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Spanish; Castilian Pages 284 [285] Year 2012
Boulê. Ensayos en filosofía política y del discurso en la Antigüedad
Boulê. Ensayos en filosofía política y del discurso en la Antigüedad
Sergio Ariza y Catalina González (compiladores)
(editoras)
Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales-ceso Departamento de Filosofía
Boulê. Ensayos en filosofía política y del discurso en la Antigüedad / Sergio Ariza y Catalina González (compiladores) -- Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Filosofía, CESO; Ediciones Uniandes, 2012. 284 pp.; 17 x 24 cm ISBN 978-958-695-703-8 1. Filosofía política -- Ensayos, conferencias, etc. 2. Filosofía -- Ensayos, conferencias, etc. I. Ariza, Sergio II. González, Catalina III. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Filosofía. CDD 320.01
SBUA
Primera edición: junio del 2012 © Sergio Ariza y Catalina González (autores compiladores) © Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales, CESO, Departamento de Filosofía Ediciones Uniandes Carrera 1.ª núm. 19-27, edificio Aulas 6, piso 2 Bogotá, D. C., Colombia Teléfono: 3394949, ext. 2133 http://ediciones.uniandes.edu.co [email protected] ISBN: 978-958-695-703-8 Corrección de estilo: José Guevara y Manuel Romero Diagramación interior: Angélica Ramos Diseño de cubierta: Víctor Gómez Fotografía de cubierta: © Shutterstock, Lelde J-R, http://www.shutterstock.com/pic.mhtml?id=7846627 Impresión: Javegraf Calle 46A núm. 82-54 Teléfono: 416 1600 Bogotá, D. C., Colombia Impreso en Colombia - Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Contenido
Presentación
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Sergio Ariza I. Ensayos en filosofía política Metáforas de la salud: la medicina de la Magna Grecia en el Corpus Hippocraticum y el Anonymus Londinensis
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Jorge Cano Cuenca El contrato social en Protágoras de Abdera y Critias de Atenas: mito de Prometeo y Sísifo satírico
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Julio Roberto Ruiz Las críticas de Platón al carácter democrático: República VIII-IX
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Luis Gerena El hilo de oro (Leg. 645a): herencias religiosas y pitagóricas en la teoría política de Platón
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David Hernández de la Fuente Amistad y comunidad en Aristóteles: anotaciones al problema de la amistad cívica
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Paula Cristina Mira Bohórquez Una ética para la cosmópolis
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Andrea Lozano La recepción cristiana de la esclavitud natural en la Baja Edad Media: Nicolás de Valdemonte Felipe Castañeda VI I
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Boulê. Ensayos en filosofía política y del discurso en la Antigüedad
II. Ensayos en filosofía del discurso Gorgias y la incomunicabilidad del ser: una crítica a la aproximación de Alexander Mourelatos
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Sergio Ariza La definición en el Menón de Platón
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Juan Ricardo Romero Hermenéutica y política en el Cratilo de Platón
177
Alfonso Flórez Formas del callar y formas del filosofar en los diálogos de madurez de Platón
193
Giselle von der Walde Sobre el juicio falso en el Teeteto
203
Jairo Escobar Moncada Deducciones y lugares: sobre la noción de silogismo dialéctico 219 Juan Felipe González Calderón Elocuencia y persuasión: la retórica estoica y su crítica en Cicerón
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Catalina González Acerca de la metáfora de la luz y de la sombra: un acercamiento a la concepción ciceroniana sobre el estilo filosófico Diony González
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Presentación
El término boulê exhibe una notable pluralidad de significados en griego. Puede significar tanto “decisión” como “deliberación”, también puede significar “deseo” y “voluntad”, pero igualmente puede significar “asamblea” y es por ello que en griego moderno se lo usa para denominar la institución del congreso. A pesar de esta complejidad significativa no es difícil descubrir que el núcleo del significado de esta expresión es el de la deliberación discursiva en una asamblea: el expresar, discutir o llegar a una decisión en una reunión política. Gracias a esta fusión de política y discurso en este concepto hemos decidido titular este conjunto de ensayos con el término boulê. Otra razón para ello se halla en las temáticas y orientaciones que toman los autores al tratar tales materias: ellos se orientan, ya sea a problemas sobre filosofía política o a cuestiones del discurso. Aun así, estos acercamientos no siempre hacen fácil la tarea de decidir bajo cuál de estas dos areas de la filosofía se debe ordenar el ensayo en cuestión. Los ensayos que componen la primera parte de este libro subrayan problemas en torno a la filosofía política pero, insistimos, lo hacen de tal manera que resulta natural conectarlos con problemas relacionados con el logos. Éste es el caso de Jorge Cano Cuenca en “Metáforas de la salud: la medicina de la Magna Grecia en el Corpus Hippocraticum y el Anonymus Londinensis”. Su ensayo se concentra en el conjunto de escritos médicos de la época arcaica y clásica; su objetivo se dirige prima facie a aclarar ciertos conceptos centrales en el área de la medicina antigua, sin embargo desde la primeras páginas de este ensayo resulta claro que tal exploración es en extremo relevante para el lector interesado por el pensamiento político griego en la época de los presocráticos. Su investigación sobre el concepto de isonomia en el campo médico y su relación con otros conceptos 1
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como el de mixis (mezcla) y pepsis (cocción) es en extremo fructífiera, pues isonomia es ante todo un concepto político (es el término usado para hablar de la democracia antes de que se impusiera el término de dêmokratia) en tales indagaciones médicas y es un buen punto de partida para examinar las relaciones que de seguro existieron en los dos ámbitos, el político y el científico. El trabajo de Julio Ruiz, “El contrato social en Protágoras de Abdera y Critias de Atenas: mito de Prometeo y Sísifo satírico”, examina los relatos del origen de la civilización en dos autores sofísticos, Protágoras y Critias, para debatir la tesis, muy difundida en la literatura especializada, según la cual estos sofistas defienden algún tipo de contractualismo con tintes fuertemente utilitaristas. Su concienzuda indagación es negativa rescatando los elementos anticontractualistas y antiutilitaristas de estos sofistas, en particular de Protágoras. Igualmente, nos advierte contra la marcada tendencia a considerar a los sofistas de modo automático como ideólogos de la democracia. Del pensamiento de Platón se ocupan dos autores en esta sección: en “Las críticas de Platón al carácter democrático: República VIII-IX”, Luis Gerena se pregunta por los supuestos filosóficos del hombre y el Estado democráticos tal como son descritos en la República y encuentra que éstos se fundamentan en una concepción hedonista del bien y en una epistemología relativista. David Hernández de la Fuente, en “El hilo de oro (Leg. 645a): herencias religiosas y pitagóricas en la teoría política de Platón”, se ocupa de uno de los diálogos menos leídos en nuestro medio, Las leyes, y plantea la necesidad de repensar la importancia del transfondo religioso de esta obra para la interpretación del pensamiento político de su autor. Haciendo un cuidadoso examen de testimonios, revela la importancia que tiene la idea del político inspirado no sólo en Platón, sino en el pensamiento griego. Paula Mira, en “Amistad y comunidad en Aristóteles: anotaciones al problema de la amistad cívica”, aborda un problema clásico de la interpretación de la ética de Aristóteles al preguntarse por la naturaleza de la “amistad cívica” y su relación con la “amistad virtuosa”. Su análisis se encamina a rechazar la tesis de que el primer tipo debe estar subordinado al segundo y argumenta que las condiciones que sostienen la amistad cívica son muy distintas de las que soportan la amistad virtuosa. El pensamiento político helenístico no está ausente en el grupo de ensayos de esta primera parte. Andrea Lozano, en “Una ética para la cosmópolis”, sigue
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la pista a una supuesta tensión en el pensamiento estoico entre el concepto de oikeiosis y el de cosmopolitismo. ¿Cómo el primer concepto, que apunta hacia lo propio del ser humano, es conciliable con el de cosmopolitismo, que apunta hacia el bien social? La autora afirma que, al menos en el pensamiento de Marco Aurelio, es posible encontrar una conciliación entre estos dos conceptos a partir del concepto de razón que incorpora en un solo objetivo tanto lo que es propio de cada uno de nosotros como lo perteneciente a la comunidad. Finalmente, el capítulo “La recepción cristiana de la esclavitud natural en la Baja Edad Media: Nicolás de Valdemonte”, de Felipe Castañeda, se ocupa de la recepción del pensamiento aristotélico realizando una comparación entre la concepción de esclavitud natural en Aristóteles y la de Nicolás de Valdemonte. La reflexión en torno a la filosofía del discurso, que corresponde a la segunda parte de este libro, abre con un ensayo sobre la tesis de la incomunicabilidad del ser de Gorgias de Leontini. Según Sergio Ariza, y en contraste con una lectura muy popular expuesta magistralmente por A. Mourelatos, la tesis de la incomunicabilidad gorgiana no pretende negar que los seres humanos podamos comunicar y entender discursos sino reducir las posibilidades de transmitir conocimientos por intermediación de un discurso, esto es, eliminar la posibilidad de obtener lo que B. Russell denomina conocimiento por descripción. Tres autores dedican sendos análisis a la obra de Platón. Juan Ricardo Romero reflexiona sobre los intentos de definición en la primera parte del diálogo Menón. De acuerdo con este autor las definiciones que Sócrates en persona ofrece no están menos expuestas a críticas que las que provienen de su interlocutor y que él mismo rechaza. ¿Cómo podemos explicar este insólito hecho? Romero sugiere que el auténtico fin de esta sección no es tanto ofrecernos una teoría de la definición sino invitarnos a filosofar incansablemente sobre la virtud. Alfonso Flórez en “Hermenéutica y política en el Cratilo de Platón” presenta una novedosa lectura del Cratilo. Distanciándose de la lectura tradicional que coloca en el centro del diálogo la dicotomía naturalismo/convencionalismo del lenguaje, el autor considera que el hilo conductor del diálogo y lo que, por tanto, nos devela su unidad, es el esfuerzo de Sócrates para que sus interlocutores emprendan un reconocimiento de sí mismos. Flórez llega a esta conclusión por el uso de un modelo hermenéutico heterodoxo, pero que en las últimas décadas ha despertado un gran entusiasmo en muchos intérpretes de la obra de Platón, en el que se
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otorga una importancia central a los recursos literarios que exhiben los diálogos sin reducir la interpretación al análisis de los argumentos, como era tradicional al estudiar la obra de Platón. Giselle von der Walde, en “Formas del callar y formas del filosofar en los diálogos de madurez de Platón”, profundiza sobre esta línea interpretativa y concentra su atención en los silencios que Platón mismo escenifica en los diálogos preguntándose por la función filosófica de éstos. Ella descubre que estos silencios nos revelan un mensaje fundamental de la filosofía platónica, pues nos enseñan que el verdadero filosofar es un actuar y no un mero discurrir. Finalmente, Jairo Escobar realiza una aproximación más analítica a Platón y aborda una de las preguntas más fascinantes del Teeteto: ¿por qué fracasan las definiciones propuestas a lo largo del diálogo? Escobar considera que estos fracasos tienen su origen en el hecho de que tales respuestas suponen de forma implícita concepciones sobre el alma y el logos que expresan un empirismo y un atomismo que no son compartidos por Sócrates. Juan Felipe González, en “Deducciones y lugares: sobre la noción de silogismo dialéctico”, nos introduce en la problemática del argumento dialéctico en los Tópicos de Aristóteles. Su objetivo es reconstruir el argumento dialéctico deductivo de tal modo que resulte claro que éste cumple una condición básica que parta de premisas universales. En la reconstrucción de González, la premisa mayor del argumento es un topos, el cual puede ser visto como una premisa universal. En el cierre de esta sección, Catalina González y Diony González emprenden sendos estudios de la teoría oratoria de Cicerón. Catalina González, en “Elocuencia y persuasión: la retórica estoica y su crítica en Cicerón”, aborda la crítica ciceroniana a la retórica estoica para repensar la diferencia entre los proyectos de retórica de Cicerón y los estoicos. La autora localiza la diferencia esencial entre estos filósofos en su actitud frente a los recursos retóricos distintos al mero discurso argumentativo: mientras los estoicos no admiten otros recursos distintos a los argumentativos y, por tanto, excluyen toda apelación a las emociones, Cicerón considera convenientes y necesarios estos recursos. Esta diferencia, según González, se basa, a su vez, en una profunda divergencia valorativa de las emociones por parte de Cicerón y los estoicos. Diony González analiza, en “Acerca de la metáfora de la luz y de la sombra: un acercamiento a la concepción ciceroniana sobre el estilo filosófico”, el uso que hace Cicerón de un tópico central de la literatura clásica, el locus amoenus, más precisamente el locus, que conocemos del Fedro de Platón,
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del árbol y su sombra refrescante. En manos de Cicerón este tópico literario se recarga de simbología para expresar su teoría del estilo filosófico. González nos lleva por un encantador viaje hacia este lugar maravilloso y nos ayuda a desentrañar su simbología. El presente libro surgió del Primer Encuentro Hispano-Colombiano de Filosofía Antigua que fue organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá) y el Instituto Lucio Anneo Séneca de la Universidad Carlos III (Madrid), en el mes de septiembre del 2009. Sea ésta la ocasión para agradecer el entusiasmo con que compañeros y directivas de ambas instituciones se comprometieron en la organización del evento y cuyo primer fruto es esta colección de ensayos a la cual seguirán regularmente otros volúmenes fruto de los futuros encuentros entre las dos instituciones. Sergio Ariza
I Ensayos en filosofía política
Metáforas de la salud: la medicina de la Magna Grecia en el Corpus Hippocraticum y el Anonymus Londinensis Jorge Cano Cuenca Instituto de Estudios Clásicos Lucio Anneo Séneca Universidad Carlos III de Madrid
Isonomía y mixis: Alcmeón de Crotona y Empédocles de Agrigento Diógenes Laercio señala que Alcmeón de Crotona, fisiólogo y médico siciliano, fue alumno de Pitágoras; también que fue el primero en componer un tratado de física y que se ocupó de la medicina.1 En un célebre fragmento de Alcmeón, transmitido por Aecio, aparece la primera definición que conocemos de salud en el mundo griego: Alcmeón sostiene que la mantenedora de la salud es la igual distribución de las fuerzas (isonomia ton dynameon), de lo húmedo y de lo seco, de lo frío y de lo caliente, de lo amargo y de lo dulce y de las demás, mientras que la supremacía (monarchia) de una de ellas es la causa de la enfermedad; pues la supremacía de una de ellas es destructiva. La enfermedad sobreviene directamente por el exceso de calor o de frío, indirectamente por exceso o deficiencia de nutrición; y su centro son bien la sangre, la médula o el cerebro. Surge, a veces, en estos centros, desde causas externas, de ciertas humedades, del ambiente, del agotamiento, de la privación o de causas semejantes. La salud, por otra parte, es la mezcla proporcionada (krasis) de las cualidades.2
VIII, 83. En cambio Galeno (In hippocratem de natura hominis commentarius, XII, K XV: 49-50) señala que Hipócrates fue el primero en formular la doctrina de la mezcla de los elementos.
V, 30 1: D-K 24 B 4.
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Cabe entender este fragmento de Alcmeón como la definición más antigua de salud que conservamos desde una perspectiva fisiológica. Incluso, se podría decir, médica, ya que la lista de las dynameis presentes en el cuerpo humano está circunscrita al dominio de lo empírico. Éstas se articulan por pares de contrarios, en una relación de enantiosis (caliente-frío, húmedo-seco, etc.) que es frecuente en la fisiología de la época y también en el propio Corpus Hippocraticum. La salud no depende de una armonía basada en una correcta proporción de las partes, sino en una mezcla completa de las dynameis, que no son elementos, sino fuerzas o cualidades (Nutton, 2004: 50).3 Por otra parte, para varios comentadores ha resultado llamativo que, a la hora de sintetizar el concepto de salud, Alcmeón se sirva de palabras tan vinculadas con el espectro político como isonomia o monarchia, y es, precisamente, por el uso de estos términos por lo que se ha convertido en un texto muy debatido, con artículos como los de G. Vlastos (1953) o L. MacKinney (1964). Finalmente, el contexto itálico del que proviene Alcmeón lo pone en relación con una serie de cuestiones relevantes para el entendimiento tanto de una escuela siciliana de medicina, de la que tenemos testimonio por Heródoto, como del interés por la medicina de una serie de figuras ligadas de un modo u otro con Sicilia como Pitágoras, Empédocles o, en otro orden, Platón. Vlastos afirma que el uso que hace Alcmeón del término está en relación directa con el surgimiento de un debate generalizado en Grecia, especialmente en Jonia, sobre las diversas formas de gobierno,4 ya que a finales del siglo vi a. C. aparecen frente a los gobiernos oligárquicos y a las tiranías, las primeras aspiraciones democráticas (1953: 337 y ss.).5 En cuanto a la relación de Alcmeón con la secta pitagórica, Vlastos defiende que el concepto de isonomia es distinto a la harmonia postulada por los pitagóricos, ya que, según él, tanto para los presocráticos como para los tratadistas médicos del Corpus Hippocraticum, el orden y el equilibrio se establecen en una proporción de igualdad: 1/1, mientras que los descubrimientos
Para el estudio del término dynameis sigue siendo útil el libro de J. Souilhé (1919).
Cf. Heródoto, Historias III, 80.
Para ello intenta llenar determinados huecos de la historia y la tradición doxográfica acerca de Alcmeón y su labor médica y política mediante una serie de especulaciones tomadas de noticias antiguas acerca de la philia de éste hacia los Alcmeónidas de Atenas, de la influencia del concepto de physis de Anaximandro o del talante “democrático” del propio Alcmeón, que podía pertenecer al grupo de aristócratas que propuso una democratización de la Constitución.
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pitagóricos en intervalos musicales los condujeron a formular su idea de harmonia a partir de proporciones del tipo 2/1, 3/2, 4/3. Más adelante, afirma que el término isonomia, en el caso de los pitagóricos, ha de entenderse como una “igualdad de los nobles” y que el fragmento de Alcmeón no ha de enmarcarse en el contexto del pitagorismo, sino en el de la physiologia jonia, principalmente, en el concepto de naturaleza de Anaximandro —el fragmento D-K B 1—; la medicina de ámbito jonio, vinculada con la filosofía, y con las tendencias democráticas que se extendieron por Grecia, principalmente en Jonia (Vlastos, 1953: 346-347). El concepto de physis de Anaximandro implica un equilibrio que se regula a sí mismo, un sistema cuya justicia se mantiene por la igualdad interna de sus componentes, no por la intervención de un poder exterior (Vlastos, 1953: 362363). Vlastos considera que la isonomia de Alcmeón ha de ser entendida en estos términos y que, tanto para Alcmeón como para los médicos de Jonia y Sicilia, la constitución saludable del organismo implica, como señala el propio texto de Alcmeón, una krasis (mezcla) de dynameis que esté en igualdad o equilibrio, siendo la preponderancia de uno de estos elementos (epikrateia o monarchia) la causa de desestabilización del orden de la physis (Vlastos, 1953: 363). La discusión que promueve Vlastos es realmente interesante y abre polémica, especialmente en su radical rechazo a la influencia pitagórica sobre Alcmeón de Crotona y la alineación del filósofo y médico siciliano junto a los physiologoi jonios. No obstante, resulta un tanto esquemática esa clara línea divisoria que establece entre pitagóricos, por una parte, y Alcmeón, los fisiólogos presocráticos y el Corpus Hippocraticum, por otra, a partir de la consideración de la isonomia como una proporción 1/1 frente a las razones 2/1, 3/2, entre otras, que postulaba la secta pitagórica. Si bien, según la definición de Alcmeón, la salud surge de la krasis (mezcla) de las diferentes potencias (dynameis) del cuerpo, la proporción que rige esta mezcla no aparece definida bajo ningún esquema numérico y no tenemos ningún testimonio de Alcmeón que nos aclare este punto. A este respecto, conservamos unos fragmentos de Empédocles que se refieren a proporciones numéricas para describir la estructura de algunos objetos físicos, como los huesos.6 Cabe afirmar que la idea de isonomia es próxima a la fisiología de Empédocles, en
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Inwood, frs. 62/96, 98/98 y A 78; asimismo: Aecio, 5. 22.1 (Inwood A 78); Aristóteles, Partes de los animales 1.1, 642a 17-22; Acerca del alma 1.4, 408a 13-23, Metafísica 1.10, 99315-24.
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la que la mezcla (mixis) es el fundamento de la génesis física, ya que todos los seres surgen a partir de la unión de los cuatro elementos primordiales (los rizomata): tierra, aire, fuego y agua. Como es sabido, según la cosmología de Empédocles, esta mezcla y separación de elementos ocurre a través de la intervención del amor (philotes) y del odio (neikos), principios universales y factores dinámicos en el ciclo cósmico. Para Empédocles, lo que se percibe como naturaleza es en realidad un proceso continuo de “unificación o separación, mezcla o desconexión, de los cuatro elementos externos” (Lisi, 2009).7 Cabe en este punto intentar determinar en primer lugar de qué modo los textos y testimonios médicos recogen esta definición de la salud como mezcla armónica de elementos y bajo qué terminología, también si plantean o resuelven la cuestión de la proporción o igualdad en la mezcla de elementos o dynameis. Para ello nos centraremos en algunos tratados del Corpus Hippocraticum y en un interesante testimonio sobre la medicina griega: el papiro denominado Anonymus Londinensis.
Definiciones de salud en el Corpus Hippocraticum y algunos paralelos en el Anonymus Londinensis En el tratado Sobre la medicina antigua, de todos los transmitidos en el Corpus Hippocraticum el que más radicalmente defiende la autonomía de la ciencia médica respecto a la fisiología filosófica, se relaciona el surgimiento de la medicina con el conocimiento de la cocción y la mezcla de los elementos fuertes y suaves en la preparación de los alimentos, en un pasaje que tiene ecos del fragmento de Alcmeón: Así que, a partir del trigo, tras haberlo remojado, aventado, molido, cernido y mezclado, cociéndolo después elaboraron pan; de la cebada también hicieron
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Cf. los fragmentos 21/8 Inwood (ἄλλο δέ τοι ἄλλο δέ τοι ἐρέω· φύσις οὐδενὸς ἔστιν ἁπάντων / θνητῶν, οὐδέ τις οὐλομένου θανάτοιο τελευτή, /ἀλλὰ μόνον μίξις τε διάλλαξίς τε μιγέντων / ἔστι, φύσις δ᾿ ἐπὶ τοῖς ὀνομάζεται ἀνθρώποισιν) y 22/9 Inwood (οἱ δ᾿ ὅτε μὲν κατὰ φῶτα μιγέντ᾿ εἰς αἰθέρ᾿ ἵ / κατὰ θηρῶν ἀγροτέρων γένος ἢ κατὰ θάμνων / ἠὲ κατ᾿ οἰωνῶν, τότε μὲν τὸ γενέσθαι, εὖτε δ᾿ ἀποκρινθῶσι, τὸ δ᾿ αὖ δυσδαίμονα πότμον· / οὐ θέμις ἣ καλέουσι, νόμωι δ᾿ ἐπίφημι καὶ αὐτός).
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torta y, sometiéndola a otras muchas manipulaciones, la hirvieron y la cocieron; mezclaron y equilibraron así los elementos fuertes con otros más débiles, adaptándolos todos a la naturaleza y capacidad del hombre, guiados por la idea de que, si los comían siendo fuertes, su organismo no podría asimilarlos [epikrateein] y causarían dolores, enfermedad y muerte; y que, por el contrario, aquellos que pudiera asimilar redundarían en nutrición, crecimiento y salud. A este hallazgo y a su búsqueda, ¿qué nombre se le podría dar más justo y adecuado que el de medicina? Porque ciertamente se descubrió con vistas a la salud, para salvaguarda y nutrición del hombre, en sustitución de aquella dieta de la que se seguían padecimientos, enfermedades y muertes.8
Un poco más adelante el autor parece apuntar que la mezcla que genera un alimento acorde con la salud del ser humano no es homogénea, sino proporcional: Y luego, al ver que eso ayudaba a ciertos enfermos pero no a todos […], descubrieron las papillas, mezclando con mucha agua algunos de los elementos fuertes [mixantes oliga ton ischyron pollo to hydati] y suprimiendo así su fuerza mediante la mezcla y la cocción [te kresei te kai hepsesei]. Y a aquellos que ni siquiera podían digerir papillas se las quitaron también; y llegaron a las bebidas, vigilando que estuvieran convenientemente medidas en su mezcla y cantidad y administrándolas ni más ni menos temperadas de lo preciso.9
Después de un largo excursus sobre diversas clases de dieta, se concluye que al médico, dada la singularidad de cada caso individual, según estado, constitución, etc., no le cabe más que establecer como metron y criterio de su tarea —restituir una physis equilibrada— el atender a la percepción sensible del cuerpo humano (aisthesin tou somatos).10 La auténtica práctica médica no implica una labor de universales, sino la acumulación y uso de una experiencia directa en el pasado y la
Sobre la medicina antigua en W. H. S. Jones (1923: 27-40); trad. Ma. Dolores Lara Nava (Hipócrates, 1983: 140 y ss.). Cabe señalar que el “dominio” que señalan aquí los verbos krateein y epikrateein es el mismo utilizado en otro tratado Sobre la naturaleza del hombre para definir la primacía patológica de un elemento primordial sobre los demás.
Sobre la medicina antigua, 5, 20-25 (trad. esp. p. 143).
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Sobre la medicina antigua, 9, 20-22.
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atención a las condiciones concretas a las que el médico se enfrenta. Esta reivindicación de la medicina como práctica autónoma parece desligar este paradigma de cualquier paradigma de una fisiología que se maneje en categorías aritméticas fijas estableciendo una identidad sustancial entre la composición de la physis general y los seres concretos. Cabe señalar que este esquema está plenamente en conflicto con las configuraciones médicas que presenta Platón en Timeo. En otro pasaje de Sobre la medicina antigua, un tratado, por otra parte, manifiestamente hostil a Empédocles, al que se critica duramente en sus postulados médicos y fisiológicos, aparece la idea de krasis —de un modo semejante a la isonomia ton dynameon—: Y así es: en el ser humano se encuentran lo salado, lo amargo, lo dulce, lo ácido, lo astringente, lo insípido y muchos otros elementos más, dotados de principios activos [dynamias] distintos en calidad y fuerza. Mezclados y combinados unos con otros [memeigmena kai kekremena], pasan inadvertidos y no perjudican al hombre; pero en el momento en que alguno se disgrega e individualiza, entonces se deja sentir y causa sufrimiento al hombre.11
Se dan otros casos de la relación entre el estado de cocción de los elementos (pepsis) y la salud. Así, el autor explica que las ulceraciones en los ojos son producto de la segregación de humores ácidos y continúa: “Los dolores, el ardor y la hinchazón son tremendos hasta el momento en que los humores, al cocerse, se vuelven más espesos y se forma la legaña. La cocción es el resultado de la mezcla y fusión de unos humores con otros, al haber fermentado juntos”.12 Más adelante, se refiere a los dolores que genera la intemperancia (akrasia) y falta de cocción (pepsis) de los fluidos corporales: “Pero durante el tiempo en que esos fluidos no están asentados, cocidos ni mezclados, de ningún modo cesarán los sufrimientos y la fiebre”.13 Finalmente señala: “Los demás elementos que aparecen en el hombre
Sobre la medicina antigua, 14, 25 ss. Asimismo, cf. los capítulos 3 y 19, que abundan sobre la necesidad de una cocción y mezcla de los principios naturales que se adapte a la constitución natural y a las dynameis del ser humano.
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Sobre la medicina antigua, 19, 7.
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Sobre la medicina antigua,19, 25-27.
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son más favorables y mejores cuanto más mezclados están. El hombre se halla en la mejor de todas las condiciones cuando todo está en cocción y en equilibrio, sin que ninguno haga que destaque su principio activo”.14 Tanto la mezcla (krasis) como la cocción (pepsis) se convierten en los factores más decisivos para conseguir o restablecer el equilibrio (isonomia) de la salud; la falta de mezcla o intemperancia de las cualidades fundamentales o de los humores (dyskrasia) supone la predominancia —epikrateia, la monarchia que se señala en el fragmento de Alcmeón— patológica de uno de ellos, la ruptura del equilibrio de la salud. La tarea del médico es, por tanto, reconducir ese estado patológico a un estado temperado mediante sus prescripciones.15 Es posible señalar aquí que otro importante texto médico, Aires, aguas y lugares, adopta este mismo principio isonómico, trasladándolo al plano de la relación entre el ser humano y el medio ambiente, y se refiere a un “clima temperado” (metrioteta ton oreon) o a la mezcla de las estaciones (kresis ton oreon).16 El año sano se produce cuando todos los fenómenos atmosféricos se producen de manera regular, sin excesiva crudeza ni demasiada benignidad, en la alternancia de frío y calor o períodos lluviosos y secos.17 No todos los tratadistas del Corpus mantienen el mismo tono de beligerancia respecto a las teorías médicas de los physiologoi, aunque es común la defensa de la ciencia médica como único conocimiento demostrable sobre la physis. Por ejemplo, dos tratados del Corpus muy cercanos a la fisiología de Empédocles —Sobre la naturaleza del hombre y Sobre las carnes— son también útiles para determinar si los tratados médicos postulan o dejan entrever una posible pauta aritmética o geométrica en la mezcla de elementos, hecho que tiene implicaciones no solamente patológicas, sino también anatómicas y morfológicas. Asimismo, ambos textos
Sobre la medicina antigua, 19, 38-42.
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Así en Sobre la medicina antigua, 19, 28 y ss. Más adelante, Galeno se servirá de este mismo léxico en sus reformulaciones de la teoría humoral, por ejemplo en su tratado Sobre los temperamentos, Kühn, I, 509 ss. (kekratai, krasei, kekrasthai); I, 519 (eukraton tina kai mesen); I, 555 (eukraton).
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Cf. Hipócrates (1996).
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Cf. Aires, aguas y lugares, X, 2: “ Ἢν μὲν γὰρ κατὰ λόγον γένηται τὰ σημεῖα ἐπὶ τοῖσιν ἄστροισι δύνουσί τε καὶ ἐπιτέλλουσιν, ἔν τε τῷ μετοπώρῳ ὕδατα γένηται, καὶ ὁ χειμὼν μέτριος, καὶ μήτε λίην εὔδιος, μήτε ὑπερβάλλων τὸν καιρὸν τῷ ψύχει, ἔν τε τῷ ἦρι ὕδατα γένηται ὡραῖα, καὶ ἐν τῷ θέρει, οὕτω τὸ ἔτος ὑγιεινότατον εἰκὸς εἶναι”.
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son fundamentales para entender la relación entre el Corpus y las formulaciones fisiológicas acerca del ser humano que surgieron en el entorno de la Magna Grecia. En Sobre la naturaleza del hombre —compuesto entre el 420 y el 400 a. C., quizás por Pólibo, un médico muy cercano al entorno de Hipócrates según algunos testimonios— se afirma que el ser humano se compone de una mezcla (kresis) de cuatro elementos fundamentales de la physis humana —la sangre, la pituita, la bilis negra y la bilis amarilla—18 sin especificar en ningún caso la condición en que se establece tal compuesto. Estos cuatro elementos son una clara transposición a un plano médico de los rizomata de Empédocles y sus cualidades coinciden con las que les confería el agrigentino. Aunque, por una parte, este tratado deja de lado el ciclo motor philia-neikos, la constitución de la physis de este ser —como la de la physis general— es absolutamente dinámica y su permanente estado de cambio depende de un calendario anual —según la frecuente relación macrocosmos-microcosmos que se encuentra en la fisiología griega— coincidente con el ciclo de las estaciones, en el que cada uno de los elementos obtiene una predominancia natural y no patológica sobre el resto. Así la sangre tiene una mayor preponderancia sobre el compuesto en primavera, ya que sus dynameis son la humedad y el calor; la bilis amarilla en verano, puesto que es seca y cálida; la negra, húmeda y fría, en otoño, y finalmente la pituita, fría y seca, en invierno. Este ciclo se articula de acuerdo con el principio natural de que lo semejante tiende hacia lo semejante y lo atrae, principio que determina los procesos analógicos en la física de Empédocles, como la nutrición, la visión o los impulsos eróticos.19 Las cualidades fundamentales de estos cuatro elementos (ta eonta, ta eneonta) se potencian en el cuerpo en una relación especular con las propias dynameis que diferencian las estaciones entre sí: la humedad, la sequedad, el calor y el frío. Esta Ideas expuestas passim en Sobre la naturaleza del hombre 4 y 7. Sigo la edición de J. Jouanna (Hipócrates, 1975). Jouanna lleva a cabo un pormenorizado estudio del tratado que conlleva implicaciones en cuestiones como la autoría y la unidad del tratado, que ya había sido puesta en duda por Galeno en su comentario (In Hippocratis hippocratis de natura hominis commentarii, Kühn, XV).
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J. Bollack en Empédocle I, introduction à l´ancienne physique, argumenta, basándose en un
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testimonio de Aecio (Inwood A 72), que el impulso sexual está vinculado con los ojos, ya que estos órganos, que se excitan con la imagen del deseo, son para Empédocles ricos en fuego y es este elemento el que pone en movimiento las partículas espermáticas que se hallan en los miembros. Cabe recordar aquí que este principio físico es el mismo que dirige el movimiento ascendente del alma en el Banquete platónico (Bollack, 1965: 211).
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alteración estacional de la mezcla, si bien no es patológica, puede ser un factor que contribuya al desarrollo de enfermedades, de modo que la tarea del médico es intentar regular el efecto del cambio y reducir su violencia para evitar la enfermedad mediante recomendaciones dietéticas, flebotomías o ejercicio físico. La mezcla no es únicamente la condición sine qua non de la existencia de un phyon —las palabras derivadas del sustantivo kresis y del verbo meignymi aparecen en varias ocasiones para definir la salud como mezcla de los elementos—,20 sino también el estado necesario para que se produzca la generación de nuevos seres a partir de otros dos seres de la misma especie que posean las mismas cualidades en una “proporción justa y equilibrada” (metrios pros allela hexei kai isos).21 Por tanto, la mezcla armónica y equilibrada es un estatuto fisiológico con implicaciones anatómicas, patológicas y reproductivas, además de una condición esencial de la physis, de ahí la importancia de Empédocles en el tratado. Como se ha señalado antes, toda situación de mezcla es dinámica y está también sujeta a factores externos. De este modo, en el capítulo 7 de Sobre la naturaleza del hombre se explica cómo el ciclo de las estaciones provoca cambios y preponderancias de uno u otro elemento en el estado de la mezcla, pero ello no es causa de enfermedades, aunque puede llegar a provocar desarreglos. Las enfermedades surgen de la disgregación de la mezcla salubre (apokrisis) que puede suceder por una segregación al exterior del cuerpo o a su interior: bien por vaciamiento (kenosis) derivado del exceso de evacuación, bien por una concentración intemperada producida por el desplazamiento de los elementos hacia lugares que no les
Sobre la naturaleza del hombre, 4, 1-3: “Τὸ δὲ σῶμα τοῦ ἀνθρώπου ἔχει ἐν ἑωυτῷ αἷμα καὶ φλέγμα καὶ χολὴν ξανθήν τε καὶ μέλαιναν, καὶ ταῦτα ἐστὶν αὐτῷ ἡ φύσις τοῦ σώματος, καὶ διὰ ταῦτα ἀλγεῖ καὶ ὑγιαίνει. Ὑγιαίνει μὲν οὖν μάλιστα, ὁταν μετρίως ἔχῃ ταῦτα τῆς πρὸς ἄλληλα δυνάμιος καὶ τοῦ πλήθεος, καὶ μάλιστα μεμιγμένα ᾖ· ἀλγεῖ δὲ ὁταν τι τούτων ἔλασσον ἢ πλέον χωρισθῇ ἐν τῷ σώματι καὶ μὴ κεκρημένον ᾖ τοῖσι πᾶσιν”.
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Sobre la naturaleza del hombre, 3, 1-2: “Πρῶτον μὲν οὖν ἀνάγκη τὴν γένεσιν γενέσθαι μὴ ἀφ’ ἑνός· πῶς γὰρ ἂν ἕν γ᾿ ἐόν τι γεννήσειεν, εἰ μή τινι μιχθείη; εἴτ᾿ οὐδ᾿, ἤν μὴ ὁμόφυλα ἐόντα μίσγηται καὶ τὴν αὐτὴν ἔχοντα δύναμιν, γέννα, οὐδ᾿ ἂν μία συντελέοιτο. Καὶ πάλιν, εἰ μὴ τὸ θερμὸν τῷ ψυχρῷ καὶ τὸ ξηρὸν τῷ ὑγρῷ μετρίως πρὸς ἄλληλα ἕξει καὶ ἴσως, ἀλλὰ τὸ ἕτερον τοῦ ἑτέρου πολλὸν προέξει καὶ τὸ ἰσχυρότερον τοῦ ἀσθενεστέρου, ἡ γένεσις οὐκ ἂν γένοιτο. Ὥστε πῶς εἰκὸς ἀπὸ ἑνός τι γεννηθῆναι, ὅτε γε οὐδ᾿ ἀπὸ τῶν πλειόνων γίνεται, ἢν μὴ τύχῃ καλῶς ἔχοντα τῆς κρήσιος τῆς πρὸς ἄλληλα”. La necesidad de que se encuentren dos seres “bien mezclados” y compatibles será uno de los argumentos de crítica a las posiciones de los fisiólogos monistas, como Diógenes de Apolonia, cf. J. Jouanna (1965: 308).
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corresponden (metastasis).22 En el capítulo 8 se señala la importancia de que el médico conozca el posible calendario de enfermedades y cuál es el período de acción natural de éstas. Finalmente, en los capítulos dedicados a la dieta alimenticia y al ejercicio físico (16-22) también se insiste sobre la necesidad de cambiar la alimentación y hábitos de vida no sólo según el ciclo de las estaciones, sino también según la edad —cuyos cuatro momentos: infancia, juventud, madurez y vejez se encuentran en paralelo con las cuatro estaciones del año— y la constitución del sujeto,23 de modo que la idea de equilibrio expuesta de modo general al comienzo del tratado termina condicionada por toda la gran variedad de cuestiones concretas y específicas, que no es sino ese to phaneron, que al comienzo del capítulo 1 se reivindica como ámbito diferencial de la medicina frente a la generalidad cosmológica de la fisiología filosófica, lo que une este tratado a Sobre la medicina antigua. El tratado Sobre las carnes, fechado por la mayoría de sus comentadores a finales del siglo v a. C. —a partir de relaciones directas entre sus planteamientos y las corrientes fisiológicas de la época, así como por el estado de sus conocimientos anatómicos— afirma que el calor, elemento inmortal y omnisciente, quedó repartido de diferente manera en el éter, la tierra y el aire.24 A continuación se apunta que la proporción de ese calor generador que se encuentra en la tierra, de la que
Sobre la naturaleza del hombre, 4, 3. Según Aecio (Inwood A 35), Empédocles afirmaba que los elementos primordiales se desplazaban y cada uno de ellos podía ocupar el lugar de los otros, aunque del contexto citado no se deriven implicaciones de desequilibrio ni patológicas.
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En Sobre la naturaleza del hombre es el calor el que sirve para medir la pujanza de un ser humano, de tal suerte que el desarrollo de la vida es, en última instancia, el agotamiento de este calor innato cuyo máximo se da en el momento del nacimiento, lo cual tiene algunas implicaciones patológicas: como que en los jóvenes se formen sedimentaciones en forma de cálculos a causa de su mayor temperatura corporal. No obstante, al igual que sucede en la relación entre el ciclo de las estaciones y el consiguiente predominio de cada uno de los humores, no hay que confundir el calor innato de los seres, aquel que portan como una de las cualidades fundamentales, con el calor patológico que se produce a causa de la fiebre. Las fiebres, en su mayoría, provienen de la bilis, de la amarilla, cálida y seca, y la negra, seca también, aunque menos cálida. Esta idea central del calor como principio físico fundamental tiene paralelos en los fragmentos de Empédocles, en sus teorías de la respiración, de la sangre y de la visión, cf. Bollack (1965: 221, 241, 245). Asimismo en Timeo 70b y 79 d, Platón se aproxima a esta idea del calor como principio vital y vincula el calor con el corazón y la sangre; además, su teoría de la respiración está formulada como un proceso de refrigeración-calentamiento, cf. M. Vegetti y P. Manuli (2009: 86 y ss.).
23
Sobre las carnes, 2, 1-9.
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surgen todos los seres, quedó a veces en grandes cantidades y otras en pequeñas cantidades;25 de ahí las distinciones anatómicas: el hecho de que los huesos sean sólidos o que las venas, la garganta, los intestinos sean huecos. Cabe señalar que precisamente el fr. Inwood 62/96 de Empédocles se refiere a la generación de los huesos a partir de la tierra y la mezcla en ella de Nestis y Hefesto. Otro testimonio dentro del Corpus Hippocraticum, el tratado Sobre la generación, también cercano a Empédocles y compuesto entre los últimos años del siglo v y comienzos del iv a. C., ahonda en esta vinculación entre proporción de la krasis y fisiología y establece la distinción sexual del embrión en femenino o masculino a partir del dominio (epikrateia) —término que en Sobre la naturaleza del hombre sirve para referirse a la supremacía patológica de uno de los elementos del compuesto sobre el resto— del esperma de la mujer sobre el del hombre o viceversa.26 Al margen del Corpus Hippocraticum, el papiro 137 del Museo Británico, el llamado Anonymus Londinensis, un epítome de una historia de la medicina perdida, redactada en el Liceo aristotélico, quizás por su discípulo Menón, nos aporta dos interesantes testimonios de médicos que vivieron en el siglo iv a. C., posteriores, por tanto, a Alcmeón y a los tratados antes mencionados, pero muy cercanos a esta definición de la salud como mezcla. Asimismo, cabe apuntar que ambos pertenecen a este mismo ámbito de la Magna Grecia. Menécrates, que recibía el sobrenombre irónico de Zeus,27 médico siracusano que vivió en la corte de Filipo II de Macedonia, afirmaba que: [...] los cuerpos están compuestos (συν[εστάναι]) de cuatro elementos principales (τες[σάρων] στοιχείων): dos de los cuales son calientes y dos fríos; los calientes son la sangre y la bilis; los fríos, el aire y la flema. Cuando éstos están bien mezclados y no se sublevan, se está sano; en caso contrario, se produce la enfermedad: (τούτ(ων) μ(ὲν) δὴ̣ μ̣ὴ στασιαζόντ(ων), ἀ[λλ’ εὐκρό-]τω διακειμέν(ων) ὑγιαίνει τ[ὸ σῶμα,] δυσκρότως δὲ ἐχόντων νο[σεῖ).28
Sobre las carnes 3, 1-3. Cf. el testimonio que transmite Aecio (Inwood, A 70) acerca del surgimiento de los árboles de la tierra por la acción del calor y la diferencia de los frutos entre sí a causa de los distintos tipos de suelo.
25
Sobre la naturaleza del hombre, 6, 1-9.
26
Claudio Eliano, Varia historia, XII, 51.
27
XIX, 18-29.
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Si bien es cierto que el testimonio parece establecer un puente entre la definición de Alcmeón, la mixis de Empédocles, la teoría de la pepsis de Sobre la medicina antigua y una teoría humoral como la planteada en Sobre la naturaleza del hombre —si cabe en este la denominación de “humoral”—, la exposición resulta demasiado resumida respecto a la cuestión principal de los términos en los que se articula la krasis de los elementos. Cabe hacer hincapié en el uso de stasiazonton, vinculado con el término stasis y con esa visión de la enfermedad como revuelta interna en el cuerpo que Platón postula en Timeo 82 a-b y 83 a. Otro fisiólogo de la Magna Grecia, Filistión, citado asimismo en el Anonymus Londinensis,29 afirmaba que el ser humano estaba compuesto de cuatro elementos (Φιλιστίων δ’ οἴεται ἐκ ἰδεῶν συνεστάναι ἡμᾶς, τοῦτ’ [ἔστιν] ἐκ στοιχείων· πυρός, ἀέρος, ὕδατος, γῆς), los mismos que postulaba Empédocles y estos tenían sus dynameis correspondientes: (εἶναι) δὲ καὶ ἑκάστου δυ(νάμεις), τοῦ μ(ὲν) πυρὸς τὸ θερμόν, τοῦ δὲ ἀέρος τὸ ψυχρόν, τοῦ δὲ ὕδατος τὸ ὑγρόν, τῆς δὲ γῆς τὸ ξηρόν. Las enfermedades se originaban, según Filistión, por los elementos, por la condición de los cuerpos o por las condiciones externas (ἢ γ[ὰρ] παρὰ τὰ στοιχεῖα ἢ παρὰ τὴν τ[ῶν] σωμάτ[ων] διάθεσιν ἢ παρὰ τὰ ἐκτός), de manera semejante a como se concluye en Sobre la naturaleza del hombre.30 En relación con los elementos, las enfermedades se originan por el exceso o el predominio del frío y el calor, o cuando disminuye el calor.31 En cuanto a las condiciones externas se mencionan tres casos: golpes o heridas, excesos térmicos en invierno o verano, cambios bruscos de calor a frío o viceversa, y una alimentación inconveniente y dañina.32 Por último, en cuanto a la condición de los cuerpos, se está sano si
XX, 25-50. Fr. 4 en M. Wellman (1901).
29
“Las enfermedades surgen o de la dieta o del aire que inspiramos al vivir. El diagnóstico de cada uno de estos tipos ha de hacerse del siguiente modo: cuando multitud de personas sucumben a una misma enfermedad en un mismo período de tiempo, se debe atribuir la causa a lo que es más común y de lo que todos nos valemos en mayor grado: esto es, el aire que respiramos” (Cano Cuenca, 2003: 47).
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“παρὰ μ(ὲν) οὖν τὰ στοιχεῖα, ἐπειδὰν πλεονάσῃ τὸ θερμὸν καὶ τὸ ὑγρόν, ἢ ἐπειδὰν μεῖον γένηται καὶ ἀμαυρὸν τὸ θερμόν”.
31
“παρὰ δὲ τὰ ἐκτὸς · ἢ γ(ὰρ) ὑπὸ τραυμάτ(ων) καὶ ἑλκῶν ἢ ὑπὸ ὑπερβολῆς θάλπους, ψύχους, τ(ῶν) ὁμοίων, ἢ ὑπὸ μεταβολῆς θερμοῦ εἰς ψυχρὸν ἢ ψυχροῦ εἰς θερμὸν ἢ τροφῆς εἰς τὸ ἀνοίκειον καὶ διε̣φθο̣ρός”.
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cuando se respira el aire entra bien y sale sin dificultad; la respiración no sucede únicamente en la boca y en las fosas nasales, sino en todo el cuerpo. Cuando el cuerpo no respira bien, se enferma por diversas causas.33
Conclusión A pesar de sintetizar y aunar con tanta precisión todo un ámbito de pensamiento acerca del concepto de salud y sus implicaciones fisiológicas, el término isonomia sólo aparece en un contexto médico en este fragmento de Alcmeón, e incluso calificarlo como específicamente médico podría ser discutible, pues según el testimonio de Aecio pertenece a un tratado Peri physeos. No obstante, el ideal de isonomia pertenece de pleno a una cultura como la griega y a una techne como la médica, tan comprometida con las recomendaciones a la prudencia, el equilibrio, la mezcla armoniosa, la proporción y el rechazo del exceso, así como de cualquier violencia en el tratamiento médico.34 El concepto de isonomia, por tanto, forma parte del telón de fondo de la cultura y los ideales médicos, pero son varios los términos que recogen sus implicaciones y matices en el Corpus, como krasis o krêsis —así como diferentes términos derivados a partir de esa raíz— y también como pepsis, isomoiria, taxis o mixis. No podemos establecer con claridad de qué modo Alcmeón de Crotona ejerció influencia sobre la medicina hipocrática expuesta en el Corpus y únicamente podemos ponerlo en relación con un concepto general de salud cuyo origen no está del todo claro. En el caso de Empédocles, como se ha venido apuntando, su influencia sobre algunos tratadistas médicos de finales del
“παρὰ δὲ τὴν τῶν σωμάτ(ων) διάθεσιν ο(ὕτως)· ὅταν γ(άρ), φ(ησίν), εὐπνοῇ ὅλον τὸ σῶμα καὶ διεξίῃ ἀκωλύτως τὸ πνεῦμα, ὑγ̣ί̣εια γί(νεται)· οὐ γ(ὰρ μόνον) κ(ατὰ) τὸ στόμα καὶ τοὺς μυκτῆρας ἡ ἀναπνοὴ γί(νεται), ἀλ(λὰ) καὶ καθ’ ὅλον τὸ σῶμα. ὅταν δὲ μὴ εὐπνοῇ τὸ σῶμα, νόσοι γί(νονται), καὶ διαφόρως·”. Cf. paralelos en Platón, Timeo 82 a y 84 d.
33
L. MacKinney cita una respuesta personal de L. Edelstein a esta cuestión: “It is really very strange that it (isonomia) should be discussed but rarely in medical writings. It seems a concept especially fitting in with a number of medical views. It is moreover a concept that is central in Greek thought. That the Greek physician shows less interest is perhaps due to the fact that the theory of humors, with which isonomia was associated from the beginning was relatively unimportant before the end of antiquity” (MacKinney, 1964: 80).
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siglo v es manifiesta, tanto en su aceptación como en su rechazo.35 Asimismo cabe señalar que varios de los testimonios médicos que conservamos en el entorno de la Magna Grecia apuntan a una visión semejante de la salud como mezcla equilibrada de los elementos primordiales de los que se compone el cuerpo. Cabe concluir que términos como krasis, pepsis, harmonia, etc., eran más acordes con el enfoque fisiológico médico de la experiencia del cuerpo, menos abstractos y más ligados con la observación, análisis y descripción de los propios procesos naturales, lo que se entiende bien desde la pretensión de independencia de la fisiología puramente médica respecto a la fisiología filosófica general. Para finalizar, quisiera insistir en que las ideas expuestas tienen como telón de fondo la disputa presocrática entre monismo y pluralismo; en suma, el debate entre si los seres de la physis son modificación de una misma sustancia a la manera de Diógenes de Apolonia o si son realmente una única sustancia que no puede tener modificaciones, como en Parménides o Meliso de Samos, o si la physis se compone de una pluralidad de sustancias elementales. Parece que este debate se encontraba abierto cuando se compuso el tratado Sobre la naturaleza del hombre y en él, Pólibo, su posible autor, expone con plena convicción un punto de vista pluralista que no es sino la transposición a la fisiología médica de la sophia de Empédocles, definiendo la salud en unos términos paralelos a los de la isonomia de Alcmeón de Crotona y dentro de las nociones de krasis y pepsis propias de la medicina hipocrática. De este modo la medicina continuó su proceso de emancipación respecto de la fisiología filosófica centrando su interés en los seres concretos y en el entorno de lo visible, lo que está presente (to phaneron). El posterior acercamiento de Platón a estos postulados en Timeo,36 así como la exposición del médico Erixímaco en Banquete,37 se explica mejor como un acercamiento propio a las teorías fisiológicas del mundo de la Magna Grecia que como una asunción de la fisiología médica como episteme o sophia, ya que, para Platón, por su compromiso con los seres concretos apenas podía escapar a su estatuto de techne. No obstante,
J. Jouanna (1961) da una interesante visión de la cuestión en Présence d´Empédocle dans la collection hippocratique.
35
A modo de ejemplo, en Timeo 82 a-b, 82e-83e, 85e, 86 a, se pueden encontrar claros paralelos con algunas de las teorías expuestas en los tratados del Corpus que mencionamos en este artículo.
36
Platón, Banquete 186a-189d.
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en Timeo, Platón se servirá de la medicina como analogon y como metáfora para explicar desde una perspectiva fisiológica tanto la pluralidad de clases en el seno de la polis como los procesos patológicos (staseis) a los que se encuentra expuesto el cuerpo social, en una visión de la enfermedad como ataque o revuelta interna desestabilizadora de un orden natural y, por ello, sano.38
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Timeo, 27a 7-b 6; 82a; 86a. Cf. L. Ayache (1997).
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El contrato social en Protágoras de Abdera y Critias de Atenas: mito de Prometeo y Sísifo satírico
Julio Roberto Ruiz Universidad de los Andes
A partir del siglo xvii, uno de los temas en filosofía política que más se ha dado a conocer, con obras como el Leviatán de Hobbes (1651), Dos tratados sobre el gobierno civil de Locke (1689) y el Contrato social de Rousseau (1762), ha sido la teoría del contrato social (tcs). Las obras antes mencionadas hacen parte de un corpus representativo de la filosofía política que incluye una serie innumerable de textos del pensamiento político occidental. No obstante, debido a la gran acogida que han tenido en los últimos siglos, estos libros han propiciado el desconocimiento de los que se cree fueron los primeros en plantearse la pregunta clave de la tcs, a saber: ¿cuál es el origen de la sociedad? Respetables autoridades en filosofía política consideran que la pregunta por el origen de la sociedad puede ser rastreada desde mediados del siglo v a. C. en los textos de un conjunto de pensadores conocidos por nosotros hoy como sofistas (Irwin, 1989; Kahn, 1985; Kerferd, 1981). Los sofistas, entre los cuales se cuenta a Protágoras y Critias, fueron sin lugar a dudas hombres de amplios intereses y vastos conocimientos, quienes por lo general desataron la animadversión en sectores de élite de la antigua Grecia (Barnes, 1982). Los especialistas en filosofía griega comprenden el período que vio polemizar a los sofistas como una etapa de ilustración o revolución intelectual marcada por el rompimiento con la tradición cosmológica de los presocráticos y con el inicio de discusiones basadas en el hombre (Guthrie, 1971: 14). La vertiente antropológica alentada por los sofistas no dio espera a las reacciones de los círculos intelectuales de Atenas, puesto que los primeros desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo del pensamiento político al poner sobre la mesa, por ejemplo, las siguientes preguntas: ¿cuál es el origen de las leyes? y ¿cuál 25
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gobierno resulta más beneficioso a los hombres? (Kerferd, 1981). De este modo, teorías del contrato social que propendieran por explicaciones humanas y, por ende, no teológicas sobre el surgimiento de la sociedad o de la justicia, como las teorías de Protágoras y de Critias, pudieron ser tachadas de impías y contrarias a la normatividad de la polis, en especial, por aquellos líderes políticos o religiosos conservadores que a partir de la existencia de los dioses pudieron haber legitimado su gobierno. Después de esta introducción, propongo pasar ahora a la temática central del documento. Con el propósito de asegurar la comprensión, considero necesario plantear de antemano los objetivos del ensayo, los cuales reflejarán a su vez su estructura. Los objetivos son: en primer lugar, presentar un acercamiento a las teorías del contrato social en la sofística griega por medio de una lectura comentada del mito de Prometeo del diálogo de Protágoras escrito por Platón (320c–323a) y del fragmento de Sísifo (DK 88B 25), atribuido por Diels y Kranz a Critias, apoyado en los criterios que según Charles Kahn identifican la tcs en su artículo The origins of Social Contract Theory; en segundo lugar, realizar interpretaciones alternativas sobre los textos, las cuales se apoyarán en la distinción entre sentimientos morales y cálculos utilitaristas en la conformación de la sociedad o en su defecto en la elaboración de leyes, y, por último, realizar una comparación de los argumentos que se presentan en cada uno de los relatos, prestando especial atención a las interpretaciones alternativas de los textos y las características de la tcs propuestas por Kahn. Las características que Charles Kahn considera que identifican a una tcs son: 1) supone una condición primitiva de la humanidad, un “estado de naturaleza”, en el cual los seres humanos vivían sin un gobierno político o alguna organización social regular; 2) identifica algún principio de inseguridad o inestabilidad dentro de este estado primitivo que incide en el desarrollo de una sociedad organizada o bien lo hace inevitable o deseable, y 3) circunscribe la legitimidad del gobierno y la legislación positiva por medio de la anexión de éstas en un pacto o acuerdo entre las partes interesadas (Kahn, 1985: 93). Seguidamente, tenemos que el mito de Prometeo constituye en primer lugar la respuesta que Protágoras ofrece a Sócrates a la pregunta de si la virtud (areté) es enseñable. La pregunta misma, a mi parecer, presenta la animadversión que Platón sentía hacia aquellas personas que se decían maestros de virtud, entre
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quienes claramente incluía a Protágoras. De este modo, resulta incierto saber si Protágoras realmente pensó en una teoría del surgimiento de la polis a partir del mito y si las ideas que en él se expresan son fieles al pensamiento del sofista, pues como señalan Guthrie y Taylor con relación al pasaje 320c-d del diálogo de Protágoras, el hecho de que Platón haya decidido presentar la respuesta de Protágoras por medio del mito (mythos) y no de un razonamiento (logos) nos sugiere, en primer lugar, que no debemos otorgar un gran valor al papel que desempeñan los dioses en el relato y, en segundo momento, descartar la superioridad intelectual que asume el sofista al deleitar por medio de su historia a los jóvenes que le escuchan (Guthrie, 1994; Taylor, 2002). Comparto con Guthrie que argumentar a través del mito es conveniente para los fines de Protágoras, en la medida que le permite engalanar su discurso y con ello cautivar la atención de quienes escuchan. Sin embargo, aunque Protágoras sea caracterizado en el 162c del Teeteto como un agnóstico que por medio de su doctrina del homo mensura sugiere que Teeteto puede ser más sabio que los dioses, ello no nos permite del todo demeritar el propósito que tiene cada uno de los dioses en el mito. Retomo para este punto la lección etimológica realizada por Dillon y Gergel en The Greek Sophists con respecto a los prefijos pro, epi y el vocablo mêtis correspondientes a los nombres de los dioses Prometeo y Epimeteo, figuras centrales en el mito. El análisis de Dillon y Gergel es que las partículas pro y epi al ser relacionadas con mêtis podrían ser traducidas como previsión o prepensamiento e imprevisión o pospensamiento; lo cual conforme a la estructura del mito puede cumplir una función mayor que la del simple engalanamiento del relato o cautivamiento de los jóvenes escuchas. El mito de Prometeo parte de una concepción creacionista donde los dioses configuraron al hombre a partir de una mezcla de tierra y fuego. No obstante, fue la voluntad de los dioses que Prometeo y Epimeteo se encargaran de la tarea de otorgar capacidades a todos los animales (incluido el hombre) de forma conveniente para compensar sus fuerzas y mantener un “equilibrio natural”. La distribución de las competencias estuvo a cargo de Epimeteo (imprevisión), que sin prestar atención a la justa compensación entre los seres, a unos dejó más vulnerables y a otros más fuertes; entre los menos favorecidos de todos se encontraban los hombres. Al percatarse Prometeo de la injusta condición natural en la que se hallaban los hombres, se compadeció de ellos, y robando el fuego a
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Hefesto y la sabiduría técnica (entechnos sophia) a Atenea, distribuyó entre ellos la sabiduría de la diosa, de forma tal que cada hombre asegurara un mínimo para su supervivencia. Hasta el momento sólo he hecho una breve acotación de lo que de acuerdo con Kahn cumpliría con el primer rasgo de una tcs. Como podemos notar, el descuido de Epimeteo y la generosidad de Prometeo, quien distribuyó antidemocráticamente la entechnos sophia,1 permitió que el hombre articulara por primera vez palabra, participara en el dominio divino y se hiciera a unas condiciones más favorables con relación a las capacidades de las bestias. Sin embargo, y aquí vamos al segundo rasgo de la tcs de Kahn, aunque los hombres se encontraran en una situación más justa a la que el descuido de Epimeteo los obligó, vivían dispersos y carecían de ciudades, puesto que la entechnos sophia de Atenea bastaba sólo como conocimiento para la nutrición. De este modo, la entechnos sophia resultaba insuficiente para combatir las fieras, pues el arte bélico pertenece a la sabiduría política (politikê sophia) de la que carecía el hombre en esta etapa histórica. La inseguridad dentro del estado primitivo, concebido por Protágoras como un estado de continúa zozobra ante la acometida de las fieras y la ausencia de un sistema de penas que castigara los actos injustos entre los hombres, es precisamente lo que hace inevitable y deseable la formación de una ciudad. Los hombres, ante la necesidad de convenir para protegerse de las bestias, se agrupaban; sin embargo, tras cada una de sus asociaciones cometían injurias entre ellos, de modo que nuevamente se desintegraban. La razón del fracaso de los primeros intentos para la formación de ciudades, de acuerdo con Protágoras, es la carencia de politikê sophia. Según el mito, cuando Zeus temió que los hombres sucumbieran ante la rapacidad de los animales y desaparecieran de la faz de la tierra, envió a Hermes a que distribuyera en partes iguales el sentido moral (aidôs) y la justicia (dikê). Zeus ordenó a Hermes repartir aidós y dikê
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Por distribución antidemocrática de la entechnos sophia entiendo la distribución desigual, pero no arbitraria, de las artes y técnicas hecha por Prometeo. En el pasaje 322c-d, cuando Hermes le pregunta a Zeus de qué modo debía entregar a los hombres el respeto y la justicia, aclara que la forma en la cual fueron distribuidas las artes entre los hombres fue de la siguiente manera: “uno solo que posea el arte médico basta para muchos profanos e igual ocurre con las demás profesiones”. De esta manera, observamos que la distribución antidemocrática de la entechnos sophia buscaba fomentar entre los hombres la interdependencia y los lazos de camaradería a partir de la necesidad que tienen unos del trabajo, capacidades, artes y técnicas de los otros.
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democráticamente entre los hombres, bajo el argumento de que las virtudes necesarias deben ser comunes a todos, y prescribió que aquel hombre que fuera incapaz de participar de tales virtudes sería justo eliminarlo como a una enfermedad de la ciudad. La tercera característica de la tcs de Kahn se encuentra en la común pertenencia de aidôs y dikê entre los hombres, como en la facultad que tienen éstos de castigar a quienes obren injustamente dentro de la ciudad. Al hacer parte de la ciudad, esto es, al ser ciudadano, se pone de manifiesto, al menos en teoría, el deseo de obtener algún tipo de beneficio de ésta. Empero, es gracias a la politikê sophia que el hombre reconoce y fortalece la necesidad de vivir en sociedad, ya no apoyado fundamentalmente en criterios utilitaristas, sino en criterios morales que se fortalecen y recrean en la vida social. La legitimidad de la polis es en principio y no en su totalidad una legitimidad reconocida racionalmente por los hombres.2 Sin embargo, que sean aidôs y dikê las virtudes que posibilitan la satisfacción de los intereses materiales de los contratantes, nos lleva necesariamente a pensar que lo que en realidad permite constituir una ciudad no es la satisfacción egoísta de los propios intereses, sino el deseo de vivir en comunidad bajo criterios normativos que imperen en las vidas particulares de los ciudadanos. Por otra parte, mi interpretación del mito de Prometeo concibe tres estadios históricos caracterizados por la intervención de los dioses, a saber: el estadio de Epimeteo (320d–321b), el estadio de Prometeo (321c–322a) y el estadio de Zeus (322b–d). En primer lugar, la distribución de los dones hecha por Epimeteo bajo el argumento de otorgar a cada ser vivo las capacidades requeridas sugiere que en principio se buscaba que a cada uno de los seres (especies) se le otorgara un mínimo de capacidades que le permitiera sobrevivir en el mundo. Ahora, si nos detenemos a analizar los dones que Epimeteo distribuyó entre los seres sin habla, encontramos, como sugiere Taylor, que tales dones no requieren de práctica o de inteligencia y que, por lo tanto, no se pueden aprender (Taylor, 2002: 79). La interpretación de Taylor nos permite pensar que los hombres (animales con habla), al contrario de los animales sin habla, están predispuestos al
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Nótese que entiendo aquí por racionalidad una especie de cálculo entre costos y beneficios donde resulta más conveniente al hombre asociarse con otros con el propósito de conservarse a sí mismo que estar solo al asecho de los demás animales que le aventajan físicamente.
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conocimiento, la práctica y el aprendizaje. De modo que es lícito pensar que sean ellos y no otras criaturas las que establezcan ciudades. El estadio de Epimeteo es una situación previa al surgimiento de los hombres y demás criaturas en el mundo, lo cual indica que los dioses efectivamente contemplaron una especie de ordenamiento o plan donde cada ser vivo ocuparía un escaño que aseguraría la supervivencia de su especie en el tiempo. No obstante, en aquella suerte de plan divino, los hombres se encontraban frente a una situación de total vulnerabilidad ante las agresiones de los demás animales y las condiciones adversas que se presentan en el mundo. Este primer estadio, si recordamos, correspondería a un estado preprimitivo u organizacional anterior al sacrificio de Prometeo, en la medida que en él se establecieron las primeras condiciones bajo las cuales el género humano pobló la tierra (Protágoras, 321c–d). El segundo estadio es el de Prometeo, el cual se identifica con la distribución de la entechnos sophia. A mi juicio, la distribución de la sabiduría técnica puede sugerir que en el momento de dar razón sobre el origen de la vida en comunidad, Protágoras tuvo presente lo que modernamente entendemos como división social del trabajo. Esto lo sostengo en la medida que Prometeo distribuyó de forma inequitativa los dones que había robado a los dioses, posiblemente, buscando la interdependencia de los hombres para hacer deseable la vida en comunidad a partir de la satisfacción de intereses llanamente materiales. La distribución de Prometeo tuvo en consideración el principio por el cual se le ordenó a él y a su hermano repartir los dones naturales, pues con la distribución inequitativa de las artes se aseguraba que cada hombre estuviese en posesión de un mínimo de capacidades que le permitiese la supervivencia en el mundo y la convivencia con sus semejantes. Un argumento a favor de mi hipótesis se encuentra en el pasaje 322c–d cuando Zeus ordena a Hermes repartir aidôs y dikê. El dios mensajero preguntó a su padre si debía repartir las virtudes de modo semejante a como lo hizo con las artes, es decir, si bastaría con distribuir el sentido moral y la justicia análogamente a como se hizo con el arte de la medicina, la cual fue otorgada a un solo hombre con el propósito de que éste atendiese a los demás. La distribución social del trabajo se hace más latente en las líneas anteriores, pues con la distribución antidemocrática de la entechnos sophia, Prometeo posiblemente buscaba formalizar las relaciones
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económicas de los hombres (intercambio, compra, etc.) y otorgarles una mayor consistencia política y jurídica de la que podrían tener al estar basadas exclusivamente en la interdependencia económica. Si cada hombre posee ciertas capacidades técnicas diferentes a las de otro (por ejemplo, hay quienes son panaderos, constructores, agricultores, etc.), con ello se está asegurando en cierta medida la creación de vínculos económicos que fortalezcan las relaciones entre los hombres. El médico como el agricultor necesitan la técnica del otro en la medida que son incapaces de especializarse conjuntamente en el arte de la medicina y en el de la agricultura, y es gracias a esa incapacidad y al deseo de satisfacer sus intereses materiales que se establecen relaciones económicas, que epor lo menos deben contener algún principio de intercambio justo, pues medidas injustas de alguna de las partes desembocarían en una lucha que pondría en peligro sus vidas. Los continuos intentos de establecer ciudades se ven frustrados por la carencia de la politikê sophia y, considero también, por la importancia del argumento utilitarista en cada uno de los hombres, los cuales simplemente establecen relaciones económicas de intercambio normativamente pobres. Con los vestigios de la división social del trabajo en el mito de Prometeo, considero que tenemos un estado presocial, marcado por relaciones sociales de cuño utilitarista. Sin embargo, que los hombres reconozcan, mediante un cálculo de costos y beneficios, que lo más conveniente para salvaguardar su integridad física y material en el corto o mediano plazo es recurrir a la pericia técnica de los demás hombres, no resulta suficientemente fuerte como para que establezcan sistemas jurídicos estables que reprendan a quienes entre ellos injurien a otros. La distribución de Prometeo, a mi entender, busca formalizar los intereses que, según Kahn, motivan el desarrollo de una sociedad organizada, en el sentido de que la interdependencia, producto de la disparidad de capacidades entre lo hombres, sienta una plataforma social que motiva a los hombres a establecer una polis. En el tercer estadio, el de Zeus, se hace manifiesto un rompimiento con el argumento utilitarista del segundo estadio, en la medida que se deja claro que la sabiduría técnica es incapaz, por sí misma, de ayudar al hombre en el establecimiento de una sociedad. Los fundamentos de la polis son las virtudes políticas de aidôs y dikê, las cuales frenan el impulso de los hombres de herirse unos a otros, de esta forma se crea un clima mínimo de tolerancia y de confianza en no ser
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agredidos por otros (Cairns, 1993: 356). En esta etapa final del mito se hace manifiesta la necesidad de establecer ciudades no sólo con miras a la supervivencia de los agregados, sino a de la sana convivencia fundada en la común pertenencia de virtudes políticas. Por otra parte, el fragmento de Sísifo es aún más preciso que el mito de Prometeo en lo que respecta a la argumentación sobre el origen de la sociedad o del origen de la justicia, pues desde las primeras líneas se hace mención de una vida bestial, de la fuerza esclava, una época en la que no había premio para los buenos ni tampoco castigo para los malvados (Sísifo Satírico, versos 1-4). En este sentido, la primera característica que Kahn otorga a la tcs es cumplida por el Sísifo. Ante la ausencia de un sistema de penas y recompensas y la presencia de una vida salvaje, Critias consideró que los hombres establecieron leyes (nomoi) para castigar a los malos, de modo que la justicia gobernaría y combatiría el crimen. Sin embargo, la carencia de fuerza de las nomoi, que impusieron los hombres primitivos para favorecer la justicia antes que su contraparte, permitía que los hombres obraran injustamente sin temor al castigo de las leyes. El segundo punto de la tcs de Kahn se cumple gracias a la necesidad de los hombres de la aplicación de la ley en todos los casos, sin importar que algunos hombres obraran injustamente de pensamiento u obra. De acuerdo con Critias, sólo hasta que un hombre sabio, astuto y benevolente creó para los mortales el miedo a los dioses, los que actuaban escrupulosamente en secreto tuvieron sobre sus hombros no sólo la reprobación del derecho positivo, sino la de los dioses, quienes en su infinita omnipotencia no dejarían escapar acto alguno que mereciese ser sancionado. El Sísifo cumple el tercer rasgo de tcs siempre y cuando consideremos que el origen de la justicia implica el surgimiento del aparato jurídico y administrativo de una ciudad; por ejemplo, la aparición de mecanismos de promulgación de la ley, organismos encargados de vigilar el correcto funcionamiento de ésta y, por supuesto, la consolidación de una especie de cuerpo legislativo, el cual, conforme al relato, estaría compuesto por hombres sabios más que por representantes elegidos por los miembros de la polis. La interpretación que propongo del Sísifo, similarmente al mito de Prometeo, contempla tres estadios, a saber: un estadio primitivo, de la vida bestial donde el criterio de gobernabilidad entre los hombres es la fuerza (versos 1–4); en segundo lugar, un estadio presocial caracterizado por la elaboración convencional de leyes
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(versos 5–11), y, por último, un estadio social distinguible por la institucionalización del miedo a un tercero todopoderoso que vigila y reprende (versos 11–40). En el primer estadio encontramos, como se indicaba anteriormente, un estado primitivo similar al estado de naturaleza hobbesiano, pues no hay criterios claros de justicia que demarquen un límite a las acciones humanas y sustituyan el gobierno de la fuerza (la bellum omnium contra omnes de Hobbes) por una instancia con una complejidad social y política mayores que obliguen a los agregados sociales al cumplimiento de unos criterios determinados de justicia. En el estadio presocial, se hace manifiesta la necesidad de los hombres por sustituir la fuerza, como criterio de gobierno, por las leyes. No obstante, como se evidencia en el relato, las leyes convencionales carecen de la fuerza suficiente para impedir el crimen, pues resulta una tarea imposible vigilar las acciones y los pensamientos de los hombres en todo momento. Ahora, lo que debemos preguntarnos con relación a este segundo estadio es si la insuficiencia de las leyes responde al carácter convencional de éstas, pues en teoría se cree que los miembros de la sociedad, al ser parte de quienes constituyen las leyes, tienen conocimiento de éstas y, por ende, alegar su desconocimiento no vendría a lugar en el momento en que alguno ellos cometa acciones injustas. Pero, por otra parte, al tener conocimiento de que las leyes que los gobiernan son resultado de un convenio entre ellos mismos y que lo único que los obliga a su cumplimiento es que algún otro semejante los observe, queda abierta la posibilidad de que ante la ausencia de ese otro, el hombre esté en la plena capacidad de obrar injustamente sin temor a las represalias de la comunidad. En este estadio presocial, los hombres pueden cumplir los ordenamientos de la justicia por dos razones: la primera, es el reconocimiento de la obligatoriedad de las leyes, lo cual puede ir conjuntamente con una suerte de imperativo moral que incita a los hombres a instituirlas y, la segunda razón, posterior a la creación de las leyes, es el temor a ser sancionados o reprendidos por ellas y, más precisamente, por aquellos que se encargan de administrar la justicia. Esta doble dimensión del cumplimiento de las leyes en el estado presocial de Critias, a saber: la moral y la utilitarista, pueden complejizar la interpretación del Sísifo. Sin embargo, los versos 5 y 6, leídos en contexto, contradicen la interpretación moral, pues Critias considera que después del estado primitivo “los hombres establecieron leyes punitivas, de modo que fuese la justicia un soberano imparcial
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para todos y la insolencia, su esclava”. Como podemos darnos cuenta, los hombres no instituyeron leyes con el fin de vivir conjuntamente en una sociedad justa que regulara las relaciones entre ellos por medio de la promoción de prácticas socialmente vinculantes, sino por el contrario, con el claro propósito de premiar y castigar a quienes entre ellos obraran correcta e incorrectamente. A mi modo de ver, lo que lleva a la constitución de leyes en el estadio presocial es un interés marcadamente material que se identifica por tener en consideración a todos aquellos que establecen esta comunidad primitiva, pues ¿de qué otro modo se reprendería al ladrón, sino existiese al menos un sentido fuerte de apego material con las propiedades y afectivo con las personas cercanas? Ahora, en lo que respecta al tercer estadio, vemos que la necesidad que lleva a los hombres a él es la limitación para aplicar la ley en todo momento y lugar. Sin embargo, esta insuficiencia se suple con la invención del miedo a los dioses hecha por un hombre sabio. De acuerdo con Kahn, el surgimiento de la religión y el temor a los dioses son requisitos para hacer la moral y la ley efectivas; antes bien cabría preguntarse si la efectividad de la moral aplica a todos los miembros de la sociedad o si corresponde únicamente al hombre sabio que es consciente de la necesidad de que las leyes castiguen sin excepción alguna a los injustos (Kahn, 1985: 97). En este caso, es posible, como sugiere Kahn, que Critias esté pensando el nomos no como un “patrón de conducta”, el cual eventualmente es codificado, sino como el producto de designios de un hombre o una asamblea consciente, en otras palabras, las nomoi se instituyen y adquieren carácter de obligatoriedad conforme son convenidas por los hombres que constituyen la polis. Sin embargo, son los hombres sabios quienes por su experticia y obviamente por su sabiduría están llamados a ocupar los más altos cargos gubernamentales dentro de la ciudad, pues son ellos los más aptos para convencer, mediante la fuerza del discurso, a los demás hombres acerca de lo que es justo e injusto. Un problema que algunos han visto en esta interpretación consiste en que si el hombre sabio es benevolente y justo, entonces por definición no puede cometer injusticia; por ejemplo, no podría mentir a los demás, pues al hacerlo ya no sería justo. Ahora bien, gracias al ocultamiento de la verdad con un falso argumento (el temor a los dioses), el hombre sabio procura el bien para todos, obligando a cada uno de ellos a cumplir las leyes por el temor de ser sancionado por una tercera instancia siempre atenta a sus acciones y pensamientos.
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Quienes en lo anterior ven un problema, lo podrían calificar como uno de orden moral, pues se supone que la mentira del sabio, un hecho moralmente reprobable, es un acto benevolente hacia la humanidad. No obstante, es necesario tener presente que tal problema no es real, si se tiene en cuenta que el hombre sabio no está mintiendo a los demás hombres, sino que dada su ignorancia procura crear un argumento lo suficientemente fuerte para que ellos obren conforme a la justicia, la cual es la verdad que se pone en discusión. Aun así, lo anterior nos llevaría a lo que señalaba anteriormente: los únicos que pueden obrar justamente son los hombres sabios, pues en tanto que conocen de la inexistencia de los dioses no obran con el temor a ser castigados por éstos, sino con la firme convicción de que lo que hacen es justo porque así lo han considerado; por otra parte, dejarían a los hombres ignorantes a la deriva moral, pues ellos acatan la ley bajo el criterio de rehuir lo doloroso y no porque así les nazca hacerlo. Pasemos ahora a comparar los argumentos de las tcs en ambos textos. En primer lugar, como hemos podido darnos cuenta, el mito de Prometeo y el fragmento de Sísifo son compatibles con la concepción de un estado primitivo anterior a la institución de las ciudades, aunque el mito de Prometeo es más rico en descripciones. Con Protágoras se alude desde un principio a la noción de compensación y quizás a la de equilibrio natural, de modo que en comparación al Sísifo, donde parece presentarse la idea de que el estado de naturaleza favorecía a los fuertes per se y no por la tenencia de x o y capacidad, podemos concluir que la descripción de Protágoras responde con mejores argumentos a la pregunta: ¿por qué somos diferentes? Igualmente hay una diferencia notoria en lo que cada autor entiende por estado de naturaleza, pues para Protágoras se caracteriza por una asignación inequitativa de la entechnos sophia. Sin embargo, si suponemos que la distribución de Prometeo operó bajo la lógica de la división social del trabajo, es decir, con miras a una distribución eficiente de las technai entre los hombres, es posible pensar que en principio ninguno de ellos tenía una gran ventaja sobre los demás. Por el contrario, con Critias se presenta un cuadro donde la “fuerza esclava” y la “vida bestial” sugieren que los hombres se encontraban en la misma situación que la de las bestias, es decir, que posiblemente no gozaban de aquella sabiduría técnica que les permitía tejer, arar los campos y construir refugios. Critias no da explicación sobre cómo era la vida material de los hombres en el estado primitivo o cómo
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suplían sus necesidades básicas, lo que sí hace es reafirmar la idea de la ausencia de un sistema de penas y recompensas sobre las acciones humanas. En lo que respecta al segundo rasgo de la tcs, las diferencias entre los textos son enormes. Para Protágoras, la necesidad que lleva a los hombres a conformar ciudades es la preservación de la especie, de modo que convenimos en agruparnos con miras a obtener algún tipo de beneficio, ya sea de orden económico o social. Por el contrario, con Critias, la necesidad que lleva a la conformación de ciudades se limita a ciertos individuos que son justos, sabios y benevolentes, los cuales exigen una mayor obligatoriedad, vigilancia y castigo por parte de las leyes hacia los demás hombres. El punto al que quiero llegar es que en Critias no parece haber una necesidad común distinguible como la preservación en Protágoras, que nos permita al menos pensar en un tipo de racionalidad instrumental que lleve a los hombres en su totalidad a agruparse en una ciudad. En el Sísifo, a mi parecer, se alienta una imagen paternalista del hombre sabio hacia los hombres ignorantes que no pueden contenerse a obrar injustamente ante la ausencia de testigos. La posición de Critias y la necesidad de castigar a los malos y premiar a los buenos pueden ser rebatidas con el carácter educativo que Protágoras adjudica al castigo en los pasajes 324a–b y 325a–b; sin embargo, Protágoras también podría concordar en parte con Critias cuando en 326e–328b comenta que educa a hombres que por nacimiento (euphia) están predispuestos al aprendizaje de la politike sophia. En lo concerniente al tercer punto de la tcs, Critias y Protágoras nuevamente difieren. Para Protágoras, lo que legitima el establecimiento de la sociedad es la pertenencia común de aidôs y dikê; por otra parte, para Critias, lo que legitima las leyes (nomoi) es el piadoso acto del hombre astuto que inculca en los demás hombres el temor a los dioses. El imperio de la ley (nomokratía) para Critias es una condición necesaria para la convivencia humana, pero la nomokratía se erige con base en el engaño, la superioridad moral de los sabios y la ridiculización de la condición humana en general. Ahora, si tenemos en consideración el argumento (logos) que sigue al mito de Prometeo, da la sensación de que Protágoras es conservador con respecto a la elección del gobernante, pues éste debería ser un hombre práctico, el cual debe prestar mucha atención a sus condiciones. Sin embargo, Critias asume una posición radical al favorecer al hombre sabio sobre los demás hombres, los cuales palidecen frágilmente ante la amenaza del castigo de los dioses.
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Para concluir, y en consideración a las interpretaciones propuestas de los textos, vemos que el estadio social del Sísifo en lo que respecta a los hombres sabios conjuntamente con el estadio de Zeus del mito de Prometeo rebaten el estereotipo utilitarista con el cual comúnmente se asocia a los sofistas. Por otra parte, a lo largo del documento se pudo haber dado la sensación de que los sofistas, al considerar la pregunta: ¿cuál es el origen de la sociedad?, tuvieron en cuenta concepciones políticas democráticas. No obstante, considero pertinente hacer una precisión en lo que respecta al egalitarismo helénico, donde usualmente se incluye a los sofistas que dan preeminencia a la naturaleza (physis) antes que a la convención (nomos) (por ejemplo, Antifonte) o que son encasillados en lo que hoy conocemos como relativismo moral (por ejemplo, Protágoras). Los estudiosos han señalado que calificar políticamente a los griegos como demócratas no corresponde a la organización social de las comunidades indoeuropeas, sino, por el contrario, a la idealización del pensamiento occidental. Por ejemplo, la argumentación que presenta Gregory Nagy es que la estructuración social de las ciudades dorias en tres pueblos o tribus (phylaí): Dumânes, Hulleîs y Pámphuloi, con su respectiva posición dentro de una jerarquía altamente marcada por la tradición, nos enseña la importancia que desempeñaba cada phylê dentro de los papeles sociales que podían desempeñar los miembros de la polis, en especial, en lo que respecta a actividades religiosas o a festividades (Nagy, 1996: 276–293). Cabe señalar que dentro del principio de jerarquía hay un postulado complementario de egalitarismo, en las que las tres phylai llegan a compartir en ciertos aspectos de la vida civil una base de igualdad. Los razonamientos de Nagy coinciden con la noción de euphia de Protágoras y con la superioridad moral de los sabios en el tercer estadio del Sísifo de Critias. Finalmente, cabe recordar que Protágoras tuvo el privilegio de moverse dentro de los círculos más importantes de la Grecia del siglo v a. C., al viajar en repetidas ocasiones a la ciudad de Atenas. También es digno de considerar el hecho de que dentro de sus amigos se cuente a Pericles y que de esta amistad se haya gestado una de las más distinguibles actuaciones de un sofista en la vida pública griega, pues existen testimonios de su participación en la elaboración de un código legal para Turios (Guthrie, 1994: 258–259). Por otra parte, Critias era reconocido en el mundo antiguo por ser uno de los treinta tiranos más crueles y sanguinarios que sucedieron a la democracia ateniense al final de la guerra del Peloponeso en el
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404 a. C. Por último, bajo el gobierno oligarca de los Treinta se le acusó de haber ordenado la muerte de su antiguo aliado Terámenes, al que acusó de debilidad y convivencia con los demócratas (Melero, 1996: 395).
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Las críticas de Platón al carácter democrático: República VIII-IX*
Luis Gerena
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
Introducción En este trabajo intento mostrar que para comprender la crítica desarrollada por Platón en los libros viii y ix y, en particular, la crítica que hace del carácter y el Estado democrático, debemos considerar varias de las tesis que sostiene en los libros v-vii. Principalmente, es fundamental reparar en la tesis que se introduce en el libro v con el propósito de distinguir al filósofo del que no lo es y, según la cual, quien ama algo (φιλεῖν) no lo ama sólo en parte sino que lo ama completamente (πᾶν), (cf. 474c). Siguiendo esta aseveración, Sócrates distingue entre el filósofo y los amantes de espectáculos (φιλοθεάμονες) o de las artes (φιλοτέχνους), mostrando que en cada caso el objeto del amor es distinto, lo cual implica dos tipos distintos de hombre y dos maneras distintas de comprender la realidad (cf. 475b-476e). De acuerdo con esto, sostendré que en la exposición del libro viii de los Estados y caracteres timocrático, oligárquico y democrático, Sócrates diferencia a cada uno, evidenciando cuál es el bien, objeto de su amor, que es, justamente, lo que da unidad e identidad al Estado y al carácter.1 Esto implica que, a diferencia del Estado y carácter aristocráticos, los demás Estados y caracteres están constituidos por bienes aparentes2, los cuales son más o menos aparentes dependiendo de su cercanía o alejamiento de la parte racional * Este trabajo se llevó cabo en el marco del proyecto Promep ( ficha de recepción F-PROMEP-39/ Rev-03) “Volver a la virtud: ¿un reencuentro con Aristóteles?”, con sede en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del estado de Morelos.
En esta situación se supone que lo que constituye al Estado y carácter aristocrático es la idea del bien.
Claro está que esto no se aplica para el Estado y carácter tiránico, en el cual el amor no está dirigido a un bien. Cf. 572d-573e.
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del alma. Siguiendo este supuesto, argumentaré que el Estado y el hombre democrático son un Estado y hombre hedonistas, en cuanto están constituidos por su amor al placer y, por tanto, consideran al placer como el bien. Esto significa que, en este momento del proceso, la distinción entre lo bueno y lo malo se reduce a la distinción entre el placer y el dolor, lo cual muestra que hay un dominio casi completo de la parte apetitiva del alma y, por tanto, un alejamiento casi completo de la parte racional. Pero esta compresión moral supone igualmente un nivel cognitivo, el cual, a mi juicio, puede explicarse apelando al esquema de la línea. De acuerdo con esto, considero que el demócrata se encuentra en el nivel más bajo de esta línea, donde los objetos a los que se tiene acceso son sombras y reflejos (cf. 509e-510a); en un nivel de la realidad donde sólo hay apariencia. Por esta razón, como lo subraya Sócrates, la mayoría de las creencias que tiene el demócrata son falsas, lo cual le impide hacer la distinción entre los placeres necesarios e innecesarios. Para desarrollar estos puntos, dividiré el texto en dos partes: en la primera, intentaré formular el problema que Sócrates pretende solucionar en los libros viii-ix, así como los pasos centrales de la estrategia que llevará a cabo para solucionarlo. En la segunda, expondré el proceso que da origen a la democracia y al demócrata.
Planteamiento del problema Para tener una comprensión cabal de la exposición que hace Platón en los libros viii y ix, particularmente de la crítica del carácter del demócrata, podemos empezar por hacer un resumen del problema que origina la discusión en estos dos libros. El problema se plantea inicialmente al final del libro iv y al comienzo del v, donde se retoma la discusión de la tesis de Trasímaco en el libro i, según la cual “[...] ‘justicia es el bien del otro’, un sacrificio de tus propios intereses que beneficia sólo al débil y estúpido, y que será rechazada por el fuerte e inteligente” (Annas, 1981: 321), esta aseveración lo lleva a sostener que el hombre injusto es el más feliz (cf. 338 y ss.). De acuerdo con esto, al final del libro iv, inmediatamente después de haber mostrado cómo serían el Estado y el hombre justos, que constituyen el mejor
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Estado y el mejor hombre, Sócrates sostiene, a pesar del reparo de Glaucón,3 que es necesario determinar si es más ventajoso (λυσιτελέω) actuar justamente o injustamente (cf. 444e-445a). Para él, este examen nos compromete con la exposición de los cuatro Estados principales y sus correspondientes hombres representativos: el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico, con el fin de mostrar que, a diferencia del Estado y el hombre aristocráticos, se trata de Estados y hombres malos (κακάς) y erróneos (ἡμαρτημένας), (cf. 449a). Sin embargo, esta presentación, que empezaría en el libro v, se ve interrumpida por el planteamiento de un nuevo problema, cuya respuesta ocupa los libros v, vi y vii.4 La discusión se retoma en el libro viii, donde se nos recuerda que se había planteado hacer un examen de los que se consideran los cuatro Estados principales, con lo cual, se podrá apoyar el supuesto de que si el Estado y el hombre aristocrático son el Estado y los hombres correctos (ὀρθή), entonces los demás Estados y hombres serán erróneos (ἡμαρταμένας). Así, nos dice Glaucón, con este examen podríamos saber cuál Estado y hombre son los mejores y cuáles los peores, lo que nos permitirá determinar si el hombre del mejor Estado es el más feliz (εὐδαιμονέστατος) y el del peor el más desgraciado (ἀθλιώτατος), o si más bien ocurre de otra manera (cf. 543c-544b). Éste es básicamente el problema que se había planteado en el libro iv. Sin embargo, un cambio importante se presenta cuando reparamos en la estrategia que, nos dice Sócrates, seguirá para exponer cada uno de estos Estados, pues en ella nos muestra que utilizará varios de los supuestos centrales que se introdujeron en la discusión de los libros v-vii. En esta estrategia, Sócrates empieza afirmando que, para su exposición, partirá del supuesto de que a cada Estado le corresponde un tipo de carácter, pues los Estados se originan de los caracteres de
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Para Glaucón resulta innecesario hacer un examen de los cuatro Estados y caracteres, dado que ya se ha mostrado suficientemente que el que vive de forma justa, vive mejor que el que vive en la injusticia. Cf. 445a-b.
En estos libros, Platón tiene como propósito principal probar que quienes tienen que gobernar el Estado justo no pueden ser simplemente personas inteligentes y de buen carácter, como se piensa en general, sino que los gobernantes de este Estado tienen que ser filósofos, puesto que son ellos los únicos que tienen conocimiento. De acuerdo con esto, Platón muestra qué entiende por un filósofo, distinguiéndolo de los que no lo son, caracterizados por él, en general, como amantes de espectáculos (φιλοθεάμονάς) y amantes de las artes (φιλοτέχνους), cf. 476a. Para una explicación clara de la estrategia argumentativa de estos libros, ver Annas (1986).
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los hombres. De acuerdo con esto, si hay cinco Estados, entonces hay cinco tipos de alma correspondientes (cf. 544c-e). Para exponer cada uno de estos Estados y caracteres, Sócrates señala que se centrará en lo que constituye a cada uno de ellos, es decir, en lo que es el objeto de su amor, que es, justamente, lo que da unidad e identidad al Estado y al carácter. Precisamente, nos dice que va a empezar con la exposición del Estado y el carácter timocrático, el cual se identifica por ser aquel cuyo amor es amor al honor.5 A mi juicio, Sócrates muestra con esto que, para la descripción de estos Estados y caracteres, desarrollará uno de los supuestos que introdujo en el libro v con la finalidad de distinguir al filósofo del amante de espectáculos y, según el cual, quien ama algo (φιλεῖν τι), no lo ama sólo en parte, sino que lo ama completamente (πᾶν), (cf. 474c). Por ejemplo, el que ama a un muchacho lo encuentra completamente bello, sin importar si es alto o bajo, moreno o blanco. Del mismo modo, quien ama los honores lo único que le importa es ser honrado por alguien, sin considerar la condición social de esa persona. Siguiendo este supuesto, Sócrates distingue entre el filósofo y los amantes de espectáculos o de las artes, mostrando que en cada caso el objeto del amor es distinto, lo cual implica dos tipos distintos de hombre y dos maneras distintas de comprender la realidad (475b-476e).6 Sin ser muy rigurosos, esta distinción supone que el amor es amor de lo bueno;7 de acuerdo con esto el filósofo tendría como objeto de amor la idea del bien, mientras que el objeto de amor del amante de espectáculos sería un bien sensible. Si tomamos en cuenta las indicaciones que nos da Sócrates sobre la idea del bien,
Platón caracteriza la timocracia (τιμοκρατία) o timarquía (τιμαρχίαν) y al timócrata como amante de triunfo (φιλόνικος) y amante de honor (φιλότιμος), cf. 545a-c.
Básicamente, la diferencia entre el filósofo y el amante de espectáculos es que el filósofo tiene conocimiento, mientras que el amante de espectáculos sólo tiene opinión. Esto supone que el filósofo comprende la realidad como algo que tiene unidad y que no está sujeto a cambios, puesto que su objeto de conocimiento son las ideas. El amante de espectáculos, en cambio, comprende la realidad como algo que no tiene unidad y que está sujeto a cambios, pues lo entiende como circunscrita a la experiencia sensible (Annas, 1986: 8-9). Sin embargo, en este punto es importante señalar que en la República, al igual que en el Banquete, la función de “lo bueno” es “[…] análoga a lo que sería el fin último de nuestra vida —en forma similar al prôton phílon del Lisis (219c7-5; 220b1-7)— siendo más precisamente en este contexto lo que constituye el foco de nuestro anhelo” (Fierro, 2008: 29).
Cf. Fierro (2008: 29) argumenta que la concepción del amor como amor de lo bueno que se desarrolla en el Banquete la encontramos en la República.
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como aquella que es causa del ser y de la inteligibilidad de lo que es,8 entendemos que, debido a que el amor del filósofo está dirigido a la idea del bien, él tiene una comprensión verdadera de la realidad, mientras que el amante de espectáculos tiene una comprensión aparente (cf. 534b-d). Si esto que he dicho es correcto, podemos ver que la estrategia de Sócrates consistirá en determinar el bien que constituye cada uno de los Estados y los caracteres, suponiendo, claro, que el bien que constituye al Estado y al carácter aristocrático es la idea del bien.9 Esto significa que en el proceso en el cual un Estado y un carácter se originan a partir de otro Estado y carácter, el Estado y el carácter que se crean son cada vez más injustos, puesto que el bien que los constituye es más aparente y, por ello, cada vez es más difícil distinguir entre lo bueno y lo malo. De acuerdo con esto, como intentaré mostrar en la siguiente sección de este trabajo, el Estado y el hombre democrático son un Estado y un hombre hedonistas en cuanto están constituidos por su amor al placer y, por tanto, consideran al placer como el bien. Siguiendo este supuesto, sostendré que en este momento del proceso, la distinción entre lo bueno y lo malo se reduce a la distinción entre el placer y el dolor, lo cual muestra que hay un dominio casi completo de la parte apetitiva del alma y, por tanto, un alejamiento casi completo de la parte racional. Por esta razón, se supone que todo placer es bueno.10 […] αἰτίαν δ’ ἐπιστήμης οὖσαν καὶ ἀληθείας […], 508e3.
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Un supuesto que ha intentado sustentar en los libros v-vii, al mostrar que el filósofo es el que tiene que regir este Estado, puesto que el filósofo tiene conocimiento, lo cual supone que el filósofo está dirigido hacia la idea del bien, como el objeto de su amor.
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Esta comprensión del bien compromete al demócrata con una concepción relativista de esta noción, pues si lo que es bueno es lo que es placentero (entendiendo por esto lo que es placentero para mí), entonces lo bueno es lo bueno para mí. Pero, si esto que digo es correcto, me alejo de interpretaciones como la de Santas (2001: 141), quien sostiene explícitamente que el Estado y el carácter democrático se distingue del timocrático y el oligárquico porque no está constituido por un bien. Sin embargo, el problema de este supuesto es que resulta difícil distinguir el Estado y el carácter democrático del Estado y el carácter tiránico, los cuales están constituidos, justamente, por un amor que no tiene un bien, cf. 572d-573e. Pero, de acuerdo con esto, si el Estado y el carácter democrático tienen como bien el placer y, entonces, la distinción entre lo bueno y lo malo se reduce a la distinción entre placer y dolor, no es posible sostener, como lo hace Scott (2000: 24), que el demócrata experimenta deseos de las otras partes del alma. Esto no es posible porque si para el demócrata lo bueno y lo malo corresponden al placer y el dolor, entonces el demócrata está dominado por la parte apetitiva del alma, por lo cual no puede experimentar deseos de las otras partes, las cuales están organizadas y unificadas por un bien distinto del bien del demócrata: el amor al honor o el amor al lucro. Para este punto, cf. Fierro (2008: 31).
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De acuerdo con esto, y quizás especulando un poco, podríamos decir que, después de haber mostrado en los libros v-vii las implicaciones y consecuencias que tiene la idea del bien en los ámbitos ontológico y epistemológico, en los libros viii y ix, Platón intentará mostrar, de la mano de lo desarrollado en v-vii, las implicaciones y consecuencias morales.
Libertad e igualdad, principios básicos de la democracia y el demócrata En los libros viii y ix de la República, Platón se propone, principalmente, mostrar que la tiranía y el individuo tiránico son completamente injustos y, por ello, completamente infelices. Para esto, dedica todo el libro viii y principios del ix a describir el proceso mediante el cual se originan, intentando establecer que son el resultado de la completa decadencia del Estado e individuo aristocráticos los que, como se sabe, constituyen para Platón, en la República, el mejor sistema de gobierno y de individuo. En esta sección, expondré los principales componentes de este proceso con el fin de mostrar que la democracia y el demócrata se originan por un dominio casi completo de la parte apetitiva. Para el Platón de la República, un Estado y un hombre sólo pueden ser felices si el principio de su organización y de su vida es la justicia.11 Lo contrario, la injusticia,12 nos conduce a la infelicidad. En el libro iv de la República, Platón sostiene que el alma está dividida en tres partes, la racional (λογιστiικόν), la
Platón define la justicia de la siguiente manera: “Pues en verdad que la injusticia parece ser algo así, sólo que no con referencia a la acción exterior del hombre, sino a la acción interior, la que, en realidad de verdad, recae sobre sí mismo y las partes que hay en él, de modo de no permitir que ninguna de ellas haga nada de lo que le es ajeno, ni se entrometan las partes del alma en sus funciones respectivas. Tal hombre, pues, dispone bien y efectivamente todo en su interior, y con imperio de sí mismo, se ordena y se hace amigo de sí mismo y armoniza las tres partes de su alma absolutamente como los tres términos de la escala musical [...]”, 443c9-44d7.
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La injusticia consiste en: “una sedición de aquellas tres partes; una dispersión de actividades y un entrometimiento en las ajenas; una sublevación de una parte del alma contra el todo, para imperar en ella sin ningún título, ya que por naturaleza debe servir a la parte nacida para gobernar. En tales cosas, pienso, diríamos que consisten la perturbación y extravío en estas partes, y también la injusticia, el desenfreno, la cobardía, la ignorancia y, en suma, todos los vicios”, 444b1-444b8.
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irascible (θυμοειδής) y la apetitiva (ἐπιθυμητικός) (cf. 440e7-441a7), cada una de estas partes tiene deseos independientes de los de las otras dos. Sin embargo, según Platón, la satisfacción plena de estos deseos y, con ello, el logro de la felicidad, sólo se consigue si de estas tres partes domina la parte racional, pues ella es la única que puede establecer las funciones adecuadas de las otras dos, por lo cual, solamente ella puede lograr una unidad armónica de las distintas partes del alma (cf. 441d5-442b3). Esta unidad, donde cada parte cumple su función correspondiente, es la justicia.13 Esto mismo se aplica a los regímenes políticos, los cuales tienen su origen en el carácter de los hombres. De acuerdo con esto, en los libros viii y ix, Platón intentará mostrar que en el régimen e individuo tiránicos, no hay ningún control de la parte racional, sino que el dominio completo lo tiene la parte apetitiva, por lo cual, son enteramente disfuncionales y, en consecuencia, en ellos impera la injusticia. Platón inicia la descripción de este proceso mostrando cómo la timocracia surge de la aristocracia (cf. 545c8-9). Para esto, parte de dos supuestos básicos: 1) que todo régimen político (πολιτεία) está sujeto a la generación y la corrupción, incluso el aristocrático (cf. 546a2-3); y 2) que todo cambio en el régimen político se produce por una disensión (στάσις) entre quienes detentan el poder (cf. 541d1-2). De igual forma, Platón expone las razones que llevaron a la disensión de los guardianes en el régimen aristocrático, a través de lo que se conoce como el relato de las musas, otorgándole un grado considerable de ficción,14 entendible si se toma en cuenta que el Estado aristocrático no se ha dado históricamente. A lo largo del relato de las musas, la corrupción del régimen aristocrático comienza por el nacimiento de una generación de individuos de naturaleza inferior, ocasionada por la incapacidad de los gobernantes de controlar los períodos de fecundidad y esterilidad, ya que ellos eran los únicos que podían conocer dichos períodos “por medio del razonamiento acompañado de percepción sensible” (Annas, 1981: 296). Con esta generación comienza la corrupción del Estado aristocrático, pues ella da inicio a la división entre los guardianes, que terminará con la disolución del Estado aristocrático y el surgimiento de la timocracia.
“Hemos de recordar, por tanto, que cada uno de nosotros será justo y hará lo que le compete, cuando cada una de las partes que hay en él haga lo suyo”, 441d12-441e2.
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Esta es la sugerencia que Eggers Lan hace en la nota al pie de Platón (2000: 387-388).
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Precisamente la división se presenta porque quienes han sido elegidos como gobernantes de esta nueva generación, debido a su naturaleza inferior, descuidarán a las musas, privilegiando la gimnasia sobre la música, lo cual los hace incultos y poco aptos para el cargo de guardianes.15 Por esto serán incapaces de aquilatar las distintas razas (la de oro, la de plata, la de hierro y la de bronce) y las mezclarán incorrectamente (la de oro con la de bronce, la de plata con la de hierro), lo cual provocará la pugna y la enemistad entre ellas (cf. 546d-547a). Pienso que ésta, que podría considerarse como la primera disensión entre los guardianes, constituye igualmente el momento donde la razón empieza a perder la preeminencia: en estos individuos de naturaleza inferior, la parte irascible es más prominente que la parte racional. Según el relato, la pugna y la enemistad divide a las razas en dos grupos: por un lado, el grupo conformado por las razas de oro y plata y, por otro, el conformado por las razas de hierro y bronce. Se trata de una pugna entre dos naturalezas distintas, en las cuales priman distintas partes del alma y, por ello, distintos deseos. El primer grupo, las razas de oro y plata, quiere preservar la virtud y recuperar la constitución del Estado aristocrático; mientras que el segundo, las razas de hierro y bronce, busca fundamentalmente el lucro y la posesión de bienes (cf. 547b). Esta división entre las razas provocará lo que podría considerarse una segunda escisión, la cual dará fin al régimen aristocrático al romper con los dos principios básicos de esta constitución: por una parte, las razas se reparten los bienes que antes eran comunes y, por otra, los guardianes dejan de cumplir su función, al esclavizar a los ciudadanos que estaban bajo su cuidado (Annas, 1981: 296). Este relato, con el cual se explica la corrupción del Estado aristocrático y el origen del timocrático, muestra que la corrupción del primero se presenta, básicamente, por la pugna entre las razas, ocasionada por gobernantes de naturaleza inferior. Sin embargo, también evidencia que el grupo que ha logrado la preeminencia ha sido el conformado por las razas de hierro y bronce, las cuales, justamente, están más alejadas de la parte racional y más cercanas a la parte irascible y apetitiva. Concretamente, aquí podemos ver que estos pasajes suponen lo desarrollado en los libros v-vii, pues es claro que quienes rigen el Estado aristocrático ya no son los filósofos, por lo cual, las razas no se mezclan adecuadamente; asimismo, quienes gobiernan ya no tienen el conocimiento con el cual es posible educar a los guardianes en la música.
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Este es un punto importante, pues de aquí hasta el final se verá más claramente que la dinámica del proceso se determina en gran medida, si no completamente, por este paso en el cual la parte racional ha perdido la preeminencia, lo cual permite que la parte apetitiva vaya progresivamente adquiriendo el dominio. De acuerdo con esto, 1) la disensión no será externa al régimen y al individuo, como ocurre en el caso de la aristocracia, sino interna, pues debido al progresivo dominio de la parte apetitiva, cada régimen e individuo que se generan, resulta menos unitario, lo cual hace que sus partes constitutivas sean cada vez menos funcionales. El conflicto entonces se presenta como un choque entre estas partes no funcionales del régimen y el individuo. Pero, asimismo, 2) lo que podríamos considerar como la solución del conflicto que da origen a un nuevo régimen e individuo no será dada por la parte racional, sino por la parte irascible o apetitiva. Por esto, 3) el principio que constituye al régimen y al individuo no está sustentado racionalmente, lo cual explica por qué es fácilmente sustituible por otro cada vez más dominado por la parte apetitiva y en el que prima, cada vez más, la apariencia y la falsedad. De acuerdo con esto, vemos que la timocracia, la cual se genera como una solución a la pugna y enemistad de los dos grupos de razas, está constituida por este conflicto: por un lado, busca la excelencia; por otro, acepta la propiedad privada y se dedica a la acumulación de bienes. Por esto, Platón la describe como un régimen intermedio entre la aristocracia y la oligarquía que, sin embargo, presenta un principio propio, dado por el predominio de la parte irascible: “En efecto es mezclado. Pero por el predominio del elemento irascible, hay una única cosa que es lo más sobresaliente en él (διαφανέστατον δ’ ἐν αὐτῇ ἐστὶν ἔν τι μόνον): el amor de triunfo (φιλονικίαι) y el amor de honor (φιλοτιμίαι)” (548c5-7).16 En este pasaje, el amor al honor y la supremacía se constituyen en un principio de unidad de los dos elementos en pugna, principalmente, porque hay un predominio de la parte irascible. Es decir, en la parte irascible encontramos un componente psicológico que otorga el predominio a esta parte. Podemos ver esto, si atendemos a la explicación que da Platón del origen del individuo timocrático, quien se convierte en timócrata en el momento en que tiene que elegir entre
La traducción de este pasaje es del autor; las demás, en el caso de que no se indique lo contrario, corresponden a la versión de Eggers Lan, Platón (2000).
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intereses contrapuestos: por un lado, la influencia de su padre que se dirige hacia su razón y, por otro, la influencia de individuos dominados por lo irascible y apetitivo. A mi juicio, Platón no describe esta elección como una deliberación que lleva al individuo a adoptar una posición, sino, más bien asume, que él, debido al predominio de la parte irascible, es llevado en esta dirección. Asimismo, Platón considera que una motivación central que lo dirige en esta dirección es el deseo de vengar a su padre de los ultrajes que recibe en este régimen injusto en el que vive, un deseo de venganza despertado por las quejas de su madre y los comentarios insidiosos de los sirvientes.17 […] y en razón de no ser mal hombre por naturaleza sino de andar en malas compañías, al ser arrastrado en ambas direcciones, llega a un compromiso, y ofrece el gobierno de sí mismo al principio intermedio ambicioso y fogoso (καὶ τὴν ἐν ἑαυτῷ ἀρχὴν παρέδωκε τῷ μέσῳ τε καὶ φιλονίκῳ καὶ θυμοειδεῖ), y se convierte en un hombre altanero y amante de los honores (550b3-7).
Precisamente porque el individuo se convierte en timócrata, impulsado por su parte irascible pero no por una decisión racional, el principio que lo constituye, el amor al honor y la supremacía, no establece una unidad en las distintas partes del alma, por lo cual el conflicto no desaparece. Esto significa que en el individuo timocrático, la parte apetitiva sigue ejerciendo su influencia independientemente de la parte irascible. En efecto, puesto que la adopción del principio y su sustentación están dadas por lo irascible, en el momento en que no hay coerción, como, por ejemplo, en las reuniones privadas o en la vejez, en la cual ya no prima la fuerza y el individuo no se dedica a las prácticas militares (cf. 549a8-b4), la inclinación es hacia los deseos de la parte apetitiva (cf. 548a5-548b2). De acuerdo con esto, el ideal de excelencia de la timocracia y del timócrata es en gran medida aparente, puesto que, por un lado, aquélla no es el principio que organiza todo el régimen, ya que se fomenta en la misma medida un objetivo contrario a la excelencia: la acumulación de riqueza y la propiedad privada. Por otro, sus acciones no son justas, lo cual se puede apreciar por la deferencia casi desmedida hacia los poderosos y la brutalidad del trato a los esclavos. 549e-550a.
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Esta descripción que hace Platón de la timocracia y el timócrata nos permite ver que en este régimen e individuo tenemos ya la semilla de la oligarquía y el oligarca. De hecho, Platón encuentra que el tránsito es casi natural y debido a que el amor al honor y la supremacía se sustenta en la fuerza, la acumulación de dinero, que implica no sólo la necesidad de gastarlo, sino especialmente la necesidad de acumular más, terminará por minar dicha fuerza, reemplazando así la búsqueda de la excelencia por la necesidad de riqueza (cf. 550d-551a). Sin embargo, en este paso del proceso Platón muestra que la parte apetitiva se puede entender en varios ámbitos que corresponden, respectivamente, a la oligarquía, la democracia y la tiranía. Para esto introduce la distinción entre deseos necesarios e innecesarios.18 Básicamente, los deseos necesarios son aquellos que no se pueden reprimir y que nos benefician, como, por ejemplo, el deseo de alimentarse. Se trata de deseos propios de nuestra naturaleza. Los innecesarios son aquellos de los que uno puede desembarazarse con una buena educación (cf. 558d-559d). De acuerdo con esto, Platón muestra que la diferencia entre el oligarca y el demócrata se encuentra en que el primero, a diferencia del segundo, reprime los deseos innecesarios. Sin embargo, Platón establece que el oligarca reprime estos deseos mediante el miedo y la coerción, siendo este el mecanismo psicológico mediante el cual este individuo se identifica como tal. Precisamente, él es el hijo de un timócrata que ha cometido errores por los cuales ha sido asesinado o desterrado y cuyos bienes han sido confiscados, por consiguiente, este individuo termina su vida en la pobreza. Según Platón, estas circunstancias debilitan el carácter del joven, llenándolo de miedo, por lo cual dedica su vida a la acumulación de dinero: Y al ver esto, y sufrir y perder los bienes, el hijo, pienso, se atemoriza y pronto arroja la cabeza, del trono que hay en su alma, a la ambición y la fogosidad, y, humillado por la pobreza, se vuelve hacia el lucro y, cuidadosamente, ahorrando poco a poco, amontona dinero. ¿No piensas que semejante hombre entronizará su parte codiciosa y amante de las riquezas, haciéndola rey dentro de sí mismo, con tiara, collar y cimitarra ceñida? (553b8-c7)
Pero, como apunta Scott (2000: 21), también se distingue entre placeres innecesarios que son legales y placeres innecesarios que son ilegales. Cf. 571b-d.
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Sin embargo, al igual que en la timocracia y el timócrata, esta unidad que se presenta en la oligarquía y el individuo oligarca es una unidad aparente, aunque en este último caso hay una mayor disensión tanto en el régimen como en el individuo. En la oligarquía, esta disensión se manifiesta como una lucha de clases entre ricos y pobres, lo cual para Platón significa que hay dos regímenes en uno. Pero, asimismo, hay un alto grado de injusticia en todos los niveles, pues son los ricos quienes llevan a cabo las principales actividades en este régimen: el gobierno, la agricultura, el comercio, etc., por lo cual, la mayoría de los ciudadanos, en este caso pobres, no tienen una función dentro de este régimen, siendo simplemente pobres o malhechores y asesinos, a los cuales Platón llama, respectivamente, zánganos sin aguijón y con él. Del mismo modo, el oligarca es dos individuos en uno, pues él contiene dentro de sí los deseos de estas dos clases de zángano, los cuales manifiesta solamente en aquellos momentos en que no se encuentra presionado por el miedo, por ejemplo, cuando este hombre tiene bajo su tutela a alguien que no puede defenderse, como un huérfano, que depende completamente de él. Sin embargo, en público aparenta ser un hombre justo (cf. 554c-d). Hasta ahora, hemos visto cómo el predominio progresivo de la parte apetitiva implica la generación de individuos y regímenes cuyos componentes son cada vez más disfuncionales y, por tanto, en los cuales hay menos unidad; lo cual tiene como consecuencia un mayor predominio de la injusticia. Sin embargo, Platón ha mostrado igualmente que en la timocracia y la oligarquía, aunque la justicia es aparente en un alto grado, hay mecanismos de control que impiden que la injusticia predomine: en el caso de la timocracia y el timócrata, la cólera, que permite controlar la parte apetitiva y buscar la excelencia; y, en la oligarquía y el oligarca, el miedo, que reprime los placeres innecesarios y obliga a satisfacer sólo los necesarios. No obstante, cuando llegamos a la democracia y al demócrata, encontramos que, justamente, lo que caracteriza a este régimen e individuo es que no hacen una distinción entre placeres necesarios e innecesarios y, por tanto, al parecer no tienen ningún mecanismo de control. De acuerdo con esto, Platón considera que en la democracia y el demócrata hay un dominio casi completo de la parte apetitiva del alma. Para mostrar cómo surge la democracia y el demócrata, Platón sigue una estrategia similar a la que ha seguido para explicar el surgimiento de la timocracia
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y la oligarquía. Grosso modo, la democracia surge a partir de dos elementos que encontramos en pugna en la oligarquía: los ricos y los pobres. Básicamente, Platón dice que la necesidad de acumular dinero por parte del oligarca termina por crear una gran cantidad de gente pobre y de arruinar a jóvenes oligarcas, que por su educación y nobleza se convierten en peligrosos para el régimen (Platón los llama zánganos con aguijón) pues conspiran, intentando la revolución: una revolución en la cual los pobres colaboran, al ver la debilidad de los oligarcas, quienes por dedicarse a la acumulación de dinero, son vistos como personas débiles y sin carácter (cf. 557a y ss.). Al ocurrir la revolución, se instala finalmente el gobierno del pueblo, cuyas características centrales son la libertad y la igualdad que, como Platón las describe, conllevan a que no haya un único régimen que conduzca a una única organización social, sino que “cada uno impulsará la organización particular de su modo de vida tal como le guste” (557b). Por esto, irónicamente, Platón sostiene que si uno está buscando una organización política, lo mejor es observar la democracia, donde puede hallar muchos modelos (cf. 557c-d). De acuerdo con esto, entonces, en el régimen democrático ya no encontramos una unidad, lo cual supone que la disfuncionalidad es casi completa y, con ello, también la injusticia. Esto se manifiesta en que quien lleva a cabo las principales funciones del Estado ha sido elegido por sorteo. Pero, uno se puede preguntar, según Platón: ¿qué distingue a la democracia de la anarquía? Y, si consideramos que el demócrata maneja supuestos análogos, ¿cómo se distingue del tirano?, pues en la democracia encontramos, en términos de Platón, el imperio de la injusticia, ya que no hay un bien común, sino que cada uno busca un bien particular. En lo que sigue, intentaré mostrar que precisamente lo que distingue a la democracia y al demócrata de la tiranía y el tirano es que al igual que en el caso del timócrata y el oligarca, en el demócrata encontramos un mecanismo psicológico que, justamente, le otorga el control a esta parte del alma y, por el cual, el demócrata se identifica como tal. De acuerdo con esto, en la democracia y en el demócrata encontramos un bien que ejerce un control. Precisamente, podemos caracterizar este bien como el amor al placer. Para ver esto, me detendré en la descripción que Platón hace del origen del demócrata a partir del oligarca. Según él, el conflicto que se presenta al joven hijo del oligarca es el de satisfacer o bien los placeres necesarios o bien los innecesarios. Se trata de dos influencias en él, por un lado, la influencia de su padre,
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quien lo insta a satisfacer sólo los placeres necesarios y, por otro, la influencia de los zánganos con aguijón, quienes lo impulsan a la satisfacción de los innecesarios (cf. 559d-e). De nuevo, como en el caso del timócrata y el oligarca, Platón muestra que no hay una elección en sentido estricto, sino que el joven se inclina por la alternativa que corresponde con su naturaleza. Sin embargo, para llegar a este momento, Platón evidencia que en el joven influyen los llamados zánganos con aguijón, quienes cambian el significado verdadero que el joven tiene de ciertos conceptos morales en significados falsos. Por ejemplo, al pudor lo denominan idiotez (cf. 560c). Los zánganos pueden influir en el joven de esta manera, impidiendo que alguien pueda convencerlo para que no abandone las creencias de su padre, porque no hay en el joven ni conocimientos ni discursos verdaderos (cf. 560b). Justamente este cambio en los conceptos permite que en el joven demócrata se produzca el tránsito de satisfacer sólo los placeres necesarios a calmar también los innecesarios y perjudiciales (cf. 561a). De acuerdo con esto, podemos ver que para Platón el tránsito de la democracia y el demócrata implica un alejamiento de la razón incluso en el sentido de abandonar las creencias verdaderas que prevalecían en el joven demócrata, por lo cual, resulta imposible convencerlo de que existen otro tipo de placeres (cf. 561b-c). De esta manera, en la democracia y el demócrata, el predominio de la parte apetitiva es casi completo, hasta el punto de que el mecanismo de control que permite tomar todos los placeres por igual se consigue gracias a que el frenesí de la parte apetitiva del joven no es excesivo, o bien a que el frenesí de la parte apetitiva se apacigua con la edad. Por esto, fundamentalmente en la madurez, el demócrata puede solucionar el conflicto que surge del intento de satisfacer los placeres necesarios e innecesarios, ocupándose de satisfacerlos a todos por igual, sin distinguirlos como necesarios e innecesarios y, por ello, considerándolos a todos como semejantes: Después de lo cual, en mi opinión, este hombre tendrá que vivir derrochando dinero, fatigas y tiempo tanto en los placeres necesarios como en los innecesarios. Si fuere lo bastante afortunado para no pasar el límite con sus delirios, sino que, entrando ya en años y habiendo pasado lo más fuerte del tumulto, acepta el retorno de una parte de los exiliados y no se entrega por entero a los invasores, establece entonces entre los placeres una especie de igualdad y pasa su vida adjudicando al
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azar el gobierno de sí mismo al primero que caiga, hasta que, harto de él, se entrega a otros, pero sin menospreciar a ninguno, sino nutriéndolos a todos por igual (561a6-561b6).19
Para Sócrates, esta posición del demócrata se debe fundamentalmente a que él no acepta “la razón verdadera”20 que lo llevaría a distinguir entre placeres buenos y malos y, justamente por ello, supone que todos los placeres son igualmente buenos.21 Sin embargo, aunque el demócrata, como lo muestra Sócrates, no hace la distinción por falta de conocimiento, al asumir esta posición, logra, al igual que el timocrático y el oligarca, un punto medio entre dos posiciones contrapuestas: la del oligarca, que sólo acepta satisfacer los deseos necesarios, y la de los zánganos con aguijón, que solamente satisfacen los innecesarios (cf. 572c-d).22 Este punto medio del demócrata, aunque no es, como es obvio, el punto medio del virtuoso, muestra que para Platón el demócrata tiene un modo de tomar el control para poder satisfacer los placeres innecesarios sin caer en la anarquía.23 A lo largo de esta exposición, he sostenido que el control que encontramos en el timocrático y el oligarca es posible porque los dos están dirigidos a un bien que, aunque aparente —en cuanto es un bien que no logra la unidad de las partes del alma, sino que, por el contrario, genera elementos que la disgregan—, permite establecer alguna distinción entre lo bueno y lo malo, con lo cual es posible distinguir entre los placeres, evitando así que el individuo se deje controlar completamente por la parte apetitiva.24 De acuerdo con esto, como he sugerido a lo Traducción de Gómez Robledo (2000).
19
καὶ λόγον γε, ἦν δ’ ἐγώ, ἀληθῆ οὐ προσδεχόμενος (561b8).
20
[…]ὁμοίας φησὶν ἁπάσας εἶναι καὶ τιμητέας ἐξ ἴσου (561c4).
21
Cf. Adam (1965: 323), en un comentario ad loc., sugiere que este punto medio sería entre la oligarquía y la anarquía.
22
Como lo hacer ver Adam en su comentario al pasaje 572c18, Platón tiene una actitud indulgente con el demócrata, pues lo muestra “casi virtuoso comparado con el tirano” (Adam, 1965: 323).
23
Quizás sea pertinente tomar en cuenta que, si en cada paso del proceso estamos hablando de la solución de un conflicto entre posiciones contrapuestas y, con ello, que la timocracia, la oligarquía y la democracia son un punto medio entre estas posiciones, nos encontramos ante una tesis que apoya una interpretación como la de Irwin (2000: 470-472), para quien el traspaso de un Estado e individuo a otro Estado e individuo no se puede explicar sólo psicológicamente, sino que en él tiene que intervenir la razón. Esta lectura de los libros viii y ix podría apoyarse por la sugerencia que me hizo el estudiante Iván Mahecha en su coponencia, quien plantea la
24
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largo de este trabajo, considero que para Platón la democracia y el demócrata están dirigidos hacia un bien que es el que les da unidad e identidad y que, precisamente, posibilita la constitución de la democracia y el demócrata como el resultado de dos posiciones en conflicto; un producto que sólo en apariencia nos da una solución, pues, justamente crea las condiciones para que se generen a partir de la democracia y el demócrata la tiranía y el tirano, en los cuales encontramos correspondientemente la anarquía y el vicio. No obstante, justamente por estar dirigido a un bien, el demócrata se distingue del tirano y, por ello, a diferencia de éste, no cae en el vicio al quedar completamente dominado por la parte apetitiva. Pues, como lo señala Platón al describir el origen del tirano, en él el amor ya no está dirigido a un bien (572e-573b).25 En este trabajo he supuesto que el amor que constituye a la democracia y al demócrata es el amor al placer, pero no es esto lo que dice exactamente Platón, pues para él, el amor del demócrata es la libertad, que es justamente la que abre el camino para que se genere el tirano y la tiranía a partir del demócrata y la democracia: —¿Y no es a su vez el deseo insaciable de aquello (ἡ ἀπληστία τούτου) que la
democracia define como su bien (ὃ δημοκρατία ὀρίζετα ἀγαθόν) lo que hace sucumbir a ésta? —¿Y qué es lo que dices que define como su bien?
—La libertad; pues en un Estado democrático oirás, seguramente, que es tenida por lo más bello, y que, para quien sea libre por naturaleza, es el único Estado digno de vivir en él (562b-c).
Sin embargo, en el desarrollo de la discusión Platón ha mostrado que esta libertad e igualdad, que son los principios básicos que constituyen a la democracia y
posibilidad de que en este proceso la parte irascible sea la que, aliada con la razón, permita el traspaso, lo cual explica por qué se logra justamente el punto medio y alguna solución del conflicto, aunque ésta sea precaria. Mi posición en este trabajo ha sido muy distinta, pero no tengo los elementos que me permitan en este momento discutir esta interpretación con profundidad. Aristóteles parece estar de acuerdo con esto en la Ética nicomáquea, al sostener que para el vicioso (el que está completamente destruido por el placer y el dolor), no sólo el fin no se le aparece, sino que lo que hace y elige no lo hace y elige con vistas a un fin, justamente porque el vicio destruye el principio de la acción (1140b15-20).
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al individuo democrático, no son otra cosa sino una búsqueda de placer por parte del individuo democrático. Precisamente, para él la libertad consiste en pasar la vida buscando placer, por lo cual a veces se dedica a satisfacer los placeres de bebida, por ejemplo, embriagándose, pero otras veces podemos verlo bebiendo solamente agua, adelgazando y practicando gimnasia. Asimismo, en otro momento lo encontramos consagrado a la filosofía o a la política. Y si después le da envidia de los guerreros, se enrola en la milicia, pero posiblemente lo hallemos después ocupado en el comercio (cf. 561c-d). Y la razón con la cual él justifica esta forma de vida es simplemente que todos los placeres son iguales. De acuerdo con esto, encontramos que para Platón esta libertad e igualdad están sustentadas o se resuelven en un hedonismo que comprende todos los placeres como buenos y, por tanto, comprende el placer como el bien, lo cual nos lleva a suponer que para el demócrata el mal se reduce al dolor y a la imposibilidad del placer.26
Conclusión A partir del esquema que delineé en la primera parte de este trabajo, podemos concluir que en la democracia y el demócrata, el bien que los unifica e identifica es un bien completamente aparente, debido a que el demócrata se encuentra casi completamente alejado de la razón y, con ello, de la idea del bien. Por esto, la distinción entre lo bueno y lo malo se reduce a la distinción entre el placer y el dolor, lo cual conduce al demócrata a aceptar cualquier placer como bueno, esto crea las condiciones que permitirán la generación del tirano y la tiranía. En términos cognitivos, esto significa que hay un alto grado de ignorancia en el demócrata, que podríamos describir diciendo que él se encuentra en el nivel más bajo de la línea, donde los objetos a los que se tiene acceso son sombras y reflejos.27 En un nivel de la realidad donde sólo hay apariencia. Por esta razón, como lo subraya Platón, la mayoría de las creencias que tiene el demócrata son falsas, lo cual le impide hacer la distinción entre los placeres necesarios e innecesarios. Por lo cual podríamos decir que el demócrata estaría confundiendo el placer con el estado intermedio que más adelante distinguirá Platón y que se encuentra entre el placer y el dolor (cf. 584a y ss.).
26
Cf. 509e-510a.
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Éste es un resultado fundamental para Platón, pues no sólo muestra que el tirano y la tiranía no están constituidos por un bien, lo cual explica el estado de anarquía y de insatisfacción, sino que además evidencia que, en sentido estricto, el tirano está en la completa ignorancia.28 Siguiendo este punto, se podría sugerir que el hedonismo del demócrata implica un relativismo del bien que, a mi juicio, resulta en gran medida similar al relativismo que Platón desarrolla en la primera parte del Teeteto (151d-186e). En este diálogo, Platón relaciona dos tesis: una tesis epistemológica, según la cual lo que parece a cada uno es verdadero para él, y una tesis ontológica, según la cual las propiedades de las cosas son relativas, por lo cual no hay nada que sea en sí. Esta teoría permite sostener que lo que es verdadero para mí es verdadero, por lo cual no hay una distinción entre verdad y falsedad. Pienso que, para explicar las bases cognitivas de la libertad e igualdad de la democracia y el demócrata, tendríamos que sostener una teoría análoga, que nos permitiera argumentar que lo que es bueno para mí es bueno, sin que esto constituya, en principio, un conflicto. Asimismo, esta teoría nos permitiría sostener que no hay una distinción entre placeres necesarios e innecesarios y, por tanto, entre placeres buenos y malos.
Bibliografía Adam, J. (1965). The Republic of Plato (2 vols.). Cambridge: Cambridge University Press. Annas, J. (1981). An Introduction to Plato’s Republic. Oxford: Clarendon Press. Annas, J. (1986). Plato, Republic V-VII. En Versey Godfrey (ed.), Philosophers Ancient and Modern. Cambridge: Cambridge University Press. Bywater, I. (1991[1894]). Aristotelis Ethica Nicomachea (21.ª reimpresión). Oxford: Clarendon Press, Oxford. Cooper, M. J. (1997). Plato. Complete Works (edición, introducción y notas). Indianápolis: Cambridge. Fierro, M. A. (2008). La teoría platónica del eros en la República. En Dianoia, LIII(60): 21-52.
Y por ello, como me lo sugirió el profesor Alfonso Flórez, podríamos suponer que el tirano está por fuera de la línea.
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Gómez Robledo, A. (2000 [1971]). Platón. La República (introducción, versión y notas; 2 ª reimpresión). México: Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria. Irwin, T. H. (2000). La Ética de Platón. Ana Isabel Stellino (trad.). México: unam. Ostwald, M. (1962). Aristotle. Nicomachean Ethics. Martin Ostwald (introducción, traducción y notas). Indianápolis: The Bobbs-Merrill Company. Platón (2000). Diálogos. Conrado Eggers Lan (introducción, traducción y notas, vol. iv). Madrid: Gredos. Santas, G. (2001). Goodness and Justice. Plato, Aristotle, and the Moderns. Malden/Oxford: Blackwell Publishers. Scott, D. (2000). Plato’s Critique of the Democratic Character. En Phronesis, XLV(1): 19-37.
El hilo de oro (Leg. 645a): herencias religiosas y pitagóricas en la teoría política de Platón* David Hernández de la Fuente Universidad Nacional de Educación a Distancia (España)
Hay un símil al principio de las Leyes de Platón que ha tenido gran fortuna en la tradición filosófica y literaria: el del hombre como una marioneta que resulta manejada por diversos hilos e impulsos. Uno de entre todos ellos destaca para el extranjero ateniense, el de oro (χρυσήν ἀγογήν 645a), un hilo que proviene de lo divino y ha de ser seguido con preferencia para la buena gobernación del ser humano y de la ciudad. Hoy queremos tomar este pasaje como marco introductorio y a la vez simbólico de una interpretación de la teoría política del último Platón en la que, si las hipótesis que siguen fueran ciertas, el hombre divino (ἀνὴρ θεῖος 642d) que entra en contacto con el otro mundo “como un adivino” (καθάπερ μάντις 634e) cobra una especial relevancia en la legislación de la ciudad ideal. Pero veamos ante todo este pasaje con el célebre símil de la marioneta del dios: θαῦμα μὲν ἕκαστον ἡμῶν ἡγησώμεθα τῶν ζῴων θεῖον, εἴτε ὡς παίγνιον
ἐκείνων εἴτε ὡς σπουδῇ τινι συνεστηκός· οὐ γὰρ δὴ τοῦτό γε γιγνώσκομεν,
τόδε δὲ ἴσμεν, ὅτι ταῦτα τὰ πάθη ἐν ἡμῖν οἷον νεῦρα ἢ σμήρινθοί τινες ἐνοῦσαι σπῶσίν τε ἡμᾶς καὶ ἀλλήλαις ἀνθέλκουσιν ἐναντίαι οὖσαι ἐπ᾿ ἐναντίας
πράξεις, οὗ δὴ διωρισμένη ἀρετὴ καὶ κακία κεῖται. μιᾷ γάρ φησιν ὁ λόγος δεῖν
τῶν ἕλξεων συνεπόμενον ἀεὶ καὶ μηδαμῇ ἀπολειπόμενον ἐκείνης, ἀνθέλκειν τοῖς ἄλλοις νεύροις ἕκαστον, ταύτην δ᾿ εἶναι τὴν τοῦ λογισμοῦ ἀγωγὴν χρυσῆν
καὶ ἱεράν, τῆς πόλεως κοινὸν νόμον ἐπικαλουμένην, ἄλλας δὲ σκληρὰς καὶ
σιδηρᾶς, τὴν δὲ μαλακὴν ἅτε χρυσῆν οὖσαν, τὰς δὲ ἄλλας παντοδαποῖς εἴδεσιν ὁμοίας (Platón, Leyes 644e-645a).
* Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación de referencia hum 2007–62750, financiado por la Subdirección General de Proyectos de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. 59
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[Supongamos que cada uno de nosotros, seres vivos, fuéramos un ingenio de los dioses, ya concebidos como juguete o por algún motivo serio. Pues acerca de eso nada sabemos. Pero sí que sabemos bien lo siguiente, que todas las pasiones en nosotros son como ciertas cuerdas o hilos que tiran de nosotros, unas en contra de otras, con acciones en sentido contrario; a partir de esto se distinguen la virtud y la maldad. Pues, como sigue nuestro razonamiento, hay uno de estos impulsos que siempre conviene seguir y nunca abandonar en absoluto, resistiendo con él la atracción de las otras cuerdas; y este es el hilo de oro y sagrado, el del cálculo, que se invoca como ley común de la ciudad; y mientras que los otros son duros como de hierro y de formas variadas, éste, siendo blando y uniforme como el oro, puede adoptar toda forma y apariencia].1
Esta idea que aparece esbozada en otras ocasiones en Platón (por ejemplo, libro vii 804b y relacionada con Político 309a-c), es un símil que ha sido bien estudiado por los expertos en folclore y narrativa mítica: el tema indoeuropeo de la cuerda o tendón como relación entre el dios y el hombre.2 En las Leyes, el último y más complejo de los diálogos platónicos, Platón parece depender de algunos temas míticos muy presentes desde el comienzo del diálogo, como el del hombre santo que media entre la divinidad y los hombres para la obtención de la ley. El legislador de las Leyes sería así heredero de una larga tradición griega arcaica con precedentes míticos de hombres divinos (Minos, Licurgo, Epiménides o Solón) con una especial relación con la divinidad mediante el mundo de la mántica. Esta figura del hombre santo, como esperamos al menos sugerir, no es ajena al mundo del pitagorismo de la Magna Grecia, conocido por Platón, donde comunidades religiosas y políticas se entremezclaban en influencias cruzadas cuyas implicaciones resultan aún oscuras. También el propio Platón, podría decirse, elabora aquí un proyecto de constitución utópica siguiendo el hilo dorado de la inspiración divina. Sus Leyes proponen crear una comunidad política ideal que traiga de nuevo una edad de oro, de paz y de buen gobierno. Según el conocido mito de la edad de oro, que narra Hesíodo
Las traducciones son versiones libres del autor, al igual que los énfasis agregados que se encontrarán de aquí en adelante, salvo indicación contraria.
Véase ante todo Eliade (1960: 127 y ss.).
1
2
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(Trabajos y días: 106-201), una raza de hombres superiores del pasado vivió sin temor a la muerte, entre abundancia de alimentos y placeres, justicia igualitaria y eterna juventud.3 El llamado mito de las edades —que degeneran desde la superior del oro a la actual de hierro— se relaciona con la propia creación de la humanidad, en tiempos de Crono, quien reinaba sobre este mundo áureo de justicia y perfecta gobernación. Homero aludía a estos tiempos dorados, la edad mítica de convivencia entre hombres y dioses,4 un mito recurrente en varias culturas, de origen oriental,5 que entró en el pensamiento religioso griego en época remota y se afianzó después como tópico literario en diversos géneros, desde la épica a la comedia, con una presencia destacada en la filosofía platónica. La fuerza de este mito, desde su vertiente religiosa y política, reside precisamente en que las razas humanas se suceden en orden en un tiempo circular universal y, que la edad de oro, regida por la ley divina, habrá de volver.6 La idea del fundamento divino del gobierno, según esta hipótesis de trabajo, parece ser el eje central del proyecto legislativo de las Leyes. El origen divino de la ley y del gobierno es un antiguo leitmotiv en diversas culturas orientales que está presente en la Grecia arcaica y se ve ya desde el comienzo del diálogo: Αθ. θεὸς ἤ τις ἀνθρώπων ὑμῖν, ὦ ξένοι, εἴληφε τὴν αἰτίαν τῆς τῶν νόμων
διαθέσεως;
Κλ. θεός, ὦ ξένε, θεός, ὥς γε τὸ δικαιότατον εἰπεῖν· παρὰ μὲν ἡμῖν Ζεύς,
παρὰ δὲ Λακεδαιμονίοις, ὅθεν ὅδε ἐστίν, οἶμαι φάναι τούτους Απόλλωνα (Platón, Leyes 624a). [Extranjero ateniense: ¿fue un dios o un hombre, oh extranjeros, a quien se debe la causa de esta disposición de vuestras leyes? Clinias, el cretense: un dios, extranjero, un dios, para decir lo más justo. Zeus entre nosotros, entre los lacedemonios, como éste, creo que las dictó Apolo].
Para un panorama general de la edad de oro, cf. Baldry (1952) y Bauzá (1993).
4
Cf. Homero, Il. I, 251-272 ,VII 120-160 para las evocaciones de Néstor. Para el origen de esta idea antes de Hesíodo, Griffiths (1958: 91y ss.).
Sólo hay que comparar las versiones de una edad de oro en el Génesis, en la antigua Mesopotamia o en los textos de la antigua India como la Bhagavad-Gita. Neyton (1984) da un panorama muy completo, cita, por ejemplo, el poema sumerio de Enki y Ninhursag (14).
Hesíodo manifiesta su deseo de no vivir en esta edad de hierro, sino de haber “muerto antes o haber nacido más tarde”, lo que sugiere la idea de este eterno retorno.
3
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Hay que reseñar, significativamente, que la primera palabra de la última obra de Platón es θεός (Pangle, 1974: 19),7 un punto de partida del diálogo que nos servirá para presentar este trabajo sobre la filiación religiosa y pitagórica de las Leyes. Pese a la opinión común sobre las Leyes como un diálogo realista y minucioso sobre la ciudad ideal tras las experiencias fallidas de Platón en Sicilia, toda la obra parece inspirada por un hondo sentido hondo sentido religioso. El legislador platónico es capaz, como en los mitos antiguos, de entrar en contacto directo con la divinidad. La legitimación del poder y de la propia ley provienen del dios, como sucedía en la Grecia arcaica (Gernet, 1983: 29) o como muestran algunos ejemplos de la época clásica en Tebas o en Esparta.8 Y, como se verá a continuación, esta figura del hombre sagrado, o en la afortunada expresión de M. Detienne, el maestro de verdad (Detienne, 2008: 27-28), tiene ciertos puntos de contacto con la tradición pitagórica. La búsqueda del Estado ideal aparece desde el comienzo de las Leyes relacionada con ciertas figuras míticas, así como con la puesta en escena dialógica y la escenografía narrativa. El extranjero ateniense y sus dos interlocutores emprenden el camino y la conversación con el ejemplo de los legisladores divinos. En el contexto simbólico de una peregrinación hacia la gruta de Zeus, la disertación sobre el origen de la ley y las mejores leyes comienza con el juicio crítico a la legislación divina de Creta y Esparta, como punto de partida de las nuevas leyes de la ciudad de Magnesia. Como es bien sabido, los protagonistas de este diálogo tan poco dialéctico, el único en el que no aparece Sócrates, son el anónimo forastero ateniense, Clinias de Cnosos y Megilo de Esparta. Estos tres ancianos peregrinos están narratológicamente marcados: dos son representantes de las ciudades con constituciones aristocráticas (Creta y Esparta) y uno de la ciudad supuestamente más humana de todas, Atenas, y su malograda democracia. La puesta en escena —la gruta, el peregrinaje, la conversación a medio día, la preponderancia del misterioso ateniense, acaso un trasunto del propio Platón—9 crea una atmósfera de revelación divina en el entorno de ambos dorios, el cretense y el espartano.10
Cf. también Schöpsdau (1994: 153) y Lisi (1999: 28).
Para el uso de oráculos en la política, cf. por ejemplo, Pausanias IX 26, 3 y Heródoto VI 57.
7 8
Cf. Lisi (1999: 27-28), para la puesta en escena del diálogo y su localización al mediodía.
9
En el comienzo del diálogo al menos parece más una revelación divina que una inspiración divina, pace, Welton (1997).
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Tres figuras míticas, el rey Minos de Cnosos, el legislador Licurgo de Esparta y el adivino Epiménides sirven como precursores y modelos del legislador y gobernante en el comienzo del libro primero de las Leyes. Los dos primeros se relacionan con las dos ciudades aristocráticas que reciben las leyes de los dioses. En la legendaria legislación divina que para Creta proviene de Zeus y para Esparta de Apolo, estos dos personajes desempeñan un importante papel, con ciertas ambivalencias que hay que notar. Ambas constituciones no han sido elegidas al azar por Platón. Son las más conocidas del mundo griego y casi todas las investigaciones sobre la ley en la literatura antigua hacen uso de ellas como modelos (Brisson & Pradeau, 2006: 334), incluso en el propio Platón, pese a sus distancias críticas. Aunque al principio de las Leyes puede haber dudas al respecto —por ejemplo, cuando el extranjero ateniense critica el exceso de militarismo dorio— no parece que el juicio al que se someten las constituciones divinas de Esparta y Creta deje al final un balance negativo en el diálogo. Hay otros ejemplos en la obra de Platón en los que se alaba la particular filosofía de espartanos y cretenses (Protágoras, 342a y ss.) junto a su sistema educativo, o, especialmente, se pondera positivamente la tradición de sus gobiernos aristocráticos (Rep. VIII 544).11 En las Leyes, en fin, el comienzo y el desarrollo de los modelos de ciudad y ley derivados de lo divino (Creta, Esparta y, más allá, también Egipto) resultarán fundamentales para comprender este último proyecto platónico. La primera figura mítica, el rey y legislador Minos, hijo de Zeus que aparece tratada con detalle en Leyes 624b, desde Homero representa (Od. 19,178) el modelo de mediador mágico con la divinidad (Schöpsdau ,1994: 154). Su proverbial encuentro con su padre Zeus cada nueve años en la gruta es un arquetipo muy presente en el folclore, que para la tradición semítica representa Moisés o Numa Pompilio y sus encuentros con la Ninfa Egeria en Roma.12 Hay una explicación de la referencia homérica y de esta figura mítica en el diálogo pseudoplatónico Minos (319d-e), de datación contemporánea,13 que representa un testimonio
Cf. también Heródoto I 65.
11
Cf. Plutarco, Numa 6 y Cicerón, Leg 1.4.13.
12
Su composición data de antes del 350 a. C., es decir, cercana a la de fecha de las Leyes. Sobre el interés del diálogo, cf. Morrow (1960: 35 y ss.): “the similarity between its interpretation of Homer’s lines and that found at the opening of the Laws suggests that it was already in existence when Platon wrote [scil. the Laws]”.
13
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histórico-cultural valioso para la comparación con el principio de las Leyes. En este diálogo el autor toma la figura de Minos como modelo del legislador sacro. Minos, como cuenta Homero en la Odisea, pasa un tiempo en la gruta de Ida, consagrada a su padre Zeus desde tiempo inmemorial. Allí recibe de él las leyes sagradas14 en una comunicación divina que bien parece una incubatio o revelación profética a través del sueño. El Pseudo-Platón glosa en 319d-e el pasaje homérico mencionado con una elección de vocabulario nada casual: en Homero, Minos mantiene conversaciones familiares con Zeus (ὀαρίζειν)15 pero en el Minos aparece, sin embargo, el verbo συνουσιάζειν, que también alude a una relación de convivencia, pero con otros matices. De hecho, lo usa para la relación entre Minos y su padre en Leyes 624b (τὴν τοῦ πατρὸς ἑκάστοτε συνουσίαν). Merece la pena detenerse por un momento en la idea de συνουσιάζειν y en su sustantivo, συνουσία, que evocan gran variedad de sugerencias en un plano conceptual. Συνουσία puede significar en principio una multiplicidad de relaciones sociales: desde la conversación familiar, la enseñanza académica a la reunión simposíaca, la comunión divina o incluso el intercambio sexual. Por un lado, puede aludir al simposio dionisíaco y musical (Leyes 672a, Simp.173a). Pero, por otro, no olvidemos que, no por casualidad, denota también la enseñanza filosófica o más concretamente significa el hecho de frecuentar a un sabio o asistir a clase de un filósofo como Sócrates (Jenofonte, Mem.1.2.60, 1.6.11, 1.2.13; Platón Pol. 285c, Prot. 318a.). De hecho, la única mención de Pitágoras por su nombre en toda la obra de Platón habla de la συνουσία de aquellos hombres que se reunían en torno al sabio de Samos, en el libro x de la República 600a-b. A nuestro juicio cabe comparar aquí su uso, por último, con otros pasajes de communio mystica en Platón, como Fedón 83e, donde se habla de la comunión con lo divino, lo puro y absoluto (τῆς τοῦ θειοῦ τε καὶ καθαροῦ καὶ μονοειδοῦς συνουσίας). La segunda figura del legislador sagrado al comienzo de las Leyes es el espartano Licurgo, al que se menciona por primera vez en 630d, tras algunas alusiones. Según la tradición, Esparta había recibido también sus leyes de un dios, Apolo,
Estrabo 10, 4, 8 y 16, 2, 38 refiere la antigua tradición de los encuentros proféticos de Zeus y Minos en la gruta: Morrow (1960: 27 y ss.).
14
Cf. Himno homérico a Hermes 170 (μετ᾿ ἀθανατοῖς ὀαρίζειν), para la comunicación con los muertos.
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gracias a Licurgo y mediante un oráculo de Delfos (Leyes 632d: τοῦ Πυθίου Απόλλωνος), que habría honrado a esta ciudad con esta ley sagrada. Hay numerosos testimonios históricos sobre el dios de Delfos como legislador, especialmente era capaz de otorgar constituciones, leyes y decretos de la política cotidiana.16 Según Heródoto, los espartanos habían sido antes de estas leyes los peor legislados de entre los griegos (κακονομώτατοι ἦσαν σχεδὸν πάντων Ἑλλήνων), a lo que parece responder este diálogo pseudoplatónico. Esta situación se mantuvo hasta que Licurgo marchó a Delfos para consultar el oráculo (ἐς Δελφοὺς ἐπὶ τὸ χρηστήριον) donde recibió de la Pitia las leyes de Apolo.17 Diodoro confirma esta versión más antigua del mito18 que atribuye al oráculo la constitución divina de Esparta: la famosa Rhetra, un sistema legal divino que volvía a traer a la tierra la edad de oro de los tiempos de Crono.19 La relación de primacía en las leyes —quién tuvo las primeras, las más antiguas, las mejores— entre las diversas ciudades griegas es fundamental, especialmente en el pulso entre Creta y Esparta. En la opinión de muchos griegos las leyes de Licurgo eran las más antiguas de toda Grecia, como se desprende de nuevo del Minos (320b-c). Había otras opiniones en cuanto a los legisladores pitagóricos de la Magna Grecia, como se verá, pero la opinión común concedía preeminencia a los dorios de la metrópolis. En el Minos, el Pseudo-Platón afirma la primacía de las leyes cretenses en cuanto a antigüedad. Así también Heródoto, en otro pasaje, transmite una segunda versión acerca del origen de estas leyes de Esparta, según la cual Licurgo las habría traído de Creta.20 Jenofonte y Plutarco presentan una combinación de las dos variantes: las leyes de Licurgo provienen de Creta y fueron más tarde sancionadas en Delfos.21 Esta doble tradición tiene importancia en comparación con Platón: por un lado, las leyes espartanas vienen de Delfos, pero, por otro, se pone de manifiesto la preeminencia de los cretenses,
Cf. Nilsson (1949, 640 y ss.) y Guthrie (1950, 184 y ss.).
16
Heródoto I, 65, 2.
17
Diodoro VII, 12.
18
Plutarco, Lic. 6 1ss. Cf. Morrow (1960: 33).
19
Heródoto I, 65, 2.
20
Jenofonte, Const. de Esparta 1, 2; 7,5. Plutarco, Lic., 4-5. Cf. Morrow (1960: 33).
21
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cuyas leyes copian los espartanos.22 No en vano, el origen mítico de la adivinación estaba también relacionado con Creta,23 por lo que no parece casual que coincida aquí con el origen de la mejor legislación divina. De todas maneras, aún habrá un modelo superior y más antiguo en lo que a la ley divina se refiere: Egipto. El recurso platónico a esta prestigiosa cultura —como se ve en pasajes tan conocidos como el mito de Theuth en el Fedro 274c ss.— es una constante y puede darse por seguro que era un tema presente en las discusiones sobre la mejor forma de gobierno:24 en las Leyes se alaba la inmutable legislación egipcia en materia de arte (656d-657b: κατ᾿ Αἴγυπτον). En ese sentido cabe recordar el Busiris de Isócrates donde este rey mítico de Egipto, normalmente motejado de asesino en la tradición literaria, aparece elogiado paradójicamente en este encomio retórico como hombre divino y legislador mítico, cuyas leyes fueron (mal) imitadas por los espartanos como origen de su Rhetra (17: Λακεδαιμονίους μέρος τι τῶν ἐκεῖθεν μιμουμένους ἄριστα διοικεῖν τὴν αὑτῶν πόλιν). La antigüedad de las leyes y doctrinas egipcias es tal que también afirma Busiris, en un conocido pasaje, que el primer griego en aprenderlas fue ni más ni menos que Pitágoras (Bus. 28), como más adelante se comentará. A este respecto, una tercera figura se vislumbra junto a Minos y Licurgo en el diálogo, invocada como hombre divino de categoría pareja a Empédocles y al propio Pitágoras, pero en versión cretense. Se trata de Epiménides (Leyes 642d-643a), un mago, profeta y hombre santo (ἀνὴρ θεῖος) que habría viajado a Atenas siguiendo un oráculo (κατὰ τὴν τοῦ θεοῦ μαντείαν) y que también había pasado largo tiempo en la cueva de Ida en contacto profético con la divinidad.25 Según la tradición, Epiménides fue llamado a Atenas como purificador mántico,26 donde contribuyó además a las reformas constitucionales de Solón.27 Por ello, sostengo que el par Epiménides-Solón (símbolo según Clinias de la
Así en las Leyes, en Minos 318 d; 320 b y en la Política de Aristóteles 1271 b 20 y ss.
22
Himno Homérico a Apolo Pítico 388-439.
23
Véase, no en vano, el discurso Busiris de Isócrates en el plano retórico, con una conocida referencia a Pitágoras como el primer griego en aprender la doctrina religiosa de los egipcios.
24
Según Diógenes Laercio I, 114 ss., Epiménides durmió en la cueva cincuenta y siete años.
25
Diógenes Laercio I, 110.
26
Plutarco, Solón 12.
27
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amistad creto-ateniense) representa a Atenas y a su legislación en este tríptico mítico-político del comienzo de las Leyes. En suma, Platón emprende así su gran diálogo legislativo entre los tres ancianos de Creta, Esparta y Atenas con la mención no casual de estos tres mediadores mánticos —Minos, Licurgo y Epiménides— que simbolizan una sabiduría profética que ha de inspirar todo el sistema legal de la polis de Magnesia. El legislador estará en contacto con la divinidad, como los viejos θειοὶ ἄνδρες del mito y de la política arcaica. Su función mántica se convierte así no sólo en fuente del derecho, sino también en instancia de resolución de conflictos e instrumento de control social y legitimación política, como sucedió también, en parte, en época histórica. De hecho, Platón atribuye al oráculo gran importancia en la organización de su última ciudad ideal como consecuencia lógica de comenzar la indagación sobre la mejor ley con la figura del mediador entre hombres y dioses por medio de la comunicación mántica. En las Leyes se concede a la mántica y a la mediación con lo divino una relevancia objetiva en lo que se refiere al establecimiento de las ciudades, ya sean de nueva fundación o refundaciones (Leyes 738b-c), y en la dotación de magistraturas (759). El fundador u οἰκιστής se empareja con el νομοθέτης, en cuanto portavoz de la comunidad política, en momentos de especial importancia. Ambos son θεῖοι ἄνδρες, en cierto sentido, y a ambos corresponde una cierta inspiración profética, semejante a la de los sacerdotes mánticos, que les permita obtener ese especial vínculo con la divinidad. Seguidamente, en todo lo que obra que la comunidad tienda hacia la virtud y, sobre todo, en la educación de los ciudadanos, el saber divino será fundamental. Así se ve, por ejemplo, en el libro vii de las Leyes, cuando al tratar los principios generales de la παιδεία filosófica se alude al equilibrado saber oracular, concretamente, de las disposiciones para las danzas y cantos musicales que formarán a la juventud. Este libro tiene relación directa con la discusión en los dos primeros libros de las Leyes acerca de la búsqueda de la virtud, al hablar del término medio entre placeres y dolores, y cómo lograr la ἀρετή en los ciudadanos (792 c-d). Con ello, Platón retoma la discusión sobre la importancia de la guía divina y demónica para forjar la educación del placer, en plena teoría de los coros, que ocupa medio libro i y parte del ii. No es extraño que se evoque al dios de Delfos al hablar del concepto del justo medio:
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[...] la vida correcta no debe perseguir los placeres en absoluto, ni tampoco huir así de los dolores, sino que hay que aceptar alegremente el justo medio (ἀλλ᾿ αὐτὸ ἀσπάζεσθαι τὸ μέσον), lo que hace poco nombré como apacibilidad, una
disposición que según cierta profecía del oráculo (κατά τινα μαντείας φήμην), todos atribuimos acertadamente a la divinidad.
La ética ciudadana depende también de la mediación divina. Se diría que, tras la mención de los hombres divinos que estatuyen las leyes, se quiere dejar una vía abierta para el contacto directo de las instituciones ciudadanas con los dioses a través de este tipo de figuras. El hilo de oro, decía el extranjero ateniense en uno de sus símiles más inspirados (645a), debe llevar a los hombres a la virtud y es de origen sagrado y áureo. Hay un tipo de hombre, el filósofo-legislador y guardián de la ciudad, que está regido por ese hilo y esa inspiración divina, y cuya labor es en cierto modo oracular. Sin embargo, pocas veces una comunidad política tiene la ocasión de contar con uno de estos gobernantes y legisladores divinos: ὅταν εἰς ταὐτὸν τῷ φρονεῖν τε καὶ σωφρονεῖν ἡ μεγίστη δύναμις ἐν
ἀνθρώπῳ συμπέσῃ, τότε πολιτείας τῆς ἀρίστης καὶ νόμων τῶν τοιούτων
φύεται γένεσις, ἄλλως δὲ οὐ μή ποτε γένηται. ταῦτα μὲν οὖν καθαπερεὶ μῦθός τις λεχθεὶς κεχρησμῳδήσθω, καὶ ἐπιδεδείχθω τῇ μὲν χαλεπὸν ὂν τὸ πόλιν
εὔνομον γίγνεσθαι, τῇ δ᾿, εἴπερ γένοιτο ὅ λέγομεν, πάντων τάχιστόν τε καὶ ῥᾷστον μακρῷ (Platón, Leyes 712a).
[Cuando en un ser humano sucede que el poder más alto coincide con la inteligencia y la prudencia, entonces se produce por naturaleza el nacimiento de la mejor forma de gobierno y de las leyes correspondientes. De otra manera, esto no ocurre nunca. Pero hagamos como si un oráculo nos hubiera relatado un mito que demostrara que es difícil, por un lado, que una ciudad llegue a adquirir un buen orden político y legal, pero que, por otra parte, si en verdad se llegara a dar esto de lo que hablamos, sería así lo más fácil y sencillo con mucho].
Por ello son necesarias las leyes, porque se ha perdido la presencia primigenia del hombre divino, el legislador mítico como héroe protector y demon tutelar de la comunidad política: la mejor ciudad es la pasada y áurea, la gobernada por la
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ley sacra a través de este tipo de personaje. En efecto, la situación ideal será contar con aquel hombre en quien coinciden “el poder más alto” y la sabiduría filosófica, en una alusión a este tipo de gobernante en contacto con lo divino. Sólo entonces se daría la mejor ciudad.28 No podemos sino evocar aquí, después de estas reflexiones sobre legisladores míticos como Minos o Licurgo, y sabios mánticos como Epiménides, la legendaria figura de Pitágoras en el trasfondo. El sabio de Samos, a medio camino entre hombres y dioses, también tiene un destacado papel político en su propósito de acercar la sociedad actual a los paradigmas de mejores tiempos (Kahn, 2001: 5-7).29 Tal parece ser la aspiración del gobernante platónico sobre todo en las Leyes, pero también en otros diálogos precursores de esta última obra. Así se ve, por ejemplo, en el mito del Político: durante una etapa de la historia cósmica, el universo gira dirigido por los cálculos de la sapiente divinidad. Entonces, los hombres viven felizmente despreocupados de la política en una especie de edad áurea. Pero durante la segunda revolución, el mundo gira retirado de la mano del dios y los hombres deben ocuparse práctica y filosóficamente de la política (269e-270d). En el caso de las Leyes, como es evidente que el gobierno divino no resulta casi nunca posible —piénsese en tantos desengaños vitales del propio Platón y en la situación de las Leyes después de la República con la transición del Político—, hasta que pueda suceder en un futuro, habrá herramientas prácticas para gobernarse de manera conveniente. La segunda mejor ciudad, la de la “segunda navegación”, sería gobernada por las leyes en ausencia de los mediadores proféticos entre el dios y la comunidad política. No obstante, la voz de lo divino sigue siendo escuchada a través de la mántica en la ciudad de las Leyes. De ahí el reclamo al origen sobrenatural de la ley. De entrada se diría que el propio relato del diálogo es abordado “como si un oráculo nos lo hubiera relatado”, como una revelación del dios a través de un hombre santo, el filósofo, en este caso representado por el extranjero ateniense, que pronuncia estas palabras. Largas exposiciones del extranjero aparecen como una retahíla de
Sobre si ese momento ha de llegar o no se puede discutir mucho: el pasaje es uno de los más arduos para la interpretación moderna. Cf. en general Laks (2001) y Lisi (2004b).
28
Cf. también Minar (1942: 7-14).
29
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instrucciones divinas. La inspiración del legislador corre pareja con la del profeta o la del poeta, como ya ocurre en otros diálogos platónicos. Así, en una figura semejante a las ya mencionadas de Minos, Licurgo o Epiménides, el νομοθέτης platónico resulta un intermediario excepcional para dotar a la comunidad humana de leyes, un hombre a su vez inteligente y prudente que goza de acceso al “poder más alto”, al del dios a través del oráculo, y por ello es capaz de darle a la ciudad las leyes perfectas. Tal es la misión del anciano ateniense y, por qué no, del propio Platón en las Leyes. De ahí el recurso a los hombres divinos del mito como justificación de la mejor ley. Hay otro símil que, de hecho, podría constituir una prueba fehaciente de la relevancia de la figura del gobernante-adivino en las Leyes: la propia consideración de la figura del extranjero ateniense, que expone con detalle y profusamente la legislación de Magnesia, como adivino. El ateniense, obvio trasunto del propio Platón, es interpelado en 634e como μάντις, tras establecer ciertos privilegios de los magistrados de edad avanzada: ὀρθότατά γε, ὦ ξένε, λέγεις, καὶ καθάπερ μάντις, ἀπὼν τῆς τότε διανοίας
τοῦ τιθέντος αὐτα, νῦν ἐπιεικῶς μοι δοκεῖς ἐστοχάσθαι καὶ σφόδρα ἀληθῆ λέγειν.
[Muy bien hablas, oh extranjero, como si fueras un adivino, y aunque estás lejos de la intención del que estableció estas disposiciones, me parece que has lo señalado ahora como conviene y que dices toda la verdad].
Se trata, sin duda, de una figura equiparable a uno de esos “maestros de verdad”, o maîtres de verité según la citada expresión de M. Detienne, que proliferaron en la época arcaica en Grecia, especialmente, en la Magna Grecia. También en el Político, el gobernante ideal parece transitar desde las fallidas definiciones de pastor y tejedor a otra definición implícita en algunas expresiones y actitudes del extranjero de Elea. El discurso mítico es clave en ese sentido para entender lo que se plantea, pues es difícil a lo largo de la conversación definir algo que es percibido desde un nivel de conocimiento inexplicable,30 como un sueño, pero que al despertar se ignora (277d: κινδυνεύει γὰρ ἡμῶν ἕκαστος οἷον ὄναρ εἰδὼς ἅπαντα πάντ᾿ αὖ πάλιν ὥσπερ ὕπαρ ἀγνοεῖν). Cf. Hernández de la Fuente (2009a: 57) para el nivel de alusión del oráculo en Platón.
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La política, como arte más divino que regio, queda así reservada a la esfera de este tipo de conocimiento, propio del pensamiento mítico, como es el que proporcionan el sueño y la visión. El extranjero de Elea en este otro diálogo parece que va a desvelar finalmente la naturaleza y el ser del político cuando lo compara con el sacerdote profético (290b-d: οἵ τε περὶ μαντικὴν ἔχοντές / τὸ τῶν ἱερέων αὖ γένος / τὸ γὰρ δὲ τῶν ἱερέων σχῆμα καὶ τὸ τών μάντεων), aludiendo al antiguo Egipto y comparándolo con Grecia; a continuación, afirma que estamos en el buen camino para comprender (ἤδη τοίνυν μοι δοκοῦμεν οἷόν γέ τινος ἴχνους ἐφ᾿ ὃ πορευόμεθα προσάπτεσθαι). La imagen de Egipto como lugar al que se remonta el origen, más allá del mundo dorio, de esta figura sacra, nos llama de nuevo la atención. La consideración de este hombre, gobernante y legislador ideal en su medida áurea, lo acerca a la concepción del sabio político y religioso del mundo pitagórico.31 El legislador de las Leyes aparece, según lo visto hasta ahora, caracterizado como un θειὸς ἀνήρ que sigue los impulsos de la inspiración divina de una forma que trae inmediatamente a la memoria el contexto de las ideas religiosas órficas y pitagóricas en la Grecia metropolitana y, sobre todo, en la Magna Grecia. Según la tradición, el legendario Pitágoras se erige como uno de esos mediadores, en lo político como en lo filosófico, con el saber divino. No es ahora necesario hacer memoria de las muchas leyendas sobre su biografía fabulosa, pero en las que refieren a su etapa de formación no faltan las atribuciones a poderes proféticos y encuentros con lo divino.32 En coincidencia con Minos o Epiménides, Pitágoras también habría tenido una experiencia profética-iniciática en la cueva de Zeus en el Ida, con una purificación y una estancia de tres veces nueve días.33 En la vertiente política, Pitágoras habría emigrado desde su isla de Samos, c. 530 a. C., tal vez huyendo de la tiranía de Polícrates, para recalar en la Magna Grecia, en concreto en la ciudad de Crotona.34 Por aquel entonces, la ciudad de Crotona estaba derrotada e inmersa en una crisis política de primera magnitud. Tal y como aparece retratado, por ejemplo, en Kingsley (2005).
31
Cf. Riedweg (2005: 1-12).
32
Porfirio, Vida de Pitágoras 17. Tal vez para recibir, como Minos, la ley divina.
33
Dicearco F 33 W, Justino XX 4. Para la política pitagórica en la Magna Grecia cf. Minar (1942) y para la interpretación de estos fragmentos y los citados en las notas 34 y 35, véase el trabajo de Von Fritz (1940).
34
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Seguramente, Crotona recibió a Pitágoras, posiblemente por indicación de un oráculo (como se ve en el caso anteriormente citado de Epiménides y Atenas), en un momento en que precisaba de la guía de uno de estos adivinos viajeros del mito. Pitágoras fue consagrado como famoso legislador según los fragmentos de los aristotélicos Dicearco de Mesina y Aristóxeno de Tarento. Para Dicearco, Pitágoras era ante todo un guía político y moral.35 Para Aristóxeno, en cambio, era un mítico educador político de todo el mundo antiguo.36 Su figura creció desde la Nueva Academia en adelante, también en lo político: el sabio llega de Samos a Crotona y legisla para la ciudad tras una katábasis al mundo de los muertos.37 Históricamente, hay que dar por cierto que su grupo encabezó las reformas políticas y legales de Crotona y su área de influencia, y consiguió finalmente su recuperación, reflejada, por ejemplo, en la victoria sobre Síbaris en el 509 a. C.38 En esa zona, el legendario Pitágoras habría establecido su celebrada secta, que floreció durante ciento cincuenta años. Desde luego, dominó la escena política de Crotona y otras ciudades de la Magna Grecia como fuerte grupo de influencia hasta su caída en desgracia en torno al 450 a. C., en una revuelta que habría acabado con la vida de los principales cabecillas del movimiento pitagórico, como refiere Polibio en un conocido pasaje.39 La figura del legislador pitagórico, que lleva a la ciudad a la eunomía, aparece enlazada con el mundo cretense y, más allá, con el egipcio, como se veía al hablar de Minos, Licurgo y Epiménides. En el ámbito de la Magna Grecia hay que mencionar igualmente a un puñado de hombres divinos, legisladores sagrados entre el mito y una historia de cronología bastante incierta, pero que suelen relacionarse con el mundo pitagórico. Zaleuco es uno de ellos, figura como precursor de legisladores y, a veces, como alumno de Pitágoras y compañero en sus viajes de aprendizaje a Egipto. Según la Política de Aristóteles,40 Zaleuco fue el legislador mítico que dio las leyes a los Locrios Epicefirios. Este pueblo era muy reconocido Por ejemplo, Porfirio, Vida de Pitágoras 18-19. Cf. Burkert (1972: 116) para un recuento de las fuentes.
35
Aristoxeno 17 W. Cf. Kahn (2001: 69-71).
36
Hermipo F 20.
37
Para la política pitagórica, cf. los trabajos de Minar (1942) y Von Fritz (1940).
38
Polibio II 39 1-2.
39
Aristóteles Pol. II 21, 1274a 22s.
40
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en la Antigüedad como uno de los que tenían mejor legislación, como acredita la conversación del comienzo del Timeo (20a y ss.), donde se alude a la eunomía de esta ciudad. Pero hay otras figuras de este mundo de la legislación pitagórica, como Carondas de Catania, que habría legislado para su ciudad y para otras del ámbito de la Magna Grecia. Tanto de Zaleuco como de Carondas se conservan prefacios y fragmentos de leyes de inspiración divina, seguramente apócrifos tardíos compilados en el abigarrado mundo neopitagórico.41 Otro nombre que refiere Aristóteles como precursor de legisladores es Onomácrito que nació también en Locris Epicefiria, pero “aprendió en Creta” junto a un maestro llamado Tales. En las leyendas sobre la vida de Licurgo, que transmite el biógrafo Plutarco de Queronea, se afirma que viajó a Creta para estudiar la forma de gobierno de la isla y traer de vuelta a su Esparta natal sus leyes divinas. Licurgo las aprende también de este Tales, un poeta en apariencia pero cuyas obras funcionaban como leyes perfectas para los cretenses. Por último, se menciona una visita de Licurgo a Egipto, siguiendo el patrón del viaje pitagórico de aprendizaje, donde habría aprendido la característica separación entre guerreros y trabajadores que se aplicaba en Esparta, después de lo cual habría visitado finalmente Delfos para recabar del mismo dios las leyes espartanas.42 En el Busiris de Isócrates, de nuevo, se menciona a Pitágoras como el primero de los griegos que aprendió y supo transmitir la sabiduría religiosa de los egipcios, que es un pilar fundamental de las perfectas leyes que instituyera el mítico Busiris, hombre santo y rey legislador de Egipto: ὅς ἀφικόμενος εἰς Αἴγυπτον καὶ μαθητὴς ἐκείνων γενόμενος τήν τ᾿ ἄλλην
φιλοσοφίαν πρῶτος εἰς τοὺς Ἕλληνας ἐκόμισε, καὶ τὰ περὶ τὰς θυσίας καὶ τὰς
ἁγιστείας τὰς ἐν τοῖς ἱεροῖς ἐπιφανέστερον τῶν ἄλλων ἐσπούδασεν, ἡγούμενος,
εἰ καὶ μηδὲν αὐτῷ διὰ ταῦτα πλέον γίγνοιτο παρὰ τῶν θεῶν, ἀλλ᾿ οὖν παρά γε τοῖς ἀνθρώποις ἐκ τούτων μαλιστ᾿ εὐδοκιμήσειν (Isócrates, Busiris 28).
[Éste (Pitágoras), después de llegar a Egipto y hacerse discípulo de aquellos hombres, fue el primero que llevó a los griegos una filosofía diferente y se aplicó Se conservan prefacios y fragmentos de ambos legisladores gracias a Estobeo, Florilegium, xliv 20 21 (Zaleuco) y IV 2 24 (Carondas), pero se trata a todas luces de falsificaciones tardías.
41
Plutarco, Licurgo, 4-5.
42
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con más brillantez que los demás en lo que se refiere a los sacrificios y ritos en los santuarios pensando que si por esto no obtenía más de los dioses, al menos gozaría con esto de la mayor reputación entre los hombres].43
Si regresamos a la idea del hilo de oro, en fin, la figura del sabio de Samos aparece evocada en el trasfondo de estos legisladores míticos con los que comienzan las Leyes. Una lectura como la que se propone emprender a partir de estas reflexiones debería analizar detalladamente estas herencias religiosas y pitagóricas no sólo en el propio planteamiento del diálogo, sino también en los aspectos relacionados con lo divino de la legislación propuesta por Platón. El dios mueve a la marioneta humana elegida con un sistema de cuerdas especiales, que deben inspirar todas las leyes de la comunidad política y que, en cierto modo, han de traer el gobierno divino de nuevo al mundo, el más parecido posible al que existía en la edad de oro regida por Crono. Recordando el pasaje con el que empezaban estas reflexiones (644e-645a), vemos que “el hilo de oro y sagrado” (ἀγωγὴν χρυσῆν καὶ ἱεράν), uniforme, flexible y maleable, el que viene de la divinidad, debe ser la “ley común de la ciudad” (τῆς πόλεως κοινὸν νόμον), frente a los otros, que “son duros y como de hierro” (ἄλλας δὲ σκληρὰς καὶ σιδερᾶς). Con ello se retoma el viejo leitmotiv de la edad de oro, del pasado gobierno divino, frente a la de hierro, actual y del gobierno humano, recuperando el ya conocido mito de las edades.44 El extranjero ateniense continúa su razonamiento en este sentido. δεῖν δὲ τῇ καλλίστῃ ἀγωγῇ τῇ τοῦ νόμου ἀεὶ συλλαμβάνειν· ἅτε γὰρ τοῦ
λογισμοῦ καλοῦ μὲν ὄντος, πρᾴου δὲ καὶ οὐ βιαίου, δεῖσθαι ὑπηρετῶν αὐτοῦ
τὴν ἀγωγήν, ὅπως ἂν ἐν ἡμῖν τὸ χρυσοῦν γένος νικᾷ τὰ ἄλλα γένη (Platón, Leyes 645 a-b) . [Conviene cooperar siempre con ese impulso hermosísimo de la ley; pues así como el cálculo es hermoso, dulce y no violento, su cuerda precisa de servidores de su impulso de forma que la raza de oro que hay en nosotros prevalezca sobre las otras razas]. Trad. Guzmán Hermida (1979).
43
Hesíodo, Trab. y días, 109-201.
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Como puede verse, el equilibrio áureo se localiza en el λογισμός, el hermoso cálculo45 o razonamiento, relacionado con la intelección (Rep. VII 524b) y, por supuesto, también de claros ecos pitagóricos. Recordemos que en uno de los fragmentos más citados de Arquitas de Tarento46 se cita este cálculo racional como base político-matemática para un Estado equilibrado: Cuando se descubre el cálculo (λογισμός) hace cesar la discordia y aumenta la concordia. Pues cuando éste está presente nadie quiere más que su lote y reina la equidad (ἰσότης). A través del cálculo somos capaces de llegar a acuerdos en nuestros tratos con los demás. Así, el pobre recibe del poderoso y el rico da al necesitado, pues ambos confían que es justo en función de aquél.
Este concepto de λογισμός, de honda raigambre pitagórica que aquí se refleja en las Leyes, insiste en su papel sociopolítico, en la idea de que una base matemático-racional es la mejor guía y contrato social para el Estado (Kahn, 2001: 47). Es característico del kosmos pitagórico pensar que la ley matemática es divina y refleja la armonía del mundo47, por lo que no es extraño en un personaje como Arquitas —político, matemático, filósofo, pero también heredero de la tradición religiosa del pitagorismo— asociar este cálculo áureo, tan necesario para la legislación, al hilo de oro contrapuesto al hierro o al bronce como en el mito. El profetizado retorno de la edad de oro, gracias al cálculo de la buena ley, puede ser la clave interpretativa de este pasaje. Platón alude al mito de la edad de oro varias veces con distancias críticas y siguiendo una evolución pareja a su propio pensamiento, desde la República a las Leyes. La tripartición mítica de las edades —oro, plata, bronce— desempeña un papel fundamental en el pensamiento del filósofo, si atendemos a las teorías sobre el alma o sobre el Estado.48 La preeminencia del metal divino, el oro, siempre alude
Según la adecuada traducción e interpretación de esta palabra en Brisson y Pradeau (2006: 346), n.110.
45
Arquitas fr. B3, cf. Huffman (2005).
46
Acaso reflejada en el Gorgias 508a.
47
Sobre la edad de oro como utopía, cf. Hernández de la Fuente (2009b). Para los tipos de gobierno y de alma, República 414a-415d, 544a-b, etc.
48
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a la época de gobierno perfecto y feliz, y el gobernante-legislador de la República debe saber combinar estos metales y “aquilatar las razas hesiodeas” (547a-b).49 En último lugar, queremos detenernos en este tema por su gran importancia para formular un nuevo acercamiento a este último diálogo. El tema de la edad de oro, desde la perspectiva que ofrece la política pitagórica y la figura del legislador-adivino, condiciona a mi modo de ver el pensamiento de este último Platón, especialmente en las Leyes, con el preludio necesario del Político. En este diálogo, que sin duda constituye el eslabón necesario entre el pensamiento platónico de la República y el de las Leyes, se ordenarán las ciudades en orden de preferencia haciendo alusión a la idea de concordia en la edad de oro, cuando entre los hombres “no existía guerra ni disensión” y su vida era “espontánea”.50 La marcha del mundo en movimiento circular51 en su etapa guiada por la divinidad, que le otorga su protección áurea, da una raza de hombres divinos que no mueren, pues “surgiendo de la tierra, en efecto, todos recobraban vida, sin guardar recuerdo alguno de su anterior existencia […]. Esta vida, Sócrates, de la que te estoy hablando, era, por cierto, la vida de los hombres de la época de Cronos” (Santa Cruz, 1988: 527 y 534). En el debate sobre la mejor ciudad y las mejores leyes, la idea mítica de la edad de oro y su retorno cíclico a la tierra estaba muy presente para Platón. El origen de la idea áurea y de su regreso es claramente religioso, se vincula con las ideas pitagóricas sobre esa edad de alimentación pura, buen gobierno y la justicia en una especie de paraíso. En un célebre pasaje de Leyes 782c se explica el descubrimiento de la agricultura en ese tiempo: [...] cuando [los hombres] no osaban ni probar el buey y no tenían las divinidades ofrendas de animales, sino mezclas líquidas de harina, miel y aceite, frutos embebidos en miel y otras ofrendas puras semejantes, mientras se apartaban de la carne como si no fuera pío comerla ni manchar los altares de los dioses con sangre,
Para la traducción, cf. García Díaz, Pabón y Fernández Galiano (1993).
49
Político 271e-272b. Cf. González Laso (1994: 27).
50
Cf. para el mito Vidal-Naquet (1978) y Lisi (2004a).
51
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sino que aquellos de nosotros que vivieron entonces llegaron a tener una especie de vida llamada órfica (ὀρφικοὶ λεγόμενοι...βίοι).52
El proyecto legislativo de las Leyes parece impregnado de esa inspiración religiosa de índole órfico-dionisíaca53 y pitagórica que remite a la edad áurea, la cual seguramente habría conocido el filósofo en sus estancias en la Magna Grecia. Finalmente, será en el libro iv de las Leyes donde quedó mejor expuesta la labor del legislador-profeta en pro de esa edad áurea de ideal pitagórico, según este texto, el mediador ha de lograr que regrese a nuestro mundo un gobierno parecido al de la edad de oro, cuando “Cronos, conociendo […] que el ser humano es incapaz de no llenarse de injusticia, colocó […] como reyes y gobernantes de nuestras ciudades, no a seres humanos, sino seres de una estirpe más divina y mejor, espíritus (δαίμονας)”. Si bajo estos espíritus de “raza superior”54 los hombres vivían felices, lo que parece proponer Platón, como se ve en el recurso a la ley divina y a la mediación de los θεῖοι ἄνδρες, es una vuelta a ese modelo político-religioso: “Conque este discurso, y en esto es verdadero, evidencia que en todas las ciudades donde no hay un dios que dirige sino un mortal,55 no es posible escapar de los males y desgracias”. Lo que la ley ha de hacer, en definitiva, es “imitar por todos los medios la vida llamada de la época de Cronos”.56 Como hemos apuntado en estas páginas, se puede intuir en las Leyes un hilo de oro de inspiración divina a través de los θεῖοι ἄνδρες, la mántica y la idea del gobierno divino en la edad de oro, que subyace tras toda la labor del legislador platónico y su sosias, el extranjero ateniense. Ya desde el principio, una lectura atenta de los libros i-iii deja la indeleble impresión de que se va a tratar un asunto íntimamente relacionado con lo divino. Esto se irá confirmando en los libros posteriores a medida que se vaya desgranando la legislación concreta de la ciudad de Magnesia en sus diversos aspectos; como resulta constante en la filosofía
En la traducción de Lisi (1999: 493).
52
Como creo haberlo mostrado en Hernández de la Fuente (2009b: 111-112).
53
Que recuerdan “guardianes de los mortales” de Hesíodo δαίμονες ἐπιχθόνιοι , Trab. 109 ss.
54
Pace, Brisson y Pradeau (2006: 234) que traducen: “dans toutes les cités où c’est un dieu qui dirige et non pas un mortel, il n’est pas possible d’échapper aux maux et aux malheurs”.
55
Traducción de Lisi (1999: 370).
56
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platónica, la combinación entre unidad y multiplicidad se puede resumir en esta variada constitución sociopolítica con el fundamento único de la ley divina.57 No hay ninguna casualidad en la elaboración de estas leyes, sino más bien θειὰ τύχη, que también puede entenderse en el sentido mántico que tanto abundó en la Grecia clásica y helenística.58 Parece a todas luces que la figura del adivino-legislador, un patrón de claras reminiscencias pitagóricas, desempeña un papel fundamental en la teoría política de Platón, como puede mostrar un análisis de conjunto de la obra platónica y los testimonios histórico-culturales aportados. La ambivalencia de la religión en la ciudad de Magnesia, entre la veneración de los dioses tradicionales y la del bien supremo, se plantea como el problema más difícil de afrontar en una obra como las Leyes. Los interrogantes que plantea no pueden abordarse aquí, sino en un estudio monográfico más detallado. Si se confirman las hipótesis formuladas en este capítulo y en otros trabajos recientes,59 mitos escatológicos como el de la edad de oro y figuras de raíz pitagórica como las del filósofo-legislador o el mediador religioso tendrían un papel de enorme importancia para la política platónica.
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57
Lisi (1999, 29). Para la casualidad como método mántico, cf. Rosenberger (2001, 40-48).
58
En Hernández de la Fuente (2008, 2009a y b), así como en el trabajo desarrollado en el marco de los proyectos de investigación CCG08-UC3M/HUM-4060 y CCG07-UC3M/HUM-3285 correspondientes a los años 2008 y 2009 de la Comunidad de Madrid, que dirigí durante mi anterior etapa en la Universidad Carlos III de Madrid, se esperan concretar en la próxima edición de los libros I-III de las Leyes en la colección Alma Mater del csic.
59
El hilo de oro (Leg. 645a)
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Amistad y comunidad en Aristóteles: anotaciones al problema de la amistad cívica Paula Cristina Mira Bohórquez Universidad de Antioquia
Uno de los más extensos tratados en la Ética nicomáquea es el tratado de la amistad. En este largo tratado, Aristóteles analiza muchos tipos de relaciones interpersonales, tanto en sus puntos comunes como en sus diferencias. El inicio del texto presenta un gran elogio al tema de la amistad y nos ubica, no sólo en la importancia del tema, tanto para la vida como para un tratado filosófico, sino también en la profunda complejidad del análisis, debido, entre otras cosas, a la gran variedad de relaciones que el idioma griego agrupa bajo la palabra philia. Es tal la variedad de las relaciones llamadas de esta forma que Aristóteles muestra que la palabra se refiere tanto a las relaciones del padre con el hijo como a las relaciones entre animales, entre personas de una raza e incluso entre todos los hombres (1155a 15-22).1 En esta amplia perspectiva de las relaciones y en el extenso elogio que Aristóteles hace de la amistad en esta primera parte del libro viii de la Ética nicomáquea se destacan algunas afirmaciones que hacen pensar que la amistad no sólo tiene valor personal, sino también comunitario. Asimismo, el gran valor que se le atribuye a este tipo de amistad se debe en buena parte a las elogiadoras palabras que encuentra Aristóteles al inicio del tratado, con las que asocia la amistad, la ciudad y la justicia:
* El presente escrito hace parte del trabajo de investigación: La amistad como fenómeno moral: un análisis del problema de la amistad y su relevancia como fenómeno moral, inscrito en el CODI en el acta 557 de agosto 4 del 2009, de la Universidad de Antioquia. 1 Las citas que se presentarán en el texto son tomadas de: Aristóteles (2009). Además se han considerado también las siguientes traducciones: Aristóteles (1985), las citas de la Ética eudemia son tomadas de esta última traducción. Para los textos en griego cf. Aristotelis (1894); Aristotele (1999). Utilizaré la sigla en para referirme a la Ética nicomáquea y ee para la Ética eudemia. 81
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Parece además que la amistad mantiene unidas a las ciudades, y que los legisladores consagran más esfuerzos a ella que a la justicia: en efecto, la concordia parece ser algo semejante a la amistad, y es a ella a la que más aspiran, mientras que lo que con más empeño procuran expulsar es la discordia, que es enemistad. Y cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, mientras que, aun siendo justos, necesitan además de la amistad y parece que son los justos los que son más capaces de amistad (1155a 22-28).
A esto se añade el análisis que hace Aristóteles en los capítulos 9-14 del libro viii de la relación de amistad, justicia y comunidad y de una amistad propia de la polis que sólo en la Ética eudemia es llamada directamente amistad cívica.2 En este contexto, algunos autores se han decidido por una interpretación que entiende la base de la polis como un tipo de relación amistosa similar a la amistad personal y que el deseo mutuo del bien y la confianza recíproca son la base de la llamada amistad cívica; el más destacado representante de esta interpretación es sin duda John Cooper en su artículo “Political Animals and Civic Friendship” (1990). Teniendo en cuenta esta ya casi tradicional interpretación, intentaré mostrar algunos puntos importantes en el texto de Aristóteles que puedan aportar a la comprensión del fenómeno de la amistad cívica a partir de un análisis de la relación entre amistad y comunidad. Inicialmente, haré algunas consideraciones introductorias, que veo necesarias para iniciar el tema y, en segundo lugar, me ocuparé de la amistad y la comunidad; además, me concentraré en el análisis de algunos pasajes de la Ética nicomáquea que considero de especial importancia para la interpretación de la amistad cívica, esto acompañado en algunos puntos por el tratado de la amistad de la Ética eudemia. Sin embargo, es necesario resaltar el hecho de que el análisis sobre este tipo de amistad será altamente especulativo, debido a lo poco que Aristóteles dedica al tema en sus textos y a lo parco de sus explicaciones, tanto sobre esta amistad, como sobre la relación de ésta con otros tipos de amistades.
2
Véase por ejemplo 1242a 2.
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Consideraciones preliminares No es posible referirse a un núcleo único y común a partir del cual se puedan entender todas las formas de amistad que presenta Aristóteles, esto es, algo similar a una definición a partir de la cual se puedan entender todas las relaciones denominadas philia. Los famosos pasajes de 1156a 3-5 y 1156a 6-10 no nos revelan definiciones únicas de la amistad, sino puntos comunes y generales que debe tener toda relación como mínimo para ser considerada philia. El pasaje 1156a 6-10, nos dice: Son por tanto tres las especies de amistad, en número igual al de las cosas dignas de afecto. En cada una se da la reciprocidad no desconocida, y los que están animados de mutuos sentimientos de amistad quieren el bien los unos de los otros en la forma correspondiente al modo como se quieren.
Aristóteles abre, con este pasaje, la posibilidad de diferenciar especies de amistad, más que de unificar todas las especies. Especialmente, la parte en la que nos habla de que los amigos se desean el bien según como se quieren, nos dice que cada especie de amistad trae consigo una forma distinta de asociación que depende de quiénes estén involucrados en ella y de cuáles sean sus deseos e intenciones para establecer esta amistad. La amistad es, entonces, distinta según los amigos, los deseos del bien y el afecto, de manera que desde el inicio, Aristóteles nos introduce en un fenómeno que se puede entender en muchas direcciones. En un principio, Aristóteles menciona tres formas de amistad: utilidad, placer y la amistad llamada perfecta, amistad de carácter o amistad de los buenos. Si bien es cierto que esta última es la amistad perfecta porque reúne todas las características propias de la amistad y que las demás reciben ese nombre por su parecido con ella, también es verdad que ésta es la amistad de los hombres buenos, y que por esto y porque requiere de un alto grado de tiempo para iniciarse, de confianza y de entrega, entre otros, es por lo que Aristóteles nos dice que amistades de este tipo son raras, porque “los hombres así son pocos” (1156b 24-25). Pensar entonces que este tipo de relación sea la base de toda comunidad en una polis podría dar pie para pensar que todos los miembros de ésta deben ser, no sólo buenos, sino además que todos deben estar tan cercanos y tenerse tanta confianza que
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esta comunidad tendría que ser una comunidad de muy pocos hombres, pues una comunidad más grande de este tipo sería casi inoperante. Naturalmente se podría pensar, como lo hacen Cooper y otros autores, que Aristóteles no se está refiriendo a que esta amistad sea de hombres perfectamente buenos, héroes de la virtud, sino de hombres normalmente buenos, que no se distinguen por su virtud ni por su maldad. Aunque soy de la opinión de que Aristóteles realmente se refiere a hombres idealmente buenos, aun así, asumir la posición de la mediocridad moral tampoco solucionaría el problema, pues seguiría siendo una comunidad en la que todos los miembros tendrían que estar cercanos espacial y afectivamente y todos tendrían que tener un interés personal por el otro, por sus intereses y por su bien. Aristóteles va más allá de este intento por equiparar su mejor tipo de amistad con la de muchos y reconoce que la amistad cívica tiene sus propias características. Más tarde volveré a este punto. Las tres especies de amistad son mostradas por Aristóteles en su generalidad, mas de ellas se desprenden otras muchas, llamémoslas subespecies de amistad, que tienen características de varias especies o tienen sólo alguna característica que las puede acercar a alguna definición de una de las especies de amistad. En gran parte, las diferencias entre las especies de amistad y estas subespecies se deben a la disparidad frente a la igualdad exigida entre los amigos, pues en algunos casos la amistad tiene lugar en condiciones de igualdad, pero en otros casos se da en condiciones de superioridad o de inferioridad, según la perspectiva. Sin embargo, la igualdad es una característica propia de toda relación amistosa y se tiene que lograr de alguna forma, sea por número o por proporción. La llamada amistad cívica es una de estas, por mí llamadas, subespecies, y es denominada por Aristóteles amistad por conveniencia (1160a 9-18),3 aunque no corresponda exactamente con la caracterización que se hace de la amistad por utilidad en los primeros capítulos del libro viii. En esta amistad cívica, la igualdad se alcanza por la proporción, pues la variedad de los miembros es tal que no es posible que todos den y reciban lo mismo ni que todos sean iguales (1163b 4-11).4
También en ee 1242a 6-9.
También en ee 1243 b 29-35. En ee 1241b 32-34, Aristóteles nos dice: “Sin embargo, puesto que la igualdad puede ser numérica y proporcional, habrá también diferentes especies de justicia, de amistad y de comunidad”.
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Cuando Aristóteles habla, al inicio del libro viii, de que “la amistad mantiene unidas a las ciudades”, seguro se refiere, como la afirma Julia Annas, a que la vida de una ciudad depende de muchas maneras del florecimiento de instituciones más limitadas como la familia, los grupos religiosos u otros variados grupos de interés.5 Esta interpretación se reforzaría con el hecho de que Aristóteles manifiesta que todas las comunidades son parte de la comunidad política y que ésta se encuentra orientada a lo que conviene en general para la vida, mientras las otras están dirigidas a lo que conviene parcialmente, según el tipo de relación que haya en ellas.6 Pero también podría ser posible añadir a esto que el pasaje indica que una convivencia que no esté constantemente alterada y que esté fundada en el acuerdo, no personal sino comunitario, es la que puede mantener unidas a las ciudades. La enemistad significa, para Aristóteles, división, tensión, arrepentimiento y cambios constantes; significa que una persona no es una consigo misma y que sus partes no están en armonía, de igual forma que el gobierno es ejercido por la parte equivocada. En este sentido, conservar la amistad puede significar para una ciudad: mantener la unidad, no enfrentar la división de sus miembros, esto bajo un tipo de gobierno que pueda garantizarlo, es decir, un legislador que se afane por la amistad, a sabiendas de que la enemistad significa discordia y división. Así, la amistad no tiene que significar el amor de cada uno de los miembros por los demás. Por otro lado, es de resaltar, que politikê philia es una denominación poco usada por Aristóteles. El único lugar en el que encontramos una referencia concreta a una amistad que ha de ser llamada política o cívica es en Ética eudemia (1242a 2). Llama la atención, no sólo que en la Ética nicomáquea no aparezca mención alguna de este nombre, sino que precisamente en el tratado dedicado al estudio de la comunidad cívica, en su Política, tampoco encontremos referencia clara a éste. Esto podría poner en duda la gran importancia que parece darle el mismo Aristóteles al inicio del libro viii de en a la amistad en el interior de la comunidad política: no porque se pueda decir que no haya lazos amistosos propios de la comunidad política, sino porque en ningún momento se ve en su análisis de esta comunidad una exigencia clara a los legisladores de afanarse por este tipo
Cf. Annas (1990: 246).
De nuevo me refiero al pasaje 1160a 9-18 de en.
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de amistad, así como tampoco, ni siquiera en el libro vii de la Política, en el que trata su comunidad ideal, vemos una definición de la amistad como aquello que fundamenta la comunidad política, ni un punto que diga que el bien común se alcanza mediante el ejercicio de este tipo de amistad. El tratamiento que Aristóteles hace del tema es corto, en comparación con la dedicación que pone a otros temas, y en algunos apartados, como en 1159b 25-1160a2, la amistad cívica no parece tener un lugar especial, sino más bien ser un tipo más de una lista de distintas formas de relaciones interpersonales que se puede dar en las diversas formas de comunidad.7 Es necesario destacar la diferencia del trato que Aristóteles da a la amistad cívica en en con respecto al dado en ee, pues, en primer lugar, en esta última, falta el tono entusiasta que muestra al inicio del libro viii de en, en el que se destaca la importancia de la amistad para la comunidad y, en segundo lugar, el carácter utilitario de la amistad cívica es claramente resaltado en ee, en la que esta amistad es tratada básicamente como un intercambio, de tal forma que la amistad cesa cuando el intercambio ya no es posible.8 Aunque el trato que Aristóteles da a la amistad cívica en ee no parece un trato especialmente negativo, lo cierto es que el carácter cívico y el sentido comunitario del bien no resaltan realmente en este tratado; parece ser más importante para Aristóteles resaltar el valor práctico de esta amistad en la vida de los ciudadanos, que hacer algún análisis de su valor moral. En mayor medida en ee que en en, la argumentación muestra que hay amistades que cubren diferentes aspectos de la vida y no necesariamente tienen valor moral.
La amistad y la comunidad Teniendo en cuenta los anteriores presupuestos, orientémonos hacia la idea de que la “amistad existe en comunidad”. A pesar de que la relación entre estos términos es profundizada en los pasajes dedicados a la comunidad política,
Para una interpretación cercana a ésta, véase Annas (1990: 248) y Stern-Gillet (1995: 153).
Véase, por ejemplo: ee 1242a 6-9 y 1242b 21-27.
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podemos decir en este punto que comunidad parece tener más de un sentido en estos pasajes. Veamos por qué. El capítulo ix del libro viii es introducido con la bella idea de que la amistad es comunidad, diciendo también así que, la existencia de amistad y justicia depende de la existencia de una comunidad en la que haya amistad y justicia. En este sentido, la idea de comunidad se ve reforzada por el proverbio “lo de los amigos es común” (1159b 24-31). Esta afirmación parece referirse a aquello que comparten los amigos, aquello que los une porque es o puede ser de cada uno y de ambos. En este caso, el sentido de comunidad se referiría a la condición de la amistad que determina que existe un bien que media en la relación. Sin embargo, esto no especifica de qué tipo, ni el valor moral de este bien, sino el hecho de que, sin algo que compartir, algo que sea considerado como bien por los amigos, es difícil pensar en la idea de una amistad. Esta interpretación también podría verse reforzada en el pasaje 1161a 32-33, en el que Aristóteles nos dice: “En efecto, en los regímenes en que gobernante y gobernado no tienen nada en común, tampoco hay amistad, porque no hay justicia; así entre el artífice y su instrumento, el alma y el cuerpo, el amo y el esclavo”.9 De la misma manera, líneas después se niega la amistad con el buey o con el caballo; en estos casos, la desigualdad es extrema y no es posible compensarla proporcionalmente, pues no hay bien alguno en común de por medio. La igualdad propia, necesaria para una amistad, se refiere no sólo a la igualdad de las personas involucradas en ella, sino, y sobre todo, a la igualdad de los bienes que se dan y se reciben en la amistad, así como de los bienes que se esperan o se desean de la relación. No en vano el mayor tipo de disputas se ve, según Aristóteles, en aquellas amistades en las que no está claro quién da ni qué se da, de esta forma se crea una desproporción intolerable para los participantes de la amistad. Allí, entonces, donde no hay bien posible, no hay tampoco nada que compartir, y donde no hay nada que compartir, no puede haber comunidad, ni se puede decir que lo de los amigos “es común”.10 Ya sea un bien en sí mismo, como en el caso de la amistad perfecta, ya uno que les parece bien a los amigos, como en el caso de todas las demás amistades, el bien, entendido como aquello que une a
En ee, Aristóteles se refiere a este tipo de relaciones como amistades sólo por analogía. Cf. 1242a 28-31.
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Para esta interpretación véase también Pakaluk (1998: 124).
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los amigos y determina sus intenciones en la amistad, es el elemento necesario para que haya comunidad y, por ende, justicia. Un caso difícil para este argumento lo constituye la relación entre el amo y el esclavo, ya que ésta se da entre seres humanos, pero uno de ellos es usado como instrumento. Teniendo en cuenta que Aristóteles ya había dicho que la amistad se da entre seres de la misma raza, en especial entre los hombres (1155a 19-22), no quiere dejar completamente de lado la posibilidad de que con aquél, considerado como herramienta pero que a la vez es un ser humano, todo tipo de amistad sea imposible. Así, reconoce esta posibilidad, a saber, que “parece existir una especie de justicia entre todo hombre y todo el que puede participar con él de una ley o convenio, y, por tanto, también una especie de amistad, en cuanto el segundo es hombre” (1161b 5-7). Esta posibilidad de participar en convenio o ley podría significar algún tipo de beneficio que justificara la inclusión del esclavo en algún tipo de amistad, pues en cuanto esclavo no tiene ninguna posibilidad, pero en cuanto hombre no se le puede negar toda la posibilidad de vínculo amistoso de los demás hacia él (y aquí entiéndase todo tipo de relación con algún tipo mínimo de beneficio). Pero en este caso Aristóteles se limita a plantear la posibilidad. Por lo demás, la desigualdad y los beneficios exclusivamente de un lado son lo que caracteriza a la relación del amo con el esclavo. Por lo tanto, debido precisamente a esta distribución desigual de beneficios que altera la comunidad propia de la amistad, en la tiranía parece haber menos posibilidades de amistad (1161b 7-10), porque allí donde los beneficios van directamente sólo a una parte, se altera el principio esencial de compartir bienes de algún tipo, que da lugar a la comunidad y a la amistad. Otro sentido de comunidad es el de comunidad política, aquella que agrupa todo tipo de comunidades en el interior de la polis y que fue creada en principio para la conveniencia de la vida. A esta comunidad política le corresponde un tipo de relación especial, propia del tipo o de los muchos tipos de hombres que intervienen en ella y propia del tipo de bienes por los que se genera. Los tipos de hombres que intervienen en esta relación no necesariamente tienen un vínculo personal, sino que están unidos entre sí por comunidades más pequeñas de tipo familiar, personal, religioso, entre otros. Asimismo, están vinculados entre todos bajo una gran comunidad que abarca todas estas comunidades. Los vínculos personales estrechos, que dependen del conocimiento del otro y del deseo del bien del otro por el otro mismo, se pueden dar en las relaciones de tipo personal y en
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las de una comunidad, por ejemplo, familiar; la amistad propia de la comunidad política no puede ser una amistad motivada por lazos y deseos estrictamente personales, sino por la necesidad de un beneficio comunitario. Por esto Aristóteles en ee no duda en darle a la amistad entre los miembros de la comunidad el nombre de amistad cívica (o política, según la traducción) (1242a 1-2), diferenciándola así del tipo de amistad propio de parientes y compañeros. Y por esto, además, no duda en decir que este tipo de relación está basado en la utilidad y añade “[…]parece que los hombres, al no bastarse a sí mismos, se han reunido, aunque se hayan reunido también para vivir juntos” (1242a 6-9). La amistad cívica es una relación determinada por las relaciones de intercambio y de utilidad, determinada por la igualdad que se da entre el beneficio dado y el prestado, beneficios que son tan dispares como los que pueden aportar un zapatero y un agricultor o como los que se brindan entre gobernante y gobernado. Se trata, por tanto, de la igualdad de la proporción que intenta igualar el bien recibido con el bien dado. El mejor ejemplo de esto, para Aristóteles, es el de aquellos que gobiernan y son gobernados sucesivamente, igualando, de esta forma, servicio con beneficio (1242b 27-31). Interesante de esta caracterización de la llamada amistad cívica en ee es además que, aunque es la utilidad la que determina la asociación, no hay un único concepto de utilidad que atraviese toda la comunidad. En general, guiándonos además por la en, podríamos decir que se trata de la utilidad o de la conveniencia para el vivir en general, pero algunos pasajes de ee podrían ser interpretados en el sentido de que las relaciones dentro de la comunidad política, determinadas por la utilidad, se ven concretadas en relaciones particulares que unen a sus miembros según sus necesidades. No sólo tenemos el ya mencionado ejemplo del zapatero y del agricultor, sino también pasajes en los que Aristóteles nos dice por ejemplo que “[…] tampoco son amigos los ciudadanos cuando no son útiles unos para otros, sino que la amistad es un intercambio de mano a mano” (1242b 26-27). En este pasaje nos estaría dando a entender que, además del vínculo que une a una polis, existe el vínculo que une a los distintos miembros de esa polis, que también se puede llamar utilidad, pero cuyo contenido varía según los hombres que intervengan en ella; un vínculo que va y viene entre los individuos de la comunidad, posible de disolverel sin problemas sin que por ello se disuelva la comunidad misma, pues sólo cambian los lazos entre algunos
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de sus miembros. Esto podría ser entendido también en los pasajes en los que Aristóteles nos habla de dos tipos de amistad de utilidad: la legal y la ética. La legal está basada en el acuerdo, la ética en la confianza (1242b 31-32 y 1242b 35-37). La amistad cívica no implica que necesariamente todos los miembros de la comunidad, que no tienen otros lazos personales de amistad, establezcan relaciones por las dos razones, la legal o la ética. Algunos lo harán por un motivo, otros por el otro, es por esto que algunos tendrán una relación duradera, otros no, y es por esto también que algunos tendrán una relación sin reproches, en la que es claro, con previo acuerdo, quién debe dar qué; por otro lado, otros tendrán una relación llena de discriminaciones, pues los términos de la confianza no necesariamente están claros. La amistad cívica parece ser ese lazo que une a los miembros de una comunidad en cuanto comunidad, pero no en cuanto hermanos, amantes, amigos virtuosos, miembros de un mismo culto y todos aquellos tipos de amistad que establecen los miembros de una comunidad y que requieren de un lazo personal, de un vínculo fuerte con el otro, que se establecen con tiempo, afecto y cercanía y que sólo son posibles en la comunidad pequeña y no como determinante de la gran comunidad política. Amistad cívica sería un nombre otorgado a las relaciones entre los miembros que conviven en una misma polis y cuyo único vínculo es esa membresía, un nombre que determina las relaciones tanto en su generalidad como en sus momentos más concretos. No estamos, según mi opinión, entonces, frente a la idea de que Aristóteles entiende que todos los miembros de una comunidad están unidos por necesarios lazos de afecto que determinan una necesaria relación personal entre todos ellos. Esto deforma la idea misma de la amistad personal, de intimidad y del compartir personal que ésta requiere.11 Si Aristóteles se toma el trabajo de diferenciar los diversos tipos de amistad, es necesario también hacer el intento de entender la amistad en su diversidad. A este sentido de comunidad, así como al que trataré enseguida, está asociado un sentido de justicia que depende de la afinidad de la relación amistosa. Aristóteles nos dice que es más grave cometer injusticia contra el amigo que con el extraño, y “así es más grave quitarle dinero a un compañero que a un conciudadano, y no
Cf. Annas (1990: 244).
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socorrer a un hermano que no socorrer a un extraño y pegar a un padre que pegar a cualquier otro” (1160a 4-6). De esta forma se relaciona la justicia con el grado de afinidad, de afecto y, para decirlo en términos actuales, de deber y respeto que generan las relaciones personales. La justicia está presente en toda comunidad y así en toda relación, pero cuanto más estrecha la relación, más cercana la comunidad con el otro y más profundo el afecto, parece que se genera una justicia más fuerte, propia de la intimidad de la relación. Esto se podría deducir también de la siguiente afirmación de Aristóteles: En cuanto a la cuestión de cómo debe vivir el hombre con la mujer, y en general el amigo con su amigo, no parece que en ella debe investigarse otra cosa sino cuál es la actitud justa, porque evidentemente no es la misma para con el amigo, el extraño, el camarada y el compañero de estudios (1162a 29-33).
En este pasaje podemos ver que parece existir un sentido relativo y particular de entender la justicia, cercano a la regulación del intercambio de bienes que se da en toda relación amistosa. Este sentido depende de la relación, los bienes, quién da en la relación y qué da. Es así como la justicia determina el modo de vivir con el amigo, pues determina la actitud justa con respecto a aquello que hay en común y que se comparte con él. Cuando aquello que se comparte entre amigos es el ser bueno, no hay necesidad de justicia, pues el ser bueno elimina la posibilidad de cometer injusticias y porque en este caso no hablamos de un sentido particular de justicia, sino de aquellos virtuosos perfectos que poseen la virtud moral y, en este sentido, la virtud universal y no relativa de la justicia. Por otro lado, cuando lo que se comparte son los estrechos vínculos afectivos de la familia, las exigencias de justicia son mayores que en otras relaciones, pues lo que se comparte es más. Pero cuando se trata de personas con las que ocasionalmente se comparte algo, como con los extraños, o se comparten bienes útiles que van y vienen según las necesidades, como en el tipo de relación que determina a la comunidad política, la exigencia de justicia será entonces propia de estas relaciones. Así, allí donde es más cercana la relación, mayor es la exigencia de justicia, allí donde los amigos son menos cercanos, menor es el grado de injusticia que se comete contra ellos
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cuando se obra injustamente.12 Esto no quiere decir que en estos últimos casos no haya exigencia de justicia. Toda comunidad, toda relación, por corta o lejana que sea, conlleva la justicia, la cual estaría allí para mediar en casos en los que hay menos compromiso que en las amistades personales cercanas. Sin embargo, para esta interpretación parecería ser problemático el hecho de que Aristóteles en ee manifiesta: “Lo justo se encuentra, en mayor grado, en la amistad por utilidad, ya que esto es lo que constituye la justicia cívica” (1242a 11-13). Esta afirmación aparece porque Aristóteles ha llamado a la amistad cívica: comunidad a título de amigos, en la cual estaría implícita una idea de igualdad y no de superioridad. No obstante, esto no se aleja del todo de la idea de que la justicia depende en estos casos de la forma de amistad, pues una sería la justicia propia de la igualdad y otra de la superioridad; además, porque donde hay amistad se puede hablar de justicia, pero donde no hay amistad, como en la relación con un instrumento, tampoco hay justicia, pues no hay nada que compartir ni bienes en común. El último sentido de comunidad al que me referiré, es el de los distintos regímenes políticos. La comunidad política se define además por los distintos regímenes políticos y, así, por la relación existente entre el gobernante y el gobernado. La posibilidad de amistad entre gobernante y gobernado está también determinada por la comunidad existente entre éstos, comunidad en el primer sentido, esto es, determinada por aquello que se comparte entre éstos, por los bienes que hay de por medio en la relación y quién los da y los recibe. Por esto Aristóteles nos dice en en: “La amistad parece acomodarse a cada uno de los regímenes políticos en la misma medida que la justicia” (1161a 10-11). Estos distintos tipos de amistad en los diversos regímenes políticos están igualmente determinados por la igualdad, es decir, su clasificación depende del grado de igualdad que se genera en ellos; es decir, de si es igualdad proporcional o numérica, si corresponde a los méritos,
“It seems far from obvious that the existence of a bond of friendship makes a difference to obligations of particular justice. While friendship is a commitment to particular individuals, the obligations of justice are impersonal. It is thus not strictly speaking more unjust to cheat one’s brother than a perfect stranger, although it is conceivably more unpalatable since it compounds injustice with a breach of trust. From the examples that he uses in this passage I infer that Aristotle must have in mind particular justice rather than universal justice, which he identifies with morality”. Aquí se refiere Stern-Gillet al pasaje 1160a 4-6 (1995: 206).
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como en el caso de los regímenes en los que el gobernante es superior, o a una idea de igualdad entre los ciudadanos, como en el caso de la timocracia, en la que los ciudadanos pretenden ser iguales (1161a 10-29). Estos diversos tipos de igualdad nos dan a entender también qué tanto comparten los gobernantes y los gobernados, y así también la posibilidad de amistad y el tipo de amistad que habrá entre ellos. Cuando la igualdad apenas existe significa que escasamente hay algo en común entre gobernantes y gobernados; a saber, que no hay bien alguno que se comparta, de manera que esta distancia dificulta bastante las posibilidades de la amistad. Este es el caso, por supuesto, de la tiranía, un régimen político que se caracteriza por la desigualdad total y, consecuentemente, por la poca o ninguna igualdad entre gobernante y gobernado, lo que para Aristóteles trae como resultado que tanto las posibilidades de justicia como de amistad queden excluidas de este tipo de régimen político. La amistad cívica encuentra aquí su sentido más concreto, pues en este punto se trata del tipo de relación que media entre los ciudadanos de las diferentes constituciones políticas, y, en este caso, se hace más patente la pregunta de cuál es el tipo de relación que une a aquellos a los que no une nada más que la pertenencia a la misma comunidad política. Pero es también en este punto en el que se hace más claro que la amistad cívica tiene tantas definiciones cuantos regímenes políticos existen, y que ésta no tiene una característica concreta especial, sino que cada constitución determina la naturaleza, las características y también el valor moral de la amistad cívica propia de ella. Así como no hay una definición común para las amistades en general, así tampoco la hay para la amistad cívica. Dadas las diferencias de las relaciones entre ciudadanos de una democracia y, por ejemplo, de una tiranía o monarquía, las diferencias en el bien y aquello que tienen en común sus miembros con la parte gobernante, la amistad propia de cada régimen responde a estas diferencias y se define según ellas. Así como no podemos hablar de un sentido único de amistad cívica, así también es difícil argumentar a favor de la amistad perfecta como base de toda comunidad política, o de que las pretensiones de Aristóteles hayan sido las de mostrar cómo toda amistad cívica es también una amistad perfecta. La amistad perfecta no es inherente a toda forma de asociación política, entre otras cosas, porque hay formas de asociaciones políticas viciadas desde el principio por relaciones de abuso y desigualdad, como en el caso de la tiranía.
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El valor del sistema político determina también el valor de la amistad cívica, así, no hay un valor moral intrínseco a la amistad cívica, sino que ésta lo adquiere del tipo de comunidad en el que se desarrolla. Se da entonces obviamente el caso en el que la amistad cívica no tenga valor moral alguno, como en el caso, repito, de la tiranía, el caso más débil posible de amistad cívica. Entender que la amistad cívica garantiza por sí sola un tipo de comunidad orientada al bien común y que, de esta forma, está directamente asociada con la amistad perfecta, es desconocer que Aristóteles en su Política no sólo muestra una excepcional capacidad para idear un Estado en condiciones perfectas,13 donde hasta las condiciones del territorio y el acceso al mar son ideales;14 sino que también muestra un maravilloso realismo que le hace diferenciar entre una constitución política ideal y una posible, unas rectas y otras desviadas, así como entre buenos hombres y buenos ciudadanos.15 Así pues, la diferencia entre un hombre bueno y un buen ciudadano nos muestra que se puede ser un buen miembro de una comunidad política, y así probablemente vivir en un ambiente de amistad y concordia, sin por esto tener que ser un hombre bueno. De la misma forma que la amistad no es sólo virtuosa y la mayoría de personas no está excluida de toda relación amistosa, así también la comunidad política no es sólo de buenos, por eso, aquellos que no lo son, no están imposibilitados para ser buenos miembros de una comunidad. Así como hay un tipo de amistad perfecta, hay también un tipo de constitución perfecta; igualmente, así como hay tipos de amistades posibles para la mayoría, para las que la virtud no es un requisito,16 así también hay un tipo de constitución posible para la mayoría y otros tipos de constituciones corruptas, ninguna de éstas estará mediada por la virtud. Los requerimientos morales se dan para los tipos de amistad o constitución perfecta, las demás amistades y constituciones tienen sus requisitos internos y unos bienes en común relativos a cada una de ellas. De ahí que la amistad cívica variará según la comunidad en la que surja.
Para una interpretación distinta sobre este tema, véase Price (1989: 179-205).
13
Política 1326b 26-1327b15.
14
Véase, por ejemplo: Pol. 1276b16-1277b32; 1279ª22-1279b10; 1295a 25-1296b12.
15
“Por el placer y por el interés, pues, pueden ser amigos entre sí hombres malos, y buenos y malos, y quien no sea ni lo uno ni lo otro puede ser amigo de cualquier clase de hombre; pero por sí mismo evidentemente sólo pueden serlo los buenos, pues los malos no se complacen en sí mismos si no existe la posibilidad de algún provecho” (en 1157a 16-20).
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Es interesante resaltar cómo la definición de régimen, tanto como la de la amistad propia de cada uno, depende de la relación entre la parte gobernante y los gobernados. La determinación de esta relación es la que determina la forma de amistad cívica que está en juego, ya que se trata principalmente en esta amistad de los bienes que tengan en común los gobernados con la parte que gobierna. Cuanta más sea la desigualdad en un régimen político habrá amistad en menor medida y, a mayor igualdad, mayor amistad. Por eso en la democracia es posible que haya una fuerte amistad, aun cuando éste no es el mejor tipo de constitución para Aristóteles.17 Teniendo presente que en Política Aristóteles nos ha aclarado que la justicia política se cumple en cierto sentido, mas no absolutamente en los diversos regímenes políticos y que ésta depende de la distribución del poder,18 podemos decir también que en los distintos regímenes políticos varía la relación amistad-comunidad-justicia; en la medida en que la comunidad y los bienes que se comparten son diversos, el grado de justicia propio de cada régimen es también diverso.19 Hablar de una posible coincidencia entre virtud moral y amistad cívica, entre justicia universal y régimen político, entre el gobierno propio de los hombres buenos y la amistad propia de ellos, sólo es posible si se incorpora la definición del hombre virtuoso y la amistad propia de éste en el análisis del Estado perfecto de Pol. VII. En los demás casos, los individuos pueden participar de tipos de amistad satisfactorios para sus condiciones, pero no perfectos, así como de regímenes políticos que funcionen bien, según sus condiciones, pero precisamente no perfectos. Cabría preguntarse si hacer un gran esfuerzo por mostrar a la amistad cívica y la amistad perfecta como iguales, y pensar que esta amistad conduce siempre a una comunidad política perfecta, no iría en contradicción con los grandes esfuerzos que hace Aristóteles por diferenciar diversos tipos de amistades, diversas formas de comunidad y, sobre todo, por evidenciar una insuperable diferencia entre los buenos y la mayoría. 1161a 10-1161b 10.
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Pol. 1280a 7-1281a 10.
18
“As universal justice differs from particular justice, so, I shall contend further, does primary friendship differ from civic friendship. As far as oligarchies and democraties are concerned, Aristotle appears to claim, they cannot ever generate a true sense of community among the citizenry since they are based on deficient or incomplete notions of justice. Civic friendship, in these constitutions, is unlikely to be anything but basemided” (Stern-Gillet, 1995: 156).
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No es tema de este texto tratar la comparación entre los regímenes políticos y las diferentes relaciones familiares, sólo diré entonces que no me resulta tan clara la asociación que hace Aristóteles cuando en en dice que: “Podríamos encontrar símiles, y, por así decirlo, modelos de los regímenes políticos en las casas” (1160b 22 -23).20 Aunque intenta mostrarlo juiciosamente, bajo el presupuesto conocido también por la Política de que dentro de la casa hay formas naturales de gobierno,21 no son muy claros los beneficios de este aporte a la teoría de la amistad. Lo que sí queda claro a partir de esta analogía es que amistad se dice de muchas formas y que el tratado de la amistad parece ser más bien el tratado de las amistades. Es natural que la justicia tenga un papel principal en las relaciones comunitarias, pues es la virtud que se refiere por excelencia a las relaciones con los demás. Aristóteles nos ha mostrado que establecemos relaciones con los demás por diversos motivos, voluntariamente y por la virtud, por el placer, por la utilidad, por la familia, por la comunidad; la amistad establecería los vínculos, pero la justicia regularía las determinaciones propias del compartir. El caso de la amistad perfecta parece ser la excepción, pues en ella el compartir y el intercambio de bienes también es perfecto, y los bienes son bienes en sí mismos y se dan en el carácter virtuoso de la persona y en nada externo a ella. Parece obvio pues que hay casos en los que la amistad por sí sola garantiza la armonía y la igualdad, la cual en otros casos es propia de la justicia. Pero en general, la justicia en su relación con la amistad y la comunidad parece llevar el trato propio en cada relación, igualando y dándole en la relación a cada uno lo que corresponde. Sin embargo, queda, entre los muchos cuestionamientos sin tratar, abierta la pregunta por las implicaciones para la teoría de la justicia de aquella idea de justicia universal y exigencias de justicia propia de cada relación, así como la relación de esto con la virtud moral completa. Creo que a pesar de estos interrogantes abiertos, la amistad se ha podido mostrar como un fenómeno variado al que Aristóteles hace justicia con un trato diferenciado de los distintos tipos de amistad, de las subespecies dentro de éstos, e incluso en algunos lugares, de problemas de casos; así como se ha mostrado que la relación comunidad-amistad depende de esta variedad para que se pueda hacer un intento de definir la amistad cívica. El tema se trata principalmente en el pasaje en 1160b 22- 1161a 9.
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Pol. 1259a 37-1259b17.
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Bibliografía Fuentes Aristotelis. (1894). Ethica Nicomachea. Oxford: Classical Texts. Aristotelis. (1957). Politica. Oxford: Classical Texts. Aristóteles. (1985). Ética nicomáquea. Ética Eudemia, Madrid: Gredos. Aristotele. (1999). Etica eudemia. Roma-Bari: Editori Laterza. Aristóteles. (2005). Política. Buenos Aires: Losada. Aristóteles. (2009). Ética Nicomáquea. Madrid: Centro de estudios políticos y constitucionales.
Bibliografía secundaria Annas, J. (1990). Comments on John M. Cooper’s “Political Animals and Civic Friendship”. En G. Patzig (ed.), Aristoteles “Politik”: Akten des XI (pp. 242-248). Symposium Aristotelicum, Friedrichshafen/Bodensee, Gottingen: Vandenhoeck & Ruprecht. Cooper, J. (1990). Political Animals and Civic Friendship. En G. Patzig (ed.), Aristoteles “Politik”: Akten des XI Symposium Aristotelicum (pp. 220-241), Friedrichshafen/Bodensee, Gottingen: Vandenhoeck & Ruprecht. Pakaluk, M. (1998). Aristotle. Nicomachean Ethics (Libros VIII and IX). Oxford: Clarendon Press. Price, A.W. (1989). Love and Friendschip in Plato and Aristotle. Oxford: Clarendon Press. Stern-Gillet, S. (1995). Aristotle’s Philosophy of Friendship. Albany: State University of New York Press.
Una ética para la cosmópolis Andrea Lozano Universidad de los Andes
Como ocurre con la mayoría de las tesis estoicas, los intérpretes consideran que las reflexiones acerca de lo que motiva al hombre a actuar resultan tensionantes con su propuesta cosmopolita. Por un lado, parece pedírsele al individuo que olvide cualquier motivación externa y se concentre en las cosas prescritas por aquello que es él mismo, por lo que le es propio e inalterable, por su razón; por otro, se propone una patria universal y se plantea un individuo que se debe esencialmente a ella. El propósito de este trabajo es mostrar cómo, en el caso concreto de las Meditaciones de Marco Aurelio, quien sigue fielmente a este respecto la ortodoxia de la Estoa, ambos argumentos, en lugar de contradecirse, se complementan. Para ello, explicaré la doctrina estoica de la oikeíosis y expondré dos interpretaciones de ésta; luego me detendré brevemente en el argumento a favor del cosmopolitismo y señalaré las tensiones que existen entre ambas propuestas. Finalmente, intentaré mostrar cómo en la lectura de Marco Aurelio esas tensiones se desfiguran y el paso de lo individual a lo universal se hace completamente natural. La oikeíosis Aunque la mayoría de los testimonios sobre la oikeíosis no se atribuyan a ningún estoico anterior a Crisipo,1 no puede negarse tajantemente la posibilidad de
1
Cf. Diógenes Laercio (Vida de filósofos ilustres), Plutarco (Sobre las contradicciones de los estoicos), Alejandro de Afrodisia (De Anima), Aulo Gelio (Noches áticas), Séneca (Cartas a Lucilio), Cicerón (Sobre los fines de los bienes y los males). 99
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que Zenón o Cleantes la hubieran tematizado; por ejemplo, aunque en Diógenes Laercio 7, 85 se cita explícitamente el Sobre los fines de Crisipo, Pohlenz supone que es una modificación de la posición de Zenón.2 Pohlenz se apoya además en un testimonio de Plutarco en Contra Colotes 26, donde se nombran las funciones anímicas que reconoce Zenón y entre éstas aparece el impulso. Con todo, el que se hable de éste genéricamente no quiere decir que se haya aclarado cuál es y cómo opera el primer impulso, que es el objetivo de la teoría de la oikeíosis. Si aceptamos que la fuente de Diógenes Laercio es, como él afirma, el libro mismo de Crisipo, probablemente éste sea el testimonio más fidedigno de la primera formulación explícita de la doctrina: T1. Diógenes Laercio, Vida de filósofos ilustres 7, 85-86 85. Dicen que el primer impulso que tiene el animal es a conservarse a sí mismo, familiarizándose3 por naturaleza consigo desde el principio, según dice Crisipo, en el primer [libro] de Sobre los fines, al asegurar que lo primero familiar a todo animal es su propia constitución y la consciencia4 de ésta. En efecto no sería verosímil que el mismo animal fuera extraño a sí mismo, ni que habiéndose generado ni se
Cf. Pohlenz (1959, 229): “Zenone stesso (in DL VII, 85) spiega…”. Debe recordarse que parte de lo que está en juego al decidir quién es el primer estoico que postula una teoría de la oikeíosis es la originalidad del estoicismo en esta propuesta. Si ella existe en Zenón, es posible que sea, como sugieren algunos, enseñanza de Polemón y tenga que ser analizada como la lectura que hace el estoicismo de la oikeiotes peripatética. Por otro lado, sea cual sea su origen, debe comprenderse que el naturalismo de cada una es completamente distinto. Si, como señala Long (1996b: 250), las ideas de autopercepción no son en ningún sentido anteriores a los estoicos, ha de entenderse que tampoco la noción de oikeíosis es anterior a ellos.
Prefiero traducir oikeiosis/oikeîos/oikeiotes/oikeióo (y su campo semántico asociado) por familiarización/ familiar/ familiaridad/ familiarizar para mantener dos vínculos que considero centrales para el papel explicativo de la noción. Por un lado, ésta pretende dar cuenta de cuáles son las condiciones cognitivas de la elección racional —el autoconocimiento y el conocimiento de lo natural—; conocimientos basados en una identificación de lo natural en sí mismo y en lo externo. Por otro lado, pretende explicar no sólo cuáles son los resortes de la acción individual y en propio beneficio sino también las raíces de la cooperación y la vida política que depende de la extensión progresiva del conjunto de aquellos que son familiares al animal racional. Véase también la explicación de Annas (2001: 69, n.7).
A pesar de que synaisthesis, la opción de Pohlenz, es conceptualmente tentadora —pues la conciencia no es otra cosa que una percepción de la propia constitución—, dejo syneídesis, como lo hacen la mayoría de los manuscritos, para señalar que además de poseer la información sobre
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extrañará ni se familiarizara. Queda ahora decir que, tras constituirse, se familiarizó consigo mismo; de este modo, detiene las cosas perjudiciales y persigue las familiares. Lo que algunos dicen, que el placer llegaba a ser para los animales el primer 86. impulso, muestran que es falso. En efecto dicen, si acaso se da, el placer es lo que resulta5 cuando la naturaleza misma, por sí misma, buscando las cosas que se ajustan a su constitución, las encuentra; de esta forma, los animales se regocijan y las plantas retoñan. Nada, dicen, difieren la naturaleza de las plantas y la de los animales, desde que sin impulso ni percepción se ordena cada una, también en nosotros se dan algunas cosas vegetativamente. Por añadidura se dio en los animales el impulso, sirviéndose de lo cual se persiguen las cosas familiares, para éstos según la naturaleza es cuidar lo que corresponde al impulso; y habiendo dado la razón a los racionales como tutora más perfecta, el vivir rectamente según la razón (10) es para ellos [el vivir] según la naturaleza; en efecto, resulta ser artesana del impulso.
En el pasaje se intenta probar cómo el primer impulso es la fuente original que motiva las acciones humanas y que éste es prescrito por la misma Naturaleza. Para esto, Crisipo apela a una deducción:6 dado que no parece posible que, por naturaleza, el animal fuera extraño —ajeno, adverso, incluso indiferente— a su propia constitución, su naturaleza, es lo primero que le es familiar y de esa familiaridad —un cierto conocimiento— surge su inclinación.
su constitución, el animal se ocupa de ella, la cuida, es consciente de ella. Para argumentos sobre por qué preferir synaisthesis, cf. Inwood (1985: n.42, Ch. 6). 5
Es interesante el empleo del sustantivo tò epigénnema para dar cuenta de la aparición del placer. Al considerarlo un resultado, una consecuencia del primer impulso, le resta todo el valor primitivo, originario, que lo justifica en otras teorías como motor primero de la acción. También debe notarse que la idea de ciertas propiedades que emergen de los estados naturales no es extraña al estoicismo primitivo, según Galeno, Zenón la usa para referirse a la emoción (cf. Galeno, Sobre las opiniones de Hipócrates y Platón V 1 [155 i. f.] p. 405 M.). El mismo principio emplea Séneca para explicar la asociación entre el placer y la virtud en De Vita Beata 9.
El mismo tipo de argumento emplea Epicteto, en sus Disertaciones 2, 6, 9-10: “Recuerda siempre lo que te es propio y lo que te es ajeno y nunca te turbarás”. Por eso tiene razón Crisipo cuando dice: “Mientras me sean desconocidas las consecuencias, me atendré siempre a lo más natural, para alcanzar aquello que es conforme a la naturaleza, pues la divinidad misma me ha hecho capaz de elegir”. Cabe señalar que aunque Epicteto y Marco Aurelio no usan la noción explícitamente para dar cuenta del primer impulso, sus reflexiones están llenas de alusiones a éste. La cita es un ejemplo claro de ello. Además de los pasajes que serán estudiados explícitamente aquí, cf. Meditaciones 3, 7. El mismo análisis hace, por ejemplo, Long (2009, 174-175).
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El argumento, en apariencia circular,7 explota al máximo los diversos sentidos del vocablo naturaleza y todos los términos pertenecientes al campo semántico de la familiaridad. Así el conocedor del estoicismo sabrá que los sentidos en los que se emplea naturaleza en las premisas son diversos. La Naturaleza en cuanto orden, dimensión normativa —i.e. racional y bondadosa— del universo, garantiza que el animal se familiarice con su naturaleza, concepto que en este caso designa su constitución, el apropiado funcionamiento de ella, sus necesidades específicas. De la misma manera, lo que resulta familiar no es sólo aquello que es primeramente conocido/percibido/sentido, sino también eso que es conocido como apropiado/propio/perteneciente a la peculiar constitución. Con eso en mente, es claro cómo es en virtud de la racionalidad y ordenación de la Naturaleza que el animal se reconoce a sí mismo y sus necesidades, se dirige a los objetos que las satisfacen y evita aquellos que le son adversos.8 Ese primer impulso, en consecuencia, no es, como piensan algunos, hacia el placer. Es más bien el resultante del adecuado dirigirse a lo que favorece la naturaleza del animal. Luego, en primera instancia, el animal se mueve gracias al conocimiento de su propia forma de ser y motivado por él. Esto no sólo ocurre en los animales, sino también en las plantas y en los animales racionales; mas las plantas no tienen el origen de ese movimiento en ellas mismas y los animales racionales lo modelan a través de su razón. Como se aclaraba en el párrafo anterior, dado que la naturaleza es también ella misma racional, resulta que el vivir conforme a ella es precisamente para los hombres modelar el impulso mediante su razón.
Cf. Long (1996: 134).
Una duplicidad de sentidos semejante atribuye Plutarco al vocablo tó oikeion y en ella apoya su acusación de contradicción sobre la doctrina crisipiana de la oikeíosis. Con todo, debe insistirse en que contrario a lo que cree Plutarco y muchos después de él, el argumento de Crisipo —como se ha dicho— no es un “argumento de la cuna”. No se basa en la evidencia del recién nacido, sino en la definición de la Naturaleza. Esto evidentemente cambia en Cicerón y Séneca, y es precisamente en el Sobre los fines del primero donde se señala por primera vez la constante apelación a este procedimiento. Aun así, debo insistir en el carácter especial del argumento original: el naturalismo del primer estoicismo no está en convertir el estado actual de las cosas, lo corriente o natural, en la norma de acción. Radica en convertir a la norma de acción en naturaleza. Luego el argumento de la cuna no es, al menos no para Crisipo, pieza central del naturalismo estoico.
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Así las cosas, Crisipo ha derivado de la racionalidad de la Naturaleza la posesión de un primer impulso hacia lo que conserva al propio animal, ha explicado el origen del placer y su naturaleza derivada y ha distinguido al menos tres clases de seres y su particular operación. El testimonio de Plutarco va un poco más lejos; según su paráfrasis, Crisipo en su Sobre la justicia explica que la oikeíosis en los recién nacidos es un estar bien dispuestos hacia sí mismos y las partes de su cuerpo y, en el caso de los animales, además, tras la procreación, hacia sus retoños. Lo que permite explicar también el instinto de protección hacia nuestros familiares: T2. Plutarco, Sobre las contradicciones de los estoicos 1038 B Ahora bien, ¿cómo es entonces que a Crisipo no le angustia haber escrito en todos sus libros de física y también en los de ética, que desde que nacemos estamos familiarizados con nosotros mismos y nuestra descendencia? Pero en el libro primero de Sobre la justicia afirma que también las fieras en proporción al trato con sus crías se sienten familiares a ellas, a excepción de los peces, dado que sus propias crías se alimentan por sí mismas. Pero no puede tener sensación lo que no tiene sentidos, ni familiarización lo que no tiene nada familiar. En efecto, la familiarización es sensación de lo que es familiar y su aprehensión.
Por la manera en que es planteado aquí por Plutarco, parece que lo familiar al animal no son sólo las propias partes de su cuerpo, sino también sus descendientes que serían una extensión de sí mismo, algo que también le pertenece. Luego tras conocer el alcance de su propia constitución y de lo que es natural a ella, su impulso ha de dirigirse asimismo a la preservación de sus crías. De esta manera, se explicaría cómo esa motivación originaria en el animal procura el bienestar de su núcleo social. Sin embargo, la forma como se produce el tránsito de ese impulso personal, individual que procura por lo “propio”, a la búsqueda del bienestar colectivo, no está resuelta en estas primeras formulaciones. No es claro cómo aquellos que son familiares al individuo resultan serlo de modo que ingresen al círculo de sus intereses. Parece ser Catón, el disputante ciceroniano de Sobre los fines de los bienes y los males, el primero en intentar dar cuenta de ese salto:
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T3. Cicerón, Sobre los fines de los bienes y los males 3, 16-17 […], 62-64 Sostienen éstos —dijo—, cuya doctrina es aprobada por mí, que, tan pronto como nace el animal (de aquí hay que empezar), está unido/es atraído a sí mismo y es encomendado para conservarse a sí mismo y amar su constitución9 y las cosas que son conservadoras de esa constitución; que, en cambio, tiene aversión a su destrucción y a aquellas cosas que parezcan traerla. Que ello es de esta manera, lo prueban así: los niños, antes de ser tocados por el placer o el dolor, apetecen lo saludable y rechazan lo contrario; lo cual no sucedería si no amaran su estado y temieran su destrucción. Mas no podría suceder que apetecieran algo, si no tuvieran consciencia de sí mismos10 y, por ello, se amaran. Con lo cual debe entenderse que el impulso rector es el amor a sí mismo. […] Por otra parte, consideran que ha de entenderse que por naturaleza los hijos son amados por sus progenitores y de este punto de partida procede la común sociedad del género humano. Lo primero que debe entenderse es que la forma y los miembros de los cuerpos declaran que los tenemos, por naturaleza, para el procrear. En efecto no podrían concordar entre sí estas cosas: que por naturaleza, por una parte, quisieran que se procreara y, por otra, que no cuidara de que los procreados fueran amados. Y también en los animales puede vislumbrarse la fuerza de la naturaleza; cuando vemos su esfuerzo en el parto y en la cría, nos parece oír la voz de la naturaleza misma. Por lo cual, así como es evidente que por naturaleza nosotros huimos del dolor, así también es manifiesto que somos impulsados por la naturaleza misma a amar a quienes hemos engendrado. De esto nace que también la recomendación común de los hombres entre los hombres es natural, de manera que es necesario que un hombre, en cuanto hombre, no parezca ajeno a otro. En efecto, así como entre los miembros unos han nacido para sí mismos, como los ojos y las orejas, y otros ayudan al uso de los demás miembros, como las piernas, y las manos, así ciertas bestias han nacido sólo para sí, pero aquel que habita en una amplia concha y se llama pinna, el que sale nadando fuera de la concha (que, por custodiarla,
Traduzco suum statum como “su constitución” para mantener la unidad terminológica entre uno y otro pasaje. Sin embargo, vale la pena señalar que Cicerón elige status para verter systasis mientras que Séneca sí escoge constitutio, cf. Ep. 121, 10.
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Traduzco sensum sui como “consciencia de sí”.
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es llamado guardapinna11) y, cuando se recoge y se refugia en ella, de manera que parece advertirle que se precaucione, e igualmente las hormigas, las abejas, las cigüeñas, hace también ciertas cosas a causa de otros. Mucho más unidamente hacen estas cosas los hombres. Y así, por naturaleza somos aptos para asociarnos, para las asambleas, para las ciudades. Por otra parte piensan que el mundo es regido por la voluntad de los dioses y que es como la urbe y la ciudad común de los hombres y de los dioses y que cada uno de nosotros es parte de ese mundo; de lo cual se sigue por naturaleza esto, que antepongamos la utilidad común a la nuestra. En efecto, así como las leyes anteponen el bienestar de todos al de los individuos, así el varón bueno y sabio, que obedece a las leyes y no es ignorante del deber cívico vela más por la utilidad de todos que por la de uno cualquiera o la propia.
Si bien también aquí se habla de la Naturaleza, los vínculos que se establecen gracias a ella son más “emocionales” que racionales. Tanto el amor a sí mismo (diligendo se) como el temer la destrucción (interitum timerent) son consecuencias necesarias de conocer la propia constitución y lo que ella requiere para conservarse. El poder vinculante atribuido a lo natural recae en el componente emocional más que en el racional. En virtud de esta conexión, se explica también el amor a los hijos; ellos aquí son explícitamente tratados como “partes” del animal en la medida en que son fruto de una de sus funciones biológicas básicas. Otro es el asunto con los humanos que no son nuestra descendencia. Nótese que, a pesar de que Catón lo plantea como un argumento subsidiario del anterior, su formulación regresa a la noción de reconocimiento de lo ajeno y de lo familiar. Hay una operación cognitiva, racional, tras la aceptación del otro como algo que forma parte de mis intereses. No puede tan fácilmente apelarse al lazo emocional. Dicha operación es el reconocimiento de aquél como partícipe de la misma constitución, si se quiere, en términos más contemporáneos, como miembro de la especie. El mismo tipo de racionalidad se hace explícito al introducir la consideración de la finalidad. Unos seres se deben a otros, están hechos para la conservación de otros, como al parecer lo es el individuo y la sociedad. Ese razonamiento El ejemplo del molusco que aquí llamo pinna es uno de los preferidos por Cicerón. También menciona en el ND II, 48, que la guardapinna es un pececillo squilla, a cuyo paso el bivalvo se cuida a sí mismo y cierra su concha.
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medios-fin permite jerarquizar los intereses y fundar entonces la prioridad del interés de la comunidad sobre el individuo, explicando las conductas altruistas referidas por Cicerón. A diferencia de la limpia deducción de Crisipo, el argumento de Cicerón tiene un quiebre que refleja, como sostienen Brunschwig (1993: 136-137) y McCabe (2005: 415 y ss.), la existencia de al menos dos niveles de argumentación: uno que se basa en la búsqueda del bien personal —cuya extensión se ve progresivamente ampliada al incluir dentro del ámbito de lo propio a los familiares, los conciudadanos e incluso el género humano mismo— y otro que, basado en el reconocimiento de la racionalidad, prescribe la solidaridad entre los seres que la comparten. Brunschwig se apoya en el testimonio de Alejandro de Afrodisia para mostrar la existencia de ese quiebre: T4. Alejandro de Afrodisia, Sobre el alma 150, 28 Los estoicos, aunque no todos, dicen que el ser vivo es lo primero familiar a éste (en efecto cada ser vivo en cuanto llega a ser, es familiarizado consigo mismo, e igual pasa con los hombres). Otros, a quienes se considera más sutiles y capaces de dar cuenta del asunto con más agudeza, dicen que en cuanto nacemos, somos familiarizados con nuestra propia constitución y preservación.
Aquí, Alejandro señala al menos dos grupos de autores en los que diverge la clase de argumentación que se ofrece:12 los primeros, los egoístas, argumentan que el impulso de conservación es sobre el animal mismo, en su particularidad; los segundos, más sutiles, suponen que tal impulso es sobre la constitución misma, sobre su ser hombre, no concretamente sobre el hombre que es. Valiéndose de la nomenclatura de McCabe, llámese a la primera, tesis del egoísmo extendido, y a la segunda, tesis de la identificación. Establecer quiénes son los sutiles y quiénes los estoicos egoístas es una empresa sumamente especulativa. Conforme con la interpretación que aquí se propone, los primeros están más cercanos a la ortodoxia de la escuela y los segundos, confiando en la procedencia de la educación estoica de Cicerón, sostienen, como Posidonio, una procedencia mixta de las motivaciones para actuar: la razón y las emociones, o pasiones, que forman parte irreductiblemente de nuestra naturaleza. A favor de esta hipótesis, téngase en cuenta que Séneca comienza su Carta 121 haciendo referencia a Posidonio.
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Los egoístas se valen de la experiencia común y apelan fundamentalmente al denominado argumento de la cuna.13 De acuerdo con éste, lo natural se ve reflejado en la conducta de los niños quienes, aún no tocados por la sociedad y las convenciones, antes que buscar el placer, se dirigen a lo que es saludable y benéfico para sí mismos. Una vez se reproducen, las crías que se integran a ese círculo de interés, formando parte del animal en sí, requieren del mismo cuidado. Su inclusión es natural en cuanto originaria, en la medida en que se deriva del funcionamiento biológico del animal. Mas ¿en virtud de qué han de incluirse otros hombres dentro de lo propio? El único lazo evidente es la pertenencia a una misma especie, el compartir la racionalidad. En este punto, el egoísmo es trascendido y se hace necesaria la tesis cognitivista de la identificación. Ciertamente, ésta es una tesis cognitivista en la medida en que se funda en el progresivo conocimiento y reconocimiento de sí, de la propia constitución, de la de los demás… Nótese, por ejemplo, la manera en que Hierocles14 reconstruye el comienzo de la progresión: T5. Hierocles, Elementos de ética I, 34-9, 51-7, 2, 1-9 Debemos darnos cuenta de que tan pronto como nace el animal se percibe a sí mismo[…]. Lo primero que perciben son sus propias partes […] que las tiene y el propósito que ellas tienen; nosotros percibimos nuestros ojos, orejas y lo demás. Entonces en cualquier momento que queramos ver algo, dirigimos nuestros ojos, pero no nuestras orejas, hacia el objeto visible […]. Luego la primera prueba de que el animal se percibe a sí mismo es la autopercepción de sus partes y de las funciones para las que éstas les han sido dadas. La segunda prueba es que los animales no son inconscientes de su equipamento de autodefensa. Cuando
Es interesante que el argumento de la cuna, al que apela Séneca en Cartas a Lucilio 121, se enfoca en una conducta que, no siendo placentera, es buscada y realizada por el niño —ponerse en pie y caminar aunque se golpee frecuentemente— en respuesta al reconocimiento de su natural constitución. Ésta es, quizás, la manera más “estoica” de valerse de la experiencia en contraste con el procedimiento que recoge Cicerón; allí la cuna es fuente de motivación emocional no racional. Nótese también que la definición que aquí se ofrece de constitutio recurre al principio rector, a la conexión de la parte racional del alma por definición con el resto del cuerpo.
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Es un consenso más o menos establecido que la doctrina que reporta Hierocles bebe también de la reportada por Ario Didimo, fuente consistente con la ortodoxia del estoicismo.
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los toros batallan con otros toros o animales de otras especies, ellos clavan sus cuernos como si éstos fueran sus armas congénitas para la defensa. Cualquier otra criatura tiene la misma disposición relativa a lo que le es familiar y, por decirlo así, a sus armas congénitas.
El animal que se comporta naturalmente como dueño de sus partes y las usa en su trato con otros, se conoce a sí mismo, las partes que posee, su funcionamiento, su propósito y la manera de valerse de ellas en su relación con los otros. Es decir, conoce también sus propios límites y la existencia de otro; lo que le permite moverse en el mundo y autopreservarse es su capacidad de discriminar entre lo que le es propio y lo que es ajeno. Mas tal otro puede ser realmente otro, o uno igual a sí. Es preciso insistir en que esta reconstrucción no recurre al sentimiento,15 su fundamento es la percepción de una clase específica de constitución, la percepción de lo mío, del límite y de lo otro. Por ello, resulta más simple justificar la ampliación del círculo de interés una vez que esos otros, que son como yo, comparten la misma constitución. A esta luz, la teoría estoica de la oikeíosis es más similar a la peripatética de la oikeiótes de lo que en principio se reconoce.16 Es la identidad específica, propia de la clase animal, o animal racional para el caso humano, la que justifica los comportamientos comunales y solidarios. Lo mismo que la diferencia con otros animales respalda el “uso” que hacemos de ellos: T6. Cicerón, Sobre los fines de los bienes y los males 67 Pero no existen vínculos de derecho entre el hombre y los animales como los que establecen los hombres entre sí. En efecto, dijo correctamente Crisipo que Aun así, Hierocles señala también un componente afectivo en la progresión; hay algo de satisfacción e insatisfacción que acompaña tal progresión., cf. el uso de los verbos dysárestein y euaresteino en 6, 24-30. Esta argumentación forma parte del segundo fragmento del texto. En su conjunto, Hierocles intenta probar, por un lado, que el animal se percibe, se conoce a sí mismo y actúa con base en ese conocimiento y, por otro, que se siente a sí mismo y por lo mismo se ama, cuida de sí. Con todo, quizás por la corrupción del papiro, no se ofrece una conexión directa y explícita entre ambos hilos argumentales. La imbricación se construye, más adelante en el texto, sobre el supuesto monista de acuerdo con el que toda operación cognitiva supone una “emotiva” (6, 40 y ss.).
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Sobre la relación entre la postura estoica y la peripatética, cf. Brink (1956: 124-131), Pembroke (1971: 132-141) e Inwood (1985: apéndice 2).
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todos los demás seres existen por causa de los hombres y de los dioses, y que los hombres existen en vista de su comunidad y sociedad. Por lo cual los hombres pueden hacer uso de las bestias para su necesidad sin [cometer] injusticia; y puesto que la naturaleza del hombre es de tal manera que entre él mismo y el género humano hay una suerte de derecho civil, quien lo respete será justo, quién lo evada, injusto.
Recuérdese que los hombres ocupan un lugar privilegiado en el cosmos estoico gracias a que ellos participan de la razón, pueden adecuar su voluntad a ella y contribuir conscientemente en el funcionamiento ordenado de lo que es. En virtud de ese privilegio, entonces, los hombres pueden valerse de los otros seres vivos; como se había prefigurado en el fragmento de Plutarco, la justicia consiste en otorgar a los otros, iguales a mí, el mismo trato que exige la naturaleza para mi conservación.17 Así vista, la familiarización con la propia constitución, lejos de privilegiar la perspectiva y el interés del individuo, introduce imparcialidad y criterios claros para jerarquizar interés, propósitos y cursos de acción. Gracias a que los hombres comparten con la Naturaleza la racionalidad, ellos son capaces de incluirse racional y voluntariamente en su plan, dirigiendo sus deseos y esfuerzos a su cumplimiento. Por supuesto que tan extrema imparcialidad resulta también problemática; fundamentalmente, porque va en contra de la manera en que se concibe comúnmente el comportamiento humano. ¿Cómo podrían estos teóricos presentar un criterio para decidir en un momento de crisis entre una vida humana y otra; por ejemplo, entre preservar la salud de un hijo asesinando o la de su atacante?. La pauta de la comunidad de especie no da cuenta de nuestros afectos; no da pie para justificarlos, pues, ciertamente, en la perspectiva de Epicteto o Marco Aurelio, éstos no tienen justificación. Considérense, por ejemplo, las afirmaciones de Epicteto sobre el carácter ajeno —prestado, transitorio, no dependiente de mí— y, por lo tanto, renunciable de la esposa, los hijos y la hacienda.
Cf. Porfirio, Sobre la abstinencia. Fuente de la que bebe Plutarco, cuya explicación de la noción de especie es abiertamente de origen peripatético.
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El argumento estoico para la cosmópolis18 Véase ahora el otro polo de la aparente tensión. Muy esquemáticamente, los estoicos en su conjunto sostienen que: T7.Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses 2, 154 El mundo mismo fue hecho a causa de los hombres y los dioses, y las cosas que están en él están dispuestas y son inventadas para el uso de los hombres. Es el mundo como si fuera la casa común de dioses y hombres, o la ciudad que pertenece a ambos; sólo ellos tienen razón y viven en la justicia y la ley.
De lo que podemos inferir que: 1. El mundo es comprendido como una polis. Y que: 2. Una polis es, por definición, el lugar donde viven los seres humanos/la organización de los seres humanos regida por una ley. Mas, según Clemente también: T8. Clemente Alejandrino, Miscelánea 4, 26, p. 642 En efecto los estoicos dicen que el cielo es propiamente una ciudad, pero los lugares sobre la tierra de ningún modo son ciudades. Pues son llamadas así, pero
Es crucial señalar que desde sus comienzos la tesis del cosmopolitismo implica un compromiso con el bienestar de los otros, precisamente en su reconocimiento de todos como humanos, como miembros de una misma especie. Por ello, a pesar de la idea de que en un cosmos en el que los seres humanos sean sabios no será necesaria una teoría ni una praxis política, el estoico supone que el sabio puede y debe —en algún sentido— participar en la política de las polis actuales. El presupuesto de lo anterior —socrático como la tesis misma del cosmopolitismo— es que una buena vida humana incluye e implica ayudar a otros seres humanos.
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no lo son. La polis es conveniente/útil y el pueblo un sistema propio de la ciudad y la multitud de hombres lo que es gobernado por la ley, así como la iglesia por la palabra, una ciudad sobre la tierra impenetrable, libre de tiranía, una voluntad divina sobre la tierra como en el cielo.
De donde suponemos que: 3. Al parecer (evidencia) no existe sobre la tierra una ciudad de esas características.
Y dado que según Marciano: T9. Marciano, Instituciones I, p. 11, 25 Pero también el filósofo estoico sumamente sapiente Crisipo, comienza así el libro que escribió, Sobre la ley : La ley es soberana de todas las cosas tanto las divinas como las humanas. Es preciso que ésta sea primera, gobernante y hegemónica de las cosas honestas y vergonzosas y, conforme a ésta, medida de las cosas justas y de las injustas, además, respecto de los seres vivos por naturaleza civil, debe prescribir lo que debe hacerse y prohibir lo que no debe hacerse.
Y según Plutarco, T10. Plutarco, Contradicciones de los estoicos 11, 1037F Es más, según Crisipo, el impulso del hombre es una razón que le prescribe lo que debe hacer, tal como lo escribe en su libro Sobre la ley […].
Ahora, en virtud de T9 y 10, es claro que: 4. Ley, por definición, es identificable con la correcta razón. Y, gracias a 1, 2 y 3,
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5. El único habitáculo humano que está en orden es el cosmos. Luego es posible, justificadamente, concluir que el cosmos es una polis, una ciudad compartida por dioses y hombres, todos aquellos que participan de la razón universal. Hasta aquí, participar de esa razón conlleva, por lo menos, tres compromisos: autopreservarse —lo que supone estar familiarizado (conocer) la propia constitución y los alcances de ésta—, preservar a los familiares —esto es, aquellos a los que, por ser parte de sí o de su especie, se reconocen como semejantes— y, en consecuencia de lo anterior, vivir políticamente, ejercer su razón a favor de un todo ordenado: la ciudad universal. Esta reconstrucción obvia conscientemente los rasgos emotivos que apoyaban la tesis egoísta; si bien ella resulta más cercana al sentido común, como se dijo, no da cuenta de cómo se integra emocionalmente a los no familiares en el interés propio. Además, tendría que habérselas con un problema claramente identificado por los estoicos, pero poco explícito: dado el caso en que una emoción y una razón entren en conflicto, la irracionalidad y demasía de la emoción seguramente “arrastrará” a la razón. Es decir, si nuestro comportamiento ético depende simultáneamente de amarnos a nosotros mismos y a los nuestros y reconocer cognitivamente en los demás nuestra propia constitución, en caso de que las creencias asociadas a la emoción se opongan a las dependientes de la razón, las primeras prevalecerán. No hay, pues, garantía de que se produzca la progresión.19 Por su parte, los que Alejandro llama más sutiles, los teóricos de la identidad, construyen cada paso con base en las capacidades cognitivas, racionales del ser humano, haciendo posible la inclusión de todo el género en el campo del primer impulso, justificando la naturaleza política del ser humano; de esta forma, validan la tesis de la cosmópolis. Esta explicación es también más coherente con el resto de la doctrina. Si se sostiene que el amor a sí mismo, el temor a la destrucción y el amor a los hijos son la base del comportamiento ético del hombre sabio, Cf., los argumentos de Séneca sobre la debilidad de la razón frente al impulso de la pasión (Sobre la ira I, 7, 2). Por supuesto que la ortodoxia de la escuela no estaría de acuerdo con este pesimismo. El reparo de Crisipo iría seguramente más bien sobre la idea de que una falsa creencia —una pasión— no puede ser una fuente de motivación recta, que conduzca a una acción adecuada.
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no puede simultáneamente reprochársele por dichas emociones. Luego, la doctrina de la apathía, el abandono de las pasiones, quedaría fuera de lugar. Si, más bien, se es solidario gracias al reconocimiento de una misma naturaleza en sí mismo, en los otros humanos y, en general, en el ordenamiento cósmico, es perfectamente comprensible el riesgo y la futilidad de la pasión.
Marco Aurelio: la cosmópolis como ciudad interior Una lectura rápida de las obras de Epicteto y Marco Aurelio deja en claro que, si bien sus posiciones se concentran casi exclusivamente en asuntos éticos, éstas son de cuño cabalmente crisipiano. En ellos, la tesis del “ciudadano universal” desempeña un papel crucial y aunque ambos la apoyan en un razonamiento de corte deductivo, como los que se han esbozado, su punto de partida no es el mismo. Ya se estableció que el interés de este trabajo es exclusivamente la posición de Marco Aurelio. Con todo, cabe señalar que también esa estrategia deductiva puede presentarse de distintas formas. Epicteto se apoya en la identidad, en virtud de la razón, entre dioses y hombres, por lo cual su postura es más bien teológica e implica una participación directa del hombre en el ordenamiento del universo.20 Marco Aurelio, por su parte, considera otras las posibilidades: T11. Marco Aurelio, Meditaciones 6, 44 Si, efectivamente, los dioses deliberaron sobre mí y sobre lo que debe acontecerme, bien deliberaron; porque no es tarea fácil concebir un dios abúlico. ¿Y por qué razón iban a desear hacerme daño? ¿Cuál sería su ganancia o la de la comunidad que es su máxima preocupación? Y si no deliberaron en particular sobre mí, sí al menos lo hicieron profundamente sobre el bien común, y dado que estas cosas me acontecen por consecuencia con éste, debo abrazarlas y amarlas. Pero si es cierto que sobre nada deliberan (dar crédito a esto es una impiedad;
Cf. Long (2002: 163- 168) para la justificación, desde el mismo pensamiento de Crisipo, de la identidad entre dios y el hombre que se hace contundente en Epicteto.
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no hagamos sacrificios ni súplicas ni juramentos, ni los demás ritos que todos y cada uno hacemos con la idea de que van destinados a dioses presentes y que conviven con nosotros), si es cierto que sobre nada de lo que nos conviene deliberan, entonces me es posible deliberar sobre mí mismo y sobre mí conveniencia. Y a cada uno le conviene lo que está de acuerdo con su constitución y naturaleza, y mi naturaleza es racional y sociable. Mi ciudad y mi patria, en cuanto Antonino, es Roma, pero en cuanto hombre, el mundo. En consecuencia, lo que beneficia a estas ciudades es mi único bien.
A pesar de lo compacto del razonamiento, aquí están paso por paso las razones por las que el bien del cosmos es idéntico al bien personal. El punto crucial es la deliberación, o más ampliamente, la posibilidad de encontrar los mejores medios y fines para un propósito. Este propósito —el bienestar de la comunidad— conducirá, por la deliberación de los dioses sobre lo personal o sobre lo colectivo o por la propia deliberación, a elegir aquello que es le es familiar al hombre: la razón. Y, en Marco sí existe un argumento explícito por el cual queda claro que la comunidad entre hombres y la que existe entre éstos y el cosmos depende de su naturaleza racional: T12. Marco Aurelio, Meditaciones 4, 4 Si lo intelectual es común para nosotros, también la razón, por la cual somos racionales, [nos] es común. Si esto, también lo que, entre las acciones, debe hacerse o no, es una razón común. Si esto es así, también la ley es común; y si esto, somos ciudadanos. Si se acepta lo anterior, alguna forma de gobierno compartimos; y si la compartimos, el cosmos es como si fuera una ciudad: en efecto ¿alguien diría que es otra la forma de gobierno de todo el género humano que la de lo común? Pues de dónde, sino de esta misma común ciudad, [procede] también lo intelectual y lo racional y lo legal para nosotros, o ¿de dónde? Pues en efecto lo terrestre en mí de alguna tierra ha provenido y lo húmedo de otro elemento y el aire de alguna fuente y lo caliente y lo ígneo de alguna fuente peculiar (pues nada proviene de nada, así como ni siquiera hacia lo que no es se aparta), así ciertamente la inteligencia llega a ser de algún lugar.
Como el de Crisipo sobre la oikeíosis y la reconstrucción ofrecida con base en la identidad, el razonamiento de Marco Aurelio no se apoya en evidencia fáctica
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alguna. Sus supuestos son más bien conceptuales; dos están a la base: de la nada, no proviene nada —o, para el caso concreto, cada cosa proviene de una semejante a ella— y todos los humanos comparten lo intelectual. Puesto que las cosas tienen un origen y éste debe explicar sus cualidades, la inteligencia humana debe estar conectada intrínsecamente con la universal. Por otra parte, aunque podría pensarse lo contrario, también la última tesis es de tipo conceptual: ser un ser humano es, por definición, participar de lo intelectual, luego es obvio que todos los humanos comparten lo intelectual. El punto controversial es el mismo para éste y para el argumento paralelo de Crisipo: esa mente o capacidad racional no sólo implica un cierto operar similar, sino también una cierta normatividad, aspectos que no necesariamente son idénticos. Bien podrían ser los hombres racionales, es decir tener por ejemplo la capacidad de discriminar pero no por ello tener el mismo sentido de lo debido o no debido, como supone la segunda implicación. Para ello, debe también garantizarse la comunión en esa normatividad: T13. Marco Aurelio, Meditaciones 7, 9 y 13 Todas las cosas están entrelazadas entre sí y su común vínculo es sagrado y casi ninguna es extraña a otra, porque todas están coordinadas y contribuyen al orden del mismo mundo. Que uno es el mundo, compuesto de todas las cosas; uno el dios que se extiende a través de todas ellas, única la sustancia, única la ley, una sola la razón común de todos los seres inteligentes, una también la verdad, porque también una es la perfección de los seres del mismo género y de los seres que participan de la misma razón […]. Como existen los miembros del cuerpo en los individuos, también los seres racionales han sido constituidos, por este motivo, para una idéntica colaboración, aunque seres diferentes. Y más se te ocurrirá este pensamiento si muchas veces hicieras esta reflexión contigo mismo. Soy un miembro del sistema constituido por seres racionales, mas si dijera que formas parte, con el cambio de la letra r,21 no amas todavía de corazón a los hombres,
La conexión que hace Marco Aurelio entre meros: —ser parte o miembro— y melos: cuidar, preocuparse, amar es intraducible.
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todavía no te alegras íntegramente de hacerle favores; más aún, si lo haces simplemente como un deber, significa que todavía no comprendes que te haces un bien a ti mismo.
La racionalidad común se explica, entonces, como el mecanismo que permea todo lo que es y lo incluye en un ordenamiento, en un plan. En éste, cada ser debe considerarse miembro de un único organismo de manera que sus intereses coincidan completamente con los del cosmos. Ello es posible, por supuesto, gracias a la razón. En la medida en que comprende que es meramente una parte y, por lo tanto, se debe al funcionamiento del todo, su impulso para actuar se conformará completamente con el plan universal. También, Marco Aurelio supone un cierto componente emocional: la philía, el amor por el otro —amigo y familiar—; pero ésta resulta de la cabal comprensión de esa unidad que existe naturalmente entre todos los seres. Sin embargo, hay una diferencia central en el papel que tiene este sentimiento en la motivación del individuo; el amor no es, como para Catón, el resorte del comportamiento cooperativo. Antes bien, la identificación de sí como parte, idéntica a las demás, de un mismo organismo con un mismo fin provoca —acompaña, incita— el amor por los otros. No se actúa por pasión, se experimenta philía en virtud de la razón. No es este el lugar para desentrañar las complejidades metafísicas que subyacen a las Meditaciones de Marco Aurelio. Con todo, puede señalarse que esta manera de introducir en el escenario mental una emoción sigue siendo consistente con la ortodoxia del estoicismo. Si bien, se ha dicho ya, ellos rechazan la naturalidad y necesidad de las pasiones, su monismo implica y reconoce la existencia de eupatheiai, emociones buenas, que acompañan —subyacen, son concomitantes— a los procesos y estados intelectuales. Esta philía sería una de ellas. Una vez más, ella no motiva, pero su experimentación es muestra de una correcta motivación. En consecuencia, a partir del reconocimiento de la identidad, se deriva una serie amplia de compromisos con respecto, por ejemplo, a la verdad, la perfección —el fin último de las acciones que son aplicables irrestrictamente a todo lo real—. Porque se comparte la razón, se comparte un criterio para actuar, una ley común, una ciudadanía. Luego es claro por qué el mundo es una ciudad. En efecto, Marco insiste, inusitadamente dentro del estoicismo, en la naturaleza social del hombre:
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T14. Marco Aurelio, Meditaciones 7, 55 No pongas tu mirada en guías interiores ajenos, antes bien, dirige tu mirada directamente al punto donde te conduce la naturaleza del conjunto universal por medio de los sucesos que te acontecen, y la tuya propia por las obligaciones que te exige. Cada uno debe hacer lo que corresponde a su constitución. Los demás seres han sido constituidos por causa de los seres racionales, y, en toda otra cosa, los seres inferiores por causa de los superiores, pero los seres racionales lo han sido para ayudarse mutuamente. En consecuencia, lo que prevalece en la constitución humana es la sociabilidad. En segundo lugar, la resistencia a las pasiones corporales, pues es propio del movimiento racional e intelectivo marcarse límites y no ser derrotado nunca ni por el movimiento sensitivo ni por el instintivo. Pues ambos son de naturaleza animal, mientras el movimiento intelectivo quiere prevalecer y no ser subyugado por aquéllos. En tercer lugar, en la constitución racional no se da la precipitación ni la posibilidad de engaño. Así pues, el guía interior que posee estas virtudes, cumple su tarea con rectitud, y posee lo que le pertenece.
Así, contrario a lo que podría creerse, la búsqueda interna que emprenden tanto el escritor como el lector de las Meditaciones conduce directa y primeramente a lo social. Es el deberse al plan general, el formar parte de un organismo universal lo que define al hombre. Siempre que su hegemonikón se comporta como tal, es decir rige racionalmente sus acciones, no sólo se incluye en el ordenamiento natural sino que se somete a lo propio, abandona cualquier condicionamiento exterior librándose así también de la infelicidad. No hay pues individualismo en la propuesta de Marco Aurelio, asi las cosas lo que es personal en ella, la razón, es precisamente lo que es común, la universalidad que garantiza la cooperación de todos los humanos y la subordinación de los restantes seres en el plan natural. Ciertamente el anterior es un esfuerzo por mostrar la consistencia de la doctrina estoica; pero no es solamente eso. El problemático entronque entre la ética y la política no es un asunto superado. El principal aporte que puede obtenerse de esta tosca reconstrucción es quizás precisamente la eliminación de la diferencia y, sobre todo, de la distancia entre éstas. No hay en el estoicismo una teoría política, pero no porque no haya una propuesta política en el sistema, sino porque esta propuesta no es distinta de
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aquella que conduce la vida propia de cada individuo. Mas tampoco puede decirse, como frecuentemente se hace, que ello se deba a que en el caso concreto de Marco Aurelio el basamento de la conducta personal hacia sí y hacia los otros sea una disposición del alma o una emoción. Los límites no están borrados gracias a una propuesta emotivista; por el contrario, ellos se desdibujan si se reconoce que el cuidado de sí es el cuidado del otro, que la racionalidad del cosmos no distingue entre el todo y la parte. Así las cosas, la sociabilidad, en cuanto es vista como parte de la inteligencia universal de naturaleza cósmica, contiene, sin duda, una dimensión ética y política; no se debe a un contrato social, a un pacto inter pares o a un nomos, sino que descansa en la misma naturaleza humana, en la que el hombre comparte con el resto del cosmos y con dios. Luego parece claro porque el lazo que une a Marco Aurelio con su cosmos es mucho más fuerte que el interés, la convención, la costumbre o cualquiera de los lazos característicos de las éticas de la modernidad. Retómese entonces T11. Al deliberar, el hegemonikón se da cuenta de que su conveniencia, su propio ordenamiento, su “ciudad interior” es la misma que la conveniencia, el ordenamiento, la ciudad exterior, por ello Marco Aurelio puede en sus “cosas para sí” decir sin empacho o contradicción: “Mi ciudad y mi patria, [es] en cuanto hombre, el mundo”.
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La recepción cristiana de la esclavitud natural en la Baja Edad Media: Nicolás de Valdemonte Felipe Castañeda Universidad de los Andes
Planteamiento del problema En el primer libro de la Política, Aristóteles diferencia entre dos tipos de seres humanos: los esclavos y los amos por naturaleza. En términos muy generales define a los primeros como hombres que se caracterizan, principalmente, por su incapacidad natural para deliberar;1 es decir, para decidir de una manera voluntaria y racional qué se debe hacer, cómo, cuándo, dónde, en aras de qué fin y con base en qué alternativas. Esta deficiencia se manifiesta en una disposición que impide, en primer lugar, un desarrollo general de la virtud de la prudencia. En efecto, si no se puede deliberar, entonces tampoco se pueden determinar de una manera acertada los medios convenientes para el logro de los fines, que hacen referencia al bien propio y al común. Por lo tanto, el esclavo natural resulta imprudente de por sí. No obstante, la racionalidad no le estaría completamente vedada, ya que en caso contrario no se lo podría considerar como humano en general. Según Aristóteles, el esclavo natural, aunque no posea la razón, en todo caso y en alguna media, es apto para participar de ella.2 Esto se explica porque está facultado para entender órdenes así como para reconocer la inteligencia, la habilidad y el conocimiento de los que sí la poseen plenamente. Para redondear este breve esbozo, el Filósofo considera que los esclavos naturales se entienden como seres impedidos para prever y, en consecuencia, para mandar
“[...]el esclavo [natural] está enteramente privado de la parte deliberativa[...]” (Aristóteles, 2005: 92; 1260a 13).
“Es esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro [...] y tiene relación con la razón en grado tal que la percibe pero no la posee” (Aristóteles, 2005: 67; 1254b 22).
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en absoluto.3 Ahora bien, no es del caso en este lugar entrar a analizar qué se está entendiendo “por naturaleza” cuando se habla de esta clase de esclavitud.4 Sin embargo, resulta compatible con las ideas de Aristóteles afirmar que alguien puede estar afectado por la condición de esclavitud natural, bien sea en razón de las costumbres viciosas que llegan a conformar su segunda naturaleza, bien sea por la extremidad de las condiciones climáticas, demasiado frío o calor; bien sea por la conformación y disposición natural del propio psiquismo. De cualquier manera, el Filósofo propone una desigualdad humana natural, que no es fruto de la ley ni de las contingencias de la fortuna, sino el pilar angular en su concepción de la sociedad y de la organización política: unos nacen o están configurados naturalmente para obedecer y otros para mandar. Desde un punto de vista cristiano, este planteamiento es cuestionable:5 en primer lugar, el credo asume que todos los seres humanos son creados iguales, según palabras del Génesis. Por otro lado, todo hombre es concebido como descendiente de un mismo padre, lo que confirmaría la igualdad genérica. Además, supone que todo ser humano se entiende como persona moral, susceptible de pecar, por lo tanto, como alguien dotado de la suficiente racionalidad y voluntad para poder responder por sus actos, lo que parece excluir individuos que por naturaleza no puedan tener un ejercicio adecuado de su voluntad. Finalmente, no parece compatible con una entidad divina omnipotente el hecho de que haya creado seres humanos imperfectos. Si esto es así, se tendría que concluir que, en principio, la teoría aristotélica y gentil de la esclavitud natural es incompatible con el cristianismo en general, o cuando menos, que no es obvio cómo se pueden llegar a armonizar.
“[...]quien tiene la capacidad de prever con su mente es por naturaleza quien gobierna y amo por naturaleza, mientras que quien es capaz de hacer tales cosas con el cuerpo es gobernado y esclavo por naturaleza” (Aristóteles, 2005: 53; 1252b 33).
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Más adelante se expondrán algunas ideas de Valdemonte al respecto. Sobre el tema, véase: Ambler (1987).
Valdemonte plantea el problema en los siguientes términos: “De primo dudio [Utrum loquendo secundum Theologicam veritatem sit concedendum aliquem esse servum a natura] arguitur per illud Genesis 9, ubi dicitur omnes homines aequales natura genuit. Et etiam per Ambrosium: natura non fecit servum, sed insipientia: nec manumissio fecit liberum, sed disciplina” (Iohannis Buridani Philosophi, trecentis retro annis celeberrimi, Quaestiones in octo Libros Politicorum Aristotelis qlp, Oxoniae, M. DC. XL., p. 27).
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Curiosamente, en las teorías de la guerra justa que se fueron desarrollando con motivo del descubrimiento y de la conquista de América,6 no sólo se retoma la distinción aristotélica entre amos y esclavos naturales, sino que se tiende a dar por sobreentendida su compatibilidad con el dogma cristiano. En efecto, autores como Juan Ginés de Sepúlveda no tienen mayor inconveniente en justificar la toma de dominio del Nuevo Mundo apelando a la presunta condición de esclavos naturales de los indios y, a la vez, llamando la atención acerca de la importancia trascendental de su evangelización. Esto motiva volver sobre los comentarios medievales de la Política de Aristóteles, en aras de estudiar cómo se dio la recepción cristiana de la esclavitud natural, ya que fue precisamente en aquel entonces cuando por primera vez surgió esta cuestión. Se debe recordar que la primera traducción completa de la Política es de alrededor de 1265 por Guillermo de Moerbeke y que antes de esta versión latina, el conocimiento y la posiblidad de acceso a esta obra del Estagirita era prácticamente imposible. Ahora bien, en uno de los primeros comentarios de la Política, escrito hacia 1380 por Nicolaus Girardi de Waudemonte, bajo el título Quaestiones in Octo Libros Politicorum Aristototelis, expresamente, se toca el asunto propuesto. Se trata de un texto que durante buen tiempo se atribuyó a Juan de Buridán y que es especialmente representativo no sólo por la fama de su erradamente pretendido autor, sino por la significativa cantidad de impresiones que tuvo: París, 1489 y 1513, y Oxford, 1640.7
La cristianización de la esclavitud natural El comentario de Valdemonte está concebido a partir de una serie extensa de cuestiones relacionadas con algunos de los temas principales que desarrolla Aristóteles en su Política; en otras palabras, no se trata de un comentario exegético
Véase, por ejemplo: Pagden (1992) y Schäfer (2002).
“Der Kommentar wurde insgesamt dreimal ediert. Die editio princeps wurde um 1489 bei Wolfgang Hopyl in Paris gedruckt. Die Edition ist anonym. Erst die zweite Edition, die 1513 ebenfalls in Paris gedruckt wurde, schreibt das Werk Johannes Buridan zu. Die bisher letzte vollständige Edition wurde 1640 in Oxford gedruckt” (Flüeler, 1992: 146 y ss.)
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como los de Alberto Magno o Tomás de Aquino. El primer libro lo desglosa Valdemonte en dieciséis cuestiones, de las cuales la vi, “Sobre los esclavos hechos por naturaleza”, es especialmente relevante para nuestro asunto. Esta cuestión responde a la siguiente estructura: una serie de respuestas negativas a la pregunta o argumentos en contra; una referencia, en este caso a Aristóteles, que señala oposición frente las respuestas negativas; una respuesta general, organizada en artículos, en los cuales se adelantan definiciones conceptuales y de principios que harán posible dar cuenta de la solución, conclusiones en las que se van concretando las respuestas definitivas, así como las dudas que suscitan las mismas conclusiones, y, finalmente, la cuestión se cierra con respuestas puntuales sobre cada una de las respuestas negativas o argumentos en contra. Presento esta articulación de la cuestión, que con algunas variaciones se repite en toda la obra, porque indica que en textos como el de Valdemonte no sólo se recogen las ideas de un autor particular sobre el asunto que se va tratar, sino también, los puntos de vista que la comunidad académica de entonces consideraba razonable discutir. En efecto, a la vez que señalan lo que podría ser la respuesta oficial frente a lo que se inquiere, también hacen manifiesto lo que motivaba el debate y lo que valía la pena poner en consideración pública académica. Y uno de estos temas, valga la pena insistir, fue el de la eventual compatibilidad entre lo que dijeron los santos y lo dicho por el Filosófo en relación con la esclavitud natural,8 compatibilidad o concordancia que para Valdemonte se puede dar y justificar. Nuestro comentador propone, en primer lugar, una determinada acepción de la expresión por naturaleza: [...] ha de notarse que se llama por naturaleza aquello que no es introducido de manera violenta ni voluntaria, sino tan sólo a partir de la necesidad y de la inclinación y de la ordenación natural, así como entrar en combustión, arder con respecto al fuego [...].9
“Et videbitur quomodo dicta sanctorum, et dicta Philosophi possunt concordari” (qlp, p. 25).
“Est notandum, quod illud dicitur a natura quod nec violenter nec voluntarie est introductum: sed solum ex necessitate & inclinatione & ordinatione naturae, sicut comburere, ardere respectu ignis[…]” (qlp, p. 25).
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Esta definición resalta la caracterización de algo, principalmente a partir de aquello que lo genera o que da razón de ello, por lo que se centra más en sus causas que en su consideración como algo en abstracto. Como rasgos distintivos propone que algo es natural desde sus causas en la medida en que éstas no tengan carácter ni violento ni voluntario. Lo primero se explica si se supone que cuando una cosa actúa según su naturaleza no padece, en principio, violencia alguna, ya que sigue el curso y la realización prevista por su modo de ser y correspondiente con éste, es decir, con aquello a lo que de por sí tiende y está inclinada. Lo segundo recoge uno de los sentidos básicos de la expresión natural como algo opuesto a lo que es fruto del artificio y del obrar humanos. De esta manera, todo aquello que es causado sin violencia ni intervención de la voluntad se considera como natural; en concreto, las cosas que se dan en general a partir del orden de la naturaleza. Según esto, alguien podría ser esclavo natural, siempre y cuando su condición servil no sea fruto exclusivamente de alguna situación de hecho, como la pérdida de una guerra o un castigo; como tampoco, en razón de un acto legal, como la paga de una deuda o la autoventa. No obstante, se podría ser esclavo natural por causa de la necesidad, que obliga sin alternativa a estar subordinado a otro para poder vivir, o porque de por sí se está inclinado a ser esclavo, sin que se requiera coacción para esto, o porque en la servidumbre está el cumplimiento de la propia finalidad asignada por naturaleza. Posteriormente, Valdemonte aclara un segundo sentido de por naturaleza que conviene reseñar: algo se puede llamar por naturaleza, bien sea porque es inherente a todos los individuos de una misma especie, bien sea porque permite establecer una diferencia entre los miembros de una misma especie, teniendo en cuenta sus distintos fines propios dentro de ésta, como por ejemplo ser macho o hembra.10 El primer sentido refiere a los rasgos esenciales comunes y distintivos que dan cuenta de una especie en general. Con base en esta acepción no se puede hablar
“Secundo notandum est quod aliquid dicitur esse a natura dupliciter, uno modo quia inest a tota specie […] & isto modo nullus est servus a natura, quia non inest cuilibet individuo speciei: sed alio modo quia in eadem specie est quaedam differentia ordinata ad legitimos fines, sicut diceremus de masculo et femella, domestico et silvestri, et inter individua ejusdem speciei. Ex hoc sequitur corollario, quando dicitur utrum aliquis sit servus a natura, quod debet intelligi utrum natura ordinavit aliquos in specie humana aptos ad serviendum, et aliquos aptos ad principandum, & dominandum” (qlp, p. 25s).
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de “esclavos por naturaleza”; en efecto, no todo hombre lo es ni es necesario que lo sea para que se lo considere como tal. El segundo sentido supone que se pueden plantear distinciones naturales entre los individuos de una misma especie, de tal manera que se pueda cumplir con la realización del propio modo de ser. Así, y por poner un breve ejemplo, en la medida en que el hombre por naturaleza es social, en aras de hacer posible el fin de la convivencia, algunos tienen que obedecer y otros que mandar, ya que de otra manera el todo social no se podría sostener. En consecuencia, la distinción entre dominados y dominadores en el ámbito social deviene natural. Por otro lado, ya que el concepto de esclavitud se opone al de libertad, Valdemonte propone diferenciar entre dos sentidos de esta expresión: la libertad que señala la falta de coacción o de impedimentos externos para la realización de lo que se pretende y la libertad que se concreta en el ejercicio adecuado de las facultades mentales.11 La primera resultaría correspondiente, grosso modo, con lo que hoy llamaríamos libertad negativa; la segunda, con la positiva. Obviamente, una y otra dan lugar a distintas acepciones de esclavitud: en un caso, para hablar del que sirve por violencia y por la voluntad de otro; en el segundo, para hablar del que es siervo, así le falte un amo quien lo mande, porque su mente de por sí no puede querer incondicionadamente frente a su pasionalidad, el “esclavo del pecado”. Con base en estas distinciones conceptuales, Valdemonte pasa a la exposición de algunas conclusiones. El credo cristiano distingue entre la situación del hombre en estado de inocencia y la propia de la caída. Ahora bien, ya que en el Paraíso habría habido una perfecta armonía entre el alma y el cuerpo, así como entre el hombre, el medio y Dios, no tendría sentido pensar en la existencia de esclavos y de amos naturales, por varias razones: todo ser humano sería apto para ejercer plenamente sus facultades mentales, por lo que estaría en capacidad de prever y gozar de prudencia; no se padecerían necesidades ya que en el Paraíso abundarían los bienes; no sería requerido organizarse políticamente, puesto que reinaría una concordia natural. “Quarto notandum est, quod in proposito quando loquimur de servitute & libertate, libertas capitur proprie. Et sunt ejus duae conditiones. Prima consistit in habendo potestatem actuum propriorum, sc. quod sit compos ad illos actus, & non coactus. secunda consistit in exercitio nobelium operationum animae, scilicet in speculando. Ex quo sequitur quod ille qui non operatur operationem animae, sed corporis, dicitur servus, & patet in scriptura[…]” (qlp, p. 26).
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Precisamente, ésta no es la situación en el estado propio de la caída. Aunque, desde el dogma, la expulsión del Paraíso se deba entender como castigo por la infracción cometida por los primeros padres,12 también se debe suponer como una condición en la que se afectó considerablemente la naturaleza humana, ya que comenzaron a hacerse presentes todas las manifestaciones negativas de una naturaleza mortal, constituida por factores opuestos —el alma y el cuerpo, el ser y la nada—, sujeta a todo tipo de limitaciones y de necesidades. Ahora se tiene un hombre que carece de vestido, de comida y de bebida, y que no es capaz por sí mismo de cubrir todas sus necesidades. Esto motiva, a juicio de Valdemonte, que aparezcan relaciones de dominio, en las que unos resultan esclavos y otros amos, con el fin, en primer lugar, de lograr un aprovisionamiento de bienes de los que unos carecen y de los que otros gozan en abundancia; en segundo lugar, para evitar discordia y confrontación y, finalmente, para que, en justicia, los unos sean honrados por los otros.13 Lo primero se explica porque el necesitado está inclinado a entrar en relación de dependencia con el que le pueda satisfacer su requerimiento; lo segundo, si se considera que una forma de evitar la rivalidad y la violencia, que puede conllevar el pretender tener acceso y posesión de un bien limitado con igualdad de esperanza de logro, consiste en el hecho de que unos se plieguen a la voluntad de otros; lo tercero, porque si es justo que cada quien reciba lo que le es propio, entonces debe recibir más honor y reconocimiento aquél de quien se depende, que aquel que no puede subsistir de por sí. Ahora bien, como este tipo de relaciones son causadas por la condición natural del hombre mismo, ya que sus defectos son manifestación del modo de ser propio de su constitución, entonces la distinción entre amos y esclavos se debe suponer como natural, según las distinciones y sentidos previamente referidos;
Palabras de Yahveh a Adán: “por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá [...]. Con sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gen. 3, 17-19).
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“Considerando naturam humanam absolute, scilicet secundum statum qui est modo, aliquis est servus a natura. Ista conclusion patet […] quia ipsa stante sicut modo est, sic est quod homo indigent vestimentis, cibis, potibus & sic de singulis: ergo est necesarium quod sint servi, quia nullus omnia potest sibi impetrare: ex oportunitate, quia nisi sic, fierent multa jurgia: ex justitia, quia justum est quod domini honorentur a servis” (qlp, p. 27).
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es decir, sin coacción externa sobre el propio modo de ser, en razón de la causa, sin afectar la esencia, pero permitiendo distinguir entre miembros de la misma especie en aras de poder paliar la situación. Valdemonte complementa su concepción de esclavitud natural con algunas indicaciones sobre las nociones de defecto y de bien.
Los defectos, los bienes y el esclavo natural Valdemonte se apoya en Aristóteles para distinguir entre dos tipos de defectos: los que tienen lugar por parte del cuerpo y los que refieren al alma.14 Unos y otros están conectados, puesto que el buen funcionamiento de las facultades cognitivas y deliberativas está condicionado por la buena disposición de la sensibilidad y, por ende, del cuerpo en general. Por lo tanto, los defectos corporales terminan teniendo incidencia sobre la conveniente o inconveniente disposición de la mente. En efecto, para que la mente pueda realizar adecuadamente sus operaciones requiere de un cuerpo sano en general. En síntesis se puede decir que la noción de defecto hace referencia justamente a problemas del ordenamiento adecuado, bien sea de las diferentes facultades del alma —la racional y la sensible—, bien sea entre el alma y el cuerpo, bien sea de las partes del cuerpo entre sí. Adicionalmente, la noción de defecto refiere, en alguna medida, a la de bien. Se debe advertir que no se trata necesariamente de nociones opuestas, ya que la última hace referencia principalmente a un plano moral, mientras que la primera remite a males de pena, que no siempre están vinculados con lo que las personas hagan o dejen de hacer como seres dotados de voluntad. Según Valdemonte, es posible plantear tres tipos de bienes:15 algunos son ínfimos, los que están sujetos a la fortuna; otros son supremos, los que refieren a las virtudes del alma, y, finalmente, otros son medios, como el vigor y la salud del cuerpo. “[...]secundum intentionem Philosophi sunt duplices defectus in homine: quidam est ex parte corporis, ut defectus in membris, & alius est defectus ex parte animae, ut habetudo, inhabilitas animae, ignorantia” (qlp, p. 28).
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“[...]triplicia sunt bona: quaedam sunt infima, ut bona fortunae subjecta: alia sunt suprema, ut virtutes animae: alia sunt media, ut sunt bona naturae, scil. corporis, ut robur, sanitas, & c.” (qlp, p. 29).
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Sobre los primeros: en la medida en que el hombre como sujeto moral no tenga control sobre lo que padece, no se lo puede tampoco responsabilizar sobre ello, ni imputar ni reconocer. Y esto es lo que sucede con la fortuna. En consecuencia, se trata de bienes que deben ser valorados ínfimamente. Por lo mismo, las diferencias de bienes de fortuna no pueden justificar relaciones naturales de dominio que hagan posible hablar de esclavos y amos naturales. La fortuna no define lo que un hombre deba ser como tal.16 Sobre los medios: la salud y el vigor del cuerpo, así como una buena disposición de las partes que lo conforman, tienen injerencia, como ya se mencionó, sobre el alma. Por lo tanto, se deben considerar como bienes, bajo el supuesto de que el hombre se defina y se valore en función del adecuado desarrollo de su racionalidad. Sin embargo, no se trata de bienes que dependan propiamente de la voluntad del hombre. Por esto, se los puede considerar como bienes de valor medio. Esta noción de bien parece traslaparse con la ya mencionada de defecto. Finalmente, están los bienes supremos. Éstos refieren a las virtudes del alma; es decir, a las disposiciones más adecuadas que hacen posible el desarrollo completo de sus facultades racionales, tanto en el plano de la razón práctica como en el de la especulativa. Por esto, este tipo de bienes se manifiesta en la prudencia y en el conocimiento. Se trata de bienes íntimamente relacionados con la concepción esencial del ser humano como alguien dotado de razón y de voluntad. Por esto, a juicio de Valdemonte, se los debe considerar como bienes en sentido simple (simpliciter), frente a otros que son circunstanciales, accidentales y que refieren a condiciones particulares, los secundum quid.17 Estas aclaraciones permiten especificar la concepción del esclavo por naturaleza en el siguiente sentido: básicamente, se genera una relación de esclavitud cuando se da el caso de que una persona requiera de una serie de bienes que otro posee, de tal forma que tenga que depender de él para poder satisfacer la necesidad. Ahora bien, dado que los bienes de fortuna no son específicamente humanos, la carencia de éstos no puede justificar una relación de esclavitud
“[... ]bona fortunae, & bona naturae non sunt bona hominis ut homo est: sed solum bona animae sunt bona hominis, ut homo est” (qlp, p. 29).
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“[...]inter ista bona, sola bona animae sunt bona simpliciter: Patet quia sunt honesta. & alia secundum quid” (qlp, p. 29).
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natural.18 La persona carente de bienes de fortuna bien puede poseer aquellos que refieren a la virtud, siendo, por ende, libre en el sentido de gozar plenamente del ejercicio de las facultades mentales. Por esto, la pobreza, la falta de recursos económicos, entre otras, no necesariamente dan cuenta de la condición de esclavo natural. Por lo mismo, únicamente la carencia de los bienes en sentido simple justifica que se pueda hablar de ella. En palabras de Valdemonte: “[...] aquel quien carece de éste [del bien en sentido simple] es súbdito de aquel quien tiene en abundancia de este bien, porque aquel que de esta manera tiene en abundancia puede prever con su mente, y el otro no[...]”.19 No es del caso retomar los argumentos de Aristóteles que señalan por qué la carencia de previsión implica entrar en relaciones de esclavitud frente al que sí lo puede. Para nuestro interés baste con afirmar que si no se puede prever, lo que se manifiesta en ignorancia, imprudencia y torpeza, se carece de un bien indispensable para poderse realizar plenamente como humano. En consecuencia, para poder participar de esa realización, lo que incluye poder vivir en sociedad, satisfacer adecuadamente necesidades naturales, entre otras, se hace compulsivo asumir la condición de esclavo natural. La mención de los defectos es particularmente interesante cuando se observa la respuesta de Valdemonte frente al porqué unos seres humanos resultan esclavos y otros amos por naturaleza. Según él, y como ya se señaló, dada la estrecha relación entre sensibilidad y entendimiento, los defectos generados por malas disposiciones del cuerpo o de la sensibilidad tienden a generar problemas en el adecuado ejercicio de las facultades mentales. Por esto, los defectos pueden explicar la carencia no sólo de los bienes medios, sino también de aquellos en sentido simple. En este último caso, el sujeto padecería de una predisposición que le impediría prever y, por lo tanto, que lo inclinaría a la esclavitud natural. Ahora bien, esta predisposición puede ser generada, bien sea porque los padres
“[...]ille qui alium excedit in divitiis, vel aliis hujusmodi bonis, non dicitur illum excedere simpliciter: sed solum ille excedit alium qui excedit in bonis animae” (qlp, p. 29). / “[...]ille qui deficit in illis bonis [fortunae & naturae] non est subditus illi qui in illis abundat[...]” (qlp, p. 30).
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“[...]loquendo de bono simpliciter: ille qui deficit in illo est subditus illi qui illo bono abundat: probatur, quia ille qui sic abundat potest mente providere, & alter non: ergo & c.” (qlp, p. 30).
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ya padecían del defecto mencionado,20 bien sea porque por las conductas y los hábitos se afecta de por sí la disposición del cuerpo y de la sensibilidad, bien sea porque las condiciones externas geográficas y climáticas dificultan una relación armónica entre el cuerpo, la sensibilidad y la racionalidad.21
Conclusiones: el esclavo natural cristianizado Aunque Valdemonte se apoya en Aristóteles para configurar su noción de esclavo natural, hay una serie de diferencias que se deben destacar: la distinción entre esclavos y amos naturales está estrechamente ligada con la comisión del pecado original. En efecto, aunque la condición humana presente todo tipo de defectos y de limitaciones por naturaleza, en todo caso éstas tan sólo cobran actualidad y vigencia como efecto de un acto voluntario; es decir, por la comisión de un pecado. Por esto, de alguna manera la existencia de amos y de esclavos naturales se tiene que asumir como parte del castigo divino por la soberbia y la ingenuidad de los primeros padres; dicho de otra manera, se concibe como una pena por la que se debe responder. Nada de esto se encuentra en las ideas del “pagano” Aristóteles. Por lo mismo, se podría afirmar que el grado de esclavitud natural está en función de la moralidad religiosa del afectado. Es claro para Aristóteles que el esclavo natural tiende a ser vicioso y hasta bestial cuando no se acomoda y participa de la racionalidad de su amo. Esto se debe a que le es imposible por sí mismo acceder a la prudencia y al coraje necesarios para organizarse políticamente de una manera adecuada. No obstante, si la condición servil se enmarca dentro de las consecuencias del estado de la caída, se puede argumentar que el grado de religiosidad de una persona debe tener incidencia sobre su eventual calidad de esclavo o de amo natural. En efecto, desde un punto de vista cristiano, posee más bienes simples el creyente que el infiel o, si se quiere, “cae” más el que desconoce o reniega del mensaje de Cristo que puede redimir del estado de expulsión del Paraíso, que el fiel que tiene en sus manos la posibilidad de redención. Por lo tanto,
“Loquendo de bonis fillis inclinative, ex bonis parentibus ut in pluribus nascuntur boni filii naturaliter” (qlp, p. 38).
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“[...]diversitas complexionum humanorum est propter diversitatem regionum” (qlp, p. 376).
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aunque desconozco si ésta es una idea presente en Valdemonte, el infiel tiende a identificarse más con un esclavo natural que con un amo. Por lo mismo, así como la infidelidad puede socavar la posibilidad de ser poseedor de bienes simples, de la misma manera, la conversión se puede llegar a entender como un procedimiento que a la vez que redime de la muerte eterna, puede tender a aliviar la misma condición de esclavo natural. Por lo tanto, parece compatible con este tipo de planteamientos afirmar que la evangelización se entienda como empresa liberadora. Ahora bien, como Valdemonte acepta el planteamiento aristotélico de la incidencia del clima sobre las disposiciones corporales, sensibles y racionales de una persona, también se puede decir que los grupos humanos que viven en climas extremos, bien sea por el excesivo calor o frío, tendrán una predisposición aún más acentuada a ser esclavos naturales si son paganos infieles. Finalmente, aunque en Aristóteles no se pueda afirmar que el esclavo natural pueda ser virtuoso en comparación con el hombre propiamente libre y político, en todo caso el Estagirita reconoce virtudes propias del esclavo como tal. Por cierto, si la naturaleza se entiende como la forma de una entidad y si en la realización de esa naturaleza se concreta su propio bien, entonces es factible hablar de esclavos naturales virtuosos según los parámetros y fines de su propia forma esencial. Ahora bien, en la lectura cristiana de Valdemonte, la esclavitud representa una condición accidental; no hay seres humanos que sean esencialmente amos o esclavos. Por esto, el esclavo natural siempre es susceptible de ser valorado moral y religiosamente de una manera negativa, ya que encarna una de las consecuencias rechazables del pecado original, pues que su carencia de bienes simples hace patente un vacío que de una u otra manera se debe subsanar. Además, la condición de esclavo no parece poder desligarse del hecho de representar un castigo merecido, algo querido por Dios.
Bibliografía Ambler, W. (1987). Aristotle on Nature and Politics: The Case of Slavery. En Political Theory, 15 (3): 390-410. Aristóteles. (2005). Política. Buenos Aires: Editorial Losada.
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II Ensayos en filosofía del discurso
Gorgias y la incomunicabilidad del ser: una crítica a la aproximación de Alexander Mourelatos Sergio Ariza Universidad de los Andes
Gorgias de Leontini afirma en la tercera sección de su tratado Sobre el no Ser que lo que es no se puede comunicar. ¿Cómo —pregunta de forma retórica— alguien podría hacer evidente a otra persona las cosas que son? Con esta tesis, Gorgias completa el trilema que estructura su tratado y en el que se le niega al ser la posibilidad de que o bien exista o bien sea conocido o bien comunicado. Se trata de uno de los textos más extensos escritos en prosa perteneciente al período preplatónico, como también de uno que ha despertado, a lo largo de su historia, más perplejidad en sus lectores. En verdad, las tesis y los argumentos que las sostienen son tan contraintuitivos1 que una opción interpretativa reiterativa desde la Antigüedad es considerar el tratado como una mera parodia cuyo objetivo último no es filosófico, sino retórico: no pretende demostrar una tesis filosófica, sino exhibir la fuerza del arte de la persuasión en un área tan abstracta como la de la filosofía. Se trata, en síntesis, de retórica epidíctica no de dialéctica filosófica.2
En el caso concreto de la tesis de la incomunicabilidad del ser resulta evidente que ésta implica su autorrefutación, pues si Gorgias tiene éxito en comunicarnos su tesis de la incomunicabilidad entonces la tesis queda, en virtud del mismo acto de comunicación, refutada. Quizás lo que resulta más irritante de esta tesis es que la exprese alguien cuya profesión sea precisamente la de comunicar. Si Gorgias está suponiendo que no es posible la comunicación humana entonces acepta que ejerce un oficio, la retórica, que fracasa ineludiblemente en realizar lo que uno esperaría fuese su principal objetivo: comunicar.
Gomperz, un notable representante de tal línea interpretativa, sintetiza del siguiente modo esta posición: “Im Vorstehenden suchte ich zu zeigen, dass die ‘philosophische’ Schrift des Gorgias ebensowohl wie die beiden erhaltenen Deklamationen nicht einem sachlichem, sondern ausschliesslich einem rhetorischen Interesse ihre Entstehung verdanken” (Gomperz, 1912: 35). Para una lista bastante completa de intérpretes que optan por esta lectura, ver Caston (2002: nota 7, 206).
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Una lectura más caritativa, y cuya creciente aceptación en las últimas décadas llama a una lectura atenta de ella, prefiere calificar como dialécticos los argumentos de Sobre el no Ser. El tratado no expone, en consecuencia, las opiniones de Gorgias, pero tampoco es una mera parodia retórica sin contenido substancial, sino que se trata más bien de una derivación de las consecuencias de posiciones divergentes de Gorgias mismo. Así, entre una lectura dogmática que implica el incómodo compromiso de su autor con las tesis contraintuitivas de Sobre el no Ser y una interpretación retórica que substrae cualquier contenido al tratado, la lectura dialéctica se yergue como una deseable tercera opción.3 La tesis de la incomunicabilidad del ser no es ajena a esta línea interpretativa. El trabajo más notable al respecto es el artículo de Alexander Mourelatos titulado “Gorgias on the Function of Language” (1987). El punto de partida de este autor es el contraste entre la caracterización negativa del lenguaje en Sobre el no Ser, que, al negar la posibilidad de la comunicación, parece no permitir que el lenguaje tenga un sentido, y la valoración extraordinariamente positiva del logos en La defensa de Helena donde Gorgias introduce y argumenta a favor de la idea de que este es un dynastês megas. ¿Cómo puede sustraérsele el sentido al discurso en el primer tratado y, luego, otorgarle tan gran influencia en el segundo? El autor resuelve de una forma muy elegante esta aparente contradicción. La estrategia de Mourelatos consiste en leer esta sección de Sobre el no Ser como un análisis dialéctico de dos teorías de la naturaleza del significado del lenguaje que Gorgias mismo no comparte. Se trata de la teoría referencial, que considera que el significado lingüístico es idéntico a la referencia, y la ideacional, que identifica significados con ideas
En la Antigüedad, Platón parece seguir el mismo derrotero cuando el joven Menón, en el diálogo del mismo nombre, afirma que Gorgias se ríe de aquellos que enseñan la virtud, limitándose él mismo al mero enseñar a hablar bien (Men. 91c). Cabe, finalmente, anotar que al contraste entre retórica y filosofía, sobre el que descansa tal lectura, se le ha tildado de anacrónico pues es muy probable que tal demarcación no sea anterior a Platón. Para este punto de vista, ver “Toward a Predisciplinary Analysis of Gorgias’ Helen” de E. Schiappa (1996).
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Como señala Caston (2002: 208): “The key point is that there isn’t any difficulty in appreciating Gorgias’ arguments, once we see them dialectically —once, that is, we stop thinking that the only way to be serious is to be dogmatic”. Cabe señalar que el objetivo de Caston es ofrecer una lectura dialéctica de la segunda parte (y no de la primera) del tratado gorgiano, esto es del argumento para la tesis de que el ser no puede ser conocido.
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en nuestra mente. De este modo, la tesis de la incomunicabilidad no tiene como objetivo afirmar que no es posible comunicarnos con nuestros interlocutores sino mostrar que, si creemos que el significado lingüístico está dado por la referencia o por las ideas que nosotros tenemos en nuestras cabezas, entonces la comunicación humana sería imposible. Por su parte, la visión positiva del lenguaje en La defensa de Helena, que Gorgias mismo aceptaría, se basa en una teoría behaviorista del significado en el que éste está dado por el tipo de respuestas que despierta el lenguaje en el comportamiento de los hablantes. Esta inteligente solución del problema por parte de Mourelatos ha consagrado su artículo como un clásico sobre la tercera sección del tratado gorgiano y, en gran medida, mucha de la literatura ulterior se puede entender como una respuesta a sus planteamientos.4 El presente trabajo sigue este derrotero y tomará la forma de una discusión con el artículo de Mourelatos. Lo que yo me propongo hacer aquí son dos cosas: por una parte, plantearé que existe otra forma de entender la tesis de la incomunicabilidad divergente de la que plantean Mourelatos y muchos otros especialistas. Obsérvese que Mourelatos parte del supuesto de que la incomunicabilidad de la que habla Gorgias es la del sentido del discurso.
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Las principales monografías sobre Gorgias en años recientes optan por una lectura dialéctica de esta sección de Sobre el no Ser. Igualmente, se esfuerzan por detectar, en La defensa de Helena o en La defensa de Palamedes, la interpretación positiva que Gorgias mismo sostiene. De este modo, al igual que Mourelatos, estos estudios pretenden ver en Sobre el no Ser la exposición crítica, negativa de Gorgias y en los otros dos tratados su concepción positiva. Cassin (2008) parece seguir este derrotero. Esta autora considera que el tratado “sólo se deja entender como un discurso crítico de un primer discurso ya emitido, en este caso el Poema de Parménides, grávido de toda la ontología platónico-aristotélica sobre la cual vivimos” (2008: 35). El tratado haría una extracción radical de las consecuencias de la ontología parmenídea, hasta el punto de destruirla y superarla en una filosofía no centrada en el ser, sino en el lenguaje, la cual Cassin llama logología. Consigny (2001) explícitamente se compromete con la interpretación dialéctica cuando afirma que “If we construe Gorgias as an antifoundationalist, we may read On Not-Being as a three-part argument that challenges the Project of grounding Knowledge and discourse on any sort of nonlinguistic criterion by showing that it results in undesirable absurdities”. Para Consigny el objetivo del tratado es extraer las consecuencias que se derivan de una filosofía fundacionalista que admite la existencia de una verdad externa al lenguaje, que funciona como fundamento de nuestro conocimiento. En contraste con ello, Gorgias se comprometería en otras obras con una concepción antifundacionalista donde la “verdad” está determinada social y contextualmente por el marco de los hablantes que intervienen en la construcción del discurso.
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La tesis de que el ser no es comunicable es equivalente, según este autor, a la afirmación de que un hablante no puede hacerle entender a su interlocutor el sentido de su discurso. Como lo resume este autor, la tesis de la incomunicabilidad implica que “intelligent verbal communication is impossible” (Mourelatos, 1987: 135). A esta lectura la llamaré lectura semántica de la tesis de la incomunicabilidad, de acuerdo con ésta una persona no puede comunicar a otra ni ésta entender el sentido del discurso enunciado. Mi propuesta es explorar otra forma de entender esta tesis que no sea semántica. En mi opinión, Gorgias pretende decir que el logos no puede comunicar conocimientos. Esto es, una persona no puede comunicar a su interlocutor a través, o más exactamente, en virtud de un discurso, la verdad de lo expresado en éste, de tal modo, que el interlocutor esté cierto de dicha verdad. Obsérvese que esta interpretación no implica ninguna limitación sobre el entendimiento del sentido del discurso. Una persona puede tener éxito en comunicar un mensaje a su interlocutor y éste, por tanto, entender lo que aquél dice, pero no existe la posibilidad de que, a partir del discurso, el interlocutor obtenga P como una verdad. Dicho con otras palabras: una persona puede entender P a partir de un discurso, pero no saber P en virtud de este discurso. Esta lectura, dado que gira en torno al problema de obtener conocimiento cierto a partir de discursos, la llamo una lectura epistemológica. A partir de esta lectura mostraré que el objetivo último de la tercera sección de Sobre el no Ser es defender la tesis de que el conocimiento intersubjetivo, es decir, la situación en que dos sujetos distintos comparten el mismo conocimiento sobre el mismo objeto, es de difícil acceso para los seres humanos. El segundo objetivo de este ensayo es ofrecer una lectura dogmática y no dialéctica de esta sección, pero evitando los dos inconvenientes que han llevado a Mourelatos y a otros autores a apartarse de esta aproximación, a saber: el carácter paradójico de las conclusiones del argumento gorgiano y la aparente contradicción con presentaciones más positivas del logos, como en La defensa de Helena. Con respecto al primer aspecto, no es difícil ver que los elementos más desconcertantes del discurso de Gorgias no surgen del texto mismo, sino de una lectura semántica de éste. Una vez eliminada ésta, el carácter paradójico de este pasaje se desvanece. Una lectura epistemológica, aunque lleve a tesis controversiales, no implica ningún absurdo. No implica, por ejemplo, la autorrefutación arriba señalada que se produce a partir de la lectura semántica (v. nota 1). Por otra parte,
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se mostrará que el discurso sobre el poder del logos en La defensa de Helena no implica la teoría behaviorista que Mourelatos descubre allí y es consistente con la epistemología de la tercera sección de Sobre el no Ser.
Conocimiento intersubjetivo en Sobre el no Ser La primera dificultad que afrontamos al tratar con este escrito de Gorgias es la carencia de un texto original. Por ello nos debemos conformar con dos reportes, el uno por Sexto Empírico y, el otro, por el autor anónimo del ensayo Sobre Meliso, Jenófanes y Gorgias,5 ninguno de los cuales pretende ser una edición fiel del texto gorgiano. La divergencia fundamental en ambos reportes atañe, en el caso de la tercera sección, no tanto a diferencias de interpretación del mismo argumento, sino a la ausencia en la versión de Sexto de un argumento sobre relatividad perceptual que ocupa en mjg las líneas 980b8-17. En lo que respecta al argumento que ambos testimonios reportan, la versión de Sexto es más generosa que la de mjg, por eso me concentraré en ésta y, supondré, siguiendo a Mourelatos, que la versión de mjg es compatible con ella (Mourelatos, 1987: 138-139). Para el resto de la argumentación dependeremos de mjg. El argumento categorial La tercera sección de Sobre el no Ser abre, tanto en la versión de Sexto como en la de mjg, con un argumento que Mourelatos etiqueta correctamente como categorial porque pretende mostrar que ser y logos son categorialmente distintos y, por tanto, inconmensurables. La realidad no es representable en el lenguaje ni el lenguaje en la realidad. La comunicación no es posible. Traduzco aquí el pasaje de Sexto.6
A partir de aquí me referiré a este tratado con la sigla mjg.
Los textos presentan corrupciones y el espectro de reconstrucciones varía de edición a edición. Yo sigo aquí la edición de Bucheim (1989), que, en lo esencial, no difiere del texto seguido por Mourelatos.
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Incluso si [lo que es] es aferrado [katalambanointo], es incomunicable [anexoiston] a otra persona. Pues si los seres son visibles, o audibles o en general perceptibles, siendo precisamente éstos aquellas cosas que subsisten afuera, y de ellos los visibles son aferrados [katalepta] por la vista, los audibles por el oído y no viceversa ¿cómo pueden estos ser comunicados [mênuesthai] a otro? Pues con lo que nosotros comunicamos [mênuomen] es el discurso, pero el discurso no es algo que subsista y no es una cosa que es. Entonces no comunicamos las cosas que son a nuestro prójimo sino discurso [logos], que es distinto de las cosas que subsisten. Y precisamente como lo visible no llega a ser audible y viceversa, así también lo que subsiste y yace afuera no llega a ser nuestro discurso [logos]. Y aquello que no es discurso [logos] no puede ser hecho evidente [dêlôtheiê] a otro. (Adv. Math. VII. 83-85)
Este primer argumento que reporta Sexto parece contener las siguientes premisas: 1. Las cosas que son (ta onta): a) subsisten afuera y b) son captables por un sentido (y no por otro), en contraste el discurso (logos) no subsiste ni es una cosa que es. 2. Precisamente, como lo audible no llega a ser visible (y viceversa) tampoco las cosas que son no llegan a ser discurso (¿y viceversa?). 3. Pero nosotros comunicamos discurso. 4. Entonces: lo que es no es comunicado. El argumento se puede resumir del siguiente modo: dado que lo que es es diferente del discurso —premisa 1—, y no hay posibilidad de que lo que es llegue a ser discurso (exactamente como no hay posibilidad de que lo audible llegue a ser visible y viceversa) —premisa 2—, pero sólo comunicamos discurso —premisa 3—, entonces lo que es no puede ser comunicado. El argumento se basa en lo que Kerferd (1984: 218) llama “an unbridged and unbridgable gulf ” entre lo que es y el discurso. Los seres no son ni pueden llegar a ser discurso. Pero discurso es precisamente lo que comunicamos.
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Según Mourelatos, este argumento se dirige contra la concepción referencial del significado: The categorial argument is especially well-suited to counter a certain perennially attractive, even though ultimately misguided, assumption concerning the function of language, viz., that if words are to have meaning, they must refer to things in the real (at least extra-linguistic, and perhaps also-mental) world. The assumption is that the meaning of all words is constituted by their reference. Thus we could say that a referential conception of meaning is, in effect, the target of the elenchus pressed in the categorial argument (Mourelatos, 1987: 151).
La refutación que lleva a cabo Gorgias de la teoría referencial consiste, según Mourelatos, en mostrar que la identificación del referente con el significado implica un error categorial: el hablante habla palabras no cosas. En otras palabras, Gorgias está adelantándose a una crítica moderna a la teoría referencial: A more suggestive modern analogue is this argument, which is commonplace in twentieth-century philosophy of language: If the meaning of a word were the word’s referent, then the meaning of “cake” would be edible, the meaning of “hardness” would be a characteristic of flint —both of which consequences strike us as category mistakes. Gorgias put the matter bluntly: The speaker speaks not a color nor a sound, nor any other thing; he speaks logos (combining lines 980b2-3 and b6) (Mourelatos, 1987: 153).
En síntesis, Mourelatos ve un argumento en el cual la comunicación con sentido es imposible, porque, al suponer que el referente es el significado, se estaría implicando que se comunican los referentes mismos. Pero esto, por supuesto, no es el caso. Así que no nos podríamos comunicar.7 ¿Cómo debemos valorar la interpretación de Mourelatos?
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Creo que el argumento de Gorgias en la lectura de Mourelatos se puede esquematizar de la siguiente manera: M1. El significado de un logos es el referente (el significado de, por ejemplo, el logos azul, es el color azul mismo).
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Lo que resulta particularmente insatisfactorio en la reconstrucción de Mourelatos es el hecho de que la conclusión que debemos sacar de ésta entra en contradicción con las palabras de Gorgias mismo. Leyendo el argumento desde la óptica de Mourelatos uno debe sacar la conclusión de que el logos mismo es incomunicable (M4 arriba).8 Pero la tesis de la comunicabilidad del logos se afirma explícita y extensamente en los dos reportes del tratado gorgiano. Por ejemplo, en Sexto: “Pues con lo que nosotros comunicamos [mênuomen] es el discurso [logos] […]. Entonces no comunicamos las cosas que son a nuestro prójimo sino discurso [logos], que es distinto de las cosas que subsisten”. Y en mjg: “Pues en principio el hablante no dice un sonido9 ni un color sino discurso [logon]” (mjg 980b6). Se podría aducir, en defensa de Mourelatos, que cuando Gorgias habla de comunicar un logos, no se debería entender por ello un logos con sentido, sino el mero sonido. Se comunica el significante, no el significado y, por tanto, Gorgias afirmaría únicamente que nosotros comunicamos meros sonidos. La contradicción desaparece. Pero a esta identificación del logos con el mero sonido se le puede oponer nuevamente el texto de Sexto en el que está implícito el contraste entre estos dos elementos. Las cosas que son audibles (akousta), nos informa Sexto, en su calidad de entidades perceptibles, son entes y subsisten afuera, pero el logos no es una cosa que es y que subsista afuera (Cf. Adv. Math. VII. 83-84). El logos carece de ser y de subsistencia externa, los sonidos, en cambio, en cuanto entidades perceptibles, son y subsisten afuera. Estos pasajes hacen claro que el logos es una entidad extraperceptual y, por tanto, no es equiparable con el mero sonido. En realidad, dado que se le niega el carácter externo y perceptual al logos y, por consiguiente, no se le puede identificar con el mero sonido, resulta sensato pensar que precisamente el término logos atañe más al significado que al M2. Si un hablante comunica el significado de un logos (por ejemplo el logos azul) entonces debe “comunicar” la cosa a la que se refiere el logos (el color azul mismo). M3. Pero el hablante comunica logos y no cosas. M4. Entonces: es imposible comunicar el significado de un logos. M5. Entonces: la comunicación con sentido es imposible. M6. Entonces: el ser no es comunicado.
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En estricto sentido, Mourelatos necesita negar únicamente que el significado del logos es comunicable, pero ello implica, por supuesto, que el discurso con sentido no es comunicable, y, como mostraré líneas abajo, logos en el texto gorgiano hace referencia al discurso con sentido.
Interpolando psophon en una laguna del manuscrito como lo hace Bekker en su edición.
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significante. Es éste el que es comunicado entre dos hablantes y también es el que se diferencia de los entes que son, los cuales subsisten externamente y son captados por algún sentido. Si tal lectura es correcta entonces la tesis de Mourelatos resulta aún más implausible, pues precisamente lo que este comentarista quiere negar es que se pueda transmitir un discurso significativo. La lectura de Mourelatos podría ser aún defendible si se toman las afirmaciones sobre la comunicabilidad del logos como hipotéticas y no como categóricas. Gorgias diría únicamente que si el logos fuera comunicado, entonces el ser debería ser comunicado. En esta interpretación el argumento tendría la siguiente estructura: la tesis de la comunicación del logos es puesta como una hipótesis, para que ésta se realice debe darse el caso de que se comunique tanto el logos como el ser, pues el sentido del logos está dado por la referencia (representada aquí por el ser). Pero dado que existe una diferencia categorial entre el ser y el logos que imposibilita la comunicación del ser, entonces no es posible que el logos, y con éste el ser, sean comunicados. Pero esta interpretación desfigura la estrategia argumentativa de Gorgias: el núcleo del argumento gorgiano es el contraste entre el logos que sí puede ser comunicado y el ser que no puede ser comunicado. Este último no puede ser transmitido porque es categorialmente distinto del primero. En la interpretación sugerida, el contraste de ser y logos pierde en fuerza hasta el punto de que la comunicabilidad del primero se convierte en una condición necesaria de la comunicación del segundo. Obsérvese que al colocar el énfasis en el problema del significado, como hace toda lectura semántica, se desfigura la conclusión que pretende Gorgias, a saber que el ser no es comunicable. Al poner el énfasis en el problema del sentido, la conclusión que se impone es que el logos no es comunicable. Por supuesto, esto implicaría que el ser no sea transmitido, pero la conclusión directa es la incomunicabilidad del logos. Algo que Gorgias no sólo no menciona como conclusión, sino que contradice precisamente uno de los pilares de su argumento: el logos es comunicable. Si la lectura semántica riñe con el texto mismo y, por tanto, la naturaleza del significado lingüístico no resulta ser el problema central en el argumento categorial, debemos preguntarnos nuevamente por el objetivo que subyace a esta sección del tratado. La respuesta, me parece, se encuentra en la retórica forense y en un problema central en ésta. Tal problema lo conocemos ante todo por Teeteto
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201a-c: ¿cómo un juez puede decidir correctamente sobre un hecho que no vio? Platón usa esta situación para ilustrar la diferencia entre conocimiento y creencia correcta. Gorgias ha planteado la misma situación en La defensa de Palamedes (B11a,35) y ha obtenido de ella una lección sobre el poder del logos con respecto a la verdad: “Si a través de las palabras (dia tôn logôn) la verdad de los actos llegara a ser clara y evidente a los que escuchan, el veredicto (krisis) sería fácil a partir de lo dicho. Pero, porque no es así […] ocupaos del asunto más tiempo y realizad el veredicto acompañado de la verdad” (B11a35). En mi concepto, una manera de interpretar el argumento categorial más plausible que la realizada por la lectura semántica es tomarlo como una argumentación a favor de las palabras de Palamedes sobre el logos: un discurso no hace evidente la verdad de lo que expresa. El argumento categorial saca a luz los supuestos epistemológicos que lleva a la imposibilidad de conocer la verdad a partir de un discurso. Vital para el correcto entendimiento del argumento es no perder de vista la epistemología que subyace a éste y que se puede resumir en la idea de que conocer es percibir. Como aclaran las primeras líneas del argumento, conocer los onta no es otra cosa que percibirlos por alguna de las facultades sensoriales. Ello implica que Gorgias se compromete con la idea de que todo conocimiento es siempre lo que actualmente se llama conocimiento por familiarización, es decir, conocimiento que no es transmitido, sino que se origina de una relación directa entre el sujeto y el objeto. Si esto es así, entonces, una condición necesaria para que alguien conozca la verdad a través de un discurso es que el discurso lleve la realidad misma de la que habla el interlocutor. Es aquí donde el argumento categorial entra a trabajar y explica que existe una diferencia categorial entre el discurso y la realidad que imposibilita que la realidad misma sea comunicada. En términos más modernos, lo que nos enseña este argumento es que si creemos que todo conocimiento es conocimiento por familiarización, entonces, el conocimiento por descripción es imposible. Un hablante podrá transmitir un discurso y un oyente entenderlo, pero una condición necesaria para transmitir la verdad del discurso, la familiarización con la realidad de la que habla el discurso, no se cumple. El conocimiento es, por tanto, intransmisible. Esta interpretación se ajusta mejor a la estrategia argumentativa de Gorgias que consiste —como se señaló antes— en realizar el contraste entre el logos, que sí es comunicado, y el ser o realidad, que no es comunicado.
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Lo que nos está diciendo Gorgias es, en términos modernos, que podemos entender el sentido de un discurso pero no podemos tener conocimiento de aquello de lo que habla tal discurso. El argumento perceptual Inmediatamente después del argumento categorial se encuentra en el reporte de msj un segundo argumento que apela a una divergencia insalvable en las percepciones de hablante y oyente. Este es el texto: Pero incluso si se admite conocer y decir lo que se conoce, ¿cómo puede el que escucha tener en su mente [ennoêsei] lo mismo? Pues no es posible que lo mismo esté al mismo tiempo en varios entes separados. Pues entonces dos sería uno. Pero incluso si fuera, dice, en varios y aún lo mismo, nada impide que [lo mismo] no aparezca [phaineshtai] semejante a ellos, en tanto que aquellos no son en todo semejantes y en la misma posición [en tôi autôi]. Pues si estuvieran en la misma posición serían uno y no dos. Pero es evidente que el mismo no percibe con respecto a sí mismo cosas semejantes en el mismo lapso de tiempo, sino que [percibe] cosas diferentes por el oído y la vista, y además [percibe] de modo diferente ahora y antaño [palai]. De modo que difícilmente alguien percibiría lo mismo que otro (mjg 980b8-21).
El argumento se puede dividir en tres secciones: en la primera se niega la posibilidad de que hablante y oyente puedan concebir en la mente “lo mismo”, en la segunda se concede aquello que se niega en la primera parte y se argumenta que incluso si hablante y oyente pudieran concebir lo mismo no necesariamente se les aparecería semejante debido a las diferencias que se presentan entre los perceptores. La última sección, la cual no comienza con una frase concesiva del tipo “incluso si…”, de modo que no parece que inicie un argumento a partir de una nueva concesión, sino más bien complementa con argumentos adicionales la refutación de la segunda sección, señala que incluso la misma persona no percibe cosas semejantes ni en un mismo momento ni en tiempos diferentes. A partir de su lectura semántica, Mourelatos cree descubrir, a partir del énfasis que el argumento le da a problemas de identidad y semejanza en las percepciones, un desplazamiento desde la teoría referencial, el foco central del argumento
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categorial, a la teoría ideacional del significado. Los significados son ahora vistos como las imágenes mentales producto de nuestras percepciones. La objeción que plantea Gorgias a esta teoría ideacional se fundamenta en la relatividad de nuestras percepciones, la cual no garantiza la estabilidad y objetividad que deben tener los significados de las expresiones lingüísticas. La crítica es semejante a aquellas expresadas en tiempos más recientes y, en palabras de Mourelatos, se puede condensar así: “If meanings were mental images, there would always be doubt as to whether a given word has the same meaning when used by different speakers, or even used by the same speaker” (1987: 154). El argumento gorgiano se ajusta, en una primera lectura, a los propósitos de la interpretación de Mourelatos y resulta tentador imaginarse a un Gorgias que realiza un análisis de nuestros contenidos mentales y llega a la conclusión de que ellos no son ni numéricamente idénticos ni cualitativamente semejantes, eliminando así el fundamento de una teoría ideacional del lenguaje. Sin embargo, una lectura más estrecha del pasaje indicará algunas incompatibilidades entre el texto gorgiano y la interpretación de Mourelatos que nos deben llevar a una interpretación alternativa del argumento. Cabe observar que se trata de un argumento muy denso, el cual contiene un número importante de ambigüedades que el intérprete debe resolver. Por ello, a continuación, analizaré cada paso del argumento, señalando las deficiencias de la lectura de Mourelatos y sugiriendo una interpretación alternativa. La concesión
El argumento abre con las palabras “Pero incluso si se admite conocer y decir lo que se conoce[…]”. Es claro que la concesión enunciada debe hacer parte de una argumentación que exhibe la típica estrategia gorgiana de refutar una tesis mostrando que una determinada condición que se debe dar para que la tesis sea verdadera no se cumple. Luego, por mor de la argumentación, se concede que la condición en cuestión sí se da y se muestra que, incluso así, la tesis se puede refutar, pues una subsiguiente condición necesaria no se cumple.10 Si esta frase es,
La estructura de tal procedimiento es la siguiente: supongamos que se desea demostrar que C no es el caso. La estrategia consiste en encontrar una serie de condiciones necesarias para que
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entonces, una concesión a una tesis antes refutada que, además, se debe encontrar en el argumento categorial, pues éste está localizado inmediatamente antes de la concesión, ¿cuál es esta tesis? Para Mourelatos, quien, como hemos visto, cree que el objetivo del argumento categorial es demostrar que no es posible comunicar algo con sentido, la tesis que se ha refutado en el argumento categorial y que ahora se concede es que se puede comunicar el logos. De este modo, la expresión lo que se conoce en la frase inicial debe referir al objeto interno del verbo decir, esto es al discurso o conjunto de proposiciones que constituye el conocimiento que posee el hablante, que es enunciado y que expresa el referente que se conoce. Gorgias, por lo tanto, estaría concediendo que sí se puede decir un logos con sentido y el objetivo en esta sección sería señalar que, incluso si esto fuera posible, el oyente no entendería lo mismo que el hablante debido a las diferencias de los interlocutores. Pero esta interpretación no puede ser la que tiene en mente Gorgias aquí. Téngase en cuenta las siguientes afirmaciones del argumento categorial en la version de mjg: “El que habla habla [legei], pero no color ni cosa [pragma]” (mjg 980b2-3). “El que habla no dice [legei] sonido ni color sino discurso [logos]” (mjg 980b6). En el argumento categorial, aquel cuya conclusión es ahora suspendida y su negación concedida, Gorgias admite que el hablante dice el logos pero rechaza que éste pueda decir colores, sonidos y cosas (pragmata). El hablante dice discursos, pero no cosas. Esto último es precisamente demostrado a partir de la diferencia categorial entre logoi y onta, o, como lo expresa aquí, pragmata.11 Luego, si en el segundo argumento hace una concesión de algo que fue refutado en el argumento categorial, esto no puede ser la afirmación de que el hablante dice logoi. Tal cosa nunca fue rechazada, sino desde un principio fue concedida. Lo que fue refutado en el argumento categorial y ahora, en el argumento perceptual, es concedido
se dé C, llamémoslas C1, C2, C3, organizadas de tal modo que la anterior es condición necesaria para las siguientes. Primero se argumenta que C1 no es el caso, por tanto C tampoco lo es. Luego se concede C1 y se muestra que, incluso si C1 es el caso, C2 no es el caso y, por tanto, tampoco C, y así sucesivamente. El contexto hace claro que on y pragma son expresiones sinónimas.
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es la afirmación de que el hablante diga colores, sonidos o cosas. ¿Qué significa decir colores, sonidos o cosas? No significa decir discursos sobre colores sonidos o cosas (insisto: en el argumento categorial nunca se puso en duda ni menos se refuta que se puedan decir logoi al respecto). Lo que se quiere expresar con la frase “decir colores sonidos o cosas” es que el hablante no sólo habla sobre ello sino que lleva a su interlocutor las cosas mismas, los onta o pragmata. Tal hecho, que fue negado en el argumento categorial, ahora es concedido por mor de la argumentación. Entonces, volviendo a la frase inicial del argumento perceptual, el referente de la expresión lo que se conoce, y que funciona como el objeto del decir, no es el discurso que expresa nuestro conocimiento, el objeto interno, sino el objeto externo sobre el cual versa el discurso cognitivo. Es decir, el pragma, la realidad externa, de la cual ha dicho antes precisamente que no se puede decir. ¿Cómo entender esta concesión? Lo que Gorgias propone es la situación en que el hablante consigue no sólo decir el discurso que quiere decir, sino llevar al oyente la cosa misma de la que se habla. El argumento supone, entonces, como posible lo que en La defensa de Palamedes (B11a,35) se presenta como irrealizable, que las palabras hagan evidente la verdad (al permitir que el oyente perciba la realidad que ocasiona el discurso del hablante). La situación es naturalmente hipotética e irreal, pero el objetivo de la hipótesis no. Gorgias pretende mostrar que, incluso si el hablante consigue que el oyente sea testigo del hecho que origina el discurso, ellos no pueden compartir la misma información debido a las diferencias en los interlocutores en cuanto perceptores. El referente de tauto
Ahora bien, una vez concedido que el hablante dice no sólo el logos, sino la realidad misma, de tal modo que el oyente puede tener familiarización con ella, se procede en el argumento a señalar que otras condiciones no se cumplen para que la comunicación del ser tenga lugar. Aquí la argumentación se vuelve muy densa, incluso confusa, debido al abuso de una ambigüedad en la expresión lo mismo, la cual juega un papel central en la segunda sección de este argumento. Básicamente, Gorgias afirma que “lo mismo” no puede estar en dos sujetos separados (primera sección) y que, incluso si lo estuviera, “lo mismo” no se les aparecería semejante (segunda sección).
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¿Cuál es el referente de “lo mismo”? Una interpretación —Mourelatos la llama la interpretación metafísica— considera que la expresión hace referencia a la cosa conocida y comunicada. Gorgias estaría concediendo que de algún modo (asombroso) la cosa misma puede estar en la cabeza del oyente. Pero que, si incluso esto fuera posible, se presentaría el problema metafísico de saber cómo algo que es uno puede estar presente en dos entidades distintas y, por tanto, en dos lugares separados. Esta lectura es inadmisible pues, además de plantear el estrambótico caso de una realidad externa metida en la cabeza de los sujetos, la introducción de un oyente en el argumento es, como sabiamente anota Mourelatos, un recurso pleonátisco dado que para plantear el problema metafísico de cómo una cosa puede estar en dos partes distintas basta con el objeto mismo ( fuera del hablante) y el hablante. A esta interpretación contrapone Mourelatos su lectura fenomenológica: la expresión lo mismo refiere a la percepción, experiencia o pensamiento —“perception or experience or thought” (Mourelatos, 1987: 143)— que tienen hablante y oyente. El problema que Gorgias plantea en la primera sección es, entonces, el problema de la propiedad de las percepciones (ownership of perceptions), esto es: se trata de determinar si es posible que percepciones que pertenecen a diferentes sujetos puedan ser numéricamente idénticas: “My perceptions are mine; your perceptions are yours; how is it that you and I can have the same perception?” (Mourelatos, 1987: 143). En la segunda sección, según Mourelatos, el problema se desplaza de identidad numérica al de semejanza cualitativa, pero la interpretación fenomenológica focalizada sobre el análisis de percepciones y no sobre los objetos externos sigue vigente. Para mí resulta claro que la interpretación fenomenológica, a pesar de ajustarse magníficamente a la primera sección con su problema de establecer cómo algo que es uno puede estar en dos sujetos diferentes, no se adapta a la segunda sección. Allí se afirma que lo mismo no se les aparecería semejante a dos sujetos. Según la interpretación fenomenológica, Gorgias estaría afirmando que la percepción de los interlocutores no se les aparece semejante a éstos. Pero no es la percepción misma lo que se les aparece diferente, es más bien el objeto externo de la percepción. De lo contrario, Gorgias estaría planteando el problema de diferenciar entre la percepción que aferra el objeto y la percepción que aferra la percepción. Tales sutilezas psicológicas están fuera de lugar en un autor del siglo v a. C. y nada en el texto sugiere esto. Además, el verbo aparecer en la segunda sección parece ser
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un sinónimo de percibir en la tercera. Y resulta la lectura más natural pensar que allí el objeto de percibir, esto es homoia, hace referencia al objeto de la percepción, a aquello que ve y escucha un sujeto, pues Gorgias no parece estar diciendo otra cosa que la misma persona en el mismo lapso de tiempo no percibe cosas semejantes ya que percibe sonidos por el oído y colores por la vista. Sonidos y colores son claramente objetos externos, no imágenes mentales. La conclusión, al parecer, es que tanto la interpretación metafísica como la fenomenológica ofrecen graves dificultades. La primera al hacer que en la primera sección se afirme que las cosas externas deberían estar en los sujetos y al crear el pleonasmo detectado por Mourelatos, la segunda al introducir, en la segunda sección, un refinamiento psicológico que no esperamos ni del texto ni de Gorgias y al presentarse una incongruencia con lo dicho en la tercera sección. Estas dificultades me llevan a plantear una tercera posibilidad: que tanto la lectura fenomenológica como la metafísica estén en juego en este pasaje. Obsérvese que en las expresiones aferrar mentalmente (noein) lo mismo, aparecérseles (phainesthai […] autois) lo mismo, percibir (aisthanesthai) lo mismo, el objeto de los verbos es ambiguo: lo mismo puede referir tanto al objeto externo, es decir aquella cosa “frente a” los sujetos, o se puede referir al objeto interno, esto es, al contenido mental de la percepción. Mi propuesta es considerar que el referente de lo mismo es tanto el objeto externo como el interno de la percepción y, por tanto, suponer que Gorgias recurre (consciente o inconscientemente) a la ambigüedad de tales expresiones para desarrollar su estrategia argumentativa. En la primera sección lo mismo hace referencia al objeto interno, Gorgias está planteando el problema de cómo un mismo contenido perceptual puede estar en dos sujetos diferentes: “Tú y yo percibimos lo mismo, es decir, tenemos la misma información, ¿cómo podemos compartir la misma información?”. Nosotros responderíamos que el mismo contenido perceptual puede estar en sujetos diferentes pues se trata de una entidad abstracta que tiene la cualidad de ser iterativa y, por consiguiente, tiene la posibilidad de estar en lugares distintos. Gorgias no ofrece ésta o cualquier otra solución ni esperamos que este problema sea solucionado, su objetivo es presentar una objeción: si hablante y oyente comparten una misma información entonces deben compartir un mismo contenido. ¿Puede estar este contenido en dos entidades separadas? Es aquí donde, sin ofrecer una respuesta propia, Gorgias supone una respuesta positiva y obtiene nuevas consecuencias que llevan a negar la tesis de la
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comunicabilidad. Gorgias afirma que “incluso si fuera, dice, en varios y aún lo mismo, nada impide que [lo mismo] no aparezca (phaineshtai) semejante a ellos[…]”. El primer lo mismo en esta sección, pero el segundo en el pasaje, hace referencia al objeto interno de la percepción, pues se trata únicamente de conceder lo que la primera sección ha declarado imposible y, por ende, la expresión en cuestión tiene el mismo significado que en la primera sección. El segundo lo mismo en esta sección, y el tercero en el pasaje, que he interpolado pues en el original no aparece pero es claro que hay que asumirlo como el sujeto de phainesthai, debería, en principio, tener el mismo significado que en las dos expresiones anteriores. Pero mi propuesta es considerar que este tercer lo mismo no hace referencia al objeto interno, sino al externo. Por tanto, Gorgias estaría diciendo que el objeto externo de percepción puede no aparecer semejante a diferentes perceptores. Aunque esta interpretación vuelve la estrategia argumentativa de Gorgias deficiente y “sofística” al variar injustificadamente el significado de la expresión lo mismo, no se debe pasar por alto el hecho de que las objeciones que resultan de tal estrategia son pertinentes y consistentes entre ellas, pues, por un lado, en la primera sección plantea el problema metafísico de justificar cómo algo que es uno puede presentarse en objetos diferentes. Por otro lado, en la segunda sección hace claro que incluso suspendiendo el problema metafísico, aún nos enfrentamos con el problema epistemológico de entender cómo sujetos diferentes pueden percibir el objeto del mismo modo. Además, a este recurso se le pueda tachar de “sofístico”, lo que lejos de hablar contra esta interpretación la vuelve muy plausible si tenemos en cuenta el marco intelectual en el que Gorgias escribe. No considero que sea un hecho aislado el que Gorgias use (o abuse de) la ambigüedad del objeto de verbos cognitivos. El hacer uso de esta ambigüedad es un recurso estandarizado en el medio filosófico del siglo v a. C. Nosotros lo conocemos ante todo por las exposiciones de la paradoja de la creencia falsa en los diálogos de Platón en la que el objeto de doxazein parece unas veces ser el hecho sobre el que trata la creencia y otras el juicio que es creído.12
Cf. Euthd. 284a-c; Tht. 188c-189b. No es claro que en Rep. 476e-477a y 478b-c, Platón mismo sea plenamente consciente de la diferencia entre el objeto interno y externo de los verbos gignôskein y doxazein.
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La argumentación de Gorgias se puede reconstruir así: supongamos, por mor de la argumentación, que el hablante tiene éxito en que el oyente sea testigo de aquello de lo que está hablando. Si esto es así, entonces, los interlocutores deben percibir el mismo objeto y, por tanto, compartir el mismo contenido perceptual. Pero, ¿puede estar el mismo contenido perceptual en dos sujetos distintos? Pero incluso si el contenido perceptual pudiera estar en dos sujetos distintos ¿pueden los perceptores percibir el objeto externo de manera semejante? ¿Percibiendo eventos o cosas?
Dos perceptores, hablante y oyente, no pueden percibir el mismo objeto puesto que no son del todo semejantes. El texto, en la segunda sección, especifica un único aspecto en que varían los perceptores: no están en el mismo lugar. De todos los posibles aspectos en que podían divergir, Gorgias consideró el problema de la perspectiva como el más relevante para su refutación. Vale, entonces, la pena preguntarse por el tipo de situaciones que Gorgias tiene en mente. El hecho de que haya elegido relatividad perspectivística elimina algunos tipos de situaciones, pues ésta exige simultaneidad en la percepción, de este modo, no parece existir interés por la situación en la que los perceptores observan cosas estables o propiedades estables de cosas, por consiguiente, aquí la observación sucesiva de un mismo objeto desde un mismo lugar es, al menos, posible.13 Esto habla en contra de la interpretación de Mourelatos, pues en ésta el problema central es cómo formamos conceptos lingüísticos, es decir, cómo podemos estar seguros de que aquella percepción con la que un hablante forma su concepto de lo blanco es semejante a la de otro hablante. Pero la formación de conceptos atañe a cosas y propiedades que presentan estabilidad y que no son puestas en duda por problemas de perspectiva. No es necesario tener percepciones simultáneas desde el mismo lugar para aprender conceptos y palabras, basta con que los hablantes se coloquen en un mismo lugar en tiempos sucesivos. Se puede objetar que en la tercera sección, Gorgias parece plantear que no es posible una percepción sucesiva del mismo objeto. Pero allí usa la expresión palai que indica un pasado que no es inmediato, sino más bien lejano. Gorgias quizás piensa en las diferencias de percepción en diferentes edades, como las que puede haber entre un joven y un viejo. Por tanto, una percepción idéntica de un objeto en momentos sucesivos no queda de ninguna manera excluida.
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El argumento funciona mejor si pensamos en eventos y hechos que exigen simultaneidad. Esto es, en cosas que no tienen directa relación con la formación de conceptos lingüísticos. Gorgias bien podría estar pensando en el tipo de hechos que son discutidos en un juicio y que determinan si una acusación es cierta o falsa. Son hechos que por su propia naturaleza no pueden ser duraderos y en los que no hay posibilidad de que los jueces (los oyentes) puedan recrearlos. Pero incluso, si ellos pudieran estar presentes no es seguro que puedan confirmar la información del hablante, pues perspectivas diferentes pueden llevar a informaciones diferentes sobre lo mismo. Si éstos son los casos que Gorgias tiene en mente, entonces, nuevamente, el problema no es tanto entender lo que el oyente dice, sino conocer lo que dice el hablante. La tercera sección, en mi concepto, no introduce elementos novedosos en la argumentación de Gorgias, sino que sigue el derrotero de la segunda sección. Tiene, al parecer, la estructura de un argumento a fortiori: se pretende mostrar que si un mismo perceptor no percibe lo mismo por sus diferentes facultades (un recuerdo del argumento categorial en el que se ha subrayado que los onta se captan por diferentes sentidos) ni percibe del mismo modo a lo largo de su vida, con mayor razón dos sujetos distintos no tendrán percepciones de lo mismo. Un aspecto más notable, y que no se puede pasar por alto, es el uso de modales en el argumento: “… nada impide que…”, “… De modo que difícilmente alguien percibiría…”. Gorgias no afirma que el mismo objeto no pueda aparecer semejante a dos perceptores, únicamente que puede que no se les aparezca semejante. Es importante no perder de vista que este modal está justificado no tanto por un problema de incertidumbre motivado porque no podemos estar seguros de cómo otros perceptores perciben los objetos, sino básicamente porque el relativismo perceptual está limitado a ciertas situaciones (y no a otras), como aquella en que los perceptores tienen diferentes perspectivas. Ésta es la justificación central para la moderación en su perspectivismo y en su negación de conocimiento compartido por perceptores diferentes. Nuevamente, esto se ajusta mejor a casos de eventos y situaciones pasajeras como aquéllas sobre las que debe lanzar un veredicto un juez en un juzgado que a aquéllas a partir de las cuales formamos nuestros conceptos lingüísticos. Finalmente, debemos preguntarnos sobre la relación entre el argumento categorial y perceptual. He señalado arriba que la conclusión final del argumento
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categorial es negar la posibilidad de transmitir conocimientos mostrando que no se cumple una condición para que el oyente comparta el conocimiento poseído por el interlocutor, a saber, la familiarización con la realidad de la que habla el logos. Aquí entra el argumento perceptual y muestra que incluso si esta condición se cumple puede que los interlocutores no compartan el mismo conocimiento debido a situaciones de relativismo como la de la perspectiva de la percepción. Las dos tesis en su conjunto niegan (o más bien debilitan) la posibilidad de conocimiento intersubjetivo. Si comparamos esta conclusión con la gran tesis de la segunda sección de Sobre el no Ser (a saber, que el ser no es cognoscible) resulta claro que la tercera sección está profundamente unida a la segunda, pues en esta última se niega conocimiento de un objeto por parte de un sujeto, en la tercera se niega conocimiento de dos sujetos sobre un mismo objeto. Se avanza así del problema de conocimiento personal a conocimiento interpersonal. De este modo, la tercera sección no inicia una nueva temática, la de la semántica, sino que retiene y abre un nuevo frente de trabajo en la misma área, la de la epistemología.
Behaviorismo y epistemología en La defensa de Helena Un análisis de La defensa de Helena o incluso del pasaje sobre el poder del logos (B11,8-14) cae por fuera de los objetivos del presente ensayo. En este texto me conformaré con confrontar la tesis de Mourelatos de acuerdo con la cual en el discurso sobre el poder del logos, Gorgias se compromete con una teoría behaviorista del significado y señala, a partir de un breve pasaje, que no existe incompatibilidad entre lo dicho en La defensa de Helena con la interpretación ofrecida arriba sobre la incomunicabilidad del ser. Según Mourelatos, Gorgias defiende en su declamación una concepción behaviorista del lenguaje de acuerdo con la cual “words, accordingly, are devices of pretense and make-believe in a game humans are inextricably and universally drawn into, from childhood on” (1987: 156). Y esta lectura parece estar bien fundamentada. Lo expresado por Gorgias sobre la poesía en dicho pasaje parece ser un ejemplo diseñado para ilustrar esta teoría: las palabras poéticas nos hacen modificar nuestros comportamientos sin que refieran a hechos reales pues no
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son los hechos, los hechos no existen, son las palabras las que nos hacen llorar. Igualmente, lo mismo sucede con el uso de palabras mágicas en un templo (comparables, según Mourelatos, a una psicoterapia). Pero quizás la comparación de los logoi con pharmaka, donde los primeros son responsables de desencadenar reacciones emocionales en el alma parece condesar tal teoría. ¿Gorgias defiende, entonces, una teoría behaviorista del significado? La defensa de Helena, sin duda, proyecta la idea de que las palabras provocan reacciones emocionales en sus oyentes y que este efecto es, ante todo, propio del logos. Sin embargo, no se debe perder de vista que el discurso sobre el poder del logos en este texto es un logos en un logos. Esto significa que no podemos leerlo como una pieza autónoma deslindada del objetivo general de la obra. Tal objetivo consiste en descargar a Helena de toda culpa de traición. Ella marchó a Troya pero, si realizó tal acto por persuasión, entonces, es el logos responsable no ella. Es en el marco de esta estrategia defensiva donde debemos entender cualquier pasaje del texto. Por ello no puede extrañar el énfasis que Gorgias hace sobre el aspecto emocional del logos, pues, como muestra el caso de las lágrimas derramadas por personajes y acciones no reales sino ficcionales, la capacidad de manipulación del logos es especialmente fuerte en el ámbito de las emociones. Pero el hecho de que el discurso tenga un aspecto emocional, que desempeña un papel particularmente decisivo en la persuasión, no significa que éste agote su naturaleza, como muestra el siguiente pasaje: “Si todos tuvieran recuerdo de todos los acontecimientos pasados, conocimiento de los presentes y previsión de los futuros, el logos, aun siendo igual, no podría engañar de igual modo. Puesto que ahora no es fácil recordar el pasado, ni investigar el presente ni predecir el futuro” (B11,11, énfasis agregado). En este caso, el efecto del logos (engañar) no depende únicamente de las emociones que produzca, sino del grado de conocimiento que el oyente tenga con respecto a la realidad de la que habla. El lenguaje, por tanto, a pesar del peso de las emociones en éste, debe tener también el carácter de representar la realidad y expresar algo que va más allá de la mera capacidad de provocar respuestas independientemente de la realidad. Pero este pasaje va más allá de disminuir el papel de las emociones en los resortes que llevan al logos a persuadirnos. Expresa claramente una concepción antibehaviorista del lenguaje, pues afirma que el logos permanece el mismo incluso si sus efectos varían. Si tenemos conocimiento de los hechos en cuestión, el logos no nos engaña, ni produce, posiblemente, los efectos que
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usualmente produce. Si no tenemos conocimiento nos puede engañar. Pero obsérvese que el logos no puede permanecer el mismo si sus efectos varían pues éste, en una teoría behaviorista, está definido por los efectos que produce en el oyente. En consecuencia, si un logos produce efectos opuestos entonces, en realidad, no se trata de un solo logos sino de dos logoi distintos. Descubrimos, nuevamente a Gorgias contradiciendo la interpretación de Mourelatos. Este pasaje nos indica, además, que la capacidad de persuasión del logos está unida no tanto al problema de la naturaleza del lenguaje, sino a problemas epistemológicos. Si no recordamos bien el pasado, resulta difícil hacer buenas previsiones hacia el futuro y no conocemos todo el presente. El poder del logos está dado por estas grietas en nuestros poderes cognitivos. Nosotros podemos pensar que el escepticismo frente a la posibilidad de conocimiento intersubjetivo expresado en Sobre el no Ser ayuda a acentuar tales deficiencias, así no sea mencionado en La defensa de Helena. Y no es mencionado porque en el caso de la traición de Helena, los problemas cognitivos tratados en Sobre el no Ser no tienen relevancia, en particular el problema de la relatividad perceptual. Si esto es así, entonces la tesis de la incomunicabilidad, en la versión epistemológica que aquí he defendido, no sólo no es incompatible con el discurso sobre el logos en La defensa de Helena, sino que está llamada a fortalecer la argumentación de este último texto en la medida en que el poder del logos requiere de una epistemología como la que propaga el Sobre el no Ser.
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La definición en el Menón de Platón Juan Ricardo Romero Universidad de los Andes
Para Laura M., quien murió en una futura batalla naval
Sócrates: en busca de una definición Sócrates profesa que para conocer cómo es x (¿es enseñable la virtud?), es necesario primero saber qué es x (¿qué es la virtud?). Sócrates afirma: “de lo que ignoro qué es [ti estin], ¿de qué manera podría conocer precisamente cómo es [poion estin]?” (Menón 71 b-c). Esta indefectible prioridad que otorga a conocer qué es algo ante el conocer cómo es algo ha sido denominada la falacia socrática (entre otros en el trabajo de Vlastos [1994]). ¿Es absolutamente necesario definir algo antes de describirlo? La experiencia histórica, científica y cotidiana parece indicarnos que no lo es, primordialmente, por el criterio de definición moderna. Como señala Vassilis Karasmanis: “La teoría moderna puede y acepta de hecho, describir algo tanto por sus elementos como por su esencia” (2008). Entonces, ¿por qué Sócrates está dispuesto a buscar una definición (el qué es x), como principio fundamental para cualquier tipo de indagación filosófica? Una posible respuesta es que si x es ambiguo, y ese x es algo como la justicia, el bien, la valentía, etc., la ambigüedad traspondría la frontera lingüística para alcanzar una ambigüedad moral, porque “el lenguaje impreciso implanta el mal en los hombres” (Fedón 115e). En otro sentido, la importancia de la definición ha sido resaltada gracias a que el hecho de ponerse de acuerdo en el uso de un término, se hace con miras a la posibilidad de la comunicación, aspecto manifiesto en el Sofista (218a). Es sostenido por Guthrie que toda la intención de Sócrates (y la de Platón) era hacer que los hombres pensaran y reflexionaran sobre los diversos usos de una palabra y las razones por las que la misma palabra se emplea de diferentes maneras (Guthrie,1990). 161
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¿Por qué es tan difícil dar una respuesta satisfactoria a la pregunta socrática de qué es x? Inicialmente, diré que toda definición que satisfaga a Sócrates debe cumplir con tres exigencias generales, como lo ha señalado Irwin (2002), que no son contempladas claramente por sus interlocutores, por lo menos en los diálogos “tempranos” o “socráticos”. La primera exigencia es de carácter metafísico, está comprometida con la creencia socrática de que en realidad entidades como la virtud existen y están ahí para ser descubiertas. En un sentido similar, se ha señalado que el Menón no habla de conceptos, sino de “algo perfectamente objetivo que existe por derecho propio y no en virtud de lo que pensemos”. Esta exigencia metafísica radica en la noción socrática de lo que es el lenguaje, noción que debe consultarse en el Crátilo, diálogo donde la concepción del lenguaje de Sócrates está en radical oposición a la de Protágoras. En este diálogo se sostiene, a la manera de Protágoras, que las cosas parecen a cada persona y, según este parecer, es también la manera como son (Crátilo 386 c9). Si esta perspectiva subjetiva y relativa fuese cierta, entonces no existiría nada que fuera universal, y aparte de correr el peligro de la ambigüedad moral, tendríamos que no existe algo propio de las cosas, es decir, no existiría nada propio de las virtudes, por lo cual se hace correcto darles un nombre común. Pero, esta concepción convencionalista del lenguaje sostenida por el interlocutor de Sócrates en el Crátilo es susceptible de contraejemplos: si la ousia de las cosas fuese un asunto personal como sostiene Protágoras, entonces, ¿por qué nosotros distinguimos entre lo mejor y lo peor, entre sabios e ignorantes, entre la virtud y el vicio?. Es, según Sócrates, porque necesariamente reconocemos lo común en los sabios, los ignorantes, los mejores y los peores, la virtud y el vicio. Según la concepción del lenguaje naturalista sostenida por Sócrates, existen universales y algo que nos hace estar en lo correcto y lo incorrecto, esto debe ser la naturaleza que poseen las cosas por derecho propio, independientemente de las opiniones que nos hacemos de ellas (Crátilo 386d-e). Esta preconcepción del lenguaje que se interroga por la definición de algo, itero, está metafísicamente comprometida con la existencia de universales y con los elementos comunes a éstos, que poseen los particulares y que pueden nombrarse con el lenguaje, encontrando la palabra común, para el concepto común (logos). La segunda exigencia general que habita en la definición socrática es llamada, por Irwin (2002), epistemológica, ésta hace referencia a la existencia de términos
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polémicos en las definiciones que los interlocutores de Sócrates sostienen. Al afirmar un interlocutor, por ejemplo, que el valor depende de la justicia, y ésta a su vez del bien, y éste de la santidad etc., comete el error de definir una forma de la virtud, en función de otro tipo de virtud, confundiendo las partes con el todo. Un ejemplo nos vendría bien: si dentro del ámbito de los perros, preguntáramos qué es un labrador y se nos contestara que es como un chihuahua más grande con el color de un mastín napolitano, ¿acaso no sería difícil acceder al concepto de perro a partir de esta respuesta? La última exigencia general que requiere toda definición “socrática” la he llamado exigencia lógica, ésta es más bien un determinado uso del elenchos que hace Sócrates, mediante el cual puede refutar definiciones que le parezcan insuficientes, porque puede derivar de un conjunto de proposiciones aceptadas por el interlocutor, en virtud del principio de “razonabilidad” y de, como lo ha llamado Irwin (2002), sinceridad, una premisa que contradice expeditamente la definición del interlocutor. Me explico: sea P la proposición que le interesa refutar a Sócrates (por ejemplo, la definición de valor de Laques), si existen proposiciones Q, R y S que se sostienen paralelamente a P y de ellas se puede derivar P, entonces, el principio de sinceridad atribuido al elenchos socrático, no admite que se descarten Q, R y S para sostener únicamente P, sin “contradicción”, sino que “avanzar” en el diálogo hacia el conocimiento implica rechazar P e indagar por una nueva definición. Este uso del elenchos por parte de Sócrates permite pasar por alto la forma en que Sócrates puede distinguir entre creencias verdaderas y falsas, al igual que entre los ejemplos adecuados y no adecuados para una definición. Ésta es una de las bondades que la prosa de Platón le concede a Sócrates, en la búsqueda de una definición y que reconsideraremos en las conclusiones de este trabajo.
Las incorrectas definiciones de Menón 1. En 71e-74a, Menón nos dice: “Una es la virtud del hombre, otra la de la mujer, otra la de cada persona según su rol en la sociedad” Esta primera definición de virtud no es una definición por ejemplos, son “formas” de la virtud y de ningún modo pruebas en sí mismas. Esta formulación
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es simplemente una enumeración que Menón puede continuar sin ninguna dificultad, porque según él: “Hay otras muchas virtudes, de manera que no existe problema en decir qué es la virtud. En efecto según cada una de nuestras ocupaciones y edades, en relación con cada una de nuestras funciones, se presenta a nosotros la virtud” (Menón 71e- 72 a). Sin embargo, esta definición falla, a los ojos de Sócrates, porque no muestra cuál es el elemento común que hay entre esta multiplicidad de virtudes, es refutada apoyándose en la analogía con el enjambre, extrapolada a su vez a la salud, la fuerza y la grandeza. Buscamos aquello que hace que todas las abejas sean abejas, sin importar sus diferencias en tamaño, aguijón y patas. De esta manera, indagamos el elemento común a todas las virtudes, afirma Sócrates. 2. La segunda definición de Menón aparece en 73 c-d y es: “La capacidad de gobernar a los hombres” Esta definición puede decirse que es formalmente correcta. En tanto que no es una enumeración ni una descripción que corresponda a la pregunta cómo es x. La refutación de Sócrates es, en primera instancia, un contraejemplo: el esclavo y el niño no pueden gobernar a los hombres, entonces, esta definición no es tan “universal” como esperábamos. En segunda instancia, Sócrates, agrega a esta definición la necesidad de que la “capacidad de gobernar a los hombres, sea de una manera ‘sensata y justa’”: Esta adición a la definición no encuentra una réplica inmediata por parte de Menón. Sócrates se sirve de esta adición para afirmar que si la justicia no es la virtud, sino una virtud, entonces, acudimos a una confusión entre la parte y el todo. Si utilizamos “formas”, “partes”, de la virtud, como la justicia, la valentía, la templanza, la santidad, para definir la virtud, una vez más regresamos a que al buscar una virtud nos encontramos con muchas. Además, hemos olvidado la exigencia de unidad, que presenta la analogía con el enjambre de abejas. Después de la refutación de la segunda definición de Menón, en el orden expositivo del diálogo, siguen las “correctas” definiciones de Sócrates en torno a la figura y el color, tema del que nos ocuparemos más adelante.
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3. Tenemos la tercera definición de virtud por parte de Menón en (77 b-c), donde la virtud es como dice el poeta: “Gustar de lo bello y tener el poder de procurárselo” Las cosas bellas eran para Sócrates necesariamente cosas buenas. Él refuta esta definición sirviéndose de lo llamado por Guthrie la taxonomía del mal (1994). Para Sócrates nadie desea el mal a sabiendas, a partir de esto, su refutación de esta definición se lee así: la habilidad de adquirir cosas buenas, cosas bellas, debe ser una vez más, de forma justa, porque la adquisición de cosas buenas mediante maneras injustas no es una virtud. En este sentido, abstenerse de adquirir cosas bellas por medios injustos será, de igual forma, una virtud. Si esto es así, la adquisición y la no adquisición serán virtudes, ergo hay otra forma de la virtud que no está contenida en la definición “poética” de gustar de lo bello y su correspondiente poder de procurárselo. Una vez más, al buscar una definición de virtud hemos encontrado al menos dos.
“Reglas” para una definición “correcta”, que se infieren a partir del diálogo de Sócrates con Menón La teoría clásica de la definición, cuyas bases fueron sentadas por Aristóteles y desde la perspectiva de este trabajo un Aristóteles que estaba leyendo el Menón, requiere que la clase de lo definido, el definiendum, sea ubicada, mediante el definiens (el término definidor), el definiendum es lo que ha de definirse y el definiens lo que lo define. Evidentemente, Platón nunca nos dice en el diálogo, de forma explícita, cuáles son las “reglas” que se deben seguir para encontrar una “correcta” definición que satisfaga el examen de Sócrates. Pero del tratamiento dado a las tres definiciones anteriores de virtud de Menón, podemos inferir los siguientes criterios que exige una definición socrática, me apoyo en el trabajo de Francisco Bravo (2009) para sostener este punto. El requerimiento formal general es que el término definidor, definiens, sea más claro que la clase de lo definido, definiendum, observación que se lee en un sentido muy aristotélico. De esta manera, el termino definidor, definiens, no debe
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contener términos superfluos. En relación con el contenido de la definición, su requerimiento material, encontramos que lo que define el definiens debe referirse al todo y no a las partes. De esta manera, la virtud no puede referirse a la justicia porque se supone que ésta sería una parte de la virtud, y es indispensable que el definiens logre revelar la esencia del definiendum, no que enumere sus partes. La definición deberá constar de términos anteriores y más conocidos, pues se supone que el todo es anterior a las partes, como el género lo es a la especie. Igual de importante es que el definiendum no debe entrar en el definiens, como en la “capacidad de gobernar a los hombres justa y sensatamente”, y “la capacidad de procurarse cosas buenas con justicia”. Es un error en una definición subordinar un término superior a uno subordinado, inferior. Otra “regla” para una correcta definición es la posibilidad de intercambiar el definiens y el definiendum. Por ejemplo, en el Eutifrón, se dice que lo “piadoso” es amado por los dioses. Pero, no es piadoso porque sea amado por los dioses, sino que es pío por sí mismo. Luego no podemos, indiscriminadamente, intercambiar piadoso, por lo amado por los dioses, en una oración. En este sentido es que el definiendum y el definiens deben ser coextensivos e intercambiables. Una “correcta” definición es aquella en la que la extensión del definiendum es la misma de la del definiens. Nunca mayor o menor. Una “correcta” definición revela la esencia, la causa diría Aristóteles, de por qué algo es x. Una correcta definición de virtud deberá mostrarnos una característica común, la esencia, de la virtud, en este caso aquello que la diferencia de todo lo demás y aquello por lo que todas las virtudes son virtudes. Es decir una razón por la que x es x.
Las “correctas” definiciones de Sócrates La primera definición que Sócrates ofrece a Menón aparece en 75c, porque éste —Menón— aún no ha comprendido el criterio de unidad que exige una definición y porque Sócrates le exigirá a nuestro joven aristócrata elaborar una definición “correcta” de la virtud en función de este paradigma de definición (además porque Sócrates no resiste a los jóvenes bellos), ésta es la siguiente: “Forma es aquello que siempre va a acompañado del ‘color’” (Menón 75c). La objeción de Menón a esta definición se sostiene a partir de que en ella aparece un término sin dilucidar,
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es decir, quien no conozca qué es el color, no podrá entenderla. Así, un ciego no podrá entender esta definición de figura. Aparentemente, por esta razón, y en consideración a la dialéctica, al ámbito amistoso de la conversación y la “sinceridad” en la búsqueda de lo que sea la virtud, Sócrates nos ofrece una segunda definición de forma: una vez ha introducido los términos sólido, límite y plano, para percatarse de que Menón los comprende sin ninguna dificultad, nos dice que la figura es “el límite de un sólido” (Menón 76a). Esta es una definición próxima a la geometría, que brinda la familiaridad con el género y la especie, aspectos a los que estamos acostumbrados en una definición. Ahora, satisfecha la curiosidad del bello Menón, quien deseaba saber cómo era una “correcta” definición podemos asistir, se supone, a una final definición, similar a ésta, de la virtud por parte de Menón, quien ha debido comprender, a partir del ejemplo de Sócrates, el criterio de unidad que no captaba antes. La última de las definiciones de Sócrates corresponde a lo que es el color. Este ha sido mencionado en la primera definición de figura y no puede quedarse sin dilucidar, el color es según Sócrates, refiriéndose a Píndaro y a la doctrina de Empédocles: “una emanación de las cosas, de las figuras, que es captada por la vista” (Menón 76 d-e). Ésta es una definición aceptada inmediatamente por Menón, pero que, según Sócrates, tiene un no sé qué trágico.1 A Menón le ha costado arduo trabajo ofrecer una definición satisfactoria, y en este lugar del diálogo, se nos presenta un Sócrates que sin dificultad alguna nos da definiciones de esto y de aquello, con toda la autoridad que posee alguien que acaba de representarnos, aparentemente, una cátedra de cómo refutar “incorrectas” definiciones. Pero, si detenemos en este punto la lectura de nuestro diálogo, deberíamos preguntarnos: ¿quién examina las definiciones de Sócrates? David Charles anota que tal vez Sócrates no sabe muy bien qué tipo de respuesta está buscando a la pregunta “qué es x” (2008). Cuando buscamos qué es la virtud, estamos buscando, supuestamente, la acepción de ousia que refiere a la esencia o naturaleza, es decir, la esencia del definiendum. Sin embargo, la definición como es concebida en el desarrollo del Menón, tiene tres “sentidos” (Bravo, 2009). Uno semántico, que busca determinar la extensión de los términos
1
Tragiké.
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generales del definiendum (¿qué es la virtud?). Otro lógico-epistemológico, que se propone hallar una definición que sirva de primera premisa, para hacer avances en conocimientos posteriores (saber el qué es la virtud, nos permite saber si es enseñable, se obtiene por naturaleza o es un don divino). Y, finalmente, un sentido ontológico, que necesita hallar la esencia del definiendum (qué es la figura, por ejemplo). A su vez, las definiciones que nos ofrece Sócrates, como paradigmas de la “correcta” definición, son muy diferentes entre sí (Charles, 2008). Si decimos que forma es lo que siempre va acompañado del color, encontramos que esta definición es un enunciado fáctico verdadero, que corresponde a un fenómeno, bajo el amparo de una teoría física, a saber la de Empédocles. Si nos referimos a forma como el límite de un sólido, observamos que ésta es una definición conceptual, es decir, una proposición verdadera, conocida a priori por quien entiende el concepto por definir. Si por otro lado, decimos que el color es una emanación de las cosas, formas, percibidas por la vista, tenemos que ésta es una definición real, una proposición en la cual pretendemos lograr la esencia de la cosa que va a ser definida. Si quisiéramos ser socráticos, con las definiciones ofrecidas por el hombre más sabio de toda Grecia, podríamos anotar algunas cosas, en el mismo tono en el que él se las anota a Menón. De la primera definición, se infiere, necesariamente, que no puede haber color sin forma. No habría forma sin color. En el sentido más cercano al propio Platón, podríamos preguntarle a Sócrates: ¿las formas geométricas abstractas no pueden concebirse sin color? Esta definición de forma depende, como todo el desarrollo del diálogo, en alto grado, del sentido de la vista y ¿no podríamos definir la figura en función de otros sentidos, por ejemplo, el tacto? ¿Y acaso los colores no son tan engañosos, como los artificios retóricos de los llamados sofistas, como para confiarles tanta responsabilidad en una definición? Al final, esta definición sólo funciona a cabalidad para figuras visibles, mi querido Sócrates. Para, la segunda definición, donde forma es el límite de un sólido, conviene preguntar: ¿esta definición funciona únicamente en el ámbito geométrico? Esta definición tiene un no sé qué “platónico” en cuanto refiere a las verdades eternas y atemporales de las matemáticas, y en algo parece tener un criterio de género y
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especie, explotado por la axiomática de la geometría euclidiana; sin embargo, ¿cuál es aquí el género y cuál la especie? (¿la línea, el plano, el sólido?). La tercera definición, donde el color es un efluvio de las cosas, de las formas, es una definición que se sirve de la contextualidad. “La contextualidad, es, sin duda, una de las condiciones de la definición, pues ésta debe tener tal o cual marco conceptual. Pero, tiende a particularizar al definiendum, poniendo en riesgo sus características de unidad, universalidad e identidad” (Bravo, 2009). Por otro lado, adentrados en la segunda parte del diálogo, cuando Sócrates y Menón se sirven del “método hipotético” para indagar si la virtud es enseñable o no, el primero nos habla acerca de su definición de virtud como discernimiento: “Pero, no tiene que parecernos bien dicha sólo anteriormente, sino también ahora y después, si quiere ser válida” (Menón 89 c-d). El no sé qué trágico afirmado por Sócrates tiene esta definición, es el hecho de que es una definición que se elabora dentro del diálogo a la manera de Gorgias, siguiendo la teoría física de los efluvios y los poros de Empédocles, definición que por circunscribirse al ámbito físico nos parece bien dicha, pero difícilmente podría asegurarse su vigencia ahora y después. Además, dicha definición, comparativamente, no está tan adentro de los afectos de Platón como la primera o la segunda. Si bien podemos decir, pese a estas consideraciones, que los tres ejemplos de definición de Sócrates son “correctos”, en cuanto, la extensión del definiendum es la misma que la del definiens, y porque además, tenemos una característica común identificada en todos los casos y poseemos una dificultad que suele pasarse por alto en la lectura del diálogo. Y es que hemos aceptado que estamos buscando una definición que revele la esencia, la naturaleza de una cosa. Hemos admitido que dar cuenta de una “correcta” definición es referirnos a la esencia del objeto en cuestión. En este sentido, una definición es la esencia de un objeto. Pero, Sócrates nos está dando dos definiciones, igualmente “efectivas” y “correctas”, a la hora de referirnos a la figura. Si esto es así, entonces la figura tendría dos esencias. Y si los objetos poseen dos esencias, la obra platónica como la conocemos debería ser revaluada bajo esta nueva perspectiva metafísica (Charles, 2008). Si nos resulta extraño sostener esto, desde Platón, debemos decir entonces que una definición de figura es mejor que la otra o que, en realidad, ninguna de las dos da razón suficiente de la esencia de la forma.
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Una salida ante esta dificultad: dos sentidos de qué es x en el Menón Una forma de defender a Sócrates frente al hecho de que estuviera confundido sobre el tipo de respuesta que estaba buscando para la pregunta de qué es x es sostenida por David Charles (2008), quien entiende en el Menón dos sentidos diferentes de qué es x. Por lo tanto, habrá dos tipos de respuesta, es decir dos tipos de definición: una “esencial” y otra nominal. Un primer sentido de la respuesta a la pregunta “¿qué es x?” debe contener al menos dos características: 1) un eidos (una forma) específico que todas las virtudes poseen y 2) un eidos por el cual todas son virtudes. Un segundo sentido de la respuesta a la pregunta “¿qué es x?” debe dar cuenta por el nombre con que denominamos x. De esta manera, forma como aquello que siempre va acompañado de color es una definición adecuada para responder al segundo sentido de qué es x, porque no se refiere a la esencia en cuestión. Ahora, responder a la segunda pregunta no implica dar una sola respuesta, sino que puede haber varias formulaciones que satisfagan este requerimiento nominal. Por ejemplo, cuando digo el número que corresponde a la suma de 2 + 2, la mitad de 8 o el segundo número par, me estoy refiriendo, obviamente, al número 4, con aparentes varias “definiciones”. Por el contrario, la respuesta a la pregunta tipo uno, sólo puede ser contestada con una sola definición, porque suponemos que el objeto únicamente posee una esencia. Habiendo hecho esta distinción entre estos tipos de pregunta, esta alternativa, que distingue entre una definición nominal y una real, debe concluir que Sócrates está, con sus dos tipos de definición de forma, respondiendo al asunto nominal y, por contraste, tangencialmente, respondiendo el asunto de la esencia. Sin embargo, no parece clara la distinción, dentro de la fluidez del diálogo, entre uno u otro uso del sentido de qué es x. Tal vez Sócrates no lo hace explícito, porque en el diálogo se están confundiendo universales con particulares, por parte de los interlocutores de Sócrates y, como señala Nehamas,2 a Sócrates parece no
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Para entender por qué para Platón la belleza es bella, hay que entender su concepción general de lo que es predicación, cómo él piensa la atribución de características a una cosa, cómo interpreta el griego proposiciones de la forma (a “es” F). Lo que se entiende por autopredicación es que la belleza es bella, es decir que (F “es” F). Por esta razón la teoría de las formas se esgrime sobre la noción de participación. Esta noción de autopredicación desempeña un papel muy importante
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importarle mucho aclarar esta distinción (Nehamas, 1999). No obstante, la interpretación de Nehamas radica en que tal confusión no es la “confusión” que lleva al problema ulterior de la definición en Platón, sino que el verdadero problema radica en que los interlocutores de Sócrates, que buscan una definición no entiendan el criterio de unidad. Esto a su vez nos acerca de alguna manera al problema de la predicación en Platón, es decir, la distinción de un sentido existencial o predicativo del verbo ser que se puede rastrear mejor en el Sofista. Sin embargo, simplemente hago referencia a estas “conexiones”, pues su exposición supera los límites de este trabajo. En el Menón hay supuestos “fuertes” por parte de Sócrates, si los griegos de la época confunden universales con particulares, tal distinción se hace ostensible una vez Sócrates parte del presupuesto de que éstos existen y que les corresponde una unidad. en los diálogos tempranos y en torno a la definición socrática, por eso Nehamas acepta que surge la noción de predicación en Platón como un requerimiento de este ámbito de estos diálogos. En el sentido de que cuando los interlocutores de Sócrates tanto en el Laques, Hipias, Eutifrón y Menón como en la República se hallan frente a la siguiente dificultad, por ejemplo, cuando se dice que ser valiente es x, estamos suponiendo que en realidad sólo la valentía es valiente en sí misma, o sea que es su naturaleza serlo, las otras cosas, como un soldado en batalla, no son valientes en el sentido de identidad (el soldado no es idéntico a la valentía), sino que participa a veces de ésta. Con esta distinción de ser como predicativo contrapuesto a un ser existencial, es que algo puede ser x a veces, y no serlo otras. Éste es un punto que puede verse inclusive en la definición de justicia de la República “hacer cada uno lo propio”. Esta noción de autopredicación que desemboca en este tipo de definiciones no es una predicación ordinaria, tampoco es una tautología, no hay un absurdo en esto, ni una contradicción metafísica, sostiene Nehamas. En este sentido de predicación se entenderá por qué solamente las formas mismas pueden referirse al ser de las cosas. Pensar que solamente una propiedad puede ser atribuida a un objeto, parece ser algo muy natural en un griego, en contraste con la convicción moderno-aristotélica de lo que es predicar. El problema que subyace a estas alturas es el de diferenciar particulares de universales, porque la autopredicación relacionada con la definición podría sugerir que lo que una definición socrática busca es un patrón particular. Toda la dificultad de la predicación en una definición se nos presenta cuando al tratar de responder qué es x, se confunde el decir “a is the x” con “a es x”. Y de ahí, de esa aparente no distinción, se deslinda un problema filosófico gigante. La tesis de Nehamas, es que debe aceptarse lo siguiente en relación con la autopredicación: El x es el mismo x lo que es igual, a manera de definición, a que x el mismo, es lo que es ser x. De manera que Platón tiende a interpretar A es x como A es lo que es ser x. Y este es su problema con la predicación ordinaria. La predicación parecería tener un solo un sentido, y es el del “es” que conecta el sujeto con el predicado. La razón por la cual sólo la justicia es justa se fundamenta en la separación heredada de Parménides: las formas aluden a lo “real”, lo otro a las apariencias. Porque la imperfección de las formas no consiste en lo que son, sino en cómo se puede decir que algo es ser, por ejemplo, justo. Esta interpretación de Nehamas, ayuda a decir que en Platón las formas son una y la misma, es decir x no cambia.
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A manera de conclusión Si aceptamos que ninguna de las definiciones de Sócrates es una definición “fidedigna” de forma, porque no nos devela la esencia, es decir, su naturaleza, inclusive dentro de los presupuestos que el mismo Sócrates ha sentado como requisitos sine qua non para dar una definición como satisfactoria; o que al menos, si el uso de qué es x, es ambiguo en el Menón, tendremos que recordar para siempre que hemos caído en las aguas de la ironía del pez torpedo, frente a lo que no podríamos hacer nada, sino distinguir estos sentidos y leer el Menón pensando en la distinción y en sus consecuencias. Aceptando lo primero, es falso que el paradigma del cual debemos partir para definir la virtud sea confiable y estaríamos descubriendo una aporía ulterior en el diálogo. Además, el que la búsqueda de la definición de virtud se aplace a la altura de 86e y que al final se nos conceda la tentativa respuesta, poco satisfactoria, fundamentada en una sucesión de hipótesis sobre la virtud, de que ésta se da a través de un don divino, respondiendo únicamente al cómo es x y no al qué es x (la virtud), nos da la sensación de que, a diferencia del esclavo3 que recuerda sus opiniones verdaderas sobre la geometría,4 nosotros, al parecer, no hemos recordado nuestras opiniones verdaderas sobre qué es definir “correctamente”. El Menón, “recordemos”, comienza con una pregunta que el impaciente aristócrata le hace a Sócrates: “¿es enseñable la virtud?, o ¿no es enseñable, sino que sólo se alcanza con la práctica? o ¿si no se alcanza con la práctica ni puede aprenderse, sino que se da a los hombres naturalmente o de algún otro modo?” (Menón 70 a).
En 81c Sócrates presenta la teoría de la reminiscencia para solucionar la “paradoja erística de cómo puedo indagar por lo que conozco, si ya lo conozco y cómo puedo indagar por lo que no conozco si no lo conozco, y no sabría qué buscar”. En 82b-85c se presenta en el Menón un ejercicio geométrico de Sócrates con el esclavo, en torno a cómo a partir de la diagonal del cuadrado se puede construir uno cuya área sea el doble de éste, como prueba de la teoría de la reminiscencia, cuyo fundamento radica en la autoridad de los hombres que entienden de cosas divinas. Así una vez realizado este ejercicio, y supuestamente demostrado el hecho de que el alma ha conocido todo y que, al haberlo olvidado, es cuestión de que recuerde, a través de la guía indicada, las opiniones verdaderas que tiene; en 86d-e se deja de lado la indagación por qué es x (la virtud) y se introduce el método hipotético propio de los geómetras, para buscar el cómo es x (la virtud), es decir si es enseñable o no, si se aprende o se llega a ésta por naturaleza, todas las interrogantes con las que abre el diálogo.
La “validez” de este ejercicio como prueba de la reminiscencia ha sido examinada en la obra de Vlastos.
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Sócrates, con su célebre ironía, le contesta a Menón que las riquezas de su tierra exceden a las de sus compatriotas también en sabiduría, y que él se avergüenza de no saber más de la virtud y dice :“[…] yo tan lejos estoy de conocer si es enseñable o no, que ni siquiera conozco qué es en sí la virtud[…]” (Menón 71 a-b) y, más adelante, invita a Menón a que lo instruya en qué es una definición de virtud. Pero Sócrates al ser consciente de que no conoce qué es en sí la virtud, sabe que no sabe, porque, al parecer, conoce qué es saber el en sí de algo. Puesto que en el caso de la virtud, según su celebérrimo eslogan, sabe que no lo sabe. Sencillamente, sabe qué es dar una definición, que corresponde a responder a la pregunta de qué es x, de lo contrario no se habría aventurado a dar definiciones sobre forma y color. De igual forma, es incapaz de ofrecernos un arquetipo correcto de definición, en función del cual podamos definir la virtud. Por eso cuando Sócrates nos pregunta qué es la virtud en sí, deberíamos, contestarle con otra tierna ironía: “Oh, por los dioses, Sócrates, nosotros estamos tan lejos de saber el qué es algo, y dichoso tú que presumes poder dar una definición, al decir qué es el en sí de algo, podrías fácilmente, por favor, ¿mostrarnos qué es definir correctamente?” ¿O es que Sócrates puede tener una creencia falsa sobre lo que es la definición? En la segunda parte del diálogo,5 después de la abrupta irrupción de Anito,6 recurso literario indigno de la maestría narrativa de Platón, las referencias al camino que conduce a Larisa y las estatuas de Dédalo se utilizan para explicar el tema de las opiniones verdaderas y el conocimiento. Para Sócrates una opinión verdadera puede conducirnos de la misma manera que el conocimiento, con la salvedad de que quien lo posee nunca podrá ser persuadido a favor de opiniones falsas. En 96d, Sócrates dice: “Pero, que no sea posible guiar correctamente si no es sabio, esto parece que no hemos acertado al admitirlo”. Y en 99a “sólo hay dos cosas que pueden guiarnos correctamente el conocimiento y la opinión verdadera”.
Considerando que la primera parte abarca hasta donde se abandona la indagación acerca de qué es la virtud.
El estudio de la “entrada” a escena de Anito, en esta parte del diálogo es referida por Guthrie (1994) “Menón es huésped de Anito”; sin embargo, se suele entender como herramienta para criticar el ambiente moral de la época, entablar una crítica a los sofistas, que afirmaban enseñar la virtud a cambio de dinero y sobre el mismo Anito, que recuérdese está íntimamente relacionado con el juicio de Sócrates, como uno de sus acusadores.
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De esta manera, al parecer, quien posea una opinión verdadera podrá guiar a otro correctamente. Sin embargo, conviene interrogar a Platón sobre cómo puede Sócrates distinguir en sí mismo, creencias u opiniones verdaderas de falsas. El recordar las opiniones verdaderas se da a través de las preguntas correctas y en los diálogos tempranos ningún interlocutor ayuda a Sócrates a “parir” estas opiniones, porque Sócrates en realidad no aprende nada de éstos, sino que los guía, con un sentido de orientación imperturbable, segura, con la convicción de una autoridad indubitable. Entonces, ¿cómo se guía el propio Sócrates? ¿Puede Sócrates tener una creencia falsa sobre qué es definir? Empero, la maestría de Platón para mezclar contenido y forma, nos deja un ápice para, a partir de la literariedad, encontrar una salida alternativa a la lectura aporética de la definición en el Menón. En él ni siquiera llegamos a saber qué ni cómo es una correcta definición, sino que apenas se nos ofrecen unos criterios para refutar “malas” definiciones o la lectura alternativa para la cual puede subsanarse el déficit de definiciones excelsas distinguiendo entre dos usos indiferenciados, en el desarrollo del dialogo, de qué es x en el diálogo. Este reproche final, de semblante “socrático”, se le hace a un Sócrates que parece estafarnos a la hora de confiarnos lo que es “correcto” a la hora de hablar de la naturaleza de las cosas, quiero proponer una alternativa a esta lectura “hipotética” que he adoptado sobre el abandono momentáneo de Sócrates, en el diálogo, sobre qué es la virtud. Todo el Menón, por parte de los recursos de Sócrates para ayudar a partear en Tesalio correctas opiniones relacionadas con la virtud, se sirve del sentido de la vista, del ver, que siempre implica ver por uno mismo. Desde el ejemplo más nimio, la analogía más usada, las definiciones, Menón y quien lea el dialogo, deberá imaginarse viendo algo. En el ejercicio que Sócrates lleva a cabo con el esclavo de Menón, que tiene la finalidad de solucionar la llamada “paradoja erística” (del cómo puedo indagar por lo que no conozco), aquél afirma que no va a decirle la respuesta a un problema geométrico al esclavo, sino que él mismo (el esclavo) va a descubrirla. Suponiendo que el esclavo ve, da a luz las correctas opiniones que ya poseía en torno al problema acerca de la diagonal de un cuadrado. Se entiende claramente que Sócrates nunca ha dicho que la virtud pueda enseñarse, él no es un sofista, él simplemente, como señala Gail Fine (1997), “es alguien que le hace caer en cuenta a los demás de lo que no conoce”.
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La diagonal del cuadrado es en ese caso un número inconmensurable, un número de cierta manera inefable. La virtud, de cierta manera, también lo es. Como dice Sócrates en la Apología escrita por Platón, un ciudadano debe interrogarse todos los días por el concepto de virtud, con miras a lograr una buena vida. Así, la virtud no puede definirse, porque hay que estar en continuo diálogo sobre ésta. Sócrates dice al final del Menón, en su última intervención, con la que se cierra la última escena: De este razonamiento, pues, Menón, parece que la virtud se da por un don divino a quien le llega. Pero lo cierto acerca de ello lo sabremos cuando, antes de buscar de qué modo la virtud se da a los hombres, intentemos primero buscar qué es la virtud en sí y por sí. Ahora es tiempo de irme… (Menón 100b-c).
Quiero sugerir que la esencia de la virtud escapa de manera quimérica a la definición escrita de Platón, de la misma manera que los números inconmensurables (como las diagonales de algunos cuadrados) escapan a un número finito (así, pues, el esclavo podrá ver la línea que es la diagonal, pero nunca podrá escribir la cifra7 que ésta representa), en un sentido que va de la mano con la interpretación de la “tercera vía” (González, 1995) del sentido del valor en el Laques. Esto sucede porque, en realidad, la virtud radica en la misma actitud de Sócrates frente a la pregunta de qué es la virtud, por eso abarcar a cabalidad en prosa la actitud de Sócrates, por “virtuoso” que sea Platón, es imposible. En el sentido de que los ardides en torno a la definición que le ha endilgado este trabajo, nos exigen volvernos mayéuticos con Sócrates y dialécticos con Platón, para seguir interrogándonos, todos los días, por la correcta definición (por el qué es la virtud), y esto es lo más próximo que, creo, podemos encontrar a una definición, en algún sentido “correcta”, de virtud en el Menón de Platón.
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El número es raíz de 2.
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Hermenéutica y política en el Cratilo de Platón Alfonso Flórez Pontificia Universidad Javeriana
En esta contribución busco abordar la relación entre lenguaje y filosofía política en la Antigüedad a partir de una propuesta de interpretación del diálogo Cratilo1 de Platón. A primera vista, este modo de proceder parecerá absurdo o muy forzado para quienes estén familiarizados con este diálogo y con las diversas interpretaciones que ha recibido. Por eso, haré en primer lugar una relación representativa del modo tradicional como este diálogo se ha leído para, a partir de ahí, exponer las dificultades que presenta ese modelo interpretativo. A continuación, se estará en posición, entonces, de abordar un modelo interpretativo alternativo, desde el cual, por último, se hará plausible la lectura propuesta de este diálogo entre la hermenéutica y la política.
Lectura tradicional del Cratilo El Cratilo pertenece a los diálogos sobre cuya fecha de composición los estudiosos no han logrado ponerse de acuerdo, aunque una mayoría relativa lo asigna al grupo de diálogos que anteceden a la República, junto con el Gorgias y el Fedro.2 Se piensa, en todo caso, que sin ser una obra juvenil de Platón, su autor todavía
Cito el Cratilo según la traducción de Domínguez (Platón, 2002).
La datación cronológica del Cratilo es un asunto oscuro en los estudios sobre Platón. El estado de la cuestión no ha cambiado sustancialmente desde que fuera expuesto en Guthrie (1992: 11 y ss.). Mayor relieve reviste el asunto de su datación dramática, donde me alineo con los intérpretes que lo sitúan en el grupo de los ocho diálogos del juicio filosófico y político de Sócrates; cf. Howland (1998: 2).
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no ha alcanzado en ella la maestría filosófica o literaria de la que hará gala en sus obras maduras. A diferencia de otros diálogos, el Cratilo no trata tampoco los grandes temas éticos y políticos característicos del Platón que todavía se acuerda de Sócrates. Esto no ha permitido llegar a un acuerdo sobre el lugar que el diálogo debe ocupar en el corpus platónico, por lo que su estudio adolece de una cierta desarticulación respecto de los demás diálogos del período considerado. Esto no significa que el problema que se discute en el Cratilo no sea de la mayor importancia ni le ha restado al diálogo una presencia determinante en las discusiones del pensamiento occidental sobre el asunto del lenguaje. De hecho, el Cratilo puede considerarse como la obra fundacional de la filosofía del lenguaje.3 Esta extraordinaria pretensión se basa en los dos modelos que se discuten acerca del significado de los nombres, y que en el diálogo se hallan en cabeza de cada uno de los dos interlocutores de Sócrates, así: Hermógenes defenderá la posición convencionalista, mientras Cratilo propondrá una concepción naturalista de la adecuación de los nombres a las cosas. En la primera parte del diálogo (385a-427d), la más larga, Sócrates argumentará contra Hermógenes, no sin ironía, que puede ofrecerse un conjunto de explicaciones de los nombres, que incluyen indagaciones etimológicas, que muestran que, en últimas, los nombres no son tan convencionales como parece, si bien las contingencias del lenguaje llevan muchas veces a ocultar la referencia natural de los nombres a las cosas. Con este proceder no queda a salvo, ni mucho menos, la posición naturalista defendida por Cratilo. Contra éste, Sócrates argumenta en la segunda parte del diálogo (428a-440c) que, en la medida en que los nombres pueden retrotraerse a principios naturales diversos, se requiere de la aplicación de una convención que permita decidir acerca de su imposición a las cosas. Con esta demostración concluye el diálogo, cuyo principal resultado parece aporético, toda vez que, contra el convencionalismo de Hermógenes, Sócrates ha mostrado que en últimas los nombres sí expresan ciertas determinaciones naturales de las cosas, por lo que no pueden considerarse como puramente convencionales; mientras que contra el naturalismo
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“Este es el trasfondo del que surge el Cratilo de Platón, el escrito básico del pensamiento griego sobre el lenguaje, que contiene el problema en toda su extensión; la discusión griega posterior, que sólo nos es conocida de manera muy incompleta, apenas aporta nada esencialmente nuevo” (Gadamer, 1984: 488).
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de Cratilo, Sócrates ha mostrado que el fundamento de los nombres en las cosas no es unívoco, sino múltiple, por lo que todavía se requiere de un principio de convención que permita escoger entre las diferentes posibilidades de referencia de los nombres a las cosas, sabiendo que con ello una parte, al menos, de los nombres terminará teniendo una referencia arbitraria a las cosas, si no, incluso, contradictoria. La propuesta final que se sigue del diálogo parece reconocer la referencia natural si no ya de todos los nombres, al menos sí de algunos de ellos, y con eso, el absoluto convencionalismo del resto. Así, la posición a la que Platón llega se mueve en una línea intermedia entre un naturalismo puro y un convencionalismo abierto, como si se dijera que un cierto naturalismo conduce a un cierto convencionalismo. Podría argüirse, de todos modos, que el descubrimiento de Sócrates de principios naturales diversos, a los cuales se refieren los nombres, sólo sirve como manifestación de la arbitrariedad de dicho recurso, que indicaría no tanto que al menos una parte de los nombres tiene un fundamento natural en las cosas, sino más bien que, cualquiera que sea el eventual fundamento que exhiba un filósofo naturalista, siempre podrá aducirse un fundamento natural de signo contrario, con lo que el primero quedará en cuestión. Ello querría decir, ni más ni menos, que es erróneo ver la verdadera propuesta de Platón como si estuviera situada en un lugar intermedio entre el naturalismo y el convencionalismo, sino que consistiría, más bien, en un rechazo a todo naturalismo, cuan grande o pequeño como sea, para acogerse al puro convencionalismo de los nombres en relación con las cosas. El Cratilo prepararía así el camino para la propuesta de Aristóteles en torno al significado de los nombres, tal como se encuentra en el De Interpretatione (16a1-8), donde el triángulo semiótico se propone con independencia de cualquier presunto naturalismo de los nombres y el naturalismo del acto de significado se ha desplazado a la relación del concepto con las cosas. Es como si Aristóteles recogiera la polaridad dialéctica del Cratilo y la incorporara en su propia propuesta semántica, de modo tal que admite tanto el naturalismo, pero en la relación del concepto con la cosa; así como el convencionalismo, pero en la relación del nombre con la cosa y con el concepto. Corresponde ahora seguir con mayor detenimiento la argumentación del diálogo en sus diferentes secciones.4
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Me guío aquí por la exposición, bastante neutral, de Harris y Taylor (1997).
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Discusión tradicional de la posición convencionalista Hermógenes expone esta posición en el sentido de que “a mí me parece que el nombre que uno pone a una cosa, es correcto; y que, si inmediatamente lo cambia por otro y ya no utiliza el anterior, no es menos correcto el último que el primero” (384d). El fundamento para esta total libertad en el acto de imposición de los nombres radica en que “no hay en absoluto ningún nombre que convenga por naturaleza a ninguna cosa concreta, sino por ley y por costumbre de los que adquieren el hábito de hablar” (384d). El propósito excesivo de la posición así expuesta conoce un primer límite en el uso del lenguaje en el seno de una comunidad, uso que terminaría por verse impedido si cada uno llamara a cada cosa como a bien tuviera.5 Así, la absoluta libertad de nominación podría ejercerse sólo en el ámbito privado, con consecuencias inadmisibles en los órdenes públicos del conocimiento y de la ética, donde se confundiría la verdad con la falsedad y la sensatez con la insensatez. Estas primeras observaciones que Sócrates formula a Hermógenes no deben verse, sin embargo, como el comienzo de la refutación de la posición convencionalista, sino como un fortalecimiento de ésta en el sentido de proponer un convencionalismo no particular, sino público.6 Una vez ganada esta posición, Sócrates hace ver a Hermógenes que el nombrar, como cualquier otra acción, debe realizarse según la rectitud propia del decir7 y del propio nombrar, como parte del decir.8 En este punto, la acción de decir se compara con la acción de tejer, quizás porque puede verse en el decir un cierto entrelazamiento
“Sócrates: ¿Entonces, si yo doy el nombre a un ser cualquiera, por ejemplo, si a lo que ahora llamamos hombre, lo denomino caballo, y a lo que llamamos caballo, lo denomino hombre, el nombre del primero será en público hombre y en privado caballo, y el del segundo en privado hombre y en público caballo? ¿Es esto lo que dices? Hermógenes: Ése es mi parecer” (385a-b).
La mayoría de los intérpretes entienden estos primeros argumentos de Sócrates como el principio de la refutación de Hermógenes.
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“Sócrates: Por tanto, ¿se deberá hablar como a cada uno le parezca, como si hablando así se hablara correctamente? ¿O no sucede más bien que, si se expresan las cosas de la manera y con aquello que su naturaleza exige decirlas y ser dichas, se consigue decirlas mejor; mientras que, en el caso contrario, se errará y no se conseguirá nada? Hermógenes: Me parece que es tal como dices” (387b-c).
“Sócrates: ¿Y no es el nombrar una parte del discurso? Porque es nombrando como los hombres expresan los discursos. Hermógenes: Sí” (387c).
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de elementos discretos, como nombres y verbos en la oración, y de oraciones, en el discurso. En este contexto, la operación del nombre, como elemento menor del decir, es similar a la operación menor del tejer, representada en la función de la lanzadera cuando hace pasar el hilo de la trama entre los hilos de la urdimbre, pues el nombre sirve para distinguir elementos del decir que luego se entrelazarán en el tejido mayor del lenguaje.9 A partir de allí, y dado que cierto tipo y material de una lanzadera es apropiado para cierto tipo y material de tejido, es fácil deducir que la acción del nombre deberá adecuarse también a aquello que quiere nombrar, supuesto que quiera hacerlo bien.10 En este punto se recurre a la acción de un legislador que ha impuesto el uso adecuado de los diversos nombres.11 La introducción de esta figura no debe verse como algo extraordinario, sino que en ella se sintetiza la concordia nominadora de una comunidad, que obedece, sin embargo, a un acto de imposición adecuado a la naturaleza de las cosas, pues no podría afirmarse sin más que todos los usuarios de una lengua han tenido aquella clarividencia en la naturaleza de las cosas que les permita darles el nombre adecuado, de modo tal que, además, después concuerden unos con otros. Ahora bien, en la medida en que la excelencia del decir se manifiesta sobre todo en el arte de preguntar y responder, que es el arte del dialéctico, aquel legislador de los nombres deberá dejarse guiar en la operación de imposición por quien mejor sabe usar el lenguaje, esto es, el dialéctico.12 Con esto, Cratilo parece tener la razón cuando afirma que “los nombres corresponden por naturaleza a las cosas y que no cualquiera es artífice de nombres, sino tan sólo aquel que dirige su mirada hacia el nombre que corresponde por naturaleza a cada cosa, y que es capaz de poner su forma en las letras y en las sílabas” (390e). En conclusión, el lenguaje no puede ser convencional, ni siquiera en el sentido ampliado de una comunidad,
“Sócrates: El nombre es, pues, un instrumento que sirve para enseñar y para distinguir la esencia, como la lanzadera lo es para hacer un tejido. Hermógenes: Sí” (388b-c).
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“Sócrates: Ahora bien, un tejedor utilizará bien la lanzadera, y bien quiere decir de acuerdo con el tejido. Y un enseñante utilizará bien el nombre, y bien quiere decir de acuerdo con la enseñanza. Hermógenes: Sí” (388c).
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“Sócrates: ¿Te parece que el enseñante, cuando utiliza un nombre, utiliza la obra del legislador? Hermógenes: Me parece que sí” (388e).
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“Sócrates: Y la obra del legislador es, según parece, el nombre; pero, si quiere que los nombres estén bien puestos, actuará bajo la dirección del hombre llamado dialéctico. Hermógenes: Así es” (390d).
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pues entonces no podría explicarse la extraordinaria coherencia que se da en su uso, gracias al cual no sólo pueden distinguirse unas cosas de otras, sino también realizarse juicios cognoscitivos y de valor que versan sobre las cosas mismas. Que esto sea posible indica que detrás de la acción del legislador se halla el dialéctico con su conocimiento supremo de la utilización del lenguaje. Así, el uso del lenguaje no es convencional, pues comprende acciones naturales de discriminación de cosas y de pronunciamiento de juicios sobre éstas, todo lo cual depende de la naturaleza de las cosas. Al no ser convencional el uso del lenguaje, el nombrar, que depende de él, tampoco lo es. La sección etimológica (391a-421c) que se introduce en este momento sirve para mostrar la adecuación de la forma de las palabras a las cosas a las que se aplican, si bien en la mayoría de los casos esta concordancia depende de la escisión arbitraria de las palabras, de la introducción o supresión de letras, o de la compilación de una oración en una palabra, que ahora se desenvuelve en aquella frase original. En este recorrido etimológico no faltan, incluso, los casos en que se ofrecen varias explicaciones etimológicas de una palabra, a veces contradictorias entre sí, o en que se reconoce el origen foráneo de un nombre. No puede decirse que el conjunto de explicaciones etimológicas se presente con absoluta seriedad o que no haya una instancia crítica en el recurso fácil a la etimología. Con ello, Sócrates parece enseñarle a Hermógenes que su confianza en la demostración anterior de la conveniencia natural de los nombres a las cosas peca de ingenuidad. Lo cierto es que este procedimiento, que se prolonga por no pocas páginas, también alcanza un tope, y pide ser sustituido por una explicación diferente de la adecuación natural de los nombres a las cosas que escape de la amenaza que pende sobre toda etimología, cual es la circularidad implicada en explicar unas palabras por otras. El mecanismo mimético (421c-427c), que se introduce una vez la explicación etimológica alcanza sus límites, debe entenderse no como una imitación onomatopéyica de los seres de la naturaleza,13 sino como el esfuerzo por buscar la concordancia natural entre la forma del nombre y la esencia de la cosa a la que
“Sócrates: Nos veríamos forzados a admitir que quienes imitan a las ovejas, a los gallos y a otros animales, también nombran las cosas que imitan. Hermógenes: Es verdad. Sócrates: ¿Y te parece que eso es correcto? Hermógenes: A mí no. Pero ¿qué tipo de imitación sería el nombre?” (423c).
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se ha impuesto ese nombre. En este sentido, dicho mecanismo recuerda ciertos esfuerzos contemporáneos por construir un isomorfismo entre los elementos del lenguaje y los elementos de la ontología, con el fin de que el lenguaje pueda expresar la realidad del modo más adecuado posible.14 Discusión tradicional de la posición naturalista Una vez expuesto en toda su extensión el programa que recoge la adecuación natural de los nombres a las cosas, Sócrates lo somete a su vez a examen crítico, teniendo ahora como interlocutor a Cratilo. Este examen parte de los resultados alcanzados al final de la exposición anterior, según la cual los nombres son una cierta semejanza de las cosas, pero, por ello, no pueden ser idénticos a la realidad en todos los respectos. Cratilo concede con dificultad este punto, pero una vez lograda su aceptación, el argumento procede de modo expedito. Los nombres, como representaciones de las cosas, no pueden ser idénticos a ellas, por lo que puede hablarse de una mejor o de una peor adecuación de un nombre a una cosa.15 Sin embargo, la comprensión entre los hablantes de una lengua no depende de la óptima adecuación del nombre a la cosa, pues con una adecuación regular o deficiente, aun inexistente, los interlocutores siguen comprendiéndose entre sí.16 En el uso, la posición naturalista no parece distinguirse de la posición convencionalista ni tener ninguna ventaja especial sobre ella, tanto menos, cuanto que ciertos nombres pueden retrotraerse a principios opuestos a los descubiertos en la construcción de la posición naturalista. Esto tiene la indeseable consecuencia
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Tal es la lectura final de Gadamer: “La crítica de la corrección de los nombres, realizada en el Cratilo, representa el primer paso en una dirección que desembocaría en la moderna teoría instrumentalista del lenguaje y en el ideal de un sistema de signos de la razón” (Gadamer, 1984: 502).
“Sócrates: ¿Y qué decir de aquel que imita con sílabas y letras la esencia de las cosas? ¿No sucederá, según el mismo razonamiento, que si da a los nombres todo lo que conviene, la imagen, es decir, el nombre, será hermosa, mientras que si alguna vez omite o añade pequeños detalles, surgirá sin duda una imagen, mas no hermosa? De ahí que algunos de esos nombres estarán bien hechos y otros mal. Cratilo: Quizá” (431d).
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“Sócrates: Dices bien. Pero entonces, cuando ahora hablamos, ¿no aprendemos nada unos de otros, si alguien dice sklerón, ni sabes tú ahora lo que estoy diciendo yo? Cratilo: Ahora, amigo mío, lo sé en virtud de la costumbre” (434e).
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de poner en duda la habilidad del legislador original para nombrar las cosas.17 Resulta de ello que los nombres no constituyen una guía fiable para el conocimiento de la realidad, que no puede lograrse por el mero recurso a los nombres, dada su precariedad, como tampoco pudo lograrlo el legislador original, toda vez que todavía no tenía la guía de los nombres en su acercamiento a la realidad.18 Para conocer las cosas no queda abierto otro camino que conocerlas por medio de sí mismas,19 exigencia tanto más urgente, cuanto que puede soñarse con la existencia de lo justo en sí, de lo bello en sí, de lo bueno en sí,20 que habrían de conocerse con independencia del lenguaje. Lenguaje y política en la lectura tradicional del Cratilo El Cratilo es un diálogo incómodo por las oscilaciones que Sócrates asume respecto del lenguaje, donde critica ya la posición convencionalista, ya la posición naturalista, sin que haya un compromiso claro y explícito de su parte respecto de la fuerza significativa del lenguaje. Quizás, sin embargo, deba verse en estas vacilaciones el punto que Platón quiere transmitir en el diálogo. En efecto, en el Cratilo no sólo se presenta una áspera crítica al abierto convencionalismo de los sofistas —de los que se mienta a Pródico y a Protágoras—, sino que también hay en él una velada crítica a los procedimientos democráticos cuando por medio de “Sócrates: Es evidente, como venimos diciendo, que el primero que puso los nombres los ponía tal como estimaba que eran las cosas. ¿No es así? Cratilo: Así es. Sócrates: Por consiguiente, si él no tenía una idea exacta acerca de las cosas y les ponía los nombres de acuerdo con esa idea, ¿crees tú que, si nosotros le seguimos, correremos otra suerte que la de equivocarnos?” (436b).
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“Sócrates: ¿A partir de qué nombres, pues, había aprendido o descubierto los objetos, si los nombres primitivos aún no estaban fijados y si, por otra parte, nosotros afirmamos que es imposible aprender y descubrir las cosas más que aprendiendo los nombres o descubriendo nosotros mismos cuál es su naturaleza? Cratilo: Me parece, Sócrates, que me planteas un problema” (438a-b).
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“Sócrates: Por consiguiente, llegar a saber de qué forma haya que aprender o descubrir los seres quizá sea una tarea superior a mis fuerzas y a las tuyas. Debemos, sin embargo, felicitarnos de haber convenido en que no hay que partir de los nombres, sino que hay que aprender los seres e indagarlos por ellos mismos, mucho mejor que a partir de los nombres. Cratilo: Está claro, Sócrates” (439b).
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“Sócrates: Porque atiende, admirable Cratilo, lo que yo sueño muchas veces. ¿Afirmaremos o no que existe un ser hermoso y bueno en sí mismo, y que cada uno de los seres es también así?” (439c).
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éstos busca determinarse la verdad de las cosas.21 En este respecto, el punto de llegada del diálogo parece bastante claro con su afirmación de que la verdad se da en el conocimiento de las cosas en sí mismas, oponiéndose así tanto al relativismo sofístico derivado de la persuasión, como a la elección democrática procedente de la votación. Platón estima, en consecuencia, que el uso del lenguaje, sea en la plaza pública, sea en el tribunal, debe estar sometido a la verdad de las cosas. En este contexto, la posición convencionalista expone el lenguaje al manejo relativista del sofista, mientras que la posición naturalista expone el lenguaje a la votación de los magistrados, que creen poder juzgar sobre la verdad mediante ese procedimiento democrático. Platón, por supuesto, no sigue la senda de Cratilo, por la cual este llegó a una total desconfianza en el lenguaje, limitándose a señalar las cosas con el dedo,22 pero tampoco deposita en el lenguaje toda su confianza, al modo de un sofista, y quizás ahí radica la dificultad de querer asignarle al Cratilo una posición teórica clara y un lugar en el corpus de Platón.
Dificultades con el marco interpretativo tradicional y un nuevo modelo de lectura del diálogo platónico Aunque en la anterior exposición de las principales líneas argumentativas del Cratilo quedan muchos problemas pendientes, sobre todo los que tienen que ver con la lectura de la sección etimológica y, por ende, con la estructura general del texto, puede decirse, sin embargo, que a grandes rasgos allí se recogen los consensos de un grupo importante de intérpretes frente al diálogo.23 Con todo y que ciertos resultados de este modelo interpretativo son valiosos, con otro grupo de “Cratilo: Ves, sin embargo, Sócrates, que la mayor parte tenían el otro significado. Sócrates: ¿Y qué supone eso, Cratilo? ¿Vamos a contar los nombres como los votos, y residirá en eso su rectitud? ¿Acaso van a ser los verdaderos los de aquel de los dos grupos, cuyos nombres significativos son más numerosos?” (437d).
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“De esta concepción surgió, en efecto, la opinión más extremosa entre las mencionadas, la de los que afirman que heraclitizan, y tal como la tenía Cratilo, el cual, finalmente, creía que no se debía decir nada, limitándose a mover el dedo, y censuraba a Heráclito por haber dicho que no es posible entrar dos veces en el mismo río, pues él creía que ni una” (Aristóteles 1982, Metafísica, Γ, 1010a10-15).
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Cf., por ejemplo, Barney (2001), Riley (2005) y Sedley (2003).
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intérpretes estimo que este enfoque es defectuoso e impide, por tanto, una mejor comprensión del diálogo.24 La principal dificultad de la lectura presentada consiste en que hace abstracción casi por completo de los aspectos dramáticos del diálogo. En efecto, en este marco interpretativo, el diálogo se considera sobre todo como un recurso literario mediante el cual se vehiculan una serie de argumentos, sin que él mismo haga un aporte sustantivo al planteamiento o a la comprensión de dichos argumentos. Es así como el Cratilo ha llegado a entenderse como el espacio de confrontación de dos tipos de posiciones a propósito del carácter significativo del lenguaje, frente a las cuales la propia posición de Platón es muy matizada y expresa sus compromisos políticos, más que sus propias ideas sobre el lenguaje, que permanecen ambiguas en el mejor de los casos. Para este enfoque interpretativo, el diálogo es un mero recurso de la argumentación filosófica, que en sí misma se entiende como desencarnada y abstracta. El hecho, sin embargo, es que Platón no escribió sino diálogos, de diversa extensión y con distinto grado de elaboración, en los cuales él mismo nunca toma la palabra, aunque sí presenta a Sócrates como el interlocutor principal de la mayoría de ellos. Esto permite pensar que, incluso en aquellos diálogos en los que Sócrates no es el interlocutor principal, este hecho cumple una función en la intención del autor. Asimismo, los diálogos presentan referencias dramáticas entre sí, lo que sugiere que su autor tuvo la pretensión de que se entendieran en un orden determinado. El orden dramático viene a reemplazar, así, al orden de composición, que desde el siglo xix y durante la mayor parte del xx, ha ofrecido la matriz interpretativa de los diálogos en el conjunto de la obra de Platón. Del Cratilo, en particular, puede argumentarse que según el orden dramático pertenece al conjunto de ocho diálogos que se escenifican durante los últimos días de la vida de Sócrates, en el contexto del juicio que se le sigue al filósofo que terminará con su ejecución. Si ello es así, ¿puede seguirse entendiendo este diálogo como un mero examen teórico de posiciones sobre el carácter significativo del lenguaje? ¿No se recogerán en él asuntos de la mayor importancia para este Sócrates que debe darle la cara a la justicia y afronta la perspectiva de la muerte? ¿Y no habrán sido pensadas la escenificación dramática del diálogo y su propia estructura Cf., por ejemplo, Benardete (2000), Gonzalez (1998), Howland (1998), Sallis (1996) y Zuckert (2009).
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teniendo presentes estas cuestiones? La propuesta alternativa de interpretación de este diálogo supone que para responder estas preguntas debe reconocerse la importancia central de los motivos dramáticos de cada diálogo, en particular, así como de cada diálogo en el conjunto de la obra de Platón, en general.
El Cratilo como un diálogo entre hermenéutica y política Según se ha mencionado, la comprensión de su estructura es inherente a la interpretación de un diálogo de Platón. En la primera parte de esta exposición se presentaron los dos motivos principales del Cratilo: la crítica del convencionalismo y la crítica del naturalismo, representado cada uno en uno de los dos interlocutores de Sócrates, Hermógenes en el primer caso, Cratilo en el segundo. Esta división del texto asigna tres cuartas partes del mismo al diálogo con Hermógenes y una cuarta parte al intercambio con Cratilo, con la dificultad de que a la larga sección etimológica, que se realiza con Hermógenes, no puede dársele un verdadero peso argumentativo, sino, a lo más, ilustrativo de ciertos compromisos filosóficos de Platón.25 Pues bien, esta división de la estructura del diálogo según motivos argumentativos, que corresponden a interlocutores, representa Sedley considera la sección etimológica con la mayor seriedad y ve en ella el germen de la división subsecuente de la filosofía en cosmología, ética y lógica: “It appears, then, that for Plato philosophy is essentially bipartite: cosmology on the one hand, ethics on the other. Logic and metaphysics are a subdivision of ethics, because they represent the objects and contents of wisdom, a predominantly intellectual virtue which is treated along with the moral virtues. In short, Plato has an embryonic tripartition of philosophy into physics, ethics and logic, but it is contained within a more basic bipartition” (2003: 158). Para Barney, la sección etimológica sirve de apoyo para defender la posición funcionalista del lenguaje: “The etymologies help to specify what the natural correctness of names consists in. Their point of departure is the idea that names are well-designed tools when their content is appropriate to (by being true of) their objects (393d–4c). Operating on the heuristic assumption that Greek is more or less a naturally correct language —for Hermogenes’ request was that Socrates show [deixeias] him what he means by natural correctness (391a3)— Socrates now reveals how such a language would work. But this construal of correctness eventually turns out to be inadequate. It leads only as far as primitive ‘primary names’, the correctness of which is a function not of their semantic content (in any familiar sense) but of their mimetic resemblance to the objects they name (421c–7c). The mimetic account is Plato’s final construal of natural correctness: he seems to think that the two accounts are compatible, but the etymological account must be regarded as incomplete and superficial at best” (2001: 48). Riley entiende la
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uno de los mayores obstáculos para la aprehensión del sentido del texto. Esta aserción, que parece fuera de lugar, dada la claridad con que el texto se distribuye en conformidad con los interlocutores de Sócrates, parte de la constatación de que el interlocutor principal, Sócrates, sufre una profunda transformación a lo largo de la sección etimológica. En efecto, allí Sócrates no deja de hacer referencia al estado de inspiración en que se encuentra, a la sabiduría que le viene de las Musas o de los démones,26 entendiéndose a sí mismo como un nuevo Heracles, llamado a realizar tareas heroicas.27 Aunque en la construcción formal el interlocutor de Sócrates siga siendo Hermógenes, nos hallamos aquí en presencia de un Sócrates diferente, como diferente es el recorrido que se adelanta en la sección etimológica. Si se entiende, entonces, que en la estructura del diálogo la sección etimológica ocupa el lugar central, tanto en sentido literal, como en sentido metafórico, la comprensión total de éste sufre una alteración fundamental. La estructura del diálogo se compone ahora de dos motivos laterales, menores, cuales son la discusión del convencionalismo y la discusión del naturalismo, que flanquean a cada lado el motivo central, la llamada sección etimológica. La importancia de esta nueva determinación de la estructura del diálogo se verá enseguida, una vez se haya esclarecido también su decurso dramático. En relación con éste, hay que proponer una alteración igual de decisiva a la que se ha ofrecido respecto de la estructura del diálogo. En efecto, éste no se abre con la presentación de una discusión que sobre el carácter significativo del lenguaje estén teniendo Hermógenes y Cratilo cuando se encuentran con Sócrates.28 El problema aquí es que si de entrada se entiende que éste es el motivo inicial del texto, después será muy difícil no interpretar toda la obra a partir de este motivo
sección etimológica como un diccionario filosófico en clave heracliteana y de los tres intérpretes es el único que le asigna un significado específico dentro de la estructura del diálogo. No puedo, sin embargo, compartir su afán esquemático por hacer coincidir la estructura del Cratilo con la estructura de la imagen de la línea de la República, sobre todo, porque ignora los compromisos dramáticos del diálogo. “Esta sabiduría que me ha sobrevenido ahora de repente, no sé de dónde” (396c).
26
“¡Amigo mío! No es liviana la raza de nombres que despiertas. Sin embargo, ya que me he ceñido la piel de león, no he de amilanarme” (411a), referencia clara a Heracles y sus oficios heroicos.
27
“Cratylus and Hermogenes have already been engaged in heated debate, and as the dialogue begins, without any of the usual prefatory material, we find them approaching Socrates and inviting him to act as umpire. Their dispute is about the ‘correctness of names’ —what makes a
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en el que se contraponen dos posiciones sobre el carácter significativo del lenguaje. Mi propia comprensión del diálogo me hace ver, por el contrario, que ya otras veces Hermógenes y Cratilo han estado discutiendo el asunto del carácter significativo del lenguaje, sin que ninguno haya logrado convencer al otro de su propia posición al respecto.29 Esto puede sugerir que en opinión de Platón, el asunto no puede zanjarse de suyo. Sea lo que sea, tal querella no es lo decisivo al inicio del diálogo. El motivo que desencadena esta discusión particular, que lleva a Hermógenes a pedir la intervención de Sócrates, es el desconocimiento que Cratilo ha hecho de que su propio nombre sea Hermógenes. Contra lo que sugieren los comentaristas de la línea argumentativa, Hermógenes no parece ver en esta expoliación de su nombre un simple juego de palabras, que sería un motivo ocasional del tema principal del diálogo.30 Tres veces aparece este asunto en el diálogo, al comienzo (383b y ss.), en la mitad (408b) y al final (429b-c), para que pueda entenderse como una mera broma que Cratilo le hace a Hermógenes. De hecho, en un primer momento, Sócrates hace esta lectura, pero al ver que para Hermógenes el asunto es más serio, se embarca con él y con Cratilo en el examen del carácter significativo del lenguaje. En suma, el estudio de cómo se asocian los nombres con las cosas se emprende por una diferencia particular precisa entre Hermógenes y Cratilo, por la cual éste amenaza a aquél con sustraerle su nombre y con ello su propia identidad. El decurso del diálogo buscará que Hermógenes recupere la confianza en su nombre y que Cratilo acepte que ello es posible. Expuestos los temas de la estructura y del motivo del diálogo, hay que hacer referencia al modo como se desarrollará dicho motivo. Al respecto, el Cratilo se constituye como una obra magistral de la hermenéutica. En efecto, como se trata de investigar el logos por el logos, parece que ningún diálogo fue nunca tan diálogo como éste, que es un verdadero dia-logo, es decir, un logos por medio, dia,
name a correct name? The two positions that quickly emerge are ones which commentators on the dialogue label linguistic ‘naturalism’ and ‘conventionalism’” (Sedley, 2003: 3). La posición de Sedley es común entre los intérpretes.
“Hermógenes: En cuanto a mí, Sócrates, después de haber discutido muchas veces con él y con otros muchos, no logro convencerme de que la rectitud del nombre sea otra cosa que convención o acuerdo” (384c-d).
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En efecto, Hermógenes insiste en examinar el asunto, incluso después de haber recibido la explicación de Sócrates de que se trata de una broma de Cratilo.
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del logos.31 Platón entiende que para una investigación de este tipo las teorías sobre el lenguaje son cuando más subsidiarias, pues la verdadera tarea de comprensión del lenguaje no puede darse sino en el medio de la interpretación. Ahora la estructura del diálogo despliega todo su poder, pues se hace manifiesto que las posiciones argumentativas, sea el naturalismo, sea el convencionalismo, no bastan para esclarecer el propio mecanismo significativo del lenguaje, y no ocupan respecto de dicho esclarecimiento más que un lugar periférico. Sin duda, el haber llamado a la parte central del diálogo “sección etimológica” es más un reflejo de las preocupaciones filológicas del siglo xix que una detenida introspección en la naturaleza de la obra, toda vez que el cumplimiento de una labor de etimología no habría requerido de un Sócrates inspirado. Como se sabe por el Fedro32 y por el Banquete, la inspiración constituye el estado apropiado para interpretar oráculos, así dicha interpretación en un momento dado pueda adoptar una figura etimológica. Lo decisivo aquí, en todo caso, no es la etimología, sino la interpretación. En relación con el carácter hermenéutico del diálogo hay que mencionar otro punto: el propio intérprete se halla involucrado en aquello que interpreta. De otro modo, el círculo hermenéutico no podría configurarse como tal y permanecería exterior a la cosa misma, pues la cosa misma interpretada incluye siempre al intérprete. Cuando después de la primera sección argumentativa, Hermógenes acepta la plausibilidad teórica de la posición naturalista,33 pero sin reconocerse en ella, se inicia el momento interpretativo, donde, de forma insensible, Hermógenes será conducido por Sócrates, y contra el oráculo de Cratilo, al reconocimiento de
“Indeed, the theme of teaching and learning is visible from the very beginning of the Cratylus, which consists in a reflexive attempt to learn through dialogue about how we learn dia logôn —‘through speeches’” (Howland, 1998: 131). “The opening sentence of the Cratylus alludes to the issue of the dialogue as a whole: Hermogenes asks whether Socrates ought not be made a partner in the logos. We are told immediately that the logos in which Hermogenes and Cratylus have been engaged concerns logos; specifically, it concerns the nature of name, of a part of logos” (Sallis 1996, 188).
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“Aquel, pues, que sin la locura de las Musas acude a las puertas de la poesía, persuadido de que, como por arte, va a hacerse un verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de crear, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos” (Fedro, 245a).
“Hermógenes: No encuentro, Sócrates, qué se pueda objetar a lo que dices. Sin embargo, quizá no resulte fácil convencerse tan de repente. Por el contrario, a mí me parece que aceptaría lo que dices, si me mostraras cuál es la rectitud natural del nombre que tú afirmas” (390e-391a).
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sí mismo, resultado que sólo puede lograrse acogiendo un momento de negatividad respecto de sí mismo. El hecho de que Hermógenes no se haya reconocido en su nombre, al no ser del linaje de Hermes, inventor del lenguaje, ofrece ya las condiciones para su propia superación, toda vez que ese resultado se ha dado en el seno mismo del lenguaje. Por eso Sócrates asocia este logro a la tarea de las virtudes, ante todo de la justicia, que ha sido su preocupación constante a lo largo de su carrera como filósofo.34 El Cratilo ofrece así el programa decisivo de toda hermenéutica futura, que puede cumplirse como tal sólo en la medida en que se oriente al reconocimiento que el propio intérprete hace de sí mismo. La tarea de la hermenéutica es así una tarea de justicia, y, como tal, una empresa política. En este contexto, la segunda sección argumentativa, donde Sócrates discurre con Cratilo, cumple la función no tanto de examinar una posición sobre el carácter significativo del lenguaje, cuanto de crear las condiciones para que Cratilo pueda reconocerle el nombre a Hermógenes. Para ello Sócrates debe convencer a Cratilo de que entre la imagen y el modelo se abre una diferencia que permite, precisamente, que se hable de la imagen como tal; de otro modo, el mundo de las imágenes sólo estaría duplicando el mundo de los modelos. A pesar de todas sus objeciones, a Cratilo no le queda otra vía que aceptar la existencia de dicha diferencia cuando reconoce su incapacidad para escoger entre él mismo como modelo y la imagen perfecta que de él ha fabricado Sócrates (432b-c). En consecuencia, y para que pueda hablarse de imagen, debe reconocerse la diferencia entre la imagen y el modelo. En términos de lenguaje, esto querrá decir que Hermógenes puede conservar su nombre, así este no corresponda por completo y de un modo exacto a su modelo. Es claro que este segundo paso es complementario del primero, pues para la aplicación de la justicia no se requiere sólo del propio reconocimiento, sino también del reconocimiento del otro. Nótese que en ninguno de los dos casos Sócrates ha logrado establecer una exactitud perfecta entre el nombre y su posesor, entre otras cosas, porque desde el comienzo estuvo muy consciente de que en estos asuntos bastaba con mostrar, a lo más, una cierta exactitud entre el nombre y la cosa,35 a saber, aquella rectitud derivada de la justicia que permitiera que los dos interlocutores continuaran juntos su camino. “Sócrates: Por mi parte, Hermógenes, gracias a una persistente atención al asunto” (413a).
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“Sócrates: El nombre es algo que tiene por naturaleza cierta rectitud” (391a).
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Bibliografía Aristóteles. (1982). Metafísica (V. García Yebra, trad.). Madrid: Gredos. Barney, R. (2001). Names and Nature in Plato’s Cratylus. Nueva York/Londres: Routledge. Benardete, S. (2000). The Argument of the Action: Essays on Greek Poetry and Philosophy. Chicago: The University of Chicago Press. Gadamer, H-G. (1984). Verdad y método: fundamentos de una hermenéutica filosófica (A. Agud & R. de Agapito, trads.). Salamanca: Sígueme. Gonzalez, F. J. (1998). Dialectic and Dialogue: Plato’s Practice of Philosophical Inquiry. Evanston, IL: Northwestern University Press. Guthrie, W. K. C. (1992). Historia de la filosofía griega (A. Medina, trad. T. V). Madrid: Gredos. Harris, R. & Taylor, T. J. (1997). Landmarks in Linguistic Thought I. The Western Tradition from Socrates to Saussure (segunda edición). Londres/Nueva York: Routledge. Howland, J. (1998). The Paradox of Political Philosoph: Socrates’ Philosophic Trial. Lanham, MD: Rowman & Littlefield. Platón. (2002). Cratilo o Del lenguaje (A. Domínguez, trad.). Madrid: Trotta. Riley, M. W. (2005). Plato’s Cratylus: Argument, Form and Structure. Ámsterdam/Nueva York: Rodopi. Sallis, J. (1996). Being and Logos: Reading the Platonic Dialogues (tercera edición). Bloomington/Indianápolis: Indiana University Press. Sedley, D. (2003). Plato’s Cratylus. Nueva York: Cambridge University Press. Zuckert, C. H. (2009). Plato’s Philosophers: The Coherence of the Dialogues. Chicago/Londres: The University of Chicago Press.
Formas del callar y formas del filosofar en los diálogos de madurez de Platón Giselle von der Walde Universidad de los Andes
Platón no escribe tratados, poemas, aforismos u obras de teatro, géneros disponibles en su época para expresar todo tipo de ideas e imágenes; escribe dramas filosóficos. Desde la Antigüedad ha sido éste un hecho resaltado por los comentaristas y el mismo Aristóteles, en su Poética, menciona los “diálogos socráticos” como uno de los géneros literarios (1447b). Son múltiples y variadas las interpretaciones que se han dado a esta elección platónica1 y no es pertinente en este trabajo detenerse en ellas. Sin embargo, es importante destacar un rasgo de esa escogencia, que será nuestra primera pista para entender la posición de Platón frente al quehacer filosófico, a saber, el anonimato del autor. El estilo dialogal permite a Platón esconderse y una razón fundamental para ello es el hecho de que él considera que la filosofía es un camino de exploración, especialmente, de discusión de posturas diversas respecto a un problema. No se puede saber en los diálogos cuál es la postura de Platón. Él escoge el anonimato, porque sus diálogos tienen como objeto llevar al lector a pensar por sí mismo las cuestiones que en ellos se discuten; como dice Russon, “[...] Platón en ningún momento escribe con su propia voz” (Russon, 1995: 399).2 Así, Platón nos muestra la riqueza de los problemas más que la de las soluciones. El diálogo platónico es entonces un ejemplo de lo que su autor cree que es la filosofía y no se puede leer como un cuerpo cerrado de doctrinas. Combina forma y contenido de tal manera que no importa sólo lo que se dice, sino cómo se dice e, igualmente, se le otorga peso a lo no dicho.
Para un resumen de algunas de esas posiciones ver, por ejemplo, Sayre (1995: 1-32) Von der Walde (2001: 44-54); Griswold (1988: 154-158).
“… Plato at no point writes in his own voice”.
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El anonimato le da a Platón la libertad de no comprometerse autoritariamente con la argumentación y el estilo dialogal le permite poner en juego distintas posturas que mantienen abierta la discusión. De esta manera, escoge el autor de estos diálogos silenciarse a sí mismo en aras de dar paso a lo que él considera que es el auténtico filosofar: un deseo de saber, una invitación a descubrir dialogalmente las potencialidades de la razón y de la conversación y, a su vez, una negativa a dar respuestas definitivas, como nos recuerda en la Carta VII. Esta carta, considerada por la mayoría de los comentaristas como auténtica y como uno de los últimos escritos de Platón, precisamente, expresa la concepción sobre el conocimiento y sus posibilidades de expresión en el discurso. Dado que este texto evidentemente no es un diálogo y posee un claro tinte autobiográfico, se puede considerar como un espacio en el que Platón escribe con su propia voz. En la llamada digresión, que es una descarga de su ira contra Dionisio por haber escrito un libro con las enseñanzas que él le impartió, Platón condena definitivamente la argumentación filosófica, bien sea oral o escrita, y parece invitar al silencio. Las verdades más profundas, considera él, son inexpresables y él mismo nunca intentó expresarlas: Sobre estas cosas no existe un escrito mío ni existirá jamás. El conocimiento de estas cosas no es enteramente comunicable como los otros conocimientos, pero después de muchas discusiones tenidas sobre estas cosas y después de una comunidad de vida, de improviso, como luz que se enciende a partir de una chispa que se libera, nace en el alma y por sí misma se alimenta. (341c-d).3
Para aclarar esta posición, Platón señala cinco elementos que constituyen el conocimiento: los cuatro primeros (el nombre, la figura, el juicio y el conocimiento mismo) anteceden a la intuición o intelección, noûs, que es el quinto. Tanto el nombre como el juicio son considerados instrumentos útiles como preparación para acceder a la verdad, siempre a través de un proceso dialogal y no escrito, pero de ninguna manera ofrecen la verdad sobre las cosas.
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Para este pasaje hemos escogido la traducción de G. Reale vertida al español por A. Cappelleti y A. Rosales en: Krämer, Hans (1996). Platón y los fundamentos de la metafísica. Caracas: Monte Ávila Editores, pues vierte la sugestiva imagen de la intelección como chispa que enciende una luz.
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Este pasaje es relevante para nuestros propósitos, pues aquí dice Platón claramente que el conocimiento último no es enteramente comunicable y se refiere tanto a la comunicación escrita como a la oral. Los primeros cuatro elementos del conocer deben conducir a la intelección, que es la que garantiza el conocimiento de la unidad, necesario para la comprensión de lo real; pero esa unidad es inefable (342e). La única forma en que podría decirse sería con base en la multiplicidad y complejidad que la rodea y que debe ser traducida a un juicio correspondiente. Sin embargo, este juicio expresará siempre multiplicidad y no unidad pues, dado que los nombres son arbitrarios y los juicios son un compuesto de nombres, no se puede confiar a éstos la intelección de la esencia, que es esa luz que brota en el alma y que es intraducible al lenguaje discursivo (343b-c). Esta posición final de Platón, junto con su escogencia del anonimato, permite concluir que hay una propuesta acerca del silencio en su pensamiento y en su manera de hacer filosofía. Quisiera detenerme en este trabajo en la exploración de algunas de las formas del silencio y del callar que contempla Platón dentro de los diálogos mismos y en las pistas que ellas dan para entender qué es el quehacer filosófico para él. Para ello miraré algunos ejemplos de los llamados diálogos de madurez, donde aparecen distintos matices del callar y del silencio. Rosa María Mateu nos recuerda que “callar significa ausencia de palabra, por tanto sólo es aceptable en el ámbito humano; en cambio, silencio sería la ausencia de sonido; en consecuencia, el callar sería producto de la voluntad, de la imposibilidad de decir, no solamente el hecho de no hablar” (1999, 62-63). Sobre la base de estas distinciones, a continuación, trabajaré tres casos del callar que se refieren a la negativa a hablar, a la ignorancia y al ocultamiento, y un caso de silencio que junto con el callar ejemplifica la vida y la muerte del filósofo.
La negativa a dialogar: Trasímaco y Calicles Tanto en el Gorgias como en el libro i de la República, en medio de la discusión sobre lo que es mejor para el alma, los interlocutores de Sócrates en ese punto, Calicles y Trasímaco, respectivamente, interrumpen abruptamente el diálogo y amenazan con retirarse de la conversación (Gorg. 505d y ss., Rep. 343a y ss.).
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El caso de Trasímaco es interesante, pues no sólo se muestra hastiado por el método de preguntas y respuestas socrático, como Calicles, sino que manifiesta su impotencia insultando a Sócrates y reprochándole que le falta una nodriza que le limpie los mocos y le enseñe a reconocer entre ovejas y pastores; es decir, entre los derechos del fuerte y la sumisión de los débiles (343a-b). Finalmente, tras defender su posición sobre la injusticia como el derecho del más fuerte, amenaza con marcharse. Evidentemente, ésta es la forma más pueril de callar y simplemente apela al insulto, al negarse a seguir ciertas reglas del juego y, como último recurso, a retirarse del recinto. Indudablemente, desde la perspectiva platónica, filosofar es dialogar. Únicamente en la puesta en común de las diversas opiniones es posible señalar el camino hacia la verdad y el auténtico conocimiento. Por tanto, quien se niega a continuar un diálogo, simplemente está poniéndose del lado de los que niegan la posibilidad del filosofar. Calicles lo manifiesta en su defensa, de que por naturaleza es justo que el fuerte se imponga y tenga más que el débil, cuando concluye que esta verdad será reconocida por quien se ocupa de cosas serias y no de cosas juveniles como la filosofía (483c-486d).4 En conclusión, podemos decir entonces que hay una primera forma del callar donde parece irreconciliable la disputa entre los que filosofan, dialogan, ponen en común sus argumentos y dudas, y aquellos que se niegan a la puesta en común del saber y optan por respuestas dogmáticas. Sin embargo, éste es el caso extremo y debemos detenernos en otros ejemplos del callar que involucran a quienes sí están dispuestos a seguir las reglas del juego del dialogar, con el fin de ver sus implicaciones para la concepción que tiene Platón de la filosofía.
La sospecha de no ser comprendido: Diotima Un caso que podría parecer cercano al de Trasímaco y Calicles es el de Diotima cuando trata a Sócrates de demasiado ingenuo aún para entender los misterios mayores de Eros. Sin embargo, es claro que las dudas de Diotima no son una
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Para los debates de Platón con los antifilósofos, cf. Griswold (1988: 149-154).
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forma de cerrar el diálogo, sino de, precisamente, retar a Sócrates para que se deje seducir por la filosofía y por “el extenso mar de la belleza” que se esconde detrás del auténtico ascenso erótico. Una vez explicada la procreación erótica en la generación de vida, de obras cívicas y de la gran poesía, Diotima advierte a Sócrates: Estas son, pues, las cuestiones relativas al amor, en cuyos misterios, Sócrates, también tú podrías iniciarte. Pero en los ritos de iniciación perfecta y en las supremas revelaciones, que constituyen la finalidad de aquellos si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte. Por tanto, te lo diré —afirmó— yo y no dejaré de poner en ello todo mi empeño; tu intenta seguirme, si eres capaz (209e-210a).
En este caso, no hay una negativa a hablar, pues, aunque Diotima manifiesta sus dudas frente a las capacidades de Sócrates de comprender los verdaderos misterios del amor, no se niega a continuar su discurso. El callar parece residir en la ignorancia o en la inmadurez del interlocutor. La sabia de Mantinea no le niega el filosofar a Sócrates, pero sabe que para él habrá puntos sin comprender, porciones del discurso de ella que todavía no tendrán sentido y que estarán mudos en el alma de Sócrates, pero que comienzan a señalarle el camino correcto. Aquí se abre paso al filosofar y Diotima utiliza un recurso que usa el mismo Platón al escoger la forma dialogal: señala el camino, pero advierte que el pasaje por ese camino y la comprensión de éste, sólo son posibles para quien lo transita personalmente y no se queda con la experiencia de segunda mano, con los discursos de otros. La advertencia de Diotima es una invitación a Sócrates a experimentar personalmente el camino filosófico, pero con la conciencia de que no todo será comprendido al mismo tiempo ni al mismo nivel. La filosofía se convierte así en el camino, no en la meta y ello demanda estar atento no sólo a lo dicho y comprendido, sino a lo dicho y no comprendido, a los silencios que el alma de Sócrates aún no puede llenar. Pero las formas del callar no se dan sólo en la negativa a hablar o en el hablar, aunque se dude de la capacidad del otro para comprender, sino que hay gestos,
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como el que recuerda Alcibíades, al final del Banquete, del Sócrates ensimismado que se queda quieto y callado horas y horas en un mismo lugar rumiando sus pensamientos (220a-d) o el significativo juego de taparse y descubrirse el rostro en el Fedro.
Taparse y destaparse el rostro: los discursos de Sócrates en el Fedro Frente al callar como negarse a continuar la conversación y la ignorancia como silencio que impide comprender, tendríamos un tercer caso del callar que podemos llamar ocultamiento. En su primer discurso del Fedro, Sócrates se presta a hacer un discurso falso, que oculta la verdadera naturaleza de Eros para congraciarse con Fedro y tratar de ganar sus favores frente a Lisias. Pero, finalmente, la verdad se impone sobre ese juego erótico y retórico, y Sócrates pronuncia lo que considera un auténtico discurso sobre el amor. El segundo discurso de Sócrates en el Fedro no es sólo una retractación de su primer discurso en ese mismo diálogo. Es también una retractación del mismo Platón acerca de sus concepciones sobre la manía erótica, la poesía y el papel de las emociones en la vida filosófica, en diálogos anteriores. Pero aquí lo significativo no es sólo lo que ahora acepta Sócrates de las bondades de la manía erótica en la vida filosófica, sino el gesto de cubrirse al dar su primer discurso, y el gesto y las palabras con los que se descubre antes del segundo. El cubrirse no sólo muestra vergüenza, sino conciencia de que se está callando algo importante, que es lo que se revelará en el segundo discurso. Sócrates, como se nos recuerda al comienzo del diálogo, ha salido de la ciudad, se deja poseer por los hechizos del campo y está con un joven bello. Ante el discurso de Lisias, que versa sobre la utilidad de la relación con alguien que no esté enamorado, preferible a la locura de los enamorados, que lleva a la falta de control y a arrepentimientos, Sócrates critica lo mal compuesto que está el discurso y, ante la insistencia de Fedro, hace un discurso correctamente armado, pero en el mismo espíritu antierótico del de Lisias. Antes de pronunciar su primer discurso dice a Fedro: “Me voy a cubrir el rostro para hablar, a fin de pasar de punta a punta el discurso, corriendo a toda
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velocidad, sin azorarme de vergüenza al mirarte” (237a).5 Fedro ha recordado ya a Sócrates su amor por los discursos y lo ha impelido a responder el discurso de Lisias. Sócrates ha dicho que jamás pretendería ponerse a la altura de tan gran orador. Podría entonces interpretarse la causa de la vergüenza de Sócrates como un temor de quedar mal ante Fedro, por no ser tan bueno como Lisias. Pero, por lo que sucederá después en el mismo diálogo, sabemos que esa vergüenza se relaciona con el alejamiento de la verdad que implicará el discurso de Sócrates. Aunque Sócrates todavía no sabe que va a hacer un discurso impío, el dejarse arrastrar por Fedro y retar el discurso de Lisias le producen vergüenza. Sócrates no pronuncia este primer discurso por amor a la sabiduría, sino con el ánimo de demostrar a Fedro cómo se compone un correcto discurso, pero parece no importarle el contenido. Como dice María Isabel Santa Cruz, “podría decirse que este primer discurso de Sócrates es una ilustración de una buena retórica con un mal contenido” (2007: 18). Sócrates está ocultando algo y por ello oculta su rostro, pero ese callar, que revela con su gesto y su discurso, se constituye en una propedéutica para Fedro. Diotima, vimos, habla para que Sócrates divise la verdad, aunque no sea aún capaz de entenderla. En este caso, en cambio, Sócrates no revela todo, sino que prepara el alma de Fedro para que finalmente pueda entender el verdadero discurso sobre el amor y las ventajas de la manía erótica. Pero no sólo está en juego el alma de Fedro, sino la de Sócrates. Una vez pronunciado su discurso que rechaza el amor como irracional y como fuerza que nos aleja del autocontrol, Fedro pide a Sócrates que complete ese discurso y hable del no-enamorado, pues hasta ahora sólo ha hablado del enamorado. Sócrates considera que se ha dicho lo suficiente acerca de ambos y, al igual que Trasímaco y Calicles, amenaza con cruzar el río e irse. Fedro lo convence de que hace mucho calor y Sócrates se devuelve prometiendo un segundo discurso (241d-242b). La razón de ello, explica acto seguido, es que al disponerse a cruzar el río, su daímon o señal divina le impidió irse antes de haberse purificado. Sócrates confiesa que ya mientras pronunciaba su primer discurso se sintió inquieto y que ahora entiende que su discurso y el de Lisias eran impíos, pues, siendo Eros una
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Para interpretaciones sobre la vergüenza de Sócrates, ver White (1993: 32-34) y Griswold (1996: 56-57).
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divinidad iba a producir cosas malas. Sócrates apela, entonces, al rito purificatorio de Estesícoro y, como el poeta que habló mal de Helena y perdió la vista, pronuncia las palabras “no es cierto este relato” y recobra la vista, igual que Estesícoro (242b-243b). Ese recobrar la vista se refuerza con la promesa de Sócrates de hacer un segundo discurso fiel a Eros y con la promesa de pronunciarlo con el rostro destapado y sin vergüenza (243b). Sócrates se ha vuelto filósofo. El primer discurso es pronunciado desde fuera, desde el reto que Fedro le impone y desde la inspiración que las ninfas del campo han dado a Sócrates (238d). Pero el segundo discurso, que es un elogio a la manía erótica y un reconocer su poder para la vida filosófica, proviene de dentro, de la sabiduría interior de Sócrates y ello le dará su autenticidad y veracidad.6 El juego de ocultamiento y desocultamiento del Fedro nos recuerda, como el discurso de Diotima, que la filosofía es un camino de experiencia personal y de autoconocimiento en el cual la fidelidad del filósofo a su voz interior garantiza, si no la verdad de su discurso, sí, por lo menos, su autenticidad y sinceridad. La misma capacidad de Sócrates de retractarse y de reconocer su error son la muestra de la honestidad que demanda Platón del aspirante a sabio. Esa autenticidad y fidelidad a sí mismo que demuestra Sócrates, se ve corroborada con el último gran silencio del filósofo: la muerte.
La muerte de Sócrates en el Fedón La muerte no sólo implica silenciar el cuerpo, los sentidos y las palabras, sino que, desde la perspectiva de Platón, abre paso a eso inefable e intraducible a discursos, que es la intelección de la que habla en la Carta VII. La efímera visión que puede alcanzar el alma en vida se vuelve visión eterna tras la muerte del cuerpo.
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Este contraste entre lo exterior e interior será reforzado en el diálogo con las críticas a la escritura que profiere Thamus cuando Theuth le presenta el invento de las letras: “Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera (éxothen), a través de caracteres ajenos, no desde dentro (éndothen), desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad” (Fedro, 275a).
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Y esa es para Sócrates una bella esperanza. La culminación de la sabiduría, que es la contemplación de lo más sublime, es la chispa que brota de repente en el alma pero que dura, como toda chispa, un instante. En cambio, si el filósofo se ha preparado correctamente, la promesa y la esperanza que le quedan, tras la muerte, son la posibilidad de contemplar los en sí eternamente. Esa preparación es lo que en el Fedón se entiende como purificación. La purificación consiste en “la liberación y la separación del alma del cuerpo” (67d) que es lo que Sócrates llama ejercitarse en morir. El filósofo se prepara toda su vida para esa separación que sólo se hace totalmente efectiva tras la muerte, pero que, en vida, lo va ejercitando para el encuentro final con la sabiduría pura. Se trata de una purificación que “obedece al razonamiento” y busca apartarse de la opinión, a través de discursos y conversaciones razonadas y explicativas, como las que intenta dar Sócrates en el diálogo con respecto a la inmortalidad del alma. Con esto en mente se prepara Sócrates para morir y no sólo muere sereno y tranquilo, sino que convierte su muerte en un ritual filosófico, donde las palabras y los silencios son fundamentales. Las penúltimas palabras que Sócrates pronuncia nos indican cuál es el silencio del filósofo: “Porque he oído que hay que morir en un silencio ritual” (117e). La palabra euphēmía se refiere al silencio religioso, que no es ausencia de palabras, sino más bien el guardar y respetar las palabras y gestos apropiados ante el ritual. Se trata de evitar palabras de mal agüero y, por tanto, se impone un callar, pero, simultáneamente ese callar, ese no proferir voluntariamente ciertas palabras, conduce al silencio último. El silencio que nos presenta Platón es pues el de la ausencia de todo ruido, sonido y palabra, pero no el silencio de la sabiduría. La verdadera sabiduría y el auténtico conocimiento están más allá de lo que el lenguaje lineal y múltiple, que la razón usa para explicarse, puede expresar. El lenguaje discursivo, que es la forma de expresarse la razón, resulta insuficiente y por eso la esperanza del filósofo es la contemplación eterna de los en sí, que implica desprenderse de todo lo mundano, incluyendo el lenguaje. Sin embargo, mientras está vivo, el filósofo guarda los silencios y expresiones apropiados y con su ejemplo invita a otros al camino que él cree es el más feliz y esperanzador. Platón, al poner la filosofía a nuestra disposición por medio de un género dramático y a través de ejemplos teatrales sobre las formas del callar, nos invita a no permitir que nos reemplacen la auténtica experiencia filosófica por palabras
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y discursos. No es en las palabras, sino en el camino que ellas invitan a recorrer donde está el sentido de la filosofía. Como nos recuerda George Steiner: “Para Sócrates, la verdadera enseñanza se lleva a la práctica mediante el ejemplo. Es, literalmente, ejemplar. El significado de la vida justa radica en vivirla” (2004: 36).7
Bibliografía Griswold, C. L. (1988). Plato’s Metaphilosophy: Why Plato Wrote Dialogues. En C. L. Griswold (ed.), Platonic Writings/Platonic Readings (pp. 143-167). Nueva York: Routledge. Griswold, C. L. (1996). Self-Knowledge in Plato’s Phaedrus. Pennsylvania: Pennsylvania State University Press. Mateu Serra, R. M. (1999). Tratamiento del término silencio y otros afines en algunos diccionarios de la lengua española. En Consegno de l’Azzociazione Ispanisti Italiani, Lo Spagnolo d’oggi: forme della comunicazione. Atti del XVIII (pp. 59-69). Roma: Bulzoni Editore. Platón. (1989). El Banquete (F. García Romero, trad.). Madrid: Alianza Editorial. Platón. (1995). Fedón. Fedro (L. Gil Fernández, trad.). Madrid: Alianza Editorial. Russon, J. (1995). Hermeneutics and Plato’s Ion. En Clio, 24(4): 399-420. Santa Cruz, M. I. (2007). Introducción. En Platón. Fedro (pp. 7-41). Buenos Aires: Losada. Sayre, K. M. (1995). Plato’s Literary Garden. How to Read a Platonic Dialogue. Notre Dame: University of Notre Dame. Steiner, G. (2004). Lecciones de los Maestros. México: Fondo de Cultura Económica. Von der Walde, G. (2001). Filosofía y Silencio. Formas de expresión en el Platón de la madurez. Bogotá: Ediciones Uniandes-Pontificia Universidad Javeriana. White, D. A. (1993). Rhetoric and Reality in Plato’s Phaedrus. Albany: State University of New York Press.
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Quiero agradecer a Amalia Iriarte y a Lucy Torres por los fructíferos diálogos que he sostenido con ellas sobre la filosofía y el silencio.
Sobre el juicio falso en el Teeteto Jairo Escobar Moncada Universidad de Antioquia
La tesis sofista de que no puede haber opiniones falsas le parece a Platón un absurdo sumo, no sólo porque contradice abiertamente una experiencia cotidiana, sino también por sus implicaciones filosóficas, políticas y pedagógicas. Si tal tesis fuera cierta, la filosofía como búsqueda de la verdad y crítica de lo falso, perdería sentido. Políticamente, las opiniones que defienden o atacan un gobierno tirano serían igualmente verdaderas, lo mismo valdría decir que la justicia es darle a cada uno lo suyo o decir que la justicia es lo que le conviene al grupo más fuerte, etc. El hecho de que no pueda haber opiniones falsas, las hace a todas verdaderas. No se trata de que estén en peligro las verdades trascendentes o las verdades eternas, sino que se aniquilan las prácticas discursivas cotidianas, el diálogo y el elenchos como formas de aclaración filosófica, la capacidad de distinguir, la dialéctica y la mayéutica, la capacidad de juzgar, la capacidad de pensar por sí mismos, la posibilidad y la necesidad de aprender, o la posibilidad de crear una comunidad política basada en el diálogo crítico, como lo muestra la indignación de Ctesipo en Eutidemo (283c). Basta leer el Eutidemo, ese irónico manual de las incongruencias sofistas, para darse cuenta de esto. Todos nuestros juicios son verdaderos. Si no hay juicios falsos se le concede al ser humano, a cada ser humano, la infalibilidad cognitiva, y con un golpe de gracia se le asemeja a los dioses, quienes son los únicos que pueden tener siempre conocimientos verdaderos. ¿Cómo es posible llegar a afirmar tal tesis? El Eutidemo (283d-287b) da una respuesta: quien afirma algo no puede mentir o decir algo falso, pues quien afirma algo dice algo que es (ón), y el que dice lo que es y las cosas que son dice algo verdadero. Pero en las proposiciones en que alguien dice lo que no es o las cosas que no son (mêón o mê ónta) no está diciendo algo sobre algo, pues sólo se puede 203
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afirmar algo (légein) sobre algo que es. Sobre lo que no es no se puede afirmar nada y por ello no se pueden decir mentiras sobre lo que no es o hacer falsas proposiciones sobre ellas. Si alguien dice que esto no es F, el sofista lee el “no es” como no existe, y sobre lo que no existe o no es un hecho, no se pueden afirmar falsedades. Como es sabido la solución a estas dificultades Platón las da en el Sofista al introducir el concepto de lo otro (tó héteron) y distinguir entre el no “es” predicativo, en el cual se dice, por ejemplo, que Sócrates no es fenicio; con el no “es” en el sentido de existencia, por ejemplo, esto no es o no existe. En el juicio falso se dice cosas diferentes (hétera) de lo que son, en otras palabras, una proposición es falsa si le atribuye a un objeto una cualidad o estado que no tiene, por ejemplo, cuando digo de Teeteto que está aquí sentado, que está volando, o digo de Sócrates que es ateniense, que es fenicio, o digo de este objeto que es verde, que es rojo, o saludo a Cratilo, diciéndole “Hola, Hermógenes”. Pero no me voy a ocupar del Sofista, sino de los cinco intentos para explicar el juicio falso que hay en el Teeteto1 y dar una posible razón o razones del fracaso de tales intentos. Para comenzar es conveniente recordar que el diálogo se propone aclarar qué se entiende por saber o conocimiento (epistêmê)2 y se dan tres definiciones: saber es percepción, saber es opinión verdadera, saber es opinión verdadera con explicación (logos). La primera mención de la imposibilidad del juicio falso se realiza en el marco de la primera definición (167a, 170b y ss.), la cual principalmente fracasa, como lo muestra el pasaje sobre el caballo de madera,3 porque: 1) las percepciones, como las entiende el heraclíteo no se unen en un solo tipo de cosa (mían idéan), sea el alma o como se quiera llamarla (184d); 2) las percepciones entendidas heraclíteamente parecen excluir el lenguaje y la posibilidad de identificarlas (182d-183b), dado el continuo cambio de todo, que también incluiría al sujeto perceptor; 3) la percepción no es saber, pues la percepción no alcanza ni la verdad ni el ser (ousía) de una cosa, éstos sólo pueden ser aprehendidos y captados
Para lo que sigue, utilizaré la traducción de Boeri (2006). Los números entre paréntesis se refieren siempre a este diálogo, salvo que se indique lo contrario.
Para traducir epistêmê utilizo indistintamente los términos conocimiento o saber.
Sobre el papel del caballo de madera en la primera parte del diálogo dedicada a la percepción, cf. Escobar (2003: 53-73).
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por las relaciones racionales (analogísmata) y razonamientos (syllogísmata) que hagamos sobre las impresiones y afecciones padecidas por el alma (186c-186e). El ser y la verdad no hay que buscarlos en el dominio de la percepción, sino en las consideraciones reflexivas que se hacen a partir de ella. Esta actividad del alma es un “opinar” o “juzgar” (doxázein) (187a), lo cual lleva a la segunda definición de saber, como opinión verdadera pues “es imposible llamar saber a toda opinión, porque también existe la opinión falsa (pseudê dóxa)” (187b). Pero esta definición, la de saber como opinión verdadera,4 no es analizada, sino que Sócrates dirige su atención a la opinión falsa, que siempre le ha causado perplejidad (aporía) y quiere tratar de aclarar tal estado (páthos) del alma y cómo surge (187d). ¿Por qué es urgente examinar esto? Sócrates no da una razón, pero se podría suponer que el motivo es que verdad y falsedad, como sugiere en 187e, delimitan el campo de la opinión y del saber, y una opinión verdadera excluye, por así decirlo, a una falsa y viceversa. Verdad y falsedad delimitan el espacio del discurso dialéctico, de la reflexión filosófica sobre el mundo y nosotros mismos. La opinión verdadera tiene su sombra, la posibilidad permanente de tornarse falsa, además, esta posibilidad es sacada a luz mediante la puesta a prueba de la opinión que se postula como verdadera. En otras palabras, mi afirmación de que x es F, si se discute críticamente, puede llevar a que x no es F. Si afirmo algo verdadero, afirmo a la vez que es imposible decir que lo afirmado es falso, pero puede darse el caso de que lo sea. Platón discute cinco salidas a la aporía del juicio falso, que son, en cierta medida, variaciones a la frase de Protágoras del homo mensura. Todas juegan con la dualidad de ser y no ser, del hombre como medida de lo que es y no es o, más exactamente, son variaciones del modo como Sócrates interpretó la frase de Protágoras en su discusión de la primera tesis de Teeteto. Estos cinco intentos son:
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Como se sabe, esta opinión es brevemente refutada sólo en 201a-c, con el pensamiento de que un hábil retórico podría convencer a los miembros de un jurado de algo que ellos no conocen, por ejemplo, de un atraco del cual ellos no fueron testigos presenciales. Solamente, éstos tienen un conocimiento verdadero de lo sucedido, el jurado, por el contrario, persuadido por el retórico, puede llegar a tener o creer que tiene una opinión verdadera sobre lo sucedido, pero sin saber o tener conocimiento directo, presencial, de las cosas. Por lo tanto, el conocimiento no puede ser opinión verdadera.
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El primer intento de aclaración (187e5-188c7) El primer intento de aclaración parte del presupuesto de que quien opina sobre algo o bien opina sobre algo que sabe o sobre algo que no sabe (eidénai). Cabe anotar que, por ahora, como se dice en el texto, se va a dejar de lado la memoria, el aprendizaje y el olvido (188a), pues son “irrelevantes” para el argumento. ¿Por qué? La respuesta se verá más adelante. Bajo este presupuesto de que se sabe o no se sabe, no puede tener lugar un juicio falso, pues uno no puede confundir dos objetos, bien sean conocidos o desconocidos, sabidos o no sabidos. ¿Cómo puede alguien considerar que lo que sabe o no sabe es diferente de lo que sabe o no sabe? Si conozco el objeto O, ¿cómo puedo confundirlo con otro objeto O2, que no conozco? Sócrates dice que “para quien no conoce ni a Teeteto ni a Sócrates, ¿le es posible pensar que Sócrates es Teeteto o Teeteto Sócrates?” (188b). ¿Cómo puedo identificar falsamente a un objeto como otro, bien sea que conozca a ambos, o no conozca a ninguno, o conozca a uno y al otro no? En otras palabras, ¿cómo puedo identificar un objeto que conozco con otro diferente que conozco o con otro que no conozco? Pero ¿es esto realmente imposible? En un pasaje posterior del diálogo, Teeteto da un ejemplo de que es posible identificar falsamente a un objeto que se conoce: Teeteto conoce a Sócrates, ve de lejos a otro que no conoce y lo toma por Sócrates, piensa que ese desconocido es Sócrates (191b). ¿Qué falla en este acertijo, como lo llama Chappell? No basta con decir que aquí no se diferencia adecuadamente entre knowledge by acquaintance (conocimiento directo de algo por percepción) y knowledge that (saber que el hecho es tal y tal cosa), como dicen varios comentaristas.5 Pero tampoco me parece suficiente decir que la exclusión de aprendizaje y olvido ayuda a explicar esto, como sugiere Detel (1972: 32 y ss.). Ciertamente, con su exclusión explícita se quiere dar a entender algo, pero ¿qué? Sobre esto volveré luego. Al igual que Chappell, creo que Platón, con estos cinco acertijos (puzzles), propone algo más: quiere mostrar la imposibilidad de explicar la opinión falsa si se parte de una concepción determinada del alma y del conocimiento que
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Cf. Detel (1972: 31), McDowell (1973: 198), Combrie (1979: 107 y ss.). Esta diferencia es tenida en cuenta por Platón, lo mostró Detel (1972: 15 y ss., 31, 34).
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Chappell llama empirista y que yo veo encarnada de manera extrema en el caballo de madera (2009: 19 y ss., 30). Llevado al absurdo, el caballo de madera encarna el alma del filósofo protagórico que le da a sus juicios una teoría tan poco sostenible como la del heraclitismo radical, según la cual todo, incluso el sujeto cognoscente, está sometido al cambio incesante. Encarna una especie de cuerpo sin alma: no ve, no percibe, no juzga, pues le falta el elemento unificador del alma y del logos.
Segundo intento: ser y no ser (188c8-189b9) Luego del desacertado intento anterior, Sócrates propone buscar por la vía del ser y el no ser. Quien opina lo que no es (mê onta), “independientemente de lo que esté pensando”, opina falsamente (188d). Platón trata de hacer esto plausible estableciendo una analogía entre verbos perceptivos y verbos cognitivos. Quien ve, ve algo que es, y quien oye, oye algo que es. De igual modo, quien opina, opina sobre algo que es, pero es imposible ver algo que no es o juzgar sobre algo que no es. Aquí, es claro, el verbo ser está utilizado con el sentido de existir, de que algo es real. Quien ve lo que no es o juzga sobre ello, no ve nada en absoluto ni juzga en absoluto. Esta vía nos lleva al absurdo de una percepción sin contenido y a una opinión sin contenido. Con Martens, podría decirse que el error consiste en tratar de manera semánticamente iguales expresiones, error que por cierto no es atribuible a Platón, sino al modelo de conocimiento que critica (Martens, 1981, 263-264). Tanto los verbos de percepción (yo veo, oigo, toco algo) como los verbos mentales (yo sé, opino, conozco algo) tienen un objeto directo y parece, entonces, que ambos se relacionan con objetos. Esta analogía conduce a la concepción errónea de que lo falso es “tanto objeto de la opinión como Teeteto, por ejemplo, es objeto de la vista” (Martens, 1981: 264). En otras palabras, se cae en la confusión de creer que la falsedad es el objeto de la opinión y no se considera que sea la opinión misma la que puede ser falsa, y no los estados de cosas o hechos a los que se refiere. El estado de cosas puede ser x o y, pero ni x o y son falsos en sí mismos. Una opinión falsa se refiere, entonces, a algo que no es el caso, pero no a nada. Esto es correcto, pero el fracaso del intento no reside únicamente en esta confusión gramatical, sino en el ya mencionado atomismo empírico que subyace a todos los intentos de aclaración de la opinión falsa. La analogía entre percibir
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y conocer sugiere, intencionadamente, que ambas formas de conocimiento no se pueden considerar de manera idéntica. En otras palabras, percibir no es opinar, ni la percepción puede ser la única fuente del conocimiento, aunque en la opinión se parta del material ofrecido sensiblemente, pero dicho material no se puede volver objeto del conocimiento si se lo comprende e interpreta a partir de una teoría heraclítea de la percepción, según la cual nada es, pero todo llega a ser, o está en perpetuo devenir. El heraclitismo radical excluye el logos, es decir, la posibilidad de hablar sobre lo que uno percibe, pero incluso sobre uno mismo. Nada es estable ni en las cosas del mundo ni en mí, no hay nada que posibilite la identificación de algo como algo, algo de lo cual pueda decirse que es esto o aquello. Pero también: los objetos de la percepción no son como los objetos del conocimiento, del saber, pues el conocimiento no se reduce simplemente a la posesión de huellas perceptivas aisladas en el alma, como sucede en el caballo de madera, el cual se asemeja el heraclíteo radical, carente de logos, de un elemento unificador; caballo que, en últimas, no ve, no siente, no piensa ni opina. En él, no puede tener lugar ni aprendizaje, ni olvido, ni conocimiento. El juicio falso es pues diferente a opinar lo que no es.6
Tercer intento: Allodoxia (189b-190e4) La allodoxía7 sucede “cuando alguien hace un cambio en su pensamiento (antallaxámenos) y dice que una de las cosas que son es otra de las cosas que son” (189b-c). Aquí ya no está opinando sobre lo que no es, sino sobre algo que es pero quien opina se equivoca (amartanô) e identifica una cosa con otra, por ejemplo, llama feo a algo bello o dice que lo rápido es lento, lo liviano pesado, lo justo injusto, o Sócrates es Teeteto, y regresamos así al primer intento, pero con una pequeña variación: en la opinión manifiesto lo que conozco o he llegado a conocer sobre algo en la reflexión que he realizado sobre él. Como se dijo en el párrafo anterior,
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Algo parecido se dice en República 478b7-11.
Literalmente, allodoxía significa opinar otra cosa sobre algo o atribuirle a una cosa algo que no le corresponde.
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opino sobre algo que puede ser x o y, y el juicio es resultado de la reflexión, del pensar. Ésta es la pequeña, pero significativa diferencia, que Sócrates introduce: la conocida definición de dianoiesthai (pensar) como un discurso (logos) que el alma tiene consigo misma, en el que ella se hace preguntas, las responde, afirma o niega algo, piensa que es así o no, y cuando ha realizado todo esto y está segura de lo pensado, entonces afirma algo, dice que esto es justo o esto es injusto, bueno o malo, benigno o dañino, etc. Por supuesto que aquí es indiferente si me lo digo a mí mismo o a otro. Decir algo falso consistiría en decirse a sí mismo, o a otro, una cosa distinta de lo que se pensó. En otras palabras, uno nunca trata de persuadirse, como dice Sócrates, de que una cosa sea efectivamente otra (190b), que lo injusto sea justo, lo par impar o lo lento rápido. Ahora bien, vale la pena detenerse un momento y preguntarse por qué fracasan estas tres tentativas para explicar el juicio falso, y creo, a partir de Chappell, que aquí Platón está atacando una concepción de la mente y del conocimiento demasiado atada a las teorías heraclíteas de la percepción y el fenomenalismo subjetivo protagórico, que fueron discutidos en la primera definición del saber como percepción (Chappell, 2009: 19 y ss., 30). En estos tres primeros intentos no se han abandonado tales presupuestos y, como se verá, tampoco se van a abandonar en el cuarto y quinto intentos. El caballo de madera simboliza esta teoría del conocimiento atomista, empirista. En este contexto el uso de la palabra empirismo puede parecer inadecuada, concepto que identificamos con Hume o los “behavioristas” modernos, pero es innegable que elementos de tales concepciones ya se encuentran en los pensadores criticados por Platón, sean los sofistas, los atomistas o Antístenes, quienes ya han pensado el conocimiento y el juicio como Platón los critica en el Teeteto. Mirar esto más detenidamente se sale del marco de este trabajo.8 Una breve mirada a la primera parte del diálogo, donde se discute la percepción, es suficiente para darse cuenta de que lo que Platón critica, entre otras cosas, es la concepción atomista —no exclusivamente democrítea— de la percepción o de la sensación.9 Lo que percibo o siento, para utilizar un término de Waldenfels, es un atomare Empfindung, una impresión o sensación atómica, indivisible,
Sobre esto, ver el trabajo de Sergio Reinel Ariza en este volumen.
Natorp (1994: 105) llamó la atención sobre este asunto.
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simple (Waldenfels, 2000: 47). Esto lo expresa Hume en su Tratado sobre la naturaleza humana cuando dice que “todo ser en el mundo está, considerado en sí mismo, separado de los otros y es completamente independiente” (I.2.I).10 De hecho, los heraclíteos así parecen concebir las percepciones, como entidades simples, atómicas, separadas unas de otras, pero no sólo las percepciones o impresiones sensibles, sino también los juicios, si es que pueden, como se dijo anteriormente, dar juicios sobre algo que está continuamente llegando a ser y que carece de toda estabilidad. Por ello Platón les recomienda establecer otro lenguaje (183b). Cada percepción y cada opinión derivada de la percepción son concebidas atómicamente, aisladas, sin conexiones con otras percepciones o juicios. Esto se ve en el primer intento: las imágenes mentales que tengo de Sócrates y de Teeteto, que son la base para afirmar que conozco a cada uno tal cual es, son pensadas como entidades atómicamente fijas, invariables, y se dan a nuestra mente representándolos tal cual son. La memoria es excluida y, más importante aún, las variaciones que ella pueda haber introducido en las imágenes originales impresas. Sócrates es como el concepto-impresión original que he adquirido de él. Este error es señalado por la masa de cera: cada cosa está en ella como la impronta que se tuvo de ella, pero no dice qué pasa cuando hago una percepción nueva de algo ya percibido. Y esto se destaca con la exclusión del aprendizaje y el olvido. No se trata solamente de que los intentos 1 a 3 han fracasado porque los han excluido, sino que aprendizaje y olvido, conocimiento y reconocimiento, son inexplicables si se parte de la noción equivocada de que conocer se reduce sólo a conocer algo sin ninguna conexión, vinculación o entrelazamiento con alguna otra percepción o idea. Aunque se hubieran tenido en cuenta, el fracaso igualmente habría ocurrido. De hecho su inclusión posterior no soluciona nada. Aprender y olvidar están entrelazados en todo conocimiento auténtico y los quantums de saber (sean improntas o pájaros en el alma), que son los presupuestos en estos intentos, están demasiado aislados unos de otros como para que puedan dar cuenta de en qué consiste el conocimiento. El único camino de pasar a un mundo más complejo es asociando unas impresiones con otras, unas percepciones con otras, unos pensamientos con otros, pero la base que se mantiene
Citado por Waldenfels (2000: 48).
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es el átomo indivisible, aislado, sea éste una percepción o un pensamiento, y así se mantiene hasta el final del diálogo, por ejemplo, cuando se define logos como enumeración de cada una de las partes de una cosa (206e), es decir, de una carreta, que es además una de las razones por la cual fracasa la tercera definición del “saber como opinión verdadera más explicación (logos)”. La asociación de huellas o improntas, o elementos, poco explica, pues además queda sin exponer en qué consiste tal asociación. Todas las definiciones de conocimiento que ha dado el diálogo han estado presas de una concepción atomista de la percepción y del juicio, que no les hace ningún honor ni a la percepción ni a la opinión ni al juicio ni al logos. Esta concepción atomista del conocimiento y el saber encuentran su punto de cristalización en el caballo de madera. En su interior hay impresiones, percepciones, pensamientos, que están aislados, separados, no hay una mían idéan (184d3) que las unifique, sea que tal entidad se llame alma o de otra manera, como dice Platón. Por supuesto, sabemos que tal entidad se llama alma, además, esa alma tiene logos, con lenguaje, que hace posible decir “esto es rojo”, “este es Teeteto”; “creí que era Sócrates, se parecía a él la persona que vi a la distancia, pero realmente es Teeteto”, etc. La igualación de conocimiento con percepción, discutida en la primera parte del diálogo, nos confunde con un caballo de madera, con un ser inerte carente de memoria, incapaz de aprendizaje y olvido, de conectar dinámica y productivamente unas percepciones con otras, unas ideas con otras, de ver el papel que desempeña el logos en la percepción y lo que hacemos a partir de las percepciones o lo que pensamos o reflexionamos sobre ellas (186c). Pero dicha igualación tampoco permite aclarar cómo es posible un juicio falso. Dicho de otro modo, si se parte de percepciones o pensamientos atómicos, de átomos perceptivos y conceptuales, como la última fuente del conocimiento, nunca se podrá explicar en qué consiste opinar o juzgar falsamente.11
Por otro lado, hay otra razón para que las opiniones y los juicios no sean pensados adecuadamente en estos intentos de explicación del juicio falso, a saber, que no ha habido una adecuada reflexión sobre la estructura lingüística de la proposición. Esto lo logra el Sofista en el pasaje 261d-264b, en el cual se define al juicio o la opinión como un smikrótatos tôn lógôn (262c6), como el discurso más pequeño, y en el que se ha abandonado una concepción atomista de la percepción y el juicio. Cf. Escobar (2002).
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Cada uno de los tres intentos anteriores para explicar el juicio falso o verdadero parten de premisas falsas, insostenibles, pues reducen el saber a átomos de saber y esto es lo que recogen los siguientes intentos de aclaración de la opinión falsa, el bloque de cera y el aviario.
Cuarto intento: la masa de cera Con el modelo de la masa de cera (190b-196c), Platón cree que va a poder superar algunas de las dificultades mencionadas, pero lo que en su lugar sucede es que se ve más claramente por qué los anteriores intentos estaban destinados al fracaso. Aquí se ofrece un modelo más complejo de la mente humana. Este bloque de cera, regalo de Mnemosynê, la madre de las Musas, tiene sus problemas, como casi todos los regalos de los dioses, pero permite incluir el recuerdo, el olvido, el aprendizaje, y así ofrece un modelo más complejo del conocimiento. Aparenta ofrecer una salida a las aporías anteriores, pero no sucede tal cosa. Ciertamente, aprender, recordar, olvidar, encuentran en este modelo un lugar en el proceso del conocimiento, pero no desempeñan un papel dinámico, determinante, en su logro. Aprender es un proceso entre no saber y saber, antes no sabía algo y ahora, por causa de una impresión, lo sé; el olvido se explica con la desaparición de una impresión o huella en la masa de cera; lo que está bien impreso lo recordamos, lo mal impreso lo olvidamos (191d-e). No se puede negar que el alma ha sido enriquecida con nuevas capacidades que le permitirán conocer mejor y dar mejor razón de lo que significa conocer, al igual que explicar, por fin, el hecho de los juicios falsos, pero nada de esto se logra, como lo muestra el fracaso de este intento y el del próximo. En este intento de explicación, el proceso de conocimiento se puede describir así: 1. El alma es una masa de cera lisa, pura, sin huellas (191c8), en la cual se imprimen, como si se estuviera grabando los emblemas de un anillo, las improntas de los objetos percibidos y de los pensamientos que queremos recordar. Este proceso es un aprendizaje, y si se aprende bien o mal depende de la calidad de
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la cera, que en algunos es más pura, en otras almas más sucias, o más grande, o más pequeña (191c). Este bloque de cera es la memoria en potencia, la capacidad de recordar, de comparar lo percibido anteriormente con lo percibido actualmente. 2. La memoria es constituida por las percepciones y los pensamientos grabados en ella; lo que no queda grabado simplemente no se sabe, y si una impresión se borra o se apaga, simplemente se olvida (190d). Los que tienen una buena cera aprenden fácilmente, poseen buena memoria, buenos conocimientos y las señas o improntas (semêia) de sus percepciones nunca se desvían, esto es, siempre aciertan, y sus almas tienen opiniones verdaderas; estas impresiones son llamadas las cosas que son (onta) y sus almas saben de ellas y son llamadas sabias (194d). En cambio, los que tienen una mala cera, con impresiones oscuras, poco nítidas, sin profundidad, carecen de la capacidad de adecuar rápidamente cada percepción con una impronta, son lentos y “no sólo ven mal sino que además oyen y piensan mal en la mayor parte de los casos” (195a). Tales personas son ignorantes. La opinión ocurre cuando con ocasión de una percepción cualquiera se quiere saber de qué o quién es la percepción y el alma intenta hacer coincidir la percepción con la huella o impronta apropiada, por consiguiente, juzga verdaderamente si consigue una coincidencia entre ambas y juzga falsamente cuando no logra la coincidencia entre la percepción y la impronta de lo que ya conoce. Este proceso o es demasiado mecánico o depende del azar (se tiene o no una buena masa de cera) en su intento de poder describir las operaciones del alma o el logro del conocimiento. ¿Se puede reducir el aprendizaje al simple almacenamiento de improntas y la mejoría a su mera conservación? En este modelo no hay lugar para aprender algo nuevo a partir de las huellas ya adquiridas, pero tampoco permite explicar los procesos de pensamiento que suceden independientemente de la percepción, por ejemplo, cuando realizo operaciones con entidades abstractas como los números. Por ejemplo, puedo equivocarme mentalmente cuando al realizar la suma 7+5 digo que el resultado es once, y el error es más probable cuando la cantidad que se va a sumar es mayor (195e-196c). Aquí el juicio falso surge como resultado de un proceso exclusivamente mental y no de una inadecuación entre percepción actual y una impronta pasada. Este caso resalta una deficiencia
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esencial de la masa de cera: su incapacidad para explicar los errores posibles en los diálogos del alma consigo misma, sea que reflexione sobre su vida o realice operaciones matemáticas, independientemente de las percepciones actuales.
Quinto intento: el aviario Para solucionar esta deficiencia, Sócrates introduce el símil del aviario (196d200d). En la infancia está vacío. No hay pues ideas innatas. Se introduce una distinción que no se dio explícitamente en la masa de cera: la de poseer y tener un conocimiento que recuerda la diferencia aristotélica entre potencialidad y actualidad (De anima 417a21), entre un saber latente (poseo aves en mi jaula) y un uso actual de dicho saber (la caza de un ave ya adquirida), que sucede cuando quiero saber de algo, responder a algo o reconocer algo. La posesión (ktêsis) y el tener (héxis) son formas de estar en relación con el conocimiento. Platón ilustra este proceso con el ejemplo de un manto: si lo he comprado, soy su dueño y lo poseo, pero si no me lo pongo, se puede decir que no lo tengo (197b). Es posible poseer un conocimiento (lo he adquirido), pero no tenerlo porque no lo uso. Algo similar pasaba con las improntas en la masa de cera: muchas podrían quedarse sin ser utilizadas. Pero mientras la masa de cera se centraba en el momento pasivo de la posesión, algo me afecta y se queda grabado en el alma, el aviario destaca el momento activo de adquisición, posesión y uso. El alma-jaula está llena de avessaberes, algunas vuelan solas, otras en grupos, grandes o pequeños según el tipo de saber. La estructura del proceso de conocimiento es igual que la del bloque de cera: 1) la adquisición del conocimiento, o el aprendizaje, consistente en la captura de un ave. Ésta es la primera caza, que constituye 2) la posesión del conocimiento: las aves cazadas que habitan en el aviario, 3) el uso del conocimiento adquirido y disponible, esto es, de las aves ya cazadas, que es una segunda caza del ave ya capturada en la primera cacería. Aquí se puede decir que tengo dicho conocimiento pues hago uso de él para dar cuenta de algo. La opinión falsa ocurre cuando alguien trata de cazar un saber latente o potencial para usarlo, pero captura el ave equivocada de las múltiples que hay en su alma-aviario. Esto lleva a la terrible paradoja, según Sócrates, de que justamente porque sabemos podemos ignorar algo, el saber como condición del no
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saber (199d), el conocimiento (las aves ya cazadas) como fuente de la ignorancia, entendida como el no saber dar cuenta de algo. Para evitar esto, Teeteto sugiere introducir en el aviario aves-ignorancia, pero esto, por un lado, multiplica innecesariamente los entes. Por el otro, deja sin responder por qué puedo confundir once con el doce (199e). ¿Por qué apreso o apresé el ave que corresponde al once y no al doce? ¿Cómo sé qué ave debo capturar, si doce no es sólo 7+5, sino 6+6, 8+4, etc.?, o ¿debo buscar el ave que tiene el saber de cómo sumar? ¿Y cómo sé que la ave es ésta y no otra? ¿Hay un ave de todos los saberes, una que me dice qué ave utilizar en cada caso? ¿Cómo sé que atrapé al ave correcta? Por esto, dice Sócrates, el que ha atrapado un ave-ignorancia puede creer que atrapó un ave-saber y considerará que está opinando correctamente, esto es, creerá que cogió el ave correcta, pero no hay ninguna garantía de ello (200a). Más aves no disipan la confusión, sino que aumentan la posibilidad de confundirse y de creerse sabio cuando no se es. De igual manera, la posibilidad de la opinión falsa sigue sin ser aclarada. Fuera de la metáfora de aves que vuelan en grupo (197d), no se dice qué relación puedan tener unas aves con otras o qué relación tienen estos grupos con las aves que andan aisladas o con las que vuelan al azar entre todas las demás. Difícil saber, si ésta es una referencia a las ideas, como sugiere cautamente Cornford (1935: 132: nota al pie 2). Lo cierto es que nada indica la posibilidad de que haya relaciones o comunidad entre ellas. Para terminar, cabe decir que se sigue preso del modelo atómico ya mencionado. Cada impronta en la cera y cada ave en la pajarera es un átomo de saber y deja el modelo sin responder, entre otras cosas, cómo pueden combinarse estas huellas o aves para configurar un saber. Por otro lado, tampoco se ve claramente cómo a partir de tales átomos el alma puede tener un diálogo consigo misma, hacerse preguntas y responderlas, experimentar dudas o aporías, preguntarse, como Sócrates, si acaso soy un monstruo o un ser humano, o cómo puede alguien decir que la opinión falsa no existe. ¿Hay una huella para cada pregunta de éstas o para cada palabra o para cada número?, y, si es así, ¿cómo puedo llegar a la pregunta a partir de cada palabra? Tampoco explica la masa de cera o el aviario, ¿cómo una impronta o ave me puede abrir el camino de lo que no sé en relación con lo que sé?, o ¿cómo poner a dialogar una con otra, si el uso de cada impronta o ave ya adquirida se limita a volver a cazarla o reactivarla, y cada impronta o ave es lo que es y nada más? ¿Qué me permite
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establecer relaciones entre ellas? Y ¿cómo relacionar este bullicio de aves con el silencio, tan importante para la filosofía platónica?12 ¿Cómo establecer una dialéctica entre ellos? Tampoco el concepto de uso, mencionado en el aviario, da plena cuenta de lo que significa usar el saber que se tiene o cómo éste nos pueda llevar a buscar más saberes o, simplemente, a buscar mayor claridad sobre lo que ya se sabe o se cree saber, o cómo utilizar un ave-saber de modo adecuado y apropiado a una situación cualquiera. Por otro lado, ¿es la masa de cera o el aviario un símil adecuado de la memoria? ¿Consiste en huellas aisladas unas de otras o en grupos aislados de aves? ¿Consta la memoria de unidades discontinuas, una aquí, otra allá, y dianoeisthai (pensar) consistiría en la actividad de contar, enumerar huellas, como la carreta se reduciría a la enumeración de sus partes? A ninguna de estas preguntas dan respuesta los modelos propuestos de alma. ¿Somos esto? ¿Puede la identidad personal, mediada por la memoria, reducirse, a la enumeración de átomos de memoria? ¿De qué le sirve a un caballo de madera la introducción de una masa de cera llena de muchas huellas de memoria o de muchos pájaros sabihondos, pero sin que se le conceda el don de saber utilizarlos, de saber establecer relaciones de semejanza y diferencia entre ellos? El vientre vacío del caballo de madera, dicho sea de paso, representa el concepto de alma sofista como un recipiente vacío, el cual es embutido de conocimiento de todo tipo, recibidos acríticamente, sin discusión de su beneficio o nocividad (Protágoras 313 a-314c). Para Platón es muy importante la forma de apropiación del conocimiento, si se lo integra en la actividad del alma o se lo utiliza para configurar la vida buena. Sobre esto callan los modelos discutidos para explicar el juicio falso. Y no por casualidad. Creo que lo que hace Platón, desde el comienzo hasta el fin del diálogo, es variar la frase de Protágoras del homo mensura y mostrar las aporías a que ésta puede llevar si se la interpreta con herramientas protagóricas y heraclíteas, esto es, que saber es percepción y que ésta es sensación de datos sensoriales, aislados, atómicos, y que tales datos son verdaderos y generadores de opiniones verdaderas.
Cf., Von der Walde (2001).
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A pesar de la dura crítica a la que Platón somete a la percepción, considero que tal frase puede ser la mejor proposición de la filosofía si se la interpreta adecuadamente, pues lo mejor para un mortal, como dice Epicarmo, es tener pensamientos mortales, y esto es saber que son posibles las opiniones falsas. Este saber es el comienzo de la filosofía. Platón no piensa otra cosa. Esta afirmación puede sonar paradójica, sobre todo si se piensa en la contundente aseveración de Platón de que sólo Dios puede ser la medida. Pero se olvida que el hombre no es Dios, que él nunca puede tener el saber infalible de los dioses, sino máximo aspirar a él y que el uso de términos como divinidad tiene la función de señalar un límite de nuestro conocimiento (Wieland, 1999: 182, 199 y 303). La filosofía es su búsqueda y, en últimas, nuestros conocimientos son de seres mortales y nuestras únicas medidas para tales conocimientos son la refutación y la dialéctica. Pero desarrollar esto, exigiría otro ensayo.
Bibliografía Boeri, M. (2006). Platón. Teeteto (M. Boeri, introducción, traducción y notas). Buenos Aires: Losada. Chappell, T. (2009). Plato on Knowledge on Theaetetus. Recuperado de http://plato.stanford.edu/entries/plato-theaetetus/ Combrie, I. M. (1979). Analisis de las doctrinas de Platón (vol. 2. Teoría del conocimiento). Madrid: Alianza Editorial. Cornford, F. M. (1935). Plato’s Theory of Knowledge. The Theaetetus and the Sophist of Plato (translated with a commentary). Londres: Routledge. Detel, W. (1972). Platons Beschreibung des falschen Satzes im Theätet und Sophist. Göttingen: Vandenhoeck and Ruprecht. Escobar Moncada, J. (2002). Sprache und Sein in Platons Sophistes. En H. Hüni & P. Trawny (eds.), Die erscheinende Welt. Festschrift für Klaus Held (pp. 479-492). Berlín: Duncker & Humboldt. Escobar Moncada, J. (2003). ¿Somos acaso un caballo de madera? Sobre la percepción en el Teeteto. En Revista Latinoamericana de Filosofía, XXIX(1): 53-73. Martens, E. (1981). Platon. Theätet. Griechisch/Deutsch. Stuttgart: Reclam. McDowell, J. (1973). Plato: Theatetus (traducción con notas). Oxford: Clarendon Press.
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Natorp, P. (1994 [1903]). Platons Ideenlehre. Eine Einführung in den Idealismus. Hamburg: Meiner Verlag. Von der Walde, Giselle. (2001). Filosofía y silencio. Formas de expresión en el Platón de la madurez. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana y Ediciones Uniandes. Waldenfels, B. (2000). Das leibliche Selbst. Vorlesungen zur Phänomenologie des Leibes. Frankfurt am Main: Suhrkamp. Wieland, W. (1999 [1982]). Platon und die Formen des Wissens. Göttingen: Vandehoeck and Ruprecht.
Deducciones y lugares: sobre la noción de silogismo dialéctico Juan Felipe González Calderón Universidad Nacional de Colombia Grupo de Investigación en Filosofía Antigua y Medieval-peiras
A la memoria de Jesús Andrés Ardila
En el capítulo doce del libro primero de los Tópicos, Aristóteles especifica cuántos tipos de argumentos dialécticos hay: uno, la deducción (συλλογισμός); otro, la inducción (ἐπαγωγή). Se trata de la oposición clásica entre argumentos que van de lo particular hacia lo universal y argumentos cuyo punto de partida es universal o general. De estas dos especies de argumentos, a la que dedica mayor atención en los Tópicos es a la deducción. No obstante, en el capítulo ya referido, Aristóteles, a decir verdad, dice poco acerca de la deducción, según advierte, porque es algo de lo que ya se ha hablado antes (εἴρηται πρότερον). Sí aclara que la inducción es el camino desde lo particular hacia lo universal (ἡ ἀπὸ τῶν καθ᾽ἕκαστα ἐπὶ τὸ καθόλου ἔφοδος), pero no dice que la deducción sea desde los universales,1 así como lo dice en otro lugar: Todo aprendizaje ocurre a partir de “principios” previamente conocidos, como también dijimos en los Analíticos: uno es por medio de la inducción, otro, por medio de la deducción. La inducción es “hacia” un principio y de lo universal (τοῦ καθόλου), la deducción es a partir de los universales (ἐκ τῶν καθόλου).2
¿Cómo se puede dar sentido a la oposición inducción-deducción y mostrar que el argumento dialéctico deductivo es un razonamiento que avanza desde los universales? A continuación, se intentará proponer una solución para este interrogante.
Tampoco se dice esto, allí donde se presenta la definición de deducción. Cf. Top. I, 1, 100a 25-27 y I, 12, 105a 10-16.
en vi, 3, 1139b 26-29.
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Silogismo y deducción Un concepto fundamental y de mucha importancia en la teoría lógica de Aristóteles es el de silogismo. Aristóteles propone una definición en los Tópicos de esta noción “virtualmente idéntica” a la que presenta en otros lugares: “Silogismo es un argumento en el cual, una vez establecidas ciertas ‘premisas’, se sigue por necesidad, en virtud de las ‘premisas’, algo distinto de las ‘premisas’”.3 Hay que señalar que esta definición no restringe el sentido del término al uso técnico que el propio Aristóteles establece en los Analíticos primeros. No se trata aquí acerca de lo que se ha denominado, aproximadamente, a partir del siglo ii de nuestra era, silogismo categórico (cf. Bobzien, 2002: 361).4 Se trata de una noción distinta, quizás, cabe decir, más básica. Lo que se define de esta manera es la noción de argumento válido: es decir, argumento en el que la conclusión se sigue necesariamente de las premisas (Smith, 1995: 29 y 1997: xxii). ¿Es preciso reconocer un sentido del término συλλογισμός distinto del que inicialmente se ha propuesto aquí, esto es, un sentido distinto del de deducción? Dejemos esto de lado por un momento y examinemos la definición de συλλογισμός que el estagirita propone. Aristóteles parece establecer condiciones necesarias y suficientes para la formulación de un argumento válido. En primer lugar, la conclusión de un argumento
Top. I, 1, 100a 25-27. Otros lugares donde se presentan definiciones de συλλογισμός son APr I, 1, 24b18-20; SE, 1, 164b 27-165a 2; 6, 168a 21-22; Rhet. 1356b 16-18.
Un silogismo categórico es el que está constituido exclusivamente por proposiciones categóricas. Una proposición categórica es para Aristóteles la que dice una sola cosa acerca de una sola cosa (cf. Bobzien, 2002: 362; Gambra & Oriol, 2009: 128 y 179). Los casos paradigmáticos de los silogismos categóricos son las formas válidas de razonamiento que Aristóteles estudia en los capítulos iniciales de los Analíticos primeros. Así, por ejemplo, un argumento en el modo Barbara —es decir, formado exclusivamente por proposiciones categóricas que son universales y afirmativas— es un silogismo categórico:
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Todo A es B Todo B es C Por tanto, todo A es C. Es frecuente vincular la noción de proposición categórica a la noción de predicación necesaria, dado que el predicado de una proposición categórica, constitutiva de un silogismo categórico correctamente formulado, se predica necesaria y no accidentalmente del sujeto. Así, por ejemplo, en: “Sócrates es mortal” o “Sócrates es un hombre” los términos hombre y mortal se predican necesaria y no accidentalmente de Sócrates.
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debe ser algo distinto de las premisas. Un argumento con la siguiente forma lógica, aunque sea formalmente válido, no tiene ninguna utilidad: “si p, entonces p; es cierto que p; luego, p”.5 Ésta no es una condición de validez, se trata, simplemente, de que el argumento sea cognitivamente valioso: no un argumento inútil, sino un argumento útil. En segundo lugar, para algunos comentaristas antiguos y contemporáneos, la misma definición establece implícitamente que un argumento válido debe contar con más de una premisa.6 Si esto es así, Aristóteles no aceptaría como válidos argumentos monolemáticos7 del tipo: “Es de día, entonces hay luz” o “Respiras, entonces vives”.8 Hay que recordar, desde luego, que para Aristóteles los entimemas, argumentos en los que se presuponen premisas tácitas, son argumentos válidos. Así, por ejemplo: “este hombre es digno de castigo, dado que es un traidor”, donde se presupone como premisa implícita: “todo hombre que es un traidor es digno de castigo”.9 A su vez, sin duda, resulta inquietante preguntarse si Aristóteles en realidad no consideraba correctamente formulados los argumentos auténticamente monolemáticos y no simplemente aparentes. Hay que tener en cuenta, primero, que las inferencias por conversión (ἀντιστροφή) del tipo “Ningún A es un B” a partir de “Ningún B es un A” se consideran en los Analíticos primeros argumentos correctamente formulados de una sola premisa. Y, segundo, numerosos esquemas de inferencia que se encuentran en los Tópicos pueden formularse también como argumentos de una sola premisa (Smith, 1997: 43). Todo esto sugiere que probablemente para Aristóteles la multiplicidad de premisas en una deducción no fuera una condición necesaria ni suficiente para un argumento válido. En tercer lugar, la conclusión de un razonamiento válido debe deducirse exclusivamente de las premisas. Un argumento que presuponga una
Cf. Alex. Aphr. In Top. 10, 7-12.
Smith (1997: 43) señala que para los comentaristas griegos de Aristóteles, el uso del plural en el genitivo absoluto τεθέντων τινῶν, traducido aquí por “una vez establecidas ciertas premisas”, excluye la posibilidad de que se consideren como válidos argumentos de una sola premisa.
Alejandro de Afrodisia en su comentario a los Tópicos emplea el adjetivo μονολήμματος a propósito de los argumentos de una sola premisa. Este adjetivo se deriva de μόνος (“solo”, “único”) y λῆμμα, una de las palabras empleadas por el mismo Aristóteles para referirse a las premisas de un razonamiento. Véase Top. I, 1, 101a 14. Desde luego, aquí se propone retomar este término técnico y plantear una traducción acorde para el español.
Alex. Aphr. In Top. 8, 19-20.
Alex. Aphr. In Top. 9, 12.
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regla de inferencia, a partir de la cual se establezca la conexión entre premisas y conclusión, no contaría como un argumento válido (cf. Slomkowski, 1997: 50-54). Un argumento de este tipo sería el siguiente: Hacer mayor injusticia es un mayor mal ___________________________________ A partir de ‘lo que es más A es más B’, puedes inferir: ‘A es B’. Hacer injusticia es un mal (Tomado de Slomkowski, 1997: 51)
La regla: “A partir de ‘lo que es más A es más B’ puedes inferir: ‘A es B’” no pertenece al argumento, a pesar de que esta misma regla es necesaria para que la inferencia tenga lugar, de modo que la conclusión: “Hacer injusticia es un mal”, no se sigue exclusivamente de la premisa: “Hacer mayor injusticia es un mayor mal”. Dado que la conclusión no se sigue de la única premisa del argumento, parece que de nuevo tenemos un argumento no válido conforme a la definición aristotélica de συλλογισμός. No obstante, existe, como se verá más adelante, una solución a esta dificultad: insertar esta regla de inferencia como una de las premisas del argumento. Finalmente, la conclusión debe seguirse necesariamente de las premisas. Esto no parece querer decir otra cosa, sino que, entre las premisas y la conclusión de un argumento válido debe existir una relación lógica tal que, dadas las premisas, no es posible dejar de inferir la conclusión. Así, por ejemplo, dadas las premisas p y q, r es una consecuencia necesaria de las premisas, si y sólo si la aceptación de las premisas implica la aceptación de la conclusión. Hay que advertir que, aunque la palabra συλλογισμός se traduce usualmente al español como silogismo y esta opción de traducción es, se podría decir, unánime en el contexto de los Analíticos, otra opción de traducción de este término griego, admisible y justificada en el contexto de los Tópicos, es deducción. Para Brunschwig (cf. 1967: 113), esta traducción se justifica, en la medida en que el sentido que tiene συλλογισμός en los Tópicos se establece en virtud de su oposición con ἐπαγωγή (inducción). Parece preciso reconocer, entonces, un segundo sentido de συλλογισμός, el sentido en el que se emplea el término cuando se opone a ἐπαγωγή. Sin embargo, hay que decir que este segundo sentido de συλλογισμός integra o reúne de alguna manera en sí mismo el sentido de argumento válido.
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Mientras que todo argumento inductivo, formalmente hablando, es inválido, todo argumento deductivo, siempre y cuando sea formulado apropiadamente, será un argumento válido: la conclusión se seguirá necesariamente de las premisas (cf. Smith, 1997: 85). Siempre que, a partir de premisas particulares, se extrae una conclusión universal, no importa el número de premisas particulares que se presenten, la conclusión no será una consecuencia necesaria de éstas. Por el contrario, siempre que se obtenga una conclusión a partir de premisas universales, esta conclusión será una consecuencia necesaria de éstas, a menos que el argumento haya sido formulado incorrectamente. Aristóteles, en efecto, caracteriza la deducción como un argumento en el cual la conclusión se sigue necesariamente (ἐξ ἀνάγκης) de las premisas,10 pero es consciente de no aplicar el mismo modificador modal a la inferencia de lo universal a partir de particulares. Ahora bien, ¿en qué medida los argumentos dialécticos de los Tópicos operan como deducciones, es decir, como argumentos que avanzan a partir de universales?
Lugares Otro concepto fundamental de la teoría lógica de Aristóteles y, muy particularmente del estudio de la argumentación dialéctica, es el de τόπος (lugar). Este concepto no recibe un tratamiento explícito en los Tópicos y, al respecto, hay que anotar que, sin duda, una de las principales dificultades para la exégesis de este tratado radica en el hecho de que Aristóteles da por supuesta o conocida esta oscura noción de lugar (cf. De Pater, 1968: 164). Ahora bien, hay dos sentidos del término τόπος que parecen admisibles y adecuados en el contexto de este tratado (Smith, 1997: xxviii). Examinemos estas dos posibilidades. Por una parte, τόπος puede dar a entender un lugar desde el cual es posible atacar a un oponente, un punto de avance sobre la posición del adversario. No hay que pasar por alto que los τόποι, usualmente, aparecen formulados como instrucciones de investigación (cf. Slomkowski, 1997: 54). Por ejemplo: “Un τόπος es investigar si ‘el que responde las preguntas’ ha presentado como un accidente algo que pertenece
Cf. Top. I, 1, 100a 25-27.
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de alguna otra manera”.11 Lo que este enunciado establece es precisamente una instrucción, un consejo o una recomendación; de modo que, si se pone en práctica, es posible que aquel que formula las preguntas en un debate encuentre un punto de debilidad para atacar o refutar la tesis de su interlocutor (Smith, 1997: xxvii). Un τόπος es en este sentido un lugar desde el cual la tesis de aquel que responde las preguntas en un debate es puesta a prueba y refutada si es el caso. Por otra parte, τόπος puede referirse a un lugar donde se han almacenado o archivado distintos elementos y es posible encontrarlos cuando se requieren. Hay que advertir que lo más cercano a una definición de τόπος dada por Aristóteles no proviene, como se podría esperar, de los Tópicos, sino de la Retórica. Se dice allí que: “Por un elemento (στοιχεῖον) quiero dar a entender lo mismo que un τόπος: en efecto, un elemento y un τόπος son bajo lo cual muchos entimemas caen (εἰς ὃ πολλὰ ἐνθυμήματα ἐμπίπτει)”.12 Este pasaje sugiere la idea de que un τόπος es un principio (στοιχεῖον) de clasificación y de catalogación de argumentos. En consecuencia, poseer un τόπος debe hacer más fácil y eficaz la tarea de encontrar premisas y argumentos apropiados para establecer una conclusión dada. No sería preciso, entonces, memorizar largas listas de argumentos que resultarían inútiles, si se trata con problemas para los que ninguno de esos argumentos es pertinente. Siempre que sea preciso formular un argumento y encontrar las premisas apropiadas para establecer una conclusión, simplemente habrá que examinar la forma lógica que subyace a la conclusión, encontrar un τόπος y, mediante la sustitución de variables, se hallará el argumento adecuado y las premisas apropiadas (cf. Smith, 1997: xxvii). En otras palabras, un τόπος establece en sus contornos más generales una forma lógica, bajo la cual se pueden modelar argumentos válidos que sirven para tratar múltiples problemas de variada y distinta naturaleza. Así lo habría entendido Teofrasto, cuya definición de τóπος es reportada por Alejandro de Afrodisia: “Un τόπος es un tipo de principio (ἀρχή) o elemento (στοιχεῖον), a partir del cual nosotros tomamos los
Top. II, 1, 109a 34-35.
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Rhet. B, 26, 1403a 17-18. Para entender esta cita, antes que nada, se debe aclarar la noción de entimema. El entimema es para Aristóteles un tipo de demostración retórica (ἀπόδειξις ῥητορική) o un tipo de deducción (συλλογισμός τις). Se puede considerar que el ἐνθύμημα de la retórica corresponde al συλλογισμός de la dialéctica: ambos son los razonamientos propios y por excelencia de cada una de estas prácticas argumentativas (cf. Slomkowski, 1997: 43-45).
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puntos de partida acerca de un ‘argumento’ particular (τὰς περὶ ἕκαστον ἀρχάς), definido en el contorno (τῇ περιγραφῇ μὲν ὡρισμένος), pero indefinido con respecto a los particulares (τοῖς δὲ καθ’ἕκαστα ἀόριστος)”.13 Pero, ¿cómo es posible que un τόπος establezca en sus contornos más generales una forma lógica, bajo la cual se modelan argumentos particulares? Alejandro, luego de reportar esta definición, procede a ilustrarla:14 Un τόπος, por ejemplo, es: “Si el contrario pertenece al contrario, entonces el contrario pertenece al contrario”; en efecto, este enunciado —es decir, esta premisa— ha sido definido respecto de lo universal [indica que se dice de los contrarios universalmente], pero todavía no ha sido definido respecto de si se dice acerca de unos o de otros contrarios.15
Una formulación más clara de este τόπος que, de manera oscura, Alejandro enuncia es hecha por Slomkowski (1997: 44). Veamos: “Si un predicado es predicado de un sujeto, entonces el contrario de ese predicado es predicado del contrario de ese sujeto (siempre y cuando el predicado y el sujeto tengan contrarios)”. Los términos contrario de un sujeto y contrario de un predicado son variables que pueden ser sustituidas por cualquier elemento que se adecúe a esta descripción: “algo es un contrario, si posee un extremo opuesto” (cf. Smith, 1997: xxv). Una vez que se sustituyen estas variables, se pueden formular múltiples argumentos con una misma forma lógica. Así, por ejemplo, si la intención es establecer que “lo bueno es benéfico” o que “la virtud acompaña el valor”, es posible, mediante la sustitución apropiada de variables, encontrar premisas adecuadas para probar ambas conclusiones: i. “Si lo malo es perjudicial, entonces lo bueno es benéfico”.16 ii. “Si el vicio acompaña la cobardía, entonces la virtud acompaña el valor”.17 Alex. Aphr. In Top. 126, 14-16.
13
Aquí se sigue muy de cerca la presentación que hace Smith (1997: xxv) del testimonio de Alejandro en el estudio introductorio de su Aristotle’s Topics: Books I and VIII.
14
Alex. Aphr. In Top. 126, 16-20 (énfasis agregado).
15
Cf. Alex. Aphr. In Top. 126, 21-232.
16
Cf. Top. II, 8, 113b 27-34.
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Estos enunciados podrían funcionar como premisas mayores de lo que se denomina un silogismo hipotético del tipo modus ponens. Veamos:
Ejemplo 1 1) Si lo malo es perjudicial, entonces lo bueno es benéfico. 2) Lo malo es perjudicial. _____________________
3) Lo bueno es benéfico. Ejemplo 2
1) Si el vicio acompaña la cobardía, entonces la virtud acompaña el valor. 2) El vicio acompaña la cobardía. _____________________
3) La virtud acompaña el valor.
Es preciso aclarar que los τόποι proveen no solamente premisas, sino de la forma lógica que subyace a un argumento. Esta observación se justifica aduciendo que la premisa mayor de un silogismo hipotético contiene en sí misma tanto la conclusión del argumento como la premisa menor que ayuda a alcanzar esta conclusión (cf. Slomkowski, 1997: 45). Dicho con otras palabras, un τόπος establece la forma lógica de un argumento a partir de establecer una premisa mayor. Se evidencia así el sentido que toma la noción de lugar como principio bajo el que se reúnen múltiples argumentos, esto es, como principio que establece una forma lógica que subyace a múltiples argumentos. El testimonio de Alejandro, referido anteriormente, apoya la idea acerca de que los τόποι son premisas.18 Paul Slomkowski (1997: 43-58) asume la defensa de esta tesis y señala que con mayor frecuencia los τόποι y no los enunciados, que resultan Alex. Aphr. In Top. 126, 16-17. οὗτος γὰρ ὁ λόγος καὶ ἡ πρότασις αὕτη τῷ μὲν καθόλου ὥρισται [en efecto, este enunciado —es decir, esta premisa— ha sido definido respecto de lo universal].
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a partir de la sustitución de variables, hacen las veces de premisas mayores de los argumentos dialécticos. Esto se debe a que, si uno tiene la intención de establecer, a partir de las respuestas de su interlocutor, una conclusión particular, hay mayor probabilidad de que se acepte una premisa general, sin tener conciencia de lo que se sigue al aceptarla, antes que una premisa particular, cuyas consecuencias serían inmediatamente evidentes. Se tendrían, entonces, argumentos poco más o menos de la siguiente forma:
Ejemplo 1’ 1) Si A es predicado de B, entonces el contrario de A es predicado del contrario de B (siempre y cuando A y B tengan contrarios). 2) Lo malo es perjudicial. ____________________ 3) Lo bueno es benéfico. Ejemplo 2’ 1) Si A es predicado de B, entonces el contrario de A es predicado del contrario de B (siempre y cuando A y B tengan contrarios). 2) El vicio acompaña la cobardía. ____________________
3) La virtud acompaña el valor
No hay que pasar por alto, además, que de esta manera se integra al argumento lo que en otro momento era una regla de inferencia. Una vez esta regla se incorpora como premisa mayor del argumento, la conclusión se obtiene exclusivamente en virtud de las premisas y de nada más. Se resuelve así el problema que se planteó, a propósito de las condiciones que Aristóteles establece para garantizar la validez de un argumento. Dicho en otras palabras, estos argumentos serían ciertamente válidos, conforme con la definición que él mismo ofrece de συλλογισμός. Para mostrar cómo exactamente sería integrada esta regla de inferencia, vale la pena retomar el ejemplo presentado cuando se planteó el problema.
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Ejemplo 3 1) Si ser más A es ser más B, entonces A es B. 2) Hacer mayor injusticia es un mayor mal. ___________________________________ 3) Hacer injusticia es un mal.
Deducciones dialécticas Hasta el momento, a fin de brindar claridad acerca de la oposición induccióndeducción, se ha intentado mostrar en qué sentido las deducciones de los Tópicos son un proceso de razonamiento que avanza a partir de universales. Ahora, se debe procurar hacer un balance de resultados. El punto de partida de nuevo debe ser la definición que el mismo Aristóteles ofrece de συλλογισμός: un argumento en el cual, “una vez establecidas ciertas ‘premisas’, se sigue por necesidad, en virtud de las ‘premisas’, algo distinto de las ‘premisas’”. Ahora bien, se ha constatado, por un lado, que los silogismos o deducciones dialécticas pueden clasificarse u ordenarse bajo un τόπος y, por otro, que un argumento dialéctico se puede representar o entender como un silogismo hipotético. Vale la pena intentar relacionar estas dos constataciones. Se puede sugerir que para Aristóteles los τόποι eran “de alguna manera premisas”,19 particularmente, premisas mayores de un silogismo hipotético. Si esto se acepta, hay que aprobar que, cuando se dice que los silogismos dialécticos caen bajo un τόπος, no se dice otra cosa sino que caen bajo una premisa mayor. Si alguien afirma esto, tiene la razón, dado que es en la premisa mayor de un silogismo hipotético donde es expresada la esencia del argumento (cf. Slomkowski, 1997: 45). En otras palabras, hallar un τόπος no es proveerse simplemente de una premisa mayor, sino hacerse a un argumento, en la medida en que la premisa mayor de un silogismo hipotético establece o determina la forma lógica tanto de las premisas de un argumento como de su conclusión. Así pues, si se acepta que un τόπος, un lugar, constituye la premisa mayor de una deducción Cf. Top. I, 14, 105a 25-26.
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y, además, se acepta que este τόπος es una premisa universal o general, entonces no parece haber problema en afirmar que una deducción, un silogismo dialéctico, procede a partir de universales (ἐκ τῶν καθόλου).
Bibliografía Bobzien, S. (2002). The Development of Modus Ponens in Antiquity: From Aristotle to the 2nd Century AD. En: Phronesis, 47(4): 359-394. Brunschwig, J. (1967). Aristotle. Topiques (t. i. libros i-iv). París: Les Belles Lettres. De Pater, W. A. (1968). La fonction de lieu et de l’instrument dans les Topiques. En G. E. L. Owen (ed.), Aristotle on Dialectic. Oxford: Clarendon Press. Gambra, J. M. & Oriol, M. (2008). Lógica aristotélica. Madrid: Dykinson. Slomkowski, P. (1997). Aristotle’s Topics. Leiden/Nueva York/Köln: Brill. Smith, R. (1995). Logic. En J. Barnes (ed.), The Cambridge Companion to Aristotle. Londres/ Nueva York/Melbourne: Cambridge University Press. Smith, R. (1997). Aristotle’s Topics: Books I and VIII. Oxford: Clarendon Press.
Elocuencia y persuasión: la retórica estoica y su crítica en Cicerón Catalina González Universidad de los Andes
Cicerón, con su característico humor negro, suele criticar en sus escritos la retórica de los estoicos. Tal vez el comentario más elocuente al respecto se encuentra en De Finibus, quisiera comenzar este texto citándolo: “Es verdad que Cleantes escribió una retórica y también Crisipo, de tal modo que quien desee aprender a callar no debe leer otra cosa”.1 Una retórica que enseña a callar es, por supuesto, un contrasentido. Los lectores contemporáneos de Cicerón debieron encontrar el comentario indiscutiblemente jocoso, pero a nosotros, intérpretes actuales para los que la retórica clásica no es más que una curiosidad de eruditos, el comentario nos causa sobre todo perplejidad. ¿Qué decían los estoicos de la retórica para que Cicerón tenga sus escritos en tan baja estima? ¿Acaso Cicerón juzga erróneamente las enseñanzas de la Estoa sobre el arte de hablar? Desafortunadamente, no podemos saberlo con exactitud, pues sólo tenemos fuentes indirectas de dicha enseñanza: algunos fragmentos (principalmente de Diógenes Laercio, Plutarco y el mismo Cicerón) en los que ésta se describe a muy grandes rasgos. En este trabajo intentaré explorar el problema con el detalle que la escasez de fuentes permite.2 Fundamentalmente, la concepción estoica de la retórica difiere de su concepción clásica general, representada por Cicerón, en dos aspectos principales. Primero, en su comprensión de la topica o invención retórica como arte enteramente
Cicerón, De Finibus, IV, 7.
“Casi todo lo que se escribió durante el período formativo de la teoría retórica estoica […] se ha perdido sin dejar huella. Debe recurrirse, entonces, en primer lugar, a la invaluable, aunque errónea, descripción de Diogenes Laercio de la filosofía estoica, y en segundo lugar, a los peculiares tratados retórico-filosóficos de Cicerón” (Atherton, 1988: 396) (traducción libre de la autora).
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sustituible por una dialéctica filosófica de inspiración lógica,3 y segundo, en su reducción de los diversos estilos discursivos a uno solo, el estilo simple o llano.4 En este artículo centraré mi atención en el segundo aspecto. La división clásica en tres de los estilos retóricos es famosa, al igual que la asignación ciceroniana de una función u “oficio” distintivo a cada uno de ellos: el estilo simple, según Cicerón, debe ser usado cuando se trata de instruir a la audiencia; el estilo medio, cuando se trata de agradar, y el estilo grandilocuente (también llamado sublime) cuando el propósito es mover las pasiones de los oyentes.5 Puede decirse que a grandes rasgos los estoicos sólo consideran legítimo el primer estilo, es decir, el simple, con su función puramente instructiva, si bien, como veremos, introducen algunas modificaciones a éste. Pero en términos generales, para los estoicos, agradar y mover las emociones de la audiencia no son objetivos válidos de la comunicación, mientras que sí lo son para la retórica clásica y, especialmente, para la ciceroniana. Podemos así apreciar el motivo real de la disputa: la validez de la convicción que se produce por vías alternas a la argumentación racional o lógica. Dicha convicción es indeseable para los estoicos, pero para Cicerón, necesaria y conveniente.
Esta dialéctica difiere en gran medida de la aristotélica, mucho más cercana a la tópica retórica. Según Cicerón: “[…]La técnica de la dialéctica ha tenido un doble método de enseñanza: efectivamente, el de Aristóteles, que transmitió multiples reglas para razonar, y el posterior de los llamados dialécticos [estoicos] que parieron otros muchos preceptos más sutiles” (Cicerón, Orator: 115). Sophie Aubert recoge este aspecto del problema. De acuerdo con ella, los estoicos, en especial Crisipo, pretenden devolver a la dialéctica el carácter puramente filosófico que tuvo en Sócrates y que Aristóteles sustrajo, al convertirla en una mera técnica argumentativa (2008).
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De nuevo, sigo a C. Atherton: “el origen y desarrollo de los genera dicendi es complejo y problemático, pero es de notar que el presupuesto fundamental en el que se funda este modo de clasificación —que diferentes audiencias, diferentes hablantes, en breve, diferentes circunstancias demandan no sólo diferentes objetos sino también diferentes estilos de discurso— parece no tener lugar en la estilística estoica” (1988: 393) (traducción libre de la autora).
“Tres son los tipos de estilo en los cuales por separado han sobresalido algunos, pero muy poco lo han hecho en todos […]. Hubo algunos, por así decir, grandilocuentes, con gran profundidad de pensamiento y elegancia de palabra, vehementes, variados, abundantes, serios, competentes y preparados para mover y arrastrar los ánimos […]. Hubo en el lado opuesto, otros sencillos y agudos, que lo demostraban todo y lo exponían con claridad, no con amplitud, pulidos en una especie de estilo sobrio y apretado […]. Y hay un tipo intermedio, en cierta forma moderado, que no recurre ni a la agudeza de los últimos, ni a la amplitud de los primeros […] este fluye al hablar en curso contínuo, no aportando otra cosa que su facilidad y su uniformidad […] y distinguiendo todo su discurso con moderadas figuras de palabra y de pensamiento” (Cicerón, Orator: 20-21).
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La retórica estoica: una dialéctica elocuente Las pocas indicaciones existentes sobre la retórica estoica dejan apreciar dos de sus características principales. En primer lugar, los estoicos parecen considerar que la única diferencia entre el discurso dialéctico y el retórico es su extensión y el tipo de ocasión en que se usa uno u otro: la dialéctica se caracteriza por la alternancia de pregunta y respuesta, y se da preferentemente en ámbitos privados de discusión, mientras que la retórica es un tipo de discurrir más extenso, que no requiere la intervención del interlocutor y se usa sobre todo en la esfera pública.6 En últimas, los estoicos consideran que la retórica es (aunque suene paradójico) solo “dialéctica no-dialógica”, es decir, discurso extenso, instructivo y lógicamente consistente.7 La segunda característica tiene que ver con las virtudes o excelencias del discurso. Diógenes Laercio enuncia cinco excelencias, a saber: pureza del lenguaje, claridad, concisión, adecuación (al tema) y distinción. Las explica así: Por buen griego [pureza] se entiende lenguaje sin error gramatical y libre de vulgaridad y descuido. Claridad es estilo que presenta el pensamiento de manera fácil de entender, concisión es un estilo que no emplea más palabras de las que son necesarias para explicar el asunto, adecuación es estilo apropiado al tema, y distinción es evitar coloquialismos.8
La pureza del lenguaje, la claridad y la distinción son virtudes propias de lo que la retórica clásica llama estilo simple o llano. En éste no hay recurso a la 6
“Además, por retórica los estoicos entienden la ciencia de hablar bien sobre cuestiones que se expresan en una narrativa simple, y por dialéctica, la de discutir asuntos a partir de preguntas y respuestas[…]” (Diógenes Laercio, Vidas de filósofos eminentes, VII, 42). También en Plutarco: “La retórica la define [Crisipo] como arte que trata del orden y la disposición del discurso continuo” (Plutarco, Las contradicciones de los Estoicos, 1047A).
Muchos interpretan la metáfora de Zenón de Citio —en la cual el puño cerrado representa a la dialéctica y el abierto a la retórica—, para mostrar precisamente la diferencia entre la concisión del estilo dialéctico de pregunta y respuesta, y la amplitud del discurso extenso, propiamente retórico. En mi opinión, la metáfora va un poco más allá: la mano cerrada representaría las nociones ciertas (catalépticas) que el estoico intercambia dialécticamente y, la abierta, las nociones meramente probables, que el orador (no estoico) y el filósofo académico ofrecen al público. Cf. Cicerón (Orator 114, y Academica, I, 41).
Diógenes Laercio, Vidas de filósofos eminentes, VII, 59 (énfasis agregado).
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artificialidad del lenguaje: los ornamentos son escasos y el orador se esfuerza por hacer que sus ideas sean expresadas de la manera más “transparente” posible. Sin embargo, las otras dos virtudes enumeradas, la concisión y la propiedad, no hacen parte de la caracterización clásica del estilo simple. Podríamos entonces decir que estas últimas son virtudes “propiamente” estoicas. Primero, la retórica clásica no recomienda necesariamente que el discurso en el estilo simple sea lo más conciso posible y, por así decirlo, se restrinja a la expresión de lo absolutamente necesario. Segundo, la adecuación o propiedad es comprendida por los estoicos de manera peculiar. Esta virtud no es la capacidad del orador de atender a las circunstancias y conformar su discurso con ellas, lo que Cicerón o el canon clásico llama decorum. Más bien, los estoicos entienden la adecuación como el ceñirse a las necesidades estilísticas del tema que se discute. En otras palabras, es el asunto mismo el que dicta si, por ejemplo, se debe ser solemne o sencillo; si se ha de profundizar en el tema o sólo ofrecer generalidades, etc. Por consiguiente, puede decirse que a diferencia de la adecuación clásica, la estoica hace caso omiso del auditorio y las circunstancias. El orador estoico habla a todas las audiencias (viejos, jóvenes, educados, no educados, etc.) y en todos los escenarios públicos (asamblea, corte o plaza pública) de una misma y única manera. El último aspecto de la retórica estoica es su relación con la teoría estoica de la unidad de las virtudes y con la figura del sabio. Esta teoría es expuesta a muy grandes rasgos por Diógenes Laercio así: Los estoicos sostienen que las virtudes se implican entre ellas, y que quien posee una, las posee todas, puesto que ellas tienen principios comunes, como lo dice Crisipo en el primer libro de su obra Sobre las virtudes […]. Pues si un hombre posee la virtud, es al tiempo capaz de descubrir y poner en práctica lo que debe hacer. Ahora, las reglas de conducta contienen preceptos para escoger, soportar, distribuir y perseverar, así que si un hombre hace algunas cosas por decisión inteligente, algunas por fortaleza, algunas por justicia, y algunas de manera perseverante, es al tiempo sabio, valiente, justo y temperado.9
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Diogenes Laercio, Vidas de filósofos eminentes, VII, 125. También en Plutarco aparece un planteamiento similar: “En cuanto a las virtudes, Zenón, al igual que Platón, admite varias de acuerdo con sus diferencias —así por ejemplo, la prudencia, la valentía, la moderación, la justicia— en la idea de que, aunque inseparables, son distintas y diferentes unas de otras.
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Ser sabio significa poseer juicios verdaderos sobre cómo se debe actuar en todos los aspectos de la vida práctica. Si se posee sabiduría se es al mismo tiempo valiente, temperado y justo, pues se tienen juicios verdaderos específicos sobre cómo actuar frente a las situaciones difíciles de soportar, los apetitos, y la distribución de bienes y méritos. A la inversa o en sentido ascendente, si se exhibe valentía, se ha de inferir sabiduría, pues la valentía no es más que un aspecto o versión de la sabiduría que las circunstancias sacan a flote.10 Esta idea estoica de la unidad de las virtudes tiene, en el caso de la elocuencia, una aplicación bien interesante: por un lado, la elocuencia no es otra cosa que la virtud que engloba las cinco excelencias particulares del discurso ya anteriormente discutidas, esto es, pureza del lenguaje, claridad, concisión, adecuación y distinción. Así, el hombre elocuente será aquel que sabe construir su discurso teniendo en cuenta estas virtudes específicas.11 Pero, por otro lado, la elocuencia es un aspecto particular de la virtud más general y fuente de las demás: la sabiduría. De acuerdo con el ascenso y mutua implicación de las virtudes que los estoicos proponen, no se puede ser, por ejemplo, claro en el discurso sin ser elocuente (la claridad es un rasgo de la elocuencia) y, asimismo, no se puede ser elocuente sin ser a la vez sabio (la elocuencia es también un rasgo e indicador de la sabiduría). Pero a su vez, cuando define cada una de ellas, dice que la valentía es prudencia en las pruebas que se han de soportar; la moderación, prudencia en las decisiones que se han de tomar; la prudencia propiamente dicha, prudencia en las acciones que se han de realizar, y la justicia, prudencia en los méritos que se han de distribuir; dando a entender que la virtud es única y que su aparente diferencia reside en las relaciones con los objetos, según sus actividades” (Plutarco, Contradicciones de los estoicos, 1034 D). De aquí puede inferirse, a grandes rasgos, que la teoría de la unidad de las virtudes considera cada virtud como una versión de la prudencia o sabiduría. Hay muchas discusiones al respecto en la doctrina estoica temprana. En principio, las discusiones tienen que ver con dos problemas básicos, a saber: 1) Si la virtud general y unificante es la prudencia (Zenón) o la sabiduría (Crisipo), 2) si las virtudes cardinales son sólo nombres (Menedemo de Eretria), aspectos de una misma virtud (Aristo de Chios) o si son virtudes diferenciables (Crisipo) que, sin embargo, influyen unas en otras. En este artículo sólo deseo examinar la aplicación de la doctrina general a la elocuencia, por tanto, no voy a adentrarme en la discusión al respecto de la Estoa. Para los fragmentos concernientes, cf. A. A. Long & D.N. Sedley (1987: 377-386). Según Plutarco: “Las virtudes, dicen los estoicos, son concomitantes unas con otras, no sólo porque el que tiene una virtud las tiene todas, sino también porque el que cumple cualquier acción conforme a una virtud, la cumple conforme a todas. Y es que, según dicen, ni es perfecto el hombre que no tiene todas las virtudes, ni perfecta la acción que no se realiza de acuerdo con todas las virtudes” (Plutarco, Las contradicciones de los estoicos, 1046 E-F).
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También puede decirse que un discurso es “elocuente” si posee las cinco virtudes enumeradas.
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Ahora bien, si la elocuencia es sólo un aspecto de la sabiduría, análogo a las demás virtudes, vale la pena preguntarnos cuál es el tipo de saber específico de la elocuencia. Fundamentalmente, se trata aquí de saber dos cosas: qué decir y cómo decirlo. Saber qué decir evidentemente significa tener a disposición juicios verdaderos, esto es, tener conocimiento(s) sobre distintos aspectos de la vida humana y del funcionamiento del universo. Saber cómo decir significa, de nuevo, saber decir las cosas de manera pura, clara, concisa, adecuada y distinguida. Sin embargo, se podría pensar que alguien puede saber qué decir (puede saber, por ejemplo, de astronomía) pero no saber cómo decirlo, o, al contrario, que alguien pueda saber cómo decir las cosas, pero no saber qué decir o tener creencias falsas o meras opiniones, juicios inciertos en vez de conocimientos sobre aquello de lo que quiere hablar. En otras palabras, para nosotros el qué y el cómo de la elocuencia requieren de dos tipos de saberes diferenciables y que no necesariamente se implican el uno al otro. No obstante, esto es inconcebible para el estoico. Así como el valiente sabe qué hacer ante situaciones difíciles y cómo hacerlo; asimismo, el elocuente sabe qué decir y cómo decirlo. El valiente sabe, por ejemplo, que debe ir a la batalla y éste saber le indica el cómo (con arrojo, sin titubeo, etc.). En el caso de la elocuencia, lo que se dice indica cómo decirlo, y esto es así porque para el estoico lo que se dice es siempre, en cualquier caso y sobre cualquier tema, la verdad, y la verdad dicta el cómo de su expresión: la pureza, la claridad, la concisión, la adecuación y la distinción. En otras palabras, a la naturaleza de la verdad pertenece el tipo de expresión determinado por las cinco virtudes particulares de la elocuencia. Así, quien conoce la verdad sabe necesariamente cómo expresarla. La consecuencia más importante de esta aplicación de la teoría de la unidad de las virtudes a la elocuencia es que no hay hombres elocuentes no-sabios. Quienes hablan de lo que no saben (los charlatanes ignorantes), quienes tienen creencias falsas (los que yerran) o quienes hablan de cosas meramente probables (i. e., aquellos que expresan sólo sus opiniones o creencias) no pueden ser elocuentes. De nuevo, el sentido común nos dice que éste no es el caso, pues de hecho existen charlatanes elocuentes, personas erradas elocuentes y, por supuesto, también hay quienes hablan de lo meramente probable o de sus opiniones elocuentemente. A esto, los estoicos responderían que el sentido común piensa esto sólo porque no sabe qué significa realmente ser elocuente y confunde el significado del concepto elocuencia con el de otros conceptos, como por ejemplo, facundia, locuacidad y
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capacidad de persuadir. La elocuencia, dirían los estoicos, no tiene nada que ver con hablar fluida o persuasivamente, sólo tiene que ver con hablar verazmente.
La crítica ciceroniana a la retórica estoica Puede decirse que, si, como es de esperarse, Cicerón conocía bien la teoría estoica sobre las cinco virtudes de la oratoria, es muy probable que detrás de su crítica a la retórica estoica se encuentre su aversión por toda tendencia oratoria que se acoja sólo al estilo simple (o a un estilo similar al simple) con su función meramente instructiva, y desprecie los otros dos, esto es, el medio y el grandilocuente. Los estoicos compartieron, en tiempos de Cicerón, este punto de vista con la corriente de los oradores “neoáticos”,12 contra quienes Cicerón escribió su tratado más importante de estilística, el Orator. El argumento principal de este tratado es que la restricción de la oratoria al estilo simple va en contra del decorum o adecuación del discurso a las circunstancias: El orador debe mirar lo conveniente no sólo en las ideas, sino también en las palabras. Y es que las personas con diferentes circunstancias, con diferente rango, con diferente prestigio personal, con diferente edad; y los diferentes lugares, momentos y oyentes no deben ser tratados con el mismo tipo de palabras o ideas; hay que tener en cuenta en todas las partes del discurso, de la misma forma que en las de la vida, qué es lo conveniente; y lo conveniente depende del tema que se trate y de las personas, tanto las que hablan como las que escuchan.13
Como se ve en este fragmento, nada es más ajeno a la concepción ciceroniana de la retórica que la idea estoica de que las virtudes del discurso se reducen a cinco y de que todo discurso, en toda circunstancia y ante todo público, debe tener por finalidad la instrucción.
Si existe o no influencia del estoicismo en el neoaticismo y viceversa es una disputa de la que, desafortunadamente, no puedo ocuparme en este momento. Ver al respecto, Carlos Lévy (2000: 127-144).
12
Cicerón, Orator, 71.
13
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Pero, además, Cicerón se refiere al estilo de los estoicos como confuso, oscuro, árido y cortado o excesivamente compacto. Sus únicas cualidades parecen ser la sutileza y la agudeza, es decir, la capacidad para hacer distinciones y precisiones conceptuales.14 Parece ser, entonces, que Cicerón considera despreciable la retórica estoica no sólo por reducirse al estilo simple, sino además por ser una mala versión de tal estilo.15 Los siguientes apartes de De Oratore expresan bien su postura al respecto: [Los estoicos] emplean un género de lenguaje no límpido, no abundoso y fluyente, sino seco, árido, cortado y desmenuzado, al cual, si alguien lo aprobara, lo aprobaría, sin embargo, confesando que no es adecuado para el orador. […] Tienen […] un género de discutir quizá sutil y ciertamente agudo, pero para un orador, seco, inusitado, distante de los oídos del vulgo, oscuro, inane, árido.16
De esta lista de defectos y cualidades, vale la pena notar cuatro puntos. Primero, es interesante la constante alusión de Cicerón a la oscuridad y confusión del discurso estoico. Al parecer, quienes proclaman a todas voces la claridad discursiva no logran ponerla en práctica. Segundo, Cicerón considera la concisión estoica como un defecto del discurso y no como una virtud. Para Cicerón, el discurso estoico va en contra de un cierto ritmo o fluir del pensamiento que requiere la reiteración de las ideas, su amplificación en el tiempo.17 Tercero, Cicerón insiste en la aridez del hablar estoico. Por aridez hemos de entender ausencia de ornamentos: una forma de decir que no despierta la imaginación y no produce placer o emoción alguna. El de los estoicos es, pues, un decir excesivamente austero y rígido.
Estas cualidades son especialmente visibles en Crisipo (Cicerón, De Oratore, I. 50).
14
Como lo sugiere C. Atherton: “[El estilo estoico] es clasificado tácitamente por Cicerón, como un ejemplo pobre del estilo simple o llano, con las fallas características de éste: es insípido, seco, frágil, y ni siquiera lúcido” (Atherton, 1988: 403).
15
Cicerón, De Oratore, II.159 y III. 65-66.
16
“Y es que el oído, o la mente, advertida por el oído, contiene en sí misma una especie de medida natural de todos los sonidos. Por ello, ve lo que es demasiado largo y lo que es demasiado corto, y siempre espera algo acabado y medido; percibe que ciertas frases están mutiladas y casi cortadas y le chocan, como si se le quitara lo que se le debe[…]” (Cicerón, Orator, 177-178).
17
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Ahora bien, ¿a qué se debe esta diferencia tan radical entre los estoicos y Cicerón respecto de la estilística retórica? Indiscutiblemente, detrás de ella se encuentran consideraciones antropológicas, epistemológicas y morales, que exploraré en las próximas secciones.
Razón y verdad en la elocuencia estoica El presupuesto psicológico más importante de la teoría estoica de la elocuencia es la idea de un alma unitaria y completamente racional. Estoicos tempranos, como Zenón y Crisipo,18 consideran la mente o la razón como la “facultad rectora” del alma humana, a la vez que su esencia o naturaleza distintiva.19 Esta razón o mente está conformada por tres capacidades: receptividad (también llamada impresión); asentimiento, e impulso o volición. Las tres capacidades se enlazan en el proceso racional que conduce a los humanos a la acción. Dicho de una manera muy general, este proceso comienza cuando la mente recibe impresiones sensibles (phantasia) que traduce en términos de juicios (axiômata). Acto seguido evalúa estos juicios, decidiendo sobre su valor de verdad, es decir, dándoles o no su asentimiento (sunkatathesis). Una vez ha asentido a un juicio verdadero específico, el alma humana procede a actuar en conformidad, en virtud de una motivación, volición o impulso (hormê) que es también enteramente racional.20 La operación central en este proceso es el asentimiento. El asentimiento se funda en la capacidad de la mente de examinar sus impresiones en términos de un criterio o “marca de verdad” que algunas de ellas poseen. Dicho criterio es su “evidencia”. Con la evidencia, nos encontramos frente al segundo presupuesto,
El planteamiento cambia por completo con Posidonio, quien vuelve a aceptar la teoría platónica de la división tripartita del alma. Cf. David Sedley (2003: 21) (traducción libre de la autora).
18
Como lo describe A. A. Long: “Los estoicos tratan la razón como la facultad determinante del alma humana […]. La razón […] es la mente en su totalidad. Por consiguiente razón (logos), mente (nous) y pensamiento (dianoia) son todos términos que se refieren a la naturaleza distintiva de un alma (psychê) humana” (Long, 2005: 575) (traducción libre de la autora).
19
Cf. Tad Brennan (2003: 257-294).
20
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el epistemológico, de la teoría estoica: para los estoicos existen ciertas impresiones sensibles que son tan claras, patentes o evidentes que puede confiarse por completo en que el juicio que las expresa es verdadero. A dichas representaciones los estoicos las llaman catalépticas. Por ejemplo: un ser humano recibe la impresión sensible de lo que parece ser una manzana. Esta impresión es tan vívida, tan patente, que la mente de este individuo no puede dudar del valor de verdad del juicio que la acompaña, a saber: “esto es una manzana”. Una vez dado su asentimiento al juicio, la voluntad racional de comer la manzana aparece en el individuo, aunada a otra serie de procesos deductivos lógicos, como por ejemplo, la consideración de que los alimentos son buenos para la salud, las manzanas son alimentos, etc. Así, el comportamiento humano es explicado por los estoicos como un proceso enteramente racional. El deseo no es una fuerza irracional en la naturaleza humana que funcione como resorte de la acción. Al contrario, el deseo (o la volición) es simplemente el resultado de un análisis racional de la realidad, que lleva necesariamente a la consideración de que es bueno o mejor actuar de cierta manera que no hacerlo. En este contexto, el proceso de escuchar un discurso y actuar en consecuencia ha de ser, para los estoicos, absolutamente análogo al de obtener representaciones sensibles catalépticas. El oyente recibe, de parte del orador, una descripción verdadera de estados de las cosas, es decir, un enlazamiento lógicamente válido de juicios veraces. Ante esta descripción, su razón naturalmente asiente. Por ejemplo, ante un discurso en el que se expone con absoluta evidencia la culpabilidad moral de un agente (por ejemplo, que Juan cometió tal crimen), el oyente asentirá y se dispondrá racionalmente a determinar el castigo que dicho agente deba recibir. Ahora bien, ¿cómo juzga el oyente estoico la veracidad del contenido del discurso? De nuevo volvemos a las cualidades o virtudes de la retórica estoica: pureza del lenguaje, claridad, concisión, etc. Dichas cualidades tienen por objeto hacer que los juicios transmitidos en el discurso sean tan claros como lo son las presentaciones catalépticas obtenidas por otros medios, es decir, por otros sentidos. Si volvemos al ejemplo anterior, el discurso que demuestra la culpabilidad de Juan ha de ser tan evidente para su escucha como si hubiera sido un observador más del evento criminal.
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Puesto que el alma humana es racional, las pasiones, impulsos y deseos irracionales, no afines a su naturaleza, constituyen su patología.21 En este sentido, cuando un discurso produce placer estético o apela a las pasiones, lo que hace es precisamente introducir desarreglos en el alma del oyente, es decir, corromper su naturaleza. En cuanto patologías, las pasiones son necesariamente el resultado de juicios falsos.22 Así, un discurso que mueva las emociones, no puede ser, de ninguna manera, veraz. No es posible, por ejemplo, producir indignación, a partir de un juicio verdadero, pues la indignación es el producto del juicio falso según el cual alguien ha buscado voluntariamente hacer daño a otro. Este juicio es falso porque, para los estoicos, nadie busca voluntariamente hacer daño: la acción inmoral es el resultado de un cálculo racional errado y, así, quien hizo daño en realidad deseaba hacer bien, pero se equivocó en su valoración de las acciones pertinentes. Lo que vale para la indignación, a la que la retórica forense acude con tanta frecuencia, vale también para las demás pasiones. La tristeza y la alegría se fundan en el juicio errado de que un evento específico es desafortunado o afortunado, cuando en realidad ninguna circunstancia es tal;23 y ni qué decir de otras pasiones, como el miedo, la envidia, los celos, el orgullo, etc. Si el estilo que mueve las pasiones se funda, según los estoicos, en juicios falsos, y, en consecuencia, introduce desarreglos en la capacidad racional natural del oyente, es fácil entender cómo su uso es no solamente innecesario —pues con la verdad basta para mover al oyente racional a la acción—, sino además inmoral, pues implanta creencias falsas y conduce necesariamente al vicio o error moral. “Ellos consideran que la parte pasional e irracional no es distinguible de la racional por medio de ninguna diferencia en la naturaleza misma del alma, sino que la misma parte del alma (que ellos llaman, razón y facultad rectora) se convierte […] en vicio cuando cambia por completo y se vuelve pasión o alteración de carácter, y no contiene nada irracional en ella misma […]. Pues la pasión es viciosa y es razón descontrolada, que adquiere vehemencia y fuerza del juicio erróneo y malo” (Plutarco, Sobre la virtud, 440E-441D).
21
“Algunos [los estoicos] dicen que la emoción no es diferente a la razón, y que no hay disenso y conflicto entre las dos, sino el cambio de la razón de una dirección a otra, que no notamos por su rapidez y agudeza. No percibimos que el instrumento natural del apetito y el arrepentimiento, o de la rabia y el miedo, es la misma parte de la psychê, que se mueve por placer hacia el error […] pues el apetito y la rabia y el miedo, y todas estas cosas son opiniones y juicios erróneos” (Plutarco, Sobre la virtud, 446F-447A).
22
No hay circunstancias afortunadas o desafortunadas, pues sólo lo son el bien moral y el mal moral. El estoico considera que toda circunstancia es un “indiferente”.
23
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Pasiones y verosimilitud en la persuasión ciceroniana A diferencia de la concepción unitaria del alma de los estoicos, las visiones platónica y aristotélica consideran el alma como compuesta tanto de una parte o aspecto racional como de una irracional, la cual es, por naturaleza receptiva a los mandatos de la razón. En el célebre pasaje del libro primero de la Ética a Nicómaco, Aristóteles lo describe así: Pero parece que hay también otra naturaleza del alma que es irracional, pero que participa de alguna manera de la razón […] pues al menos obedece a la razón en el hombre continente, y es, además, probablemente más dócil en el hombre moderado y virtuoso, pues todo en él concuerda con la razón […]. Que la parte irracional es, en cierto modo persuadida por la razón, lo indica también la advertencia y toda censura y exhortación.24
Esta concepción platónico-aristotélica del alma,25 como compuesta de una naturaleza mixta, tanto racional como irracional, se encuentra, en mi opinión, a la base del canon clásico de la retórica. Como bien indica Aristóteles en el fragmento citado, el recurso común a los géneros retóricos de la exhortación, la censura y la advertencia, demuestra que la parte irracional del alma es receptiva, plegable, a la razón. En estos casos la retórica puede fortalecer el dominio de la razón, haciendo explícitos sus motivos a las pasiones y conduciendo al agente a actuar de manera virtuosa. Sin embargo, la retórica también puede producir el efecto contrario (del que desafortunadamente Aristóteles no nos habla aquí), cuando inflama las pasiones de tal manera que enceguece a la razón y conduce al agente a comportamientos acráticos o viciosos. Éste sería el uso inmoral de la retórica, el cual, aunque no sea recomendado por el canon clásico, también puede darse atendiendo a su técnica.26
Aristóteles, Ética nicomáquea. 1102b25-30.
24
Ver también Platón, República 436a-442c.
25
De ahí que Aristóteles reconozca que la técnica retórica es moralmente neutral. Cf. Aristóteles, Retorica I 1355b.
26
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Esta psicología más compleja implica por supuesto un proceso de deliberación moral previo a la acción mucho menos evidente que el propuesto por los estoicos. No basta ya con que el sujeto escuche un juicio, juzgue su veracidad, dé su asentimiento racional y actúe en consecuencia. De hecho, la configuración platónico-aristotélica del alma supone considerar como falsos dos de los presupuestos estoicos más importantes. Primero, que la motivación o impulso (hormê) que conduce a la acción sea absolutamente racional,27 y, segundo, que la razón pueda contrastar la veracidad de un juicio de manera definitiva, en virtud de su evidencia. En este último sentido, es especialmente importante acudir a las consideraciones epistemológicas de la Academia platónica, recogidas por Cicerón en su tratado Academica. Aunada a la psicología platónico-aristotélica se encuentra, en los fundamentos de la retórica clásica, una epistemología de corte moderadamente escéptico (podría llamarse falibilista), que se desarrolla en el seno de la Nueva Academia Platónica, liderada por Carnéades de Cirene (160 a 132 a. C.). Esta doctrina se opone radicalmente a la epistemología dogmática estoica. En efecto, en la Académica, Cicerón recuenta los argumentos más importantes de la refutación realizada por los académicos del criterio estoico de verdad de la “evidencia”.28 Sin entrar en los detalles de dicha refutación, la teoría carneadiana pretende reconocer que no siempre (de hecho, muy pocas veces) es posible determinar racional o sensiblemente la veracidad o falsedad de un juicio: en general, los juicios que disponemos y, sobre todo, aquellos que dispone el orador, son sólo probables o verosímiles, es decir, expresan opiniones o creencias que únicamente se acercan más o menos a la verdad: “Pues ellos [los académicos] sostienen que algo es ‘probable’ (probabile) o, por así decirlo, parecido a la verdad (veri simile), y que esto les proporciona un criterio de juicio tanto en la conducta de la vida como en la investigación y discusión filosófica”.29
“Ahora bien, la observación muestra que el intelecto no mueve sin deseo. La volición es, desde luego, un tipo de deseo, y cuando uno se mueve en virtud del razonamiento, es que se mueve en virtud de una volición. El deseo, por su parte, puede mover contraviniendo el razonamiento, ya que el apetito es también un tipo de deseo […] es pues, evidente, que la potencia motriz del alma es lo que se llama deseo” (Aristóteles, De anima, 433a 20-30).
27
Cf. Cicerón, Academica II, 76-98.
28
Cicerón, Academica II, 32.
29
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Con estos dos presupuestos en mente, quisiera reconstruir el tipo de proceso psicológico que conduce a la acción humana según las escuelas peripatética y académica, y la oratoria clásica. La mente obtiene un estímulo, que puede ser una impresión sensible o, en el caso del oyente de un discurso, un juicio sobre un estado de las cosas. Dicha representación es evaluada por la razón, la cual decide qué tan probable o verosímil, según ciertos criterios, no definitivos, como por ejemplo, que esté de acuerdo con opiniones previas y reputadas sobre el asunto, que pueda contrastarse sensiblemente, entre otros.30 Ahora bien, en esta evaluación racional interviene la parte irracional del alma. Las emociones o deseos pueden hacer que la representación sea vista como más o menos verosímil. Volvamos, por un momento, al ejemplo usado en la caracterización estoica del proceso, para apreciar mejor el contraste entre las dos posturas. Un oyente está ante un discurso que expresa la participación de cierto Juan en un crimen. Su razón evalúa qué tan verosímil es el juicio en cuestión: ¿es probable que Juan, una persona con tales y tales razgos de carácter, haya cometido el crimen? ¿Coincide el juicio con las opiniones generales sobre lo que es o no es un crimen? ¿Hay suficientes indicios que nos lleven a considerar que en verdad Juan y no Pedro cometió este crimen? etc. Al tiempo que la razón se ocupa de esto, las emociones se ven avivadas o calmadas por el discurso. Si éste está expuesto de una cierta manera y si la constitución psíquica del oyente es de una cierta naturaleza, es posible que las pasiones de compasión por la víctima, de indignación por el hecho o de simpatía por el victimario, se exciten, y que una, o varias de ellas, prevalezca(n), influyendo en la consideración de su verosimilitud. Así, si el orador ha logrado excitar en su oyente la pasión de la simpatía por el victimario, seguramente éste se verá inclinado a considerar como verosímil que Juan sea inocente, o que el crimen realizado por Juan sea menor. Pero si, por el contrario, las pasiones que se excitan en el escucha son la indignación y la compasión por la vícima, el oyente tenderá a considerar verosímil la culpabilidad de Juan y la necesidad de que sea castigado. De ahí que Cicerón afirme, en su descripción del estilo grandilocuente, que a través de las pasiones se llega rápida y eficazmente a la razón, ya sea para someterla, ya para avivarla:
Cf. Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos, 227-229.
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El tercer tipo de estilo es el amplio, abundante, grave, adornado, en el que se encuentra sin duda la mayor fuerza […]. A esta elocuencia corresponde conducir los corazones, a ella corresponde moverlos en todos los sentidos; ella penetra en nuestros sentidos unas veces por la fuerza, otras insensiblemente; graba unas opiniones, arranca las ya grabadas.31
Pero no sólo el estilo grandilocuente, con su efecto directo sobre las pasiones, ejerce influencia en el enjuiciamiento del oyente. También el estilo medio, que produce placer estético, incide sobre las opiniones. Un discurso agradable produce el efecto de minar las resistencias del escucha o hacer menos severos sus prejuicios. En otras palabras, el placer estético produce en el ánimo del oyente una especie de ecuanimidad que le permite evaluar el discurso con generosidad intelectual. No en vano Cicerón consideraba que este estilo (¡y no el simple!) era el más apto para la filosofía.32 Para finalizar quiero referirme a la diferencia que existe entre la “elocuencia” estoica y la “persuasión” de la retórica clásica o ciceroniana. Como decía antes, para los estoicos ser elocuente significa ser veraz. La elocuencia, en este sentido, no es otra cosa que la expresión clara, breve y precisa de juicios verdaderos. Por el contrario, se es persuasivo, según la comprensión de la retórica clásica, cuando los juicios que se enuncian son verosímiles y en la consideración de esta verosimilitud han participado tanto la razón como el estado de ánimo y las pasiones del oyente. En otras palabras, un discurso verosímil o persuasivo es aquel que recibe la sanción, no sólo de la razón, sino también de la parte irracional del alma. Esto no significa, por supuesto, que para la retórica clásica no haya verdades transmitibles mediante el discurso. Asimismo, las hay y el estilo simple es especialmente útil para su expresión. Un teorema matemático o un hallazgo científico, por ejemplo, deberían ser expresados en este estilo. Pero la mayoría de los juicios prácticos, de los que se ocupa la retórica, no son de este tipo. En general, en cuestiones prácticas, sólo disponemos de juicios más o menos persuasivos, más o menos verosímiles. Cicerón, Orator, 97.
31
“Este estilo acepta todas las figuras de palabras y muchas de pensamiento; en él se desarrollan igualmente discusiones teóricas amplias y eruditas, y se recurre sin esfuerzo a desarrollos generales. ¿Para qué decir más? Es más o menos el tipo de orador que sale de las escuelas de filósofos y […] llegó al foro a partir de la fuente de los sofistas” (Cicerón, Oratore, 69).
32
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De nuevo, lo afirma Aristóteles: “Las cosas nobles y justas que son objeto de la política presentan tantas diferencias y desviaciones que parecen existir sólo por convención y no por naturaleza […] evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático empleara la persuasion como exigir de un retórico demostraciones”.33 Una consecuencia importante de este planteamiento es que, no siendo la verdad materia disponible a nuestro antojo, el orador no ha de ser necesariamente un “sabio”. Como irónicamente decía Cicerón sobre sí mismo, lejos de ser un sabio, el orador ha de ser sólo un “hombre de opiniones”.34 Opiniones, por supuesto, sopesadas en su validez y responsablemente sostenidas, pero, después de todo, sólo opiniones. Sin embargo, que el orador sólo sostenga opiniones, y que además persuada a través del placer estético y el movimiento de las emociones, no implica necesariamente que sea inmoral. La pasión, insisto, para los presupuestos de la retórica clásica, no es una patología ni una corrupción de la naturaleza del alma, sino un elemento más de juicio. Una evaluación estrictamente racional del discurso por parte de su escucha, no es ni siquiera un ideal para la retórica clásica y las escuelas filosóficas que la nutren: es simplemente una descripción irreal de la comunicación humana. Por último, quisiera terminar con una consideración más. Si bien es claro que para la filosofía moderna y contemporánea, la psicología y la epistemología estoicas no nos ofrecen explicaciones siquiera probables del comportamiento humano, la concepción estoica de la retórica sigue siendo la predominante hoy en día. Asistimos a una especie de divorcio entre los presupuestos filosóficos y científicos que sostenemos, y nuestra concepción de lo que debería ser la retórica o la elocuencia. Seguimos sosteniendo prejuicios de raíz estoica respecto de la retórica —como, por ejemplo, que el discurso que mueve las emociones es inmoral o “manipula” el juicio; que la claridad conceptual es la llave de la elocuencia; que el orador debería limitarse a decir “la verdad”; etc.— a pesar de que claramente no compartimos ya las razones filosóficas que dieron origen a tales prejuicios. Somos, por así decirlo, aristotélico-platónicos y escépticos-falibilistas en nuestras afinidades filosóficas,
Aristóteles, Ética nicomáquea, Libro I, 1094b-10-25.
33
“[…]Y yo mismo no soy el tipo de persona que nunca da su aprobación a algo falso, […] ni sostiene nunca una opinion […]. Por mi parte […] soy un gran opinador, pues no soy un sabio […]” (Cicerón, Academica II, 66).
34
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pero estoicos en nuestro sentido común. Buscamos incansablemente al orador veraz, a pesar de que aceptamos sin miramientos que vivimos en el reino de la mera probabilidad y la opinión.
Bibliografía Atherton, C. (1988). Hand over Fist: The Failure of Stoic Rhetoric. En The Classical Quarterly, 38(2): 392-427. Aubert, S. (2008). Cicéron et la parole stoïcienne: polémique autour de la dialectique. En Revue de Metaphysique et de Morale, 1: 61-91. Brennan, T. (2003). Stoic Moral Psychology. En Brad Inwood (ed.), The Cambridge Companion to the Stoics (pp. 257-294). Cambridge: Cambridge University Press. Lévy, C. (2000). Cicéron critique de l’éloquence estoicienne. En Papers on Rhetoric, III: 127-144. Long, A. A. (2005). Stoic Psychology. En K. Algra, J. Barnes et. ál. (eds.), The Cambridge History of Hellenistic Philosophy. Cambridge: Cambridge University Press. Long, A. A. & Sedley, D. N. (1987). En The Helenistic Philosophers, Volume I - translations of the principal sources (pp. 377-386). Cambridge: Cambridge University Press. Sedley, D. (2003). The School from Zeno to Arius Didymus. En Brad Inwood (ed.), The Cambridge Companion to the Stoics. Cambridge: Cambridge University Press.
Acerca de la metáfora de la luz y de la sombra: un acercamiento a la concepción ciceroniana sobre el estilo filosófico* Diony González Instituto de Estudios Clásicos Lucio Anneo Séneca Universidad Carlos III de Madrid
Introducción La comprensión definitiva de la concepción que posee Cicerón acerca del estilo filosófico está enmarcada en todas las técnicas que conforman su sermo literario, nos referimos al uso y a la traducción que hace de la terminología filosófica griega y también a la forma como pretende emular en estilo y contenido a los filósofos que fundaron las officinae sapientiae,1 Aristóteles y, en especial, Platón. En la presente intervención mostraremos el lugar dónde, según Cicerón, nace el estilo filosófico, el locus amoenus más conveniente para que éste se cultive, el cual estará representado bajo la imagen del árbol y la sombra que éste produce. También hablaremos de las características más notables del estilo filosófico, sin embargo, en este último punto no nos detendremos en las particularidades propias de la prosa y el verso. Palabras como σκιά y umbratilis, términos pertenecientes al terreno de las artes plásticas y significantes de sombra tanto en griego como en latín, sustentarán la tesis que pretendemos demostrar.
* Las abreviaturas de autores y obras griegos y latinos, según dge = F. Rodríguez Adrados et ál. (eds.). (1980). Diccionario Griego - Español I-VI. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto de Filología. lsj = H. G. Liddell, R. Scott, H. S. Jones (1996). A Greek-English Lexicon (with a Revised Supplement edited by P. G. W. Glare with the assistance of A. A. Thompson). Oxford: Clarendon Press. Las abreviaturas de publicaciones periódicas según L’Année Philologique = J. Marouzeau, J. Ernst (1928-2004). L’année philologique (1924-2005). París: Belles Lettres. 1
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Antecedentes a la concepción de Sermo philosophorum en Cicerón Con el De Oratore, Cicerón inaugura un género de tratados sobre retórica completamente diferente a los manuales que empezaban a difundirse en su adolescencia, época que coincide con la escritura de su De Inventione,2 obra interrumpida de una forma inesperada, por motivos que desconocemos y que en el mismo De Oratore (1, 5) es explícitamente repudiada. Después de varios años, Cicerón vuelve a ocuparse de la teoría retórica, probablemente en el año 55, en su nuevo tratado se aleja de la forma de exposición sistemática propia de los tradicionales rhetores latini y elige como nueva forma de argumentación el diálogo literario. En esta nueva forma que sustenta el De Oratore, los preceptos del ars ya no están dispuestos sistemáticamente, como en el habitual marco didáctico; el diálogo conserva gran parte de la animación, el bullicio y la suspensión de la conversación real. La distancia con el manual común de retórica se desprende del título elegido para el trabajo: De Oratore, donde el enfoque técnico no es solamente retórico, sino que la figura del orador implica hablar de un tipo de ser humano3 y no de un simple compendio de reglas. El diálogo ciceroniano asume como principales modelos a Platón y Aristóteles, en el cual la influencia del primero es más evidente sobre todo en el De Oratore y en el De Legibus (Büchner, 1974; Douglas, 1962; Graff, 1940; Lévy, 2008; Reggi, 1999; Silbiger, 1936). A partir de la fascinación por el modelo platónico, Cicerón imita una técnica recurrente en la obra del filósofo griego, nos estamos refiriendo al detallado retrato que Platón hace de los lugares, de los espacios donde sus diálogos son puestos en escena. Según la terminología propia de la retórica epidíctica (Pernot, 1993), llamaremos a estos lugares locus amoenus, tópico desarrollado desde literatura imperial hasta la literatura medieval (Curtius, 1956). Los lugares donde se establecen las conversaciones dentro del corpus ciceroniano son la villa Tusculana, los bosques, los jardines y en un árbol cercano a la orilla de un río, lugares que hacen clara alusión a dos pasajes de los diálogos
Según la cronología de Marione (2004) este texto fue escrito entre los años 86 y 83. Contamos con un testimonio del mismo Cicerón al respecto en De Orat. I, 5
En relación con la teorización de la persona en la práctica oratoria presente en los manuales latinos, ver toda la segunda parte del reciente texto de Charles Guérin (2009).
2
3
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platónicos, Fedro 229a-b y las Leyes 625a.4 En estos, el locus amoenus está representado bajo la imagen de la sombra del árbol, de esta forma, este tipo de paraje se convierte en el escenario más adecuado para iniciar las dos conversaciones, las cuales tendrán como fin hablar de la buena y de la mala retórica, en el caso del Fedro, y de la mejor forma de gobierno y de las mejores leyes, en el caso del las Leyes. Σωκ: Δεῦρ᾿ ἐκτραπόμενοι κατὰ τὸν ᾿Ιλισὸν ἴωμεν, εἶτα ὅπου ἂν δόξῃ ἐν
ἡσυχίᾳ καθιζησόμεθα.
Φαῖ: εἰς καιρόν, ὡς ἔοικεν, ἀνυπόδητος ὤν ἔτυχον: σὺ μὲν γὰρ δὲ ὰεί.
ῥᾷστον οὖνἡ μῖν κατὰ τὸ ὑδάτιον βρέχουσι τοὺς πόδας ἰέναι, καὶ οὐκ ἀηδές, ἄλλως τεκαὶ τήνδε τὴν ὥραν τοῦ ἔτ ους τε καὶ τῆς ἡμερας. Σωκ: πρόαγε δή, καὶ σκόπει ἅμα ὅπου καθιζησόμεθα. Φαῖ: ὁρᾷς οὖν ἐκείνην τὴν ὑψηλοτάτην πλάτανον; Σωκ: τί μήν;
Φαῖ: ἐκεῖ σκιά τ᾿ ἐστὶν καὶ πνεῦμα μέτριον, καὶ πόα καθίζεσθαι ἢ ἂν
βουλώμε θα κατακλινῆναι.5
Soc: Desviémonos por aquí, marchemos a lo largo del Iliso. Luego nos sentaremos con tranquilidad donde mejor nos parezca. Fed: Oportunamente, al parecer, da la casualidad de que estoy descalzo, pues tú, por descontado, lo estás siempre. Así que, lo más cómodo para nosotros es caminar por el arroyuelo remojándonos los pies, lo que tampoco será desagradable, especialmente en esta época del año y a esta hora del día. S. Guía, pues, y mira a la vez dónde nos vamos a sentar. F. ¿Ves aquel altísimo plátano? S. Sí. F. Allí hay sombra, una ligera brisa, y césped para sentarnos, o, si prefieres, para recostarnos.6
Existe una interpretación de este pasaje en el volumen primero del texto de England (1976).
Fedro 229a-b.
Traducción de Luis Gil.
4 5 6
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προσδοκῶ οὐκ ἂν ἀηδώς περί τε πολιτείαςτὰ νῦν καὶ νόμων τὴν διατριβήν,
λέγοντας τε καὶ ἀκούοντας ἅμα κατὰ [625b] τὴν πορείαν ποιήσασθαι. πάντως δ᾿ ἥ γε ἐκ Κνωσοῦ ὁδός εἰς τὸ τοῦ Διὸς ἄντρον καὶ ἱερόν, ὡς ἀκούομεν, ἱκανή,
καί ἀνάπαυλαι κατὰ τὴν ὁδόν, ὡς εἰκός, πνίγους ὄντος τὰ νῦν, ἐν τοῖς ὑψηλοῖς δένδρεσίν εἰσι σκιαραί, καὶταῖς ἡλικίαις πρέπον ἂν ἡμών
εἴν τὸ διαναπαύεσθαι πυκνὰ ἐν αὐταίς, λόγοις τε ἀλλήλους.παραμυ-
θουμένους τὴν ὁδὸν ἅπασαν οὕ τω μετὰῥᾳστώνης διαπερᾶναι.7
[…] espero que tengamos ahora una conversación no desagradable acerca de la forma de gobierno y de las leyes, hablando y escuchando al mismo tiempo durante el camino. La ruta de Cnosos a la gruta de Zeus es, si es correcta nuestra información, muy largo el camino, y tendremos que hacer descansos a la sombra de los árboles, como es probable con este calor, y sería sin duda conveniente a nuestra edad que reposáramos a menudo en esos sitios, y, mientras nos damos ánimo unos a otros con nuestras palabras hiciéramos así tranquilamente todo el camino.8
El cálido verano de Atenas pintado en el Fedro es muy diferente a la frescura de la sombra del jardín de Craso en el caso del De Oratore, pero es la voluntad de imitación y no la búsqueda de la frescura ante el calor lo que lleva a Cicerón a reunir a sus personajes bajo la sombra de un árbol en el De Oratore 1, 28: [...] cur non imitatur [...]. Socratem illum, qui est in Phaedro Platonis? Nam me haec tua platanus admonuit, quae mihi videtur non tam ipsa acula, quae describitur, quam Platonis oratione crevisse, et quod ille durissimis pedibus fecit, ut se abiceret in herba atque ita [illa]quae philosophi divinitus ferunt esse dicta, loqueretur, id meis pedibus certe concedi est aequius.9
Leyes 625a-b.
Traducción de F. Lisi.
“¿Por qué no imitamos, Craso, al famoso Sócrates que aparece, en el Fedro de Platón? Pues me lo ha recordado este plátano: tuyo, que no se extiende menos con sus frondosas hojas para dar sombra a este lugar que aquel cuya sombra buscó Sócrates, plátano que a mi juicio no creció tanto con el riachuelo que allí aparece cuanto con el verbo de Platón; y ya que éste hizo que Sócrates —por padecer de los pies— se tumbase en la hierba y así dijese lo que los filósofos cuentan que dijo como por boca de un dios, resulta más justo que esto mismo se lo concedáis a mis pies” (traducción de José Javier Iso).
7 8 9
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También en De Legibus 1, 14, 15 y en Leg. 2, 6 el locus amoenus del Fedro 229a es emulado completamente: “Sed, si videtur, considamus hic in umbra, atque ad eam partem sermonis ex qua egressi sumus revertamur”.10 Pero más allá de una simple alusión a un pasaje o a una reprografía de imágenes por parte de Cicerón, es necesario preguntarse por la verdadera finalidad de esta imagen. Pero antes de entrar en el análisis detallado de estos lugares, realicemos una breve digresión acerca de la teoría que habla de las diferentes funciones de los atributos de los loci amoeni en una narración, nos estamos refiriendo a la retórica epidíctica. Excursus: consideraciones generales sobre la teoría del locus amoenus Es común encontrar en las diversas literaturas clásicas descripciones de la naturaleza, de los jardines, de los ríos, de las esculturas, etc. Encontramos abundantes ejemplos sobre todo en la literatura helenista donde el recurrente uso del ejercicio de la ekphrasis, dentro del marco educativo de los progymnasmata,11 permitía que las imágenes asumieran una función primordial dentro de las narraciones.12 También en la literatura romana hallamos grandes descripciones de la naturaleza como las de Virgilio (A. 6, 638, y su descripción del bosque Eliseo; también en G. 2, 467),13 Horacio (Ars. 17), Ovidio (Fast. 1, 15; 3, 335; también las descripciones que hace sobre diferentes bosques sagrados en Met. X, 90-106), Quintiliano (Inst. Ora. 4, 10, 37), Petronio (Sat. 131) y sobre todo Cicerón14 y Plinio (Hist. Nat 35, 115-117). “Pero, si te parece, sentémonos, aquí, en la sombra, y volvamos a nuestra conversación en el punto donde la había dejado”.
10
Al respecto ver la oxoniense Encyclopedia of Rhetoric recientemente editada por Sloane, TH. O. Oxford UP (2001). Fleming, J. D. (2003). The Very Idea of a Progymnasmata. En Rhetoric Review, 22: 105-120. Tratamientos más generales del tema pueden verse en Clark (1957: 177-212); Kennedy (1983: 52-73). Sobre la versión latina de los Progymnasmata cf. Bonner, S. F. (1977). Education in Ancient Rome: From the Elder Cato to the Younger Pliny. Londres: Methuen, pp. 250-276. Para la época bizantina cf. Hunger, H. (1978). Die hochsprachliche profane Literatur der Byzantiner (I, pp. 92-120). München: C. H. Beck.
11
Cf. Tison-Braun (1980).
12
Cf. Saunders (2008).
13
En relación con un estudio detallado del ars topiaria en la antigua Roma y, específicamente, la importancia de los jardines y de las villas en la cultura latina y en especial en la literatura ciceroniana, cf. Vicentini (2006: 1-15; 16-21) y Brunon (2006: 261-290).
14
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Pero las imágenes que eran objeto de descripción también eran objeto de elogio y no solamente por ser bellas en sí, sino que cada lugar era un texto cargado de significados, era un lugar o un objeto que era siempre asociado con un personaje o un hecho memorable (Pernot, 1981: 99-110). Quintiliano nos dirá lo siguiente en relación con el discurso dedicado a la alabanza de los lugares: Quintiliano en sus Inst. 3, 7 27: Cives illis ut hominibus liberi sunt decori. Est laus et operum: in quibus honor, utilitas, pulchritudo, auctor spectari solet. honor ut in templis, utilitas ut in muris, pulchritudo vel auctor utrubique. est et locorum, qualis Siciliae apud Ciceronem: in quibus similiter speciem et utilitatem intuemur, speciem maritimis, planis amoenis, utilitatem salubribus, fertilibus. erit et dictorum honestorum factorum que laus generalis, erit et rerum omnis modi. Los ciudadanos son prez de sus ciudades como los hijos prez de los hombres. También existe el discurso de alabanza a los edificios públicos, en los que suele ponerse en consideración su magnificencia, utilidad, belleza, constructor. Magnificencia, por ejemplo, en los templos, utilidad cuando se trata de las murallas, belleza o constructor en cada uno de ellos. También aparece la alabanza de los lugares, como la de Sicilia realizada por Cicerón [Cf. 2, 1 ss.; 4, 48]: respecto a ellos contemplaremos igualmente su bello paisaje y utilidad, el paisaje cuando hablamos de lugares junto al mar, de llanuras, de parajes llenos de encanto, su utilidad por la situación saludable y por su fecundidad. Existe también el discurso general de alabanza a gloriosas palabras y hazañas, así como lo habrá sobre objetos de todo género.15
En efecto, este género de elogios, conocido como género epideiktikós,16 llamado por otros, como es el caso de los estoicos, como género enkômiastikos, en
Traducción de Alfonso Carmona.
15
Es necesario hacer la distinción entre ἐνκώμιον y ἔπαινος, donde el primero hace referencia al término técnico y el segundo califica una simple alabanza.
16
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su forma tradicional, sobre todo en las obras de Theón, Hermogénes, Aftonio, Libanio (Schouler, 1984: 124) y Menandro el retórico, tenía como finalidad hacer elogios a grandes personajes, héroes, como a personajes contemporáneos, y también construir oraciones fúnebres, elogios de tipo paradoxal y elogio de ciudades (Pernot, 1993). La teoría sobre cómo describir los lugares, según Pernot (1993: 183), tuvo su origen cuando la teoría retórica, en el marco del género deliberativo, comenzó a preguntarse por el origen de los grandes personajes,17 al mismo tiempo que la ciudad, la villa, se convertía en uno de los tópicos más adecuados para iniciar un elogio. Pero en esta alabanza de las ciudades empieza a ser importante una serie de elementos tales como la topografía, la vegetación, el clima y la mención de acciones memorables de grandes personajes y de leyes que nacieron en ese lugar. La descripción topográfica, aplicada al género del elogio, fue conocida por los retóricos de la época imperial como la ekphrasis topou, mientras que los autores latinos recurrieron a la terminología técnica de topothesia18 y topografia19 para designar este ejercicio, especialmente, Cicerón y Quintiliano. Varias definiciones de la descripción nos han llegado por medio de los manuales progymnásticos, donde Teón, Aftonio y Hermogénes20 nos conceden las señales necesarias para sustentar la teoría del locus amoenus. Teón y Aftonio coinciden en sus definiciones, dejando claro que la descripción es una composición que expone detalladamente y que pone de manifiesto el objeto mostrado, poniendo como ejemplo varios pasajes de Homero, en el caso de Teón, y una precisa descripción, en el caso de Aftonio, del templo de Alejandría junto con la acrópolis.21 Pero Hermogénes, a diferencia de los otros dos autores, le concede
Hermógenes (Stag. 3, 51; Id. 11, 81; Inv. 4, 14, 27) utiliza el término των παρακολουθούντων para referirse al elogio relacionado con los atributos de los personajes y del lugar de donde éstos provienen.
17
Acerca de la topothesia, cf. Cic. Att. I, 13, 5.
18
Quin. Inst. IX, 2, 44 “locorum quoque dilucida et significans descriptio eidem virtuti adsignatur a quibusdam, alii Τοπογραφία dicunt” [algunos asignan también la descripción clara y característica de los lugares a esta misma figura característica (a la hipotiposis), mientras otros autores la llaman topografía]. Traducción de Alfonso Carmona.
19
Theón. 118-120; Hermoge. Prog. 10-23; Aphthon. 36-41.
20
Aphthon, 38-39.
21
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a la descripción un valor fundamental en la narración, donde ésta adquiere plena virtud al ser relacionada convenientemente con los atributos del objeto que se describe. Miremos a continuación cuales son estas virtudes: Ἀρεταίρεταὶ δὲ ἐκφράσεως μάλιστα μὲν σαφήνεια καὶ
ἐνάργεια· δεῖ γὰρ τὴν ἑρμηνείαν διὰ τῆς ἀκοῆς σχεδὸν 10.25 τὴν ὄψιν μηχανᾶσθαι. ἔτι μέντοι συνεξομοιοῦσθαι τὰ τῆς φράσεως ὀφείλει τοῖς πράγμασιν· ἂν ἀνθηρὸν τὸ πρᾶγμα, ἔστω καὶ ἡ λέξις τοιαύτη, ἂν αὐχμηρὸν τὸ πρᾶγμα, ἔστω καὶ ἡ λέξις παραπλησία.
Las virtudes de la descripción son principalmente claridad y viveza, pues es necesario que la elocución, por medio del oído, casi provoque la visión de lo que describe. Pero, además, las características de la expresión deben adaptarse a los temas: si el asunto es florido, que sea también de ese modo el estilo; si el asunto es árido, que también sea el estilo semejante.22
Con esta definición vemos cómo Hermogénes inaugura la teoría griega del elogio de los lugares23 y sobre todo muestra como los elementos de la narración deben estar adecuadamente unidos a las características del lugar, del espacio, de la ciudad, del paisaje donde se está recreando la misma narración. Sólo de esta forma tendremos claridad y vivacidad en lo que pretendemos definir dentro de una narración. Estas virtudes son las que llevaron a los autores latinos a concederle un mayor valor a los lugares donde eran representadas sus narraciones y, más allá de indicarnos una simple topografía con sumo detalle, nos mostraron los atributos de los lugares y su íntima relación con los temas que pretendían desarrollar dentro de sus narraciones. Con esto dieron a entender la necesidad de un lugar ameno, locus amoenus, para concederle vivacidad, claridad y verosimilitud a sus narraciones.
Traducción de Reche Martínez.
22
También son de gran importancia los posteriores tratados de Pseudo-Dionisio, Menandro el rétor y Libanio.
23
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Este tópico del locus amoenus, tal como lo venimos anunciando desde el principio de este aporte, será el elemento que nos permitirá fundamentar la comprensión de los attributa locorum en los diálogos ciceronianos y, principalmente, en los pasajes donde el Arpinate expone su concepción del estilo filosófico. Acerca de los attributa locorum en los diálogos ciceronianos Illa quercus […]. Manet vero, Attice noster, et semper manebit. Sata est enim ingenio24 De la poca literatura dedicada a la reflexión sobre la importancia del locus amoenus en la obra de Cicerón, retomaremos tres suertes de explicaciones en las cuales mostraremos cómo el tópico del locus no es solamente una imitación del estilo y del contenido del “divino” Platón,25 sino que es una fuente de inspiración de diversos lugares comunes. Para demostrar esta relación entre los attributa locorum y la creación del diálogo o el sermo philosophorum, partiremos de las ideas que plantea tanto Christopher Krebs en su comentario sobre uno de los diálogos del libro primero del De Legibus (1, 1 5), publicado en abril del 2009, al igual que en el ya clásico texto de Ernest Becker (1938: 11), acerca de la evidente coincidencia que existe entre los diálogos de Cicerón y los diálogos de Platón, específicamente, en la técnica de asociar las conversaciones a un lugar, a un tiempo y a unos personajes determinados. También nos fundamentaremos en el iconográfico texto de Ann Vasaly (1993: 26) que analiza la representación de las imágenes del mundo en la oratoria ciceroniana. Vasaly señala que la forma como inicia Cicerón el De Oratore y el De Legibus, con la imitación de la imagen del árbol del Fedro con su sombra fresca y las ramas que se extienden, y la representación realista de la conversación elegante, sugiere una escena fuerte a la mente al lector.26 También en su alusión a la escena “Aquella encina […]. Todavía existe, Ático nuestro, y siempre existirá, ya que ha sido sembrada por el ingenio”.
24
En relación con el divinum illum Platonem, ver de los siguientes textos de Cicerón: Leg. 3, 1; ad Q. Fr. 1,1, 29; De Ora. 3, 139; De Ora. 1, 49; Epist. 1, 9, 12; Leg. 2, 14; Orat. 62; Nat.De.Or. 2, 32; Tusc. 1, 49; Epis. 9, 22, 5. En relación con Platón y otros filósofos: Att: 4, 10, 1; De Or. 1, 49; Ac. 2, 32; Tusc. 1, 22. También ver el estudio: North (2002-3).
25
Esta relación también la podemos encontrar en Benardete (1987) y Görler (1988).
26
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del diálogo platónico, Cicerón claramente señala que su propio trabajo, al igual que en el Fedro, tendría un carácter filosófico alejado de los preceptos estériles de los manuales retóricos. Vasaly sugiere que la experiencia de un lugar geométrico pueda traer asociaciones específicas a la memoria y estas asociaciones, por su parte, puedan mover e inspirar. Aquí, el locus amoenus adquiere un rasgo fundamental pues nos permite concebir el lugar como una fuente de tópicos y de inspiración. Por consiguiente, podemos afirmar que el poder del paisaje del Fedro (Parry, 1957) es tal que el árbol, el agua clara y fría, la brisa y la hierba exuberante invitan a Sócrates a pararse, a descansar y considerar esta topografía como “un lugar divino” (Phdr. 238c- θεῑος…ὁ τόπος) que será en definitiva el lugar de inspiración para la construcción de un discurso sorprendente. Platón dibuja detalladamente el lugar donde Sócrates hizo su discurso, al igual que lo hace en las Leyes (629a), pero también menciona la forma como los personajes se sintieron en ese paisaje sagrado. Cicerón en el De Oratore no sólo alude a esta escena, sino que también representa los caracteres y reacciones de los diferentes personajes. Craso y Escévola son afectados por el sentimiento que los envuelve después de haber reposado bajo la sombra del árbol del jardín de Craso, ya que Escévola, quién inspirado por esta atmósfera, dibuja la escena del árbol de Platón y no con la pretensión de describir la hermosura de ese árbol, sino con la intención de evocar el significado “divino” del diálogo que ocurrió en ese lugar. La misma afectación a causa de la fuerza simbólica de un lugar ocurre al inicio del libro primero del De Legibus, donde los personajes Marco Cicerón, su hermano Quinto y su amigo Ático, después de estimular la vista con la vieja encina, evocan el poder de la presencia del general Mario.27 En consecuencia, ya podemos distinguir uno de los principales atributos del locus amoenus en Cicerón, donde cada elemento del lugar en el que es representado un diálogo es pieza clave para construir el estilo y el contenido de éste, pues el lugar se convierte en una fuente de inspiración, en una especie de entorno “histórico”, que permite recordar a los grandes personajes, como si el lugar fuera
Acerca de la figura de Cayo Mario, cf. Plu. Mar.; Cic. Mar.; Sal. Jur.; Vell. II; Flor. Epit. 3 27; V. Max. 3 4, 6 9.
27
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un testigo de los tiempos, historia vero testis temporum, como si el lugar mantuviera viva las palabras de los personajes que estuvieron allí (Leg. 1, 1,2), lux veritatis, y como si los grandes preceptos y mejores costumbres de los antiguos quedaran inscritas ahí para que la posteridad siguiera aprendiendo de ellas, magistra vita, nuntia vetustatis.28 Esta inmortalidad, que permanece en los lugares y que es causa de inspiración, queda claramente plasmada en varios pasajes del libro segundo del De Legibus,29 pero en concreto en uno de los diálogos del libro quinto del De Finibus 5, 1-6, donde el término latino vestigium aparece como un elemento determinante en la tesis que pretendemos demostrar. En este diálogo, Marco Pisón, uno de los personajes principales de esta obra, mientras paseaba por el jardín de la Academia junto a Cicerón, su hermano Quinto, Pompinio Ático y Lucio Cicerón (primo de Cicerón), pronuncia las siguientes palabras: Naturane nobis hoc, inquit, datum dicam an errore quodam, ut, cum ea loca videamus in quibus memoria dignos viros acceperimus multum esse versatos, magis moveamur30 quam si quando eorum ipsorum aut facta audiamus aut scriptum
Estas expresiones latinas pertenecen a la definición que hace Cicerón, en el mismo De Oratore 2, 36, de la historia: “Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vita, nuntia vetustatis” [La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad].
28
En un sugestivo pasaje del De Legibus (Leg, 2, 3), Cicerón, su hermano Quinto y Ático toman un paseo en el campo de Arpino, admirando sus bellezas. Al principio parece que el accesorio de Cicerón al lugar proviene sólo del encanto natural del paisaje, pero él revela pronto (casi íntimamente) que se siente movido por las asociaciones que el lugar lo lleva a tener con la historia de su familia (algo recurrente en otros autores, por ejemplo, Plauto. Cur. 461, 86). Ático, por su parte, declara que él estaría atado a partir de entonces a la villa de Arpino, que era el mismo lugar donde Cicerón había nacido. En la representación de sus propios sentimientos sobre la escena del diálogo, Cicerón declara el simbolismo potente que había dotado, podríamos decir hasta “animado”, un lugar geométrico con el sentido especial para él. En caso de Ático, por otra parte, el paso demuestra un proceso. Ático relaciona este proceso con sus sentimientos sobre Atenas, una ciudad que para él está llena de recordatorios constantes de los grandes hombres que una vez vivieron allí.
29
En Pisón comienza con la pregunta de por qué la gente es más “movida” (moveamur) viendo un lugar asociado con hombres famosos que simplemente oyendo o leyendo de sus hechos. Después declara que él mismo es “movido” (ego nunc moveor). Unas líneas más tarde, Quintus
30
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aliquod legamus? Velut ego nunc moveor. Venit enim mihi Platonis in mentem, quem accepimus primum hic disputare solitum; cuius etiam illi hortuli propinqui non memoriam solum mihi adferunt sed ipsum videntur in conspectu meo ponere.31 [¿Será efecto de la naturaleza o de alguna ilusión, el hecho de que nuestra vista se sienta más conmovida de aquellos lugares que fueron visitados por hombres dignos de recuerdo, que el oír o leer sobre sus actos? Ahora se me viene a la mente Platón, quien solía dialogar por aquí, y sus jardines, tan cercanos a éste, no sólo me traen su memoria, sino que parece que lo ponen ante mis ojos].
Después, Quinto (De Fin. 5, 1, 3), movido por el discurso de Pisón, da vuelta al bosque de Colona, donde representaba el espíritu de Sófocles y las diferentes escenas de Edipo en aquel lugar; luego Ático (De Fin. 5, 1, 3), como era de esperar, habla de las abundantes horas que él había pasado en los jardines de Epicuro, mientras Cicerón (De Fin. 5, 2, 4) cuenta de la impresión que aún guarda en su mente después de su visita a la casa de Pitágoras en Metaponto y se refiere al pasillo en Atenas en el cual Carneades solía sentarse. El miembro más joven del grupo, Lucio Cicerón (De Fin. 5, 2, 5), confiesa haber caminado a lo largo de la playa donde Demóstenes había practicado sus discursos y su visita a la tumba de Pericles: Quamquam id quidem infinitum est in hac urbe; quacumque enim ingredimur, in aliqua historia vestigium ponimus. [Pero de estos ejemplos hay infinitos en esta ciudad, por dondequiera que penetremos: ponemos las huellas en la historia del pasado].
Cicerón declara que él es “enormemente movido” (Cic. De fin. 5, 2, 3 “commovit”), y su hermano Marcus usa la palabra también (Cic. De fin. 5, 2, 4: ego ilia moveor exhedra). Los caracteres así surayan la naturaleza emocional de su respuesta a estos sitios. En relación con esto último, Cicerón afirma, a través de su De Oratore, que la capacidad “para mover” a un auditorio era uno de los tres objetivos principales de la retórica y quien estuviera en posesión de esta capacidad debería ser llamado orador verdadero. Cic. De Fin. 5, 1, 2.
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Pisón reconoce que es tal la fuerza de la contemplación de los lugares que no sin causa ha sido fundada en ellos la disciplina de memoria: “[…]tanta vis admonitionis inest in locis; ut non sine causa ex iis memoriae ducta sit disciplina”.32 Queda claro que los loci adquieren un carácter histórico al igual que sucede con la encina de Mario en el De Legibus,33 donde el recuerdo de Mario, le permite hacer también una evocación del mos maiorum. De esta forma, vemos como los attributa locorum en el De Oratore y en el De Legibus no sólo son las fuentes desde donde Cicerón estimula la imaginación, la memoria, y el intelecto, sino que también son la fuente, los vestigia, donde nuestro autor, tanto en cuanto al estilo como al contenido imita a Platón.34 Ego autem et me saepe nova videri dicere intellego, cum pervetera dicam sed inaudita plerisque, et fateor me oratorem, si modo sim aut etiam quicumque sim, non ex rhetorum officinis sed ex Academia spatiis exstitisse illa enim sunt curricula multiplicium variorumque sermonum, in quibus Platonis primum sunt impressa vestigia. [Yo, por mi parte, entiendo que dé muchas veces la impresión de estar diciendo cosas nuevas, cuando en realidad estoy diciendo cosas muy viejas, pero que la mayoría no ha oído; y confieso que soy orador —si es que lo soy o en la medida en que lo sea— salido, no de los talleres de los rétores, sino de los paseos de la Academia; éstos, en efecto, son paseos de múltiples y variadas conversaciones, en las que está impresa en primer lugar la huella de Platón].35
El paisaje Tusculano, el jardín de Craso y la encina de Arpino se convierten en los lugares donde pervive la herencia griega (Görler, 1988) y donde las connotaciones con los paseos de la Academia de Platón son representadas bajo la imagen de la sombra del árbol.36 Cic. De Fin. 5, 1, 2.
32
En relación con el significado de la encina de Mario dentro del plan de la obra del De legibus, ver: Benardete (1987) y Eigler (1996).
33
Cic. Orat. 3, 12.
34
Traducción de Sánchez Salor.
35
Cicerón no sólo usó las asociaciones preexistentes más accesibles de monumentos y topografía en el sentido que venimos describiendo, también intentó subrayar ciertas asociaciones
36
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Contamos con dos testimonios que describen esta notable sombra que genera este mítico árbol. La primera noticia la encontramos en Diógenes Laercio, que en su vida sobre Platón (3, 7), nos dice lo siguiente: ἐπανελθὼν δὲ εἰς Ἀθήνας διέτριβεν ἐν Ἀκαδημείᾳ.τὸ δ᾽ ἐστὶ γυμνάσιον π
ροάστειον ἀλσῶδες ἀπό τινος ἥρωος ὀνομασθὲνἙκαδήμου, καθὰ καὶ Εὔπολ ις ἐν Ἀστρατεύτοις φησίν: ἐν εὐσκίοις δρόμοισιν Ἑκαδήμου θεοῦ. ἀλλὰ καὶ ὁ Τίμων εἰς τὸν Πλάτωνα λέγων φησί: τῶν πάντων δ᾿ ἡγεῖτο πλατίστακος, ἀλλ᾿
ἀγορητὴς ἡδυεπής, τέττιξινἰσογράφος, οἵ θ᾿ Ἑκαδήμου δένδρῳ ἑφεζόμενοι ὄπα λειριόεσσαν ἱᾶσιν.
[A su regreso a Atenas vivía en la Academia, que es un gymnasio bien poblado de árboles en los arrabales de la ciudad, que recibe su nombre de un cierto héroe, Hecademos, según lo que dice Éupolis en su comedia Exentos de milicia. En los umbrosos senderos del héroe Hecademo. Por otra parte hay unos versos de Timón sobre Platón que dice: A todos los acaudillaba Platón, discurseador de dulce voz, prosista rival de las cigarras, que posaban en los árboles de Hecademos lanzando al aire su agudo sonido].37
menos obvias a cargo de otros, así como crear nuevos sentidos que se relacionarían con asociaciones preexistentes a sus objetivos retóricos. En su discurso Pro. M. Scauro 46, proporciona un claro ejemplo en particular de esta técnica. En este discurso, Cicerón declara que dondequiera que mirara encontró el material para la defensa de Scauro (quocumque non modo mens, verum etiam oculi inciderunt). En este pasaje vemos como Cicerón conecta cada uno de los monumentos más prominentes del foro con un acontecimiento, que tiene como finalidad favorecer a Scauro. Estos significativos tipos de asociaciones intelectuales y emocionales, con los monumentos principales del capitolio y el foro, también darán pie al discurso de Camilo en la historia de Tito Livio (Tito Livio, 5, 51-54) o la pintura de Eneas en el octavo libro de la Eneida que permite evocar los sentidos simbólicos atados a tales sitios. Traducción de Carlos García Gual. Otras referencias de los jardines de la Academia, dedicados al héroe Hecademos, lo encontramos en Aristófanes (Las nubes, 1002, 1008) mencionando como elementos deéstos el olivo, el junco, la zarzaparrilla, el álamo blanco, el plátano y el olmo. Para los paseos de Platón por estos jardines se puede consultar el testimonio de Claudio Eliano (170.235 d. C.) en su obra Historias curiosas, III, 19. Un “amante de los jardines” (philokepos) era Epicuro, quien, según Plinio (HN XIX, 51) fue el primero en poseer un jardín privado. Los jardines de los epicúreos los cita expresamente Ateneo (Banquete de los eruditos, XIII, 588). También en la Geografía de Estrabón IX, 1, 17 se citan expresamente “los jardines de los filósofos”.
37
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Pero el testimonio más ilustrativo de los árboles que rodeaban la Academia lo encontramos en el libro doce de la Historia natural de Plinio el viejo: Celebratae sunt primum in ambulatione Academiae Athenis cubitorum xxxiii radice ramos antecedente. nunc est clara in Lycia fontis gelidi socia amoenitate, itineri adposita, domicilii modo cava octoginta atque unius pedum specu, nemorosa vertice et se vastis protegens ramis arborum instar, agros longis obtinens umbris ac, ne quid desit speluncae imagini, saxea intus crepidinis corona muscosos conplexa pumices.38 [Las primeras plantas de las que vamos hablar son las del paseo de la Academia en Atenas: una de ellas tenía una raíz, de 33 codos;39 que sobrepasaba las ramas en longitud. Actualmente hay en el Liceo un plátano célebre, el cual es asociado como una fuente de frescura; colocado cerca del camino, cavado en una cueva de 81 pies de profundidad que forma una suerte de vivienda, su cima es un bosque tupido, se rodea con vastas ramas tan gruesas como los árboles, cubre el campo con grandes sombras, y para que no falte nada de semejanza con una gruta, al interior de la cueva sus paredes están revestidas de piedras cubiertas de musgo].
Este sombrío lugar, fontis gelidi amoenitate, tal como lo describe Plinio, será el lugar donde según Cicerón, nace el verdadero estilo filosófico. Interpretación de la metáfora “la sombra del árbol” como el lugar donde nace el estilo filosófico Credite vos intueri, haec, quae non vidistis oculis, animi cernere potestis40 Esbozada por completo la pintura, finalmente interpretemos la imagen que nos permitirá comprender la concepción que Cicerón posee sobre el estilo filosófico. Y para ello, realicemos un comentario del pasaje donde el mismo Marco Tulio define el estilo filosófico como: Pli. HN. XII, V, 9.
38
Esta medida de 33 codos es la misma que según Teofrasto poseía el árbol: Thphr. HP, 11.
39
Cic. Q. Rosc, 35, 98. “¡Creed que lo estáis viendo! Esto, que no habéis visto con nuestros ojos, podéis contemplarlo claramente en vuestro espíritu”.
40
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Mollis est enim oratio philosophorum et umbratilis nec sententiis nec verbis instructa popularibus nec vincta numeris, sed soluta liberius; nihil iratum habet, nihil invidum, nihil atrox, nihil miserabile, nihil astutum; casta verecunda, virgo incorrupta quodam modo. Itaque sermo potius quam oratio dicitur. Quanquam enim omnis locutio oratio est, tamen unius oratoris41 locutio hoc proprio signata nomine est.42 El estilo filosófico que nace en la sombra, en efecto, es suave, sin frases ni palabras dirigidas al pueblo, sin la atadura del ritmo, sino totalmente libre, en él no hay ira, ni envidia, ni violencia, ni patetismo, ni enrevesamiento; es decir, en cierto modo, una doncella casta, reservada y sin tacha. Por ello, lo suyo se llama más bien conversación que discurso. Y es que, aunque toda acción de hablar es discurso, es sin embargo la acción de hablar del orador la que recibe propiamente el nombre de discurso.43 ῥήτωρ tiene la misma raíz que el verbo griego εἴρω, hablar, cuya mejor traducción en latín se da en el verbo eloqui. Miremos lo que no dice el Arpinate en el siguiente pasaje. Cic. Ort., 61: “Sed iam illius perfecti oratoris et summae eloquentiae species exprimenda est. Quem hoc uno excellere [id est oratione], cetera in eo latera indicat nomen ipsum; non enim inventor aut compositor aut actor qui haec complexus est omnia, sed et Graece ab eloquendo ῥήτωρ et Latine eloquens dictus est; ceterarum enim rerum quae sunt in oratore partem aliquam sibi quisque vindicat, dicendi autem, id est eloquendi maxima vis soli huic conceditur”. [El propio nombre indica que el orador perfecto sobresale sólo en esto, en la elocución, mientras que las demás cosas permanecen en la sombra; efectivamente, ese orador no es llamado ni inventor, ni compositor, ni actor, aunque domine todas esas funciones, sino rhétor en griego y elocuente en latín, a partir de elocución. Y es que, de esas otras funciones que hay en el orador, todo el mundo reivindica una parte, pero el poder supremo de la palabra, es decir, de la elocución, sólo es concedido al orador] (Traducción de Eustaquio Salor). A favor de la presente traducción, es necesario señalar la importancia de la siguiente variante textual: Algunas ediciones del Orator utilizan el término orationis, forma perteneciente a un consenso de códices perdidos conocidos por críticos textuales del Orator con la sigla L que hace referencia a: consensus codicum FOPM (Codex Laudensis deperditus). Los editores modernos y en especial la edición oxoniensis de Wilkins (Cicero de Oratore I, with introduction [pp. 71] and notes [pp. 75-224] by A. S. Wilkins, Litt. D., St. John’s College, Cambridge, Hon. LL.D. St. Andrews, Professor of Latin in the Owens College, Manchester. Second edition. Oxford, Clarendon Press, 1888. 7s. 6d), de la cual hemos retomado el texto citado, utiliza el término oratoris que pertenece a una familia de códices conocidos con la siguiente abreviatura: codd.dett.=codices Italorum coniecturis interpolari.
41
Cic., Ort., 64. La traducción levemente modificada ha sido tomada de la realizada por E. Sánchez Salor (1997). Cicerón, El orador. Madrid: Alianza (énfasis agregado).
42
Énfasis agregado.
43
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El término umbratilis se presenta como el más decisivo de esta definición y, tal como lo hemos venido anunciando, la sombra es la imagen que no solamente le permite al Arpinate evocar el lugar donde Platón caminaba y enseñaba su filosofía, sino que es el elemento determinante donde una vez más el autor latino muestra las virtudes de su prosa, ya que la metáfora44 de la sombra no es un simple recurso de alusión, sino que la metáfora es definitiva para comprender los attributa del locus amoenus donde nacen las virtudes del estilo filosófico. Es necesario para nuestro presente análisis comentar algunos términos que aparecen en la definición dada por Cicerón, por ejemplo: palabras como umbratilis y su equivalente en griego σκιά, y los adjetivos mollis, liberius, sermo, oratio. Umbratilis es una palabra que tiene su origen en el lenguaje de las artes plásticas, se forma de la acepción adumbratio, apariencia, bosquejo, y del verbo adumbrio, que significa sombrear, que tiene su origen en el verbo griego σκιαγραφéω (Plat. Crit. 107d; Aristot. Rh. 1414a 8; Plat. Phaed. 69b.) cuyo significado es “pintar bajo la sombra”. Estos términos significantes, de crear una pintura a partir de una sombra proyectada en la pared, fueron los que le permitieron a Plinio el viejo, por ejemplo (35, 15), plantear su teoría acerca del origen de la pintura45 con su historia del alfarero de Corinto, Butades de Sición, que con base en las líneas que su hija había dibujado de su amante sobre la pared a la luz de una vela, creó un relieve.46 Aunque el sentido de la terminología anterior al igual que la misma historia pertenezcan al terreno de las artes plásticas, en el corpus ciceroniano el uso de las palabras adumbratio y adumbrio está relacionado con el sentido que se expone en el párrafo anterior (Teyssier, 1979). El significado que posee crear una imagen a partir de una sombra que se proyecta en la pared nos permite relacionar el concepto de umbratilis con el de imitación, ya que la metáfora adquiere sentido cuando vemos que la sombra refleja un lugar, que en el caso de Cicerón es la Academia, y de ese lugar debemos imitar las formas filosóficas que nacieron allí. En este sentido, vemos que la sombra es el attributa principal del lugar donde se encontraba la Academia de Platón.
En relación con un estudio del uso de la metáfora en Cicerón, cf. Novaru (1986).
44
También lo podemos encontrar en Tácito, Ana. 11, 14.
45
Actualmente contamos con una pintura de Butades o el origen de la pintura (1791), en el Groeninge Museum, Brujas de Joseph-Benoît Suvée (1743-1807).
46
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La importancia de las palabras derivadas del concepto de σκιά es tal que encontramos otros significados en diversos autores griegos, los cuales permitirán una mejor comprensión del significado que Cicerón y otros autores latinos le concedieron al termino umbratilis. En este punto no buscamos un uso que haga referencia a un simple lugar privado de sombra (Eur, Andr, 745; Hes, op. 529; Xen. Cyr. 8. 8, 7; Her. 7, 226.2), ni de la sombra que produce el fuego (Sof. Ant. 1170) o de la forma como era llamada la sombra de un difunto o un fantasma (Aeschl. Ag. 967); en este caso, los significantes concretos del sentido que pretendemos dar de σκιά están relacionados con σκῐᾱτρᾰφέω (AGATH, 1, 7), que tiene el sentido de
vivir en la sombra, σκῐᾱτρᾰφία (Plut. Aem. 31, 7) hace referencia al que vive en la
sombra y a la contracción entre las palabras σκιά y el verbo τρέφω, que forman
así la palabra σκιᾱτρᾰφέω, recurrente en Teofrastro (Thphr, CP. 2. 7.4) y en el mismo Platón (Plat, Rep, 556d), y que hacen alusión a lo que crece o se cultiva en la sombra, o a lo que se educa en la sombra. Podemos concluir hasta aquí que el uso por parte de Cicerón de la palabra umbratilis busca no sólo evocar un antiguo lugar, sino que plantea el locus amoenus más conveniente para hacer filosofía, que en este juego de significados lo podemos concebir como un solitario y tranquilo lugar. Es precisamente el mismo atributo de la sombra como lugar donde la plenitud de luz no alcanza a llegar el que nos permite distinguir otra de las características principales del estilo filosófico, al llamar a la forma como se expresa la filosofía conversación, sermo,47 en vez de discurso, oratio, que es la forma propia de los oradores.
Aunque Cicerón no nos conceda una definición concreta de sermo, unos años más tarde, Quintiliano (Inst., 9, 2, 31-32) fija el significado de la palabra sermo, al decir: “[…]sermones hominum adsimulatos dicere διαλὀγους malunt, quod Latinorum quidam dixerunt sermocinatione. ego iam recepto more utrumque eodem modo appellavi: nam certe sermo fingi non potest, ut non personae sermo fingatur” [Cuando se trata de conversaciones inventadas por personas, prefieren hablar de diálogos, que otros autores latinos han denominado sermocinatio (dialogismo-coloquio). Según uso ya acreditado he llamado yo ambas cosas con una misma palabra; porque es cierto que no puede inventar una conversación de modo que no se invente la conversación de la otra persona]. Traducción de Alfonso Carmona. Lausberg hace alusión a la conversación que se divide en conversación inexpresada (monólogo o reflexión inexpresada) y dichos dialógicos (§ 823). También podemos encontrar otras definiciones de la palabra sermo (Lausberg, 1975: § 820-825; 290; 827-828).
47
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Esta relación entre sombra y conversación48 es muy adecuada ya que nos permite afirmar el sentido de que la filosofía debe ser cultivada a la sombra del estudio, y no a la luz del foro, como debe ser cultivada la oratio del rhetor. Aquí es importante aclarar que hablar de vida en la sombra, no es hablar de vida oculta, ya que para este sentido también existe otro término latino, que es latebrae. Esta distinción es evidente en Plinio el joven, que en su epístola (Plin, Epist., 9, 2), enviada a Estacio Sabino, confiesa la forma como él había cultivado el arte epistolar y señala a su amigo que su estilo se aleja de la grandeza del talento ciceroniano,49 y de los deberes escolares, volumus scholasticas. Pero en su intento por emular a Cicerón, en él han nacido unas virtudes que han sido el producto de la penumbra de su escritorio, umbraticas litteras.50 Con el locus amoenus, definido como el lugar donde nace el sermo philosophorum, pasemos a mirar las virtudes que debe poseer el estilo filosófico, para ello iniciemos este último comentario con el análisis del adjetivo mollis y la expresión sed soluta liberius. Para comprender la función del adjetivo mollis dentro del sermo philosophorum es necesario relacionarlo con otros dos adjetivos, lenitatis y suavis, términos que hacen referencia al sermo51 suave, agradable y dulce. Según Lausberg el lenguaje en el sermo adopta el estilo directo, el cual es el medio de la narración que permite caracterizar a los personajes y dar viveza al proceso de la acción (Lausberg, 1975: § 823).
48
Plin. Epis. 9, 2 2. “Neque enim eadem nostra condicio quae M. Tulli, ad cuius exemplum nos vocas. Illi enim et copiosissimum ingenium et par ingenio qua varietas rerum qua magnitudo largissime suppetebat”. [En efecto, mi situación no es la misma que la de Cicerón, cuyo ejemplo me invita a seguir. Pues aquel tenía no sólo un talento muy rico, sino que la variedad y la grandeza de los sucesos, iguales a su talento, proporcionaban a su genio creador un material muy abundante]. Traducción de Julián González Fernández.
49
Hemos optado por este significado de umbratica, ya que después de haber consultado algunas traducciones y estudios de esta epístola, nos encontramos con algunas dificultades a la hora de traducir el término umbraticas, dado que muchas de las traducciones (Plinio el joven, 2005: 428; Plinio il Giovane, 1961: 259; Pline, 2002: 344) coinciden con el sentido de “ejercicios”, significado que no nos deja conformes, pues los ejercicios no sólo son propios del cultivo de la filosofía, sino que la constancia en los “ejercicios”, en un sentido genérico, es lo que permite perfeccionar cualquier tipo de arte. Por tal razón, hemos optado por el significado que le concede Francesco Trisoglio: “penombra dello scrittoio” (Plinio,1973: 871), ya que nos parece más pertinente al significado concedido por el Cicerón.
50
Cic. Leg, 1, 11.
51
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Un ejemplo de qué es el sermo suavis lo vemos en el siguiente pasaje: Phalereus […] hic primus inflexit orationem et eam mollem teneram que reddidit et suavis, sicut fuit, videri maluit quam gravis, sed suavitate ea, qua perfunderet animos, non qua perfringeret; [et] tantum ut memoriam concinnitatis suae, non, quem admodum de Pericle scripsit Eupolis, cum delectatione aculeos etiam relinqueret in animis eorum, a quibus esset auditus.52 [Demetrio de Falero (…). Él fue el primero en suavizar el tono del discurso, volviéndolo plácido y tierno, y prefirió parecer dulce, como realmente lo era, antes que vigoroso; pero su dulzura pretendía inundar los ánimos, no dominarlos violentamente, con el fin de dejar en el ánimo de sus oyentes sólo el recuerdo de su estilo armonioso y no el aguijón junto con el placer, cómo según Eupolis, hacia Pericles].
El sermo filosófico al ser suave53 podrá tener motivos de admiración y asombro, habet admirationes expectaciones; inesperadas salidas, exitus inopinatos; pasiones contrapuestas, interpositos motus animorum; diálogos de las diferentes personas, conloquia personarum; afectos de ira, dolor, miedo, alegría y deseo, dolores iracundias metus laetitias cupiditates. El significado de mollis, en relación con los attributa de la sombra del árbol, es evidente en un pasaje del De Legibus54, donde Cicerón en compañía de su hermano Quinto y su amigo Pompinio Ático buscan una fresca sombra que les permita sentarse tranquilamente e iniciar el discurso. Este ambiente fresco es relacionado por Ático (Leg 1, 4, 15) con el pasaje del diálogo de Platón donde Sócrates invita a Fedro a sentarse bajo el árbol donde encontrarán una agradable brisa. En este sentido es válido el concepto utilizado por Zoll Galus en su excelente estudio
Cic. Brut, 9, 38. En este pasaje Cicerón dice que Demetrio de Falero no fue formado en el campo de batalla del foro o las escuelas de elocuencia, sino que fue formado en la escuela del doctísimo Teofrasto, es decir, del Liceo aristotélico.
52
Cic. Part, 9, 32.
53
Cic. Leg. 1, 4, 13-14; Cic. Leg. 2, 7.
54
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titulado Cicero Platonis aemulus (1962), donde a la hora de caracterizar la escritura de Cicerón en sus diálogos, sobre todo en el De Oratore, y de resaltar sus virtudes más notables, utiliza el término Sermo-Stil para referirse al estilo suave, fresco y espontáneo del Arpinate. Finalmente, analizaremos la expresión sed soluta liberius, para ello recurriremos a un pasaje del De Legibus que antecede a la definición de ley y donde Cicerón anuncia el estilo que va a utilizar, el cual estará determinado por el estilo fuse et libere que es diferente al articulatim distincteque. En este pasaje veremos una vez más la evocación por parte de Cicerón a la filosofía de Platón: […] Verum philosophorum more —non ueterum quidem illorum—, sed eorum qui quasi officinas instruxerunt sapientiae,55 quae fuse olim disputabantur et libere, ea nunc articulatim distincteque dicuntur.56 [Según las costumbres de los filósofos, no de aquellos antiguos, sino de los que abrieron esa especie de talleres de filosofía, las cuestiones que antes se trataban abundantemente y libremente, ahora se analizan y se exponen punto por punto].57
Al estilo fuse et libere pertenecen Platón y Aristóteles. Por ejemplo Cicerón (Ac. 1, 16) se refiere al estilo de Sócrates como abundante y variado (…variae copioseque), también para referirse al estilo de Platón (Cic. Ac. 17) utiliza los términos varius, multiplex, copiosus. En relación con el estilo de Aristóteles, es representado como aureum fundens (Cic. Luc.119). El estilo del que pretende alejarse Cicerón es el articulatim distincte que es asociado al estilo de los estoicos, el cual es breviter astringere (Cic. Tusc. 3, 13), tal
Se está refiriendo a Platón y Aristóteles y a los seguidores de estos dos (Leg. 1, 38), tales como: Eusipo (c. 420/408-339), Jenócrates (396/5-315), Polemón (315-270), quienes conforman la etapa denominada antigua de la Academia. Por otra parte, están los seguidores de Aristóteles y Teofrastro, conocidos como peripatéticos, entre los cuales Cicerón menciona a Zenón (333/2262) y a Aristón de Quíos (hacia el 275 a. C).
55
Cic. Leg. 1, 36 (énfasis agregado).
56
Esta alusión va referida a los estoicos, cuya forma de analizar los problemas filosóficos contrastaba con la de los filósofos antiguos.
57
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como es el estilo de Diógenes de Babilonia (Cic. Orat. 2, 159), que no es fluido (liquidum) ni abundante (fusum) ni ininterrumpido (profluens), sino que es reducido (exile), árido (aridum) y conciso (consisum).58 Esta fresca suavidad, de la que Cicerón dice que es propia del estilo filosófico (Leg. 1, 11. ut iam oratio tua nom multum a philosophorum lenitate absit59), debe estar acompañada de una dulce elocuencia propia de los mejores oradores latinos y griegos, tal como lo deja claro en el libro primero del De Officiis (1, 1-4), cuando exhorta a su hijo que apenas estaba empezando a educarse en la filosofía y, que después de invitarlo a imitar las formas de la filosofía platónicas, le aconseja unir la filosofía con la elocuencia, ya que de esta forma los discursos tendrán una abundancia y una profundidad con adorno y brillantes (Cic. De fin. 1, 4. ornate splendideque). Estas características encarnaban la figura de filósofo ideal para Cicerón, tal como lo menciona en su libro tercero del De Oratore 3, 142-143: Nunc sive qui volet, eum philosophum, qui copiam nobis rerum orationisque tradat, per me appellet oratorem licet; sive hunc oratorem, quem ego dico sapientiam iunctam habere eloquentiae, philosophum appellare malet, non impediam; dum modo hoc constet neque infantiam eius, qui rem norit, sed eam explicare dicendo non queat, neque inscientiam illius, cui res non suppetat, verba non desint, esse laudandam; quorum si alterum sit optandum, malim equidem indisertam prudentiam quam stultitiam loquacem; sin quaerimus quid unum excellat ex omnibus, docto oratori palma danda est; quem si patiuntur eundem esse philosophum, sublata controversia est; sin eos diiungent, hoc erunt inferiores, quod in oratore perfecto inest illorum omnis scientia, in philosophorum autem cognitione non continuo inest eloquentia; quae quamvis contemnatur ab eis, necesse est tamen aliquem cumulum illorum artibus adferre videatur. Ahora, si alguno quiere llamar orador al filósofo que nos proporciona abundancia de conocimientos y recursos estilisticos, por mí, puede hacerlo; o si prefiere
Un ejemplo de la utilización de esta forma estilística la podemos ver en los párrafos 40 y 52 del libro primero, donde Marcus realiza una refutatio acerca de que el ius no es creado por convención de los hombres, sino que es constituido por la naturaleza divina.
58
Énfasis agregado.
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llamar filósofo al orador del que yo digo que tiene la sabiduría unida a la elocuencia, no se lo impediré; con tal de que quede claro que ni es loable la incapacidad oratoria de quien conoce un tema, pero es incapaz de exponerlo, ni la falta de preparación de quien, andando escaso de conocimientos, no le faltan palabras. Y si hubiera de escoger una de las dos cosas, sin duda preferiría una sabiduría falta de soltura que una estulticia locuaz; sin embargo, si buscamos a quien esté por encima de todos, debemos otorgar la palma al orador ilustrado. Y si consienten que éste sea al mismo tiempo filósofo, no hay más que hablar, pero si lo separan, ellos serán los que queden por debajo, porque en un orador completo está incluida la sabiduría, mientras que en el conocimiento de la filosofía no está incluida necesariamente la elocuencia: Y aunque quieran despreciarla, deben admitir que corona, de algún modo, su saber.60
Con esta imagen interpretada queda claro que la definición del estilo filosófico por parte del Arpinate es una explícita invitación a imitar esa forma o formas de hacer filosofía nacida en ese sombrío, refrescante y tranquilo lugar conocido como la Academia, donde, según Cicerón, paseaba el príncipe de los filósofos61 en compañía de sus discípulos. A modo de conclusión, quisiera decir que este análisis de algunas de las técnicas utilizadas por Cicerón en sus diálogos, conduce una vez más a ver la influencia en la obra del Arpinate, en cuanto al estilo y al contenido, de los filósofos griegos. Por tal razón, observamos como Cicerón inaugura una nueva forma de hacer teoría retórica, historiografía, filosofía, entre otras, en el ambiente literario de su época. En el diálogo se envuelve principalmente una tradición de hacer filosofía iniciada por Platón, pero también podemos percibir la utilización y la presencia de otras formas, de otras teorías, que actualmente vienen investigándose en la obra del Arpinate. La concepción que posee Cicerón del estilo filosófico está determinada por los modelos estilísticos de aquellos filósofos griegos a partir de los cuales fundamentó su filosofía. Cada modelo, sea el de Platón, Jenócrates, el de Aristóteles, Teofrastro,
Traducción levemente modificada de José Javier Iso (2002).
60
Cic. Off. 1, 1 2.
61
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Demetrio y su mismo maestro Carneades, etc., le sirvieron al pensador latino, tal como él mismo lo afirma en el De Legibus (1, 38), para obtener la aprobación de sus palabras: “[…] eis omnibus haec quae dixi probantur”. Pero en el mismo análisis de las técnicas también apreciamos la riqueza y la magistralidad con la que Cicerón aborda la idea relacionada con el poder de los lugares y el significado del concepto de sombra. Los lugares no son solamente importantes como referentes geográficos de sucesos pasados, sino que en ellos quedan grabadas las huellas, el espíritu, los vestigios, de un pasado que siempre se debe evocar e imitar. El lugar es divinizado y la sombra es uno de los atributos de ese lugar al que constantemente debemos mirar. Esto indica que la metáfora de la sombra del árbol devela un tópico de gran importancia en la Antigüedad, donde no sólo quedan claros los usos convenientes de toda una teoría retórica que permite la construcción de discursos, sino que la metáfora implica, retomando las palabras de Blumenberg (2003: 63), modos de ser, de actuar, de comprender en la experiencia y de concebir el mundo. Esta idea de que la filosofía ha de ser cultivada en la sombra también implica un trabajo y una interpretación más exhaustiva de la misma metáfora, en la cual no sólo podríamos orientar nuestra reflexión hacía la actividad creadora que se da en la sombra, basándonos nuevamente de un análisis de la terminología utilizada en el lenguaje de las artes plásticas, sino que también podríamos pensar, tal como lo prometimos en el título de este aporte, en una relación entre la figura del filósofo en la sombra y la luz, donde la reflexión necesariamente estaría orientada a tratar el tema de la verdad. Otro elemento que podríamos indagar sería la relación entre los lugares y sus atributos de privacidad, pensar en los grupos o sectas que se reunían en un lugar con unas características determinadas para llevar a cabo una práctica de carácter político, religioso o filosófico. Pero estas indagaciones tendrán lugar en otra ocasión. Por el momento quedémonos con la simbólica imagen del árbol donde Platón y, posteriormente, Cicerón crearon sus grandes discursos.
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Boulê. Ensayos en filosofía política y del discurso en la Antigüedad se compuso en caracteres Kepler 11/16 en junio del 2012