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Spanish Pages [277] Year 2020
Incertidumbres en las sociedades contemporáneas Edición a cargo de
Ramón Ramos Torre y Fernando J. García Selgas
9 788474 768312
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Incertidumbres en las Consumo e identidad sociedades contemporáneas en el trabajo
Edición a cargo de Ramón Ramos Torre Fernando J. García Selgas
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PAUL DU GAY
Presentación de Carlos Jesús Fernández Rodríguez
Consejo Editorial de la colección Academia Director José Félix Tezanos Tortajada, Presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas Consejeros
Luis Enrique Alonso Benito, Universidad Autónoma de Madrid; Antonio Álvarez Sousa, Universidade da Coruña; Antonio Ariño Villarroya, Universitat de València; Ángel Belzunegui Eraso, Universitat Rovira i Virgili; Joaquim Brugué Torruella, Universitat Autònoma de Barcelona; Verónica Díaz Moreno, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Javier de Esteban Curiel, Centro de Investigaciones Sociológicas; José Ramón Flecha García, Universitat de Barcelona; Margarita Gómez Reino, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Carmen González Enríquez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Gonzalo Herranz de Rafael, Universidad de Almería; Alicia Kaufmann Hahn, Universidad de Alcalá; Lourdes López Nieto, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Antonio López Peláez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Araceli Mateos Díaz, Centro de Investigaciones Sociológicas; Almudena Moreno Mínguez, Universidad de Valladolid; Gregorio Rodríguez Cabrero, Universidad de Alcalá; Olga Salido Cortés, Universidad Complutense de Madrid; Bernabé Sarabia Heydrich, Universidad Pública de Navarra; Eva Sotomayor Morales, Centro de Investigaciones Sociológicas; Benjamín Tejerina Montaña, Universidad del País Vasco; Antonio Trinidad Requena, Universidad de Granada
Secretaria
María del Rosario H. Sánchez Morales, Directora del Departamento de Publicaciones y Fomento de la Investigación, CIS
Incertidumbres en las sociedades contemporáneas / Edición a cargo de Ramón Ramos Torre y Fernando J. García Selgas. – Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 2020 (Academia; 46) 1. Incertidumbre 2. Sociología del riesgo 330.131.7 Las normas editoriales y las instrucciones para los autores pueden consultarse en: www.cis.es/publicaciones/AC/
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del editor. Colección ACADEMIA, 46 Catálogo de Publicaciones de la Administración General del Estado http://publicacionesoficiales.boe.es Primera edición, agosto, 2020 © CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS Montalbán, 8. 28014 Madrid www.cis.es © Los autores DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY Impreso y hecho en España Printed and made in Spain NIPO (papel): 092-20-004-1 — NIPO (electrónico): 092-20-005-7 ISBN (papel): 978-84-7476-831-2 — ISBN (electrónico): 978-84-7476-832-9 Depósito legal: M-18087-2020 Fotocomposición e impresión: treceocho edición, SL
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Índice
Presentación. Ramón Ramos Torre y Fernando J. García Selgas . . . . . . . . . . . . . .
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1. Sobre las incertidumbres en las ciencias sociales. Ramón Ramos Torre . . 15 2. La sombra de la incertidumbre. Javier Callejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. Las metamorfosis del azar y su conexión con las formas de tiempo modernas. Josetxo Beriain . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. La desaparición social. La vida incierta en el Antropoceno. Gabriel Gatti y María Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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5. Certezas e incertidumbres. El problema del orden y el poder ante la amenaza del terrorismo yihadista. Marta Rodríguez Fouz e Ignacio Sánchez de la Yncera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 6. Certidumbre e incertidumbre en relación con la naturaleza: religión y ciencia. Alfonso Pérez-Agote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 7. Incertidumbre y empresa transnacional. La responsabilidad social y el riesgo reputacional en el contexto de la globalización. Margarita Barañano Cid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 8. Indeterminación estructural e incertidumbre funcional del sistema de servicios sociales. José M.ª García Blanco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 9. Big data: de las promesas del neopositivismo a la contención de la incertidumbre social. César Rendueles e Igor Sádaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 10. El tiempo que el dinero requiere: uso del futuro y crítica del presente en la valorización financiera. Fabián Muniesa y Liliana Doganova . . 211 11. Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional. Paola Castaño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 12. De la incertidumbre a la (in)determinación: el caso de la viabilidad de los prematuros extremos y su eventual generalización. Fernando J. García Selgas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245 Autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
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Ramón Ramos Torre1 y Fernando J. García Selgas2
En el mundo social contemporáneo, la incertidumbre parece omnipresente. En sus manifestaciones más aceleradas, apremiantes y vistosas se muestra en los mercados financieros, en la tecnociencia, en las redes mundiales de comunicación, en los desasosiegos sobre el cambio climático o en las nuevas formas de vulnerabilidad. Es más, rasgos básicos y generales de nuestro mundo, como el individualismo (heredado del liberalismo moderno), el decisionismo de la sociedad de consumo o el sometimiento de la vida a los juicios expertos propio de la tecnociencia, etc., hacen de la toma de decisiones más o menos informada una actividad cotidiana, omnipresente y urgente, ante la que se percibe una creciente y variada incertidumbre. Todo aboga a favor de una reflexión que actualice y concrete nuestras ideas sobre el tema. Contamos con diagnósticos sociológicos de orientaciones muy diversas que presentan la experiencia de la incertidumbre como uno de los rasgos distintivos de la sociedad contemporánea; en ellos se centrará la atención —con acuerdos y desacuerdos muy variados— a lo largo de las páginas de este libro. Habrá ocasión de reconstruirlos, valorarlos, ordenarlos y eventualmente acogerlos para una analítica del mundo social contemporáneo. Con todo, merece la pena presentar ya un cuadro que, a no dudar, resultará tan general como abigarrado y tenso. Atiéndase a la siguiente presentación de reflexiones sociológicas (o próximas a la sociología) en las que la certidumbre es centro relevante de atención: ya sea la incertidumbre biográfica, que empantana los frágiles mundos de vida del trabajo, el hogar, la familia y lo cotidiano (Bauman, Sennett, Castel, Zinn, entre otros); ya sea la incertidumbre lúdica (Lyng, Simon, Schüll) o la incertidumbre, entre domada y reivindicada, de la gubernamentalidad vetero-y neoliberal (Foucault, O’Malley y los neofoucaultianos); ya sea el complejo formado por la incertidumbre y la ignorancia tal como se despliega en los espacios de la comunicación de los sistemas sociales funcionalmente diferenciados condenados a una evolución a ciegas (Luhmann); ya sea la ruina de las tecnologías de evaluación y administración del riesgo abocadas ahora, en los tiempos del cambio climático, a la tarea de lidiar con una incertidumbre medioambiental desatada y amenazante (Beck); 1 TRANSOC-UCM. 2 TRANSOC-UCM.
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ya sea la lógica de la tecnociencia que, más allá del determinismo y/o probabilismo que históricamente la vertebraban, se topa con la incertidumbre, la ignorancia y la indeterminación (Wynne, Funtowicz, Ravetz) o las produce (Proctor, Oreskes/Conway) o intenta taparlas y dominarlas sin éxito (Perrow); en cualquiera de estos casos —y en otros muchos—, la incertidumbre y la familia de conceptos sinónimos, afines o emparentados, dominan el diagnóstico de la situación y son objeto de reflexiones ambiciosas, cargadas teóricamente; diagnósticos y reflexiones que tienen, con todo, caras muy variadas, incluso antitéticas: a veces son críticos, preocupados y acusatorios, pero otras no dejan de ser festivos, celebrativos, incluso exaltadores. A pesar del interés y relevancia de tales aproximaciones al problema de la incertidumbre, todavía no hay una teorización o reflexión sociológica que sea lo suficientemente ambiciosa, general y sistemática sobre su papel en la contemporaneidad. Por esta razón, y con el fin de contribuir a dar algunos modestos pasos para paliar ese déficit, se convocó y celebró el IX Encuentro de Teoría Sociológica en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid del 28 al 29 de junio de 20183. Algunos de sus resultados son los que se presentan en este libro. En el Encuentro se pretendió que hubiera una convergencia temática en las distintas contribuciones, pero respetando sus diferentes perspectivas teórico-metodológicas y la pluralidad de enmarques a considerar. Por ello se pensó que era conveniente empezar por ubicar la incertidumbre en un lugar común: en realidad, un lugar fronterizo, tenso y contradictorio, entre su eventual relación con una familia de conceptos que giran en torno a la cuestión del no-saber y su posible origen en un aumento del saber que nos hace ver las grietas y fragilidades de lo que se daba por cierto y parecía seguro, estable, necesario o incuestionable. La familia del no-saber, que curiosamente tiene como uno de sus principales parecidos de familia el regirse por la voluntad de verdad, tendría, además de la incertidumbre, otros integrantes básicos, tales como el error, la ignorancia y la irrelevancia o impertinencia. La incertidumbre parece hacer referencia a un saber que resulta incompleto, vago, no plenamente confiable, solo probable o cargado de ambigüedad o equivocidad. La ignorancia la encontramos tanto en su forma determinada (sé que no sé algo) como en su forma autoaplicada o al cuadrado (no sé lo que no sé). El error sería un saber inadecuado (por sesgado, por tomar la parte por el todo, por distorsionar aquello de lo que habla, por carecer de precisión en sus mediciones). Por último, hay que atender a la irrelevancia o impertinencia, en el sentido de lo que no se puede considerar (tabú), se oculta (secreto) o no se atiende al tomar en cuenta o conocer alguna otra cosa (destematización). Estas diferenciaciones o matizaciones a vuelapluma no implican que en la práctica no pueda haber más bien una gradación de diferencias que las convertiría en un continuo o desdibujaría sus 3 Queremos agradecer al CIS, así como al Rectorado de la UCM y a su Facultad de CC. Políticas y Sociología, las ayudas financieras y de todo tipo que nos brindaron para poder desarrollar este encuentro de forma satisfactoria.
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fronteras. Lo que importa es considerar siempre las múltiples formas en las que se puede manifestar y su carácter deslizante. Por el otro lado de su espacio fronterizo asoman una serie de hechos que nos pueden hacer ver esta creciente experiencia de la incertidumbre como un síntoma o un fantasma social, pues podría venir alimentada no por la familia del no-saber, sino por un aumento del saber que nos hace ver que las viejas certidumbres sobre las que tomábamos nuestras decisiones (como la idea de progreso, las dicotomías que enmarcaban nuestro pensamiento separando naturaleza y cultura o realidad y virtualidad, etc.) son ya insostenibles en sí mismas; por un desajuste entre los parámetros cognitivos o éticos que enmarcan nuestras decisiones y la radical transformación de los procesos en marcha (como en las decisiones clínicas y las nuevas posibilidades que la tecnociencia permite); por la incapacidad de descentrar el ojo que mira, confundiendo, por ejemplo, la incertidumbre (Heisenberg) con la indeterminación (Bohr); etc. Sin olvidar que, como tan acertadamente argumentaran Wittgenstein y Heidegger por distintos lados, la incertidumbre, como la duda cartesianomoderna, solo es posible sobre la base de certidumbres o certezas: para que la puerta se mueva los goznes han de estar fijos; y, como el pragmatismo de Dewey nos hizo ver, la incertidumbre plantea un problema de orden principalmente práctico, relacionado con los resultados (previsibles y efectivos) de la acción y nuestra posición en el mundo. En este espacio fronterizo común, enmarcado por la conciencia compartida de la imbricación interna entre certeza e incertidumbre, por un lado, y conciencia y práctica, por otro, se armaron y presentaron las ponencias en el encuentro de Madrid, que se fueron debatiendo a lo largo de sus cuatro animadas sesiones. Finalizado el Encuentro, y una vez recogidas las aportaciones surgidas a lo largo del debate y otras que fueron surgiendo en el marco del proceso de edición, las ponencias originarias se fueron convirtiendo en los doce capítulos en los que se despliega el libro que aquí presentamos. Por un lado, comparten el objetivo de aportar investigaciones y argumentos que contribuyan a aclarar y sistematizar nuestro saber sobre la incertidumbre y su campo semántico, que linda con los de temporalidad, conocimiento, riesgo e indeterminación, sin dejar, por ello, de lado la reflexión sobre sus problemas como categoría analítica que pudiera dar cuenta de la complejidad de nuestro mundo actual. Por otro lado, distribuyen su atención por distintas áreas de la vida social, como el mundo empresarial y financiero, el conflicto político y sus víctimas, los servicios sociales, las creencias y, sobre todo, la tecnociencia, de la práctica sociológica a la investigación espacial, pasando por el Big data y las ciencias de la salud. Teniendo en cuenta las convergencias y divergencias entre las distintas contribuciones a este volumen, se han organizado siguiendo un orden de presentación que va de las más abarcadoras de la sociología actual de la incertidumbre a las que atienden a uno de sus aspectos, especialmente en el campo de las instituciones, y de estas a las que son estudios de caso concreto, aunque con pretensión de lograr conclusiones más o menos generalizables. En este
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sentido, se presentan en tres bloques consecutivos, de cuyo contenido se dará cumplida cuenta más adelante. Ahora bien, hay que subrayar que este orden descendente, que va de los trabajos más generales a los más acotados, no debe interpretarse como un camino que se desplaza de la forja del concepto de incertidumbre en los estudios sociológicos a su desarrollo y ulterior aplicación. Son dos las razones principales por las que no debe hacerse esta lectura: porque en casi todos los trabajos encontramos, en distinta proporción, cada uno de esos tres momentos (forja, desarrollo y aplicación o viceversa), y porque también se podía haber ordenado los textos según lo que es su voluntad prioritaria, lo que llevaría a agrupar, en primer lugar, los que buscan perfilar teóricamente el concepto de «incertidumbre», en segundo, los que se dedican a analizar modos y formas efectivas en que se gestiona la incertidumbre en distintos ámbitos de la sociedad contemporánea y, en tercero, los que consideran los límites y limitaciones del concepto y de su aplicabilidad como caracterización de nuestro mundo. No es que la ordenación hubiera salido muy distinta, pero sí la trama narrativa que con ello se hubiera dibujado. Queda por ello abierto y en manos de quien generosamente dedique su tiempo a leer estos trabajos el mensaje que conjuntamente lanzan. Un mensaje que, en cualquier caso, contribuye de manera clara a una reflexión sociológica ambiciosa, general y sistemática sobre el papel de la incertidumbre en la contemporaneidad. El primer bloque de textos ayuda a repensar y acotar el concepto tal como se despliega en una parte significativa de la sociología actual. Lo componen cuatro textos. El primero, con vocación de diseñar un mapa de conjunto, es el de Ramón Ramos. Parte de un triple reconocimiento: la incertidumbre es relevante en la sociología actual; su semántica es compleja, inestable y difusa; hace referencia tanto al conocimiento como a las prácticas sociales. Para desarrollar y precisar tal punto de partida, se procede a una reconstrucción de variadas sociologías actuales de la incertidumbre. Hace así un recorrido que transita por la obra de Beck, Luhmann, Foucault y los neofoucaultianos, Sennett, Bauman, Castel, Lyng y tantos otros que subrayan lo incierto en la experiencia cotidiana, para abordar, por último, las distintas variantes del estudio de la incertidumbre en los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología. El resultado que se alcanza permite corroborar la propuesta inicial: grande es la relevancia de la incertidumbre en contextos de análisis muy variados, variada su semántica, inciertas y cambiantes sus fronteras con otros conceptos, y complejas las relaciones entre sus aspectos cognitivos y prácticos. No hay, pues, una sociología de la incertidumbre, sino muchas y en disputa. Javier Callejo profundiza en la problemática de la incertidumbre partiendo de una sentencia general y muy publicitada de Bauman, según la cual hoy en día todo es incertidumbre. Tras dar cuenta de lo que se asegura al proponer un diagnóstico así y destacar sus dificultades como diagnóstico general, Callejo contrasta esa propuesta con dos muy relevantes en la sociología actual: la de Giddens, que subraya —sin negar la relevancia de la incertidumbre— el
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papel central de la reflexividad, y aquella otra que, originada en las reflexiones de Schütz sobre el mundo cotidiano de vida, destaca que la ventana de la incertidumbre solo se puede abrir anclada en los goznes de las certezas que cementan nuestro día a día. Tras este recorrido crítico, Callejo cuestiona la aceptabilidad de lo proclamado por Bauman y advierte que no todo es incierto en un mundo ciertamente lleno de incertidumbres, ni tampoco podemos asegurar que lo incierto sea lo más relevante; por el contrario, lo que debería centrar nuestra atención es el juego complejo de lo cierto e incierto. Josetxo Beriain, por su parte, arranca con una indagación sobre la semántica histórica de un conjunto de conceptos, en cuyo marco de sentido la modernidad se piensa a sí misma: la indeterminación, la fortuna, la contingencia, la incertidumbre. Trazando de forma sintética sus resignificaciones desde los albores del logos griego hasta la actualidad, Beriain los sitúa en cuatro escenarios actuales que considera especialmente significativos: el escenario moderno fundacional del progreso y la planificación racional de la vida, escenario en el que la contingencia y la incertidumbre se asimilan y pretenden dominar en los términos de un cálculo probabilista de las decisiones; un segundo escenario de mayor complejidad y apertura que el anterior, en el que la aceleración y la presentificación de la experiencia desatan la incertidumbre y contingencia antes tenidas a raya; un tercer escenario en el que lo decisivo es la exploración de los futuros abiertos y en disputa en los que intentan reconformarse las dramáticas incertidumbres de fondo que nos acosan; por último, un cuarto escenario en el que domina la constatación de la simultaneidad de lo no simultáneo y con ella una complejidad inasimilable, en la que coexisten (o se contraponen) tiempos, racionalidades y mundos diversos. Cabe concluir que la incertidumbre es una vieja compañera, cuyas transformaciones históricas nunca permiten que se meta en cintura. Gabriel Gatti y María Martínez, por su parte, confiesan una perplejidad al constatar que los resultados de su trabajo de campo como investigadores no se pueden pensar en el marco de los conceptos sociológicos a la mano. El trabajo de campo muestra la relevancia de los desaparecidos en escenarios sociales múltiples y en los lugares más variados del planeta Tierra, lo que lleva a proponer la desaparición social como diagnóstico central de nuestro tiempo; es más, no se trata de que la desaparición social sea relevante y esté por doquier, lo que se propone va más allá: lo que ha desaparecido es lo social. ¿Puede ser pensada una propuesta así en el marco de lo que se presenta como tradición de estudios sobre la incertidumbre? La respuesta es que no: la incertidumbre es ya un concepto viejo y gastado, que en el fondo sueña con encontrar lo desaparecido. Más vale salirse de ese corsé y situar lo que se nos muestra tras su desaparición en el marco de una nueva conceptualidad. Los autores desarrollan algunas herramientas para ello a partir de la literatura en torno al Antropoceno, concretamente la ruina y la (sobre)vida. Sobre las promesas de esa nueva manera de ver y las insuficiencias de la vieja manera de lo cierto/incierto versa el grueso de este trabajo.
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El segundo bloque de textos que sigue a continuación indaga la incertidumbre en espacios algo más acotados. No se trata de calibrar cuál es su situación en la sociología contemporánea, ni si es adecuada o no para un diagnóstico general de situación, sino de analizar de qué manera ilumina u oscurece aspectos más delimitados del mundo social contemporáneo, incluyendo alguna de sus instituciones más características, como la empresa o los servicios sociales. Son cuatro los textos que se pueden incluir en este segundo apartado. El primero lo firman Ignacio Sánchez de la Yncera y Marta Rodríguez Fouz. La pregunta que se hacen es de interés: ¿qué tienen que ver el terrorismo yihadista y los riesgos tecno-medioambientales que enfrentamos desde los tiempos de Hiroshima? En principio, parecen cosas distintas y en esas distinciones hay que insistir, lo que hacen los autores mostrando el repertorio de sus diferencias. Pero hay algo que une ambas realidades: la incertidumbre. Y con la incertidumbre se desatan sus hijos más preclaros: la inseguridad, la desconfianza, la problematización del futuro, la fragilización de los conocimientos (y sus técnicas) tenidos antaño por seguros y, al final, la ruina del sentido que nos proporciona interpretaciones y orientaciones. Como vivir sin expectativas, inseguro, horrorizado ante un futuro que se barrunta horrible, provoca angustia, la respuesta en términos de reaseguración de la realidad se hace tanto más previsible y con ella una asfixia que no reconoce ni sabe qué hacer con la complejidad del mundo social contemporáneo. No deberíamos quedarnos ahí, el homo creator que reivindican aboga por otras formas de entender y hacer. Por su parte, Alfonso Pérez-Agote se interesa por el modo en que se ha pensado la incertidumbre al contemplar la naturaleza, tanto más en esta época de crisis medioambiental y amenaza de cambio climático. Las propuestas que a lo largo de los siglos han sido más relevantes socialmente son las proporcionadas por las religiones. Pérez-Agote, apoyándose en las investigaciones de Glacken, reconstruye ese itinerario que desemboca en un cambio radical tras la institucionalización plena de la ciencia moderna. A lo largo de ese proceso la naturaleza ha sido pensada de maneras muy variadas. Hasta hace poco se pretendía como un objeto a observar, medir y dominar por parte de un sujeto, el ser humano, que se situaba por encima. Hoy, en tiempos de crisis ecológica, eso ya no resulta sostenible, y tanto el ser que observa como el objeto natural de su observación se conciben poblados de incertidumbres. El ámbito en el que Margarita Barañano rastrea la manifestación y gestión de la incertidumbre no es tanto una institución cuanto unas prácticas que se vienen instituyendo: es el ejercicio de la responsabilidad social corporativa (RSC) por parte de las empresas transnacionales. Barañano argumenta que este presunto compromiso social o ejercicio de reflexividad se revela como instrumento con el que esas empresas intentan prevenir, paliar o gestionar la incertidumbre (básicamente el riesgo reputacional y sus responsabilidades respecto de la cadena de suministro y producción) en un mundo globalizado e inestable. Lo curioso es que esa implementación de la RSC o compromiso público con un «derecho blando» con el fin de generar confianza no puede evitar que la misma RSC sea expresión de esa incertidumbre y una práctica
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incierta por su ambivalencia, ambigüedad y fundamentación equívoca. Lo cual manifiesta la circularidad de los circuitos por los que hoy rueda la incertidumbre. El trabajo de José María García Blanco cabalga de algún modo entre considerar la incertidumbre en una institución tan básica como los servicios sociales y mostrar que lo que en ella termina predominando es la indeterminación. Aplica de manera teoréticamente fundamentada la perspectiva sistémico-funcional a los servicios sociales como forma específica de apoyo social en la compleja sociedad contemporánea, frente a formaciones sociales precedentes. Esto le lleva a considerarlos como un sistema funcional destinado a superar las dificultades que origina la exclusión y que trabaja con el par operativo apoyo social/control social. Al repasar las fricciones, paradojas e incertidumbres (básicamente de carácter funcional) que se dan en la intervención social muestra que lo que en ella predomina es una cierta indeterminación estructural y la paradoja de producir una inclusión vicaria que tiende a estancarse como tal. El tercer y último bloque agrupa aquellos trabajos que toman como eje de su reflexión el estudio en profundidad de casos concretos con el fin de indagar en las distintas posibilidades analíticas del concepto de «incertidumbre» y, en algunos casos, también en sus limitaciones. El primero de ellos lo dedican César Rendueles e Igor Sádaba a la estrella más brillante en el firmamento de las nuevas técnicas de indagación: el Big data, anunciado como técnica que, mediante el aumento exponencial y continuo de la capacidad de cálculo, es capaz de redefinir lo general y lo universal en una sociedad fragmentaria y de contener y administrar la incertidumbre en una sociedad fluida y en descomposición tras la crisis de 2008. Su análisis, sin embargo, además de recordarnos los diversos problemas que acarrea el Big data como técnica cognitiva, muestra más bien que tiende a ser un mecanismo de legitimación de un capitalismo de casino y de un «neocomunitarismo represivo». La incertidumbre, y, más concretamente, su presunta gestión, se transmuta, en este caso, en alimento de los aparatos de control. No muy disonante con esa conclusión es la propuesta que nos hacen nuestros colegas parisinos, Fabián Muniesa y Liliana Doganova, a partir de su análisis del papel que juega el futuro (con su incertidumbre y riesgo) en la creación de valor financiero, ya sea en referencia al riesgo del futuro (apuestainversión) o exacerbando la valorización presente (previsión). Mediante la consideración de episodios concretos, como el «valor accionarial» propio del mundo financiero (en el que el futuro de la inversión pertenece al inversor) y de algunas reflexiones teóricas (Alliez, Todeschini, etc.), muestran que, inversamente a lo que se sostiene en esas interpretaciones hegemónicas, la creación financiera de valor (capital) ha sido y es la que, como una tecnología política, instaura la progresión temporal, con su juego de expectativas y proyectos. La incertidumbre y el futuro se muestran así como recurso y efecto del despliegue y manejo del capital.
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Al más extraterrestre de los laboratorios nos traslada Paola Castaño. Su familiaridad con la Estación Espacial Internacional (EEI) le permite ver cómo se manifiesta la incertidumbre en tres de los muchos experimentos que allí se desarrollan: en el relativo a la materia oscura del universo, se centra en la incapacidad de comprobación; en el que trata del cultivo de plantas sin gravedad, gira en torno a la extensión o aplicabilidad de lo encontrado; en el referido a la afectación de cuerpos y capacidades humanas, se manifiesta de un modo múltiple (ético, clínico y metodológico). Hay, sin embargo, un sustrato de incertidumbre común que es cognitiva, no ontológica, pues dan por determinados sus respectivos objetos, se refiere a los medios (problemas técnicos y mecánicos) y límites (¿son extrapolables los resultados?) del conocimiento que se produce, y se une a una incertidumbre general sobre el interés de los gobiernos de seguir manteniendo la EEI. La última contribución nos lleva precisamente al otro lado de la balanza entre incertidumbre e indeterminación. Centrándose en el establecimiento de la viabilidad o posibilidad de supervivencia sin grandes secuelas de prematuros de 23 a 25 semanas de edad gestacional, Fernando J. García Selgas muestra que, si atendemos a las prácticas efectivas de médicos, enfermeras y padres, lo que aquí rige es más un proceso de determinación ontológica de lo indeterminado, en el que también intervienen neonatos y aparatos, que una toma de decisiones cognitivamente incierta. La argumentación a favor de extender la mecánica de (in)determinación más allá de lo clínico le permite proponer que es ella la que preside nuestras relaciones con el mundo, especialmente las mediadas por la tecnociencia, no la incertidumbre, aunque esta pueda caracterizar el modo en que las vivimos cognitivamente. Como es comprobable tras lo expuesto, y lo será de forma más fehaciente cuando se emprenda la lectura de los distintos capítulos, este libro aborda un problema sin pretender dictar su solución, sino optando por distintas estrategias a la hora de presentarlo, pensarlo y, eventualmente, reconducirlo. Tampoco supone que la incertidumbre sea un territorio claramente topografiado, sino más una terra ignota de la que informan algunos mapas apenas esbozados. Supone, pues, que su semántica es deslizante y sus fronteras borrosas y en continua disputa. Es más, en algunos de los trabajos se barrunta que no supone un campo semántico que pueda cumplir sus promesas de dar cuenta de lo que ocurre. Por la misma razón, tanto las conexiones que la incertidumbre o sus conceptos afines activan como las posibles sociologías que sobre ella se configuren resultan ser también plurales y nunca cerradas. Es cierto que implícitamente a lo largo de los distintos textos se atiende a la relación entre lo cierto e incierto y se apuesta por su relevancia y actualidad, pero no todos ellos proponen que esa distinción sea la decisiva. Es el lector, una vez hecho el recorrido, el que deberá tomar sus decisiones, pero ya con un mayor conocimiento de causa. Si estos trabajos lograran ese resultado, sus autores habrían alcanzado la meta que se proponían. Madrid, marzo de 2019.
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1. Sobre las incertidumbres en las ciencias sociales Ramón Ramos Torre1
Diagnósticos sociológicos de orientaciones muy diversas coinciden en presentar la incertidumbre como rasgo distintivo de la sociedad contemporánea. Ya sea la incertidumbre biográfica (Bauman, Sennett y Zinn), lúdica (Lyng y Schüll) o social neoliberal (Castel y neofoucaultianos); ya sea el complejo incertidumbre-ignorancia al que aboca la evolución de los sistemas sociales autopoiéticos (Luhmann); ya la deriva de las sociedades del riesgo hacia una incertidumbre medioambiental desatada y amenazante (Beck); ya la lógica de la tecnociencia que, más allá del determinismo y/o probabilismo, se topa con la incertidumbre, la ignorancia y la indeterminación (Wynne, Funtowicz y Ravetz) o las produce (Proctor); en cualquiera de estos (y otros) casos, la incertidumbre y la familia de conceptos sinónimos, afines o emparentados, dominan el diagnóstico de la situación —a veces crítico y preocupado, otras, festivo y celebrativo. ¿Se trata de diagnósticos coincidentes o acumulativos? ¿Aborda los mismos problemas? ¿Es la semántica de la incertidumbre coincidente? Estos son los interrogantes. Para adentrarme en esta selva selvaggia, los pasos a dar son: primero, una somera presentación del problema; segundo, una ordenación de su campo semántico; tercero, una presentación de aproximaciones relevantes en la ciencia social actual; cuarto y último, unas conclusiones que resuman y reflexionen lo propuesto.
1.1. Incertidumbre y modernidad Sostiene el antropólogo Rappaport (2001, pp. 52-53): «[…] aunque el problema de la certeza quizá sea cada vez más grave, complejo e incluso desesperado a medida que se evoluciona social y culturalmente, considero que es intrínseco a la condición humana, esto es, la condición de una especie que vive, y que solamente puede vivir, mediante significados y entendimientos en un mundo desprovisto de un significado intrínseco». Si esta tesis de orden tan general es, como me parece, irreprochable, entonces habría que concluir que la incertidumbre constituye un universal humano socio-evolutivo y por ello no resulta sorprendente que aceche en la actualidad; en consecuencia, sería 1 TRANSOC-UCM.
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anodino concebirla como rasgo distintivo de la actualidad y poco o nada interesante reconstruir su problemática contemporánea. El argumento es irreprochable; sin embargo, creo ajustado sostener (y desde luego sin contradecir la tesis de Rappaport) que existe una relación específica entre modernidad e incertidumbre y asistimos en la actualidad a uno de sus avatares. Resumo la propuesta de Rappaport. Sostiene que, siguiendo pautas ya discernibles en los primates, los grupos humanos han constituido ritualmente —es decir, por medio de acciones colectivas densas emocionalmente, rigurosamente codificadas y recursivas— una realidad cargada de certeza que, vivida como sólida e indiscutible, se reconduce al lenguaje de lo santo, lo sagrado y lo numinoso, es decir, al de la certeza radical. El esquema es muy durkheimiano: se actúa al unísono de forma acompasada y repetitiva y se genera prácticamente la experiencia de lo sagrado y con ella la certeza que ayuda a vivir2. La incertidumbre, la contingencia, la sospecha del artificio siguen acechando, pero contenidas, apaciguadas o adormecidas hasta nuevo aviso por la experiencia sagrada del ritual. Es sabido que la modernidad temporaliza las prácticas, las desritualiza y problematiza la tradición santa. Esto no significa necesariamente la caída en un vacío irredimible e incompensable: el gran pantano de la incertidumbre. Es cierto que, como intuyó Baudelaire, la modernidad es lo efímero, lo transitorio, el acontecimiento que trae consigo novedades sin precedentes. Esta temporalización del eterno repetirse del ritual viene, con todo, de la mano de la idea de un tiempo que se despliega hacia el progreso y la mejora creciente. Por su parte, la desritualización comunitaria va acompañada de la emergencia de múltiples rituales de las pequeñas cosas cuyas mallas acompasan y compactan la cotidianidad, certificándola (Collins, 2009). Además, la negación de la santidad de la tradición coincide con el proyecto de constitución de la ciencia: un saber exacto, racional y empírico. La modernidad, pues, no precipita en el vacío. Pero, como todo orden sociocultural, tampoco elimina la incertidumbre; le pone amortiguadores que, como apunta Luhmann, la aquietan en mayor o menor medida3. Es más, la modernidad es constitutivamente ambivalente, pues somete y contiene aquello que la problematiza o pone en duda. Parece que el tiempo la devora, arrojando a quienes lo viven a la incongruencia entre el espacio de la experiencia y el horizonte de la expectativa (Koselleck, 1985); parece también que la cadena de rituales arrastra hacia la individualización o los pequeños círculos; además, el sapere aude ilustrado proyecta su audacia incansable sobre sí mismo, mostrando los límites de lo sabido y la falta última de fundamento en una fuga infinita hacia delante, consustancial a la ilegitimidad de la edad moderna (Blumenberg, 2008). La modernidad genera, pues, aquí y allá sus propias incertidumbres; no la desvertebran, pero tampoco es capaz de contenerlas, rediseñarlas o mantenerlas siempre a raya; a veces lo logra, 2 Véase Ramos Torre (2010 y 2012) sobre la concepción durkheimiana de la comunidad y la teodicea para especificar cómo concibe la construcción ritual de la certeza. 3 Luhmann (1997, p. 162) dice recoger la idea de la «uncertainty absortion» de March y Simon.
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pero otras emerge, en nuevas variantes, el caos primordial, siempre por detrás de todo artificio humano.
En este marco debemos pensarla de la mano de dos viejos maestros: John Dewey y Ludwig Wittgenstein4. Según Dewey, la incertidumbre, a pesar de su apariencia, no plantea un problema de orden básicamente intelectual, sino práctico: «[…] la razón última de la búsqueda de la certeza cognoscitiva se halla en la necesidad de asegurarse los resultados de la acción» (Dewey, 1952, p. 35). Lo relevante no es la fiabilidad o seguridad de lo que creemos saber, sino la seguridad o fiabilidad del mundo en el que estamos, lo que podemos hacer en él y nos puede ocurrir; su propuesta no está muy lejos de las de Durkheim y Rappaport: en el principio es la acción y es en ese espacio privilegiado donde se ubica el par incertidumbre/certeza. Por su parte, Wittgenstein, en Sobre la certeza, sostiene que no se puede pensar la incertidumbre sin la certeza: «Si quiero que la puerta se abra, los goznes deben mantenerse firmes» (Wittgenstein, 1988, #343). Esa puerta abierta es la de la duda que permite que entre lo incierto; el gozne es el de la certeza que la hace posible y sobre la cual pivota. Por lo tanto, el espacio de la incertidumbre requiere un marco de certezas: sin él, sin ese gozne firme, no se puede abrir la puerta de la duda; lo relevante son las dos caras siempre presentes, de forma que no queda más remedio que transitar entre ellas, sabiendo, eso sí, cuándo y cómo se ha cruzado la frontera que las separa y une.
1.2. Semántica de la incertidumbre Encuentro en Bammer, Smithson et al. (2008), Booker y Ross (2011), Gross (2007 y 2010), Groves (2009), Janick y Simmerling (2015), Lassen (2008), Proctor (2008), Smithson (1989) y Smithson, Bammer et al. (2008) distintos intentos de delimitar y ordenar interiormente el campo de la incertidumbre, ya sea en sí mismo, ya concibiéndolo como parte del campo más amplio de la ignorancia y el desconocimiento. En algunos casos (véase Janizck y Simmerling, 2015) se hace un notable trabajo preliminar de reconstrucción lingüística de la incertidumbre y sus muchas manifestaciones; en otros, se trata de exploraciones también tentativas sobre sus tropos o metáforas (Smithson, Bammer et al., 2008; Smithson, 2008b) o los tópicos con los que distintos discursos la enfrentan (Lassen, 2008); los más de los casos son intentos de construir una tipología de la incertidumbre, ya sea centrada en sí misma, con escasa atención a conceptos relacionados (Booker y Ross, 2011), ya con la ambición de recoger la totalidad de su campo (Groves, 2009; Smithson, 1989; Bammer, Smithson et al., 2008), ya, por último, con la inten4 Véase Ramos Torre (2004) para una reconstrucción más explícita de las propuestas de Dewey y Wittgenstein.
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ción de recogerla en el campo más amplio del desconocimiento o la ignorancia (Proctor, 2008; Gross, 2007 y 2010). En lo que sigue, procedo a utilizar el material que estos trabajos proporcionan con la intención de fijar un mapa mínimo y provisional5. Me centraré en un concepto amplio de la incertidumbre, a sabiendas de que en múltiples contextos se trabaja con uno más estricto o delimitado. Tal ocurre, como se podrá comprobar más adelante, cuando se contrapone incertidumbre y riesgo, contraposición de largo pedigrí en las ciencias sociales. Con todo, el concepto amplio de incertidumbre no es tan inespecífico como para igualarlo sin más con otros que en su núcleo duro son mucho más amplios, como, por ejemplo, el de ignorancia6. Hechas estas consideraciones, propongo esta secuencia de proposiciones tipológico-clasificatorias: 1. El campo de la Incertidumbre es un territorio (interiormente diferenciado) deslindado del ocupado, en un extremo, por la ignorancia y, en el otro, por la certeza; se sitúa entre ambos. 2. Los límites que separan el campo de la incertidumbre de los de la certeza y la ignorancia no son firmes y claros, sino difusos y borrosos, en muchos casos indecidibles y encabalgados y, desde luego, movedizos o dinámicos. La incertidumbre nunca es absoluta y raramente es extrema; puede y suele incorporar grados variables de certeza (probabilidades, posibilidades, fiabilidad, consenso, etc.). Por su parte, la ignorancia forma parte de la gramática profunda de la incertidumbre (lo incierto remite siempre a algo que no se sabe o ignora), de forma que hay que pensarla tomándola siempre en consideración —lo que ha llevado a proponer una agnotología (Proctor y Schiebinger, 2008) estudiosa del territorio común o indecidible de la incertidumbre-ignorancia. Atendiendo a las diferencias internas del campo propio de la Incertidumbre, y considerando que está en juego la calidad y cantidad de la información disponible y su variable fiabilidad, distingo dos subespacios que, siguiendo a Bammer, Smithson et al. (2008), denomino de la Distorsión y de la Incompletud. 3. En el espacio de la Distorsión (de la calidad/cantidad de la información o de su fiabilidad) se distingue la Confusión (de orden cualitativo) de la Imprecisión (de orden cuantitativo). 4. En el espacio de la Incompletud se distingue según se esté ante la Ausencia relativa de conocimientos (lo que aproxima al territorio de la 5 Hay una primera tentativa en este sentido en Ramos Torre, 2014, cuyos resultados son semejantes a, pero no coinciden con, los actuales. 6 En Bammer, Smithson et al. (2008) se propone hacer la distinción entre un concepto restringido de incertidumbre y otro más amplio que la identifica con la ignorancia sin más.
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Ignorancia), la Fragmentación, la Probabilidad (riesgo), la Posibilidad (incertidumbre en sentido restringido), la Ambigüedad, la Borrosidad o la Inespecificidad. 5. El territorio colindante y típicamente encabalgado de la Ignorancia se puede ordenar según se considere el Origen de la Ignorancia o las variantes de la Reflexividad que le son propias. 6. Por su Origen, se pueden distinguir tres tipos de Ignorancia: Originaria (o Nativa), Selectiva y Estratégica (Proctor, 2008); la primera se refiere al desconocimiento de que arranca cualquier indagación; la segunda, a aquello que se deja de lado o desatiende al atender algo distinto; la tercera, a aquello que, a propósito, se oculta o desatiende. En cada uno de estos campos hay distinciones adicionales exploradas en las sociologías de la incertidumbre, como es el caso del Secreto (Simmel, 1977), el Tabú (High, Kelly y Mair, 2012), el Conocimiento Negativo (Knorr-Cetina, 1999), el Conocimiento Cerrado (Gross, 2007), el Conocimiento No Disponible o Sin Hacer (ciencia no hecha de Frickert et al., 2010), la Epistemofobia (Kirsch, 2015; Wehling, 2015), etc. 7. Por su parte, por su Reflexividad, la Ignorancia se puede reconducir a tres de los tipos presentados por Bammer, Smithson y otros (2008) a modo de comentario de las conocidas propuestas del exsecretario Ramsfeld7: lo que sabemos que desconocemos o ignorancia determinada (así llamada por Merton, 1987); lo que no sabemos que sabemos (o saber tácito de Polanyi, 2010) y lo que no sabemos que no sabemos o nescencia (Gross, 2007) o metaignorancia o ignorancia² (al cuadrado) (Funtowicz y Ravetz, 2000). El cuadro de la página siguiente resume la propuesta tipológica. A este mosaico tipológico se le podría objetar una doble arbitrariedad, pues hay ausencias y algunas de las presencias son reclasificables, redundantes o incluso prescindibles. Estas objeciones son atendibles, pero no arruinan la empresa tipológico-clasificatoria, cuya utilidad se podrá comprobar más adelante, cuando se aborden las distintas caras de la incertidumbre.
1.3. La incertidumbre en la investigación social: múltiples caras Tiene escasa utilidad construir una enciclopedia completa de la incertidumbre. Al final de las jugosísimas e informadas páginas del Routledge International Handbook of Ignorance Studies (Gross y McGoey, 2015), un reputado especialista, Michel Smithson (2015), hace un intento de ese tenor limitado básicamente a las múltiples caras del par Ignorancia-Incertidumbre, 7
La declaración de Ramsfeld se recoge en Proctor (2008, p. 29); véase también Ravetz (2015, p. 58).
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INCERTIDUMBRE Distorsión Imprecisión Confusión Incompletud Ausencia Fragmentación Probabilidad (riesgo) Posibilidad (incertidumbre en sentido restringido) Ambigüedad Borrosidad Inespecificidad IGNORANCIA Por su origen Originaria Selectiva Estratégica Por su reflexividad Saber que no se sabe No saber que se sabe No saber que no se sabe
tematizado en los muchos estudios que se acumulan en el manual. El resultado, aunque interesante, resulta demasiado disperso y desvertebrado. Propongo ser menos ambicioso y más selectivo, centrando la atención exclusivamente en las líneas de investigación más relevantes que tengan por tema sustantivo la incertidumbre social (véase, por ejemplo, el libro editado por Zinn, 2008b); no se trata, pues, de hacer un recuento completo o sistemático de las teorías de la incertidumbre social, sino de reconstruir en sus rasgos generales las líneas principales de investigación. Cinco son las fundamentales. La primera ha tenido a Ulrich Beck como protagonista: estudia la emergencia y deriva de la sociedad del riesgo. La segunda surge de las propuestas del último Foucault y ha sido retomada y desarrollada por los neofoucaultianos de finales de siglo —en especial por Pat O’Malley—. La tercera está muy vertebrada teóricamente y, aunque haya emergido de forma independiente, debe pensarse como un ajuste de cuentas con las propuestas de Beck —y más allá, con las de Hans Jonas— sobre la crisis ecológica y sus catástrofes, es la línea de Niklas Luhmann sobre la ecología
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de la ignorancia. La cuarta, muy heterogénea en su matriz teórica, se interesa por las posibles consecuencias identitario-biográficas de la incertidumbre según autores tan distintos como Sennett, Castel, Zinn, Lassen o Lyng (y los estudiosos del edgework y experiencias semejantes). Por último, está la línea de investigación de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología; es la que de forma más constante y creativa ha enfrentado el problema; me interesará especialmente lo que ha venido investigando y discutiendo en los últimos veinte o veinticinco años, desde la aparición de La ciencia posnormal de Funtowicz y Ravetz, así como lo que propone la agnotología. 1.3.1. Incertidumbre y sociedad del riesgo Beck publicó su Sociedad del riesgo (Beck, 1998) en 1986, el año del síndrome Ch-CH (Chernóbil y Challenger). El libro era muy oportuno: mostraba que había nacido la sociedad del riesgo de la mano de la catástrofe de las tecnologías punta que iban a electrificar el mundo y conquistar el espacio. Con todo, la propuesta era ambigua, pues no estaba claro qué era el riesgo y en qué sentido vertebraba a la sociedad. El riesgo parecía una tecnología poco fiable de administración de daños, pues no cumplía sus promesas y exponía a los confiados ciudadanos a daños que ocultaba o no cuantificaba. Y la sociedad estaba vertebrada por el riesgo porque enfrentaba todos sus problemas utilizando esa tecnología que generaba una irresponsabilidad organizada (Beck, 1998b). Ya desde el principio, y como destacaron algunos (Adam, 1998, pp. 82-83; Dean, 1999, p. 137), no estaba claro si la sociedad del riesgo lo era propiamente de esa tecnología de administrar daños probabilizables o era algo que se situaba en un territorio distinto, más allá de la calculabilidad. Al final, el diagnóstico que Beck reafirma a lo largo de sus múltiples escritos de finales del xx y principios del xxi (véase Beck, 2008) sostiene que la sociedad del riesgo es la sociedad que se precipita hacia una incertidumbre que desborda el riesgo, ya que deja de ser probabilizable, imputable y asegurable. Nos adentramos en un mundo de riesgo incontrolable y ni siquiera tenemos un lenguaje para describir a lo que nos enfrentamos. Ya que «riesgo incontrolable» es una contradicción en los términos, pero es la única válida para las incertidumbres y riesgos de segundo orden, in-naturales, hechos por el hombre, fabricados (Beck, 2004, p. 171).
Se opta, pues, por una denominación contradictoria tal vez porque se quiere mostrar el carácter marcadamente contradictorio de una modernidad que se presenta como fuente y refugio de seguridad al pretender que todo en ella —y desde luego la cadena infinita de decisiones— está racionalizado por las técnicas contrastadas de detección, evaluación y administración de riesgos, pero que en realidad no puede cumplir (y nunca cumple) sus promesas. Por ello, la teoría de la sociedad del riesgo se presenta como una teoría crítica en términos muy cercanos a la tradición que viene de Marx (Joas, 1999, p. 256), atenta a mostrar sus amenazas de «destrucción de toda vida sobre la tierra» (Beck, 1995, p. 67).
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Lo que se presenta como riesgo es en realidad incertidumbre desbridada, no contenida, que no es sometible al cálculo de probabilidades y que, todo lo más, fija posibilidades o incluso cae en el territorio de la ignorancia. De ahí su conexión con la catástrofe y la proliferación de escenarios catastróficos en los espacios de la comunicación social (Beck, 2008, pp. 27-28). Como teórico crítico, Beck no se quiere dejar arrastrar por el pesimismo cínico de Luhmann (1998, pp. 180 y ss.) o el pesimismo profético de Jonas (véase Ramos, 2003) o, como apunta Bronner (1995, p. 86), «el cinismo del posmodernismo». Más bien apuesta por el Bloch del principio esperanza, pues, como asegura al reivindicarlo, «riesgo global implica el mensaje de que urge la acción» (Beck, 2014, pp. 173-174). Es esto lo que informa su propuesta de la modernización reflexiva. En ella, la reflexividad tiene una doble significación (Beck, 1996, p. 28): es autoaplicación ciega, pero también capacidad para la reflexión racional; esta ambivalencia es crucial. Como tal, supone capacidad para tomar en consideración, darse cuenta, reflexionar, sopesar y tomar decisiones sobre aquello que nos amenaza con destruirnos: la opción por un «catastrofismo emancipatorio» (Beck, 2015). En alguna ocasión, Beck la denomina reflexividad de la incertidumbre. La teoría crítica se convierte así en teoría neoilustrada: La sociedad del riesgo se refiere precisamente a una constelación en la que el hilo conductor de la modernidad, la idea de la controlabilidad de las consecuencias y los peligros derivados de las decisiones se ponen en duda; en la que cualquier nuevo saber, que debería hacer calculables los riesgos imprevisibles, genera a su vez nuevas imprevisibilidades […] Gracias a esta reflexividad de la incertidumbre la indeterminabilidad del riesgo en el presente se convierte por primera vez en fundamental para la sociedad (Beck, 2008, p. 35; cursivas nuestras).
Se pronostica que, de la mano de nuevas relaciones sociales de definición —un nuevo coqueteo sui generis con Marx— y una nueva moral o cultura cosmopolita (Beck, 2008, 2010), la reflexión social neoilustrada abordará la incertidumbre constitutiva, reconociendo desde el principio la indeterminabilidad, incalculabilidad e incontrolabilidad de nuestro mundo, así como la voluntad colectiva de preservarlo y preservarnos en él. Esta unión de incertidumbre y misión neoilustrada de colonización del caos es el centro neurálgico del tratamiento del complejo riesgo/incertidumbre, su propuesta teórico-práctica fundamental. El cálculo y el control plenos de los eventuales daños se reconoce como imposible y se apuesta por la constitución de una humanidad cosmopolita que practique una prudencia reflexiva: La teoría de la sociedad del riesgo desarrolla una imagen que hace contingentes, ambivalentes e (involuntariamente) abiertas a la reorganización política las circunstancias de la modernidad (Beck, 2000, p. 222).
El cambio está cerca, la teoría de la sociedad del riesgo lo avala y guía, en el peligro está la salvación o, como se dice en el título de uno de sus últimos artículos (Beck, 2014), hemos de ver de qué manera el cambio climático puede acabar salvándonos.
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1.3.2. Foucault: incertidumbre, opacidad y dispositivos de seguridad Frente a la línea de investigación del complejo incertidumbre/sociedad del riesgo, se despliega la línea de investigación de los foucaultianos8. Sus propuestas difieren teórico-metodológicamente de las de Beck: son contrarias a la gran teoría; contrarias también a la periodificación en secuencia lineal del cambio social y a la posibilidad de que haya un núcleo, sustrato o campo de experiencia que estructure de forma unitaria los mundos sociales emergentes; contrarias, además, al conceptismo que anula las diferencias desatendiendo la singularidad de lo espacio-temporal concreto; y no menos contrarias al moralismo sociológico que formula promesas de salvación por encima del análisis distanciado y frío del poder9. Todo esto lleva a concluir que la idea de la sociedad del riesgo es un despropósito que cae en el denostado (véase Foucault, 2003, pp. 16-19) totalitarismo teórico y su característico desprecio de lo local, humilde y concreto que ha de desvelar el saber genealógico. Y, sin embargo, el complejo formado por el riesgo y la incertidumbre constituye un objeto relevante para los foucaultianos. Pretenden ciertamente asegurar que no es el núcleo de lo social y que tampoco constituye algo unitario (el riesgo o la incertidumbre), sino plural y heterogéneo (los riesgos, las incertidumbres), pero no impide que sea también rasgo relevante a considerar y desentrañar. La fuente de inspiración para esta tarea la proporcionan los cursos de Foucault en el Collège de France de 1977 a 1979, editados póstumamente como Seguridad, Territorio, Población (Foucault, 2008) y Nacimiento de la Biopolítica (Foucault, 2009). El tema a desbrozar trabajosamente y en tanteos, clase tras clase y curso tras curso, es el de la gubernamentalidad —fea palabra, reconoce Foucault (2008, p. 119)— liberal. Es la que lleva a tomar en consideración la ignorancia-opacidad, la incertidumbre y el específico dispositivo de seguridad que se encarna en las técnicas o racionalidades del riesgo. Por gubernamentalidad se entiende: […] un conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esa forma bien específica, aunque muy compleja, de poder que tiene por blanco principal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad (Foucault, 2008, p. 115).
La población cuya conducta hay que conducir es concebida como un conjunto de seres humanos vivos (que se alimentan, trabajan, reproducen y mueren) y que, a pesar del azar, la individualidad, etc., actúa o se conduce según 8 Ciertamente, un grupo heterogéneo y con distintos grados de cercanía y vinculación con las propuestas de Foucault. Para una visión de conjunto véase el libro-manifiesto editado por Burchell, Gordon y Miller (1991) y el trabajo de Rose, O’Malley y Valverde (2006). 9 Atisbos y variantes de la crítica neofoucaultiana a Beck y su sociedad del riesgo aparecen en Dean (1999), Rose (2002), O’Malley (2004, 2008), Rose, O’Malley y Valverde (2006).
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regularidades cognoscibles (o estadísticas) que proceden de una naturaleza humana, que se concibe arrastrada por pasiones e intereses. Esta gubernamentalidad supone que cuanto más se mueva por sus intereses tanto más será el ser humano él mismo, más inteligible será lo que hace y tanto más posible su gobierno. Para estudiarlo, hay que atender a lo que la economía política dice y especialmente dos de sus ideas: la del homo oeconomicus y la de las manos invisibles que actúan sobre el mercado (y tal vez sobre la historia también10). Sobre el homo economicus bastará con destacar que se diferencia de otros posibles homines por ser un ente movido por un interés que da lugar a elecciones irreductibles (no son expresión de ninguna otra cosa) e intransmisibles (no las puedo sustituir por otras) (Foucault, 2009, pp. 268-270). Está sometido, sostiene Foucault (ibid., p. 275), a una doble involuntariedad: la del accidente (cosas que no controla y le pueden afectar) y la de los frutos o consecuencias, provechosos colectivamente, de la persecución puramente egoísta de sus propios intereses. Hace el bien de forma involuntaria; de la misma manera, puede dañarse. Se trata de una involuntariedad que resulta de una ceguera insuperable, producto de la opacidad de la totalidad económica. De aquí la relevancia de la imagen de las manos invisibles, que, para Foucault (ibid., pp. 276 y ss.), más que manos (de un híper-sujeto agente), lo relevante es que son invisibles, es decir, productoras de ignorancia, opacidad e incertidumbre. De eso se concluye que «la oscuridad y la ceguera son una necesidad absoluta para todos los agentes económicos […] Para que exista la seguridad de alcanzar el mayor bien para la mayor cantidad de gente, no solo es posible sino absolutamente necesario que cada uno de los actores sea ciego a esta totalidad» (ibid., p. 278). Por lo tanto, la libertad de ese sujeto de interés se despliega en una racionalidad basada en la opacidad-ignorancia, «el mundo económico es opaco por naturaleza» (ibid., p. 280). En consecuencia, el gobernante no puede saber más que el individuo movido por el interés y no puede sustituirle en sus decisiones: «No hay soberano económico» (ibid., p. 282). Este es el problema que tiene que resolver el liberalismo: si el soberano no puede gobernar (porque no sabe y no debe interferir en el orden económico) y si el economista no puede sustituirle, entonces, ¿quién, qué y cómo se gobierna? La respuesta la da el surgimiento de una nueva racionalidad de gobierno basada en la observación y administración de la racionalidad de los gobernados. Esa racionalidad de los gobernados es la que debe servir de principio de ajuste a la racionalidad del gobierno. Esto es, me parece, lo que caracteriza la racionalidad liberal: cómo regular el gobierno, el arte de gobernar, cómo [fundar] el principio de racionalización del arte de gobernar en el comportamiento racional de los gobernados (ibid., p. 310). 10 Como muestra Foucault (2009, pp. 287 y ss.) al estudiar las propuestas de Ferguson sobre la sociedad civil y el desarrollo de la historia.
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De ahí que ese arte de gobernar se base en el arte (o racionalidades) de gobierno de sí mismos de los gobernados según técnicas racionales que se enfrentan a un mundo opaco, imprevisible y dominado por la incertidumbre, sobre el que solo se puede saber que no se sabe. Y es en este contexto donde aparecen los mecanismos, técnicas, dispositivos o racionalidades de seguridad de la gubernamentalidad liberal. En el curso de 1977-1978 (Foucault, 2008, pp. 69-72) propone que, a diferencia de otros mecanismos o tecnologías de gobierno, el de la seguridad se basa en acopiar información sobre las regularidades que existen en el comportamiento aparentemente caótico o irregular de la gente (estadística), en calcular (racionalidad) las posibilidades y probabilidades de los distintos sucesos, en enfrentar los daños y peligros que emergen por medio de tecnologías del riesgo que permiten discriminar o diferenciar individuos (riesgo criminal) o situaciones. Según esto, las tecnologías (y racionalidades) de la seguridad son tecnologías que usan el cálculo de riesgo, es decir, una incertidumbre probabilizada. Consideran qué hace la gente y sus regularidades; cómo calcular lo que puede ocurrir y enfrentar los peligrosdaños que acechan; qué tecnologías y racionalidades utilizar. El riesgo resulta la tecnología clave de seguridad en la gubernamentalidad liberal. En el siguiente curso de 1978-1979 se vuelve sobre el tema en dos ocasiones. En una (Foucault, 2009, pp. 72-78), propone que la tesis de la gubernamentalidad liberal es que la libertad no es un dato previo, sino algo que hay que construir porque se halla en peligro (incluso como resultado de la libertad misma o de su búsqueda). De ahí que la libertad necesite, frente a los peligros que encuentra o engendra, seguridad. Libertad y seguridad van de la mano (ibid., p. 74). Y los mecanismos de seguridad consistirán en calcular esos peligros, permitir que se sorteen. Pero puede ocurrir, como ocurre con el Welfare (ibid., p. 77), que las intervenciones a favor de la libertad de los individuos (para que tengan trabajo, alimentos sanos, casa en la que cobijarse, etc.) en situaciones de crisis (consustanciales al régimen económico liberal) se conviertan en pérdidas de la libertad. Así interpreta lo que llama crisis del liberalismo tras la aparición de tecnologías administradoras de riesgos colectivos que acaban siendo contrarias a los imperativos de la gubernamentalidad liberal. De ahí que el neoliberalismo contemporáneo opte por la descolectivización de los riesgos y su privatización; cada cual debe hacerse cargo de sus propios riesgos y tomar las decisiones de cobertura que considere oportunas; el Estado no debe seguir siendo la Gran Aseguradora (ibid., pp. 154-155); en consecuencia, la opacidad, la ignorancia y la incertidumbre han de ser reconocidas y asumidas como condiciones necesarias para que la libertad y el gobierno liberales sean posibles. Los seguidores de Foucault más relevantes en este campo siguen, profundizan, tal vez complementan y en algunos casos desarrollan de forma creativa las propuestas fundamentales. Me centro solo en dos, tan distintos como interesantes: François Ewald y Pat O’Malley. Ewald (1986) estudia la emergencia del Estado social en Francia y la conversión del riesgo individual del primer liberalismo en el riesgo colectivo administrado por la gran asegurada en la que se convierte el Estado. Más adelante en su carrera, Ewald (1996) se adentrará en el estudio de la innovación que tras la crítica al Estado social y su principio
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de solidaridad supone la emergencia del principio de precaución y una nueva racionalidad de la seguridad ligada a la imprevisibilidad y la incertidumbre. El viaje de las técnicas de gestión y aseguración del riesgo parece acabar en (o por lo menos verse acompañado por) la reafirmación de la incertidumbre, la incalculabilidad y la limitación de las tecnologías de administración racional. Por su parte, Pat O’Malley, más cercano a los saberes genealógicos y al nominalismo del maestro, opta por estudiar los avatares de las relaciones libertad/ seguridad en la gubernamentalidad neoliberal, destacando el surgimiento del nuevo prudencialismo (O’Malley, 1992 y 1996) —ligado a la conversión del sujeto en un actor exclusivamente económico que se administra a sí mismo como si administrara una empresa y sus riesgos— y la aparición de nuevos espacios de libertad/seguridad en los que no funcionan las racionalidades del riesgo, sino dispositivos para enfrentar la incertidumbre. Para los nuevos sujetos del liberalismo —no para los sujetos de tal o cual política, sino para todos los sujetos liberales— la incertidumbre no debe temerse o reducirse, sino que ha de ser celebrada y adoptada. Las volátiles relaciones del liberalismo con el riesgo y la incertidumbre sufrieron un dramático giro a partir de mediados de los ’70. La pregunta crucial para nosotros no es simplemente si «la incertidumbre nos hace libres», sino más bien «qué tipo de incertidumbre nos hace qué tipo de seres libres [what kind of free]» (O’Malley, 2015, p. 28; cursivas nuestras).
No es que de la gubernamentalidad liberal del riesgo se haya pasado en bloque a la nueva gubernamentalidad neoliberal de la incertidumbre. Riesgo e incertidumbre son viejos amigos que continuamente están redefiniendo sus relaciones. Si la libertad que se busca necesita de la incertidumbre para ser vivida, la seguridad por su parte necesita de las tecnologías del riesgo. No son estadios que se sucedan, sino caras de una realidad compleja. Como el foucaultiano O’Malley (2004, pp. 21-26) es nominalista, subraya que las racionalidades del riesgo y la incertidumbre difieren entre sí y son además plurales. Hay múltiples tecnologías del riesgo y múltiples tecnologías de la incertidumbre que coexisten en la sociedad contemporánea y permiten enfrentar su opacidad/ignorancia de fondo. El analista debe especificar en cada caso de qué racionalidad de riesgo11 o de incertidumbre12 se trata y con qué consecuencias de gobierno de sí. 1.3.3. Luhmann: incertidumbre y comunicación de la ignorancia En otras coordenadas se sitúa la línea de investigación de Niklas Luhmann. La pregunta no es si podemos reorientar en el sentido de un humanismo cos11 Distingue al menos cuatro tipos de tecnologías del riesgo separados por diferencias no desdeñables: riesgo de aseguración, riesgo clínico, riesgo epidemiológico y riesgo actuarial (O’Malley, 2004, pp. 21-26). 12 Distingue también cuatro tipos de incertidumbres: incertidumbre precautoria, incertidumbre prudencial, incertidumbre diagnóstica e incertidumbre empresarial o del emprendedor (O’Malley, 2004, pp. 21-26).
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mopolita la crisis ecológica, como Beck, o si podemos establecer técnicas y racionalidades que aseguren nuestra libertad frente a los mil peligros que la acechan, pero sin agotarla o negarla, como supone la gubernamentalidad liberal y neoliberal que estudian los neofoucaultianos. Lo que Luhmann propone es que aceptemos de una forma radical e incondicional la incertidumbre en la que vivimos y no caigamos en la ilusión de que con ella seremos libres o que la podremos domar a base de prudencia, democracia y cosmopolitismo naturalista. Lo que al final ocurra no lo podemos saber ni enfrentar a base de estudio y tecnologías. Todo lo más, podremos irlo administrando a base de entendimiento, es decir, acuerdos siempre renegociables. Esos acuerdos responden coyunturalmente a los acontecimientos sorprendentes y peligrosos que se van dando, intentando de esta manera sobrevivir a la opacidad e intransparencia del mundo y su evolución13. Luhmann llega a estas conclusiones de acuerdo con la estricta geometría de su sistema teórico que dicta que las sociedades humanas son sistemas evolutivos observadores que procesan comunicación. Como sistemas, resultan de una distinción que los separa del entorno en el que se sitúan. Ese entorno tiene un gradiente de complejidad que el sistema nunca puede abarcar; es, por lo tanto, siempre opaco para el sistema y, siendo opaco, es consecuentemente incontrolable; sus relaciones son de simultaneidad, pero «simultaneidad significa siempre incontrolabilidad» (Luhmann, 1992, p. 144). Por otro lado, como sistemas evolutivos, están abocados a transformaciones ciegas y sin dirección predeterminada, que resultan de ese juego complejo de mecanismos no armonizados (innovación, selección, reestabilización) al que llamamos evolución. En consecuencia, están arrojados a lo impredecible, la sorpresa, la casualidad14 y, eventualmente, la catástrofe y la desaparición. La evolución es un proceso ciego, nada amable con lo que «crea»; no lo fue con los dinosaurios, no tiene por qué serlo con humanos (Luhmann, 1997, p. 139). Los sistemas sociales son sistemas observadores que generan semánticas a partir de distinciones propias. Estas difieren a lo largo de la evolución en razón de relaciones complejas con los cambios sistémico-estructurales. Pero ha de quedar claro que «toda observación del mundo hace el mundo visible —e invisible» (Luhmann, 1997, p. 71), permite ver lo que se ve e impide ver lo que no se ve. La ceguera es, pues, la otra cara de la observación. De ahí que, como proposición general, el complejo formado por la opacidad, la ceguera, la 13 Para una reconstrucción más sistemática de estas propuestas luhmanianas, véase Ramos Torre (2003). 14 «Llamaremos casual a los efectos que el entorno produce sobre el sistema que no están relacionados con el pasado o con el futuro por medio de disposiciones estructurales. En este sentido, ningún sistema puede evitar las casualidades, ya que ningún sistema tiene la suficiente complejidad para reaccionar “sistemáticamente” a todo lo que le venga. De aquí que la selección estructural deja mucho al azar» (Luhmann, 1991, p. 193).
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ignorancia y la incertidumbre sea una característica definitoria de los sistemas observadores evolutivos situados en entornos de complejidad no abarcable. Lo propio de los sistemas sociales es procesar comunicación. Supone códigos específicos y universales. En consecuencia, la comunicación se diferencia según el sistema en el que opera y plantea siempre el problema de la traducción. Cada tipo evolutivo de sistema social resuelve de forma específica este problema, que fija entonces los límites de lo que se puede notificar, informar, comprender y eventualmente aceptar. La modernidad lo hace en términos propios. Proyectadas estas propuestas de orden muy abstracto y general sobre la actual coyuntura, su especificación depende del contenido que se dé a la modernidad o, dicho de otra manera, de lo que consideremos característico de los sistemas sociales modernos: qué tipo de sistema evolutivo es el sistema social moderno, qué tipo de semántica genera, cómo se procesa la comunicación. Para lo primero, la respuesta a la mano dice que la modernidad supone sistemas sociales diferenciados funcionalmente; para lo segundo, propone que su semántica lleva la marca propia de la observación de segundo orden. Del juego de lo uno y lo otro —o de lo uno con lo otro— emerge, en su variante específica, el problema moderno de la contingencia, la incertidumbre y la ignorancia como marcas peculiares de la modernidad. La observación de segundo orden es propia de la modernidad. Luhmann (1997, p. 110) incluso asegura que es «una variable interviniente» en el proceso evolutivo hacia la diferenciación funcional. Lo propio de ese tipo de observación se retrata así: Se ve lo que se puede designar con determinadas distinciones que especifican ambas partes (por ejemplo: bueno/malo; más/menos; antes/después; manifiesto/latente). No se ve lo que en el contexto de la distinción no funciona ni como una parte ni como la otra, sino como el tercer excluido […] Pero precisamente eso es lo que otro observador (un crítico de la ideología, un psicoanalista, en pocas palabras, un terapeuta) puede a su vez ver y designar […] aunque siempre tan solo como otro observador que solo ve lo que ve y no ve lo que no ve (Luhmann, 1997, p. 61; cursivas nuestras).
La consecuencia lógica de una semántica con esta forma es que todo lo que se pueda decir y comunicar podría haberse dicho o comunicarse de otra manera o incluso podría haber quedado sin ser observado y fuera de la comunicación. El mundo se hace así contingente, pero además se convierte en «una gigantesca black box» (Luhmann, 1992, p. 283) inblanqueable. Ese mundo es además un mundo temporalizado, es decir, constituido en razón de la asimetría entre el pasado (espacio de la experiencia) y el futuro (horizonte de la expectativa). No hay certeza sobre lo que puede ocurrir en el futuro, pues no se puede proyectar sobre él la experiencia pasada. ¿Cómo enfrentar entonces el futuro incierto? En forma de riesgo: «la sociedad moderna representa el futuro como riesgo» (Luhmann, 1992, p. 81). El riesgo aúna exposición a daños eventuales, contingencia, incertidumbre y técnicas
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de decisión basadas en la distinción probable/improbable. No cancela la incertidumbre, pero la amortigua al probabilizarla. Pero el remedio no siempre funciona: su semántica puede ser problematizada y volverse obsoleta. La diferenciación funcional supone la proliferación de sistemas cerrados especializados en una función. Cada uno genera un código propio que hace posible la continuación de la comunicación y la generación de sentido. No hay jerarquía entre sistemas ni centro del que irradie un código de códigos que genere un todo superior a la suma de las partes. El mundo carece de centro y unidad. Cada sistema resuelve específicamente sus problemas, generando a los demás problemas que han de resolver en sus términos. Dicho de forma sintética: […] las semánticas de contingencia de los sistemas funcionales se dan abiertas al futuro. No excluyen que todo lo que se ha aceptado en cada momento también podría ser de otro modo y ser redefinido mediante comunicación. Su propia autopoiesis exige el empleo de operaciones sin certeza última (Luhmann, 1997, p. 117).
El mundo como caja negra encuentra su corroboración en un sistema complejo que también alcanza ese estatuto. La consecuencia es que lo que se comunica es ignorancia, y eso es especialmente relevante en el caso de la llamada crisis ecológica. Nada puede asegurar las consecuencias de lo que se comunica y todo queda pendiente de un acaso que ya no remite a decisiones oscuras de los dioses o la providencia: Hoy tenemos que vivir con perspectivas de futuro extremadamente inciertas, y la incertidumbre no tiene su razón en el plan salvador de Dios, sino en el sistema de la sociedad, que tiene que responsabilizarse de sí misma (Luhmann, 1997, p. 122).
¿Puede así continuar la autopoiesis de los sistemas sociales? ¿No se encuentran abocados a una comunicación oscura y angustiosa en la que solo se puede decir que no se ve lo que no se ve y nada se sabe sobre lo que pueda finalmente ocurrir? El máximo alcanzable es una docta ignorancia, es decir, un saber negativo para el que solo es transparente la intransparencia del mundo: «sin duda no se puede ver lo que no se ve, pero quizá al menos se pueda ver que no se ve lo que no se ve» (Luhmann, 1997, p. 79; cursivas nuestras). ¿Diálogo ya no de sordos, sino de ciegos? ¿No hay amortiguadores de la incertidumbre como supone la ciencia social hegemónica? Según Luhmann, la semántica del riesgo está agotada, ha alcanzado sus propios límites; tal es el caso al enfrentar el futuro de los sistemas tecnológicos complejos (Luhmann, 1992, pp. 217 y ss.) o al enfrentar los procesos globales, complejos y a largo plazo de la llamada crisis ecológica (Luhmann, 1992, pp. 137-138). También se puede pasar revista a otros amortiguadores disponibles: la ética al modo propuesto por Hans Jonas; la racionalización de la acción; los contratos; la imitación y la dinámica de las modas; la cultura y la afirmación de identidades fuertes; las organizaciones. Todos son amortiguadores precarios y abocados al fracaso, según muestra Luhmann (1997, pp. 166 y ss.). Lo único que queda
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es recurrir al entendimiento, es decir, a un saber humilde, provisional, fruto de acuerdos sostenibles hasta nuevo aviso. Lo retrata así15: En la comunicación hay que conformarse más bien con entendimientos, que no comprometen. Pero sí especifican en qué condiciones rigen y qué cambios afectarían a la «base negocial». Esto incluye un estilo social que practique la discreción y no intente apartar de sus convicciones a aquellos que tienen que entenderse, convertirlos o cambiarlos de cualquier modo (Luhmann, 1997, p. 179).
Al final, para hacerla digerible, hay que aguar la comunicación de la ignorancia. En realidad, y tal como concluye, «quizá sea aconsejable empezar la comunicación con la comunicación de la ignorancia, en vez de vincularla dentro y fuera de las organizaciones al mantenimiento de una “illusion of control”» (Luhmann, 1997, pp. 196-197). La reflexividad de la ignorancia se convierte en condición necesaria para la comunicación. 1.3.4. Incertidumbre, sentido biográfico y autenticidad La cuarta línea de investigación es heterogénea, carece de una gramática teórica común. Su centro de atención es la producción de sentido biográfico a partir de experiencias. El sentido en este caso se concibe como la conectividad y vertebración de lo vivido, la significación que se le asigna y su finalidad o meta. El sentido permite convertir un amasijo de experiencias en un despliegue de acontecimientos seguibles y narrables, predicados de un sujeto que se despliega en el tiempo, sin que este lo pulverice o desgarre. La incertidumbre aparece como un problema o una solución; puede, en efecto, ser la forma de la experiencia, y entonces se presenta como algo problemático que bloquea o dificulta la producción del sentido; pero puede ser también una experiencia buscada en sí y por sí misma, que, una vez alcanzada, genera la vivencia no mediada de un sí mismo, que ha sido puesto a prueba en el lance incierto y, como el señor hegeliano, ha vencido a la muerte. En este campo, la incertidumbre tiene dos caras: una como problema responsable del colapso del sentido biográfico; la otra como campo privilegiado para alcanzar una identidad y un sentido plenos. Exponentes de la primera aproximación son las investigaciones de Bauman, Sennett, Castel, Zinn y tantos otros; de la segunda lo son los trabajos de Lyng y de los investigadores que han explorado distintas variantes del edgework (actividad al límite) o del «go for it» (atrevimiento). Según Bauman (2001, p. 32), «el mundo posmoderno se prepara para soportar una vida bajo un estado de incertidumbre que es permanente e irreductible». No se trata de un estado pasajero o superable, ni de un cáncer que lo carcoma y destruya, sino de algo inscrito en sus determinaciones más profundas (el capitalismo flexible, la ruina de los nichos seguritarios tradi15
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Véase también, y en el mismo sentido, Luhmann, 1992, pp. 282-285.
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cionales, la aceleración y la proliferación de tiempos cortos, el consumismo desaforado, la cultura de la obsolescencia permanente) (Bauman, 2001, pp. 32 y ss.). Está, además, dotado de una natural ambivalencia, pues aunque la incertidumbre provoque inseguridad y ansiedad, expresa también la autonomía del ser humano moderno, un valor irrenunciable. De la incertidumbre proporciona este retrato: Son los flujos y reflujos de la suerte, el ascenso y caída de los valores que uno se ha acostumbrado a aceptar, la excentricidad de unas expectativas siempre cambiantes, la volubilidad de las normas que cambian continuamente antes de que acabe la partida, la cacofonía de voces en las que resulta difícil señalar la motivación principal (Bauman, 2001b, p. 219).
Es un retrato en el fondo muy marxiano: todo lo sólido está quebrado y desbaratado; el cambio sin tasa y acelerado es la experiencia dominante; no hay horizonte de futuro fiable; faltan anclajes. La incertidumbre dificulta pues la construcción de marcos de referencia sólidos para contar las biografías de la humanidad posmoderna. Los trabajos de Sennett sobre la corrosión del carácter (2000) y la cultura del nuevo capitalismo (2006) van en el mismo sentido. Según propone, el tipo emergente de trabajador está abocado al riesgo y, en consecuencia, a vivir en la ambigüedad, la inseguridad y la ambivalencia. No es un rasgo coyuntural, sino lo propio de la nueva orientación de la economía. En tales condiciones, se hace difícil la construcción de un núcleo duro de personalidad que actúe como soporte de una vida a contar a los demás o a uno mismo. Hay una conexión firme entre riesgo como situación en el mundo, incertidumbre y a-narratividad: Estar continuamente expuesto al riesgo puede desgastar nuestra sensación de carácter. No hay narración que pueda vencer la regresión a la media; uno está siempre «volviendo a empezar» (Sennett, 2000, pp. 86-87).
Se cancela así el pasado del que uno viene, las expectativas carecen de plausibilidad, se desconectan los episodios, el devenir no es seguible y, al cabo, desaparece el sentido de un final propio del relato biográfico. El riesgo y la incertidumbre hacen que nuestras vidas apenas se puedan contar. En una versión más dramática, las mismas ideas aparecen en Robert Castel, alguien lejano de esta tradición. Traduce al concepto de inseguridad social la experiencia de la incertidumbre. Esa inseguridad consiste en «no poder dominar el presente ni anticipar positivamente el porvenir» (Castel, 2004, p. 40). Resulta de la crisis y desaparición de la sociedad salarial y su sólida institucionalización de un sujeto económico y político asentado en instituciones que proporcionan certeza biográfica. La crisis desatada desde 1970 ha arrastrado la ruina de ese mundo. De ahí la redefinición de la cuestión social: El núcleo de la cuestión social consistiría hoy en día, de nuevo, en la existencia de «inútiles para el mundo», supernumerarios y, alrededor de ellos, una nebulosa de si-
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tuaciones signadas por la precariedad y la incertidumbre del mañana, que atestiguan el nuevo crecimiento de la vulnerabilidad de masas (Castel, 1997, p. 465).
Con todo, la tendencia a la dramatización de la incertidumbre tan propia de las aproximaciones de Bauman, Sennett y Castel16, no es universal. Zinn (2004), por ejemplo, no apuesta por el remolino de lo incierto como destino de la humanidad actual, sino más bien por adentrarse en el estudio de las variantes de conexión entre certeza e incertidumbre; son muchas y obtienen resultados muy distintos. Pero quien da la vuelta completa a este tipo de indagación es Lyng (1990, 2008 y 2014) y la línea de investigación sobre las distintas manifestaciones del edgework; próximas están también las indagaciones sobre el «go for it» o atrevimiento (Parker y Stanworth, 2005), atentas a los aspectos positivos o gratificantes de la experiencia del riesgo y la incertidumbre. Edgework es traducible como actividad o experiencia al límite o extrema. Es un término que se creó en el campo del periodismo para dar cuenta de experiencias radicales con las drogas (Lyng, 1990, 2008 y 2014). Más tarde se fue extendiendo hasta abarcar un amplio espectro de actividades relacionadas con el ocio (deportes de alto riesgo), los trabajos peligrosos (piloto de pruebas), actividades profesionales con productos de alto riesgo (mercados financieros), criminales que juegan con las emociones y la excitación del crimen y sus incertidumbres, además de jóvenes (y no tan jóvenes) que viajan por las drogas. Se trata de un conjunto muy heterogéneo de prácticas, pero con un aire de familia: son escogidas libremente por el riesgo y la incertidumbre que las dominan; suponen un reto personal; exploran siempre el límite; en todas ellas, se plantea el problema del control, ya sea técnico, corporal o emocional; jugándose literalmente la vida, sus practicantes dicen estar en contacto con lo sublime, lo inefable, la prueba en la que se puede perecer, la ruptura con la cansina cotidianeidad y, desde luego, la apertura a la experiencia de lo auténtico, lo más propio, el yo profundo sin nosotros. En esas experiencias se enfrenta el peligro que puede aniquilar pero que, una vez superado, libera el orgullo de uno mismo como vencedor de la muerte. Aquí la incertidumbre de lo que pueda ocurrir no es un obstáculo para el sentido, sino justamente la fuente dadora de sentido, lo más preciado, el certificado de la propia excelencia. Al proponer su interpretación, Lyng (1990 y 2008) baraja una serie de explicaciones: el edgework se busca como experiencia de compensación (frente a la alienación o la grisura de la vida burocrática) o como experiencia de plena comunión con el mundo de riesgo en que vivimos, pues si todo es riesgo y la incertidumbre nos cerca, lo más adecuado es explorar esas experiencias, llevadas al límite, de forma voluntaria. El concepto cercano de «go for it» o atrevimiento (o echarse pa’lante) explora otras experiencias «positivas» del complejo riesgo/incertidumbre 16 En el mismo sentido, uniéndola al miedo y la desesperanza, Boaventura de Sousa Santos (2016) examina la incertidumbre actual.
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(Parker y Stanworth, 2005). En este caso, sobresale el aprecio colectivo que suscitan ciertas prácticas en las que, para ayudar a los demás, uno se pone en peligro. El que se arroja al mar para salvar a un desconocido, sin estar profesionalmente obligado a hacerlo, pone en peligro su vida, pero no al modo del edgework, para tener una experiencia auténtica, sino en cumplimiento de normas y valores socialmente apreciados, pues ser valiente es la virtud más alta que pueden alcanzar los humanos. Aquí de nuevo, el enfrentamiento con la incertidumbre y eventualmente la muerte no nos sustrae al sentido, sino que proporciona sentido y plausibilidad a la propia vida, que puede ser después relatada como vida de un héroe. En todos estos casos de edgework y atrevimiento o arrojo, el actor se enfrenta a la incertidumbre, pero siempre como algo buscado o no eludido, que promete sentido y reconocimiento social. Quien así se arriesga se siente un elegido que ha dominado el miedo y en la vivencia de la incertidumbre se descubre a sí mismo o consigue el pleno reconocimiento social. 1.3.5. Ciencia, tecnología e incertidumbre La incertidumbre ha sido objeto típico de atención en la sociología de la ciencia y la tecnología. Concebida tradicionalmente como un obstáculo transitorio o de paso y siempre superable, en las últimas décadas ha pasado a concebirse como un rasgo permanente e ineliminable del universo de la tecnociencia. Esto hace que haya que replantear su estatuto. En contra del optimismo prometeico, ahora reconocemos que las tecnologías están abocadas típicamente al error; las tecnologías del riesgo también (Feudenburg, 1992); incluso las aparentemente más calibradas y seguras (petro-química, nuclear, espacial, etc.) no pueden descartar, por mucho que se sofistiquen y metacontrolen, el accidente de alcance muchas veces catastrófico. En realidad, como sentenció de forma brillante Perrow (2009), el accidente es normal, incluso allí donde reinan los protocolos garantistas. Si esto es así, entonces la incertidumbre que rodea a los constructos tecnológicos va más allá de los cálculos de probabilidades del riesgo y resulta indomable. A una tecnología de lo incierto corresponde fielmente una ciencia que se reconoce en la incertidumbre. Jasanoff (2003) la denomina ciencia humilde, Wynne (2002), ciencia híbrida y en proceso, Funtowicz y Ravetz (1993), ciencia posnormal. Es una ciencia incapaz de cumplir sus promesas: reducir lo complejo a lo simple, redescribir el universo en términos deterministas y de control, separar juicios de hecho y juicios de valor; guiar con seguridad la acción en un universo progresivamente domado por el saber-hacer de los expertos. El programa ha fracasado y con él sus promesas de certeza. En efecto, lo complejo no se deja reducir y reaparece una y otra vez; últimamente, con el problema del cambio climático, de forma irrefutable (Shackley, Wynne y Waterton, 1996; Wynne, 2005). Frente al ideal de la necesidad legaliforme y el determinismo,
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la indeterminación se reafirma. Debemos distinguir aquellos casos en los que podemos afirmar con certeza algo de aquellos otros en los que podemos tan solo fijar sus probabilidades (cálculos de riesgo) o tan solo distinguir lo posible de lo imposible (cálculo de incertidumbre) o, aun menos, declarar nuestra ignorancia o incluso, yendo más allá, limitarnos a temer la ignorancia de nuestra ignorancia (Wynne, 1992; Funtowicz y Ravetz, 1983; Groves, 2009); no se trata de estaciones de paso, sino de incertidumbres irreductibles que reaparecen cuando se intenta eliminarlas. Tampoco parece clara la distinción hechos/valores. El saber científico y sus tecnologías emergentes están llenos de sociedad, es decir, de modelos de lo humano, de lo correcto/incorrecto, de la sociedad ideal a la que aspiramos. De ahí que sea un saber híbrido, que no cumple su ideal de pureza por el que los hechos hablarían por sí mismos y nos pondrían a sus órdenes (Sluijs et al., 1998). En consecuencia, la distinción experto/lego no se sostiene. La razón es que los expertos saben menos de lo que dicen saber y no les queda más remedio que reconocer la incertidumbre que rodea a sus juicios cuando las cosas, como siempre ocurre, devienen problemáticas (Wynne, 1996). En definitiva, y reconducido a los términos de Funtowicz y Ravetz (1983 y 1992), lo que problematiza al viejo ideal de la ciencia newtoniana (e incluso a la ciencia aplicada y la consultoría profesional, tal como han sido tradicionalmente concebidas) son las situaciones recurrentes en las que los hechos que se estudian son complejos e inciertos (cambio climático, energía nuclear), muchos e inconciliables los valores (políticos, económicos, morales) en disputa, lo que está en juego (salud, bienestar, humanidad, naturaleza) es muy relevante y las decisiones son urgentes y no se pueden posponer. En tales casos, hay que optar por la ciencia que denominan posnormal, en la que se aborda una incertidumbre que ya no es técnica (como en la ciencia aplicada) o metodológica (como en la consultoría profesional), sino epistemológica, lo que supone que nos situamos más allá de la frontera de la ignorancia o incluso barruntamos que nos cerca la ignorancia de la ignorancia. Es obvio que entonces los principios de decisión tradicionales de la ciencia y el saber experto quiebran y hay que ir más allá de la comunidad de pares y establecer nuevos estándares de calidad del conocimiento. La práctica científica, como la construcción social de la verdad, queda replanteada en profundidad. Los estudios actuales de la ciencia y la tecnología destacan, además, que el complejo del no saber que forman la incertidumbre y la ignorancia no es algo con lo que la ciencia se tope, sino algo que ella misma construye. La corriente de estudios de la denominada agnotología (Proctor y Schiebinger, 2008) tiene por objetivo desvelarlo. Los estudios agnotológicos conectan con una tradición que se remonta por lo menos a Simmel (1977)17 y fue retomada en la sociología de mediados del siglo xx (Moore y Tumin, 1949; Schneider, 1962). 17 Los análisis sobre el secreto, la ocultación y la ignorancia de Simmel se orientan hacia el estudio de la vida cotidiana, especialmente, la conformación de la individualidad y la privacidad. Se situaría, pues, en la estela de los estudios de la incertidumbre/ignorancia identitario-biográfica.
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Estudia el papel social de la ignorancia y conceptos afines18. Según Smithson (2008a, p. 209), se basa en cuatro presupuestos principales: a) la ignorancia se construye socialmente; b) no es necesariamente un aspecto negativo o defecto de la experiencia humana; c) no siempre supone una desventaja para quien la sufre o vive; d) no es marginal o rara, sino omnipresente y central en la vida social (véase también Ramos, 2014). En esta línea, la perspectiva agnotológica distingue especialmente la ignorancia selectiva de la ignorancia estratégica (Proctor, 2008)19. La selectiva resulta de una atención centrada exclusivamente en un objeto (o un aspecto o determinación de un objeto) que lleva a dejar de lado o desatender otros objetos o aspectos que, en otros contextos, son relevantes o atendibles. Un caso muy general es lo que, en el campo de la antropología, Kirsch y Dilley (2015) llaman régimen de ignorancia y, en el campo de la epistemología, KnorrCetina (1999) denomina conocimiento negativo —que no es desconocimiento sin más, sino lo que se deja de lado en razón de las atenciones epistémicas que se brinda a alguna otra cosa; los economistas lo llaman conocimiento cerrado (Gross, 2007) o, en términos más generales, ciencia sin hacer (science undone; véase Frickel et al., 2010), es decir, un capítulo del saber científico sin abordar o desarrollar por atender a otros, ignorando las peticiones de quienes reivindican su relevancia. Por su parte, la ignorancia estratégica comporta una desatención deliberada, buscada. McGoey (2013, p. 562) la presenta como «el rechazo deliberado a conseguir evidencia contrastada o concluyente que pueda ser contraproducente de cara a objetivos individuales u organizacionales». En otra de sus variantes, se denomina conocimiento prohibido (Frickel et al., 2010, p. 461), que aleja la atención científica de temas tabú, conflictivos o políticamente sensibles. Hess (2015) la presenta como una ciencia que se queda sin desarrollar, ya no por una atención sesgada y unilateral a algún otro objeto, sino a sabiendas y a propósito, por razones de poder o de interés. En algunos contextos, Rayner (2014) los denomina saberes incómodos que se dejan de lado para que no interfieran o incomoden. En el campo de estudios sobre la salud, la crisis ecológica y el cambio climático, distintos trabajos (Oreskes y Conway, 2018; Elliot, 2011; Michaels, 2008) muestran la relevancia de esta estratégica producción de la incertidumbre y la ignorancia20. La otra cara, nada desdeñable, del asunto es el derecho a ignorar, tan relevante en algunos espacios de la salud (véase Wehling, 2015), cuya base, utilizando la terminología de Kirsch (2015), es una epistemofobia extendida y relevante en el mundo contemporáneo. 18 En esta perspectiva, Ungar (2008) propone que en realidad vivimos en la sociedad de la ignorancia. 19 Proctor distingue también la ignorancia originaria, que constituye el punto de partida. Una de sus variantes pudiera ser la ignorancia temporalizada de la que habla Caduff (2012) en su estudio sobre la investigación de enfermedades víricas. 20 En un sentido parecido se pueden interpretar los datos proporcionados por Schüll (2015) sobre el cultivo de la incertidumbre por parte de los jugadores de póker on line.
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En definitiva, en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, la incertidumbre cobra importancia. En unos casos, como incertidumbre que, en contra de las pretensiones de la concepción hegemónica de la ciencia, sale al encuentro y acaba problematizándola y redefiniéndola; en otros, y también en contra de la concepción ingenua, porque resulta que la ciencia, en su práctica real de producción, no siempre dedica sus esfuerzos a descartar lo incierto, sino más bien, y por razones pragmáticas distintas, a producirlo. Los debates actuales sobre el cambio climático y el papel de la tecnociencia ponen esta doble presencia de la incertidumbre: obstáculo que emerge, en ocasiones, y construcción, en otras (Sluijs, 2005 y 2012).
1.4. Conclusiones Este recorrido selectivo por los dominios de la incertidumbre en la ciencia social actual permite alcanzar algunas conclusiones sobre los contextos, los significados y las políticas de la incertidumbre. Que la incertidumbre sea relevante en contextos muy variados es obvio (Smithson, 2008b). Aparece como determinación general estratégica de la modernidad reflexiva (Beck), la gubernamentalidad liberal (foucaultianos) o los sistemas funcionalmente diferenciados que procesan comunicación (Luhmann). También aparece como determinación crucial cuando se da cuenta de la vida cotidiana (Bauman, Zinn) o de la esfera laboral (Sennett, Castel) o del espacio del ocio y algunas prácticas profesionales (Lyng). Así mismo se destaca cuando se analiza aspectos variados de la tecnociencia (Funtowicz, Ravetz, Wynne, Proctor). En todos estos ámbitos la incertidumbre aparece como forma u objeto de la experiencia. Y siempre se trata de algo presentado como rasgo mayor o distintivo de la sociedad contemporánea. La incertidumbre es ubicua y estratégica. Las diferencias relevantes surgen cuando se pasa de los contextos a la semántica de la incertidumbre. En este caso, cabe hacer múltiples consideraciones. La primera es que, aunque en todos los casos se subraye su doble cara práctico-cognitiva, en unos aparecen más destacados sus aspectos prácticos o pragmáticos, mientras en otros se destaca el plano propiamente cognitivo. La diferencia es de énfasis, pues siempre aparece la doble cara del conocimiento y la acción. En este contexto, se subraya también la relevancia de los componentes emocionales (la seguridad ontológica o la confianza) para enfrentarla (Zinn, 2006 y 2008a). Una segunda consideración destaca que la incertidumbre recibe connotaciones enfrentadas. En los críticos de la inseguridad, de la amenaza tecnoecológica o de la ciencia sin hacer, la incertidumbre se connota siempre negativamente, de forma que es algo que hay que paliar, compensar o superar; por el contrario, para la mentalidad gubernamental liberal o para los practicantes de deporte de ocio o para los simmelianos constructores de la privacidad o incluso para los críticos de la ciencia tradicional, la incertidumbre es algo positivo que hay que reivindicar y apreciar. En cualquier caso, lo implícito es que
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la incertidumbre es ambivalente. De fondo, aparece también la idea de que no hay incertidumbre que esté absuelta de cualquier certeza, ya sea algo que la complementa (los amortiguadores y anclajes de Luhmann), ya algo que la convierte en una experiencia llena de sentido (Lyng, Parker y Stanworth). Una tercera consideración resalta que, aunque es posible ubicar cada caso de incertidumbre/ignorancia en alguna de las casillas tipológicas antes propuestas (ya propiamente en el campo de la distorsión, ya en el de la incompletud), es evidente que en general el concepto en uso se sitúa a caballo de dos o más de los tipos deslindados o va fluctuando entre ellos. Una investigación ulterior y centrada en material cualitativo debería mostrar si y hasta qué punto los distintos casos de incertidumbre práctico-cognitiva se relacionan de forma preferente con alguna de las variantes de la distorsión y la incompletud. Una cuarta consideración destaca que si atendemos al juego de los conceptos propuestos en la tipología, dos relaciones cobran protagonismo. Por un lado, son recurrentes las propuestas que diferencian, y a la vez relacionan, el riesgo y la incertidumbre en sentido restringido. Por otro lado, continuamente se dan deslizamientos entre el campo general de la incertidumbre y el propio de la ignorancia propiamente dicha, en sus distintas variantes. Tal como se propuso, el riesgo21 toma en consideración incertidumbres a las que se asigna probabilidades; por el contrario, en las investigaciones revisadas, cuando se habla de incertidumbre se descarta la probabilización y se pone el énfasis en la distinción posible/imposible. Esto propone la amplia literatura económica sobre riesgo e incertidumbre que arranca de la obra de Knight (Greer, 2000) y llega hasta la actualidad (Kessler, 2015; Beckert y Bronk, 2018)22, y que, además, tiene una importante presencia en las discusiones medioambientales académicas (Löfstedt, 2011) e institucionales (Comisión, 2000; Mastrandrea et al., 2010). Parece que la relación entre incertidumbre e ignorancia se resiste a un dibujo claro y estable, ya por ser la incertidumbre un tipo de ignorancia menguada, ya por ser la ignorancia un caso de incertidumbre sin límites23. En consecuencia, la indagación que comienza con una se puede deslizar con facilidad (tal vez por razones retóricas) hacia la otra. Si Beck descubre detrás del aparente control de lo incierto de las técnicas del riesgo una incertidumbre desatada lindante con la ignorancia, Luhmann encuentra en el mismo fenómeno la emergencia de una ignorancia difícil de comunicar. En realidad, el trío riesgo-incertidumbre (en sentido amplio y restringido)-ignorancia es el verdadero protagonista de las historias contemporáneas sobre la incertidumbre. 21
Sobre la compleja semántica del riesgo cfr. Ramos y Callejo (2018). El tema es relevante en la literatura sobre los mercados financieros y sus crisis recurrentes (véase Appadurai, 2017, pp. 306-333; Zaloom, 2004); también lo es en la nueva sociología de los mercados financieros que enfatizan la performatividad (Callon, Millo y Muniesa, 2007, y McKenzie y Millo, 2003). 23 Samimian-Darash (2013) propone distinguir la incertidumbre (de lo) posible de la incertidumbre (de lo) potencial. La segunda sería propiamente una incertidumbre precipitada en ignorancia. 22
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Por último, la incertidumbre plantea siempre el problema de la acción: ¿qué podemos o debemos hacer en un mundo poblado de incertidumbres? La respuesta liberal, tal como la desvelan los análisis foucaultianos, es clara: debemos preservarla e incluso ampliarla, pues solo en su marco podemos ser libres. Alguna variante de las reflexiones posmodernas sobre el tema tienen el mismo tenor; más que en Bauman, pienso en Lipovetsky (1986 y 1990), que también celebra la experiencia de la incertidumbre. Lo mismo, según se ha podido comprobar, ocurre en el caso de los análisis del edgework y el atrevimiento. Pero no todo es celebración y complacencia. Una línea de respuestas remite el problema a la reflexividad: Beck en su versión ilustrada-emancipadora; Luhmann en su vertiente tragi-cómica que se limita a una reflexividad de la aceptación de un destino que puede ser trágico (somos cajas negras y el mundo lo es también), pero que también se puede quedar en comedia (al final negociamos una y mil veces algún acuerdo válido hasta nuevo aviso). Otra línea de respuestas es la que emerge en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. Por un lado, se acepta el reto que induce a observar críticamente la tecnociencia y sus incertidumbres camufladas, desvelándolas; por el otro, se anima a aplicar el principio de la incertidumbre a la incertidumbre misma, pues esta puede ser el subproducto de intereses que ocultan, desbaratan o enredan lo que sabemos o podemos saber.
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2. La sombra de la incertidumbre1
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2.1. Presentación El texto que se presenta tiene por origen una frase del sociólogo Zygmunt Bauman —«la única certeza es la incertidumbre», recogida ampliamente por los medios de comunicación— y está estructurado en tres escalones, que intentan buscar acomodo de la incertidumbre en la práctica sociológica. El primero se centra en la caracterización de la sentencia y un sondeo en las consecuencias que tiene sobre aspectos muy generales de la práctica sociológica. Es el escalón de la justificación de la selección. El segundo escalón apenas apunta una esquemática e inicial reflexión sobre la capacidad de una frase así en el diálogo de algunas corrientes sociológicas centrales en la actualidad. Así se pone el acento en que tal afirmación de incertidumbre absoluta es incompatible con uno de los conceptos sociológicos vertebrales, como es el de reflexividad, tal como es apuntado por Giddens (1991a). Por último, atiende a las reflexiones de Alfred Schütz sobre la relevancia, ya que permiten una fijación de la incertidumbre en los mundos sociales, aproximándonos así a una descripción y tipificación de los procesos sociales en los que se convive con ella. Se acentuará aquí la idea de que el sentido de la incertidumbre se encuentra en un sedimento de certezas, que, a medida que la propia incertidumbre aumenta, mayor relevancia cobran. Desde tal marco, no solo se reclama la relatividad de la incertidumbre, sino que se intenta establecer: a) el vínculo existente entre certezas e incertidumbres en los mundos sociales; b) el carácter dominante y prioritario de las certezas, tanto para la acción de los sujetos como para ser el foco de la observación sociológica; c) el sentido sociológico de la incertidumbre en las certezas existentes en los distintos mundos sociales en conflicto.
2.2. «La única certeza es la incertidumbre» La frase rezuma autoridad, un tono de rotundidad, coherente parcialmente con la caracterización formal de certeza de Wittgenstein (1995) como tono. 1 Quiero agradecer muy sinceramente los sabios y amables comentarios que el original de este trabajo recibió de los coordinadores del texto, debiéndose a ellos la mejora sustancial del mismo. 2 TRANSOC-UNED.
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La certeza es un tono, nos dice. Cabría caracterizar de la misma manera a la incertidumbre. También es un tono, aunque sea un tono de otro tipo. Dado el carácter escalar del término tono, podrían situarse certeza e incertidumbre en un más o menos. Como dice Antonio Machado: «todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos»3. También cabe concebir a ambos polos como saberes. La certeza es un saber que se sabe. La incertidumbre, un saber que no se sabe o, al menos, que no se sabe lo suficiente, manteniendo ese tono gradual. Un no saber que no se sabe carecería de tal materialidad tonal. En todo caso, con esa rotundidad de la frase, podría traducirse a un «sé que sé que se sabe que no se sabe», pues parte de una certeza, aunque se considere única, exclusiva y excluyente, que escinde el mundo entre el que sabe que sabe (el experto-experto poseedor de este saber único) y el resto del mundo que sabe que no sabe, incluyendo al resto de expertos, que saben que no saben lo suficiente. Afirmaciones en las que, si el emisor es situado dentro del enunciado, pues también es sociedad y concreta un mundo social, emergen paradojas del tipo: solo sé que no sé nada, que tanto recorrido ha dado a la filosofía. Bauman ha hecho referencia a su saber que sabe que no se sabe a lo largo de su larga trayectoria. Es más, pudiendo considerarse el núcleo de sus últimas obras, él mismo apunta que estaba presente en obras anteriores. De hecho, es uno de los argumentos protagonistas en Ambivalencia y Modernidad (Bauman, 1993). Aquí, la frase es destacada por varios medios de comunicación (La Vanguardia, El Periódico4). Teniendo en cuenta cómo funciona el sistema de la comunicación mediada institucional, la comunicación masiva, la repetida selección de esta frase para su difusa publicación tiene por expectativa una amplia capacidad para atraer la atención de la audiencia. Tiene expectativas de eco y credibilidad, más allá de una reflexividad que parece mantener atenta a la sociedad sobre lo que la sociología dice, porque se presume, a la vez, novedosa y acertada en su descripción. Porque parece atinar con algo que se espera que se diga o con algo que, con otras palabras, se dice ya entre esa audiencia/sociedad. Se espera una especie de enlace emocional con lo dicho, bajo el atractivo de una frase que ubica la incertidumbre en el mundo de vida (life-word) de los sujetos. Cuando la frase es seleccionada por su autor y, en clave de selección de la selección, por parte de los medios de comunicación, es porque se espera que fije la audiencia, que el medio de comunicación consiga la capitalización de la audiencia (Callejo, 2018). La incertidumbre nos interesa como sociólogos, especialmente como vivencia extendida en nuestras sociedades-objeto; pero a una sociología aplicada también le interesa cómo se gestionan certezas e incertidumbres en el marco de los requerimientos de los receptores de nuestras comunicaciones —informes, artículos, declaraciones—, lo que hacen con las certezas y las 3 «Es el mejor de los buenos / quien sabe que en esta vida / todo es cuestión de medida: / un poco más, algo menos», Antonio Machado, Proverbios y Cantares (Campos de Castilla). 4 Inicialmente a partir de entrevistas publicadas poco después de recibir el Premio Príncipe de Asturias 2010. Después, reproducidas al hilo de su fallecimiento.
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incertidumbres recibidas. Algo que conduce a los contextos en los que se desarrolla la investigación, a cada caso concreto de la investigación empírica; pero parece que puede asumirse que, en todo caso, se nos demanda algún tipo de expresión de certeza. El propio Bauman es consciente de ello y ofrece certeza, aun cuando sea la certeza de la incertidumbre5. La expectativa que revelan los medios de comunicación con respecto al concepto de incertidumbre denuncia la intención de captar una especie de espíritu del tiempo, de fijar sentimientos o emociones compartidas en un único y expresivo término, al modo como Stuart Hughes (1972) aborda la crisis de la conciencia burguesa entre finales del siglo xix y principios del siglo xx. Pero, sobre todo, es una sentencia pronunciada desde lo que niega, desde la certeza, poniendo de relieve la situación de comunicación: de un experto se esperan certezas. A la expresión, tan apropiada para los medios de comunicación, ha de reconocérsele fuerza retórica. Tanto en lo que tiene que ver con la firmeza como por estar realizada desde una posición preferente, sea esta la de quien ha puesto en marcha procedimientos, mecanismos o instrumentos de observación, de los que carecen otros, o de quien tiene capacidades para observar de forma diferente. De lo contrario, ¿qué legitimidad existe para hablarnos de esa manera tan firme? Aquí es la atribución de tal capacidad. Una capacidad para gestionar precisamente la incertidumbre. El sistema experto es el que gestiona las incertidumbres: absorbe6 incertidumbre y devuelve certezas; absorbe certezas y devuelve incertidumbres. Siguiendo la estela7 de Bachelard (2000) y Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1976), Funtowicz y Ravetz (2000) diferencian tres niveles de gestión de la incertidumbre. El primer nivel es el técnico, el de las rutinas y centralizado en el aseguramiento de la adecuación de los procedimientos de producción de la información relevante para la ciencia. Toda aplicación de la técnica tiene una sombra de incertidumbre, pero no se puede prescindir de la técnica para hacer ciencia, 5 Merece la pena resaltar que aquellos textos de Bauman que abordan una acotada realidad, como ocurre con los relativos al consumo (Bauman, 1999; 2005; 2007a), no dejan sitio a la incertidumbre del observador, quedando reducida a mínimos rasgos en la descripción de los observados (Bauman, 2007a, pp. 69, 146 y 154) y utilizando resultados de estudios sociológicos más o menos convencionales —a partir de encuestas con cuestionario estandarizado— sin sombra de incertidumbre (Bauman, 2007a, p. 12). Parece que cuando su foco se aplica a campos concretos, convirtiéndose en una especie de sociología aplicada, la sombra de la incertidumbre casi desaparece, tanto en observados, donde no aparece el término en el amplio capítulo dedicado a los consumidores de la modernidad líquida de Liquid Life (Bauman, 2005), ni en los dedicados a este campo en Postmodernity and its Discontents (Bauman, 1997), como, sobre todo, en observador, a pesar del lugar preferente que se da a la incertidumbre, hablando de rendición a la incertidumbre (Bauman, 1997, p. 21) o calificándola de incurable (Bauman, 1997, p. 183). Cuando se aborda la acotada realidad del consumo, el observador incluso se ufana de descubrir las leyes «ocultas» (sic) de la sociedad de consumo —«la capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles» (Bauman, 2007a, p. 26), «la lucha por la desigualdad se ha convertido en el motor de la producción de masas y el consumo de masas» (Bauman, 2005, p. 24) —o se embarca en predicciones: siempre habrá pobres (Bauman, 1999). 6 A lo largo del texto y salvo la evidente excepción que se manifestará en su momento, la acción de absorción se entiende principalmente como la que realizan los amortiguadores de los vehículos: amortiguar las radiaciones derivadas de rodar por superficies irregulares. 7 En las ciencias sociales españolas, es Jesús Ibáñez (1979) el que toma estos postulados.
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pues «un concepto se ha tornado científico en la proporción que se ha tornado técnico, en la medida que es acompañado por una técnica de realización» (Bachelard, 2000, p. 74). Aquí, las certezas prácticas, del haber desplegado la técnica como se prescribe hacerlo, como si, a su vez, el observador se convirtiese en un apéndice instrumental —sin decisiones— del instrumento, anteceden a las incertidumbres derivadas de las aplicaciones de la técnica y las absorben. Tomando el ejemplo de la estadística, como hacen los propios autores, la constatación de la adecuación en la aplicación de los procedimientos de producción de los registros antecede a las incertidumbres derivadas de los procedimientos de estimación. La constatación de la correcta aplicación de un diseño muestral aleatorio se convierte en el marco de certeza desde el que establecer parte del rango de incertidumbre de la estimación. En situaciones en conflicto, la función de la ciencia tiende a quedar reducida a este nivel, a asegurar la calidad de los instrumentos y procesos de producción de la información (Funtowicz y Ravetz, 2000, p. 31). Por ello, el trabajo de toma de muestras ocupa un lugar tan relevante (Latour, 2016), aun cuando en la mayor parte de las ocasiones no es puesto en cuestión, de manera que la asunción del funcionamiento «normal» de los instrumentos absorbe incertidumbre, devolviendo certeza sobre los registros. Subrayar tan solo que en este nivel se trata de la correcta aplicación del instrumento, no de la adecuación de su selección, ni de su diseño específico, para una observación concreta, pues esto pertenece al segundo nivel de gestión de la incertidumbre. El segundo nivel de gestión de la incertidumbre es el metodológico. Es el referido a la destreza de la práctica y al manejo y valoración de los aspectos de la información. Un manejo que incorpora el conocimiento acumulado, en buena medida como disciplina; pero, también, de una forma más personalizada, como trayectoria profesional. La calidad técnica se integra en la calidad profesional, pues ha de valorar la calidad de la información dada por los instrumentos de producción y análisis de registros, de manera que predomina el juicio, aunque, como dicen Funtowicz y Ravetz (2000, p. 43), se emplee algún cálculo, que, con frecuencia, ofrece resultados insuficientemente precisos para lo que exigen las decisiones (Funtowicz y Ravetz, 1990). Es más, se emplee un cálculo u otro procedimiento, si se confía en la mediación profesional-metodológica, no se cuestionará la caja negra utilizada (Latour, 1992). Este nivel metodológico adquiere importancia estratégica cuando se inserta en procesos de decisión, especialmente en contextos en conflicto sobre la definición de un problema y su solución, pues es el engarce entre la valoración del nivel de gestión de la incertidumbre en el nivel anterior —y, por lo tanto, entre el nivel de certeza de ese nivel técnico, pasando el científico a ser garante de la correcta aplicación de los instrumentos de registro y análisis de la información— y la interpretación de los campos de acción posible dentro de un imperativo pragmático, tomando la forma de recomendaciones. El nivel metodológico tiene en cuenta consecuencias pragmáticas de la gestión de la incertidumbre. Proyectándose en el siguiente nivel, ofrece la relación entre la acción posible y las certezas/incertidumbres de este nivel metodológico. Desde tal posición intermedia —y mediadora en muchos conflictos sociales,
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como ocurre con la figura de los científicos en los conflictos medioambientales, de los economistas en los conflictos por la distribución de los recursos (pensiones, por ejemplo), de los sociólogos en los conflictos sobre políticas sociales (renta mínima, por ejemplo)—, cuando la interpretación de tales campos de acción está saturada de incertidumbre, convirtiéndose en inmanejable, se tiende a proponer la vuelta a la búsqueda de certezas en el primer nivel. Se requiere entonces más observación empírica, demandándose más certeza. Tal vez se demande el uso de otros instrumentos o un rediseño de los instrumentos existentes. Es lo que ocurre cuando se critica a la encuesta con cuestionario estandarizado o a las técnicas cualitativas de investigación social habituales como incapaces de gestionar la incertidumbre frente a los procesos sociales actuales o como menos competentes que otros instrumentos —se hace constante referencia al uso del Big data— para gestionar tal incertidumbre (Savage y Burrows, 2007). Funtowicz y Ravetz denominan epistemológico al tercer nivel y es el que se pregunta hasta qué punto el modelo es completo, si es suficiente para la toma de decisiones políticas. Se cuestiona lo que se sabe: ¿se sabe lo suficiente para optar por alguno de los cursos de acción en conflicto? Un nivel donde la incertidumbre se empieza a asomar como ingestionable desde el exclusivo marco científico, como irremediable (Funtowicz y Ravetz, 1993, p. 744). Un nivel en el que se interpela (Althusser, 1995) a la ciencia sobre su posición en el saber: ¿se sabe todo? A lo que la ciencia tiende a responder con certezas envueltas entre incertidumbre cierta —nivel técnico— y cierta incertidumbre —nivel metodológico—. En este nivel y en contextos que reclaman acción urgente, la gestión de la incertidumbre solo es accesible desde la ignorancia de lo que se ignora, dejándolo de tener en cuenta como obstáculo para la acción: se deniega lo que se ignora, poniéndolo entre paréntesis. Es lo que ocurre cuando se sabe —se tiene la certeza— que no se puede esperar a saber más, pues el saber, si es que llega, llegaría demasiado tarde (Luhmann, 1997). Para tal denegación, se requiere un doble consenso político: admitir que la acción es urgente y que se puede denegar lo que se ignora. De cara a la acción pública, política, en este nivel surgen los valores en conflicto, con la posibilidad de que el propio conflicto y sus intereses reconquisten con incertidumbre las certezas conquistadas en los dos niveles anteriores, pudiendo paralizar todo tipo de acción política, siendo la propia acción política la que arroja incertidumbre sobre los niveles anteriores, que, a su vez, tienden a tardar en sus respuestas absorbiendo la incertidumbre arrojada. Ha de resaltarse cómo en los tres niveles distinguidos a partir de la obra de Funtowicz y Ravetz (2000), así como en la propia sentencia de Bauman, la certeza antecede a la incertidumbre: la certeza de las rutinas en la aplicación de los instrumentos, sirve a la gestión de la incertidumbre en el nivel técnico; la certeza de la experiencia profesional acumulada, a la de la gestión en el nivel metodológico; la certeza de la aplicación de las mismas soluciones y respuestas a los mismos o semejantes problemas, a la gestión en el nivel epistemológico. La incertidumbre se pone en circulación como comunicación de la incapacidad de esas certezas prácticas sedimentadas para seguir absorbiendo
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incertidumbre: los instrumentos ya no sirven o han sido utilizados defectuosamente, los profesionales tienen sus intereses o carecen de trayectoria, las soluciones tomadas hasta ahora no sirven, porque se han mostrado perjudiciales o porque se define el problema de manera muy distinta. La incertidumbre es un cuestionamiento de los procesos de absorción de incertidumbre, que reposan sobre certezas. Es el cuestionamiento de algunas certezas, pero no de todas las certezas. Cuando se acepta la sentencia de que todo es incierto es porque se da un lugar privilegiado de observación al autor para ofrecerse tal certeza, porque se asume que se realiza desde la certeza, que la gente tiene vivencias de incertidumbres, que se registran manifestaciones de no saber y que tales registros hay que reconocerlos como ciertos. Incluso la incertidumbre en el nivel técnico requiere las certezas del propio nivel. Desde tal perspectiva, hay que subrayar que buena parte de lo que sabemos de la sociedad lo sabemos certeramente por la sociología. ¿Y si no fueran ciertas las evidencias de Bauman? Lo incierto, entonces, es la observación —los registros— y lo observado, pudiéndose reconocer entonces en los sujetos un margen de certeza. En todo caso, vuelve a ser la sociología la que tiene buena parte de la responsabilidad en el reconocimiento de la falta de certeza de la observación original. Parece que solo la sociología puede decir que una observación empírica sociológica es incierta. No toleraríamos que, como sociólogos, nos lo dijeran desde otra disciplina. Al menos, tenemos capacidad para certificar la calidad de la información obtenida mediante nuestras rutinas y nuestros instrumentos y procedimientos; para certificar —hacer cierta— la información. Aquí cabe hacer un paréntesis, puesto que la certeza referida en la frase de Bauman no presenta huella de experiencia empírica sistemática alguna, y ya sabemos que, en el propio uso de las técnicas de investigación social, estamos dispuestos y expuestos a un mayor o menor grado de certeza de sus respectivas evidencias. Es el nivel técnico de la gestión de la incertidumbre, tal como hemos señalado anteriormente. Pues bien, hay que recalcar que la expresión de Bauman se encuentra sostenida por expresiones ilustrativas —rotaciones continuas de empleo o pareja, por ejemplo— que realmente se nos hacen muy evidentes (muy ciertas), estando muy dispuestos a aceptarlas y compartirlas. ¿Por qué tal credibilidad, a pesar de que su producción de evidencias no sea sistemática? Son verosímiles. Tal vez por una especie de simpatía empírica, especialmente atenta al sufrimiento.
2.3. Desde la sociología aplicada Para una sociología aplicada la pregunta es dónde queda el imperativo pragmático al que se somete su práctica en una frase como la de Bauman, que arroja incertidumbre sobre todo y todos, sobre sujeto observador y sujeto observado. Esquematizando la respuesta, nos centramos en dos tipos de operación. Por un lado, la operación de la observación, el quehacer de la observación. Al menos, el de la observación empírica, destinada a generar certezas
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en forma de información: un estado del mundo. Por otro lado, la observación de la acción posible, en cómo la observación recoge posibilidades de acción, algo especialmente evidente en el apartado de las recomendaciones, pues la sociología aplicada lo es porque realiza propuestas de acción. Fijándonos en el sujeto observado, la frase de Bauman tiene pretensiones de descripción universal, se propone como descripción de un mundo social generalizado en una fase civilizatoria concreta, la de la posmodernidad líquida. Descripción de todo el mundo social, desarrollado o no desarrollado, occidental u oriental, rico o pobre. Merece la pena bajar al campo y preguntarse si todos los mundos sociales están cubiertos de incertidumbre8. Junto con Ramón Ramos (Ramos, 2016; Ramos y Callejo, 2016 y 2018; Callejo y Ramos, 2017; Callejo, 2016), se llevó a cabo una investigación empírica que indagaba las diferencias en distintos mundos sociales en la manera de ubicarse entre el riesgo y la incertidumbre. Incluso se elaboró un índice de seguridad ontológica, resultado de una particular operacionalización del concepto de Giddens (1991a; 1991b; 1992; 1994). Lo que vimos, con la limitada certeza derivada de la experiencia de la práctica sistemática de la observación empírica, es que había diferencias: más seguros los hombres que las mujeres; los estudiantes, que los pensionistas; los que tienen estudios superiores, que los que no los tienen; los que no tienen hijos, que los padres y madres; los que más ingresos tienen, que los que menos ingresan mensualmente; los de izquierdas, que los de derechas; los que siguen con su pareja, que los que han vivido una experiencia de separación de pareja. Todos los mundos sociales podían estar abrasados por la incertidumbre; pero unos parecían estarlo más que otros, partiendo, como se deriva del propio concepto de Giddens, de la existencia de una seguridad/inseguridad ontológica, universal y generalizada en el hombre9. Desde la sociología aplicada, tal vez obsesionada con la acumulación de registros, la primera pregunta es cuál es la población a la que alcanza la formulación teórico-descriptiva de Bauman. La segunda: ¿todo es incertidumbre en esos mundos sociales? ¿En ese mundo social, en la medida que es tomado como un todo? Según Bauman, la incertidumbre atraviesa plenamente las sociedades del presente, a las que categoriza como postmodernas. Preguntas que se hace una sociología aplicada desde la asunción de que tal extensión de la incertidumbre la cubriría por completo, quedando en la inacción. Póngamonos en el escenario de una sociología implicada en la decisión de políticas públicas, cuando uno de los principales destinos del esfuerzo profesional de la sociología aplicada son las recomendaciones. Es donde se concreta el nivel metodológico-profesional de la gestión de la incertidumbre, estando situadas las recomendaciones en el presente de las cosas futuras y, por lo tanto, 8 Otra cuestión, nada pacífica, pero en la que aquí no nos podemos detener, son los registros válidos de la incertidumbre social. 9 Para ello, Giddens (1991a, pp. 53 y ss.) hace uso de la obra del psicoanalista del desarrollo Erik Erikson.
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cerrando incertidumbres en el presente y abriendo incertidumbres hacia el futuro. Se trata de sentencias pretendidamente derivadas de los resultados de la observación empírica, que tienen como horizonte la acción en pos del beneficio de los principales receptores de la investigación, habitualmente requirentes de la misma. La propia conexión etimológica con la voz latina mandare denuncia el rasgo prescriptivo que tiene el término: se requiere la acción. La recomendación es esa comunicación incluida en los informes que se constituye en una guía de decisiones y actuaciones posibles derivadas de la articulación de: a) la socialización exitosa, certificada por un título y con lo que conlleva de adquisición tanto de unas competencias prácticas como de unas referencias morales, pues, aunque sean referencias que pueden considerarse débiles, apuntan lo que está bien y mal hacer en la disciplina, en un campo de conocimiento (Collins y Evans, 2017), en este caso sociología, y b) una experiencia de observación empírica, respaldada por procedimientos, más o menos estandarizados y admitidos dentro del cuerpo científico, para la producción de evidencias y certezas, que también forman parte del diagnóstico. En las recomendaciones, se tiene en cuenta al receptor de las mismas, para que la comunicación pueda ser aceptada y, por tanto, completada. Es decir, no solo la observación empírica, como experiencia concreta producida a partir de las rutinas de un campo de conocimiento, sino que se tiene en cuenta al observador de la observación que opera en forma de demanda, cliente o usuario de nuestra observación, y asume —como posibles, ciertas o hipotéticas— expectativas de escenarios para que esas acciones o decisiones guiadas cobren verosimilitud. Claro está, tal guía de recomendaciones conlleva tanto la asunción de una autoridad, pues en cierta forma es una prescripción, como la renuncia a la autoridad. Tomando un fragmento de Luhmann (1996, p. 447), no se dice «así es, así lo tienen que hacer». Especialmente formuladas entre condicionales y subjuntivos, hay que reconocer que las recomendaciones para la acción pueden provocar inseguridad y que se llevan a cabo bajo condiciones de incertidumbre (Patton y Sawicki, 1993, p. 62). Pero es inseguridad en algunos puntos de certezas, buena parte de ellas adscritas a las evidencias producidas. Otras, a las propias recomendaciones derivadas, teniendo en cuenta que se incrustan en imaginarios escenarios de acción, tras la identificación de posibilidades de acción y, por último, derivados de la propia relación de poder entre la posición desde donde emerge la formulación de las recomendaciones en los informes de investigación o evaluación y de la recepción primera de los mismos. Hay que tener en cuenta que se trata de un mandato a quien manda10. La certeza de las recomendaciones, ese «sé lo que tienes que hacer», es relativamente débil, tanto por imposible completitud de la información disponible —siempre falta información, elementos observados, se trabaja con estimaciones de la información (nivel técnico de la incertidumbre)— como por imposible definición completa de los escenarios de actuación (nivel metodo10 Sobre esta cuestión, véase el sugerente artículo de Jesús Ibáñez (2015) en el que se diferencia entre requerimiento y demanda de la investigación.
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lógico de la incertidumbre), o por debilidad estructural de la posición desde donde se emite la recomendación (nivel epistemológico de la incertidumbre). Su validez es relativa y fundamentalmente pragmática y está diferida en el tiempo, relacionada con los resultados exitosos o frustrantes de los cursos de acción guiados. Pero, incluso en los casos de éxito, somos conscientes de que el vínculo entre tales resultados y las certezas derivadas de las evidencias construidas a partir de los registros producidos es débil. Tan débiles como los existentes entre observación empírica sociológica y teoría sociológica11. Y, sin embargo, irrenunciables. A partir de aquí, ¿qué recomendación es: «la única certeza es la incertidumbre»? No es, en sí misma, una recomendación, sino una certeza producida desde la autoridad de ser reconocido por la llamada de los medios de comunicación. Está un paso antes. Pero ¿qué recomendaciones pueden derivarse de esta certeza? ¿Para quién? ¿Para la masa de sujetos (audiencia masiva a partir de un medio de comunicación)? Pero, sobre todo, ¿qué decisión puede derivarse? ¿Qué se puede decir más allá de esta frase, salvo la descripción periodística del mundo, como hace el propio Bauman en, por ejemplo, Liquid Times (Bauman, 2007b)? La incertidumbre aparece como un sentimiento universal en un periodo histórico determinado. Fundamentalmente como «falta de certeza en sí mismo» y en las instituciones (familia, empleo, política, ciencia), que lleva a los sujetos a una pérdida de «control sobre su propio mundo de vida». Tiene un carácter existencial, dibujándose sujetos perdidos a partir de pérdidas, de referencias, de horizontes. Bauman hace permanente referencia a algo que se ha dejado detrás: la misma empresa desde el fin de la formación a la jubilación; la pareja hasta que la muerte nos separe; la ciudad, el barrio y la casa de siempre; los amigos de la infancia y, sobre todo, se ha dejado atrás un escenario —un único escenario y punto de vista— en el que todo es reconocible y por el cual la certeza queda anclada en las rutinas. ¿Era tan plenamente cierto nuestro pasado, reciente o lejano? ¿Cuáles son esas pérdidas, según Bauman? Seleccionamos fundamentalmente tres: a) la pérdida identitaria: de homogeneidad e identidad, donde la incertidumbre aparece especialmente originada por la intensa y extensa presencia de «extraños», de alteridades que se convierten en «nosotros»; b) la pérdida de expectativas: de prefiguración del futuro, pérdida del plan de vida; c) la pérdida normativa: de referencias para juzgar (lo malo y lo bueno). No cabe duda de que se trata de tres temas importantes para el conjunto de la vida de los sujetos, de manera que se facilita alcanzar la conclusión de que nuestros ciudadanos viven sumergidos en el saber que no saben lo suficiente: no saben quiénes son, no saben dónde van y no saben qué hacer o cómo valorar su situación. Pero la incertidumbre, más allá de su conciencia, es institucional. 11 Mejor dejar sin responder a la pregunta sobre si la investigación aplicada puede arrojar resultados para la teoría (Luhmann, 1996, p. 454).
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En la descripción de la modernidad, Bauman señala a la ciencia como directa consecuencia de lo que considera uno de sus núcleos, la asunción de que «nada puede ser conocido de forma segura», en explícita alusión a la duda metódica. Pero eso era en la modernidad, pues, en la distinción modernidad/ postmodernidad, la última queda modelada como la época en que ninguna forma de conocimiento parece tener más autoridad que otras (Bauman, 2005, p. 97). De manera que la ciencia ya no es tan efectiva —siendo la principal justificación en clave de utilidad— como reductora de incertidumbre. La ciencia —en la modernidad— vive de la incertidumbre de los legos, en la medida que funciona entre ellos como fuente de reducción de incertidumbres. En la postmodernidad, es una ciencia que apenas da lo que no puede dar, que son certezas; que sigue funcionando porque los sujetos no soportan tanta incertidumbre, que ya no pueden reducir porque saben que la ciencia no la puede reducir, reduciendo a nada así a la ciencia; que ahora funciona como simulacro, con explícitas citas a Baudrillard, en las que se juega a que veo en ti (experto) una certeza que sé que no tienes, pero que me dices que me das. Como motor de todo este proceso, una reflexividad por la que los «exlegos» —porque parece que han dejado de ser legos— se alimentan de la creciente incertidumbre de los expertos. Se invierte el contenido de la circulación de la relación entre legos y expertos, interpretando a Bauman: ya no circulan certezas, como en la modernidad, sino incertidumbres. Entonces, como cínicos simuladores que recibimos las, a su vez, simuladas certezas de la ciencia, ¿cómo recibir la certeza de Bauman sobre nuestra incertidumbre? Paradoja de semejantes características que la del mentiroso.
2.4. Desde la reflexividad Tal vez, como dice Wagner (1993), a los sociólogos nos cuesta reconocer las incertidumbres teóricas y metodológicas, pero la incertidumbre es un tema que está en la sociología reciente. A veces, se recogen bajo esta categoría prácticas, situaciones o fenómenos diferentes. Así, la intensa rotación laboral de los jóvenes, mostrando las escasas probabilidades de alcanzar un empleo fijo y con la expectativa de durar toda la vida laboral en el mismo es un síntoma de incertidumbre en Bauman, pero de riesgo en Giddens. Eso sí, en este último, en un contexto de incertidumbres (Giddens y Sutton, 2014)12. Tal contexto parece derivado de manifestaciones de insuficiencia de la ciencia. La ciencia, que ha sido el principal sistema social para absorber incertidumbre durante la modernidad, se plantea ahora dudar sobre su manera y capacidad de superar sus dudas. Es una ciencia que tiene en su núcleo la incertidumbre, que contribuye a la generación de un contexto a partir del propio éxito de la ciencia, «no es el fracaso de la ciencia sino su éxito lo que la ha destronado» (Beck, 1998, p. 212), extendiendo a la sociedad lo que era de la ciencia: la sombra de incertidumbre. Hasta aquí, apenas hay diferencias 12
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Giddens y Beck no están en la incertidumbre, sino en el riesgo.
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entre Bauman y Giddens. Sin embargo, en Las consecuencias de la modernidad, donde la reflexividad tiene un carácter vertebrador y la sociología ocupa el centro de la reflexividad moderna, Giddens interesa en muchos aspectos, siendo uno de ellos la relevancia que da a lo empírico, a la producción sistemática de evidencias. Como experimento, asumamos, simultáneamente, el concepto de reflexividad de Giddens y la frase de Bauman. Una frase que, por otro lado, jamás hubiera pronunciado Giddens. Si la sociología dice que todo es incertidumbre, lo dice desde su certeza, y la «reflexividad que se produce» será la de una sociedad que se siente incierta. La circularidad es así completa: la sociología certifica cómo se siente la sociedad, y la sociedad, acogiendo reflexivamente el diagnóstico sociológico, sabe con mayor certeza, con un tono más intenso, que no sabe suficientemente. Ahora bien, en Giddens, es una reflexividad de arriba/abajo, que, como dice el propio autor, está un paso más. Una reflexividad en la que nos representamos a la gente muy atenta a lo que dice la sociología. Si nos regimos por el eco, por el éxito mediático de nuestra frase de marras, parece ser así. No obstante, también nos plantea que esa acogida no es lineal, sino que está mediada por valores (Giddens, 1994, p. 51), que se recibirá en función de los valores que fundamentan las distintas posiciones en conflicto. Este paso más de la reflexividad de Giddens sirve para superar el profundo nexo entre reflexividad y paradoja (Ramos, 1993). Podría hablarse de una reflexividad que inunda la práctica, pero, a la vez, limitada por la separación de prácticas en la distinción experto (sociólogo)/lego (sociedad): hay un flujo continuo entre uno y otro polo; pero, con el paso más en el polo experto, este actúa al modo del corazón de la circulación sanguínea. Se produce una renovación, una especie de limpieza en la reflexividad. De aquí la importancia que Giddens da a los expertos, desde Consecuencias de la modernidad (Giddens, 1994) a La política del cambio climático (Giddens, 2010). Una limpieza que, en términos de certeza/incertidumbre, cabe asumir como comunicaciones de certeza de una parte sobre las incertidumbres de la otra y comunicaciones de incertidumbre sobre las certezas de la otra. Lo primero es lo que parece hacer Bauman con la frase de referencia, situándose en la parte experta. En la segunda, se tienen las comunicaciones de incertidumbre (técnica, metodológica, epistemológica) de la parte experta sobre las comunicaciones de certeza de los legos. Aun en momentos de extensa incertidumbre y salvo para específicos fenómenos, pueden considerarse los flujos dominantes de circulación. Una circulación de comunicaciones entre un sistema experto, al que se le demanda certezas, y una sociedad, que comunica certezas y, en mayor medida —como veremos con la consideración de lo relevante problemático en Schütz—, incertidumbres, a un sistema experto. Así, el sistema experto absorbe incertidumbre. Cuando el sistema experto comunica sombras de incertidumbre en la puesta en circulación de sus certezas, lo que puede ocurrir cuando indica el grado de incertidumbre en el nivel técnico de la gestión de la incertidumbre —por
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ejemplo, señalando un margen de error estadístico o un margen para la incertidumbre dentro de la certeza—, parte de la población puede adquirir esa incertidumbre generando sus resistencias prácticas, especialmente cuando la circulación de certezas respalda propuestas de cambio de prácticas, de cambios sociales, de transformación. Entonces, puede derivarse en un colapso de la circulación entre sistema experto y legos. Pero aun así, hay que subrayar que esa focalización en las incertidumbres existentes en el sistema experto tienen por origen las certezas acumuladas en ese sistema experto, que comunica: ese instrumento técnico no funciona, esa metodología de observación es inapropiada o esa solución tiene problemas. Las sombras de incertidumbre, sea en el nivel que sea, derivan de certezas acumuladas en el propio sistema experto. Este planteamiento de la reflexividad conlleva no solo la asunción de un sujeto potente (García Selgas, 1999, p. 385), sino la radical separación entre expertos y legos, de manera que es entre los primeros donde se absorbe incertidumbre, donde la incertidumbre se renueva con certezas, aun cuando sea con certezas sobre la incompetencia para gestionar la incertidumbre en una observación concreta. El sistema experto está en un paso más o un nivel más arriba. Hasta en la vida cotidiana, donde Bauman inserta la actual falta de autoridad del conocimiento científico y experto, «los conocimientos científicos siempre son los mejores conocimientos» (Luhmann, 1996, p. 460), lo que precisamente permite la renuncia de la ciencia a la autoridad (ibid., p. 442). Convertir la observación de la sombra de incertidumbre en observación de la certeza sobre las que reposa tal incertidumbre significa algo más que certificar la extensión de la incertidumbre. Significa ahondar en las certezas sobre las que se proyectan las comunicaciones de incertidumbre, como, por ejemplo, la incertidumbre del paro se establece sobre comunicaciones del sistema experto que dicen que la economía no generará empleos estables, o las incertidumbres en las relaciones de pareja sobre las comunicaciones que dicen que el espacio privado experimenta profundas transformaciones, que lo hacen menos estable. No es solamente que en nuestras sociedades avanzadas, atravesadas en su modernidad por el quehacer de una ciencia que parte de la incertidumbre (prácticas de la duda), nunca habrá certeza suficiente, sino que la sombra de incertidumbre no se erige en el vacío, sino sobre un sedimento y un rendimiento acumulados de certezas. Por lo demás, no es solamente que las sombras de incertidumbre de la sociedad toman como fuente las comunicaciones de certeza del sistema experto, sino que el bucle reflexivo se alimenta del juego entre certezas —se sabe— e incertidumbres —se sabe que no se sabe—, pero se colapsa con la comunicación de ignorancia: no se sabe lo que no se sabe. Por ello, la ignorancia es de otro nivel. Si, ante un problema, se comunica que no se puede actuar porque no se sabe lo que no se sabe, no hay posibilidad de actuación. La incertidumbre absoluta de Bauman es ignorancia. Quedémonos en el «un paso más» del experto, pues esto da a la circulación de certezas e incertidumbres un sentido diferente. La articulación entre reflexividad y sujetos o reflexividad entre sujetos —observador y observa-
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do— atraviesa todas las dimensiones. Debido a la reflexividad y, por lo tanto, a la integración de lo conocido —por la sociología— en la acción de los sujetos, tal conocimiento queda caducado inmediatamente. Hace muy efímero el conocimiento sociológico y, por tanto, a la propia sociología, más allá del análisis concreto, de la situación concreta. Por lo tanto, no parece tratarse de incertidumbre, sino de certezas efímeras; pero, al fin y al cabo, certezas que siguen absorbiendo las incertidumbres de la sociedad en la medida que el mundo social absorbe tales certezas efímeras. Esto supone ya no solo una graduación de la certeza y de la incertidumbre, sino su configuración en el proceso de la observación aplicada. Un proceso más o menos científico, más o menos político, según el nivel de gestión de incertidumbre —entre los dibujados por Funtowicz y Ravetz (2000)— en el que se mueva la observación. Pero ha de subrayarse que tal asunción supone también la de la atribución de un paso más en la certeza de los sistemas expertos en general y de la sociología en particular. Así es posible entender el círculo reflexivo. Si no se emiten certezas, si no se percibe capacidad de emitir certezas, incluso como absorción de incertidumbre, carece de sentido la recepción de las mismas. Incluso cuando nos dicen que todo es incierto. Para que haya circulación, las incertidumbres han de ser absorbidas, puestas fuera de la propia circulación. Este carácter efímero de la certeza —y de la teoría y la observación sociológicas— es absorbido junto a la propia certeza, pues «no son solo los filósofos los que se dan cuenta de ello […] existe una conciencia generalizada del fenómeno que se filtra en la ansiedad que presiona a cada uno de nosotros» (Giddens, 1994, p. 55). Esto, lejos de conducir a la incertidumbre, lo hace hacia la autoclarificación del pensamiento moderno. Son las certezas efímeras —y los efímeros resultados de la gestión de incertidumbre— que empujan a la búsqueda de más certezas. La certeza certifica la existencia de incertidumbre —ese saber que no se sabe— y crea la urgencia de nuevas certezas. Pero ¿cómo absorber esa certeza, realmente efímera, de que la única certeza es la incertidumbre? De ninguna manera. Puede decirse que es una afirmación que, más que amortiguarse, rebota. En primer lugar, la incertidumbre en el orden de la observación empírica le resulta intolerable intelectualmente a Giddens. Pero, sobre todo y en segundo lugar, porque la reflexividad quedaría en un bucle o en el vacío. ¿Qué certeza se demandará a partir de esa certeza que invalida toda certeza? Es como quien va a un experto y le dice: «Tengo un problema», y el experto le responde: «Ya lo sé, pues todo el mundo tiene problemas y sigue viviendo, hasta que el problema acabe con uno». Claro que la incertidumbre —más allá de connotaciones morales, incluso de angustias— puede que no sea concebida como un problema. Ahora bien, tampoco parece que resuelva problemas. Hay que subrayar que, cuando aparece el atisbo de incertidumbre epistemológica en el entorno de la reflexividad, es expulsada por Giddens. Por ello, opta por tirar la incertidumbre a la calle —de los no sociólogos— y mantener la tesis de la reflexividad. Reflexividad e incertidumbre, desde Giddens, son excluyentes.
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2.5. Mirando a un lado: ¿son los mundos sociales tan inciertos? Deteniéndonos en la propuesta que Schütz hace, tanto en el texto inacabado Reflexiones sobre el problema de la relevancia (Schütz, 1970) como el que se publica con la colaboración de Luckman, Las estructuras del mundo de la vida (Schütz, 1976), se pueden tomar algunas pistas para saber qué hacer con la incertidumbre desde la sociología, a partir de la proyección de qué hacen los sujetos con ella. Ambos textos intentan ordenar procesos de experiencias vitales. Desde tal punto de vista, hay que reconocer que tienen una perspectiva individualista de corte mentalista-culturalista (Sachtzki, 2002, p. 248). Empero, la profundidad analítica que muestra facilita la asunción por parte del lector de tales procesos, haciéndose evidente, cierta, más acá de la aceptación de las experiencias vitales descritas, la intrínseca importancia que adquiere la incertidumbre a lo largo de los textos. Una incertidumbre que, para empezar, no es concebida con contradictoria naturaleza con respecto a la certidumbre: «Lo opuesto a la certeza es incertidumbre, pero esta oposición no es de naturaleza contradictoria sino gradual: entre la completa incertidumbre o la duda radical y la adecuada certidumbre o blindada creencia, hay una completa gama de posiciones intermedias» (Schütz, 1970, p. 19). Pero más allá de esta gradual distancia entre certeza e incertidumbre, nos centramos en la articulación entre ambas en la propuesta de Schütz. Hay que señalar que en el centro de ambos textos de Schütz se encuentra la distinción entre lo relevante y lo irrelevante. Pasamos así de un campo del saber —que se sabe (certeza) o que no se sabe (incertidumbre)— al de la percepción, marcado por las distinciones consciente/inconsciente y, sobre todo, problemático/aproblemático. Los problemas, que requieren solución, apenas pueden quedarse fuera de la conciencia. Pueden, a lo sumo, traspasarse a otro —experto o responsable—, pues las tácticas restantes son de negación del problema: no es nada o no existe. Lo irrelevante es lo que no pone en cuestión la conciencia. Lo incuestionado, permanente, de continuidad infinita, incluso en su potencial fugacidad, como el agua que corre. Es irrelevante: a) lo que está fuera de nuestro alcance; b) lo muy confiable, los «absolutamente confiables, indiscutiblemente realizables»; c) lo no problematizado por temáticamente insignificante. Parece que, en lo irrelevante, siendo importante para nuestro día a día, apenas cabe la incertidumbre. Es más, diríamos que la incertidumbre trastocaría de tal forma lo irrelevante que dejaría de serlo, de manera que lo tocado por la incertidumbre empezaría a ser, relativamente al menos, significativo. Algo pasa a ser relevante, apoyándonos en el concepto de relevancia tópica de Schütz, cuando de lo aproblemático familiar pasa a convertirse en problema, en tema. Aparece como objeto/tema. Es decir, algo incuestionado (cierto) pasa a ser cuestionado y tal vez se reviste de incertidumbre. Para ello, Schütz habla de relevancia impuesta. Cuando pasa a lo familiar, en el sentido inverso, es porque se considera resuelto, un proceso que denomina sedimen-
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tación. No quiere decir que no sea importante, incluso preocupante, pero no ocupa el lugar de lo relevante. Pues bien, algunos problemas pueden caer al cajón de lo irrelevante cuando se califican de insignificantes o cuando se ponen dudas sobre los procesos que lo señalan como tal problema. Interesa de la propuesta de Schütz sobre la relevancia, que califica como el concepto central de la sociología, el proceso de cómo lo relevante se transforma en fondo, en lo inapercibido. Una relevancia que se experimenta como realidad social, como «naturaleza», como lo pre-dado (pre-given), lo presupuesto, aun cuando esté rodeado de incertidumbre. Y es aquí donde cobra potencia la propuesta de Schütz. Hay aspectos relevantes que hoy, como apuntan Castel (2009), Bauman y casi todos los que se aproximan críticamente a la observación empírica de la sociedad, son vividos desde la incertidumbre. Pero conviven con aspectos irrelevantes —tenidos como ciertos— y con aspectos relevantes, pero sedimentados, que pueden estar atravesados por la incertidumbre. Es más, podría decirse, y aquí se adelanta una hipótesis con cierto calado político en la medida que tiene que ver con cómo emergen/se ocultan los problemas sociales, que muchos aspectos relevantes quedan sedimentados al rodearse de incertidumbre, al ponerse en cuestión que se sabe lo que se sabe, arrojándose entonces incertidumbre, en un se sabe lo suficiente que no se sabe lo suficiente, especialmente trasladando las limitaciones del saber en el nivel técnico al nivel epistemológico. Se puede hablar de sedimentación por incertidumbre que lleva a la inacción: incertidumbre en el valor de la información, que lleva a la parálisis hasta mejor información, y, superada esta primera incertidumbre, a la incertidumbre profesional del diagnóstico y, desde aquí, a la incertidumbre de la decisión, al no saber qué hacer. No cabe duda de que la relación entre sedimentación e incertidumbre es muy interesante. El contexto de recepción del arrojo de incertidumbre frente a algunos fenómenos no parece inocente. La ciencia y la tecnología son «menos ciertas» cuando nos predicen males, frente a los que hay que tomar medidas molestas, como cambiar nuestra forma de vida, o implican transformaciones. Así, la incertidumbre es usada para justificar las propias posiciones (Funtowick y Ravetz, 2000, p. 16), que, claro está, se tienden a vivir de forma aproblemática. Cuando nos predicen bienes, de los que solo cabe esperar su aplicación —medicamentos, tecnologías de uso cotidiano, modelos de organización de la empresa….— apenas se pone su certeza entre paréntesis: se celebra como un éxito de la sociedad. Es más, puede incluso juzgarse injusto que no se aplique un descubrimiento médico —a quienes padecen una enfermedad mortal y no pueden esperar— por el hecho de estar todavía el descubrimiento rodeado de incertidumbre. Incluso frente a una ciencia aplicada como la medicina, ante un diagnóstico: a) la aceptación de resultados encuentra más resistencia cuando se trata de malos resultados; b) la «segunda opinión» se busca en la medicina, en la ciencia. La incertidumbre en Schütz no es asimilable a lo relevante, sino que tiende a estar más presente en lo relevante, puesto que se establece la oportunidad de multiplicar las preguntas cuando algo llama la atención. Lo irrelevante se
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define porque no cuestiona la realidad, empezando por no cuestionarse a sí mismo. Está ahí. Una cosa es la incertidumbre de lo relevante («no sé qué va a ser de mí cuando llegue a la vejez», «no sé si tendré trabajo suficiente mañana», del autónomo o del trabajador precario); otra, la incertidumbre sobre lo que dicen las ciencias, cuando el tema se sitúa en lo relevante-sedimentado, y otra describir dudas donde no hay dudas, en lo irrelevante. Tal vez las incertidumbres parecen ahora mayores porque muchas certezas, muchos espacios de lo relevante-seguro (empleo, pareja), están problematizados. Es más, siguiendo a Ramos (2006) y ante determinados fenómenos actuales muy relevantes, ya no puede hablarse de riesgo, sino de incertidumbre radical, ya que se trata de fenómenos caracterizados por: no poderse imputar la responsabilidad de los mismos, ser improbabilizables y por lo tanto incalculable la probabilidad de que ocurran, y, por último, ser inasegurables, teniendo en cuenta el objeto —por ejemplo, el planeta— a asegurar. Pero, aun así y admitiendo tan oscuro panorama y tal vez por esa misma oscuridad, se exige un lecho de certezas. Al menos, de certezas cotidianas. En cierta forma, y siguiendo ahora a Wittgenstein, «las preguntas que hacemos y nuestras dudas, descansan sobre el hecho de que algunas proposiciones están fuera de duda, son —por decirlo de algún modo— los ejes sobre los que girar aquellas» (1995, p. 44c). Nos movemos a partir de certezas. Quedamos paralizados por la incertidumbre, pero incluso esta adquiere sentido en las certezas. En esta consideración, Schütz es wittgenstiniano. Lo que empuja a la acción, los motivos, reposan en certezas, en lo que el fenomenólogo social refiere continuamente entre conceptos como knowledge at hand o taken for granted. Nos movemos en una red de vínculos sociales que conllevan prácticas, más o menos rutinarias, y prácticas más o menos rutinarias que conllevan vínculos sociales, que suponen una especie de amortiguador práctico para la certeza, de red de certezas prácticas, a la mano. Entonces, si está la sombra de la incertidumbre no se percibe; como si se hubiera acostumbrado la vista a tal estado de falta de luz o como si supiéramos movernos en tal oscuridad, porque se trata de espacios muy familiares. En el cruce entre los ejes que oponen, por un lado, lo relevante a lo irrelevante y, por otro lado, la certeza a la incertidumbre, se abren cuatro espacios. El de lo relevante-incierto. En aumento ante la presencia de fenómenos enormemente relevantes —globalización, cambio climático, etc.— atravesados por la incertidumbre. El de lo relevante sostenido en certezas sedimentadas, indiscutidas. Al menos, indiscutidas en las particulares y distintas posiciones en conflicto. El tercer espacio es el de lo que, tal vez atravesado de incertidumbre, ignoramos por estar lejos de nuestro mundo de vida o considerarse insignificante. Se trata de incertidumbres en el contexto de la certeza de que son irrelevantes. Por último, el espacio de lo familiar y, por lo tanto, tenido por cierto, hasta el punto que se subsume en la irrelevancia. Si se asume, al menos parcialmente, el diagnóstico civilizatorio de Bauman, se está aceptando la extensión del primer espacio, el de lo relevante-incierto. Pero ello no quiere
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decir que los otros espacios desaparezcan. Es más, el sentido del aumento de la incertidumbre en aspectos relevantes adquiere sentido en los espacios de la certeza. Al menos, en contraste con lo cierto y lo que significa certeza en cada sociedad y momento histórico dado. Por ejemplo, se alumbran dudas sobre la capacidad letal de un determinado componente químico consumido en determinadas dosis, a partir de la certidumbre que el diseño experimental funciona, a pesar de la denuncia del mismo por parte de grupos sociales. Más allá del cruce con el eje de la relevancia, de la que se da descripción de la articulación entre los dos polos, cobra aquí especial interés la articulación entre los dos polos del segundo eje. Pues bien, apoyándose en referencias al movimiento gestáltico, Schütz (1970, p. 73) describe aquí cómo lo incierto se integra en lo cierto. Al igual que lo relevante cobra sentido en un opaco mundo de cosas irrelevantes, familiares, incuestionadas, la incertidumbre cobra sentido en lo que se tiene por cierto. Desde la idea de modernidad como productora de riesgos y esponja absorbente de incertidumbres, ha de aceptarse que ya no parece ser capaz de absorber algunas de las incertidumbres de lo relevante. En cambio, hay una diferencia entre una modernidad que esconde la incertidumbre, como señala Bauman, y una modernidad que absorbe la incertidumbre que puede, aunque la esponja se encuentra ya bastante saturada y una situación en la que parece que lo que se absorben son certezas, echándolas a un mar de incertidumbre. Ahora bien, algunos fenómenos relevantes están inclinados a permanecer como relevantes sedimentados cuando son envueltos en un halo de incertidumbre. Es más, cabe acuñar la categoría fenómenos relevantes sedimentados por el arrojo de incertidumbre como una categoría política, en la medida que la producción de incertidumbre sobre ellos ayuda a su sedimentación. Desde este punto de vista, tiene razón Beck (1998) cuando apunta que la incertidumbre de la ciencia es coproducida por los usuarios de los resultados científicos en política. Hay que resaltar, por último, ese sentido político del concepto de incertidumbre. Sin tener que recurrir a explicaciones en clave de estrategias neoliberales (O´Malley, 2004), que seguramente están presentes, como lo están los intereses del poder, del capital y de distintos actores relevantes. Con relación a fenómenos como el cambio climático, tenemos la ocasión de observar cómo se arroja incertidumbre y, sobre todo, cómo se reproduce socialmente la incertidumbre. Así, para debilitar a unas posiciones en el nivel más alto de la gestión de la incertidumbre (nivel epistemológico de Funtowicz y Ravetz, 2000), se arroja incertidumbre en los niveles técnico y metodológico. Como señala Giddens, en el caso del cambio climático, la incertidumbre o la falta absoluta de certeza es un instrumento en el combate, en el conflicto (Giddens, 2010, pp. 25 y ss.). Un proyectar incertidumbre que se asimila a la producción de ignorancia, como se plantea desde las tesis de Proctor y Schiebinger (2008), y que, como tal instrumento de combate, aparece principalmente destinada a la destrucción de certezas y confianzas en los sistemas expertos que eran fuentes de tales certezas o, al menos, capaces de absorber o gestionar incertidumbre en sus respectivos
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niveles. Como ha ocurrido con relación al mismo fenómeno del cambio climático y los intentos interesados, siempre interesados, de deslegitimar las afirmaciones del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change), poniendo el foco en la debilidad de las certezas en el nivel técnico de las mismas. Es decir, es a partir de las certezas que se genera incertidumbre. Entonces, la incertidumbre coloniza las certezas. En ocasiones, la sombra de la incertidumbre impide ver el objeto que se interpone entre el observador y la fuente de luz. Ahora bien, en una sociedad escéptica, lo colonizado por la incertidumbre parece de difícil reconversión a la certeza, exigiéndose un enorme esfuerzo de reconquista, que tiende a pasar por la recuperación de la confianza en las instituciones y los sistemas expertos, en los gestores intermedios de la incertidumbre. Instituciones y sistemas expertos con una confianza erosionada por la propia acción de la incertidumbre, como consecuencia de la incertidumbre reduciéndose así su capacidad para absorber y gestionar incertidumbre.].
2.6. Conclusiones Tal vez, como señala Giddens, los filósofos nos han empujado a dudar de todo, pero no dudamos de todo. La ciencia de la sociedad de la incertidumbre produce certeza. La sociología está atravesada de incertidumbres, se puede decir que es epistemológica y existencialmente incierta, pero también es capaz de generar certezas y, sobre todo, se le demandan certezas, cuando es aplicada. Pues bien, la salida sociológica a la incertidumbre es, antes que nada, sociológica, observando qué hacen los sujetos en contextos que, desde prácticamente todos los sitios, se los dibuja como inciertos (Ehrenberg, 1995). Interesa cómo los mundos de vida integran y articulan la certeza y la incertidumbre. Es una oportunidad para la sociología para poder conocer los procesos de acción en contextos de incertidumbre: ¿por qué y cómo acude la gente a la incertidumbre? ¿De qué tipo de incertidumbre se trata? ¿Del no saber o del no saber qué hacer? Así, tal vez, se dé alguna certeza a lo que hoy se constituye en una intuición, a partir del eco que la frase de Bauman ha encontrado en los medios de comunicación. El tema del cambio climático es un ejemplo de esa oportunidad, puesto que apunta directamente a cómo muchos aspectos de nuestro mundo de vida que eran, en términos de Schütz, irrelevantes, cobran relevancia: cómo nos movemos, cómo comemos, cómo construimos casas, cómo consumimos, cómo corre el agua por nuestros grifos. Lo familiar se desfamiliariza. Lo cierto se vuelve incierto, pero, al mismo tiempo, sigue estando al alcance de la mano, junto a muchas certezas, que permiten poder seguir absorbiendo incertidumbre. Lo interesante es observar qué hace la gente con la incertidumbre cuando no la quiere, cuando no se busca activamente, diferenciándose del riesgo, que puede buscarse, como ocurre en los deportes de riesgo. Pues bien, el concepto de incertidumbre absoluta, que está detrás de la frase de Bauman, nos impide ver cómo los diferentes mundos sociales negocian con la incertidumbre, cuáles son los vínculos sociales que se tiene con la incertidumbre cuando se enfoca
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un fenómeno social determinado, cómo esos mundos sociales trasladan aspectos de lo relevante a lo relevante-sedimentado o, al revés, arrojando incertidumbre. En definitiva, solo así, viendo cómo funciona la incertidumbre —y a partir de qué certezas funciona— entre los mundos sociales es como puede hacerse balance de lo que aporta el concepto al conocimiento de la sociedad. Y es que la incertidumbre hace, tiene consecuencias, como la congelación de la acción y de la confianza, en un primer momento, de las expectativas, en un segundo momento, pues es en las certezas sobre las que reposan las expectativas, como subraya el propio Schütz (1970, p. 57). Por ello, sigue siendo importante conocer las certezas presentes, ya sea las que están, las que vuelven o las que llegan. Y que vuelven o llegan reflexivamente desde instituciones y sistemas expertos. Tal vez los mismos. Tal vez distintos. Pero el flujo certeza/incertidumbre está constantemente en circulación y sin poder aislarse de un contexto en conflicto. Sin poder conseguir la bomba de vacío que la ciencia moderna dibujada por Latour (1993) pretendía. Por lo tanto, tan importante como poner el foco sociológico en las incertidumbres es, al menos, ponerlo en las certezas compartidas y en conflicto. Lo que hace que los actores se muevan en la sombra de la incertidumbre. Las certezas que permiten incluso bailar en la oscuridad, siguiendo el título de la película dirigida por Lars von Trier y protagonizada por Björk. Y es que, como se ha subrayado a lo largo del texto, la incertidumbre solo cabe tras la certeza, el flujo de incertidumbre sobre el flujo de certezas sedimentadas. La caída en la sombra de una incertidumbre generalizada y absoluta por parte de la sociología invita al abandono de la sociología. La incertidumbre es un diagnóstico de vivencias del presente, pero, sobre todo, problematiza la relación entre sociología y sociedad.
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3. Las metamorfosis del azar y su conexión con las formas de tiempo modernas Josetxo Beriain1
El hombre conduce su vida y levanta sus instituciones sobre tierra firme, sin embargo, prefiere concebir el movimiento de su existencia, en su conjunto, mediante la metáfora de la navegación arriesgada. Hans Blumenberg
Este trabajo analiza las diversas metamorfosis históricas del azar —Moira, Tyché-Fortuna, contingencia, accidente, riesgo, incertidumbre—, arribando a la modernidad y a cuatro conexiones —escenarios— que esto origina entre las formas de incertidumbre y las formas temporales modernas tardías, sin ninguna pretensión teleológica, que pueda suponer una configuración final de tiempos sociales.
3.1. Las metamorfosis del azar 3.1.1. La «naturalización» del azar: la categoría de Moira Existe un fragmento que funge como la primera escritura de la filosofía occidental, citado por Simplicio y atribuido al presocrático Anaximandro, en el que aparecen implicadas por primera vez la acción del hombre y su capacidad (escasa en ese periodo) para adaptarse al curso de los acontecimientos en los que está presuntamente implicado. Según él, el principio y elemento de todas las cosas es: Lo indeterminado (apeiron)… Ahora bien, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, según el ordenamiento del tiempo (Anaximandro, 1983, p. 110).
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I-Communitas. Institute for Advanced Social Research. Universidad Pública de Navarra.
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Ese material amorfo e insípido, en una especie de génesis cósmico, se disoció al principio en las formas elementales (moirai) —tierra, agua, aire y fuego—, distribuidas al principio en sus regiones correspondientes; y a continuación aquellas originaron las cosas y, cuando estas perecen, las reciben de nuevo. Moira significa «parte» o «lote asignado» y solo una evolución semántica posterior dará lugar a la noción de «destino». Lo que llama la atención en el apotegma de Anaximandro es que describe el proceso secular de nacimiento y muerte en lenguaje moral. La formación de los elementos se designa como: «[…] pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia». Los términos implican que se cometió una injusticia por el propio hecho de haber nacido como existencias separadas. El multiforme universo solo puede surgir, en la argumentación de Anaximandro, mediante el hurto y la usurpación. Considérese, por ejemplo, el cuerpo animal. Su principal sustancia es la tierra, pero al formarse se apropia de porciones que corresponden a los demás elementos, agua para la sangre, aire para el aliento, fuego para el calor. La disolución que representa el morir compensa tales hurtos, cada una de las porciones robadas retorna con sus semejantes.
3.2. La divinización del azar: Tyché-Fortuna En la particular génesis semántica y social que estamos realizando del azar y de conceptos sinónimos como casualidad, suceso imprevisto, acaso, fortuna, lance, contratiempo, caso fortuito, accidente, se sitúan las raíces griegas del concepto de tyché (fortuna), cuya esencia es divina. Ya se detallan menciones a la diosa Tyché, a partir de los siglos v y vi a. C., en fuentes escritas y después en estatuas y templos: […] su naturaleza divina era el resultado de una evolución compleja que va de la idea a la personificación de la diosa que tuvo lugar principalmente en el siglo iv a. C. y en el periodo helenístico. La idea de azar o fortuna (tyché) que Tyché personificó era familiar a los antiguos griegos como un elemento de la vida antes que tyché se divinizara, y el rol que el azar jugó en los eventos de la historia y en las vidas individuales fue a menudo objeto de atención de los poetas y los filósofos. Pero el concepto de tyché como una fuerza, la casualidad por la que las cosas ocurren, más allá del control y a menudo en contradicción con los planes humanos, era diferente del reconocimiento de Tyché como una diosa que pudiera ser propiciada a través de ofrendas con la esperanza de asegurar una buena fortuna […] Pocas dudas existen de que a partir del siglo iv a. C., Tyché fue firmemente establecida como una diosa en Atenas y en muchas otras ciudades del mundo griego (Matheson, 1994, pp. 19-20).
Tanto Susan Matheson (1994) como Jane Ellen Harrison (1912) ponen de manifiesto cómo la vieja potencialidad mágica representada por Moira, que ya hemos mencionado anteriormente, y que originariamente significaba «agro sorteado», y que significó después «destino», se transformará en la diosa Tyché. De acuerdo con aquella acepción, a cada miembro de la comunidad le correspondía un lote de tierra sorteado según la praxis comunal en la que estaba inserto. Las Moiras (Greene, 1963, p. 9), como figuras míticas, repre-
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sentaban a los antepasados del clan y su función era la de defender la integridad de estos derechos igualitarios (Thomson, 1972, pp. 269-272). Lo mismo se puede decir de las Erinias, pero en el aspecto negativo, por cuanto que su función consistía en castigar la transgresión de la distribución hereditaria personificada en las Moiras. En el período de transición de la sociedad tribaltotémica a la sociedad de las ciudades-Estado (Fustel de Coulanges, 1984, pp. 133-238), estas imágenes quedaron relacionadas y subordinadas a Zeus, que representaba la monarquía y, más tarde, a Dike (Justicia), y, así, de esta manera, el viejo daimon-duende de Moira es reemplazado por la diosa Tyché como directamente responsable de lo que sucede, dentro de un proceso de divinización de lo sagrado que se superpone sin eliminar a la «naturalización» de lo sagrado anterior. El destino comparece de forma ambivalente, alterna el placer y el dolor, el infortunio sucede a un acontecimiento dichoso y viceversa, Tyché ordena al tiempo que a su vez ordena al hombre, cual Rueda de la Fortuna (González, 2006, pp. 41 y ss.), como apuntaba Anaximandro anteriormente. En las Odas de Píndaro, Tyché (Meyer-Landrut, 1997, p. 185, nota 30) aparece como una diosa que muestra su parentesco con los dioses del Olimpo. Comparece como una diosa excesivamente poderosa cuyos efectos no pueden ser calculados ni pueden visibilizarse por la razón humana, más bien son sustraídos al cálculo teórico, pero tal diosa no puede ser considerada como diosa maligna, enemiga del hombre, a pesar de que actúe como azar ciego, ya que en muchos casos sus efectos producen bienestar al hombre. En definitiva, los efectos de Tyché tienen una consecuencia determinada —no siempre prevista ni deseada— sobre el actuar y el esfuerzo humanos. Los efectos de la diosa Tyché no solo no pueden ser calculados teóricamente sino que tampoco están disponibles prácticamente (Strohm, 1944, p. 54; Vogt, 2011, p. 101). Sin duda, los fragmentos de Píndaro permiten entender el clarificador concepto de «fortuna» —que ofrece Martha Nussbaum en un influyente trabajo suyo (1995)—, de un modo no definido de modo estricto, pero perfectamente inteligible, similar al que los griegos denominaban Tyché: «Lo que acontece a una persona por fortuna es lo que no le ocurre por su propia intervención activa, lo que simplemente le sucede, en oposición a lo que hace. En general, eliminar la fortuna de la vida humana equivaldría a poner esa vida, o al menos sus aspectos más importantes, bajo el dominio del agente, suprimiendo la dependencia de lo exterior» (1995, p. 31). El término no solo significa aleatoriedad o falta de conexión causal. Su significado básico remite a «lo que simplemente nos viene dado (frente a lo que creamos)», es el elemento de la existencia humana que los humanos no dominan (1995, p. 136, nota). A pesar de que la semántica de la Fortuna va a experimentar una importante metamorfosis a partir de su racionalización realizada por Aristóteles y su latinización posterior vía Boecio, Scoto y Leibniz, sin embargo, su recorrido histórico no se detiene, ya que la idea de fortuna resurgirá con fuerza en el Renacimiento y el Barroco, en las obras de Maquiavelo, Guicciardini, Lipsio, Du Vair, Marlowe, Shakespeare, Calderón, Gracián, Quevedo, Lohenstein y
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Gryphius, entre otros, y posteriormente en la modernidad avanzada en forma de riesgo, como versión secularizada de la fortuna.
3.3. La racionalización del azar en Aristóteles Sin embargo, tanto Nussbaum (1995, p. 30) como González (2006, p. 337) apuntan la idea de que Píndaro parece haber olvidado algo, ya que, con independencia de cuánto se asemejen los seres humanos a formas de vida inferiores, sin embargo, son diferentes en un aspecto determinante: el Logos, la razón. Los humanos «podemos deliberar y elegir, elaborar un plan y jerarquizar nuestras metas, decidir activamente qué cosas tienen valor y en qué grado» (Nussbaum, 1995, p. 30). Aunque no puede negarse nuestra posición de dependencia en el mundo, sin embargo, hay en nosotros algo activo, «divino, inmortal, inteligible, unitario, indisoluble e invariable» (Platón, 1981, p. 404), el Logos/Razón. Píndaro hace hincapié en los aspectos pasivos de la excelencia humana, en su dependencia de circunstancias ajenas a ella que pueden interferir en nuestro desarrollo aparentemente «natural» más que en aspectos activos de nuestra capacidad como agentes. Frente a la posición de Píndaro, Platón y Aristóteles construyen una metafísica apoyada en el Logos como primera secularización de la diosa olímpica Tyché según la cual el azar podría ser gobernado por el hombre a través de ese nuevo dispositivo creado, el Logos, la razón, salvándonos de vivir merced a la fortuna. De esta guisa, proteger nuestras vidas de los designios de la diosa Tyché significaría salvarnos a través de fuentes propias internas de peligros externos. No obstante, quien más ha contribuido a forjar el enfoque que tiende a una desdivinización del azar, a una racionalización del azar, a un control pragmático del espectro de influencia de Tyché, es Aristóteles2. La latinización de su concepto de posibilidad a través de Boecio y Mario Victorino permitirá una equiparación del concepto de contingencia y el de azar, abriendo de esta guisa la perspectiva racional moderna en el estudio de la incertidumbre. Veamos esto con un poco de detenimiento. Aristóteles no presenta una, sino al menos dos versiones del concepto de posibilidad («endechomenon»), por una parte, hace referencia a aquello que no es necesario ni imposible, y, por otra parte, hace referencia a aquello que puede ser como es pero que también puede ser de otro modo, es decir, a una representación de lo posible que se diferencia de lo imposible y donde lo necesario aparece como posible. Este concepto es de vital importancia y servirá a 2 La problemática del azar y la contingencia en Aristóteles se recoge en sus siguientes escritos: el concepto de tyché como azar en el ámbito de las acciones humanas y el concepto de automaton como azar en el ámbito de la naturaleza (tyché/automaton) en la Física, Libro 2, caps. 4 al 6; el concepto de accidente (symbebekos) contrapuesto a la sustancia en la Metafísica, Libro 5, cap. 30 y Libro 6, caps. 2 y 3; el concepto de posibilidad/contingencia (endechomenon) en Tratados de lógica. Peri Hermeneias, caps. 9 y 13, y Primeros analíticos, Libro 1, caps. 3 y 13. Para una presentación de la problemática del azar en Aristóteles véanse Arnd Hoffmann (2005, pp. 1-3) y Peter Vogt (2011, pp. 43-64).
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Niklas Luhmann (1987, p. 152) para construir su enfoque sobre la contingencia en las sociedades modernas. El concepto designa lo dado (experimentado, esperado, pensado, imaginado) a la luz de un posible estado diferente, designando objetos en un horizonte de cambios posibles. Es decir, el tiempo (y coextensivamente la acción humana) actúa como la condición de posibilidad que produce contingencia. Se presupone el mundo dado, pero esta suposición no es toda la realidad, ya que esta puede ser de otra manera. En otras palabras, no podemos entender la realidad de este mundo sin presuponer el concepto de contingencia como primera e insustituible condición de lo que es posible. En la teoría del azar de Aristóteles comparecen dos categorías, por una parte, la sustancia, el fundamento, y, por otra parte, el azar, la fortuna, el accidente (Metafísica, Libro 5, cap. 30 y Libro 6, caps. 2 y 3). El azar se manifiesta cuando una determinada acción que persigue un objetivo se conecta con un proceso parasitario, que en sí mismo no representa ninguna acción porque no conlleva ninguna fijación ni cálculo de objetivos, pero que produce consecuencias imprevistas (Bubner, 1998, p. 11), por tanto, Aristóteles trataría de encontrar un fundamento racional a ese sin-fundamento (Grundlosigkeit) que constituye la emergencia de ese proceso parasitario protagonizado por el azar y sus formas en un mundo desencantado. El interés de Aristóteles en el azar es práctico, puesto que está implicado en el curso de nuestras acciones. El azar, lo accidental, el accidente, no es algo así como un conocimiento insuficiente que, a través del aprendizaje, la investigación, la interacción social o el perfeccionamiento de la técnica, fuera compensado. No es algo que desaparece cuando nuestras fuerzas de dominio de la realidad se hallan en tensión. El azar forma parte de la accidentalidad de lo real, siempre está ahí de uno u otro modo. Podemos reducirlo o aumentarlo, dependiendo de nuestra acción, de la planificación y del cálculo, pero no podemos eliminarlo como se elimina la gripe con un antibiótico. La traducción latina que realizan Boecio y Mario Victorino de «endechomenon», lo posible, en Aristóteles, como «contingens», según lo cual «contingens est, quod est nec impossibile nec necessarium» (Vogt, 2011, p. 59; Schepers, 1965, pp. 326-350), se proyectará dentro de la narrativa teológicoescolástica que analiza las distintas esferas de la realidad: el mundo, la naturaleza y la historia, siempre domesticadas por la providencia divina.
3.4. La génesis moderna de la incertidumbre y la configuración de nuevas formas de tiempo: cuatro escenarios En este apartado voy a analizar la conexión existente entre la génesis moderna de constelaciones de incertidumbre y diversos horizontes de futurización. Me he concentrado en cuatro escenarios. Aunque los elementos probatorios los tomo de la propia historia de las sociedades modernas, no existe una pretensión cronológica de fondo ni tampoco pretendo esbozar una concepción de estadios, evolucionista. Los escenarios están determinados
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por las diversas distinciones directrices que en el transcurso de la modernidad adopta la conexión entre incertidumbre y tiempo: planificar el futuro, acelerar el futuro-presente, colonizar el futuro, implosionar el futuro. Son escenarios que coexisten en distintos contextos sociales. El primero de ellos es el control de la incertidumbre («lo desconocido conocido») a través de la planificación racional. El segundo analiza la aceleración social y la planificación de las consecuencias negativas derivadas del incremento de incertidumbre. En el tercero analizo las posiciones y las técnicas de colonización del futuro, la generación de horizontes futuros, deteniéndome en tres ámbitos: las transitologías políticas desde 1945, el diseño genético y la convergencia de historias y narrativas y la proyección de futuros climáticos. En el cuarto analizo la idea del choque de tiempos múltiples, la idea de la simultaneidad conflictiva de lo no simultáneo y extraigo una serie de conjeturas sociológicas. 3.4.1. Escenario 1. El control de la incertidumbre («lo desconocido conocido») a través de la planificación racional: El progreso infinito y absoluto y la conquista del futuro Reinhart Koselleck nos muestra una interesante metamorfosis en el concepto de azar que va a ayudar a entender el desencadenamiento de una serie de fuerzas sociales en la segunda mitad del xviii. En su decurso semántico, la naturaleza de la Fortuna como «hija de la adivinación del futuro» o como «madre del azar» que servía para justificar la repetición de un conjunto transpersonal de acontecimientos que escapaban al control de los hombres y de las mujeres, tan pronto como es interpretada empírica o pragmáticamente, gracias a la racionalización llevada a cabo por Aristóteles, se convierte en puro azar, en oportunidad, en accidente (1979, pp. 160 y ss.) objeto de planificación racional. El azar se convierte en un «resto motivacional» para la acción. Los hechos permanecen siendo contingentes, aunque puedan ser fundamentados racionalmente, pero la diferencia es que surgen en un espacio de libertad humana. Se vislumbra la posibilidad de que la voluntad humana pueda controlar la contingencia. A juicio de Koselleck, lo mismo ocurre con el concepto de disponibilidad de la historia (1979, pp. 261, 264), cuyo alcance aparecerá determinado por la acción humana. La historia aparece a disposición del hombre como un concepto clave nuevo que subsume la pluralidad de historias particulares previas, creándose de esta guisa un horizonte de expectativas renovado y extendido. El hombre ya no es un mero participante en una historia ajena a él, sino que es él mismo quien la produce. El destino deja paso a una razón práctica dominante. Una correcta comprensión de la noción de progreso no puede prescindir ni olvidar sus orígenes en la literatura cristiana. En el «progreso» (teológico y teleológico) transhistórico se alojan dos momentos contrapuestos. Por una parte, el movimiento terrenal apunta a un final seguro pero temporalmente incierto de este mundo. El cambio terrenal resulta heterogéneo, debido a las
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contingencias propias del mundo y del hombre, frente a la homogeneidad del mensaje eterno, del que no se permite cambiar ni una palabra. Por otra parte, el verdadero profectus, el verdadero perfeccionamiento teológico, surge precisamente a partir de las interdependencias mundanas, apuntando a un acercamiento a Dios. Este progreso transhistórico, con sus dos énfasis, impregna los diversos ámbitos intramundanos y será en esta mundanización o si se quiere en la temporalización, en la historización del mensaje religioso, donde el profectus teológico se va a transformar en progreso intramundano (Koselleck, 1979, p. 362). El núcleo duro de experiencia son los descubrimientos e invenciones de la ciencia y la técnica (Koselleck, 1975, vol. 2, pp. 365, 368; Landes, 1969) que configuran un nuevo «stock of knowledge at hand» que permite desplegar nuevos dispositivos de lucha contra la incertidumbre (Zelizer, 2010, pp. 94-112). Mencionemos algunos de estos hitos: la primera encuesta anual permanente organizada sobre una base sistemática por la Administración del Estado realizada en Francia en 1772 (Brian, 1998, pp. 207-225); el comienzo de la teoría analítica de probabilidades que iba a redefinir la comprensión del cálculo matemático de probabilidades y su aplicación tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales después de la publicación del tratado de Laplace cuarenta años más tarde (Daston, 1997, pp. 175-191); con la publicación de El origen del hombre se produce una auténtica revolución debido al gran motor de la selección natural que en vez de considerar pesados robots a los organismos los sitúa como actores del proceso de evolución, incluso en la evolución de la capacidad de evolución (Dawkins, 1989, p. v; Kirschner y Gerhart, 2005). A mi juicio, quienes mejor han captado el cambio en la estructura del conocimiento, apoyado en los cambios anteriores y en otros más, han sido Michel Foucault, con su concepto de nueva episteme moderna o posclásica (1968, p. 7; 1970, pp. 322-323), Reinhart Koselleck, con su concepto de Sattelzeit, un nuevo tiempo caracterizado por una innovación semántica sin precedentes (1972, vol. 1, xvi-xviii), y Robert K. Merton que ha analizado con gran acierto la estructura de la ciencia y las consecuencias sociales de los cambios en la tecnología (1964, pp. 649 y ss.). En este contexto surgirá la incertidumbre como una mutación moderna del azar que depende del conocimiento alcanzado, es decir, «lo desconocido conocido» (el punto ciego desde el que observo y veo que no veo) es ese ámbito de lo indeterminado (Apeiron) que permanece todavía velado, pero que con un progreso ulterior del conocimiento puede llegar a ser desvelado a través de la racionalización y la planificación científica (Scheller, 2016a, pp. 16-17; De Sautoy, 2018, p. 20). En La ciencia como vocación (1919), Max Weber advierte también de la presencia inquietante de este tipo de narrativa «progresiva»: La intelectualización y la racionalización crecientes no significan, pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto; significan que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión (1987, pp. 199-200).
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Niklas Luhmann nos informa de un cambio importante en las distinciones directrices que estructuran el núcleo que da sentido a la vida de los individuos en cada época, así, a partir del siglo xviii, la posición central de la oposición entre inmanencia/trascendencia es sustituida por otra: pasado/futuro (Luhmann, 1990, p. 48; 1997, vol. 2, p. 1004). La nueva sociedad se mueve hacia un estado del mundo que no tiene precedente en ninguno previo (Luhmann, 1997, vol. 2, p. 998), caracterizado por la novedad de la novedad más nueva. Asumiendo supuestos kantianos y la propia versión racionalista aristotélica de la contingencia, Odo Marquard actualiza el significado de la contingencia en la modernidad. Según él, si contemplamos todo esto no desde la perspectiva del Creador, de Dios, sino desde la perspectiva del ser humano y su mundo de la vida, podemos extraer dos interpretaciones (2000, pp. 138-139; Walter, 2017, p. 95). O bien lo contingente es «lo que podría ser de otra manera» y por tanto podemos cambiar (por ejemplo, este trabajo pudiera no ser publicado o ser publicado de otra manera); esto, «lo que podría ser de otra manera» y podemos cambiar, es el producto de una decisión, es algo que elegimos y es abandonable también por decisión humana y lo llamamos lo contingente por decisión humana. O bien lo contingente es «lo que podría ser de otra manera» y no lo podemos cambiar (los golpes del destino: las enfermedades, haber nacido, que morimos y cuándo morimos); esto, «lo que podría ser de otra manera» y no lo podemos cambiar (o solo muy poco), es el destino: es muy resistente a la negación y no se puede escapar a él, esto sería lo contingente por destino, el destino. 3.4.2. Escenario 2. Cuando la incertidumbre generada supera a la controlada («lo desconocido desconocido») y surge la necesidad de la planificación de las consecuencias negativas del incremento de incertidumbre En este segundo escenario que comienza su despliegue a partir de los ochenta, el futuro ya no aparece como algo vacío, como un espacio para ser rellenado, sino como un horizonte de incertidumbres diversas y en muchos casos enfrentadas. Frente al futuro proactivo del anterior escenario, ahora el futuro tiene un carácter defensivo. Las prácticas que dibuja este tipo de temporalidad se orientan más bien hacia un futuro cercano, un futuro presente, que es percibido como una parte de procesos presentes. El horizonte de tal futuro, que hizo suyos la planificación y la esperanza en el progreso, se encoge drásticamente en un tiempo acelerado (Rosa, 2005). La simetría entre el antes y el después queda fracturada en un hiperpresente terminal (Ramos, 2007, pp. 171-182), un presente especioso del que se han amputado el pasado y el futuro. Un presente donde se agolpan los procesos de «maduración», de «aprendizaje», en donde se manifiesta la presencia asfixiante de un presente comprimido (Harvey, 1998). No se «resuelve realmente la integración en el presente del futuro y del pasado (Ramos, 2014, p. 155) […] [Predomina] la lógica de un presente cuyos horizontes han desaparecido y queda encerrado en sí mismo» (ibid., p. 157).
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El substrato cultural que permite comprender esto es la idea que considera a la «aceleración como el resto (desacralizado) de una expectativa de salvación» (Blumenberg, 1986, pp. 245-248). La vida realizada ya no supone una «vida superior» esperándonos después de la muerte, sino que consiste en realizar cuantas más opciones podamos del vasto horizonte de posibilidades que nos ofrece el mundo. El concepto de contingencia también experimenta un cambio importante en relación al escenario anterior, en el que el hombre representaba ese desencadenamiento prometeico (Mitzman, 2003) que pretendía domar su propia suerte por sí mismo. Sin embargo, la contingencia se traslada ahora a los propios sistemas sociales y es aquí donde adquiere relevancia la aportación de Niklas Luhmann. Según él: Los conceptos tradicionales de racionalidad habían vivido de ventajas externas de sentido. Con la secularización de la ordenación religiosa del mundo y con la pérdida de la representación de puntos de partida unívocos, estas ventajas pierden su fundamentabilidad. Por eso, los juicios sobre la racionalidad tienen que desligarse de las ventajas externas de sentido y readaptarse a una unidad de autorreferencia y heterorreferencia que se puede producir siempre solo en el interior de cada sistema (Luhmann, 1998, p. 148).
Las sociedades modernas son «unidades múltiples». «La» sociedad se desdobla en distintos ámbitos funcionales (Luhmann, 1997, vol. 2, pp. 743 y ss.), en distintos órdenes de vida, como la economía, la política, la ciencia, la religión, el derecho, el deporte, etcétera. Cada uno de estos sistemas parciales configura un modo específico y propio de solucionar problemas. No existe una «razón» universal sino criterios de racionalidad subespecíficos: justicia, verdad, belleza, propiedad, etc. (Dubiel, 1994). Cuanto más sabemos, más sabemos que sabemos menos, debido a la multiplicación de la incertidumbre en todo ámbito de la existencia humana (Luhmann, 1990, p. 37), ya que cuanto más racionalmente se calcula y más complejo se hace el proceso de cálculo, mayor es el número de facetas en las que reina la incertidumbre del futuro. En las ciencias sociales no hay acumulación de conocimiento y el disponer de más conocimiento no conduce a más certeza, sino a más incertidumbre (Giddens, 1990, pp. 36 y ss.). Este nuevo contexto de incertidumbre no hace referencia a «lo desconocido conocido», que podría ser conocido ulteriormente a través del progreso como vimos en el escenario anterior, sino a «lo desconocido desconocido», a una intransparencia evolutiva de nuevo cuño, al punto ciego desde el que se observa y no se ve que no se ve. La aceleración de las secuencias históricas de los acontecimientos impide que las expectativas se refieran a las experiencias anteriores y de esta manera lo improbable deviene probable (Luhmann, 1992, p. 287), por la razón de que todo, o casi todo, es transformado en un futuro imprevisible. Solo podemos cambiar aquello que dura. La instantaneidad presentista tiene un aroma nihilista. Surgen dos interesantes paradojas a las que debe hacer frente este nuevo escenario: en la primera de ellas, y relacionada con el tema de la contingencia, por una parte, se acomete el control de la contingencia que surge en el normal desempeño de los sistemas sociales, pero, por otra parte, los mismos
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sistemas sociales generan mayor contingencia que escapa al control de los dispositivos institucionales habituales, como el mercado, el Estado, el sistema educativo, el sistema de salud, etc. La segunda paradoja afecta de lleno a la aceleración social. Una sociedad basada en la aceleración sería aquella en la que la aceleración tecnológica y el crecimiento de la escasez de tiempo (es decir, de la aceleración del ritmo de vida) crecen desigualmente, esto es, si las tasas de crecimiento de actividades a realizar crecen más rápido que las tasas de aceleración tecnológica (Rosa, 2005, pp. 243-255), entonces, el tiempo se vuelve escaso. Cuanto más dinámico es el entorno en el que vivimos y más complejas y contingentes resultan las cadenas de acontecimientos y los horizontes de posibilidad configurados, más difícil resulta compatibilizar las actividades que realizamos y las decisiones que tomamos dentro de cronogramas sobrecargados de demandas de todo tipo (Beriain, 2008, p. 111), es decir, bajo condiciones de alta complejidad, el tiempo se hace escaso, se «comprime». Podemos expresar esto con una cierta conjetura sociológica: a mayor aumento de la diferenciación sistémica, es decir, cuanto mayor es el aumento de las necesidades de reducción de complejidad social expresada en una mayor «densidad social», en una mayor conectividad, mayor resulta la distancia existente entre el pasado y el futuro, incrementándose de esta guisa el umbral de contingencia generada frente a la contingencia controlada. El futuro no aparece en este escenario como un horizonte objeto de colonización, donde se pretende alcanzar un estadio positivo-industrial, como ocurría en el primer escenario, más bien se pone el énfasis en una evitación de las situaciones negativas reales y posibles de tal estadio recurriendo fundamentalmente al cálculo del riesgo3 y al principio de precaución. No basta con planificar racionalmente la acción, como ocurría en el primer escenario, sino que tan o más importante resulta el hecho de planificar las consecuencias negativas de la planificación anterior. Sin duda, la elección de los riesgos y la elección de las formas de vida van juntas. Cada forma de vida conlleva una específica forma de percibir, construir y luchar contra las diversas formas de contingencia y de incertidumbre en plural, es decir, cada sociedad conlleva su propio catálogo de riesgos (Giner, 2005, p. 28)4. Aunque no existe un sistema 3 El concepto de riesgo se tomó prestado de los italianos en torno a 1500, en donde ya desde el siglo xiv se comienzan a introducir seguros en el cargamento de fletes marinos en el Mediterráneo (Ramstedt, 1992, p. 1045; Scheller, 2016b, pp. 185-211), aunque existen críticas sobre esta posición (Corominas y Pascual, 1983, pp. 13-19). Aquello que las sociedades tradicionales atribuían a la fortuna, como ya hemos visto, a una voluntad meta-social-divina o al destino como estructura parasitaria de determinados cursos de acción, las sociedades modernas tardías lo atribuyen al riesgo, este representaría una racionalización de la fortuna que surge en la transición de la Baja Edad Media a la Edad Moderna temprana. 4 Véase al respecto la atinada distinción realizada por Salvador Giner entre concepciones externalistas del riesgo —donde la amenaza estaría en la naturaleza, Dios o el azar en sus diversas metamorfosis— y concepciones internalistas —donde la amenaza estaría en la mano del hombre— (2005, p. 28). En este trabajo utilizo un concepto de riesgo sin ninguna finalidad normativa, como hace Ulrich Beck en su archiconocido trabajo Sociedad del riesgo, sino con un marcado acento pragmático-operativo: el riesgo como medida del azar. Sobre las semánticas del riesgo véase el interesante trabajo de Ramos y Callejo (2018b, pp. 235-256).
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social cuya distinción directriz sea la de seguridad/peligro, sin embargo, hay peligros que son inmunes a la diferenciación funcional, como los peligros premodernos de las hambrunas, pestes, el riesgo de invasión, la pérdida de prosperidad, la anomia, las epidemias; las guerras y las incertidumbres bursátiles modernas; los peligros modernos tardíos derivados de los accidentes nucleares, del diseño genético o la investigación con transgénicos. Los daños atribuibles socialmente son las consecuencias parasitarias de acciones y decisiones humanas que constituyen un riesgo calculable estadísticamente (Scholz, Blumer y Brand, 2012, 15(3), pp. 313-330). Podemos decir que el riesgo es «la incertidumbre objetivamente probabilizada» (Godard, Henry, Lagadec y Michel-Kerjan, 2002, p. 13), pero, por otra parte, están aquellos peligros que proceden de los sistemas sociales, sobre los cuales es mucho más difícil establecer una cadena de atribución de responsabilidades (Luhmann, 2007). Compartir los mismos valores conduce a compartir los mismos temores e incertidumbres e inversamente las mismas certezas (Douglas y Wildavsky, 1982, p. 8). Aaron Wildavsky (1988) describe dos estrategias modernas para obtener seguridad que operan en áreas muy variadas, como la vida no humana, el cuerpo humano, el poder nuclear y la regulación jurídica de conflictos entre individuos y entre colectivos. La primera estrategia es la «capacidad adaptativa» y la segunda se rige por los principios de «precaución» y de «anticipación». La «capacidad adaptativa» opera de acuerdo con el principio de ensayo y error: un sistema actúa primero y corrige los errores cuando aparecen y, así, acumula seguridad a través del aprendizaje al hacerlo («Do not stop until you´ve got something better») (Douglas y Wildavsky, 1982, p. 27). La «anticipación» opera de forma opuesta: Un sistema intenta evitar previamente las amenazas situadas como hipótesis, y no permite ensayos sin garantías previas contra el error («Do not start unless you are sure it´s safe») (ibid.). Otra forma de expresarlo según el «principio de precaución» sería la siguiente: «Puede estar justificado (versión débil) o es imperativo (versión fuerte) limitar, controlar o impedir ciertas acciones potencialmente peligrosas sin esperar a que ese peligro sea científicamente fijado con certeza» (Ramos, 2002, pp. 404, 406). La posición de Wildavsky, hoy mayoritaria en el ámbito de la aplicación a gran escala de los descubrimientos científicos, se puede resumir: «No safety without risk». La simple constatación de que las causas del riesgo y la seguridad no son independientes, sino interdependientes, proporciona una enérgica herramienta para mostrar que un énfasis desmedido sobre la seguridad anticipatoria pudiera generar nuevos riesgos y precipitadamente impedir «beneficios de oportunidad» potenciales procedentes de las nuevas tecnologías, mientras que asumir riesgos puede desarrollar la seguridad a través de la acumulación de conocimiento y recursos. El «principio proaccionario» formulado por Max More (2013, pp. 259-268) ofrece un razonamiento intermedio que tiene interés, sin cerrar, por supuesto, una cuestión objeto de controversia como esta. Según este principio, no existe un cálculo equilibrado, comprensivo y objetivo en el principio de precaución sobre los riesgos y los beneficios. Es un juego de todo o nada. El principio de precaución sobrestima la cautela como el valor único y primordial. La cautela, como la sospecha, el miedo o la confianza, disfrutan de un lugar legítimo en nuestra caja de
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herramientas de respuestas. Sin embargo, no puede servir por sí misma, como una base racional, juiciosa y comprensiva para la toma de decisiones sobre las preocupaciones tecnológicas y medioambientales. Nos quedamos estancados cuando solo elevamos la cautela y las medidas cautelares al estatus de principio absoluto —cuando les endosamos con un poder de veto crucial sobre todos los valores y sobre el uso de la inteligencia y la creatividad máximas—. Si miramos a los logros científicos y tecnológicos del pasado, ¿los hubiese prohibido el principio de precaución? Este conduce a una paradoja, puesto que detener el progreso para prevenir el riesgo es en sí mismo arriesgado (More, 2013, p. 264). En el centro del principio proaccionario encontramos un compromiso con la investigación y el descubrimiento científicos, con la innovación tecnológica y con la aplicación de la ciencia y la tecnología a la optimización de la condición humana. Se trata de buscar un equilibrio entre oportunidades y riesgos. 3.4.3. Escenario 3. La colonización-exploración del futuro: la generación de horizontes futuros por discursos pioneros del tiempo La intensificación de la existencia generada por la aceleración social y el presentismo terminal del escenario anterior no termina de resolver el problema del cuello de botella que supone el aumento de la escasez de tiempo. Ante esta situación que genera el virus de la aceleración, no queda otra, saturados de incertidumbres y sin tiempo, que explorar horizontes futuros, abrir ventanas sociológicas de exploración de futuros. Bajo estos supuestos, el énfasis ya no radica tanto en la planificación y conquista del futuro como en su exploración, abriéndose paso de esta guisa un concepto de progreso posible en lugar del progreso absoluto e infinito de los sociólogos modernizadores del siglo xviii. Según esta idea, no actuaríamos, por tanto, como profetas que proyectan pasados futuros, sino más bien como observadores-exploradores-pioneros de futuros presentes y de futuros futuros. Las transitologías políticas y el manejo de la incertidumbre Me voy a concentrar en el análisis de tres ámbitos contemporáneos. El primero de ellos es el que se ocupa de las transiciones desde un régimen autoritario a uno democrático, lo que se ha venido en llamar «transitologías políticas». Bajo la etiqueta de «transiciones a la democracia», una rama de las ciencias sociales se ha ocupado de forma exitosa en las últimas décadas con estudios comparativos del análisis de los procesos de modernización política desde la Segunda Guerra Mundial (O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988). Inicialmente se han situado tres oleadas de «democratización»: las «democracias de posguerra» (Italia, Japón y la República Federal de Alemania), los procesos democráticos mediterráneos de los años setenta (Portugal, España y Grecia) y el colapso de los regímenes autoritarios en Sudamérica a lo largo de los ochenta (Argentina, Brasil, Uruguay, Chile y Paraguay). En una cuarta oleada estarían representados los países de Europa central y del Este a finales de los ochenta y durante los noventa
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y, finalmente, en una quinta oleada, estarían situados los países musulmanes de la ribera sur mediterránea que protagonizan la «primavera árabe» en la primera década de este siglo. Durante las tres primeras oleadas, la combinación exitosa de los ingredientes «naturales» —la constitución de la identidad nacional, la constitución de la ciudadanía y la libre concurrencia de mercado— ha producido una secuencia de estadios o una trayectoria histórica, es decir una ley de desarrollo histórico que conduce a un estadio final: el Estado democrático de derecho, lo que podemos llamar una transitología clásica según las tesis de la convergencia. Sin embargo, a partir de la cuarta oleada, es decir, con los futuros políticos abiertos que se generan en las transiciones del este de Europa aumenta la incertidumbre, perdiendo importancia las perspectivas deterministas y finalistas y entrando en el juego político elementos de cálculo contexto-dependiente, elección racional y el propio saber hacer de los actores políticos en liza. Como ha advertido Michel Dobry (2000, pp. 49-70), la así llamada «invención de nuevas trayectorias» comienza a jugar un papel importante, lo cual conlleva nuevas y múltiples posibilidades de elegir nuevos caminos, nuevos resultados en parte no buscados y, consiguientemente, nuevas incertidumbres. La incertidumbre tiene efectos poderosos sobre lo que los actores hacen y perciben, ya que constituye uno de los elementos de la lógica situacional que caracteriza a las coyunturas de fluidez política. No obstante, la incertidumbre no es algo más propio de los periodos de transición que lo es de la propia democracia. Frente a los modelos clásicos de transitología surgen «intrigas» históricas y puntos de bifurcación donde los actores enfrentan «grandes decisiones» que muestran que pequeñas causas pueden producir grandes efectos. Esto conlleva desplegar formas de desvinculación (paths of extrication) de los viejos componentes que «caen», resituando otros nuevos que los sustituyen configurando una pluralidad de transiciones (Offe, 1991). La última oleada representada por las «primaveras árabes» (Heydemann, vol. 148, 1, 2018, pp. 48-64) ha puesto de manifiesto en toda su crudeza que los procesos de transición que llevan de determinados regímenes autoritarios a «alguna otra cosa» incierta no se acogen a ninguna ley universal de transición ni a los dictados de un tipo de modernidad europeo-norteamericana, sino que se abre un espacio de competencia entre narrativas de cambio político que exploran horizontes futuros nuevos en contextos altamente contingentes. La «otra cosa» puede estar representada o bien por la instauración de una democracia política o bien por la restauración de una forma nueva, quizá más intensa, de régimen autoritario. También puede darse un desenlace confuso, con rotaciones en el poder de gobiernos sin un final claro. Pero también pueden darse confrontaciones violentas que desemboquen en regímenes revolucionarios que promuevan cambios que trascienden el ámbito político.
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El diseño genético, la convergencia de desarrollos científicos y la generación de incertidumbres El segundo ámbito que voy a analizar es el relacionado con el diseño genético y la convergencia de una serie de desarrollos científicos. Hoy cambian los sistemas complejos entre (y dentro de) los países, las empresas, las industrias y la propia sociedad en su conjunto. Se produce un incremento de complejidad sistémica (Luhmann, 1980), un incremento de la conectividad selectiva entre los diferentes elementos dentro de los sistemas y de los propios sistemas entre sí. No solo cambia el «qué» y el «cómo» hacer las cosas, sino que ha cambiado realmente el «quiénes somos». El sujeto humano clásico es desubjetivado, descentrado, convirtiéndose, en buena medida, en otro elemento en medio de la convergencia de los sistemas integrados en las siglas NBIC: la nanotecnología (nano), la biotecnología (bio), el Big data (info) y la Inteligencia Artificial (cogno) (NBIC) (Roco y Bainsbridge, 2003; Brynjolfsson y Mcaffe, 2014, pp. 88-95), que conforman «colectividades cognitivas híbridas» (Donald, 1991, pp. 355-360) en asociación e interacción dinámica (Latour, 2005, pp. 1-21; Ikegami, 2011, pp. 78, 4, 1155-1184). La naturaleza humana nunca fue una mónada homogénea, como ingenuamente se piensa, sino más bien el agregado de muchas cosas: materia y forma (Platón), cuerpo y mente (Descartes), ello-yo-superyó (Freud), yo-mí (G. H. Mead), que encuentra su primer estrato, sobre el que se apoyan todos los demás, en la biología, en algo que ha sido determinado por la adaptación del organismo vivo, por el desarrollo de nuevas capacidades en interacción con entornos cambiantes (Bellah, 2011, p. xiv). Estas capacidades han posibilitado que el propio organismo vivo evolucionado —el ser humano— intervenga sobre sí mismo de forma revolucionaria a través de la alteración de su propio código genético, creando la posibilidad no solo de eliminar terapéuticamente patologías congénitas al ser humano —enfermedades como el cáncer, Alzheimer o Parkinson—, sino de crear un «ser más allá de lo humano», como consecuencia de ese transcending, de ese beyonding evolutivo, de esa naturaleza transgresora que anida en el propio ser humano al proyectarse como ser limítrofe que no tiene fronteras (Oepen y Vaupel, 2002, pp. 296, 1030-1031; Tegmark, 2018). Si el organismo puede aprender y si el aprendizaje puede cambiar su entorno y así las oportunidades para su prole, entonces, es el organismo, lo que incluye a sus genes, aquello que se convierte en un elemento central de la evolución. Pero, si esto es así, los límites de la naturaleza humana como organismo evolucionado pueden ser borrados por el propio organismo que los puede transgredir, abriendo la posibilidad de crear nuevos individuos a la carta, lo que nos sitúa en el sujeto transhumano, que forma parte de una colectividad cognitiva transindividual híbrida (Donald, 1990, p. 355) de nanotecnología, biotecnología e inteligencia artificial. Así como en el caso de las transitologías políticas fueron diferentes narrativas en disputa las que colonizaron con mayor o menor éxito los diversos futuros políticos con la pretensión de reducir el umbral de incertidumbre, también en este caso se dibujan
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igualmente, grosso modo5, dos grandes narrativas: «biotecnoconservadores» (Habermas, 2001; Sandel, 2007) y «biotecnoprogresistas» (Hottois, 2014; Braidotti, 2015). Es en la pregunta que interroga por los límites de la naturaleza humana donde se manifiesta la pugna entre los «biotecnoconservadores», «gatekeepers», los guardianes de la frontera —religiosa, política, militar, económica, territorial, científica, humana—, y los «biotecnoprogresistas», los «pioneers» (y sus creaciones) que diariamente en el laboratorio transgreden una frontera con el objeto de ir más allá, de trascender lo existente, incluida la naturaleza humana, creando de esta guisa nuevas incertidumbres. La colonización del futuro a través de la proyección de futuros climáticos El cambio climático constituye uno de los principales ejes de conflicto en las agendas de todas las sociedades contemporáneas desde el último tercio del siglo pasado y en torno a él se siguen recogiendo importantes reflexiones sociológicas (Giddens, 2009, pp. 17-35; Beck, 2016, pp. 35-48; Latour, 2016, pp. 78-86). Yo voy a mencionar brevemente cinco narrativas sobre el cambio climático que Ramón Ramos recoge en uno de sus últimos trabajos (2018a) como un ejemplo de futurización en el cual los contendientes —futuros climáticos— son discursos socialmente construidos y con poder de movilización colectiva. Estos discursos constituyen abordajes que permiten controlar, de alguna manera, la incertidumbre generada por el cambio climático proyectando una serie de escenarios futuros. Ramos se hace una pregunta inequívoca: ¿qué hacer para que lo que nos amenaza no nos destruya o cambie infernalmente nuestras vidas?, a la que responde dibujando cinco narrativas posibles: 1. El discurso «negacionista» viene a resucitar una cierta «naturalización» de la incertidumbre dentro de las sociedades modernas, donde esta no aparece como un peligro cercano, sino como una mera incidencia dentro de un contexto de normalidad en el cual el tiempo fluye sin sobresalto y el futuro aparece poco menos que como un lugar feliz al que se llega sin demasiados traumas. 2. El discurso de la «geoingeniería» valora los nubarrones de incertidumbre en el futuro como algo que se puede revertir a través del optimismo científico prometeico. La ilustración científica sería esa palanca que permite mover el mundo en la dirección deseada, pero sin descuidar el cálculo de probabilidades de error, fallo técnico, insuficiente información, etc. Según esto hay que mirar el futuro con optimismo, controlando científicamente los «riesgos de la navegación». 3. El discurso «reformista» es el que aglutina un espectro de complejidad más amplio, confía en la racionalidad científica, pero como una más al lado de otras racionalidades —ética, política, comunicativa—, igualmente determinantes, y, por tanto, despliega un con5 Soy plenamente consciente de que dentro de estas dos narrativas existen posiciones muy diferenciadas. Las líneas de argumentación no son las mismas dentro de los «biotecnoconservadores», por ejemplo, la representada por Francis Fukuyama se diferencia de la que representa Jürgen Habermas, igualmente hay diferencias entre las posiciones de un transhumanismo biológico como el de Gilbert Hottois y las del posthumanismo tecnocientífico representado por Rosi Braidotti, pero heurísticamente, si podemos establecer un límite que divide entre dos grandes posiciones.
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cepto de seguridad existencial global, que engloba a las seguridades parciales de los sistemas sociales, en donde el mundo no es una pura «externalidad», sino la «casa del ser» en la que habita el hombre. En esta narrativa el progreso inevitable se convierte en futuro posible y responsable. 4. El discurso «radical» se caracteriza por una ambivalencia que se sustancia en mostrar, por una parte, los peligros civilizatorios de forma racional, que acechan si no se toman soluciones a tiempo y, por otra parte, un conjunto de propuestas simbólico-salvíficas, científicamente menos exigentes, sobre los futuros posibles. Sin embargo, destacan sus acentos performativos y su capacidad para generar resonancias de cara a la movilización sociopolítica. 5. El enfoque «catastrofista» se caracteriza por la proyección de hiperacontecimientos futuros con tintes trágicos a los que está abocada la civilización industrial y que coinciden con el «fin del mundo» expresado en un accidente nuclear, un impacto fatal de un asteroide que acaba con la vida, un tsunami de efectos devastadores. No tiene una pretensión científica sino más bien su objetivo es la generación de un horizonte sin horizonte, determinista, del que el hombre no se puede sustraer velis nolis. Tanto en el caso de las transitologías como en los casos del diseño genético y los futuros climáticos, frente a la postulación de un futuro progresivo, singularizado y pensado como objeto de conquista y meta de un largo proceso, como ha pretendido una buena parte del discurso sociológico de la modernidad, observamos, sin embargo, la proyección de una pluralidad de futuros que concurren en la esfera pública conformando un conflicto de interpretaciones que chocan entre sí buscando la realización de sus propias legitimidades internas sobre escenarios futuros (Fraser, 1999). 3.4.4. Escenario 4. La simultaneidad conflictiva de lo no simultáneo Lo «no simultáneo» significa que estadios de desarrollo cualitativamente diferentes, «simultáneamente», comparecen dentro de un mismo tiempo cuantitativamente mensurable (el tiempo del reloj, abstracto, universalizado, con sus husos horarios). Este contraste tiene varias raíces. La primera de ellas remite a la confrontación que se da a finales del siglo xv entre la cultura europea que se auto-interpreta como cultura mundial más avanzada y las culturas mesoamericanas del «nuevo mundo», interpretadas por aquella como primitivas y menos desarrolladas (Koselleck, 1979, p. 290). En el nuevo modelo de mundo los procesos sociales tienen su propia estructura temporal, así lo pone de manifiesto Herder: «En la actualidad toda cosa cambiante lleva consigo la medida de su propio tiempo […] Existen en el universo innumerables tiempos» (Herder, 1995, p. 68). La apertura geográfica del globo (el descubrimiento de «nuevas» zonas geográficas) trajo a la luz una variedad de «niveles culturales» coexistentes, que a través de procesos de comparación sincrónica fueron ordenados diacrónicamente (Lévi-Strauss, 1975; Bestard y Contreras, 1987, pp. 15-38, 49-70, 84-92; Bhattacharya, 2011). Así, la contemporaneidad de los no-contemporáneos («atrasados», «subdesarrollados», «bárbaros», «salvajes», «primitivos»,
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«paganos») participa, aunque de una forma desigual, del nuevo mito del «progreso». Dentro de esta nueva contextura espacio-temporal que define la significación imaginaria de progreso se configuran diferentes ritmos (más o menos acelerados) de cambio histórico-social, sustentados todos ellos en torno a constelaciones de significado del tipo metrópoli-colonia, capitalismo-desarrollo, socialismo-dependencia-revolución que denotan los vínculos selectivos existentes entre los Estados nacionales occidentales y su entorno mundial. En un influyente ensayo Time and the Other, publicado en 1983, el antropólogo holandés Johannes Fabian considera que la modernidad nació cuando la línea temporal establecida por los cronólogos de Grafton fue espacializada a lo largo y ancho de una vasta pizarra geo-crono-cultural que englobaba a todo el planeta, una cosmología secular concéntrica que agrupaba a todas las gentes del planeta en un nuevo mappamundi con las grandes ciudades de Europa como las nuevas Jerusalén, como el origen y la cumbre de la civilización y como la única parte del planeta que era actualmente moderna. Aquí estaba una nueva forma poderosa capaz de dar sentido al flujo de evidencias discontinuas, fragmentarias y desestabilizadoras sobre los orígenes y hábitos humanos que estaba vertiéndose en las sociedades ilustradas de estas ciudades. Esta cosmología de la modernidad se fundamenta en el pecado original de una ambición hegemónica, la «negación de la contemporaneidad» de todos los presuntos implicados. Una segunda raíz remite al problema de lo no simultáneo dentro de la propia sociedad moderna diferenciada internamente, ya que esta debe hacer frente a la desigualdad de los progresos en las distintas partes que componen su estructura social—derecho, ciencia, arte, política, economía, familia, etc.— así como a la desigualdad existente entre los hombres. Reinhart Koselleck, siguiendo argumentos de Friedrich Schlegel, nos habla de la simultaneidad de lo no simultáneo (Koselleck, 1975, vol. 2, p. 380), entendiendo por tal la confluencia de velocidades diferenciadas en el transcurso de la historia, representadas por los diferentes ritmos de cambio tanto intrasocietal como intersocietal. Friedrich Nietzsche en la filosofía, Charles Baudelaire en la literatura, Émile Durkheim, Max Weber, Daniel Bell, Niklas Luhmann y S. N. Eisenstadt en la sociología, todos ellos han puesto de manifiesto, con matices distintos, por supuesto, la progresiva diferenciación de ámbitos sociales, alumbrando con esto la posibilidad de que introduzcamos el término de «sociedad sin centro» o «sociedad descentrada», en donde ya no hay una instancia, ni mucho menos una metainstancia suprasocial, que integre la sociedad como un todo, religiosa, política o económicamente. La fe, el poder político y el dinero, sin duda, actúan con arreglo a sus propias lógicas intrínsecas de funcionamiento. Es decir, existe una constelación de simultaneidad en la que distintas unidades sociales en diferentes ámbitos sociales despliegan cada una de ellas su propia velocidad, faltando una temporalidad y una futuridad englobantes, ya que lo que en una unidad podemos llamar progreso se manifiesta como retroceso en otra. Quizá el mejor ejemplo de esto sea la situación actual de la Unión Europea. De aquí resulta una ficción de unidad convirtiendo en
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obsoleto el concepto de planificación global. El concepto de «progreso» que emerge de esta situación procede de distintos sectores y de distintas unidades de acción concreta entre las que existe una relación de tensión temporal, por tanto, tal concepto es partidista por cuanto que está asociado a un ámbito de acción. En lugar del progreso singularizado tenemos que referirnos necesariamente a los distintos «progresos» pluralizados (Valencia, 2007), en muchos casos asincrónicos, que confluyen simultáneamente. Esto lo podemos observar también en el ámbito de las clases sociales: la clase alta (cada vez más alta) que puede vivir sin problemas de su riqueza, la clase media que oscila entre la esperanza de estabilidad y la ansiedad del descenso, y en la engrosada infraclase donde el horizonte se manifiesta en una esperanza de progreso que ve alejarse.
3.5. A modo de conclusión En este trabajo he situado al azar y a sus diversas metamorfosis —Moira, Tyché, contingencia, Fortuna, riesgo, incertidumbre— como la variable independiente, como esa accidentalidad de lo real, que presiona sobre el sujeto obligándole a crear dispositivos para controlar dicho azar, primero externonatural y, más tarde, socialmente manufacturado. Las distintas metamorfosis del azar están relacionadas con las distintas formas de tiempo, con dos grandes hitos, el primero representado por la primera revolución axial visible en la forja racional del concepto de contingencia derivado de Aristóteles (que luego retomará Niklas Luhmann) y el segundo representado por la segunda revolución axial visible en la forja moderna de las distintas versiones del concepto de incertidumbre, como hemos visto. Azar y tiempo se copertenecen mutuamente, se expresan mutuamente. La cultura de la modernidad no es un bloque monolítico de lucha prometeica contra la incertidumbre, sino un horizonte abierto donde concurren en tensión dinámica diversos escenarios: a) Defensores de un progreso absoluto donde el futuro es un espacio a planificar y conquistar. b) Defensores de la aceleración social y el presentismo del tiempo comprimido, donde las consecuencias negativas no son meros efectos colaterales, sino que forman parte del núcleo central del diseño tardomoderno. c) Defensores de la exploración de futuros posibles en tensión dinámica. d) Representativos de una disputa desincronizada entre las diferentes formas de racionalidad y planificación contra la incertidumbre, recogidas bajo la formulación de la simultaneidad de lo no simultáneo. Después del exigente tour de force de esta genealogía afirmativa sociológica del azar, no puedo dejar de apuntar que el azar es ese extraño familiar, ese compañero de fatigas, no elegido, contra el que hemos luchado, reconociéndole, sin embargo, que también es la condición de posibilidad de la contrafacticidad, de lo posible-futuro, ya que por mor de sí se abren alternativas, espacios de posibilidad inesperados, sorprendentes, entre lo uno y lo otro, en definitiva, actúa como una potencia de apertura de futuro.
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4. La desaparición social. La vida incierta en el Antropoceno Gabriel Gatti1 y María Martínez2
4.1. La desaparición social. Acercamiento (breve y con el asombro del trabajo de campo al fondo) a algo que es más que incierto y que está más allá de la vida Este texto es resultado del encuentro durante un trabajo de campo con una realidad planetaria muy desconcertante, la de la desaparición social. A ese encuentro, dada nuestra cierta frustración con los útiles teóricos disponibles —el de incertidumbre incluido—, siguió la demanda de herramientas para superar ese desconcierto. Ninguno nos ayuda a superar el desconcierto que nos provocan los terrenos en los que hemos investigado. Frente a esa insuficiencia nos proponemos buscar otras herramientas para pensar esa realidad informe. Dentro de esa búsqueda hemos dado con una bibliografía, la que piensa el mundo en la era del Antropoceno, que abreva en bibliotecas que no visitamos con frecuencia y en la que no siempre los que firmamos el texto nos sentimos confortables, pero que resulta, sin embargo, sugerente y poderosa. De ella, no nos interesa tanto el debate sobre el tránsito de una era, el Holoceno, la nuestra hasta ahora, al Antropoceno, sino algunas herramientas que se deducen de pensar sobre ese tránsito. Somos, en todo caso, conscientes de lo mucho que esta discusión tiene de moda intelectual. También de los riesgos de catastrofismo que arrastra ese debate. Nos parece, sin embargo, necesario dar con herramientas nuevas para acercarse a algo de la radicalidad de la desaparición social y para eso, en el trabajo de algunos y algunas de los que se han implicado en ese asunto, comparecen útiles que, así lo consideramos, ayudan a ir más allá de los límites que entendemos que atraviesan la discusión sobre la incertidumbre. El texto seguirá, sin muchos desvíos, el guion que se dibuja en este párrafo3.
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Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea.
2 UNED.
3 El trabajo se apoya en los avances del proyecto del que formamos parte ambos autores junto a unos cuantos colegas más, Desapariciones. Estudio en perspectiva transnacional de una categoría para gestionar, habitar y analizar la catástrofe social y la pérdida (CSO2015-66318-P). El proyecto es financiado por Plan Nacional de I+D+i español para los años 2016-2019. Véase https://identidadcolectiva.es/victimas-desapariciones/. Las críticas y discusiones de los y las que escucharon una primera versión de este trabajo en la reunión que dio origen a este libro y en especial los comentarios de los dos promotores de ese encuentro y editores de este volumen nos han ayudado enormemente a clarificar algunas ideas y a tomar conciencia sobre algunos límites de nuestro argumento.
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El desconcierto empírico que da pie a este texto emerge de lo que deja impreso en la retina una serie amplia de trabajos de campo intensivos desarrollados por lugares separados del mundo, pero que tienen en común que en ellos los conceptos de «desaparecidos» y de «desaparición» circulan. Dentro de ellos, el caso de México es proverbial, pues abundan ahí individuos o poblaciones enteras que pueden ser pensadas con ese concepto, desapariciones, desaparecidos; ni para esos individuos ni para esas poblaciones cupo nunca ni cabe ahora hablar de ciudadanía. Aunque se quiera. Inmigrantes algunos, pobres extremos, indígenas… que nunca han llegado a formar parte del «campo de aparición» (Butler, 2017) de lo que hace a un ciudadano. Inexistentes, en definitiva. Aunque se les llama expropiados, marginales, pobres u olvidados, no son exactamente eso, nunca contaron ni se les contó. Aunque con dudas, nos tienta ser categóricos: hablamos de gente de la que no se tiene registro ni nunca se ha tenido, de entidades de inexistencia civil radical, de las que no se tiene constancia ni de su nacimiento ni de su defunción, para los que solo cabe la suposición, la estimación, el cálculo aproximado. Su inexistencia no es solo numérica, un problema de cuentas; es un interrogante. Es algo ya muy extendido; no es solamente en México que podemos verlo. El desierto de Arizona, el Centro de Sao Paulo, la periferia de Montevideo, Melilla y más al sur de Melilla, el Bronx de Bogotá, los lugares de la trata en España, las vallas fronterizas de Grecia, los bateyes de República Dominicana, son lugares donde acudir a la vieja categoría de desaparecido tiene sentido, aunque ahora sea desprovisto del adjetivo, forzado, que le dio internacionalidad y fuerza jurídica. Todos esos son paisajes llenos de algo muy extremo4: masas de cuerpos vivos a los que les pasan cosas, que no tienen cobijo, ni refugio, ni retiro, y que viven siempre a la intemperie, que ni siquiera caben en categorías disponibles, que no las registran. No son ciudadanos, eso es claro, pero tampoco refugiados ni exiliados ni meros pobres o marginales o vulnerables. No son nada que podamos reconocer. Hay, en efecto, algo extremo en todos esos casos, tanto que las categorías que los piensan merecen ser acompañadas del adverbio que subrayamos en el título de este epígrafe introductorio, más. Por eso, a la incertidumbre que atraviesa su existencia, que es radical, le llamaremos, no sin dudas, desaparición social. Digámoslo de una: cuando hablamos aquí de desaparición pensamos en un sujeto desprotegido, ausente del orden civil, en un estado de indefinición entre vida y muerte, invisible. En esta que llamamos «desaparición social» no hay necesariamente acción represiva, ni campo de concentración, pero sí descuido y abandono, desprotección. El desaparecido que podríamos llamar «originario» (Gatti, 2017), aquel producto de una acción represiva desarrollada en un contexto de excepción y orientada a un individuo que desplegaba su existencia en un Estado de derecho, del que era sustraí4 A todos los mencionados y algunos más hemos hecho una o varias visitas de campo dentro del proyecto Desapariciones y casi siempre en equipo. De las visitas de las que nos valemos aquí más directamente han tomado parte también Ignacio Irazuzta, Ivana Belén Ruiz y Estela Schindel.
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do para dejarlo sumergido, a veces por siempre, en un estado de incertidumbre permanente, ya obligó a jugar con términos ambiguos. Fue incluso definido por muchos como un «tercer estado del ser» (Gatti, 2008): ni vivo ni muerto, desaparecido. La de ahora, la que llamamos «social», se apoya en aquella, de la que hereda algunos rasgos: la identidad rota, la mala muerte y la mala vida. Pero hay algo de nuevo en estos desaparecidos «sociales». Primero, por su cantidad, pues estos no son pocos y selectos como los forzados, sino muchos y masivos. Luego por su contexto, pues estos de ahora lo son en uno democrático, en lo que Étienne Tassin (2017) llama «régimen liberal», ese que promete protecciones, pero que arroja a no pocos al abandono. Y finalmente, por su estatuto vital. Es bizarro, como el del desaparecido forzado, pero si en aquel esta indeterminación se escoraba hacia la muerte en este tiende hacia la vida, aunque sea una vida que queda fuera de cómo nuestro «registro de lo sensible» (Rancière, 2009) captura la vida. Nuestra idea de vida, la más compartida, adhiere a un soporte biológico —un cuerpo que discurre en un tiempo, el que separa el nacimiento de la muerte (Georges Canguilhem, apud Fassin, 2017, p. 50)— la calificación política (Agamben, 1998). Hay, sin embargo, situaciones en las que ese cuerpo, estando vivo, siendo en principio humano y reconocible, lo está por fuera de una idea asentada y digna de existencia. Es el caso de la esclavitud, por ejemplo, de la que Orlando Patterson habló en los términos de «muerte social», pensando en un existente sustraído de los marcos que definían la existencia (1982). Es también nuestro caso: hablamos de un contexto, de un paisaje general, en el que la desaparición, ese estatuto vital imposible, no es lo que deriva de una violencia extrema, pero puntual, sino la norma. Los conceptos que la sociología usa para hablar de eso —«desestructuración», «precariedad vital», «vulnerabilidad» y también «incertidumbre»— no nos sirven, pues las situaciones de las que hablamos las superan, las desbordan. Tiene que ver con lo que pomposamente podríamos llamar «sentido de la vida», literalmente sobre lo que entendemos por vida en las sociedades modernas. No es fácil decirlo, no para nosotros, pues no hay a nuestro conocer en ciencias sociales más que atisbos de una sociología de la vida, de modo que, salvo excepciones (Fassin, 2018), los que ejercemos sus oficios accedemos muchas veces al concepto por puertas seductoras, pero laterales (Butler, 2017; Agamben, 1998). En una síntesis provisional, porque por ahora la definitiva no está a la vista, este desaparecido adjetivado como «social» es una entidad cuyo estatuto vital no es ni el de la muerte ni el de la vida, que existe pero por fuera de la noción heredada de existencia, que vive, pero cuya vida podría ser calificada como una «mala vida» (Butler, 2017): ciudadano sin ciudadanía, agente sin agencia. Sería deseable llamarle persona, pero es quizá más correcto llamarle «entidad»; vive, sobrevive, en contextos ruinosos, catastróficos, cuya continuidad no parece tener fecha de caducidad: la ruina vino para quedarse. En lo que sigue buscaremos conceptos útiles para pensar estos imposibles. Tras pasearnos por el de incertidumbre, lo dejaremos atrás para hurgar en el de
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Antropoceno, que nos permite experimentar con más libertad. De este nos quedaremos con dos ideas: la de «supervivencia» y la de «ecología de la desaparición», una para el desaparecido social, otra para su paisaje.
4.2. Límites de la incertidumbre… Nos interesa dar con una herramienta que ayude a pensar la desaparición social y su contexto e «incertidumbre» parece ser una posible. Un uso intuitivo de la categoría no nos llevaría mucho más allá de constatar que acompaña a la de modernidad, y que es, como la ambivalencia, uno de sus estados generales. No sería poco. Pero si nos exigimos más parece necesario introducir ciertos recortes. Es cuando los hacemos que percibimos dos límites de la categoría, que nos invitan a explorar otras alternativas. El primero es un horizonte inevitable de certeza. Ramón Ramos, en el texto que propone en este mismo volumen (2020), recorta el campo del concepto proponiendo que en cualquiera de sus muy diversas apariciones dentro de las ciencias sociales este se mueve entre dos fronteras, la ignorancia y la certeza. Ninguna es nunca absoluta («Las dos caras [ignorancia y certeza] siempre presentes, de forma que no queda más remedio que transitar entre ellas», (ibid., p. 17), pero ambas están presentes en la semántica del término. Si la ignorancia, limitada o extrema, se le presume, la certeza siempre la contiene, de modo que, continúa Ramos, «la incertidumbre nunca es absoluta y raramente es extrema» (ibid., p. 18). Ese mínimo de seguridad aparece incluso en aquellos abordajes de la categoría rodeados de un cierto tono catastrofista (i. e., el trabajo de Ulrich Beck sobre la sociedad del riesgo), o en los muchos que la usan como paisaje de fondo en el que se despliega la experiencia biográfica de un mundo que ha perdido solidez (i. e., los trabajos de Richard Sennett, Zygmunt Bauman o Robert Castel). Si quisiéramos darle a este trabajo una tonalidad apocalíptica, con todos ellos podríamos cuando menos simpatizar, pero este primer límite lo impide: todos mantienen un mínimo de seguridad o lo proyectan de un modo un tanto nostálgico. No es muy distinta nuestra percepción en lo que concierne al segundo límite, el tratamiento del futuro. Ramón Ramos (2020) de nuevo, a partir de su lectura de otros autores que han trabajado sobre la incertidumbre en ciencias sociales, indica que «aproximaciones tan distintas como las de Beck (2008), Douglas (1994), Fischhoff y Kadvany (2013), O’Malley (2004), Luhmann (1992) o Lyng (2005) coinciden plenamente en esta relación a tres entre riesgo, incertidumbre y futuro, entendiendo que el riesgo es una forma social de relacionarse con el futuro (o con los futuros) incierto(s)» (2017, p. 2. Cursivas nuestras). Esto es, en ellos el futuro se encaraa partir de una ecuación que lo asocia con riesgo, apareciendo en consecuencia el pasado o el presente como referentes del orden perdido, como certezas. Un trasfondo que cabría llamar nostálgico parece, entonces, lastrar esta herramienta, la incertidumbre. Aunque estos enfoques emitan un diagnóstico de ruina para el presente, o indiquen que no hay ni espacios de seguridad, ni anclajes para el sentido o la identi-
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dad, la noción de incertidumbre parece invocar en esos mismos diagnósticos referentes de seguridad que se proyectan desde un pasado reconocible, el de la sociedad de la sociología (Giddens, 1991, p. 27). Moviéndonos, como aquí estamos, dentro de la biblioteca de las ciencias sociales, esas certezas, nuestro presente quizá ya pasado, son las propias de la «primera cuestión social» (Donzelot, 1984), de la que parecería imposible escapar. El resultado merece, por eso, el calificativo de conservador: invita al intento, por imposible que se sepa que sea, de control de lo que viene, que por incierto desazona y que por eso conviene no dejar que llegue. A quien convoca, concluiríamos, es a un sujeto ordinario y con agencia (Gatti y Martínez, 2016), alguien que sea capaz de superar individual y colectivamente esa desazón para recomponer un orden. La incertidumbre se vence, en ella no se vive; o se vive solo superándola. Hemos reducido una categoría fina a un monigote, centrándonos apenas en sus acepciones dominantes. Puede justificarse: nos interesa dar con herramientas que ayuden a acercarse con no demasiada prudencia a situaciones de descalabro extremo y sin más referente de solidez que lo inmediato. La de incertidumbre nos arrima hasta ahí, pero no sentimos que sea suficiente para lo que pensamos que necesitamos: lo hace con contención, se agarra a mínimos de certeza, proporcionando un horizonte de seguridad, aunque sea en el futuro. El presente que percibimos, uno lleno de sujetos (si es que merecen ese nombre) no ordinarios —precarios, expulsados, vulnerables, invisibles, sin, desechos—, con vidas radicalmente inciertas, invita a hacer uso de otros útiles teóricos, unos que ayuden a ir más allá de la búsqueda del equilibrio perdido y de su recomposición (Gatti, 2016).
4.3. … y ventajas del Antropoceno I am not interested in reconciliation or restoration, but I am deeply committed to the more modest possibilities of partial recuperation and getting on together. Call that staying with the trouble (Haraway, 2016, p. 10).
¿A qué otras claves teóricas podemos acudir, más allá del concepto de incertidumbre, para pensar la ruptura, el quiebre permanente, para abordar la vida en ruinas y sin promesa, ni quizá posibilidad, de recomposición futura? «Catástrofe» fue una, ya hace años (Thom, 1976; Dupuy, 2005; Lewkowicz, 2005). También «acontecimiento», en versiones distintas (Morin, 1972; Das, 2008). Incluso «ruina», un concepto de clásicos (Simmel, 1987) hoy retomado con mucho vigor en trabajos empíricos brillantes (Stoler, 2013; NavaroYashin, 2009). Convendría regresar a ellas. Baste ahora decir que tienen frente a la de incertidumbre la ventaja de mostrar descomposiciones radicales que se habitan porque ya no hay ni posibilidad ni esperanza de recomposición. Padecen, sin embargo, de la ahistoricidad de los argumentos que quieren dibujar mecanismos socio-lógicos universales.
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Por el radical presentismo en su análisis y en sus propuestas para habitar un mundo en ruinas, un concepto que salva ese escollo es el de Antropoceno. Apoyándonos en alguna de la bibliografía disponible sobre este concepto, solo una pequeña parte de la mucha que ya hay, exploraremos algunas de sus posibilidades. Viene de diversos campos, algunos muy alejados de nuestras competencias (geología, biología), otros más cercanos (antropología, estudios de género), raramente de la propia sociología. En algunos casos, esa bibliografía adopta una cierta tonalidad mesiánica y catastrofista, ofreciéndose al interior de la ciencia disponible como una teoría del todo, alternativa y renovadora, y al exterior, como un diagnóstico global y transversal. No querríamos que fuese ese el tono de lo que tomamos aquí de esta oferta teórica, que, más allá de cierto esnobismo en sus consumidores, sí presenta rasgos que la hacen atractiva para nuestros propósitos: dibuja bien una época en la que la crisis no es un dato pasajero sino estructural, sitúa la incertidumbre desatada y radical no en el futuro sino en el presente y se ocupa de cómo vivir en ese presente radicalmente incierto, dialoga bien con sociologías de la incertidumbre que Ramón Ramos (2020) llama «dramáticas» (los trabajos de Zygmunt Bauman, Richard Sennett o Robert Castel), y, a diferencia de ellas, no piensa que la vida es solo posible en la certidumbre, sino que se pregunta, y nos invita a preguntarnos, qué vida social es posible inventar en un mundo destruido, el nuestro. El Antropoceno es el nombre de una época en la que los humanos se han vuelto la fuerza mayor en la «determinación de la habitabilidad [livability] de la tierra» (Gain et al., 2017, p G1), cuando «la perturbación humana supera a otras fuerzas geológicas» (Tsing, 2015, p. 19). No marca el punto de la flecha del tiempo en el que nuestra especie —soberbia— irrumpe en el planeta y lo transforma, sino que indica aquel a partir del cual esa irrupción transforma paisajes y ecologías de modo ya irreversible. En este tiempo, el presente, en el que de lo que se trata es de sobrevivir. No nos interesa aquí el debate sobre el tránsito del Holoceno al Antropoceno, sí preguntarnos por herramientas útiles para analizar un tiempo en que «seguridad», «reproducción» y «protección» quedan atrás; son parte del Holoceno: «un largo período en el que las áreas de refugio en las cuales diversos organismos podían sobrevivir ante condiciones desfavorables aún existían y eran incluso abundantes, pudiendo sostener una repoblación rica y diversa» (Haraway, 2016, p. 17). Si para el Holoceno, su era antecesora, la nuestra, el dato era el equilibrio, en el Antropoceno lo es la desaparición de esa armonía. El Antropoceno se instala en lo que hay. Al contrario que la incertidumbre, no remite a futuros peores, sino a presentes ya inciertos, a un mundo que se distancia de sus referencias. En él, el prefijo des- (Gatti, 2005) se hizo con el mundo, que se desforestó, se desertizó, desapareció… En algunas variantes del interés por esta nueva era inquieta conocer el causante de la destrucción total y las posibilidades (o no) de contenerlo antes de que sea demasiado tarde: ¿qué humanidad fue la causa de esta ruina? El capitalismo aparece pronto como respuesta, también el Humano, en su declinación como «sujeto dominante» (hombre blanco, heterosexual) (Tsing, 2015).
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El Holoceno ha terminado, se dice, y, con él, toda posibilidad de vida para el hombre, quizá para el planeta. Ante ello, cabe preguntarnos qué humanidad reconstruirá el mundo. El poderoso y vanidoso (Tsing, 2017, p. 55) HombreAgente debe actuar y encontrar la solución para reconducir una situación desbocada; el reloj corre ya contra nosotros. Si atendemos a lo que proponen cuando han aterrizado en este debate los Estudios de Ciencia y Tecnología (STS por sus siglas en inglés), lo que han hecho no nos resulta seductor: se limitan a mirar al trabajo de quienes sostienen este diagnóstico apocalíptico con mirada deconstructiva (Latour, 2014). Tampoco nos son muy seductoras miradas que reaccionan con repliegues: construcción de islotes de seguridad, nostalgia del Holoceno… Lo que, simplificando, hemos escrito en el epígrafe precedente sobre la versión dominante de la incertidumbre podría encuadrarse dentro de esta reacción. Así pues, advino ya el apocalipsis. La incertidumbre de la existencia en este estado no se supera ni retornando al pasado ni esperando la llegada del orden en el futuro. Lo que hay vino para quedarse («el apocalipsis está realmente cerca» [Haraway, 2016, p. 4]) y es nuestro presente, en dos sentidos: 1) como lugar de lo incierto (el problema ya está aquí, hay que aprender a quedarse con el problema/staying with the trouble (ibid.) y aprender a vivir y morir en un mundo dañado; no se trata de limpiar ni el pasado ni el futuro); y 2) como tiempo-lugar de construcción de otros posibles presentes (que ya no futuros en espejo a la armonía pasada). La solución no está ya en manos del Hombre-Agente o, en los términos de Donna J. Haraway (2016), en modelos autopoiéticos, autoproducidos y limitados, sino en otros que ella llama «simpoiéticos»: fabricar mundos que asumen el problema de una vez, no lo niegan, reprimen o reconducen, y fabricarlos con otros radicales. En Haraway esa fabricación pasa por inventar nuevas formas de parentesco, ensamblajes de personas ligadas por filiaciones no sanguíneas y entre especies distintas5. Otros, en su línea, hablarán de hacer vida [making a life] (Beuret y Brown, 2017) o de hacer mundos para habitar la ruina (Tsing, 2015, p. 22). Este es el tono de esta propuesta teórica: dramático, apocalíptico incluso, algo pop en sus referencias. El desarrollo del argumento de Anna Tsing es tremendamente sugerente, en especial por la calidad de su trabajo empírico, creíble, hasta sentible. Su apuesta es la de encontrar posibilidades de vida en las ruinas del capitalismo, en un «estado global de precariedad» (2015, p. 6) que es ya no una excepción, un mal momento, algo pasajero y reversible, sino «la condición de nuestro 5 En uno de los capítulos de su libro Staying with the Trouble, «The Camille stories. Children of compost», Haraway apuesta por repoblar el planeta multiplicándose a través de «parentescos extraños», con los que componer las que llama «Comunidades del compost», comunidades de lo que queda, que se soportan sobre parentescos no sanguíneos y responden al lema de «makingk in, not babies!». Son lugares de refugio, espacios de supervivencia cuando advino la ruina: «Los Hijos del Compost no cesarán en la práctica escalar, curiosa de devenir-con otros para un mundo habitable, floreciente» (Haraway, 2016, p. 168).
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tiempo» (2017, p. 55). Empecemos, dice, por observar a quiénes llevan ya un buen tiempo viviendo en la ruina. Su antropología no es de humanos, no únicamente, sino de paisajes de ruinas, de ensamblajes accidentales entre entidades imprevistas y con capacidades de supervivencia invisibles. En The Mushroom at the End of the World. On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, Tsing sigue el recorrido del champiñón matsutake por las redes del capitalismo global y traza una ecología perturbadora de la convivencia en ruinas. El arruinamiento [ruination] (Navaro-Yashin, 2009), cuenta, viene de lejos: el desastre de Chernóbil, entre otros, contaminó los campos de estos champiñones y el paladar selecto de muchos japoneses se quedó sin ellos. Mientras, en bosques de la costa oeste estadounidenses arrasados por décadas de progreso en forma de tren, industrias forestales y urbanización, el matsutake fue creciendo. Al tiempo, y en otras escalas de realidad, el mundo se perturbaba y progresaba incierto, llevando a grupos enteros de refugiados (los Mien, los Hmong, los Lao…) al norte de California y a los bosques del sur de Oregón. En escalas cortas y largas, todos esos organismos se ensamblaron, colaboraron, en una red que atraviesa el mundo, desde el Pacífico norteamericano hasta el Japón. Los «encuentros imprevistos» (Tsing, 2015, p. 18) entre estas entidades, humanas unas, otras no, que fabrican formas de vida colaborativa, tomaron el protagonismo. Es algo raro: especies arruinadas que colaboran para sobrevivir en los intersticios de los circuitos globales de una modernidad decadente (el Holoceno) pero todavía no desaparecida. Mundo precario, el de sujetos sin trabajo, sin tierra, sin derechos, el de champiñones desubicados, que habitan terrenos baldíos de modernidad, rodeados de bestias sin categoría decente. La precariedad de todo esto no es la excepción con relación a cómo funciona el mundo; no es lo que «se cae del sistema» (ibid.), es su regla: ¿Qué ocurre si nuestro tiempo está ya maduro para sentir la precariedad? ¿Qué ocurre si la precariedad, la incertidumbre, y cosas que imaginamos triviales están en el centro de lo que estamos queriendo encontrar? (Tsing, 2017, pp. 55-56).
De esa precariedad abundan muestras: humanos y no humanos sin refugios, gente sin hogar, sin protección. Es un síntoma de cambio de época («el punto de inflexión entre el Holoceno y el Antropoceno puede eliminar la mayor parte de los refugios a partir de los cuales diversos grupos de especies […] pueden reconstituirse después de eventos extremos» [Haraway, 2016, p. 17]). Es en ese mundo y en los conceptos que reclama que la idea de «desaparición social» podría encontrar su lugar. Recordemos de lo que queremos hablar, no de la desaparición de alguien que es sustraído del espacio del derecho, algo terrible pero puntual, que mella y degrada pero no derrumba esa referencia de orden, nuestro Holoceno, el de lo social de los sociólogos. Esa desaparición es la del propio espacio del derecho, de la referencia de medida, que se desvanece y deja a sus sujetos desujetados, sin agarraderas, deambulando sin refugios, sin protección. De la que queremos hablar, la desaparición social, ya no es de quien se va de la vida, la sociedad o la existencia, es la desaparición de esas mismas ideas. No es algo ajeno a la historia reciente de la sociología.
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De hecho, el trabajo de esta disciplina sobre la categoría de incertidumbre se sitúa en esa reflexión y tiene sentido por eso sugerir que los debates sobre el Antropoceno se mueven dentro de ese mismo registro y hasta que participan de un diagnóstico común. Entendemos que el segundo radicaliza al primero y si en el primero el pasado es una posibilidad para el futuro reconstituido en el otro ya no. La ruina es ya la ecología del mundo, de nuestro presente, y ahí se vive, aunque la vida sea mala.
4.4. La desaparición social como hipótesis general para la (mala) vida En el arranque de este texto destacamos tres elementos de la desaparición social: que este desaparecido está, puede estar, vivo; que los desaparecidos son muchos, un fenómeno masivo; que este desaparecido es un personaje propio no de contextos históricos excepcionales en la historia sino de sus llanos, como el que representa la democracia liberal, nuestro contexto. Aunque hasta ahora hemos pasado de puntillas por los desaparecidos sociales, estaban en nuestro horizonte, pues, como indicamos, dentro de la utilería de la teoría heredada costaba encontrar herramientas para entender qué forma tiene el paisaje en el que habitan y sobre todo cómo lo habitan. La categoría de incertidumbre no parece del todo útil para hacerlo: dibuja un ambiente general de crisis y ruptura, pero pone en el centro a un personaje —el ciudadano «normal»— que aun quebrado sigue creyendo en su capacidad de recomponerse y recomponer el mundo (el poderoso Hombre-Agente sigue funcionando). La literatura sobre el Antropoceno, que nos sitúa ante un escenario de ruinas y quiebra radical, pone, sin embargo, en el centro de su paisaje a un personaje que ha de (sobre)vivir en ese nuevo estado que es el de nuestro presente, y no recomponerse ni recomponer. El Antropoceno, sus herramientas, parecen, además de más dramáticas, adecuarse mejor. Dos datos fuertes que destaca la bibliografía sobre el Antropoceno consultada constituyen el material de este apartado. Uno es sobre su ambiente, el otro sobre su sentido de vida. Al primero le llamaremos «ecología de la desaparición», mientras que al otro «supervivencia». En este punto el trabajo será el propio de un puzle, buscando conexiones, esquinas que encajen con otras. Sería de soberbios aspirar a más: el presente no invita a considerar que tenga sentido pensar a partir de etiquetas totalizantes —aunque la verdad es que abundan—, sino a partir de parches, retazos, pequeñas piezas, inconexas hasta que se coaliguen, y a hacer patchworks. 4.4.1. La ecología ruinosa de la desaparición De la desaparición, en sus distintas variantes, es ya un tópico decir que es desajuste o desquicie. Con ella nada está en su lugar: el cuerpo se separa del nombre, la identidad del sujeto desaparecido de su tiempo familiar y
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colectivo. Ni siquiera la muerte conecta «como debe» con la vida. «Anómala», «disonante», «liminal», «inesperada», «fuera de lugar», «extrañada de sí» son solo algunos adjetivos posibles (Gatti, 2008). Que es desajuste es un tópico, pero en cualquier caso bien fundado. Trabajando sobre las desapariciones originarias, algunos textos (Calveiro, 1998; Schindel, 2012; Colombo, 2017; Schindel y Colombo, 2014) pensaron en sus lugares acudiendo a lenguajes y conceptos de esas mismas texturas desajustadas: singulares, dislocados, fantasmales. Para muchos de esos textos la ruina es la categoría madre. Y es un lugar interesante. En la pequeña historia de las ciencias sociales es una de las primeras formas de catástrofe que mereció atención. Simmel, en un artículo de 1911, reflexionó sobre su seductor, pero inquietante, estatuto. Dijo: «[…] un nuevo sentido se apodera de esos accidentes […] [cuando] en las partes desaparecidas o destruidas [de un edificio] se han desarrollado otras fuerzas y formas» (1987, p. 110). Situadas entre lo conforme y lo informe, emplazadas en un lugar a medio camino entre lo que es y lo que no («Entre el instante en que no ha sido formado todavía y el instante en que ha vuelto al polvo, entre el “aún no” y el “ya no”, existe una posición positiva del espíritu» [ibid., p. 113]), las ruinas tienen una materialidad peculiar: ni totalmente fuera ni totalmente dentro del círculo que recoge a las cosas que son, cerca del lugar de la basura —es decir, de lo que ya no es—, pero conservando no obstante la huella de lo que allí antes fue y tuvo sentido. Ahora, las ruinas son siempre singulares, esto es, raras respecto a la tónica de lo común, especiales. Recientemente alguna bibliografía las ha mirado como dato general del presente; así, por ejemplo, entre algunos que trabajan sobre los espacios y las cosas de la postviolencia, cuya particularidad, nos dicen, es la de tener que construir un presente compartido sobre lo que queda del pasado, sobre sus restos. El arruinamiento (Navaro-Yashin, 2009) es el movimiento que atraviesa esas situaciones, en las que «lo abyecto se ha vuelto no la parte negativa (el otro) […] [sino] una parte intrínsecamente constitutiva de lo social» (ibid., p. 6). ¿Es posible entender que la ruina, pensada como desastre, pero habitable, es una categoría válida para describir el paisaje del presente? Con las formas de desaparición que llamamos «sociales» diríamos que sí, o así parece tras haber pisado algunos de sus terrenos: su paisaje no es, claro, el del racional espacio público del ciudadano normal, ni el de su hogar. Tampoco el infernal pero acotado del lugar desaparecedor (el lager nazi, el centro clandestino de detención argentino, la sala de tortura de muchos sitios) ni el espacio de remembranza de los perdidos en el tiempo (museos de memoria, memoriales), ni siquiera las plazas públicas donde se performan las protestas. Este de la desaparición social es un paisaje más ancho: el extrarradio de Montevideo o el de Sao Paulo; kilómetros y kilómetros de territorios fuera del Estado, en extensiones infinitas de desierto más abajo de Marruecos o más arriba de Sonora, o en un mar entre Libia y Lampedusa; Ciudad Juárez y las huellas del feminicidio, o lugares de abandono de enfermos en Río de Janeiro; y hasta campos de esclavos en Libia o, dicen, en el norte de México; y también las más visibles rutas planetarias de circulación y trata de personas, de cuerpos
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y de órganos. Como a los de la desaparición originaria, a esos paisajes la incomodidad y la incertidumbre les dan el tono. Pero, a diferencia de ellos, en estos casos ese tono lo ocupa todo. Siendo que muchos de estos lugares no responden a la marca de clandestinidad de la desaparición originaria y que, al contrario, pueden ser abiertos y expuestos, visibles, a la intemperie y, sobre todo, transnacionales, cabe preguntarse por cuál es el término adecuado para encarar teóricamente el complejo espacio de la desaparición. Trabajando sobre el Antropoceno, Anna Tsing ha sugerido el término de ecología, un «paisaje en parches, de temporalidades múltiples» (2017, p. 55). A diferencia de la forma de mirar que requiere un paisaje —que al menos en una acepción que quizá cabe calificar de «romántica» refiere a la integridad de un espacio inalterado—, la de la ecología es una observación multiescalar, plural, necesariamente interdisciplinar y alejada de la nostalgia y el conservacionismo. Parecería que paisaje funciona mejor con los mundos ordenados del Holoceno y que ecología invita a tener ante el espacio la actitud a la que convoca la idea de Antropoceno. Por eso, acompañamos a Anna Tsing cuando afirma que la de la ecología es la perspectiva necesaria para entender el «estado global de precariedad» (2015) que afecta a los escenarios de la vida contemporánea. Los muchos trabajos dedicados a pensar la vida en la era del Antropoceno (en Tsing et al., 2017, se recoge una buena muestra) son deudores de esta sensibilidad por la textura ruinosa de los lugares donde hoy tiene lugar la existencia. 4.4.2. La supervivencia. La vida en la desaparición social ¿Cómo vamos a contener a los marginales el día que sean mayoría? (Mario Layera, director nacional de Policía, Montevideo, Uruguay, mayo de 2018).
¿Cómo se vive en la ruina? ¿Cómo es la vida en un mundo quebrado y sin promesa de reconstrucción? ¿Quién vive ahí? Y de ese quién, ¿cuál es su estatuto vital? Bajo otra forma y empujadas en su trabajo por inquietudes muy distintas, esas preguntas aparecieron en el mundo de las organizaciones vinculadas a la figura del detenido-desaparecido y de la desaparición forzada en los años setenta y ochenta del siglo xx, cuando el estatuto vital de la figura ocupó el centro de un debate que tuvo traducciones políticas (sobre, por ejemplo, el sentido profundo del lema «Que aparezcan con vida»), científicotécnicas (acerca de, entre otras cosas, los procedimientos para identificar a través de pruebas con base genética a los hijos de los desaparecidos secuestrados) y, por supuesto, filosóficas (con variantes muy cercanas a lo que queremos abordar aquí, por ejemplo, las que encararon la condición fantasmal del desaparecido). En cualquier caso, la condición liminar de la figura resultado de esta práctica represiva se instaló en el centro de poderosas discusiones sobre la legitimidad de la búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos o el carácter fantasmal de los supervivientes de los campos de exterminio, regresados de la muerte, muertos en vida (Tello, 2016), o de las vidas colgadas de
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duelos no resueltos. Lo cierto es que era hacia el otro lado de la balanza que se escoraba el debate sobre el estatuto del ser que representaba aquel desaparecido: era más un muerto que un vivo, un mal muerto. No es así con los de ahora, los sociales, malos vivos. Sao Paulo, en Brasil, es una ciudad con aceras llenas de cuerpos vivos que, sin embargo, cuesta asociar a algo que se parezca a vida. También Bogotá, en donde a quienes portan esos cuerpos se les llama «desechables». La sensación es que nadie los ve, que en ningún sentido posible de contar estos sujetos cuentan: no se computan, no se consideran, no importan, no se cuidan. Decir «sujetos» sería impropio, un uso descuidado del lenguaje, tanto como decir que son «marginales», «pobres», «miserables», «sin hogar», «población altamente vulnerable» o «ciudadanos en riesgo de exclusión». Así es, la ingeniería sociológica de la mala vida es eficaz, y seguro que bienintencionada, y también prolífica: no admite el sinsentido que suponen estos cuerpos que no cuentan para un lector moderno de la realidad, uno que busca sociedad integrada, la maravillosa ficción de la ciudadanía inclusiva. Pero este trabajo no parece ser el que se ajusta a lo que demanda la ecología del Antropoceno. Si se hace un mapa del norte o del sur o del centro de México, del centro de Sao Paulo o de la periferia de Montevideo, o de la noche de Melilla y de más al sur de Melilla, o de Bogotá, podrá verse que en cada vez más lugares, cada vez más extensos, surge un panorama extraño, de cuerpos vivos a los que les pasan cosas, cuerpos sin cobijo, ni refugio, ni retiro, que viven siempre a la intemperie. En el sur, el centro y el norte de México, hemos visitado algunos albergues para los migrantes que atraviesan el país. Se estuvo en Tenosique, Palenque, Guadalajara, San Luis Potosí, Monterrey, Saltillo, Nogales. Fuera de esas casas esos migrantes son cuerpos sometidos a arbitrariedades de toda fuente, privada o pública, estatal o particular: trata, narco, represión, esclavitud, feminicidio y cosas que no sabemos nombrar ni podemos imaginar. Dentro de los albergues, como le cuenta el responsable de uno de ellos en la localidad de Arriaga a Isabel Muñoz en el documental La bestia (2010), los migrantes alcanzan paces cortitas, protección, humanidad. Ahí, aparecen: Los albergues son espacios donde la gente se rehumaniza. Durante unas horas se vuelven a sentir seguros, se vuelven a sentir humanos, vuelven a querer asearse […]. Pensar en tengo hambre, estoy sucio, quiero dormir. Y no solo estar pensando en no quiero que me maten.
En otros lugares, un poco más al norte, en los santuarios ofrecidos por el movimiento homónimo en California a migrantes con una orden de deportación inmediata, Javier, párroco de la All Saints Church de Pasadena (Los Ángeles), reafirma la imagen de La bestia y pone la idea de refugio en el centro: «El propósito del santuario es recuperar la humanidad de quien ha sido deshumanizado». El santuario es un islote de vida con sentido en un contexto donde solo queda vida desinformada. Dentro de él, cosas conocidas: refugio, certeza. Fuera, un paisaje de desaparición generalizada, con cuerpos sometidos a la intemperie, en la incertidumbre.
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¿Qué vida es esa? En «¿Se puede llevar una buena vida en medio de una mala vida?» (2017), Judith Butler regresa sobre una vieja reflexión de Theodor Adorno, razonando sobre los modos que pueden ayudar a pensar la respuesta a esas preguntas. Butler dice: «no se puede vivir correctamente la vida equivocada». Y busca darle vueltas, lejos, pensando qué es vida, si hay vida correcta en absoluto y si algo de eso se juega de un modo especial o distinto en el momento actual. ¿Qué es la buena vida? Y las vidas que no importan, ¿son vidas? ¿«Son seres vivientes o solo cuentan de un modo ambiguo como algo vivo» (ibid., p. 198)? ¿Cómo es la existencia, si merece ser pensada como tal, de aquellos que viven vidas que no son consideradas vida? ¿Importa eso? Como suele, en su trabajo Judith Butler no trata tanto de aportar respuestas a esos interrogantes como de abrirlos y generar otros nuevos. De hecho, no encontramos en este texto una definición de «vida», ni de la buena ni de la mala vida, sino que, en tal caso, la propuesta de que la vida se define a través de negaciones: vidas que importan más o menos, vidas paradigma de lo viviente y vidas «cuya vida pasa a ser una no-vida en los términos que actualmente imponen el valor de los seres vivos» (ibid., p. 201). Estas últimas son vidas a las que se «les dispensa el mismo trato que a la muerte, [pertenecen] a lo que Orlando Patterson ha llamado el ámbito de la “muerte social”» (ibid., p. 202). La vida en el trabajo de Butler no es vida, no en relación con lo que consideramos vida, aunque eso no impide que se siga viviendo. ¿Cómo se vive esa vida que no es vida? Algunos trabajos, unos que bregan con la categoría de Antropoceno, otros que no, nos aportan algunas herramientas para pensar esa no-vida, la del mundo cuando entró en ruina y no hay promesa de recomposición. Nicholas Beuret y Gareth Brown, en su texto (2017) sobre The Walking Dead, la exitosa, y ya casi de culto, serie de televisión sobre un mundo arrasado por la hecatombe zombi, un mundo apocalíptico, colapsado por la ruina, «con objetos distanciados de sus valores de uso, fábricas abandonadas, edificios vacíos, carreteras silenciosas» (2017, p. 337), presentan un nuevo tipo socio-subjetivo ideal6. No es el del viejo ciudadano, tampoco el del trabajador, ni siquiera el que une a estos dos, el revolucionario. No es ningún humano con agencia transformadora (ibid., p. 333), sino un superviviente. Nos interesa esa cualidad, esa competencia, sobrevivir. No se trata, dicen estos autores, de mera supervivencia biológica, de «supervivencia nuda» (bare survival), de un recurso para responder a las necesidades biológicas de los humanos, en el caso de la serie, conseguir alimento principalmente. Para Beuret y Brown la supervivencia es una política de construcción de un mundo común no para re-constituir uno pasado, sino para hacer vida en las ruinas de aquel. De esto se derivan dos cuestiones entrelazadas: la primera es que la lógica de la vida no es ya la de la producción, sino la de su salvaguarda: «El superviviente sal6 Hay en esto (tipo socio-subjetivo) un guiño a una fase anterior del argumento que se desarrolla en este texto, aquel que tomó forma cuando nos acercamos al personaje social de la víctima como siendo un tipo subjetivo central de nuestra era, una suerte de híbrido llorón y eficaz entre el subalterno y el ciudadano (Gatti, 2017; Gatti y Martínez, 2016).
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vaguarda. Salvaguardar presupone (y sigue a la) ruptura. Es tomar algo que ha perdido su valor y encontrar un modo para que funcione de nuevo. En el mundo de The Walking Dead, todo ha quebrado, y todo debe ser salvaguardado» (ibid., p. 347). La segunda es que ese sobrevivir salvaguardando se enfoca hacia hacer una vida («making a life» [ibid., p. 338]), a hacer mundo (Tsing, 2015) con otros. ¿Puede pensarse que para el desaparecido social la supervivencia, entendida como la vida cuando la vida no tiene sentido, defina su régimen de acción? Gabriel Giorgi (2014, 2017) trabaja sobre el estatuto vital de lo que no está vivo. Lo concreta en una hipótesis: la de la politización de los restos, las cenizas, de personas fallecidas a causa del VIH. A Giorgi le interesa cómo se inscribe «políticamente ese morir político», cómo los restos devienen públicos y forman parte del universo de los vivos. A partir de las intervenciones de Act Up en los años ochenta, que hacen «visible y sensible la dimensión política del umbral entre la vida y la muerte» (ibid., p. 250) esboza un concepto poderoso de sobre-vivencia. Siguiendo a Jacques Derrida, diferencia entre super-vivencia y sobre-vivencia. La supervivencia es vida reducida al mínimo, a zoe. La sobre-vivencia es más: vivir más allá de la vida (biológica), del tiempo biológico. Vivir más allá de lo que se permite. El sobreviviente, entonces, es aquel que afirma su existencia en un tiempo que le excluye, que lo quiere borrar (ibid., p. 253), un sujeto que lo es por fuera del marco que le niega como sujeto. Vida fuera de la vida, de nuevo, aunque no tenga sentido. Anna Tsing, una vez más, sugiere distanciarse de lo que propone «el imaginario popular», para el que «sobrevivir es salvarse a sí mismo imponiéndose a los otros. La supervivencia […] es [ahí] sinónimo de conquista y de expansión» (2017, p. 65). El concepto de supervivencia que demanda una vida que se despliega en el Antropoceno es totalmente otro: «Voy a pedirles el esfuerzo de abrirse hacia otro uso: […] quedar con vida, sea la que sea la especie considerada, significará que se piden colaboraciones viables» (ibid., pp. 65-66). Quienes colaboran no son nada reconocibles si entendemos por reconocimiento lo que ocurre cuando nos acercamos a entidades previamente constituidas, llámeseles «identidad», «trabajadora», «especie», «categoría», «partido», «individuo», «movimiento», «ciudadano», «clase», «comunidad», «agente» o «sociedad». Estos con los que queremos tratar aquí desaparecieron de nuestros mapas, incluso nunca llegaron a estar en ellos, nuestras herramientas heredadas no les captan salvo si se refugian en espacios nostálgicos. Y la supervivencia no se sitúa en el comienzo, sino en el final (ibid., p. 58), en el resultado de la colaboración entre esos desaparecidos del radar: en lo que pasa no en la vida que viene dada, sino cuando se fabrica vida. Eso, necesariamente, está sometido a incertidumbre, en su sentido más sustantivo: los nombres, las categorías, las comunidades, se hacen en ese mundo en encuentros entre los que fueron todo eso, pero ahora están dañados y viven sin refugio. A veces son laosianos en bosques ruinosos de Oregón que recolectan champiñones para nutrir el flujo comercial de alimentos de lujo hacia Japón. Otras veces migrantes hondureños que atraviesan en lo que pue-
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den y como pueden territorios desérticos hasta llegar a tierras de promisión en la que encuentran, quizá, champiñones japoneses. O zombis. O refugios. O no.
4.5. La desaparición social y la vida. Epílogo abierto A partir de un diálogo entre las categorías de incertidumbre, Antropoceno, ruina y supervivencia, hemos querido pensar y construir la de desaparición social. Hemos construido el argumento yendo contra la primera —la incertidumbre— para facilitar la exploración de las posibilidades que dan las otras tres —Antropoceno, ruina y supervivencia—. Para entender situaciones como las que algunos trabajos de campo recientes han dejado en nuestras retinas, la nostalgia que creímos detectar en la bibliografía sobre la incertidumbre sociológica, así como la proyección de ese estado al tiempo futuro, no ayuda. No estamos hablando de un futuro incierto y mucho menos de esperanzas de recomposición; no las hay en lo que hemos visto en México, Melilla, Sao Paulo, Lampedusa o Santo Domingo. Sí hay, sin embargo, algo que se parece a la existencia, pero una en la que la incertidumbre, que es tan integral que desborda lo que la sociología que la trabaja ha dicho de la categoría, ha inundado ya el presente; no es una proyección a futuro ni es posible pensar en una estabilidad futura, no hay esperanza de certeza alguna. Ese presente radicalmente incierto es y ha sido la forma de existencia de los desaparecidos sociales: ni tienen añoranza de un pasado estable que no conocieron, ni esperanza por una recomposición futura. Para esa existencia, las herramientas con las que veníamos pensando, entre ellas la de incertidumbre, no resultan útiles; están agarradas a demasiados lastres. La ecología (en ruinas) y la vida (que es sobrevida), ideas construidas a partir de la bibliografía sobre el Antropoceno, nos parece que sirven mejor al fin de entender lo que hemos visto y trabajado; permiten pensar la vida cuando ha desaparecido, cuando han quebrado sus elementos constitutivos: sujeto, identidad, agencia, sentido, ciudadanía, y cuando esa vida no es ya reconducible. Sintetizamos estas ideas en la de desaparición social; somos conscientes de que es apenas una primera aproximación. La categoría de desaparición social se apoya en las de detenido-desaparecido y desaparición forzada. De ellas hereda algunos rasgos y se distingue en otros. Entre los que hereda, destacan los que dieron nombre e identidad a los desaparecidos originarios y que permiten hablar de los últimos, los sociales, también como desaparecidos: la ausencia, la invisibilidad, la falta de representación, la imposibilidad de la palabra y del nombre. El desaparecido fue y es identidad rota y exclusión, cuerpo disociado, mala muerte y mala vida. Su sola mención comporta un problema ontológico, que es también metodológico y hasta ético y, por supuesto, teórico: la desaparición es falta, es fuga, es torcedura, es imposibilidad de poner derecho el mundo. Entre los rasgos que distinguen a los desaparecidos sociales de los originarios destacan tres, que ya hemos mencionado: que se encuentran en contextos no extraordinarios; que no son pocos y selectos, sino muchos y masivos; y que
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viven, pero en un contexto en el que la vida social tal y como la entendíamos ha desaparecido, pues sus soportes han quebrado. Es precisamente esta condición —estar vivo cuando la vida social desaparece— la que hemos de afrontar específicamente para entender lo propio de estos desaparecidos en relación con sus referentes originarios. Los desaparecidos forzados, a pesar de su estatus incierto, tendían a ser pensados escorados hacia la muerte. Abocaban a pensar sobre los límites entre la vida y la muerte, sobre la mala muerte y las vidas que esta dejaba, pero no invitaban, sin embargo, a plantearse la pregunta sobre la vida cuando esta es mala vida. Y esa, la mala vida, es precisamente la que parece propia del creciente e ingente grupo de desaparecidos sociales. La mala vida no es aquí una cuestión moral que ha de inquietar solo a la filosofía, sino que interpela a las ciencias sociales a pensar qué entendemos por vida. En efecto, la de los desaparecidos es una vida disparatada: ¿es vida la de quienes existen donde no se puede (la ruina) y de maneras que la exceden (sobreviven)? ¿Es vida cuando la noción sociológica de vida se ha restringido a su forma en sociedad, una forma cerrada por normada a la que adaptarse? ¿Es vida cuando lo que hacía a la vida social ha desaparecido: identidad, sentido, agencia?
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Partimos del presupuesto de que las certezas conforman una parte básica de nuestra cosmovisión del orden social, contribuyendo a simular el dominio sobre los procesos que articulan el presente y que lo orientan hacia un futuro cuyas claves interpretativas se definen inevitablemente desde el aquí y el ahora. La posición de los sujetos (individuales y colectivos) en cada presente se prefigura así en el marco de una reproducción «ordenada» y previsible de ese orden social. La socialización y la institucionalización contribuyen al establecimiento de la expectativa de reproducción de un ordenamiento de lo social que nos sitúa, nos orienta y nos cohesiona como habitantes/generadores del mundo y de sus representaciones. Es en ese ámbito conformado por certezas cotidianas no cuestionadas (que toman la forma de orden y que se asemejan a lo que Husserl bautizó como «mundo de la vida») donde la vivencia de las rupturas o los choques abruptos con lo imprevisto nos descolocan, invitándonos a revisar nuestras categorías. De ahí que, cuando irrumpen literal y abrumadoramente los efectos inesperados de las acciones o, más puntualmente, cuando se produce una ruptura sorpresiva de lo cotidiano, adquieran una llamativa notoriedad, como nociones explicativas de las sociedades actuales, las ideas de incertidumbre y de riesgo. Con ellas tratamos de incorporar un modelo analítico capaz de comprender el alcance y las dimensiones de los retos que nos desafían, y, sobre todo, capaz de proveernos de la impresión de que podemos integrarlos en una complejidad menos abrumadora que la que se derivaría de presuponer que el rumbo de la sociedad conduce a una azarosa y continua ruptura de expectativas, esto es, al desorden más ingobernable. Parece una evidencia que no claudicamos y que nuestra forma de afrontar la contingencia simula siempre la posibilidad de gobierno del azar. Queremos seguir sintiéndonos poderosos, presuponiendo que nuestra intervención sobre el mundo (y sus representaciones y su historia) nos permite zafarnos
1 El presente trabajo se ha llevado a cabo dentro del proyecto «La construcción social y jurídica del enemigo. Claves de su transformación en los nuevos contextos bélicos» (DER2017-82106-R), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad y dirigido por Roger Campione. 2 I-Communitas. Institute for Advanced Social Research. UPNA. 3 I-Communitas. Institute for Advanced Social Research. UPNA.
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de la evidencia de la incertidumbre como condición natural de la existencia humana. Ahí entran en acción premisas de eficiencia, fórmulas garantistas del supuesto dominio sobre los procesos, presupuestos sobre la capacidad de intervención segura en los entornos (en especial en los entornos creados por nosotros…), propiciando que la toma de decisiones (y su articulación normativa) gestione el presente desde una perspectiva que, además de reducir la complejidad, simule un dominio cabal sobre lo que ha de ocurrir. Es precisamente ahí donde localizamos los límites de la noción de incertidumbre: analíticamente no es operativa porque nuestro conocimiento científico necesita asentarse, precisamente, sobre la construcción sensata de predicciones, presupuestos y probabilidades que nos permiten entender el mundo social (Horkheimer, 1990). Para este recorrido acudiremos a la identificación del escenario elegido, esto es, el de las amenazas del terrorismo yihadista, con la clave interpretativa de la noción de incertidumbre. A partir de ahí, veremos las similitudes y diferencias entre la forma de incertidumbre que acompaña a la amenaza del terrorismo global y las incertidumbres que la sociología viene identificando como amenazas derivadas de la ambivalencia moderna. Tras esta comparación, trataremos de rescatar el valor analítico de la noción de incertidumbre enfrentándola con conceptos centrales en la explicación de nuestras sociedades: orden, valor, norma… y asomándonos a los problemas políticos que suscita la obsesión por intentar asegurar la normalidad y la tranquilidad ante los asedios al orden cotidiano4. Todo ello entendiendo que debemos analizar la incertidumbre como un proceso, no como un estado, lo que, por lo demás, enlaza con nuestra convicción de que así habrían de construirse siempre nuestras categorías sociológicas si queremos evitar su fosilización5. Ahí tendrá sentido nuestra pretensión de enlazar estas reflexiones con las figuras del homo tragicus y del homo creator (Sánchez y Rodríguez, 2016). ¿Qué nos pueden decir esos conceptos respecto de la forma como abordamos sociológicamente el rasgo epocal de la incertidumbre? ¿Cómo se ensarta esa sensibilidad hacia el sentido histórico que acogen ambas figuras en nuestra comprensión de las impotencias modernas? ¿Cómo entendemos las dificultades del orden social, partiendo, además, de que el orden es también un proceso y no una realidad estática que se reproduce «autopoiéticamente»? ¿Puede realmente pensarse la incertidumbre desde las estrechas miras del homo rationalis tan presente en 4 Esas tentativas serían, como sugiere Freund, el centro de la política, pues quien manda se cuida del destino de la vida en colectividad (2018, p. 28). 5 Luhmann hablará en concreto de estado y suceso (y de duración y variación) para remarcar la dimensión temporal de las estructuras de confianza invocadas por el sistema, que son, a fin de cuentas, las que nos interesan para pensar en la incertidumbre como fenómeno instalado en la médula de la desconfianza moderna hacia los procesos desatados por la racionalidad tecnocientífica (Luhmann, 1996, pp. 17-18). En particular, recala en la distinción opuesta entre modelos que contemplan el presente en clave estática y modelos que recorren el presente atendiendo a sus dinámicas. Ambos modelos, según lo ve Luhmann, serían mutuamente excluyentes para analizar y pensar la realidad social. Sostiene: «En la medida en que los presentes verdaderos y futuros permanecen idénticos, esta selección provee estados; en la medida en que generan discontinuidades, da origen a sucesos» (Luhmann, 1996, p. 21).
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Certezas e incertidumbres. El problema del orden y el poder ante la amenaza del terrorismo yihadista
algunas concepciones acerca de nuestra intervención eficaz en el mundo? ¿O incluso, acerca del propio ordenamiento racional de las estructuras que explican la reproducción social y sus institucionalizaciones? ¿Por qué la respuesta a las nuevas amenazas que irrumpen como incertidumbre radical se conjugan en términos de control, eficacia, seguridad y poder6?
5.1. Identificando las claves de nuevas incertidumbres Iniciaremos este apartado acudiendo a las formas que ha ido tomando la incertidumbre a partir de la modernidad reflexiva que nos hace sabedores de la existencia y sobre todo de la irrupción (ligada a nuestras actividades) de ámbitos que pueden escapar a nuestro control. Hablamos, en concreto, del concepto de «sociedad del riesgo» y de cómo el mismo se ha ido construyendo a partir del choque con los riesgos manufacturados (Beck, 1998). El desarrollo, por ejemplo, de la energía nuclear y de todos sus enormes riesgos medioambientales suscita una reflexión icónica desde el punto de vista de esa identificación caracterológica de nuestra época. Los riesgos ecológicos del desarrollo industrial, su envés más sucio (y su vinculación medular con un capitalismo fiero y segregador en esencia), suscitan cierto consenso temático a la hora de reconocer los perfiles negativos de la modernidad. Un consenso que aún se vuelve más evidente si recalamos en la trillada noción de la ambivalencia moderna acudiendo al episodio histórico más extremo que nos deparó el siglo xx: el Holocausto. Baste aquí subrayar que ese episodio no puede entenderse sin identificar su vertiente racional y el despliegue de toda una inteligencia burocrática que se medía con la eficacia de los medios empleados sin cuestionar ni por un instante la moralidad (irracional) de sus fines7. En cualquier caso, para la cuestión de la incertidumbre resulta más idónea la reflexión en torno a las amenazas tecnocientíficas que las que surgen de la experiencia del exterminio nazi, aunque ciertamente el contexto de esa Europa y de la Segunda Guerra Mundial permite con naturalidad recalar en el episodio bélico fundante del terror nuclear y de una noción de incertidumbre desaforada y con la que la humanidad nunca antes había tenido que bregar: las bombas atómicas y, en particular, su uso en Hiroshima y en Nagasaki8. Ese recuerdo que se afinca en la memoria del siglo xx como ex6 No trataremos aquí un extremo que se antoja decisivo y cuya maduración reservamos para otros trabajos. Pero tienta afirmar, contracorriente, que, en realidad, la incertidumbre y su encaramiento exigen una atención hacia «lo político» como la que plantea Julien Freund siguiendo a Weber: «¿no convendría, pues, ver en lo político, el factor determinante “en último análisis” […]?» (Freund, 2018, p. 27). Es decir, destacar la primacía de lo político. Desde otro ángulo, también la defiende Joas como clave desdiferenciadora que contrarreste el reduccionismo de la realidad del cambiar a las dinámicas de diferenciación de sistemas autopoiéticos (véase Joas, 2013, pp. 282-304). 7 Pueden traerse aquí las pertinentes reflexiones de Hannah Arendt en su análisis de la figura de Adolf Eichmann como encarnación de la banalidad del mal propiciada por la burocracia (Arendt, 1999). 8 Podríamos hablar aquí, como atinadamente nos hicieron notar Ramos y García Selgas en su revisión del manuscrito, de una racionalidad de los fines y una irracionalidad de los medios.
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periencia y que, por eso mismo, se instala en el horizonte de posibilidades (de expectativas negativas generadoras de miedo) del mundo postnuclear, penetra en la conciencia de la modernidad reflexiva desplazando, en cierto modo, es nuestra sospecha, las utopías hacia las distopías y transformando nuestra relación con la imaginación del tiempo futuro. Por decirlo con la sugestiva expresión de Steiner, habríamos pasado de la «gramática de la esperanza» (Steiner, 2001, p. 75) a la «gramática de la desesperanza». El desplazamiento se produce hacia la promesa negativa, esto es, hacia la amenaza, que funciona, también, como expectativa de dominio del conocimiento sobre lo que ha de ocurrir. Será en el segundo apartado cuando dedicaremos más atención a este efecto radial sobre la noción de incertidumbre y sobre cómo se neutraliza o trata de desactivarse9. Usaremos ese primer dibujo para trazar las similitudes y diferencias de los riesgos manufacturados con los riesgos que asomaron el 11 de septiembre de 2001, cuando Al Qaeda consiguió conmocionar el mundo al derribar las Torres Gemelas usando dos aviones comerciales como proyectiles. En ese escenario se concreta una amenaza que muestra la debilidad de las fronteras materiales con las que el mundo occidental trata de cercar parte de sus miedos, y, en especial, una amenaza que revierte contra la noción de seguridad instalada en la mentalidad de una sociedad que, en cierto modo, se sentía inexpugnable. El territorio como marca de la soberanía nacional y zona de garantía para la integridad física de sus ciudadanos, respaldado por sus sistemas de gobierno, se tambalea ante una nueva modalidad de acción terrorista que despierta paranoias de todo tipo: el terrorista puede ser cualquiera, su arma puede ser un artefacto casero fabricado con materiales fácilmente accesibles, su objetivo son las democracias liberales… Aquel impresionante y terrible golpe de efecto genera poderosas ondas sísmicas que alteran el tejido nervioso del sujeto colectivo hacia el que iba destinado el ataque. La incertidumbre se expresa en esas circunstancias como sospecha sistemática contra el otro que puede ser un enemigo aunque aparente encontrarse integrado en la sociedad. Se afianza la sospecha (la desconfianza) como desconocimiento de las intenciones de ese otro, potencial terrorista, que vive (y disimula) entre nosotros. Esa forma singular de incertidumbre, que en principio podemos identificar en las reacciones anímicas de muchos ciudadanos, se instala, por lo demás, en la médula de lo social cuando los responsables institucionales reaccionan tratando de neutralizar y desactivar la amenaza terrorista. Se produce un simulacro de control, derivado de decisiones políticas (algunas bélicas, otras policiales) y de esfuerzos normativos y legislativos que 9 Entendemos que la masiva producción de relatos cinematográficos y literarios donde se patentizan diversas formas de apocalipsis podría llevar a cabo una suerte de catarsis social similar a aquella que, se decía, propiciaba la tragedia griega. En este caso no se trataría tanto de una purificación del alma como de una desactivación del temor real por la vía de la exposición a ficciones que exorcizan esos fantasmas ubicándolos en el territorio del divertimento. Recuérdese el guiño con el que, ya en 1964, Stanley Kubrick tituló su alocada parodia sobre la guerra fría: «Dr. Strangelove o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar a la Bomba».
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tratan de reafirmar el monopolio legítimo de la violencia como rasgo fundante de los Estados democráticos modernos activando políticas antiterroristas cuya eficacia es obviamente limitada. El problema, con todo, no son esos límites o su ineficacia, sino su justificación como la única vía posible. Se justifican las medidas y reacciones más delicadas (en términos morales) desde la certeza de que son las únicas razonables, aunque vayamos a tardar tiempo en comprobarlo10. La incertidumbre que aparece en el horizonte de nuestras sociedades a partir de las amenazas terroristas del yihadismo (y de sus ejecuciones puntuales) se diferencia en aspectos sustantivos de aquellas otras incertidumbres ligadas a los efectos no intencionales del desarrollo y el progreso científico-técnico (la irrupción de nuestros umbrales de ignorancia ligados al propio desarrollo del conocimiento, la luz que, paradójicamente, cuanto más ilumina más penumbra genera). Una de las diferencias más interesantes radica en la responsabilidad ligada a la intencionalidad: en la medida en que no aparece el propósito directo de causar un daño, se disipa la identificación nítida del responsable del mismo11. Algo que provoca, a la vez, que tampoco se identifique nítidamente quién podría evitar que surja el daño o el desastre. Las amenazas tecnocientíficas apuntan hacia una inimputabilidad que nace, en particular, de la indeterminación del sujeto responsable de los efectos negativos sobre el medio ambiente. Como señala Luhmann: «Cuanto más grande sea la combinación de causas reconocibles, más difícil es aislar al que originó la acción. ¿Quién fue responsable por la bomba de Hiroshima?» (1996, p. 70) 12. Esa indeterminación se hace extensiva, por ejemplo, al sistema económico, cuyas víctimas aparecen como daños colaterales de las dinámicas atribuidas al desarrollo del propio sistema (¿una nueva modalidad de destino?). Pero también a cuestiones que atañen a la gestión pública de los riesgos identificados como amenazas a la sostenibilidad del planeta. Por lo demás, cabe 10 Este mecanismo recuerda mucho al que se ha venido activando para responder a las crisis económicas, bajo el presupuesto, también, de que solo con determinadas medidas (socialmente muy gravosas) puede «restablecerse» el orden económico (Rodríguez, Tejero y Sánchez, 2014, pp. 96-101). 11 Cabe matizar aquí el alcance de esa irresponsabilidad, advirtiendo que quizá se trate de una causalidad más compleja que requiere una mirada atenta a los mecanismos que desencadenan la percepción de que se trata de procesos desencadenados sin autoría. 12 Por nuestra parte, sí consideramos que la respuesta a la pregunta sobre Hiroshima puede responderse. No identificando un único autor, pero sí apuntando hacia el gobierno de Harry Truman. Con todo, también aquí se activan mecanismos de elusión de responsabilidad por el daño causado. Recuérdese, en concreto, la imputación a Japón de esa responsabilidad: su no capitulación incondicional los situaría en el centro de la decisión de arrojar las bombas. Llegó a afirmarse, desde esa perspectiva, que Estados Unidos no tomó la decisión, sino que se vio abocado a tomarla. Debe señalarse en este punto que ese esfuerzo ideológico aparece como resorte defensivo ante las acusaciones de calado moral que acaban vertiéndose contra esa acción bélica. Esa elusión de responsabilidad convive, de hecho, con el orgullo sobre el poderío militar y con el argumento de que, gracias al uso de las bombas atómicas, se acortó la guerra, reduciendo, así, el número de víctimas. En contraste, podemos recordar las reflexiones de Claude Earthly, piloto de Hiroshima, expresando su incapacidad para vivir con un arrollador sentimiento de culpa (Anders, 2003).
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subrayar que la noción, tan cara a la reflexión sobre la modernidad, de las consecuencias no intencionales de las acciones asoma como justificación de una impotencia que no pasa por el cedazo de la moralidad que habitualmente incumbe a las decisiones humanas generadoras de víctimas13. Es decir, en el ámbito de los riesgos asociados al desarrollo científico-técnico, propiciadores de una incertidumbre que se registra como desconocimiento acerca de los efectos de nuestra presión sobre el futuro de la humanidad, la referencia a la inimputabilidad se resuelve como una responsabilidad difusa que impide —es otro de los rasgos de esa incertidumbre moderna— intervenir eficazmente sobre los procesos que desencadenan la amenaza. Máxime aún si esos procesos obedecen a desastres naturales que se combinan con los riesgos manufacturados14. Con todo, esa patentización de las incertidumbres de la modernidad no impide la construcción de sistemas de confianza que tratan de ampliar el campo de dominio para la intervención racional en el mundo. No cuesta localizar ejercicios sistemáticos de reducción de la incertidumbre que se convocan cuando ocurre el accidente o cuando las dinámicas de nuestro sistema productivo son cuestionadas, por ejemplo, desde el activismo ecológico o desde posicionamientos políticos favorables a la revisión de nuestras apuestas15. No ocurre lo mismo cuando nos situamos ante las amenazas del terrorismo yihadista. En este ámbito se identifica con cierta claridad a los responsables de la generación de incertidumbre: se declaran ellos mismos como enemigos, aunque lo hacen, y ahí es donde echa raíces el miedo, a posteriori, cuando «firman» sus acciones mediante vídeos que certifican su propósito inmolador. La desorientación surge cuando se trata de localizar a los sujetos concretos que activarán la amenaza. Es una de las características de esa incertidumbre: que se asienta en la vida cotidiana remarcando la dificultad de conocer en quién anida la voluntad de destrucción. El ocultamiento de las convicciones y la supuesta integración en el entorno son, en muchos casos, algunas de las señas de identidad de esa amenaza que, por lo mismo, provoca el aumento de la sospecha contra el otro y la extensión de la desconfianza: resulta difícil reconocer de antemano la voluntad sanguinaria del terrorista de quien, no en vano, los medios de comunicación tienden a destacar su normalidad y su capacidad para engañar al entorno más inmediato sobre sus auténticas intenciones. Se produce así un efecto de duda ante ese otro, el 13 Puede traerse aquí la pertinente distinción de Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad (Weber, 1991, pp. 164 y ss.). También la lúcida síntesis de Julien Freund (1968, pp. 27-36). 14 El tsunami que azotó la costa japonesa de Fukushima el 11 de marzo de 2011, afectando críticamente a su central nuclear, es un ejemplo palmario de esta combinación que genera riesgos más allá de los propiciados en sí mismos por la energía nuclear. 15 Piénsese, por ejemplo, en las teorías del decrecimiento que tratan de desactivar las lógicas inscritas en el sistema capitalista como modelos de intervención sobre el mundo que requieren, sí o sí, la aspiración al crecimiento perpetuo. Cuando, como sostienen muy gráficamente Serge Latouche y Didier Harpagès, un crecimiento continuado y desmedido es una «verdadera excrecencia comparable a la metástasis de un cáncer» (Latouche y Harpagès, 2011, pp. 12-13).
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musulmán en concreto, que, además de alimentar la xenofobia, suscita la impresión de que no es posible confiar en la bondad de las intenciones ajenas cuando estas nos son desconocidas. Podríamos añadir, con Luhmann, que lo habitual es que, en efecto, desconozcamos las intenciones de los otros y de ahí la funcionalidad social de la confianza, precisamente aquella que quedaría demolida por los efectos inmediatos del terrorismo yihadista con cada una de sus acciones. Cuando Luhmann reflexiona sobre la confianza, vinculada a la fiabilidad y al cumplimiento cotidiano de expectativas, recoge una imagen que nos resulta especialmente idónea para continuar desbrozando nuestro referente empírico. Dice: Lo normal es la confianza. Uno confía en que sus expectativas no quedarán defraudadas; en que los políticos intentarán evitar la guerra; en que los coches no se estropearán ni se saldrán repentinamente de la calzada para terminar atropellándonos mientras damos el vespertino paseo dominical (Luhmann, citado por Giddens, 1999, p. 40, cursivas nuestras).
Luhmann no podía anticipar que la anormalidad, que destruye la confianza, tomaría, precisamente, la forma de un coche (una furgoneta, un camión…) saliendo de la calzada y buscando atropellar al peatón. Nosotros sí. Hemos sido testigos de atropellos masivos provocados por terroristas en Las Ramblas, en Niza, en Londres, en Berlín… Esa anormalidad que defrauda las expectativas de confianza en los otros acontece como acción y como amenaza. No se trata exclusivamente de «muertes firmadas» (Sánchez Ferlosio, 2007, p. 143), sino de «muertes prometidas». La expectativa que en la modernidad podía tomar la forma de «promesa», toma ahora la de «amenaza»16 que, además, no proviene de la pérdida de control de nuestras acciones o de la ruptura de los límites de nuestra zona de control, sino que se materializa y expresa como efecto intencional de la acción: «Nuestra guerra con vosotros durará hasta el fin del mundo»17. Esa es la consigna que conmociona al mundo occidental desde la evidencia de que la incertidumbre, la inseguridad y el miedo son los efectos perseguidos y voluntarios de la acción terrorista. Y ahí las diferencias para extender el significado de la incertidumbre ligada a la modernidad se hacen evidentes. Coincidimos con Luhmann en que «no es posible vivir sin formarse expectativas respecto a las contingencias» (citado por Giddens, 1999, p. 40), pero, si seguimos su hilo de pensamiento, podemos quedarnos helados, pues esa contingencia toma la forma de atentado indiscriminado, y la expectati16
Sería una «promesa de daño». Con esas palabras se expresa Abu Salman Al Andalusi al referirse a los atentados de Barcelona en el vídeo que se hizo un notable hueco mediático al recoger las amenazas del Estado Islámico vertidas, por primera vez, en castellano. Con ese vídeo alcanzaba notoriedad también Abu Lais «el Cordobés»: https://politica.elpais.com/politica/2017/08/23/actualidad/1503514699_423271. html. 17
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va es la de que en cualquier momento y lugar puede irrumpir esa violencia letal. La expectativa tomaría así la forma de permanente incertidumbre, lo que nos da una idea aproximada de que aquella categorización respecto a las expectativas como domesticadoras de la desorientación y de la incertidumbre no resulta tan útil para entender la conmoción que produce la amenaza del terrorismo global. Decía Luhmann: […] deben rechazarse las posibilidades de quedar decepcionado, se rechazan porque solo representan una remota posibilidad, pero también porque no sabemos qué más podemos hacer. La alternativa sería vivir en un estado de permanente incertidumbre y prescindir de expectativas sin tener nada con que reemplazarlas (Luhmann, citado por Giddens, 1999, p. 40).
La novedad, en cualquier caso, es que se extiende, al menos mientras dura la conmoción inmediata ante el atentado (cada vez que ocurre), la desconfianza respecto a que los vehículos pueden salirse de la calzada y arrollar voluntariamente a quien esté por delante. Vemos, además, que esa desconfianza puede tomar muchas formas, pues las amenazas también se dirigen a otras situaciones de la vida cotidiana. Se constata así la ampliación de las incertidumbres y las inseguridades más allá del marco predeterminado por las derivas de la industrialización, la voracidad capitalista o el desarrollo científico técnico. Son también, en cierta medida, riesgos manufacturados, pero con la particularidad de que su objeto es directamente la promisión de inseguridad y destrucción. En la tabla 1 hemos tratado de recoger las diferencias más evidentes entre unas y otras amenazas, acentuando los rasgos que permiten distinguir las incertidumbres ligadas al desarrollo de la modernidad y las vinculadas a la pretensión expresa de provocar la destrucción. Y localizando desde ahí los efectos diferenciados que se suscitan al tratar de neutralizar la incertidumbre, entendida como pérdida de sensación de dominio respecto de lo que deparará el futuro. En el escenario de la modernidad, los riesgos asociados a la presión tecnológica sobre el medio ambiente (especialmente acentuado con el desarrollo de la energía nuclear y el cambio climático) tratan de embridarse a través de la sugestión producida por el propio desarrollo científico y tecnológico para minimizar los efectos sobre el planeta. Aunque, a la vez, se suscitan posicionamientos ideológicos muy poderosos que cuestionan la debilidad del ecosistema ante la presión de la actividad humana. El sistema económico alimentado por el indómito apetito del capitalismo prefigura una posición política que dictamina la inocuidad de nuestras prácticas, es decir, que confía en que el orden establecido se perpetuará. Desde esa posición se reafirman intervenciones sobre el mundo que presuponen el dominio sobre los procesos desatados. Enfrente se sitúan quienes advierten la necesidad de corregir determinadas prácticas para evitar el colapso de la vida en el planeta. Unos y otros, desde perspectivas opuestas, confían, en cierto modo, en la capacidad del ser humano para definir el futuro del planeta, más allá de las incertidum-
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Tabla 1. Comparativa amenazas Amenazas tecnocientíficas
Amenazas terrorismo yihadista
Qué
Contaminación. Desastre nuclear. Crisis ecológicas.
Atentados indiscriminados.
Quién
Responsabilidad difusa. Inimputabilidad del sujeto. Sistema.
Grupos terroristas. Actor individual (combatiente/ militante/lobo solitario).
Cómo
Accidente. Consecuencias no intencionales de las acciones.
Ataque voluntario.
Cuándo
Futuro corto-medio plazo. Indeterminación temporal. Posible punto de no retorno.
En cualquier momento. Indeterminación. «Hasta el fin de los tiempos».
Dónde
Planeta.
Democracias liberales. Espacios de la vida cotidiana.
Por qué
Omisión (inercias ligadas al sistema productivo, financiero, político-administrativo-técnicoasesor…). Ambiciones irresponsables.
Voluntad de destrucción. Identificación de Occidente como enemigo.
sobre los sujetos
Conciencia ecológica. Incertidumbre.
Miedo. Desconfianza.
sobre el sistema
Prácticas de reducción de riesgos.
Legislación. Seguridad. Guerra.
Efectos
Fuente: Elaboración propia.
bres que asoman como «daños colaterales» (irrelevantes) en un caso o como advertencias apocalípticas, en el otro18. 18 Puede verse la tensión suscitada por el posicionamiento de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos ante los discursos ecologistas. Su negación del cambio climático, su oposición a los acuerdos de la cumbre de Kioto, su apoyo a la explotación del carbón… son la cara más visible de unos intereses económicos que ningunean los efectos de la presión industrial sobre el planeta y deciden abstenerse de cambiar las prácticas. Recordemos aquí a Giddens discutiendo la sentencia de Luhmann según la cual «si uno se abstiene de la acción, no corre ningún riesgo». Dice Giddens: «La falta de acción frecuentemente es arriesgada y existen algunos riesgos que todos nosotros debemos afrontar nos guste o no, tales como el riesgo de catástrofe ecológica o de guerra nuclear» (1999, p. 41). Ni que decir tiene que, incluso concibiéndolo como una instancia de control de la incertidumbre, el propio mando político debe experimentar de ordinario, en las democracias, el aguijón de la crítica que cuestionará la ficción de la realidad que trata de asentar como cierta en pro de la estabilidad del mundo vital. En esta vertiente, conviene enlazar con los escritos de Boltanski y de Freund anteriormente citados. De la justification, la gran obra de Boltanski y Thévenot (1991), ofrece una poderosa matriz para una teoría de los regímenes históricos de la justificación, concebible como base para una teoría general de las formas de gestión de la incertidumbre. Otra gran fuente al respecto puede ser el tratado sobre el ritual de Roy Rappaport (2001).
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Algo similar ocurre cuando nos fijamos en las reacciones ante las amenazas del terrorismo islámico. La respuesta se conjuga para el restablecimiento de la confianza: se incrementan las medidas de seguridad, se responde, incluso, con la guerra, pretendiendo que esas decisiones cerquen la amenaza terrorista, eliminando la impresión de vulnerabilidad instalada en el corazón de la sociedad civil. La justificación de las medidas que se adoptan como respuesta a esa amenaza se apoya en la pretensión de cierto dominio sobre el horizonte de posibilidades. Es más, en los análisis posteriores a atentados terroristas, esto es, cuando las medidas de control y evitación de las amenazas habrían fallado, la valoración mediática y política tiende a cuestionar el buen hacer de las instituciones, presuponiendo que habría sido posible una mayor eficacia para impedir los atentados. El lamento toma la forma de una crítica que activa la pretensión de intervención correctora que desactive el riesgo (o al menos lo minimice). Nuestras instituciones, en la forma concreta de monopolio legítimo de la violencia, se comprometen a restablecer la seguridad en las calles, advirtiendo que el coste en libertades de esa seguridad es escaso si se mide con el apaciguamiento de la incertidumbre derivada de la violencia indiscriminada del terrorismo19. Incluso, recordemos la respuesta de la Administración norteamericana a los atentados del 11-S, se produce la legitimación de una reacción bélica que se presenta como mal necesario para restablecer el bien (Rodríguez Fouz, 2010). En ambos casos, se localiza la confianza en que cabe disminuir la zona de vulnerabilidad, activando mecanismos de control que dificulten e impidan la comisión de nuevos atentados. La cuestión de fondo tal vez tenga que ver con un uso responsable del mando que se mide con la buena administración del potencial de suscitar obediencia en un marco de seguridad y concordia, la cual, ya lo supo ver bien Weber, es la clave del ejercicio del poder social. Desde nuestra perspectiva, esas respuestas son una buena muestra de la forma que toma la posición en el mundo de los sujetos sociales. Una posición que sigue expresándose como expectativa de control y que se canaliza y materializa normativamente, subrayando el poder y valor del orden fundado en los Estados democráticos occidentales. No nos resistimos, en este punto, a recuperar la glosa de Hannah Arendt sobre una parábola de Kafka, donde este narra el anhelo de un personaje de posicionarse como árbitro (Arendt, 2003, p. 20) en la lucha entre el pasado y el futuro, descritos por Kafka como enemigos: «Siempre sueña, escribe Kafka, que en un momento de descuido pueda escabullirse del frente de batalla y ser elevado […] por encima de los combatientes, como árbitro» (ibid.). Según lo vemos nosotros, en la toma de decisiones del presente, en particular cuando se reacciona abruptamente a las amenazas del terrorismo global, se visibiliza el simulacro de esa posición neutral (el árbitro) que presupone una mirada elevada sobre los acontecimientos que permite juzgarlos desde un posicionamiento moral cenital, olvidando la condición situada 19 Puede traerse aquí, en esa misma línea de argumentación, los requerimientos por parte de ciertos sectores de la población de una ley más dura contra determinado tipo de crímenes, entendiendo que, con ello, se disminuirá la probabilidad de que estos se produzcan.
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de nuestras interpretaciones y de nuestro juicio sobre el mundo. Y, en especial, obviando la eventualidad de otras miradas y otros cursos de acción. Esas miradas y cursos de acción alternativos los pensamos, en particular, como un desmantelamiento de la pretensión de justicia ligada a respuestas que no podrían ser consideradas justas si se aplicase idéntico baremo moral a la hora de medir sus prácticas (tortura, guerra). En todo esto es capital la función deconstructiva y emancipadora que desempeña la crítica para desenmascarar esa plusvalía (Ricoeur, 1990) de legitimidad de la que se apropian en la vida de los colectivos quienes mandan, al pretender y simular la correspondencia estricta de sus actuaciones con lo necesario para el bien común, empeñados en hacer pasar la realidad contingente que contribuyen a construir, frente a los desafíos de la incertidumbre, como la única realidad posible20. Tras este recorrido, con el que hemos tratado de ahondar en los efectos en la noción de incertidumbre de las amenazas del terrorismo yihadista, comparándolos con los de las amenazas tecnocientíficas, pasaremos en el siguiente apartado a reflexionar sobre cómo la incertidumbre afecta tanto al plano del saber como al del sentido, prestando mayor atención a este último ámbito.
5.2. Entre el saber y el sentido: dimensiones de la incertidumbre Cuando nos centramos en la amenaza global del terrorismo yihadista (y no tanto en las amenazas tecnocientíficas) cabe localizar con facilidad dos dimensiones de la trama: la que tiene que ver con la experiencia de la incertidumbre derivada de los modos que toman las acciones terroristas (dirigidas indiscriminadamente hacia la sociedad civil de las democracias occidentales) y la que se percibe en el amago de certidumbre y seguridad que se conjuga en especial en las respuestas bélicas y militares dadas a esa amenaza. El esfuerzo por simular un escenario bélico «ordenado» (drones, bombas estratégicas, asesinatos selectivos…) trata de exorcizar los fantasmas de la barbarie civilizada. La taxonomía tiene que estar clara y el control del efecto y consecuencias de las decisiones «civilizadas» tiene que encajar con el presupuesto de la convicción respecto al poder y dominio sobre los destinos de la humanidad, una vertiente especialmente feraz para reexaminar las prenociones del poder social con que se abusa peligrosa y tercamente de la apuesta democrática. La amenaza del terrorismo yihadista la abordamos desde nuestra convicción de que para entender la socialidad (que es la base de la conformación del 20 Sobre este extremo, es sugestivo el relanzamiento de la crítica por parte de Boltanski (2014) para socavar la «realidad» de los constructos sociales que nos autoimponemos con referencia a lo que llama «mundo» como la instancia desbordante capaz de reabsorber esa pretenciosa realidad que quiere enrocarse (véase ibid., pp. 97 y ss.). Vattimo acierta a mostrar en el eje de la obra de Nietzsche su certera conciencia de la impostura moral con la que la socialización moderna inventaba su ficción para procurar estabilidad frente a la incertidumbre de un devenir imprevisible y caótico (Vattimo, 2003).
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mundo que habitamos) solo analíticamente cabe separar el contexto en realidad material y en sus representaciones. Se subraya aquí la idea de construcción social de la realidad que debemos a Berger y Luckmann (1979). También, nuestra enraizada convicción de que Giddens acierta cuando remite a la estructuración para designar las poderosas estructuras sociales como estructuraciones (Giddens, 1995) y, cómo no, nuestra «certeza» de que Joas atina cuando subraya la dimensión dinámica y creativa de toda vivencia social desde una perspectiva convivencial (Joas, 2013), esto es, no individualista, como podría erróneamente derivarse de una noción de creatividad vinculada al talento singular de cada sujeto21. Partiendo de esos mimbres, consideramos que puede ser interesante tratar de desbrozar el concepto de incertidumbre atendiendo a cómo irrumpe en nuestra comprensión de los desafíos actuales. Nuestra intuición es que la incertidumbre que estrenamos con la globalización de la amenaza del terrorismo yihadista ya no incumbe solo a la amplitud de la zona de ignorancia respecto a las contingencias, esto es, al ámbito del conocimiento y el saber, sino que lo hace también a la construcción del armazón legitimador de las acciones que tratan de aminorarla, incidiendo directamente en el terreno más farragoso del sentido, entendido en su doble vertiente: como interpretación y como orientación. Esto se refleja, como veremos, en el desplazamiento que se habría producido desde el terreno de la verdad hasta la noción más compleja del sentido, que incumbe directamente a las representaciones dinámicas y cambiantes (aunque se afirmen momentáneamente como certezas férreas propiciando nudos ideológicos motivadores para la acción) que conforman nuestro mundo. La reproducción del orden social, entendida como reproducción de expectativas que organizan el mundo de la vida y nos sitúan, pese a la irrupción momentánea, puntual y ocasional (por muy sustantiva que sea) de incertidumbres, propicia la impresión de solidez, que además se refuerza con los mecanismos de institucionalización y reificación del sistema. Tanto en el ámbito del saber y el conocimiento como en el del sentido, la posición de los sujetos se afirma sobre la confianza en la capacidad para definir e intervenir sobre los acontecimientos futuros. Esta previsión es muy poderosa cuando remitimos al ámbito del conocimiento, pero no lo es menos cuando nuestro ámbito de referencia pasa a ser el del sentido, tanto desde su acepción como interpretación (sentido semántico y significado de las acciones) como en términos de orientación. De ahí, sospechamos, esa querencia por la taxonomía y el ordenamiento del mundo social que destilan buena parte de nuestras conceptualizaciones. Nos resistimos a incorporar en nuestros modelos analíticos el sinsentido, el error, el absurdo, la mentira, la contingencia, el azar… presuponiendo que el margen de organización y control del entorno nos permite entenderlo (Rodríguez, Tejero y Sánchez, 2014). Puede que sea solo un simulacro, pero funciona en clave de pretensión de validez, con una fortaleza 21 Recordemos que Joas bebe de la tradición del interaccionismo, para la que la dimensión agencial es indiscernible de la intersubjetividad y, por lo tanto, no puede pensarse en el sujeto al margen de su constitutiva socialidad (Joas, 1998; Sánchez de la Yncera, 2013).
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que alivia. No en vano, la incertidumbre permanente es un estado de ánimo que solo puede registrarse como patología. En un entorno normal vivimos rodeados de certezas y seguridades cotidianas cuya ruptura genera, precisamente, la necesidad de reaccionar tratando de restablecer la impresión de pisar suelo firme. Es ahí donde nuestras categorías se consolidan como herramientas conceptuales que aportan conocimiento, generan interpretaciones y orientan. Tendiendo a fijar la mirada sobre las bases del cálculo, la previsión y la probabilidad de que algo ocurra. Y tratando de dirimir el horizonte más amplio de la posibilidad de que, en efecto, aquello imaginado acabe por ocurrir. Como explica Niklas Luhmann: No es posible obtener información de la conducta futura de otros, excepto de una forma incompleta y poco confiable. Pero uno puede cambiar este problema a un ámbito donde pueda dominarse más efectivamente. En cambio, uno puede informarse acerca de ciertas propiedades estructurales del sistema que uno comparte con otros, adquirir con ello los apoyos necesarios para construir la confianza, y de este modo superar la necesidad de información que es deficiente. Como en muchos otros contextos funcionales, la estructura reduce la necesidad de información (Luhmann, 1996, p. 63).
En el caso de la «conducta futura de otros» que se sospecha pudieran cometer atentados, es decir, cuando se desconfía de sujetos que pudieran desestabilizar el sistema (piénsese en el terrorismo yihadista), la información que se dirime como pertinente genera desafíos de calado moral, a los que no siempre se responde de una manera justa, aunque se pretenda simular estar haciéndolo así. En demasiadas ocasiones la respuesta ante la conmoción provocada por la violencia terrorista pone en suspenso la ilicitud de normas y prácticas que desoyen la universalidad de los derechos humanos. Guantánamo sería un ejemplo palmario de cómo la sospecha hacia determinados individuos pisotea su dignidad y conculca sus derechos, afirmando esa conculcación como mecanismo propiciatorio de una mayor seguridad (Sánchez y Rodríguez, 2017). Pensemos también en cómo se ejecutó la respuesta bélica ante el desafío de Bin Laden y Al Qaeda. Se revistió, llamativamente, de esfuerzo legítimo para restablecer el orden y la seguridad (Rodríguez Fouz, 2004, p. 80). Dejamos a un lado las otras cuestiones/razones que podrían tener que ver con la activación de respuestas bélicas (intereses económicos y políticos que alientan implícitamente decisiones que se legitiman como peajes para la garantía de una mayor, aunque no infalible, seguridad). En todas ellas planea la convicción respecto de la capacidad de ordenar el mundo (y gobernar el futuro), pero aquí nos interesa más prestar atención a cómo se conjuga e interpreta la justificación pública de la respuesta bélica a la amenaza terrorista. Ahí es donde nos parece que nuestra reflexión puede arrojar algo de claridad sobre la importancia que tiene una más aguda sensibilización por la incertidumbre y contra las toscas ideas básicas sobre la acción social y su gobierno que se imponen con terquedad en los duros escenarios reales y que nuestra disciplina deberá seguir contrarrestando con su mejor arsenal de luz.
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No cuesta mucho localizar en episodios muy tempranos de la guerra de Irak la búsqueda de legitimidad despertando el miedo a una de las incertidumbres más señeras de la modernidad: la provocada por la energía nuclear y su eventual uso como arma. Podemos recordar que se acusó al régimen de Sadam Husein de poseer armas de destrucción masiva susceptibles de ser usadas por Al Qaeda contra Estados Unidos y el mundo occidental (Rodríguez Fouz, 2004). No es casualidad que se usara la amenaza de lo nuclear en la gestión de la respuesta a Al Qaeda. El temor auspicia apoyos a los supuestos defensores del orden y a las medidas contra los enemigos. La incertidumbre no tendría tanto que ver con la propia energía nuclear, sino con los artífices de su uso. El envés de un uso terrorista sería el de un uso «razonable», «civilizado», de ese potencial destructor, con lo que, de paso, queda garantizada la jerarquía ordenadora del mundo. De ahí la facilidad para obtener el apoyo de la población, que acepta una guerra lejos de casa para afianzar la continuidad del orden «civilizado» y, ¿qué le vamos a hacer?, de paso, la tortura de los seres humanos atrapados en el limbo legal de Guantánamo (Sánchez y Rodríguez, 2017). El efecto de la irrupción trágica de incertidumbre, ligada a la comisión de atentados terroristas, se desliza hacia la voluntad de restablecimiento del orden, ahondando en la pretensión de gobierno del futuro, tan característica de la racionalidad moderna. La incertidumbre aparece como episodio puntual que podrá ser corregido y modulado por la expectativa de intervención correctora. Algo que sucede tanto en el terreno de los riesgos ecológicos como cuando nos enfrentamos a los golpes del terrorismo. No cuesta ver que la conmoción provocada por uno u otro fenómeno pronto es suplantada por otras preocupaciones o por la confianza laxa en que pueden activarse mecanismos para evitar que pueda volver a ocurrir. Ese deslizamiento se explica, creemos, por nuestra compulsión orgánica hacia la búsqueda de sentido. Nuestra condición de animales simbólicos remite a la centralidad de esas configuraciones que generan y reproducen significados y que predisponen a organizar la realidad dotándola de sentido22. De ahí que cueste incorporar en nuestras categorías las continuas evidencias que cuestionan nuestro dominio sobre los procesos y sobre la realidad. 22 Pueden rescatarse aquí los sugestivos ensayos de Oliver Sacks recogidos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Sacks, 2010). En ellos expone diversos casos clínicos de pérdida de la capacidad de dotar de sentido a los datos percibidos, lo que genera serios problemas de orientación y comprensión del mundo a los pacientes. Pero, en la dirección contraria, nadie ha embestido con tanta agudeza contra la tentadora tesis hermenéutica de la construcción narrativa del sentido de la identidad como Rafael Sánchez Ferlosio, quien desenmascara el artificio asegurador o conservador que implica la preferencia por imponer la lógica del relato como un «sedante estético» frente a la turbadora turbulencia de los hechos y de las tramas de la acción. Según él, se elude así la incorporación en nuestras categorías de las evidencias que cuestionan el dominio sobre los procesos y sobre la realidad: tratamos de «apagar la contingencia», de «buscar la paz del alma». Como él dice, «el amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético: al estridente, rayante, chirriante, incomprensible zumbido y frenesí de un mundo malo, todos prefieren la música» (Sánchez Ferlosio, 2010, p. 287).
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Nos sabemos herederos de una modernidad reflexiva que cuestionó las ínfulas de la primera modernidad en su asalto a la naturaleza y a la sociedad como escenarios gobernables por la razón. La prepotencia de una mirada que analiza el mundo e interviene sobre él desde las directrices de la eficacia de una racionalidad desatada nos resulta tan ingenua como arrogante, pero continúa marcando el criterio para muchas de nuestras intervenciones sobre los ámbitos de despliegue de las interacciones sociales. En otras palabras, el señalamiento de los límites de la racionalidad no nos convierte en irracionales; de hecho, esa advertencia sobre la ambivalencia moderna, se asienta y reafirma como fruto de nuestra inteligencia analítica. Sabemos que no somos tan poderosos. Reconocemos los efectos no intencionales de nuestras acciones como evidencias de la realidad que escapa a nuestro control. Y, sin embargo, seguimos confiando en la continuidad, en el orden, en nuestra inteligencia interventora. Algo que se hace muy ostensible cuando reaccionamos ante los desafíos de las nuevas formas de incertidumbre. Muy en particular, cuando, en el ámbito que nos ocupa, se responde al desafío de la amenaza terrorista mediante el incremento de los esfuerzos para reafirmar la impresión de seguridad. La trillada versión de una racionalidad moderna que habría chocado contra su propia ambivalencia mostrando sus límites tanto en la dimensión científicotécnica como en la dimensión moral parece reescribirse cada día, pues, como venimos subrayando, no está claro que en la vida cotidiana de nuestro presente haya desaparecido la impresión de dominio orientador de multitud de acciones. En cierto modo, podría decirse que, pese a la conciencia de la contingencia y la indeterminación esencial del futuro, habitamos un presente cargado de convicciones que nos estabilizan y sitúan y que, lógicamente, organizan y estructuran (e institucionalizan) las decisiones y acciones que dirigen el presente hacia el gobierno del futuro. Y, en este sentido, incluso cabe distinguir en la actividad política no solo un vector esencial de la configuración de la actividad colectiva en los ámbitos sociales, sino un factor específico a la hora de confirmar la seguridad y la confianza, y de exorcizar las coyunturales sacudidas de pavor generalizado ante las contingencias que abisman lo incierto, y que pueden obstaculizar y paralizar el encaramiento del futuro en la vida colectiva. Estamos recalando, como ya hemos apuntado, en una de las dimensiones centrales para tratar de entender el concepto de incertidumbre: la dimensión del sentido. Podemos establecer una distinción entre el saber y el sentido como ámbitos reflexivos que incumben a planos de la realidad que remiten a distintos espacios de referencia. En la tabla 2 hemos tratado de recoger esta distinción apuntando cómo la incertidumbre puede expresarse como ignorancia y como ineficacia cuando incumbe al mundo «objetivo» y se dirime en el ámbito del conocimiento; o también, como falsedad, engaño, desorientación o anomia cuando incumbe al mundo subjetivo y al mundo social y su ámbito reflexivo de referencia es el sentido. Nos parece pertinente esta distinción, pues ese ámbito del sentido, que puede expresarse como interpretación y como orientación, permite enlazar directamente con los espacios donde mayor recorrido puede tener el concepto de incertidumbre, si lo pensamos desplegándose como efecto de las amenazas terroristas globales.
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En este punto nos hemos apoyado en la clasificación que recoge Jürgen Habermas para explicar las distintas modalidades de construcción del conocimiento desde su teoría de la acción comunicativa (Habermas, 1987). Como es sabido, la idea de verdad se sustituye por la de «pretensión de validez», que en la explicación de Habermas toma la forma de eficacia, autenticidad o rectitud, atendiendo a si dicha pretensión remite al mundo «objetivo», al mundo «subjetivo» o al mundo «social», respectivamente. Rescatamos aquí esa noción de pretensión de validez porque nos permite ubicar el choque sísmico que produce la irrupción de la incertidumbre separando el plano del saber y el plano del sentido. Entendemos que el concepto de incertidumbre afecta de distinta forma a esos ámbitos. En el plano del conocimiento, la renuncia al concepto de «verdad» subraya la instrumentalidad de nuestro saber sobre el mundo objetivo: la pretensión de validez de nuestras certezas se dirimiría en términos de eficacia. La incertidumbre asomaría cuando nuestro conocimiento sobre ese mundo se desborda en consecuencias no queridas y, consecuentemente, en nuestra ineficacia para controlarlas. También cuando se suscita la amenaza y el ataque hacia sus espacios físicos. La respuesta a las intervenciones violentas y destructivas sobre ese mundo objetivo adquiere la forma de una búsqueda de la eficacia para restablecer las coordenadas normales de la convivencia, pero, como hemos visto, en muchas ocasiones, ese restablecimiento se persigue a costa de reventar algunos nudos de convivencia y la confianza en la idea de justicia y en sus expresiones normativas. Con todo, quizá esto último incumbe más al ámbito de la representación que al del mundo físico, pese a que, insistimos, la división entre el mundo material y su representación sea, desde nuestra perspectiva, una convención analítica que nos permite ordenar la mirada, aunque no los concibamos sin advertir su íntima conexión por lo que respecta a nuestro estar en el mundo. Tras esos apuntes, la irrupción en el ámbito del sentido nos permite dirigir la atención hacia el plano donde mayor relevancia puede adquirir el concepto de incertidumbre si lo asociamos con los efectos de la amenaza global del terrorismo yihadista. La incertidumbre en el plano reflexivo del sentido enlaza con aquellas zonas donde la confianza y la seguridad adquieren sus mayores rendimientos. Nuestro saber y vivir situados23 dibujan una malla de certezas y expectativas que ordenan el presente y configuran el relato sobre lo que ha sido y los proyectos sobre lo que habrá de ser. Ahí es, precisamente, donde golpean con mayor saña los atentados terroristas. Enlazamos con la cuestión de la temporalidad que singulariza nuestra especie y percibimos la necesidad de revisar las seguridades y certezas que se ven cuestionadas por la acción terrorista. Nos interesa, en particular, la conmoción que se suscita al reconocer y anticipar la posibilidad de que el futuro contenga la efectuación de la amenaza del presente. La promesa del daño incoa la desconfianza y el miedo, al tiempo que hace presente la presuposición de que los grupos terroristas sí tienen la capacidad para 23 Sobre esa «situación» de realidad social reflexionábamos largamente, apoyados en Joas, en Sánchez y Rodríguez, 2016.
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Tabla 2. Espacios de referencia
Pretensión de validez
Ámbitos reflexivos
Efectos
Formas de la incertidumbre
Mundo objetivo
Eficacia
Saber
Conocimiento
Ineficacia Ignorancia
Mundo subjetivo
Autenticidad
Sentido
Interpretación
Falsedad Engaño
Rectitud
Sentido
Orientación
Desorientación Anomia
Mundo social
Fuente: Elaboración propia.
definir el destino como venganza ejecutada. Es decir, se produce la impresión de pérdida de control desde la presuposición de que otros (los terroristas) sí tienen el control. Pensemos que sus dolorosas consecuencias aparecen como intencionales, marcando una diferencia sustantiva con los males y amenazas que acechan al mundo por la vía del efecto negativo del desarrollo (tan características de la modernidad y de su autoconciencia). La voluntad de ejecutar la acción es equiparable, en términos de presunción de dominio del futuro, a la voluntad que se le opone cuando se gestiona la respuesta institucional a esas amenazas. Vemos también aquí que la incertidumbre no alcanza a demoler esas seguridades que condicionan el planteamiento militar, policial y jurídico para ese enfrentamiento y para recuperar la impresión de dominio respecto de las expectativas de reproducción del orden social. Visto esto, nos parece imprescindible reflexionar sobre la relación de la incertidumbre con nuestra comprensión del futuro24. También, aunque esto solo podremos apuntarlo como sugerencia, con la revisión del pasado. En la medida en que las nociones de certidumbre/incertidumbre están íntimamente relacionadas con la vivencia del tiempo (en especial con el futuro, que, por supuesto, asoma desde la experiencia previa y como efecto de nuestro recuerdo del pasado), nos parece interesante atender a esa dimensión diacrónica. Ahí creemos que hay pistas para entender el esfuerzo de legitimación que vertebra las decisiones políticas configuradoras de procesos de institucionalización donde el simulacro de certeza y seguridad es casi prescriptivo. Esa institucionalización (domesticadora del caos, en gran medida) repercute sobre nuestra noción de orden y prefigura el código semántico desde el que nuestras sociedades miran hacia su futuro: con miedos, pero también con seguridades y certezas que nos posicionan firmemente en el juicio sobre qué debe o no hacerse para responder a las amenazas que hacen tambalear nuestro mundo. En esa dinámica, que podríamos dirigir también hacia la ilusoria presuposición de que el pasado estaría cerrado (a salvo de contingencia e incertidumbre, 24 Puede verse la sustantiva síntesis de Ramos sobre la conceptualización del futuro recogida en Ramos, 2017.
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en la medida en que ya habría ocurrido25), reconocemos la fuerza legitimadora de las convicciones que afloran en la consolidación de lo normativo como garantía de estabilidad y juicio para las cuestiones que se dirimen y afrontan en cada ahora. Es obvio que el tiempo humano no es una sucesión desintegrada de instantes. Pero también lo es que en la secuencia que los ordena y trenza (que les da sentido y articula como relato más o menos lógico) hay decisiones de calado interpretativo que afectan tanto al pasado como al futuro y por descontado al presente. Esa noción del tiempo constitutiva de nuestra experiencia temporal, que vincula memoria y esperanza, que se despliega como ideología y utopía (Ricoeur, 1989, 2003; Mannheim, 1987), se ve arrollada por la irrupción de la certeza de la incertidumbre que, enseguida, es neutralizada por el presupuesto de que somos capaces de garantizar la continuidad y fortaleza del orden heredado (expresado en términos de normas y valores). Nosotros, por nuestra parte, nos apoyaremos en la sentencia de Hannah Arendt cuando distingue la cualidad del pasado y el futuro en términos de certeza e inseguridad: Así como el pasado se presenta siempre ante el espíritu bajo el manto de la certeza, lo que caracteriza singularmente al futuro es su primordial inseguridad, sin importar cuán elevado sea el grado de probabilidad que la predicción pueda alcanzar (1984, p. 262).
El futuro como tiempo gramatical auténtico exigiría no pensarlo como «una consecuencia del pasado» (Arendt, 1984, p. 264), sin embargo, parece obvio que nuestra comprensión de las dinámicas del presente tiende a conjugarse en esa clave relacional. Las respuestas a las amenazas, tanto tecnocientíficas como derivadas del terrorismo, se dirimen en el espacio razonable de la confianza en la capacidad para evitar que las amenazas se materialicen. También en el establecimiento de concatenaciones causales que anticipan un cierto dominio de los procesos. La voluntad que, no en vano, Arendt definía como órgano del futuro (ibid.), presupone la capacidad para orientar y ordenar el mundo. Y es ahí donde se asienta la expectativa de reducir la incertidumbre para mantener la confianza, pues no en vano, ya lo hemos apuntado, la incertidumbre permanente daña la convivencia y la integridad de los sujetos26: 25 Sobre esa ilusión de cierre del pasado puede apuntarse la dificultad actual para establecer un único relato sobre la violencia de ETA, pues continuamente se reproducen tensiones vivísimas sobre la interpretación de ese pasado reciente (Rodríguez Fouz, 2016). Estaríamos en el tumultuoso terreno de la memoria colectiva, que se enfrenta, como bien sabemos, a la historia, reproduciendo, en cierto modo, la distancia disciplinaria entre el saber y el sentido. 26 Puede traerse aquí como ejemplo el conocido trabajo de Richard Sennett (2000) donde analiza las duras consecuencias personales provocadas por la flexibilidad e incertidumbre en el mundo laboral. Este es, justamente, uno de los ámbitos donde la incertidumbre respecto al futuro genera mayor ansiedad en el mundo occidental al estar fuertemente ligada la integración de los sujetos en la sociedad con el desempeño profesional. Sobre la transformación vivencial de la noción de futuro en momentos de crisis puede verse Ramos, 2017.
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La confianza emerge gradualmente en las expectativas de continuidad, que se forman como principios firmes con los que podemos conducir nuestras vidas cotidianas (Luhmann, 1996, p. 41).
Como anticipábamos al inicio, el homo tragicus (Ramos, 1999) y el homo creator (Joas, 2013) nos pueden prestar claves interpretativas para entender nuestras sociedades contemporáneas como momentos de (in)certidumbre (Sánchez y Rodríguez, 2016). Sin embargo, no parece que las suspensiones de certeza a las que nos obligarían para comprender la compleja socialidad humana estén consiguiendo incorporarse a la comprensión del presente (y menos a sus prácticas). Es más, la incertidumbre que asoma explícitamente en teorías como la de Zygmunt Bauman con su liquidez (2007a y 2007b), y la de Ulrich Beck con su sociedad del riesgo (1998), contrapone dicho concepto a las vivencias de solidez y seguridad que parecieran haber caracterizado otros momentos de la vida humana. Consideramos discutible ese presupuesto, pero nuestra intención no es pelearnos con él, sino partir de la ilusión de certeza para revisar cómo esta genera seguridades que resultan tramposas tanto en el mundo «objetivo» como el «subjetivo» y el «social». Máxime si esas seguridades, que resultan momentáneamente trastocadas por la irrupción explícita de amenazas, se sitúan en el plano del horizonte de expectativas y posibilidades con las que sueña el orden de la modernidad avanzada. La eventualidad del fracaso y de lo imprevisto, que no suelen integrar las categorías sociológicas, presta una veta interesante para explorar el diagnóstico acerca de la experiencia moderna de la (in)certidumbre. Vemos claro que todo ello rebota sobre la noción de orden y sobre las dinámicas que acompañan a su concepción en términos de expectativa y control. También, obviamente, como frentes que distinguen las acciones en función de quienes (y desde qué posición) las protagonicen27. Y es justamente ahí donde la dimensión del sentido adquiere todo su potencial de significado. Es en ese ámbito, que atraviesa medularmente los «mundos de la vida», donde asoma con toda nitidez la referencia a la definición de las situaciones: comprender estas, máxime en momentos de arrollamiento de las certezas y las seguridades cotidianas, exige mirar hacia la conceptualización del orden social como reproducción de expectativas de comportamiento. La desorientación en momentos de incertidumbre puede expresarse como disolución de la esperanza y ampliación de la impresión de contingencia. Todo ello tiene que ver con lo que Steiner denominó «gramática de la esperanza». Como afirma este autor, enfatizando nuestra condición de usuarios del lenguaje y de seres discursivos: Por encima del plano vegetativo mínimo, nuestras vidas dependen de la capacidad de expresar esperanza, de confiar a oraciones condicionales y a futuros nuestros sueños activos de cambio, progreso y liberación (Steiner, 1998, p. 75). 27 Recordemos los apuntes anteriores sobre el texto de Kafka comentado por Arendt, o las referencias de Boltanski a la tentación de arrogarse una perspectiva cenital.
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La irrupción de momentos que desencadenan la pérdida de esperanza no repercute sobre esa condición que, según lo ve Steiner, habita en el lenguaje. Por encima de todo lo demás, el lenguaje es el generador y el mensajero del mañana (y desde el mañana). A diferencia de la hoja, del animal, solo el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza. Podemos hablar, podemos escribir sobre la luz de la mañana siguiente a su funeral o sobre el ordenado curso de las galaxias mil millones de años luz después de la extinción del planeta. Creo que esta capacidad para decirlo y no decirlo todo, para construir y reconstruir espacio y tiempo, engendrar y decir contrafácticos —«si Napoleón hubiese mandado en Vietnam»— hace hombre al hombre. Más precisamente: de todas las herramientas evolutivas hacia la supervivencia, la que considero más importante es la habilidad para utilizar los tiempos futuros del verbo —¿cuándo adquirió la psique este monstruoso y liberador poder?—. Sin ella, hombres y mujeres no serían mejores que «piedras que caen» (Spinoza) (Steiner, 2001, p. 75, cursivas nuestras).
Como apunta Luhmann, «el que tiene esperanza simplemente tiene confianza a pesar de la incertidumbre» (Luhmann, 1996, p. 41). Y sería precisamente esa dimensión que enlaza con la imaginación la que propicia que la incertidumbre pueda alcanzar a convertirse en desesperanza (que también es expresión de proyecciones de futuro). La amenaza, en nuestro caso, del terrorismo yihadista, nos lanza a imaginar el futuro, pero lo hace en clave de temor y miedo que amplía la sensación de vulnerabilidad. No es casual que, como ya hemos recordado, para justificar la guerra de Irak se movilizara el miedo al uso de armas nucleares por parte de los terroristas. Esas armas concentran la imagen más letal de la incertidumbre moderna (Rodríguez Fouz, 2010). La forma de exorcizar esos fantasmas resulta ser la acción bélica que se reviste, tramposamente, de garantía para una mayor seguridad. Ahí es donde, creemos, convendría estar más atentos para rescatar la incertidumbre como forma de afrontamiento del futuro que subraya la contingencia y nos permite cuestionar el orden y el poder como fórmulas arrolladoras del presente (Sánchez Ferlosio, 2010, pp. 281-315). No en vano, incluso sospechándonos impotentes, tendemos a jugar las bazas como si no cupiese la posibilidad de propiciar nosotros mismos la mayor de las derrotas. En esas seguimos… O eso creemos.
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6. Certidumbre e incertidumbre en relación con la naturaleza: religión y ciencia Alfonso Pérez-Agote1
En este trabajo quiero plantear las diferencias entre dos grandes instituciones sociales que tratan de controlar la incertidumbre: la religión y la ciencia. El punto de vista que me gustaría privilegiar no es ni el de la religión ni el de la ciencia, sino el de la población general que se encuentra sometida a las verdades que provienen de esas instituciones, para intentar ver cómo afectan a los significados ampliamente compartidos, a lo que podemos denominar cultura general. El tipo de conocimiento —o de verdad— que propone cada una de aquellas difiere sustantivamente. Pero las dos verdades son formas de verdad controladas en forma monopolista por una institución separada de la generalidad de individuos: la autoridad religiosa, en un caso, y la comunidad científica, en el otro. En este trabajo no pretendo llevar a cabo una definición precisa de la realidad, sino, más bien, tratar de poner de relieve ciertos síntomas del cambio social en relación con la ciencia y la religión. En principio, desde este punto de vista de la población, la verdad que propone la autoridad religiosa no está sometida a la contrastación empírica sistemática a la que sí lo está la propuesta por la comunidad científica, para la que esta contrastación constituye su actividad profesional cotidiana. La autoridad religiosa está determinada exclusivamente por mecanismos sociales, aunque pueda esforzarse delante de la población creyente en hacer aparecer como prueba diversos acontecimientos. La llamada comunidad científica también está expuesta a determinados mecanismos sociales que influyen en el desarrollo y la competición por alcanzar un mayor nivel de conocimiento sobre el fenómeno que se esté investigando; pero existe también la posibilidad de mostrar quien tiene un mayor conocimiento de ese fenómeno, por ello se produce un constante desarrollo de la actividad de espionaje sobre los centros de investigación más importantes, todo lo cual significa que hay un criterio exterior a lo puramente social que sirve para enjuiciar la verdad científica. Este aspecto de la diferencia entre la religión y la ciencia pone de relieve que, dentro de la vida de estas instituciones, la relación entre la certidumbre y la incertidumbre es radicalmente diferente. En el mundo de la ciencia, una nueva certidumbre extraída de la investigación produce por ella misma un nuevo horizonte de incertidumbre; esto es lo que propiamente distingue al 1
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Alfonso Pérez-Agote
conocimiento científico más elaborado y creativo no solamente de otros tipos de conocimiento no científico, sino también del conocimiento científico que no es puntero en la especialidad. La ciencia es, por lo tanto, productora de certidumbre, pero en ese mismo momento abre paso a nuevas incertidumbres en un nuevo nivel de profundidad. La religión, en cambio, produce certidumbre; pero la pérdida de la fe —o su debilitamiento frecuente en nuestras sociedades por la caída de la práctica religiosa2— es un proceso individual que produce debilitamiento, frecuente en nuestras sociedades por la caída de la incertidumbre. Esta es, desde un punto de vista sociológico, otra gran diferencia entre la religión y la ciencia: la creencia religiosa de la población implica una dimensión de pertenencia a una comunidad, lo que normalmente no ocurre en el caso general de la creencia de la población en la ciencia, salvo, como veremos, en el caso de las movilizaciones sociales en torno a cuestiones científicas, como, por ejemplo, en el caso del movimiento ecologista, dentro del cual vemos que surge una identificación comunitaria. Han sido muchas las transformaciones que han sufrido estas instituciones —la ciencia y la religión—, las relaciones concretas que se han dado entre ellas y las consecuencias que han tenido sobre la población en general. Para llevar a cabo este comienzo de indagación de manera más precisa, concentraré mi análisis en un aspecto relevante de la vida social, al cual las dos instituciones, religión y ciencia, han dirigido directamente su atención y sobre el que existe actualmente una fuerte incertidumbre en los seres humanos: la naturaleza3. Es interesante la selección de este tema concreto porque la consideración de la naturaleza en las sociedades occidentales ha venido sufriendo un proceso de cambio muy fuerte que comienza en los años sesenta del pasado siglo. En este proceso tienen papeles muy relevantes4 ciertas corrientes de las ciencias naturales que mantienen predicciones problemáticas sobre la salud del planeta Tierra, las movilizaciones sociales en torno a esas predicciones y también la respuesta al problema por parte de la esfera política y la esfera económica, que comienzan a convertir en un sector productivo nuevo la producción de bienes «naturales» —el aire y el agua— hasta entonces considerados fuera del comercio, del mercado. 2 En la parte final de mi obra Cambio religioso en España (2012, pp. 340-359) puede verse una discusión crítica de la cuestión teórica planteada por Grace Davie (1990 y 1994) en términos de «creencia sin pertenencia». El aspecto fundamental de mi crítica consiste en introducir la cuestión de la ortodoxia, del credo religioso como conjunto total y coherente de verdades. Creencia sin pertenencia o, mejor aún, creencia sin práctica sería un factor de debilitamiento progresivo de la ortodoxia de la creencia. 3 Recordemos cómo Donna Haraway (1991, p. 1) caracterizaba la palabra nature como una de las más potentes y ambiguas de la lengua inglesa. Se puede aplicar muy claramente la calificación a la correspondiente palabra española. 4 También lo juegan los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías de la comunicación, en cuanto que favorecen o dificultan la movilización social en torno a la difusión social de los resultados de la investigación científica. Pero este aspecto de la cuestión es demasiado amplio para tratarlo en este trabajo.
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Certidumbre e incertidumbre en relación con la naturaleza: religión y ciencia
En los momentos contemporáneos, en la esfera de la naturaleza se concentra de forma importante la idea de incertidumbre, como bien establece Beck en su obra La sociedad del riesgo (1998), debido quizá a que la cultura moderna occidental ha estado basada en la contraposición entre cultura y naturaleza. El hombre, frente a la naturaleza, mediante la ciencia y la técnica transforma el medio natural y crea riqueza. Esta fue la manera de pensar la naturaleza en la época de la modernidad occidental. El hombre era el rey de la creación. Y esa idea fue mantenible en tanto la sociedad moderna no se encontró con que el mundo era finito, con que la naturaleza, en función del volumen alcanzado de explotación, le devolvía masivamente consecuencias no apetecidas.
6.1. La contribución de Glacken a la historia de la idea de naturaleza en el mundo occidental premoderno y moderno Clarence Glacken fue un geógrafo y, además, un interesante historiador de las ideas. Al comienzo de su obra Huellas en la playa de Rodas establece la triple estructura de su tarea: En la historia del pensamiento occidental los hombres han hecho de manera persistente tres preguntas relativas a la tierra habitable y sus relaciones con la misma. La tierra, que constituye de manera obvia un medio apropiado para el hombre y la vida orgánica en general, ¿es una creación hecha con un propósito? ¿Sus climas, su relieve, la configuración de sus continentes han influido en la naturaleza moral y social de los individuos y en la naturaleza de la cultura humana? En el transcurso de su larga posesión de la Tierra, ¿cómo la ha cambiado el hombre a partir de su hipotética condición original? Desde el tiempo de los griegos hasta el nuestro se han dado respuestas a esas preguntas con tanta frecuencia y de modo tan continuo que podemos reformularlas en forma de ideas generales: la idea del designio, la idea de la influencia del medio ambiente y la idea del hombre como agente geográfico (Glacken, 1996, p. 26)5.
En la cultura occidental el designio va unido generalmente a la idea de tierra creada, porque ese designio es el de Dios. También al finalismo y al antropocentrismo, porque el plan o designio no puede ser otro que el de la Tierra creada para el hombre o para la vida en general. 5 En el interior de la primera idea o pregunta, el hombre figura en general como cúspide de la jerarquía vital dentro del plan divino para la naturaleza, según se deriva de la mitología, la teología y la filosofía. La segunda se originó en los saberes médico y farmacéutico. La tercera, sin embargo, no aparecería claramente hasta el siglo xviii, con la Histoire Naturelle de Buffon y, sobre todo, el siglo xix, con la publicación en 1864 por Marsh (2003) de Man and Nature; or Physical geography as modified by human action. En esta obra, Marsh achacaba a la degradación del medio natural la desaparición de las civilizaciones mediterráneas, entre otras.
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En la erudita obra de Glacken (1996, pp. 89-99 y 80-83) no faltan, desde luego, las caracterizaciones de las posiciones críticas, sobre todo en relación al flujo dominante y a la idea central del designio divino, como es el caso de los epicúreos y de los estoicos en la Antigüedad. Según Glacken, en el proceso de cambio en la idea de naturaleza se van dando cada vez más atisbos de cercanía a una búsqueda de una idea de naturaleza menos determinada por el designio divino y más definida por elementos internos a la propia naturaleza y a la capacidad del hombre para modificar el orden natural6. En la Edad Media cristiana se prestó una gran atención a la idea del designio divino, de la creación divina de una naturaleza para el hombre. Sin embargo, comenzaron a interesar, más allá de esa causa primera del designio, las «causas segundas», internas ya a la propia naturaleza (Glacken, 1996, p. 28). Y ya tras la cristiana Edad Media, se suceden, según Glacken, acercamientos cada vez más profundos del pensamiento de matriz religiosa a las cuestiones que van surgiendo sobre el ámbito de la naturaleza, de manera que progresivamente, aunque no de forma lineal, el foco de atención se va alejando del designio y centrándose en las cuestiones naturales; aunque la idea de designio constituye el telón de fondo del pensamiento occidental hasta el siglo xviii7. En la obra de Glacken recientemente publicada podemos ir siguiendo la trayectoria, no siempre directa, seguida por la idea de naturaleza en el pensamiento occidental durante la modernidad, hasta mediados del siglo xix. Lamarck y Humboldt fueron exponente de lo que era una gran esperanza de los pensadores modernizantes de la última parte del siglo xviii y comienzos del xix; esperaban con ilusión una síntesis del conocimiento del mundo natural, una visión de la naturaleza como una totalidad, para así poder estudiar y comprender sus interrelaciones. La percepción de Glacken es que la manera moderna de pensar llamada ecológica, basada en la teoría de la evolución, tiene su punto de partida sólido en Darwin, para quien la idea de que Dios estaba detrás de cada acontecimiento del mundo material y la de que la naturaleza estaba diseñada para el hombre no tenían cabida y, en su lugar, operaban las leyes generales, como las que estaban basadas en los conceptos de 6 En este sentido, resulta muy interesante la histórica aportación del Teofrasto, discípulo de Platón, luego de Aristóteles y precursor de Linneo en el terreno de la clasificación botánica. Teofrasto se interesó por la cuestión del cambio climático derivado de la acción humana sobre el medio natural en áreas reducidas (Glacken, 1996, p. 147). 7 El pensamiento medieval entró sin dificultad teológica en la capacidad del hombre para modificar el medio para la subsistencia y también para usos derivados de la desigualdad social (Glacken, 1996, cap. 7). Después, hasta bien entrada la modernidad, la idea del designio divino o del carácter teleológico de la naturaleza se fue manteniendo. Primero dio origen a lo que Glacken denomina teología natural o físico-teología, que suponía un acercamiento de la idea de designio a los mundos vegetal, animal e inorgánico, lo que suponía una interés por la observación de esos mundos. Pero poco a poco la idea de designio fue perdiendo relieve; en primer lugar, por los críticos, como Kant, cuya Crítica del juicio lo es, en realidad, del juicio teleológico, según Glacken (1996, p. 490); y, en segundo, por el creciente interés por la idea del hombre como dominador de la naturaleza (Buffon, con su Des époques de la nature) y por la de influencia del medio natural (cuyo exponente máximo sería L’esprit des lois de Montesquieu).
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selección natural y de lucha por la existencia (Glacken, 2017, posiciones 926, 1618 y 16738). Las características que Glacken (posiciones 354-4299) define como propias de lo que llama medioambientalismo del siglo xix son el comienzo del estudio científico de los suelos al margen las cuestiones agrícolas, la emergencia de la ecología científica, el crecimiento de la exploración científica y de la idea de progreso junto al declinar de la idea de designio, y las nuevas ideas sobre las consecuencias en la naturaleza producidas por la acción del hombre. A través de una serie de autores, generalmente viajeros persistentes por el mundo, Glacken detalla un mapa de problemas planteados durante el siglo xix y comienzos del xx sobre las relaciones entre el hombre y el medio natural. George Perkins Marsh (1801-1882) observó diversas partes del planeta y acabó advirtiendo el poder destructivo del hombre, y aunque se habían replantado algunos bosques antes deforestados, acabó también pensando que para que esta práctica lograra solucionar el problema tendría que darse tras una revolución moral y política imposible de ocurrir. Friedrich Ratzel (18441904) estableció la diferencia entre las zonas habitables y las inhabitables del planeta. Ernst Georg Ravenstein (1834-1913) fue el primero que planteó en forma moderna la cuestión de la población que potencialmente la Tierra puede soportar. Carl Ballod (1864-1931) fue quien estableció la importancia de la calidad de los suelos e intentó calcular la población que podría habitar en el planeta. Edward Murray East fue un botánico experimental que derivó, en la línea malthusiana, hacia soluciones duras de control de nacimientos. Con todo este linaje, Glacken (posiciones 1655-3495) nos muestra la aparición de grandes problemas que sobre la naturaleza plantea la ciencia. En el último capítulo de la obra, Glacken (posiciones 4318-4985) trata de las derivas neomalthusianas de la primera mitad del siglo xx hasta la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Conservación y la Utilización de Recursos, que tuvo lugar en Lake Success, Nueva York, en agosto y septiembre de 1949. El balance recursos/población típicamente malthusiano fue un tema que se reactivó con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial y de sus efectos sobre el plano internacional la citada Conferencia de 1949 es una buena muestra. Otro retorno a la discusión ecológica en términos malthusianos se dio en los años sesenta y setenta, y en los noventa volvió a renacer (Linnér, 2003). Tanto la primera obra citada de Glacken (1996) como su segunda (Glacken, 2017) constituyen dos obras fundamentales para el estudio del proceso de cambio en la consideración intelectual y social de la naturaleza. Sin embargo —para quienes ponemos el peso de nuestro análisis en las relaciones entre las instituciones formuladoras de las versiones dominantes de la verdad en la sociedad y la población de esta sociedad—, estas dos obras de Glacken están basadas en el análisis del pensamiento de autores y, en algunos casos, de escuelas, y adolecen de falta de información, en muchos casos imposible de 8 Al haber utilizado la versión Kindle de esta obra de Glacken, tengo que dar al lector las «posiciones» en lugar de las páginas.
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obtener, sobre las formas sociales de consideración de la naturaleza, aunque, a veces, se hacen referencias muy interesantes sobre la mentalidad popular basadas siempre en la versión de algún autor estudiado. Es lo propio de un historiador de las ideas. Es más importante, a mi juicio, que no se encuentra en el primer libro de Glacken (1996), que llega hasta los primeros años del siglo xviii, una sola referencia a la Reforma protestante que tanta influencia tendría en el desarrollo de la ciencia, y tampoco la encontramos en la segunda obra. La Reforma protestante supuso un interesamiento en el mundo llevado a cabo por la propia religión. Mientras, en el mundo católico, para interesarse por el mundo, era preciso situarse contra la religión y la Iglesia católicas. En el primer caso, el hombre religioso se seculariza. Se puede decir que es la propia religión la que se seculariza al interesarse por el mundo. En el catolicismo, el hombre, para interesarse por el mundo, tiene que abandonar la religión, lo que llevaría, más tarde, en el siglo xix al fenómeno, típico de los países católicos, del anticlericalismo (Berger, 2001; Martin, 1979). Una de las principales novedades que introdujo la Reforma protestante fue la doctrina del libre examen, basada en la idea de que Dios habla directamente a los hombres. Esto suponía un amplio grado de libertad en la interpretación de la Biblia, cuyas consecuencias más importantes fueron, por un lado, la posibilidad mayor para los fieles de pensar por cuenta propia, y, por el otro, la pérdida de peso de la institución eclesiástica como administradora de una verdad oficial. Estos aspectos novedosos de la religión cristiana tuvieron efectos muy importantes en el desarrollo del pensamiento y de la ciencia. El estudio empírico de las leyes que rigen la naturaleza constituía así una forma de glorificar a Dios, sin mayores ataduras por parte de las Iglesias reformadas en general. La Reforma protestante tuvo como consecuencia, por ejemplo, un fuerte desarrollo de la química en la Inglaterra del siglo xvii. Mientras, los países de predominio católico continuaban sometidos al monopolio de una verdad oficial controlada por la Iglesia, que seguía predicando la primacía del otro mundo, el sagrado. Según Merton (1980, pp. 660-663), «la ética puritana […] canalizó los intereses de los ingleses del siglo xvii de suerte que constituyesen un elemento importante en el cultivo de la ciencia». Los intereses religiosos de la época conducían al «estudio sistemático, racional y empírico de la naturaleza para glorificar a Dios en sus obras y para el control del mundo corrompido. […] La ciencia debía ser fomentada y alimentada porque conducía al dominio de la naturaleza mediante la invención tecnológica»9. 9 W. Stark (1968) argumenta que el catolicismo dirige a las personas hacia la organización comunitaria mientras que el calvinismo lleva hacia la la libertad individual y la asociación, y P. Ekeh (1974, pp. 3 y ss.) establece las bases sociales históricas de las diferencias entre el colectivismo teórico y metodológico en sociología propios de la raíz católica, por un lado, y el individualismo teórico y metodológico propios de la protestante, por el otro.
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6.2. Religión, ciencia y naturaleza en la sociedad occidental moderna10 Con anterioridad a los inicios de la modernización, la tierra o la naturaleza era utilizada como factor de la producción, tanto en el sentido de aprovechamiento de la tierra en el sector agrícola como en el de ser una fuente fundamental de energía. Lo que llamamos tierra como factor de producción tenía componentes diversos: la tierra en sí misma, el agua, las plantas, los animales, los minerales, las fuentes de energía, es decir todos los elementos no humanos de la naturaleza. El hombre se apropiaba de los elementos de la naturaleza que estaban a su alcance. La ciencia durante el siglo xviii11 era una actividad de ciertos individuos de la clase culta movidos por su propia curiosidad, pero no tenía una aplicación en el trabajo que se realizaba sobre los elementos naturales. Pero ya durante el siglo xix se da una transformación muy fuerte en el mundo de la ciencia, a través de su institucionalización como comunidad científica y, por ello, su diferenciación en relación a la sociedad y, ya al final del citado siglo, se va desarrollando la capacidad de aplicación del conocimiento a la producción de bienes y servicios para el mercado (Blanco e Iranzo, 2000, p. 93). Albrow ha descrito lo que llama el doble etnocentrismo de la modernidad occidental; doble porque, por un lado, lo es en relación al tiempo, considerando el pasado como simple precedente y el futuro como dilema entre la continuidad o el caos, apropiándose, en definitiva, de lo nuevo, y lo es también en relación al espacio, definiendo lo otro como exótico (Albrow, 1997, pp. 9-10). Podríamos también hablar de un etnocentrismo que incluiría seguramente al segundo: el etnocentrismo de lo racional instrumental, que relega todo lo que no es estrictamente racional a la categoría de irracional, de ir en contra de la razón; como si no fuera posible, por ejemplo, un comportamiento afectivo que no fuera ni racional ni irracional, o un comportamiento religioso o lúdico de las mismas características. El etnocentrismo que más nos interesa aquí es el del espacio, porque tiene una importancia grande para poder pensar en cómo era la consideración social dominante de la naturaleza en los países occidentales de la modernidad. La mayoría de los países europeos expandió su relación colonialista una vez que la Revolución Industrial hubo establecido con fuerza la nueva forma de producción, y así, en el último tercio del siglo xix, se da una oleada nueva de explotación de viejas y de nuevas colonias. Se trataba, de modo principal, de extraer materias primas y fuentes de energía en las colonias para trasladarlas luego a los lugares europeos de producción industrial (Marks, 2007). Con esta enorme expansión colonizadora se va definiendo el mundo, el planeta como un espacio indefinido —infinito, se puede llegar a decir—. Como un espacio sin límites que se puede ir conquistando. 10 En este trabajo solamente voy a tener en cuenta el área europea del mundo occidental. Estados Unidos fue la primera excepción a la pérdida de peso social de la religión en el proceso de modernización, luego vendrían otros casos (Pérez-Agote, 2014). 11 Aunque hay quien sitúa mucho antes el proceso de institucionalización (Daele, 1977).
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Todo nos lleva a pensar en una forma —generalizada por la modernización, en el mundo económico en particular— de concebir la naturaleza y, más en concreto, el planeta como un espacio ilimitado (en el sentido de que no se pensaba en los límites) y como una fuente ilimitada (en el mismo sentido) de materias primas. Los factores clásicos de la producción eran el trabajo, el capital y la tierra, siendo esta la concreción económica de la naturaleza. Y podemos pensar también que hacia esta forma de pensar se iba deslizando la generalidad de la sociedad. El hombre no pertenece a la naturaleza sino que es el centro, el rey de la creación que, a través de la ciencia y de la técnica, transforma la naturaleza. La dicotomía naturaleza-cultura es una de las bases de la cultura de la población en la modernidad. Sobre la ciencia, cabe decir que: […] es una fuerza productiva en tanto en cuanto su conocimiento está congelado en la maquinaria. En tanto se desarrollaba como una ciencia «pura»12 en el siglo xix no se convirtió en una fuerza productiva. Antes la ciencia no estaba lo suficientemente madura como para ser aplicada a los problemas de producción, mientras la apropiación material de la naturaleza en el sentido de control eficiente […] no estaba desarrollada de manera suficiente para permitir la aplicación relevante de los resultados científicos en la producción. Brevemente, se puede decir que un cambio en la apropiación material y cognitiva de la naturaleza en el siglo xix llega a convertir la ciencia en una fuerza productiva y la sociedad en una sociedad industrial (Böhme y Sther, 1986, p. 18).
Hemos visto cómo la concepción de la naturaleza mantenida por los sectores de alta condición social se fue desligando paulatinamente de la determinación religiosa. Este trabajo pretende adentrarse en las relaciones que mantienen la religión y la ciencia con los individuos de la sociedad correspondiente. ¿Qué pasa en la población durante esos mismos lustros de la modernidad en relación con la religión? Me parece muy incisiva la tesis desarrollada por Hunter (1983, pp. 4 y 14), quien —bajo la idea general de que hay algo en la modernidad que erosiona la verosimilitud de las creencias religiosas y debilita la influencia de los símbolos religiosos en la estructura social y la cultura en general— plantea su categoría de desinstitucionalización de la realidad religiosa, que está muy relacionada con la de secularización, siendo aquella un prerrequisito para que ocurra esta. La primera sería, por tanto, un fenómeno social más amplio que la segunda: mucha gente está perpleja ante las ambigüedades planteadas por la modernidad, pero sería menor el número de quienes abandonarían totalmente su compromiso con la verdad religiosa. «La desinstitucionalización es el proceso a través del cual los modelos de conducta y de relaciones sociales se vuelven inestables y se va perdiendo la coherencia compartida de las definiciones tradicionales de la realidad que se hacen así menos confiables. En términos humanos, desinstitucionalización significa que la gente se encuentra de manera creciente en la necesidad de 12 Podemos suponer que estos autores están pensado en que se trata de un conocimiento que se produce sin pretensión de aplicación económica posterior; pero, lógicamente, podía surgir esta investigación a partir de cuestiones o problemas concretos.
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optar por una manera de enfrentar los eventos de la vida diaria. […] La verdad o la falsedad de la religión llega a ser materia de elección» (Hunter, 1983, pp. 4 y 14). En realidad, esta forma de categorización es paralela a la empleada por Hervieu-Léger para el caso francés y que yo también he empleado para el tardío caso español. Danièle Hervieu-Léger (2003) nos habla de un primer periodo de «descatolización» de la población francesa, por el cual Francia va pasando de ser un país de religión católica a ser un país de cultura católica, a través del continuado decrecimiento de la creencia y de la práctica religiosas. Y con ello la capacidad de la Iglesia para controlar el comportamiento de los actores va decreciendo. Sin embargo, durante mucho tiempo la religión ha hecho un trabajo fuerte en la cultura, llegando a convertirse en una raíz fundamental de esta. Pero después, un proceso al que esta autora llama de «exculturación», va borrando las raíces religiosas de la cultura (Pérez-Agote, 2016, p. 34).
En el caso español, estos dos procesos temporales de conversión de la religión en una de las raíces de la cultura y de pérdida progresiva de esta raíz cultural se corresponden con la segunda y la tercera oleada de secularización de la sociedad española. La segunda oleada produce la transformación de una sociedad de religión católica en un país de cultura católica, relegando la religión a ser fundamentalmente una de las raíces de la cultura. A esta raíz religiosa se van añadiendo otras raíces propias de la modernidad, como la raíz científica y la raíz ideológico-política (Pérez-Agote, 2012). Y con respecto a la raíz religiosa, esta va perdiendo fuerza, mientras que la ciencia —que aquí nos interesa— va siendo cada vez más cercana a la población en general, sobre todo en relación con una serie de aspectos científicos concretos.
6.3. La crisis ecológica de la modernidad: de la naturaleza al medio ambiente En la segunda mitad de los años sesenta se inicia una crisis social en torno a la importante degradación de la naturaleza producida por el sistema capitalista de producción y el desarrollo del consumo de masas correspondiente. En enero de 1970, el presidente Nixon, en su discurso sobre el estado de la Unión, llegaba a decir que la degradación de la naturaleza: […] bien podría constituir la principal preocupación del pueblo americano durante el curso de los años 1970. […] La gran cuestión que se plantea para los años 1970 es la siguiente: ¿Capitularemos delante de nuestro medio ambiente o haremos la paz con la naturaleza y comenzaremos a reparar todo el mal que hemos hecho a nuestra tierra y a nuestra agua? […] Un aire puro, un agua limpia, espacios libres, deben llegar a ser de nuevo patrimonio de todos los americanos. Pero el aire puro no es gratuito y el agua limpia tampoco. El precio de la lucha contra la polución es elevado. En el curso de nuestros años de incuria hemos contraído con la naturaleza una deuda que nos es preciso pagar ahora. El programa que propondré al Congreso será el más completo y el más costoso de su especie que nuestro país haya conocido jamás […] un programa nacional de sanea-
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miento de las aguas dotado de diez mil millones de crédito y previendo la instalación de modernas factorías municipales de tratamiento de deshechos y de basuras domésticas en todas las partes en que hace falta, para que las aguas de nuestro país vuelvan a ser limpias […] Si nos empeñamos desde ahora en esta tarea, dispondremos de una capacidad industrial suficiente para construir todas estas factorías en cinco años. (Presidente Richard Nixon, «Mensaje sobre el estado de la Unión» de 22 de enero de 1970, USA Documents, 1970, n. 2298).
El deterioro del entorno natural tiene una historia muy larga, pero el movimiento ambiental se articula solo en los años sesenta del siglo xx (Castells, 1973). Como mostraron Bregman y Lenormand (1966, cap. 1), siempre ha habido alarmistas o Jeremías. Allan Schnaiberg13 (1971, p. 2), uno de los primeros sociólogos que se ocupó del tema, se preguntaba por qué siendo la historia de la degradación de la naturaleza tan larga el movimiento ambientalista no alcanza una importancia significativa en los Estados Unidos, donde se ubican sus primeros focos, hasta la década de los sesenta. En el citado mensaje de Nixon ya se perfila la forma en que la sociedad capitalista de mercado va a intentar reformular las relaciones entre la sociedad y la naturaleza. Se anuncia la transformación de la naturaleza en el medio ambiente. Como analicé en mi tesis doctoral (Pérez-Agote, 1979 [1974]), el medio ambiente es un signo cuyo significado es objetivable, medible. Es la descomposición de la naturaleza, cuyo significado —objeto de la filosofía, de la poesía y de la cultura general— no es medible ni objetivo, en una serie indefinida de elementos medibles, objetivables y producibles por el sistema productivo de una sociedad. Durante todo el periodo que acaba de terminarse la naturaleza era un símbolo poético, negligible o relegado a segundo plano, que designaba no se sabía bien el qué, un residuo, alguna cosa de aquí o de allá, escapando a la acción racionalmente conducida. (Lefebvre, 1972, p. 56).
Utilizar una fórmula simplificada de la semiología nos abre la posibilidad de pensar el fuerte cambio que se fue operando en la cultura occidental a partir de esta crisis que comienza en los Estados Unidos a finales de los años sesenta. Del «cuadro de enfrentamiento de los rasgos» de Barthes (1971, pp. 39-40) podemos tomar los términos signo y símbolo14 y diferenciarlos de 13 En tres libros de Schnaiberg con otros colegas pueden verse tres aspectos fundamentales del proceso: la extensión del movimiento ecologista a diferentes localidades (Gould, Gould, Schnaiberg y Weinberg, 1996), el conflicto ecológico general en la sociedad actual (Schnaiberg y Gould, 2000), y su definición última en téminos de justicia y globalidad (Gould, Gould, Pellow y Schnaiberg, 2015). 14 De este cuadro, Barthes (1971, p. 41) concluye: «Diremos, por lo tanto, […] que la señal y el índice forman un grupo de relato carentes de representación psíquica, mientras que en el grupo contrapuesto, símbolo y signo, esta representación existe […]; en el símbolo la representación es analógica e inadecuada (el cristianismo “sobrepasa” la cruz), frente al signo, en el cual la relación es inmotivada y exacta (no existe analogía entre la palabra buey y la imagen buey, que coincide exactamente con su relatum)». Esta clasificación de Barthes es una de las muchas que nos ofrecen los semiólogos. Lo que me interesa con esta es la concreción que se opera en relación a la significación en el ámbito de la naturaleza.
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manera simple, diciendo que el signo tiene un significado concreto y objetivo mientras que en el símbolo el significado es menos concreto, más abierto, menos objetivable; esto nos permite pensar en el cambio que se empezó a producir en la conciencia social sobre la naturaleza. El cambio que se va a producir con un éxito relativo es el paso de una conciencia de tipo simbólico sobre la naturaleza a una conciencia de tipo semiótico, formada por una serie de elementos concretos, medibles y, en un sentido específico, objetualizables. De la naturaleza al medio ambiente y su definición científico-técnica. Esto permite a la estructura económica, apoyada por la estructura política, acceder a las demandas de la población con bienes y servicios producidos para el mercado. Casi siempre se traduce en la demanda pública o privada de un producto cuyo coste, al final, será pagado por los ciudadanos consumidores, en forma de aumento de los precios, si la demanda era hecha por una empresa para poner filtros a sus chimeneas, o en forma de impuestos, si se trata de la demanda de un ayuntamiento para instalar una depuradora de agua para el consumo (Pérez-Agote, 1979).
6.4. La naturaleza en la era global: fuente científica de incertidumbre y de movilización social Las nuevas funciones de la ciencia son una expansión de sus funciones sociales, pues esto se produce sin eliminar las anteriores funciones. Hasta el final del siglo xviii tenía la función de iluminar, de ilustrar, produciendo significación o conciencia social; en el periodo subsiguiente de emergencia de la sociedad industrial, la ciencia llegó a ser una fuerza productiva y en la última parte del siglo xx se ha desarrollado como una fuerza productiva inmediata. Llega a ser una fuerza productiva sin necesidad de estar mediada por el trabajo; en la sociedad actual, del conocimiento, una gran parte del trabajo se desarrolla en un nivel nuevo: las nuevas disciplinas —investigación operativa, teorías de planificación, teorías de la decisión, cibernética, ciencia de las computadoras— se convierten en fuerza productiva inmediata. El control social de la política sobre la ciencia y sobre la utilización de la ciencia en la esfera económica de la producción es muy relativo, y el control realmente democrático de las decisiones políticas es también muy relativo, de manera que las movilizaciones sociales ecologistas no pueden desaparecer y dado el crecimiento de la conciencia de la unidad planetaria el movimiento ecologista se transforma en un movimiento global. Están surgiendo nuevos tipos de comportamiento que implican afectación por lo que pasa lejos. Son ejemplos de lo que Albrow (1997, pp. 175 y ss.) llama ciudadanía performativa: surgen individuos que se sienten y actúan como miembros de un Estado global inexistente. En la era global «la tecnociencia se halla bajo el fuego cruzado de empresas y Estados que le demandan una intensificación de su aplicabilidad, especialmente productiva, y de agentes sociales (como sindicatos, consumidores, ecologistas, feministas, etc.) que le exigen que sus resultados no puedan ser
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usados para aumentar los desequilibrios sociales y ambientales, ni para empeorar sus efectos» (Blanco e Iranzo, 2000, p. 92). Las relaciones entre la ciencia y la sociedad se han venido haciendo más complicadas por la intervención de los sectores económicos y políticos y por las diversas formas de movilización social. Desde ciertos sectores de la ciencia, que claramente no pertenecen a las élites punteras de las ciencias duras, se viene produciendo un intento de democratizar el conocimiento experto para así desarrollar un conocimiento socialmente robusto. Este intento se basa en la idea de que el experto no solamente se confronta a un público de expertos y de que la función del experto sobrepasa muchas veces la dimensión científica y técnica (Nowotny, Scott y Gibbons, 2003; Carayannis y Campbell, 2006). Por otra parte, la relación entre ciencia y sociedad se ha hecho más compleja por la mediación que entre ambas llevan a cabo los diversos medios de comunicación. Zehr (2000) describe, en relación con el problema concreto del cambio climático, varias formas de construcción de la incertidumbre y los medios a través de los cuales es gestionada; utiliza para ello un análisis de la amplitud de la transmisión de las visiones sobre la incertidumbre científica en la «prensa popular» y de los usos de esta incertidumbre como medio para construir fronteras en la prensa popular entre las afirmaciones de conocimiento de los científicos sobre el cambio climático y las reconstrucciones públicas de este conocimiento. La incertidumbre provocada en el público se crea en la prensa a través del énfasis puesto en el desacuerdo entre los científicos, en la existencia de nuevos métodos y técnicas que cambian las soluciones del problema y en los nuevos horizontes del campo científico. Por otra parte, Zehr analiza la forma en que la prensa intenta aparecer como una forma autorizada de presentar el conocimiento sobre el cambio, lo que contribuye a construir la imagen del público como un conjunto homogéneo y desinformado. El amplio campo de la ciencia está muy activo en el tema de la conservación del planeta, y, muy particularmente, la comunidad ocupada específicamente en esta cuestión. Pero también lo está, sobre todo en los países avanzados, la autoridad política, como lo muestra la corta historia del Acuerdo de París sobre el cambio climático15 que presenta un plan de actuación para limitar el calentamiento del planeta «muy por debajo» de 2 °C. El tema del cambio 15 Una parte importante de los países del mundo firmaron el Acuerdo de París sobre el cambio climático [https://www.consilium.europa.eu/es/policies/climate-change/timeline/ (consultado el 11 de enero de 2019)] que se había alcanzado el 12 de diciembre de 2015. El acuerdo presenta un plan de actuación para limitar el calentamiento del planeta «muy por debajo» de 2 °C. China y Estados Unidos lo ratificaron en septiembre de 2016 [https://www.lainformacion.com/meteorologia/cambiosclimaticos/China-ratifica-acuerdo-Paris-EEUU_0_950305067.html (consultado el 11 de enero de 2019) ]. Entre ambos países sumaban el 40% de las emisiones de CO2 en el planeta. España firma el Acuerdo en enero de 2017 [http://www.exteriores.gob.es/Portal/es/SalaDePrensa/Actualidad/Paginas/Articulos/20170113_ACTUALIDAD6.aspx (consultado el 11 de enero de 2019).]. Pero en junio de 2017, siguiendo con su política hipernacionalista, displicente con respecto al devenir del planeta, Trump retiró la ratificación de Estados Unidos.
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climático no es el único problema que afecta el devenir del planeta, pero sin duda es el que produce más incertidumbre social, sobre todo porque produce consecuencias catastróficas sobre todo en algunos lugares del planeta. La ciencia advierte16 de la importancia de tomar con rapidez y determinación medidas que detengan el calentamiento del planeta, pero son grandes las dificultades para que los actores sociales principales del drama, gobiernos y agentes económicos, lleguen a tomarlas. En la época contemporánea, la difusión a través de los media de los resultados de la ciencia, sobre todo en relación con determinados aspectos de la vida, ha venido penetrando la cultura generalizada de la población. Algunas consecuencias pueden atisbarse en los datos ofrecidos por el Pew Research Center (Poushter y Huang, 2019), obtenidos en un estudio realizado en 26 países en tres fechas distintas: 2013, 2017 y 2018. Se preguntaba a la población que determinara si se sentían muy concernidos por las amenazas internacionales que se le mencionaban: cambio climático global, ISIS, ciberataques, programa nuclear de Corea del Norte, el poder de Rusia, el de Estados Unidos, el de China y la situación de la economía global. No se pueden sacar conclusiones exactas sobre la población mundial, porque se trata exclusivamente de muestras representativas para cada país, pero se puede ver cómo en general el cambio climático es considerado en 2018 la mayor amenaza, mientras que en 2017 lo era la amenaza del ISIS. La importancia de la amenaza del cambio climático ha venido creciendo desde 2013, pues en ese año era la principal amenaza para el 56% como media del valor para cada país, en 2017 para el 63% y ya para el 67% en 2018. En relación a España, cabe decir que es de los países en que mayor peligro se atribuye al cambio climático; el 81% lo señala como peligro en 2018, por encima de todas las otras amenazas. En 2013, señalada por el 59%, era la tercera amenaza en importancia, tras ISIS y la economía global. Si tomamos estos datos como indicadores —no muy definidos, claro está— de la penetración de la ciencia en la cultura general de la población, podemos ponerlos en relación con los que se refieren a la pérdida de importancia de los elementos religiosos que pasan a ser parte de la cultura general de los españoles. En el Barómetro de enero de 2019 del CIS17, preguntados los españoles por la importancia que atribuyen, en relación al plan estratégico denominado Agenda Horizonte 2030, a «favorecer el desarrollo sostenible e igualitario», vemos que la importancia atribuida por el sector más joven de la población más que duplica a la que atribuye el sector de más edad, lo que nos hace pensar que la población española está, desde un punto de vista generacional, progresivamente influida por la ciencia en sus formas culturales. Los sociólogos no disponemos de series sofisticadas sobre el tema, pero en general aparecen síntomas que revelan una progresiva importancia de las verdades de la ciencia en las edades más jóvenes. Y, por otra parte, 16 17
Cfr. por ejemplo, Stainforth et al. (2005); Vörösmarty et al. (2010). http://datos.cis.es/pdf/Es3238sd_A.pdf.
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ocurre exactamente lo contrario en el caso de las verdades religiosas. Como aparecía en mi obra (Pérez-Agote, 2012, pp. 134-145) sobre el cambio religioso en España, la última oleada de secularización nos muestra que, ya en las tres comunidades autónomas más desarrolladas (Cataluña, Madrid y País Vasco), dos terceras partes de los jóvenes entre 15 y 24 años no tienen relación alguna con la religión. Con anterioridad, España había pasado de ser un país de religión católica a ser un país de cultura católica, y en ello iba el hecho de que las verdades religiosas pasaban progresivamente a ser un ingrediente de la cultura y no una parte del credo sistemático que controlaba la Iglesia; la religión se iba convirtiendo en un ingrediente de la cultura general —entendida esta como conjunto de significados compartidos—. Pero en la actualidad el ingrediente religioso de la cultura va perdiendo fuerza. La ciencia ha ido, en cambio, creciendo en su influencia sobre esa cultura general. Esta afirmación es todavía hipotética, pero se adivina que tiene una fuerte plausibilidad. Estas tendencias nos permiten pensar que la ciencia al mirar su influencia creciente en la cultura general, sin embargo, no deja de estar relativamente independizada de sus consecuencias culturales desde un punto de vista institucional: la comunidad de científicos tiene como referencia fundamental la propia comunidad, aunque esta independencia no sea total y absoluta. El caso de la religión es diferente; su conversión en ingrediente de la cultura general implica una desinstitucionalización de la religión y, por tanto, una pérdida de la capacidad de la Iglesia de controlar la ortodoxia de la fe y el comportamiento de la población; aun así, puede ocurrir que, como en España, conserve una cierta fuerza como grupo de presión en el terreno político. Actualmente, los principales ámbitos generales en los que las llamadas ciencias naturales y la medicina interfieren en la producción de certidumbre e incertidumbre son la muerte y la posibilidad de vida posterior18, la salud y la enfermedad, y la naturaleza19. Esta última constituye, sin duda, una fuente 18 En relación con este ámbito se puede señalar la fuerza que ha tenido el movimiento ecologista en la transformación de la significación personal de la muerte propia. Como ejemplo, se puede citar la tesis doctoral, en la Universidad de Lovaina, de Osés (2009), en la que analiza la transformación en las representaciones de la muerte propia en los jóvenes francófonos belgas, siendo la cultura ecologista una fuente de interpretación de la muerte personal como un acontecimiento que pertenece a los ciclos de la naturaleza. 19 En Hitlin y Olmstead (2018) puede verse el rapport de una investigación del Pew Research Center sobre la consulta que hace la población sobre las páginas de ciencia de Facebook. Por otro lado, la religión —y tanto más si es religión de libro— tiene difícil la respuesta a los problemas planteados por la ciencia, se ha quedado sin palabra revelada. La Iglesia católica, sin embargo, además de ser la dueña de la ley de Dios, puede intentar adueñarse de la ley natural. En una investigación que dirigí y cuyos resultados fueron publicados (Dobbelaere y Pérez-Agote, 2015), el equipo español escogió como tema el análisis de la actitud de la Iglesia católica española ante la regulación del aborto, y al analizar todos los textos oficiales de la Conferencia Episcopal comprobamos que no había referencia alguna a algún texto sagrado. Sin embargo, como apoyo de sus posiciones la referencia fundamental era a la ley natural, bajo el supuesto implícito de que la posición que mantenía la Iglesia era indiscutiblemente la que era acorde con esta ley (Pérez-Agote, Santiago y Montañés, 2015). Entonces, ¿qué significan las averiguaciones y las incertidumbres que provienen de las ciencias llamadas naturales para esa institución?
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progresiva de conocimiento y, como consecuencia de ello, de incertidumbre. En nuestros días, la contraposición naturaleza/cultura ya no es posible mantenerla dado que la actividad del hombre tiene consecuencias directas sobre el hombre debido a que el mundo es finito. El hombre, progresivamente, deja de ser visto frente a la naturaleza y comienza a serlo como parte de esta. El periodo que estamos viviendo no parece tratarse de una modernización reflexiva20. Se trata de un cambio más profundo que implica que ya no se trata de la modernidad. La respuesta moderna a estos peligros derivados de la naturaleza y a la toma de conciencia social sobre ellos fue la puesta en funcionamiento por parte de los Estados y de las grandes corporaciones económicas de un proyecto que en 1979 caractericé a través de lo que llamé ideología del medio ambiente, por un lado, y producción de la naturaleza, por el otro. La respuesta a la degradación y a la conciencia ecológicas crecientes fue a través de un nuevo sector de la producción, el de la defensa de la naturaleza, que se desarrolla a la par de la transformación de los Estados occidentales; estos comienzan a montar agencias, comisiones e incluso ministerios de medio ambiente; estos nuevos órganos son los encargados de regular esta cuestión, de diseñar políticas cuyo resultado final es la compra de bienes y servicios producidos por el nuevo sector y, por último, de convencer a la población de los avances positivos en el medio ambiente. A través de ambos agentes, Estados y corporaciones económicas se desarrolla una campaña de concienciación de la población que transmite la idea novedosa del medio ambiente. Decía en 1979: El discurso de medio ambiente trata de sustituir una conciencia simbólica sobre una naturaleza en proceso de degradación por una conciencia semiótica, es decir, una conciencia cuyas exigencias recaen en algo objetivo, objetivado u objetivable. Y esto para que, precisamente, estas exigencias puedan ser satisfechas y puedan serlo a través del mercado. Y también para que el proceso de desarrollo de esta conciencia pueda ser controlado (posibilidad burocrática de explotación de un éxito graduable). Para que esta conciencia sea controlada y sus exigencias sean objeto de satisfacción a través del mercado, es preciso que se articule a través de una noción de medio ambiente cuyo contenido sea técnico, objetivo y mensurable, y cuyo excipiente sea el término hombre, sin distinción ni referencia a relación social alguna (Pérez-Agote, 1979, p. 221).
Se trataba de la inclusión de los últimos bienes fuera de comercio (aire y agua) dentro de la lógica de la mercancía. Hoy es obvio que este proyecto no ha cumplido, al menos totalmente, sus objetivos y la conciencia ecológica global contemporánea no obedece, no acata ese proyecto moderno. No se trata de modernidad reflexiva. Podría pensarse mejor la situación contemporánea viendo que se trata de un proyecto reflexivo que no logra colmar las necesidades planteadas por la población, dentro de la cual aflora, con dificultades, eso sí, una comunidad de riesgo ecológico y una ciudadanía ecologista performativa. 20 Un intento de relacionar la cuestión del riesgo y la incertidumbre con la idea de la modernización reflexiva y la teoría de sistemas la encontramos en Zinn (2006).
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La ciencia está haciendo posible la difusión social de sus conocimientos sobre la finitud del planeta y sobre las consecuencias de la actividad humana en las condiciones de vida sobre este; con ello, está consiguiendo demoler uno de los presupuestos fundamentales de la cultura occidental, la contraposición entre naturaleza y cultura; esta contraposición, que hunde sus raíces en la idea religiosa de designio, sitúa al hombre fuera de la naturaleza, controlándola y sirviéndose de ella a través de la cultura, la ciencia, la técnica. Mientras reinaba la inconsciencia del carácter finito del planeta se podía seguir pensando en el hombre como rey de la creación, como centro de una naturaleza a su servicio. La ciencia nos ha traído conocimiento, nos ha mostrado cómo lo que hace el hombre tiene consecuencias muy relevantes sobre la vida de los hombres, porque éstos forman parte de la naturaleza misma. Conocimiento e incertidumbre vienen así, al unísono, de la mano con la ciencia.
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7. Incertidumbre y empresa transnacional. La responsabilidad social y el riesgo reputacional en el contexto de la globalización1 Margarita Barañano Cid2
7.1. Introducción Este trabajo pretende aproximarse al análisis de la incertidumbre en la vida social a partir de la consideración del caso de las grandes empresas transnacionales, y, en particular, de su relación con la llamada responsabilidad social corporativa (RSC) o empresarial (RSE). El objetivo será analizar cómo la cuestión de la RSE, cuyos antecedentes se remiten a principios del pasado siglo —los más remotos—, y a mediados de la década de los cincuenta —los más cercanos—, pero cuya institucionalización, como hoy la conocemos, no se produce hasta las dos últimas décadas, cobra una especial relevancia en el caso de estas entidades, y, muy singularmente, en el ámbito de las cadenas de suministro que las integran. La tesis central que estructura este trabajo es la pertinencia de interpretar el creciente protagonismo de la RSE de las compañías transnacionales, sobre todo, por lo que hace a dichas cadenas de suministro, a la luz del ascenso correlativo de las nuevas modalidades de incertidumbre y riesgo, así como de ignorancia, que emergen en un contexto de globalización. Así, en primer lugar, cabe aludir a la entronización actual de la percepción de dichas empresas como unas de las principales productoras de grandes impactos a escala global, que conllevarían, además, potenciales riesgos de carácter medioambiental, económico o social. Además, aquellas atienden cada vez más al objetivo de tratar de minimizar su propio riesgo reputacional, derivado de dichos posibles impactos, en un contexto de creciente incertidumbre. Esto concuerda con el diagnóstico de que habitamos, según Wallerstein 1 Este trabajo forma parte de un programa de investigación más amplio, iniciado en 2004, que incluye tres proyectos competitivos finalizados (en el ámbito europeo, el primero, un segundo, nacional, y un tercero, regional), y un cuarto nacional en el que se está trabajando en esta etapa (DER201675815-R, Innovaciones y continuidades en la responsabilidad social), además de investigaciones para diversas entidades. También se ha materializado en tres tesis doctorales, de las que son autoras las profesoras Maira Vidal y Gil Sánchez, y otra en curso, de Pilar Martínez Barranco, dirigidas todas ellas por la profesora Barañano, quien también ha coordinado el equipo sociológico de los proyectos citados. En la bibliografía se recogen las publicaciones más importantes de dicho programa vinculadas a las personas citadas, entre otros autores. 2 TRANSOC, GRESCO, INSTIFEM, Departamento de Sociología Aplicada, UCM.
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(2002), «un mundo incierto», una era de «retorno de la incertidumbre a la sociedad», como expone Bonss en un texto del que se hace eco Beck (1997), de «ascenso de las incertidumbres», de acuerdo con el título de unas de las últimas obras de Castel (2010); de proliferación de los riesgos y las incertidumbres «fabricadas» (Beck et al., 1997, p. 220; Beck, 2002; Giddens, 1990 y 1999) o de «generalización del riesgo» (Ramos, 2018, p. 255). Las caracterizaciones ofrecidas en estos conocidos trabajos son muy distintas, pero todas ellas confluyen en diagnosticar un nuevo protagonismo de los riesgos y una problematización de la seguridad. Como Giddens expone, la noción de incertidumbre es «inseparable» de las de riesgo y probabilidad (Giddens, 1999, p. 22). Es más, conforme a la definición de Beck (2002, p. 200), la incertidumbre construida se identifica precisamente con los «riesgos y peligros autogenerados». En la versión inicial, y más celebrada, de la conocida «sociedad de riesgo» (Beck, 1998), este tipo de incertidumbre y de riesgos se interpretan como un producto de la segunda modernidad o modernidad reflexiva. En una obra posterior, se añade la globalización de la modernidad como causante de estas nuevas consecuencias no queridas, algo que también señala Giddens (1999). Y, efectivamente, la globalización de las actividades de estas empresas transnacionales, y, muy especialmente, de sus eslabones más vulnerables, esto es, las cadenas de suministro, compuestas por una gran cantidad de empresas y trabajadores de muy variada organización, de bordes difusos, dispersas hoy en el espacio mundial, y por las que circulan una enorme cantidad de objetos, abre un escenario de incertidumbre respecto de sus impactos. De otra parte, la entronización de la interconexión y de las nuevas temporalidades sociales que se despliegan también con la globalización, caracterizadas tanto por el ascenso del «tiempo glaciario» como del tiempo de la simultaneidad (Lash y Urry, 1998, p. 325), ponen sobre la mesa el temor a impactos financieros, sociales o medioambientales que puedan tener una repercusión inmediata a escala mundial y cuya duración se prolongue por un período superior incluso a lo que podemos imaginar. La incertidumbre que aquí se aborda, a través de la consideración de la RSE de las empresas transnacionales, se sitúa entonces claramente en el ámbito de su plasmación en la vida social, en tanto que aspecto constituyente de la misma, y que, a su vez, se constituiría de la mano de los nuevos riesgos e ignorancias globales. Este carácter incierto sería predicable, además, de la propia configuración de la llamada «empresa red» (Castells, 1997) y de sus cadenas de suministro, de perímetros más difusos y dispersos que la empresa nacional «clásica». También lo sería, en su conjunto, del devenir futuro de la RSE, a caballo todavía entre el reconocimiento de la consolidación de su expansión, de un lado, y, de otro, la reserva que se deriva de su supuesto carácter gaseoso, o del hecho de que se trataría tan solo de una cuestión puramente epidérmica o de «moda». Hay que recordar, además, que otros muchos «stakeholders», más variables e imprevisibles que los protagonistas de las relaciones laborales modernas, al estar integrados por una gran multiplicidad de organizaciones y entidades (desde las no gubernamentales hasta las federaciones sindicales in-
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ternacionales o las vinculadas a la movilización por la justicia global), pugnan, asimismo, por minimizar los impactos negativos potenciales de estas grandes empresas, así como por reducir la incertidumbre que rodea a las condiciones de producción de dichos impactos y la ignorancia que muy frecuentemente los rodea, y por aumentar la responsabilidad por los mismos. Los planteamientos de estos actores sociales, si bien han conocido muy distintos desarrollos, han coincidido con importantes instituciones internacionales, como Naciones Unidas, la OIT o la OCDE —las que, sin duda, más se han involucrado en la cuestión de la RSE—, en apuntar en dos direcciones. De una parte, el intento de construir una suerte de regulaciones, más o menos «débiles» o «duras», con el fin de tratar de embridar los riesgos y reducir la incertidumbre. En segundo lugar, la priorización del principio de precaución frente a estos riesgos y a la ignorancia posible de los mismos, bien sea que esta última se piense, a su vez, como minimizable, o, por el contrario, como inevitable. En cualquier caso, en su punto de mira ha estado garantizar la comunicación de la existencia de dichos riesgos y la percepción de su trascendencia, lo que afectaría, directa o indirectamente, a la reputación de las compañías involucradas, a escala global. Buena parte de la mejor literatura reciente sobre la incertidumbre social hoy, y sus relaciones con el riesgo y la ignorancia, proporcionan análisis que facilitan el análisis teórico y conceptual de la serie de procesos citados. En esta dirección, Ramos se aproxima a la incertidumbre como un aspecto constitutivo del saber y de la vida social actuales, que estarían preñados de indeterminación, complejidad y ambivalencia (Ramos, 2018, p. 300), así como de vaguedad, ambigüedad y equivocidad (Ramos, 2014, p. 25). Este aspecto, característico de nuestro presente, no sería ya ni eliminable ni cognoscible de manera completa, resultando solo puntualmente probabilizable. Su reconocimiento no aconsejaría tanto la inacción cuanto una actuación inspirada por el principio de precaución (Ramos, 2018). También Wallerstein acompaña el análisis de la incertidumbre que rodea al «mundo que hemos conocido» (Wallerstein, 2002, p. 63) de la que ha socavado las bases del «mundo que hemos sabido» (Wallerstein, 2002, p. 64), y que hace que nuestro «sistema de saber» (Wallerstein, 2002, p. 64) no nos sea ya de utilidad, por encontrarse ambas en una etapa de transición hacia un futuro incierto. Otros muchos autores, por último, han abordado cuestiones como los modos en que las sociedades actuales manejan el «conocimiento incómodo» (Rayner, 2014), habitualmente negado o desplazado, pero no por ello menos importante o, en fin, el papel de la ambivalencia en las lógicas de la actuación en contextos de ignorancia (Davies y McGoey, 2014), todas los cuales estarían estrechamente relacionadas con la producción de incertidumbre. Desde la literatura referida específicamente al ámbito de la agnotología (Proctor y Schiebinger, 2008; Smithson, 1989; Best, 2014), o que se ha interesado por esta disciplina (Ramos, 2014 y 2018), se ha apuntado también la importancia de la ambigüedad en la vida social, en general, y, sobre todo, en las organizaciones, que no solo estaría estrechamente relacionada con las nuevas modalidades de la incertidumbre,
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el riesgo y la ignorancia, sino, asimismo, con los complejos procesos de producción de sentido de hoy (Best, 2014, p. 85). Por último, la inexistencia de marcos normativos unificadores a esta escala, la gran heterogeneidad de las regulaciones de los distintos estados implicados y la carencia de estándares mínimos respecto de los aspectos sociolaborales o medioambientales básicos (Baylos, 2009 y 2018), así como la globalización de la comunicación en tiempo real, el ascenso de la política del escándalo (Castells, 2009) o de los nuevos movimientos sociales internacionales interesados en la RSE (Maira, 2015, Gil, 2018), y por supuesto, la enorme repercusión de sus actividades, tanto en el terreno medioambiental como en el social o económico, han puesto en el centro del debate la pertinencia de enfrentar esta situación de incertidumbre respecto de estos nuevos riesgos colectivos, ahora globales, recurriendo a instrumentos basados, al menos, en el reconocimiento de la responsabilidad de los grandes actores protagonistas de los mismos, muy singularmente, la empresa transnacional y sus cadenas de suministro. En esta dirección ha de entenderse, a nuestro juicio, la proliferación actual, sin fin, de memorias, informes, códigos de conducta, certificaciones, etiquetas y otros muchos instrumentos, desplegados bajo el «paraguas» de la RSE o la sostenibilidad de las empresas. Un proceso que ha ido de la mano, además, de la conversión de la RSE en un campo de fuerte disputa, lo que se ha manifestado en la defensa mayoritaria por parte de las empresas del carácter voluntario de la RSE, y su preferencia por algunas de sus modalidades de compromiso más débil, de una parte, y, de otra, en la mayor exigencia u obligatoriedad demandadas por muchas de las organizaciones vinculadas al tejido ciudadano interesado en enfrentar la amenaza de los nuevos impactos globales. Por lo general, estas últimas han intentado dotar de la mayor «dureza» posible a los compromisos alcanzados dentro del marco de la RSE, como se ha pretendido, por ejemplo, con los llamados Acuerdos Marco Globales o Internacionales (AMG o AMI) (Baylos, 2009 y 2018), o mediante otros instrumentos normativos. Para comprender estos últimos procesos cabe aludir a los planteamientos de Castel (2010), quien, desde una perspectiva centrada en el contraste del mundo actual con la etapa de la sociedad salarial y el Estado social, en la que se habría conseguido arbitrar un mecanismo efectivo de mutualización de los riesgos colectivos, focaliza la atención en la importancia del debilitamiento presente de las regulaciones colectivas, puestas en marcha con anterioridad y, de forma relativamente exitosa, por los Estados, para canalizar las contingencias en el ámbito del trabajo y de la vida. Ramos, a partir de Ewald, incide también en el desplazamiento desde aquella etapa de «aseguración generalizada» del Estado providencia (Ramos, 2018, p. 264) hasta la actual, en la que emerge este tipo de riesgos, de nueva factura y origen, por ser globales y no asegurables, de acuerdo con la descripción de Beck y Giddens. No se pretende en este capítulo, empero, como ya se ha avanzado, centrar la atención en poner en evidencia la importancia del daño reputacional para la RSE de estas empresas transnacionales, lo que ya ha sido abordado en otros
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trabajos previos (Barañano, 2009, 2010a, 2010b, 2013, 2015). El objetivo es indagar en la relación de esta cuestión con la incertidumbre, y, de manera más precisa, comprender la importancia de la RSE para este tipo de entidades a la hora de gestionar la incertidumbre social actual, sobre todo, la que rodea a las actuaciones de sus cadenas de su suministro. El recorrido a realizar va a incluir los aspectos que a continuación se detallan. El primero de ellos será preguntarse por el propio futuro de la RSE, ya que ha sido uno de los temas más debatidos, ya desde el contexto de crisis e incertidumbre de comienzos de la década pasada. En segundo lugar, se esbozará la propuesta de interpretar la RSE como un dispositivo mucho más incierto que la norma jurídica, en todas sus dimensiones, como es el caso también del llamado «derecho dúctil» frente al «derecho fuerte». En tercer lugar, se esboza la incertidumbre que rodea hoy a la propia configuración de las compañías transnacionales y de sus cadenas de suministro, así como a su RSE. La atención se focalizará en la consideración de las mismas en tanto que empresas que podríamos calificar como inciertas, o «complejas» (Gaeta y Gallardo, 2010), de límites indefinidos, debido precisamente a su reconfiguración a nivel global o transnacional. Estos rasgos se refieren, sobre todo, a las cadenas de subcontrataciones, externalizaciones y deslocalizaciones (Urry, 2017), que complejizan su composición, de manera tal que no es infrecuente que estas grandes corporaciones aleguen desconocimiento, saber incompleto o incertidumbre respecto de quienes componen la totalidad de sus fabricantes finales o de sus empresas proveedoras en países terceros. La tesis que articula este trabajo, como desarrollo de la anteriormente expuesta, es que debido, de un lado, a la concentración de buena parte de la incertidumbre frente a posibles riesgos en las cadenas de suministro3 de estas grandes compañías transnacionales, incluyendo los referidos al propio daño reputacional, y, de otro, a dinámicas como las nuevas modalidades de la comunicación de masas o el ascenso de los movimientos de protesta a escala global, los discursos de muchas de estas entidades han reforzado la atención de su RSE en estas cadenas, concibiéndola, en buena medida, como un dispositivo managerial de aseguramiento frente a la creciente incertidumbre ante posibles impactos o riesgos, incluyendo, de manera preferente, su propio riesgo reputacional. La protocolización mediante dichos instrumentos de la asunción de su responsabilidad ante potenciales riesgos, ampliada ahora, en muchos casos, al conjunto de las cadenas, perseguiría, antes que nada, minimizar la incertidumbre referida a la traducción de dichos impactos en un daño reputacional a la empresa matriz. El trabajo se apoya en el cruce de cuatro literaturas. De una parte, la referida a la RSE, incidiendo, especialmente, en los aspectos relativos a su signi3 Concretamente, la OIT define la cadena de suministro como «toda organización transfronteriza de las actividades necesarias para producir bienes o servicios y llevarlos hasta los consumidores, sirviéndose de distintos insumos en las diversas fases de desarrollo, producción y entrega o prestación de dichos bienes y servicios», en Guamán y Moreno, 2018, p. 44. Véase también OIT, 2016.
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ficado y a su aplicación a escala transnacional o global; de otra, las distintas versiones de la teoría sociológica que se han ocupado, bajo diferentes propuestas, de la comprensión de la incertidumbre y del riesgo en el «mundo desbocado» contemporáneo (Beck, 1998, 2002; 2008; Giddens, 1990, 1999; Castel, 2010; Wallerstein, 2002; Ramos, 2108); también, de la relativa al ámbito de la agnotología o bien de la opacidad y el secreto (Proctor y Schiebinger, 2008; Smithson, 1989; Davies y McGoey, 2014; Best, 2014; Rayner, 2014; Urry, 2017; Ramos, 2014 y 2018; Simmel, 2017); y, por último, la que tiene que ver con la globalización y la des/rearticulación multiescalar de la actividad económica y empresarial en el mundo actual (Castells, 1997; Urry, 2017). Asimismo, este texto tiene en cuenta los resultados alcanzados hasta la fecha dentro del programa de investigación citado al comienzo del trabajo.
7.2. ¿Postcrisis y RSE? A vueltas con la incertidumbre de la RSE Frente a las previsiones de años atrás de que las políticas de responsabilidad social de las grandes empresas supondrían una moda pasajera que decaería con la crisis, los documentos e investigaciones posteriores apuntan a que las iniciativas en este terreno se han incrementado considerablemente en la última década (Barañano, 2013 y 2015; Maira, 2015; Gil, 2018; Aparicio y Valdés, 2011). Al respecto, resultan especialmente significativas las impulsadas tanto por Naciones Unidas como por la Unión Europea, o por distintos gobiernos de este entorno. Cabe destacar la Estrategia Europea Renovada de RSE para el período 2011-2014, en la que la Comisión Europea aporta toda una serie de datos orientados a poner de manifiesto la multiplicación, pese a la crisis, del número de empresas e instituciones que habrían incorporado en esa etapa distintos instrumentos de RSE. Se destaca también la proliferación de documentos o actuaciones por parte de distintas Administraciones públicas o entidades, con este mismo objetivo de evidenciar cómo las iniciativas en este ámbito, en lugar de desvanecerse, se habrían reforzado en el contexto de la crisis. En esta dirección abunda también la Resolución del Parlamento Europeo, «Responsabilidad social de las empresas: comportamiento responsable y transparente de las empresas y crecimiento sostenible», de 2014, y también la Directiva 2014/95/ UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de octubre de 2014, por la que se modifica la Directiva 2013/34/UE en lo que respecta a la divulgación de información no financiera e información sobre diversidad por parte de determinadas grandes empresas y determinados grupos; y otros documentos de gobiernos europeos aparecidos al filo de la etapa identificada habitualmente como de final de la pasada crisis en años posteriores. Se une a lo anterior el hecho de que actores sociales reacios inicialmente a la RSE, y todavía críticos de muchos de sus desarrollos, convergen en apuntar en esta etapa reciente que la salida de la crisis demandaría más, y no menos, RSE. Este es el caso de la Confederación Europea de Sindicatos
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(CES), o de los sindicatos españoles, CC.OO. o UGT, cuya resistencia inicial a esta cuestión se apoyó en la interpretación de la misma como una propuesta unilateral, en la mayoría de los casos, de la empresa, y, sobre todo, de la gran empresa, proveniente fundamentalmente del mundo anglosajón, más alejado de las regulaciones sociolaborales alcanzadas en la etapa madura de la sociedad salarial y del Estado de bienestar. El recelo inicial de estas organizaciones se basó también en el temor, aún vigente, a que la consolidación de la RSE se acompañara de una sustitución de las garantías de la responsabilidad legal, de derecho «duro», por esta nueva generación de declaraciones y compromisos de carácter voluntario que constituirían el corazón de la responsabilidad social4. No obstante, tanto estas entidades, tratando de garantizar la exigibilidad de la RSE, como otras, que han reclamado la obligatoriedad legal de la RSE, como ha sido el caso de algunas de las ONG internacionales más conocidas —Intermón Oxfam, Amnistía Internacional o Greenpeace—, han coincidido en la conveniencia de continuar expandiendo las políticas de responsabilidad social, admitiendo también el recurso a este término, o bien al de sostenibilidad, utilizado de manera casi indistinta en este ámbito. Algo similar se plantea desde otras importantes fuentes internacionales en materia de RSE, como Naciones Unidas o OCDE, que no solo siguen liderando importantes instrumentos de RSE, sino que, además, como ha sido también el caso de la OIT, continúan jugando un papel protagonista en todo lo referido a la responsabilidad social empresarial. No obstante, es cierto que, desde otras posiciones, una parte de la literatura ha seguido diagnosticando el futuro desvanecimiento de la cuestión de la RSE, si no su muerte inminente o incluso ya certificable. Estos pronósticos se suelen apoyar en dos tipos de argumentos. De una parte, los que valoran la RSE como un instrumento de legitimación, de imagen o de moda, de escaso o nulo contenido real, y que, por tanto, tarde o temprano decaería, por su misma carencia de sustento. Se trata de una apreciación puramente negativa de la RSE, formulada, por regla general, desde posiciones del espectro político que siguen desconfiando radicalmente de la contribución que pueda representar la RSE y de que la empresa pueda asumir compromisos efectivos en este terreno. Lo que se considera sin futuro, y, en buena media, se rechaza, es precisamente la incertidumbre asociada al desplazamiento de la regulación estatal por una herramienta no vinculante, y en gran parte unilateral, como es la RSE. La incertidumbre aquí no se aborda entonces como un rasgo constitutivo central del mundo social contemporáneo, sino como un fenómeno más epidérmico y eliminable, al menos, por lo que hace a la versión concreta que adopta en el caso de la RSE y en el del restante «derecho blando». Otro segundo argumento suele basarse en la aproximación a la RSE únicamente desde la perspectiva de su coste económico. Al ignorar su dimensión en tanto que posible inversión, valor añadido o medio de aproximación a una 4 Respecto del derecho blando y de su contexto de expansión véanse, entre otros, González, 2007, Faria, 2006; Snyder, 1993, o Barañano, 2010b.
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suerte de búsqueda de «aseguramiento» frente a daños y riesgos, ahora no completamente anticipables ni controlables, este tipo de planteamientos converge en aventurar que, tarde o temprano, la fuerza de las cosas conducirá a la desaparición de esta «guinda» de la tarta que sería la RSE, en un contexto de competitividad global creciente. Conviene destacar, sin embargo, que los pronósticos de la desaparición de la RSE basados en una consideración de la empresa y de la actividad económica contraria a la preocupación de las mismas por el bienestar social, o a cualquier responsabilidad por sus impactos, muy presentes en el inicio de los disputas sobre esta cuestión, y que aun en los años setenta representaban una posición relevante, como puso de manifiesto el conocido trabajo de Milton Friedman (1970), cuentan hoy con mucho menos seguimiento, sea en el mundo académico, en el de las instituciones internacionales o en el de las empresas transnacionales. El campo de debate actual parece haber dejado atrás este tipo de planteamientos. Y es que apenas se discute ahora la importancia de reconocer una responsabilidad que no solo incumbiría a los Estados, sino también a otros muchos agentes sociales, y, de manera inexcusable, a las grandes corporaciones transnacionales. Cuestión aparte, y, a la vez central, es cómo se comprenda dicha responsabilidad, qué contenidos concretos se le asignen, cómo debiera aplicarse y verificarse y cuál sea su credibilidad, todo lo que sigue estando en disputa. La incertidumbre respecto del futuro de la RSE, ya esbozada, se manifiesta, además, y de modo aún más destacado, en la incertidumbre asociada a su configuración voluntaria y no estandarizada frente a la responsabilidad legal. Precisamente, esta cuestión sigue siendo una de las que ha venido galvanizando la discusión sobre su significado. De un lado, el mundo empresarial en su conjunto, y hasta ahora, la práctica totalidad de las instituciones internacionales, siguen defendiendo la completa voluntariedad de la RSE. En este caso, el debate se ha orientado a la cuestión de su evaluación objetiva y su verificación, de modo que, aun siendo voluntaria, resultara confiable y creíble. Los que plantean su exigibilidad, como los sindicatos, han insistido en su estandarización o, por lo menos, protocolización, con el objetivo de dotar de confianza a esta herramienta. Y, por último, los que han seguido reclamando su obligatoriedad, como ciertas ONG internacionales, han centrado la atención en la gravedad de los impactos de las empresas transnacionales o en el deber moral de su control. Una obligatoriedad que, frecuentemente se olvida, le atribuyó quien es considerado el «padre» de esta cuestión, Bowen, en su famoso libro de 1953, pero de la que nunca ha llegado a gozar hasta la fecha. De ahí la tesis de que la RSE resulta muy expresiva de nuestro tiempo, por su carácter líquido, indeterminado, fluctuante, tanto por lo que se refiere a su delimitación como a sus contenidos principales, a los agentes sociales concernidos o a su exigibilidad. Y este carácter incierto, indeterminado, resulta aún más notable en el caso de su aplicación en el ámbito de la llamada responsabilidad externa, referida a las cadenas de subcontrataciones, externalizaciones
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y deslocalizaciones, sobre todo, de ámbito internacional, examinada en el siguiente apartado. Por último, es interesante destacar la ambivalencia y la ambigüedad presentes también en la RSE, sobre todo, en el marco de su aplicación transnacional. Si, de una parte, se ha conceptualizado como un deber moral de la empresa, considerado por algunos como obligatorio, o, de manera mucho más frecuente, de carácter voluntario, se define cada vez más, de otra, como un activo, un valor añadido o una inversión. En esta dirección apunta claramente la llamada concepción estratégica de la RSE (Porter y Kramer, 2006), hegemónica entre las grandes empresas. Esta perspectiva ha impregnado las aproximaciones de las dos últimas décadas a esta cuestión, basándose en una afirmación reiterada, pero no siempre corroborada por la investigación académica (Cardebat y Rigebeau, 2009), de que el compromiso de la empresa en este terreno constituye, además, una inversión directamente productiva para la misma. Las propias empresas suelen añadir la confianza en que la RSE contribuya a preservarlas frente a posibles daños reputacionales. En cualquier caso, esto pone en evidencia, de algún modo, la ambigüedad de la RSE actual, situada en la encrucijada, en muchos casos, entre la defensa de la moralización de la economía, y, de otra, el interés creciente de la ética empresarial para los mercados. El enfoque así adoptado se aleja, de una parte, de las aproximaciones que han seguido abordando la RSE como una expresión de la importancia de moralizar la vida económica, o de introducir la ética en el mundo de la empresa, independientemente de sus consecuencias para la rentabilidad de la misma; de otra, de las que, desde una óptica contraria, pero igualmente normativa, han considerado necesario seguir insistiendo en la reducción de la RSE a una cuestión de imagen, sin relevancia real; o, por último, y de forma más matizada, de las que, siguiendo los planteamientos más difundidos por los documentos internacionales al respecto, ponen el acento en la consideración de la RSE en positivo, como una inversión productiva que sería perfectamente compatible con la cohesión social. Hay que decir que el discurso de la Unión Europea sobre la RSE, desde el lanzamiento de esta cuestión con el Libro Verde de 2000, y, sobre todo, la Estrategia Renovada de la UE para el período 2011-2014 apuntan, efectivamente, a una posición cercana, pero relativamente más compleja, apoyada en el supuesto de que la RSE constituye el eslabón capaz de aunar el dinamismo y la competitividad económica, de un lado, con la cohesión social, de otro. Esta concepción converge, en buena medida, con la perspectiva estratégica de la RSE, pero se diferencia en poner en el centro su maridaje con una atención al impacto en la sociedad de sus actividades, que se defiende como una señal distintiva de la UE. Precisamente, uno de los objetivos de la RSE sería conseguir un reconocimiento de la singularidad de la empresa europea, al ser identificada como una empresa más confiable, debido a su responsabilidad y a su compromiso con la integración social. La mayor confianza generada por esta institución sería así la otra cara de la minimización de la incertidumbre
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respecto de su actuar, lo que se considera un objetivo estratégico no solo por lo que hace a los impactos de la misma, sino también con el fin de mejorar su posición en la economía global.
7.3. Centralidad de la empresa transnacional y de las cadenas de producción y de suministro en las incertidumbres, riesgos e ignorancia asociadas a la RSE La incertidumbre, en tanto que ambigüedad, ambivalencia, falta de claridad y equivocidad de la RSE, respecto de su definición, contenidos, aplicabilidad, credibilidad y consecuencias, permea también al agente por excelencia de la RSE, esto es, la gran empresa de carácter transnacional. El liderazgo indiscutible de este tipo de compañía en la RSE, y también en la incertidumbre que rodea a esta cuestión, remite, en primer lugar, a la centralidad de este tipo de organización en el mundo global actual (Held et al., 1999), así como en los impactos medioambientales, sociales o económicos que conforman hoy buena parte del contenido de los llamados riesgos globales, vinculados al nuevo contexto de incertidumbre multiescalar. Así se reconoce en las distintas declaraciones e iniciativas internacionales, desde el inicio de este siglo. Los Principios Rectores sobre Empresas Transnacionales y los Derechos Humanos, de 2011, añaden, además, la referencia a la proporcionalidad de la responsabilidad, tanto en relación con los medios y la organización disponibles como por lo que hace a los posibles riesgos o daños producidos, todos ellos muy superiores en el caso de la gran empresa transnacional. En esta dirección cabe entender también un análisis anterior, gestado en un contexto muy distinto, pero muy útil a estos efectos, debido a Jonas (1995). Este autor defendió ya en la década de los setenta el carácter vertical y no recíproco de la responsabilidad, en el sentido de que correspondería, antes que nada, a quienes se encontraran en posición de ejercerla, como sucedería, por ejemplo, en el caso de los progenitores respecto de sus hijos, lo que resulta claramente aplicable al caso de la responsabilidad de la empresa transnacional respecto de su cadena productiva o de suministro. En segundo lugar, la propia constitución multiescalar de este agente empresarial, y su desacoplamiento respecto de los marcos regulativos imperantes, permite hablar de una «empresa inaprehensible», o de una empresa «incierta», «escurridiza» para el derecho duro, preferentemente estatal o subestatal. Cabe aludir así a una incertidumbre derivada de la propia configuración transfronteriza y transnacional de este tipo de entidad, por comparación con el modelo organizativo de décadas atrás, más circunscrito al espacio nacional. Su conformación, además, como «empresa red» (Castells, 1997), apoyada en una cadena de contrataciones y subcontrataciones con otras entidades extendidas a escala casi planetaria, añaden complejidad e incertidumbre a la definición de sus límites y de sus miembros componentes, así como a las normas que se aplican a la totalidad de sus actividades o de sus plantillas.
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Se ha hecho alusión así a la «disociación» entre la personalidad jurídica de la empresa, y su correspondiente esfera de responsabilidad patrimonial, de un lado, y la modalidad de su organización y producción, ahora multiescalar, incluyendo la dimensión global, de otra. De este modo, la empresa transnacional se configura a caballo de esta fragmentación organizativa y espacial, por comparación con su determinación previa unitaria, debido a la externalización de algunos contenidos básicos de lo que se podría definir como la actividad general de la empresa, mediante fenómenos de concentración empresarial en donde la dirección del proceso de producción no coincide con los respectivos sujetos definidos como empresas o sujetos dotados de autonomía en el tráfico mercantil, o a través de las cadenas de subcontrataciones que componen la «empresa red». Esta problemática asoma en los estudios jurídicos, muchos de los cuales cuestionan la identidad de la empresa construida exclusivamente sobre la certeza de su personalidad jurídica, y se interrogan sobre el «antes» y el «después» de la misma (Vardaro, 1989). Esto ha derivado, por ejemplo, en la construcción de la categoría del «empresario complejo» (Gaeta y Gallardo, dirs, 2010), que replantea un nuevo sujeto a los efectos de su responsabilidad, más allá del perímetro del que formalmente se define como empresa. En resumen, la incorporación de la noción de responsabilidad social empresarial se incardina en este contexto de creciente incertidumbre y complejidad frente a los límites mismos de la empresa y de sus responsabilidades y facultades, sobre todo por lo que hace a la empresa transnacional. Este carácter incierto, y hasta relativamente secreto (Urry, 2017; Simmel, 2017) u opaco, de la conformación de esta gran empresa transnacional, resulta especialmente destacable por lo que hace a los impactos y riesgos derivados de sus cadenas globales de suministro, así como a la composición de dichas cadenas, sobre las que incluso, como se ha mencionado, las propias empresas transnacionales alegan de manera frecuente ignorancia parcial y carencia de vinculación objetiva y, en consecuencia, de responsabilidad. No de extrañar por ello que, ya desde inicios de este siglo, el discurso de Naciones Unidas, o, por ejemplo, de la Unión Europa sobre la RSE, aludan a la importancia de la responsabilidad externa de las empresas transnacionales. Se hace referencia así a la vigencia de esta herramienta en el conjunto de la cadena productiva. Lo que se plantea, de forma mayoritaria por estas instituciones internacionales como una recomendación voluntaria que no se acompaña de exigencia expresa alguna, como sucede, por cierto, con los restantes aspectos de la RSE. El reconocimiento de la importancia de la RSE externa, así entendida, no deja de incrementarse en décadas recientes, recogiéndose en muchos otros documentos y declaraciones, y lo que es también relevante, en los discursos de este tipo de compañías. Esto constituye, sin duda, uno de los desplazamientos recientes más relevantes producidos en el ámbito de la RSE, por contraste con las aproximaciones y prácticas prevalecientes anteriormente. Y es que esta empresa transnacional cobra una fisonomía distinta en cada lugar en donde se localiza, adoptando formas jurídicas diferenciadas —socie-
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dades independientes desde un punto de vista formal, pero conectadas materialmente—. Además, puede actuar —y normalmente lo hará— de manera diferente en cada uno de sus emplazamientos. Estas empresas se estructuran frecuentemente alrededor de una cadena de valor de contratas y subcontratas, que, a su vez, complejizan la figura resultante, difuminando sus contornos, ante la complejidad y parcial desconocimiento u opacidad de estas cadenas de producción globales. La amplia literatura que se ha ocupado de estos aspectos ha centrado buena parte de su interés en definir un mecanismo de extensión de esta responsabilidad a lo largo de la cadena de suministro. Esto requeriría, a su vez, establecer obligaciones de información por parte de la empresa con el fin de poder identificar con mayor claridad quiénes son sus contratistas y subcontratistas, facilitando, además, de este modo, la reconstrucción del camino recorrido por el producto a lo largo de dichas cadenas, esto es, su «trazabilidad social», y minimizando, en consecuencia, la ignorancia, opacidad e incertidumbre que, en buena medida, rodean hoy a estos aspectos. La concentración de algunos de los riesgos, incertidumbres e ignorancias fundamentales, así como de los secretos y opacidades (Urry, 2017), en las cadenas globales de suministro, está estrechamente relacionada, además, con la centralidad de estas últimas, y, de manera general, de la llamada empresa transnacional, en la mayor parte de los documentos, iniciativas y debates referidos a la responsabilidad social de esta etapa. Algo similar sucede en este tipo de empresas, muchas de las cuales declaran, de manera habitual, haber extendido hoy su política de RSE al conjunto de dicha cadena5. Como se ha señalado, este traslado de ciertos criterios mínimos a esta red de subcontrataciones, deslocalizada hoy a escala global, se realiza mediante instrumentos como las cláusulas sociales, económicas y de buen gobierno o medioambientales, o la exigencia del cumplimiento de determinados requisitos en los contratos con los proveedores, fabricantes, etc.6. También se lleva a cabo a través de compromisos recogidos en las memorias o informes de RSE y, en menor medida, mediante otros instrumentos7. 5 Así se ha puesto de manifiesto en la investigación en curso Innovaciones y continuidades en la responsabilidad social de las grandes empresas españolas en un contexto de crisis. Diagnóstico comparado y transnacional (IC-RESCE), DER2016-75815-R, financiada por el Ministerio de Economía y Competitividad, desde el 30 de diciembre de 2016 al 30 de junio de 2020, y cuyo equipo sociológico coordina Margarita Barañano. 6 Véanse, entre otros, OIT, 2016; Hadwinger, 2015; Guamán, 2018, o Baylos, 2009 y 2018. 7 Cabe destacar, entre estos, los AMG, que, si bien siguen alcanzando en la actualidad un número limitado, representan una modalidad muy relevante de aplicación de la RSE externa, lo que se ha traducido ya en una interesante y extensa literatura (Guamán y Moreno, 2018; Williams, Davies y Chinguno, 2015; Baylos, 2009 y 2018). Los AMG fundamentan la responsabilidad social de la empresa transnacional por sus impactos en el establecimiento de un acuerdo con las federaciones sindicales internacionales o globales que operan en el sector de la producción de que se trate. Y lo que es igualmente destacable, incluyen en dicho acuerdo a la totalidad de su cadena de suministro, a la que se refieren también las cláusulas sociales, medioambientales o económicas aprobadas (Baylos, 2009 y 2018; Maira, 2015; Barañano, 2013 y 2015). Se trata, por tanto, de una responsabilidad que sigue siendo asumida voluntariamente, pero que adopta ahora una modalidad contractual, mucho más cercana al «hard law», lo que da cuenta de su relevancia. Por último, iniciativas muy recientes, como la Ley
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En algunos países terceros en los que operan las grandes empresas transnacionales occidentales, esta expansión de su responsabilidad externa se ha acompañado de la emergencia de iniciativas emanadas del marco normativo público. En la mayoría de los casos, esta expansión de la RSE ha ido ligada a la reproducción de los debates acerca del significado y el contenido de esta polémica noción, concebida y gestionada de manera muy distinta según los diferentes contextos nacionales. Este análisis enlaza así con la tesis inicial referida a la centralidad que las empresas conceden a la cuestión de la RSE en relación con la incertidumbre que rodearía su reputación, derivada, sobre todo, de los riesgos vinculados a las cadenas globales de suministro de la empresa transnacional de hoy8. En el actual contexto global, dichos riesgos abarcan los impactos negativos que puedan producirse en cualquiera de los espacios en los que operen las múltiples entidades vinculadas a la empresa transnacional, suponiendo así la reconfiguración a múltiples escalas de esta incertidumbre y complejidad que afronta la empresa-red en la actualidad. La circunstancia evidenciada años atrás, y que parece haberse mantenido, de que las grandes empresas focalizan la atención de su RSE en aquellos aspectos en los que sus posibles riesgos de daño reputacional son mayores (Daugareilh, 2009; Barañano, 2009 y 2010b; Aparicio y Valdés, 2011; Gil, 2017 y 2018; Maira, 2015), resulta muy significativa al respecto. Así, las compañías petroquímicas o de la energía suelen conceder prioridad en su RSE a los aspectos medioambientales; las financieras, a las cuestiones de buen gobierno corporativo, rendición de cuentas o transparencia; mientras que las que producen bienes de consumo masivo y ligero, especialmente las del textil o calzado, recogen, sobre todo, contenidos mínimos referidos a los derechos laborales y humanos. La novedad actual es que, en todos los casos, lo anterior parece resultar mucho más destacado en lo que hace a la RSE externa, referida a la aplicación de estos compromisos en la totalidad del ámbito espacial en el que opera la compañía. Lo que pone de manifiesto la creciente vinculación de la incertidumbre percibida por estas grandes empresas con la profundización del despliegue transnacional de sus actividades, de un lado, y, de otro, con la globalización de la percepción de los riesgos asociados a las mismas; la creciente protesta y movilización frente a estos impactos, no completamente controde Vigilancia francesa, de 2015, o los trabajos del Tratado Vinculante, impulsado en la actualidad por Naciones Unidas (Guamán y Moreno, 2018), intentan disipar la incertidumbre a través de la devolución parcial de la cuestión de la responsabilidad social a los Estados, encomendándoles, por ejemplo, una obligación de vigilancia relativa a las empresas transnacionales que tengan en ellos su sede matriz. 8 El propio discurso de las grandes empresas europeas ha venido avalando una estrecha vinculación entre su RSE y la minimización de los riesgos reputacionales, como puso de manifiesto el proyecto de investigación ESTER, realizado de 2004 a 2007, en el contexto del VI Programa Marco de la EU, en el que participó un equipo de la UCM coordinado por la autora de este trabajo. En la investigación en curso se pretende estudiar, entre otros aspectos, si en los últimos años se ha producido un desplazamiento en la dirección de una focalización mayor de la atención en los riesgos que afrontan las empresas en los distintos países en los que operan, y no solo en el que tienen su sede central.
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lables, y la posible repercusión de todo ello en la propia reputación de la compañía, y, por ende, en el conjunto del grupo de empresas de que se trate. En definitiva, la capacidad de este tipo de empresa transnacional de reorganizarse «saltando escalas» (Swyngedouw, 1997), característica, a su vez, del capitalismo desorganizado actual (Lash y Urry, 1994; Urry, 2017), dibuja una esfera adicional muy relevante de incertidumbre, ignorancia y riesgo, vinculada a la centralidad en este terreno de las cadenas mundiales de suministro. Y es que es precisamente en estas cadenas, conformadas por la subcontratación, la deslocalización y la externacionalización, donde la probabilidad de agravamiento de la vulnerabilidad es mayor, ya que no solo están atravesadas por profundas y crecientes desigualdades internacionales, sino que, frecuentemente, incluso la empresa matriz dice ignorar en algunos casos qué agentes y empresas concretas la componen en su totalidad. Buena parte de las reivindicaciones de las organizaciones «por abajo» suelen comenzar por la demanda de información al respecto, a lo que se une el hecho de que no estén sometidas a un marco normativo vinculante que contemple estándares comunes. De ahí la incertidumbre, no solo la ignorancia, respecto de lo exigible, que, hasta hoy, remite, en la mayoría de los casos, a los distintos marcos estatales o locales en los que se despliegan las cadenas de suministro, muy heterogéneos no solo en sus contenidos, sino también en su voluntad de vigilancia efectiva de los impactos, riesgos y vulnerabilidades. También se deriva de aquí la concentración potencial de los riesgos en estos eslabones de las cadenas globales, más desprotegidos y sometidos a normas menos exigentes que en otros contextos. Conforme a la tesis nuclear sostenida en este trabajo, esta centralidad de las cadenas de suministro de las empresas transnacionales en la configuración más reciente de la RSE ha de ser comprendida en el marco de la creciente incertidumbre y riesgo en el que desenvuelven sus actividades estas compañías, de manera muy marcada, por lo que hace a su reputación. De aquí también que su RSE pueda ser entendida, en buena medida, como un medio, inevitablemente incierto e incompleto, de prevención y aseguramiento frente a la complejidad de los nuevos riesgos que afronta la empresa transnacional en el contexto de la actual globalización. Algunas investigaciones pusieron ya de manifiesto en la década pasada la importancia estratégica del intento de minimizar el riesgo reputacional por parte de estas empresas (Cardebat y Régibeau, 2009; Barañano, 2009, 2010a y 2010b; Godfrey, 2005; Hawkins, 2006; Daugareilh, 2009). Este riesgo, además, sería mayor en esta era global o de la información (Castells, 1997) debido a las nuevas modalidades de la autocomunicación de masas generada en tiempo real (Castells, 2009). También resulta más incierto e incalculable por la intensidad y deslocalización creciente de los impactos de las compañías transnacionales. Las nuevas des/rearticulaciones de la movilización social a distintas escalas, incluyendo la posibilidad de que procesos que sucedan en localidades distantes tengan una repercusión casi inmediata a nivel global (Sassen, 2007 y 2008; Juris, 2008), reforzaría la atención concedida por las empresas transnacionales a estos posibles daños a su imagen, que podrían producirse ahora en dichos espacios, donde despliegan su actividad las cadenas de suministro y de producción.
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Detrás de esta centralidad de la RSE en relación con el daño reputacional estaría así el desacoplamiento entre el espacio social en el que se producen y manifiestan estas incertidumbres, riesgos e ignorancias, y las escalas en que se desenvuelven los principales marcos regulativos, que, en la mayor parte de los casos, no incluyen la escala global, salvo por lo que hace al caso de las declaraciones e iniciativas de «derecho blando», y que tampoco cuentan con normas vinculantes determinantes en el espacio transnacional que sean efectivas al respecto en todos los ámbitos. Otro aspecto de la RSE y la incertidumbre que cabe también reseñar confluye con lo anteriormente planteado respecto del interés de las grandes empresas transnacionales por minimizar los riesgos, aunque ahora este objetivo se pretenda conseguir en una dirección aparentemente opuesta. En este caso, dichas entidades enfrentan los riesgos recurriendo a la reducción de la información ofrecida en estos terrenos, o incluso al secreto o a la opacidad, en lugar de publicitando compromisos de RSE, especialmente en los ámbitos donde sus posibles impactos negativos son mayores. Procede matizar así que las iniciativas de estas entidades se configuran, por lo general, en la tensión entre lo que Proctor y Schiebinger (2008) llamarían la producción de ignorancia, de un lado, y de otro, la comunicación de iniciativas, con el fin en ambos casos de evitar el daño reputacional. Es más, incluso estas últimas comunicaciones siguen estado rodeadas, en la mayor parte de los casos, de reproducción de ignorancia, al ser muy variable la información concreta que se ofrece sobre el grado de cumplimiento de las iniciativas proclamadas, o de los mecanismos de evaluación y de certificación empleados para garantizarlos. No es de extrañar por ello que estos ámbitos de ignorancia constituyan precisamente otro de los campos de disputa por excelencia en relación con la RSE.
7.4. Algunos apuntes finales Este trabajo se ha aproximado a la RSE en tanto que expresión de una nueva era, definida por la singularidad del riesgo y de la incertidumbre que la atraviesan, que son, a su vez, productos de la misma. Esta era se caracteriza también por la fluidez de lo social y por el declive de la centralidad casi exclusiva de las sólidas regulaciones de décadas previas, puestas en cuestión por el ascenso de nuevas fuentes de imputación normativa que se constituyen a distintas escalas, por encima y por debajo del Estado, como consecuencia de la reorganización socioespacial producida por la globalización, así como por el ascenso de actores sociales que establecen sus propios marcos de acción en relación, en buena medida, con los nuevos riesgos. La gran corporación transnacional constituye, sin duda, uno de los sujetos por excelencia que afirman su protagonismo en este nuevo contexto, precisamente por el mayor impacto de sus actividades en el medio ambiente, en la economía y en el conjunto de la vida social. Concretamente, en el ámbito de los marcos normativos, irrumpe de la mano de otra cuestión ascendente, la llamada RSE, caracterizada, asimismo, por notas semejantes a las del mundo
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actual, esto es, su ambigüedad, equivocidad, falta de claridad y por la incertidumbre que rodea a su futuro, sus contenidos, sus principales actores, sus instrumentos y formas de aplicación o, en fin, su propio estatuto. Estas características resultan también predicables de la metamorfosis que transforma a la gran empresa en corporación transnacional, debido a su complejidad y falta de límites claros, así como a la configuración multiescalar de la cadena de suministro que forma parte ahora de la misma. La exposición que ha guiado estas líneas se ha orientado a presentar los argumentos justificativos de esta estrecha relación del ascenso de la incertidumbre y de los nuevos riesgos con el de la propia RSE, de un lado, y de su incorporación en la gran empresa transnacional, de otro. En este recorrido se han esbozado, además, otras dos tesis, que han servido también como hilos conductores de todo el texto. Una de ellas es la referida a las cadenas de suministro, respecto de las cuales, se ha sostenido, en primer lugar, que es donde se han producido los desplazamientos más importantes en la RSE en los últimos años, incluyendo la etapa de postcrisis. Este cambio habría consistido en la normalización de la RSE externa, esto es, en la generalización de la inclusión dela cadena de fabricantes, subcontratas, contratas, etc., en el perímetro de la responsabilidad social de la empresa. Y esto tanto en el terreno de los discursos como en el de ciertas iniciativas, como la aplicación de protocolos de RSE en la cadena de suministros, etc., si bien sometidos, en la mayor parte de los casos, salvo quizá en el de los AMG, al mismo tipo de falta de certeza que el resto de la RSE. Basta con examinar lo recogido en las páginas de las empresas dedicadas a la RSE de las empresas transnacionales para ratificar esta afirmación, que también se apoya en lo enunciado al respecto por parte de las principales fuentes documentales y declaraciones internacionales, de manera hoy casi generalizada. Algo que, a su vez, tendría que ver con la mayor vulnerabilidad socioeconómica y ambiental de los eslabones más lejanos de la empresa red, en los que se concentra la actividad de la cadena de suministro y producción, ahora globalizada; la carencia de regulaciones sólidas a escala global y transnacional, por contraste con la emergencia de los nuevos riesgos globales y el consiguiente desacoplamiento espacial entre estos y los marcos jurídicos de los Estados, que apenas pueden ya dar cuenta de los mismos; o, en fin, la creciente consciencia de la imposibilidad de garantizar su control o previsión, o incluso de conocer de manera completa hasta dónde pueden llegar dichos riesgos. Esta tesis se ha enlazado con la que da nombre al presente trabajo: la centralidad que cobra el riesgo reputacional en la atención por parte de la gran empresa transnacional de sus responsabilidades respecto del conjunto de la cadena de suministro y de producción. Y es que es precisamente en los espacios más lejanos donde pueden producirse hoy daños de consecuencias impredecibles para el entorno socioeconómico y medioambiental y, por ende, para la imagen e identidad de la compañía. Todo lo cual, por otra parte, se desenvuelve con la ambigüedad y ambivalencia que caracteriza a esta compleja herramienta que es la RSE, así como con la incertidumbre, y hasta opacidad, secreto e ignorancia que está presente en muchos de sus desarrollos. Algo
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también que cabe predicar de la última tesis pergeñada en este texto, consistente en la propuesta de interpretar estas nuevas de versiones de la RSE de la gran compañía trasnacional no solo como una responsabilidad moral, socialmente exigida, o como un activo económico, sino también como una suerte de dispositivo «managerial» de aseguramiento, eso sí, de carácter privado, no vinculante, unilateral, precario e inestable, respecto del riesgo reputacional, en el contexto actual de recomposición global y multiescalar de la información, de la protesta y de las exigencias y los riesgos sociales, económicos y medioambientales que hoy atenazan nuestro complejo e incierto mundo.
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8. Indeterminación estructural e incertidumbre funcional del sistema de servicios sociales José M.ª García Blanco1
8.1. Introducción En el último cuarto del siglo xx, la teoría social estuvo dominada por una especie de espíritu de fin de época, pues las teorizaciones que más eco encontraron hablaban, generalmente, de una especie de divisoria con la más clásica comprensión de la modernidad, anunciando una nueva era y/o sociedad: postindustrial, postmoderna, de la información, del conocimiento, reticular o del riesgo… Esta última teorización, presentada por Ulrich Beck en Risikogeselleschaft (1986), se subtitulaba, precisamente, «Hacia otra modernidad». Seis años después, Niklas Luhmann publicó Beobachtungen der Moderne, que era una crítica de esta onda finisecular, pues consideraba que todos los fenómenos de los que daban cuenta estas nuevas teorías eran característicamente modernos, en particular los realzados por Beck. Para Luhmann, hablar de una nueva o alternativa modernidad vinculada al fenómeno del riesgo es inadecuado porque la sociedad moderna está constitutivamente vinculada a la contingencia, por ser su «valor característico» (Luhmann, 1992, pp. 93 y ss.). Por eso, también las secuelas de la contingencia, la incertidumbre y su transformación en riesgos, serían notas consustanciales a la modernidad como tal, «a secas»2. Es sobradamente conocido que el concepto de contingencia procede de la lógica modal aristotélica, donde se define con aparente simplicidad: es lo que no es necesario ni imposible. Se trata, pues, de un concepto definido por una doble negación: la de la necesidad y la de la imposibilidad. Tradicionalmente, los problemas asociados a la contingencia se han tratado mediante una lógica binaria con referencia ontológica: la del ser o no ser. Sin embargo, en una sociedad capaz de observar y observarse en términos de contingencia, esta solución debe ser abandonada y sustituida por la introducción de un tercer valor: el de la incertidumbre, con lo que necesidad e
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Departamento de Sociología, Universidad de Oviedo. Esto es algo que puede documentarse, por ejemplo, a través del estudio sociohistórico del concepto de probabilidad y del cálculo probabilístico, fenómenos paralelos y emparentados con el desarrollo de la ficción literaria moderna. Véase al respecto García Blanco (2013). 2
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imposibilidad ya no representan el armazón del orden del mundo (moderno), sino meras modalidades. Parece obligado preguntarnos, entonces, qué es lo que lleva a nuestra sociedad y sus aparatos del saber a distanciarse de la ontología y convertir la contingencia en su «valor característico», con la consecuencia de que la incertidumbre se convierta en una condición omnipresente de toda vivencia y acabe transformando cada vez más acciones en decisiones; es decir, en conductas perfiladas sobre un fondo de insoslayable de posibilidades inciertas, por lo que no pueden materializarse sino como asunción de riesgos. Como Luhmann, considero que la respuesta más convincente es la que remite a la forma característicamente moderna de diferenciación social: la funcional. Hablar de la diferenciación de la sociedad es hacerlo de la introducción en su sistema de nuevas diferencias sistema/entorno; es decir, de un proceso recurrente de construcción de sistemas. Como consecuencia de ello, en las sociedades (internamente) diferenciadas encontraremos dos tipos de entorno: uno externo a la sociedad misma y otro interno y distinto para cada sistema diferenciado, por lo que cada sistema reconstruirá la sociedad como diferencia entre él y su entorno societal, multiplicando las versiones de la sociedad que los ha originado. La diferenciación interna de la sociedad no consiste, pues, en la simple descomposición de un «todo» en «partes» más pequeñas, sino en un proceso de crecimiento de la complejidad de la sociedad por disyunción interna. Así, por ejemplo, en la sociedad funcionalmente diferenciada, la educación de masas y el consiguiente establecimiento de un periodo de educación obligatoria tienen significados diferentes según se observen desde la educación misma, la política o la economía, por lo que todos los fenómenos y problemas educativos obtienen diversos significados, dependiendo de la perspectiva sistémica desde la que sean observados. Este ejemplo nos pone ante uno de los rasgos más importantes y diferenciales de la sociedad moderna: que no se puede realizar como unidad sistémica última o global de la comunicación gracias a la preeminencia de una de sus «partes» —como la nobleza y/o un centro metropolitano—, sino solo en virtud de las complejas y difícilmente controlables consecuencias de la autonomía de los diversos sistemas funcionales. Esta autonomía descansa sobre el carácter autorreferencial de toda operación funcionalmente especificada, lo que requiere una codificación funcional que no solo admite, sino fomenta, la observación de lo ya observado (la «observación de segundo orden») en el sistema como una operación normal. En esto radica, justamente, la causa de que nuestra sociedad, como ninguna otra anterior, se asocie a la contingencia, y con ella a la incertidumbre y a la conversión de esta en riesgo. Las referidas codificaciones funcionales operan como específicas y universales a la vez; es decir, son características de un sistema, pero este puede aplicarlas a cualquier fenómeno susceptible de despertar su interés informativo. El mundo, entonces, independientemente del sistema desde el que se
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observe, «solo puede identificarse como una carga informativa lógicamente infinita» (Luhmann, 1992, p. 29). Por ello, la sociedad ya no puede disponer de una unidad propia referenciable, originando una situación particularmente dificultosa en aquellos sistemas precisamente diferenciados para atender las consecuencias de fenómenos y procesos que, mediante mecanismos de redundancia, transcurren transversalmente a la diferenciación funcional, pues, si bien los sistemas son funcionalmente autónomos, también son interdependientes en sus consecuencias. Este es el caso del sistema funcional objeto de este texto: los servicios sociales. Los servicios sociales ocupan el lugar que antes tuvieron la reciprocidad (sociedades segmentadas) y la caridad (sociedades estratiformes). Así, lo que antes era consecuencia «natural» de una solidaridad mecánica o de una obligación moral fundamentada religiosamente, ahora se convierte en una compleja trama de contingentes operaciones funcionales, en las que es preciso hacerse eco de unas necesidades de apoyo/ayuda que resultan de los problemas de exclusión (frecuentemente redundantes) en otros sistemas funcionales. Esta exigencia estructural de resonancia ante problemas inclusivos existentes en otros sistemas contrasta con una característica incertidumbre funcional: que las «intervenciones» inclusivas de los servicios sociales produzcan resultados susceptibles de encontrar el eco adecuado en otros sistemas funcionales. De esto se deriva un riesgo muy característico de las sociedades modernas: que su sistema funcional de rehabilitación social acabe produciendo inclusiones encapsuladas dentro de él y muy proclives a cronificarse, convirtiéndose así en una especie de red de seguridad última, productora de situaciones «protegidas», «compensadas», de exclusión social.
8.2. Comunicación, sociedad y formas de diferenciación social El elemento constitutivo de la sociedad es la comunicación, que podemos definir como la síntesis selectiva de tres selecciones: una información, una conducta que la expresa (acción comunicativa) y un acto de comprensión —o sea, una interpretación selectiva acerca de qué información y con qué sentido es la que está expresando una determinada conducta observada— (Luhmann, 1984, pp. 191 y ss.). Así definida, la comunicación es el sustento operativo de cualquier sistema social, sea este puramente interactivo, grupal o formalmente organizado, siendo la sociedad el sistema que engloba todas estas actividades comunicativas. En este sentido, referirse hoy a la sociedad es hacerlo a un sistema (de escala mundial) cuya estructura fundamental es su diferenciación en sistemas funcionales. Las sociedades anteriores se distinguen de ella por estructurarse según otras formas de diferenciación interna: en el caso de las primitivas, la diferenciación segmentaria en torno al parentesco y el territorio; en el de las grandes civilizaciones antiguas y la sociedad medieval europea, una jerarquía de rangos, que requería la diferenciación de, al menos, tres estamentos o castas.
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Si la forma de diferenciación es la estructura profunda de cualquier sociedad, entonces ha de condicionar decisivamente el modo en que la sociedad se relaciona con los individuos. Esta relación se articula a través de la «inclusión», término que hace referencia al modo en que la sociedad reconoce a un individuo relevancia comunicativa (Luhmann, 1998, pp. 167 y ss., 231 y ss.). En las sociedades primitivas, la inclusión se produce en virtud de la pertenencia a un grupo de parentesco y a una comunidad vecinal. En las sociedades estratificadas, la inclusión se articula a través de la pertenencia a un determinado estamento o casta. En ambos casos, la inclusión se produce en términos exclusivistas; esto es, en virtud de la pertenencia del individuo a uno solo de los sistemas en los que se diferencia la sociedad (una familia, un vecindario, un estrato). En cambio, en una sociedad diferenciada en sistemas funcionales (política, economía, familias, educación, etc.), la inclusión requiere la participación en todos ellos: en la política, en los mercados, tener una familia, acceder a la formación, etc. En pocas palabras, a diferencia de las sociedades premodernas, donde la inclusión es exclusivista, en la sociedad moderna la inclusión se torna diversificada: para estar incluido, es preciso estar en condiciones de participar efectivamente en los diversos campos de comunicación funcionalmente especializada en los que se desarrolla la actividad de la sociedad. La inclusión, en este contexto, no puede entenderse como un principio, sino como parte de una distinción, cuya otra parte es la exclusión (García Blanco, 2016). Estar excluido significa que no se tiene la capacidad (o no se tiene la suficiente) para comunicarse eficazmente. En las sociedades primitivas, la exclusión venía de la mano de la pérdida o del no reconocimiento de la condición de miembro de algún grupo de parentesco y territorial. En las sociedades estratiformes, la exclusión se produce por no pertenecer a ninguno de los estratos sociales que forman parte del orden jerarquizado de la sociedad, lo que se traducía en carecer de casa (propia o de un señor al que se sirve) y, por regla general, formar parte de la población errante que tanto abundaba en los espacios públicos del final de la Edad Media y de la temprana modernidad. En la sociedad moderna, estar excluido ya no es algo que dependa de una única diferencia social (ser reconocido o aceptado como miembro efectivo de un grupo de parentesco diferenciado, tener casa o no), sino de múltiples diferencias sociales (gozar de derechos políticos y sociales o no, tener capacidad adquisitiva o no, disponer de un grupo para la comunicación personal íntima o no, etc.). De esta forma, la exclusión se convierte en un fenómeno «multidimensional», por lo que es muy difícil que se produzca de una forma radical, obedeciendo a una sola referencia (política, económica, familiar, etc.), y más lo es todavía que la inclusión sea igual de plena en todas sus dimensiones. Además, en la sociedad moderna hay una significativa asimetría entre exclusión e inclusión, que podemos conceptualizar con ayuda de la distinción entre acoplamiento laxo y estricto (Weick, 1976). La inclusión funciona con una lógica de acoplamiento laxo, pues el éxito económico no asegura el éxito en la vida familiar, como tampoco la salud ni el éxito educativo de los descendientes, si bien está claro que lo favorece. En cambio, la exclusión está ex-
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puesta a una lógica acumulativa, redundante, de forma que a la imposibilidad o dificultad para participar en un ámbito funcional es bastante probable que le sigan otras en ámbitos diferentes (la pobreza suele acarrear el deterioro de la vida familiar, de la salud, la dificultad de estimular y apoyar la educación de los hijos, etc.). El funcionamiento de los procesos de inclusión/exclusión en la sociedad moderna presenta otro rasgo característico derivado también de su forma funcional de diferenciación: la dificultad de disponer de una institución capaz de regular centralizada y eficazmente los procesos de inclusión/exclusión. Sin embargo, esto no excluye, como veremos, que la sociedad renuncie a cualquier intervención sobre la dinámica de los procesos de inclusión/exclusión, sino solo que el funcionamiento de cualquier sistema social diferenciado alrededor de esta intervención estará sometido a fuertes limitaciones estructurales, derivadas de la diferenciación de la sociedad en sistemas funcionalmente especializados, y a importantes indeterminaciones. El término «función» es empleado aquí en el sentido de un punto de vista que permite comparar lo realizado con otras posibilidades, lo que lo hace muy adecuado para expresar ideas de unidad y diferencia, al igual que la jerarquía. Por eso, las funciones pueden ser utilizadas por sistemas complejos para autodescribirse, de forma que expresen su identidad como sistema y su diferenciación interna. Y este uso de las funciones gana en relevancia cuando los sistemas se hacen demasiado complejos para estructurarse jerárquicamente, ya que somete la estructura correspondiente a una menor tensión. Además, la orientación funcional es un modo de producir redundancia, y con ella seguridad, pues permite comparar distintas formas de atender un problema en cuanto equivalentes, de modo que son sustituibles, ofreciendo así una cierta seguridad de que el problema de referencia será atendido (de una u otra forma). Ahora bien, las funciones son constructos observacionales, de manera que orientarse por ellas no es un requisito ineludible para el funcionamiento y reproducción de un sistema social, como tampoco lo es la orientación por fines para la acción (en el sentido weberiano). El funcionamiento y la reproducción efectivos de un sistema preceden a cualquier esfuerzo por dotarlos de una semántica unitaria. Sin embargo, es muy verosímil que la funcionalidad pueda ser un fundamento relevante de la morfogénesis social, capaz de seleccionar evolutivamente estructuras sociales, ya que actuar y observar no se excluyen entre sí, pues en la comunicación ambas cosas son casi imprescindibles, dado que no es posible que todos los partícipes actúen a la vez. Por eso, como se apuntaba anteriormente, la comunicación implica un reparto alternativo y fluctuante de la acción y la observación, de forma que ambas coexisten y se concatenan en cuanto la segunda es comunicada o a su vez observada. Por eso, como ha señalado Luhmann (1984, p. 408), en cuanto se percibe una diferencia entre actuar y observar, aunque sea mínima y poco concreta, aparecen en los sistemas sociales procesos de autoobservación que están en la base de la construcción de estructuras sociales. En cuanto es de esperar
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una diferenciación entre actuar y observar, por insignificante que parezca, se abre la posibilidad de experimentar con el planteamiento de problemas y atribuciones funcionales, siendo la autoobservación el proceso comunicativo que transforma esta posibilidad en estructuras. Y esta transformación es tanto más probable cuanto más claramente se diferencien acción y observación, lo que está estrechamente relacionado con el aumento de la complejidad comunicativa, que en este sentido es decisiva para que surjan orientaciones funcionales muy improbables, debido a sus abundantes requisitos —como es el caso particularmente importante aquí de la especialización—, y seleccionen las correspondientes estructuras.
8.3. Formas de diferenciación y tipos de apoyo social La emergencia (evolutiva) y el funcionamiento de los servicios sociales son un resultado característico de la sociedad moderna, que puede ser analizado en términos funcionales. La fundamentación y desarrollo de esta tesis exige responder a dos cuestiones: con referencia a qué problema cabe pensar que la actividad y la estructura de los servicios sociales representan una solución, y si hay otras posibilidades, funcionalmente equivalentes, de abordar este problema. Los servicios sociales tienen que ver con actividades de apoyo social a individuos y/o grupos cuyas carencias y privaciones dificultan o directamente impiden su funcionamiento autónomo y la consiguiente inclusión social. Dicho de otra forma: los servicios sociales son el sistema especializado en prestar apoyo social a quienes experimentan graves dificultades para su inclusión social, por lo que puede decirse que su función social es hacer esperable la facilitación de un «equilibrio temporal de necesidades y capacidades» (Luhmann, 1973, p. 135). Por eso, al igual que sucede con la economía, los servicios sociales necesitan diferenciar, para luego relacionar, distintos horizontes temporales. Pero esto sucede de formas distintas. En la economía, como sistema de «previsión», las acciones comunicativas presentes han de realizarse de modo que aseguren la posibilidad de satisfacer necesidades futuras. En los servicios sociales, en cambio, como sistema de «provisión», mediante el apoyo actual se busca «rehabilitar», o sea, compensar en el presente las dificultades acumuladas en el pasado, para abrir así nuevas oportunidades de participación en diferentes esferas funcionales. Una vez identificado el problema de referencia, el análisis funcional tiene que plantearse si, a lo largo de su proceso evolutivo, la sociedad ha ensayado otras soluciones, funcionalmente equivalentes a los servicios sociales, para proporcionar apoyo ante los riesgos y las realidades de la exclusión social. Responder a esta pregunta obliga a ponerla en el contexto de las mencionadas formas de diferenciación social. Se ha señalado que las sociedades primitivas tienen como principal característica su diferenciación segmentaria en términos de parentesco, cohabitación o, lo que más normal, una combinación de ambas formas de segmentación.
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Esta forma de diferenciación social proporciona pocas orientaciones para que las subunidades sociales resultantes se diferencien entre sí: grupos de parentesco y asentamientos son iguales, en el sentido de que no hay una diferenciación complementaria por especializada, sino una diferenciación de unidades sociales que hacen las mismas actividades, se organizan de forma similar y, por ello, atienden las mismas funciones. Por eso, la posición de los individuos en la sociedad es estipulada por su pertenencia adscriptiva a un linaje y a una determinada comunidad, que son los responsables de apoyar a los individuos ante las situaciones de privación, bajo el supuesto de la reciprocidad (Mauss, 2010). O sea, ante problemas de privación, puedo esperar que otros, como mis parientes o vecinos, esperen mi apoyo, y que prestándolo refuerce mi expectativa de ser ayudado cuando, a mi vez, lo necesite. En estas sociedades, por tanto, el apoyo social se materializa en forma de contribución a la satisfacción de las necesidades de otro(s), y es concebido y regulado por estructuras de expectativas recíprocas. Esto significa que la función de apoyo social se refiere siempre a la existencia de tipos particulares de expectativas (reflexivas), por una parte, y, por otra, a las situaciones reales en que este tipo de expectativas son albergadas. De cara a identificar las necesidades correspondientes se precisan instituciones sociales capaces de resolver el problema de las demandas temporales de apoyo. En este sentido, como sabemos desde las investigaciones de Mauss en las islas Trobriand y en Nueva Guinea, la institución clave para la concepción y regulación de esta forma simbiótica de apoyo es la entrega de presentes, que se produce en un marco de intercambio simbólico, en el sentido de que la entrega de un presente genera una obligación de contraprestación diferida. Así, en caso de necesitar apoyo, todos pueden esperar obtenerlo a través de relaciones de alcance local. Por eso, el don puede considerarse la primera forma institucionalizada de asistencia mutua, y, como ha señalado Luhmann (1973, p. 26), es precisamente su indeterminación lo que lo convierte en una forma de apoyo muy adecuada, al hacerla muy adaptable. Pero el compromiso de gratitud es inespecífico. Y cuanto menos propensa es la sociedad a proporcionar ocasiones de ayuda mutua, tanto más adopta el principio de equivalencia entre lo dado y lo recibido. La función de la entrega de presentes en las sociedades segmentarias y mecánicamente solidarias, para expresarlo en términos durkheimianos, reside en que les proporciona un marco estructural relativamente abierto y simple de expectativas referentes a las demandas de ayuda urgente. Pero esta indeterminación y extensibilidad de la gratitud frente a necesidades concretas se convierte en desventaja si las necesidades particulares se hacen cada vez más diferenciadas, tal y como ocurre en las ya más complejas sociedades estratificadas, basadas en la diferenciación de atributos y tareas, por lo que en ellas el apoyo personal basado en la expectativa de reciprocidad diferida cederá protagonismo a la caridad. En las sociedades estratificadas, igualdad y desigualdad son reguladas por un sistema de rangos sociales, basado en la idea de una desigualdad «natural»
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de los individuos. Los rangos con un estatus social similar forman estratos, y la igualdad se realiza solo dentro del estrato. El resultado es un proceso de cierre (endogámico) del acceso a las diferentes posiciones sociales, lo que no es obstáculo para que se desarrollen nuevas diferenciaciones dentro de los estratos, con la consecuencia, por ejemplo, de que aparezcan distinciones entre alta y baja nobleza o entre campesinos ricos y campesinos pobres. En este marco, la idea de reciprocidad es desplazada por la caridad como forma fundamental de dispensar apoyo social. Este desplazamiento implica que quien ayuda lo hace ahora sin esperar una contrapartida, por lo que el receptor no queda comprometido a proporcionar otra equivalente en el futuro (Sahle, 1987, p. 12). Esto se debe a que el factor clave para motivar el apoyo recíproco —la potencial reversibilidad de las circunstancias— desaparece por la estratificación social. Entonces, la decadencia del apoyo mutuo es compensada por una forma especial de apoyo, capaz de cruzar las delimitaciones estratificatorias. Como la ayuda al necesitado no puede realizarse ya bajo el principio de reciprocidad, «la motivación social a ella ha de obtenerse de forma indirecta, realizándola como caridad y estilizándola como virtud» (Luhmann, 1973, p. 28). El acto caritativo se convierte en una obligación moral prescrita religiosamente, lo que facilita comprender el apoyo como un acto social esperable en el que participan individuos situados en diferentes estratos sociales (Bommes y Scherr, 2000). En las sociedades estratificadas, por tanto, la caridad tiene la función de proporcionar una estructura de expectativas relativamente fiable para el apoyo en el marco de —y a pesar de— la creciente no ya desigualdad de oportunidades de vida, sino de la cada vez mayor distancia social entre los individuos, por su desigualdad «natural». A diferencia de sus predecesoras, la sociedad moderna se organiza diferenciando criterios funcionales de sentido, lo que conlleva un orden social basado en la igualdad de lo diferente. La diferenciación de esferas funcionales de comunicación se convierte en el hilo conductor de la formación de los principales sistemas de la sociedad (economía, política, derecho, educación, etc.), que, como sistemas sociales, no consisten más que en comunicaciones recursivas. Esto es consecuencia de una evolución sociocultural que permite añadir a la forma «natural» de comunicación (la interacción presencial) otras más complejas, como la comunicación a distancia (que se origina gracias a la escritura) y la formalmente organizada, sin las cuales el desarrollo de grandes sistemas funcionales no habría sido posible. Estos sistemas son, además, autorreferenciales, lo que significa que erigen y mantienen su identidad sistémica en virtud de la reproducción constante de un específico código comunicativo binario. Esta diferenciación funcional fortalece la desigualdad de los sistemas que origina, pero sin que esto origine una jerarquía sistémica, en contra de lo que suponía Parsons (2007, pp. 424 y ss.) cuando hablaba de una jerarquía de control («cibernético») entre los diferentes subsistemas de la acción social. La ausencia de una jerarquía de control, y la adopción de una conexión «heterár-
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quica» entre los diversos sistemas funcionales, se debe precisamente a su desigualdad —la sanidad, por ejemplo, no puede ser suplida funcionalmente por la economía o la política, aunque evidentemente suele estar condicionada por la una y la otra—. La igualdad entre los diferentes subsistemas funcionales resulta de su especialización en el tratamiento de diferentes problemas, por lo que la sociedad no puede establecer ningún orden legítimo de preferencia de sus diferentes sistemas. Estos son autónomos y asumen ante la sociedad la responsabilidad exclusiva en el tratamiento de específicos problemas sociales (escasez, toma de decisiones colectivamente vinculantes, fe, justicia, formación, tratamiento de enfermedades, intimidad, etc.). Pero la diferenciación funcional depara no solo una multiplicación de funciones anexas a diferentes códigos comunicativos de carácter binario, sino algo más importante aún: que cada función y su correspondiente código se convierten en el centro del mundo para el correspondiente sistema. A resultas de esto, la sociedad se hace tan compleja que le resulta ya imposible generar una representación de sí misma como una unidad en sí misma. La sociedad, en consecuencia, deja de tener un centro o una cúspide que puedan expresar su unidad (Luhmann, 1987). Sobre esta base, es posible mostrar algunos aspectos claves de la forma de apoyo social característica de la sociedad funcionalmente diferenciada. A diferencia de la caridad, apoyada en estructuras de motivación individuales fundamentadas religiosamente, el apoyo social articulado a través de los servicios sociales establece un compromiso de la sociedad con el interés de las personas y colectivos excluidos, que se materializa en la creación de dispositivos orientados a superar las dificultades que origina la exclusión. De esta manera, y en buena medida también como resultado del proceso de secularización, el apoyo social que antes era producto de la generosidad motivada y sancionada religiosamente se convierte en materia de las políticas sociales que deben ser implementadas por los servicios sociales. Con ello, el par operativo «apoyo social/control social», que se establece en el tránsito de la sociedad estratificada a la sociedad funcionalmente diferenciada (pensemos, por ejemplo, en las leyes de pobres británicas), puede incorporarse al campo semántico del apoyo social. Por eso puede decirse, genéricamente, que los servicios sociales son una institución diferenciada para proporcionar un apoyo sistematizado mediante el acompañamiento y/o la concesión de prestaciones a quienes padecen los procesos destructivos que acarrea la exclusión social, lo que conduce a la paulatina profesionalización de quienes desempeñan papeles de apoyo y a nuevas formas de control, caracterizadas por su progresiva formalización organizativa.
8.4. La indeterminación estructural de la intervención social Para ver si los servicios sociales pueden ser descritos razonablemente como un sistema funcional de nuestra sociedad, la primera cuestión que debe abordarse es la relativa a los criterios a manejar para identificar un sistema funcional.
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Como se ha señalado antes, un sistema funcional lo es en la medida en que hay una serie de comunicaciones que se orientan por un específico código, que adopta la forma de un esquematismo binario. Por eso, como indica Luhmann (2016, p. 35), sería erróneo concebir la diferenciación funcional mediante el tradicional esquema de descomposición de un todo (la sociedad) en partes relativamente independientes unas de otras (subsistemas funcionales). Si se adopta esta perspectiva, al observar el funcionamiento de la sociedad es fácil observar, sobre todo, «desdiferenciaciones», ya que, a diferencia de lo que ocurre con la diferenciación segmentaria y la estratificatoria, con ella no disminuyen las interdependencias entre las «partes», sino que aumentan. Pero las cosas cambian radicalmente si asociamos el origen de la diferenciación funcional con directrices no emanadas de principios, sino de distinciones. Esto significa que la diferenciación de un sistema funcional tiene su punto de partida y motor en operaciones que seleccionan entre los valores de una diferencia: legal/ilegal, pagar/no-pagar, amar/no-amar, etc. De esta forma, códigos diferenciales (binarios) distintos conllevan determinaciones informativas muy diferentes acerca de los acontecimientos observados y de la realidad en la que se producen, porque generan horizontes selectivos diversos. Esta conexión empírica entre la diferenciación funcional y la emergencia de diferentes esquematismos binarios que operan como distinciones directrices de la comunicación en una esfera social implica que operaciones que tienen lugar en esta han de representarse como sucesos contingentes (como algo que puede ser o no ser), lo que además abre la posibilidad de someterlas a las condiciones impuestas por sus propios programas. Solo gracias a esto puede decirse, por ejemplo, siempre que se trata de decidir si se entrega una cantidad determinada de dinero o no, que estamos ante una operación económica, y esto con independencia de que sea para comprar un bien, pagar un impuesto o dar una limosna. En todos estos casos, las operaciones del sistema económico remiten a dos únicos valores: pagar o no pagar, excluyendo cualquier otro, lo que le facilita, al menos en apariencia, el manejo lógico de los mismos y la tecnificación del tránsito de uno a otro. Pese a esta característica facilitación del tránsito entre valores, estos se disponen siempre asimétricamente: solo uno de ellos proporciona la capacidad de producir nuevas operaciones. Es el caso de los pagos en la economía, de lo lícito en el derecho o del gobierno en la política (en este caso porque solo desde él se pueden tomar decisiones colectivamente vinculantes). A él se contrapone otro cuya función consiste en dar cuenta de la contingencia de la atribución del primero. De esta forma, el esquematismo binario con el que se codifican las operaciones del sistema atiende dos funciones: la de su reproducción y la de su contingencia, expresadas, respectivamente, por un valor positivo y otro negativo. Vistas así las cosas, el paso siguiente es preguntarse si hay un código propio de las operaciones y observaciones que realizan los servicios sociales. De acuerdo con lo expuesto, considero que la operación propia del sistema de servicios sociales es la intervención social, para la cual, la distinción apoyo/
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no-apoyo asume el papel de esquematismo codificador —y como tal diferenciador— de los servicios sociales como sistema funcional (Baecker, 1994). Como el apoyo está motivado por la exclusión, el valor positivo del código de la intervención social mantiene una conexión constitutiva con el valor negativo del supercódigo social inclusión/exclusión. De este modo, la preferencia de la sociedad por la inclusión se traduce, estructuralmente, en la diferenciación de un sistema cuyas operaciones solo pueden producirse a partir de la identificación de situaciones de exclusión, que es el sustento material del sistema de los servicios sociales, ya que solo ellas pueden desencadenar la intervención social. En cambio, la inclusión refleja, a lo sumo, lo que no se tiene cuando alguien está excluido. Por eso, el campo semántico de la exclusión no deja de expandirse («exclusiones moderadas» o «compensadas», «vulnerabilidad», etc.), y el de inclusión se hace cada vez más problemático y se vacía paulatinamente de contenido, lo que se refleja en que, para los profesionales de los servicios sociales, los incluidos son los todavía no excluidos, los ya no excluidos o los que están en riesgo de exclusión. En contra de la comprensión dominante, para la que el punto de referencia de la intervención social es una idea o un principio, mi planteamiento se sustenta, pues, sobre la idea de que el apoyo social es una comunicación dirigida por su distinción del no apoyo social, pues solo así pueden los servicios sociales regenerar su capacidad operativa. Se trata de una comunicación contingente, pues toma en consideración el no apoyo cuando apoya y al revés. Solo en la medida en que esto es así y el cambio de un valor a otro es posible y real, puede ser el apoyo social la operación propia de un sistema funcional, que entonces depende de programas organizativos y profesionales para poder decidir qué valor seleccionar y cuándo es adecuado el cambio al opuesto. Pero en los servicios sociales, como en la sanidad —que codifica sus operaciones con el esquematismo enfermo/sano3—, las operaciones características presentan una importante peculiaridad: aspiran a transitar del valor positivo (apoyo) al negativo (no-apoyo), pues su meta es la salida del usuario de la exclusión. De esta forma, mientras que en otros códigos los valores negativos expresan la contingencia operativa (no pagar, ilicitud, falsedad, oposición, etc.), y por ello cuestionan la inmediatez de las aspiraciones finalistas en su respectivo ámbito, en el caso de la intervención social el objetivo que se atribuye al apoyo social es conseguir que no sea necesario seguir prestándolo. Y esto como consecuencia que, en los servicios sociales, al ser el valor negativo más una meta que un reflector de contingencia, parece prescindible el desarrollo de robustas teorías reflexivas, al modo que ha ocurrido en otros sistemas (teoría económica, teoría política, epistemología, teología, etc.). Esta atrofia teórica es compensada por dos hipertrofias características: la de la ética profesional y la de la metodología de la intervención social. Como toda metodología, la de la intervención social es un instrumento para la pro3
Véase Luhmann (2016, pp. 137 y ss.).
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gramación de una praxis que mira ante todo a sí misma (a su sistematización), y no tanto a la función de su sistema para la sociedad y al modo y medida en que la atiende. Los programas de control de la intervención social tienen un fuerte sesgo autorreferencial, pues el que atiende típicamente a la referencia externa, la teoría, está muy poco desarrollado4. Esta peculiar configuración de la praxis de los servicios sociales genera una indeterminación estructural muy característica. Mientras que en la mayor parte de los sistemas funcionales la atribución del valor positivo del código debe contribuir a la realización de nuevas aplicaciones del mismo en sucesivas operaciones (por ejemplo: en la economía, los pagos contribuyen a la realización de nuevos pagos, gracias a que alimentan la circulación del dinero), en los servicios sociales la atribución del valor positivo se realiza con la pretensión de que permita transitar al negativo lo antes posible. Y de esta pretensión deriva un problema reproductivo: el que la continuidad operativa de los servicios sociales necesita que el entorno social suministre continuamente nuevos casos. La finalización de un caso (sea por haber tenido éxito o sea por mero desistimiento) obliga al sistema a empezar de nuevo, por lo que su continuidad precisa de criterios para identificar suficientes situaciones problemáticas que lo realimenten. En este sentido, mientras que la mayoría de sistemas funcionales regeneran los problemas que les son confiados por la sociedad con sus propias actividades, en los servicios sociales cada operación finalizada (por éxito o por desistimiento) amenaza su continuidad. Mas la constitución de organizaciones formales y especializadas para realizar las actividades de apoyo representa un auxilio fundamental, pues como tales organizaciones están especializadas en «descubrir» nuevas «necesidades», incluso allí donde ya se ha apoyado con éxito, pues solo así pueden asegurar su continuidad como organizaciones. Estas «necesidades» se supone que demandan apoyo porque quien las sufre no puede apoyarse a sí mismo ni encuentra en su entorno social el apoyo que precisa. Es decir, que los servicios sociales apoyan para compensar un déficit de apoyo en la vida cotidiana de sus usuarios. Pero se supone que este apoyo no debe perpetuarse, sino que ha efectuarse de modo que en un tiempo razonable no se tenga que seguir proporcionando. Para ello, la intervención de los servicios sociales debe crear posibilidades de que, más allá del apoyo institucional, los destinatarios sean capaces de asumir el control de su mundo vital y puedan encontrar (o construir) en este redes de apoyo eficaz. Queda así en evidencia que la contraposición entre los dos valores del esquematismo binario característico de los servicios sociales es más aparente que real, hasta el punto de que, en no pocos casos, la forma más adecuada de apoyo institucional es el no ofrecerlo. Si en algunos casos es decisivo que la intervención de los servicios sociales se produzca de forma directa, en otros lo más correcto es esperar a ver qué ocurre con los intentos de los usuarios de 4 Aquí radica, dicho sea de paso, la habitual reluctancia de los profesionales de los servicios sociales a atender y entender las observaciones de disciplinas que puedan ayudar a compensar este déficit heterorreferencial de la programación del sistema, como la economía y la sociología.
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hacer algo por y para sí mismos. Y esto, más allá de la evidente necesidad de diferenciar contextos en relación con el apoyo o el no apoyo, implica que hay una relación paradójica entre ambos, pues el apoyo se puede prestar, precisamente, no apoyando. Ahora bien, ¿por qué el fin del apoyo institucional ha de ser el «autoapoyo» de quien lo recibe? En lo esencial, porque los usuarios de los servicios sociales son también sistemas autorreferenciales, por lo que, como tales, no pueden ser dirigidos ni transformados por otros sistemas, sino solo estimulados al autocontrol y la autotransformación. Este punto de vista ha sido tradicionalmente objeto de desconfianza, cuando no de rechazo, por gran parte de los teóricos de la intervención social, al considerar que significa un deslegitimación de servicios y profesiones sociales5. Pero este rechazo está muy condicionado por la incomprensión de lo que significa hablar de sistemas como unidades operativamente cerradas por autorreferenciales. Porque hablar de sistemas operativamente cerrados no es hacerlo de objetos, en el tradicional sentido ontológico, sino de diferencias sistema/entorno, lo que implica que un sistema es la diferencia entre él y su entorno. Y esto significa que el término sistema es una especie de metáfora que da cuenta de una coproducción condicionada, de un fenómeno diferencial que, como tal, no es ni un objeto ni un sujeto en el sentido convencional de ambos términos. Cuando se habla de sistemas, por tanto, lo hacemos también implícitamente de sus entornos, pues solo en relación con estos puede hablarse de ellos. Si bien las operaciones corporales, psíquicas y comunicativas se diferencian unas de otras como elementos de distintas tramas autorreferenciales, también se presuponen mutuamente. Es decir, todos ellas son simultáneamente independientes y dependientes; o lo que es lo mismo: sus sistemas están acoplados estructuralmente6. Pero este acoplamiento no significa que puedan influirse directamente, pues lo que ocurre en sus respectivos entornos choca con los correspondientes límites sistémicos y solo puede ser procesado dentro de ellos conforme a parámetros propios. En pocas palabras: el entorno irrita, estimula, pero no determina un sistema. Por consiguiente, los usuarios de los servicios sociales deben ser estimulados por la intervención social a construir realidades más favorables para sí mismos que aquellas con las que han venido operando7. Como esta construcción solo puede ser útil en el contexto de las experiencias y valoraciones propias, no es en realidad una intervención, en el sentido (fuerte) de mediatización, sino 5
Véase, por ejemplo, Klasse (2004). El acoplamiento estructural significa que un sistema presupone de forma estable ciertas características de su entorno y sobre esto construye sus estructuras. En este sentido, puede decirse que los sistemas sociales (de comunicación) y los sistemas psíquicos (conciencias) están acoplados entre sí a través del lenguaje, lo que tiene amplias consecuencias para su organización interna y su evolución. Véase Luhmann (1997, pp. 92 y ss.). 7 El «plan» (de la intervención social) es producir «irritaciones», señalan Bardmann et al. (1991). 6
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solo una irritación externa, capaz, a lo sumo, de estimular la autoconstrucción de una nueva proyección personal, con la que, a pesar de la experiencia pasada, se pueda emprender una vida nueva (y mejor), lo que suele conllevar enfrentarse a sus consolidadas realidades psíquicas y sociales, a las que el profesional debe adaptarse, atendiendo y valorando lo que aportan los usuarios en forma de experiencias, perspectivas e interpretaciones (Kleve, 2003). En términos de diseño y organización de la intervención social, todo esto se traduce en el mandato de poner como punto de partida la voluntad y los intereses de los usuarios8. Como los seres humanos no son sistemas triviales (que respondan de forma predecible según sean estimulados), todo lo que la intervención social pueda lograr pasa por conseguir estimular a los usuarios a cambiarse a sí mismos, necesitando que estos se presten a la estimulación y se forjen una idea positiva acerca de lo que con ella se puede conseguir. El profesional, entonces, ha de partir de las perspectivas, interpretaciones e intereses del usuario, pues solo así puede establecer la base de cualquier intervención que aspire al éxito: acordar objetivos realizables y concertar las actuaciones para alcanzarlos. El profesional de la intervención social, por tanto, se encuentra inmerso en una situación cargada de ambigüedad: ha de ejercer sobre el usuario un control que debe pretender no serlo, pues su «intervención» no es factible sin la cooperación del usuario. Como las ideas y sentimientos del profesional no pueden transferirse directamente a la psique del usuario, y viceversa, la acción del profesional debe dar un rodeo a través de expresiones lingüísticas o de conductas observables. Para esto se forman los sistemas sociales, que, a su vez, no pueden ligarse directamente a las psiques implicadas, sino solo irritarlas/estimularlas, para que su producción de ideas y sentimientos transcurra en un cierto sentido. Esto significa que la intervención social no lo es nunca de un sistema en otro, sino que se trata de una actividad que hace emerger un «tercer sistema» (Fuchs, 1999, p. 95): el de la interacción entre profesional y usuario, que como cualquier otro sistema social genera sus propios límites, pues si perdura produce su propia historia y sus propios horizontes temporales. Codificada por el esquematismo apoyo/no-apoyo, la intervención social se conforma como una comunicación orientada a la compensación de carencias, y esto significa que informa de la existencia de un déficit (lo diagnostica), expresa que este debe ser superado y hace comprensible que entre la existencia del déficit y su superación no hay una conexión causalmente fiable, sino altamente contingente. Y es esta contingencia lo que hace posible combinar el apoyo con condicionamientos programáticos que regulan cuándo y cómo es conveniente proporcionarlo. A la vez, el apoyo comunicado —como contingente— puede vincularse consigo mismo (con su continuidad) y estimular la producción de circunstancias concomitantes que él mismo no puede proporcionar. 8 Esto, relativamente reciente en el ámbito del trabajo social, cuenta ya con una larga tradición en el ámbito de las terapias psicológicas. Véase, por ejemplo, Rogers (1949).
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La gran complejidad de la intervención social que nos permite atisbar su comprensión como un «tercer sistema» hace planear sobre ella una interrogante acerca de su eficacia, cuyo abordaje requiere indagar si la praxis de la intervención social dispone de recursos para hacer probable su, a priori, improbable éxito. A tal efecto, puede decirse que un aspecto clave es que dicha praxis se realice como si fuera a ser exitosa con seguridad. Para ello, la intervención social ha de proceder a una construcción que motive a iniciar un camino por el que no se transitaría si este constructo no existiera. Se elabora así una ficción que permite actuar como si se pudiera gobernar el cambio de un sistema, pero que requiere un conocimiento de algo que en realidad no se puede tener: el cómo se producen los cambios sistémicos y cómo buscar sus resultados. Se trata, pues, de una estrategia que se amolda bien al famoso teorema de Thomas: imponiendo el mandato de actuar como si lo improbable fuera siempre posible, suele precisamente contribuir a que aumente la probabilidad de que lo sea (Lindner, 2004), en la medida en que impulse a los usuarios a creer y esperar que algo está cambiando, y de esta forma se motiven a emprender su propio cambio.
8.5. La incertidumbre funcional de los servicios sociales Una vez analizados la estructura y el proceso operativo de los servicios sociales, es preciso abordar la función que se supone deben atender. Y lo haremos empezando por la cuestión de qué es lo «intervenido» por las operaciones características de los servicios sociales. A tal efecto, es necesario aludir de nuevo a la idea de que los servicios sociales operan a contracorriente. Como hemos visto, a diferencia de las sociedades estamentales y segmentarias, la sociedad funcionalmente diferenciada renuncia a la inclusión total de las personas, pues contempla solo inclusiones parciales —tanto en las interacciones como en organizaciones y sistemas funcionales—. En ella, la exclusión es un presupuesto básico de su característica forma cambiante de inclusión social (dependiendo del ámbito y el momento), lo que además abre la posibilidad de producir una exclusión indeseada, resultante de las dinámicas características de otros sistemas sociales. La intervención de los servicios sociales, en cambio, suele identificar su cometido funcional en términos de generación y regeneración de oportunidades de inclusión de sus usuarios como individuos o, incluso, como sujetos9. 9 Con meridiana claridad podemos verlo ya en las reflexiones fundacionales sobre el trabajo social de Alice Salomon: «Si bien es necesario entender las diversas formas de manifestación de la necesidad y sus causas, cualquier formulación y clasificación conceptual viola la vida en su unidad y diversidad. El ser humano […] es un ser indivisible. No se pueden separar sus necesidades económicas, espirituales, morales y sanitarias y tratarlas como cosas aparte. […] Las causas de su pobreza están indisolublemente relacionadas entre sí con frecuencia, tal y como lo están las necesidades humanas. […] Por eso, el objeto de los servicios de bienestar es el ser humano en su unidad, no su situación económica, su salud o su moralidad» (Salomon, 1998, p. 139).
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Frente a esta posición dominante, el planteamiento aquí desarrollado desemboca en la idea de que lo social de los servicios sociales consiste en que producen una comunicación cuyo tema son otras comunicaciones. Y esto es así porque lo específico de la forma de comunicación de los servicios sociales reside en su focalización en la selección de acciones comunicativas y su utilización para el procesamiento de nuevas informaciones. La acción comunicativa —la que expresa una información para otros o es observada como tal por estos y origina su correspondiente comprensión— es, ante todo, el punto de partida de la construcción de la forma más elemental de estructuración de la comunicación: las direcciones sociales (Fuchs, 1997). A esta necesidad, la respuesta más acabada y aceptada que ha dado la sociología es el supuesto básico de la llamada «teoría de la acción»: que los actores sociales son, en algún sentido ontológico, sujetos o unidades psicofísicas de acción, que son moldeadas por la sociedad. Frente a este planteamiento, el propuesto aquí entiende que el proceso primario de producción de direcciones comunicativas radica en la propia (auto-)génesis de la comunicación, pues esta requiere poder tratar a una formación de su entorno como instancia a la que atribuir la acción comunicativa. Así, pues, el sujeto no es el origen de las expectativas de las que parten otros sujetos, sino que es la comunicación, que para gestionar su autosimplificación produce puntos de atribución/imputación, que entonces emergen como personas (comunicativamente) actuantes. Estas, en consecuencia, señalizan la reintroducción de la diferencia comunicación/conciencia en la propia comunicación. Ser persona, en este sentido, equivale a poder ser lugar para esta reintroducción y, por ello, ser tomado como dirección (Luhmann, 1998, pp. 167 y ss.). Para esto es indispensable que esas formaciones «direccionables» mantengan una relación consigo mismas; es decir, que se les pueda suponer una autorreferencia propia, lo que a su vez implica una reintroducción de la diferencia comunicación/conciencia en la conciencia, por lo que el sistema «direccionable» ha de concebirse como una formación capaz de distinguirse a sí misma no solo de otras formaciones como ella, sino también de los sistemas de comunicación. En términos operativos, la construcción de direcciones sociales se produce en el curso de cualquier proceso comunicativo mínimamente duradero, ya que la reiterada selección de acciones comunicativas acaba produciendo lo que podríamos denominar una «condensación de los actores»10. La reiteración comunicativa los solidifica como procesadores de información a la que responden con conductas típicas, a partir de las cuales es posible forjarse expectativas sobre ellos. De este modo, la comunicación puede reducir su complejidad y hacerse visible; es decir, proyectarse como un espacio delimitado y señalizado, cuya continuidad es dirigible como si fuera una sucesión de acciones. Entonces, gracias a la recíproca referencia (retrospectiva y anticipa. 10 «Resulta difícil apreciar […] que la identidad personal puede desempeñar, y de hecho desempeña, un rol estructurado, rutinario y estandarizado en la organización social, precisamente a causa de su unicidad», señalaba ya Goffman (1970, p. 73).
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tiva) de estas acciones comunicativas es posible definir expectativas, registrar su posible decepción y proceder a la atribución de las mismas, así como de sus consecuencias —por ejemplo, como estigmatizaciones—; pero, sobre todo, es aquí donde se encuentra el punto de partida para el mecanismo de la inclusión o la exclusión. Cuando hablamos de la diferencia inclusión/exclusión como el problema propio y característico de los servicios sociales no podemos entenderla como algo relativo a los seres humanos en cuanto tales —pues estos son y solo pueden ser entorno de la comunicación—, sino como un límite referido a las transformaciones estructurales de direcciones sociales. Esto no implica negar las repercusiones existenciales de tales transformaciones sobre los sistemas psíquicos y corporales, sino que las intervenciones sociales son comunicaciones que solo pueden tematizar esas estructuras comunicativas que son las direcciones. La construcción de estas es tratada como información si y en la medida en que se ha decidido proporcionar y aceptar apoyo. Esta misma decisión forma parte de la construcción de direcciones por parte del sistema de los servicios sociales; representa el modo característico de inclusión del mismo y es, a la vez, lo que permite configurar su medio característico, su público. Y sociológicamente es de mucho interés que el apoyo a estas estructuras comunicativas personales conlleve también, inevitablemente, la exclusión del sistema mismo, pues, como se ha visto, el sistema de servicios sociales incluye para excluir, dado que apoya para (poder) dejar de apoyar, y en este sentido, a diferencia del resto de sistemas funcionales (salvo la sanidad y, en cierto modo, la educación), puede decirse que está caracterizado por una indeterminación estructural. Este concepto de dirección social puede parecer excesivamente abstracto, y por ello poco útil para la autocomprensión de los profesionales de los servicios sociales de su actividad profesional. Una mayor concreción del mismo, que permita aplicarlo a la comprensión del trabajo de los profesionales del «mundo social», puede conseguirse diciendo que, si bien las direcciones son estructuras comunicativas, siempre están correlacionadas con su entorno; en concreto, con el sistema psíquico que representa el núcleo atributivo de diversas estrategias de inclusión y exclusión. La psique está estructuralmente acoplada a la comunicación, y para ello son decisivas las direcciones (sociales). Esto significa que el apoyo social —en cuanto comunicación focalizada en específicas estructuras comunicativas— es una actividad referida a su entorno. El apoyo social especializado organiza y reorganiza el entorno social para los sistemas psíquicos; compone y recompone direcciones sociales que, en virtud de un proceso de retroalimentación positiva que expande los efectos de las exclusiones, parecen gravemente dañadas. Entonces, las organizaciones y los profesionales de los servicios sociales pueden albergar la esperanza de que su intervención sobre las direcciones —en virtud del acoplamiento estructural— pueda acabar filtrándose en la «subjetividad» de los individuos que están en su entorno.
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Pero esta intervención consiste en comunicaciones específicas, y si la referimos a los roles primarios del sistema (profesional y usuario), entonces solo cabe decir que estriba en disciplinarse a esta especificidad; es decir, en mantener una constante sensibilidad psíquica, en prestar una atención máxima a las circunstancias de cada dirección social «intervenida». Por lo general, esta atención es prestada, como se ha visto, en forma de receptividad hacia los individuos, que, condensada en la fórmula «intervención centrada en la persona», reemplaza las direcciones por unidades psicofísicas como destinatarios del apoyo. De esta forma, las consecuencias de una amplificación de la exclusión son proyectadas al interior de dichas unidades, que son así construidas como personas sin hogar, drogodependientes, mujeres víctimas de la violencia de género, etc., para entonces vincularse éticamente a lo así observado. Y esto significa que, como todos los sistemas sociales, también los servicios sociales son ontologizantes, pues necesitan evidencias «naturales» que bloqueen la observación de su función, ya que un funcionamiento suficientemente fluido del sistema exige que no se vea el carácter contingente de la misma. Gracias a ello, la intervención social puede determinarse como apoyo; es decir, presentarse a sí misma y a la sociedad como algo tan positivo que hace emerger, como contrapartida de las existencias excluidas o vulnerables, una ontología de las profesiones «sociales». Pero, al no tener sensores físicos, los sistemas funcionales no pueden observar a los seres humanos como un hecho real. Como sistemas, solo disponen de un código comunicativo que conecta sus selectivas operaciones entre sí, por lo que si este dejara de funcionar desaparecerían. Los individuos como tales no pueden ser incluidos en ellos, ya que tanto sus sistemas psíquicos como sus cuerpos son entorno de la sociedad, que se constituye y reproduce mediante operaciones que son solo comunicaciones, y no pensamientos, sentimientos ni procesos bioquímicos. Por consiguiente, el esquema inclusión/ exclusión no puede hacer referencia a la integración de entidades psicosomáticas en los procesos sociales, sino solo a la forma en que la sociedad construye a estas entidades externas a ella como «direcciones sociales»; es decir, como marcas que señalizan dónde se puede enviar un mensaje, esperando una respuesta característica al mismo (Fuchs, 1997). Si se acepta esta proposición, entonces los servicios sociales no pueden tener como función la inclusión de los seres humanos como individuos, ya que se trataría de una tarea strictu sensu inviable. Además, la diferenciación funcional hace que la sociedad se acople con los seres humanos de forma siempre selectiva, en virtud de las referencias funcionales que definen la situación, lo que equivale, por así decir, a que en ella son siempre «dividuos». Lo que los servicios sociales pueden realizar, a lo sumo, es reincluir las direcciones sociales excluidas para una concreta comunicación funcional, o sea, mediante la inclusión en sus propias comunicaciones. Los profesionales de los servicios sociales, en consecuencia, han de darse cuenta de que la intervención social no puede incluir por sí misma las direcciones sociales «intervenidas» en otros sistemas funcionales —no pueden votar por sus usuarios, ni trabajar por ellos, ni hacer que uno sea amado o ame a su pareja, etc.—. Lo único que puede
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garantizar la intervención social es la atención adecuada a las características de las direcciones sociales que usan sus servicios para, entonces, producir o reproducir la oportunidad para la inclusión —dicho más precisamente, para producir las condiciones de posibilidad de esta oportunidad—. En definitiva, el apoyo social especializado, brindado por un sistema funcional a través de las intervenciones de profesionales que operan en organizaciones formales, representa una especie de «doble modalización», ya que de lo que se trata con él es de habilitar una posibilidad, de dar la oportunidad de una oportunidad de inclusión. Por tanto, la función de los servicios sociales como sistema diferenciado de la sociedad moderna consiste en lo que Fuchs (2000, p. 176) ha denominado «gestión de la direccionabilidad». Si el argumento expuesto es correcto, entonces la función de los servicios sociales no está relacionada con el acceso directo a la diferencia inclusión/ exclusión. En sentido estricto, las intervenciones sociales con las que los servicios sociales prestan apoyo no incluyen, sino que operan para hacer posible una posibilidad de (re-)inclusión. En ello reside precisamente su funcionalidad para la sociedad moderna, pues su forma de diferenciación genera el imperativo «cultural» de la inclusión universal (todos los individuos deben estar incluidos en todos los sistemas funcionales), pero a la vez produce continuamente procesos de exclusión generalizada, redundante, y por ello transversal a dicha diferenciación. Tomando como referencia esta función, la unidad como sistema de los servicios sociales residiría en la doble modalización, que excluye la posibilidad de acceder directamente a la diferencia inclusión/exclusión. En sentido estricto, las intervenciones sociales con las que los servicios sociales prestan apoyo no incluyen, sino que operan para hacer posible una posibilidad de (re-)inclusión. En esto reside precisamente su funcionalidad para la sociedad moderna, ya que esta depende de la posibilidad de la inclusión universal (todos los individuos deben estar incluidos en todos los sistemas funcionales), pero a la vez produce continuamente procesos de exclusión generalizada, redundante. Por consiguiente, decir que las intervenciones sociales tienen por objeto la «reparación» de direcciones sociales dañadas, para proporcionarles una (nueva) oportunidad de inclusión, no significa hacer una referencia indirecta a los individuos como tales, sino a la estructura de la comunicación que son las direcciones sociales. Así entendida, la reinclusión (rehabilitación, reinserción) puede describirse como una especie de «puesta a punto» de direcciones sociales, que busca hacer más probable la posibilidad de una oportunidad para la inclusión o, en ocasiones, simplemente, abrir por vez primera dicha oportunidad. Los servicios sociales trabajan, en definitiva, con direcciones sociales, no con individuos, como sugiere la expresión del people-processing, utilizada frecuentemente para describir de forma genérica el objeto de dichos servicios y el trabajo de sus profesionales. La transformación de individuos es una operación imposible para la sociedad y sus sistemas, y de ello toma cuenta la intervención social no como tal, sino en forma de un velador mandato ético
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para los profesionales que la realizan. Por eso, los cambios personales son por principio incalculables para los sistemas de intervención social, pues dependen de cómo se adapten las personas (y su entorno) a la comunicación para proporcionar/recibir apoyo. Sea como fuere, lo más que los servicios sociales pueden hacer es reabrir la posibilidad de que los individuos excluidos puedan dejar de serlo, puedan (volver a) ser objeto de atención social; o sea, direcciones sociales efectivas. Pero el logro de este objetivo de ningún modo se atiene en realidad al postulado integrativo en el que se inspira la intervención social (véase nota 8). Este postulado integrativo choca con el hecho ya comentado de que, en las sociedades funcionalmente diferenciadas, los individuos no han de vivir su actividad social integrándose como individuos, sino justo al revés: participando como «dividuos». La participación en los diversos y no armonizados espacios funcionales, necesaria para poder llevar una vida normalizada, exige una relajación de las pautas actitudinales, morales y comunicativas, pues de otra manera se producirían rigideces que dificultarían asumir eficazmente los distintos roles correspondientes a estos diversos espacios (Nassehi, 1997). La intervención social tiene su foco, justamente, en este problema característico de la diferenciación funcional, al que responden de una forma específica: creando un espacio de inclusión vicaria (Baecker, 1994, pp. 102 y ss.). Pero al hacerlo, los servicios sociales asumen un problema que, por no ser realmente el suyo, acaba produciendo otro: el de una inclusión que, por ser vicaria, no equivale automáticamente a la inclusión en el resto de la sociedad. Los servicios sociales solo cumplen su función si la inclusión especial y especializada que proporcionan al abrirse un caso acaba transformándose en inclusión a secas, pero esta tiene que ser proporcionada por otros sistemas funcionales. Y es este carácter vicario de la inclusión proporcionada por los servicios sociales lo que origina la incertidumbre de si sus intervenciones facilitarán la inclusión real (en otros sistemas funcionales) o, por el contrario, acabarán encapsulando a su clientela. Esta incertidumbre funcional, que ha sido tematizada en términos de «ambivalencia funcional» por algunos investigadores (Kleve, 2007), es en gran medida producto de algo ya señalado anteriormente y que, en realidad, es una paradoja muy característica de toda pretensión resocializadora: la de la creación de problemas mediante la identificación de problemas, que es conocida desde hace tiempo en la sociología bajo el rótulo de efectos no queridos de la estigmatización y del «etiquetamiento». Goffman, (1970, pp. 2 y ss. y 67 y ss.), por ejemplo, ha llamado la atención sobre cómo la actuación de las instituciones de control social, que deben devolver la credibilidad social al individuo identificado como desviado, está expuesta al riesgo de que dicha identificación cree y refuerce una estigmatización desacreditante. En términos equiparables, toda intervención social está expuesta al riesgo de recalcar la «marca reflexiva» que informa sobre la exclusión de un individuo y este se acabe adaptando a esta inclusión vicaria, quedando adherido a su red de apoyos institucionales. Esta retroalimentación entre identifi-
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cadores de situaciones de exclusión y personas identificadas como excluidas, al favorecer la creación de dependencias clientelares, asegura a los servicios sociales la demanda de intervenciones sociales, pero también expone a estas al riesgo de que no logren alcanzar su meta y las exclusiones se enquisten, por ejemplo, en forma de exclusión «protegida» o «compensada».
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9. Big data: de las promesas del neopositivismo a la contención de la incertidumbre social César Rendueles1 e Igor Sádaba2
La expresión Big data alude a un conjunto de técnicas estadísticas de explotación de la información que se han convertido en una especie de nuevo sueño positivista de la era digital. Hace más de un siglo, Durkheim atribuyó a la estadística la capacidad de mostrar el «estado del alma colectiva» (Durkheim, 1987, p. 29). Hoy, los partidarios del Big data —empresarios puntocom, gurús del universo digital y líderes de megacorporaciones del software o el hardware—defienden que los protocolos estadísticos tienen un poder predictivo virtualmente ilimitado y proporcionan un íntimo conocimiento del comportamiento individual y agregado a partir del escrutinio estratégico de likes, tuits, perfiles de Facebook o vídeos de Youtube (Mayer-Schönberger y Cukier, 2013). El supuesto fundamental del Big data es que el aumento exponencial del volumen de la información accesible y analizable genera una especie de expresividad ateórica de los propios datos que, según plantean los defensores más vehementes de este paradigma, prácticamente se autointerpretarían. Esta confianza en los algoritmos que procesan sistemáticamente volúmenes ingentes de fuentes digitales ocupa una posición peculiar —simultáneamente legitimadora y catastrofista— en las autocomprensiones de la experiencia social contemporánea y sus incertidumbres asociadas. Pues no se asume únicamente la existencia de una realidad social subyacente directamente accesible mediante protocolos sin teoría, sino también que esos núcleos de inteligibilidad social solamente son accesibles a través del Big data y herramientas afines, en la medida en que, en la era del capitalismo global desregulado, lo social se ha convertido en un magma fragmentario, incierto, fluido y caótico al que solo la potencia de cálculo incrementada puede dar sentido. En otras palabras, se ha depositado en el Big data la esperanza de que la algoritmización erija un dique de contención tecnológico frente a la experiencia de la incertidumbre social característica del ciclo histórico posterior a la Gran Recesión de 2008 (Manyika, J. et al., 2011; Marr, 2018).
1 UCM.
2 TRANSOC-UCM.
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9.1. La irrupción del Big data La cantidad de información que fluye por las redes telemáticas se duplica, como mínimo, cada dos años. En 2013, una estimación indicaba que en un solo minuto a nivel global se enviaban más de doscientos millones de correos electrónicos, se realizaban dos millones de búsquedas en Google, se subían 48 horas de vídeo a Youtube, se publicaban 30.000 nuevos artículos en blogs y se cargaban 6.000 fotografías en Instagram3. Igualmente, solo en 2014 se enviaban 58 millones de tuits diarios (de 600 millones de cuentas activas) y las cifras no han hecho más que crecer exponencialmente. Un artículo de la revista Science4 calculaba ya en 2011 que la capacidad de comunicación bidireccional crece a un ritmo del 28% por año y la capacidad para almacenar información aumenta un 23% al año. Un ejemplo clásico que da idea del orden de magnitud de este crecimiento es la evolución del coste computacional de la secuenciación del genoma humano. El equipo que consiguió completar la secuenciación por primera vez en 2003 invirtió una década de trabajo, en 2013 esa misma tarea se realizaba en 24 horas. En 2018, aplicando técnicas de Big data, se ha reducido el tiempo a 15 minutos. Ese volumen de información resulta excesivo no solo para nuestras técnicas habituales de tratamiento y almacenamiento de datos, sino para nuestra imaginación matemática. Sin embargo, el valor de la información no reside ya en los datos concretos, sino en la forma de organizarlos, gestionarlos e interpretarlos. Lejos de necesitar esforzarnos para detectar, identificar o acumular información, ahora más bien lo que tenemos que aprender es a cribarla y entenderla (MayerSchönberger y Cukier, 2013). Y, a partir de ahí, se espera una sistemática obtención de patrones, prospectivas, perfiles, estimaciones, tendencias y demás resultados. Un ejemplo pionero de esta clase de estrategias fue el Google Flue Trends. En 2009, Google consideró que podía contribuir a paliar la extensión de la gripe aviar observando patrones de búsqueda relacionados con dicha enfermedad. Así, abrió un servicio web, Google Flue Trends, que establecía correlaciones entre la frecuencia de solicitudes de información en su motor de búsqueda y la propagación de la enfermedad. La herramienta de Google era mucho más veloz y barata que los modelos epidemiológicos tradicionales y se adelantaba en días a los focos de infección. Durante años, Google alardeó del potencial de sus estimaciones en tiempo real (lo que se conoce como nowcast, predicciones del presente en tiempos muy cortos) para controlar pandemias5. En 2013, sin embargo, Google Flue Trends falló estrepitosamente en el pronóstico de un nuevo pico pandémico y Google cerró la herramienta. El caso de Google Flue Trends es paradigmático de lo que el Big data ofrece. Consiste 3
https://www.domo.com/blog/how-much-data-is-created-every-minute/. «The World’s Technological Capacity to Store, Communicate, and Compute Information» (abril, 2011). http://science.sciencemag.org/content/332/6025/60. 5 «Detecting influenza epidemics using search engine query data» (Nature, 2009, https://www. nature.com/articles/nature07634). 4
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en el uso indiscriminado de millones de datos personales (búsquedas) que permiten establecer a través de cálculos multivariables patrones de predicción con independencia de que las búsquedas sean reales, fingidas o imaginarias. La mera cantidad de «preocupaciones sociales» acumuladas converge en una especie de sondeo global cuyo parecido con la realidad no siempre es el pretendido6. Otro ejemplo pionero representativo de otra dimensión del Big data es el lifelogging, un movimiento nacido en el entorno de las revistas tecnófilas norteamericanas, como Wired, que aspira a explotar las capacidades de las herramientas de registro y monitorización del cuerpo o la vida cotidiana. El quantified self (Lupton, 2014 y 2016) trataría de poner en valor y dar uso a todas las huellas digitales que vamos sembrando a nuestro paso, aprovechando su utilización para mejorar nuestras vidas a través del control de nuestras variables vitales y experienciales: calorías consumidas, ritmo cardiaco, horas de sueño, visitas a nuestros perfiles de redes, pasos dados, peso y sus variaciones, nivel de glucosa, marcas deportivas, etc. A través del autorregistro (self-tracking) podemos incluso hacer públicos nuestros récords o valores íntimos, una especie de «panóptico inverso» o dataveillance (Lupton, 2016). Ya no nos vigilan, somos nosotros los que nos mostramos a través de una especie de exhibicionismo informático constante de nuestro diario digital. Esa medición tecnológica ininterrumpida descansa sobre una idea de mejora a través del análisis (medias, evoluciones, tendencias, etc.) de nuestros ciclos de datos masivos (Swan, 2013, y Lupton, 2014). El conjunto de inputs tecnoestadísticos se contabiliza a través de múltiples facetas (hábitos lectores, actividad física, ciclos nocturnos, alimentación, acciones financieras, estados de ánimo, gestión del tiempo, geolocalización, datos médicos, etc.) con la esperanza de que el incremento de la «transparencia» (Han, 2013, crítico con ella) mediante la acumulación de datos optimizará positivamente nuestras vidas7. Lifelogging y Google Flue Trends representan dos extremos del Big data, el primero centrado en las «tecnologías del yo» y el segundo en interpretaciones sociodemográficas a gran escala. No obstante, buena parte de los usos contemporáneos del Big data son mesosociológicos y se mueven en el campo del marketing, las inversiones financieras, la prevención de la delincuencia, la reforma educativa o la gestión de recursos humanos. A diferencia de otras promesas digitales, cercanas a la futurología utópica, el Big data está teniendo ya aplicaciones prácticas que afectan a ámbitos muy relevantes de la organización educativa, económica o penal (O’Neil, 2017), si bien es cuestionable que sus efectos y resultados sean los que afirman sus defensores. Aunque su uso sistemático como herramienta de investigación social no está tan extendido 6 «What We Can Learn From the Epic Failure of Google Flu Trends» (Wired, 10 enero, 2015). https://www.wired.com/2015/10/can-learn-epic-failure-google-flu-trends/. 7 «Measuring your everyday activities can help improve your quality of life» (The Economist, 2012, https://www.economist.com/node/21548493).
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como en el ámbito del marketing o las finanzas, muchos científicos sociales observan su generalización como un horizonte deseable.
9.2. La investigación social frente al Big data: inmediatez e inductivismo Por otro lado, la investigación social, tan necesitada en ocasiones de grandes novedades, se ha visto sacudida por la llegada abrupta de este paradigma de datos masivos y ha proyectado en él tanto sus esperanzas como sus recelos. A menudo, la reacción de la comunidad investigadora al Big data ha pendulado entre la celebración acrítica de sus virtudes (Mayer-Schönberger y Cukier, 2013) y la resistencia desconfiada (Boyd y Crawford, 2012). Sin embargo, las promesas del Big data van más allá de sus aplicaciones prácticas inmediatas en la investigación, afectando a dimensiones metodológicas y teóricas profundas de la ciencia social (Manovich, 2011). Por un lado, los defensores de esta perspectiva consideran que las alteraciones en el modelo de generación de información digital trastocan los modos de investigar, ya que obtenemos de manera rápida y casi gratuita cantidades descomunales de datos. Por otro, ese «magma digital» provee, por su tamaño y extensión, una forma (más) objetiva y precisa de conocimiento, la mejor posible en estos momentos. Por primera vez, se nos dice, no tenemos que elegir entre tamaños muestrales o estudios en profundidad ni nos enfrentamos a situaciones donde no esté garantizada la significatividad de los cálculos. Ahora podemos escudriñar las trayectorias de billones de expresiones culturales, registros de experiencias, rastros de usuarios o textos enlazados sin salir de casa. O, dicho de otra manera, tal volumen de datos parece compensar cualquier otro problema metodológico: sesgos, errores, diseños muestrales, etc. Así que la máxima que sostiene todo el esqueleto teórico del Big data es, por así decirlo, que la cantidad compensa la calidad o la cantidad hace calidad. Esta especie de modelo que podríamos denominar «cuantilitativo» está basado en dos presupuestos tácitos: una ontología de la inmediatez y una epistemología inductiva. Muchos partidarios del Big data parecen dar por supuesto que la fortaleza tecnocuantitativa permite minimizar algunos de los dilemas clásicos de la mediación metodológica relacionados con la operacionalización de las variables. La justificación de esta supuesta inmediatez tiene que ver, en primer lugar, con la disponibilidad de los datos, pues los propios espacios de socialización digital producen información de manera ininterrumpida. La interacción online es una manufactura constante de información que es, además, almacenada sistemáticamente. Es decir, los territorios tecnológicos no solo son plataformas de generación de datos, sino también de registro y almacenaje (Estalella y Ardevol, 2011) o «auto-memoria potencialmente exhaustiva» (Navarro y Ariño, 2015, p. 121). Su limitación es que se trata de una memoria efímera, sepultada por la avalancha de cifras y cadenas, una sedimentación ininterrumpida de archivos digitales sin forma ni control. En general, asistimos a un registro sin memoria, un archivado auto-
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mático sin selección que apila en capas uniformes todo el material existente. En ese sentido, el Big data sería paradójicamente amnésico, un precipitado de datos sin sentido histórico. E inmediatez, en segundo lugar, porque los datos digitales tienen una composición relacional que los hace fuertemente manipulables y poseen, a pesar de su naturaleza informática, una materialidad real con efectos tangibles. Además, los datos digitales son datos estructurados o semiestructurados, lo que implica que se encuentran entrelazados y vinculan agentes, ámbitos y otros datos o formatos textuales y visuales. Es decir, no son meras agregaciones de información dispersa o dígitos flotantes, sino vectores y figuras que representan relaciones entre usuarios, objetos o espacios. El segundo presupuesto del Big data nos conduce no tanto a una pasarela de acceso a grandes cantidades de cómputos como a una estructura tecnológica capaz de volver transparentes los datos para las miradas expertas. De esta forma, el programa del Big data se basa en una especie de inductivismo sencillo, prometiendo la posibilidad de una hermenéutica mínima del dato, una reducción extrema de la labor interpretativa del sujeto que tiene que poner el texto al lado del contexto para poder leer la realidad social. En ese caso, la imagen que proyecta el Big data es la de un uso aséptico de técnicas algorítmicas cuyos productos no requieren de grandes operaciones cognitivas, sino de una acumulación de salidas estadísticas. Es decir, más que una técnica de investigación, estamos hablando de toda una narrativa de los tiempos digitales (Dourish y Gómez Cruz, 2018). Como si los números hablaran por sí mismos obviando la figura investigadora. En ocasiones esta postura ha sido entendida como un anuncio del «fin de la teoría» (Anderson, 2008) o, al menos, una situación donde lo teórico queda muy por detrás de cualquier aspecto empírico o computacional. Es decir, el Big data abre la puerta a una inteligibilidad directa y matemática que no requiere de grandes teorizaciones (declinación de lo causal) en favor de una descripción estadística (correlaciones) que prioriza el cálculo sobre la interpretación (Berry, 2011). Esta especie de muerte de la gran teoría en favor del empirismo abstracto, por usar la terminología de Wright Mills, viene también secundada por la omisión del contexto (condiciones sociales) en favor del texto (numerología y métricas).
9.3. Las críticas al Big data: ¿más es mejor? Las promesas del universo Big data han tenido una generosa recepción entre un nutrido grupo de científicos sociales, pero, del lado contrario, son muy numerosas también las voces fuertemente refractarias a este programa. Las críticas al modelo de Big data se pueden agrupar en tres grandes bloques, sintetizando algunos de los problemas señalados por danah Boyd y Kate Crawford en un texto pionero (Boyd y Crawford, 2012): i. Problemas gnoseológicos. El Big data altera nuestra concepción de lo que denominamos conocimiento. Existe un bucle operativo que interrelaciona las herramientas de producción de conocimiento con los resultados de su aplicación. No es algo necesariamente negativo, pero implica que fuera de
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su contexto metodológico y social, el Big data pierde buena parte de su significado. En primer lugar, el contenido que gestionan los algoritmos predictores solo puede incluir datos matemáticos, de modo que otro tipo de información resulta invisible. En segundo lugar, muchas de las recetas estadísticas que se emplean están diseñadas para usuarios interaccionando a través de redes sociales o de medios virtuales descentralizados. Asimismo, dejando de lado el espacio online de interacciones, tales registros pueden carecer de contexto interpretativo y de aplicación. Históricamente, lo que se ha denominado conocimiento o conocimiento socialmente valorado ha ido cambiado en virtud de los paradigmas políticos y organizativos dominantes. El giro computacional y el encumbramiento de las grandes bases de datos digitales y las herramientas algorítmicas de manipulación y análisis de las mismas altera nuestra concepción de aquello que puede ser entendido como investigación (y saber). Los objetos que se piensan como susceptibles de ser investigados responden a fisonomías concretas que cambian no solo la metodología sino la teoría social que subyace: «Change the instruments, and you will change the entire social theory that goes with them» (Latour, 2009, p. 9). No se trata tanto de un cambio de escala como de una profunda transformación de concepciones éticas y epistemológicas. Así, el Big data supone un enmarcado nuevo de las cuestiones relativas al conocimiento, al proceso investigador, a la relación que tenemos con los datos o a los sistemas sociales y nuestra comprensión de lo real. Tal y como ya se ha señalado numerosas veces en el ámbito económico, las herramientas de medición no solo obtienen nuevos datos, sino que dan forma a lo que se quiere medir redefiniendo el ámbito de lo investigable (Du Gray y Pryke, 2002, pp. 12-13). Ello resulta problemático si no se hace visible o manifiesto y si no se acompañan los métodos de datos masivos de una reflexión crítica sobre la manera en la que dichos dispositivos estadísticos modelan los objetos y ámbitos de investigación, algo que suele brillar por su ausencia. La cuestión es que el Big data preformatea los resultados de cualquier investigación al configurar cualquier problema social a través de correlaciones estadísticas ingentes, sombreando e ignorando cualquier fenómeno que no pueda ser expresado en esos términos. ii. Problemas metodológicos. Las pretensiones de objetividad y precisión son engañosas: en realidad, más datos no son necesariamente mejores datos. La extensión de la cuantificación a espacios que hasta ahora parecían inalcanzables no tiene una traducción directa en una mayor objetividad. La numerología estadística puede ser tan subjetiva como los métodos cualitativos y no permite eludir los problemas relacionados con la reflexividad o la calidad de los datos. Los registros comunicativos —mensajes, textos, fotografías, compras, comentarios y otros tipos de participación online— no son ventanas transparentes hacia comportamientos puros o únicos (Manovich, 2011). Desde hace tiempo se sabe que la razón estadística se basa aparentemente en una cuestión de músculo: tamaños muestrales altos serían una condición necesaria (pero no suficiente) para la obtención de conclusiones significativas. Sin embargo, es de sobra conocido también que las
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cuestiones de representatividad y de calidad de los datos son igual de importantes. Las disputas metodológicas clásicas referentes a la validez y la fiabilidad de un proceso investigador no desaparecen solo por disponer de enormes cantidades de datos o más potencia de cálculo. Que los datos sean sencillos de acumular o descargar no nos garantiza que sean representativos. Un ejemplo característico es Twitter. Se puede, en efecto, acceder a un corpus relativamente grande de tuits a través de herramientas informáticas sencillas. Sin embargo, eso no significa que dicha muestra de Twitter refleje necesariamente «la opinión pública» o «lo social». Existe una gran cantidad de sesgos evidentes: selección proporcionada por una empresa, ausencia de contexto, usuarios desconocidos salvo por su identidad virtual, brecha digital, cuentas falsas y bots (robots), etc. iii. Problemas ético-políticos. Que algo sea accesible no significa que sea ético. Los ejemplos de casos de uso de Big data con nefastas consecuencias son alarmantemente abundantes. Se ha confundido la libertad de acceso a los datos con una necesidad y naturalidad de su utilización y explotación sin importar los fines. Hoy en día, los datos personales y de uso privado son la materia prima para este tipo de análisis, a la vez que un valioso recurso económico que comercia silenciosamente con informaciones íntimas y estadísticas individuales. Las altas expectativas depositadas en el Big data se basan en el acceso a los datos masivos, de modo que sin una puerta de entrada a los grandes almacenes de información no tendría sentido poner a trabajar el motor algorítmico. El problema es que solo las megaempresas de medios sociales y las compañías de Sillicon Valley tienen acceso directo y sin cortapisas a los datos útiles (Manovich, 2011, pp. 6 y ss.), especialmente a los datos transaccionales8. Kitchin (2014) ha insistido en que el elemento realmente distintivo del Big data no tiene que ver con las dimensiones empíricas de sus bases de datos ni con la eficacia algorítmica del cálculo informático, sino con la singularidad de la información como valor gestionable y cuyo acceso produce nuevas fronteras y desigualdades sociales. Enfrentando Big data a Open Data, este autor destaca la importancia de nuevos actores emergentes que son los encargados de la extracción o fabricación de tales datos, los «enablers» (2014, pp. 80-99). Estas entidades se convierten en protagonistas clave del nuevo panorama global de los datos acaparando la producción de los mismos y su administración estratégica. No está claro si la solución pasa simplemente porque los datos sean completamente abiertos o no, ni el tipo de regulación óptima, lo que en definitiva remite a un problema político. Sin embargo, parece bastante razonable pensar que, des8 En teoría computacional, los datos transaccionales incluyen toda la información que se captura en los sistemas para reflejar transacciones como órdenes de compra, recibos, órdenes de servicio, peticiones, intercambios, etc. Por otro lado, los datos maestros representan información estática como equipo o activos (fabricante, modelo, especificaciones, número de serie), materiales de inventario, datos de empleados, proveedores, centros de costo, información para codificar, y documentación o material de referencia. El contenido y precisión de los registros maestros es crucial, ya que todos los datos transaccionales subsecuentes involucran de alguna forma los datos maestros.
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de luego, un acceso restringido a unas pocas empresas resulta problemático y condicionante y es un debate que merece la pena abrir.
9.4. La invención de lo sociodigital: la política de los grandes números revisitada Aunque el Big data está teniendo un gran impacto en la investigación sociológica, va mucho más allá del ámbito académico. Las promesas científicas son un correlato de una cierta «invención de lo social» (Donzelot, 2007) contemporánea. En ese sentido, el Big data está reproduciendo algunos procesos socio-epistemológicos característicos de la fundación de las ciencias sociales en un entorno histórico marcado por la incertidumbre incrementada. Según una conocida tesis de Alain Desrosières, la aparición histórica de la estadística está vinculada a la construcción conceptual y política de fenómenos sociales que hasta entonces no pertenecían al campo político o que no podían ser gestionados de manera «científica» (2004). La medición del desempleo es una de ellas: los métodos matemáticos aplicados al mercado de trabajo permiten la construcción de un nuevo objeto de investigación, espacio de discusiones y debates sobre sus medidas y cuantificación. Es decir, en dicha época, los teóricos de la estadística ampliaron el campo de lo pensable, se convirtieron en «inventores de lenguajes estadísticos que nos permiten construir precisamente los hechos sociales» (Desrosières, 2004, p. 16). Adicionalmente, este autor subraya el papel de la estadística como una suerte de epistemología política (más que una pura técnica de conteo) que estabiliza los objetos que el Estado moderno necesita en su formación. No se trataría tanto de ese vínculo que se cita con excesiva frecuencia entre la gran Administración central con sus registros contables y las técnicas de cálculo demográfico. Más bien estamos hablando de una «afinidad electiva» entre un modo político (o biopolítico, dirá Foucault) y un sistema científico que promete una gestión racional de lo social y que vehicula una esperanza de objetividad. La movilización de toda una serie de recursos matemático-tecnológicos se consideró condición de posibilidad de una gestión racional del cuerpo social, limitando la incertidumbre asociada al desarrollo del capitalismo. Las analogías históricas son peligrosas, pero seguramente es legítimo establecer una línea argumental similar respecto a los andamiajes epistémicos y políticos del Big data. De hecho, lingüísticamente, la homología entre la «ley de los grandes números»9 y los «grandes datos» parece obvia. Si la estadística estuvo asociada a la formación del Estado moderno, a la estandarización y sus protocolos administrativos (nomenclaturas, normativas, equivalencias, están9 Conjunto de teoremas que describen el comportamiento de variables aleatorias y que sirvieron como base teórica para parte de la estadística inferencial a la hora de hacer estimaciones futuras. Dichos teoremas indican las condiciones que se tienen que dar para garantizar que los promedios de tales variables converjan a valores concretos (poblacionales) que no son conocidos. Es decir, funcionan como garantías de predicciones muestrales futuras sobre un fondo de incertidumbre poblacional.
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dares del derecho, etc.) cuando se trataba de un campo conflictivo y lleno de riesgos, el Big data parece la malversación de ese proceso en una época de reformulación del Estado en un marco globalizado y fluido. Malversación, en el sentido de que hay un paso de las estadísticas estables y mediciones de control a través de índices e indicadores de calidad de la vida social (desigualdad, pobreza, etc.) elaborados minuciosamente a una especie de compendio o magma fluido de correlaciones sin causalidad y de datos cuyas fuentes, mediciones o validez importan poco. La popularización del Big data ha coincidido con la gran crisis económica que se inició en 2008 y que, a su vez, ha radicalizado una experiencia de la historicidad marcada por la incertidumbre muy característica del ciclo de acumulación capitalista que se inició en los años setenta del siglo pasado. Si bien la codificación legal necesaria para erigir un aparato institucional regulador nacional requirió de complejas operaciones estadísticas, la globalización declinante contemporánea convive con un paradigma epistemológico diferente: la fe en que una masa volátil de activos financieros o redes sociales interaccionando proveerán, a través de los viejos mecanismos impersonales (la mano invisible), un equilibrio final. No en vano, algunos estudios demuestran que gran parte de las narrativas mercantiles, monetarias y bancarias dominantes descansan sobre complejas elaboraciones predictivas cuyos resultados son extremadamente dudosos, pero que sostienen la creencia en una atadura de la incertidumbre (Muniesa, 2014). «Cifrar el mundo» (Cardon, 2018, p. 15) mediante barómetros, indicadores agregados e índices públicos fue una técnica de gobierno característica del periodo de formación de los grandes Estados-nación o de la era dorada del keynesianismo fordista y el Estado providencia. Ahora, en cambio, el Big data proporciona mecanismos de cuantificación para facilitar no ya un gran aparato burocrático o la formación de un mercado de trabajo, sino más bien un mercado internacional líquido y sin restricciones y su gestión por parte de un Estado profundamente transformado. La calculabilidad extrema del entorno digital cubre en la actualidad otras necesidades y expectativas, pero volviendo a realizar una función política importante. El conjunto de sistemas de bienestar que legitimó el capitalismo fordista requería de complejas medidas de lo social y de su cuerpo, ampliando las observaciones del espacio colectivo a través de diagnósticos estadísticos basados en indicadores varios. Es la época de los índices de pobreza (pobreza relativa y absoluta, IPH1 e IPH2, IPM, etc.), de desarrollo (IDH), desigualdad (índice de Gini), etc. Podemos denominarla la época dorada de los indicadores o índices compuestos, ya que se fabricaban sin cesar mediciones combinadas de diferentes aspectos demográficos, económicos, sociológicos o políticos que intentaban calibrar la calidad de los sistemas públicos o de los modelos sociales de posguerra. En cambio, en el escenario internacional posterior a la crisis de 1973, caracterizado por una creciente financiarización y un desmantelamiento estratégico de los mecanismos de protección social, estos indicadores perdieron peso en beneficio de otras formas de medir la realidad social. Así, desde fina-
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les del siglo xx asistimos a la proliferación de dos tipos de análisis estadísticos paralelos. Por un lado, el cálculo de riesgos, muy vinculado al mundo bursátil, dirigido a cuantificar probabilidades imposibles de mercados volátiles a través de modelos complejos sin apenas margen de acierto. A pesar de sus más que cuestionables resultados, la ingeniería financiera es un área en expansión que ha logrado construir una auténtica «cultura financiera» (Muniesa, 2014, pp. 7-16). Por otro lado, se han consolidado los métodos tipo Big data, muy afines a los anteriores, donde de lo que se trata es de lidiar con un conjunto de datos extensos y licuados, no con el objetivo de elaborar indicadores precisos de lo social, sino de construir modelos predictivos futuros. En este contexto, ni siquiera cabe hablar de anticipaciones estimativas precisas. Se trata de narraciones casi mitológicas que proporcionan una gestión discursiva del riesgo que, a su vez, da entidad epistémica a objetos financieros etéreos y puramente informáticos. Este paradigma, por tanto, estaría en consonancia con una financiarización del mundo basada en la inmaterialidad globalizada que tiene que apelar a modelos matemáticos puramente probabilísticos como forma de «hacer realidad» y valorizar tales activos gaseosos. El Big data, como gran discurso epistémico, en definitiva, forma parte de una apelación constante a una suerte de ritualismo estadístico performativo que otorga un espacio de reconocimiento a las prácticas económicas del capitalismo de casino contemporáneo.
9.5. El Big data como fundamento del neocomunitarismo represivo En este mismo escenario histórico, el auge del Big data no solo es correlativo de algunas transformaciones importantes en los espacios de gobernanza contemporáneos, sino que cada vez forma parte más activamente en ellos. Durante al menos tres décadas, el vértigo de la fragilización social y el riesgo vital asociados a la financiarización global, la flexibilidad laboral y la pérdida de soberanía política quedaron de algún modo contenidos por las expectativas de crecimiento económico, las promesas de ampliación de la subjetividad expresiva —el «yo reflexivo» de Giddens (1991)— y el avance tecnológico. No obstante, este es un programa social que atraviesa una fuerte crisis, si no ha entrado en franca descomposición. Las pretensiones de restauración de la lex mercatoria se enfrentan a límites infranqueables, tanto internos, relacionados con el descenso de la tasa de ganancia, como externos, medioambientales. Pero también las promesas postmaterialistas de reinvención personal se han visto fuertemente dañadas por la degradación laboral, la transformación del mundo del trabajo y el aumento de la desigualdad. Es difícil sostener hoy que la precariedad, como expresión laboral y vital de la incertidumbre histórica, constituye una ruptura de las cadenas fordistas que libera posibilidades de autorrealización personal basadas en la búsqueda creativa de estilos de vida excitantes.
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De este modo, las tecnologías digitales han quedado como único horizonte de consenso y reconciliación acumulando altísimas expectativas de protección frente a toda clase de amenazas políticas, sociales, personales o medioambientales e incertidumbres existenciales. De entre todas las opciones disponibles —la neosociabilidad en red, la tecnopolítica, el panóptico digital ultrarrepresivo, los mecanismos plebiscitarios de ciudadanía digital, el narcisismo virtual…—, el Big data se encuentra en una posición privilegiada para convertirse en un dispositivo conciliatorio, pues ofrece una salida a algunos de los más graves conflictos históricos contemporáneos que, en última instancia, deja intacta la estructura social vigente y, muy en particular, los mecanismos de estratificación social. El Big data promete una vía apacible de administración técnica de la indeterminación política que generan los regímenes sociotécnicos globalizados. Parafraseando a Gramsci, el Big data anuncia una revolución pasiva hipermediada técnicamente. Es decir, dicho modelo o paradigma epistémico hace tolerable un mundo en permanente incertidumbre mediante una serie de promesas de objetividad algoritmizadas. William Davies (2012, 2013) ha sugerido que, tras la crisis de 2008, tal vez se esté produciendo entre las élites capitalistas un contramovimiento adaptativo similar al que Boltanski y Chiapello (2002) detectaron en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Según Davies, se están popularizando entre algunos sectores de las clases dominantes nuevos mecanismos de gobernanza basados en una especie de neocomunitarismo represivo como dique de contención frente a la incertidumbre que guarda relación con la popularización, desde los inicios de la crisis, de la crítica psicológica a la economía neoclásica basada en los estudios pioneros de Kahneman y Tversky (2000). Desde esta perspectiva, la preservación de la economía de mercado requiere tomar en consideración a agentes que deben ser entendidos no meramente como decisores racionales —tal y como presuponía la economía ortodoxa y numerosas estrategias gubernamentales inspiradas en ella—, sino como individuos socializados cuyas elecciones vienen dadas por haces emocionales complejos, sesgos, hábitos y relaciones interpersonales. La incertidumbre no procedería exclusivamente —como se defendió desde posiciones neoclásicas— de la imposibilidad de una organización social centralizada, lo que nos arrojaría a la búsqueda de formas de coordinación espontánea a través de la competencia mercantil. Ahora la indeterminación es más amplia y tiene que ver con la opacidad de nuestra estructura intencional y volitiva. Sencillamente nuestra subjetividad no cumple los axiomas de racionalidad que presupone la teoría de la decisión racional (Elster, 2000, y Archer y Tritter, 2000) y ese cambio de paradigma tiene amplias repercusiones políticas, pues requiere de dispositivos de gobierno que van más allá del fomento de la competencia y la apertura de mercados. Es decir, frente al habitual énfasis neoliberal en la competición como criterio de selección de las decisiones adecuadas, el neocomunitarismo represivo buscaría recursos tecnocráticos para establecer políticas económicas que garanticen la sostenibilidad de la acumulación capitalista y limiten la incer-
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tidumbre y la exuberancia irracional en un nuevo entorno social en el que las soluciones no emergen espontáneamente del mercado. La incertidumbre turbulenta fabricada en las redes financieras se intenta contener o combatir con las redes digitales y sus geometrías organizadoras (conexión/vínculo, sociabilidad, datos entrelazados, topologías conectivas, estadística predictiva, etc.). En ese sentido, resultaría crucial la recolección masiva de datos en dichas redes online como nuevo alimento de ciencias de la conducta —la psicología cognitiva y la neurología antes que la economía y la terapia tradicional—, sentando las bases teóricas para una gestión eficaz del riesgo social y el malestar colectivo. El objetivo sería preservar algunos elementos cruciales del sistema de estratificación contemporáneo desactivando, en cambio, sus aspectos más autodestructivos o insoportables. El Big data es la piedra de toque empírica de un nuevo modelo de gobernanza global basado en una concepción del sujeto densa y opaca. Cabe mencionar que no estaríamos ante un programa abstracto o una mera declaración de intenciones. El Big data está cada vez más presente en las soluciones que las élites e instituciones gobernantes están planteando a la descomposición institucional de ámbitos como la educación, la justicia o la democracia. Por ejemplo, en Estados Unidos se emplean de forma masiva y cotidiana distintos algoritmos de evaluación de la calidad docente que orientan la contratación y el despido de profesores. Del mismo modo, en una enorme cantidad de tribunales del mismo país se ha puesto en marcha el uso de modelizaciones matemáticas que ayudan a los jueces a evaluar el peligro de reincidencia a la hora de dictar sus condenas y que tienen una fuerte retroalimentación negativa: «Es probable que una persona calificada de “alto riesgo” esté en paro y provenga de un barrio en el que muchos de sus amigos y familiares hayan tenido roces con la ley. Gracias en parte a su alta puntuación en la evaluación como consecuencia de sus orígenes, esa persona será condenada a una pena más larga, lo que la encerrará en la cárcel durante más años, donde estará rodeada de otros delincuentes, lo que incrementa la probabilidad de que vuelva a prisión» (O’Neil, 2017, p. 38). Lo característico de ambos ejemplos, al igual que en el escándalo de Cambridge Analytica10, es que el Big data se emplea como alternativa a las antiguas aspiraciones universalistas en el campo docente, legal-institucional o de política democrática, definitivamente degradadas (Hersh, 2015). La validez técnica de esas herramientas —que casi siempre tienen fuertes retroalimentaciones negativas y sesgos— es extremadamente discutible. Pero, desde cierto punto de vista, la cuestión no es tanto si los datos procedentes de Facebook permiten elaborar herramientas tan poderosas como se pretende para mo10 Cambridge Analytica era una empresa que ofrecía minería de datos en el diseño de campañas políticas. En 2018 varios medios de comunicación denunciaron que la empresa había explotado la información personal de unos cincuenta millones de usuarios de Facebook para crear anuncios políticos favorables a Donald Trump durante las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos. El impacto real de los métodos de Cambridge Analytica ha sido objeto de mucha controversia.
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dificar el comportamiento electoral, o si un algoritmo puede efectivamente mejorar la calidad docente, como que se está generando un amplio consenso positivo en torno a esas posibilidades. Con independencia de su eficacia real, el Big data ocupa un lugar central en el abanico de herramientas que las élites globales están desplegando para gestionar la deslegitimación de las democracias occidentales y la transición a regímenes políticos iliberales en contextos de incertidumbre sistémica. En definitiva, el Big data se presenta como una solución tecnoestadística al problema de la incertidumbre social contemporánea. Como paradigma se postula como un método que reduce la indeterminación de la era informacional mediante recogida masiva de bits, obtención de síntesis métricas sin causalidad teórica y elaboración de analíticas prospectivas o preventivas. Sin embargo, dicho objetivo solo se consigue a base de ignorar toda una serie de decisiones metodológicas y epistemológicas nada evidentes que quedan opacadas por el aparataje matemático. A su vez, desde una perspectiva histórica, la irrupción pública del Big data guarda relación con estrategias emergentes de gubernamentalidad basadas en simulacros de comunidad tecnocrática, muy características de la era de la mercantilización reticular y el capitalismo de plataformas. La crisis de 2008 ha generado un amplio proceso de descomposición de las distintas versiones (estatalista o mercantil-competitiva) del entramado institucional que ofrecía un horizonte de inteligibilidad a los ciudadanos de las democracias occidentales. La Gran Recesión se caracteriza por una sensación compartida de ilegibilidad sistémica en el ámbito económico, político o cultural. El Big data ofrece una promesa tecnoutópica de transparencia que permitirá afrontar los desafíos de un escenario postneoliberal y sus incertidumbres en el que la única certeza firme parece ser el aumento exponencial y continuo de la capacidad de cálculo.
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10. El tiempo que el dinero requiere: uso del futuro y crítica del presente en la valorización financiera Fabián Muniesa y Liliana Doganova1
La cuestión de la «incertidumbre» (también la de su doble, el «riesgo», y la de su horizonte, «el futuro») se suele abordar en el análisis sociológico del ámbito financiero de dos maneras contrapuestas, ambas insuficientes y problemáticas2. La primera consiste básicamente en seguirle la corriente al argumento financiero por excelencia: la viabilidad económica del proyecto que ha de desplegarse en el futuro requiere decisiones que se presentan en el presente en clave de inversión, pero, al ser el futuro incierto, la inversión conlleva un riesgo que es necesario tomar en cuenta, proyectándolo y, por consiguiente, pagándolo. El análisis financiero, que consiste esencialmente en rebajar (descontar) el valor futuro en el presente para hacer de esta manera viable el riesgo que se toma al financiar algo, se presenta, así, como el equivalente profesional de un punto de vista sociológico que viene a defender la existencia de una convención social, o una «expectativa», que permite «reducir» la incertidumbre para poder actuar. La segunda alternativa, propiamente crítica, señala, por el contrario, en la lógica financiera una negación del futuro, situando la «especulación», el «mercado», lo «instantáneo» y, en definitiva, el presente y su velocidad característica en el centro de la lógica financiera, ignorando por consiguiente el hecho de que la lógica financiera se presenta precisamente, en sus manifestaciones profesionales más recurrentes, así como en sus justificaciones intelectuales más avanzadas, como una crítica del presente: una crítica del valor de mercado mediante el valor de futuro. La respuesta ante este impase (disyuntiva entre o bien hacerle el juego al procedimiento bancario o bien esquivar su elemento nodal) radica, proponemos, en un doble movimiento:
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Centre de Sociologie de l’Innovation (Mines ParisTech, Université PSL, CNRS UMR 9217). Se presentó una primera versión de este trabajo en los IX Encuentros de Teoría Sociológica que tuvieron lugar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid los días 28 y 29 de junio de 2018. Agradecemos a Ramón Ramos Torre y Fernando García Selgas la iniciativa y la invitación, y al conjunto de los participantes los comentarios recibidos y la discusión. Algunas ideas preliminares fueron expuestas en el seminario «Realising the Future» que tuvo lugar el 20 de diciembre de 2017 en Goldsmiths, Londres, por iniciativa de Will Davies, a quien agradecemos la invitación y los comentarios. Este trabajo fue también discutido en la tercera conferencia anual de la Finance and Society Network que tuvo lugar en la University of Edinburgh, los días 6 y 7 de diciembre de 2018. Trasladamos por ello igualmente nuestros agradecimientos a los organizadores de este evento, Nathan Coombs y Tod Van Gunten. Este trabajo se basa en una colaboración financiada inicialmente por el Consejo Europeo de Investigación (beca n.º 263529). 2
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considerar la mirada financiera como una tecnología política que se presenta efectivamente como una valorización del futuro y una crítica del presente, pero considerando igualmente los conceptos de «incertidumbre», «riesgo» y «futuro» mismo (también el de «valor» y su «creación») como parte del arsenal retórico del que se arma tal tecnología política. Desarrollamos aquí este argumento de manera esencialmente teórica, a partir del examen de algunos episodios significativos de la historia del razonamiento financiero sobre el valor futuro, y de algunas ilustraciones tomadas de la expresión ordinaria de tal razonamiento en los ámbitos financieros profesionales hoy. Prolongamos el argumento con una discusión de algunas pistas filosóficas que permiten cuestionar la idea según la cual el razonamiento capitalista adquiere sentido cuando se ubica en el medio de la temporalidad, sugiriendo más bien que es el medio de la temporalidad mismo, entendido en el sentido dominante de una progresión temporal en el seno de la cual son acogidos proyectos y expectativas, que requiere, para adquirir sentido, la idea de capital.
10.1. Todo lo que no es inversión es subversión Esta reflexión se sitúa en un contexto de inquietud política particular: el de las paradojas y contradicciones que caracterizan la crítica de las finanzas en varias de sus expresiones observadas a partir de lo que se ha dado en llamar la «crisis financiera de 2008», seguida de la «crisis de la deuda europea de 2010». Es evidente que estos episodios han venido caracterizados por un fomento de la crítica de las finanzas tanto en esferas especializadas como en medios de comunicación masiva. El afán de lucro, la especulación, las apuestas peligrosas, la falta de raciocinio, el menosprecio del bien común o la cortedad de miras se señalan como características primordiales de la lógica financiera que vendría a gobernar el funcionamiento del sistema bancario. Pese a su intención virtuosa y, en algunos casos, su llamativa radicalidad, esta crítica, y la interpretación misma de la noción de «crisis» en la que se basa, se sitúa usualmente, sin embargo, dentro de lo que Horacio Ortiz ha llamado los «límites de la imaginación financiera» (2014a, 2017). En efecto, se basa esta en una interpretación esencialmente financiera de la crisis: una crisis que consiste, en definitiva, en una quiebra de la «confianza» de los mercados, provocada por la incapacidad de los inversores de conocer el valor verdadero de una serie de activos que se vieron excesivamente apreciados, consistiendo las soluciones frente a esta quiebra, básicamente, en una restauración de la «transparencia» de los mercados y un aseguramiento de los fondos propios de las entidades bancarias. Frente a la «especulación», que se traduce en un valor errático de los activos financieros, que es un valor eminentemente «ficticio», se reclama así un espíritu de «inversión», más atento al valor «fundamental» de los activos sobre los que se invierte. Y este discurso es precisamente el que se sitúa en el centro del imaginario financiero: el de un valor «fundamental» de las cosas, diferente del valor «especulativo», que para ser capturado requiere la mirada de un inversor capaz de mirar al «futuro» para así poder reducir la incertidumbre, estimar el retorno sobre inversión y justificar su costo (Doganova,
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El tiempo que el dinero requiere: uso del futuro y crítica del presente en la valorización financiera
2014, 2015, 2018; Doganova y Muniesa, 2015; Muniesa, 2017; Muniesa et al., 2017; Ortiz, 2013a, 2013b, 2014a, 2014b, 2016, 2017). «Todo lo que no es inversión es subversión» es el lema, ciertamente apropiado para caracterizar este imaginario, que aparece en una viñeta del artista El Roto publicada en el diario El País el 6 de julio de 2015 (reproducida también en: El Roto, 2016, p. 21)3. Un ejecutivo, quizá un banquero, avanza confiado proclamando esta sentencia de manera sonora. No podemos saber en qué pensaba exactamente Andrés Rábago (el artista que firma como El Roto) cuando ideó esta viñeta. Quizá se tratase de Grecia. El 6 de julio de 2015 era el día en que se anunciaron los resultados del referéndum sobre el plan de austeridad que la llamada «troika» (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) había ofrecido al gobierno de aquel país como contrapartida de un plan de rescate monetario. Triunfó el «No», resultado al que el gobierno griego se dijo obligado a renunciar escasos días después. Recordemos que se trataba de un «No» a las condiciones que se presentaban entonces como las generalmente requeridas para que la economía griega se viese en condiciones de «atraer inversores». Observemos que este objetivo, el de «atraer inversores» capaces de «crear valor», se presenta efectivamente hoy en día como tarea esencial de cualquier economía y de cualquier gobierno encargado de desarrollarla. El Roto parece capturar aquí magistralmente las paradojas y contradicciones de la crítica de las finanzas. Lo subversivo es no crear valor, es decir, especular. Lo no subversivo es crear valor, es decir, invertir. Los enemigos del valor son los que no piensan en el futuro, y deben por lo tanto ser contenidos. Pero esto lo dice precisamente, nos muestra sarcástico El Roto, el inversor virtuoso, o su representante el banquero competente. Este personaje se presenta como el mismo ejecutivo trajeado que simboliza al «1%»: es, pues, el enemigo del «99%» y viene a dar sin reparos lecciones sobre lo que es subversivo y lo que no lo es. Su frase es, sin embargo, la que endosa, explícita o implícitamente, la crítica de las finanzas: la que desea que el capital se destine a lo que cuenta, a lo real, a lo que funda el futuro, a lo que crea valor. Una crítica, pues, que se expresa con los conceptos que la imaginación financiera le presta.
10.2. Retórica de la creación de valor Avanzar en el examen de estas paradojas y contradicciones requiere comprender el uso del que es objeto el concepto de «futuro» en el ámbito de la valorización financiera. Este está íntimamente ligado al concepto de «creación de valor» y a la narración moral y política que le confiere significación: moral en el sentido de que se trata de identificar el valor verdadero de las cosas y política en el sentido de que se trata de decidir qué debe hacerse en base a esa verdad (Doganova, 2018; Muniesa, 2017; Ortiz, 2014, 2017). Abundan los 3 La viñeta está disponible en línea aquí: https://elpais.com/elpais/2015/07/03/vinetas/1435916188_ 749901.html (página datada del 6 de julio de 2015, consultada el 23 de agosto de 2018).
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materiales en los que se exhibe una noción de creación de valor presentada como clave para una estimación virtuosa del valor de las cosas y para una decisión, igualmente virtuosa, sobre qué hacer con ellas. La publicación semanal The Economist, reconocida por su relevancia en el ámbito profesional de las finanzas, proporciona una útil definición que permite entender cómo ésta se relaciona con una crítica del presente. La creación de valor, nos indica, por ejemplo, el autor de la entrada que The Economist le reserva a la cuestión en un manual de ideas de gestión, es la «razón de ser» de una empresa, la medida según la cual será esta juzgada en última instancia (Hindle, 2008, pp. 201-202)4. Seguidamente se presenta la dificultad de establecer efectivamente esta medida. Varias técnicas existen, varios razonamientos, unos mejores que otros. Una es el mercado, pero hay un problema: Las medidas basadas en los valores de bolsa fluctúan tanto como el mismo mercado. Cuando sube la marea, todos los barcos se alzan. Pero cuando cambios macroeconómicos afectan al mercado, esto no significa que el valor de cada compañía ha variado por igual. Los mercados están gobernados por sentimientos que poco tienen que ver con el valor subyacente de cada compañía. El frenesí causado por la burbuja internet al final de los 1990 da buena muestra de ello. Minúsculas nuevas empresas se veían repentinamente propulsadas hacia la estratosfera a causa del entusiasmo de los inversores por sus acciones. Pero el valor subyacente permaneció más o menos incambiado durante este periodo de frenesí (Hindle, 2008, p. 201, traducción nuestra).
¿Cuál es el problema? El énfasis se pone en lo subjetivo, en lo psicológico, en el desorden del sentimiento y en lo espurio de la impresión. A esto se opone algo llamado «valor subyacente». En la jerga profesional del análisis financiero, a este se le llama también «valor fundamental», y constituye un tipo de valoración explícitamente diferente de lo que se da en llamar «valor de mercado» o «valor especulativo». El autor explica cómo la contabilidad constituye la fuente natural para estimar el «valor fundamental» o «subyacente», ya que aporta una medida de aquello en lo que realmente consiste la empresa. Pero esta solución no es del todo satisfactoria, nos recuerda el autor: Cualquier medida basada en los libros contables debe enfrentarse al hecho de que las medidas, en contabilidad, no están grabadas en piedra. Pueden, y a menudo lo hacen, variar de país en país. También se sabe que toman mal en cuenta los activos intangibles: cosas que no se pueden asir materialmente, como marcas, patentes o relaciones. Se asume hoy que una parte creciente del valor de una compañía proviene de este tipo de activos inmateriales, particularmente en sectores de alta tecnología en donde los activos más valiosos entran y salen por la puerta cada día (Hindle, 2008, p. 201, traducción nuestra). 4 La entrada está disponible igualmente en línea en la página siguiente: https://www.economist. com/news/2009/11/20/value-creation (página datada del 20 de noviembre de 2009, consultada el 23 de agosto de 2018).
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El tiempo que el dinero requiere: uso del futuro y crítica del presente en la valorización financiera
La tercera técnica, la idónea pese a sus limitaciones, consiste, nos indica el autor, en considerar la compañía desde el punto de vista de un inversor, es decir mirando en la dirección del retorno sobre inversión en el futuro: Medidas con las que se intenta valorar una compañía en base a sus expectativas futuras no constituyen una fácil alternativa. Indefectiblemente han de afrontar la dificultad de cuantificar estas expectativas. La idea común según la cual una compañía no es otra cosa que el valor actual neto de su flujo de caja futuro requiere que se pueda estimar, primero, de cuánto este flujo de caja futuro va a ser y qué tasa de interés habrá que aplicarle. Las tasas de interés se utilizan para descontar estos flujos de caja y calcular su valor actual. Pese a la dificultad, estas medidas ofrecen la ventaja de ser independientes de reglas contables, con lo que se pueden utilizar para comparar compañías en diferentes industrias y países (Hindle, 2008, p. 202, traducción nuestra).
La idea central, aquí, es localizar lo que en análisis financiero se denomina «valor actual» o «valor presente». Claramente, este no se deriva del presente, sino de lo que el autor llama «futuro». El valor, a fin de ser «creado», requiere que se le considere desde el punto de vista de un inversor que espera una retribución futura. Pero en esta espera hay incertidumbre y dificultad, por lo cual ese valor futuro, además de ser estimado, deberá ser descontado, es decir disminuido para así premiar la espera incierta. Se encuentra aquí expuesta la crítica financiera del presente, tal y como viene expresada en una miríada de libros de texto en finanzas. Cierto, en este argumento se aloja la idea, crucial en la visión financiera del tiempo, según la cual «un dólar hoy vale más que un dólar mañana». Presentada así, más bien hace pensar en una valorización del presente y en una devaluación del futuro, es decir una crítica del futuro. Sin embargo, el razonamiento completo versa sobre cómo estimar el valor presente implícito de algo, y este está inequívocamente determinado por lo que el futuro traerá, o podrá traer. Lo que se devalúa es un futuro que no trae nada, o que trae poco: es decir una inversión que paga menos que la proverbial «tasa sin riesgo» que el inversor podría obtener decidiendo no invertir. Y el núcleo del método consiste efectivamente en invertir en activos que serán valorados no en función de su precio en un mercado hoy, sino en base a su capacidad de «crear valor» mañana. Los activos financieros se venden y compran ciertamente en el mercado hoy, al precio de hoy, lo que implica una circulación entre estas dos maneras de percibir su valor. Las paradojas que ligan el «valor fundamental» al «valor especulativo» son bien conocidas. Se encuentran expuestas incluso en las páginas de los manuales de finanzas de mayor difusión (Brealey y Myers, 1981, pp. 256-273; Brealey, Myers y Allen, 2011, p. 321). La paradoja principal puede enunciarse de la siguiente manera: si los mercados están poblados de analistas financieros racionales que calculan el valor fundamental, entonces el precio de mercado tenderá en efecto a reflejar este valor fundamental y se dice de estos mercados que son informacionalmente «eficientes». Pero entonces el análisis financiero se convierte en algo inútil, ya que basta tomar el valor de mercado para obtener el valor fundamental. Se suele resolver comúnmente la paradoja, defendiendo así la continua necesi-
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dad de realizar una labor profesional de análisis financiero que permita formular un valor fundamental criticando el valor de mercado, aduciendo que la eficiencia de mercado es una hipótesis de trabajo, un estado deseado, pero hipotético, al que se puede eventualmente tender, en el futuro, pero cuya realización en el presente no está del todo garantizada. En cualquier caso, se requiere que al menos una parte de los profesionales que intervienen en el mercado lo hagan utilizando y remunerando estas tecnologías particulares de toma de decisión. El comerciante y el financiero pueden perfectamente intercambiar posiciones y visiones, y un banco de inversión es ciertamente una organización en la que ambos puntos de vista son incesantemente barajados y combinados. Algunos empleados «mirarán hacia el futuro», por así decirlo, y estimarán el valor fundamental; otros se «fijarán en el presente», dedicándose a identificar oportunidades de arbitraje, a desarrollar estrategias especulativas de corto plazo o a utilizar métodos de tratamiento automatizado de órdenes de mercado de «alta frecuencia». Pero el núcleo de la razón financiera se torna irremediablemente hacia un valor que, para ser creado, debe observarse desde el futuro.
10.3. Crítica del presente y crítica de las finanzas Existe en la historia del pensamiento financiero un hilo en el que la teoría vernácula del tiempo alojada en estas técnicas de valoración se ve dotada de una carga en cierto modo metafísica. La noción de la tasa de descuento le debe en efecto a autores fundamentales como Irving Fisher elaboraciones conceptuales del más alto alcance, como la consistente en postular que todo objeto de valoración contiene algo así como una tasa implícita de descuento que permite establecer su verdadero valor (Doganova, 2014; Nitzan y Bichler, 2009). La eficacia de las metáforas a las que Fisher debe recurrir para defender su idea pone de manifiesto la altura de la apuesta pedagógica y la dificultad de vencer los reparos de un lectorado, naturalmente sorprendido, que no deja de considerarla como algo extraño: La cosecha anual no vale 1.000 dólares porque la huerta valga 20.000 dólares. Es porque el valor anual de la cosecha se estima en 1.000 dólares por lo que huerta vale 20.000 dólares. Los 20.000 dólares son el valor descontado del ingreso estimado en 1.000 dólares al año, y es en este proceso de descuento en el que una tasa de interés del 5% viene implicada. En general, no es porque un hombre posee una riqueza de 100 dólares por lo que percibirá 5 dólares al año: es porque percibirá una renta de 5 dólares al año por lo que se puede decir que su riqueza vale 100 dólares. En claro: cuando capital e ingreso se miden en valor, su conexión causal es la inversa a la que se da cuando se miden en cantidad. La huerta produce las manzanas, pero es el valor de las manzanas el que produce el valor de la huerta (Fisher, 1907, pp. 13-14, traducción nuestra).
Estas imágenes pueden leerse sin lugar a dudas como una suerte de llamada audaz a la emanación del valor en el futuro, emanación que requiere superar una cierta cortedad de miras: es necesario, dice Fisher, superar una causalidad obnubilada con lo que ha pasado en el pasado y con lo que pasa
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en el presente. Nada más lejos de este razonamiento, pues, que pensar que el valor de la huerta es el precio que nos puedan dar por ella hoy en el mercado. Este tipo de mensaje teórico es el que alimenta la justificación intelectual del vocabulario de la «creación de valor» que viene a caracterizar, hoy, la cultura de la valorización financiera. Y, sin embargo, es llamativamente en la idea misma de mercado en la que la crítica de las finanzas parece encontrar, en gran medida, su mayor recurso retórico. La «especulación financiera» se caracterizaría, según esta, por una excesiva mercantilización de las cosas, por un imperio del valor de mercado: un valor de cortas miras, precisamente, porque en él prima el presente sobre el futuro, es decir el falso valor sobre el verdadero. El punto de vista de la denominada «economía heterodoxa» es particularmente incisivo en este argumento. Por ejemplo, André Orléan, uno de los más notables economistas de esta corriente, es conocido por su enfática teorización de la lógica especulativa: el mundo de las finanzas viene caracterizado en su análisis como un dominio de la opinión, fácil presa de los mecanismos especulares, léase patológicos, del deseo mimético (Orléan, 2011). Que el fantasma de la filosofía política y moral de un René Girard no genere reparo alguno es secundario (véase Aglietta y Orléan, 1982). Lo importante es observar la manera en la que se ahonda la caracterización especulativa de las finanzas. La referencia al proverbial «concurso de belleza» de Keynes, recurso habitual en este tipo de aproximaciones, no viene sino a acentuar con aún más fuerza esta idea del valor financiero como esencialmente dictado por el juego de los precios con la anticipación de los precios (Muniesa, 2016). La crítica de las finanzas se expresa en términos diferentes, pero igualmente marcados por esta torsión hacia lo mercantil, en las disquisiciones sobre el capitalismo contemporáneo propias de las perspectivas «presentistas» en teoría social (véase Ramos Torre, 2014). Fredric Jameson juega quizá aquí un papel nodal. El autor, es verdad, no duda en señalar en la cultura del mercado financiero el germen de un «final de la temporalidad»: De los viejos ritmos cíclicos del capitalismo debe distinguirse el nuevo proceso de la inversión: la ansiedad de la consulta de los precios, la discusión sobre si vender o comprar, la apuesta por algo aún no probado. Uno puede imaginar una lista whitmanesca, expansiva y festiva, imbuida de la ideología de la «participación» democrática. El estrechamiento y la urgencia del marco temporal deben ser señalados, así como el modo en que una microtemporalidad nueva y universal condensa los ritmos trimestrales de la realización de beneficios (microtemporalidad que se intensifica en periodos de crisis e incertidumbre) (Jameson, 2003, pp. 703-704, traducción nuestra).
Viene así pues a asimilarse el procedimiento financiero a la velocidad y el desorden del mercado. Esto supone, pues, compartir el contenido de la crítica, precisamente, con las técnicas de gestión de activos y aseguramiento de cartera de valores que pretenden justamente proteger al inversor de los azares del mercado. Se comparte asimismo la esperanza en una «creación de valor» que provendría del tomar en consideración el futuro, apreciando previamente
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en su justa medida el riesgo de considerar este futuro, esencialmente incierto. «Invertir», pues, en vez de «especular». Es decir: crear verdadero valor, estimar el valor fundamental de los activos, no fiarse de las apariencias, no jugar con el dinero, no subvertir la economía. «Todo lo que no es inversión es subversión»: la expresión se aplica relativamente bien al espíritu político que se percibe en este tipo de críticas de las finanzas. En su trabajo sobre el papel de los ingenieros en el establecimiento de la ciencia económica, el sociólogo e historiador François Vatin proporciona algunas pistas importantes para esclarecer, si no las circunstancias, al menos los trazos distintivos de la emergencia de la idea de la valorización del presente como algo subversivo. Se centra en la Francia del siglo xviii, y en particular en la figura de Turgot, economista que sirvió en el gobierno francés durante el reinado de Luis XVI, y que fue conocido por su liberalismo económico y por su defensa del libre comercio (Vatin, 2012). La economía de gobierno estaba en parte marcada en Francia, en tiempos de Turgot, por el problema de la escasez de madera y de la sobreexplotación forestal. Se precisan los contornos de una determinación de la tasa de tala más racional que la que se deriva del negocio mercantil. Turgot, muestra Vatin, parece permanecer insensible a este problema. Como bien se sabe en historia de la gestión financiera, el problema del valor de la explotación forestal se sitúa en el origen de las disquisiciones técnicas que desembocan en la formulación de los modelos de flujos de caja actualizados, particularmente en Alemania, también en Francia (Doganova, 2014). Turgot permanecerá, sin embargo, hostil, de una manera que retrospectivamente se juzgará irresponsable, a este tipo de argumentaciones. ¿Por qué?, pregunta Vatin. Precisamente por su apego al principio del libre mercado. Vatin sitúa en el ideal de una transacción entre las personas presentes el núcleo de la posición de Turgot. Esta posición se lee de manera particularmente explícita en la crítica que Turgot hace a la noción de «fundación» en la enciclopedia de Diderot y D’Alambert. El «fondo» representaría, efectivamente, la expresión suprema del dispositivo institucional que censura la libre discusión entre las personas presentes a la hora de responder a la pregunta del qué debe hacerse. La respuesta debe provenir de la voluntad soberana del «fundador», alguien que habla desde el pasado y que confió una riqueza con el propósito de que esta se realizara en el futuro, según su mandato: El fundador es un hombre que desea eternizar el efecto de su voluntad. Pero ¿podemos fiarnos de su raciocinio por muy buenas que sean sus intenciones? ¿No sabemos ya lo fácil que es hacer el mal queriendo hacer el bien? Prever con certeza que una iniciativa tendrá el efecto deseado, y no el efecto contrario; percibir tras la ilusión de un bien cercano la posibilidad de una concatenación ignorada de males reales; conocer los verdaderos problemas sociales y sus causas; no caer presa del entusiasmo del proyecto, distinguir los verdaderos remedios de las medidas meramente paliativas; defenderse de las seducciones; preservar una mirada severa y tranquila sobre un proyecto en una atmósfera de gloria, atmósfera a la que contribuyen tanto los elogios de un público cegado como nuestro propio entusiasmo: gran genio se requiere para todo ello y probablemente la política no esté lo suficientemente
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avanzada como para pretender así lograrlo (Turgot en Diderot y D’Alambert, 1757, p. 72, traducción nuestra).
La crítica liberal del capital, que es, como lo muestra, por ejemplo, aquí Vatin, una crítica liberal del gobierno de las cosas por el concurso de las personas presentes en el presente, está activa en los primeros momentos en los que se construyen y articulan los dispositivos de la proyección capitalista del futuro. Queda claro así que esta cuestión es, en gran medida, un asunto de tecnologías políticas contrapuestas: es decir, de técnicas para decidir colectivamente lo que debe hacerse, y justificar el porqué. Adentrarse en el bosque y cortar madera para usarla y venderla constituye aquí el gran ejemplo de lo que no se debe hacer en aras precisamente de un predicamento que sitúa en el valor de la madera el argumento clave, y en su valor fundamental futuro, es decir su valor en cuanto capital y no en cuanto mercancía, la vara de medir que debe primar.
10.4. La mirada financiera como tecnología política Se puede hablar aquí de tecnología política en un sentido cercano al que hubiera empleado, por ejemplo, Michel Foucault, es decir, como una manera de organizar o gobernar las cosas que requiere la aplicación de una serie de conocimientos cuya validez viene moralmente sancionada. Se hacía, por ejemplo patente en los ahora bien conocidos cursos que impartió en el Collège de France la manera en que Foucault comprendía la relación entre lo que llamaba «veridicción» y «gubernamentalidad», es decir, entre la manera en la que se determina lo que es verdad y lo que no lo es en una configuración histórica determinada y la manera en la que se decide lo que deber hacerse y lo que no (Foucault, 2004). El mundo de las finanzas ofrece abundante material para examinar esta relación. La valorización financiera se presenta al tiempo, en efecto, como una técnica para identificar el valor verdadero de las cosas y como un método para decidir qué cosas deben financiarse y qué cosas no, es decir, qué cosas deben existir y qué cosas no (Doganova, 2014, 2018; Ortiz, 2013b, 2014b; Muniesa et al., 2017). Sabemos ya que el uso del futuro es esencial en esta tecnología política. Quizá una de las expresiones más refinadas de la caracterización de las finanzas como tecnología política nos la ofrece Larry Summers, célebre economista que cuenta con una nutrida experiencia en puestos de responsabilidad política, en un discurso dirigido a la comunidad bancaria: Existen dos grandes maneras de comprender lo que representan las finanzas. Hoy estoy convencido de que, aunque existen algunos elementos de verdad en la primera, la verdad dominante se encuentra en la segunda. Según la primera visión, existen cosas reales con valor real, por un lado, y, por el otro, transacciones financieras realizadas por mercaderes de papel. Para la segunda visión, que es la que pienso que nuestro cuerpo político debe comprender, el deber de un sistema financiero es tomar las decisiones más importantes que toma la sociedad. ¿A qué se asignará el capital para el futuro? ¿Cómo se controlará su uso cuando se delega su gestión? ¿Qué parte de los
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recursos de una sociedad se asignarán al presente y cuánto se reservará para el futuro? El sistema financiero existe para responder a estas preguntas (Summers, discurso para el bicentenario de la Bolsa de Londres, 2001, citado en Buchanan, Chai y Deakin, 2012, p. 47, traducción nuestra)5.
Nos situamos, con este discurso, en el epicentro de la tecnología política examinada aquí. La cuestión, leemos, consiste en «tomar las decisiones más importantes que toma la sociedad»: decisiones que la sociedad no puede tomar sola y que la industria financiera debe tomar en su nombre. Estas decisiones, leemos también, son en esencia las decisiones sobre el «futuro»: la viabilidad de la sociedad misma, en el futuro, depende de las decisiones que se tomen en el presente sobre la asignación del dinero, es decir, la política de inversión. Dejar estas decisiones en manos de una negociación entre las personas presentes (es decir, en cierto modo, a la «sociedad» ella misma) supone abrir la posibilidad de la decisión irresponsable, la dilapidación, la falta de previsión. Proteger la inversión, que es lo mismo entonces que proteger la sociedad, supone entregar la capacidad decisoria al cuerpo profesional que es capaz de estimar razonablemente, valorándola, la incertidumbre que conlleva toda inversión. Nuestro «cuerpo político», leemos también, debe estar atento a esto, puesto que se trata de evitar la subversión del futuro. La medida en que este concepto de «futuro» constituye un punto de referencia externo en el que el razonamiento puede asirse o no es debatible. Podemos considerar, más bien, que este concepto es un ingrediente central del arsenal retórico desplegado por un punto de vista financiero: el elemento que viene a armar la estructura misma de la idea de «creación de valor». Presentar así las cosas supone diferenciarse de perspectivas sociológicas que han asumido, en la tematización de la cosa financiera, la problematización vernácula de la necesaria reducción de la incertidumbre en la acción de desenvolverse en un medio económico. La perspectiva desarrollada por Jens Beckert requiere especial mención aquí (2013, 2016; Beckert y Bronk, 2018). Ofrece este autor, sin duda alguna, la expresión más acabada de una sociología económica atenta a las «convenciones» que los actores sociales deben desarrollar para hacer frente a la naturaleza eminentemente incierta de lo que depara el futuro. El mundo de las finanzas, caracterizado en Beckert de manera muy parecida a la visión que ofrecen las teorías de la lógica especulativa desarrolladas en «economía heterodoxa» (Orléan, 2011) o en la sociología del futuro financiero de corte luhmanniana (Esposito, 2011), se plantea como un entramado profesional cuyo problema principal es el hacer frente a un futuro incierto. La hipótesis económica de las «expectativas racionales» no es suficiente, nos 5 El discurso pronunciado por Larry Summers frente al público congregado en el marco de la celebración del bicentenario de la Bolsa de Londres estuvo disponible durante un tiempo en la página web de esta institución. Su retirada del dominio público pudo deberse a reparos relativos a la posición de Summers en relación a los desórdenes financieros acaecidos a partir de 2007 como resultado, en parte, de las políticas de liberalización en el sector financiero por las que Summers abogó. Se utiliza aquí el discurso a partir de la copia conservada por Simon Deakin y citada en la publicación dada en referencia.
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dice Beckert, ya que una observación sociológica de las técnicas numéricas disponibles para hacer calculable la incertidumbre, y convertirla así en riesgo, muestra su carácter obviamente limitado. Debe, pues, tomarse en cuenta la existencia de construcciones de naturaleza narrativa y cualitativa («expectativas ficcionales») que permiten asir en contenidos imaginarios comunes una proyección hacia el futuro en el presente. Se reconoce en este tipo de perspectivas la importancia de las categorías famosamente propuestas por el economista Frank Knight en lo que no era otra cosa que un ensayo sobre el retorno sobre inversión (Knight, 1921). Pero, sobre todo, se observa que el punto de partida consiste en la asunción de un problema y unos términos que son el problema y los términos por excelencia del razonamiento de un inversor. Introducir el futuro, y su corolario, la incertidumbre, en el interior de la tecnología política financiera supone más bien caracterizar esa forma de problematizar, y por ende de justificar, las cosas. ¿Qué tipo de futuro, qué tipo de tiempo requiere esta forma de ver el mundo? Es un tiempo narrado, un tiempo imaginado. Pero es, ante todo, un tipo de tiempo prendado de poder: el poder de un «fundador», de un fondo, de un propietario del capital, es decir, de un inversor que señala la dirección de la maximización de la creación de valor. Los trabajos de Horacio Ortiz sobre lo que llama la «imaginación financiera» coinciden en esto con lo que indican las doctrinas del «valor accionarial» propias del mundo financiero: a saber, que el futuro de la inversión pertenece al inversor (Ortiz, 2014a, 2014b, 2017). El tiempo así trazado es, además, de tipo lineal: un tiempo que progresa, el tiempo, pues, de un «proyecto» que apunta hacia un horizonte de realización, un desenlace potencialmente virtuoso: por ejemplo, una «innovación». Es también un tiempo que se puede, y debe, medir. Típicamente, contiene marcas: mojones, fechas límite, momentos en los que está previsto que se echen cuentas con el fin de verificar o corregir las necesarias expectativas. Es, por lo tanto, un tiempo susceptible de acoger la retórica del riesgo: riesgo tomado, se asume, por un inversor, riesgo que debe ser cubierto para asegurar el beneficio esperado. Las diversas articulaciones retóricas de la noción de futuro identificadas por Ramos Torre (2009) se aplican, pues, bastante bien al uso que de ella se hace en el ámbito financiero hoy: el futuro aparece como un entorno estático en el que situar acontecimientos (ciertos, probables, inciertos o ignorados) y que se despliega de forma continua y pautada, sometido a cálculo y datación, pero también como un recurso de carácter dinámico, es decir, un recurso que está en manos de alguien que puede apropiárselo y tomar decisiones sobre él, o también como una suerte de horizonte, algo que no se puede atrapar, pero que sí se puede imaginar, narrar y contemplar (véase, igualmente, Ramos Torre, 2017, 2018). Un análisis sociológico del uso del futuro en el ámbito financiero muy bien puede servir para señalar la incuestionable presencia y relevancia de estas diversas tramas. El argumento que formamos aquí no pretende, sin embargo, contribuir tanto a una sociología de cómo se ve el futuro desde el punto de vista financiero como a una antropología de cómo se produce en finanzas una idea de futuro que captura la imaginación sociológica.
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10.5. El tiempo que el dinero requiere Nuestro argumento no pretende tampoco concordar exactamente con lo que se ha podido ya decir sobre las múltiples formas y características del futuro en la temporalidad moderna. Que la semántica moderna del tiempo tenga concomitancias con la emergencia y expansión del dinero y la economía capitalista es algo que ha sido abundantemente establecido en la literatura. La convergencia de los estudios de Le Goff (1957, 1977, 1986) y Thompson (1967), más las matizaciones que introducen autores como Glennie y Thrift (2011), lo han establecido bien, y Ramos Torre (2009, 2014, 2017) ha examinado ampliamente las simplificaciones que pudieran extraerse de este tipo de líneas interpretativas. Nuestra apuesta va ligeramente más lejos y se pretende en esto más radical. No se trata tanto de caracterizar el tiempo del capitalismo, sino el capitalismo del tiempo, por así decirlo: es decir, de pensar el futuro y la incertidumbre como categorías vernáculas de la práctica y la teoría financieras. Esto requiere, claro está, una teorización de la cuestión del tiempo que permita considerar a este no como el medio en el que se desenvuelve la valorización financiera, sino más bien como un artefacto de esta: es decir, el tiempo como parte y efecto del despliegue y manejo del capital. Se trata, obviamente, de una tarea delicada que no se puede realizar sin recursos. Existen en ese sentido algunas pistas de utilidad en una tradición filosófica contemporánea de talante constructivista, enraizada en la crítica filosófica de la historia de las ideas filosóficas. El trabajo del filósofo Éric Alliez, realizado en diálogo con Gilles Deleuze e Isabelle Stengers, se presenta, sin duda, como un instrumento adecuado en este camino (Alliez, 1991, 1999). Alliez busca demostrar la medida en que el concepto de tiempo que se elabora en las tradiciones antigua y medieval de la filosofía occidental, concepto que coincide con la noción devenida natural del tiempo de la economía, requiere, para así poder adquirir sentido, la formación de una noción de dinero, una noción en definitiva de capital. Originada en el pensamiento aristotélico sobre la cuestión crematística, la invención de esta idea de tiempo habría evolucionado progresivamente hacia formas más o menos elaboradas del lema financiero por antonomasia, el de «el tiempo es dinero», atribuido como indica Alliez al que fuera según Marx el auténtico fundador de la economía política, Benjamin Franklin. La noción de «capitalización» es clave en la investigación de Alliez, una noción que podemos aquí definir sin reparos de una manera muy próxima a la que hemos desarrollado en otros lugares (Doganova y Muniesa, 2015; Muniesa et al., 2017). Capitalización se entiende, pues, aquí en el sentido del acto de considerar algo en términos de capital: una operación semiótica que requiere la producción previa de un concepto de tiempo como tiempo de la inversión monetaria. El tiempo «abstracto», escribe Alliez, se hace disponible como elemento necesario para el funcionamiento de este procedimiento semiótico: La capitalización es una conquista futurista del tiempo. Una cronotesis. En esto consiste la crematística. Para Aristóteles se trata, literalmente, de una cuestión de tiempo: el negocio de un tiempo que genera un simulacro, la ficción de un «no valor», en la
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periferia de la polis, alejado del equilibrio de la propiedad. Designa, en definitiva, una anticipación despolitizante (desrealizante) capaz de derivar ganancia del intercambio precisamente porque se sitúa en el origen de la posibilidad misma de una equivalencia monetaria, en la tangente del espacio de cálculo, en la curva de apropiación que envuelve el espacio del valor (Alliez, 1991, p. 44, traducción nuestra).
En otras palabras: es para Alliez la crematística la que genera una cierta idea del tiempo, y no al revés. Es, pues, la idea misma de capital la que otorga a la idea económica del tiempo su característica política fundamental: el tiempo «abstracto» emerge como el recinto que protege a la «sociedad», así constituida, de los enemigos del valor, considerando estos enemigos la apropiación de las cosas más bien como un asunto de negociación entre las personas presentes y no como un asunto de encapsulamiento aritmético de las cosas en el tiempo. Esta teorización parece recibir un eco interesante en el trabajo reciente de historiadores de las categorías del pensamiento económico que, como Giacomo Todeschini, se han interesado en la sospecha que las conceptualizaciones cruzadas del valor económico y del tiempo religioso en el Medioevo cristiano hacían pesar sobre algunas categorías sociales caracterizadas por un «malvivir» económico o por cierta «crueldad» en el uso del dinero, por ejemplo en el caso de la «usura» (Todeschini, 2002, 2007). En lo que concierne a nuestro argumento, al que no incumbe el adentrarse en este trabajo de historia de las ideas económicas, basta aquí con constatar la medida en la que esta serie de intuiciones coincide con el tipo de imaginación conceptual que requieren las concepciones del valor que hemos recorrido. La tecnología política caracterizada por Larry Summers, sin ir más lejos, desde luego que requiere, efectivamente, la definición, como en la viñeta de El Roto, de un espacio de inversión que se protege de una periferia de subversión, una periferia de «no valor» en la que se desenvuelven las personas que no han aún adquirido la intuición de la creación de valor, del valor fundamental o del valor futuro actualizado. A estos recursos se puede, sin duda, añadir algunas otras pistas elaboradas en el contexto de la discusión filosófica sobre la secularización de las categorías temporales del Medioevo cristiano. En su brillante interpretación de las tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin, Michael Löwy acentúa, por ejemplo, el contraste existente entre una concepción cuantitativa y acumulativa del tiempo y la concepción de un tiempo discontinuo y cualitativo esbozada por Benjamin (Löwy, 2001). Löwy se refiere acertadamente a Charles Péguy, un autor del que Benjamin dijo sentirse cercano y que ofreció también, en un estilo particularmente trágico y tortuoso, una interpretación de la marca de la capitalización en nuestro uso vernáculo de la noción de futuro: El tiempo homogéneo, el tiempo espacial, amigo mío, lo conocemos bien. Es el tiempo figurado, ficticio, dibujado, fingido, el tiempo geométrico, matemático: justamente el tiempo de las cajas de ahorro y de los bancos. Es el tiempo que ejercitamos fraternalmente desde primaria, el de la regla de tres y del cálculo de interés: en una escala de interés, joven, debe multiplicar el tiempo por la tasa y dividir por 100; es la marcha
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de los intereses en relación a un capital; el tiempo de la ansiedad de los plazos; un tiempo verdaderamente homogéneo porque se expresa en cálculos homogéneos, porque transpone en un lenguaje matemático homogéneo la innumerable variedad de las ansiedades y las fortunas. Así vuelve a aparecer nuestra conclusión: la de un parentesco profundo entre el procedimiento del mundo moderno y el del capitalismo, el del dinero (Péguy, 1932, pp. 50-51, traducción nuestra).
Podemos, efectivamente, reconocer fácilmente una cierta idea de capital en la intuición que naturalmente se expresa en el uso mundano de la noción de tiempo cuando esta entra en la jurisdicción de la necesidad económica, como cuando decimos que «el tiempo es dinero» para así convencernos de no perderlo. También podemos observar corrientemente cómo se delimita así un espacio virtuoso en el interior del cual se comprende esta idea, espacio que debe ser defendido de cosas como el analfabetismo financiero, el derecho consuetudinario o, también, el dispendio mercantil y la inútil, corrosiva e irresponsable especulación que no crea valor. Se nos recuerda oportunamente que este tipo de intuiciones puede reconocerse también en algunas páginas de Cervantes6. En el texto que Rafael Sánchez Ferlosio preparó con ocasión de la recepción del Premio Cervantes en 2004, aparece Sancho Panza accediendo subrepticiamente a esta periferia, extrayéndose de la «juridición de la hambre» cuando el cocinero del rico Camacho le dice al escudero de mirar a ver si «hay por ahí un cucharón» para acercarse a la olla y espumar «una gallina o dos»: En la «juridición de la hambre», en el tiempo adquisitivo, de los valores, en el orden del destino, rige el principio burocrático de «Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio» y es intolerable que el cucharón no esté donde tiene que estar. Las gallinas, por su parte, están contadas, contabilizadas, controladas, y no solo por si sobreviene una mortandad avícola y llegan a ser demasiado pocas y hay que racionarlas, sino también por si viene un año demasiado próspero y las gallinas aumentan más de lo debido, y hay que sacrificar las excedentes en aras de lo que hoy suele llamarse «creación de riqueza». A principios de este año, alguien se preguntaba en un periódico cómo podía ser que habiendo en el mundo cada día más «creación de riqueza» no acababa de verse disminuir de modo relevante el hambre de las gentes en los países que la sufren. Pero el caso es que hay un antagonismo irreductible entre lo que se llama «creación de riqueza» y el remedio de las carencias vitales, o sea entre los valores y los bienes. Lo mostraba bien la destrucción material de los excedentes. En mis tiempos se hablaba de tirar determinadas cantidades de café o de naranjas al mar. Pongamos que lo calculado como excedente fuese un 25% de la producción total; pues bien, por representarlo de algún modo, ese 25% que se destruía pertenecía a la parte de los bienes; si se hubiese conservado, la producción de la mercancía en cuestión habría sido ruinosa, no habría habido ninguna creación de riqueza. El 75% no destruido, que convenimos en considerar perteneciente a la parte de los valores, será salvado gracias a la destrucción del excedente, o sea de la parte de los bienes (Sánchez Ferlosio, 2010, pp. 295-296). 6 Agradecemos a Ignacio Sánchez de la Yncera haber señalado esta pista y habernos transmitido una copia del extraordinario texto «Carácter y destino» de Sánchez Ferlosio.
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10.6. Incertidumbre e imaginación financiera ¿Cómo calificar, en conclusión, la naturaleza de la propuesta investigativa que hemos presentado aquí? Se trata en cierto modo, podríamos decir utilizando la terminología de Ortiz (2013a, 2013b, 2014b, 2017), de extraer las nociones de incertidumbre y de futuro del repertorio del análisis sociológico de las finanzas para resituarlas dentro del perímetro de la imaginación financiera y analizar así su funcionamiento vernáculo desde una perspectiva de antropología política. La propuesta no viene exenta de una cierta carga polémica, ya que requiere, entre otras cosas, un realineamiento tanto de las posiciones epistémicas como del crédito que se le presta a una visión económica de las cosas (Doganova, 2018; Beckert y Bronk, 2018). También se posiciona de manera un tanto ortogonal tanto respecto de las perspectivas críticas que señalan en lo instantáneo, lo acelerado y lo presente la marca de una modernidad atemporal, como de las que señalan en lo especulativo, lo mercantil y lo ficticio la marca de un capitalismo financiero. Se abre, sin embargo, con ella la posibilidad de comprender los materiales empíricos en los que el uso del futuro y la crítica del presente se exhiben tanto para justificar el punto de vista financiero como para criticarlo. Se abre también, o al menos se contribuye a abrir, una manera de interpretar las aporías, tensiones, limitaciones, paradojas y contradicciones que la crítica de las finanzas levanta.
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11. Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional Paola Castaño1
La Estación Espacial Internacional (EEI) es una plataforma científica única que permite a investigadores de todas partes del mundo poner a trabajar sus talentos en experimentos innovadores que no pueden llevarse a cabo en ningún otro lugar. No sabemos todavía cuál va a ser el descubrimiento más importante de la EEI, pero ya hay beneficios demostrados para la vida humana. Avanzando el estado del conocimiento científico de nuestro planeta, cuidando de nuestra salud y proporcionando una plataforma espacial que educa e inspira a los líderes en ciencia y tecnología del mañana, estos beneficios van a llevar adelante el legado de la estación a medida que su investigación fortalece las economías y mejora la calidad de vida aquí en la Tierra para todas las personas (ISS, 2012, p. 3).
Estas palabras, tomadas de la primera edición del documento Beneficios para la Humanidad de la Estación Espacial Internacional, resumen los ambiciosos objetivos de este programa en materia de ciencia y el planteamiento de su valor científico en términos de resultados. En los acuerdos firmados en 1998 por las agencias espaciales de Estados Unidos, Rusia, Europa, Japón y Canadá, la ciencia se planteó como el eje de la creación de una «estación espacial internacional y civil con propósitos pacíficos» (NASA et al., 1998, p. 3). Entre sus variados propósitos, la EEI fue concebida como un laboratorio en órbita que prometía descubrimientos revolucionarios ofreciendo condiciones únicas a varios campos del conocimiento: biología, física, medicina, física de materiales, educación, tecnología, entre otros. Desde que entró en operaciones en 2011, la EEI ciertamente ha permitido la realización de cientos de experimentos en distintas disciplinas. Sin embargo, la pregunta sobre si ha logrado sus ambiciones científicas encuentra respuestas ambivalentes. Este trabajo, parte de mi actual proyecto de libro2 que examina los significados y valoraciones de la ciencia en la EEI, discute el lugar de la incerti1
Universidad de Cardiff. El trabajo está basado en observaciones durante conferencias académicas en las que se presentan resultados de investigaciones en la EEI, reuniones de las agencias espaciales, visitas a instalaciones asociadas con los experimentos, análisis documental de archivos y entrevistas con investigadores, astronautas y observadores involucrados con el programa. El presente texto resume caracterizaciones de los experimentos que, en su versión extendida, se encontrará en el libro. Mi investigación está financiada por una Newton International Fellowship de la British Academy en el Reino Unido. Presenté una primera versión de este trabajo en los IX Encuentros de Teoría Sociológica que tuvieron lugar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid los 2
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dumbre en experimentos de la NASA que se llevan a cabo en esta plataforma en tres disciplinas: física de partículas, biología de plantas y biomedicina. La incertidumbre es constitutiva del proceso de investigación científica, pero en este capítulo muestro cómo sus características específicas varían en función de distintas disciplinas y niveles de análisis. En esa medida, tomo como premisa el argumento de Ramón Ramos sobre el hecho de que no hay una única perspectiva teórica en la sociología para el estudio de la incertidumbre. Pero, lejos de ser un déficit conceptual, veo en ese hecho algo altamente promisorio para la investigación. Mi tarea en lo que sigue será precisamente la de ajustar la mirada a las formas diversas que toma la incertidumbre dentro de prácticas e instituciones que parecen unitarias. En cada uno de los experimentos, me acerco a la pregunta: ¿qué significa que el conocimiento científico «dé resultados»? Con este fin, caracterizo las preguntas de las tres disciplinas, las limitaciones y las posibilidades que les ofrece la plataforma de la EEI, y sus nociones de hallazgo científico e incertidumbre. Concluyo con una discusión más amplia desde la sociología de la ciencia sobre el lugar de la incertidumbre en la práctica científica.
11.1. La EEI y su naturaleza multipropósito La EEI orbita la Tierra a una velocidad de 28.000 kilómetros por hora y, desde 1998, ha estado a un promedio de 400 kilómetros de altura sobre nuestro planeta. Con un volumen presurizado de 931,57 m3, un tamaño frecuentemente asociado con el de una cancha de fútbol americano y generalmente habitada por seis tripulantes, la EEI es el proyecto más costoso y sostenido de poner humanos en el espacio. La estación fue inicialmente concebida como la Estación Espacial Libertad, un instrumento deliberado y directo de «fortaleza estadounidense en el espacio» en el marco de la Guerra Fría. Desde ahí, al menos siete rediseños siguieron hasta que el programa sobrevivió apenas por un voto en el Congreso de Estados Unidos en 1993, justo cuando la retórica de «liderazgo estadounidense» comenzó a abrir espacio a una de «cooperación internacional», no solo con los países que ya eran parte del programa de la Estación Espacial Libertad (Europa, Japón y Canadá), sino con el anterior enemigo por excelencia en el espacio (Rusia) (Mieczkowski, 2013; McDougall, 1985; Neal, 2017). La EEI es el producto de detallados acuerdos entre las agencias espaciales, alianzas logísticas e intrincadas negociaciones presupuestales diseñadas en el Acuerdo de 1998 y seguidas por muchos convenios de implementación (Logdson, 1998). En cada uno de esos complejos pasos, la EEI fue justificada ante distintas instancias de toma de decisiones, participantes, potenciales usuarios y públicos como una plataforma para el logro de sus variados objetivos. Una estación que «prometía hacer de todo para todos» (Entrevista ISS Research Integration Office Manager en NASA, 2016) parecía ser la respuesta a la ausencia de una única justificación convincente para poner gente en el espacio. días 28 y 29 de junio de 2018. Gracias a Fernando García Selgas y Ramón Ramos Torre por la invitación y a los participantes en el encuentro por sus comentarios y preguntas.
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Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional
En palabras del director del programa de la ISS en la NASA, Sam Scimemi, la EEI es (tuvo que ser) muchas cosas a la vez: un laboratorio de investigación en órbita, un campo para probar y desarrollar tecnologías para «el camino a Marte», un espacio de prueba para pasar del manejo gubernamental de la órbita terrestre a su privatización, un régimen de cooperación internacional en varios niveles y un instrumento de diplomacia (Presentación conferencia Space for Inspiration: ISS and Beyond, Londres, septiembre 2016). En el marco de estos variados propósitos, la investigación científica aparece como un pilar central. Si bien, por sí misma, la ciencia no justifica la existencia de la EEI, sin ella la estación tampoco existiría. Hasta la fecha, según la oficina de ciencia del programa, se han llevado a cabo más de dos mil experimentos, la mayoría de ellos a cargo de la NASA, y las actividades relacionadas con la investigación ocupan la mayor parte del tiempo de los astronautas en órbita (ISS Science Office, 2020). Una idea central en mi aproximación a la EEI es la de no presuponer una noción de ciencia en primera instancia, sino la de seguir procesos de investigación científica en varios campos. Si hay algo crucial para la sociología de la ciencia, en medio de sus distintas versiones y de los debates internos en el campo durante las últimas cuatro décadas, es el esfuerzo por mostrar (histórica y etnográficamente) cómo la universalidad del conocimiento científico es un logro de la práctica; cómo la ciencia existe en formas disciplinarias particulares que involucran variadas infraestructuras organizacionales, objetos, habilidades, formas de conocimiento y ámbitos de justificación (Collins, 1995; Galison y Stump, 1996; Knorr-Cetina, 1999; Latour y Woolgar, 1979; Latour, 1999; Pickering, 1992). Y, en este contexto, formas radicalmente distintas de relacionarse con la incertidumbre. Con estas premisas, en las siguientes secciones me acerco a experimentos en tres campos de investigación en la EEI.
11.2. Física de Partículas: El Alpha Magnetic Spectrometer (AMS-02) «El objetivo más emocionante del AMS-02 es explorar lo desconocido: buscar fenómenos que existen en la naturaleza y que aún no hemos imaginado, ni hemos tenido las herramientas para descubrir». Estas son las palabras que frecuentemente usa Samuel Ting, premio Nobel de Física y profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), para describir el experimento que dirige en la EEI: el Espectrómetro Magnético Alfa (Alpha Magnetic Spectrometer, AMS-023). El AMS-02 es un instrumento ubicado en el exterior de la estación que detecta rayos cósmicos y lo hace basado en la posibilidad teórica de que la materia oscura pueda detectarse a partir de sus mediciones. 3 El AMS-01 fue el prototipo de este experimento que se construyó en los años noventa y tuvo un vuelo de prueba en 1998.
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El AMS-02 fue lanzado desde el Centro Espacial Kennedy en el 2011 y ha sido el único experimento que ha requerido legislación del Congreso de Estados Unidos para ser aprobado y enviado a la EEI. El detector tuvo un coste aproximado de dos billones de dólares (Greenfieldboyce, 2011), fue construido y es operado por un equipo multinacional de 600 físicos de 56 instituciones en 16 países liderados por Ting. La colaboración funciona bajo el patrocinio de la oficina de Ciencia del Departamento de Energía de Estados Unidos en un acuerdo de implementación con la NASA y la Organización Europea para la Investigación Nuclear CERN. Este experimento enfrenta una de las mayores incertidumbres de la ciencia contemporánea: la materia oscura, esa gran porción del universo que sigue siendo desconocida. Según el llamado «modelo cosmológico estándar», la materia oscura corresponde a la mayor parte de la materia en el universo y es, por definición, invisible al no emitir radiación electromagnética. Su existencia se dedujo a partir de los efectos gravitacionales que causa en la materia visible, particularmente en el comportamiento de galaxias y cúmulos de galaxias. En sentido estricto, la materia oscura solo es materia de forma hipotética, ya que su estatus ontológico ha sido inferido por la astronomía y la física de partículas, pero no ha sido confirmado directamente (Castaño, 2017, p. 248). La descripción más sucinta de la naturaleza del problema la hace el cosmólogo Edward Kolb: En los últimos treinta años, aproximadamente, los cosmólogos han desarrollado un «modelo estándar» de cosmología. Una cosmología relativista (basada en la teoría de la gravitación de Einstein) de una expansión a partir de una gran explosión y desde un estado inicialmente caliente y denso. La característica más notable de este modelo es que, en principio al menos, parece ser capaz de explicar todas las observaciones cosmológicas: el carácter de la radiación de fondo de microondas, la evolución y el estado presente de la estructura a gran escala del universo, la abundancia de los elementos de luz y la historia de la expansión del universo. Mucho se ha escrito sobre los éxitos del modelo estándar de la cosmología. Pero las celebraciones de sus éxitos deben ser apaciguadas por el hecho de que está basado en una física desconocida. En particular, en el modelo cosmológico estándar, el 95% de la densidad de masa-energía del universo presente es oscura. Aproximadamente un 25% tiene forma de materia oscura y un 70% tiene forma de energía oscura (2007, p. 1590).
En otra formulación contundente sobre el problema, la astrónoma Vera Rubin sostuvo que la mayoría de los astrónomos «prefieren aceptar un universo lleno de materia oscura en lugar de alterar la teoría de la gravitación newtoniana» (1996, p. 125). Si bien existe un modelo teórico alternativo propuesto por Mordehai Milgrom desde los tempranos ochenta que introduce modificaciones a la teoría newtoniana descartando la existencia de la materia oscura (Milgrom 2015), para el AMS-02 la materia oscura es un fenómeno real. Esta es justamente la tarea que tiene el instrumento: encontrar rastros de materia oscura a partir del estudio de partículas en el espacio exterior. Desde su instalación en la EEI en 2011, el AMS-02 ha observado la mayor cantidad de rayos cósmicos de cualquier otro instrumento en la historia. El instrumento cuenta con ocho sofisticados detectores y con un magneto
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Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional
central que provee a los investigadores información sobre las partículas (y antipartículas) identificando su masa, carga y energía con alta precisión. La idea básica es que los rayos cósmicos —restos de átomos que viajan por el universo a una velocidad cercana a la de la luz y son conducidos por explosiones de estrellas (supernovas)— contienen rastros de antimateria, particularmente positrones (la antipartícula del electrón). Hasta el momento, el AMS-02 ha identificado excesos inesperados de estas antipartículas en los rayos cósmicos dentro de determinados rangos de energía antes no estudiados en el espacio. Según los investigadores, estos son «los hechos». Ahora bien, ¿cómo esos «hechos» se vuelven datos significativos? Una teoría sostiene que la materia oscura está hecha de una partícula (hipotética) llamada neutralino y las colisiones entre neutralinos podrían producir una gran cantidad de positrones de alta energía. En las primeras publicaciones de la colaboración del AMS-02 en Physical Review Letters, la conclusión fue que, en sus hallazgos sobre los positrones, el AMS-02 ha mostrado «la existencia de nuevos fenómenos físicos» (Aguilar et al., 2013). Sin embargo, no está claro si el origen de lo observado es, en efecto, materia oscura. En la conferencia de prensa en que se presentaron los primeros resultados de la investigación en 2013, Ting afirmó que «para un físico experimental es muy importante no tener ideas preconcebidas. Uno analiza sus datos y ve qué obtiene. Si uno tiene una preferencia, entonces analiza sus datos según la preferencia…». Sin embargo, las observaciones científicas siempre tienen lugar ya dentro de marcos conceptuales y teóricos (Daston y Galison, 2007). La física de partículas hace observable al universo (en las escalas más pequeñas) precisamente desde una expectativa teórica y desde un complejo entramado de hipótesis sin las cuales «lo observable» no sería siquiera concebible. Y, en este caso, datos tan precisos como los que obtiene el AMS-02 solo adquieren significado dentro del modelo cosmológico estándar. A propósito de esta relación entre observaciones y teoría, Ting sostuvo en una entrevista que «cuanto más detallados sean los datos, más necesitamos de la ayuda de los teóricos para interpretarlos» (entrevista, 2016). La incertidumbre científica del AMS-02 es, sin duda, una de las más vastas de la ciencia contemporánea. Sin embargo, al concentrar la búsqueda en el estudio de astropartículas, y al lograr medirlas con enorme precisión, esta incertidumbre se operacionaliza en un problema que no parece tener fácil resolución: la noción de hallazgo científico aquí no depende de obtener más datos, sino que está en manos de posibles modelos teóricos que proporcionen explicaciones factibles sobre el origen y naturaleza de lo observado.
11.3. Biología de plantas: «Veggie» El 10 de agosto de 2015, NASATV presentó, en vivo, un momento sin precedentes en la historia de la EEI: la cosecha y consumo de hojas de lechuga por parte de tres astronautas. En un ambiente sobrepoblado de cables y aparatos e iluminado con color rosa, los astronautas Scott Kelly y Kjell Lindgren de la NASA, y Kimiya Yui de la agencia espacial japonesa, brindaron
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con hojas de lechuga mientras Kelly elogiaba los esfuerzos de llevar a cabo investigaciones científicas en la estación y de llevar provisiones a la estación, subrayando la necesidad de la autosostenibilidad en «el camino a Marte». La lechuga fue cultivada como parte de un experimento de validación tecnológica de una cámara de crecimiento de plantas llamada Veggie, una unidad multipropósito desarrollada para: 1) producir vegetales frescos en la EEI (principalmente, lechuga y repollo); 2) proveer beneficios psicológicos en tiempo real para la tripulación; y 3) llevar a cabo actividades de ciencia y divulgación (investigaciones con organismos modelo y proyectos educativos) (Massa et al., 2016). El experimento, cuya naturaleza multipropósito parece replicar la de la EEI misma, ofrece una ventana a las variadas piezas en movimiento que se necesitan para llevar a cabo experimentos en la EEI: fue construido por Orbital Technologies Corporation (ORBITEC) y lanzado en una cápsula comercial de Space X que lleva provisiones a la EEI, está ubicado en el módulo Colón de la Agencia Espacial Europea, su operación se dirige desde el Centro de la NASA en Huntsville, Alabama, y el equipo científico tiene su sede en el Centro Espacial Kennedy (KSC) en Florida. Considerando las restricciones impuestas por el peso que puede llegar a la EEI y el tiempo que tiene la tripulación para la realización de experimentos, el artefacto fue desarrollado para ser pequeño y para usar pocos de estos recursos. Veggie fue enviada a la EEI con tres grupos de almohadillas (conteniendo semillas, suelo y fertilizante). La activación, cuidado y cosecha de las plantas siguió un cuidadoso protocolo de instrucciones diseñado por los investigadores4. Después de 33 días de crecimiento, muestras de las hojas de lechuga fueron cosechadas, congeladas y enviadas al KSC. Los investigadores en Florida llevaron a cabo análisis de salubridad del vegetal (buscando restos microbiales que pudieran ser peligrosos para la salud de los astronautas) e iniciaron lo que describieron como un proceso engorroso de nueve meses trabajando con el equipo médico de la NASA con el fin de desarrollar un protocolo de desinfección de las hojas de lechuga para que los astronautas pudieran consumirlas en la segunda versión del experimento. Las lechugas del brindis fueron el producto de ese segundo grupo de semillas. La biología de plantas en la EEI ilustra las tensiones entre la investigación fundamental y la aplicada y, en términos más específicos, entre el carácter abierto de ciertas preguntas científicas sobre procesos biológicos fundamentales y los productos operativos que esperan las agencias espaciales. Los investigadores se concentran en cómo las plantas «interpretan las señales» que reciben de su medio ambiente, en particular, el estudio del gravitropismo y el fototropismo (el crecimiento dirigido en respuesta a la gravedad y la luz, respectivamente). Por su parte, la expectativa operativa de la «agricultura espacial» para las agencias espaciales involucra el desarrollo de sistemas sostenibles de cultivar 4 Aquí, los astronautas operan como trabajadores de laboratorio, siguiendo instrucciones muy detalladas. Los investigadores tienen un corto tiempo para familiarizar a la tripulación con sus experimentos antes de que estos lleguen a la EEI, y tienen que desarrollar estrictos procedimientos escritos.
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comida para misiones de larga duración. Adicionalmente, pensando en términos de exploración, el cuidado y consumo de vegetales ha demostrado generar beneficios psicológicos para la tripulación (Massa et al., 2016). Más que enfrentarse a una única incertidumbre científica en busca de algún hallazgo crucial o único, este es un campo de investigación que estudia sistemas y procesos modificando condiciones de las plantas para estudiar respuestas. Al igual que el AMS-02, aquí los investigadores realizan su experimento sobre la base de una perspectiva teórica que pueden dar por sentada: en ausencia de la gravedad como señal, las plantas responden a la luz para orientar su crecimiento. Sobre esta base, buscan indagar los mecanismos específicos de la adaptabilidad de esos organismos. La biología de plantas busca entonces una paulatina acumulación de evidencia que revela procesos fundamentales al poner a las plantas en un ambiente distinto al de su desarrollo evolutivo. En esa medida, la incertidumbre crucial en este campo de experimentación es de naturaleza operativa y está referida a las aplicaciones potenciales de esta evidencia en un futuro (aún nebuloso) de viajes más allá de la órbita terrestre, y en los tipos de autonomía que tendrán los miembros de las tripulaciones en esos escenarios para su manejo y consumo sin la constante supervisión de los equipos médicos en tierra.
11.4. Investigaciones en biomedicina: el Programa de Investigación Humana de la NASA «El objetivo a largo plazo es el planeta Marte. Ha habido un amplio acuerdo en el Congreso y en la Rama Ejecutiva y, de manera igualmente importante, en nuestros socios internacionales en que Marte es lo que llamamos el “destino horizonte” [...] Por esa razón, actualmente estamos usando la EEI para aprender sobre cómo responde la fisiología humana al espacio». Con esta introducción, Craig Kundrot, miembro de la oficina central de ciencia de la NASA, inició su presentación sobre el programa de investigación humana de la agencia ante la Sociedad Filosófica de Washington en septiembre de 2016. Los objetivos de la investigación biomédica en astronautas, liderados por el Human Research Program (HRP), se enfocan explícitamente en la exploración humana del espacio: «[…] desarrollar y entregar hallazgos científicos, medidas de mitigación de los efectos negativos sobre la salud de la exposición al espacio, y tecnologías para los sistemas humanos para las naves que permitan apoyar a las tripulaciones en misiones a la Luna, Marte u otros destinos» (HRP, 2016). En los últimos diez años, el programa se ha concentrado en financiar y sistematizar investigaciones sobre los efectos de desacondicionamiento físico y psicológico que generan las estancias de larga duración (seis meses o más) en el espacio. El HRP ha desarrollado una aproximación de «riesgos» para identificar los problemas de salud y desempeño de los astronautas que resultan de la conjunción de condiciones de estrés físico y mental propias de la EEI: microgravedad, radiación, confinamiento, aislamiento y distancia de la Tierra, entre
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otras. La exposición a estas condiciones del espacio produce varios cambios físicos que resultan en distintas formas de desacondicionamiento (pérdida ósea y de la masa muscular, reducción de la respuesta cardiovascular y, como algo recientemente descubierto, problemas en la vista) e impactos aún no identificados de efectos de la radiación y de la respuesta psicológica a estancias en el espacio superiores a seis meses o un año. La investigación biomédica involucra una serie de preocupaciones éticas y epistemológicas considerando el tamaño pequeño de las muestras y la alta probabilidad de identificar a los sujetos (los astronautas son figuras públicas y, en determinado momento, apenas hay seis de ellos en órbita). Los investigadores en este campo tienen que encontrar maneras de lidiar no solo con las condiciones particulares del espacio para la toma de sus pruebas y muestras, sino también deben enfrentar problemas epistemológicos como la naturaleza estadísticamente representativa de sus hallazgos («el problema de la n pequeña») y la acumulación de evidencia. Este campo ha revelado tensiones y superposiciones productivas entre los datos clínicos reunidos para el cuidado de la salud de los astronautas (el campo de los llamados «cirujanos de vuelo» que son, básicamente, los médicos a cargo de los miembros de la tripulación), por una parte, y los datos utilizados para publicaciones científicas por otra parte; así como entre esta información y la búsqueda de aplicaciones para la investigación de condiciones de salud en la Tierra. De nuevo, estamos ante un programa de investigación multipropósito que se expone a varios frentes de incertidumbre y demanda de resultados. Con estas exigencias, el HRP es el único programa de investigación multidisciplinario en la EEI que cuenta con una herramienta de acumulación de conocimiento: el Integrated Path to Risk Reduction (IPRR) es un cuadro que integra todos los hallazgos en investigación biomédica poniéndolos en relación con fuentes identificadas de riesgos que están codificadas por colores5 en términos del estado actual de las medidas que existen para mitigarlos o contrarrestarlos. El programa financia y evalúa hallazgos a la luz de estas brechas existentes en el conocimiento y asigna tareas y expectativas específicas a los investigadores en función de las brechas más significativas. En una serie de conversaciones con el investigador jefe de este programa, resulta ser un instrumento que ofrece restricciones y posibilidades: por una parte, no parece ser una «buena 5 El cuadro subraya en color gris oscuro los riesgos que, en función de la probabilidad de que ocurra y la gravedad de sus consecuencias (Likelihood x Consequence), cuentan con la menor cantidad de evidencia para definir medidas de mitigación (la radiación ocupa el primer lugar). Los riesgos subrayados en gris medio son aquellos para los que ya se cuenta con suficientes medidas de mitigación (la pérdida de densidad muscular y ósea son riesgos altamente controlados gracias a los programas de ejercicio físico desarrollados para los astronautas). Los riesgos en gris claro son los que se encuentran en un estado intermedio entre los dos anteriores frente a las medidas de mitigación. El color en trama de puntos denota los campos para los que se han optimizado medidas. Y, finalmente, la trama de rayas, para aquellos para los que no hay datos suficientes en el momento.
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FY18 EM-1
FY20
Low LxC
Fuente: Human Research Program NASA, junio 2018.
Mild LxC: Requires Mitigation
Select Technologies
EM-6
FY27
Identify Late CNS CMs
In-flight CM Validated
(SMT) ATLAS Validation
Deliver ATLAS to ISSP
Research Complete; Inform Integrated CBS
Insufficient Data
(SMT) ATLAS Validation
ISS End
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HFBP:POL/PEL #2
PPBE20 Baseline HRPCB-approved 27 June 2018
Microbial Informed, Risk Characterized, CM Defined
Optimized Medical System
Pharmacy Recommendations
CM Validated In-Flight
Deliver ATLAS to ISSP
HFBP:POL/PEL #1
EM-7
FY28 EM-9
FY30
MERA 2029 Cross-Risk Medical CMs Cancer PEL#2 CVD Clinical Guidelines Late CNS PEL with CMs CMs Validated Updated CMs &Standards Updated Validation CBSCMs Validated Long-term Health Monitoring &Standard Updated &Support CMs Developed
Standalone HW/SW
CDR
EM-5
FY26
Cancer Medical CMsComplete
Human Performance Standards &Guidelines Updated
Risk Characterized Analog Validation SelectCMDefined Food System Micro Monitoring Methods
Updated Deconditioning Factor
Key CMs Validated
Optimized
Exploration Mission MIlestone
Ground-based Milestone
Most Common Usage Determined
Risk Update Treatment Validated
Risk Charactericed; CM Identified Gap Closure Assessment
(CVD to Radiation Degen)
Risk Characterized
FY25 188 End
Initial CM s Recommended &Standards Updated Monitoring Tools CMs & Developed Treatment Developed Food System Food System Validated Requirements Updated Standards Developed; CMs & Unobstrusive Measures Measures Developed & Validated Developed & Validation
In-/Post-flight CM Validated
CMs identified 2 Egress Standard Update Egress Standard Update Risk Characterization Updated
ISS Not Required
High LxC
CM Down
Std/Req
Crow selection
EM-4
FY24
M ERA 202 4 PEL#1 TO
EM-3
FY23
Validated Human Performance DST Standards &Guidelines DTS Medical System Functional Requirement Req
Food System Micro Requirements
Analog Identified
DSG Medical Systems Requirement Recs Updated Human-to-ATD Transfer Function (HIDH)
HW/Prot/ Hab/Veh IF
PDR
Standalone HW/SW
Risk Factors Understood
Element Scientist Summary
Reduce Likelihood
EM-2
FY22 GW CDR
CVD PELs Late CNS Pels
AFT Rqtstd to AFT Rqts To Vehicle Vehicle Updated Risk Understood
Risk Update/Stds Dev; CM Validated-Ground
DST NHV/Layout Standards; Tools Validated
FY21
Risk Characterized &CMs Identified
Std/Req Veh Hab Des
SRR
HW/Prot/ Hab/Veh IF
GW PDR
ISS Mission MIlestone
Risk Update
FY19
Nutritional Recs to AFT
Std/Req Veh Hab Des
GW SRR
Std CMs identified 1 Update In flight CM Validated Current Hardware In flight CM Validated Current Hardware Key Monitoring Tools Developed & Validated
Initial CsnOPS
FY17
Milestone Requires ISS
3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x4 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x3 3x2 1x4 3x2 2x2 TBD TBD TBD
LXC
ISS Required
Space Radiation Exposure - Cancer Space Radiation Exposure- Degen (LateCN S, CVD) Space Radiation Exposure - Integrated CN S Cognitive or Behavioral Conditions (BMed) Inadequate Food and Nutrition (Food) Team Performance Decrements (Team) Spaceflight Associated Neuro-Ocular Syndrome (SANS/VIIR) Renal Stone Formation(Renal) Human-System Interaction Design(HSID) Medications Long Term Storage (Stability) Inflight Medical Conditions (Medical) Injury from Dynamic Loads (OP) Injury Due to EVA Operations (EVA) Hypobaric Hypoxia (ExAtm) Decompression Sickness(DC S) Altered Immune Response (Immune) Host-Microorganism Interactions (Microhost) Sensorimotor Alterations (SM) Reduced Muscle Mass, Strength (Muscle) Reduced Aerobic Capacity (Aerobic) Sleep Loss and Circadian Misalignment (Sleep) Orthostatic intolerance (Ol) Bone Fracture (Fracture) Cardiac Rhythm Problems (Arrhythmia) Space Radiation Exposure (Acute Radiation SPE) Concern of Intervertebral Disc Damage (IVD Celestial Dust Exposure (Dust) Concern of Effects of Medication (PK/PD)
Gateway Lifeoyole Milestones D 8T Planning Milestones (PPB E20 8PG)
Mars Flyby Risks
Figura 1. Integrated path to risk reduction (Ruta Integrada de Reducción de Riesgo)
Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional
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Paola Castaño
manera de hacer ciencia» (entrevista, 2016) al simplificar las cosas y al limitar la naturaleza abierta de la investigación que puede posibilitar hallazgos inesperados. Pero, por otra parte, es una herramienta eficiente para mostrar cuándo, en efecto, la investigación ha dado frutos y es un instrumento de comunicación con las instancias de toma de decisiones que «no tienen mucho tiempo para los detalles». En este contexto, la noción de hallazgo científico tiene una finalidad fundamentalmente práctica: mitigar un riesgo. Sin embargo, la mitigación de esos riegos presupone la identificación de los mecanismos que lo desencadenan. ¿En qué momento se sabe que un riesgo ha sido completamente mitigado? Si un riesgo se desclasifica del color gris oscuro al claro o al medio, no es claro si su interacción con otros riesgos no pueda desencadenarlo nuevamente. El problema de fondo es serio para la NASA: ¿cuáles son las bases de una adecuada acumulación de evidencia para decidir que es «seguro» enviar seres humanos más allá de la baja órbita terrestre? Si bien podría pensarse que los riesgos están sobrediagnosticados y que no habría mucho espacio para sorpresas, asuntos como el de los problemas en la visión de los astronautas han tomado por sorpresa a los investigadores de HRP, y los efectos de la radiación de larga duración aún son desconocidos. El doctor Mark Shelhamer, profesor de la Universidad de John Hopkins y excientífico jefe del HRP, argumenta que el cuadro de riesgos debe dejar de verse como una serie de elementos discretos y que se hace necesario comenzar, verdaderamente, a integrar los hallazgos y a pensar en la interdependencia de estas fuentes de riesgo (entrevista, 2016). No es difícil entender que, por ejemplo, en qué medida un problema en la visión puede tener repercusiones en el comportamiento, en la capacidad de seguir tareas, o que un nivel alto de estrés pueda estar relacionado con la capacidad de los astronautas de digerir alimentos. Sin embargo, el actual modelo solo ve a estas características como elementos discretos en un cuadro. Bajo esta perspectiva, la incertidumbre no es solo lo que existe entre un hallazgo y su aplicación, sino la manera en que distintas fuentes de evidencia pueden relacionarse entre sí de manera imprevista. En esa medida, a la incertidumbre discreta de cada elemento del IPRR se le suma la incertidumbre relacional resultante de las interacciones entre los elementos. Y mientras la discreta aumenta aritméticamente, la relacional aumenta geométricamente6.
11.5. Consideraciones finales En las intervenciones de este volumen observamos que la incertidumbre es ubicua en las sociedades contemporáneas y, en este caso, la ciencia en uno de los proyectos más ambiciosos de la historia no es la excepción. A lo largo 6 Agradezco a Fernando García Selgas y Ramón Ramos Torre por esta metáfora aritmética y geométrica.
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Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional
de este escrito he mostrado cómo el concepto de incertidumbre en la investigación científica en la EEI no es monolítico y adquiere significados particulares en distintos campos. En los tres experimentos aquí examinados hay un nivel de convergencia básico en cuanto al concepto de incertidumbre: se trata de un problema epistemológico y no ontológico. En otras palabras, para los investigadores los objetos de estudio son determinables y cognoscibles y lo que enfrentan son las limitaciones de su conocimiento y sus herramientas para acceder a esta determinabilidad y cognoscibilidad que no ponen en duda. Incluso en el caso del AMS-02, para los investigadores el problema de la materia oscura no es el de su indeterminabilidad, sino el de encontrar la combinación adecuada de datos e interpretación teórica para dar cuenta de su hallazgo. En ninguno de los campos tampoco se pone en cuestión la idoneidad de los instrumentos de experimentación y medición, ni la nitidez de las definiciones sobre las cuales se sustentan los experimentos. En esta medida, y siguiendo a Wittgenstein en la interpretación de Martin Kusch (2016), la incertidumbre (disputas interpretativas, identificación de mecanismos y posibles usos futuros, mitigación de riesgos) en el quehacer científico siempre tiene lugar sobre un sustrato de certezas que pocas veces se pone en cuestión. En ausencia de este sustrato, para el cual Wittgenstein usa la metáfora de una bisagra, la incertidumbre misma sería ininteligible y, aún más, imposible. En consecuencia, el quehacer de estos investigadores consiste en administrar incertidumbres locales en función de las limitaciones y posibilidades que les ofrece la EEI. La física de partículas, históricamente, no ha tenido relación alguna con plataformas espaciales tripuladas. Después de un proceso de negociación altamente politizado que incluso involucró legislación del Congreso estadounidense, la EEI le ofreció al AMS-02 un viaje al espacio, y le sigue facilitando una plataforma, telemetría y, como sucedió a finales del 2019 e inicios del 2020, servicios de reparación por parte de los astronautas. A cambio, el instrumento debe ajustar sus condiciones a los súbitos cambios de temperatura a los que lo exponen los pasos de la noche (condiciones extremadamente frías) al día (condiciones extremadamente cálidas). Los investigadores que se acercan a la EEI para llevar sus experimentos en biología de plantas y biomedicina reciben advertencias desde el comienzo: deben miniaturizar sus demandas y expectativas. En otras palabras, en un contexto en el que los recursos son limitados (tiempo de la tripulación para la realización de procedimientos, las cantidades de muestras que pueden exigir, y el peso y el volumen de los instrumentos que van a la estación), los investigadores deben aprender a maximizar recursos. Pero, al mismo tiempo, muchos investigadores en estos dos campos se ven sorprendidos por las posibilidades inesperadas que les ofrece la plataforma: el interés de la tripulación en el experimento Veggie (y su uso de tiempo libre para cuidar de las plantas), y la diligencia con que la NASA organiza el regreso de muestras biológicas a temperatura ambiente con los astronautas que vuelven de sus misiones.
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Paola Castaño
Otro nivel de convergencia entre las disciplinas es la idea de incertidumbre como ausencia de datos o de mayor cantidad de datos. Incluso en el caso del AMS-02, donde las estadísticas de eventos observados (impactos de rayos cósmicos en el detector) superan a cualquier otro instrumento ubicado en el espacio7, los científicos quieren seguir reduciendo la «barra de error» estadística para mejorar las posibilidades de una interpretación teórica de sus hallazgos. En el caso de Veggie, se trata de uno de los experimentos que ha tenido más posibilidades de reiteración en la EEI, pero los investigadores siempre quisieran más reiteraciones del experimento para comprobar condiciones y para ir identificando mecanismos. Finalmente, en el caso de las investigaciones médicas, sin duda el problema central es el de la poca cantidad de datos (dada la reducida cantidad de sujetos que pueden ser parte de los estudios). Pero «los datos» no necesariamente llegan a disipar las incertidumbres más profundas que enfrentan estas investigaciones: las exigencias operativas de la EEI y el hecho de que el programa tiene una fecha tentativa de terminación en el 2024, obligan a estas disciplinas a preguntas sobre el umbral a partir del cual puede declararse que hay suficientes datos para adjudicar una explicación (en el caso del AMS-02), para identificar un mecanismo (en el caso de la biología de plantas) y para clasificar a un riesgo como mitigado (en el caso de las investigaciones médicas). En los tres casos, el umbral de certidumbre está dado por «lo que puede esperarse razonablemente», pero el lugar de ese adverbio «razonablemente» está lejos de ser fijo. Si bien aquí he mostrado cómo el quehacer científico en la EEI consiste en la administración de incertidumbres locales (epistemológicas, operativas, discretas y sistémicas), también hay una incertidumbre global que rodea a todo el proyecto de la estación espacial. Esta incertidumbre suele ser resumida en sus términos más concretos por parte de los congresistas estadounidenses cuando llaman a los funcionarios de la NASA involucrados con la estación a rendir cuentas: «¿Se ha justificado la inversión?». Distintos observadores se preguntan por los «logros científicos» de un programa que hizo promesas a muchos públicos distintos como la plataforma para realizar varios potenciales. ¿Dónde estará el gran hallazgo que lo justificará todo y que garantizará la continuidad de la plataforma más allá de la fecha pactada de su final en 2024? (Cline et al., 2002). Aquí, el quehacer científico se sujeta a la presión del «gran hallazgo» y esa presión viene, además, con una fecha límite: el año 2024, fecha en la cual se ha estipulado que cese la participación de los países involucrados en la EEI. Como lo demostró la colaboración LIGO en el caso de las ondas gravitacionales, el hallazgo puede llevar a un campo de conocimiento del casi ridículo a la prominencia (Collins, 2017). Sin embargo, en el caso de la EEI no está claro si, dada la naturaleza variada de los experimentos que la ocupan y los umbrales diversos de incertidumbre descritos en este texto, pueda darse un hallazgo comparable en escala al de LIGO. 7 En el momento de revisión de este texto, en febrero de 2019, el AMS-02 ha medido alrededor de 129 billones de rayos cósmicos (https://ams.nasa.gov).
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Incertidumbre e investigación científica en la Estación Espacial Internacional
Como señalé en la primera sección, la EEI está sujeta a marcos de evaluación diversos y muchas veces incompatibles entre sí. El programa debe justificarse ante los criterios de distintos públicos, participantes, instancias políticas de toma de decisiones que involucran el apoyo público, la cooperación internacional, el desarrollo de tecnologías, la generación de ganancias para las empresas privadas asociadas con el programa, la inspiración educativa y, claro, la investigación científica. Durante una sesión dedicada al futuro de la EEI en marzo de 2017, el representante republicano Dana Rohrabacher interrogó al entonces director del Programa de Exploración Humana de la NASA William Gerstenmaier sobre los costos operativos de la estación (que están en el orden de 3 billones de dólares anuales para la NASA). En su respuesta, Gerstenmaier afirmó: Hay grandes costos asociados con la exploración humana del espacio […] Y ante la pregunta sobre si el valor de esta exploración justifica la inversión, debo decir que es algo muy difícil de contestar porque hay muchas cosas que resultan de la exploración humana del espacio que son intangibles o difíciles de medir. Los cínicos y los escépticos pueden obviarlas y disminuir el valor de ciertos aspectos. Por ejemplo, la capacidad de los astronautas de motivar a los estudiantes a estudiar ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas. ¿Cómo ponerle un precio en dólares a eso en términos de retorno de la inversión? Si usted va y mira las primeras fotos de la Tierra tomadas desde la Luna, eso fue algo que cambió nuestra percepción. ¿Cómo ponerle un valor a ese cambio de percepción? El hecho de que podamos trabajar con los rusos a pesar de todas las sanciones y problemas […] A todos nos encantaría tener la killer app, o el killerresult, pero parte del problema es la complejidad y variedad de investigaciones en la estación espacial. Biología humana, fisiología, genética, física de partículas de alta energía, combustión, fluidos, materiales, la variedad es enorme. No hay un laboratorio en tierra que investigue todos estos aspectos en una única locación. Entonces, ¿cómo comparar a la EEI con una instalación terrestre? (transcripción audiencia, 2017).
La EEI es un caso que muestra, con cierto grado de espectacularidad, la compleja realidad institucional de los grandes proyectos científicos. De antemano, se trata de una ciencia volcada hacia lo público y bajo el constante escrutinio de diversos grupos de participantes y observadores. Los miembros de las agencias espaciales y los investigadores son particularmente conscientes de la necesidad constante de justificar su quehacer frente a públicos heterogéneos. Como ha mostrado Wynne (2005), esta preocupación por el rol público, más que algo contextual o posterior a la práctica científica, es constitutivo de la misma. Desde sus inicios, la sociología de la ciencia ha mostrado al conocimiento científico no como algo acabado e infalible, sino como un proceso social. Pero en el caso de la EEI, este carácter social e institucional del conocimiento no es la conclusión analítica del análisis sociológico, sino la realidad del proceso mismo. Un concepto como el de «ciencia posnormal» (Funtowicz y Ravetz, 1993) logra capturar el carácter complejo e incierto de la ciencia en el marco de criterios incompatibles de valoración y bajo la urgencia de toma de decisiones. Sin embargo, esta caracterización corresponde ya, de
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hecho, a la «normalidad» del trabajo en la EEI. En consecuencia, más que una llamada a desconfiar de «las promesas de la ciencia» (una idealización más de filósofos que de practicantes), la naturaleza social, incierta y con mucho en juego de la ciencia en la EEI es, de hecho, su mayor logro. Se trata, en efecto, de una institución experimental cuyo resultado es fundamentalmente incierto. Por último, la modalidad temporal de la EEI parece estar siempre volcada hacia un futuro lleno de posibilidades, a la vez que su complejidad impone límites a la capacidad de predecir (Martin, 2016). En ese sentido, como observadora de un programa científico bajo enormes presiones cuyos resultados serán declarados en el futuro como «logros» o «fracasos» según diversos umbrales establecidos por variados actores, es bueno recordar que toda investigación sobre la contemporaneidad finalmente se convierte en trabajo histórico que solo de manera retrospectiva y limitada puede domesticar la incertidumbre. Allí, como dice Barbara Celarent, «las potencialidades abiertas del presente inevitablemente se convertirán —bajo miradas posteriores— en nada más que los pasos narrativos fijos por los cuales el futuro llegó» (2017, p. 170).
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Paola Castaño
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12. De la incertidumbre a la (in)determinación: el caso de la viabilidad de los prematuros extremos y su eventual generalización Fernando J. García Selgas1
El principio es lo indeterminado. Anaximandro, 546 a. C. El único futuro que se puede prever con claridad es el que puedes determinar. Gurú tecnológico de Silicon Valley, 2017, d. C.
Comparto con el resto de los capítulos de esta obra la tesis de que la incertidumbre se ha convertido es un rasgo característico de nuestra sociedad por su abrumadora presencia tanto en ámbitos globales como los mercados financieros, las tecnologías o el cambio climático cuanto en el resto de las esferas, incluidas las más locales o personales, de una vida que, al estar guiada por el individualismo, el consumismo y la tecnociencia, se ve obligada a tomar decisiones constantemente en situaciones en las que no sabemos a ciencia cierta qué pasa ni qué va a pasar y en las que cada vez resultan menos útiles las viejas certezas. Se subraya así la generalización actual del desencaje (social y personal) entre saber y hacer, un hecho sociológico fundamental. Sin embargo, la mayoría de las veces que se defiende esta tesis se hace a costa de reproducir acríticamente la concepción moderna del ser humano como hacedor del mundo (homo faber)2 y, con ella, la primacía de lo mental-racional en ese hacer humano y de este en su entorno, así como el dualismo mente/materia. Es demasiada carga para asumirla sin más, aunque no solo se soporte cuando la incertidumbre queda reducida a mera condición cognitiva, olvidando su vinculación con la acción, sino también cuando se tiene esto en cuenta, pero solo para socializarla, como hacen muchos pragmatistas. En ambos casos se reproduce aquella concepción con toda su carga al asumir que la existencia humana consistiría en conocer el entorno
1 TRANSOC-UCM.
2 Una concepción expresada en términos tan clásicos como los de «representación y voluntad», «proyecto emancipador», «consecuencias-no-pretendidas» o «elección racional».
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Fernando J. García Selgas
y decidir sobre él. Por ello, mi propósito en este capítulo es retener lo más aceptable de la tesis común ratificando la vivencia generalizada de una cierta incertidumbre, a la vez que argumento la necesidad de deshacernos de la carga que suele acompañarla mostrando que esa incertidumbre es la vertiente cognitivo-personal de un proceso más amplio, complejo y contingente de (in)determinación, que no solo afecta a los humanos y en el que no son estos los únicos participantes activos.
12.1. Introducción En sendos artículos publicados por la revista Science en 2015 y 2017 (números 6217 y 6331, respectivamente), basados en datos de medio planeta, se venía a mostrar que dos tercios de los cánceres no se desarrollan por causas genéticas ni medioambientales (humo de tabaco o de los coches, por ejemplo), sino por «errores» que se producen por azar en el proceso normal de réplica del ADN de los tejidos celulares. Ante esta situación, algunos defensores infatigables del orden causal del mundo y de la posibilidad de conocerlo científicamente con certeza dirán que lo que ahora parece azar mañana lo veremos como un proceso determinado genética o ambientalmente y que la prevención o la toma de decisiones apropiadas (en políticas sanitarias, en este caso) es solo cuestión de saber más sobre esos procesos, como si aquellas publicaciones no generaran conocimiento o este no pudiera probar la inevitable indeterminación del mundo. Otros, inspirados por los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología, señalan que para reducir la incertidumbre, además de incrementar el saber, hay que minimizar la indeterminación que introducen los factores sociales externos e internos a la tecnociencia y ampliar el debate público, como si los humanos fuéramos los únicos en intervenir aquí. Por último, a quienes estamos más próximos a las teorías de la complejidad y cuestionamos el antropocentrismo de los anteriores, nos parece que la indeterminación no llega a estas situaciones como mera generalización de la incertidumbre ni de la mano exclusiva de las dinámicas sociales, sino básicamente como característica general del mundo, de su devenir y de nuestra participación en él, lo que la convierte en prioritaria. La primera opción tiene a su favor la defensa constante del actor racional por parte de la ciencia económica hegemónica y la mercadotecnia de la sociedad de consumo, así como la insistencia de los medios de comunicación en hablar de incertidumbre cuando no sabemos qué pasa con una variable y esto impide que podamos controlar las consecuencias de una situación3. Sin embargo, defensores de la segunda opción, como Wynn (1992, pp. 114-116), han conseguido mostrar que en aquellas situaciones la indeterminación es como mínimo tan básica como la incertidumbre y que no depende de esta, sino del carácter abierto de las 3 Por ejemplo, El País del 22/05/2017 (p. 43) titulaba un reportaje así: «La incertidumbre sobre las políticas de Trump estanca el debate en la cumbre del G-20».
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redes o cadenas causales involucradas en ellas4. El problema es que, al reducir tales redes y causalidades a la intervención humana (de expertos o legos) han retenido la columna vertebral de la primera opción, esto es, el humanismo moderno, que defiende la excepcionalidad y la primacía del hombre respecto del resto del mundo, aunque ahora sea más bien en la versión del «decisionismo» novecentista que, impulsado por Marx y Kierkegaard, vino a situar la acción humana y la decisión-proyecto que supuestamente la dirigen en el centro del acontecer, haciéndolas responsables del mundo (el personal y el general) y convirtiendo todo lo demás en escenario, instrumento o mercancía (Löwith, 2008). Por esto, este desplazamiento, aunque necesario, termina resultando insuficiente. Como espero mostrar aquí, para visibilizar la indeterminación y, sobre todo, su carácter prioritario no basta con añadir «la contingente conducta social» a un «proceso cognitivo-decisorio incierto», reclamar un «debate público ampliado» y recordar la distancia entre teorización y acontecimientos concretos, como hace Wynn (1992, pp. 118-126): necesitamos verla implicada en la existencia misma del mundo en general. No obstante, antes de defender este segundo desplazamiento, conviene apuntalar el primero, dejando seriamente cuestionada la prevalencia e incluso la autonomía de la incertidumbre al recordar: — sus ambigüedades históricas, al presentarse como negativa (frente a la seguridad de los saberes tradicionales o a la requerida para tomar decisiones) o positiva (aliento de cuestionamiento constante); como entusiasta (en su conexión con la aventura o la creatividad) o preocupada, si no trágica (ante los límites y consecuencias del desarrollo); — su inesperada dependencia de certidumbres (lo dado por establecido en la vida práctica o las matrices disciplinares en la teorética) que cambian históricamente y nos sitúan en una dinámica de (in)certidumbre, en la que lo básico y primario sería la certeza como «algo animal» que brota de nuestra inserción en la vida y en el mundo (Wittgenstein, 1969, §358-359); — su arraigo en una idea de certidumbre que es un remedo de la certeza absoluta del dios creador (para él, todo lo que es es creación suya y, por lo tanto, certeza suya), y que ha presentado a los hombres (sic) como pequeños diosecillos, con el poder y la obligación de controlar el mundo, y a la incertidumbre como una pesadilla repleta de ansiedades; 4 Wynn (1992), además de destacar el papel de la indeterminación, diferencia su carácter práctico y social (cadenas y redes de prácticas e identidades sociales) del fundamentalmente cognitivo (desconocimiento parcial de las consecuencias) de la incertidumbre. Que los conservadores norteamericanos maniobren en los media para sembrar dudas respecto a los informes de la ONU sobre el cambio climático, con el fin de evitar decisiones que limiten la producción, no permite negar esa diferencia, como afirma Ramos Torre (en comunicación personal), sino que muestra cómo esta se hace operativa y cómo el decisionismo antropocéntrico moderno sigue reinando en la segunda opción.
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— su identificación con un presente tambaleante y una temporalidad desamparada, que asume el tiempo como una coordenada o un marco vacío en el que situarse y desplazarse, cuando el tiempo, que es siempre espacio-tiempo, se determina como parte y resultado del cambiante despliegue de las cosas (véase la contribución de Muniesa y Dovanova); — su asiento inicial en unas figuras individuales (empresario y artista) que se han visto desplazadas (por corporaciones o programadores), desalojadas del centro de la toma de decisiones (por algoritmos o tendencias) y convertidas en ingredientes de complejos y heterogéneos procesos de determinación parcial de lo (im)posible. Son problemas de tal calado que invitan a defender que las situaciones que actualmente se presentan como inciertas no plantean una mera cuestión relativa a tener o no tener certeza, a saber o no saber qué decidir y a expectativas preocupantes, sino que más bien son situaciones insertas en complejos procesos de indeterminación práctica y material, en los que, de manera contingente y disputable, se fijan o determinan entidades, sentidos y posibilidades, y que, por lo tanto, plantean cuestiones que además de cognitivas o prácticas son existenciales y van referidas a lo que se materializa o concreta en dichos procesos. Para avalar esta propuesta me voy a centrar en una situación que aparentemente satisface todos los requisitos de la escena clásica, esto es, la figura de un individuo conocedor-decisor (médico), la necesidad de decidir, el enredo con posibilidades y efectos del saber tecnocientífico y un discurso armado desde la lógica trágica de la incertidumbre. Mi objetivo es mostrar que lo que se presenta como una incertidumbre inquietante y perturbadora resulta ser parte de un proceso complejo y heterogéneo de determinación parcial y contingente de unas condiciones, hechos o entidades previamente indeterminadas, esto es, un proceso de (in)determinación que rebasa la intervención humana (individual o colectiva; experta o lega). Esto me permitirá impugnar tanto la reducción de la indeterminación a práctica humana como la prevalencia de la incertidumbre como caracterización, que aquí plantea Ramos Torre, de estas situaciones básicas en la sociedad contemporánea. Pero lo haré siguiendo su indicación de pensar la incertidumbre en el espacio privilegiado de la acción y como parte de la ambivalencia que mantiene con su contrario (la certidumbre). Es más, lejos de negar u ocultar la incertidumbre, esta se mantendrá como vertiente cognitiva de unas prácticas o intervenciones no exclusivamente humanas y regidas por la (in)determinación5, esto es, como vivencia o percepción de un mundo borroso y no predeterminado, pero precaria o inestablemente determinable. 5 Algo que parece coincidir con otro crítico del humanismo moderno como Luhmann (1997, p. 169), que identifica la incertidumbre con «el mundo de la conciencia del riesgo que hay que aceptar». Esta coincidencia no implica asumir el antropocentrismo o, mejor, sociologismo que Luhmann retiene con su noción de «riesgo».
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De la incertidumbre a la (in)determinación: el caso de la viabilidad de los prematuros extremos…
12.2. De la incertidumbre a la (in)determinación en el establecimiento de la viabilidad en prematuros extremos Me centro en una situación clínica en la que la incertidumbre se tiene que gestionar de la manera más delicada posible, dado que es relativa a algo tan frágil y vulnerable como la vida de los prematuros más extremos (los nacidos con 23 o 24 semanas de gestación). Vamos a ver que la «inevitable incertidumbre» que los múltiples análisis y metaanálisis empíricos, así como las reflexiones de los implicados (médicos, enfermeras y padres, principalmente), señalan en el establecimiento de la viabilidad de los prematuros más extremos (EVPE), termina resultando ser un proceso de determinación parcial o sin garantías del resultado y un claro ejercicio de biopolítica. 12.2.1. Presentación del caso El caso que presento toma la mayoría de sus datos de un proyecto sobre desarrollo y secuelas de prematuros extremos6, dirigido por Concepción Gómez Esteban, a quien agradezco su generosidad y ayuda. Me voy a centrar en lo que ocurre a la hora de establecer la viabilidad, esto es, la posibilidad de supervivencia sin morbilidades mayores (parálisis cerebral, retraso profundo del desarrollo, ceguera), entre aquellos prematuros que por tener solo 23 o 24 semanas de edad gestacional (EG) se sitúan en el límite mismo de esa viabilidad. Voy a intentar mostrar que en el establecimiento de su viabilidad, más que incertidumbre (un no-saber inquietante), hay (in)determinación (una realización tentativa). Con el fin de hacerlo del modo más ecuánime posible voy a empezar recordando algunos datos y precisiones relativos a las prácticas sanitarias, como los porcentajes de morbimortalidad de esos prematuros en nuestro país, recogidos en la figura 1. Establecer que el neonato está por debajo del límite de viabilidad conlleva la decisión de no iniciar, retirar, adecuar o limitar cualquier tipo de esfuerzo terapéutico (AET/LET) que tenga por finalidad la prolongación de la vida, manteniendo aquellas medidas de carácter paliativo necesarias para garantizar el máximo confort y bienestar del paciente. Así sucedió en el 36% de los fallecidos (exitus) en la figura 1, especialmente en los de menor EG. En esos casos, el médico responsable, tras consultar con su equipo, intenta que los padres participen en la toma de decisión, pudiendo acudir incluso al comité de ética del hospital. Hay que tener en cuenta que todas estas prácticas se dan dentro de un marco legal y normativo7 que actualmente dibuja una «zona de penumbra» 6 El proyecto de I+D+i (CSO2011-24294) incluyó la realización de observacionesdirectas en Unidades de Cuidados Intensivos Neonatales y en algunos hogares; grupos de discusión (4) y entrevistas en profundidad (25) en Madrid y Sevilla; una encuesta poblacional multimétodo a 1200 familias de nacidos/as con ≤1.500 gramos entre 1993 y 2011 y metaanálisis de publicaciones nacionales e internacionales relativas a la prematuridad. 7 Ese marco viene hoy definido por la Ley Orgánica 2/2010, que despenaliza la interrupción
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Fernando J. García Selgas
Figura 1.
Supervivencia (SV) con y sin morbilidad mayor EG en semanas
100% 90% 80%
Número de pacientes y %
70% 60%
Desconocido
50%
SV sin morbilidad mayor
40%
SV con morbilidad mayor
30%
Exitus
20% 10% 0%
22
23
24
25
26
Fuente: Rodrigo García-Muñoz et al. (2014, p. 353).
para aquellos neonatos de 23-24 EG, cuya viabilidad es incierta o más bien indeterminada. Prácticas que además se encuentran enredadas con la paulatina transformación de la cultura sociosanitaria, que en este caso se concreta en que el médico va perdiendo la exclusividad del poder-obligación de EVPE, con cuestiones ético-político-jurídicas candentes, como el aborto voluntario o la implementación de cuidados paliativos8, y con el núcleo del ejercicio actual del poder como tecno-bio-política. voluntaria de la gestación hasta la semana 22 por «graves riesgos para la vida o la salud de la madre o el feto» y a más EG solo cuando se detecten anomalías incompatibles con la vida; el art. 10 de la Declaración de Barcelona (2001) de la Asociación Mundial de Medicina Perinatal: «No debe intentarse hacer sobrevivir a un recién nacido cuando su inmadurez es superior al límite inferior de viabilidad»; y la recomendación de la Sociedad española de Neonatología (SENeo) de no iniciar la reanimación con EG