalización», si bien contenía a menudo una postura muy crítica de las nuevas desigualdades que se producían, generalmente carecía del fructífero, aunque tal vez demasiado rígido, enfoque sistémico de los estudios del sistema-mundo. El feminismo abrió las ventanas, pero también nos hemos enterado de las profundas heridas de desigualdad existencial y humillación en otros contextos. Desde personas pobres y discapacitados sujetos a tratamientos de «eugenesia», como la esterilización o la prohibición de casarse, a niños de padres «subválidos» que son sacados de sus familias y encajados al mundo blanco, de Escandinavia a las Antípodas, incluyendo deportaciones desde Gran Bretaña a Australia y Canadá.
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Mientras que la «raza» es una antigua categoría de la investigación de desigualdad angloamericana, la etnicidad se ha convertido recientemente en una categoría más amplia y central. Esto deriva de dos cambios sociales mayores. Uno es el surgimiento y la organización creciente, interconexión y asertividad de «Primeras Naciones» indígenas. El otro es la reanudación de la migración intercultural a gran escala de fines del siglo XX. La sociología es una disciplina ecuménica, y mucha de su fuerza yace en su apertura a muchos tipos de impulsos. Pero desde sí misma, ha hecho al menos dos nuevas contribuciones analíticas importantes. Una, desarrollada por Pierre Bourdieu (1979, entre muchos otros trabajos), es la de llevar la cultura hacia el centro de los estudios de desigualdad. En cierto sentido, esto era parte del programa estadounidense original de estratificación, pero Bourdieu le dio un giro característico de competitividad y conflicto. Sus conceptos más importantes son los de habitus y campo. Habitus proporcionaba un concepto para las disposiciones culturales-existenciales de los seres humanos. «Campo» delimitaba áreas de competencia cultural. La sociología de fines del siglo XX también argumentaba que tenía importancia analítica encontrar mecanismos de cambio o reproducción social (Hedström y Swedberg, 1998). Esto derivaba del pensamiento del fallecido James Coleman, pero se extendía más allá de su multitud, que era elegida racionalmente. Charles Tilly (l998) lo llevó a un penetrante análisis de desigualdad categórica duradera. 4.1 Lecciones de un sociólogo Las contribuciones extremadamente abundantes y diversas vistas anteriormente, son en la mayoría de los casos el resultado intelectual de la vibrante cultura radical de fines de la década de 1960, de «1968», derivadas de los aspectos utópicos y miméticos del último. Para el estudio de la desigualdad en el siglo XXI podemos obtener al menos tres amplias lecciones de ellas. Primero, la complejidad y multiescalaridad de la desigualdad, además de su importancia moral y social central. La desigualdad tiene que ser abordada como un fenómeno multidimensional, y sus implicaciones morales no debieran ser tomadas como un punto de partida natural de estudio. Es necesario seguir explorando sus ramificaciones de largo alcance, y reflexionar sobre ellas. La desigualdad también opera en varios niveles, desde el hogar o institución, hasta el nivel de globalidad. Segundo, la importancia de buscar mecanismos causales generales, que sean capaces de llevarnos más allá de explicaciones ad hoc hacia un 107
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entendimiento más sistemático de cómo se produce y reproduce la desigualdad, y del cómo se puede obtener más igualdad. Tercero, es crucial trascender el monoculturalismo metodológico. Hay que introducir los nuevos conocimientos de medicina y psicología en los estudios sociales. Se debe propiciar que entre los muros de sus facultades, los estudios sociales se tornen hacia las investigaciones transdisciplinarias. Ya se ha desarrollado una interacción fructífera entre economistas y sociólogos con respecto al funcionamiento distributivo de los mercados de trabajo. El interés reciente de las ciencias políticas en la (des)igualdad política podría estimular una atención más sistemática al poder y la política en trabajos empíricos teoréticos y microsociales2 sobre desigualdad.
5. ¿Desigualdad de qué? Tres dimensiones básicas de desigualdad La diferencia entre una diferencia y una desigualdad es, primero que todo, que la última presupone algún tipo de característica compartida. Dos hombres pueden ser desiguales, pero un hombre y un rayo de luna solamente son diferentes. Segundo, al partir de la base de ciertas características en común, la desigualdad implica una ruptura evaluativa de estas características. Tal evaluación puede ser cognitiva o performativa, por ejemplo referida a dos estudiantes desiguales. Sin embargo, el sustantivo «desigualdad» deriva, por lo general, de alguna característica común normativa. Por tanto, y en tercer lugar, la desigualdad se refiere a la violación de una norma de igualdad. Es por eso que se convirtió en un concepto social y político recién en la Ilustración, junto al presupuesto de características comunes básicas e igualdad de los seres humanos. Anteriormente, el cristianismo y el islam ya tenían el principio de igualdad básica entre las almas humanas. Pero si bien esto a veces conllevó consecuencias muy importantes a este lado del cielo y el infierno —como el resultado de facto, si bien oficialmente inconcluso de la disputa teológica de Valladolid en l550-51 en el sentido de que los indios americanos tenían almas, y por tanto, no debían ser tratados como animales o esclavos sino que como humanos (Elliott, 2006:72, 76-77)— siguió siendo fundamentalmente un concepto teológico, que por lo general, no tiene consecuencia en las disposiciones sociales entre humanos. Cuarto, el tipo de desigualdad que nos concierne aquí es una construcción social, otro descubrimiento de la modernidad, y no se refiere a desigualdades naturales,
2
Ya es una vieja tradición considerar políticas macro, como políticas e instituciones estatales. 108
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por muy crueles e injustas que puedan parecer, como por ejemplo la que existe entre ciegos y videntes. Sin embargo, la norma de igualdad que subyace a la preocupación de desigualdad no es absoluta ni a menudo, muy explícita. ¿Cómo podemos entonces comprender la desigualdad? No necesitamos una norma absoluta de igualdad, podemos atenernos a un discurso relacional y comparativo de más o menos (des)igualdad, al comparar condiciones y programas de cambio (cf. Sen, 2009:94ff). Para determinar qué tipos de desigualdad importan, debiéramos hacernos una pregunta fundamental sobre la condición humana. ¿Cómo es ser un ser humano? (Sen, 2009:414). ¿Qué tipos de igualdad se requieren para que cada uno de nosotros sea un ser humano en la misma medida, con nuestros físicos distintos y nuestros intereses y valores diferentes? La respuesta de Sen es que se necesita una igualdad de capacidad para hacer las cosas que queremos. Es una buena respuesta filosófica, hasta donde yo sé la mejor disponible, pero es demasiado filosófica para ser un enfoque útil para la investigación empírica, y de políticas de cambio. El enfoque de Sen ha sido especificado en los Informes sobre Desarrollo Humano de la ONU y su Índice de Desarrollo Humano, que se componen de esperanza de vida, educación e ingreso (PIB). Pero parece haber sido cuadrado para hacerlo calzar para reportes internacionales estandarizados, y demasiado limitado para un programa de investigación sobre desigualdades. Si partimos nuevamente de la pregunta ¿cómo es ser un ser humano?, parece haber al menos tres respuestas indisputables: Los seres humanos son organismos, cuerpos, susceptibles al dolor, sufrimiento y muerte. Los seres humanos son personas, que viven sus vidas en contextos sociales de significado. Los seres humanos son actores, capaces de actuar en busca de objetivos o metas. De esto podemos deducir tres tipos de desigualdad. 1. Desigualdad vital, que se refiere a las oportunidades de vida desiguales para seres humanos, de construcción social. Esto se estudia evaluando índices de mortalidad, expectativa de vida, expectativa de salud (expectativa de años de vida sin enfermedades serias), y varias otras indicaciones de salud infantiles, como peso al nacer y crecimiento corporal a cierta edad. También se usan sondeos de hambre. 2. Desigualdad existencial, de la capacidad o grados asignados de libertad de las personas. Este es un concepto que aún no ha adquirido 109
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derechos burgueses reconocidos por la comunidad sociológica. Sin embargo, se han estudiado y se estudian varias de sus manifestaciones, las mujeres limitadas y confinadas por el patriarcado y el sexismo, pueblos colonizados, inmigrantes y minorías étnicas, personas con minusvalías y discapacidades, homosexuales limitados por heterosexuales intolerantes, castas «contaminadas» por otras superiores, los que ocupan los peldaños más bajos de la mayoría de las jerarquías. Los ejemplos abundan. Y todos se refieren a distribuciones desiguales de autonomía personal, reconocimiento y respeto, a la negación de una igualdad existencial de personas humanas. Se puede medir y comparar observando disposiciones institucionales —incluso revisando discursos oficiales—, patrones de interacción social, prácticas de quienes ostentan el poder y el conocimiento experto, como los médicos; y recurriendo a la experiencia personal, a través de sondeos, además de entrevistas cualitativas. 3. Desigualdad de recursos, que provee a los actores humanos recursos desiguales para su actuar. Aquí podemos distinguir dos aspectos: a) Bases, «capitales» para utilizar: Ingreso, riqueza Cultura, educación Contactos sociales o «conexiones» Poder. Hasta ahora, la desigualdad de poder solo se incluye rara vez en los estudios y análisis de desigualdades sociales. Pero es ciertamente pertinente, y en Latinoamérica el poder armado ha sido un recurso muy importante de acción social. b) Acceso a oportunidades, referido a condiciones de posibilidad. El grado de importancia que tiene esto para los actores humanos se puede estudiar mejor a lo largo del tiempo: Como trayectorias del transcurso de vida, y Como movilidad intergeneracional. Las tres dimensiones interactúan y están entrelazadas, y debiera asumirse que siempre lo hacen, sin olvidar que son irreducibles unas a otras. No se refieren solamente a dimensiones distintivas de desigualdad humana. Cada una tiene su propia dinámica, y las dimensiones no varían al mismo tiempo. Por ejemplo, en los países ricos, la desigualdad de ingreso a nivel nacional declinó fuertemente desde fines de la Primera Guerra Mundial 110
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hasta alrededor de l980, mientras que la desigualdad vital —en el Reino Unido, que tiene las mejores cifras en esta estadística—, medida como los índices de mortalidad entre los 20 y 44 años entre las diferentes clases ocupacionales, en realidad creció entre 1910-12 y l970-72 (Therborn, 2006: tabla 1.12). O el lugar de Latinoamérica en el mundo: si bien es la región más persistentemente desigual del planeta en términos de recursos económicos, durante mucho tiempo ha habido mucho menos desigualdad existencial ahí que en, por ejemplo, Asia del Sur, con ciudadanos amerindios en vez de «intocables» y castas contaminantes, y con patriarcados más débiles y ahora en gran parte erosionados, que en cambio aún reinan en la mayor parte del sur de Asia.
6. La producción de la (des)igualdad La desigualdad puede darse de diferentes maneras. De hecho, es posible identificar un pequeño número, parece que cuatro es suficiente, de procesos recurrentes, de mecanismos sociales a través de los cuales esta se produce y reproduce en una variedad infinita de contextos. Para cada uno de estos procesos o mecanismos hay un opuesto correspondiente, que funciona en la dirección contraria. Estrictamente hablando, aquí no nos concierne tanto una igualdad o desigualdad absolutas. Un mecanismo de producción de desigualdad lleva a más desigualdad, y uno que produce igualdad lleva a menos de lo anterior, o más igualdad. 1. Distanciación, eso es, ir adelante o quedarse atrás, versus reconciliación, o recuperar terreno. Esto no debiera ser interpretado necesariamente en términos de logro individual, ya que a menudo se pone en movimiento desde un acceso privilegiado a oportunidades, ya sea a través de información, conexiones, formación o experiencia previa. La denominada curva de Kuznets estaba basada en distanciación seguida de reconciliación. 2. Exclusión e inclusión, procesos que debieran ser tomados como variables, de levantar o bajar barreras además de cerrar o abrir puertas. Ciudadanía es tanto incluir a algunas personas en esta, como excluir a otros. La discriminación es exclusión, por ejemplo por cuotas u oferta de educación adicional focalizada. 3. Jerarquización vs. apoderamiento. Ya no hay una jerarquía que penetre toda una sociedad, como sucedía alguna vez con las castas en India o la herencia en Europa, pero la jerarquía sigue siendo una 111
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característica principal de las organizaciones formales, aunque han sido cuestionadas. Los subalternos se han visto empoderados por los sindicatos, por esquemas de consulta, a veces por intervenciones judiciales contra maltrato y acoso. 4. Explotación vs. redistribución. La explotación puede ser definida como la situación en que los recursos de A son producidos por los esfuerzos o el sacrificio de B. Pero en el proceso de trabajo de una empresa, ¿cuánto es intercambio de sueldos a cambio de trabajo, y cuánto es explotación? Si no crees en la teoría del trabajo del valor, es difícil contestar esa pregunta. Es mejor dejarla abierta para debate. Es importante mantener en mente que la redistribución, de parte de la nación-Estado, se convirtió en un mecanismo de distribución muy importante en la segunda mitad del siglo pasado, en Europa y América del Norte, aunque poco en Latinoamérica y el resto del mundo. Los mecanismos tienen diferentes implicaciones morales y políticas, por tanto su aplicación es fuertemente controvertida. ¿Fue el surgimiento de Europa, y luego Estados Unidos en el mundo, resultado de que ellos se abrieron paso sobre su revolución industrial y científica; o se debió sobre todo a una explotación despiadada de Latinoamérica y otras partes del mundo? La explotación es el único mecanismo que es virtualmente indefendible dentro de un discurso racional, universalista. Tiene que ser negada. Se puede defender la jerarquía como un mecanismo de eficiencia, y la exclusión como solamente el otro lado de la inclusión. A la inversa, la distanciación es el mecanismo que es más difícil, aunque no imposible, de atacar basado en la igualdad, desde un punto de vista comunitario. El gran aumento de la desigualdad dentro del núcleo del capitalismo en décadas recientes es principalmente el resultado de la distanciación financiera, lo que puede explicar por qué ha recibido tan poca oposición. También es importante poner atención a los aspectos sicológicos de los procesos mencionados. Eso es, cómo afectan la imagen de sí mismo y la autoconfianza de los actores. Sus efectos sicológicos son parte muy importante de los efectos acumulativos de los mecanismo de distribución, que crean espirales negativos de temor, inseguridad de sí mismo, pérdida de oportunidades, fracasos, o bien positivos, de confianza en sí mismo, toma de riesgos, entusiasmo por probar nuevas oportunidades, éxito, recompensas y autoestima.
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7. Un marco explicativo Los mecanismos son importantes porque nos muestran cómo se producen las cosas y cómo estas, por ejemplo las desigualdades existentes, se pueden cambiar. Pero no son explicaciones suficientes porque obtienen su energía y su fuerza de otro lado. Es este «otro lado» lo que intentaremos al menos abordar. Hay tres grupos de variables explicativas que parecen ser cruciales: 1. Historia global Si está hecho adecuadamente, esto debiera incluir la geología sociocultural del mundo o región actual (Therborn, 2011: ch.1). En el caso de Latinoamérica, esta historia se podría concentrar primero en las instituciones y patrones étnicos y sociales de la conquista, y la distribución colonial de los derechos de minería y uso de la tierra. Luego, podría seguir con la ubicación del subcontinente independiente en las esferas de interés británico, francés y estadounidense. La ubicación en el sistema-mundo puede ser otra forma de resumirlo. 2. Procesos globales actuales 2.1 Flujos de comercio, capital, personas, información (incluyendo todo tipo de ideas) y materia (como sustancias contaminantes). Los flujos de capital han tendido a incrementar la desigualdad en los países receptores, mientras que los de comercio parecen no haber tenido efectos distributivos sistemáticos. 2.2 Implicación de instituciones globales-nacionales, con la ONU (por ejemplo la Conferencia sobre la Mujer en México, l974), y con el FMI/ Banco Mundial. Generalmente, estas han tenido efectos opuestos sobre la desigualdad, la participación con la ONU ha disminuido la desigualdad existencial de género, con el FMI/BM ha aumentado la desigualdad de recursos de ingreso. 2.3 Acción, conjunta o imperial, actualmente de poco efecto distributivo, pero la geopolítica transnacional de la Guerra Fría mostró que puede ser significativa. 3. Procesos nacionales Actualmente, todos estos procesos se ven afectados por los desarrollos internacionales, pero su persistente variación internacional demuestra que tiene carácter nacional con gran resiliencia.
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3.1 Demografía, particularmente la tasa de natalidad 3.2 Rendimiento económico (crecimiento) 3.3 Política —poder y fuerzas sociales— y políticas de distribución3.
8. Posibilidades de igualación Suponiendo que estamos interesados en mayor igualdad, ¿qué posibilidades hay? Debiéramos fijarnos en: a) Fuerzas de demanda Las alianzas laboristas y popular-laboristas han sido la fuerza distributiva más importante, y más generalizada globalmente, aunque se han dado con más fuerza en Europa occidental. En Latinoamérica han sido a menudo enclavadas y aisladas o acorraladas desde arriba, lo que es efecto de la estructura de clase de la región, que carece de un centro industrial fuerte. Pero fueron decisivas en la Argentina peronista, y fueron el núcleo de la original y finalmente de la exitosa coalición de Lula en Brasil. El feminismo ha sido un movimiento importante de igualdad existencial de género, con más influencia en Norteamérica, Oceanía y Europa noroccidental. En todas las olas en la historia del feminismo internacional, el movimiento se ha manifestado más tardíamente y con mayor debilidad en Latinoamérica. Durante mucho tiempo, los movimientos étnicos y raciales tomaron básicamente forma de rebeliones breves, que generalmente fueron aplastadas. El movimiento de los derechos civiles de Estados Unidos de la década de l960 inició un ciclo internacional nuevo, de organización y acción colectivas sostenidas. En partes de la región, tales movimientos han modificado el panorama político, de forma decisiva en Bolivia en las décadas de l9902000, de forma muy importante en Ecuador desde la década de 1990, de forma significativa pero en enclaves en el resto de Latinoamérica del 2000, desde Chile a México. Es improbable que los movimientos de la clase obrera se fortalezcan en la mayor parte de las Américas (al igual que en Europa). La influencia del feminismo progresivo —en oposición al de políticas femeninas de derechas— está actualmente en declive. Únicamente en un par de países —Guatemala y Perú— se puede prever una corriente igualitaria mayor, no solamente sectorial, sino también con base étnica. ¿Hay posibilidad de que se dé alguna nueva alianza cívica para la igualdad? No Ver más Therborn (2006), con evidencia empírica respecto a esto.
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es inconcebible, frente a las experiencias de movilizaciones de derechos humanos y de debates sociales y la evidente disfuncionalidad económica y social de las desigualdades existentes. Sin embargo, tampoco hay mucha evidencia como para hacer tal predicción. b) Fuerzas de suministro No toda reforma igualitaria ha tenido que ser arrebatada de los dientes a una rapaz clase dominante. A veces las fuerzas de suministro han venido desde arriba. Una variante básicamente europea y japonesa ha sido un sentido de noblesse oblige, el toryismo a favor de la nación en Inglaterra, y/o cálculos de los beneficios de la cohesión nacional. En Latinoamérica, que ha carecido mayormente de una clase alta segura, este fenómeno ha sido escaso. En cambio, América Latina desarrolló una variedad más plebeya, pero aún vertical, con el populismo nacionalista. Vargas en Brasil y Cárdenas en México pueden ser considerados los clásicos de la década de 1930, Perón como el clímax de fines de la década de l940, y Chávez como el principal defensor de esta tradición. Pero el carácter vertical, autocrático y personalista del típico populismo nacionalista presupone limitaciones tanto a su sustentabilidad como a su igualitarismo. En Latinoamérica, la igualdad probablemente tendría mejores posibilidades si los movimientos sociales fueran enfrentados con cierto igualitarismo desarrollista-administrativo. c) Condiciones favorables Podemos identificar, retrospectivamente, las condiciones que han resultado propicias para la igualación. Guerra total o la amenaza de esta: las dos guerras mundiales destruyeron gran parte de la riqueza acumulada, y fue el segundo conflicto el que generó luego el Estado de Bienestar británico. La Guerra Fría, con su desafío comunista y su amenaza de un nuevo orden que requiriera movilización popular completa, desató políticas radicales de redistribución, incluyendo el respaldo estadounidense a profundas reformas agrarias en Japón, Corea del Sur y Taiwán. La depresión de la década de l930 acabó con gran parte de la riqueza especulativa capitalista, lo que contribuyó significativamente a la igualación. Aún está por verse si el reciente pinchazo a la burbuja financiera tendrá efectos distributivos duraderos. 115
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Latinoamérica estuvo en gran medida fuera de las guerras mundiales, y fue afectada más periférica que centralmente por la Gran Depresión. La Guerra Fría sí engendró la reformista «Alianza por el Progreso» en la estela de la Revolución cubana, pero fue luego absorbida y reemplazada por respuestas represivas. Como vimos anteriormente, los datos brasileños indican que los momentos más importantes de igualación en el Atlántico Norte eludieron a Latinoamérica. En las décadas de l950-l960, la desigualdad de ingresos en realidad creció en Latinoamérica (Cornia y Martorano, 2010:2). Casi no se vislumbran condiciones particularmente favorables, pero la última década ha mostrado que la prudencia financiera, con regulación, términos favorables de comercio y la mantención de condiciones de competitividad internacional entregan espacio considerable para hacer reformas. Las fuerzas de suministro y demanda de igualdad finalmente se encuentran en el Estado nacional y su disposición y capacidad para redistribuir. Los estados latinoamericanos son claramente deficientes en esta tarea en comparación con los de Europa occidental, incluyendo la Europa latina, e incluso en comparación con Estados Unidos. Tabla 1. Redistribución estatal del ingreso, desde principios a mediados 2000. Coeficientes de Gini antes y después de impuestos y transferencias del Estado Antes de impuestos y transferencias
Después de impuestos y transferencias
Argentina (l998)
0.51
0.40
Bolivia
0.44
0.41
Brasil (l997)
0.56
0.49
Colombia
0.53
0.50
México
0.49
0.45
Alemania
0.44
0.28
Suecia
0.49
0.23
EE.UU.
0.46
0.34
Fuente: Cornia y Martorano (2010: tabla 8).
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La redistribución estatal puede ser un mecanismo muy poderoso, incluso bajo condiciones capitalistas. Antes de esta, Suecia es tan desigual como México, pero la redistribución pública elimina más de la mitad de la desigualdad de ingreso de mercado, en México solo el 8 por ciento. Incluso la administración de Bush, de Estados Unidos, era más redistributiva que cualquier gobierno latinoamericano, al reducir la desigualdad de ingreso en casi un cuarto, en comparación con 22% en Argentina y 19% en Costa Rica.
9. Las desigualdades de Latinoamérica en el mundo de hoy Las múltiples dimensiones de la desigualdad se manifiestan también en la posición de Latinoamérica en el mundo. Esta es la parte del mundo más desigual con respecto a ingresos; un legado colonial, que básicamente no se ve afectado por la masiva igualación que se produjo en Europa y Norteamérica en los primeros dos tercios del siglo XX, aunque sí participó en la igualación del Atlántico de la década de l970 (Londoño y Székely, 1997: figura 1). Pero la región no es la más desigual con respecto a desigualdad vital, ni a la distribución de educación. El último Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD (2010a: ch.5) ha hecho algunas nuevas mediciones complejas pero reveladoras de desigualdad. Se ha calculado en qué medida las distribuciones desiguales reducen el valor de bienestar de los promedios nacionales del Índice de Desarrollo Humano y de los componentes de su índice nacional de ingreso, expectativa de vida y educación. Las cifras de porcentajes absolutos que resultan de estas compilaciones sofisticadas están abiertas a discusión, y dependen significativamente de ciertas suposiciones metodológicas. La principal relevancia de estas medidas es lo que nos dicen de las desigualdades relativas entre las grandes regiones del mundo.
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Tabla 2. La pérdida de bienestar por distribución desigual. Porcentaje de los valores de índice de desarrollo (2010) Índice expectativa de vida
Índice educacional
Índice ingreso nacional
Latinoamérica y el Caribe
15
22
38
África subsahariana
42
34
26
Estados Árabes
22
43
18
Asia del Este y del Pacífico
16
21
27
Europa oriental y Asia Central
14
12
16
Asia del Sur
30
41
18
OCDEa
5
6
20
Región
Nota: a) Excluyendo miembros menos desarrollados, como México (Latinoamérica) y Turquía (Europa del Este). Fuente: PNUD (2010a:155).
Mientras que en todos los aspectos es mucho más desigual que el mundo desarrollado, que aquí está representado por el club de la OCDE (Norteamérica, Europa occidental, Japón, Corea del Sur y Australia principalmente), entre las partes menos afortunadas del mundo Latinoamérica sobresale solo por su desigualdad de ingresos. Dentro de la región, las mayores pérdidas de bienestar por distribución desigual se encuentran en Bolivia y Nicaragua, según las mediciones del Índice de Desarrollo Humano. Las pérdidas más pequeñas están en Uruguay, Argentina y Chile (PNUD 2010b: Chart 2.13). Parte importante de la desigualdad vital en Latinoamérica está en la división entre la población indígena y el resto, no tanto así los descendientes de africanos. A principios de la década del 2000, esa brecha en mortalidad infantil era más grande en Panamá, Ecuador, Venezuela y Paraguay (UN, 2008: tabla III:2)4. Aún no se reúnen sistemáticamente datos sobre la desigualdad existencial. En las jerarquías sociales —con una distinción por raza— de la región, esperaríamos que fuera importante hacerlo. Aunque hay más uniones interraciales en Latinoamérica que en Estados Unidos o el Reino No hay datos para Perú, otro de los sospechosos.
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Unido, su «mercado erótico-afectivo» está impregnado de imaginería y jerarquía racial. «Indio» se usa a menudo como estigma, sinónimo de «flojo» y «sucio» (Wade, 2008: ch. 4). Sin embargo, también es cierto que recientemente se han producido oleadas enérgicas de igualación. Tras la Conferencia de la ONU sobre Mujeres en México en l974, las leyes e instituciones patriarcas fueron desmanteladas en masa en las décadas de l980 y l990, como parte del proceso general de democratización (Therborn, 2004:102ff). Aunque aún hay más desigualdad de género en Latinoamérica que en Europa Latina (PNUD, 2010a: tabla 4), las relaciones entre hombres y mujeres y entre generaciones son mucho menos desiguales que en África y Asia. La dirección de género de desigualdad vital también es notable. En Latinoamérica, los niños tienen mayor riesgo de malnutrición crónica que las niñas (ONU 2008:67-9). Los pueblos indígenas también han sido capaces de dar grandes pasos hacia adelante desde la década de l990. Nina Pacari, una exitosa abogada india y política de Ecuador, quien fue ministra de exteriores durante algunos años a principios de la década del 2000, ha dado algunos ejemplos acerca de dónde tuvo que empezar en su juventud, cuando le negaban el acceso a hoteles, restaurantes, piscinas —no por instituciones segregacionistas, sino por la exclusión informal de indios— y era regañada por hablar quichua en el bus (De la Torre, 2008:280). La desigualdad de ingresos en Latinoamérica no debiera ser considerada solo por su tamaño. En el mundo del 2000, Latinoamérica es la única región donde la desigualdad está disminuyendo, aun cuando sigue siendo más alta que en otros continentes. Las únicas excepciones son Guatemala, Colombia y Honduras. Entre 2002 y 2008, los mayores progresos se dieron en Venezuela y Argentina (CEPAL, 2010:187). Las medidas más efectivas han sido reducir la desigualdad en educación y subir el sueldo mínimo, favorecidos por los términos internacionales de comercio, que la crisis financiera de 2009 no parece vaya a deshacer (Cornia y Martorano, 2010:33). Por tanto, el cambio igualitario es posible en Latinoamérica. Los movimientos feministas y étnicos han sido las fuerzas principales de tal cambio, y de momento está entre las prioridades de las agendas institucionales-intelectuales (UNDP, 2010b; CEPAL, 2010) y gubernamentales, de Argentina a Venezuela. Pero debiéramos prestar atención a un enorme obstáculo estructural al que se enfrentan los partidarios de la igualdad —además de las fuerzas usuales de capital, nacional y global—. Este obstáculo es la doble debilidad del Estado nacional, su debilidad como 119
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institución pública —que debiera tener como objetivo el servicio y la redistribución (tabla 1 arriba)— en vez de ser un instrumento particularista de privilegio y violencia, y la debilidad de la nación, que debiera funcionar como una comunidad social. Esta realidad se ve expresada en las enormes disparidades sociales y económicas en el espacio nacional social, y a lo largo de los territorios de distintas naciones. Esto se podría medir de muchas formas, pero como pasa a menudo, los datos de ingresos son los más fáciles de conseguir. Tabla 3. Desigualdades por territorio de PIB per cápita entre las provincias más ricas y más pobres de naciones, y entre algunas naciones. Ratios de ingresos, 2005-10 Provincias nacionales superiores-inferiores
Ratios de ingresos
Argentina
8.1
Bolivia
3.6
Brasil
9.2
Chile
4.5
Colombia
4.9
México
6.1
Perú
7.8
Francia
2.0
Italia
2.0
España
1.9
Naciones relacionadas UE: Países Bajos-Bulgaria
3.65
Francia-Argelia
4.1
Alemania-Turquía
2.6
España-Ecuador
3.75
Fuente: provincias nacionales: CEPAL, 2010: tabla IV:1; naciones: UNDP, 2010a: tabla 1.
Las diferencias dentro de las naciones en Latinoamérica no son solamente mucho más altas que en Europa, también lo son entre los 27 países de la UE, y entre los polos de las cadenas de inmigración internacional más importantes de Europa.
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La diagonal que va del suroeste a noreste del Atlántico, que alguna vez fue la ruta por la que se transportaban hacia Europa la plata y el oro saqueado en Latinoamérica, ahora conecta a una de las partes más desiguales del mundo —en ingresos la más desigual— con la menos desigual, en particular la zona al este de las islas británicas, al oeste de Polonia, y al norte de los Alpes. Darle sentido o explicar estos polos que están unidos, y sugerir medios para superar esta brecha oceánica, constituye un desafío fascinante y demandante.
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Asimetrías, diferencias, interdependencias: regímenes de desigualdad en América Latina Sérgio Costa*
Las desigualdades sociales han sido investigadas convencionalmente como procesos sincrónicos dentro del marco de las fronteras nacionales y articuladas por el concepto de clase. Esto significa que la investigación establecida no ha considerado adecuadamente las dimensiones históricas y los entrelazamientos globales o las interconexiones entre clase y otras clasificaciones sociales que moldean las desigualdades existentes. Algunas contribuciones recientes intentan corregir estas deficiencias analíticas a partir de diferentes perspectivas. Con el objetivo de superar el nacionalismo metodológico, un primer grupo de contribuciones se ha venido concentrando en las articulaciones entre las estructuras de desigualdades nacionales y globales, mostrando cómo dichas desigualdades corresponden a entrelazamientos entre procesos sociales observados en diferentes niveles geográficos: local, nacional, global. Un segundo grupo de contribuciones ha venido investigando cómo las desigualdades sociales surgen en las intersecciones entre diferentes adscripciones, particularmente raza, clase, género y etnia. Este artículo presenta un breve resumen de los debates en ambos campos, así como un conjunto de recursos para superar las actuales deficiencias de la investigación sobre tales desigualdades interdependientes. Sérgio Costa es profesor titular de Sociología del Instituto de Estudios Latinoamericanos y del Instituto de Sociología de la Freie Universität Berlin, Alemania. Versiones preliminares de este artículo fueron publicadas en portugués (Costa, 2012a) e inglés (Costa, 2013). Se agradece a Alexander Araya la traducción al castellano.
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Con el fin de ilustrar cómo algunos de estos recursos operan analíticamente, la segunda mitad del artículo discute el caso de las desigualdades sociales que afectan a los afrodescendientes en América Latina.
1. Desigualdades sociales e interdependencia La investigación latinoamericana ha prosperado de maneras diferentes tanto en el campo de estudio de las interdependencias entre desigualdades observadas en diferentes regiones del mundo, como en el campo de las relaciones entre diferentes ejes de estratificación social. Mientras que la investigación sobre las interdependencias entre distintas categorizaciones sociales ha llevado a lo largo de las últimas décadas a una acumulación de hallazgos importantes, la investigación sobre los entrelazamientos entre estructuras de desigualdad en diferentes regiones del mundo ha evolucionado en menor grado. Este campo tiene un importante precursor en la teoría de la dependencia (Cardoso y Falleto, 1969). No obstante, desde la década de los ochenta, la investigación sobre desigualdad en América Latina fue dominada cada vez más por abordajes econométricos que sirvieron para direccionar el enfoque analítico para una perspectiva centrada en el Estado-nación. En la próxima sección, presento un panorama de ambas áreas de investigación buscando vislumbrar sus varios estados de avance: así, las observaciones sobre las interdependencias entre los diversos ejes de estratificación se concentran en la discusión en y sobre América Latina. Las interdependencias entre diferentes regiones aún están situadas en el contexto del debate internacional más amplio.
2. Ejes de estructuración de desigualdades: clase, raza, género y etnia En América Latina, la investigación sobre las interrelaciones entre raza/ etnicidad y clase han sido realizadas al menos desde la década de 1930. Las obras de sociólogos americanos sobre relaciones raciales en Brasil son, aquí, particularmente dignas de mención. El primer estudio sistemático puede ser acreditado a la tesis de doctorado de Donald Pierson, académico de la Escuela de Chicago, quien realizó su investigación de campo en Salvador, Bahía, entre 1935 y 1937. Pierson (1942) concluye que las desigualdades observadas por él podrían ser mejor entendidas a partir de la categoría de clase. La cuestión de discriminación racial es tratada por él
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como una cuestión accesoria, esto es, como una «deformación» individual sin mayor relevancia sociológica. Teniendo en cuenta esta menor importancia atribuida a la discriminación racial, el estudio de Pierson se concentra en la diferencias entre casta y clase. Él estaba interesado principalmente en demostrar que las desigualdades sociales en Brasil no son reproducidas por un rígido sistema de castas basado en el color, sino que este país habría conseguido establecer una sociedad de clases multirracial en la que la movilidad social ascendente era posible, a pesar de las adscripciones racistas residuales. Años después, Wagley (1952:148s) corroboró las conclusiones de Pierson en relación a la desaparición de castas raciales, aunque no sin añadir la siguiente observación: Con pocas excepciones, las personas da clase alta en Brasil son caucásicas en apariencia física [...]. El criterio de raza se torna extremadamente decisivo en la determinación de la posición social.
Marvin Harris (1956) desarrolló este punto de vista, concluyendo que en su área de investigación, Minas Velhas, también localizada en Bahía, las supuestas habilidades y talentos de la población en estudio podrían ser situadas en una escala de acuerdo con la categoría de «color de piel»: entre «más blanco» era categorizado un individuo, mayor la probabilidad de que habilidades y talentos positivos le sean atribuidos. Sin embargo, Harris hace dos constataciones fundamentales: En primer lugar, él argumentaba que las categorías de racialización asociadas al color debían ser colocadas en una escala gradual, en vez de constituir dos polos binarios entre grupos de blancos y negros clasificados de acuerdo con la ascendencia. Para Harris, una escala gradual como esta tenía una enorme importancia, una vez que definía características fenotípicas de manera tal que no solamente los blancos, sino que también los negros, podían usar la escala para afirmar superioridad sobre otros que eran categorizados como más oscuros. En segundo lugar, Harris se refiere a la falta de una superposición simple e inmediata de las categorías de raza y clase. O sea, a pesar de la importancia de los trazos físicos para la construcción de adscripciones sociales, y, por tanto, para la definición de la posición social de un individuo o grupo, este aspecto compite con otros factores. A pesar de que las características físicas nunca sean totalmente neutralizadas en dicha escala, ellas reciben mayor o menor peso
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dependiendo de la situación de un determinado individuo, en relación con otros factores que son relevantes en las clasificaciones existentes: No hay papel de estatus para el Negro como Negro, ni para el Blanco como Blanco, excepto en la cultura ideal. La raza es apenas uno de varios criterios, los cuales determinarán como la masa de otros individuos realmente se comportará con él. En otras palabras, riqueza, ocupación y educación, los otros tres grandes principios de clasificación, tienen hasta un cierto punto el poder de definir la raza. Es debido a este hecho que no hay ningún grupo socialmente importante en Minas Velhas que sea determinado puramente por características físicas (Harris, 1956:126).
En su estudio comparativo sobre Brasil y los Estados Unidos, Degler (1976:232s, originalmente 1971) concuerda con la afirmación de Harris de que tener «piel negra» representa tanto una barrera para la movilidad social ascendente, así como un motivo de segregación. De acuerdo con Degler, lo que distinguía a Brasil de los Estados Unidos en ese momento era lo que él llamaba «válvula de escape del mulato». El creía que la presencia de «mulatos» que eran tenidos como «socialmente aceptables» borraba la «frontera del color». Este aspecto, y al contrario de lo que ocurría en los Estados Unidos, la grande presencia social de «mulatos», complicaba la idea de una «raza blanca» y una «raza negra» como un atributo de amplio espectro capaz de ofuscar todas las demás características. Con todo, este aspecto no impedía ni el avance ni la circulación continua de ideas y prácticas racistas1. Desde la década de 1980, nuevas generaciones de científicos sociales norteamericanos y brasileños formados en los Estados Unidos han examinado las relaciones entre blancos y negros en Brasil, concentrándose principalmente en la categoría de raza. Esta perspectiva teórica y metodológica, conocida como «estudios raciales», representa actualmente el paradigma de investigación hegemónico de estudios sociológicos sobre el racismo en Brasil (ver Hanchard, 1994; Telles, 2003). El grupo de investigación de la Universidad de São Paulo reunido en torno al sociólogo Florestan Fernandes y que incluía en dicha ocasión a los entonces doctorandos F.H. Cardoso y O. Ianni llega también a resultados que evidencian la influencia de las adscripciones raciales sobre las diferencias sociales (Cardoso, 1962; Cardoso/Ianni, 1960; Ianni, 1966). La propia investigación de Florestan Fernandes en São Paulo (Bastide/Fernandes, 1959; Fernandes, 1965) también ha demostrado la importancia del análisis de las prácticas racistas para explicar la desigualdad social en Brasil (ver Guimarães, 2002).
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Dentro de este marco, el uso de la categoría de raza como recurso analítico es legitimado por medio de la constatación de que hay desigualdades sociales que son producto directo de las prácticas racistas. Basando su trabajo en indicadores sociales, los representantes del campo de los estudios raciales enfatizan que las desigualdades raciales en Brasil siguen patrones birraciales comparables a las categorizaciones que son usadas en los Estados Unidos. De acuerdo con esta visión, la movilidad social es estructurada, efectivamente, en torno de una jerarquía bipolar, a pesar de la realidad de muchos colores de piel diferente que moldean la percepción que un individuo tiene de sí mismo y de su entorno (Costa, 2006). Para fines de este artículo, dos distinciones importantes deben ser hechas entre el primer conjunto de investigaciones realizados por investigadores americanos hasta la década de 1970 y un segundo conjunto realizado a partir de la década de 1980, cuando los estudios raciales se volvieron el paradigma dominante. En realidad, científicos sociales como Pierson y Harris hablaban de relaciones raciales. No obstante, este aspecto estaba vinculado a un examen de las diferentes formas de relaciones de grupo (étnicas, culturales, interreligiosas y así sucesivamente). Los estudios raciales, en oposición, definen la polaridad entre blanco y negro como central, perdiendo así de vista las etnicidades —o sea, los complejos procesos de significación social y performatividad de características corporales— como un elemento que también moldea desigualdades sociales. Los estudios raciales incorporaron las discusiones sobre interseccionalidad, un debate que comenzó en los Estados Unidos a fines de la década de 1980. Como consecuencia, los autores en el campo de los estudios raciales incluyeron las adscripciones de género, al lado de la discriminación racial, como factor determinante de las desigualdades sociales (ver Lovel, 1995; Nobles, 2000). Las investigaciones realizadas antes de la década de 1980 ignoraban en gran parte esta dimensión, a pesar de importantes excepciones como nos recuerda adecuadamente Jelin (2014). Para el examen de las interdependencias entre los diferentes ejes de estratificación en América Latina, y sobre todo en la región de los Andes, el concepto de «desigualdades horizontales» es igualmente relevante. Este fue el término acuñado por la economista del desarrollo Frances Stewart (Stewart, 2010; Stewart, Brown y Mancini, 2005). De acuerdo con ella, la posición social de un individuo corresponde a la suma de las desigualdades verticales y horizontales. Las primeras se refieren a las diferencias
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entre los individuos en una escala social, y las segundas, a las existentes entre grupos2. Al concentrarse en las desigualdades horizontales, Stewart tiene como objetivo ampliar la visión economicista convencional sobre las causas de la desigualdad social. Ella ve la identidad de grupo o la pertenencia a uno como determinadas no solo por factores económicos, sino también por criterios políticos, religiosos, étnicos, raciales y relativos a temas de género. Por tanto, la cuestión de la definición de grupo no puede responderse fácilmente. Esto es, dado que un individuo puede sentirse al mismo tiempo perteneciente a grupos diferentes, ¿cómo se define un grupo? Además de esto, considerando que las propias desigualdades generan un sentido de pertenencia a un grupo, la relación causal entre pertenencia y desigualdad no es de ninguna manera obvia. Así, Stewart y sus colaboradores argumentan lo siguiente: Hasta cierto punto, los límites del grupo se tornan endógenos a la desigualdad entre grupos. Si las personas sufren discriminación (esto es, experimentan desigualdad horizontal), ellas pueden entonces sentirse más fuertemente identificadas culturalmente [como un grupo discriminado], en particular si otros las categorizan en grupos con el propósito expreso de ejercer discriminación (creando así o imponiendo DIs [desigualdades horizontales]) (Stewart, Brown y Mancini, 2005:9).
Para delinear las dificultades en la definición de grupos relevantes, Stewart propone examinar la influencia de diferentes categorizaciones sociales sobre las desigualdades sociales. Aquí deben ser consideradas también las autoatribuciones de pertenencia a un determinado grupo3. Es importante referirse aquí al trabajo de Charles Tilly (1998) que, a través del concepto de «desigualdades categoriales», muestra cómo pares dicotómicos como hombre/mujer o blanco/negro estructuran desigualdades sociales históricamente duraderas. A pesar de que ha sufrido críticas y correcciones, el trabajo de Tilly continúa siendo referencia central para el estudio de las relaciones entre categorías y desigualdades sociales, habiendo influenciado de forma evidente la investigación sobre el tema en América Latina (ver p.e. Reygadas, 2004). 3 En conformidad con el abordaje de las desigualdades horizontales, Thorp y Paredes (2010) examinaron las desigualdades sociales en Perú e identificaron tres grupos principales: blancos, mestizos e indígenas. En combinación con otros ejes importantes de desigualdad —en particular, lugar de residencia (rural, urbana, etc.), género y clase—, la pertenencia de un individuo a uno de esos tres grupos determina su posición en la sociedad peruana. 2
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3. Global, transnacional, transregional: desigualdades y entrelazamientos Dos abordajes pueden ser destacados entre los esfuerzos recientes para superar el nacionalismo metodológico en la investigación sobre la desigualdad: el del sistema-mundo y transnacional. Partiendo de la teoría de la dependencia y de las primeras obras de Immanuel Wallerstein, el abordaje del sistema-mundo se concentra en las interdependencias entre diferentes regiones, así como en el carácter histórico de las desigualdades. El reciente trabajo de Moran y Korzeniewicz (2009 y 2008; Korzeniewicz, 2011) representa un ejemplo paradigmático de los desarrollos de estudios de la desigualdad, partiendo de la óptica del sistema-mundo. Estos autores distinguen, en relación a la distribución de ingresos, dos grandes bloques de países: un primer grupo , que son caracterizados por una gran disparidad en la distribución de ingresos, y un segundo grupo de países que muestran apenas pequeñas disparidades. Sus estudios muestran que la posición de los países incluidos en cada uno de esos dos grupos, por lo general, no cambió desde el siglo XVIII. Queda claro, entonces, que estos patrones de desigualdad remontan al período colonial. En contraste con la literatura hasta ahora hegemónica, los autores demuestran que la persistencia de niveles bajos y altos de desigualdad no puede explicarse solamente por factores internos. En vez de eso, el potencial de un país para remediar la desigualdad existente, por medio de políticas redistributivas, está inextricablemente ligado a la economía global y a la política mundial. Por tanto, la posición de un país en la economía mundial y sus desigualdades internas están conectadas de modo interdependiente: Los argumentos que presentamos exigen una perspectiva alternativa sobre la estratificación. En vez de ser nacionalmente limitados, [...], los arreglos institucionales constituyen mecanismos relacionales de regulación, operando dentro de los países y al mismo tiempo moldeando interacciones y flujos entre ellos (Korzeniewicz y Moran, 2008:11).
La posición de los actores sociales en las estructuras transnacionales de desigualdades —y no las formaciones históricas de la desigualdad— es el foco central de los abordajes transnacionales en la investigación sobre desigualdad. Me gustaría referirme brevemente a la investigación de los
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sociólogos alemanes Ludger Pries y Anja Weiß, como ejemplos de este abordaje. Ambos trabajan con desigualdad y migración transnacional. El trabajo empírico de Pries (2008) está dirigido principalmente hacia la migración de trabajadores entre México y los Estados Unidos. Él argumenta que la unidad tradicional de referencia en la investigación sobre desigualdad, es decir, las fronteras del Estado-nación, no es por sí sola suficiente para explicar cómo los trabajadores migrantes son incorporados en las estructuras de desigualdad. De hecho, la movilidad social potencial de esos migrantes es determinada no solo dentro de México o de los Estados Unidos, sino que se desplaza simultáneamente entre diferentes mercados de trabajo nacionales. De acuerdo con Pries, esos migrantes se mueven entre nuevos espacios transnacionales, plurilocales, donde nuevas formas de ciudadanía y acceso a derechos son practicadas; y también ocurren transformaciones en las condiciones materiales de vida, por medio de remesas y del intercambio de informaciones. Así, se vuelve indispensable que la investigación sobre desigualdad tome en serio los espacios plurilocales/transnacionales: Paralelamente a estas unidades de análisis —encajadas como muñecas rusas— (local, nacional, supranacional y global), el nivel plurilocal, como unidad de análisis para fenómenos como la economía doméstica o las estrategias de educación, es de fundamental importancia, como en el caso de migrantes transnacionales y del espacio social distribuido por diferentes sociedades nacionales (Pries, 2008:62).
El trabajo de Anja Weiß (2005; Weiß y Berger, 2008) se concentra en migrantes calificados en Alemania. A diferencia de Pries, ella no está en búsqueda de una unidad espacial de referencia que ayude a explicar nuevas biografías transnacionales. Su foco de interés son categorías aptas para describir la posición social de actores, más allá de las fronteras nacionales. Basando su análisis en el concepto de capital de Bourdieu, ella muestra cómo ciertos grupos de migrantes poseen capital cultural válido transnacionalmente, de modo que su posición en la sociedad que los recibe es parcialmente determinada por este capital acumulado. En otros casos, hechos que gozan de elevado valor en el país de origen (p.ej. la obtención de un diploma universitario de una universidad de elite en la India) no son reconocidos en el nuevo país de residencia.
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4. Articulando categorizaciones sociales e interdependencias históricas y geográficas Hasta este punto, me he centrado por separado en los abordajes de investigación que examinan, por un lado, las interdependencias entre desigualdades sociales y diversas categorizaciones sociales (clase raza, género, etnia, etc.), y, por otro, los vínculos entre procesos transnacionales y desigualdades sociales. La Red de Investigación en Desigualdades Interdependientes en Latinoamérica, con sede en Berlín4 , está trabajando en la integración de ambas formas de interdependencia por medio de la construcción de un abordaje designado como «desigualdades entrelazadas» (entangled inequalities)5. El siguiente cuadro presenta las dimensiones que este abordaje incorpora:
Ver http://www.desigualdades.net El enfoque en desigualdades entrelazadas está inspirado en Conrad y Randeria (2002), quienes acuñaron la expresión «modernidades entrelazadas» para superar tanto las interpretaciones eurocéntricas de la historia moderna, así como el concepto de modernidades múltiples. De modo semejante a lo que hacen Conrad y Randeria, insistimos en las interdependencias entre estructuras de desigualdades observadas en diferentes regiones del mundo. Yendo más allá del enfoque de investigación de estos autores, usamos el concepto de desigualdades entrelazadas para describir también las interdependencias entre diferentes ejes de estratificación social (clase, raza, género, etc.).
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Desigualdades sociales e interdependencias: nuevos abordajes Abordaje/ autor
Desigualdades horizontales
Dimensiones (p.ej. Stewart)
Estudios raciales (p.ej. Telles, Nobles)
Abordaje del sistemamundo (p.ej., Moran, Korzeniewicz)
Abordaje transnacional
Desigualdades entrelazadas
(p.ej. Pries, Weiß)
Unidad de análisis
Local, nacional
Nacional
Regiones mundiales: centro, periferia, semiperiferia
Espacios transnacionales/ plurilocales
Contextos relacionales: regímenes y configuraciones de desigualdad
Enfoque
Asimetrías económicas, políticas, legales
Dominación racial/de género
Flujos: comercio global, flujos financieros
Actores: clases transnacionales, familias, redes de migrantes
Flujos y actores transregionales Asimetrías económicas, políticas, legales
Ejes de desigualdad
Grupos definidos por nacionalidad, raza, religión, etc.
Clase, raza, género
Clase
Clase, nacionalidad
Interdependencias entre diversos ejes de desigualdad
Temporalidad
Sincrónica
Sincrónica
Diacrónica
Sincrónica
Sincrónica/ diacrónica
Fuente: elaboración propia a partir de Pries (2008)
Como es evidente en este punto, las desigualdades entrelazadas como producto de interdependencias entre diferentes regiones, así como entre diversas categorizaciones sociales, no pueden ser estudiadas a partir de una unidad de análisis espacial predefinida. En vez de eso, lo que resulta necesario son unidades relacionales capaces de incorporar los diversos factores relevantes que contribuyen en la conformación de las estructuras de desigualdad. Estas unidades relacionales deben variar dependiendo del respectivo objeto de investigación. En ciertos casos, el concepto de régimen de desigualdad viene a ser particularmente útil para explorar las desigualdades entrelazadas existentes.
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De acuerdo con mi propia definición, un régimen de desigualdad6 incluye: • Una lógica de estratificación/redistribución definida como estática (sociedades de castas), dinámica (sociedades de clase) o combinada (clase con atribución racial/étnica/de género). • Discursos políticos, científicos y populares, según los cuales individuos o grupos interpretan y construyen sus propias posiciones y las de otros en la sociedad. • Estructuras legales e institucionales (p.ej., ley de apartheid, leyes multiculturales o contra la discriminación). • Políticas públicas (p.ej., políticas racistas de migración, de integración o compensatorias). • Modelos de convivencia cotidiana, contemplando formas de convivencia de mayor segregación o mayor integración (ver Gilroy, 2005). Con base en esta definición de régimen de desigualdad, en la siguiente sección exploro las desigualdades que afectan a los afrodescendientes en América Latina.
5. Afrodescendientes en América Latina Desde una perspectiva socioeconómica, política y cultural, los afrodescendientes en América Latina representan una población muy heterogénea: incluyendo desde grupos, como comunidades de la costa del Pacífico, en Colombia, que se distinguen por formas de vida y tradiciones particulares transmitidas a lo largo de generaciones, hasta, por ejemplo, una clase media negra urbana en São Paulo plenamente integrada al mercado de trabajo de esta ciudad global. Esa heterogeneidad también se refleja en las estadísticas demográficas. De 19 países latinoamericanos, 12 contaban, en los censos realizados alrededor del año 2010, con cuestiones explícitas referentes al color/raza o a Joan Acker (2006) desarrolló la expresión régimen de desigualdad y con ella todo un programa de investigación dedicado a explorar las relaciones de género, raza y clase dentro de las organizaciones. Su trabajo es una contribución vigorosa a las discusiones sobre interseccionalidad. Sin embargo, la autora no trata la dimensión transnacional o histórica de la desigualdad. Por tanto, al respecto de las semejanzas semánticas, la expresión régimen de desigualdad usada aquí tiene poco en común con el programa de investigación de Acker.
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la identidad de grupos afrodescendientes. Las cuestiones correspondientes varían, considerablemente, de país en país. Mientras que en Brasil o El Salvador se interroga por el color o la raza (negro, blanco, pardo, etc.), en Argentina, que introdujo el ítem correspondiente en el censo del 2010, lo que interesa es la ascendencia. Esto es, se pregunta a las personas del domicilio si son afrodescendientes o si tienen antepasados africanos o afrodescendientes. Se observa, como muestra el caso de Ecuador, el esfuerzo por combinar clasificaciones relativas a la ascendencia, a la pertenencia étnica y al color y raza, de suerte que el entrevistado puede autoclasificarse como: indígena, afroecuatoriano/afrodescendiente, negro, mulato, montubio, mestizo, blanco u otro (Cruces et al., 2012). Estas discrepancias categoriales entre el censo en varios países de América Latina y el Caribe hacen difícil determinar con precisión el tamaño de la población afrodescendiente. Desde una perspectiva histórica, puede observarse una disminución de la participación de los afrodescendientes en la población total de América Latina. Con todo, investigaciones nacionales recientes registran un aumento del porcentaje de las poblaciones afrodescendientes en algunos países. Esa tendencia está muy probablemente relacionada con el nuevo cuadro político y refleja fenómenos como la emergencia de un nuevo movimiento negro y la expansión de derechos y políticas para los afrodescendientes, los cuales refuerzan la disposición de un mayor número de personas de autorreconocerse como afrodescendiente. De acuerdo con estimaciones de la CEPAL, los afrodescendientes pueden llegar hasta cerca del 30% de la población de América Latina y del Caribe —o 150 millones de un total de 500 millones, en números redondeados—. Geográficamente, la población afrodescendiente está concentrada en Brasil (50%), Colombia (20%), Venezuela (10%) y en el Caribe (16%) (Antón et al., 2009). En promedio, los afrodescendientes —en especial las mujeres— tienen una expectativa de vida menor, viven en peores condiciones, tienen niveles más bajos de educación formal y cuentan con acceso más limitado a los servicios públicos que la población latinoamericana como un todo. Si los afrodescendientes en América Latina conforman un grupo tan heterogéneo y sus datos demográficos presentan disparidades tan grandes, ¿cuáles son las razones para agrupar a esa población en una categoría única? Se puede suponer que, junto con una historia común, existen estructuras semejantes de desigualdad y un marco jurídico y político análogo que aproximan los afrodescendientes en América Latina más allá de las fronteras nacionales. Así, tratar a los afrodescendientes como un grupo 136
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que trasciende las fronteras nacionales, destaca una clara referencia transnacional en lo que respecta a las estructuras de desigualdad, una perspectiva que es generalmente descuidada en los abordajes centrados en el Estado-nación7. Las desigualdades entre los afrodescendientes y los latinoamericanos blancos no pueden ser explicadas solamente por las desventajas acumuladas durante el período de la esclavitud. Las investigaciones recientes han logrado demostrar que, en varios países latinoamericanos, cualquiera que sea categorizado como no blanco, aún se correlaciona directamente con una posición socioeconómica de desventaja y con menores chances de movilidad ascendente. Consecuentemente, si se controlan estadísticamente los factores comunes que contribuyen a la desigualdad, como sexo, región, ingresos y la educación escolar de los padres, las diferencias que permanecen entre las posiciones sociales solo pueden ser explicadas por las adscripciones raciales (Costa, 2006).
6. Afrodescendientes en América Latina: regímenes de desigualdad A lo largo de la historia pueden identificarse al menos cuatro regímenes de desigualdades relacionados con los afrodescendientes en América Latina: esclavitud, nacionalismo racista, nacionalismo mestizo y régimen compensatorio. En el curso de la «trata negrera» entre los siglos XVI y XIX, aproximadamente 10 millones de africanos esclavizados fueron llevados para las colonias europeas en América Latina y el Caribe para trabajar en las plantaciones, las minas, el servicio doméstico, etc. La esclavitud siguió patrones y modelos diferentes en los diversos países de América Latina, así como en diversas regiones dentro de un mismo país. La nueva historiografía sobre la esclavitud también demostró la considerable importancia de las decisiones individuales y negociaciones interpersonales para moldear las relaciones entre señores y esclavos (Reis, 1999:437). Mientras tanto, la división racial de las sociedades prevaleció durante la esclavitud, demarcando dos grupos con diferentes estatutos políticos, Históricamente, los afrodescendientes tuvieron una trayectoria común («geteilte Geschichte») en América Latina, en el doble sentido del término tal como es entendido por Conrad y Randeria (2002): una historia compartida y dividida. Esto implica que existe una experiencia compartida como parte de la historia de la diáspora africana en América Latina, pero que esta experiencia está separada por las narrativas de las historias nacionales.
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jurídico y social: personas esclavizadas, por lo general negros, y hombres libres, por lo general blancos. Por tanto, las sociedades esclavistas en América Latina funcionaban de cierto modo como una sociedad de castas: la movilidad social de esclavo hacia hombre libre implicaba negociaciones complejas y solo existía en casos excepcionales (Cardoso, 1962). Categorizaciones sociales como blanco o negro, que definían la posición social en sociedades esclavistas, eran constituidas más allá de las fronteras nacionales en el interior de interpenetraciones entre colonialismo, tráfico de esclavos y flujos de comercio transatlántico8. La consolidación de los Estados-nación que siguió el fin de la esclavitud, reflejó la influencia del racismo científico que venía de Europa, determinando décadas de vigencia de un modelo nacionalista racista. Como resultado, los padres fundadores de los Estados modernos en América Latina emprendieron esfuerzos deliberados para «europeizar» sus sociedades, por medio del control de la inmigración y la prohibición de prácticas religiosas y culturales afrolatinoamericanas, buscando obliterar el legado africano. Como afirma el historiador Andrews, este período fue dominado por una «guerra a la negritud»: En todos los países de la región los intelectuales, los políticos y las elites del Estado lucharon con el problema de la herencia racial latinoamericana. Como creyentes convencidos del determinismo racial, no tenían dudas de que la trayectoria histórica de los individuos, de las naciones y los pueblos estaba irremisiblemente determinada por sus orígenes raciales. [...] La respuesta latinoamericana a este dilema fue un esfuerzo intenso, visionario y finalmente quijotesco para transformarse a sí mismas, partiendo de unas sociedades racialmente mixtas y predominantemente no-blancas hasta ser «repúblicas blancas», pobladas por europeos y sus descendientes (Andrews, 2007 [2004]:197).
Esta «guerra contra la negritud» tuvo profundas consecuencias a nivel jurídico, así como a nivel de diferentes políticas: de acuerdo con los dogmas del racismo científico, diferentes gobiernos de Estados latinoamericanos independientes adoptaron leyes de inmigración restrictivas y desarrollaron
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Como muestra acertadamente Góngora-Mera (2012) en su genealogía de las articulaciones históricas entre raza y ley en América Latina, esta última ha funcionado desde el comienzo de la colonización como un enlace transregional para sustentar la supremacía blanca en las colonias. 138
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programas higienistas, así como medidas destinadas a controlar el matrimonio «interracial» (Andrews, 2007 [2004]; Góngora-Mera, 2012:20ss). En la década de 1930, la glorificación de la mezcla biológica y cultural enunciada ejemplarmente en el concepto de mestizaje suplantó al nacionalismo racista. Los discursos nacionales dominantes pasaron a ser marcados por una ideología nacional que celebraba la convivencia pacífica de todos los grupos y tradiciones de origen europeo, indígena y africano. El surgimiento simultáneo del relativismo cultural en la antropología cultural internacional —y especialmente en el trabajo de Franz Boas— tuvo una gran influencia en los discursos sobre el mestizaje en América Latina. Algunos de los inventores más importantes de la ideología del mestizaje fueron directamente influenciados por Boas, entre ellos Gilberto Freyre, en Brasil, y Fernando Ortíz, en Cuba (Hofbauer, 2006). La posición de los afrodescendientes en el discurso del mestizaje es ambivalente. Por un lado, este discurso celebra el papel de los afrodescendientes como aliados de los colonizadores europeos, en el ámbito del proceso de «civilización» de los trópicos, así como la importancia de estos para el desarrollo de identidades nacionales mestizas. Al mismo tiempo, este discurso de inclusión significa la renuncia a una identidad afrodescendiente. Así, lo que es relevante para el mestizaje no es más la ascendencia africana de los afrodescendientes, sino su integración en las naciones brasileña, cubana o colombiana, que representan, de acuerdo con el discurso del mestizaje, una prolongación de la civilización europea en los trópicos. Si el discurso sobre el mestizaje funcionó como un programa político para asimilar y subordinar diferencias culturales, este también sirvió como un modelo de convivencia. Así, estudios etnográficos en Ecuador (Walsh, 2009), en Brasil (Almeida, 2000; Sansone, 2003) y en Colombia (Wade, 2005) demostraron cómo este discurso funciona como una construcción multifacética que conecta diferentes patrones de coexistencia intercultural. Los hallazgos de Peter Wade, basados en sus estudios de música en Colombia, religiosidad popular en Venezuela y cristianismo popular en Brasil, son particularmente valiosos en este respecto. Según Wade, una vez que los sujetos individuales o colectivos reinterpretan y redefinen el discurso ideológico en su vida cotidiana, el mestizaje es predominantemente una experiencia vivida: Todo esto nos lleva a una visión de mestizaje que es bastante diferente de la imagen usual de los procesos nacionalistas, que se empeña en crear 139
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una identidad homogénea que acaba borrando la negritud o el indigenismo con el fin de terminar con un mestizo blanqueado que representa la fusión irrecuperable de tres orígenes raciales. En vez de esto, lleva una imagen del mestizaje como una construcción de un mosaico, que puede ser encarnado en una única persona o dentro de un complejo de prácticas religiosas, así como dentro de la nación. Este mosaico es bastante diferente del mosaico que podría ser llamado de multiculturalismo oficial, en que cada «cultura» está confinada dentro de ciertos límites institucionales. El mosaico del mestizaje permite la permanente recombinación de elementos en personas y prácticas (Wade, 2005:252).
Como ideología, el mestizaje tiene aún resonancia política. Sin embargo, desde la década de 1990, este ha sido desafiado por un marco internacional político y legal de cambio, así como también por transformaciones a nivel nacional que incluyen el fortalecimiento de los movimientos antirracistas y la expansión de las políticas antidiscriminatorias. Estos nuevos desarrollos explican la emergencia de un nuevo régimen de desigualdad que yo he llamado régimen compensatorio. Ya durante la década de 1980, se podía observar cómo organizaciones multilaterales cambiaron su agenda, de tal forma que trataban la «diversidad cultural» como un recurso para el desarrollo y no como un problema, como había sido el caso en las primeras décadas después de la Segunda Guerra Mundial. De acuerdo con Kymlicka, tales «odiseas multiculturales» cambiaron radicalmente la lógica de funcionamiento de las organizaciones multilaterales: [...] Los arquitectos de la ONU y de las organizaciones regionales de posguerra asumieron que los derechos de las minorías no solamente eran innecesarios para la creación de un nuevo orden internacional viable, sino que eran en realidad desestabilizadores de dicho orden. Hoy, sin embargo, como es ampliamente reconocido, la acomodación de la diversidad étnica no sólo es coherente con la manutención de un orden internacional legítimo sino que en realidad es una precondición para este (Kymlicka, 2007:45).
El discurso sobre el multiculturalismo también entró en la retórica de los gobiernos nacionales y locales en América Latina, una retórica que ahora celebra públicamente la identidad cultural de indígenas y afrodescendientes. 140
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El papel de los diferentes movimientos culturales y sociales no puede ser subestimado en este contexto. Desde la década de 1990, los movimientos negros y afrolatinoamericanos pasaron por un importante proceso de transnacionalización y diferenciación interna. Culturalmente, esto resultó en la rápida diseminación de la llamada cultura negra en el espacio imaginado del Atlántico Norte (Gilroy, 1993, 2010), que en América Latina incluye manifestaciones como reggae, capoeira y hip-hop, etc. Políticamente, la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas contra el Racismo de 2001, realizada en Durban, Sudáfrica, representa un punto de inflexión fundamental. Las reuniones preparatorias y aquellas que siguieron la conferencia hicieron posible la fundación de numerosas organizaciones afrolatinoamericanas, así como el establecimiento de importantes redes antirracistas transnacionales. Además de esto, la movilización de mujeres negras y otras minorías internas asegura una pluralización de los movimientos negros y afrolatinoamericanos, al traer la cuestión de la diversidad de temas negros en primer plano (Costa, 2011). Estos nuevos desarrollos comenzaron a reflejarse en políticas sociales y nuevos marcos regulatorios que afectan la población afrodescendiente en diferentes países9. A continuación, presento un rápido resumen de los principales instrumentos jurídicos y de las políticas sociales que buscan atender los intereses de la población afrodescendiente, distinguiendo tres generaciones de medidas. 6.1 Protección contra la discriminación En escala internacional, el derecho a la protección contra la discriminación se remonta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la ONU en 1948. La Convención de la ONU sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (ICERD), de 1969, que había sido firmada por todos los países latinoamericanos, es igualmente
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Con relación a las políticas que consolidan y amplían los derechos de la población afrodescendiente, sería importante también considerar las contribuciones de actores no estatales y de agencias de cooperación internacionales. Este campo incluye numerosas ONGs que proporcionan información jurídica y que coordinan proyectos sociales, así como instituciones multilaterales e internacionales como, por ejemplo, el Banco Mundial, que financia programas especiales de apoyo a afroecuatorianos, y la Fundación Ford, que es el partidario financiero más importante para afrobrasileños (Telles, 2003). En este texto no me refiero a estos desarrollos, limitándome a una visión general de medidas estatales relativas a la implementación de derechos políticos, sociales y culturales. 141
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relevante en este contexto. En 1979, fue establecida la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA). En 2005, en el ámbito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fue creada la «Relatoría sobre los Derechos de las Personas Afrodescendientes y contra la Discriminación Racial», con el objetivo de reforzar el respeto a los derechos de los afrodescendientes en las Américas (Olmos Giupponi, 2010; Costa y Gonçalves, 2011). Los países latinoamericanos, en su mayoría, integraron esas convenciones e instrumentos de derechos humanos internacionales en sus constituciones. Se puede afirmar que la discriminación con base en el color o en la identidad étnica está sujeta a sanciones legales en toda América Latina. En términos de política, muchos países crearon centros de información, tribunales especializados y puestos de asesoría jurídica que trabajan exclusivamente con casos de discriminación contra afrodescendientes (Machado et al., 2008). La eficacia de estas medidas varia de país en país, dependiendo de factores como el grado de consolidación del sistema jurídico, el poder político de los movimientos antirracistas, etc. (Costa, 2011). 6.2 Protección a los derechos culturales La segunda generación de instrumentos jurídicos está asociada a la ya mencionada «odisea multicultural». En este contexto, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), promulgado en 1989, no puede ser subestimado. Casi todos los países de América Latina ratificaron la convención que extendió sustancialmente los derechos de pueblos indígenas. El término «pueblos» es importante, pues permite la referencia a derechos colectivos como reivindicaciones de tierras y la preservación de lenguas. Esta es la razón por la cual la Convención se volvió un argumento central de legitimación para promover las demandas de los movimientos étnicos en América Latina, más allá de lo que se entiende estrictamente como pueblos indígenas, incluyendo las comunidades de afrodescendientes. Muchas de estas demandas fueron contempladas también en las reformas constitucionales más recientes. En países como Brasil, Colombia, Nicaragua y Honduras, la eficacia de estos derechos, en forma de políticas concretas, es especialmente pronunciada. La atribución de títulos de propiedad y la introducción de programas sociales son medidas importantes que incentivan el fortalecimiento de las llamadas comunidades tradicionales y afrodescendientes como en el caso de los quilombos, en Brasil, y los palenques, en Colombia. Igualmente importantes son los programas que promueven la «educación 142
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étnica», incluyendo medidas como financiamiento de investigación sobre la historia de las comunidades afrolatinoamericanas y la incorporación de la historia de la diáspora africana en currículos escolares (Antón, 2009; Olmos Giupponi, 2010; Costa, 2012b). 6.3 Promoción de la igualdad de oportunidades («discriminación positiva») La tercera generación de instrumentos jurídicos y de políticas que se relacionan con la población afrodescendiente puede remontarse a las movilizaciones locales en el ámbito de la preparación para la conferencia de la ONU del 2001 en Durban. La declaración final de la conferencia en su plan de acción pide explícitamente que los Estados garanticen el acceso adecuado de los afrodescendientes a la educación, a las nuevas tecnologías y a los sistemas legales. Brasil y Colombia, en particular, emprendieron esfuerzos para implementar legal e institucionalmente los derechos declarados en la conferencia. Por ejemplo, en 2003, Brasil estableció la secretaría federal, la SEPPIR, con estatus de ministerio para la «promoción de la igualdad racial» (Costa, 2010). En Colombia, cambios constitucionales que crean condiciones legales para apoyar a los afrocolombianos en el mercado de trabajo y en el sistema de educación están en negociación (Góngora-Mera, 2012). No es posible determinar con precisión cómo estos nuevos marcos legales y políticos afectan las estructuras de desigualdad. Lo que está claro, en cambio, es que los prejuicios étnicos, raciales y de género que moldean las estructuras de desigualdad en América Latina no desaparecen inmediatamente después de la implementación de estas medidas. Se debe suponer, entonces, que diferentes mecanismos de estratificación coexisten en el régimen de desigualdad compensatorio10. Estos son, en líneas generales, los siguientes: a) Estructuras de clase que rigen el acceso a bienes y posiciones deseadas en la sociedad de acuerdo con criterios de la economía de mercado.
De acuerdo con mi definición de regímenes de desigualdad presentada anteriormente, debería proporcionar también una descripción de las formas de convivencia características de los regímenes compensatorios. Sin embargo, esto exigiría una observación etnográfica de diferentes experiencias cotidianas en una variedad de países, extrapolando en mucho los límites de este artículo y de su autor.
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b) Adscripciones raciales, étnicas y de género. De acuerdo con este mecanismo de estratificación, el acceso a bienes y a posiciones está definido por prejuicios y formas diversas de discriminación y racismo. c) Grupos meta de políticas públicas: pertenecer a un grupo definido como meta de cierta política determina, en este caso, acceso diferenciado a recursos. Como he mencionado anteriormente, mi principal objetivo en este artículo es presentar las desigualdades sociales como un producto de las interdependencias entre diferentes categorizaciones sociales y entre diversos entrelazamientos transregionales. Para este fin, he resaltado en el siguiente cuadro las principales interdependencias y entrelazamientos encontrados en los cuatro regímenes de desigualdad que han envuelto históricamente a los afrodescendientes en América Latina. Afrodescendientes en América Latina: regímenes de desigualdad Período
Lógica principal de estratificación/ redistribución
Entrelazamientos transregionales
Esclavitud
Hasta el siglo XIX
Casta
Tráfico de esclavos, comercio triangular (Europa, África, América)
Nacionalismo racista
Desde las aboliciones hasta aproximadamente 1930
Adscripción racial
Intercambio internacional dentro del racismo científico (Europa, América)
Nacionalismo mestizo
1930-1990
Clase, adscripción racial, de género
Circulación de conceptos culturalistas (América)
Régimen compensatorio
Desde 1990
Clase, adscripción racial, de género, población-meta
Alianzas antirracistas transnacionales (Atlántico Negro), organizaciones multilaterales
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7. Conclusiones El concepto de las desigualdades entrelazadas, acuñado en este texto, busca reconstruir los vínculos entre las desigualdades sociales, interdependencias globales y las interpenetraciones entre distintas categorizaciones sociales. Consecuentemente, las desigualdades sociales son definidas aquí como asimetrías entre las posiciones de ciertos individuos o grupos de ellos en un contexto relacionalmente (no espacialmente) determinado. Esto se refiere a posiciones económicas (definidas por renta, acceso a recursos, etc.), así como a las prerrogativas políticas y legales (derechos, poder político, etc.). Para comprender las articulaciones de las cuales surgen las posiciones desiguales, es necesario tener unidades relacionales de análisis que sean definidas dinámicamente en el propio proceso de investigación. De modo semejante, la interacción de categorizaciones sociales (género, raza, clase, etnia, etc.) no puede ser articulada ex ante en una formulación teórica. Solamente puede ser estudiada en el respectivo contexto específico. Al proponer el concepto de régimen de desigualdad, he intentado acuñar una unidad dinámica de análisis que permite captar las interdependencias entre categorizaciones sociales y entre diferentes regiones del mundo. Además de esto, el rastreo de diferentes regímenes de desigualdad interrelacionales a lo largo del tiempo permite contemplar la construcción histórica de las desigualdades. En la segunda mitad del artículo, he examinado regímenes de desigualdad que han involucrado históricamente a los afrodescendientes en América Latina: esclavitud, nacionalismo racista, nacionalismo mestizo, y régimen compensatorio. Cada régimen está formado por un conjunto diferente de entrelazamientos globales. En cada uno de estos regímenes, una interacción de categorizaciones sociales específica ocupa el primer plano: durante la esclavitud, el estatus de ser esclavizado prevalece, mientras que otras atribuciones se vuelven secundarias. Hoy, por el contrario, la posición de los afrodescendientes en las estructuras de desigualdad depende de una combinación compleja de diversas categorías: clasificaciones etnorraciales (que no pueden ser reducidas a la dualidad negro-blanco), clase, sexo, grupos meta de derechos y políticas, etc. Estas posiciones varían dependiendo de cuál nivel de régimen de desigualdad es tomado en cuenta: ser categorizado como «negro», por ejemplo, puede ser ventajoso en relación al acceso a algunas políticas —por ejemplo, la política de cuotas—. Sin embargo, en otros niveles del 145
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régimen de desigualdad —como discursos, patrones de convivencia— ser clasificado como no blanco está asociado, por lo general, a una posición subordinada en las estructuras sociales.
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Tolerancia a la desigualdad y justicia social. Una agenda teórica de investigación* Emmanuelle Barozet** y Oscar Mac-Clure***
¿Cómo abordar hoy la pregunta por la desigualdad, no desde su medición, sino que desde la comprensión de su reproducción en la vida cotidiana? Las ciencias sociales, desde hace dos siglos, han aportado considerables volúmenes de reflexión y publicaciones acerca de la reproducción de la desigualdad, como fenómeno social que traspasa las barreras de los países y de los siglos. Los aportes han sido tales que muchas veces cuesta orientarse en ese bosque frondoso y tupido, donde se mezclan reflexiones epistemológicas, políticas, descriptivas, analíticas, ideológicas o una mezcla de lo anterior. En efecto, la existencia de la desigualdad en nuestras sociedades no es solamente un problema moral. Se trata de un fenómeno que parece resistir con fuerza al cambio social, a las políticas públicas e incluso a las más fuertes voluntades de igualación social. La última mitad del siglo XX y el inicio del siglo XXI han sido fecundos en intentos de limitar la
Este texto se enmarca en el proyecto Fondecyt regular 1130276, 1130800 y FONDAP 15130009. Contó además con el apoyo financiero de Enlace VID-CEPIA de la Universidad de Chile. Los enfoques generales del proyecto y sus resultados están disponibles en www.desigualdades.cl. Agradecemos a nuestros coinvestigadores por el trabajo de equipo: María Luisa Méndez, Universidad Diego Portales; Virginia Guzmán, Centro de Estudios de la Mujer y Vicente Espinoza de la Universidad de Santiago. ** Socióloga y cientista político, profesora asociada del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile e investigadora asociada del proyecto CONICYT/ FONDAP/15130009 COES (Centro de Estudios para el Conflicto y la Cohesión Social), [email protected]. *** Sociólogo e historiador, investigador de la Universidad de Los Lagos, [email protected]. *
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Emmanuelle Barozet y Oscar Mac-Clure
desigualdad en varias partes y en América Latina en especial, pero con resultados finalmente limitados. Algunas de las razones que explican la permanencia y la reproducción de la desigualdad se relacionan con la legitimación de la misma, y desde otra vereda, con la tolerancia hacia ella. No todos valoran o quieren la igualdad formal o la igualdad real, más allá de los discursos piadosos o políticamente correctos. Algo ocurre, que con los ciclos económicos, políticos y sociales, siempre debemos, como Sísifo, volver a plantear la pregunta por la desigualdad, por la comprensión de este complejo fenómeno y por las formas de luchar contra ella, pues siempre se reinstala, a nivel macro pero también en nuestras propias vidas, en su cotidianidad banal e invisible. En este trabajo, establecemos un recorrido acerca de la reflexión sobre reproducción de la desigualdad desde la noción de justicia social, en el marco de una sociología pragmática, preocupada de los modos cotidianos de construcción de lo social, desde los propios actores. Nos proponemos, al igual que otros autores de este libro, entregar herramientas teóricas para el análisis de este problema en América Latina. En particular, nos interesa presentar y analizar los elementos conceptuales que permiten observar los procesos micro y mesosociales, en los cuales se asienta la reproducción de la desigualdad. Buscamos en especial presentar los enfoques teóricos chilenos e internacionales que permiten describir e interpretar la formación y reproducción de los mecanismos de diferenciación subjetiva en las interacciones cotidianas. Un problema social central que hemos abordado desde diversos ángulos en nuestro equipo en estos últimos años1, es la consistencia entre los niveles de desigualdad presentes y las creencias y prácticas de individuos y grupos sociales que en la interacción social condenan la desigualdad, a la vez que la reproducen en su actuar y discurso. Desde el punto de vista de las creencias, los individuos pueden justificar o impugnar un orden desigual basado en diversas consideraciones, siguiendo discursos generalizados en torno a la justicia social o lo que uno desea para sí mismo o la crítica hacia otros grupos sociales. Sin embargo, desde un punto de vista microsocial o interaccionista, los mecanismos productores de desigualdad se caracterizan por la continuidad de relaciones sociales que se expresan en categorizaciones sociales, separaciones, barreras o apropiaciones, en las cuales algunos de los grupos obtienen sistemáticamente mayores recompensas, y otros grupos de bajas recompensas. Desde este punto de vista, la reproducción Véase detalle de nuestros enfoques y trabajos en el sitio web del Proyecto Desigualdades: www.desigualdades.cl.
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de la desigualdad en la vida cotidiana se refiere a cómo estos mecanismos llegan a constituirse como parte de la normalidad social. Este trabajo vuelve a plantear este tema en un momento en que los temas de justicia y desigualdad dejan de estar restringidos a la pobreza: emergen fuertemente discursos críticos y transversales respecto a los niveles de desigualdad que caracterizan la sociedad chilena y América Latina. La hipótesis general que sustenta y organiza el presente documento es que si bien las desigualdades se asientan en procesos de carácter macroestructurales, tienen un fuerte arraigo en las normas que regulan las interacciones de los sujetos y en los comportamientos y prácticas de las personas, así como sus elecciones: aquellas toman decisiones y actúan no solo a base de principios de justicia social, sino que también a partir de prejuicios y opiniones formadas en el marco de la interacción social y en el momento mismo, lo que tiende a reforzar y reproducir las desigualdades. En una primera parte, presentaremos los principales debates en torno a las desigualdades, su arraigo en nuestras sociedades y el repudio subjetivo a su existencia. En una segunda parte, relacionaremos la pregunta por la desigualdad con aquella por la justicia social, antes de abordar en una tercera parte lo que implica cada visión de la justicia social en términos de redistribución de los bienes societales. En la cuarta parte, presentaremos los enfoques asociados a la justicia social como objeto sociológico de investigación, antes de cerrar en la quinta parte con un encuadre hacia América Latina y Chile en particular, buscando entender qué está en juego localmente en la pregunta por la desigualdad y la justicia social.
1. El arraigo de las desigualdades y el repudio a su existencia En los últimos diez años, la temática de las desigualdades socioeconómicas y el discurso público y académico sobre las mismas han adquirido una fuerte centralidad en la sociedad chilena, en la medida que varias de las desigualdades anteriormente naturalizadas han pasado a ser percibidas como injusticias. Profundizar en la dimensión subjetiva de la desigualdad socioeconómica, una de las menos conocidas (Chauvel, 2006; ENES, 2009; Castillo, 2009; Castillo, 2011) parece entonces muy necesario, pues de modo general, la sociología ha abordado más las desigualdades sociales que la justicia social como tal (Turner, 2007). En el caso particular de Chile, a pesar de los elevados niveles de desigualdad que presenta este país en diversos ámbitos de medición, hasta el año 2006, parecía existir cierto 153
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consenso entre las fuerzas políticas y las autoridades sobre los aportes positivos del modelo económico al crecimiento del país. A su vez, las y los ciudadanos parecían reconocer la ampliación de oportunidades y de bienestar social en el país. Sin embargo, a partir de ese año, y con mayor fuerza a partir del año 2011, el malestar (PNUD, 1998; Brunner, 1998) y las demandas de redistribución frente a las desigualdades (Espinoza, 2012) comenzaron a ganar posiciones en las agendas públicas y académicas. Se visibilizaron la diversidad de reivindicaciones sociales insatisfechas, las dimensiones ocultas de la desigualdad, la injusticia, el abuso de poder y la imposición de decisiones de parte de las autoridades sobre temas públicos. Una creciente ola de protesta social fue llevando esta agenda al espacio político, partiendo en 2006 con las movilizaciones de los «pingüinos», los paros de trabajadores subcontratados en la minería, la remediatización de las luchas de grupos indígenas, las demandas ambientalistas, proceso que tuvo su punto cúlmine el año 2011. La aparición simultánea de una serie de escándalos y problemas sociales que afectaron a grupos modestos y de clase media2 en los años anteriores, constituyeron antecedentes directos de la crisis del año 2011. La producción social, periodística, y científica acerca de las desigualdades pasó a estar, por lo tanto, mucho más fuerte que hace una década. Se ha centrado sin lugar a dudas en las diferencias de ingresos como síntesis de las diferencias sociales, en especial desde la economía, pero se ha demostrado desde la sociología y la psicología que lo que está en juego para las personas, también se expresa en categorizaciones sociales y representaciones de la sociedad (Durkheim y Mauss, 1903), mucho más ancladas en las mentes de las personas que sus fluctuantes niveles de ingresos. Desde el punto de vista cuantitativo, distintas encuestas evidenciaron los niveles de malestar ciudadano frente a la desigualdad y situaciones de abusos (CERC, CEP, ISSP, ENES). Esto llevó a la discusión nacional, lo que parecía un tema menor hace diez años: las brechas de la desigualdad, la sustentabilidad Podemos destacar los siguientes escándalos: colusión de las farmacias para fijar precios de medicamentos, estafa a los deudores de la multitienda La Polar, altas ganancias de las administradoras de fondos de pensiones en un período de turbulencia económica, aumento del endeudamiento de las familias para financiar la educación de sus hijos, entre otros. Cabe destacar en esta larga lista el escándalo de la «señora Pérez» del condominio de Chicureo, una zona de acomodadas casas en gated communities de Santiago y del maltrato simbólico y social hacia las empleadas de casa («nanas»), que ha generado impacto público; se trata de un ejemplo de discriminación, que puede ser analizado desde un punto de vista microsocial (http:// www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2012/01/120118_chile_nanas_discriminacion_jgc. shtml).
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del modelo de desarrollo y a fin de cuentas, la necesidad de introducir importantes reformas al sistema imperante para reducir las desigualdades. Como señaló Sen (2000), varias desigualdades invisibles hasta el momento pasaron con este ciclo de acción colectiva a ser no solamente visibilizadas, sino que consideradas como particularmente injustas. El problema de esta coyuntura específica es que en América Latina y en Chile en especial, a lo largo de la historia moderna, se ha tenido que escoger entre crecimiento económico y redistribución. En efecto, en varios momentos del siglo XX, se ha sacrificado el desarrollo económico en pos de una mayor igualdad social, pero los resultados no han sido los esperados, especialmente entre los años 1950 y 1970. Desde la vuelta a la democracia en 1990 hasta la elección de Bachelet para su segundo mandato en 2014, se optó por no sacrificar el crecimiento económico en pos de una mayor igualdad social, lo que colocó a la clase política frente a un dilema. Mirando hacia el futuro, muchos pasaron a considerar que las condiciones estaban dadas para compatibilizar ambos logros, aunque varias voces discordantes tanto en la izquierda como la derecha opinaron que se terminaría nuevamente sacrificando una de estas esquivas metas. Desde el punto de vista sociológico y económico, la desigualdad social es «el resultado de una distribución desigual, en el sentido matemático de la expresión, entre los miembros de una sociedad, de los recursos de esta» (Bihr y Pfefferkorn, 2008)3. Se produce y reproduce por un conjunto de mecanismos, dentro de los cuales cabe destacar algunos de corte estructural, e institucionales tales como el sistema educacional, el sistema tributario, la matriz productiva, los requerimientos del mercado laboral respecto de trabajadores más o menos especializados, los patrones de segregación espacial, las políticas sociales y la falta de redistribución en general (Fitoussi y Rosanvallon, 1996; Thërborn, 2006). Junto a estos, existen mecanismos de discriminación social expresados en percepciones y actitudes de la población así como en su interacción social, que denominamos nivel microsocial (Simmel, 1908; Goffman, 1959; Garfinkel, 1967) y que no responden solo a determinaciones estructurales o macro, sino que también a microdecisiones que toman las personas. De una parte, las creencias y prácticas que sustentan la desigualdad a un
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Obviamente, el término «desigualdad social» requiere de una importante precisión en cuanto al tipo de variables que se tomarán en cuenta para definir los distintos aspectos de dicha desigualdad. Se puede tratar cada una de estas dimensiones por separado o mediante una combinación de varias de ellas. En nuestro equipo, optamos por tomar en cuenta varias dimensiones de la desigualdad, de manera conjunta (Tilly, 2000). 155
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nivel microsocial pueden concebirse como mecanismos de adaptación ante procesos estructurales. Pero también puede afirmarse que los procesos estructurales que producen la desigualdad social solo pueden sustentarse en la medida que hayan sido socialmente justificados y que las personas avalen la existencia de desigualdades. En este contexto, la microrreproducción de las desigualdades puede ser considerada como un mecanismo habitual y diario de diferenciación social (Schwalbe et al., 2000; Forsé y Parodi, 2010). También cabe considerar que el sistema imperante, por muy injusto que sea, trae recompensas en el día a día: diferenciarse socialmente de los demás, gozar de un nivel de bienestar un poco superior al vecino, sentirse distinto o más que el de al lado, también trae bienestar sicológico. Parte de nuestros procesos de conformación identitaria implica diferenciarse de los demás y obliga a marcar fronteras y límites (Lamont, 1992; Méndez, 2008). Una explicación complementaria consiste en señalar que reproducimos la desigualdad en nuestro quehacer diario, porque muchas veces nuestras decisiones emergen en un contexto de baja racionalidad (Cefai, 2011) y no engarzan con modelos de justicia social que elaboramos en otro nivel de reflexividad (De Singly y Martuccelli, 2009; Araujo y Martuccelli, 2012). También se puede argumentar que las personas, frente a situaciones injustas, esperan que la situación evolucione a futuro o simplemente se considera por fatalismo que no se puede cambiar (Turner, 2007). Una visión más agencialista consistiría en argumentar que combatir las desigualdades, en especial las más fuertes en nuestras sociedades, significa implicarse en actividades colectivas, que toman tiempo, energía y riesgos4. Parece aceptable en este contexto quedarse en la aceptación de la situación para no pagar tales costos, sobre todo cuando estas actividades compiten con el tiempo dedicado al trabajo, al cuidado de la familia y otras actividades que permiten la reproducción del diario vivir. Muchos individuos que consideran que las desigualdades son injustas, decidirían entonces renunciar a lo justo para actuar en la medida de lo posible, lo que más que legitimación, expresa tolerancia hacia las desigualdades, pues las personas están conscientes de que existen y de que son injustas (Puga, 2011). En este ir y venir entre el plano objetivo de la existencia de la desigualdad y el plano subjetivo de su rechazo o aceptación de ella, se puede
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Considerando incluso seguimientos y detenciones arbitrarias de parte de las fuerzas del orden, como sigue ocurriendo en Chile: http://fech.cl/fech-y-dirigentes-sindicales-exigen-la-libertad-de-camilo-diaz-y-el-fin-a-la-persecucion-a-estudiantes/. 156
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afirmar que la desigualdad por sí misma no amenaza la continuidad de las sociedades (Tilly, 2000; Chauvel, 2006). Pero sí estas se ven amenazadas, cuando la percepción de injusticia en la distribución de los recursos materiales y simbólicos se cristaliza en una crítica cada vez más amplia (Boltanski, 2009), que a su vez es retomada por organizaciones capaces de movilizar orientaciones alternativas (Touraine, 1978; Pizzorno y Crouch, 1978), tal como lo observamos en varios países de la región en los últimos años. Pero esas expresiones colectivas tienen sustento en un plano subjetivo y micro. Siguiendo a Honneth para comprender lo que ocurre a este nivel (1995; Basaure, 2011), debemos situarnos preponderantemente debajo del umbral de tematización y visibilidad pública o mediática, para observar en qué medida a nivel micro social surgen no solamente justificaciones de la desigualdad, sino también expresiones críticas que pueden no haberse representado en la acción colectiva ni en el espacio público.
2. La pregunta por la justicia social: del colectivo al individuo Relacionar la desigualdad con la justicia social responde a la necesidad de ir más allá de la mera descripción de las desigualdades: si se quieren calificar o incluso cambiar, se tienen que leer a la luz de un modelo normativo. Sin ese elemento, solo podemos retratar las desigualdades, pero no podemos calificar si son justas o injustas5. La justicia social como componente de la justicia es una construcción a la vez moral y política, tanto individual como colectiva, acerca de lo que es justo en cuanto a derechos, pero también en relación a la distribución y redistribución de las ventajas y recursos en la sociedad, sean estos materiales o simbólicos6. Abarca en estricto rigor el campo económico y social a la vez, así como los criterios de repartición de dichas ventajas entre grupos e individuos. En las últimas décadas, los principales ámbitos en los cuales se han centrado las reflexiones sobre justicia social a nivel internacional son los siguientes: desigualdades en la distribución de ingresos, de activos (materiales o no materiales), de oportunidades de acceso a trabajo y empleo remunerado, de acceso al conocimiento, de acceso a beneficios
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A menos, por supuesto, de que consideremos que todas las desigualdades son injustas, punto cuestionado por la mayor parte de las teorías de la justicia actualmente, como veremos más adelante. Una completa síntesis de los debates desde la filosofía moral y política se encuentra en el libro del canadiense Will Kymlicka (1999), tomando en consideración los debates utilitaristas, liberales, libertarios, marxistas, comunitaristas y feministas. 157
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y de protección social, de acceso a oportunidades de participación cívica y política (ONU, 2006). Si bien la pregunta por la justicia social ancla sus raíces en la filosofía política y moral, sus desarrollos más profundos y acabados corresponden a los dos últimos siglos y en especial a la segunda mitad del siglo XX. Buscando sustituir el utilitarismo que dominó el debate anglosajón, Rawls, usando una versión más abstracta de la noción de contrato social, establece una teoría de la justicia como equidad, que permita «entregar un análisis satisfactorio de los derechos y las libertades de base de los ciudadanos en cuanto personas libres e iguales» (Rawls, 2009 [1971]:10). Esta concepción implica el pleno ejercicio de dos facultades morales básicas: el sentido de la justicia y la concepción del bien7. Como es de amplio conocimiento, Rawls plantea que para definir la mejor concepción de justicia, se debe deliberar desde el velo de la ignorancia, es decir, sin saber cuál es la posición de clase o el estatus social que uno ocupará en la sociedad, lo que «garantiza que nadie saque ventaja o desventaja en la elección de los principios por el azar natural o por la contingencia de las circunstancias sociales» (Rawls, 2009 [1971]:38), esto es, sin favorecer su condición personal y particular. Al respecto, Rawls afirma: «Sostendré que las personas puestas en esta situación inicial [el velo de ignorancia] elegirían dos principios bastante diferentes. El primero exige la igualdad en la atribución de los derechos y los deberes de base. El segundo, por su lado, plantea que desigualdades socioeconómicas, tomemos por ejemplo desigualdades de riqueza y de autoridad, son justas si y sólo si producen, como compensación, ventajas para cada uno y, en particular, para los miembros más desaventajados de la sociedad» (Rawls, 2009 [1971]:38), lo que es conocido como principios maximin. Rawls señala que «una concepción de la justicia entrega [...], en primer lugar, un criterio para evaluar los aspectos distributivos de la estructura de base de la sociedad» (Rawls, 2009 [1971]:35). Sin embargo, para el común de las personas, este ejercicio máximo de abstracción no es posible; se elaboran juicios y concepciones de la justicia social más bien como «el equilibrio adecuado entre reivindicaciones en competencia» y la concepción de la justicia, definida como «un conjunto
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«Es lo que llamo las dos aplicaciones fundamentales. En breve, la primera consiste en la aplicación de los principios de justicia a la estructura de base de la sociedad, gracias al ejercicio del sentido de la justicia de los ciudadanos. La segunda consiste en la aplicación de las facultades de razonamiento y de pensamiento práctico de su concepción del bien» (Rawls, 1971 [2009, prólogo para la edición en francés]:11). 158
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de principios que tiene como meta determinar los elementos pertinentes que cabe tomar en cuenta para definir dicho equilibrio» (Rawls, 1971 [2009]:36). Dicha concepción busca abarcar a la vez los principios abstractos en los cuales descansa la justicia social, así como la justicia en su sentido cotidiano, es decir, llevada al raciocinio en el día a día que hace cualquier persona frente a situaciones concretas. En general, desde el punto de vista del sujeto, las nociones de justicia social emergen en el momento en que se percibe una desigualdad. Luego, evaluar una desigualdad implica emitir un juicio en comparación con lo que uno considera una situación de justicia social. En esta línea, en décadas recientes, uno de los desarrollos más conocidos de las teorías de la justicia —retomando los trabajos de Rawls— corresponde a la teoría de la equidad (fairness en inglés) en el ámbito de la psicología social, que aborda estas problemáticas de forma pragmática (Adams, 1963, 1965). Este enfoque descansa en las siguientes premisas: i) el sentimiento de justicia o de injusticia emerge en el individuo al compararse con los demás, lo que significa que no existe un criterio absoluto acerca de lo que es justo o injusto. De hecho, no se percibe desigualdad cuando se considera que las diferencias entre las personas son justificadas. Este punto es central, pues establece que «la injusticia radica en la “mirada del actor” y no en las características objetivas de la situación: esto significa que los aportes y las gratificaciones de cada uno son definidos de manera subjetiva; dependen de las percepciones de las personas que participan del intercambio» (Kellerhals y Languin, 2008:21); las recompensas o gratificaciones que reciben las personas deben ser proporcionales a su contribución, según el principio de meritocracia —idea de igualdad de tratamiento de Aristóteles—, es decir, no a base de un principio de igualdad, sino que de proporción (Guienne, 2001). De ahí que lo justo corresponda a ser tratado como los demás, y no ser discriminado, lo que podríamos considerar como una definición mínima. Una versión aún más exigente implica, además de lo anterior, que las capacidades de las personas sean reconocidas y evaluadas en su justa medida, y en situaciones concretas, lo que podríamos considerar como una definición máxima. Otra vertiente de la justicia social corresponde a la teoría del estatus (Berger et al., 1972), que podría tener también aplicaciones muy directas en el caso de Chile, por la configuración histórica de las desigualdades, consideradas como persistentes, es decir, ancladas históricamente (Tilly, 2000). Esta vertiente de la teoría de la justicia establece derechos y deberes en función de determinados estatus (hombre/mujer; nacional/extranjero; 159
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niño/adulto), en general basados en elementos más bien culturales: no se trata, por lo tanto, de una medida universal, sino que una relacionada a la posición particular que ocupa cada uno. En esta concepción, lo justo es definido como «la atribución de retribuciones adecuadas —en términos de estatus— a una performance que a su vez es evaluada como idónea. La idea de proporcionalidad es reemplazada aquí por la idea de correspondencia entre roles y gratificaciones» (Kellerhals y Languin, 2008:26). Podemos señalar, entonces, que las concepciones de justicia social que tienen las personas se construyen en referencia a marcos generales y concepciones normativas de la justicia social, pero en la medida en que se enfrentan a situaciones específicas en el día a día. No ocurren en el vacío: nadie nace con una concepción de justicia ya construida ni enfrenta la vida cotidiana con un corpus teórico preelaborado —a menos que sea abogado, religioso o tenga una ocupación cuya actividad central consiste en administrar la justicia en una determinada comunidad—. La visión subjetiva de lo justo se construye pragmáticamente, con una mezcla de principios generales y de confrontaciones a situaciones específicas en la vida cotidiana.
3. ¿Cómo redistribuir legítimamente los beneficios de la sociedad? A partir del trabajo de John Rawls, la preocupación de los autores en el campo de la justicia social se centra en las fórmulas de distribución de las riquezas, recursos y ventajas sociales, no solo in abstracto, sino que también mediante fórmulas que se puedan usar en la vida cotidiana. Podemos partir de los trabajos de Nozick (1974), quien enfatiza, entre otros elementos, la importancia de la relación entre beneficios y esfuerzo. Las opciones en cuanto a lo que es una redistribución justa mezclan, en general, lo que es bueno para el individuo y lo que es bueno para la sociedad, buscando un equilibrio entre ambos, pero sin desconocer las tensiones que surgen entre ambas exigencias, o incluso las contradicciones que acarrean. En esta idea de la diversidad o pluralidad de nociones en competencia, está claro que cualquier principio de justicia distributiva es por excelencia dinámico o inestable (Rawls, 1971; Frohlich y Oppenheimer, 1990). En Sen (2000), esta misma pregunta se desplaza desde los principios generales de justicia hacia la pregunta por la igualdad y sobre todo qué tipo de igualdad, frente a la diversidad de los seres humanos y de las circunstancias en que les toca vivir. Dicha diversidad dificultaría que se 160
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aplique la propuesta de Rawls en cuanto a la determinación de principios únicos y generales de repartición de los bienes. También se exploran los otros conceptos que pueden competir con la igualdad, en especial la noción de libertad, tal como la privilegian los pensadores libertarios como Nozick. Otro aporte central en esta dimensión redistributiva corresponde a Walzer (1983), quien demuestra que cualquier teoría de la justicia debe basarse en la diversidad de las esferas de justicia y del bien, es decir, en una «poliarquía de los principios». Este aporte busca también limitar los embates del relativismo, que debido al pluralismo actual de los principios, determinaría que ya no vale la pena definir «lo justo» como un principio unitario. Como señalan Boltanski y Thévenot (1991), Walzer busca «superar los problemas del relativismo cultural que conlleva necesariamente una apertura hacia la diversidad» (28). La pluralidad de los ámbitos de justicia se relaciona también según Sen con el bienestar de las personas, más allá del equilibrio entre igualdad y libertad, así como en los elementos subjetivos en los cuales descansa el bienestar. Se trata más bien de llegar a una concepción de la justicia basada en desigualdades toleradas, más que en una concepción de la justicia «total». En efecto, como hemos señalado anteriormente, no todas las desigualdades son percibidas como injustas, sino que muchas de ellas son naturalizadas y, por lo tanto, no son objeto de deseo de cambio (Sen, 2000). El rol que las percepciones juegan es entonces central en las concepciones de justicia, campo del cual la sociología se hará cargo recién a partir de los años 90. Profundizando en el rol de las percepciones, en los últimos años, a partir de las teorías de Taylor (1994), Honneth (1992) y Fraser (1995), otra vertiente de la filosofía moral se abre en el debate sobre justicia social, más allá de la redistribución de beneficios materiales, acerca del reconocimiento —recognition en inglés— de las diferencias, en especial de las de identidades, generando de esta forma una dualidad o paridad entre la concepción redistributiva de la justicia y su concepción en términos de reconocimiento, lo que requiere de un trabajo de articulación entre ambas dimensiones, entre injusticia socioeconómica e injusticia cultural (Fraser y Honneth, 2003). Este sería el gran dilema que enfrentan las sociedades modernas y Chile no está excluido de esta reflexión, en que se debe satisfacer a la vez la justicia en el plano socioeconómico y simbólico. Esto no está exento de dificultades, para no decir que se trata de una resolución difícilmente alcanzable: las demandas se pueden multiplicar al infinito y más rápido que los recursos de los cuales se dispone para remediar las situaciones de injusticia material y simbólica.
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Aclarado el panorama general y los aportes más reconocidos en las últimas décadas en el ámbito de la desigualdad y la justicia social, podemos señalar que hoy, una parte importante de los debates en este campo se resumen en la oposición entre igualdad de oportunidades y de resultados —o de posiciones—. Ambas concepciones «buscan reducir la tensión fundamental, en las sociedades democráticas, entre la afirmación de la igualdad entre todos los individuos y las desigualdades sociales que provienen de las tradiciones y de la competencia entre intereses en acción. En ambos casos, se trata de reducir algunas desigualdades, con el fin de volverlas si no justas, por lo menos aceptables» (Dubet, 2010:9). En ambas concepciones, aunque de forma diferencial, también se busca separar entre lo que son las desigualdades producidas por la elección de las personas y las desigualdades que se deben a las circunstancias (Guienne, 2001). La igualdad de posiciones busca limitar las diferencias de las condiciones de vida entre las personas, a pesar de las diferencias entre ellas y a estrechar las posiciones, sin que la movilidad de los individuos en función de sus talentos sea la preocupación principal. Se trata de la opción más igualitaria. La igualdad de oportunidades, por su lado, descansa más bien en el principio del mérito (Roemer, 1996): busca limitar las discriminaciones y limitaciones que afectan a las personas en la carrera de la vida. El modelo, en este caso, es el de una sociedad que retribuye a cada uno en función de su esfuerzo y de su especificidad. Se trata, por supuesto, de una visión mucho más liberal que la primera. Ambas visiones apuntan a concepciones muy distintas de la sociedad y de la justicia. Podríamos resumir —sacrificando el detalle— que en el siglo XX, las sociedades europeas han sido más proclives a la primera concepción mientras las americanas han sido más bien inclinadas a la segunda, aunque todas hoy en día estén más proclives a la igualdad de oportunidades. Cabe señalar, sin embargo, siguiendo a Dubet (2010), que «la igualdad de oportunidades descansa en una ficción y sobre un modelo estadístico que supone que para cada generación los individuos se reparten de forma equitativa en todos los niveles de la estructura social, cualesquiera sean su origen y su condiciones iniciales. […] Esta ficción es tan exigente como la de igualdad de posiciones: incluso más exigente porque supone que la herencia y las diferencias de educación sean abolidas, con el fin de que el mérito de los individuos produzca por sí solo desigualdades justas» (54-55). Sabemos hoy, a partir de encuestas internacionales, que la igualdad de posiciones ha perdido bastante terreno entre las preferencias
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de las personas a nivel mundial (Duru-Bellat, 2013) y Chile es un ejemplo de este giro profundo. Finalmente, en el ámbito de las formas de expresión de la justicia y de repartición de los bienes societales, existe una última distinción central: la distinción entre justicia distributiva y justicia de los procedimientos o justicia procedimental (Turner, 2007). La primera se refiere a lo que los individuos deberían recibir y en función de qué criterios, mientras la segunda especifica los procesos de acuerdo a los cuales se deben distribuir los bienes (Kellerhals y Languin, 2008). De un modo más delimitado, la justicia de los procedimientos se fundamenta en la neutralidad de las reglas del juego y en el criterio de si las personas sienten que reciben un trato correcto, de acuerdo a Tyler (2006). Generalizando a partir de un análisis empírico, el autor afirma que existen aspectos normativos en la experiencia social referidos la neutralidad y la ausencia de sesgos en las reglas, así como el respeto de derechos de las personas y la honestidad en el trato interpersonal, que definen la equidad en los procedimientos en términos no relacionados con los resultados. Esta acotada definición no instrumental de la justicia de los procedimientos se conecta con la corriente de la teoría social acerca de las fuentes de legitimidad de la autoridad (Beetham, 1991; Weber, 1921). Tiene la ventaja de que facilita una distinción analítica precisa y permite indagar en qué medida y bajo qué condiciones está presente en los criterios de justicia que aplican las personas. La evaluación de lo considerado justo puede depender de modo crucial de una evaluación de procedimientos, es decir, no solo de criterios asociados a una justicia referida a que las oportunidades son equitativas en cuanto a la distribución de los recursos. Por lo tanto, cualquier problema de investigación vinculado con desigualdades y justicia social involucra indagar sobre la incidencia de ambos tipos de justicia, la distributiva, pero también la procedimental.
4. La justicia social como objeto sociológico Si bien Rawls plantea una teoría de la justicia universal, desde un punto de vista más pragmático, señala que «por supuesto, las sociedades existentes son rara vez bien ordenadas en este sentido [que existe una concepción de justicia], porque lo que es justo o injusto es en general el objeto de debates. Los seres humanos no están de acuerdo acerca de los principios que deberían definir los términos de base de su asociación. Sin embargo, 163
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podemos decir que a pesar de este desacuerdo, tienen una concepción de la justicia, es decir, comprenden la necesidad de un conjunto característico de principios y están dispuestos a defenderlos» (1971 [2009]:31). Esto no es nuevo en sociología: ha sido demostrado tempranamente que las evaluaciones de las personas y los actores sociales incluyen un juicio valorativo, estableciendo una relación entre lo existente y un elemento referencial de tipo normativo (Durkheim, 1903). A partir de esta constatación, desde la década de 1960, y en especial desde la de 1970, las ciencias sociales han desarrollado estudios en relación con este campo tradicional de la filosofía moral y política, procurando entender cómo en concreto, funcionan los principios de justicia y cuáles son, en grupos humanos específicos, fuera de las concepciones modelizadas de la filosofía (Guienne, 2001). Es decir, se ha intentado separar el fundamento de lo justo de sus aplicaciones (Forsé y Parodi, 2010). Este nuevo derrotero ha dado lugar a estudios empíricos, especialmente desde la década de 1990 tanto en sociología como en psicología social respecto de la observación y el análisis concreto de la conformación y expresión de los criterios y sentimientos de justicia e injusticia, en individuos y grupos sociales. Estas nuevas orientaciones o «aterrizajes» de la pregunta filosófica en el campo sociológico y la gran diversidad de estudios que ha aflorado en especial en el mundo anglosajón, asumen varios cambios ocurridos en las sociedades contemporáneas, que a su vez operan en las definiciones de justicia social: la dilución de identidades sociales más grupales a favor de identidades más individuales, así como las transformaciones económicas y los cambios asociados en las posiciones relativas de los distintos grupos sociales (Kellerhals y Languin, 2008). El ciclo de crisis abierto hacia 1970 en los países industrializados, así como la nueva ola de crecimiento en las naciones emergentes, alteraron formas más estables de pensar la redistribución entre grupos y personas. El descentramiento de la lucha de clases también ha vuelto más borroso el límite de lo justo e injusto (Fraser, 1995). «Estos hechos han generado una descomposición de las “rutinas de justicia”, de las distribuciones pre hechas de derechos y deberes, tanto en la empresa como en la casa, en el barrio como en el hospital. De ahí surge a la vez un llamado renovado a la justicia y un sentimiento de falta de criterios o de normas para definir lo uno y lo otro. Es probablemente dentro de este movimiento que cabe entender el florecimiento de investigaciones empíricas acerca de lo que es vivido como justo e injusto» (Kellerhals y Languin, 2008:13). 164
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Gran parte de los estudios hoy parten de la idea de Walzer (1983), en cuanto a que existen principios plurales que compiten entre sí cuando se trata de juzgar la legitimidad de las desigualdades y de la justicia social. Por ejemplo, las personas pueden apelar según su argumentación o el objeto en disputa a la igualdad, la autonomía o el mérito como varas para medir la justicia o injusticia de una determinada situación. Se pueden usar también medidas variadas para determinar lo justo: puede ser en términos de lo que las personas invierten para desarrollarse y progresar (diplomas, experiencia, esfuerzo), la calidad de lo que hacen (productividad, calidad) o su actitud (lealtad, colaboración con los demás). Esto ha sido ampliamente analizado en países europeos, con estudios nacionales o comparados (Dubet, 2006, 2010). Por ejemplo, para 26 países europeos que son parte del European Values Survey, los principios de justicia social responden a la triada jerarquizada descrita por Deutsch para Estados Unidos (1975): necesidad, equidad, igualdad desde el más importante al menos importante (Forsé y Parodi, 2010; datos de 1999). De la misma manera, si bien el principio de meritocracia se ha alzado en términos generales sobre otros criterios de justicia, el principio de igualdad sigue siendo el más relevante en el ámbito político o el de necesidad por ejemplo en el campo de la salud (Boudon, 1995), mientras que en el ámbito de la familia, estas concepciones son completamente distintas, por lo que cabe tener claro cuál es la unidad de la sociedad que observamos. Se puede apreciar entonces cómo se ha ido desagregando en subespacios o subcampos la definición de los principios de justicia. Boltanski y Thévenot (1991), por su lado, han demostrado que en sociedades marcadas por la pluralidad de culturas o de sistemas de valores, existen simultáneamente varias dimensiones de evaluación o de argumentación acerca de la justicia, que generan diferencias y contradicciones en el momento de realizar justificaciones o juicios en la vida social8. Estos autores se preocupan, en especial, de entender la complejidad pragmática Las seis dimensiones de justificación descritas por Boltanski y Thévenot (1991) son el mundo de la inspiración (cuyo valor es la creación), el mundo doméstico (cuyo valor corresponde a la jerarquía de los estatus en la familia), el mundo de la opinión (cuyo valor es el renombre), el mundo cívico (cuyo valor corresponde al aporte al bien público), el mundo mercante (cuyo valor es la competencia comercial) y el mundo industrial (cuyo valor es la performance técnica); estos dos últimos serían los predominantes en nuestras sociedades en la actualidad. En nuestra evaluación de las situaciones de la vida cotidiana, usamos estas variadas dimensiones, las que chocan entre sí. Como lo señalan los autores: «Las personas, en la vida cotidiana, no logran callar completamente sus inquietudes, y al igual que los sabios, no dejan de sospechar, de preguntarse y de someter el mundo a pruebas» (54).
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que se manifiesta en las personas desde la emisión de juicios sobre lo justo en situaciones concretas, sean individuales o grupales, tomando en consideración varias dimensiones de evaluación y resguardando para el individuo la posibilidad de fundamentar su argumentación en cierta generalidad. En efecto, las personas emiten juicios sobre lo justo en situaciones específicas y, por lo tanto, sus juicios son plásticos, de modo que los individuos producen ajustes en sus discursos en función de las situaciones que enfrentan9. Los autores están particularmente interesados en dar cuenta del hecho y del momento en que los individuos realizan juicios sobre lo justo y lo injusto en un marco de incertidumbre y falta de principios generales o unificados de justicia. Buscan producir instrumentos «adaptados al estudio de una sociedad donde la crítica ocupa un lugar central y constituye una herramienta principal de la cual disponen los actores para poner a prueba la relación entre lo particular y lo general, entre lo local y lo global» (Boltanski y Thévenot, 1991:31). Obviamente, esta concepción se da en el marco de una mayor autonomía o individuación de las personas en las sociedades contemporáneas, «en la medida en que el individuo es llamado a construir juicios autónomos debido a la pluralidad misma de principios que se cruzan en la experiencia de la injusticia» (Bonnefoy, 2013:11). Para fundamentar investigaciones pragmáticas sobre justicia social, en especial cuando se busca entender su emergencia y funcionamiento como juicio de manera pragmática, sin partir a priori de posiciones ideológicas (Guienne, 2001), se ha tendido a recurrir a metodologías experimentales o experimentos «de laboratorio» donde se pone a personas a trabajar de forma colaborativa para determinar retribuciones en función de aportes (Greenberg, Cohen, 1982). En efecto, el razonamiento in abstracto o imparcial que plantea la filosofía política y moral, puede no funcionar de la misma manera en la vida cotidiana, donde las personas no necesariamente tienen un juicio acabado sobre justicia o no disponen de toda la información, el tiempo o la disposición como para emitir un juicio «imparcial» o abstraído de su propia experiencia y situación en la sociedad. Uno de los experimentos más conocidos al respecto ha sido llevado a cabo por Frohlich y Oppenheimer (1990) en los Estados Unidos, en el cual se busca reproducir las condiciones más cercanas para que las personas
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«Las personas que seguimos en las pruebas que les toca enfrentar deben pasar de un modo de ajuste a otro, de un orden de grandeza u otro en función de la situación en la cual se encuentran» (Bolstanki y Thévenot, 1991:30). 166
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se puedan pronunciar de forma imparcial sobre principios de justicia10. Si bien el experimento se orienta a la comprensión de las razones que llevan a las personas a preferir un determinado sistema de impuestos —asumiendo que la justicia distributiva actualmente se juega a nivel nacional sobre todo en los sistemas tributarios y el caso de Chile es un ejemplo de ello—, demuestran que la gran mayoría de los participantes elige un sistema de maximización de los retornos de la productividad, pero con un piso mínimo para el conjunto de la sociedad, de tal manera de no dejar a nadie sin nada, es decir, una opción matizada de igualdad de oportunidades. Otros trabajos posteriores en los años 1970 y 1980 (Rainwater, 1974; Shepelak y Alwin, 1986) han confirmado que las personas manejan dos conceptos cuando reflexionan sobre lo justo, en especial sobre lo que es un salario justo: la necesidad y el mérito. Es decir, las personas consideran que, en general, debiese existir un piso que permita a cada uno vivir satisfaciendo sus necesidades básicas, independientemente de su mérito o de su aporte a la sociedad y que arriba de ese piso mínimo, debería regir un sistema de recompensa proporcional al esfuerzo y al mérito. Existe, por lo tanto, una combinación entre necesidad y proporcionalidad de la retribución al esfuerzo. Estas conclusiones han sido confirmadas posteriormente en encuestas de gran alcance a nivel internacional partir de 1990. Algunos estudios más recientes en este ámbito (Forsé y Parodi, 2010) muestran que para un conjunto de países europeos, opera efectivamente la idea del «piso» de ingresos a base de la idea de necesidad, pero que los beneficiados por este mínimo tampoco pueden exigir más y que deben hacer lo posible para salir de su situación de desventaja. No se trata, por lo tanto, de un «cheque en blanco» a los más desfavorecidos, en el entendido de que el bienestar de los más desposeídos es financiado por el aporte solidario de los demás (altruismo limitado o contrato de solidaridad). Pero más allá de los países del norte, ¿qué ocurre con América Latina en el ámbito de las percepciones de la desigualdad y la justicia social? 10
Se reclutó a 129 sujetos entre estudiantes de pregrado de universidades norteamericanas; un grupo es familiarizado con principios de justicia redistributiva y el otro no. El primer grupo puede deliberar y elegir un principio de repartición en el futuro sistema tributario, al cual serán sometidos experimentalmente. Una vez elegido el principio, se les solicita realizar una tarea, para la cual se calcula la productividad —corregir errores editoriales en un texto de Parsons— y se les retribuye según el sistema elegido en el primer grupo y según un sistema impuesto en el segundo grupo. El experimento se realiza varias veces, con el fin de medir la estabilidad de los principios elegidos o los cambios de preferencias, así como la satisfacción de las personas con el sistema tributario elegido, en comparación con el sistema impuesto. 167
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5. La pregunta por la justicia social en América Latina y Chile La pregunta por la percepción de la desigualdad y la justicia social en el caso de América Latina es por supuesto crucial y recurrente, pues las sociedades latinoamericanas desde la colonización han sido sociedades marcadamente desiguales, con sistemas de explotación de las poblaciones nativas o importadas mediante esclavitud. La independencia del continente al inicio del siglo XIX, si bien influida por la emancipación norteamericana y la Revolución francesa, no consistió en procesos revolucionarios a través de los cuales operara una transformación radical de las estructuras sociales o económicas. Más bien, la elite criolla perpetuó el sistema instalado desde fines del siglo XIV. Los intentos por alterar fuertemente la distribución de la riqueza ocurrieron recién en el siglo XX, pero solo en algunos países, donde los procesos revolucionarios, cuando desembocaron en un resultado revolucionario en términos de Tilly (2000), no alcanzaron a establecer estructuras más igualitarias11. Los demás países de América Latina pueden haber entrado en procesos revolucionarios, pero generalmente, se volvió a imponer un orden conservador. Tal ha sido el caso de Chile con la Unidad Popular, y su abrupto fin con el golpe de Estado en 1973 y el establecimiento de un sistema económico nuevo a partir de 1976, que se impondrá posteriormente en países emblemáticos como Estados Unidos y Gran Bretaña: el régimen neoliberal. Como se señaló al inicio, la principal tensión en el siglo XX para el continente ha sido no encontrar un equilibrio entre crecimiento económico y justicia o redistribución social. Chile, al igual que sus vecinos, ha tendido a oscilar entre momentos en que se favorecía lo uno sobre lo otro, hasta que la exacerbación de tensiones hiciera moverse el péndulo hasta el otro lado. En América Latina, el debate actual sobre justicia social se aborda en gran medida desde las políticas públicas, así como desde las demandas por más democracia y por derechos sociales de parte de los movimientos sociales12. En el caso particular de Chile, luego de treinta años de crecimiento de Se puede mencionar al respecto los cuatro principales procesos con resultados revolucionarios: México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979. Tres de estos procesos se cerraron y solo en el caso de Cuba se prolonga hasta hoy, aunque su transformación posterior lo alejara de lo que se entiende por proceso democrático. 12 En general, la literatura producida en el continente, en especial en los últimos años, aborda la justicia social desde temas como educación, pobreza, derechos humanos, medioambiente, pueblos indígenas, justicia transicional, derechos reproductivos, en especial de las mujeres, es decir, de manera sectorializada. 11
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alrededor de 5% casi ininterrumpido —salvo en la crisis asiática en 1998 y la crisis global de 2008—, la pregunta por la justicia social reflotó a partir de 2006. La bonanza económica que se inició después de la crisis financiera de 1982, permitió un enriquecimiento general del país y una baja drástica de la pobreza, del 45% en 1988 a alrededor de un 15 a 20% según las mediciones actuales. Una franja importante de la población salió de la pobreza, a la vez que los sectores más acomodados mejoran aún más su situación. A mediados de los años 2000, luego de que una generación entera pasara por la escuela después de la dictadura, se desarrollaron protestas en torno a la educación. Tomaron más fuerza a partir de 2011 y plantearon derechamente la pregunta por la redistribución y la justicia social. En un país donde la segregación socioespacial, así como educacional es muy profunda, la posibilidad de igualdad, incluso desde la noción de derechos, claramente no tenía asidero. Este despertar ocurrió después de un prolongado período, durante el cual los integrantes de la sociedad no apreciaban el problema de la educación como una acervada injusticia social, lo que se convirtió en aguda injusticia solo a partir de los estallidos de los años 2006 y 2011 (Mac-Clure, 2012). Este cambio subjetivo pone de relieve la importancia de conocer mejor las ideas y sentimientos de justicia de las personas en la sociedad, sin reducir el estudio de la justicia social exclusivamente al importante campo de los derechos sociales y políticos en diversos ámbitos. Cabe señalar, sin embargo, que el debate chileno sobre justicia social se ubica más bien en el campo político (Castillo, 2011) y en menor medida en el campo científico o en el ámbito de la comprensión de la conformación de principios de justicia en las personas. La producción sobre sentimientos, experiencia y juicios sobre injusticia, como la hemos abordado al inicio de este trabajo, son recientes y poco numerosas, según la opinión de especialistas (Castillo et al., 2009). No obstante, destacan las iniciativas del International Social Justice Project (ISJP) y el International Social Survey Program (ISSP), en el campo de la investigación en justicia empírica (Castillo et al., 2009; Costa, 2009), aunque la participación de América Latina sea aún limitada13. Estos estudios han demostrado, por ejemplo, que si bien Chile y Brasil comparten un alto nivel de desigualdades de ingresos, los brasileños perciben más desigualdad que los chilenos. No existe necesariamente relación entre el nivel de desigualdad existente y el percibido de las mismas, como ha sido demostrado para Ambas herramientas son aplicadas solo a Chile y Brasil en lo que se refiere a América Latina, lo que dificulta comparaciones regionales, pero sí permite comparaciones con los demás países incluidos en las bases de datos.
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países desarrollados (Chauvel, 2006), por lo que las explicaciones para dichas diferencias remiten en general a elementos históricos y culturales. En ambos países, sin embargo, son los grupos más pobres los que perciben menos desigualdad. Esto genera un importante problema en cuanto a la posibilidad de transformación social. Los autores señalan que la aceptación de las desigualdades va de la mano con un significativo desarrollo del individualismo. Sin embargo, por muy contradictorio que parezca, existe una demanda por más apoyo de parte del Estado (Castillo et al., 2009), por lo que no se puede argumentar solo a favor de los valores del mercado. El contexto sociopolítico en Chile es sin lugar a dudas excelente para analizar los discursos en torno a la justicia social, en un momento de mediatización recurrente del tema, considerando que nos encontramos en una fase de indeterminación, post «matriz clásica» del siglo XX en Chile y América Latina (Garretón, 2007), donde predominó el principio de una igualdad de posiciones basada en disminuir las diferencias existentes. Con un modelo neoliberal híbrido en la etapa actual (Garretón, 2012), los principios neoliberales no se logran imponer absolutamente y se han difundido estándares morales heterogéneos y principios de justicia plurales. En este contexto, en el ámbito académico, gran parte del debate en la sociología chilena actual ha girado alrededor del diagnóstico de Lechner (2003), estableciendo que una sociedad-mercado como orden autorregulado se habría vuelto una especie de «orden natural» sustraído a la voluntad política. A pesar de ello, se ha señalado que se encuentra anidado en la población un malestar difuso ante las inseguridades que provoca esa sociedad (PNUD, 1998) y entre las personas reina la desvinculación emocional con respecto de las transformaciones ocurridas, generando condiciones para el surgimiento de demandas sociales. De hecho, desde el punto de vista académico, se ha notado en los últimos años un aumento de los trabajos que parten de ese diagnóstico, sea desde la filosofía (Page, 2007; Salvat, 2005) o en el ámbito de la sociología de las percepciones de los individuos (Garretón y Cumsille, 2002; Castillo, 2011; Puga, 2011; Araujo y Martuccelli, 2012; Mayol et al., 2013; Bonnefoy, 2013)14. Garretón y Cumsille (2002), usando datos de encuestas Solo para mencionar algunos de los trabajos con ese enfoque. En el ámbito de la generación de datos en Chile, cabe señalar los aportes de la Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica y las encuestas de la Universidad Diego Portales en particular. Podemos, además, nombrar los aportes de estudiantes que han trabajado con el material generado en el Proyecto Desigualdades y el Proyecto Fondecyt 1130276: Figueroa e Illaramendi, 2012; Mella, 2013; Velasco, 2013, Espinoza, 2014.
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y grupos focales, muestran que los chilenos rechazan la desigualdad, al igual que sus efectos correlativos, el clasismo (Contardo, 2009) y el individualismo. Sin embargo, es sabido también que las percepciones de las personas acerca de su propia posición y de la posición de los demás es poco certera, por falta de conocimiento del conjunto de la estructura social, entre diversos factores (Núñez, 2005). Otros estudios muestran que respecto de las percepciones sobre las diferencias salariales existentes y deseables (Roemer, 1996) se observa que las personas legitiman brechas salariales de diez a uno entre un ejecutivo y un obrero, aunque condenen brechas de veinte a uno (Castillo, 2009; Castillo, 2011). La brecha justificada o deseada es de todas maneras mucho más amplia que en países considerados igualitarios (Chauvel, 2006), lo que demuestra la existencia de patrones arraigados de aceptación de la desigualdad y de las distancias sociales. Cuando se podría haber esperado cierta coherencia entre deseos de cambio, valoración negativa de las distancias sociales y propensión a la acción para el cambio, los resultados de la encuesta ENES indican otra cosa, en especial que una parte no menor de la población considera que las desigualdades son necesarias para el desarrollo del país15. Otros estudios muestran también que en la explicación de fenómenos como la pobreza, los chilenos señalan razones individuales más que estructurales, sobre todo porque las causas de la desigualdad son asimiladas desde temprana edad como parte de la historia personal, interiorizando las desventajas sociales como atributos personales (Torche, 2009), lo que implica la legitimación de la desigualdad, en su dimensión simbólica (Ibáñez, 2010; Puga, 2011). Sin embargo, se observan también fuertes variaciones de lo mismo según el nivel educacional (Castillo, 2009)16. Para el caso de Chile, pesa particularmente la orientación política, el nivel de satisfacción con los ingresos y la movilidad social experimentada por las personas (Castillo, 2009; Torche, 2009). En otra línea de investigación, Araujo (2009a y 2009b), estudiando la experiencia de la En especial en las afirmaciones «Estaría dispuesto/a a agregar 10% de mis ingresos a los impuestos que pago, si con ello se pone fin a la desigualdad en Chile», «En Chile, las personas reciben ingresos acordes a su esfuerzo», «En Chile, las personas reciben ingresos acordes a su inteligencia y capacidades», «Las diferencias de ingreso en Chile son demasiado grandes» y «Las diferencias de ingreso son necesarias para el desarrollo del país» (www.desigualdades.cl). 16 Entre los factores influyentes, la literatura sociológica internacional considera también la movilidad social intrageneracional (D’Anjou et al., 1995; Forsé y Parodi, 2010) o incluso factores culturales nacionales (Verwiebe y Wegener, 2000), las clases sociales —o el nivel socioeconómico—, el nivel de satisfacción con los ingresos, la edad y el nivel de desigualdad de la sociedad donde se vive. 15
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desigualdad en la vida cotidiana, muestra una generalizada visión de injusticias y abusos, que no encuentra otra solución que no sea la (mal) adaptación individual. Esto lleva a estudiar a los actores en sus tensiones, sus miedos desde una sociología del individuo (Araujo y Martuccelli, 2011). También importa la justicia procedimental, como se señaló anteriormente, debido a que gran parte de la percepción de injusticia no se debe solo a la repartición de los bienes societales, sino que también a la forma en que los diferentes grupos sociales acceden a dichos bienes. Por ejemplo, en el caso de la evaluación que realizan los chilenos acerca de los recursos de los cuales dispone la elite nacional, muchas veces no es tanto la acumulación de bienes de parte de ese grupo lo que se evalúa negativamente, sino que la forma en que se adquieren los bienes o el trato de parte de los integrantes del grupo más acomodado hacia el resto de la sociedad (Mac-Clure y Barozet, 2014). Puede existir entonces una distancia importante entre discursos normativos que rechazan las desigualdades con respecto a prácticas y actitudes que las justifican y reproducen (Puga, 2011), con fuertes diferenciaciones según los grupos que se observan y si nos referimos a justicia sustantiva o procedimental. A partir de ahí, se puede afirmar que la construcción subjetiva de los principios de justicia social se sitúa en la dinámica de las condiciones sociales que actualmente experimentan las personas. La inconsistencia posicional (Araujo y Martuccelli, 2011) refleja la poca legibilidad de las posiciones sociales en un momento de alteración de las mismas, así como de las reglas de lectura de lo que es justo y de lo que no lo es. Estas subjetividades desde los propios actores en contextos de alta desigualdad como el de Chile, han tendido recientemente a ser investigadas mediante aproximaciones metodológicas complementarias a las encuestas de opinión tradicionales, con el fin de entender la formación y negociación de juicios críticos en el día a día17. Los referentes empíricos de este análisis teórico más particular son nuestros estudios acerca de clasificación social y autoidentificación que las personas en Chile utilizan y negocian en situaciones interactivas, acerca de las distancias y fronteras que perciben entre los distintos grupos (Méndez, 2008; Mac-Clure et al., 2012) y sobre la valoración de estas distancias, en especial hacia la elite (Mac-Clure y Barozet, 2014). Inspirado en los trabajos de los sociólogos Boltanski y Thévenot (1983, 1991) y la sociología pragmática (Cefai, 2011), así como en la línea de metodologías de experimentación usadas en economía o de metodología interactivas más propias de la psicología, se trata de una línea de carácter experimental que busca estudiar los criterios, ideas, prejuicios presentes en los procesos de toma de decisión, así como las prácticas sociales mismas. La actual propuesta de análisis busca pasar del «en qué» consisten las desigualdades socioeconómicas en Chile
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Los principios de justicia que emergen en el actual contexto histórico, exigen entonces revisar in situ desde el punto de vista de las personas en la sociedad, los tipos de justicia que examinamos al inicio de este trabajo. La justicia de posiciones que dominó el imaginario colectivo del siglo XX ha perdido relevancia, pasando desde la demanda de una remuneración justa al trabajo, hacia un conflicto relacionado con la justicia de oportunidades en el sentido de Rawls. Pero en torno a esta justicia de oportunidades, existe un debate abierto acerca de sus particularidades y limitaciones. La igualdad de oportunidades, aún con sus inconsistencias desde una perspectiva sociológica, constituye en la actualidad el principio predominante de justicia distributiva, pero los individuos la someten a prueba desde sus propias percepciones y experiencias. En el caso de Chile, la noción de capital humano en economía (Becker, 1975), hegemónica con respecto a la justicia de oportunidades, se ha visto constantemente cuestionada al ser confrontada con la noción de capital de Bourdieu (1979). En efecto, frente a la noción de capital humano, las redes sociales tienen un peso indiscutible, en particular en sociedades como la chilena (Barozet, 2006) y las distinciones culturales establecen límites significativos (Méndez, 2008). La vigencia efectiva de una justicia de oportunidades exige también examinarla a la luz del concepto sociológico de movilidad social, para determinar si se trata realmente de una sociedad desigual pero fluida o, por el contrario, estancada y con rasgos de polarización (Torche, 2005; Espinoza y Núñez, 2014). De este modo, el concepto teórico de justicia de oportunidades no es cuestionado en sí mismo, pero se le relaciona con otras nociones teóricas que la delimitan y precisan. Esto, por lo demás, no es estático ni consolidado, sino que emerge y está en proceso. Cabe recordar también que lo que está en juego no es homogéneo para todos los sectores de la sociedad, por lo que una de las preguntas más relevantes se refiere a quiénes son los portadores de estas subjetividades. Finalmente, si bien el objeto que es enjuiciado cuando se trata de justicia social se sitúa a nivel microsocial —y no solamente en las reglas o derechos que definen la distribución del poder a nivel macro—, las personas también incorporan en sus juicios sobre justicia social intuiciones, emociones y componentes afectivos, además de un «deber ser» normativo (Mac-Clure et al., 2012), que son indicios de que sus evaluaciones no se reducen a un razonamiento estereotipado ni son meramente cognitivas. —en sus distintas dimensiones— al desafío de investigar «cómo» se construyen y reproducen las desigualdades, tanto a nivel subjetivo como en situaciones interactivas. 173
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En este sentido, más allá de los individuos, los movimientos sociales actuales en Chile construyen un universo simbólico que compromete intensamente no solo a los involucrados, sino a varios segmentos de la sociedad, a través de formatos específicos de juicios críticos que son particulares a diversos grupos etarios y de género (Mac-Clure, 2012). Estudiar estos diversos objetos y formatos de los juicios subjetivos a nivel micro, especialmente las expresiones de injusticia y crítica, puede aportar una clave para su mejor comprensión al momento que vive Chile en torno al debate sobre desigualdades y justicia.
6. Conclusión La demanda de justicia social en América Latina y Chile ha sido un tema recurrente en la vida de estas sociedades. En las ciencias sociales, las desigualdades representadas como injusticias han sido estudiadas desde diversos ángulos, pero solo más recientemente la propia justicia ha sido objeto de análisis. En este marco, este trabajo pretendió establecer un recorrido o mapa conceptual de la discusión actual en torno a la relación entre desigualdades percibidas y concepciones de justicia social. Particularmente, se buscó analizar la consistencia entre los niveles de desigualdad presentes y las creencias y prácticas de individuos y grupos sociales que en la interacción social condenan la desigualdad, a la vez que en su actuar y discurso la reproducen. Como se ha señalado, partimos del supuesto teórico de que las desigualdades no solo se arraigan en procesos macro y estructurales, sino también en las prácticas sociales nutridas por las concepciones, ideas, creencias, e intereses concretos que movilizan a las personas en sus interacciones sociales y que están presentes en los momentos de toma de decisiones, que son también parte del actual «espíritu del capitalismo». La pregunta central es qué es lo que está en juego en la sociedad en términos de redistribución de los bienes societales y que al mismo tiempo tensiona a los individuos en su interacción social, estableciendo así un vínculo entre lo micro y lo macro. Lo que ocurre a nivel individual no es ajeno a las desigualdades colectivas y estructurales, pues estas son sometidas a prueba a través de los juicios que surgen en la vida social de las personas. Se trata obviamente de una perspectiva alejada de las más convencionales acerca de la medición de las desigualdades —ámbito necesario y clásico en nuestras disciplinas— porque busca entender la construcción y reproducción de las desigualdades sociales no desde una norma 174
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heterodoxa, sino que desde los propios principios de justicia social de los individuos en la vida común y corriente, en los momentos en que movilizan dichos principios para evaluar situaciones concretas. Los caminos conceptuales y las aproximaciones metodológicas sobre los cuales transitamos marcan el modo de entender la relación entre los niveles de desigualdad presentes en la sociedad chilena y las apreciaciones subjetivas en torno a ellos. Las agudas desigualdades imperantes en Chile se sitúan entonces, y como siempre, en un contexto histórico caracterizado por su dinamismo, lo que es objeto de percepciones y apreciaciones mutables por parte de los propios actores. Estas subjetividades aparecen en el plano de las opiniones individuales, pero también en la interacción con los más cercanos en la vida cotidiana, un nivel intermedio más cercano a los comportamientos, a nivel subjetivo e intersubjetivo. Allí adquiere una forma particular su evaluación de la justicia social, tanto en lo relativo a una justicia distributiva como acerca de una justicia de los procedimientos. Lo que está en juego tanto en la sociedad como a en la interacción cotidiana, está situado en sectores sociales específicos, lo que requiere ser comprendido desde su propia perspectiva. Finalmente, el examen de las subjetividades puede aludir a múltiples aspectos, pero una de las preguntas más relevantes consiste en cuáles son los problemas y desigualdades sociales que se pueden convertir en injusticias y expresarse como crítica social.
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Marginalidad, etnicidad y penalidad en la ciudad neoliberal: una cartografía analítica* Loïc Wacquant**
Desearía empezar agradeciendo a los participantes de esta conferencia —es mejor hacerlo al comienzo—, ya que es posible que tengamos fuertes diferencias hacia el final. Es una paradoja, pero uno de los principales Nota del editor: publicado originalmente en inglés el año 2013: «Marginality, Ethnicity and Penality in the Neoliberal City» Ethnic and Racial Studies, Symposium. Agradecemos al autor la autorización de traducción y publicación de este texto. El manuscrito original incluye la siguiente nota explicativa sobre el origen del mismo: «Este texto es una versión comprimida y clarificada de mi principal presentación a la conferencia “Marginalité, pénalité et division ethnique dans la ville à l’ère du néolibéralisme triomphant: journée d’études autour de Loïc Wacquant”, organizada en la Université Libre de Bruxelles el 15 de octubre de 2010. Me gustaría agradecer al Laboratoire d’Anthropologie des Mondes Contemporains, al Groupe d’Études sur l’Ethnicité, le Racisme et les Migrations, al Institut de Gestion de l’Environnement et d’Aménagement du Territoire, y la Faculty of Social and Political Sciences en ULB por su bienvenida y por su apoyo a este emprendimiento colectivo, y a Mathieu Hilgers por su inteligencia y persistencia en guiarlo. También estoy agradecido de Karen George por producir en breve una primera traducción del texto original en francés; a Aaron Benavidez y Sarah Brothers por la estelar asistencia en la investigación; a Megan Comfort y Matt Desmond por las agudas sugerencias editoriales y analíticas; y a todos los colegas, estudiantes y activistas que han contribuido al progreso de esta agenda de investigación durante años mediante sus reacciones, críticas y sugerencias en incontables lugares en múltiples países. Dedico un especial reconocimiento a Pierre Bourdieu y Bill Wilson, sin cuya tutoría jamás se habría llevado a cabo este trabajo».
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Loïc Wacquant es profesor de Sociología en la Universidad de California, Berkeley, e investigador en el Centre Européen de Sociologie et de Science Politique, París. Es miembro de la MacArthur Foundation y recibió el Lewis Coser Award de la American Sociological Association. Su investigación incluye la relegación urbana, la dominación etnorracial, el Estado penal, la encarcelación y la teoría social y las políticas de la razón. Sus libros, que han sido traducidos a alrededor de veinte idiomas, incluyen a la trilogía Urban Outcasts (2008) [Los condenados de la ciudad], Punishing the Poor (2009) [Castigar a los pobres] y Deadly Symbiosis (2013), así como también The Two Faces of the Ghetto (2013) y Tracking the Penal State (2014). Para más información, ver loicwacquant.net.
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obstáculos para los avances en las ciencias sociales hoy, reside en la organización social y temporal de la investigación, con la invasión descontrolada de los horarios, la sobrecarga de trabajo y la multiplicación de tareas sin una expansión correspondiente de los recursos necesarios para llevarlas a cabo. Eso explica que a duras penas tenemos los incentivos concretos, o simplemente el tiempo, para sentarnos y leer en profundidad los trabajos de otros estudiosos, incluso de aquellos que necesitaríamos asimilar para mantenernos al día con nuestras propias áreas de especialidad. Y aún tenemos menos oportunidades de encontrarnos con un grupo de colegas que vienen de variados campos de estudio, quienes se han tomado la molestia de examinar minuciosamente una serie de escritos para entrar en discusiones puntuales sobre ellos, con el fin de ayudar a cada uno a avanzar en su propio camino. Es una ocasión extraña en la que nos encontramos hoy, gracias a la energía y el talento que Mathieu Hilgers despliega entre bastidores para organizar este encuentro. Le estoy muy agradecido, así como a los sociólogos, geógrafos, criminólogos y antropólogos que se han reunido para estas discusiones, y a la enorme audiencia que ha venido a escuchar y, mejor aún, espero, a contribuir a nuestros debates a través de sus preguntas y reacciones. Lo que me gustaría hacer hoy es, precisamente, servir como un conmutador humano para activar la comunicación entre los investigadores que usualmente no se encuentran y, por lo tanto, no hablan entre sí, o lo hacen muy raramente, o desde cierta distancia, sobre los tres ejes que unen las temáticas de esta jornada de estudio. En la primera esquina, tenemos gente que estudia la fragmentación de clase en la ciudad como consecuencia del desmoronamiento de la clase trabajadora tradicional que había surgido desde la era fordista y keynesiana (es decir, algo así como el largo siglo que va desde 1880 a 1980) bajo la presión de la desindustrialización, el incremento del desempleo masivo y la difusión de la precarización laboral, en la intersección de lo que Robert Castel (1996) define bajo el concepto de «erosión de la sociedad salarial», y Manuel Castells (2000) llama «los agujeros negros» del desarrollo urbano en la «era de la información». Estos investigadores están interesados en el empleo y en las tendencias del mercado de trabajo y en sus consecuencias polarizadoras y ramificadoras sobre estructuras sociales y espaciales —que han conducido en particular al peldaño más bajo de la escala de las clases y posiciones, a la génesis inacabada del precariado postindustrial en la periferia urbana desde los inicios del siglo XXI—. Sin embargo, ellos casi no entablan discusiones continuadas con sus 184
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colegas en la segunda esquina, que están estudiando los fundamentos, las formas e implicaciones de los clivajes étnicos. Fundamentada en clasificaciones etnorraciales en los Estados Unidos (es decir, en la institucionalización de la «raza» como una etnicidad negada), en clasificaciones etnonacionales en la Unión Europea (a saber, la división «nacional/extranjero») y en un variado mix de ambas en América Latina y una buena parte de África, (re)activada por la inmigración y por las diferencias culturales que suele portar consigo la migración, la división étnica parece ser esencial para comprender la formación y deformación de las clases. A la inversa: ¿cómo no ver que aquellos que son señalados —en realidad difamados— por toda Europa como «inmigrantes», son extranjeros de orígenes poscoloniales y de la fracción social más baja, mientras que los miembros de clases más altas, son «expatriados» a quienes todos buscan atraer y no expulsar? ¿Cómo puede ignorarse que la percepción colectiva que se tiene de ellos, sus modalidades de incorporación, su capacidad para actuar colectivamente, en suma, su destino, dependen en gran medida de su posición y trayectoria social, y por lo tanto, de los cambios en la estructura de clase en la cual se refugian? Este ámbito de la investigación está experimentando un auge sin precedentes en toda Europa, alimentado por el miedo a la inmigración y por la moda política y mediática de la «diversidad», la que ha crecido con autonomía (bajo el ímpetu de programas de estudios étnicos al estilo estadounidense) cada vez más alejado del —y hasta en oposición al— análisis de clase. Esto se ha cristalizado en una alternativa artificial, que nos emplaza a hacer una elección disyuntiva entre la clase y la etnicidad, para otorgar preferencia analítica y prioridad política o a «la cuestión social» o a «la cuestión racial». Estoy pensando aquí, en el caso de Francia y el importante estudio de Pap Ndiaye, La Condition Noire (2008), que aspira a sentar las bases de «estudios negros a la francesa», lo que, en mi opinión, comete un doble error —teórico y práctico— en el libro editado por los hermanos Fassin, De la question sociale a la question raciale? (2006), y que dice mucho sobre el vuelco del «sentido común» progresista del momento. Ahora, hay pruebas abundantes, como Max Weber enfatizaba un siglo atrás (1978 [1922]), de que estas dos modalidades de «cierre social» (Schließung), basadas respectivamente en la distribución de poderes materiales y simbólicos, están profundamente imbricadas y deben necesariamente ser pensadas juntas1. Este punto lo argumenté hace un largo tiempo (Wacquant, 1989), en el curso de una reinterpretación de la controversia política y científica que se concitó en los Estados Unidos por la obra cumbre de mi mentor de Chicago, William Julius
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Finalmente, en la tercera esquina, deliberadamente aislada de las otras dos, tenemos un grupo que está muy bien representado entre nosotros hoy: criminólogos y variados especialistas en temas de justicia penal. Ellos se ubican con entusiasmo en una madriguera dentro del perímetro cerrado del dúo «crimen y castigo», que es históricamente constitutivo de su disciplina y que está continuamente reforzado por demandas políticas y burocráticas. Por lo tanto, casi no le prestan atención (no la suficiente para mi gusto, en todo caso) a los cambios en la estructura y formación de clase, la profundización de las desigualdades y la amplia renovación de la pobreza urbana, por un lado; y al dinámico, e históricamente variable, impacto de las divisiones étnicas por el otro (salvo bajo el estrecho y limitado rubro de la discriminación y la disparidad, típicamente mezclados). Al hacerlo así, se privan de los medios para captar la evolución contemporánea de las políticas penales, en la medida en que, como mostró Bronislaw Geremek (1987 [1978]) en su trabajo magistral La Potence ou la pitié, desde la invención de la prisión y el surgimiento de Estados modernos en Occidente a fines del siglo XVI, estas políticas estaban dirigidas menos a reducir el crimen que a frenar la marginalidad urbana. Mejor aún, la política penal y la política social no son más que los dos flancos de la misma política para la pobreza en la ciudad, en el doble sentido de la lucha de poderes y la acción pública. Por último, siempre y en todos lados, el vector de la penalidad golpea preferentemente a las categorías situadas en el punto más bajo del orden de clases y las gradaciones honorables. Por lo tanto, es muy importante relacionar la justicia penal con la marginalidad en su doble dimensión, material y simbólica, así como también a los demás programas estatales que pretenden regular a poblaciones y territorios «problemáticos». Espero que mi presencia aquí pueda ayudarnos a superar —al menos por el tiempo que dure este encuentro— el aislamiento e incluso la mutua ignorancia en la que se encuentran entre sí los investigadores de estas tres regiones temáticas, para que podamos poner en marcha un diálogo entre estudiosos de la relegación urbana como un producto de la reestructuración de clases, de las reverberaciones de la etnicidad, y de las transformaciones del Estado en sus diferentes componentes apuntados hacia las poblaciones Wilson (1980 [1978]), The Declining Significance of Race, así como también en un artículo que abogaba por la elaboración de un «análisis de la dominación racial» que escapara de la lógica judicial que interpreta a la racialización como una entre muchas modalidades en competencia por la fabricación de colectivos (Wacquant, 1997a). 186
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marginadas y denigradas —el primero entre ellos es el brazo penal (la policía, las cortes, las cárceles, las prisiones, los centros de menores y sus prolongaciones)—. Si hay un argumento clave que quiero presentar hoy, a través de mis respuestas sobre cada uno de los libros que son el foco de nuestras tres sesiones, así como también de mi discurso al fin de esta jornada, es que nos urge vincular estas tres áreas de investigación y poner las correspondientes disciplinas a trabajar juntas: la sociología urbana y el análisis económico; la antropología y la ciencia política de la etnicidad; la criminología y el trabajo social, con aportes diagonales de la geografía que nos ayuden a capturar la dimensión espacial de sus mutuas imbricaciones, con el fin de ver la figura de un «Estado centauro», liberal en la cima y punitivo en la base, que desprecia los ideales democráticos por su misma anatomía y por su modus operandi.
I Propongo, a modo de prolegómeno y de marco para nuestros debates, esbozar una cartografía analítica del programa de investigación que he seguido durante las últimas dos décadas en la intersección de estas tres temáticas, un programa del cual son el producto y el resumen mis libros Los condenados de la ciudad, Castigar a los pobres y Deadly Symbiosis. Estos libros forman una trilogía que examina el triángulo de transformaciones urbanas con la clase, la etnicidad y el Estado como sus vértices y allana el camino para una (re)conceptualización propiamente sociológica del neoliberalismo. Se puede decir que se benefician al ser leídos juntos, en forma secuencial o simultánea, en la medida en que se complementan y refuerzan entre sí para bosquejar in fine un modelo de la reconfiguración de los nexos del Estado, el mercado y la ciudadanía al comienzo de siglo, y un modelo que puede tener esperanzas de generalizarse mediante trasposiciones razonables a través de las fronteras. Esta nueva visita es una oportunidad para redactar un balance provisional y compacto de estas investigaciones y especificar sus desafíos, pero también para destacar cómo adapté conceptos clave de Pierre Bourdieu (espacio social, campo burocrático, poder simbólico) con el fin de clarificar categorías definidas vagamente (como la de «gueto») y forjar nuevos conceptos para examinar el surgimiento del precariado urbano y su gestión punitiva por el Leviatán neoliberal.
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Cada volumen de esta trilogía arroja luz sobre un lado del triángulo «clase-raza-Estado»2 y prueba el impacto del tercer vértice en la relación entre los otros dos. Así, cada libro se construye sobre los otros dos como trasfondo empírico y trampolín teórico. 1. Los condenados de la ciudad diagnostica el surgimiento de la marginalidad avanzada en la ciudad, después del colapso del gueto negro en la parte americana y la disolución de los territorios de la clase obrera en Europa occidental, a lo largo del eje «clase-raza» tal y como lo han enfocado las estructuras estatales y políticas. 2. Castigar a los pobres describe la invención y puesta en funcionamiento de la contención punitiva y técnica para gobernar áreas y poblaciones problemáticas a lo largo del eje «clase-Estado» marcado por las divisiones etnorraciales o etnonacionales. 3. Deadly Symbiosis desenreda la relación de la imbricación recíproca entre la penalización y la racialización como formas afines de denigración y revela cómo la desigualdad de clase se interseca y modula el eje «Estado-etnicidad». Cada uno de estos libros trabaja su propia problemática y puede, por tanto, ser leído separadamente. Pero los argumentos que los vinculan se extienden más allá de cada uno para contribuir más ampliamente, primero a una sociología comparativa de la regulación de la pobreza y la (de)formación del precariado postindustrial y, en segundo lugar, a una antropología histórica del Leviatán Neoliberal (Wacquant, 2012). Ellos ofrecen una vía para repensar el neoliberalismo como un proyecto político transnacional, una verdadera «revolución desde arriba» que no puede ser reducida al imperio desnudo del mercado (como lo plantearían tanto sus oponentes como sus defensores), sino que necesariamente abarca los medios institucionales requeridos para poner en pie este imperio: a saber, una política social disciplinaria (encapsulada por el concepto de
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Uso el término «raza» en el sentido de etnicidad denegada: un principio de estratificación y clasificación que estipula una gradación de honor (decreciente de acuerdo a la ascendencia, fenotipo o alguna otra característica sociocultural movilizada para el propósito de cierre social, cf. Wacquant, 1997) que pretende ser basado en la naturaleza; o si no, una variedad paradójica de etnicidad que reclama no ser étnica —una demanda que, infeliciter, los sociólogos refrendan cada vez que descuidadamente invocan el par «raza y etnicidad» que ancla el sentido común etnorracial en los países de habla inglesa. 188
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Workfare3) y la diligente expansión del sistema penal (al cual bauticé como prisonfare4), sin rechazar el tropo de la responsabilidad individual, que actúa como el pegamento cultural que liga los tres componentes ya mencionados (Wacquant, 2010a). Resumiré brevemente los argumentos clave hechos en cada uno de los libros, antes de destacar sus fundamentos teóricos comunes y sus implicaciones interrelacionadas.
1. La producción política de la marginalidad avanzada El primer libro, Los condenados de la ciudad: una sociología comparativa de la marginalidad avanzada, dilucida el nexo de la clase y la raza en los distritos de los desposeídos o bas-quartiers de las metrópolis posindustriales en su fase de polarización socioespacial (Wacquant, 2008a). Describo la repentina implosión del gueto negro americano tras el apogeo del movimiento por los derechos civiles y lo atribuyo al cambio total de las políticas locales y federales de mediados de los setenta —una transformación multidimensional que David Harvey (1989) capta correctamente como un movimiento «desde la ciudad gestora a la ciudad empresarial (entrepeneurial)»—, pero que asumió una forma particularmente virulenta en los Estados Unidos, que también participó de una arrolladora reacción de violencia racial. Este vuelco total de políticas aceleró la transición histórica del gueto comunal, que confinaba a todos los negros a un espacio reservado que los entrampaba y también los protegía, al hipergueto, un territorio de desolación que ahora solo contiene a las fracciones inestables de la clase obrera afroamericana, expuesta a todas las formas de la inseguridad (económica, social, criminal, sanitaria, de vivienda, etc.) por la desintegración de la red de instituciones paralelas que caracterizaba al gueto en su forma propiamente auténtica (Wacquant, 2005a).
Con el término workfare hago referencia a los programas de asistencia pública destinados a los pobres, que hacen de la recepción de la ayuda un beneficio personal condicionado a que los beneficiarios acepten trabajos mal remunerados o se sometan a estrategias orientadas al empleo, tales como el entrenamiento en lugares de trabajo o «job-searching», en contraste con welfare, que es un derecho incuestionable a la asistencia social. 4 Prisonfare es un término que introduje en analogía con workfare, para designar a los programas de penalización de la pobreza vía el direccionamiento preferencial y el empleo activo de la policía, los tribunales y las cárceles (así como sus anexos: la libertad vigilada, la libertad condicional, bases de datos de criminales y variados sistemas de vigilancia) en el interior y en las proximidades de los barrios marginalizados, donde se aglomera el proletariado postindustrial. 3
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Luego contrasto este repentino desmoronamiento con la lenta descomposición de territorios obreros en la Unión Europea durante la era de la desindustrialización. Muestro que la relegación urbana obedece a diferentes lógicas en los dos continentes: en los Estados Unidos, está determinada por la etnicidad, modulada por la posición de clase después de los sesenta, y agravada por el Estado. En Francia y sus países vecinos, está enraizada en la desigualdad de clase, modificada por la etnicidad (por la cual leer: inmigración postcolonial), y parcialmente paliada por la acción pública. Se deduce que, lejos de moverse hacia el gueto de tipo socioespacial como instrumento de encierro étnico (Wacquant, 2011a), los distritos desposeídos de las ciudades europeas se están alejando de este en todas las dimensiones, tanto que se pueden caracterizar como antiguetos5. Gráfico 1. El triángulo fatídico del precariado urbano
Neoliberalismo ESTADO Mano izquierda workfare
Mano derecha prisonfare
Workfare Workfare Castigar a los pobres
Prisión Ciuda d
Prison:Carcel
Hipergueto Anti-gueto
Clase (mercado)
Los condenados de la ciudad
Raza (Etnicidad)
(Cuerpo) Cuerpo y alma
La difícil situación de los inmigrantes postcoloniales de clases bajas por toda Europa es que sufren la contaminación simbólica propagada por el discurso del pánico de la «guetización», que abiertamente los señala como una amenaza a la cohesión nacional en cada sociedad, sin obtener los «beneficios paradójicos» de la guetización real (Wacquant, 2010f), entre ellos la acumulación originaria de capital social, económico y cultural en una esfera vital separada susceptible de darles una identidad colectiva compartida y a una creciente capacidad para la acción colectiva, en particular, en el campo de la política.
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De este modo, refuto la tesis de moda de una convergencia transatlántica de los distritos desposeídos según el modelo del gueto afroamericano, y en cambio señalo a la emergencia, a ambos lados del Atlántico, de un nuevo régimen de pobreza en la ciudad, alimentado por una fragmentación del trabajo asalariado, la reducción de la protección social, y la estigmatización territorial. Concluyo que el Estado juega un papel fundamental en la producción y la distribución tanto social como espacial de la marginalidad urbana: la suerte del precariado postindustrial se torna económicamente subdeterminada y políticamente sobredeterminada, y esto es verdad en los Estados Unidos no menos que en Europa, lo que es otra mella en lo que el historiador y jurista Michael Novak (2008) ha llamado «el mito del “débil” Estado americano». Basta con decir que debemos ubicar urgentemente las estructuras y políticas gubernamentales de vuelta al corazón de la sociología de la ciudad (donde Max Weber [1921, 1958] las había puesto apropiadamente) pendientes de las relaciones duales entre clase y etnicidad al pie de la estructura espacial, como muestra el Gráfico1 anteriormente presentado.
2. La gestión punitiva de la pobreza como componente del neoliberalismo ¿Cómo reaccionará y manejará el Estado esta marginalidad avanzada que, paradójicamente, ha impulsado y afianzado el punto de confluencia de las políticas de «desregulación» económica y los recortes en la protección social? Y a su vez, la normalización e intensificación de la inseguridad social en los territorios de relegación urbana, ¿cómo contribuirán a redibujar el perímetro, los programas y las prioridades de la autoridad pública (uso deliberadamente esta expresión)? La relación recíproca entre la transformación de clase y la reingeniería estatal en sus misiones sociales y penales son el tema del segundo libro, Castigar a los pobres (Wacquant, 2009a), que cubre el lado izquierdo del «triángulo fatídico» determinando el destino del precariado urbano. Los administradores estatales podrían haber «socializado» esta forma emergente de la pobreza, controlando los mecanismos colectivos que la alimentan, o «medicalizado» sus síntomas individuales; sin embargo, optaron por otra ruta, la de la penalización. Así se inventó en los Estados Unidos una nueva política de la gestión de la marginalidad urbana uniendo políticas sociales restrictivas —mediante el reemplazo del bienestar 191
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protector por el workfare obligatorio—, donde la asistencia pasa a ser condicional a la orientación del beneficiario hacia un empleo degradado —y una política penal expansiva— intensificada por la deriva concurrente de la rehabilitación a la neutralización como filosofía operante del castigo, y centrada en las áreas urbanas en decadencia y abandonadas (el hipergueto de EE.UU., las banlieues de la clase obrera en proceso de deterioro en Francia, sink estates en el Reino Unido, krottenwijk en los Países Bajos, etc.), sometida al vituperio público por el discurso de la estigmatización territorial en la metrópolis dualizadora. Este artilugio político se propagará entonces y se transformará a través de un proceso de «traducción traidora» a través de las fronteras nacionales, de acuerdo con la estructura del espacio social y la configuración del campo político-administrativo específico, a cada país receptor6. Castigar a los pobres efectúa tres rupturas para presentar el mismo número de argumentos importantes. La primera ruptura consiste en separar al crimen del castigo para establecer que la irrupción del Estado penal, y por lo tanto, el gran regreso del presidio (que había sido declarado moribundo y destinado a desaparecer alrededor de 1975)7, es una respuesta Quienes duden sobre la relevancia del régimen del workfare estadounidense para los países no anglosajones deben consultar el libro de Lødemel y Trickey (2001), bien titulado «An offer you can’t Refuse»: Workfare in International Perspective. Hace ya una década, este libro documentó la tendencia generalizada en las políticas sociales, de los derechos hacia las obligaciones de los beneficiarios, la multiplicación de restricciones administrativas al acceso, y la contractualización del apoyo, así como también la introducción de programas de trabajo obligado en seis países de la Unión Europea. En su meticulosa revisión de dos décadas de programas de «activación del bienestar social», Barbier (2009:30) advierte sobre las generalizaciones amplias y pone el acento en las variaciones transnacionales así como intranacionales en la arquitectura y en sus resultados; pero concede que, al margen de impulsar la «contención de costos», estos programas participan de «una profunda transformación ideológica» que ha fomentado en todas partes «una nueva “lógica moral y política” articulada en un discurso moralizante de “derechos y deberes”». Para una discusión más amplia de las raíces políticoeconómicas y las variantes del «estado del workfare», ver Peck (2001). 7 Cuando Michel Foucault (1975) publicó Surveiller et punir (traducido dos años después como Vigilar y castigar), el consenso internacional entre los analistas de la escena penal era que el presidio era una institución obsoleta y desacreditada. El confinamiento era unánimemente visto como una reliquia de una época ya pasada del castigo, destinada a ser suplantada por sanciones alternativas e intermedias en la «comunidad» (este fue el punto máximo del llamado «movimiento antiinstitucional en psiquiatría» y de la movilización a favor de la «excarcelación» en criminología). El propio Foucault (1977:358, 354, 359) enfatizó que «la especificidad de la prisión y su rol como encierro están perdiendo su razón de ser con la difusión de disciplinas carcelarias “a través de todo el cuerpo social” y la proliferación de agencias encomendadas para “ejercer un poder de 6
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no a la inseguridad penal, sino a la inseguridad social originada por la precarización del trabajo asalariado, y por la ansiedad étnica generada por la desestabilización de las jerarquías de honor establecidas (correlativo al colapso del gueto negro en los Estados Unidos y al establecimiento de poblaciones inmigrantes y los progresos en la integración supranacional en la Unión Europea). La segunda ruptura incluye en un mismo modelo el cambio de la política penal y las permutaciones de la política social, que se mantienen habitualmente separadas, en los enfoques gubernamentales y académicos. Pues estas dos políticas están mutuamente imbricadas: están dirigidas a las mismas poblaciones atrapadas en las grietas y fosas de la estructura socioespacial polarizada; despliegan las mismas técnicas (expedientes, vigilancia, denigración y sanciones graduadas) y obedecen a la misma filosofía moral del individualismo conductista donde los objetivos panópticos y disciplinarios de la primera tienden a contaminar la última. Para efectivizar esta integración, recurro al concepto de Bourdieu (1993) de «campo burocrático», que me lleva a revisar la tesis clásica de Piven y Cloward (1993 [1971]) sobre «regular a los pobres» a través del bienestar social: de aquí en adelante, la mano izquierda y la mano derecha del Estado se unen para efectuar la «doble regulación punitiva» de las fracciones inestables del proletariado postindustrial. La tercera ruptura reside en acabar con la confrontación estéril entre los seguidores de los enfoques económicos inspirados por Marx y Engels, que conciben la justicia penal como un instrumento de coacción de clase desplegado en una relación vinculada con fluctuaciones en el mercado de trabajo, y los enfoques culturalistas derivados de Émile Durkheim, para quien el castigo es un lenguaje que ayuda a trazar límites, revivir la solidaridad social, y expresar los sentimientos compartidos que fundaron la comunidad cívica. El concepto de campo burocrático, para unir los momentos materiales y simbólicos de cualquier política pública, es suficiente para darse cuenta de que la penalidad puede cumplir perfectamente bien tanto las funciones de control como las de comunicación ya sea simultánea o sucesivamente, y por lo tanto, operar concertadamente con los registros expresivos e instrumentales. De hecho, uno de los rasgos distintivos de la penalidad neoliberal es su acentuación teratológica de su misión de extirpación figurativa del peligro y la contaminación desde el normalización”». Desde entonces, contra todas las expectativas, el índice de encarcelación ha prosperado prácticamente en todos lados: se ha quintuplicado en Estados Unidos y duplicado en Francia, Italia e Inglaterra; se ha cuadruplicado en los Países Bajos y Portugal y sextuplicado en España. 193
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cuerpo social, incluso al costo de reducir el control racional del crimen, como ilustró la renovación histórica de las sentencias y supervisiones de delincuentes sexuales en la mayoría de las sociedades avanzadas. Concluyo Castigar a los pobres comparando mi modelo de penalización como técnica política para gestionar la marginalidad urbana con la caracterización de Michael Foucault (1975) de la «sociedad disciplinaria»; la tesis de David Garland (2001) de la emergencia de la «cultura del control», y la visión de la política neoliberal propuesta por David Harvey (2005). Al hacerlo, demuestro que la expansión y glorificación del brazo penal del Estado (centrado en la prisión en los Estados Unidos y dirigido por la policía en la Unión Europea) no es una desviación anómala o una corrupción del neoliberalismo, sino, por el contrario, es uno de sus componentes constitutivos centrales. Al igual que a fines del siglo XVI, el incipiente Estado moderno innovó conjuntamente el socorro para los pobres y la reclusión penal para detener el flujo de vagabundos y mendigos que entonces invadían las ciudades comerciales del norte europeo (Lis y Soly, 1979; Rusche y Kirchheimer, 2003 [1939]), a fines del siglo XX, el Estado neoliberal reforzó y redistribuyó su aparato de vigilancia, judicial y carcelario para detener los desórdenes causados por la difusión de la inseguridad social en la base de la escala de clases y posiciones, y puso en escena el ostentoso espectáculo de la pornografía de la-ley-y-el-orden para reafirmar la autoridad de un gobierno que busca legitimidad por haber renunciado a sus deberes instituidos de la protección social y económica.
3. La sinergia transformadora entre la racialización y la penalización El crecimiento de la marginalidad avanzada y el giro hacia su contención punitiva han sido poderosamente estimulados y también flexionados por la división étnica, enraizada en la oposición «blanco/negro» en los Estados Unidos y centrada en el cisma «nacional/extranjero postcolonial» en Europa occidental (con ciertas categorías, como la de los gitanos, tratados como cuasiextranjeros incluso en sus países natales). Esta inflexión opera indirectamente, a través de la bisectriz del ángulo «clase-raza-Estado» mostrado en el gráfico 2 (y desarrollado en el capítulo 6 de Castigar a los pobres, «La cárcel como sustituto del gueto»), pero también lo hace directamente a través de la relación recíproca entre la construcción de la raza y la elaboración estatal. Esta relación está graficada en el lado derecho
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del triángulo y cubierta por el tercer libro, Deadly Symbiosis: Race and the Rise of the Penal State (Wacquant, próximamente por Polity Press). La conexión sinérgica entre el clivaje etnorracial y el desarrollo del Estado penal es, por varias razones, la cuestión más difícil de esta tabla de investigaciones, tanto para plantear como para resolver8. Primero, el estudio de la dominación racial es conceptualmente farragoso; y además, es un sector de la investigación social donde las posturas políticas y los discursos morales muy a menudo prevalecen sobre el rigor analítico y la calidad de los materiales empíricos (Wacquant, 1997). Segundo, la probabilidad de caer en la lógica del juicio, que es la enemiga jurada del razonamiento sociológico, que ya es muy alta cuando se trata con el concepto resbaladizo y cargado del «racismo», se reduplica en el presente caso cuando estamos tratando con una institución, la justicia penal, cuya misión oficial es precisamente dictar sentencias de culpabilidad. Tercero, para entender la relación contemporánea entre la raza y el poder público, se debe volver cuatro siglos atrás, a la fundación de la colonia americana que se convertiría en los Estados Unidos, sin por eso caer en la trampa de hacer del presente el inerte e ineludible «legado» de un vergonzoso pasado que todavía se debe expiar. Finalmente, dado que la división etnorracial no es una cosa sino una actividad (y una simbólica, además, una relación objetivada y encarnada), no está congelada ni es permanente; evoluciona a trompicones a través de la historia, precisamente como una función del modo operativo del Estado como poder simbólico supremo. Estas dificultades explican por qué tuve que retirar dos veces este libro a mi editor para revisarlo de principio al fin (y en consecuencia por qué incluso ahora solo pueden ustedes evaluarlo a través de los artículos que ofrecen versiones provisionales y preliminares de los principales capítulos). Deadly Symbiosis muestra cómo el clivaje etnorracial lubrica e intensifica la penalización y cómo, a su vez, el auge del Estado penal moldea a la raza como una modalidad de clasificación y estratificación, al asociar a la negritud con una peligrosidad tortuosa y al dividir la población El concepto de sinergia (que desciende del griego syn, juntos, y ergon, trabajo) expresa muy bien la idea de que la racialización y la penalización operan al unísono para producir excluidos del Estado, a la manera de dos órganos simbólicos que actúan de conjunto sobre el funcionamiento del cuerpo social. Cuando Émile Littré lo insertó en su Dictionnaire de la langue française [Diccionario de la lengua francesa] (1872-77), rastreó el concepto en la fisiología y la definió como «acción cooperativa o esfuerzo entre diversos órganos, o diversos músculos. La asociación de varios órganos para llevar a cabo una función».
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afroamericana con una gradación judicial (Wacquant, 2005b). La demostración se desarrolla en tres fases. En la primera, reconstruyo la cadena histórica de las cuatro «instituciones peculiares» que han funcionado en forma sucesiva para definir y confinar a los negros a lo largo de la historia de los Estados Unidos9: la esclavitud de 1619 a 1865, el régimen del terrorismo racial en el sur conocido como «Jim Crow» de 1890 a 1965, el gueto de la metrópolis fordista en el norte de 1915 a 1968, y finalmente, la constelación híbrida nacida de la mutua interpenetración del hipergueto y el hipertrófico sistema carcelario. Establezco que la asombrosa inflación en el confinamiento de los negros de clase baja desde 1973 (la burguesía negra se ha apoyado y se ha beneficiado de la misma expansión penal, que basta para invalidar la tesis de la llegada del «nuevo Jim Crow») fue el resultado del colapso del gueto como contenedor étnico y el subsiguiente despliegue de la red penal en y alrededor de sus restos. Esta malla carcelaria fue fortalecida por dos series convergentes de cambios que, por un lado, han «carcelizado» al gueto y, por el otro, han «guetizado» a la cárcel, de modo tal que entre ellos se ha fusionado una triple relación de sustitución funcional, homología estructural y sincretismo cultural (Wacquant, 2001). La simbiosis entre el hipergueto y la prisión, perpetúa la marginalidad socioeconómica y el estigma simbólico del subproletariado negro urbano; moderniza el significado de la «raza» y remodela a la ciudadanía al secretar una cultura pública racializada de denigración de los delincuentes. Luego amplío este modelo para incluir la superencarcelación masiva de inmigrantes postcoloniales en la Unión Europea, que terminó siendo más pronunciada en la mayoría de sus estados miembro que la de norteamericanos negros al otro lado del Atlántico —un hecho revelador aunque poco conocido que es omitido o negado por los criminólogos del continente— (Wacquant, 2005c). La criminalización selectiva y el confinamiento preferencial de extranjeros, decretados por los ex imperios occidentales, toman las dos formas complementarias de «transportación» interior y exterior, la expurgación carcelaria y la expulsión geográfica (teatralizada Recordemos que la asignación social y legal a la categoría «negro» en los Estados Unidos se basa en la descendencia genealógica de un esclavo importado desde África y no en la apariencia física, y que mágicamente «borra» la mixtura etnorracial (que concierne la gran mayoría de personas consideradas negras) por la estricta aplicación del principio de «hipodescendencia», de acuerdo con la cual los descendientes de una unión mixta pertenecen a la categoría considerada inferior. Esta configuración simbólica, que prefigura el espacio y el aislamiento extremos de los afroamericanos en su sociedad, es virtualmente única en el mundo (Davis, 1991).
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por la ceremonia burocrática-periodística del «vuelo charter»). Estas son complementadas por el rápido desarrollo de una vasta red de campos de detención reservados para migrantes irregulares y por una política agresiva de detección y exclusión que incita a la informalidad entre aquellos inmigrantes y normaliza el «desgobierno de las leyes» por todo el continente, así como la exportan a los países que envían a los inmigrantes vía la «exteriorización» de programas de inmigración y control del asilo (Broeders y Engbersen, 2007; Ryan y Mitsilegas, 2010). Todas estas medidas tienen por objetivo pregonar la fortaleza y determinación de las autoridades y reafirmar el límite entre «ellos» y un «nosotros» europeos que está cristalizando dolorosamente10. La penalización, racialización y despolitización de las turbulencias urbanas asociadas con la marginalidad avanzada siguen su curso y se refuerzan entre sí, vinculadas circularmente tanto en el continente europeo como en los Estados Unidos. La misma lógica está funcionando en Latinoamérica, que es adonde llevo al lector para examinar la militarización de la pobreza en las metrópolis brasileñas como reveladora de la profunda lógica de la penalización (Wacquant, 2008b). En un contexto de desigualdades extremas y de violencia callejera desenfrenada respaldadas por un Estado patrimonialista que tolera una rutinaria discriminación judicial por la clase o por el color y una brutalidad policial sin límites, y considerando las espantosas condiciones de confinamiento, imponen una contención punitiva sobre los residentes El infame discurso pronunciado por Nicolas Sarkozy en Grenoble, en julio de 2010, ofrece una ilustración hiperbólica y extravagante de esta lógica de la segmentación simbólica y la difamación a través de la penalización. Interesado en restaurar su credibilidad arruinada en materia de seguridad pública, y pensando en las elecciones presidenciales de 2012, el presidente francés declaró oficialmente la «guerra contra los traficantes y delincuentes» y anunció el nombramiento de un duro jefe policial para el puesto de prefecto local. Directamente vinculó a los extranjeros indeseables con la criminalidad (aunque el incidente que provocó su discurso solo implicó a ciudadanos franceses); los hizo blanco del peso del Estado y estableció normas y sanciones incrementadas abiertamente discriminatorias para el sistema judicial (proponiendo, además de sanciones mínimas obligatorias, despojar de sus ciudadanías a «nacionales franceses naturalizados por menos de 10 años» si son condenados de actos de violencia contra la policía —una medida que viola directamente a la Constitución francesa y a las convenciones europeas—). Y lanzó una campaña policial para desmantelar «campamentos ilegales de romaníes» y expulsar sus residentes en masse con el objetivo de aumentar el número de arrestos y proporcionar material de video para los noticieros vespertinos de la TV. Este flash de la pornomanía de la ley-y-el-orden hizo acreedora a Francia de las vigorosas protestas diplomáticas de Rumania y Bulgaria, protestas oficiales y amenazas de sanciones de la Unión Europea, y una amplia reprobación internacional (desde el Vaticano, las Naciones Unidas, etc.).
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de las favelas decadentes y los conjuntos degradados, que equivale a tratarlos como enemigos de la nación. Y se alimenta el desacato a la ley y el atropello como rutina, así como la descontrolada expansión del poder penal, que se puede observar a lo largo de América del Sur en respuesta al incremento combinado de la desigualdad y la marginalidad (Müller, 2012). Esta digresión brasileña confirma que el vector de la penalización siempre tiene un objetivo altamente selectivo, golpeando como una cuestión de prioridad estructural aquellas categorías doblemente subordinadas en el orden material de las clases y en el simbólico de honorabilidad.
II Vuelvo ahora a la inspiración teórica de mi trabajo, a la que no siempre perciben claramente mis lectores (o al menos solo débil o elípticamente), aun cuando proporciona la clave para la inteligibilidad de un conjunto de investigaciones que, sin ella, puede parecer un poco disperso o inconexo. Para desenmarañar las conexiones triangulares entre la reestructuración de clase, las divisiones etnorraciales y las elaboraciones del Estado en la era del neoliberalismo triunfante, he adaptado varios conceptos desarrollados por Pierre Bourdieu (1997) y los he puesto a trabajar en nuevos frentes: la marginalidad, la etnicidad, la penalidad, desde el micro nivel de aspiraciones individuales y relaciones interpersonales en la vida cotidiana, al meso nivel de estrategias sociales y constelaciones urbanas, así como también, al nivel macrosociológico de las formas de Estado (ver gráfico 2 más adelante): —poder simbólico es «el poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo tanto el mundo» (Bourdieu 1991:170). Ilumina la marginalidad como liminalidad social (traduciéndola alternativamente como invisibilidad cívica o hipervisibilidad), la penalidad como abyección del Estado, y la racialización como violencia fundamentada cognitivamente. Más ampliamente, expone cómo las políticas púbicas contribuyen a producir una realidad urbana mediante sus actividades de clasificación y categorización oficial (un ejemplo en Francia es la invención de la noción de «vecindario sensible» y a los infames efectos que ha inducido, no solo sobre el comportamiento de los burócratas del Estado, los medios y las
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empresas, sino también entre residentes de las áreas así denigradas y entre sus vecinos); —campo burocrático refiere a la concentración de la fuerza física, capital económico, capital cultural, y capital simbólico (implicando, en particular, la monopolización del poder judicial) que «constituye al Estado como detentor de una suerte de meta-capital» que le permite impactar en la arquitectura y funcionamiento de los diferentes «campos» que forman una sociedad diferenciada (Bourdieu, 1993:52). Designa la red de agencias administrativas que colaboran en imponer identidades oficiales y compiten para regular actividades sociales y representar la autoridad pública. El campo burocrático centra su atención en la distribución (o no) de los bienes públicos y nos permite vincular la política social y la política penal, para detectar sus relaciones de sustitución funcional o de colonización, y así reconstruir su evolución convergente como el producto de luchas sobre y al interior del Estado, contraponiendo su polo protector (femenino) y su polo disciplinario (masculino), sobre la definición y tratamiento de los «problemas sociales» de los que los vecindarios relegados son tanto el crisol como el punto de fijación; —espacio social es la «estructura —multidimensional— de yuxtaposición de posiciones sociales», caracterizadas por su «exterioridad mutua», su distancia relativa (cercanas o lejanas), y su clasificación ordenada (abajo, arriba, entre), dispuestas a lo largo de dos coordenadas fundamentales dadas por el volumen total del capital que poseen los agentes en sus diferentes formas y la composición de sus activos, es decir, el «peso relativo» de «los principios más eficientes de diferenciación» que son el capital económico y el cultural (Bourdieu, 1994:20-22). Como «la realidad invisible», irreductible a interacciones observables, que «organiza las prácticas y las representaciones de los agentes», el espacio social nos ayuda a identificar y definir la distribución de los recursos eficientes (Bourdieu, 1994:25) que determinan las posibilidades de vida a diferentes niveles en la jerarquía urbana, y luego a investigar correspondencias —o, por cierto, separaciones— entre las estructuras simbólicas, sociales y físicas de la ciudad; y finalmente, —habitus, definido como el sistema socialmente constituido de «esquemas de percepción, apreciación y acción que nos permite efectuar los actos de conocimiento práctico» que nos guía en el mundo social (Bourdieu, 199
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1997:200), nos impulsa a reintroducirnos en el análisis de experiencias carnales de agentes —y la marginalidad, la racialización, y la encarcelación no son nada si no son corporalmente restrictivas, manifestadas más intensamente intus et in cute—. Nos ayuda a asistir a «la acción psicosomática, ejercida a menudo a través de la emoción y el sufrimiento», a través de la cual la gente internaliza los condicionamientos y límites sociales, tanto que se desvanece la arbitrariedad de las instituciones y se aceptan sus veredictos (Bourdieu, 1997:205)11. Nos invita a rastrear empíricamente, en vez de simplemente postular, cómo se retraducen las estructuras sociales en realidades vividas, mientras se sedimentan en organismos socializados en la forma de disposiciones para la acción y la expresión. Dichas disposiciones tienden a validar y reproducir o, por el contrario, a cuestionar y transformar las instituciones que las producen, dependiendo de si su conformación acepta o diverge con las normas de las instituciones que confrontan. Gráfico 2. La arquitectura teórica subyacente
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Es significativo que Bourdieu (1997:205) evoque el pasaje fundamental de En la colonia penitenciaria de Franz Kafka (2011 [1914]), en el que se graba la sentencia de los condenados sobre su cuerpo por una máquina de tortura como una variante grotesca de lo que él llama la «cruel mnemotecnia», mediante la cual los grupos naturalizan la arbitrariedad que los funda. Esta escena nos pone en el punto donde la lanza material-simbólica del Estado penal confronta y perfora a través del cuerpo del delincuente en un acto oficial de profanación radical que provoca una aniquilación física: el ciudadano solo existirá dentro del ámbito de la ley.
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Hay, además, una relación de vinculación lógica y una cadena recíproca de causalidad corriendo entre estos diferentes niveles (sugeridos en el gráfico 2)12: el poder simbólico se imprime sobre el espacio social al reconocer la autoridad y al orientar la distribución de recursos eficientes a las diferentes categorías relevantes de agentes. El campo burocrático valida o repara esta distribución estableciendo la «tasa de cambio» entre las diversas formas de capital que poseen. En otras palabras, no podemos entender la organización de las jerarquías urbanas, incluyendo si toman connotaciones étnicas, y cuán enérgicamente lo hacen, sin poner dentro de nuestra ecuación explicativa al Estado como una agencia estratificadora y clasificadora. A su vez, la estructura del espacio social se objetiva en el ambiente construido (pensemos en los barrios residenciales segregados y la distribución diferenciada de servicios públicos entre los distritos), e incorporada en las categorías cognitivas, afectivas y volitivas que orientan las estrategias prácticas de los agentes en la vida cotidiana, en sus círculos sociales, en el mercado laboral, en sus relaciones con instituciones públicas (policía, oficinas de bienestar social, de vivienda y autoridades fiscales, etc.), y por consiguiente, da forma a una relación subjetiva con el Estado (que es parte integrante de la realidad objetiva de ese mismo Estado). La cadena causal puede entonces ser desandada ascendentemente: el habitus incita las líneas de acción que reafirman o alteran las estructuras del espacio social, y el engranaje colectivo de estas líneas a su vez refuerza o cuestiona el perímetro, los programas y las prioridades del Estado y sus categorizaciones. Es este engranaje conceptual el que articula la etnografía del boxeo presentada en mi libro Entre las cuerdas (Wacquant, 2006 [2000]) con la comparación institucional que organiza Los condenados de la ciudad. En mi opinión, estos libros son las dos caras de una misma investigación sobre la estructura y la experiencia de la marginalidad (como se indicó al pie de la figura 1), enfocada desde dos ángulos opuestos pero complementarios: Entre las cuerdas proporciona una antropología carnal de un oficio corporal en el gueto, una especie de corte transversal fenomenológico, desde el punto de vista del «agente significante» tan caro a los pragmatistas, integrado en una porción ordinaria de vida vista desde dentro y desde abajo, mientras Los condenados de la ciudad despliega una macrosociología analítica y
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Para una discusión más completa de las relaciones internas entre estos conceptos, que enfatizan el lugar baricéntrico del capital simbólico en sus variadas encarnaciones, ver Bourdieu y Wacquant (1992). 201
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comparativa del gueto, construida desde afuera y desde arriba del mundo vivido al que encuadra13. Utilizo estas ideas como otras tantas palancas teóricas para trabajar conceptos que me ayudan a detectar las nuevas formas de la marginalidad urbana, a identificar las actividades del Estado dirigidas a producirla primero y a tratarla después, y por consiguiente, evaluar los vectores emergentes de la desigualdad en las metrópolis dualizadoras en la era de la propagación de la inseguridad social (ver gráfico 3). Por lo tanto, en Los condenados de la ciudad, me apoyo en el concepto de espacio social para introducir la triada de gueto/hipergueto/antigueto y para diseccionar las cambiantes constelaciones socioespaciales que contienen a las desposeídas y denigradas poblaciones atrapadas en los peldaños más bajos de la escala social de los lugares que forman la ciudad (Wacquant, 2008a y 2010b). Uniendo la teoría del poder simbólico de Bourdieu (1991) al análisis de la gestión de «las identidades deterioradas» de Goffman (2003 [1964]), acuño el concepto de la estigmatización territorial para revelar cómo, a través de la mediación de los mecanismos cognitivos que operan en múltiples niveles entramados, la denigración espacial de barrios de relegación afecta a la subjetividad y a los lazos sociales de sus residentes, así como a las políticas de Estado que les dan forma14. Siguiendo los preceptos de la epistemología de Bachelard, desarrollo una caracterización ideal-típica del nuevo régimen de la marginalidad avanzada (llamada así porque no es residual, cíclica ni transicional, sino que está orgánicamente relacionada con los sectores más avanzados de la economía política contemporánea, y notablemente a la financialización del capital), que ofrece una precisa matriz analítica para la comparación internacional.
Un análisis detallado de las estrategias vitales de un «buscavidas» en la economía predatoria de la calle (Wacquant, 1998 [1992]) y del giro normativo y la extensión práctica que el hipergueto impone al matrimonio (Wacquant, 1996), son dos de los múltiples puntos de unión entre estos dos niveles y modos de análisis: en ambos estudios de casos, mis principales informantes de campo eran también boxeadores. Asimismo, el extenso enredo judicial de mi mejor amigo y «compañero de ring» en el Woodlawn Boys Club durante dos décadas me proporcionó un vívido analizador de las relaciones entre la marginalidad y la penalidad en tiempo biográfico y a una escala microsociológica. 14 Este concepto ha sido desarrollado teóricamente y ampliado empíricamente a través de tres continentes, cf. Wacquant (2007, 2010b, 2010f), las investigaciones llevadas a cabo en el marco de la red internacional e interdisciplinaria advancedurbanmarginality.net, y la selecta bibliografía compilada por Tom Slater, Virgilio Pereira y Loïc Wacquant para el número especial de Environment & Planning E sobre el tema de «La estigmatización territorial en acción» (en prensa). 13
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En Castigar a los pobres y algunos artículos derivados del mismo libro (Wacquant, 2010c, 2010d y 2011b), elaboro el concepto de prisonfare por su analogía conceptual con welfare, para designar al entramado de políticas —que abarca categorías, agencias burocráticas, programas de acción y discursos justificatorios— que pretenden resolver los males urbanos con la activación del brazo judicial del Estado antes que con sus servicios sociales y humanos. Sugiero que la contención punitiva es una técnica generalizada para controlar a las categorías marginadas que puede tomar la forma de la asignación a un distrito desposeído o de una circulación interminable a través de los circuitos penales (la policía, la corte, la cárcel y sus tentáculos organizativos: libertad condicional, libertad bajo palabra, las bases de datos de la justicia penal, etc.). Describo el ascendente artilugio político, que se apoya en la doble regulación de los pobres a través del workfare disciplinario y el prisonfare neutralizador, como «liberalpaternalista», pues aplica la doctrina del laissez-faire et laissez-passer en lo alto de la estructura de clases, hacia los poseedores del capital cultural y económico, pero pasa a ser intrusivo y vigilante abajo, cuando se trata de reprimir las turbulencias sociales generadas por la normalización de la inseguridad social y la profundización de las desigualdades. Este artilugio toma parte en el levantamiento de un Estado Centauro que presenta un perfil radicalmente diferente en los dos extremos de la escala de clases y lugares, transgrediendo a la norma democrática que exige que todos los ciudadanos deban ser tratados de la misma manera. Sus gobernantes usan la «guerra contra el crimen» como un teatro burocrático adaptado para reafirmar su autoridad y para representar la «soberanía» del Estado en el mismo momento en que esta soberanía está violando la movilidad descontrolada del capital y la integración jurídico-económica en los agrupamientos políticos supranacionales.
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Gráfico 3. Los principales conceptos desarrollados
Poder simbólico ESTADO Campo burocrático Soberanía teatralizada Liberal paternalismo
Raza delito cívico Estigmatización territorial
“pirsonfare”
Ciudadano
Espacio social
Contención punitiva
Sociodicea negativa
Judicializado hipercancelación
Marginalidad avanzada Gueto Clase (mercado)
Hipergueto Habitus
Antigueto
Raza (etnicidad)
En Deadly Symbiosis, propongo reemplazar al seductor pero engañoso concepto del «encarcelamiento masivo», que en la actualidad enmarca y restringe los debates cívicos y científicos sobre la cárcel y la sociedad en los Estados Unidos (lo utilicé yo mismo, bastante irreflexivamente, en mis publicaciones anteriores a 2006), por el concepto más refinado de híper-encarcelamiento, para hacer hincapié en la extrema selectividad de la penalización de acuerdo a la posición de clase, la membrecía étnica o el estatus cívico, y el lugar de residencia. Una selectividad que es una característica constitutiva (y no un atributo accidental) de la política de la administración punitiva de la pobreza (Wacquant, 2011b:218-219). Relato que el castigo no es solamente un indicador directo de la solidaridad y la capacidad política central del Estado, como Émile Durkheim afirmó más de un siglo atrás en De la division du travail social ([1893] 2007), sino que es el paradigma de la denigración pública, impuesta como una sanción por el demérito moral individual y, por tanto, cívico. Esto me lleva a caracterizar a la penalidad como un operador de una sociodicea negativa: a través de su funcionamiento común y ordinario, más que a través de los escándalos que alternadamente desata y apacigua (Garapon y Salas, 2006). La justicia penal produce una justificación institucional para la desgracia del precariado que está en el fondo de la escala social, una justificación que hace eco de la sociodicea positiva de la buena fortuna de los que dominan, lograda por la distribución de 204
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las credenciales de las universidades de elite sobre la base del «mérito» académico y que se encuentran en la cima de esa misma escala (Bourdieu 1989)15. Las sanciones penales y su registro oficial en archivos judiciales o «antecedentes penales» (casier judiciaire en Francia, Führungszeugnis en Alemania, strafblad en Holanda, etc.) operan a la manera de «títulos inversos»: testimonian públicamente la falta de mérito individual de sus portadores e incitan a la reducción rutinaria de sus posibilidades en la vida, como fue revelado por la amputación de lazos sociales y conyugales, opciones de vivienda, oportunidades e ingresos de empleo de los ex convictos en casi todos los países avanzados. Basta, entonces, con construir «a la raza como un delito cívico» (Wacquant 2005b) para detectar el profundo parentesco —que es mucho más que una similitud o una afinidad, incluso una «afinidad electiva» a la Weber— entre la racialización y la penalización: ambas implican una amputación del ser social, que es validada por la autoridad suprema simbólica. La categorización racial y la sanción judicial producen marginados estatales, los que son aún más rebajados pues ambas están más estrechamente relacionadas.
III Pido disculpas si fui alusivo cuando debí haber sido didáctico, y viceversa, pero para cubrir mi tema y a la vez ser breve, he tenido que simplificar mi razonamiento y comprimir mis argumentos. Sin embargo, espero que estos rudimentos de una cartografía analítica les permitan comprender mejor y, especialmente, interrelacionar las tres obras que vamos a debatir. Anticipo que probablemente vayan a reaccionar a algunas de vuestras críticas dirigidas a este o aquel libro, señalando que la respuesta ya se halla en uno de los otros dos, o que la cuestión ha sido reformulada o incluso resuelta por la división del trabajo entre los tres tomos. No diré esto para darme una excusa para eludir el tema: es la economía general del proyecto que lo requiere, en la medida que el todo es más que la suma de las partes que cada grupo correspondiente de lectores tiende a
Adapto aquí la dualidad de la «teodicea» propuesta por Max Weber (1948 [1915]) en su Psicología social de las grandes religiones, que compara las doctrinas que validan «los intereses exteriores e interiores de todos los opresores» (Theodizee des Glückes) con las doctrinas que legitiman y racionalizan el sufrimiento de «estratos socialmente oprimidos» (Theodizee des Leidens).
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autonomizar de acuerdo con su subcampo16. El progreso empírico realizado y las novedades conceptuales propuestas en cada libro dependen directamente de las realizadas en los otros dos. Un ejemplo: yo no habría detectado el vínculo subterráneo entre la penalización y la racialización como formas emparentadas de la infamia estatal, si no hubiera primero teorizado la estigmatización territorial como una de las propiedades distintivas de la marginalidad avanzada, y luego discernido el paralelismo funcional y estructural entre el hipergueto y la cárcel. Debo aclarar, para tranquilizarlos, que no me senté, volviendo a 1990, con el proyecto extravagante en mente de escribir una trilogía. Este es el despliegue no planeado de mis investigaciones, los avances empíricos (y repetidos retrocesos), así como también los problemas teóricos que hicieron emerger (o desaparecer) los que me han llevado, a lo largo de los años, de uno a otro vértice del triángulo clase-etnicidad-Estado, no siendo sus inesperadas relaciones existenciales las que me han impulsado a lo largo de los lados que los atan entre sí17. Al principio, hubo el shock —inseparablemente emocional e intelectual— que experimenté frente a la atroz desolación urbana y humana de los vestigios del South Side, cuyo paisaje lunar se extendía, literalmente, desde la puerta de mi casa cuando aterricé en Chicago. Este shock me empujó a ingresar al gimnasio de boxeo, el que podría ser como un puesto de observación desde el cual tomé la cuestión del acoplamiento «raza y clase» en las metrópolis americanas y me puse a reconstruir el concepto de gueto desde la base, en oposición a la mirada distante que domina a la sociología nacional sobre el tema (Wacquant, 1997b). En respuesta Es revelador que las contribuciones a los simposios dedicados a Los condenados de la ciudad (por City en 2008, International Journal of Urban and Regional Research, Revue française de sociologie y Pensar en 2009, y Urban Geography en 2010) y a Castigar a los pobres (organizado por la British Journal of Criminology, Theoretical Criminology, Punishment & Society, Critical Sociology and Studies in Law, Politics & Society, Criminology & Justice Review, The Howard Journal of Criminal Justice, Amerikastudien, Prohistoria y Revista Española de Sociología) reproducen la separación establecida entre las disciplinas (con, en un sentido amplio, la geografía urbana y la sociología por un lado y la criminología por el otro, mientras el trabajo social y la ciencia política brillan por su ausencia), y tratan exclusivamente con solo una de estas dos obras, omitiendo a la otra. El libro colectivo editado por Squires y Lea (2012) es un raro intento de relacionar el esquema de la marginalidad avanzada a mi análisis del Estado penal, pero al precio de descuidar al eje de racialización-penalización. 17 Ver Wacquant (2009c) para una discusión más completa de las vinculaciones analíticas y lazos biográficos entre «el cuerpo, el gueto y el Estado penal», y las motivaciones cívicas que me impulsaron a desenredarlos. 16
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a la irrupción del discurso del pánico sobre la supuesta «guetización» de los distritos obreros en Francia y su subsiguiente difusión alrededor de Europa, enriquecí mi perspectiva histórica al agregar un eje comparativo. Esta comparación destaca el papel del Estado en la producción de la marginalidad, un papel que es central aunque diferente a ambos lados del Atlántico. Entonces, magnetizado por el arte del boxeador, redacté las historias de vida de mis compañeros de gimnasio y descubrí que casi todos habían pasado por la cárcel, por lo tanto, si quería esbozar el espacio de las posibilidades que se les abrían —o, según el caso, que se les cerraban— era imperioso que incorporara la institución carcelaria a mi perspectiva sociológica. Fue entonces que me di cuenta de que el crecimiento bulímico del sistema penal americano desde 1973 es perfectamente concomitante y complementario a la atrofia organizada de la ayuda pública y su reconversión disciplinaria en un trampolín hacia el trabajo precario. Mi revisita histórica a la invención de la cárcel en el siglo XVI confirmó posteriormente el vínculo orgánico que ha unido la ayuda a los pobres y el confinamiento penal desde su origen, y ofrece una base estructural para la intuición empírica de su complementariedad funcional. Mientras tanto, en Les Prisons de la misère [Las cárceles de la miseria] exploré la difusión planetaria de la estrategia de vigilancia y la retórica de la «tolerancia cero», punta de lanza de la penalización de la pobreza en la ciudad polarizadora. Mostré que la misma opera después de la «desregulación» del trabajo no calificado y de la conversión del welfare en workfare: en definitiva, ambas formaban parte de la construcción del Leviatán neoliberal (Wacquant 1999, 2009b y 2010e). En cada fase, la división etnorracial sirve como un catalizador o multiplicador: acentúa la fragmentación del trabajo asalariado al segmentar a los trabajadores y los contrapone facilita la reducción del bienestar y el despliegue del aparato penal, ya que es mucho más fácil endurecer las políticas dirigidas a los beneficiarios del welfare y delincuentes cuando los últimos son percibidos como «forasteros» cívicos, congénitamente estigmatizados y definitivamente incorregibles, opuestos en todos los aspectos a los ciudadanos «establecidos» (para invocar una dicotomía muy cara a Elias y Scottson (1994 [1965]). Pero, sobre todo, la marcación racial se vuelve similar en su naturaleza al castigo penal: son dos manifestaciones gemelas de la denigración estatal. Por lo tanto, sin haberme dispuesto a hacerlo, he llegado a practicar una especie de excéntrica (algunos podrían decir estrafalaria) sociología del poder político, ya que al final me hallo 207
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a mí mismo confrontado con la cuestión del Estado como una entidad material y simbólica, y arrastrado con renuencia a debates teóricos y comparativos sobre la naturaleza del neoliberalismo y la contribución de la penalidad a su advenimiento18. El «triángulo mortal», que decide la suerte del precariado urbano, es un esquema ex post que emergió gradualmente mientras yo progresaba en las investigaciones de las cuales resumí las principales líneas en este artículo. Esto explica el hecho de que los tres libros que las sintetizan fueron publicados tardíamente (con un retraso de cerca de una década, en promedio, desde la fase de producción de datos). También desordenadamente, tuve que repensarlos y reescribirlos varias veces para separarlos y unirlos mejor al mismo tiempo. Esta configuración analítica es asimismo lo que da más fuerza y peso a cada uno, por lo tanto, esperamos que el encuentro de hoy ofrezca la oportunidad de demostrar esto concretamente. Esta presentación y mi presencia aquí son una invitación a una lectura generativa y transversal, no para el placer estético de romper con las convenciones académicas, sino para que podamos colectivamente extraer los beneficios teóricos y empíricos obtenidos para relacionar los temas de las tres sesiones de esta tarde. Concluiré entonces con este cri du coeur analítico: estudiosos de la marginalidad urbana, estudiosos de la etnicidad y estudiosos de la penalidad, uníos. ¡No tenéis nada que perder excepto vuestras cadenas intelectuales! Y tenéis un mundo de descubrimientos científicos que ganar, así como una riqueza de recomendaciones prácticas para intervenir en el debate público.
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Análisis contemporáneos sobre tolerancia, legitimación y conflicto en torno a las desigualdades en América Latina
La relación entre desigualdad e impuestos como fuente de conflicto social: el caso de Chile Jorge Atria*
1. Introducción Entre los múltiples puntos de observación que la sociología ha utilizado para examinar el fenómeno de la desigualdad, el estudio de los impuestos es uno de los que ha recibido menor atención. Ciertamente, la tributación no remite directamente a un derecho social, ni tampoco su buen o mal funcionamiento alcanza a ser percibido cotidianamente como un mecanismo que delata disparidades u oportunidades diferenciadas entre personas y grupos sociales. No obstante lo anterior, esta resulta de vital importancia cuando interesa una analítica de las condiciones que caracterizan a una sociedad desigual. Esto se debe a que la tributación, entre otras cosas: 1. Ensancha la observación del Estado, al complementar el estudio del gasto social con el de los mecanismos para financiar el aparato público, los instrumentos tributarios para incentivar o desincentivar ciertas acciones o servicios, o los grados de cumplimiento de las obligaciones tributarias de distintos grupos sociales. Cada uno de esos elementos facilita o dificulta la reducción de desigualdades. Así, la tributación ayuda a que se considere no solo el «cómo se gasta», sino también el «cómo se recauda». Sociólogo y magíster en Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile, estudiante de Doctorado en Sociología, Freie Universität Berlin. Correo electrónico: [email protected]
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Jorge Atria
2. Plantea desde otro ángulo las interrogantes sobre producción y reproducción de la desigualdad. Dada la importancia de su función, es pertinente cuestionar la capacidad del sistema tributario de reducir grandes diferencias de ingreso (a través del reparto de obligaciones y beneficios), inhibiendo con ello el surgimiento de desigualdades injustas (Therborn, 2006) y evitando la producción o el refuerzo de distinciones categoriales entre personas y grupos que hagan posible la existencia de desigualdades sistemáticas y permanentes (Tilly, 2000). 3. Permite indagar en la legitimidad del Estado. Al constituir una relación permanente entre ciudadano y fisco, el pago de impuestos y las percepciones acerca de estos informan sobre cómo los ciudadanos identifican su pertenencia a una comunidad política y el rol que se le asigna al Estado como ente que los representa y hace posible los derechos sociales y otros aspectos centrales del bienestar colectivo (Grimson y Roig, 2011). 4. Examina las tensiones y desavenencias de las sociedades contemporáneas en lo que atinge a dilemas distributivos y representaciones sociales del individuo y el bien común. Como señalan Murphy y Nagel (2002), en una economía capitalista los impuestos no son solo un método de pago para el gobierno y los servicios públicos, sino también el instrumento más importante a partir del cual el sistema político pone en práctica una concepción de justicia distributiva o económica. Este artículo pretende contribuir al estudio de la relación entre tributación y desigualdad en Chile, tomando por objetivo indagar cómo dicha relación puede constituir una fuente de conflicto social en distintos niveles de análisis. Con ello, se busca ampliar el marco interpretativo de las desigualdades y contribuir al estudio del ámbito fiscal desde la sociología, incorporando la dimensión social y política de los impuestos. Chile constituye un caso original para explorar este objetivo. Con evidencia empírica contundente para describir la existencia de una alta y persistente desigualdad de ingresos —lo que permite su comparación con otros países de América Latina—, presenta sin embargo, características de estabilidad y desarrollo económico que habitualmente le conceden credenciales de solidez y seguridad institucional, adecuado marco jurídico y solvencia de la política económica, lo que unido a su ingreso a la OCDE hace posible su comparación en algunos indicadores con países 218
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desarrollados1. La reducción exitosa de la pobreza en las últimas décadas y la imagen internacional positiva de los últimos lustros suelen crear una imagen de relativo éxito, donde la desigualdad es evocada como factor negativo, mas sin ponderarse necesariamente como un aspecto crucial en la evaluación del país2. En temas tributarios la situación no parece distinta, ocupando Chile un lugar destacado en la región, siendo especialmente reconocido el proceso de modernización de su administración tributaria —el Servicio de Impuestos Internos—, así como la legitimidad social de su funcionamiento, que consigue respeto frente a su sistema de control de información y fiscalización. Desde 2011, al amparo de masivas y constantes manifestaciones en torno a temas educativos, valóricos y medioambientales, se ha formado como nunca desde el retorno a la democracia un conjunto de cuestionamientos macizos a los principios de orden social y a los imaginarios de desigualdad existentes, al amparo de demandas sectoriales, pero también de consignas más amplias, tales como un mayor cumplimiento de derechos sociales, una vinculación más profunda entre las instituciones y la ciudadanía, y una democracia más representativa de las distintas sensibilidades del país3. En este contexto, el gobierno del presidente Sebastián Piñera (2010-2014) realizó una reforma tributaria, concebida para sustentar el incremento en el gasto social relacionado con la educación. Esto gatilló intensos debates respecto a la oportunidad de utilizar dicha reforma con fines más amplios, incluyendo el enfrentamiento de la desigualdad de modo más general. Al margen de que ello finalmente no sucedió, el sistema tributario fue puesto en tela de juicio en su funcionamiento y en sus características, incentivando una exposición más explícita de las visiones De acuerdo con Solimano (2012), Milton Friedman acuñó la idea de «el milagro económico de Chile» en el contexto de las transformaciones económicas realizadas por economistas influidos por la Escuela de Chicago. Para Friedman, el libre mercado como estrategia central adoptada por el país traería una sociedad libre. 2 Esto redundaría en una visión acotada sobre el progreso en Chile, otorgando centralidad al PIB per cápita y a otros indicadores macroeconómicos como evidencia de un nivel de desarrollo alcanzado, mientras simultáneamente diversos análisis muestran la estabilidad de la desigualdad y la alta concentración de ingresos, repercutiendo en que los productos del crecimiento beneficien mayoritariamente a un grupo de la población. Ver Solimano (2012) y Repetto (2010). 3 Aunque la frecuencia y magnitud de estas manifestaciones representan una novedad para la historia reciente del país, ello no quiere decir que hasta antes de 2011 los ciudadanos no percibieran la existencia de distintos problemas sociales, económicos o políticos. Un ejemplo relacionado con el tema de este artículo se desprende de la encuesta Latinobarómetro 2010, de acuerdo a la cual un 74,4% de los chilenos señala que hay un conflicto fuerte o muy fuerte entre ricos y pobres. 1
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divergentes en la discusión pública, en sus dimensiones técnicas como también ideológicas. En su segundo período como presidenta de Chile, Michelle Bachelet asume el año 2014, proponiendo una gran reforma tributaria, la que junto a la educacional y constitucional constituyen los ejes primarios del nuevo gobierno. La reforma tributaria —primera de las tres en exponerse públicamente, y presentada como requisito básico para poder sustentar la mayor inversión educacional y otros gastos sociales— ha intensificado el debate producido en el contexto de la reforma precedente, particularmente debido a la intención de contar con un diseño tributario más progresivo, modificando los incentivos al ahorro y la inversión, buscando reducir la elusión y evasión, y proponiendo una recaudación adicional de 3 puntos del PIB4. Estas medidas en su conjunto han suscitado un profundo e inédito intercambio de opiniones políticas, académicas y de diversos actores sociales, exhibiendo nítidamente el potencial de conflictividad social que encarna la dimensión tributaria. El trabajo se organiza de la siguiente manera: primero, se revisan algunos aspectos teóricos y conceptuales para entender el sistema tributario en su capacidad de producir conflicto e incidir en la desigualdad; en segundo lugar, se proveen algunos antecedentes sobre las disparidades de ingreso en Chile, y a continuación, se analizan tres casos específicos —en distintos niveles de observación y vinculados con diferentes aspectos de la tributación del país— para examinar conflictos actuales o potenciales, y cómo en ellos se pone en juego la reproducción de desigualdades, debido a la incapacidad del Estado de reducir grandes diferencias de ingreso y a la presión de distintos grupos de interés por conservar privilegios impositivos, lo que se plasma en acciones elusivas con el interés de reducir el pago, en la mantención de beneficios tributarios injustificados y en la producción de modificaciones y reformas tributarias que no logran transformar sustantivamente las características anteriores. Para esto, se utiliza evidencia empírica reciente sobre impuestos y redistribución (fuentes secundarias que muestran la incidencia de impuestos y transferencias en la distribución de ingresos, estimaciones actuales sobre gasto y comportamiento tributario, e información correspondiente al trabajo legislativo y a debates en la prensa en el contexto de la reforma tributaria de 2012), observando cómo en los casos de análisis interactúan factores institucionales (de diseño y administración tributaria) El proyecto de ley presentado por el gobierno el 1 de abril de 2014 puede ser consultado en la página web: http://reformatributaria.gob.cl/documentos.html (acceso: septiembre 2014).
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con las acciones de individuos y de grupos sociales (elusión, evasión e influencia en las discusiones legislativas). Por último, se entregan algunas conclusiones sobre el caso chileno y se proponen algunos argumentos más generales, resaltando la necesidad de entender los fenómenos tributarios desde una perspectiva más amplia —que considere su dimensión institucional, discursiva y de prácticas sociales para identificar más adecuadamente las causas y los actores detrás de los conflictos distributivos— y la enorme incidencia que ello puede tener para la comprensión de la desigualdad en las sociedades contemporáneas.
2. Impuestos y sistemas tributarios: estructuras de un conflicto permanente Los impuestos han representado históricamente un ámbito de disputas y controversias sociales. Desde sus orígenes —cuando no necesariamente se distinguían de las ofrendas entregadas a las autoridades o a las divinidades, en demostración de respeto o sacrificio— han motivado conflictos donde subyacen profundas divergencias sobre la contribución voluntaria u obligatoria para evitar la furia de los dioses, la estructuración de un poder central, la administración de relaciones de dominación o la necesidad de financiamiento de guerras (Schultz, 1992). El reconocimiento de los fenómenos tributarios insertos en una trama de objetivos y decisiones problemáticas relacionadas con el ejercicio del poder, permite vincular el estudio de estas dinámicas a temas clásicos de la sociología, como la formación de los Estados modernos y de sus aparatos burocráticos y financieros, el desarrollo de la democracia como forma de gobierno, la historia de las religiones, o las disyuntivas valóricas y distributivas que han enfrentado las sociedades en distintas épocas (Häuser, 1992; Sahm, 2012; Tilly, 2009; Goldscheid, 1917). En las sociedades contemporáneas, los dilemas relacionados con la tributación implican diferentes percepciones y énfasis ya desde su definición. Mientras en muchos casos el pago de impuestos es asociado primariamente con una retribución —una suerte de «impuesto-transacción», un sacrificio realizado para financiar ciertos bienes necesarios, los que se espera sean visibles y directamente útiles para el contribuyente, una suerte de «contrapartida» (Rosanvallon, 2012)—, en otros casos se da más preponderancia a la obligación socialmente reconocida de pagar que ellos constituyen, sin referir a un intercambio en particular, subyaciendo un objetivo de redistribución, resaltando que un impuesto no es el pago 221
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relativo a la obtención de un servicio, sino una contribución exigida y forzada por el Estado (Martin, Mehrotra y Prasad, 2009). Asimismo, la tributación inspira distintas representaciones sociales; mientras en algunos casos se priorizan las ideas de simpleza, eficiencia y no interferencia en los incentivos a la inversión y al crecimiento del producto, en otros casos se destaca el aporte que los impuestos pueden constituir para el logro de una sociedad equitativa, lo que se traduce en la reducción de grandes diferencias de ingresos, en la contribución diferenciada al bien común de acuerdo con la capacidad de pago, o en la percepción de que ellos representan una expresión concreta de la solidaridad colectiva (Cepal, 2010; Grünewald, 2014; Torche, 1988). El pago de impuestos constituye siempre una relación entre Estado e individuo. De acuerdo con Martin, Mehrotra y Prasad (2009), la obligación tributaria adopta la forma de un vínculo dinámico, que se va resignificando en el tiempo y que involucra siempre un potencial conflicto de interés, siendo quizás la acción estatal más resistida a través de la historia. Esto es crucial debido a la dependencia que define al Estado, que aunque cumple la función de garantizar el orden social, está sujeto a un vínculo «que siempre incluye la posibilidad latente de conflicto y desorden» (4), en la medida que cada parte buscará negociar los términos de la relación en conformidad con sus intereses. Sin embargo, mientras el orden social dependa del Estado, y los recursos para esto provengan primariamente de la tributación, se tratará siempre de una relación indisoluble, cuyas tensiones pueden reproducirse —más que resolverse— una y otra vez. Las implicancias del vínculo entre Estado y ciudadanía, para estos autores, también conciernen al tamaño del aparato público y a las formas en que se hacen efectivos los acuerdos de la relación. A diferencia de otras demandas o extracciones estatales (como podría ser el cumplimiento de la legislación sobre tráfico de armas o de drogas, o la inscripción en el ejército), el pago de impuestos incluye una «promesa implícita», de que la acción estatal redundará en bienes públicos y beneficios para los contribuyentes. Esto lleva a que todos aquellos cambios en la actividad fiscal —tanto para aumentar o reducir sus funciones, como para seleccionar los bienes a producir y las acciones por ejecutar— sean siempre discutibles, impugnables y controvertidos. Consiguientemente, el desafío a la autoridad estatal a través del no pago de impuestos, o la creación de medidas de control y sanción para el correcto cumplimiento de la relación tributaria constituyen mecanismos dinámicos de fuerte impacto para reconfigurar el orden social, que van definiendo y transformando los modos en que 222
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una sociedad se organiza en lo que concierne a sus pilares básicos de financiamiento y distribución de recursos. En los últimos años, diversos estudios han dedicado mayor atención a los fenómenos tributarios y a la conflictiva relación entre ciudadanos y Estado en busca de modelos explicativos más amplios para entender las causas y consecuencias de la desigualdad (Martin y Prasad, 2014). Esto, motivado particularmente por el incremento de las disparidades económicas en los países desarrollados, así como por las nuevas metodologías para capturar diferencias de ingreso a partir de información impositiva (Piketty, 2014), han reforzado el interés por aclarar la capacidad de los gobiernos de enfrentar las desigualdades no solo a partir del gasto social, sino también considerando los principios y orientaciones que definen y estructuran la recaudación de recursos públicos, en la medida que sus posibles inequidades y deficiencias podrían reducir la efectividad del Estado en el logro de dicho propósito. A partir de lo anterior, se puede pensar en una relación interdependiente entre tributación y desigualdad: por un lado, los impuestos pueden afectar la desigualdad, produciendo a partir de una determinada estructura, de la prioridad de ciertos impuestos en desmedro de otros, del establecimiento de beneficios o restricciones tributarias a distintos grupos o sectores, y de la capacidad de control y fiscalización del cumplimiento de las leyes, una cierta capacidad estatal para recaudar recursos de modo suficiente y equitativo que hagan posible, entre otras cosas, el financiamiento de los objetivos del gasto social que apunten a amortiguar grandes diferencias de ingreso. Por el otro lado, la desigualdad puede afectar a los conflictos en materia impositiva, incidiendo en que las instituciones tributarias reproduzcan visiones, valores y patrones de funcionamiento que hagan admisibles ciertas desigualdades injustas, en que se otorgue a la tributación objetivos poco compatibles con la búsqueda de mayores niveles de igualdad, y en que la distribución desigual de poder que conllevan las diferencias económicas se traduzca en un tratamiento tributario dispar de los intereses y preferencias de los distintos grupos sociales, produciéndose privilegios y desventajas en el pago de impuestos y dificultándose la realización de reformas que concedan un rol más redistributivo al Estado. Si bien las desavenencias en los temas impositivos se pueden constatar en cualquier sociedad, la existencia de altas y persistentes desigualdades especifica ciertos contenidos que pueden generar especial controversia. En este artículo se proponen tres focos de atención:
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1. La potencialidad redistributiva. En muchos casos, los países con alta y baja desigualdad de ingresos enfrentan una situación muy similar cuando se observan solo los ingresos laborales (autónomos): las disparidades son en ese escenario altas, mostrando que la distribución de recursos producida por el mercado frecuentemente crea grandes diferencias. La situación, sin embargo, se transforma sustancialmente una vez que se considera el pago de impuestos y la realización de transferencias estatales: en el grupo de países con alta desigualdad, la brecha originada por el mercado se mantiene, se reduce mínimamente o incluso aumenta; en el segundo grupo de países, en tanto, la desigualdad es reducida drásticamente. Esto ilustra con claridad el rol central que el Estado puede desempeñar en la corrección de grandes disparidades, a través de sus funciones tributaria y del gasto social. Consiguientemente, en países con una desigualdad alta y duradera cabe la interrogante por la suficiencia del rol del Estado en el enfrentamiento de la desigualdad a través de su función redistributiva. Así, asumiendo que «es difícil imaginar un remedio para la desigualdad de ingresos que no involucre una transferencia de riqueza desde los ricos a los pobres» (Chow y Galak, 2012:1467), la dimensión tributaria puede ser interpelada en relación con los medios a través de los cuales son recaudados los ingresos estatales, los tipos de impuestos y beneficios tributarios existentes y el grado de cumplimiento o incumplimiento de las obligaciones impositivas, que facilita o restringe la consecución de recursos planificada. 2. La concreción del ideal meritocrático. La meritocracia constituye una expresión del expandido ideal de igualdad de oportunidades, planteando «luchar contra las discriminaciones que obstaculizan la realización del mérito, permitiéndole a cada cual acceder a posiciones desiguales como resultado de una competencia equitativa en la que individuos iguales se enfrentan para ocupar puestos sociales jerarquizados» (Dubet, 2012:46). En las sociedades contemporáneas, esta oferta siempre abierta de movilidad social se basa especialmente en la función educativa y en el rechazo de las herencias (Rosanvallon, 2012), permitiendo una desconexión con lo adscrito y otorgando centralidad a lo adquirido. El sistema tributario, en este sentido, es una institución clave para el control y la limitación de las herencias y el patrimonio en general, estableciendo principios de tributación que controlen y reduzcan las diferencias excesivas de ingreso entre 224
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los ciudadanos, tanto intra como intergeneracionalmente. En una sociedad con desigualdades extremas, por tanto, la evaluación de la función educativa y de la función tributaria aparecen como un requisito ineludible, las que, en caso de denotar un mal funcionamiento, sugieren la imposibilidad del logro de la promesa meritocrática. 3. Transformación y adaptación de las instituciones. Las aspiraciones de producir cambios en el funcionamiento de las instituciones políticas y económicas pueden enfrentar múltiples problemas en una sociedad desigual. En relación con el tema tributario, el cómo las preferencias y demandas se presentan en la esfera política y en el debate público es importante por dos razones: primero, aunque en un nivel general se puedan evidenciar consensos sobre la necesidad de avanzar hacia una sociedad más igualitaria o con mayores niveles de justicia social, ello no redunda necesariamente en cambios reales, pudiendo prevaler discursos de conveniencia política, mas no traducidos en acciones concretas —o peor aún, negados en las interacciones sociales cotidianas (Araujo, 2013)—. En un segundo caso, el debate político y público permite también explorar cuáles temas tienen cabida y posicionamiento, quiénes los impulsan, cuáles son omitidos o no considerados, y cómo ello es recogido y procesado por los representantes de la ciudadanía en el Poder Legislativo, haciendo que determinados resultados sean posibles, y otros no. Una manera de abordar esto radica en el análisis de la producción legislativa en momentos clave de tramitación o realización de cambios de gran envergadura. En el caso de los impuestos esto es particularmente ilustrativo, pues la legislación tributaria encarna tensiones económicas, valorativas y políticas, representando sus debates públicos y sus procesos de negociación una aproximación valiosa para estudiar qué visiones sobre los impuestos se imponen, qué actores sociales tienen más influencia en las discusiones, y qué posibilidades y desafíos existen para transformar la capacidad redistributiva del Estado.
3. Desigualdad y conflicto en clave tributaria En esta sección se presentan en primer lugar algunos antecedentes básicos sobre desigualdad en Chile, para ilustrar el contexto distributivo en el cual se inserta y opera el sistema tributario. A continuación, se exponen tres casos para estudiar la tributación y su influencia en los altos niveles de desigualdad 225
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en el país. Esto se hace siguiendo los mismos focos de atención descritos en la sección anterior, referidos a potencialidades de conflictividad tributaria en contextos de alta desigualdad. Para todos los casos, se analiza evidencia empírica reciente sobre impuestos y política fiscal chilena, añadiendo en el tercer caso antecedentes referidos al trabajo legislativo y al debate político a través de los medios de comunicación en contextos de reforma tributaria. 3.1 Desigualdad en Chile Chile ha representado un caso original para los análisis desde las ciencias sociales y la economía, debido a su significativa reducción de la pobreza en paralelo a la mantención de una alta desigualdad. Y la conflictividad, al menos en el caso latinoamericano, se muestra más relacionada con la desigualdad y la polarización que con la pobreza (Gasparini et al., 2008). Tres datos pueden ayudar a ilustrar las magnitudes de las diferencias de ingreso existentes en la actualidad: 1. Mayer y Sanhueza (2011), observando los últimos 50 años en Chile, concluyen que cuando los ingresos del 10% más rico han aumentado, ese crecimiento se da no en el decil entero, sino en el 5% y 1% superior. En otras palabras, el décimo decil no es homogéneo, mostrándose que la mayor tendencia a la concentración de recursos se da en el último veintil. 2. Al interior del 5% superior también habría una brecha importante de ingresos, destacando la alta concentración en el último percentil. De acuerdo con la Encuesta de Caracterización Económica Nacional (Casen) del año 2011, el ingreso promedio del 1% más rico es 275 veces mayor al del 1% más pobre, equivalente al 11,6% del ingreso a nivel nacional. 3. López, Figueroa y Gutiérrez (2013) calculan la desigualdad de ingresos corrigiendo el problema de las encuestas de hogares —que usualmente subdeclaran los ingresos de los grupos con más recursos—, utilizando una metodología que incorpora la información de impuestos de las personas, concluyendo que el 1% superior chileno percibe el 30% de los ingresos, el 0,1% superior, el 17%, y el 0,01% superior, el 10%. Un estudio posterior, con metodología similar pero acceso a más datos, estima que el 1% percibe el 22% del ingreso nacional (Fairfield y Jorratt, 2014). En ambos estudios, se destaca que Chile constituiría un caso de alta concentración de ingresos en comparación internacional. 226
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Estos datos ayudan a dimensionar la desigualdad en Chile y su característica de concentración de ingresos en un porcentaje muy minoritario de la población. Este rasgo, visualizado en conjunto con los patrones de movilidad social5 y de segregación existentes6 en el país, configuran un escenario de diferencias sociales de alta potencialidad conflictiva, en la medida que se puede traducir en grandes distancias sociales que acompañan las disparidades económicas, en demandas crecientes por una mayor dispersión de poder (Latinobarómetro, 2013), y en cuestionamientos hacia los grupos de altos ingresos dadas las barreras de acceso a las posiciones superiores de la escala socioeconómica. Esto releva, consiguientemente, la importancia del sistema tributario y la política fiscal, tanto para revertir o acentuar estos patrones de la estructura social, como también para conocer las expresiones concretas —a través de la legislación vigente— que adquiere el reparto de beneficios y privilegios entre distintos grupos de la sociedad, mostrándose con ello las posibilidades concretas, desde la institucionalidad existente, de enfrentar la reproducción de brechas, de ventajas y de desventajas injustas. 3.2 Primer caso: redistribución y gasto tributario Una manera de observar la función redistributiva del Estado con evidencia empírica es analizando la política fiscal en relación con la incidencia de los impuestos y las transferencias sobre la distribución de ingresos. Un informe reciente de la OCDE (2012) para Chile provee esta información, en comparación con los países de la misma organización:
A partir de la evidencia empírica disponible, se destaca que Chile presenta movilidad social, aunque especialmente entre grupos bajos y medios de la escala socioeconómica, existiendo barreras históricas jerárquicas que dificultan el acceso a los estratos más altos. Esta movilidad restringida es un elemento relevante para ser considerado en conjunto a la alta desigualdad de ingresos, indicando que la concentración económica está asociada también a una cierta estabilidad en los grupos superiores, determinándose en buena medida desde la infancia las oportunidades de bienestar y desarrollo de cada persona. Para esta discusión en relación al caso chileno, ver Ferreira et al. (2013), Torche (2005), Barozet y Espinoza (2013) y Espinoza y Núñez (2014). 6 Ver, por ejemplo, Wormald et al. (2012) y Sabatini et al. (2012). 5
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ASSESSMENT AND RECOMMENDATIONS
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Figure 1. Inequality and poverty across OECD countries1
Gráfico 1. Desigualdad en países OCDE 2009 o último año disponible 2009 or latest year available After taxes and cash transfers
0.6
Before taxes and cash transfers ²
A. Gini coefficient
0.6
0.5
0.5
0.4
0.4
0.3
0.3
0.2
0.2
0.1
0.1
0.0
CHL TUR ISR GBR AUS JPN ESP EST POL ISL NLD LUX AUT FIN SVK NOR SVN MEX USA PRT ITA NZL CAN KOR GRC CHE DEU FRA HUN BEL SWE CZE DNK
45 40
0.0 45
B. Poverty rates ³
40
35
35
30
30
25
25
20
20
15
15
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10
5
5
0
MEX CHL TUR KOR ESP CAN ITA NZL GRC CHE LUX SVN AUT SVK NLD HUN CZE ISR USA JPN AUS EST PRT POL GBR BEL DEU SWE FIN NOR FRA ISL DNK
0
1. Household income is adjusted by the square-root of the number of persons in the household. Provisional
1. El ingreso del hogar está ajustado por la raíz cuadrada del número de personas estimates. 2. en Before for Greece, Hungary,provisionales. Mexico and Turkey. Subsidies to buy a home are not included in Chile. el transfers hogar.only Estimaciones 3. Poverty line defined at 50 per cent of the current median income. 2. Source: Antes transferencias OECD,de Income Distribution Database. solo para los casos de Grecia, Hungría, México y 1 2 http://dx.doi.org/10.1787/888932563856
Turquía. Los subsidios para la vivienda no están incluidos en el caso de Chile. Once the external environment improves the government should close Fuente: OCDEbudget (2012). the structural deficit The government expects a budget surplus of 1.2% of GDP in 2011, thanks to strong economic growth and still high – albeit volatile – copper prices, and spending cuts of about De acuerdo con este informe, el sistema de impuestos y beneficios 0.4% of GDP to counteract strong domestic demand and pressures on the real exchange tiene rate poca influencia para redistribuir recursos, dificultando la reducción earlier this year. After adjusting for the cyclical upswing and high prices of copper and in line with the government’s fiscal rule, this still corresponds to a structural de la molybdenum, desigualdad en Chile. A diferencia de lo que acontece en otros países budget deficit of –1.6% of GDP, down from –2.1% in 2010. The government aims to gradually miembros de structural la OCDE —cuyos de desigualdad inicial son similares reduce the deficit to 1% ofniveles GDP in 2014, mainly by containing spending. The reconstruction of GDP) the external environmentde justify a a los substantial de Chilecost o of México— el (4.2% Estado noandtiene la capacidad modificar slow pace of consolidation in the short run, although resolute tightening to close the sustancialmente de ingresos producida por mercado, structural deficit la willdistribución be needed once reconstruction nears completion and the el external environment las improves. This would help replenish entre savings in the stabilisation fund, sociales. the manteniendo grandes disparidades distintos grupos Fondo de Estabilización Económica y Social (FEES), which has proven very useful as an Incluso considerando otras mediciones, precisiones sobre los datos o OECD ECONOMIC CHILE © OECD 2012 12 análisis distintos, la conclusión sobre la insuficiencia de laSURVEYS: política fiscal chilena es similar, tanto para comparaciones con América Latina y Europa (Goñi, López y Servén, 2008; Cepal, 2010), como también para describir exclusivamente el caso chileno (López y Figueroa, 2011; Castelletti, 2013). Una forma alternativa de referir al limitado rol redistributivo del Estado lo constituye el análisis del denominado «gasto tributario»,
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definido en términos simples como «aquella recaudación que el fisco deja de percibir en virtud de la aplicación de concesiones o regímenes impositivos especiales (…) por esta vía el fisco desiste parcial o totalmente de aplicar el régimen impositivo general, atendiendo a un objetivo superior de política económica o social» (Villela et al., 2009:2). Estos objetivos pueden estar relacionados, por ejemplo, con incentivar el ahorro, estimular el empleo o proteger la industria nacional. En esos casos, las obligaciones tributarias de los contribuyentes son reducidas, en vez de entregarles un subsidio o transferencia. Según Jorratt (2013:44-46), junto a las ventajas que los gastos tributarios tienen (incentivar la participación del sector privado, promover la toma de decisiones privadas, o reducir la necesidad de supervisión estatal de los gastos directos equivalentes), también existen desventajas y riesgos, entre los que destacan: i) son regresivos (al beneficiar a quienes pagan impuestos, afectan la progresividad del sistema, pues quienes no tributan no se benefician con ello); ii) crean ganancias inesperadas (pues en muchos casos puede que las personas tomen una decisión o realicen una determinada acción sin tener ese incentivo); iii) son difíciles de administrar y controlar; iv) distorsionan las decisiones de los mercados (al favorecer a sectores específicos de la economía)7; v) suelen crear inequidad horizontal (al incentivar un determinado gasto o consumo, se beneficia solo a algunas personas, pues no todos tienen las mismas preferencias o necesidades); y vi) estimulan la evasión y elusión (al hacer más compleja la estructura tributaria). ¿Cómo funcionan estos mecanismos en Chile? El mismo trabajo de Jorratt (2013) revela que el 40% del gasto tributario está destinado a incentivar el ahorro y/o la inversión en la empresa, y casi la totalidad de ese porcentaje se destina a estímulos que afectan el pago de impuesto a la renta. Esto es fundamental, pues el impuesto a la renta en Chile es pagado únicamente por alrededor del 19% de los contribuyentes, los de mayores ingresos, dado que en la desigual distribución chilena solo ese porcentaje alcanza el tramo mínimo requerido para pagar dicho tributo (Agostini, 2013). Así, poco más del 80% del resto de los contribuyentes queda exento de este, y por tanto los descuentos, franquicias o exenciones A juicio de Jorratt (2013), algunas de estas desventajas pueden ser matizadas, de acuerdo con el conjunto de decisiones que acompañan un gasto tributario. Esto podría hacer que, por ejemplo, no se genere regresividad, sino que progresividad en un determinado impuesto (por ejemplo en el IVA), o que se produzca una distorsión que no sea negativa, en la medida que se esté corrigiendo otra distorsión anterior. Ver pp. 44-46.
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que se dirijan al impuesto a la renta benefician solamente al 19% superior. Jorratt (2013) añade que el gasto tributario relacionado con el impuesto a la renta representa el 31% de su recaudación potencial. Como una consecuencia para el sistema chileno, el autor señala que gran parte de las exenciones vigentes son regresivas. Sin considerar que el gasto tributario sea siempre desaconsejable o injusto, su composición y alta regresividad sugieren que sus efectos son relevantes en la política fiscal chilena, alcanzando una porción significativa de recursos que el Estado deja de percibir, y haciendo además que el impuesto a la renta pierda su potencialidad progresiva, asimilándose a lo que el BID (2012) denomina como un «cascarón vacío». Además, esto plantea interrogantes sobre cómo la legislación vigente conserva exenciones y estímulos tributarios para grupos que no necesariamente son los que requieren mayor apoyo e incentivo estatal, denotando la influencia de grupos de poder interesados en mantener beneficios que no consigue la mayoría del país. En su conjunto, el volumen y las prioridades del gasto tributario chileno, así como la insuficiencia que en un nivel más general exhibe la política fiscal a través de la acción de los impuestos y transferencias, constituyen indicadores del limitado rol redistributivo del Estado, en tanto i) establece regalías que —por ley— reducen la base de recaudación de recursos de los grupos más aventajados, y ii) no transfiere ingresos de los grupos más altos a los grupos más bajos de un modo tal que transforme sustantivamente la distribución de recursos producida por el mercado (Castelletti, 2013). De acuerdo con Murphy y Nagel, «en una economía no socialista, sin propiedad pública de los medios de producción, los impuestos y los gastos gubernamentales son el foco primario de argumentos sobre justicia económica» (2002:6). La política fiscal se revela así, como un espacio donde se cristalizan criterios y visiones sobre la magnitud de los recursos por repartir, pero también en relación con quiénes deben ser los favorecidos, y qué los hace merecedores de tales beneficios. 3.3. Segundo caso: cumplimiento tributario en los altos ingresos y la inefectividad del impuesto a la herencia El cumplimiento tributario se relaciona directamente con los fenómenos de evasión y elusión, expresando la influencia de normas sociales, su grado de identificación y de internalización (Wenzel, 2004), así como también las percepciones que cada ciudadano tiene del pago de impuestos. 230
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La evasión y elusión representan un deterioro o vulneración del cumplimiento tributario. De acuerdo a la definición de Saffie, «la elusión consiste en ir en contra de la voluntad de la ley (sin violar la letra) aprovechándose que para el legislador es imposible anticipar y cubrir todos los casos que se pueden presentar en la complejidad de la vida económica. De esa manera se antepone el interés del individuo al de la sociedad. La evasión consiste en ir contra la letra de la ley para el mismo efecto» (2012:1). El incumplimiento tributario podría ser estudiado en todos los segmentos sociales, a través de la opinión de los contribuyentes sobre el destino de los impuestos, de las consideraciones sobre cómo es percibida la carga tributaria, o de los grados de equidad o inequidad en el tratamiento de distintos ciudadanos o grupos (Jorratt, 2013). Además, no constituye un fenómeno exclusivo de países pobres, desiguales o con altos niveles de informalidad, pues se relaciona con situaciones de la vida cotidiana, con el aprovechamiento de «zonas grises» o con la realización de actos considerados de poca relevancia, y por ende, no asociados a una acción negativa o inmoral (Kirchler, Maciejovsky y Schneider, 2003; Grünwald, 2014). Pese a lo anterior, es en los grupos de más altos ingresos donde los incentivos a la evasión y la elusión son más altos, pues la carga impositiva que deben afrontar es mayor8 (Cepal, 2010). Esto es aún más significativo cuando se trata de un país desigual como Chile, en cuyo caso la proporción de la clase alta es muy pequeña en comparación al resto de la sociedad, lo que tiene como consecuencia que sus recursos sean de altísima importancia para la recaudación de ingresos del Estado9. Habitualmente, Chile es considerado un caso exitoso en materia de cumplimiento tributario cuando la comparación es hecha con otros países de la región. Esto, sin embargo, requiere una observación desagregada. Con base en las mediciones de otros trabajos, López y Figueroa (2011) estiman que la evasión en el Impuesto al Valor Agregado (IVA) alcanza en Chile aproximadamente el 11%, esto es, la menor evasión en América Latina, e incluso una de las más bajas entre los países de la OCDE. Esto es relevante, pues el IVA es la principal fuente de obtención de ingresos tributarios en el país. Es, además, un impuesto de administración más sencilla y menos costosa que la del impuesto a la renta. Por último, es un Esto no se cumple en muchos casos en términos relativos, cuando existe una estructura de recaudación de ingresos regresiva. Sin embargo, aún en esos casos es mayor, cuando se considera la carga en términos absolutos. 9 Una expresión de esto es el punto ya mencionado de que solamente el 19% superior de ingresos en Chile paga el impuesto a la renta, dado que es la única porción de contribuyentes que alcanza el tramo mínimo. 8
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tributo que pagan todos los chilenos, al estar incluido (con pocas excepciones) en la mayoría de los bienes de consumo cotidianos. Esta evaluación positiva es contrastada cuando se constata que las estimaciones de evasión del impuesto a la renta son bastante altas, alcanzando el 46% (Fairfield y Jorratt, 2014), siendo comparable a las cifras de otros países latinoamericanos. Lo importante en este caso es, como ya se ha dicho, que este impuesto es pagado únicamente por el estrato alto del país. Ciertamente, aunque la complejidad de la administración de este tributo es mayor, y dada la estructura tributaria chilena, aún más10, aquí entran en consideración otros aspectos, uno de los cuales son los ya mencionados estímulos y exenciones designadas como gasto tributario, facilitando el diferimiento del pago, y la realización de complejas operaciones de optimización que pueden terminar en muchos casos diluyéndolo. Adicionalmente, compartiendo el análisis de López y Figueroa (2011), llama la atención cómo una misma institucionalidad tributaria logra cifras tan exitosas de control de la evasión y elusión, por un lado, y tan insuficientes por el otro. De acuerdo con estos autores, en los países de la región donde existen estimaciones para el IVA y el impuesto a la renta, la proporción de evasión entre el primero y el segundo es de 1:2 a 1:3 (vale decir, la evasión en el impuesto a la renta es dos a tres veces superior a la del IVA). En el caso de Chile es mayor a 1:4. A la luz de estas cifras, el argumento de la mayor complejidad en la administración no sería suficiente para dar cuenta de las diferencias tan pronunciadas entre un impuesto y otro. Una manera de observar el fenómeno de evasión y elusión de modo más específico lo constituye el análisis del impuesto a la herencia, un impuesto patrimonial y uno de los mecanismos directamente enfocados a reducir la reproducción intergeneracional de la riqueza, en la idea de que las herencias se relacionan con «con conceptos y prácticas arcaicas que no tienen lugar en la ética de nuestros días» (Durkheim, 1957:174). En Chile, este es un impuesto de diseño progresivo, es decir, el porcentaje de pago aumenta en conformidad con el monto en cuestión,
El sistema tributario chileno integra el impuesto a las personas y el a las empresas, de modo que el que pagan estas últimas en realidad constituye un adelanto, que opera como un crédito al impuesto que deben pagar los dueños de las empresas al momento de retirar las utilidades de las mismas. Dado que explicar esto —y sus consecuencias— con mayor profundidad excede a los propósitos de este artículo, ver Jorratt (2009), Boylan (1996), Fairfield (2010) y el mismo López y Figueroa (2011).
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alcanzando un máximo de 25%11. Como en el impuesto a la renta, una porción mayoritaria de la población queda exenta de su pago, de modo que para alcanzar el tramo mínimo de pago se debe heredar un monto muy significativo. Sin embargo, los recursos obtenidos gracias al impuesto a la herencia alcanzan el 0,2% del total de los ingresos tributarios en Chile (López y Figueroa, 2011)12, esto es, una fracción extremadamente pequeña, que contribuye muy poco al financiamiento del Estado, y que también devela las facilidades de la legislación, posibles de ser aprovechadas con fines tributarios especialmente por los grupos de más ingresos en el país. Pero también es un ejemplo concreto —entre otros posibles— sobre un impuesto que, con un objetivo por lo general compartido y con tasas adecuadas, es evitado a través de prácticas legitimadas en la vida cotidiana, usualmente no discutidas ni cuestionadas, y más aún, realizadas con la ayuda de asesorías tributarias expertas, «que muchas veces promueven estrategias de elusión tributaria o reducen los riesgos del incumplimiento» (Cepal, 2010:25). Para explicar esto existen diversas argumentaciones, entre ellas los grados de desconfianza hacia el Estado, la percepción de gasto ineficiente o de corrupción en el sector público, el interés por priorizar los beneficios individuales, o la idea de que toda acción que no vulnere la ley está permitida. Detrás de esta última opinión subyace la sutil diferencia entre evasión y elusión, hasta ahora no del todo resuelta por la legislación y por la administración tributaria, siendo la primera «una conducta ilegal (una acción que va contra una ley expresa); en cambio, la elusión es tratada como algo permitido, como una acción que el legislador no consideró y por lo tanto no está prohibida. Sería, en algún aspecto, un acto de ingenio de parte del contribuyente» (Saffie 2012:1). Visto de manera general, los actos de evasión y elusión no solo tienen como consecuencia la disminución de recursos para el Estado; en la medida que la mayoría de esos ingresos proviene de tributos que Ver: http://www.sii.cl/preguntas_frecuentes/otros_impuestos/001_020_0332.htm (última actualización: 21/10/2013). 12 Dado que el impuesto a la herencia no está presente en todos los países de América Latina, no es posible comparar la importancia de este tributo en otras naciones, aunque si se consideran los impuestos patrimoniales en general, Chile ocupa una posición intermedia en la región, ubicándose por debajo de países como Argentina, Brasil o Colombia y en un lugar similar a Uruguay y Bolivia (en términos del porcentaje del PIB que representan los impuestos patrimoniales). En comparación con países de la OCDE, aunque la participación de estos tributos en la carga tributaria es similar, ellos recaudan casi el doble en términos del PIB. Ver De Cesare y Lazo (2008). 11
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corresponden a la clase alta —que como ya se describió anteriormente, en Chile representa un grupo pequeño, estable y con fuertes barreras de acceso— constituye un mecanismo relevante que ayuda a reproducir riqueza y una posición social aventajada intergeneracionalmente, poniendo trabas a la movilidad social, al facilitar la conservación de una condición socioeconómica por generaciones. Esto, desde luego sumado a otros factores —siendo la educación el más importante— configura un escenario donde el puro mérito individual no es por lo general suficiente para avanzar en la escala socioeconómica hasta las posiciones superiores, facilitándose la concentración de prestigio y riqueza, y fortaleciéndose las diferencias entre el estrato más alto y el resto de la población. 3.4. Tercer caso: reformas tributarias como espacio de disputa Desde el retorno a la democracia (1990), Chile ha abordado la agenda tributaria a través de incrementos o ajustes de impacto insuficientes para transformar la estructura tributaria, para reducir efectivamente grandes diferencias de ingreso o para cambiar decisivamente la capacidad redistributiva del Estado. Entre 1990 y 2012 esto se ha plasmado en una gran reforma (en 1990), así como en 48 modificaciones legales (Rivera, 2012). El último cambio relevante fue en 2012, y aunque inicialmente se planteó como una reforma significativa, su recaudación fue acotada y no modificó sustancialmente el sistema chileno, siguiendo la dirección y magnitud de los cambios anteriores. Varias de las transformaciones posteriores a la reforma de 1990 implicaron agudos conflictos entre las dos grandes coaliciones políticas, disputas sobre la necesidad de ajustes para «adaptar» o «corregir» el modelo de desarrollo chileno, y se caracterizaron por la demostración de influencia de algunos grupos empresariales —especialmente a través de sus organizaciones gremiales— para mantener ciertas características e instrumentos del sistema inalterados (Fairfield, 2010). Incluyendo la reforma de 2012, tres modificaciones ayudan a examinar el grado de conflictividad y controversia contenido en las disputas tributarias de las últimas décadas, constituyendo también instancias importantes de negociación entre distintas sensibilidades políticas en la historia reciente del país: 1. Los cambios realizados en 1993, destinados a renegociar algunas de las principales medidas incluidas en la reforma tributaria de 1990, justificándose en la necesidad de asegurar la estabilidad 234
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macroeconómica y tributaria en el mediano plazo13. Esto produjo conflictos entre los partidos de oposición, que buscaban volver a la carga tributaria anterior a la reforma, y la coalición gobernante, que planteaba discutir una nueva estructura impositiva para el siguiente período. En este proceso de negociación, al igual que en el de la reforma de 1990, los gremios empresariales tuvieron un rol fundamental, estableciendo contacto directo con el gobierno y en ocasiones intermediando en la búsqueda de acuerdos entre este y los partidos de oposición (Marcel, 1997). Como resultado, se disminuyeron considerablemente los logros introducidos en dicho acuerdo, incluyendo una reducción de la tasa marginal máxima (en el caso del impuesto a la renta), la reducción del IVA (de 18% a 17%, empezando con dicho valor en 1996), así como la creación de nuevos mecanismos para diferir impuestos personales a la renta cuando fueran invertidos en instrumentos de ahorro, y los acuerdos para eliminar la doble tributación sobre ganancias corporativas en negocios realizados fuera del país. La tasa de impuestos a las empresas, por su parte, permaneció en 15%, muy baja en comparación con la internacional (Boylan, 1996). Con esto, algunos avances realizados tres años antes redujeron su impacto, otorgando a la política fiscal chilena la capacidad de captar recursos para implementar políticas sociales focalizadas, pero no para disminuir las grandes brechas de ingreso. 2. La creación de un impuesto específico a la gran minería, promulgado en 200514. Fue concebido inicialmente como un royalty sobre los ingresos de las compañías mineras de gran producción, el que incluía diversas alternativas para reducir el pago de impuestos a través de la declaración de gastos en insumos y mano de obra asociados a la generación de ventas. Hasta ese momento, las mineras extranjeras no pagaban ninguna retribución al Estado chileno por la extracción mineral. La fuerte alineación de los parlamentarios de partidos de centroderecha con las posturas del sector minero, la tramitación en vísperas de elecciones municipales y el envío La ley de la reforma tributaria de 1990 contemplaba la reversión de los principales aumentos de impuestos (Impuesto a la Renta de las empresas —o Primera Categoría—, al IVA y a los ingresos personales) a partir de 1994; vale decir, se trataba de incrementos transitorios, lo que obligaba a renegociar dichas modificaciones a fines de 1993. Ver Marcel (1997). 14 Los siguientes párrafos se basan en Napoli y Navia (2012). Allí puede analizarse el proyecto inicial, el proceso de negociación y el acuerdo aprobado. 13
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del proyecto de ley sin acuerdos previos de negociación redundó en el rechazo del mismo, haciendo necesaria su reformulación. El nuevo proyecto, finalmente aprobado, establecía un impuesto específico —y ya no un royalty—, de un 5% (calculado sobre la renta imponible operacional y no sobre las ventas, como en la primera propuesta) entregaba incentivos para que las empresas se acogieran a la nueva modalidad impositiva, excluía del pago del tributo a la pequeña minería y ofrecía resguardos a la explotación minera, asegurando a las empresas una estabilidad tributaria que los protegiera de futuros cambios (Napoli y Navia, 2012). Al margen de la aprobación exitosa, algunos parlamentarios de partidos de centroizquierda de la época advertían que el nuevo impuesto acordado no afectaba mayormente los intereses de las grandes empresas mineras, algo que a juicio de ellos se apreciaba en que el lobby de las mismas había sido bastante menor al realizado en el primer proyecto. En cualquier caso, durante la negociación de ambas iniciativas es posible encontrar similitudes con los debates y búsqueda de acuerdos para la reforma de 1990 y su posterior negociación, en especial a través de la influencia de los gremios empresariales y de grupos de pensamiento afines a partidos de centroderecha, así como en las argumentaciones de que el tributo propuesto tendría efectos negativos sobre la competitividad del sector, dada la menor rentabilidad que tendrían los proyectos mineros (Napoli y Navia, 2012). En perspectiva comparada, sin embargo, el acuerdo logrado constituiría una tributación baja, de menor magnitud que aquella aplicada con el mismo fin a las empresas en países avanzados ricos en recursos (López y Figueroa, 2011). En línea con esa opinión, Palma (2013) estima que la gran minería privada ha obtenido cada uno de los siete años posteriores a la nueva ley excedentes del mismo orden de magnitud que la suma total de sus inversiones anteriores, lo que equivale a recuperar siete veces las inversiones realizadas en el período. 3. En 2012 irrumpió el debate tributario nuevamente en el espacio público, en el contexto de multitudinarias manifestaciones que reclamaban una transformación del sistema educacional. En la misma época, el presidente Sebastián Piñera destacó la necesidad de corregir las «desigualdades excesivas y escandalosas»15. Ver, por ejemplo, las declaraciones a propósito de la presentación de los resultados de la encuesta Casen 2011 (Cooperativa, 2012).
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La iniciativa de reforma16 fue propuesta para aumentar la recaudación de ingresos, en aras de costear los mayores gastos que implicarían las mejoras educacionales anunciadas por el gobierno. Aunque este proyecto en un principio era considerado erróneo por la propia alianza gubernamental (partidos de centroderecha y derecha)17, finalmente fue aceptado en la medida que solo fuera destinado al plan educacional, descartando las intenciones planteadas por partidos políticos de la coalición de centroizquierda y algunos grupos manifestantes de realizar una reforma más amplia, que incorporara el objetivo explícito de enfrentar la desigualdad del país18. A pesar de las amplias discusiones que este tema produjo, la reforma propuesta por el gobierno fue aprobada finalmente el 24 de septiembre de 2012. Sus principales modificaciones incluyeron: i) mantener el impuesto de primera categoría en 20%19; ii) aumento del impuesto a los cigarrillos; iii) reducción del impuesto de timbres y estampillas; iv) rebaja al impuesto a las personas, reduciendo las tasas de todos los tramos, con excepción del tramo de más altos ingresos20, y v) creación de un crédito tributario para descontar del pago de impuestos parte de las inversiones realizadas en educación de los hijos21. Aunque analizar en profundidad el proceso y posterior aprobación de la reforma tributaria de 2012 excede los objetivos de este trabajo, tres aspectos ilustran el modo en que se tematizó el problema de la desigualdad frente a la tributación: El presidente Sebastián Piñera oficializa el envío del proyecto de ley de reforma tributaria al Congreso el día 30 de abril de 2012. Tras los múltiples debates y críticas que dicho proyecto enfrentó, uno nuevo que recoge algunas modificaciones es presentado el día 2 de agosto del mismo año. 17 Ver, por ejemplo, Fontaine (2012) o las declaraciones del ex ministro de Hacienda, Felipe Larraín, en relación a la ausencia de necesidad de una reforma tributaria para incrementar el gasto en educación (El Mostrador, 2011). 18 Ver, por ejemplo, las declaraciones en relación a un «acuerdo macro» del diputado Nicolás Monckeberg (El Mostrador, 2012), donde se destaca que el objetivo de la reforma refiere al financiamiento de los cambios educacionales y no a otros objetivos que puedan arriesgar el crecimiento o la creación de empleos. 19 La tasa de 20% se había acordado como un alza temporal para la reconstrucción posterior al terremoto de 2010 que afectó a varias regiones del país. 20 Sin embargo, dado que todos los tramos inferiores bajaron, de todos modos quienes tributan en el tramo superior verán reducido el pago de impuestos, al ser una tasa marginal máxima. 21 Este beneficio establece un límite máximo de $100.000 por gastos en el año por cada hijo. Este crédito puede ser descontado del pago de impuestos a la renta (Impuesto de Segunda Categoría o Global Complementario). 16
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1. La inclusión de una dimensión ética en el discurso. En su análisis de la reforma de 1990, Boylan (1996) subrayaba la existencia de un «tono ético», toda vez que los impuestos fueron vinculados con propósitos más amplios, tales como la solidaridad, la estabilidad, la paz social y la reconciliación entre crecimiento económico y justicia social. En las modificaciones siguientes, las consideraciones éticas parecen desaparecer hasta el gobierno de Sebastián Piñera, quien apeló a grandes objetivos sociales en los cambios tributarios de 2010, a propósito de los planes de reconstrucción posteriores al terremoto del mismo año (Rivera, 2012). Este énfasis continúa en la reforma de 2012, siendo esta vez el financiamiento del nuevo plan educacional, la corrección de inequidades tributarias, una mayor solidaridad y la solicitud de mayor colaboración a las grandes empresas, el framing utilizado22. Sin embargo, una revisión general del proyecto de ley inicial, así como de la ley finalmente promulgada, muestran que la reforma afectó escasamente las características centrales del sistema tributario23. Así, esta reforma presume un discurso que no es finalmente explicitado ni profundamente cristalizado en los cambios asociados a su implementación. Visto en una perspectiva más amplia, esto coincide con trabajos previos que destacan la presencia de un discurso general contra la desigualdad en los gobiernos anteriores, suponiendo un contenido ético importante, pero no redundando necesariamente en medios directos y concretos para lograrlo (Pollack y Solimano, 2006). 2. La profundidad de las modificaciones tributarias. Relacionado con lo anterior, la última reforma también deja en claro que no se realiza ninguna transformación esencial del sistema tributario, sino únicamente algunos ajustes destinados al objetivo de financiar el plan educacional del gobierno en ejercicio. Así concebida, la Ver, por ejemplo, comentarios del presidente de la República sobre la necesidad de cumplir los compromisos en materia educacional (La Tercera, 2012a), sobre la necesidad de combinar responsabilidad con solidaridad (La Tercera, 2012c), o las declaraciones del ministro de Economía, indicando que se trata de «la reforma más importante de la historia para la familia chilena», (La Tercera, 2012b). 23 En este sentido, la reforma no cambió significativamente la relación entre impuestos directos e indirectos, no redujo ni reorientó el gasto tributario hacia otros objetivos, no eliminó sustancialmente los mecanismos que favorecen la evasión y elusión de los grupos de más ingresos ni aumentó notoriamente la recaudación estatal, entre otros indicadores que podrían ser analizados. 22
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reforma debe entenderse como continuidad y no como cambio de la política tributaria (y fiscal) chilena, siguiendo el patrón de los cambios impositivos acaecidos desde el retorno a la democracia. En palabras del presidente de la República: Hacemos presente que esta reforma tributaria no pretende cambiar la esencia del sistema impositivo, sino que perfeccionarlo para que cumpla de mejor manera los objetivos que le son propios y que tantos beneficios han aportado al país durante las últimas décadas. Consideramos que atendido el nivel de desarrollo alcanzado por el país, dicha esencia permite estimular el ahorro y la inversión y con ello potenciar el crecimiento económico24. 3. La escasa centralidad del tema tributario para enfrentar el problema de la desigualdad. A pesar de que su surgimiento se conecta fuertemente con las demandas sociales surgidas en el contexto de las movilizaciones estudiantiles de 2011 —entre las cuales el reconocimiento transversal de la alta desigualdad y la necesidad de avanzar como país para reducirla era un elemento discursivo central—, la reforma ilustra con claridad que la dimensión tributaria produce abundante controversia en relación al rol que debe desempeñar como factor para responder a tales demandas. En este debate, el proyecto aprobado ejemplifica la dominancia de una de estas visiones, al plantearse que la herramienta tributaria no debe tener entre sus funciones principales la reducción de diferencias de ingresos, pudiendo incluso un alza de los tributos aumentar la desigualdad en el país25. En resumen, la reforma de 2012 devino un proyecto insuficiente para abordar en profundidad no solo el propósito de reducir las extremas y persistentes desigualdades del país con ayuda de la herrmienta tributaria, Ver «Mensaje Presidencial por el que inicia el proyecto de ley que perfecciona la legislación tributaria y financia la reforma educacional», en Biblioteca del Congreso Nacional (2012:9). 25 El rol secundario de la tributación en la desigualdad se puede apreciar en palabras del presidente: «Aunque estamos conscientes que la herramienta tributaria no es el pilar principal sobre el cual descansa la equidad, las modificaciones del proyecto de ley y la utilización de los recursos que permite obtener, colaborarán a hacer nuestra sociedad más justa». «Mensaje Presidencial por el que inicia el proyecto de ley que perfecciona la legislación tributaria y financia la reforma educacional», en Biblioteca del Congreso Nacional (2012:7). En relación con la posibilidad de que un alza de impuestos aumente la desigualdad en Chile a través de un menor crecimiento, menor inversión y mayor desempleo, ver Estrategia (2011). 24
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sino también de financiar una gran reforma educacional, el objetivo que el gobierno había propuesto. Asimismo, representa un claro ejemplo para evidenciar los obstáculos y controversias que entrañan las modificaciones tributarias, y las aspiraciones de algunos grupos de la elite económica para defender el statu quo, manteniendo inalteradas gran parte de las inequidades horizontales y verticales que el sistema presenta. Con el propósito de cumplir uno de los anuncios fundamentales durante su período de campaña, Michelle Bachelet asume su segundo gobierno (2014-2018) enviando dentro de los primeros cien días un proyecto de reforma tributaria, declarando que se trata de «uno de los más poderosos instrumentos del Estado de Chile para producir las condiciones que nos permitan ser una sociedad cohesionada, democrática y justa». Si bien el proyecto de reforma estuvo siempre sustentado en la necesidad de aumentar la recaudación estatal para financiar nuevos cambios en materia educacional y en otros objetivos sociales con ingresos permanentes, ello no ha impedido que este atienda simultáneamente la estructura del sistema tributario y su forma de recaudación, «con la lógica de que efectivamente tributen más los que ganan más», haciendo explícito el principio progresivo de que «los que más tienen, deben aportar proporcionalmente más»26. Entre sus principales medidas, el proyecto propone una recaudación adicional equivalente a 3 puntos del PIB, la que podría conseguirse a través de cambios en la estructura tributaria (2,5 puntos del PIB) y de nuevas medidas que apunten a reducir la evasión y elusión de impuestos (0,5 puntos del PIB). Estas modificaciones incluyen, entre sus propuestas más controvertidas, subir el impuesto a las empresas de 20% a 25%, cambiar el mecanismo de pago de impuestos para las empresas (las que ahora tributarían a base de la totalidad de sus utilidades y no solo a aquellas que retiran) y derogar el Decreto Ley 600 —un estatuto de inversión extranjera introducido durante la dictadura que asegura invariabilidad tributaria, protegiendo de cambios impositivos al inversionista extranjero para incentivar nuevos emprendimientos foráneos en el país. En los meses siguientes, este proyecto, considerado la transformación tributaria más sustantiva de las últimas décadas en Chile, ha suscitado un inédito y profundo debate en distintas esferas de la sociedad, incluyendo la participación de académicos, políticos, organizaciones empresariales y sociales, cuestionando sus adversarios la modificación de los incentivos al ahorro y la inversión que la reforma introduce, y las amenazas al Para todas las citas de este párrafo, ver Gobierno de Chile (2014) y El Mostrador (2014).
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crecimiento económico y al empleo, así como planteando también la necesidad de discutir en profundidad sobre el gasto que se hará en educación, de modo que el aumento de recaudación sea eficiente y se justifique. En este escenario, el objetivo de enfrentar la desigualdad con la herramienta impositiva se ha hecho aún más presente que en el debate del año 2012, siendo todavía incierto si el proyecto logrará ser aprobado manteniendo inalterables sus propuestas. Los tres casos expuestos contribuyen a ilustrar el funcionamiento de la tributación en Chile, enfatizando algunas de sus limitaciones y conflictos subyacentes. En conexión con las tres dimensiones presentadas teóricamente en la sección 2, el primer caso permite cuestionar la potencialidad redistributiva del Estado; el segundo, algunas barreras que dificultan la concreción del ideal meritocrático, y el tercero, la restringida capacidad de adaptación y transformación de la institucionalidad tributaria (en especial a partir de su legislación y las visiones dominantes sobre sus objetivos) para responder a las grandes desigualdades del país.
4. Conclusiones A través de este artículo se ha explorado la relación entre el sistema tributario chileno y sus altos niveles de desigualdad, poniendo especial atención a las características que constituyen fuentes de conflicto actual o potencial, denotando tensiones redistributivas, diferencias valóricas, defensa de privilegios adquiridos o disputas sobre el rol que debe cumplir el Estado en regular grandes diferencias entre los ciudadanos, y la cantidad de recursos a que debe acceder para financiar derechos sociales y bienes públicos. Aunque varias de estas desavenencias pueden ser rastreadas en todas las sociedades contemporáneas, en este trabajo se ha resaltado la existencia de altas y persistentes desigualdades como un componente de especial relevancia y potencialidad en la producción de estos conflictos, pues expresa diferencias radicales de recursos, de acceso a bienes, de calidad de servicios sociales o de poder para participar e influir en las distintas esferas de la organización social. Consiguientemente, se configuran patrones diferenciados que no dicen relación solamente con oportunidades diversificadas de desarrollo humano —vale decir, en un nivel individual—, sino también, con igual impacto, con las formas en que un orden social injusto puede ser reproducido cotidianamente. Desde esta perspectiva, si la tributación es un vínculo permanente entre los ciudadanos y el Estado, estableciendo deberes y derechos que 241
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estructuran y sistematizan la relación, visualizar su funcionamiento de la forma más completa posible, examinar sus dificultades y las causas de ellas, y constatar sus tratos diferenciados a distintos grupos de la sociedad constituyen tareas relevantes para desentrañar cómo exactamente se producen y reproducen desigualdades, y cómo sirven a ello las instituciones, los discursos y las prácticas sociales. En este artículo se han revisado algunos aspectos de la política fiscal chilena, y en especial de su sistema tributario, así como algunas consecuencias derivadas de su funcionamiento. En términos concretos: se evidencia una débil capacidad redistributiva del Estado, haciéndolo inefectivo para reducir las grandes brechas de la sociedad, influyendo en esto un sistema tributario ligeramente regresivo en su recaudación, que otorga prioridad a los impuestos indirectos, y un gasto tributario que incluye exenciones y franquicias regresivas, en la medida que benefician a grupos no prioritarios y que reducen de modo relevante la consecución de recursos por medio del impuesto a la renta. Asimismo, aunque se ha avanzado en los últimos años, numerosos vacíos legales facilitan la subdeclaración de ingresos en los grupos más ricos, lo que sumado a la posibilidad de obtener asesorías especializadas para reducir el pago de impuestos, permite que las tasas efectivas de este segmento sean bastante reducidas, restando recursos sustanciales al Estado. Esto se relaciona con algunas descripciones del así llamado «modelo chileno», cuya originalidad estriba en que «la mejoría de las condiciones de vida de la población no demandaba alteraciones sustantivas en la distribución de los ingresos» (Espinoza, 2012:3). En la situación actual, solo un pequeño grupo de la sociedad aprovecha la mayoría de los instrumentos y beneficios que el sistema ofrece: este corresponde aproximadamente al 5%, y más específicamente al 1% superior del país, grupo donde se concentran las rentas empresariales, que tienen tasas efectivas bajas (Fairfield y Jorratt, 2014) y amplias facilidades para diferir y eludir el pago (Figueroa y López, 2012), lo que favorece la reproducción intergeneracional de la riqueza. Si a esto se añade el funcionamiento deficitario de otras esferas sociales —en especial del sistema educativo— se dificulta la movilidad social desde y hacia este grupo, reproduciéndose entonces no solo ingresos, sino también una posición social que tiene mayor facilidad para influir en el Estado, para difundir sus opiniones en el espacio público, y para promover que sus preferencias sociales se concreten, o al menos se resguarden todo lo posible. En este sentido, la condición altamente diferenciada del grupo superior constituye uno de los nudos centrales para
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observar la relación entre desigualdad y tributación desde una dimensión de conflicto en Chile27. Si bien los impuestos son un objeto de conflicto permanente, analizarlos en un momento particular de la historia es una manera de auscultar qué proyecto de Estado está prevaleciendo y a favor de qué grupos, en la medida que los impuestos «institucionalizan quién paga, por cuáles beneficios, disfrutados por quiénes» (Schneider, 2012:2). Chile muestra, en este sentido, las características de una visión que prioriza el mejoramiento de las condiciones de vida de los hogares más pobres a través de un Estado que gaste eficientemente los ingresos, en detrimento de una perspectiva que le otorgue obligaciones más amplias, asignando una importancia mayor a la función redistributiva para reducir la desigualdad junto a la pobreza, acortando así las persistentes brechas socioeconómicas. Los conflictos expresados en las movilizaciones sociales recientes, en los crecientes cuestionamientos a la desigualdad y a los privilegios adscritos, así como en los ácidos debates sobre qué reformas políticas y económicas deben priorizarse podrían incidir sustantivamente en el desarrollo del país, debiendo plasmarse no solo en la tradicional preocupación por las esferas sociales de la educación, la salud o la vivienda, sino también en el reconocimiento de la necesidad de una amplia y efectiva solidaridad social (O’Donnell, 1999), lo que incluye la redefinición de las obligaciones tributarias en el vínculo entre ciudadanía y Estado. Ello tendría desde luego consecuencias económicas, pero también sociales, nutriendo las expectativas de más igualdad entre los chilenos, y con ello las de una mejor democracia. Como ha sido descrito en una investigación reciente que incluye el caso de Chile, esto se manifiesta en temas relevantes, tales como: i) la desproporción legislativa, que provoca que los intereses de las elites estén sobrerrepresentados en el Parlamento, dificultando la aprobación de cambios que introduzcan mayor redistribución (Ardanaz y Scartascini, 2011); ii) la alta influencia de los grupos empresariales y de sectores productivos específicos sobre las agendas de reforma, afectando distintas etapas de la creación de políticas, incluyendo no solo el lobby realizado después de que se presentan los proyectos de ley, sino también en la relación con quienes crean las políticas en sí (Fairfield, 2010); iii) la pervivencia de un conjunto de reglas y pautas institucionales ligadas con el pago o no pago de impuestos, que resguardan la iniciativa privada e incentivan la acumulación de recursos en condiciones muy favorables, en detrimento de un sistema que busque nuevas alternativas tributarias que beneficien u otorguen mayores seguridades a los grupos de menos recursos; y finalmente iv) la dificultad de un debate tributario amplio e inclusivo, que recoja las preferencias ciudadanas y no solo las técnicas, y que reivindique la centralidad de la recaudación de impuestos para avanzar hacia mayores niveles de igualdad, cuestionando la afirmación de que únicamente el gasto social focalizado y eficiente basta para producir cambios en este sentido (Agostini, 2008).
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El discurso de la igualdad de género en el Chile neoliberal: ¿«nuevos» significados para la igualdad? Carmen Gloria Godoy Ramos*
1. Introducción Este trabajo plantea una reflexión sobre las características del discurso de la igualdad de género que se ha instalado en Chile a nivel institucional, en las dos últimas décadas, y los sentidos que adquiere en el terreno económico. Este es un tema que resulta de particular interés, dado que se produce en el marco del proceso de redemocratización social y política que vive el país luego de diecisiete años bajo un régimen dictatorial, el cual suponía una fase de transición política (paso de dictadura a democracia), eliminación de enclaves de institucionales autoritarios y la profundización de la participación social y modernización social (Garretón, 1990:126)1. Es en este contexto que comenzaron a tomar forma una serie de cambios en el ámbito de las prácticas y representaciones sexo-genéricas.
Antropóloga, Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC). Doctora en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Profesora Escuela de Antropología UAHC. Correo electrónico: [email protected]. Este trabajo se enmarca en el proyecto Fondecyt de Iniciación en Investigación N°11130005, «El discurso de la igualdad de género en Chile y su recepción en mujeres jóvenes de las capas medias y altas», que se encuentra en curso. 1 De acuerdo al mismo autor, la modernización se tradujo en una desmodernización en términos de «la capacidad de constitución de sujetos». Se trata de «una modernidad frustrada y de una sociedad desquiciada por el doble estándar de un alto crecimiento económico acompañada de una muy débil coherencia social y capacidad de la gente para generar comportamientos orientados por intereses colectivos e ideas de país» (Garretón, 2007:229-231). *
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La incorporación de nuevos actores sociales a la esfera pública —entendida como un espacio de la formación de opinión y discusión— especialmente movimientos feministas y de derechos humanos, permitió abrir la discusión sobre la construcción de ciudadanía desde la perspectiva del género, si bien con una fuerte resistencia de la jerarquía eclesiástica católica y sectores políticos conservadores que establecieron una alianza estratégica en lo que a sexualidad y géneros se refiere, y que se ha manifestado en un discurso fuertemente reactivo a algunos aspectos de esta discusión. En este sentido, si bien los avances o retrocesos en torno a la ampliación de la ciudadanía de las mujeres en Chile no se limitan a una «cuestión de lenguaje» —con todas las ambigüedades que reviste una afirmación de este tipo, ya que el lenguaje es clave en la desestabilización del orden de género tradicional—, es a través de este y del acceso desigual a la esfera pública2 que se ha propagado una determinada concepción de los derechos, la igualdad y la libertad de las mujeres (Moore, 1994). De esta perspectiva, el lenguaje es un campo de análisis fundamental para el estudio del género, toda vez que en él se articulan las representaciones, la subjetividad y la ideología, pero de manera tal que la diferencia sexual se oculta y se niega. Por otra parte, la ampliación del consumo, el ingreso al país de nuevas ideas y derechos junto con el desarrollo de diversas tecnologías en el terreno de la información, las comunicaciones y la producción, posibilitaron la instalación de nuevos referentes en torno a los significados de lo masculino y lo femenino, especialmente entre los sectores más jóvenes de la población, así como de nuevas demandas por derechos sexuales y reproductivos. Estas transformaciones se encuentran en estrecha relación con la creación de una institucionalidad y la materialización de diversas iniciativas legales en dicho ámbito (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 2010), que contribuyen a la instalación de lo que hemos denominado como el «discurso de igualdad de género en Chile»3. De acuerdo a Nancy Fraser (1997), la esfera pública corresponde a un espacio de deliberación, formación de opinión y discusión en el que, contrariamente a lo que supone la idealización de la esfera pública burguesa, que obedece a patrones de interacción masculino, las diferencias y desigualdades de género no se neutralizan, sino que se manifiestan como «formas alternativas de expresión pública» (96). 3 Proceso cuyos antecedentes más próximos se encuentran en las acciones del movimiento de mujeres durante la dictadura y sus demandas por la democratización de la sociedad, las relaciones de género y la ampliación de los derechos de las mujeres. La creación del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM), en el año 1991, como organismo encargado de coordinar las políticas públicas en materia de género, constituye un elemento clave respecto a la institucionalización del tema y su origen 2
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El concepto de «igualdad de género» apunta a que hombres y mujeres sean tratados en justicia de acuerdo a sus propias particularidades y necesidades, por lo tanto, la igualdad supone derechos, responsabilidades y oportunidades, «el pleno y universal derecho de hombres y mujeres al disfrute de la ciudadanía, no solamente política sino también civil y social»4. De ahí que la instalación de la «igualdad de género» como discurso, y como referente u horizonte de expectativas, ha sido uno de los cambios más sustanciales que hayan tenido lugar en Chile durante estas últimas décadas, y de la mayor importancia en tanto como plantea Irene Théry (2004), «la igualdad de sexos ha devenido (…) en un valor cardinal de las sociedades democráticas, convirtiéndose incluso en un símbolo de la civilización» (161)5. Desde esa perspectiva, un análisis discursivo puede ayudar a comprender cómo es asegurada y controvertida la hegemonía cultural de las elites o grupos dominantes (Fraser, 1997:2), y en ese sentido nuestra se encuentra en dichas demandas; si bien ha sido cuestionado su papel en el diseño e implementación de políticas de gran escala, y al carácter complementario de las estrategias de transversalización del género en el Estado, su rol ha sido importante en la instalación del discurso de la igualdad de género y su difusión, ampliando el debate sobre las problemáticas de las mujeres en ámbitos como la salud sexual y reproductiva, derechos reproductivos, divorcios, violencia de género doméstica y sexual, entre las más importantes (Godoy, 2013). En materia legislativa, si bien la mayor parte de las leyes en materia de género al menos hasta el año 2009 se concentran en los temas de maternidad y violencia, y no necesariamente en la ampliación de la ciudadanía de las mujeres (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 2010), de acuerdo a una ex ministra del SERNAM; aquellas formaban parte de una estrategia orientada a promover cuestionamientos y cambios culturales (Godoy, 2013). Así destacan iniciativas como la Ley 19.335 (1994), que establece el Régimen de Participación en las Gananciales, de acuerdo al que «los patrimonios del marido y de la mujer se mantienen separados y cada uno de los cónyuges, administra, goza y dispone libremente de los suyo (…)» y, la Ley de Filiación (19.585), que iguala a todos los hijos ante la ley. 4 Información disponible en portal web América Latina Genera: http://americalatinagenera.org/es/index.php?option=com_content&view=article&id=1756&Item id=491. 5 La instalación de este discurso, como advertimos, no ha estado exenta de resistencias, sobre todo a comienzos de la década de 1990 cuando sectores políticamente conservadores —miembros de Renovación Nacional y particularmente la Unión Demócrata Independiente (UDI), junto con los senadores designados y algunos parlamentarios de la entonces coalición gobernante— se opusieron a medidas como la creación del SERNAM, el primer Plan de Igualdad de Oportunidades y la modificación del artículo 1° de la Constitución Política actualmente vigente que reemplaza la frase «Los hombres», por «Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos», y que agrega al final del párrafo primero del número 2° del artículo 19, la oración «Hombres y mujeres son iguales ante la ley» (Godoy, 2013:110). 251
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aproximación se encuentra en la línea del Análisis Crítico del Discurso (ACD). Este corresponde a un estudio oposicional de estructuras y estrategias del discurso de las elites que busca visibilizar y detallar las formas en que se expresan las desigualdades, su interpretación, legitimación y reproducción en texto y habla (Van Dijk, 1997:17-18). El discurso en tanto «habla», se constituye a partir de recursos lingüísticos comunes, preexistentes a los sujetos, cuya apropiación supone una interpretación de la realidad desde una posición particular (de clase, género, sexo, raza o etnia). En este sentido, los significados atribuidos a la diferencia sexual por varones y mujeres en un contexto relacional, dialogan con las representaciones y significados generados desde las instituciones sociales, ya sea por las tensiones de la diferencia, o por el silencio de ciertas similitudes. De manera tal que un discurso de género obedece a los condicionamientos culturales, intereses sociales y políticos que movilizan a los sujetos que los portan (Grau et al., 1997:25), es decir, las estrategias de sentido que ponen en juego. En este contexto, un tema en el que se ha llegado a una suerte de consenso, es el de impulsar la autonomía económica de las mujeres, como forma de superación de la pobreza, y en este sentido la importancia de eliminar los obstáculos que impiden su plena incorporación al mercado laboral. No obstante, este impulso a la autonomía económica puede articularse con ideologías de género conservadoras. Desde esa perspectiva, las preguntas que guían este trabajo son: ¿cómo este discurso de la igualdad de género se atrinchera en el terreno económico, como su espacio «natural»? ¿Por qué se instala desde ese ámbito y no en otros? El trabajo se organiza en tres partes. En la primera hacemos una revisión teórico-conceptual sobre la igualdad y la desigualdad en el capitalismo neoliberal; luego, revisamos los alcances del concepto de igualdad de oportunidades, particularmente su relación con la equidad de género en Chile bajo el predominio de un modelo económico de corte neoliberal. Y en una tercera parte, analizamos críticamente los elementos que componen el discurso de «igualdad de género» y su relación con el emprendimiento, centrándonos en el discurso proveniente de una organización de mujeres, a partir de la revisión de los contenidos de su publicación institucional (artículos y editoriales) y entrevistas aparecidas en medios escritos y televisivos.
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2. Globalización económica, género y organización del trabajo Como señalábamos en un comienzo, un factor importante en la instalación del discurso de igualdad de género ha sido la llegada de nuevas ideas y referentes en el marco del proceso de globalización económica y cultural. En tanto proceso de carácter económico directamente relacionado con la expansión del capitalismo, la globalización crea las bases económicas y tecnológicas que hacen posible la reformulación de las comunidades nacionales, las identidades, las subjetividades, y la relación entre las esferas privada y pública, especialmente el tema de la ciudadanía, comprendidas dentro del fenómeno del transnacionalismo (Ribeiro, 1998:326). Se trata de un proceso que transforma las instituciones nacionales, producto de las prácticas «transfronterizas» que realizan diversos actores ligados al activismo transnacional, tales como inmigrantes, ONG, pueblos originarios, activistas por los derechos humanos, asociaciones defensoras de los derechos de las mujeres, de los derechos de los trabajadores/as, y organismos que representan a las minorías nacionales (Sassen, 2010:363). «Formas desnacionalizadas» de ciudadanía, que también se expresan en términos morales, políticos y judiciales6, de manera tal que ha constituido un «escenario favorable a los derechos humanos de las mujeres», que comienza a configurarse con el «proceso de Naciones Unidas sobre la Mujer» (Valdés, 2013:249 y 258). No obstante, la intensificación de la globalización económica ha reforzado la importancia del comercio exterior impulsando acuerdos económicos y comerciales, de carácter continental e intercontinental, los cuales presentan algunos efectos de carácter negativo, entre ellos el incremento de la brecha de la desigualdad social y la feminización de la pobreza (Valdivieso, 2009; Cobo, 2005). A ello se agrega el predominio de una lógica económica que ha modificado los significados de la
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En 1985 se realiza la tercera Conferencia Mundial para el Examen y la Evaluación de los Logros del Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer: Igualdad, Desarrollo y Paz. Las Estrategias de Nairobi, orientadas al mejoramiento de la situación de la mujer para el año 2000, sobre la base que la «participación de la mujer en la adopción de decisiones y la gestión de los asuntos humanos no solo constituían su derecho legítimo, sino que se trataba de una necesidad social y política que tendría que incorporarse en todas las instituciones de la sociedad». «Las cuatro conferencias mundiales sobre la mujer, 1975 a 1995: una perspectiva histórica». Período extraordinario de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas para examinar la Plataforma de Acción de Beijing, Nueva York, 5 a 9 de junio de 2000. Disponible en: http://www.un.org/spanish/conferences/Beijing/Mujer2011. htm (última visita: 22 de abril 2011). 253
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política, de la vida social y de la cultura, producto de la redefinición de «las formas tradicionales de concebir la articulación entre Estado, mercado y sociedad» (Borón, 2002:15-17). Sobre este punto, Sassen (2010) sugiere que la implantación de una economía global supone no solo la reducción de funciones del Estado, sino más bien la «redistribución interna del poder estatal», una serie de desplazamientos a partir de los cuales ciertos componentes como los bancos centrales y los ministerios de economía adquieran mayor importancia en la inserción de las economías nacionales en la economía global, y que llegan a convertirse en elementos constitutivos de esta (232-236). La integración de los mercados mundiales en el ámbito del comercio, las finanzas y la información, en lugar de disminuir la exclusión social al interior de los países, intensifica la distancia entre la economía global informal y la economía local informal. En el marco de un proceso que se caracteriza por la precariedad, movilidad de la mano de obra y déficit del trabajo decente, las mujeres acceden a más empleos pero de menor calidad, especialmente entre las trabajadoras de los niveles socioeconómicos más bajos que sufren de una «doble o triple discriminación por ser mujeres, por ser pobres y por ser indígenas o afro descendientes» (Ibíd.). Los cambios en la organización del trabajo y la producción, profundizan las tensiones entre la vida laboral y la familiar, debido a factores como: la rotación laboral y la intensidad del trabajo, la disminución de la cobertura de la seguridad social y el control sobre el tiempo destinado al trabajo, el descenso de la fuerza laboral protegida por leyes laborales, el aumento de los trabajos temporales, a plazo fijo, el autoempleo, el subempleo, la subcontratación y los empleos en zonas grises (Ibíd.). El «ajuste estructural»7 se traduce en el incremento del trabajo gratuito en el hogar a raíz del recorte en el gasto social desde el Estado, de tal 7
Las políticas económicas de carácter neoliberal han sido aplicadas a través de Programas de Ajuste Estructural (PAE), implementadas por el Banco Mundial (BM) desde fines de los 70, como una medida transitoria que promovía la reestructuración económica de los países en desarrollo que afrontaban problemas en su balanza de pagos o una gran deuda externa. «A partir de la crisis de la deuda en 1982, un grupo cada vez más numeroso de países en desarrollo altamente endeudados no tuvieron más alternativa que adoptar los Programas de Ajuste Estructural (PAE), contrayendo préstamos que imponían condiciones económicas y políticas muy inflexibles. Los PAE eran diseñados, según el BM, para reestructurar las economías “mal ajustadas” de los países en desarrollo lo que, supuestamente, establecería las bases para futuras mejoras en el bienestar social» (Spiker, Álvarez L. y Gordon, 2009:41). Sonia M. Draibe y Manuel Riesco (2009) hablan de un «ciclo reformista neoliberal» en América Latina, que si bien está dejando paso a nivel regional a «nuevas estrategias y modelos alternativos 254
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forma que «lo privado» se redefine y expande, invisibilizando «los costes de desplazamiento de la economía remunerada a la no remunerada. La necesidad de alargar el salario para poder hacer frente a las necesidades básicas implica casi siempre un incremento del trabajo doméstico: más necesidad de cocinar, cambios en los hábitos de la compra, entre otros» (Cobo, 2005:290). El éxito en el aumento de la productividad de los programas de ajuste oculta, precisamente, que su costo descansa en la «habilidad de las mujeres» de hacer frente a las políticas de shock, mediante más trabajo o haciendo rendir ingresos limitados. De acuerdo a las investigaciones en género y economía, la tendencia es hacia una concentración de la mano de obra femenina en trabajos de menor calidad y con mayor presencia en el mercado informal (Valdivieso, 2009:33-34). De esta forma, la vulnerabilidad de las mujeres «se transforma en parte de la estrategia desreguladora del mercado del trabajo» (Ibíd.:32). En el caso de Chile, como se ha señalado en diversas investigaciones, las políticas de ajuste estructural implementadas en los inicios de la dictadura se encuentran en estrecha relación con la reorganización de las relaciones laborales. En el último tiempo, estas se han caracterizado por «la precarización del empleo, la desestabilización de la figura del empleo (masculino) indefinido, a tiempo completo, con salario familiar y derecho a jubilación y seguridad social, creando la necesidad de un segundo ingreso familiar» (Godoy y Díaz, 2013:8). Si bien la flexibilización del mercado laboral posibilita efectivamente el surgimiento de nuevas formas de empleo, estas dan origen a nuevas formas de inequidad social, ya que no incluyen elementos considerados consustanciales a toda relación laboral (Grupo Iniciativa Mujeres, 2002:31). El empleo precario o «atípico» se caracteriza precisamente por la desprotección del trabajador o trabajadora respecto a la legislación laboral y la seguridad social, aun cuando se encuentre en la categoría de trabajador/a asalariado/a (Guerra, 1995:28-29).
de crecimiento económico y de inserción internacional», derivó en términos generales, en el desmantelamiento de las instituciones estatales encargadas de implementar la política social. En Chile, la reestructuración económica se inició más tempranamente luego del golpe de Estado de 1973 y con un profundo apego a la ortodoxia neoliberal (Vergara, 1985). 255
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3. La igualdad de oportunidades y la equidad de género en el Chile neoliberal La equidad de género ha formado parte de la agenda modernizadora del Estado de Chile durante las últimas décadas e impulsada a través de diversas acciones orientadas a asegurar el pleno acceso de las mujeres al trabajo y la educación. En el primer Plan de Igualdad de Oportunidades —fuertemente resistido por los sectores de derecha— hace su aparición la realidad de la mujeres jefas de hogar —ya anticipada por el Informe Nacional de la Familia— que afrontan solas el cuidado y provisión de sus hijos, ya sea por abandono, viudez u otra causa, y que se enfrentan a condiciones más desventajosas en su doble rol. Se trata de una condición que no supone la modernización y democratización de las relaciones al interior de las familias, como si se tratase de una elección posible entre otras, sino el producto de factores externos que reproducen las desigualdades en las oportunidades de hombres y mujeres (Servicio Nacional de la Mujer, 1995:15). Al incremento de esta situación se suman las dificultades en acceder a empleos de calidad —sobre todo en el caso de las jefas de hogar—, o mejores salarios por igual nivel de escolaridad, la desprotección legal frente a los derechos del varón al interior de la familia, con respecto a los hijos y el patrimonio familiar. Temas que debían de ser abordados a través de reformas jurídicas. Pero la categoría jefa de hogar fue resistida por los sectores de derecha, dado que tras una mujer jefa de hogar se encontraba una «familia fracasada» (Godoy, 2013:112). La realidad que mostraban las estadísticas y la necesidad de contar con programas sociales, aparece como una acción del Estado que desincentiva la formación de familias de acuerdo al patrón tradicional. Por otra parte, desde una mirada crítica la figura de la jefa de hogar resultaba en cierta medida contradictoria con el discurso de la igualdad, en la medida que construye a las mujeres como sujetos carenciados económicamente y necesitados de protección para su inserción en el mercado laboral. Así, la «necesidad» del ingreso económico femenino se hace creciente, reforzado por la idea de igualdad de género como parte de la modernización de la sociedad (Schild, 1998:107). Entre los años 1990 y 2003, 425 mil mujeres se integraron a la fuerza laboral, mientras que en el 2001, se «establece la formalización de las microempresas familiares para facilitar su acceso al crédito y a la comercialización de sus productos» (Servicio Nacional de la Mujer, 2004:8). Los programas implementados apelan a categorías específicas de personas —creadas en ese contexto— tales como jefas de hogar y [micro] 256
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empresarias (que desarrollan actividades comerciales de autosubsistencia) (Íd.). Pero desde una perspectiva crítica, la identificación de las mujeres pobres como «grupo vulnerable» —asociado a situaciones de violencia doméstica o extremas— en lugar de promover su transformación en sujetos de derechos, reforzaba el asistencialismo y la victimización (Grupo Iniciativa Mujeres, 2002:14). En el marco general de la «equidad social», la inserción laboral de las mujeres, entonces, se hace indispensable para lograr la equidad entre hombres y mujeres. 3.1 Sobre la igualdad de género y la igualdad de oportunidades De acuerdo a Francois Dubet, la igualdad de oportunidades en tanto concepción de la justicia social, se basa en un principio meritocrático desde el cual las inequidades entre las diferentes posiciones sociales, son menos relevantes que las discriminaciones que impiden «una competencia al término de la cual los individuos, iguales en el punto de partida, ocuparán posiciones jerarquizadas» (Dubet, 2011:12). De esta forma, las inequidades sociales se vuelven menos desigualdades estructurales que obstáculos a una competencia equitativa, mientras que los sujetos son definidos por su identidad, naturaleza y discriminaciones eventuales que pudieran sufrir «en tanto mujer, desempleado, hijo de inmigrantes, etc.» (Ibíd.:14). En esta línea, Pierre Rosanvallon (2012) plantea que la igualdad de oportunidades es paradójica, dado que iguala, al mismo tiempo que consagra desigualdades previamente existentes (311). Esto guarda relación con el hecho de que, en este caso, el criterio de justicia a través del cual se entiende el problema de la desigualdad tiende a centrarse en su dimensión individual, sin considerar que los niveles y formas en que se expresa la desigualdad son un factor determinante de la cohesión social, que afecta al conjunto de la sociedad, y no solo al sector de la población que se encuentre en situación de vulnerabilidad económica. Esto convierte a la igualdad en «una noción tanto política como económica» (Ibíd.:312-313). Esto resulta coherente con algunos planteamientos críticos de teóricas feministas respecto a la construcción de una identidad femenina homogénea y esencialista, frente a una serie de diferencias de posición que se articulan con las desigualdades de género. En este sentido, el discurso de la igualdad de género en Chile para un determinado sector —menos crítico de las políticas neoliberales— tiende a enmarcarse en la «justicia de las oportunidades», y en ciertos valores como la libertad, el esfuerzo y la responsabilidad individual, desde la lógica económica, es decir, la inclusión en el mercado (Vergara, 1985; Moulian, 2002). De manera tal que se 257
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visualiza solo a determinados segmentos de la sociedad —la «población vulnerable»— y no a la sociedad en su conjunto en relación a garantizar derechos universales. La pobreza y las políticas sociales orientadas a la erradicación de la pobreza —la denominada «batalla» contra la pobreza—, serían constitutivas de la ideología neoliberal, y el único espacio en el que el Estado puede intervenir en el «juego de la economía» (Danani, 2008:43). No obstante, la «igualdad de género» ha devenido un referente universal de las sociedades democráticas —y en el caso chileno ha sido entendido también como un indicador y un horizonte respecto a la democratización de la vida social— las posibilidades de avanzar en la igualdad entre hombres y mujeres, en distintos ámbitos, van de la mano de una serie de desigualdades de carácter estructural que los afecta de distinta manera. De acuerdo a Charles Tilly (2000), la diferencia varón/mujer opera como un par categorial que sostiene una desigual distribución y acceso a los recursos, que no depende de atributos, inclinaciones o desempeños individuales, sino de su legitimación a través de ciertas prácticas relativas a los intereses de quienes controlan los recursos (21). Las categorías no corresponden a un grupo claramente definido de personas o atributos, sino de «relaciones sociales estandarizadas y móviles» (Ibíd.:79), que implican «atribuir cualidades distintivas a los actores» de uno y otro lado de sus fronteras. Sin embargo, hombres y mujeres «ocupan múltiples categorías sin grandes dificultades, en la medida en que los lazos que definen una de ellas se activen en diferentes momentos, lugares y/o circunstancias que los lazos definitorios de otras categorías» (Íd.). Así, como señala Ximena Valdés (2013), si bien el horizonte de la autonomía económica de las mujeres se ha vuelto transversal a las clases sociales, expresando cambios en las relaciones sociales de género y en las cualidades que se le atribuyen a las mujeres para su participación en distintos sectores productivos, los discursos que promueven el trabajo de las mujeres y la microempresa para favorecer dicha autonomía, la superación de la pobreza y con ello la igualdad en el acceso a las oportunidades, «se encarnan de diferente manera según clase social, capitales culturales y educativos» (Valdés, 2013:7). No obstante, desde la perspectiva de la justicia social, la igualdad promovida deviene problemática en la medida que, utilizada como sinónimo de «equidad», esto es, «la igualdad de oportunidades individuales para la satisfacción de un conjunto de necesidades básicas o aspiraciones definidas socialmente» (Garretón, 1999:44) y no necesariamente esto significa la ampliación de derechos de ciudadanía para las mujeres, para todos los sectores que la promueven —o declaran adscribir a ella. 258
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Por otra parte, la centralidad del mercado en la vida social y la responsabilidad individual en salir de la pobreza, es reforzada por una narrativa según la cual «la gente [en Chile] trabaja, se educa, se esfuerza pensando que el sistema de mercado, en el cual el progreso depende básicamente del esfuerzo personal, está aquí para quedarse» (Méndez, 2005:22). La integración económica que trae beneficios y aprendizajes necesarios para sobrevivir en la «sociedad de las opciones» transforma el ámbito económico en la búsqueda de la producción de un homo economicus, y una mujer económica, como veremos más adelante. La lógica del consumo, en tanto racionalidad instrumental, generaría las condiciones para producir un aparente pluralismo, cruzando grupos etarios y socioeconómicos en una aparente disolución de la distancia social (Halpern, 2002:22). Desde esta perspectiva, los cambios en las relaciones sociales de género también pueden ser interpretados bajo la lógica del consumo. Las mujeres habrían adquirido mayor peso como agentes económicos, debido al aumento de su participación en el mercado laboral y sus mayores niveles educativos, aun cuando, como plantea Elsa Chaney (1992) en un estudio ya clásico, y en relación al «poder invisible» de las mujeres en la esfera pública, «la propiedad formal o la actividad económica deben distinguirse del control real de los recursos» (16).
4. Igualdad de género, economía y mercado En un sugerente artículo del año 2000, Linda Scott8 (2009), especialista en temas de emprendimiento e innovación, plantea que la globalización de la economía de mercado resulta propicia para la difusión del feminismo. Pero de un feminismo que podía ser afín al mercado, contrariamente a la visión de las teóricas más «ortodoxas» que lo veían como un espacio que no «servía a la causa» (16-17). Si bien se trata de un texto enfocado en el caso norteamericano y europeo, resulta sugerente la crítica de fondo a la postura antimercado, en tanto esta sería más ideológica que pragmática, y niega las relaciones que las «fundadoras» del movimiento habrían establecido con el mercado y el mundo de los negocios en general. En la orilla opuesta, y con algunos años de diferencia, Nancy Fraser (2009) señala que el neoliberalismo habría vaciado el concepto de igualdad de su componente emancipatorio, toda vez que demanda el reconocimiento de ciertas diferencias para reorganizar sus nuevas formas productivas, pero sin cuestionar «Market feminism: the case for a paradigm shift», en Marketing Feminism: Current Issues and Research. London: Routledge. Traducción propia.
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sus postulados y ciertamente sin alterar sus formas distributivas, al punto de que la aceptación de esta idea, ha servido más para incorporar mano de obra femenina al sistema productivo, que para cambiar en lo sustantivo, las relaciones sociales de género. Sugerentemente también, en los inicios de la década del 2000, desde las elites económicas chilenas aparecen discursos, acciones e instituciones que, lideradas por mujeres, se distancian del conservadurismo moral predominante en esos mismos sectores —vinculados a sectores políticos conservadores— no necesariamente porque cuestionen sus fundamentos ideológicos, sino porque desplazan su interés hacia otro campo: el del trabajo. Este, más imbricado con el funcionamiento de la empresa, es leído como un dispositivo en el cual las mujeres pueden ampararse para ganar un lugar autónomo en la sociedad, sin abandonar necesariamente su condición y estatus como madres y esposas. Ideales que habían sido históricamente promovidos por organizaciones ligadas al movimiento feminista, y por tanto con un fuerte componente político, han sido apropiados por mujeres que no adhieren al feminismo —o al menos al feminismo de la igualdad, orientado a la supresión de las diferencias y la universalidad de los derechos, y que es entendido como radical—. Sin embargo, estas plantean demandas por condiciones más equitativas en los ámbitos en que se desenvuelven, e incluso buscan influir en la generación de políticas públicas asociadas a la mujer, el trabajo y la familia. Se trata de una forma de apropiación del discurso de «igualdad de género» que, como decíamos, surge más vinculada al funcionamiento de la economía y no necesariamente a la movilización social o a la acción del Estado —en lo que atañe, por ejemplo, al rol del Servicio Nacional de la Mujer—. Así también, esta apropiación no se realiza desde el feminismo como lugar de enunciación, en la medida que asumir una postura abiertamente feminista puede adquirir un carácter político-ideológico que, en cierta medida, llegue a invalidar su acción en el espacio público. Desde esta perspectiva, los cambios culturales respecto a los roles de las mujeres y particularmente, a su participación en el mundo del trabajo, serían el resultado de una suerte de «evolución natural» de la sociedad, que no se relaciona con luchas políticas impulsadas por las propias mujeres organizadas, o «luchas por la interpretación de los significados» en un marco de disputas políticas. Así, durante su primer gobierno, las propuestas de Michelle Bachelet en torno a la «paridad laboral»9 son interpretadas
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En el año 2009 es promulgada la Ley 20.348, que resguarda «el derecho a la igualdad en las remuneraciones» entre hombres y mujeres que desempeñan un mismo trabajo. 260
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como un intento de producir «cambios culturales a través de una ley». Esto es, por medio de su imposición. En un artículo publicado en la sección Economía y Negocios de El Mercurio —periódico de circulación nacional y de tendencia políticamente conservadora— se consulta a diversas mujeres profesionales su opinión sobre este tipo de medidas. La paridad de géneros en el trabajo y en la política, aparece como un perjuicio que afecta especialmente su inserción laboral. Para la filósofa Carolina Dell’Oro, esta inserción corresponde a un «proceso cultural precioso [que] se había ido gestando poco a poco con los logros de las mujeres, y que ese proceso natural ahora se vería envuelto en un ambiente efectista y mediático» (Lüders y Echeverría, 2006). Su crítica, así como la de las otras mujeres consultadas, gira en torno a dos aspectos, uno es la empleabilidad de las mujeres una vez que se establezcan estas regulaciones, y otro, tiene que ver con la dimensión simbólica de la igualdad. La posibilidad de acceder al espacio público es entendida como una suerte de ley natural que obliga a su realización. O, lo que también podríamos entender como el avance del progreso, producto de la modernización de la economía. Las mujeres tarde o temprano debían «salir de la casa». Sin embargo, se mencionan de manera casual «los logros de las mujeres», negando en cierta forma la exigencia por la igualdad efectiva de los derechos, y no una mera igualdad formal —a diferencia del texto de Scott—. La interpretación concuerda con la articulación entre el patrón tradicional de madre-esposa-ama de casa y la demanda por autonomía económica que revisaremos en el siguiente apartado. 4.1.Mujeres, empresas y emprendimiento En este contexto, y más precisamente a partir de los inicios del siglo XXI, surgen propuestas de organizaciones lideradas por mujeres profesionales: Comunidad Mujer y Mujeres Empresarias. La primera —creada en el 2002—, si bien no es nuestro objeto de estudio, resulta de importancia ya que se centra en la discusión sobre la equidad, el acceso a las oportunidades y fundamentalmente en la armonización de las relaciones entre trabajo y familia, junto con realizar programas de capacitación y asesorías en el ámbito del emprendimiento. Cabe señalar que, de acuerdo a la definición del Global Entrepreneurship Monitor (GEM), el emprendimiento o proceso emprendedor corresponde a: «Cualquier intento de nuevos negocios o creación de nuevas empresas, la reorganización de un negocio o la expansión de uno existente, por un individuo, grupo de individuos o firmas ya establecidas» 261
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(Amorós y Pizarro, 2008:9). El fenómeno del emprendimiento es de especial interés, a la luz de la importancia que se le otorga que en el último tiempo —particularmente en el gobierno de Sebastián Piñera Echeñique— como una actividad económica adecuada para mujeres de diversos sectores sociales, que además de permitir generar ingresos propios les permitiría compatibilizar sus roles productivos y reproductivos (Gobierno de Chile, Ministerio de Economía, 2013:2-3). Según datos de la 2° Encuesta de Microemprendimiento (2011), en Chile 544.803 mujeres están relacionadas con algún tipo de actividad emprendedora, si bien la inician más tardíamente que los hombres. De ellas, un 59% lo hace por «necesidad», y un 62% en actividades informales. Así también, cabe considerar que los programas de apoyo al emprendimiento10 no aseguran por sí mismos la superación de desigualdades de género. La principal razón que tienen las mujeres para iniciar un negocio es «complementar el ingreso familiar» (42%), luego la tradición familiar (14%) y en un tercer lugar, una oportunidad en el mercado (12%) (Gobierno de Chile, 2013:4). Solo un 7% señala que no logró encontrar trabajo asalariado, sino que buscaba mayor flexibilidad y tomar sus propias decisiones. Por otro lado, los emprendimientos masculinos son 4 veces mayores que los de mujeres, así como estos se concentran en el comercio (54%) prácticamente sin participación en el sector de transporte y construcción, actividades tradicionalmente masculinas (Ibíd.:6). Teniendo esto en cuenta, nos detendremos en las propuestas de la segunda organización que mencionábamos anteriormente, esto es Mujeres Empresarias. En adelante, nos referiremos a ella con sus iniciales: ME. Fundada en el 2001 como la primera red de nuevas líderes en Chile, ME se define como «una organización que apoya la gestión empresarial de la mujer, liderando a las empresarias, profesionales y emprendedoras a través de una gran e innovadora red de contactos que le permite su inclusión en el mundo económico y de los negocios»11. Su foco está en el mundo de los negocios. ME está conformada por 3 mil socias (entre emprendedoras, empresarias y ejecutivas) y a través de alianzas con distintas entidades Uno de ellos es el Capital Abeja, un programa de apoyo del Servicio de Cooperación Técnica (SERCOTEC, dependiente del Ministerio de Economía), enfocado exclusivamente en mujeres. El programa apoya proyectos negocio o emprendimientos de más de un año, de micro o pequeñas empresas. Los recursos que entregan están entre los 500 mil y 1,5 millones de pesos para el Emprendimiento Línea 1 y 2, y entre uno y tres millones de pesos para la línea de Empresa. Ver: http://www. sercotec.gob.cl/. 11 Mujeres empresarias: http://www.me.cl/. Sección «Quiénes somos». 10
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privadas, organiza eventos, capacita, genera redes de contacto y difusión en los medios para los negocios de sus socias y actividades. En alianza con Economía y Negocios de El Mercurio, lleva a cabo desde el año 2002 el concurso 100 Mujeres Líderes; desde el 2003, el FORO Mujeres al Timón («considerado el más importante del país»), y en el 2005 crea con la Universidad del Desarrollo el Centro de Estudios Empresariales de la Mujer (CEEM), año en que también surge una publicación a la cual se puede acceder en su página web. En el 2007, ME hace parte del Programa Chile Emprendedoras, que cuenta con el apoyo del Fondo Multilateral de Inversiones (FOMIN) del BID «para mejorar y fortalecer el acceso de la mujer a las redes de negocio y al mundo empresarial». Y producto de ese programa, ME «se descentraliza y en el 2008 abre una nueva sede en la Región de Los Lagos: Mujeres Empresarias Patagonia». Respecto a los orígenes de ME, en una entrevista concedida a un suplemento femenino de circulación nacional, sus fundadoras señalaban: Por mucho tiempo tuvimos que explicar que no éramos feministas; que nos dedicábamos al emprendimiento y a los negocios. Su socia, complementa: Nos esforzábamos por no salirnos de nuestro perfil. Decíamos: «No nos llamen por la violencia intrafamiliar que, aunque es un problema muy relevante, no es nuestro tema». Una sola línea, pero también bastante confianza en sí mismas (San Juan, 2011).
Las entrevistadas hacen referencia a los obstáculos que enfrentaron al comenzar a desarrollar sus actividades en un mundo marcadamente masculino. Si bien se trata del mundo de las empresas privadas, y no se especifica si acaso debían establecer un perfil exclusivamente ante los hombres o también frente ante las mismas mujeres que comenzaron a solicitar su asesoría, nos parece relevante la necesidad de enfatizar una identidad no feminista. Advertimos en sus dichos, que dentro de los riesgos no solo están los costos económicos, sino ser «confundidas» con una organización feminista. Podríamos suponer que se quiere evitar la carga de conflictividad y estereotipos que persiguen al feminismo, aun cuando se aborden problemas de género, como es en este caso, la promoción de la capacidad emprendedora y la inserción de las mujeres en el mundo de los negocios. Pero precisamente se trata de no ser clasificada como una entidad con una cierta postura política. Si profundizamos en la visión de ME sobre los «temas de género» y especialmente en la relación entre género y trabajo, y/o género y poder, al 263
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menos en los contenidos que se expresan en su publicación institucional —asumiendo que sus prácticas cotidianas suponen negociaciones más complejas— observamos una postura de carácter más bien conservador en lo que refiere a los roles de género y los significados de lo femenino y masculino. Aun cuando esta postura se articula con la demanda de una mayor presencia femenina en los directorios de las grandes empresas. Como se observa en la siguiente editorial: No me gusta hablar de igualdad de género. Soy una convencida de que mujeres y hombres fuimos creados diferentes. Creo que somos el complemento perfecto para estar juntos en la construcción de un mundo mejor. Si falta uno u otro nos falta la mitad. Hoy la mujer se inserta en todas las áreas de desarrollo y con el ingreso a la educación, la mujer profesional quiere desarrollarse, influir y aportar desde su trabajo. Muchas mujeres se han incorporado al mundo laboral, abandonando el estilo de vida profesional, y algunas, cada vez más, deciden competir profesionalmente y aspiran a llevar sus carreras hasta las más altas responsabilidades. (…) las mujeres controlan aproximadamente 20 mil millones de dólares del gasto total de los consumidores y toman o influencian hasta el 80% de las decisiones de compra (…) las empresas necesitan entender las preferencias de las mujeres y cómo hacer para entenderlas como consumidores. Es hora de que nuestras empresas empiecen a tomar cartas en el asunto. No es presentable ir a un cocktail con pantalones cortos, como tampoco lo es publicar la foto del directorio de la empresa compuesto solo por hombres. ¡Algo le falta! (Valdés V., 2011:10).
En tanto hombre y mujer son seres complementarios, las oportunidades de las mujeres en el mundo de los negocios surgen desde el «aporte» que se puede hacer desde la particular experiencia femenina, y no desde el desplazamiento de los hombres. De tal forma, se neutraliza la posibilidad de un conflicto y la presencia femenina como «amenaza». Así, frente a la pregunta ¿por qué las mujeres optan por el «emprendimiento»?: (…) lo primero que buscan las mujeres son redes de contacto, redes de apoyo para poder dedicarse a su carrera profesional, queremos contar con maridos más colaboradores en la casa (…) Queremos tener flexibilidad, manejar nuestros tiempos, y son muchas las mujeres que deciden abandonar sus trabajos porque no pueden compatibilizar el mundo familiar con el laboral. (…) Yo creo que es transversal esto, en distintos 264
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países pasa lo mismo, la mujer quiere buscar un equilibrio entre el trabajo y la familia y creando empresa es una alternativa. No significa que trabajemos menos las empresarias, trabajamos mucho más pero podemos manejar nuestros tiempos y eso vale mucho. (Entrevista Francisca Valdés, Conecta2, DICOEX, 2012)12.
Esta postura se ve reforzada en una columna en la que se analizan brevemente las razones que llevan a una mujer a iniciar un negocio y las diferencias entre ellas y los hombres: Otra diferencia de género es que las mujeres por naturaleza somos más soñadoras y esto hace que nos enamoramos de nuestras ideas y proyectos, que por un lado es una ventaja para ser perseverantes, pero por otro lado hace que nos cueste más aterrizar y poner el foco en la rentabilidad que debe tener y que debemos exigir a todo proyecto. (…) las mujeres tenemos ese «sexto sentido» que podemos usar de manera favorable a la hora de emprender e incluso de negociar, otra capacidad «multi task» de poder hacer muchas cosas al mismo tiempo, que si bien trae consigo mayor dificultad para enfocarnos, si logramos hacerlas con un foco claro, tenemos una ventaja comparativa importante (Cox, 2012).
La «naturaleza femenina» supone una serie de atributos que definen la esencia femenina desde la multifuncionalidad de roles y que le otorga ventajas, pero también algunas desventajas que requieren del aprendizaje de los hombres, que «vienen de vuelta del mundo de los negocios». Un mundo masculino que debe ser adaptado a la «medida de ellas [porque] la mujer no siempre puede jugar con las mismas reglas que los hombres (…) al final terminan destruyéndola» (Lagos, 2002:15-16). Pero ¿cuáles son esas reglas? ¿Qué se negocia cuando se negocia el poder económico?
5. Algunas consideraciones finales: la «mujer económica» Al comienzo de este trabajo, planteábamos que un tema en el que se ha llegado a una suerte de consenso en las últimas décadas es el de impulsar la autonomía económica de las mujeres como una estrategia de superación de la pobreza, lo cual supone la remoción de los obstáculos que impiden 12
Corresponde a un programa Conecta2, transmitido en el canal de YouTube de la Dirección para la Comunidad de Chilenos en el Exterior-DICOEX. Ver: http://www.youtube.com/watch?v=WP5clWBSz74. 265
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su plena incorporación al mercado laboral, y con ello alcanzar la igualdad de género enmarcada en el discurso de la igualdad de oportunidades. En ese sentido, nos preguntábamos por la aparente naturalidad con que el discurso de la igualdad de género se situaba en el terreno económico, más que en el ámbito político. O más bien, cómo puede separarse la igualdad política de la económica. Considerando esto, si bien algunos aspectos de la propuesta de ME que hemos revisado en el apartado anterior apuntan al empoderamiento económico de las mujeres a través de la creación de un negocio propio, el debate sobre la redistribución de los recursos queda de lado en la medida que la estructura económica y el funcionamiento del mercado no es cuestionado, y de igual manera, la óptica para abordar la igualdad de género está centrada en una sola dimensión: la económica. Se trata de una mujer que puede participar del mercado laboral por medio de una actividad que no contradice sus roles tradicionales, no resta ni amenaza su posición en la estructura social. No cuestiona fundamentalmente su papel de madre y su inscripción primaria en la familia. El posicionamiento de grupos femeninos en el mundo de los negocios y empresarial afirma un lugar al interior de las elites económicas, que permite desplegar una suerte de labor pedagógica hacia mujeres de otras clases sociales, a partir del modelo de mujer moderna-madre y profesional, que representa «la identidad femenina» insertándose en estructuras masculinas para conseguir algunos logros para las mujeres, «adaptando las estructuras y formas de trabajar a la medida de la de ellas» (Lagos, 2002:16). Pero sin profundizar en una mirada crítica a esas mismas estructuras, aun desde una lógica neoliberal. Con esto no negamos la importancia de la existencia de este tipo de organizaciones, en la medida que sus acciones eventualmente pueden tensionar las ideologías de género que la sostienen. Sin embargo, en el marco de una economía moderna y globalizada, y la articulación de liberalismo económico y conservadurismo moral, mantener la tradición exigió reformular el debate sacándolo de temas más polémicos aun resistidos bajo el nombre de «temas valóricos» (sexualidad, aborto, etc.) y llevarlos al mundo del trabajo, una suerte de neoempresariado femenino, desde la empresa hasta los niveles pyme y microempresa para acoger como mecanismos de afirmación de la «mujer económica», a todas las mujeres. Se trata de un desplazamiento desde el campo conservador que ofrecía como destino a las mujeres solo la casa y la maternidad, hacia el afuera: al trabajo y el emprendimiento para ganar terreno en autonomía e independencia, pero más que todo para contribuir «complementariamente» 266
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con el varón a la familia, conciliando la multifunción de la «mujer nueva» con el trabajo y los negocios de manera que este le fuera flexible (jornada parcial, trabajo a domicilio, teletrabajo, etc.) y así poder multiplicarse en el ejercicio de madre-modelo y modelo-madre13, gracias a sus propias capacidades innatas, ancladas en la diferencia sexual. Este modelo liberal alcanza cierta legitimidad en la medida que, como plantea Ximena Valdés, siguiendo a Raymond Williams, frente a los cambios acelerados que vive una sociedad es la «tradición selectiva» la que conduce los procesos de modernización. La tradición es conservada mediante nuevos atributos que son necesarios en los procesos modernizadores (Valdés, 2005:168; 2010)14. Así, el lugar asignado a la «mujer nueva-multifunción», capaz de conciliar los requerimientos de la vida privada con aquellos de la vida pública no comprende el problema de la desigualdad por razones de sexo. Menos aún el problema de la desigualdad social y las barreras existentes para producir procesos de redistribución en los ingresos, de tal manera que esta apertura hacia la igualdad de género no concuerda necesariamente con las transformaciones generales de la vida social y política en Chile. Como se viene discutiendo desde hace un tiempo, la desestabilización de los esencialismos culturales, esto es, la identidad femenina construida exclusivamente desde lo materno-privado, no significa la supresión de las desigualdades. Es así que, la negación persistente de una identidad de corte más político —feminista—, afirmando sí una preocupación por los temas de «género» (pero leído como una categoría neutra), permite conciliar también los procesos de cambio y la inscripción de las mujeres en el espacio Hacemos referencia al aviso publicitario de una marca de electrodomésticos aparecido hace algunos años en Sábado, un semanario de El Mercurio. El aviso estaba compuesto por dos fotografías: a la izquierda una mujer joven y de cabello claro vestida de manera informal, sentada en el jardín de lo que suponemos es su casa, mientras en la fotografía de la derecha encontrábamos a la misma mujer pero vestida formalmente —de chaqueta y pantalón negro—, y sentada en un sillón al interior de la casa. En ambas fotografías aparecían las palabras «Mamá» y «Modelo», solo que combinadas de diversa manera: la mujer en el jardín era la Modelo-Mamá (aunque no vemos un niño o niña junto a ella), mientras que la mujer del sillón era la Mamá-Modelo, solo acompañada por una aspiradora, el producto publicitado. 14 La autora hace referencia al planteamiento de Raymond Williams, quien denomina como «tradición selectiva» a aquel proceso que se produce en el nivel de las prácticas y que en el marco de la cultura dominante simula ser parte de «la tradición», «el pasado importante», pero en realidad corresponde a una selección de un dominio del pasado y de ciertas prácticas y significaciones que no contradicen otros elementos de la cultura dominante que se encuentre en vigor. 13
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público, hacerse un lugar, pero sin cuestionar los roles ni las concepciones tradicionales de lo femenino, así como neutralizar el impacto que este «nuevo» lugar tiene en la vida familiar y personal de las mujeres. Ahora ya no solo como madres de familia, sino como ciudadanas con derechos. La pregunta que surge entonces, es si acaso la autonomía que se promueve en el terreno económico, tienen como correlato la justicia social.
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Percepción de conflicto en Chile: un análisis desde la opinión pública 2006-2013 Francisco Olivos, Bernardo Mackenna, Juan Carlos Castillo y Matías Bargsted*
Introducción** La «conflictividad social» no aparece de manera notoria en la agenda de la investigación social en Chile sino hasta los últimos años, principalmente asociada a la expresión de demandas ciudadanas en forma de protesta y/o movilizaciones sociales a partir del año 2006. Si bien en el contexto latinoamericano Chile no es catalogado como un país altamente conflictivo, sí ha llamado la atención un aumento en el nivel de violencia que se genera en eventos públicos relacionados con expresión de demandas ciudadanas (UNDP, 2013). Gran parte de los estudios en el área han girado en torno a las características y clasificación de estos eventos y sus participantes (Bellei, Cabalin y Orellana, 2014; Donoso, 2013; Sepúlveda y Villaroel, 2012), así como sobre las posibles consecuencias en términos de cambio social y de una posible crisis de legitimidad de los sistemas políticos y de su capacidad de dar respuesta a la ciudadanía. Sin embargo, un elemento que aún se encuentra ausente en esta agenda de investigación corresponde al análisis de la percepción de distintos tipos de conflicto en Chile y al cambio de estas percepciones en el tiempo. Este aspecto nos parece relevante, dado que la conflictividad percibida de la sociedad podría asociarse no solamente a la presencia de mayores conflictos, sino también Instituto de Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile. Los autores agradecen el aporte del COES (Center for Social Conflict and Social Cohesion Studies, N° 15130009).
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a las preferencias, actitudes y valores de los individuos, y posiblemente al lugar que los individuos ocupan en la estructura de estratificación. De esta manera, se abren las siguientes preguntas: ¿en qué medida se percibe conflicto en Chile? ¿Quiénes perciben más o menos conflicto? ¿Cómo ha cambiado la percepción de conflicto en el tiempo? En este escenario, este capítulo tiene dos objetivos principales. Por una parte, mapear el comportamiento de la percepción de conflicto en el Chile contemporáneo (2006-2013), en un contexto de crecientes demandas sociales y alto grado de movilización ciudadana. Y, por otra, presentar explicaciones tentativas a la formación de estas percepciones en Chile. A partir de la Encuesta Nacional Bicentenario, se dispone de una serie de tiempo única que permite documentar la conflictividad percibida de la sociedad chilena y su evolución de acuerdo a distintos clivajes sociales. 1.1 Antecedentes sobre el estudio de la percepción del conflicto Para algunos autores, el conflicto percibido es un indicador del bienestar social y del individuo como parte de ella (Abbott y Wallace, 2011). La sociología se ha aproximado al estudio del conflicto y a esto se ha percibido de distintas formas, ya sea minimizándolo, otorgándole un rol protagónico en el análisis de la vida social o ubicándose en algún punto intermedio entre estos dos extremos (Wieviorka, 2013; Coser, 1964; Collins, 2009). Al respecto, Zagórski (2006) plantea que una elevada percepción de conflicto puede ser perjudicial si se piensa que sería una fuente de desconfianza social o una muestra de falta de capacidad de resolución de controversias. Esto, a su vez, se puede asociar a la perspectiva de Parsons, al considerar el conflicto como una enfermedad (Coser, 1964). Pero también, desde una segunda concepción teórica, el conflicto puede ser visto como favorable porque promueve la tolerancia, la institucionalización del disenso como válido o, como señalaba Coser (1964), asegura la cohesión de los grupos en tanto permite la generación de identidad y un sistema social en equilibrio y la formación de una estratificación. Una tercera visión, que caracteriza a las anteriores como normativas (Wieviorka, 2013), es la que entiende el conflicto como una relación entre oponentes que comparten alguna referencia cultural. Independientemente de la postura que la sociología ha adoptado en el estudio de la conflictividad social, existiría una tendencia predominante hacia la búsqueda de la resolución de los conflictos (Wagner-Pacifici y Hall, 2012), posiblemente explicado por la imagen que tienen las personas del conflicto como algo necesariamente «malo» (Zagórski, 2006). 274
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La evolución en el tiempo del conflicto social y su percepción no asegura necesariamente su resolución, sino que incluso pueden crecer las tendencias hacia su manifestación violenta. Además, en un escenario de multiplicidad de conflictos estos podrían cambiar de forma o disminuir en intensidad, mientras otros, aumentar. Según Wagner-Pacifici y Hall (2012), los distintos conflictos podrían estar caracterizados por su nivel de institucionalización, por ser más o menos violentos, más o menos locales o más o menos públicos. En cuanto al contenido, Wieviorka (2013) destaca la emergencia de nuevos conflictos anclados en su dimensión cultural, declinando los antiguos conflictos de clase asociados a las condiciones materiales y relaciones de producción convergiendo con las tesis de valores postmaterialistas (Inglehart y Welzel, 2005). En este nuevo escenario de conflictividad social aparecen movimientos feministas y estudiantiles, protestas contra proyectos energéticos, reivindicaciones de pueblos originarios, entre otros. Así, se incluyen en este análisis tanto los clásicos conflictos de clase entre ricos y pobres o trabajadores y empresarios, el conflicto político entre gobierno y oposición, y el étnico (mapuches y el Estado), intentando en cada uno de estos casos, capturar la multiplicidad de intereses en pugna y campos en donde estos se despliegan. En cuanto a la asociación de la percepción de conflicto con la visión acerca del contexto social, la literatura sugiere que se relaciona con la desigualdad percibida y las preferencias sobre ella (Dehley y Dragolov, 2014; Whitefield y Loveless, 2013; Lewin-Epstein, Kaplan, y Levanon, 2003). Por ejemplo, para el caso de Israel, la percepción de conflicto se asocia con la formación de preferencias sobre el Estado de bienestar y que, a su vez, dependería de la posición de los individuos en la estructura social (Lewin-Epstein, Kaplan y Levanon, 2003). Por otra parte, existen estudios que plantearían que la formación de la conflictividad percibida se asocia más bien con otras variables subjetivas. Al respecto, Kelley y Evans (1995) sugieren que es la identificación subjetiva de clase más que la posición objetiva, el factor que explicaría el grado de conflictividad percibida en la sociedad. Al igual que el análisis de Zagórski (2006), quien muestra que son las opiniones y actitudes de los sujetos, como el nivel de tolerancia o evaluación de las condiciones de trabajo, las que se asocian a la percepción de conflicto y no las variables sociodemográficas. En cuanto a las preferencias políticas de las personas, Zagórski (2006) también sugiere que la percepción de conflicto se asocia con actitudes hacia la democracia. La percepción del conflicto entre ricos y pobres sería el más relevante en este aspecto, afectando negativamente el apoyo y la satisfacción con la democracia. 275
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A nivel agregado, la evidencia no es consistente al identificar la relación entre la desigualdad medida por el índice Gini y la conflictividad percibida. El estudio de Whitefield y Loveless (2013) con 12 países postcomunistas no permite concluir que existe una relación de los conflictos de mercado con la desigualdad a nivel agregado medida por el índice Gini, sino que estaría explicada a nivel individual por la desigualdad percibida. Esto último sugiere un posible desacoplamiento entre un contexto objetivo y la subjetividad de la percepción. Sin embargo, Dehley y Dragolov (2014) plantean la existencia de un mecanismo que llevaría a una relación entre mayor desigualdad y mayores niveles de conflicto social percibido. Su evidencia muestra que para 30 países europeos existe una relación de la desigualdad (Gini) con la percepción de conflicto. La relación estaría en que la conflictividad percibida media la relación entre desigualdad y bienestar subjetivo, y que en los países de menores ingresos la relación de la desigualdad y el conflicto se matizaría. A continuación se describen los datos utilizados y las principales variables del artículo. Luego, los resultados descriptivos de la evolución de la percepción de conflicto en Chile para el período analizado, para después analizar el comportamiento por distintos clivajes sociales y posibles factores explicativos. Finalmente, se discuten los hallazgos en virtud de la literatura y se sintetiza el mapeo de la percepción de conflicto en el Chile contemporáneo.
2. Datos y variables Para conocer cómo ha evolucionado la percepción de conflicto en Chile durante los últimos años, se utilizan los datos de la Encuesta Nacional Bicentenario. Esta es un proyecto colaborativo de encuestas de opinión, que busca obtener información sostenida en el tiempo acerca del estado de la sociedad chilena en tópicos altamente relevantes, como los del foco de este libro. Comenzó en el año 2006 y ha sido realizada anualmente, siendo la última aplicación disponible la correspondiente al año 2013. El universo incluye a toda la población de 18 años y más que habita en el país (excluyendo zonas de muy difícil acceso que equivale a menos del 1% de la población total de Chile). El muestreo es probabilístico y estratificado en cuatro etapas de selección aleatoria, siendo la muestra anual de 2.000 casos aproximados. Los cuestionarios son aplicados cara a cara en los hogares de los encuestados. El análisis empírico considera cuatro ítems de percepción de conflictos específicos que se encuentran presentes en los ocho años de la serie. Para 276
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cada año, se utilizan prácticamente las mismas preguntas y tres categorías de respuesta, permitiendo la comparabilidad a lo largo del tiempo1. La pregunta empleada para la medición de percepción de distintos tipos de conflicto es «Usted cree que en Chile existe un gran conflicto, un conflicto menor o no hay conflicto entre [conflicto]». En este caso, se utilizan los cuatro conflictos presentes en todas las versiones: ricos y pobres; trabajadores y empresarios; gobierno y oposición; y mapuches y Estado chileno. Estas cuatro variables son combinadas en un índice denominado Índice Sumativo de Conflicto (ISC) (α = 0,72) y que toma valores entre 0 y 8, y permite conocer cuánto conflicto perciben las personas en la sociedad. De la misma forma, se construye un Índice de Conflictos de Clase (ICC) que combina solo la percepción de conflicto entre ricos y pobres y entre trabajadores y empresarios. El análisis de la evolución de la percepción de conflicto se realiza utilizando una serie de variables sociodemográficas, las que incluyen sexo (variable dummy), cohorte de nacimiento (ocho grupos por década desde 1920 a 1990), nivel educacional (tres grupos: «media o menor»; «técnico» que incluye educación técnica completa, incompleta y universitaria incompleta; y «universitaria»), tramo de edad (tres categorías), religión (dummy para católicos, evangélicos y otras religión, con no afiliados como categoría de referencia), riqueza (índice sumativo de cinco bienes discriminantes) y macro zona del país donde habita (dummy para centro, sur y Región Metropolitana con el norte como categoría de referencia). Asimismo, dentro del análisis de regresión se incorpora el Índice Metas País (α = 0,72) construido a partir de la suma de cinco variables a partir de la pregunta «Pensando en un plazo de 10 años, ¿usted cree que se habrán alcanzado las siguientes metas como país?». Las metas utilizadas son: i) eliminar la pobreza; ii) ser un país desarrollado; iii) detener el daño al medioambiente; iv) ser un país reconciliado, y v) resolver el problema de la calidad de la educación. Mediante esta variable, se intenta capturar la idea de que el logro de metas como país puede tener una asociación sobre la imagen de nuestra sociedad y particularmente del conflicto social.
En el caso del indicador sobre conflictividad mapuche para el año 2006, la pregunta es sobre «Mapuches y el resto de los chilenos», y a partir del año 2007 entre «Mapuches y Estado chileno». Como se muestra en las secciones siguientes, esto no presenta mayores distorsiones, considerando que muestra un comportamiento similar a los demás conflictos para el primer año de la serie.
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3. Percepción de conflicto en Chile 2006-2013 La estimación del cambio en la percepción de conflicto social de los chilenos se reporta en el gráfico 1. Los datos sugieren que existe una variación estadísticamente significativa en el ISC, aumentando en un punto para el período completo. El año 2006 presenta el menor nivel de conflicto percibido (X = 5,65) en la serie, mientras la diferencia con el año siguiente es el salto más importante en la percepción de conflicto en el país (dif = 0,82). En el mismo gráfico se incluye el número de eventos de protestas para cada año2, dato disponible entre los años 2006 y 2012 de la serie. La tendencia muestra que la variación en la percepción es coincidente con la variación del número de eventos protestas en Chile para cada año. Cabe recordar que para el año 2007, las protestas sociales respondían principalmente a las movilizaciones estudiantiles secundarias y la implementación del nuevo sistema de transporte de la capital, lo que podría asociarse al salto en el nivel de percepción de conflicto entre 2006 y 2007. Gráfico 1. Percepción de conflicto en Chile, 2006-2013.
Fuente: elaboración propia a partir de Encuesta Bicentenario 2006-2013.
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Indicador elaborado en el marco del proyecto Fondecyt «La difusión de la protesta colectiva en Chile (2000-2011)» (N° 11121147). Los autores agradecen al investigador principal del proyecto, Nicolás Somma, por facilitar esta información. 278
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Los resultados muestran que luego de un aumento sostenido entre los años 2006 y 2008, comenzó un período de baja en la conflictividad percibida durante los siguientes dos años. Esto indica un cierto grado de volatilidad de la percepción que los chilenos tienen sobre el conflicto y que, a su vez, es coherente con la baja en el nivel de eventos de protestas en el país. Esta disminución también coincide con el término del ciclo político de la Concertación como la coalición gobernante, luego del retorno a la democracia. Después de esta disminución, se produjo un salto importante en el ISC entre el año 2010 y 2011 (dif = 0,26), quiebre que da inicio a un aumento sostenido del conflicto que se mantiene hasta la actualidad. Sin establecer una relación causal, el año 2010 es el primer año de un gobierno de derecha luego del retorno a la democracia en Chile, lo que puede haber implicado una mayor polarización entre los grupos sociales. Por otra parte, el año 2011 existe un repunte importante de la percepción de conflicto y coincide con el máximo nivel de protestas alcanzado en el período bajo observación. Este año es crucialmente importante al momento de analizar las actitudes y opiniones de los chilenos, porque pone de manifiesto, como pocas veces antes, la crisis en la representatividad del sistema político del país (Segovia y Gamboa, 2012). Cabe destacar que si bien para el año 2012 se reduce el número de eventos de protestas, no existe una disminución en el grado de percepción de conflicto. Incluso en el año 2013, la percepción de conflicto sigue aumentado hasta alcanzar su nivel más alto. Si bien no se cuenta con datos sobre el número de eventos de protestas para el año 2013, los períodos anteriores son consistentes con el comportamiento de las protestas. Estamos ante un cuestionamiento de la clausura operacional del sistema político, que operó por dos décadas a espaldas de la sociedad civil. En definitiva, ante un escenario donde el sistema político acumula severas dificultades para vincularse con la ciudadanía y canalizar sus demandas, la protesta social se ha consolidado como un recurso de presión e influencia política. De esta forma, los chilenos forman una imagen de la conflictividad social que no es distante de lo que está sucediendo en las calles. Si uno de los objetivos de alguna de las partes involucradas en los conflictos es lograr visibilidad o llamar la atención de la opinión pública, la tendencia muestra que la ciudadanía no es inmune y elabora juicios sobre estas relaciones con intereses en pugna.
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Conflictos específicos
Gráfico 2. Percepción de conflictos específicos en Chile, 2006-2013
Fuente: elaboración propia a partir de Encuesta Bicentenario 2006-2013.
Para comprender la evolución de la percepción de conflicto en Chile en el gráfico 2, se desagrega el índice sumativo, para así analizar la variación de cada uno de los conflictos específicos medidos en la serie de tiempo de la Encuesta Bicentenario. Para el período en cuestión, los cuatro conflictos específicos presentan una variación significativa, aunque con distintos patrones. La percepción del conflicto entre ricos y pobres (X = 1,46) para el año 2006 es una de las dos más altas junto con el la percepción de conflicto entre gobierno y oposición (X = 1,48), siendo ambas mayores y estadísticamente significabas con las percepciones de conflicto entre mapuches/Estado y trabajadores/empleadores. Sin embargo, el conflicto entre ricos y pobres pasa a ser el que presenta una menor percepción a partir del año 2007, al igual que el conflicto entre trabajadores y empresarios. Estos tipos de conflicto tienen en común que hacen referencia a conflictos con un fuerte componente de clase, lo que es analizado en mayor profundidad en las secciones posteriores del capítulo. De acuerdo a Collins (2007) y su propuesta de sociología del conflicto, la estratificación social el factor más importante en la explicación de este fenómeno, aunque sin dejar de considerar su naturaleza multicausal.
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La evolución de la percepción del conflicto entre mapuches y Estado chileno también presenta un patrón interesante. Si bien el año 2006 fue medido con un indicador distinto, desde el año 2009 pasa a ser el conflicto social percibido como más agudo, seguido por el conflicto entre gobierno y oposición. En cuanto a las diferencias entre conflictos destaca el hecho de que, a partir del año 2010, las diferencias en la percepción de cuán agudos son los conflictos que se amplifican. En efecto, mientras los conflictos de clase (ricos/pobres y trabajadores/empresarios) tienden a la baja, los existentes entre mapuches y el Estado, y entre gobierno y oposición aumentan, aunque se nota cierta tendencia a la convergencia a partir del año 2013.
4. Clivajes sociales y la evolución de la percepción de conflicto social Los datos disponibles en la Encuesta Bicentenario nos permiten estimar las divisiones en la percepción de conflicto social para distintos grupos de la sociedad chilena. La idea es que los distintos grupos sociales presentan distintas formas de ver el mundo o posiciones frente al contexto social. Gráfico 3. Percepción de conflicto en Chile por edad, nivel educacional y sexo
Fuente: elaboración propia a partir de Encuesta Bicentenario 2006-2013. 281
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El gráfico 3 reporta la evolución del ISC por tramos de edad, nivel educacional y sexo. En términos generales, se observa que las personas de mayor edad, mayor nivel educacional y de sexo masculino presentan los menores niveles de percepción de conflicto social en comparación a las demás categorías de cada grupo. No obstante, destaca que el año 2011 existe una convergencia entre los distintos grupos en torno a una mayor percepción de conflicto. Esto coincide con un año particularmente convulsionado por los movimientos sociales y alto nivel de eventos de protesta como se mostró en el gráfico 1, lo que sugiere una percepción altamente homogénea respecto a los conflictos sociales para este año en particular. Otro fenómeno que destaca es el comportamiento de las personas con educación universitaria completa, que desde el año 2011 se mueve en una dirección distinta a las personas con menor nivel educacional. Para el grupo de personas con educación media o menor y técnica, la percepción del conflicto social aumenta, mientras que para los universitarios disminuye, existiendo la posibilidad de que se generen los efectos señalados por Thompson, Nadler y Loundt (2006) como estereotipos, ignorando inconsistencias o confundiendo causas-efectos. El gráfico 4 presenta el patrón de percepción de conflicto para personas con nivel universitario diferenciado por edad. Como se aprecia, los universitarios del tramo de edad inferior e intermedio reportan niveles similares en comparación a personas con menor escolaridad. Aunque nuevamente existe una convergencia para el año 2011, cuestión que será analizada con mayor profundidad en análisis de regresión posteriores. Por otra parte, la divergencia que ocurre desde el año 2011 solo se reporta para los dos tramos de edad superiores, dado que la percepción de conflicto entre los universitarios jóvenes se mueve en la misma dirección que los demás grupos. Esto sugiere que hay un factor generacional importante en la evolución de la percepción de conflicto y que podría existir un consenso entre los más jóvenes en torno al conflicto estudiantil independientemente de sus características sociodemográficas.
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Gráfico 4. Percepción de conflicto por nivel educacional con universitaria según tramo de edad
Fuente: elaboración propia a partir de Encuesta Bicentenario 2006-2013.
Habiendo descrito las principales tendencias en la percepción de los conflictos sociales de la población chilena, ahora pasamos a un análisis multivariado más detallado de las mismas. Para estos propósitos estimamos un modelo de regresión lineal con la percepción de conflicto social para cada año, y un modelo final que considera el conjunto de los datos 2006-2013 de la serie Bicentenario. Para mantener la comparabilidad entre años, solo seleccionamos predictores que estuvieran disponibles para toda la serie. Este proceso fue repetido, además, para la percepción de conflicto de clase. Para facilitar la interpretación y comparación de los resultados, los índices de percepción de conflicto fueron reescalados de manera tal que oscilaran entre 0 (ninguna percepción de conflicto) y 2 (alta percepción de conflicto). Finalmente, para minimizar el problema de los casos perdidos, particularmente en la variable de ingreso, todos los modelos reportados en este trabajo fueron estimados y corregidos a partir de los procedimientos de imputación múltiple propuestos por Rubin (1987, 1996).
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En los modelos predecimos el nivel de percepción de conflicto a partir de una serie de variables independientes, las cuales fueron seleccionadas principalmente por su disponibilidad en la totalidad de la serie, aunque también por su relevancia teórica. Primero, incorporamos nuestro indicador sumativo de metas país (ISMP) para considerar alguna dimensión actitudinal. Lamentablemente, la Encuesta Bicentenario no posee más preguntas de opinión que se hayan hecho a lo largo de la serie. No obstante, de todos modos podemos hipotetizar que la percepción de conflicto será menor entre quienes poseen una visión más optimista respecto al logro de las metas país capturadas en el ISMP, en la medida en que existe evidencia que vincula la satisfacción con los logros del país con la percepción de conflicto (Zágorski, 2006). Para capturar el estatus socioeconómico del encuestado hemos considerado tres indicadores independientes: ingreso y riqueza del hogar, y educación del encuestado. Si bien se podrían resumir estos tres ítems en una sola escala de estatus, hemos preferido considerarlos por separado para ver en detalle cómo operan. Es importante destacar que las pruebas de colinealidad convencionales (VIF, matriz de correlaciones) no sugieren mayores problemas de eficiencia en la estimación, al incorporarlos al modelo de manera simultánea. El ingreso fue considerado de manera continua, a pesar de que fue preguntado en la encuesta por tramos. Esto se debe a dos motivos: primero, tomamos en cuenta el promedio de cada tramo como un valor numérico, y segundo, luego imputamos (tal como se describió con anterioridad) cerca de 10% de los casos sin información sobre esta variable. La variable resultante de ambas procesos posee suficientes valores como para ser tratada como continua. La riqueza del hogar fue construida a partir de la posesión de 6 bienes (microondas, auto, TV cable, computador, acceso a internet, teléfono fijo y servicio doméstico), seleccionados como «statutarios» por un análisis factorial exploratorio. Finalmente, educación fue considerada como una variable continua a base del grado de avance en el sistema escolar chileno por ciclos completados y/o iniciados. En general, la literatura muestra que a medida que aumenta el estatus socioeconómico de las personas, también lo hace su percepción de conflicto, particularmente de clase (Kelley y Evans, 1995). Sin embargo, hay investigadores que sugieren que esta relación se invierte en ciertos casos, particularmente para la educación: los más educados perciben menos conflicto que aquellos con menores logros académicos (Zágorski, 2006). Esta ambigüedad nos impide prever una dirección para el efecto de las variables socioeconómicas en la percepción de conflicto. 284
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Creemos que es relevante destacar el rol que la socialización puede tener en la percepción del conflicto social: ciertas generaciones, debido al contexto en las que fueron criadas y a las circunstancias que enfrentaron en su adultez temprana pueden tener mayores (o menores) sensibilidades hacia el conflicto social. El concepto de generación tiene una larga tradición en la reflexión sociológica, en tanto agrupa a individuos que han vivido épocas similares (Mannheim, 1993 [1923]) y sigue siendo utilizado en investigación actual. Siguiendo los hallazgos de Toro (2008) podemos hipotetizar que la generación socializada en los años de la dictadura militar (nacidos entre 1965 y 1975 aproximadamente), al ser políticamente más activa, será más sensible a los conflictos sociales que sus pares. En nuestros modelos, esta dimensión se captura a través del año de nacimiento del encuestado (con especificación cuadrática para capturar eventuales efectos curvilíneos), el cual lamentablemente no nos permite distinguir con claridad entre los efectos de la generación, el ciclo de vida y el período (Mason et al., 1973; Glenn, 2005). Finalmente, como controles estadísticos incorporamos el sexo del encuestado, la zona de residencia (norte, centro, sur y metropolitana), la religión del encuestado (codificada como ninguna, católica, evangélica y otras) y efectos fijos por año para los modelos que incluyen todos los años. A continuación repasaremos los principales resultados de los modelos, empezando por aquellos que predicen el índice sumativo de conflicto social, para luego pasar a los que se concentran en el conflicto de clase.
285
286 2,021
0.033
0.039
1.423***
2,006
0.023
0.029
1.406***
1,998
0.025
0.032
1.439***
1,992
0.039
0.045
1.675***
1,972
0.006
0.013
1.532***
1,999
0.039
0.045
1.422***
Fuente: elaboración propia a partir de datos de encuestas Bicentenario UC-Adimark, 2006-2013. * p