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HISTORIA ce'm v n d o
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HISTORIA
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ORIENTE
Director de la obra; Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)
Diseño y maqueta: Pedro Arjona
«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»
© Ediciones Akal, S.A., 1989 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels.: 656 56 11 - 656 49 11 Depósito Legal: M. 5375 -1989 ISBN: 84-7600-274-2 (Obra completa) ISBN: 84-7600-332-3 (Tomo IX) Impreso en GREFOL, S.A. Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid) Printed in Spain
LOS FENICIOS Carlos G. Wagner
Indice
Págs. 1. EI marco geográfico, étnico y lingüístico ....................................................
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2. En los inicios de la historia; La edad del Bronce Antiguo ....................
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3. El segundo milenio a.C.: Las Edades del BronceMedio y R ecien te........
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4. La economía y la sociedad durante la Edad delB ro n ce...........................
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5. El final de la Edad del B ro n ce.......................................................................
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6. La Primera Edad del H ie r r o ...........................................................................
26
7. La expansión fenicia por el M editerráneo..................................................
31
8. La Segunda Edad del Hierro ..........................................................................
35
9. El ámbito colonical mediterráneo .................................................................
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10 . La Ultima Edad del Hierro y los períodos helenístico y romano: pervi venda de una civilización...........................................................................................
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11. La vida económica y social durante la Edad delH ierro ...........................
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12 . Organización política del mundo fe n ic io .....................................................
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13. La cultura y las realizaciones m ateriales.....................................................
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Los fenicios
1. El marco geográfico, étnico y lingüístico Los griegos, posiblem ente desde tiem pos m icénicos, llam aro n fenicios a los habitantes del antiguo país de Canaán. El térm ino, que etim ológica m ente deriva del vocablo phoinix cu yo significado es el de «púrpura», no es más que una traducción de la de nom inación local atestiguada desde el III m ilenio a.C., pues la palabra cañamos se encuentra igualm ente co nectada con tal significado. Am bos térm inos son por consiguiente sinó nim os por lo que hacen referencia a una m ism a realidad geográfica, histó rica y cultural. C anaán, «la tierra de la púrpura» haciendo alusión a una vieja in d u s tria del país, era el territorio de la cos ta oriental m editerránea que se exten día desde Tell Sukas hasta G aza. Se trata de u na franja no m uy am plia que discurre paralela al litoral y bien delim itada p or una serie de acciden tes geográficos: el m ar a Occidente y los desiertos de Siria y A rabia p o r el su r y Oriente. Las m o n tañ as de la cordillera del L íbano que discurren a escasos kilóm etros de la costa dife rencian un a zona m arítim a de otra del interior siendo posible la com uni cación entre am bas a través de la re gión de Alepo en el norte, y la de D a
m asco más al sur. La an ch u ra de esta franja costera es un tanto irregular oscilando entre los doce y los cin cuenta kilómetros, y en ocasiones pro m ontorios rocosos que arrancan de la cadena m o n tañ o sa segm entan este corredor m arítim o, alcanzado en al gunos puntos el mar. Se crean así una serie de valles aluvionarios formados durante siglos por las aguas que flu yen desde la vertiente occidental de los m ontes del L íbano hacia el M edi terráneo. La co n se cu en c ia de esta configuración geográfica es una com partí m entación del paisaje que im pi de la práctica de una agricultura de carácter extensivo y que influyó des de un principio en la delim itación de fronteras entre u n valle y otro. Al mis mo tiem po la presencia de todos estos accidentes geográficos determ inará la im posibilidad de una am pliación im portante del territorio. La costa posee un buen núm ero de pequeñas bahías flanqueadas por pequeños pro m o n torios en donde los habitantes del li toral p o d ían defenderse fácilm ente de un ataq u e pro ced en te de tierra adentro y que al m ism o tiem po ser vían de fondeadero para las em bar caciones. La explotación de los recursos del · país estaba m ediatizada por todos es tos condicionam ientos geográficos. El elem ento esencial, desde un punto de
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vista ecológico, lo constituye la exis tencia de u na potente cadena m o n ta ñosa cuya no excesiva altitud m edia perm itió la aparición de extensas zo nas boscosas que atraían las lluvias y nieves procedentes de la evaporación del M editerráneo, p ro vocando u n a gran estabilidad en el ciclo climático. Esta situación, que es atípica en todo el resto de la región y en los países ve cinos, com o M esopotam ia o Egipto, donde la presencia de m adera es prác ticam ente nula, im plicó la m uy tem p ran a explotación de la riqueza fo restal de estos montes. De esta form a, la m adera procedene del Líbano cons tituyó desde m uy p ronto uno de los principales recursos del territorio. Otro lo constituía una agricultura intensi va que dependía fundam entalm ente del régim en de las lluvias. A b u n d a b an éstas en invierno para ir dism i nuyendo progresivam ente en p rim a vera h asta que d esa p are cían to ta l m ente durante un período que se ex tendía desde m ayo hasta septiem bre. La estación estival era p o r ello m uy severa con lo que la vegetación se de secaba casi ab so lu tam en te d u ran te cuatro o cinco meses hasta alcanzar de nuevo la estación lluviosa. A lo largo de todo ese tiem po sólo era po sible la irrigación gracias a las aguas procedentes del deshielo que m itiga b an parcialm ente, ju n to al rocío, la sequedad del verano. El suelo cultiva ble, en gran m edida aluvionario, era m uy fértil no sólo en las tierras bajas próxim as al m ar sino incluso a pie de m o ntaña y en las zonas de m enos al tura de sus faldas, en los m últiples va lles que penetran hacia el interior de la cordillera. Adem ás de las tierras de cultivo que prop o rcio naban cereales, com o trigo y cebada, hortalizas y fru tales, com o la vid, el olivo, las higue ras, los sicomoros, las palm eras dati leras o las granadas, no eran escasas las tierras de pastos que alim entaban u n a abundante cab aña de cabras y ovejas. A todas estas riquezas debe mos aú n añ ad ir el cobre del valle de
La Bekaa, y los productos que se ob tenían del m ar que a la sal y la pesca añ ad ía el m urice del que la pobla ción local obtenía la pú rp u ra con la que h ab ría n de alcan zar am plio re nom bre m erced a las prendas teñidas con ella y elaboradas con la excelente lana de sus ovejas. Etnicam ente los cananeos o feni cios constituyen un pueblo de estirpe
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semita occidental establecidos desde m uy antiguo en el país que h ab ita ban, aunque ya en la A ntigüedad se les había atribuido orígenes diversos. Así H eródoto (I, 1; VII, 89) afirm aba que procedían del M ar Rojo, m ien tras que Estrabón (XVI, 3, 4) y Plinio (TV, 36) sugieren que eran originarios del Golfo Pérsico. No obstante, Filón de Biblos m antenía el origen autócto-
Vista parcial del Templo de los Obeliscos en Biblos (Siglo XIX-XVIII a.C.)
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no de este pueblo y su cultura, y hoy sabem os p or d o cum entos recientes que h ab itab a n el territorio de C a naan desde el III m ilenio a.C. (G arbini, 1983, 30). Sobre este fondo origi nario de población vino a instalarse desde com ienzos del II m ilenio a.C. las gentes del país de A m urru, los am oritas o -am o rreo s, sem itas occi dentales igualmente que hablaban una lengua estrecham ente em p aren tad a con el cananeo. Luego elem entos de origen hurrita e indoiranio se instala ron a su vez en el país. F inalm ente otros semitas, los aram eos, aportaron tam b ién su c o n trib u c ió n desde la segunda m itad del mismo. H acia el 1200 a.C. las invasiones de los «Pue blos del M ar» transform aron en parte la configuración del litoral fenicio pues supusieron la instalación en una parte de éste de un nuevo pueblo, los peleset o filisteos que ocuparon la zo na com prendida en torno a Ascalón y G aza a la que dieron su nom bre por lo que pasó a denom inarse Palestina. Los israelitas que según parece h a bían llegado a la Fenicia m eridional en torno a un siglo antes com pitieron con ellos con no m uy buena fortuna, al m enos durante un prim er período b astante dilatado, y perm anecieron fraccionados y m arginados en un país que, en contra del relato bíblico, per m aneció aún durante m ucho tiem po en teram ente fenicio. Hoy sabem os, por lo dem ás, que toda la Palestina incluso m ucho después de la consti tución del reino de Israel perm anecía culturalm ente vinculada al viejo sus trato cananeo-fcnicio (G arbini, 1983, 31), si bien no ocurrió lo m ism o en lo que a los límites políticos se refiere. Desde com ienzos del I m ilenio a.C. el territorio propiam ente fenicio, con tem plado desde u na perspectiva no cultural sino política, se extendía has ta alcan zar por el sur la localidad de Acre, aunque en los territorios ocupa dos p or filisteos e israelitas la lengua fenicia continuó h ab lándose durante siglos. Pese a ello el país fenicio o
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cananeo no constituyó nunca, com o tendrem os ocasión de ver, una enti dad nacional aún com partiendo una cultura com ún, sino que por el con trario se encontraba fragm entado en una serie de pequeños estados autó nom os e independientes entre sí. C o mo en Grecia, la propia configura ción del territorio, muy sim ilar a la del país helénico, había influido en esta dirección desde los com ienzos de su historia. Tam bién com o en G recia la ab ru p ta topografía dificultaba las com uni caciones internas por lo que la nave gación se convirtió desde muy pronto en la solución más sencilla, lo que despertó entre sus habitantes una tem prana vocación m arítim a. Ello, unido al carácter de encrucijada de las cul turas de la Antigüedad en esta parte de O riente que detentaba por su si tuación, explica las diversas influen cias que procedentes de M esopota mia, el Asia M enor, C hipre, el Egco y E gipto se d ifu n d ie ro n p ro g re siv a m ente entre su población. Todas estas aportaciones influyeron en el carác ter abierto y flexible de la m entalidad fenicia poco dada a particularism os etnocentristas, sin que ello significara m erm a alguna de su vieja tradición sem ítica que se m antuvo con fuerza a lo largo de los siglos y perm anecía todavía en el O ccidente colonizado m ucho tiem po después de com enza da nuestra era (Vattioni, 1986). La lengua cananea pertenecía, co mo la hebrea, con la que m antenía m uchas sim ilitudes, al grupo de d ia lectos semíticos noroccidentales y co noció tam bién una evolución a lo lar go del tiempo. Así podem os distin guir un cananeo o fenicio arcaico no m uy alejado de la lengua reciente m ente descubierta en Ebla y diferen ciado del antiguo acadio, semita orien tal, y tam bién del am orita, que se extiende aproxim adam ente hasta el 2000 a. C. A partir de esta fecha pode mos h ab lar de una lengua cananea o fenicia que presenta m uchos caracte
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res innovadores típicam ente am oritas y que se conform a ya com o el fenicio clásico que conocem os a través sobre todo de las inscripciones, y que se va a m antener en O riente com o habla corriente de esta zona hasta, por lo menos, el siglo II d.C. En Occidente la lengua púnica, transposición colonial del fenicio clásico se va a m antener h asta los tiem pos de San A gustín quien da com o veremos, buen testi m onio de ello. D esgraciadam ente de este pueblo inteligente que prosperó en paz y en guerra, y excelente en es critura, literatura y otras artes (Pom ponio M ela, I, 12) no conservam os docum entos escritos al m argen de los epigráficos y de las tablillas de Ugarit pertenecientes a la E dad del Bronce, p o r lo que debem os reconstruir su historia en base a los hallazgos ar queológicos y a las noticias que de ellos h an dejado otros pueblos con los que se relacionaron. No deja de constituir una tremenda paradoja nues tro desconocim iento de la literatura de aquéllos que precisam ente inven taron y difundieron la escritura alfa bética, logro cultural de los m ás tras cendentes que h ab ría de influir de m odo decisivo en la d ifu sió n del conocim iento. «Los fenicios fueron una raza inteligente, que prosperó en paz y en guerra. Fueron excelentes en escritura y literatura, y en otras artes; en marinería, en el arte de la guerra naval y en el dominio de un imperio.» (Pomponio Mela, I, 12) «Tenían estos fenicios en lo antiguo, conforme dicen, su asiento en el mar Rojo, de donde pasaron a vivir a las costas de la Siria, cuya región y todo lo que hasta el Egipto se extiende se llama Palestina.» (Heródoto, VII, 89)
2. En los inicios de la historia; La Edad del Bronce Antiguo Todo parece indicar que fue el apro vecham iento de los recursos locales el factor que contribuyó decisivam en te a la aparición de la civilización ur ban a en el país de C anaán. De todos ellos el más apreciado por las civili zaciones vecinas lo constituía la abun d an te m adera, p a rtic u la rm e n te ce dros, de sus m ontañas y hay datos que hacen sospechar una muy tem prana explotación de esta riqueza fo restal. El Poem a de G ilgam esh, por ejemplo, que alude a los prim itivos tiempos sum arios, contiene un episo dio que relata la victoria del héroe m esopotám ico y su com pañero Enkidu sobre el salvaje Huwawa, protec tor de los bosques de cedros: «Gilgamesh tomó el hacha en su mano y comenzó a talar los cedros. Pero cuando H uw aw a o yó el ru id o se e n c o le riz ó . — ¿Quién ha venido y profanado los árbo les crecidos en mi montaña y ha talado el cedro?... Enkidu y Gilgamesh penetraron en la montaña y combatieron a Huwawa... El dios Sol, dios del cielo, oyó el ruego de Gilgamesh y levantó contra Huwawa pode rosas tempestades... Ocho vientos se le vantaron contra Huwawa. Le golpearon en el rostro y en la espalda, im pidiéronle avanzar y también retroceder. Entonces Huwawa se rindió y le dijo a Gilgamesh: — No me aniquiles Gilgamesh!, ¡Sé tú mi señor, yo seré tu esclavo! Olvida las ame nazas que he lanzado contra ti. Y que los cedros que hice crecer en lo más profundo de los montes, y los poderosos (...) yo los cortaré y (...) a las casas». (Lara, ed., 1980, p. 169-171).
Esta leyenda encierra una im por tante realidad histórica: el aprove cham iento de la m adera de cedro del Líbano por los habitantes de la M e sopotam ia presargónida. E n torno a esta prim era explotación y com ercio seguram ente las prim itivas com uni dades cananeas se transform aron en
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ciudades, al m enos aquéllas que co mo Biblos, la antigua G ebal. gozaban de su proxim idad a los bosques de ce dros. Biblos, posiblem ente la más a n tigua de las ciudades cananeo-fenic ias. es ya m e n c io n a d a en el III m ilenio a.C. en docum entos descu biertos en Ebla. en donde aparece co mo la ciudad más im portante de la costa que m antenía un activo com er cio con aquel poderoso estado sirio. En esta actividad económ ica, que la distinguía com o el principal puerto del litoral m editerráneo, las gentes de Biblos obtenían diversos productos m anufacturados, com o telas y objetos de metal, así com o productos agríco las —vino, aceite— de Ebla a cam bio de las telas de lino y los objetos de oro y plata que le proporcionaban. De los mismos docum entos se dedu ce que Biblos constituía un centro po lítico de notable im portancia, capaz de tratar de igual a igual con la pode rosa Ebla. capital de Siria, y de sellar tratad o s con ella san c io n a d o s m e diante lazos m atrim oniales que vincu lab an a am bas casas reales. La es tru c tu ra p o lítica de B iblos p arece bastante sim ilar a la de Ebla de la m ism a forma que los habitantes que las p o b lab an pertenecían a la m ism a etnia: una m o narquía en la que la reina desem peñaba un papel nada despreciable, un consejo de «ancia nos» que incluía a los representantes de las familias más poderosas, y un a b u n d a n te elenco de fu n c io n a rio s entre los que podem os destacar los escribas, los correos y los com isarios. Parece que Biblos gozaba tam bién de un cierto prestigio religioso, m ientras que las restantes ciudades cananeas com o Beirut, Tiro, Sidón y Sarepta parecen haber desem peñado un p a pel secu n d ario en aquel com ercio. Sarepta debió h aber estado bajo la hegem onía directa de Ebla m ientras las dem ás pudieron h ab er form ado parte de un reino controlado por Bi blos (Pettinato, 1983). Después fueron los acadios quie
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nes visitaron ocasionalm ente a lo lar go de sus cam pañas el territorio cananeo. El propio Sargón, fundador del Im perio de Akkad, penetró hacia Si ria del norte alcanzando Ebla y lle gando a los m ontes del L íbano y has ta las m ism as orillas del M editerrá neo. U no de sus sucesores, N aram Sin penetró en la región de Alepo y alcanzó el m ar en los alrededores de Tiro. No obstante, estas incursiones acadias destinadas a obtener recursos ausentes en M esopotam ia y a percibir el tributo de los vencidos no debieron incidir m ucho en la vida del país y cabe suponer que los cananeos, o al m enos aquéllos que h ab itab an en las ciudades m ás im portantes, m antuvie ron su in d ependencia lim itada tan sólo por el reconocim iento ocasional de la superioridad acadia. Los contactos con Egipto fueron igualm ente tem pranos y su antigüe dad se recoge en el mito de Osiris que narra com o el cuerpo del dios, des pués de ser asesinado por su rival Seth, fue a rra stra d o p o r las aguas hasta alcanzar la playa de Biblos. Es tas relaciones se rem ontan a los co m ienzos m ism os de la historia egip cia y se m antuvieron regularm ente al m en o s h a sta la ép o c a de P epi II (2336-2242 a.C.) en que los egipcios seguían llegando a Biblos en busca de los cedros del Líbano, los metales y la obsidiana del Asia m enor, el b e tún y las resinas. Todo este tráfico co m ercial parece h aber descansado b a jo la sanción de un culto com ún: el de Tam m uz-Osiris con lo que los m erca deres de am bas partes ya no eran considerados en el puerto ajeno co mo extranjeros. Precisam ente se han encontrado en Biblos vestigios de un tem plo egipcio de la época de Micerinos, y parece pro b ab le que las in fluencias m esopotám icas y sirias que se observan en el mito de Osiris y en otros aspectos de la vida egipcia du rante las prim eras fases de su historia hayan arribado al Valle del N ilo a tra vés de las ciudades m arítim as cana-
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«Queriendo yo cerciorarme de esta mate ria dondequiera que me fuese posible y habiendo oído que en Tiro de Fenicia ha bía un templo a Heracles (Melkart) dedica do, emprendí viaje para aquel lugar. Lo vi, pues, ricamente adornado de copiosos donativos, y entre ellos dos vistosas co lumnas, una de oro purificado en el crisol, otra de esmeralda que de noche en gran manera resplandecía. Entré en plática con los sacerdotes de aquel dios y preguntán doles desde cuando fue su templo erigido, hallé que tampoco iban acordes con los griegos acerca de Hércules, pues decían que aquel templo había sido fundado al mismo tiempo que la ciudad, y no conta ban menos de dos mil trescientos años desde la fundación de la primera Tiro.» (Heródoto, II, 44)
neas, la más im portante de las cuales era, com o hem os visto, Biblos. A la inversa, la presencia e influen cia egipcia en C an aá n no se m an i fiesta sólo en esta localidad sino tam bién en otros asentam ientos. En el yacim iento de Ay, próxim o a Jericó se han encontrado cuencos y copas de alabastro y de piedra similares a ejem plares conocidos en Egipto durante la II, la III y la IV Dinastías. Por las m is mas, cerám icas procedentes de Jericó, Tell el Faráh y Meggido no son raras en las tum bas de la prim era dinastía tinita. A este período del Bronce Antiguo (2900-2300 a.C.) se rem onta la ap a ri ción de otra de las ciudades cananeas que aparece m encionada en los ar chivos de Ebla: Tiro que h ab ría de convertirse con el tiem po en la más fam osa de las ciudades de Fenicia. C uenta H eródoto (II, 44) que los sa cerdotes de su tem plo de M elkart, uno de los m ás famosos del m undo a n ti guo, le refirieron com o la ciudad fue fundada 2300 años atrás, lo que nos sitúa en torno al 2750 a.C. Pero a falta de más testimonios desconocemos por entero todo lo referente a los prim e ros m om entos de su historia, salvo que probablem ente se h allara supedi tada a la hegem onía de Biblos.
H acia el 2300 a.C. una serie de de sastres aún muy mal conocidos que trastornaron a Siria y el Asia M enor afectaron a parte del territorio cananeo incluida Biblos. Los invasores, seguram ente pastores sem inóm adas acam p aro n sobre las ruinas de las ciudades destruidas sin m olestarse en reconstruirlas. Sus sepulturas colecti vas hacen pensar en un pueblo de or g an iza ció n tribal que p o d ría estar relacionado de alguna forma con el posterior m ovim iento de las bandas am oritas. Tal vez los hurritas tuvieran tam bién algo que ver en el desenca d en am ien to de esta m igración. En cualquier caso nuestro conocim iento de esta periodo que supuso el final de la E dad del Bronce Antiguo en la re gión es muy parcializado y a todas lu ces insuficiente por lo que sólo alcan zam os a entrever los resultados. Los invasores, sea cual fuere su origen, trajeron la desolación a su paso in au gurando un lapso que alcanza su fi n al co n los co m ien z o s del nuevo m ilenio.
3. El segundo milenio a.C.: las Edades del Bronce Medio y Reciente F inalm ente am ainó la tem pestad y la nueva época que conocem os com o la Edad del Bronce M edio (1900-1600) se caracterizó com o un período en el que el com ercio pacífico y la prospe ridad prevalecieron en el país. Ello no quiere decir que estuviera exenta de tensiones ya que coincide con la instalación de los am oritas en estos territorios y las ciudades aparecen de nuevo fortificadas, si bien experim en tan un crecim iento rápido e im por tante que parece sugerir un notable desarrollo. Algo sim ilar se puede ob servar en el hecho de que en la costa m eridional de Siria Ugarit m anifieste ahora una facies cultural típicam ente cananea que se superpone sobre la
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an te rio r p resen cia anatólica. Todo parece indicar una fuerte expansión de la cultura fenicio-cananea durante este período. Igualm ente los contactos externos se rean u d an y las viejas relaciones con Egipto florecen de nuevo aunque bajo formas un tanto distintas. Los faraones del Reino M edio, superada la crisis que supuso el P rim er Período Interm edio egipcio, tom aron m edidas para asegurar sus lazos con las ciuda des de C anaán. Biblos florecía de nue vo bajo el p ro tectorado in stau rad o por Egipto y las tum bas de dos de sus reyes, A bishem u y su hijo Ibshem uabi, han pro p o rcio n ado docum entos que se vinculan con los reinados de A m enem hat III y A m encm hat IV, fa raones de la XII D inastía (M ontet, 1923, 155 y 159), que destacan entre otros testim onios. O bjetos con los nom bres de Sesostris I, Sesostris II y A m encm hat III h an aparecido igual m ente en Ugarit que ahora com ercia activam ente con Egipto y otros testi m onios de esta presencia nilótica se encuentran también en Damasco, Qatna y Beirut, entre otros. C an aá n y Si ria quedaban de nuevo bajo la esfera de la hegem onía egipcia que aunque respeta los poderes locales deja sentir su dom inación. Todo el territorio era reco rrid o p o r em isarios reales que hacían llegar a Egipto las riquezas del país. El relato de Sinuhé corres pondiente a este período nos p ro p o r ciona una visión m ás am plia de las condiciones de vida en el territorio cananeo: «Un país extraño me dio otro. Partí hacia Biblos y me avecindé en Quedem, y estu ve un año y medio en ella. Ammi-enshi que era un gobernante del Alto Retenu (Lí bano) me acogió y me dijo: — Estarás bien conmigo y oirás el habla de Egipto. Esto dijo porque conocía mi personalidad, se había enterado de mi sabiduría, y la gente de Egipto que estaba con él había atesti guado por mí... Me puso al frente de sus hijos. Me casó con su hija mayor. Me per mitió que elegiera de su región, de lo mejor
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que tenía en su frontera con otra región. Fue una buena tierra llamada Yaa. Había en ella higos y uvas. Tenía más vino que agua. Copiosa era su miel, abundantes sus aceitunas. Había en sus árboles toda clase de frutos. Había cebada y espalta. Carecía de límite cualquier género de ganado.» (ANET, 19)
Del relato de Sinué, desterrado al C an aá n septentrional, deducim os la riqueza del territorio y la alta estima en que se tenía todo lo egipcio debido al dom inio que los faraones ejercían sobre el país. Pero otros docum entos egipcios, los llam ados «textos de exe cración» pertenecientes igualm ente a esta época presentan un cuadro un tanto diferente: reflejan una situación política en C an aán caracterizada por la inestabilidad en las que las distin tas ciudades-estado gobernadas por personajes que en m uchas ocasiones llevan nom bres am oritas parecen es tar siem pre en peligro de ebullición y de insurrección contra la autoridad de Egipto, lo que revela que la dom i nación egipcia no era absoluta. Pese a ello Sesostris III ocupó Siquem en el curso de una expedición m ilitar que no habría de volver a repetirse. Pero a p artir del reinado de A m enehat IV la presencia egipcia en Asia experim en ta una sensible regresión y los objetos procedentes del Valle del N ilo no lle gan más que a las localidades más m eridionales. Al poco tiem po Egipto se hunde bajo la invasión de los hicsos, nóm adas asiáticos en cuyo itine rario C an aán ha debido jugar algún papel aún no enteram ente dilucidado. La recesión egipcia en el territorio fenicio-cananeo parece h ab er favore cido la intensificación de las relacio nes con el ám bito sirio y m esopotám ico. Assur florece ahora sobre el curso m edio del Tigris y S ham shi-A dad I de Asiría alcanza en el curso de sus expediciones la costa m editerránea. Pero el poderío asirio fue efímero y el reino de M ari se revela entonces co mo una de las principales potencias
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económ icas del m om ento. D ocum en tos procedentes de los archivos de es ta localidad nos m uestran la existen cia de intensas relaciones com ercia les con Biblos y Ugarit. Esta últim a ciudad, que se ha convertido en el puerto natural de toda Siria, refleja u n am biente cosm opolita en el que sobre el fondo cananeo se im prim en las influencias diversas, com o aque llas procedentes del m undo hurrita, establecido en la Siria del norte, y de la m ism a Creta, testim oniando unas relaciones de largo alcance. Por esta época Tiro debía ser ya u n a ciudad de cierta im portancia aunque desco nocem os prácticam ente todo lo refe rente a ella durante este período (Jid e jia n , 1966, 13 ss). M ás al n o rte Sidón y Arvad florecían tam bién aho ra aunque la inform ación que de ellas
poseem os es igualm ente escasa. Este período de independencia va a encontrar su térm ino a com ienzos del siglo XVI a.C. en que se inaugura la E dad del Bronce Reciente o Tardío (1600-1200 a.C.). Al com ienzo de esta nueva etapa algunos centros cananeos com o Jericó, M egiddo y otros, son destruidos com o consecuencia de los disturbios que siguieron a la ex pulsión de los hicsos de Egipto. D es de ahora, con las conquistas inicia das por Amosis y A m enhotep (Amenofis) I, los faraones restablecen el p ro tecto rad o egipcio sobre Sum ur, Arvad, Beirut, Sarepta, Biblos, Tiro y Sidón, m ientras que en el sur las ciu dades cananeas que com o Jerusalem , Ascalón, M egiddo, Acre y H asor con servan tam bién sus dinastías locales, eran vigiladas por pequeñas guarni-
Fragmento de una estatuilla del dios Bas procedente del Templo de los Obeliscos en Biblos (Siglos XIX-XVIII a.C.) Museo Nacional de Beirut
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c io n e s eg ip cia s. Se crea u n a a d m in istra c ió n egipcia del territo rio dirigida p o r altos fu ncionarios que re c ib ía n el títu lo de « c o m is io n a dos» o «enviados» al tiem po que se e sta b le c ía n o tras g u a rn ic io n e s re p a rtid a s en lu gares estra té g ico s a lo largo del país. Uno de estos cen tros de la adm inistración egipcia era G aza. Los docum entos egipcios de la épo ca, en p a rtic u la r las cartas de ElA m arn a, dejan traslucir una situ a ción en la que las revueltas contra la au to rid ad del faraón no estuvieron ausentes. Así Biblos se caracterizó por su lealtad al faraón al igual que Tiro, aun q u e ésta tuvo que sufrir una revo lución anti-egipcia que afectó incluso a destacados m iem bros de la casa real (Jidejian, 1969, 17). La posición de Sidón parece h ab er sido diferente actuando en ocasiones abiertam ente contra los aliados de Egipto en la re gión, m ientras que Ugarit, en donde u na facción anti-egipcia luchaba con tra la presencia faraónica provocan do un levantam iento contra la guar nición instalada p o r A m enhotcp II, supo gu ard ar un difícil equilibrio en tre las potencias que se d isp u tab an el control de la zona. Y es que Egipto no se encontraba solo en su interés por los territorios de C an aán y de Siria. Por el contrario el estado hurrita de M itan n i le disputaba el predom inio en la región durante el siglo XV a.C. Luego, durante el siglo siguiente, el im perio hitita sustituyó a M itanni en su hegem onía sobre Siria establecién dose un nuevo equilibrio de fuerzas que h abría de d u ra r hasta la paz fir m ada durante el reinado de Ramses II. En m edio de este vaivén de coali ciones Ugarit se las arregló para h a cer a am bas potencias sim ilares de claraciones de lealtad y perm anecer en un difícil equilibrio que le perm i tió intensificar su tráfico com ercial con otros puertos fenicio-cananeos, com o Biblos, Tiro, Acre o Ascalón, con Cilicia, C hipre y C reta, adem ás
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de las grandes potencias entre cuyo juego se hallaba, lo que le perm itió increm entar extraordinariam ente sus riquezas y acentuar su carácter cos m opolita. Frecuentemente los monarcas y prín cipes de los pequeños estados cananeos disputaban y rivalizaban entre sí, lo que obligaba a m enudo a solici tar la intervención egipcia a su favor y en contra de sus enemigos. Esta la tente inestabilidad interna podía fa vorecer en un principio los intereses de Egipto pero con el tiem po term inó por volverse en su contra, a m edida que el aum ento del poder hitita y el paralelo declive de la posición egip cia fom entaba en C an aá n la rivali dad entre estos poderes locales, de seosos algunos de sustraerse al peso de la adm inistración egipcia. De este m odo los faraones de la XIX D inastía que in ten tab an relan zar la d o m in a ción egipcia en Asia tuvieron que h a cer frente a una serie de estados rebel des. Ya Sethi I se vio obligado a com b a tir u n a c o a lic ió n de p rín c ip e s cananeos av an zan d o hasta Q adesh en litigio con el país de A m urru situa do bajo la órbita de influencia hitita, y que ya anteriorm ente había provo cado disturbios y defecciones entre las im portantes ciudades de la costa. En aquella ocasión Biblos, Beirut, Si dón y Suinur resultaron afectadas lo que había hecho necesaria la inter vención del faraón —A m enhotep IV (A kenaton)— y sus ejércitos. Luego la XVIII D inastía se h ab ía hundido en el m arasm o y ahora Egipto intentaba sacudirse su entum ecim iento y resta blecer la soberanía perdida. Ram ses II fue el encargado de enderezar la si tuación m ediante una serie de cam pañas que precedieron a la paz fir m ada en 1284 a.C. con Hattusil III que por entonces gobernaba el im pe rio hitita. D urante un tiem po el terri torio disfrutaría de una calm a relati va pero nuevas am enazas y presagios som bríos acech ab an desde el h o ri zonte.
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«... El buen dios, de brazo poderoso, heroico y valiente como Montu; rico en cautivos, que sabe como poner la mano y está alerta donde está, hablando con su boca, obrando con sus manos, valiente jefe del ejército, valeroso guerrero en el mismo corazón del combate; terrible en el com bate, penetró en un tropel de asiáticos, hacien do que se postrasen, y así aplastó a los prínci pes de Retenu y entró en las propias fronteras del que se opone a su camino. Es el que obligó a retroceder a los príncipes de Jaru (Siria), que se habían mostrado jactanciosos con sus bocas. Ahora los príncipes de todos los países extran jeros de los confines de la tierra dicen: ‘¿Adon de iremos?'. Y pasan la noche diciendo: ‘¡Mirad, mirad en sus corazones!, la fuerza de su padre Amón le concedió osadía y victoria’.» (Campaña de Seti I en Canaán: ANET, 253)
«A Milki-ilu, príncipe de Gezer, así dice el rey: Te envío esta carta para decirte: He aquí que te envío a Janya, el lugarteniente de los arqueros, con mercancías para conseguir concubinas her mosas, tejedoras, plata, oro, vestidos, piedras preciosas, sillas de ébano, así como toda clase de cosas buenas; en un total de 160. En suma, cuarenta concubinas: el precio de cada concu bina es cuarenta (sidos) de plata. Por tanto envíame concubinas muy hermosas y sin defec to. Y además te dice el rey tú señor: Esto es bueno. Para ti se ha decretado la vida. Sabe que el rey está bien, como el dios sol. Sus tropas, sus carros, sus caballos, están muy bien. He aquí que el dios Amón ha puesto el País Alto, el País Bajo, el sol levante y el sol poniente, debajo de los pies del rey.» (Carta del archivo de Tell el-Amarnah, en la que el faraón se dirige a su súbdito, el príncipe de Gezer, al que pide que cambie una serie de mercancías por esclavas concubinas para el harén real, RA, XIX, p. 125-36)
«Al rey, mi señor y mi dios Sol, dice: Así Biridiya, el leal siervo del rey. A los dos pies del rey, mi señor y mi dios Sol, siete veces y siete veces caigo. Sepa el rey que desde que los arqueros se marcharon, Labayu lleva a cabo hostilidades contra mí, y que no podemos trasquilar la lana, y que no podemos pasar de la puerta en pre sencia de Labayu, desde que supo que no nos has dado arqueros; y ahora se dispone a tomar Megiddo en persona, pero el rey protegerá su ciudad para que Labayu no se apodere de ella. En verdad, la ciudad es destruida por la muerte
a consecuencia de la plaga pestilente. Conceda el rey cien tropas de guarnición para guardar la ciudad, a fin de que Labayu no la tome. Cierta mente no hay otro propósito en Labayu. Intenta destruir Megiddo. (Carta del archivo de Tell el-Amarnah en la que Biridiya, príncipe de Megiddo se queja ante el faraón del acoso de su vecino Labayu, príncipe de Siquem, EA, n° 244)
«Al rey, mi señor, mi dios Sol, mi panteón, dice: Así Shuwardata, tu siervo, siervo del rey y el polvo bajo sus dos pies, el suelo que tú pisas. A los pies del rey, mi señor, el dios Sol del cielo, siete veces, siete veces caigo, tanto postrado como supino. Sepa el rey, mi señor, que el jefe de los apiruse ha levantado en armar contra las tierras que el dios del rey, mi señor, me dio; pero le he castigado. Sepa también el rey, mi señor, que todos mis hermanos me han aban donado, y que yo y Abduheba luchamos contra el jefe de los apiru. Y Zurata, príncipe de Acre, e Indaruta, príncipe de Akshaf, fueron los que se apresuraron con cincuenta carros de guerra —pues yo había sido robado por los apiru—, en mi socorro; pero he aquí que luchan ahora con tra mí; por consiguiente, tenga a bien el rey, mi señor, enviarme a Yanhamu, y guerrearemos con diligencia, y vuelvan las tierras del rey, mi señor, a sus límites anteriores. (Carta del archivo de Tell el-Amarnah que revela la situación de la época: Shuwardata, príncipe de Hebrón, y Abduheba, príncipe de Jerusalem se coaligan contra los poderosos apiru, mientras que antiguos aliados son ahora enemigos, RA, XIX, p. 106)
«Todos los asiáticos de Biblos, de Ullaza, de lyanaq, de Moab, de lymuaru, de Qehermu, de Rehob, de Yarimuta, de Inhia, de Aqhi, de Arqata, de Yarimuta, de Betsan, de Ascalón, de Demitiu, de Mutilu, de Jerusalem, de Ahmut, de lahenu y de lysipi; sus hombres fuertes, sus veloces corredores, sus aliados, sus asociados y los vecinos de Asia; que puedan rebelarse, que puedan conspirar, que puedan luchar, que puedan hablar de luchar o que puedan hablar de recelarse en toda esta tierra.» (Fragmento de un texto egipcio de execración del Imperio Medio, por el que se ejercía la magia maldiciendo a los enemigos auténticos o posibles, ANET, 328)
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4. La economía y la sociedad durante la Edad del Bronce Nuestro conocim iento de la vida eco nóm ica y social de C an aá n durante la E dad del Bronce es m uy pobre. Las fuentes son escasas y apenas cubren determinados períodos quedando otros co m p letam en te vacíos de in fo rm a ción. Así bien poco es lo que sabem os del período que denom inam os B ron ce Antiguo si bien podem os entrever una cierta diferenciación entre el sur y el norte del país, pareciendo este úl tim o m ás rico y m ás pob lad o . De igual forma, apoyándonos sobre al gunos pocos datos dispersos proce dentes de las excavaciones de Biblos o de los archivos de Ebla podem os aventurar que la organización de las com unidades cananeas urbanizadas no debía diferir m ucho de aquellas otras que conocem os en Siria y M eso potam ia. La actividad económ ica se encontraba sin duda regida p o r un sistem a de tipo palaciego que centra lizaba el excedente de la producción agrícola y m anufacturera, m uy desa rrollada ya como se observa en la ce rám ica, para hacer frente a las diver sas necesidades del Estado. N uestra com prensión acerca de la econom ía y la sociedad m ejora un tanto a partir del II m ilenio a.C. debi do a un m ayor acopio docum ental, y sobre todo para el período que llam a mos Bronce Reciente o Tardío ilum i nado p o r los textos procedentes de Ugarit y las cartas de El-A m arna. A com ienzos del B ronce M edio, des pués de la interrupción ocasionada p or la instalación de poblaciones nó m adas o sem inóm adas en la región, se aprecia en general un rápido creci m iento de las ciudades, lo que podría interpretarse com o u n signo de pros peridad, aunque tal vez pudiera tam bién pensarse en cierta inestabilidad que afectara al ám bito rural debido a la presencia de las b an d as am oritas.
E n cualquier caso am bas cosas no son excluyentes y otros datos ap u n tan en dirección a un despegue eco nóm ico: tal es el caso del desarrollo técnico que se observa en la m etalur gia y en la cerám ica. Este despertar de la actividad económ ica después del lapso que separa el Bronce Antiguo del Bronce M edio pudo h aber sido posteriorm ente favorecido cuando la independencia llega a C an aá n al ser invadido Egipto por los hicsos. Todo parece indicar que el auge de la acti vidad económ ica durante este perío do sentó las bases del im portante de sarrollo cultural atestiguado durante la siguiente fase o E dad del Bronce Reciente. La explotación de la riqueza m ade rera de los m ontes del L íbano consti tuía uno de los pilares básicos de la econom ía cananeo-fenicia al m enos en aquellos lugares en que tal riqueza resultara asequible. El otro corres pondía al com ercio que los p rin cip a les puertos com o Biblos y U garit rea lizaban en todas direcciones: Creta, C hipre, Siria del norte, Cilia, M eso potam ia y Egipto recibían a través de ellos las riquezas del país y los p ro ductos de su artesanía. Las m anufac turas se encontraban m uy desarrolla das y existían in d u strias altam ente especializadas com o las de la talla de marfil, la de productos textiles y la de tin tu ras de p ú rpura. Los artesanos transm itían su oficio de padres a h i jos y se encontraban agrupados en corporaciones profesionales de alb a ñiles, alfareros, herreros, curtidores, tejedores, etc., sem ejantes a guildas o gremios y situados com únm ente bajo la autoridad del palacio o de u n tem plo. De éstos recibían la m ateria p ri ma necesaria y a los m ism os debían de hacer entrega del producto final m anufacturado. La calidad técnica a lc a n z a d a fue m uy g ra n d e com o re v e la n los m a rfile s e n c o n tra d o s en U g a rit y M egiddo. La a g ric u l tura fue igualm ente próspera com o se advierte en los testim onios bíbli-
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Cabeza femenina procedente de Ugarit (Siglo XIV) Museo Nacional de Damasco
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cos acerca de la tierra de C anaan: «Ahora, Yahvé, tu Dios, va a introducirte en una buena tierra, tierra de torrentes, de fuentes, de aguas profundas, que brotan en los valles y en los montes; tierra de tri go, de cebada, de viñas, de higueras, de granados: tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra donde comerás tu pan en abun dancia y no carecerás de nada...» (Deuteronomio, 8, 8)
El ap ro v ech am ien to agrícola era intensivo. Las laderas de las colinas estaban preparadas con pretiles y te rrazas para evitar que las lluvias arras trasen la tierra m onte abajo. A finales del otoño, cuando las grandes lluvias h ab ían caído, se iniciaban el laboreo y la siem bra. Desde abril se cosecha ba la cebada y el trigo se recogía en mayo o junio. Los frutos de las vides m ad u rab an a partir de julio pero la vendim ia no se realizaba hasta llega do septiem bre. Al igual que en otros países m editerráneos las hortalizas y los cultivos arbóreos eran preferentes del entorno rural de las ciudades. En estas cam piñas los pequeños y m e d ian o s pro p ietario s tra b a ja b a n sus tierras que se com ponían p o r lo gene ral de un huerto, u na viña y un olivar, realizándose la transform ación de los productos que pro p o rcionaban en la m ism a explotación que constaban de las instalaciones adecuadas. M uy im portante era la ganadería de la que se obtenían productos básicos com o la leche de las cabras y la excelente lana de las ovejas. La apicultura debió de ser igualm ente im portante y los textos bíblicos celebran con frecuencia la abu n d an cia de la tierra cananca de la que « m anan leche y miel». El contorno u rb an o se encontraba dom inado por las grandes construc ciones de los palacios y los templos. La acrópolis am u ra lla d a se alzaba sobre el paisaje de la ciudad que se encontraba protegida por la existen cia de un recinto exterior. Las fortifi caciones, en un p rin cipio de tierra apisonada, fueron sustituidas luego
p o r m uros de piedra, com o en Siquem o Jericó, levantados sobre ci m ientos de factura ciclópea. La ciu d ad fo rm ab a u n a u n id a d política, económ ica y social sobre un territorio circundante que adm inistraba. Aquél de Ugarit no era m uy extenso por lo que debem os pensar que sus riquezas obedecían sobre todo al tráfico co m ercial que controlaba. En el sur de C an aán las ciudades dependían más del aprovecham iento de su entorno agrícola y de su situación geopolítica que del tránsito de m ercancías a gran escala. En los espacios interm edios de las ciudades vagaban poblaciones sem inóm adas de configuración m uy inestable. De entre los sem inóm adas que m erodeaban en el C an aá n m eri dional surgieron, al parecer, algunos grupos que penetraron en Egipto for m ando parte de la m igración de los hiesos. P o steriorm ente e n c o n tra re mos en este m ism o ám bito a otros m erodeadores, los hapiru, sobre cuyos orígenes subsisten m uchas incógni tas, y que actuaron com o un factor m uy im portante de inestabilidad en la zona. D urante el Bronce Reciente hallam os a m enudo a estas bandas recorriendo los territorios entre las ciudades, em pleándose com o m erce narios de sus príncipes y participan do de esta form a en los conflictos que enfrentaban a los poderes locales. En época de A nienhotep IV, coincidien do con un debilitam iento de la dom i nación egipcia en la zona, los hapiru llegaron a apoderarse de centros im p o rta n te s com o G ezer, A sk aló n y Lakish. Desde una perspectiva étnica cabe destacar en la región la existencia de un sustrato de origen hurrita, m ucho m ás fuerte en el C an aá n septentrio nal, y de elem entos de procedencia indoirania que en algunos lugares lle garon a establecerse en el poder. C ul turalm ente fueron sin em bargo ab sorbidos por el sustrato sem ita occi dental precedente y así tanto la lengua com o la religión se m antuvieron ca-
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naneas. En realidad se puede afirm ar que durante el Bronce M edio y Re ciente pese a la m ultiplicidad de con tactos e influencias y a la presencia de elem entos étnicos foráneos, el m o do de contacto político-diplom ático, de la circulación com ercial y tecnoló gica, de la presencia extranjera, e in cluso la form a de intervención m ilitar no atacaron en p rofundidad la cultu ra local, si bien las capas sociales su periores, como en ocasiones suele ocu rrir en estos casos, se m ostraron sus tancialm ente m ás perm eables a las influencias procedentes del exterior (Liverani, 1983, 518). Los archivos de Ugarit nos perm i ten hacernos u na idea aproxim ada de la organización social, aunque igno ram os si puede ser extendida al con ju n to del país. En cualquier caso p a rece lógico suponer que no diferiría m ucho de la de otros centros com er ciales m encionados en los docum en tos egipcios com o Arvad, Sumur, Bi blos, Beirut, Sidón, Tiro y Acre. La cúspide de la pirám ide social estaba integrada por u n a aristocracia que constituía el eje m ilitar y adm inistra tivo de la m o n arq u ía . E ntre estos aristó cratas —m aryannu— no eran raros los individuos aculturados de origen indoiranio que según parece introdujeron el caballo com o anim al de tiro de los carros de com bate. D u rante el período de la dom inación de Egipto el poder del m onarca era ab soluto en cuestiones de política inte rior, pero de cara a la adm inistración egipcia no era más que un subalterno del gobernador de C an aá n con resi dencia en G aza por lo que frecuente m en te re cib ía el títu lo de hazanu («alcalde»). La clase m edia estaba constituida p o r los purina propieta rios de tierras que vivían com o cam pesinos y artesanos y los tamkara de dicados a las actividades com erciales. Los sabe name form aban la población cam pesina sin tierras y p o dían tra b a ja r en los latifundios o en los palacios reales. Los siervos —hupshe—, los
esclavos y los prisioneros de guerra —ashiru— com ponían los estratos no libres de la población. En las ciuda des com erciales el desarrollo del de recho de corte individualista condi cionado por el com ercio tendió sin duda a disolver las viejas formas de la o rg a n iz ació n fa m ilia r extensa con base patrim onial, todavía fuertes en las áreas rurales y en el C an aán m eri dional, y a equiparar la situación de la m ujer con la del hom bre. La p obla ción libre se encontraba som etida a servicios y p re sta cio n es al E stado m uchas de ellas de carácter militar. Entre la aristocracia el servicio se en contraba determ inado p o r la función adm inistrativa o cortesana que d e sem peñaban, al tiem po que partici p aban en el ejército com o expertos conductores de carros. Los artesanos estaban igualm ente obligados a un servicio profesional —pilku— de acuer do con su especialización. En contra partida unos y otros recibían tierras del m onarca sobre cuya explotación debían satisfacer determ inadas tasas. En ocasiones las tierras concedidas por el rey estaban exentas de servicios y se convertían en bienes p atrim o n ia les con los que se recom pensaba el trabajo de funcionarios distinguidos y eficaces. La prom oción profesional era un hecho y el m ism o rey, que p ro movía a los m ás aptos a los pues tos de responsabilidad, podía conce der la nobleza hereditaria a uno de sus vasallos como recom pensa a sus servicios.
5. El final de la Edad del Bronce Los últimos m om entos de la E dad del Bronce se van a ver sacudidos por una serie de acontecimientos que trans form arán en profundidad la fisono m ía del país fen icio -can an eo . Las grandes ciudades y puertos de com er cio que hasta ahora h ab ían gozado de una prosperidad sin parangón, co
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m o Biblos y Ugarit, en trarán en deca dencia o desaparecerán, siendo susti tuidas por otras que —es el caso de T iro y S idón— no h a b ía n poseído hasta el m om ento m ás que una im portancia secundaria. Al m ismo tiem po parte del territorio cananeo será ocupado por nuevas poblaciones lo que p roducirá u na reducción apreciable del mismo. H acia m ediados del siglo X III a.C., los israelitas, en éxodo desde Egipto de donde salieron en época de Ram sés II, com ienzan a instalarse en la m itad m eridional de C anaán. Se tra taba de un contingente de nóm adas, en contra de lo que se cree, bastante heterogéneo, carentes de u n a organi zación m ilitar eficaz y desprovistos de carros de guerra y m áquinas de si tio, p o r lo que no eran capaces de com batir en la llanura, donde los ca rros contrarios les h ab ría n an iq u ila do, ni de apoderarse de las ciudades fenicio-cananeas bien defendidas por sus m urallas. Su baza radicaba en las in cu rsio n es y los ataq u es sorpresa contra poblaciones, y la tom a de ciu dades, com o Jericó, fue realm ente es casa. A ún así se vieron favorecidos po r la fragm entación política de que h acían gala los cananeos, divididos y a m enudo enemistados unos con otros, lo que en su m om ento h ab ía favoreci do tam bién los intereses de la dom i nación egipcia y hab ía sido incluso alentado por los m ism os faraones. De este m odo se apoderaron de las regio nes escarpadas del interior disem i nándose en territorios distantes sepa rados por poblaciones fenicio-cana neas. Así llegaron a asentarse al este del Jo rdán en las regiones de Jericó y Siquem en donde en b u en a parte se asim ilaron con la población local. Pero otra catástrofe m ucho m ás te rrible se cernía sobre C an aá n que sal dría profundam ente transform ado de la prueba. Los «P ueblos del M ar» a v a n z a n d o en d irec ció n n o rte-su r h ab ían provocado ya la caída del im perio hitita y se p re p ara b an para su
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acom etida a Egipto. La am enaza era muy seria y el dram atism o de la situa ción se refleja perfectam ente en las cartas de los archivos de U garit que dan noticias de la proxim idad de b a r cos y del desem barco de fuerzas ene migas. La oleada arrasó Ugarit, que no volvería a ser reconstruida, destru yó parcialm ente Tiro y en el sur del país G aza, Ascalón, Asdod, y Ekron, entre otras, fueron ocupadas por una nueva población: los peleset o filisteos que d arían su nom bre a la región. Al gunas de las ciudades que h ab ían es capado de la m agnitud del desastre fueron afectadas secundariam ente co m o Sidón, que sufrió los ataques de los filisteos asentados en A scalón pe ro que aún así se encontraba en con diciones de rep o b lar T iro (Justino, XVIII, 3, 5; Josefo, An. Jud., VIII, 62) que se fortificó sobre el islote que ju n to a la costa ocupaba (Josué, XIX, 29; II Samuel, XXIV, 7). Otros pueblos em parentados tam bién con los inva sores parecen haberse establecido en la zona, según se ve en el relato de W en-Amon, funcionario del tem plo de A m ón en K arnak enviado a Biblos en busca de m adera para la barca ce rem onial del dios en tiem pos de los comienzos de la XXI D inastía egipcia, y que m enciona el puerto de D or ocu pado p o r los piratas tjeker (ANET, 26). Luego llegarían los arameos, m ez clándose en parte con la población del país y enriqueciendo la lengua fe nicia con sus propias aportaciones. C om o resultado de todas estas vio lentas m igraciones tan sólo la franja costera central del territorio feniciocananeo conservó u n a virtual inde pendencia. En el sur los filisteos, que h ab ían suplantado a la población lo cal que tuvo que retirarse, y que se distinguían a diferencia de los cananeos p o r realizar acciones concerta das desde sus centros fortificados, lo que les daba m ucha m ás fuerza, cho caron con los israelitas en torno a fi nales del siglo XI a.C. Estos, aunque consolidados, perm anecían cultural-
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Fenicia
Alepo
• Ugarit (Ras Sham ra)
• Shukshan (Tell Suqas)
• Ham a
CHIPRE
• Kltlon ARVAD (Ruad) #A m rjt
• Qadesh
Tripoli.
MAR MEDITERRANEO
• Ribleh
■ •K a W M0NTES DEL LIBANO •••Hilda'
Biblos* Λ / fff/ff/f/i,
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«Kamlt (Kamed el-Loz)
Ain Ydlal· ; Sldón · * Kafar Djarra S a re p ta · K harayeb·
Δ MT. HERMON
T ir o · Oum el-Am ad Hazor Acre · R. Kishon . Nazareth
Δ
·
MT. CARMELO Dor · e Megiddo
/
Samarla
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G aza·
Jerusalén
c
• Damasco
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m ente m arginados en un m edio pre d om inantem ente fenicio, si bien des de un punto de vista político extensas zonas com enzaron a escapar al con trol cananeo. El norte aparecía des vastado: Ugarit y la más septentrional Alalah, próxim a a la desem bocadura del Orontes, h ab ían desaparecido p a ra siempre. Fue la extinción de estos im portantes centros de com ercio, el uno fenicio-cananeo al m enos cultu ralm ente, el otro sirio, lo que determ i nó el auge de otras ciudades que has ta entonces h ab ían perm anecido en un segundo plano un a vez que el tem poral desencadenado por los «P ue blos del M ar» perdió fuerza. D urante un tiem po, que nos es difícil precisar, las co m u nicaciones p erm anecieron colapsadas en el M editerráneo O rien tal, lo que no favorecía precisam ente las expectativas de aquéllos que trad i cio n alm en te h a b ía n vivido del co mercio. Pero luego la calm a llegó y con ella un d espertar económ ico y cultural que llevaría la historia de Fe nicia hasta unas alturas hasta enton ces jam ás alcanzadas.
6. La Primera Edad del Hierro D urante el período que sigue a la tre m enda crisis ocasionada por las inva siones de los Pueblos del M ar asisti mos a la concatenación de una serie de factores que perm itieron una p ro n ta recuperación y un rápido desarro llo del m undo fenicio, aunque tcrritorialm ente éste se en c o n trara ahora m erm ado. El prim ero de ellos fue la desaparición, caso que afectó particu larm ente a los hititas, o el debilita m iento, com o ocurrió con los egip cios, de los im perios circundantes. Esto no podía sino favorecer las ex pectativas de autonom ía en la región. O tro fue el hundim iento de la civili zación m icénica que durante los últi mos siglos XIV y X III a.C. había ejer cido una auténtica talasocracia sobre
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el M editerráneo O riental penetrando tam b ién en direcció n a O ccidente hasta alcanzar las costas m ás aleja das de Italia. F inalm ente factores de índole interna estim ularon este pro ceso. A unque a com ienzos del siglo XI a.C. los ejércitos de T iglat-Pilaser I de Asiria h ab ían im puesto tributo a las ciudades de Biblos, Sidón y Arvad el acontecim iento no volvió a repetir se hasta unos dos siglos m ás tarde por lo que los fenicios disfrutaron de una etapa prolongada que se caracte rizó p o r la ausencia de injerencias procedentes del exterior. En el plano interno es necesario re saltar la presencia de una serie de fe nóm enos que iban a condicionar en gran m edida el inm ediato desarrollo de la historia de este pueblo. D ebe m os insistir en p rim er lugar en la existencia de un increm ento dem o gráfico n o tab le favorecido p o r las condiciones generales de paz y que se percibe en el crecim iento en altura que experim entan las ciudades debi do al costreñim iento urbano condi cionado por las lim itaciones topográ ficas, y en la práctica de sacrificios molok en los que niños de corta edad o recién nacidos eran inm olados co mo víctimas propiciatorias a las divi nidades tutelares en respuesta a la presión dem ográfica y com o una for m a de infanticidio encubierto. Hay pocas dudas respecto a lo prim ero: los relieves asirios nos m uestran este rasgo peculiar de las ciudades feni cias en el que tam bién insisten las tradiciones clásicas (E strabón, XVI, 2, 23). Y en lo que se refiere al m olok, aunque se discute sobre el grado de su frecuencia, nadie parece dispuesto a negar su existencia entre los feni cios de este período que lo transm iti rían a sus sucesores que colonizaron el M editerráneo. Pues parece lógico considerar que la evidente difusión del molok entre los posteriores feni cios occidentales de tiem pos de la co lonización obedece a u n a herencia de sus antecesores orientales. De cual-
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quier forma, hay suficientes razones de orden histórico y antropológico que perm iten afirm ar que entre las sociedades prim itivas y arcaicas los aspectos rituales y religiosos de tales prácticas no hacen sino enm ascarar una realidad m ucho más cruda, de term inada p or las repercusiones psi cológicas del infanticidio no declara do com o única form a eficaz de lim i ta r los efecto s de u n im p o rta n te ascenso de la curva dem ográfica. Y ya que com únm ente la práctica del moíok ha sido utilizada desde la m is ma A ntigüedad para denigrar el ca rácter del pueblo fenicio se hace ne cesario, a fin de conseguir una visión m ás objetiva y no viciada por prejui cios de tipo ético y m oral, decir algo en su defensa. Los fenicios no fueron los únicos que practicaron con m ayor o m enor regularidad una form a de infantici dio encubierto en el m undo antiguo, sacralizada en este caso bajo el as pecto de un cerem onial religioso. Las culturas que poblaron el M editerrá neo durante la A ntigüedad, con los condicionam ientos socio-económicos im perantes y las prácticas sexuales adm itidas, no escaparon a esta trági ca suerte bajo la presión de las tensio nes reproductivas, y existen elem en tos de juicio más que suficientes para sospechar que el infanticidio, encu bierto o no, fue una práctica relativa m ente frecuente en am bas m árgenes del M editerráneo. De esta forma «un niño venido al m undo en C artago no corría prácticam ente m ás peligro de ser quem ado en el fuego del m oíok, que un pequeño de A tenas o de R o ma de ser ab an d o n ad o en una esqui na de la calle, sobre un m ontón de in m undicias, a merced de las bestias o de un m ercader de esclavos que, en el m ejor de los casos, le vendría quizá a recoger» (Picard, 1958, 152). Además, etnólogos y antropólogos h an puesto de m anifiesto com o la m ayor parte de las sociedades y culturas pre-industriales se deshacen de una u otra for
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ma de aquellos hijos no deseados, ge neralm ente m ediante algún tipo de infanticidio encubierto con lo que se intenta lim itar las im plicaciones cond u ctu ales y psicológicas que tales prácticas im plican. Volviendo a la tem ática que nos ocupa, debem os insistir ahora en la presencia de otro rasgo propio de la evolución interna de Fenicia durante este período. Se trata de un notable deterioro del m edio am biente con re percusiones especialm ente graves en la productividad agrícola y que viene a sum arse al ya indicado crecim iento demográfico. Este deterioro am bien tal, o si se prefiere, ecológico, arranca de un proceso de desforestación muy acusado sobre el que inciden diversas causas. Por un lado la explotación de la riqueza forestal de los m ontes del Líbano, que iniciada en fechas muy antiguas se m antiene com o una cons tante a lo largo de dos milenios (Brown, 1969, 175 ss.). A ello se añade el apro vecham iento de la m adera en m an u facturas com o la fabricación de vi drio, la cerám ica, la m etalurgia y la extracción de púrpura. Y no se debe olvidar tam poco los efectos produci dos por la ganadería ya que de una parte los pastores estaban tam bién interesados en talar los bosques para am pliar su zona de pastos, m ientras que las fronteras políticas y las b arre ras geográficas forzaron a practicar un sem inom adism o estacional en un territorio excesivamente lim itado, con lo que la vegetación quedaba expues ta a un peligroso sobrepastoreo y se agudizaba la com petencia entre agri cultores y pastores por la explotación de los m ismos suelos. Com o conse cuencia de la com binación de todos estos factores, la desforestación, cada vez más avanzada, privaba a los sue los de su cubierta vegetal, exponién dolo de esta form a a la acción de los agentes erosivos, especialm ente las lluvias que arrastran las capas super ficiales de las tierras altas. La desapa rición progresiva de los bosques inci
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d ía ta m b ié n en la a lte ra c ió n del régim en de lluvias, cada vez m ás es casas a m edida que decrecía la m asa forestal, acentuando de este m odo la sequedad del clima. Y al final toda esta serie de circunstancias tuvo im portantes repercusiones que afecta ron el m odo de vida de las poblacio nes fenicias y alteraron incluso algu nos elem entos de índole política. Así, el declive que experim enta la ciudad de Biblos a p artir de esta fecha está en inm ediata relación con la desapa rición de los bosques cercanos de su franja costera, y, p o r otra parte resul ta evidente que todas estas alteracio nes del m edio am biente acabaron por afectar al ám bito de la producción agrícola. Los textos contem poráneos del A n tiguo Testam ento nos inform an clara m ente de que al m enos para el siglo X a.C. el territorio fenicio era incapaz de producir los alim entos necesarios p ara m antener a su población en au mento. Por ello se traían de los países vecinos com o Israel y Siria productos agrícolas —aceite, vino, cereales, etc.— (I Reyes, 5, 11, II Crónicas, 2, 7-9; Isaías, 23, 3; Ezequiel, 27, 17-8) que los feni cios no estaban en condiciones de ob tener en su lim itado y em pobrecido territorio. De esta form a p asaron a depender de los países de su entor no para garantizar su abastecim iento agrícola ante lo cual precisaron desa rrollar nuevas estrategias económ icas para facilitar tales im portaciones. C o m o h abía que p agar el alim ento que se obtenía del exterior y la riqueza de sus bosques era cada vez m ás escasa d esarro llaro n un especializadísim o sistem a de m anufacturas que poder em plear com o m edios de intercam bio. Ello intensificó a su vez la bús queda de m aterias prim as necesarias para su desarrollo y, puesto que su entorno geográfico no era m uy ab u n dante en ellas, utilizaron su vieja ex periencia m arítim a para alcanzar, cru zando las aguas tras las rutas que ya hab ía abierto el com ercio micénico,
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lugares cada vez más lejanos. Se ini ciaba así una expansión por el M edi terrán eo que les llevaría a co lo n i zar buena parte de sus islas y tierras ribereñas. A p a rtir de ah o ra se aprecia u n cam bio significativo en el contexto del com ercio fenicio. Las im portacio nes de los países vecinos se com po nen en buena m edida de productos agrícolas m ientras que le son expor tados una am plia gam a de m anufac turas que incluía tejidos, recipientes m etálicos, m arfiles, vidriados, m ue bles, cuando no se exportaba a los propios artesanos especializados co mo los que realizaron la construcción del tem plo de Salom ón en Jerusalem . C on anterioridad el com ercio fenicio había traficado fundamentalmente con riquezas naturales, com o los cedros del Líbano, la sal y la pú rp u ra y h a bía servido de in term ed iario a los productos de Egipto, Siria, M esopota m ia, A sia M enor, C reta y el Egeo. A hora las m anufacturas fenicias, que hasta entonces h ab ían satisfecho so bre todo la dem anda de las élites lo cales y participado ocasionalm ente en el com ercio con aquellos países, pasan a un prim er plano. La búsque da de nuevas fuentes de m aterias p ri m as que conlleva hace necesario a su vez la m anufacturación de nuevos a r tículos que utilizar com o objetos de intercam bio allí d onde aquéllas se encuentren, lo que incentiva el desa rrollo de todo el entram ado m anufac turero fenicio que adquiere ahora tin tes de una auténtica industria, al tiem po que im pulsa a la exploración de nuevos territorios capaces de propor cionar los recursos necesarios para ésta. El debilitam iento del sistem a de economía palacial, ocasionado en bue na m edida p o r las crisis que pusieron fin a la E dad del Bronce, perm itió el desarrollo de la iniciativa y la em pre sa privada que sin duda favoreció to do este proceso b ajo la protección económ ica m uchas veces de los tem plos. Otro factor que ap u n tab a en la
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Máscara púnica procedente de Cartago (Siglo VI a.C.) Museo del Bardo
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«Los de Tasos, que proceden de los feni cios que con Taso hijo de Agénor partieron de Tiro y de toda Fenicia en busca de Eu ropa, ofrecieron en Olimpia un Heracles cuya base es, como la misma estatua, de bronce. La altura de la estatua es de diez codos, tiene la clava en la-mano derecha y en la izquierda el arco. He oído que en Ta sos veneraban al mismo Heracles que los tirios (Melkart), pero que al unirse a los griegos rindieron también culto a Heracles hijo de Anfitrión.»
«De Libia y Posidón, nacieron gemelos, Agénor y Belo. Agénor marchó a Fenicia donde reinó y fue origen de la gran estirpe; por ello diferimos hablar de él. Belo per maneció en Egipto y fue rey; se casó con Anquínoe, hija del Nilo, y tuvo hijos geme los, Egipto y Dánao, y según Eurípides además Cefeo y Fineo. Belo estableció en Libia a Dánao y en Arabia a Egipto — quién también subyugó el país de los melámpodes y lo denominó Egipto, como él— . De múltiples mujeres tuvieron Egipto cincuen ta hijos y Dánao cincuenta hijas. Más tar de, al surgir entre ellos la rivalidad por el trono, Dánao, por temor a los hijos de Egipto, construyó él primero una nave con el consejo de Atenea, y embarcando en
ella a sus hijas huyó. Al arribar a Rodas erigió la estatua de Atenea Lindia. Desde allí marchó a Argos, donde Gelanor, en tonces rey, le cedió el trono; una vez adue ñado del país llamó dáñaos a sus habitan tes... Agénor marchó a Fenicia, donde, casado con Telefasa, procreó una hija, Eu ropa, e hijos, Cadmo, Fénix y Cílix; algu nos dicen que Europa no era hija de Agé nor sino de Fénix. Zeus, enamorado de ella, se transformó en un toro manso y so bre su lomo la llevó por mar hasta Creta. Unida allí a Zeus, engendró a Minos, Sar pedon y Radamantis; pero según Homero (/L. V, 198-9), Sarpedón era hijo de Zeus y Laodamia, hija de Belerofontes. Cuando Europa desapareció, su padre Agénor en vió a los hijos en su busca, prohibiéndoles regresar sin ella. También fueron con ellos su madre Telefasa, y Taso, hijo de Poseidón o, según Ferecides, de Cílix. Incapa ces de encontrarla tras intensa búsqueda, determinaron no volver a su hogar y se es tablecieron en diferentes regiones: Fénix en Fenicia, y Cílix cerca, y toda la zona ba jo su dominio, cerca del río Píramo, la lla mó Cilicia. Cadmo y Telefasa vivieron en Tracia; igualmente Taso, tras fundar la ciu dad de Tasos en una isla cerca de Tracia, la habitó.» (Apolodoro, II, 1, 4; III, 1, 1)
m ism a dirección fue la transform a ción de la vieja econom ía del Bronce en una más m oderna del H ierro lo que hacía necesario buscar las fuen tes de aprovisionam iento de este m e tal. Todo ello explica suficientem ente los orígenes de la expansión fenicia p o r el M editerráneo a los que las tra diciones literarias que nos h an llega do conceden, com o veremos, una no table antigüedad. D urante los m om entos iniciales de la Prim era E dad del H ierro (1200-900 a.C.) Sidón parece haberse converti do en la ciudad m ás im portante de Fenicia (Rollig, 1982, 20) com o viene a deducirse del hecho de que en los poem as hom éricos lo fenicio sea si n ó n im o de sidonio, lo m ism o que ocurre en no pocos pasajes bíblicos (Deut, 3, 9; Jueces, 10, 12; 18, 7; I Reves, 5, 20; 11, 5 y 33; II Reyes, 23, 13), y la m ism a Sidón aparezca com o el prin-
cipal centro del com ercio fenicio. Al go sim ilar indica el que buena parte de las fundaciones fenicias m ás anti guas en el M editerráneo, com o Kitión en C hipre y Cythera, poseyeran tem plos de Afrodita-Astarté siendo esta diosa la principal divinidad de Sidón. Ello pudo m uy bien h ab er sido debi do a la destrucción de Ugarit y Tiro por los «Pueblos del M ar» por una parte, y al declive que contem porá neam ente experim entó Biblos com o consecuencia del agotam iento de las riquezas forestales cercanas. P roba blem ente el hecho de que Sidón cons tituyera la salida m arítim a natu ral para los productos procedentes de la región de D am asco, con la que se m antenía ahora un activo tráfico, tu vo una contribución im portante en todo ello. En cualquier caso la supre m acía sidonia no fue duradera y al m enos a p artir del siglo X a.C. Tiro se
(Pausanias, V, 25, 12)
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había convertido en la m ás activa e im portante ciudad de Fenicia capaz de colonizar C hipre y de realizar em presas com erciales de gran enverga dura tanto por el M editerráneo como por el M ar Rojo. Es la época de H i ram I, aliado de Salom ón, a quien pro p orcionó una im portante ayuda m aterial y técnica para la construc ción de su palacio y del tem plo de Je rusalem (I Reyes, 6-7). Esta estrecha colaboración entre los dos estados, a través de la cual los fenicios de Tiro p ro p o rcio n ab an tam b ién cobertura m arítim a a las em presas com erciales de Salom ón m ediante el envío y la construcción de las fam osas «naves de Tarsis», a cam bio de lo cual re cibían fundam entalm ente productos agrícolas que su lim itado territorio no alcanzaba a producir, habría de m an tenerse d u ran te algún tiem po m ás, aú n después de la división del reino de Salom ón en los estados de Israel y Judá. H iram de Tiro parece haber si do uno de los m onarcas responsables del engrandecim iento de su ciudad en el aspecto u rbano con la construc ción de nuevos santuarios a M elkart y Astarté, y en el político, extendien do la influencia de Tiro sobre C hipre adonde incluso hubo de enviar una expedición ya que los habitantes de la colonia fenicia de K itión rehusa b an pagar el tributo (Josefo, Contra A p., I, 118-9).
7. La expansión fenicia por el Mediterráneo Las tradiciones antiguas son u n á n i mes a la hora de rem ontar a unas fe chas bastante tem pranas los orígenes de la expansión fenicia por el M edite rráneo. E strabón (I, 3, 2) afirm a que los fenicios fundaron colonias fuera de las C olum nas de H ércules (G i braltar) poco tiem po después de la G uerra de Troya, cuya caída se fecha tradicionalm ente en el 1184 a.C. Vele-
yo Patérculo cuenta cóm o en el tiem po del retorno de los heráclidas (las invasiones dorias), unos ochenta años después de la caída de Troya, la flota de Tiro que dom inaba los m ares fun dó G ad ir ju n to a las C olum nas de H ércules y que Utica, en el litoral norteafricano, fue fundada poco des pués {Hist. Rom ., I, 2, 3). Plinio (Hist. Nat., XVI, 216) por su parte rem onta la antigüedad de Utica a mil ciento setenta y ocho años antes de aquél en que él escribía (77 d.C.) lo que con cuerda con las inform aciones ante riores. F inalm ente el Pseudo A ristóte les m an tien e que la fu n d a ció n de Utica acaeció doscientos ochenta y siete años antes que la de C artago (De mirab. auscultationibus, 844 a, 6). C o mo la fecha tradicional de la fu n d a ción de ésta se establece en el 814 a.C. m ediante el cóm puto olím pico (C ar tago habría sido fun d ad a treinta y ocho años antes de la prim era olim piada que se celebró en el 776 a.C.), ello nos rem onta hasta el 1101 a.C. para la fecha de la fundación de Uti ca, lo que, com o se aprecia, coincide muy de cerca con lo afirm ado por nuestras otras fuentes. Tam bién D io doro de Sicilia recoge los ecos de esta tem prana expansión m arítim a: «Los fenicios, habiendo triunfado en sus empresas, acumularon grandes riquezas y resolvieron navegar hacia el mar que se extiende fuera de las Columnas de Hércu les y que es llamado Océano. En un princi pio fundaron en Europa, cerca del paso de las Columnas, una ciudad a la que dieron el nombre de Gadir» (V, 20).
Tam poco es posible ignorar, com o dem asiado frecuentem ente se viene h aciendo, el co n ten id o de m uchos mitos y leyendas griegas que h ablan de una antigua presencia de los feni cios en G recia y el Egeo. El m ismo H eródoto (II, 44, 4) atribuye a los fe nicios que partieron hacia Europa la construcción de un viejo santuario a H ércules-M elkart en la isla de Tasos, situada en el Egeo septentrional fren-
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te a las costas de Tracia, y en otro p a saje de su obra nos h ab la de su colo nización p o r los fenicios (VI, 47). Este m ism o au to r recoge la leyenda de C adm o, m ítico rey de Tiro que a n d a ba a la búsqueda de su h erm ana E u ropa que hab ía sido raptada por Zeus y que con un grupo de fenicios se es tableció en el territorio de Beocia don de introdujeron el culto a D ionisos (II, 49, 3; V, 57-56). E n otra ocasión el h isto riad o r n arra la fu n d a ció n del m ás antiguo oráculo de G recia, el de Zeus en D odona, p or u n a sacerdotisa egipcia del tem plo de A m ón en Te bas, que fue raptada y conducida a la H élade por unos fenicios (II, 54-56). O tras leyendas h ab lan del estableci m iento de los fenicios en R odas en tiem pos de la G uerra de Troya ad o n de h ab rían sido conducidos p o r su príncipe Falanto y de donde m ás tar de serían expulsados por Iflico, jefe de los invasores dorios (Ateneo, VIII, 360). E n Creta, la ciudad de Itanos, es considerada tradicionalm ente com o un a fundación fenicia y otras trad i ciones recordadas p o r los griegos de época clásica evocaban la tem prana colonización p or los fenicios de Cy thera, Melos, Thera, C orinto y otros lugares griegos (H eródoto, I, 105, Tucídides, I, 8). No cabe duda de que todos estos testim onios no hacen sino ilustrar un largo proceso de relaciones económ i cas y culturales entre el m undo feni cio y el griego en u n a época en que los helenos, tras los desastres que h a bían provocado la desaparición de la civilización m icénica, experim enta b an un fuerte retroceso cultural y téc nico. De nuevo el propio H eródoto es bastante explícito al respecto: «Ya que hice mención de los fenicios veni dos en compañía de Cadmo, de quienes descendían dichos gerifeos, añado que entre otras muchas artes que enseñaron a tos griegos establecidos ya en su país, una fue la de leer y escribir, pues antes de su venida, a mi juicio, ni aún las figuras de las letras corrían entre los griegos. Eran éstas,
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en efecto al principio las mismas que usan todos los fenicios, aunque andando el tiem po, según los cadmeos fueron mudando de lenguaje, mudaron también la forma de sus caracteres» (V, 58).
Todo parece in d ic a r que m ucho antes de Hom ero, en cuyos poem as se describe en varias ocasiones {Iliada, XXIII, 743-5; Odisea, XIV, 290-7; XV, 455) a los m arineros y com erciantes fenicios que frecuentaban h ab itu al m ente los puertos griegos, las relacio nes entre G recia y Fenicia fueron es trechas y no tanto por iniciativa de los griegos que atravesaban ahora por unos siglos oscuros de su historia, si no de los fenicios que iniciaban una expansión m arítim a que debía llevar les a colonizar buena parte del m edi terráneo. En contacto con el m undo etrusco aportaron igualm ente los ru dim entos de la escritura alfabética a esta civilización itálica que luego h a bría de transmitirlos al m undo romano. A poyándose en sus conocim ientos de los astros que facilitaban la nave gación nocturna y en u n a serie de m ejoras técnicas relativas a la cons trucción de sus barcos que aparecen precisam ente ahora, com o son el em pleo del betún con el que se calafatea ba el casco asegurando así la im per m eabilidad de la carena o el diseño cada vez m ás alargado del casco de cuadernas lo que confería u n a m ayor navegabilidad a la em barcación, los fenicios se la n z a ro n a su aventura m arítim a en busca de las m aterias prim as que necesitaban aprovechan do el conocim iento de los m ares que antes los m icénicos les h ab ían p ro porcionado. A m bas culturas estuvie ron en efecto en contacto durante bue n a p a r te de la E d a d d el B ro n ce Reciente com o dem uestran los descu brim ientos arqueológicos de cerám i ca m icénica a lo largo de toda la costa fenicio-cananea desde U garit y Bi blos hasta G ezer y Lachish. Pero los fenicios superarían a los propios m i cénicos en su aventura m arítim a lie-
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Figurilla masculina procedente delbiza
Museo Arqueológico de Barcelona (Siglo IV a.C.)
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gando m ás lejos que ellos a través de un itinerario jalo n ad o p o r las diver sas islas que salpican el M editerrá neo. Así, partiendo de sus costas orien tales la navegación hacia Occidente, en donde se perseguían la plata y el hierro de Tartessos, el estaño de las C assitérides, y el oro y el m afil afri cano, se realizaba saltando de isla en isla: desde C h ip re a R odas desde donde se realizó la penetración en el Egeo y donde los arqueólogos han en co n trad o evidencias de u n a p re sencia fenicia en las ciudades de Cam eiros e Isolayos. D esde allí hacía Creta, que revela igualm ente indicios arqueológicos de su frecuentación y posible colonización por parte de los fenicios. Partiendo de C reta se alcan zan con facilidad las islas del M edite rráneo central: M alta de quien afirm a D iodoro de Sicilia: «Esta isla es una colonia fundada por ios fenicios, quienes como extendían su mer cado hacia el Océano occidental, encon traron en ella un abrigo seguro, ya que es taba dotada de buenos puertos y situada en mar abierto» (V, 12).
Y la m ism a Sicilia en la que la pre sencia fenicia es anterior a la coloni zación griega de la isla según testim o nia Tucídides: «Los fenicios se habían asentado a lo largo de toda Sicilia en promontorios costeros, que habían fortificado, y en los islotes cer canos a fin de comerciar con los Sículos. Pero cuando los griegos comenzaron tam bién a llegar en gran número, los fenicios abandonaron la mayoría de aquellos sitios y se instalaron a vivir juntos en Motya, Pa normo y Solunto, cerca de los Elymeos, en parte porque buscaban su alianza, y en parte porque desde allí el viaje desde Sici lia a Cartago es más corto» (VI, 2, 6).
tas norteafricanas como la isla de Cerdeña son fácilm ente asequibles y co nocieron igualm ente la visita tem pra na de los m arineros y com erciantes fenicios. Por últim o, las Baleares, el litoral m eridional de la Península Ibé rica y la vertiente norteafricana a am bos lados del Estrecho señalan la lle gada al lejano O ccidente de la extra ordinaria aventura m arítim a em pren dida por los cananeos a com ienzos de la Prim era E dad del Hierro. Allí, en las proxim idades del mítico Tar tessos, levantaron la ciudad más anti gua de E uropa sobre cuya fundación las fuentes clásicas nos h a n legado este relato: «Sobre la fundación de Gadir, he aquí lo que dicen recordar sus habitantes: que cierto oráculo mandó fundar a los tirios un establecimiento en las Columnas de Hér cules; los enviados para hacer la explora ción llegaron hasta el estrecho que hay junto a Kálpe (Gibraltar), y creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran los confines de la tierra habitada y el término de las empresas de Hércules; su poniendo entonces que allí estaban las co lumnas de que había hablado el oráculo, echaron el ancla en cierto lugar de más acá de las Columnas, allí donde hoy se le vanta la ciudad de los exitanos (Almuñecar). Mas como en este punto de la costa ofreciesen un sacrificio a los dioses y las víctimas no fueran propicias, entonces se volvieron. Tiempo después, los enviados atravesaron el estrecho, llegando hasta una isla consagrada a Hércules, situada junto a Onoba (Huelva), ciudad de Iberia, y a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí las Colum nas, sacrificaron de nuevo a los dioses; mas otra vez fueron adversas las víctimas y regresaron a la patria. En la tercera expe dición fundaron Gadir, y alzaron el santua rio en ia parte oriental de la isla, y la ciudad en la occidental. (Estrabón, III, 5, 5)
Gozo, Pantellaria y Lam pedusa tam bién fueron colonizadas p o r los feni cios e igualm ente p o d rían h ab er ser vido desde un principio de escalas a sus navegaciones hacia las C olum nas de Hércules. Desde allí tanto las cos
Este texto nos sirve para com pren der el carácter de las prim eras nave gaciones fenicias hacia Occidente que, como vimos, los autores antiguos coin cidían en rem ontar a una fecha que
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«En aquella ocasión me apoderé de toda la extensión del monte Líbano y llegué al Gran Mar del país de los amurru. Lavé mis armas en el profundo mar y ofrecí oblacio nes de ovejas a los dioses. El tributo del li toral — de los habitantes de Tiro, Sidón, Bi blos, Mahallata, Maiza, Qaiza, Amurru y Arvad, que es una isla en el mar, consistió en oro, plata, estaño, cobre, recipientes de cobre, prendas de lino de guarniciones multicolores, monos grandes y pequeños, ébano, madera de boj, marfil de colmillos de morsa... recibí su tributo y abrazaron mis pies. Ascendí a las montañas del Amañus (sierra ubicada al N. del Orontes) y talé troncos de cedros, pinos bravos, cipreses y pinos, y ofrecí oblaciones de ovejas a mis dioses. Hice esculpir una estela con memorando mis heroicas gestas y la erigí allí. Envié los maderos de cedro del monte Amanus al templo Esarra para la construc ción de un santuario iasmaku como recinto para los festivales, sirviendo a los templos de Sin y Shamash, los dioses otorgadores de luz.» (Anales de Asurnasirpal II en Kalah, III, 84-90: ANET, 275-276)
podría ser situada a com ienzos del si glo XI a.C., m ientras que los testim o nios bíblicos que aluden a las feni cias «naves de Tarsis» docum entan la existencia de periplos de gran enver gadura en el curso del siglo X a.C. (I Reyes, 11; 22). D urante una prim era etapa que podríam os denom inar precolonial las navegaciones fenicias tu vieron en un principio un carácter m arcadam en te exploratorio para ir desarrollando luego un com ercio so bre la base de pequeñas factorías, que sólo con el paso del tiem po dará lu gar a un a auténtica colonización. El m ism o D iodoro parece reconocerlo así cuando dice: «Los fenicios, que, desde una época leja na, navegaban sin cesar con el fin de co merciar, habían fundado muchas colonias sobre las costas de Libia y un cierto núme ro de otras en las regiones occidentales de Europa» (V, 20, 1).
Com o es fácil im aginar el horizonte arqueológico de esta etapa precolo-
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nial, durante la cual los prim eros via jes esporádicos siguiendo las rutas se ñaladas por los micénicos dieron paso al establecim iento de pequeños gru pos de aventureros y com erciantes re sidiendo en instalaciones precarias, en ocasiones en los propios poblados indígenas, y viviendo en condiciones m uy simples, es apenas reconocible. N o ocurre lo m ism o a p artir del siglo VIII a.C. en que se inicia el proceso de colonización m ediante el cual los pequeños establecim ientos de la eta pa anterior, factorías o em porios, se convierten en verdaderas colonias pol lo que su huella arqueológica resulta m ucho más fácil de detectar. Desde las fundaciones m ás occi dentales, com o G ad ir o Lixus al otro lado del Estrecho, el viaje de retorno hacia Fenicia se realizaba por una ru ta distinta a la de las islas que jalo nan el itinerario inverso. Se facilitaba ahora la navegación bordeando el li toral norteafricano, desde las costas de M arruecos y Argelia, pasando fren te a las playas de Túnez, en dirección a la Sirte, aprovechando la fuerte co rriente m arítim a que fluye en esta direción al penetrar las aguas del At lántico por el Estrecho de G ibraltar. De esta m anera se alcanzaba Oriente teniendo casi siem pre la costa a la vista lo cual en los días m ás despeja dos de la estación navegable ocurría igualmente navegando en sentido con trario de isla en isla. El em pleo de am bos itinerarios explica la disper sión geográfica de los asentam ientos coloniales fenicios en el M editerrá neo de los que volverem os a hab lar m ás adelante.
8. La Segunda Edad del Hierro La expansión m arítim a por el M edi terráneo, con la organización com er cial a escala casi m undial que im pli caba, convirtió de pronto a las ciuda des fenicias en centros económ icos y
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Marfil fenicio procedente de Nimrud (Asiría)
(Siglo VII a.C.) Museo Británico
políticos de extraordinaria im p o rtan cia, debido en gran m odo al interés estratégico del hierro cuyo flujo con trolaban. Es p o r ello que durante la Segunda E dad del H ierro (900-550) los im perios m esopotám icos p u g n a ron u n a y otra vez p o r obtener el con trol sobre ellas asegurándose de esta form a el acceso al com ercio exterior que representaban. P rim ero fueron los asirios, m ás tarde los babilonios y
después los persas, y cuando la fór m ula del am edrantam iento m ediante dem ostraciones de fuerzas y la im po sición de tributos fracasaba se recu rría, si era necesario, al control terri torial y político directo; de la hege m onía a la dom inación pura y simple. El final de la autonom ía hab ía lle gado. La presión del Im perio Asirio com enzó a hacerse sentir en Fenicia durante el reinado de A ssurnarsipal
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Mango de puñal de marfil procedente de Biblos (II milenio) Museo Nacional de Beirut
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II quien, p ro fundizando la penetra ción asiría hacia los países occidenta les, alcanzó el M editerráneo som e tiendo a tributo en el año 875 a.C. a las ciudades de Tiro, Sidón, Biblos y Arvad que no opusieron resistencia alguna. M ediante estos tributos los asirios accedían a todos aquellos p ro ductos que de otra form a resultarían inasequibles para ellos, y A ssurnarsipal se llevó de regreso artesanos feni cios y m aderas del L íbano para la construcción de su palacio en Nim rud. D urante el siguiente reinado de S alm anasar III este tributo fue reno vado en sucesivas ocasiones en el cur so de varias cam pañas. Pero al m is mo tiem po Egipto, recuperado m o m entáneam ente con los faraones de la XXII D inastía de su prolongada de cadencia, hacía de nuevo el papel de una gran potencia cuyos intereses es taban igualm ente presentes en la zo na. El reinado de Sheshonq I m arca así el inicio de una nueva interven ción egipcia con la expedición contra Jerusalem y a partir de ahora los m o n arcas locales re s p e ta rá n a b ie rta m ente a los representantes del nuevo poder egipcio, com o se observa por ejem plo en Biblos cuyos reyes llevan a cabo una política filoegipcia que evoca tiempos pasados. Esta renova da influencia de Egipto en Asia pervi ve bajo el reinado de Takelot I, y su sucesor, O rsokon II, da prueba feha ciente de ello con motivo del apoyo m ilitar prestado a la coalición de pe queños estados que se enfrentó a Sal m an asar III en la batalla de Q arqar, en el 853 a.C., lo que pone de m an i fiesto que los egipcios apoyaban ah o ra la resistencia anti-asiria de las ciu dades fenicias y los principados siriopalestinos y que éstos confiaban en su aliado m eridional. Pese al tono triunfalista de las inscripciones del m onarca asirio el encuentro supuso u n a derrota para S alm anasar que se vio obligado a realizar otras cinco ex pediciones posteriores en 849, 846, 842, 840 y 837 a.C. por m edio de las cuales
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obtuvo el tributo de las ciudades feni cias —Tiro, Sidón, Biblos, etc.— y con ello un cierto control sobre ellas que conservaron en cam bio su auto nom ía (Rollig, 1982, 24). Tras la m uerte del rey de Asiría se produjo una época de relativa tran quilidad debido fundam entalm ente a la propia crisis interna que afectaba de nuevo a su Im perio, por lo que a partir de entonces y hasta la subida al trono de T iglat-Pilaser III en el año 744 a.C. los ejércitos asirios estuvie ron prácticam ente ausentes de la re gión. La única expedición conocida fue la de A dad-N inari III contra los filisteos y edom itas en el 805 a.C. y en el relato de su cam paña declara h a ber recibido tam bién el tributo de T i ro y Sidón y no deja de ser sum am en te significativo que en su crónica alu da a que este m ismo tributo le había sido negado a su padre, S ham shiA dad V, lo que constituye sin duda alguna una prueba m anifiesta de la debilidad asiria frente a las ciudadesestado de Fenicia. Egipto, al m argen de los propios poderes locales, fue el principal beneficiario del declive de la presencia asiria en la zona, lo que fue aprovechado para intensificar los lazos que m antenía con los príncipes y m onarcas del viejo territorio siriocananeo. Y sería un error considerar que todos estos factores de política exterior no term inaran por afectar de u n m odo u otro al desarrollo de la p o lítica interna de las distintas ciudades fenicias. Com o había ocurrido antes, durante la Edad del Bronce Reciente, facciones pro y anti-egipcias com en zaron a surgir aquí y allá. En general, la m onarquía fenicia y la aristocracia tradicional de carácter terrateniente era partidaria, sin que ello significara una absoluta ruptura con Egipto, de u n entendim iento con los asirios m e diante la satisfacción de los tributos que p e rió d ic a m e n te éstos exigían, m ientras que la nobleza y la oligar quía com ercial prefería estrechar los lazos con los egipcios para, en torno a
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u n a alianza más cerrada, conseguir el respaldo preciso que perm itiera evi tar ceder a las presiones tributarias de A siría. E sto era tan to m ás así en cuanto que los asirios percibían a tra vés del tributo exigido a las ciudades fenicias, unos beneficios económ icos que venían a suplir la ausencia de un a infraestructura com ercial propia que perm itiera acceder a los recursos p ro ced en tes del m un d o m ed iterrá neo. E n otras palabras: se ap ro p ia ban así de una parte de los beneficios o b ten id o s p o r el com ercio fenicio consiguiendo de esta forma toda una serie de productos —m aterias prim as y artículos m anufacturados— que les eran de u na gran necesidad. Com o es lógico suponer, esta política de Asiría respecto a los puertos com erciales fe nicios de la costa m editerránea afec taba fundam entalm ente a la oligar quía de com erciantes y m ercaderes, al sector artesanal y en definitiva a to dos aquellos otros elem entos relacio nados de alguna m anera con las acti vidades del comercio en ultram ar. Por el contrario, la m o narquía tradicio nal fenicia, que aunque participaba en las em presas com erciales encon traba la base de su poder en los bene ficios obtenidos por la form a de pose sión y explotación de la tierra, que constituye un tipo de riqueza m ás es table y som etida a m enos posibles riesgos que aquella otra procedente del com ercio, al igual que la vieja aristocracia terrateniente era propicia a aceptar de m ejor o peor grado la si tuación im puesta por la fuerza de los ejércitos asirios. Políticam ente resul taba m ás cóm odo dar satisfacción a los tributos exigidos en el curso de sus expediciones p or los m onarcas de Asiría, y m antener así una precaria independencia, que levantarse en ar m as contra el poderoso vecino orien tal b u sc a n d o el p o sib le apoyo de Egipto, lo que habría desatado la in tervención m ilitar directa de los asi rios con el consiguiente perjuicio p a ra los reyes fenicios sublevados.
Esta diferencia de actitudes de cara a la política exterior, condicionada, com o vemos, por factores internos, term inó por afectar incluso al seno de algunas de las dinastías que reinaban sobre las ciudades fenicias llegando a producir en ocasiones una escisión en las mismas. E n Tiro la fam ilia real se encontraba dividida. El rey, M uto, respondía a los intereses tradiciona les de la vieja m onarquía fenicia y de la aristocracia terrateniente m ientras que su herm ana se ha aproxim ado a la oligarquía que detenta el control de las actividades com erciales m e diante su m atrim onio con Acerbas, sum o sacerdote de M elkart, divinidad protectora de los com erciantes, de los m ercaderes y de los artesanos. El sa cerdocio de M elkart se halla firm e m ente com prom etido con la organi zación y los beneficios obtenidos del com ercio en ultram ar y los templos de este dios, patrono tam bién de los navegantes y m arineros, jalo n an en el M editerráneo el ritm o de la propia expansión fenicia (Van Berchem, 1967) ofreciendo seguridades y garantías bajo la autoridad que em ana de la presencia del dios para la realización de las operaciones de intercam bio, fa cilitando albergue para los m ercade res y refugio a los viajeros, y ofrecien do sus instalaciones para la consigna y alm acenaje de las m ercancías; de sem peñando, en sum a, un papel a n á logo al de los karu (representaciones comerciales perm anentes) asirio (Bunnens, 1979, 158 y 282-5). A la muerte del rey M uto, su hijo Pigm alión debe acceder al trono pero es aún dem asiado joven por lo que su herm ana Elisa asum e la regencia has ta que éste alcance la edad necesaria para desem peñar el poder. Pese a to do Pigm alión consigue el apoyo ne cesario para ceñirse la corona y rele gar a su h erm an a de las tareas de gobierno (Justino, XVIII, 4, 4). Ante tales circunstancias Elisa intenta re cuperar sus derechos m ediante una jugada bien calculada: se casa con su
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tío m aterno, Acerbas, que en su cali dad de sum o sacerdote de M elkart detentaba el prim er rango en la ciu dad después del propio rey y que, co mo m iem bro de la fam ilia real en su calidad de cuñado del anterior m o narca y consorte ahora de una legíti m a heredera al trono, puede aspirar al mismo. Ante este cam bio de la si tuación que colocaba en u n a posi ción m uy precaria al propio Pigm alión éste decide asesinar a su rival político y desencadenar la represión contra su herm ana Elisa y sus p a rti darios (Justino, XVIII, 4, 8-9). El resul tado de esta lucha desatada entre las dos facciones escindidas de la fam ilia real tiria habría de tener con el tiem po unas consecuencias históricas casi incalculables. Elisa y los notables que la apoyaban optaron finalm ente por el exilio y en el transcurso de su des tierro tuvo lugar la fundación de C artago realizada por ellos en el 814 a.C. (Alvar-G. Wagner, 1985). No hay m ucha duda de que la p a ralela ausencia de los ejércitos asirios vino a fortalecer la posición y expec tativas de la oligarquía com erciante tiria aglutinada en torno al sacerdo cio de M elkart au n q u e finalm ente re sultara un fracaso. Pero esta situación no debía m antenerse por m ucho tiem po: con la llegada al poder de TiglatPilaser III la expansión de A siría h a cia los países occidentales encontró un nuevo y poderoso vigor. Sólo que ahora la antigua táctica de las in cu r siones m ilitares con el fin de am e d ren tar al enemigo y exigir el pago de un tributo fue reem plazada p o r la do m in ació n directa que im p licab a la conquista territorial y la anexión de los estados sometidos. C on el tiem po la nueva política diseñada por Asiría term inaría p or afectar a los territorios de las ciudades fenicias. En el 743 a.C. los ejércitos asirios se anexiona ron al norte de Fenicia: la región re corrida por el curso del O rontes, que d an d o Biblos, A rvad y Tiro en un estado de parcial autonom ía y som e
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tidas adem ás al pago de un nuevo tri buto. D urante este período no se h a lla m ención alguna a Sidón y los m o narcas de Tiro son calificados com o «reyes de los sidonios» lo que ha lle vado a pensar que, a pesar de todo, Tiro m antenía u n a posición im por tante en la costa fenicia que la había posibilitado ejercer alguna form a de hegem onía sobre aquélla. D urante el reinado de Senaquerib las ciudades fenicias tom aron parte en u n a coali ción de los pequeños estados sirios que protagonizó una revuelta contra la dom inación asiría. En la represión que siguió Tiro fue som etida a un si tio infructuoso que se prolongó d u rante cinco años, pero aunque la ciu dad resistió, favorecida por su posición insular, su rey, Luli, se vio obligado a refugiarse en C hipre donde finalm en te m urió. Este hecho unido a la insta lación en Sidón de un nuevo rey, Ittobaal II, im puesto por los asirios, su giere una m erm a de la suprem acía que hasta ahora Tiro hab ía ejercido. La desaparición de Senaquerib fue aprovechada por Egipto, que se m an tenía en el fondo de todas estas agita ciones con el fin de restablecer su influencia en u n a región disputada desde siglos atrás a causa de su im p o rtan c ia estratégica y económ ica, para reavivar la revuelta contra Asi ría. La represión desatada por Asarh ad ó n que se hab ía afirm ado m ien tras tanto sobre el trono de N ínive fue fulm inante. Sidón fue destruida en el año 667 a.C. y Tiro obligada a aceptar u n tratado en virtud del cual quedaba reducida a sus posesiones insulares perdiendo todos sus territorios en el continente que p asa ro n a engrosar una de las provincias del Im perio Asirio (Pettinato, 1975), com o antes h a bía ocurrido con la Fenicia septen trional. E n realidad, el rein ad o de A sa rh a d ó n significó el golpe m ás fuerte asestado hasta el m om ento por los asirios a la independencia de las ciudades fenicias. G ran parte del te rritorio fue anexionado bajo la form a
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Máscara apotropaica procedente de una necrópolis arcaica de Cartago (Siglo VII-VI a.C.) Túnez, Museo del Bardo
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de provincias. Simyra en el norte, Si dón en el centro y Tiro en el sur. A partir de ahora gozaron tan sólo de una m erm ada autonom ía Biblos, Arvad y la isla de Tiro que conocieron el pago de nuevos tributos y la presen cia de gobernadores asirios (M oscati, 1973, 43). H ubo un nuevo intento de rebelión por parte de Tiro que term i nó una vez m ás con la im posición de un nuevo tributo y la situación en su conjunto se m antuvo durante el rei nado de A ssurbanipal, durante el cual se produjo una nueva revuelta de T i ro apoyada por Egipto. La ciudad su frió un nuevo cerco en el 668 a.C. pe ro tam poco en esta ocasión pudo ser tom ada por los sitiadores. N o o b stan te hizo acto de sum isión y aceptó p a gar un tributo renovado. Poco des pués, A ssurbanipal som etía a Arvad, que se había sublevado a su vez y es torbaba seriam ente el com ercio naval asirio como antes hubiera hecho Tiro. La decadencia del Im perio Asirio y su destrucción p o r las fuerzas aliadas de babilonios y medos en el 612 a.C. representó un respiro tem poral para Fenicia. Sin em bargo las consecuen cias de la dom inación asiria se h a bían dejado sentir ya: m asas de refu g ia d o s q ue h u ía n del te rro r y la devastación ocasionada por los ejér citos asirios se refugiaron en las ciu dades de la costa y desde allí com en zaron a em igrar hacia los asentam ien tos fundados por los fenicios en el M editerráneo. La corriente m igrato ria alcanzó Cartago, Sicilia, C erdeña y las costas m eridionales de la P enín sula Ibérica y en estos lugares las fac torías com erciales establecidas tiem po atrás ex p erim en taro n un in c re m ento de su población que llevó a convertirlas en m uchos casos en au ténticas ciudades. La d esaparición del poder asirio facilitó las aspiraciones de Egipto so bre todas aquellas tierras som etidas a disputa, pero la expansión de B abilo nia bajo N abucodonosor tuvo nueva m ente graves consecuencias para Fe
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nicia. E n el 586 a.C. los ejércitos babilonios de N abucodonosor II ata caban Tiro que, tras resistir un cerco de trece años de duración gracias a los abastecim ientos que Egipto hacía llegar por mar, term ino capitulando y tuvo que soportar la presencia de un gobernador babilonio encargado de vigilar de cerca los m ovim ientos del m onarca fenicio. El resultado de la intervención de B abilonia se plasm ó finalm ente en la interrupción de la m o n arq u ía tiria cuyo gobierno fue sustituido tem poralm ente por la ges tión de m agistrados civiles denom i nados sufetes. F inalm ente B abilonia cedió bajo el em puje de los persas que unificaron virtualm ente todo el Próxim o Oriente. En el Im perio Persa las ciudades fenicias quedaron incor poradas a una de sus satrapías y dis frutaron de una autonom ía local bajo la adm inistración de sus propios re yes. Junto a ellos representantes civi les y m ilitares del poder quem énida aseguraban el pago de los tributos y la lealtad política hacia el trono del Im perio. Parece ser que los persas se distinguieron p o r ser unos am os me nos onerosos que sus predecesores asirios o babilonios ya que durante m ucho tiem po no tenem os noticias de nuevos disturbios.
9. El ámbito colonial mediterráneo C hipre fue el prim er lugar coloniza do por los fenicios en el M editerrá neo. Esta isla ha proporcionado sufi cientes indicios de su presencia du rante la E dad del Bronce Reciente o Tardío pero los vestigios m ás an ti guos encontrados p o r los arqueólo gos que docum entan la exisencia de u na ciudad, Kition, no se rem ontan más allá del siglo IX a.C. Las ventajas de su localización geográfica la con virtieron pronto en un lugar de refu gio de cara a la expansión de los im-
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perios circundantes. Si bien Sargón II alardea en sus inscripciones de haber conquistado la isla lo cierto es que aün sirvió de cobijo al rey de Tiro que se hab ía sublevado contra Senaque rib. Los reyes de Kitión, aunque en alguna ocasión se declararon vasallos de los soberanos de Asiría, no fueron casi nunca dom inados de una m ane ra efectiva p or éstos, lo que se puede decir tam bién de los dem ás príncipes locales de las otras ciudades fenicias de la isla: Idalión, Tamassos, Golgoi, M arion y Lapethos. Com o avanzada geográfica de Fe nicia y gracias a la m ayor autonom ía de que gozó durante la E dad del H ie rro, C hipre se convirtió desde muy pronto en uno de los principales agen tes, ju n to a Tiro, de la colonización y su influencia cultural, que se advierte en distintos cam pos, no será sólo p ro pia de los prim eros m om entos de la colonización fenicia, sino que se m an tendrá a lo largo de los tiem pos veni deros. Ello viene a dem ostrar que los fenicio-chipriotas p articip aro n m uy activam ente en el proceso coloniza dor, o al m enos que C hipre era uno de los principales lugares de m anufacturación, al lado de Rodas, de los objetos orientalizantes —cerám icas, bronces, joyas, vidrios, etc.— distri buidos p or los m ercaderes fenicios a lo largo de todas las costas del M edi terráneo. Es interesante observar que a m enudo C hipre es asociada a Tiro, a la que los antiguos consideraban com o la principal im pulsora de la ex pansión fenicia, si bien existen sufi cientes indicios para considerar que en un prim er m om ento este papel de bió corresponder a Sidón. Tiro tom a ría el relevo más tarde, a p artir del si glo X a.C., y la extraordinaria fam a que posteriorm ente alcanzó fue segu ram ente el motivo p or el cual las m ás tem pranas fundaciones fenicias en el M editerráneo se consideraban tirias en lugar de sidonias. El im portante papel d esem peñado m ás tarde p o r Cartago, fundación de Tiro, pudo h a
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ber ayudado en este m ism o sentido. En cualquier caso, al igual que a p a r tir de un m om ento determ inado los reyes de Tiro parecen estar en condi ciones de ejercer alguna suerte de he gem onía sobre los sidonios, en C hi pre algunas inscripciones m encionan a funcionarios que se declaran subor dinados a la autoridad de aquéllos, y los propios anales de Tiro m encionan durante el reinado de H iram , el con tem poráneo de Salom ón, la existen cia de una colonia en la isla. El destacado papel que parece h a ber desem peñado C hipre en la colo nización fenicia se com prende m ejor si se considera que la isla era, desde la Edad del Bronce, el principal m er cado internacional de la cuenca orien tal del M editerráneo y que recibía ahora los productos del com ercio oc cidental fenicio. Tal tipo de situación h ab ría de perm anecer durante m u cho tiempo. La conquista persa de C hipre en el 449 a.C. no alteró estas circunstancias, ya que los soberanos aquem énidas favorecieron a las co m unidades fenicias de la isla en las que flo reciero n d in a stía s re la tiv a m ente independientes a las que utili zaron com o elem entos políticos que oponer a los griegos. Esta autonom ía se m antendrá tras la conquista de la isla por los Ptolom cos, y las inscrip ciones procedentes de Kitión y Lape thos m uestran la vitalidad de la cultu ra y la lengua fenicia en un m om ento ciertam ente tardío. En el m arco del M editerráneo cen tral y occidental el proceso coloniza dor fenicio atraviesa por una serie de fases que obedecen a la siguiente periodización: una prim era fase de ca rácter m arcadam ente comercial que sigue a un período anterior caracteri zado por los contactos de tipo precolonial y que se em pieza a percibir ar queológicam ente h ab lan d o desde fi nales del siglo IX y/o com ienzos del VIII a.C. Es propia de esta fase la aparición de asentam ientos y facto rías fenicias a lo largo de los itinera-
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ríos m arcados p or su expansión m a rítima. Ello no quiere decir, com o se observará, que los fenicios no hayan visitado y aún frecuentado anterior m ente los lugares que son desde ah o ra objeto de la colonización. C om o afirm a M oscati: «Los com ienzos de la docu m en tació n arqueológica no im plican necesariam ente los com ien zos de la colonización fenicia, sino los com ienzos de asentam ientos esta bles y suficientem ente desarrollados» (1973, 129). A partir de com ienzos del siglo VII a.C. y sobre todo durante la prim era m itad del m ism o asistim os a u n proceso de transform ación en el ám bito de la colonización fenicia, de term inado p or la llegada a los asenta m ientos del M editerráneo central y occidental de gentes procedentes de Fenicia que escapan de la devasta ción y el terror provocado por las in vasiones asirías. C om o consecuencia se abre un a nueva fase de la coloniza ción que se caracteriza p o r un im por tante crecim iento dem ográfico y u r bano de los establecim ientos preexis tentes así como la aparición de otros nuevos. Cartago, M otya en Sicilia, las colonias fenicias de C erdeña com o Sulcis, Caralis y Tharros, G adir, Sexi y Toscanos en el litoral m eridional de la P enínsula Ibérica ab a n d o n an su antiguo carácter de factorías o em po rios p ara convertirse en auténticas ciudades, colonias de p o b lam ien to —apoikia— desde las que se acomete la ex p lo tació n ag ro p e c u a ria de la cam piña circundante. Esta nueva fa se de la co lo n iza ció n fenicia, que conjuga los intereses com erciales con u n a ocupación más am plia del terri torio destinada a satisfacer la necesi dad de un ab astecim iento agrícola para estas ciudades, conoce tam bién, com o acabam os de decir, la fu n d a ción, vinculada a toda esta problem á tica dem ográfica, de nuevas colonias, bien directam ente desde las m etrópo lis orientales, bien a p artir de algún centro colonial de im portancia com o C artago o G adir: así aparecen ahora
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Leptis M agna y S abratha sobre el li toral africano del Golfo de la Sirte, Ebusus en las Baleares o G uadalhorce en la costa m alagueña peninsular (W hittaker, 1974). A p artir del 600 a.C. entram os en u n a nueva fase que podem os deno m in ar com o pre-cartaginesa caracteri zada por u n a relajación de los lazos que se m an ten ían con las ciudades fenicias o rien ta le s d eb id o p re c isa m ente a la inestabilidad que durante los siglos VII y VI a.C. caracterizó a toda aquella región. En contrapartida C hipre, que conoce u n a m ayor auto nom ía y florecim iento económico, se afirm a ahora com o el principal nexo de unión con el m undo fenicio occi dental. Desde el siglo V y de una m a nera m uy destacada desde el IV a.C. C artago aparece com o el p rincipal centro de com ercio fenicio del M edi terrán eo central y oriental, m an te niéndose la im portancia de G ad ir en O ccidente en donde los intereses car tagineses se en cu en tran representa dos por Ebusus (Ibiza), por lo que es ta últim a fase que enlaza ya con los tiem pos rom anos y las guerras p ú n i cas puede ser denom inada com o car taginesa, debido al predom inio de la colonia africana que, no obstante, no im plicó la aparición de u n im perio m arítim o púnico adm inistrado de una forma centralizada desde aquélla. C ar tago era sin duda la ciudad m ás im portante del ám bito fenicio colonial y ello debía p esar considerablem ente en algunas ocasiones, como por ejem plo en las guerras m antenidas entre fenicios y griegos en Sicilia, pero las restan tes co lo n ias m a n tu v ie ro n su autonom ía, si bien estaban interesa das en una alianza con Cartago, y si guieron rum bos que no siem pre eran coincidentes. Sicilia fue u n o de los principales lugares de asentam iento fenicio del M editerráneo central, y las pruebas arqueológicas de un establecim iento fenicio se rem ontan al siglo VIII a.C. au n q u e hay indicios que perm iten
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Estela procedente del santuario de Tanit en Motia (Sicilia) (Siglo VI a.C.) Museo Whittaken
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sospechar una etapa de precolonización anterior. En esta isla la trayecto ria histórica de las colonias fenicias de Motya, P anorm o y S olunto fue realmente notable, condicionadas por el hecho de que Sicilia jugaba de cara al comercio internacional en esta área geográfica centro m editerránea un p a pel análogo al desem peñado por C h i pre en el M editerráneo oriental. Las relaciones entre las colonias fenicias y griegas de la isla fueron desde un principio estrechas y parece que las acuñaciones de las prim eras m one das griegas siciliotas fueron realiza das con plata procedente de Tartessos y proporcionada por el com ercio fe nicio. A partir del siglo V a.C. las ciu dades fenicias de Sicilia entran direc tamente en la órbita de influencia de Cartago, convertida ya en potencia mediterránea, y en ella perm anece rán, unas hasta su destrucción, com o Motya, saqueada por Dionisio, tirano de Siracusa, en el 398 a.C., otras hasta los inicios de la dom inación rom ana en la isla en tiempos de la Prim era G uerra Púnica. Las consecuencias económicas, culturales y políticas de este hecho tienen una gran relevancia histórica: bajo el im pulso y la protec ción de Cartago, las colonias fenicias de Sicilia se opusieron con éxito al aventurerismo expansionista de Sira cusa, encam ado en D ionisio y Agatocles, adquirieron un desarrollo eco nómico muy im portante que las llevó a gozar de una notable prosperidad, y se convirtieron en los principales cen tros de irradiación de las influencias culturales griegas, que ellas m ism as recibían, hacia la propia C artago y los territorios vecinos del N orte de Africa. Junto a Sicilia, C erdeña es otro de los lugares de asentam iento fenicio preferente del M editerráneo central. Esta isla tenía gran im portancia de cara al comercio m arítim o con Occi dente a través de las Baleares y con los centros etruscos del Tirreno, así como por la existencia en ella de ricas
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m inas de m ineral de cobre. El com er cio, muy tem prano, entre C artago y Etruria favoreció sin duda tam bién a las colonias fenicias de N ora, Tharros, Sulois y C aralis, h ab itad as al m enos desde finales del siglo IX a.C. Todas ellas quedaron igualm ente si tuadas bajo la hegem onía cartaginesa en el curso del siglo VI a.C., pero aquí el dom inio cartaginés parece haber sido m ucho más fuerte, en parte qui zá por la especial situación de la isla en relación con los m ercados etrus cos, o bien por su im portancia de ca ra al abastecim iento agrícola de la propia Cartago para quien Cerdeña c o n stitu y ó siem pre un g ra n ero de emergencia. Pero, sobre todo, por el casi perm anente clim a de inestabili dad provocado por las belicosas po blaciones sardas del interior m onta ñoso de la isla, que podía llegar a p oner en peligro la presencia fenicia en la misma. Ello explica la construc ción de im portantes fortalezas que protegían los em plazam ientos coste ros de los ataques procedentes de tie rra adentro y garantizaban el acceso a los recursos agrícolas y m ineros de la zona. Pero la verdadera significa ción histórica de la C erdeña feniciop única estriba en el hecho de que constituye sin duda alguna el lugar del m arco colonial donde h an queda do m ás profundam ente m arcadas las huellas de la civilización cananea sin las interferencias políticas y cultura les del m undo griego, bien presentes por el contrario en C hipre, Sicilia y Cartago. En esta últim a el am biente cosm o polita fue sin lugar a dudas una de sus características m ás tem pranas de bido a su variada gam a de relaciones principalm ente económ icas con Egip to, el O riente, G recia y el m undo etrusco, así com o con las vecinas po blaciones autóctonas norteafricanas. Su capacidad de potencia m arítim a viene dem ostrada, entre otras cosas, por los periplos realizados por Hanon e H im ilcón por el A tlántico me-
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ridional y sep ten trional respectiva mente. bordeando las costas africanas y europeas en busca de las lejanas ru tas del marfil, el oro y el estaño. Pero su propia im portancia política, que la llevó a disputar con Roma el prim er lugar en la dirección de los asuntos m arítim os en el M editerráneo occi dental. la hace m erecedora de una página particular de la H istoria que. p o r cuestiones obvias, no podem os desarrollar aquí. En la Península Ibérica la presen cia colonial fenicia, centrada particu larm ente en torno a G adir. conoció una proyección notable a lo largo del litoral m eridional m editerráneo, d o n de el testim onio de las tradiciones li terarias. la arqueología, la numismática señalan la presencia de asentam ien tos de este carácter desde el Estrecho hasta C artagena: G uadalhorce, Malaka (M álaga). Toscanos, C horreras, M ezquitiya, Frigiliana, Jardín y Trayam ar en las costas m alagueñas. Sexi (A lm uñecar) en las de G ra n ad a, y A bdera (Adra) y Villaricos en las de Alm ería, jalo n an la penetración del com ercio fenicio, en torno tam bién a E busus, hacia Levante y C ataluña. E n el sur, las activ idades fenicias vinculadas a la colonización com er cial y agrícola, con la dem anda de m aterias prim as y tierras que im pli caba. así com o con las aportaciones técnicas que trajo consigo, estim uló el desarrollo de las poblaciones autóc tonas insertas en una econom ía sim ple de carácter dom éstico provista de u n a tecnología rudim entaria y dota das de una organización de tipo tri bal. La eclosión resultante dio lugar a la cultura que tradicionalm ente co nocemos con el nom bre de Tartessos, iniciándose de esta m anera el prim er capítulo de nuestra protohistoria pe ninsular (Aubet, 1979, G. Wagner, 1983). Por lo general los fenicios, a causa de su propia tradición histórica en su patria cananea, se encontraban des provistos de cu alquier tipo de p a r ticularism o culniral y etnocentrista,
tan propio de los griegos en cam bio, por lo que su aventura colonial no significó norm alm ente un dom inio directo y una m arginación paralela de las poblaciones y culturas autóctonas con las que entraron en contacto. La mezcla étnica no fue un fenóm eno raro dentro del proceso colonizador fenicio, al igual que las poblaciones del viejo C an aá n se encontraban ya muy m ezcladas desde m ediados de la Edad del Bronce. La dom inación fue sobre todo económ ica, en un sentido casi siem pre indirecto, y cultural, más que m ilitar o política, salvo en cir cunstancias extrem as com o las que decidieron a C artago por la conquista de la Península Ibérica com o única forma de com pensar la pérdida de su poderío m arítim o tras la derrota su frida en la Prim era G uerra Púnica. Por ello las relaciones entre coloniza dores y colonizados tendieron a ser cordiales salvo en C erdeña y en el N orte de Africa tras la expansión te rritorial cartaginesa, lo que permitió una prolongada pervivenda del sus trato cultural fenicio en estos territo rios que se adentra hasta bien avan zada nuestra era. C on todo ello los fenicios se conviertieron en uno de los principales agentes transm isores de la civilización, desarrollada desde tiem po atrás en Oriente, p o r el m un do m editerráneo que, de esta m anera, penetraba de su m ano en el m arco ge neral de la Historia.
10. La Ultima Edad del Hierro y los períodos helenístico y romano: pervivenda de una civilización D urante el tiem po que dependieron de los persas, a lo largo de la Ultima E dad del H ierro (550-330 a.C.), las ciudades de la Fenicia oriental pros peraron bajo determ inadas condicio-
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nes de autonom ía. En tiem pos de C i ro los fenicios no eran aún súbditos del Im perio Persa com o sabem os por el testim onio de H eródoto (I, 143). Bajo Cam bises su situación no pare ce h ab er variado m ucho ya que si bien participan en su expedición con tra Egipto rehusaron ayudarle a ata car Cartago en base al parentesco que los unía con su antigua colonia: «... y en tanto que llegaban dio orden a su fuerza naval que se hiciera a la vela para ir contra Cartago. Contestáronle los fenicios que nunca harían tal cosa, así por no per mitírselo la fe de los tratados públicos, co mo por ser una impiedad que la metrópoli hiciera guerra a los colonos, sus hijos. No queriendo concurrir pues los fenicios a la expedición, lo restante de las fuerzas no era armamento ni recurso bastante para la empresa: y ésta fue la fortuna de los carta gineses, que por este medio se libraron de caer bajo el dominio persa; pues entonces consideró Cambises, por una parte, que no sería razón forzar a la empresa a los fe nicios, que de buen grado se habían entre gado a la obediencia de los persas, y por otra vio claramente que la fuerza de su ma rina dependía de la armada fenicia, no obstante de seguirle en la expedición con tra Egipto, los naturales de Chipre, vasallos asimismo voluntarios de los persas.» (Heródoto, III, 19)
La reform a adm inistrativa de D arío que dividía el Im perio Persa en sa trapías quedando Fenicia englobada dentro de la quinta, ju n to a C hipre, Siria y Palestina, no alteró m ucho el estado de las cosas. Las ciudades fe nicias conservaron sus sistem as de autogobierno y sus reyes, más bien aliados de los persas que vasallos. C om o antes, los fenicios volvieron a com erciar con Egipto, G recia e Israel, y en tiem pos de las guerras entre grie gos y persas participaron en las m is m as ju n to a éstos contribuyendo de m anera decisiva a la form ación de un a gran fuerza naval. D urante todo este periodo Sidón, reconstruida tras su destrucción por los asirios, parece h ab er sido de nuevo el centro más
im portante de Fenicia. Esta localidad contaba tam bién con una residencia del em perador y su territorio fue acre centado incluso por él mismo, según leemos en una inscripción pertene cien te a E s h m u n a z a r, u n o de sus m onarcas: «El señor de los reyes también nos dio Dor y Jaffa, las poderosas tierras de Dagon que están en la llanura de Sharon, en pro porción a mis importantes hechos.» (KAI, 14, 18-20)
Biblos, Tiro, Arvad y Sarepta que daban relegadas a u n a posición se cundaria, si bien Arvad y Tiro pare cen haber gozado de m ayor im por tancia que las otras dos, com o se de duce de que am bas participaran a co m ienzos del siglo IV a.C. co n ju n ta m ente con Sidón en la fundación de Trípoli, que a partir de ahora será la sede de un consejo federal en el que los fenicios debatirán cuestiones co m unes de suprem a im portancia (D io doro, XVI, 41, 1-2). C uando el declive persa com enzó a ser notorio los fenicios no tuvieron reparos en aproxim ar sus posiciones políticas a los griegos y a Egipto, la satrapía más inestable del Im perio, y adecuarse fácilm ente a la nueva si tuación. Sidón term inó por revolverse c o n tra los persas y fue finalm ente destruida, lo que favoreció a su an ti gua rival Tiro que acapara u n a vez m ás la posición m ás im portante. Vir tualm ente independientes ante la de cadencia persa las ciudades fenicias abrieron sus puertas a las tropas de A lejandro M agno en el 332 a.C. a ex cepción de Tiro, apoyada desde C ar tago, que ya porque u n a facción filopersa se hubiera hecho con el control de la ciudad (D iodoro, XVII, 14, 3), o porque se m ostrase deseosa de con servar su autonom ía (Q uinto Curcio, IV, 2,4) se negó a aceptar la presencia del m acedonio en su recinto. En el asedio que siguió participaron barcos enviados desde otras ciudades feni-
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Detalle del sarcófago del rey Echmumazar de Sidón (Siglo VI a.C.) Museo del Louvre
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cias y por últim o Tiro cayó después de soportar un sitio de siete meses gracias a la construcción de un m ale cón que perm itía unir la isla con tie rra firme. D urante el período helenístico el territorio de Fenicia fue de nuevo ob jeto de disputa entre el reino de los Seleúcidas y el de los Ptolom eos, lo que no fue obstáculo para que los centros más im portantes, com o Tiro y Sidón, de nuevo reconstruidas, m an tuvieran como anteriorm ente sus pro pias dinastías locales, aunque desde el punto de vista económ ico hubieron de sufrir la im portante com petencia comercial que ahora se les hacía des de Alejandría. Desde el últim o tercio del siglo II a.C. Sidón y Tiro parecen haber estado en condiciones de dis frutar de una autonom ía m uy am plia, e incluso después de la conquista ro mana en el 64 a.C. las dos ciudades, junto con Trípoli, continuaron gozan do de una parcial independencia de acuerdo con las líneas generales que venían a caracterizar a la adm inistra ción rom ana en la región. Su com er cio volvió a ílorccer una vez m ás bajo la pcix romana y sus industrias de manufacturación de púrpura, lino y vi drio alcanzaron nuevam ente am plia fama. Pero lo que realm en te lla m a la atención, a poco que se profundice en ello, es la sorprendente continuidad en el tiempo que m anifiesta la vieja civilización fenicio-cananea. N acida en los albores del III m ilenio y p len a mente constituida ya durante el II, al canzará con fuerza la nueva era a pesarde los avatares políticos que, como las Guerras Púnicas en O ccidente y las conquistas de Pompeyo en O rien te, situaron sus territorios bajo el con trol de la a d m in istra c ió n ro m an a. Documentos epigráficos avalan la h i pótesis de una pervivencia de la len gua y por tanto de la cultura fenicia en Oriente hasta, p o r lo m enos, el si glo II de nuestra era. En Occidente, el testimonio de San Agustín es sum a
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m ente significativo al respecto; al ser interpelados por él sobre su identidad sus paisanos respondían en lengua p única: «cananeos». Esta vitalidad de la civilización fenicia occidental en pleno siglo IV se m anifiesta tam bién, adem ás de en la pervivencia de la lengua, en otros aspectos vincula dos al universo religioso. D u ra n te m ucho tiem po las divinidades carta ginesas, que eran en realidad los m is mos dioses adorados por los fenicios en O rien te, re cib iero n culto en el Africa rom ana, y la práctica religiosa del sacrificio del moíok hubo de ser com batida una y otra vez por las nue vas autoridades. No sólo el Africa p ú nica es escenario de la perm anencia de una cultura que, sin em bargo, ha sido derrotada en el plano político y m ilitar. Otro tanto ocurre, por ejem plo, en la P enínsula Ibérica. Aquí, tras siglos de presencia fenicia y una últim a etapa de dom inación cartagi nesa entre la Prim era y la Segunda G uerra Púnica, esta cultura m antiene aú n toda su vitalidad en los tiempos de Augusto a pesar del fortísim o p ro ceso de rom anización a que desde un p rin cip io se vio som etida (Tsirkin, 1985). Esta perm an en cia de la civiliza ción fenicio-púnica en el m undo m e diterráneo no debe ser interpretada com o un síntom a de cerrazón cultu ral. Por el contrario los fenicio-cananeos, tanto en O riente com o en Occi dente, se m ostraron siem pre recepti vos a las influencias procedentes de otros en to rn o s cu ltu ra le s com o el egipto, el m esopotám ico, el micénico, el griego o el latino, sin perder nunca por ello el viejo fondo de su antigua civilización. Esta perm anece rá durante el tiem po, no sólo en la lengua, sino tam bién en la m entali dad y las costum bres, de tal m odo que como se ha sugerido (E.F. G a u tier, Le passé de ¡’A frique du Nord, Pa rís, 1937, 155 ss.) allí donde se afirm ó durante la A ntigüedad la expansión y la colonización fenicio-púnica se afir-
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m aria m ás tarde la expansion m usul m ana. En Africa, Sicilia y el sur de E spaña, fenicios y cartagineses h a bían preparado en realidad el cam ino a la conquista árabe.
11. La vida económica y social durante la Edad del Hierro El m otor de la econom ía fenicia d u rante este período fue la intensa acti vidad comercial desarrollada en m u chas direcciones. En E zcquiel (27, 12-26) encontram os una lista de los productos con que com erciaban los fenicios: plata, hierro, estaño y plom o procedentes de Tarsis; esclavos y ob jetos de bronce de Javán (Jonia), Tu bal (Cilicia) y Mesec (Frigia); colm i llos de m arfil y ébano procedentes de las islas; m alaquita, púrpura, recam a dos, lino coral y rubíes de Edom ; tri go, perfum es, miel, aceite y bálsam os de Judá e Israel; vinos y lanas de Si ria; corderos, carneros y m achos ca bríos procedentes de Arabia; vestidos preciosos, m antos de jacinto recam a do, tapices, arom as, piedras preciosas y oro de otros lugares de Asia, se en cuentran entre las m ercancías citadas por el profeta. Se puede decir que el com ercio fenicio operaba ahora a es cala casi m undial a través de los en claves y asentam ientos surgidos en el m arco de la colonización m editerrá nea. Con ello los puertos de Fenicia adquirieron una im portancia extraor dinaria que llevaría a incentivar co mo se ha visto, las apetencias de los im perios vecinos. Fue el im portante increm ento del tráfico com ercial que controlaban lo que llevó a convertir les en factores políticos de prim er o r den y com o tal, caer bajo el punto de m ira del expansionism o asirio. b ab i lonio y persa. De esta forma el creci m iento de la actividad com ercial, que respondía al tipo de com ercio deno m inado administrativo, desarrollado a
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través de canales e instituciones ofi ciales y sustentado sobre la base de una am plia actividad diplom ática di rigida a establecer las debidas garan tías recíprocas, al m ism o tiem po que situaba a las ciudades fenicias bajo la dependencia de los poderes políticos dom inantes de su entorno, les asegu raba tam bién una form a de trato es pecial que garantizaba una cierta au tonom ía —ya que no era conveniente d e s tru ir tan p o d e ro sa s fuentes de beneficios— salvo en ocasiones de re beldía enconada y m anifiesta (Revere, 1976). Todo este tráfico descansaba sobre una especializada industria de m an u facturas en torno a la producción de una extensa gam a de variados artícu los: m uebles y objetos de ebanistería, vestidos de lana y lino teñidos con su famosa púrpura, estatuillas y cuencos decorados en bronce, platos, fuentes y jarros de bronce y plata, collares, pul seras, pendientes, colgantes y otros objetos de orfebrería en m etales no bles, vidriados, marfiles decorados y cerám icas eran producidos en los ta lleres fenicios, cuyos artesanos, que transm itían su oficio por tradición fa m iliar, se h allab an reunidos en cor poraciones profesionales bajo la au toridad de un gran m aestro. Si bien durante la Edad del Bronce m uchas de estas corporaciones con sus m iem bros estaban som etidas a una depen dencia directa del palacio y eran in cluso denom inados com o «hom bres del rey», el declive del sistem a de or ganización palacia· tras las invasio nes de los «Pueblos del M ar» y la ex tensión de los principios del derecho individualista que acom pañó al au ge de las actividades com erciales fa voreció sin duda una m ayor autono mía de estas corporaciones profesio nales, al parecer muy sem ejantes a las que encontram os en otros lugares del Próxim o Oriente. Las m aterias prim as de que se nu tría toda esta actividad m anufacture ra provenían en parte del propio país
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fenicio y en parte eran aportadas por el comercio. La m adera de cedro y de abeto se p o d ía aún o b ten er de los bosques del Líbano, aunque en me nor cuantía debido a lo avanzado del proceso de desforestación, y la p ú rp u ra se extraía del m úrice m uy ab u n dante en todo el litoral. La pasta de vidrio tam bién obedecía a un abaste cim iento local m ientras que el cobre procedía sobre todo de C hipre, el oro y la plata de E tiopía y el Asia M enor, au n q u e tam b ién los recibían de la P en ín su la Ibérica (Tartessos) ju n to con el hierro y el apreciado estaño de O ccidente, y el m arfil se o b te n ía de la In d ia a través del M a r Rojo, o de Africa a través de Egip to, C artago y las restantes colonias africanas. La agricultura, aunque próspera en cuanto a técnicas y cultivos se refiere, se vio perjudicada p or la am plia des forestación del territorio, la com pe tencia ganadera y las devastaciones asirías. Además, tras las invasiones de los «Pueblos del M ar» el territorio de Fenicia se había visto considera blem ente reducido y la franja costera central no podía pro porcionar los re cursos suficientes para u n a población en aum ento. La respuesta adaptativa estribó, com o vimos, en el desarrollo del com ercio y las m anufacturas que perm itía obtener del exterior el apro visionam iento suplem entario necesi tado. En este sentido, por las condi ciones que las rodeaban, las ciudades fenicias no diferían esencialm ente de las de otros países m editerráneos co m o G recia o Italia. Estam os m uy m al inform ados en lo que a la organización social del m undo fenicio se refiere. La familia, de tipo patriarcal, se fundam entaba en el m atrim onio m onógam o, y en el ám bito colonial m editerráneo no p a recen h ab er existido m uchos proble m as en torno a los enlaces m ixtos en tre m iem bros de etnias diferentes. La profundización en el derecho de cor te individualista com o consecuencia
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CASSITERIDES
A
p. Guadalquivir
de la expansión de las actividades co m erciales tendió sin duda a disolver las relaciones fam iliares típicas de la E dad del Bronce, con lo que la fam i lia extensa debió ceder p a u la tin a m ente su sitio a aquélla otra de carác ter m ás reducido y concretada p a r ticu larm en te en los m iem b ro s del m atrim onio y su descendencia direc ta. U na sociedad com o la fenicia de bía ser, al m enos en el m arco de la
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